Este Dios, llamado Agnostos por los helénicos, era la representación de las
fuerzas que no podían explicar, la ilustración de las maravillas que no podía
asignar a sus dioses.
Hoy en día, quizás sin saberlo, muchas personas adoran a Agnostos, de diversas
formas y bajo diversos nombres, pero por la misma razón: el propósito de llenar el
vacío que ninguno de sus otros dioses puede llenar.
Ni el dinero, ni la fama, ni los placeres del mundo ni ninguna otra cosa podrá llenar
el vacío que siente el ser humano ante la ausencia de ese Dios del cual no sabe
nada, pero cuya necesidad siente tan palpitante como la necesidad de respirar o la
de alimentarse.
Ese Dios desconocido, creador de todas las cosas, juez Todopoderoso del
universo, es realmente el único Dios que debe adorar el hombre, pero para que
dicha adoración sea genuina y verdadera es necesario que deje de ser el DIOS
NO CONOCIDO, que pase a ser un amigo el cual el hombre pueda decir “le
conozco”.
El único Dios verdadero del cual el apóstol Pablo dice “que hizo el mundo y todo lo
que en él hay, puesto que es Señor del cielo y de la tierra, no mora en templos
hechos por manos de hombres” (Hchs. 17:24), es el Dios por el cual clama el
corazón de los hombres, el que llena el vacío que todo ser humano intenta llenar
con aquello que llama felicidad.
“El Dios en quien no creen los sabios, y al que desconocen los ignorantes,
es el único Dios que merece adoración”.
He aquí la sabiduría del sabio: conocer al único Dios verdadero, creador del
universo, dador de la verdadera sabiduría y fuente de todo lo que existe. He aquí
la fe del humilde: conocer y reconocer a un ser superior, que por sobre todo es y
por el cual “todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido
hecho, fue hecho” (Jn. 1:3).
“Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre [los que le
conocen], les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Jn. 1:12).