Peter Kwasniewski
Una de las cosas que por más tiempo me ha causado perplejidad es cuán
difícil resulta, en los comienzos al menos, persuadir a los adultos jóvenes
católicos de que vivan una vita liturgica, es decir, una vida centrada en la
sagrada liturgia1. Me refiero, con estos términos, a una vida que incluye
seguir el calendario litúrgico, los tiempos litúrgicos, los días de ayuno y los
de fiesta; prestar atención a los santos en sus celebraciones anuales; hacer
de la Misa el centro del día; rezar las horas del Oficio Divino cada vez que
es posible. Algunos autores del Movimiento Litúrgico resumían todo esto
diciendo “vivir desde la Misa y para la Misa”.
Por el contrario, los que consideran la Misa como “algo a lo que hay que ir
los domingos” y tienen poca noción de las cosas que hemos mencionado
recién, muy probablemente son huérfanos eclesiásticos separados, al
nacer, de su propia tradición y, habiendo crecido en algún país lejano con
una liturgia madrastra, son incapaces de hablar la lengua de sus
antepasados. Excepto el caso de súbitas conversiones (las he visto, Deo
gratias), la curva de aprendizaje para ellos es empinada: los progresos
pueden ser lentos, con saltos y conatos, con regresiones, y raramente se
logrará fluidez. A veces quienes están en esta situación parecen no
interesarse en absoluto: consideran que lo que tienen “es suficientemente
bueno”, y no sienten ninguna necesidad de retomar contacto con su familia,
su patrimonio hereditario, su lengua nativa. Tal es el trágico resultado del
laboratorio del Consilium: un hombre sin raíces, e ignorante de que carece
de ellas.
“No se anteponga nada a la obra de Dios” (Regla, cap. 43). Este principio
soberano del monasticismo cenobítico se transformó en el principio
fundamental de la Cristiandad y de Europa. En cambio, ¿qué hemos hecho
nosotros? Pues, hemos puesto docenas de cosas antes que el opus Dei:
ecumenismo, diálogo interreligioso, servicio a la juventud, trabajo social,
evangelización, en fin. No deja de ser irónico que la Prelatura del Opus Dei
parece poner la vocación, la actividad y el espíritu de cuerpo antes que lo
que se llama, con propiedad, “opus Dei”2. La causa de la gradual
desaparición de la Cristiandad en Occidente no es otra que este eclipse de
nuestra primera obligación, de nuestro primer amor.
Es posible que, para que ello ocurra, tengamos que esperar mucho tiempo.
Pero la vida interior de cada individuo ha quedado entregada a sus propias
manos. Se espera que cada uno de ellos viva una vida litúrgica, y
necesitamos encontrar las condiciones adecuadas -o crearlas- para que ello
sea posible, ayudando en ello a los demás. Un primer e insustituible paso
en despertar las almas de los huérfanos litúrgicos a las grandezas del culto
divino es, simplemente, invitarlos a que asistan a la Misa tradicional de vez
en cuando y animarlos a que lo hagan. Tendrán en ella la experiencia de
algo que es extraño e incómodo, algo que se dirige a Dios trascendente, y
que no se inclina hacia ellos para incluirlos e instruirlos; algo que es
curiosamente no moderno e incluso indiferente a su entorno, pero que es
absolutamente en serio; y puede que logren gustar algo de lo que se siente
en la adoración, en la súplica, en el arrepentimiento: verán, en efecto, que
se ofrece un sacrificio.
Lo que está oculto a los sabios y entendidos y es obvio para los pequeños,
es que, mientras más rico es el contenido de la liturgia, mayor es el
incentivo -y la recompensa- de nuestro esfuerzo por entrar en ella. Si nos
educamos a nosotros mismos en la tradición católica, perderemos algo, sí:
perderemos nuestro analfabetismo contemporáneo y nuestra ilusión de ser
superiores. Pero ganaremos, en cambio, algo que es muchísimo más
precioso: la realidad, sólida como roca, de una herencia bimilenaria, la
escuela exigente y deleitosa de los santos. Y encontraremos que
comenzamos a vivir en serio la vita liturgica.