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ACERCA DE LA NOCION DE CONTRATO DIDACTICO

Por: Ives Chevallard.

d´ Aix-Marseille-Faculté des Sciences Sociales de Huminy (s/f)

Síntesis textual realizada por la Cátedra de Didáctica IV


de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad
Nacional de Lomas de Zamora, sobre la versión
castellana de Teresa Acuña de Herrera, ante la
necesidad de adecuar el texto (originado en una
conferencia) al lenguaje escrito, al uso del castellano y a
evitar algunas dificultades de comprensión derivadas de
la traducción literal y la omisión de algunos párrafos por
ruidos en la grabación.

ACLARACIONES

“En un barco hay 26 ovejas y 10 cabras. ¿Qué edad tiene el capitán?” Al


ser planteado este problema por un grupo de investigadores a 97 alumnos del
primer y segundo curso, se obtuvieron 76 respuestas que daban efectivamente
la edad del capitán, utilizando los números que figuraban en el enunciado.

La generalización de tal comportamiento de respuestas absurdas ante un


problema absurdo en sí mismo, llevó a los autores de esta investigación a una
exploración sistemática de las causas
.
Construyeron pues, una serie de enunciados en base al modelo de la
edad del capitán y propusieron, individualmente y por escrito, a los alumnos de
siete clases del curso elemental y seis clases del curso medio, problemas de
este tipo:

- Tengo 4 chupetines en el bolsillo derecho y 9 caramelos


en el izquierdo. ¿Qué edad tiene mi papá?

- En un establo hay 126 ovejas y 5 perros. ¿Qué edad


tiene el pastor?

- En una clase hay 12 niñas y 13 niños. ¿Qué edad tiene


la maestra?

- Hay 7 filas de 4 mesas en la clase. ¿Qué edad tiene la


maestra?

Cada enunciado fue completado por la pregunta "¿Qué


pensás de este problema?"

Los resultados obtenidos confirmaron las primeras observaciones: en el


curso elemental, 127 alumnos sobre 171, responden sin expresar ninguna duda
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sobre el problema. Las proporciones obtenidas resultan pues importantes y


preocupantes. Para los investigadores la dilucidación de las causas de tal
comportamiento no podría ubicarse ingenuamente en los niños, ¿o acaso ellos
a tan temprana edad serían rebeldes a la lógica a tal punto de no poder
resolver las más insignificantes astucias de la razón? La institución escolar
parece ser la culpable al ser ésta la fuente de los comportamientos
incriminados.

Pareciera entonces, que se hace necesario un estudio acerca del rol de


los “problemas” en la enseñanza de la matemática. Pero estos estudios existen
ya o en todo caso sólo hay que permitir que se desarrollen. Quisiera yo, desde
otra óptica, centrar la cuestión en otro eje y tratar de explicar si en “la edad del
capitán” puede atribuirse el fracaso, a una mala enseñanza de la escuela.

En todo discurso, la retórica (su forma y también la selección y


organización de sus contenidos) está comandada por el tipo de interacción
social en la cual funciona. No insistiría sobre este punto si no interviniera de
una manera esencial en los desarrollos que van a seguir a propósito de la
noción de “contrato didáctico”.

Es un cierto tipo de interacción social -con sus ritos y todo lo que está en
juego en ello- lo que determina en última instancia la forma de sus propósitos y
la organización de sus contenidos. Un tipo determinado de interacción social
está regido por un contrato de cierta especie. El contrato regula los
intercambios entre las partes que reúne, delimitando en primer lugar el campo,
es decir, la materia y los riesgos reales cuyo régimen define. Asigna a las
diferentes partes derechos y deberes en un marco de referencia compartido
que sostiene el pacto social (como diría Rousseau) al cual el contrato otorga su
contenido. En otro lenguaje se diría que el contrato define las reglas de juego;
el juego al que se juega, a1 que es sensato jugar cuando se entra en el tipo de
interacción que el contrato rige. La investigación de todo contrato puede, de
hecho partir de esta simple cuestión: ¿A qué juego están jugando?, o con otra
clase de implicación: ¿A qué es sensato jugar acá?.

La noción de contrato ocasiona varias dificultades que se encuentran ya


en Rousseau a propósito del contrato social. En primer lugar puede
preguntarse cuándo este misterioso contrato, que puede ser respetado o no,
cuya obediencia se puede pedir a la otra parte o que uno puede fingir, ignorar,
¿cuándo pues, este contrato ha sido acordado? ¿Quién pues ha dictado estas
reglas que comprometen de manera tan estricta nuestras acciones?. La
respuesta a estas cuestiones es que el contrato “siempre ha estado allí”.
Extraño contrato se dirá entonces, que nunca ha sido acordado. Sin embargo,
al hablar del contrato original, luego de Rousseau, Kant desarrolla esta
interpretación que se ha vuelto clásica:

“No es necesario, de ninguna manera, considerarlo como


un hecho, como si fuese necesario, ante todo, comenzar por
probar a través de la historia que un pueblo, cuyos derechos y
obligaciones respetamos a título de descendientes, hubiese
debido algún día realizar realmente tal acto... Es por el
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contrario una simple idea de la razón, pero que tiene una


realidad (práctica) indudable, pues es toda piedra basal de la
legitimidad de toda ley pública.”

Entramos en el contrato en el momento en que entramos en el tipo de


relaciones sociales reguladas por él. No podemos rehusarlo o aceptarlo. No
nos es lícito quererlo o ignorarlo. No se puede salir del contrato, salvo
librándose también del tipo de intercambio organizado por él.

Pero hay algo más. Las cláusulas de este contrato no han sido
enunciadas en ninguna parte; sin embargo, como escribe Rousseau, están
“tácitamente admitidas y reconocidas por todos.”

¿Respetaríamos, pues, cláusulas que no conocemos? Nueva dificultad. Y


ésta se agrava aún más por esta paradoja: admitido por todos, las cláusulas del
contrato, sin embargo, son violadas universalmente. Se puede violar el contrato
a conciencia, para engañar; se puede violar el contrato también, para evaluar
su contenido. Pero más a menudo aún violamos el contrato sin la intención de
hacerlo. Y no nos daríamos cuenta de ello, si, a veces, otras personas no nos
llamasen al orden.

El contrato es un maestro de ceremonias cuya ciencia no puede estar


contenida en los libros. Podemos explicitar algunas de sus cláusulas, podemos
conocer cuándo es violada cierta cláusula en particular, pero esta es la esencia
del contrato: regula nuestras acciones sin que podamos dar una vista completa
de sus reglas.

Debemos hacer otra aclaración con respecto al contrato. El contrato no


hace sino preexistir a las partes contractuales. Los contratantes no existen
antes que el contrato, al contrario, los crea como tales, y por él llegan a ser lo
que son. Ninguna de las partes contrayentes existen en calidad de tal antes del
contrato ni fuera de él. Cada una es un producto del contrato.

EL CONTRATO DIDÁCTICO Y LA EDAD DEL CAPITAN

El contrato didáctico reúne (al crearlos como tales) tres términos. De él


nacen: el alumno -sujeto al que se le enseña-, el docente –sujeto enseñante-, y
el saber en tanto saber enseñado. El contrato rige pues, la interacción didáctica
entre docentes y alumnos a propósito del saber. Docentes y alumnos se
encuentran juntos al comienzo del año alrededor de un saber explícitamente
designado por el programa del año. Contrato de enseñanza que obliga al
docente, contrato de aprendizaje que obliga al alumno y, se sabe también,
contrato que obliga al saber.

Además, y sobre todo, las cláusulas del contrato organizan las relaciones
que el docente y el alumno mantienen con el saber. El contrato regula todos los
detalles, cada noción enseñada, toda tarea propuesta está sometida a esta
legislación. En consecuencia, el contrato determina tanto para el enseñante
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como para el enseñado una totalidad particular, una visión del mundo didáctico
exclusiva de otras visiones del mundo posibles y de varias maneras extrañas a
la visión del mundo donde se mueven generalmente los individuos fuera de la
situación didáctica. La significación de las conductas, esencial para el análisis
didáctico, sólo se puede alcanzar si se relacionan de manera explícita los
hechos observados con el marco interpretativo del contrato.

Pero volvamos al principio. ¿Qué puede explicarnos el comportamiento de


los alumnos en “la edad del capitán”?. La elucidación no es evidentemente otra
cosa que la que nos dice el contrato a propósito de la tarea -resolución de
problemas- a la que los alumnos se ven enfrentados. El contrato comporta, en
efecto, una cláusula (válida para todos los problemas que se pueden proponer
en el marco didáctico escolar): un problema para ser propuesto debe tener una
respuesta y sólo una (aceptable en el sentido del contrato). Para llegar a esta
respuesta:
a) todos los datos propuestos deben ser utilizados
b) ninguna otra indicación es necesaria
c) la utilización pertinente de los datos dados se realiza según un
esquema que pone en juego procedimientos habituales en el estadio
considerado (operaciones aritméticas, regla de tres, etc.). Reglas que hay que
movilizar y combinar de manera adecuada, lo que constituye por otra parte el
verdadero campo de acción del alumno, su margen de maniobra y de
incertidumbre.

El contrato posee un dispositivo esencial cuya consecuencia es limitar


automáticamente los intercambios en el nivel epididáctico. En sus diversas
cláusulas, cada noción enseñada debe aparecer como "enseñable" (debe
poder funcionar como objetivo de enseñanza) y como "aprendible". Se ve pues
que en el contrato no está incluida en la tarea del alumno que éste tenga que
controlar la legitimidad contractual del problema que fue es propuesto. Por
supuesto que el alumno podría operar con una lógica "profana" (y no escolar) y
darse cuenta que algo no anda bien, que es un problema “raro” o “tonto”, pero
la anomalía que eventualmente podría constatar, no es su problema. El hace
su parte lo mejor que puede, dada las condiciones que le han sido impuestas.
La ruptura del contrato operada por el docente no es su responsabilidad. ¿Hay
algo más “lógico” en el fondo? Al dar una respuesta verosímil ante un problema
absurdo, está cumpliendo con su parte en el contrato. Si debe haber un
culpable, para el alumno, este culpable no es él, sino el docente que ha hecho
trampa o ha fallado. En el trabajo de los investigadores de “la edad del capitán”
puede notarse una respuesta que da un niño y que hace evidenciar esto:

“Tenés l0 lápices rojos en tu bolsillo izquierdo y l0


lápices azules en tu bolsillo derecho. ¿Cuántos años
tenés?”
El niño responde: “20 años”
Al hacérsele notar que él sabe perfectamente que
no tiene 20 años, el alumno responde: “si, pero es por tu
culpa, tú no me diste los números correctos”.
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Considerar a los comportamientos de los alumnos como absurdos,


ilógicos, preocupantes (tal como lo hacen los autores de la investigación citada)
proviene pues de un juicio que es a la vez, inexacto en cuanto a los hechos e
injusto en cuanto a la significación de lo que están expresando.

El guión imaginado por los investigadores no es, sin embargo, más que la
amplificación de cierto tipo de ruptura de contrato más frecuente de lo que se
suele pensar: según el contrato didáctico en curso, los alumnos esperan ser
evaluados sobre cierto tipo de tareas (en este caso sobre su intervención a
nivel didáctico); de hecho se los juzga a partir de otro tipo de tareas en las
cuales ellos no esperan ser juzgados (en este caso sobre su intervención en un
nivel epididáctico: “¿Qué piensas de este problema?”) Sin embargo la
diferencia, en este caso, consiste en que la ruptura del contrato exige al alumno
un cambio de registro (de lo didáctico a lo epididáctico), mientras que las
rupturas más comunes son generalmente intradidácticas.

Voy a agregar una aclaración para responder a otra pregunta más: ¿Por
qué los alumnos no llegan a dominar el arte de construir problemas con
enunciados?. La respuesta puede estar contenida en un juego de palabras:
Porque ellos no son docentes, muy simplemente, son alumnos. Por supuesto,
estoy aludiendo al efecto de la separación topogenética: la construcción del
problema, de manera tal que guarde conformidad con el contrato didáctico, es
resorte exclusivo, por definición contractual, del docente. Él alumno no tiene
que comprobar esto ya que considera “espontáneamente” (es decir,
influenciado por el contrato) que esta construcción ha sido ejecutada
correctamente.

El contrato didáctico da lugar a una topogénesis del saber: todo elemento


enseñado aparece como dividido, dando un lugar al docente y otro al alumno.
De una manera general, el contrato didáctico define los derechos y deberes de
cada uno y a través de esta división de tareas, separa y limita las
responsabilidades de cada uno. Este enunciado define meramente lo que es la
tarea del docente en el seno de esta interacción: vigilar que el problema tenga
una respuesta y sólo una, que contenga los datos necesarios y sólo éstos, que
el resultado se obtenga por una combinación de complejidad aceptable de los
procedimientos que se consideran conocidos por el alumno. Luego, define lo
que es la tarea del alumno.

LA SINGULARIDAD DEL CONTRATO DIDÁCTICO

Nuestro razonamiento se encuentra siempre dentro de un contrato,


seamos alumnos, científicos o un ciudadano más. Pero razonamos de manera
diferente según diferentes contratos. Valga como ejemplo de lo antedicho la
comparación entre el “contrato culto” que regula el intercambio científico y el
“contrato didáctico”. Veamos el papel que le asignan uno y otro, en
Matemáticas, a las demostraciones.
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No sería pertinente para un matemático, que diga haber establecido la


demostración de cierto resultado, preguntar si se trata de una demostración
exacta. Una demostración falsa, podría responderse, no es una demostración.
Y sin embargo, la historia de los matemáticos comprueba la presencia de
demostraciones falsas. El contrato de intercambio aquí obliga a que
“demostración” equivalga a “demostración válida”. Se puede ver pues, que el
“contrato culto” suprime, en el intercambio oficial, la cuestión de la validez de
los bienes intercambiados porque lleva implícito que este problema está
resuelto de antemano. Se puede imaginar fácilmente lo que sucedería si esto
no ocurriese de este modo: el mercado científico se vería invadido por una
multitud de productos sin una garantía previa, productos no controlados que
deberían ser controlados y, de hecho, resultarían incontrolables. La “cocina” de
la ciencia súbitamente se vería expuesta a la mirada de todos. El derecho al
error, reconocido a todo investigador en los “entretelones” de la ciencia, sería
entonces lanzado a la historia oficial de la ciencia, donde el error juega un rol
bastante modesto.

En la interacción “didáctica”, contrariamente a lo que prevalece en la


interacción “culta”, la demostración propuesta por el alumno no es ipso facto
considerada como acertada o no, y el problema de su validez es justamente lo
que está en juego de manera esencial en dicha interacción. En consecuencia,
proponer una demostración errada cuando se es alumno no es una falta grave,
es una falta, simplemente, en el sentido escolar del término. En uno de los
casos la exactitud y la validez son mantenidas fuera del juego oficial, siendo el
problema demasiado vital como para que se le reconozca un lugar que no sea
marginal y residual; en el otro caso, esta exactitud y validez constituyen el
punto central de la interacción. Mientras que en el “contrato didáctico” todos
(docentes y alumnos) están obligados a mostrar su producción (aún en el caso
de no-respuesta por parte del alumno que se traduce como “entregar la hoja en
blanco” y que conlleva a que el docente, de una forma u otra muestre su propia
respuesta al problema planteado), en el “contrato culto”, sólo quienes tienen
algo que decir (hay que entender algo cuya validez puedan garantizar) están
autorizados a hacerlo. El “contrato didáctico” aparece así como la inversa
exacta del “contrato culto”. El alumno puede legítimamente, sin romper el
contrato, proponer una demostración falsa con la perspectiva, por supuesto, de
una sanción negativa. Pero permanece en el contrato. A cambio de esto -y esto
es esencial para la comprensión del funcionamiento didáctico- el contrato
permite que el alumno sólo ejerza un escaso control sobre las producciones
que se le exigen y cuya validez está supeditada a una consideración magistral
que es funcional y consustancial al contrato. El alumno ha cumplido su contrato
de alumno, que no es -y esto es lamentable- el de un científico en miniatura
cuando ha dado una demostración que puede ser falsa. Le toca entonces al
docente controlar y dar validez a todo esto al mismo tiempo. El contrato realiza
así una división de las responsabilidades y, en consecuencia, de las tareas.

Pero sería injusto destacar solamente lo que el “contrato didáctico” no


permite (corremos el riesgo de ver únicamente la parte negativa) y pasar por
alto lo que él realiza. Bien, lo que el contrato debe realizar no es algo sin
importancia... Su trabajo esencial consiste en hacer pasar al alumno de una
cultura “profana” a aquella que llamaré, en sentido amplio, “científica”. Entre las
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dos culturas existe una discontinuidad radical que se puede esquematizar de la


manera siguiente: en la cultura “profana” el alumno se plantea y plantea a los
demás adultos preguntas a las cuales recibe o no respuestas, mientras que en
la cultura “cientifico-escolar” el alumno va a encontrar problemas que él no se
plantea de manera espontánea, pues su carácter mismo de “problemas”
procede o proviene de una manera de ver las cosas y a la cual, salvo en ciertos
casos especiales, no tiene acceso espontáneo y autónomo. Y va a aprender a
dar soluciones a esos problemas, aún problemas estereotipados, artificiales,
inverosímiles, aprendiendo que él puede por sí mismo producir respuestas a
preguntes, siempre y cuando estas preguntas tengan la forma estrictamente
definida de “problemas”. El cambio es radical. Podemos imaginar fácilmente
que esto tiene, en cierta medida, un precio: la falta de atención al problema de
la pertinencia. Es la parte negativa de ese panorama cuya parte positiva
consiste en arrancar al sujeto de este juego profano, precientífico, de las
preguntas sin respuesta y de las respuestas sin preguntas a la entrada en una
dialéctica con carácter científico.

CONCLUSION: EL TRABAJO DEL CONTRATO

Como conclusión quisiera reunir aquí un conjunto de notas cuyo


desarro1lo constituiría en sí la materia de otra exposición.

El contrato didáctico es el marco de la interacción didáctica que da


significación a las conductas de aquellos a quienes reúne: el alumno y el
docente en el escenario pedagógico. Cada uno actúa según el contrato, o al
menos, cada uno es considerado como si actuase según el contrato (pues
existe también una patología del contrato).

Supongamos, sin embargo, una relación didáctica comprometida y el


contrato implícitamente, pero también firmemente establecido, entre las partes
en juego regulados por él. El primer punto que hay que aclarar, consiste en que
el contrato no es una realidad estática dispuesta de una vez para siempre. Es,
al contrario, una realidad que se transforma y que al modificarse va a hacer
evolucionar las significaciones de los contenidos y de las formas del
intercambio didáctico (hay que agregar aquí que en la elección de su blanco,
nuestros investigadores apuntaron con exactitud: la cláusula cuestionada es
una de las raras disposiciones que prácticamente no evolucionan de un
extremo a otro de la escolaridad).

En esto el contrato “trabajó” la situación didáctica para ir modelando su


sentido. En los primeros cursos de la escolaridad, una multiplicación de enteros
tiene la significación de una verdadera “apuesta” de la interacción didáctica y la
actuación del alumno, en este aspecto, obtendrá una evaluación positiva o
negativa según el caso. En cursos superiores esta misma tarea es excluida del
campo de las apuestas y de aquí en adelante estará fuera de juego y no
obtendrá más, por sí misma, una evaluación particular, aún si efectuada
incorrectamente en un cálculo algebraico, por ejemplo, altere el circuito oficial
del intercambio.
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El contrato didáctico registra de este modo el “envejecimiento” de los


contenidos enseñados y la progresión establecida en el “tiempo del saber”.
Corresponde al docente asumir esta evolución del contrato y asegurar el
progreso de la materia enseñada. El docente “trabajó” el contrato cuya
evolución discontinua está constituida por una sucesión de minúsculos
enfrentamientos que son otras tantas rupturas del contrato. Esta es una nueva
paradoja. El contrato no es didácticamente útil. Sólo si se lo viola regularmente,
y es violado justamente por alguien de quien se esperaba que sea su fiel
guardián. Es por esto que -decía anteriormente- que el docente viola el contrato
sistemáticamente: el contrato didáctico (y las rupturas que va a provocar en él),
es la herramienta fundamental que le permite guiar el proceso didáctico.

Estas rupturas del contrato son rupturas “hacia arriba” si se puede decir
así. Pero el docente se ve tentado de romper el contrato “hacia abajo”, a hacer
marcha atrás, a volver al campo de las apuestas actuales, a través de “hacer
recordar”, quizá de manera repentina, aquellas apuestas que desde hacía
tiempo han dejado de serlo. Se podrá ver a este asunto como un llamado de
atención oportuno y que es bien recibido en el proceso incesante de
negociación, negociación muda lo más a menudo, se ha dicho, y que enfrenta a
docentes y alumnos a propósito del contrato.

Los alumnos tienen una actitud que podría parecer a primera vista
curiosa. Al jugar estrictamente su rol en la negociación contractual, tienden
constantemente a frenar la evolución del contrato. En este sentido, los alumnos
son conservadores o quizá retrógados. Pero, por otra parte, comparten tanto
como el docente la preocupación por obtener buenos resultados en el proceso
didáctico en cuestión, y cuidan pues con la misma obstinación, que el docente
cumpla efectivamente su rol que consiste en hacer evolucionar el contrato. Si
en un primer momento una marcha atrás es vivida como una victoria
momentánea de los alumnos en el seno de la negociación didáctica, no es sin
embargo recibido como un resultado positivo para los alumnos. De esta
manera los profesores “comprensivos” que multiplican los repasos para ayudar
a los alumnos (según creen ellos) se exponen, por esto mismo, a múltiples
disgustos.

Volvamos a los que he llamado “patología” del contrato didáctico que se


relaciona directamente con el tema del fracaso escolar. El alumno debe, en
primer lugar, entrar en el contrato. El ejemplo examinado basta para mostrar
que esta entrada no es algo sencillo. Algunos individuos, aunque esto es algo
poco frecuente, no lo logran nunca, pues nunca llegan a comprender las reglas
generales del juego escolar. Aquellos que sí lo hacen, es decir que logran
entrar en el contrato, deberán además sobrevivir en él. Más numerosos son
todavía aquellos que, cierto día, no “siguen más” y abandonan el contrato. Son
los problemas del contrato, que a menudo se traducen como fracasos, porque
evidencian un déficit específico del alumno en una disciplina en particular.

Cuando el diagnóstico acerca de una dificultad en el contrato didáctico


está justificado (aunque actualmente no dispongamos de criterios decisivos que
nos permitan pronunciarnos en este aspecto) el diagnóstico es más bien
favorable, aún si los medios de acción siguen siendo reducidos y muy precarios
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y las soluciones más bien misteriosas. El síntoma de fracaso no indica aquí


realidades dramáticas tales como “falta de dotes”, “falta de inteligencia” u otras
similares. Simplemente puede tratarse de un bloqueo (en términos de una
relación contractual), cristalizándose en una dificultad local que, llegado el
momento, llevará al alumno a un fracaso crónico. Pero esta situación puede
evolucionar por sí misma (las experiencias de los docentes atestiguan súbitos
desbloqueos) y resultar sorprendente, ya que el desbloqueo se produce sin
haber hecho nada aparentemente para provocarlo

Tanto en el estudio de situaciones de fracaso como en el análisis del


funcionamiento didáctico, el enfoque en términos de contrato tiende de este
modo a desdramatizar esos hechos que, apresuradamente, podríamos llegar a
considerar como patologías graves.

El concepto de contrato didáctico tiene así un valor práctico de tibio


optimismo: el contrato nos permite considerar de una manera más justa, y en
consecuencia menos injusta, para el alumno, para el docente, para la escuela
en general a este sistema tan complejo, tan mal conocido todavía, y sin
embargo tan criticado a veces, que es el sistema didáctico.

El optimismo del concepto, y en cierta manera su generosidad indica su


parentesco, con esa corriente de pensamiento –la de las luces- legada por el
siglo XVIII. Ciertamente, esta actitud debe ser matizada con dos o tres cosas
que desde entonces he aprendido, bien o mal a conocer: que este feliz
humanismo tiene ciertos límites que son los de las clases sociales; que tiene
también diferencias casi irreductibles sostenidas por esas clases sociales y que
existen en nosotros, en una parte de nosotros mismos llamada inconsciente; y
que, finalmente, ello perturba, desde otro escenario, el juego que el análisis
didáctico se esfuerza, sin embargo, en dilucidar...

Ustedes me disculparán si detengo mi exposición en este punto.

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