Anda di halaman 1dari 16

La Gran Depresión fue una profunda recesión económica mundial que empezó a

principios de 1929 y terminó en diferentes momentos de los años 30 o principios


de los 40, según el país. Fue la mayor y más importante depresión económica de
la historia moderna, y se utiliza en el siglo 21 como punto de referencia sobre lo
que podría ser una futura caída de la economía mundial. La Gran Depresión se
originó en los Estados Unidos.

La mayoría de los historiadores suelen usar como fecha de inicio el crash


bursátil del 29 de Octubre de 1929, conocido como "Martes Negro". El fin de la
depresión en los Estados Unidos se asocia con la aparición de la economía de
guerra durante la Segunda Guerra Mundial, que empezó a funcionar en 1939.

La Gran Depresión tuvo efectos devastadores tanto en los países desarrollados


como en desarrollo. El comercio internacional se vio profundamente afectado, al
igual que los ingresos personales, los ingresos fiscales, los precios y los beneficios
empresariales. Ciudades de todo el mundo resultaron gravemente afectadas,
especialmente las que dependían de la industria pesada. La construcción
prácticamente se detuvo en muchos países. La agricultura y las zonas rurales
sufrieron cuando los precios cayeron entre un 40 y un 60 por ciento. Frente a la
caída de la demanda, con pocas fuentes alternativas de puestos de trabajo, fueron
las áreas dependientes del sector primario (industrias como la agricultura, la
minería y la tala de árboles) las que más sufrieron.

Incluso poco después del crash de Wall Street de 1929, el optimismo persistía.
John D. Rockefeller dijo que "estos son días en que muchos se ven desalentados.
En los 93 años de mi vida, las depresiones han ido y venido. La prosperidad
siempre ha vuelto otra vez."

La Gran Depresión terminó en momentos diferentes según el país. La mayoría de


los países establecieron programas de ayuda y sufrieron algún tipo de agitación
política, impulsándolos hacia extremismos de izquierda o derecha. En algunos
países, los ciudadanos desesperados se sintieron atraídos por nacionalistas
demagogos (como Adolf Hitler), preparando el escenario para la Segunda Guerra
Mundial en 1939.

Los efectos de la gran Depresión se hicieron notar hacia el año 1931. La razón de
que la crisis se convirtiera en un depresión se debió a las políticas económicas
ortodoxas (patrón oro y equilibrio presupuestario) seguidas por las naciones. El
detonante de la crisis fue la subida de los tipos de interés por parte de la Reserva
Federal con el objetivo de desinflar la burbuja especulativa en torno al mercado
bursátil. Esta medida tuvo como consecuencia la repatriación de los capitales
americanos hacia Estados Unidos. Esto tuvo consecuencias negativas puesto que
parte de esos capitales fueron a parar en la bolsa estadounidense lo que alimentó
aún más la burbuja. En agosto de 1929 la Fed aumentó el tipo de descuento 1,5
puntos porcentuales lo que tuvo como consecuencia la disminución de la inversión
y del consumo. Otra medida adoptada por el gobierno tenía que ver con la
protección del sector agrícola de la competencia extranjera, lo que se tradujo en el
aumento de aranceles. Estas medidas generaron desconfianza en los inversores
lo que se tradujo en una caída del 20% en las cotizaciones en Wall Street. La
crisis bursátil vino a empeorar las expectativas empresariales y la consecuente
reducción de las inversiones. Por otra parte se redujo la demanda agregada
privada, lo que vino a agravar aún más la depresión. Como ya señalé, ante estas
medidas los países de Europa comenzar a copiar las políticas económicas
implementadas por Estados Unidos. Por ejemplo, Alemania, ante la fuga de
capitales hacia Estados Unidos, elevó los tipos de interés, para así retener esos
capitales y evitar la devaluación de su moneda. Pero esta política monetaria
restrictiva sólo vino a disminuir la inversión privada y paralizar la actividad
económica. En suma, el aumento de los tipos de interés por parte de la Fed creó
fuertes desequilibrios en la balanza de pagos de algunos países europeos

La Segunda Guerra Mundial


La Segunda Guerra Mundial (1939-1945) fue uno de los acontecimientos
fundamentales de la historia contemporánea tanto por sus consecuencias
como por su alcance universal. Las «potencias del Eje» (los regímenes
fascistas de Alemania e Italia, a los que se unió el militarista Imperio
japonés) se enfrentaron en un principio a los países democráticos «aliados»
(Francia e Inglaterra), a los que se sumaron tras la neutralidad inicial los
Estados Unidos y, pese a las divergencias ideológicas, la Unión Soviética;
sin embargo, esta lista de los principales contendientes omite multitud de
países que acabarían incorporándose a uno u otra bando.

La Segunda Guerra Mundial, en efecto, fue una nueva «guerra total» (como
lo había sido la «Gran Guerra» o Primera Guerra Mundial, 1914-1918),
desarrollada en vastos ámbitos de la geografía del planeta (toda Europa, el
norte de África, Asia Oriental, el océano Pacífico) y en la que gobiernos y
estados mayores movilizaron todos los recursos disponibles, pudiendo
apenas ser eludida por la población civil, víctima directa de los más masivos
bombardeos vistos hasta entonces.
En el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial suelen distinguirse tres
fases: la «guerra relámpago» (desde 1939 hasta mayo de 1941), la
«guerra total» (1941-1943) y la derrota del Eje (desde julio de 1943 hasta
1945). En el transcurso de la «guerra relámpago», así llamada por la nueva
y eficaz estrategia ofensiva empleada por las tropas alemanas, la Alemania
de Hitler se hizo con el control de toda Europa, incluida Francia; sólo
Inglaterra resistió el embate germánico.

En la siguiente etapa, la «guerra total» (1941-1943), el conflicto se


globalizó: la invasión alemana de Rusia y el ataque japonés a Pearl Harbour
provocaron la incorporación de la URSS y los Estados Unidos al bando
aliado. Con estos nuevos apoyos y el fracaso de los alemanes en la batalla
de Stalingrado, el curso de la guerra se invirtió, hasta culminar en la
derrota del Eje (1944-1945). Italia fue la primera en sucumbir a la
contraofensiva aliada; Alemania presentó una tenaz resistencia, y Japón
sólo capituló después de que sendas bombas atómicas cayeran sobre las
ciudades de Hiroshima y Nagasaki.

El miedo a la expansión del comunismo soviético había hecho que Hitler


fuese visto por las democracias occidentales como un mal menor,
suposición que sólo desmentiría el desarrollo de la contienda. La Segunda
Guerra Mundial costó la vida a sesenta millones de personas, devastó una
vez más el continente europeo y dio paso a una nueva era, la de la «Guerra
Fría». Las dos nuevas superpotencias surgidas del desenlace de la guerra,
los Estados Unidos y la URSS, lideraron dos grandes bloques militares e
ideológicos, el capitalista y el comunista, que se enfrentarían
soterradamente durante casi medio siglo, hasta que la disolución de la
Unión Soviética en 1991 inició el presente orden mundial.

Dividida en dos áreas de influencia, la Occidental pro americana y el Este


comunista, Europa, como el resto del mundo, quedó reducida a tablero de
las superpotencias, y aunque la Europa occidental recuperó rápidamente su
prosperidad, perdió definitivamente la hegemonía mundial que había
ostentado en los últimos cinco siglos; en el exterior, tal declive se
visualizaría en el proceso descolonizador de las siguientes décadas, por el
que casi todas las antiguas colonias y protectorados europeos en África y
Asia alcanzaron la independencia.

Causas de la Segunda Guerra Mundial

A pesar de las controversias, los historiadores coinciden en señalar diversos


factores de especial relieve: la pervivencia de los conflictos no resueltos por
la Primera Guerra Mundial, las graves dificultades económicas en la
inmediata posguerra y tras el «crack» de 1929 y la crisis y debilitamiento
del sistema liberal; todo ello contribuyó al desarrollo de nuevas corrientes
totalitarias y a la instauración de regímenes fascistas en Italia y Alemania,
cuya agresiva política expansionista sería el detonante de la guerra. Ya en
su mera enunciación se advierte que tales causas se encuentran
fuertemente imbricadas: unos sucesos llevan a otros, hasta el punto de que
la enumeración de causas acaba convirtiéndose en un relato que viene a
presentar la Segunda Guerra Mundial como una reedición de la «Gran
Guerra».

Ciertamente, la Primera Guerra Mundial (1914-1918) no apaciguó las


aspiraciones nacionalistas ni los antagonismos económicos y coloniales que
la habían ocasionado. Todo lo contrario: la forma en que fue fraguada la
paz, con condiciones abusivas impuestas unilateralmente por los
vencedores a los vencidos en el Tratado de Versalles (1919), no hizo sino
incrementar las tensiones. Alemania, que había sido declarada culpable de
la guerra, perdió sus posesiones coloniales y parte de su territorio
continental, siendo además obligada a desmilitarizarse y a abonar
desorbitadas reparaciones a los vencedores. Italia, pese a formar parte de
la alianza vencedora, no vio compensados sus sacrificios y su esfuerzo
bélico con la satisfacción de sus demandas territoriales.

El desenlace de la guerra había llevado a la desmembración de los imperios


derrotados (el alemán y el austrohúngaro) y a la implantación en los viejos
y nuevos países resultantes de repúblicas democráticas. No era fácil
consolidar en estas sociedades sometidas a autocracias seculares y
carentes de tradición democrática un sistema liberal, máxime cuando los
valores en que éste se sustentaba (confianza en la razón humana, fe en el
progreso) habían sido minados por los horrores de la guerra. Pero además,
las democracias liberales mostraron pronto su incapacidad para hacer
frente a una situación extremadamente delicada. El conflicto había dejado
un paisaje de devastación económica y empobrecimiento generalizado de la
población que los nuevos gobiernos no supieron abordar.

Todo ello fue capitalizado por grupúsculos y formaciones políticas


extremistas, de entre las cuales cobraron progresivo protagonismo las
organizaciones de la ultraderecha nacionalista, con el fascismo italiano y su
variante alemana (el nazismo) a la cabeza. Junto a las aspiraciones
nacionalistas anteriores a la Primera Guerra Mundial (por ejemplo, el ideal
pangermanista de unir a los pueblos de lengua alemana), estos grupos
asumieron como componentes ideológicos el revanchismo suscitado por el
Tratado de Versalles y el militarismo expansionista implícito en doctrinas
como la del «espacio vital», que preconizaba la necesidad ineludible de
obtener un ámbito territorial dotado de la extensión y los recursos
necesarios para asegurar el desarrollo económico y la prosperidad de la
nación.

Presentándose además como los verdaderos patriotas frente a una clase


política de traidores que había ratificado las imposiciones de Versalles, los
fascistas ridiculizaron abiertamente el parlamentarismo y la democracia e
incluso algunos de sus principios fundamentales, como el igualitarismo,
contribuyendo al descrédito del sistema liberal desde una perspectiva
opuesta pero complementaria a la de los comunistas, que veían en los
gobiernos democráticos meros instrumentos opresores al servicio de la
burguesía capitalista.

Sin embargo, para los fascistas, las formaciones comunistas y los sindicatos
obreros eran poco menos que agentes de Moscú, es decir, una conjura
organizada por enemigos exteriores para debilitar a la nación. Este
inequívoco y furibundo anticomunismo acabaría resultando clave en su
acceso el poder. Su mensaje no sólo caló paulatinamente entre las legiones
de descontentos que había dejado tras de sí la guerra, sino que, en los
momentos decisivos, el fascismo recibió el apoyo de las clases dominantes,
temerosas de una revolución social como la que había liquidado la Rusia de
los zares en 1917.

En fecha tan temprana como 1922, la «Marcha sobre Roma» de los


fascistas italianos llevó al nombramiento como primer ministro de
Mussolini, quien, tras ilegalizar las restantes fuerzas políticas en 1925,
instauró su régimen fascista en Italia. Hitler, en política activa desde 1920,
hubo de esperar al «crack» de 1929 y a su nueva espiral de bancarrota y
desempleo; en 1932, el partido nazi fue la fuerza más votada en las
elecciones; en 1933 fue nombrado canciller, y a mediados de 1934,
habiendo suprimido las instituciones democráticas y toda oposición política,
detentaba un poder absoluto como «Führer» o caudillo al frente del
régimen nazi.

En aplicación de su ideario, Adolf Hitler desdeñó todas las disposiciones de


Versalles y preparó a Alemania para satisfacer por la fuerza las
reivindicaciones territoriales que no fuesen atendidas: implantó el servicio
militar obligatorio y ordenó un rearme masivo que, a base de fuertes
inversiones, dotó a Alemania de un formidable ejército, reactivó la industria
nacional y fortaleció sensiblemente la economía del país y su propio
liderazgo. Sin el respaldo de la opinión pública para embarcarse en una
nueva guerra, la posición de los gobiernos de Francia e Inglaterra era, por
contraste, claramente débil.
En 1938, Hitler anexionó Austria a Alemania y reclamó la región checa de
los Sudetes, con numerosa población alemana. Ese mismo año, en la
Conferencia de Múnich (30 de septiembre de 1938), Hitler fingió limitar sus
ambiciones ante el primer ministro británico Neville Chamberlain y el
presidente francés Édouard Daladier. Pero en seguida se vio que la «política de
apaciguamiento» de Inglaterra y Francia, consistente en ceder a sus
demandas a cambio de la promesa de renunciar a nuevas reivindicaciones,
era completamente inútil. Vulnerando los acuerdos de Múnich, Hitler ocupó
no únicamente los Sudetes, sino toda Checoslovaquia (marzo de 1939),
invadió la región de Memel (Lituania) y puso sus ojos en Polonia, a la que
reclamaba el corredor y la ciudad libre de Danzig, territorios que el Tratado
de Versalles había arrebatado a Alemania para proporcionar a Polonia una
salida el mar.
Al mismo tiempo, y en previsión de la inminencia de la guerra, Hitler
atendió hábilmente al flanco diplomático. Desde años atrás había
colaborado estrechamente con el régimen hermano de Italia, entendimiento
que reforzó subscribiendo con Mussolini el Pacto de Acero (mayo de 1939).
Tres meses después, el 23 de agosto de 1939, selló el tratado Ribbentrop-
Molotov, así llamado por sus firmantes, el ministros de Exteriores
alemán Joachim von Ribbentrop y el ruso Vyacheslav Molotov. Fundamentalmente,
el tratado era un pacto de no agresión entre Alemania y la Unión Soviética
que incluía entre sus cláusulas secretas el reparto de Polonia, a la que
Francia y Gran Bretaña habían prometido ayuda en caso de guerra.

El pacto con la URSS garantizaba a Alemania que no habría de luchar en un


doble frente; sintiéndose seguro, Hitler ordenó la invasión de Polonia. El 1
de septiembre de 1939 se iniciaron las operaciones militares; dos días
después, Francia e Inglaterra declararon la guerra a Alemania. Comenzaba
así la Segunda Guerra Mundial, que por el exiguo número de beligerantes
no parecía que hubiese de merecer ese calificativo; dos años y medio más
tarde, sin embargo, el conflicto se había extendido por todo el planeta.

Desarrollo de la Segunda Guerra Mundial


Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, la potencia bélica de los bandos
contendientes era prácticamente equivalente, a pesar de que Francia e
Inglaterra habían comenzado más tarde su rearme. Cada uno de los aliados
había desarrollado de forma distinta sus medios bélicos. Francia mejoró y
desarrolló su sistema de trincheras (la famosa Línea Maginot, impulsada
por el ministro de Guerra André Maginot), previendo una guerra de posiciones
como en la Primera Guerra Mundial. La poderosa marina británica no
invirtió en la construcción de unidades que se convertirían en vitales (como
el portaaviones), pero el país desarrolló ampliamente su fuerza aérea.

De las potencias que pronto intervendrían en el conflicto, la URSS contaba


con sus ingentes recursos humanos, y el otro gigante mundial, los Estados
Unidos de América, poseía mayor potencial industrial que capacidad militar
efectiva; sólo tras decidir su participación en la guerra enfocó rápidamente
su industria a la fabricación de armas, y especialmente a la construcción de
aviones (cazas y bombarderos) y potentes buques de guerra (portaaviones
y acorazados).

Los términos del Tratado de Versalles habían impuesto a Alemania la


desmilitarización y la limitación de sus arsenales; tal humillante obligación
tuvo sin embargo la virtud de eliminar armamentos que hubieran resultado
obsoletos en la Segunda Guerra Mundial y de favorecer, llegado el
momento, la creación desde cero de un eficiente ejército dotado de armas
de última generación. De este modo, cuando Hitler ordenó la
remilitarización y el rearme del país, orientó la industria hacia la producción
de aviones y unidades terrestres motorizadas, especialmente tanques y
carros de combate, y aunque desechó la fabricación de portaaviones y otros
barcos de superficie, construyó una potente flota de submarinos. No hay
que olvidar que Alemania contaba con un importante potencial técnico,
tanto en la metalurgia como en la industria química y eléctrica, de gran
aplicación en la industria de guerra.

La «guerra relámpago» (1939 - mayo 1941)

La invasión de Polonia, que había desencadenado la Segunda Guerra


Mundial, se completó en poco más de un mes; en virtud de una cláusula
secreta del tratado de no agresión germano-soviético, los rusos facilitaron
la victoria ocupando la zona oriental de Polonia, que había pertenecido a la
Rusia zarista. Después de esta primera ofensiva, curiosamente, se entró en
una fase que los periodistas bautizaron como la «guerra de broma»:
Francia, Inglaterra y Alemania se habían declarado la guerra, pero, entre
octubre de 1939 y marzo de 1940, en ninguno de estos países se
registraron combates. Ambos bandos movilizaron y prepararon sus
efectivos y defensas, pero dejaron pasar el invierno sin tomar ninguna
iniciativa.
Antes de comenzar la guerra, y pensando en los efectos que podría tener
un bloqueo similar al llevado a cabo durante la Primera Guerra Mundial,
Hitler había promovido la autarquía económica, intentando llevar el país a
un nivel de autosuficiencia o de mínima dependencia del exterior. Pero
aunque lo había logrado en muchos ámbitos, Alemania carecía de algunas
materias primas imprescindibles para su industria de guerra, como el
hierro: seguía dependiendo del hierro escandinavo. Por esta razón, el
primer paso de Hitler fue la ocupación de Dinamarca y Noruega (abril de
1940); la escasa resistencia fue vencida en pocos días, y los gobiernos de
los países ocupados hubieron de trasladarse a Londres.

En mayo de 1940, Hitler lanzó una tercera ofensiva, esta vez contra
Francia, que resultaría en una victoria tan aplastante como las de Polonia y
Escandinavia: bastó poco más de un mes para que toda Francia quedase
bajo el control efectivo de Alemania. Convencidos de que, al igual que en la
Primera Guerra Mundial, el conflicto iba a dirimirse en las trincheras, los
generales franceses habían reforzado las fronteras (Línea Maginot), pero
descuidaron la región de las Ardenas, considerando que sus bosques y
montañas eran intransitables para las unidades blindadas del Reich.

Siguiendo el plan del general Erich von Manstein, el Estado Mayor escogió
precisamente las Ardenas como punto de paso hacia Francia. El 10 de mayo
de 1940, las fuerzas alemanas iniciaron los ataques sobre Holanda y
Bélgica, y cuatro días más tarde, el grueso del ejército alemán caía sobre
Francia desde las Ardenas, haciendo inútil la Línea Maginot. Con uso masivo
de divisiones de tanques (Panzer) y de unidades especializadas como las de
paracaidistas y la aviación (Luftwaffe), que destruían puntos claves, las
tropas alemanas se lanzaron sin impedimentos sobre el Canal de la
Mancha, dejando embolsadas las tropas británicas y francesas en la zona
de Dunkerque. Inexplicablemente, los alemanes detuvieron durante su
avance dos días, dando tiempo a que franceses e ingleses pudiesen
completar, el 4 de junio de 1940, el reembarco de sus efectivos (más de
trescientos mil soldados) hacia Gran Bretaña.

Al día siguiente, los alemanes emprendieron el avance hacia el sur; el 14


de junio entraron en París. El mariscal Philippe Pétain, que había asumido la
presidencia, pactó con Hitler un armisticio. Francia quedó dividida en dos:
el norte ocupado, que daba a Hitler el control de toda la fachada atlántica y
de la capital, y una zona sur de jurisdicción francesa administrada por un
gobierno colaboracionista (presidido por Pétain) que tenía su sede en Vichy.
Mientras tanto, el general Charles de Gaulle, que rechazó este acuerdo,
organizó desde Londres la resistencia interior, lanzando a través de la radio
consignas que por el momento tendrían escasa repercusión; para muchos
franceses, Pétain había salvado al país de males mayores.
Las campañas citadas, y muy especialmente la ofensiva sobre Francia, son
ejemplos eminentes del éxito de las nuevas tácticas militares conocidas
como «guerra relámpago» (Blitzkrieg). Apoyándose en la rapidez, movilidad
y perfecta coordinación de sus unidades motorizadas (aviación, tanques,
carros de combate, artillería autopropulsada), los alemanes concentraban
sus energías en puntos débiles o estratégicos hasta forzar sorpresivas
rupturas en el frente por las que penetraban las fuerzas terrestres, que
avanzaban rápidamente por la desguarnecida retaguardia hacia sus
objetivos finales, sembrando el caos y el desconcierto entre las líneas
enemigas.

La guerra se convirtió así en una orgía de la velocidad: de las tropas


motorizadas, de las comunicaciones, de las órdenes, de la definición sobre
la marcha de ofensivas y objetivos. El ajedrez reposado de la Primera
Guerra Mundial dio paso a una partida rápida que los grandes estrategas
franceses perdieron por tiempo. El mismo concepto de frente quedó
finiquitado; había frente donde atacaban los alemanes, lo cual, dada su
rapidez y movilidad, era como decir que no lo había. Que la Línea Maginot
se mantuviera intacta tras la caída de París era el negro chiste que
señalaba la abismal diferencia entre la guerra antigua y la moderna, entre
acumular tropas para defenderse de nadie y exprimirlas al máximo
dotándolas de un duende de dinamismo que parecía ubicuidad. Hay que
notar que este novedoso enfoque respondía también a una necesidad
estratégica profunda: Inglaterra seguía ejerciendo el dominio de los mares,
y, al igual que en la Primera Guerra Mundial, Alemania podría quedar
desabastecida de petróleo y otros productos básicos si era sometida a un
prolongado bloqueo marítimo por los británicos. De ahí la prioridad de
llevar rápidamente el conflicto hacia su desenlace.

En solamente nueve meses, Hitler se había apoderado de Europa: los


países que no habían caído bajo su dominio eran aliados suyos o neutrales.
Con la claudicación de Francia, en efecto, tan sólo quedaba Gran Bretaña, a
cuyo frente se había colocado el gobierno de coalición presidido por Winston
Churchill, un político de dilatada trayectoria destinado a convertirse en el
más admirado estadista de la Segunda Guerra Mundial. Reconociendo en su
toma de posesión (10 de mayo de 1940) que no podía ofrecer más que
«sangre, sudor y lágrimas» a sus conciudadanos, el nuevo primer ministro
insufló un espíritu de lucha en el pueblo británico y, con su determinación
de resistir a toda costa, contrarió los planes de Hitler, que había supuesto
que el aislamiento empujaría a Inglaterra a negociar.

Decidido a finalizar cuanto antes la guerra, Hitler ordenó diseñar un plan de


desembarco en las islas, pero sus generales le convencieron de que, dada
la superioridad de la armada británica, tal empresa era imposible sin
conseguir previamente, al menos, el control del espacio aéreo. De este
modo, la batalla de Inglaterra (de julio a septiembre de 1940) se libró
exclusivamente en el aire: cazas y bombarderos de la Luftwaffe alemana y
la Royal Air Force británica se enzarzaron en cruentos combates y soltaron
miles de bombas primero sobre objetivos militares y luego sobre Londres y
Berlín, causando terribles estragos en la población civil. Gracias a la
proximidad de los aviones ingleses a sus bases y a las vitales informaciones
sobre la aviación enemiga que aportaba el uso del radar, el resultado fue
favorable a los británicos. Hitler se vio obligado a posponer indefinidamente
la invasión de Inglaterra; la guerra comenzaba a alargarse más de lo
deseado.

Entretanto, deslumbrado por las grandes victorias obtenidas por el


Reich, Mussolinidecidió finalmente que Italia entrara en la guerra en apoyo
de Alemania. El Duce esperaba con ello satisfacer sus ambiciones
territoriales en los Balcanes y el norte de África. En septiembre de 1940,
Italia atacó Grecia desde Albania, pero griegos y británicos lograron
rechazarles. Hitler, que ya pensaba en la invasión de la URSS, tuvo que
desviar parte de sus tropas y medios en ayuda de su desastroso aliado.
Con la colaboración de Rumanía, Hungría y Bulgaria, que se aliaron con el
Reich, los alemanes emprendieron en abril de 1941 una nueva «guerra
relámpago»: en apenas dos semanas ocuparon Yugoslavia y la Grecia
continental, forzando la rendición de los ejércitos de estos países y la
retirada de los británicos. En mayo de 1941, la arrolladora campaña finalizó
con la ocupación de Creta.
La «guerra total» (junio 1941 - junio 1943)

En 1941, la invasión alemana de Rusia y el ataque japonés a Pearl Harbour


precipitaron la globalización del conflicto. Alemania y la URSS habían
firmado un pacto de no agresión en cuyas cláusulas secretas se reconocía a
Finlandia, los países bálticos y Besarabia como áreas de influencia
soviética. Inmediatamente después de la ocupación de Polonia, Stalin se
había tomado la libertad de invadir por su cuenta las repúblicas bálticas
(Estonia, Letonia y Lituania) y de ocupar el sur de Finlandia, de modo que
la URSS había recuperado ya los territorios perdidos en la Primera Guerra
Mundial.
Estas apresuradas anexiones molestaron a Hitler. Pese a su visceral
anticomunismo, el Führer había buscado el pacto con la Unión Soviética con
la pragmática finalidad de no tener que luchar en dos frentes; pero ahora
las ambiciones de los rusos chocaban con el irrenunciable objetivo de
adjudicar a Alemania un «espacio vital», expandiéndose hacia el este. Por
esta razón, Hitler preparó concienzudamente la «Operación Barbarroja»
para conquistar la URSS y, más tarde, abatir el poderío británico en Oriente
Medio.

La campaña de Rusia comenzó el 22 de junio de 1941. El Estado Mayor


alemán organizó los ejércitos en tres cuerpos que fueron enviados hacia el
norte (Leningrado), hacia el centro (Moscú) y hacia el sur (Ucrania). Los
rusos firmaron un acuerdo con los británicos y al mismo tiempo trasladaron
su industria hacia el interior para que no cayera en manos del Reich. Los
generales alemanes habían proyectado una ofensiva en diez semanas,
pero, tras un impetuoso arranque que mejoraba incluso su previsiones, el
deficiente estado de las infraestructuras (en modo alguno comparables a
las de la Europa occidental) y el rechazo de la población retrasaron el
avance de sus divisiones, que no estuvieron en disposición de atacar sus
objetivos hasta finales de septiembre.

Con las primeras lluvias de octubre, las carreteras rusas, no pavimentadas,


se convirtieron en barrizales impracticables. En noviembre, las
temperaturas alcanzaron los 32 grados bajo cero, reduciendo el material
bélico a chatarra congelada y matando miles de soldados. A principios de
diciembre, el avance sobre Moscú quedó definitivamente paralizado. Una
vez más, la estepa rusa y el «general Invierno» parecían haber derrotado al
temerario occidental que osaba aventurarse por sus inmensidades; lo
mismo le había ocurrido, más de cien años antes, a Napoleón Bonaparte. Sin
embargo, pese a las múltiples penalidades y a la imposibilidad de cavar
trincheras en el suelo congelado, las tropas alemanas resistieron los
contraataques rusos y mantuvieron sus posiciones.
Con la llegada de la primavera se reiniciaron las hostilidades. En el frente
sur, los alemanes se adentraron hasta el río Don, y en septiembre de 1942
se encontraban a las puertas de Stalingrado. Entre finales de 1942 y
principios de 1943, en el interior y los alrededores de esta ciudad tendría
lugar la más dura y decisiva de las batallas de la Segunda Guerra Mundial.
Bajo el mando de Konstantín Rokossovski, las fuerzas soviéticas rodearon el
ejército del mariscal alemán Friedrich von Paulus, mientras el general
ruso Gueorgui Zhúkov dirigía la defensa de la ciudad. El 2 de febrero de 1943,
von Paulus se vio obligado a capitular; los rusos capturaron trescientos mil
prisioneros. La batalla de Stalingrado invirtió el curso de la guerra: a partir
de ese momento, la contraofensiva soviética obligaría a los alemanes a
retroceder.
El segundo acontecimiento clave de la etapa 1941-1943 fue la entrada de
los Estados Unidos en la guerra a raíz del ataque japonés a Pearl Harbour
(7 de diciembre de 1941). Aunque ciertamente en un primer momento
quisieron mantenerse estrictamente neutrales, los americanos, en realidad,
habían ya comenzado a servir a los intereses de los aliados. El apoyo
norteamericano se hizo patente cuando, en marzo de 1941, el
presidente Franklin D. Roosevelt obtuvo del Congreso la aprobación de la ley
de Préstamo y Arriendo, que permitió a los aliados surtirse de todo tipo de
materiales y armas sin tener que pagar en el momento de la compra: se
estaba ayudando con todos los medios económicos a la lucha contra
Alemania.

Como aliado de Alemania e Italia, países con los que había sellado el Pacto
Tripartito de 1940, Japón había comenzado a ocupar algunas colonias
británicas, francesas y holandesas del Asia Oriental con la ayuda, en
muchos casos, de los nacionalistas nativos. El expansionismo del militarista
Imperio japonés chocaba con los intereses de los norteamericanos, que
bloquearon las exportaciones de petróleo y acero y congelaron los activos
japoneses en el país, entre otras sanciones económicas.

La intervención de Estados Unidos parecía inminente, pero Japón se


anticipó con un ataque por sorpresa cuyo objetivo era obtener una
inmediata superioridad naval: sin previa declaración de guerra, la aviación
nipona bombardeó y hundió la mayor parte de la flota norteamericana
fondeada en la base de Pearl Harbour, en las islas Hawai (7 de diciembre
de 1941). Estados Unidos declaró la guerra a Japón y, poco después, a
Italia y Alemania; la Segunda Guerra Mundial ingresaba así definitivamente
en su fase de universalización.

Durante los primeros meses de 1942, los japoneses, que anteriormente


habían suscrito un pacto de no agresión con Rusia, campearon sin
demasiadas dificultades por el sudeste asiático, ocupando Singapur,
Indonesia, las islas Salomón, Birmania y Filipinas. Pero el 4 de junio de
1942, sus progresos quedaron bruscamente frenados en el más decisivo de
los combates navales de la Segunda Guerra Mundial: la batalla de Midway,
un archipiélago situado 1.800 kilómetros al oeste de las islas Hawai en
torno al que se enfrentaron las armadas enemigas. Japón vio hundirse sus
cuatro portaaviones, unidades que se habían revelado esenciales para la
supremacía en la moderna guerra marítima, y ya nunca podría resarcirse
de su pérdida; los astilleros estadounidenses botaron nuevos buques de
guerra a toda máquina, y en adelante los norteamericanos sólo tendrían
que imponer su superioridad naval y aérea, a la que los nipones opusieron
una fanática resistencia.

El norte de África también fue escenario de combates. Desde Gibraltar


hasta Alejandría, la armada británica dominaba el Mediterráneo, pero
existía un punto de gran importancia estratégica que podía inclinar la
balanza del lado alemán: el canal de Suez. Controlado por los ingleses, este
paso permitía la comunicación entre las colonias africanas y asiáticas del
Imperio británico y la metrópoli; su pérdida pondría en graves aprietos a
Inglaterra. En septiembre de 1940, Mussolini había fracasado en su intento
de atacar Egipto desde la vecina Libia, entonces colonia italiana. En febrero
de 1941, Hitler envió en su apoyo el Afrika Korps del general Erwin Rommel,
cuya pericia táctica le valdría el sobrenombre de «el zorro del desierto». En
su avance hacia el este, Rommel obtuvo sucesivas victorias, pero llegó
desgastado a la ciudad egipcia de El Alamein (julio de 1942), donde, falto
de tanques y combustible, acabaría siendo derrotado por el VIII Ejército del
general británico Bernard Montgomery. Cortado definitivamente el acceso al
canal de Suez, el frente africano perdió relevancia para los alemanes.
La derrota del Eje (julio 1943-1945)

La universalización de la Segunda Guerra Mundial decantó el conflicto; con


la incorporación al bando aliado del poderío militar e industrial de la Unión
Soviética y Estados Unidos, las potencias del Eje perdieron todas sus
opciones. De hecho, ya en la etapa anterior se habían registrado combates
decisivos que señalaban la inversión en el equilibrio de fuerzas: desde las
batallas de Midway (junio de 1942) y Stalingrado (febrero de 1943),
japoneses y alemanes se veían obligados a retroceder ante la
contraofensiva de los americanos y los rusos. A estos avances se añadió,
en la fase final de la guerra, la apertura de dos nuevos frentes: el de Italia
(iniciado con el desembarco aliado en Sicilia) y el de Francia (tras el
desembarco de Normandía), cuyo resultado sería, tras padecer un acoso en
todas direcciones, la caída del Reich.

El desembarco aliado en Sicilia, iniciado el 10 de julio de 1943, tenía como


objetivo apoderarse de la isla y utilizarla como base para la invasión de
Italia. Aun antes de haber sido completada, la ofensiva sobre Sicilia tuvo un
impacto psicológico inesperado en la clase política: el 25 de julio, el Gran
Consejo Fascista destituyó a Mussolini, que fue encarcelado; el monarca
italiano Víctor Manuel III encargó la formación de un nuevo gobierno al
general Pietro Badoglio, que firmó un armisticio con los aliados el 3 de
septiembre, fecha en que las tropas aliadas desembarcaron sin oposición en
la península Itálica.

Los alemanes supieron reaccionar rápidamente: invadieron el norte de


Italia, liberaron a Mussolini en una arriesgada operación (12 de septiembre
de 1943) y lo pusieron al frente de un gobierno fascista, la República de
Salò, así llamada por el nombre de la ciudad italiana en que tenía su sede.
Pese al apoyo del gobierno y la población, los aliados no pudieron avanzar
por esa Italia partida en dos; el frente se estabilizó a unos cien kilómetros
al sur de Roma. Una importante ofensiva permitiría tomar la capital en
junio de 1944, pero desde entonces las prioridades fueron liberar Francia y
caer rápidamente sobre Berlín. Ya en 1945, ante el ataque final de los
aliados, Mussolini intentó huir a Suiza, pero fue descubierto y fusilado por
miembros de la resistencia.

El desembarco de Normandía (6 de junio de 1944) es sin duda la acción


más recordada de la Segunda Guerra Mundial. La apertura de un frente
occidental tenía un alto valor estratégico por cuanto obligaba a Alemania a
dividir sus fuerzas para combatir entre dos frentes. Protegidas por un
intenso bombardeo aéreo y naval, las divisiones aliadas desembarcaron en
las playas de esta región del noroeste de Francia. Tras duros combates, se
logró afianzar la cabeza de puente; el 1 de agosto, fecha en que finaliza el
célebre Diario de Ana Frank, el frente alemán se hundió; el 25 de agosto,
París era liberada. Simultáneamente, el ejército soviético emprendió en
junio de 1944 una gran ofensiva que liberó Polonia, Rumanía y Bulgaria.

Todo estaba perdido, pero Hitler, depositando todavía sus esperanzas en


las potentes armas secretas que desarrollaban los ingenieros del Reich,
arrastró a Alemania a una desesperada resistencia. A principios de 1945,
un último contraataque alemán en las Ardenas fue abortado; a partir de
ese momento, la guerra se convirtió en una carrera en que los generales
rusos y occidentales se disputaron el honor de llegar los primeros a Berlín,
trofeo que se llevaron los soviéticos (2 de mayo de 1945). Dos días antes,
el Führer se había suicidado en su búnker.

En el Pacífico, desde la derrota de Midway, Japón apenas si había logrado


más que ralentizar su retirada resistiendo tenazmente las acometidas de
los estadounidenses, que diezmaron la armada nipona y reocuparon
numerosos territorios. En verano de 1945, pese a la capitulación de
Alemania, el Imperio japonés seguía decidido a resistir a toda costa. Debido
a las inmensas distancias y a la singular geografía del escenario bélico, que
obligaba a luchar de isla en isla, la Guerra del Pacífico se preveía
sumamente costosa en recursos humanos y materiales. Ante esta
perspectiva, Harry S. Truman, nuevo presidente norteamericano tras la súbita
muerte de Roosevelt, optó por emplear una nueva arma: la bomba
atómica. El 6 y 9 de agosto de 1945, las ciudades japonesas de Hiroshima
y Nagasaki fueron arrasadas por sendas explosiones nucleares. El 2 de
septiembre de 1945, Japón firmaba la rendición incondicional. La Segunda
Guerra Mundial había terminado.
Consecuencias de la Segunda Guerra Mundial

Las principales consecuencias históricas de la Segunda Guerra Mundial


fueron el establecimiento de un orden bipolar liderado por las dos
superpotencias ideológicamente antagónicas que salieron reforzadas del
conflicto (la Norteamérica capitalista y la URSS comunista) y la pérdida
definitiva de la hegemonía mundial que Europa había ostentado desde
finales de la Edad Media, reflejada en el proceso de descolonización que
desmanteló los antiguos imperios coloniales europeos.

La aparente sintonía mostrada por el dirigente soviético Iósif Stalin, el


presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt y el primer ministro
británico Winston Churchill en la Conferencia de Yalta (febrero de 1945),
cuando la Segunda Guerra Mundial no había llegado aún a su previsible
desenlace, dio paso a las primeras fricciones en la Conferencia de Potsdam
(julio-agosto de 1945). Pese a ello, y reconociendo la importancia de la
contribución soviética al esfuerzo bélico, Estados Unidos e Inglaterra
acordaron con Stalin la división de Alemania y validaron la anexión de las
repúblicas bálticas y parte de Polonia al territorio ruso.

Desde 1941, sin embargo, todo el mundo sabía que la incorporación de la


Unión Soviética al bando aliado, forzada por la fallida invasión de Hitler, era
una alianza contra natura que el final de la guerra se encargaría de
deshacer. Con su poderoso ejército desplegado en la Europa oriental, Stalin
subscribió en Yalta la propuesta de celebrar elecciones libres en los países
ocupados, y, acabada la guerra, quebrantó el acuerdo favoreciendo la
implantación de regímenes comunistas dependientes de Moscú. De este
modo, casi todos los países del este de Europa (incluida la Alemania
oriental, en la que se estableció la República Democrática Alemana)
quedaron bajo la órbita soviética.

Se iniciaba con ello la «Guerra Fría», nueva fase geopolítica en que el


antagonismo entre las superpotencias surgidas de la Segunda Guerra
Mundial, los Estados Unidos y la URSS, no desembocó en guerra abierta por
milagro o por temor al cataclismo nuclear que podían desencadenar los
arsenales atómicos de los contendientes. Ambas potencias se erigieron en
líderes de dos bloques ideológicos (el Occidente capitalista y el Este
comunista) cuya fuerza y cohesión incrementaron mediante pactos
militares (la OTAN y el Pacto de Varsovia), planes de ayuda (el Plan
Marshall) y alianzas económicas (la Comunidad Europea y el COMECON),
mientras se enzarzaban en conflictos locales soterrados para promover o
impedir la incorporación de tal o cual región a uno u otro bloque,
reduciendo la mayor parte del mundo, y también Europa, a un tablero de
ajedrez.

Las inmensas deudas que Inglaterra había contraído con Estados Unidos y
el triste papel de Francia en la guerra habían dejado sin voz a la devastada
Europa. La desafiante actitud de Stalin y el inicio de la «Guerra Fría»
empujaron decididamente a Estados Unidos a situar bajo su órbita la
Europa occidental (incluida Grecia y los vencidos: Italia y la nueva
República Federal Alemana) y sustraerla a la influencia de los partidos
comunistas europeos y de la Unión Soviética. En 1947, el presidente
Truman aprobó el Plan Marshall, así llamado por su promotor, el secretario
de Estado George Marshall. En el fondo, el plan diseñaba una reconstrucción
favorable a los intereses de los Estados Unidos, pues preservaría la
demanda europea de productos americanos; pero aquella sabiamente
administrada lluvia de millones, invertida fundamentalmente en
infraestructuras, dio un gran impulso a la economía europea, que en sólo
doce años rebasó los índices de producción de 1939. Perdido el liderazgo
político, la Europa occidental lograría, al menos, recuperar el protagonismo
económico.

Anda mungkin juga menyukai