Incluso poco después del crash de Wall Street de 1929, el optimismo persistía.
John D. Rockefeller dijo que "estos son días en que muchos se ven desalentados.
En los 93 años de mi vida, las depresiones han ido y venido. La prosperidad
siempre ha vuelto otra vez."
Los efectos de la gran Depresión se hicieron notar hacia el año 1931. La razón de
que la crisis se convirtiera en un depresión se debió a las políticas económicas
ortodoxas (patrón oro y equilibrio presupuestario) seguidas por las naciones. El
detonante de la crisis fue la subida de los tipos de interés por parte de la Reserva
Federal con el objetivo de desinflar la burbuja especulativa en torno al mercado
bursátil. Esta medida tuvo como consecuencia la repatriación de los capitales
americanos hacia Estados Unidos. Esto tuvo consecuencias negativas puesto que
parte de esos capitales fueron a parar en la bolsa estadounidense lo que alimentó
aún más la burbuja. En agosto de 1929 la Fed aumentó el tipo de descuento 1,5
puntos porcentuales lo que tuvo como consecuencia la disminución de la inversión
y del consumo. Otra medida adoptada por el gobierno tenía que ver con la
protección del sector agrícola de la competencia extranjera, lo que se tradujo en el
aumento de aranceles. Estas medidas generaron desconfianza en los inversores
lo que se tradujo en una caída del 20% en las cotizaciones en Wall Street. La
crisis bursátil vino a empeorar las expectativas empresariales y la consecuente
reducción de las inversiones. Por otra parte se redujo la demanda agregada
privada, lo que vino a agravar aún más la depresión. Como ya señalé, ante estas
medidas los países de Europa comenzar a copiar las políticas económicas
implementadas por Estados Unidos. Por ejemplo, Alemania, ante la fuga de
capitales hacia Estados Unidos, elevó los tipos de interés, para así retener esos
capitales y evitar la devaluación de su moneda. Pero esta política monetaria
restrictiva sólo vino a disminuir la inversión privada y paralizar la actividad
económica. En suma, el aumento de los tipos de interés por parte de la Fed creó
fuertes desequilibrios en la balanza de pagos de algunos países europeos
La Segunda Guerra Mundial, en efecto, fue una nueva «guerra total» (como
lo había sido la «Gran Guerra» o Primera Guerra Mundial, 1914-1918),
desarrollada en vastos ámbitos de la geografía del planeta (toda Europa, el
norte de África, Asia Oriental, el océano Pacífico) y en la que gobiernos y
estados mayores movilizaron todos los recursos disponibles, pudiendo
apenas ser eludida por la población civil, víctima directa de los más masivos
bombardeos vistos hasta entonces.
En el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial suelen distinguirse tres
fases: la «guerra relámpago» (desde 1939 hasta mayo de 1941), la
«guerra total» (1941-1943) y la derrota del Eje (desde julio de 1943 hasta
1945). En el transcurso de la «guerra relámpago», así llamada por la nueva
y eficaz estrategia ofensiva empleada por las tropas alemanas, la Alemania
de Hitler se hizo con el control de toda Europa, incluida Francia; sólo
Inglaterra resistió el embate germánico.
Sin embargo, para los fascistas, las formaciones comunistas y los sindicatos
obreros eran poco menos que agentes de Moscú, es decir, una conjura
organizada por enemigos exteriores para debilitar a la nación. Este
inequívoco y furibundo anticomunismo acabaría resultando clave en su
acceso el poder. Su mensaje no sólo caló paulatinamente entre las legiones
de descontentos que había dejado tras de sí la guerra, sino que, en los
momentos decisivos, el fascismo recibió el apoyo de las clases dominantes,
temerosas de una revolución social como la que había liquidado la Rusia de
los zares en 1917.
En mayo de 1940, Hitler lanzó una tercera ofensiva, esta vez contra
Francia, que resultaría en una victoria tan aplastante como las de Polonia y
Escandinavia: bastó poco más de un mes para que toda Francia quedase
bajo el control efectivo de Alemania. Convencidos de que, al igual que en la
Primera Guerra Mundial, el conflicto iba a dirimirse en las trincheras, los
generales franceses habían reforzado las fronteras (Línea Maginot), pero
descuidaron la región de las Ardenas, considerando que sus bosques y
montañas eran intransitables para las unidades blindadas del Reich.
Siguiendo el plan del general Erich von Manstein, el Estado Mayor escogió
precisamente las Ardenas como punto de paso hacia Francia. El 10 de mayo
de 1940, las fuerzas alemanas iniciaron los ataques sobre Holanda y
Bélgica, y cuatro días más tarde, el grueso del ejército alemán caía sobre
Francia desde las Ardenas, haciendo inútil la Línea Maginot. Con uso masivo
de divisiones de tanques (Panzer) y de unidades especializadas como las de
paracaidistas y la aviación (Luftwaffe), que destruían puntos claves, las
tropas alemanas se lanzaron sin impedimentos sobre el Canal de la
Mancha, dejando embolsadas las tropas británicas y francesas en la zona
de Dunkerque. Inexplicablemente, los alemanes detuvieron durante su
avance dos días, dando tiempo a que franceses e ingleses pudiesen
completar, el 4 de junio de 1940, el reembarco de sus efectivos (más de
trescientos mil soldados) hacia Gran Bretaña.
Como aliado de Alemania e Italia, países con los que había sellado el Pacto
Tripartito de 1940, Japón había comenzado a ocupar algunas colonias
británicas, francesas y holandesas del Asia Oriental con la ayuda, en
muchos casos, de los nacionalistas nativos. El expansionismo del militarista
Imperio japonés chocaba con los intereses de los norteamericanos, que
bloquearon las exportaciones de petróleo y acero y congelaron los activos
japoneses en el país, entre otras sanciones económicas.
Las inmensas deudas que Inglaterra había contraído con Estados Unidos y
el triste papel de Francia en la guerra habían dejado sin voz a la devastada
Europa. La desafiante actitud de Stalin y el inicio de la «Guerra Fría»
empujaron decididamente a Estados Unidos a situar bajo su órbita la
Europa occidental (incluida Grecia y los vencidos: Italia y la nueva
República Federal Alemana) y sustraerla a la influencia de los partidos
comunistas europeos y de la Unión Soviética. En 1947, el presidente
Truman aprobó el Plan Marshall, así llamado por su promotor, el secretario
de Estado George Marshall. En el fondo, el plan diseñaba una reconstrucción
favorable a los intereses de los Estados Unidos, pues preservaría la
demanda europea de productos americanos; pero aquella sabiamente
administrada lluvia de millones, invertida fundamentalmente en
infraestructuras, dio un gran impulso a la economía europea, que en sólo
doce años rebasó los índices de producción de 1939. Perdido el liderazgo
político, la Europa occidental lograría, al menos, recuperar el protagonismo
económico.