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Francisco Fernández Segado

LA EVOLUCIÓN DE LA
JUSTICIA CONSTITUCIONAL
LA EVOLUCIÓN DE LA JUSTICIA
CONSTITUCIONAL

DYKINSON-CONSTITUCIONAL
Francisco Fernández Segado

LA EVOLUCIÓN DE LA JUSTICIA
CONSTITUCIONAL

DYKINSON-CONSTITUCIONAL
Todos los derechos reservados. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la
cubierta, puede reproducirse o tramitarse por ningún procedimiento electrónico o mecánico.
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Colección Dykinson-Constitucional
Director: Prof. Dr. Francisco Fernandez Segado

© En portada: Corte Suprema de los Estados Unidos. Washington, D. C.


Fotografía de: Francisco Fernández Segado

© Copyright by
Francisco Fernández Segado

Editorial DYKINSON, S.L. Meléndez Valdés, 61 - 28015 Madrid


Teléfono (+34) 91 544 28 46 - (+34) 91 544 28 69
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Consejo editorial: véase www.dykinson.com/quienessomos

Maquetación:
BALAGUER VALDIVIA, S.L. - german.balaguer@gmail.com
A Toni, mi mujer,
por tantas y tantas cosas
Francisco Fernández Segado

Doctor en Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid y Diplomado en


Sociología Política y en Administración de Empresas por el Centro de Estudios
Políticos y la Escuela de Organización Industrial, respectivamente. Catedrático
de Derecho Constitucional desde el curso académico 1987-1988 en la Universidad
de Santiago de Compostela y, desde el curso 1999-2000, Catedrático de la misma
disciplina en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.
Doctor honoris causa por la Universidad de Messina (Italia) y por la Pontificia
Universidad Católica del Perú (Lima). Profesor honorario de 14 Universidades
de América Latina, entre ellas, la Universidad Nacional Mayor de San Marcos
de Lima y la Universidad Externado de Colombia. Visiting Professor, entre otras,
de la Universidad de Milán y de la Universidad Nacional de La Plata (Argentina).
Autor de 27 libros, publicados en Italia, México, Perú y España. Autor asimis-
mo de más de 500 artículos científicos publicados en obras colectivas y revistas
especializadas de Alemania, Argentina, Bélgica, Bolivia, Brasil, Colombia, Costa
Rica, Chile, El Salvador, Francia, Guatemala, Italia, México, Nicaragua, Perú,
Polonia, Portugal, República Checa, Rumania, Serbia y Montenegro, Venezuela
y España.
Miembro de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba
(Argentina) (desde 2002). Miembro honorario de la Academia Brasileira de Letras
Jurídicas, con sede en Río de Janeiro (desde 2005) y de la Academia Peruana
de Derecho (desde 2012). Académico correspondiente de la Real Academia de
Jurisprudencia y Legislación de Madrid (desde 1979) y de la Real Academia
de Córdoba (España) de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes (desde 2001).
Miembro asociado de la International Academy of Comparative Law con sede en
París (desde 2008). Miembro asimismo de otras 35 Instituciones académicas y
científicas de varios países.
Miembro de la European Association of Legislation, de la Societas Iuris Publici
Europaei, de las Asociaciones Argentina, Peruana y Venezolana de Derecho Cons-
titucional y de la Asociación Uruguaya de Derecho Público. Miembro del Consejo
Directivo del Instituto Iberoamericano de Derecho Procesal Constitucional.
Miembro honorario de la Asociación Rumana de Estudios de Derecho comparado
y de Derecho Internacional privado.
Director del “Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional”, editado
por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales de Madrid, y asimismo
de la colección “Dykinson-Constitucional”, que publica la Editorial Dykinson
de Madrid. Miembro de una treintena de Consejos Asesores, Consultivos o de
Redacción de Revistas científicas de la especialidad de diversos países europeos
y latinoamericanos.
Vocal de la Junta Electoral Central durante dos períodos (1994-2000), por
nombramiento del Congreso de los Diputados.
Nombrado a inicios del año 2005, por el Ministro italiano de Educación Uni-
versidades e Investigación, miembro del Comitato di Indirizzo per la Valutazione
della Ricerca.
Ha pronunciado tres centenares de conferencias en Universidades e Institu-
ciones científicas de dieciséis países de Europa y América Latina. Ha participado
asimismo en más de un centenar de Congresos en su mayor parte internacionales.
Condecorado, entre otras, con la “Gran Cruz del Mérito Naval” (Ministerio de
Defensa de España, 1998), con la “Cruz de la Orden del Mérito Naval” de 1ª clase
(Ministerio de Defensa de España, 1992), y con la “Orden Venezolana Francisco de
Miranda”, concedida por el Presidente de la República, Dr. Rafael Caldera (1997).
ÍNDICE GENERAL

PRÓLOGO .................................................................................................... 31

PRIMERA PARTE
LOS INICIOS DE LA JUDICIAL REVIEW ................................................... 35
I. Los orígenes de la judicial review ............................................... 37
II. La judicial review en la pre-Marshall Court (1790-1801).......... 337
III. El background de la sentencia Marbury v. Madison ................. 399
IV. La sentencia Marbury v. Madison ................................................ 603
V. La primera decisión constitucional de la Supreme Court con
base en la contract clause: el caso Fletcher v. Peck (1810) y
la primera declaración de inconstitucionalidad de una ley
estatal ............................................................................................... 701

SEGUNDA PARTE
LOS MODELOS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL ................................. 923
Vi. La búsqueda de una nueva tipología explicativa de los
sistemas de justicia constitucional .............................................. 925

TERCERA PARTE
OMISIONES LEGISLATIVAS Y CONTROL DE
CONSTITUCIONALIDAD ............................................................................. 1015
VII. El control de constitucionalidad de las omisiones legislativas.
Algunas cuestiones dogmáticas ...................................................... 1017
12 ÍNDICE GENERAL ABREVIADO

VIII. El control de las omisiones legislativas por el Bundesverfas-


sungsgericht (BVerfG) ..................................................................... 1075
IX. El nuevo régimen jurídico de la açâo de inconstitucionalidade
por omissâo: la Ley brasileña nº 12.063, de 27 de octubre de
2009 ................................................................................................... 1121

CUARTA PARTE
LOS DISSENTS EN LA JUSTICIA CONSTITUCIONAL ............................ 1181
X. El Justice Oliver Wendell Holmes: “the Great Dissenter” de
la Supreme Court............................................................................. 1183
XI. La recepción del Sondervotum en Alemania .............................. 1223

QUINTA PARTE
LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES ............... 1267
XII. Algunas reflexiones generales en torno a los efectos de las
sentencias de inconstitucionalidad y a la relatividad de
ciertas fórmulas estereotipadas vinculadas a ellas................... 1269

SEXTA PARTE
LOS TRIBUNALES CONSTITUCIONALES, DE LEGISLADORES
NEGATIVOS A POSITIVOS ......................................................................... 1331
XIII. El Tribunal Constitucional español como legislador positivo .. 1333

SÉPTIMA PARTE
JUSTICIA CONSTITUCIONAL, ESTADO DE DERECHO Y LIBERTAD . 1389
XIV. Comentarios bibliográficos ........................................................... 1391
PRÓLOGO

FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO

El libro que el lector tiene entre las manos recopila los artículos publicados por
el autor en el ámbito de la justicia constitucional en los cuatro años que median
entre el verano del 2008 y el otoño del 2012. Son todos ellos artículos elaborados
y redactados ex novo, aunque en algunos casos, no en todos, desde luego, el autor
haya tenido especialmente en cuenta o, en su caso, partido de trabajos preceden-
tes. Hay algunas excepciones, pues el trabajo relativo a la sentencia Marbury v.
Madison es completamente nuevo, aunque ya se haya publicado, mientras que el
dedicado al caso Fletcher v. Peck ha sido elaborado específicamente para este libro
y, por supuesto, se trata de un trabajo inédito.
La parte central de esta obra es la dedicada a los inicios de la judicial review,
que se enmarca en una investigación en profundidad sobre la Marshall Court y
sus extraordinarias aportaciones al Derecho constitucional norteamericano, lo
que es tanto como decir, al Derecho constitucional universal. Esta investigación,
que va más allá de lo estrictamente relacionado con la judicial review, se halla en
curso y aún requerirá de unos años adicionales.
Hemos optado por referirnos en el título del libro a la evolución de la justicia
constitucional, porque creemos que a ese rótulo pueden reconducirse, con
mayores o menores matices, las diversas partes que en él abordamos. La judicial
review, lejos de ser creada de resultas de la genialidad de un Juez, sin duda genial,
valorada globalmente su trayectoria, es fruto inequívoco de un proceso evolutivo
que se remonta al siglo XVII inglés y que tiene significados antecedentes en
la época colonial. La propia jurisprudencia de la Marshall Court fue dando un
desarrollo evolutivo a la Constitución norteamericana a través de los nuevos retos
y problemas a los que se debió enfrentar. La contract clause es un ejemplo paradig-
mático de ello. A su vez, los modelos de la justicia constitucional se nos presentan
como esencialmente dinámicos y evolutivos, y es por ello mismo por lo que las
categorizaciones con que se les identificaban tradicionalmente han quedado
obsoletas, haciéndose inexcusable la búsqueda de nuevas categorías explicativas.
32 PRÓLOGO

La necesidad de encontrar respuestas en sede constitucional con las que, no


obstante los silencios del legislador, hacer frente al control de constitucionalidad
de las omisiones legislativas, ha dado origen a las más interesantes creaciones
jurisprudenciales, especialmente en Alemania, aunque también, desde luego, en
Italia. Y la constitucionalización de ese control de las omisiones en Brasil presenta
un sobresaliente interés. Y lo mismo podría decirse en relación a los efectos de
las sentencias estimatorias de la inconstitucionalidad de una norma legal, que los
Tribunales Constitucionales, en muchas ocasiones al margen de toda previsión
normativa, han debido graduar, ponderando los distintos valores, principios y
bienes constitucionales en juego, a fin, entre otras razones, de evitar causar males
mayores de los que se tratan de combatir, o de soslayar sin más efectos perniciosos
o dañinos. No debe de extrañar de resultas de este proceso evolutivo, de esta
actuación siempre de vanguardia por parte de los Tribunales Constitucionales,
que hoy pueda decirse de ellos, y el caso del Tribunal español no es una excepción,
que han pasado de ser un “legislador negativo”, en la visión que Kelsen tuvo de
estos órganos, a actuar como un verdadero legislador positivo. En fin, si algún
instituto procesal ha tenido una relevancia especial en la progresiva evolución de
la jurisprudencia constitucional, por lo menos en los Estados Unidos, ese ha sido
el instituto del dissent, hoy muy extendido más allá de los países de common law,
con nombres y rasgos diferentes. Y si algún Juez sobresale destacadamente por
encima de los demás en relación a las dissenting opinions y a su enorme impacto
en la transformación de la jurisprudencia del Tribunal al que perteneció, ése, sin
género alguno de duda, es el gran Oliver Wendell Holmes, “el gran disidente”.
Desde otra óptica, no deja de llamar la atención el proceso evolutivo que condujo
en Alemania a la positivación del Sondervotum (literalmente, voto especial), que,
como es sabido, es el término alemán que designa a un voto disidente, proceso
en el que, de algún modo, el Tribunal Constitucional Federal fue por delante del
legislador.
Hemos decidido incluir también unos recientes comentarios bibliográficos
porque, en unos casos, las obras encajan a la perfección con algunas de las
cuestiones tratadas (como sería el caso del libro de Goldstone sobre John
Marshall y la Marbury opinion, de la obra del Ministro Gilmar Mendes sobre las
importantes aportaciones jurisprudenciales del Supremo Tribunal Federal del
Brasil y de la clásica monografía de Bailyn sobre los orígenes ideológicos de la
Revolución norteamericana), en otro caso, se nos muestra con singular brillantez y
claridad justamente cómo ha evolucionado la idea de libertad, tan estrechamente
conectada con la jurisdicción constitucional, hasta el punto de que un maestro
tan reconocido en este ámbito como Mauro Cappelletti pudo acuñar su conocida
idea de la “jurisdicción constitucional de la libertad”. En fin, con independencia
de que se pueda compartir o no la tesis de Otto Bachof, quien fuera Rector de la
Universidad de Tubinga llevó a cabo con su opúsculo un aporte dogmático de la
mayor trascendencia. Y en el último libro comentado, se nos muestra el dinamis-
mo de los instrumentos procesales constitucionales protectores de los derechos
frente a las amenazas que para esos mismos derechos suponen las omisiones
inconstitucionales del legislador.
PRÓLOGO 33

En el proceso conformador de la justicia constitucional en los Estados Unidos


(e incluso diríamos que en el mismo proceso conducente a su Independencia)
desempeña un rol de extraordinaria importancia la figura de James Otis (1725-
1783), relevante abogado bostoniano que reverdecería la célebre doctrina sentada
por el Juez Coke en 1610 con ocasión de su defensa de los comerciantes de Salem
y Boston, frente a la inconstitucional voracidad fiscal británica, violatoria de de-
rechos fundamentales, que está en la base del celebérrimo Writs of assistance Case
(1761). Es por lo mismo por lo que hemos querido rendir un modesto homenaje
gráfico a James Otis, plasmando en la portada de este libro una fotografía de
nuestra propia autoría (realizada en enero de 2012) de la modestísima lápida de
su sepultura en el célebre cementerio de Old Granary Burying Ground, ubicado en
el histórico distrito bostoniano de Beacon Hill, en el que yacen los restos de otros
relevantes americanos de aquella época, como Samuel Adams y John Hancock,
junto a varias víctimas de la matanza de Boston.
Tengo que finalizar. Y lo he de hacer con unas obligadas y sentidas palabras de
gratitud y de reconocimiento. En primer término, es de estricta justicia reconocer
públicamente la enorme ayuda que a lo largo de estos años me ha dado todo el
personal que trabaja en la Biblioteca de la Facultad de Derecho de la Universidad
Complutense. Su colaboración ha sido y es ingente, pues gracias a las eficacísimas
gestiones de estas bibliotecarias me ha sido posible acceder a libros inexistentes
no ya en la Universidad Complutense, sino en cualquier otra Universidad espa-
ñola. Las bibliotecarias de mi Facultad han logrado localizar primero y traerme
después, de Universidades de países en algunos casos tan lejanos como Finlandia,
verdaderas joyas bibliográficas norteamericanas ya inencontrables en el mercado.
Quiero personalizar mi agradecimiento en las bibliotecarias Ana Rodríguez, Luisa
Molinero y Salvi Delgado. Con ellas y con el resto del eficacísimo personal de la
Biblioteca de la Facultad, he adquirido una deuda impagable. Y en fin, pecaría
de profunda falta de gratitud si no mostrara públicamente mi profundo agrade-
cimiento a Rafael Tigeras, Director-copropietario de la Editorial Dykinson, por su
siempre desinteresado apoyo para la publicación de un nuevo libro de mi autoría
en su prestigioso sello editorial. Su bonhomía, su generosidad, su amistad y su
afecto personal están detrás de las facilidades que, desde hace ya muchos lustros,
siempre me ha dado para que mis trabajos puedan ver la luz pública.

Cabo de Palos, 15 de julio de 2013


Francisco Fernández Segado
PRIMERA PARTE

LOS INICIOS DE LA JUDICIAL REVIEW


*
I. LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

SUMARIO

1. Introducción: el permanente debate sobre los orígenes de la judicial review.– 2. Un


inexcusable prolegómeno: el Juez Edward Coke, el Bonham´s case y el supuesto origen de la
judicial review: A) La peculiar trayectoria pública de Sir Edward Coke (1552-1634). B) Pro-
hibitions del Roy. Coke frente al Rey Jaime I: su reivindicación de la primacía del Derecho y
de su exclusiva aplicación por los jueces. C) Breve aproximación al pensamiento jurídico de
Coke. D) El Case of the College of Physicians o Bonham´s Case (1610): a) Los hechos del caso.
b) Los argumentos en que se sustenta la sentencia. c) Los precedentes jurisprudenciales
en que Coke apoya su dictum: a´) El Thomas Tregor´s Case. b´) El caso Cessavit 42. c´) El
caso Annuity 41. d´) El Strowd´s Case. e´) Breve recapitulación sobre estos precedentes.
f´) Otros posicionamientos significativos de Coke al margen del Bonham´s Case, aunque
en relación con su dictum. d) La controvertida interpretación doctrinal del célebre dictum
de Coke en el cuarto argumento: ¿formulación de la teoría constitucional de la judicial
review o mera enunciación de una máxima de la interpretación estatutaria?: a´) Algunas
consideraciones previas sobre ciertos precedentes medievales. b´) La posición proclive a
ver en el pasaje de Coke una máxima de la interpretación estatutaria. c´) Las matizaciones
a la interpretación anterior de ciertos autores. d´) La posición tendente a ver en el dictum la
enunciación de la teoría constitucional de la judicial review. e´) Algunos aspectos colaterales
a la sentencia que pueden ofrecer pistas para la interpretación del dictum. f´) Reflexión
final. e) Las diferentes opinions de los Justices. E) El devenir ulterior en Inglaterra de la
doctrina de Coke. F) La Glorious Revolution, el eclipse de Coke y la reviviscencia aislada de
su doctrina en el siglo XVIII. El caso City of London v. Wood (1702).– 3. La judicial review,
una doctrina enmarcada en la tradición jurídica americana. Su evolución: A) El período
colonial: a) El fuerte impacto de la doctrina sentada por Coke en el Bonham´s case sobre
el pensamiento jurídico colonial. b) La idea de la existencia de un fundamental law. c) Los
grandes puntos de apoyo doctrinales para la articulación y desarrollo de un fundamental
law: a´) Emmerich de Vattel. b´) Jean-Jacques Burlamaqui. c´) Samuel Pufendorf y Hugo
Grocio. d´) John Locke y su Second Treatise of Civil Government. e´) La Escuela escocesa
de la Ilustración. d) La existencia de un cierto control judicial de la conformidad de la

* Artículo inicialmente publicado en la Revista de las Cortes Generales, nº 82, primer cuatrimestre
de 2011. En la versión que ahora publicamos ha sido revisado, ampliado y redactado completamente
ex novo en todo lo relativo al Bonham´s Case y a la evolución de la judicial review en la etapa colonial.
38 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

legislación colonial con las Charters. El caso Giddings v. Brown (1657). e) La revisión de la
legislación colonial por el Privy Council y su ocasional aplicación del ultra vires principle. El
caso Winthrop v. Lechmere (1727). f) James Otis y el Writs of assistance Case: a´) El instituto
del writ of assistance. b´) Los hechos del caso. c´) La argumentación de Otis. d´) Suspensión
del proceso y ulterior decisión del Tribunal (noviembre de 1761). e´) La trayectoria posterior
de James Otis. g) La puesta de manifiesto de la vivacidad de la doctrina a través de otros
hechos posteriores. B) La etapa pre-constitucional: a) La Declaración de Independencia.
b) Algunos posicionamientos significativos sobre dos ideas conexas: la de un fundamental
law y la de la judicial review. c) Las Constituciones estatales. d) Los tribunales estatales
y los primeros casos de ejercicio por los mismos de la judicial review. C) La Convención
Constitucional. Su posicionamiento ante la judicial review. D) Las Convenciones estatales
de ratificación de la Constitución federal: a) Algunos posicionamientos sobre la judicial
review en las Convenciones. b) La Convención de Nueva York y los Federalist Papers. La
construcción dogmática de Hamilton a favor de la judicial review en el Nº 78. E) El primer
Congreso y la Judiciary Act de 1789. F) La judicial review en la última década del siglo XVIII:
a) El ejercicio de la facultad de revisión judicial por los Circuit Courts y por los tribunales
estatales. b) La posición de la pre-Marshall Court ante la judicial review.– 4. La culminación
del proceso: la Marbury v. Madison opinion, una decisión que va mucho más allá de la
positivación de la doctrina de la judicial review.– 5. Bibliografía manejada.–

1. Introducción: el permanente debate sobre los orígenes de la judicial


review

I. A finales del siglo XIX, en el contexto de un acalorado debate político acerca


de si los tribunales estaban ejerciendo su facultad de revisión judicial (judicial
review) demasiado enérgicamente1, un sector de la doctrina comenzó a cuestionar
el instituto de la judicial review, esto es, la facultad de los tribunales de examinar,
con ocasión de un caso concreto del que estén conociendo, si la legislación apro-
bada por el Congreso y de aplicación in casu es o no conforme con la Constitución.
La ardua discusión así iniciada, que se iba a acentuar con el nuevo siglo2, llevó a
algunos autores a tildar la asunción de esta facultad por la Corte Suprema de los
Estados Unidos como “the great usurpation”3; ello no era sino la resultante lógica
de la consideración de que ninguna norma constitucional autorizaba a la Corte

1
En tal sentido, William Michael TREANOR: “Judicial Review Before Marbury”, en Stanford Law
Review (Stan. L. Rev.), Vol. 58, 2005-2006, pp. 455 y ss.; en concreto, p. 460.
2
Warren, sin ningún género de dudas, el mejor historiador sobre la Supreme Court, apuntaba en
1913 que en los dos años inmediatos anteriores había habido mucha agitación dirigida contra la Corte
Suprema, con frecuentes referencias a la “oligarquía judicial” y a la “usurpación”, y con demandas
de cambios fundamentales en el sistema judicial de los Estados Unidos. Charles WARREN: “The
Progresiveness of the United States Supreme Court”, en Columbia Law Review (Colum. L. Rev.), Vol.
XIII, 1913, pp. 294 y ss.; en concreto, p. 294.
3
Meigs, en 1906, se hacía eco de cómo el año anterior el Prof. Gardiner, de la Universidad de
Columbia, en una conferencia ante la “Pennsylvania State Bar Association”, había defendido que el
Ejecutivo federal disponía de un poder legítimo para hacer lo que creyera deseable dentro del marco
de sus funciones, sin que ninguna agencia gubernamental pudiera detenerlo, mientras que el Prof.
Trickett, de la Facultad de Derecho del “Dickinson College”, en un artículo publicado en la American
Law Review, sostenía que la que a menudo ha sido llamada doctrina americana de la facultad de los
tribunales para considerar las leyes inconstitucionales era una gran usurpación. William M. MEIGS:
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 39

para ejercer la facultad de la judicial review, que, supuestamente, tampoco había


estado en la mente de los Framers, esto es, de los autores de la Constitución.
Buen ejemplo de estos posicionamientos lo encontramos en Pennoyer, quien
repudiaría que la Supreme Court pudiera anular una ley del Congreso a través
de una decisión judicial, pues, en cuanto los tres departamentos del gobierno
federal (por utilizar la expresión que se popularizara en The Federalist 4) se
hallan coordinados, siendo cada uno independiente en su esfera y vinculando la
actuación de cada cual dentro de la misma a los demás (tesis que ya sostuviera
Jefferson), el ejercicio de tal voiding power por la Corte Suprema equivaldría a
la subordinación del legislativo al judicial. Para Pennoyer5, la facultad asumida
por la Corte de anular una ley del Congreso (the voiding power) era una facultad
completamente auto-asumida (“is enterely a self-assumed power”); en ninguna de-
cisión pronunciada nunca por ella ha sido capaz la Corte de señalar la autorización
impresa de la Constitución, lo que no ha de extrañar, pues, siempre según el mismo
autor, tal autorización no existe. Pennoyer concluirá su alegato aduciendo, que
si no hay un modo de impedir que el Congreso apruebe una ley inconstitucional,
tampoco lo hay para evitar una decisión inconstitucional de la Corte, y ésta está
tan plenamente expuesta a equivocarse como el Congreso.
Como es bien conocido, en el trasfondo de esta controversia subyacía una
relevante cuestión política. El cuarto de siglo que va de 1886 a 1911 constituyó
un período notablemente productivo de una legislación liberal y aún progresista
en la vida norteamericana, particularísimamente a nivel estatal. Buen número de
esas normas legislativas, impregnadas de sensibilidad social, terminaron sujetas al
enjuiciamiento de la Corte Suprema con base en cláusulas tales como la del “due
process of law” y la de la “equal protection of the law” de la XIV Enmienda. Y en la
mente de todos ha quedado grabada la actuación hiperconservadora e insensible
a lo social de la mayoría de la Corte, reflejada en sus numerosas sentencias de
inconstitucionalidad, que a la larga propiciará su radical enfrentamiento con
el Presidente Roosevelt. Ciertamente, hace ya casi un siglo, Charles Warren, el
mejor conocedor de la historia de la Corte, al hilo de un estudio empírico sobre
las decisiones judiciales dictadas por la Supreme Court en el cuarto de siglo prece-
dentemente mencionado, trataba de combatir esa idea de la falta de progresividad

“Some Recent Attacks on the American Doctrine of Judicial Power”, en American Law Review (Am.
L. Rev.), Vol. 40, 1906, pp. 641 y ss.; en concreto, pp. 642-643.
4
“Having reviewed the general form of the proposed government, and the general mass of power
allotted to it –se puede leer en el núm. 47 del Federalista, escrito por Madison– I proceed to examine
the particular structure of this government, and the distribution of this mass of power among its
constituent parts”. “One of the principal objections inculcated by the more respectable adversaries
to the constitution, –continua escribiendo Madison– is its supposed violation of the political maxim,
that the legislative, executive, and judiciary departments, ought to be separate and distinct”. Alexander
HAMILTON, James MADISON and John JAY: The Federalist or, the New Constitution. Manejamos
el texto editado con una Introducción y con Notas por Max Beloff, Basil Blackwell, Oxford (Great
Britain), 1948. El núm. XLVII, en pp. 245 y ss.
5
Sylvester PENNOYER: “The Income Tax Decision and the Power of the Supreme Court to
Nullify Acts of Congress”, en American Law Review (Am. L. Rev.), Vol. 29, 1895, pp. 550 y ss.; en
concreto, p. 552.
40 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

del supremo órgano jurisdiccional norteamericano. Según sus datos, en el período


acotado la Corte pronunció 560 decisiones basadas en las mencionadas cláusulas
constitucionales y concernientes a la validez de leyes estatales o de otras formas
de actuaciones de las autoridades de los Estados. El examen de esos 560 casos
prueba concluyentemente, según el autor, que el alegado peligro en la orientación
de la Corte es un peligro puramente imaginario (“the alleged evil in the trend of
the Court is a purely fancied one”), por cuanto de estas 560 decisiones sólo hay dos
casos en los que una ley estatal concerniente a una cuestión social o económica
de este tipo, acorde con lo que podríamos denominar “legislación de justicia
social” (“social justice legislation”) ha sido considerada inconstitucional por la
Corte Suprema. Ello lleva a Warren a su conclusión de que “the National Supreme
Court, so far from being reactionary, has been steady and consistent in upholding
all State legislation of a progressive type”6. Aunque no pongamos en duda como
es obvio los datos de Warren, a nuestro juicio, la estadística no puede borrar
la arraigada idea de la insensibilidad social de la Corte de esos años en temas
clave. Bastaría con recordar la sentencia del caso Lochner v. New York (1905),
que propició el celebérrimo dissent del Justice Oliver W. Holmes, y que el propio
Chief Justice Rehnquist calificó como una de las más desafortunadas decisiones
de este órgano7, para constatar que, en un determinado momento de la vida de
la Corte, la mayoría de sus miembros se hizo la ilusión de que el movimiento de
normación progresiva de la vida social y laboral podía ser interrumpido más que
retrasado por los pronunciamientos judiciales. A tal efecto, el instrumento de la
judicial review se reveló como una poderosísima arma.

II. En el problemático contexto a que se acaba de aludir no debe extrañar que,


entre otras cuestiones objeto de debate, se plantearan las relativas al momento
en que había surgido realmente esa facultad de revisión judicial, a si su ejercicio
por John Marshall en la Marbury v. Madison opinion era fruto de su puro arbitrio
político o, por contra, se enmarcaba en una trayectoria jurisprudencial que se
remontaba a los tiempos de las colonias, a si la voluntad de los Founding Fathers
había sido la de hacer suya la judicial review, aunque la misma no quedara
expresamente plasmada en el breve articulado constitucional, al alcance que, en
su caso, se había de dar a la facultad de la judicial review diseñada por Marshall...
etc.
El debate en cuestión, iniciado en los postreros años del siglo XIX, lejos de
agotarse, se mantuvo vivo durante toda la pasada centuria, llegando incluso a
nuestros días, y el no muy lejano bicentenario del Marbury case ha contribuido
a reverdecerlo, aunque nunca haya perdido actualidad, lo que para nada debe
extrañar, pues, como se ha escrito, “theories of judicial review are the summa

6
Charles WARREN: “The Progresiveness of the United States Supreme Court”, op. cit., p. 295.
7
William H. REHNQUIST: The Supreme Court. How It Was Waw It Is, Quill/William Morrow,
New York, 1987, p. 205.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 41

theologica of American constitutionalism”8. El federalismo, es claro, encarna el


otro gran tema del constitucionalismo norteamericano9.
Posiblemente, la postura sostenida por Bickel a inicios de los años sesenta del
pasado siglo, en el sentido de considerar la Marbury opinion como el verdadero
punto de partida de la judicial review, cuya realización atribuye a Marshall de
modo inequívoco cuando aduce, que si algún proceso social ha sido hecho en
un momento dado y por un acto determinado, es logro de Marshall10, haya sido
determinante. A esa sentencia habrán de añadirse las decisiones dictadas en los
casos Martin v. Hunter´s Lessee (1816) y Cohens v. Virginia (1821), la primera escrita
por el Justice Story y la segunda por Marshall, a cuyo través la Corte Suprema
canalizó su facultad de revisión judicial de las acciones estatales. Las doctrinas fi-
jadas por estas sentencias, aunque, como admite el propio Bickel11, han tropezado
con controversias, que se han replanteado periódicamente desde entonces, no sin
oscilaciones, se han mantenido durante siglo y medio. Este nítido posicionamiento
ha venido a marcar la leading position, si se nos permite tal expresión, o lo que es
igual, el punto de referencia de esa visión doctrinal, que lógicamente desconecta
la judicial review de sus precedentes. Es Marshall el starting point del que hay
que partir cuando se visualiza la judicial review. Como es obvio, ello presupone
relativizar, si es que no, lisa y llanamente, ignorar cualesquiera precedentes de la
doctrina, como asimismo entender que la misma no fue tenida en cuenta por los
constituyentes de Filadelfia.
En una línea no muy distante, bien que desde una óptica diferente, Van
Alstyne, en un trabajo que sigue siendo de referencia, comenzaba escribiendo que:
“The concept of judicial review of the constitutionality of state and federal statutes
by the Supreme Court is generally rested upon the epic decision in Marbury v.
Madison”, para añadir de inmediato, que las controversias que han rodeado el
ejercicio de esta facultad (“the exercise of this power”) por la Corte Suprema
exigen de un periódico nuevo examen del concepto de judicial review en su fuente,
la Marbury opinion12. Y mucho más recientemente, Rakove ha escrito que el caso

8
Jack N. RAKOVE: “The Origins of Judicial Review: A Plea for New Contexts”, en Stanford Law
Review (Stan. L. Rev.), Vol. 49, 1996-1997, pp. 1031 y ss.; en concreto, p. 1041.
9
El propio Rakove recurre a una ingeniosa comparación para establecer el “status”, por así decirlo,
de la judicial review y del federalismo en los estudios del Derecho constitucional norteamericano:
mientras la primera es la reina reinante en la corte de las ciencias constitucionales, el federalismo
encarna la menor majestad de la nobleza inferior (“the lesser majesty of the lower nobility”). Jack N.
RAKOVE, en Ibidem, p. 1041.
10
“(T)he institution of the judiciary –escribe Bickel– needed to be summoned up out of the
constitutional vapors, shaped, and maintained; and the Great Chief Justice, John Marshall –not
singlehanded, but first and foremost– was there to do it and did. If any social process can be said
to have been ´done` at a given time and by a given act, it is Marshall´s achievement. The time was
1803; the act was the decision in the case of Marbury v. Madison”. Alexander M. BICKEL: The Least
Dangerous Branch (The Supreme Court at the Bar of Politics), 2nd edition, Yale University Press, New
Haven and London, 1986 (first published in 1962 by the Bobbs-Merrill Company, Inc.), p. 1.
11
Alexander M. BICKEL, en Ibidem, p. 14.
12
William W. VAN ALSTYNE: “A Critical Guide to Marbury v. Madison”, en Duke Law Journal
(Duke L. J.), Vol. 1969, number 1, January 1969, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 1.
42 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

Marbury v. Madison está tan firmemente consagrado (“so firmly enshrined”)


como el dramático momento fundacional (“the dramatic founding moment”)
de la doctrina de la judicial review, que es dificultoso imaginar cómo podría ser
desplazado13.
No ha de extrañar por todo lo que se acaba de exponer, que el Marbury de los
tiempos actuales haya sido considerado la piedra angular (“cornerstone”) de la
práctica americana de la judicial review14, un caso seminal que no sólo estableció el
derecho a la revisión judicial sino que, drásticamente, también redefinió la noción
de separación de poderes surgida de la Convención Constitucional, en definitiva,
un verdadero mito15, forjado, eso sí, a fines del siglo XIX y desarrollado en el siglo
XX, pues en la era de Marshall estuvo bien lejos de serlo. Uno podría esperar
que el Marbury case hubiera sido un destacado precedente a lo largo de toda la
historia constitucional americana, pero no es este el caso, pues la hoy célebre
decisión fue casi completamente irrelevante durante la mayor parte del siglo
XIX16. Bástenos con recordar que la expresión “the power of judicial review” no
fue empleada en el siglo XIX para expresar la facultad de un tribunal de derribar
leyes con fundamentos constitucionales. El primer empleo de esa expresión con tal
significado se atribuye a Corwin, el gran constitucionalista norteamericano, en un
artículo publicado en 191017. Por lo demás, en cuanto texto canónico de Derecho
constitucional18, el estudio de esta disciplina en Norteamérica no sólo se inicia,
sino también se termina con este caso. Y en perfecta armonía con lo expuesto y
también, conviene no olvidarlo, con el hecho de que fue Marshall quien, desde el
ejercicio de su Chief Justiceship, expandió para siempre el rol del poder judicial
federal (federal judiciary), fortaleciendo a la par a los poderes federales, se entiende
que haya pasado a la historia como “the second father of the Constitution, the
man who made the Court Supreme”19.

13
Jack N. RAKOVE: “The Origins of Judicial Review...”, op. cit., p. 1035.
14
Maeva MARCUS: “The Founding Fathers, Marbury v. Madison – and so what?”, en Constitutional
Justice Under Old Constitutions, edited by Eivind Smith, Kluwer Law International, The Hague/
London/Boston, 1995, pp. 23 y ss.; en concreto, p. 44. Goldstone, a su vez, recuerda que el impacto de
Marbury se extiende más allá de los precedentes jurídicos para llegar a ser “a cornerstone of American
government itself”. Lawrence GOLDSTONE: The Activist (John Marshall, Marbury v. Madison, and
the Myth of Judicial Review), Walker & Company, New York, 2008, p. 2.
15
Robert Lowry CLINTON: “Marbury v. Madison, Judicial Review, and Constitutional Supremacy
in the Nineteenth Century”, en Marbury versus Madison. Documents and Commentary, Mark A. Graber
and Michael Perhac, editors, CQ Press (A Division of Congressional Quarterly Inc.), Washington, D.C.,
2002, pp. 73 y ss.; en concreto, p. 99.
16
Es ésta una consideración generalmente admitida por la doctrina. Así, por ejemplo, Robert
Lowry CLINTON, en “Marbury v. Madison, Judicial Review...”, op. cit., p. 73.
17
Edward S. CORWIN: “The Establishment of Judicial Review (I)”, en Michigan Law Review
(Mich. L. Rev.), Vol. IX, 1910-1911, pp. 102 y ss.
18
Paul W. KAHN: The Reign of Law (Marbury v. Madison and the Construction of America), Yale
University Press, New Haven and London, 1997, p. 4.
19
Así nos lo recuerda, entre otros autores, Goldstone. Lawrence GOLDSTONE: The Activist, op.
cit., p. 6.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 43

III. Frente al sector doctrinal que se alinea en la posición liderada por Bickel,
existe, sin embargo, una mayoritaria communis opinio acerca del hecho de que
el principio de la judicial review se hallaba razonablemente bien establecido en el
momento de aprobarse la Marbury decision20. Un jurista de tanto peso específico
como el Chief Justice Warren Burger lo aclara, a nuestro entender, con meridiana
claridad. Se asume a menudo, razona Burger21, que la doctrina de la judicial review
fue invención del Chief Justice Marshall en la más famosa de todas sus sentencias.
Es verdad, por supuesto, que el Chief Justice anunció en primer término esta
doctrina clave en el Marbury case. Pero Marshall no fue y nunca reclamó ser el
creador de la doctrina, ya que él era bien consciente de la creciente aceptación de
la idea de que la “constitutional adjudication” era inherente a la propia naturaleza
de una Constitución escrita. Es absolutamente claro, añade Burger más adelante22,
que la doctrina americana de la judicial review hunde sus raíces en el pensamiento
jurídico inglés23. A este respecto, quizá fuera más importante la difusión de ideas
generales conducentes a la aceptación de la judicial review, que la existencia
de precedentes específicos24, sin que ello quiera decir, a nuestro entender, que
no existían tales precedentes. Quizá por lo mismo, la cuestión de la facultad de
revisión judicial recibió una escasa atención en el momento de hacerse pública
la célebre sentencia, lo que sugiere que las reflexiones de Marshall respecto a la
autoridad de los tribunales para pronunciarse acerca de la constitucionalidad
de la legislación del Congreso no eran algo que suscitara una especial polémica.
Significativamente, una doctrina mayoritaria ha puesto de relieve25, que
los críticos de la decisión, incluyendo a Thomas Jefferson, dirigieron su ira
(“directed their ire”) no hacia el ejercicio de la judicial review llevado a cabo
por la sentencia, sino más bien a las implicaciones que para el principio de la
separación de poderes tenía la indicación de que la Corte podía conceder un
writ of mandamus frente a un funcionario del Gabinete. En una dirección muy

20
Así, para Treanor, “the dominant scholarly view differs from Bickel´s in that it acknowledges the
existence of judicial review before Marbury, but sees it as limited in scope and as a rarity”. William
Michael TREANOR: “Judicial Review Before Marbury”, op. cit., p. 461.
21
Warren E. BURGER: “The Doctrine of Judicial Review. Mr. Marshall, Mr. Jefferson, and Mr.
Marbury”, en Current Legal Problems (Faculty of Laws. University College London), Volume 25, 1972,
pp. 1 y ss.; en concreto, p. 4.
22
Ibidem, p. 6.
23
De modo análogo, Wright, tras afirmar que la facultad de los tribunales para pronunciarse
sobre la constitucionalidad de la legislación no fue inventada por los Founding Fathers, añade que
es claro que los orígenes últimos de la institución son parte de ese tejido sin costura de la historia
(“of that seamless web of history”) que Maitland encontró cuando vino a enfrentarse con el primer
período de la historia jurídica inglesa. Benjamin F. WRIGHT: The Growth of American Constitutional
Law, Phoenix Books/University of Chicago Press, Chicago and London, reprinted, 1967 (first edition
by The University of Chicago Press and the University of Toronto Press, 1942), p. 9.
24
En análogo sentido, Kathleen M. SULLIVAN and Gerald GUNTHER: Constitutional Law,
Foundation Press–Thomson, sixteenth edition, New York, 2007, p. 12.
25
Así, entre otros varios, Davison M. DOUGLAS: “The Rhetorical Uses of Marbury v. Madison:
The Emergence of a <Great Case>”, en Wake Forest Law Review (Wake Forest L. Rev.), Vol. 38, 2003,
pp. 375 y ss.; en concreto, p. 381.
44 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

próxima, Klarman aduce26, que una convincente prueba de que la judicial review
era aceptada antes de Marbury se encuentra en el hecho de que fue la conside-
ración jurisprudencial de que el Presidente y su Gabinete se hallaban sujetos al
proceso judicial e, implícitamente, que el Congreso tenía autoridad para limitar
la facultad presidencial de destituir a los funcionarios gubernamentales que
hubiera nombrado, y no el reconocimiento de la facultad de la judicial review, lo
que despertó la ira Jeffersoniana frente a la decisión, desencadenando amenazas
de venganza (“threats of retaliation”) contra la Corte Suprema. Y en similar di-
rección, Schwartz27, frente a quienes han venido cuestionando largo tiempo si la
reivindicación por la Marshall Court de la facultad de revisión estaba justificada
por la Constitución o era, por contra, un acto de usurpación judicial, señala que
esa doctrina pierde de vista el hecho de que Marbury v. Madison, simplemente,
confirmó una teoría que era parte de la tradición jurídica americana de la época,
derivando tanto de la experiencia colonial como de la revolucionaria. Más aún,
uno puede ir más lejos, hasta considerar que la judicial review era la premisa
mayor inarticulada (“the inarticulate major premise”) sobre la que se basó el
movimiento para redactar la Constitución y el Bill of Rights.
No ha de extrañar por otro lado que ello fuera así, por cuanto, a nuestro modo
de ver, la idea general de la judicial review, al igual que la noción de higher law,
ya se encontraban arraigadas en la experiencia colonial y, más tarde, también
se incardinarían en la estatal. Ciertamente, la Constitución no iba a contemplar
de modo específico la facultad de la judicial review, pero no es menos cierto que
puede sostenerse que la arquitectura del documento, de resultas especialmente
de la yuxtaposición de los artículos III y VI y del espíritu del rule of law que lo
impregnó en su totalidad, parecía conducir hacia algunas formas de control
judicial28. Bien significativo al respecto es el hecho de que los Federalistas (los
comentarios de Alexander Hamilton en el número 78 de The Federalist Papers)
y los anti-Federalistas (las reflexiones vertidas por “Brutus”, seudónimo, según
todos los indicios, de Robert Yates) concordaran en que la judicial review estaba
incluida en las disposiciones constitucionales29. En análogo sentido, Corwin cree
que no se puede dudar razonablemente de que los miembros de la Convención
de 1787 pensaron que la Constitución aseguraba a los tribunales de los Estados

26
Michael J. KLARMAN: “How Great Were the <Great> Marshall Court Decisions?”, en Virginia
Law Review (Va. L. Rev.), Vol. 87, 2001, pp. 1111 y ss.; en concreto, pp. 1116-1117.
27
Bernard SCHWARTZ: Some Makers of American Law, Ajoy Law House–Oceana Publications,
Inc., Calcutta/Dobbs Ferry, New York, 1985, p. 35.
28
Análogamente, R. Kent NEWMYER: John Marshall and the Heroic Age of the Supreme Court,
Louisiana State University Press, Baton Rouge, 2001, pp. 170-171.
En análoga posición, White constata que la facultad de la judicial review, aunque no explícitamente
sancionada hasta Marbury, había sido muy defendida en el tiempo de los autores de la Constitución
y fue una posición intelectual respetable en el ambiente de la jurisprudencia de fines del siglo XVIII.
G. Edward WHITE: The American Judicial Tradition (Profiles of Leading American Judges), Oxford
University Press, New York/Oxford, 1988, p. 24.
29
Para un mayor detalle, cfr. Francisco FERNÁNDEZ SEGADO: “Los primeros pasos del Tribunal
Supremo norteamericano: la pre-Marshall Court (1790-1801)”, en Revista de Direito Público (Instituto
de Direito Público), Ano II, Nº 4, Lisboa, Julho/Dezembro 2010, pp. 9 y ss.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 45

Unidos el derecho de pronunciarse sobre la validez de las leyes del Congreso30.


Y más recientemente, otro autor tan relevante como Tribe no duda en advertir
que en el contexto de su tiempo, el Marbury case no representó ninguna nueva
toma de poder (obviamente por el federal judiciary), pues las Actas de la propia
Convención Constitucional sugieren (al menos a algunos estudiosos del tema), que
si los Framers no concedieron expresamente a los tribunales federales la facultad
de la judicial review fue porque supusieron que tal facultad ya estaba otorgada31.
Un amplísimo elenco doctrinal, con unos u otros matices, se ha decantado en
esa misma posición. Como escribe Clinton32, no obstante la alegada audacia de
Marshall al crear lo que este autor llama “the modern form of judicial review”, la
mayoría de los estudiosos están, sin embargo, de acuerdo en que la creación no
fue realmente ex nihilo. Y aún incluso podemos razonablemente dudar de que el
Chief Justice creyera que con su doctrina estaba estableciendo algo innovador.
De hecho, señala Gerber33, Marshall no pensaba que estuviese haciendo nada
inusual cuando derribó una parte de la Judiciary Act en el caso de que estaba
conociendo, pues existe una amplia evidencia de que Marshall era plenamente
consciente de esta doctrina. Es claro que los primeros jueces y abogados ame-
ricanos –incluyendo quienes ejercieron el cargo de Justices en la Supreme Court
antes de Marshall– comprendieron el concepto de judicial review, sostenido ante
ellos, y la practicaron. Incluso el mejor biógrafo del gran Chief Justice, el senador
Beveridge, autor de una monumental biografía de Marshall publicada en los
primeros años del pasado siglo34, se alinea en esta misma dirección cuando escribe
que, al establecer el principio de la judicial review, Marshall no vino a contribuir
a nada nuevo en el pensamiento sobre la cuestión. Todos los argumentos en uno
y otro sentido ya habían sido hechos desde que se aprobaran las Resoluciones de
Virginia y de Kentucky (en 1798)35.
Estas posiciones están lejos de ser nuevas, pues aún en los años que circundan
el paso del siglo XIX al XX, en los que, como antes se dijo, florecieron ataques
de gran dureza frente a Marshall y a la sentencia que nos ocupa, no faltaron
autores que se posicionaron en esta misma dirección. Meigs se convirtió en el
adalid de una posición que bien podríamos tildar de evolucionista, en cuanto que
entiende que la judicial review es el resultado de un proceso evolutivo, rechazando

30
Edward S. CORWIN: “Marbury v. Madison and the doctrine of judicial review”, en Michigan
Law Review (Mich. L. Rev.), Vol. XII, 1913-1914, pp. 538 y ss.; en concreto, p. 543.
31
Laurence H. TRIBE: American Constitutional Law, Foundation Press, 3rd edition, New York,
2000, Vol. one, p. 212.
32
Robert L. CLINTON: “Historical Constitutionalism and Judicial Review in America”, en Policy
Studies Journal, Vol. 19, No. 1, Fall 1990, , pp. 173 y ss.; en concreto, p. 175.
33
Scott Douglas GERBER: “The Myth of Marbury v. Madison and the Origins of Judicial Review”,
en Marbury versus Madison. Documents and Commentary, Mark A, Graber and Michael Perhac, Editors,
CQ Press (A Division of Congressional Quarterly Inc.), Washington D.C., 2002, pp. 1 y ss.; en concreto,
pp. 2 y 13.
34
Albert J. BEVERIDGE: The Life of John Marshall, 4 vols., Houghton Mifflin, Boston, 1916.
35
Louis B. BOUDIN: Government by Judiciary, Volume I, William Godwin, Inc., New York, 1932,
pp. 219-220.
46 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

categóricamente que la doctrina fijada en Marbury fuera nueva u original36.


Sin embargo, sería Beard quien imprimiría su reconocido prestigio intelectual
a esta posición. En un trabajo que, pese al siglo que ha transcurrido desde su
publicación, sigue siendo clásico, Beard concluye señalando, que a la vista de los
principios mantenidos por los miembros líderes de la Convención de Filadelfia,
de la que Marshall estaba informado, a la vista de la doctrina tan claramente
establecida en el Nº 78 del Federalist, a la vista de los argumentos hechos en más
de una ocasión por eminentes abogados ante la propia Corte Suprema, a la vista
del Hayburn´s case y del caso Hylton v. United States, a la vista de las sentencias
judiciales expresadas en diversos momentos, a la vista del objetivo y espíritu
(“in view of the purpose and spirit”) de la Constitución federal, “it is difficult to
understand the temerity of those who speak of the power asserted by Marshall in
Marbury v. Madison as <usurpation>”37.
Por nuestra parte, no dudamos de que la judicial review es, efectivamente, la
resultante de un proceso evolutivo, pero de un proceso que para su plena com-
prensión ha de enmarcarse en la historia de la cultura jurídica americana, siendo
conscientes además de que, como ha señalado Wood38, en el pasado colonial está
el período formativo real de la historia jurídica americana. Con ello, por supuesto,
no se pretende devaluar la Marbury opinion, pues aún partiendo de que Marshall
no creó la doctrina, que ya era familiar en los círculos jurídicos, su trascendencia
e influencia está fuera de toda duda, dentro y fuera de Norteamérica. El Chief
Justice dejó la judicial review como una parte integral del edificio constitucional.
Y asimismo, como se ha escrito en una obra clásica, “Marshall gave the best
form to the arguments for this right; and if, therefore, he was merely putting
the thought then generally prevalent on this subject in the best possible form,
that form is the best avenue of approach to it, and furnishes the best basis for its
evaluation”39. Y aunque es cierto que tuvieron que transcurrir más de cincuenta
años hasta que la Corte recurriera a la doctrina para anular una ley federal (en la

36
William M. MEIGS: “The Relation of the Judiciary to the Constitution”, en American Law Review
(Am. L. Rev.), Vol. 19, 1885, pp. 175 y ss.; en concreto, p. 177. Veinte años después, Meigs insistía
en su idea en los siguientes términos: “Long before Marbury v. Madison, before the meeting of the
Constitutional Convention of 1787, and even before the Revolution, our people were being forced on
towards the doctrine in question by the drift of circumstances and by a gradual growth of opinion. It
was emphatically an evolution”. William M. MEIGS: “Some Recent Attacks on the American Doctrine
of Judicial Power”, op. cit., p. 649.
37
Charles A. BEARD: “The Supreme Court–Usurper or Grantee?”, en Political Science Quarterly,
Vol. 27, No. 1, March 1912, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 34.
38
Gordon S. WOOD: “The Origins of Judicial Review”, en Suffolk University Law Review (Suffolk U.
L. Rev.), Vol. XXII, 1988, pp. 1293 y ss.; en concreto, p. 1293. Vale la pena reproducir en su literalidad
la reflexión de Wood: “The sources of such power (the power of judicial review), such judicial authority,
lie not in any decisions of the Supreme Court, such as Marbury v. Madison, or in the legal career of
John Marshall, as important as that was, or even in the history of the Supreme Court. Only the history
of American jurisprudence, only the history of American legal culture as a whole, can explain the
development of this extraordinary power” (p. 1293).
39
Louis B. BOUDIN: Government by Judiciary, op. cit., Vol. I, p. 220.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 47

deprimente sentencia con la que zanjó el Dred Scott Case, 1857)40, no lo es menos
que la Marshall Court utilizó esta doctrina para invalidar diversas leyes estatales.
No es en modo alguno pretensión de este trabajo entrar en un exhaustivo
detalle en los antecedentes históricos de la judicial review; ello, por lo demás,
requeriría de una extensión de la que no disponemos. Sin embargo, sí quisiéramos
efectuar algunas reflexiones al respecto. Con ellas queremos tratar de mostrar,
que la doctrina de la revisión judicial de la constitucionalidad de las leyes o, más
ampliamente, de la conformidad de las leyes con un fundamental law, se hallaba
en 1803 claramente arraigada en la tradición jurídica americana, encontrando
sus más remotos orígenes en la época colonial41. En consecuencia, el punto de
partida de una investigación sobre los orígenes de la judicial review no puede tener
como único referente la decisión Marbury v. Madison. Su trascendencia está fuera
de toda duda, pero la doctrina que nos ocupa no nace con esta sentencia. Como
tantas grandes concepciones, “the idea of judicial review of legislation now seems
simple and inevitable in the perspective of history”42.

2. Un inexcusable prolegómeno: el Juez Edward Coke, el Bonham´s case


y el supuesto origen de la judicial review

La doctrina jurídica viene debatiendo desde hace cerca de un siglo si el cele-


bérrimo pasaje que se contiene en el Bonhams´s Case (1610) debe ser interpretado
como la declaración llevada a cabo por el Juez Coke de la facultad de la judicial
review de las leyes del Parlamento, que sería la resultante de la doctrina de que hay
principios superiores de Derecho y justicia que las leyes del Parlamento no deben
contravenir, correspondiendo su fiscalización a los jueces, o simplemente como la
encarnación de una máxima o principio de la interpretación legal. Como ejemplos
paradigmáticos de una y otra posición podemos mencionar a Plucknett y a Thorne.
Para el Profesor de la “Harvard Law School”43, Coke adoptó su teoría de la judicial
review de una práctica del siglo XIV, una época en la que tribunales y leyes tenían

40
Se ha especulado como posible causa de esa “congelación” de la que podría denominarse
“national judicial review” (frente a la “federal judicial review”) el hecho de que en todos los asuntos
económicos los intereses de la propiedad favorecieron la expansión del poder nacional frente al de los
Estados. En tan sentido, Max LERNER: “John Marshall and the Campaign of History”, en Columbia
Law Review (Colum. L. Rev.), Vol. XXXIX, 1939, pp. 396 y ss.; en concreto, p. 409.
41
Charles F. Hobson, editor de los volúmenes quinto a noveno de la monumental obra, The Papers of
John Marshall, escribe al respecto: “The proper starting point for an inquiry into the origins of judicial
review is the colonial period”. Charles F. HOBSON: “The Origins of Judicial Review: A Historian´s
Explanation”, en Washington and Lee Law Review (Wash. & Lee L. Rev.), Vol. 56, 1999, pp. 811 y ss.;
en concreto, p. 813.
42
Warren E. BURGER: “The Doctrine of Judicial Review...”, op. cit., p. 15.
43
Theodore F. T. PLUCKNETT: “Bonham´s Case and Judicial Review”, en Harvard Law Review
(Harv. L. Rev.), Vol. XL, 1926-1927, pp. 30 y ss.; en concreto, p. 68. Este artículo, con igual título,
ha sido asimismo publicado en la obra Law, Liberty, and Parliament. Selected Essays on the Writings
of Sir Edward Coke, edited and with an Introduction by Allen D. Boyer, Liberty Fund, Indianapolis
(Indiana), 2004, pp. 150 y ss. Nuestras citas van referidas al artículo publicado en la Harv. L. Rev.
48 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

aún algo de novedad y la cubrió con un nuevo espíritu (“filled it with a new spirit”),
el producto de su propio genio (“the product of his own genius”). El resultado fue
realmente una nueva doctrina, bien que, según pensaba el propio Coke, reforzada
con precedentes indiscutibles de la Edad Media, pues Coke sabía bien que sin tal
apoyo esa doctrina no habría tenido ningún valor. Una decena de años después,
Thorne, Profesor de la “Northwestern University School of Law”, iba a cuestionar la
tesis de Plucknett. Thorne argumentaba44, que para el conocido Profesor de Harvard,
en ninguno de los casos que se mencionaban en la sentencia a modo de posibles
precedentes, se cuestionaba la naturaleza de las leyes o se planteaba una cuestión
constitucional, tras lo que Thorne añadía, que tampoco tal cuestión se iba a suscitar
en el Bonham´s case, para concluir que “these cases, then, support no theory of higher
law, binding upon Parliament and making Acts that contravene it void”45. Por el
contrario, se trataba meramente de casos de strict interpretation, que parecían haber
producido un resultado distinto del que pretendía el legislador. En la época del caso
que nos ocupa, los jueces tenían amplias facultades para la interpretación legal, si
bien la posición de Coke, que hace caso omiso de la disposición legal, va claramente
más allá de las mismas, por lo que hay que entender que la sentencia encuentra su
explicación en la consideración de que la interpretación legal permite que un texto
legal sea considerado en un sentido contrario a sus palabras para soslayar la injusticia
o iniquidad que las mismas pudieran albergar, pues, según el propio Thorne, si algún
absurdo o contradicción se siguiera de un texto legal, éste no merecería el nombre
de ley (“if any iniquity should be gathered of them, or if any absurdity or contraryty
should follow, they do not so much deserve the name of laws”).
No vamos por el momento a detenernos en la polémica. Sin embargo, sí
anticiparemos que, independientemente ya de lo que Sir Edward Coke pretendiera
con su dictum en el Bonham´s case, lo cierto y verdad es que en las colonias del
otro lado del Atlántico tal dictum no sólo llegó a ser bien pronto una parte esencial
de esa facultad de revisión judicial que iban a ejercer los tribunales americanos,
anulando normas legales sobre la base de un conflicto constitucional, sino que,
como se ha dicho46, también iba a propiciar el test of reasonableness, que es la
última razón de ser del poder judicial. Innecesario es decir que la fuerza que
alienta una idea no es necesariamente medible por su verdad47.
Desde el siglo XVII, Coke, “un poeta de la sabiduría judicial y de la artesanía
jurídica, antes que un profeta del cambio”, como lo ha caracterizado Boyer48, uno

44
S. E. THORNE: “Dr. Bonham´s Case”, en Law Quarterly Review (L. Q. Rev.), Vol. 54, 1938, pp.
543 y ss.; en concreto, p. 550.
45
Ibidem, p. 551.
46
George P. SMITH, IIº: “Dr. Bonham´s Case and the Modern Significance of Lord Coke´s
Influence”, en University of Washington Law Review (Wash. L. Rev.), (School of Law. University of
Washington. Seattle, Washington), Vol. 41, 1966, pp. 297 y ss.; en concreto, p. 314.
47
En sentido análogo, Raoul BERGER: “Doctor Bonham´s Case: Statutory Construction or Con-
stitutional Theory?”, en University of Pennsylvania Law Review (U. Pa. L. Rev.), Vol. 117, 1968-1969,
pp. 521 y ss.; en concreto, p. 522.
48
Allen Dillard BOYER: “<Understanding, Authority, and Will>: Sir Edward Coke and the
Elizabethan Origins of Judicial Review”, en Boston College Law Review (B. C. L. Rev.), Vol. XXXIX,
1997-1998, pp. 43 y ss.; en concreto, p. 43.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 49

de los autores que más ha estudiado su pensamiento, se iba a convertir en el guía y


garante tanto de las asambleas como de los individuos en las colonias. Ya en 1657,
como se admite por la doctrina, en el caso Giddings v. Brown, el dictum de Coke iba
a recibir aplicación práctica al otro lado del Atlántico. En 1721, un tal Jeremiah
Dummer, un temprano autor de folletos, le utilizaba como autoridad en nombre
de las colonias en un opúsculo que fue favorablemente contemplado en vísperas
de la guerra revolucionaria49. Dummer apeló a Coke como alguien que había
exaltado el common law sobre las Admiralty Courts, que quitaban a los colonos
sus derechos como ingleses, una cuestión, como fácilmente puede comprenderse,
completamente pertinente en el período revolucionario. Volveremos más adelante
al influjo de Coke sobre el pensamiento jurídico americano, y también sobre la
Revolución, pero lo que a nuestro entender no admite duda es que el dictum de
Coke se entendió en América en el sentido expuesto por Plucknett. Pero ahora
debemos de centrarnos en Edward Coke y en su peculiar trayectoria pública, en los
grandes rasgos del Bonhams´s case, y en su pensamiento jurídico, sin olvidar sus
contradicciones, en cuya propia trayectoria vital aparecen claramente reflejadas.

A) La peculiar trayectoria pública de Sir Edward Coke (1552-1634)

Nacido en el pequeño pueblo de Mileham, cercano a Norfolk, el 1 de febrero


de 1552, en una familia vinculada con el Derecho (su padre era abogado), Coke
se matriculaba a los quince años en el “Trinity College” (Cambridge). Pronto ganó
una excelente reputación como un hábil notario50. En 1579 ya defendió, y ganó,
su primer caso ante el King´s Bench y según Boyer, durante los años 1580 y 1590,
Edward Coke ya se había convertido en uno de los más relevantes abogados de
Inglaterra51, lo que se iba a traducir en una rápida promoción profesional. Coke
fue nombrado sucesivamente magistrado municipal (“recorder”) de Coventry
(1585), Norwich (1586) y Londres (1592), siendo elevado en junio de este último
año al cargo de Procurador de la Corona (“Solicitor General”) y dos años después,
compitiendo por el puesto frente a su gran rival, Francis Bacon, al de “Attorney
General”, cargo que ejercería tanto con la Reina Isabel I como con Jaime I, quien
concedería a Coke el título de Sir. Ejerciendo esta última responsabilidad pública,
Coke debió entablar y dirigir la acusación en los que se han considerado52 tres de
los más importantes “state trials” de la historia de Inglaterra: el proceso contra
el Conde de Essex y sus seguidores, de resultas del intento de golpe de Estado de

49
Charles F. MULLETT: “Coke and the American Revolution”, en Economica (The London School
of Economics and Political Science), No. 38, November, 1932, pp. 457 y ss.; en concreto, p. 468.
50
Así lo refleja Barnes, quien habla de la reputación ganada por Coke como “a masterful
conveyancer”. Thomas G. BARNES: “Introduction to Coke´s <Commentary on Littleton>”, en Law,
Liberty, and Parliament (Selected Essays on the Writings of Sir Edward Coke), edited by Allen D. Boyer,
Liberty Fund, Indianapolis, Indiana, 2004, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 5.
51
Allen D. BOYER: “Introduction”, en Law, Liberty, and Parliament. Selected Essays on the Writings
of Sir Edward Coke, op. cit., pp. VII y ss.; en concreto, p. VII.
52
Thomas G. BARNES: “Introduction to Coke´s <Commentary on Littleton>”, op. cit., p. 8.
50 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

1601; el proceso contra Sir Walter Raleigh y los supuestos conspiradores para
matar al Rey Jaime, sustituyéndolo en el trono por su prima Arabella Stuart,
en el que la doctrina ha puesto de relieve que se mostró como un maestro de la
invectiva53, y el proceso contra los católicos fanáticos que en 1605 intentaron lo que
se ha tildado como “the most spectacular stroke of political terrorism in history”,
volar al Rey y a la totalidad del Parlamento con pólvora.
En junio de 1606, Coke fue nombrado Chief Justice de la Court of Common
Pleas, habiéndose destacado que Coke, en casi un siglo, fue el primer juez en ac-
ceder al Common Pleas sin haber antes ejercido ante el tribunal como abogado. Él
lo fue en realidad durante un sólo día, y esta falta de experiencia, en modo alguno
indiciaria de ignorancia o desconocimiento, supuso un señalado rasgo diferencial
tanto frente a sus predecesores como frente a sus propios colegas del tribunal.
Siete años después (en 1613) accedió a la presidencia del King´s Bench. Aunque
nominalmente este nombramiento suponía un ascenso, en la realidad entrañaba
más bien lo contrario (Barnes dice que supuso “a veritable kick upstairs”54), tanto
desde el punto de vista de sus ingresos como de su poder; también popularmente,
el cambio de órgano judicial se percibió como una reprimenda tras la que se
vio una estratagema de su omnipresente enemigo Francis Bacon. Coke ostentó
su nueva responsabilidad tan sólo durante tres años, siendo éste un período
turbulento debido a sus enfrentamientos con el Rey Jaime I y con el Arzobispo
de Canterbury. A fines de junio de 1616, Coke fue suspendido de su puesto en el
Privy Council, y el 16 de noviembre, cesado en la Chief Justiceship55. Se le ordenó

53
Frente a los abusos de la acusación, recuerda Sosin, Raleigh preguntó si se le permitía hablar
por sí mismo, a lo que Coke replicó que no se le permitía. Sir Walter Raleigh protestó aduciendo,
que para la Corona proceder con tan sólo una circunstancial evidencia, sin dos testigos, era tanto
como juzgarle “by the Spanish Inquisition”, a lo que Coke declaró: “This is a treasonable speech”. J.
M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe (The Origins of Judicial Review in America), Greenwood
Press, New York/Westport, Connecticut/London, 1989, p. 57.
54
Thomas G. BARNES: “Introduction to Coke´s <Commentary on Littleton>”, op. cit., pp. 14-15.
55
Gray ha considerado el año 1616 como “a landmark in the history of English equity” a causa
de lo que generalmente viene referido como la lucha de Lord Coke con la Chancery. Se considera
generalmente que este enfrentamiento se resolvió por el Rey Jaime a través de su Declaración de Julio
de 1616 en favor de la Chancery, siendo el desencadenante último del cese en la magistratura (“from
the Bench”) de Coke. Recordemos tan sólo que la controversia de 1616 versó sobre la conveniencia de
una intervención judicial equitativa, o en equidad (“equitable intervention”), después de una decisión
judicial sustentada en el common law. Coke se mostraría contrario a tal intervención. (Charles M.
GRAY: “The Boundaries of the Equitable Function”, en The American Journal of Legal History (Am. J.
Legal Hist.), Vol. 20, 1976, pp. 192 y ss.; en concreto, p. 192).
El conflicto entre Coke y Ellesmere del año 1616 ha atraído la atención de los juristas durante más
de tres siglos. Aunque, como se acaba de decir, formalmente versara sobre la insistencia de Coke en que
el principio de la res judicata impedía cualquier litigio posterior “in equity” después de la decisión por
un common law court, el conflicto entrañaba mucho más que el debate sobre una cuestión puramente
técnica. Como argumenta Dawson, “the conflict of 1616 represents merely one stage in a sustained
attempt by judicial agencies to impose restraints on political authority”. Con el ataque sobre la High
Commission, los tribunales de common law invadían un área judicial de la Corona estrechamente
vinculado con cuestiones vitales de la política nacional. Ya Coke, con su pronunciamiento en el Case
of Proclamations, había sostenido importantes restricciones sobre el poder de legislar por decreto
real, como veremos con mayor detenimiento más adelante. En junio de 1616, el conflicto alcanzó
su punto culminante en el Case of Commendams, en el que el Rey insistió en su facultad de aplazar
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 51

incluso corregir sus Reports, quizá de resultas de que sus adversarios le acusaron
de haber publicado “extravagant opinions” en ellos56. Se dijo entoces, escribió
John Chamberlain, que “four p´s” habían echado abajo al Chief Justice: “that is,
pride, prohibitions, praemunire, and prerogative”57, si bien la doctrina estima58,
que el cese se debió fundamentalmente a la exasperación del Rey resultante de los
varios intentos de Coke de limitar la prerrogativa real, aunque no faltan quienes
atribuyen el cese al rol desempeñado por nuestro Juez en el Bagg´s Case59. La boda
de su hija Frances con Sir John Villiers, hermano del favorito del Rey, el Duque
de Buckingham, (a la que Coke se había opuesto antes de su cese) tuvo efectos
balsámicos en su relación con el Monarca. Coke recuperó en unos pocos meses la
confianza del Rey, retornando a su puesto en el Privy Council, aunque ya nunca
volvería a ejercer funciones judiciales.
En 1621, Coke volvió, tras una larga ausencia de casi tres décadas, a la House
of Commons, de la que ya había sido miembro, ocupando incluso el cargo de
Speaker (1593). En esta etapa se convirtió en uno de los líderes más relevantes
de la Cámara, aunque también en ella hubo de afrontar situaciones tan graves
como la de ser encarcelado durante siete meses en la Torre de Londres de resultas
de la posición jurídica que defendió en el Parlamento acerca de la vigencia del
Derecho establecido por quienes habían precedido al Rey Jaime I, que le daba pie
a su vez para considerar que el Parlamento seguía gozando de las prerrogativas,
derechos y privilegios que históricamente le habían sido reconocidos, lo que
chocaba con la visión absolutista del Monarca. En el fondo, Coke fue encarcelado
por su sistemático rechazo hacia la prerrogativa real60. Edward Coke volvería al

aquellos procedimientos en los que los intereses reales se vieran afectados, frente a lo que Coke,
manifestándose en solitario ante la pasividad de los restantes jueces, se opuso, rehusando someterse
a la demanda del Rey, con lo que la ruptura con Jaime I era ya irremediable. Cfr. al respecto John P.
DAWSON: “Coke and Ellesmere Disinterred: The Attack on the Chancery in 1616”, en Illinois Law
Review (Ill. L. Rev.), Vol. 36, 1941-1942, pp. 127 y ss; en concreto p. 128.
56
Louis B. BOUDIN: “Lord Coke and the American Doctrine of Judicial Power”, en New York
University Law Review (N. Y. U. L. Rev.), Vol. 6, 1928-1929, pp. 223 y ss.; en concreto, p. 229.
57
Apud Allen D. BOYER: “Introduction”, op. cit., p. X.
58
James R. STONER, Jr.: Common law and liberal theory. Coke, Hobbes, and the Origins of American
Constitutionalism, University Press of Kansas, Lawrence (Kansas), 1992, p. 15.
59
Según el informe de este caso elaborado por Coke en los Reports, el Chief Justice consideró que
el King´s Bench tenía autoridad no sólo para corregir los errores en los procedimientos judiciales sino
también los errores extrajudiciales; para Coke, ninguna injusticia ni daño, privado o público, que
pudiera producirse quedaba exenta de reparación a través de la aplicación del Derecho. Habiendo
delegado el Monarca su autoridad de impartir justicia en su Tribunal del King´s Bench, ya no podía
ejercerla personalmente. Como recuerda la doctrina, Francis Bacon, entonces Attorney General, y el Lord
Chancellor Ellesmere, los grandes enemigos de nuestro Chief Justice, incluirían este pronunciamiento
judicial entre los “cinco errores imperdonables” de los Reports de Edward Coke. J. M. SOSIN: The
Aristocracy of the Long Robe...., op. cit., pp. 64-65.
60
Vale la pena recordar con algún mayor detalle este enfrentamiento entre Coke y el Rey Jaime,
uno de los muchos que tuvo con el Monarca. En 1621, algunos miembros del Parlamento cuestionaron
la política del Rey respecto de España y de la Iglesia Católica; el Monarca les prohibió discutir tales
cuestiones posteriormente. Coke y otros parlamentarios insistieron en la libertad de expresión y debate
de los miembros del Parlamento, un privilegio heredado de Reinados anteriores, a lo que el Rey replicó
que sus privilegios “were derived from the grace and permission of our ancestors and us (for most
of them grow from precedents, which show rather a toleration than inheritance)”. A sugerencia de
52 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

Parlamento en 1624, para cesar en 1626 tras ser nombrado Gobernador (“sheriff”)
de Buckingham en 1626 por el Rey Carlos I.
Elegido de nuevo para el Parlamento en 1628, Coke desempeñó un rol clave en
la aprobación del trascendental texto de la Petition of Rights. Se ha subrayado61,
que en este debate Coke se inclinó decididamente por identificar el fundamental
law como due process. El debate en sede parlamentaria surgió con ocasión de la
prisión decretada por el Rey Carlos I de varios caballeros, a los que intentó forzar-
les la concesión de un préstamo. Ninguna causa se adujo para el encarcelamiento y
los tribunales, en el Five Knights´Case, rechazaron el habeas corpus requerido para
los encarcelados. La “law of the land” se invocó frente al Rey, especialmente tal y
como los parlamentarios pensaban que era expresada en la Magna Charta. En la
“Petición” se reafirmaba la libertad de los súbditos frente a los arrestos arbitrarios,
frente al acuartelamiento forzado de tropas y frente a la fijación de impuestos sin
consentimiento parlamentario. En ella se iba a poner un especial énfasis en la
regularidad del procedimiento judicial, que la Corona se había negado a seguir, y
de modo específico en lo relativo a los remedios procesales. Como Coke sostuvo:
“The law leaves every man a remedy of causeless imprisonment”. No en vano
el capítulo 29 de la Magna Charta iba a ser citado y el principio del due process
expresamente invocado.
En sus Institutes, término por cierto nada casual, pues al ponerlo nuestro Chief
Justice tenía en la cabeza la obra homónima de Justiniano, Coke pondría un acento
especial en los aspectos procedimentales. Buen ejemplo de ello lo encontramos
en la segunda parte de los mismos, en la que procede a comentar los diversos
capítulos de la Magna Charta. Coke siempre atribuyó una gran importancia a la
Carta Magna, lo que en el fondo era tributario de una visión simbólica o metafórica
de la historia, con base a la cual la Magna Charta se visualizaba como un símbolo
de la restricción del ejercicio arbitrario del poder. No ha de extrañar por lo mismo
que, según Berger62, Coke considerara que la Carta Magna anulaba toda ley que
la contrariara, algo asimismo predicable, siempre según el mencionado autor,
del natural law. Una prueba patente de la primacía que Coke siempre reconoció a
la Carta Magna la encontramos en el debate sobre la Petition of Rights, en el que
Coke declararía que, “saving the King´s sovereign power”, “la Magna Charta era
como un compañero, que no tendrá soberano” (“Magna Charta is such a fellow

Coke, la House of Commons publicó en sus diarios una “Protestation” declarando “that the liberties,
franchises, privileges and jurisdictions of Parliament are the ancient and undoubted birthright and
inheritance of the subjects of England”. Como recuerda Berman, fue por esta afirmación de que el
Parlamento “heredó” sus libertades como un “derecho de nacimiento”, frente a la consideración
regia de que las poseía por “tolerancia real”, lo que condujo a Jaime I a cesar a Coke de su cargo
en el Privy Council, y a ordenar su encarcelamiento en la Torre de Londres, en la que permaneció
confinado y virtualmente aislado durante siete meses. Harold J. BERMAN: “The Origins of Historical
Jurisprudence: Coke, Selden, Hale”, en Yale Law Journal (Yale L. J.), Vol. 103, 1993-1994, pp. 1651 y
ss.; en concreto, p. 1677.
61
R. A. MacKAY: “Coke–Parliamentary Sovereignty or the Supremacy of the Law?”, en Michigan
Law Review (Mich. L. Rev.), Vol. XXII, 1923-1924, pp. 215 y ss.; en concreto, p. 232.
62
Raoul BERGER: “Doctor Bonham´s Case: Statutory Construction or Constitutional Theory?”,
op. cit., pp. 535-536.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 53

that he will have no sovereign”)63, si bien Coke se estaba refiriendo directamente al


término “poder soberano”, que tal y como él lo interpretaba, significaba un poder
por encima del Derecho, mientras que el poder de prerrogativa era una parte del
Derecho. En el Capítulo 2964, Coke conecta estrechamente la referencia de la Carta
a “by lawful judgment of his Peers” (per legale judicium parium suorum) con lo que
bien podríamos tildar con términos actuales como unas garantías procedimentales
que incluían el juicio por jurados. A tal efecto escribe Coke: “Therefore, for
example, if a Noble man be indicted for murder, he shall be tried by his Peeres,
but if an appeale be brought against him, which is the suite of the party, there he
shall not be tried by his Peeres, but by an ordinary jury of twelve men”65.
Después de este Parlamento, y ya con 76 años, Coke se retiró de la vida pública
con la finalidad de completar sus Institutes, obra monumental cuya primera parte
se publicó ese mismo año, si bien las tres restantes partes no aparecerían hasta
1642-1644, una vez fallecido su autor, lo que aconteció en 1634. Ya durante sus
etapas como Attorney General y Chief Justice habían aparecido once volúmenes
de sus Reports, cuya trascendencia fue desde el primer momento especialmente
subrayada66, y lo ha seguido siendo después, lo que se comprende fácilmente si
se tiene presente el hecho paradójico de que la adhesión al precedente judicial
en el Derecho inglés no siempre fue acompañada de la conservación de esos
precedentes. Desde 1537, en que se publicó el último Year Book67, hasta 1865 no
63
R. A. MacKAY: “Coke–Parliamentary Sovereignty or...”, op. cit., p. 233.
64
En este Capítulo, Coke comenta la previsión de la Carta de que “No Freeman shall be taken or
imprisoned, or be disseised of his Freehold, or Liberties, or free Customs, or be outlawed, or exiled, or
any other wise destroyed; nor will We not pass upon him, nor condemn him, but by lawful judgment
of his Peers, or by the Law of the Land. We will sell to no man, we will not deny or defer to any man
either Justice or Right”. El comentario de este Capítulo 29 puede verse en The Selected Writings and
Speeches of Sir Edward Coke, edited by Steve Sheppard, Liberty Fund, Indianapolis, Indiana, 2003,
Volume Two, pp. 848 y ss.
65
Steve SHEPPARD (edited by): The Selected Writings and Speeches of Sir Edward Coke, op. cit.,
Vol. Two, p. 855.
66
Ya en 1662, en su History of the Worthies of England, refiriéndose a los Reports de Coke, Fuller
escribía que “they will last to be admired by the judicious posterity whilst fame hath a trumpet left
her, and any breath to blow therein”. Apud J. H. BAKER: “Coke´s Note-Books and the Sources of his
Reports”, en The Cambridge Law Journal (Cambridge L. J.), Vol. 30, 1972, pp. 59 y ss.; en concreto,
p. 59. Este trabajo puede verse asimismo en Law, Liberty, and Parliament (Selected Essays on the
Writings of Sir Edward Coke), edited by Allen D. Boyer, Liberty Fund, Indianapolis, Indiana, 2004,
pp. 357 y ss.
67
Los Year Books comenzaron a circular hacia fines del siglo XIII (Baker da como fecha concreta
de aparición del primer Year Book el año 1280), cuando los fundamentos del common law establecidos
por los grandes jueces de los reinados de Enrique II y III estaban siendo modificados a la vista de los
estatutos de Eduardo I. Hacia el año 1300, estos Reports se habían convertido en una serie cronológica
con una cierta reputación entre los juristas, pues, como de nuevo señala Baker, los primeros Year
Books eran obviamente una criatura de la nueva profesión jurídica. (J. H. BAKER: An Introduction
to English Legal History, Butterworths, 2nd edition, London, 1979, p. 152). Según Vinogradoff, los
primeros reports, preocupados por la armonización entre el statute law y el common law, iban a ser de
una gran extensión, entrando en todos los detalles judiciales. Vinogradoff recuerda que muchos hechos
muestran el vivo interés originado en la mente de los estudiosos que tenían que vigilar este proceso
de acomodo entre el Derecho estatutario y el common law. (Paul VINOGRADOFF: “Constitutional
History and the Year Books”, en The Law Quarterly Review (L. Q. Rev.), Vol. XXIX, 1918, pp. 273 y
ss.; en concreto, p. 274). Frente a la precedente consideración, Baker matiza, que el propósito de
54 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

hubo actas oficiales de los casos judiciales68, por lo que este importante trabajo
debió correr de cuenta de particulares. Y se admite que las clásicas fuentes del
viejo common law son los Reports de Edmund Plowden69 y de Coke70.
En los trece volúmenes de sus Reports71, que han sido calificados calificados
como un verdadero monumento72, Coke recogía 450 decisiones judiciales de
los tribunales de common law, dictadas entre 1572 y 161673, publicadas con sus
propios comentarios, más extensos por lo general que los realizados por Plowden,
hasta el extremo de que, en casos importantes y en cuestiones de relevancia, su
comentario jurídico era más amplio y de muy superior interés a lo expresado por
el tribunal; en cualquier caso, Coke coincidió con Plowden en el punto de vista
medieval de que la exactitud de la doctrina sobre la que se informaba era más
importante que la precisión histórica del informe. Esta ingente obra contribuyó
de forma significativa a intensificar la notabilísima influencia que Coke iba a
ejercer sobre la profesión jurídica de su tiempo74, que, innecesario es decirlo, se
debió asimismo a su personalidad y enorme erudición, como también a los muy
relevantes cargos judiciales que desempeñó. Por lo demás, Coke visualizó sus
Institutes como la continuación de aquéllos75, bien que precisando en el Prólogo

los Year Books no podía ser suplementar los registros de los casos, porque con frecuencia omitían
detalles necesarios para la identificación del caso, lo que le lleva a considerar que su propósito, en el
más amplio sentido, debía ser académico. (J. H. BAKER, en Ibidem, p. 153).
68
Van Vechten VEEDER: “The English Reports, 1292-1865” (I), en Harvard Law Review (Harv. L.
Rev.), Vol. XV, 1901-1902, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 3.
69
Plowden (que falleció en 1585) llevó a cabo su recopilación de los casos judiciales entre la
década de 1550 y la década de 1570. Sus Commentaries se apartaban totalmente del estilo de los Year
Books, al esforzarse sobremanera para verificar todos detalles de los casos, informándose al respecto
a través de los abogados y de los propios jueces. En sus publicaciones, Plowden seleccionaba tan sólo
aquellos casos de especial interés jurídico, que complementaba con sus comentarios personales. Cfr.
al respecto, J. H. BAKER: An Introduction to English..., op. cit., p. 156.
70
Coke comenzó hacia 1580 a anotar las transacciones jurídicas, perfeccionando su información
durante su tiempo de ocio. En 1600 publicó su primer volumen y poco después, siendo Attorney-General,
el segundo y tercero. En 1603 apareció el cuarto y dos años más tarde el quinto. Los restantes se
publicaron entre los años 1607 y 1616. En su metodología, los Reports de Coke fueron únicos, porque
no fueron reports en el sentido estricto del término. El propio Coke advertía en el prólogo de sus libros
que no elaboraba estos informes con vistas a su mera mención ante los tribunales, sino también con
propósitos educativos. Van Vechten VEEDER: “The English Reports...”, op. cit., pp. 9-10.
71
Ya en 1572, con 20 años de edad pues, Coke comenzó a acudir a los tribunales y a observar sus
decisiones, a prestar atención a Plowden, a Bendlowes y a Dyer, interesándose enormemente por cómo
ellos dejaban plasmados en sus Reports los secretos de la jurisprudencia. Coke continuó acudiendo
a los tribunales del Westminster Hall durante 44 años, y a partir de 1579, a tomar nota de todos los
casos importantes de que tenía noticia.
72
Thomas G. BARNES: “Introduction to Coke´s <Commentary on Littleton>”, op. cit., p. 24.
73
Harold J. BERMAN: “The Origins of Historical Jurisprudence...”, op. cit., pp.1681-1682.
74
“Coke´s volumes –escribe Baker– have the distinction of being cited simply as The Reports, and
they have been perhaps the most influential series of named reports”. J. H. BAKER: An Introduction
to English..., op. cit., p. 157.
75
Esta continuidad queda claramente puesta de relieve cuando en ese Prólogo escribe Coke: “We
have by the goodnesse and assistance of Almightie God brought this twelfth Worke to an end”. Edward
COKE: “The First Part of the Institutes of the Lawes of England: Or A Commentary upon Littleton,
Not the Name of the Author only, but of the Law it selfe. The Preface”, en The Selected Writings and
Speeches of Sir Edward Coke, op. cit., Volume Two, pp. 577 y ss.; en concreto, p. 587.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 55

de la primera parte de los Institutes, también identificada como “Coke upon


Littleton”76, calificada como su obra maestra77, que “in the eleven Bookes of our
Reports wee have related the opinions and judgements of others; but herein we
have set downe our owne”78. De las cuatro partes en que se articulan los Institutes
de Coke (relativas, sucesivamente, a la propiedad de bienes, a los estatutos ante-
riores a la dinastía Tudor, al Derecho penal y al sistema judicial), es de destacar
también de modo particular la segunda, en la que Coke, entre otros textos legales,
estudia con minuciosidad la Carta Magna.
La trayectoria pública de Coke, como el enjuiciamiento del significado último
de su dictum del Bonham´s case, ha dado pie a juicios harto contradictorios;
valgan como botón de muestra los de Boudin y Smith. Para el primero, que,
como es bastante evidente tras lo expuesto, distingue en su carrera tres períodos
diferentes79, durante el primero de ellos, que incluye su nombramiento como
“Attorney-General” por la Reina Isabel I y más tarde por Jaime I, y que compren-
dería la mitad de su trayectoria pública, Coke no fue sino un mediocre y ambicioso
cortesano (“a mean and ambitious courtier”), una herramienta complaciente de
la autocracia, que no atendió a otra cosa sino a su posición y ascenso. Durante
su segunda etapa, que abarcaría los diez años durante los cuales Coke ejerció
sus relevantes cargos judiciales, la ambición de Coke le llevó más allá de ser un
funcionario favorecido por un señor real; prevaliéndose de la lucha entre el Rey
y el Parlamento, Coke intentó jugar una partida como independiente y alcanzar
así una posición de independencia. En fin, durante su último período como
parlamentario, admite Boudin que Coke se alineó firmemente del lado del pueblo y
de la libertad frente al Rey y a la autocracia. Durante esta etapa, habló y escribió en
favor de los derechos del pueblo, incluyendo “their absolute and unlimited right to
make all laws which they may think best for their own government”80. Como puede
apreciarse, la dura crítica de Boudin tan sólo salva la etapa final de Coke como
parlamentario. Pero su severo juicio81 se halla lejos de ser una opinión pacífica.
En las antípodas se ubica Smith, para quien Edward Coke fue un abogado
extraordinario, un juez eminente, el padre jurídico (“legal father”) de la judicial

76
Cabe recordar que la obra de Littleton titulada Tenures (1481) fue el primer libro jurídico que
se imprimió en Inglaterra tras el establecimiento en los años 1470 de la imprenta.
77
Allen D. BOYER: “Sir Edward Coke, Ciceronianus: Classical Rhetoric and the Common Law
Tradition”, en International Journal for the Semiotics of Law (Int´l J. Semiotics L.), Vol. X, No. 28, 1997,
pp. 3 y ss.; en concreto, p. 5. Este artículo se halla también publicado en Law, Liberty, and Parliament...,
op. cit., pp. 224 y ss.
78
Edward COKE: “The First Part of the Institutes of the Lawes of England... The Preface”, op.
cit., p. 587.
79
Louis B. BOUDIN: “Lord Coke and the American Doctrine of Judicial Power”, op. cit., p. 225.
80
Louis B. BOUDIN: “Lord Coke and the American Doctrine...”, op. cit., pp. 235-236.
81
Este juicio lo compendia Boudin cuando se refiere a las dos principales características de Coke,
que cifra en su gran ambición y su completa falta de escrúpulos. “It is safe to say –escribe Boudin en
alusión a Coke– that all historians agree on his two chief characteristics: an over-mastering ambition,
and a complete absence of scruples as to the means employed to achieve any object, whether good
or bad, on the achievement of which he had set his heart”. Louis B. BOUDIN: “Lord Coke and the
American Doctrine...”, op. cit., pp. 224-225.
56 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

review, un notable líder parlamentario, además de ser contemplado por los


historiadores, en ocasiones tristemente, como el defensor de los derechos
fundamentales básicos de los ingleses en el siglo XVII 82. No faltan quienes
acentúan aún más el elogio de alguna de las facetas de la vida pública de Coke.
Así, para Stoner, Sir Edward Coke fue quizá “the greatest <Parliament man> of
his generation and something of a mentor to the generation that went on to sit in
the Long Parliament”83. Por lo demás, la influencia de Coke en la aplicación del
common law resultó realmente extraordinaria. Ese gran historiador del Derecho
británico que fue William Holdsworth lo expresó con un símil clarividente
cuando escribió que las obras de Coke han sido para el common law lo que las de
William Shakespeare lo han sido para la literatura, y la Biblia del Rey Jaime para
la religión84. Y otro enorme colega de disciplina, Baker, establece un paralelismo
muy semejante al del anterior cuando escribe85: “Bacon and Shakespeare: what
they were to philosophy and literature, Coke was to the common law”. Bastaría
la construcción dogmática que iba a llevar a cabo de la frase de la Carta Magna
nisi legem terrae (“No Freeman shall be taken or imprisoned.... nor will We not
pass upon him, nor condemn him, but by lawful judgment of his Peers, or by the
Law of the Land”)86 para constatar la trascendencia de las aportaciones jurídicas
de Edward Coke, pues en su comentario de la citada frase sentaba las bases para
la posterior construcción constitucional del due process of law.
Por lo demás, frente a las apreciaciones críticas expuestas, creemos necesario
hacer algunas apostillas con las que facilitar una más fidedigna aproximación
al pensamiento de Edward Coke. La primera de ellas es que aunque Coke no
cuestionó en ningún momento la teoría de la monarquía absoluta, se esforzó,
particularmente en sus etapas judicial y parlamentaria, en limitar los poderes de
prerrogativa del Rey87, sometiéndolos al common law y al control parlamentario, y
en ello se separó por completo de su gran enemigo, aunque distinguidísimo filóso-
fo, jurista y científico, Sir Francis Bacon (que también sería Attorney General con
el Rey Jaime), quien coincidiendo con Bodino en la consideración de la monarquía
como algo natural, entendería que lo mismo que la naturaleza exige y produce la
monarquía88, de la misma forma la monarquía requiere y produce el Derecho, lo

82
George P. SMITH, IIº: “Dr. Bonham´s Case and the Modern Significance of Lord Coke´s Influ-
ence”, op. cit., p. 297.
83
James R. STONER, Jr.: Common Law and Liberal Theory. Coke, Hobbes..., op. cit., p. 45.
84
Cit. por Allen D. BOYER: “Introduction”, op. cit., pp. XIII-XIV.
85
Cit. por Allen Dillard BOYER: “<Understanding, Authority, and Will>: Sir Edward Coke and the
Elizabethan Origins of Judicial Review”, en Boston College Law Review (B. C. L. Rev.), Vol. XXXIX,
1997-1998, pp. 43 y ss.; en concreto, p. 43.
86
El comentario del párrafo by the Law of the Land, recogido dentro del Capítulo 29 de la 2ª parte
de sus Institutes, puede verse en The Selected Writings and Speeches of Sir Edward Coke, op. cit., Volume
Two, pp. 859 y ss.
87
Goebel considera, de modo ciertamente discutible, que el conjunto de dogmas (“body of dogma”)
sobre la prerrogativa del Rey es “the heart of what we would describe as medieval constitutional
law”. Julius GOEBEL, Jr.: “Constitutional History and Constitutional Law”, en Columbia Law Review
(Colum. L. Rev.), Vol. XXXVIII, 1938, pp. 555 y ss.; en concreto, p. 561.
88
En 1610, Bacon afirmaba ante el Parlamento que cualquier otra forma de gobierno distinta de
la monarquía absoluta “come speedily to confusion and dissolution”. Cuarenta años después, Hobbes
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 57

que entrañaba una preeminencia del Derecho de origen regio con el consecuente
olvido o postergación del common law. La segunda apostilla es que Coke fue un
decidido defensor de los derechos de los individuos; su muy relevante rol en la
elaboración de la Petition of Rights bastaría para corroborarlo, pero más allá de
este hecho cabe recordar que en sus argumentaciones jurídicas siempre tuvo
presente una perspectiva pragmática, que a su vez tenía como soporte, como ha
escrito Boyer89, su identificación del “right and law” con la protección de las vidas,
de la propiedad y del honor de los individuos. La tercera es que Coke se convirtió
en el más firme promotor de la primacía del common law, que, aplicado por los
common law courts, debía considerase como “the law of the land”. La doctrina90
ha puesto de relieve que es a Coke a quien se debe en Inglaterra el origen de la idea
de que los common law courts eran superiores a los demás tribunales ingleses y
podían decidir los límites de su jurisdicción y revocar sus propias decisiones91,
idea que la Glorious Revolution terminó convirtiendo en una realidad política.
Una cuarta apostilla debe hacerse. La definición que Coke hizo del Derecho
como “la razón artificial”, sobre la que volveremos más adelante, estaba lejos de
ser una pura abstracción, por cuanto entrañaba confiar el Derecho a un cuerpo
profesional de jueces instruidos en el mismo y con experiencia; con ello, Coke
estaba apuntalando la autoridad del judiciary, tan necesaria como instrumento de
control. Y una última apostilla. Coke siempre apreció enormemente la seguridad
jurídica. “Certainty –escribió– is the mother of quietness and repose”, y en otro
momento añadió: “(I)t is a miserable bondage and slavery when the law is wander-
ing or uncertain”92. Estas precisiones creemos que nos muestran la modernidad
del pensamiento de Coke.
En definitiva, existen marcadas discrepancias doctrinales acerca del desarrollo
de sus funciones y de las aportaciones de Coke al Derecho, que sólo parecen
encontrar un cierto punto de convergencia a la hora de valorar la etapa final de
Coke, pero las mismas no pueden soslayar la trascendencia del pensamiento y del
influjo de esta grandísima figura pública y de sus escritos. Muy posiblemente, tales
divergencias tengan como origen algunas de las contradicciones que la larga e
intensa vida de Coke nos muestra. Como miembro de la House of Commons Coke
sostuvo puntos de vista no coincidentes con los que había mantenido en su etapa
como Chief Justice, y ello ha dado pie a que un sector de la doctrina incida en sus
contradicciones, que quizá no sean tan acentuadas como algunos han tratado
de mostrar. En cualquier caso, sin entrar ahora en las mismas, lo que sí creemos

sostendría un similar argumento, defendiendo la monarquía absoluta como la forma de gobierno que
se corresponde con las leyes del movimiento seguidas por los cuerpos físicos. Harold J. BERMAN:
“The Origins of Historical Jurisprudence...”, op. cit., p. 1670.
89
Allen Dillard BOYER: “<Understanding, Authority, and Will>...”, op. cit., p. 54.
90
Harold J. BERMAN: “The Origins of Historical Jurisprudence...”, op. cit., p. 1680.
91
El propio Coke logró afirmar la supremacía de los tribunales de common law sobre la propia
Chancillería, cuyas credenciales eran mucho más antiguas que las de los tribunales del Common Pleas
y del King´s Bench. El caso crucial a tal efecto fue el Glanvile´s Case, en el que suele verse una de las
causas por las que el Rey cesó a Coke en su cargo judicial. Sobre ese caso, cfr. Harold J. BERMAN:
“The Origins of Historical Jurisprudence...”, op. cit., pp. 1684-1686.
92
Apud Allen Dillard BOYER: “<Understanding, Authority, and Will>...”, op. cit., pp. 58-59.
58 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

que puede decirse es que en cada uno de los relevantes cargos públicos que le
tocó servir a lo largo de su muy dilatada vida, Coke sirvió con completa lealtad y
dedicación: lealtad primero a la monarquía, al common law y a la independencia
judicial después, y al fortalecimiento e independencia del Parlamento finalmente.
En fin, no cabe tampoco descartar que la propia personalidad de Coke93 tenga algo
que ver con esas críticas.

B) Prohibitions del Roy. Coke frente al Rey Jaime I: su reivindicación de la


primacía del Derecho y de su exclusiva aplicación por los jueces

En la trayectoria pública de Sir Edward Coke presenta una especial relevancia


el enfrentamiento que el domingo 10 de noviembre de 160894 iba a tener con el
Rey Jaime I, –el más sonado de los choques que a lo largo de su vida tuvo con
el Monarca– que aparece perfectamente documentado en sus Reports bajo el
rótulo de “Prohibitions del Roy”95. Más allá del conflicto político o personal, el
enfrentamiento entre ambos personajes presenta el interés de mostrar de modo
clarividente cuál era la visión del Derecho y del poder judicial de Coke. El Privy
Council se reunía comúnmente la mañana de los domingos en el “Whitehall
Palace”, con la asistencia de los jueces de common law y de los eclesiásticos, y como
es obvio, bajo la presidencia del Rey. Ese día iba a tener lugar un enfrentamiento

93
Smith, refiriéndose a la personalidad de nuestro personaje, lo califica de “hard, arrogant, and
extremely ambitious”, añadiendo que esos estridentes e implacables rasgos de su personalidad, que se
manifestaron especialmente en el ejercicio de su cargo como Attorney General con la Reina Isabel, se
exhibieron con gran vehemencia en la (muy controvertida, diríamos ya por nuestra cuenta) acusación
de Sir Walter Raleigh. Curiosamente, el más ofensivo de los Attorney Generals se convirtió más tarde
en el honorable Juez Edward Coke, el más venerado y admirado de sus días. George P. SMITH, IIº:
“Dr. Bonham´s Case and the Modern Significance...”, op. cit., p. 298.
94
Hay bastantes discrepancias en cuanto a la fecha exacta de la reunión, como asimismo respecto
de otros aspectos de la misma. Usher, hace más de un siglo, relativizó un tanto los datos recogidos por
Coke en la parte duodécima de sus Reports, considerando que tal recepción no era prima facie garantía
de su corrección, con base en que este duodécimo volumen de los Reports se publicó tras la muerte
de Lord Coke. Los documentos de Coke habían sido incautados unos meses después de su muerte
por orden del Rey y éste, en 1641, consintió la petición de uno de los hijos de Coke para que Robert
Coke, el heredero del Chief Justice, los restaurara. Nadie conoce exactamente lo que pudo cambiar
la familia de los documentos del fallecido. Del famoso enfrentamiento de Coke con el Rey recuerda
Usher que hay otros tres informes (al margen ya del recogido en los Reports): las notas del debate de
Julius Caesar, una carta de John Hercy al conde de Shrewsbury, y una carta de Sir Rafe Boswell al
Dr. Milborne. De esas informaciones, no siempre coincidentes, tan sólo resulta claro que la reunión
tuvo lugar en domingo, pero no la fecha exacta de la misma. Cfr. al efecto, Roland G. USHER: “James
I and Sir Edward Coke”, en The English Historical Review, (published by Oxford University Press),
Vol. 18, No. 72, October, 1903, pp. 664 y ss.; en particular, pp. 664, 667 y 670.
95
Edward COKE: “Prohibitions del Roy” ( en Part Twelve of the Reports), en The Selected Writings
and Speeches of Sir Edward Coke, edited by Steve Sheppard, Liberty Fund, Indianapolis, Indiana,
2003, Volume One, pp. 478-481. En los Reports aparece como fecha la del domingo 10 de noviembre,
pero este dato no queda nada claro, e incluso parece tratarse de un error, pues hay autores, como
Catherine Drinker Bowen, a la que nos referimos más adelante, que ha elaborado posiblemente la
mejor biografía reciente de Coke, que fija esa fecha el 13 de noviembre, mientras que otros la fijan
como el 6 de noviembre. Nosotros optamos por seguir el dato de Bowen.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 59

entre el Arzobispo de Canterbury, Bancroft, y Coke, que iba a degenerar, como se


acaba de decir, en una estridente colisión entre el propio Monarca y Coke.
Ante las pretensiones de Bancroft de ampliar el conocimiento de los tribunales
eclesiásticos en ciertos ámbitos, Coke iba a intervenir argumentando que tales
tribunales tenían una indiscutida autoridad para conocer en la medida en que los
asuntos temporales no se viesen afectados. Pero cuando una cuestión temporal
hiciera acto de presencia en el caso, éste debía transferirse a los common law
courts, aún en casos de clara naturaleza eclesiástica. Recordando algunos estatutos
de Eduardo II, III y VI, Coke reconocía que los abogados civiles interpretaban
estos estatutos de otro modo. En este momento se produjo la intervención del Rey.
“Common-law judges –adujo el Monarca– were like papists who quoted Scripture
and then put upon it their own interpretation, to be received unquestioned”. Jus-
tamente por ello, continuó el Rey, “judges allege statutes, reserving the exposition
thereof to themselves”. En este mismo momento, alguien, que Bowen, biógrafa
de Coke, cree que pudo ser el propio Arzobispo Bancroft96, planteó la delicada
cuestión (“the touchy matter”) de las propias facultades del Rey. En sus Reports,
Coke no identifica al autor de la siguiente reflexión, expresando tan sólo que el
Rey Jaime fue informado de que:

“(W)hen the question was made of what matters the Ecclesiastical Judges
have Cognizance, either upon the exposition of the Statutes concerning
tithes, or any other thing Ecclesiastical, or upon the Statute I Eliz. concern-
ing the high Commission, or in any other case in which there is not express
authority in Law, the King himself may decide it in his royal person; and
that the Judges are but the delegates of the King, and that the King may take
what Causes he shall please to determine, from the determination of the
Judges, and may determine them himself”. (Cuando se planteó la cuestión
de sobre qué asuntos conocen los jueces eclesiásticos, si sobre la inter-
pretación de los estatutos relativos a diezmos, o sobre cualquier otra cosa
eclesiástica, o sobre el estatuto de Isabel I relativo a la Comisión superior, o
en cualquier otro caso en el que no haya una expresa autoridad en Derecho,
(se argumentó que) el Rey mismo podía decidir por su real persona, y que
no siendo los jueces sino delegados del Rey, éste podía quitar de la decisión
de los jueces cualquier causa que quisiera decidir, y podía decidirla por sí
mismo). A lo que el Arzobispo de Canterbury iba a añadir que: “this was
clear in Divinity, that such Authority belongs to the King by the Word of
God in the Scripture”97 (esto era claro por la Teología, que tal autoridad
pertenece al Rey por la palabra de Dios en las Escituras).

A ello Coke iba a responder de modo rotundo: “that the King in his own person
cannot adjudge any case, either criminal –as treason, felony, & c., or betwixt
party and party, concerning his inheritance, chattels, or goods, but this ought to be

96
Catherine Drinker BOWEN: The Lion and the Throne (The Life and Times of Sir Edward Coke.
1552-1634), Hamish Hamilton, London, 1957, p. 261.
97
Apud The Selected Writings and Speeches of Sir Edward Coke, op. cit., Volume One, p. 479.
60 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

determined and adjudged in some court of justice, according to the Law and Custom
of England”98. (Que el Rey por su propia persona no puede juzgar ningún caso, ni
criminal, como traición o delito grave, ni entre parte y parte, acerca de su herencia,
bienes o mercancías, sino que esto debe decidirse y sentenciarse en algún tribunal
de justicia, según el Derecho y la costumbre de Inglaterra). Coke añadía sentirse
enormemente asombrado (“greatly marvelled”) de que el Arzobispo se atreviera a
informar al Rey de que tal autoridad y poder absolutos pertenecieran al Monarca por
la palabra de Dios99. El Soberano, añadió Coke dirigiéndose al Rey, puede ocupar un
lugar en la Star Chamber (Cámara Estrellada), “and this appears in our books”. Pero
sólo para consultar con los jueces, no para juzgar (“not in iudicio”). “And it appears
by Act of Parliament –concluiría Coke– that neither by the Great Seal nor by the
Little Seal, justice shall be delayed; ergo, the King cannot take any cause out of any
courts and give judgment upon it himself”...”100 (Aparece por ley del Parlamento, que
ni por el sello real, ni por cualquier otro sello, la justicia puede ser retrasada, por
consiguiente, el Rey no puede apropiarse de ninguna causa al margen de cualquier
tribunal y dictar sentencia sobre ella por sí mismo).
Llegados aquí, los Reports de Coke no son lo suficientemente claros, y no es
seguro que lo que en ellos se plasma se dijera en aquel mismo momento o, por
el contrario, fuera el fruto de una reflexión posterior de Edward Coke. No es
desde luego probable que el Rey Jaime hubiera aguantado sin interrupción una
intervención tan rotunda y contraria a las facultades regias como la esbozada por
Coke, y parece que el Monarca intervino en algún momento del discurso de Coke,
para decirle que él hablaba insensatamente (“foolishly”), añadiendo que, como
cabeza o vértice supremo de la justicia, él, el Rey, defendería hasta la muerte su
prerrogativa de llamar a los jueces ante él para decidir las disputas acerca de la
jurisdicción. Además, él siempre protegería el common law. Coke interrumpió al
Monarca para apostillar que era el common law el que protegía al Rey, a lo que
éste parece que gritó que el de Coke era “a traitorous speech”, pues, a su entender,
era el Monarca quien protegía el Derecho, y no el Derecho al Rey.
Una vez que Coke expuso diferentes precedentes que fundamentaban su
argumentación, el Rey Jaime respondió que él pensaba que el Derecho se hallaba
fundado en la razón y que tanto él como otros tenían razón, lo mismo que los
Jueces, con lo que, de modo implícito estaba reivindicando su potestad de, llegado
el caso, decidir ciertos casos litigiosos. Frente a ello, Coke, según refleja él mismo
en sus Reports, iba a replicar de modo brillante y persuasivo:

98
Apud Catherine Drinker BOWEN: The Lion and the Throne..., op. cit., pp. 261-262.
99
Cabe recordar que la genérica noción de que curia domini debet facere iudicia et non dominus
se hallaba sólidamente arraigada en la Edad Media, encontrando expresión, como recuerda Yale,
en ciertos límites jurídicos sobre lo que el Rey podía o no podía conceder a través de la delegación
o transmisión de facultades jurisdiccionales. D. E. C. YALE: “Iudex in propria causa: An Historical
Excursus”, en Cambridge Law Journal (Cambridge L. J.), Vol. 33, 1974, pp. 80 y ss.; en concreto, p.
86. A la vista de estas comúnmente aceptadas limitaciones del poder regio, añadiríamos por nuestra
cuenta, se puede comprender el asombro de Coke ante las posiciones asumidas por el Arzobispo.
100
Apud The Selected Writings and Speeches of Sir Edward Coke, op. cit., Volume One, p. 480.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 61

“(T)hat true it was, that God had endowed his Majesty with excellent Sci-
ence, and great endowments of nature; but his Majesty was not learned
in the Lawes of his Realm of England, and causes which concern the life,
or inheritance, or goods, or fortunes of his Subjects; they are not to be
decided by naturall reason but by the artificiall reason and judgment of
Law, which Law is an act which requires long study and experience, before
that a man can attain to the cognizance of it; and that the Law was the
Golden metwand and measure to try the Causes of the Subjects; and which
protected his Majesty in safety and peace”101. (Que era verdad que Dios
había dotado a Su Majestad con una excelente ciencia y grandes dones
de la naturaleza, pero Su Majestad no estaba instruido en las leyes de su
Reino de Inglaterra, y las causas que conciernen a la vida, a la herencia,
a los bienes o fortunas de sus súbditos, no tienen que ser decididas por la
razón natural, sino por la razón artificial y la decisión del Derecho; que el
Derecho es una obra que requiere largo estudio y experiencia antes de que
un hombre pueda alcanzar su conocimiento, y que el Derecho era la vara
aúrea y la medida para juzgar las causas de los súbditos, y que protegía a
Su Majestad en seguridad y paz).

Ante tal disertación, según recoge en sus Reports el propio Coke, el Rey Jaime
se sintió enormemente ofendido, y dijo que era traición afirmar (“was Treason
to affirm”) que él debía estar sometido a la ley, al Derecho, a lo que Edward Coke
reconoce haber replicado lo que Henry de Bracton (el primer gran jurista inglés,
que vivió en el siglo XIII, autor del famoso tratado De legibus et consuetudinibus
angliae, que aunque escrito entre 1250 y 1256 no se publicaría hasta 1569, en la
plena juventud de Coke) ya había sostenido: Quod Rex non debet esse sub homine,
sed sub Deo et Lege, o lo que es igual, que el Rey no puede hallarse sujeto a ningún
hombre, sino tan sólo a Dios y a la ley102. Para tener una visión más completa,
quizá convenga recordar que antes de llegar al trono de Inglaterra en 1603, Jaime
había reinado como Jaime VI en Escocia, un reino cuyo Derecho se basaba en el
Derecho romano. De ahí que el Rey no estuviese familiarizado con el common
law o con sus racionalizaciones. Su concepto del Derecho provenía de los jueces
reales del Antiguo Testamento y del Derecho romano escocés. Para él, el Derecho
no era sino una expresión de la voluntad regia; por lo tanto, el Monarca era la
fuente del Derecho y su intérprete supremo, del que los jueces inferiores extraían
su autoridad103.
En el fondo de todo ello hacía acto de presencia la profunda diferenciación
existente en la época entre los diversos civil law systems de la Europa continental,

101
Apud The Selected Writings and Speeches of Sir Edward Coke, op. cit., Volume One, p. 481.
102
Cabe recordar que Bracton también había dicho, en palabras que Coke aprobó, lex facit
regem. Y ello nos planteaba la cuestión de si para Edward Coke el Rey se hallaba asimismo sujeto
al Derecho estatutario, de aprobación parlamentaria. A juicio de Mullett, aunque Coke no lo dijo
de modo específico, a su juicio, el Parlamento era supremo sobre aquellos atributos que no estaban
única e inseparablemente ligados a la persona del Rey. Charles F. MULLETT: “Coke and the American
Revolution”, op. cit., p. 466.
103
J. M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe..., op. cit., p. 61
62 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

pero también de Escocia, y el English legal system, diferencias de las que iban
a derivar asimismo importantes consecuencias políticas. John Wycliffe, en su
De Officio Regis (1379), y posteriormente, y aún en mayor medida, Sir John
Fortescue, uno de los grandes juristas ingleses de finales de la Edad Media,
considerado como un relevante precursor del historicismo104, doctrina que había
de convertirse en dominante en el pensamiento jurídico inglés del siglo XVII, al
remontarse en su búsqueda de los orígenes del Derecho inglés hasta costumbres
inmemoriales que se habían de situar cronológicamente en tiempos anteriores al
dominio romano, en su De Laudibus Legum Angliae (1470), se iban a hacer eco de
tales divergencias. Fortescue iba a distinguir entre lo que él llamaba el dominium
politicum et regale característico de Inglaterra, y el continental (particularmente
francés) dominium regale105. Esta divergencia se traducía en que mientras en
Inglaterra el Rey no tenía poder para cambiar la ley sin lograr el asentimiento
del conjunto del reino representado en el Parlamento, la voluntad del Monarca
francés era absoluta, quedando habilitada por la famosa máxima de Justiniano,
Quod principi placuit legis habet vigorem (Lo que le agrada al príncipe tiene
fuerza de ley). Innecesario es decir, que bajo ese sistema de civil law los Reyes
podían convertirse fácilmente en tiranos, mientras que el English common law
establecía una barrera frente a esa degeneración, encaminada a mantener la
libertad del súbdito106. En cualquier caso, la doctrina ha matizado la naturaleza
de los enfrentamientos habidos entre el Rey y Coke, considerando que la idea de
que al Rey se oponían sistemáticamente los jueces (Coke obviamente entre ellos)
y los abogados que trataban el common law carece de credibilidad, entendiendo
por el contrario que el Rey siempre depositó su confianza en el common law y
en los common lawyers. Refiriéndose al Rey, Kenyon ha escrito que “siempre fue
cuidadoso de actuar en el marco del common law, nunca encarceló a nadie sin
juicio, nunca recaudó dinero de sus súbditos sin autorización del Parlamento
o de los tribunales de common law, nunca promulgó una ley de motu propius,

104
Harold J. BERMAN: “The Origins of Historical Jurisprudence...”, op. cit., p. 1658.
105
Richard HELGERSON: “Writing the Law”, en Law, Liberty, and Parliament (Selected Essays
on the Writings of Sir Edward Coke), edited by Allen D. Boyer, Liberty Fund, Indianapolis, Indiana,
2004, pp. 26 y ss.; en concreeto, pp. 30-31.
106
Esto no presupone ni mucho menos que la filosofía jurídica medieval del Continente compartiera
ese pensamiento. Santo Tomás de Aquino, que –frente a la idea que acuñara con bastante éxito
Pufendorf, de que en la Edad Media no existió realmente el Derecho natural, cuya fundación, bajo
el ropaje de un “secular natural law”, Pufendorf atribuyó a Hugo Grocio, a su juicio, el verdadero
fundador de la “Natural Law School”– puede considerarse el más sólido y profundo elaborador de
las bases del Derecho natural, de un Derecho natural fundamentado ontológicamente, como revela
la Summa Theologica, aunque partidario de que toda ley humana fuera de origen parlamentario,
sin que cupiese una intervención análoga a la que los jueces del common law tenían, no pondría ni
mucho menos el acento en la idea de mandato del soberano (un soberano más o menos arbitrario
o despótico) al contemplar el Derecho positivo, sino que consideró que toda ley humana se iba a
legitimar en cuanto permaneciera en cercana relación con el Derecho natural. Más ampliamente,
todo poder facultado para elaborar la ley humana debía de derivar del Derecho natural. Cfr. al efecto,
Anton-Hermann CHROUST and Frederick A. COLLINS, Jr.: “The Basic Ideas in the Philosophy of
Law of St. Thomas Aquinas as Found in the <Summa Theologica>”, en Marquette Law Review (Marq.
L. Rev.), Vol. XXVI, 1941-1942, pp. 11 y ss.; en particular, pp. 21-29.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 63

aun cuando creyera que podía hacerlo, y fue ciertamente más moderado y
<constitucional> que la Reina Isabel”107.
Retornando al choque anteriormente descrito, cabe decir que algunos histo-
riadores han dudado, como nos recuerda Stoner108, de si en la realidad Coke hizo
frente al Rey de un modo tan descarado (“so brashly”)109. Una carta escrita por
una persona presente en la escena describe al Rey Jaime como profundamente
indignado, y señala que Coke, percibiendo la cólera del Monarca, imploró humil-
demente a su Majestad que tuviera compasión de él y le perdonara si pensaba que
con sus expresiones había ido más allá de lo que su lealtad y deber demandaban.
La indignación del Rey estaba bien justificada, por cuanto las afirmaciones de
Coke en pro de la supremacía del Derecho, como es bien patente, chocaban
frontalmente con la pretensión real de una autoridad absoluta. Como ha escrito
Schwartz110, en el altercado entre el Rey y Coke está encarnado el conflicto básico
entre el poder y el Derecho que sirve de base a toda la historia política.
Por lo demás, las afirmaciones vertidas ante el Rey, como también en cierto
modo algunas de las reflexiones hechas por Coke en el Bonham´s case, encierran
una trascendencia extraordinaria. Vale la pena detenernos mínimamente en
ello. Digamos ante todo, que las refexiones expuestas por Coke ante Jaime I
se encuentran al servicio de incrementar y asegurar el control judicial sobre el
Derecho en orden a asegurar su certeza y seguridad. “Legal certainty –ha escrito
Stimson– achieved through tight judicial control over the interpretation of law,
rather than the clear articulation of fundamental law or any particular theory of
the locus of sovereignty, was Coke´s paramount preoccupation”111 (La seguridad
jurídica, alcanzada a través de un estricto control judicial sobre la interpretación
del Derecho, antes que la clara articulación de un Derecho fundamental o de
cualquier teoría particular acerca de la ubicación de la soberanía, era la suprema
preocupación de Coke ). Y esta reflexión en absoluto podemos considerarla exa-
gerada; bastará para constatarlo con atender a una precisa afirmación que Coke

107
J. P. KENYON: The Stuart Constitution, Cambridge, 1966, p. 8. Cit. por W. J. JONES: “The
Crown and the Courts in England, 1603-1625”, en Law, Liberty, and Parliament (Selected Essays on
the Writings of Sir Edward Coke), edited by Allen D. Boyer, Liberty Fund, Indianapolis, Indiana, 2004,
pp. 282 y ss.; en concreto, p. 283.
108
James R. STONER, Jr.: Common Law and Liberal Theory. Coke, Hobbes, and the Origins..., op.
cit., p. 31.
109
Usher se iba a cuestionar porqué Coke no mantuvo su justificada ira y arrojó a la cabeza del Rey
todos los precedentes que respaldaban su posición. Y con apoyo en las notas del debate tomadas por
Julius Caesar, viene a responder que hemos de reconocer que Coke no tenía en ese momento de su vida
el valor necesario para representar el rol que en sus propios Reports muestra. Y algunos fragmentos
entresacados de las mencionadas notas lo corroborarían, según este autor. Así, en las notas se recoge
que el Rey afirmó en un momento dado: “The King but of six yeres standing in English Lawes and
yet particeps rationis et ratio omnia legis”, a lo que poco después, de modo muy significativo, añadía
que “to call in doubt thinges long time used by the Kinges of England in matters of this nature is little
better than treason”. Apud Roland G. USHER: “James I and Sir Edward Coke”, op. cit., p. 673.
110
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, Oxford University Press, New York/Oxford,
1993, p. 4.
111
Shannon C. STIMSON: The American Revolution in the Law (Anglo-American Jurisprudence
before John Marshall), The MacMillan Press, London, 1990, p. 17.
64 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

efectúa en el Epílogo de la primera parte de sus Institutes, en donde puede leerse:


“the knowne certainty of the Law is the safety of all”112 (La certeza conocida del
Derecho es la seguridad de todos). En este sentido, las palabras de Edward Coke
parecen una réplica, tanto en su intencionalidad como en su fundamentación,
de las reflexiones vertidas por un Juez y gran jurista inglés, bastante anterior a
Coke, del que ya nos hemos hecho eco, Sir John Fortescue, ante otro Rey, Enrique
VI (que reinó en Inglaterra entre 1422 y 1461). Vale la pena recordarlas, pues
además, en ellas está el germen de una celebérrima afirmación hecha muchos
siglos después por otro gran Juez y jurista, esta vez norteamericano, el gran
Charles Evans Hughes:

“Sir, the Law is what I say it is, and so it has been laid down ever since the
Law began, and we have several set forms which are held as law, and held
and used for good reason, though we cannot remember the reason”113. (Se-
ñor, el Derecho es lo que yo digo que es, y así ha sido establecido desde el
momento en que el Derecho comenzó, y nosotros hemos establecido varias
figuras que se consideran como Derecho, y son consideradas y utilizadas
por buenas razones, aunque no podamos recordar la razón).

En el fondo de todo ello latía una profunda preocupación, por la que Coke
luchó tenazmente, al menos hasta que cesó en sus cargos judiciales en 1616, la
de establecer que los jueces del common law se convirtieran en los árbitros del
sistema constitucional y jurídico inglés114. La consideración cokiana de que tras el
Derecho subyacía una razón artificial tendría la mayor relevancia a tal respecto.
El locus classicus de la definición por Coke de la “artificial reason” se encuentra
en su Commentary upon Littleton, que como ya se dijo, integra la primera parte
de sus Institutes, por lo que no trataremos ahora del tema, sino al abordar los
grandes rasgos del pensamiento jurídico de Coke. Ello no obstante, sí queremos
decir que la visualización del Derecho como la “razón artificial de los jueces”
entrañaba una inequívoca opción en favor de que sólo quienes se dedicaban
al estudio del Derecho se hallaban en condiciones de interpretarlo y aplicarlo.
No en vano Coke se estaba apropiando para la jurisprudencia de un concepto
enraizado en la disciplina de la retórica, pues como escribe Boyer115, la “razón
artificial” de Coke se hallaba cercanamente relacionada con la “lógica artificial”
que los retóricos empleaban al analizar y discutir las diferentes cuestiones116. Y el

112
El mencionado Epílogo puede verse en The Selected Writings and Speeches of Sir Edward Coke,
op. cit., Vol. Two, pp. 742-744. La alusión citada, en p. 744.
113
Apud Shannon C. STIMSON: The American Revolution in the Law, op. cit., p. 17.
114
J. M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe..., op. cit., p. 60.
115
Allen Dillard BOYER: “<Understanding, Authority, and Will>...”, op. cit., p. 49.
116
En 1588, Abraham Fraunce, en su obra The Lawiers Logike, Exemplifying the Praecepts of Logike
by the Practise of the Common Lawe, escribía: “Logic is an art, to distinguish artificial logic from
natural reason. Artificial logic is gathered out of diverse examples of natural reason, which is not any
art of logic, but the ingraven gift and faculty of wit and reason shining in the particular discourses
of several men, whereby they both invent, and orderly dispose.... This as it is to no man given in full
perfection, so diverse have it in sundry measure.... And then is the logic of art more certain than that
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 65

paralelismo más significativo entre “artificial logic” y “artificial reason”, o lo que


es igual, el modo más significativo en que el entendimiento por los retóricos de su
disciplina determinaba la comprensión que Coke tenía de la profesión de los jueces
y abogados, descansaba en la idea de que el aprendizaje profesional y la práctica
mejoraban las aptitudes. De ahí que, en cierto sentido, Coke contemple al juez
(y también al abogado) como un artista117, como alguien cuya resolución de los
problemas jurídicos va a derivar de sus aptitudes individuales, de su conocimiento
intuitivo y de su habilidad profesional, pero también como un maestro artesano,
en cuanto poseedor de una adecuada consideración para las prácticas de su gremio
y capaz de seleccionar en todo momento el mecanismo correcto para el trabajo
que tiene entre manos118. Y si ya desde Henry de Bracton los jueces ingleses habían
venido reivindicando que el common law tenía que ser coherente con la razón, no
puede extrañar en exceso por lo que se acaba de exponer, que Coke defendiera con
cierta energía que los jueces debían utilizar la razón para hacer valer su control
sobre el Derecho. Como escribe Boyer119, “defining law as artificial reason gave
tremendous authority to the judges. It allowed them to review customs, ordinances
and, finally, statutes”.
Las sentencias judiciales podían descansar sobre cualquier autoridad (o
necesaria racionalización de la misma), fuera ésta el poder del Parlamento, el
common law, o el Derecho natural o divino, cuya importancia aún seguía siendo
relevante120, pero al final el resultado siempre era el mismo: el rule of law, o lo que
es igual, una conjunción de “law, liberty and safety”121, algo que parecía oponerse
a la pura discrecionalidad legislativa, lo que no debía extrañar si se tiene presente
que el Derecho siempre debía ser lo que los common judges decidieran y aplicaran.

of nature, because of many particulars in nature, a general and infallible constitution of logic is put
down in art”. Apud Allen Dillard BOYER: “<Understanding, Authority, and Will>...”, op. cit., p. 49.
117
Gray abunda en esta idea del abogado como “artista”, considerando que lo es no sólo en el sentido
de que tiene técnica u oficio, como no sólo tampoco en el sentido de que trata primariamente con un
Derecho artificial (“man-made or <artificial> law”) que no puede conocerse mediante la deducción
de verdades universales, sino también en el sentido de que el dilatado conocimiento de un cierto tipo
de artefacto le ha dado un refinado sentido de lo que corresponde (“what fits”), de qué respuesta es
correcta en una ocasión inesperada”. Charles M. GRAY: “Further Reflections on <Artificial Reason>”,
en Law, Liberty, and Parliament (Selected Essays on the Writings of Sir Edward Coke), edited by Allen
D. Boyer, Liberty Fund, Indianapolis, Indiana, 2004, pp. 121 y ss.; en concreto, p. 121.
118
Allen Dillard BOYER: “<Understanding, Authority, and Will>...”, op. cit., p. 55.
119
Ibidem, p. 71.
120
Piénsese que durante la Edad Media, en la concepción del Derecho y la justicia dominante,
vinculada en sentido amplio al pensamiento de Platón y Aristóteles, aunque también a la doctrina
tomista, a los estoicos y a Cicerón, la idea de un jus naturale asumió un lugar preeminente. Como
escribe Cappelletti, el Derecho natural venía configurado como la norma superior, de derivación divina,
en la que todas las demás habían de inspirarse. De este modo, la fórmula romana o pseudo-romana
pinceps legibus solutus vino sustuida por la fórmula opuesta: princeps legibus tenetur, aunque no
faltaron fórmulas intermedias, como las que postulaban la no vinculación del soberano por la ley civil,
pero sí su sujeción a la ley natural. Mauro CAPPELLETTI: “Alcuni precedenti storici del controllo
giudiziario di costituzionalità delle leggi”, en Rivista di Diritto Processuale, Vol. XXII (II Serie), 1966,
pp. 52 y ss.; en concreto, pp. 58-59.
121
John Phillip REID: Constitutional History of the American Revolution (The Authority to Legislate),
The University of Wisconsin Press, Madison (Wisconsin), 1991, p. 19.
66 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

Coherentemente con ello, en el importante Calvin´s Case, que Coke recogió en el


séptimo volumen de sus Reports, nuestro Chief Justice acuñó la expresión Judex
est lex loquens122, que estaba lejos de ser nueva, pues Cicerón, en De Legibus, ya
había descrito a los magistrados como la ley expresándose: magistratum legem
esse loquentem, legem autem mutum magistratum, lo que casaba a la perfección
con la preocupación de Cicerón, expuesta en alguna ocasión ante el Senado de
Roma, de que pudiera apelarse a la recta ratio frente a la lex scripta cuando esta
última se considerara en contradicción con aquélla, lo que, dicho sea al margen,
daría pie, como recuerda Corwin123, a que los Founding Fathers, muchos de ellos
(Alexander Hamilton podría ser considerado el paradigma) perfectos conocedores
de los clásicos, se plantearan si Cicerón estaba presagiando la judicial review.
Al margen ya del estricto desarrollo de los hechos, el suceso que hemos descrito
es bien ilustrativo de la concepción jurídica de Coke, para quien el common law,
a su entender, una de las tres partes integrantes del Derecho de Inglaterra124, (las
otras dos eran las costumbres125 y las leyes del Parlamento) aunque fundamental
y prevalente sobre el statutory law, que podía completarlo pero no violarlo126, era
la absoluta perfección de la razón, y justamente por ello su comprensión, como
se acaba de exponer, sólo estaba al alcance de quienes habían sido instruidos en
el Derecho, lo que era tanto como reivindicar a los jueces como los verdaderos
conocedores del Derecho, y en sintonía con ello atribuirles la paternidad de la
función judicial, rechazando a la par la consideración regia de los mismos como
meros funcionarios delegados de la autoridad real, o como también se ha dicho127,
como “his shadows and ministers”, a los que, por esa misma supuesta condición,
el Monarca podía sustituir en el ejercicio de la función judicial cuando quisiera.
Coke se decantó de modo inequívoco por la idea de que la magistratura debía de
funcionar como una entidad independiente y separada de la Corona, y es perfec-
tamente coherente con esta idea el que en sus Institutes insistiera repetidamente
en que “el Rey, de acuerdo con sus leyes, ha dejado por completo los asuntos de la
122
Apud The Selected Writings and Speeches of Sir Edward Coke, op. cit., Vol. One, p. 174.
123
Edward S. CORWIN: “The <Higher Law> Background of American Constitutional Law” (I), en
Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Vol. XLII, 1928-1929, pp. 149 y ss.; en concreto, p. 160.
124
Mullett precisa que para Coke las diversas leyes existentes dentro del Reino de Inglaterra eran
la lex coronae, la lex et consuetudo parliamenti y la lex naturae. Charles F. MULLETT: “Coke and the
American Revolution”, op. cit., p. 549.
125
En los días de Coke predominaba la idea que asociaba el common law a las consuetudine
angliae, esto es, a las costumbres, creencias y prácticas tan ampliamente compartidas por el pueblo
de Inglaterra como para integrar un modelo del carácter nacional. El propio Coke interpretó la
consuetudo angliae como common law y subrayó que si la práctica era común en toda la comunidad,
entonces podía considerarse parte del common law.
126
Justamente por esta prevalencia del common law sobre el statutory law, el Derecho era en gran
parte sustraido a la intervención del legislador. Y como dice Cappelletti, sobre la base de esta tradición
se fundó la doctrina de Edward Coke sobre la autoridad del juez como árbitro entre el Rey y la nación,
doctrina que a juicio del relevante procesalista italiano fue especialmente precisada en la ocasión
que nos ha ocupado, esto es, en su famoso enfrentamiento con el Rey Jaime. Mauro CAPPELLETTI:
“Alcuni precedenti storici del controllo giudiziario di costituzionalità delle leggi”, en Rivista di Diritto
Processuale, Vol. XXI (II Serie), Anno 1966, pp. 52 y ss.; en concreto, p. 64.
127
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 3. Schwartz sigue aquí a su
vez lo escrito por Holdsworth, en su A History of England.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 67

judicatura a sus jueces”, palabras con las que Corwin cree128, que la prerrogativa
real, que había estado en barbecho en cuanto a esto durante mucho tiempo, era
empujada para siempre hacia la competencia de los tribunales. Esta concepción
se completaría con la defensa por Coke de la supremacía del common law sobre
la autoridad del órgano legislativo, que alcanzaría su cima en el Bonham´s case,
quedando planteada de esta forma la que Cappelletti tildaría de “batalla de lord
Edward Coke por la supremacía del common law”129.

C) Breve aproximación al pensamiento jurídico de Coke

I. El primer rasgo que ha de subrayarse en relación al pensamiento jurídico


de Coke es el de su profundo conocimiento del saber clásico; no era esto, por
supuesto, algo inhabitual en la época sino, por el contrario, algo muy común entre
los más destacados juristas de los años isabelinos. No ha de extrañar por ello que
los escritos de nuestro Chief Justice se hallen repletos de citas de escritores latinos:
Catón, Juvenal, Salustio, Plinio, Horacio, Séneca, Tácito, Virgilio y Cicerón. Las
máximas latinas, un conciso resumen o recapitulación del Derecho, se hallan
omnipresentes en sus obras. No debe sorprender por lo mismo que en un popular
libro de máximas jurídicas de nuestros días130, de las 1100 máximas recogidas,
justamente la mitad se adscriban directamente a Edward Coke.
El estudio de la filosofía jurídica del siglo XVII inglés, comprensiva de
cuestiones tales como la naturaleza de este Derecho, sus fuentes, su relación con
la moral y la política..., requeriría un análisis de los escritos de autores tales como
Thomas Hobbes, Robert Filmer, John Locke, James Harrington y de muchos otros
políticos y filósofos jurídicos. Coke iba, sin embargo, a centrar su preocupación
en la identificación de aquellos factores que habían dado al Derecho inglés
su naturaleza peculiar. La filosofía jurídica de Coke se iba a centrar de modo
específico no ya sobre el Derecho inglés en general, sino, más estrictamente aún,
sobre una rama de ese Derecho: el English common law, esto es, el Derecho que
tradicionalmente se aplicaba por los “royal courts of Common Pleas, King´s Bench
and Exchequer”. Coke no intentó desarrollar una teoría del Derecho canónico de
la Iglesia, aplicable en los tribunales eclesiásticos ingleses, o de las normas mixtas,
canónicas y romanistas, aplicadas en una amplia variedad de tribunales ingleses,
pese al conocimiento que de ellas tenía. Es por lo mismo por lo que se considera131,
que es a Coke, más que a ninguna otra persona, a quien se debe en Inglaterra la
extendida idea de que el English law, esto es, “the law of the land”, tan sólo ha de

128
Edward S. CORWIN: “The Progress of Constitutional Theory Between the Declaration of
Independence and the Meeting of the Philadelphia Convention”, en The American Historical Review
(Am. Hist. Rev.), Vol. 30, No. 3, April, 1925, pp. 511 y ss.; en concreto, p. 524.
129
Mauro CAPPELLETTI: Il controllo giudiziario di costituzionalità delle leggi nel diritto comparato,
Giuffrè, Milano, settima ristampa, 1978, pp. 41-48.
130
Latin for Lawyers, 3rd edition, London, 1960. Cit. por Thomas G. BARNES: “Introduction to
Coke´s <Commentary on Littleton>”, op. cit., p. 22.
131
Harold J. BERMAN: “The Origins of Historical Jurisprudence...”, op. cit., p. 1679.
68 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

visualizarse en el English common law y no, entre otras ramas del Derecho, en
“the law of Chancery”, “the Ecclesiastical law”, “the law of Admiralty”, “the law
of the Merchants”...etc.
Los muchos escritos de Coke no empecen su primigenia vertiente como
hombre de acción, a lo que quizá se pueda anudar su visión del conocimiento
del Derecho como una ciencia práctica, que alcanza su fin al formar el juicio
de alguien que estudia. Muy posiblemente, en ello también pudo influir su
preocupación por los movimientos científicos de la época; está demostrado que
la biblioteca de Coke albergaba una gran cantidad de libros de los más relevantes
científicos de la era isabelina132, aunque su conexión con el movimiento científico
no llegó al extremo de Sir Francis Bacon, cuyo rol inspirador de la fundación de la
Royal Society es bien conocido, aunque, como escribe Shapiro133, “the connection
between his leadership in science and his contributions to the legal profession
and jurisprudential writings is not frequently noted”.

II. Coke va a configurar claramente su visión del Derecho en el Epílogo a


la primera parte de sus Institutes (parte que, como ya se ha señalado en varias
ocasiones, identifica con el rótulo de “Coke upon Littleton”) a partir del adagio
Ratio est anima legis. Tomándolo como punto de partida, escribe:

“Ratio est anima legis; for then are we said to know the Law, when we
apprehend the reason of the Law, that is, when we bring the reason of the
Law so to our owne reason, that wee perfectly understand it as our owne,
and then and never before, we have such an excellent and inseparable
propertie and ownership therin (therein), as wee can neither lose it, nor
any man take it from us, and will direct us (the learning of the Law is so
chained together) in many other Cases. But if by your studie and industrie
you make not the reason of the Law your owne, it is not possible for you long
to retaine it in your memorie. And well doth our author couple arguments
and reasons together, Quia argumenta ignota & obscura ad lucem rationis
proferunt & reddunt splendida: and therefore argumentari & ratiocinari
are many times taken for one”134. (La razón es el alma de la ley; por lo
tanto, se dice que conocemos la ley cuando percibimos la razón de la ley,
esto es, cuando llevamos la razón de la ley a nuestra propia razón, y la
comprendemos perfectamente como la nuestra propia, y entonces, nunca
antes, tenemos un excelente e inseparable dominio y propiedad en eso, que
ni podemos perderlo, ni ningún hombre quitárnoslo, y que nos dirigirá
(nos encadenamos juntos así al conocimiento de la ley) en muchos otros
casos. Pero si a través de su estudio y laboriosidad no hace suya la razón
de la ley, a Usted no le es posible conservarla en su memoria largo tiempo.

132
En tal sentido, Barbara J. SHAPIRO: “Law and Science in Seventeenth-Century England”, en
Stanford Law Review (Stan. L. Rev.), Vol. 21, 1968-1969, pp. 727 y ss.; en concreto, p. 737.
133
Ibidem, p. 736.
134
El “Epilogue” puede verse en The Selected Writings and Speeches of Sir Edward Coke, op. cit.,
Vol. Two, pp. 742-744. El texto transcrito, en pp. 742-743.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 69

Y bien, empareje juntos nuestro autor argumentos y razones. “Porque los


argumentos desconocidos y oscuros, a la luz de la razón, se transforman y
se presentan resplandecientes”, y por eso argumentar y razonar son muchas
veces tomados como lo mismo). En fin, añadamos que Coke finalizará este
epílogo con otra nueva máxima latina que se comenta por sí misma: Lex
plus laudatur quando ratione probatur.

El Derecho viene a ser así para Coke una ciencia que, con un cierto sentido
aristotélico, se presenta como una ciencia práctica, uniendo la razón al conoci-
miento de aspectos particulares, contenidos no en los libros como un cuerpo de
conocimiento, sino en las mentes de los que pueden utilizarla135. La definición que
de la ley, del Derecho en más amplios términos, hará nuestro Juez recurriendo
de nuevo a una máxima latina: Lex est ratio summa, quae jubet quae sunt utilia
et necessaria, et contria prohibet (la ley es la razón culminante, –la perfección de
la razón, si así se prefiere– que ordena lo que es útil y necesario y que prohíbe lo
contrario) ha sido una de las más persistentes y fructíferas definiciones que se
ha dado de la ley, viéndose definiciones paralelas en autores tan diversos como
Cicerón, Aristóteles, Bracton, Gerson, Grocio o Santo Tomás de Aquino. Ello no
impide que la teoría de la “artificial reason” se nos presente en la época de Coke
como un concepto ciertamente revolucionario. Y ello es patente si se tiene presente
que para Coke, la ley y el Estado existen tranquilamente sin la necesidad de la
presencia del Rey. Esa visión se haría aún más abiertamente revolucionaria tras
la publicación de los Reports de Coke. De ahí que Boyer haya podido escribir, que
“Coke dethroned the monarch only in the realm of law”136, aunque también es
cierto, y ello debe inexcusablemente tenerse en cuenta, que el concepto de “reason”
reflejaba una tradición muy arraigada en el Derecho medieval, como por demás se
desprende de la alusión doctrinal que acaba de hacerse; por lo mismo, se trataba
de un concepto que, lejos de ser novedoso, provenía de los siglos precedentes.
Es bastante evidente que, contemplada la ley desde la óptica de John Austin,
la concepción de Coke podía visualizarse como ininteligible o inadecuada, por
cuanto con ella, como acaba de decirse, el soberano dejaba de tener presencia,
mucho menos predominio, en su definición. Para Coke, la “razonabilidad” de la
ley es de algún modo la fuente de su fuerza vinculante, pues es patente que antes
que mandato y obediencia, “the matching halves of positivist jurisprudence”, como
las tilda Boyer137, la “razón artificial” que defiende Coke enfatiza la inteligencia,
la responsabilidad y el consenso, y todo ello deja su concepción al margen del
poderoso movimiento que se puede apreciar en la doctrina inglesa de vincular la
obligación jurídica creada por la ley con algún hecho social, sea el “contrato social”
que en Inglaterra contemplará Locke, sea la “habitual obediencia” al soberano, a

135
James R. STONER, Jr.: Common Law and Liberal Theory. Coke, Hobbes, and the Origins..., op.
cit., p. 18.
136
Allen Dillard BOYER: “<Understanding, Authority, and Will>...”, op. cit., p. 92.
137
Allen Dillard BOYER, en Ibidem, pp. 91-92.
70 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

la que aludirá Austin138. Cualquier intento de comprender la concepción de Coke


desde el punto de vista de la jurisprudencia analítica de los siglos XIX y XX estará
llamado al fracaso. Pero estamos ante una cuestión que se halla lejos de estar
finiquitada, pues todavía hoy se discute si la ley debe ser un producto de la razón
o de la mera voluntad de quien tiene poder para dictarla. Y como escribe Lewis139,
“a definition of law in terms of <reasonableness> is better able than a voluntaristic
one of giving a realistic account of legal obligation”.
Esta vinculación entre el Derecho y la razón aparece como una constante
del pensamiento y de los escritos de Coke. Más aún, desde el punto de vista que
primigeniamente nos interesa, el de la judicial review, tal y como parece sugerirlo
alguna mención del Bonham´s case, el principio más significativo en la compren-
sión de la ley por Coke es su insistencia en torno a la ecuación entre el Derecho
y la razón. Su persistencia en esta relación bipolar entre ley y razón, concebida
siempre como “artificial reason”, como razón que existe no por la naturaleza sino
por el esfuerzo y la habilidad humanas, se halla omnipresente en su obra. En otro
celebérrimo pasaje, considerado como el favorito del propio Coke, éste comienza
señalando que Nihil quod est contra rationem est licitum (nada contrario a la razón
es lícito), fundamentando esta premisa en las siguientes reflexiones:

“For reason is the life of the Law, nay the Common Law it selfe is nothing
else but reason, which is to be understood of an artificiall perfection of
reason, gotten by long studie, observation and experience and not of every
mans naturall reason, for Nemo nascitur artifex. This legall reason est
summa ratio. And therefore if all the reason that is dispersed into so many
severall heads were united into one, yet could he not make such a Law as the
Law of England is, because by many succession of ages it hath been fined
and refined by an infinite number of grave and learned men, and by long
experience growne to such a perfection, for the government of this Realme,
as the old rule may be justly verified of it, Neminem oportet esse sapientiorem
legibus: No man (out of his owne private reason) ought to be wiser than
the Law, which is the perfection of reason”140. (Pues la razón es la vida del
Derecho, más aún, el common law no es en sí mismo sino razón, que tiene
que comprenderse como una perfección artificial de la razón, conseguido
por el estudio durante mucho tiempo, la observación y la experiencia y no
por la razón natural de los hombres, pues nadie nace maestro (de la ciencia
del Derecho) (nemo nascitur artifex). Esta razón jurídica es la razón más
elevada (summa ratio). Y por lo tanto, si toda la razón que está dispersa
en muy distintas cabezas estuviera unida en una, no podría sin embargo
hacer un Derecho tal como el Derecho de Inglaterra es, porque a través de
la sucesión de muchas épocas ha sido purificado y refinado por un infinito

138
John Underwood LEWIS: “Sir Edward Coke (1552-1634): His Theory of <Artificial Reason> as
a Context for Modern Basic Legal Theory”, en Law, Liberty, and Parliament (Selected Essays on the
Writings of Sir Edward Coke), edited by Allen D. Boyer, Liberty Fund, Indianapolis, Indiana, 2004,
pp. 107 y ss.; en concreto, p. 109.
139
Ibidem, p. 120.
140
Apud The Selected Writings and Speeches of Sir Edward Coke, op. cit., Vol. Two, p. 701.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 71

número de hombres serios y cultos, y a través de una larga experiencia


se ha desarrollado a tal perfección para el gobierno de este Reino, como
para que pueda justamente confirmarse la antigua norma de que Neminen
oportet esse sapientiorem legibus: Ningún hombre (fuera de su propia ra-
zón personal) debe ser más sabio, más juicioso, que el Derecho, que es la
perfección de la razón).

La concepción que en el párrafo transcrito manifiesta nuestro personaje del


common law inglés como encarnación del razonamiento de muchas generaciones
de hombres cultos e instruidos tenía importantes consecuencias filosóficas, pues
representaba un concepto diferente de “razón” del que había prevalecido en la
filosofía jurídica occidental141. Tanto los filósofos escolásticos de los siglos XII al
XV como los filósofos humanistas y neoescolásticos del siglo XVI habían entendi-
do la “razón” como una facultad natural del intelecto humano, una capacidad del
ser humano para comprender y formarse un juicio. La razón se contrastaba con la
voluntad, que a su vez se visualizaba como una facultad natural de las emociones,
que motivaba a una persona a dirigir su mente o su conducta hacia los objetivos
deseados. Los filósofos jurídicos escolásticos habían sostenido que la “razón” no
sólo facultaba a una persona para distinguir la justicia de la injusticia sino que
también inspiraba qué justicia era preferible. La “razón”, venían a sostener, tiende
naturalmente hacia la promoción del bien común y de aquí que las leyes positivas
contrarias a la razón no tuvieran ningún derecho a ser observadas. Los filósofos
jurídicos humanistas, tanto católicos como protestantes, no iban a cambiar de
modo fundamental este concepto del natural law, aunque pondrían un especial
énfasis en la conveniencia de racionalizar y sistematizar las normas jurídicas en
orden a alcanzar una mejor política pública.
Frente a estas posiciones, Coke, por supuesto, no iba a dudar de la existencia
de una “natural reason” y de un natural law, definidos por los filósofos morales y
políticos, pero iba a yuxtaponerles un diferente tipo de “razón”, que Berman cree
que podría denominarse “historical reason”142, por cuanto, para nuestro Juez, tal
“razón” podría identificarse con el desarrollo histórico de la tradición nacional, y
más específicamente de la tradición del English common law. Y la “razón” en que
éste se basaba era el razonamiento de aquellos juristas y abogados ingleses que
Coke consideraba hombres serios, cultos e instruidos que a lo largo de los siglos
habían venido razonando sobre las más diversas materias jurídicas. En coherencia
con ello, Coke iba a defender más que ningún otro pensador, aunque ya Fortescue
había avanzado similar idea, la continuidad ininterrumpida del common law, lo
que entrañaba considerar que sus más lejanos precedentes habían sobrevivido.
Coke adscribirá el common law a una variedad de fuentes (“statutes, writs,
indictments, judgments and year books”), lo que revela su actitud general hacia
la legislación. Según MacKay143, para Coke el common law se ha encontrado, no

141
Harold J. BERMAN: “The Origins of Historical Jurisprudence...”, op. cit., pp.1690-1691.
142
Ibidem, p. 1691.
143
R. A. MacKAY: “Coke-Parliamentary Sovereignty or the Supremacy of the Law?”, op. cit., p. 219.
72 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

se ha hecho. Son el Parlamento, los jueces y the King in Council quienes lo han
encontrado. De este modo, el common law alcanza una forma concreta a través de
las fuentes que él indica, pero las fuentes tan sólo alcanzan su validez porque son
exposiciones del common law. Y es que la idea del common law, en coherencia con
esa “historical reason” a la que antes nos referíamos, ha existido con anterioridad
a los textos estatutarios o a otras fuentes como un ideal que todos los comentarios
deben esforzarse en conseguir, un ideal que se caracteriza por la razonabilidad y
por la justicia.
Se ha visualizado a Coke por alguna doctrina como defensor de un fundamen-
tal law inmutable frente a los cambios a los que se veía amenazado de resultas
de las incursiones derivadas del ejercicio de la prerrogativa real. Las posiciones
doctrinales, desde luego, se hallan lejos de ser pacíficas. Y así, para Stimson144, no
sin una considerable distorsión puede convertirse a Coke en el autor de la tesis de
que el fundamental law era un Derecho inmutable (“an unchangeable law”) que
limitaba o revisaba la ley parlamentaria. Frente a él, Berman, un concienzudo
estudioso del pensamiento de Sir Edward Coke, cree145, que la más importante
contribución de nuestro personaje a la filosofía jurídica inglesa fue su identifica-
ción del fundamental law de Inglaterra con su constitución no escrita, esto es, con
el propio common law. Por supuesto, como se acaba de decir, el Derecho positivo
formaba parte del common law; Coke nunca dudó de la fuerza vinculante de la
legislación, pero él visualizó la legislación dentro del contexto histórico de los
precedentes de los English common law courts, lo que puede conducir a pensar
en la primacía de ese fundamental law sobre el Derecho positivo.
En el “Preface” de la cuarta parte de sus Reports, Coke hacía algunas conside-
raciones que no parecen sugerir que alguna forma de Derecho fuera inmutable,
limitándose a poner de relieve que, en ocasiones, podía ser inconveniente o incluso
peligroso innovar ese Derecho146, lo que en último término se iba a apoyar en
su percepción de que un cambio descontrolado generaba inseguridad jurídica.

144
Shannon C. STIMSON: The American Revolution in the Law (Anglo-American Jurisprudence
Before John Marshall), MacMillan, London, 1990, p. 16.
145
Harold J. BERMAN: “The Origins of Historical Jurisprudence...”, op. cit., pp. 1681 y 1693.
146
Vale la pena transcribir un significativo párrafo del “Preface” de la cuarta parte de los Reports
de Coke:
“The Lawes of England consist of three parts, The Common Law, Customes, & acts of parliament:
For any fundamental point of the ancient Common Lawes and customes of the realme, it is a Maxime
in policie, and a triall by experience, that the alteration of any of them is most dangerous; for that
which hath beene refined and perfected by all the wisest men in former succession of ages and proved
and approved by continuall experience to be good & profitable for the common wealth, cannot without
great hazard and danger be altered or chaunged”. (Las leyes de Inglaterra constan de tres partes, el
common law, las costumbres y las leyes del Parlamento. Para cualquier cuestión fundamental de las
leyes comunes antiguas y de las costumbres del reino, es una máxima en política y un juicio de la
experiencia, que la alteración de cualquiera de ellas es muy peligrosa, pues lo que ha sido depurado
y perfeccionado por los hombres más juiciosos en una antigua sucesión de épocas y demostrado y
probado por una continua experiencia que es bueno y aprovechable para la riqueza común, no puede
sin gran riesgo y peligro ser alterado o cambiado). Apud The Selected Writings and Speeches of Sir
Edward Coke, op. cit., Vol. One, p. 95.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 73

Roscoe Pound pudo observar al respecto147, que Coke fue siempre consciente de
que aunque el Derecho ha de ser estable y firme, no debe permanecer completa-
mente inmóvil. En el siglo XVII, quizá el único modo de que esta paradoja de la
estabilidad y la flexibilidad plástica del Derecho pudiera resolverse era a través
de una consciente reinterpretación, tanto por los jueces como por los abogados,
de los valiosos textos jurídicos del pasado. Coke se alineó en esta dirección y, en
coherencia con la misma, trató de adaptar el common law medieval, contemplado
como tal primariamente a través de la Magna Charta, a las necesidades de su
propia sociedad. Ello no obstante, Stoner se ha referido a una presunción de la
continuidad sobre el cambio, algo que cree perfectamente razonable para alguien
que, como Coke, acepta un soporte divino para la justicia y hace suya seriamente
la noción del fundamental law como un límite respecto de la intención humana148.
La cuestión, como puede apreciarse, está lejos de haber alcanzado una respuesta
concluyente por parte de la doctrina.

III. Al margen ya de la cuestión abierta que deja planteado el debate anterior,


en lo que se refiere a la recepción en el pensamiento de Coke de la judicial review,
de lo que no pueden albergarse muchas dudas es de que los constitucionalistas
norteamericanos, tratando de buscar los orígenes de la judicial review, han visto
en el pensamiento de Coke, y en su lucha como juez y parlamentario frente a
las pretensiones de un poder de prerrogativa de los primeros Reyes de la Casa
Estuardo, una de las principales fuentes del concepto de un fundamental law,
que, interpretado y aplicado por los jueces, iba a constituir un verdadero baluarte
para la restricción de la autoridad gubernamental. Y en ello, innecesario es
decirlo, desempeñará un papel verdaderamente protagonista su famoso dictum
del Bonham´s case, que ha llegado a ser considerado149 como un elemento de
la infraestructura ideológica de la Constitución americana (“an element in the
ideological substructure of the constitution”).
No cabe duda de que la Magna Carta se contempló como la fuente de todas las
fundamental laws del reino, aunque la doctrina ha puesto de relieve que una cierta
falta de perspectiva histórica por parte de Coke le condujo a cometer un buen nú-
mero de errores en sus decisiones. Como ya se ha dicho, en la segunda parte de sus
Institutes, publicada por primera vez en 1642, Coke se ocupó de la citada Carta y de
aquellas leyes (statutes) que, a su juicio, más afectaban a los derechos e intereses
de Inglaterra, comentando cada sección de esos textos. Innecesario es decir que
el más significativo comentario está dedicado a la Carta Magna de 1215, de la que
Coke dirá que no era grande en cantidad, pues con posterioridad a ella se habían
aprobado varias voluminosas Charters, “but in respect of the great importance,

147
Roscoe POUND: Law Finding Through Experience and Reason, 1960, p. 23. Cit. por George P.
SMITH, IIº: “Dr. Bonham´s Case and the Modern Significance...”, op. cit., p. 300.
148
James R. STONER, Jr.: Common Law and Liberal Theory..., op. cit., p. 65.
149
Philip ALLOTT: “The Courts and Parliament: Who Whom?”, en The Cambridge Law Journal
(Cambridge L. J.), Vol. 38, 1979, pp. 79 y ss.; en concreto, p. 82.
74 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

and weightinesse of the matter”150. Pocas líneas después Coke establecería un simil
que siempre le resultó muy querido, al comparar la Magna Charta con Alejandro
Magno, llamado así no en atención al tamaño de su cuerpo, pues era un hombre
de baja estatura, “but in respect of the greatnesse of his heroicall spirit, of whom
it might be truly said, Mens tamen in parvo corpore magna fuit151 (Sin embargo,
grande fue la mente en el pequeño cuerpo). En cualquier caso, Coke fue la figura
clave en la reviviscencia de la Magna Charta; Corwin152 no duda acerca de que el
eventual rol desempeñado en la historia de la teoría constitucional americana por
la Carta Magna, particularísimamente por su capítulo 29, del que ya nos hicimos
eco anteriormente, se debe, de lejos, a Edward Coke.
Añadamos que, como ya pusimos de relieve, los escritos de Coke fueron una de
las mayores colecciones de reglas del common law, y posibilitaron que éste pudiera
adquirir la posición relevante que vino a ocupar en el siglo XVII como resultado
de los conflictos constitucionales de la época. Con toda justicia, los escritores de
folletos del siglo XVII vieron a Coke como “the great oracle” de la tradición del
common law153, a causa de que él había justamente realizado el decisivo servicio
de filtrar esta tradición para su conocimiento y utilización en ese siglo, y también
como es obvio en los sucesivos. Nuestro Chief Justice no sólo ensalzó el common
law, al igual ciertamente que otros escritores del siglo XVII, sino que, en ocasiones,
se refirió a él como un fundamental law, y otras veces lo identificó con el Derecho
natural (“the law of nature”), lo que resultaría meridianamente claro en el
Calvin´s Case, también conocido como the Case of the Postnati (1608)154. El nuevo

150
“Proeme to the second Part of the Institutes of the Lawes of England”, en The Selected Writings
and Speeches of Sir Edward Coke, op. cit., Vol. Two, pp. 746 y ss.; la mención transcrita, en p. 746.
151
Ibidem, p. 747.
152
Edward S. CORWIN: “The <Higher Law> Background of American Constitutional Law” (I), en
Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Vol. XLII, 1928-1929, pp. 149 y ss.; en concreto, p. 175.
153
David Martin JONES: “Sir Edward Coke and the Interpretation of Lawful Allegiance in
Seventeenth-Century England”, en Law, Liberty, and Parliament (Selected Essays on the Writings of
Sir Edward Coke), edited by Allen D. Boyer, Liberty Fund, Indianapolis, Indiana, 2004, pp. 86 y ss.;
en concreto, p. 87.
154
El Calvin´s Case puede verse en The Selected Writings and Speeches of Sir Edward Coke, op. cit.,
Vol. One, pp. 166 y ss. Recordaremos algunas de las características de este célebre caso. Cuando el
Rey de Escocia Jaime (o Jacobo) VI asumió la Corona de Inglaterra como Jaime (o Jacobo) I, tanto
los escoceses como los ingleses quedaron sujetos al mismo Monarca, por lo que la razón tradicional
para prohibir a un extranjero poseer tierras en el reino, que habría impedido a un escocés ocupar
tierras en Inglaterra, y viceversa, quedó considerablemente debilitada. Más aún, tal argumento era
particularmente dificultoso de mantener cuando se aplicaba a alguien que había nacido después del
acceso de Jaime al trono de Inglaterra (personas que se conocieron como los post-nati, expresión
por la que también se identifica este caso). La cuestión litigiosa se suscitó cuando Robert Calvin, un
escocés nacido tres años después de la coronación de Jaime como Rey de Inglaterra, obtuvo tierra en
Inglaterra, siendo a continuación esas tierras registradas por Richard y Nicholas Smith, con base en
que Robert Calvin no podía poseer esas tierras al ser escocés. El Tribunal, atendiendo a argumentos
basados en la naturaleza del vasallaje, de la majestad, de la conquista, de la razón natural y de la
“unalterable law of nature”, consideró que Calvin no era un extranjero y que, consecuentemente,
podía poseer tierras en Inglaterra. Sobre este caso, que la autora a la que nos referimos de inmediato
considera que fue central en el debate sobre el poder del Parlamento en los dominios, cfr. Barbara A.
BLACK: “The Constitution of Empire: The Case for the Colonists”, en University of Pennsylvania Law
Review (U. Pa. L. Rev.), Vol. 124, 1975-1976, pp. 1157 y ss.; en particular, pp. 1175-1184.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 75

planteamiento del common law llevado a cabo por Coke facilitó la adaptación de
las reglas de common law medievales a las necesidades del Estado moderno, y a
la par, ayudó a la venidera supremacía parlamentaria. Según Bacon, si no hubiera
sido por los Reports de Coke, “the Law by this time had been like a ship without
ballast” (el Derecho por esa época hubiera sido como un barco sin lastre”)155.

IV. En los escritos de Coke no faltan sin embargo contradicciones. Nuestro


Chief Justice fue una sobresaliente y agresiva personalidad, con una determinación
fija de hacerse sentir con fuerza en cualquier cargo que pudiera ocupar; pedir a
una persona así, que tuvo oportunidad de expresarse desde la perspectiva de sus
muy diversos cargos, que fuera completamente coherente consigo mismo sería,
como escribió Corwin156, pedir demasiado. De ahí que los escritos y el propio
pensamiento de Edward Coke no pueda contemplarse como un todo armónico.
Una de las mencionadas contradicciones, en lo que ahora más interesa, es
la de que no mencione el Bonham´s case en el capítulo de los Institutes sobre el
Parlamento. Algunos autores, como es el caso de Stoner157, han relativizado esta
omisión, entendiendo que de la misma no puede inferirse un cambio en el pensa-
miento del Chief Justice, lo que se justifica en el hecho de que el caso se mencione
al menos tres veces en los márgenes de la segunda parte de los Institutes, dos de
ellas al referirse a leyes citadas en el caso como ejemplos de leyes del Parlamento
desechadas por los tribunales como nulas e inoportunas. Que Coke no mencione
el caso en otros lugares podría indicar, según el mismo autor, que no piensa que
el caso concierna a un único principio constitucional.
Una supuesta contradicción bastante más relevante que la precedente para
el objeto de este trabajo, y desde luego de las más recordadas por la doctrina, es
la de que en el último de sus Institutes, escrito cuando Coke se había convertido
en parlamentario, ya en la etapa final de su vida pública, defendió la tesis de la
supremacía parlamentaria de modo más directo y rotundo de lo que lo había
hecho en sus primeros Institutes, en los que había defendido la doctrina de
la existencia de un fundamental law por encima del Parlamento. En el cuarto
de sus Institutes of the Lawes of England, al tratar del poder y jurisdicción del
Parlamento, escribe Coke: “Of the power and jurisdiction of the Parliament for
making of laws in proceeding by Bill, it is so transcendent and absolute, as it
cannot be confined either for causes or persons within any bounds” (El poder y
jurisdicción del Parlamento para hacer leyes, procediendo a través de proyectos
de ley, es tan trascendente y absoluto que no puede confinarse ni por causas ni por
personas dentro de ningún límite), tras lo que añade que “(o)f this Court it is truly
said: Si antiquitatem spectes, est vetustissima, si dignitatem, est honoratissima, si

155
Apud Charles F. MULLETT: “Coke and the American Revolution”, op. cit., p. 466.
156
Edward S. CORWIN: “The <Higher Law> Background of American Constitutional Law” (II),
en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Vol. XLII, 1928-1929, pp. 365 y ss.; en concreto, p. 366.
157
James R. STONER, Jr.: Common Law and Liberal Theory..., op. cit., pp. 48-49.
76 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

jurisdictionem, est capacissima”158 (De este tribunal se ha dicho fielmente que si se


considera su antigüedad, es el más antiguo, si su dignidad, es el más honorable,
si su jurisdicción, es la más extensa).
Algunos sectores de la doctrina, como es el caso, entre otros, de McIlwain,
Corwin y, mucho más recientemente, Smith, han observado que la concepción
del Parlamento que mantiene Coke es la de un tribunal, lo que neutralizaría en
cierto modo su supuesta defensa de la doctrina de la soberanía parlamentaria. Es
bien sabido que Blackstone, algo más de un siglo después, usó el mismo pasaje
transcrito de Coke para expresar la idea de la soberanía parlamentaria. Corwin,
alineándose con McIlwain, consideró159, que en las páginas de Coke el texto en
cuestión no podía tener el significado que le diera Blackstone, pues como sus
propias palabras indican, él clasifica al Parlamento, esencialmente, (“primarily”)
como un tribunal, aunque sea un tribunal que tanto puede hacer nuevo Derecho
como declarar el viejo, y lo que con ello está describiendo Coke no es un poder y
jurisdicción que se halle facultado para dejar de lado derechos a voluntad, aunque
tenga competencia para alcanzar a todas las “personas y causas”. Además, las
ilustraciones que da del “trascendente poder y jurisdicción del Parlamento” no
son, de acuerdo con los standards actuales, ejemplos de poder legislativo (“law-
making”) en absoluto, sino del ejercicio de una especie de jurisdicción de equidad
en casos individuales. También Smith considera muy dudoso que Coke vinculara
el mismo significado a su afirmación que la que le habría de dar Blackstone.
Coke, argumenta el mencionado autor160, no reconoció ni una vez la antítesis
entre “adjudication” y “legislation”, como la doctrina actual la ha interpretado.
Coke consideraba que las leyes que el Parlamento promulgaba eran análogas a
las decisiones adoptadas por un tribunal, por lo que, consideradas como tales,
no se contemplaban como normas de una naturaleza inviolable hechas por una
legislatura omnipotente, sino más bien como decisiones de otro tribunal a las que
siempre podía hacérseles caso omiso si contravenían el fundamental law. De esta
forma, para Coke, el Parlamento era supremo con tal de que permaneciera dentro
de la esfera del common law.
Las matizaciones anteriores no dejan de responder a una cierta lógica, y desde
luego, no sólo neutralizan la supuesta incongruencia de Coke, sino, lo que aún
importa más ahora, desarman una de las críticas más comunes de quienes ven
en esa supuesta afirmación de la soberanía parlamentaria la prueba palmaria
de que Coke no pretendía con su dictum afirmar la judicial review. No faltan,
por supuesto, posiciones antagónicas, como la de MacKay161, para quien puede

158
“The Fourth Part of the Institutes”, Chapter I (“Of the High and Most Honourable Court of
Parliament”, en The Selected Writings and Speeches of Sir Edward Coke, op. cit., Vol. Two, pp. 1062 y
ss.; la cita transcrita en p. 1133.
159
Edward S. CORWIN: “The <Higher Law> Background...” (II), op. cit., pp. 378-379.
160
George P. SMITH, IIº: “Dr. Bonham´s Case and the Modern Significance of Lord Coke´s
Influence”, op. cit., pp. 310-311.
161
R. A. MacKAY: “Coke–Parliamentary Sovereignty or the Supremacy of the Law?”, op. cit., p.
245. Para este autor, la esencia de esta idea es que el Parlamento representa la voluntad de la nación.
“It is evident –añade (Ibidem)– that Coke appreciated, to some extent, the effect of representation”.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 77

haber poca duda de que en sus Institutes Coke contempló al Parlamento como
un órgano supremo en un sentido mucho mayor que el que provendría de su
visualización como un tribunal de última instancia, afirmación harto discutible
a nuestro modo de ver. Por nuestra parte, creemos que es verdaderamente difícil
encontrar una explicación incontrovertible, muy posiblemente porque quizá no
la haya, y en último término la realidad no sea otra sino la de que mientras actuó
como Juez, Coke defendió la independencia de los tribunales de common law
frente al Rey, sustentando asimismo su función de intérpretes del statute law frente
al Parlamento, de modo tal que los jueces velaran porque el Derecho estatutario
mantuviera una conformidad general con un fundamental law, mientras que en su
última etapa, como relevante parlamentario, puso más el acento en la doctrina de
la supremacía del Parlamento. Es por ello por lo que en el controvertido párrafo
de Coke no encontramos en modo alguno un argumento que pueda oponerse a la
interpretación proclive a ver en su dictum una recepción de la teoría constitucional
de la judicial review.
Quizá convenga añadir, que la posible aportación que se piensa que Coke iba a
realizar a la doctrina de la judicial review con su pronunciamiento en el Bonham´s
case quizá no consistiera tanto en la existencia de un fundamental law al que debía
ajustarse el Derecho estatutario de proveniencia parlamentaria. Alguna doctrina se
ha hecho eco de que en los días de Coke los abogados se mostraban generalmente
de acuerdo en que existía un cuerpo de fundamental law. Más aún, Hamburger
recuerda162, que los abogados ingleses, en ocasiones, habían dado a entender que
si los jueces no adoptaban una interpretación de una ley acorde con lo que era
razonable o justo (“in accord with what was reasonable or just”), la ley en cuestión
sería nula, al menos, presumiblemente, en conciencia. Así las cosas, Coke, en un
primer momento, con su supuesta contribución a la doctrina de la judicial review,
podía estar en cierto modo reflejando cómo en un tiempo de crecimiento del
poder parlamentario, los ingleses comenzaban a sentir una cierta necesidad de
un instrumento como la revisión judicial. Y a tal efecto Coke, en un determinado
momento, parece apartarse de la concepción tradicional inglesa del Parlamento
como el más alto tribunal inglés, que por su carácter supremo se encargaba de
declarar o incluso alterar la costumbre del reino, al hacer recaer sobre los jueces
de common law esa supuesta función de judicial review. Así enfocado, el Bonham´s
case, como se ha dicho163, podría verse como un evento catalítico (“a catalytic
event”) en un proceso fundamental de cambio constitucional. Pero como ya hemos
puesto de relieve con anterioridad, en otro momento de su vida, Coke parece haber
dejado de lado, o por lo menos haber matizado, la anterior posición. No les falta
por todo ello la razón a aquellos autores que, como Thorne164, creen que el hecho
de que los tres últimos Institutes guardaran silencio acerca de la doctrina de que
había unos principios superiores de Derecho y justicia que las leyes del Parlamento
162
Philip HAMBURGER: “Law and Judiciary Duty”, en George Washington Law Review (Geo. Wash.
L. Rev.), Vol. 72, 2003-2004, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 14.
163
Philip ALLOTT: “The Courts and Parliament: Who Whom?”, en The Cambridge Law Journal
(Cambridge L. J.), Vol. 38, 1979, pp. 79 y ss.; en concreto, p. 86.
164
S. E. THORNE: “Dr. Bonham´s Case”, op. cit., p. 545.
78 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

no podían contravenir, ha sido una constante fuente de confusión (“a constant


source of embarrassment”), como lo han sido, las supuestas incoherencias que
parecen latir en el pensamiento de Coke.
Algún sector de la doctrina ha tratado sin embargo de buscar un elemento
de coherencia en estas posibles contradicciones de Coke, encontrándolo en su
relación con la idea de un fundamental law. Y así, para MacKay165, Coke, al que
considera como “the legal father of both Parliamentary Supremacy and of Judicial
Review”, aparece en la transición de una concepción medieval del Derecho a otra
moderna. Los medievalistas contemplaban el Derecho como inmutable, como
un cuerpo permanente de reglas que habían existido desde el nacimiento del
hombre y que continuarían hasta su desaparición. No había autoridad jurídica
para cambiar tales reglas, que eran casi tan rígidas como las leyes del universo
físico; no había idea similar a la de un Derecho nuevo. En este contexto, Coke,
como regla general, y como ya dijimos precedentemente, iba a contemplar el viejo
Derecho como el mejor, y en coherencia con ello veía peligroso cambiarlo. Sin
embargo, era plenamente consciente de que había sido cambiado y de que podía
serlo, bien por la interpretación, bien por la introducción de un nuevo Derecho.
Lo esencial era preservar las viejas reglas en la medida en que fuera posible (“as
far as possible”); para él era fundamental conservar los principios generales. ¿Y
cómo conservarlos? Como juez, se decantó por encomendar esa conservación a
los tribunales inferiores; como parlamentario, a la “High Court of Parliament”.
La explicación articulada expuesta no deja de ser ingeniosa, pero, a nuestro
modo de ver, no resuelve de modo absolutamente incontrovertible las supuestas
contradicciones.

D) El Case of the College of Physicians o Bonham´s Case (1610)

No cabe la menor duda de que el Case of the College of Physicians, más


comúnmente conocido como el Bonham´s Case, es el más famoso caso resuelto
por Sir Edward Coke, e incluso el más conocido de los Reports de Coke166. Del caso
hay dos informes, uno como es obvio del propio Coke, que presidió el juicio como
Chief Justice del Common Pleas; el otro de Brownlow, quien, como protonotario
del tribunal, se halló presente en las últimas etapas del caso.
El caso que se formalizó ante Coke lo fue a través de una acción “for false
imprisonment” (por prisión ilegal) que presentó Thomas Bonham contra Henry
Atkins, George Turner, Thomas Moundford y John Argent, doctores en medicina,
y John Taylor y William Bowden, pequeños terratenientes, todos ellos miembros
principales del “Royal College of Physicians”.

165
R. A. MacKAY: “Coke–Parliamentar Sovereignty or the Supremacy of the Law?”, op. cit., p. 247.
166
El caso se incluye dentro de la “Part Eight of the Reports”. Puede verse en The Selected Writings
and Speeches of Sir Edward Coke, op. cit., Vol. One, pp. 264 y ss.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 79

El tema del litigio se hallaba lejos de ser trascendente. Innecesario es decir


que su enorme fama deriva del pasaje de la sentencia en el que tradicionalmente
se ha entendido, por lo menos por amplios sectores de la doctrina, que Coke
sienta la teoría de que el Derecho estatutario tiene que respetar unos principios
superiores de Derecho y justicia, en definitiva, un fundamental law 167, y no
haciéndolo así puede ser considerado nulo por los tribunales de common law.
Por supuesto, como ya se dijo, no toda la doctrina comparte esta interpretación
de la sentencia (ya esbozamos la disparidad de interpretaciones de Plucknett y
de Thorne), pero al margen ya de ello hay autores que aún van más lejos en su
descalificación de la decisión. Es por ejemplo el caso de Boudin, quien tras una
minuciosa verificación de la resolución judicial, llega a la conclusión de que esta
decisión no fue decisión en absoluto (“this decision was no decision at all”)168,
considerando que el Associate Justice Gray, de la Supreme Court, estaba en lo
cierto al referirse a ella como un mero dictum. La doctrina moderna, es obvio, ha
debatido intensamente el exacto significado del más célebre y reiterado pasaje de
la sentencia, al que nos referiremos más adelante, pero también es patente, como
constata Schwartz169, que para los hombres de la era de formación de la historia
constitucional americana el significado era muy claro. Coke estaba afirmando,
como un principio de Derecho positivo, que existía un fundamental law que
limitaba a la Corona y al Parlamento indistintamente. ¿No había concluido Lord
Coke que cuando una ley del Parlamento era contraria a ese fundamental law debía
ser juzgada nula? ¿No significaba eso que cuando el Gobierno británico actuaba
hacia sus colonias de un modo contrario al common right and reason sus decretos
carecían de fuerza jurídica?

a) Los hechos del caso

I. Los hechos del caso son bien conocidos, no obstante lo cual nos detendremos
en ellos con algún detalle. Protagonistas del caso son Thomas Bonham y el Real
Colegio de Médicos (“Royal College of Physicians”). El Real Colegio fue una ins-
titución peculiar en la primera etapa de la Inglaterra de la Edad Moderna. Había
sido fundada en 1518 bajo la Cancillería del Cardenal Wolsey y en su primera
etapa permaneció como un grupo pequeño y académicamente de élite. Una ley
del Parlamento confirmó su charter, que había sido aprobada durante el reinado
de Enrique VIII; de conformidad con tal ley, el College obtuvo el derecho a actuar

167
Entre los ingleses de la época no se hallaba del todo claro qué tipo de reglas o normas podían
considerarse fundamentales, o dicho de otro modo, cuál era el contenido de ese fundamental law. Para
algunos, el fundamental law estaba encerrado en el common law y en esas instituciones del common
law tales como el juicio por jurados (“trial by jury”) que se creía que tenían sus raíces en un remoto,
pero desde una óptica jurídica, puramente inglés, pasado sajón, anterior a la conquista normanda. Pero
no faltaban quienes también discutían los orígenes que legitimaban esas costumbres fundamentales.
Cfr. al respecto, Shannon C. STIMSON: The American Revolution in the Law..., op. cit., p. 15.
168
Louis B. BOUDIN: “Lord Coke and the American Doctrine of Judicial Power”, op. cit., p. 242.
169
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 5.
80 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

como un tribunal en orden a juzgar a todos los que practicaban la medicina en


Londres, lo que se traducía en la admisión como miembros de quienes considerara
académicamente cualificados, en la concesión de licencias a quienes, sin una
cualificación académica, hubieren demostrado su experiencia práctica, y en el
castigo de quienes ejerciesen la medicina deficientemente y sin su autorización.
Una ley del primer Parlamento de la Reina María también permitió a los dignata-
rios del Colegio decidir la prisión de los infractores y mantenerlos encarcelados a
su voluntad. De esta forma, como señala Cook170, la autoridad jurídica del Colegio
se alzaba frente a la pretensión del common law de que para practicar la medicina
uno no necesitaba mas que el consentimiento del paciente. Todo ello, al margen ya
de que las competencias del Colegio para autorizar la práctica de la medicina se
superponían con las de los obispos, de otorgar licencias a los médicos y cirujanos
(“surgeons”), y con la capacidad de las Universidades de emitir licencias para la
práctica de la medicina y de la cirugía.
A fines de la década de 1580, bajo el reinado de Isabel, el College of Physicians
obtuvo la bendición de la Corona para revivir sus poderes jurídicos, que llevaban
algunos lustros inactivos, tras llegar a un acuerdo con Sir Francis Walsingham
en 1588. Durante la última década del siglo, el Colegio comenzó a acusar a un
significativo número de cirujanos. En este contexto iban a tener lugar los hechos
que afectaron a Thomas Bonham. Éste, según los archivos de la Universidad de
Cambridge, se había matriculado como becario (“sizar”) en el “St. John´s College”
durante el período de la Pascua de 1581. A la vista de este dato, la doctrina calcula
que debió nacer entre 1563 y 1565171, lo que entrañaría que cuando fue dictada la
celebérrima sentencia tendría unos 45-47 años de edad. Con toda probabilidad,
debió cursar los siete años requeridos en Cambridge para la obtención del grado
de la licenciatura. Incluso es probable que accediera a un título de “medical
doctorate” en la propia Universidad de Cambridge a mediados de los años noventa.
Asociado a la “Barber-Surgeon´s Company”, y con la intención de obtener
el derecho de administrar “internal remedies”, esto es, ayuda médica, Bonham
formalizó una petición ante el Parlamento a principios del año 1605, a lo que el
Colegio se opuso, recabando apoyos para privar a la petición de cualquier efecto.
Así las cosas, Bonham debió pensar que su mejor estrategia era la de asociarse al
Colegio, a cuyo efecto, el 6 de diciembre de 1605, se presentó por propia iniciativa
ante los censores del Real Colegio para el pertinente examen, necesario para
acceder a la condición de miembro del College. Las respuestas no plenamente
satisfactorias a las preguntas que le formularon los censores frustró su propósito.
El 14 de abril del siguiente año Bonham retornó al examen, calificándosele esta
vez sus repuestas como “no pertinentes”. Además, la práctica de la medicina en
Londres durante varios años sin ser miembro del Colegio y sin tener autorización
del mismo acarreó a Bonham la imposición por los censores de una multa de 5

170
Harold J. COOK: “Against Common Right and Reason: The College of Physicians v. Dr. Thomas
Bonham”, en Law, Liberty, and Parliament. (Selected Essays on the Writings of Sir Edward Coke), op.
cit., pp. 127 y ss.; en concreto, p. 130.
171
Ibidem, p. 134.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 81

libras, que debía pagarse en la inmediata reunión posterior del comitia censorum,
al margen ya de ser amenazado por los censores con la prisión si no cumplía la
obligación contraída. Bonham no retornó para un nuevo examen en el Colegio y
continuó practicando la medicina en Londres. El 3 de octubre de 1606, los cen-
sores anotaron en las actas del Colegio que el Dr. Bonham continuaba ejerciendo
prácticas contrarias a lo estipulado en los estatutos y leyes que regían el College
y tras varias citaciones sin lograr que se presentara, Bonham fue arrestado y
condenado a una multa de 10 libras.
El 7 de noviembre de 1606, Bonham se presentó ante el comité de censores
(comitia censorum) acompañado de un abogado. El Presidente del College, Henry
Atkins, le recordó sus reiteradas desobediencias durante el año anterior y le
preguntó si acudía para repararlas o para examinarse de nuevo. Bonham adujo que
practicaba la medicina y la iba a seguir practicando sin requerir la autorización
del Colegio y sin obedecer al Presidente, ya que ellos carecían de competencia
sobre quienes se habían graduado en las Universidades, cuestión sobre la que el
abogado que le acompañaba incidió, interpretando diversas cláusulas de las leyes
que regían el College. Pero como a simple vista la ley estaba a favor del Colegio,
su Presidente y los Censores decidieron enviar a Bonham a prisión, situación
que había de mantenerse a la voluntad de aquéllos al estimar que Bonham había
incurido en desacato (“for contempt”). Sin embargo, en una semana, el abogado
de Bonham había formalizado un writ of habeas corpus ante la Court of Common
Pleas, que procedía a liberarle el 13 de noviembre.
Cook se ha hecho eco172 de cómo diversas circunstancias pudieron contribuir a
que se desencadenara una cierta preocupación entre los dignatarios del College: el
hecho de que Bonham tuviera un abogado y que éste decidiera acudir directamen-
te ante el nuevo Chief Justice del Common Pleas con un habeas corpus, la rápida
liberación por Edward Coke de Bonham, el empleo del habeas corpus por el Chief
Justice frente a la jurisdicción de tribunales inferiores, lo que asimismo enfadó
a los funcionarios de la Corona. Más allá del caso concreto, los dignatarios del
College vieron que la eficacia de sus decisiones podía verse seriamente dañada si
Coke continuaba, con base en el habeas corpus, liberando a personas encarceladas
por el Colegio. Así las cosas, el Colegio trató de ver confirmada su autoridad
jurídica mediante una apelación ante los funcionarios jurídicos de la Corona.
Muy posiblemente, confiaban en el precedente sentado por el Jenkins and Read
Case (1602)173.
Como antes se ha dicho, tras ver reconfirmadas sus competencias en 1588, el
Royal College se dedicó en la década final del siglo a acusar a un buen número de
médicos y cirujanos. Entre los cirujanos encarcelados se hallaban Roger Jenkins
y Simon Read, quienes se enfrentaron jurídicamente con el Colegio, presentando
sus demandas ante el Chief Justice Popham (1602). Ambos habían permanecido

172
Ibidem, pp. 135-136.
173
Sobre este caso, cfr. Harold J. COOK: “Against Common Right and Reason...”, op. cit., pp.
131-133.
82 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

encarcelados desde mediados de febrero hasta principios de abril de ese año 1602.
Su abogado presentó en su nombre un writ of corpus cum causa, una modalidad
particular de habeas corpus, y el Juez Popham accedió a liberarlos hasta tanto
su caso pudiera ser visto. El 8 de abril tuvo lugar la vista, que se cerró con una
decisión a cuyo través el Chief Justice Popham, entre otros pronunciamientos,
decidió que la autoridad del College era convincente y suficiente como para
encarcelar en una prisión; que un hombre libre de Londres podía legalmente ser
encarcelado por el College; que el Lord Chief Justice no podía poner en libertad a
la persona en prisión por el Colegio, y que ningún hombre, independientemente
de su formación, podía practicar la medicina en Londres o dentro de un área de
siete millas alrededor de la ciudad sin la pertinente licencia del College.
Los miembros del College iban a mantener en mayo de1607 una reunión en
casa del Lord Chancellor Ellesmere, a la que además de éste iban a asistir otros
seis relevantes jueces, dos de ellos de la Court of King´s Bench y otros de la Court of
Common Pleas174. Significativamente, Edward Coke no fue invitado; las discrepan-
cias entre Ellesmere y Coke eran bien conocidas. En lo básico, los jueces presentes
se pronunciaron sobre cuestiones generales que podían incidir sobre el asunto
de Bonham, inclinándose en favor de las tesis del Royal College of Physicians,
lo que decidió a sus dignatarios a proceder judicialmente contra aquél ante los
common law courts. Finalmente, a principios del año 1608, el Colegio formalizó
la demanda contra Bonham ante el King´s Bench, por doce meses de práctica
ilícita, reclamando 5 libras por mes, lo que totalizaba 60 libras, una suma harto
considerable. Significativamente, la demanda era sostenida no por el abogado del
Colegio sino por el propio Attorney General, Hobart. A primeros de 1609 el King´s
Bench encontró a Bonham culpable de práctica ilegal de la medicina en Londres.
Ante esta situación, y antes de ser condenado por el King´s Bench, Bonham iba
a pasar al contraataque, y a tal efecto retornaba ante el Tribunal del Chief Justice
Coke, presentando en el otoño de ese mismo año 1608 una demanda contra el
Colegio, en la que le exigía una indemnización de 100 libras por abuso contra su
persona y encarcelamiento ilegal (“wrongful imprisonment”), aduciendo que el
College “with force of arms.... took and imprisoned” “against the law and custom
of this kingdom of England”175.

II. Los diversos alegatos presentados ante el tribunal no dejan de ofrecer


interés. Los demandados iban a exponer que las cartas patente que provenían
de Enrique VIII les habían constituido en sociedad como el Royal College of
Physicians, con facultades para multar a quienes practicaran la medicina en
Londres sin haber sido admitidos por ellos, además ya de dotarles de poderes
generales para regir a todos los médicos de Londres y del distrito, imponiéndoles,
llegado el caso, sanciones de multa y de prisión, yendo en todos los casos la mitad

174
Fruto de la reunión sería la aprobación del documento “Opinions of Lord Chancellor and Judges
on Question re Charter of College of Physicians” (1607).
175
Apud Harold J. COOK: “Against Common Right and Reason...”, op. cit., p. 137.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 83

de la multa para el Rey y la otra mitad para el propio Colegio. Esta patente fue
confirmada por un estatuto de Enrique VIII, que a su vez fue confirmado por
una ley del Parlamento de 1540, con la adición de un mandato general dirigido a
todos los carceleros para mantener a las personas que les confiaran el Presidente
y el Colegio sin ponerlas en libertad bajo fianza. Con la Ley de 1540 se pretendía
que “none shall practice here but those which are most learned and expert, more
than ordinary”, añadiéndose que ello respondía a la necesidad sentida por el Rey
de tener un especial cuidado por la salud del pueblo de Londres, ya que “(it) is
the heart of the kingdom”.
Frente a esto, el abogado de Bonham iba a replicar mediante una argumenta-
ción que atendía a la intención de estas normas jurídicas. Las leyes del College y
sus charters pretendían impedir una mala práctica en el ejercicio de la medicina,
como asimismo que la misma se ejerciese por impostores. Siendo un licenciado
en medicina por la Universidad de Cambridge, Thomas Bonham era uno de los
“grave and learned” hombres a quienes la ley trataba de estimular. El hecho de
que poseyera un grado universitario debía por lo tanto eximirle de la jurisdicción
del College. El abogado de Bonham concluía que la ley “doth not inhibit a doctor
to practice, but (only) punisheth him for ill using, exercising, and making (of
physic)–it could punish an M. D. for malpractice but not for illicit practice”176. En
definitiva, según el abogado del Dr. Bonham, el Colegio podía decretar la prisión
de un impostor por razón de su deficiente ejercicio de la medicina, pero no lo
podía hacer respecto a un doctor culto e instruido como era el caso de su cliente.
Boudin haría especial hincapié 177 en el dato de que el Bonham´s case no
concernía a ninguna ley general promulgada por el Parlamento en su “legislative
capacity”, sino a una concesión hecha por el Rey y más tarde confirmada por
el Parlamento, pues, a su juicio, mientras una concesión, que por sus propias
consecuencias entregaba derechos del pueblo, podía y quizá debía con base en fun-
damentos constitucionales, ser interpretada estrictamente, un acto de legislación
era un acto de autogobierno del pueblo basado en su propia capacidad soberana,
y su acción tenía que ser naturalmente enjuiciada a través de reglas diferentes e
interpretada por medio de cánones distintos de interpretación. No vemos en este
matiz diferencial la trascendencia que le da Boudin porque, a la postre, fue una
ley del Parlamento la que confirmó la charter del College. Como era lógico, fue
de conformidad con las facultades que le habían sido atribuidas como el Colegio
fundamentó en sede judicial la prisión de Bonham.
Recuerda Plucknett178, que una prolongada discusión se produjo sobre la
cuestión de si los graduados de las Universidades se hallaban bajo la jurisdicción
del Royal College, pues como Sergeant Doddridge sostuvo, “las leyes de este Reino
han tenido siempre un gran respeto por los graduados de las Universidades, y esto
no es sin motivo”. De hecho, éste había sido uno de los argumentos nucleares del

176
Harold J. COOK: “Against Common Right and Reason...”, op. cit., p. 138.
177
Louis B. BOUDIN: “Lord Coke and the American Doctrine...”, op. cit., p. 243.
178
Theodore F. T. PLUCKNETT: “Bonham´s Case and Judicial Review”, op. cit., pp. 32-33.
84 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

defensor de Bonham, aunque, como después se verá con mayor detenimiento, el


argumento no fue finalmente tomado en consideración por el tribunal.
Los cinco Jueces integrantes de la Court of Common Pleas (Foster, Walmesley,
Daniel y Warburton, además obviamente del Chief Justice Coke) expresaron sus
opiniones, como era habitual por lo demás en Inglaterra, seriatim. Las diversas
actas del caso difieren algo, variando en su grado de complitud; de ahí que se haya
constatado179 la existencia de alguna inseguridad acerca exactamente de cómo fue
la votación, aunque es evidente que Bonham venció en este litigio, aunque por un
ajustado margen de 3-2, y también es claro que no se le dio la razón con apoyo
en los fundamentos que él había esgrimido ante el tribunal. Mientras el Chief
Justice Coke y el Justice Daniel se pronunciaban en contra del Colegio en todas
las cuestiones planteadas, los Justices Foster y Walmesley hacían justamente lo
contrario, decantándose en contra del demandante en todos los puntos. Warburton
mantuvo una suerte de “voto oscilante” (“a swing vote”). Este Juez había sido
uno de los presentes en la reunión que en 1607 había tenido lugar en la casa
del Lord Chancellor, Ellesmere, a la que aludimos con anterioridad, y en la que,
por unanimidad, los asistentes se habían pronunciado a favor de la posición del
College. Sin embargo, ahora, el Justice Warburton decidió inequívocamente en
contra de mantener a Bonham en prisión, conformando con Coke y Daniel la
posición mayoritaria.

III. Antes de que se dictara la sentencia, la demanda que el Colegio había plan-
teado ante el tribunal del King´s Bench, con el Attorney General Hobart asumiendo
el liderazgo del proceso, como antes se anticipó, iba a ver finalizado su curso con la
pertinente sentencia. El 3 de febrero de 1609 el tribunal hacía público su veredicto,
siendo Bonham declarado culpable de ejercer la medicina ilícitamente y multado
con 60 libras; al negarse a pagarlas, Bonham sería encarcelado por decisión del
College. Gray ha señalado180, que ha encontrado una prueba no publicada de este
proceso anterior (“an earlier penalty-suit against Bonham in the King´s Bench”),
aunque también reconoce que está recogido en actas en un manuscrito del British
Museum con una considerable extensión. El propio autor se hace eco de cómo el
abogado de Bonham en ese otro proceso sostuvo que las leyes debían interpretarse
de acuerdo con la razón (“by reason”) y que no era razonable (“it is unreasonable”)
incluir en los textos legales en cuestión a los doctores por una Universidad181.
Algunos de los razonamientos del abogado Damport, defensor de Bonham, iban

179
James R. STONER, Jr.: Common Law and Liberal Theory..., op. cit., p. 49.
180
Charles M. GRAY: “Bonham´s Case Reviewed”, en Proceedings of the American Philosophical
Society (Proc. Amer. Phil. Soc.), Vol. 116, No. 1, February 15, 1972, pp. 35 y ss.; en concreto, p. 41.
181
En contrapartida, el Attorney General Hobart, en su alegato contra Bonham, iba a insistir, inter
alia, sobre “the all-inclusiveness that should ordinarily be attributed to the word nemo” y sobre la
importancia de interpretar la ley de conformidad con su evidencia interna, y la virtual ausencia de
cualquier otra evidencia en favor de la otra parte, a salvo el preámbulo de la patente, al que no debía
prestarse ninguna atención, pues “preambles are only meant to give illustrative examples of the
mischief”. Apud Charles M. GRAY: “Bonham´s Case Reviewed”, op. cit., p. 41.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 85

a ser cercanos a los del Chief Justice Coke en la sentencia que cerraría el caso del
que venimos ocupándonos. Cuatro miembros del Tribunal iban a fallar en contra
de Bonham, el Chief Justice Fleming y los Jueces Williams, Croke y Yelverton,
encontrándose Fenner, el quinto miembro, ausente. No deja de sorprender que
ninguno de los cinco se inclinara en favor de las tesis sustentadas por Bonham.
En el caso que iba a ser resuelto por el tribunal de Common Pleas nada se
dijo acerca de la sentencia a que acaba de hacerse mención, lo que tampoco debe
extrañar a la vista de las pautas jurisprudenciales existentes en el siglo XVII, lo
que no quiere decir que Coke no tuviera en mente este otro litigio. En cualquier
caso, no deben pasarse por alto dos aspectos que creemos significativos: el
primero de ellos es que el abogado de Bonham, en el litigio por prisión ilegal
(“false imprisonment”), apoyó sustancialmente su argumentación en la tesis de
que los graduados universitarios debían quedar al margen de la intervención del
College. El segundo es que en la sentencia que puso punto final al Bonham´s case
una mayoría de tres jueces rechazó los argumentos del abogado encaminados a
dejar al margen de las exigencias legales a los licenciados universitarios, lo que
corrobora la paradoja a la que en un momento precedente aludíamos: Bonham
ganó el caso, pero no con base en la fundamentación sustentada por su abogado.
Digamos para finalizar que no obstante el primer fallo desfavorable, Bonham,
es obvio, no renunció al segundo litigio, el que primigeniamente atrae nuestra
atención, y no sólo eso, sino que frente a la primera decisión judicial Thomas
Bonham acudió al Arzobispo de Canterbury para que intercediera por él ante
el College, gestión en la que tuvo éxito, pues el Arzobispo Bancroft, con fecha de
3 de octubre de 1609, escribió una carta al College, expresando su protesta por
su obstinación en mantener el encarcelamiento de un hombre docto y erudito
como era el caso de Bonham, lo que desencadenaría el envío por el Colegio de
una delegación de sus miembros con el fin de entrevistarse con el Arzobispo. Los
delegados del Colegio vinieron a decir al Arzobispo que si Bonham retiraba su
demanda ante el tribunal de Common Pleas el Colegio decidiría su liberación.
Bonham era obstinado y se negó a retirar su demanda, y en el invierno del año
1610 el caso fue finalmente decidido en el sentido ya adelantado, desfavorable para
el College, que sería multado con 40 libras, reduciendo así la multa de Bonham a
tan sólo 20 libras.

b) Los argumentos en que se sustenta la sentencia

I. El Chief Justice, en un momento dado de su sentencia, iba a mencionar a


Galeno, el célebre médico griego nacido en Pérgamo el año 129 de nuestra era,
pues no en vano su obra, extraída en gran parte de las teorías de Hipócrates y
Aristóteles, se mantuvo como principal fuente del saber médico hasta mediados
del siglo XVII. En modo alguno era inadecuada esta mención si se recuerda una
86 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

de sus máximas: Ubi philosophia definit, ibi medicine incipit182 (Donde la filosofía
termina, allí comienza la medicina), lo que era tanto como reconocer que no
había nada seguro en las cuestiones médicas. La consideración no era en absoluto
impertinente, pues lo que Coke estaba intentando poner de relieve con su mención
era que la autoridad que por la charter se había concedido al Royal College of
Physicians no le otorgaba el deber y la capacidad para decidir lo apropiado y lo
inapropiado del ejercicio de la medicina. Tal autoridad se plasmaba legalmente
en dos facultades separadas que se contenían en dos cláusulas diferenciadas, con-
cerniendo la primera de ellas a la práctica ilícita de la medicina (illicite practice),
en relación a la cual era indiferente que el ejercicio médico fuera bueno o malo,
y la segunda (única que autorizaba la prisión del ejerciente de la medicina), a la
práctica inadecuada, mala, deficiente (malpractice) (los jueces habían traducido en
1607 la expresión latina non bene exequend faciend et utend illa por “not well doing,
using, or practicing physic”). Coke, con una lógica indiscutible, iba a considerar
que las dos cláusulas se referían a cuestiones separadas, en vez de entender
la segunda como una suerte de autorización para castigar el comportamiento
contemplado por la primera. Y aquí reside la médula vertebral de la sentencia.
Pero sobre esta cuestión volveremos más adelante.
Nuestro Chief Justice iba a decantar su decisión en favor de Thomas Bonham
con base en dos razonamientos, cada uno de los cuales, como bien se ha dicho183,
era suficiente por sí solo: 1) Los censores no tenían facultad para encarcelar al
demandante por cualquiera de las causas mencionadas ante el tribunal. 2) Admi-
tiendo que los censores tuvieran por ley esa facultad, ellos no habían perseguido
judicialmente en forma adecuada su autoridad. En otras palabras, o la ley del
Parlamento no otorgaba a los censores la facultad para encarcelar a Bonham o,
si se la daba, los censores no habían seguido sus disposiciones en sus actuaciones
contra él.
Para resolver la primera y capital cuestión, Coke iba a aducir cinco argumen-
tos, el cuarto de los cuales es el más célebre pasaje de la sentencia, aquel en el que
tradicionalmente se ha visto un reconocimiento de la autoridad de revisión judicial
de las leyes; tras ello, Coke iba a compendiar sus argumentos en dos máximas,
para terminar planteando, y refutando, las tres posibles objeciones frente a su ar-
gumentación. La segunda cuestión es resuelta de modo más expeditivo, ofreciendo
seis argumentos y suscitando, y rechazando, una posible objeción. A continuación
nos ocupamos de los distintos argumentos de Coke, haciendo especial énfasis
en los atinentes a la primera cuestión, y de modo muy particular en el cuarto
argumento, no sin antes hacer una breve referencia al rechazo por el tribunal de
la argumentación nuclear esgrimida por el abogado de Thomas Bonham.

II. El abogado de Bonham, como antes dijimos, centró su argumentación en


que como licenciado universitario que era debía quedar al margen de la aplicación
182
Apud Harold J. COOK: “Against Common Right and Reason....”, op. cit., pp. 141-142.
183
James R. STONER, Jr.: Common Law and Liberal Theory..., op. cit., p. 50.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 87

de la ley que nos ocupa. No lo iba a entender así el tribunal, que iba a abordar esta
cuestión con carácter previo.
La ley en consideración era lo que se denominaba un estatuto negativo (“a
negative statute”). Los términos de la patente eran claros cuando determinaban,
que nadie practicaría la medicina en la ciudad de Londres y en su distrito si no
fuera admitido por las cartas del presidente y del College, selladas con el sello
común. Recuerda Thorne184, que por aquel entonces era un principio general de
la interpretación legal que los estatutos, esto es, las leyes aprobadas por el Parla-
mento, expresados en términos negativos reemplazaban y anulaban (“superseded
and defeated”) al common law. Ahora bien, un estatuto negativo no podía ser
extendido para incluir casos no previstos, con un perjuicio análogo a quien se le
aplicara, ni tampoco podía ser limitado para excluir casos que cayeran dentro de
sus expresas palabras.
Los demandados, como constataba Coke en la sentencia, se apoyaban en el
texto de la concesión, ratificado por el estatuto de Enrique VIII, que era negativo,
y en coherencia con lo que se acaba de decir, el tribunal no iba a excluir de la
aplicación del texto estatutario a quien, de conformidad con el mismo, no podía
ser excluido. El razonamiento del tribunal es muy claro al respecto:

“”(T)hey –se lee en la sentencia en alusión a los demandados– did relie


upon the Letter of the grant, ratified by the said Act of 14 H. 8. which is in
the negative, scil. (scilicet) Nemo in dicta civitate ecerceat.... dictam facul-
tatem nisi ad hoc per praedict´ praesidentem et communitatem,.... admissus
sit.... And this proposition is a general negative, and Generale dictum est
generaliter intelligendum; and nemo excludeth all; and therefore a Doctor
of the one University or the other, is prohibited within this negative word
Nemo. And many cases were put, where negative Statutes shall be taken
stricte et exclusive, which I do not think necessary to be recited”185. (Ellos
se apoyaban en la Letra de la concesión, ratificada por la mencionada Ley
de Enrique VIII, que está en negativo, especialmente “Nadie en la citada
ciudad.... ejercería la misma facultad a menos que se le admitiera a ello por
el antes mencionado presidente y comunidad....”. Y esta proposición es una
negación general y una declaración general debe entenderse generalmente y
“nadie” excluye a todos, y por lo tanto a un doctor de una Universidad o de
otra le está prohibido dentro de esta palabra negativa “nadie”. Y muchos ca-
sos se podrían presentar donde los estatutos negativos fueron considerados
estricta y excluyentemente, que no creo necesario que sean mencionados).

De esta forma, una posible vía interpretativa con la que resolver la demanda
a favor de Bonham quedaba cerrada. Por si hubiese alguna duda, otra sección de
la Ley de Enrique VIII, que se refería a las personas que practicaran la medicina
fuera de Londres, incidía aún más, y en la misma dirección, sobre la cuestión.
Tales personas habían de ser asimismo examinadas por los censores del College,
184
S. E. THORNE: “Dr. Bonham´s Case”, op. cit., p. 545.
185
Apud The Selected Writings and Speeches of Sir Edward Coke, op. cit., Vol. One, p. 270.
88 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

y obtener de los mismos la pertinente acreditación, y ello con la sola salvedad de


los graduados por las Universidades de Oxford y de Cambridge, a quienes había
de serles permitida la práctica de la medicina fuera de la ciudad de Londres y del
área de siete millas que se incluía dentro de la ciudad, sin examen alguno previo.
Como es obvio, el que esta salvedad no contemplase la ciudad de Londres y el
área de siete millas que la circundaba, que a estos efectos quedaba equiparado
a la misma, dejaba meridianamente claro que el ejercicio de la medicina en esa
ciudad no eximía a los graduados por Oxford y Cambridge del preceptivo examen.
El Justice Daniel no suscribiría esa interpretación, con base en un argumento
rebosante de racionalidad, al considerar al respecto que:

“(A) doctor of Oxford or Cambridge is not restrained by the statute, but


may practice in London or in whatever place he pleases. For an inferior
college may not examine him when he has been allowed before by better
approbation...”186. (Un doctor de Oxford o Cambridge no está restringido
por el estatuto, sino que puede practicar en Londres o en cualquier otro
lugar que desee. Pues un colegio inferior no puede examinarle cuando le
ha sido permitido antes por una superior aprobación).

Coke, en cualquier caso, no dejó de hacer un breve comentario, tangencial


desde luego, aunque no faltan autores que creen que al plantearlo así ya estaba
estableciendo el tenor de su decisión final187, acerca de esta controvertida cuestión
de si los licenciados de las dos grandes Universidades inglesas se hallaban, con
carácter general, bajo la jurisdicción de un Colegio privado. Para el Chief Justice no
podía establecerse una comparación entre esas dos Universidades y el College, de
la misma forma que no podía hacerse una comparación entre un padre o su hijo:

“The University is Alma mater, from whose breasts those of that private
College have sucked all their science and knowledge (which I acknowledge
to be great and profound) but the Law saith, Erubescit lex filios castigare
parentes: the University is the fountain , and that and the like private Col-
leges are tanquam rivuli, which flow from the Fountain, et melius est petere
fontes quam sectari rivulos”188. (La Universidad es Alma mater de cuyos senos
los del Colegio privado han mamado toda su ciencia y conocimiento (que
reconozco que es grande y profundo), pero el Derecho dice que “la ley se
sonroja cuando los hijos castigan a sus padres”: la Universidad es la fuente, y
los parecidos Colegios privados son “como arroyos” que fluyen de la fuente,
y “es mejor buscar por las fuentes que seguir los arroyos”).

Al margen ya de su posicionamiento formal en torno al tema, de lo que no


parece caber duda a la vista de las diversas actas es de la proclividad del Chief

186
Apud Charles M. GRAY: “Bonham´s Case Reviewed”, op. cit., p. 39.
187
Es el caso, por ejemplo, de George P. SMITH, IIº: “Dr. Bonham´s Case and the Modern Signifi-
cance...”, op. cit., p. 303.
188
Apud The Selected Writings and Speeches of Sir Edward Coke, op. cit., Vol. One, p. 272.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 89

Justice con la interpretación del Juez Daniel. Gray recuerda al efecto189, que en
un breve resumen en el texto manuscrito de la sentencia se lee: “And it seems
by the words of Lord Coke that his opinion is with Daniel, that they (university
doctors) are not bound...”. La razón por la que el Chief Justice no se alineó con
Daniel parece de pura estrategia: si ya era consciente de que existía una mayoría
3-2 sobre la otra cuestión, quizá considerara innecesario posicionarse acerca de
si los médicos graduados por Oxford y Cambridge debían quedar exentos de la
previa autorización del College para ejercer la medicina en la ciudad de Londres.

III. No obstante la indiscutible lógica y razonabilidad de la interpretación de


Daniel, la mayoría del tribunal iba a buscar otros cauces de resolución del litigio.
Coke iba a poner la vista en la interpretación de las cartas patente del College.
Como antes se dijo, a tal efecto iba a atender a las dos cláusulas que tenían relación
con la causa. Por la primera de ellas se disponía que nadie ejerciera la medicina en
la ciudad de Londres si no era admitido previamente por el College. Si no obstante
carecer de tal autorización se practicaba la medicina, se incurría en un ejercicio
ilícito de la misma (illicite practice), que era sancionado con una multa de 100
chelines por cada mes de ejercicio. La segunda cláusula establecía que el College
ejercería la supervisión, la investigación, la corrección y dirección de todos los
médicos de la ciudad, incluyendo a los médicos extranjeros que ejercieran en ella,
disponiendo al efecto de la facultad de sancionarlos por una práctica inadecuada
(improper practice) mediante la imposición de multas, encarcelamiento u otras
medidas razonables y adecuadas. Coke, anticipémoslo ya, iba a llegar a la conclu-
sión de que los censores, a la vista de las cartas patente, carecían de la facultad
de multar o encarcelar a un médico competente por la mera práctica ilícita de la
medicina en Londres, esto es, por su ejercicio sin haber obtenido previamente la
pertinente licencia del College. Y para llegar a tal conclusión se iba a apoyar en
los cinco argumentos siguientes:

A) Las dos cláusulas anteriormente mencionadas eran absolutas, perfectas


y distintas, y en cuanto cláusulas paralelas, la una no se extendía a la otra,
pues mientras a la primera se vinculaba una precisa sanción de 100 chelines,
ninguna sanción definida se vinculaba a la segunda190. Coke viene a decirnos,
que la intención de los redactores del estatuto con la segunda cláusula debía ser
la de disponer de sanciones para una práctica médica inexperta, inadecuada
(malpractice), sanciones que variarían en función de los perjuicios causados
por esa mala práctica, por lo que los redactores del texto dejaban al Colegio la

189
Charles M. GRAY: “Bonham´s Case Reviewed”, op. cit., p. 41.
190
“The first reason –puede leerse en la sentencia– was, that these two were two absolute, perfect,
and distinct Clauses, and as parallels, and therefore the one did not extend to the other; for the second
beginneth, Praetera voluit et concessit...., and the branch concerning fine and imprisonment, is parcel
of the second clause”. Apud The Selected Writings and Speeches of Sir Edward Coke, op. cit., Vol. One,
p. 274.
90 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

fijación del castigo en cada caso (“the King and the makers of the Act, –se lee
en la sentencia– cannot, for so uncertain offence impose a certainty of the fine,
or time of imprisonment, but leave it to the Censors to punish such offences,
secundum quantitatem delicti, which is included in these words”). El principio de
proporcionalidad latía intensamente bajo esta argumentación de Coke, una prueba
de la modernidad de la argumentación jurídica de este gran juez.

B) El daño que deriva de la práctica inadecuada concierne al cuerpo de la


persona, y por lo tanto es razonable que el infractor deba ser castigado en su
propio cuerpo, esto es, con prisión. Pero quien practica la medicina en Londres
de buen modo (“but he who practiceth Physick in London in a good manner”),
aunque lo haga sin licencia, no produce, sin embargo, ningún perjuicio en el
cuerpo de un hombre. En el fondo de este razonamiento latía, como bien se ha
puesto de relieve191, una suerte de lex talionis.

C) La primera cláusula (como ya dijimos) establece el plazo de un mes, de tal


modo que una persona no vulnera el estatuto a menos que practique la medicina
en la ciudad de Londres o en las siete millas que la circundan durante menos de
un mes. Pero ningún plazo se fija en la segunda cláusula (“but the clause of non
bene exequendo..., doth not prescribe any time certain”), y si una persona ejerce
inadecuadamente aunque sea por un plazo inferior a un mes, sin duda, sería objeto
de castigo. Coke aduce además que la ley encontraba una sólida razón al hacer
esta distinción, pues diversos nobles y caballeros, al igual que otras personas,
venían en diversas ocasiones a Londres desde otras partes del país, y hallándose
en la ciudad se veían afectados por enfermedades, e inmediatamente enviaban a
buscar a los médicos de sus ciudades, pues ellos conocían sus cuerpos y la causa
de sus enfermedades, por lo que, añade Coke:

“(I)t was never the meaning of the Act to barr any one of his own Physi-
cian; and when he is here he may practise and minister Physick to another
by 2. or 3. weeks...., without any forfeiture; for any one who practiseth
Physick well in London (although he has not taken any degree in any of
the Universities) shall forfeit nothing, if not that he practise it by the space
of a month; and that was the cause, that the time of a month was put in
the Act”192. (No fue nunca el sentido de la Ley prohibir a nadie su propio
médico, y cuando está aquí puede practicar y ejercer la medicina a otro
durante dos o tres semanas.... sin ninguna confiscación, pues a cualquiera
que practique bien la medicina en Londres (aunque no haya alcanzado
ningún grado en ninguna de las Universidades), no se le confiscará nada si
no la practica por espacio de un mes, y esa fue la causa de que el tiempo de
un mes se pusiera en la Ley).

191
Allen Dillard BOYER: “<Understanding, Authority, and Will>...”, op. cit., p. 83.
192
Apud The Selected Writings and Speeches of Sir Edward Coke, op. cit., Vol. One, p. 275.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 91

D) Los censores no pueden ser jueces, secretarios y partes (“The Censors,


cannot be Judges, Ministers, and parties”); jueces para dictar sentencia, secretarios
para hacer requerimientos, y partes para tener la mitad de la confiscación, “quia
aliquis non debet esse Judex in propria causa, imo iniquum est aliquem sui rei esse
judicem” (porque nadie debe ser juez en su propia causa, es una injusticia para
cualquiera ser el juez de su propia propiedad), y uno no puede ser juez y fiscal para
cualquiera de las partes (“and one cannot be Judge and Attorney for any of the
parties”). La idea de que debía de haber, al menos, tres personas, el demandante,
el demandado y el juez, para que pudiera existir un caso judicial y alcanzarse
una sentencia, e implícita en ella, la de que la decisión no podía alcanzarse ade-
cuadamente a menos que las tres personas de la trinidad fueran distintas, estaba
perfectamente asumida desde tiempo atrás193. Henry de Bracton, en el siglo XIII
(aunque la obra no se publicaría hasta 1569), en su De legibus et consuetudinibus
angliae, escribiría, que un juez sería descalificado con base a fundamentos tales
como el parentesco, la enemistad o la amistad con una de las partes, o a causa de
que estuviere subordinado en su “status” a una de las partes, o hubiere actuado
como su abogado, si bien parece que Bracton tomó prestada esta consideración
del Derecho canónico, y no cabe olvidar que mientras los tribunales eclesiásticos
aplicaban claramente estas reglas para la recusación del suspectus iudex, no parece
que ese fuera el caso en los tribunales ingleses, o por lo menos, no se menciona
ningún caso en que análogas reglas hubieren sido aplicadas en los Year Books194.
Justamente tras la reflexión precedentemente expuesta, Coke añadía el
celebérrimo párrafo de esta sentencia:

“And it appeareth in our Books, that in many Cases, the Common Law doth
controll Acts of Parliament, and sometimes shall adjudge them to be void:
for when an Act of Parliament is against Common right and reason, or re-
pugnant, or impossible to be performed, the Common Law will controll it,
and adjudge such Act to be void”195. (Y aparece en nuestros libros, que en
muchos casos el common law controla las leyes del Parlamento, y a veces
debe declararlas nulas, pues cuando una ley del Parlamento es contraria al
Derecho común y la razón, contradictoria, o imposible de ser cumplida, el
common law debe tener autoridad sobre ella y declarar que tal ley es nula).

A modo justamente de verificación empírica de la referencia que hace Coke


a unos hipotéticos precedentes jurisprudenciales recogidos en los Year Books,
que avalarían su doctrina, la sentencia se detiene en algunos antiguos casos. Por
la importancia de esta cuestión, la vamos a soslayar de momento, para tratarla
193
Ya Fleta había escrito al respecto: “Est autem iudicium trinus actum trium personarum ad
minus, actoris, iudicis et rei, sine quibus legitime consistere non potest”. Apud D. E. C. YALE: “Iudex
in propria causa: An Historical Excursus”, en Cambridge Law Journal (Cambridge L. J.), Vol. 33, 1974,
pp. 80 y ss.; en concreto, p. 80.
194
D. E. C. YALE: “Iudex in propria causa....”, op. cit., p. 81.
195
Apud The Selected Writings and Speeches of Sir Edward Coke, op. cit., Vol. One, p. 275. En el
texto transcrito en la obra figura el término “somtimes”, que hemos cambiado por “sometimes” por
entender que se trata de un error tipográfico.
92 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

en un epígrafe específico subsiguiente. Tampoco nos detendremos por ahora


en las muchas, y bastante contradictorias, reflexiones a que ha dado lugar este
argumento.

E) El último argumento gira en torno al principio de que nadie puede ser


castigado dos veces por el mismo delito o falta. Coke razona, que si las dos cláu-
sulas de las dos cartas patente no fueran distintas, un médico que ejerciera sin la
pertinente licencia e inadecuadamente sería objeto de una multa de 100 chelines,
fijada por el estatuto, una vez que hubiera practicado la medicina durante un mes,
pero también debería ser castigado al mismo tiempo por la previsión de la segunda
cláusula. Pero de ello se seguirían dos absurdos (“two absurdities”). El primero de
ellos sería que una persona debería ser castigada no sólo dos veces, sino muchas
veces por una única falta. Y añade Coke, “the Divine saith, Quod Deus non agit bis
in idipsum; and the Law saith, Nemo debet bis puniri pro uno delicto” (la Teología
dice, “que Dios no procede dos veces contra la misma persona”, y el Derecho dice,
que “nadie debe ser castigado dos veces por un delito”). Sería absurdo asimismo
castigar por la primera cláusula la práctica de la medicina por un mes y no por
un tiempo menor, y por la segunda castigar la práctica no solamente por un mes
sino por cualquier tiempo, incluso por un solo día, pues si así fuera el ejerciente
de la práctica médica será castigado por la primera cláusula con una confiscación
(multa) y por la segunda con multa y prisión, sin limitación.

IV. Estos son los argumentos que Coke presentó para fundamentar que las
dos cláusulas de la patente eran distintas, y que por lo mismo la facultad del
College para decidir la prisión de un ejerciente de la medicina estaba confinada
a los médicos culpables de una práctica inadecuada o negligente (malpractice).
La interpretación de Coke nos parece por entero pertinente, pues es patente que
los supuestos contemplados por cada una de las dos cláusulas eran de una muy
dispar gravedad, ya que mientras la primera se refería a una infracción que hoy
podríamos tildar de meramente administrativa, la segunda contemplaba un
supuesto incardinable en el ámbito de lo penal. Parece perfectamente razonable
que sólo a este último caso se anude la sanción de privación de libertad. De ahí
que le asista toda la razón a Rey Martínez cuando considera196, que la lectura que
Coke va a hacer de los textos legales es una interpretación garantista de la libertad
y por lo tanto moderna, lo que a su vez, siguiendo la estela de Thorne y de otros
autores, le lleva a considerar el razonamiento del Chief Justice como de mera
legalidad, rechazando implícitamente, esta vez de modo bastante más discutible,
que se trate de un razonamiento que sustente un control de constitucionalidad.
Al margen ya de ello, sobre lo que volveremos de inmediato, lo cierto sería que la
argumentación de Coke conducía a la conclusión de que la prisión del Dr. Bonham

196
Fernando REY MARTÍNEZ: “Una relectura del Dr. Bonham´s Case y de la aportación de Sir
Edward Coke a la creación de la judicial review”, en Revista Peruana de Derecho Público, Año 8, nº 14,
Enero/Junio de 2007, pp. 47 y ss.; en concreto, p. 57.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 93

había sido ilegal, pues el Colegio había invocado su autoridad para sancionar una
mala práctica, no obstante haberse limitado la falta de Bonham, como mucho, a
ejercer la medicina sin la licencia del Colegio.
Con la salvedad del cuarto argumento, de mucha más amplia proyección, los
restantes parecen directamente encaminados hacia ese fin197, aunque no faltan
autores, como es el caso de Stoner198, que consideran que realmente los cinco
argumentos se dan en el contexto de apoyar una cierta interpretación del estatuto.
Aun cuando pueda admitirse genéricamente esta reflexión, un análisis pausado de
los cinco argumentos, como mínimo, nos pone de relieve que el cuarto argumento
no parece incidir tanto sobre la diferenciación entre las dos cláusulas del estatuto,
cuanto sobre la improcedencia de los censores para, incluso, imponer multas en
cualquiera de los supuestos contemplados estatutariamente. Este argumento
proyecta su vuelo a una altura muy superior a la de los otros cuatro, y ello con
independencia de la precisa intención que Coke tuviera con el mismo, tema que
trataremos en un momento ulterior. Podría pensarse que el cuarto argumento, al
referirse a un principio tan esencial a la justicia como era el de que nadie puede
juzgar el propio caso, principio que claramente había sido transgredido, estaba
dando por cerrado el caso. Pero como sostiene la doctrina199, lo esencial en esta
etapa no era cómo se había comportado el College, algo que se trataba después,
sino cuál era la ley y, de modo particular, cómo debía aplicarse el estatuto, dando
adecuada respuesta a si las cartas patente y el estatuto confirmatorio permitían
este modo de proceder.
Como ya indicamos, Coke parece compendiar, y a la par fundamentar,
sus argumentaciones en dos máximas jurídicas200: 1) “Generalis Clausula non
porrigitur ad ea quae specialiter sunt comprehensa” (Una cláusula general no tiene
que extenderse a algo que es especialmente mencionado). 2) “Verba posteriora
propter certitudinem addita ad priora quae certitudine indigent sunt referenda” (Las
palabras subsiguientes, añadidas con el propósito de certeza, tienen que referirse
de nuevo a las previas palabras que carecen de esa certeza). Estas máximas
parecen estrechamente vinculadas con la interpretación estatutaria. Al referirse
a la primera de ellas, y después de mencionar un ejemplo relativo al Derecho de
propiedad, Coke escribe: “if it be so in a deed, a fortiori, it shall be so in an Act of
Parliament, which (as a Will) is to be expounded according to the intention of the
makers” (si fuera así en una escritura, a fortiori, será así en una ley del Parlamento,
que –como un testamento– tiene que explicarse de acuerdo con la intención de
quienes la han hecho)

V. El segundo razonamiento central de la decisión, como ya se dijo, es el de que


aún asumiendo que el College poseía la autoridad que pretendía, los censores y su

197
De modo análogo se pronuncia S. E. THORNE: “Dr. Bonham´s Case”, op. cit., p. 547.
198
James R. STONER, Jr.: Common Law and Liberal Theory..., op. cit., p. 51.
199
Ibidem, p. 53.
200
Apud The Selected Writings and Speeches of Sir Edward Coke, op. cit., Vol. One, pp. 277-278.
94 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

presidente no la habían ejercido adecuadamente201, y ello, según concuerdan los


Jueces Warburton y Daniel, y el Chief Justice, por seis causas diferentes, expuestas
ahora con mucha mayor concisión. Coke acentúa en esta parte de la decisión
el carácter estricto de su interpretación estatutaria. Sin ánimo de proceder en
este punto a una exposición detallada, dada su patente menor importancia,
recordaremos de modo sumario esas seis causas: 1) el presidente y los censores
habían multado a Bonham, y sin embargo la ley otorgaba esa facultad tan sólo a
los censores; 2) el demandante fue emplazado a comparecer ante el presidente y
los censores y no apareció, y de ese modo fue multado con 10 libras, no obstante
no tener el presidente autoridad en ese supuesto; 3) las multas impuestas por los
censores por mor de la ley no les pertenecían a ellos sino al Rey, pues el Rey no les
había concedido las multas a ellos, y sin embargo decidieron que la multa debía
pagarse “in proximis Comitiis”, y encarcelaron al demandante por no pagar la san-
ción; 4) los censores tenían que haber encarcelado al demandante en el momento
(“presently”), con base en la interpretación de la ley, lo que no hicieron; 5) en tanto
que los censores disponían de su autoridad por las “Letters Patents and Act of
Parliament”, que son importantes asuntos de Actas (“Record”), esto es, que por
su trascendencia deben ser recogidos en las pertinentes actas, su procedimiento
no debía ser oral (“by word”), mucho menos cuando los censores reivindicaban
una autoridad para multar y encarcelar202, y 6) en cuanto que la ley había dado a
los censores la facultad para encarcelar al Dr. Bonham hasta que fuera liberado
por el presidente y los censores, o por sus sucesores, “reason requireth that
same be taken strictly for the liberty of the Subject (as they pretend) is at their
pleasure” (la razón exigía que tal facultad fuera considerada estrictamente, pues
la libertad del sujeto, como ellos pretendían, se encuentra a su voluntad). Esta
última reflexión, de enorme trascendencia, creemos que compendia lo que es un
común denominador de la sentencia: defender una interpretación estricta de la
ley con el fin de, en la medida de lo posible en la época, salvaguardar la libertad.

c) Los precedentes jurisprudenciales en que Coke apoya su dictum

Inmediatamente después del celebérrimo dictum de Coke, éste se refiere a


cinco casos que pueden servir de precedentes jurisprudenciales en que apoyar su
interpretación, si bien los dos últimos pueden en realidad reconducirse a uno tan
sólo, el Strowd´s case, puesto que tanto éste como el otro, anónimo, se referían al

201
Esta parte de la sentencia puede verse en The Selected Writings..., op. cit., Vol. One, pp. 280-281.
202
En el Jentleman´s Case, resuelto en 1583 por la Court of King´s Bench, (puede verse en The
Selected Writings and Speeches of Sir Edward Coke, op. cit., Vol. One, pp. 157 y ss.) Coke definiría las
courts of records a lo largo de una serie de líneas ordinariamente aceptadas, repitiendo de hecho, como
precisaría Thorne, las precisas palabras formuladas por Littleton un siglo antes, aunque sería Coke
el directo responsable de la curiosa definición moderna de la court of record como aquel tribunal que
puede multar y encarcelar (“a court of record as one that can fine and imprison”). S. E. THORNE:
“Courts of Record and Sir Edward Coke”, en The University of Toronto Law Journal (U. Toronto L. J.),
Vol. II, 1937-1938, pp. 24 y ss.; en concreto, pp. 37-38.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 95

mismo estatuto. A ellos hay que añadir el Thomas Tregor´s case, el caso Cessavit
42 y el caso Annuity 41, también conocido como el Case of the Seals. Plucknett, y a
partir de él otros autores, se han ocupado de investigar hasta qué punto los casos
mencionados podrían apoyar el pasaje y en qué sentido. Los Year Books law han
servido de base para la investigación emprendida por la doctrina norteamericana.
No faltan autores, como es el caso de Stoner203, que han mostrado su extrañeza
por esta referencia por parte de Coke a unos precedentes, y ello con base a que
la interpretación estatutaria en la época, pero mucho más en los siglos que la
preceden, era de una gran imprecisión. Por nuestra parte, vamos a analizar
sucesivamente esos casos.

a´) El Thomas Tregor´s Case

El primero de los casos mencionados en la sentencia es el conocido como


Thomas Tregor´s case. La cita del caso viene a recordar un dictum del Juez Herle,
quien afirmó: “There are some statutes made which he himself who made them
does not will to put into effect”, términos que en sus Reports Coke formula así:
“Some Statutes are made against Common Law and right, which those who made
them, would not put them in execution”204.
El significado de este caso ha sido objeto de una considerable discusión.
Plucknett iba a poner de relieve205, que el Chief Justice iba a citar incorrectamente
el dictum al transcribir inicialmente el texto del Year Book206 así: “Herle saith
some statutes are made against law and right, which those who made them
perceiving, would not put them into execution”. Como es obvio, las palabras en
cursiva muestran las interpolaciones de Coke, desconocidas por el original, que
vienen a introducir una cierta idea de un Derecho superior que no parece que
Herle albergara, pues el único sentido que razonablemente puede otorgarse a las
palabras del Juez Herle es que algunas veces el legislador se ha arrepentido de
una parte irreflexiva de su trabajo y se ha mostrado contento de que se convierta
en una “dead letter”. McIlwain observaría, que el error pudo deberse a que Coke
transcribiera de memoria el texto de Herle, aunque nos parece más probable que
con esa adición Coke estuviese tratando de revelar su propia concepción207, esto

203
James R. STONER, Jr.: Common Law and Liberal Theory..., op. cit., p. 55.
204
Apud The Selected Writings and Speeches of Sir Edward Coke, op. cit., Vol. One, pp. 275-276.
205
Theodore F. T. PLUCKNETT: “Bonham´s Case and Judicial Review”, op. cit., p. 35.
206
En el Year Book el texto original es el siguiente: “Ils sont ascun statutes faitz que celuy mesme
que les fist ne les voleit pas mettre en fait”. El texto impreso por Coke en francés es: “...ascuns statutes
sont faits enconter ley & droit que ceux que eux fesoient perceivant ne voilont eux mitter en execution”.
En fin, en el informe de Brownlow el texto es: “...Tregores case, that if any statutes, are made against
law and right, and so are these, which makes any man judge in his own cause...”. Apud Charles M.
GRAY: “Bonham´s Case Reviewed”, op. cit., p. 47, nota 23.
207
En análogo sentido, MacKay escribe: “It is clearly Coke´s theory, whether or not it is Herle´s”.
R. A. MacKAY: “Coke–Parliamentary Sovereignty or the Supremacy of the Law?”, op. cit., p. 223.
96 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

es, ofreciendo una prueba de la facultad de los jueces de dejar de lado los estatutos
que consideraren contrarios al common law.
Por lo demás, según Plucknett, cualquiera que leyera todas las observaciones
del Juez Herle podía ver que él no contemplaba el estatuto sujeto entonces a
discusión como un estatuto que pudiera caer dentro de la categoría a que él mismo
se estaba refiriendo. También Boudin, de modo rotundo, iba a apuntar que aquí
no hay una decisión que declare nula una ley del Parlamento, para añadir más
adelante que “Coke falsified the record in order to make it appear that the idea of
a paramount law and right, superior to the concrete law of the lawgiver was well
recognized in English jurisprudence”208. En definitiva, este primer precedente
parece hallarse lejos de ser convincente.

b´) El caso Cessavit 42

El segundo precedente es un caso anónimo impreso por Fitzherbert en su


“Compendio” (Abridgement), procedente de un Year Book inédito, e identificado
como Cessavit 42. Quien sin duda es la mayor autoridad en el estudio de estos
antecedentes, Plucknett, considera que este caso va mucho más lejos en lo que
atañe al apoyo a la tesis de Coke de lo que lo hace el Tregor´s case, y ello no obstante
el hecho de que en el Graunde Abridgement de Fitzherbert este caso no ocupa sino
dos líneas y no muy inteligibles, no obstante lo cual posteriores investigaciones
han ido incrementando su valor. Además, incluso en la forma en que aparece en
el texto de Fitzherbert, resulta claro que la decisión se halla en completo acuerdo
con otra de un caso anterior, Copper v. Gederings, que está recogido en actas con
mucho más detenimiento.
Sin entrar en muchos detalles, diremos que este segundo caso implicaba un
writ of cessavit formulado en el reinado de Eduardo III con base en el segundo
Estatuto de Westminster. El estatuto facultaba a un señor (lord) para formalizar
un writ de este tipo con vistas a recuperar su propiedad arrendada en caso de
que el arrendatario hubiera dejado de cumplir fielmente el servicio convenido y
de pagar los alquileres sobre la propiedad durante dos años. El texto estatutario
disponía, que el derecho de acción a través de un writ of cessavit pasaría del señor
a su heredero. En el caso en cuestión, falleció el señor y su heredero, ante el incum-
plimiento del arrendatario, presentó el writ, que sin embargo fue rechazado por el
Chief Justice Bereford con fundamento en que si la acción era admitida, algunos
principios generales del common law se verían alterados, pues de conformidad con
el common law las cantidades atrasadas debidas a su ascendiente o los servicios
debidos al mismo no pertenecían al heredero, que no tenía derecho a recibirlos.
Bereford iba a esgrimir, que si el writ se hubiera presentado mientras vivía el señor,
el arrendatario hubiera podido entregarle los atrasos y daños antes de la decisión

208
Louis B. BOUDIN: “Lord Coke and the American Doctrine of Judicial Power”, op. cit., p. 238.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 97

y mantener así su arrendamiento. Ello entrañaba, como dice Gray209, la existencia


de una suerte de contradicción (“a kind of repugnance”) entre dos cláusulas del
propio estatuto, aunque en sentido propio no había contradicción, pues ambas
disposiciones podían ser aplicadas al mismo tiempo.
Recuerda Plucknett210, que el Juez Bereford había tenido la osadía en diversas
ocasiones de incluir sus propios puntos de vista, marcadamente originales, sobre
problemas jurídicos en sus decisiones, pero en este supuesto se dio la misma
decisión medio siglo después en Cessavit 42, siendo debidamente conservada en
los Year Books como el Derecho definitivo sobre la cuestión. No se trataba pues,
de un mero capricho del juez, sino de una cadena de decisiones judiciales que
se extendía desde mediados del siglo XIV hasta los propios días de Coke. Y en
estos casos, los tribunales, claramente, habían hecho caso omiso del inequívo
significado de un texto estatutario, si bien en el informe (“report”) del caso el
estatuto no se considera nulo, sino que simplemente se ignora, lo que, según se
ha dicho211, nos sitúa ante un caso de interpretación estricta, en conformidad con
la cual el supuesto de hecho es declarado hallarse fuera del ámbito estatutario; el
estatuto no es nulo, sino tan sólo inaplicable. La alusión que Coke hará a la nulidad
será fruto de su propia cosecha doctrinal. Boudin insistiría en este dato de que no
hubo decisión declarando nula una ley del Parlamento, como también en que, en
sí mismo, el caso no dice nada acerca de que la ley en cuestión fuera contraria al
common right and reason, concluyendo con un dicho que atribuye a los abogados
de su época: “No opinion covers a multitude of sins”212.

c´) El caso Annuity 41

El tercer precedente citado por Coke es otro caso recogido por Fitzherbert,
el llamado Annuity 41213, un caso decidido durante el vigésimo séptimo año del
reinado de Enrique VI, que implicaba la interpretación y aplicación del estatuto De
Asportatis Religiosorum, también conocido como el Statute of Carlisle, promulgado
en 1307 por el Rey Eduardo I.
El texto estatutario abordaba un problema jurídico relativo a asuntos eclesiás-
ticos, que había desencadenado numerosos procesos ante los tribunales. Muchas
casas religiosas pequeñas carecían de un sello común, por lo que, llegado el caso,
contendían con el sello personal de su director. Así, inevitablemente, surgían
problemas, como por ejemplo, el de si un documento particular de conformidad
con el sello del abad era una escritura personal del propio abad o, por el contrario,

209
Charles M. GRAY: “Bonham´s Case Reviewed”, op. cit., p. 47.
210
Theodore F. T. PLUCKNETT: “Bonham´s Case...”, op. cit., p. 36.
211
R. A. MacKAY: “Coke–Parliamentary Sovereignty or...”, op. cit., p. 224.
212
Louis B. BOUDIN: “Lord Coke and the American Doctrine...”, op. cit., pp. 238-239.
213
Boudin señala que este caso es conocido como Rous vs. an Abbot, aunque también como el
Case of the Seals. Louis B. BOUDIN: “Lord Coke...”, op. cit., p. 239.
98 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

se trataba de una escritura de la corporación eclesiástica que el abad presidía,


vinculando en tal caso a toda la comunidad y no sólo al abad.
Para hacer frente a este problema, el estatuto ordenaba a todas las casas
religiosas de los Cistercienses y de los Agustinos disponer de un sello común para
sus actos corporativos y colocar tal sello bajo la custodia del prior y de los cuatro
hermanos más respetables de la comunidad, quienes habían de mantenerlo ase-
gurado, al margen del sello privado del abad, de modo tal que el abad no pudiera
usarlo sin conocimiento de la comunidad. A través de esta fórmula se pretendía
lograr que el sello conventual fuera una prueba infalible de la concurrencia de la
voluntad de la comunidad en el acto de quien estaba a su frente.
Plucknett se iba a plantear la cuestión de si una norma estatutaria de esta
naturaleza se hallaba en conflicto con el Derecho de la Iglesia214. La compatibilidad
no era clara. Por un lado, estaba la idea general de que era posible hacer una
regulación temporal especificando el modo de autenticación, pues era necesario
dar validez a los actos temporales de las comunidades espirituales o eclesiales; el
mundo jurídico necesitaba conocer con exactitud cuándo un acto era atribuible
a la corporación en su conjunto, y cuándo era tan sólo un acto atribuíble a quien
se hallaba al frente de la misma. Por el otro, una regulación de este tipo venía a
interferir con el funcionamiento interno de los cuerpos eclesiásticos, sujeto, inne-
cesario es decirlo, a la legislación canónica, que además colocaba el sello común
bajo la custodia directa del abad o de quien se hallara al frente de la comunidad, no
proporcionando un medio efectivo de asegurar la concurrencia de los miembros
de la comunidad en el acto de quien se hallaba al frente de la misma. Recuerda
Plucknett, que en 1366, en una visita a un priorato a cuyo frente había estado un
prior autocrático, el Obispo de Lichfield ordenó que el sello común se mantuviera
en una caja con tres llaves, una para el prior y las otras dos para dos canónigos
electos por la totalidad de la comunidad; ello respondía al espíritu del Estatuto de
Carlisle, pero no parece que fuera la regla normal en este tipo de comunidades.
El Estatuto podía haberse limitado a añadir a la regulación ya comentada los
actos conventuales que requerían del sello conventual, pero fue mucho más lejos,
al disponer la anulación de todos los actos formalizados cuando el sello conventual
no se mantuviese bajo la custodia del prior y de los cuatro hermanos, con lo
que se pretendía poner un freno a los abades que utilizaban el sello conventual
sin conocimiento de la comunidad. Tal disposición era obviamente de difícil
cumplimiento, a menos que existiera una estrecha cooperación de la Iglesia.
La aludida dificultad se puso formalmente de manifiesto en 1449, en el caso
que nos ocupa, que se originó al recurrir un convento al estatuto en cuestión para
requerir la anulación de una escritura que hacía recaer sobre la comunidad el
pago de una renta anual, con base en que al tiempo en que la escritura se hizo, el
abad entonces al frente de la comunidad no había mantenido el sello común bajo

214
Theodore F. T. PLUCKNETT: “Bonham´s Case and Judicial Review”, op. cit., pp. 37-38.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 99

la custodia estatutariamente prevista. El tribunal consideró, sin embargo, que


la escritura cuestionada era válida, sin atender a las disposiciones estatutarias.
La argumentación del tribunal fue doble. Por un lado, consideró la imposi-
bilidad de cumplir lo requerido por el estatuto, pues si el sello conventual era
mantenido bajo la custodia del prior y de cuatro hermanos, el Abad, que era el
miembro superior de la comunidad, se veía imposibilitado de utilizarlo. Por otro,
con un argumento más convincente, adujo el tribunal, que con esta disposición
estatutaria un convento podía prácticamente evitar cualquiera de los actos en que
hubiera sido parte mediante la simple alegación de que el sello conventual no se
hallaba bajo la adecuada custodia. Como señala Gray215, la falta en el estatuto era
su contradicción o su imposibilidad de cumplimiento en su sentido más simple.
En el texto manuscrito de Coke a que alude este autor, el Chief Justice habla de
un “statute void for inconvenience and impertinency”, términos que no deben
entenderse como alusivos a un fundamento más amplio que el de “repugnancy”
para la anulación de un estatuto.
Plucknett ha llamado la atención sobre varias cuestiones216. Ante todo, el
caso no parece que se cerrara con una sentencia (“judgment”), sino con una
mera resolución (“opinion”); en realidad, según Stoner217, lo que acontece es que
el “report” del caso tan sólo nos ofrece el debate de los jueces sobre la cuestión,
pero no su decisión. En segundo término, no se encuentra la palabra “void” usada
respecto del estatuto. En tercer lugar, no ha faltado quien, como Brinton Coxe,
a fines del siglo XIX, especulara (en su obra Judicial Power and Unconstitutional
Legislation) acerca de si la decisión se vio influenciada por consideraciones relati-
vas al Derecho canónico, aunque esta especulación le parece menos convincente al
Profesor de Harvard. En fin, la excusa dada por los jueces para su resolución (que
no sentencia) no será la imposibilidad de aplicar la ley, como declararía Coke. El
contraste con los casos anteriores en que los estatutos fueron dejados de lado sin
excusas y casi sin comentarios es bastante notable. También Smith218 entiende,
que la “impossibility” mencionada en este caso parecía haberse desarrollado más
como una ficción jurídica por los propios jueces que como auténtica imposibilidad
jurídica sustentada en rigurosos principios de Derecho. Todo ello ha llevado a
Plucknett a cuestionarse si este caso puede ser considerado una autoridad en la
que Coke pudiera apoyar su dictum. Boudin, de modo inequívoco, considera que
este caso carece de relevancia en cuanto a la cuestión que nos interesa219.
La escasez de los argumentos que se conocen en pro y en contra hace
arriesgado pensar que se puede llegar a reconstruir el sentir del tribunal sobre
la cuestión, todo lo cual conduce a Plucknett a concluir que el caso contiene
demasiados factores desconocidos como para ser utilizado con cierto grado de
confianza y seguridad, aunque, manifiestamente, no fuera éste el punto de vista
215
Charles M. GRAY: “Bonham´s Case Reviewed”, op. cit., p. 47.
216
Theodore F. T. PLUCKNETT: “Bonham´s Case and Judicial Review”, op. cit., pp. 39-40.
217
James R. STONER, Jr.: Common Law and Liberal Theory..., op. cit., p. 56.
218
George P. SMITH, IIº: “Dr. Bonham´s Case and the Modern Significance...”, op. cit., p. 308.
219
Louis B. BOUDIN: “Lord Coke and the American Doctrine...”, op. cit., p. 239.
100 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

predominante ni por parte de Coke ni de la mayoría de sus contemporáneos. No


puede dudarse por lo mismo que en el siglo XVII este caso fuera considerado
sin duda de ningún género un caso digno de ser tomado en consideración en la
cuestión que ahora interesa.

d´) El Strowd´s Case

Los dos últimos casos pueden reconducirse en realidad a uno, pues ambos se
refieren a la misma norma estatutaria, que se identifica como “1 Edw. VI, Chap.
14”, norma que venía referida a la confiscación de la propiedad de la Iglesia con
ocasión de la English Reformation. Coke se iba a aproximar aquí al tema desde
una perspectiva diferente. En los días de los primeros Year Books, el Rey era
“prerogative”, lo que era tanto como decir, que había un cierto punto más allá del
cual el Derecho ordinario no le era de aplicación. ¿Qué ocurría entonces si una
norma estatutaria colisionaba con la prerrogativa de la Corona?
Tal situación se originó con ocasión del amplio vuelco de títulos jurídicos
derivado de la supresión con la “Reforma” de las casas religiosas y de las cape-
llanías220. De resultas de varios estatutos, un amplio número de propiedades de
tierras pasó a manos de la Corona, permaneciendo en poder de la misma hasta
tanto eran otorgadas a determinados súbditos mediante “royal letters patent”.
Muchas de estas tierras se hallaban sujetas a complejas obligaciones e incidencias
que los estatutos intentaron resolver. Por ejemplo, muchas de estas tierras no sólo
sostenían a sus propietarios eclesiásticos, sino que también se hallaban sujetas
a diversas rentas o cargas de alquiler (“rent charges”), que se habían de pagar
a laicos que no se hallaban vinculados de ningún modo con las fundaciones
religiosas. Algunas tierras se hallaban sometidas a una peculiar carga conocida
como “rent service”, y aquí iban a surgir las complicaciones. El “rent service”
era un alquiler reservado al momento de constituir un feudo, que se debía a un
señor (“lord”) por su arrendatario en virtud de su relación feudal y de la lealtad
que la misma implicaba. No era un precio, sino más bien un servicio feudal, y el
señor podía exigirlo mediante el embargo (aun cuando no hubiera una cláusula
de embargo en el feudo que le autorizara a ello), pues aunque la tierra fuera
considerada por el arrendatario en plena propiedad, sin embargo, también se
consideraba por el señor “en servicio”, y el señor podía embargarla dentro de
su propio feudo. Innecesario es decir que cuando una tierra sujeta a este tipo de
vínculos jurídicos llegaba a manos del Rey había de sufrir un cambio. El Rey,
que era “prerogative”, no podía rebajarse a realizar servicios a ninguno de sus
súbditos. El estatuto para la supresión de las capellanías, en su esfuerzo para ser
tan justo como fuera posible, contenía una salvaguardia general de los derechos
a los alquileres (incluyendo los “rent services”) que tuvieren todas las personas en
relación con las tierras de la capellanía. Ello entrañaba un patente conflicto entre
220
Seguimos de cerca la exposición de Theodore F. T. PLUCKNETT: “Bonham´s Case...”, op. cit.,
pp. 41-42.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 101

la prerrogativa regia y los derechos salvaguardados por el estatuto, pues mientras


la primera extinguía los alquileres, el segundo los salvaguardaba.
Coke iba a mencionar unos casos acontecidos bajo el Reinado de Isabel I. El
primero era un caso anónimo fechado en 1572. El informe era tan breve como
sigue:

“Memorandum, That it was resolved by the opinion of the Court in the


Bench, That the seigniory of obit land, or chantry land, is extinct by the
possession of the King, by the act of I E. 6. (c. 14) notwithstanding the sav-
ing in the act; propter absurditatem &c221”. (Que se resolvió por la sentencia
del Tribunal, que el señorío de la tierra del obituario o de la capellanía, está
extinguido por la posesión del Rey, por la Ley de Eduardo I, no obstante la
salvedad en la ley a causa de su absurdo).

El breve informe nos sitúa ante un tipo de defecto legal que puede añadirse a
la “impertinence” o “impossibility”, la “absurdity”. La decisión no es tan radical
como pudiera parecer, pues en el “report” se explica más adelante, que incluso
extinguiéndose el arrendamiento, los “rent services” que eran parte del mismo
podían exigirse por el “lord” al Rey, al que había ido la cesión de la tierra, por
medio del embargo. Se daba así una curiosa situación. El tribunal, con gran
atrevimiento, rehusaba reconocer las expresas palabras del estatuto en favor de
los “rent services” y los declaraba rotundamente extintos, non obstante la ley, pero
lo que se llevaba con una mano lo restauraba prudentemente con la otra, pues
admitía que el antiguo señor (“the quondam lord”) todavía podía exigir su alquiler
por medio del embargo.
El segundo caso, el conocido como Strowd´s case, iba a dar una respuesta
más acorde con sus justas proporciones222. El tribunal, en pocas palabras, iba a
resolver la compleja cuestión interpretando “rent service” de modo tal que viniera
a suponer su equivalente económico, esto es “rent charge”. Este resultado, como
dice Gray223, podía explicarse por la desgana del tribunal de salvar una norma
estatutaria al precio de un principio establecido por el common law, especialmente
uno relativo a la prerrogativa regia, si bien, para MacKay224, no se trataba tanto
de un principio del common law, pues a su juicio ninguno se hallaba implicado,
sino tan sólo de un fundamento asentado en el “common sense”, pues el mero

221
Apud Theodore F. T. PLUCKNETT: “Bonham´s Case...”, op. cit., p. 43.
222
En la decisión se argumenta del siguiente modo: “If a man has lands which were once parcel of
the possessions of a chantry, and which came to the King under the Statute of Dissolution at the time
of the dissolution, and were formerly held of someone else by rent and fealty (i. e., by rent service) or
by service which is chivalry, the King´s patentee shall now hold the tenements according to the patent
(i. e., of the King) and not of the former lord and his heirs, and by the services by which they were
anciently held, save that the same rent that was formerly rent service, he shall pay as a rent charge
distrainable of common right only by the said person who was formerly lord and his heirs. And thus
was the saving in the said statute expounded by the Justices of the Common Bench”. Apud Theodore
F. T. PLUCKNETT: “Bonham´s Case...”, op. cit., p. 43.
223
Charles M. GRAY: “Bonham´s Case Reviewed”, op. cit., p. 48.
224
R. A. MacKAY: “Coke–Partliamentary Sovereignty or...”, op. cit., p. 224.
102 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

sentido común mostraba que el Rey no podía ser el servidor de un súbdito. En sus
Reports, Coke iba a argumentar del siguiente modo:

“So the Statute of I E. 6 c. 14. giveth Chauntries, &c. to the King, saving
to the Donor, &c. all such rents, services, &c. and the Common Law doth
controll it, and adjudges the same void as to services, and the Donor shall
have the Rent, as a Rentseck, distrainable of Common right, for it should
be against common right and reason that the King should hold of any, or
do service to any of his subjects, 14 Eliz. Dyer 313. and so it was adjudged
Mich. 16 & 17 Eliz. in Common Pleas in Strowd´s case. So if any Act of Par-
liament giveth to any to hold, or to have Conusans of Pleas of all manner of
pleas arising before him within his Mannor of D., yet he shall hold no plea,
to which he himself is party; for, as hath been said, iniquum est aliquem
suae rei esse judicem”225.

La decisión viene a ser idéntica a la del caso anónimo inmediatamente antes


citado, omitiendo la retórica del mismo, de lo que da prueba la supresión del
párrafo de ese otro caso “notwithstanding the saving in the act”. Ahora el tribunal
procede a interpretar el estatuto con la consecuencia que unas líneas atrás
indicamos, que, recordémoslo en pocas palabras, no es otra que la de sustituir
los “rent services” por los “rent charges”. No obstante, Coke iba a hacer aparecer
en su “report”, que el tribunal había considerado nulo el estatuto en cuestión con
base en su carácter absurdo y en la imposibilidad de su cumplimiento.
Boudin pondría de relieve226 que, como una cuestión de hecho, el tribunal,
en ambos casos, se había limitado a aplicar las previsiones del estatuto, por lo
que difícilmente podían utilizarse por Coke como precedentes en apoyo de su
dictum. ¿Por qué recurrió entonces a ellos Coke? Pues posiblemente, en lo que
hace al primero de los dos casos, por esa afirmación del tribunal de que una ley
que hiciera pagar al Rey un “rent service” no podía ser aplicada por razón de su
absurdo (“because of absurdity”). No otra había sido la posición de Plucknett,
quien había manifestado, que en ninguna parte (“nowhere”) de las actas de este
caso (el Strowd´s case) aparece el dogma de Coke de un control por el common law
con la consiguiente anulación del estatuto con base en tal fundamento227.

e´) Breve recapitulación sobre estos precedentes

Si recapitulamos sobre los cinco precedentes expuestos, aunque podrían


también circunscribirse a cuatro, dado el paralelismo de los dos últimos, resulta
evidente que el Tregor´s case demuestra muy poco, por no decir que nada, respecto
a la supuesta enunciación en el pasaje que nos ocupa de una teoría de la judicial

225
Apud The Selected Writings and Speeches of Sir Edward Coke, op. cit., Vol. One, p. 277.
226
Louis B. BOUDIN: “Lord Coke and the American Doctrine...”, op. cit., p. 241.
227
Theodore F. T. PLUCKNETT: “Bonham´s Case...”, op. cit., p. 44.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 103

review; distinto sería si reconducimos el dictum de Coke al marco de la interpreta-


ción, pues no cabe olvidar que la declaración del Juez Herle en el Tregor´s case se
sitúa en el curso de un debate sobre la interpretación de un estatuto. Ahora bien,
tampoco conviene echar en el olvido un aspecto al que se refiriera Corwin228: tras
la reflexión del Juez Herle subyacía la idea, en absoluto despreciable, de que el
propio cuerpo legislativo reconocía la fuerza vinculante y anulatoria (“the binding
and invalidating force”) de principios externos al acto legislativo.
El caso Cessavit 42 es, por el contrario, un sólido precedente para el argu-
mento que ahora nos interesa de Coke. Para Plucknett, es sin duda el más claro
precedente, aunque no falta quien, como Stoner229, considera que este caso recibe
en las manos de Coke una interpretación más limitada que la que le atribuye
teóricamente el Profesor de Harvard, pues el Chief Justice consideró que la ley fue
anulada tan sólo en cuanto al punto que se hallaba particularmente cuestionado
(el derecho de los herederos a conseguir una cierta recuperación de los atrasos
debidos a su antecesor), por lo que el propio Stoner entiende que es probable que
Coke estuviera reconociendo a los jueces tan sólo la facultad de exceptuar de los
términos generales de un estatuto una situación en la que una máxima del com-
mon law resultara violada, y no hay razón para excluir que esto pueda considerarse
dentro de las reglas de la interpretación estatutaria. Frente a tal interpretación,
Boyer considera230 que el caso Cessavit 42 es el único precedente que firmemente
apoyaba a Coke. Los Year Books nos situaban con toda claridad ante un caso que
se remontaba tres siglos atrás en el que el tribunal había rehusado permitir a un
demandante mantener una acción que el estatuto en cuestión permitía, lo que
entrañaba que los common-law judges habían rehusado dar pleno efecto jurídico
al texto de un estatuto en vigor.
En cuanto al caso Annuity 41, Smith231 lo considera de poca importancia a cau-
sa de la extrema arbitrariedad del tribunal, al basar su decisión en la imposibilidad
legal de cumplimiento del estatuto, opinión ciertamente discutible, mientras que
Plucknett, más matizadamente, señala que aunque se había contemplado como
un caso sólido, de hecho, es de un significado dudoso232. En lo que se refiere al
Strowd´s case y al caso anónimo parejo, no ofrecen un fundamento que refuerce
la premisa básica de Coke. Boudin ha sido sin duda el más ácido y radical de
quienes se han pronunciado al respecto, al concluir que los muchos casos alegados
por Coke como fundamento histórico de su dictum han quedado reducidos
exactamente a la nada (“the many cases have dwindled to exactly nothing”)233.
Enjuiciados de un modo similar al expuesto, algo que tampoco suscita un pací-
fico acuerdo doctrinal, podría decirse que, desde la visión de Plucknett, que viene

228
Edward S. CORWIN: “The <Higher Law> Background of American Constitutional Law” (II),
op. cit., p. 372.
229
James R. STONER, Jr.: Common Law and Liberal Theory..., op. cit., p. 57.
230
Allen Dillard BOYER: “<Understanding, Authority, and Will>...”, op. cit., p. 84.
231
George P. SMITH, IIº: “Dr. Bonham´s Case and the Modern Significance...”, op. cit., p. 310.
232
Theodore F. T. PLUCKNETT: “Bonham´s Case...”, op. cit., pp. 44-45.
233
Louis B. BOUDIN: “Lord Coke and the American Doctrine...”, op. cit., p. 242.
104 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

a atribuir a Coke la paternidad de una cierta teoría política de la judicial review,


estos casos supusieron que Coke presentara a sus colegas tan sólo dos precedentes
reseñables, uno claro e indiscutible y otro con puntos de evidente debilidad,
aunque no desde luego meridianamente obvios. Sin embargo, si aplicamos una
perspectiva moderna al problema y hacemos uso de fuentes que en su momento
no eran utilizables, el resultado, según admite el propio Plucknett234, es más bien
diferente, y ello por cuanto, aunque los hechos alegados por el Chief Justice aún
pueden ser confirmados por los Year Books nuevamente publicados, la teoría que,
siempre según Plucknett, él consideraba como sustento de su fundamento jurídico
debe más bien atribuirse a su propio pensamiento político antes que al de sus
predecesores medievales en el Common Bench. Dicho de otro modo, el eminente
Profesor de Harvard termina reconociendo que los precedentes jurisprudenciales
mencionados en el Bonham´s case no otorgan un sustento suficiente para que el
Chief Justice busque en ellos apoyo para su supuesta doctrina de la judicial review.
Por el contrario, si como acaba de decirse estos precedentes se contemplan desde
la óptica del establecimiento por Coke de un canon de la interpretación estatutaria,
su significación podría cambiar en alguna medida.
En cualquier caso, no puede por menos de destacarse, que en la Edad Media
(hacia el siglo XIII aproximadamente) el principio germánico de que el Estado se
hallaba vinculado a actuar de conformidad con la ley desembocó en la visión de la
ley positiva como una criatura del soberano. Pero como recuerda el gran Roscoe
Pound235, no cabe olvidar que todos los soberanos, no sólo los del Continente,
se hallaban sujetos al natural law, y las normas legales que emanaban de ellos
y se situaban en conflicto con el mismo, eran simplemente nulas. A esta teoría
filosófica, puesta en una cierta armonía con el pensamiento teológico, le dio un
uso corriente en su Summa Theologiae Santo Tomás de Aquino, y el propio Decano
de Harvard estima que los dos precedentes del reinado de Eduardo III aportados
por Coke en el Bonham´s case podrían responder a esa idea de que una ley del
Parlamento contraria al natural law, o lo que es igual, por lo menos en Inglaterra, a
the law of reason, en definitiva, una ley contraria al common right and reason había
de considerase nula. Dicho esto, el propio autor considera sin embargo bastante
claro, que esos precedentes difícilmente podían concebirse como un intento de
poner en práctica esa teoría teológico-filosófica.
Si se atiende ahora a la utilización en estos precedentes de algunas expresiones
significativas, y nos referimos en primer término al empleo de la frase common
right and reason, en el caso atinente al writ of cessavit y en el Strowd´s case, lo
primero que parece poder intuirse de su significado es que en ambas decisiones
el elemento prevalente fue el “common sense” de los jueces. MacKay considera
asimismo digno de mención236, la utilización de los términos “adjudge” y “void” en
algunos de los precedentes, si bien en ninguno de ellos pueda sostenerse que tales

234
Theodore F. T. PLUCKNETT: “Bonham´s Case...”, op. cit., p. 45.
235
Roscoe POUND: “Common law and legislation”, en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Vol.
XXI, 1907-1908, pp. 383 y ss.; en concreto, pp. 390-391.
236
R. A. MacKAY: “Coke–Parliamentary Sovereignty or...”, op. cit., pp. 224-225.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 105

términos presenten un significado moderno. Dicho de otro modo, decidir una ley
nula del mismo modo que la Supreme Court declara una ley inconstitucional y por
lo tanto nula y sin efecto, es declararla inoperativa, pero sólo en un caso podría
esto haberse hecho realidad, en concreto, en el Annuity case, donde el estatuto
era declarado nulo, no porque contrariara a una ley superior, sino porque era de
imposible cumplimiento. Los casos restantes se deciden más bien con base en una
interpretación estricta de los estatutos aplicables.
En resumen, los precedentes jurisprudenciales expuestos no terminan de
ofrecer de modo determinante un soporte en el que fundamentar que en su célebre
dictum Coke estaba sentando la doctrina de la judicial review tal y como iba a
ser entendida tiempo después en los Estados Unidos. Incluso, en cierta medida,
alguno de ellos podría servir de apoyo para la tesis de que Coke estaba formulando
una máxima de la interpretación estatutaria. No creemos, en definitiva, que sean
realmente decisivos en favor o en contra de ninguna de las posiciones interpreta-
tivas que hay en juego.

f´) Otros posicionamientos significativos de Coke al margen


del Bonham´s Case, aunque en relación con su dictum

I. Al margen ya del valor que pueda dársele a los precedentes jurisprudenciales


citados por Coke en su sentencia, de lo que no puede caber duda es de que el Chief
Justice pensaba que los estatutos podían ser ilegales. Lo iba a dejar meridiana-
mente claro en su explicación de la respuesta dada por los jueces al Rey sobre
la cuestión del derecho de la Corona a hacer leyes a través de lo que se conocía
como Proclamations (Proclamas o Bandos)237. Recordemos marginalmente, que
el Rey Jaime I abusó notablemente de su facultad de emitir este tipo de Bandos o
Proclamas, que iba a utilizar para crear nuevos delitos penales. En 1610, la House
of Commons protestó ante lo que consideró un intento regio de hacer Derecho
sin su aprobación. El 23 de julio de 1610, dos semanas después de la petición
formulada por los Commons al Rey, éste esbozó una primera contestación,
añadiendo que remitiría la cuestión a su Privy Council y a los jueces, lo que no
era un procedimiento inusual. En octubre de ese año, el Rey procedió entonces a
consultar al Chief Justice Coke acerca de la extensión del poder real. Coke buscó
tener una conferencia con sus colegas los jueces a fin de conocer su opinión, y
después formular una respuesta razonada; sin embargo, las presiones del Lord
Canciller (que sostenía que ya que cada precedente tenía su inicio, ello aconsejaría
a los jueces mantener el poder y la prerrogativa regias en aquellas situaciones en
que ninguna autoridad o precedente existiera, debiendo confiar en tales supuestos
en el juicio del monarca en cuanto a la decisión de lo que convenía en el caso) le
llevaron a formular una suerte de advisory opinion, de conformidad con la cual, en

237
“Proclamations”, en Part Twelve of the Reports. Puede verse en The Selected Writings and Speeches
of Sir Edward Coke, op. cit., Vol. One, pp. 486-490. Las citas específicas que hacemos pueden verse en
pp. 488 (la primera) y 489 (la segunda y la tercera).
106 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

síntesis, el Rey no podía cambiar ninguna parte del common law ni crear ningún
delito a través de una proclamation, sin la previa intervención y aprobación del
Parlamento.
En sus Reports Coke se iba a hacer lógicamente eco de las Proclamations,
recogiendo unas notas de su propia intervención ante el Privy Council al hilo del
informe buscado por el Rey y su Consejo sobre la autoridad del Monarca para
dictar Bandos (Proclamations) para restringir la construcción en la ciudad de
Londres o regular el comercio del almidón. Enormemente significativas eran al
efecto las siguientes afirmaciones de Coke:

“(T)he King by his Proclamation, or other waies, cannot change any part of
the Common Law, or Statute Law, or the Customs of the Realm (....) Also
the King cannot create any Offence by his Prohibition or Proclamation,
which was not an Offence before, for Ubi non est lex, ibi non est transgres-
sio, ergo, that which cannot be punished without proclamation, cannot be
punished with it”. (El Rey, a través de su Proclama o de otros modos, no
puede cambiar ninguna parte del common law o Derecho estatutario o las
costumbres del reino.... Tampoco el Rey puede crear ningún delito a través
de sus Prohibiciones o Proclamas, que no fuera un delito antes, pues donde
no hay ley no hay por lo mismo delito, porque lo que no puede castigarse
sin Proclama, no puede castigarse a través de ella).

Unas pocas líneas después, puede leerse lo que sigue:

“And as it is a grand Prerogative of the King to make Proclamation (for no


Subject can make it without authority from the King, or lawfull Custom)
upon pain of fine and imprisonment, as it is held in the 22 Hen. 8 Procl.
B. but we do finde divers Precedents of Proclamations which are utterly
against Law and reason, and for that void, for, Quae contra rationem juris
introducta sunt non debent trahi in consequentiam”. (Y es una gran prerro-
gativa del Rey hacer una Proclama –pues ningún súbdito puede hacerla sin
la autoridad del Rey o de una costumbre legal– sobre una pena de multa y
prisión, como se considera en la Proclama 22 de Enrique VIII, pero encon-
tramos diversos precedentes de Proclamas que son absolutamente contra-
rias al Derecho y la razón, y por eso nulas, pues todo lo que es pronunciado
en contra de la razón del Derecho no debe ser visto con consecuencias).

Y entre los ejemplos de Proclamations ilegales que ofrece Coke, puede men-
cionarse la siguiente muy significativa declaración:

“But 9 Hen. 4., an Act of Parliament was made, That all the Irish people
should depart the Realm, and go into Ireland before the feast of the Nativity
of the blessed Lady, upon pain of death, which was absolutely in terrorem,
and was utterly against the Law”. (Pero con Enrique IV se hizo una ley del
Parlamento con arreglo a la cual, todos los irlandeses tenían que salir del
reino e ir a Irlanda antes de la fiesta de la Natividad de la Santa Señora, bajo
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 107

pena de muerte, que era absolutamente terrorífico y fue completamente


contrario a Derecho).

Coke no dice aquí que los tribunales pudieran haber anulado la ley, pero es
significativo que él coloque esta ley entre las que menciona como Proclamas o
Bandos ilegales, no siendo sino una ley aprobada en sede parlamentaria. Parece
por lo mismo evidente que nuestro Chief Justice pretende visualizar esa ley desde
el mismo aspecto que un Bando ilegal, y en el párrafo inmediatamente antes
transcrito ya hemos podido apreciar la inequívoca posición de Coke sobre los
Bandos o Proclamas (Proclamations) contrarios a la ley y a la razón, que califica
como “void”.
En época reciente se descubrió en el British Museum una copia de un
manuscrito fechado el 26 de octubre de 1610, encabezado con el título “Certain
Resolutions Concerning Proclamations”, que aparece así como testimonio
adicional de lo expuesto por Coke en sus Reports, y que como la autora que se
ha hecho eco del mismo señala, viene a confirmar que los jueces, en lo esencial,
confirmaron las reclamaciones de la petición efectuada previamente por los
Commons, que se asentaban en que una cosa eran las proclamations hechas por
el Rey con base en su poder de prerrogativa, y otra distinta los estatutos hechos
por el Rey en Parlamento238.

II. Otro caso relevante en lo que ahora interesa es el caso Rowles v. Mason,
que tuvo lugar en 1612, dos años tan sólo después del Bonham´s case. La doctrina
coincide en vincularlo estrechamente con el Bonham´s case. Boyer es rotundo
cuando aduce239, que cualquier duda sobre las intenciones de Coke en el célebre
caso se difuminó cuando la Common Pleas que presidía se pronunció en el Rowles
case. A su vez, según MacKay240, este caso ilustra acerca de cómo la idea de la
supremacía del common law parece haber quedado adherida rápidamente en la
mente de Coke. El caso tenía que ver totalmente con un conflicto entre el common
law y una costumbre local y había pocos motivos para que Coke se introdujera en
su teoría preferida (“his pet theory”) de la supremacía del common law sobre los
estatutos, no obstante lo cual iba a hacer uso de esa pequeña oportunidad que el
caso le daba. Y así, podía pronunciar en la sentencia estas significativas palabras:

238
Esther S. COPE: “Sir Edward Coke and Proclamations, 1610”, en The American Journal of
Legal History (Am. J. Legal Hist.), Vol. 15, 1971, pp. 215 y ss.; en concreto, pp. 220-221. Esta autora
transcribe el texto de cuatro puntos encontrado en el British Museum. En el primero de los puntos se
puede leer lo que sigue: “The King in certain cases may by the laws of this realm make proclamations
as namely for the making of war and peace, the valuation of coin, to pardon offenses etc. and yet the
offenses ex consequenti are to be punished by law” (p. 221).
239
Allen Dillard BOYER: “<Understanding, Authority, and Will>...”, op. cit., p. 85.
240
R. A. MacKAY: “Coke–Parliamentary Sovereignty or the Supremacy of the Law?”, op. cit.,
p. 226.
108 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

“Fortescue and Littleton and all others are agreed that the law consists of
three parts. First, Common Law. Secondly, Statute Law, which corrects,
abridges, and explains the Common Law. The third, Custom which takes
away the Common Law: But the Common Law corrects, allows, and disal-
lows, both Statute Law and Custom, for if there be repugnancy in a statute,
or unreasonableness in Custom, the Common Law disallows and rejects it,
as appears by Dr. Bonham´s Case, and 8 Coke 27, H. 6 Annuity”. (Fortescue,
Littleton y otros están de acuerdo en que el Derecho se compone de tres
partes: la primera, el common law; la segunda, el Derecho estatutario, que
corrige, limita y explica el common law. La tercera, la costumbre, que lleva
el common law. Pero el common law corrige, permite y rechaza tanto el
Derecho estatutario como la costumbre, pues si hubiera contradicción en
un estatuto, o irracionalidad en la costumbre, el common law lo prohíbe y
rechaza, como aparece en el Bonham´s case y en el Annuity case).

Es de destacar de este párrafo, ante todo, que como puede apreciarse, contem-
pla los fundamentos del rechazo por el common law de un estatuto de modo más
estricto que en el Bonham´s case, pues aquí quedan circunscritos a la contradicción
(“repugnancy”), al margen ya de la irracionalidad, en relación a la costumbre. Es
significativo asimismo que Coke mencione conjuntamente el Bonham´s case y el
Annuity case, lo que hace pensar en que el Chief Justice pudo considerar ambos
casos desde una óptica similar, entendiendo quizá que en los dos casos la ley
había sido declarada nula, lo que, como es bastante evidente tras lo expuesto, no
dejaba de ser cuestionable. En Annuity, fue la imposibilidad de cumplimiento
del estatuto lo que desencadenó su inoperatividad, mientras que en Bonham no
cabe descartar que el tribunal, básicamente, se limitara a dar una interpretación
estricta del estatuto, aunque tampoco quepa soslayar que Coke pretendiera ir
más allá de lo puramente hermenéutico para sentar la teoría constitucional de la
judicial review. En fin, cabe señalar igualmente la alusión que en este párrafo se
hace acerca de la incidencia del Derecho estatutario sobre el common law, al que
puede corregir, limitar y explicar, al margen del rol determinante que el último
tiene sobre el primero, que tiene como gozne la “repugnancy”. La estrechísima
interconexión entre uno y otro queda así meridianamente puesta de relieve.
Boyer se ha referido a otro caso, el Mary Portington´s Case (1614), en el que,
según él, Coke hizo una sutil reivindicación del poder judicial que el Bonham´s
Case había ofrecido241. En este caso se decidió que las propiedades vinculadas –que
un estatuto de 1285, De Donis Conditionalibus, permitía, norma ésta hacia la que
Coke, supuestamente, mostraba un gran descontento, hallándose deseoso de
tener la oportunidad de reinterpretarla, aprovechándose para ello de “the equity
of the statute”242– podían ser excluidas a través del empleo de un rescate común.
Coke no declaró que el common law podía controlar los estatutos, él no anunció
que las disposiciones de la ley De Donis fueran contradictorias o nulas. Más bien,
dio pleno aliento a través de la sanción judicial a la posibilidad de escapatoria del

241
Allen Dillard BOYER: “<Understanding, Authority, and Will>...”, op. cit., p. 85.
242
Cfr. al efecto, Allen Dillard BOYER: “<Understanding, Authority, and Will>...”, op. cit., pp. 76-80.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 109

estatuto, pues cuando mostraba su aprecio por los rescates comunes, acogiéndolos
como decisivos para los derechos de los propietarios de grandes extensiones de
tierras, estaba denigrando de un equívoco modo el estatuto De Donis. Privilegiar
los rescates comunes de tierras implicaba una consideración judicial de que la ley
De Donis era contraria a la política pública.

III. Plucknett se ha ocupado también de otros dos casos significativos243, que


alega en apoyo de su tesis de que Coke defendía la doctrina de que los jueces de
common law podían ejercer una suerte de judicial review, aludida, según el propio
autor, en algunas partes de sus Reports. El primero a que se refiere es el famoso
Sheriff of Northumberland´s Case, que figura ampliamente mencionado en las
argumentaciones del Calvin´s Case (1608) y años después en Godden v. Hales.
Aunque hay una breve nota de aquel caso por parte de Coke, el tratamiento más
amplio del mismo proviene de la pluma de su gran rival, Lord Bacon, que recoge
en sus Maxims (regula XIX), máximas que aunque escritas en los años de cierre del
siglo XVI, no se publicaron hasta 1630. De esta forma, cabe dentro de lo posible
que Coke conociera este texto cuando estaba preparando la parte duodécima de
sus Reports. Refiriéndose al mencionado caso, Bacon se hace eco de la siguiente
argumentación hecha en el mismo:

“So if there be a statute made <that no sheriff shall continue in his office
above a year, and if any patent be made to the contrary it shall be void; and
if there be any clausula non obstante contained in such patent to dispense
with the present act, that such clause also shall be void>; yet nevertheless
a patent of a sheriff´s office made by the king for term of life, with a non
obstante, will be good in law, contrary to such statute which pretendeth
to exclude non obstantes: and the reason is, because it is an inseparable
prerogative of the crown to dispense with politic statutes, and of that kind;
and then the derogatory clause hurteth not”.

Como puede apreciarse, la situación abordada por Bacon (y también por


Coke) se refería al supuesto de una patente intentando dispensar la previsión de
un estatuto, aunque el propio estatuto lo prohibiera expresamente. En el Calvin´s
case encontramos mencionado este caso244, aun cuando la autoridad del caso
como precedente fuera negada muchos años después, en Godden v. Hales (1686).
Al aludir al caso, tanto Coke como Bacon se hicieron eco de cómo dos estatutos
de Eduardo III prohibían a cualquier “sheriff” ejercer el cargo durante más de un
año, “aún si su patente contuviera una cláusula non obstante esta misma ley”, y de
que Henry Pierce sostuvo que él debía ocupar su cargo de conformidad con una
patente de nombramiento como “Sheriff de Northumberland” con carácter vita-
243
Cfr. al respecto, Theodore F. T. PLUCKNETT: “Bonham´s Case and Judicial Review”, op. cit.,
pp. 46-48.
244
El Calvin´s Case o Case of the Postnati está tratado en la parte séptima de los Reports. Puede
verse en The Selected Writings and Speeches of Sir Edward Coke, op. cit., Vol. One, pp. 166 y ss.; la
mención al caso que nos ocupa en p. 199.
110 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

licio, pese a lo dispuesto por el estatuto. Plucknett alude a dos hechos relevantes
en el caso, aunque no figuraran en el informe recogido en el Year Book. El primero
era que los estatutos no contenían una disposición prohibiendo las cláusulas de
non obstante. El segundo, que esa disposición se presentaba en otro estatuto que
no era mencionado en las argumentaciones del caso, pero esta misma ley contenía
una expresa salvedad de los derechos de aquellos “sheriffs” que ocupan el cargo
con carácter vitalicio, por lo que la patente de Percy era perfectamente válida de
conformidad con ese estatuto, por lo que el supuesto tratado por Lord Bacon no
se producía realmente en este caso.
Al margen de lo anterior, cabe recordar que el tribunal se tomó un tiempo
para decidir el caso y que, finalmente, el Lord Chief Justice enunció la decisión
(compartida por todos los jueces salvo dos), con arreglo a la cual consideraba que
los Reyes de Inglaterra eran soberanos absolutos, que las leyes eran las leyes del
Rey (“the king´s laws”) y que el Rey disponía de la facultad de dispensarlas si él
veía una necesidad para ello, que el Rey era el único juez de esa necesidad, y que
ninguna ley del Parlamento podía quitarle esa facultad, que aparecía como una
verdadera prerrogativa, que este era el Derecho y que el caso de los “sheriffs” había
de decidirse de acuerdo con el mismo. La prerrogativa era indudablemente una
parte del “common law of the land”, y si el Derecho estatutario no podía alterar
el common law, entonces, seguramente la prerrogativa regia se hallaba alejada de
su alcance. La doctrina que supuestamente iba a enunciar después Coke, según
Plucknett, estaba ya con anterioridad produciendo sus frutos, por extraños que
ellos fueran245.
Otro caso que es a veces mencionado como ejemplo de limitación de los pode-
res de la legislatura es el caso The Prior of Castle Acre v. The Dean of St. Stephens.
La cuestión que aquí se suscitó fue la de que un priorato al que estaba asignado la
parroquia de una iglesia fue suprimido y conferido a la Corona por virtud de una
ley del Parlamento. ¿Se convertía por ello la Corona en párroco de la iglesia? El
Chief Justice Frowyke resumía como sigue una extensa argumentación:

“As for the other matter, whether the king can be parson by the Act of Par-
liament, as I see it, it is not a great matter to argue, for I have never seen
that a temporal man can be parson without the agreement of the Supreme
Head. And in all the cases which have been put, sc. of benefices in Wales
and beneficies which laymen have in their own use, I have seen the matter,
and the king had them by the assent and agreement of the Supreme Head.
So a temporal act without the assent of the Supreme Head cannot make
the king parson”.

245
El hecho de que esta decisión siempre fuera objeto de una severa condena con base en su
fundamentación política no debe impedir, según Plucknett, que se obscurezcan sus bases históricas y
políticas. Y a tal efecto, se puede recordar, en relación justamente a esta sentencia, la siguiente reflexión
de Brinton Coxe (en su obra publicada en 1893, Judicial Power and Unconstitutional Legislation):
“According to now prevalent American ideas, if the Constitution of England had been written, and
such a prerrogative right had been constitutional, the court ought to have done precisely what it did”.
Theodore F. T. PLUCKNETT: “Bonham´s Case...”, op. cit., p. 53.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 111

El caso es considerado de menor importancia por el hecho de que un estatuto


no podía surtir efecto en la esfera eclesiástica, lo que, según de nuevo Plucknett,
demuestra que tampoco podía surtir efecto en ninguna otra jurisdicción ajena.

d) La controvertida interpretación doctrinal del célebre dictum


de Coke en el cuarto argumento: ¿formulación de la teoría
constitucional de la judicial review o mera enunciación
de una máxima de la interpretación estatutaria?

I. Llegados aquí, vamos a retornar al trascendental cuarto argumento para el


primer fundamento de la sentencia, en el que se acoge el celebrado dictum de Coke
sobre, supuestamente, la judicial review, pasaje que ha venido siendo considerado
desde tiempo atrás, por un buen número de autores, como el acta de nacimiento
de esa doctrina de la revisión judicial de la legislación, aunque el mismo no deje de
suscitar fundadas dudas que oscurecen su verdadero significado. El pasaje plantea el
problema nuclear de la sentencia, que parece exigir optar entre dos interpretaciones.
La primera es la de que el Chief Justice pretendía decir que hay algún standard
(de Derecho natural o de una parte fundamental del common law) con el que el
Derecho estatutario debe hallarse conforme o, en su caso, ser declarado nulo por
los tribunales de common law. La segunda, la de que Coke tan sólo pretendía decir
que los estatutos que dispusieran algo especialmente absurdo, contradictorio,
perjudicial o imposible de cumplir, debían ser interpretados (si el texto dejaba algún
margen para la interpretación) estrictamente, de modo tal que vinieren a tener
un significado más conveniente. Dicho en otros términos, la opción estribaba en
discernir si el pasaje de Coke proclamaba el principio de la anulación judicial de los
estatutos que violaran el higher law o, por el contrario, se limitaba a enunciar una
máxima, un canon, de la interpretación estatutaria. En juego, pues, una tesis que
podríamos tildar de maximalista, frente a otra minimalista.
Plucknett fue el primero en pronunciarse con meridiana claridad al respecto,
en un artículo que sigue siendo un verdadero clásico de la literatura jurídico-
constitucional norteamericana. Para el eminente Profesor de Harvard, “the
solution which Coke found was in the idea of a fundamental law which limited
Crown and Parliament indifferently”246. Sin embargo, en 1911, tres lustros antes
por tanto del artículo de Plucknett, el relevante Profesor inglés Sir Frederick
Pollock declaró que no había casos en que uno pudiera encontrar que un tribunal
inglés, por un acto independiente propio, hubiera anulado, dejado de lado, una
ley del Parlamento247. Aunque es cierto que en el Bonham´s case no se hallaba en
cuestión una ley general promulgada por el Parlamento en su calidad legislativa,
pues, como ya se ha dicho, el caso giraba más bien en torno a una concesión
hecha por Enrique VIII y después confirmada en sede parlamentaria, no parece
246
Ibidem, p. 31.
247
Frederick POLLOCK: First Book of Jurisprudence, 3rd ed., 1911, p. 264. Cit. por George P. SIMTH,
IIº: “Dr. Bonham´s Case and the Modern Significance...”, op. cit., p. 304.
112 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

sin embargo que la declaración de Pollock respondiera a esta circunstancia, sino


más bien a que no consideró el Bonham´s case como un caso incardinable en tal
supuesto.
Bien distinta a la de Plucknett iba a ser la interpretación que Thorne iba a
dar del Bonham´s case, adoptando una posición que podría considerarse como el
polo alternativo a la del Profesor de Harvard. Desde hace ya cerca de un siglo, la
doctrina se mantiene frontalmente dividida a la hora de buscar el auténtico sentido
del dictum de Edward Coke. Avancemos ya que, a primera vista, podrían parecer
más sólidos los argumentos de quienes, en la línea de Thorne, circunscriben
ese sentido al propio de un mero principio interpretativo, pero agreguemos que
no creemos que tal posicionamiento sea inapelable; más aún, si analizamos el
dictum con una cierta amplitud de miras, visualizándolo más allá de las estrictas
reflexiones hechas por Coke y ubicándolo en el marco histórico al que nos vamos a
referir a renglón seguido, podemos llegar a decantarnos por la posición sustentada
por Plucknett. Ello no debe conducirnos al extremo de ver en el pronunciamiento
del Chief Justice la exacta formulación de lo que hoy visualizamos como judicial re-
view. Como se ha dicho248, sería probablemente anacrónico ver en el Dr. Bonham´s
case la conciencia del problema de la judicial review como lo apreciamos hoy.
Pero añadamos algo más. Con independencia de cuál fuera la pretensión
última de Edward Coke, lo cierto y verdad será que la interpretación que a su
dictum se dio en las colonias americanas, a las que llegó a través de los Digests y
Abridgments de su época, se iba a incardinar dentro de la teoría constitucional
de la judicial review. Y de ahí que Sherry haya podido escribir: “It seems to be
fairly widely accepted that Edward Coke was one of the primary sources of the
American institution of judicial review”249, y Schwartz haya subrayado asimismo
la fundamental contribución de Coke al constitucionalismo norteamericano, pues
al sostener la supremacía del Derecho, su doctrina fue de gran importancia para
los Founders de la República. “When they spoke of a government of laws and not
of men, they were not indulging in mere rhetorical flourish”250. Ciertamente, no se
puede olvidar la harto diferente coyuntura política de las colonias, bien reticentes
frente a un Parlamento británico considerado, no sin razón, como opresor, lo que
rápidamente posibilitó que el dictum, interpretado en el sentido expuesto, pronto
se incorporara al arsenal de armas que se acumulaban frente al Parlamento.
Antes de entrar de lleno en las diferentes interpretaciones a que el celebérrimo
dictum de Coke ha dado lugar, consideramos necesario efectuar unas consideracio-
nes previas acerca de ciertos precedentes medievales que quizá pueden contribuir
a arrojar algo de luz sobre esta controversia.

248
Louis J. JAFFE and Edith G. HENDERSON: “Judicial Review and the Rule of Law: Historical
Origins”, en The Law Quarterly Review (L. Q. Rev.), Vol. 72, July, 1956, pp. 345 y ss.; en concreto,
p. 352.
249
Suzanna SHERRY: “Natural Law in the States”, en University of Cincinnati Law Review (U. Cin.
L. Rev.), Vol. 61, 1992-1993, pp. 171 y ss.; en concreto, p. 174.
250
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court..., op. cit., p. 5.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 113

a´) Algunas consideraciones previas sobre ciertos precedentes medievales

Un pensamiento generalmente común entre los historiadores del Derecho


ingleses y aquellos norteamericanos que han estudiado el desarrollo medieval
del Derecho inglés ha sido su insistencia en la idea medieval de la supremacía del
Derecho, una idea respecto a la cual no es exagerado decir, que estuvo claramente
presente por lo menos hasta los siglos XVI y XVII. Berger recuerda al respecto251,
que la doctrina jurídica de la época consideró que el Derecho natural (the law
of nature) y la Carta Magna anulaban todas aquellas leyes que se hallaban en
conflicto con ellas, por lo que la apelación a un fundamental law frente a un texto
estatutario en contradicción con él había de considerarse como algo por entero
lógico252. Y Gough, por su parte, ha escrito que: “Fundamental laws (and Magna
Carta itself) were valued for the protection they afforded against the arbitrary
power of kings”253. No ha de dejar de atenderse al hecho de que la Carta Magna
fue bastante más que una simple reacción contra el gobierno de los Angevinos;
fue asimismo una declaración de principios acerca de la organización del Estado
feudal. Y como tal, se diseñó sobre un cuerpo común de costumbres y experiencias
que, con variantes locales, era compartido por toda Europa occidental y por los
Estados latinos de Europa oriental254. Y así, la experiencia común se encarnó en
reglas consuetudinarias y en los law-books, y se formuló asimismo en los estatutos
de aprobación parlamentaria. Especial importancia tendría a estos efectos la con-
firmación de la Magna Charta por el Parlamento inglés en 1369. En ese Parlamento
se expresó de modo específico, que era “assented and accorded that the Great
Charter and the Charter of the Forest be holden and kept in all points; and if any
Statute be made to the contrary, that shall be holden for none”255, formulación en
la que, por ejemplo, McIlwain, en su clásico libro The High Court of Parliament,
apreció una clara prueba de que la Carta Magna conformaba un Derecho no sólo
superior, sino también inalterable.
En el Derecho medieval, como corroboró Gierke, todo acto del soberano que
trasvasara los límites diseñados por el natural law era formalmente nulo y sin
efecto256. Parecen existir suficientes evidencias acerca del asentimiento que hacia

251
Raoul BERGER: “Doctor Bonham´s Case: Statutory Construction or Constitutional Theory?”, en
University of Pennsylvania Law Review (U. Pa. L. Rev.), Vol. 117, 1968-1969, pp. 521 y ss.; en concreto,
pp. 535-536.
252
No faltan, desde luego, opiniones que efectuan determinadas matizaciones; es el caso de Goebel,
quien no cree que pueda suponerse que durante la Edad Media los jueces fueran conscientes de los
aspectos constitucionales de sus actividades. Ello no obstante, Goebel admite que el período medieval
se caracterizó por una serie de ideas dominantes, y entre ellas, “the supremacy of the law”. Julius
GOEBEL, Jr.: “Constitutional History and Constitutional Law”, en Columbia Law Review (Colum. L.
Rev.), Vol. XXXVIII, 1938, pp. 555 y ss.; en concreto, p. 560.
253
J. W. GOUGH: Fundamental Law in English Constitutional History, Oxford at the Clarendon
Press, reprinted, Oxford (Great Britain), 1961, p. 65.
254
J. C. HOLT: Magna Carta, Cambridge University Press, Cambridge (Great Britain), 1992, p. 75.
255
Apud J. W. GOUGH: Fundamental Law..., op. cit., p. 15.
256
Goebel, analizando los dos grandes Abridgements del siglo XVI, cree que se pueden entresacar
justamente dos generalizaciones básicas: una, que los reyes estaban sometidos al Derecho, y la otra,
114 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

tal apreciación habrían mostrado los primeros juristas británicos. Particularísima


relevancia tiene también la apreciación del gran Holdsworth. Él iba a admitir que
aunque los juristas ingleses de la Edad Media reconocían que el Parlamento era la
suprema autoridad legislativa del Estado (“the supreme law-making authority”),
negaban que tal autoridad fuere equivalente a la omnipotencia legislativa, pues no
sólo la ley aprobada por el Parlamento era tan sólo una entre las diversas clases
de Derecho que entonces se admitían, sino que tales juristas “habrían negado, por
ejemplo, la competencia del Parlamento para aprobar una ley que contraviniera
aquellas fundamental moral rules que parecían ser una parte de ese law of nature
que la natural reason enseña a toda la humanidad”257. Y como antes se ha dicho, se
admite de modo generalizado que esta creencia de los juristas ingleses medievales
fue compartida por los juristas de los siglos XVI y XVII.
John Fortescue, al que ya nos hemos referido, en su De Laudibus Legum Angliae
(1471), iba a desempeñar un importante rol en lo que ahora importa, al remontar
el Derecho de Inglaterra a costumbres antiquísimas, anteriores incluso al tiempo
romano. Al menos desde el momento de la publicación de esta obra, los juristas
ingleses intentaron buscar el elemento de legitimidad del Derecho (no sólo de
Inglaterra) “not to reason and the knowledge of universals, but to antiquity and
usage”258. Como es bastante evidente, este planteamiento conducía a considerar
el common law mejor Derecho que el de ninguna otra nación, pues era el Derecho
más antiguo. La idea de “the ancient constitution”, que para Pocock259 entrañaba
originalmente una apelación a la fuerza vinculante de las antiguas costumbres y
una creencia en la condición inmemorial del Derecho y la Constitución, fundada
en una concepción demasiado privativa del common law y de su dogma de que
el Derecho era costumbre y la costumbre inmemorial, alcanzaría una enorme
popularidad en Inglaterra a principios del siglo XVII, y se admite por la doctrina
que Edward Coke retomó esta doctrina, dándole su más satisfactoria formulación.
“Coke´s major contribution to the political and historical development of law –ha
escrito Lewis260– lay in his insistence upon preserving the medieval idea of the
supremacy of law during an age when political speculation was tending to assert
the necessity of the supremacy of a sovereign person or body, which was above
the law”. El “mito de la antigua constitución” alcanzó en el siglo XVII su punto

que no obstante esa sujeción, para los tribunales el límite máximo de este Derecho era tan elevado,
que el rey podía moverse muy confortablemente y, a menudo, elevarse vertiginoso a unas alturas
tiránicas para los ciudadanos. Julius GOEBEL, Jr.; “Constitutional History and Constitutional Law”,
op. cit., p. 561.
257
Cit. por J. W. GOUGH: Fundamental Law..., op. cit., p. 45.
258
Apud David Martin JONES: “Sir Edward Coke and the Interpretation of Lawful Allegiance in
Seventeenth-Century England”, en Law, Liberty, and Parliament (Selected Essays on the Writings of
Sir Edward Coke), edited by Allen D. Boyer, Liberty Fund, Indianapolis, Indiana, 2004, pp. 86 y ss.;
en concreto, p. 88.
259
J. G. A. POCOCK: La Ancient Constitution y el Derecho feudal, Editorial Tecnos, Madrid, 2011,
p. 250. En el pensamiento del siglo XVIII, afirma Pocock, esta idea había perdido claramente mucho
de su carácter original.
260
John Underwood LEWIS: “Sir Edward Coke (1552-1634): His Theory of <Artificial Reason> as
a Context for Modern Basic Legal Theory”, op. cit., p. 111.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 115

álgido. Sin ir más lejos, en 1642, el Parlamentó apoyó su resistencia frente al Rey
Carlos I justamente en “the ancient constitution”.
Por supuesto, en el pensamiento jurídico británico no iban a faltar quienes,
como Thomas Smith, iban a anteponer el poder regio a cualquier otra consi-
deración. Aunque Smith, que fue “Regius Professor” de Derecho romano en
Cambridge durante el reinado de Enrique VIII, procuró en su obra más conocida,
De Republica Anglorum (1583), evitar entrar en la relación entre el Derecho
positivo y el natural law, omitiendo asimismo abordar los orígenes y el desarrollo
del common law y su relación con el Derecho positivo, en un momento dado iba a
escribir: “To be short, the prince is the life, the head, and the authority of all things
that be done in the realm of England”261. No obstante haber enfatizado en su obra
los poderes del Parlamento, Smith dejaba en ese párrafo claramente expuesta su
posición. Es bien conocido que Bodino, también el el siglo XVI, fundamentará
el poder absoluto del monarca en su derecho a dar al pueblo las leyes sin su
consentimiento262. A su entender, nadie podía por tanto resistir los mandatos del
soberano, por ilegales que los mismos pudieran considerarse desde la óptica de
un fundamental law. Innecesario es decir tras todo lo expuesto que el Rey Jaime I
compartiría en plenitud esta doctrina.
Particular relevancia ha de atribuirse a Christopher St. Germain, quien en
1523 iba publicar una conocidísima obra que ejercería notable influencia en el
siglo XVII. Nos referimos a sus Dialogues in English between a Doctor of Divinity
and a Student in the Laws of England, comúnmente llamada Doctor and Student.
En ella, nos dice Gough263, el concepto de reason ocupó el lugar del law of nature
entre los juristas ingleses de su día. Esta publicación iba a venir a probar que en
los siglos XVI y XVII, incluso antes, en la misma Edad Media, una noción acerca
de la jerarquía del Derecho no era completamente desconocida para los abogados
y juristas ingleses264. Por lo demás, la obra contiene algunas de las semillas que
posteriormente fructificarán y se desarrollarán en la teoría jurídica inglesa265, y ello
no obstante mantenerse St. Germain dentro de la tradición de la filosofía jurídica
europea del siglo XVI, que ya comenzaba a separarse de la teología romano-
católica y del método escolástico. Y así, aunque St. Germain reiterará algunas
teorías de corte tomista, también se situará en otros aspectos en la línea del teólogo
y filósofo francés Jean Gerson (1363-1429), seguidor de las innovadoras, y en su
época muy controvertidas, teorías del franciscano Guillermo de Ockham
En este diálogo, St. Germain imaginaba una conversación entre un doctor en
Teología y un estudiante del common law. El autor mostraba una versión de la
jerarquía medieval convencional del Derecho de Inglaterra en la que separaba seis

261
Apud Harold J. BERMAN: “The Origins of Historical Jurisprudence...”, op. cit., p. 1660.
262
“The main point of sovereign majesty and absolute power –escribe Bodino en su obra On
Sovereignty– consists of giving the law to subjects in general without their consent”.
263
J. W. GOUGH: Fundamental Law..., op. cit., p. 17.
264
Philip HAMBURGER: “Law and Judicial Duty”, en George Washington Law Review (Geo. Wash.
L. Rev.), Vol. 72, 2003-2004, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 9.
265
Harold J. BERMAN: “The Origins of Historical Jurisprudence...”, op. cit., p. 1659.
116 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

partes266. La primera era la ley de la razón, lo que demostraba que el concepto de


reason ocupaba el lugar de la law of nature entre los juristas ingleses de la época
en que escribe St. Germain. La ley de Dios era la segunda, siendo la tercera las
antiguas costumbres usadas en el reino (“divers general customs of old time used
through all the realm”). En el cuarto tipo St. Germain aludía a diversos principios
que venían siendo considerados en el reino como máximas jurídicas, otorgando
respecto de ellos un pleno protagonismo a los jueces (“what these are, shall always
be determined by the judges”). Las costumbres locales venían en quinto lugar,
para cerrar su enumeración con los diversos estatutos hechos por el Rey y sus
antecesores y “by the lords spiritual and temporal and the commons in divers
parliaments”267.
A esa law of reason St. Germain iba a atribuirle la más alta autoridad, lo que
deja claro cuando argumenta como sigue:

“It ought to be kept as well among Jews and Gentiles as among Christian
men.... And it is written in the heart of every man, teaching him what is to
be done and what is to be fled. And because it is written in the heart, there-
fore it may not be put away, .... and therefore against this law, prescription,
statute nor custom may not prevail. And if any be brought against it, they
be no prescriptions, statutes, nor customs, but things void and against
justice”268. (Debe mantenerse lo mismo entre los Judíos y los Gentiles que
entre los Cristianos.... Y está escrita en el corazón de cada hombre, ense-
ñándole lo que debe de hacerse y lo que debe evitarse. Y porque está escrita
en el corazón, por tanto no puede apartarse,.... y por consiguiente, contra
esta ley, no pueden prevalecer prescripciones, estatutos ni costumbres. Y si
alguna se formulara contra ella, no habrán de ser prescripciones, estatutos
ni costumbres, sino cosas nulas y contra la justicia).

Del párrafo transcrito creemos especialmente destacable el hecho de que para


St. Germain la ley superior determinaba si una inferior era legítima, y si había
un conflicto entre ellas, la inferior era nula (“void”)269. También es de reseñar
el preponderante lugar que otorga a la razón en el Derecho inglés. Con base en
todo ello, algunos comentaristas modernos iban a ver en estas ideas una base
para que los jueces revisaran la conformidad de la legislación respecto de ese
law of reason , traslación como antes se dijo de la law of nature. Los escritores de

266
J. W. GOUGH: Fundamental Law..., op. cit., p. 18.
267
Hamburger compendia los diversos tipos de leyes expuestos por St. Germain en estos cuatro: “the
lawe eternall”, “the lawe of nature” (que los ingleses, según este autor, llamaban “the lawe of reason”),
“the lawe of God” (esto es, las Sagradas Escrituras) y “the lawe of man”. Philip HAMBURGER: “Law
and Judicial Duty...”, op. cit., p. 9.
268
Apud J. W. GOUGH: Fundamental Law in English..., op. cit., p. 18.
269
Every mannes law (se puede leer en Doctor and Student) must be consonant to the law of God.
And therefore the lawes of prynces/the commaundementes of prelates/the statutes of commynalties/
ne yet the ordynaunce of the Churche is not ryghtwyse nor oblygatorye/but it be consonant to the
lawe of God”. Y más adelante escribe St. Germain, que la ley de la naturaleza, que también se conoce
como ley de la razón, al derivar de la ley eterna, que es inmutable, no puede violarse por ninguna ley
humana”. Apud Philip HAMBURGER: “Law and Judicial Duty”, op. cit., p. 10.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 117

la época anterior a Coke parecían contemplar como perfectamente factible esta


posibilidad, aun cuando, en el caso de St. Germain, no parezca visualizarla con
un especial entusiasmo.
Coke mencionará Doctor and Student como fuente de autoridad, conjuntamen-
te con Bracton y Fortescue, en un determinado pasaje del Calvin´s Case (1608),
inmediatamente después de afirmar que el jus naturale est, quod apud omnes
homines eandem habet potentiam270 (la law of nature es lo que tiene el mismo poder
entre todos los hombres), para añadir de inmediato: “And the reason hereof is, for
that God and Nature is one to all, and therefore the Law of God and Nature is one
to all”. De esta mención a los Dialogues, según Berger271, podría inferirse que Coke
iba a emplear el concepto de reason como equivalente a la law of nature, pues en la
mencionada obra de St. Germain, como antes se dijo, la law of reason iba a ocupar
el lugar de la law of nature. De esta forma, podía perfectamente asumirse en esa
época que un estatuto “against reason” equivalía a “against the law of nature”.
Si se tiene presente la tendencia del Derecho medieval que acaba de exponerse,
que llega hasta el siglo XVII, se puede entender que Coke se sintiera identificado
con esa creencia de que los tribunales podían derribar aquellos estatutos que
juzgaran ofensivos de ese fundamental law de arraigo medieval, lo que era tanto
como decir que los jueces, con su saber jurídico y profesionalidad, los considera-
ran contrarios a la razón. La referencia a St. Germain hecha por Coke dos años
antes del Bonham´s case es un punto de apoyo adicional, que no creemos pueda
verse relativizado por el hecho de que tal referencia no se encuentre en Bonham.
La primacía con que Coke contemplará a los jueces, en cuanto que ellos se
presentaban como el arquetipo de la “artificial reason”, y sus decisiones jurídicas
eran probablemente mucho más lógicas, profundas y razonadas que los textos
promulgados por las legislaturas, no será sino un argumento adicional a lo ante-
rior, y así puede comprenderse que existan autores, como Boyer, que consideren
que, en el Bonham´s case, Coke no necesitaba ninguna teoría de Derecho natural,
sino tan sólo visualizar que “judicial decisions are more likely to be considered in
greater depth, subtler and more flexible in responding to the facts of individual
cases and crafted with greater professional skill”272.

b´) La posición proclive a ver en el pasaje de Coke una


máxima de la interpretación estatutaria

I. En 1938, Thorne escribía un breve, pero enjundioso artículo, en el que


iba a rebatir la interpretación de Plucknett, al entender que, con su pasaje del
cuarto argumento, Coke no pretendía tanto llevar a cabo una revisión judicial de
la legislación aplicable cuanto establecer un simple canon de la interpretación

270
Apud The Selected Writings and Speeches of Sir Edward Coke, op. cit., Vol. One, p. 196.
271
Raoul BERGER: “Doctor Bonham´s Case: Statutory Construction...”, op. cit., p. 529.
272
Allen Dillard BOYER: “<Understanding, Authority, and Will>...”, op. cit., p. 91.
118 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

estatutaria. A partir de ese momento, se iba a abrir un debate que llega a nuestros
días y sobre el que se han vertido ríos de tinta.
En su análisis de la sentencia, Thorne considera que el cuarto argumento no
se dirige tanto a poner de relieve la separación de las dos cláusulas del estatuto
tantas veces referidas, y de resultas de la misma, la imposibilidad de sancionar
con la privación de libertad a quien ejerciera ilícitamente la práctica médica, como
hacia la facultad de multar atribuida al College y, en su caso, a la subsiguiente
prisión. Para el mencionado autor273, el argumento bien podría ser entendido así:
De igual modo que es absurdo interpretar el estatuto de modo tal que permita
sancionar a un médico que actúa durante un mes sin licencia con una multa de
100 chelines, y castigarle después con prisión por la única falta de empeñarse
en la práctica no autorizada de la medicina, esto es, castigarle dos veces por la
misma falta, es asimismo absurdo interpretarlo en el sentido de que permita al
College ser juez y parte en un proceso, en cuanto que puede imponer multas de
las que una parte de su cuantía pasan a su pecunio. Aunque el estatuto otorga
al College la facultad de multar a los médicos que practican la medicina sin la
pertinente licencia, cuando se constata que el College tiene un interés directo de
carácter pecuniario en la imposición de esas multas, y por lo mismo en la causa,
sería imposible sin incurrir en un absurdo adherirse a términos tan inequívocos.
Por lo tanto, el College no puede multar. De esta forma, la multa impuesta sobre
Thomas Bonham no estaba legalmente impuesta y, por lo tanto, la prisión que la
acompañaba se hallaba injustificada.
Así visualizado, el cuarto argumento de Coke, para Thorne, está lejos de ser
un dictum, presentándose por contra como una verdadera parte material de su
razonamiento. Dicho de otro modo, el pasaje de Coke no sería un mero obiter
dictum sino una parte integral de la argumentación encaminada a mostrar que, de
conformidad con una interpretación adecuada de las cartas patente y del estatuto
que las confirmaba, el Colegio de Médicos no poseía la facultad que pretendía. Y
aunque este argumento está expresado en términos muy amplios, no visualiza la
nulidad del estatuto a causa de un conflicto entre él y el common law, natural law
o higher law, sino simplemente el rechazo a seguir un estatuto absurdo a simple
vista. Así las cosas, Coke se estaba limitando a sentar un criterio hermenéutico de
aplicación al Derecho estatutario.
Thorne refuerza su tesis, acudiendo asimismo a la interpretación del término
“repugnancy”, (lo que se justifica por la frase de la sentencia “repugnant or
impossible to be performed”) del que recuerda que era muy familiar a los abogados
del siglo XVII274. Una “repugnancy” es una contradicción; ocurre cuando un

273
S. E. THORNE: “Dr. Bonham´s Case”, op. cit., p. 548.
274
A este respecto, recuerda Thorne, que en un tratado de la época conservado entre los documentos
de Ellesmere en la “Huntington Library”, se encuentra dicho término tratado del siguiente modo: “If
the words of a statute be contraryant or repugnant, what is there then to be said? And surelie therin
we ought to make our construction as nigh as we can so that nothing be repugnant. Yet if it cannot be
avoided, so that a repugnancy must needs be, then is the thing repugnant void”. (Si las palabras de un
estatuto fueran contraryant or repugnant, –contradictorias–¿qué debe decirse entonces? Seguramente
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 119

estatuto dispone una cosa y después, quizá por descuido, lo opuesto. Cuando nos
enfrentamos a un estatuto contradictorio (“a repugnant statute”), tenemos prime-
ramente que interpretarlo de modo tal que evitemos sus palabras (los términos
contradictorios como es obvio), pero si eso es imposible, entonces nuestro autor
se decanta por considerar buenas las primeras palabras, debiendo por el contrario
omitirse las últimas, en cuanto que son éstas las que generan una colisión por
razón de su contradicción. Enfrentado a disposiciones contradictorias, un tribunal
debe evitar en la medida de lo posible la colisión antes que dejar caer al estatuto,
y de ahí Thorne infiere su conclusión de que ”there is no conscious constitutional
problem raised here, but only one of statutory construction. We are looking at a
statute from the point of view of a judge called upon to apply it in a particular case.
Since a provision and its opposite cannot both be applied, the later contradictory
words are regarded as of no effect”275.
Proyectando su reflexión al Bonham´s case, Thorne cree que aunque no
sea técnicamente una contradicción (“a repugnancy”), desde luego un estatuto
que hace a un hombre juez de su propio caso puede equipararse a un estatuto
contradictorio, y que si no obstante esta circunstancia Coke hizo tomar forma a
su doctrina de un estatuto contrario al common right and reason, fue por razón de
los precedentes a los que aludió en la sentencia, no con base en ninguna teoría de
Derecho natural, al margen ya de considerar que el cuarto argumento se expresa
en el lenguaje de la interpretación legal276.
Por todo lo anterior, el Profesor Samuel Thorne entiende277, que cuando las
teorías sobre el fundamental law se han dejado de lado, se puede comprender
el rechazo de Coke a reconocer cualquier error sustancial en sus escritos y su
repetición del célebre pasaje del Bonham´s case, palabra por palabra, en réplica a
las cuestiones planteadas por el Rey ante él en 1617, al parecer a sugerencia, entre
otros, de Francis Bacon; podemos asimismo entender sus palabras en Rowles v.
Mason y sus últimas manifestaciones en los Institutes.

II. Diversas posiciones doctrinales más próximas en el tiempo parecen incli-


narse por la tesis de Thorne, pero, con todo, la cuestión está lejos de ser pacífica
entre la doctrina. Ya aludimos con anterioridad a Pollock, y entre la doctrina
inglesa también podemos recordar a Gough278, para quien cuando Coke hablaba de

debemos hacer nuestra interpretación tan cerca como podamos para que nada sea repugnant. Sin
embargo, si no puede evitarse, de modo que a repugnancy ha de ser necesaria, entonces la cosa
contradictoria es nula). S. E. THORNE: “Dr. Bonham´s Case”, op. cit., p. 549.
275
S. E. THORNE: “Dr. Bonham´s Case”, op. cit., p. 549.
276
Thorne (en Ibidem, p. 550) recuerda asimismo cómo dos años después del caso objeto de
análisis, en Rowles v. Mason, Coke se dio cuenta de que common right and reason y repugnancy eran
aproximadamente equivalentes. “If there is repugnancy in statute or unreasonableness in custom –se
puede leer en la sentencia– the common law disallows and rejects it, as appears in Dr. Bonham´s case”.
277
S. E. THORNE, en Ibidem, p. 551.
278
J. W. GOUGH: Fundamental Law in English Constitutional History, Oxford at the Clarendom
Press, Oxford, reprinted, 1961 (first published 1955), pp. 35-36.
120 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

“adjudging un act to be void”, no quería decir que el tribunal declarara que con esa
ley el Parlamento había ido más allá de sus facultades, sino que el tribunal debía
proceder a interpretarla estrictamente, si ello era necesario en orden a ponerla en
conformidad con esos principios de razón y justicia que se presumía subyacían a
todo el Derecho. El profesor inglés reconoce que ha existido alguna duda acerca de
lo que Coke quería significar por “repugnant”, y tras recordar que para Plucknett
ese término apenas alcanzaba a algo más que “desagradable para el tribunal”,
muestra su discrepancia al respecto, recordando que en su usual sentido jurídico
inglés tal término significa tanto como incoherente o incompatible.
Entre la reciente doctrina norteamericana, Kramer, en un artículo bien
conocido, sigue de cerca esta línea doctrinal. Para el Profesor de la “New York
University”279, los esfuerzos de Coke se dirigieron no a establecer un control
judicial respecto de un fundamental law, sino más bien a limitar el poder del Rey
frente al Parlamento. Con su dictum, Coke estaba proponiendo una regla de in-
terpretación legal de conformidad con la cual, una ley que contradijera principios
jurídicos establecidos debía interpretarse estrictamente, en ausencia de una clara
declaración para lo contrario. Conviene no olvidar al respecto, que la moderna idea
de la separación de poderes no existía y que el poder judicial estaba aún lejos de ser
percibido como algo separado y distinto, visualizándose los principales tribunales
(King´s Bench, Common Pleas y Exchequer) como adjuntos del ejecutivo, con la
sola excepción del más alto tribunal, que era el mismo Parlamento presidido por
el Rey280.
No muy distante es la posición sustentada, en un excelente artículo, por
MacKay, quien cree que, a primera vista, el pasaje de Coke (pues para este autor,
en modo alguno esta afirmación puede considerarse un obiter dictum, ya que
es una parte vital del caso) parece una afirmación directa de la existencia de un
poder muy superior (“a much greater power”) en el common law. Sin embargo,
desde el punto de vista del siglo XVI, el control ejercido por el common law sobre
el Derecho estatutario puede ser fácilmente explicado como interpretación281. Y
sobre ello volveremos más adelante. Ahora bien, MacKay efectua una matización
importante, por cuanto si Coke está tratando de justificar con su pasaje la interpre-
tación estricta del estatuto en cuestión, con ello no está intentando sustentar unos
amplios poderes discrecionales de interpretación para los tribunales, ya que la
única razón de la existencia de esta facultad es poner los estatutos en conformidad
general con el fundamental law (“to bring the statutes into general conformity with

279
Larry D. KRAMER: “We the Court” (The Supreme Court 2000 Term. Foreword), en Harvard
Law Review (Harv. L. Rev.), Vol. 115, 2001-2002, pp. 5 y ss.; en concreto, p. 25.
280
Refiriéndose a la América colonial, Bailyn, en su ya clásica obra, incidiría sobre la misma
cuestión, al poner de relieve que “the clarity of the modern assumption of a tripartite division of the
functions of government into legislative, executive and judicial powers did not exist for the colonists (the
term <legislative>, for example, was used to mean the whole of government as well as the lawmaking
branch)”. Bernard BAILYN: The Ideological Origins of the American Revolution, The Belknap Press of
Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, 13th printing, 1976, p. 71.
281
R. A. MacKAY: “Coke–Parliamentary Sovereignty or the Supremacy of the Law?”, op. cit.,
pp. 222-223.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 121

the fundamental law”), que no obstante ser un término algo vago, representa la
razón general y la justicia del Derecho antes que un cuerpo normativo definido282.
En definitiva, detrás de este derecho de interpretación un tanto discrecional de
los jueces residiría la existencia de un fundamental law, o por lo menos de unos
principios fundamentales de justicia subyacentes en el Derecho.

c´) Las matizaciones a la interpretación anterior de ciertos autores

I. Algunos sectores de la doctrina, aún siguiendo en lo básico la línea inter-


pretativa precedentemente expuesta, han establecido determinadas matizaciones,
lo que nos ha llevado a examinar sus posiciones en un epígrafe diferenciado. En
algunas de tales posiciones doctrinales lo que se trata es de romper, o al menos
intentar relativizar, la bipolaridad de esas dos interpretaciones contrapuestas.
El primero de los autores a que nos vamos a referir es Charles Gray, quien
ha tratado de soslayar el decantarse por una de las dos alternativas rígidamente
enfrentadas que se hallan en juego. Digamos ante todo, que este Profesor de la
“Chicago University” revelaba en su trabajo haber encontrado entre los manus-
critos del British Museum algún material nuevo sobre el caso, destacando un
manuscrito que, confrontado con las fuentes impresas, era capaz de afectar al
significado fundamental del mismo. A su juicio283, cuando Coke actuó como un
juez, decidiendo sobre el caso, por ningún medio defendió la doctrina de la judicial
review, ni excedió los límites de la interpretación jurídica, como tampoco excedió
los límites de relevancia en el caso. Dicho de otro modo, como presidente del Tri-
bunal, Coke se limitó en su famoso pasaje a sentar un criterio hermenéutico; Coke
tenía en mente una interpretación estricta para evitar un resultado desafortunado.
Sin embargo, como redactor del informe sobre el propio caso, Coke iba a mejorar
su propia sentencia. “Coke –escribe Gray– as reporter, reporting his own opinion
<improved> it in such a way as at least to suggest that he wanted to make claims
for something like judicial review”. Al preparar el texto del caso para su impresión,
reflexionando acerca del relevante poder y trascendencia del common law, Coke
se mostró interesado en mostrar lo máximo (“the most”) que podía hacerse a la
vista de las “autoridades”, esto es, de los precedentes, en que él había tratado de
fundamentar su pasaje. Y decidió que tales precedentes o “autoridades” podían
efectivamente apoyar una doctrina de judicial review, aunque Coke no hubiera
obviamente pensado en las consecuencias de tal doctrina284. El propio autor, al
analizar las reacciones que en su tiempo desencadenó el famoso dictum de Coke,
cree que hay evidencias que sugieren que la plasmación del mismo en sus Reports
se entendió por sus contemporáneos como “a true judicial review position”285.

282
Ibidem, p. 230.
283
Charles M. GRAY: “Bonham´s Case Reviewed”, op. cit., p. 36.
284
Ibidem, p. 49.
285
Ibidem, p. 36.
122 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

¿Qué pueden significar las discrepancias entre unos y otros informes? Gray,
no obstante su reflexión anterior, no cierra ahora ni mucho menos la respuesta,
por cuanto a su entender286, pueden no significar nada en absoluto, y es posible
continuar considerando cualquiera de las principales interpretaciones dadas a la
sentencia de Coke, como también lo es permanecer en la duda. Para el Profesor
de la Universidad de Chicago, no hay suficientes evidencias para demostrar las
interpretaciones extraidas de las expresadas discrepancias.
Michael también expresa una posición un tanto matizada, pues si por un lado
ve improbable que con su famoso pasaje Coke estuviera articulando la doctrina
americana de la judicial review, por el otro considera, que aun cuando el Chief
Justice no contemplara a los tribunales ordinarios en posesión de la autoridad
final para resolver las controversias constitucionales, los términos literales de su
dictum podían justificar la práctica americana de la judicial review287.

II. Stoner ha dedicado una notable atención al tema288, y aunque se decanta


por la tesis interpretativista, por así llamarla, creemos que mantiene una posición
que introduce un notable matiz. Aunque nos vamos a detener a continuación
en ella, anticipemos que para este autor, la celebrada declaración del Bonham´s
case, por la lógica del argumento global, encaja en un acto judicial de interpretar,
no de derribar, un estatuto (“a judicial act of interpreting, not striking down, a
statute”), y el principio que invoca impregna el caso como un todo. Sin embargo,
es difícil negar que la modestia de la forma judicial contradiga algo su más amplio
significado289. A Coke le gustaba decir que la Carta Magna era como Alejandro
Magno, magnum in parvo, esto es, una gran cosa en una pequeña forma, y Stoner
se muestra tentado de aplicar su adagio a las propias palabras pronunciadas en el
Bonham´s case. Coke estaría interpretando el estatuto, pero la máxima jurídica en
nombre de la cual lo estaría haciendo no sería un mero tecnicismo sino un gran
principio, como es el de que ningún hombre debe ser juez en su propia causa, que
en último término estaría encarnando un higher law.
En el análisis que Stoner lleva a cabo del dictum, el primer aspecto a destacar
es que Coke atribuye al common law dos poderes, utilizando quizá impropiamente
el término, sobre las leyes parlamentarias: los de controlarlas y juzgarlas (“the
common law doth controll acts of Parliament, and sometimes shall adjudge them
to be void”). “Control” es usualmente interpretado como sinónimo de “construe”
(interpretar), mientras que “adjudging void” es una expresión que se contempla
como embrionaria de la judicial review. Pero esta dicotomía de los términos
utilizados por Coke parece incorrecta. Para el Chief Justice el término void no
286
Ibidem, p. 49.
287
Helen K. MICHAEL: “The Role of Natural Law in Early American Constitutionalism: Did the
Founders Contemplate Judicial Enforcement of <Unwritten> Individual Rights?”, en North Carolina
Law Review (N. C. L. Rev.), (School of Law. The University of North Carolina at Chapel Hill), Vol. 69,
1990-1991, pp. 421 y ss.; en concreto, pp. 425-426.
288
James R. STONER, Jr.: Common Law and Liberal Theory. Coke, Hobbes..., op. cit., pp. 52-62.
289
Ibidem, p. 59.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 123

parecía implicar la rígida confrontación constitucional que hoy nos viene a la


mente; no deja de ser significativo que en dos ocasiones Coke empareje “control”
y “adjudge void”, ambas veces unidas por el conjuntivo “and”, no por el disyuntivo
“or”. De ahí que Stoner considere, que de los propios términos de la sentencia
parece desprenderse que la anulación de un estatuto es el caso extremo de la
interpretación o control, no una alternativa290.
Una segunda frase del dictum a la que se ha de prestar especial atención es
la que nos ofrece las causas por las que el common law puede controlar y anular
el Derecho estatutario: “when an Act of Parliament is against Common right and
reason, or repugnant, or impossible to be performed”. El razonamiento se hace
girar aquí, por lo general, sobre una doble distinción: entre common right and
reason, de un lado, y entre repugnancy and impossibility, de otro. Las dos clásicas
críticas del Bonham´s case provienen de Lord Ellesmere, contemporáneo de Coke
y Canciller del Rey Jaime, y de Blackstone, que ha sido considerado por algunos,
de modo un tanto sorprendente, como el sucesor de Coke. Ambos admitieron que
las leyes parlamentarias que fueran repugnant, o lo que es igual, internamente
contradictorias, o que mandaran un imposible, eran por sí mismas nulas, por lo
menos cuando todo razonable intento de proporcionar una interpretación cohe-
rente o plausible fallaba291. Lo que ni uno ni otro admitían era la autoridad sobre
los estatutos que Coke, aparentemente, demandaba para los jueces de common
law sobre la base del common right and reason, lo que trasladaba la cuestión al
significado que Coke pretendía dar a aquellos términos.
A la vista del tenor de la redacción, resulta bastante claro que Coke no preten-
día formular unas marcadas distinciones entre diferentes formas de incoherencia
en la ley. “Against common right and reason”, “inconvenient”, impertinent”,
“repugnant”, “absurd”, “impossible”, parecen todas ellas expresiones que aluden a
matices de un continuo. Podemos recordar al respecto, que en la Sección 138 de la
primera parte de sus Institutes (“Coke upon Littleton”), en la que Coke se enfrenta
a la cuestión de lo que sería inconveniente (“which would be inconvenient”) y de lo
que sería contrario a la razón (“against reason”), Coke iba a escribir lo que sigue:

“An argument drawne from an inconvenience, is forcible in Law, as


hath been observed before, and shall be often hereafter. Nihil quod est
inconveniens, est licitum. And the law that is the perfection of reason,

290
Ibidem, p. 53.
291
Recordemos que Blackstone, tras rechazar que un juez pudiera controlar una ley del Parlamento
(“... if the parliament will positively enact a thing to be done which is unreasonable, I know of no
power that can control it...”), argumentaba del siguiente modo: “But where some collateral matter
arises out of the general words, and happens to be unreasonable; there the judges are in decency to
conclude that this consequence was not foreseen by the parliament, and therefore they are at liberty
to expound the statute by equity, and only quoad hoc disregard it. Thus if an act of parliament gives
a man power to try all causes, that arise within his manor of Dale; yet, if a cause should arise in
which he himself is Party, The act is construed not to extend to that; because it is unreasonable that
any man should determine his own quarrel”. William BLACKSTONE: Commentaries on the Laws of
England (A Facsimile of the First Edition of 1765-1769), Vol. I (Of the Rights of Persons, 1765), The
University of Chicago Press, Chicago & London, edition published 2002, p. 91.
124 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

cannot suffer any thing that is inconvenient”292. (Un argumento extraído de


la inconveniencia es ilegal en Derecho, como se ha observado antes. “Nada
que sea inconveniente es legal”. Y la ley, que es la perfección de la razón,
no puede sufrir ninguna cosa que sea inconveniente).
Y refiriéndose de inmediato a lo que es “against reason”, Coke iba a
escribir un celebérrimo pasaje, que transcribimos en su integridad al
aproximarnos brevemente al pensamiento jurídico de Edward Coke, y que
por lo mismo no vamos a repetir, pero del que sí recordaremos ahora la
máxima Nihil quod est contra rationem est licitum (Nada que va contra la
razón es legal). En último término, Coke estaba equiparando el argumento
de la “inconvenience” con el de “against reason”.

Lo expuesto justificaría la visión de ese conjunto de términos como meros


matices de un continuo. Pero es que, además, en el pasaje que nos ocupa, Coke
une tres de estas expresiones con el disyuntivo “or”, lo que vendría a entrañar
que el common law actúa de modo similar en los tres casos: controla las normas
estatutarias que incurran en esos vicios y, en su caso, desencadena su nulidad.
Con ello, en modo alguno se estaría devaluando la demostrada pasión de Coke
por la precisión jurídica (de lo que podría ser un ejemplo paradigmático el ya
comentado rechazo de la pretensión de Thomas Bonham de que los graduados
universitarios fueran exceptuados de la aplicación del estatuto, que es el fruto
de la estricta interpretación jurídica cokiana), que se traduciría en que cada
caso se resolviera no con arreglo a una vieja teoría, sino de conformidad con
las reglas particulares que se están aplicando. Sin embargo, cuando lo que está
en cuestión no son las reglas jurídicas, que son muchas, sino la razón jurídica,
que es una, la precisión jurídica puede revestir un significado diferente. Y quizá
esto pueda ofrecer una explicación válida para lo que se acaba de decir. Como de
nuevo aduce Stoner293, en alusión al pensamiento jurídico norteamericano, hoy
se mantiene una notable sofisticación al distinguir las diferentes operaciones
mentales implicadas en el razonamiento jurídico, de igual modo que se abriga
una pasión por la simplificación de las reglas jurídicas. La perspectiva de Coke,
en algunos aspectos, sería justamente la inversa: él admitiría la inmensa
multiplicidad de las reglas jurídicas, pero pensaría que a través del arte del
razonamiento jurídico esas reglas podían unirse en un todo.

III. En una posición cuyos matices la aproximan bastante más a quienes


interpretan el dictum como configurador de la judicial review, que como la mera
formulación de un canon hermenéutico, se situa el más cualificado estudioso de
la judicial review, Edward Corwin. En el posiblemente más clásico trabajo sobre
los antecedentes de un higher law en el Derecho americano, este autor comienza
poniendo de relieve294, que en las célebres palabras del dictum no sólo se prefigura

292
Apud The Selected Writings and Speeches of Sir Edward Coke, op. cit., Vol. Two, p. 700.
293
James R. STONER, Jr.: Common Law and Liberal Theory..., op. cit., p. 54.
294
Edward S. CORWIN: “The <Higher Law> Background...” (II), op. cit., p. 368.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 125

la facultad que los tribunales americanos ejercen al rechazar una ley con funda-
mento en su colisión con la Constitución, sino que en ellas late asimismo el propio
test de razonabilidad (“the very test of reasonableness”), que es la última floración
(“flowering”) de esta facultad. Y en relación a lo que ahora fundamentalmente
interesa, Corwin entiende como algo seguro295, que Coke no estaba afirmando
con su dictum una simple regla de interpretación estatutaria que debiera su
fuerza a la supuesta intención del Parlamento, aunque el estatuto implicado en
el Bonham´s case fuera también interpretado desde ese punto de vista. Más allá
de ello, Coke estaba dando fuerza a una norma de Derecho superior (higher law)
que él consideraba vinculante no sólo para el Parlamento, sino también, de igual
forma, para los tribunales ordinarios. No en vano la expresión common right and
reason podía perfectamente equipararse a algo fundamental, a algo permanente,
en definitiva, a un higher law, como por lo demás vendría a corroborar la teoría
constitucional americana, que vería fáciles de encontrar tales axiomas en el propio
Digesto y en el Código de Justiniano.
En definitiva, con la salvedad de Corwin, los razonamientos que preceden
parecen poner claramente el acento en la vertiente interpretativa. Pero también
convergen en la consideración de que circunscribir el famoso pasaje a una simple
máxima de la hermenéutica estatutaria es una interpretación demasiado estricta.
Tal concepto, como de nuevo esgrime Stoner296, incluso podría haber aparecido
como ininteligible para el propio Coke, pues en él late una diferenciación entre
interpretar los estatutos y anularlos que él no admite. La cuestión decisiva para
nuestro Chief Justice, en cualquier caso planteado ante un tribunal, era la de
dilucidar cuál era la ley. El Derecho estatutario, al igual que el common law,
ayudaban a ofrecer una respuesta, pero en cada caso sería la razón especializada
del juez la que atendiera a las diferentes fuentes del Derecho a fin de descubrir
cómo respondía ese mismo Derecho a la cuestión planteada. Esto no nos conduce
ni a lo que se tilda de “jurisprudencia mecánica” (“mechanical jurisprudence”),
ni tampoco, y menos en la mentalidad de Coke, a una regla de discrecionalidad
judicial o de puro voluntarismo o capricho judicial.

d´) La posición tendente a ver en el dictum la enunciación


de la teoría constitucional de la judicial review

La posición doctrinal mayoritaria, no nos cabe duda de ello, sigue siendo la


marcada tiempo atrás por Plucknett, esto es, la que, con unos u otros matices,
ve en el dictum de Coke la enunciación de la teoría constitucional de la judicial
review. A partir de ello no faltan ciertas precisiones, ni tan siquiera posiciones más
exóticas, por así llamarlas, como la de quien, una vez admitida la paternidad de
Coke en lo que se refiere a la judicial review, procede de inmediato a descalificarla.
Paradigmática es al respecto la posición del siempre polémico Crosskey, quien tras
295
Ibidem, p. 372.
296
James R. STONER, Jr.: Common Law and Liberal Theory..., op. cit., p. 58.
126 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

admitir que el origen de la idea de la judicial review parece remontarse más que
probablemente al Bonham´s case, dada la gran autoridad que reconoce a Coke,
tilda de inmediato la idea que él anunció como una “ill-founded idea”297.
Roscoe Pound, el gran Decano de Harvard, no pareció albergar dudas acerca
de que el dictum de Coke parece ser la primera exposición acogida en los Reports
de la teoría de la inaplicación de una ley por su vulneración del natural law, o
lo que es igual, del common right and reason298. Y un profundo conocedor del
pensamiento de Coke como es Allen Boyer, no duda en afirmar que la doctrina
moderna de la judicial review localiza sus orígenes en la sentencia dictada por
Coke en el Bonham´s case299. Coke, añade en otro momento Boyer300, actuó en la
creencia de que los tribunales podían derribar los estatutos que contrariaran el
common law, o lo que es igual, aquellas normas que, con su saber, consideraran
unreasonable. Más aún, para este autor, el Bonham´s case no fue la primera
ocasión en que Coke se mostró deseoso de subordinar el derecho escrito al saber
de los jueces, pues años antes de que derribara un estatuto en el caso Bonham,
Coke había experimentado con la idea de utilizar los medios tradicionales de la
interpretación estatutaria para expandir la autoridad judicial301. En fin, para este
autor, el postscriptum que Coke añadió al final del caso para su publicación no era
en absoluto inocuo302. Con sus palabras de cierre del caso, Coke estaba queriendo
decir que él no estaba imprimiendo y publicando el caso porque fuera el primero
en explicar y aclarar el estatuto, como todo el mundo sabía, sino que él lo estaba
haciendo porque con tal sentencia derribaba (“struck down”) el estatuto, como
también todo el mundo conocía303.
Ha sido Berger quien de modo más elaborado ha defendido la tesis proclive
a ver en el pasaje de Coke la formulación de la doctrina de la anulación judicial
de los estatutos que violaran el higher law304. Para este autor, describir el pasaje
de Coke como un “canon of statutory construction” de ningún modo agota sus
consecuencias; permanece su afirmación de que una ley que haga a una parte juez
de su propia causa es contraria al common law and reason y por lo tanto nula. Esta
afirmación no está desprovista de un significado “constitucional” porque haya
sido emitida en el proceso de “interpretación”305. Es cierto, admite Berger, que si

297
William Winslow CROSSKEY: Politics and the Constitution in the History of the United States,
The University of Chicago Press, Chicago, 1953, Vol. II, p. 941.
298
Roscoe POUND: “Common law and legislation”, op. cit., p. 391.
299
Allen Dillard BOYER: “<Understanding, Authority, and Will>...”, op. cit., p. 45.
300
Ibidem, p. 85.
301
Ibidem, p. 76.
302
“And this –se puede en ese post scriptum– is the first Judgement upon the said Branch concern-
ing fine and imprisonment , which hath been given since the making of the said Charter and Acts
of Parliament, and therefore I thought it worthy to be Reported and published”. Apud The Selected
Writings and Speeches of Sir Edward Coke, op. cit., Vol. One, p. 283.
303
Allen Dillard BOYER: “<Understanding, Authority, and Will>...”, op. cit., p. 87.
304
Raoul BERGER: “Dr. Bonham´s Case”, Appendix A inserto en la obra del propio autor, Congress
v. the Supreme Court, Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, 2nd printing, 1974,
pp. 349 y ss.
305
Ibidem, p. 350.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 127

nos empeñáramos en forjar una “teoría constitucional”, estaríamos atribuyendo


a Coke un hasta ahora inimaginable (“undreamed”) intento de conceptualización,
pero con todo la vinculación de la etiqueta “interpretación” (“construction”) al
concepto germinal no comporta que el problema constitucional desaparezca.
Estrictamente hablando, Berger se arriesga a añadir, “there was no problem of
construction so far as the Fourth reason goes”.
Berger306 toma en cuenta otro comentario de Coke, realizado en el segundo
Institute, en el cual, explicando un viejo caso en el que un estatuto disponía que las
sesiones judiciales no se celebrarían sino en los condados de las partes implicadas,
expuso que se permitía un recurso judicial (un writ) para que la sesión tuviera
lugar fuera del condado, a fin de que una parte en un caso particular no fuera
a la vez juez y parte, por temor a que tuviera un derecho y no un remedio legal
otorgado frente al perjuicio cometido hacia tal derecho, pues la ley no se vería
dañada, y por eso este caso de necesidad (“this case of necessity”) queda por medio
de la interpretación exceptuado del estatuto (“is by construction excepted out of
the statute”). Si se compara esta reflexión con la que el propio Coke efectúa en el
Bonham´s case, el contraste es manifiesto, pues en este último caso el Chief Justice
evitó claramente plantear la decisión con base en la “exception by construction”.
De ahí entresaca nuestro autor que el Bonham´s case no puede explicarse en
términos de una doctrina de interpretación estatutaria (“a statutory construction
doctrine”), que Coke, por su propia exposición del caso, consideró innecesario
considerar.
Berger procede asimismo a analizar una argumentación formulada por Thorne
al margen de su clásico artículo, y con arreglo a la cual, en el caso en cuestión,
Coke no estaba queriendo poner de relieve que la previsión del estatuto era void
ab initio, sino tan sólo ineficaz (“ineffective”)307, lo que obviamente corroboraría
su interpretación proclive a ver en el pasaje tan sólo la formulación de un canon
hermenéutico. Tal consideración suscita serias dudas en Berger, por cuanto a
su juicio existe poca o ninguna prueba de que la mencionada distinción (entre
void ab initio e “ineffectiveness”) desempeñara un rol apreciable en tiempos de
Coke. Un jurista inglés del siglo XVII, y más tarde un abogado de las colonias,
podría perfectamente haber entendido sin más que lo que Coke quería decir era
que ninguna ley del Parlamento podía contravenir el fundamental law. Thorne
trae en su apoyo el hecho de que, como ya dijimos en un momento anterior, Coke
omite en el Bonham´s case toda alusión a los pasajes de Doctor and Student que

306
Ibidem, pp. 362-363.
307
Se debe entender, –argumenta Thorne– que cuando Coke dice que “in many cases the common
law will control acts of parliament”, lo que nos está diciendo es que restringirá sus palabras en
orden a alcanzar resultados lógicos, y que cuando afirma que “sometimes it will adjudge them to be
completely void”, lo que está sosteniendo es que las rechazará completamente si su modificación no
puede servir. S. E. THORNE: “Introduction”, en A Discourse upon the Exposicion & Understanding of
Statutes, edited by Samuel E. Thorne, 1942, pp. 86-87. Cit. por Raoul BERGER: “Doctor Bonham´s
Case: Statutory Construction or Constitutional Theory?”, op. cit., p. 528.
128 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

había mencionado en el Calvin´s case tan sólo dos años antes308. La omisión en
cuestión no es, sin embargo, significativa. No hay una respuesta concluyente
acerca de porqué Coke no mencionó en el Bonham´s case la célebre obra de St.
Germain, pero podría perfectamente entenderse que Coke no consideró necesario
la repetición de citas y referencias tan generalmente aceptadas en su época y de
las que él, poco tiempo antes, ya se había hecho eco.
En fin, Berger entiende309, y no le falta razón, que es inútil pensar que uno
pueda asignar a las palabras formuladas por Coke hace cuatro siglos un significado
definitivo. Los comentarios llevados a cabo por la doctrina de nuestro tiempo sobre
las palabras de Coke le parecen al citado autor ingeniosos y debatibles, y a la vista
de ello él opta por el riesgo de ser simplista, interpretando “against reason” como
se hizo por un antecesor de Coke, Christopher St. Germain, en Doctor and Student,
esto es, como algo prohibido por el Derecho natural (“the law of the nature”).
Otras posiciones doctrinales, con unos u otros argumentos, son reconducibles
a la teoría constitucional. Es el caso de Thomas Grey310, para quien los términos
de Coke en el caso que nos ocupa, indudablemente, reclaman para los tribunales
ordinarios la facultad de hacer caso omiso del claro significado de los estatutos
cuando colisionen con el common right and reason. Los estatutos que violen el
common right and reason son completamente nulos (“utterly void”), y como precisa
este autor, estos no son términos usuales en la interpretación estatutaria. De modo
similar, McGovney cree311, que el germen remoto del pensamiento que evolucionó
en la judicial review de la legislación fue traido al mundo por Sir Edward Coke con
ocasión de su sentencia en el Bonham´s case. El dictum del Chief Justice iba a reflejar
una exorbitada alabanza (“an extravagant laudation”), frecuente entre los primeros
escritores del Derecho inglés, del common law como la perfección del Derecho y la
razón. Tomado literalmente, el pasaje asume que el Parlamento no es una legislatura
ilimitada, pues carece de facultad para promulgar un estatuto contrario a los princi-
pios del common law. En similar dirección, Bowen sostiene312, que Coke aprovechó

308
En el Calvin´s case Coke había considerado que “the law of nature is part of the law of England”.
Coke se apoyó en Doctor and Student para sostener la tesis de que tal Derecho era inmutable y vino a
decir que “Parliament could not take away that protection which the law of nature giveth unto him;
and therefore notwithstanding that statute, the King may protect and pardon him”. Y como bien
sostiene Berger, aquí había un reconocimiento judicial de que “notwithstanding statute” una persona
no podía verse privada de aquellos derechos que la law of nature le garantizaba. Raoul BERGER:
“Doctor Bonham´s Case: Statutory Construction...”, op. cit., p. 529.
309
Raoul BERGER: “Dr. Bonham´s Case” (“Appendix A”), op. cit., p. 368.
310
Thomas C. GREY: “Origins of the Unwritten Constitution: Fundamental Law in American
Revolutionary Thought”, en Stanford Law Review (Stan. L. Rev.), Vol. 30, 1977-1978, pp. 843 y ss.; en
concreto, p. 856.
311
Dudley Odell McGOVNEY: “The British Origin of Judicial Review of Legislation”, en University
of Pennsylvania Law Review (U. Pa. L. Rev.), Vol. 93, 1944-1945, pp. 1 y ss.; en concreto, pp. 1-2. Coke,
añade más adelante McGovney “had set an idea loose in the world, the idea that there was a higher
law limiting legislatures and that courts in their ordinary administration of justice between man
and man had power to give judgment according to that higher law in disregard of any legislative act
inconsistent with it” (Ibidem, p. 3).
312
Catherine Drinker BOWEN: The Lion and the Throne (The Life and Times of Sir Edward Coke.
1552-1634), Hamish Hamilton, London, 1957, pp. 271-272.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 129

la ocasión que le dio el Bonham´s case para declarar que el common law se hallaba
por encima del Parlamento lo mismo que del Rey. Jaffe y Henderson han visto la
teoría de la judicial review como parte de ese sistema de ideas que Coke proyectó
frente al engrandecimiento del poder ejecutivo313. Por su parte, Black muestra su
disconformidad con quienes piensan que Coke no estaba afirmando con su dictum
un deber del tribunal de declarar las leyes nulas, recomendando a quienes así lo
crean que vuelvan a las, al parecer, nunca leídas últimas páginas de su Report del
caso, en las que establece con cuidado el procedimiento a seguir en el futuro por el
Colegio de Médicos, páginas que, según la autora, podrían encabezarse como “Rules
for Avoiding Being a Judge in your own Cause and Other Wise Precautions”314.
En fin, para Smith315, con este pasaje Coke estaba sustentando la idea de que los
tribunales permanecían por encima de todos los demás cuerpos como protectores
y encargados de hacer cumplir el fundamental law (“as the protector and enforcer
of the fundamental law”). La originalidad de la idea de Coke de un Derecho natural
superior al Derecho elaborado por el hombre no era nueva; lo que resultaba, a la
par, nuevo y radical era que a los tribunales les fuera dada la facultad y el derecho
de velar por el cumplimiento de esa superioridad del fundamental law. En eso
justamente reside la peculiar contribución de Coke a la judicial review. De esta
forma, el célebre dictum se convirtió en la fuente más importante del concepto de
judicial review.
No podemos finalizar sin poner de relieve la enorme autoridad de algunos
de los autores que se han decantado por esta línea de pensamiento. Bastaría con
recordar a Plucknett, Corwin, Pound o Berger, y también a Boyer, un reconocido
especialista en el pensamiento de Coke.

e´) Algunos aspectos colaterales a la sentencia que pueden


ofrecer pistas para la interpretación del dictum

Al igual que hemos atendido a una serie de precedentes medievales que


contribuyen a arrojar algo de luz sobre la cuestión de que venimos tratando,
nos hemos de ocupar ahora de algunos aspectos coetáneos a la sentencia, que
no obstante ser marginales a la misma, también pueden ayudar a interpretar el
dictum del Bonham´s case. En cuanto la estricta atención al pasaje de Coke no
proporciona una conclusión incontrovertible, estos otros aspectos contextuales
pueden tener cierta relevancia a la hora de buscar la interpretación de lo que Coke
pretendía realmente sostener.
Alineándonos con Stoner o con Corwin, creemos que circunscribir el celebé-
rrimo pasaje del Bonham´s case a la pura y simple formulación de una máxima

313
Louis J. JAFFE, and Edith G. HENDERSON: “Judicial Review and the Rule of Law: Historical
Origins”, op. cit., p. 348.
314
Barbara A. BLACK: “The Constitution of Empire: The Case for the Colonists”, en University of
Pennsylvania Law Review (U. Pa. L. Rev.), Vol. 124, 1975-1976, pp. 1157 y ss.; en concreto, p. 1208.
315
George P. SMITH, IIº: “Dr. Bonham´s Case and the Modern Significance...”, op. cit., pp. 310 y 313.
130 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

interpretativa no deja de ser una visión en exceso estrecha, insuficiente diríamos.


Aún admitiendo que Coke estuviera sentando un canon para la interpretación
estatutaria, creemos que, al unísono, estaba consagrando una regla de Derecho
superior (higher law) que de alguna manera vinculaba al Parlamento. A nuestro
modo de ver, la comprensión de la posición de Coke exige tomar en consideración
las relaciones generales existentes en esta época entre los tribunales y el Parlamen-
to, y aunque ya hayamos hecho algunas alusiones fragmentarias a esta cuestión,
volveremos ahora sobre ella.
En el período en que se enmarca la vida pública de Coke, el Parlamento era
un órgano supremo en cuanto órgano jurisdiccional, no habiendo sin embargo
alcanzado aún su superioridad en su calidad de órgano legislativo. Su supremacía
como tribunal de última instancia, frente al que no había apelación, le otorgaba
competencia para cambiar o revisar cualquier norma estatutaria o cualquier
principio del common law. Ello nos puede hacer comprender que en esta época lo
que se cuestionaba no era tanto si los tribunales tenían la facultad de declarar nula,
en parte o en su totalidad, una ley del Parlamento, sino qué tribunales disponían
de tal facultad. Esta divergencia de opiniones aparece claramente puesta de relieve
en la alocución de Lord Ellesmere con ocasión de la prestación de su juramento
del cargo de presidente del King´s Bench por Sir Henry Montague, que sucedió en
dicho cargo a Edward Coke, una vez éste fue cesado por el Rey. En sus palabras,
Lord Ellesmere recordaba a Montague la figura de su abuelo, un antiguo Chief
Justice de la Court of Common Pleas:

“He –diría Ellesmere– questioned not power for the Judges of this Court to
correct all misdemeanors as well extrajudicial as judicial, not to have power
to judge Statutes and Acts of Parliament to be void, if they conceived them
to be against common right and reason; but he left the King and the Parlia-
ment to judge what was common right and reason. I speak not of impos-
sibilities or direct repugnances”316. (Él no puso en duda la facultad de los
jueces de este Tribunal para corregir todas las faltas tanto extrajudiciales
como judiciales, ni para tener la facultad de decidir que los estatutos y leyes
del Parlamento son nulos, si ellos los concebían contrarios al common right
and reason, pero él dejó al Rey y al Parlamento decidir lo que era common
right and reason. Yo no hablo de imposibles o de contradicciones directas).

Esta declaración entrañaba una nada solapada crítica a Coke, antecesor


en el cargo de Montague, y a la par suponía una suerte de advertencia al nuevo
presidente para actuar de otro modo. Si al margen ya de algún otro supuesto, como
el de la contradicción, la colisión de un estatuto con el common right and reason
podía entrañar su nulidad, y sólo al Rey y al Parlamento correspondía decidir lo
que era common right and reason, parecía claro que tal declaración de nulidad tan
sólo podía hacerse por la autoridad del Rey y del Parlamento. Dicho de otro modo,
Ellesmere no estaba cuestionando tanto que un tribunal no pudiera derribar
316
Apud R. A. MacKAY: “Coke–Parliamentary Sovereignty or the Supremacy of the Law?”, op. cit.,
pp. 228-229.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 131

un estatuto por contradecir un Derecho superior; lo que cuestionaba es que lo


pudiera hacer cualquier tribunal distinto del Parlamento, que al fin y a la postre
era el supremo órgano jurisdiccional317. La objeción de Ellesmere a la doctrina
de Coke, que ha llegado a ser equiparada318 a la que el Juez Gibson formulara a
Marshall en su opinion en el caso Eakin v. Raub, da una visión de la problemática
en cuestión bien diferente.
Thorne, refiriéndose a la transcrita consideración hecha por Ellesmere, iba a
sugerir que el adjetivo “direct” (“direct repugnances”), con el que cualificaba las
contradicciones, parecía indicar que para Ellesmere la teoría de Coke iba dirigida
hacia una interpretación ampliada para incluir contradicciones indirectas, esto es,
contradicciones que no aparecían en el estatuto a primera vista319. Sin embargo,
Ellesmere dejaba al Rey y al Parlamento decidir lo que era common right and
reason; de ello excluía a los jueces, aunque les preservaba el derecho de considerar
las auténticas contradicciones. Para Berger320, esta separación entre “repugnancy”
y “right and reason” indica una preocupación hacia una diferenciación de
funciones antes que una acentuación de una definición para guiar a los jueces.
Su calificación de la contradicción como “directa” es una parte de su consejo de
no desnaturalizar el estatuto (“not to strain the statute”) o de hacer una absurda
o inadecuada interpretación (“to make an absurd or inept new construction”).
Las críticas de Lord Ellesmere se reiterarían en similar dirección en otras
diversas oportunidades. Así, refiriéndose al Bonham´s case, tal y como era recogido
en los Reports de Coke, Ellesmere, en el Earl of Oxford´s Case (1615), argumentaba
del siguiente modo:

“It seemeth, by the Lord Coke´s report.... in Dr. Bonham´s Case, That Stat-
utes are not so sacred as that the Equity of them may not be examined. For
he saith, That in many Cases the Common Law hath such a Prerogative, as
that it can controul Acts of Parliament, and adjudge them void; as if they are

317
Enormemente significativas son asimismo las siguientes reflexiones que Lord Ellesmere iba a
escribir acerca del Bonham´s case:
“derogateth much from the wisdom and power of the parliament, that when the three estates –the
King, the Lords and the Commons– have spent their labors in making a law, then shall three judges
on the bench destroy and frustrate all their points because the act agreeth not in their particular
sense with common right and reason, whereby (Coke) advanceth the reason of a particular court
above the judgment of all the realm.... For it is Magis Congruum that acts of parliament should be
corrected by the same pen that drew them, rather than to be dashed in pieces by the opinion of a few
judges”. (Derogaría gran parte del juicio y poder del Parlamento, que cuando los tres estados –el Rey,
los Lores y los Comunes– hubieran dedicado sus trabajos para hacer una ley, después tres jueces en
un tribunal destrozaran y frustraran todos sus puntos a causa de que la ley no se hallaba de acuerdo
con su particular opinión del common right and reason, por medio de la cual –Coke– adelantaba la
razón de un tribunal concreto por encima de la decisión de todo el reino.... Pues es más conveniente
que las leyes del Parlamento sean corregidas por la misma pluma que las diseñó, antes que ser hechas
pedazos por la opinión de unos pocos jueces). Apud Allen Dillard BOYER: “<Understanding, Authority,
and Will>...”, op. cit., p. 86.
318
James R. STONER, Jr.: Common Law and Liberal Theory..., op. cit., p. 60.
319
S. E. THORNE: “Dr. Bonham´s Case”, op. cit., p. 552.
320
Raoul BERGER: “Doctor Bonham´s Case: Statutory Construction...”, op. cit., p. 540.
132 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

against Common Right, or Reason, or Repugnant, or impossible to be per-


formed.... And yet our Books are, That the Acts and Statutes of Parliament
ought to be reversed by Parliament (only) and not otherwise”321. (Pareciera
por el informe de Lord Coke en el caso del Dr. Bonham, que los estatutos no
son tan sagrados como para que su equidad no pueda examinarse. Pues él
dice, que en muchos casos el common law tiene tal prerrogativa, como para
que pueda controlar las leyes del Parlamento y juzgarlas nulas, como si son
contrarias al Derecho común y a la razón, o contradictorias o imposibles
de cumplirse. Y sin embargo, nuestros libros son, que las leyes y estatutos
del Parlamento deben ser anuladas –solamente–por el Parlamento, y no de
otro modo).

A la vista de la intervenciones transcritas de Ellesmere, el pasaje del Bonham´s


case que nos viene ocupando pierde buena parte de su novedad, al aparecer esta
afirmación de la facultad de declarar una norma estatutaria nula como una
práctica arraigada en el ámbito del judiciary, difiriendo la posición de Coke frente
a la de Lord Ellesmere en que aquél la atribuía a los tribunales de common law,
mientras que éste la circunscribía al Rey y al Parlamento en cuanto supremo
órgano jurisdiccional. A su vez, en el Earl of Oxford´s Case, Ellesmere ampliaba
la crítica a la usurpación llevada a cabo por Coke al interpretar los estatutos de
conformidad con el principio de equidad y ampliando su contenido pro bono
publico frente a la letra y la intención de quienes los habían redactado. La crítica
respondía pues, no a que esa interpretación del estatuto acorde con la equity, o ese
control de su conformidad con el common right and reason no pudieran llevarse
a cabo, sino a que Coke había usurpado esa función. Como escribe MacKay,
“the statement in the Bonham case now becomes less formidable, though it still
contains the germ of a great idea”322.
Ya Corwin, tiempo atrás, había puesto de relieve esta misma circunstancia al
escribir323, que la cuestión contemporáneamente originada por el dictum no era,
como diríamos hoy, entre el poder judicial y el legislativo, sino “between the law
declaring power of the ordinary courts and the like power of the High Court of
Parliament”. Y en todo caso, la expresión common right and reason, aunque no
estuviera refiriéndose a un particular cuerpo normativo, pues más bien parecería
estar apuntando al sentido común o a la razonabilidad general de la ley, si bien
ese sentido común no era el de la razón natural sino más bien, como dijera Coke
al Rey Jaime, el de la razón artificial del Derecho, lo cierto es que también parecía
estar apuntando a un higher law, y Coke, en cierto modo, estaba dando vida con su
dictum a una norma de Derecho superior. Así las cosas, aunque pueda admitirse
que el sentido general de la expresión “adjudge an act void” no fuera equiparable
al de declarar la ley inconstitucional en el sentido que hoy se entiende, sino algo

321
Apud Raoul BERGER: “Doctor Bonham´s Case: Statutory Construction...”, op. cit., p. 541.
322
R. A. MacKAY: “Coke-Parliamentary Sovereignty or the Supremacy of the Law?”, op. cit.,
pp. 229-230.
323
Edward S. CORWIN: “The <Higher Law> Background of American Constitutional Law” (II),
op. cit., pp. 373-374.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 133

mucho más modesto, interpretar el significado de cualquier ley para que se


ajustara “to the general reason of the law”, ello no impedía, y la alocución de Lord
Ellesmere lo deja muy claro, que tal expresión avalara ir bastante más allá de lo
que presuponía una pura tarea hermenéutica.
Las alusiones que en diversos momentos, en vida de Coke y tras su fallecimien-
to, se iban a hacer al dictum del Bonham´s case parecen corroborar que el mismo
se vio como una posición que iba mucho más allá de lo meramente interpretativo,
pero a ello nos referiremos en un momento ulterior.

f´) Reflexión final

Aunque ya nos hemos venido pronunciando reiteradamente sobre el sentido


del dictum, creemos necesario efectuar unas reflexiones finales que compendien
nuestra opinión. Digamos ante todo, que es bastante dificultoso, si es que no por
entero imposible, extraer un juicio absolutamente concluyente de lo que Coke
quiso expresar en su célebre pasaje. Los argumentos de Thorne no dejan de
encerrar una notable carga de convicción. Pero incluso aunque admitiéramos que
en el pasaje late un principio de interpretación estricta atribuible a los tribunales
de la época en orden a conformar la norma estatutaria a esa idea de la justicia y
razonabilidad general del Derecho, quedarnos en el mero principio hermenéutico
creemos que resultaría por entero insuficiente. Así lo vienen a admitir varios
autores que hacen prevalecer la tesis interpretativista.
Y es que la etiqueta relativa a la interpretación no creemos que cierre el tema,
incluso si pensamos que Coke la tuvo presente. El principio nemo iudex in propria
causa encarnaba un principio superior, un higher law, y ello, inexcusablemente,
debe ser tomado en cuenta, pues Coke no estaba expresando una regla hermenéu-
tica cuya razón de ser fuera salvaguardar la supuesta intención del Parlamento,
sino más bien proteger algo fundamental, que vinculaba al propio Parlamento.
E innecesario es decir que la propia dicción del pasaje parece estar reclamando
de los tribunales algo que va más allá de una estricta interpretación estatutaria.
Si dejamos de lado el caso propiamente dicho y atendemos a otros factores, la
impresión de que Coke estaba expresando una teoría constitucional se acrecienta.
La tradición medieval a la que nos hemos referido con algún detalle creemos
que es incontrovertible en lo que se refiere a la primacía de un fundamental law.
Si recordamos de modo específico la obra Doctor and Student, mencionada por
Coke como fuente de autoridad en el Calvin´s case, tan sólo dos años anterior al
Bonham´s case, podemos pensar que Coke estaba equiparando reason con law of
nature, lo que tampoco había de ponerse en conexión exclusiva con la obra de St.
Germain, por cuanto, como ya se ha dicho, el concepto de reason iba a ocupar
entre los juristas ingleses de la época el lugar del law of nature. Y para St. Germain
era claro que la law of reason era la fuente jurídica superior y cualquier fuente
inferior en contradicción con ella había de considerarse nula.
134 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

Si atendemos a su vez al entendimiento que del dictum se tuvo en la época,


la posición de Ellesmere es bastante significativa. Su discrepancia con Coke no
residía en que hubiera llevado a cabo un control del estatuto porque ello no fuera
posible, sino en que, al hacerlo, había usurpado una función que sólo correspondía
a la High Court of Parliament. Y si valoramos el impacto y las reacciones provo-
cadas por la sentencia en los años sucesivos, objeto de un epígrafe posterior, la
idea de la teoría constitucional se refuerza, en detrimento de la tesis puramente
hermenéutica. Valga tan sólo como ejemplo un caso sobre el que después vol-
veremos con un cierto detenimiento, el caso Rouswell v. Ivory (1619), visto ante
la Chancillería, del que hay un específico documento en el British Museum. En
él, el abogado Crewe, amigo y pariente de Coke, mencionó el Bonham´s case
aduciendo, que de acuerdo con el mismo los tribunales de common law podían
anular (“overrule”) estatutos, y que el Chancellor, del mismo modo, podía anular
leyes del Parlamento (“might overrule acts of Parliament”)324. Hay que suponer
que una persona, también de profesión jurídica, tan próxima a Coke conocería
de primera mano lo que su pariente el Chief Justice quiso decir con su dictum.

e) Las diferentes opinions de los Justices

En las conclusiones de su argumentación el Chief Justice Coke iba a hacerse


eco de siete aspectos para la mejor dirección en el futuro del presidente y de la
comunidad del Royal College325: lª) A nadie puede castigarse por la práctica de
la medicina en Londres sino mediante una multa o confiscación que tiene que
establecerse por la ley. 2ª) Por cualquier práctica de la medicina inferior a un mes
no se confiscará nada. 3ª) Si cualquier persona prohibida por el estatuto infringe
la cláusula de non bene exequendo puede castigársele de acuerdo con el estatuto
dentro del plazo de un mes. 4ª) Los que deban ser encarcelados de conformidad
con el estatuto deben de serlo en el momento. 5ª) Las multas que los censores
establezcan de conformidad con el estatuto pertenecen al Rey. 6ª) Los censores
no pueden imponer una multa o encarcelar sin un acta (“record”) de ello. 7ª)
La causa por la que los censores pueden imponer la multa y la prisión debe ser
cierta, pues puede ser contradicha, ya que aunque ellos tengan las Letters Patents
y una ley del Parlamento, sin embargo, a causa de que la parte agraviada no tiene
otro remedio, ni a través de un writ of error ni de ningún otro modo, y ellos (los
censores) no han sido convertidos en jueces, ni pueden considerarse un tribunal,
sino que tan sólo tienen una autoridad de actuar, la razón de su orden de prisión
puede contradecirse mediante “an action of false imprisonment” (acción de prisión
ilegal) formalizada contra ellos.
Coke finalizará la sentencia del siguiente modo:

324
Apud Allen Dillard BOYER: “<Understanding, Authority, and Will>...”, op. cit., p. 86, nota 153.
325
Apud The Selected Writings and Speeches of Sir Edward Coke, op. cit., Vol. One, pp. 282-283.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 135

“.... in the Case at Bar, the cause of the imprisonment is traversable; for
otherwise the party grieved may be perpetually, without just cause, impris-
oned by them: But the Record of a force made by one Justice of Peace is not
traversable, because he doth it as Judge (....) And afterwards for the said two
last points, Judgement was given for the Plaintif, nullo contradicente as to
them”. (En el caso ante el tribunal, la causa de la prisión es controvertible,
pues de otro modo la parte afligida puede ser sin justa causa encarcelada
perpetuamente por ellos. Pero el acta de una decisión adoptada por un juez
de paz no es controvertible, porque él la hace como un juez (....) Y después,
para las dos últimas mencionadas cuestiones, la decisión se da en favor del
demandante, pues nada lo contradice).

La decisión, como ya se ha dicho, se iba a aprobar por una ajustada mayoría


de 3-2. Como era tradición, los jueces iban a pronunciar su opinion oralmente, en
orden ascendente de antigüedad, siendo el último en pronunciarse el Chief Justice.
Coke, Daniel y Warburton fallaron en favor de Thomas Bonham, mientras que
Foster y Walmesley fallaron en contra.
Aludiremos en primer término, de modo muy sumario, a las posiciones diver-
gentes de la mayoría. En su opinion discrepante326, el Justice Foster comenzó con-
siderando que los doctores graduados por una Universidad no se hallaban exentos
de la autoridad del Colegio de otorgar la licencia, pues no había justificación para
ir más allá de las palabras del estatuto y de interpretarlas con una intencionalidad
de excluir a los doctores universitarios, pues el estatuto utilizaba unos términos
negativos de carácter general. Un intento de reinterpretar el propósito de la ley,
buscando una prueba de ello en el propio texto legal, nos lleva a la conclusión de
que el propósito de la ley fue incluir a los doctores universitarios. Por otro lado,
la segunda parte de la ley confiere unas facultades de supervisión y punitivas
al College en términos tan generales que ha de serle reconocido al Colegio que
tiene autoridad para castigar la mera práctica de la medicina sin autorización,
al igual que la tiene en relación a otras faltas, a discreción (“at discretion”). La
única cosa que podría ayudar al Dr. Bonham sería una demostración de que a
él le fue inadecuada o arbitrariamente (“improperly or arbitrarily”) negada una
autorización para la práctica de la medicina, pero las alegaciones demuestran
que fue realmente examinado y encontrado incompetente por el Colegio, cuyos
resultados sobre cuestiones médicas son concluyentes.
En su opinion asimismo disidente, el Justice Walmesley iba a considerar que
los médicos que se habían graduado por una Universidad no se hallaban exentos
de la autorización del Colegio, lo que fundamentaba, esencialmente, en las mismas
razones dadas por Foster. Por otro lado, el estatuto otorgaba al Colegio la facultad
de decidir la prisión por la mera práctica de la medicina sin su autorización.
Adicionalmente, este Juez atendía a que Thomas Bonham se había comportado de

326
Puede verse con cierto detalle en Charles M. GRAY: “Bonham´s Case Reviewed”, op. cit.,
pp. 38-39.
136 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

un modo despreciativo hacia el College, por lo que era adecuadamente castigado


por su desacato (“contempt”).
En cuanto a los dos Jueces que se unieron a Coke para conformar la mayoría,
de sus posiciones se puede destacar algún aspecto concreto. El Justice Daniel,
como ya se dijo, consideró que un doctor por las Universidades de Oxford o
Cambridge no se veía impedido por el estatuto, sino que podía practicar la
medicina libremente en Londres o en donde quisiera, pues un College inferior
no podía examinarle cuando a él le había sido permitido con anterioridad tal
práctica a través de una mejor aprobación. Asimismo, los censores no podían
ser su propio juez para juzgar su insuficiencia. Tampoco podían ir más allá de
la sanción impuesta por el estatuto, y de acuerdo con el mismo, los censores no
podían encarcelar por la mera práctica de la medicina en Londres, sino tan sólo
por male utendo, esto es, por una práctica deficiente o inadecuada.
El Justice Warburton comenzó su opinion considerando que los doctores
graduados por las Universidades no se hallaban exentos de la autorización del
College, por las razones dadas en su opinion por Foster. Sin embargo, la prisión de
Bonham la iba a considerar ilegal. Si el College disponía de la facultad de proceder
contra quienes practicaran la medicina sin autorización, al igual que un tribunal,
se hallaba confinado a utilizar la sanción pecuniaria prescrita por el estatuto. Pero
esta institución no tiene poderes punitivos sobre la práctica sin autorización de
la medicina; el procedimiento adecuado al respecto era un pleito de castigo de
conformidad con el common law (“a penalty-suit at common law”). Bonham tenía
que ser probablemente contemplado como debiendo ser sancionado tan sólo por
una práctica sin autorización, y por eso su castigo fue injusto. Si se consideró
que debía ser castigado por desacato al College, fue sancionado con una multa no
razonable (“an unreasonable fine”), y este tribunal puede entenderlo como una
razón para considerar injusta su subsiguiente prisión.

E) El devenir ulterior en Inglaterra de la doctrina de Coke

I. Pocos autores han recibido interpretaciones tan dispares, incluso conflictivas


entre sí, como Coke, quien si por una parte ha sido considerado por buen número
de juristas norteamericanos “the father of judicial review”, con la intención de
postular una raíz judicial inglesa para la institución, por otra, los juristas ingleses
han encontrado en él la autoridad para el principio de la soberanía parlamentaria
(“parliamentary sovereignty”). Irónicamente, ambos puntos de vista han girado en
torno a los mismos puntos de referencia: los posicionamientos de Edward Coke
en su enfrentamiento con el Rey Jaime (Prohibitions del Roy) y en el Bonham´s
case. Se ha dicho327, que la causa de estas interpretaciones en conflicto es, en
parte, el oscuro estilo de Coke, quien fue un enciclopedista antes que un filósofo
del Derecho; incluso sus Reports son puzzles jurídicos y literarios, una mixtura

327
R. A. MacKAY: “Coke-Parliamentary Sovereignty or...”, op. cit., p. 215.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 137

de alegatos de abogados, decisiones judiciales y, probablemente, también de


opiniones del propio Coke. Pero por nuestra parte también creemos que la obra
de Coke no se halla exenta de ciertas contradicciones, algunas de ellas ya aludidas,
que han contribuido a su vez a potenciar esas interpretaciones enfrentadas. En
cualquier caso, ni siquiera los autores más críticos hacia Coke le niegan un lugar
relevante en la historia del Derecho inglés, quizá porque, como se ha escrito328,
sus propios errores, su voracidad carente de sentido crítico (“uncritical voracity”)
y su incoherencia son una parte de su influencia, de igual modo que lo son sus
precisas y eruditas decisiones.
Al margen ya de las diversas reacciones habidas en nuestra época, interesa
ahora aludir a cómo se recibieron en su tiempo los puntos de vista que Coke
expresó en el Bonham´s case. El notable predominio del Chief Justice en su
tiempo explica que su posicionamiento encontrara eco en los tribunales de modo
reiterado. Ciertamente, su traslado (se dice que por los influyentes manejos de
Bacon) al más dignificado, pero menos influyente, puesto de Chief Justice en el
King´s Bench pudo amortiguar su influjo. Ya hemos tenido oportunidad también
de aludir a la desaprobación que hizo Lord Ellesmere del famoso pasaje de Coke,
sintomática de que no parece que lo entendiera como una mera opción por parte
de Coke en favor de un principio de interpretación estricta, sino más bien como
la formulación de una doctrina que iba mucho más allá, la doctrina de la judicial
review. Al propio Chancellor Lord Ellesmere se ha atribuido la paternidad del grave
ataque sobre la sentencia dictada en el Bonham´s case, materializado a través de
una serie de críticas vertidas sobre algunos de los Reports de Coke que aún perma-
necían manuscritos. Además de acusar a Coke de pisotear la ley del Parlamento
de Enrique VIII, “no habiendo precedentes antes de ello, sino muchas decisiones
contra ello”, se alegaba que esto era un triunfo de él mismo, al ser acompañado
tan sólo por la opinion de un único juez en lo que atañe a la cuestión de Derecho,
pues los tres jueces restantes se hallaban en desacuerdo. Pero lo cierto es que
en el acta del caso Coke iba a mantener la concurrencia de los Justices Daniel y
Warburton, como también el apoyo extrajudicial de Sir Thomas Fleming, Chief
Justice del King´s Bench, cargo que inmediatamente después ocuparía Coke. El
Abogado Hill, en una nota manuscrita en una copia del texto redactado por Lord
Ellesmere, absuelve a Coke de la referida acusación con base en la prueba aportada
en el informe de Brownlow, que deja claro que Coke disponía en su favor de una
mayoría del tribunal en el Bonham´s case.
Es bien conocida asimismo la posición contraria de Thomas Hobbes,
contemporáneo de Coke, quien atacó duramente los Institutes sobre la base de la
consideración, que compartía con Francis Bacon, de que todas las leyes procedían
del soberano. Hobbes coincidía por tanto con la célebre apreciación de Francis
Bacon: Let the judges be lions, but lions under the throne329. Para Bacon, “los doce
Jueces del reino son como los doce leones bajo el Trono de Salomón”. Ellos han

328
Charles F. MULLETT: “Coke and the American Revolution”, op. cit., p. 458.
329
Apud Catherine Drinker BOWEN: The Lion and the Throne..., op. cit., pp. 444 y 253.
138 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

de ser leones, pero leones por debajo del trono, siendo circunspectos para no
controlar ni oponerse a ningún aspecto de la soberanía. Bacon coincidía a su vez
con Ellesmerte, para quien Rex est lex loquens, lo que, en la famosa controversia
a la que ya nos referimos con cierto detalle, era corroborado por Bancroft, el
Arzobispo de Canterbury, pues a su juicio, así lo expresaba la palabra de Dios tal
y como quedaba plasmada en las Escrituras.

II. Muy distinta iba a ser la posición de Sir Henry Hobart, Chief Justice del
Tribunal de Common Pleas, sucesor de Coke en ese cargo, quien parece haber
respaldado los puntos de vista de Coke, tomados de nuevo en su más novedoso
sentido, esto es, como punto de partida de la doctrina de la judicial review.
Plucknett330 no sólo no duda de ello, sino que considera a Hobart un inquebranta-
ble defensor del punto de vista de Coke sobre el common law (“a staunch upholder
of Coke´s view of the common law”), de lo que da buena prueba el caso Day v.
Savadge (1615).
Las declaraciones de Hobart sobre la cuestión iban a tener lugar en dos casos:
Sheffield v. Radcliffe y Day v. Savadge. En el primero, el vigoroso lenguaje de Hobart
acerca del control judicial sobre el Derecho estatutario sirve para justificar una
interpretación ya existente, a la par que ayuda a sustentar la interpretación de una
distinción en un estatuto que éste no autoriza directamente, pero que tampoco
excluye; se trata pues, esencialmente, de un caso de interpretación para resolver
una ambigüedad331. Ello no obstante, Plucknett iba a estimar332, que ya este caso
revelaba que Hobart era un concienzudo creyente (“a thorough believer”) en
la doctrina de Coke, pues no otra cosa se desprendía de la siguiente reflexión
formulada en esta sentencia:

“(I)f you ask me, then, by what rule the judges guided themselves in this
diverse exposition of the self same word and sentence? I answer, it was by
that liberty and authority that judges have over laws, especially over stat-
ute laws, according to reason and best convenience, to mould them to the
truest and best use”. (Si Usted me pregunta entonces, ¿por qué regla los
propios jueces se guiaban en su diversa exposición de la misma palabra y
párrafo?, yo respondo, que era por esa libertad y autoridad que los jueces
tienen sobre las leyes, especialmente sobre las leyes estatutarias, de con-
formidad con la razón y la mejor conveniencia, para moldearlas al mejor
y más legítimo empleo).

Coke había sostenido que el common law era fundamental, y un inevitable


corolario de este teorema era, según Plucknett, que la magistratura, como única
depositaria de este common law, lo contemplara por sí misma como dotado
por ello de autoridad para tratar los estatutos con la más amplia discreción. Es

330
Theodore F. T. PLUCKNETT: “Bonham´s Case and Judicial Review”, op. cit., p. 49.
331
Charles M. GRAY: “Bonham´s Case Reviewed”, op. cit., p. 51.
332
Theodore F. T. PLUCKNETT: “Bonham´s Case and Judicial Review”, op. cit., p. 50.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 139

imposible negar que la doctrina de Hobart se halla implícita en la de su predecesor


en el cargo. En cualquier caso, la doctrina científica admite de modo generalizado
que el caso Day v. Savadge iba a tener una trascendencia mucho mayor.
Los hechos del caso pueden resumirse así: Savadge, en nombre de la ciudad
de Londres, demandó ciertos derechos de embarcadero a Day, quien sostuvo que
de acuerdo con la costumbre de la ciudad él no estaba sujeto al pago de tales de-
rechos. Se suscitó así la cuestión de si tal costumbre existía y cómo podía juzgarse
su existencia. La ciudad sostuvo un antiguo privilegio que, según alegó, le había
sido confirmado por un estatuto de Ricardo II, y que autorizaba a su Secretario-
Archivero (“Recorder”) a declarar de viva voz cuáles eran las costumbres de la
ciudad, frente a lo que se objetó que tal procedimiento haría a la ciudad juez de
su propia causa (“judge in their own cause”).
La decisión del Chief Justice Hobart trató diferentes cuestiones, y al abordar
el estatuto declaró que “even an Act of Parliament made against natural equity,
as to make a man judge in his own cause, is void in itself, for Jura naturae sunt
immutabilia and they are leges legum”333 (incluso una ley del Parlamento hecha
en contra de la equidad natural, como para hacer a un hombre juez de su propia
causa, es nula en sí misma, pues los derechos de la naturaleza son inmutables y
son ley de leyes). De esta forma, Henry de Bracton y en último término Cicerón
eran traídos en apoyo del dictum de Coke. Aquí, la alusión hecha en el Bonham´s
case a “against common right and reason” (que Hobart sustituye por la de “against
natural equity”) permanece aislada, sin verse acompañada por la referencia a la
“repugnancy”, y en cuanto a la inclusión de la frase latina, cabe recordar que ya
Coke, aunque no en el Bonham´s case, la había mencionado en el Calvin´s case,
citando la obra Doctor and Student, obra que, como ya se ha expuesto, ha sido
considerada como una discusión general en forma dialogada sobre la conformidad
con el Derecho natural de varias normas del Derecho inglés, y en el que Gray ve
una clara declaración de la literatura jurídica inglesa que parece apuntar a la
judicial review334. Es destacable asimismo, que ninguna autoridad es mencionada
en apoyo de la propuesta formulada por Hobart de que una ley del Parlamento
realizada en contra de la equidad natural es nula, cuando muy bien podía haber
hecho una referencia al dictum de Coke. Esta omisión bien podría entenderse en
el sentido de que, para Hobart, la verdad de su doctrina se hallaba por encima de
cualquier discusión, y aunque ya era posible referirse al informe de Coke sobre

333
Apud Raoul BERGER: “Dr. Bonham´s Case”, op. cit., p. 364. Asimismo, en Theodore F. T.
PLUCKNETT: “Bonham´s Case and Judicial Review”, op. cit., p. 49. Plucknett cree que esta alusión es
más bien una grave cita errónea (“serious misquotation”) de Bracton, quien había escrito que: “jura
enim naturalia dicuntur immutabilia quia non possunt ex toto abrogari vel auferri; potuit tamen eis
derogari vel detrahi in specie vel in parte”. (Ibidem, p. 49, nota 53).
334
“If there is one statement in English legal literature that seems to point to <judicial review>,
it is not Coke´s murky comments in Bonham´s case, but St. Germain (se refiere a Christopher Saint
Germain) in Doctor and student”. En esta obra se puede leer lo que sigue: “.... against this Law (of
Nature or Reason) Prescription, Statute, nor Custom may not prevail: and if any be brought in against
it, they be not Prescriptions, Statutes, nor Customs, but things void and against Justice”. Charles M.
GRAY: “Bonham´s Case Reviewed”, op. cit., p. 52.
140 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

el Bonham´s case, que se había publicado en 1611, es más que probable que la
natural cautela del Chief Justice Hobart le previniera ante la posibilidad de admitir
un tributo frente a alguien cuya fortuna ya había empezado a declinar.
En último término, no puede dejar de subrayarse que, con la afirmación
transcrita, Hobart daba un paso adelante respecto de las posiciones sustentadas
por Coke, avanzando la teoría de que cualquier acto del soberano que quebrantara
los límites impuestos por el Derecho natural era formalmente nulo. La concluyente
referencia a la inmutabilidad de las leyes de la naturaleza (jura naturae) sugiere
la creencia en la teoría de un fundamental law. Una confirmación adicional de tal
interpretación viene ofrecida por un tratado publicado en 1627 por el abogado Sir
Henry Finch, en el que declara: “It is truly said, and all men must agree, that laws
indeed repugnant to the law of reason are as well void as those that cross the law
of nature”335. Sin embargo, no faltan autores, como es el caso de Gough336, que no
creen verdaderamente necesario atribuir a Hobart más de lo que se reconoce al
propio Coke, esto es, y siempre a su juicio, un respeto por aquellos principios de
razón y justicia que debían guiar a los jueces en su tarea de interpretar y aplicar
el Derecho.

III. Otro dato relevante nos lo proporciona el caso Rouswell v. Ivory. Gray reve-
laría haber encontrado en el British Museum un manuscrito del caso Rouswell v.
Ivory, resuelto en el Tribunal de la Chancery, en el que el Bonham´s case es tomado
con bastante claridad para apoyar la anulación de estatutos por los tribunales de
common law, visualizándose como algo opuesto a la “mere strict construction”,
además ya de utilizarse como la base de un posterior argumento en el sentido
de que los tribunales de equidad (“courts of equity”) pueden del mismo modo
anular estatutos, o al menos no aplicarlos, con fundamento en la natural equity
(justamente lo alegado en Day v. Savadge), sin ninguna pretensión de que sólo
estuviera implicada una máxima propia de la interpretación estricta.
Los hechos del caso Rouswell v. Ivory son, en síntesis, los siguientes: Un
hombre legó un feudo para ser vendido en pago de ciertas deudas. Se produjo la
venta y las deudas quedaron saldadas, pero el legado fue anulado por los Estatutos
de Wills, ya que el testador ya había hecho cesión de los dos tercios de la tierra al
servicio de un caballero. Una sentencia del Tribunal de la Chancillería dio validez
a la venta. La decisión fue recurrida en revisión. El Attorney General Yelverton se
pronunció en contra de la sentencia, mientras que el Abogado Crewe se manifestó
en su favor. Particular interés presentan algunas de las reflexiones vertidas por
el último:

“I hold –aduciría Crewe– that equity may be admitted against an Act of


Parliament, and this (is) not legal equity extracted out of the act, but equity
collateral to the law of the land and higher than an act of Parliament. In

335
Apud Raoul BERGER: “Dr. Bonham´s Case”, op. cit., p. 365.
336
J. W. GOUGH: Fundamental Law in English Constitutional History, op. cit., p. 39.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 141

various cases the law will control acts of Parliament. In various cases equity
makes a breach into the rules of law, a fortiori into an act of Parliament.
Doctor Bonham´s case, Coke 8, fol. 118: the common law controls an act
of Parliament, and therefore if an act of Parliament gives a stranger (the
right) to hold cognizance of pleas arising before him in his manor of Dale,
yet he shall hold no plea in which he himself is party. Thus the statute of
1 Edward 6, ch. 14 gives chantries to the King, saving to the donor, etc.,
all such rent services, etc., and the common law controls and adjudges it
void as to the services.... And so if the common law can control, for the
same reason a statute can be controlled by equity, which is the other twin.
Equity has large extents, when e.g. it was said quod equitas est pluris quam
tota scientia juris”337. (Yo considero que la equidad puede admitirse frente
a una ley del Parlamento, y ésta no es la equidad jurídica extraída fuera de
la ley, sino la equidad paralela a la ley de la tierra, superior a la de una ley
del Parlamento. En diversos casos el Derecho controlará las leyes del Par-
lamento. En diferentes casos la equidad produce una ruptura en las reglas
de Derecho, a fortiori, en una ley del Parlamento. El caso del Dr. Bonham,
Coke 8, fol. 118: el common law controla una ley del Parlamento, y por eso
si una ley del Parlamento da a un desconocido (el derecho) de conocer de
los alegatos que se planteen ante él en su feudo del Valle, él no considerará
sin embargo ningún alegato en el que él mismo sea parte. Así, el capítulo 14
del estatuto de Eduardo I, da capellanías al Rey, guardando al donante...,
etc. todos aquellos servicios de arrendamiento, etc., y el common law lo
controla y lo declara nulo en cuanto a los servicios.... Y así, si el common
law puede controlar, por la misma razón un estatuto puede ser controlado
a través de la equidad, que es el otro gemelo. La equidad tiene un gran al-
cance, cuando, verbi gratia, se dice porque la equidad es plural como toda
la ciencia del Derecho).

En la medida en que el Bonham´s case se ve implicado, Crewe, como ya tuvimos


oportunidad de decir, con toda claridad, lo toma en su sentido de la judicial review,
no en el de utilizar el dictum como una máxima de la interpretación estatutaria.
Un rasgo notable de la argumentación transcrita es su opinión de que la fuerza
de la equidad para incidir sobre el Derecho estatutario es más fácil de defender
que su fuerza para infringir el common law. Y como sostiene Gray, esto implicaba
que la “demotion of statute law is extreme”. Lo que menos importa es decir que el
caso se decidió en contra del cliente de Crewe, pues lo realmente significativo es
el entendimiento que en esos años inmediatamente posteriores al cese de Coke en
sus cargos judiciales iba a ir dándose a su ya célebre dictum. No parecía compartir
en modo alguno esta visión el Lord Canciller Francis Bacon, quien, según se
recoge en el informe manuscrito del caso, el día siguiente al de la intervención
de Crewe, decía: “It has been said quod boni iudicis est ampliare jurisdictionem
Curiae suae. That is a vain and idle sentence, and continere jurisdictionem curiae
suae (would be the truer saying)...”338. (Se ha dicho que de los buenos jueces es

337
Apud Charles M. GRAY: “Bonham´s Case Reviewed”, op. cit., p. 53.
338
Apud Charles M. GRAY: “Bonham´s Case Reviewed”, op. cit., p. 56.
142 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

ampliar la jurisdicción de su Tribunal. Esta es una frase vana y ociosa, y lo más


exacto debería ser decir, conservar la jurisdicción de su tribunal).
El Derecho internacional no iba a dejar de tener su importancia en relación
con la cuestión que nos ocupa. Y ello se puede explicar con cierta facilidad.
El Derecho internacional (law of nations) era en un cierto sentido un cuerpo
normativo superior al del Estado, en cuanto que no dependía de la voluntad
particular de ningún Estado en concreto, pues se imponía a todos los Estados, con
base en el natural law o en los sentimientos morales y en la opinión pública del
mundo civilizado de la época. “There are common law dicta–recordaba el Decano
Pound339– that legislation cannot change a rule of international law”, recordando
al efecto la consideración que el gran Lord Mansfield hizo en el caso Heathfield
v. Chilton, en donde dijo que el Parlamento no sólo no pretendía alterar, sino que
“could not alter the law of nations by statute”, lo que dará pie a Pound para estimar
que el dictum de Lord Mansfield podría ser considerado como el último eco en
Inglaterra de la doctrina de Coke en el Bonham´s case.
Los casos mencionados, que son de la progenie del Bonham´ s case, fueron im-
portantes precedentes para los colonos americanos, pero ni mucho menos fueron
los únicos que pueden reconducirse a la aplicación judicial de un fundamental law
frente a otras agencias soberanas del Estado en la Inglaterra del siglo XVII. Las de-
cisiones judiciales sobre cuestiones constitucionales relativas a lo que podríamos
llamar separación de poderes fueron comunes. Notable interés presentan a este
respecto el Bate´s Case (1606)340, el Five Knights´ Case (1628), el Ship-Money Case
(1637) y el caso Godden v. Hales (1686)341, los dos últimos ya fallecido Coke. En
el Five Knights´Case, el Rey había impuesto préstamos forzosos sobre los sujetos
nombrados sin contar con la aprobación parlamentaria. Sir Thomas Darnel y
otros cuatro caballeros que rehusaron pagar fueron encarcelados por orden del
Rey, tras lo que formalizaron un writ of habeas corpus, impugnando la legalidad
de su detención, con base en la exigencia del fundamental law expresada en “the
law of the land provision” de la Magna Carta, de que la prisión solamente podía
derivarse de acusación o reclamación por la comisión de un crimen. El Attorney

339
Roscoe POUND: “Common law and legislation”, op. cit., pp. 394-395.
340
El Bate´s Case se originó a causa de la imposición de un impuesto sobre la importación de pasas
de Corinto por el Rey Jaime I. Bates rehusó pagarlo al entender que era un impuesto no consentido por
el Parlamento. El Tribunal del Exchequer falló en favor de la legalidad del impuesto de conformidad
con la prerrogativa real, con fundamento en que la incidencia jurídica del impuesto no recaía sobre
Bates, sino sobre los exportadores extranjeros.
341
Godden v. Hales se originó de resultas de la toma de posesión por Sir Edward Hales del cargo
de coronel de un regimiento de infantería sin prestar los juramentos de supremacía y lealtad que
eran exigidos por un estatuto, hallándose diseñados para impedir a los católicos el acceso a los cargos
públicos. El Rey Jaime II concedió a Sir Edward cartas-patente (“letters-patent”) con la pretensión
de eximirle de su deber legal. Sir Edward invocó las cartas como defensa frente a su acusación
por violación del estatuto. El abogado del demandante sostuvo que el Rey carecía de autoridad
constitucional para dispensar del cumplimiento del estatuto. El abogado del Monarca adujo a su
vez que la prerrogativa real incluía la facultad de prescindir de aquellos estatutos que, como era el
caso, castiguen malum prohibitum, aunque no los que sancionen lo malum in se. El Lord Chief Justice
decidió en favor de Sir Edward, y por lo tanto del Rey, inaplicando consiguientemente el estatuto.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 143

General Heath sostuvo que “the law of the land” incluía una prerrogativa real para
encarcelar por un mandato especial. El Lord Chief Justice Hyde rechazó el writ con
el siguiente fundamento: “that if no cause of the commitment be expressed, it is
to be presumed to be for the matter of state, which we cannot take notice of...”.
La decisión no dejaba de ser espuria, pues aunque se trataba de fundamentar
en “the law of the land”, lo cierto es que ignoraba la Carta Magna, o más bien la
venía a considerar Derecho estatutario, subordinándola de esta forma a “the law
of the land”, ignorando la verdadera importancia que la Carta Magna tenía en
esa época en el ámbito del fundamental law. En fin, en el Ship-Money Case, el más
relevante de estos casos, el Tribunal conocido como Exchequer Chamber apoyó,
bien que muy dividido, el poder real de conseguir dinero para la defensa del reino
sin consentimiento del Parlamento. En su opinion en apoyo de la facultad regia, el
Lord Chief Justice Finch escribió: “Acts of Parliament to take away his royal power
in defense of his kingdom, are void”342.
Si de los casos judiciales pasamos a las publicaciones jurídicas, hemos
de volver a recordar un tratado publicado en 1627, con el título de Law, or a
Discourse thereof, por Sir Henry Finch, un abogado, en el que se podía leer: “....
positive laws directly contrary to the law of reason loose their force and are no
laws at all... It is truly said and all men must agree, that laws indeed repugnant
to the law of reason are as well void as those that cross the law of nature”. (Las
leyes positivas directamente contrarias a la law of reason sueltan su fuerza y no
son leyes en absoluto.... Se dice verdaderamente, y todos los hombres deben de
estar de acuerdo, que las leyes efectivamente incompatibles a la law of reason son
tan nulas como aquellas que contrarían la law of nature). Es verdad, como dice
Gough343, que se trataba tan sólo de un tratado académico, aunque también es
cierto que tales reflexiones no dejaban de ser indicativas de la atmósfera en que
se educaban en Inglaterra los abogados del siglo XVII.
De todo lo expuesto se desprende con cierta claridad, que en los años
subsiguientes al Bonham´s case, y particularmente en vida de Coke, el influjo del
dictum se hizo bien patente, y que en buen número de casos, incluso diríamos
que en la generalidad de ellos, la interpretación que se dio de su célebre pasaje
no se incardinó en la posición de ver en él un mero canon de la interpretación del
Derecho estatutario, sino más bien en la más radical de apreciar en la reflexión de
Coke la doctrina de la judicial review. Autor tan bien conocedor de la judicial review
como Corwin no duda en afirmar344, que a mediados del siglo XVIII la reiteración
del dictum de Coke por sus sucesores en el Bench y por los comentaristas, le había
dado “all of the character of established law”. Incluso las reacciones contrarias al
dictum de personajes tan relevantes en el pensamiento jurídico de la época como

342
Apud Thomas C. GREY: “Origins of the Unwritten Constitution: Fundamental Law in American
Revolutionary Thought”. en Stanford Law Review (Stan. L. Rev.), Vol. 30, 1977-1978, pp. 843 y ss.; en
concreto, pp. 854-855.
343
J. W. GOUGH: Fundamental Law in English..., op. cit., p. 34.
344
Edward S. CORWIN: “The Establishment of Judicial Review (I)”, en Michigan Law Review
(Mich. L. Rev.), Vol. IX, 1910-1911, pp. 102 y ss.; en concreto, p. 104.
144 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

Bacon o Ellesmere, parecen responder justamente a una similar interpretación del


pasaje de la sentencia. Aunque tras la desaparición de Edward Coke su doctrina
sufrió un cierto eclipse, aún siguió ejerciendo un patente influjo. Declaraciones
como la del Justice Berkeley anunciando que “in some cases the Judges were above
an act of Parliament”345, o casos como el ya mencionado Godden v. Hales (1686),
no hacen sino corroborarlo.

F) La Glorious Revolution, el eclipse de Coke y la reviviscencia aislada de


su doctrina en el siglo XVIII. El caso City of London v. Wood (1702)

I. La Glorious Revolution de 1688 iba a marcar el final en Inglaterra de la


doctrina del Bonham´s case. El devenir de los acontecimientos condujo a los
ingleses a mirar más hacia el Parlamento que hacia la Corona como órgano de
personificación de su vida nacional, pero este trascendental acontecimiento
también se tradujo en que la voz política parlamentaria, que a la postre era la
expresión más fehaciente de una incipiente opinión pública, se impusiera sobre
los órganos judiciales. Si a ello se añade que el Bill of Rights (1689) derribó algunas
de las bases del common law, dejando en un callejón sin salida cualquier otra
doctrina distinta a la de la soberanía parlamentaria, se comprende que en tal con-
texto político, todo atisbo de judicial review se hallaba condenado de antemano.
Conviene recordar no obstante, que si la Revolución supuso que después de 1689
los tribunales admitieran la competencia del Parlamento para hacer o cambiar la
ley del modo que quisiera, el status de los jueces también se vio afectado, con la
vista puesta en el fortalecimiento de su independencia. El Act of Settlement (1701),
Ley de sucesión al trono, garantizó los salarios judiciales y, por encima de todo,
aseguró a los jueces en la permanencia del cargo mientras mantuviesen buen
comportamiento (“good behaviour”), lo que por cierto se halla en el origen de la
similar cláusula constitucional norteamericana. El cambio en el estatuto judicial
era enorme, pues el ejercicio del cargo judicial se desvinculaba por vez primera
en la historia inglesa de la voluntad del Rey. Los jueces ingleses habían venido
ejerciendo sus cargos desde largo tiempo “at the pleasure of the Crown”. Por lo
mismo, se ha podido escribir346, que la independencia del judiciary inglés en el
siglo XVII se hallaba lejos de poder interpretarse en términos constitucionales,
ya que los tribunales eran independientes tan sólo en el sentido de que eran una
fuente de normas (judge-made law) para la resolución de las disputas privadas.
Ello no obstante, algún autor ha podido decir347, que si bien la Revolución
inglesa marcó el abandono técnico de los dicta doctrinales del Bonham´s case,
abandono que se vio impulsado por la visión de la supuesta futilidad de la bús-
queda de un sistema jurídico permanente y bien estructurado, lo que sintonizaba

345
Theodore F. T. PLUCKNETT: “Bonham´s Case and Judicial Review”, op. cit., p. 52.
346
Shannon C. STIMSON: The American Revolution in the Law..., op. cit., p. 23.
347
George P. SMITH, IIº: “Dr. Bonham´s Case and the Modern Significance...”, op. cit., p. 312.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 145

plenamente con los radicales cambios sufridos en esa época en Inglaterra en otros
diversos ámbitos, lo cierto sería que tal abandono no fue completo.
Sólo en atención a algunos casos aislados puede encontrar sentido la afirma-
ción precedente. Y entre esos casos, ninguno es tan significativo como el caso
City of London v. Wood, resuelto por el tribunal de la Alcaldía de Londres (Mayor´s
Court) el año 1701348. El caso iba a revivir la vieja máxima de que una persona no
podía ser juez en su propia causa.
Los hechos del caso pueden resumirse en pocas palabras. El demandado, Tho-
mas Wood , había declinado ejercer el cargo de “sheriff” en la ciudad de Londres.
A modo de respuesta, la ciudad, de conformidad con una ordenanza municipal,
presentó una acción de deuda (“action of debt”) para cobrar la correspondiente
multa que había de imponerse a Wood por su rechazo al ejercicio del cargo,
acción que se formalizó ante la Mayor´s Court, al amparo de la disposición de la
ordenanza que preveía que tales multas pudieran exigirse ante cualquier court
of record de la ciudad. Como era costumbre, la ciudad formalizó esta acción en
nombre del Alcalde, la comunidad y los ciudadanos de Londres. Ante ello, se
adujo por el demandado, inter alia, que este procedimiento estaba viciado, pues
equivalía a que los demandantes fueran jueces de su propio caso, pues todavía
estaba bien presente en la mente de los abogados que Coke había sostenido que
una ley que hacía a una persona juez de su propia causa era nula, salvo que pudiera
interpretarse de modo tal que se soslayara esa contradicción con el fundamental
law. Sobre este y otros fundamentos, la sentencia fue revocada “on error” por
una decisión del Lord Chief Justice Holt adoptada en 1702. La argumentación de
Holt muestra con claridad su perplejidad ante la cuestión implicada en el caso349:

“So in this case it is plain, –observaba en la sentencia el Juez Holt– he is


guilty of a wrong in not obeying the act of common council, for it is a law
in London; and every by-law is a law, and as obligatory to all persons bound
by it, that is, within its jurisdiction, as any act of Parliament, only with this
difference, that a by-law is liable to have its validity brought in question,
but an act of parliament is not; but when a by-law is once adjudged to be
a good and reasonable by-law, it is to all intents as binding to those that it
extends to as an act of parliament can be”. (Así, en este caso es claro que
él –el señor Wood– es culpable de un perjuicio al no obedecer la ley del
Consejo municipal, pues es ley en Londres, y todo estatuto municipal es
ley, y obligatoria para todas las personas vinculadas por ella, esto es, las
que están dentro de su jurisdicción, como cualquier ley del Parlamento,
solamente con esta diferencia, que un estatuto municipal está sujeto a que
su validez se ponga en cuestión, pero no así una ley del Parlamento, pero

348
Sobre este caso, cfr. Philip A. HAMBURGER: “Revolution and Judicial Review: Chief Justice
Holt´s opinion in City of London v. Wood”, en Columbia Law Review (Colum. L. Rev.), Vol. XCIV, No.
7, November, 1994, pp. 2091 y ss.
349
Theodore F. T. PLUCKNETT: “Bonham´s Case and Judicial Review”, op. cit., pp. 54-55. De
este autor entresacamos asimismo los textos que transcribimos de la sentencia, salvo indicación en
contrario.
146 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

cuando un estatuto municipal se considera que es un buen y razonable es-


tatuto es prácticamente tan vinculante para aquellos a los que se extiende
como una ley del Parlamento lo pueda ser).

Esta muy bien razonada doctrina entrañaba que el Chief Justice John Holt,
muy agudamente, iba a buscar una interpretación capaz de ensamblar la judicial
review con las modernas concepciones del Derecho natural entonces dominantes,
que enfatizaban el poder del pueblo y, en perfecta sintonía con ello, limitaban el
poder de los jueces para decidir que su gobierno o su legislación no se hallaba
conforme con los principios del Derecho natural. Y ese ensamblaje lo hacía
diferenciando entre los que podríamos llamar estatutos corporativos (“corporative
by-laws”), entre los que estaban las cartas municipales, y las leyes del Parlamento
(“acts of Parliament”). La diferenciación tenía una muy relevante consecuencia: los
textos corporativos estaban sujetos en sede judicial a revisión, a fin de constatar
su conformidad con el Derecho inglés y con la razón, un eufemismo para aludir
al Derecho natural, mientras que las leyes del Parlamento en modo alguno podían
hallarse sujetas a tal revisión al provenir de un órgano soberano. Y así, Holt podía
argumentar en su sentencia que “all their acts.... or by-laws (se refiere obviamente
a los actos y estatutos de las corporaciones) are subject to the review of the kings
courts, which (acts) are so far valid as they are agreeable to law and right reason,
and if contrary to either they are ipso facto void”350. En definitiva, un acto o norma
de una corporación vinculaba “sub modo if just and reasonable”, mientras que
una ley del Parlamento vinculaba “absolutely without any dispute to be made of
its injustice or equity”.
La sentencia, a partir de la premisa que se acaba de exponer, y en coherencia
con ella, iba a ir acompañada por una reminiscencia de las enseñanzas del período
pre-revolucionario impartidas por Edward Coke, que a la postre constituirían la
argumentación determinante del fallo.

“But the true great point is, –sigue argumentando el Chief Justice Holt– that
the court is held before the mayor and aldermen, and the action brought
in the names of the mayor and commonalty; (....) and this cannot be by the
rules of any law whatever, for it is against all laws that the same person
should be party and judge in the same cause.... And what my Lord Coke
says in Dr. Bonham´s Case in his 8. Co. is far from any extravagancy, for
it is a very reasonable and true saying, That if an act of parliament should
ordain that the same person should be party and judge, or, which is the
same thing, judge in his own cause, it would be a void act of parliament;
for it is impossible that one should be judge and party, for the judge is to

350
Apud Philip HAMBURGER: “Law and Judicial Duty”, en George Washington Law Review (Geo.
Wash. L. Rev.), Vol. 72, 2003-2004, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 15. Como recuerda el propio autor
(p. 13), era habitual en la época que los jueces revisaran la conformidad de las corporate charters
respecto al Derecho inglés y a la razón, como también los estatutos de las corporaciones (corporate
by-laws) respecto de las corporate charters, en cuanto eran éstas las que establecían la estructura para
el gobierno de las corporaciones.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 147

determine between party and party, or between the government and the
party; and an act of parliament can do no wrong, though it may do several
things that look pretty odd; for it may discharge one from his allegiance to
the government he lives under, and restore him to the state of nature; but
it cannot make one that lives under a government judge and party. An act
of parliament may not make adultery lawful....”. (Pero la verdadera gran
cuestión es que la audiencia es celebrada ante el alcalde y los concejales,
y la acción es presentada en nombre del alcalde y de la corporación, (...) y
esto no puede ser a través de las normas de ninguna ley, pues es contrario
a todas las leyes que la misma persona pueda ser parte y juez en la misma
causa... Y lo que Lord Coke dice en el Bonham´s case está alejado de cual-
quier extravagancia, pues es muy razonable y legítimo decir, que si una ley
del Parlamento ordenara que la misma persona fuera parte y juez, o lo que
es lo mismo, juez en su propia causa, sería una ley nula del Parlamento,
pues es imposible que uno deba de ser juez y parte, pues el juez tiene que
decidir entre parte y parte, o entre el gobierno y la parte, y una ley del Par-
lamento no puede hacer una injusticia, aunque pueda hacer diversas cosas
que parezcan bastante extrañas, pues puede eximir a uno de su lealtad al
gobierno bajo el que vive y devolverle al estado de naturaleza, pero no puede
hacer a uno que vive bajo un gobierno juez y parte. Una ley del Parlamento
no puede hacer el adulterio legítimo....).

Plucknett se ha mostrado crítico con la sentencia, entre otras razones, porque


considera que a lo largo de las catorce páginas que la misma ocupa, Lord Holt
parece vacilar entre dos juicios incompatibles, pues si por un lado nos asegura
que la validez de una ley del Parlamento no puede ser cuestionada, por otro
considera que puede ser nula si decreta algo imposible (“an impossibility”), o lo
que es igual, algo que contradice los axiomas de la justicia natural en todas las
leyes, pues si admite que las leyes pueden ciertamente “hacer diversas cosas que
parezcan bastante extrañas”, lo que realmente debe pensarse es que no pueden
ser injustas. Tal es, concluirá el Profesor de Harvard351, el lamentable estado de
los restos del naufragio a que la impresionante teoría de Lord Coke había sido
reducida tras los huracanes de la Great Rebellion y de la Glorious Revolution. Desde
luego, la última parte transcrita del texto de la sentencia, entre otras cosas, parece
relativizar un tanto la doctrina a la que anteriormente nos referíamos, pues si no
cabe disputa alguna acerca de la injusticia o equidad de una ley del Parlamento,
no se entiende muy bien que ahora Lord Holt se pronuncie por la nulidad de una
ley que declare que una persona puede ser juez de su propia causa o que establezca
que el adulterio es legal. La contradicción parece bastante patente.
Al margen ya de esa presumible incoherencia, no toda la doctrina ha entendido
que Lord Holt trató de seguir a pie juntillas a Coke. Es verdad que al sostener
que el Alcalde de Londres no podía a la vez ser juez y parte, Holt parecía seguir
el ejemplo de Coke; más aún, Holt mencionó expresamente el Bonham´s case, lo
que propició que, con frecuencia, se asumiera que Holt había revivido el célebre

351
Theodore F. T. PLUCKNETT: “Bonham´s Case...”, op. cit., pp. 55-56.
148 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

dictum. Pero no faltan quienes matizan el significado de la mención hecha por


Holt. Así, para Hamburger352, Holt adoptó más bien un estricto punto de vista del
Bonham´s case. Bien lejos de hacerse ilusiones acerca del poder de los tribunales,
él comprendió y aceptó su muy limitado rol en esos primeros años del siglo XVIII,
y por ello buscó conclusiones sobre la judicial review coherentes con las ideas de
soberanía implícitas en su moderna consideración del Derecho natural. Así, el
Chief Justice Holt razonó que los tribunales estaban obligados a cumplir las leyes
provenientes de un cuerpo con poder soberano, como era el caso del Parlamento.
Ahora bien, aunque la versión de la judicial review expuesta por Holt parecía no
poder emplearse para anular las leyes del Parlamento, implicaba en cualquier
caso que el Parlamento tuviera que ejercer su poder soberano legítimamente
(“lawfully”), por así decirlo. Y como de nuevo aduce Hamburger353, esta pene-
trante consideración de la judicial review tenía poca conexión con la anulación
de las leyes supuestamente contemplada por Edward Coke. Holt, parece bastante
evidente, está dividido entree conceptos en colisión, entre el respeto de una ley del
Parlamento y la convicción de que la injusticia no puede hacerse legítima, pero lo
cierto y verdad es que en su sentencia va a comenzar y finalizar con la repetición
de la doctrina mantenida por Coke en el caso del Dr. Bonham, y con ello, como
apostilla Berger354, iba a rendir un impertinente servicio a la naciente teoría de la
supremacía legislativa,

II. En estos primeros años del nuevo siglo también comenzamos a encontrar
casos en los que los tribunales no ya es que ignoren, sino que, lisa y llanamente,
cuestionan abiertamente la doctrina de Coke. Así, en The Duchess of Hamilton´s
Case (1712), nos encontramos con la siguiente reflexión de Sir Thomas Powys:

“(I)n Day and Savadge in Hobart, 87 it is indeed said that an Act of Parlia-
ment may be void from its first Creation, as an Act against Natural Equity;
for Jura Naturae sunt immutabilia, sunt leges legum. But this must be a very
clear Case, and Judges will strain hard rather than interpret an Act void
ab initio”355. (En Day y Savadge, en Hobart, 87, se dice efectivamente que
una ley del Parlamento puede ser nula desde su primera creación, como
una ley contra la equidad natural, pues “los Derechos de la naturaleza son
inmutables, son leyes de leyes”. Pero este tiene que ser un caso muy claro y
los jueces se esforzarán mucho antes que interpretar una ley nula ab initio).

Plucknett considera muy revelador que incluso la referencia a la aplicación


del principio de Coke sea ahora decentemente cubierta bajo el manto de la
“interpretación”. Pero esta observación del relevante Profesor de Harvard puede
incitar al equívoco, pues si algo se está dejando en claro en el párrafo transcrito

352
Philip A. HAMBURGER: “Revolution and Judicial Review...”, op. cit., p. 2137.
353
Ibidem, p. 2096.
354
Raoul BERGER: “Doctor Bonham´s Case: Statutory...”, op. cit., p. 543.
355
Apud Theodore F. T. PLUCKNETT: “Bonham´s Case and Judicial Review”, op. cit., p. 58.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 149

de la citada sentencia es que Lord Hobart, en Day v. Savadge, estaba aplicando


el dictum de Coke en su sentido más radical, esto es, no en el de sentar un canon
de la interpretación estatutaria, sino en el de ejercer la judicial review con todas
sus consecuencias, y entre ellas, la de declarar void ab initio la ley contraria a
un higher law. Por lo demás, en esta sentencia se estaba avanzando una regla
connatural al ejercicio de la judicial review en Norteamérica desde los primeros
momentos, como acontecería con la doubtful case rule, o regla del caso dudoso,
con lo que la modernidad que subyace en el párrafo transcrito nos parece digna
de ser destacada.
Un paso decisivo en la destrucción de la doctrina de Coke se adoptó en la
sentencia del caso Parish of Great Charte v. Parish of Kennington (1742), en la que se
consideró que aunque era un buen principio que un hombre no fuera juez y parte,
sin embargo, si surgía una situación en la que el único juez competente asignado
por un estatuto estuviera interesado en la disputa, él podía y debía, sin embargo,
continuar el procedimiento. El principio de esta decisión sería reafirmado en el
caso Grand Junction Canal Co. v. Dimes (1849).
La Septennial Act de 1730 prohibía a los tribunales anular los textos legislati-
vos, lo que, innecesario es decirlo, iba a contribuir aún más a devaluar la doctrina
sentada en el Bonham´s case, contribuyendo a la par a fortalecer la tendencia a
convertir la legislación parlamentaria en superior a las decisiones judiciales, no
obstante lo cual, según Lewis356, la muy arraigada idea de que el common law,
interpretado por los tribunales a la luz de la razón, era superior a cualquier otro
Derecho se expresó de modo continuo hasta alrededor de los años 1760. Pero ni
siquiera después de esa fecha el test de razonabilidad (“test of reasonableness”),
al que Bonham se refiere, iba a ser suprimido.
En la segunda mitad del siglo XVIII la indiscutible, incontrolable incluso,
soberanía del Parlamento se había convertido en un hecho establecido, y la idea de
que los jueces pudieran verificar la validez de una ley no suscitaba tras sí muchos
partidarios. Blackstone desempeñaría un rol trascendental en el olvido de las tesis
de Coke con los duros ataques a las mismas que iba a formular en sus célebres
Commentaries on the Laws of England, a los que ya en parte hemos aludido, y que
a la postre iban a resultar determinantes en orden a su postergación definitiva en
Inglaterra. Cabe recordar al respecto un célebre pasaje de su obra en el que, par-
tiendo del recuerdo de la equívoca y controvertida afirmación de Coke acerca de la
trascendencia y carácter absoluto del poder y de la jurisdicción del Parlamento, es-
cribe Blackstone: “It (el Parlamento) hath sovereign and uncontrolable authority in
making, confirming, enlarging, restraining, abrogating, repealing, reviving, and ex-
pounding of laws, concerning matters of all possible denominations, ecclesiastical,
or temporal, civil, military, maritime, or criminal: this being the place where
that absolute despotic power, which must in all governments reside somewhere,

356
John Underwood LEWIS: “Sir Edward Coke (1552-1634): His Theory of <Artificial Reason>...”,
op. cit., p. 108.
150 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

is entrusted by the constitution of these kingdoms”357. Blackstone enunciaba en


términos de una extraordinaria amplitud la soberana e incontrolable autoridad del
Parlamento, admitiendo que en él había de residir ese poder despótico absoluto
que en todo gobierno reside en alguna parte, pues así se le había confiado por la
constitución del reino.
Blackstone, como ya tuvimos ocasión de exponer, admitiría la posibilidad de
que el Parlamento promulgara algo que no fuera razonable, pero incluso en tal
caso expresaba no conocer ningún poder capaz de verificar el pertinente control,
pues encomendar dicha fiscalización al poder judicial supondría colocar a éste por
encima de la legislatura, lo que subvertiría a cualquier gobierno. Para Blackstone,
las únicas situaciones en las que los jueces podían rehusar la aplicación de las leyes
promulgadas en sede parlamentaria serían aquéllas en que una ley fuere imposible
de ejecutar o en que se anudasen a su aplicación consecuencias absurdas: “Acts
of parliament that are impossible to be performed –escribe Blackstone358– are of
no validity; and if there arise out of them collaterally any absurd consequences,
manifestly contradictory to common reason, they are, with regard to those
collateral consequences, void”.
El fracaso por parte del sistema inglés en el desarrollo de una teoría coherente
de la judicial review, que se manifiesta con todas sus consecuencias a lo largo
del siglo XVIII, puede explicarse, según Harrington359, por la conjunción de dos
factores: el primero es teórico, y no es otro más que la idea de que el Parlamento
estaba pensado para encarnar los órdenes establecidos de la sociedad de un modo
más completo de lo que lo estarían las legislaturas americanas, lo que a su vez
iba a permitir a la dogmática constitucional investir al Parlamento inglés con un
mayor grado de legitimidad. El segundo factor es práctico. En ausencia de toda
opresión parlamentaria, en Inglaterra no se originó ningún movimiento ni para
reformar el sistema electoral, ni para el desarrollo de algún mecanismo de control
externo sobre la legislación. Ni el judiciary ni el pueblo vieron la necesidad de crear
procedimientos para revisar la legitimidad de las leyes parlamentarias.

3. La judicial review, una doctrina enmarcada en la tradición jurídica


americana. Su evolución

Llegado el momento de sistematizar la evolución de la doctrina de la judicial


review en el marco del sistema jurídico americano, vamos a diferenciar diversos
momentos, que creemos realmente significativos en el proceso de su génesis: 1)
el período colonial; 2) la etapa preconstitucional, esto es, la que media entre la

357
William BLACKSTONE: Commentaries on the Laws of England (A Facsimile of the First Edition
of 1765-1769), Vol. I (Of the Rights of Persons, 1765), The University of Chicago Press, Chicago &
London, 2002, p. 156.
358
Ibidem, Vol. I, p. 91.
359
Matthew P. HARRINGTON: “Judicial Review Before John Marshall”, en George Washington
Law Review (Geo. Wash. L. Rev.), Vol. 72, 2003-2004, pp. 51 y ss.; en concreto, p. 62.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 151

Independencia y la reunión en Filadelfia de la que se conoce como la Constitu-


tional Convention; 3) la etapa de la Convención Constitucional de Filadelfia, 4) el
período de las Convenciones estatales de ratificación, en el que ha de prestarse
particularísima atención a los que se conocen como los Federalist Papers, una serie
de ensayos publicados por entregas (“in serial form”) en la prensa de Nueva York
entre octubre de 1787 y agosto de 1788, con especial atención al núm. LXXVIII,
en el que Hamilton sentará buena parte de las bases doctrinales que una quincena
de años más tarde seguirá en parte John Marshall; 5) el momento de debate y
aprobación por el Primer Congreso de la Judiciary Act de 1789, y 6) la última
decada del siglo XVIII y el ejercicio de esta doctrina durante esta época tanto por
la pre-Marshall Court como por los Circuit courts (de los que eran miembros los
Justices de la Corte Suprema) y por los tribunales estatales. Atenderemos, pues, a
continuación a estos diversos y heterogénos momentos, en el bien entendido de
que, dada la imposibilidad de abordar en profundidad las distintas etapas, vamos
a prestar una particular atención a las que nos parecen más significativas: las que
anteceden a la Convención Constitucional de Filadelfia.

A) El período colonial

Los primeros esbozos de la judicial review en Norteamérica han de situarse en


el período colonial. Tras superar una primera etapa en la que, según Plucknett360,
se intentó erigir una teocracia sustentada en la Biblia361, soslayando por tanto
el common law, se constató la conveniencia de adoptar un sistema jurídico que
satisficiera los requerimientos de los sectores más prósperos de los propietarios
de tierras y comerciantes. De esta forma, revivió el common law, lo que en modo
alguno puede extrañar, pues los colonos, llegado el momento, no se iban a rebelar
contra el Derecho inglés sino contra los gobernantes ingleses. La aplicación del
common law en las Colonias, reconducido a sus Cartas (Charters), llegó a ser
algo más que meramente nominal. Como escribiera Joseph Story362, el origen y
las fuentes del Derecho norteamericano han de verse en el common law inglés,
“not as a mere matter of voluntary adoption, but as a matter of constitutional
right and duty in the colonies”. Puede sostenerse, pues, que el common law
resultó manifiestamente influyente en la formación del conocimiento jurídico de

360
Theodore F. T. PLUCKNETT: “Bonham´s Case and Judicial Review”, op. cit., p. 61.
361
No ha de extrañar tal intento, pues, según Appleby, la más importante fuente de sentido para
los americanos del siglo XVIII fue la Biblia. Durante siglos, las interpretaciones bíblicas provinieron
del calvinismo, arminianismo, unitarismo, evangelismo y del milenarismo. Todas estas tradiciones
cristianas eran ricas en imágenes conceptuales, símbolos y modelos prescriptivos de comportamiento.
La Biblia, tal y como fue diversamente interpretada, ofreció los fundamentos para justificar la infe-
rioridad de las mujeres, para explicar las diferencias entre las razas y para estructurar las relaciones
familiares. Joyce APPLEBY: “The American Heritage: The Heirs and the Disinherited”, en The Journal
of American History, Vol. 74, No. 3, December, 1987, pp. 798 y ss.; en concreto, p. 809.
362
Joseph STORY: “American Law”, en The American Journal of Comparative Law (Am. J. Comp.
L.), Vol. III, number 1, Winter, 1954, pp. 9 y ss.; en concreto, p. 10.
152 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

la generación Revolucionaria. Y de la conexión del common law con la judicial


review no puede tampoco caber duda363.
Enormemente significativas respecto a la caracterización que al English higher
law se otorgaba en las Colonias son las siguientes reflexiones de John Adams,
escritas cuando apenas contaba 28 años de edad, que aparecen como el fruto
de su pasión por el estudio de los antiguos sistemas jurídicos: “... the liberty, the
unalienable, indefeasible rights of men, the honor and dignity of human nature,
the grandeur and glory of the public, and the universal happiness of individuals,
were never so skillfully and successfully consulted as in that most excellent monu-
ment of human art, the common law of England”. Para Corwin364, este pasaje de
Adams expresa de modo admirable los rasgos más sobresalientes del common law
inglés, cuya protección de los derechos365 anticipa la que, ya tras la Independencia,
–aunque, apostillaríamos por nuestra parte, no sin notables contradicciones– se
habría de dar a los mismos por mor de los postulados constitucionales.
Si la conexión entre common law y judicial review no admite duda, la vincula-
ción entre tal facultad judicial y la idea de un fundamental law es más que evidente.
Corwin, el mayor estudioso del instituto que nos ocupa, no lo duda cuando
afirma366: “judicial review arose upon the basis of the doctrine of fundamental law
and, (...) it has always continued to rest upon that basis when it has proved really
effective as a check upon legislative power” (la judicial review se originó sobre la
base de la doctrina del fundamental law y siempre ha continuado descansando

363
“(I)t is evident –escribe a a este respecto Wright– that judicial review as we know it would be
an impossibility without a long antecedent history of legalism, of a high regard for law and for the
interpreters of the law. The growth of the common law is an essential part of the picture”. Benjamin
F. WRIGHT: The Growth of American Constitutional Law, op. cit., p. 9.
364
Edward S. CORWIN: “The <Higher Law> Background of American Constitutional Law”, en
Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Vol. XLII, No. 2, December 1928, pp. 149 y ss., y pp. 365 y ss.;
en concreto, pp. 169-170. Publicado asimismo con igual título, por Great Seal Books (A Division of
Cornell University Press), fifth printing, Ithaca, New York, 1963.
365
La preocupación de los miembros de las Colonias, ya próximos a independizarse de la metrópoli,
por los derechos y su protección iba a llevarles a trascender el marco inglés del common law. Su interés,
por poner un ejemplo que nos atañe, iba a alcanzar a una institución medieval bien relevante, desde
luego, aunque muy olvidada asimismo incluso entre nosotros. Nos referimos al “Justicia de Aragón”.
Hace ya bastante más de un siglo, Fowler, en un trabajo sobre los orígenes del supremo poder judicial
en la Constitución Federal, se hacía eco de esa institución aragonesa, recordando que en 1769 se
había publicado el libro “History of the Reign of Charles V”, del que era autor un tal Dr. Robertson,
en el que se estudiaba el Reino de Aragón antes de su unión con el de Castilla. “(T)he writer of these
lines –escribe Fowler en referencia al autor del libro– was much impressed with the similarity which
the powers of the justiza, the supreme judge, of Aragon, bore to the powers of the judiciary in this
country”. Y poco después, Fowler transcribe algunas de las líneas con las que en el mencionado libro
se caracterizaba al “Justicia de Aragón”; he aquí algunas de ellas: “This magistrate whose office bore
some resemblance to that of the ephori in ancient Sparta acted as the protector of the people and
the controller of the prince. The person of the justiza was sacred, his power and jurisdiction almost
unbounded. He was the supreme interpreter of the laws”. Robert Ludlow FOWLER: “The Origin of
the Supreme Judicial Power in the Federal Constitution”, en American Law Review (Am. L. Rev.), Vol.
29, 1895, pp. 711 y ss.; en concreto, pp. 723-724.
366
Edward S. CORWIN: “The Establishment of Judicial Review (II)”, en Michigan Law Review
(Mich. L. Rev.), Vol. IX, 1910-1911, pp. 283 y ss.; en concreto, p. 316.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 153

sobre esa base cuando se ha mostrado realmente efectiva como un control sobre
el poder legislativo).
En coherencia con lo que se acaba de decir, el mundo jurídico colonial se
familiarizó con la idea de que los tribunales podían ejercer la facultad de conside-
rar nulas aquellas leyes que juzgaran contrarias a un higher law. El hecho de que
no existiera un texto escrito dificultó como es obvio esa tarea de los tribunales,
aunque las Cartas coloniales ejercieran un cierto, aunque limitado, papel367. Con
todo, encontramos ejemplos de tribunales coloniales aplicando esta doctrina, y
también, en 1727, puede en cierto modo constatarse su aplicación por el Privy
Council, el superior tribunal de apelación en el sistema judicial colonial.
Por lo demás, en la etapa colonial la influencia de la doctrina de Coke,
reflejada particularmente en su famoso dictum, interpretado en el sentido de
ver en él la doctrina de la judicial review, será realmente determinante. Como
escribiera Corwin368, el dictum, tratado al margen de algunas otras de sus ideas,
estaba destinado a convertirse en “the most important single source of the
notion of judicial review”, y a ello no iba a obstar el hecho de que la facultad de
revisión judicial, fundamentada simplemente en el “common right and reason”,
no podía sobrevivir. Baste con recordar que Roscoe Pound, el gran Decano de
Harvard, describió la era colonial como la época de Coke (“the age of Coke”)369.
De la influencia de Coke puede dar una idea el que un pensador del calibre de
Samuel Adams encontrara en Coke una irreprochable autoridad para cuestionar
la supremacía parlamentaria con especial referencia a la imposición tributaria. El
famoso dictum de que el Parlamento no podía imponer impuestos a los irlandeses
quia milites ad Parliamentum non mittunt se aplicó a América370. Del mismo modo,
el elogio de la Carta Magna hecho por Coke, en cuanto texto declaratorio de leyes
fundamentales y libertades, lo interpretó Adams para significar que una ley del
Parlamento contraria a ella era nula, con independencia de que lo hubiera o no
afirmado expresamente Coke. Por último, Adams encontró en Coke una prueba de
que las colonias no debían ser gobernadas tiránicamente. Similar, o incluso mayor,
sería el influjo que habría de ejercer Coke sobre James Otis. En su ataque sobre
los writs of assistance (1761), el enorme abogado bostoniano estaba sentando el
fundamento para la teoría jurídica que serviría de base a la Revolución americana,
que complementaría dos años después Patrick Henry, cuando cuestionó el derecho
del Privy Council para rechazar la Virginia Two-penny Act.

367
Es más que significativo que el 18 de enero de 1693, la General Assembly de la colonia de Carolina
votara la siguiente queja: “Inferior Courts takeing upon them to try adjudge & determine the power of
assembly for ye validity of Acts made by them”. Apud Dudley Odell McGOVNEY: “The British Origin
of Judicial Review of Legislation”, en University of Pennsylvania Law Review (U. Pa. L. Rev.), Vol. 93,
1944-1945, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 8.
368
Edward S. CORWIN: “The <Higher Law> Background of American Constitutional Law” (II),
op. cit., pp. 379-380.
369
Roscoe POUND: The Formative Era of American Law, Boston, Mass., 1938, pp. 3 y 6-7. Cit. por
Shannon C. STIMSON: The American Revolution in the Law..., op. cit., p. 13.
370
Charles F. MULLETT: “Coke and the American Revolution”, op. cit., p. 468.
154 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

a) El fuerte impacto de la doctrina sentada por Coke en el


Bonham´s Case sobre el pensamiento jurídico colonial

I. El pensamiento jurídico de Coke, como antes se avanzó, iba a tener un no-


tabilísimo impacto en las colonias, un impacto que, aunque tendemos a centrarlo
en la doctrina de la judicial review, desbordó con creces ese ámbito. Los hombres
de la Revolución americana se nutrieron intelectualmente de los escritos de Coke,
particularmente de sus Institutes. Para ellos, Coke era el “coloso contemporáneo
del Derecho”. John Adams lo calificó como “our juvenile oracle”. No ha de extrañar
que así fuera por cuanto en la figura de Edward Coke se vio un gran juez, un
profundo comentarista del Derecho y el paladín parlamentario frente a la tiranía
regia. Coadyuvó también en esta admiración la enorme erudición de nuestro Chief
Justice, propia de un verdadero anticuario371, que contribuyó enormemente a la
apertura de nuevos campos del saber, siempre enfocados desde la óptica propia
de un auténtico defensor del rule of law. Y en cuanto a su dictum, era muy fácil-
mente accesible, puesto que aparecía recogido en los Abridgments372, verdaderas
enciclopedias del Derecho inglés, muy manejados y estudiados por los abogados
de las colonias. El dictum de Coke se repitió en los Abridgments de Viner, Bacon
y Comyns, y como dice Goebel, en los litigios ante los tribunales americanos de
esta época Coke tuvo un lugar preeminente en el “stock” usado por los abogados
en los “common law cases”, al margen ya de que, como el propio autor añade, “a
lot of American law came out of Bacon´s and Viner´s Abridgments”373. Y todo ello
sin contar con que muchos de esos abogados coloniales se habían educado en
Inglaterra374. A este respecto, recuerda Mullett, que a Patrick Henry le bastaron
seis semanas dedicado al estudio de Coke para que fuera admitido en el Colegio
de Abogados de Virginia, lo que explica que el propio autor visualice a Coke en esa
época como “la lámpara a cuyo través los jóvenes Aladinos del Derecho aseguraban
sus tesoros jurídicos” (“the lamp by which young Aladdins of the law secured their
juristic treasures”)375.
Son múltiples los ejemplos que podrían aportarse acerca de su influencia sobre
relevantes políticos y juristas. Aludiremos tan sólo a algunos de ellos. Refiriéndose
al famoso Commentary upon Littleton de Coke, Jefferson, como ya indicamos, dijo
371
Mullett se refiere a ella en estos términos: “his learning, antiquarian to the core, opened up
vistas and past crises as history scarcely could”. Charles F. MULLETT: “Coke and the American...”,
op. cit., p. 471.
372
Recuerda McGovney que los tres Abridgments más importantes fueron los de Bacon (1736),
Viner (1741-1756) y el Digest de Comyn (1762). Dudley Odell McGOVNEY: “The British Origin of
Judicial Review...”, op. cit., p. 7.
373
Julius GOEBEL, Jr.: “Ex Parte Clio”, (Books Review), en Columbia Law Review (Colum. L. Rev.),
Vol. LIV, 1954, pp. 450 y ss.; en concreto, p. 455.
374
Hubo un tiempo, escribe Kramer, en que era popular leer la sentencia de Sir Edward Coke en
el Dr. Bonham´s Case y sus Reports de los debates en Prohibitions Del Roy y en las Proclamations,
como un temprano, aunque fracasado, esfuerzo para establecer algo sobre las líneas de la judicial
review. Larry D. KRAMER: “We the Court” (The Supreme Court 2000 Term. Foreword), en Harvard
Law Review (Harv. L. Rev.), Vol. 115, 2001-2002, pp. 5 y ss.; en concreto, pp. 24-25.
375
Charles F. MULLETT: “Coke and the American Revolution”, op. cit., p. 458.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 155

que “era el libro elemental universal para los estudiantes de Derecho, y nunca
un más competente Whig, ni de más profunda erudición sobre las doctrinas
ortodoxas, escribió sobre las libertades británicas”376. También John Adams, al
que acabamos de aludir, tuvo un gran respeto a Coke. De él, dirá Mullett377, sacó
la creencia de que el common law era common right y el mejor patrimonio del
súbdito, y sin él no había Derecho. John Dickinson encontró en el pensamiento
de Coke una justificación para la teoría de que los súbditos no deben de tener
que contribuir a las guerras en el exterior del reino. Otro importante personaje
de la época, John Rutledge, de Carolina del Sur, escribió que los Coke´s Institutes
“parecen ser casi los fundamentos de nuestro Derecho”. En fin, James Wilson, de
Pennsylvania, posiblemente la mejor cabeza jurídica de la época, miembro desde
1789 de la Supreme Court, fue quizá el más profundo estudioso en la América
pre-revolucionaria del pensamiento de Coke. Del Calvin´s case derivó Wilson su
defensa general de algunas de las pretensiones coloniales, especialmente, la de que
las colonias no estaban vinculadas por el Derecho estatutario inglés378. No faltan,
desde luego, quienes, como es el caso de Boudin379, muestran su incomprensión
ante el éxito de Coke entre los prohombres de la Revolución, pues a su juicio, ni por
su reputación como abogado, ni por su posición como pensador sobre cuestiones
de gobierno, parecía acreedor de tales honores.
Y si nos centramos ahora en el dictum del Bonham´s case, su significado en la
América colonial fue inequívoco. El pensamiento germinal que Coke expresara en
1610 había evolucionado y se había convertido en la doctrina de que un tribunal
podría considerar nulo un texto legal, promulgado por una asamblea legislativa
limitada por un fundamental law, cuando el tribunal considerara que la ley había
transgredido sus límites. De esto no puede caber la más mínima duda. No faltan,
desde luego, quienes, como Thorne380, consideran que es difícil pensar que el
argumento de Coke contenía una apelación a un fundamental law, concluyendo
que, al otro lado del mar, las palabras de Coke fueron separadas del caso en que
se habían formulado, o lo que es igual, fueron sacadas del contexto en el que
hallaban su sentido. Esta tesis, como es obvio, presupone que el único sentido
del pasaje ubicado en el cuarto argumento de la sentencia era fijar un canon de
la interpretación estatutaria, y ello, por todo lo que ya hemos tenido oportunidad
de exponer, no deja de ser, cuanto menos, controvertible.
Hall ha ido aún más lejos en la apreciación de la trascendencia de la doctrina
sentada por Coke, lo que deja claro cuando escribe381, que en el siglo XVIII, los
líderes de la incipiente Revolución americana extrajeron una importante lección

376
Apud Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 5.
377
Charles F. MULLETT: “Coke and the American Revolution”, op. cit., p. 469.
378
Ibidem, p. 470.
379
Louis B. BOUDIN: “Lord Coke and the American Doctrine...”, op. cit., p. 224.
380
S. E. THORNE: “Dr. Bonham´s Case”, op. cit., p. 552. La posición de Coke la comparte asimismo
Fernando REY MARTÍNEZ, en “Una relectura del Dr. Bonham´s case y de la aportación de Sir Edward
Coke a la creación de la judicial review”, op. cit., p. 63.
381
Kermit L. HALL: The Supreme Court and Judicial Review in American History, (Bicentennial
Essays on the Constitution), American Historical Association, Washington, D.C., 1985, p. 4.
156 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

de la sentencia de Coke. Ellos vinieron a sostener que un Derecho superior judi-


cialmente aplicable (“a judicially enforceable higher law”) limitaba la autoridad
del señor imperial, lo que a su vez tenía unas importantes consecuencias prácticas
para la judicial review, porque significaba que los jueces podían legítimamente
reivindicar “a policy-making role” sin necesidad de un directo apoyo popular.
En fin, en 1915, en un informe de un comité de la New York Bar Association, se
podía leer lo que sigue: “En resumen, la Revolución americana fue una revolución
de abogados para aplicar la teoría de Lord Coke de la nulidad de las leyes del
Parlamento que deroguen el common right y los derechos de los ingleses”382. Y
aunque es obvio que se trata de una afirmación un tanto exagerada, es con todo
sintomática del peso específico de las doctrinas de Coke en esos trascendentales
momentos de la historia americana.

II. La doctrina sentada en el Bonham´s case, o por lo menos la interpretación


que de la misma se iba a extraer en las colonias inglesas surgidas al otro lado del
Atlántico, encontraría en ellas un marco idóneo para su reviviscencia. La supre-
macía de un fundamental law, que no necesariamente había de encerrarse dentro
del common law inglés, iba a encontrar entre los colonos de allende el Atlántico
unos muy fieles seguidores. Según Corwin383, la doctrina de Coke correspondió
exactamente a las necesidades contemporáneas de muchas de las colonias en los
primitivos días de su existencia, lo que explica que la misma representara “the
teaching of the highest of all legal authorities before Blackstone appeared on
the scene”. Desde luego, la teoría de la supremacía legislativa tan ardientemente
defendida por Blackstone, y con la que tan identificados se sentirían los Whigs,
no significó en su origen que las asambleas legislativas existieran para elaborar
las leyes, determinar la política a seguir o integrar los diversos intereses de una
sociedad cada vez más mercantilizada, sino que su objetivo primigenio era otro.
En la Glorious Revolution, con el dogma de la supremacía parlamentaria sobre
la Corona no se pretendía tanto que el buen pueblo de Inglaterra promulgara las
leyes que deseara, cuanto impedir a un monarca arbitrario que decidiera en su
propio nombre y sin consentimiento parlamentario. Trasladada esta doctrina a
las colonias, su significado aún se hacía más patente: prevenirse ante las actua-
ciones unilaterales de un ejecutivo, el Gobernador británico, nombrado desde

382
De ello se hace eco George P. SMITH, IIº: “Dr. Bonham´s Case and the Modern Significance...”,
op. cit., p. 313. Y también Louis B. BOUDIN: “Lord Coke and the American Doctrine...”, op. cit., p.
223. La única discrepancia entre ambos autores es que mientras Boudin da como fecha del informe
del comité el año 1915, Smith lo fecha en 1917. A la vista de los datos que ofrecen ambos autores,
nos parece más ajustada la fecha de 1915, pues el Comité especial que aprobó ese informe lo hizo a
instancias de una resolución adoptada en la reunión anual de 1914 de la New York Bar Association,
que instó al presidente de la Asociación a nombrar un Comité especial de cinco miembros “to examine
and report upon the historical aspect of the right and duty of the United States Supreme Court to
declare laws in excess of or in contravention of the federal constitution to be null and void”.
383
Edward S. CORWIN: “The Progress of Constitutional Theory Between the Declaration of
Independence and the Meeting of the Philadelphia Convention”, en The American Historical Review
(Am. Hist. Rev.), Vol. 30, No. 3, April, 1925, pp. 511 y ss.; en concreto, p. 515.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 157

Londres, a fin de garantizar que fuera la expresión del consentimiento popular


la que verdaderamente diera su legitimidad a la ley. De otro lado, el Parlamento
británico estaba lejos de ser el héroe idealizado de los colonos, que lejos de ello
lo iban a contemplar como un cuerpo distante y falto de comprensión, en cuyas
deliberaciones, además, no tenían parte. Así, la arraigada idea de la existencia
de un fundamental law, el rechazo frente a las arbitrariedades del Parlamento y
también un cierto temor frente al abuso de las asambleas legislativas iban a ser
determinantes para que el mundo jurídico colonial volviera la vista hacia Coke y
su doctrina de la judicial review. Más aún, los colonos iban a acudir a Coke para
fundamentar su credo de que ese fundamental law garantizaba derechos tales
como el de “no taxation without representation” o el “trial by jury”.
Coke había hablado de algo situado más allá de la invención humana (“of
something beyond human invention”); Blackstone, por el contrario, no conocía
tal límite sobre los legisladores (“knew of no such limit on human lawmakers”)384.
Los abogados americanos, seguidores desde tiempo atrás de Coke, se vieron así
confrontados con las tesis de Blackstone . En la resolución de esta opción entre
uno y otro resultó determinante el rechazo colonial de la opresión parlamentaria
británica. Sin con ello querer dar a entender que la influencia de Blackstone
fuera fugaz, lo que en absoluto fue así, los colonos depositaron su confianza en
la doctrina de Coke385. Ello tenía una lógica aplastante si se piensa que durante el
siglo XVIII casi todos los ingleses de ambos lados del Atlántico habían reconocido
algo que identificaban como un fundamental law, que, como dice Wood386, era
una guía para la rectitud moral (“a guide to the moral rightness”) y para la
constitucionalidad del Derecho ordinario y de la política. Para darnos una idea
de lo arraigada que en la mentalidad jurídica inglesa se hallaba esa noción de un
fundamental law nos bastará con recordar que aún un tan reconocido déspota
como Cromwell, pudo decir siglo y medio antes de Marbury v. Madison que: “In
every government there must be something fundamental, somewhat like a Magna
Charta which would be inalterable”. Y en lo que hace a los colonos del otro lado
del Atlántico, encontraron atractivas las ideas de Coke en cuanto que las mismas
sintonizaban con su idea de lo que había de ser el Derecho387.

384
Barbara Aronstein BLACK: “An Astonishing Political Innovation: the Origins of Judicial Review”,
en University of Pittsburg Law Review (U. Pitt. L. Rev.), Vol. 49, 1987-1988, pp. 691 y ss.; en concreto,
p. 694.
385
No se muestra muy de acuerdo con esta posición Hamburger, quien, sosteniendo una tesis que
no compartimos, aunque admite, como no podía ser de otro modo, que en los años 1760 algunos
abogados mencionaron el Bonham´s case en sus argumentos constitucionales contra los writs of
assistance y la Stamp Act, cree que en la medida en que el Bonham´s case aludía a la posibilidad del
judiciary de declarar nulas las leyes del Parlamento, bien de conformidad con el Derecho natural o con
el common law, rápidamente cayó en desprestigio, y cuando los abogados americanos aprendieron
de los Commentaries de Blackstone, lo abandonaron considerablemente como un precedente. Philip
HAMBURGER: “Law and Judicial Duty”, op. cit., p. 6.
386
Gordon S. WOOD: “The Origins of Judicial Review Revisited, or How the Marshall Court Made
More out of Less”, en Washington and Lee Law Review (Wash. & Lee L. Rev.), Vol. 65, 1999, pp. 787 y
ss.; en concreto, p. 794.
387
Puede ser útil recordar, que Edward Coke encarnaba una visión todavía medieval del Derecho,
esto es, el Derecho como algo descubierto, no como algo hecho, elaborado. Su concepción chocaría
158 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

No ha de extrañar por todo ello, que durante la etapa de la guerra revolucio-


naria, las bases teóricas para la judicial review fueran asentadas en las constantes
apelaciones de los colonos a un higher law para sostener que determinadas leyes
del Parlamento británico o disposiciones del Rey eran nulas. De esta forma, el
sistema norteamericano de la judicial review –del que, en realidad, podría decirse
con Grant388, que “is nothing more than the absence of any special system”– se iba
a presentar estrechamente conectado con la experiencia colonial, anterior pues
a la Independencia.
A ello seguiría la recepción de los planteamientos teóricos de Vattel, ( y de otros
autores, desde luego) que coincidían cercanamente con los menos refinados, pero
igualmente fructíferos dicta del juez inglés. La trascendencia que todo ello iba
a tener sería enorme, pues como concluye el espléndido ensayo de Plucknett389,
fue debido no sólo a las doctrinas de Vattel y otros acerca de la existencia de un
fundamental law, sino también a la firme fe de que “what my Lord Coke says in
Bonham´s Case is far from any extravagance”, a lo que iban a deber los americanos
el audaz experimento de hacer una Constitución escrita, que tendría a los jueces
y a un tribunal como sus guardianes.
Sería con todo una visión sesgada quedarnos con la idea de que sólo la teoría de
Coke fue determinante en la América revolucionaria. Junto a ella, incluso enfren-
tada en ocasiones a ella, se situó la que Michael denomina la teoría democrática
del Derecho natural (“the democratic natural law theory”) que la mencionada
autora considera incluso que fue la teoría predominante390. Ciertamente, no cabe
dudar de que esa fue la teoría que inspiró Common Sense, la trascendental obra
de Thomas Paine, y asimismo la Declaración de Independencia de Jefferson, y
también se puede estar de acuerdo con la mencionada autora acerca de que fue
esta misma teoría la que estuvo detrás de la idea de los delegados de Filadelfia de
la necesaria ratificación popular de la Constitución, a la que en último término
se iba a deber su carácter de higher law, de ley superior vinculante, pero que ello
sea así no debe conducir ni mucho menos a postergar la relevancia de la doctrina
que venimos comentando.

con el moderno positivismo de John Austin, quien concebiría la ley como un mandato del soberano.
Aunque, como recuerda Wood, a principios del siglo XIX era claro para la mayoría de los ingleses que
el Derecho se había convertido en el mandato del soberano, la expandida vigencia del pensamiento
cokiano en las colonias se tradujo en que las nociones medievales del Derecho de Coke permanecieran
con vitalidad en el nuevo mundo, al menos durante un período de tiempo más dilatado que en
Inglaterra. Los colonos, al margen ya de la inmediata utilidad que para el contexto político concreto
en que se movían podía tener el pensamiento de Coke, encontraron atractivas las ideas del juez inglés
a causa de que las mismas encajaban en la noción que tenían del Derecho. Cfr. al respecto, Gordon S.
WOOD: “The Origins of Judicial Review”, en Suffolk University Law Review (Suffolk U. L. Rev.), Vol.
XXII, 1988, pp. 1293 y ss.; en concreto, p. 1298.
388
James Allan C. GRANT: “Judicial Control of Legislation”, en The American Journal of Compartative
Law (Am. J. Comp. L.), Vol. III, number 2, Spring, 1954, pp. 186 y ss.; en concreto, p. 189.
389
Theodore F. T. PLUCKNETT: “Bonham´s Case and Judicial Review”, op. cit., p. 70.
390
Helen K. MICHAEL: “The Role of Natural Law in Early American Constitutionalism: Did the
Founders Contemplate Judicial Enforcement of <Unwritten> Individual Rights?”, en North Carolina
Law Review (N. C. L. Rev.), Vol. 69, 1990-1991, pp. 421 y ss.; en concreto, p. 490.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 159

b) La idea de la existencia de un fundamental law

I. Los primeros colonos eran obviamente ingleses y sus ideas políticas no


podían ser sino las imperantes en el siglo XVII en Inglaterra, y entre ellas se
hallaba una cierta, imprecisa si se quiere, concepción de la existencia de un
fundamental law que debía imponerse a todos los órganos de gobierno. Esa idea
de una suerte de law superior a los textos de origen regio o parlamentario había
comenzado como una defensa frente a la invasión regia de privilegios muy que-
ridos por sus súbditos, y ante ello, ya en el siglo XVII, comenzó a apelarse a “the
ancient constitution”391, que existía desde tiempo inmemorial392 y que se convirtió
en el argumento político clásico frente a la invasión de derechos llevada a cabo
por el Rey o por el Parlamento. “The doctrine of the sovereignty of fundamental
law –escribe Reid393– was older than Magna Carta”. Como ya se dijo, casi todos los
ingleses de ambos lados del Atlántico veían en ese fundamental law una guía para
la rectitud moral, como también para la constitucionalidad del Derecho ordinario
y de la propia acción política. Y así, casi todo el mundo invocaba reiteradamente
la Carta Magna, tan ensalzada por Coke, y en las colonias objeto de auténtica
veneración, así como otras leyes fundamentales de la Constitución inglesa. En
este marco no ha de extrañar que las Cartas coloniales (colonial Charters) hablaran
el lenguaje del fundamental law, garantizando a los colonos los derechos de los
ingleses, manteniéndose asimismo por los portavoces coloniales, como recuerda
la doctrina394, que tales derechos legales se hallaban igualmente garantizados por
un “unwritten law” sin ninguna específica declaración de concesión.
Con el paso del tiempo, la idea del fundamental law pasaría a ocupar ya en
los Estados Unidos un plano distinto del que ocupaba en Inglaterra, lo que se
comprende perfectamente si se advierte que, tras la Independencia, la mayoría
de los Estados positivaron los principios de ese fundamental law al plasmarlos
en un texto escrito. No deja de ser significativo que en en el importante caso
Commonwealth v. Caton, acaecido en Virginia en 1782, sobre el que volveremos
con posterioridad, se pudiera leer que la Constitución funcionaba como “a written
record of that which the citizens (...) have adopted as their social compact”395.
Con ello, se explicitaba lo que en Inglaterra tan sólo era una relación imaginaria
o hipotética entre el pueblo y su gobierno. Todo ello , al margen ya de que tras la
Septennial Act inglesa, iba a cambiar en Inglaterra la noción del fundamental law,
al ir evolucionando de modo progresivo hacia la idea de la soberanía legislativa,

391
Burns habló de que la creencia que prevalecía era la existencia de unos principios sagrados de
derecho universal (“sacred principles of universal right”) que actuaban como límites frente a cualquier
autoridad. Edward M. BURNS: “Madison´s Theory of Judicial Review”, en Kentucky Law Journal (Ky.
L. J.), Vol. XXIV, 1935-1936, pp. 412 y ss.; en concreto, p. 413.
392
Suzanna SHERRY: “The Founders´ Unwritten Constitution”, en The University of Chicago Law
Review (U. Chi. L. Rev.), Vol. 54, 1987, pp. 1127 y ss.; en concreto, p. 1129.
393
John Phillip REID: Constitutional History of the American Revolution (The Authority to Legislate),
The University of Wisconsin Press, Madison (Wisconsin), 1991, p. 6.
394
Thomas C. GREY: “Origins of the Unwritten Constitution...”, op. cit., p. 866.
395
Apud Matthew P. HARRINGTON: “Judicial Review Before John Marshall”, op. cit., p. 69.
160 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

lo que aunque desde luego no eclipsó aquel concepto, se tradujo en que no se


aceptase diferencia alguna en cuanto a su status entre las normas constitucionales
y las estatutarias, esto es, las aprobadas por el Parlamento. Éste se convirtió
en el poder supremo, y de ahí la conocida afirmación de William Blackstone:
“Sovereignty and legislative are convertible terms”.
En el pensamiento de Blackstone justamente se han apoyado quienes
han tratado de neutralizar todo precedente colonial de ejercicio de la judicial
review. Crosskey ha insistido particularmente en ello, al subrayar que aunque el
pensamiento de Coke sobrevivía en los compendios y en otros textos jurídicos,
“the true view unquestionably was that of Blackstone”, visión que a su vez podía
resumirse en la siguiente tesis: “if the parliament would positively enact a thing
to be done (there was) no power in the ordinary forms of the constitution (como
Blackstone precisaría en la última edición de sus Commentaries) that (was) vested
with authority to control it”396. Sin duda, Blackstone gozó de un notable prestigio
en las colonias en cuanto acreditado intérprete del common law. Un dato elocuente
de ello es que en 1787 se habían vendido en ellas nada menos que 2500 ejemplares
de sus Commentaries, cifra enorme para la época. Ahora bien, frente a lo que
Crosskey piensa, el generalizado conocimiento del pensamiento blackstoniano
entre las élites jurídicas coloniales no se iba a traducir, entre otras razones por las
bien dispares circunstancias políticas existentes en las colonias en relación con las
de la metrópoli, en una identificación con la idea de la “omnipotence legislative”.
Todo lo contrario.
Berger lo ha puesto de relieve con claridad meridiana cuando argumenta397,
que la “omnipotencia legislativa” circula en dirección contraria a unas conviccio-
nes coloniales profundamente arraigadas es algo que de alguna manera aparece
explicado en la Declaración de Independencia, en donde puede leerse: “Hemos
advertido (a nuestros colegas británicos) de vez en cuando de los intentos de sus
legisladores de ampliar una injustificable jurisdicción sobre nosotros”. Y es que
los colonos creían firmemente en que la naturaleza obligatoria del Derecho se
asentaba en “las máximas inmutables de la razón y de la justicia”, en algo diferente
de la mera voluntad de la Legislatura. Y como ya se ha dicho, muchos americanos
equipararon ese algo con un fundamental law, otros, con el common law, integrado
por un conjunto de principios, reglas, procedimientos y precedentes del sistema
jurídico que presumiblemente se remontaban a un tiempo inmemorial398.

396
William Winslow CROSSKEY: Politics and the Constitution in the History of the United States,
The University of Chicago Press, 2nd impression, Vol. II, Chicago, 1955, p. 941.
397
Raoul BERGER: Congress v. the Supreme Court, 2nd edition, Harvard University Press, Cambridge
(Massachusetts), 1974, (first published in 1969), p. 30.
398
Para Corwin, el verdadero punto de partida en la historia del common law es el establecimiento
por Enrique II (Rey de Inglaterra entre 1154 y 1189), en el tercer cuarto del siglo XII, de un sistema
de circuit courts que se complementaba con un tribunal de apelación central, siendo punto de
referencia nuclear para estos órganos judiciales la costumbre. Edward S. CORWIN: “The <Higher
Law> Background ...” (I), op. cit., p. 171.
Ciertamente, pueden establecerse diferencias entre la visión que del common law tenían los colonos
y los ingleses, pues para éstos el common law era algo mucho más dinámico de lo que lo era para
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 161

Una muestra de lo arraigada que se hallaba en las colonias esa noción de


un fundamental law la podemos encontrar en un hecho, anecdótico si se quiere,
pero significativo con todo. El mismo año de la Declaración de Independencia,
el pueblo de la ciudad de Concord (Massachusetts) mantuvo una reunión en la
propia villa y adoptó la resolución de que “una Constitución modificable por el
legislativo supremo no da seguridad en absoluto al súbdito frente al abuso de quien
gobierna sobre cualquiera de sus derechos o sobre la totalidad de los mismos”399.
Con anterioridad, cuando la colonia de Massachusetts Bay se hallaba regida por
las normas coloniales inglesas, el decidido condado agrícola de Berkshire County
se negó a dejar actuar a los tribunales coloniales entre 1775 y 1780, hasta que el
pueblo de Massachusetts adoptara una Constitución con un Bill of Rights aplicable
por los jueces.

II. El concepto tradicional de ese fundamental law ha sido caracterizado400


por tres componentes: el primero era que se trataba de un Derecho legalmente
supremo; el segundo, que era un Derecho no escrito que extraía su contenido de
fuentes tales como los usos y costumbres o la razón y la justicia; el tercero, que tal
fundamental law era, al menos en ciertas circunstancias, judicialmente exigible.
Innecesario es decir, que la idea básica subyacente a la judicial review iba a ser la
existencia de un fundamental law limitando a la autoridad legislativa.
El contenido de este fundamental law, como fácilmente puede comprenderse
tratándose de un Derecho consuetudinario, era incierto y abierto; en cierto
modo, podía decirse del mismo que era inmutable y evolutivo, invariable, pero
siempre diferente. Kramer recuerda401, que sus exigencias eran considerablemente
menos claras que las del common law, que después del siglo XV había quedado
centralizado en las “royal courts”, pasando de esta forma a descansar menos en
la costumbre y en la práctica que en el precedente judicial.
De lo que no puede caber duda es de la singular posición que los derechos y
libertades de la persona iban a gozar en ese fundamental law402, que en el fondo

los colonos, para muchos de los cuales el common law había quedado congelado en la época de las
migraciones iniciales. Cfr. al efecto, Gordon S. WOOD: “The Origins of Judicial Review...”, op. cit.,
p. 1299.
399
Apud Warren E. BURGER: “The Doctrine of Judicial Review. Mr. Marshall, Mr. Jefferson, and
Mr. Marbury”, en Current Legal Problems, Vol. 25, London, 1972, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 5. Este
artículo, con el mismo título, está asimismo publicado como “Appendix” a la obra de William F.
SWINDLER: The Constitution and Chief Justice Marshall, Dodd, Mead & Company, New York, 1978,
pp. 383 y ss.
400
Thomas C. GREY: “Origins of the Unwritten Constitution: Fundamental Law in American
Revolutionary Thought”, en Stanford Law Review (Stan. L. Rev.), Vol. 30, 1977-1978, pp. 843 y ss.; en
concreto, p. 850.
401
Larry D. KRAMER: “We the Court”, op. cit., p. 19.
402
De la relevancia de estos derechos pueden dar buena idea dos importantes documentos de
la etapa colonial. En primer término, la Charter of Liberties and Privileges, aprobada por la primera
Asamblea General de Nueva York en 1683, que contenía no sólo el bosquejo de una Constitución para
la provincia de Nueva York, sino un auténtico Bill of Rights que daba nombre al documento. Aún más
elaboradas y explícitas fueron las disposiciones de otro documento, los Rights and Privileges of the
162 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

era tributaria de una doctrina de natural law que, como señalara Corwin403, con
diversos corolarios, suministró los postulados básicos de la especulación teórica
durante los siglos XVII y XVIII, con un impacto especial sobre el pensamiento
político colonial404. Todo ello quedaría reflejado en los múltiples panfletos de la
época colonial, forma de la que se revistieron muchos de los más importantes
escritos de la Revolución americana, pero también en los escritos políticos que se
multiplicaban en todos los periódicos, escritos que ofrecían en la casi totalidad de
los casos la particularidad de ir firmados con pseudónimos, en buen número de
casos tomados de Plutarco, asumiendo sus autores, como recuerda McDonald405,
que la elección del pseudónimo contribuiría a que sus lectores entendieran el
mensaje que deseaban transmitirles.
Cabe recordar asimismo la especial relevancia que tuvo el pensamiento
Whig, –en el que se alinearán figuras tan distantes como el conservador John
Dickinson o el radical Samuel Adams– defensor de esa noción de un fundamental
law tras el que subyacía una idea de libertad, que en los años que anteceden a la
revolución sostuvo que ese fundamental law impedía las infracciones legislativas
de los derechos, particularmente de los derechos de propiedad del common law y
de los procedimientos jurídicos tradicionales. Incluso en Inglaterra, el progresivo
arraigo durante el siglo XVIII de la doctrina de la soberanía legislativa no fue capaz
de expulsar la noción de un fundamental law. Tanto Locke como Bolingbroke
aludieron a un Derecho fundamental, y el propio Blackstone, paradigma de la
defensa de la soberanía legislativa en sus célebres Commentaries on the Laws of
England, estaba de acuerdo en que el Parlamento se hallaba limitado por lo que
él denominó “an overriding natural law”406.
En América, un excelente ejemplo de esa doctrina iusnaturalista que cifra
uno de sus referentes últimos en los derechos de los ciudadanos lo encontramos
en Thomas Paine, que publicó su obra cumbre, Common Sense, en enero de
1776, obra que Bailyn consideraría que se hallaba dotada de un atrevido descaro
(“daring impudence”) y de un extraordinario frenesí (“uncommon frenzy”)407. En
los escritos de Paine, de un gran valor para el estudio de las instituciones políticas
y del desarrollo constitucional, no hay indicaciones de una deuda directa respecto

Majesty´s Subjects, promulgado ocho años más tarde (en 1691) por el mismo órgano colonial. Cfr. al
respecto, Bernard BAILYN: The Ideological Origins..., op. cit., pp. 193 y ss.
403
Edward S. CORWIN: “The <Higher Law> Background of American Constitutional Law” (II),
op. cit., p. 380.
404
Rossiter cree que en el pensamiento colonial el edificio de la libertad no sólo se apoyaba en
el natural law and natural rights, sino también en el constitucionalismo Whig y en la virtud, consi-
derándose esta última como una versión terrenal de la law of nature. Un escritor iba a visualizar la
virtud del siguiente modo: “in its most general sense, consists in an exact observance of the Laws of
Nature”, que exige que contribuyamos tanto como podamos “to the preservation and happiness of
mankind in general”. Clinton ROSSITER: The First American Revolution (The American Colonies on
the Eve of Independence), Harcourt, Brace and Company, New York, 1956, pp. 226 y 231.
405
Forrest McDONALD: Novus Ordo Seclorum. The Intellectual Origins of the Constitution, University
Press of Kansas, Lawrence (Kansas), 1985, p. 68.
406
Gordon S. WOOD: “The Origins of Judicial Review”, op. cit., p. 1297.
407
Bernard BAILYN: The Ideological Origins..., op. cit., p. 18.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 163

de otros escritores, como Rousseau o Locke, sino que más bien puede decirse con
Conway, que él alienta su propia atmósfera filosófica408.
Para Paine, el gobierno no podía basarse en otra justificación que en la libertad
y seguridad de los gobernados, justamente lo que no ofrecían a los colonos las
normas británicas, que tan sólo les proporcionaban tiranía y exacciones. Como
ha escrito Foner en su monografía sobre Paine409, éste fue uno de los creadores
del secular lenguage de la revolución, un lenguaje en que eternos descontentos,
aspiraciones milenarias y tradiciones populares se expresaron en un vocabulario
sorprendentemente nuevo410.
Common Sense transformó los términos del debate político, e incluso del propio
lenguaje político; y así, si la voz “república” había sido previamente utilizada como
un término de improperio en la escritura política, Paine hizo de él una cuestión
política viva y aún un ideal utópico de gobierno411. En 1806, Paine recordaba que
el objetivo perseguido con todos sus trabajos había sido rescatar al hombre de la
tiranía y de los falsos sistemas y principios de gobierno y permitirle ser libre.
En Rights of Man, obra publicada en 1791, Paine se inspirará en los mismos
principios que en la anterior, siendo la principal diferencia entre ambas, que
mientras la primera estaba pensada en función de las circunstancias concretas
de Inglaterra, donde su autor había nacido en 1737, la segunda atendía a las de
América. Y en relación justamente con su Constitución, no nos resistimos a dejar
de plasmar dos de las ideas íntimamente conexas que al respecto expresa Paine.
En el capítulo IV de la parte segunda de la obra puede leerse: “A Constitution is
not the act of a Government, but of the people constituting a Government; and
Government without a Constitution is power without a right”, y más adelante
escribe: “A Constitution is the property of a Nation, and not of those who exercise
the Government”412.
A su vez, un corolario favorito del natural law fue el concepto de soberanía
popular. Los pensadores coloniales, escribe Rossiter413, se deleitaban mencio-
nando las Cato´s Letters (“Cartas de Catón”) sobre “los sagrados privilegios del
pueblo, la inviolable majestad del pueblo, la enorme autoridad del pueblo y la

408
Moncure Daniel CONWAY: “Introduction”, en The Writings of Thomas Paine, collected and
edited by Moncure Daniel Conway, Burt Franklin, New York, reprinted, 1969, Vol. I (1774-1779), pp.
V y ss.; en concreto, p. VIII.
409
Eric FONER: Tom Paine and Revolutionary America, Oxford University Press, New York, 1976,
p. XV.
410
Paine ha sido reconocido como un maestro de la prosa. Según Butler, combina en un grado
fascinante una claridad de dicción apropiada a su ataque sobre la mística, con la simetría y equilibrio
de los ritmos del verso y de la prosa de principios del siglo XVIII. Marilyn BUTLER (edited by): Burke,
Paine, Godwin, and the Revolution Controversy, Cambridge University Press, Cambridge (Great Britain),
1984, p. 108.
411
Eric FONER: Tom Paine and Revolutionary America, op. cit., p. 75.
412
Thomas PAINE: Common Sense and Rights of Man, (Bold-faced thoughts on revolution, reason,
and personal freedom), edited by Laura Ross, Sterling Publishing Co., Inc., New York/London, 2011,
pp. 389 y 398, respectivamente.
413
Clinton ROSSITER: The First American Revolution..., op. cit., p. 226.
164 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

inapelable decisión del pueblo”. Escritas por dos de los más relevantes intelec-
tuales de las colonias, John Trenchard y Thomas Gordon, identificados con el
extremismo liberal, publicadas primeramente en The London Journal entre 1720
y 1724, y después en forma de libro, se convirtieron en una caústica denuncia
(“a searing indictment”) de la política y sociedad inglesas del siglo XVIII. En
América, donde estas “Cartas” se publicaron reiteradamente, de modo total o
parcial, y donde una y otra vez eran citadas en cualquier periódico desde Boston
a Savannah, las Cato´s Letters, según Bailyn414, llegaron a estar alineadas junto
a los tratados de Locke, como las más autorizadas declaraciones acerca de la
naturaleza de la libertad política, situándose incluso por encima de Locke desde
la óptica de la exposición de las causas sociales de las amenazas que pendían
sobre esa libertad. Estas “Cartas” dedicaron además una gran atención a la
corruptora influencia del poder415, entre otras razones, porque sus autores, a
diferencia de Locke, vieron la política dialécticamente, como una guerra entre
los gobernantes y el pueblo al que gobernaban (“a war between the rulers and
the people they ruled”)416, circunstancia que explica la honda preocupación
existente en estos escritos sobre los medios con los que controlar el poder
gubernamental. De su relevancia puede dar una idea el hecho de que, en 1728,
las Cato´s Letters se habían fusionado con los escritos de Locke, Coke, Pufendorf
y Grocio para producir un prototípico tratado norteamericano en defensa de
las libertades inglesas allende los mares, un material indistinguible de un buen
número de publicaciones que aparecería en la crisis revolucionaria cincuenta
años posterior417.
Tan populares e influyentes llegaron a ser estas “Cartas” apenas quince años
después de su publicación, en buena medida por su densidad ideológica, que,
reforzadas por la universalmente conocida obra de teatro de Addison, “Catón”,
y por la orientación Whig de la lectura de los historiadores romanos, en perfecta
sintonía con el general conocimiento del pensamiento clásico por los colonos con
cierto nivel de educación, que como de nuevo escribe Bailyn418, dio origen a lo que
podía denominarse una imagen catónica “a Catonic image”, que fue central en la
teoría política de su tiempo.

414
Bernard BAILYN: The Ideological Origins..., op. cit., p. 36.
415
Pocock ha puesto de relieve que estas Letters se ocuparon fundamentalmente de diagnosticar y
proponer remedio al estado de corrupción imperante en Gran Bretaña que había puesto de manifiesto
el escándalo de la quiebra de la Compañía de los Mares del Sur, recordando a la par que las Lettres
Persanes de Montesquieu (que datan de 1721) expresaban una preocupación similar relacionada con
la situación creada en Francia por el fracaso de los proyectos de John Law vinculados a la compañía
del Misisipí. John G. A. POCOCK: El momento maquiavélico (El pensamiento político florentino y la
tradición republicana atlántica), Editorial Tecnos, 2ª ed., Madrid, 2008, pp. 569-570.
416
Helen K. MICHAEL: “The Role of Natural Law in Early American Constitutionalism...”, op. cit.,
p. 437.
417
Bernard BAILYN: The Ideological Origins..., op. cit., p. 43.
418
Ibidem, p. 44.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 165

c) Los grandes puntos de apoyo doctrinales para la


articulación y desarrollo de un fundamental law

Los americanos iban a encontrar unos sólidos puntos de apoyo contemporá-


neos para sus propios puntos de vista sobre el fundamental law y su desarrollo en
esas impresionantes construcciones doctrinales de la Edad de la Razón que son
los tratados sistemáticos sobre el Derecho natural e internacional. Con la salvedad
obvia de Grocio, los autores de estos tratados son mucho menos conocidos hoy,
si bien tanto en el siglo XVIII como en el XIX las obras de Vattel, Burlamaqui y
Pufendorf, incluso la de Rutherforth, tenían un enorme prestigio y ejercieron una
notable influencia, ayudando a modelar las ideas constitucionales de los colonos.
Junto a ellos, John Locke se convirtió en el verdadero padre ideológico de la
Revolución americana. El enorme influjo de su Second Treatise on Government
es sobradamente conocido. El Chief Justice Burger ha llegado a hablar419 del
plagio que Jefferson hizo del mismo en la Declaración de Independencia. Pero no
cabe echar en el olvido a la Escuela escocesa de la Ilustración, una significativa
fuente del pensamiento político americano de la época que nos ocupa. A causa
del énfasis puesto en el pensamiento de la Scottish Enlightenment (e incluso en el
pensamiento del Renacimiento italiano y de la Reforma), recuerda Howe420, ha
habido una continuada tendencia a disminuir la influencia preeminente atribuida
a Locke. También, por supuesto, el racionalismo de Montesquieu contribuiría
con su noción de la separación de poderes dentro del propio gobierno a que cada
“rama” pudiera actuar como una suerte de freno frente a las demás.
La contribución de estos teóricos del Derecho público fue doble 421: En
primer lugar, insistieron en la importancia del Derecho natural y de los derechos
naturales. Locke sería paradigmático al respecto. Sin embargo, Locke no llegó a
reivindicar la fuerza legalmente vinculante de la law of nature, mientras que los
restantes sí insistieron en que el poder legislativo no podía legítimamente infringir
los principios fundamentales de la moral y la política (aunque ninguno de ellos
se refiriera de modo expreso a una facultad de revisión judicial de la legislación,
ni tampoco de las infracciones gubernamentales de los derechos individuales
que ellos creían que el Derecho natural confería al hombre). En este punto, ellos
contribuyeron a revitalizar el natural law, un componente de la teoría tradicional
inglesa del fundamental law. En segundo término, y esto tendrá una particularísi-
ma relevancia, los tratados de los referidos autores de la Ilustración reforzaron, y
en parte reformularon, la idea de una constitución fija y vinculante que había de
establecer limitaciones jurídicas sobre el poder legislativo, que se adicionaban a
las impuestas por el Derecho natural. De acuerdo con su teoría de los orígenes del
Estado, los individuos se unían primeramente en una nación o sociedad, después

419
Warren E. BURGER: “The Doctrine of Judicial Review. Mr. Marshall, Mr. Jefferson, and Mr.
Marbury”, op. cit., pp. 2-3.
420
Daniel Walker HOWE: “European Sources of Political Ideas in Jeffersonian America”, en Reviews
in American History (Rev. Am. Hist.), Vol. 10, No. 4, December, 1982, pp. 28 y ss.; en concreto, p. 29.
421
Thomas C. GREY: “Origins of the Unwritten Constitution...”, op. cit., pp. 860-861.
166 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

establecían un gobierno y limitaban la autoridad legal de ese gobierno a través


de una constitución. De esta forma, de igual modo que los poderes legítimos de
la propia nación se hallaban limitados por el Derecho natural, los poderes del
gobierno, el agente de la nación, estaban legalmente limitados por la constitución.
No ha de extrañar por ello que el Juez virginiano William Nelson, en Kamper v.
Hawkins (1793), un caso relevante, visualizara la constitución en los siguientes
términos: “A Constitution is to the governors, or rather to the departments of
government, what a law is to individuals”422.
La vital importancia que el pensamiento de los mencionados autores tendrá
para la historia política norteamericana no hace sino corroborar la íntima
conexión que en esa época se va a dar entre la historia política pre-revolucionaria
y el pensamiento de la Ilustración europea. Sin embargo, sería una posición
excesivamente reduccionista circunscribir la teoría jurídica americana en los
tiempos coloniales a la filosofía política de la Ilustración y a los mencionados
autores; de ella podría decirse más bien, como indica Burns423, que fue el resultado
de una acumulación de ideas que recorre la totalidad de un camino que se inicia
con Cicerón y los estoicos, que suministraron la idea de una law of nature y la
personificación de la justicia universal, constante y eterna, que sigue con las
contribuciones de los medievalistas, como John de Salisbury, que contribuyó a
caracterizar la doctrina de la autoridad como intrínsecamente condicionada o
limitada por su propia naturaleza, al margen de que hayamos de recordar que
en las páginas de su Policraticus, una sátira de las costumbres de la época, obra
del que Corwin considera424 “the first systematic writer on politics in the Middle
Ages”, se pudiera leer lo que sigue: “there are certain precepts of the law which
have perpetual necessity, having the force of law among all nations and which
absolutely cannot be broken”. Salisbury abordará frontalmente los textos del
Derecho romano que podían perturbar su teoría, y frente a la bien conocida
consideración del príncipe como legibus solutus, el que fuera Obispo de Chartres
rechazaría que la voluntad o capricho del príncipe adquiriera sin más la fuerza
del Derecho, pudiendo ser legal para él la realización de actos injustos. John de
Salisbury nos ofrece una prueba patente de que la concepción de un higher law
impregna la Edad Media.
El camino que recorre la teoría jurídica americana colonial encuentra otra
etapa relevante en Henry de Bracton, Juez del King´s Bench durante el reinado
de Enrique III, el primogénito de Juan sin Tierra, que reinaría en Inglaterra entre
1216 y 1272. Bracton, al que ya nos referimos, coleccionó unas dos mil decisiones
judiciales que publicó a continuación en De Legibus et Consuetudinibus Angliae,
poniendo por primera vez el naciente common law en contacto directo con las
ideas medievales continentales de un higher law. Célebre es el siguiente pasaje de
su obra: “The King himself ought not to be subject to man, but subject to God

422
Apud Larry D. KRAMER: “We the Court”, op. cit., p. 32.
423
Edward M. BURNS: “Madison´s Theory of Judicial Review”, en Kentucky Law Journal (Ky. L.
J.), Vol. XXIV, 1935-1936, pp. 412 y ss.; en concreto, pp. 412-413.
424
Edward S. CORWIN: “The <Higher Law> Background...” (I), op. cit., p. 164.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 167

and to the law, for the law makes the King. Let the King then attribute to the law
what the law attributes to him, namely, dominion and power, for there is no King
where the will and not the law has dominion”425. Estas palabras, que parcialmente
repetirá Coke ante el Rey Jaime I, como ya se dijo, vuelven a mostrarnos la
característica idea medieval de que toda autoridad deriva del Derecho y que como
tal se halla limitada por el mismo. Para Corwin426, es la peculiar concepción del
Derecho de Bracton lo que lo diferencia de sus predecesores y contemporáneos, de
hombres como John de Salisbury o el propio Santo Tomás de Aquino. Gracias a su
estudio del Derecho romano y aún más a su experiencia como juez, tal concepción
es sorprendentemente positivista (“strikingly positivistic”); para Bracton la lex que
tiene primariamente en mente es la ley que se apoya sobre “the common sanction
of the body politic”. Innecesario es decir que en el camino a que nos estamos
refiriendo Edward Coke ocupará un lugar enormemente preeminente, pero ya
nos hemos referido a ello.
Añadamos para terminar, que los colonos también leerán, ávidamente en
muchos casos, los trabajos elaborados por sus propios conciudadanos; tal será el
caso de James Otis, John Adams y del propio Thomas Paine. Sus textos tendrán
un gran influjo en la conformación de los sentimientos generales de la comunidad.
Piénsese, por ejemplo, en Common Sense, obra de la que se imprimirían miles de
copias, distribuidas a lo largo y ancho de todas las colonias. Su célebre afirmación
de que “in America the law is king” 427, –que ha sido parafraseada como “in
America, constitutional law, rather that man, is king”428– hizo necesario un cambio
en la teoría en cuanto a la localización de la soberanía. La autoridad absoluta
del Parlamento en cuanto verdadero soberano se transfirió ahora al pueblo. La
Revolución americana dejó esa situación meridianamente clara: el pueblo, como
auténtico soberano, asumió todo su protagonismo. Como en uno de los artículos

425
Apud Edward S. CORWIN: “The <Higher Law> Background...”, (I), op. cit., p. 172.
426
Ibidem, p. 173.
427
El párrafo completo en que se formula la celebérrima afirmación está redactado en los siguientes
términos:
“But where, say some, is the King of America? I´ll tell you, friend, he reigns above, and doth not
make havoc of mankind like the Royal Brute of Great Britain. Yet that we may not appear to be defective
even in earthly honours, let a day be solemnly set apart for proclaiming the Charter; let it be brought
forth placed on the Divine Law, the Word of God; let a crown be placed thereon, by which the world
may know, that so far as we approve of monarchy, that in America the law is king. For as in absolute
governments the King is law, so in free countries the law ought to be king; and there ought to be no
other. But lest any ill use should afterwards arise, let the Crown at the conclusion of the ceremony be
demolished, and scattered among the people whose right it is”. Apud The Writings of Thomas Paine,
collected and edited by Moncure Daniel CONWAY, Burt Franklin, New York, reprinted, 1969, Vol. I
(1774-1779), p. 99 (Common Sense, en pp. 67-120.
428
Robin WEST: “Tom Paine´s Constitution”, en Virginia Law Review (Va. L. Rev.), Vol. 89, 2003, pp.
1413 y ss.; en concreto, p. 1414. Esta lectura podría haber hecho de Paine un temprano abanderado
de la judicial review, pero no iba a ser así. No sólo porque Paine guardó siempre un muy significativo
silencio sobre la judicial review, sino porque la Constitución que Paine sugirió en su más célebre obra,
Rights of Man, tenía que ser una ley que se había de hacer cumplir a través de un proceso de continua,
regular y democrática corrección a través de la discusión popular, circunstancia que propicia que West
hable del “Paine´s constitutional populism”. Acerca del contraste entre las visiones constitucionales
de Tom Paine y de John Marshall, cfr. Robin WEST, en Ibidem, pp. 1419-1433.
168 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

más influyentes de la doctrina constitucional se escribió: “The Revolution came,


and what happened then? Simply this: we cut the cord that tied us to Great Britain,
and there was no longer an external sovereign. Our conception now was that <the
people> took his place; that is to say, our own home population in the several
States were now their own sovereign”429. Pocos años después, el pueblo, no sus
representantes, se convertía en “the highest lawmaking body”, y el celebérrimo
“We the People of the United States, in Order to form a more perfect Union...”, con
el que se abre la Constitución de 1787, no haría sino dar testimonio de ello, todo
lo cual, por cierto, terminaría teniendo como resultado último una redefinición de
los jueces como agentes del pueblo soberano, iguales de algún modo en autoridad
a los legisladores y al poder legislativo, lo que en la Constitución se traduciría en el
ascenso del judiciary a la posición de un departamento de gobierno semejante a los
otros dos, aunque, en la realidad, tal teórica equiparación no llegará a hacerse real
hasta que John Marshall acceda a la Chief Justiceship. Ello iba a alterar de modo
notable la caracterización del judiciary en América, afectando profundamente a
su rol en la interpretación del Derecho. Y aunque quizá ello no fuera suficiente
para dar vida a la judicial review, sí fue algo que coadyuvó muy positivamente a
tal efecto.

a´) Emmerich de Vattel

El enorme influjo ejercido sobre el pensamiento colonial por el jurista y


filósofo suizo Emmerich (o Emer) de Vattel (1714-1767) se halla fuera de cualquier
duda, aunque no deje de ser curioso que fuera de la doctrina norteamericana son
pocas las ocasiones en que se hace referencia al mismo, en frontal contraste con
el sobredimensionamiento de John Locke. Nacido en la provincia de Neuchatel,
en 1714 perteneciente a Prusia, Vattel estudió filosofía en Basilea y Ginebra,
interesándose tanto por las doctrinas de Leibniz como para publicar un estudio en
defensa de su pensamiento en 1741. En 1758, año en que fue llamado por el Elector
de Dresde para ejercer funciones de consejero, publicó su obra clave, con el título
de Le Droit des Gens ou Principes de la Loi Naturelle, Appliqués à la Conduite et aux
Affaires des Nations et des Souveraines (“La ley de las naciones, o los principios del
Derecho natural aplicados a la conducción de las naciones y a la conducta de los
soberanos”). Tras retornar a Neuchatel, falleció allí en diciembre de 1767.
Se ha dicho430, que quizá Vattel nunca hubiera escrito su Law of Nations si
Christian Frederick von Wolff (1679-1754) no le hubiera precedido. Discípulo
de Leibniz, Wolff, en su Jus naturae methodo scientifica pertractatum, hizo un

429
James B. THAYER: “The Origin and Scope of the American Doctrine of Constitutional Law”,
en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Vol. VII, 1893-1894, pp. 129 y ss.; en concreto, p. 131.
430
Albert de LAPRADELLE: “Introduction”, en E. DE VATTEL: The Law of Nations or the Principles
of Natural Law Applied to the Conduct and to the Affairs of Nations and of Sovereigns (translation of
the edition of 1758 by Charles G. Fenwick), Oceana Publications Inc./Wildy & Sons Ltd., New York/
London, reprinted, 1964, pp. I y ss.; en concreto, pp. III-IV.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 169

ingenioso, pero excesivo, uso de la demostración matemática. Sobre esta base,


Wolff estableció una teoría general del Derecho internacional (“Law of Nations”),
que más tarde, en 1749, presentó en un volumen separado titulado Jus gentium
methodo scientifica pertractatum. Vattel, que ocho años antes había publicado su
Défense du système leibnitzien, mientras esperaba alcanzar un puesto diplomático,
pensó en traducir la obra de Wolff, pues el latín escolástico en que estaba escrito el
libro de Wolff le privaba de gran número de lectores, adaptando después la parte
relativa a las relaciones internacionales. Tras diversas vicisitudes, sorprendido por
la falta de armonía que a su juicio existía entre la política y la filosofía, Vattel tomó
la decisión de mostrar a los líderes de las naciones, a través del trabajo de Wolff,
liberado de sus oscuridades, lo que el Derecho natural prescribe a las naciones.
El tratado de Vattel se divide en cuatro libros, el primero de los cuales (“A
nation considered by itself”) aborda la organización de los Estados individuales,
por lo que puede reconducirse al ámbito de la ciencia política y del Derecho
constitucional, mientras que los otros tres (“Nations considered in their relations
with other nations”, “War” y “The restoration of peace; and embassies”) caen de
lleno dentro del ámbito del Derecho internacional. En lo que ahora interesa, ofrece
una particularísima relevancia el capítulo III del Libro 1º, en el que Vattel trata “la
Constitución del Estado y los deberes y derechos de las naciones a este respecto”.
El Derecho natural (law of nature) es la base sobre la que Vattel construye su
teoría del Estado. Más aún, un Derecho natural fundamentado en la naturaleza
de las cosas y en la naturaleza del hombre se iba a convertir, como dijera Haines,
en “the basis of all law, public and private”431. Fenwick, quien tradujera la versión
francesa de 1758 al inglés, pondría de relieve432, que la concepción del Derecho
natural de Vattel combina una serie de elementos procedentes tanto de la teoría
escolástica como de la última teoría del contrato social. El Estado no es sino
una sociedad de hombres que se han unido juntos para procurar, a través de
la combinación de sus esfuerzos, su mutuo bienestar y beneficio. El Estado se
halla así compuesto por personas que, por su propia naturaleza, son libres e
independientes, y que antes del establecimiento de la sociedad civil vivían juntos
en un estado de naturaleza (“state of nature”). Consecuentemente, ya que libertad
e independencia son de esas personas por naturaleza, sólo pueden perder sus
derechos por su propio consentimiento. Con posterioridad, Vattel, justo como
podían haber hecho Francisco Suárez o Santo Tomás de Aquino, muestra que
la naturaleza del hombre es tal que hasta hoy no es suficiente per se, habiendo
requerido necesariamente la ayuda y el intercambio con sus conciudadanos, tanto
para preservar su existencia como para perfeccionarse a sí mismo y vivir como
corresponde a un animal racional. De tales premisas, Vattel deduce la existencia
de una sociedad natural entre los hombres

431
Charles Grove HAINES: The American Doctrine of Judicial Supremacy, University of California
Press, 2nd edition, Berkeley, California, 1932, p. 41.
432
Charles G. FENWICK: “The Authority of Vattel”, en The American Political Science Review (Am.
Pol. Sci. Rev.), Vol. 7, No. 3, August, 1913, pp. 395 y ss.; en concreto, p. 397.
170 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

Defiende Vattel en el inicio del capítulo III, antes mencionado433, que toda
sociedad política debe necesariamente establecer una autoridad pública, que re-
gula los asuntos comunes, prescribe la conducta de cada uno con vistas a alcanzar
el bien público (“the public good”) y posee el medio de imponer la obediencia.
Ahora bien, de inmediato señala Vattel: “(t)his authority belongs essentially to the
whole body of the society”, aunque la misma “can be exercised in many ways”,
siendo cada sociedad la que debe decidir y adoptar el modo que mejor conviene.
Inmediatamente después de esta reflexión, Vattel va a entrar a reflexionar sobre
el concepto de constitución.
Anticipemos antes de centrarnos en las específicas consideraciones de Vattel,
que en esta obra capital se contiene la primera e inequívoca declaración de que una
constitución es una ley fundamental que limita el poder de los cuerpos legislativos.
A juicio de Vattel, la legislación no estaba tan sólo limitada por el Derecho natural,
sino por cualesquiera normas que el pueblo optara por incluir en su constitución.
El pensamiento de Vattel es al respecto en verdad clarividente. La primera y obvia
cuestión es la de qué es una constitución. Esta es su respuesta:

“The fundamental law which determines the manner in which the public
authority is to be exercised is what forms the constitution of the State. In it
can be seen the organization by means of which the Nation acts as a political
body; how and by whom the people are to be governed, and what are the
rights and duties of those who govern. This constitution is nothing else at
bottom than the establishment of the system, according to which a Nation
proposes to work in common to obtain the advantages for which a political
society is formed” (La ley fundamental que determina el modo en que la
autoridad pública tiene que ejercerse es lo que constituye la constitución del
Estado. En ella puede verse la organización por medio de la cual actúa la
nación como un cuerpo político; cómo y por quiénes tiene que gobernarse
el pueblo, y cuáles son los derechos y deberes de los que gobiernan. En el
fondo, esta constitución no es nada más que el establecimiento del sistema
conforme al cual una nación se propone trabajar en común para obtener
los beneficios para los que se constituye una sociedad política).

Vattel distingue a continuación entre las “public laws” y las “fundamental


laws”. Unas y otras, por supuesto, deben ser observadas por la sociedad, pero todas
deben tener como finalidad última el bienestar del Estado y de sus ciudadanos. Las
que se aprueban directamente con el objetivo de alcanzar “the public welfare” son
calificadas como public laws, mientras que aquéllas que se dirigen al cuerpo social,
a la propia naturaleza de la sociedad, a la forma de gobierno y al modo en que se
ejerce la autoridad pública las identifica el filósofo suizo como fundamental laws.
Para Vattel, el respeto de la Constitución es decisivo, como también es de la
mayor relevancia el respeto de la ley. Con ello Vattel estaba dando vida a la idea

433
E. DE VATTEL: The Law of Nations or the Principles of Natural Law Applied..., op. cit.; el capítulo
III del Libro 1º puede verse en pp. 17-19.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 171

de que la constitución escrita era el fundamento de toda autoridad pública, a la


par que dejaba meridianamente clara la distinción entre la ley fundamental y las
leyes ordinarias. Y a tal efecto escribe:

“The constitution of a State and its laws are the foundation of public peace,
the firm support of political authority, and the security for the liberty of
the citizens. But this constitution is a mere dead letter, and the best laws
are useless if they be not sacredly observed. It is therefore the duty of a
Nation to be ever on the watch that the laws be equally respected, both by
those who govern and by the people who are to be ruled by them. To attack
the constitution of a State and to violate its laws is a capital crime against
society; and if the persons who are guilty of it are those in authority, they
add to this crime a perfidious abuse of the power confided to them. (....)
The constitution and laws of a State are rarely attacked from the front; it
is against secret and gradual attacks that a Nation must chiefly guard” (La
constitución de un Estado y sus leyes son el fundamento de la paz pública,
el firme apoyo de la autoridad política y la seguridad para la libertad de los
ciudadanos. Pero esta constitución es una simple letra muerta, y las mejores
leyes son inútiles si no se respetan sagradamente. Es por lo tanto el deber
de una nación estar siempre vigilante para que las leyes sean igualmente
respetadas, tanto por quienes gobiernan como por el pueblo que es regido
por ellas. Atacar la constitución de un Estado y violar sus leyes es un crimen
capital contra la sociedad, y si las personas que son culpables de ello son las
que tienen autoridad, añaden a este crimen un pérfido abuso del poder que
se les ha confiado. (....) La constitución y las leyes de un Estado raramente
son atacadas frontalmente; es contra los ataques secretos y graduales contra
los que una nación debe principalmente defenderse).

Vattel deja meridianamente claro que es a la nación a quien pertenece redactar


la constitución, y que el gobierno de una nación se halla al servicio de la misma,
esto es, de su ciudadanía:

“Since the results of a good or a bad constitution are of such importance,


and since a Nation is strictly obliged to procure, as far as is possible, the
best and most suitable one, it has a right to all the means necessary to fulfill
that obligation. Hence it is clear that a Nation has full right to draw up for
itself its constitution, to uphold it, to perfect it, and to regulate at will all that
relates to the government, without interference on the part of anyone. The
government is established only for the Nation, with a view to its welfare and
its happiness” (Ya que los resultados de una buena o mala constitución son
de tal importancia, y ya que una nación está estrictamente obligada a pro-
curar, en la medida de lo que es posible, lo mejor y más conveniente, tiene
pleno derecho a todos los medios necesarios para cumplir esa obligación.
Por lo tanto, es claro que una nación tiene pleno derecho a redactar por sí
misma su constitución, a hacerla respetar, a perfeccionarla y a regular a
su voluntad todo lo que se relaciona con el gobierno, sin interferencia por
parte de nadie. El gobierno se establece sólo para la nación, con vistas a su
bienestar y felicidad).
172 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

Llegados aquí, Vattel aborda el tratamiento del poder legislativo:

“Still another important question is here presented. It belongs essentially


to the social body to make laws concerning the manner in which it is to be
governed and the conduct of its citizens. This function is called the legisla-
tive power. The exercise of it may be confided by the Nation to the Prince,
or to an assembly, or to both conjointly; and they are thereby empowered
to make new laws and to repeal old ones” (Aún otra importante cuestión
se presenta aquí. Pertenece esencialmente al cuerpo social hacer leyes con
respecto al modo en que tiene que ser gobernado y la conducta de sus ciuda-
danos. Esta función se llama poder legislativo. Su ejercicio puede confiarse
por la nación al príncipe o a una asamblea, o a ambos conjuntamente, y
de ese modo son facultados para hacer nuevas leyes y abrogar las viejas).

Y llegados a este punto, nuestro autor aborda la cuestión clave para lo que
aquí interesa, que no es otra sino la de hasta dónde alcanza la capacidad del poder
legislativo: ¿Alcanza hasta modificar la constitución o, por contra, ésta no puede
ser alterada por ese poder? La respuesta de Vattel es de una asombrosa moderni-
dad, no obstante haber sido escrita hace más de un cuarto de milenio. Hela aquí:

“The question arises whether their power extends to the fundamental


laws, wether they (the legislative power) can change the constitution of the
State. The principles we have laid down lead us to decide definitely that the
authority of these legislators does not go that far, and that the fundamental
laws must be sacred to them, unless they are expressly empowered by the
nation to change them; for the constitution of a State should possess sta-
bility; and since the Nation established it in the first place, and afterwards
confided the legislative power to certain persons, the fundamental laws are
excepted from their authority. It is clear that the society had only in view
to provide that the State should be furnished with laws enacted for special
occasions, and with that object it gave to the legislators the power to repeal
existing civil laws, and such public ones as were not fundamental, and to
make new ones. Nothing leads us to think that it wished to subject the
constitution itself to their will. In a word, it is from the constitution that
the legislators derive their power; how, then, could they change it without
destroying the source of their authority?” (La cuestión que se plantea es la
de si su poder –el de los legisladores o poder legislativo– se extiende a las
leyes fundamentales, si ellos pueden cambiar la constitución del Estado. Los
principios que hemos establecido nos conducen a decidir definitivamente
que la autoridad de estos legisladores no va tan lejos, y que las leyes fun-
damentales deben ser sagradas para ellos, a menos que sean expresamente
facultados por la nación para cambiarlas, pues la constitución de un Estado
debe poseer estabilidad, y ya que la nación la estableció en primer lugar y
después confió el poder legislativo a ciertas personas, las leyes fundamen-
tales están exceptuadas de su autoridad. Es claro que la sociedad tenía
solamente en consideración disponer que el Estado fuera equipado con
leyes promulgadas para ocasiones especiales, y con ese objetivo dio a los
legisladores la facultad de derogar las leyes civiles existentes y las públicas
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 173

que no fueran fundamentales, y hacer nuevas leyes. Nada nos lleva a pensar
que deseara sujetar la misma constitución a su voluntad. En una palabra,
es de la constitución de donde los legisladores derivan su poder; ¿cómo,
entonces, podrían cambiarla sin destrozar la fuente de su autoridad?).

La argumentación de Vattel nos parece impecable. Su reflexión final de que la


modificación por el legislativo de la constitución equivaldría a destrozar la fuente
de autoridad en que aquél se apoya es incontrovertible, y deja manifiestamente
puesta de relieve la idea de una constitución superior a las leyes y limitadora de
la actuación del poder legislativo, idea que Alexander Hamilton desarrollará en el
núm. LXXVIII de los Federalist Papers. Es cierto que Vattel omite encomendar a
los jueces la facultad de decidir cuándo una ley del poder legislativo, excediendo
de sus límites, ha incidido sobre la constitución. Por el contrario, Vattel escribe
en un momento dado que “(i)t is the body of the Nation alone which has the right
to check its rulers when they abuse their power”. No falta quien, como Michael434,
parece atribuir una excesiva relevancia a este argumento desde la óptica de su in-
cidencia sobre el pensamiento colonial acerca de la judicial review. Desde nuestro
punto de vista, no nos parece en absoluto relevante, pues como ya se ha dicho,
el influjo de estos autores, o de algunos de ellos al menos, sobre el pensamiento
colonial tendrá que ver, fundamentalmente, con la idea de la constitución como
higher law, no con el modo de garantizar esa superioridad de la constitución; ahí
entrará en juego la doctrina de Edward Coke, al margen ya de otros precedentes,
algunos ya aludidos y otros a los que nos referiremos con posterioridad. Ello no
obstante, no faltarían autores, como recordaba hace casi un siglo Haines435, que
vincularan la doctrina americana de la judicial review con el argumento de Vattel
de que la constitución limitaba la autoridad legislativa, olvidando que para el
pensador suizo la constitución tenía la naturaleza propia de las leyes políticas,
cuya preservación no se encomendaba a ningún departamento del gobierno, sino
que descansaba primariamente en el pueblo. Frente a esos autores, la apreciación
relativista de Michael cobraría pleno sentido.
Añadamos por último, que Vattel también ejercería un importante influjo en
lo que se refiere a las reglas para la interpretación. No en vano dedicó un largo
capítulo, el capítulo 17 del Libro II, a “the interpretation of treaties”436. Vattel
contemplará unas reglas hermenéuticas sustentadas en la razón y derivadas
del Derecho natural y de la moralidad implícita en él. “It is therefore necessary
–escribe– to lay down rules founded upon reason and authorized by the natural
law and adapted to throw light upon what is obscure, decide what is uncertain,
and frustrate the designs of one who enters into the contract in bad faith”. Sin
ánimo de entrar en detalles, sí mencionaremos las que Vattel considera como tres

434
Helen K. MICHAEL: “The Role of Natural Law in Early American Constitutionalism: Did the
Founders Contemplate Judicial Enforcement of <Unwritten> Individual Rights?”, en North Carolina
Law Review (N. C. L. Rev.), Vol. 69, 1990-1991, pp. 421 y ss.; en concreto, pp. 431-432.
435
Charles Grove HAINES: The American Doctrine of Judicial Supremacy, op. cit., p. 43.
436
E. DE VATTEL: The Law of Nations or the Principles of Natural Law, op. cit.; el capítulo XVII
del Libro II puede verse en pp. 199-221.
174 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

grandes reglas generales de interpretación: 1ª) No es permisible interpretar lo


que no tiene necesidad de interpretarse. Cuando un texto escrito está redactado
en términos claros y precisos, cuando su significado es evidente y no conduce
a ningún absurdo, no hay base para rehusar aceptar el significado que el texto
presenta naturalmente. 2ª) Frente a quienes ponen reparos al significado de una
disposición clara y definitiva, oponiendo pretextos vacíos (“empty pretexts”),
Vattel recurre a un principio del Derecho romano, cuya justicia considera obvia:
Pactionem obscuram iis nocere, in quorum fuit potestate legem apertius conscribere.
Se trata, en definitiva, de que si quien podía y debía haberse explicado clara y
completamente no lo ha hecho, tanto peor para él, pues a él no puede después
admitírsele demostrar restricciones que no ha expresado. 3ª) Ninguna de las partes
que tenga un interés en un contrato o en un tratado puede interpretar después su
propia intención.
De la influencia de esta obra del suizo puede dar una idea el hecho de que el
tratado, poco después de que viera la luz, era citado por los tribunales judiciales,
en discursos ante las asambleas legislativas y en los decretos y correspondencia de
los órganos ejecutivos437. En el pensamiento colonial la obra ejercerá un impacto
aún mayor, como reconoce toda la doctrina. Más aún, ya lograda la Independencia
y aprobada la Constitución, Jefferson, actuando como Secretario de Estado
del Presidente Washington, apelaba a la autoridad de Vattel para justificar una
decisión suya ante el Ministro francés Genet, que en 1793 protestaba por la orden
de Jefferson de detener un navío francés que había sido armado y equipado en el
puerto de Nueva York para llevar a cabo acciones hostiles contra Gran Bretaña438.
Es cierto que ahora se apela a Vattel para justificar una actuación que afecta a
las relaciones internacionales, pero ello no deja de ser indiciario del prestigio e
influencia del pensamiento del jurista y filósofo suizo.

b´) Jean-Jacques Burlamaqui

Junto a Vattel, aunque a una cierta distancia en cuanto a su impacto sobre


el pensamiento colonial, nos encontramos a otro relevante filósofo suizo, el
ginebrino Jean-Jacques Burlamaqui, de quien se ha constatado por un estudioso
de la literatura jurídico-política del período revolucionario americano, como es el
caso de Mullett, que comparte con Locke y Coke el hallarse entre los más citados
autores por los polemistas coloniales439.

437
Charles G. FENWICK: “The Authority of Vattel”, op. cit., p. 395.
438
“You think, Sir, –escribe Jefferson a Genet– that this opinion is also contrary to the law of nature
and usage of nations. We are of opinion it is dictated by that law and usage; and this had been very
materially inquired into before it was adopted as a principle of conduct. But we will not assume the
exclusive right of saying what that law and usage is. Let us appeal to enlightened and disinterested
judges. None is more so than Vattel”. Apud Charles G. FENWICK: “The Authority of Vattel”, op. cit.,
p. 410.
439
C. MULLETT: Fundamental Law and the American Revolution, 1933, p. 78. Cit. por Thomas C.
GREY: “Origins of the Unwritten Constitution...”, op. cit., p. 862.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 175

El suizo Burlamaqui (1694-1748) fue profesor de Derecho natural en la


Academia de Ginebra. Provenía de una familia de gran influencia política en la
ciudad (su padre había sido miembro del Petit Conseil) y sus antecesores habían
sido asimismo relevantes políticos en Lucca (Italia), lugar de donde provenía la
familia. Nuestro autor tan sólo publicó un libro en su vida, sus Principes du droit
naturel, que aparecieron en Ginebra en 1747, un año antes de su muerte. Para su
autor el libro era una introducción a un sistema completo del Derecho natural
e internacional cuyos destinatarios habían de ser los estudiantes. Sin embargo,
él dejó escrito antes de su desaparición unos Principes du droit politique, cuyo
manuscrito revisado encomendó a su mujer y a su hermana.
Al tiempo de fallecer Burlamaqui, acababa de publicarse la versión revisada
por el propio autor de sus Principes du droit naturel, corriendo rumores por
Ginebra de que Thomas Nugent, autor famoso en la época por sus libros de viaje,
y entre ellos de modo muy particular, The Grand Tour; or A Journey through the
Netherlands, Germany, Italy, and France (1749), en que reflejaba la tradición de los
jóvenes de la alta sociedad inglesa del siglo XVIII de realizar un Grand Tour por
algunos países europeos, con destino final a Italia, de donde retornaban finalmente
cargados de libros y obras de arte, –de ello justamente ha quedado un maravilloso
recuerdo en el Museo del Prado (como también otros en la Real Academia de
Bellas Artes de San Fernando) en la obra del pintor de Lucca, Pompeo Batoni
(1708-1787), “Retrato de Francis Basset, primer barón de Dunstanville”, realizada
justamente durante su Grand Tour, y cuyo navío que le llevaba de Livorno a
Londres, el “Westmorland”, fue capturado por la armada francesa, y sus obras de
arte vendidas en Málaga, siendo adquiridas las más valiosas de ellas por el Banco
de San Carlos a instancias de Carlos III– había traducido la obra de Burlamaqui
al inglés, lo que efectivamente sucedió, publicándose en Londres en 1748. Una
vez publicados finalmente los Principes du droit politique (1751), Nugent también
los traduciría a la lengua inglesa, en 1752. Once años después, en 1763, el mismo
editor londinense publicó de forma conjunta los dos volúmenes, con el título de
Principles of Natural and Politic Law, obra que, como se ha señalado440, fue la que
alcanzó las Universidades inglesas y americanas, leyéndose durante generaciones.
La teoría del Derecho natural de Burlamaqui difiere de la de Pufendorf en sus
principios fundamentales, quizá por la orientación más optimista existente en el
calvinismo ginebrino de su tiempo. Para nuestro autor, el hombre es ante todo un
ser que se esfuerza por alcanzar la felicidad; este es el promum mobile que existe
detrás de toda acción humana441. En coherencia con este postulado, Burlamaqui
se separa de las afirmaciones de Pufendorf y de Hobbes de que toda obligación
deriva de los mandatos de un superior, para considerar que la razón ofrece una
regla simple al hombre, señalándole el camino más corto hacia su felicidad.

440
Petter KORKMAN : “Introduction”, en Jean-Jacques Burlamaqui, The Principles of Natural and
Politic Law, edited by Petter Korkman, translated by Thomas Nugent, Liberty Fund, Indianapolis,
Indiana, 2006, pp. IX y ss.; en concreto, p. XIII.
441
Ibidem, pp. XVI-XVII.
176 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

En el ámbito ya de su teoría política, en lo que ahora interesa, son especial-


mente destacables los capítulos cuarto, quinto, sexto y séptimo de la primera parte
de sus principios442, en los que, sucesivamente, aborda la constitución esencial
de los Estados, la soberanía, el origen y fundamento de la soberanía y los rasgos,
extensión y límites de la misma.
Burlamaqui parte de la presuposición de la existencia de una relación de
reciprocidad entre el ciudadano y sus gobernantes, pues “cuando yo me someto
voluntariamente a un príncipe, le prometo lealtad a condición de que él me proteja;
el príncipe, por su parte, me promete su protección, con la condición de que yo
le obedezca”. Considera el ginebrino que en un Estado el soberano es la persona
que tiene el derecho de mando como último recurso (“a right of commanding
in the last resort”), si bien hace después una precisión importante: la de que
esa soberanía debe encaminarse a procurar el bienestar del pueblo. Cuando los
soberanos olvidan esta finalidad, cuando la pervierten para satisfacer sus propios
intereses o caprichos, “sovereignty then degenerates into tyranny and ceases to
be a legitimate authority”443.
Burlamaqui ubica originariamente la soberanía en el pueblo. La naturaleza,
argumenta el suizo, nos ha hecho a todos los de la misma especie iguales. Apelar
a soberanos y súbditos, dueños y esclavos, es algo desconocido a la naturaleza.
“It must therefore be agreed, that sovereignty resides originally in the people,
and in each individual with regard to himself; and that it is the transferring
and uniting the several rights of individual in the person of the sovereign, that
constitutes him such, and really produces sovereignty”444 (Debe por lo tanto estarse
de acuerdo en que la soberanía reside originariamente en el pueblo, y en cada
individuo con respecto a sí mismo, y que es la transmisión y unión de los varios
derechos del individuo en la persona del soberano lo que lo constituye como tal
y verdaderamente produce la soberanía). Cuando otorgamos a los soberanos el
título de representantes de Dios en la tierra (“God´s vicegerents upon earth”), esto
no implica que ellos deriven su autoridad inmediatamente de Dios; significa tan
sólo, que por medio del poder depositado en sus manos, y con el que el pueblo les
ha investido, ellos mantienen agradablemente a los ojos de la Deidad la paz y el
orden, procurando así la felicidad de la humanidad. Burlamaqui recuerda aquí
un bello pasaje de Cicerón: Nihil est illi principi Deo, qui omnem hunc mundum
regit, quod quidem in terris fiat acceptius, quam consilia coetusque hominum jure
sociati, quae civitates appellantur445 (Nada hay más agradable a la suprema Deidad
que gobierna este mundo que las sociedades civiles se establezcan legalmente).
¿Cuál es la causa inmediata, el fundamento último, de la soberanía? A ello trata
de responder nuestro autor en la parte final del capítulo 6º. En cuanto que cada
hombre tiene un derecho natural de disponer de su libertad natural conforme a

442
Jean-Jacques BURLAMAQUI: The Principles of Natural and Politic Law, op. cit., pp. 289-322.
443
Ibidem, p. 297.
444
Ibidem, p. 302.
445
Ibidem, p. 303.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 177

lo que él piensa que es adecuado, ¿no tendríamos, se pregunta Burlamaqui, una


facultad de transferir a otro ese derecho que uno tiene de dirigirse a sí mismo? ¿No
es manifiesto que si todos los miembros de la sociedad estuvieran de acuerdo en
transferir este derecho a uno de sus semejantes, esta cesión será la más cercana e
inmediata causa de la soberanía? Es por lo tanto evidente, que en cada individuo
están las semillas del poder supremo. Frente a ello puede objetarse que las mismas
Escrituras dicen que cada hombre debe estar sujeto a los poderes supremos,
porque han sido establecidos por Dios. Ante ello, Burlamaqui responde siguiendo a
Grocio: “(T)hat men have established civil societies, not in consequence of a divine
ordinance, but of their voluntary motion, induced by the experience they had had
of the incapacity which separate families were under, of defending themselves
against the insults and attacks of human violence. From thence (he adds) arises
the civil power, which St. Peter, for this reason, calls a human power”446 (Que
los hombres han establecido las sociedades civiles no a consecuencia de un
mandato divino, sino de su moción voluntaria, inducida por la experiencia que
habían tenido de la incapacidad bajo la que se hallaban las familias separadas
de defenderse por sí mismas de los insultos y ataques de la violencia humana. De
aquí (añade –en alusión a Grocio–) se origina el poder civil, que por esta razón
San Pedro llama poder humano).
Particular importancia tiene el tratamiento de la “soberanía limitada” (“of
limited sovereignty”). Burlamaqui admite que el mismo lugar que los soberanos
ocupan les exponen a tentaciones desconocidas por el pueblo. La generalidad de
los príncipes carecen de la virtud y coraje suficientes para moderar sus pasiones,
por lo que se comprende que el pueblo tenga sólidas razones para temer que una
autoridad ilimitada resultará en su perjuicio, y si no se reserva alguna seguridad
para sí mismo frente a los abusos del soberano, él u otro, en cualquier momento,
abusará del pueblo. Tales reflexiones son las que, en último término, han con-
ducido a poner límites frente al poder soberano: “It is these reflections, justified
by experience, –escribe nuestro autor447– that have induced most, and those the
wisest, nations,, to set bounds to the power of their sovereigns, and to prescribe
the manner in which the latter are to govern; and this has produced what is called
limited sovereignty”. La limitación del soberano se antoja imprescindible por
cuanto “absolute power easily degenerates into despotism, and despotism paves
the way for the greatest and most fatal revolutions that can happen to sovereigns”.
Dentro de este mismo capítulo séptimo, relativo a los caracteres esenciales de
la soberanía, Burlamaqui dedica una suerte de larga sección a las fundamental
laws448. Tomadas en su más plena extensión, las “fundamental laws” de un Estado
son no sólo los decretos a cuyo través la totalidad de la nación decide la forma de
gobierno y el modo de sucesión en la Corona, sino también los pactos (“covenants”)
entre el pueblo y la persona a la que confiere la soberanía, que regulan la forma
de gobernar y por los que la suprema autoridad es limitada. Estas regulaciones

446
Ibidem, p. 305.
447
Ibidem, p. 315.
448
“Of fundamental laws”. Puede verse en Ibidem, pp. 316-321.
178 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

son denominadas fundamental laws, porque son la base y el fundamento del


Estado, de las que surge la estructura del gobierno, y porque el pueblo considera
esas regulaciones como su principal fuerza y apoyo (“their principal strength and
support”). La denominación dada a estas normas lo ha sido, según el ginebrino,
en un sentido figurado e impropio, porque, a su juicio, hablando propiamente,
no son sino “real covenants”, pero como tales pactos o acuerdos, son obligatorios
entre las partes; tienen la fuerza de las mismas leyes.
Burlamaqui se hace eco de algunos rasgos de sumo interés en relación con es-
tas fundamental laws. Ante todo, cree que hay un tipo de ley fundamental, esencial
a todos los gobiernos, aún en aquellos Estados en que prevalece la más absoluta
soberanía: “this law is that of the public good, from which the sovereign can never
depart”. De ahí que en relación a las que propiamente se llaman fundamental laws,
el suizo crea que no son más que “precauciones particulares” adoptadas por el
pueblo para obligar más convincentemente a los soberanos a emplear su autoridad
de conformidad con la regla general del bien público. Recuerda nuestro autor
cómo la historia nos enseña que algunas naciones han llevado sus precauciones
hasta el extremo de insertar en sus leyes fundamentales una condición o cláusula
por la que se declaraba la pérdida de su corona por el Rey cuando quebrantaba
tales leyes, y a tal efecto Burlamaqui pone el ejemplo de Aragón, haciéndose eco
de una cita de Pufendorf. En definitiva, concluye el ginebrino, “fundamental laws
which limit the sovereign authority are nothing else but the means which the
people use to assure themselves that the prince will not recede from the general
law of the public good in the most important cojunctures” (las leyes fundamentales
que limitan la autoridad del soberano no son nada más que el medio que el pueblo
utiliza para asegurarse él mismo de que el príncipe no se volverá atrás de la ley
general del bien público en las coyunturas más importantes).
En definitiva, a través de estas fundamental laws el pueblo salvaguarda sus
libertades naturales, precaviéndose así frente a hipotéticas violaciones de las
mismas por parte de la autoridad soberana, que en ningún caso debe ser absoluta,
pues el poder absoluto conduce inexcusablemente a la tiranía. “Sovereign and
absolute power –escribirá Burlamaqui– ought not to be confounded”. Estas leyes
fundamentales vienen a operar así como cautelas o garantías para el aseguramien-
to de la libertad, y en coherencia con ello Burlamaqui deja clara su superioridad,
pues cualesquiera actuaciones que los gobernantes llevasen a cabo con violación
de las mismas serán ”void and of no effect”. Y no cabe olvidar que la ley esencial
de todo gobierno, impuesta por el Derecho natural, es la de orientar su actuación
hacia el bien público. Puede comprenderse a la vista de estas ideas que Burlamaqui
ejerciera un especial influjo sobre el pensamiento colonial.
Antes de terminar, debemos de hacernos eco de la figura del que ha sido
considerado449 como el colega inglés de Burlamaqui y Vattel, Rutherforth cuyos
Institutes of Natural Law aparecieron en 1750 como resultado de un curso
impartido en la Universidad de Cambridge. Rutherforth consideró que el poder

449
Thomas C. GREY: “Origins of the Unwritten Constitution...”, op. cit., pp. 863-864.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 179

soberano original pertenecía a la totalidad del cuerpo colectivo de la nación, que


a través de “a civil constitution” delegaba el poder a una autoridad legislativa y
ejecutiva. Las “fundamental laws” de la constitución establecían así las facultades
del legislativo, que no podía alterar aquéllas. La autoridad legislativa venía así
limitada tanto por las leyes de la naturaleza y de Dios, como por la constitución, y
cuando el gobierno transgredía cualquiera de esas limitaciones, “the people (were)
under no obligation to obey or submit”. Rutherforth venía a combinar el modelo
del pensamiento ilustrado con las tradicionales ideas existentes en Inglaterra
acerca de un “customary fundamental law”. Justamente, esta constitución no
escrita jurídicamente vinculante, basada en el consentimiento mostrado por el
uso, era precisamente ese fundamental law latente en la Constitución inglesa que
los colonos invocarían repetidamente en las controversias que les enfrentaron a
los ingleses en los tres lustros anteriores a la Independencia.

c´) Samuel Pufendorf y Hugo Grocio

I. El pensamiento colonial iba a quedar en deuda igualmente con el jurista


e historiador alemán Samuel Pufendorf (1632-1694). Nacido en Chemnitz
(Sajonia), en enero de 1632, e hijo de un clérigo, su padre había decidido para
él la carrera teológica. Pufendorf estudió teología en Leipzig y Derecho natural
y matemáticas en Jena. Nombrado tutor por la familia del Ministro sueco Coyet
(1658), entonces en funciones diplomáticas ante la Corte danesa, Pufendorf se
trasladó a Copenhague, pero el desencadenamiento de la guerra entre Suecia y
Dinamarca supuso su prisión. Durante sus ocho meses de cautiverio, escribió sus
Elementorum Jurisprudentiae Universalis Libri Duo, que se publicó en La Haya en
1660, obra que tuvo tal éxito que propició su nombramiento como profesor de la
Universidad de Heidelberg (1661). Un decenio después, expresamente invitado
por el Rey de Suecia Carlos XI, aceptaba la cátedra de Derecho natural en la
Universidad sueca de Lund (1670), en donde publicaría su gran obra, De Jure
Naturae et Gentium Libri Octo (1672), que alcanzó un extraordinario éxito, al que
no fueron ajenas las colonias. Pronto sería traducida del latín en que había sido
escrita al francés, inglés e italiano.
Construida la obra con una visión antigua del Derecho natural, deudora de
Hobbes, Pufendorf intentará ocultar su deuda con el citado autor. Como el propio
Locke diría, el nombre de Thomas Hobbes era despreciado y la reputación de un
escritor, en esos mismos círculos en que se veía con malos ojos al insigne filósofo
británico, dependía en parte de la distancia que pusiera entre sí mismo y el autor
del Leviatán. Quizá ello pueda contribuir a explicar, según Berns450, las incontables
alusiones a la Biblia y a otros libros admitidos, y a Dios como “autor del Derecho
natural”. “God –escribe Pufendorf– is made the author of natural law, a fact which
no sane man can question, although it still remains uncertain how the divine
450
Walter BERNS: “Judicial Review and the Rights and Laws of Nature”, en Supreme Court Review
(Sup. Ct. Rev.), Vol. 1982, 1982, pp. 49 y ss.; en concreto, p. 67.
180 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

will can be discovered”451. En relación a sus puntos de vista religiosos, Simons452


admite que es notable que en algunas de sus exposiciones Pufendorf recuerde a
los modernos autores católicos, no obstante lo cual, siempre fue enfático en su
luteranismo, no apelando nunca a los puntos de vista católicos. Sus puntos de
vista religiosos pueden explicarse por el hecho de que él apenas estaba familiari-
zado con los trabajos de la Escuela de Salamanca, pues aunque ocasionalmente
mencione a Suárez, en sus trabajos no hay alusión alguna a Francisco de Vitoria.
Esto es lo más sorprendente, pues sus escritos revelan cierto conocimiento de la
literatura española de la época; así, sus aclaraciones relativas a las condiciones del
Derecho natural a menudo se basan en trabajos de los españoles que, en sintonía
con la filosofía del bonum commune humanitatis que presidió el pensamiento de
la Escuela de Salamanca, se refieren a la explotación de los conquistadores
Pufendorf abordará también en su obra, con una especial cautela, la teoría
constitucional de su época, una época presidida por la monarquía absoluta, no
obstante lo cual, en su apreciación de las condiciones políticas, nos muestra una
excelente libertad de todo prejuicio.
En el capítulo VI del Libro VII nuestro autor aborda las características de la
soberanía suprema (“On the characteristics of supreme sovereignty”)453, que es el
que nos ofrece un mayor interés. Antes, sin embargo, en el capítulo II del mismo
Libro (“On the internal structure of States”), Pufendorf se hace eco de cómo los
individuos, en un estado de naturaleza, establecen una serie de pactos en orden
a la construcción del Estado. Una vez pactada la forma de gobierno, es necesario
otro acuerdo por el que los gobernantes se vinculen ellos mismos a cuidar de la
seguridad común454. El soberano supremo no depende de ningún hombre superior
sobre la tierra, y por tal razón sus actos no pueden hacerse nulos (“its acts cannot,
for that reason, be made void at the discretion of any other human being´s will”).
Por la misma razón, quienquiera que ocupe esa suprema soberanía no será
responsable de dar las razones de sus actos455. Ahora bien, no pueden olvidarse
olvidarse los pactos que el soberano ha hecho con su pueblo, que van a venir a

451
Samuel PUFENDORF: De Jure Naturae et Gentium Libri Octo/The Law of Nature and Nations,
translation of the edition of 1688 by C. H. Oldfather and W. A. Oldfather, Oceana Publications Inc.–
Wildy & Sons Ltd., New York/London, reprinted, 1964, Book II, Chapter III (“On the Law of Nature
in general”), punto 5, p. 185.
452
Walter SIMONS: “Introduction”, en Samuel Pufendorf, De Jure Naturae et Gentium Libri Octo,
op. cit., pp. 11 a y ss.; en concreto, p. 16 a.
453
Samuel PUFENDORF: The Law of Nature and Nations, op. cit., pp. 1055-1083.
454
“After the decree upon the form of government, a new pact will be necessary when the individual
or body is constituted that receives the government of the group, by which pact the rulers bind
themselves to the care of the common security and safety, and the rest to render them obedience,
and in which there is that subjection and union of wills, by reason of which a state is looked upon as
a single person. From this pact there finally comes a finished state”. Samuel PUFENDORF: The Law
of Nature and Nations, op. cit., p. 975.
455
Ibidem, p. 1055. “The very fact, also, –escribe Pufendorf más adelante (p. 1056)– that civil
sovereignty is called supreme , argues that it is free from civil laws, or rather is superior to them. To
raise any question regarding divine and natural laws would be folly”.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 181

limitar sus poderes soberanos. Más aún, el soberano existe para el pueblo, y no
a la recíproca:

“(S)ince all government is for the sake of those who obey, not of those who
command, that is, since the king exists for the people, not the people for
the king, the people are superior to a king...”456. (Ya que todo gobierno es
para aquellos que obedecen, no de los que mandan, esto es, ya que el rey
existe para el pueblo, no el pueblo para el rey, el pueblo es superior al rey).

Llegados aquí, Pufendorf entiende que los límites del poder soberano derivan
no tanto de Dios o de las leyes y principios que Él grabó en el corazón de los hom-
bres, como se entendía por otros autores de la época, sino de la propia voluntad
del pueblo, que al transferir al soberano sus derechos naturales puede asimismo
establecer ciertos límites a la soberanía:

“But since the judgement of a single man may be easily misled in seeking
out what is for the welfare of the state (....) it has appeared advisable to
many peoples not to commit in so absolute a fashion such power as this to
a single man, whose judgement is not immune to errors, and whose choice
easily turns to base desires, but to prescribe for him a definite manner of
holding the sovereignty. Especially is this true after it has been observed
that certain institutions and a particular manner of conducting affairs are
best suited to the genius of a people and the conditions of a state. Nor does
such a limitation of sovereignty work an injury to princes who are raised
to their eminence by the will of a people, for if they thought it a hardship
to accept a sovereignty which they could not exercise as they pleased, they
could have refused it. And their given pledge, by which they are bound when
they accept such a sovereignty, in no wise allows them later to undertake
to subvert the laws of the state by secret plottings, or deeeds of violence,
and to make themselves absolute, for, as we are told by Pliny, Panegyric:
<No one should guard his oath with greater scruples than he who is most
concerned in not forswearing himself>”457. (Pero ya que la decisión de un
único hombre puede estar fácilmente equivocada en la búsqueda de lo que
es el bienestar del Estado, ha parecido aconsejable a muchos pueblos no
confiar de modo tan absoluto tal poder a un sólo hombre, cuya decisión no
está inmune de errores y cuya opción fácilmente cambia para basarse en de-
seos, sino prescribirle un modo definido de desempeñar la soberanía. Esto
es verdad especialmente después de que se ha observado que determinadas
instituciones y un modo particular de dirigir los asuntos se adaptan mejor
al genio de un pueblo y a las condiciones de un Estado. Tal limitación de la
soberanía no causa un daño a los príncipes, que se origine a su eminencia
por la voluntad de un pueblo, pues si ellos lo imaginaran una dificultad para
aceptar una soberanía que no podrían ejercer como desearan, podrían ha-
berla rehusado. Y dado el compromiso por el que están vinculados cuando
aceptan tal soberanía, de ningún modo les permite más tarde encargarse de

456
Ibidem, p. 1061.
457
Ibidem, p. 1066.
182 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

subvertir las leyes del Estado mediante conspiraciones secretas o actos de


violencia y convertirse ellos mismos en absolutos, pues, como nos ha dicho
Plinio en su Panegírico: <Nadie debe guardar su juramento con mayores
escrúpulos que quien está más preocupado en no perjurar él mismo>”.

Pufendorf distingue pues con cierta claridad entre las que podríamos llamar
restricciones constitucionales, que cualquier pueblo puede establecer respecto del
ejercicio de su poder por el soberano, y las exigencias dimanantes del natural law,
que son igualmente vinculantes sobre todos los gobiernos.458, y deja claro que los
actos de un gobernante que violen tanto el Derecho natural como la constitución,
no son sólo erróneos o injustos, sino también nulos (“void–without legal effect”).
No sólo pues el natural law se colocaba en una posición superior; también las
expresas convenciones acordadas entre los ciudadanos y su Rey asumían esa
superioridad, anudándose a su violación el efecto de nulidad. Pufendorf alude
de modo específico e inequívoco a ese efecto en los trascendentales párrafos que
ahora transcribimos, que por razones bastante obvias, sirvieron como relevante
fuente de autoridad para los colonos americanos:

“The sovereignty of a king is more strictly limited, if, at its transfer, an


express convention is entered into between king and citizens that he will
exercise it in accordance with certain basic laws, and on affairs, over the
disposal of which he has not been accorded absolute power, he will consult
with an assembly of the people or council of nobles, and that without the
consent of one of the last two he will make no decision; and that if he does
otherwise, the citizens will not be bound by his commands on such affairs.
The people that has set a king over them in this way is not understood to
have promised to obey him absolutely and in all things, but in so far as his
sovereignty accords with their bargain and the fundamental laws, while
whatever acts of his deviate from them, are thereby void and without force
to obligate citizens. Nor, on the other hand, is supreme sovereignty crippled
by such fundamental laws. For all the acts of sovereignty can be exercised
as well in such a monarchy as in an absolute one, save that in the latter the
king follows his own judgement, at least in the ultimate decision, while in
the former there lies within a council concomitant cognizance, as it were, on
which the force of sovereignty depends, not entirely but as on an absolutely
necessary condition”459. (La soberanía de un rey está más estrictamente
limitada si, en su traspaso, se concierta una expresa convención o convenio
entre el rey y los ciudadanos de que él la ejercerá de acuerdo con ciertas
leyes básicas y en ciertos asuntos, y sobre el acuerdo de que no le ha sido
concedido un poder absoluto, consultará con una asamblea del pueblo o
consejo de nobles, y que sin el consentimiento de ellas no adoptará ninguna
decisión, y que si lo hace de otro modo, los ciudadanos no estarán vincu-
lados por sus mandatos sobre tales asuntos. El pueblo que ha establecido

458
En sentido análogo, Thomas C. GREY: “Origins of the Unwritten Constitution...”, op. cit., p.
861.
459
Samuel PUFENDORF: The Law of Nature and Nations, op. cit., p. 1070.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 183

sobre sí un rey de este modo no se sobreentiende que ha prometido obe-


decerle de modo absoluto en todas las cosas, sino en la medida en que su
soberanía concuerda con su trato y con las leyes fundamentales, mientras
que cualesquiera actos que se desvíen de ellas son por eso nulos y sin fuerza
de obligar a los ciudadanos. Por otro lado, la suprema soberanía no está
inutilizada por tales leyes fundamentales. Pues todos los actos de soberanía
pueden ejercerse lo mismo en tal monarquía que en una monarquía abso-
luta, salvo que en la última el rey sigue su propia decisión, al menos en la
última decisión, mientras que en la primera reside dentro de un consejo
el concomitante conocimiento, del que depende la fuerza de la soberanía,
no completamente sino como una condición absolutamente necesaria).

A la vista de las reflexiones transcritas, que muestran un sorprendente


parentesco con el lenguaje de Sir Edward Coke, se comprende la fruición con que
los colonos iban a seguir a Pufendorf. No falta, sin embargo, quien como Berns
matiza460, que aunque los revolucionarios americanos se apoyaron en el párrafo
transcrito para insistir en que los jueces tenían la facultad de hacer respetar los
derechos de una constitución no escrita, lo cierto es que el mencionado pasaje
nada decía acerca del judiciary, nada acerca del Derecho natural, y su contexto
parecía dejar claro que por fundamental laws Pufendorf se estaba refiriendo a los
términos de una “express convention”.
Añadamos algo más. Pufendorf, con una modernidad digna del mayor enco-
mio, pondrá de relieve un principio sacrosanto de nuestro Estado de Derecho: el
de la primacía del gobierno de la ley frente al de los hombres. Tras hacerse eco de
una reflexión de Nicetas Acominatus, en De Imperio Andronici (“The severity and
authority of the laws are stronger than my will and purpose, and the sentences of
judges prevail over my judgement”), escribe lo que sigue:

“From what has been said it is clear in what sense is to be taken the state-
ment of the ancient Greek writers on politics and their followers, namely,
that the government of a state should be committed to laws rather than
to men. For that can have no other fit meaning than this: Care should be
taken that those who rule should govern the commonwealth according
to the direction of established laws, rather than by their own private and
uncircumscribed pleasure”461. (De lo que se ha dicho es claro en qué senti-
do debe tomarse la declaración de los antiguos escritores griegos y de sus
seguidores sobre la política, especialmente que el gobierno de un Estado
debe confiarse a las leyes antes que a los hombres. Pues eso no puede tener
otro adecuado significado más que éste: Debe de tenerse cuidado de que
aquellos que gobiernan dirijan el Estado conforme a la dirección de las leyes
establecidas, antes que por su propia voluntad particular e incircunscrita).

460
Walter BERNS: “Judicial Review and the Rights and Laws of Nature”, en Supreme Court Review
(Sup. Ct. Rev.), Vol. 1982, 1982, pp. 49 y ss.; en concreto, p. 71.
461
Samuel PUFENDORF: The Law of Nature and Nations, op. cit., p. 1073.
184 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

Los escritos de Pufendorf inspiraron una celebradísima obra de John Wise,


A Vindication of the Government of New England Churches (1717), el primer
gran panfleto político whig, que sería reeditado poco antes de la Revolución.
La adopción por parte de Wise de las doctrinas de Pufendorf en una fecha tan
temprana demuestra, según Grey462, la temprana fusión revolucionaria de las
ideas tradicionales inglesas de un fundamental law y de los más teóricos conceptos
constitucionales del pensamiento de la Ilustración, plenamente arraigada en el
pensamiento colonial ya antes de 1763.

II. Huigh van Grooth, que conocemos por su nombre latinizado, Hugo Grotius,
es otro de los grandes autores a quien los colonos de la América pre-revolucionaria
dirigieron sus ojos. Nacido en Delft en 1583, iba a ser autor de una amplia obra,
si bien iba a pasar a la posteridad entre los juristas de todo el mundo por su
celebradísimo libro De Jure Belli ac Pacis Libri Tres, que apareció en marzo de
1625, un auténtico tour de force, un logro extraordinario para un humanista de
los pies a la cabeza463 y un político que tuvo que exiliarse en Francia, quedando
bajo la protección de Luis XIII, tras ser condenado a cadena perpetua en 1619 por
ser seguidor del arminianismo, esto es, de las doctrinas defendidas por el teólogo
Jacobus Arminius (1560-1609), que impugnó el dogma calvinista de la doble pre-
destinación. En la mencionada obra, Hugo Grocio intenta prevenir y reglamentar
las guerras, convirtiéndose en un auténtico código de Derecho internacional
público, por lo que, en unión de Francisco de Vitoria, será considerado como
el padre de esa disciplina. Grocio creará de igual forma la escuela racionalista
del Derecho natural, el iusnaturalismo racionalista, que tanta relevancia habrá
de adquirir en los siglos XVII y XVIII, visualizando el Derecho natural como un
Derecho universal derivado del carácter racional del ser humano, antes que de la
autoridad divina.
De Grocio se ha dicho con toda razón464, que con su visión del natural law
preparó el terreno en el siglo XVII para que las ideas de Vattel pudieran germinar
en plenitud en América. Más aún, su pensamiento alumbró a lumbreras como
Samuel Adams o James Otis, que recurrieron con frecuencia al mismo para
expresar sus protestas frente a determinadas actuaciones de la Corona británica y
del Parlamento, dando vida a una teoría de los derechos naturales de los colonos.
No en vano el inmenso prestigio que iba a alcanzar en las colonias la doctrina
del Derecho natural es deudor casi en exclusiva de Grocio y de Newton. Al erigir
el Derecho internacional (“the law of nations”) sobre una base iusnaturalista,
como una barrera frente a la habitual anarquía internacional, Grocio le otorgó

462
Thomas C. GREY: “Origins of the Unwritten Constitution...”, op. cit., pp. 861-862.
463
James Brown SCOTT: “Introduction” a la obra de Hugo Grotius, De Jure Belli ac Pacis Libri Tres/
The Law of War and Peace, translation to english by Francis W. Kelsey, Oceana Publications Inc.- Wildy
& Sons Ltd., New York/London, 1964, Book I, pp. IX y ss.; en concreto, p. IX.
464
Anne-Marie BURLEY: “The Alien Tort Statute and the Judiciary Act of 1789: A Badge of Honor”,
en American Journal of International Law (Am. J. Int´l L.), Vol. 83, 1989, pp. 461 y ss.; en concreto, p.
486, nota 110.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 185

una nueva solidez, al igual que un inmediato carácter práctico, como nunca antes
había tenido. Y lo que aún es más importante. Grocio, dirá Corwin465, revive la idea
ciceroniana del natural law, que de golpe sirvió para clarificar el concepto de las
implicaciones teológicas que había venido acumulando durante la Edad Media y
de cualquier sospecha de dependencia de la interpretación eclesiástica o papal.
El natural law, de nuevo, era defininido como right reason466.
Para Grocio, el hombre es un animal, pero como dijera Aristóteles, un animal
social. Los hombres se asocian entre sí en sociedad, y cada sociedad necesita
unas leyes, un Derecho, para su preservación, y la ley ha de ser justa. El hombre,
aunque sea un animal, es un ser inteligente, de donde resulta que la ley ha de
derivar sus requisitos del hecho de que los hombres viven en sociedad. La ley es así
tan universal como la sociedad, se ajusta a la naturaleza social del hombre y a las
necesidades generales de la sociedad. Aunque exista una ley primitiva, tal como la
que rige cuando la propiedad existe en común, Grocio cree que tal natural law (así
la llama) puede desarrollarse y perfeccionarse para satisfacer nuevas condiciones.
El hombre es un animal inteligente, pero también razonable, y en coherencia
con ello Grocio nos dirá que incluso esa ley primitiva se ha desarrollado bajo
el control de la razón. Como recuerda Scott467, “the instinct of sociability is its
origin; preservation of society is its purpose; justice is the means and the necessary
condition for realizing this purpose; reason, the supreme judge of application and
even of intelligence”. En fin, para Grocio, la mejor división de la ley, basada en el
pensamiento aristotélico, será la que diferencie “natural law and volitional law,
to which he (Aristotle) applies the term statutory, with a rather strict use of the
word statute”468.
Grocio estuvo cerca de ofrecer una apología del absolutismo, al venir a
sostener que cuando los hombres entran en sociedad y se someten a la voluntad
de un soberano deben dejar de lado su derecho a la rebelión. En el capítulo cuarto
(“War of subjects against superiors”) del Libro I, bajo el epígrafe “That as a general
rule rebellion is not permitted by the law of nature”, escribe lo siguiente:

465
Edward S. CORWIN: “The <Higher Law> Background...”, (II), op. cit., pp. 380-381.
466
“Since over other animals man –escribe Grocio– has the advantage of possesssing not only a
strong bent towards social life, of which we have spoken, but also a power of discrimination which
enables him to decide what things are agreeable or harmful (as to both things present and things to
come), and what can lead to either alternative: in such things it is meet for the nature of man, within
the limitations of human intelligence, to follow the direction of a well-tempered judgement, being
neither led astray by fear or the allurement of immediate pleasure, nor carried away by rash impulse.
Whatever is clearly at variance with such judgement is understood to be contrary also to the law of
nature, that is, to the nature of man”. “To this exercise of judgement belongs moreover the rational
allotment to each man, or to each social group...”. Hugo GROTIUS: De Jure Belli ac Pacis Libri Tres,
Prolegomena, Book I, translation to english by Francis W. Kelsey, Oceana Publications Inc.–Wildy &
Sons Ltd., New York/London, 1964, pp. 9 y ss.; en concreto, p. 13.
467
James Brown SCOTT: “Introduction”, op. cit., p. XXXI.
468
Hugo GROTIUS: De Jure Belli ac Pacis..., op. cit., Book I, Chap. I, p. 38.
186 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

“By nature all men have the right of resisting in order to ward off injury, as
we have said above. But as civil society was instituted in order to maintain
public tranquillity, the state forthwith acquires over us and our possessions
a greater right, to the extent necessary to accomplish this end. The state,
therefore, in the interest of public peace and order, can limit that com-
mon right of resistance. That such was the purpose of the state we cannot
doubt, since it could not in any other way achieve its end. If, in fact, the
right of resistance should remain without restraint, there will no longer be
a state, but only a non-social horde, such as that of the Cyclopes...”469. (Por
naturaleza, todos los hombres tienen el derecho de resistencia para evitar
un daño, como hemos dicho antes. Pero como la sociedad civil se instituyó
para mantener la tranquilidad pública, el Estado enseguida adquiere sobre
nosotros y nuestras posesiones un mayor derecho, en la medida necesaria
para cumplir este fin. Por lo tanto, el Estado, en interés de la paz pública
y el orden, puede limitar ese derecho común de resistencia. No podemos
dudar de que tal fue el propósito del Estado, ya que de otro modo no podía
alcanzar su finalidad. Si, de hecho, el derecho de resistencia permaneciera
sin restricción, ya no podría haber un Estado, sino sólo una horda no social,
tal como la de los Cíclopes).

Grocio insiste en esta idea cuando escribe, que “más allá de toda duda, el
más importante elemento en los asuntos públicos es el orden constituido de
admitir las normas y prestar obediencia”. “Y esto, añade nuestro autor, no puede
verdaderamente coexistir con la libertad individual de ofrecer resistencia”470. Sin
embargo, más adelante, Grocio se plantea cuál debe ser la posición a adoptar en
casos extremos o de inevitable necesidad. Aún algunas leyes divinas, argumenta,
admiten excepciones tácitas en casos de extrema necesidad. Y poco después
escribe:

“Some one may say that this strict obligation, to suffer death rather than
at any time to ward off any kind of wrong-doing on the part of those pos-
sessing superior authority, has its origin not in human but in divine law. It
must be noted, however, that in the first instance men joined themselves
together to form a civil society not by command of God, but of their own
free will, being influenced by their experience of the weakness of isolated
households against attack. From this origin the civil power is derived,
and so Peter calls this an ordinance of man. Elsewhere, however, it is also
called a divine ordinance, because God approved an institution which was
beneficial to mankind....”.
“Barclay, though a very staunch advocate of kingly authority, nevertheless
comes down to this point, that he concedes to the people and to a notable
portion of the people, the right of self-defence against atrocious cruelty, de-
spite the fact that he admits that the entire people is subject to the king”471.

469
Ibidem, Book I, Chap. IV, p. 139.
470
Ibidem, p. 143.
471
Ibidem, pp. 149-150.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 187

(Alguien puede decir que esta estricta obligación, de sufrir la muerte antes
que evitar en cualquier momento cualquier tipo de actuación injusta por
parte de quienes poseen la autoridad superior, tiene su origen no en la ley
humana, sino en la divina. Debe observarse, sin embargo, que en el primer
caso en que los hombres se unieron juntos para formar una sociedad civil
no fue por mandato de Dios, sino por su propia libre voluntad, estando
influidos por su experiencia de la debilidad de sus casas aisladas ante un
ataque. De este origen ha derivado el poder civil, y así, Pedro llama a esto
una ordenanza del hombre. Sin embargo, en otra parte, también se le
denomina una ordenanza divina, porque Dios aprobó una institución que
era beneficiosa para la humanidad. Barclay, aun cuando un muy inque-
brantable defensor de la autoridad real, sin embargo, en esta cuestión se
derrumba, ya que reconoce al pueblo, y a una notable porción del mismo,
el derecho de auto-defensa frente a una crueldad atroz, a pesar del hecho
de que admite que la totalidad del pueblo está sujeta al Rey).

Grocio no se queda aquí, sino que como Jano, el Rey del Lacio de la mitología
romana, al que se le suele representar con varias caras, parece presentar aquí al
menos una doble cara: la del absolutismo, ya expuesta, y la del libertarismo472, a la
que nos referimos de inmediato. En efecto, en situaciones extremas, como aquella
en la que un rey pretenda enajenar su reino, o aquella otra en la que poseyendo tan
sólo una parte del poder soberano, pretenda poseer la parte que no le pertenece,
Grocio va a admitir con toda claridad el derecho de resistencia. He aquí algunas
de las reflexiones del iusnaturalista holandés:

“Barclay holds the opinion that if a king alienates his kingdom, or places
it in subjection to another, the kingdom is no longer his. I do not go so far.
For an act of this character, if the kingship is conferred by election or by a
law of succession, is null and void, and acts which are null and void do not
have any effect in law”.
“If, nevertheless, a king actually does undertake to alienate his kingdom,
or to place it in subjection, I have no doubt that in this case he can be re-
sisted. For the sovereign power, as we have said, is one thing, the manner
of holding it is another; and a people can oppose a change in the manner
of holding the sovereign power, for the reason that this is not comprised in
the sovereign power itself. With this you may not ineptly compare a remark
of Seneca, in respect to a case by no means dissimilar: <And if a man is
bound to render obedience in all respects to his father, he is not bound to be
obedient to a command through which the father ceases to be a father”473.
(Barclay sostiene la opinión de que si un rey enajena su reino o lo coloca
bajo la sujeción de otro, el reino ya no es suyo. Yo no voy tan lejos. Pues un
acto de esta naturaleza, si el reinado es conferido por elección o por una
ley de sucesión, es nulo y sin efecto, y los actos que son nulos y sin efecto
no tienen efecto jurídico.

472
Análogamente, R. TUCK: Natural Rights Theories, 1979, p. 79. Cit. por Helen K. MICHAEL:
“The Role of Natural Law in Early American Constitutionalism...”, op. cit., p. 428.
473
Hugo GROTIUS: De Jure Belli ac Pacis..., op. cit., Book I, Chap. IV, p. 157.
188 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

Sin embargo, si un rey verdaderamente se compromete a enajenar su reino


o a colocarlo bajo sometimiento, no tengo duda de que en este caso puede
resistírsele. Pues el poder soberano, como hemos dicho, es una cosa, y el
modo de desempeñarlo otra, y un pueblo puede oponerse a un cambio en
el modo de ejercer el poder soberano, por razón de que éste no está com-
prendido en el mismo poder soberano. Con esto, no inadecuadamente, se
puede comparar una observación de Séneca respecto a un caso de ningún
modo diferente: <Si un hombre está obligado a prestar obediencia en todos
los aspectos a su padre, él no está vinculado a obedecer un mandato a través
del cual un padre deja de ser un padre>).

También cuando el poder soberano sea desempeñado en parte por el rey y


en parte por el pueblo o senado y el rey intente usurpar la parte de poder que
no le peretenece, “force can lawfully be used against the king”474. Y también la
resistencia por la fuerza es admitida por Grocio frente a cualquier usurpador del
poder. Se entiende a la vista de estas consideraciones que los colonos siguieran
muy de cerca el pensamiento de Hugo Grocio, en el que en último término vieron
una fuente de legitimidad para su alzamiento revolucionario contra el imperio
opresor. Se ha dicho475, que “the libertarian Grotius” no llegó a concebir ningún
tipo de control sobre aquellas malas conductas llevadas a cabo por el poder
soberano, a salvo, claro está, del derecho de resistencia por la fuerza del pueblo.
Pero frente a tal consideración se puede aducir que en el texto que se acaba de
transcribir Grocio habla de la nulidad de ciertos actos del poder soberano; es obvio
que no dice quién quedará facultado para declararlos nulos y sin efecto (“null and
void”), pero, con todo, no deja de ser bien significativa esa reflexión, que puede
deslindarse en buena medida del derecho de resistencia del pueblo.
El influjo del pensamiento de Grocio no se circunscribirá a lo expuesto. Bien
al contrario, sus reglas sobre la interpretación, aunque pensadas básicamente para
los tratados, tendrán un impacto mucho mayor sobre el pensamiento colonial.
Grocio dedicó el Capítulo XVI del Libro II de su clásica obra a la interpretación
(“On interpretation”)476. A su juicio, “the measure of correct interpretation is the
inference of intent from the most probable indications. These indications are of
two kinds, words and implications; and these are considered either separately or
together”477. (La medida de la correcta interpretación es la deducción de la intención
de las indicaciones más probables. Estas indicaciones son de dos clases, palabras y
consecuencias, y se consideran o separadamente o juntas). Las palabras (“words”)
han de entenderse en su sentido natural, no conforme a su sentido gramatical que
viene de derivaciones, sino de conformidad con su uso corriente. Y en cuanto a las
consecuencias (“implications”), es necesario recurrir a conjeturas (“conjectures”)
cuando las palabras o las oraciones (“sentences”) se interpretan de diferentes

474
Ibidem, p. 158.
475
Helen K. MICHAEL: “The Role of Natural Law in Early American Constitutionalism...”, op. cit.,
p. 429.
476
Hugo GROTIUS: De Jure Belli ac Pacis..., op. cit., Book II, Chapter XVI, pp. 409-429.
477
Ibidem, p. 409.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 189

modos, esto es, admiten varios significados. Los retóricos llaman a este tópico
“ambigüedad” (“ambiguity”), pero los dialécticos hacen una más fina distinción,
llamándolo “homonimia” (“homonymy”) si se trata de una sola palabra y “ambi-
güedad” (“ambiguity”) si se trata de una oración que ofrece más de un significado.
De modo semejante, habrá necesidad de recurrir a las conjeturas siempre que en
los acuerdos haya “an appearance of contradiction”; entonces, la interpretación
tendrá que buscar reconciliar las diferentes partes si esto es posible. Con respecto
al efecto, Grocio considerará especialmente importante el caso en que una palabra
tomada en su sentido más común produce un efecto contrario a la razón, pues en
el caso de un término ambiguo, debe preferiblemente aceptarse aquel significado
que está libre de error. En fin, entre los elementos que están conectados y a los que
se debe atender, Grocio cree que “the chief force is given to the reason for a law,
which many confuse with the intent, although it is only one of the indications from
which we trace the intent” (la fuerza principal se da a la razón para una ley, que
puede confundirse con la intención, aunque es sólo una de las indicaciones de las
que extraemos su intención). “Nevertheless among conjectures this is the strongest,
if it is established with certainty that the will has been influenced by some reason
as the only cause. Often, in fact, there are several reasons, and sometimes the will
without reason determines itself from the power of its own freedom”478.
A la vista de las reflexiones de Grocio sobre la interpretación, como también de
las llevadas a cabo por Vattel, Clinton ha extraído479 unas conclusiones comunes a
ambos autores (aunque cree que las mismas pueden atisbarse asimismo en Blacksto-
ne) en relación a la cuestión hermenéutica, que pueden resumirse así: 1) Para estos
comentaristas, la voluntad o intención del legislador es la ley. 2) Todos sostienen
que el discernimiento de la intención debe comenzar con una consideración de las
palabras empleadas por el legislador para expresar la ley. 3) Todos afirman que la
costumbre y el uso común son los standards a emplear para resolver las ambigüeda-
des en el significado de las palabras usadas por el legislador. 4) Estos comentaristas
declaran o sugieren insistentemente, que el contexto de esa parte de la ley que se
está interpretando –su relación con otras partes de la misma ley– es relevante para
la determinación de su significado, o lo que es igual, los preceptos de la ley deben
armonizarse entre sí. 5) Todos enfatizan que el objetivo, finalidad o propósito de la
ley es crucial para la determinación de su contenido. Y 6) Estos autores coinciden en
atender a los efectos o consecuencias de la ley sólo cuando sus términos, entendidos
en su sentido más común, producirían un absurdo en su aplicación.

d´) John Locke y su Second Treatise of Civil Government

Los dos Tratados sobre el Gobierno de John Locke (1632-1704), publicados


en 1690, se contemplaron como la obra que acogía los “Principles of 1688”, o lo

478
Ibidem, pp. 412-413.
479
Robert Lowry CLINTON: “The Supreme Court Before John Marshall”, en Journal of Supreme
Court History (J. Sup. Ct. Hist.), Vol. 27, Issue 3, 2002, pp. 222 y ss.; en concreto, p. 229.
190 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

que es igual, como una apología de los principios de la Glorious Revolution, no


obstante lo cual no ocasionaron ninguna significativa reacción inicial, no siendo
hasta 1705 cuando se comenzaron a refutar algunos de los argumentos lockianos.
La obra, como David Hume indicó, proporcionó al Whig party, a mediados del siglo
XVIII, su “philosophical or speculative system of principles”480.
El Second Treatise, alternativamente titulado An Essay Concerning the True
Original, Extent, and End of Civil Government, ha llegado a ocupar en los Estados
Unidos un lugar de verdadera reverencia en la historia del pensamiento político,
habiéndose vinculado inextricablemente con la Revolución americana, entre otras
razones, porque la versión que del natural law hizo el filósofo de Somerset se
utilizó como una justificación para la resistencia frente a las leyes del Parlamento
británico. La filosofía del natural law y de los natural rights que derivaban de aquél,
en la que los colonos asentaron su teoría del gobierno, se dirigía básicamente con-
tra la tiranía británica a la que se veían sojuzgados, y desde esta perspectiva, como
admite la doctrina481, el pensamiento lockiano iba a serles de gran utilidad. No
cabe olvidar que en el pensamiento de los jóvenes Whigs como Locke, Trenchard y
Gordon, estos últimos, los autores de las Cato´s Letters, el derecho del pueblo a la
rebelión era la sanción última que se anudaba a los abusos de los gobernantes. La
doctrina del filósofo inglés llegó incluso a utilizarse en el sentido de que en litigios
entre particulares los tribunales pudieran considerar un acto legislativo como
nulo y sin efecto (“null and void”) cuando lo entendiesen en contradicción con el
natural law, lo que acontecía cuando lo encontrasen como una clara invasión de los
natural rights482. No cabe sin embargo descartar, como ha puesto de relieve Grey483,
que se haya sobreenfatizado la preeminencia de Locke como padre ideológico de
la Revolución, dado que en esa crucial etapa Locke no fue más citado de lo que lo
fueron otros tratadistas, Coke sin ir más lejos.
Locke inicia su Second Treatise con una definición del poder político y un
examen del estado de naturaleza (“state of nature”), pues “para entender el poder
político correctamente, y para deducirlo de lo que fue su origen, hemos de consi-
derar cuál es el estado en que los hombres se hallan por naturaleza. Y es éste un
estado de perfecta libertad para que cada uno ordene sus acciones y disponga de
posesiones y personas como juzgue oportuno, dentro de los límites de la ley de na-
turaleza, sin pedir permiso ni depender de la voluntad de ningún otro hombre”484.

480
Martyn P. THOMPSON: “The Reception of Locke´s Two Treatises of Government 1690-1705”,
en Political Studies (The Journal of the Political Studies Association of the United Kingdom), Vol. 24,
Issue 2, June, 1976, pp. 184 y ss.; en concreto, p. 184.
481
Stuart Gerry BROWN: The First Republicans (Political Philosophy and Public Policy in the Party
of Jefferson and Madison), Greenwood Press, Publishers, Westport, Connecticut, reprinted, 1976, p.
11.
482
Dudley Odell McGOVNEY: “The British Origin of Judicial Review of Legislation”, op. cit., p. 6.
483
Thomas C. GREY: “Origins of the Unwitten Constitution...”, op. cit., p. 860.
484
John LOCKE: Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil (Un ensayo acerca del verdadero origen,
alcance y fin del Gobierno Civil), traducción, introducción y notas de Carlos Mellizo, Editorial Tecnos,
Madrid, 2006, p. 10.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 191

Para Locke, la law of nature es razón485; su mandato es preservarse a sí mismo, y


a través de ello preservar al resto de la humanidad. Cuando los hombres, a través
del pacto social, crean la sociedad civil, y abandonando el estado de naturaleza
se incorporan a ella, no pierden los derechos de que gozan en el state of nature.
A Locke se debe, básica aunque no exclusivamente, la transmisión de las
ideas del Derecho natural a la teoría constitucional americana. El manejo que
Locke hará de ese Derecho se traducirá en la casi disolución del mismo en los
derechos naturales del individuo, o para emplear la expresión lockiana, en los
derechos de “life, liberty and estate”. Locke transmutará primero el law of nature
en los rights of men, y a continuación convertirá estos últimos en los derechos del
propietario. Así, el resultado final será una república asentada en unos conceptos
que pudieran parecer antitéticos, aunque se configuren en un cierto equilibrio: el
principio mayoritario y la regla de aseguramiento de la propiedad. Una constante
del pensamiento lockiano es su insistencia en el “bien público” (“public good”),
que convertirá en el objetivo preferente de la legislación y, de modo más general,
de la acción gubernamental. Locke no parece darse cuenta de que este objetivo
puede, en ocasiones, resultar incompatible con la preservación de los derechos,
particularmente con los derechos de propiedad.
Si la doctrina de Coke hace acto de presencia determinante en las colonias
americanas durante los dos últimos tercios del siglo XVII, lo que tiene su reflejo,
entre otros aspectos, en los esfuerzos de las legislaturas coloniales por asegurar a
su electorado los beneficios de la Carta Magna, y dentro de ella, de modo muy espe-
cial, los derechos reconocidos por su capítulo 29, la doctrina de Locke alcanzará su
mayor protagonismo en la primera mitad del siglo XVIII, especialmente en Nueva
Inglaterra. Después de la Biblia, escribe Corwin486, Locke fue la principal autoridad
en la que confiaron los predicadores para apoyar sus enseñanzas políticas, aunque
también Coke, Puffendorf y Sydney eran citados. Los aspectos sustanciales de
estos discursos eran básicamente los del Second Treatise: los derechos naturales,
el pacto social, la vinculación del gobierno por la ley, su incapacidad de revestir
de legalidad medidas contrarias al Derecho y el derecho de resistencia frente a
las medidas ilegales.
Otro predecesor de Locke, con una notable influencia sobre el pensamiento
colonial, sería Thomas Hobbes (1588-1679), el autor del Leviathan y de los Elementos
de Derecho natural y político, que aunque usualmente se pone en contradicción

485
“El estado de naturaleza –escribe Locke– tiene una ley de naturaleza que lo gobierna y que
obliga a todos; y la razón, que es esa ley, enseña a toda la humanidad que quiera consultarla que
siendo todos los hombres iguales e independientes, ninguno debe dañar a otro en lo que atañe a
su vida, salud, libertad o posesiones. Pues como los hombres son todos obra de un omnipotente e
infinitamente sabio Hacedor, y todos siervos de un señor soberano enviado a este mundo por orden
suya y para cumplir su encargo, todos son propiedad de quien los ha hecho, y han sido destinados a
durar mientras a Él le plazca, y no a otro”. John LOCKE: Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, op.
cit., p. 12.
486
Edward S. CORWIN: “The <Higher Law> Background...”, (II), op. cit., p. 396.
192 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

con Locke487, al margen ya de los aspectos que presentan en común, lo cierto es


que ejerció una contribución complementaria, antes que contradictoria, con la de
Locke, sobre la mencionada teoría constitucional. Como escribe Corwin488, si Locke
comparte con Coke la paternidad de las limitaciones constitucionales americanas,
el énfasis de Hobbes sobre la salus populi lo convierte en un preciso precursor de la
moderna doctrina del police power, de la misma forma que su pensamiento aparece
como una clara profecía de una tendencia jurídica, arraigada incluso en el Estado
constitucional, que entra en juego cuando las condiciones de emergencia amenazan
el orden público. Por lo demás, en lo que ahora interesa, no cabe olvidar una
importante obra escrita hacia el final de su vida por Thomas Hobbes, que a veces
es dejada de lado, aunque ciertamente la idea positivista del Derecho que en ella
expresa Hobbes se halle bien alejada de la visualizada por el pensamiento jurídico
pre-revolucionario. Nos referimos a A Dialogue between a Philosopher and a Student
of the Common Laws of England, en la que Hobbes se pronuncia acerca de cuestiones
fundamentales de Derecho, legislación y soberanía. Publicada en 1681, dos años
después de la muerte de su autor, el Dialogue ha sido considerado489 como un trabajo
de inspiración jurisprudencial (“a work of a jurisprudential slant”) en el que se puede
descifrar mucho de Sir Edward Coke, a causa de que él, manifiestamente, queda
atrapado en el fuego cruzado del Dialogue. En esta obra, Hobbes dejará claramente
expuesto su positivismo, como revela manifiestamente su consideración de la ley
como “the command of him, or them that have the Sovereign Power, given to those
that be his or their Subjects, declaring publickly and plainly what every of them
may do and what they must forbear to do”490. Las leyes, afirmará en otro momento
Hobbes, no son filosofía, como lo es el common law y otras discutibles artes, sino
mandatos o prohibiciones que deben ser obedecidos.
Retornando a Locke, cabe decir que los dos rasgos del Second Treatise que
más decisivamente han impactado sobre el Derecho constitucional americano

487
Ciertamente, Locke refutará a Hobbes al dar un nuevo contenido a conceptos tales como state
of nature, natural law o social contract. Su reinterpretación de esos conceptos toma como premisa
la propia naturaleza del hombre, que halla su más plena expresión en su obra An Essay Concerning
Human Understanding (1690). En ella, Locke considera absurdo pensar que existan principios innatos
en la mente. Como dice Rodríguez Aranda, la intención principal de Locke con esta obra es iluminar
lo que sucede en el hombre cuando éste verifica lo que se llama conocer, esto es, cuando el entendi-
miento se pone en relación con cosas externas, pues todo conocimiento procede de la sensación y de
la reflexión. Luis RODRÍGUEZ ARANDA: “Prólogo”, en John Locke, Ensayo sobre el entendimiento
humano, Ediciones Orbis, Barcelona, 1985, pp. 11 y ss.; en concreto, p. 12.
Al margen de lo anterior, es bien conocida la diferencia en la concepción de la ley que mantienen
Hobbes y Locke. Mientras el primero define las leyes como mandatos del soberano, el segundo, aunque
no las defina en tal sentido, se refiere en muchas ocasiones a las leyes como “settled standing rules”.
Para Locke, las leyes ordinarias son los productos del poder legislativo, pero ese mismo poder está
constituido por leyes hechas por un pueblo soberano o, por utilizar los propios términos de Locke, por
la “community (which) perpetually retains a Supream Power of saving themselves from the attempts
and designs of any Body, even of their Legislators”. Apud James R. STONER, Jr.: Common Law &
Liberal Theory..., op. cit., p. 145.
488
Edward S. CORWIN: “The <Higher Law> Background...” (II), op. cit., p. 388.
489
D. E. C. YALE: “Hobbes and Hale on Law, Legislation and the Sovereign”, en The Cambridge
Law Journal (Cambridge L. J.), Vol. 31, 1972, pp. 121 y ss.; en concreto, pp. 121-122.
490
Apud D. E. C. YALE: “Hobbes and Hale on Law, Legislation and the Sovereign”, op. cit., p. 123.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 193

son las limitaciones que establece respecto del poder legislativo y su énfasis sobre
el derecho de propiedad. La asamblea legislativa es el órgano supremo de la
república lockiana y sobre esa supremacía hace depender la principal salvaguardia
de los derechos del individuo. Por esta misma razón, la supremacía legislativa es
supremacía dentro del Derecho, no por encima del Derecho. De hecho, el término
“soberano” nunca se utiliza por Locke en su sentido descriptivo, excepto en refe-
rencia al “free, sovereign individual” en el estado de naturaleza. En consonancia
con ello, Locke considera que la ley, entendida rectamente, “no tanto constituye
la limitación como la dirección de las acciones de un ser libre e inteligente hacia
lo que es de su interés; y no prescibe más cosas de las que son necesarias para el
interés general de quienes están sujetos a dicha ley. Si los hombres pudieran ser
más felices sin ella, la ley se desvanecería como cosa inútil”491.

e´) La Escuela escocesa de la Ilustración

La filosofía de la Scottish Common Sense School tuvo una importante influen-


cia sobre el pensamiento americano de la época colonial. Los pensadores de esta
Escuela, Francis Hutcheson, Adam Smith y Adam Ferguson, entre otros, mantu-
vieron una doctrina con matices fuertemente igualitarios, de conformidad con
la cual, todos los hombres poseían como algo inherente unas iguales facultades
morales a través de las cuales podían percibir la bondad, la justicia y la caridad.
Dicho de otro modo, todo ser humano estaba dotado de un innato sentido moral
acerca de lo que era bueno y malo, hallándose predispuesto a lo bueno.
Con una perspectiva aún más amplia, puede hablarse del pensamiento de la
Scottish Enlightenment, Escuela en la que, entre otros muchos, habría que incluir
a David Hume, Lord Kames, Thomas Reid y John Millar. Quienes se ubicaban en
esta línea de pensamiento desarrollaron la idea de que en las sociedades podían
identificarse diversas etapas de progreso (“stages of progress”)492 a través de las
cuales, inevitablemente, las sociedades se iban desarrollando. En la propia versión
de Adam Smith se podían distinguir cinco etapas diferenciadas (la de la caza y
recolección, la de los rebaños, la del cultivo de la agricultura, la del comercio y la
industrial o fabril). Hallándose estos autores predispuestos a pensar que la ocupa-
ción era el principal factor desencadenante del carácter y habiendo contemplado
la profunda transformación acaecida en su propio país en menos de un siglo, los
escoceses consideraban que cada etapa engendraba unas costumbres y una moral
progresivamente más refinadas entre el pueblo.
En el siglo XVIII abundaron en Escocia los pensadores de un primerísimo
nivel. Las Universidades de Glasgow, Edimburgo, Aberdeen y St. Andrews nos
ofrecen buena muestra de esta eclosión del pensamiento. Entre los profesores

491
John LOCKE: Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, op. cit., Capítulo 6, p. 60
492
Forrest McDONALD: Novus Ordo Seclorum (The Intellectual Origins of the Constitution),
University Press of Kansas, Lawrence (Kansas), 1985, p. 132.
194 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

más relevantes, Hutcheson fue quizá quien gozó de una mayor popularidad entre
los estudiantes. Él no fue, desde luego, ni el mayor filósofo, ni el más importante
economista, rol que recaería sobre Thomas Reid y sobre Adam Smith, no obstante
lo cual la reputación que alcanzó en vida fue inconmensurable. Como recuerda
Robbins493, en Escocia o en el extranjero, “Mr. Hutcheson of Glasgow” era men-
cionado como un reconocido maestro.
El estudio del pensamiento de los autores escoceses de la Ilustración iba a
desempeñar un rol relevante en la educación americana de la segunda mitad del
siglo XVIII, pues, como recuerda Hamowy494, la filosofía moral escocesa era una
parte integral de los curricula de la mayoría de los American colleges, y esto parece
haber sido una incontrastable realidad en Virginia, y de modo muy particular en
el “College of William and Mary”. No en vano los pensadores escoceses gozaban
de una gran reputación internacional, situándose entre los más importantes
intelectuales del siglo XVIII. Los ingleses cultos de ambos lados del Atlántico se
hallaban perfectamente familiarizados con sus escritos.
Francis Hutcheson, como se acaba de decir, uno de los más destacados
representantes de esta línea de pensamiento, se referiría a la innata igualdad
moral de todos los individuos, de la que debía derivarse su igualdad política y
su libertad, escribiendo al respecto en su A System of Moral Philosophy, que “all
men are originally equal and they have equal capacities for judging whether their
rulers are good or bad”495, para añadir después que “the natural rights equally
belong to all, at least as soon as they come to the mature use of reason; and they
are equally confirmed to all by the law of nature... Nature makes none master,
none slaves”. En un libro bien conocido (Inventing America: Jefferson´s Declaration
o Independence) publicado en Nueva York en 1978, Garry Wills iba a sostener la
original, aunque controvertida, tesis de que la Declaración de Independencia
redactada por Jefferson , lejos de llevar el sello de la teoría política de Locke, era
directamente tributaria del pensamiento de la Ilustración escocesa, plasmado
en las obras de Hutcheson, Reid, Hume, Kames y Smith. Más en concreto,
según Wills, el sistema de la filosofía moral de Hutcheson contiene la clave para
descodificar la teoría de la naturaleza y de las funciones adecuadas del gobierno
establecida en la Declaración de Independencia. Quienes piensan que Jefferson
extrajo su derecho natural a la revolución de las páginas de Locke, nos dice Wills,
carecen de un texto paralelo en el que apoyarse, mientras que ese paralelismo
se encuentra en la Escuela escocesa por doquier, lo que resulta especialmente
patente en Francis Hutcheson, cuya obra A Short Introduction to Moral Philosophy,
publicada en 1747, contiene pasajes perfectamente acordes con los términos

493
Caroline ROBBINS: “<When It Is That Colonies May Turn Independence>: An Analysis of the
Environment and Politics of Francis Hutcheson (1694-1746)”, en The William and Mary Quarterly
(Wm. & Mary Q.), Third Series, Vol. 11, No. 2, April, 1954, pp. 214 y ss.; en concreto, p. 219.
494
Ronald HAMOWY: “Jefferson and the Scottish Enlightenment: A Critique of Garry Wills´s
Inventing America: Jefferson´s Declaration of Independence”, en The William and Mary Quarterly
(Wm. & Mary Q.), Third Series, Vol. 36, No. 4, October, 1979, pp. 503 y ss.; en concreto, p. 504.
495
Apud Forrest McDONALD: Novus Ordo Seclorum..., op. cit., pp. 54-55.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 195

empleados en la Declaración de Independencia, en los que muy posiblemente se


puso inspirar Jefferson. Garry Wills, aún más controvertidamente, admite que
Locke tenía cosas originales que decir en su Second Treatise, pero las mismas no
fueron lo suficientemente comprendidas ni enfatizadas496. No podemos detenernos
en esta polémica, marginal por entero a la cuestión de que venimos ocupándonos,
pero aun cuando no creamos que pueda concordarse con las tesis de Wills, las
mismas, como mínimo, revelan el enorme impacto que sobre el pensamiento
político colonial tuvo la Escuela escocesa.
La posición de la Common Sense School, sosteniendo que los hombres gozan
de innatas cualidades morales que los facultan para alcanzar independientemente
juicios válidos acerca de la justicia o injusticia de ciertos actos se ha considerado
diametralmente opuesta (“diametrically opposed”)497 a la posición de Edward
Coke, cuando sostuvo que sólo los jueces podían juzgar, porque sólo ellos se halla-
ban instruidos “in the artificial reason of the law”. Sin embargo, no terminamos
de ver esa contradicción, pues, a nuestro entender, uno y otro se mueven en dos
niveles distintos. Coke se está refiriendo a quién está capacitado para administrar
justicia, mientras que Hutchenson está más bien refiriéndose a un juicio moral.
Thomas Jefferson, entre otros, se vería fuertemente influido por el pensamiento
de Hutcheson y, de modo más general, por el de esta Escuela.
Hume ha sido considerado como una de las más fértiles fuentes de las ideas
políticas en la América Jeffersoniana498. Conservador en política y escéptico en
metafísica, el autor del Tratado sobre la naturaleza humana sostuvo que avanzar
en el comercio y la industria era tanto como promover el progreso en la ciencia,
en las artes e incluso en la moral. Alexander Hamilton y James Madison se vieron
influidos grandemente por el pensamiento del filósofo escocés. En su estudio
sobre Hamilton499, Stourzh demostró la importancia de Hume, junto a Hobbes
y Blackstone, en la conformación de su ideología política. También Madison
se vio muy influido por Hume. Madison fue educado en Princeton por John
Witherspoon, quien fue el introductor de la filosofía moral escocesa de Thomas
Reid, lo que puede contribuir a explicar ese influjo. Más aún, hace una treintena
de años, Garry Wills, en la ya mencionada obra Explaining America, descubrió
un importante paralelismo entre el núm. 10 de los Federalist Papers, redactado
por Madison, y ciertos pasajes escritos por Hume, interpretando ese artículo del
Federalist desde la óptica de una declaración de filosofía moral.

496
De ello se hace eco un tanto críticamente Ronald HAMOWY, en “Jefferson and the Scottish
Enlightenment...”, op. cit., p. 506.
497
Helen K. MICHAEL: “The Role of Natural Law in Early American Constitutionalism...”, op. cit.,
p. 442.
498
Daniel Walker HOWE: “European Sources of Political Ideas in Jeffersonian America”, en Reviews
in American History (Rev. Am. Hist.), Vol. 10, No. 4, December, 1982, pp. 28 y ss.; en concreto, pp.
35-36.
499
Gerald STOURZH: Alexander Hamilton and the Idea of Republican Government, 1970. Cit. por
Daniel Walker HOWE: “European Sources of Political Ideas in Jeffersonian America”, op. cit., p. 36.
196 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

d) La existencia de un cierto control judicial de la conformidad de la


legislación colonial con las Charters. El caso Giddings v. Brown (1657)

I. El modelo de gobierno de cada colonia vino determinado por lo que bien


podríamos llamar su “constitución”, empleando el término quizá en un sentido
impropio. Los principales elementos de tal “constitución” eran la Charter, las
concesiones o patentes regias y sus correspondientes renovaciones, los encargos
e instrucciones al gobernador, las “orders-in-council” y cualesquiera otras instruc-
ciones de la madre patria, como también las costumbres y prácticas locales500. En
la experiencia jurídica de las colonias previa a la Independencia iban a tener un
particular protagonismo las Charters escritas garantizadas por el Rey501, Cartas
cuyos términos fueron considerados por los tribunales como vinculantes respecto
a las Legislaturas coloniales y aplicados por ellos mismos, no sin bruscos vaivenes,
como higher law. Alguna Carta fue incluso más allá. Y así, la Carta de Carolina de
1665, al otorgar a los propietarios el poder de hacer las leyes con el consentimiento
de la Asamblea, imponía la restricción de que “the said laws be consonant to
reason, and as near as may be conveniently, agreeable to the laws and customs
of this our realm of England”. Sería justamente la misma limitación existente
sobre la legislatura colonial de Connecticut la que el Privy Council, sobre el que
volveremos en un epígrafe posterior, hizo respetar treinta y cuatro años más tarde.
Las colonial Charters utilizaron el lenguaje propio de un fundamental law,
garantizando a los colonos los derechos de los ingleses; por poner un ejemplo,
la Charter de la Massachusetts Bay Colony garantizaba a todos los colonos “all
liberties and immunities of free and natural subjects.... as if they and everie of
them were borne within the realm of England”. Las Cartas de Virginia, Connec-

500
Clinton ROSSITER: The First American Revolution, op. cit., p. 101.
501
Las primeras Charters fueron las de Virginia y Nueva Inglaterra, otorgadas por el Rey Jaime I en
1606 y 1620, y por el Rey Carlos I en 1629, siendo contempladas como delegaciones incompletas de la
autoridad política. La Carta de Massachusetts fue anulada en 1684, pasando a ser Massachusetts siete
años después una esfera de la Corona. La Carta de gobierno de Rhode Island y de las Plantaciones
de Providence, establecida por el Rey Carlos I en 1643 y ampliada por Carlos II en 1663, al igual
que la de Connecticut, otorgada en 1662, fueron modeladas con base en el gobierno de una ciudad
inglesa. De esta forma, los gobiernos previstos por las Cartas eran corporaciones civiles de naturaleza
marcadamente municipal. La diversidad de estos gobiernos coloniales dio paso en 1660 a una política
de administración colonial que pronto condujo a la uniformidad de derechos políticos y jurídicos en
los diferentes territorios coloniales. Y así, por una “royal commission” de 1 de diciembre de 1660, se
creó un Consejo permanente (standing council) de 48 nobles y caballeros nombrados por la Corona
a los que se encargó de los asuntos relacionados con las plantaciones. En 1674 los deberes de esta
Comisión se transfirieron al King´s Privy Council. En 1696, la Cámara de Comercio y Plantaciones
(Board of Trade and Plantations) se hizo cargo finalmente de todo lo relativo a las plantaciones
americanas. Las actuaciones de estos cuerpos administrativos emanaban de la Corona, atribuyéndose
el conocimiento de las apelaciones que contra las mismas pudieran formalizar las colonias al Privy
Council. En fin, quizá convenga añadir, que en todos los gobiernos coloniales hubo una limitación
uniforme del poder legislativo. Como recuerda Fowler, a cuyo estudio nos remitimos, “(n)o laws were
to be enacted except such as were not contrary to the laws of England. The legislative power was
thus both a delegated and a restricted one”. Robert Ludlow FOWLER: “The Origins of the Supreme
Judicial Power in the Federal Constitution”, op. cit., pp. 715-718.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 197

ticut, Rhode Island, Maryland, Carolina y Georgia acogían previsiones similares.


Pero por si existiese alguna duda, recuerda Grey502, que los oradores de la época
colonial se refirieron habitualmente en sus discursos a que estos derechos legales
se hallaban igualmente garantizados a los colonos por un “unwritten law”, sin
necesidad de que existiera una específica concesión al respecto.
Esta superioridad de las Cartas sobre las normas legislativas coloniales (pues
la gran masa de normas legislativas que incidían sobre la vida colonial no provenía
del Parlamento británico sino de las propias legislaturas coloniales) determinó
que, en algunos casos, las últimas fueran declaradas nulas al entrar en conflicto
con las primeras, justamente de modo análogo a lo que sucedía si la ordenanza
municipal de una ciudad o la reglamentación de una corporación excedían de los
poderes delegados a la ciudad o a la corporación, supuesto en el que habían de
considerarse nulas al haber sido tales normas ultra vires, siguiéndose en último
término la pauta fijada por los propios tribunales de la metrópoli. Ello era bien
significativo si se piensa que, como se ha escrito, “the juristic basis of judicial
review is the doctrine of ultra vires”503. Prueba fehaciente de que esta facultad
judicial fue reconocida la encontramos en un documento oficial de Sir William
Thomson, Procurador General (Solicitor General) de Gran Bretaña, que el 5 de
abril de 1718 expresaba que un estatuto de Carolina que imponía una alta tasa
sobre las mercancías británicas no era acorde con la razón (“consonant to reason”)
y “by no means agreeable to the laws of Britain”504. Con todo, no se puede ignorar
que esta revisión de la legislación colonial por los tribunales de las colonias fue
muy episódica505.
Conviene no olvidar, por lo demás, que las numerosas limitaciones que
recaían sobre la legislación colonial circunscribían ésta a la mera administración,
aproximándola a una simple actuación administrativa. Esto se tradujo en que los
colonos se acostumbraron paulatinamente a contemplar las legislaturas coloniales
como órganos dotados de una autoridad limitada, enormemente alejados del
poder absoluto de que se revestiría, tras la Glorious Revolution, el Parlamento
británico. Los colonos llegaron a comprender muy bien que algunas leyes no eran
Derecho, y este sistema prevaleció por todas partes durante varias generaciones,
circunstancia que dio pie a un sector de la doctrina506 para pensar, que una
doctrina así arraigada no parecía probable que, de modo repentino, se apagara
y desapareciera de la superficie, simplemente por el hecho de que las colonias se
independizaron de Inglaterra.

502
Thomas C. GREY: “Origins of the Unwritten Constitution...”, op. cit., p. 866.
503
Mark ELLIOTT: The Constitutional Foundations of Judicial Review, Hart Publishing, Oxford/
Portland (Oregon), 2001, p. 23.
504
Dudley Odell McGOVNEY: “The British Origin...”, op. cit., p. 9.
505
Sosin ha llegado a escribir que esta revisión por los tribunales coloniales “was almost unknown”.
J. M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe..., op. cit., p. 146.
506
William M. MEIGS: “The American Doctrine of Judicial Power, and Its Early Origin”, en American
Law Review (Am. L. Rev.), Vol. 47, 1913, pp. 683 y ss.; en concreto, p. 689.
198 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

El escaso aprecio que los colonos tenían de su judiciary no dejó de ser un


obstáculo no sólo para que arraigara en esta etapa la judicial review, sino incluso
para su fortalecimiento tras la Independencia, y ello iba a ser la resultante de que
durante gran parte de esta etapa los jueces fueron vistos, como dice Harrington507,
como un mero apéndice del ejecutivo (“mere appendages of the executive”), más
aún, como una multitud de “pencos políticos” (“a crowd of political hacks”). La
mayor parte de los observadores políticos de la época fueron propensos a mirar al
judiciary como una herramienta puesta en manos del ejecutivo; si se tiene presente
el oprobio que se atribuyó a los gobernadores reales, se puede entender que el
mismo también se proyectara hacia sus nombramientos judiciales.
Pero es asimismo evidente, que la doctrina de la judicial review, íntimamente
conexa con la idea de un fundamental law, sólo iba a poder llegar a ser un principio
de Derecho positivo después de alcanzada la Independencia, una vez adoptadas
unas Constituciones escritas que contenían limitaciones vinculantes que quedaban
al margen del poder gubernamental. Por lo mismo, la judicial review no llegó a
ser una parte del Derecho viviente (“a part of the living law”) hasta la década
anterior a la adopción de la Constitución federal. En esa época diferentes casos
litigiosos planteados en diversos Estados vinieron a entrañar reivindicaciones
directas de la facultad de la judicial review. Es en sintonía con todo ello, por lo
que el propio Chief Justice John Marshall podía afirmar en la Marbury opinion508,
no que la Constitución establece la judicial review, sino que la misma “confirms
and strengthens the principle”509.

II. Si se nos permite el excursus, creemos conveniente hacer algunas reflexio-


nes en torno al principio de la independencia judicial. La Glorious Revolution hizo
de la independencia del judiciary el eje del gobierno constitucional británico. Con
anterioridad a la llegada de Guillermo III, Rey de Inglaterra (entre 1689 y 1702),
esposo de María (hija de Jaime o Jacobo II), y primer monarca que subió al Trono
tras la Revolución, la prerrogativa real había sido utilizada por los Estuardo no
sólo para cambiar las leyes, sino también para suspender o sustituir a los jueces. El
Act of Settlement de 1701, en lo que vino a constituir una de las señas de identidad
de la libertad británica, estableció que el nombramiento de los jueces se manten-
dría mientras mantuvieran un buen comportamiento (quamdiu se bene geserint),
no pudiendo ser removidos del cargo sino por expresa petición de las dos Cámaras
del Parlamento. Al aceptar la independencia judicial, bien puede decirse que los
mencionados reyes se convirtieron en los primeros monarcas constitucionales.
Esta visión de la independencia judicial no iba sin embargo a pasar a las
colonias. No obstante la lucha de los colonos por conseguir análoga independencia

507
Matthew P. HARRINGTON: “Judicial Review Before John Marshall”, op. cit., p. 63.
508
La sentencia puede verse, entre otras obras, en Marbury versus Madison. Documents and Com-
mentary, Mark A. GRABER and Michael PERHAC (Editors), CQ Press (A Division of Congressional
Quarterly Inc.), Washington, 2002, pp. 191-219.
509
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 42.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 199

para sus órganos judiciales, el Rey Jorge III mantuvo el cargo judicial dependiente
de su exclusiva voluntad, como había acontecido en Inglaterra hasta el año 1701,
sosteniendo que el estado del conocimiento jurídico en las colonias era tan bajo
que era difícil que se pudieran encontrar hombres competentes para decidir los
casos judiciales510. No ha de extrañar que fuera ésta una cuestión incluida en la
lista de quejas expuesta frente al Rey en la Declaración de Independencia: “Ha
hecho –se puede leer en ella– los jueces dependientes tan sólo de su voluntad para
el ejercicio de sus cargos y la cantidad y pago de sus salarios”511.
La preocupación ante el peligro de manipulación judicial por unos jueces
carentes de una verdadera independencia puede comprenderse aún mejor si se
tiene presente la más que notable discreción judicial existente entre los jueces
de las colonias, lo que era la resultante de la pluralidad de fuentes del Derecho
de los colonos (inglesas unas, coloniales las otras). En 1768, el Gobernador de
Nueva York lamentaba que “las cuestiones de una causa dependían no tanto del
derecho de un cliente como del aliento del juez (“the breath of the Judge”), y lo
que se consideraba un excelente alegato en un circuito, era rechazado en otro512.
La consecuencia de todo ello era tanto la flexibilidad como la inseguridad y, por
encima de todo, un extraordinario grado de discreción judicial. Y aunque cierta-
mente no se hubiera olvidado la máxima que sentara en su Essay on Judicature el
gran filósofo y jurista Francis Bacon (1561-1626), quien, como ya se dijo, fuera
Abogado de la Corona en los primeros años del siglo XVII, “Judges ought to
remember that their office is jus dicere and not jus dare; to interpret law, and not
to make or give law”, la realidad era que los jueces habían de discernir a través
del Derecho lo que era justo, y a través de ello el deber de los jueces de conservar
la ley y no de cambiarla se relativizaba en ocasiones notablemente.
En este contexto se puede entender que, contrariamente a la práctica inglesa
del common law, otorgando a los jueces la determinación exclusiva sobre las cues-
tiones de Derecho, en las colonias, los jurados ocuparan el lugar verdaderamente
central de los tribunales, pues a ellos se encomendó decidir no sólo sobre las
cuestiones relativas a los hechos, sino también sobre la aplicación del Derecho, y
ello tanto en casos civiles como criminales. Aunque los jueces coloniales solían ser
personalidades locales relevantes, lo cierto es que su único rol era el de guiar, no el
de decidir, pues salvo en algunas acciones de equidad, estrictamente limitadas, e
incluso inexistentes en algunas de las colonias, ellos no podían dictar un veredicto
sin el previo pronunciamiento del jurado. Las declaraciones de tres de los más
eminentes abogados americanos de fines del siglo XVIII, John Adams, Thomas

510
Archibald COX: “The Independence of the Judiciary: History and Purposes”, en University of
Dayton Law Review (U. Dayton L. Rev.), Vol. 21, 1995-1996, pp. 565 y ss.; en concreto, p. 570.
511
A esta queja se añadiría otra en relación a la Administración de justicia: “He (el Rey) has
obstructed the Administration of Justice, by refusing his Assent to Laws for establishing Judiciary
Powers”. El texto de la Declaración de Independencia puede verse en la obra From the Declaration
of Independence to the Constitution (The Roots of American Constitutionalism), edited with an
introduction, by Carl J. FRIEDRICH and Robert G. McCLOSKEY, The Bobbs-Merrill Company, Inc.,
Indianapolis/New York, 1954, pp. 3 y ss.
512
Gordon S. WOOD: “The Origins of Judicial Review”, op. cit., p. 1300.
200 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

Jefferson y John Jay, apoyan esta conclusión. En una fecha tan tardía como es
la del año 1793, John Jay, ocupando la Chief Justiceship de la Corte Suprema de
los Estados Unidos, informaba a un jurado en un caso civil, de que tenía derecho
a encargarse por sí mismo de decidir el Derecho a aplicar, al igual que dilucidar
los hechos en controversia. Ambos objetos, concluía Jay, son legítimos dentro del
poder decisorio del jurado513. Se entiende así a la perfección la trascendencia que
tuvo en esta época la protección del derecho al jury trial, que se mantendría tras la
Independencia, y que revela la importancia que los colonos atribuyeron a prácticas
y costumbres inveteradas que limitaban las facultades del legislativo. Jefferson
visualizaría el trial by jury como la única ancla (“the only anchor”) imaginada por
los hombres a través de la cual un gobierno podía ser retenido a los principios de
la constitución, describiendo después el jurado (“the jury”) como una inestimable
institución que contenía a los jueces y representaba al pueblo en la rama judicial
(“curbed judges and represented the people in the judicial branch”)514.
Por otro lado, la facultad de declarar la ley por los jurados (“the law-finding
power of the juries”) sugiere ineluctablemente que los miembros del jurado
llegaban al tribunal con preconcepciones compartidas acerca de la sustancia del
Derecho a aplicar. La cuestión llegó a plantearse con el paso de los años. En 1788,
en el caso Pettis v. Warren, desencadenado por una demanda planteada por un
negro esclavo para su libertad ante un tribunal de Connecticut, se recusó a un
jurado por tener una opinión preconcebida, la de que “no negro, by the laws of
this state, could be holden a slave”. El tribunal de primera instancia (trial court)
anuló la recusación del jurado por tal causa, y la Connecticut Supreme Court
confirmó esa decisión al considerar que “an opinion formed and declared upon a
general principle of law, does not disqualify a juror to sit in a cause in which that
principle applies”515.
En los tribunales americanos de nuestros días, los jueces dan a los jurados
instrucciones sobre el Derecho, y si un jurado deja de seguirlas, su veredicto, con la
única salvedad de un veredicto absolviendo a un demandado acusado de un delito,
será rechazado. En frontal contraste con ello, los jueces del siglo XVIII americano,
con frecuencia, no daban a los jurados instrucciones claras. A veces, incluso, las
instrucciones eran contradictorias, y en la mayoría de los casos no dejaban de ser
breves y rudimentarias. Como recuerda Nelson516, casi todos los tribunales del
XVIII americano actuaban con más de un juez en los estrados, y parece haber sido
una regla general para cada juez integrante del tribunal, el haber pronunciado un
discurso (“a charge”) al jurado, no obstante la falta de sintonía existente a veces
entre unos y otros jueces. Pero incluso ante instrucciones meridianamente claras

513
William E. NELSON: “Marbury v. Madison, Democracy, and the Rule of Law”, en Tennessee Law
Review (Tenn. L. Rev.), Vol. 71, 2003-2004, pp. 217 y ss.; en concreto, p. 221.
514
Apud Shannon C. STIMSON: The American Revolution in the Law..., op. cit., p. 87.
515
Apud William E. NELSON: “Marbury v. Madison and the Establishment of Judicial Autonomy”,
en Journal of Supreme Court History (J. Sup. Ct. Hist.), Vol. 27, Issue 3, 2002, pp. 240 y ss.; en concreto,
p. 243.
516
William E. NELSON: “´Marbury v. Madison, Democracy...”, op. cit., p. 220.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 201

y armónicas por parte de los jueces, los jurados podían entender el Derecho como
consideraran conveniente. John Adams, uno de los más relevantes abogados de
la época pre-revolucionaria, siempre sostuvo que aunque los jurados decidieran
el Derecho en una dirección contraria a la que se les había dado por los jueces,
eran sus veredictos los que decidían el Derecho aplicable, porque no era sólo un
derecho del jurado, sino también un deber, “to find the verdict according to his
own best understanding, judgment and conscience though in direct opposition
to the direction of the court”517.
Las circunstancias expuestas no iban a impedir del todo que la judicial review
fuera desconocida en las colonias. Por el contrario, en estos años encontramos
diferentes ejemplos que confirman que los líderes coloniales intentaron recurrir
al mecanismo de la revisión judicial para hacer frente a los principios dimanantes
de la soberanía parlamentaria. Esta claro encasillamiento de la reivindicación de
la judicial review en el contexto de la lucha política entre el Parlamento británico
y las colonias ha llevado a algún autor518 a pedir cautela a la hora de enjuiciar
estas reivindicaciones, si bien, a nuestro entender, el contexto en el que puedan
enmarcarse no es razón suficiente para privarles de su valor.

III. La perceptible influencia en las colonias de la doctrina de Coke puede


apreciarse perfectamente en Massachusetts, en el caso Giddings v. Brown (Browne,
según otros) (1657), en el que, como reconoce la doctrina con carácter genera-
lizado519, el dictum del Bonham´s case recibió aplicación práctica por primera
vez al otro lado del Atlántico. Para Smith, este caso entraña “the very first clear
holding by which a judicial body in the Americas ruled a legislative act, by a town
meeting, invalid because of the dicta in the Bonham´s case”520, mientras que Grey
considera521, que “the tradition of a judicially enforceable higher law of <common
right and reason> (the tradition of Dr. Bonham´s Case) has been implemented
during the early colonial period in Giddings v. Browne”.
Ipswich, un pueblo de la Colonia de Massachusetts, aprobó a través de su
asamblea legislativa local, proporcionar una vivienda para el Sr. Cobbet, ministro

517
Apud Shannon C. STIMSON: The American Revolution in the Law..., op. cit., pp. 55-56.
518
Matthew P. HARRINGTON: “Judicial Review Before John Marshall”, op. cit., p. 64.
519
Es el caso, por poner un ejemplo significativo, de Edward S. CORWIN: “The Establishment
of Judicial Review” (I), en Michigan Law Review (Mich. L. Rev.), Vol. IX, 1910-1911, pp. 102 y ss.;
en concreto, p. 105. Corwin considera esta decisión del mayor interés, y ello no sólo por ser la más
temprana pista (“the earliest hint”) de la judicial review en América, sino por proporcionar asimismo la
primera declaración del proverbio que puede contemplarse como el origen popular (“the folk-origin”),
por así decirlo, del Derecho constitucional americano: que “la propiedad de A no puede darse a B sin
su consentimiento”. También Plucknett considera al respecto que en Giddings v. Browne “we have the
first clear example of an act of legislature being invalidated by the judiciary in America”. Theodore
F. T. PLUCKNETT: “Bonham´s Case and Judicial Review”, op. cit., p. 62.
520
George P. SMITH, IIº: “Dr. Bonham´s Case and the Modern Significance of Lord Coke´s Influ-
ence”, en University of Washington Law Review (Wash. L. Rev.), Vol. 41, 1966, pp. 297 y ss.; en concreto,
p. 314.
521
Thomas C. GREY: “Origins of the Unwritten Constitution...”, op. cit., p. 848.
202 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

evangelista, y con tal finalidad a la vista impuso un impuesto a pagar por los
ciudadanos. El caso surgió cuando el Sr. Giddings y otros se negaron a pagar la
tasa municipal, ante lo que Brown, el oficial municipal de justicia, ordenó a los
funcionarios municipales que se apropiaran de mercancías propiedad de Giddings
para hacer de esta forma efectivo el pago. Giddings demandó entonces a Brown
por daños. Del caso iba a conocer el Juez Symonds de Boston, que más tarde
llegó a ser Vicegobernador (“Deputy Governor”) de la Colonia. Symonds había
nacido en Inglaterra en 1595, descendiendo de una honorable familia de Essex.
En 1637 llegó a Ipswich (Massachusetts Bay Colony), convirtiéndose con el paso
del tiempo en un admirador del common law inglés, que iba a tener muy presente
en su sentencia. El Juez Symonds falló en favor del demandante, considerando
que el caso versaba sobre:

“(A) fundamental law..... such a law as that God and nature have given to a
people.... It is against a fundamental law in nature to be compelled to pay
that which others doe give.... Let us not (here in New England) despise the
rules of the learned in the lawes of England, who have great helps and long
experience. l. First rule is, that where a law is.... repugnant to fundamental
law, it´s voyd; as if it gives power to take away an estate from one man and
give it to another”522.

El Juez Symonds iba a apoyar su decisión con determinados pasajes extraidos


de un libro de Sir Henry Finch (del que ya nos hicimos eco) publicado en 1627
(su First Book of Law), aunque su primera edición era de 1613, en el que podía
leerse que el common law no era otra cosa sino common reason, y que las leyes
positivas contrarias al mismo eran nulas, al igual que las contrarias a la law of
nature (“laws positive which are directly contrary to the former –the law of nature
and of reason– lose their force, and are no laws at all”)523.
Más allá del mencionado caso, la doctrina se ha hecho eco asimismo de
diversas manifestaciones que, mediado el siglo XVII, apuntan a la aparición en
Massachusetts de un renovado interés por el common law, al considerarlo, muy
posiblemente, como la más sólida garantía de los derechos de los colonos, y en
conexión con ello, una tendencia hacia el estudio de las obras de Edward Coke.
Es bien significativo al respecto, que en 1647 la General Court de Massachusetts
ordene que le sean llevados dos ejemplares de varias de las obras de Coke, sus
Reports, Coke upon Littleton, Coke upon Magna Carta...524. Otro indicio al que
se puede atender es que en 1688, con ocasión de la abrogación de su Charter
por el Rey Jaime (o Jacobo) II, los bostonianos iban a reivindicar claramente la
independencia, en apoyo de la cual, según se recoge en un Account of the Colony

522
Apud Dudley Odell McGOVNEY: “The British Origin of Judicial Review of Legislation”, op. cit.,
p. 4.
523
Apud Theodore F. T. PLUCKNETT: “Bonham´s Case and Judicial Review”, op. cit., p. 62, nota
97. También en Dudley Odell McGOVNEY: “The British Origin...”, op. cit., p. 4.
524
Theodore F. T. PLUCKNETT: “Bonham´s Case...”, op. cit., pp. 61-62.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 203

and Provinces of New England in general, se hablaba de “to hold forth a law book,
& quote the authority of the Lord Coke to justifie their setting up for themselves”.
En 1688, Maryland aprobaba una ley para incentivar la fabricación de
productos textiles, y de conformidad con ella, los productores locales recibían
subsidios que debían de ser recaudados a su vez de acuerdo con un reparto
impositivo llevado a cabo por los comisionados designados por los tribunales del
condado. Algunos plantadores del “Somerset County” adujeron que la ley no podía
ponerse en vigor, y ante ello el tribunal del Condado de Somerset decidió que la
ley en cuestión era nula, hay que pensar que por argumentos muy semejantes a
los aducidos por el Juez Symonds.

IV. Otro episodio descubierto por los historiadores en la provincia de Carolina


del Sur, que proporciona una clara evidencia del ejercicio por un tribunal colonial
de la facultad judicial de considerar un estatuto inconstitucional nulo, tiene lugar
en 1724. El caso, Dymes v. Ness, fue poco conocido hasta que McGovney, siguiendo
a Wallace, un historiador de Carolina del Sur, se hizo eco de él525, si bien quedó
constancia del mismo en los diarios de la Commons House, la Cámara baja de la
Legislatura de Carolina del Sur.
El 22 de diciembre de 1726 se planteaba y votaba afirmativamente en la
mencionada Commons House la siguiente cuestión:

“that the opinion of the Generall Court in Charles Town of the 22nd of August
One thousand Seven hundred & twenty four was contrary & repugnant to
a clause in an Act of the Generall Assembly of this Province”.

El 18 de enero siguiente, Thomas Hepworth, Chief Justice de la General Court,


frecuentemente llamada Supreme Court de la Provincia, se levantó de su lugar
como miembro de la Commons House y declaró que estaba en cama enfermo
cuando se suscitó y votó la mencionada cuestión, requiriendo ser oído para
justificar el procedimiento de la General Court que había sido cuestionado. Aunque
sus argumentos no quedaron reflejados en las actas, algunas intervenciones y
documentos ulteriores pueden ilustrar acerca de los mismos. Particular interés
presenta un informe del Comité de agravios de la Cámara que fue aprobado por
ésta y en el que se puede leer lo que sigue:

“Your Committee.... Report they have rec´d & read the Representation of
the Charles Town Judges wherein as they conceive is contained some things
which we believe the Judges themselves scarce understand & therefore no
reflection on the Committee if they are at a loss to guess at their meaning &
allso several Positions of a dangerous Tendency to this Province, as first the
whole Government is arraigned for passing Laws as ´tis suggested contrary
to the Kings Instructions & Repugnant to the Laws of England. Secondly

525
Cfr. al efecto, Dudley Odell McGOVNEY: “The British Origin...”, op. cit., pp. 10-11.
204 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

the Judges Suggest they have a power of dispensing with all such Laws at
pleasure & that they are Sole Judges & Interpreters of our Laws which your
Committee are of opinion is assuming a power Superior to that of this house
& equal with that of the whole Legislative body united”.

La prueba de que la General Court había dictado una decisión judicial en la que
debió considerar una ley de la Legislatura nula con fundamentos constitucionales
parece bastante clara. Y en todo caso, a la vista de ese texto, una cosa parece incon-
trovertible: la General Court había considerado que un estatuto inconstitucional
era nulo. La única duda es la de si, más allá de ese pronunciamiento, el tribunal
dictó efectivamente una sentencia en esa misma dirección.

V. Otro caso de la época que nos ocupa bien conocido es el acontecido en


Virginia, Robin et al. v. Hardaway et al. (1772). El litigio se suscitó cuando varias
personas de descendencia india intentaron reivindicar su libertad a pesar de que
una ley de la Asamblea de Virginia de 1682 (entre otras normas legales) les reducía
a la esclavitud. George Mason, un influyente abogado virginiano, actuando en
representación de los indios, sostuvo que la Ley virginiana de 1682 que otorgaba
a los comerciantes de esclavos (“slave traders”) el derecho de vender a los descen-
dientes de nativos americanos violaba los derechos naturales de tales nativos, y
por lo mismo el fundamento filosófico de los derechos individuales en la teoría
política liberal, y justamente por todo ello esa ley debía considerarse nula. Vale la
pena recordar algunas de las consideraciones efectuadas por Mason:

“All acts of legislature apparently contrary to natural right and justice are,
in our laws, and must be in the nature of the things, considered as void. The
laws of nature are the laws of God, whose authority can be superseded by
no power on earth. A legislature must not obstruct our obedience to Him
from Whose punishments they cannot protect us. All human constitutions
which contradict His laws, we are in conscience bound to disobey. Such
have been the adjudications of our courts of justice”526. (Todos los actos de la
legislatura evidentemente contrarios a los derechos naturales y a la justicia
son, de conformidad con nuestras leyes, y deben ser por la propia naturaleza
de las cosas considerados nulos. Las leyes de la naturaleza son las leyes de
Dios, cuya autoridad no puede ser reemplazada por ningún poder sobre la
tierra. Una legislatura no debe obstruir nuestra obediencia a Él de Cuyo
castigo no puede protegernos. Todas las constituciones humanas que con-
tradigan Sus leyes estamos obligados en conciencia a desobedecerlas. Tales
han sido las decisiones de nuestros tribunales de justicia).

Y a modo de verificación de esa tradición judicial a la que aludía Mason,


éste mencionaba expresamente el Bonham´s Case y el Calvin´s Case, así como
los Reports del Chief Justice Hobart, en los que éste confirmaba el dictum de

526
Apud Theodore F. T. PLUCKNETT: “Bonham´s Case...”, op. cit., p. 65.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 205

Coke. Es interesante hacerse eco de esa referencia de Mason a “the adjudications


of our courts of justice”, con la que no sólo quería significar que el tribunal de
Virginia era parte del sistema judicial británico, sino que con ella estaba dando
a entender la generalizada admisión en este sistema judicial del dictum de Coke.
El abogado de la parte contraria también mantuvo un discurso erudito, apelando
a Pufendorf como prueba de que la esclavitud formaba parte de la law of nature,
contraponiendo al dictum de Coke las reflexiones antagónicas de Blackstone a las
que ya hemos tenido alguna ocasión de referirnos.
Los jueces del caso hubieron de esforzarse para evitar pronunciarse sobre la
legitimidad de la ley en cuestión. Y así, en una maniobra que reflejaba que todavía
en esa época, muy próxima ya al inicio de la Revolución, el dogma británico de la
supremacía legislativa encontraba cierto arraigo en el mundo jurídico colonial, el
tribunal resolvió el litigio soslayando un pronunciamiento de fondo, al considerar
que la odiosa ley había quedado abrogada en 1705. En cualquier caso, el razona-
miento de este destacado abogado virginiano revelaba, por lo menos, la creciente
predisposición entre los miembros de los Colegios de Abogados de impugnar
ante los tribunales aquellos textos normativos que entendían contrarios a ese
fundamental law que creían que debía ser tutelado y priorizado en sede judicial.
En fin, también en el año 1772, algunos abogados de Maryland, en oposición
a una ley promulgada siete décadas antes para establecer la Iglesia de Inglaterra,
que facultaba al clero para exigir un impuesto en metálico, reclamaron ante los
tribunales de la provincia que inaplicaran el texto legal o que lo declararan nulo al
hallarse en conflicto con un higher law. Dos casos, ambos identificados como Lord
Proprietor v. John Chapham, se suscitaron ante la Provincial Court de Maryland,
planteándose la mencionada cuestión. Y aunque la Corte evitó el tema, instando
al jurado a que abordase tan sólo los hechos de los casos, lo cierto es que en junio
de 1773, la House of Delegates, Cámara baja de la Legislatura de Maryland, resolvió
que la ley promulgada en 1702 “was not enacted by legal and constitutional
authority and is therefore void”527.
Aunque también podría aportarse algún testimonio en contrario 528, los
ejemplos comentados muestran que el dictum de Coke no sólo no era desconocido
ni ignorado en el mundo jurídico colonial, sino que, lejos de ello, fue arraigando
y fermentando de modo progresivo. “Long before Americans drafted their con-
stitutions, –ha escrito Hamburger529– judicial review developed in the context of
assumptions about the hierarchy of law and the duty of judges to decide in accord
with law. Consequently, in the 1770s, American judges were already familiar

527
Apud J. M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe..., op. cit., p. 147.
528
El Chief Justice Michie, de Carolina del Sur, en el caso Williams v. Executors (1759-1760), al
discutirse la cuestión de si los tribunales coloniales gozaban de esta facultad de revisión judicial,
negó que dispusieran de la misma, considerando que tales tribunales se hallaban subordinados y sólo
“the King in Council” podía considerar los actos legislativos ultra vires. Loren P. BETH: “The Judicial
Committee of the Privy Council and the Development of Judicial Review”, en The American Journal
of Comparative Law (Am. J. Comp. L.), Vol. 24, 1976, pp. 22 y ss.; en concreto, pp. 41-42.
529
Philip HAMBURGER: “Law and Judicial Duty”, op. cit., p. 9.
206 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

with what today is called judicial review”. Innecesario es decir que la posición
mantenida por James Otis en el celebérrimo Writs of assistance Case no hace sino
corroborar aún más cumplidamente esta apreciación.

e) La revisión de la legislación colonial por el Privy


Council y su ocasional aplicación del ultra vires
principle. El caso Winthrop v. Lechmere (1727)

I. El control de la monarquía británica sobre la administración de justicia


colonial en los siglos XVII y XVIII iba a visualizarse en la concentración de la
jurisdicción de apelación respecto de los tribunales coloniales en el Privy Council
(“the King in Council”). La jurisdicción de apelación ante el King in Council vino
a asegurar importantes ventajas tanto para la Corona como para los colonos. Para
éstos representó un medio de desagravio frente a los procedimientos un tanto
arbitrarios de los tribunales coloniales, que en ocasiones se tambaleaban por
prejuicios locales que pesaban más que consideraciones de Derecho y de justicia.
Adicionalmente, algunos estatutos coloniales se encontraron en contradicción con
derechos sustantivos o procesales de los individuos; así, por ejemplo, los acerbos
enfrentamientos políticos que sacudieron la colonia de Nueva York a inicios del
siglo XVIII condujeron a la aprobación de normas por entero arbitrarias530. Para
la Corona, este control de apelación proporcionaba un medio de impedir cambios
importantes en el Derecho colonial sin el consentimiento de la madre patria. Para
Schlesinger531, autor de un estudio clásico sobre el tema, el Privy Council vino a
sostener una relación con los tribunales coloniales análoga a la que la Supreme
Court mantiene con los tribunales estatales en el actual sistema constitucional
norteamericano.
La verificación de la conformidad de los estatutos coloniales con un standard
constitucional, por así llamarlo, viniera éste dado por una charter, una ley del
Parlamento, el common law o incluso una carta municipal, iba desde luego, como
admite la doctrina532, a facilitar el camino hacia la judicial review, por cuanto
los colonos iban a crecer con la idea de que las asambleas legislativas disponían
de unos poderes limitados por la existencia de unas normas superiores que la
autoridad legislativa venía obligada a respetar. Más aún, se ha considerado533, que
530
En diciembre de 1702, una Order in Council anuló un estatuto de Nueva York declarando fuera
de la ley a Philip French y Thomas Wenham al inventar un mecanismo para su condena, dejar de
aparecer a requerimiento de la autoridad dentro de un período de diez días, algo que el Privy Council
consideró contrario al Derecho inglés, que permitía un tiempo mucho mayor en casos semejantes.
J. M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe..., op. cit., p. 144.
531
Arthur Meier SCHLESINGER: “Colonial Appeals to the Privy Council” (I), en Political Science
Quarterly (Pol. Sci. Q.), Vol. 28, No. 2, June, 1913, pp. 279 y ss.; en concreto, p. 279.
532
Joseph H. SMITH: “Administrative Control of the Courts of the American Plantations”, en
Columbia Law Review (Colum. L. Rev.), Vol. LXI, 1961, pp. 1210 y ss.; en concreto, p. 1253.
533
Loren P. BETH: “The Judicial Committee of the Privy Council and the Development of Judicial
Review”, en The American Journal of Comparative Law (Am. J. Comp. L.), Vol. 24, 1976, pp. 22 y ss.;
en concreto, p. 40.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 207

el más obvio, si es que no el más significativo, legado del Privy Council appeals
system, tal y como operó en las colonias americanas, fue su influencia sobre la
adopción de la judicial review. Y es que no puede caber duda de que la aplicación
ocasional por el Privy Council del ultra vires principle supuso la anulación de
actos legislativos coloniales por un órgano, en lo que ahora interesa, judicial, lo
que no entrañaba otra cosa más que un ejercicio de revisión judicial534. Como se
ha escrito, “the power to disallow colonial laws and the power of judicial review
appeared the same in both intent and consequence”535.
Hemos de comenzar, sin embargo, precisando que el órgano que básicamente
va a ocupar nuestra atención, el Privy Council, no sólo iba a llevar a cabo una
revisión judicial de la legislación colonial, sino también un control administra-
tivo de la misma. A este respecto, Goebel ha deslindado con toda nitidez lo que
identifica como un “judicial control of colony legislation” de lo que considera
un “administrative control of colony legislation”536. El control administrativo
iba a hacerse recaer sobre un Comité del Privy Council, el Lords Committee of
Trade and Plantations, al que se confió conocer de los asuntos relacionados con
las plantaciones hacia 1675. Innecesario es decir que es el control judicial el que
presenta verdadero interés para el objeto de este trabajo.
Recuerda Haines537, que ninguna revisión sistemática de la legislación colonial
se estableció hasta 1660. En marzo de 1675, como se acaba de decir, todos los
asuntos relacionados con las colonias se hicieron revertir a la Comisión de 21
consejeros anteriormente citada, conocida comúnmente como los Lords of Trade.
La preocupación por las amenazas sobre el comercio marítimo, que como es
evidente se acentuaban en tiempo de guerra, condujo a Guillermo III a disolver
la mencionada Comisión y a crear una Comisión ejecutiva para el comercio y
las plantaciones comúnmente conocida como el Board of Trade. Las leyes se
transmitían por los gobernadores coloniales al principal Secretario de Estado, y
después al Privy Council, que oía con carácter previo un dictamen de los “Com-
missioners of Trade”. Sería a partir del año 1696 cuando se operativizó de modo
efectivo este mecanismo de control. Ese año, el Parlamento británico formuló una
declaración acerca de la supremacía de sus normas sobre los estatutos coloniales,
considerando que cualquier estatuto colonial “anywise repugnant” respecto de
las leyes de la navegación (“Navigation Acts”) “or to any other law hereafter”

534
En sentido análogo, entre otros, David P. CURRIE: “The Constitution in the Supreme Court:
The Powers of the Federal Courts, 1801-1835”, en The University of Chicago Law Review (U. Chi. L.
Rev.), Vol. 49, 1982, pp. 646 y ss.; en concreto, p. 655.
535
P. Allan DIONISOPOULOS and Paul PETERSON: “Rediscovering the American Origins of
Judicial Review: A Rebuttal to the Views Stated by Currie and Other Scholars”, en John Marshall Law
Review (J. Marshall L. Rev.), Vol. 18, 1984-1985, pp. 49 y ss.; en concreto, p. 55.
536
Julius GOEBEL, Jr.: Antecedents and Beginnings to 1801, (History of the Supreme Court of
the United States, Vol. I), The Oliver Wendell Holmes Devise, Macmillan Publishing Co., Inc./Collier
Macmillan Publishers, 2nd printing, New York/London, 1974, pp. 60-83.
537
Charles Grove HAINES: The American Doctrine of Judicial Supremacy, University of California
Press, 2nd edition, Berkeley, California, 1932, p. 45.
208 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

hecha por el Parlamento y aplicable a la colonia sería “illegal, null and void”538. La
primera regulación general de esta cuestión por la Corona ya había tenido lugar
por medio de la Order in Council de 23 de enero de 1684, en la que se estableció que
no se admitiría ninguna apelación de las colonias “without sufficient security....
to prosecute their appeals effectually and to stand the award of his Majestry in
council thereupon”539.
Lo que se acaba de señalar ya nos muestra, y es importante tenerlo presente,
que junto a la función de revisión judicial el Privy Council iba a llevar a cabo otras
funciones de control de la legislación colonial que no respondían en absoluto a
los parámetros propios de lo que hoy conocemos como judicial review. Y ello no
sólo porque el canon de constitucionalidad, por así considerarlo, impropiamente
por supuesto, no venía dado por un fundamental law, sino porque, más allá de
ello, las normas coloniales no se iban a sujetar tan sólo a un control de legalidad,
de constitucionalidad si así se prefiere, sino que iban a ser asimismo enjuiciadas
desde la óptica de su conveniencia y oportunidad políticas, al margen además de
que no se iba a seguir ningún procedimiento jurisdiccional. Como escribe Frank540,
el aspecto más significativo de la revisión por el Privy Council de los problemas
jurídicos coloniales iba a ser el de que, por virtud de su doble jurisdicción, en él
se fundían un sistema de revisión judicial y otro de revisión legislativa, lo que le
facultaba para desaprobar una ley colonial mediante una suerte de veto y para
anular un estatuto colonial en el curso de la decisión de un caso litigioso al hilo
de su rol de último órgano judicial de apelación frente a las decisiones de los
tribunales coloniales.
En realidad, el Privy Council disponía de tres tipos de facultades para impedir
la entrada en vigor de una ley colonial o, en su caso, para anularla. La primera
de ellas era el rechazo (“disallowance”) o revocación (“repeal”) de los estatutos
coloniales541. La segunda facultad era el veto de tales estatutos. La última, la
anulación judicial (“judicial annulment”) de los estatutos, esto es, la que se
equipara con la judicial review of legislation. Aunque es la última facultad la que
para nosotros presenta interés, cabe recordar que la primera, como antes se dijo, se
vino aplicando desde 1660 y fue activamente utilizada a lo largo de todo el período
colonial, mientras que el veto no se aplicó propiamente a los estatutos coloniales,
identificándose como tal más bien la decisión de un gobernador colonial de,

538
Dudley Odell McGOVNEY: “The British Privy Council´s Power to Restrain the Legislatures
of Colonial America: Power to Disallow Statutes: Power to Veto”, en University of Pennsylvania Law
Review (U. Pa. L. Rev.), Vol. 94, 1945-1946, pp. 59 y ss.; en concreto, p. 59.
539
Apud Arthur Meier SCHLESINGER: “Colonial Appeals...” (I), op. cit., p. 280.
540
John P. FRANK: “Historical Bases of the Federal Judicial System”, en Indiana Law Journal (Ind.
L. J.), Vol. 23, 1947-1948, pp. 236 y ss.; en concreto, pp. 239-240.
541
En algunos casos, los estatutos fueron rechazados largo tiempo después de haber sido pro-
mulgados. Así, un estatuto de Carolina del Sur para “encourage the settlement of South Carolina”,
promulgado en 1696, fue rechazado 38 años después. En otros casos, leyes que habían estado en vigor
durante una generación fueron después rechazadas. Dudley Odell McGOVNEY: “The British Privy
Council´s Power to Restrain the Legislatures of Colonial America: Power to Disallow Statutes...”, op.
cit., p. 72.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 209

siguiendo las instrucciones del gobierno británico, instar a la legislatura a que se


insertara en el texto del estatuto una cláusula suspendiendo su entrada en vigor
hasta tanto el texto recibiera la “king´s approbation”, lo que venía a operar como
una suerte de veto suspensivo y, de hecho, significaba la aprobación del Privy
Council. El rechazo de la aprobación real equivalía obviamente a un veto absoluto.
En definitiva, en la función fiscalizadora de la legislación colonial llevada a cabo
por el Privy Council convivían varios procedimientos de control diferentes, uno
de ellos, desde luego, reconducible a la judicial review.
Podría pensarse, y así lo han hecho algunos autores, que con ese control
judicial llevado a cabo en virtud de su naturaleza de última instancia judicial
de apelación, el Privy Council, de modo parejo a como pudieron hacer algunos
tribunales coloniales, estaba dando vida a la judicial review, pero tal idea no dejaría
de ser un tanto simplista y carente de rigor, por cuanto esta revisión de las leyes
coloniales por su posible violación de los principios que se anudaban a la razón,
del common law o, más ampliamente, del propio Derecho inglés, e incluso de
las Charters, lo único que revelaba era su coherencia con una práctica familiar
en Inglaterra, que como ya tuvimos ocasión de exponer, se remontaba muy allá
en el tiempo, a la Edad Media en realidad, (aunque las circunstancias histórico-
constitucionales impidieran finalmente el moderno arraigo de esta práctica)
procedente de la revisión judicial de diversos actos domésticos, incluyendo los
actos de la Corona y de las corporaciones. Como escribe Hamburger542, ni en
Inglaterra ni en sus colonias era una novedad la judicial review.
La diferenciación entre el control administrativo y el control judicial de la
legislación colonial explica muy bien las diferencias en el cómputo de los casos
de control de la legislación colonial por el Privy Council que encontramos entre la
doctrina. Y así, mientras Haines, en su clásico libro, facilita unos datos empíricos
que pueden parecer absolutamente desmesurados, Schlesinger proporciona datos
harto diferentes. La razón de las enormes diferencias en el cómputo es sencilla:
mientras el primero se está refiriendo al control administrativo, el segundo está
contemplando el procedimiento que podemos reconducir a la judicial review.
Schlesinger contabiliza un total de 265 casos de revisión de estatutos a lo largo de
un siglo543. Frente a ello, Haines estima (para una época semejante, aunque algo
menor) que el Privy Council revisó nada menos que 8.563 leyes aprobadas por las

542
Philip HAMBURGER: “Law and Judicial Duty”, op. cit., p. 17. “The review of legislation –añade
Hamburger más adelante (Ibidem, p. 20)– had been familiar from medieval theory and in a more
practical way from the review of the legislative acts of subordinate bodies, such as corporations and
colonies”.
543
Entre 1680 y 1780, el más significativo período de aplicación del appellate system, según Schle-
singer, 265 casos llegaron al Privy Council procedentes de las colonias continentales de Inglaterra,
lo que significaba cinco apelaciones bianuales. El mayor número de casos, 78 en total, provino de
Rhode Island, siguiéndole Virginia con 53 casos y Massachusetts con 44. A lo largo del siglo XVIII
hubo un perceptible incremento en el número de casos, constatado año tras año, aunque el autor lo
desvincula del crecimiento de la población. Arthur Meier SCHLESINGER: “Colonial Appeals to the
Privy Council” (II), en Political Science Quarterly (Pol. Sci. Q.), Vol. 28, No. 3, September, 1913, pp.
433 y ss.; en concreto, pp. 446-447.
210 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

trece asambleas coloniales en el período que media entre 1696 y 1776, 80 años
pues, lo que supone un promedio anual de más de un centenar de leyes fiscalizadas
a través de esos dos procedimientos administrativos a los que aludimos con
anterioridad. De ese elevadísimo número de leyes sometidas a control, un total
de 469 (un 5´5 por 100) fueron rechazadas mediante Orders in Council544. Si se
atiende a los rasgos que caracterizaron el control a que se refiere Haines, no debe
extrañar que esta revisión de la legislación colonial por el Privy Council se haya
considerado por algún autor próxima al veto ejecutivo norteamericano545, aunque
también es cierto que el término “veto” se reservó específicamente a uno de los
tres mecanismos de que disponía el Privy Council para impedir la entrada en vigor
de la legislación colonial. En definitiva, el control administrativo predominó, de
lejos, sobre el control judicial, pero ello no debe conducirnos ni mucho menos a
excluir que el Privy Council ejerciera, en algunos casos al menos, una auténtica
facultad de revisión judicial más o menos acorde con los parámetros actuales. Más
aún, Schlesinger ha considerado que, al menos en tres de los casos de que conoció
el Privy Council en el ejercicio de su función de revisión judicial de la legislación,
este órgano anuló leyes de las legislaturas coloniales546.
Las apelaciones iban a venir delimitadas frente a tres tipos de normas. 1) regu-
laciones de los gobiernos locales; 2) Cartas coloniales y concesiones de la Corona,
y 3) leyes aprobadas por las legislaturas coloniales. Antes de que se cerrara el siglo
XVII, se planteó la cuestión de si los casos concernientes a una infracción de las
leyes de comercio (“Acts of Trade”) podían ser apelados ante el King in Council.
El 27 de mayo de 1697, el propio Privy Council emitió una Order, admitiendo las
apelaciones de funcionarios de aduanas a la Corona en casos de incautaciones
por comercio ilegal. Este tipo de casos supuso una amplia proporción respecto
del total de casos objeto de apelación.
Cualquier litigante insatisfecho ante la decisión de un tribunal colonial podía
solicitar de ese tribunal una apelación ante el King in Council. Si el permiso para
la apelación se le otorgaba, el litigante quedaba en libertad para proseguir su ape-
lación ante el Privy Council. Si tal permiso le era negado por el tribunal colonial,
podía dirigirse directamente al Privy Council instándole a que su apelación fuera
admitida y vista. El Privy Council, tras una consulta con el Committee of Appeals,
decidía lo oportuno, aun cuando lo habitual era que se concediera la apelación
solicitada. En algunas ocasiones, esto se hizo incluso respecto de casos en que
el período de un año previsto para apelar ya había finiquitado. Una apelación
también podía ser provisionalmente admitida “if the Governor and Council there
have no other legal objection thereto”547.
La legislación colonial, como regla general, no dio muestras de oposición
a este sistema de apelaciones, pero de este hecho no cree Schlesingher que
544
Charles Grove HAINES: The American Doctrine of Judicial Supremacy, op. cit., p. 49.
545
Benjamin F. WRIGHT: The Growth of American Constitutional Law, Phoenix Books, University
of Chicago Press, reprinted, Chicago & London, 1967 (first edition in 1942), p. 13.
546
Arthur Meier SCHLESINGER: “Colonial Appeals...” (I), op. cit., p. 279.
547
Arthur Meier SCHLESINGER: “Colonial Appeals to the Privy Council” (II), op. cit., p. 437.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 211

deba deducirse que no hubiera oposición en las colonias al mismo, aunque ya


señalamos que tal sistema no dejaba de encerrar sus ventajas para los colonos.
En cualquier caso, hubo intentos de impedir su aplicación, e incluso, en el caso
específico de Massachusetts, llegó a aprobarse una legislación obstructiva, que
en fondo respondía a la sistemática reivindicación que Massachusetts mantuvo
siempre de su independencia judicial548.

II. El primero de los grandes casos que llegó al Privy Council en relación a la
validez de una ley colonial iba a ser el caso Winthrop v. Lechmere (1727). En no-
viembre de 1692, Massachusetts aprobó una ley para la asignación y distribución
de las propiedades de los intestados (“intestates”), esto es, de quienes fallecían sin
haber expresado su voluntad testamentariamente. En 1699, Connecticut aprobó
una ley semejante, conforme a la cual los bienes raíces de un intestado eran
divididos de modo igual entre los hijos, con la sola salvedad de que al mayor se le
había de dar una doble porción de la tierra, sujeta en su caso al interés de la dote
de la viuda mientras ésta viviera, salvo que, como ocurrió en este caso, la misma
se perdiera de resultas de un matrimonio ulterior de la viuda. La ley satisfacía con
ello una costumbre prevalente desde sus primeros tiempos en Nueva Inglaterra,
aunque opuesta a lo que se preveía por el common law, de conformidad con el
cual, el hijo mayor era el único heredero y tenía derecho a la totalidad de los bienes
raíces, sin tener en cuenta a los restantes hijos.
En 1717, el General Waite Winthrop, de Boston, hijo del fundador y primer
Gobernador de Connecticut, John Winthrop, que llegó a su vez a ser Chief Justice
de la Superior Court of Judicature de Massachusetts, donde pasó los últimos años
de su vida, murió intestado, dejando dos hijos, John Winthrop y Ann, la mujer de
Thomas Lechmere, un comerciante de Boston, quien sería la persona demandada
en la apelación ante el Privy Council. El difunto tenía grandes propiedades de
tierras en Connecticut, cuya administración recayó, en febrero de 1717, sobre
su hijo John, tras una primera decisión judicial de la llamada Court of Probates
(tribunal de legalización de los testamentos) de Connecticut. Su hermana Ann y
su cuñado Lechmere lograron que la Legislatura de Connecticut les concediera un
nuevo juicio ante la misma Court of Probates, que en esta ocasión forzó la partición
de la tierra entre los dos hermanos, revocando la administración inicialmente
concedida al mayor. Con base en que, de conformidad con el common law, él
era el único heredero, y en que la Ley de Connecticut de 1699 era nula por su
contradicción con el common law, John Winthrop apeló a la Superior Court de
Connecticut, que, no obstante esos argumentos, el 22 de marzo de 1725, confirmó
la segunda decisión judicial, manteniendo la administración del tercio de la

548
En noviembre de 1637, la Massachusetts General Court rechazaba una apelación al Reverendo
John Wheelwright, declarando al respecto que: “an appeal did not lie in this case, for the King having
given us authority by his grant under the great seal of England to hear and determine all causes
without reservation, we are not to admit any such appeal... and if an appeal should lie in one case, it
might be challenged in all, and then there would be no use of government amongst us”. Apud Arthur
Meier SCHLESINGER: “Colonial Appeals...” (I), op. cit., pp. 292-293.
212 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

propiedad de las tierras dejadas a su muerte por el General Waite Winthrop en


manos de Ann Winthrop y de su marido Thomas Lechmere.
Así las cosas, John solicitó que se le autorizara apelar al King in Council,
aduciendo al respecto que “he was in a contemptuous manner denyed him,
tho´ often demanded and insisted on; the Court saying that they were not under
your Majestie´s government, and their Charter knew nothing of your Majesty in
Councill, and that he might come and tell your Majesty that they denyed him
an appeal”549. No obstante sus acres observaciones, la Superior Court denegó
la solicitud reclamada, tras lo que John Winthrop presentó un memorial ante
la Asamblea General de Connecticut, expresando su deseo de apelar, petición
también desestimada por la Asamblea, tras lo cual John Winthrop se dirigió
directamente al Privy Council, aduciendo que la ley de Connecticut era nula
en cuanto contraria al common law de Inglaterra y a la Colonial Charter de la
propia provincia. En febrero de 1726, una Order in Council otorgó “an appeale
to his Majesty in Council, from the said two sentences past in the Superior Court
of Connecticut”. Admitida pues la apelación, en diciembre de 1726 el caso fue
enjuiciado ante el Committee for Appeals.
El Attorney General, Philip Yorke, y el Solicitor General, Charles Talbot, dos
futuros Lords Chancellor, que asumieron la defensa de John Winthrop ante el Privy
Council, coincidieron en que aunque por los términos en que se hallaba redactada
la Charter de Connecticut, la Legislatura de la provincia disponía de la facultad
de elaborar y aprobar leyes relativas a la propiedad, tales normas legales debían
acomodarse a los requisitos de que fueran razonables y no contradijeran las leyes
de Inglaterra. Y tras ello concluían: “To repeal or to disallow a law was one thing;
to declare a law of no effect ab initio, from the outset, was another”550.
El rol de Philip Yorke parece que tuvo especial trascendencia. Este gran jurista
inglés (que fue sucesivamente Solicitor General entre 1720 y 1724, Attorney General
entre 1724 y 1733, Chief Justice de 1733 a 1737 y Lord Chancellor entre 1737 y
1756) estaba avalando con su posición la doctrina de la anulación judicial de la
legislación, que de esta forma, bien puede decirse que no podía contar con un
patrocinador de mayor relevancia.
El 15 de febrero de 1727551, se hacía pública la sentencia en la que se declaraba
la nulidad de la ley de Connecticut (“the said Act for the Settlement of Intestates
Estates should be declared null and void”) a causa de que la ley era “contrary
to the laws of England , in regard it makes lands of inheritance distributable as
personal estates, and is not warranted by the Charter of that Colony”, revocando de
esta forma las decisiones judiciales de los tribunales de Connecticut y otorgando
la totalidad de las propiedades a John Winthrop. La sentencia concluía con el
siguiente párrafo:

549
Apud Dudley Odell McGOVNEY: “The British Origin...”, op. cit., pp. 14-15.
550
Apud J. M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe..., op. cit., p. 146.
551
Esta fecha es la que ofrece McGovney, pues Schlesinger ofrece como fecha de la sentencia la
de 13 de febrero de 1728, en su artículo “Colonial Appeals...” (II), op. cit., p. 44l.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 213

“His Majesty, taking the same into his royal consideration, is pleased with
the advice of his Privy Council to approve of the said report, and confirm
the same in every particular part thereof, and pursuant thereunto to declare
that the aforementioned act entituled An Act for the Settlement of Intestate
Estates is null and void, and the same is hereby accordingly declared to be
null and void and of no force or effect whatever. And his Majesty is hereby
further pleased to order”552.

Contemplada desde la perspectiva de la larga y sólida tradición inglesa de anu-


lación de los estatutos corporativos, la decisión adoptada en Winthrop v. Lechmere
no era ni mucho menos un audaz coup de main, como dice Goebel553, aunque la
colonia de Connecticut lo contemplara como tal, haciendo grandes esfuerzos para
intentar revocar la decisión y reparar el daño que, a juicio de la colonia, había
causado el Privy Council. No dejaba de haber una cierta ironía en la situación,
pues desde los primeros días de la colonización de Nueva Inglaterra, las Charters se
habían considerado por los colonos, en sus relaciones con sus propios gobiernos,
como una especie de constitución, y ahora el supremo órgano jurisdiccional estaba
sujetando a su propia autoridad legislativa a la letra de aquellos instrumentos.
Este temprano ejemplo de anulación judicial de la legislación, de resultas de
considerarse la misma en conflicto con un higher law, muestra según McGovney
muchos de los defectos que iban a aparecer frecuentemente en casos posteriores.
El primero de ellos, el que el caso era un litigio por entero entre partes privadas,
lo que suponía que el gobierno de Connecticut no iba a ser oido en relación a
una ley que se consideraba de importancia vital para la economía de la colonia.
La disfuncionalidad de esta circunstancia se iba a acentuar en el caso sub judice,
dadas las pobres argumentaciones de los abogados que actuaron en nombre de
Lechmere, muy poco conocedores de los hechos económicos subyacentes a la
aprobación de esta legislación, no obstante tratarse de dos eminentes juristas,
como muestra el hecho de que uno de ellos, John Willes, llegara a ser después
Chief Justice of Common Bench. El resultado, argumenta McGovney554, podía haber
sido diferente si se hubiera mostrado ante el Privy Council que la Ley de 1699 no
había sido sino la transformación en Derecho positivo de una costumbre que había
prevalecido desde el inicio mismo de la colonia, de dividir los bienes raíces de los
intestados entre todos los hijos, y que declarar que la regla de la primogenitura
había estado en vigor desde los comienzos de la vida de Connecticut lo único que
conseguiría es introducir un elemento de confusión sobre los títulos de muchas
personas sobre las tierras de la colonia. Dicho de otro modo, el resultado final
hubiera sido posiblemente diferente si se hubiera mostrado adecuadamente que
la regla fijada por la Ley de 1699 era mucho más conveniente para el desarrollo
económico de la colonia de lo que lo era la norma seguida por el common law.
Las actas del caso Winthrop v. Lechmere no llegaron a imprimirse, y aunque
existen pruebas de que la decisión fue muy bien conocida no sólo en Connecticut,
552
Apud Dudley Odell McGOVNEY: “The British Origin...”, op. cit., p. 16.
553
Julius GOEBEL, Jr.: Antecedents and Beginnings to 1801, op. cit., p. 76.
554
Dudley Odell McGOVNEY: “The British Origin...”, op. cit., p. 18.
214 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

sino también en Massachusetts y en Virginia, puede que no llegara a ser universal-


mente conocida. Benjamin Whitaker, Chief Justice de Carolina del Sur entre 1739
y 1750, no parecía conocerla en 1742. Él sabía que la Legislatura de Carolina del
Sur se hallaba sujeta a limitaciones constitucionales, pues las normas aprobadas
por la legislatura no podían contrariar las leyes de Inglaterra, pero dudaba acerca
de si los tribunales podían hacer efectiva esa limitación declarando la nulidad de
un estatuto que transgrediera tales límites555.
La apropiación de la facultad de pronunciarse, al hilo de sus funciones juris-
diccionales, acerca de la validez de un estatuto colonial no dejaba de ser novedosa
por parte del Privy Council en 1727. Sin embargo, en adelante, nunca puso en
duda tal facultad, por lo menos hasta mediados del siglo XIX, de la que, tras la
independencia de Norteamérica, también hizo uso en relación a la legislación
proveniente de la India, del Canadá y de Australia.

III. El siguiente gran caso que encontramos en relación con la cuestión que
venimos tratando es el caso Philips v. Savage (1737). El caso surgió a raíz de una
apelación frente a una decisión de un tribunal de Massachusetts. En 1729, el
bostoniano Henry Philips murió intestado, sobreviviéndole su madre, su hermano
Gillam y dos hermanas (una de ellas la mujer de Habijah Savage y la otra casada
con Arthur Savage) y los hijos de otra hermana fallecida. En mayo de 1733, la
Probate Court (tribunal de legalización de testamentos) del condado de Suffolk
(Massachusetts) ordenó que tanto los bienes raíces como los personales del falle-
cido fueran divididos en cinco partes iguales, distribuyéndose entre esos parientes
próximos, de conformidad con lo dispuesto por una ley de Massachusetts de 1692.
En octubre de 1733 Gillam Philips apeló frente a la anterior decisión judicial
ante el Gobernador y el Council, el tribunal de última instancia de Massachusetts,
al considerarse como el único heredero en Derecho de su difunto hermano, en
cuanto que, a su juicio, “no act of that Province could vary the common law of
the realm, or change or alter the course of descents”, por lo que la ley de Massa-
chusetts y la decisión adoptada por la Probate Court de Suffolk en aplicación de
la misma eran “repugnant or contrary to the laws of the realm of England, and
consequently ipso facto void”556. En el siguiente mes de noviembre, el Gobernador

555
No otra cosa parece inferirse del memorial que el Chief Justice Whitaker dirigía al Gobernador de
Carolina del Sur el 16 de septiembre de 1742, en el que se podía leer lo que sigue: “.... altho the Judges
of the Courts of Common Law in Great Britain are the proper Expositors of Acts of Parliament, yet in
the Plantations in America which are dependent Governments and are only impowered to make Laws,
under certain Conditions, Limitations and Restrictions, the Judges in America are bound to observe
the Laws that are passed by the General Assembly, till they are repealed by the King. For though such
Laws may sometimes be made contrary to his Majesty´s Royal Prerogative; or his Instructions to his
Governors, or may be repugnant to the Laws of England, yet it is conceived such Laws are not Ipso
facto void, in themselves, but only voidable by his Majesty´s disallowance or repeal, who ´tis humbly
apprehended has reserved to himself the Sole power of Judging of Such Contrariety, or repugnancy...”.
Apud Dudley Odell McGOVNEY: “The British Origin...”, op. cit., pp. 38-39.
556
Apud Arthur Meier SCHLESINGER: “Colonial Appeals...” (II), op. cit., p. 442. Asimismo, en
Dudley Odell McGOVNEY: “The British Origin...”, op. cit., p. 20.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 215

y el Council rechazaron la apelación, confirmando la decisión judicial impugnada


por Gillam. Éste solicitó a su vez la autorización para apelar ante el Privy Council,
que inicialmente le fue denegada, aunque con posterioridad (febrero de 1734) le
fue finalmente concedida.
El abogado de Gillam Philips, el distinguido Sir Dudley Rider, con posterio-
ridad Lord Chief Justice de Inglaterra, antecesor en el cargo de Lord Mansfield,
mencionó en su apoyo el precedente sentado por el caso Winthrop v. Lechmere,
pero el muy inteligente alegato del abogado de una de sus dos hermanas (Faith
Savage) iba a la postre a ser determinante del fallo del Privy Council. En síntesis,
esa argumentación giró sobre estas tres reflexiones: la primera de ellas, que
vincular a las legislaturas coloniales a hacer leyes “perfectly agreeable to the law
of England” convertiría sus facultades en por entero inútiles; la segunda, que el
estatuto en cuestión se había adaptado a las condiciones económicas de la colonia,
pues si el hijo mayor, o como aquí sucedía, el hermano mayor, se apropiaba de la
totalidad de la tierra, “los niños pequeños quedaban condenados a andar errantes
por la vida para poder comer”. “Descendents –se afirmaba– must be governed by
the circumstances of every country”. La tercera reflexión era que la inconveniencia
pública general (“public general inconvenience”) no era en modo alguno un
argumento indigno de consideración en Derecho, y declarar la nulidad de la ley
después de estar aplicándose durante cuarenta y cinco años en miles de casos
produciría confusiones múltiples557.
El 15 de febrero de 1738, el Privy Council decidía el caso a través de una
Order por la que confirmaba las sentencias de los tribunales de Massachusetts.
En la decisión se ignoraba el precedente sentado en Winthrop v. Lechmere. Ello
no debía entenderse en el sentido de que el Privy Council considerase que no
podía ejercer una función de revisión judicial de la constitucionalidad de una ley
colonial, sino más bien en el de un implícito reconocimiento de lo erróneo de su
anterior decisión. Es más que probable que la diferencia del fallo se debiese a los
argumentos expuestos por la parte demandada, de los que acabamos de hacernos
eco. Se ha apuntado también como base en la que explicar la diferencia al hecho
de que la ley de Massachusetts había sido reafirmada por una Order in Council
de 1695, al margen ya de que diversas normas legales aclaratorias de la misma,
de 1710, 1715 y 1719, no habían sido rechazadas por la Corona, y otro texto legal
complementario, aprobado en 1731, había recibido la confirmación real.

IV. La decisión del caso Philips v. Savage impulsó al pueblo de Connecticut


en sus esfuerzos para lograr el restablecimiento de la ley sobre los intestados. El
hecho de que Winthrop v. Lechmere se tratase de un caso privado en el que el Privy
Council no tuvo oportunidad de oir la opinión de la colonia y lo inadecuado de la
defensa de Thomas Lechmere aún hacían más necesario el replanteamiento de la
cuestión ante el Privy Council.

557
Dudley Odell McGOVNEY: “The British Origin...”, op. cit., pp. 20-21.
216 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

La oportunidad no iba a tardar muchos años en presentarse. Tenía lugar en


1745 en el caso Clark v. Tousey. En 1737, Samuel Clark, de Milford, apeló al King
in Council para recuperar ciertas tierras en Connecticut, que demandaba como
heredero legal de conformidad con las leyes inglesas sobre la descendencia, pero
que, de acuerdo con la normativa jurídica de Connecticut, le habían atribuidas
a él conjuntamente con Thomas Tousey, de Newton, y Hannah, su esposa, así
como de otros cuatro demandados. Una primera Order in Council de mayo de
1738 admitiendo la apelación no le llegó a Clark dentro del plazo legalmente
establecido para apelar, pero como el litigio judicial continuó ante los tribunales
de Connecticut, tras ver derrotadas sus pretensiones ante ellos, le fue concedida
una segunda petición de apelación en mayo de 1742. En el mismo mes, Tousey
se presentó ante la Asamblea legislativa de Connecticut, declarando que estaba
obligado a ir a Inglaterra a defender su causa. Considerando el interés general
que presentaba el litigio para toda la ciudadanía, la Asamblea aprobó conceder
una suma de 500 libras en apoyo de Tousey.
El reconocimiento de lo injusto que sería aplicar el Derecho consuetudinario
de un país (Inglaterra) en detrimento de una zona del mismo (Connecticut), en
la que la vida económica agraria había generado costumbres bien distintas, al
margen ya del precedente de Philips v. Savage y de las presiones de la colonia,
alegando razones de pura conveniencia social y económica, lograron finalmente el
objetivo perseguido: la revocación por el Privy Council de su anterior decisión en
el Winthrop v. Lechmere case. La apelación de Clark fue desestimada por medio de
una Order in Council de 18 de julio de 1745, lo que conllevaba el restablecimiento
de la validez de la Ley de Connecticut de 1699.

V. Un nuevo e importante caso en el que se planteó la validez de un estatuto


colonial fue el identificado como Camm v. Hansford and Moss, conocido popular-
mente como la Parson´s Cause. En él se iba a cuestionar la virginiana Two Penny
Act de 1758. Se ha dado un gran significado a este caso, por cuanto muestra que
en la segunda mitad del siglo XVIII la facultad del Privy Council de pronunciarse
sobre la validez de la legislación colonial, al ejercer su función judicial, era per-
fectamente comprendida en América, comenzando a visualizarse que también los
tribunales coloniales podían llevar a cabo pronunciamientos semejantes. Además,
según McGovney558, la historia de la Two Penny Act ilustra no sólo acerca de la
facultad de anulación judicial sino también sobre otros mecanismos existentes en
el sistema colonial británico para el control de la legislación colonial. De ahí que
convenga recordar con algún detalle el complejo itinerario seguido por este caso.
Virginia, que contaba con un gobierno establecido desde hacía siglo y medio,
tenía a mediados del siglo XVIII una próspera situación social y económica. Dos
rasgos eran destacables de la colonia en relación con el caso que ahora interesa.
El primero era que la moneda colonial no tomaba como patrón tan sólo el oro o la

558
Ibidem, p. 22.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 217

plata, sino también el tabaco. El segundo era que el clero que se iba a ver implicado
en la controversia era el clero de la Iglesia Anglicana, una Iglesia reconocida y
mantenida con impuestos públicos recaudados de entre todos los habitantes, pues
en Virginia la separación entre la Iglesia y el Estado no se produjo hasta después
de la Independencia.
En 1696, el salario anual de cada ministro de la Iglesia Anglicana se había
fijado por medio de un estatuto en el equivalente a 16.000 libras de tabaco. Una ley
de 1748 en apoyo del clero, confirmada por el Privy Council, modificó lo anterior,
adicionándole un 4 por 100 por la reducción que el sueldo hubiere podido expe-
rimentar. Entre 1755 y 1763, la situación iba a experimentar un cambio radical.
Virginia combatió con las demás colonias junto a la madre patria en la llamada
“French and Indian War”. Para hacer frente a la guerra se emitieron cartas de
crédito y pagarés del tesoro, y este “papel moneda” fue declarado de curso legal.
La guerra condujo a la depresión económica, siendo éste el escenario en el que
se iba a situar la Two Penny Act, cuyo propósito era devaluar el tabaco como un
patrón de valor. La Two Penny Act de 1758 tuvo su precursora en la Two Penny Act
de 1755, que estableció que las deudas del tabaco podían pagarse, a opción del
deudor, en moneda de curso legal a un precio de dos peniques por cada libra de
tabaco que se debiera. A la ley se le daba una vigencia temporal de tan sólo diez
meses. El clero protestó, indicando que esta norma les perjudicaba mucho más
a ellos que a los acreedores de tabaco. En vano intercedieron ante el gobierno
para que la vetara. En una carta firmada por ocho clérigos, la ley era tildada de
“glaringly inconsistent with the natural equity, the rights of the clergy, the common
liberty of the subject”559.
La Two Penny Act de 1758, como la que le había antecedido tres años antes,
permitía que la deuda de una libra de tabaco fuera liberada mediante el pago de
dos peniques en moneda de curso legal. La ley se aplicaba a la casi totalidad de
los deudores de tabaco (“any person or persons, from whom any tobacco is due
by judgment, for rent, by bond, or upon any contract, or for public, county, or
parish levies; or for any secretary´s, clerks, sheriffs, surveyors, or other officers
fees”) El clero entendió que el estatuto les venía sustraer unas dos terceras partes
de su salario al año, al margen ya de que consideraran que estos salarios se habían
devengado antes de que la ley se aprobara (la ley se había promulgado el 12 de
octubre, pero el salario anual no se debía legalmente hasta unos meses después).
Tras la aprobación del texto legal por las dos Cámaras de la Legislatura virginiana,
una diputación del clero acudió al Gobernador Fauquier, exponiéndole que la ley
era contraria a la razón y a la justicia común (“to reason and common justice”),
recordándole “amablemente” que su firma contrariaría los que habían sido sus
principios de gobierno. El Gobernador declinó ejercer su derecho de veto, ante
lo que una convención del clero convino en enviar al Reverendo John Camm a
Inglaterra a fin de que requiriera al Privy Council el rechazo del estatuto, petición

559
Ibidem, p. 24.
218 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

a la que se unieron algunos comerciantes de Londres que mantenían negocios


con Virginia.
La Board of Trade recurrió al Obispo de Londres a fin de conocer su opinión. El
Obispo expresó que el curso de esta legislación de Virginia mostraba un propósito
de socavar a la Iglesia oficialmente reconocida, a disminuir sus prerrogativas y
la influencia de la Corona, y que el Gobernador y el Consejo parecían actuar de
mutuo acuerdo con el pueblo. Así las cosas, la Board of Trade puso de relieve ante
el Privy Council que la ley era injusta, y que se había promulgado con violación
del art. XVI de las Instrucciones de la Corona al Gobernador de Virginia, debiendo
por lo mismo ser rechazada. El 10 de agosto de 1759 el Privy Council rechazaba
el estatuto de Virginia, de lo que no se tuvo noticia por el Gobernador de Virginia
hasta el 27 de junio de 1760. Entre tanto, la vigencia de la ley de 1758 (por un único
año) había expirado el 12 de octubre de 1759, pero los impuestos recaudados para
el pago de los salarios de los ministros de la Iglesia se habían hecho de acuerdo
con sus términos, considerándose legales a todos los efectos, pues la aplicación
de la ley se consideraba plenamente legal hasta el momento en que se tenía
noticia de su rechazo por el Privy Council. Dicho de otro modo, el rechazo del
texto legal no operaba con efectos retroactivos. Pero el clero no estaba dispuesto
a dejar escapar ni una sola de sus posibilidades para lograr la anulación radical
del texto estatutario, esto es, su declaración como void ab initio. Y para ello aún
le restaba un último instrumento: el recurso a los tribunales a fin de que éstos
consideraran nula la ley desde el mismo momento de su promulgación, con base
en la carencia constitucional por parte de la Legislatura virginiana de una facultad
para promulgarla.
El clero sostenía que el estatuto era inconstitucional por dos razones: lª)
Un acto legislativo contrario a la justicia natural es nulo. 2ª) La ley había sido
firmada por el Gobernador con violación del art. XVI de sus Instrucciones, lo que
planteaba a su vez la cuestión de si las instrucciones de la Corona a un Gobernador
real eran limitaciones constitucionales sobre la Legislatura, de la que él era una
parte esencial. El mencionado art. XVI le prohibía asentir a cualquier ley que
derogara cualquier Derecho antiguo, a menos que tal ley contuviera una cláusula
suspendiendo la derogación hasta “his Majesty´s pleasure be known”. Y de lo
que no cabe duda es de que la Two Penny Act, parcialmente al menos, derogaba
la antes mencionada Ley de 1748, no conteniendo ninguna cláusula suspensiva,
por cuanto sus términos eran de aplicación inmediata.
Así las cosas, cinco ministros de la Iglesia Anglicana presentaron separada-
mente otras tantas demandas en distintos tribunales virginianos, con la idea, si
ello era necesario, de llegar a un pronunciamiento del Privy Council. Cada uno de
ellos demandaba al recaudador de su parroquia con vistas a recuperar el precio
de mercado del tabaco asignado como salario, precio que se hallaba en torno
a los seis peniques la libra de tabaco, esto es, el triple de lo que había fijado la
ley. McGovney se ha hecho eco de la imprecisión existente acerca del devenir de
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 219

algunas de esas demandas560. Con todo, sí está claro que la demanda formalizada
por el Reverendo James Maury ante la Hannover County Court culminó con una
decisión judicial de 5 de noviembre de 1763 por la que los jueces “adjudged the
two penny act to be no law”, desconociéndose los fundamentos del fallo, aunque
lo más probable es que una tal decisión respondiera a la consideración de que el
Gobernador había firmado la ley contraviniendo sus Instrucciones. En dos de las
demandas parece que la ley se consideró válida. En una cuarta demanda la vista se
aplazó hasta que la General Court se pronunciara frente a la demanda formalizada
por el Reverendo John Camm.
La General Court virginiana era el tribunal superior de justicia de Virginia, que-
dando integrada por el Gobernador y su Consejo, con un total de doce miembros.
En el caso de Camm, la Corte consideró válida la ley por una apretada votación de
5 votos frente a 4, dado que el Gobernador, como era costumbre, no votó y dos de
sus miembros no participaron por tener interés en la cuestión suscitada. Aunque
sólo cuatro miembros consideró el estatuto inválido por carecer la Legislatura de
competencia para promulgarlo, lo cierto es que nadie de la General Court dudó
de que la Corte pudiera pronunciarse en tal sentido.
Frente a la decisión anterior, dictada en el caso identificado como Camm
v. Hansford and Moss, el Reverendo John Camm manifestó su deseo de apelar
al Privy Council. No había ninguna duda por parte del clero virginiano de la
facultad del Privy Council para declarar una ley nula desde el mismo momento
de su promulgación (void ab initio) si es que ese órgano compartía las tachas de
inconstitucionalidad aducidas por el clero. Los abogados que actuaron ante el
Privy Council en defensa de la posición del demandante, el Reverendo Camm,
mencionaron el precedente de Winthrop v. Lechmere del año 1727, recordando
que en esa apelación el órgano judicial había declarado la nulidad de dos leyes de
la Asamblea de Connecticut. Por los demandados intervino con enorme acierto
Charles Yorke, hijo del Lord Chancellor Hardwicke, para quien la argumentación
del demandante suscitaba tan sólo una cuestión puramente jurídica, sin que
hubiera habido prueba suficiente respecto de los hechos como para demostrar
que el tabaco era merecedor de una cantidad superior a los dos peniques por
libra, no existiendo tampoco prueba en el sumario de la causa de que la ley
causara dificultades, al margen ya de que la ley era general, aplicándose a todos
los deudores de tabaco, y además, “no debía de presumirse que la Legislatura de
Virginia hubiese aprobado la ley si no se hallara convencida de su necesidad”.
Particular interés iba a presentar la argumentación de Charles Yorke, en
nombre de los demandados, acerca de la cuestión constitucional planteada ante
el Privy Council. A su entender, el encargo que se había otorgado al Gobernador
de Virginia le daba, “con el consentimiento” del Consejo y de la Asamblea, “pleno
poder.... para hacer leyes.... para la paz pública, el bienestar y el buen gobierno” de
la colonia, “no contradictorias, sino tan cercanas como puedan estar conformes
con las leyes y estatutos de este reino de Gran Bretaña”, siempre que todas las

560
Cfr. al efecto Dudley Odell McGOVNEY: “The British Origin...”, op. cit., pp. 27-28.
220 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

leyes promulgadas se envíen dentro del plazo de tres meses para su “aprobación
o rechazo”, y en el caso de un estatuto rechazado, el rechazo significará para
el Gobernador que cesará desde entonces la ley y decidirá que se convertirá en
completamente nula y sin ningún efecto. Y en cuanto a la ley en cuestión, que se
encamina a suspender la Ley de 1748, Ley ésta que había recibido la aprobación
real, una competencia dada por la Corona para hacer leyes implica una compe-
tencia para suspender o incluso abrogar leyes anteriores, que son inconvenientes
o perjudiciales, como lo era la ley de 1748, pues de otro modo un país situado a
3000 millas de distancia podría hallarse sujeto a grandes calamidades antes de
que pudiera obtenerse ayuda.
La decisión del Privy Council fue pronunciada el 3 de diciembre de 1766,
orientándose en el sentido de confirmar la sentencia de la General Court de
Williamsburg, en la colonia de Virginia, dictada el 10 de abril de 1764, deses-
timando como es obvio la apelación formulada contra ella. Aunque a primera
vista pareciera tratarse de una decisión sobre el fondo, hay alguna razón para
dudar de ello, pues, como señala la doctrina561, Yorke adujo que el Reverendo
Camm había entablado su pleito por medio de una acción errónea, pues él había
formalizado una acción de abuso en vez de una acción de deuda; esta objeción,
desde un punto de vista técnico, parecía ser muy sólida. Además, existe copia de
una nota garabateada por el propio Yorke en su propio informe en la que se indica
que la apelación se desestimó por razones técnicas. El clero de Virginia también
pareció comprenderlo, al quejarse de que el Privy Council se había valido de esta
cuestión técnica para soslayar una decisión sobre el fondo, por temor a añadir
con la misma un mayor descontento al que ya se había manifestado en América
ese mismo año por la generalizada resistencia opuesta frente a la Stamp Act.
Ahora bien, que Charles Yorke sostuviera en este litigio la validez de la Two Penny
Act en modo alguno había de entenderse en el sentido de que él pensara que el
Privy Council carecía de facultad para consider tal ley inválida. Es significativo
al respecto recordar que seis años antes (en 1760), como Solicitor General, había
formulado una opinión oficial interpretando que tal facultad era una función
normal del Privy Council. Más aún, su padre aún vivía y su hijo no podía ignorar
los puntos de vista de su padre expuestos, y aceptados por el Privy Council, en el
caso Winthrop v. Lechmere.
Unos pocos años después, uno de los tribunales de “Westminster Hall”, el Kings
Bench, consideraría nula una decisión legislativa del King in Council, pronunciada
por la Corona conforme a un supuesto poder para legislar para la colonia de
Granada. A su vez, en mayo de 1767, el Privy Council se refería a su vieja decisión
dictada en el caso Winthrop v. Lechmere, en una comunicación dirigida a la House
of Lords. Por lo demás, McGovney ha insistido562 en la existencia de una clara y
directa evidencia de que esta doctrina británica fue plenamente aprovechada por
el pensamiento colonial. Y al efecto recuerda como William Samuel Johnson,

561
Dudley Odell McGOVNEY: “The British Origin...”, op. cit., p. 31.
562
Ibidem, p. 34.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 221

agente de Connecticut en Inglaterra, informaba al Gobernador de esa colonia del


muy interesante debate que había mantenido en 1768 con Lord Hillsborough,
debate que revela que un colono de Connecticut comprendía la distinción entre
el rechazo por el ejecutivo de un estatuto colonial y la decisión judicial de que el
estatuto era nulo. El dato es significativo si se advierte que Johnson fue uno de
los delegados por Connecticut a la Convención de Filadelfia de 1787, pues revela
que este delegado estaba plenamente familiarizado con la judicial review antes de
que llegara a la Convención Constitucional.

f) James Otis y el Writs of assistance Case

Sería mediado el siglo XVIII cuando el influjo de la doctrina fijada por Coke,
interpretada en un sentido habilitante de la judicial review, iba a alcanzar su cima,
pudiendo verse incluso como un aspecto crucial en el desarrollo del conflicto
entre las colonias e Inglaterra. A su autoridad recurriría James Otis (1725-1783),
un conocidísimo abogado de Boston, formado en la tradición liberal, en el no
menos famoso Paxton´s Case (1761), más comúnmente conocido como el Writs
of assistance Case, aunque también se le conozca como Petition of Lechmere o
como Paxton v. Gray, que defendería ante la Massachusetts Superior Court. Antes
de detenernos mínimamente563 en los hechos del caso, nos referiremos al instituto
que le dio nombre, el writ of assistance.
En cualquier caso, a título previo, es de todo punto obligado traer a la memoria
algunas vicisitudes de la vida de James Otis. Nacido en 1725, en West Barnstable,
James Otis iba a asistir entre 1739 y 1743 al “Harvard College”. En 1748, Otis
comenzó el ejercicio forense en Plymouth, en la parte sur de la provincia en la
que ya su padre había tenido una importante presencia como abogado. Tres años
después, la Superior Court de circuito de Bristol le nombraba “Attorney for the
Lord King”. En los nueve o diez primeros años de ejercicio de la abogacía en
Boston, Otis tuvo una escasa presencia en los asuntos públicos. Aunque nombrado
juez de paz en el condado de Suffolk, este nombramiento era tan sólo una prueba
de su progresivo reconocimiento social. En 1757 era nombrado Gobernador de
la Provincia de Massachusetts Bay Thomas Pownall; con él mantendría Otis unas
cercanas relaciones, si bien es posible que las mismas no tuvieran otra razón que
el común interés sentido por el estudio de los clásicos, por los que Otis siempre
se mostró un seguidor apasionado, en lo que ciertamente coincidiría con otros
personajes públicos de la época, sin ir más lejos con Jefferson y Hamilton. Cabe
recordar al respecto, que en 1760 Otis publicó The Rudiments of Latin Prosody
with a Dissertation on Letters and the Principles of Harmony in Poetic and Prosaic

563
Para una exposición más detallada, cfr. F. W. GRINNELL: “The Constitutional History of the
Supreme Judicial Court of Massachusetts from the Revolution to 1813”, chapter IV (“The Anti-Slavery
Decisions...”), op. cit., en particular, pp. 443 y ss.
222 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

Composition564. Poco antes de cesar en el cargo, el Gobernador Pownall iba a


habilitar a James Otis para que actuara como Advocate general de la provincia.
Otis actuaría como tal en el período de la Administración provisional de Thomas
Hutchinson, que, siendo Vicegobernador, actuó como Gobernador en funciones
hasta tanto llegó a Boston el nuevo Gobernador Bernard.
Vale la pena recordar asimismo algo sobre Hutchinson, un personaje muy
relevante en el caso y también en la historia de Massachusetts. Hutchinson estaba
destinado a ser el último Gobernador civil de la provincia de Massachusetts.
Nacido en 1711, tras graduarse en el Harvard College, dedicaría los primeros años
de su vida profesional a los negocios comerciales de su familia, comenzando
en 1737 su carrera pública, siendo elegido poco después miembro de la House
of Representatives de la provincia. En 1740 viajó a Inglaterra para defender la
posición de Massachusetts en una disputa sobre límites territoriales con New
Hampshire. De regreso en 1742 a Boston, retornó a la Cámara de Representantes,
de la que poco después sería elegido Speaker. Nombrado en 1750 miembro del
Council, un órgano legislativo del General Court, dos años después Hutchinson
accedió al cargo de juez. La muerte de su esposa en 1753 agudizó la dedicación de
Hutchinson a la vida pública, hasta el extremo de acusársele de tener una auténtica
voracidad por los cargos a partir de esa época565. Hutchinson mantendría una
relación de cordial amistad con Charles Paxton, quien daría también su nombre
al caso que nos ocupa, dado que él era el oficial de justicia (“marshal”) de la
Vice-admiralty court de Boston, y como tal tendría un especial protagonismo en
los writs of assistance desencadenantes del caso. Hutchinson, ya Chief Justice de
Massachusetts, presidiría el tribunal que conoció del célebre caso a que ahora
nos estamos refiriendo, también conocido como el Paxton´s Case. Hutchinson
escribiría al final de sus años una importante obra, The History of the Colony and
Province of Massachusetts-Bay, cuyos tres volúmenes se publicarían sucesivamente
en 1764, 1767 y 1828, ofreciendo en ellos un testimonio de primera mano del
desarrollo del caso que nos ocupa.
En el otoño de 1760 James Otis aún ocupaba el puesto de Advocate general,
curiosamente el cargo jurídico gubernamental más directamente relacionado con
los intereses de la Aduana en la Vice-admiralty Court. Con la rápida sucesión de los
acontecimientos, antes de la primavera de 1761, Otis había experimentado un giro
radical, situándose frontalmente enfrentado con el Gobernador y con las Aduanas
y en la posición de llevar a cabo el más violento asalto a la Vice-admiralty Court
sufrido por ésta en los últimos treinta años. En mayo de 1761, el antes apolítico
abogado se convertía en miembro de la House of Representatives de la provincia.

564
Algo más de un siglo después Tyler consideraba la obra como “a book which shows that its
author´s natural aptitude for eloquence, oral and written, had been developed in connection with the
most careful technical study of details. No one would guess.... that it was written by perhaps the busiest
lawyer in New England”. M. C. TYLER: The Literary History of the American Revolution 1763-1783,
Vol. I, New York, 1987, p. 37. Cit. por Maurice H. SMITH: The Writs of Assistance Case, University of
California Press, Berkeley/Los Angeles/London, 1978, p. 314.
565
Maurice H. SMITH: The Writs of Assistance Case, op. cit., pp. 98-99.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 223

Aunque no se conoce la fecha exacta de su cese en el cargo gubernamental que


ostentaba, al tener relación directa el mismo con el caso de que nos estamos
ocupando, parece razonable entender que su dimisión no debió ser posterior al
24 de diciembre de 1760, pues ese día él era el portavoz de una petición formulada
ante la Asamblea acerca de la ilegalidad de los honorarios a pagar ante la Vice-
admiralty Court, frente a la que ya se situaba en abierto conflicto. Relatando cómo
se le pidió que interviniera en favor del writ of assistance, Otis se refería a su cese
como Abogado general, señalando:

“I was sollicited to argue this cause as Advocate-General, and because I


would not, I have been charged with a desertion of my office; to this charge
I can give a very sufficient answer, I renounced that office, and I argue this
cause from the same principle; and I argue it with the greater pleasure as
it is in favour of British liberty...”566.

Estas palabras transmiten la impresión de que era a causa del writ of assistance
por lo que Otis abandonaba su cargo; incluso, que él lo dejaba con vistas a poder
intervenir contra la solicitud de esos writs. Si esto era verdad, se incrementaba aún
más la importancia histórica de la controversia acerca de los writs of assistance,
bien que no dejen de existir dudas al respecto.
El nuevo Gobernador Francis Bernard se situó como un declarado enemigo de
Otis, colocando junto a él al desafecto recaudador de aduanas Benjamin Barons567.
Para el Gobernador, Otis y Barons serían los responsables de las discordias que
bien pronto iban a defraudar sus esperanzas de una cómoda administración.
Desde luego, gran parte de las turbulencias que impactaron sobre el Gobernador
de Massachusetts y el personal de su administración en el otoño/invierno de
1760/1761 pueden focalizarse sobre las aduanas de Boston.

a´) El instituto del writ of assistance

La mejor comprensión del caso exige comenzar la exposición del mismo


aludiendo al importante instituto en la época del writ of assistance568. De confor-
midad con el common law las únicas cosas que podían dar lugar al otorgamiento
a la autoridad de un poder de búsqueda (“a power of search”) eran las cosas
robadas. Para la concesión de un poder de tal naturaleza para cualquier otra cosa
era necesaria una norma aprobada en sede parlamentaria. La legislación para la
búsqueda de mercancías de contrabando en Inglaterra ya se hallaba legalmente
contemplada en este país, a través de dos Leyes de 1660 (Act to prevent Frauds

566
Apud Maurice H. SMITH: The Writs of Assistance Case, op. cit., p. 323.
567
“Mr. Barons –escribió el Gobernador Bernard el 19 de enero de 1761– has plaid the Devil in
this Town”. Apud Maurice H. SMITH: The Writs of Assistance Case, op. cit., p. 184.
568
Para un detenido tratamiento del “customs writ of assistance”, cfr. Maurice H. SMITH: The
Writs of Assistance Case, op. cit., pp. 17 y ss.
224 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

and Concealments of his Majesty´s Custooms) y 1662 (Act of Frauds), cuando el


Parlamento buscó establecerla asimismo para el régimen aduanero en las colonias
en 1696. La Ley de 1660, con la finalidad de localizar mercancías que se hubieran
desembarcado o transportado fuera sin que el aduanero o recaudador formalizase
su debida entrada, y respecto de las cuales se debiera el pago de las aduanas,
subsidios u otros aranceles, ya preveía la emisión de un mandamiento u orden a
cualquier persona o personas, facultándoles a través de ella “with the assistance
of a Sheriff, Justice of Peace or Constable, to enter into any House in the Day-time
where such Goods are suspected to be concealed”.
Las poco complacientes actitudes frente a las facultades de las autoridades
de entrada y búsqueda (“entry and search”) tenían que ver con la antigua preocu-
pación del common law por el mantenimiento de la paz, pues pocas cosas podían
causar mayores disturbios que la intromisión de una persona en la casa y en la
familia de un particular. De ahí que en los años 1660 las exigencias del common
law se traducían no sólo en la aprobación en debida forma de una específica
norma legal habilitante de ese “power of entry and search”, sino también en
una regulación determinada, algo que se manifestaba de modo muy particular
en la legislación aduanera (“the legislation for customs search”) para perseguir
el contrabando. A este respecto, la Act of Frauds de 1662, desarrollando lo ya
establecido por la Ley de 1660, prescribía en su sección 5 (2):

“And it shall be lawful to or for any Person or Persons, authorized by Writ


of Assistance under the Seal of his Majesty´s Court of Exchequer, to take a
Constable, Headborough or other Public Officer inhabiting near undo the
Place, and in the Day-time to enter, and go into any House, Shop, Cellar,
Warehouse or Room, or other Place, and in Case of Resistance, to break
open Doors, Chests, Trunks and other Package, there to seize, and from
thence to bring, any Kind of Goods or Menchandize whatsoever, prohibited
and uncustomed, and to put and secure the same in his Majesty´s Store-
house, in the Port next to the Place where such Seizure shall be made”.

Particularmente significativa era la limitación de que la entrada en el domici-


lio, almacén o bodega de un particular se llevara a cabo a la luz del día, exigencia
que no derivaba tanto de la doctrina establecida por el common law cuanto de
la posición sustentada en su día por una de las grandes figuras del Derecho de
aquella época, que se ha equiparado incluso a Coke, Sir Matthew Hale, quien,
en su History of the Pleas of the Crown, trató con cierto detalle las disposiciones
del common law acerca de este “power of entry” para la búsqueda de mercancías
robadas (“the common law search warrant for stolen goods”)569. Era asimismo de
resaltar que esta previsión ampliaba las mercancías cuya búsqueda podía requerir

569
En uno de sus comentarios al respecto, Hale escribía: “It is fit that such warrants to search do
express, that search be made in the day-time, and tho I will not say they are unlawful without such
restriction, yet they are very inconvenient without it, for many times under pretense of searches made
in the night robberies and burglaries have been committed, and at best it causes great disturbance”.
Apud Maurice H. SMITH: The Writs of Assistance Case, op. cit., p. 26.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 225

un writ of assistance a las “prohibited and uncustomed”, esto es, no sólo a aquellas
por las que no se hubiesen pagado los correspondientes derechos aduaneros, sino
también a aquellas otras que estuviesen prohibidas.
Smith recuerda570, que los documentos llamados “writs or warrants of assistance”
se conocían en las colonias mucho antes de que surgiera en Massachusetts la
controversia que nos ocupa. Sin embargo, aunque la disposición para la entrada
y búsqueda de mercancías con el auxilio de un writ of assistance –la ya transcrita
sección 5 (2) de la Act of Frauds de 1662– pudo haber molestado a las autoridades
aduaneras coloniales, desencadenando sus intentos de burlar tal disposición, la
realidad es que ni siquiera ello era necesario por cuanto en América no se aplicaba
la mencionada ley de 1662. No sería hasta la aprobación de la Act of Frauds de
1696 cuando esas previsiones comenzaran a aplicarse también en América571.
En Massachusetts, los comerciantes tenían la inveterada costumbre de tratar
con un arrogante desdén las exigencias contempladas por la legislación relativa
a la navegación. Este hábito de desobediencia a la ley se conocía habitualmente
como “contrabando” (“smuggling”). Frente a él se situaba lógicamente el writ of
assistance, que, particularmente en esta etapa pre-revolucionaria, venía a significar
tanto como el embargo de la mercancía. Como es obvio, la utilidad de la búsqueda
de mercancías radicaba en la existencia de un medio de conseguir una decisión de
confiscación. Se comprende por ello que no fuera a los tribunales provinciales de
common law a quienes correspondiera adoptar esa decisión; su adopción siempre
habría chocado con el jurado; consiguientemente, la jurisdicción a la que se
encomendaron en Boston tales decisiones iba a ser la Court of vice-admiralty, cuyo
origen se remontaba justamente a los tribunales coloniales del Vicealmirantazgo
que hicieron acto de presencia poco después de la Act of Frauds de 1662.

b´) Los hechos del caso

En 1759, el General Amherst anunciaba a las autoridades británicas de Mas-


sachusetts la conquista de Montreal y la subsiguiente aniquilación del gobierno
francés en América. De inmediato, esas autoridades concebían el proyecto de
someter las colonias inglesas en esos territorios del Norte a la autoridad ilimitada

570
Maurice H. SMITH: The Writs of Assistance Case, op. cit., p. 95.
571
La sección 6ª de la Act of Frauds de 1696 comenzaba estableciendo lo que sigue: “And for the
more effectual preventing of Frauds, and regulating Abuses in the Plantation Trade in America, be it
further enacted by the Authority aforesaid, That all Ships coming into, or going out of, any of the said
Plantations, and lading or unlading any Goods or Commodities, whether the same be His Majesty´s
Ships of War, or Merchants Ships, and the Masters and Commanders thereof, and their Ladings,
shall be subject and liable to the same Rules, Visitations, Searches, Penalties and Forfeitures, as to
the entring, lading or discharging their respective Ships and Ladings, as Ships and their Ladings,
and the Commanders and Masters of Ships, are subject and liable unto in this Kingdom, by virtue of
an Act of Parliament made in the fourteenth Year of the Reign of King Charles the Second, intituled,
An Act for preventing Frauds, and regulating Abuses in His Majesty´s Customs”. El texto completo de
la sección puede verse en Maurice H. SMITH: The Writs of Assistance Case, op. cit., pp. 535-536.
226 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

del Parlamento británico. Ello hacía ineludible la recaudación de fondos econó-


micos adicionales. Con tal intención, las autoridades inglesas de Boston cursaban
órdenes a Charles Paxton, recaudador de aduanas de la ciudad, para que instara
de la autoridad judicial la concesión de writs of assistance, a fin de permitir a los
funcionarios de aduanas que pudieran ordenar a todos los sheriffs y miembros
de la policía que les ayudaran en la apertura y allanamiento de casas, almacenes,
tiendas, bodegas, barcos, fardos, baúles y embalajes de todo tipo para buscar
mercancías y objetos que hubieran sido importados en contra de las prohibiciones
existentes o sin el preceptivo pago de los impuestos establecidos en ciertas leyes del
Parlamento, las denominadas Acts of Trade. Se aduciría al efecto que las órdenes de
registro específicas se habían mostrado ineficaces para combatir el contrabando
y la evasión de impuestos.
Es cierto que ya en el período que media entre la segunda mitad de 1755 y
principios del año 1756, momento en que se concedió un writ de este tipo al ya
mencionado Charles Paxton y el mes de febrero de 1761, fecha de la vista pública
del caso que nos ocupa, la Superior Court de Massachusetts había concedido
siete writs of assistance, si bien el único realmente operativizado parece ser que
fue el de Paxton, que se convirtió en “an arch-practitioner of search and seizure
on information received”572. Sin ir más lejos, en marzo de 1760 el tribunal había
concedido dos writs (uno en Boston y otro en Salem) sin que aparentemente se
produjera incidente o protesta alguna. A las necesidades económicas derivadas
del hecho antes referido, a fines de 1760 se iba a añadir otra circunstancia: tras
la muerte del Rey Jorge II (acaecida el 25 de octubre de 1760) se hacía necesario
la solicitud a la Superior Court de Massachusetts de la concesión de nuevos writs
of assistance, emitidos en nombre de Jorge III, pues los viejos writs perdían su
vigencia seis meses después del fallecimiento del Rey573. Como se acaba de decir,
tales writs otorgaban a las personas a las que se concedían una autoridad general
amplia, incluso aplastante, para la búsqueda de mercancías introducidas de
contrabando, suponiendo por lo mismo un eficaz instrumento de recaudación.
Aunque en marzo de 1760 la concesión de los dos writs mencionados no suscitara
rechazo público, algo ciertamente extraño, diez meses después la situación era
harto diferente y el rechazo popular a la concesión de nuevos writs of assistance
se convirtió en masivo y clamoroso.
En estas circunstancias, el Sr. Paxton debió pensar que no era prudente comen-
zar sus actividades de búsqueda y confiscación en Boston, dando instrucciones a
su recaudador adjunto en Salem, el Sr. Cockle, para solicitar a la Superior Court,
entonces actuando en esa misma ciudad, los writs of assistance. Stephen Sewall,
en ese momento (noviembre de 1760) Chief Justice del Tribunal, iba a expresar
grandes dudas acerca de la legalidad de tales writs y de la autoridad de la Corte
para otorgarlos. Ninguno de los miembros del Tribunal dijo una palabra en favor
de tal concesión. Sin embargo, al tratarse de una petición de la Corona la misma

572
Ibidem, p. 128.
573
Andrew C. McLAUGHLIN: A Constitutional History of the United States, D. Appleton-Century
Company, New York/London, 1935, p. 25.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 227

debía ser objeto de una vista y de la subsiguiente decisión, a cuyo efecto se fijó el
siguiente período de sesiones de febrero de 1761 en la ciudad de Boston.
La alarma se extendió entre todos los comerciantes de Salem y Boston, pues
nada era más incompatible con la concepción de la libertad que tenían los colonos
que los registros generales (“general searches”), que violaban su apreciada máxima
de que “a man´s house is his castle”. Así, de inmediato buscaron oponerse jurídi-
camente a la concesión de esos writs of assistance. Al efecto, buscaron un abogado
que llevara el caso; tras la renuncia de un primer letrado, pidieron a Otis y Thacher
su defensa ante el Tribunal. Otis estaba tan resueltamente opuesto a la concesión
de estas órdenes generales de registro que, como ya hemos tenido oportunidad de
señalar, no sólo rehusó llevar el caso en nombre de la administración de aduanas,
como hubiera sido su obligación como abogado del Rey en la provincia, sino que,
tras su cese en ese cargo y rehusando cualquier honorario, se prestó a la defensa
de los comerciantes conjuntamente con el otro abogado, el Sr. Thacher, quien
desempeñaría un rol muy secundario en el litigio.
En febrero de 1761 comenzó la vista pública del caso. Describiendo el desarro-
llo de la misma ante él y los restantes miembros del tribunal, Hutchinson, quien,
recordémosolo, presidió el tribunal, en su History of Massachusetts-Bay, pondría
de relieve que la objeción principal a la concesión de los writs tenía que ver con la
naturaleza de los mismos: “the nature of general warrants”. Aunque se admitió la
existencia de precedentes de este tipo de writs, se afirmó ante el tribunal (según
Hutchinson, sin prueba, aunque lo cierto es que el propio presidente del tribunal
recogió en una nota a pie de página de su escrito, que se había presentado como
prueba un extracto de un ejemplar del London Magazine de marzo de 1760, que
hay que presuponer que no se admitió como prueba válida) “that the late practice
in England was otherwise, and that such writs issued upon special information
only”574. Y es de interés recordar que en esa publicación se abordaba frontalmente
la cuestión, informándose acerca de una petición formulada por varios comer-
ciantes londinenses ante la House of Commons en relación a la necesidad de
interpretar la legislación relativa al “power of searching and seizing”, contemplada
por la ley en términos muy generales, en el sentido, en lo que ahora interesa, de
que un writ of assistance del Exchequer, nunca sea concedido sin una información,
expresada bajo juramento, de que la persona que lo solicita tiene razones para
sospechar que las mercancías prohibidas o introducidas de contrabando se hallan
ocultas en la casa o lugar respecto de la cual solicita una facultad de búsqueda,
y en cuanto al mandato u orden de búsqueda, se concluía que el juez de paz o
comisionado al efecto, antes de otorgarlo, debía tener tal información; más aún,
esa información debía ser enunciada sobre la base de los fundamentos de sospecha
del denunciante, “and if those grounds appear to be groundless, no such warrant
ought be granted”575. No debe extrañar la referencia de Hutchinson, pues la
cuestión que realmente suscitó la acre controversia judicial no era otra sino la de

574
Apud Maurice H. SMITH: The Writs of Assistance Case, op. cit., p. 132.
575
El “extract” del London Magazine de marzo de 1760 puede verse en Maurice H. SMITH: The
Writs of Assistance Case, op. cit., pp. 537-539.
228 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

si a los funcionarios de aduanas británicos se les podían facilitar unos mandatos


generales de registro (general search warrants) que les facultaran la búsqueda de
mercancías pasadas de contrabando.
Es de interés recordar que John Adams, entonces un jovencísimo abogado de
Boston, recién nombrado (junto a Samuel Quincy) barrister, esto es, habilitado
como abogado para defender causas ante los tribunales superiores británicos,
estuvo presente a lo largo de toda la vista, recogiendo posteriormente por escrito
sus impresiones acerca del desarrollo del juicio576, y uniéndose con ello a Thomas
Hutchinson, quien, como ya se ha dicho, en su History se ocuparía del proceso con
algún detenimiento. “The council chamber –escribió Adams– was as respectable an
apartment as the House of Commons or the House of Lords in Great Britain.... In
this chamber, round a great fire, were seated five Judges, with Lieutenant Governor
Hutchinson at their head, as Chief Justice, all arrayed in their new, fresh, rich
robes of scarlet English broadcloth; in their large cambric bands, and immense
judicial wigs”577. El enorme impacto que tuvo el caso no sólo en Massachusetts
sino en la totalidad de las colonias, es deudor en gran medida de lo que Adams
dejó escrito.
Más allá de ello, el dramático ataque jurídico de Otis sobre las arbitrarias
órdenes de registro inspiró profundamente a John Adams. Otis se convirtió en su
amigo e instructor en la vida política, y la capacidad de Adams pronto le otorgó
una relevancia equiparable a la de su maestro. No ha de extrañar que Adams
liderara la oposición a la Stamp Act en 1765, manteniéndose después siempre
beligerante frente a aquellas acciones británicas que él consideraba que iban
en perjuicio de las libertades de los colonos. A lo largo de su vida, quien había
de ser el segundo Presidente de los Estados Unidos recordó con frecuencia el
caso como el verdadero punto de partida en el movimiento de América hacia la
Independencia. Son célebres las palabras que escribió al respecto, expresando
el sentimiento que experimentó tras oir la brillante intervención de Otis: el
discurso de Otis “breathed into this nation the breath of life” (daba a esta nación
un aliento de vida), para añadir de inmediato que “then and there the child
Independence was born”(entonces y allí nació el niño Independencia). Y como
añadiría casi siglo y medio después Corwin578, John Adams habría podido muy
bien escribir que “then and there American constitutional theory was born”. Y ello
a su vez por cuanto, como escribiría en sus notas a los Quincy´s reports el Justice
Horace Gray, Otis “denied that (Parliament) was the final arbiter of the justice and
constitutionality of its own acts; and.... contended that the validity of statutes
must be judged by the courts of justice; and thus foreshadowed the principle

576
Smith recoge en un Apéndice de su libro (Appendix I) las notas escritas por John Adams, bajo
el rótulo de “John Adam´s contemporaneous notes of the writs of assistance heraring in February
1761”. Cfr. al respecto Maurice H. SMITH: The Writs of Assistance Case, op. cit., pp. 543-547. Como
“Appendix J” de la misma obra figura lo que Smith rotula como “John Adams´s Abstract”. Puede verse
en pp. 548-555.
577
Apud Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., pp. 5-6.
578
Edward S. CORWIN: “The Establishment of Judicial Review” (I), op. cit., p. 106.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 229

of American constitutional law, that it is the duty of the judiciary to declare


unconstitutional statutes void”579 (negaba que el Parlamento fuera el último árbitro
de la justicia y constitucionalidad de sus propias leyes, y sostenía que la validez
de las leyes ha de ser enjuiciada por los tribunales de justicia, prefigurando así el
principio del Derecho constitucional americano, de que es deber del poder judicial
declarar nulas las leyes inconstitucionales).

c´) La argumentación de Otis

I. El núcleo del problema al que Otis se iba a enfrentar en el caso iba a ser el
alcance, o si se prefiere, el sentido en que la idea de constitución, esto es, la idea
de un higher law, podía ser concebida en cuanto limitación sobre el poder de los
cuerpos colegisladores. Y lo iba a hacer en una época en la que la doctrina de
la supremacía legislativa seguía siendo dominante, por lo menos en Inglaterra,
si bien, como ya hemos tenido oportunidad de decir, aunque la misma se había
transmitido a las colonias (el impacto fundamental de esa doctrina se debería a
la obra de Blackstone, si bien ésta comenzaría a publicarse en 1765, cuatro años
pues después del caso que nos ocupa), tal doctrina apenas reflejaba la realidad
colonial, mucho más sensible a la idea de la existencia de un higher law exigible
judicialmente580. En cualquier caso, el predominio entre los órganos de extracción
inglesa de la doctrina de la soberanía parlamentaria, unido a la misma composi-
ción del tribunal, explican que no resultara ninguna sorpresa que Otis perdiera el
litigio. Pero ello es por entero irrelevante a los efectos que nos ocupan.
Digamos a título previo que, en nombre de la Corona, intervino Jeremiah
Gridley, quien, como queda reflejado en las Notas de John Adams, sostuvo como
argumento principal, que la facultad de conceder estos writs podía inferirse de la
necesidad del caso581, apoyándose asimismo, aunque sin insistir tanto en ello, en
que la concesión se hallaba amparada por normas estatutarias.
Otis iba a comenzar su intervención ante el tribunal admitiendo la legalidad
de cierto tipo de writs, particularmente, de los special writs. Su posición es
perfectamente visible en este texto:

579
Apud Bernard SCHWARTZ: A History..., op. cit., p. 6.
580
No faltan autores, como es el caso de Hamburger, que consideran (de modo que nos parece
harto discutible) que aunque el Bonham´s case estimuló a los americanos a contemplar la revisión
judicial de la legislación, en la medida en que el mencionado caso aludía a la posibilidad del poder
judicial de declarar nulas las leyes del Parlamento, cayó rápidamente en desprestigio (“it quickly came
into disrepute”), y cuando los abogados americanos aprendieron de los Commentaries de Blackstone
lo poco que se tomaba en consideración tal facultad judicial, la abandonaron ampliamente como
precedente. Philip HAMBURGER: “Law and Judicial Duty”, op. cit., pp. 5-6.
581
“The Constables –puede leerse en las Notas de John Adams en relación a la posición de Grid-
ley– distraining for Rates, more inconsistent with Eng. Rts. & liberties than Writts of assistance. And
Necessity, authorizes both”. Apud Maurice H. SMITH: The Writs of Assistance Case, op. cit., p. 543.
230 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

“I will proceed to the subject of the writ. In the first, may it please yours
Honours, I will admit, that writs of one kind, may be legal, that is, special
writs, directed to special officers, and to search certain houses & c. espe-
cially set forth in the writ, may be granted by the Court of Exchequer at
home, upon oath made before the Lord Treasurer by the person, who asks,
that he suspects such goods to be concealed in those very places he desires
to search”582. (Continuaré con el tema del writ. Primeramente, puede esto
agradar a sus Señorías, yo admitiré que los writs de un cierto tipo pueden
ser legales, esto es, los writs especiales, dirigidos a funcionarios particu-
lares para registrar determinadas casas.... especialmente enunciadas en el
writ, pueden ser concedidos por el Tribunal del Tesoro dentro del país, con
base en el juramente prestado ante el Lord Tesorero por la persona que lo
pide, que sospecha que tales mercancías están ocultas en aquellos mismos
lugares que desea registrar).

Otis iba a continuación a objetar ante el tribunal que los writs que habían
suscitado la controversia judicial no se acomodaban a los precedentemente
mencionados, pues se trataba de writs de naturaleza general, y éstos debían de
sujetarse a ciertas condiciones que no se daban en los que se discutían en sede
judicial. En su History of Massachusetts-Bay, Hutchinson relata del siguiente modo
esta parte de la intervención de Otis:

“It was objected to the writs, that they were of the nature of general war-
rants; that, although formerly it was the practice to issue general warrants to
search for stolen goods, yet, for many years, this practice had been altered,
and special warrants only were issued by justices of the peace, to search in
places set forth in the warrants; that it was equally reasonable to alter these
writs, to which there would be no objection, if the place where the search
was to be made should be specifically mentioned, and information given
upon oath. The form of a writ of assistance was, it is true, to be found in
some registers, which was general, but it was affirmed, without proof, that
the late practice in England was otherwise, and that such writs issued upon
special information only”583. (Se objetó a los writs que tenían la naturaleza
de los mandamientos generales, que aunque antiguamente existía la prácti-
ca de conceder mandamientos generales para buscar mercancías robadas,
sin embargo, desde hacía muchos años esta práctica había sido alterada,
y los jueces de paz sólo concedían mandamientos especiales, para buscar
en lugares expuestos en los mandamientos, que era igualmente razonable
alterar estos writs, a lo que no habría objeción si el lugar donde el registro
tuviera que hacerse fuera específicamente mencionado y la información
dada bajo juramento. La figura de un writ of assistance, ciertamente, tenía
que encontrarse en algunos registros, que era algo general, pero se afirmó
sin prueba que la última práctica en Inglaterra era de otro modo, y que
tales writs se concedían solamente con base en una información especial).

582
Apud Maurice H. SMITH: The Writs of Assistance Case, op. cit., p. 331.
583
Ibidem, p. 332.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 231

Ya nos hemos referido precedentemente al apoyo que buscó Otis con su


referencia al London Magazine, prueba que, como claramente revela la exposición
de Hutchinson, no fue admitida como tal. El abogado bostoniano puso un especial
énfasis en que sólo los mandamientos especiales (special warrants) eran legales, lo
que, a la inversa, se traducía en la ilegalidad de un mandamiento judicial general,
como era el caso. Es significativo que mostrara que se avenía a admitir los writs of
assistance cuestionados si eran modificados, transformándose en mandamientos
especiales.
Otis iba inmediatamente después a tratar de justificar el porqué de la ilegalidad
de un writ general. Acudiendo de nuevo a las notas tomadas por John Adams, en
ellas puede leerse lo que sigue:

“This Writ is against the fundamental Principles of Law. – The Priviledge of


House. A Man, who is quiet, is as secure in his House, as a Prince in his Cas-
tle – notwithstanding all his Debts, & civil processes of any Kind”584. (Este
writ es contrario a principios fundamentales del Derecho. El privilegio de
la casa. Un hombre que está tranquilo, está tan seguro en su casa como un
príncipe en su castillo, no obstante todas sus deudas y los procesos civiles
de cualquier tipo)585.

Otis aducirá a continuación cuatro denuncias de las que infiere la ilegalidad


de los pretendidos writs of assistance. La primera de ellas es que se trata de un
writ universal, esto es, dirigido a todos los jueces, sheriffs, policías y cualesquiera
otros funcionarios, “so that in short it is directed to every subject in the king´s
dominions; every one with this writ may be a tyrant”. La segunda es que se trata
de un writ perpetuo; es un writ sin retorno, y por ello, con él, “every man may
reign secure in his petty tyranny, and spread terror and desolation around him”.
La tercera es que genera la más absoluta arbitrariedad, pues con tal writ una
persona, a las horas del día, puede entrar en cualquier casa o tienda a su voluntad
(“at will”) y ordenar a todos que le asistan. En fin, con este writ no sólo a los
habilitados por el mismo, sino incluso a sus criados y sirvientes les es permitido
tratarnos despóticamente (“to lord it over us”). No debe extrañar a la vista de
la argumentación expuesta que Otis tildara el general search warrant como “the
584
Ibidem, p. 339. Asimismo, en p. 544. Al párrafo transcrito sigue este otro del siguiente tenor:
“But For flagrant Crimes, and in Cases of great public Necessity, the Priviledge may be (encroached
?) on. – For Felonies an officer may break, upon Proscess, and oath. – i. e. by a Special Warrant to
search such an House, sworn to be suspected, and good Grounds of suspicion appearing”.
585
Smith ha transcrito otro texto de Otis, que recoge una más amplia perspectiva constitucional
del mismo tema, que no parece que lo utilizara en el tribunal, sino, según el propio autor, en el “coffee
house”. Creemos que tiene algún interés transcribirlo:
“Now one of the most essential branches of English liberty, is the freedom of one´s house. A man´s
house is his castle; and while he is quiet, he is as well guarded as a prince in his castle. – This writ, if
it should be declared legal, would totally annihilate this privilege. Custom house officers may enter
our houses when they please – we are commanded to permit their entry – their menial servants may
enter – may break locks, bars and every thing in their way – and whether they break through malice
or revenge, no man, no court can inquire – bare suspicion without oath is sufficient”. Apud Maurice
H. SMITH: The Writs of Assistance Case, op. cit., p. 344.
232 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

worst instrument of arbitrary power, the most destructive of English liberty and
the fundamental principles of law, that ever was found in an English law-book”586.

II. En su defensa de los comerciantes frente a las autoridades aduaneras


inglesas, siglo y medio después del Bonham´s case, y en su ataque contra los general
writs of assistance, Otis iba a invocar finalmente el célebre fallo de Coke, al que
accedió a través de los Abridgments de Bacon y de Viner. Quizá convenga recordar,
a título previo, una idea a la que ya nos hemos referido en diversos momentos: la
relevancia del common law en esta etapa pre-revolucionaria. Bailyn lo manifestó
con toda claridad cuando escribió que “the common law was manifestly influential
in shaping the awareness of the Revolutionary generation”587. Y también se ha
señalado en más de una ocasión el extraordinario protagonismo que tuvo Coke
en la difusión y conocimiento del common law. Bien podría decirse, pues, que
la influencia del common law presuponía la extraordinaria relevancia de Coke,
si bien no es menos cierto que no todos los pensadores jurídicos de esta etapa
interpretaron a Coke de igual modo. Las diferentes interpretaciones de Otis y
Hutchinson podrían servir como ejemplo paradigmático.
En el resumen que Adams iba a hacer de la posición crucial de Otis se puede
leer: “As to acts of Parliament. An act against the Constitution is void: an act
against natural Equity is void: and if an act of Parliament should be made, in
the very words of the petition, it would be void. The Executive Courts must pass
such Acts into desuse.–8.Rep. 118, from Viner”588. Este deber de los tribunales de
declarar tales leyes en desuso tenía como punto de apoyo la consideración de que
“la razón del common law controla toda ley del Parlamento”. En su razonamiento,
Otis, tal y como el propio Adams comentaba medio siglo después, sostenía que
“this writ is against the fundamental principles of law.... the privilege of house”589.
Otis no utilizó en cualquier caso los términos literales del dictum de Coke.
Aunque su referencia a la “reason of the common law to control an Act of Parlia-
ment” corresponde claramente al mencionado dictum (“when an Act of Parliament
is against common right and reason.... the common law will controul it”), no son
exactamente los mismos términos, lo que, según Smith, sugiere590 una dualidad
de focos, que tendría como epicentros no sólo el célebre dictum, sino también el
Report de Coke sobre las Prohibitions del Roy. En cualquier caso, de la argumen-
tación de Otis, de que todo writ of assistance search debía ir precedido por una
específica decisión judicial, podía inferirse que en cuanto la peculiar naturaleza de
un general writ impedía tal proceso judicial previo, de hecho, estos writs generales
estaban convirtiendo a los funcionarios aduaneros en judex in propria causa.
586
Apud Charles Grove HAINES: The American Doctrine of Judicial Supremacy, op. cit., p. 59.
587
Bernard BAILYN: The Ideological Origins..., op. cit., p. 31.
588
Apud Edward S. CORWIN: “The <Higher Law> Background of American Constitutional Law”
(II), op. cit., p. 398.
589
Carta de John Adams a William Tudor, fechada el 29 de marzo de 1817. Apud F. W. GRINNELL:
“The Constitutional History...”, chapter IV (“The Anti-Slavery Decisions...”), op. cit., pp. 446-447.
590
Maurice H. SMITH: The Writs of Assistance Case, op. cit., p. 359.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 233

Llegados aquí cabe formular un interrogante. ¿Qué era la constitución que una
ley del Parlamento no podía infringir? ¿No era –se iba a interrogar Bailyn591– sino
un conjunto de principios y reglas establecidos, distinguibles de, antecedentes
a y más fundamentales que?, y concibiéndose de tal modo, estaban llamados
a controlar el funcionamiento de las instituciones de gobierno, hallándose
destinados por lo tanto a ser operativos, en cuanto limitaciones constitucionales,
frente a la actuación del Parlamento. Y siendo así, el propio autor se pronuncia
críticamente frente a la ambigua respuesta dada por Otis, para quien la principal
autoridad en que se iba a apoyar iba a ser la de Coke, siendo discutible, por lo
menos según Thorne, si Coke tenía en mente que existían principios superiores
de Derecho y justicia que el Parlamento no podía contravenir. Otis, desde luego,
no parece que se circunscribiera a la autoridad de Coke, pues se halla fuera de
toda duda que también pareció tener en mente otro no menos familiar dictum,
el de Lord Hobart en el asimismo famoso caso Day v. Savadge: “Even an act of
Parliament made against natural equity, as to make a man judge in his own case, is
void in itself”592. La entrada en juego del canon de la natural equity, que Otis vincula
inextricablemente con el Derecho natural y con los inmutables principios de la
razón y la justicia, no dejaba lugar alguno a la duda de esta última influencia, pues,
como ya se expuso, Hobart convirtió el principio de que “nadie puede ser juez de
su propia causa” (nemo judex in propria causa) en canon de la natural equity, y
ésta, a su vez, en standard a través del cual juzgar si una ley del Parlamento era
respetuosa con esos principios de Derecho y justicia arraigados en el common law
que encarnaban ese fundamental law.
Y aún habría que añadir algo más. Cuando Otis sostuvo que el writ era
contrario a “fundamental principles of law”, frente a lo que aduce Bailyn, nos
parece bastante evidente que estaba expresando que las leyes del Parlamento
se hallaban limitadas por tales principios, principios que, como tiempo atrás
expresara McLaughlin593, presumiblemente, eran los “fundamental principles
of British freedom”. Dicho de otro modo, Otis está lejos de limitarse a traer a la
memoria el dictum de Coke, al apelar fervientemente a los sagrados derechos de
los ingleses, que consideraba violados con la aprobación de estos writs; de esta
forma, Otis estaba visualizando la Constitución inglesa como algo real y tangible,
claramente tajante y concluyente en sus limitaciones. La conclusión lógica de su
razonamiento era que una ley inconstitucional no era necesariamente una ley
mala o inadecuada, ni siquiera una ley que navegaba en contra de tradiciones muy
queridas por los ingleses; una ley inconstitucional no era en absoluto ley, Derecho,
sino que era nula y cualquier tribunal debía declararlo así. Desde esta óptica, el

591
Bernard BAILYN: The Ideological Origins of the American Revolution, op. cit., pp. 176-177.
592
Adicionalmente, James Otis aludió a otro no menos conocido posicionamiento jurisprudencial,
el de Lord Holt en el caso City of London v. Wood: “What my Lord Coke says in Dr. Bonham´s case in
his 8 Rep. is far from any extravagancy, for it is a very reasonable and true saying, That if an act of
Parliament should ordain that the same person should be party and judge, or what is the same thing,
judge in his own cause, it would be a void act of Parliament”.
593
Andrew C. McLAUGHLIN: A Constitutional History of the United States, D. Appleton-Century
Company, New York/London, 1935, p. 26.
234 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

argumento de Otis era tan impresionante y profético del sistema constitucional


que iba a arraigar en Norteamérica, que, como de nuevo dice McLaughlin594,
estamos en peligro de sobrestimar el efecto posterior de su pensamiento como
el creador de una doctrina tan fundamental para el Derecho americano como
es la de la judicial review; en cualquier caso, la doctrina de Coke fue tan precoz
como profética, aunque hundiera sus raíces en el pensamiento medieval inglés
reverdecido por Lord Coke y por otros en el siglo XVII.
Bowen, la biógrafa de Coke, también se ha manifestado un tanto crítica al
expresar que Coke se habría asombrado al ver el empleo que de su dictum se iba
a hacer por Otis y por quienes siguieron sus pasos595. Incluso admitiendo que el
abogado bostoniano hubiera ido mucho más allá de lo que pretendía Sir Edward
Coke, no cabe ignorar, como señala Schwartz596, que en el fondo Otis estaba
haciendo algo similar a lo que Coke expresaba con esta gráfica frase: “Let us now
peruse our ancient authors, for out of the old fields must come the new corne”. No
otra cosa hacían Otis y quienes le siguieron al utilizar a Coke como el fundamento
del edificio constitucional.
Pero es que, además, frente a la crítica expuesta, no puede dejar de ponerse
de relieve la importancia que en aquel preciso momento tuvo ese acercamiento
que Otis hizo hacia las posiciones de Coke, en unas circunstancias que parecían
idóneas para atraer la atención popular. No cabe la más mínima duda acerca del
impacto de su posición. A raíz de su invocación por James Otis, se ha dicho597
que la doctrina de Coke se convirtió en un “rallying cry” (un grito de adhesión,
de unión) para los americanos. El 12 de septiembre de 1765, el Gobernador
Hutchinson, refiriéndose a la oposición generalizada de los colonos a la Stamp
Act, escribía: “The prevailing reason at this time is, that the act of Parliament is
against Magna Carta, and the natural rights of Englishmen, and therefore, accord-
ing to Lord Coke, null and void”598, para añadir a reglón seguido: “This, taken in
the latitude the people are often enough disposed to take it, must be fatal to all
government, and it seems to have determined great part of the colony to oppose
the execution of the act with force”599. Y en lo que a la judicial review se refiere, el
Writs of assistance Case se ha considerado una corneta de llamada en favor de la

594
Ibidem, p. 27.
595
No faltan autores críticos desde otra perspectiva, como es el caso de Mullett, para quien Otis
aceptó la doctrina de un fundamental common law, y mostró que había interpretado a su maestro
no atinadamente sino demasiado bien (“too well”), al repetir las mismas incoherencias y atribuir la
soberanía diversamente al common law y al Parlamento. Charles F. MULLETT: “Coke and the American
Revolution”, op. cit., p. 469.
596
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 6.
597
Raoul BERGER: Congress v. the Supreme Court, Harvard University Press, 2nd printing, Cam-
bridge (Mass.), 1974, p. 25. “Sound or not –escribe Berger– Coke´s statement became a rallying cry
for Americans in 1761 when it was resoundingly invoked by James Otis. If an Act of Parliament had
the effect claimed for it, he argued in the Writs of Assistance case, it would be <against the Constitu-
tion> and therefore void, an argument that John Adams, with Otis concurring, repeated in 1765 in
opposition to the Stamp Act”.
598
Apud Edward S. CORWIN: “The Establishment of Judicial Review” (I), op. cit., p. 106.
599
Apud Theodore F. T. PLUCKNETT: “Bonham´s Case and Judicial Review”, op. cit., p. 63.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 235

judicial review (“a clarion call for judicial review”) y un claro desafío a la entonces
dominante doctrina de la supremacía legislativa600.
Al margen ya de todo lo anterior, la argumentación de Otis se iba a convertir
en la principal prueba de la reivindicación del Bonham´s case como una fuente
muy significativa del pensamiento colonial acerca de la judicial review y como
un importante elemento para su ulterior desarrollo, pues la reivindicación de la
interpretación de Coke iba a permitir a los jueces tomar en cuenta la idea de un
fundamental law, lo que, a juicio de Kramer, contrasta con la aparición tan sólo
ocasional del Bonham´s case en los cases law y en la literatura jurídica de los años
1770 y 1780, lo que lleva a este autor a relativizar el peso específico de la decisión
de Coke en el desarrollo de una argumentación en favor de la judicial review, no
obstante que admita que, con posterioridad, el Bonham´s case se convirtió en parte
de la “American judicial mythology”601.
La reviviscencia del dictum de Coke así interpretado suscitó además adhe-
siones de la mayor relevancia en el pensamiento jurídico-político americano
de la época. Ya nos hemos referido al entusiasmo que la doctrina de James Otis
desencadenó en John Adams, quien se mostró desde el primer momento decidido
defensor de las tesis sustentadas por el abogado bostoniano602. Adams, como es
bien sabido, tendría junto a Jefferson un muy relevante rol en la preparación de la
Declaración de Independencia y de los documentos y manifiestos más importantes
de la época. Parece lógico suponer que tratara de establecer entre las bases del
Derecho constitucional norteamericano el punto de vista de Lord Coke, revivido en
Boston por James Otis. William Cushing, uno de los primeros Associate Justices de
la futura Supreme Court, en 1776, en los mismos momentos iniciales del estallido
de la guerra revolucionaria, se dirigía a un jurado de Massachusetts instándole a
ignorar determinadas leyes del Parlamento, al considerarlas nulas y por lo mismo
inaplicables. La declaración de Otis se repetiría con frecuencia en el curso de
los debates políticos y jurídicos prerrevolucionarios, de lo que ilustra el hecho
de que en 1773 un periódico de Boston reprodujera el célebre dictum. El caso
creó un estado de opinión que tendría con posterioridad un reflejo específico en
el Estado independiente de Massachusetts, cuya Constitución, en el art. XIV del
Massachusetts Bill of Rights, adoptó una disposición específica contra los registros
irrazonables (“unreasonable searches”).

600
William E. NELSON: Marbury v. Madison. The Origins and Legacy of Judicial Review, University
Press of Kansas, Lawrence (Kansas), 2000, p. 36.
601
Larry D. KRAMER: “We the Court”, op. cit., p. 31, nota 105 in fine.
602
En una carta escrita en 1776 por John Adams al Justice Cushing, quien sería uno de los primeros
miembros de la Supreme Court, a la que accedió en 1790, puede leerse lo que sigue: “Usted tiene mi
sincero acuerdo al hablar al jurado sobre la nulidad de las leyes del Parlamento (“the nullity of acts
of Parliament”). Estoy decidido a morir por esa opinión (“I am determined to die of that opinion”)...”.
Apud Charles B. ELLIOTT: “The Legislatures and the Courts: the Power to Declare Statutes Uncon-
stitutional”, en Political Science Quarterly, Vol. 5, No. 2, June 1890, pp. 224 y ss.; en concreto, p. 232.
236 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

d´) Suspensión del proceso y ulterior decisión


del Tribunal (noviembre de 1761)

Retornando al desarrollo del proceso, hemos de decir que tras la intervención


de Otis, en el tribunal, según la versión dada por Hutchinson, su propio presidente,
en su History of Massachusetts-Bay, se manifestaron fundadas dudas. El tribunal
se hallaba convencido de que un writ o warrant emitido tan sólo en aquellos casos
en que se hubiera dado bajo juramento una información especial, raramente, si es
que en alguna ocasión, sería aplicado, en cuanto ningún informador se expondría
a la furia del pueblo. Ello no obstante, algunos jueces, ante la duda de si tales writs
estaban todavía en uso en Inglaterra, parecieron estar a favor de la excepción, y,
admite Hutchinson, “if judgment had been then, it is uncertain on which side
would have been”603. Así las cosas, el Chief Justice expresó su deseo de obtener
información de la práctica de estos writs en Inglaterra, y el juicio fue suspendido.
El 5 de marzo de 1761, Hutchinson escribió a William Bollan, en ese momento
residente en Londres como agente de Massachusetts en Gran Bretaña, quien
a su vez contestó el 13 de junio, enviándole una copia de un reciente writ que
demostraba la aplicabilidad en Inglaterra de los general writs. Finalmente, el 14
de noviembre, la Corte se reunía para decidir el caso, y la consideración de que la
práctica en Inglaterra mostraba que el Exchequer seguía concediendo general writs,
fue suficiente para ordenar la misma práctica en la provincia de Massachusetts.
James Otis podía haberse equivocado en su apreciación empírica, pero ello en
modo alguno equivalía a un debilitamiento de su impecable argumentación
teórica.
Josiah Quincy recogería un resumen de la vista celebrada ante la Superior
Court el 18 de noviembre de 1761604. Vale la pena recordar algunos pasajes de
determinadas intervenciones. El Chief Justice Hutchinson iba a recordar en su
intervención, que los funcionarios aduaneros habían apelado con frecuencia al
Gobernador en solicitud de este tipo de Writs, que además se les había otorgado, y
por lo mismo, aunque careciera de competencia para otorgarlo, esta circunstancia
eliminaba el argumento de la falta de empleo del writ. Jeremiah Gridley, quien
como ya se ha dicho actuó en nombre de la Corona, iba a tratar de minimizar
el efecto de este tipo de writs al sostener que no se trataba en realidad de writs
of assistance, sino de writs of assistants, pues con ellos no se otorgaba a los
funcionarios aduaneros un mayor poder, sino más bien se establecía un control
sobre ellos, pues no podían entrar en ninguna casa sin la presencia del sheriff o
de una autoridad civil. En fin, James Otis se reafirmaría en su posición acerca de
la ilegalidad de este tipo de writs, aduciendo al respecto lo que sigue:

603
Apud Maurice H. SMITH: The Writs of Assistance Case, op., cit., p. 387.
604
“Report of the resumed writs of assistance hearing, 18 November 1761, by Josiah Quincy junior”.
Puede verse en Maurice H. SMITH: The Writs of Assistance Case, op. cit., pp. 556-558.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 237

“It is worthy Consideration whether this Writ was constitutional even in


England; and I think it plainly appears it was not; much less here, since it
was not there invented till after our Constitution and Settlement. Such a
Writ is generally illegal”. (Es digno de consideración si este writ era consti-
tucional incluso en Inglaterra; yo creo que parece claramente que no lo era;
mucho menos lo podía ser aquí, ya que no fue allí inventado hasta después
de nuestra constitución y establecimiento. Tal writ es por lo general ilegal).

La sesión concluyó con la decisión unánime de los jueces de que el writ podía
ser concedido, y algún tiempo después, efectivamente, fue otorgado.
Innecesario es aludir a la insatisfacción política que desencadenó la decisión
del tribunal en Massachusetts, que encontró su manifestación en la propia Legis-
latura provincial unas semanas después. El 20 de febrero de 1762, el Council envió
un proyecto de ley a la House of Representatives con ánimo de lograr su apoyo “for
the better enabling the Officers of his Majesty´s Customs to carry the Acts of Trade
in Execution”. En el texto, el general writ of assistance recientemente afirmado
y concedido por la Superior Court era desplazado por un “writ or warrant of
assistance good for the one sworn occasion only”, lo que era tanto como desplazar
los general writs por los special writs que presuponían un juramento previo para
su concesión.
El writs of assistance bill no se convirtió finalmente en ley, y ello no porque no
fuera aprobado por la legislatura, sino porque, tras serlo, el Gobernador Bernard
lo vetó el 6 de marzo de 1762, en una sesión de la Asamblea provincial que
previamente vio prorrogadas sus funciones. En su intervención ante la Asamblea
el Gobernador declaró que el bill era “so plainly repugnant and contrary to the
Laws of England.... that if I could overlook it, it is impossible it should escape the
penetration of the Lords of Trade...”605. El Gobernador asoció claramente el bill con
el conflicto de los comerciantes de la provincia con la administración aduanera,
lo que, lógicamente, en nada debía extrañar.

e´) La trayectoria posterior de James Otis

I. La popularidad ulterior de James Otis no tuvo límites. En mayo de 1761 fue


elegido miembro de la House of Representatives con un apoyo casi unánime. Pero
lo que aún interesa ahora más, entre 1761 y el inicio de la Revolución, el abogado
bostoniano publicó una serie de escritos, siendo de reseñar su Vindication of the
Conduct of the House of Representatives y, sobre todo, The Rights of the British
Colonies Asserted and Proved, un panfleto este último publicado en 1764, a modo de
respuesta frente a la aprobación por el Parlamento británico de la Sugar Act, obra
que en su día alcazó una extraordinaria popularidad. En ella Otis iba a verter ideas
que eran tributarias de Locke, Rousseau, Grocio, Pufendorf e incluso Vattel, cuyas

605
Apud Maurice H. SMITH: The Writs of Assistance Case, op. cit., p. 426.
238 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

citas entrecomillaba con todo detalle606. El abogado bostoniano combinaba de este


modo la tradición inglesa de un fundamental law con las doctrinas provenientes
de la teoría del Derecho público del pensamiento europeo de la Ilustración.
Otis parte de la existencia de un fundamental law que asegura a todos los
hombres los derechos naturales, muy particularmente, la vida, la libertad y la
propiedad. Refiriéndose justamente a los derechos naturales, en el texto de Otis
(The Rights of the British Colonies) hace acto de presencia un notable pasaje
entresacado de Vattel, cuya influencia sobre el posterior desarrollo del Derecho
americano ya se ha puesto de relieve:

“It is here demanded whether, if their power (legislative power) extends


so far as to the fundamental laws, they may change the constitution of the
state? The principles we have laid down lead us to decide this point with
certainty , that the authority of these legislators does not extend so far, and
that they ought to consider the fundamental laws as sacred, if the nation
has not in very express terms given them the power to change them. For the
constitution of the state ought be fixed”607. (Se requiere aquí si sus compe-
tencias –las del poder legislativo– se extienden hasta las leyes fundamenta-
les, ¿puede este poder cambiar la constitución del Estado? Los principios
que hemos establecido nos llevan a decidir esta cuestión con seguridad,
que la autoridad de estos legisladores no llega tan lejos, y que deben con-
siderar las leyes fundamentales como sagradas, si la nación no les ha dado
en términos expresos la facultad de cambiarlas. Pues la constitución del
Estado debe estar fija).

El carácter sagrado que Otis atribuye a las leyes fundamentales ya presupone


que sobre el legislador recaen límites insoslayables. Otis enfatiza así que el poder
legislativo se halla limitado por la constitución, de la que deriva su autoridad.
El relevante abogado bostoniano deja muy claro este aspecto, sobre el que se
pronuncia en los siguientes rotundos términos:

“....(I)t will not be considered as a new doctrine that even the authority of
the Parliament of Great Britain is circumscribed by certain bounds which
if exceeded their acts become those of mere power without right, and con-
sequently void. The judges of England have declared in favor of these senti-
ments when they expressly declare that acts of Parliament against natural
equity are void. That acts against the fundamental principles of the British
constitution are void”608. (No se considerará como una nueva doctrina que
incluso la autoridad del Parlamento de Gran Bretaña está circunscrita por
ciertos límites que si se sobrepasaran, sus leyes se convertirían en las de
un mero poder sin derecho, y consecuentemente en nulas. Los jueces de
Inglaterra han declarado en favor de estas opiniones cuando proclaman
expresamente que las leyes del Parlamento contrarias a la equidad natural

606
De ello se hace eco Bernard BAILYN, en The Ideological Origins..., op. cit., p. 27.
607
Apud Andrew C. McLAUGHLIN: A Constitutional History of the United States, op. cit., p. 33.
608
Apud Thomas C. GREY: “Origins of the Unwritten Constitution...”, op. cit., p. 865.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 239

son nulas. Que las contrarias a los principios fundamentales de la Consti-


tución británica son nulas).

Esta idea, en el fondo, era tributaria de su creencia en la primacía del


natural law y de los principios inmutables de la razón y la justicia, en definitiva,
en la primacía de un higher law; de ahí que, como ya había señalado en el writ
of assistance case, y ahora reitera, toda ley que contradiga la “natural equity”
deba ser considerada nula. El natural law proporcionaba a Otis los standards
morales con los que enjuiciar la actuación de las autoridades públicas. Análoga
trascendencia otorgaría Otis a la “reason of the common law”, tras la que laten
aquellos principios fundamentales que se supone que han sido establecidos por el
constitucionalismo británico, justamente los que en el pasaje transcrito identifica
como “fundamental principles of the British constitution”. Este pensamiento no
era por entero nuevo; es bien significativo que el propio Otis aluda a que no está
formulando una doctrina nueva, pues aunque es verdad que en la etapa colonial
pre-revolucionaria no hubo un debate profundo sobre cuestiones propias de la
teoría constitucional, los pronunciamientos habidos tenían un poso común que
provenía, como ya se ha dicho reiteradamente, del pensamiento iuspublicista de
la Ilustración. Hay pues, un claro común denominador doctrinal; de ahí que no
deba extrañar que algunas de las ideas de Otis, compartidas por otros muchos, se
vieran reflejadas posteriormente en la Declaración de Independencia y, más tarde,
en la Constitución de Massachusetts.
Particular interés presentan asimismo algunas de las reflexiones vertidas por
Otis en la obra a la que nos venimos refiriendo (The Rights of the British Colonies)
en relación al ejercicio de la libertad de expresión, y consiguientemente de crítica,
respecto de la legislación aprobada, o pendiente de aprobación, por el órgano
legislativo. Estas son algunas de sus consideraciones:

“Cada sujeto –escribe Otis– tiene un derecho a comunicar sus opiniones al


público (“a right to give his sentiments to the public”) acerca de la utilidad o
inutilidad de toda ley, cualquiera que fuere, aún después de que sea aproba-
da, lo mismo que cuando esté pendiente de serlo. La equidad y la justicia de
un proyecto pueden ser cuestionadas con perfecto sometimiento al órgano
legislativo. Pueden darse razones de por qué una ley debe ser derogada;
sin embargo, debe obedecerse hasta que tenga lugar la abrogación. Si los
argumentos que pueden darse contra una ley son tales como para demos-
trar claramente que es contraria a la equidad natural (“is against natural
equity”) los tribunales declararán tal ley nula (“will adjudge such act void”).
Puede cuestionarse por algunos de ellos, no tengo duda de ello, si no están
obligados por sus juramentos a declarar tal ley nula. Si no hay un derecho a
ejercer un juicio personal que alcance al menos a la petición de abrogación
(“petition for a repeal”) o a decidir la oportunidad de arriesgar un proceso
jurídico, el Parlamento podría convertirse él mismo en arbitrario, lo que
no puede ser imaginado por la Constitución. Creo que todo hombre tiene
un derecho a examinar libremente la procedencia, fuente y fundamento de
cada poder y medida en una comunidad, como parte de una curiosa ma-
240 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

quinaria o de un notable fenómeno de la naturaleza, y que no debe ofender


más decir que el Parlamento ha errado o se ha equivocado en una cuestión
de hecho o de derecho, que decirlo de un hombre particular”609.

James Otis, por supuesto, reconoce que el Parlamento, suprema legislatura


del reino, tiene derecho a elaborar leyes para el bienestar general, incluyendo
entre quienes se hallan vinculados a su cumplimiento a los colonos, al igual que
a los restantes súbditos del reino. Ahora bien, dicho esto, el abogado bostoniano
precisa, que ninguna autoridad asume un derecho de actuar con arbitrariedad,
ni ningún poder supremo puede “to take from any man part of his property,
without his consent in person, or by representation”, lo que entrañaba una
reivindicación del ejercicio de los principios de representación en todo el Imperio.
Otis, categóricamente, estaba condenando el establecimiento de impuestos al
margen de la representación popular, esto es, la “taxation without representation”,
considerándola como una violación de “the law of God and nature”, del common
law y de los derechos de propiedad, que ningún hombre o cuerpo de hombres,
no exceptuando en ello ni siquiera al Parlamento, puede coherentemente con la
constitución sustraer. En otro momento de la misma obra, Otis argumentaría,
que si una ley del Parlamento vulnerara “natural laws”, “which are immutably
true”, estaría violando por eso mismo “eternal truth, equity and justice”, y sería
consecuentemente nula, porque “el supremo poder en un Estado es solamente
jus dicere, mientras que el jus dare, estrictamente hablando, pertenece tan sólo a
Dios”. Otis nos estaba diciendo pues, que una ley del Parlamento sólo podía ser ley
si se acomodaba a los principios superiores de la razón universal y de la justicia;
consiguientemente, cuando una ley se oponía a cualquiera de estos principios
del Derecho natural, que eran verdades inmutables, la ley no podía ser sino nula.

II. Otis no iba sin embargo a dejar de presentar un flanco oscuro, que se ponía
de manifiesto en una argumentación inequívocamente contradictoria con buena
parte de lo que se ha expuesto hasta ahora acerca de su pensamiento. En el mismo
libro que venimos comentando, Otis indicaba que los americanos tenían un deber
de obedecer una ley inconstitucional del Parlamento si éste insistía en ello:

“The power of Parliament –escribe Otis– is uncontrollable but by them-


selves, and we must obey.... There would be an end of all government if
one or a number of subjects.... should take upon them so far to judge of the
justice of an act of Parliament as to refuse obedience to it.... Therefore, let
the Parliament lay what burdens they please on us, we must, it is our duty
to submit and patiently bear them till they will be pleased to relieve us”610.

609
Apud F. W. GRINNELL: “The Constitutional History...”, chapter IV (“The Anti-Slavery Deci-
sions...”), op. cit., pp. 448-449.
610
Apud Thomas C. GREY: “Origins of the Unwritten Constitution...”, op. cit., pp. 871-872.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 241

La resistencia de los colonos, en el pensamiento de Otis, tan sólo parecía


hallarse justificada cuando hubiesen constatado la intención inconfundible
del Parlamento de esclavizarlos, lo que como es evidente era algo difícilmente
constatable. Así las cosas, lo que tenían que hacer los colonos era convencer al
Parlamento de lo inadecuado de su legislación, en cuanto vulneradora de los
principios propios del natural law y de la Constitución británica.
La yuxtaposición de las reflexiones que preceden con la declaración de
Otis sobre la nulidad de los impuestos no aprobados por la representación del
pueblo iba a presentarse como harto contradictoria. Bailyn lo ha enjuiciado
con cierta dureza, al considerar que, al llevar el lenguaje del Derecho del siglo
XVII a la lucha constitucional del siglo XVIII, Otis viró hacia unas posiciones
que él no estaba ni intelectual ni políticamente preparado para aceptar611. Otros
autores, como Mullet, lisa y llanamente, lo han tachado de contradictorio.
Ferguson cree612, que la confusión intelectual de Otis podría verse como una
tensión entre, de un lado, sus ideas avanzadas, y de otro, sus puntos de vista
tradicionales, tensión que se habría suscitado de resultas de las dos principales
fuentes conformadoras de su doctrina: la doctrina del natural law y el concepto
de soberanía. No faltan, desde luego, quienes como Grey613, creen que Otis no fue
ni incoherente ni anacrónico. Frente a la acusación de incoherencia, el Profesor
de Stanford no ve contradicción lógica entre la propuesta de que el Parlamento
está legalmente sujeto a un fundamental law y la consideración de que, no
obstante lo anterior, al órgano legislativo le corresponde la última palabra al
decidir el significado de ese Derecho fundamental, y ello, siempre según Grey,
porque una constitución vinculante no necesita ser judicialmente aplicable,
pues una legislatura, lo mismo que un tribunal, puede disponer de la autoridad
final para interpretar una constitución escrita o no escrita. No podemos estar
en absoluto de acuerdo con este planteamiento.
El propio Grey trata de buscar una explicación armónica frente a la aducida
incongruencia de Otis. Si éste creía que el Parlamento era, en último término,
supremo en su interpretación de la constitución, ¿en qué sentido pensaba que los
tribunales podían declarar la nulidad de las leyes parlamentarias? Otis, esgrime el
Profesor de Stanford614, pudo considerar que los tribunales poseían una facultad
inicial de anular los estatutos inconstitucionales, aunque creyendo que si el
Parlamento persistía en su apoyo al estatuto declarado inconstitucional, el órgano
legislativo tendría la última palabra. En cualquier caso, las observaciones de Otis
sobre la supremacía parlamentaria las hizo no en el contexto de un debate sobre
la judicial review, sino como un consejo frente a la desobediencia popular ante
impuestos supuestamente inconstitucionales. Por lo demás, esta posición táctica

611
Bernard BAILYN: The Ideological Origins..., op. cit., p. 178.
612
James R. FERGUSON: “Reason in Madness: The Political Thought of James Otis”, en The
William and Mary Quarterly (W. & Mary Q.), Third Series, Vol. 36, No. 2, April, 1979, pp. 194 y ss.; en
concreto, p. 195.
613
Thomas C. GREY: “Origins of the Unwritten Constitution...”, op. cit., p. 872.
614
Ibidem, p. 873.
242 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

encontró bastantes adeptos entre los oradores de su tiempo (Grey habla de que la
misma “was quite general among American spokesmen in 1764”), pues la Stamp
Act aún no se había promulgado y los colonos todavía creían posible persuadir al
Parlamento británico de que no lo hiciera.
En 1765, una vez que las noticias acerca de la aprobación de la Stamp Act
habían llegado a las colonias, desatando numerosas intervenciones en favor de una
resistencia activa, Otis publicaba un nuevo folleto, Brief Remarks on the Defence
of the Halifax Libel. Atisbando con claridad, y también con temor, la posibilidad
de desórdenes civiles, Otis giraba instintivamente hacia la autoridad establecida.
En su nueva publicación ya no insistía en ningún argumento para una verdadera
representación de los colonos en el Parlamento sino que, en lugar de ello, enfati-
zaba la competencia y autoridad del Parlamento “to bind the colonies by all acts
wherein they are named”. El gran abogado bostoniano estaba ahora decantándose
por un punto de vista de los asuntos imperiales que fácilmente compartirían los
propios ministros británicos, y que puede compendiarse en la consideración de
que el poder absoluto del Parlamento británico demandaba “a meek and patient
acquiescence in their determinations”615.
La confusión de Otis se manifestó de nuevo cinco meses más tarde con una
nueva publicación, Considerations on Behalf of the Colonists, folleto en el que
siguió sosteniendo el indudable poder soberano del Parlamento y la necesidad
de preservar los vínculos de las colonias con Gran Bretaña. Aunque no dejara de
mostrarse crítico con la actitud del Parlamento, lo cierto es que su idea acerca
de los derechos naturales de los colonos parecía haber quedado postergada,
mientras que su proclividad hacia el derecho del Parlamento británico a establecer
impuestos sobre los colonos permaneció incuestionada. Otis reconocía que negar
la lógica de la representación virtual equivalía a cuestionar la legitimidad de la au-
toridad parlamentaria sobre las colonias; quizá por ello escribía que “the supreme
legislative, in fact as well as in law, represent(s) and act(s) for the realm, and all
the dominions”616. Pero paradójicamente, aunque el Parlamento representara de
hecho a todo el reino, lo cierto es que en él no tenían representación alguna los
colonos.
La reacción frente a los posicionamientos de Otis por parte de un sector de
los bostonianos no se iba a hacer esperar mucho tiempo. El 5 de mayo de 1766 el
Boston Evening Post publicaba un artículo firmado por “A Friend to Liberty” en
el que, airadamente, se denunciaban las incoherencias y equívocas posiciones de
James Otis. Según Ferguson, la carta expresaba un punto de vista ampliamente
compartido por muchos bostonianos, que se mostraban de acuerdo en que
Otis había traicionado la causa de la “American liberty”, justamente por las
contradicciones que en alguna medida ya se han expuesto. John Adams recordaría
apenadamente en sus escritos que “He (Otis) was called a reprobate, an apostate,

615
James R. FERGUSON: “Reason in Madness: The Political Thought of James Otis”, op. cit.,
p. 208.
616
Ibidem, p. 212.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 243

and a traitor, in every street in Boston”617. Otis, que era plenamente consciente
de las duras acusaciones acerca de su actitud contradictoria, siempre rechazó
las críticas, insistiendo en que él había actuado de modo “positively consistent”.
Una explicación adicional se ha dado, y tiene que ver con la inestabilidad
mental que Otis, supuestamente, iba a experimentar a partir del año 1765. “As
early as 1765 –escribe de nuevo Ferguson–his mental instability was clearly evident
in his confused and erratic behavior, and in what John Adams called his <great
inequalities of temper>”618.
Otis fracasó ciertamente en sus intentos de resolver los problemas intelectuales
planteados por la crisis revolucionaria; su rechazo a cuestionar la legitimidad
de las instituciones británicas resultó determinante en su fracaso final ante la
comunidad bostoniana. Pero ello, siendo lamentable, no puede conducir al olvido
de sus extraordinarias aportaciones al desarrollo de la ideología revolucionaria.
Otis, en cierto modo, fue la chispa que encendió la mecha de la Revolución; esa
chispa finalmente se apagó, quizá por la propia inestabilidad mental de quien
había desencadenado el fuego, pero la deuda del pensamiento revolucionario
americano hacia las posiciones defendidas inicialmente por este patriota no
puede considerarse amortizada por las tristes circunstancias que se presentaron
al final de su vida.

g) La puesta de manifiesto de la vivacidad de la


doctrina a través de otros hechos posteriores

I. Los acontecimientos posteriores, que se suceden vertiginosamente en los


doce o quince años inmediatamente anteriores al estallido de la Revolución,
van a revelar desde perspectivas diferentes la vivacidad de la doctrina expuesta,
pues desde muy diversos foros no sólo se va a presuponer la existencia de un
fundamental law, dentro del cual los derechos de los colonos ocupan un lugar
preeminente, sino que se va a postular que cualquier ley que contraríe ese higher
law debe ser fiscalizada en sede judicial y declarada null and void. En esos años, a
los ojos de muchos americanos, como sería el caso de John Adams, la Revolución
americana se había completado, y ello mucho antes de que se iniciase la lucha
contra los ingleses. Y es que la “verdadera Revolución” iba a tener lugar no en los
campos de batalla sino en la mentalidad de la población, que iba a experimentar
un cambio radical en sus opiniones, afectos y sentimientos. En ello tendrían un
rol significativo ideas que aún siendo muy antiguas, como la de que la naturaleza
obligatoria del Derecho descansaba no en la voluntad de la asamblea legislativa,
sino en las inmutables máximas de la razón y de la justicia, adquirían ahora una

617
Ibidem, p. 194.
618
Ibidem, pp. 194-195.
244 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

vivacidad y un significado antes insospechado. Como escribe Wood619, la comple-


jidad de la situación jurídica iba a conducir a los colonos a volver la vista hacia
la jurisprudencia medieval inglesa, en la que la razón fundada y la moralidad del
common law habían controlado cuál era el Derecho adecuado y equitativo en cada
caso particular, pues el Derecho no era algo creado por el acto de una voluntad,
sino algo descubierto en las inmutables máximas de la razón y la justicia.
Algunas de las ideas vertidas por los más significativos pensadores del
momento ilustran bien acerca de lo que se acaba de decir. En 1770, John Quincy,
de Massachusetts, sostenía que los tribunales se limitaban a impartir justicia de
conformidad con el Derecho, “which was thought to be <founded in principles,
that are permanent, uniform and universal>” 620. En sintonía con esta idea,
absolutamente asumida en la época, se iba a considerar que los tribunales, al
impartir justicia, lejos de ir contra el pueblo, no hacían otra cosa sino trabajar
armónicamente junto a él a fin de proteger y hacer efectivos esos principios y
valores que la mayoría de la comunidad consideraba como propios. En similar
dirección, John Adams creía que todo posible caso judicial debía decidirse en
conformidad con el precedente, de forma tal que no dejase resquicio alguno a la
“”uninformed reason of prince or judge”. Todo ello casaba a la perfección a su
vez con la idea expuesta por Otis, de la que ya nos hicimos eco con anterioridad,
de que el poder supremo de un Estado se circunscribía al jus dicere, por cuanto,
estrictamente hablando, el jus dare tan sólo pertenecía a Dios.
En 1763, John Adams, entonces un joven de tan sólo 28 años, escribiendo sobre
uno de sus temas favoritos, el common law, establecía una inextricable vinculación
entre éste y la preservación de los derechos de la persona:

“It has been my amusement for many years past, –escribía Adams– as far
as I have had leisure, to examine the systems of all the legislators, ancient
and modern, fantastical and real...., and the result.... is a settled opinion
that the liberty, the unalienable, indefeasible rights of men, the honor and
dignity of human nature, the grandeur and glory of the public, and the
universal happiness of individuals, were never so skillfully and successfully
consulted as in that most excellent monument of human art, the common
law of England”621. (Durante los últimos años, en la medida en que he teni-
do tiempo libre, mi distracción ha sido examinar los sistemas de todos los
legisladores, antiguos y modernos, imaginarios y reales...., y el resultado....
es una opinión asentada de que la libertad, los inalienables e irrevocables
derechos del hombre, la integridad y dignidad de la naturaleza humana,
la grandeza y gloria del público en general, y la felicidad universal de los

619
Gordon S. WOOD: “The Origins of Judicial Review”, en Suffolk University Law Review (Suffolk
U. L. Rev.), Vol. XXII, 1988, pp. 1293 y ss.; en concreto, p. 1302.
620
Apud William E. NELSON: “Marbury v. Madison and the Establishment of Judicial Autonomy”,
en Journal of Supreme Court History (J. Sup. Ct. Hist.), Vol. 27, Issue 3, 2002, pp. 240 y ss.; en concreto,
p. 241.
621
Apud Edward S. CORWIN: “The <Higher Law> Background of American Constitutional Law”
(I), op. cit., p. 169.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 245

individuos, nunca fueron tan hábil y acertadamente tomados en conside-


ración como en ese muy excelente monumento de la cultura humana, el
common law de Inglaterra).

Adams dejaba puesto de manifiesto con meridiana claridad esa identificación


del common law con la libertad en la que muchos creían. El common law ayudaba
a revigorizar ese enérgico sentido de lo justo (“sturdy sense of right”) heredado
de la madre patria, lo que explica que lo convirtiera para muchos no sólo en
sinónimo de la libertad, sino en un arma de los revolucionarios (“a weapon of
the Revolutionists”)622. Por lo demás, y ya en específica referencia a Adams, cabe
recordar que él sería coherente hasta el extremo con su ideal de la tradición del
common law, y de uno de sus más emblemáticos derechos, el derecho a un juicio
justo decidido por un trial jury, que incluía el derecho a ser oído en su propia de-
fensa. Piénsese que en sus Institutes, Coke escribió que este derecho a ser oído era
un principio de justicia divina, tras lo que mencionó favorablemente las palabras
de un Chief Justice de la Court of Common Pleas del siglo XV que venían a dar un
sustento último a ese derecho623. Ello casaba a la perfección con la importancia
que, como ya se dijo, siempre dio Coke al due process, considerándolo como una
parte básica del fundamental law. Adams, como antes decíamos, demostró con
creces su coherencia al defender al capitán Thomas Preston y a un grupo de “casa-
cas rojas” británicos (“redcoat soldiers”) que en la noche del 5 de marzo de 1770,
acosados por una multitud enfurecida, dispararon contra ella matando a varios
ciudadanos, en lo que pasó a conocerse como the Boston massacre. Es posible,
como se ha dicho624, que Adams no pensara seriamente que los alboratadores
(“the rioters”) pudieran ser acusados, pero lo que sí dijo es que lo debían haber
sido, aunque no hubiera posibilidad de que lo fueran. Mucho más concluyente
fue en su declaración de que los soldados, incluso si habían disparado en defensa
propia, tenían que someterse a un juicio. Pero dicho esto, como hombre de leyes
que era, y hablando en términos de Derecho, que no de política, él manifestaba
su esperanza de que fueran absueltos. Para conseguirlo, él mismo se encargó de
defenderlos en el juicio, para efectivizar ese sagrado derecho del common law de
que todo acusado en un trial jury puede y debe ser defendido. Lo consiguió aún a
costa de su reputación. Bastantes años después, Adams conservaba la impresión625
de que en los “massacre trials” él no sólo había condenado a la turba (“the mob”),
sino que la había mostrado como un peligro para la libertad y como la verdadera
causa de la masacre.

622
Clinton ROSSITER: The First American revolution, op. cit., p. 135.
623
“To those laws which Holy Church hath out of Scripture we ought to yield credit; for that....
is the common law upon which all laws are founded”. Apud Harold J. BERMAN: “The Origins of
Historical Jurisprudence: Coke, Selden, Hale”, en Yale Law Journal (Yale L. J.), Vol. 103, 1993-1994,
pp. 1651 y ss.; en concreto, p. 1692.
624
John Phillip REID: “A Lawyer Acquitted: John Adams and the Boston Massacre Trials”, en The
American Journal of Legal History (Am. J. Legal Hist.), Vol. 18, 1974, pp. 189 y ss.; en concreto, p. 190.
625
Carta de John Adams a Benjamin Hichborn, fechada el 27 de enero de 1787. Cit. por John
Phillip REID: “A Lawyer Acquitted...”, op. cit., p. 205.
246 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

En 1764, el Parlamento, a propuesta de George Grenville, Primer Lord de la


Tesorería y Canciller del Exchequer, aprobaba la Sugar Act, como parte de un plan
general de poner en vigor las leyes sobre el comercio y la navegación y de obtener
ingresos de las colonias. La utilización de las leyes de la navegación como cauce a
cuyo través obtener una recaudación mayor de los colonos iba a afectar seriamente
a las prácticas comerciales de las colonias, suscitando el radical rechazo de éstas.
Si ya la West India Act, más conocida como la Molasses Act (1733), persiguió la
finalidad de obligar a las coloniar a renunciar al comercio de ciertas mercancías
con las colonias francesas y españolas del Caribe, treinta años después la Sugar
Act volvía a incidir sobre el comercio de las colonias con la vista puesta directa-
mente en esta ocasión en la obtención de ingresos públicos. El medio seguido
por Lord Grenville para el incremento de las rentas coloniales era odioso, como
escribe McLaughlin626, pues las leyes de navegación no se habían aprobado para
incrementar los ingresos públicos, sino para la regulación, restricción o protección
del comercio. La oposición frente a este modo de obtener ingresos públicos a
costa de los colonos fue especialmente manifestada por James Otis, plasmándose
su repudio en la ya mencionada obra Rights of the British Colonies Asserted and
Proved, cuya doctrina ya expusimos con cierto detenimiento.

II. Uno de los momentos más álgidos de este período iba a desencadenarse
con ocasión de la aprobación por el Parlamento de la Stamp Act (Ley del Timbre),
que Jorge III sancionaba el 22 de marzo de 1765. La ley, no obstante tratarse de
un “cartucho de dinamita imperial” (“a stick of imperial dynamite”), por utilizar
los términos de Rossiter627, pareció tan aparentemente inofensiva, que se aprobó
sin gran esfuerzo por las dos Cámaras del Parlamento; ello no obstante, William
Pitt (Pitt el Viejo, como se le conoce), entonces un verdadero ídolo en América,
atacó con fuerza el texto legal. Sosteniendo, como no podía ser de otro modo por
quien era un profundo nacionalista, que la autoridad del reino sobre las colonias
era soberana y suprema “in every circumstance of government and legislation
whatsoever”, Pitt negó que la imposición de impuestos fuera una parte del poder
de gobernar y legislar. “The distinction between legislation and taxation –expresó
el político británico– is essentially necessary to liberty”. Y frente a la consideración
de George Grenville, de que no podía observarse ninguna diferencia entre “internal
and external taxation”, a lo que había de añadirse que “taxation is one branch of
the legislation”, de resultas de lo cual no cabía duda de que el Parlamento podía
ejercitar su facultad de establecer impuestos también sobre quienes, como era el
caso de los colonos, no se hallaban representados en él, como por lo demás así
había venido sucediendo siempre, Pitt iba a replicar:

“If the gentleman does not understand the difference between internal and
external taxes, I cannot help it; but there is a plain distinction between taxes
levied for the purposes of raising a revenue, and duties imposed for the

626
Andrew C. McLAUGHLIN: A Constitutional History of the United States, op. cit., p. 29.
627
Clinton ROSSITER: The First American Revolution, op. cit., p. 234.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 247

regulation of trade, for the accommodation of the subject; although, in the


consequences, some revenue might incidentally arise for the latter”628. (Si el
caballero no comprende la diferencia entre impuestos internos y externos,
yo no puedo ayudarle, pero hay una clara distinción entre los impuestos
recaudados con el propósito de conseguir unos ingresos y los aranceles
impuestos para la regulación del comercio, para la adaptación de esta ma-
teria, aunque en sus consecuencias algunos ingresos pueda incidentalmente
originarse de los últimos).

El rechazo de la Stamp Act fue muy intenso y generalizado, y para fundamen-


tarlo se acudió a la idea de la violación de un fundamental law encarnado en los
derechos de los colonos. Manifestaciones de ello las encontramos por doquier629.
En octubre de 1765, a modo de respuesta a un discurso del Gobernador favorable
a la vigencia de la ley, la House of Representatives de Massachusetts aprobó un
documento de principios que parece que fue redactado por Samuel Adams. Del
mismo vale la pena entresacar las siguientes reflexiones:

“It by no means appertains to us to presume to adjust the boundaries of


the power of Parliament; but boundaries there undoubtedly are.... Further-
more, your Excellency tell us that the right of the Parliament to make laws
for the American colonies remains indisputable in Westminster. Without
contending this point, we beg leave just to observe that the charter of the
province invests the General Assembly with the power of making laws for its
internal government and taxation; and that this charter has never yet been
forfeited. The Parliament has a right to make all laws within the limits of
their own constitution; they claim no more. Your Excellency will acknowl-
edge that there are certain original inherent rights belonging to the people,
which the Parliament itself cannot divest them of, consistent with their own
constitution: among these is the right of representation in the same body
which exercises the power of taxation”630. (De ningún modo nos pertenece
tomarnos la libertad de adaptar los límites del poder del Parlamento, pero
límites, indudablemente hay.... Además, Su Excelencia nos dice que el dere-
cho del Parlamento a hacer leyes para las colonias americanas permanece
indiscutible en Westminster. Sin disputar esta cuestión, nosotros pedimos
permiso para observar que la carta de la provincia confiere a la Asamblea
General la competencia de hacer leyes para su gobierno interno y para el
establecimiento de impuestos, y que esta carta nunca ha sido sin embargo
perdida. El Parlamento tiene un derecho a hacer todas las leyes dentro de
los límites de su propia constitución; ellos (los miembros de la Cámara de
Representantes) no reclaman más. Su Excelencia admitirá que hay ciertos
derechos inherentes originales que pertenecen al pueblo, que el propio
Parlamento no puede quitarle de acuerdo con su constitución; entre ellos

628
Apud Andrew C. McLAUGHLIN: A Constitutional History of the United States, op. cit., pp. 37-38.
629
Sobre la Stamp Act y su enorme rechazo cfr. el capítulo que al efecto dedica al tema Andrew C.
McLAUGHLIN, en A Constitutional History of the United States, op. cit., pp. 35-51.
630
Apud Andrew C. McLAUGHLIN: A Constitutional History..., op. cit., pp. 43-44.
248 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

está el derecho de representación en el mismo cuerpo que ejerce la facultad


de establecer impuestos).

Particularmente significativa en las reflexiones transcritas es esa referencia


a la existencia de límites en relación al poder del Parlamento (“boundaries there
undoubtedly are”), límites que deben encontrarse en la constitución. El recono-
cimiento de la existencia de una higher law y la limitación por la misma del poder
parlamentario están inequívocamente expresados.
Ante la Council Chamber de Massachusetts también John Adams pronunció un
discurso en el que dejó muy claro que, a su juicio, la Stamp Act era “utterly void, and
of no binding force upon us”, extrayendo de ello la conclusión de que “therefore in
a legal sense we know nothing of it”, por lo que “the judges should pay no regard
to it”631. En cualquier caso, en Massachusetts, las protestas fueron mucho más allá
de razonadas argumentaciones jurídicas, pues el 26 de agosto de 1765 una muche-
dumbre tomó las calles de Boston y atacó las casas de los funcionarios encargados
de administrar el nuevo impuesto. A modo de dato un tanto anecdótico, recuerda
Dunne632, que ha estudiado en profundidad la figura del gran Justice Joseph Story
(miembro de la Supreme Court entre 1812 y 1845), que una de las primeras viviendas
atacadas fue la de William Story, abuelo de Joseph, “a promoter and encourager of
the Stamp Act”, destruyéndole sus archivos y pertenencias personales, y logrando
escapar sin daños en su persona tan sólo porque logró huir a Ipswich.
Patrick Henry iba a presentar ante la “Virginia House of Burgessses” un
conjunto de resoluciones por las que se declaraba que la Stamp Act usurpaba los
derechos fundamentales de los ingleses (pues innecesario es decir que los colonos,
con toda razón, se consideraban como tales) e incidía asimismo sobre el derecho
de que gozaba Virginia desde tiempo inmemorial a establecer a través de su propia
asamblea los impuestos que entendiera oportunos para los virginianos. No sólo
Massachusetts y Virginia, sino también la mayoría de las asambleas coloniales
iban expresar su protesta ante la Corona y el Parlamento en el sentido de que la
ley en cuestión era inoportuna e injusta, violando las cargas impositivas que legal-
mente establecían los derechos de los colonos y los “principles of the constitution”.
En Nueva York, la Legislatura iba a aprobar una resolución de particular interés
por cuanto la misma parecía comenzar admitiendo la supremacía, si es que no
soberanía, parlamentaria. Es de interés recordar algún párrafo de la misma:

“That they –se puede leer en la resolución– owe Obedience to all Acts of
Parliament not inconsistent with the essential Rights and Liberties of
Englishmen, and are entitled to the same Rights and Liberties which his
Majesty´s English subjects both within and without the Realm have ever
enjoyed”633. (Que ellos –en obvia referencia a los ciudadanos de Nueva York–

631
Apud Larry D. KRAMER: “We the Court”, op. cit., pp. 36-37.
632
Gerald T. DUNNE: “Joseph Story: 1812 Overture”, en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Vol.
75, 1961-1962, pp. 240 y ss.; en concreto, p. 257.
633
Apud John Phillip REID: Constitutional History of the American Revolution, op. cit., p. 9.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 249

deben obediencia a todas las leyes del Parlamento no incoherentes con


los derechos y libertades esenciales de los ingleses, y tienen derecho a los
mismos derechos y libertades de que los súbditos ingleses de Su Majestad,
dentro y fuera del Reino, siempre han gozado).

También en Nueva York, en octubre de 1765, se iba a reunir un Congreso, el


Stamp Act Congress, con la sola finalidad de formular, en nombre de todas las
colonias, su protesta formal contra la Stamp Act. Las resoluciones aprobadas
por este Congreso iban a seguir de cerca las propuestas de James Otis en Mas-
sachusetts, John Dickinson en Pennsylvania, y Patrick Henry en Virginia, siendo
de reseñar dos de sus declaraciones: l) que los súbditos de Su Majestad en las
colonias tenían derecho a la totalidad de los derechos y libertades inherentes a
todos los súbditos nacidos dentro del Reino de la Gran Bretaña, y 2) que los únicos
representantes del pueblo de estas colonias son las personas allí elegidas por el
propio pueblo, y que ningún impuesto se ha establecido sobre los ciudadanos, ni
podría constitucionalmente imponerse, salvo por sus respectivas Legislaturas.

III. Muy diversos iban a ser los ataques individuales y de las organizaciones
sociales que iban a tener lugar contra la Stamp Act. Otis, al igual que otros abo-
gados americanos, John Adams entre ellos, utilizaban por primera vez el término
unconstitutional para rechazar y descalificar la abusiva Stamp Act, postulando
su radical nulidad. Notablemente influyente iba a ser el folleto publicado por
Daniel Dulany, Considerations on the Propriety of Imposing Taxes in the British
Colonies, cuya argumentación se dirigía principalmente contra la justificación
constitucional de la ley ofrecida por los portavoces británicos. Aunque admitiendo
el principio de “no taxation without representation”, los portavoces gubernamen-
tales londinenses adujeron que los colonos americanos se hallaban “virtualmente”
representados por los miembros de la House of Commons, en cuanto que cada
uno de ellos se entendía que representaba a la totalidad de los súbditos británicos.
Frente a esta argumentación, Dulany describió el principio de “self-taxation”
como “un principio esencial de la Constitución británica”, que aparecía como un
derecho derivado del common law. Si la teoría de la “representación virtual” era
falaz, como Dulany señalaba, “the principle of the Stamp Act must given up as
indefensible on the point of the representation, and the validity of it rested upon
the power which they who framed it have to carry it into execution”634. Dulany, en
definitiva, estaba visualizando el principio subyacente a la aprobación de la Stamp
Act como un acto de puro poder sin sustento en justificación jurídica alguna.
Particular relevancia iba a tener la posición esbozada en Pennsylvania por
John Dickinson. Como otros líderes revolucionarios, Dickinson era un abogado
relevante que había estudiado leyes en el “Middle Temple” de Londres. En noviem-
bre de 1765, este abogado de Filadelfia se pronunció en el sentido de que prestar
obediencia a los mandatos de la Stamp Act equivaldría a sentar un “precedente

634
Apud Thomas C. GREY: “Origins of the Unwritten Constitution...”, op. cit., p. 875.
250 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

detestable” que los ingleses utilizarían después como una prueba de la aceptación
americana de la legalidad del establecimiento de impuestos por ellos mismos.
Dickinson no iba a considerar como respuesta suficiente la suspensión de todos
aquellos asuntos que requiriesen el empleo de papel timbrado, pues, a su juicio,
tras ello subyacía un reconocimiento implícito de la validez de la norma. De esta
forma, la resistencia y la desobediencia no estaban simplemente justificadas por
la ilegalidad de la ley, sino que eran virtualmente exigidas si la reclamación de la
ilegalidad no se quería dejar de lado.
A fin de expresar ese espíritu de rechazo de la Stamp Act se iba a crear en
Wallingford (Connecticut), y posteriormente en otros lugares de las colonias,
como en Nueva York, bajo el rótulo de “Sons of Liberty”, una organización social
que pretendía boicotear las mercancías británicas que arribaban a los puertos
americanos. Con base en la tacha de que se trataba de una ley inconstitucional, los
colonos acudieron a las teorías de Vattel y Burlamaqui para fundamentar su tesis,
argumentando que “the boundaries set by the people in all constitutions, are the
only limits within which any officer can lawfully exercise authority”635. Cuando
la autoridad sobrepasaba los límites a los que se hallaba sujeta, como era el caso
de la Stamp Act, el pueblo tenía derecho a reasumir la autoridad gubernamental.
También en el ámbito judicial se constatan reacciones similares. En efecto,
algunos tribunales coloniales iban a declarar que la Stamp Act era inconstitucional
y, por lo mismo, inaplicable. En ningún lugar se iba a presentar un caso más con-
tundente que en Boston. En diciembre de 1765, John Adams y James Otis acudían
a ver al Gobernador de Massachusetts, Bernard, en nombre de los abogados de
Boston, para urgirle a que los tribunales de la provincia se abrieran a pesar de la
ausencia de papel timbrado. Con su usual elocuencia, Otis apeló a los principios y
libertades básicos y a las máximas fundamentales, observando ante el Gobernador,
que existían límites que si eran traspasados por el Parlamento desencadenaban
que sus leyes no pudieran considerarse vinculantes. A su vez, Adams invocó con
una claridad meridiana la facultad del Gobernador y de los tribunales de desacatar
una ley del Parlamento que violara el fundamental law:

“The Stamp Act, –argumentaba Adams– I take it, is utterly void, and of no
binding force upon us; for it is against our rights as men, and our privileges
as Englishmen.... Parliaments may err; they are not infallible; they have
been refused to be submitted to. An act making the King´s Proclamation to
be Law, the Executive Power adjudged absolutely void.... This Act has never
been received from authority, therefore in a legal sense we know nothing
of it”636. (Yo considero que la Ley del Timbre es absolutamente nula, y de
ninguna fuerza vinculante sobre nosotros, pues es contraria a nuestros
derechos como hombres y a nuestros privilegios como ingleses.... Los Par-
lamentos pueden equivocarse, no son infalibles, han rechazado someterse
a ellos (a esos derechos). Un acto convirtiendo en ley una proclama del Rey

635
Apud Thomas C. GREY: “Origins of the Unwritten Constitution...”, op. cit., p. 878.
636
Thomas C. GREY: “Origins of the Unwritten Constitution...”, op. cit., p. 880.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 251

se enjuiciará por el poder ejecutivo como absolutamente nulo.... Esta ley


nunca ha sido recibida de la autoridad; por lo tanto, en un sentido jurídico,
no sabemos nada de ella).

El Gobernador, significativamente, no iba a rechazar de inmediato estos


argumentos; por el contrario, iba a aconsejar a los abogados a presentarlos ante
los tribunales ordinarios, ante los que ellos podían intentar persuadir a los jueces
de la Superior Court acerca de la invalidez de la ley. La respuesta era, por un lado,
un nada ingenuo intento de trasladar a los tribunales una cuestión muy impopular,
pero también mostraba que el Gobernador podía admitir abiertamente como
digna de consideración la idea de que los jueces podían rehusar la aplicación de
la Stamp Act con base en que violaba el Derecho fundamental no escrito de la
Constitución británica. Ya aludimos en un momento precedente a cómo también
el Vicegobernador de Massachusetts Hutchinson, quien, recordémoslo, había
presidido el tribunal que conoció de los writs of assistance case, en su “Summary
of the Disorders in the Massachusetts Province proceeding from an Apprehension
that the Act of Parliament called the Stamp Act deprives the People of their
Natural Rights”, escribía que “la razón prevalente en este momento es que la
ley del Parlamento es contraria a la Magna Charta y a los derechos naturales de
los ingleses, y por lo tanto, conforme a Lord Coke, nula y sin valor” (“null and
void”). También en la provincia de Massachusetts presenta particular interés la
correspondencia mantenida entre el distinguido Juez William Cushing (uno de
los primeros miembros que nombró el Presidente Washington para la Supreme
Court) y el Vicegobernador Hutchinson. Con fecha de 9 de febrero de 1766,
Cushing escribía al historiador y Vicegobernador indicándole que a primeros de
noviembre el Attorney General Jeremiah Gridley le había comunicado que era de
la opinión de que la Corte no podía actuar en materias civiles, aunque no conocía
que hubiera encontrado un fundamento en el que sustentar su posición: “What
he has found –escribía Cushing– I know not, and am doubtful whether he can
find any in point. It´s true, it is said, an Act of Parliament against natural equity
is void. It will be disputed whether this is such an Act”637.
La apelación a los tribunales para proceder en desacato a la Stamp Act, con
base en su inconstitucionalidad, no quedó circunscrita a Massachusetts, sino que
en la mayor parte de las colonias muchos abogados sostuvieron ante los tribunales
que éstos podían, y aún debían, abrirse para el conocimiento de asuntos aun
cuando no dispusieran de documentos timbrados, y en muchas colonias así lo
hicieron los tribunales. Un ejemplo ilustrativo lo encontramos en Carolina del Sur,
donde los abogados solicitaron al Chief Justice que abriera los tribunales, decla-
rando que los mismos no podían quedar vinculados por una ley que “annihilates
our natural as well as constitutional rights”638. A su vez, en Virginia, el relevante
Juez Edmund Pendleton escribió que estimaba que su deber como magistrado
era desempeñar su función y decidir casos “according to law”, y que él nunca

637
Apud Theodore F. T. PLUCKNETT: “Bonham´s Case and Judicial Review”, op. cit., p. 64.
638
Thomas C. GREY: “Origins of the Unwritten Constitution...”, op. cit., p. 881.
252 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

consideraría que la Stamp Act tuviese la naturaleza propia de una ley “for want
of power (I mean constitutional authority) in the Parliament to pass it....”. Los
pronunciamientos de algunos tribunales y los argumentos esgrimidos ante ellos
ofrecen la más clara ilustración de que el mundo jurídico colonial contemplaba
ese si se quiere impreciso fundamental law como vinculante, en el más amplio
sentido del término, para la legislatura.

IV. Los debates que tuvieron lugar en 1766 en el Parlamento británico acerca
de la Stamp Act culminaron en su derogación, si bien a ella se asoció la fatua
Declaratory Act, que venía a suponer una advertencia de que el gobierno no iba a
disminuir ni un ápice su autoridad suprema.
Tras la abrogación de la Ley del Timbre en 1766, el Parlamento iba nueva-
mente a desencadenar la ira colonial con dos nuevas medidas: la suspensión de
la Legislatura de Nueva York, por haber dejado ésta de cumplir con las exigencias
de la Quartering Act (que exigía a las colonias suministrar pertrechos a las tropas
británicas estacionadas en América) y la aprobación en 1767 de la Townshend
Duties Act, que gravaba impositivamente la importación por las colonias de vidrio
y cristal, plomo y té. Los ingresos obtenidos con estas tasas arancelarias se desti-
naban a pagar a los funcionarios locales, cuyos sueldos, anteriormente, corrían
a cargo de las asambleas coloniales. Estas dos medidas provocaron la que se ha
considerado639 como la más popular expresión individual de la posición colonial
que iba a aparecer en América antes de 1776, que expresó el ya mencionado abo-
gado de Filadelfia John Dickinson en sus Letters of a Pennsylvania Farmer (1768),
también conocidas como las Farmer´s Letters. Estas Cartas se iban a propagar
por todas las colonias como un reguero de pólvora, reproduciéndose en un gran
número de periódicos y también en forma de folleto dentro y fuera de América.
La principal cuestión abordada por Dickinson fue la negación del argumento
británico de que los colonos habían consentido los derechos arancelarios o
“external taxes” en el pasado, manifestando su objeción tan sólo frente a las
“internal taxes” impuestas por la Stamp Act, por lo que resultaba incoherente que
ahora sostuvieran que debían hallarse exentos también de esas “external taxes”.
Dickinson iba a aducir al respecto, que los aranceles que se habían impuesto en el
pasado no se habían establecido con el propósito de conseguir ingresos sino más
bien como parte de la regulación de conjunto del comercio en todo el Imperio.
En claro contraste con ello, las Townshend Duties eran, como claramente se
reconocía, unas medidas adoptadas con el solo fin de recaudar ingresos, por lo
que violaban la prohibición que encarnaba el principio de “no taxation without
representation”. También la Quartering Act era un impuesto, y si el Parlamento
tenía autoridad legal para exigir pertrechos para las tropas, entonces la tenía
para establecer cualquier impuesto. Al pueblo de Nueva York, jurídicamente,
no podían imponerle impuestos sino sus propios representantes, y por lo tanto

639
Thomas C. GREY: “Origins of the Unwritten Constitution...”, op. cit., pp. 882-883.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 253

no podía jurídicamente ser castigado simplemente por insistir en “their right of


self-taxation”. También las Townshend Duties eran violaciones inconstitucionales
de ese principio de “self-taxation”, que siempre había sido un decisivo “freno
jurídico” (“a crucial <legal curb>”) sobre el poder de los gobernantes ingleses.
En fin, concluía Dickinson, los funcionarios británicos tenían derecho a que se
les prestase obediencia en la medida en que se comportaran “according to the
laws”, pero cuando actuaban más allá de los “límites debidos” (“due limits”) de su
autoridad, debían ser objeto de resistencia. Dickinson vino a establecer a través
de sus Cartas una penetrante definición de lo que era la potestad impositiva,
diferenciando con meridiana claridad tal potestad de la regulación del tráfico
comercial. Una vez más, se acudía a los principios básicos de ese fundamental
law para sostener la inconstitucionalidad de leyes británicas que se consideraban
vulneradoras de aquéllos.
Particular importancia iba a tener la famosa Massachusetts Circular Letter,
fechada el 11 de febrero de 1768, escrita por Samuel Adams, uno de los más radi-
cales líderes del movimiento revolucionario. Esta Carta Circular sería enviada por
la Legislatura de Massachusetts a los speakers de las Asambleas correspondientes
de las restantes colonias, a modo de manifiesto de protesta contra la “taxation
without representation” impuesta por los británicos en las Townshend Duties. La
Circular Letter declaraba con toda claridad, con términos entresacados de Vattel y
Burlamaqui, la teoría de la inalterabilidad por la vía legislativa de la Constitución,
pues si el poder legislativo traspasara los límites constitucionales, estaría con ello
destruyendo su propio fundamento: “... that in all free States –se puede leer en la
Carta– the Constitution is fixed; and as the supreme legislative derives its power
and authority from the Constitution, it cannot overlap the bounds of it without
destroying its own foundation”, tras lo que, de inmediato, se iba a recordar que
la Constitución establece y limita tanto la soberanía como la lealtad, por lo que
los súbditos americanos, que se reconocen vinculados por las ataduras de la
lealtad, tienen una equitativa pretensión al pleno goce de las reglas fundamentales
de la Constitución británica: “that the constitution ascertains and limits both
sovereignty and allegiance, and therefore, his Majesty´s American subjects, who
acknowledge themselves bound by the ties of allegiance, have an equitable claim
to the full enjoyment of the fundamental rules of the British constitution”. Por
último, en lo que ahora interesa, se ponía de relieve el carácter de derecho esencial
e inalterable, inserto en la Constitución británica, del derecho de propiedad, del
derecho a disponer libremente de lo que sido honestamente adquirido, de lo que
nadie puede ser privado sin su consentimiento: “that it is an essential, unalterable
right, in nature, engrafted into the British constitution, as a fundamental law, and
ever held sacred and irrevocable by the subjects within the realm, that what a man
has honestly acquired is absolutely his own, which he may freely give, but cannot
be taken from him without his consent”640.

640
Los párrafos transcritos de la Circular Letter se han entresacado de Edward S. CORWIN: “The
<Higher Law> Background of American Constitutional Law” (II), op. cit., p. 400.
254 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

V. La sucesión de acontecimientos no cesó, yendo de crisis en crisis hasta


culminar en la aprobación en 1774 de las llamadas Intolerable Acts. Es cierto que
ya seis años antes, el desembarco en Boston de dos regimientos de tropas regulares
británicas con el ánimo de satisfacer así los repetidos requerimientos del funesto
Gobernador Bernard de disponer de una fuerza militar suficiente que le permitiera
tratar con los rebeldes bostonianos, supuso una nueva causa de enfrentamiento, al
considerar los colonos que la presencia en su ciudad de un ejército permanente en
tiempo de paz violaba uno de los principios constitucionales nucleares del pensa-
miento Whig, de acuerdo con el cual, en tiempos de paz, era contrario a Derecho
mantener un ejército permanente en la ciudad salvo que el mismo hubiere sido
expresamente autorizado por el Parlamento. De esta forma, en un reducido lapso
de tiempo, los colonos alzaron la voz ante lo que consideraron como sucesivas
violaciones constitucionales británicas: los general writs of assistance, la negación
del jury trial, la violación del principio “no taxation without representation”, la
presencia de ejércitos permanentes y otras violaciones de específicos derechos
tradicionales. Todo ello iba a conducir a los colonos a cuestionar toda la autoridad
parlamentaria. La Boston Port Act contribuiría notablemente a ello. No se trataba
con ella de imponer ningún nuevo impuesto, sino de algo de mucho mayor calado:
el completo cierre del puerto de Boston a todo comercio. Los colonos percibieron
esta nueva disposición como un intolerable acto de tiranía.
La respuesta se manifestó como ya era habitual en forma de la publicación
ese mismo año 1774 de numerosos folletos, de entre los cuales los más conocidos
serían los provenientes de las plumas de John Adams, James Wilson y Thomas
Jefferson. Los tres coincidían en sus puntos de vista constitucionales, que
reflejaban una apelación a ese Derecho fundamental no escrito que ya había
caracterizado las más tempranas polémicas de Otis, Samuel Adams, Dulany y
Dickinson.
Valga como modelo de los tres folletos el de James Wilson641, una de las más
brillantes cabezas jurídicas de aquella generación pre-revolucionaria, que como
ya se ha dicho, en 1789 sería nombrado por el Presidente Washington Associate
Justice de la Supreme Court. Wilson comenzó observando que los Tories (los conser-
vadores ingleses) a menudo defendían la supremacía del Parlamento sobre la base
del dogma blackstoniano de que en cada Estado debe haber un único soberano
supremo. Sin embargo, según Wilson, ese principio no era una necesidad lógica,
sino más bien un mecanismo práctico para resolver los conflictos pacíficamente,
avanzando así hacia la finalidad última de cualquier gobierno, que no era otra
sino la de alcanzar “the happiness of the society”. La legitimidad gubernamental
se hallaba fundada en el consentimiento de los gobernados, y el pueblo consentía
el gobierno en orden a alcanzar su felicidad. Pero, dicho esto, Wilson aducía que la
supremacía jurídica del Parlamento era mucho más conveniente para la felicidad
de los ingleses que para la de los americanos, quienes no estaban, y desde un
punto de vista práctico no podían estar, representados en la House of Commons.

641
Cfr. al respecto Thomas C. GREY: “Origins of the Unwritten Constitution...”, op. cit., pp. 887-888.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 255

A los americanos no podía así realmente preguntárseles si se sometían a la regla


parlamentaria, confiando en el respeto inglés de los “dictates of natural justice”.
No sólo la teoría de la soberanía parlamentaria sobre América contrariaba “the
essential maxims of jurisprudence” y “the genius of the British constitution”, sino
que, desde el punto de vista de Wilson, no era menos contradictoria con la voz de
sus leyes (“the voice of her laws”). El argumento jurídico de Wilson iba a apoyarse
primariamente en la autoridad de Lord Coke, que en el Calvin´s Case, como ya se
expuso, observó que los estatutos ingleses no se aplicaban en Irlanda a causa de
que los irlandeses no estaban representados en el Parlamento británico. Wilson,
de modo similar a Adams y Jefferson, concluía su escrito considerando que, desde
una óptica constitucional, los americanos eran súbditos del Rey de Inglaterra y
le reconocían una lealtad personal, pero eran completamente libres frente a la
autoridad legislativa del Parlamento británico.
Proyectando sus reflexiones teóricas sobre las Intolerable Acts, Wilson consi-
deró que las mismas carecían de cualquier efecto vinculante en América. Además,
esas leyes eran “unconstitutional and void”. Jefferson las tildaría de ineficaces
(“nugatory”) y Adams las visualizaría como “null and void”. La teoría no llegaba
hasta el extremo de reconocer la total independencia colonial respecto de Ingla-
terra, por cuanto venía a admitir una suerte de Imperio federalizado en el que los
americanos retenían como competencias la legislación sobre los aspectos internos
del gobierno y el establecimiento de impuestos, reconociéndose la autoridad del
Parlamento de Londres para regular el comercio de interés en todo el Imperio.
Los puntos de vista de Wilson, Adams y Jefferson reflejaban el amplio consenso
existente entre los americanos en 1774 acerca de las cuestiones abordadas. Y por
si hubiera alguna de ello, el First Continental Congress, reunido en Filadelfia en el
otoño de ese mismo año, lo iba a corroborar. En su declaración final consideraba
que los americanos, “by the immutable laws of nature, the principles of the English
constitution, and the several charters or compacts”, gozaban de los derechos a la
vida, la libertad y la propiedad, que “no one had a right to dispose of without their
consent”. Y reflejando los puntos de vista de Wilson (como asimismo los de Adams
y Jefferson), el Congreso exigía para los americanos “a free and exclusive power
of legislation in their several provincial legislatures.... in all cases of taxation and
internal policy, subject only to the negative of their sovereign”642.
En el propio otoño de 1774, los ingleses elegían una nueva House of Commons
cuya composición aseguraba que las propuestas americanas serían rechazadas,
como a la postre así acontecería, siendo de reseñar que uno de los pocos miembros
de la Cámara que apoyaron la búsqueda de un acuerdo con los americanos fue
Edmund Burke, que en un célebre discurso se mostró partidario de aceptar las
propuestas americanas. El rechazo de esta posición hacía presagiar el enfrenta-
miento armado, lo que había de convertirse en trágica realidad en un corto lapso
de tiempo.

642
Thomas C. GREY: “Origins of the Unwritten Constitution...”, op. cit., pp. 888-889.
256 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

En definitiva, esta última etapa que antecede al enfrentamiento bélico entre


las colonias y el Imperio nos muestra múltiples ejemplos de lo profundamente
arraigada que estaba la que bien podríamos denominar doctrina Otis-Henry, que
de esta forma se iba a convertir en un fundamento necesario tanto para la teoría
jurídica subyacente a la Revolución Americana como para la Constitución y las
leyes de derechos que ésta propició643. Más allá de ello, como de algún modo ya
se ha dicho, el argumento esgrimido por vez primera por Otis excitó las almas de
los colonos, convirtiéndose en el fundamento jurídico subyacente a la resistencia
colonial.

B) La etapa pre-constitucional

a) La Declaración de Independencia

El 7 de junio de 1776, el virginiano Richard Henry Lee, actuando conforme


a las instrucciones dadas por la Asamblea de Virginia, ofrecía al Continental
Congress una resolución para proclamar la Independencia. Al efecto, se designó
una comisión para que redactara la Declaración644. El 2 de julio el Congreso votaba
aprobar la resolución de independencia de Lee y dos días después la Declaration
of Independence era emitida. El documento que surgió de la afortunada pluma
de Jefferson era “a mirror of the contemporary American spirit”645. El histórico
documento estuvo directamente inspirado en el Second Treatise de John Locke646.
Es cierto que, con posterioridad, Jefferson dijo que cuando escribió la Declaración
no se refería a ningún libro, ni siquiera al que se acaba de mencionar de Locke,
pero su misma alusión a la obra de Locke es una prueba evidente del influjo del
pensamiento lockiano sobre Jefferson.
Para los colonos, que ahora reivindicaban su independencia de la metrópoli,
la principal función que había de cumplir el futuro gobierno era la protección
de los derechos individuales. Ello quedaba meridianamente claro en la que bien

643
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, Oxford University Press, New York/Oxford,
1993, p. 42.
644
La Comisión, cuyo presidente era Thomas Jefferson, quedó integrada por Benjamin Franklin,
John Adams, Roger Sherman y Robert Livingston.
645
Carl J. FRIEDRICH and Robert G. McCLOSKEY: “The Roots of American Constitutionalism”,
Introducción a la obra editada por los dos autores, From the Declaration of Independence to the Con-
stitution (The Roots of American Constitutionalism), The Bobbs-Merrill Company, Inc., Indianapolis/
New York, 1954, pp. VII y ss.; en concreto, p. XXXVII.
646
La famosa tríada de “vida, libertad y persecución de la felicidad” (en lugar de vida, libertad y
propiedad) plasmada por Jefferson en la Declaración de Independencia, siguiendo los pasos de lo que
ya había reflejado en el Bill of Rights de Virginia, de 12 de junio de 1776, no supuso, como un sector
de la doctrina ha supuesto, un gran cambio respecto al pensamiento de Locke, pues en él las líneas
entre felicidad y propiedad son fluidas, en parte porque la propiedad no tiene en su Second Treatise el
estricto significado moderno de posesión material. Carl J. FRIEDRICH and Robert G. McCLOSKEY:
“The Roots of American Constitutionalism”, op. cit., p. XI.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 257

podría considerarse la parte introductoria de la Declaración, en la que, entre otras


cosas, se lee lo que sigue:

“We hold these truths to be self-evident, that all men are created equal, that
they are endowed by their Creator with certain unalienable Rights, that
among these are Life, Liberty, and the pursuit of Happiness. That to secure
these rights, Governments are instituted among Men, deriving their just
powers from the consent of the governed. That whenever any Form of Gov-
ernment becomes destructive of these ends, it is the Right of the People to
alter or to abolish it, and to institute new Government , laying its foundation
on such principles and organizing its powers in such form, as to them shall
seem most likely to effect their Safety and Happiness...”. (Consideramos
como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales;
que están dotados por su Creador de ciertos derechos inalieanables; que
entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Que los
gobiernos se instituyen entre los hombres para garantizar estos derechos,
derivando sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados.
Que cualquier forma de gobierno que se convierta en destructora de estos
fines, es un derecho del pueblo reformarla o abolirla e instituir un nuevo
gobierno que se fundamente en tales principios, organizando sus poderes
de aquel modo que les parezca más apropiado para alcanzar su seguridad
y felicidad).

Se admite generalizadamente, y basta con la lectura del párrafo de la Decla-


ración transcrito para constatarlo, que cuando se alcanzó la independencia los
americanos, aún partiendo de la idea de que la protección de los derechos depen-
día específicamente del gobierno representativo647, que presuponía el poder del
legislativo para controlar al ejecutivo, en lo que se veía un elemento de seguridad
de los derechos, no pretendían otorgar a la legislatura un poder omnímodo; bien al
contrario, los americanos visualizaban la autoridad legislativa como una autoridad
delegada sobre la que recaían una serie de limitaciones, concepción que venía a
marcar unas claras divergencias frente a la doctrina blackstoniana de la legislative
omnipotence648, sin que con ello se quiera dar a entender, ni mucho menos, que
esta doctrina, tras la Revolución, debía entenderse periclitada.

647
Como escribe Gerber, el grito “no taxation without representation” iba a simbolizar no sólo
la disputa de los colonos con los británicos en general, sino esa misma creencia en la necesidad del
gobierno representativo para la protección de los derechos. Scott Douglas GERBER: “The Myth of
Marbury v. Madison...”, op. cit., p. 3.
648
Bien significativo del pensamiento existente al respecto es el hecho de que en un discurso
pronunciado en Boston, en 1777, Benjamin Hichborn sostendría que la libertad civil no era un
gobierno por las leyes, sino un poder existente en el pueblo en libertad (“a power existing in the people
at large”) , para alterar o aniquilar la forma o la esencia de cualquier gobierno anterior, por cualquier
causa o por ninguna causa en absoluto sino la de su propia voluntad soberana (“their own sovereign
pleasure”). Con ello, como subrayara Corwin, el mencionado orador se estaba haciendo eco de una
ampliación del derecho a la revolución hasta ese momento no contemplada fuera de las páginas de
Rousseau. Edward S. CORWIN: “The Progress of Constitutional Theory Between...”, op. cit., p. 517.
258 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

En esa misma dirección se irían ubicando las Constituciones estatales, algunas


de ellas anteriores incluso a la Declaración de Independencia, como sería el caso
de la Constitución de Virginia, unas semanas anterior, y de la Constitución de
Nueva York, establecida el 19 de abril de 1775, fecha de la importante batalla de
Concord, pues aunque todas convertían a la legislatura en la “rama” dominante
del gobierno y, por supuesto, ninguna contempló el instituto de la judicial review649,
no supusieron el abandono de la idea de la íntima conexión entre la soberanía del
pueblo y la formulación por éste de un fundamental law estrechamente vinculado
a la garantía de los derechos, razón primigenia de ser de todas las autoridades de
gobierno, y aunque es cierto que la realidad vino a mostrar que no siempre una
asamblea representativa cumplía adecuadamente su trascendente misión, ello no
significó que los americanos se conformaran con los frecuentes abusos de algunas
legislaturas. La célebre afirmación de Jefferson (“un despotismo electivo no era
el gobierno por el que luchamos”) corrobora cumplidamente lo que se acaba de
señalar.

b) Algunos posicionamientos significativos sobre dos ideas


conexas: la de un fundamental law y la de la judicial review

Tras la Revolución y la Independencia, la idea de un fundamental law, tan


arraigada en la época colonial, iba a adquirir carta de naturaleza. Piénsese que
la idea central de la Revolución americana era la reivindicación de un cuerpo de
principios y de un plan de gobierno encaminado a salvaguardar esos mismos prin-
cipios, conformadores de un corpus de naturaleza fundamental. No debe extrañar
por lo mismo que, un decenio después, la Constitución se visualizara como higher
law, superioridad que será no sólo, ni tan siquiera fundamentalmente, la resultante
de su elaboración por el pueblo, a través de sus legítimos representantes, y de su
posterior ratificación a nivel estatal, sino también, incluso de modo primigenio, de
su contenido. Como escribiera Corwin650, “the supremacy accorded to constitution
was ascribed less to their putative source than to their supposed content, to their
embodiment of essential and unchanging justice”.
Las Constituciones estatales subsiguientes a la Independencia iban a dar a los
revolucionarios americanos una palanca con la que empuñar este de otro modo
insustancial fundamental law. En alguna medida, la progresiva disminución de la
fé de los colonos en sus representantes para la protección efectiva de sus derechos
condujo a la proliferación de estas Constituciones, directamente atribuible, según

649
No sería esa la posición, a nuestro juicio absolutamente errónea, y desde luego no sostenida
por la doctrina norteamericana, del Lord High Chancellor británico, para quien “by 1787, eight of the
thirteen colonies had incorporated judicial review into their constitutions”. Lord Irvine of LAIRG:
“Sovereignty in Comparative Perspective: Constitutionalism in Britain and America”, en New York
University Law Review (N. Y. U. L. Rev.), Vol. 76, 2001, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 5.
650
Edward S. CORWIN: “The <Higher> Law Background of American Constitutional Law”, (I),
op. cit., p. 152.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 259

Gerber651, a la percibida necesidad de limitar las legislaturas. De esta manera, sú-


bitamente, el fundamental law y los principales principios que los ingleses habían
remitido a las generaciones venideras cobraban un grado de claridad y realismo
que nunca antes habían tenido. En perfecta sintonía con ello, James Iredell, de
Carolina del Norte, uno de los primeros Justices de la Corte Suprema, sobre cuyo
pensamiento retornaremos más adelante, en una carta escrita el 26 de agosto de
1787, poco antes, pues, de la aprobación de la Constitución federal, razonaba
que la Constitución no era “a mere imaginary thing, about which ten thousand
different opinions may be formed, but a written document to which all may have
recourse, and to which, therefore, the judges cannot wilfully blind themselves”652.
El pensamiento de algunos de los más ilustres hombres de la época no hace
sino corroborar, con el peso añadido de su autoridad, cuanto se ha expuesto.
Kurland y Lerner lo han puesto de manifiesto con palmaria nitidez, aportando un
impresionante acopio documental. Para estos autores, el separado y más elevado
status del pueblo “in their constitutive capacity”, distinto del de los representantes
del pueblo “in their ordinary legislative capacity”, llegó a ser el más preeminente
e insistente tema de la ruptura formal entre los Británicos y sus colonias653.
Valgan como ejemplos de esta línea de pensamiento sendas reflexiones de
James Burgh y de Thomas Jefferson. El primero, en sus Political Disquisitions
(1774), utilizará la distinción precedente para atacar la concepción de Blackstone,
proclive, como es de sobra conocido, a la existencia de un poder parlamentario
ilimitado. “Judge Blackstone, –escribía Burgh– in his account of the unknown and
unlimited power and privileges of parliament, seems to forget, that the safety of
the people limits all free governments”.
Por su parte, Thomas Jefferson, en sus conocidas Notes on the State of Virginia
(1784), reflexionando en torno a la Constitución de Virginia de 1776, consideraría
que la Constitución, por el propio significado del término, es una ley que se sitúa
por encima del poder ordinario de la Legislatura (“... a constitution... means an
act above the power of the ordinary legislature”). No sería ajeno a ello el hecho
de que la Constitución iba a ser precedida por la “Declaration of rights made by
the representatives of the good people of Virginia which rights do appertain to
them and their posterity, as the basis and foundation of government”. En este
documento, que antecede a la Declaración de Independencia en un mes tan sólo,
se enumeraban con detalle los derechos que los americanos habían reclamado,
primero como súbditos británicos y más tarde como seres humanos, y ahora ya
como ciudadanos, para asegurarlos a través de gobiernos surgidos de su propia
elección.

651
Scott Douglas GERBER: “The Myth of Marbury v. Madison...”, op. cit., p. 4.
652
Carta de James Iredell a Richard Spraight, fechada el 26 de agosto de 1787. Apud Gordon S.
WOOD: “The Origins of Judicial Review Revisited...”, op. cit., p. 795.
653
Philip B. KURLAND and Ralph LERNER (eds.), The Founders´
Constitution, The University of Chicago Press, Chicago and London, 1987, Vol. 1º,
p. 609.
260 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

En 1783, en el llamado “Jefferson´s Draft of a Constitution for Virginia”,


Jefferson se referiría a algunos muy capitales defectos (“very capital defects”)
de la primera Constitución de su Estado y, entre ellos, el de que la legislatura
podía suplantar cualquier disposición de la Constitución por una promulgación
legislativa (“the legislature could supersede any provision of the constitution by
legislative enactment”); tales defectos, según Jefferson, derivaban del hecho de que
la Constitución virginiana se había elaborado cuando el Estado era aún nuevo y
sin experiencia en la ciencia del gobierno. Para subsanar dichos defectos, Jefferson
iba a apelar a una Convención “to fix the constitution, to amend its defects, and
to bind up the several branches of government by certain laws, which, when they
transgress, their acts shall become nullities; to render unnecessary an appeal to
the people”654. Más aún, Jefferson se posicionaba claramente sobre algunos de
los puntos que habría de acoger la nueva Constitución virginiana. Enormemente
significativa al respecto será la siguiente consideración de quien habría de ser el
tercer Presidente norteamericano: “The General Assembly shall not have power
to infringe this constitution”, tras lo que añadía: “To enforce this, i. e., to provide
a safeguard against legislative tyranny of the kind that he feared under the
existing constitution, he provided a <legal obstacle>”. Este “obstáculo jurídico”
encaminado a impedir la vulneración de la Constitución por el legislativo podía
perfectamente ser el llamado Council of Revision, de la Constitución de New
York de 1777, integrado por representantes del ejecutivo y del judicial y dotado
de un poder de veto frente a la legislación, y que, como se verá más adelante, fue
propuesto a la Convención de Filadelfia a través del llamado Virginia Plan.
Más aún, en 1786, Jefferson pareció considerar la judicial review como un
principio aceptado por todo el país655. No otra interpretación se desprende del
texto de una carta escrita el 24 de enero a Demeunier: “I have not heard that in the
other states they have ever infringed their constitutions; and I suppose they have
not done it; as the judges would consider any law as void, which was contrary to
the constitution”.
La posición de Jefferson, aunque chocante con la que sostendría en su etapa
como Presidente, frente a la Marshall Court, no era por lo demás extraña. Bien
al contrario, tras la Independencia, la adopción de las Constituciones estatales
se tradujo en su visualización como fundamental law frente a los estatutos
legislativos ordinarios o los actos normativos del ejecutivo. Por lo mismo, con
anterioridad a 1800, Jefferson parecía creer en la judicial review, y si después se
alineó en una dirección proclive a la llamada “teoría tripartita”, fue en función
de las circunstancias656.

654
Apud Raoul BERGER: Congress v. the Supreme Court, op. cit., pp. 175-176.
655
Wallace MENDELSON: “Jefferson on Judicial Review: Consistency Through Change”, en The
University of Chicago Law Review (U. Chi. L. Rev.), Vol. 29. 1961-1962, pp. 327 y ss.; en concreto,
p. 328.
656
Como escribe Mendelson, “Jefferson´s means changed in the face of changing circumstances:
his ends remained constants”. Wallace MENDELSON: “Jefferson on Judicial Review...”, op. cit.,
p. 330.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 261

No menos relevancia tendría la posición explicitada en 1786 por James Iredell,


uno de los primeros miembros de la Supreme Court (fue Associate Justice entre
1790 y 1799). Revelando una mente clara y luminosa, en un artículo publicado
en un periódico de Carolina del Norte (“To the Public”), Iredell se manifestaba
públicamente en favor de la primacía de la Constitución, del carácter limitado
del poder legislativo, en cuanto necesariamente sujeto a la Constitución, y de la
judicial review. En este artículo, Iredell defendía con toda rotundidad la autoridad
de los jueces para rehusar aplicar una ley inconstitucional657.
Iredell comenzaba su artículo poniendo de relieve el radical cambio que
suponía la elaboración de una Constitución, en contraposición al sistema inglés
asentado en un poder absoluto del Parlamento: “In forming the constitution
(...) –escribía– (we) were not ignorant of the theory of the necessity of the legis-
lature being absolute in all cases, because it was the great ground of the British
pretensions (...). When we were at liberty to form a government as we thought best
(...) we decisively gave our sentiments against it, being willing to run all the risks
of a government to be conducted on the principles then laid as the basis of it...”.
Iredell contrastaba más adelante el modelo británico con el asumido por el
pueblo americano, asentado en una suerte de relación contractual, que recuerda al
contrato social rousseauniano, entre el pueblo y su futuro gobierno, separándose
de este modo del sistema inglés, en el que toda ley aprobada por el Parlamento, con
la única salvedad de aquélla que se opusiere a los principios de la justicia natural,
vinculaba al pueblo, lo que es evidente que no podía caber en esa suerte de relación
contractual entre el pueblo y su gobierno, por cuanto que éste venía obligado a
respetar los, por así llamarlos, principios contractuales en que se asentaba la
relación con aquél. “Without an express Constitution –seguía escribiendo quien
habría de ser el más joven de los seis primeros Justices de la Corte– the powers of
the Legislature would undoubtedly have been absolute (as the Parliament in Great
Britain is held to be), and any act passed, not inconsistent with natural justice (for
that curb is avowed by the judges even in England), would have been binding on
the people. The experience of the evils which the American war fully disclosed,
attending an absolute power in a legislative body, suggested the propriety of a real,
original, contract between the people and their future Government, such, perhaps,
as there has been no instance in the world but in America”.
Este peculiar contrato entre el pueblo y sus futuros gobernantes quedaba
plasmado en la Constitución, que establecía verdaderamente límites vinculantes
respecto de todos los poderes. Consecuentemente con ello, la Asamblea no tenía
derecho a violar la Constitución, pero aunque ello era así, Iredell no ignoraba
que, de facto, en ocasiones la violaba, y ante ello los únicos remedios eran o el
ejercicio del derecho de petición o la resistencia universal. Para Iredell, el primer
657
James IREDELL: “To the Public”, en Correspondence of Iredell, edited by McRee, Vol. 2, pp.
145-149. Cit. por Sylvia SNOWISS: Judicial Review and the Law of the Constitution, Yale University
Press, New Haven and London, 1990, p. 45, nota 3. Esta autora, en su espléndido libro, se ocupa
con un gran detalle de la posición de Iredell (en pp. 45-53), y de su obra extraemos el texto de James
Iredell que transcribimos.
262 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

remedio era degradante (“demeaning”) del autogobierno del pueblo, mientras


que el segundo, la revolución, era demasiado excepcional y extremo como para
ser empleado. Y ante ello Iredell se cuestiona si el poder judicial no podría tener
alguna autoridad para interferir en tales supuestos. He aquí su respuesta: “The
(judicial) duty (...) I conceive, in all cases, is to decide according to the laws of the
State. It will not be denied, I suppose, that the constitution is a law of the State,
as well as an act of Assembly, with this difference only, that it is the fundamental
law, and unalterable by the legislature, which derives all its power from it. One act
of Assembly may repeal another act of Assembly. For this reason, the latter act is
to be obeyed, and not the former. An act of Assembly cannot repeal the constitu-
tion, or any part of it. For that reason, an act of Assembly, inconsistent with the
constitution is void, and cannot be obeyed, without disobeying the superior law
to which we were previously and irrevocably bound”.
Llegados aquí, Iredell reivindica la autoridad de los jueces para ejercer la
judicial review, rechazando que con ello lleven a cabo una usurpación de poder
o ejerzan un poder arbitrario. “The judges, –concluye James Iredell– therefore,
must take care at their peril, that every act of Assembly they presume to enforce is
warranted by the constitution, since if it is not, they act without lawful authority.
This is not a usurped or a discretionary power, but one inevitably resulting from
the constitution of their office, they being judges for the benefit of the whole
people, not mere servants of the Assembly”.
Como puede apreciarse, en esta magistral construcción, que creemos que bien
podría equipararse por la brillantez de sus ideas, a la no menos esplendorosa de
Alexander Hamilton en el núm. 78 de The Federalist Papers, el juez está primaria-
mente sujeto a la Constitución, y no sólo porque ésta es la ley fundamental, sino
porque, haciéndolo así, actúa en beneficio del conjunto del pueblo, velando para
que se respeten los principios en que se asienta esa especie de contrato social que
ha suscrito con sus futuros gobernantes, mientras que si el juez diera primacía a
la ley que él mismo considera contraria a la Constitución, estaría actuando como
mero siervo de una Asamblea legislativa que, no obstante hallarse asimismo
vinculada por la Constitución, arbitrariamente la ha desconocido. Añadamos
que, de modo implícito al menos, Iredell está dando vida a un principio de pre-
sunción de constitucionalidad de las leyes, cuando alude a que “los jueces deben
presumir que toda ley de la Asamblea que ellos deben aplicar está autorizada por
la Constitución”.
La construcción de Iredell, a la que él recurriría con frecuencia en los foros,
de lo que constituye un buen ejemplo el caso Bayard v. Singleton (1787), resuelto
por los tribunales de Carolina del Norte, no dejaría a nadie indiferente. Algunas
reacciones, como las que seguirían a la resolución de este caso, fueron de gran
protesta, al entenderse que tal decisión dejaba al Estado sujeto no a la voluntad
de los representantes del pueblo, sino de unos cuantos individuos, los jueces
en cuestión. Pero la realidad es que, tras la entrada en vigor de la Constitución
Federal, la construcción dogmática de Iredell tendrá un peso indiscutible en la
consolidación , a nivel doctrinal y judicial, de la inexcusabilidad de la teoría de
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 263

la judicial review. Tras lo expuesto, no puede extrañar que en el importante caso


Chisholm v. Georgia, el primero que la Supreme Court hubo de abordar en materia
constitucional, decidido el 18 de febrero de 1793, a través de un pronunciamiento
mediante seriatim opinions, con el apoyo del Chief Justice Jay y de los Associate
Justices Cushing, Wilson y Blair, y con el Justice Iredell en dissent, éste, en su
opinion, escribiera un dictum que anticipaba en diez años la Marbury decision.
La doctrina ha admitido, que el cuerpo doctrinal que facilitan las declaraciones
acerca de la judicial review realizadas al margen del contexto de los litigios
judiciales es de un limitado valor a la hora de evaluar la comprensión original de
la judicial review658. Aunque podamos compartir tal apreciación, no cabe privar
de ningún valor a estas construcciones (a las que se podrían añadir otras), que
ponen de relieve un cierto estado de opinión entre los más relevantes juristas de
la época. Y todo ello al margen de que, como vamos a ver bien pronto, también
los foros judiciales fueron sensibles a la doctrina de la judicial review.

c) Las Constituciones estatales

Las Constituciones con las que los Estados fueron progresivamente dotándose
tuvieron como uno de sus goznes el principio de la separación de poderes, lo
que no debe extrañar por cuanto el mismo apareció en 1776 como la única base
visible para construir un sistema constitucional de gobierno limitado, algo que
resultaba esencial para salvaguardar la libertad, y no es inoportuno recordar un
conocido símil de Thomas Paine, para quien “the American Constitutions (se
refiere a las primeras Constituciones estatales) were to liberty, what a grammar
is to language”659. Ya en 1775 John Adams había hecho hincapié en la separación
de poderes660 dentro de su propuesta de un sistema de gobierno, recibiendo
este principio su expresión más extrema, según Vile661, en la Constitución de
Pennsylvania de 1776. Justamente en esta Constitución, de no muy larga vida
(en 1790 se adoptaría una nueva Carta constitucional), se estableció un órgano
peculiar, el Council of Censors, sobre el que volveremos después, uno de cuyos
deberes era precisamente el de preservar la propia Constitución.
En un documento tan temprano como el Bill of Rights de Virginia (12 de junio
de 1776) se preveía que los poderes legislativo y ejecutivo del Estado deberían
ser separados y distintos del judiciary. Bien es verdad que Jefferson, en sus muy
conocidas Notes on Virginia, escritas entre 1781 y 1783, siendo Gobernador de

658
William Michael TREANOR: “Judicial Review Before Marbury”, op. cit., p. 472.
659
Apud Lord IRVINE OF LAIRG: “Sovereignty in Comparative Perspective...”, op. cit., p. 1.
660
En sus propuestas constitucionales para diversos Estados, que tendrían una indudable influencia,
Adams defendería la idea de una Constitución equilibrada, combinando al efecto las líneas generales
del principio de la separación de poderes con el sistema de frenos y contrapesos. M. J. C. VILE:
Constitucionalismo y separación de poderes, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid,
2007, p. 166.
661
M. J. C. VILE: Constitucionalismo y separación de poderes, op. cit., pp. 164 y 151.
264 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

Virginia, procedería a explicar este principio en un sentido que venía a dejar su


significado en poco más que una cautela frente a la pluralidad de cargos en una
misma persona: “No person –escribe Jefferson– shall exercise the powers of more
than one of them (the three departments) at the same time”662. En cualquier caso,
de la importancia que Jefferson atribuía al principio de separación no podía
caber duda, pues la concentración de todos los poderes en las mismas manos no
era otra cosa que el gobierno despótico, a lo que no obstaba el hecho de que tal
concentración se hiciese residir en el poder legislativo.
También Maryland insertó en su Bill of Rights de 11 de noviembre de 1776
la siguiente declaración: “That the legislative, executive and judicial powers of
government ought to be forever separate and distinct from each other”663. Y en
el Massachusetts Bill of Rights (1780), texto redactado por John Adams, y en el
que cimentaría buena parte de su merecida fama, el art. 30 acogía el principio,
vinculándolo estrechamente con la finalidad de alcanzar “un gobierno de las leyes,
que no de los hombres”664. De esta práctica establecida en la organización de los
respectivos gobiernos estatales se habría de seguir como corolario lógico que,
años después, esa misma separación de poderes se incorporara a la Constitución
Federal como la piedra angular (“the cornerstone”) de su estructura665.
No obstante las ya aludidas prevenciones de los colonos hacia las legislaturas,
que en gran medida explican la eclosión de las Constituciones estatales, la realidad
iba a ser que estos textos posibilitarían que las legislaturas estatales se convirtieran
en órganos supremos, quedando los “departamentos” ejecutivo y judicial nomi-
nalmente independientes, pero en la praxis más débiles y subordinados. Como es
evidente, ello constituiría el caldo de cultivo idóneo para el abuso de poder, que no
iba a tardar en producirse. En cualquier caso, no ha de pensarse que la totalidad
de las Asambleas legislativas fueran diseñadas constitucionalmente como órganos
omnipotentes, en la estela del pensamiento blackstoniano. Por el contrario,
algunas Cartas constitucionales contemplaron mecanismos u órganos con vistas
a controlar a la legislatura. Así, las Constituciones de Pennsylvania (1776) y
Vermont (1777) crearon el ya mencionado Council of Censors, con la finalidad de
determinar si el legislativo o el ejecutivo ejercían poderes distintos o superiores
a los que la Constitución les confería. Este órgano tendría su equivalente en el

662
Apud Edward S. CORWIN: “The Progress of Constitutional Theory...”, op. cit., p. 516.
663
Digna de ser recordada era asimismo la proclamación de este principio en la más tardía
Constitución de New Hampshire de 1784: “In the government of this State, the three essential powers
thereof, to wit, the legislative, executive and judicial, ought to be kept as separate and independent of
each other as the nature of a free government will admit or as is consistent with the chain of connection
that binds the whole fabric of the constitution in one indissoluble bond of union or amity”.
664
En el precepto citado se contempla la separación de poderes con cierta redundancia, aunque
con la novedad de vincularla al elemento teleológico mencionado. Estos son sus términos: “In the
government of this commonwealth, the legislative department shall never exercise the executive and
judicial powers, or either of them; the executive shall never exercise the legislative and judicial powers,
or either of them; the judiciary shall never exercise the legislative and executive powers, or either of
them; to the end it may be a government of laws and not men”.
665
Horace H. LURTON: “A Government of Law or a Government of Men?”, en North American
Review, Vol. 193, No. 1, January 1911, pp. 9 y ss.; en concreto, p. 14.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 265

Council of Revision de la Constitución de New York (1777). En fin, la Constitución


de Massachusetts (1780) otorgó un derecho de veto al Gobernador, que éste debía
de ejercer en relación a la legislación que considerara en contradicción con la
Constitución.
Fue justamente de resultas de los excesos cometidos por las asambleas legis-
lativas por lo que comenzaron a buscarse mecanismos con los que contrarrestar
tales abusos. El propio Jefferson se iba a hacer eco del problema en sus ya varias
veces mencionadas Notes on Virginia. En ellas iba a atacar con cierta dureza la
Constitución virginiana de 1776 por haber producido una concentración de poder
en la asamblea legislativa que se correspondía justamente a la definición de un
gobierno despótico. No entrañaba ninguna diferencia –argumentaba Jefferson–
el que tales poderes estuviesen investidos en un cuerpo numeroso “chosen by
ourselves”, pues “one hundred and seventy-three despots” eran “as oppressive
as one” y “an elective despotism was not the government we fought for”, sino
por uno que no estuviera tan sólo fundado en principios libres, sino en el que los
poderes de gobierno estuvieran divididos y equilibrados entre varios cuerpos de
magistratura”666.
También Madison se mostraría enormemente crítico frente a los vicios del
gobierno republicano en el ámbito de los Estados667. En este contexto puede enten-
derse la atracción que Madison sintió hacia un órgano realmente novedoso creado
por la Constitución de Nueva York de 1777, el Council of Revision. Integrado por
el Gobernador, el Chancellor y los miembros de la Corte Suprema del Estado,
tenía como misión principal revisar la legislación y los proyectos de leyes y ejercer
un veto limitado sobre su aprobación. El atractivo que ejerció este órgano sobre
Madison lo llevó a incorporarlo al conocido como Virginia Plan (mayo de 1787),
que sería poco después discutido en la Convención de Filadelfia, desencadenando
a continuación el corto debate habido en esa Convención sobre la judicial review,
cuestiones todas ellas sobre las que volveremos más adelante. Para captar en toda
su amplitud el calado de la desilusión de Madison basta con recordar que Madison
era en un primer momento decidido partidario de que fueran las legislaturas y no
los tribunales (en lo que diferiría sustancialmente de Alexander Hamilton) quienes
asumiesen la protección de los principios jurídicos fundamentales.
El problema del abuso de poder por el legislativo fue generalizado, y a tal
efecto podrían aportarse diversos datos. No podemos detenernos en ellos, por lo
que nos limitaremos a recordar un célebre informe del año 1784 elaborado por
el Council of Censors de Pennsylvania, en el que, a lo largo de treinta páginas,
enumeraba muchos ejemplos seleccionados de una multitud de violaciones
llevadas a cabo por la legislatura estatal tanto de la Constitución del Estado como
de su Bill of Rights.

666
Apud Edward S. CORWIN: “The Progress of Constitutional Theory...”, op. cit., p. 519.
667
Cfr. al efecto, Jack N. RAKOVE: “The Origins of Judicial Review: A Plea for New Contexts”, op.
cit., en especial, pp. 1055-1057.
266 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

En definitiva, los años subsiguientes a 1780 conforman un período en el que


muchas de las principales pretensiones subyacentes en el idealismo revolucionario
de 1776 fueron cuestionadas y revisadas. Las propias Constituciones se convir-
tieron en algunos Estados en el punto focal de la controversia, pues, según algún
sector de la doctrina668, la veneración de las Constituciones no llegó a figurar en la
década de 1780, en ciertos Estados al menos, en un lugar prominente del discurso
público. La existencia de Constituciones, desde luego, no presuponía que existiera
una cultura del constitucionalismo. Por otra parte, las más tempranas esperanzas
de los americanos en sus asambleas democráticamente electas, basadas en gene-
raciones de experiencia colonial, fueron repentinamente echadas por tierra (“was
suddenly shattered”)669. Muchos americanos llegaron a la lamentable conclusión
de que sus legislaturas estatales no sólo eran incapaces de simplificar y codificar
el Derecho, sino, lo que aún era más alarmante, que se habían convertido en la
mayor amenaza (“the greatest threat”) para los derechos de las minorías y las
libertades individuales y en la principal fuente de injusticia de la sociedad (“the
principal source of injustice in the society”).
En correlación con la situación expuesta, un número cada vez mayor de
ciudadanos de América comenzó a mirar al judiciary como el medio principal de
restringir y frenar a estas legislaturas populares un tanto insensatas. En íntima
conexión con los intentos de limitar la “rama” legislativa estatal iba a emerger la
idea de que los jueces tenían autoridad para proteger los derechos individuales
frente a las infracciones causadas en ellos por los representantes. Ya en los años
1780, escribe de nuevo Wood, los tribunales llegaron a ser el último recurso de
una frustrada democracia (“the last resort of a frustrated democracy”) y el único
medio por el que la minoría y los derechos de los individuos podían ser protegidos
en una sociedad popular (“in a popular society”)670; por otro lado, los jueces
estatales comenzaban a verse ahora como árbitros imparciales separados de la
arena política, lo que no siempre había sucedido en gran parte del siglo XVIII, ni
sucedería, por cierto, en los primeros años de vida del federal judiciary.
Las Constituciones estatales no otorgaron en términos expresos a los órganos
judiciales la facultad de revisar la constitucionalidad de las leyes, si bien tal
facultad, a juicio de Thayer671, se podía inferir de esos textos (“it was inferential”)672.

668
Joyce APPLEBY: “ “The American Heritage...”, op. cit., p. 800. “Viewed through classical
republican prisms –escribe más adelante (p. 802) el propio autor–, the pattern of state politics was
not new-modeled democracy but long-feared anarchy”.
669
Gordon S. WOOD: “The Origins of Judicial Review...”, op. cit., p. 1304.
670
Ibidem, pp. 1305-1306.
671
James B. THAYER: “The Origin and Scope...”, op. cit., p. 129.
672
Merece recordarse la Constitución de Massachusetts de 1780, cuyo art. 6º del Capítulo VI
disponía: “Todas las leyes que hasta ahora han sido adoptadas, utilizadas y aprobadas en la provincia,
colonia o Estado de Massachusetts Bay y normalmente aplicadas en los tribunales, permanecerán
y se mantendrán con plena fuerza, hasta que sean modificadas o derogadas por la legislatura; sólo
se exceptuarán las partes que sean contradictorias con los derechos y libertades contenidos en esta
Constitución”. Es evidente que esta disposición se dirigía expresamente a los tribunales a fin de que
aplicaran una especie de “test de constitucionalidad” a todas las leyes provinciales anteriores a 1780,
pero como señala Grinnell, sería absurdo pensar que ese control había de quedar circunscrito a la
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 267

Sólo después de la aprobación de la Constitución Federal podremos encontrar en


alguna Carta estatal normas que puedan ser interpretadas en el sentido de habilitar
al poder judicial estatal el ejercicio de la judicial review; tal sería, por ejemplo, el
caso del Art. XII de la Constitución de Kentucky de 1792.
La legislación estatal de esta etapa, todavía en cierto modo revolucionaria, no
avanzó mucho hacia una más expansiva concepción del rol de los tribunales en el
control de los abusos del poder legislativo estatal, quizá por permanecer con un
carácter aún un tanto provinciano, quizá también por la inercia de una cierta visión
colonial que visualizaba a los tribunales como un apéndice del ejecutivo673, quizá,
en fin, por el influjo del pensamiento de Blackstone, para quien el principio de la
separación de poderes, último garante de la libertad, exigía que los tribunales no
tuvieran la facultad de derribar los actos legislativos, tal y como ya se ha señalado.
Sin embargo, no debe olvidarse que Blackstone, en sus célebres Commentaries,
contemplaría una excepción frente a esa regla general, cuando una causa judicial
originara una imprevista consecuencia de un acto legislativo; en tal circunstancia
Blackstone consideraría que los jueces estaban facultados para ignorar la ley674.
Ello no obstante, paulatinamente, los tribunales estatales iban a ir abriendo una
brecha por la que se introduciría esa idea ya tan arraigada, por lo menos en ciertos
ámbitos de pensamiento, de la judicial review. Y a ello nos referimos de inmediato.

d) Los tribunales estatales y los primeros casos de


ejercicio por los mismos de la judicial review

I. La permanente influencia de Blackstone y de sus nociones sobre la soberanía


parlamentaria, entre otras razones, iba a retrasar la propagación de la doctrina de
la judicial review en los Estados, operando en la misma dirección la concepción
proclive a que entre las facultades del poder legislativo se incluyera la relativa
a la interpretación del Derecho vigente675. Ello no obstante, a partir de 1776, los
tribunales estatales iban a ejercer en algunos casos la facultad de inaplicar aquellas
leyes que entendían contrarias a sus respectivas Constituciones, considerándolas

legislación aprobada dentro de esos límites temporales. F. W. GRINNELL: “The Constitutional History
of the Supreme Court of Massachusetts...”, chapter IV (“The Anti-Slavery Decisions...”), op. cit., p.
441.
673
Los tribunales –escribe Nelson– a lo largo de los años 1780, aún eran generalmente considerados
como un segmento indiferenciado de la “rama” ejecutiva. William E. NELSON: Marbury v. Madison.
The Origins and Legacy of Judicial Review, University Press of Kansas, Lawrence (Kansas), 2000, p.
34.
674
Tras rechazar de plano la facultad judicial de inaplicar una ley, al considerarla un principio
subversivo de todo gobierno, Blackstone escribe: “But where some collateral matter arises out of the
general words, and happens to be unreasonable; there the judges are in decency to conclude that
this consequence was not foreseen by the parliament, and therefore they are at liberty to expound
the statute by equity, and only quoad hoc (esto es, solamente con este alcance) disregard it”. William
BLACKSTONE: Commentaries on the Laws of England, Volume I (Of the Rights of Persons), op. cit.,
p. 91.
675
Edward S. CORWIN: “Marbury v. Madison and the doctrine of judicial review”, op. cit., p. 566.
268 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

nulas y sin valor (“null and void”), e incluso, según se ha demostrado por Sherry676,
en cinco de los siete casos en que esa autora cifra el ejercicio de la judicial review
por estos tribunales con anterioridad a 1787, en el ejercicio de esa facultad, iban a
mostrar una característica indiferencia respecto a si la ley fundamental vulnerada
era la Constitución estatal escrita o un no escrito natural law, al considerarse este
último en algunos litigios como higher law. Por todo ello, no ha de extrañar que
ya a fines del siglo XIX, Willoughby se manifestara de modo rotundo en el sentido
de que la idea del control de la legislatura por la autoridad judicial había sido
desarrollada con anterioridad a la Convención de 1787677.
Contra lo que parecería lógico pensar, la doctrina no se ha puesto por entero
de acuerdo acerca del número de casos en que se puede apreciar el ejercicio de
la facultad de judicial review por los tribunales estatales, si bien es cierto que, en
ocasiones, esa discordancia es más bien la resultante de la no exacta coincidencia
en los períodos de cómputo, aunque las más de las veces es fruto de la diversa
apreciación de cada caso por la doctrina. Y así, mientras Schwartz cuantifica un
total de cuarenta casos entre 1776 y 1803678, Crosskey alude a nueve “supuestos
precedentes” (“supposed precedents”) de la judicial review de lo que denomina la
“lista tradicional”, aunque refiriéndose tan sólo a los casos de la llamada “etapa
revolucionaria”, esto es, la que abarca el período 1776-1787, que es el que nosotros
también hemos acotado en este epígrafe. En cualquier caso, desde que Thayer, a
finales del siglo XIX, en sus Constitutional Cases, una obra ya clásica, se refiriera a
no menos de cinco decisiones de los tribunales estatales, anteriores a la adopción
de la Constitución Federal, en las que consideraron que el poder legislativo estatal
estaba limitado por las restricciones constitucionales, y que era deber del judiciary
declarar nula e inaplicable (“void and unenforceable”) la legislación incompatible
con ese Derecho superior (“legislation repugnant to such superior law”), siempre
que ello fuera necesario para determinar los derechos de las partes en casos
pendientes (“whenever necessary to determine the rights of parties in pending
cases”)679, la doctrina ha venido convergiendo en la misma idea680.

676
Suzanna SHERRY: “The Founders´ Unwritten Constitution”, en The University of Chicago Law
Review (U. Chi. L. Rev.), Vol. 54, 1987, pp. 1127 y ss.
677
Westel W. WILLOUGHBY: The Supreme Court of the United States (Its History and Influence in
our Constitutional System), The John Hopkins Press, Baltimore, 1890, p. 32.
678
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 22.
679
De ello se harían eco en la época, entre otros, L. B. BOUDIN: “Government by Judiciary”, en
Political Science Quarterly, Vol. 26, No. 2, June 1911, pp. 238 y ss.; en concreto, p. 244. Asimismo,
Horace H. LURTON: “A Government of Law or a Government of Men?”, op. cit., p. 16.
680
Así, por ejemplo, William M. MEIGS: “The American Doctrine of Judicial Power, and Its Early
Origin”, en American Law Review (Am. L. Rev.), Vol. 47, 1913, pp. 683 y ss.; en concreto, pp. 683-684
y 693. En fechas próximas, Gerber se ha hecho eco del hecho de que sobreviven informes de cinco
precedentes de decisiones de tribunales estatales en favor de la judicial review con anterioridad a la
entrada en vigor de la Constitución. Scott Douglas GERBER: “The Myth of Marbury v. Madison...”,
op. cit., p. 8.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 269

Un autor tan relevante como Corwin, profundo estudioso además del tema, se
situaría en la misma posición. Para él681, ya en tiempos de la Convención Federal
los tribunales (y en la mayoría de los casos las Cortes Supremas) de cinco Estados
habían afirmado su derecho a pronunciarse sobre la validez de la legislación
estatal: la de Virginia, en el caso Commonwealth v. Caton et al. (1782); la de New
York, en Rutgers v. Waddington (1784); la de New Jersey, en Holmes v. Walton
(1785 según Corwin, aunque esta fecha no es real, pues fue el 7 de septiembre de
1780 cuando el Chief Justice Brearly y sus Asociados se pronunciaban a través de
seriatim opinions en el caso en cuestión682); la de Rhode Island, en Trevett v. Weeden
(1786), y la de Carolina del Norte en Bayard v. Singleton (1787), caso decidido
poco después del aplazamiento temporal de la Convención Constitucional, si
bien tan sólo en los dos últimos casos se anularon realmente leyes estatales con
fundamento en su incompatibilidad con la Constitución estatal, pues aunque una
ley fue derribada por la sentencia dictada en Rutgers v. Waddington, lo fue con base
en su violación de la razón natural y de los derechos naturales.
No faltan, desde luego, autores que han establecido diversos matices respecto
de estos precedentes: desde quienes reducen a tres o cuatro los casos de ejercicio
de la facultad de judicial review683, hasta quienes, en fecha más reciente, se hacen
eco684 de cómo en los últimos recuentos, los historiadores han descubierto siete
precedentes para la judicial review en la década que va de la Declaración de
Independencia a la elaboración de la Constitución Federal.
Particular interés presenta la posición de Crosskey, quien, en una ya clásica
(y harto controvertida) obra685, refiriéndose tan sólo a casos de la etapa revo-
lucionaria, esto es, del período que culmina en 1787, alude a nueve supuestos
precedentes de la judicial review de lo que, como antes decíamos, llama la “lista
tradicional”, de los que considera que el más antiguo es un caso fechado en
1778, aunque no recogido en las respectivas actas (“unreported”) en el Estado de
Virginia, si bien el propio autor admite que este caso viene siendo refutado como
tal precedente desde 1914, para ir él mismo, seguidamente, cuestionando el resto
de casos de la lista. Al margen ya de que algunos de tales casos sean discutibles
y de que la aplicación de la doctrina de la judicial review sea esporádica, por lo
que se ha hablado de un “embrionyc stage” de la praxis de la judicial review con
anterioridad a 1787686, incrementándose tras la aprobación de la Constitución
federal en el ámbito de los tribunales estatales, es lo cierto que con anterioridad
a 1787 diferentes tribunales de, entre otros Estados, New Jersey, Virginia, Rhode

681
Edward S. CORWIN: “The Supreme Court and Unconstitutional Acts of Congress”, en Michigan
Law Review (Mich. L. Rev.), Vol. IV, 1905-1906, pp. 616 y ss.; en concreto, pp. 621-622.
682
Cfr. al respecto, Austin SCOTT: “Holmes vs. Walton: The New Jersey Precedent”, en The American
Historical Review, Vol. 4, No. 3, April 1899, pp. 456 y ss.; en concreto, p. 458.
683
Forrest McDONALD: The Presidency of Thomas Jefferson, The University Press of Kansas,
Lawrence/Manhattan/Wichita, 1976, p. 49.
684
Gordon S. WOOD: “The Origins of Judicial Review”, op. cit., pp. 1295-1296.
685
William Winslow CROSSKEY: Politics and the Constitution in the History of the United States,
op. cit., Vol. II, p. 944.
686
Suzanna SHERRY: “The Founders´ Unwritten Constitution”, op. cit., p. 1135.
270 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

Island, Nueva York y Carolina del Norte, aplicaron la doctrina o reconocieron


su legitimidad. En otra obra clásica, Goebel se ha referido a cinco leading cases
en los que los tribunales estatales se enfrentaron a la cuestión de la judicial
review en la década de 1780, concluyendo que en cuatro de ellos los tribunales
decidieron que disponían de la facultad de anular la legislación inconstitucional
(“to invalidate unconstitutional legislation”), mientras que en el quinto, en Nueva
York, un tribunal, realmente, derribó una ley con el pretexto de su interpretación
(“under the guise of interpretation”)687. Hubo otros casos en Massachusetts y en
New Hampshire en los que se viene considerando por un sector de la doctrina que
fueron declaradas inconstitucionales algunas previsiones legales.
De resultas de todo lo expuesto, puede sostenerse que, no obstante la con-
troversia doctrinal desencadenada por algunos de esos casos, en su conjunto,
proporcionan una significativa evidencia de una relativamente generalizada
aceptación en los Estados, ya en un momento anterior a la Convención Federal, de
la facultad de los tribunales de anular leyes emanadas de las asambleas legislativas
estatales con base en su contradicción con las Constituciones escritas o incluso
con principios fundamentales no escritos reconducibles al Derecho natural688.
Es cierto que el número de tales casos es reducido, lo que ha dado a pie a que
un sector de la doctrina los infravalore como precedente689. Los detractores de la
doctrina han acudido asimismo al hecho de la controversia que supuestamente
desencadenaron algunos de estos casos, como los de Rutgers v. Waddington
o Trevett v. Weeden, soslayando que las Legislaturas (como acontecería con la
de Rhode Island con ocasión del Trevett case) tuvieron mucho que ver con la
generación de esa supuesta “opinión pública” contraria a la doctrina, al intentar
en alguna ocasión la destitución de los jueces proclives a la misma, ignorando
cualquier atisbo de independencia judicial, asentados en el principio de la absoluta
supremacía legislativa, que en muchos casos se confundía con una puerta abierta
de par en par al abuso de las asambleas legislativas. Pero al margen ya de lo más o
menos convincentes que puedan parecer estos precedentes judiciales, los mismos
han de ser engarzados con el clima intelectual de la época. Cuanto hemos venido
exponiendo creemos que revela una incipiente cultura jurídica, que se remonta a
la época colonial, proclive a las bases sobre las que se habrá de asentar la judicial

687
De la revisión judicial de la legislación estatal se ha ocupado con algún detalle Julius GOEBEL,
Jr., en Antecedents and Beginnings to 1801, (Vol. I de la History of the Supreme Court of the United
States), (The Oliver Wendell Holmes Devise), Macmillan Publishing Co., Inc.–Collier Macmillan
Publishers, 2nd printing, New York/London, 1974, pp. 125-142.
688
Desde el inicio, –escribía Lurton hace justamente un siglo– se ha entendido por los tribunales
americanos, que una función propia de ellos era la de declarar nulo un estatuto legislativo si era
encontrado incompatible con la Constitución, doctrina que se originó en los tribunales de los Estados
mucho antes de la adopción de la Constitución Federal. Horace H. LURTON: “A Government of Law
or a Government of Men?”, op. cit., p. 16.
689
Así, para Boudin, estos casos no proporcionan un cuerpo de opinión de influencia dominante.
Simplemente prueban que poco antes de la adopción de la Constitución, unos pocos jueces hicieron
tímidos y aislados intentos de ejercitar la facultad de judicial review, lo que por cierto originó (siempre
según Boudin) indignación general, siendo llamados los jueces a explicar su conducta. Louis B.
BOUDIN: “Government by Judiciary”, op. cit., p. 244.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 271

review, y si se atiende a este dato, los precedentes jurisdiccionales, que no se van


a circunscribir a un único territorio, cobran un valor mucho más significativo.
Por lo mismo, Schwartz690 ha podido considerar la doctrina de la judicial review
como una parte del living law durante la década anterior a la aprobación de la
Constitución Federal.
Por lo demás, aunque los casos de judicial review de esta etapa son limitados,
como ya ha quedado claro, su examen revela una variedad de enfoques interpre-
tativos. Treanor ha considerado691, que algunos de estos casos reflejan una amplia
concepción (“a broad conception”) de la judicial review, circunstancia que se puede
constatar cuando las leyes impugnadas afectan al derecho a un juicio con jurado
o, en general, a cuestiones judiciales, mientras que la única ley impugnada no
reconducible a tales materias fue mantenida a pesar de la gran tensión existente
entre la norma legal y las disposiciones constitucionales pertinentes692.

II. No podemos detenernos aquí en un profundo examen de estos casos693,


por lo que nos limitaremos a un brevísimo recordatorio de los mismos. El caso
Holmes v. Walton (1780) es, posiblemente, uno de los más conocidos y no faltan
autores que lo consideran como el primero de una serie de decisiones a través de
las cuales se estableció la doctrina de la judicial review694, siendo de destacar el rol
creativo del Chief Justice David Brearly y de sus Jueces Asociados de la Supreme
Court of New Jersey.
En aplicación de una ley de New Jersey, aprobada el 8 de octubre de 1778695,
que condenaba los intercambios de bienes con el enemigo, posibilitando que
cualquiera pudiera incautarse de los bienes adquiridos por esa vía, encomendando
la pertinente decisión, llegado el caso, al juez de paz del condado, que a petición de
690
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 12.
691
William Michael TREANOR: “Judicial Review Before Marbury”, op. cit., p. 496.
692
Treanor contabiliza un total de siete casos en los que la judicial review fue ejercitada para evitar
la aplicación de leyes contrarias a las respectivas Constituciones, siendo de destacar el caso Holmes v.
Walton (1780), para este autor “the first judicial review case” y los Ten Pound Act Cases (1786-1787),
concernientes uno y otros a impugnaciones constitucionales frente a leyes que limitaban el juicio por
jurados (“statutes limiting jury trials”). Cfr. al efecto William Michael TREANOR: “Judicial Review
Before Marbury”, op. cit., pp. 497 y 474 y ss.
693
Nos remitimos al respecto al penúltimo epígrafe de nuestro trabajo “Los primeros pasos del
Tribunal Supremo norteamericano: la pre-Marshall Court (1790-1801)”, en Revista de Direito Público,
op. cit., en particular, pp. 71-83. En nuestro país será publicado en la obra colectiva en homenaje al
Profesor Jorge de Esteban. En dicho epígrafe abordamos justamente la cuestión de “los tribunales
estatales y su ejercicio de la judicial review en el cuarto de siglo posterior a la Revolución (1776-1801)”.
694
Tal es el caso de Charles B. ELLIOTT: “The Legislatures and the Courts...”, op. cit., p. 233.
También Crosskey alude a cómo Holmes v. Walton “has generally been regarded –as, indeed, it was,
by some, even before that event– as the earliest known state precedent in the field”, no obstante lo
cual, a renglón seguido, procede a relativizarlo notablemente como tal precedente. William Winslow
CROSSKEY: Politics and the Constitution..., op. cit., Vol. II, pp. 948 y ss.
695
La Ley de la Legislatura de New Jersey pretendía combatir el perverso crecimiento de inter-
cambios de ciudadanos del Estado con el enemigo inglés, pues después de la batalla de Monmouth,
en junio de 1778, los ingleses habían establecido su cuartel general en New York, reteniendo durante
el resto de la guerra la posesión de la “Staten Island”, adyacente a New Jersey.
272 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

cualquiera de las partes, había de convocar un jurado de tan sólo seis miembros, de
acuerdo con lo establecido por una Ley de 11 de febrero de 1775, a la que reenviaba
la Ley de octubre de 1778, no permitiéndose apelación en el supuesto de que el
veredicto fuera dado por el jurado, el Sr. Elisha Walton (que, aprovechándose
de las previsiones legales, se había incautado de un conjunto de mercancías de
gran valor en posesión de John Holmes y Solomon Ketcham, a quienes acusó de
conseguirlas tras las líneas enemigas) obtuvo un veredicto favorable de un juez de
paz del “Monmouth County” el 24 de mayo de 1799, en un proceso con un jurado
de seis miembros.
Holmes y Ketcham instaron a la Supreme Court of New Jersey, mediante un
writ of certiorari, un nuevo pronunciamiento, aduciendo que un jurado integrado
tan sólo por seis hombres era contrario a Derecho, contrario a la Constitución
de New Jersey (“contrary to the constitution, practices, and laws of the land”)696.
La Constitución de New Jersey, de 2 de julio de 1776, establecía el juicio por
jurados697, pero sin ninguna precisión acerca de la naturaleza del jurado ni de su
composición, aunque la consagración de tal derecho se ubicaba en un párrafo en
el que se llevaba a cabo una remisión de carácter general al common law. De esta
forma, lo determinante parecía ser la alusión a las “laws of the land”, en cuanto
que vendrían a completar las previsiones constitucionales, y las “leyes de la tierra”
–alusión que, probablemente, venía referida “to various charters and legislative
enactments”698– establecían desde tiempo casi inmemorial que el jurado estaría
compuesto por doce hombres699.
El Tribunal consideró que la ley estatal estableciendo un jurado de seis
miembros era contraria a la Constitución estatal en cuanto violatoria del derecho
al “trial by jury”, esto es, a un juicio por jurados. Sin embargo, la Legislatura,
anticipando la decisión final de la Corte, reformó la ley inconstitucional. Para
Scott700, ninguna duda puede quedar de que el Chief Justice Brearly y sus Asociados
se enfrentaron a la cuestión de la constitucionalidad firmemente, y a través de
su sentencia anunciaron el principio de la tutela judicial (“guardianship”) de la
Constitución frente a los abusos queridos o involuntarios de la ley ordinaria. Pero
la sentencia tendría un impacto que desbordaría los límites territoriales de New

696
Entre las varias razones en que el abogado de los demandantes justificaba que la inicial condena
de sus clientes había de ser anulada, figuraba la siguiente: “Because the jury sworn to try the above
cause and on whose verdict judgment was entered, consisted of six men only, when by the Laws of
the Land it should have consisted of twelve men”. Apud Austin SCOTT: “Holmes vs. Walton...”, op.
cit., pp. 457-458.
697
La Sección XXII de la Constitución de New Jersey disponía. “That the common law of England,
as well as so much of the statute law as have been heretofore practiced in this colony shall still remain
in force, until they shall be altered by a future law of the legislature; such parts only excepted as are
repugnant to the rights and privileges contained in this Charter; and that the inestimable right of trial
by jury shall remain confirmed as a part of the law of this colony, without repeal forever”.
698
Suzanna SHERRY: “The Founders´ Unwritten Constitution”, op. cit., p. 1141.
699
El Capítulo XXII de la West Jersey “Concessions and Agreements” de 1676 establecía. “That the
trial of all causes, civil and criminal, shall be heard and decided by the verdict or judgment of twelve
honest men of the neighborhood”.
700
Austin SCOTT: “Homes vs. Walton...”, op. cit., p. 460.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 273

Jersey, dejando una profunda huella sobre el vecino Estado de Pennsylvania cinco
años después701.

III. Virginia ha sido probablemente el Estado en el que encontramos mayor


número de manifestaciones proclives a la judicial review, y no nos referimos tan
sólo a casos judiciales, sino a otras diversas tomas de posición en torno al tema702.
En el ámbito judicial iba a tener un particularísimo interés el llamado Case of the
Prisoners703, resuelto en 1782 por la Virginia Court of Appeals, y que el periodista
Daniel Call denominó Commonwealth v. Caton, al publicar en 1827 un informe
sobre este caso judicial. Treanor se ha ocupado con detalle del caso, descubriendo
dos conjuntos de notas de abogados que se encontraban en colecciones de papeles
personales y que nunca habían sido publicadas ni analizadas por los estudiosos
de la judicial review. Se trataba de las notas acerca del caso de Edmund Randolph,
Attorney General de Virginia, que actuó en el mismo en nombre del Estado, y de
St. George Tucker, uno de los miembros designados por el Colegio de Abogados de
Virginia para intervenir en el caso, en respuesta a la llamada hecha al Colegio por
Edmund Pendleton, el presidente del Tribunal, encaminada a poder oir la opinión
de juristas de prestigio acerca del caso. Lo que les iba a otorgar un relevante
carácter a tales notas era el hecho de que sus autores fueran figuras notables
en el mundo jurídico de la época. Edmund Randolph fue miembro de la Federal
Constitutional Convention y, como tal, propuso el llamado Virginia Plan, considera-
do por algunos como “the principal source for the Federal Constitution”704, siendo
con posterioridad nombrado primer Attorney General de los Estados Unidos y
posteriormente designado Secretario de Estado, sucediendo en el cargo a Thomas
Jefferson. En cuanto a St. Georges Tucker, muy olvidado en nuestro tiempo, fue

701
Recuerda Scott que cinco años después (en 1785), el Gobernador de Pennsylvania, Morris, iba
a enviar a la Legislatura del Estado una petición (“an address”) cuyo objeto era disuadir al cuerpo
legislativo de que aprobara una ley para anular el estatuto del Banco Nacional. En tal petición el
Gobernador se referiría explícitamente a la sentencia del caso Holmes v. Walton, aun sin identificarla
en sus propios términos. Estas eran algunas de las reflexiones del Gobernador: “A law was once passed
in New Jersey, which the judges pronounced unconstitutional, and therefore void. Surely no good
citizen can wish to see this point decided in the tribunals of Pennsylvania. Such power in judges is
dangerous; but unless it somewhere exists, the time employed in framing a bill of rights and form of
government was merely thrown away”. Apud Austin SCOTT: “Holmes vs. Walton...”, op. cit., p. 464.
702
Curiosa y harto paradójica es al respecto la posición de Spencer Roane, Chief Justice de la
Virginia Court of Appeals, y uno de los mayores enemigos de Marshall, quien, no obstante ser uno de
los mayores críticos de la Marbury decision, fue un enérgico defensor de una judicial review expansiva
hasta el final de su vida, eso sí, como dice Clinton, mientras el mazo del juez (“the judge´s gavel”)
se hallaba en manos del state judiciary. En esta línea, la Corte de Apelaciones de Virginia, en el caso
Hunter v. Martin, llegó a sostener unánimemente su facultad para hacer caso omiso de una ley del
Congreso de los Estados Unidos por su supuesta disconformidad con la propia Constitución federal.
En otra ocasión, el Judge Roane declaró en una separate opinion que “this Court is both at liberty
and is bound to follow its own convictions on the subject”. Apud Robert Lowry CLINTON: Marbury
v. Madison and Judicial Review, University Press of Kansas, Lawrence (Kansas), 1989, p. 106.
703
Cfr. al respecto, William Michael TREANOR: “The Case of the Prisoners and the Origins of
Judicial Review”, en University of Pennsylvania Law Review (U. Pa. L. Rev.), Vol. 143, 1994-1995, pp.
491 y ss.
704
William Michael TREANOR: “The Case of the Prisoners and the Origins...”, op. cit., p. 494.
274 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

miembro de la Virginia Court of Appeals y juez federal de distrito, así como profesor
de Derecho en el prestigiosísimo William and Mary College, donde sucedió a uno
de los más relevantes profesores de Derecho de la época, George Wythe, además
de editor jurídico, siendo su mayor realización en este último campo una edición
en 1803 de la monumental obra de Blackstone, Commentaries on the Laws of
England, publicada en cinco volúmenes con notas de referencia a la Constitución
y leyes federales y a la legislación de la Commonwealth de Virginia. Tucker es, en
palabras de Carrington705, “arguably the most important legal scholar of the first
half of the nineteenth century”. Por lo demás, estas notas, al parecer, son las únicas
fuentes que han sobrevivido de la época revolucionaria en las que los abogados,
en un caso en que se impugnó la validez de una ley, discutieron acerca de cómo
interpretar las disposiciones constitucionales.
Creemos de sumo interés hacernos eco de algunas de las reflexiones de Tucker
en torno a la cuestión706. Dos son los aspectos más relevantes de ellas: su justifica-
ción de la judicial review y su concepción de la interpretación constitucional. Nos
centraremos en el primero de ellos. Tucker comienza invocando la disposición
del Virginia Bill of Rights conforme a la cual, “los poderes legislativo y ejecutivo
del Estado estarían separados y serían distintos del judiciary”, y la disposición
paralela de la Constitución estatal, impidiendo a cada uno de los poderes ejercer
las facultades de otro. A partir de aquí la cuestión relevante pasaba a ser la de cuál
era la función judicial. “Ahora –razona Tucker– considero que es incontrovertible
que el poder que pertenece propiamente al judiciary department es explicar cómo
las leyes de la tierra (“the Laws of the Land”) se aplican a casos particulares. Que
esta facultad de aplicar las leyes a casos específicos fue investida exclusivamente
en el judiciary era una restricción necesaria sobre la tiranía legislativa” (“a neces-
sary restraint on legislative tyranny”). Tucker invocará a Montesquieu para señalar
que su propuesta coincidía con el espíritu de la Constitución de Virginia: “The
judiciary... are by the Constitution appointed as a counterpoise to (the legislature)”.
Se sigue de todo ello que sólo el judiciary (si es que alguno de los “departamentos
de gobierno” lo puede hacer) puede decidir lo que es o no es Derecho (“what is
or is not Law”) y, consecuentemente, sobre la validez o nulidad de diferentes
leyes, contradiciéndose una con otra (“on the validity or nullity of different Laws
contradicting each other”). Tucker no alberga dudas de que cuando el conflicto
tenga lugar entre una ley y la Constitución, ésta tendrá precedencia “porque es el
´baluarte de las libertades` (“Bulwark of the Liberties”) de los ciudadanos de este
Estado (Commonwealth) conforme concibieron a su Bill of Rights, que es declarado
la base y el fundamento de nuestro gobierno”. De conformidad con esta idea St.
George Tucker concibe la Constitución “not lyable to any alteration whatsoever
by the Legislative, without destroying that Basis and Foundation of Government”.
Como fácilmente puede apreciarse, Tucker justificará la judicial review como,
705
Paul D. CARRINGTON: “The Revolutionary Idea of University Legal Education”, en William &
Mary Law Review (Wm. & Mary L. Rev.), Vol. 31, Number 3, Spring 1990, pp. 527 y ss.; en concreto,
p. 540.
706
Sobre la argumentación de Tucker, cfr. William Michael TREANOR: “The Case of the Prisoners...”,
op. cit., pp. 522-529.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 275

simplemente, un ejercicio de la función judicial de decidir el Derecho que se ha


de aplicar en un litigio concreto.
Retornando al caso propiamente dicho, aunque no podemos entrar a analizar
los interesantes planteamientos de Treanor, Profesor de la “Fordham University”,
cabe señalar que en su artículo sugiere que “un enfoque activista” (“an activist ap-
proach”) de la judicial review puede reivindicar un apoyo originario707 a la misma,
delineando una concepción expansiva del rol judicial basada en la interpretación
de una Constitución de acuerdo con su espíritu. Por lo mismo, contribuye signifi-
cativamente al debate acerca del entendimiento por la generación de los Framers
del ámbito de la judicial review, al ofrecer prueba del activismo judicial, apoyado
no en el Derecho natural, sino en una amplia interpretación de la Constitución.
En el Case of the Prisoners, John Caton y otros dos hombres condenados a la
pena capital por traición, por haber ayudado a las tropas británicas, que tempo-
ralmente habían controlado gran parte del Sureste del Estado, reclamaron ante
la Virginia Court of Appeals, aduciendo que la ley reguladora del delito de traición
(Treason Act) violaba la Constitución del Estado. Treanor ha considerado este caso
como el primero en que un tribunal americano, después de la Independencia,
se enfrentó a la cuestión de si podía declarar inconstitucional una ley708, aunque
ciertamente no podemos olvidar que dos años antes similar situación se había
planteado en New Jersey. El caso tendría también una gran proyección. Piénsese
tan sólo en que James Madison siguió muy de cerca sus vicisitudes al hilo de una
intensa correspondencia sobre el mismo tanto con Edmund Randolph como con
Edmund Pendleton, presidente del Tribunal, llegando incluso a hacerse con las
notas en que este último sustentó su opinion.
La Corte de Apelaciones de Virginia, integrada por ocho miembros, se pronun-
ció a través de ocho separate opinions. Aunque la argumentación sustentada para
no invalidar la ley es objeto de controversia, según la crónica antes mencionada
de Daniel Call, el presidente del Tribunal, Pendleton, hizo suyo el argumento
hermenéutico de Randolph, concluyendo que la Treason Act era congruente con
la Constitución de Virginia, reservándose pronunciarse acerca de la cuestión de
si un tribunal podía declarar nula una ley de resultas de su inconstitucionalidad.
Sin embargo, los siete jueces restantes se pronunciaron claramente en favor de la
facultad del tribunal de declarar la invalidez de una ley por su contradicción con
la Constitución, pero, al igual que Pendleton, aceptaron la argumentación de Ran-
dolph favorable a la constitucionalidad del texto legal709. La doctrina se ha hecho
especial eco710 del explícito apoyo a la judicial review de dos de los más destacados
miembros de la Corte, James Mercer y George Wythe, éste precisamente profesor

707
William Michael TREANOR: “The Case of the Prisoners...”, op. cit., p. 498.
708
Ibidem, p. 496.
709
Sobre la decisión propiamente dicha de la Virginia Court of Appeals, cfr. William Michael
TREANOR: “The Case of the Prisoners...”, op. cit., pp. 529-538.
710
Tal es el caso, entre otros, de Otis H. STEPHENS, Jr., en “John Marshall and the Confluence
of Law and Politics”, en Tennessee Law Review (Tenn. L. Rev.), Vol. 71, 2003-2004. pp. 241 y ss.; en
concreto, p. 242.
276 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

de John Marshall. Vale la pena recordar que, según el varias veces citado informe
de Daniel Call, la argumentación avanzada por Wythe en favor de la judicial review
se asienta en el principio de la separación de poderes. El judiciary sería el árbitro
neutral (“the neutral arbiter”), aplicando los límites establecidos por la comunidad
a través de la Constitución. Wythe dejará claro, de un lado, que la cuestión en
el caso es la de si la legislatura ha excedido sus poderes constitucionalmente
delegados, y de otro, que el propósito de la judicial review es el del control (por el
judiciary) de las otras “ramas” del gobierno711.
Seis años después de esta decisión, en 1788, la cuestión de la judicial review
volvió nuevamente a plantearse en el igualmente interesante Case of the Judges712,
que derivó de un intento de la Legislatura de Virginia de imponer deberes adicio-
nales y extrajudiciales a los tribunales. Los jueces reaccionaron dirigiendo una
reconvención (“remonstrance”) a la Legislatura en la que expresaron su pesar por
ser obligados a soslayar la cuestión de constitucionalidad de una ley, declarando
que la alternativa que tenían ante sí era o decidir la cuestión o renunciar a sus
cargos.
No deja de ser una circunstancia harto significativa, que la formación jurídica
de Marshall quedara circunscrita a la asistencia durante un período de tiempo
más bien corto a las clases impartidas precisamente por George Wythe en el
William and Mary College (1780), y que el propio Marshall, entonces un abogado
de 27 años en Richmond, estuviera presente en las sesiones del famoso caso.
Ciertamente, el tema, harto controvertido, de la legitimidad de la Marbury opinion,
escrita por Marshall, se ha tratado de ubicar por lo general en el contexto de la
historia constitucional nacional y de la aceptación a ese mismo nivel nacional de
la judicial review, pero a la vista del contexto jurídico-cultural que nos revela el
Commonwealth v. Caton case, o caso de los prisioneros, quizá debiera también
vincularse la inequívoca postura de Marshall en favor de la judicial review con ese
clima jurídico virginiano de los años 1780.

IV. También en el Estado de Nueva York encontramos un célebre caso, Rutgers


v. Waddington (1784), decidido por la Mayor´s Court of New York, esto es, por la que
podríamos denominar Corte de la Alcaldía de Nueva York, desencadenado por la
Trespass Act (Ley de Entradas ilegales), una ley estatal del año anterior que auto-
rizaba la presentación de demandas por los propietarios contra quienes hubiesen

711
“I have heard –escribía George Wythe– of an english chancellor who said, and it was nobly
said, that it was his duty to protect the rights of the subject, against the encroachments of the crown;
and that he would do it, at every hazard. But if it was his duty to protect a solitary individual against
the rapacity of the sovereign, surely, it is equally mine, to protect one branch of the legislature, and,
consequently, the whole community, against the usurpations of the other: and whenever the proper
occasion occurs, I shall feel the duty; and, fearlessly, perform it”. Apud William Michael TREANOR:
“The Case of the Prisoners...”, op. cit., p. 533.
712
Cfr. al respecto, Charles B. ELLIOTT: “The Legislatures and the Courts: The Power to Declare
Statutes Unconstitutional”, en Political Science Quarterly, Vol. 5, No. 2, June 1890, pp. 224 y ss.; en
concreto, p. 243.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 277

ocupado sus casas de conformidad con las British orders durante la ocupación
británica. Al amparo de la ley, Elizabeth Rutgers presentó una acción de entrada
ilegal contra Joshua Waddington, un ciudadano británico que había ocupado su
propiedad de Nueva York durante la guerra revolucionaria. Alexander Hamilton
actuó en este famoso caso como abogado de Waddington, esgrimiendo en su
defensa dos argumentos principales: l) que considerar a su defendido responsable
de una entrada ilegal violaba “the law of nations”713, y 2) que tal consideración
vulneraba asimismo el tratado suscrito entre los Estados Unidos y la Gran Bretaña.
La Corte apoyó formalmente la ley estatal, pero denegó la petición de la deman-
dante, concluyendo que, al aprobar la Ley de entradas ilegales, la Legislatura de
Nueva York no podía tener la intención de promulgar un texto legal incompatible
con “the law of nations”, al menos no sin una non obstante clause, haciendo saber
su intención. De esta forma, el Tribunal interpretó que la ley impedía el pleito
instado por la demandante, no obstante su nítido lenguaje en contrario, por lo que
un sector de la doctrina ha hablado, lisa y llanamente, de que la Corte declaró la
inconstitucionalidad de la Trespass Act714. La Corte newyorkina vino a equiparar
“the law of nations” con “the law of nature”, sustentando en último término la
decisión en principios generales y en la consideración de que “the act was against
natural reason and justice”, más que en un conflicto concreto entre el texto legal
y un “fundamental written law”715.
La decisión, ciertamente, desencadenó una enorme controversia, propiciando
frecuentes mítines populares en su contra (“a storm of protests”, según Boudin),
lo que es bastante comprensible, ya que perjudicaba los intereses de buen número
de los newyorkinos propietarios de viviendas. Se tachó al judiciary de usurpador
de poder. La propia Asamblea de Nueva York (the New York Assembly) intervino
en el asunto, intentando sin éxito expulsar al Juez Duane (principal responsable
de la sentencia) del cargo, y aprobando al respecto una resolución de la que
entresacamos el siguiente párrafo:

“Resolved, that the judgment aforesaid is, in its tendency, subversive of all
law and good order and leads directly to anarchy and confusion; because
if a court instituted for the benefit and government of a corporation may
take upon them to dispense with and act in direct violation of a plain and
known law of the State, all other courts, either superior or inferior, may do

713
La doctrina ha aludido a que Hamilton adujo que la ley violaba la natural justice, y que la
decisión judicial pareció sustentarse en este fundamento. En tal sentido, Charles B. ELLIOTT: “The
Legislatures and the Courts...”, op. cit., p. 237. Esta es, en el fondo, la misma idea de Sherry, para quien
la argumentación de Hamilton acerca de la sustancia de la “law of nations” y de cómo la misma debía
aplicarse al caso, sugiere una noción general de “law of nations as part of unwritten but judicially
enforceable fundamental law”. Suzanna SHERRY: “The Founders´ Unwritten Constitution”, op. cit.,
p. 1137.
714
William M. MEIGS: “The American Doctrine of Judicial Power...”, op. cit., p. 690.
715
William M. MEIGS: “The Relation of the Judiciary to the Constitution”, en American Law Review,
Vol. 19, 1885, pp. 175 y ss.; en concreto, p. 180.
278 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

the like; and therewith will end all our dear-bought rights and privileges,
and legislatures become useless”716.

La sentencia, con todo, no puede considerarse, a nuestro juicio al menos,


precisamente modélica, por no haberse manifestado con claridad sobre la
inconstitucionalidad del texto legal combatido por Hamilton, revelando la
decisión una clara incongruencia. Ello se tradujo en que la sentencia no ofreciera
mucha seguridad jurídica. De modo sorprendente, el propio Hamilton manifestó
posteriormente que en su bufete había recomendado y dirigido actuaciones con
vistas a subsiguientes procesos con base en el mismo texto legal que antes había
combatido.

V. Indiscutible interés presenta también el caso Trevett v. Weeden, decidido en


1786 por la Superior Court of Judicature de la ciudad de Newport, en el Estado de
Rhode Island. Autores tan relevantes como Bryce, Cooley y Fiske lo han citado
como “the first case in which the courts held an act of the legislature unconstitu-
tional and void on the precise ground of conflict with the fundamental law”717. Y
Corwin señaló, que de todos los considerados como “precedentes” de la judicial
review que anteceden a 1787, el único que propició el más elaborado razonamiento
sobre sus fundamentos teóricos y que produjo la más evidente impresión sobre
los miembros de la Convención fue el caso Trevett v. Weeden.
Como ha sido frecuente, la sentencia del caso no ha sido encontrada, pero
sí está disponible un muy elaborado informe del caso del que es autor James
Varnum, primer abogado de la defensa. En cuestión estaba una controvertida
ley de Rhode Island que exigía a los comerciantes locales que aceptaran billetes
de banco de curso legal, exigencia a la que, dadas las presiones inflacionistas de
la época, los comerciantes se negaban. La ley establecía diversas sanciones a los
comerciantes que se negaran a aceptar el papel moneda, que quedaban sujetos
a un proceso sin el beneficio de un jurado. El cliente de Varnum era uno de esos
comerciantes.
Varnum iba a desarrollar la teoría de un Derecho superior a los estatutos
legislativos, apelando, indistintamente, a los principios generales de la Carta de
Rhode Island, a la “invariable costumbre”, a la “Magna Carta”, al “fundamental
law”, a la ley de la naturaleza (“the law of nature”) y a la ley de Dios (“the law of

716
Apud L. B. BOUDIN: “Government by Judiciary”, en Political Science Quarterly, Vol. 26, No. 2,
June 1911, pp. 238 y ss.; en concreto, p. 246.
717
De ello se hace eco Charles B. ELLIOTT, en “The Legislatures and the Courts...”, op. cit., p. 233,
si bien este autor considera errónea esta tesis porque, aunque la cuestión fue planteada y razonada y
atrajo una gran atención, la realidad fue que la acción resultó desestimada por falta de jurisdicción
y la cuestión constitucional no fue, pues, objeto de decisión. También William M. MEIGS, en “The
Relation of the Judiciary to the Constitution”, en American Law Review (Am. L. Rev.), Vol. 19, 1885,
pp. 175 y ss., subraya que aunque el derecho del judiciary en el ámbito de la judicial review fue
primeramente sostenido en Virginia, al menos ya en 1782, “the earliest clearly established decision
is in Rhode Island” (p. 178).
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 279

God”)718. Varnum se planteó de inmediato la cuestión de si los jueces tenían una


facultad de abrogar, enmendar, alterar o hacer nuevas leyes. Su respuesta era
inequívoca: “God forbid! In that case they would be legislators”, a lo que añadía
de inmediato: “But the judiciary have the sole power of judging of laws... and can
not admit any act of the legislatures as law against the Constitution”.
Tan importante como los razonamientos de Varnum acerca de la existencia
de la facultad de judicial review sería su argumentación acerca del porqué esa
facultad debía de ser ejercida: para proteger los derechos individuales. Justamente,
el ataque sustancial del abogado contra la ley provenía de su violación del juicio
por jurados (“trial by jury”), un derecho inalienable que la legislatura no podía
con justicia infringir. Como recuerda la doctrina719, la argumentación de Varnum
estaba repleta de referencias a la “sanctity of individual rights” y al hecho de que el
régimen americano estaba basado en el aseguramiento de esos mismos derechos.
Como la sentencia del Tribunal no ha sido encontrada, la reacción del mismo a
los razonamientos de Varnum no es del todo clara. Los informes de los periódicos
de la época indican que la mayoría de los jueces se mostraron receptivos a la
posición sustentada por Varnum. Las resoluciones posteriores de la Legislatura
de Rhode Island, condenando la manera de tratar el caso por parte de los jueces
ofrece una prueba añadida del hecho precedente. Tanto en este caso como en
Rutgers v. Waddington, los defensores del absolutismo legislativo blackstoniano
formularon fuertes protestas en nombre, como es obvio, de la amenazada
autoridad legislativa. Corwin ha visto otro elemento de conexión entre este caso
y el newyorkino Rutgers case. En ambos, el tribunal decidió contrariamente a las
pretensiones de la parte que confiaba en la ley, pero lo hizo así con base en unos
fundamentos que evitaban su sometimiento a la cuestión de la judicial review720.

VI. En fin, en Carolina del Norte, la facultad de los tribunales para rehusar
la aplicación de una ley a causa de su inconstitucionalidad fue cuidadosamente
considerada y razonada en el caso Bayard v. Singleton, litigio que coincidió
parcialmente con la Convención de Filadelfia, quedando resuelto a fines de mayo
de 1787.
Como la mayoría de los Estados durante la Revolución, Carolina del Norte
confiscó las propiedades de aquellos individuos que permanecieron leales a los
británicos. El caso en cuestión afectaba a una ley que exigía de los jueces desesti-
mar, sin entrar a considerar el fondo del asunto, cualquier acción planteada por
una persona que pretendiera recuperar el título de su propiedad confiscada. En
una decisión breve, la Supreme Court of North Carolina declaró unánimemente la
inconstitucionalidad de la ley en cuestión con fundamento en que en la búsqueda

718
Edward S. CORWIN: “The Progress of Constitutional Theory...”, op. cit., p. 523.
719
Scott Douglas GERBER: “The Myth of Marbury v. Madison and the Origins...”, op. cit., p. 10.
720
Edward S. CORWIN: “The Progress of Constitutional Theory...”, op. cit., p. 530.
280 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

por un individuo de la recuperación de su propiedad confiscada, el mismo tenía


derecho a “a jury trial on the merits of his or her claim”721.
Una vez más, la sentencia no dejó de levantar polémica. James Iredell, que tres
años después llegaría a la Corte Suprema de la nación, y que unos meses antes
había publicado su famoso escrito “To the Public”, del que ya nos hemos hecho
eco, en el que, recordémoslo, enfatizaba la necesidad de refrenar a la legislatura,
artículo que, como se admite de modo generalizado, influyó notablemente sobre el
criterio de los jueces, se pronunció claramente en defensa de la sentencia dictada
por la Corte, escribiendo al respecto lo que sigue:

“The duty of that (the judicial) department I conceive in all cases is to


decide according to the laws of the State. It will not be denied, I suppose,
that the Constitution is a law of the State, as well as an act of Assembly,
with this difference only, that it is the fundamental law, and unalterable by
the legislature, which derives all its power from it.... The judges, therefore,
must take care at their peril, that every act of Assembly they presume to
enforce is warranted by the Constitution, since if it is not, they act without
lawful authority”722.

Con posterioridad al escrito de Iredell, Richard Dobbs Spaight, uno de los


delegados de Carolina del Norte en la Constitutional Convention de Filadelfia,
escribió a Iredell recriminándole por haber animado a la Corte a llevar a cabo
una usurpación de poder. Iredell le iba a contestar por medio de una carta en la
que ampliaría algunas de las consideraciones plasmadas en su escrito “To the
Public”. Más específicamente, Iredell insistiría en la necesidad de la judicial review,
pues sin ella los derechos individuales, como el derecho de propiedad, no serían
adecuadamente protegidos.

VII. Una particular peculiaridad nos ofrece el Estado de Massachusetts, Estado


que parece haber ido más lejos que otros en lo que atañe a la función de revisión
judicial de la constitucionalidad de las leyes, al haber intentado conceder tal facul-
tad a los tribunales por la vía legal. En 1786, en una ley derogatoria de otras leyes
del Estado contradictorias con la aplicación del Tratado de paz con Inglaterra, se
establecía: “that the courts of law and equity within this Commonwealth be, and
they are hereby, directed and required in all cases and questions coming before
them respectively and arising from or touching the said treaty, to decide and ad-

721
En la sentencia, los jueces de la Corte Suprema de Carolina del Norte razonaban como sigue:
“that the obligation of their oaths and the duty of their office required them, in that situation, to
give their opinion on that important and momentous subject; and that notwithstanding the great
reluctance they might feel against involving themselves in a dispute with the legislature of the state,
yet no objection of censure or respect could come in competition or authorize them to dispense with a
duty they owed to the public in consequence of the trust they were invested with under the solemnity
of their oaths”. Apud Charles B. ELLIOTT: “The Legislatures and the Courts...”, op. cit., p. 238.
722
Apud Edward S. CORWIN: “The Progress of Constitutional Theory...”, op. cit., p. 526.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 281

judge according to the tenor, true intent and meaning of the same, anything in the
said acts or parts of acts to the contrary thereof in any wise notwithstanding”723.
En relación con el propio Estado, en una carta de 11 de julio de 1788, de J. B.
Cutting a Thomas Jefferson, entonces en el extranjero, se aludía a lo que parece
ser el primer precedente en Massachusetts de la declaración judicial de una ley
como inconstitucional. Cutting, que se refiere al “varonil proceso” (“the manly
proceeding”) de la Corte de Apelaciones de Virginia, aún sin conocer el fondo
específico de la causa, cree que puede arriesgarse a aplaudir la integridad de los
jueces, que al actuar de tal modo (ejercitando la función de revisión judicial)
cumplen con su juramento y sus deberes, para añadir, en referencia a esos mismos
jueces de Virginia: “They exalt themselves and their country, while they maintain
the principles of the Constitution of Virginia and manifest the unspotted probity
of its judiciary department”, para aludir finalmente a un ejemplo semejante
acaecido en Massachusetts: “I mention that a similar instance has occurred in
Massachusetts, where, when the Legislature unintentionally trespassed upon a
barrier of the Constitution, the judges of the Supreme Court solemnly determined
that the particular statute was unconstitutional”724. En la siguiente sesión de la
Legislatura la ley judicialmente declarada inconstitucional fue abrogada.
La alusión de Cutting levantó la curiosidad de Goodell, editor de las “Acts and
Resolves of the Province of Massachusetts Bay”, conduciéndole a llevar a cabo
ciertas investigaciones que le llevaron a identificar dos casos reconducibles al
ejemplo mencionado en la carta a Jefferson. Esos casos, de los que había conocido
la Supreme Judicial Court de Worcester, en septiembre de 1786, fueron: Brattle,
Admr. v. Hinckley et al., y The Same v. Putnam et al.725

VIII. En definitiva, tras todo lo expuesto, creemos que puede sostenerse que,
a nivel estatal, ya antes de la Convención de Filadelfia, los tribunales fueron ha-
ciendo suya la teoría de la revisión judicial de las leyes desde los parámetros de las
Constituciones estatales, e incluso, en algunos casos (el caso newyorkino Rutgers
v. Waddington es bien ilustrativo de ello), desde los cánones de los principios no
escritos de la natural justice. No hay, desde luego, muchas decisiones al respecto,
pero el clima jurídico que deja entrever todo lo expuesto es harto significativo.

C) La Convención Constitucional. Su posicionamiento ante la judicial review

I. Entre el 25 de mayo y el 17 de septiembre de 1787, una Convención federal se


reunía en la planta baja de la State House de Filadelfia con la intención de rehacer
los Articles of Confederation (de 15 de noviembre de 1777), a cuyo través habían
723
Apud Charles B. ELLIOTT: “The Legislatures and the Courts...”, op. cit., pp. 238-239.
724
Apud A. C. GOODELL, Jr.: “An Early Constitutional Case in Massachusetts”, en Harvard Law
Review (Harv. L. Rev.), Vol. VII, 1893-1894, pp. 415 y ss.; en concreto, p. 415.
725
A. C. GOODELL, Jr.: “An Early Constitutional Case...”, op. cit., p. 416.
282 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

sido gobernados los Estados Unidos en ciernes desde 1781, año en que firmaron
el documento los dos representantes del Estado de Maryland. Poco tiempo antes,
una resolución del Congreso (de 21 de febrero de 1787) había convocado para el
segundo lunes del próximo mes de mayo una Convención de delegados nombrados
por los diversos Estados, para reunirse en Filadelfia “for the sole and express
purpose of revising the Articles of Confederation”.
Desde hace bastante más de un siglo viene siendo objeto de discusión
doctrinal la cuestión de si los Founding Fathers tuvieron o no la intención de que
el federal judiciary dispusiera de la facultad de declarar sin ningún efecto una ley
del Congreso por su transgresión de los límites constitucionales. Por poner un
ejemplo significativo, ya en 1905, Corwin, antes de abordar el tema, se hacía eco
de la reciente posición contrapuesta sustentada por dos prestigiosas autoridades726.
Y el paso de los años no ha desactivado la polémica.

II. La idea de la supremacía de un bloque normativo, que había de quedar


en una posición de superioridad sobre el Derecho emanado de los Estados, y a
la que se habían de anudar ciertas consecuencias jurídicas, estuvo muy presente
desde el primer momento en la Convención de Filadelfia. Una prueba fehaciente
de ello la encontramos en que en los prolegómenos del Congreso Constituyente,
por unanimidad, el Congreso aprobaba (el 21 de marzo de 1787) una resolución
que anticipaba la supremacy clause. A través de la misma, se acordaba, “that the
legislatures of the several states cannot of right pass any act or acts, for interpret-
ing, explaining, or construing a national treaty or any part of clause of it; nor for
restraining, limiting or in any manner impeding, retarding, or counteracting the
operation and execution of the same, for that on being constitutionally made,
ratified and published, they become in virtue of the confederation, part of the
law of the land, and are not only independent of the will and power of such
legislatures, but also binding and obligatory upon them”727. Aunque esta cláusula
tenía como referente a los tratados, la alusión que en ella se hacía a ese “law of the

726
Recordaba Corwin, que Cotton, editor de las “Constitutional decisions of John Marshall”,
señalaba al efecto que: “La sentencia (se refiere obviamente a la Marbury opinion) es el inicio del
sistema americano de Derecho constitucional. En ella, Marshall anunció el derecho de la Corte
Suprema a revisar la constitucionalidad de los actos de la legislatura nacional y del ejecutivo”,
juicio que apoyaba, entre otros argumentos, en que: ningún tribunal de Inglaterra tenía tal facultad;
no había una expresa autorización para ello en las palabras de la Constitución; la existencia de tal
facultad judicial había sido negada por las demás “ramas” del gobierno y por la mayoría dominante
del país, y además, tal facultad no había sido anticipada claramente por los Framers. En una posición
contrapuesta se situaba el Profesor McLaughlin, en su obra “Confederation and the Constitution”,
pues, aunque admitía que era difícil hablar con absoluta seguridad, deducía la facultad de la judicial
review de la cláusula constitucional que extiende el poder judicial de los Estados Unidos a todos los
casos “originados conforme a esta Constitución”. Consideraba McLaughlin, que por la fuerza de la
lógica, si no a causa del propósito consciente de los miembros de la Convención, se concedió esta
facultad judicial para declarar sin ningún efecto una ley del Congreso contraria al law of the land.
Edward S. CORWIN: “The Supreme Court and Unconstitutional Acts of Congress”, en Michigan Law
Review (Mich. L. Rev.), Vol. IV, 1905-1906, pp. 616 y ss. ; en concreto, p. 616.
727
Apud Robert Lowry CLINTON: Marbury v. Madison and Judicial Review, op. cit., p. 61.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 283

land” ya anticipaba que otras normas, primariamente la Constitución, habrían de


incorporarse a ese bloque normativo de rango superior. No puede ignorarse por
otro lado, que los constituyentes que iban a reunirse en Filadefia el 14 de mayo
de 1787, iniciando formalmente sus trabajos once días después y clausurándolos
el 17 de septiembre, habían expresado su deseo de redactar una Constitución,
pues desde el primer momento acordaron que no bastaba para la consecución de
sus fines con una simple reforma de los “Artículos de la Confederación y Unión
perpetua”, y de acuerdo con el apotegma ampliamente aceptado de Vattel, que ya
había inspirado el pensamiento de James Otis, los legisladores no podían cambiar
el texto constitucional sin que ello se tradujera en la anulación de su autoridad.
No hubo, pues, necesidad de transigir sobre la cuestión de si la nueva Cons-
titución tenía que ser la “suprema ley de la tierra”. La explicación de ello es bien
sencilla: el más serio defecto de los Articles of Confederation había sido su fracaso
en proporcionar al gobierno central un medio de hacer cumplir sus decisiones.
El resultado fue que el gobierno nacional era en la práctica inferior a los de los
Estados miembros aún en lo relativo a los objetivos de la Confederación.
La Constitución iba a pasar a ser considerada the supreme law of the land, y en
sintonía con tal superioridad, los estatutos (leyes) aprobados por el Legislativo,
con independencia ya de que se tratara del Congreso o de las Legislaturas estatales,
iban a considerarse válidos, y por lo mismo aplicables, tan sólo si se hallaban
de acuerdo con la Constitución. Enormemente significativa al respecto sería la
supremacy clause del párrafo segundo del Art. VI de la propia Constitución, que iba
a elevar a la mencionada categoría de supreme law of the land, junto a la Constitu-
ción y los tratados hechos “under the authority of the United States”, a “the laws
of the United States which shall be made in pursuance thereof”. Aunque no es una
interpretación ni mucho menos pacífica entre la doctrina, a nuestro entender, en
esa cláusula de superioridad, de alguna manera, ya se hallaba latente la judicial
review, pues de nada valía proclamar la superioridad de unos determinados textos
normativos si los mismos podían ser transgredidos por los legisladores sin que
mediase una posibilidad de respuesta jurídica. Implícitamente, pues, la supremacy
clause presuponía un mecanismo de fiscalización de las leyes (estatales sobre
todo) a efectos de verificar su conformidad o disconformidad con la Constitución.
Sin embargo, lo que más importa no es tanto visualizar el precepto constitu-
cional en que puede encontrar cobertura el ejercicio de la judicial review, cuanto
constatar si, aunque fuera implícitamente, los Founding Fathers hicieron suya
esta doctrina, que por todo lo hasta aquí expuesto, es claro que ya existía. A lo
largo del tiempo, en realidad hasta nuestros días, la doctrina ha prestado una
atención preferente sobre lo que se conoce abreviadamente como “the Framers´
intent”, esto es, sobre el posible diseño por los autores de la Constitución de la
judicial review, atendiendo al efecto a una multiplicidad de variables, como por
ejemplo, el proceso de selección de los miembros de la Convención de Filadelfia,
las posiciones expresadas en la propia Convención, el proceso de selección de los
miembros de las Convenciones estatales de ratificación, las posiciones explicitadas
en estas Convenciones, el debate público sobre la ratificación, los eventos de
284 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

la época indiciarios de los puntos de vista sobre el judiciary mantenidos por


los miembros de la Convención Constitucional.... Westin ha compendiado las
diferentes posiciones sustentadas por la doctrina en estos cuatro grupos728: 1) Los
Framers, conscientemente, previeron la judicial review de las leyes del Congreso,
a través de específicos términos acogidos a tal efecto por la Constitución. 2) Los
Framers, conscientemente, asumieron que esta facultad judicial fluiría como
una resultante normal de otras competencias dadas a los tribunales, al igual que
de la propia lógica dimanante de una Constitución escrita que crea un gobierno
limitado. 3) Los Framers se mostraron indecisos acerca de la judicial review of
legislation. La Convención finalizó sin una resolución consciente acerca de esta
cuestión y los Framers abandonaron Filadelfia llevando consigo suposiciones
divididas acerca de si la judicial review podía desarrollarse o no. 4) Los Framers
consideraron la cuestión de la judicial review y de modo deliberado la dejaron
fuera de la Constitución, a causa de que una mayoría de ellos no estaba convencido
acerca de su acierto o necesidad. Durante décadas han sido las posiciones segunda
y tercera las que han concitado mayor apoyo doctrinal, aunque también la primera
y la última, de vez en cuando, han recibido algún respaldo.
Centrándonos ahora en algunas posiciones doctrinales concretas, que nos
parecen significativas, podemos comenzar recordando a Thayer, quien, en su
célebre y clásico trabajo ya con anterioridad mencionado, afirmaba: “In the
Federal convention of 1787, while the power of declaring laws unconstitutional
was recognized, the limits of the power were also admitted”729. Quizá haya sido
Beard, hace prácticamente un siglo, quien de modo más rotundo, en un sólido y
harto convincente trabajo, mostrara cómo la Constitutional Convention asumió

728
Alan F. WESTIN: “Introduction. Charles Beard and the American Debate Over Judicial Review,
1790-1961”, en Charles A. Beard, The Supreme Court and the Constitution, Prentice-Hall, Inc.,
Englewood Cliffs, New Jersey, 1962, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 5.
729
James Bradley THAYER: “The Origin and Scope of the American Doctrine of Constitutional
Law”, op. cit., p. 140. Creemos de interés precisar en una mínima medida cuáles son esos límites a los
que alude Thayer. En esencia, podríamos reconducirlos a que sólo cuando la contradicción de la ley
con la Constitución sea evidente, se podrá no aplicar esa norma legal. Tras este planteamiento, que,
ciertamente, encuentra precedentes por parte de la doctrina y de algunas posiciones jurisprudenciales
de los primeros años de vida constitucional, de las que se hace eco en su artículo el autor, nos parece
que late el principio de presunción de constitucionalidad de las leyes. Para Thayer, esta regla era “algo
más que una forma de lenguaje, una mera expresión de cortesía o deferencia” (p. 143). Abundando
en esa idea, escribía Thayer más adelante: “It can only disregard the Act when those who have the
right to make laws have not merely made a mistake, but have made a very clear one, --so clear that
it is not open to rational question. This is the standard of duty to which the courts bring legislative
Acts; that is the test which they apply” (p. 144).
La argumentación con la que, a renglón seguido, Thayer sustenta su regla presenta una asombrosa
modernidad, pese a los 120 años transcurridos desde que su autor la formulara. Considera Thayer, que
“esta regla reconoce que habiendo considerado las grandes, complejas y siempre amplias exigencias
de gobierno, mucho de lo que parecerá inconstitucional a un hombre o cuerpo de hombres, puede
razonablemente no parecerlo así a otro; que la Constitución admite con frecuencia diferentes interpre-
taciones; que hay a menudo una variedad de opciones y de juicios; que en tales casos la Constitución
no impone sobre la legislatura ninguna opinión específica, sino que deja esta variedad de opciones,
y que cualquier opción que es racional es constitucional”. “This is –concluye Thayer– the principle
which the rule that I have been illustrating affirms and supports” (p. 144).
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 285

la doctrina que nos ocupa730. Y lo hizo precisamente en respuesta a la posición


de quienes (como el Chief Justice de la Corte Suprema de Carolina del Norte,
Walter Clark, el Decano William Trickett, de la Dickinson Law School, el Profesor
Louis B. Boudin y algunos otros relevantes escritores jurídicos) negaban que los
Framers hubieran autorizado ni expresa ni implícitamente que el federal judiciary
se pronunciara sobre la constitucionalidad de las leyes. Volveremos más adelante
a este trabajo.
En fechas no tan alejadas, Wright señalaba que hay pruebas suficientes
que demuestran que un cierto número de Framers asumieron que la judicial
review sería ejercida tanto por los tribunales federales como por los estatales,
sobre la legislación tanto del Congreso como estatal. Y aunque el número de
manifestaciones al respecto no es grande, el mero hecho de que tales puntos de
vista fuesen expresados y sólo muy raramente cuestionados, aunque ninguna
propuesta expresa de constitucionalización de esta facultad de revisión judicial
fuera hecha, es indicativo de que se presuponía que ninguna sanción constitu-
cional expresa era necesaria para el ejercicio de esta facultad judicial731. Hace
pocos años, de modo similar, Prakash y Yoo argumentaban732, que los delegados
a la Convención asumieron que la judicial review existía al margen de cualquier
redacción constitucional que pudiera pensarse para autorizar de modo específico
cualquier forma de judicial review (“prior to any language that could be thought
to specifically authorize any form of judicial review”).
No han faltado, desde luego, interpretaciones contrarias o que han matizado
sensiblemente las precedentes consideraciones. Entre ellas, quizá ninguna ha
suscitado más polémica que la de Crosskey, cuya posición puede condensarse
en estas palabras: “judicial review was not meant to be provided generally in the
Constitution as to acts of Congress, though it was meant to be provided generally
as to the acts of the states, and a limited right likewise was intended to be given
to the Court, even as against Congress, to preserve its own judiciary prerogatives
intact”733. Esta tesis de que la judicial review fue pensada en sede constituyente
como un instrumento de control casi exclusivo de la legislación estatal, esto
es, como una suerte de “control de federalidad”, ha dado lugar a una notable,
incluso agria, polémica. Sin ánimo de entrar en ella, aludiremos tan sólo, por
la personalidad del objetante, a las ácidas reflexiones vertidas por Hart, quien,
cervantinamente, comienza señalando que el “Don Quixote of Chicago” “rompe
demasiadas lanzas en sus violentos ataques (“his onslaughts”) contra los molinos
de viento de la historia constitucional como para permitir una detallada revisión
de cada aventura”734. Para Hart, si la transcrita afirmación de Crosskey finalizara
730
Cfr. al efecto, Charles A. BEARD: “The Supreme Court–Usurper or Grantee?”, en Political Science
Quarterly, (Pol. Sci. Q.) Vol. 27, No. 1, March 1912, pp. 1 y ss.
731
Benjamin F. WRIGHT: The Growth of American Constitutional Law, op. cit., p. 16.
732
Saikrishna B. PRAKASH and John C. YOO: “The Origins of Judicial Review”, en University of
Chicago Law Review (U. Chi. L. Rev.), Vol. 70, 2003, pp. 887 y ss.; en concreto, p. 953.
733
William Winslow COSSKEY: Politics and the Constitution..., op. cit., Vol. II, p. 1007.
734
Henry M. HART, Jr.: “Professor Crosskey and Judicial Review”, en Harvard Law Review (Harv.
L. Rev.), Vol. 67, 1953-1954, pp. 1456 y ss.; en concreto, p. 1456.
286 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

con la palabra “states”, omitiendo el último inciso, uno podría haber dicho que
tal tesis era muy discutible antes que muy clara, pero a la vista de la totalidad
de su tesis, la posición de Crosskey se halla, siempre según Hart735, simplemente
sin relación con la realidad. Con su modelo, el “caballero de La Mancha” (“the
Knight of La Mancha”) ha construido su propio mundo de nunca jamás (“a never-
never world of his own”), cuyo encanto, si es que lo tiene, reside en su ocasional
iluminación de las paradojas y debilidades del mundo real.
Al margen ya de las polémicas, es claro que la Convención Constitucional,
formalmente, dejó sin resolver la cuestión del órgano u órganos que habrían de
reaccionar jurídicamente cuando las normas dotadas de esa primacía fueran
vulneradas por normas inferiores. Para la comprensión del problema subyacente,
es importante tener presente que en 1787 existía un cierto temor, al que no
escaparían los Framers, frente al peligro que podía acechar a los Estados de
opresión por un distante gobierno federal, que se visualizaba en el temor hacia el
“legislative despotism”736. Pero no puede descartarse que a ese temor se uniera otro
más irreal y abstracto si se quiere respecto al instrumento de la judicial review. Es
posible que algunos de los Founding Fathers pensaran que esa idea omnipresente
desde tiempos lejanos de un fundamental law, aunque plasmada ahora en una
Constitución escrita, era tan fundamental, tan diferente del Derecho ordinario,
que su invocación tenía que ser un ejercicio político excepcional y muy delicado.
En ello ha visto Wood una razón explicativa del hecho, a nuestro juicio harto
discutible, casi nos atreveríamos a decir que por entero insostenible, de que buen
número de delegados en la Convención de Filadelfia miraran la nulidad judicial
de la legislación con un sentido de temor y asombro (“with a sense of awe and
wonder”)737. No obstante estos hipotéticos sentimientos de temor, hubiera resulta-
do perfectamente coherente que la Convención Constitucional abordara de modo
frontal la mencionada cuestión, lo que era tanto como decir el tema de la judicial
review, salvo, claro está, que la misma se considerara tan inherente al ejercicio de
la función judicial, que se entendiera innecesaria su positivación, pero lo cierto
es que en la Convención no hubo un debate general sobre esa facultad de revisión
judicial. No faltarían, como ya se ha dicho, delegados que se mostraron claramente
favorables a la judicial review738, al igual que otros, una pequeña minoría en
cualquier caso, se opusieron a tal doctrina739. Y desde luego, y esto es importante
que se tenga presente, los Framers no arrancaron el concepto de judicial review

735
Ibidem, p. 1457.
736
Raoul BERGER: Congress v. the Supreme Court, op. cit., p. 8.
737
Gordon S. WOOD: “The Origins of Judicial Review Revisited...”, op. cit., pp. 787 y ss.; en concreto,
p. 796.
738
Hay evidencia, señala White, de que algunos de los Founding Fathers, Hamilton de modo muy
notable, contemplaron la judicial review como una potestad a través de la cual una élite judicial
independiente podía atenuar (“temper”) los excesos democráticos de las legislaturas mediante la
afirmación de los equilibrios políticos republicanos (“the republican political balances”) inherentes
a la Constitución. G. Edward WHITE: The American Judicial Tradition, op. cit., p. 24.
739
De la relativa discusión convencional en torno a esta cuestión se hace eco Charles BEARD,
en The Supreme Court and the Constitution, Prentice-Hall, Inc., Englewood Cliffs, New Jersey, 1962,
(copyright 1912 by the Macmillan Company), pp. 46 y ss.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 287

del vacío; por el contrario, ellos volvieron la vista atrás, a la declaración de Coke
en el Bonham´s case (1610). Esto parece fuera de cualquier duda740.

III. La judicial review llegó a ser un tópico para la discusión en la Convención


sólo después de que una propuesta emanada de Madison (el denominado Virginia
Plan) para la adopción de un llamado Council of Revision hubiese sido considera-
da741 y discutida entre el 17 y el 21 de julio de 1787. Tal órgano, que como ya se ha
señalado, tenía precedentes en algunas Constituciones estatales, habría debido
quedar integrado por el Presidente y por miembros del Judiciary, ejerciendo un
poder de veto frente a las leyes cuando ello se entendiere apropiado, y hay que pre-
suponer que se consideraría como tal cuando la ley se opusiese a la Constitución.
El Council of Revision fue rechazado (dando paso por cierto a la potestad de veto
presidencial) al percibirse como una violación del principio constitucional de la
separación de poderes, pero también porque varios delegados (entre ellos, Elbridge
Gerry y Rufus King) esgrimieron que la específica inclusión del Judiciary en ese
Consejo era innecesaria, en cuanto que, como jueces, dispondrían de la facultad
de llevar a cabo un control sobre la legislación (“a check on legislation”) a fin de
pronunciarse sobre su constitucionalidad. A este respecto, recuerda Corwin742, que
cuando se debatió la proposición relativa al Council of Revision, varios relevantes
delegados, como Gerry de Massachusetts, Wilson de Pennsylvania, Mason de
Virginia y Luther Martin de Maryland, sostuvieron en diferentes momentos la
facultad de la Corte Suprema y del resto de los tribunales de pronunciarse, al hilo
de un litigio de que conocieran, sobre la constitucionalidad de la legislación del
Congreso.
Por referirnos a alguna de esas intervenciones, recordaremos que Elbridge
Gerry significó, que en algunos Estados, con general aprobación, los jueces habían
dejado de lado leyes al considerarlas contrarias a la Constitución. Luther Martin
declararía a su vez que “as to the constitutionality of laws, that point will come
before the Judges in their proper official character. In this character they have a
negative on the laws. Join them with the Executive in the revision, and they will
have a double negative”743. Y George Mason, el hombre que desempeñó un papel
primario en la redacción, tanto de la primera Constitución de un Estado (el suyo
propio, Virginia), como de la primera Declaración de Derechos norteamericana744,
se manifestaría de acuerdo con Martin acerca de la existencia de la judicial review,
mostrando su discrepancia tan sólo respecto de la consideración de Martin sobre
740
Raoul BERGER: Congress v. the Supreme Court, op. cit., p. 23.
741
Análogamente, P. Allan DIONISOPOULOS and Paul PETERSON: “Rediscovering the American
Origins of Judicial Review: A Rebuttal to the Views Stated by Currie and Others Scholars”, en John
Marshall Law Review (J. Marshall L. Rev.), Vol. 18, 1984-1985, pp. 49 y ss.; en concreto, pp. 56-57.
742
Edward S. CORWIN: “The Supreme Court and Unconstitutional Acts of Congress”, en Michigan
Law Review (Mich. L. Rev.), Vol. IV, 1905-1906, pp. 616 y ss.; en concreto, p. 619.
743
Apud Mary Sarah BILDER: “The Corporate Origins of Judicial Review”, en The Yale Law Journal
(Yale L. J.), Vol. 116, Number 3, December 2006, pp. 502 y ss.; en concreto, p. 549.
744
Bernard SCHWARTZ: Algunos artífices del Derecho norteamericano, Abeledo Perrot-Editorial
Civitas, Buenos Aires, 1989, pp. 22-23.
288 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

la existencia de “a double negative”, por cuanto para Mason, los jueces tan sólo
podían impedir en un caso la aplicación de las leyes. “They could declare an
unconstitutional law void”745.
Si el establecimiento de un “separate body of men” con vistas a que se pronun-
ciara sobre la constitucionalidad de las leyes no dejaba de suscitar problemas746, la
peculiar formación de los jueces, que Elliott caracterizaría como “the middlemen
between the pure philosophers and the pure men of government”747, parecía capa-
citarles para esa tarea. Parece por lo demás verificado que tanto los proponentes
del Council of Revision como los delegados opuestos al mismo reconocían que
los tribunales revisarían la validez de la legislación emanada del Congreso748. En
cualquier caso, lo que resulta absolutamente incontrovertible es que los delegados
convencionales reunidos en Filadelfia tuvieron un conocimiento directo de que los
tribunales estatales venían afirmando la facultad de aplicar la propia Constitución
del Estado por encima de la legislación estatal que la contradijera, no obstante
no apoyarse tal facultad en específicas disposiciones constitucionales. No ha de
extrañar por lo mismo, como escribe Warren749, que “there was a very particular
reason why the framers should desire and contemplate similar action on the part
of the Federal Judiciary which they were establishing in the new Constitution”.

IV. La incomplitud de las actas de la Convención750 impide una nítida percep-


ción de los posicionamientos en torno al tema, lo que puede contribuir a explicar
que las interpretaciones doctrinales no sean coincidentes. Con todo, varios
relevantes autores, como quien fuera Chief Justice de la Corte Suprema, Charles
Evans Hughes, en su clásica obra sobre la misma751, o Berger, en su espléndido

745
Bien es verdad que tras esa afirmación Mason apostillaría: “But with regard to every law however
unjust, oppressive or pernicious, which did not come plainly under this description, they would be
under the necessity as Judges to give it a free course”. Apud William Michael TREANOR: “Judicial
Review Before Marbury”, op. cit., p. 470.
746
En 1890, Elliott escribía al respecto lo que sigue: “Nothing could be gained by establishing
a separate body of men to pronounce upon the constitutionality of laws. Such a tribunal would be
liable to err as the legislature. Quis custodiet custodes? Tribuni aut ephori?”. Charles B. ELLIOTT:
“The Legislatures and the Courts...”, op. cit., p. 240.
747
Charles B. ELLIOTT, en Ibidem.
748
En tal sentido, David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court (The First Hundred
Years. 1789-1888), op. cit., p. 70.
749
Charles WARREN: Congress, the Constitution and the Supreme Court, Johnson Reprint Corpora-
tion, New York and London, 1968, (first published in 1925 by Little, Brown, and Company), p. 43.
750
Particularísima importancia tendrían al respecto las Notes of the Debates escritas por Madison.
Dewey ha escrito que Madison fue tan consciente del significado político de sus Notes, que no quiso que
fueran publicadas hasta que todos los miembros de la Convención hubieran muerto. Ello explicaría
que sólo en 1840, pocos años después del fallecimiento de Madison, ocurrido en 1836, vieran la luz
tales Notes. Cfr. al efecto, Donald O. DEWEY: “Crosskey versus Madison: James Madison and the
United States Constitution” (Book Review), en University of Richmond Law Review (U. Rich. L. Rev.),
Vol. 19, 1984-1985, pp. 435 y ss.; en concreto, p. 436.
751
Charles Evans HUGHES: The Supreme Court of the United States (Its Foundation, Methods and
Achievements. An Interpretation), Columbia University Press, New York, 1928, p. 79.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 289

libro752, se han hecho eco del minucioso estudio llevado a cabo por Beard acerca
de las posiciones de los Framers en torno a la judicial review, al que ya hemos
aludido, y que, desde luego, nos parece concluyente. En su cuidadoso análisis de
las opiniones de los miembros de la Convención, Beard demuestra753, que de los
55 miembros de la Convención Federal que estuvieron presentes en sus reuniones,
por lo menos un tercio de ellos mantuvo una escasa o nula participación en el
debate, mientras que algunos otros, aún participando, tuvieron un mínimo peso
en el mismo. Hubo 25 miembros que, por razones de su personalidad, capacidad
y asiduidad (“by reason of character, ability and assiduity”), fueron el elemento
dominante en la Convención (“the dominant element in the Convention”); pues
bien, 17 de ellos se pronunciaron directa o indirectamente a favor del judicial
control, mientras que otros miembros menos influyentes también parecieron
entender y aprobar esta función judicial. Wolfe, por su parte, ha apostillado que,
de entre quienes hablaron acerca de la judicial review en la Convención, sólo
dos delegados rechazaron claramente que el judiciary pudiera disponer de tal
facultad754.
No es la anterior la posición de Crosskey755, para quien la única evidencia
relevante en las actas existentes de los debates de la Convención, esto es, en las
anotaciones de Madison, es la que se conecta con el cuarto intento fallido (el 15 de
agosto) del grupo Madison-Wilson de alcanzar su objetivo de un control judicial
sobre la legislación nacional. Este cuarto y último intento se formalizó a través
de una moción presentada por Madison, con Wilson como su segundo firmante,
encaminada a otorgar a la Supreme Court una facultad de veto discrecional
sobre la legislación emanada del Congreso. Crosskey va incluso más allá cuando
sostiene que la tripartite theory of constitutional interpretation es la que prevaleció
en el partido Federalista cuando se formó el primer gobierno, lo que conduce a
presuponer, dada la cercanía en el tiempo de la Convención Constituyente, que esa
fue asimismo la interpretación prevalente de los Federalistas en el Constitutional
Congress. De acuerdo con esa teoría, cada departamento del gobierno era el juez
constitucional de sus propios poderes constitucionales, y cuando la decisión de
algún asunto particular implicaba la intervención de más de un departamento, la
cuestión había de ser resuelta entre los departamentos interesados756.
La posición de Crosskey respecto al tratamiento de la doctrina de la judicial
review por la Convención y, en particular, por Madison, exige de matizaciones
adicionales inexcusables. La primera de ellas es la de que la postura de Madison
no puede ser sublimada, pues es bien conocida por sus incongruencias y cambios
de perspectiva. Incluso su propio biógrafo Irving Brant así lo reconoció. Por lo
mismo, sus posicionamientos han de ser relativizados. Con todo, en la Convención,

752
Raoul BERGER: Congress v. the Supreme Court, op. cit., pp. 47-48.
753
Charles A. BEARD: “The Supreme Court–Usurper or Grantee?”, op. cit., pp. 3-4.
754
Christopher WOLFE: The Rise of Modern Judicial Review, op. cit., p. 74.
755
William Winslow CROSSKEY: Politics and the Constitution..., op. cit., Vol. II, p. 1018.
756
Ibidem, p. 1035.
290 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

Madison se hizo eco del tema de la judicial review757, señalando francamente


en un determinado momento que “a law violating a constitution established
by the people themselves would be considered by the Judges as null and void”.
Y aunque es cierto que Madison cuestionaría que la Supreme Court pudiera
tener jurisdicción en aquellos casos que, aún entrañando una interpretación
constitucional, carecieran de naturaleza judicial (“judiciary nature”), no lo es
menos que el mismo día en que defendía tal tesis, sostenía que una cláusula
específica prohibiendo las leyes con efecto retroactivo que dañen una obligación
contractual (“retrospective laws impairing contract obligation”) era innecesaria
ya que “the prohibition on ex post facto laws, which will oblige the Judges to
declare such interferences (with contracts) null and void”. Dicho de otro modo,
una ley que vulnerara la mencionada cláusula constitucional era nula y sin
valor, y así debía ser considerada por los jueces. Ello venía a suponer, que para
quien habría de ser el cuarto Presidente de los Estados Unidos era innecesario el
establecimiento de cláusulas constitucionales específicamente sancionadoras de
las leyes que contradijeran mandatos constitucionales, porque ante tales normas
legislativas, a los jueces (en los casos de que conocieran) no les cabía otra opción
que la de declarar su nulidad. Es cierto asimismo –y ello es prueba fehaciente de
sus incongruencias– que Madison sería el redactor de las Virginia Resolutions,
de diciembre de 1798, en las que defendió el derecho de los Estados a decidir
por sí mismos cuestiones de constitucionalidad, pero también lo es que con
posterioridad reconoció repetidamente la judicial review.
En resumen, al margen ya de las discrepancias doctrinales, no parece que
pueda caber duda de que el tema de la facultad de revisión judicial fue abordado
por los delegados en la Convención, aunque no lo fuera de modo frontal, quizá,
como ya hemos tenido oportunidad de decir, porque esta función judicial se
consideraba arraigada en el propio rol del judiciary, pues los miembros de la
Convención relacionaron la función de la judicial review con la facultad propia
de los jueces en cuanto “expositors of the law”, esto es, en cuanto comentaristas o
intérpretes del Derecho758, y muy posiblemente esa fuera la última ratio por la que
los delegados en la Convención no consideraron necesario constitucionalizar la
judicial review. En tal sentido, se ha podido escribir que, desde el principio hasta
el final de la Convención, los delegados asumieron que la judicial review fluiría
naturalmente (“would flow naturally”) del rol del judiciary, de conformidad con
una constitución escrita que reconocía el principio de la separación de poderes759.
No faltan, desde luego, interpretaciones que se separan o matizan lo que acaba
de decirse. Así, hace ya un siglo, Trickett consideraría equívocos, en lo que a esta

757
Así lo corrobora en un artículo específicamente dedicado al tema Ketcham. Cfr. al efecto, Ralph
L. KETCHAM: “James Madison and Judicial Review”, en Syracuse Law Review (Syracuse L. Rev.), Vol.
8, 1956-1957, pp. 158 y ss.; en concreto, p. 159.
758
Edward S. CORWIN: “Marbury v. Madison and the doctrine of judicial review”, op. cit., p. 561.
759
Saikrishna B. PRAKASH and John C. YOO: “The Origins of Judicial Review”, op. cit., p. 940.
“Moreover, –añaden de inmediato estos autores– delegates assumed the existence of judicial review
even before the Convention approved any language (such as the supremacy clause or the Article III
<arising under> jurisdiction) that could be read to authorize judicial review” (Ibidem).
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 291

cuestión atañe, los debates en la Convención Federal, con base en que aunque
Gerry, Martin, Mason y Wilson reconocieron la facultad de los tribunales de apre-
ciar si una ley era o no constitucional, pudiendo rehusar aplicarla en este último
supuesto, otros relevantes delegados como Mercer, Dickinson y el Gobernador
Morris rechazaron que los tribunales gozaran de tal facultad760.

V. Las interpretaciones que preceden no pueden, ni pretenden, soslayar que


los constituyentes, en último término, no sancionaron la plena aplicación de
esta función judicial, pero frente a quienes parecen extraer de ello la existencia
en la Convención de una voluntad contraria a la judicial review761, también cabe
interpretar tal silencio, y esto es obvio a la vista de lo hasta aquí expuesto, en un
sentido contrapuesto: los delegados estatales en la Convención no consideraron
necesario plasmar en el articulado de la Constitución una función judicial que
no sólo formaba parte del rol comúnmente atribuido al judiciary, sino que bien
podía asimismo considerarse implícita en el articulado constitucional. Berger
zanja el tema en términos rotundos. A su juicio762, lejos de dejar un registro vago
y conflictivo en cuanto a la judicial review, los Framers se pronunciaron de modo
razonablemente claro acerca de que tal revisión judicial era parte del esquema
constitucional (“was part of the Constitutional scheme”). Desde el principio
hasta el final de la Convención Federal la disponibilidad de la judicial review fue
repetidamente mantenida por los delegados que ejercieron el liderazgo, siendo
pocas y débiles las voces de los disidentes.
Ya hemos tenido oportunidad por lo demás de referirnos a cómo la facultad
de revisión judicial podía considerarse implícita en determinadas previsiones
constitucionales, y más aún en la interpretación sistemática de las mismas763.
Nos limitaremos, pues, a recordar que la supremacy clause del Art. VI y la sección
segunda del Art. III suelen considerarse las normas que habilitan al judiciary
para el ejercicio de esta función. Es verdad que la formulación de la cláusula de

760
W. TRICKETT: “Judicial Nullification of Acts of Congress”, en North American Review, Vol. 185,
May/August 1907, pp. 848 y ss.; en concreto, p. 849.
761
Hace más de un siglo, Scott escribía: “The guiding spirits of the Convention were evidently
reluctant to sanction the full application of this judicial function, at least in its use of testing state
laws by the Constitution of the United States”. Austin SCOTT: “Holmes vs. Walton: The New Jersey
Precedent”, en The American Historical Review, Vol. 4, No. 3, April 1899, pp. 456 y ss.; en concreto, p.
465.
762
Raoul BERGER: Congress v. the Supreme Court, op. cit., p. 335.
763
La conclusión que los Framers plasmaron en el texto constitucional es, según Berger, comple-
tamente inteligible hoy. “When the Article VI Supremacy Clause –escribe Berger– provision that laws
made <pursuant to> this Constitution shall be <the Supreme Law of the Land> is read in conjunction
with the Article III grant of jurisdiction to entertain <cases... arising under this Constitution>, it seems
plain that courts were authorized to decide that laws which were not pursuant to the Constitution
were not the <Supreme Law of the Land>. To the ordinary understanding , a claim that a federal
<law> is not <pursuant> to the Constitution presents a question <arising> thereunder. The attempts
to deprive those texts of their ordinary meaning seem to me altogether unconvincing, and they are
repelled by the expressions of the Founders who pointed out that those provisions made judicial
review available”. Raoul BERGER: Congress v. the Supreme Court, op. cit., pp. 335-336.
292 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

supremacía no ha dejado de suscitar algunas inquietudes doctrinales. Autor tan


versado en la materia como Corwin, hace ya un siglo, se planteaba en relación a
esa cláusula algunos interrogantes764: ¿Porqué la Convención, una vez fijada la
supremacía de la Constitución, consideró necesario ordenar a los jueces estatales
que prefirieran la supreme law of the land frente a las leyes a ella subordinadas?
Si se tiene en cuenta que cualquier doctrina de la judicial review debe descansar
en parte sobre la idea de una ley superior a otra y si el hecho de la superioridad
del Derecho nacional sobre el Derecho estatal no proporcionaba, a juicio de la
Convención, la suficiente seguridad, ¿porqué no se entendía del mismo modo
insuficiente la análoga superioridad de la Constitución respecto de las leyes del
Congreso? La respuesta a estos interrogantes no deja de ser relativamente clara:
los jueces a quienes se dirige el mandato del Art. VI son jueces estatales, esto es,
jueces de una jurisdicción independiente; por lo mismo, la Convención consideró
que su deber de priorizar el Derecho nacional frente al estatal debía ser declarado
en términos inequívocos.
En resumen, aunque los Founding Fathers no plasmaron en una cláusula
constitucional específica la judicial review, hay argumentos suficientes, y en ello
concuerda una gran parte de la doctrina, para entender que tal facultad judicial
fue implícitamente admitida por los constituyentes, si es que no considerada
como algo preexistente en cuanto connatural a la propia función desempeñada
por el judiciary.

D) Las Convenciones estatales de ratificación de la Constitución federal

El Art. VII de la Constitución exigía la ratificación por las Convenciones de


nueve Estados para que la misma pudiese entrar en vigor, aunque tan sólo en los
Estados en que hubiese sido ratificada. Ello difería sensiblemente de lo establecido
por los Articles of Confederation, que habían prescrito la necesaria ratificación
por los trece Estados. La trascendencia del proceso de ratificación (que algún
autor ha tildado de “a sort of re-convention”765) iba a ir mucho más allá del mero
cumplimiento de una norma constitucional. Los Founders comprendieron a la
perfección que la autoridad constitucional iba a proceder, sustancialmente, del
proceso de ratificación. Ni la tradición del common law ni la del Derecho natural
iban a ocupar la imaginación jurídica americana, pues, como escribe Kahn766,
los americanos pensaban que la creación de su identidad política había de verse
en un acto de elaboración de Derecho positivo. Por lo mismo, el pensamiento
político americano llegó a ser en gran parte “a matter of legal construction of

764
Edward S. CORWIN: “Marbury v. Madison and the doctrine of judicial review”, op. cit., p. 545.
765
Lawrence GOLDSTONE: The Activist (John Marshall, Marbury v. Madison, and the Myth of
Judicial Review”, op. cit., p. 32.
766
Paul W. KAHN: The Reign of Law, op. cit., p. 1.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 293

the Constitution rather than abstract speculation”767. Ignorar esta circunstancia


sería ignorar un hecho central sobre la naturaleza política americana y sobre la
propia Constitución.
El proceso de ratificación enfrentó a los incondicionales defensores de la
Constitución (que iban a ser llamados “Federalistas”), que vieron en ella un
instrumento de fortalecimiento de una nación hasta ese momento fragmentada,
con los que se oponían a la misma, que se identificarían en un primer momento
como los “anti-Federalistas” (reunidos posteriormente en el que se denominaría
partido Republicano, que lideraría Jefferson), convencidos de que la creación de
una autoridad centralizada, a la que se dotaba de poderes indefinidos y, por lo
mismo, difícilmente controlables, era el primer paso hacia la tiranía.
La Constitución, como es de sobra conocido, omitió incluir en su articulado
un Bill of Rights, muy posiblemente por creer los delegados reunidos en Filadelfia
que las libertades individuales se hallaban implícitas en la Constitución que ellos
diseñaron768. Y aunque así no fuera, probablemente, los delegados debieron tener
muy presente que todo lo atinente a la libertad individual era una competencia
estatal. Esta omisión ha sido considerada por la mejor doctrina769 como el gran
error táctico de la Convención (“the one great tactical miscalculation of the
Convention”). Y desde luego, los anti-Federalistas harían un casus belli de la
inexistencia de un Bill of Rights, lo que finalmente se resolvería a través del
compromiso que supuso la incorporación (formalizada el 15 de diciembre de
1791) de las diez primeras Enmiendas al texto constitucional. Fue Madison quien
introdujo en el Primer Congreso las propuestas que llegaron a ser las diez Primeras
Enmiendas. No es irrelevante recordar ahora que cuando así lo hizo, Madison dijo
que los propios tribunales se considerarían de un modo peculiar los guardianes de
aquellos derechos, para añadir: “they would be an impenetrable bulwark against
every assumption of power in the Legislative or executive; they will be naturally
led to resist every encroachment upon rights expressly stipulated for in the
Constitution by the declaration of rights”770. En estas palabras de Madison estaba
claramente latente la facultad de revisión judicial de todos los actos legislativos o
ejecutivos que pudiesen poner en peligro los derechos.
La otra gran cuestión objeto de controversia fue la relativa al federal judiciary.
Los americanos que comenzaron a identificarse “per se” como “anti-Federalistas”
se mostraron muy preocupados por la disposiciones constitucionales relativas
al poder judicial, temiendo que los tribunales federales se convirtiesen en una
amenaza contra las libertades locales771.

767
Carl J. FRIEDRICH and Robert G. McCLOSKEY: “The Roots of American Constitutionalism”,
op. cit., p. LVIII.
768
En tal sentido, entre otros, Lawrence GOLDSTONE: The Activist, op. cit., p. 35.
769
Carl J. FRIEDRICH and Robert G. McCLOSKEY: “The Roots ...”, op. cit., p. LV.
770
Apud Benjamin F. WRIGHT: The Growth of American Constitutional Law, op. cit., pp. 26-27.
771
Familiarizados con un sistema judicial estatal en el que los jurados tenían un decisivo peso, al
corresponderles la facultad de pronunciarse tanto sobre los hechos como sobre el Derecho, los anti-
Federalistas temían que el Congreso pudiera crear tribunales federales en los que fuese competencia
294 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

a) Algunos posicionamientos sobre la judicial review en las Convenciones

En el ámbito del debate surgido en las Convenciones estatales de ratificación


iba a estar presente, como no podía ser de otro modo, la cuestión de la judicial
review. En ellas, con el ánimo de calmar el temor que desencadenaba la posibilidad
de futuros excesos por parte del Congreso, se dieron inequívocas seguridades
(“unmistakable assurances”) acerca de que los tribunales declararían nulas las
transgresiones de los límites constitucionales llevadas a cabo por el Congreso. Por
lo demás, parece claro que en esas Convenciones no se suscitaron voces disidentes,
ni de condena de la judicial review, ni de reivindicación de la supremacía legis-
lativa. La doctrina ha recordado772 que, en al menos siete de esas Convenciones,
los líderes de los delegados declararon que la Constitución autorizaba la judicial
review de la legislación federal. En ninguna de esas Convenciones negó nadie que
los tribunales pudieran rehusar hacer cumplir las leyes federales inconstitucio-
nales. Ni nadie admitió en ellas en ningún momento que desconociera o ignorara
el mecanismo de la revisión judicial.
Particular relevancia tendrían los posicionamientos sobre esta facultad de
revisión judicial en las Convenciones de Virginia y Nueva York, y ello por razones
diversas, que van desde el enorme peso específico de esos Estados en la Unión,
hasta el hecho de la vital trascendencia que se presuponía que tendría su posición
sobre la Constitución en el éxito final del proceso de ratificación773, pasando por
la enorme relevancia intelectual y jurídica de muchos de los delegados llamados
a intervenir en cada una de esas Convenciones.
En la Convención de Virginia intervendrían personalidades tan relevantes
como el Gobernador del Estado, Edmund Randolph, el presidente de la Virginia
Court of Appeals, Edmund Pendleton, o el propio John Marshall, y anti-Federalistas
tan destacados como el anterior Gobernador, Patrick Henry, George Mason y
James Madison.

de los propios jueces determinar el Derecho y los hechos, lo que debilitaría el poder de los Estados. De
ahí, como se admite generalizadamente por la doctrina, algunas de las previsiones del Bill of Rights, y
en particular, de las Enmiendas VI y VII. Esta última garantizaba el derecho a un juicio por jurados en
aquellos casos civiles en que la cantidad en controversia superara los 20 dólares (“in suits at common
law, where the value in controversy shall exceed twenty dollars”). La primera protegía adicionalmente
el derecho a un juicio por jurados en procesos criminales (ya contemplado por el Art. III, Sección 2ª,
párrafo tercero de la Constitución), a través de la garantía de que el jurado sería extraído del distrito
en el que el supuesto delito hubiese sido cometido. Adicionalmente, la Enmienda VII garantizaba que
ningún hecho declarado por un jurado pudiera ser reexaminado por ningún tribunal federal, más que
de conformidad con “the rules of the common law”.
772
Saikrishna B. PRAKASH and John C. YOO: “The Origins of Judicial Review”, op. cit., p. 956.
773
Para comprender esta circunstancia conviene tener en cuenta que, a priori, se presuponía
que la resistencia a la ratificación era insuperable en cuatro Estados (New Hampshire, Maryland,
Rhode Island y North Carolina), lo que dejaba a Virginia y Nueva York como piezas clave, pues si las
previsiones se cumplían, sin esos Estados era imposible alcanzar los nueve necesarios. Las previsiones
no se cumplieron en su totalidad, pues cuando Virginia, primero, y Nueva York, después, ratificaron
la Constitución, un total de once Estados lo habían hecho. Sólo North Carolina y Rhode Island se
seguían resistiendo.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 295

Marshall iba a anticipar en sus intervenciones la doctrina que años después


plasmaría en la Marbury opinion, haciendo hincapié en la idea de la judicial review
como efectivo instrumento de control sobre el Congreso. Vale la pena recordar
algunas de sus reflexiones al respecto:

“¿Tiene el gobierno de los Estados Unidos –se preguntaba Marshall– un


poder para hacer leyes sobre cualquier materia? ¿Puede hacer leyes que
afecten al modo de transferir la propiedad, a los contratos, a las demandas
entre ciudadanos del mismo Estado? ¿Puede ir más allá de los poderes
delegados? Si ellos hicieran una ley no autorizada por ninguna de las com-
petencias enumeradas, tendría que ser considerada por los jueces como una
infracción de la Constitución (“an infringement of the Constitution”) que
ellos han de guardar. Ellos (los jueces) no considerarían que tal ley entrara
en su jurisdicción. La declararían nula (“They would declare it void”)”774.

Madison confirmaría ante los delegados que la Constitución autorizaba la


judicial review. Ni siquiera los anti-Federalistas más furibundos negaron la existen-
cia de la facultad de revisión judicial de la legislación federal. Su ataque provino
justamente de la consideración de que este instrumento, que no cuestionaban,
era ineficaz para combatir los excesos del Congreso. Y así, Patrick Henry, su
líder, esgrimió que el federal judiciary carecía de fuerza (“fortitude”) para ignorar
las leyes inconstitucionales, pues no era lo suficientemente independiente del
Congreso; éste, además, podía acusar (“to impeach”) a los jueces o aumentarles
sus salarios para hacerlos más dóciles. Frente a la debilidad del poder judicial
federal, Henry contrapondría la fortaleza del state judiciary: “I take it –diría– as
the highest encomium on this country (Virginia), that the acts of the Legislature,
if unconstitutional, are liable to be opposed by the Judiciary”775. Como se ve, el
líder anti-Federalista hacía una encendida defensa del judiciary de su Estado con
base justamente en su capacidad de oponerse a las leyes inconstitucionales de la
Legislatura de Virginia.
En la Connecticut Ratifying Convention, el 7 de enero de 1788, Oliver Ellsworth,
que ocuparía la Chief Justiceship inmediatamente antes de Marshall, y a quien
se atribuye de modo generalizado la paternidad de la Judiciary Act de 1789, iba a
afirmar en relación a la Constitución objeto de ratificación y al rol judicial frente
a los posibles excesos que el legislativo pudiera llevar a cabo:

“Esta Constitución define la extensión de los poderes del gobierno general.


Si la legislatura general, en alguna ocasión, pasara por alto sus límites,
el departamento judicial es un control constitucional (“a constitutional
check”). Si los Estados Unidos van más allá de su poder y hacen una ley
que la Constitución no autoriza, es nula (“it is void”) y el poder judicial,
los jueces nacionales, quienes, para asegurar su independencia, han de ser

774
Charles A. BEARD: “The Supreme Court-Usurper or Grantee?”, op. cit., p. 25.
775
Apud Saikrishna B. PRAKASH and John C. YOO: “The Origins of Judicial Review”, op. cit.,
p. 962.
296 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

hechos independientes, la declararán nula. De otro lado, si los Estados van


más allá de sus límites, si hacen una ley que es una usurpación respecto
del gobierno federal, la ley es nula, y jueces rectos e independientes la de-
clararán así...”776.

En la Convención de Pennsylvania, los oponentes a la Constitución federal no


dudaban acerca de que la misma autorizaba la judicial review de las leyes federales;
lo único que iban a cuestionar (como sería el caso de John Smilie y Robert
Whitehill), al igual que sucediera en Virginia, sería la eficacia de tal mecanismo
judicial. Frente a tales dudas, James Wilson, de modo harto convincente, incluiría
la judicial review entre los diversos “checks on the federal government”777.
En fin, tampoco en la Convención de Maryland faltó información respecto
a la posible función del judiciary de conformidad con la Constitución. Luther
Martin afirmaría a tal respecto: “”Whether, therefore, any laws or regulations
of the Congress or any act of its president or the officers are contrary to, or not
warranted by, the Constitution, rests only with the judges who are appointed by
Congress to determine; by whose determination every state must be bound”778.
En cualquier caso, de los datos expuestos sería un tanto exagerado extraer la
conclusión de que el control judicial de la constitucionalidad de las leyes fue objeto
de un detenido tratamiento y de una expresa aceptación. No parece que pueda
caber duda de que la judicial review era aceptada hasta por los más enfervorecidos
anti-Federalistas, pero con un matiz importante: contemplando su ejercicio res-
pecto de la legislación federal que supusiera un abuso por el Congreso del ámbito
de sus competencias. En contrapartida, la judicial review de las leyes estatales
suscitaría los más serios temores. Pero lo que queda claro de todo lo expuesto es
que el instituto de la judicial review era conocido y admitido aunque con matices.
Las Convenciones estatales de ratificación proyectaron el debate hacia
los medios de comunicación. Fueron muchos los comentarios publicados en
los periódicos y en diversos folletos acerca del significado de las previsiones
constitucionales (innecesario es decir que The Federalist Papers constituiría el
ejemplo paradigmático), lo que no cabe duda de que constituye una fuente del
mayor interés, entre otras razones, por la personalidad y relieve de muchos de los
intervinientes en ese debate público. Hay bastante acuerdo entre la doctrina acerca

776
Apud The Founders´ Constitution, edited by Philip B. KURLAND and Ralph LERNER, op. cit.,
Vol. IV, p. 232.
777
Vale la pena recordar algunas de las reflexiones de Wilson: “I say, under this Constitution, the
legislature may be restrained, and kept within its prescribed bounds, by the interposition of the judicial
department... (I)t is possible that the legislature, when acting in that capacity, may transgress the
bounds assigned to it, and an act may pass, in the usual mode, notwithstanding that transgression;
but when it comes to be discussed before the judges–when they consider its principles and find it to
be incompatible with the superior power of the Constitution, it is their duty to pronounce it void.
And judges, independent and not obliged to look to every session for a continuance of their salaries,
will behave with intrepidity and refuse to the act the sanction of judicial authority”. Apud Saikrishna
B. PRAKASH and John C. YOO: “The Origins of Judicial Review”, op. cit., p. 956.
778
Apud Charles A. BEARD: “The Supreme Court–Usurper or Grantee?”, op. cit., p. 26.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 297

de que tanto los escritores Federalistas como los anti-Federalistas convergieron en


asumir que la Constitución autorizaba la judicial review, discrepando básicamente
acerca de la operatividad de ese instrumento. Mientras los primeros se esforzaron
por demostrar que la judicial review era un mecanismo de control de gran utilidad
frente a los posibles excesos en que pudieran incurrir las dos grandes branches
del gobierno federal, los segundos minimizaban su importancia por la supuesta
falta de independencia del federal judiciary. Vale la pena recordar las reflexiones
publicadas en el Daily Advertiser de Nueva York, el 21 de enero de 1788, por John
Stevens, Jr., bajo el seudónimo de “Americanus”, a modo de réplica frente a las
objeciones a la Constitución hechas públicas por Edmund Randolph: “Constitu-
tion itself –escribía “Americanus”– is a supreme law of the land, unrepealable by
any subsequent law: every law that is not made in conformity to that, is in itself
nugatory, and the Judges, who by their oath, are bound to support the Constitution
as the supreme law of the land must determine accordingly”779.

b) La Convención de Nueva York y los Federalist Papers. La construcción


dogmática de Hamilton a favor de la judicial review en el Nº 78

I. Entre el 17 de junio y el 28 de julio de 1778 iba a tener lugar en la ciudad


de Poughkeepsie la Convención de Nueva York. Su importancia era crucial
para el porvenir de la Constitución. Se preveía un duro enfrentamiento entre
partidarios y adversarios de la Carta constitucional, y la realidad no desmintió
las previsiones, pues la Convención, tildada de “an exercise in high drama”780,
propició un memorable enfrentamiento entre el brillante, mercúrico y versátil
Alexander Hamilton781 y el decidido líder de los anti-Federalistas, el Gobernador
del Estado George Clinton. La Convención se prolongó más tiempo que ninguna

779
Apud Saikrishna B. PRAKASH and John C. YOO: “The Origins of Judicial Review”, op. cit.,
p. 966.
780
Lawrence GOLDSTONE: The Activist, op. cit., p. 55.
781
Hamilton fue un lector omnívoro así como un agudo escritor. Beloff recuerda, que incluso
durante su servicio como capitán de artillería en la primera parte de la guerra revolucionaria encontró
tiempo para leer obras que, entre los antiguos, incluían a Cicerón, Demóstenes y Plutarco. Entre los
modernos, leyó en aquella época los “Ensayos” de Bacon, el “Emilio” de Rousseau, los “Diálogos” de
Hobbes, el “Carlos V” de Robertson, la “Historia de Francia” de Millot, la “Historia de Nueva York”
de Smith y el “Diccionario de Industria y Comercio” de Ralt. Antes de que hiciera del Derecho su
profesión Hamilton había leído, entre otros, a Blackstone, Grocio y Pufendorf. Max BELOFF, en su
“Introduction” a la obra de Alexander HAMILTON, James MADISON y John JAY, The Federalist or the
New Constitution, Basil Blackwell, Oxford (Great Britain), 1948, pp. VII y ss.; en concreto, p. LVII.
Hamilton, que se convertiría en líder de los llamados High Federalists, rama del partido que
terminaría enfrentada con los Federalists del Presidente Adams, adoptó, como es bien conocido, una
posición favorable a una aristocracia adinerada y a una sociedad jerarquizada (Douglass ADAIR: “The
Autorship of the Disputed Federalist Papers” (Part I), en The William and Mary Quarterly, Third Series,
Vol. 1, No. 2, April 1944, pp. 97 y ss.; en concreto, p. 107), por lo que no debe en absoluto extrañar que
Hamilton se mostrara ya en la Convención Constitucional mucho más preocupado por la seguridad
de los derechos de propiedad que por la protección de las libertades civiles. (Benjamin F. WRIGHT:
The Growth of American Constitutional Law, op. cit., p. 25). De modo análogo, se ha puesto de relieve
que Alexander Hamilton, pero también John Adams, desde el primer momento, estuvieron interesados
298 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

otra y posiblemente ofreció los más brillantes ejercicios dialécticos. Sin embargo,
lo que hizo imborrable la lucha para la ratificación en el Estado de New York no
fueron tanto los “enconados tortazos” (“slugfest”) (dialécticos, claro está) que,
según Goldstone, se dieron en la Convención, sino más bien el etéreo debate que
desde meses antes se venía produciendo en la ciudad.
La batalla literaria en relación a la ratificación constitucional se iba a iniciar
el 27 de septiembre de 1787, muy poco después por tanto de que se pusiese el
punto final a la Convención de Filadelfia. La iniciaba el Gobernador de New York,
Clinton, en un artículo publicado bajo el seudónimo de “Cato”. Cinco días más
tarde, le replicaba Hamilton en una carta firmada como “Caesar” (es bien conocida
la pasión de Hamilton por el mundo de la Antigüedad clásica, particularmente
por el pensamiento romano y por el personaje del Cónsul Caius Iulius Caesar),
declarando, que había ciudadanos que para conseguir sus propios fines privados
inflamaban las mentes de las buenas intenciones de las partes menos inteligentes
de la comunidad. Tras otras dos cartas de similar cariz, Hamilton debió pensar
que era necesario otro tipo de réplica a “Cato”, y ahí comenzó a fraguarse The
Federalist.
El 18 de octubre, tres semanas después del artículo de “Cato”, el New York
Journal publicaba un artículo firmado por “Brutus” y dirigido “a los ciudadanos
del Estado de Nueva York”. Sería el primero de un conjunto de 18 ensayos
enmarcados asimismo en el debate de ratificación, en la línea anti-Federalista,
cuya publicación finalizó el 10 de abril de 1788. Aunque, aún hoy no se conoce con
absoluta certeza la identidad de “Brutus”, la doctrina cree de modo generalizado
que corresponde a Robert Yates782, quien, recordémoslo, fue uno de los delegados
de Nueva York en la Convención de Filadelfia. Yates se negaría a firmar el texto
de la Constitución, lo que ya es bien significativo de su posición.

en la propiedad antes que en la democracia. (Louis B. BOUDIN: “Majority Rule and Constitutional
Limitations”, en Lawyers Guild Review (Law. Guild Rev.), Vol. 4, 1944, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 2.
782
Yates parece que eligió su seudónimo de “Brutus” con mucho cuidado. Aunque ahora se asocia
popularmente casi en exclusiva con el hombre que, en nombre de la supuesta salvación de la República
frente a la tiranía, asesinó a Julio César, cabe recordar que a fines del siglo XVIII, los conocedores del
mundo romano estaban también al corriente de la existencia de Lucius Junius Brutus, quien en el
siglo VI a. d. C. encabezó con éxito una revuelta contra el último Rey romano, Tarquinio el Soberbio,
convirtiéndose de esta forma en uno de los fundadores de la República Romana. En cualquier caso,
no cabe echar en el olvido la profunda admiración de Hamilton hacia Julio Cesar. A este respecto, se
ha escrito que Hamilton “admired Caesar above all men who had ever lived”, para añadir que en su
ambición de situarse en la más alta cima de su país fue “the one major leader among our Founding
Fathers who had the desire, the will, and the capacity to attempt a policy of Caesarism in which he
was the destined Caesar”. WILLIAN and MARY-NOTE: “A Note on Certain of Hamilton Pseudonyms”,
en The William and Mary Quarterly (Wm. & Mary Q.), Third Series, Vol. XII, No. 2, April, 1955, pp.
282 y ss.; en concreto, pp. 291 y 295. Esta consideración no deja de contrastar con una específica
afirmación que en su día hizo Alexander Hamilton, refiriéndose a su gran enemigo, Aaron Burr, que
sería finalmente quien lo asesinaría en un duelo artero, y recurriendo al efecto a la figura de Julio
Cesar. “If we have an embryo-Caesar in the United States –declaró–“tis Burr”. Apud Thomas P. GOVAN:
“Alexander Hamilton and Julius Caesar: A Note on the Use of Historical Evidence”, en The William and
Mary Quarterly (Wm. & Mary Q.), Third Series, Vol. 32, No. 3, July, 1975, pp. 475 y ss.; en concreto,
p. 477.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 299

II. Nueve días después de la publicación del primer ensayo de “Brutus”, en un


periódico rival, el New York Independent Journal, se publicaba otro ensayo suscrito
bajo el seudónimo de “Publius”783, que vino a constituir, tal y como se admite
generalizadamente, una respuesta a “Brutus”. Era el primero de los 85 artículos
que, a cortos intervalos de tiempo, entre el 27 de octubre de 1787 y el 16 de agosto
de 1788, habrían de publicar Hamilton, Madison y Jay en la ciudad de Nueva
York784, un total de setenta y siete artículos en un primer momento (justamente
hasta el 4 de abril de 1788), a los que se añadirían otros ocho que aparecieron tras
un pequeño lapso de tiempo. En marzo de 1788, cuando aún estaban apareciendo
estos comentarios, los primeros 36 artículos se publicaron de modo conjunto.
Aunque la precisa autoría de este casi centenar de artículos ha sido discutida785,
hoy parece admitirse, que del total de ochenta y cinco ensayos, Jay escribió cinco,
Madison, con certeza, catorce y Hamilton cincuenta y uno. Otros tres fueron
escritos de modo conjunto por Hamilton y Madison, resultando muy controvertida
la paternidad de los doce restantes.Tras su aparición, la totalidad de los artículos
fueron publicados en dos volúmenes bajo el título de The Federalist, siendo de
reseñar que los ensayos fueron poco después traducidos al francés, justamente a
tiempo de que se hallaran en París en los frenéticos momentos de la Revolución.
Los ensayos del Federalist se concibieron con la presión propia de una gran
crisis en los acontecimientos del momento, escribiéndose con una prisa que a
menudo bordeaba lo frenético, y publicándose como si se trataran de las noticias
más efímeras del momento. Autor tan relevante como Rossiter los consideraría
“the most important work in political science that has ever been written, or is
likely ever to be written, in the United States”786, no obstante lo cual el propio autor
admitiría que The Federalist iba a ofrecer pocos signos de inmortalidad a su naci-

783
El seudónimo utilizado tiene que ver con Publius Valerius, un eminente estadista de la República
romana cuya fama y poder se encumbraron después de que Lucius Junius Brutus muriera en la
batalla contra el Rey Tarquinio, intentando evitar que éste recuperara el Trono. Tan popular llegó a
ser Publius Valerius entre la ciudadanía de Roma que le fue concedido el tratamiento honorífico de
Publicola, que según Plutarco significaba “people-cherisher” (el más querido por el pueblo”). Cfr. al
efecto, Lawrence GOLDSTONE: The Activist, op. cit., pp. 57-58.
784
A partir del ensayo aparecido el 27 de octubre, los sucesivos artículos fueron publicándose
en el New York Independent Journal y en otros periódicos a intervalos por lo general de tres días,
apareciendo por lo común dos ensayos al mismo tiempo. La publicación se interrumpió el 4 de abril
de 1778 con el Nº 77, reanudándose el 17 de junio, quedando finalizada el 16 de agosto.
785
Como “Brutus”, “Publius” no reveló su identidad y el anonimato se mantuvo durante la década
final del siglo y primeros años del XIX, no obstante la enorme difusión de la obra no sólo en Estados
Unidos, sino en gran parte de Europa. Finalmente, en julio de 1804, como su mortal duelo con Aaron
Burr se revelaba cercano, Alexander Hamilton, quizá con la premonición de la muerte, tratando de
poner sus asuntos en orden, hizo una corta visita a la oficina legal de su amigo Egbert Benson (tan
sólo dos días antes del fatal duelo) y, según los historiadores, ocultó ostentosamente en el libro de
casos de su amigo un pequeño documento escrito de su propia mano, que revelaba que los ensayos
del Federalist habían sido escritos a iniciativa suya y que “Publius” eran, de hecho, tres hombres,
enumerando por números los autores de los diversos ensayos del Federalist. Cfr. al efecto, Douglass
ADAIR: “The Autorship of the Disputed Federalist Papers” (Part I), op. cit., p. 102.
786
Clinton ROSSITER: “Introduction”, en Alexander Hamilton, James Madison and John Jay, The
Federalist Papers, The New American Library, Inc., New York/Scarborough, Ontario, 1961, pp. VII y
ss.; en concreto, pp. VII-VIII.
300 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

miento, apareciendo de hecho como uno de los cientos de salvas (“one of several
hundred salvos”) en la ruidosa guerra de palabras que acompañó a la prolongada
lucha desencadenada en torno a la ratificación de la Constitución. Los artículos de
los Federalist Papers se escribieron con un propósito fundamentalmente práctico.
Su redacción es clara, con pocas ambigüedades. Son, de modo primario, un
comentario de la Constitución de los Estados Unidos, que adquiere un gran valor
a la vista del significativo dato de que dos de sus autores participaron activamente
en la Convención. Pero como escribiera Velasco787, The Federalist es algo más que
un autorizado y valioso intérprete de la ley fundamental de la Unión Americana.
Propios y extraños reconocieron desde un principio que, además de esta utilidad
especial, “El Federalista” posee un interés y un valor generales. Tomados uno a
uno, muchos de los artículos invitan a un estudio detenido por el tratamiento que
llevan a cabo de temas tales como el federalismo, el gobierno representativo, el
sistema de checks and balances, la judicial review o las garantías de los derechos.
Quizá por todo ello, estas reflexiones se han visualizado, como dice Furtwangler788,
como “seminal writings of the Founders, ranking just after the Declaration of
Independence and the Constitution itself as explanations of the shape of American
politics and institutions”.
The Federalist ejerció en su momento tan sólo una pequeña influencia en
el curso de los acontecimientos durante la lucha en pro de la ratificación de la
Constitución. Publius se dirigió primigeniamente a una selecta audiencia de
hombres cultos, razonables y bien situados, que en su gran mayoría ya estaban
convencidos de la necesidad de un cambio en el sistema de gobierno. Hamilton
y Madison ofrecieron sus propias respuestas a algunas de las más antiguas
cuestiones planteadas por la teoría política, y como de nuevo apostilla Rossiter789,
puede decirse con absoluta seguridad, que ninguna respuesta más elocuente, más
sumamente cuidada e instructiva se ha dado nunca por una pluma americana a
tales problemas. Como adicionalmente escribe Furtwangler790, “Hamilton and
Madison have here set down their leading ideas about government in America.
Even if they were not heeded when they first appeared, these essays contain the
considered views of two of the architects of the Constitution, who soon became
its leading interpreters. This idea has persisted for two centuries and still holds
sway”. No ha de extrañar que fuera así si se advierte que Alexander Hamilton,
el inspirador de estos comentarios y el autor que, con gran diferencia, mayor
número de artículos escribió, era un retórico natural, en el mejor sentido de la
palabra, esto es, escribía para persuadir, no para hacer un mero alarde de su
frondoso conocimiento, y como se ha dicho791, dominaba con singular maestría

787
Gustavo R. VELASCO: “Prólogo”, en la obra de Hamilton, Madison y Jay, El Federalista, Fondo
de Cultura Económica, 1ª reimpr. de la 2ª ed. española, México, 1974, pp. VII y ss.; en concreto, p. XI.
788
Albert FURTWANGLER: The Authority of Publius (A Reading of the Federalist Papers), Cornell
University Press, Ithaca, New York/London, 1984, p. 17.
789
Clinton ROSSITER: “Introduction”, en The Federalist Papers, op. cit., p. XIV.
790
Albert FURTWANGLER: The Authority of Publius..., op. cit., p. 23.
791
Joyce O. APPLEBY: “Foreword”, en The Revolutionary Writings of Alexander Hamilton, edited
by Richard B. Vernier, Liberty Fund, Indianapolis, Indiana, 2008, pp. VII y ss.; en concreto, p. IX.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 301

esa habilidad indispensable en todo autor popular: el conocer cómo clarificar


cuestiones complicadas sin caer en simplificaciones deformadoras.

III. El artículo clave, en lo que ahora interesa, es el LXXVIII792, el primero de


los dedicados al departamento judicial, o lo que es lo mismo, al judiciary. En él,
Hamilton sentará las bases de la facultad de revisión judicial de las leyes y actos
contrarios a la Constitución, proporcionando, como escribe Treanor, “a rich source
of evidence on what one major thinker believed the scope of judicial review should
be”793.
Antes, sin embargo, de entrar a comentar la postura defendida por Hamilton,
puede ser de utilidad recordar algunas de las ideas expuestas por Madison en el
artículo XLVIII de la misma obra, pues nos revelan la seria inquietud existente
en torno a la necesidad de controlar la actuación del poder legislativo. Madison
se iba a referir a la superioridad del “departamento legislativo”, resultante de que
sus poderes constitucionales eran a la vez más extensos y menos susceptibles de
limitarse con precisión, circunstancia que propiciaba que el ejercicio de tales
poderes pudiera encubrir con tanta mayor facilidad, bajo medidas complicadas e
indirectas, usurpaciones realizadas a costa de los “departamentos coordinados”.
A modo de verificación empírica de este hecho frecuente, Madison recordaba que
el Council of Censors establecido por la Constitución de Pennsylvania, reunido
en los años 1783 y 1784, había podido constatar “que la Constitución fue violada
flagrantemente por la legislatura en una variedad de casos de importancia”. La
conclusión de Madison era inequívoca: “la sola determinación en un pergamino
de los límites constitucionales de los varios departamentos no es suficiente
salvaguardia frente a las usurpaciones que conducen a la concentración tiránica de
todos los poderes gubernamentales en las mismas manos”. Es cierto que Madison,
y quizá la volatilidad de su pensamiento en torno a la cuestión tuviera bastante
que ver con ello, nunca aceptó plenamente la doctrina de la judicial review, pero
como dice Hobson, él aceptó un rol ampliado (“an enlarged role”) para el judiciary
a fin de ayudar a asegurar que el gobierno popular, o lo que es igual, el gobierno
democrático, también fuera estable y justo (“stable and just”)794.
Inmediatamente antes de centrarse en el núcleo central de su construcción
dogmática sobre la judicial review, Hamilton procede a perfilar los tres “depar-
tamentos” del gobierno federal (“departments of power”). Circunscribiéndonos
a su caracterización del judiciary, del mayor interés, destacaremos dos ideas que
creemos básicas: 1ª) Una reflexión sobre esos “departamentos” lleva a la conclu-
sión de que, hallándose separados, el judiciary, por la naturaleza de sus funciones,

792
El artículo LXXVIII puede verse en HAMILTON, MADISON y JAY: El Federalista, op. cit., pp.
330-336. En su versión original, en The Federalist or, the New Constitution, edited by Max BELOFF,
Basil Blackwell, Oxford (Great Britain), 1948, pp. 395-402.
793
William Michael TREANOR: “Judicial Review Before Marbury”, op. cit., p. 472.
794
Charles F. HOBSON: “The Origins of Judicial Review: A Historian´s Explanation”, en Washington
and Lee Law Review (Wash. & Lee L. Rev.), Vol. 56, 1999, pp. 811 y ss.; en concreto, p. 815.
302 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

será siempre “the least dangerous to the political rights of the constitution”. Se ha
dicho795, que con tal caracterización Hamilton trataba de tranquilizar al pueblo
de Nueva York, y que con ello se situaba en una posición bien distinta a la que
había mantenido John Marshall en la Convención de Virginia sobre el judiciary.
En cualquier caso, la supuesta debilidad del poder judicial federal no equivalía a
su impotencia. 2ª) Esa supuesta fragilidad, como acaba de decirse, tiene mucho
que ver con las funciones del judiciary, que Hamilton delinea de modo magistral
cuando aduce que el poder judicial no influye ni sobre las armas, ni sobre el
tesoro (“the sword or the purse”); no dirige la riqueza ni la fuerza de la sociedad,
y no puede adoptar ninguna resolución activa. “It may truly be said –concluye al
efecto Hamilton– to have neither force nor will796, but merely judgment; and must
ultimately depend upon the aid of the executive arm for the efficacious exercise
even of this faculty”.

IV. La doctrina de Hamilton sobre el llamado voiding power (el núcleo central
del Nº 78), esto es, sobre el deber (que también es poder) judicial de declarar
nulas las leyes inconstitucionales, equivalente a lo que hoy llamamos judicial
review, en el bien entendido de que establecer sin más esta equivalencia no dejaría
de ser un tanto erróneo, aunque no podamos entrar ahora a explicar el porqué
de ello797, parte de la idea de que la Constitución de 1787 era una “Constitución
limitada” (“a limited Constitution”) (sería más lógico hablar de una “Constitución
limitativa”), concepto con el que identifica aquella constitución que contiene
ciertas prohibiciones expresas aplicables a la autoridad legislativa, como por
ejemplo, la de no dictar leyes ex post facto. En tal tipo de constitución la completa
independencia de los tribunales de justicia es particularmente esencial, pues sólo
a través de ellos podrán mantenerse en la práctica los límites constitucionalmente
establecidos, ya que esos mismos tribunales asumirán el deber de declarar nulos
“todos los actos contrarios al significado evidente de la Constitución” (“all acts
contrary to the manifest tenor of the constitution”). Sin ello, aduce no sin razón
Hamilton, todas las reservas que se hagan con respecto a determinados derechos o
privilegios serán letra muerta. La independencia judicial, verdadero tópico general
de Hamilton798, que se conecta con el ejercicio vitalicio del cargo, está pues en la
base del adecuado ejercicio del voiding power. No podemos desde luego soslayar

795
Lawrence GOLDSTONE: The Activist, op. cit., p. 61.
796
En el texto originario las palabras en cursivas figuran en mayúsculas.
797
Mencionaremos tan sólo ahora, haciéndola nuestra, esta breve pero profunda y acertada reflexión
de Griffin: “The critical point that is missed (cuando se cae en la tentación de establecer una sencilla
equivalencia entre el voiding power y la judicial review) is that Hamilton´s idea of the voiding power
might have certain limiting conditions attached to its exercise that would make it quite remote from
the contemporary institution of judicial review”. Stephen M. GRIFFIN: “The Idea of Judicial Review
in the Marshall Era”, en Marbury versus Madison. Documents and Commentay, Mark A. Graber and
Michael Perhac, Editors, op. cit., pp. 61 y ss.; en concreto, p. 63.
798
“Hamilton´s general topic –escribe Griffin– is judicial independence”. Stephen M. GRIFFIN:
“The Idea...”, op. cit., p. 63.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 303

la crítica en ocasiones formulada ante este planteamiento799. Con el mismo, no


sólo se convierten los tribunales en los guardianes del “tenor manifiesto de la
Constitución”, o lo que es similar, en los portavoces de las intenciones del pueblo,
sino que, a la par, el Presidente y el Congreso son reducidos a la posición de
potenciales enemigos de la Constitución y de los derechos del pueblo. Es cierto, sin
embargo, que el principio de legislative deference, que se vincula con la denominada
doubtful case rule o regla del caso dudoso, operará como una suerte de contrapeso
frente al peligro de esta distorsionada visión.
Trata Hamilton a continuación de esbozar la razón por la que el reconoci-
miento a los tribunales de este deber/derecho a declarar la nulidad de los actos
de la legislatura con fundamento en su contradicción con la Constitución, frente
a lo expuesto por ciertas ideas erróneas, –que argumentan que la autoridad que
puede declarar nulos los actos de la otra, necesariamente, será superior a aquella
de quien proceden los actos anulados– no implica la superioridad del poder
judicial frente al legislativo. Hamilton hace entrar en juego al efecto la idea de la
Constitución como ley fundamental o suprema, a la que se une la doctrina de la
soberanía popular. Hamilton razona que no hay proposición que se apoye sobre
principios más claros que la que afirma que todo acto de una autoridad delegada,
contrario a los términos del mandato con arreglo al cual se ejerce, es nulo. Por lo
tanto, ningún acto legislativo contrario a la Constitución puede ser válido. Negar
esto equivaldría a afirmar que el mandatario es superior al mandante, que el
servidor es más que su amo, que los representantes del pueblo son superiores al
pueblo mismo.
Ahora bien, ¿porqué debe atribuirse esta facultad al judiciary y, frente a lo que
postulaban los defensores de la teoría tripartita (como Jefferson), sustraerse al
legislativo y ejecutivo de la misma? Al margen ya de que no es admisible suponer
que la Constitución haya podido tener la intención de facultar a los representantes
del pueblo para que su voluntad sustituya a la de sus electores, esto es, a la del
pueblo soberano, el verdadero razonamiento hamiltoniano se asienta en la doble
premisa de que, de un lado, la interpretación de las leyes es la competencia propia
y peculiar de los tribunales (“the interpretation of the laws is the proper and
peculiar province of the courts”), y de otro, que la Constitución es de hecho “a
fundamental law” y así debe ser considerada por los jueces. A ellos corresponde
determinar su significado (“to ascertain its meaning”), así como el de cualquier ley
que provenga del cuerpo legislativo. Y si entre las dos hubiere una irreconciliable
discrepancia (“un irreconcilable variance”), la que tiene la superior obligación y
validez debe, por supuesto, preferirse (“that which has the superior obligation and
validity ought, of course, to be preferred”). O como en otras palabras argumenta
Hamilton, debe preferirse la Constitución a la ley ordinaria, la intención del pueblo
a la intención de sus agentes. Y a lo que se acaba de decir bien podría añadirse
la trascendental idea precedentemente expuesta: el judiciary carece de fuerza y

799
Así, entre otros, Benjamin F. WRIGHT, en The Growth of American Constitutional Law, op. cit.,
p. 25.
304 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

voluntad, lo que es tanto como decir de discrecionalidad; sólo dispone de juicio,


de razonamiento, de capacidad de discernimiento. Y en ello se diferencia de modo
radical de las otras dos “ramas” (“branches”) del gobierno.
Decía Corwin, que el más débil eslabón del silogismo hamiltoniano era la
propuesta de que la Constitución es ley, ley fundamental. Si la Constitución fuera
ley lo sería así en virtud de haber sido promulgada por un poder legislativo, pero,
se interroga Corwin, ¿qué poder legislativo? Berger, con evidente razón, y en
réplica al anterior autor, responde por Hamilton al señalar que éste se manifestó
en términos inequívocos: “the Constitution was an act of popular legislation”800.
El propio pueblo era “the supreme legislator”, mientras que los legisladores
ordinarios operaban como “<mere agents> of the people”. Por lo demás, Hamilton
no menciona en su razonamiento la supremacy clause, sino que, como señala
Wechsler801, más bien viene a propugnar que tal supremacía se halla implícita en
el concepto de una Constitución escrita.
Con los argumentos que acabamos de exponer, Hamilton descarta que la
facultad de revisión judicial coloque al judiciary por encima del legislativo,
pero conviene recapitular sobre una importante precisión realizada por quien
desempeñara el cargo de Secretario del Tesoro entre 1789 y 1795, y posiblemente
fuera el más brillante intelectual de la nueva República, y en todo caso, uno de
los cuatro “genios” de la “American nation-building”802: los tribunales tan sólo
podrán declarar la nulidad de las leyes contrarias “al sentido evidente de la
Constitución”, cuando exista una irreconciliable discrepancia. Esta precisión
está lejos de ser fugaz o irrelevante, por cuanto en el artículo LXXXI, escrito
asimismo por Hamilton, la idea reaparece: “Admito –escribe Hamilton– que la
Constitución deberá ser la piedra de toque para la interpretación de las leyes
y que siempre que exista una contradicción evidente, las leyes deberán ceder
ante ella”. Quiere ello decir que Hamilton deja meridianamente claro que la
judicial review no puede ser entendida como la facultad de los jueces para elegir
entre diversas interpretaciones razonables de la Constitución, imponiendo su

800
Raoul BERGER: Congress v. the Supreme Court, op. cit., p. 170.
801
Herbert WECHSLER: “Toward Neutral Principles of Constitutional Law”, en Harvard Law
Review (Harv. L. Rev.), Vol. 73, 1959-1960, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 5.
802
“The four geniuses of American nation-building –Jefferson, Hamilton, Madison, and Marshall–
found their way unerringly to their métiers: Madison, the constitution writer; Jefferson, the creator of
a democratic polity; Marshall, the architect of liberal jurisprudence; and Hamilton, the fiscal wizard.
All had interesting relationships with George Washington, whose great virtues were more personal
and moral than intellectual”. En tales términos se manifiesta Joyce O. APPLEBY, en el “Foreword” a
la obra The Revolutionary Writings of Alexander Hamilton, edited by Richard B. Vernier, Liberty Fund,
Indianapolis (Indiana), 2008, pp. VII y ss.; en concreto, p. X. No han faltado las comparaciones entre
esos constructores de la nación hechas con bastante animadversión crítica frente a Alexander Hamilton,
como es la realizada por Dumas Malone (en su libro Jefferson and His Time), quien para comparar a
Jefferson y Hamilton, escribe: “no other American statesman has personified national power and the
rule of the favored few so well as Hamilton, and no other has glorified self-government and the freedom
of the individual to such a degree as Jefferson”. Cit. por Thomas P. GOVAN: “Alexander Hamilton and
Julius Caesar: A Note on the Use of Historical Evidence”, en The William and Mary Quarterly (Wm. &
Mary Q.), Third Series, Vol. 32, No. 3, July, 1975, pp. 475 y ss.; en concreto, p. 475.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 305

punto de vista sobre el del legislativo, sino como la facultad de derribar las leyes
que claramente vulneren la Constitución. De esta forma, el que será conocido
como principio de legislative deference –“deferring to legislative opinions of
constitutionality in doubtful cases803– estará ya implícito en las formulaciones
sobre el judiciary efectuadas por Hamilton. Ciertamente, podría suceder que los
tribunales, en vez de declarar el significado de la ley (“the sense of the law”), estu-
viesen dispuestos a ejercitar su voluntad en vez de su juicio, de su razonamiento;
la consecuencia de ello, es obvio, sería la misma que la de sustituir la voluntad
del cuerpo legislativo por la suya propia. Pero, como con enorme perspicacia
escribe Hamilton, a fin de neutralizar esta fácil crítica frente al judiciary, si algo
probara esta observación sería que no debería de haber jueces independientes
del cuerpo legislativo.
No debe razonablemente ponerse en duda, que Hamilton se esforzó en
relación al punto aquí abordado, al igual que en otras cuestiones, en tratar de
reproducir las conclusiones maduradas por la propia Convención Federal. Y
como apostilla Corwin804, no parece menos cierto que Hamilton trataba de esta
forma de comunicar a aquellos a quienes se había remitido la Constitución para
su ratificación, los fundamentos sobre los que sus autores y partidarios (“its
framers and supporters”) basaron la defensa de la judicial review805, que en último
término, Hamilton visualiza implícita en la Constitución. Podríamos pues concluir
diciendo, que la doctrina de la judicial review o, quizá con más rigor, del voiding
power, surge inevitablemente de la propia naturaleza de una Constitución escrita
que contempla específicas limitaciones sobre los poderes de gobierno. Hamilton
anticipa así uno de los elementos vertebradores de la argumentación que Marshall
construirá en su Marbury decision. Y de resultas de todo ello, Hamilton avanza la
prueba concluyente de que los Founding Fathers habían hecho suya, aunque fuera
de modo implícito, esta doctrina.

V. Los comentarios de “Brutus” son, como ya se dijo, el equivalente anti-


Federalista a los incluidos en The Federalist Papers806; por lo mismo, presentan

803
Chistopher WOLFE: The Rise of Modern Judicial Review..., op. cit., p. 77.
804
Edward S. CORWIN: “Marbury v. Madison and the doctrine of judicial review”, op. cit., p. 561.
805
No faltan entre la doctrina norteamericana quienes se hallan lejos de compartir tales ideas. El
caso más significado es el de Crosskey, que, como recuerda Dewey, caracterizó The Federalist por su
sofistería (“sophistry”), insinuación (“innuendo”) y casi falsedad (“near-falsehood”), todo ello muy
especialmente en relación a los artículos de Madison. Al margen ya de lo discutidas que han sido entre
la doctrina norteamericana las radicales tesis de Crosskey, éstas, en lo que ahora interesa, tienen como
destinatario primigenio a Madison, no a Hamilton. Donald O. DEWEY: “Crosskey versus Madison...”,
op. cit., p. 437.
806
Como ya se ha dicho, todavía hoy no se conoce con total certeza la identidad de “Brutus”, aunque
se sospecha que los ensayos fueron escritos por Robert Yates. Si se recuerda que Alexander Hamilton
fue un enorme conocedor del mundo clásico, griego y romano, y un gran admirador de Julio César, el
término “Brutus” no estaría exento de significado, viniendo implícitamente a marcar el rechazo radical
del pensamiento del, muy probablemente, el más sólido intelectual de la Convención de Filadelfia, y
declarado defensor del judiciary. Los ensayos números XI al XVI, dedicados principalmente al poder
judicial nacional o federal, se publicaron entre el 31 de enero y el 10 de abril de 1788, fechas que han
306 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

un relevante interés. Con todo, no podemos entrar en ellos; nos limitaremos a


recordar, que en el undécimo de sus ensayos “Brutus” introducía la discusión sobre
el poder judicial diseñado por la Constitución, recomendando una mirada precisa
a esta “rama” del gobierno federal que, a juicio del ensayista, estaba colocada en
una situación completamente inaudita en un país libre (“in a situation altogether
unprecedent in a free country”), juicio que parecía venir motivado por la apre-
ciación de que el judiciary se hallaba facultado para interpretar la Constitución
de acuerdo con su espíritu (“according to its spirit”), no quedando limitado a sus
palabras, lo que llevaría a “Brutus” a la conclusión de que el judiciary tenía un
derecho “independent of the legislature, to give a construction to the constitution
and every part of it, and there is no power provided in this system to correct their
construction or do it away”807. Quizá por ello, se ha podido considerar que “Brutus”
percibió mejor que ningún otro pensador del siglo XVIII el poder potencial que
residía en el constitucionalmente diseñado federal judiciary808.
Ya en relación específica a la doctrina de la judicial review, la posición de
“Brutus” era clara: “If, therefore, the legislature pass any laws, inconsistent
with the sense the judges put upon the constitution, they will declare it void;
and therefore in this respect their power is superior to that of the legislature”.
“Brutus” no valoraba de modo específico esta función de revisión judicial; se
limitaba a considerarla parte integrante del sistema constitucional. Sin embargo,
sus reflexiones no dejaban mucho resquicio a la duda: para “Brutus” la judicial
review no era más que una usurpación del poder perteneciente a otras “ramas”
del gobierno.
En su ensayo nº XV, “Brutus” iba a explicitar su conclusión final sobre el
“departamento judicial”, que no era otra sino la de que la Constitución diseñaba un
poder que quedaba más allá del alcance de cualquier otro poder en el gobierno de
la comunidad. “In short, –concluye en alusión a los jueces– they are independent
of the people, of the legislature, and of every power under heaven”809.
Esta visión crítica hacia el judiciary no era directamente deudora de la función
de la judicial review. “Brutus” conocía la existencia de tal potestad y se hallaba
de acuerdo con los Federalistas acerca de su origen y su función. Su crítica de la
regulación constitucional tenía básicamente que ver, como se puede apreciar por
sus palabras, con la supremacía judicial que a su juicio se consagraba, no tanto
con la judicial review, aunque es indudable que esa supremacía podía ser entendida
como la resultante del ejercicio por el judiciary de esa facultad de revisión judicial.

dado pie para que una buena conocedora de esta etapa como es Diamond, considere que los artículos
de “Publius” (seudónimo utilizado por Hamilton) sobre el judiciary constituyen una respuesta a los de
“Brutus”. Cfr. al respecto, Ann Stuart DIAMOND: “The Anti-Federalist <Brutus>”, en Political Science
Reviewer, No. 6, Fall 1976, pp. 249 y ss.; en concreto, p. 269.
807
Ann Stuart DIAMOND: “The Anti-Federalist <Brutus>”, op. cit., p. 270.
808
P. Allan DIONISOPOULOS and Paul PETERSON: “Rediscovering the American Origins of
Judicial Review...”, op. cit., pp. 60-61.
809
Ann Stuart DIAMOND: “The Anti-Federalist <Brutus>”, op. cit., p. 275.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 307

En todo caso, y por lo que ahora más interesa, se reconoce810 por lo general, que
“Brutus unequivocally confirmed that the Constitution would establish such
judicial review”811.

E) El primer Congreso y la Judiciary Act de 1789

Meses después de la ratificación de la Constitución por New Hampshire (el


21 de junio de 1788), el decisivo noveno Estado que exigía el Art. VII de la misma
para que pudiera entrar en vigor en esos mismos Estados, se reunía en Nueva York
(el 4 de marzo de 1789) el Primer Congreso, que ha sido caracterizado como una
especie de continuador de la Convención Constitucional812, y ello no sólo porque
en él se hallaran presentes personalidades que habían tenido un rol relevante en el
diseño constitucional, como sería el caso de James Madison, Elbridge Gerry, Rufus
King, Oliver Ellsworth o William Paterson, los dos últimos, con posterioridad,
miembros de la Corte Suprema, el primero de ellos, Ellsworth, Chief Justice, el
segundo, Associate Justice. Particular trascendencia, en lo que ahora interesa, iba
a tener la aprobación por ese Primer Congreso de la Judiciary Act, el 24 de sep-
tiembre de 1789. La ley sobreviviría más de un siglo, hasta 1891, aunque tal hecho
haya sido considerado por algún autor813 como un accidente histórico y político,
antes que como la prueba de los propios méritos del texto legal, juicio que creemos
excesivamente carente de objetividad. Y ello por cuanto esta ley tradujo un loable
compromiso del First Congress respecto a la creación de un national judiciary, que,
aunque no sin limitaciones (recordemos que la ley creaba tan sólo dos tipos de
jueces, los jueces de la Supreme Court y los jueces de distrito, implicando a ambas
categorías de jueces en la integración de los circuit courts o tribunales federales
de circuito, que eran los que asumían la más amplia jurisdicción otorgada por la
ley), era encargado de salvaguardar el interés nacional, a través del aseguramiento
del Derecho federal y de su uniforme interpretación814.

810
Saikrishna B. PRAKASH and John C. YOO: “The Origins of Judicial Review”, op. cit., p. 970.
811
“Even the critic of judicial review, the Anti-Federalist writer <Brutus>, assumed that the practice
would continue under the Constitution”. En tales términos se pronuncia Mary Sarah BILDER, en
“The Corporate Origins of Judicial Review”, op. cit., p. 553.
812
“In a very real sense –ha escrito Currie– the First Congress was a sort of continuing constitutional
convention”. David P. CURRIE: “The Constitution in Congress: Substantive Issues in the First Congress,
1789-1791”, en The University of Chicago Law Review (U. Chi. L. Rev.), Vol. 61, 1994, pp. 775 y ss.; en
concreto, p. 777.
813
Donald O. DEWEY: Marshall Versus Jefferson: The Political Background of Marbury v. Madison,
Alfred A. Knopf, New York, 1970, p. 49.
814
“The passage of the Judiciary Act in September 1789 –escribe al respecto Marcus– constitutes
the earliest evidence we have of a general agreement that, to safeguard national interests, federal
courts must review state court decisions to insure that the states interpret federal law uniformly and
uphold federal rights”. Maeva MARCUS: “The Founding Fathers, Marbury v. Madison–and so what?”,
en Constitutional Justice Under Old Constitutions, edited by Eivind Smith, Kluwer Law International,
The Hague/London/Boston, 1995, pp. 23 y ss.; en concreto, p. 26.
308 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

No es exagerado aventurar, que tal ley iba a constituir un paso más en el pro-
ceso encaminado a la definitiva e inequívoca recepción de la facultad de revisión
judicial de la legislación. La importantísima Sección 25 del texto legal no sólo iba
a suponer “one of the most important nationalizing influences in the formative
period of the Republic”815, sino que en ella se iba a considerar, con toda razón a
nuestro entender, que latía la judicial review, por lo menos de modo implícito.
La Sección 25 contemplaba la jurisdicción de apelación de la Supreme Court,
otorgándole, a través del llamado writ of error, competencia para conocer de
las sentencias de los tribunales superiores de los Estados y, por lo mismo, para
revocarlas o confirmarlas, cuando hubieren invalidado una ley federal o un tratado
o rechazado demandas en las que se cuestionase la validez de una ley estatal o
de cualquier acto adoptado en ejercicio de la autoridad estatal, con fundamento
en su contradicción con la Constitución Federal, con los tratados suscritos por
los Estados Unidos o con las leyes federales. Ello entrañaba hacer de la Supreme
Court el tribunal último de apelación en los casos federales, que hasta ese
momento podían ser juzgados en primera instancia por los tribunales estatales.
La maquinaria judicial federal quedaba de esta forma habilitada para deshacerse
de aquellas leyes estatales que violasen la autoridad federal. Innecesario es decir
que, sin el reconocimiento de tal competencia de la Corte Suprema, cada Estado
habría permanecido como juez último en cuanto al significado de la Norma
suprema, que era justamente lo que reivindicarían unos años después las Virginia
and Kentucky Resolutions (1798).
Cuestión subyacente a la interpretación de la Sección iba a ser, como antes
se ha avanzado, la de si en ella se podía entender recepcionada la judicial review.
La doctrina ha debatido este tema desde antaño. Para un autor tan relevante
como Corwin, la cuestión no admitía la más mínima duda: que la Judiciary
Act –escribiría hace justamente un siglo816– contemplaba, en el pensamiento de
su autor, Oliver Ellsworth, el ejercicio de un poder de revisión por los tribunales
nacionales de las leyes del Congreso es algo que apenas puede ser puesto en tela de
juicio, pero hasta qué punto (“how far”) otros aceptaron este punto de vista de la
cuestión, es algo imposible de conjeturar, y ello porque así de silenciosas sobre el
tema son las actas del debate en el Congreso de la ley. Por las mismas fechas, Beard
se pronunciaba en términos aún más rotundos. A su juicio817, lo que la Sección
25 venía a decir era que la Corte Suprema podía revisar o reafirmar una decisión
de un tribunal estatal considerando inconstitucional una ley federal. Siendo así,
no era irrazonable sostener que quienes habían establecido esa norma pensaban
que la propia Supreme Court podía declarar inconstitucionales leyes del Congreso,
independientemente de las decisiones de los tribunales estatales. Parecería

815
Felix FRANKFURTER and James M. LANDIS: “The Business of the Supreme Court of the
United States – A Study in the Federal Judicial System (I)”, en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.),
Vol. XXXVIII, 1924-1925, pp. 1005 y ss.; en concreto, p. 1008.
816
Edward S. CORWIN: “The Establishment of Judicial Review (II)”, en Michigan Law Review
(Mich. L. Rev.), Vol. IX, 1910-1911, pp. 283 y ss.; en concreto, p. 283.
817
Charles A. BEARD: “The Supreme Court–Usurper or Grantee?”, op. cit., p. 15.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 309

absurdo entender que una ley del Congreso podía ser anulada por un tribunal
estatal con la aprobación de la Supreme Court, pero no por ésta directamente. Ello,
además, daba pie a Beard para reafirmarse en su idea (ya antes comentada) de
que la mayoría de los miembros de la Convención de Filadelfia se había mostrado
proclive a la judicial review, pues varios de ellos estuvieron en el Primer Congreso
detrás de la aprobación de la Sección 25 de la Judiciary Act. En fin, hace casi tres
cuartos de siglo, Boudin, atinadamente, señalaba818 que la Sección 25 establecía
las bases técnicas para el posterior desarrollo de la doctrina.
En fechas más próximas, aún no siendo un tema absolutamente pacífico entre
la doctrina, un amplio sector de la misma ha venido a entender, que la Sección 25
plasma con toda evidencia que los miembros del Primer Congreso asumieron que
tanto los tribunales estatales como los federales ejercerían “the power to review
statutes on the grounds of constitutionality”819. En contra de este entendimiento
se manifestaría un muy prestigioso autor, el Judge Learned Hand820, para quien la
cláusula de la Sección 25 se dirigía contra los Estados al solo efecto de impedir su
intrusión en los poderes que habían delegado o de evitar que dejaran de obedecer
las limitaciones sobre sus propios poderes que ellos mismos habían aceptado.
Siendo ello así, tal cláusula no podía ser extendida hasta convertirse en una
autoridad general para pronunciarse sobre cualesquiera otros casos de conflicto
legislativo con la Constitución; antes al contrario, Hand recurre a la máxima
expressio unius, exclusio alterius, concluyendo que tal cláusula lo que indicaría
es justamente la inexistencia de esa autoridad.
El devenir histórico de la Sección 25 no dejó de atravesar momentos delicados,
impugnándose su constitucionalidad ante la Corte Suprema e intentándose en el
Congreso su abrogación. Warren, el mejor historiador de la Supreme Court, los
ha estudiado con todo detalle821, y sin poder entrar en ellos ahora, sí queremos
recordar que el propio Chief Justice Marshall se mostró en ciertos momentos muy
preocupado por el futuro de esta Sección, objeto periódico de duros ataques por
los partidarios a ultranza de los derechos de los Estados. Y así, en una carta escrita
a su amigo Joseph Story, fechada el 15 de octubre de 1830, Marshall profetizaba
la abrogación de la Sección o, en su caso, la revocación (ignoramos por quién)
de la sentencia dictada por la propia Corte en el caso Craig v. Missouri, decidido
el 12 de marzo de 1830 por una votación de 4 votos frente a 3, decisión en la que
Marshall, expresando la opinión mayoritaria, reafirmó la constitucionalidad de

818
Louis B. BOUDIN: “Majority Rule and Constitutional Limitations”, en Lawyers Guild Review
(Law. Guild Rev.), Vol. 4, 1944, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 6.
819
Benjamin F. WRIGHT: The Growth of American Constitutional Law, op. cit., p. 27.
820
Learned HAND: The Bill of Rights (The Oliver Wendell Holmes Lectures, 1958), Harvard
University Press, Cambridge (Mass.), 1958, pp. 5-6.
821
Cfr. al respecto, Charles WARREN: “Legislative and Judicial Attacks on the Supreme Court of
the United States–A History of the Twenty-fifth Section of the Judiciary Act”, en American Law Review
(Am. L. Rev.), Vol. 47, January/February, 1913, pp. 1 y ss. (Part I) y March/April, 1913, pp. 161 y ss.
(Part II).
310 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

la Sección 25822 (que había sido cuestionada). Que los temores del Chief Justice
estaban justificados lo demostraba el hecho de que en diciembre de 1830, en la
siguiente sesión del Congreso, era presentado un proyecto de ley para abrogar
tal Sección, finalmente derrotado, en gran medida por el rotundo informe
presentado por el chairman (presidente) de la Cámara de Representantes, James
Buchanan, que rechazaba la abrogación de la Sección 25 con sólidos fundamentos
constitucionales.823

F) La judicial review en la última década del siglo XVIII

A partir de las premisas expuestas, no ha de extrañar que la práctica de la


judicial review en los años que median entre la aprobación de la Judiciary Act de
1789 y la llegada a la Chief Justiceship de John Marshall fuera generalizándose. Los
tribunales estatales iban a continuar invalidando leyes por su contradicción con
las respectivas Constituciones. De hecho, entre 1789 y 1803, se pronunciaron al
efecto en una decena de casos, bien considerando determinados actos legislativos
estatales inconstitucionales, bien sosteniendo que disponían de la facultad de
hacer tal declaración824. Durante estos años el dogma de Coke y la teoría hamil-
toniana del Federalist se fueron difundiendo progresivamente, de modo especial,
como es obvio, entre los tribunales de justicia. Sin embargo, el hecho de que en
la época sólo unas pocas sentencias fuesen publicadas, limitó sensiblemente
tal difusión. Por lo mismo, se considera que estamos ante un período más de
preparación que de madurez.
Los tribunales federales inferiores también participaron de la representación
(“entered the picture as well”), como dice Klarman825, anulando varias leyes
estatales, como por ejemplo, las leyes en ayuda de los deudores (“debtor relief
statutes”). Particularmente importante al respecto sería la actividad llevada a
cabo por los Circuit courts, en los que participaban Justices de la Corte Suprema.
Bien es verdad que de los cinco casos en que, aproximativamente, se ha cifrado el
número decisiones en que tales tribunales anularon leyes estatales por su contra-
dicción con la Constitución federal826, apenas en un par de ellos se publicaron las
respectivas sentencias, constituyendo una de las más significativas excepciones

822
Ya en el caso Martin v. Hunter´s Lessee, decidido por unanimidad (ausente John Marshall) el 20
de marzo de 1816, expresando la opinión de la Corte el Justice Joseph Story, la Supreme Court confirmó
la constitucionalidad de la Sección 25. La relevancia de las sentencias relativas a la constitucionalidad
de la Sección 25 ha sido generalmente destacada. Por poner un ejemplo, a juicio de Newmyer, “the
Court´s decisions justifying judicial review under Section 25 deserve a place in the Pantheon right next
to Marbury”. R. Kent NEWMYER: “Chief Justice Marshall in the Context of His Time”, en Washington
and Lee Law Review (Wash. & Lee L. Rev.), Vol. 56, 1999, pp. 841 y ss.; en concreto, p. 847.
823
Cfr. al respecto, Charles WARREN: “Legislative and Judicial Attacks on the Supreme Court...”,
Part I, op. cit., pp. 163-164.
824
Benjamin F. WRIGHT: The Growth of American Constitutional Law, op. cit., p. 28.
825
Michael J. KLARMAN: “How Great Were the <Great> Marshall Court Decisions?”, en Virginia
Law Review (Va. L. Rev.), Vol. 87, 2001, pp. 1111 y ss.; en concreto, p. 1115.
826
Benjamin F. WRIGHT: The Growth of American Constitutional Law, op. cit., p. 29.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 311

el caso Van Horne´s Lessee v. Dorrance, en el que un tribunal de circuito del que
formaba parte el Juez William Paterson, de la Supreme Court, consideró que una
ley aprobada por la Legislatura de Pennsylvania era contraria a las obligaciones
constitucionales dimanantes de la contract clause. Y en cuanto al Tribunal Supre-
mo, de modo generalizado se admite el Hayburn´s case (1792) como un temprano
precedente de ejercicio de la judicial review.
Al margen ya de la aplicación judicial de la doctrina que nos ocupa, hay otro
dato relevante que ilustra acerca de la generalizada recepción de la teoría de la
judicial review. La sesgada y partidista aplicación por algunos tribunales federales
de las Alien and Sedition Acts de 1798 desencadenó una muy brusca reacción en
algunos Estados, muy particularmente en Virginia y Kentucky. Fruto de la misma
fue la aprobación casi sucesiva de las conocidas como Virginia and Kentucky Reso-
lutions (1798), redactadas por Madison y Jefferson, respectivamente, y concebidas,
entre otros propósitos, con la finalidad de llegar a una ruptura frontal frente a la
que los defensores de los derechos de los Estados comenzaron a visualizar como
la sanción añadida dada a la autoridad nacional por las decisiones judiciales. A
partir de dos principios básicos: que la Constitución era un pacto entre Estados
soberanos y que, dentro de cada Estado, el órgano de la soberanía era su Legisla-
tura, se iba a extraer la conclusión de que la última palabra en la interpretación
de la Constitución nacional debía residir en las Legislaturas estatales.
Virginia y Kentucky enviaron sus Resoluciones a los Estados septentrionales
con el ánimo de que éstos pudieran respaldarlas. Sin embargo, la realidad fue
muy distinta, por cuanto siete de ellos rechazaron que las Legislaturas estatales
pudiesen disponer de la facultad de interpretar y, llegado el caso, anular el federal
law con fundamento en su inconstitucionalidad. Particularmente rotunda sería
la réplica de la Legislatura de Massachusetts a la de Virginia: “The Constitution,
(by this doctrine) would be reduced to a mere cypher , to the form and pageantry
of authority, without the energy of power”827. La respuesta era inequívoca: sin la
energía del poder, que –se añadía– sólo podía venía dada por la autoridad judicial,
la Constitución quedaría reducida a un cero a la izquierda. Esta reacción es revela-
dora de que un buen número de Estados había asumido plenamente en esta etapa
final del siglo, que era el federal judiciary quien debía asumir la importantísima
tarea de interpretar y salvaguardar la Constitución, a cuyo efecto el instrumento
idóneo era el de la judicial review.

a) El ejercicio de la facultad de revisión judicial por los


Circuit Courts y por los tribunales estatales

I. Se admite generalizadamente por la doctrina, que los Jueces del Tribunal


Supremo, actuando como miembros de los Circuit Courts, hicieron suya la

827
Apud William Winslow CROSSKEY: Politics and the Constitution..., op. cit., Vol. II, p. 1037.
312 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

doctrina de la judicial review en no pocos casos828. Particular interés tendría al


respecto el Hayburn´s case (1792). En marzo de ese mismo año, el Congreso había
aprobado una ley que disponía que los United States Circuit Courts (tres en total
en el conjunto del país) habían de conocer de las demandas de los veteranos de la
guerra de la Independencia reclamando una pensión de incapacidad, tras lo que
los mencionados tribunales habían de emitir un certificado de su decisión, que
habían de enviar al Secretario de Guerra, que podía a su vez conceder o denegar la
pensión, según considerara pertinente. Los Associate Justices John Blair y James
Wilson, actuando como Jueces del Circuit Court de Pennsylvania, rechazaron
aplicar tal ley, al considerarla contraria a la Constitución, sosteniendo que no
podían cumplir determinados deberes que se les imponían por la ley, porque los
mismos no eran de naturaleza judicial. El Chief Justice John Jay y su Asociado
William Cushing, actuando en el Circuit Court para el distrito de Nueva York, y el
Justice James Iredell, en el Circuit Court de Carolina del Norte, tendrían a su vez
ocasión de conocer de demandas semejantes, presentando todos ellos opinions
bajo la curiosa forma de cartas dirigidas al Presidente de los Estados Unidos, decli-
nando actuar en las condiciones explicitadas por el mencionado texto legal. Todos
los Jueces coincidieron en que la ley imponía “nonjudicial duties on the courts”,
violando de esta forma el principio constitucional de la separación de poderes. De
igual forma, los cinco estuvieron de acuerdo en rechazar el “implied power” que
la ley atribuía al Secretario de Guerra, un miembro del ejecutivo obviamente, de
revisar o rehusar el cumplimiento de lo decidido por el Circuit Court.
Vale la pena asimismo recordar el caso Van Horne´s Lessee v. Dorrance (1795),
resuelto por el Justice William Paterson, actuando como Juez del Circuit Court de
Pennsylvania, cuyo mayor interés radica en el nítido posicionamiento expresado
por el mencionado Juez acerca de la nulidad de una ley estatal en contradicción
con la Constitución: “Cualquiera que pueda ser el caso en otros países, –argumen-
taría Paterson, reflexión que tenía como implícito punto de referencia el ilimitado
poder del Parlamento inglés– sin embargo, en éste, <there can be no doubt that
every act of the Legislature repugnant to the Constitution, is absolutely void>”829.
Warren, hace ya casi un siglo830, se hacía eco de cómo los escritores jurídicos,
hasta el momento en que él escribía (1922), coincidían en considerar el caso Van
Horne como el primer ejemplo (“the earliest instance”) de una decisión de un
tribunal federal considerando nula una ley estatal por su contradicción con la
Norma suprema.
La posición de Paterson venía referida a una ley de Pennsylvania relativa a
títulos de tierra contrapuestos en una disputa con Connecticut, pero su argumenta-

828
En tal sentido, entre otros muchos autores, Mary Sarah BILDER: “The Corporate Origins of
Judicial Review”, op. cit., p. 558, y William Michael TREANOR: “Judicial Review Before Marbury”,
op. cit., p. 473.
829
Apud Henry J. ABRAHAM: The Judicial Process (An Introductory Analysis of the Courts of the
United States, England and France), Oxford University Press, seventh edition, New York/Oxford, 1998,
p. 339.
830
Charles WARREN: “Earliest Cases of Judicial Review of State Legislation by Federal Courts”,
en Yale Law Journal (Yale L. J.), Vol. XXXII, 1922-1923, pp. 15 y ss.; en concreto, p. 15.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 313

ción era perfectamente válida tanto para las leyes estatales como para las federales,
viniendo a construir una teoría del poder judicial en su relación con la autoridad
legislativa que su colega en la Supreme Court James Wilson había planteado
unos años antes en sus clases de Derecho831. En su elaborada intervención ante
el jurado, entre otras cosas, Paterson afirmaba: “I take it to be a clear position,
that if a legislative act oppugns a constitutional principle, the former must give
way and be rejected on the score of repugnance. I hold it to be a position equally
clear and sound, that in such case, it will be the duty of the court to adhere to the
constitution, and to declare the act null and void. The constitution is the basis
of legislative authority. It lies at the foundation of all law and is a rule and com-
mission by which both legislators and judges are to proceed. It is an important
principle, which in the discussion of questions of the present kind ought never
to be lost sight of, that the judiciary in this country is not a subordinate but a
co-ordinate branch of the government”832.
También el United States Circuit Court de Rhode Island, en 1792, iba a decidir
que una ley de ese Estado era nula, de resultas de la consideración de que la misma
dañaba las obligaciones dimanantes de los contratos. El propio tribunal se había
tenido que enfrentar en distintos casos resueltos entre 1791 y 1792 a la cuestión
de la validez de las llamadas leyes de curso legal (“legal-tender laws”). Y lo más
sorprendente de todo, como dice Warren833, es que tan reiterados ejercicios de la
judicial review no fueron cuestionados en el propio Estado, cuando en el mismo,
tan sólo unos años antes (en 1786) se había intentado destituir a los jueces de
un tribunal estatal por el sólo hecho de considerar inconstitucional una ley del
Estado, en un caso bien famoso en la época como fue el ya comentado Trevett v.
Weeden.

II. Entre los tribunales estatales, como antes anticipamos, la doctrina de la


judicial review llegó a ser generalmente aceptada en el período del que ahora nos
estamos ocupando, incluso por algunos que más tarde combatirían con dureza
la construcción llevada a cabo por Marshall en el Marbury case. El caso del Juez
virginiano Spencer Roane es paradigmático. En 1793, diez años antes por tanto
de Marbury v. Madison, el Juez Roane, de la Virginia Court of Appeals, e íntimo
amigo de Jefferson, que siempre pensó en él para la Chief Justiceship de la United
States Supreme Court, en el caso Kamper v. Hawkins, sostenía: “If the legislature
may infringe this Constitution (of Virginia), it is no longer fixed; (...) and the
liberties of the people are wholly at the mercy of the legislature”. Como señalara
Warren Burger834, con toda certeza, el Juez Roane estaba hablando de la facultad

831
J. M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe. The Origins of Judicial Review in America,
Greenwood Press, New York/Westport (Connecticut)/London, 1989, p. 288.
832
Apud Charles B. ELLIOTT: “The Legislatures and the Courts: The Power to Declare Statutes
Unconstitutional”, en Political Science Quarterly, Vol. 5, No. 2, June 1890, pp. 224 y ss.; en concreto,
p. 245.
833
Charles WARREN: “Earliest Cases of Judicial Review of State Legislation...”, op. cit., pp. 15-16.
834
Warren E. BURGER: “The Doctrine of Judicial Review...”, op. cit., p. 5.
314 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

de los tribunales estatales para derribar leyes contradictorias con la Constitución


de Virginia, para añadir que “conceptually the doctrine is indistinguishable from
Marbury”. En esta importante sentencia (Kamper) se trató asimismo de delimitar
el preciso significado de la judicial review. A tal efecto se afirmaba en ella que la
doctrina en cuestión no estaba pensada para autorizar a los tribunales a “decidir
sobre la equidad, necesidad o utilidad de una ley”. Los tribunales debían ignorar
todas aquellas consideraciones atinentes a la sensatez o conveniencia (“wisdom or
expediency”) de una ley cuando se pronunciaban sobre su validez; no hacerlo así
“equivaldría a una expresa interferencia con la rama legislativa” (“would amount
to an express interfering with the legislative branch”)835.
El fundamento último de la judicial review se iba a hacer descansar en la
concepción de la soberanía que se había desarrollado durante y después de los
debates de la era de los Founders. A la par que se rechazaba el tradicional punto
de vista británico de que el legislativo poseía una completa soberanía, se sostenía
que la soberanía se asentaba en el pueblo, quien, a través de la Constitución,
delegaba un poder limitado al poder legislativo. No era otra la doctrina sustentada
por Hamilton, tal y como ya se vio. En el caso virginiano inmediatamente antes
mencionado, Kamper v. Hawkins, se sostenía que los legisladores eran meros
“servants of the people”, y en un caso decidido en Carolina del Sur con posterio-
ridad al ámbito temporal ahora delimitado, Cohen v. Hoff (1814), se afirmaba
expresamente que en la Constitución se encontraba “el encargo de donde los
legisladores derivan su poder”836.
Por traer a la memoria algunos otros casos, podemos recordar en New Jersey,
el caso Taylor v. Reading (1796), que vino a ser algo así como el sucesor de Holmes v.
Walton. En 1802, la doctrina fue sostenida y aplicada en Maryland, en Whittington
v. Polk, y en Carolina del Sur nos encontramos con otras dos decisiones, las
dictadas en Ogden v. Witherspoon, en 1802, y en Dense v. Foy, aunque ésta ya dos
años después de la Marbury decision.

b) La posición de la pre-Marshall Court ante la judicial review

I. También algunos de los pronunciamientos de la Supreme Court permiten,


sin ningún género de dudas, anticipar la doctrina sentada por Marshall en la
Marbury opinion. Aunque el conjunto de decisiones es pequeño, los litigios reflejan
el mismo modelo latente en los Circuit Courts´s cases, lo que es perfectamente
comprensible si se tiene en cuenta que los Associate Justices integraban también
los Tribunales de circuito. Como ha escrito Schwartz837, la Corte comenzó a
asentar los fundamentos de la judicial review poco después de que entrara en

835
Apud William E. NELSON: Marbury v. Madison. The Origins and Legacy of Judicial Review, op.
cit., p. 76.
836
William E. NELSON: Marbury v. Madison..., op. cit., p. 76.
837
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 22.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 315

funcionamiento, siendo varios los casos de particular significado al respecto. Y


Wright, con más rotundidad aún, considera que hay pocas dudas de que las bases
de la judicial review fueron establecidas en la primera década de vida de la Supreme
Court838. No podemos entrar a fondo en todo ello, pero sí creemos de interés aludir
a algunos ejemplos.
Chisholm v. Georgia es el primer gran caso que hubo de abordar la Corte
Suprema en materia constitucional. Decidido el 18 de febrero de 1793, su mayor
interés, en lo que ahora respecta, lo hallamos en el dissent del Justice James Iredell.
En él encontramos un dictum que anticipa en diez años la decisión Marbury v.
Madison. Al hilo de la constatación de que la organización y el procedimiento
judiciales debían de ser establecidos por el Congreso, Iredell aludía a que ello debía
hacerse con la limitación de que el Congreso no excediera su autoridad, pues si
lo hiciera, –escribe Iredell– “I have no hesitation to say, that any act to that effect
would be utterly void, because it would be inconsistent with the constitution,
which is a fundamental law, paramount to all others, which we are not only bound
to consult, but sworn to observe; and therefore, where there is an interference,
being superior in obligation to the other, we must unquestionably obey that in
preference”. La reflexión es irreprochable y contiene todos los elementos básicos
en los que se fundamenta la judicial review, y no debe extrañarnos si hacemos
memoria del nítido posicionamiento en favor de esta doctrina que años antes
había adoptado Iredell en su breve ensayo “To the Public” (1786), del que ya nos
hicimos eco.
En el caso Hylton v. United States, resuelto el 8 de marzo de 1796, a través de
la votación (mediante seriatim opinions) de los Justices Iredell, Paterson y Chase,
la Corte decidió que el impuesto sobre los carruajes (“a carriage tax”) establecido
dos años antes por una ley del Congreso era un impuesto indirecto, no siéndole
por lo mismo de aplicación la previsión de la cláusula cuarta de la Sección 9ª del
Art. I de la Constitución, aplicable tan sólo a los impuestos directos, que exigía
que la imposición de un impuesto de esta naturaleza se hiciera en proporción al
censo839. De esta forma, la Corte soslayó la cuestión de la declaración de nulidad
de toda ley contraria a la Constitución, no obstante lo cual, la Supreme Court no
se mostró absolutamente neutra al respecto. La doctrina lo ha corroborado. Ya
Beard, hace un siglo, señaló840, que la Corte ejerció el derecho a pronunciarse
sobre la constitucionalidad de una ley del Congreso. Cierto es que el Tribunal
apoyó la ley. Ahora bien, si no se hubiera entendido que la Corte disponía de
la facultad de considerar nula una ley federal con fundamento constitucional,
¿porqué se llevó el caso ante ella? Y si la Corte pensaba que no disponía de tal
facultad, ¿porqué asumía la jurisdicción y se tomaba la molestia de pronunciar

838
Benjamin F. WRIGHT: The Growth of American Constitutional Law, op. cit., p. 34.
839
De conformidad con tal norma constitucional: “”No Capitation, or other direct, tax shall be
laid, unless in Proportion to the Census or Enumeration herein before directed to be taken”.
840
Charles A. BEARD: “The Supreme Court–Usurper or Grantee?”, op. cit., p. 33.
316 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

una sentencia sobre la constitucionalidad del impuesto? A su vez, Douglas841 cree


que la Corte vino a reconocer la legitimidad de la teoría. Y Schwartz coincide en
esa apreciación, admitiendo que en esta sentencia (al igual que en otras, como las
dictadas en los casos Ware v. Hylton y Calder v. Bull) la Corte comenzó a asentar
los fundamentos de la judicial review842. No nos cabe la menor duda de que así fue.
Para constatarlo, basta tan sólo con leer el último párrafo de la opinion del Justice
Chase, que transcribimos a continuación: “As I do not think the tax on carriages is
a direct tax, it is unnecessary, at this time, for me to determine, whether this court,
constitutionally possesses the power to declare un act of congress void, on the
ground of its being made contrary to, and in violation of, the constitution; but if
the court have such power, I am free to declare, that I will never exercise it, but in
a very clear case”. Tan sensata reflexión mueve a entender, de un lado, que para el
Justice Samuel Chase la Corte estaba legitimada para llevar a cabo ese control de
constitucionalidad y, llegado el caso, declarar nula la ley que se estimare contra-
dictoria con la Constitución, y de otro, que ya en aquel temprano momento Chase,
en perfecta sintonía con lo sostenido por Hamilton en el núm. 78 del Federalist,
estaba admitiendo un principio de presunción de constitucionalidad de las leyes,
al que anudaba la lógica consecuencia de que sólo cuando la inconstitucionalidad
fuese clara debía hacerse efectiva la inaplicación de la ley en contradicción con
la Norma suprema.
En estrechísima relación con el Hylton case ha de situarse el caso Ware v.
Hylton et al., decidido justamente un día antes del anterior litigio, el 7 de marzo
de 1796. Esta decisión, como admite la doctrina de modo generalizado843, en
la dirección inmediatamente antes referida, coadyuva a sentar las bases de la
judicial review, bien que en este caso ese control recaiga sobre las leyes estatales
y tome como parámetro de la constitucionalidad no tanto la Constitución como
los Tratados internacionales en los que fuere parte los Estados Unidos. La Ware
decision reconoció la supremacía de los tratados internacionales sobre las leyes
estatales que estuvieren en conflicto con ellos. La argumentación de mayor
interés en relación con nuestro tema proviene del Justice Chase, para quien la
cláusula de supremacía del Art. VI puede operar retroactivamente para abatir
(“prostrate”) todas las leyes estatales que se opongan a los tratados suscritos por
la nación. Creemos de interés transcribir la reflexión de Chase en sus propios
términos: “A treaty cannot be the supreme law of the land (...) if any act of a state
legislature can stand in its way (...). Laws of any of the states, contrary to a treaty,
shall be disregarded (...). It is the declared duty of the state judges to determine
any constitution or laws of any state, contrary to that treaty (...), null and void.
National or federal judges are bound by duty and oath to the same conduct”. Es

841
Davison M. DOUGLAS: “The Rhetorical Uses of Marbury v. Madison: The Emergence of a <Great
Case>”, op. cit., p. 380.
842
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 22.
843
Destaquemos la consideración de Currie, para quien, “the most important constitutional holding
of Ware v. Hylton was that the federal courts had the power to determine the constitutionality of state
laws”. David P. CURRIE: “The Constitution in the Supreme Court. 1789-1801”, en The University of
Chicago Law Review (U. Chi. L. Rev.), Vol. 48, 1981, pp. 819 y ss.; en concreto, p. 863.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 317

clara la decidida defensa de la judicial review, contemplándose ahora como canon


del control no ya la Constitución federal sino los tratados suscritos por la Unión.
Particular trascendencia tendría igualmente el caso Calder v. Bull, decidido
el 8 de agosto de 1798, por la votación de los Justices Chase, Paterson, Iredell y
Cushing. El supuesto desencadenante del litigio vino dado por la promulgación
por la Legislatura de Connecticut de una ley (aunque la misma se identificaba
como “resolution”) concediendo una nueva vista en un proceso de legalización
de un testamento (“probate trial”), lo que entrañaba la anulación de la decisión
judicial ya dictada, circunstancia que desencadenó que los Calder, herederos
legítimos defraudados (“heirs at law disappointed”) presentaran la demanda,
al considerar la norma como una violación de la prohibición establecida por
la Sección 10ª del Art. I de la Constitución sobre las “ex post facto laws” (“No
State... pass any... ex post facto Law”), o lo que es igual, de las leyes con efectos
retroactivos. En este caso, según Corwin844, se enfrentaron los puntos de vista
nuevo y viejo de la Constitución junto a las distintas percepciones acerca de las
bases y el ámbito de la judicial review.
La Corte (muy particularmente la sólida y celebrada opinion del Justice
Samuel Chase) rechazó la argumentación de la demanda, con apoyo en dispares
razonamientos a los que Chase acudió para tratar de discernir el significado
de la expresión “ex post facto laws”, una expresión técnica que venía siendo
empleada desde mucho tiempo antes de la Revolución y que había adquirido “an
appropriate meaning” entre los legisladores, los abogados y la doctrina845. Chase
entendió inexcusable distinguir entre “ex post facto laws, and retrospective laws”.
“Cada ley ex post facto debe necesariamente ser retroactiva, pero no toda ley
retroactiva es una ley ex post facto. Sólo las primeras están constitucionalmente
prohibidas”. En fin, Chase rechazaría que la prohibición constitucional debiera
entenderse como un instrumento para asegurar a los ciudadanos en sus derechos
personales, por ejemplo, en sus derechos de propiedad846. Se ha hecho hincapié en
las numerosas referencias que la Chase´s opinion acoge a principios del Derecho
natural, habiéndose subrayado que, no obstante su posición proclive al rechazo
de la demanda, su opinion está repleta de sugerencias acerca de la existencia de

844
Edward S. CORWIN: “The Establishment of Judicial Review (II)”, en Michigan Law Review
(Mich. L. Rev.), Vol. IX, 1910-1911, pp. 283 y ss.; en concreto, p. 307.
845
Chase trató de buscar el significado de la expresión tanto en la autoridad dogmática de Blackstone
como en el usus loquendi de las constituciones estatales y también en la Constitución federal. Chase
llegó a la conclusión de que la prohibición constitucional no se extendía a cualquier legislación
retroactiva, sino tan sólo a aquellas leyes que convirtieren lo que eran actos autorizados cuando se
realizaron en actos criminales, o que agravaren la pena de actos ya realizados. Cfr. al efecto, Edward
S. CORWIN: “The Basic Doctrine of American Constitutional Law”, en Michigan Law Review (Mich.
L. Rev.), Vol. XII, No. 4, February 1914, pp. 247 y ss.; en concreto, pp. 248-249.
846
“The restraint against making any ex post facto laws –razonaba el Justice Chase– was not
considered by the Framers of the Constitution, as extending to prohibit the depriving a citizen even
of a vested right to property; or the provision <that private property should not be taken for public
use, without just compensation>, was unnecessary”. Las opinions de Chase, Paterson, Iredell y Cush-
ing pueden verse en la obra The Founders´ Constitution, edited by Philip B. KURLAND and Ralph
LERNER, op. cit., Vol. III, pp. 402 y ss.
318 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

“natural rights limitations on legislatures, beyond the limits prescribed by the


written Constitution”847. En coherencia con ello, Samuel Chase rechazará no
sólo la omnipotencia de las legislaturas estatales, sino también que su poder sea
absoluto y sin control, y ello aunque ninguna cláusula específica establezcan
al efecto las Constituciones federal o estatales. Con ello, Chase, en línea con
precedentes decisiones de la Supreme Court, contribuía a establecer las bases de
la judicial review.
El pronunciamiento de Chase parecía dejar abierta la vía de un control judicial
de las leyes no ya por su contradicción con específicas previsiones constitucio-
nales, sino, más allá de ello, incluso por su oposición a los principios de lo que
podríamos llamar una “unwitten constitution”, como por ejemplo, los principios
de la justicia natural. Ello implicaba dejar planteado un tema dogmático de la
mayor relevancia. Los Justices Paterson y Cushing iban a concurrir con la opinion
de Chase, sin entrar en el debate dogmático, lo que sí iba a hacer, por el contrario,
el Justice Iredell, quizá al pensar que Chase estaba sustentando la autoridad para
fiscalizar las leyes en sus propias ideas acerca de la justicia, lo que desencadenadó
su airada reacción.
James Iredell comenzó señalando en su opinion, que si la Constitución no
impusiera límites sobre el poder legislativo, la consecuencia de ello sería, inevita-
blemente, que “whatever the legislative power chose to enact, would be lawfully
enacted, and the judicial power could never interpose to pronounce it void”.
Admite Iredell, que algunos “speculative jurists” (en referencia bastante explícita
a Chase) han considerado que una ley del poder legislativo contraria a la justicia
natural (“against natural justice”) debe ser nula en sí misma, pero precisa que él no
puede pensar que bajo tal gobierno (un gobierno constitucional) ningún tribunal
de justicia posea una facultad para declararla así (nula), recurriendo en apoyo de
su tesis al pensamiento de Blackstone sobre el ámbito del poder parlamentario.
Más adelante, Iredell esboza con toda nitidez su punto de vista, que por su enorme
interés transcribimos a continuación:

“If any act of Congress, or of the legislature of a state, violates those


constitutional provisions, it is unquestionably void; though, I admit that as
the authority to declare it void is of a delicate and awful nature, the court
will never resort to that authority, but in a clear and urgent case. If, on the
other hand, the legislature of the Union, or the legislature of any member of
the Union, shall pass a law, within the general scope of their constitutional
power, the court cannot pronounce it to be void, merely because it is, in
their judgment, contrary to the principles of natural justice. The ideas of
natural justice are regulated by no fixed standard: the ablest and the purest
men have differed upon the subject; and all that the court could properly
say, in such an event, would be , that the legislature (possessed of an equal
right of opinion) had passed an act which, in the opinion of the judges, was
inconsistent with the abstract principles of natural justice”.

847
Suzanna SHERRY: “The Founders´ Unwritten Constitution”, op. cit., pp. 1172-1173.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 319

El intercambio dogmático entre Chase e Iredell ha sido considerado848 como


la salva de apertura (“the opening salvo”) de una batalla en marcha (“a running
battle”) que nunca se ha calmado completamente, y en su trasfondo, como un siglo
atrás visualizara Corwin849, subyace la naturaleza misma de las constituciones.
Los casos mencionados no agotan ni mucho menos el listado de decisiones
en que la Corte Suprema se enfrentó con cuestiones constitucionales y asimismo
con el problema de la reacción jurídica frente a la dudosa constitucionalidad
de una ley. Los casos Chandler v. Secretary of War, resuelto el 14 de febrero de
1794, y United States v. Yale Todd, decidido tres días más tarde, constituirían dos
buenos ejemplos de lo que se acaba de decir. Más aún, autor tan relevante como
Abraham ha considerado este último como el primer ejemplo de declaración de
inconstitucionalidad de una ley federal por la Corte Suprema850. En él, la Corte,
al hilo de una demanda sobre una pensión federal, declaró inconstitucional la ley,
si bien la opinion no fue oficialmente anunciada, y por lo mismo conocida, hasta
que más de medio siglo después, en el caso United States v. Ferreira (1851), el Chief
Justice Taney se hizo eco de ella. A su vez, en Cooper v. Felfair (1800), cuatro años
posterior a la Ware opinion, Chase iba a ofrecer, a juicio de Corwin851, un testimo-
nio concluyente de la inminente adopción en el ámbito federal de la doctrina de
la supremacía judicial, en que se traducía el ejercicio de la judicial review. “It is,
indeed, a general opinion –escribía el Justice Chase– it is expressly admitted by
all this bar, and some of the judges have, individually in the circuits decided, that
the Supreme Court can declare an act of Congress to be unconstitutional, and,
therefore, invalid; but there is no adjudication of the Supreme Court itself on the
point”. Tres años antes de la Marbury opinion, Chase estaba haciéndose eco de
una doctrina que parecía ampliamente generalizada, aunque la Corte Suprema
no la hubiera puesto en práctica formalmente, siempre, claro está, según Chase,
pues ya hemos visto que algunas decisiones de la misma podrían entrañar una
declaración de inconstitucionalidad.

II. Cuanto hasta aquí se ha expuesto creemos que deja claro, que la judicial
review se hallaba bastante asentada con anterioridad a la Marbury opinion,
remontándose incluso a la época colonial, aunque ciertamente sea tras la
Revolución cuando se explicite más claramente. En el ámbito de los tribunales,
incluso de la Corte Suprema, era una doctrina conocida y, por lo general, aceptada

848
David P. CURRIE: “The Constitution in the Supreme Court. 1789-1801”, en The University of
Chicago Law Review (U. Chi. L. Rev.), Vol. 48, 1981, pp. 819 y ss.; en concreto, p. 874.
849
Edward S. CORWIN: “The Establishment of Judicial Review (II)”, op. cit., p. 308.
850
Henry J. ABRAHAM: The Judicial Process..., op. cit., p. 339. Marcus hace suya tal consideración
al entender que éste es el primer ejemplo de declaración por la Supreme Court de la inconstituciona-
lidad de una ley. El problema, puntualiza a renglón seguido, es que la Corte no proporcionó ningún
fundamento para su decisión. Maeva MARCUS: “The Founding Fathers, Marbury v. Madison – and
so What?”, op. cit., p. 37.
851
Edward S. CORWIN: “The Supreme Court and Unconstitutional Acts of Congress”, op. cit., pp.
628-629.
320 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

e incluso, en ocasiones, puesta en práctica. Newmyer852 ha podido escribir, que


Marbury v. Madison fue la culminación natural de una lucha por el ordenamiento
constitucional que se remonta a la Revolución americana, que Marshall consideró
una Revolución constitucional, aunque no falten quienes cifran en varios siglos la
antigüedad de esta práctica de la judicial review853, cuya definitiva consagración
jurisprudencial por Marshall, desde luego, también encuentra una cierta explica-
ción como una reacción frente a las amenazas para la propia Unión que, a fines
de la década de 1790, vinieron a suponer los exaltados partidarios de los derechos
localistas de los Estados, que tuvieron como referente las Resoluciones aprobadas
por los Estados de Virginia y de Kentucky.
La doctrina de la judicial review, formalmente consagrada por la Marbury
opinion, se halla, pues, lejos de poder considerarse una creación ex novo de Mar-
shall, debiendo por lo tanto enmarcarse en la tradición jurídica norteamericana.
Y así lo ha entendido la gran mayoría de la doctrina. Valgan como ejemplo, a
añadir a otros varios de los que ya nos hemos hecho eco, las claras palabras de
Schwartz854, para quien, aunque Marshall fue un legal colossus, no escribió la
Marbury decision sobre una pizarra en blanco (“on a blank slate”). Por el contrario,
la regla formulada por nuestro Chief Justice estaba inextricablemente entrelazada
con la expuesta por sus contemporáneos y predecesores. Que ello fuera así,
añadiríamos por nuestra cuenta, no resta un ápice a su trascendencia. Piénsese
en que Marbury v. Madison fue la decisión que convirtió la judicial review en una
doctrina constitucional positiva.

4. La culminación del proceso: la Marbury v. Madison opinion, una


decisión que va mucho más allá de la positivación de la doctrina de la
judicial review

I. La sentencia que nos ocupa ha venido tradicionalmente vinculándose


de modo inextricable con la doctrina de la judicial review. Tal circunstancia es
perfectamente comprensible, por la enorme trascendencia de esta doctrina para el
Derecho constitucional norteamericano, e incluso para la propia historia del país.
A este respecto, Frankfurter ha llegado a escribir855, que, sin duda (“surely”), el
curso de la historia de América habría sido apreciablemente diferente (“markedly
different”) si la dimisión de Ellsworth como Chief Justice se hubiese producido
más tarde o si John Adams hubiese convencido a Jay para que retornase a la
presidencia del Tribunal Supremo, en definitiva, si Marshall no hubiese accedido

852
R. Kent NEWMYER: John Marshall and the Heroic Age, op. cit., p. 173.
853
“Accepting the well-established and long-practiced idea of limited legislative authority, –escribe
Bilder– American constitutional law recommitted itself to a practice over four centuries old”. Mary
Sarah BILDER: “The Corporate Origins of Judicial Review”, op. cit., p. 560.
854
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 22.
855
Felix FRANKFURTER: “John Marshall and the Judicial Function”, en Harvard Law Review
(Harv. L. Rev.), Vol. 69, 1955-1956, pp. 217 y ss.; en concreto, p. 221.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 321

a la Chief Justiceship. Y es que la perspicacia de Marshall resultó inigualable.


“John Marshall –diría Frankfurter en el mismo sentido– is a conspicuous instance
of Cleopatra´s nose”856. Y aunque quizá la amplia concepción de los poderes del
gobierno federal, sentada al hilo de la interpretación de la “necessary and proper
clause”, establecida en la McCulloch v. Maryland opinion (1819), tuviera una muy
superior trascendencia para el futuro de los Estados Unidos como nación, no
nos cabe duda de que la relevancia del reconocimiento de la facultad de revisión
judicial de la constitucionalidad de las leyes no le fue muy a la zaga.
Admitido lo anterior, hay que añadir de inmediato, que las aportaciones de la
Marbury opinion no pueden circunscribirse a la definitiva recepción en sede juris-
prudencial de la doctrina de la judicial review. Los aportes que esta decisión nos
ofrece van bastante más allá del ámbito de tal doctrina. De entrada, la sentencia
va a otorgar al federal judiciary un rol de extraordinaria importancia en el sistema
constitucional, posibilitando que la “third branch” pudiera pasar a situarse en un
plano de relativa equiparación con los otros dos poderes del gobierno federal. En
tal sentido, Fallon, tras señalar que “Marbury has a foundational, even constitutive
role in constitutional jurisprudence”, argumenta que, además de ser el manantial
(“the fountainhead”) del que mana la judicial review, esta sentencia nos ofrece
“the canonical statement of the necessary and appropriate role of the courts in
the constitutional scheme”857. El rol del poder judicial federal, en efecto, cambió
decisivamente tras esta decisión. A través de ella, Marshall iba a comenzar a resca-
tar al judiciary del relativo ostracismo en que se había mantenido durante sus casi
tres primeros lustros de vida constitucional federal, y en lo que a la Supreme Court
atañe, iba a comenzar a sentar las bases de su futuro prestigio. Y aunque ciertos
juicios emitidos sobre la trascendencia de esta decisión puedan parecernos a todas
luces exagerados, como sería el caso del entusiasta elogio de Leonard Baker, quien
calificaría la opinion de Marshall como “una de las más admirables horas de la
civilización, una de las más grandes realizaciones de la humanidad”858, lo que está
fuera de toda duda es que la decisión tuvo una extraordinaria trascendencia para
el futuro desarrollo constitucional americano, y que aún hoy, como constata la
doctrina, “Marbury remains a central text of American politics”859.
Por lo demás, los significados de esta sentencia son múltiples. Quizá por
ello se ha podido escribir, en un muy afortunado símil, que nos recuerda los
sugestivos experimentos con la luz de los pintores impresionistas (pensemos
en los maravillosos óleos sobre la cathédrale de Rouen, el Waterloo Bridge o les
falaises d´Aval en Étretat de Monet), que “Marbury resembles a great painting in

856
Ibidem, p. 222.
857
Richard H. FALLON, Jr.: “Marbury and the Constitutional Mind: A Bicentennial Essay on the
Wages of Doctrinal Tension”, en California Law Review (Cal. L. Rev.), Vol. 91, No. 1, January 2003,
pp. 1 y ss.; en concreto, pp. 4 y 5.
858
Apud Henry J. ABRAHAM: The Judicial Process..., op. cit., p. 344.
859
James M. O´FALLON: “Marbury”, en Stanford Law Review (Stan. L. Rev.), Vol. 44, 1991-1992,
pp. 219 y ss.; en concreto, p. 259.
322 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

that its meaning often varies with the light and the viewer”860. Como una guía para
la judicial review, la opinion no dejó de ser engañosa, pues si inicialmente pudo
transmitir la impresión de que lo que con ella quería Marshall era limitar el poder
del Congreso861, pues al fin y al cabo su sentencia anuló una ley federal, el paso del
tiempo aclararía que, lejos de ello, lo que Marshall pretendía en realidad era, ante
todo, fortalecer el rol institucional de la Supreme Court en el marco del sistema
constitucional para, a partir de ahí, operativizar la función de la judicial review
frente a las legislaturas y tribunales estatales862, con la vista puesta, en último
término, en lograr el fortalecimiento del poder federal. Ello no debe extrañar
por cuanto, como señalara McCloskey863, el incremento del poder judicial y la
conformación de la Constitución como “a charter for nationalism” fueron los
dos temas interconectados que subyacían en todas las decisiones de Marshall. La
función de revisión judicial no era por lo tanto sino un instrumento orientado a
la consecución de un fin de muy altos vuelos.

II. La importancia del caso Marbury v. Madison como una decisión constitu-
cional ha relativizado el interés en profundizar sobre sus otras consecuencias.
Una de ellas, de la mayor trascendencia, es el hecho de que la sentencia estableció
también la facultad de revisar la legalidad de las acciones del ejecutivo. Con
carácter previo a la proclamación de la competencia judicial para anular una
ley del Congreso, la Corte sostuvo la autoridad judicial para hacer cumplir los
específicos deberes legales de los funcionarios administrativos. La relevancia
de este aporte adicional es evidente. Si la doctrina de la separación de poderes
hubiera sido entendida desde los inicios de la vida constitucional norteamericana
en el sentido de excluir cualquier control judicial de la actuación administrativa,
el diseño constitucional se habría visto seriamente trastocado desde el principio.
Además, como ha señalado Monaghan864, una concepción de la Administración
pública libre de supervisión judicial (“free from judicial oversight”) habría dañado
el axioma político fundamental del gobierno limitado, socavando de esta forma
por anticipado un apoyo fundamental (“a principal buttress”) para la legitimidad

860
R. Kent NEWMYER: “Chief Justice Marshall in the Context of His Time”, en Washington and
Lee Law Review (Wash. & Lee L. Rev.), Vol. 56, 1999, pp. 841 y ss.; en concreto, p. 846.
861
No cabe, desde luego, devaluar la trascendencia de la doctrina de Marshall en el marco de las
relaciones constitucionales entre “the Judicial and the Legislative Branches of the Government”, pues
al excluir la facultad del Congreso de interpretar la Constitución, evitó la existencia de dos intérpretes
independientes de la misma; en tal caso, como escribiera Burton, el caos hubiera estado a la vuelta de
la esquina (“chaos was around the corner”). Harold H. BURTON: “The Cornerstone of Constitutional
Law...”, op. cit., p. 881.
862
“Looking at judicial review in action during his judicial tenure, –escribe Newmyer– it becomes
immediately clear that, as a working concept, it was aimed primarily at state legislatures and at state
judicial decisions upholding state legislation”. R. Kent NEWMYER, en “Chief Justice Marshall in the
Context of His Time”, op. cit. p. 846.
863
Robert G. McCLOSKEY: The American Supreme Court, The University of Chicago Press, 2nd
edition (revised by Sanford Levinson), Chicago, 1994, p. 37.
864
Henry P. MONAGHAN: “Marbury and the Administrative State”, en Columbia Law Review
(Colum. L. Rev.), Vol. 83, No. 1, January 1983, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 1.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 323

del moderno “administrative state”. Por lo demás, para la opinión pública de la


época, la mayor trascendencia del caso se visualizó justamente en esta asunción
por la Corte de la facultad de controlar la actuación del ejecutivo865.
En fin, todavía podría complementarse lo expuesto significando, que el
Marbury case obligó a la Corte a enfrentarse por primera vez con la peliaguda
cuestión del ámbito de los poderes presidenciales implícitos (“implied Presidential
powers”), y en particular con la facultad de destituir a los funcionarios y de invocar
el “executive privilege”866. Y en estrecha conexión con ello, la Corte delimitaría
por vez primera la doctrina de las political questions, admitiendo la existencia de
“discretionary acts of the president” de naturaleza esencialmente política y, por
lo mismo, no controlables en sede judicial.
Y por si todo ello fuera poco, la sentencia consagró el principio de justicia-
bilidad de los derechos, dando vida al aforismo romano ubi jus, ibi remedium,
en orden a viabilizar una tutela judicial frente a la violación de un derecho
legal, aunque la ley no contemplara expresamente un “private right of action”.
Recordemos al efecto dos reflexiones jurisprudenciales que, si no son de las más
citadas, a nuestro entender, sí resultan por contra de las más trascendentales de la
sentencia: “The very essence of civil liberty certainly consists in the right of every
individual to claim the protection of the laws, whenever he receives an injury. One
of the first duties of government is to afford that protection” (parágrafo 58 de la
sentencia). Y esta consideración se complementa con la de que: “The government
of the United States has been emphatically termed a government of laws, and not
of men. It will certainly cease to deserve this high appellation, if the laws furnish
no remedy for the violation of a vested legal right” (prgfo 61).
De resultas de todas estas reflexiones, podría pensarse que la Supreme Court
estaba reivindicando para sí el rol de “ultimate interpreter of the Constitution”; ello
pudiera parecer incluso perfectamente ajustado a su carácter de garante último de
la Norma suprema. Y así pareció corroborarlo la propia Corte bastantes decenios
después, en el caso Cooper v. Aaron (1958). Y aunque ello no ha dejado de suscitar
críticas doctrinales867, lo cierto es que tal autoridad no es reivindicada por la Corte
en ningún lugar de la Marbury opinion.
865
En su monumental obra The Supreme Court in United States History, todavía hoy la más completa
historia de la vida de la Corte desde sus inicios hasta el momento en que la obra fue escrita, Charles
Warren escribía al respecto lo que sigue:
“To the lawyers of today, the significance of Marshall´s opinion lies in its establishment of the
power of the Court to adjudicate the validity of an Act of Congress–the fundamental decision in the
American system of constitutional law. To the public of 1803, on the other hand, the case represented
the determination of Marshall and his Associates to interfere with the authority of the Executive,
and it derived its chief importance then from that aspect”. Charles WARREN: The Supreme Court in
United States History, revised edition in two volumes, Little, Brown, and Company, Boston, 1932, Vol.
one (1789-1835), p. 232 (first published in 1922).
866
En tal sentido se pronuncia Akhil Reed AMAR: “Marbury, Section 13, and the Original Jurisdiction
of the Supreme Court”, en University of Chicago Law Review (U. Chi. L. Rev.), Vol. 56, 1989, pp. 443
y ss.; en concreto, p. 447.
867
Tal es el caso de Levinson, quien trata de justificar el por qué no enseña el Marbury case,
suponemos que a sus alumnos de la University of Texas Law School. A su juicio, enseñar Marbury
324 LOS ORÍGENES DE LA JUDICIAL REVIEW

III. Todavía podríamos aludir a una cuestión complementaria de la máxima


trascendencia. Se ha dicho868, que de todas las fibras (“the strands”) con las que se
confeccionó el rico tapiz (“the rich tapestry”) de la jurisprudencia constitucional
del Chief Justice Marshall, ninguna fue más importante que la distinción que él
diseñó entre Derecho y política (“law and politics”). Y aunque, desde luego, es un
tema harto discutido el de si Marshall tuvo realmente éxito al mantener en sus
sentencias esa distinción, dado que no faltan quienes ven las declaraciones de
Marshall como la mera cobertura jurídica de un resultado políticamente orienta-
do869, Marshall se esforzó notablemente en mostrar que la palabra de la Corte era
Derecho, no política. Y la Marbury opinion puede ser un ejemplo de ello. Es obvio
que las circunstancias que precedieron y rodearon el caso vinieron connotadas por
unas enormes tensiones políticas, y ello le otorgó una evidente dimensión política.
El mismo Marshall lo admitió tanto en su correspondencia privada como en la
propia sentencia. Sin embargo, de ello no se sigue que el razonamiento jurídico
de la sentencia fuera nada más que una cínica máscara encaminada a disfrazar un
objetivo políticamente predeterminado. Como ha escrito Newmyer870, la sentencia,
como la misma Constitución, fue a la vez jurídica y política; nadie, incluyendo
al Chief Justice, conocía con toda seguridad dónde y cómo podía encontrarse un
equilibrio, dónde y cómo los principios y la metodología del common law infor-
maban el texto escrito de la Constitución, que si bien era ley suprema, también
era un texto esencialmente político. En cualquier caso, Marshall se esforzó en esa
delimitación y ello puede contribuir a explicarnos, convincentemente, que creyera
que la judicial review concernía no a un ejercicio de discreción política por parte
de la Corte, sino tan sólo al resultado de la yuxtaposición de dos textos legislativos,
la Constitución y la ley, con el fin de constatar si chocaban o no entre sí.

refuerza la noción de “judicial supremacy” en vez de la de “constitutional supremacy”, y con ello se


acentúa “the single most pernicious aspect of American legal education”, que es el de inculcar en
desventurados estudiantes (“in hapless students”) la más común de todas las nociones del realismo
jurídico (“Legal Realism”), que Levinson compendia en la célebre afirmación que en su speech ante
la “Elmira Chamber of Commerce” (el 3 de mayo de 1903, antes, por tanto, de su primer acceso a
la Supreme Court como Associate Justice) hiciera Charles Evans Hughes: “the Constitution is what
the judges say it is”, visión que Levinson tilda de por entero inaceptable del constitucionalismo
norteamericano, tanto desde una perspectiva normativa, como desde una óptica descriptiva. Sanford
LEVINSON: “Why I Do Not Teach Marbury (Except to Eastern Europeans) and Why You Shouldn´t
Either”, en Wake Forest Law Review (Wake Forest L. Rev.), Vol. 38, 2003, pp. 553 y ss.; en concreto,
pp. 569-570.
868
R. Kent NEWMYER: John Marshall and the Heroic Age of the Supreme Court, Louisiana State
University Press, Baton Rouge, 2001, p. 102.
869
Particularmente duro al respecto es el juicio de Levinson, quien admite tener poca dificultad
para declarar que las principales opinions de Marshall cubren toda la gama (“run the gamut”) que
va de lo intelectualmente fraudulento (“from the intellectually dishonest”) a lo majestuosamente
visionario (“to the majestically visionary”) y raramente contienen la única interpretación plausible
de la Constitución. Sanford LEVINSON: “Law as Literature”, en Texas Law Review (Tex. L. Rev.), Vol.
60, 1981-1982, pp. 373 y ss.; en concreto, p. 389.
870
R. Kent NEWMYER: John Marshall and the Heroic Age..., op. cit., pp. 167-168.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 325

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II. LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL
COURT (1790-1801) *

II. LA JUDICIAL REVIEWEN LA PRE-MARSHALL COURT(1790-1801)

SUMARIO

1. Algunas reflexiones sobre el diseño normativo del poder judicial: A) El Artículo III de la
Constitución: a) El Judiciary, ¿the least dangerous branch? “Publius” versus “Brutus”. b) El
carácter vitalicio de los jueces federales. c) El Judiciary como titular del “judicial power”.
B) La Judiciary Act de 1789–. 2. La pre-Marshall Court. Su composición y sus vicisitudes.– 3.
La tradición del common law y el pronunciamiento a través de las seriatim opinions en los
primeros años de la Corte Suprema.– 4. Los primeros casos relevantes de la Supreme Court
en la etapa anterior a Marshall y la doctrina en ellos subyacente de la judicial review.– 5.
Los tribunales estatales y su ejercicio de la judicial review en el cuarto de siglo posterior a
la Revolución (1776-1801).– 6. Algunas consideraciones finales.– 7. Bibliografía manejada.

1. Algunas reflexiones sobre el diseño normativo del poder judicial

A) El Artículo III de la Constitución

a) El Judiciary, ¿the least dangerous branch? “Publius” versus “Brutus”

I. El Art. III de la Constitución de 1787 comienza señalando: “The judicial


power of the United States, shall be vested in one Supreme Court, and in such
inferior Courts as the Congress may from time to time ordain and establish”.
Ubicado en una estructura presidida por el principio de separación de poderes,
que ordena e impregna el American constitutional law1, el poder judicial se nos
presenta, en palabras de Hamilton que han devenido míticas, como “the least

* Artículo publicado en la Revista Teoría y Realidad Constitucional, nº 28, 2º semestre 2011,


pp. 133 y ss.
1
En palabras de Tribe, “just at the Colossus once strode the wine-dark waters of the harbour of
Rhodes, so the separation of powers commands and pervades American constitutional law”. Laurence
TRIBE: American Constitutional Law, volume one, third edition, Foundation Press, New York, 2000,
p. 124.
338 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

dangerous (branch/department)”2, en cuanto que, debido a la naturaleza de sus


funciones, la situación de este poder no le permitirá perjudicar los derechos políti-
cos constitucionalmente contemplados, o por lo menos, le será más difícil hacerlo
de lo que lo puedan hacer los otros dos poderes, el legislativo y el ejecutivo. Bien
es verdad que esta célebre caracterización de Hamilton puede ser comprendida
desde una perspectiva estratégica, o lo que es igual, como una respuesta puntual
a la notablemente crítica descripción del poder judicial que en sus ensayos anti-
federalistas iba a hacer “Brutus”3, quien explicitaría a través de los mismos muchas
de las objeciones a la Constitución expuestas por otros escritos antifederalistas.
Para Diamond, no cabe la más mínima duda de que los artículos 78 a 82 de los
Federalist Papers4 aparecen como un intento heroico (“an heroic attempt”) para
cambiar la fuerza de las predicciones de “Brutus” en su provecho, esto es, en
provecho de la Constitución, no contra ella5.
En el undécimo de sus artículos, “Brutus” introducía la discusión sobre el
poder judicial diseñado por la Constitución, recomendando una mirada precisa
a esta “rama” del gobierno federal que, a juicio del ensayista, estaba colocada en
una situación completamente inaudita en un país libre (“in a situation altogether
unprecedent in a free country”), juicio que parecía responder a la apreciación de
que el Judiciary se hallaba facultado para interpretar la Constitución de acuerdo
con su espíritu (“according to its spirit”), no quedando limitado a sus palabras, lo
que le llevaría a la conclusión final de que el Judiciary tenía un derecho “indepen-
dent of the legislature, to give a construction to the constitution and every part of
it, and there is no power provided in this system to correct their construction or

2
“Whoever –escribe Hamilton en el artículo nº 78 de los Federalist Papers– attentively considers
the different departments of power must perceive, that in a government in which they are separated
from each other, the judiciary, from the nature of its functions, will always be the least dangerous to
the political rights of the constitution”. Apud The Founders´ Constitution, edited by Philip B. KURLAND
and Ralph LERNER, volume four, The University of Chicago Press, Chicago and London, 1987, p.
142.
3
Entre el 18 de octubre de 1787 y el 10 de abril de 1788, bajo el seudónimo de “Brutus”, se publi-
caban en el New York Journal un total de 18 ensayos, como parte del debate sobre la ratificación de la
Constitución federal por ese Estado. Aún hoy, no se conoce con total certeza la identidad de “Brutus”,
aunque se sospecha que los ensayos fueron escritos por Robert Yates. El seudónimo puede explicarse
por la supuesta finalidad de los mismos de prevenir que la nueva Constitución posibilitase el cambio
de una república libre a un régimen despótico quizá encabezado por un César. Si se recuerda que
Alexander Hamilton fue un enorme conocedor del pensamiento del mundo clásico, griego y romano,
y un gran admirador de Julio César, el término “Brutus” vendría implícitamente a marcar el rechazo
radical del pensamiento de uno de los más sólidos intelectuales de la Convención Constituyente de
Filadelfia, declarado defensor del Judiciary. Muy significativamente, los ensayos números XI al XVI,
dedicados principalmente a la discusión sobre el poder judicial nacional o federal, fueron publicados
entre el 31 de enero y el 10 de abril de 1788, fechas que una buena conocedora de esta etapa como
es Diamond, considera lo suficientemente significativas como para entender que los artículos de
“Publius”, seudónimo utilizado por Hamilton, sobre el Judiciary en “El Federalista”, son claramente
una respuesta a “Brutus”. Cfr. al efecto, Ann Stuart DIAMOND: “The Anti-Federalist <Brutus>”, en
Political Science Reviewer, No. 6, Fall 1976, pp. 249 y ss.; en concreto, p. 269.
4
Los 85 ensayos integrantes de los Federalist Papers pueden verse en HAMILTON, MADISON y
JAY: El Federalista, Fondo de Cultura Económica, 1ª reimpr. de la 2ª ed. española, México, 1974. El
artículo nº 78 en pp. 330 y ss.
5
Ann Stuart DIAMOND: “The Anti-Federalist <Brutus>”, op. cit., p. 277.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 339

do it away”6. En su ensayo nº XV, “Brutus” explicita su conclusión final sobre el


“departamento judicial”, que no es sino la de que se diseña un poder que queda
más allá del alcance de cualquier otro poder en el gobierno o en la comunidad. “In
short, (concluye en alusión a los jueces) they are independent of the people, of the
legislature, and of every power under heaven”7. A la vista de tales apreciaciones,
nos podemos interrogar acerca de cuál era, en realidad, la fuente última de preo-
cupación de “Brutus” frente al diseño constitucional del poder judicial. Habría que
contestar que no muy distinta de la latente en otros escritos antifederalistas. La
alarma de “Brutus” no proviene tanto de que el poder judicial esté en algún sentido
por encima del legislativo federal, sino más bien de que el judiciary produzca una
total subversión de los judiciaries estatales y, más ampliamente, del supuestamente
poder soberano de los Estados. El párrafo que subsigue, extraído del undécimo
ensayo de “Brutus”, es tan elocuente que no merece apostilla alguna: “I mean, an
entire subversion of the legislative, executive and judicial powers of the individual
states. Every adjudication of the supreme court, on any question that may arise
upon the nature and extent of the general government, will affect the limits of the
state jurisdiction”8.
Es más que probable que en el trasfondo de la referida preocupación de
“Brutus” se halle la función judicial de la judicial review, que, no obstante no haber
sido recogida en el Art. III de la Constitución, en modo alguno había sido ajena
al debate en la Convención Constitucional. Digamos, ante todo, que difícilmente
podía haberlo sido, pues la defensa de la “judicial authority over unconstitutional
legislation” se desarrolló en un momento coincidente con el período de redacción
del texto constitucional9, y ello, añadiremos, al margen ya de la tradición colonial
proclive al reconocimiento de tal potestad judicial, en la que ahora no podemos
entrar.

II. La idea de la supremacía de un bloque normativo, que había de quedar


en una posición de superioridad sobre el Derecho emanado de los Estados, y a
la que se habían de anudar ciertas consecuencias jurídicas, estuvo muy presente
desde el primer momento en el Continental Congress. Una prueba fehaciente de
ello la encontramos en que el 21 de marzo de 1787, el Congreso creado al amparo
de los Articles of the Confederation aprobaba por unanimidad una resolución que
anticipaba la celebérrima supremacy clause del Art. VI de la Constitución. A través
de la misma, acordaba “that the legislatures of the several states cannot of right
pass any act or acts, for interpreting, explaining, or construing a national treaty or
any part of clause of it; nor for restraining, limiting or in any manner impeding,
retarding, or counteracting the operation and execution of the same, for that on
being constitutionally made, ratified and published, they become in virtue of the
6
Ibidem, p. 270.
7
Ibidem, p. 275.
8
Ibidem, p. 277.
9
Sylvia SNOWISS: Judicial Review and the Law of the Constitution, Yale University Press, New
Haven and London, 1990, p. 38.
340 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

confederation, part of the law of the land, and are not only independent of the will
and power of such legislatures, but also binding and obligatory upon them”10. Bien
es verdad que, como acaba de verse, la cláusula aprobada en marzo tenía como
referente a los tratados, pero la referencia a ese “law of the land” ya anticipaba
que otras normas, primariamente la Constitución, habrían de incorporarse a ese
bloque normativo. Este planteamiento dejaba subyacente la cuestión del órgano
u órganos que habrían de reaccionar jurídicamente cuando las normas dotadas
de esa primacía fueran vulneradas por normas inferiores.
Hubiera resultado perfectamente coherente con el anterior planteamiento
que la Convención Constitucional abordara la cuestión, lo que era tanto como
decir que tratara el tema de la judicial review, pero lo cierto, vaya esta precisión
por delante, es que en la misma no hubo una discusión general sobre la judicial
review. Ello no obstante, no faltaron diferentes apreciaciones o comentarios en
torno a tan trascendente cuestión, habiéndose constatado11, que la judicial review
llegó a ser un tópico para la discusión en la Convención sólo después de que
una propuesta para adoptar un Council of revision hubiese sido considerada. El
mencionado Consejo habría estado integrado por el Presidente y por miembros del
Judiciary, ejerciendo un poder de veto frente a las leyes cuando ello se entendiere
apropiado, y hay que presuponer que se consideraría como tal cuando la ley se
opusiese a la Constitución. El Council of revision fue rechazado, dando paso, por
cierto, a la potestad de veto presidencial, principalmente porque los delegados
a la Convención lo percibieron como una violación del principio constitucional
de la separación de poderes, pero también porque varios delegados esgrimieron
que la específica inclusión del Judiciary en ese Council era innecesaria, en cuanto
que, como jueces, dispondrían de la facultad de llevar a cabo un control sobre la
legislación (“a check on legislation”) a fin de pronunciarse sobre su constitucio-
nalidad. Recuerda Corwin12 a este respecto, que cuando el 4 de junio se debatió
esta proposición del Council of revision, varios relevantes delegados, como Gerry
de Massachusetts, Wilson de Pennsylvania, Mason de Virginia y Luther Martin de
Maryland, sostuvieron en diferentes momentos la facultad de la Corte Suprema de
pronunciarse, al hilo de un litigio del que conociera, sobre la constitucionalidad
de la legislación del Congreso. En cualquier caso, la discusión constituyente sobre
la judicial review fue reducida, muy puntual. Tampoco debe extrañar que así fuera
por cuanto el ejercicio de esta función por los tribunales podía considerarse en
cierto modo habitual mucho antes de la Convención de Filadelfia. Por poner un
ejemplo, en la mencionada sesión del 4 de junio, Gerry, –que como Gobernador
de Massachusetts daría su nombre a la viciosa práctica de manipulación de
las circunscripciones electorales: Gerrymandering– en refencia al principio de

10
Apud Robert Lowry CLINTON: Marbury v. Madison and Judicial Review, University Press of
Kansas, Lawrence (Kansas), 1989, p. 61.
11
P. Allan DIONISOPOULOS and Paul PETERSON: “Rediscovering the American Origins of
Judicial Review: A Rebuttal to the Views Stated by Currie and Others Scholars”, en John Marshall
Law Review (J. Marshall L. Rev.), Vol. 18, 1984-1985, pp. 49 y ss.; en concreto, pp. 56-57.
12
Edward S. CORWIN: “The Supreme Court and Unconstitutional Acts of Congress”, en Michigan
Law Review (Mich. L. Rev.), Volume IV, 1905-1906, pp. 616 y ss.; en concreto, p. 619.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 341

invalidación judicial de las leyes con base en su inconstitucionalidad, formulaba la


siguiente observación: “In some of the states the judges had actually set aside laws
as being against the constitution. This was done too with general approbation”13.
El propio Madison, cuyo relevante rol en la Convención de Filadelfia es bien
conocido, en un determinado momento del debate constituyente, afirmó con toda
franqueza que “a law violating a constitution established by the people themselves
would be considered by the Judges as null and void”14. Ciertamente, la posición
de Madison acerca de la judicial review cambiará años después15, pero en el
momento constituyente su postura parecía nítida, y justamente en ella sustentaría
su rechazo, por innecesaria, de una específica cláusula constitucional prohibiendo
las retrospective laws que dañaran una obligación contractual, por cuanto “the
prohibition on ex post facto” obligaba a los jueces, siempre según Madison, a
declarar las interferencias legales sobre las obligaciones contractuales nulas y
sin valor alguno (“null and void”). En fin, Charles E. Hughes, quien fuera Chief
Justice (entre 1930 y 1941), en su clásica obra sobre la Corte Suprema, se hace
eco de cómo un autor tan relevante como Beard, en un cuidadoso análisis de las
opiniones de los miembros de la Convención Federal, ha demostrado, que de los
veinticinco miembros que, por razones de su personalidad, capacidad y asiduidad,
fueron el elemento dominante de la Convención, diecisiete se pronunciaron directa
o indirectamente por la judicial review16.
Desde otro punto de vista, justamente el de la propia normación constitucio-
nal, puede sostenerse que cuando los Framers emprendieron la tarea de establecer
una serie de limitaciones formales sobre el poder legislativo, dejaron poco lugar
para las dudas (“they left little room for doubt”) en cuanto a lo que habían hecho,
actuación que un sector de la doctrina17 ha compendiado en esta tríada de previ-
siones: a) en primer término, los constituyentes dispusieron una revisión política
del ejecutivo a través de la institucionalización del veto power; b) en segundo lugar,
los Framers establecieron una facultad de revisión del legislativo a través de su
capacidad de pasar por encima (“the override capacity”) del veto ejecutivo, y c)
por último, los autores de la Constitución previeron una revisión judicial limitada
(“limited judicial review”) en casos de naturaleza judicial.

13
Austin SCOTT: “Holmes vs. Walton: The New Jersey Precedent”, en The American Historical
Review, Vol. 4, No. 3, April 1899, pp. 456 y ss.; en concreto, p. 464.
14
Ralph L. KETCHAM: “James Madison and Judicial Review”, en Syracuse Law Review (Syracuse
L. Rev.), Volume 8, 1956-1957, pp. 158 y ss.; en concreto, p. 159.
15
En octubre de 1788, en una carta dirigida a John Brown, de Kentucky, ya parece estar modulando
su posición al respecto. Estas son algunas de las reflexiones vertidas por su pluma: “In the state
constitutions, and indeed in the federal one also, no provision is made for the case of a disagreement
in expounding them; and as the courts are generally the last in making the decision it results to them,
by refusing or not refusing to execute a law, to stamp it with its final character. This makes the judicial
department paramount in fact to the legislature, which was never intended and can never be proper”.
Apud Edward S. CORWIN: “The Supreme Court and Unconstitutional Acts of Congress”, op. cit.,
p. 621.
16
Charles Evans HUGHES: La Suprema Corte de los Estados Unidos, 2ª ed. en español, Fondo de
Cultura Económica, México, 1971, p. 95.
17
Rober Lowry CLINTON: Marbury v. Madison and Judicial Review, op. cit., p. 25.
342 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

A todo ello era inexcusable añadir un hecho palmario, del que dejaba cons-
tancia Gerry en su intervención en la Convención: diferentes tribunales estatales,
en New Jersey, Virginia, New York, Massachusetts y North Carolina, entre varios
otros Estados, habían controlado leyes de sus Legislaturas. En este contexto, no
debe extrañar que Charles Warren, el gran historiador de la Supreme Court, tras
rastrear la primera historia del judiciary, observara que aunque las actitudes de
los estadistas del Sur y de los antifederalistas pudieran cambiar ulteriormente, en
los inicios fue claro su apoyo a la judicial review18. Más aún, el mismo Jefferson,
en posición antitética a la que adoptaría frente a la Marshall Court, en una carta
dirigida a Madison en marzo de 1789, parecía apoyar la atribución a los jueces
de la facultad de la judicial review19, algo que podría venir corroborado por otra
carta de Jefferson al propio Madison, escrita esta vez desde París en noviembre
de 1788, en la que alababa los escritos recogidos en los Federalist Papers, –en
los que, no lo olvidemos, Hamilton hacía una decidida defensa de la facultad
judicial de la judicial review– calificándolos como “the best commentary on the
principles of government which ever was written”20. En cualquier caso, no puede
ignorarse que una cosa era admitir en abstracto la facultad de la revisión judicial
de la constitucionalidad de las leyes, y otra bien diferente la de si los tribunales
federales en general y la Corte Suprema en particular podían fiscalizar leyes
estatales. Y entre estos posicionamientos proclives a la judicial review de relevantes
antifederalistas, el que aún resulta mucho más sorprendente, casi increíble, es el de
Spencer Roane, quizá el enemigo por excelencia de John Marshall, presidente del
Supremo Tribunal del Estado de Virginia, amigo íntimo de Jefferson y frustrado
aspirante a la Supreme Court´s Chief Justiceship, además de feroz hipercrítico con
la labor de Marshall como presidente de la Corte, incluyendo el posicionamiento
de ésta en torno a la judicial review. En un caso desarrollado ante su tribunal
en 1793, Roane defendía con ardor no ya la facultad, sino el deber de ejercer la
función de la judicial review21, con lo que su posterior crítica a Marshall se revela
como un enorme ejercicio de cinismo.

18
De ello se hacen eco P. Allan DIONISOPOULOS y Paul PETERSON: “Rediscovering the American
Origins of Judicial Review...”, op. cit., p. 61.
19
En una carta escrita a Madison en marzo de 1789, en relación a la discusión abierta en torno a
la incorporación a la Constitución de un Bill of Rights, Jefferson efectuaba las siguientes reflexiones:
“In the arguments in favor of a declaration of rights, you omit one which has great weight with me, the
legal check which it puts into the hands of the judiciary. This is a body, which if rendered independent,
and keep strictly to their own department merits great confidence for their learning and integrity”.
Apud P. Allan DIONISOPOULOS and Paul PETERSON: “Rediscovering the American Origins...”, op.
cit., pp. 59-60.
20
Alexander Hamilton and the Founding of the Nation, edited by Richard B. MORRIS, Harper
Torchbooks, Harper & Row, Publishers, New York/Evanston/London, 1969 (first published in 1957
by The Dial Press, New York), p. 160.
21
Estas son algunas de las reflexiones del Justice Spencer Roane: “It is the province of the Judiciary
to expound the laws (...). The Judiciary may clearly say that a subsequent statute had not changed a
former for want of sufficient words, though it was perhaps intended it should do so; it may say, too,
that an Act of Assembly has not changed the Constitution, though its words are expressly to that
effect, because a Legislature must have both the power and the will (...) to change the law (...)”.
“In expounding laws –continua razonando Spencer Roane– the Judiciary considers every law
which relates to the subject. Would you have them shut their eyes against that law which is of the
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 343

En resumen, de modo implícito, pero asimismo con el complemento de


explícitas, aunque puntuales, intervenciones de delegados, la judicial review estuvo
presente en la Convención Constitucional. Hamilton, en el celebérrimo artículo
LXXVIII de “El Federalista” no haría sino extraer las consecuencias últimas de
todo ello. De ahí que en absoluto podamos estar de acuerdo con la tesis de Snowiss,
para la que los debates de la Convención indican que la ley fundamental se sobre-
entendía que vinculaba moral y políticamente, no jurídicamente (“fundamental
law was understood to bind morally and politically, not legally”)22.

III. Al margen ya de los ensayos publicados por “Brutus”, no debe extrañar


en exceso la posición de Hamilton en los Federalist Papers, –que, por lo demás,
son una clásica glosa antes que una guía autorizada sobre el texto original, lo
que explicaría ciertas diferencias en su comprensión entre los tres autores23– por
entero proclive a la consideración de la Constitución como ley suprema, y a la
encomienda al poder judicial de su defensa a través de la facultad de revisión
judicial, por cuanto tanto la inicial ausencia en el texto constitucional de un
Bill of Rights, como la redacción del Art. III24, constituyeron los aspectos más
controvertidos en el proceso de ratificación constitucional por los Estados25. De
ahí que Hamilton, sin duda alguna, la más brillante figura política de su edad,
dotado de una mente aguda, ágil y perceptiva, que durante toda su vida deslumbró
a quienes le rodeaban, con pruebas de agudeza realmente prodigiosas (“with truly
prodigious feats of acuity”)26, se esforzara en volcar toda su autoridad intelectual,
en lo que ahora interesa, en sustentar las virtudes del poder judicial someramente
esbozado por el Art. III.

highest authority of any, or against a part of that law which either by its words or by its spirit denies
to any but the people the power to change it? In fact, it may almost be said that this function of the
Court is a judicial duty rather than a power – a duty to apply the law, in litigated cases which come
before the Court for decision. In such a case, if one party relies on an Act of Congress and the other
party contends that the Act of Congress violates the Constitution, the Court has to decide which law
governs”. Apud Charles WARREN: Congress, the Constitution and the Supreme Court, Johnson Reprint
Corporation, New York and London, 1968 (the edition was originally published in 1925 by Little,
Brown, and Company), p. 58.
22
Sylvia SNOWISS: Judicial Review and the Law of the Constitution, op. cit., p. 42.
23
Walton H. HAMILTON: “The Constitution–Apropos of Crosskey”, en The University of Chicago
Law Review (U. Chi. L. Rev.), Volume 21, 1953-1954, pp. 79 y ss.; en concreto, p. 80.
24
Por poner un ejemplo, en el periódico de Boston Independent Chronicle, en su edición del 5 de
marzo de 1789, no obstante hallarse ya ratificada la Constitución, pero con vistas a la elaboración de la
Judiciary Act y, en su caso, a la aprobación de las Enmiendas conteniendo la declaración de derechos,
se identificaban como partes necesitadas de mejoras esenciales (“essential improvements”), “a bill of
rights, and new and additional checks in the Judiciary department”. Apud Maeva MARCUS and Natalie
WEXLER: “The Judiciary Act of 1789: Political Compromise or Constitutional Interpretation?”, en
Origins of the Federal Judiciary. Essays on the Judiciary Act of 1789, edited by Maeva MARCUS, Oxford
University Press, New York/Oxford, 1992, pp. 13 y ss.; en concreto, p. 27.
25
El proceso culminaba el 21 de junio de 1788, cuando la Convención de New Hampshire, por
57 votos frente a 46, decidía aprobar la Constitución nacional, cumpliéndose así el requisito consti-
tucionalmente exigido de que, al menos las Convenciones de nueve Estados, ratificasen el texto.
26
Darren STALOFF: Hamilton, Adams, Jefferson. The Politics of Enlightenment and the American
Founding, Hill and Wang, New York, 2005, p. 46.
344 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

En cualquier caso, si se atienden las reflexiones formuladas por Hamilton en


los Federalist Papers acerca del judiciary y de su facultad de revisión judicial de
las leyes, lo primero que sorprende es la postura un tanto críptica que subyace
en el artículo XXXIII del Federalista, cuando, tras plantear la cuestión de quién
había de juzgar sobre la necesidad y conveniencia de las leyes que se expidieran
con el objeto de llevar a efecto los poderes de la Unión, respondía “que el gobierno
nacional, como cualquier otro, debe juzgar en primera instancia sobre el ejercicio
adecuado de sus poderes, y sus electores en último término”, para apostillar de
inmediato: “Si el gobierno federal sobrepasara los justos límites de su autoridad
(...), el pueblo, de quien es criatura, debe invocar la norma que ha establecido y
tomar las medidas necesarias para reparar el agravio hecho a la Constitución”, tras
lo que añadía: “La constitucionalidad de una ley tendrá que determinarse en todos
los casos según la naturaleza de los poderes en que se funde”, afirmaciones poco
claras y, desde luego, bastante contradictorias con las que finalmente plasmaría
en el artículo LXXVIII. Bien pudiera pensarse, a la vista del artículo XXXIII,
que Hamilton circunscribe la judicial review a las leyes estatales. Crosskey, que
se ha referido con cierto detalle a este punto27, iba sin embargo a considerar las
reflexiones vertidas en el artículo XXXIII en perfecta armonía con las efectuadas
por Hamilton en la Convención Constituyente de Filadelfia. “They are –escribe el
mencionado autor– in accord with his known conviction as to what was desirable
in the Government of the United States”. Tales convicciones quedarían explicitadas
en las sugerencias hechas por Hamilton en la Convención Federal, en las que
defendería “a legislature with <power to pass all laws whatsoever>, a power which
would have left no room at all for judicial review”28. Es por todo ello por lo que,
siempre según Crooskey, cuyas tesis no han dejado de suscitar notable polémica,
dicho sea al margen, la posición sustentada por Hamilton en el nº LXXVIII de los
Federalist Papers, proclive al reconocimiento de un derecho de revisión judicial de
la Corte Suprema frente a los actos legislativos del Congreso, no sería sino el resul-
tado de los ataques contra la Supreme Court llevados a cabo “by some of the abler
<State´Rights> writters”, que la tildarían de una “nacionalizing or consolidating
agency”. En definitiva, los comentarios vertidos por Hamilton en el nº LXXVIII
no pueden desligarse de los ataques que los escritores antifederalistas –“Brutus”,
pero no sólo él– iban a vertir durante la campaña de ratificación de la Constitución
Federal por las Convenciones estatales, en contra del diseño constitucional del
poder judicial, ante la sospecha de que el judiciary estaba concebido como un
poder centralizador frente a los Estados integrantes de la Unión, intuyéndose
que la judicial review era el instrumento pensado para controlar tan sólo las leyes
de las Legislaturas estatales. Así las cosas, el cambio de rumbo de Hamilton en
el artículo LXXVIII del Federalista era obligado desde todos los puntos de vista.
En el celebérrimo artículo LXXVIII, Hamilton hace una sólida defensa de la
supremacía de la Constitución y del derecho de los tribunales a declarar nulos

27
William Winslow CROSSKEY: Politics and the Constitution in the History of the United States,
The University of Chicago Press, volume II, 2nd impression, Chicago, 1955, pp. 1026-1028.
28
Ibidem, p. 1027.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 345

(“null and void”) los actos legislativos aprobados con violación de la Constitución
y de los tratados. Tras considerar que “la independencia completa de los tribunales
de justicia es particularmente esencial en una Constitución limitada”, entendiendo
por tal “la que contiene ciertas prohibiciones expresas aplicables a la autoridad
legislativa”, Hamilton se ocupará del “derecho de los tribunales a declarar nulos
los actos de la legislatura, con fundamento en que son contrarios a la Constitu-
ción”, admitiendo que tal facultad “ha suscitado ciertas dudas como resultado
de la idea errónea de que la doctrina que la sostiene implicaría la superioridad
del poder judicial frente al legislativo”, objeción frente a la que replicará que “no
hay proposición que se apoye sobre principios más claros que la que afirma que
todo acto de una autoridad delegada, contrario a los términos del mandato con
arreglo al cual se ejerce, es nulo. Por lo tanto, ningún acto legislativo contrario a la
Constitución puede ser válido. Negar esto equivaldría a afirmar que el mandatario
es superior al mandante, que el servidor es más que su amo, que los representantes
del pueblo son superiores al pueblo mismo y que los hombres que obran en virtud
de determinados poderes pueden hacer no sólo lo que éstos no permiten, sino
incluso lo que prohíben”.
Los argumentos de Hamilton en favor de la supremacía de la Constitución y
del derecho de los tribunales a declarar nulos los actos legislativos dictados en
violación de la Constitución, como antes dijimos, pueden visualizarse desde la
óptica de una contrarréplica a los poco antes expuestos por “Brutus” y demás
escritores antifederalistas, pero visualizarlos única y exclusivamente desde esa
vertiente tan coyuntural no creemos que fuera del todo exacto, pues no puede
olvidarse que la voz potente y docta de Hamilton en favor de la judicial review
ya había sido levantada en un momento tan temprano como en 1784, cuando él
intervino como abogado de la defensa en el caso de Rutgers v. Waddington, del
que nos ocuparemos más adelante, sin olvidar que en un speech pronunciado
en marzo de 1787 en la New York Assembly, demostrando su conocimiento
del mundo clásico, recurría al precedente de Cicerón en apoyo de su posición
favorable a la judicial review29.

b) El carácter vitalicio de los jueces federales

El Art. III dejó abiertas, entre otras varias trascendentales cuestiones, las
atinentes al número y tipo de los tribunales federales inferiores, y al número de
integrantes de la Corte Suprema. Sin embargo, precisó un aspecto de la mayor
relevancia en relación al estatuto jurídico de los jueces federales: el carácter

29
“Cicero, –afirmaba Hamilton ante la Asamblea newyorkina– the great Roman orator and lawyer,
lays it down as a rule that when to laws clash, that which relates to the most important matters ought
to be preferred. If this rule prevails, who can doubt what would be the conduct of the judges (...)?”.
Apud Alexander Hamilton and the Founding of the Nation, edited by Richard B. MORRIS, op. cit.,
p. 218.
346 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

vitalicio en el ejercicio de sus cargos, o como se ha dicho, “an appointed judiciary


serving at a guaranteed salary for life, subject only to impeachment”30.
La Carta federal iba a diferir en este punto muy considerablemente del
tratamiento dado al mismo por las Constituciones estatales aprobadas entre
1776 y 1787. Ninguna Carta estatal había ido tan lejos. Se trataba de una solución
extrema, que quizá sólo podía explicarse por la fuerza de los compromisos esta-
blecidos en la Convención de Filadelfia en pro de un poder judicial independiente
(“an independent judiciary”). Más aún, se ha considerado que la versión que del
principio de separación de poderes dieron los Framers se concibió como dispuesta
en favor de un judiciary independiente de la vox populi31, lo que, sin embargo,
creemos que exige una matización: el judiciary en general y la Corte Suprema
muy en especial, estaban llamados a salvaguardar la primigenia expresión de la
voluntad constituyente del pueblo, controlando el acomodo a la misma de quienes
en cada momento histórico iban a expresar la voluntad popular.
Ante la disposición constitucional de la sección 1ª del Art. III, que declaraba
el carácter vitalicio de los jueces federales mientras observaran buena conducta
(“The Judges, both of the supreme and inferior Courts, shall hold their Offices dur-
ing good Behaviour”), disposición que no dejaría de ser controvertida, Hamilton
recurriría para fundamentarla a la trascendental función de los tribunales como
garantes de la Constitución, conectándola a la par con la salvaguarda del principio
de independencia judicial: “Si los tribunales de justicia –puede leerse en el artículo
LXXVIII de “El Federalista”– han de ser considerados como los baluartes de una
Constitución limitada, en contra de las usurpaciones legislativas, esta conside-
ración suministrará un argumento sólido en pro de la tenencia permanente de
las funciones judiciales, ya que nada contribuirá tanto como esto a estimular en
los jueces ese espíritu independiente que es esencial para el fiel cumplimiento
de tan arduo deber”. En definitiva, el carácter vitalicio de los jueces se vinculó
inextricablemente con el principio de independencia, siempre omnipresente en
la vida norteamericana.
Quizá sea útil recordar a este respecto, que ya en la Declaration of Independence
(4 de julio de 1776) , entre los veinticinco agravios expuestos por los colonos
frente al Monarca británico, figuraba uno atinente a la falta de independencia de
los jueces. “He (puede leerse en ese agravio en obvia referencia al Rey) has made
Judges dependent on his Will alone, for the tenure of their offices, and the amount
and payment of their salaries”. Quiere ello decir, que ya desde el primer momento
de su vida independiente los norteamericanos elevaron el principio de indepen-
dencia judicial a la categoría de verdadera clave de bóveda del futuro edificio
gubernamental. Y este principio vino siendo sistemáticamente reiterado tanto por
las Declaraciones de Derechos como por las Constituciones de los Estados. Buen

30
Gerhard CASPER; “The Judiciary Act of 1789 and Judicial Independence”, en Origins of the
Federal Judiciary. Essays on the Judiciary Act of 1789, edited by Maeva Marcus, Oxford University
Press, New York/Oxford, 1992, pp. 281 y ss.; en concreto, p. 285.
31
Ibidem, p. 290.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 347

ejemplo de ello lo encontramos en la Sección 22 de la Delaware Declaration of


Rights and Fundamental Rules, de 11 de septiembre de 1776, en la que puede leerse:
“That the Independency and Uprightness of Judges are essential to the impartial
Administration of Justice, and a great Security to the Rights and Liberties of the
People”. Ahora bien, como antes se dijo, al principio de independencia judicial no
se anudó en los Estados, como regla general32, el carácter vitalicio en el ejercicio
de su cargo por los jueces.
En fin, aunque no diremos que a modo de contrapartida, sí que debe tenerse
presente que la Constitución, como antes se señaló, dejaba la composición de
la Supreme Court, incluyendo el número de sus miembros, a la decisión del
Congreso, que ciertamente no podía remover a los Justices, salvo a través del
mecanismo excepcional del impeachment, pero sí podía alterar su número. Y el
Congreso disponía asimismo de la facultad de crear nuevos tribunales federales
o de reestructurar los existentes en cualquier momento en que así lo considerara
oportuno.

c) El Judiciary como titular del “judicial power”

I. Otra previsión constitucional de particularísima relevancia fue la de otorgar


al judiciary “the judicial power”, o lo que es igual, un poder exclusivamente judicial,
no político, lo que no es óbice para que se admita que la Corte Suprema también
desarrolla ciertas funciones de policy-making33. El mencionado “poder judicial” que-
da nítidamente reflejado en la cláusula primera de la Sección 2ª del Art. III, que se
refiere reiteradamente al conocimiento por el judiciary de “cases and controversies”.
Los Framers rechazaron otorgar a la Corte Suprema un poder de veto o de revisión
en abstracto de la legislación, circunscribiendo la actuación del judiciary en general
y de la Supreme Court en particular a la existencia de un caso litigioso planteado ante
el órgano judicial. A tenor del inciso inicial de la cláusula primera de la Sección 2ª del
Art. III de la Constitución: “The judicial Power shall extend to all Cases, in Law and
Equity, arising under this Constitution, the Laws of the United States, and Treaties
made, or which shall be made, under their Authority...”. Como decía Hamilton en
el artículo LXXX de The Federalist Papers, no puede admitir controversia el que la
autoridad judicial de la Unión deba extenderse a todos los casos que surjan con
32
La Constitución de Kentucky, ciertamente posterior a la Constitución federal (es de 1799), siguió
en parte la regla de la Constitución de 1787, disponiendo en la Sección tercera de su Art. 4º que “the
judges, both of the supreme and inferior courts, shall hold their offices during good behavior”, aunque
la propia disposición añadía de inmediato: “ but for any reasonable cause, which shall not be sufficient
ground of impeachment, the governor shall remove any of them on the address of two-thirds of each
house of the general assembly”.
33
Autor tan cualificado como McCloskey considera que algo fascinante acerca de la Supreme Court
ha sido el hecho de que combina funciones judiciales ortodoxas con funciones de policy-making en una
compleja mixtura. Y el poder de la Corte es justificado por el hecho de que la mixtura es mantenida en
un delicado equilibrio, pero el hecho de que debe ser mantenido en tal equilibrio explica la limitación
de ese poder. Robert G. McCLOSKEY: The American Supreme Court, 2nd edition (revised by Sanford
Levinson), The University of Chicago Press, Chicago & London, 1994, p. 12.
348 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

motivo de las leyes de los Estados Unidos, promulgadas por éstos en ejercicio de
sus facultades justas y constitucionales de legislación, pues ello descansa en la
consideración obvia de que debe existir siempre un medio constitucional de otorgar
eficacia a las disposiciones constitucionales, pues, –se interroga Hamilton– ¿de qué
servirían, por ejemplo, las restricciones a las facultades de las legislaturas locales,
si no existe algún procedimiento constitucional para exigir su observancia? En el
mismo artículo LXXX, trataría de delimitar más adelante lo que había de entenderse
por “controversias que surjan con motivo de la Constitución”, por oposición a las
que “surjan con motivo de las leyes de los Estados Unidos”. Hamilton conecta la
diferencia entre uno y otro tipo de controversias a las restricciones impuestas a las
facultades de las legislaturas locales, poniendo un ejemplo, el de que las legislaturas
estatales no deben emitir papel moneda, prohibición que deriva de la Constitución y
que nada tiene que ver con las leyes de los Estados Unidos. Consecuentemente, si a
pesar de esa interdicción, una legislatura emitiese papel moneda, las controversias
a que ello daría lugar serían casos que surgirían de la Constitución y no de las
leyes de los Estados Unidos. No han faltado interpretaciones, como la de Corwin
hace más de un siglo34, que verían en esta cláusula el otorgamiento al gobierno
federal de un veto (“the bestowal upon the federal government of a veto”) para ser
discretamente (“unobtrusively”) ejercido a través del departamento judicial, sobre
ciertas categorías de legislación estatal, interpretación que, no obstante provenir de
un autor de la talla del Profesor de la Princeton University, nos parece notablemente
desafortunada.
Una dilatada jurisprudencia de la Corte ha delimitado la competencia judicial
con singular nitidez35, entendiendo a grandes rasgos que el conocimiento de “casos
y controversias” ha de ser interpretado como excluyente de la consideración por
los tribunales federales de cualquier caso que no cumpla estos cuatro requisitos:
1º) el caso debe incluir partes contrarias; 2º) las partes deben tener un interés
jurídico sustancial; 3º) la controversia tiene, por fuerza, que surgir de una serie
de hechos reales, y 4º) el fallo implica una decisión compulsiva sobre los derechos
de las partes36.

II. Más allá de la jurisprudencia tan sumariamente mencionada, a los efectos


de este trabajo y del ámbito temporal al que se circunscribe, creemos que tiene un
mayor interés mostrar cómo desde los primeros momentos la Supreme Court fue
plenamente consciente de su competencia constitucional, rechazando bien pronto
34
Edward S. CORWIN: “The Supreme Court and Unconstitutional Acts of Congress”, op. cit., pp.
618-619.
35
Buen ejemplo de ello lo constituye el caso Aetna Life Insurance Co. v. Haworth (1937), en el
que el Chief Justice Charles Evans Hughes, hablando por la Corte, aducía que “una controversia
jurisdiccional se distingue de una diferencia o disputa de carácter hipotético o abstracto (...). La
controversia debe ser determinada y concreta, con referencia a las relaciones jurídicas de las partes
que tengan intereses jurídicos opuestos (...). Debe ser una controversia real y sustancial que admita
un remedio específico a través de una resolución de carácter definitivo”.
36
C. Herman PRITCHETT: La Constitución Americana, Tipográfica Editora Argentina, Buenos
Aires, 1965, p. 136.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 349

el conocimiento de las llamadas advisory opinions. Como recuerda Schwartz37,


el Justice Louis D. Brandeis solía decir que lo que la Corte Suprema no hizo fue
a menudo más importante que lo que hizo. El hecho de que el más alto tribunal
actúe como un law court ha sido más importante que cualquier otro factor en
la determinación de las cosas que la Corte no hace en el sistema constitucional
americano.
En julio de 1793, la Supreme Court iba a tener la oportunidad de pronunciarse
al respecto. El Secretario de Estado, Thomas Jefferson, en nombre del Presidente
Washington, escribía a los Justices solicitando su asesoramiento (advice) sobre
un cierto número de cuestiones legales de Derecho internacional suscitadas de
resultas de la ruptura de hostilidades entre Francia e Inglaterra y en conexión con
la Neutrality Proclamation de 1793. Jefferson prologó las específicas peticiones
con la cuestión general de si el poder público podía con propiedad valerse de tal
asesoramiento (“wether the public may, with propriety, be availed of –the Justices–
advice on these questions”)38. El Chief Justice Jay y sus Asociados pospusieron
primero su respuesta hasta que la Corte como tal pudiera pronunciarse y entonces,
tres semanas más tarde, la Corte se pronunció. La respuesta a la cuestión previa
fue negativa, rehusando la Corte dar al Presidente el asesoramiento requerido39.
El rechazo al desempeño de funciones no judiciales iba a reflejar, a juicio de
McCloskey40, una perspicaz idea, la de que la posición de la Corte dependía, en
último término, de la preservación de su diferencia frente a los otros poderes (“on
preserving its difference from the other branches of government”).
Con su rechazo a dar la opinión consultiva reclamada por Washington, la
Corte Suprema no sólo adoptaba una contundente interpretación del Art. III, sino
que, a la par, como dice Warren41, sentaba un precedente de inmensa importancia
para el sistema gubernamental, del que, por lo demás, nunca se ha apartado. Para
valorar más adecuadamente el carácter innovador de tal decisión, quizá convenga
recordar que la Constitución de Massachusetts de 1780 había establecido que “the
highest court” del Estado podía ser instada para que diera su opinión (una advisory
opinion obviamente) acerca de la validez de una propuesta de acción legislativa,

37
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, Oxford University Press, New York/Oxford,
1993, p. 24.
38
David P. CURRIE: “The Constitution in the Supreme Court. 1789-1801”, en The University of
Chicago Law Review (U. Chi. L. Rev.), Volume 48, 1981, pp. 819 y ss.; en concreto, p. 828.
39
“We have considered –razonan los Jueces– the previous question.... (regarding) the lines of
separation drawn by the Constitution between the three departments of the government. These being
in certain respects checks upon each other, and our being judges of a court in the last resort, are
considerations which afford strong arguments against the propriety of our extrajudicially deciding
the questions alluded to, especially as the power given by the Constitution to the President, of calling
on the heads of departments for opinions, seems to have been purposely as well as expressly united
to the executive departments”. Apud David P. CURRIE: “The Constitution in the Supreme Court”, op.
cit., p. 829.
40
Robert G. McCLOSKEY: The American Supreme Court, op. cit., p. 20.
41
Charles WARREN: “The First Decade of the Supreme Court of the United States”, en The
University of Chicago Law Review (U. Chi. L. Rev.), Volume 7, 1939-1940, pp. 631 y ss.; en concreto,
p. 646.
350 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

una iniciativa legislativa en definitiva, lo que, como se ha señalado42, encontraba su


precedente en la historia inglesa, aunque la experiencia inglesa tuviera un ámbito
limitado, no obstante lo cual ese precedente impregnó los orígenes de la historia
constitucional norteamericana, por lo menos a nivel estatal43. Ciertamente, como
ya hemos expuesto, y es bien conocido, el Art. III se refiere a la competencia de
la Corte para conocer de “casos y controversias”, pero también es cierto que al
no prohibir explícitamente el conocimiento de otro tipo de asuntos, no cabía
descartar que la Supreme Court se hubiera pronunciado de un modo diferente. No
lo hizo para salvaguardar de modo más adecuado su independencia.
Siendo la que acabamos de mencionar la primera ocasión en que la Corte como
tal tuvo oportunidad de manifestar su rechazo acerca de las advisory opinions,
lo cierto es que un año antes, en 1792, en el Hayburn´s Case, los Justices se
enfrentaron con una coyuntura propicia para establecer un importante precedente
en relación a la justiciabilidad de ciertos asuntos y a la judicial review, que de
algún modo viene a complementar lo anteriormente expuesto. En marzo de 1792
el Congreso aprobaba una ley que disponía que los United States Circuit Courts
(tres en total en todo el país, de conformidad con la Judiciary Act, que desde 1789
hasta 1793 se integraron por dos Associate Justices de la Corte Suprema y por un
Juez de Distrito) habían de conocer de aquellas demandas de los veteranos de la
Guerra de Independencia reclamando una pensión de incapacidad, tras lo que los
mencionados tribunales habían de emitir un certificado de su decisión, enviándolo
al Secretario de Guerra, que podía a su vez conceder o denegar la pensión, según
considerara pertinente. Cinco de los seis Justices por aquel entonces integrantes
de la Corte Suprema (el Chief Justice Jay y sus Asociados Cushing, Wilson, Blair
y James Iredell), ejerciendo sus funciones de Jueces de los tres Circuit Courts44,
presentaron opinions bajo la curiosa forma de cartas dirigidas al Presidente
Washington, declinando actuar en las condiciones explicitadas por la mencionada
ley. Todos los Jueces coincidieron en que la ley imponía “nonjudicial duties on the
courts”, violando de esta forma el principio de separación de poderes. Asimismo,
los cinco estuvieron de acuerdo en el rechazo del “implied power” que la ley
atribuía al Secretario de Guerra, un miembro del ejecutivo, de revisar o rehusar
el cumplimiento de lo decidido por el Circuit Court.
Particular interés presentan algunas de las reflexiones vertidas por el Chief
Justice Jay y por el Justice Cushing, actuando como miembros de tribunales de
circuito. John Jay, en el ejercicio de sus funciones en el first Circuit Court (New York),
ya había tenido oportunidad de efectuar unas reflexiones de la mayor relevancia

42
Oliver P. FIELD: “The Advisory Opinion–An Analysis”, en Indiana Law Journal (Ind. L. J.), Vol.
24, 1948-1949, pp. 203 y ss.; en concreto, p. 203.
43
“From the beginning of our constitutional history –escribe Field– some agency has been
exercising the power to tell legislative bodies that they were or were not acting within their power.
For a time it was an external agency, the Privy Council. Later the state and national courts took over
the task”. Oliver P. FIELD: “The Advisory Opinion–An Analysis”, op. cit., p. 203.
44
El Chief Justice John Jay y el Associate Justice William Cushing en el Circuit Court for the district
of New York; los Justices James Wilson y John Blair, en el Circuit Court for Pennsylvania, y el Justice
James Iredell, en el Circuit Court of the North Carolina.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 351

en lo que ahora importa. En efecto, el 4 de abril de 1790, esto es, dos años antes
del Hayburn´s case, argumentaba que era “of the last importance to a free people
that they who are vested with Executive, Legislative and Judicial power should
rest satisfied with their respective portions of power and neither encroach on the
provinces of each other, nor suffer themselves nor the others to intermeddle with
the rights reserved by the Constitution of the people”45. Justamente dos años más
tarde, en el caso que nos ocupa, Jay y Cushing, actuando como miembros del first
Circuit Court, consideraban que el gobierno se halla dividido en tres “distinct and
independent branches” y que es deber de cada una de ellas “to abstain from and
to oppose encroachments on either”, para añadir de inmediato que “neither the
Legislative nor the Executive branch can constitutionally assign to the Judicial any
duties but such as are properly judicial and to be performed in a judicial manner”,
punto de vista plenamente compartido por los Justices Wilson, Blair y James Iredell
en otros casos sobre los que tuvieron que pronunciarse en los Circuit Courts.
El caso iba, sin embargo, a llegar en agosto de 1792 a la Supreme Court46, al
ser ésta requerida para que dictara un mandamus al Circuit Court of Pennsylvania
a fin de obligarle a actuar de acuerdo con la antes mencionada ley, esto es, a que
procediera y escuchara la petición del Sr. Hayburn de ser colocado en la lista
de los pensionistas inválidos. El Attorney General Sr. Randolph formuló una
muy elaborada descripción de los poderes y deberes de la Corte, aconsejando la
ejecución de la cuestionada norma legal. La Corte se manifestó en el sentido de
que tomaba la moción bajo consulta hasta el siguiente período de sesiones (“the
motion under advisement, until the next term”), aunque la realidad sería que
ninguna decisión llegó a pronunciar en torno a esta cuestión. Se ha dicho47, que
ninguna duda existía acerca de la improcedencia de la ley, –habríamos de entender
que por su obvia inconstitucionalidad– pero que el deseo de evitar un conflicto
con los otros poderes era tan grande, que ello condujo a la Corte a su posición,
diríamos que un tanto salomónica, de postergar temporalmente la decisión, que
a la postre se traduciría en la no resolución del caso. El Hayburn´s Case vino a
sentar un precedente de sustancial importancia, por cuanto a partir del mismo
se entendió que los jueces federales no podían actuar en aquellos casos en que
sus decisiones estuvieran sujetas a revisión por el ejecutivo o el legislativo48.
Adicionalmente, el caso en cuestión ha sido considerado desde tiempo atrás como
un paso significativo en el camino conducente al reconocimiento de la facultad
del poder judicial de inaplicar las leyes que considerase inconstitucionales. Como
señalara hace un siglo Corwin49, en los años siguientes al Hayburn case, la Corte

45
Apud Charles WARREN: “The First Decade of the Supreme Court of the United Stares”, op. cit.,
pp. 645-646.
46
Los aspectos fundamentales del Hayburn´s Case pueden verse en The Founders´Constitution,
edited by Philip B. KURLAND and Ralph LERNER, op. cit., volume four, pp. 255-257.
47
Charles B. ELLIOT: “The Legislatures and the Courts: The Power to Declare Statutes Uncon-
stitutional”, en Political Science Quarterly, Vol. 5, No. 2, June 1890, pp. 224 y ss.; en concreto, p. 243.
48
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 26.
49
Edward S. CORWIN: “The Establishment of Judicial Review (II)”, en Michigan Law Review
(Mich. L. Rev.), Volume IX, 1910-1911, pp. 283 y ss.; en concreto, p. 285.
352 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

Suprema pareció estar completamente de acuerdo (“pretty well agreed”) en cuanto


a su deber de rehusar la aplicación de una ley inconstitucional del Congreso (“its
duty to refuse enforcement to an unconstitutional act of Congress”) y asimismo
en cuanto a su facultad de declarar tal ley nula (“its power to pronounce such an
act void”).
Quedarían inconclusas estas someras reflexiones acerca de la función a
ejercer por la Corte Suprema si no añadiéramos algo. La Constitución, ya desde
los primeros momentos de la vida de la nueva nación, se convirtió en un símbolo
de devoción patriótica. Y la Corte Suprema iba heredar esa calidad simbólica,
cuasi-religiosa, vinculada a la doctrina de la higher law, aunque, desde luego, ello
no se hiciese patente en los años que anteceden a Marshall. Pero el dogma de la
soberanía popular también continuó sobreviviendo y floreciendo, y por lo mismo,
influenciando el constitucionalismo. La propia Constitución no podía llegar a
ser el seguro e inmutable código de la conducta gubernamental que, como dice
McCloskey50, algunos de sus idólatras de los últimos días imaginaban que era.
Concebida en la ambigüedad al igual que en la libertad, nunca podía escapar a este
legado. Y la perdurabilidad de su valor simbólico iba a depender de la flexibilidad
de la norma constitucional para dar una adecuada respuesta a las cambiantes
necesidades nacionales. Y de resultas de todo ello, la Supreme Court iba a heredar
una enorme responsabilidad para ayudar a guiar a la nación en aquellas cuestiones
de valor a largo plazo (those long-term “value questions”), debiendo actuar, como
de nuevo aduce el profesor de Harvard51, tanto como tribunal judicial cuanto como
preceptor político, sensible, pero no servil, a las expectativas populares.

B) La Judiciary Act de 1789

I. El Art. III de la Constitución iba ser desarrollado por la Judiciary Act de 24


de septiembre de 1789, que fue el Senate Bill nº 1, en la primera sesión del primer
Congreso. Esta ley ha sido vista a menudo como la encarnación de aquel precepto
constitucional, suposición que no deja de tener cierta validez si se piensa que
muchos de quienes intervinieron en el diseño normativo del texto legal habían
participado en la elaboración de la Constitución52. Tal sería el caso, por ejemplo,
de Oliver Ellsworth, el principal arquitecto de la Judiciary Act, que más tarde
llegaría a ser Chief Justice.

50
Robert G. McCLOSKEY: The American Supreme Court, op. cit., pp. 9-10.
51
Ibidem, p. 14.
52
Sosin ofrece el dato aproximado de que la mitad de los hombres que habían ayudado a diseñar
la Constitución en Filadelfia, fueron miembros dos años después del primer Congreso que se reunió
en Nueva York. Así, de los veinte senadores que presentaron sus credenciales en los inicios del primer
Congreso o muy poco después, diez de ellos habían ocupado un escaño en la Convención de Filadelfia,
incluyendo a los tres que tendrían mayor protagonismo en la elaboración de la Judiciary Act: Oliver
Ellsworth, el protagonista principal, William Paterson y William Samuel Johnson. J. M. SOSIN: The
Aristocracy of the Long Robe. The Origins of Judicial Review in America, Greenwood Press, New York/
Westport (Connecticut)/London, 1989, p. 275.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 353

Un síntoma de la ansiedad que algunos sentían por contar lo antes posible


con un poder judicial federal en funcionamiento, así como, por supuesto, de la
trascendencia que se otorgaba de antemano al judiciary, podemos encontrarlo en
algunos de los párrafos de la carta que James Sullivan –que muy pronto llegó a
ser el Attorney general de Massachusetts– escribía a su amigo Elbridge Gerry, en
aquel momento miembro de la Cámara de Representantes, más tarde Gobernador
de ese mismo Estado, en la que, tras solicitarle noticias acerca de la formación del
judiciary, podía leerse lo que sigue: “The freedom of the people depends so much
upon the proper arrangement of this part of the government”53.
El 12 de junio de 1789, un Comité nombrado por el Senado para la orga-
nización del sistema judicial presentaba un proyecto de ley (“a bill”) diseñado
primigeniamente por Oliver Ellsworth y William Paterson, estableciendo a grandes
rasgos una Corte Suprema integrada por seis jueces y una organización de la
justicia federal estructurada en los tribunales de circuito y en los de distrito, a
los que se otorgaba la competencia de juzgar casos penales y casos relativos a
la jurisdicción marítima y del almirantazgo, así como la de conocer de aquellos
litigios que tuvieren lugar entre ciudadanos de diferentes Estados. La cuestión
crucial a dilucidar por este texto legal, como admite la generalidad de la doctrina54,
iba a ser la de decidir si tenía que haber tribunales federales inferiores, quizá con
la sola salvedad, no cuestionada, de la jurisdicción marítima y del almirantazgo.
Si este tema desencadenó bastante debate, dada la existencia de posiciones
maximalistas muy enfrentadas, la composición de la Supreme Court no suscitó
por contra divergencias apreciables.
Quince meses después de que la Constitución federal superase la exigencia
de la ratificación por nueve Estados, de los trece entonces existentes, (como ya se
dijo, en junio de 1788) era aprobada la Judiciary Act, considerada con el paso de
los años “probably the most important and the most satisfactory Act ever passed
by Congress”55. Las alabanzas sobre este texto legal han sido tantas a lo largo del
tiempo que, como en 1925 señalaban ese gran Juez que sería Frankfurter, bien que
cuando todavía no había accedido a la Supreme Court (lo que sucedería en 1939), y
Landis, en un trabajo ya en verdad clásico56, las mismas han llegado a obscurecer el
auténtico significado de la ley. Sin embargo, estos elogiosísimos juicios sobre la ley

53
Apud Maeva MARCUS and Natalie WEXLER: “The Judiciary Act of 1789: Political Compromise
or Constitutional Interpretation?”, op. cit., p. 14.
54
Entre otros varios, Charles WARREN: “The First Decade of the Supreme Court...”, op. cit., p. 631.
55
Tal juicio era vertido por el Justice Henry Brown, una vez que había dejado de ser miembro de
la Corte Suprema (lo sería entre 1891 y 1906), en un discurso (address) pronunciado ante la American
Bar Association el 20 de agosto de 1911. Brown añadiría a su ya más que elogioso juicio, que “the
wisdom and forethought with which it was drawn have been the admiration of succeeding genera-
tions”. De ello se hace eco, en un minuciosísimo trabajo sobre el proceso de génesis de la Judiciary
Act, Warren, el historiador por antonomasia de la Corte Suprema. Charles WARREN: “New Light
on the History of the Federal Judiciary Act of 1789”, en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Volume
XXXVII, 1923-1924, pp. 49 y ss.; en concreto, p. 52.
56
Felix FRANKFURTER and James M. LANDIS: “The Business of the Supreme Court of the
United States – A Study in the Federal Judicial System (I)”, en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.),
Volume XXXVIII, 1924-1925, pp. 1005 y ss.; en concreto, p. 1008.
354 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

no nos pueden hacer ignorar que no siempre el texto legal suscitó tan favorables
opiniones. Todo lo contrario. Durante su primer medio siglo de vida, desencadenó
las más negativas valoraciones57.
La realidad es que la Judiciary Act fue un compromiso que de algún modo
se vinculó con el destino de varias de las enmiendas formuladas en su momento
frente al Art. III de la Constitución. Ya hemos tenido oportunidad de aludir a
las objeciones desencadenadas por el mencionado precepto, que tenían como
común denominador la amplitud de competencias que el artículo otorgaba al
“judicial power”. Warren recuerda58, que dieciséis de las setenta y nueve enmiendas
propuestas por las Convenciones de ratificación de la Constitución federal de
Massachusetts, New Hampshire, Virginia, New York y North Carolina, versaban
sobre el Judiciary Article, esto es, sobre el Art. III. El compromiso en cuestión se
dio entre los puntos de vista más extremos de los federalistas, proclives a que el
Congreso atribuyera a los tribunales federales la más plena extensión del poder
judicial concedido por la Constitución, y los de aquellos que temían que el nuevo
gobierno destruyera los derechos de los Estados, partidarios de que todos los
juicios se decidieran primeramente en los tribunales estatales y sólo más tarde,
mediante apelación, por la Supreme Court59.

II. Tres son los aspectos fundamentales reivindicables de este texto legal. En
primer término, la ley concibió una organización judicial que, con todas sus imper-
fecciones, sirvió al país sin cambios sustanciales casi un siglo. En segundo lugar,
a través de la supervisión, vía writ of error, de los tribunales estatales otorgada a
la Corte Suprema por intermedio de la famosísima Sección 25, la Judiciary Act
creó, como dicen Frankfurter y Landis, “one of the most important nationalizing
influences in the formative period of the Republic”. Last but not least, quizá una
de las mayores realizaciones del texto legal fuera el establecimiento en el naciente
país de la tradición de un sistema de tribunales federales inferiores, que, en último
término, no era sino la respuesta que el legislador norteamericano daba a una serie
de problemas y controversias suscitados en la inmediata etapa anterior.
La Judiciary Act, efectivamente, dividió el país en trece distritos y en tres grandes
circuitos judiciales, ubicando en cada uno de ellos un Circuit Court, y estableciendo,
en lo que sería una de sus disposiciones más discutidas, que tales tribunales se

57
El senador por Virginia William Grayson, inmediatamente después de su aprobación, tildaba la
ley de “monstruous”, añadiendo que los Estados se alarmarían con ella y que “its destruction might
be predicted”. A su vez, en un importante medio periodístico de la época, el Independent Chronicle
de Boston, en su edición del 16 de septiembre de 1790, se hacía referencia al “extensive, perplexing
and distressing Judiciary system – a system which, in its operation, will, in time, involve the people
of these States into the most ruinous and distressing lawsuits (...) so tedious and intricate a Judiciary
system”. Cit. por Charles WARREN: “New Light on the History of the Federal Judiciary Act of 1789”,
op. cit., p. 52, nota 8.
58
Charles WARREN: “New Light on the History of the Federal Judiciary...”, op. cit., p. 55.
59
Análogamente, J. M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe (The Origins of Judicial Review
in America), Greenwood Press, New York/Westport, Connecticut/London, 1989, p. 276.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 355

integrarían por dos Justices de la Corte Suprema y por un Juez de distrito. La


cuestión (“the failure to provide separate judges for the circuit courts”) no dejó de
ser particularmente controvertida, hasta el extremo de ser considerada60 la más
debatida, junto a la Sección 13 de la ley (jurisdicción original de la Corte Suprema)
y a la célebre Sección 25 (jurisdicción de apelación de la Supreme Court). Para
la mentalidad actual, puede resultar inconcebible una previsión como la que se
acaba de referir. ¿Cómo podía ser posible que un Associate Justice (o el propio Chief
Justice) de la Corte Suprema tuviesen que integrar otros tribunales? Al margen ya de
otras consideraciones de mayor enjundia, la que de entrada saltaba a la vista era la
dificultad material de compatibilizar el ejercicio de una y otra función judicial. Sin
embargo, esa dificultad se relativizaba a la vista de los escasos períodos de tiempo
previstos por la ley para que el Tribunal Supremo desempeñara su función: sólo dos
períodos anuales, en los meses de febrero y de agosto. Esto es, el Tribunal no era un
órgano cuyos miembros estuvieran llamados a ocupar permanentemente su puesto.
La praxis judicial no haría sino ahondar en esa idea de un Tribunal Supremo en
permanente período vacacional. Warren ha estudiado con detalle los días reales en
que la Supreme Court sesionó primero en Nueva York y más tarde en Filadelfia, hasta
su traslado definitivo a Washington61. Sus datos no dejan de sorprender: omisión
hecha de los primeros días de febrero de 1790 (el día primero de ese mes tuvo la
Corte la primera sesión para su organización), la segunda sesión celebrada también
en Nueva York se prolongó tan sólo dos días (2 y 3 de agosto de 1790), no habiéndose
en la misma de atender ningún asunto judicial. La tercera sesión, celebrada en
febrero de 1791 en Filadelfia, no rompió con esta pauta de brevedad62. A modo de
resumen, en la década que examinamos, los períodos de sesión de la Corte de los
meses de febrero, como término medio, fueron inferiores a dos semanas (con la
sola salvedad de febrero de 1796, en que la Corte prolongó sus sesiones durante 37
días), mientras que los períodos correspondientes a los meses de agosto aún duraron
menos, prolongándose como media dos o tres días (la excepción fue agosto de 1795,
en que la Corte prolongó sus sesiones un total de 17 días). Estos datos explican que
los Justices pudieran desplazarse con frecuencia muchos centenares (a veces miles)
de kilómetros para atender sus tareas como jueces integrantes de los Circuit Courts.
La relativa compatibilidad temporal en el cumplimiento por los Justices de
su doble rol no se iba a traducir en que tan anómala fórmula de integración de
órganos judiciales fuera pacíficamente aceptada. El paso del tiempo no haría sino
confirmar las discrepancias suscitadas por la norma, propiciando dos reformas
legales contrapuestas (en 1801 y 1802) de la Judiciary Act. El propio Washington
entendió que el Congreso había impuesto una carga excesiva sobre los Justices,
carga que desincentivó el acceso a la Corte y que motivó asimismo el cese de

60
J. M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe..., op. cit., p. 277.
61
Cfr. al respecto, Charles WARREN: “The First Decade of the Supreme Court of the United
States”, op. cit., pp. 635 y ss.
62
La última sesión celebrada en Filadelfia tuvo lugar en agosto de 1800. Ya los otros dos poderes
se habían trasladado a Washington. El 23 de enero de 1801 se habilitaba un pequeño lugar (se habla
de “a small committee room”) en el primer piso del Senado para que, transitoriamente, pudierar
sesionar allí la Supreme Court.
356 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

algunos Justices, coadyuvando, desde todos los puntos de vista, en la visión que
inicialmente se tuvo de la Corte: la de un órgano devaluado. Las disonancias de
la fórmula legal no tardarían mucho tiempo en ser constatadas. La Cámara de
Representantes ordenó una investigación sobre el funcionamiento del nuevo
sistema judicial federal. Edmund Randolph, Attorney General, fue el encargado
de realizar el informe, que finalizaba el 27 de diciembre de 179063. El más serio
problema señalado en la enumeración que en el informe se hacía de los defectos
del texto legal concernía justamente a los deberes de los Justices de la Corte
Suprema como miembros de los Circuit Courts. Para Randolph, no había duda
de que el máximo órgano judicial exigía una plena dedicación (“the work of the
Supreme Court, if discharged to the full measure of its requirements, demands
the entire energy and talent of its judges”). El Presidente Washington transmitió
al Congreso el informe, y el resultado de todo ello fue la Ley de 2 de marzo de
1793, que modificó la composición de los tribunales de circuito de un modo harto
discutible, al quedar integrados ahora estos tribunales con tan sólo dos miembros,
un Justice de la Corte Suprema y un Juez de distrito, lo que, innecesario es decirlo,
imposibilitaba el fallo cuando no hubiere acuerdo entre ellos. El advenimiento
del nuevo siglo, en el marco de los profundos enfrentamientos políticos entre
Federalistas y Jeffersonianos republicanos, traería consigo dos nuevas reformas
legales antitéticas y casi seguidas, pero de ellas nos ocuparemos más adelante.

III. No obstante habernos referido ya a diversos aspectos de la regulación


legal en verdad polémicos y controvertidos, quizá la problemática fundamental
suscitada por la Judiciary Act viniera referida más que a la organización del poder
judicial federal, a su jurisdicción, y de modo particular, a la jurisdicción de la
Supreme Court. Es cierto que algunos pensaron que la Constitución ya confería
jurisdicción a la Corte, y que el Congreso no podía alterarla, pero en realidad lo
que la Norma suprema hacía en su Art. III era señalar los límites exteriores de
tal poder. Habría de ser pues la Ley Judicial de 1789 la que precisara los casos de
que iba a entender, teniendo una especialísima relevancia la delimitación de su
jurisdicción de apelación, respecto de la cual la cláusula segunda de la sección
2ª del Art. III reenviaba a lo que estableciera el Congreso (“... the Supreme Court
shall have appellate Juridiction , both as to Law and Fact, with such Exceptions,
and under such Regulations as the Congress shall made”).
Fueron las secciones 22 y 25 de la ley las que inicialmente contemplaron la
jurisdicción de apelación de la Supreme Court, canalizada a través del llamado
writ of error. La sección 22 confería jurisdicción a la Corte en casos civiles frente
a las sentencias de los tribunales federales inferiores. La sección 25, la realmente
controvertida, otorgó a la Corte competencia para conocer de las sentencias
de los tribunales superiores de los Estados y, por lo mismo, para revocarlas o
confirmarlas, cuando hubieren invalidado una ley federal o un tratado o rechazado

63
Sobre este informe, cfr. Felix FRANKFURTER and James M. LANDIS: “The Business of the
Supreme Court of the United States...”, op. cit., pp. 1018 y ss.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 357

demandas en las que se cuestionase la validez de una ley estatal o de cualquier acto
adoptado en ejercicio de la autoridad estatal, con fundamento en su contradicción
con la Constitución federal, con los tratados o con las leyes federales. En definitiva,
la Corte Suprema era revestida de competencia para conocer en apelación de todas
aquellas decisiones de los tribunales superiores estatales en las que se hubiera
abordado una cuestión federal. Parece bastante evidente que la necesidad de una
disposición como la acogida por la sección 25 residía en la propia Constitución y
en su cláusula de supremacía. Así lo venía a constatar de modo implícito Charles
Evans Hughes, para quien esa sección se hizo expresamente en respuesta a la
misma exigencia que condujo a la creación de la propia Corte Suprema64. No fue,
sin embargo, pacífica la adopción de tan importante cláusula normativa, cuya
constitucionalidad fue puesta en duda por los que de alguna manera seguían
apostando por unos Estados soberanos. En 1816, en el importantísimo caso
Martin v. Hunter´s Lessee, resuelto por unanimidad (con la ausencia del Chief
Justice, que no participó en la decisión) y expresando la opinion of the Court el
gran Justice Joseph Story, la Corte se pronunciaría de modo inequívoco en favor
de la constitucionalidad de tal cláusula.
Cuestión subyacente a la regulación legal fue la de si la ley contemplaba la
facultad de revisión judicial. Para un autor tan relevante como Corwin, la cuestión
no admitía la más mínima duda: que la Judiciary Act –escribe65– contemplaba, en
el pensamiento de su autor, Oliver Ellsworth, el ejercicio de un poder de revisión
por los tribunales nacionales de las leyes del Congreso es algo que apenas puede
ser puesto en tela de juicio, pero hasta qué punto (“how far”) otros aceptaron
este punto de vista de la cuestión, es algo imposible de conjeturar, y ello porque
así de silenciosas sobre el tema son las actas del debate en el Congreso de la ley.
Se ha puesto de relieve asimismo, que al igual que miembros influyentes de la
Convención Constituyente pensaron que la judicial review se hallaba implícita en
el Art. III, no faltaron tampoco quienes sobreentendieron que tal facultad judicial
latía de modo implícito en la Sección 25 de la Judiciary Act, al visualizarse como
un instrumento necesario para asegurar la supremacía de ese poder que se halla
más allá de los poderes (“the supremacy of the power behind the powers”), esto
es, del poder constituyente del pueblo66. Otros autores, de modo más inequívoco,
han entendido que la sección 25 plasma con toda evidencia que los miembros del
primer Congreso asumieron, que tanto los tribunales estatales como los federales
ejercerían “the power to review statutes on the grounds of constitutionality”67.
Otros autores han llegado a semejante conclusión, bien que desde postulados
distintos. Tal es el caso de Sosin, quien se interroga acerca de si, dado que la mitad
de los miembros de ese primer Congreso había participado en la Convención Cons-
titucional, no sería lógico concluir que la sección 25, implícita o explícitamente,

64
Charles Evans HUGHES: La Suprema Corte de los Estados Unidos, op. cit., p. 49.
65
Edward S. CORWIN: “The Establishment of Judicial Review (II)”, op. cit., p. 283.
66
Gerhard CASPER: “The Judiciary Act of 1789 and Judicial Independence”, op. cit., p. 294.
67
Benjamin F. WRIGHT: The Growth of American Constitutional Law, Phoenix Books, University
of Chicago Press, Chicago and London, reprinted, 1967, p. 27 (first published in 1942).
358 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

reconocía el derecho (“the right”) de la Supreme Court a revisar y posiblemente


declarar nulas las leyes de la legislatura nacional, o simplemente a revisar las
decisiones de los tribunales estatales para asegurar la interpretación uniforme
y la aplicación de la autoridad nacional y para impedir la usurpación por los
Estados de esa autoridad, al igual que para anular aquellas decisiones de los jueces
estatales por las que éstos declararan inconstitucionales leyes de la legislatura
nacional. ¿Necesitaba el Congreso reconocer una función ya tan arraigada entre
los tribunales? “Such an enactment –responde el propio autor68– would be both
redundant and presumptuous”. El argumento nos parece bastante razonable,
y no sólo porque, como en el mismo se da a entender, ya en la Convención
Constitucional quedara más o menos admitida la judicial review, sino porque con
posterioridad a la Convención de Filadelfia habían tenido lugar diversas tomas de
posición sobre la judicial review en las Convenciones estatales encaminadas a la
ratificación de la Constitución federal, y en ellas se habían oído relevantes voces
a favor de la misma: Wilson en la Convención de Pennsylvania, Marshall en la de
Virginia, Ellsworth en la de Connecticut y Hamilton en la importante Convención
de Nueva York. Todos ellos, recordaba Corwin69, razonaron con todo detalle (“at
length”) en favor del derecho (“for the right”) de la Corte Suprema para declarar
la nulidad de las leyes inconstitucionales del Congreso, lo que era tanto como
defender la teoría de la supremacía judicial (“the theory of judicial paramountcy”).
Sea como fuere, catorce años después, Marshall se encargaría de confirmar lo
que, por muchas razones, era algo que había arraigado desde la época colonial
en el Derecho americano.

2. La pre-Marshall Court. Su composición y sus vicisitudes

El 1º de febrero de 1790, la Corte Suprema se reunía por primera vez en


sesión pública en el Royal Exchange de Nueva York, –ciudad, no lo olvidemos,
que fue la primera capital nacional– sesión a la que por cierto sólo acudirían
tres de sus miembros. Un año después, en febrero de 1791, tras el traslado de
la sede del gobierno a Filadelfia, la Corte pasó a sesionar en esta última ciudad,
primero en la State House y más tarde en el nuevo edificio del City Hall, no lejos
del Independence Hall.
El Presidente Washington tenía el mayor aprecio por el rol que estaba llamado
a cumplir en el nuevo Estado el poder judicial. En las cartas de nombramiento a los
seis miembros iniciales de la Supreme Court escribía70: “The Judicial System is the
chief Pillar upon which our national Government must rest”71. Ese pilar necesitaba
68
J. M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe. The Origins of Judicial Review in America, op.
cit., p. 277.
69
Edward S. CORWIN: “The Supreme Court and Unconstitutional Acts of Congress”, op. cit., p. 620.
70
Apud Henry J. ABRAHAM: Justices & Presidents. A Political History of Appointments to the
Supreme Court, 2nd edition, Oxford University Press, New York/Oxford, 1985, p. 72.
71
Esa misma idea del judiciary como “pilar del buen gobierno” era reiterada, entre otros escritos
de Washington, en una carta dirigida a Edmund Randolph, el primer Attorney General como ya
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 359

hombres fuertes, identificados con la filosofía de gobierno de los Federalists. No


sería casual el hecho de que siete de las diez personas que Washington nombró
para la Corte hubiesen participado en la Convención Constituyente de Filadelfia.
Se ha dicho72, que Washington no sólo tenía un claro conjunto de criterios para
los candidatos a la Corte (“a clear set of criteria for Court candidacy”), sino que se
adheriría a ellos religiosamente (“religiously”), pudiéndose incluir en ese conjunto
los siguientes: 1) apoyo y defensa de la Constitución; 2) distinguidos servicios en la
Revolución; 3) participación activa en la vida política de la nación o de los Estados;
4) experiencia judicial previa en tribunales inferiores; 5) o una “favorable reputation
with his fellows” o vínculación personal con el propio Washington, y 6) conveniencia
geográfica (“geographic suitability”). De todos ellos, es claro que el primer criterio
era, de lejos, el más relevante. Warren, más concisamente, recondujo esos criterios
a tan sólo dos: la previa experiencia judicial y también la distribución geográfica73,
y ambos, como regla general, son empíricamente confirmados, si no en la totalidad
de sus nombramientos, sí en la gran mayoría de ellos.
A partir de estas premisas, el Presidente Washington procedió a nombrar en
1790 al Chief Justice, cargo para el que resultó elegido John Jay, y a cinco Associate
Justices: John Rutledge, William Cushing, James Wilson, John Blair y James
Iredell. El Chief Justice, procedente de Nueva York, abogado, jurista, diplomático
y también líder político, había contribuído junto a Hamilton y Madison en los
artículos de los Federalist Papers. Es conocido que la opción inicial de Washington
para la presidencia de la Corte no era Jay sino Rutledge, que a la postre alcanzaría
la Chief Justiceship cinco años después, bien que de modo más nominal que real.
Procedente de Carolina del Sur, Rutledge, antiguo Gobernador de ese Estado y
juez de su Chancery Court, deseaba inicialmente la presidencia, aspiración que
no se vio finalmente convertida en realidad porque Washington necesitaba rendir
homenaje al Estado clave (“the key state”) de Nueva York, cuya ratificación de la
Constitución federal había demostrado ser realmente decisiva74. William Cushing
era el Chief Justice de la Supreme Judicial Court de Massachusetts. James Wilson,
de Pennsylvania, era uno de los firmantes de la Declaración de Independencia; fue
miembro enormemente influyente de la Convención de Filadelfia y, al margen de
todo ello, era uno de los estudiosos del Derecho más sobresalientes de su tiempo,
llegando a ser finalmente Profesor de Derecho de la Universidad de Pennsylvania.
John Blair, de Virginia, también había sido miembro de la Convención, aunque
con un rol mucho menos destacado que el de Wilson. Sus servicios políticos
fueron determinantes, aunque no se puede olvidar que Blair, Madison y el propio
Washington fueron los tres únicos miembros de la delegación de los llamados Old

hemos referido. En ella, Washington escribía: “con la convicción de que la administración de justicia
es el más firme pilar del buen gobierno (“the firmest pillar of good government”), he considerado el
primer acuerdo sobre el departamento judicial (se refiere a los nombramientos de los Justices) como
esencial a la felicidad de nuestro país y a la estabilidad de nuestro sistema político”. Apud Bernard
SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 16.
72
Henry J. ABRAHAM: Justices & Presidents. A Political History of Appointments..., op. cit., pp. 71-72.
73
Charles WARREN: “The First Decade of the Supreme Court...”, op. cit., p. 633.
74
Henry J. ABRAHAM: Justices & Presidents. A Political History of Appointments..., op. cit., p. 73.
360 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

Dominion que votaron a favor de la Constitución en su totalidad. En fin, James


Iredell, el último en ser nombrado (un año más tarde que los demás), y el más
joven en serlo, a la edad de 38 años, había sido Attorney General de Carolina del
Norte. Aunque no fue miembro de la Convención, desempeñó un papel muy activo
en Carolina del Norte para la ratificación por este Estado de la Constitución.
La realidad, sin embargo, demostraría con cierta crudeza que la Corte
Suprema era un órgano debilitado y que el acceso a ella no suscitaba especiales
entusiasmos, ni mucho menos podía entreverse como la culminación de una
carrera jurídica. Por supuesto, nos referimos tan sólo a esta primigenia etapa de
la vida de la institución. Paradigma de ello puede ser considerada la actitud de su
primer Presidente, John Jay, y las vicisitudes de su cargo.
En noviembre de 1793, el Gobierno inglés promulgó unas Orders in Council
dando instrucciones a sus oficiales de la Armada de incautarse de todos los barcos
que fuesen o viniesen de las Indias francesas occidentales. Las consecuencias de
ello fueron la captura de cientos de barcos norteamericanos y de sus cargamentos.
Así las cosas, Washington decidió enviar un embajador extraordinario a Inglaterra
con la finalidad de negociar un tratado resolviendo las cuestiones pendientes
entre ambos países. Hamilton era el candidato idóneo para esa misión, pero había
llegado a ser tan temido y odiado por la oposición Republicana (“he had become
so feared and hated by the Republican opposition”), que él mismo recomendó
a Washington que nombrara al Chief Justice para esa delicada tarea75. Ello no
obstante, el Tratado con Inglaterra, firmado en 1795, pese a ser conocido como
“the John Jay´s Treaty”, fue en gran parte (“largely”) hecho por Hamilton76. Él
ya había conducido el Tratado de paz de 1783 entre los dos países hacia su más
plena aplicación, logrando con ello una serie de intercambios comerciales entre
ambos países, que siempre se valoraron como muy beneficiosos para la economía
norteamericana. Jay aceptó el nombramiento como enviado especial a Inglaterra
(recordemos que ya había sido embajador en España en 1779), sin renunciar a
su cargo de Chief Justice, no obstante ser denunciado tal nombramiento como
violatorio del principio de la separación de poderes. Jay se ausentó de la Corte
durante los períodos de agosto de 1794 y febrero de 1795. Finalmente, el 29 de
junio de 1795, Jay renunciaba al cargo, que en realidad no ocupaba desde febrero
del año anterior. La razón última de su dimisión como presidente de la Corte era
su deseo de llegar a ser Gobernador del Estado de Nueva York, cargo para el que,
hallándose en Inglaterra y sin dejar de ser Chief Justice, fue nominado y para el
que finalmente resultó electo ese mismo año de 1795. Tras el cese de Ellsworth
como Chief Justice en 1800, el Presidente Adams ofreció a Jay de nuevo el cargo
de presidente de la Supreme Court, oferta que declinó, recordando al Presidente
Adams, que había dejado la Corte unos años antes completamente convencido de
que un sistema judicial tan defectuoso (“so defective”) nunca podría obtener “the

75
En tal sentido, Darren STALOFF: Hamilton, Adams, Jefferson. The Politics of Enlightenment and
the American Founding, op. cit., p. 111.
76
Broadus MITCHELL: Alexander Hamilton. A Concise Biography, Oxford University Press, New
York, 1976, p. 287.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 361

energy, weight, and dignity which are essential to its affording due support to the
national government, nor acquire the public confidence and respect which, as the
las resort of the justice of the nation, it should possess”77.
Alexander Hamilton declinó aceptar el cargo de Jay, supuestamente, por
hallarse ansioso de reanudar el ejercicio de la abogacía y sus actividades
políticas en Nueva York78. No sería desde luego el único estadista en declinar un
nombramiento para la Corte Suprema. Edmund Pendleton, de Virginia, y Charles
Cotesworth Pinckney, de Carolina del Sur, entre otros varios, también declinaron
ser nombrados Justices, lo que, unido a los ceses que con frecuencia se produjeron
de miembros de la Corte, da una idea del poco atractivo que tal cargo tenía.
Ciertamente, la obligación legal de los Justices de integrar los Circuit Courts no
dejó de pesar como una losa en esa escasa pasión por el cargo79.
El Presidente Washington tuvo serias dificultades para cubrir la Presidencia
de la Corte. John Rutledge, como ya se dijo, uno de los primeros integrantes de
la Corte, que había dimitido en 1791 para alcanzar el cargo de Chief Justice de
la Court of Common Pleas de Carolina del Sur, fue instado por Washington para
que se reincorporara a la Supreme Court, bien que esta vez como su presidente.
Aunque la respuesta de Rutledge fue la de mostrar al Presidente su falta de deseo
por ocupar el cargo dejado por Jay, es lo cierto que finalmente se avino, y durante
el período de sesiones de agosto de 1795 (“the August 1795 Term”) Rutledge ocupó
de hecho la Presidencia de la Corte. Sucedió, sin embargo, lo inesperado: el Senado
votó contra la confirmación de Rutledge en el cargo, en gran medida a causa de su
virulento ataque contra el Jay Treaty en un discurso pronunciado en Charleston80,
pero también por los rumores que circulaban por aquel entonces acerca de su
“accellerated and increased... disorder of the mind”81. Rutledge es considerado

77
Apud Michael J. KLARMAN: “How Great Were the <Great> Marshall Court Decisions?”, en
Virginia Law Review (Va. L. Rev.), Volume 87, 2001, pp. 1111 y ss.; en concreto, p. 1154.
78
En tal sentido, Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 16.
79
Schwartz se refiere, en su documentada historia de la Corte, a una carta de un congresista,
escrita tras la renuncia de Jay a la Chief Justiceship, en la que se hace eco de que una de las razones
del abandono de Jay fue “the system of making the Judges on the Supreme Court ride the Circuits
throughout the Union”. Tal circunstancia habría inducido a Jay a abandonar la Corte, al tener que
estar siete meses al año viajando con su familia por todo el país. Bernard SCHWARTZ: A History of
the Supreme Court, op. cit., p. 19.
80
Según la South Carolina State Gazette, en el meeting de Charleston, Routledge se había quejado
de que Jay, indirectamente, (“by implication”) había admitido la subordinación americana a Jorge
III y había renunciado a los derechos y privilegios de los ciudadanos de los Estados Unidos. Varios
periódicos de Filadelfia, New York, Boston y Providence reimprimieron su discurso, pero no antes de
que la Philadelphia Gazette, el 20 de julio de 1795, anunciara la nominación de Rutledge como Chief
Justice por el Presidente Washington. Cinco días más tarde, Edmund Randolph confiaba a Washington
que se rumoreaba muy seriamente (“it is very seriously whispered”) en Charleston, desde hacía dos
meses, que Rutledge “tenía seriamente perturbada su mente”. A su vez, importantes Federalistas en
el Senado se sintieron ofendidos por el discurso de Rutledge. Oliver Wolcot y Timothy Pickering,
según el propio Attorney General, Randolph, consideraron el discurso del futuro Chief Justice como
una “prueba de la imputación de enajenación” (“proof of the imputation of insanity”). Apud J. M.
SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe..., op. cit., pp. 280-281.
81
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 28.
362 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

como el segundo Chief Justice de la Corte, pues actuó realmente como tal, si bien,
en realidad nunca llegó constitucionalmente a cumplir con los requisitos exigidos
para el acceso al cargo, que, por lo demás, desempeñó por un período minimalista
(su incorporación al Tribunal se produjo el 12 de agosto y el 15 de diciembre el
Senado declinó confirmar el nombramiento).
El siguiente nominado por Washington fue el Justice William Cushing, cuya
propuesta de nombramiento fue confirmada por el Senado el 27 de enero de 1796,
pero de nuevo surgió una circunstancia imprevista. Cushing declinaba el 2 de
febrero asumir la presidencia de la Corte, supuestamente por razones de salud,
por lo que, de facto, el Juez de Massachusetts no llegó a ejercer el cargo.
Sería finalmente Oliver Ellsworth, de Connecticut, considerado un “inque-
brantable federalista” (“a staunch Federalist”)82, que había sido miembro de la
Philadelphia Convention, juez de la Corte Suprema de su Estado y senador, y cuyo
rol decisivo en la elaboración de la Judiciary Act (Ellsworth fue el “chairman”, esto
es, el presidente, del Comité del Senado que preparó el texto legal) ya hemos puesto
de relieve, el elegido por Washington como Chief Justice, y quien finalmente iba a
desempeñar el cargo que tantas vicisitudes había desencadenado. El 4 de marzo
de 1796 se producía el nombramiento, el último de los que haría Washington para
la Corte Suprema.
La figura de este Chief Justice presenta particular relevancia. El ejercicio de su
cargo senatorial ya atestigua tanto su capacidad como su potencial liderazo (“his
capacity and potential for institutional leadership”)83, si bien el corto período de
ejercicio del cargo, inferior a cinco años, no posibilitó la plena manifestación de
tal liderazgo institucional. Dos aspectos resultan, en cualquier caso, significativos
en relación al nuevo Chief Justice. El primero de ellos, al que se ha referido un tan
cualificado conocedor de la Corte como Beard84, es el de que ya con anterioridad
a su acceso al Tribunal (recordemos la inequívoca constatación de Corwin en
igual sentido, ya mencionada), Ellsworth había considerado que el poder judicial
federal, en el cumplimiento de sus funciones normales, podía declarar una ley
del Congreso (“act of Congress”) que se entendiera contraria a la Constitución
federal como nula y sin valor (“null and void”), con lo que quizá, de haber ejercido
su cargo por un período de tiempo más dilatado, le habría correspondido a él la
paternidad de la confirmación por la Corte Suprema de la facultad judicial de la
judicial review. Otro aspecto de interés tiene que ver con una realidad procesal
de la Corte de Ellsworth. Ésta, desde sus inicios, como abordaremos con mayor
detalle más adelante, venía pronunciándose a través de las seriatim opinions. Se
viene reconociendo por la doctrina85 que Ellsworth intentó durante su presidencia
promover sentencias breves, como antesala de un objetivo de mayor alcance, en

82
Henry J. ABRAHAM: Justices & Presidents..., op. cit., p. 77.
83
Robert G. SEDDIG: “John Marshall and the origins of Supreme Court leadership”, en University
of Pittsburg Law Review, Vol. 36, number 4, Summer 1975, pp. 785 y ss.; en concreto, p. 794.
84
Charles A. BEARD: “The Supreme Court–Usurper or Grantee?”, en Political Science Quarterly,
Vol. 27, No. 1, March 1912, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 6.
85
Así, entre otros, por Robert G. SEDDIG: “John Marshall and the origins...”, op. cit., p. 794.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 363

el que se esforzó hacia el final de su cargo, el de conseguir un consenso entre los


Jueces al objeto de alcanzar una decisión única de la Corte (“a single opinion”),
bien a través del Chief Justice, bien por intermedio del senior Justice. No sería
ajeno a todo ello que el propio Chief Justice procediera a escribir algunas majority
opinions, anticipando de esta forma, en alguna medida, lo que había de acontecer
tras la llegada de Marshall a la Corte.
La trayectoria de Ellsworth en la Chief Justiceship recuerda en alguna medida
la seguida por Jay, y no nos referimos ya al análogo período de tiempo de ejercicio
de sus funciones en la Corte, sino al sorprendente abandono temporal de las
mismas para, sin renunciar al cargo, ejercer funciones diplomáticas. El 25 de
febrero de 1799, Ellsworth marchaba a Francia en misión diplomática, y sólo
después de más de un año y medio, el 30 de septiembre de 1800, renunciaría
definitivamente a la Presidencia de la Corte. Es evidente que estas dilatadísimas
ausencias por parte de los presidentes, desempeñando funciones diplomáticas en
el extranjero, no hacían sino devaluar hasta el extremo la imagen de la Supreme
Court. “That the Chief Justiceship is a sinecure –se escribía en el diario Philadelphia
Aurora– needs no other evidence, than that in one case the duties were discharged
by one person who resided at the same time in England; and by another during a
year´s residence in France”86.
En el período que ahora nos ocupa, que abarca hasta el 4 de febrero de 1801,
fecha en la que Marshall se incorporó efectivamente a la Corte, junto a los hasta
ahora mencionados, otro cinco Justices integraron la Corte: Thomas Johnson (en
1792), William Paterson (en 1793), Samuel Chase (en 1796), Bushrod Washington
(en 1799) y Alfred Moore (en 1800). Los nombramientos de los tres primeros
también correspondieron a Washington, mientras que los dos últimos fueron
nombrados por el Presidente John Adams. Thomas Johnson, de Maryland, antiguo
Gobernador de ese Estado, era miembro de los tribunales federales inferiores en
1791, momento en el que Washington lo propuso. Reacio a aceptar el nombramien-
to por su aversión a las incomodidades que se anudaban a la participación de los
Justices en los tribunales de circuito87, Johnson terminó incorporándose a la Corte
en 1792 para, en menos de dos años, presentar su renuncia al cargo. Su sustituto
sería William Paterson, de New Jersey, que había sido uno de los más importantes
líderes de la Convención Constitucional y que desempeñó una trascendente labor
de apoyo de la Judiciary Act, muy valorada por Washington. Particularmente
polémica sería la figura de Samuel Chase, de Maryland, que accedería a la Corte
en enero de 1796 para cubrir la vacante dejada por el Justice Blair unos meses
antes. Héroe de la Revolución y signatario de la Declaración de Independencia,
Washington pensó en él incluso como Chief Justice tras el rechazo por el Senado
de la propuesta de Rutledge en diciembre de 1795, aunque finalmente se decantara
por Ellsworth. El sectarismo federalista de Chase generó muchos problemas a
la Marshall Court, poniendo gravemente en peligro su independencia y, con ella,

86
Apud Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., pp. 27-28.
87
Henry J. ABRAHAM: Justices & Presidents..., op. cit., p. 75.
364 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

el propio y fundamentalísimo principio de la independencia del poder judicial,


seriamente cuestionado por Jefferson, no sólo como reacción dimanante de su
odio hacia John Marshall, sino también como rechazo de la furibunda actitud
partidista mantenida por Chase en determinados momentos de su vida judicial.
Todo ello desembocó en el proceso de impeachment del Justice Chase, con el que
Jefferson, indirectamente, pretendía acabar con la Corte de Marshall. No es este el
momento de analizar tal proceso, por lo que no nos detendremos con más detalle
en la controvertida figura de Chase, que, tras superar felizmente el proceso del
impeachment (en 1805), continuaría en la Corte hasta 1811.
El Presidente Adams, omisión hecha del nombramiento de Marshall como
Chief Justice, nombró a otros dos Justices: Washington y Moore. Abraham ha
subrayado88 cómo los criterios de Adams para estos nombramientos, aún siendo
identificables, son considerablemente menos numerosos que los de Washington,
destacando que la exigencia preeminente fue la de que los candidatos tuvieren unas
sólidas convicciones federalistas, un criterio, en definitiva, ideológico-partidista.
En sintonía con el mismo no resulta extraño que el dato profesional contara muy
poco para Adams; de hecho, ni Washington ni Marshall tenían experiencia judicial;
por contra, el servicio público fue un elemento muy valorado por el Presidente
Adams. Y así, Bushrod Washington, sobrino del primer Presidente, que accedería
a la Corte en 1799, había sido legislador estatal en Virginia. Por contra, Alfred
Moore sí contaba cuando llegó a la Supreme Court (en 1800) con una amplia
experiencia judicial en Carolina del Norte, su Estado, en donde había llegado a ser
Juez de la Corte Suprema estatal. Washington desempeñaría el cargo durante una
treintena de años, convirtiéndose en uno de los más firmes pilares de la Marshall
Court, aun cuando en su trayectoria no falten episodios desafortunados, como fue
el de su descenso del bench a la arena política para hacer campaña activa a favor
de un candidato a un cargo político, ofendiendo con ello el sentido del decoro y
oportunidad de una función como la judicial89. Bien es verdad, que mucho más
intempestiva al respecto fue la actuación de Samuel Chase, y al margen ya de las
concretas posiciones de cada Justice, no faltan autores que han considerado que
la Corte en cuanto tal descendió con frecuencia al foso de la controversia política
en estos primeros años90.
En el otoño de 1800, no mucho antes del nombramiento de Marshall como
Chief Justice, el Gobierno norteamericano se trasladó a la ciudad de Washington,
la nueva capital, que se hallaba aún en las etapas iniciales de su construcción.
Pero lo más curioso y, a la par, qué duda cabe, revelador del débil rol que se

88
Ibidem, p. 80.
89
George L. HASKINS: “Law versus politics in the early years of the Marshall Court”, en University
of Pennsylvania Law Review (U. Pa. L. Rev.), Vol. 130, 1981-1982, pp. 1 y ss.; en concreto, pp. 3-4.
90
Tal es el caso de Warnecke, quien escribe: “In Eighteenth Century terms, the Court was conceived
as a Deus ex machina, an aristocratic institution in a representative political system, which occasionally
would descend into the arena of political controversy to maintain the Newtonian balance among the
celestial spheres of government and society”. Steven WARNECKE: “Constitutionalism, Legitimacy
and the American Supreme Court”, en Jahrbuch des Öffentlichen Rechts der Gegenwart (JÖR), Band
18, 1969, pp. 475 y ss.; en concreto, p. 481.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 365

asignaba a la Corte en las esferas gubernamentales, fue el hecho de que cuando


la ciudad fue planeada, el edificio en que la Corte debía ubicarse fue pasado por
alto, lo que condujo a que, a partir del 2 de febrero de 1801, fecha en que la Corte
se encuentra por primera vez en Washington D.C., el supremo órgano judicial se
viera obligado a realizar sus sesiones durante un buen período de tiempo en un
humilde apartamento.

3. La tradición del common law y el pronunciamiento a través de las


seriatim opinions en los primeros años de la Corte Suprema

I. Atender a los antecedentes ingleses en la época colonial es inexcusable para


la adecuada comprensión de la futura evolución del sistema judicial norteame-
ricano91.
El Privy Council inglés era el órgano competente para conocer en última
instancia de los recursos presentados contra las decisiones de los tribunales
coloniales, circunstancia por la que se ha visto en este órgano un rol equiparable
al ejercido tras la Independencia por la Supreme Court. En el ejercicio de su
jurisdicción de apelación, el Privy Council había de adoptar sus decisiones por
el voto de la mayoría de sus miembros presentes, tras lo que el pronunciamiento
se consideraba como una decisión del órgano en su conjunto. Por una Order
del Privy Council adoptada en 1627 se impedía hacer públicas las opiniones
particulares92. A tenor de la misma: “When the business is to be carried according
to the most voices, no publication is afterwards to be made by any man, how the
particular voices and opinions went”. Si se piensa en el hecho de que la sentencia
se formulaba en nombre del Rey, se puede comprender que se impidiera toda voz
disidente, pues no parecía lógico que el Rey pudiese hablar simultáneamente con
dos voces dispares.
En cuanto a la House of Lords, representaba el supremo tribunal de apelación en
relación a los casos litigiosos promovidos ante los tribunales ingleses de common law
and equity. Tal función judicial no era visualizada como de una naturaleza diferente
a la que ejercitaba el órgano en cuestión como cámara parlamentaria. Si se recuerda
que en el siglo XVIII no se autorizaba la publicación de los debates parlamentarios,
se puede comprender bien que tampoco fuera posible la publicación de las actas
atinentes a los procedimientos judiciales, regla que sólo quebró en 1848. En todo
caso, y en lo que ahora interesa, los jueces de la Cámara de los Lores, bien tan sólo

91
Acerca de estos precedentes, cfr. el espléndido y ya clásico trabajo de Karl M. ZoBELL: “Division
of opinion in the Supreme Court: a history of judicial desintegration”, en Cornell Law Quarterly
(Cornell L. Q.), Vol. 44, 1958-1959, pp. 186 y ss. En versión italiana y con el título “L´espressione di
giudizi separati nella Suprema Corte: storia della scissione della decisione giudiziaria”, en la obra Le
opinioni dissenzienti dei giudici costituzionali ed internazionali, a cura di Costantino Mortati, Giuffrè
Editore, Milano, 1964, pp. 61 y ss.
92
Cfr. al respecto, Alex SIMPSON Jr.: “Dissenting Opinions”, en University of Pennsylvania Law
Review and American Law Register (U. Pa. L. Rev.), Vol. 71, 1922-1923, pp. 205 y ss.
366 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

de forma oral, a través de su propio speech, bien plasmando más tarde su exposición
por escrito, expresaban individualmente las razones en que ellos fundamentaban
su propio judgment en cada caso. Ello no era nada extraño por cuanto la tradición
inglesa se conecta desde sus orígenes con el rito de la expresión oral de cada juez
en audiencia pública. Nadelmann lo pondría de relieve con meridiana claridad: “In
England (...), judging was traditionally in public, each judge stating what he thought
the judgment should be”93. Y Seddig, escueta, pero significativamente, afirma94:
“English courts norms decreed that, generally speaking, judges rarely consulted
each other or rendered a general opinion”.
El propio Thomas Jefferson, en una carta dirigida al Justice William Johnson
(primer Juez del Tribunal Supremo nombrado por él mismo, en mayo de 1804,
tras acceder a la Presidencia de los Estados Unidos) con fecha de 27 de octubre
de 1822, escribía: “You know that from the earliest ages of the English law, from
the date of the year-books, at least, to the end of the IId George, the judges of
England, in all but self-evident cases, delivered their opinions seriatim, with the
reasons and the authorities which governed their decisions. If they sometimes
consulted together, and gave a general opinion, it was so rarely as not to excite
either alarm or notice”95.
Por lo demás, la mayor parte de las apelaciones en relación a decisiones de los
tribunales coloniales concluían en una de las Common Law Courts con jurisdicción
de apelación, que obviamente adoptaban sus decisiones seriatim, esto es, a través
del pronunciamiento individualizado de cada uno de los jueces, de lo que, como
antes se dijo, tampoco diferiría la House of Lords96.
Conviene no obstante recordar que la llegada al King´s Bench de Lord
Mansfield, que lo presidiría entre 1756 y 1788, supuso unos ciertos cambios en
cuanto que durante su presidencia forjó una tradición en la que se introdujeron
las llamadas “caucus opinions on the King´s Bench”97, procedimiento del que,

93
Kurt H. NADELMANN: “The Judicial Dissent. Publication v. Secrecy”, en The American Journal
of Comparative Law, Vol. VIII, numbers I-IV, 1959, pp. 415 y ss.; en concreto, p. 416. En versión italiana
y con el título “Il <dissenso> nelle decisioni giudiziarie (pubblicità contro segretezza)”, este trabajo
fue publicado en la obra Le opinioni dissenzienti dei giudici costituzionali ed internazionali, a cura di
Costantino Mortati, Giuffrè Editore, Milano, 1964, pp. 31 y ss. Y en versión alemana, con el título
“Das Minderheitsvotum im Kollegialgericht – Bekanntgabe oder Geheimhaltung?”, puede verse en
Archiv des öffentlichen Rechts (AöR), 86. Band, Heft 1, Juli 1961, pp. 39 y ss.
94
Robert G. SEDDIG: “John Marshall and the origins of Supreme Court leadership”, op. cit., p.
793.
95
El texto de la carta puede verse en A. J. LEVIN: “Mr. Justice William Johnson, creative dissenter”,
en Michigan Law Review (Mich. L. Rev.), Vol. 43, 1944-1945, pp. 497 y ss.; en concreto, pp. 513-515.
96
“In the House of Lords, –dirán Kornhauser y Sager– the historic tradition , still honored at
least formally, is that each judge gives a <speech>, offering both a personal ruling on the outcome
of the case and reasons to support that ruling”. Lewis A. KORNHAUSER and Lawrence G. SAGER:
“The One and the Many: Adjudications in Collegial Courts”, en California Law Review, Vol. 81, No. 1,
January 1993, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 12.
97
Michael MELLO: “Adhering to our views: Justices Brennan and Marshall and the relentless
dissent to death as a punishment”, en Florida State University Law Review (Fla. St. U. L. Rev.), Vol.
22, 1994-1995, pp. 591 y ss.; en concreto, p. 612.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 367

no sin cierta impropiedad, se afirma que impidió toda concurring o dissenting


opinion98. El mismo Jefferson, en la carta dirigida al Justice William Johnson a
la que ya hemos aludido, se hacía eco de tal procedimiento; en ella puede leerse
lo que sigue: “Cuando Lord Mansfield llegó al tribunal, introdujo la costumbre
de las caucasing opinions. Los jueces se encontraban en sus cámaras o en otra
parte, aislados de la presencia del público (“secluded from the presence of the
public”), y preparaban lo que iba a pronunciarse como the opinion of the court.
Con la jubilación de Lord Mansfield, Lord Kenyon puso fin a tal práctica, y los
jueces volvieron a la de las seriatim opinions, y yo creo que la practican de modo
habitual hasta hoy”99. El dato relativo al cambio auspiciado en el King´s Bench
por Lord Mansfield es relevante por cuanto la doctrina no ha dejado de poner de
relieve la admiración que sintió el Chief Justice Marshall por la fórmula proce-
dimental introducida por el juez inglés100, que tendría alguna influencia sobre el
trascendente cambio procedimental que introdujo quien ha sido considerado el
verdadero “chief architect of constitutional interpretation”101.

II. Las primeras sentencias (opinions) de la Corte Suprema fueron formuladas


“in the English manner”102, o lo que es igual, “delivering seriatim opinions”, esto
es, formulando cada juez separadamente su opinion sobre el caso enjuiciado. Tan
sólo se podía apreciar una diferencia: mientras la costumbre de The King´s Bench
era seguir en los pronunciamientos un orden de antigüedad, en la Supreme Court
ese orden iba a ser justamente el contrario, comenzando los pronunciamientos el
último juez nombrado y finalizando los mismos el senior appointee.
Esta práctica difuminó el impacto de las decisiones e hizo de ellas, como
dijera McCloskey103, lo menos apropiado para que la Corte fuera considerada
como un equal partner en el triunvirato federal. La ausencia de una única voz
(“a single voice”) por parte de la Corte no dejó de tener su impacto sobre la
apariencia exhibida por la misma hacia el mundo exterior, algo que ya captó el
Chief Justice Ellsworth y que percibiría de inmediato Marshall. Bien es verdad que
no habría de transcurrir mucho tiempo para que la Corte adoptase sus propias
vías procedimentales, lo que no debe extrañar si se atiende al hecho, subrayado
por ZoBell104, de que los tribunales del siglo XVIII participaban en funciones de

98
“During his tenure, –se afirma– Mansfield forged a tradition in which concurring or dissenting
opinions were extremely rare”. Lewis A. KORNHAUSER and Lawrence G. SAGER: “The One and the
Many...”, op. cit., nota 23, pp. 12-13.
99
Apud A. J. LEVIN: “Mr. Justice William Johnson, creative dissenter”, op. cit., pp. 513-514.
100
Así, entre otros, Michael MELLO: “Adhering to our views: Justices Brennan and Marshall”, op.
cit., p. 611.
101
George L. HASKINS: “Law versus Politics in the early years of the Marshall Court”, en The
University of Pennsylvania Law Review (U. Pa. L. Rev.), Vol. 130, No. 1, November 1981, pp. 1 y ss.;
en concreto, p. 2.
102
Laura Krugman RAY: “Justice Brennan and the jurisprudence of dissent”, en Temple Law Review
(Temp. L. Rev.), Vol. 61, No. 2, Summer 1988, pp. 307 y ss.; en concreto, p. 308.
103
Robert G. McCLOSKEY: The American Supreme Court, op. cit., p. 19.
104
Karl M. ZoBELL: “Division of opinion in the Supreme Court...”, op. cit., p. 192.
368 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

gobierno legislativas o ejecutivas (por lo general, en estas últimas). Un poder


judicial independiente no existía ni en la teoría ni en la práctica. Por lo mismo, no
puede sorprender, que al situarse la Supreme Court a la cabeza de la tercera rama
de la tricotomía gubernamental formulada por el constituyente norteamericano, y
considerarse por el propio Washington como la “piedra angular” (“the keystone”)
del sistema político105, bien pronto adoptase procedimientos no coincidentes con
los propios de los órganos jurisdiccionales de la época colonial.
Quizá pueda añadirse, que en el primer caso publicado, State of Georgia
v. Brailsford (1792), el Tribunal siguió obviamente la práctica de las seriatim,
pronunciándose los jueces en orden inverso a su antigüedad. Cada uno de los seis
Justices dio su opinión respecto a la petición de Georgia de un requerimiento en
un juicio de equidad (“a suit in equity”) contra dos ciudadanos de otro Estado. La
mayoría del Tribunal se pronunció a favor del injunction solicitado, aunque dos
de sus miembros se opusieron. Al pronunciarse en contra el junior Justice Thomas
Johnson (que había accedido a la Corte ese mismo año de 1792 en sustitución
del Justice Rutledge, y que ocuparía su cargo tan sólo durante seis meses, hasta
febrero de 1793), primero en intervenir, se ha podido considerar que al Justice
Thomas Johnson le corresponde el reconocimiento de haber sido el primero en
suscribir un dissent en la Corte Suprema106. Bien es verdad que tal afirmación ha
de entenderse en un sentido un tanto impropio por cuanto, a nuestro modo de
ver, el dissent adquiere su más plena plasticidad frente a las opinions of the Court.
Similar a la anterior nos parece la reflexión de Schwartz, para quien esta primera
disidencia lo que viene a entrañar es el establecimiento del derecho de los Justices
a expresar públicamente su desacuerdo con el resultado alcanzado por la Corte107.

4. Los primeros casos relevantes de la Supreme Court en la etapa anterior


a Marshall y la doctrina en ellos subyacente de la judicial review

I. Durante el período que nos ocupa la Corte iba a decidir relativamente pocos
casos. En los tres primeros años de su existencia, prácticamente, no tuvo ningún
asunto que tratar. Ello no obstante, hubo al menos tres casos de significativa
relevancia en orden a la interpretación de la Norma suprema: los casos Chisholm
v. Georgia (1793), Hylton v. United States (1796) y Calder v. Bull (1798), sin que
ello suponga olvidar la existencia de otros litigios en los que el Tribunal hubo de
enfrentarse con determinadas cuestiones constitucionales, como sucedió, entre
otros, con los casos Ware v. Hylton (1796) y Cooper v. Telfair (1800). Ciertamente, el
bagaje de estos años en lo que a la creación de un cuerpo doctrinal constitucional

105
En una carta que dirigía Washington al Chief Justice John Jay, a la que alude Warren, el Presidente
escribía que la Corte “must be recognized as the keystone of our politic fabric”. Cfr. al efecto, Charles
WARREN: “The First Decade of the Supreme Court of the United States”, op. cit., pp. 632-633.
106
Charles AIKIN: “The United States Supreme Court: The Judicial Dissent”, en Jahrbuch des
Öffentlichen Rechts (JÖR), Band 18, 1969, pp. 467 y ss.; en concreto, p. 468.
107
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 20.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 369

atañe queda a años luz de la Corte regida por John Marshall. Como algún autor ha
dicho108, sobre el cuerpo de doctrina creado por Marshall, John Jay y Oliver Ell-
sworth, los dos Chief Justices que le precedieron, dado el carácter casi anecdótico
de la presidencia de John Rutledge, nunca podrían haber aprobado un examen.
En cualquier caso, los instrumentos básicos de la interpretación constitucional
empleados antes de 1801 traspasaron el umbral del tiempo, habiendo llegado a
nuestros días. Los primeros Justices de la Corte, a la hora de interpretar la Norma
suprema, atendieron al texto de las disposiciones constitucionales determinantes,
a las deducciones (“inferences”) que podían ser extraídas de otras normas
constitucionales, a las costumbres contemporáneas (“contemporary usages”), a
las intenciones y propósitos de los Framers y a sus propias concepciones acerca
de la política bien fundada (“sound policy”)109. En definitiva, la etapa analizada
no es un período de jueces gigantes o de grandes decisiones, pero ello no es óbice
para que en estos años la Corte creara un modelo de “constitutional adjudication”,
esto es, de construcción de una decisión judicial en materia constitucional, que el
paso del tiempo no iba a eclipsar.

II. Chisholm v. Georgia es el primer gran caso que hubo de abordar la Corte
en materia constitucional. Decidido el 18 de febrero de 1793, a través de un
pronunciamiento seriatim opinions, con el apoyo del Chief Justice Jay y de los
Justices Cushing, Wilson y Blair, y con el Justice Iredell en dissent, el caso presenta
un conflicto entre la jurisdicción federal y la soberanía estatal, que no podía ser
resuelto sin precisar, con carácter previo, qué significado había de darse al término
“sovereign” aplicado a los Estados.
El supuesto de hecho no era nada complejo. El Sr. Chisholm, ciudadano
de Carolina del Sur y administrador de un acreedor británico que pretendía
recobrar el dinero que el Estado de Georgia, receptor de unas mercancías
suministradas por el británico, no le había pagado, demandaba a este Estado
con vistas a que se hiciese efectivo el pago. La cuestión verdaderamente crucial
era la de si un Estado podía ser demandado ante un tribunal federal por un
ciudadano de otro Estado.
Las opinions de la mayoría iban a presentar, en términos de Currie 110,
contrastes estilísticos de interés. Blair y Cushing fueron breves y se ciñeron al
tema controvertido, circunscribiéndose principalmente a las palabras del texto
constitucional. Jay y Wilson formularon opinions más extensas y pretenciosas en
las que el lenguaje constitucional desempeñó un rol mucho menor.
La Jay´s opinion abordaba a lo largo de tres secciones las tres cuestiones
siguientes: l) en qué sentido había de considerarse Georgia un Estado soberano;

108
Walton H. HAMILTON: “The Constitution – Apropos of Crosskey”, op. cit., p. 80.
109
David P. CURRIE: “The Constitution in the Supreme Court. 1789-1801”, en The University of
Chicago Law Review (U. Chi. L. Rev.), Volume 48, 1981, pp. 819 y ss.; en concreto, pp. 882 y 885.
110
Ibidem, p. 832.
370 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

2) si la posibilidad de que el Estado fuere demandado ante un tribunal federal y


por un ciudadano ajeno al propio Estado era compatible con su soberanía, y 3)
si la Constitución federal autorizaba tal acción frente al Estado. Jay concluirá
poniendo de relieve que “la extensión del poder judicial de los Estados Unidos
(a las demandas contra un Estado por ciudadanos de otro) me parece acertada
(“appears to me to be wise”) porque es razonable (“honest) y útil (“useful”)”.
Es creencia generalmente admitida111 que la opinion más sólida fue la del
Justice Wilson. También éste dividió en tres secciones su pronunciamiento,
abordando en cada una de ellas la cuestión de la viabilidad de la demanda contra
el Estado (“the question of suability”) desde cada una de estas tres perspectivas: 1ª)
desde la óptica de los principios generales de la jurisprudencia; 2ª) desde el punto
de vista comparado, esto es, desde las previsiones legales y la práctica de otros
Estados, y 3ª) desde la perspectiva de la Constitución de 1787. Wilson consideró,
que si una libertad individual puede ser sometida a los tribunales, lo mismo debe
sostenerse respecto del Estado. Los Estados están sujetos a las mismas reglas de
moralidad de los individuos. Pero lo más significativo del parecer de Wilson es su
radical repudio del concepto de soberanía estatal: “as the purposes of the Union,
therefore, Georgia is not a sovereign state”. Como es evidente, el reconocimiento
de la soberanía estatal hubiera impedido la admisión de la demanda. Sólo al
pueblo de los Estados Unidos, que elaboró la Constitución, era de aplicación el
concepto de soberanía.
En definitiva, los jueces de la mayoría entendieron que el Art. III extiende el
poder judicial federal a las controversias entre un Estado y los ciudadanos de otro
Estado y que la previsión constitucional de que la jurisdicción de la Supreme Court
será original en aquellos casos “in which a State shall be party” confirma que es
indiferente si el Estado es demandante o demandado, pues el término “party”
abarca ambas situaciones.
James Iredell se pronunció en dissent. Nacido en Inglaterra, este Justice
consideró innecesario decidir si el Art. III viabilizaba o no procesos contra
Estados como el controvertido. Su enfoque para decidir el caso fue otro112. A
su juicio, la jurisdicción original de la Corte Suprema no era “self-executing”, o
lo que es igual, requería para su concreción de la mediación del legislador. La
legislación era incluso necesaria –aducía ejemplificativamente Iredell– hasta
para determinar el número de sus jueces. La Sección 14 de la Judiciary Act ,
seguía razonando el dissenting Justice, autorizaba a la Corte para pronunciarse
tan sólo sobre aquellos writs “agreeable to the principles and usages of law”, y
los principios legales tradicionales, que Iredell derivaba en gran parte de una
amplia y erudita investigación del Derecho inglés, no permitían que los gobiernos
fueran demandados.

111
Entre otros, por Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., pp. 20-21.
112
Cfr. al respecto David P. CURRIE: “The Constitution in the Supreme Court. 1789-1801”, op. cit.,
pp. 835-837.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 371

Con todo, el mayor interés de la Iredell´s opinion113 reside en un dictum que


anticipaba en diez años la decisión Marbury v. Madison (1803)114, al declarar
que la organización y el procedimiento judiciales debían ser establecidos por el
Congreso, aun cuando con una limitación, que es: “<that they shall not exceed their
authority>. If they do, I have no hesitation to say, that any act to that effect would
be utterly void, because it would be inconsistent with the constitution, which is a
fundamental law, paramount to all others, which we are not only bound to consult,
but sworn to observe; and therefore, where there is an interference, being superior
in obligation to the other, we must unquestionably obey that in preference. Subject
to this restriction, the whole business of organizing the courts, and directing the
methods of their proceeding, where necessary, I conceive to be in the discretion
of congress”. La reflexión es irreprochable y contiene todos los elementos básicos
en los que se fundamenta la judicial review: la consideración de la Constitución
como norma fundamental y, en coherencia con ello, su primacía sobre todas las
restantes, al ser suprema (“paramount”) a ellas, y la obligación que de ello dimana
de observarla y darle preferencia, considerando “completamente nula” (“utterly
void”) toda ley que contrariara la Constitución.

III. La posición de James Iredell estaba lejos de ser nueva. Siete años antes del
Chisholm case, Iredell, revelando una mente clara y luminosa, se había manifesta-
do públicamente en favor de la primacía de la Constitución, del carácter limitado
del poder legislativo, en cuanto necesariamente sujeto a la Constitución, y de la
judicial review. Vale la pena detenernos con un cierto detalle en su espléndida
construcción doctrinal. En 1786, Iredell publicaba en un periódico de Carolina
del Norte un artículo, “To the Public”, en defensa de la autoridad de los jueces
para rehusar ejecutar una ley inconstitucional115. Iredell comenzaba su artículo
poniendo de relieve el radical cambio que suponía la elaboración de una Cons-
titución, en contraposición al sistema inglés asentado en un poder absoluto del
Parlamento: “In forming the constitution (...) –escribía– (we) were not ignorant
of the theory of the necessity of the legislature being absolute in all cases, because
it was the great ground of the British prentensions (...). When we were at liberty
to form a government as we thought best (...) we decisively gave our sentiments
against it, being willing to run all the risks of a government to be conducted on
the principles then laid as the basis of it...”.
Iredell contrastaba más adelante el modelo británico con el asumido por el
pueblo americano, asentado en una suerte de relación contractual, que recuerda al
contrato social rousseauniano, entre el pueblo y su futuro gobierno, separándose

113
La opinion de James Iredell puede verse en su integridad en The Founders´ Constitution, edited
by Philip B. KULAND and Ralph LERNER, op. cit., volume five, pp. 408-416.
114
En sentido análogo se pronuncia David P. CURRIE, en Ibidem, p. 839.
115
James IREDELL: “To the Public”, en Correspondence of Iredell, edited by McRee, vol. 2, pp.
145-149. Cit. por Sylvia SNOWISS: Judicial Review and the Law of the Constitution, Yale University
Press, New Haven and London, 1990, p. 45, nota 3. Esta autora se ocupa con gran detalle de la posición
de Iredell (pp. 45-53) y de su obra extraemos el texto de Iredell que transcribimos.
372 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

de este modo del sistema inglés, en el que toda ley aprobada por el Parlamento, con
la unica salvedad de aquélla que se opusiere a los principios de la justicia natural,
vinculaba al pueblo, lo que es obvio que no podía caber en una suerte de relación
contractual entre el pueblo y su gobierno, por cuanto que éste venía obligado a
respetar los principios contractuales, por así denominarlos, en que se asentaba
la relación con el pueblo. “Without an express Constitution –sigue escribiendo
quien fuera el más joven de los seis primeros Justices de la Corte– the powers of
the Legislature would undoubtedly have been absolute (as the Parliament in Great
Britain is held to be), and any act passed, not inconsistent with natural justice (for
that curb is avowed by the judges even in England), would have been binding on
the people. The experience of the evils which the American war fully disclosed,
attending an absolute power in a legislative body, suggested the propriety of a
real, original contract between the people and their future Government, such,
perhaps, as there has been no instance of in the world but in America”. Este
peculiar contrato entre el pueblo y sus futuros gobernantes quedaba reflejado en
la Constitución, que establecía verdaderamente límites vinculantes respecto de
todos los poderes. Consecuentemente con ello, la Asamblea no tiene derecho a
violar la Constitución, pero aunque ello es así, Iredell se hace eco de que, de facto,
a veces la viola, y ante ello el único remedio es o la petición (ejercer el derecho
de petición) o la resistencia universal. Iredell considerará el primer remedio
como degradante (“demeaning”) del autogobierno del pueblo, y el segundo, la
revolución, demasiado excepcional y extremo como para ser empleado. Y ante
ello, Iredell se cuestiona acerca de si el poder judicial no tendría alguna autoridad
para interferir en tales supuestos. He aquí su respuesta: “The (judicial) duty (...) I
conceive, in all cases, is to decide according to the laws of the State. It will not be
denied, I suppose, that the constitution is a law of the State, as well as an act of
Assembly, with this difference only, that it is the fundamental law, and unalterable
by the legislature, which derives all its power from it. One act of Assembly may
repeal another act of Assembly. For this reason, the latter act is to be obeyed, and
not the former. An act of Assembly cannot repeal the constitution, or any part of
it. For that reason, an act of Assembly, inconsistent with the constitution is void,
and cannot be obeyed, without disobeying the superior law to which we were
previously and irrevocably bound”.
Llegados aquí, Iredell reivindica la autoridad de los jueces para ejercer la
judicial review, rechazando que con ello lleven a cabo una usurpación de poder o
ejerzan un poder arbitrario: “The judges, –concluye Iredell– therefore, must take
care at their peril, that every act of Assembly they presume to enforce is warranted
by the constitution, since if it is not, they act without lawful authority. This is
not a usurped or a discretionary power, but one inevitably resulting from the
constitution of their office, they being judges for the benefit of the whole people,
not mere servants of the Assembly”. Como puede apreciarse, en esta magistral
construcción, el juez está primariamente sujeto a la Constitución, y no sólo porque
ésta es la ley fundamental, sino porque, haciéndolo así, actúa en beneficio del
conjunto del pueblo, mientras que dando primacía a una ley que el propio juez
considere contraria a la Constitución, lo único que hace es actuar como mero
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 373

siervo de una Asamblea legislativa que, no obstante hallarse asimismo vinculada


por la Constitución, arbitrariamente la ha desconocido.
La construcción de Iredell, a la que él recurriría con frecuencia en los foros,
de lo que constituye un buen ejemplo el caso Bayard v. Singleton (1787), resuelto
por los tribunales de Carolina del Norte, no dejaría a nadie indiferente. Algunas
reacciones, como las que seguirían a la resolución del caso inmediatamente
antes citado, fueron de gran protesta, al entenderse que tal decisión dejaba al
Estado sujeto no a la voluntad de los representes del pueblo, sino de unos cuantos
individuos, los jueces en cuestión. Pero la realidad es que en la década de 1790 la
construcción de Iredell tendrá un peso específico indiscutible en la consolidación,
a nivel doctrinal y judicial, de la inexcusabilidad de la teoría de la judicial review.
Y todo ello al margen ya de que esta espléndida construcción dogmática puede
considerarse (junto a la de Hamilton) el más sólido antecedente de la doctrina
que John Marshall, en nombre de la Supreme Court, consagrará irreversiblemente
en 1803.

IV. El Chisholm case causó una tremenda excitación entre los Estados, y de
ello derivó la inmediata introducción de resoluciones en el Congreso con vistas a
la aprobación de una enmienda constitucional que operara a modo de overruling,
derribando la decisión. En cualquier caso, hasta tanto la enmienda en cuestión
entró en vigor, se sucedieron las demandas contra los Estados116. Finalmente,
el 4 de marzo de 1794, tras ser aprobada por la Cámara de Representantes (el
14 de enero lo había sido por el Senado), era aprobada la Enmienda Undécima,
cuya ratificación por los Estados quedaría concluida el 7 de febrero de 1795, tras
aprobar la Enmienda el duodécimo Estado, Carolina del Norte (en aquel momento
la Unión la integraban un total de quince Estados), si bien el anuncio oficial de
la ratificación no se produjo sino hasta el 8 de enero de 1798, fecha en que el
Presidente Adams, en un mensaje al Congreso, declaró que la Amendment XI había
sido adoptada por las ¾ partes de los Estados y que “may now be deemed to be a
part of the Constitution”. A tenor de la misma: “The Judicial power of the United
States shall not be construed to extend to any suit in law or equity, commenced
or prosecuted against one of the United States by Citizens of another State, or by
Citizens or Subjects of any Foreign State”.
La reacción del Congreso para neutralizar con la mayor rapidez el sentido
de la Chisholm decision en modo alguno devalúa la sentencia. Más bien todo lo
contrario. No han faltado autores que, incluso recientemente, han echado en
cara a los Jueces la torpeza de la decisión, en cuanto que la misma contravenía
116
A algunas de ellas se refiere Warren, quien recuerda que en junio de 1793, William Vassal, un
ciudadano británico cuyas propiedades habían sido confiscadas, presentó una demanda frente a la
Commonwealth of Massachusetts, y en 1795, en Oswald v. New York, tras haber dejado el Estado de
comparecer y habiendo sido formulada sentencia en rebeldía (“judgment by default”), un jurado fue
convocado el 5 de febrero, dictando el día siguiente un veredicto de condena por daños contra el
Estado por un montante total de 5.415 dólares. Charles WARREN: “The First Decade of the Supreme
Court...”, op. cit., pp. 642-643.
374 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

la opinión pública dominante 117, asentando en ello la rápida reacción del


Congreso. Nuestra interpretación es diferente. Como hace un siglo escribiera un
autor tan riguroso como Corwin118, el hecho de la aprobación de la Enmienda
XI, lejos de dañar la lógica de la decisión, parece más bien confirmarla (“far
from impairing the logic of that decision, seems rather to confirm it”). Por lo
demás, el tenor de esta decisión no sólo revela, como advierte McCloskey119,
que la Corte anterior a Marshall fue plenamente consciente de que su gran
problema era el relativo a las relaciones entre la Nación (la Unión, si así se
prefiere) y los Estados, sino que estuvo profundamente predispuesta (“heavily
disposed”) a crear o a alentar la creación de una unión nacional consolidada, y
desde esta perspectiva, añadiríamos por nuestra cuenta, la pre-Marshall Court
enlaza en su filosofía estrechamente con la Marshall Court. Coherentemente
con ello, sería por entero razonable sostener, que si tratamos de visualizar las
primeras sentencias de la Supreme Court a cuyo través ésta diseñó los aspectos
fundamentales del sistema constitucional de relaciones entre la Unión y los
Estados, aunque la pauta general es remontarse al celebérrimo caso McCulloch
v. Maryland (decidido el 6 de marzo de 1819 por el voto de los siete miembros de
la Corte, expresando la opinion of the Court el Chief Justice Marshall), nos parece
evidente que debemos remontarnos más allá en el tiempo, hasta el Chisholm v.
Georgia Case. Como escribe Flaherty120, quizá la más minuciosa primera consi-
deración (“the most thorough early consideration”) acerca de la concepción de
la soberanía popular mantenida por los autores de la Constitución provino del
Chief Justice John Jay en el Chisholm Case. Recordemos algunas de las profun-
das reflexiones de Jay: “... the people, in their collective and national capacity,
established the present Constitution. It is remarkable that in establishing it,
the people exercised their own rights, and their own proper sovereignty, and
conscious of the plenitude of it, they declared with becoming dignity, <We the
people of the United States, do ordain and establish this Constitution>. Here we
see the people acting as sovereigns of the whole country; and in the language of
sovereignty, establishing a Constitution by which it was their will, that the State
Governments should be bound, and to which the State Constitutions should be
made to conform...”.

117
Klarman, refiriéndose a los Justices, escribe: “they handled their first big constitutional decision,
Chisholm v. Georgia, so maladroitly (in the sense of contravening dominant public opinion) that they
were immediately slapped down by enormous majorities in both houses of Congress”. Michael J.
KLARMAN: “How Great Were the <Great> Marshall Court Decisions?”, op. cit., p. 1153. Hemos de
precisar por nuestra cuenta que el sesgo de la totalidad del trabajo de este profesor de Historia de la
Universidad de Virginia no es precisamente un modelo de equilibrio y objetividad, recordándonos
las radicales posiciones antifederalistas de los más exaltados jeffersonianos.
118
Edward S. CORWIN: “The Establishment of Judicial Review (II)”, en Michigan Law Review
(Mich. L. Rev.), Volume IX, 1910-1911, pp. 283 y ss.; en concreto, p. 295.
119
Robert G. McCLOSKEY: The American Supreme Court, op. cit., p. 22.
120
Martin S. FLAHERTY: “John Marshall, McCulloch v. Maryland, and <We the People>: Revisions
in Need of Revising”, en William and Mary Law Review (Wm. & Mary L. Rev.), Volume 43, 2001-2002,
pp. 1339 y ss.; en concreto, pp. 1345-1346.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 375

V. Otro litigio de trascendencia constitucional iba a ser el caso Hylton v. United


States, decidido el 8 de marzo de 1796 por una votación favorable de los Justices
Iredell, Paterson y Chase, que fueron los únicos en pronunciarse, a través del
mecanismo de las seriatim opinions121.
En 1794, el Congreso estableció un impuesto uniforme geográficamente sobre
los carruajes (“a carriage tax”), que oscilaba entre uno y diez dólares según el tipo
de vehículo. El gobierno norteamericano demandó al Sr. Daniel Hylton ante el
tribunal de circuito de Virginia por negarse al pago del impuesto no obstante ser
propietario de más de un centenar de carruajes (exactamente, ciento veinticinco,
dedicados todos ellos, según manifestaciones del propio Hylton, a su exclusivo
uso personal) . Hylton esgrimió en defensa de su negativa al pago, que el impuesto
era inconstitucional en cuanto que se trataba de un “direct tax” al que le era de
aplicación la cláusula cuarta de la Sección 9ª del Art. I de la Constitución, a cuyo
tenor: “No Capitation, or other direct Tax shall be laid, unless in Proportion to the
Census of Enumeration herein before directed to be taken”, esto es, el Congreso
veía prohibido el establecimiento de impuestos directos cuando no se repartieran
de acuerdo con la población de los diversos Estados. El asunto llegó en apelación
ante la Corte Suprema.
Un dato a subrayar es el de que los métodos de interpretación de los tres
Justices que se pronunciaron sobre el caso iban a contrastar claramente con
los del Chisholm case, pues mientras en este último caso la interpretación giró
en torno al texto de la Constitución, en el Hylton case la interpretación no iba a
atender tanto a la literalidad de los preceptos constitucionales122. Los tres Jueces,
unánimemente, entendieron que el impuesto sobre los carruajes era un impuesto
indirecto y, por tanto, no proscrito por el Art. I. Con ello, soslayaron la más
espinosa cuestión de la facultad de la Corte de declarar nulas las leyes contrarias
a la Constitución. Sin embargo, la Corte no se mostró absolutamente neutra a
este respecto. Alguna doctrina lo ha corroborado. Y así, para Douglas123, la Corte
vino a reconocer la legitimidad de la teoría. También Schwartz coincide en la
apreciación, reconociendo que en esta sentencia (al igual que en otras, como las
dictadas en los casos Ware v. Hylton y Calder v. Bull) la Corte comenzó a asentar
los fundamentos de la judicial review124. No nos cabe la menor duda de que así
fue. Para constatarlo, basta tan sólo con leer el último párrafo de la opinion
del Justice Chase, que transcribimos a continuación: “As I do not think the tax
on carriages is a direct tax, it is unnecessary, at this time, for me to determine,
whether this court, constitutionally possesses the power to declare un act of
congress void, on the ground of its being made contrary to, and in violation of,

121
Las seriatim opinions de Chase, Paterson e Iredell pueden verse en The Founders´ Constitution,
edited by Philip B. KURLAND and Ralph LERNER, op. cit., volume three, pp. 357-362.
122
David P. CURRIE: “The Constitution in the Supreme Court. 1789-1801”, op. cit., p. 855.
123
Davison M. DOUGLAS: “The Rhetorical Uses of Marbury v. Madison: The Emergence of a <Great
Case>”, en Wake Forest Law Review (Wake Forest L. Rev.), Volume 38, 2003, pp. 375 y ss.; en concreto,
p. 380.
124
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 22.
376 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

the constitution; but if the court have such power, I am free to declare, that I will
never exercise it, but in a very clear case”. Tan sensata reflexión mueve a enten-
der, de un lado, que para el Justice Samuel Chase la Corte estaba legitimada para
llevar a cabo ese control de constitucionalidad y, llegado el caso, declarar nula
la ley que se estimare contradictoria con la Constitución, y de otro, que ya en
aquel temprano momento Chase estaba admitiendo un principio de presunción
de constitucionalidad de las leyes, al que anudaba la lógica consecuencia de que
sólo cuando la inconstitucionalidad fuese clara haría efectiva la inaplicación de
la ley en contradicción con la Norma suprema.

VI. En estrechísima conexión con el Hylton case ha de situarse el caso Ware


v. Hylton, decidido justamente un día antes del anterior, esto es, el 7 de marzo
de 1796, por el voto de cuatro Justices (los Jueces Chase, Paterson, Wilson y
Cushing) emitidos mediante el procedimiento de las seriatim opinions. Esta
decisión, como admite la doctrina generalizadamente125, en la dirección de la
inmediatamente antes referida, coadyuva a sentar las bases de la judicial review,
bien que en este caso ese control recaiga sobre las leyes estatales y venga referido
no tanto a la Constitución como a los Tratados internacionales en que fueren
parte los Estados Unidos. La Ware decision, en efecto, reconoció la supremacía
de los tratados internacionales sobre aquellas leyes estatales en conflicto con
ellos. Este caso fue representativo de otros muchos formalizados por acreedores
británicos con el objetivo de recobrar las deudas anteriores a la Revolutionary
War contraídas por ciudadanos norteamericanos126. El Tratado de París de 1783
dispuso que los acreedores no se enfrentarían con impedimentos legales para la
recuperación de las cantidades que se les adeudaran. Ello no obstante, el Estado
de Virginia aprobó una ley autorizando a sus ciudadanos para pagar las deudas
contraídas con súbditos británicos a través de fondos del erario estatal, lo que se
traducía en el pago en una moneda depreciada, y a través de ese peculiar pago
se les habilitaba para obtener un certificado de pago de la deuda (“a certificate
of discharge”). El futuro Chief Justice Marshall, actuando en aquel momento
como abogado defensor de los intereses del deudor de Virginia, demandado por
un súbdito británico ante el tribunal de circuito, argumentó que el Estado tenía
“a sovereign right” a confiscar las deudas contraídas con los británicos durante
la guerra, que el pago del deudor al que representaba, verificado a través de los
fondos del erario estatal, entrañaba un legítimo certificado de pago de la deuda
(“a lawful discharge of the debt”), y que el Tratado de paz con Inglaterra no podía
revivir la deuda sin violar la confianza dada por el Estado y destrozar derechos

125
Entre otros, Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 22. También David
P. CURRIE: “The Constitution in the Supreme Court. 1789-1801”, op. cit., p. 863. Para este último
autor, “the most important constitutional holding of Ware v. Hylton was that the federal courts had
the power to determine the constitutionality of state laws”.
126
Apud The Oxford Guide to United States Supreme Court Decisions, edited by Kermit L. HALL,
Oxford University Press, New York, 1999, p. 323.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 377

conferidos. Aunque el tribunal de circuito admitió la argumentación de Marshall,


la Supreme Court rechazó tales argumentos127.
La Corte Suprema consideró que el Tratado de 1783 había anulado la ley
estatal que lo contradecía. Particularmente rotundos serían los argumentos del
Justice Samuel Chase. Tras rechazar el argumento de que los poderes de guerra
exclusivos no estuvieron en el Congreso, como pronto, hasta 1777, residenciándose
hasta entonces en los Estados, tesis que legitimaría la ley estatal, Chase entendería
que, en coherencia con ello, Virginia carecía de poder para confiscar las deudas.
Los Jueces Cushing y Paterson llegaron a la relevante conclusión de que el
Congreso disponía de autoridad en 1783 para rescindir por medio de un tratado
la confiscación establecida por un Estado. Cushing hizo suya tal conclusión, pero
Chase fue más allá, ofreciendo argumentos en que sustentarla. A su entender, los
Articles of Confederation de 1777 dieron al Congreso “the sole and exclusive right
and power of determining on peace or war, (...) and of entering into treaties and
alliances”. Esta concesión no tenía ninguna restricción, por cuanto “el derecho
de hacer la paz incluye necesariamente la facultad de determinar en qué términos
debe firmarse esa paz. El poder para concluir tratados debe, necesariamente, im-
plicar un poder para decidir los términos en que serán hechos”. Y adicionalmente,
situándose en la dirección marcada por el Chief Justice John Jay en el Chisholm
Case, Chase declaraba: “There can be no limitation on the power of the people
of the United States. By their authority, the State Constitutions were made, and
by their authority the Constitution of the United States was established”. De
esta forma, bien puede decirse que Ware v. Hylton puede ubicarse, al igual que
Chisholm v. Georgia, entre los antecedentes del McCulloch Case.
La argumentación más trascendente de Chase tendrá en cualquier caso que
ver con su interpretación decididamente nacionalista de la cláusula de supremacía
del Art. VI de la Constitución, que, a juicio del citado Justice, puede operar
retroactivamente para abatir (“prostrate”) todas las leyes estales que se opongan
a los tratados suscritos por la nación. Es interesante transcribir la reflexión de
Chase en sus propios términos: “A treaty cannot be the supreme law of the land
(...) if any act of a state legislature can stand in its way (...). Laws of any of the
states, contrary to a treaty, shall be disregarded (...). It is the declared duty of the
state judges to determine any constitution or laws of any state, contrary to that
treaty (...), null and void. National or federal judges are bound by duty and oath
to the same conduct”. En definitiva, una vez más encontramos en una decisión
de esta etapa una decidida defensa de la judicial review, contemplándose ahora
como canon del control no ya la Constitución federal, sino los tratados suscritos
por la Unión.

127
Una exposición detallada de los posicionamientos de los Justices de la Corte en sus seriatim
opinions puede verse en David P. CURRIE: “The Constitution in the Supreme Court. 1789-1801”, op.
cit., pp. 860 y ss.
378 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

VII. Particular trascendencia constitucional iba a tener igualmente el caso


Calder v. Bull, decidido el 8 de agosto de 1798, por el voto de cuatro justices:
Chase, Paterson, Iredell y Cushing, pronunciándose mediante seriatim opinions,
no participando en la decisión el Chief Justice Ellsworth ni el Justice Wilson.
El supuesto desencadenante del litigio vino dado por la promulgación por la
Legislatura de Connecticut de una ley (aunque la misma se identificaba como una
“resolution”) concediendo una nueva vista en un proceso de legalización de un
testamento (“probate trial”), lo que entrañaba la anulación de la decisión judicial
ya dictada, circunstancia que desencadenó que los Calder, herederos legítimos
defraudados (“heirs at law disappointed”), presentaran la demanda, al considerar
la norma como una violación de la prohibición de la Sección 10ª del Art. I de la
Constitución sobre las “ex post facto laws” (“No State.... pass any.... ex post facto
Law”), o lo que es igual, de las leyes de efecto retroactivo. Según Corwin128, en
este caso se enfrentaron los puntos de vista nuevo y viejo de la constitución junto
a las distintas percepciones acerca de las bases y el ámbito de la judicial review.
La Corte (muy particularmente la sólida y celebrada opinion del Justice Chase)
rechazó la argumentación de la demanda, apoyándose para ello en argumentos
muy dispares a los que Chase acudió para tratar de discernir el significado de la
expresión “ex post facto laws”, una expresión técnica que venía siendo empleada
desde mucho tiempo antes de la Revolución y que había adquirido “an appropriate
meaning” entre los legisladores, los abogados y la doctrina; de ahí que tratara de
buscar su significado en parte sobre la autoridad de Blackstone, en parte con base
en el usus loquendi de las constituciones estatales y parcialmente asimismo con
apoyo en la Constitución federal129. A juicio de Chase, la prohibición constitucional
no se extendía a cualquier legislación retroactiva, sino tan sólo a aquellas leyes
que convirtieren lo que eran actos autorizados cuando se realizaron en actos
criminales, o que agravaren la pena de actos ya realizados. Chase130 calificaría este
tipo de leyes o cualquier otra ley similar de “manifestly unjust and oppressive”, tras
lo que entendería inexcusable distinguir entre “ex post facto laws, and retrospective
laws”. “Cada ley ex post facto debe necesariamente ser retroactiva, pero no toda
ley retroactiva es una ley ex post facto. Sólo las primeras están constitucional-
mente prohibidas”. En fin, Chase rechazaría que la prohibición constitucional
debiera entenderse como un instrumento para asegurar a los ciudadanos en sus
derechos personales, por ejemplo, en sus derechos de propiedad131. Un sector

128
Edward S. CORWIN: “The Establishment of Judicial Review (II)”, op. cit., p. 307.
129
Edward S. CORWIN: “The Basic Doctrine of American Constitutional Law”, en Michigan Law
Review (Mich. L. Rev.), Vol. XII, No. 4, February, 1914, pp. 247 y ss.; en concreto, pp. 248-249.
130
Las opinions de Chase, Paterson, Iredell y Cushing pueden verse en The Founders´Constitution,
edited by Philip B. KURLAND and Ralph LERNER, op. cit.,volume three, pp. 402 y ss.
131
“The restraint against making any ex post facto laws –razonaba el Justice Chase– was not
considered by the framers of the constitution, as extending to prohibit the depriving a citizen even
of a vested right to property; or the provision <that private property should not be taken for public
use, without just compensation>, was unnecessary”.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 379

de la doctrina132 ha hecho especial hincapié en las numerosas referencias que


la Chase´s opinion acoge a principios del Derecho natural, subrayando que no
obstante su posición proclive al rechazo de la demanda, su opinion está repleta
de sugerencias acerca de “natural rights limitations on legislatures, beyond the
limits prescribed by the written Constitution”, y en coherencia con ello, Chase
rechazará no sólo la omnipotencia de las legislaturas estatales, sino también que
su poder sea absoluto y sin control, y ello aun cuando ninguna cláusula específica
establezcan al respecto las Constituciones federal o estatal. Con ello, Chase, en
línea con precedentes decisiones de la Supreme Court, contribuía a establecer las
bases de la judicial review.
La opinion de Chase parecía dejar abierta la vía de un control judicial de las
leyes no ya por su contradicción con específicas previsiones constitucionales,
sino, más allá de ello, incluso por su contradicción con los principios de la que
podríamos llamar “unwritten constitution”, por ejemplo, con los principios de la
justicia natural. Ello entrañaba dejar planteado un tema dogmático de la mayor
trascendencia. Los Justices Paterson133 y Cushing concurrieron en la decisión, pero
no entraron en el debate dogmático, lo que, por contra, sí iba a hacer el Justice
James Iredell, quizá al pensar que Chase estaba sustentando la autoridad para
controlar las leyes en sus propias ideas acerca de la justicia, lo que desencadenó
una airada reacción de Iredell.
Iredell comenzaría señalando, que si la constitución no impusiera límites sobre
el poder legislativo, la consecuencia de ello sería inevitablemente que “whatever
the legislative power chose to enact, would be lawfully enacted, and the judicial
power could never interpose to pronounce it void”. Admite Iredell que algunos
“speculative jurists” (en referencia bastante explícita a Chase) han considerado
que una ley del poder legislativo contraria a la justicia natural (“against natural
justice”) debe, en sí misma, ser nula, pero precisa que él no puede pensar que bajo
tal gobierno (un gobierno constitucional) ningún tribunal de justicia posea un
poder para declararla así (nula), recurriendo en apoyo de su tesis al pensamiento
de Blackstone sobre el ámbito del poder parlamentario. Poco después, Iredell
esboza con toda nitidez su punto de vista, que por su enorme interés transcribimos
con cierto detenimiento:
“If any act of congress, or of the legislature of a state, violates those constitu-
tional provisions, it is unquestionably void; though, I admit, that as the authority
to declare it void is of a delicate and awful nature, the court will never resort to that
authority, but in a clear and urgente case. If, on the other hand, the legislature of
the Union, or the legislature of any member of the Union, shall pass a law, within
the general scope of their constitutional power, the court cannot pronounce it

132
Suzanna SHERRY: “The Founders´ Unwritten Constitution”, en The University of Chicago Law
Review (U. Chi. L. Rev.), Volume 54, 1987, pp. 1127 y ss.; en concreto, pp. 1172-1173.
133
Ello no obstante, en 1795, el Justice Paterson, actuando como miembro de un tribunal de
circuito, en el bien conocido caso Van Horne´s Lessee v. Dorrance, ya había tenido oportunidad de
declarar la inconstitucionalidad de una ley estatal de Pennsylvania, anudando a tal declaración el
efecto de nulidad del texto legal.
380 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

to be void, merely because it is, in their judgment, contrary to the principles of


natural justice. The ideas of natural justice are regulated by no fixed standard: the
ablest and the purest men have differed upon the subject; and all that the court
could properly say, in such an event, would be, that the legislature (possessed of
an equal right of opinion) had passed an act which, in the opinion of the judges,
was inconsistent with the abstract principles of natural justice”.
El intercambio dogmático Chase–Iredell ha sido considerado134 como la salva
de apertura (“the opening salvo”) de una batalla en marcha (“a running battle”)
que nunca se ha calmado completamente, y en su trasfondo, como un siglo atrás
visualizara Corwin135, subyace la naturaleza misma de las constituciones.

VIII. Aunque los casos hasta aquí expuestos son los de mayor trascendencia
del primer decenio de vida de la Corte, no faltan algunos otros de cierto interés,
a los que aludiremos de modo sumario.
Indiscutible relevancia presenta el caso Hollingsworth v. Virginia (1798),
respecto del que se ha dicho136, que puede ahuyentar (“may put to flight”) el
juicio convencional de que Marbury v. Madison fue el primer caso en que la Corte
Suprema consideró inconstitucional una ley del Congreso. La sección 13 de la
Judiciary Act, que la Corte había interpretado en el Chisholm case en el sentido
de que autorizaba la presentación de demandas por ciudadanos de un Estado
contra otros Estados aún estaba en vigor. Al desestimar demandas que entraban
dentro de sus previsiones, la Corte interpretó tal disposición como si ya no fuera
Derecho, a causa de la Enmienda constitucional sobrevenida, aunque también
se admita como posible que lo que en realidad pudo hacer la Corte fue, sin más,
llevar a cabo un overruling de su interpretación anterior. Innecesario es decir que
el litigio se acomodaba a los supuestos del Chisholm case. No podemos compartir
por entero las precedentes interpretaciones, por cuanto no se puede ignorar que
la Corte iba a desestimar la demanda el 14 de febrero de 1798, y el 8 de enero
de 1798, como ya dijimos en un momento anterior, el Presidente Adams había
enviado un mensaje al Congreso comunicando que la Undécima Enmienda había
sido ratificada (lo que en realidad había acontecido el 7 de febrero de 1795) y, por
lo mismo, podía considerarse parte de la Constitución. Siendo así, no creemos que
pueda entenderse que la Corte declarara la inconstitucionalidad de la mencionada
cláusula de la Judiciary Act, que tampoco habilitaba de modo específico a los
ciudadanos de un Estado para demandar a otro Estado; en todo caso, tendría un
soporte más lógico la consideración de que la Corte llevó a cabo un overruling, si
bien, en cierto sentido, el overruling lo había formalizado el Congreso al aprobar
la Enmienda XI. En realidad, la Corte no hizo otra cosa que aplicar el tenor de
tal Enmienda, aunque ello entrañara dejar sin efecto su interpretación anterior.

134
David P. CURRIE: “The Constitution in the Supreme Court. 1789-1801”, op. cit., p. 874.
135
Edward S. CORWIN: “The Establishment of Judicial Review (II)”, op. cit., p. 308.
136
David P. CURRIE: “The Constitution in the Supreme Court. 1789-1801”, op. cit., p. 842.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 381

Por lo demás, en este caso se suscitaron cuestiones de cierto interés. Una de


ellas fue la de si la Corte podía obligar a un Estado a comparecer en el proceso,
tema delicado que se planteó el 14 de marzo de 1796, cuando el abogado de la parte
demandante propuso que la Corte expidiera un writ obligando a la comparecencia
del Estado. La Corte pospuso la decisión a consecuencia, según ella misma dijo,
de una duda acerca de si el remedio debía ser proporcionado por la propia Corte
o por la Legislatura.
Otro tema relevante abordado por la Corte en el Hollingswort case fue el de
los requisitos del Art. V de la Constitución, relativo a la facultad del Congreso de
proponer enmiendas a la Constitución. En su decisión, la Corte iba a reconocer
que la Constitución no contempla un rol formal a desempeñar por el Presidente
en el proceso de enmienda (“amendment process”). La Supreme Court rechazó
unánimemente el argumento de que la Undécima Enmienda fue adoptada incons-
titucionalmente por virtud del hecho de que, tras ser aprobada por el Congreso, la
Enmienda no hubiera sido presentada al Presidente para su firma o, en su caso,
para la interposición de su veto. Como el Attorney General Lee razonó ante la Corte:
“The case of amendments is evidently a substantive act, unconnected with the
ordinary business of legislation, and not within the policy, or terms, of investing
the President with a qualified negative on the acts and resolutions of Congress”137.
Otros casos a los que vale la pena aludir son Van Horne´s Lessee v. Dorrance
(1795) y Cooper v. Telfair (1800). Vaya por delante, que el primero no fue resuelto
por la Corte Suprema, sino por el Justice William Paterson, actuando como Juez
del United States Circuit Court in Pennsylvania. Su mayor interés se reconduce
al nítido posicionamiento expresado por el citado miembro de la Corte Suprema
en favor de la nulidad de una ley estatal en contradicción con la Constitución.
Warren138, hace cerca de un siglo, se hacía eco de cómo los escritores jurídicos,
hasta el momento en que él escribía (1922), coincidían en considerar el caso Van
Horne como el primer ejemplo (“the earliest instance”) de una decisión de un
tribunal federal, considerando nula una ley estatal por su contradicción con la
Constitución. La posición de Paterson venía referida a una ley de Pennsylvania
relativa a títulos de tierras contrapuestos en una disputa con Connecticut, pero su
argumentación era perfectamente válida tanto para las leyes estatales como para
las federales, viniendo a construir una teoría del poder judicial en su relación con
la autoridad legislativa que su colega en la Corte James Wilson había planteado
unos años antes en sus clases de Derecho139. La posición de Paterson ha sido
compendiada en su consideración de que, independientemente de cuál fuera
la fórmula de solución del problema en otros países, reflexión que tenía como
punto de referencia el ilimitado poder del Parlamento inglés, en el suyo “there

137
Apud Laurence H. TRIBE: American Constitutional Law, volume one, third edition, Foundation
Press, New York, 2000, p. 96.
138
Charles WARREN: “Earliest Cases of Judicial Review of State Legislation by Federal Courts”,
en Yale Law Journal (Yale L. J.), Volume XXXII, 1922-1923, pp. 15 y ss.; en concreto, p. 15.
139
J. M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe..., op. cit., p. 288.
382 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

can be no doubt that every act of the Legislature repugnant to the Constitution,
is absolutely void”140.
Es del mayor interés reproducir algunas de las clarísimas reflexiones del
Justice Paterson. En su elaborada intervención ante el Jurado, decía: “I take it to
be a clear position, that if a legislative act impugns a constitutional principle, the
former must give way and be rejected on the score of repugnance. I hold it to be a
position equally clear and sound, that in such case, it will be the duty of the court
to adhere to the constitution, and to declare the act null and void. The constitution
is the basis of legislative authority. It lies at the foundation of all law and is a rule
and commission by which both legislators and judges are to proceed. It is an
important principle, which in the discussion of questions of the present kind ought
never to be lost sight of, that the judiciary in this country is not a subordinate but
a co-ordinate branch of the government”141.
Muy similar sería la dirección seguida en el caso Cooper v. Telfair (1800),
correspondiendo ahora el protagonismo en la Corte Suprema al Justice
Samuel Chase, en cuya opinion ofrece un testimonio concluyente (“conclusive
testimony”) de la inminente adopción en el gobierno federal de la “doctrine of
judicial paramountcy”142. Chase nos viene a decir asimismo, que su posición
está lejos de ser una postura individual, considerándola, por el contrario, una
opinión generalizada en toda la Corte y en algunos de los jueces que actuan
en los Circuit Courts. Una vez más, nos parece de la mayor relevancia atender
directamente a las propias reflexiones de Chase: “Although it is alleged that all
acts of the legislature in direct opposition to the prohibition of the constitution
would be void, yet is still remains a question where the power resides to declare
it void. It is indeed a general opinion, it is expressly admitted by all this bar, and
some of the judges have individually in the circuits decided, that the Supreme
Court can declare an act of Congress to be unconstitutional and therefore
invalid; but there is no adjudication of the Supreme Court itself upon the
point. I concur, however, in the general sentiment...”143. No deja de ser peculiar
el planteamiento orientado a circunscribir a la Supreme Court la facultad de
anular una ley inconstitucional. En cualquier caso, como puede apreciarse a
la vista de los diferentes posicionamientos expuestos, el común denominador
era bastante claro: la arraigada conciencia de la doctrina de la judicial review
entre los miembros de la Corte Suprema y, más allá de ellos, entre otros muchos
jueces y abogados. La situación estaba lo suficientemente madura como para

140
Apud Henry J. ABRAHAM: The Judicial Process. An Introductory Analysis of the Courts of the
United States, England and France, 7th edition, Oxford University Press, New York/Oxford, 1998,
p. 339.
141
Apud Charles B. ELLIOT: “The Legislatures and the Courts: The Power to Declare Statutes
Unconstitutional”, en Political Science Quarterly, Vol. 5, No. 2, June 1890, pp. 224 y ss.; en concreto,
p. 245.
142
Edward S. CORWIN: “The Supreme Court and Unconstitutional Acts of Congress”, en Michigan
Law Review (Mich. L. Rev.), Volume IV, 1905-1906, pp. 616 y ss.; en concreto, p. 628.
143
Apud Charles B. ELLIOT: “The Legislatures and the Courts...”, op. cit., p. 245.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 383

que Marshall pudiera confirmar, hablando en nombre de la Corte, la que ya en


muchos ámbitos judiciales era una doctrina generalmente compartida144.
Tiene interés asimismo el caso Wiscart v. D´Auchy (1796), que ha sido conside-
rado145 la más importante opinion del Chief Justice Ellsworth, y a través de la cual
se formuló una regla básica sobre la propia jurisdicción de la Supreme Court. La
cuestión en discusión fue la de si una decisión de equidad (“an equity decree”) era
revisable por la Corte Suprema a través de un writ of error o, por el contrario, de
su jurisdicción de apelación. Ellsworth, en un pasaje a menudo repetido, declaró
que la jurisdicción de apelación de la Corte dependía por completo de la ley: “If
Congress has provided no rule to regulate our proceedings, we cannot exercise an
appellate jurisdiction; and if the rule is provided, we cannot depart from it”. Esta
interpretación sería, sin embargo, rechazada por el Justice Wilson, quien, en una
dissenting opinion, alegó que la jurisdicción de apelación de la Corte Suprema
derivaba de la Constitución.
Hemos de mencionar finalmente el caso New York v. Connecticut, resuelto el 5
de agosto de 1799, cuyo mayor interés es el de ser la primera decisión que hubo de
resolver un litigio entre dos Estados de la Unión. Es curioso constatar que mientras
las demandas individuales de ciudadanos de un Estado contra otro Estado sus-
citaron una violenta indignación y rechazo, tales sentimientos no se produjeron
en estos otros supuestos en los que la demanda contra el Estado provenía de otro
Estado, aceptándose con normalidad la jurisdicción de la Corte Suprema para la
resolución de las “controversies between two or more States”, contemplada por
la sección segunda del Art. III de la Constitución, quizá, como apunta Warren146,
porque la experiencia de las colonias y de los propios Estados con anterioridad a
1787 había convencido a todos de la necesidad de que las disputas entre Estados
fueran resueltas por la vía judicial, e innecesario es decir que ningún otro órgano
jurisdiccional era tan idóneo al respecto como la Supreme Court.

IX. Los casos expuestos con mayor o menor detalle no agotan ni mucho menos
el listado de decisiones en que la Corte Suprema se enfrentó con cuestiones cons-
titucionales y asimismo con el problema de la reacción jurídica frente a la dudosa
constitucionalidad de una ley. Los casos Chandler v. Secretary of War, resuelto el
14 de febrero de 1794, y United States v. Yale Todd, decidido tres días más tarde,
144
No deja de ser curioso el caso United States v. Hopkins (1794), en el que se planteó a la Corte
una cuestión bastante semejante a la que habría de resolver el caso Marbury v. Madison (1803). El
Hopkins case estaba relacionado con una petición para que se expidiera un mandamus por la Corte,
con base en su jurisdicción original, contra un Comisario federal de préstamos. Con fecha 15 de febrero
de 1794, la Corte decidía, que el derecho demandado por el peticionario no parece suficientemente
claro para autorizar a la Corte a expedir el mandamus propuesto. Como señalara Warren, la Corte
podía muy bien haber decidido como lo hizo Marshall, esto es, que sin tomar en cuenta el derecho
del peticionario al writ of mandamus, la Corte no tenía facultades constitucionales para expedir tal
writ a un funcionario federal como un asunto de jurisdicción originaria. Charles WARREN: “The First
Decade of the Supreme Court of the United States”, op. cit., p. 649.
145
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., pp. 28-29.
146
Charles WARREN: “The First Decade of the Supreme Court...”, op. cit., p. 651.
384 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

constituirían buenos ejemplos de lo que se acaba de decir147. Más aún, algún autor
ha considerado este último como el primer caso en que la Corte Suprema iba a
ejercer la facultad de la judicial review148 Pero no fue ni mucho menos la Supreme
Court el único órgano en enfrentarse al problema de la judicial review, sino que esta
facultad de revisión judicial de la constitucionalidad de las leyes también estuvo
presente en el ámbito de los tribunales federales inferiores. Ya nos hemos detenido
en el Hayburn´s case, en el que todos los Justices de la Corte Suprema, actuando
como miembros de diversos Circuit Courts, asumieron la facultad judicial de la
judicial review, lo que viene siendo considerado el primer supuesto de ejercicio por
los tribunales federales de la función de revisión judicial149, y también en el caso
Van Horne´s Lessee v. Dorrance, con la inequívoca posición a favor de la misma del
Justice Paterson, actuando en el tribunal de circuito de Pennsylvania, pero aún se
podrían adicionar otros casos.
Tres años antes del último de los casos mencionados, esto es, en 1792, el
United States Circuit Court of Rhode Island consideraba una ley de ese Estado
nula, de resultas de entender que la misma dañaba las obligaciones dimanantes
de los contratos. El propio tribunal se había tenido que enfrentar en distintos
casos resueltos en 1791 y 1792 a la cuestión de la validez de las llamadas leyes
de moneda de curso legal (“legal-tender laws”). Y lo más sorprendente de todo,
como dice Warren150, es que tan reiterados ejercicios de la judicial review no fueron
cuestionados en el propio Estado, cuando en el mismo, tan sólo cinco años antes,
se había intentado destituir a los jueces de un tribunal estatal por el solo hecho
de considerar inconstitucional una ley del Estado, en un caso bien famoso en la
época como fue Trevett v. Weeden (1786).
En definitiva, algunos de los grandes temas constitucionales con los que la
Corte Suprema comenzó a enfrentarse ya en esta década no quedaron al margen de
las decisiones de los tribunales federales inferiores. Ello, por otro lado, respondía
a una incuestionable lógica si se piensa en el hecho de que de los Circuit Courts
formaban parte jueces del Tribunal Supremo.

5. Los tribunales estatales y su ejercicio de la judicial review en el cuarto


de siglo posterior a la Revolución (1776-1801)

I. En el cuarto de siglo que transcurre entre la Revolución norteamericana,


culminada con la Declaración de Independencia (1776) y la llegada a la Corte Su-
prema de John Marshall (1801), los tribunales estatales iban a ejercer en un buen

147
Sobre estos casos, cfr. David P. CURRIE: “The Constitution in the Supreme Court. 1789-1801”,
op. cit., pp. 825-828.
148
William M. MEIGS: “The Relation of the Judiciary to the Constitution”, en American Law Review
(Am. L. Rev.), Volume 19, 1885, pp. 175 y ss.; en concreto, p. 186.
149
Entre otros autores, William M. MEIGS, Ibidem, p. 186.
150
Charles WARREN: “Earliest Cases of Judicial Review of State Legislation by Federal Courts”,
op. cit., pp. 15-16.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 385

número de casos la facultad de inaplicar leyes que contrariaban las respectivas


Constituciones estatales, al considerarlas nulas y sin valor, facultad que, como
sustenta alguna autora151, iba en algunos casos (según sus datos, en cinco de
los siete casos de ejercicio de la judicial review anteriores a 1787) a mostrar una
característica indiferencia a si la ley fundamental citada era la Constitución estatal
escrita o el no escrito natural law, al considerarse este último en algunos litigios
también como higher law. La doctrina no concuerda en el cómputo de casos en que
los tribunales estatales ejercieron esta facultad de revisión, aunque en ocasiones
esa discordancia es la resultante de la no coincidencia en los períodos de cómputo.
Y así, mientras Schwartz los cuantifica en un total de cuarenta casos entre 1776
y 1803, año del célebre caso Marbury v. Madison152, Crosskey, en su conocido
libro publicado en 1953153, alude a nueve supuestos precedentes (“supposed
precedents”) de la judicial review de lo que llama la “lista tradicional”, aunque
refiriéndose tan sólo a los casos de la etapa revolucionaria, esto es, hasta el año
1787, de los que considera que el más antiguo es un caso fechado en 1778, aunque
no recogido en las respectivas actas (“unreported”) en el Estado de Virginia, si bien
el propio autor admite que este caso viene siendo refutado como un precedente
de la judicial review desde 1914154, para ir él mismo, seguidamente, cuestionando
el resto de casos de la lista.
Al margen ya del número de casos, cuestión que no nos parece de especial
trascendencia, lo que sí resulta claro es que la judicial review es una realidad con
anterioridad a la aprobación de la Constitución. La doctrina, indiscutiblemente,
ya presente en la época colonial, aunque ahora no podamos detenernos en ello,
como es fácilmente comprensible, sólo pudo visualizarse como un principio de
derecho positivo tras la Independencia, cuando fueron aprobadas una serie de
Constituciones que acogían limitaciones vinculantes para todos los poderes y,
en particular, para el legislativo, llegando a ser, como dice Schwartz, parte del
living law155 durante la década anterior a la adopción de la Constitución federal.
Ciertamente, los casos en que se aplicó esta doctrina fueron muy esporádicos, por
lo que se ha hablado156 de un “embrionyc stage” de la praxis de la judicial review
con anterioridad a 1787, mientras que tras la aprobación de la Constitución el
ejercicio de esa potestad judicial se iba a incrementar y a generalizar a nivel de
los tribunales estatales. De esta forma, tribunales estatales de Virginia, Carolina
del Sur, Pennsylvania, Kentucky, Maryland, Carolina del Norte y New Jersey, entre
otros Estados, ejercitarán la judicial review.

151
Suzanna SHERRY: “The Founders´ Unwritten Constitution”, en The University of Chicago Law
Review (U. Chi.L. Rev.), Volume 54, 1987, pp. 1127 y ss.; en concreto, pp. 1135-1136.
152
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 22.
153
William Winslow CROSSKEY: Politics and the Constitution in the History of the United States, vol.
II, The University of Chicago Press, second impression, Chicago, 1955 (first edition by The University
of Chicago Press in 1953), p. 944.
154
Sherry discrepa del listado de Crosskey, considerando que el mismo no ha sido mejorado (“his
list of cases has not been improved upon”), esto es, no ha sido actualizado. Suzanna SHERRY: “The
Founders´ Unwritten Constitution”, op. cit., p. 1135, nota 36.
155
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 42.
156
Suzanna SHERRY: “The Founders´ Unwritten Constitution”, op. cit., p. 1135.
386 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

En la década final del siglo, la doctrina llegó a ser generalmente aceptada,


incluso por quienes más tarde la combatirían acremente; el caso, ya mencionado,
del Juez virginiano Spencer Roane, es paradigmático. En algunos momentos, se
llegaron a defender en los Estados posiciones desnaturalizadoras de la judicial
review. Particularmente significativa al respecto sería la postura de Madison,
quien tras la promulgación por el Congreso federal de las Alien and Sedition Acts
de 1798, que él consideró inconstitucionales, llegó a defender en las famosas
Virginia Resolutions de 1798 el derecho de los Estados, a través de sus Legislaturas,
a juzgar la constitucionalidad de las leyes del Congreso157. En la misma dirección
se ubicaron las Legislaturas de Virginia y Kentucky, que amenazaron con anular
las mencionadas leyes de 1798 por su inconstitucionalidad, recabando similar
actuación de otros Estados, obteniendo, sin embargo, una respuesta claramente
mayoritaria de cinco de los siete Estados que reaccionaron ante la situación, que
adujeron que sólo los tribunales podían anular la legislación inconstitucional del
Congreso, posición en la que ejerció un liderazgo teórico James Kent, considerado
en su momento el paladín (“championed”) de la judicial review durante la década
final del siglo XVIII158.
Tras estas consideraciones generales, nos ocuparemos de algunos casos
concretos que se plantearon en sede judicial en distintos Estados.

II. El caso Holmes v. Walton (1780) es, posiblemente, uno de los más conocidos,
y no faltan autores, como es el caso de Elliot159, que lo consideran como el primero
de una larga serie de decisiones (“the case antedates all others”) a través de las
cuales se estableció la doctrina de la judicial review160, destacando el rol creativo
del Chief Justice Brearley y de sus Jueces Asociados de la Supreme Court of New
Jersey. El caso en cuestión fue planteado el 9 de septiembre de 1779 ante el Tibunal
superior de New Jersey a través de un writ of certiorari, que fue sustentado en bases
constitucionales, siendo decidido por los jueces favorablemente al demandante
mediante seriatim opinions (el 7 de septiembre de 1780). El demandante, que
había sido condenado en instancia por comerciar con el enemigo por un jurado
integrado tan sólo por seis hombres, apeló ante la Corte Suprema del Estado,
aduciendo que un jurado integrado tan sólo por seis miembros era contrario
a Derecho, contrario a la Constitución de Nueva Jersey “and contrary to the

157
Ralph L. KETCHAM: “James Madison and Judicial Review”, en Syracuse Law Review (Syracuse
L. Rev.), Volume 8, 1956-1957, pp. 158 y ss.; en concreto, p. 160.
158
Davison M. DOUGLAS: “The Rhetorical Uses of Marbury v. Madison: The Emergence of a <Great
Case>”, en Wake Forest Law Review (Wake Forest L. Rev.), Volume 38, 2003, pp. 375 y ss.; en concreto,
p. 380.
159
Charles B. ELLIOT: “The Legislatures and the Courts: The Power to Declare Statutes Uncon-
stitutional”, op. cit., p. 233.
160
También Crosskey alude a cómo Holmes v. Walton “has generally been regarded –as, indeed, it
was, by some, even before that event– as the earliest known state precedent in the field”, no obstante lo
cual, a renglón seguido, lo relativiza notablemente como tal precedente. William Winslow CROSSKEY:
Politics and the Constitution..., op. cit., volume II, pp. 948 y ss.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 387

constitution, practices, and laws of the land”161. La Constitución de New Jersey de


1776 establecía el juicio por jurados, pero sin ninguna otra determinación acerca
de la naturaleza del jurado. De esta forma, la alusión a las “laws of the land” lo
más probable es que viniera referida a diferentes cartas y estatutos legislativos (“to
various charters and legislative enactments”)162. El tribunal consideró que una ley
estatal estableciendo un jurado de seis miembros era contraria a la Constitución
estatal, en cuanto violatoria del derecho a un juicio por jurados. La Legislatura,
anticipando la decisión final del tribunal, enmendó la ley inconstitucional.
Scott, en su estudio monográfico del caso, publicado hace ya más de un siglo,
se interrogaba acerca de si el caso Holmes v. Walton había tenido valor más allá
de los límites territoriales de New Jersey. Su respuesta era clara: “It made a deep
impression in one important quarter at least”163, respuesta que se explicaba por
el impacto que el caso tendría sobre el vecino Estado de Pennsylvania cinco años
después. La decisión fue seguida en 1796 de otra semejante en el caso Taylor v.
Reading.

III. Indiscutible interés presenta también el caso Trevett v. Weeden, al que ya


aludimos marginalmente en un momento anterior. Decidido en 1786 por la Su-
perior Court of Judicature de la ciudad de Newport, en el Estado de Rhode Island,
algunos autores tan relevantes como Bryce, Cooley y Fiske lo han citado como
“the first case in which the courts held an act of the legislature unconstitutional
and void on the precise ground of conflict with the fundamental law”164, bien que
algún otro como Elliot considere errónea esta tesis porque, aunque la cuestión
fue planteada y razonada y atrajo una gran atención, la realidad fue que la acción

161
El abogado del demandante en apelación, entre las varias razones en que justificaba que la
inicial condena de su cliente había de ser anulada, figuraba la siguiente: “Because the jury sworn
to try the above cause and on whose verdict judgment was entered, consisted of six men only, when
by the Laws of the Land it should have consisted of twelve men”. Apud Austin SCOTT: “Holmes vs.
Walton: The New Jersey Precedent”, en The American Historical Review, Vol. 4, No. 3, April 1899,
pp. 456 y ss.; en concreto, pp. 457-458.
162
Suzanna SHERRY: “The Founders´ Unwritten Constitution”, op. cit., p. 1141.
163
Austin SCOTT: “Holmes vs. Walton: The New Jersey Precedent”, op. cit., p. 464. Este mismo
autor recuerda que cinco años después (en 1785), el Gobernador de Pennsylvania, Morris, enviaba a
la Legislatura del Estado una petición (“an address”) cuyo objeto era disuadir al cuerpo legislativo de
que aprobara una ley para anular el Estatuto del Banco Nacional. En tal petición el Gobernador se
refería explícitamente a la sentencia del caso Holmes v. Walton, aun sin identificarla en sus propios
términos. Estas eran algunas de las reflexiones del Gobernador: “A law was once passed in New Jersey,
which the judges pronounced unconstitutional, and therefore void. Surely no good citizen can wish
to see this point decided in the tribunals of Pennsylvania. Such power in judges is dangerous; but
unless it somewhere exists, the time employed in framing a bill of rights and form of government was
merely thrown away” (p. 464).
164
De ello se hace eco Charles B. ELLIOTT: “The Legislatures and the Courts: The Power to
Declare Statutes Unconstitutional”, op. cit., p. 233. También William M. MEIGS, en “The Relation of
the Judiciary to the Constitution”, en American Law Review (Am. L. Rev.), Volume 19, 1885, pp. 175 y
ss., subraya que aunque el derecho del Judiciary en el ámbito de la judicial review fue primeramente
sostenido en Virginia, al menos ya en 1782, “the earliest clearly established decision is in Rhode
Island” (p. 178).
388 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

resultó desestimada por falta de jurisdicción y la cuestión constitucional no fue,


pues, objeto de decisión. En su decisión de desestimación, el tribunal de Rhode
Island concluía como sigue: “Whereupon, all and singular the premises being
seen and by the justices of the court aforesaid fully understood: it is considered,
adjudged and declared, that the said complaint does not come under the cogni-
zance of the justices here present and that the same be and is hereby dismissed”165.
Tiene interés recordar el supuesto de hecho del caso. La Legislatura de Rhode
Island, aparentemente consciente de que las normas legales, muy comunes en
ese período, por las que exigía a los comerciantes que aceptaran el papel moneda
del Estado por su valor formal tenían muy mala acogida entre los ciudadanos,
iba a establecer una dura sanción para quienes rehusaran aceptar ese papel
moneda, y ante la posibilidad, dada la gran impopularidad de la medida, de
que los jurados anularan en el preceptivo juicio tales sanciones, disponía que
los procesos por violación de la ley serían juzgados por tribunales especiales
actuando sin jurados. El Sr. Trevett, siguiendo el procedimiento establecido por
la ley, presentó una acusación contra el Sr. Weeden ante la Corte Superior por el
rechazo de este último a aceptar papel moneda del Estado. Un día después de que
tuviera lugar la audiencia, la Corte desestimó el caso sin pronunciar una opinion,
manifestándose en los términos antes transcritos. Los periódicos informaron
de que tres de los jueces habían declarado la ley inconstitucional, otro había
considerado que el tribunal carecía de jurisdicción y el último había silenciado sus
argumentos. Aunque la Corte no dió a conocer la argumentación en que sustentó
la desestimación, hay que entender que en alguna medida debió de hacer suyas
las razones jurídicas expuestas por el abogado del demandado, James Varnum,
quien adujo como argumento no único, pero sí principal, “that the Court is not,
by said act, authorized and empowered to impanel a jury to try the facts charged
in the information; and so the same is unconstitutional and void”166. La discusión
de la cuestión de constitucionalidad irritó a la Legislatura, que en defensa de su
amenazada supremacía y en un lenguaje que, como se ha dicho167, no dejaba duda
en cuanto a la concepción legislativa de la relativa dignidad e importancia de los
dos departamentos, emplazó a los jueces a comparecer y explicar su acción. Tres de
los jueces obedecieron este requerimiento, pero los otros dos alegaron enfermedad
(“sickness”) y la audiencia fue pospuesta.
La reacción de la Legislatura fue tan vil como lo había sido su citación a los
jueces para que aclararan las razones de su fallo. Y así, hubo un intento, final-
mente frustrado, de destituir a los jueces que habían tenido el valor de permitir al
abogado del demandado exponer sus dudas acerca de la supremacía legislativa.
Cinco años después, como ya tuvimos ocasión de señalar, en el mismo Estado de
Rhode Island se aceptaba sin discusión alguna el ejercicio de la judicial review por
tribunales federales sobre un tipo de leyes muy semejantes, olvidando el intento
precedente de destituir a los jueces estatales a través de un impeachment por haber

165
Apud Charles B. ELLIOTT: “The Legislatures and the Courts...”, op. cit., p. 234, nota 1.
166
Apud Suzanna SHERRY: “The Founders´ Unwritten Constitution”, op. cit., p. 1139.
167
Charles B. ELLIOTT: “The Legislatures and the Courts...”, op. cit., p. 234.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 389

ejercido la misma facultad de revisión judicial. Warren ha tomado esta palmaria


incongruencia como paradigma de lo que late en la alegación a veces hecha acerca
del “usurped power of the Courts”, por el único motivo del ejercicio por estas
Cortes de la judicial review. Y en un cuidadoso estudio de la historia del período
que va de 1789 a 1819 (que se complementa con el estudio de otros dos períodos:
1845/1860 y 1865/1871), nos muestra que cada partido político, Federalista y Anti-
Federalista en la etapa que ahora interesa, (pero también Demócrata y Whig en la
segunda etapa y Demócrata y Republicano en la tercera) ha defendido la facultad
de la judicial review de los tribunales cuando la decisión de un tribunal a favor
o en contra de una ley coincidía con los puntos de vista políticos de ese partido
respecto del asunto concernido en el caso, y a la inversa, cada partido puso en duda
el ejercicio de tal facultad de la Corte cuando su decisión contrariaba sus puntos
de vista políticos. En otras palabras, expuestas hace noventa años, pero que mucho
nos tememos que no hayan perdido actualidad, y no nos referimos precisamente a
los Estados Unidos: “Opposition to the right of judicial review was not a judicial or
constitutional doctrine or political tenet consistently maintained by any particular
party; it was purely an opportunist, partisan manoeuvre, which each political party
was willing to advocate and employ to serve its political ends”168.

IV. Virginia ha sido probablemente el Estado en el que se encuentran mayor


número de manifestaciones proclives a la judicial review, y no nos referimos ya
a casos judiciales, aunque también, sino a otras diversas tomas de posición en
torno al tema. Así, hallándose en discusión la adopción de la Constitución de 1787
en la convención de Virginia, un miembro de la misma, Patrick Henry, declaraba
que había considerado como el mayor encomio del país que el judiciary pudiera
oponerse a aquellas leyes de la legislatura que fueren inconstitucionales169.
Pero ya cinco años antes la doctrina ha identificado algún caso judicial en
el que los tribunales estatales se habrían posicionado en similar dirección. Así,
Treanor se ha ocupado con detalle del llamado Case of the Prisoners170, resuelto por
la Virgina Court of Appeals. Este autor ha descubierto dos conjuntos de notas de
abogados, que se encontraban en colecciones de papeles personales y que nunca
habían sido publicadas ni analizadas por los estudiosos de la judicial review. Se
trataba de las notas de Edmund Randolph y de St. George Tucker acerca del
conocido como Case of the Prisoners (1782), que el periodista Daniel Call tituló
Commonwealth v. Caton, cuando publicó un informe sobre este caso en 1827.
Lo que otorga un carácter notable a estas notas es el hecho de que sus autores
fueron figuras relevantes en el mundo jurídico de la época. A Randolph ya nos
hemos referido en varias ocasiones. Como miembro de la Federal Constitutional

168
Charles WARREN: “Earliest Cases of Judicial Review of State Legislation by Federal Courts”,
en Yale Law Journal (Yale L. J.), Volume XXXII, 1922-1923, pp. 15 y ss.; en concreto, p. 28.
169
Apud Charles B. ELLIOTT: “The Legislatures and the Courts: The Power to Declare Statutes
Unconstitutional”, op. cit., p. 224.
170
William Michael TREANOR: “The Case of the Prisoners and the Origins of Judicial Review”, en
University of Pennsylvania Law Review (U. Pa. L. Rev.), Volume 143, 1994-1995, pp. 491 y ss.
390 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

Convention, propuso el llamado Virginia Plan, “the principal source for the
Federal Constitution”171, y con posterioridad, como ya hemos comentado, fue
nombrado primer Attorney General de los Estados Unidos, siendo ulteriormente
el sucesor de Thomas Jefferson como Secretario de Estado. En cuanto a Tucker,
muy olvidado en nuestro tiempo, fue miembro de la Virginia Court of Appeals y
juez federal, además de editor jurídico, siendo su mayor realización en este último
campo la edición en 1803 de la monumental obra de Blackstone, Commentaries
on the Laws of England, publicada en cinco volúmenes. Tucker es, en palabras de
Carrington172, “arguably the most important American legal scholar of the first
half of the nineteenth century”. Estas notas son, al parecer, las únicas fuentes que
han sobrevivido de la época revolucionaria en las que los abogados, en un caso en
que fue impugnada la validez de una ley, discutieron acerca de cómo interpretar
las disposiciones constitucionales.
En el Case of the Prisoners, tres hombres condenados por traición reclama-
ron, aduciendo que la ley de traición de Virginia (Virginia´s Treason Statute)
violaba la Constitución del Estado. Treanor considera 173 este caso como el
primero en que un tribunal americano, después de la Independencia, se enfrentó
a la cuestión de si podía declarar inconstitucional una ley. El interés del caso se
acentúa si se advierte que proporcionó la ocasión de que un asombroso número
de importantes figuras (“an atonishing number of important figures”) se vieran
forzadas a enfrentarse a esta cuestión por vez primera. Cabe recordar, que al
margen ya de Randolph y Tucker, abogados en el caso, uno de los miembros del
tribunal era John Blair, que como ya vimos, en 1790 sería nombrado Associate
Justice de la Supreme Court. También es de recordar a John Francis Mercer,
relevante abogado que, al igual que Tucker, intervino en el caso como “amicus”.
El propio James Madison no fue ajeno al caso, pues mantuvo una numerosa
correspondencia sobre el mismo tanto con Randolph como con Edmund
Pendleton, presidente del tribunal, llegando incluso a conseguir las notas en que
este último sustentó su opinion.
La Corte de Apelaciones de Virginia, integrada por ocho miembros, falló
a través de ocho separate opinions. Aunque la argumentación es objeto de
controversia, según la crónica antes mencionada que sobre el caso publicó en
1827 Daniel Call, el presidente del Tribunal, Pendleton, hizo suyo el argumento
hermenéutico de Randolph, concluyendo que la Treason Act era coherente con
la Constitución de Virginia, reservándose pronunciarse acerca de la cuestión de
si un tribunal podía declarar inválida una ley de resultas de su inconstitucio-
nalidad. Los siete jueces restantes se pronunciaron claramente en favor de la
facultad del tribunal de declarar una ley inconstitucional, y por lo mismo nula,

171
Ibidem, p. 494.
172
Paul D. CARRINGTON: “The Revolutionary Idea of University Legal Education”, en William &
Mary Law Review (Wm. & Mary L. Rev.), Volume 31, Number 3, Spring 1990, pp. 527 y ss.; en concreto,
p. 540.
173
William Michael TREANOR: “The Case of the Prisoners and the Origins of Judicial Review”, op.
cit., p. 496.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 391

pero, al igual que Pendleton, aceptaron la argumentación de Randolph en favor


de la constitucionalidad de la ley174.
El Case of the Prisoners, según Treanor175, presenta un interés adicional, ya que
hace poner en duda la conclusión alcanzada por algunos estudiosos de la judicial
review, en el sentido de que las primitivas teorías de la judicial review expresaban
una idea constreñida del rol judicial (“a constrained conception of the judicial
role”)176. Y ello por cuanto el caso nos muestra dos concepciones contrapuestas:
mientras los argumentos de Randolph reflejan una noción limitada (“a limited
notion”) de la judicial review, los de Tucker descansan sobre una amplia visión
(“an expansive view”) de la misma. Su argumentación demuestra la existencia de
una concepción dinámica (“an aggressive conception”) de la revisión judicial de
la legislación en la primitiva República (“the early republic”), ofreciendo por lo
tanto un firme apoyo a la visión de un enfoque activista (“an activist approach”)
de la judicial review.
Seis años más tarde, en 1788, la cuestión volvió nuevamente a plantearse
en el asimismo interesante Case of the Judges177, que derivó de un intento de la
Legislatura de Virginia de imponer deberes adicionales y extrajudiciales a los
tribunales. Los jueces reaccionaron dirigiendo una reconvención (“remonstrance”)
a la Legislatura en la que expresaron su pesar por ser obligados a soslayar la
cuestión de la constitucionalidad de una ley, declarando que la alternativa que
tenían ante ellos era o decidir la cuestión o renunciar a sus cargos.

V. También en el Estado de Nueva York encontramos un célebre caso, Rutgers


v. Waddington (1784), decidido por la Mayor´s Court of New York, esto es, por el
que podríamos denominar Tribunal de la Alcaldía de Nueva York. Desencadenante
del litigio fue la Trespass Act (Ley de Entradas ilegales), una ley estatal del año
anterior que autorizaba la presentación de demandas por los propietarios contra
aquellos que hubiesen ocupado sus casas de conformidad con las British orders
durante la ocupación británica. Elizabeth Rutgers presentó una acción de entrada
ilegal contra Joshua Waddington, un ciudadano británico que había ocupado su
propiedad de Nueva York durante la guerra revolucionaria. Alexander Hamilton
actuó en este famoso caso como abogado de Waddington, esgrimiendo en su defensa
dos argumentos principales: l) que considerar a su defendido responsable de una

174
Sobre la decisión de la Virginia Court of Appeals, cfr. William Michael TREANOR: “The Case of
the Prisoners and the Origins...”, op. cit., pp. 529-538.
175
Ibidem, p. 498.
176
No es ésta, desde luego, la tesis de Suzanna SHERRY, a cuyo trabajo (“The Founders´ Unwritten
Constitution”, op. cit.) nos hemos referido en diferentes oportunidades a lo largo de nuestro estudio.
Bien al contrario, esta autora defiende la existencia de un activismo judicial en la época revolucionaria,
que bastantes jueces sustentarían en la utilización como canon de verificación de la legitimidad de
una ley no de los textos escritos de las Constituciones, sino del natural law, o lo que es igual, de la
unwritten Constitution.
177
Cfr. al efecto, Charles B. ELLIOTT: “The Legislatures and the Courts...”, op. cit., pp. 236-237.
392 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

entrada ilegal violaba “the law of nations”178, y 2) que tal consideración vulneraba
asimismo el Tratado de paz suscrito entre los Estados Unidos y la Gran Bretaña.
La Corte apoyó la ley estatal, pero denegó la petición de la demandante, con-
cluyendo que la Legislatura de Nueva York, al aprobar la ley de entradas ilegales,
no podía haber tenido la intención de promulgar una ley incompatible con “the law
of nations”, al menos no sin una non obstante clause haciendo saber su intención.
De esta forma, como dice Sherry179, el tribunal interpretó, que la ley prohibía el
pleito del demandante, no obstante su nítido lenguaje en contrario. La Corte vino
a equiparar “the law of the nations” con “the law of nature”, sustentando en último
término la decisión en principios generales y en la consideración de que “the act
was against natural reason and justice”, más que en un conflicto concreto entre
el texto legal y un “fundamental written law”180. La decisión desencadenó una
enorme controversia, propiciando frecuentes mítines populares en su contra. Por
lo demás, no parece que la sentencia diera mucha seguridad. Sorprendentemente,
el propio Hamilton manifestó con posterioridad que en su bufete recomendó y
dirigió compromisos con vistas a subsiguientes procesos con base en el mismo
texto legal que antes había combatido.

VI. Una particular peculiaridad nos ofrece el Estado de Massachusetts, Estado


que parece haber ido más lejos que otros en lo que atañe a la función de revisión
judicial de la constitucionalidad de las leyes, al haber intentado conceder tal poder
a los tribunales por la vía legal. En 1786, en una ley derogatoria de otras leyes del
Estado contradictorias con la aplicación del Tratado de paz con Gran Bretaña, se
estableció: “that the courts of law and equity within this commonwealth be, and
they are hereby, directed and required in all cases and questions coming before
them respectively and arising from or touching the said treaty, to decide and ad-
judge according to the tenor, true intent and meaning of the same, anything in the
said acts or parts of acts to the contrary thereof in any wise notwithstanding”181.
En relación con el propio Estado, en una carta de J. B. Cutting a Thomas
Jefferson, entonces en el extranjero, fechada el 11 de julio de 1788, se aludía
a lo que parece ser el primer ejemplo en Massachusetts de una ley declarada
judicialmente inconstitucional. Cutting, que alude al “varonil proceso” (“the manly
proceeding”) de la Corte de Apelaciones de Virginia, aplaude la integridad de los
jueces, que al actuar de tal modo (ejercitando la función de revisión judicial)
cumplen con su juramento y sus deberes, para añadir, en referencia a esos jueces

178
Elliott habla de que Hamilton adujo que la ley violaba la natural justice, y que la decisión judicial
pareció sustentarse en este fundamento. Charles B. ELLIOTT: “The Legislatures and the Courts...”,
op. cit., p. 237. En el fondo, es la misma idea de Sherry, para quien la argumentación de Hamilton
acerca de la sustancia de la “law of nations” y de cómo la misma debía aplicarse al caso, sugiere una
noción general de “the law of nations as part of unwritten but judicially enforceable fundamental
law”. Suzanna SHERRY: “The Founders´ Unwritten Constitution”, op. cit., p. 1137.
179
Suzanna SHERRY: “The Founders Unwritten Constitution”, op. cit., pp. 1137-1138.
180
William M. MEIGS: “The Relation of the Judiciary to the Constitution”, op. cit., p, 180.
181
Apud Charles B. ELLIOTT: “The Legislatures and the Courts...”, op. cit., pp. 238-239.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 393

de Virginia: “They exalt themselves and their country, while they maintain the
principles of the Constitution of Virginia and manifest the unspotted probity of its
judiciary department”, para aludir finalmente a un ejemplo semejante acaecido en
Massachusetts: “I mention that a similar instance has occurred in Massachusetts,
where, when the Legislature unintentionally trespassed upon a barrier of the
Constitution, the judges of the Supreme Court solemnly determined that the
particular statute was unconstitutional”182.
La alusión a ese caso ocurrido en Massachusetts levantó cierta curiosidad y
condujo a Goodell, editor de las “Acts and Resolves of the Province of Massachu-
setts Bay”, a llevar a cabo ciertas investigaciones que le llevaron a identificar dos
casos reconducibles al ejemplo al que se refería Cutting en la carta a Jefferson.
Esos casos, de los que conoció la Supreme Judicial Court de Worcester, en septiem-
bre de 1786, fueron: Brattle, Admr. v. Hinckley et al., y The Same v. Putnam et al.183.

VII. En fin, también en los Estados de Carolina del Sur y Carolina del Norte
encontramos casos en los que los jueces iban a ejercitar la judicial review. En este
último Estado, la facultad de los tribunales para rehusar aplicar una ley a causa de
su inconstitucionalidad fue cuidadosamente razonada y considerada en 1787, en
el caso Bayard v. Singleton. En la opinion los jueces de la Corte suprema del Estado
razonan que “the obligation of their oaths and the duty of their office required
them, in that situation, to give their opinion on that important and momentous
subject; and that notwithstanding the great reluctance they might feel against
involving themselves in a dispute with the legislature of the state, yet no objection
of censure or respect could come in competition or authorize them to dispense
with a duty they owed to the public in consequence of the trust they were invested
with under the solemnity of their oaths”184.
A su vez, en Carolina del Sur, en 1792, la Corte suprema del Estado, en el caso
Bowman v. Middleton, consideró nula una ley de 1712, de la legislatura colonial,
al contravenir el “common right” y la “Magna Charta”.
Concluimos. Los casos que con mayor o menor detenimiento hemos expuesto,
creemos que ofrecen una panorámica lo suficientemente clarificadora de cómo
a nivel estatal los tribunales habían ido haciendo suya la potestad de la judicial
review. Desde luego, no iban a faltar discusiones y debates, incluso, como se ha
expuesto, airadas reacciones populares en algún supuesto. Pero ya con anteriori-
dad a 1787, la teoría de la revisión judicial de las leyes, desde los parámetros de las
Constituciones estatales, e incluso, desde los cánones de los principios no escritos
de la natural justice (el caso newyorkino Rutgers v. Waddington es bien ilustrativo
de ello), había arraigado en buen número de jueces. No iba a existir pues en este

182
Apud A. C. GOODELL, Jr.: “An Early Constitutional Case in Massachusetts”, en Harvard Law
Review (Harv. L. Rev.), Vol. VII, 1893-1894, pp. 415 y ss.; en concreto, p. 415.
183
A. C. GOODELL, Jr.: “An Early Constitutional Case...”, op. cit., p. 416.
184
Apud Charles B. ELLIOTT: “The Legislatures and the Courts...”, op. cit., p. 238.
394 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

punto una significativa divergencia de perspectivas entre los tribunales estatales


y federales.

6. Algunas consideraciones finales

Los once años de vida del Tribunal Supremo que transcurren entre la primera
sesión del mismo, celebrada en Nueva York en febrero de 1790, y el nombramiento
como Chief Justice de John Marshall, en febrero de 1801, nos ofrecen un plural
mosaico de sensaciones, quizá incluso contradictorias, en orden a la valoración
del órgano y del rol cumplido por el mismo.
La primera de ellas es la de encontrarnos ante un órgano devaluado. A ello
contribuirá en gran medida la absurda disposición de la Judiciary Act que obligaba
a los Justices de la Corte Suprema a integrar los Circuit Courts. Tan anómala
previsión no sólo operará como un elemento de desincentivación para el acceso
a la Corte, propiciando asimismo algunas renuncias de miembros de la Supreme
Court, sino que contribuirá intrínsecamente a devaluar la imagen del órgano. El
encargo a dos de los Chief Justices de esta etapa de la realización de largas misiones
diplomáticas en Europa no hará sino subrayar ante una incipiente opinión pública
la inutilidad de este órgano. Y su debilidad aún se hará más patente a la vista del
procedimiento de formulación de las sentencias: “in the English manner”, o lo que
es igual, “delivering seriatim opinions”. La ausencia de una voz única por parte de
la Corte no dejará de tener su impacto sobre la apariencia exhibida por la misma
hacia el mundo exterior.
Si atendemos ahora a sus decisiones, las sensaciones que nos ofrece la
Corte parecen cambiar. Ciertamente, en esta etapa no nos encontramos con
casos celebérrimos o decisiones impactantes, pero sí nos parece indiscutible
que del Tribunal emanaron sentencias que contribuyeron a la primera forja del
sistema constitucional norteamericano, muy particularmente en lo que al diseño
constitucional de las relaciones entre la Unión y los Estados atañe. No hay que
esperar a la decisión McCulloch v. Maryland (1819) para que la Corte defina el rol
constitucional de los Estados, puesto que ya en el caso Chisholm v. Georgia (1793)
lo vino a hacer, bastándonos para verificarlo con recordar el radical repudio del
Justice Wilson del concepto de soberanía estatal: “as the purposes of the Union,
therefore, Georgia is not a sovereign state”, o la no menos nítida posición del
Chief Justice Jay, al vincular íntimamente el “We the people of the United States”
con la idea del pueblo actuando como soberano (“Here we see the people acting
as sovereigns of the whole country”). En esta trascendental cuestión, la filosofía
de la Corte de la última década del siglo XVIII enlaza estrechamente con la del
Tribunal que presidirá John Marshall.
No vamos a ser tan atrevidos como para cuestionar la idea de que será
Marbury v. Madison (1803) la decisión en la que la Corte confirme la doctrina
de la judicial review, pero sí precisaremos que ese será tan sólo el momento en
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 395

que la Corte haga formalmente suya una doctrina cuyos fundamentos teóricos
pueden encontrarse en otras decisiones de la pre-Marshall Court, y en diferentes
posicionamientos de algunos de sus Justices. La opinion del Justice Chase en el
caso Hylton v. United States (1796) sustenta la legitimación de la Corte para llevar
a cabo el control de constitucionalidad y, llegado el caso, declarar nula la ley que
se estime claramente contradictoria con la Constitución. El propio Chase, en la
Ware v. Hylton decision (1796), hará una decidida defensa de la judicial review, bien
que contemplando ahora como canon de la legitimidad de la ley estatal controlada
no ya la Constitución federal, sino los Tratados en que la Unión fuere parte, en
estricta coherencia con la supremacy clause del Art. VI de la Constitución. Y por
si ello no fuera suficiente, en el caso Calder v. Bull (1798), los Justices Samuel
Chase y James Iredell, aunque desde posiciones no exactamente concordantes,
coincidirán en la defensa de la función de la judicial review. Más aún, un dictum
de la opinion de Iredell en el ya mencionado Chisholm case anticipa en diez años
la decisión Marbury v. Madison, lo que en absoluto debe extrañar si se recuerda la
espléndida construcción dogmática de la doctrina de la judicial review llevada a
cabo por Iredell en 1786 en un artículo, “To the public”, publicado en un periódico
de Carolina del Norte, en defensa de la autoridad de los jueces para rehusar aplicar
una ley por ellos considerada inconstitucional.
En fin, en el haber de la primera Corte ha de colocarse asimismo su inequívoco
rechazo a pronunciarse a través de las llamadas advisory opinions, circunscri-
biendo sus pronunciamientos a la existencia de “cases and controversies”, con
lo que ello entrañaba de reafirmarse como un órgano jurisdiccional, rechazando
paralelamente cualquier pronunciamiento que le ubicara más bien en la esfera de
los órganos políticos o consultivos. Y junto a ello, en el Hayburn´s case (1792), la
Supreme Court iba a sentar un precedente de sustancial importancia, por cuanto
a partir del mismo se entendió que los jueces o tribunales federales no podían
actuar en aquellos casos en que sus decisiones estuvieran sujetas a algún tipo
de revisión por cualquiera de los otros dos poderes federales, reivindicando de
esta forma la plena independencia de la actuación judicial. Y adicionalmente,
habría que decir que el Tribunal Supremo iba a crear en estos años un modelo de
“constitutional adjudication”, esto es, de construcción de una decisión judicial en
materia constitucional, que el paso del tiempo no iba a eclipsar.
La debilidad que pareció tener la Corte por las circunstancias anteriormente
expuestas se iba a ver, pues, contrarrestada por un conjunto de decisiones y de
posicionamientos que, aún siendo cuantitativamente poco importantes, iban a
resultar cualitativamente bien relevantes, anticipando algunas de las posiciones
más celebradas de la Marshall Court. La plena comprensión de algunas de las
grandes decisiones de la Corte presidida por Marshall exige inexcusablemente
atender a la Corte que la precedió, cuya trayectoria no puede ser ignorada, aunque
en muchas ocasiones realmente lo haya sido.
396 LA JUDICIAL REVIEW EN LA PRE-MARSHALL COURT (1790-1801)

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III. EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V.
MADISON *

SUMARIO

1. Introducción.– 2. John Marshall, United States Supreme Court´s Chief Justice: A) Algunos
apuntes sobre John Marshall. B) Su nombramiento como Presidente de la Corte Suprema.
C) Su trabajo en el Tribunal. D) La dominante influencia de Marshall en la Supreme Court.
E) Los enemigos del Chief Justice: Spencer Roane y Thomas Jefferson: a) El virginiano
Spencer Roane. b) El primo Jefferson. c) Marshall versus Jefferson: el caso United States v.
Burr (1807): a´) El peculiar personaje de Aaron Burr y los hechos desencadenantes del caso.
b´) El American Law of Treason. c´) La interpretación y posterior sentencia de John Marshall.
d´) El subpoena duces tecum al Presidente Jefferson.– 3. El radical antagonismo durante
la Presidencia de Adams (1797-1801) entre Federalistas y Jeffersonianos Republicanos y
sus consecuencias sobre el Judiciary: A) La relativa inicial convergencia de Federalistas y
Republicanos acerca del rol del Judiciary. B) Los enfrentamientos entre ambos partidos en
los años postreros del siglo: a) Las federalistas Alien and Sedition Acts (1798). b) La sesgada
y arbitraria aplicación judicial de la Sedition Act. c) La reacción republicana: las Virginia and
Kentucky Resolutions: a´) Su soterrada autoría. b´) Las Kentucky Resolutions (noviembre de
1798). c´) Las Virginia Resolutions (diciembre de 1798). d) La réplica de otras Legislaturas
estatales. e) La reacción de James Madison: el Madison´s Report (enero de 1800). C) La
federalista Judiciary Act de 1801: a) Breve aproximación a la Judiciary Act de 1789. b) El
Informe del Attorney General recomendando la reforma de la Ley de 1789 (diciembre de
1790) y su incidencia legislativa. c) El “iter” legislativo conducente a la Ley de 13 de febrero
de 1801. d) Los líneas maestras de la Judiciary Act de 1801. D) El apresurado y partidista
nombramiento de los Jueces. Los Midnight Judges.– 4. La réplica sobre el Judiciary de la
Administración Jeffersoniana: A) La Repeal Act de 8 de marzo de 1802. B) La Ley de 29 de
abril de 1802 y la “hibernación” temporal de la Supreme Court. C) La contrarréplica Fede-
ralista. D) La discutible confirmación de la constitucionalidad de la Repeal Act por la Corte
Suprema: el caso Stuart v. Laird (1803).– 5. Los ataques Republicanos a la independencia

* Este trabajo, con el título de “El trasfondo político y jurídico de la Marbury v. Madison Decision”
fue inicialmente publicado en el Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional (AIbJC), núm. 15,
2011, pp. 139 y ss. Para su actual publicación, ha sido completamente revisado y ampliado de modo
muy sustancial.
400 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

del Judiciary: el recurso al procedimiento de impeachment: A) Algunas reflexiones previas


en torno al tratamiento constitucional del impeachment: a) El origen inglés del instituto del
impeachment. b) Algunos problemas constitucionales en la regulación del impeachment:
a´) El fundamento del impeachment. La controvertida interpretación de la Sección cuarta
del Art. II de la Constitución. b´) Las previsiones constitucionales del Art. I. ¿Judicial
review de los impeachments? c´) El impeachment de los jueces federales y las posibles
consecuencias sobre el mismo de la good behaviour clause. B) El impeachment del Judge
John Pickering (1804). C) El impeachment del Associate Justice Samuel Chase (1804-1805):
a) El Associate Justice Samuel Chase. b) El impeachment de Chase, un episodio más en el
virulento enfrentamiento entre Republicanos y Federalistas. c) Los articles of impeachment
y el proceso ante el Senado. d) La absolución de Chase y la enorme trascendencia de este
veredicto.– 6. Bibliografía manejada.

1. Introducción

En este trabajo pretendemos tratar el “background” de la sentencia Marbury


v. Madison, o lo que es igual, el marco político ambiental en el que se sitúa la
sentencia en cuestión, difícilmente comprensible al margen del mismo. Sin
embargo, como fácilmente puede apreciarse, no nos hemos circunscrito
estrictamente a los acontecimientos políticos previos a la sentencia, sino que,
yendo más allá de la fecha en que la misma se dictó, también hemos prestado
atención a hechos tales como los impeachments de los Jueces Pickering y Samuel
Chase, poco tiempo posteriores, pero ulteriores al fin y a la postre, a la Marbury
opinion. Con ello lo que hemos querido es diseñar un marco contextual lo más
completo posible de la situación política de enfrentamiento entre Republicanos
y Federalistas, que bien podría encarnarse a título individual en la permanente
y enconada contraposición entre Marshall y Jefferson. En ella encontramos el
auténtico “caldo de cultivo” no sólo de la sentencia dictada en el Marbury case,
sino más allá de ello, en el propio sentido de la decisión judicial. Y este escenario
exige tener presentes algunos hechos inmediatamente posteriores a la sentencia,
como los mencionados impeachments, que muy bien pueden visualizarse como
la última reacción de los Republicanos contra un judiciary al que, no sin razón,
contemplaban como descaradamente partidista, viéndolo alineado en la dirección
de las tesis Federalistas, que al fin y al cabo, tras las elecciones de noviembre de
1800, habían perdido el apoyo popular.
En este contexto, creemos asimismo del mayor interés atender al caso Stuart
v. Laird, resuelto pocos días después del Marbury case, y al caso United States v.
Burr, cuatro años posterior (1807). La primera sentencia, en cuanto es indisoluble
de la Repeal Act de 1802, el primer ataque en toda regla de Jefferson sobre el poder
judicial; la segunda, en cuanto que puede considerarse como el último relevante
episodio de la incruenta batalla que durante lustros enfrentó a Jefferson y a
Marshall, y que tuvo su más señera escenificación en el conflicto entre el ejecutivo
y el poder judicial federal.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 401

2. John Marshall, United States Supreme Court´s Chief Justice

A) Algunos apuntes sobre John Marshall

I. Nacido en Virginia el 24 de septiembre de 1755, John Marshall fue el mayor


de una familia de quince hijos que, por la vía materna, emparentaba con los
Jefferson, los Randolph y los Lee, familias virginianas todas ellas de entre las
que algunos de sus miembros estarían llamados a desempeñar muy relevantes
funciones en la futura nueva República. A este respecto, no deja de ser un hecho
digno de ser subrayado, pues al margen ya de lo puramente personal, tendría
una indudable trascendencia institucional, la pésima relación existente ya desde
jóvenes entre John Marshall y su, en palabras de Corwin1, “unloved and unloving
cousin” Thomas Jefferson.
Durante la Revolución Marshall llegó a ser un soldado distinguido. A los 19
años era teniente al mando de los llamados “Virginia Minute Men”, combatiendo
contra los granaderos británicos cerca de Norfolk. En marzo de 1776, ya era
teniente en el tercer Regimiento de Virginia, en el que su padre era comandante.
Unido al ejército de Washington, nuestro hombre tomó parte en varios importan-
tes combates con los ingleses. Tras diversos ascensos y ya tras la Independencia,
Marshall fue nombrado en 1793 Brigadier general de la Milicia de Virginia. Con
tal empleo, mandó una brigada durante la conocida como “Whisky Rebellion”; de
ahí que, hasta su nombramiento como Chief Justice, el tratamiento que se le daba
usualmente fuera el de “General Marshall”.
Marshall no tuvo una educación jurídica especialmente esmerada. Durante un
período no muy dilatado, que unos autores cifran en un curso de seis semanas2,
mientras que otros lo elevan a unos pocos meses3, el futuro Chief Justice asistió a
las clases de Derecho impartidas por George Wythe en el William and Mary College
(1780). Sus primeros escarceos con el Derecho no parecen demostrar una gran
pasión por el mismo. White alude a un detalle que, no obstante ser anecdótico, no
deja de ser un tanto significativo: en los cuadernos de notas sobre el curso escritos
por Marshall, se puede apreciar que éste dedicó al menos tantos pensamientos
a la persecución de su futura esposa (“to the pursuit of his future wife”), Polly
Ambler, cuyo nombre fue garabateado (“scrawled”) en lugares destacados de
sus anotaciones desde el principio hasta el final de las mismas. En el fondo, esta
anécdota bien puede ponerse en conexión con un aspecto de la personalidad de
Marshall sobre el que existe una apreciación doctrinal convergente: su clara falta
de inclinación hacia el saber académico, a lo que el propio White añade “some

1
Edward S. CORWIN: “John Marshall, Revolutionist malgré lui”, en University of Pennsylvania
Law Review (U. Pa. L. Rev.), Vol. 104, 1955-1956, pp. 9 y ss.; en concreto, p. 10.
2
G. Edward WHITE: The American Judicial Tradition (Profiles of Leading American Judges),
Oxford University Press, expanded edition, New York/Oxford, 1988, p. 11.
3
J. M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe. The Origins of Judicial Review in America,
Greenwood Press, New York/Westport (Connecticut)/London, 1989, p. 301.
402 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

little propensity for indolence”4, lo que no deja de contrastar con su reconocida


habilidad para dominar con sorprendente facilidad los temás más complicados,
fruto de su, por todos admitida, agudeza intelectual. En cualquier caso, un muy
reconocido estudioso de la trayectoria de Marshall en la Suprema Corte, como es
Newmyer, no ha dejado de subrayar la futura importancia que para el virginiano
tendrían los conocimientos jurídicos adquiridos en el curso impartido por George
Wythe. “Judging from the numerous citations in Marshall´s legal arguments, –es-
cribe el mencionado autor5– his introduction to formal treatise literature under
Wythe was also extremely relevant”. Particular trascendencia tendría el curso en
lo que hace al conocimiento de los clásicos del Derecho internacional.
Se suele admitir, que el verdadero aprendizaje del Derecho lo hizo Marshall
mientras practicaba como abogado en Virginia. A los 25 años recibió de su primo
Thomas Jefferson, entonces Gobernador de Virginia, una licencia para ejercer la
abogacía, siendo admitido en el Colegio de Abogados del condado de Fauquier ese
mismo año. Reconocida utilidad en su formación como abogado le iba a propor-
cionar el trabajar durante algún tiempo junto a otro ilustre virginiano tan sólo dos
años mayor que él, Edmund Randolph, quien, siguiendo una arraigada impronta
familiar, llegaría a ser uno de los más importantes juristas de la época en Virginia,
Estado del que sería el primer Attorney general, y más tarde, en 1786, Gobernador.
De hecho, al acceder a este último cargo, Randolph transfirió buena parte de sus
asuntos legales a Marshall, lo que ilustra acerca de la rápida consagración como
prestigioso abogado del todavía joven virginiano y, a la par, contribuye a explicar
su éxito en los estrados. En efecto, Marshall alcanzó en el foro un notable éxito,
particularmente como defensor de los nativos del Estado frente a los intentos de
recaudar por la vía jurídica las deudas que éstos habían contraídos con acreedores
británicos antes de la Revolución. Ya en 1786 su nombre aparecía por primera
vez en las actas de la Virginia Court of Appeals, como abogado en el caso Hite v.
Fairfax, siendo éste el primero de los más de 120 casos en que intervendría ante
el órgano jurisdiccional supremo del Estado de Virginia.
En su carrera pública, Marshall accedió en 1782 a la Asamblea de Virginia,
viviendo una experiencia que quizá tuviera algo que ver con el que sería el rasgo
definitorio por excelencia del ejercicio de su presidencia de la Corte Suprema:
el decisivo impulso que a través de su jurisprudencia dio al poder federal, en
detrimento de los poderes de los Estados. Como miembro de la Asamblea,
Marshall llegó a formarse una pobre opinión de las legislaturas estatales, que,
con carácter general, le parecieron dotadas de una concepción exagerada de sus
propios poderes y guiadas por los deseos egoístas (“the selfish desires”) y estrictos
puntos de vista de los hacendados-deudores (“the farmer-debtor”), la clase que
generalmente controlaba los procedimientos de las Asambleas6.

4
G. Edward WHITE: The American Judicial Tradition, op. cit., p. 11.
5
R. Kent NEWMYER: John Marshall and the Heroic Age of the Supreme Court, Louisiana State
University Press, Baton Rouge, 2001, p. 78.
6
Edward S. CORWIN: “John Marshall, Revolutionist malgré lui”, op. cit., p. 10.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 403

Marshall fue asimismo miembro, en 1788, de la Convención de Virginia


llamada a ratificar la Constitución federal aprobada en Filadelfia el año anterior.
No ha de extrañar que la doctrina7 considere éste como su primer servicio a la
Constitución, dada la enorme, la vital trascendencia que tenía para la Unión
alcanzar la ratificación por los Estados de Virginia y de Nueva York, por su enorme
peso en el resto de la nación. En la Convención dirigió sus más detalladas obser-
vaciones sobre la milicia, los impuestos y el poder judicial, apoyando con decisión
la ratificación de la totalidad del texto constitucional, lo que logró finalmente bien
que por el estrecho margen de tan sólo diez votos.
Entre 1799 y 1800, Marshall trabajó en el Congreso, como miembro de la
House of Representatives, en la que al poco tiempo había asumido el liderazgo,
actuando como portavoz (spokeman) de la fracción de los Federalistas moderados
del Presidente Adams. Como se suele considerar con cierta propiedad, con ello
daría inicio a su carrera pública, en la que ascendería con verdadera rapidez,
siendo nombrado el 12 de mayo de 1800 para el cargo de Secretario de Estado en la
Administración de John Adams, quien al año siguiente le nombraría Chief Justice.
Al margen de tales cargos, aunque esto suele postergarse en el olvido, Marshall
declinó varias propuestas de relevantes nombramientos; así, en 1789, desechó
ser nombrado District Attorney (Fiscal de los Estados Unidos) en Richmond,
nombramiento que le fue ofrecido por el Presidente George Washington, quien
también le propondría seis años después para el cargo de Attorney General (en el
nivel federal, Ministro de Justicia). En 1796, nuestro hombre rechazó igualmente
otra propuesta de Washington: la de Ministro para Francia, si bien, al año siguiente
(Junio de 1797), Marshall no pudo negarse a aceptar el encargo del nuevo Presi-
dente Adams de que se incorporara junto a C. Pinckney y a Elbridge Gerry a la
Comisión creada para intentar resolver las diferencias con Francia en los días de
Talleyrand (la conocida con el extraño nombre de “the XYZ mission to France”),
rindiendo en tales circunstancias unos relevantes servicios diplomáticos. Tras
su regreso triunfal de París, Marshall sería elegido miembro de la Cámara, tal
y como antes dijimos. En 1798, Marshall declinó otro ofrecimiento del segundo
Presidente, John Adams, de nombrarle Associate Justice de la Corte Suprema,
en sustitución de James Wilson, uno de los integrantes de la primera Corte. Tres
años antes de su acceso a la Supreme Court, Marshall tuvo pues la oportunidad
de integrarla, bien que no como presidente.

II. Albert Beveridge, sin lugar a dudas, el más importante biógrafo de Marshall8,
caracteriza al Chief Justice ya envejecido como “the Supreme Conservative”,
quizá porque desde su acceso a la Supreme Court todos sus esfuerzos y aptitudes
se dirigieron a proponer a través de la Corte los principios en que sostener

7
Harold H. BURTON: “John Marshall-The Man”, en University of Pennsylvania Law Review (U.
Pa. L. Rev.), Vol. 104, 1955-1956, pp. 3 y ss.; en concreto, p. 4.
8
Albert J. BEVERIDGE: The Life of John Marshall, 4 vols., Houghton Mifflin, Boston/New York,
1916-1919.
404 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

la Constitución 9, pero lo cierto es que, como bien precisa Corwin 10, cuando
Marshall hizo acto de destacada presencia en la esfera nacional, él fue como un
revolucionario en el más pleno sentido (“in the fullest sense”), pues no en vano
fue la versión de la Constitución dada por el Chief Justice la que proporcionó las
bases constitucionales para la más profunda revolución en la historia del Derecho
constitucional americano. Como escribiera uno de los grandes Associate Justices
de la Corte, Benjamin Nathan Cardozo, en palabras que han devenido inmortales:
“Marshall dio a la Constitución de los Estados Unidos la huella de su propio
pensamiento (“the impress of his own mind”); y la forma de nuestro Derecho
constitucional es lo que es porque él, mientras era aún plástico y maleable, lo
moldeó en el fuego de sus propias profundas convicciones (“in the fire of his own
intense convictions”)”11. Y otro grandísimo Justice, Joseph Story, colega del Chief
Justice, a modo de epitafio del amigo desaparecido, escribió que Marshall había
sido “the expounder of the Constitution”, reflejando con tan pocas pero rotundas
palabras el decisivo peso específico que tendría la interpretación en materia
constitucional de quien había presidido durante tantos años la Corte. Todavía
hoy, Marshall es considerado como el representante de los puntos de vista que
él mismo, sin duda alguna, no reconocería como propios12. Pero, a poco que se
medite, los calificativos de conservador y de revolucionario, poco o nada tienen
que ver con su ideología política, que como es obvio ha de tratar de captarse en el
marco político de los primeros años de la nueva República.
Se ha dicho13, que Marshall fue un genuino federalista o más bien nacionalista,
pero no del ala extrema de la llamada escuela Hamiltoniana, pues aunque siempre
defendió con todo su poder la Constitución federal, reconoció francamente sus
limitaciones. Y ello no deja de ser cierto, aunque a nuestro entender, el rasgo
verdaderamente significativo que debe ser destacado es el de su moderación en
una época de enfrentamientos exaltados entre los Jeffersonianos Republicanos,
acérrimos defensores de los derechos de los Estados y los Federalistas, partidarios
del fortalecimiento del poder federal. Al margen ya de su dilatado ejercicio de la
Chief Justiceship, un momento relevante que puede servir de punto de referencia
con el que calibrar esa moderación, es el de la convulsa década de 1790, particu-
larmente los últimos años del siglo, sin duda, los que acogen los enfrentamientos
políticos más agudos. Newmyer ha valorado su actitud como la de “a passionate
Moderate in the age of <political violence>”14.
Tras su retorno de París, en cumplimiento de la misión de la que ya nos hemos
hecho eco, y la aprobación en el verano de 1798 por la mayoría Federalista en el

9
Edward S. CORWIN: “John Marshall, Revolutionist malgré lui”, op. cit., p.11.
10
Ibidem, p. 9.
11
Benjamin N. CARDOZO: The Nature of the Judicial Process, Yale University Press, thirty-sixth
printing, New Haven and London, 1975 (first published by Yale University Press, 1921), pp. 169-170.
12
Christopher WOLFE: The Rise of Modern Judicial Review (From Constitutional Interpretation
to Judge-Made Law), Basic Book, Inc., Publishers, New York, 1986, p. 40.
13
Westel W. WILLOUGHBY: The Supreme Court of the United States (Its History and Influence in
our Constitutional System), The John Hopkins Press, Baltimore, 1890, p. 89.
14
R. Kent NEWMYER: John Marshall and the Heroic Age of the Supreme Court, op. cit., p. 119.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 405

Congreso de las Alien and Sedition Acts, la preocupación de Marshall por el futuro
de la República era grande. Como él mismo reflejaría en su Autobiographical
Sketch, tras su estancia en Francia, volvió a Richmond con “a full determination
to devote myself entirely to my professional duties”. Frente a las presiones de sus
amigos para presentarse como candidato al Congreso, Marshall fue, como de
nuevo él reconocería, “peremptory” en su rechazo. Ni tan siquiera la intervención
personal de Washington pudo, en un primer momento al menos, cambiar su
voluntad. Washington insistiría, invitando a Marshall y a su sobrino, Bushrod
Washington, que sería nombrado en 1799 por Adams Associate Justice, a una
reunión en Mount Vernon. Marshall se avino finalmente a participar en el proceso
electoral, muy posiblemente por el temor a que la radical división de Federalistas y
Jeffersonianos en materia de política exterior, unida a la crisis desencadenada por
la aprobación, primero, de las Alien and Sedition Acts, y más tarde de las Virginia
and Kentucky Resolutions, terminara por desencadenar una crisis irreversible en
el aún muy joven país15. No es este el momento de entrar en los enfrentamientos
de fines de la década. Tan sólo diremos, que frente a los posicionamientos muy
radicales de unos y de otros, Marshall mostró en sus posiciones una prudencia y
un equilibrio bien definidores de su moderado talante político.
La elección de Abril de 1799, en la que Marshall competiría por un escaño en la
Cámara de Representantes por el distrito de Richmond, que alcanzaría finalmente
frente al Republicano John Clopton, aunque por un muy estrecho margen de votos
(108 votos de diferencia tan sólo), supuso algo así como la culminación de una
década de controversia constitucional en Virginia. No ha de extrañar por lo mismo
que la elección girara en buena parte en torno a las controvertidísimas Alien
and Sedition Acts. Frente a lo que se hubiera podido suponer del bien conocido
nacionalismo constitucional de Marshall, así como de su reputación de hombre
franco, Marshall en absoluto se alineó en defensa de las leyes, mostrándose más
bien crítico frente a ellas16. Su moderación, una vez más, hizo acto de presencia
cuando reconoció que “no era un defensor (an advocate) de esos textos legales” y
que si hubiera estado en el Congreso en el momento de su aprobación, “I should,
unless my judgment could have changed, certainly have opposed them”, si bien
adujo adicionalmente que no creía que los textos estuvieran tan cargados de
errores como muchos les atribuían. En fin, Marshall mostraba las razones de

15
“The great man –escribe Newmyer– was moved to intervene because he feared that party division
over foreign policy might destroy the country. And events in Virginia culminating in the states´ rights
resolutions passed by the legislature in late 1798 convinced him that a crisis was at hand”. R. Kent
NEWMYER: John Marshall and the Heroic Age..., op. cit., p. 119.
16
Es verdad que lo que Marshall no dijo acerca de las Alien and Sedition Acts es más revelador
que lo que manifestó. Marshall no se pronunció sobre la cuestión constitucional subyacente, que no
era sino la de si el Congreso había excedido sus facultades constitucionales al aprobar esas leyes, muy
en especial la Sedition Act. Tampoco Marshall se pronunciaría sobre la reivindicación enunciada por
las Virginia and Kentucky Resolutions, en el sentido de que debían ser las legislaturas estatales y no
los tribunales federales quienes resolvieran las disputas relativas a la interpretación constitucional.
Parece bastante claro que un repudio absoluto de esta reivindicación hubiera enfrentado a Marshall
con los sentimientos dominantes en el Estado de Virginia. Su respuesta, en cierto modo, vendría
explicitada unos años después en el Marbury case.
406 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

su oposición última a estas leyes: “I should have opposed them, because I think
them useless; and because they are calculated to create, unnecessarily, discontents
and jealousies at a time when our very existence, as a nation, may depend on our
union”17. Frente a los extremismos de unos y de otros, la posición de Marshall
es inequívocamente reveladora, primero, de su talante equilibrado, y después, y
lo que más importa, de que su primigenia preocupación fue desde siempre la de
salvar, ante todo, y fortalecer a continuación la joven y todavía vacilante República.
No sin razón Beveridge pudo escribir en relación a su biografiado: “The American
nation was his dream; and to the realization of it he consecrated his life”18.

III. Cualquier intento de comprender a nuestro Chief Justice requiere tener


muy presente su extraordinaria personalidad. Después de haber escrito más de
tres volúmenes y medio de la biografía de Marshall, Beveridge constataba que
lo descubierto sobre la persona de su biografiado era “so surpassingly great
and good” que desesperaba de poder descubrir “some human frailty” con la que
poder presentar a su héroe con humanidad (“with mankind”)19. Es posible que la
propia admiración del biógrafo por la persona retratada le haga perder algo de
objetividad, pero, desde luego, hay una generalizada convergencia por parte de
la doctrina, y también de buen número de quienes convivieron con Marshall en
la Corte, a la hora de apreciar el enorme talento del Chief Justice y sus numerosas
virtudes. De entre los últimos, el Justice Joseph Story, uno de los más grandes
Jueces de la historia de la Supreme Court, que como ya se ha dicho, compartió con
el virginiano las tareas en la Corte durante más de 23 años, dijo de su presidente
que “no one ever possessed a more entire sense of his own extraordinary talents”20.
Otro Justice que trabajó en la Corte junto a Marshall durante los últimos cinco
años de su presidencia, Henry Baldwin (Juez entre 1830 y 1844), unos meses
después de su muerte, acaecida el 5 de julio de 1835, publicaba sus Views of the
Constitution, en donde rendía un último homenaje al Juez desaparecido: “No
commentator –escribiría Baldwin– ever followed the text more faithfully, or ever
made a commentary more accordant with its strict intention and language... He
never brought into action the powers of his mighty mind to find some meaning
in plain words... above the comprehension of ordinary minds...”21.
Y entre la doctrina se han multiplicado los juicios elogiosos. Nos haremos
un sumario eco de algunos de ellos. Para Burton, el Chief Justice fue un hombre
enérgico (“vigorous”), valeroso (“courageous”), afectuoso (“warmhearted”) y
modesto (“modest”), ejemplificando las mejores tradiciones de la Revolución
americana22. Y autor tan cualificado como Abraham no duda en subrayar que,

17
Apud R. Kent NEWMYER: John Marshall and the Heroic Age..., op. cit., p. 122.
18
De ello se hace eco Edward S. CORWIN, en “John Marshall, Revolutionist malgré lui”, op. cit.,
p. 22.
19
Apud G. Edward WHITE: The American Judicial Tradition, op. cit., p. 10.
20
Apud G. Edward WHITE: The American Judicial...”, op. cit., p. 11.
21
Apud Edward S. CORWIN: “John Marshall, Revolutionist...”, op. cit., p. 14.
22
Harold H. BURTON: “John Marshall–The Man”, op. cit., p. 3.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 407

en el momento de dictar la Marbury v. Madison decision, tanto los Federalistas


como los Jeffersonianos Republicanos habían subestimado la audacia y sensatez
(“the boldness and judiciousness”), la destreza y penetrante perspicacia política
(“the craftsmanship and shrewd political acumen”), la clarividencia y habilidad
política (“the farsightedness and statemanship”) y, por encima de todo, la intensa
dedicación a la Constitución (“the powerful dedication to the Constitution”),
–como él la vio y deseaba verla– del Chief Justice23.
La admiración por el Chief Justice desaparecido no provendría tan sólo de sus
colegas. John Quincy Adams (hijo de John Adams y, como su padre, Presidente
de los Estados Unidos, 1825-1829) conocía muy bien a Marshall; su padre lo
había nombrado para la Corte, un acto que él describiría como “one of the most
important services rendered (by his father) to his country”24, y admiraba la visión
de Marshall sobre el rol de los tribunales, particularmente en la resolución de las
disputas entre los gobiernos federal y estatales, lo que contrastaba con la poca
estima en que, con la notable excepción del Juez Story, tenía a la mayoría de los
hombres que habían servido en la Marshall Court. Al conocer, cinco días después,
la noticia del fallecimiento de John Marshall, John Quincy Adams declaraba de
él que: “por el ascendiente de su genio, por la amabilidad de su comportamiento
y por el imperturbable dominio de su temperamento, ha dado un carácter estable
y sistemático a las decisiones de la Corte y resuelto muchas grandes cuestiones
constitucionales de modo favorable a la continuidad de la Unión. Marshall <has
cemented the Union>”25.
Aun cuando no en todas las épocas de la República ni en todos los momentos
de la vida de la Supreme Court la presencia de Marshall y la admiración hacia su
obra se han mantenido en el mismo nivel, es lo cierto que John Marshall ha llegado
a ser un modelo de excelencia judicial; él ejemplifica algunos de los relevantes
atributos que hoy se buscan al medir el grado de influencia o los logros de los
Justices de la Supreme Court, atributos que Gerhard26 cifra en: la duración de su
servicio en la Corte, sus habilidades retóricas, su participación e influencia en la
resolución de los conflictos política y socialmente significativos, su liderazgo en
ayudar a la Corte a alcanzar o mantener su rol institucional en el orden jurídico
y político y su habilidad en la redacción de opinions con un estilo de escritura
distintivo y memorable. Corroborando lo que se acaba de decir, cabe recordar
que en 1970, en una votación llevada a cabo por 65 especialistas en Derecho
constitucional, con la finalidad de establecer un ranking de todos los Justices de
la Corte Suprema desde 1789 a 1969, fue unánime la clasificación de Marshall

23
Henry J. ABRAHAM: The Judicial Process (An Introductory Analysis of the Courts of the United
States, England and France), Oxford University Press, seventh edition, New York/Oxford, 1998, p. 342.
24
De ello se hace eco Michael Daly HAWKINS, en “John Marshall Through the Eyes of an Admirer:
John Quincy Adams”, en William and Mary Law Review (Wm. & Mary L. Rev.), Vol. 43, 2001-2002, pp.
1453 y ss.; en concreto, pp. 1454-1455.
25
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, Oxford University Press, New York/Oxford,
1993, p. 33.
26
Michael J. GERHARDT: “The Lives of John Marshall”, en William and Mary Law Review (Wm
& Mary L. Rev.), Vol. 43, 2001-2002, pp. 1399 y ss.; en concreto, p. 1451.
408 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

como “great Justice”, encabezando ese ranking al ser el único Juez en obtener
tal reconocimiento unánimemente27, siendo de recordar asimismo que tan sólo
12 de los hasta aquel momento 96 Jueces de la Corte obtuvieron ese máximo
reconocimiento de “great Justice”28.

B) Su nombramiento como Presidente de la Corte Suprema

El nombramiento de Marshall, como escribe Schwartz29, fue uno de esos


felices accidentes que cambian el curso de la historia. Se podría, en efecto,
considerar como un accidente por las peculiares circunstancias que rodearon este
nombramiento, que no dejó de constituir una notable sorpresa, incluso entre los
más relevantes miembros del partido Federalista. Sin embargo, y aún habiendo
de reconocer que no fue en Marshall en quien primero pensó el Presidente John
Adams para la Chief Justiceship, sino que el primer elegido fue John Jay, de
quien se daba la circunstancia un tanto paradójica, de que había sido el primer
presidente de la Corte (entre 1789 y 1795), lo cierto es que Adams, tras declinar
Jay volver a la Corte, tuvo muy claro a quién debía de proponer para Presidente
del Tribunal, aunque no falten autores, como ahora se verá, que discrepen de esta
interpretación.
En diciembre de 1800, Oliver Ellsworth, que había accedido a la presidencia
de la Corte en 1796, presentaba su dimisión. Su trayectoria al frente del Tribunal
recordaba la seguida por el primer Chief Justice, John Jay, y no nos referimos
ya al similar período de tiempo de ejercicio de su cargo, sino al sorprendente
abandono temporal del ejercicio de su función judicial, a fin de viajar a Francia
en misión diplomática. El 25 de febrero de 1799, Ellsworth había abandonado la
Corte para desempeñar funciones diplomáticas en el extranjero y sólo después
de más de un año y medio renunciaría definitivamente a su cargo en la Corte.
También Jay había renunciado al cargo en junio de 1795, tras estar ausente de la
Corte durante los períodos de agosto de 1794 y febrero de 1795, negociando en
Londres con el gobierno británico el Tratado que finalmente llevaría su nombre
(“the John Jay´s Treaty”), aunque lo cierto es que, como recuerda Mitchell30, fue
Alexander Hamilton quien en gran parte lo hizo.

27
El “Rating Supreme Court Justices” figura, como “Appendix A”, en la obra de Henry J. ABRA-
HAM: Justices & Presidents (A Political History of Appointments to the Supreme Court), Oxford
University Press, second edition, New York/Oxford, 1985, pp. 377-379.
28
Recordemos a esos doce grandes Jueces, en el orden en que figuraban en el ranking: Chief
Justice John Marshall (1801-1835); Justice Joseph Story (1812-1845); Chief Justice Roger B. Taney
(1836-1864); Justice John M. Harlan (1877-1911); Justice Oliver W. Holmes (1902-1932); Justice y
después Chief Justice Charles Evans Hughes (1910-1916 y 1930-1941, respectivamente); Justice Louis
D. Brandeis (1916-1939); Justice y después Chief Justice Harlan Fiske Stone (1925-1941 y 1941-1946,
respectivamente); Justice Benjamin N. Cardozo (1932-1938); Justice Hugo L. Black (1937-1971); Justice
Felix Frankfurter (1939-1962), y Chief Justice Earl Warren (1953-1969).
29
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 33.
30
Broadus MITCHELL: Alexander Hamilton. A Concise Biography, Oxford University Press, New
York, 1976, p. 287.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 409

En sus nombramientos para la Corte, el Presidente Washington había seguido


bastante estrictamente una serie de criterios entre los que ocupaba un lugar des-
tacado la experiencia judicial previa en tribunales inferiores, al que se unían otros
varios, como el apoyo y defensa de la Constitución, la prestación de distinguidos
servicios en la Revolución o la participación activa en la vida política de la nación
o de los Estados. El Presidente Adams, que ya había tenido la oportunidad de
nombrar dos Associate Justices para la Corte, Bushrod Washington, el sobrino
del Presidente Washington (en 1799), y Alfred Moore (en 1800), atendería para
estos nombramientos a unos criterios considerablemente menos numerosos que
los de Washington, siendo de destacar que su exigencia preeminente fue la de que
los candidatos tuvieren unas sólidas convicciones federalistas31, un criterio, en
definitiva, ideológico-político, en sintonía con el cual no resulta extraño que el dato
profesional contase muy poco para Adams; de hecho, ni Washington ni Marshall
tenían experiencia judicial; por contra, el servicio público fue un elemento muy
valorado por el Presidente Adams.
Sin consultar a John Jay, el 19 de diciembre de 1800, derrotado ya por Jefferson
en su intento de reelección presidencial, el todavía Presidente Adams nominaba
al antiguo Chief Justice, John Jay, para el mismo cargo que ya había ocupado.
Jay declinó aceptar el cargo, aduciendo razones de salud, aunque la realidad era
muy otra: Jay aborrecía, como acontecía con todos los miembros de la Corte,
participar en los Circuit Courts, una absurda obligación impuesta a todos los
Justices por la Judiciary Act de 1789, sobre la que volveremos más adelante, y un
tanto proféticamente, dudaba de que el Congreso pudiera a corto plazo modificar
la ley para exonerar a los Jueces de la fatigosa tarea de integrar los tribunales de
circuito, algo que les obligaba a recorrer cientos, incluso miles, de millas al año
por todo el territorio nacional, y todo ello al margen ya de la pesimista visión
que el ex-presidente tenía de la Supreme Court, a la que consideraba carente
de “energy, weight, and dignity”, además de visualizarla como “un cuerpo poco
propicio (“inauspicious”), caracterizado por el escaso trabajo, el descontento de su
personal y la carencia de estima popular y de comprensión ante su labor”32, juicio,
como se puede ver, verdaderamente demoledor de la institución. Otro aspecto
sorprendente de este peculiar proceso es el hecho de que cuando Jay hizo saber
al Presidente que no aceptaba el cargo, su nombramiento había sido ya firmado
tanto por Adams como por su Secretario de Estado, John Marshall.
No ha de extrañar a la vista de los hechos que Oliver Wolcott Jr., un destacado
federalista, informara a otro relevante miembro del partido, Timothy Pickering,
que la designación de Jay se consideraba en los cenáculos políticos de Washington,
–la nueva capital de la Unión, a la que en el otoño de 1800 se había trasladado el
gobierno federal– que había sido hecha al hilo de uno de esos caprichos juguetones
(“sportive humors”) a los que tan aficionado era el Presidente Adams33. Y se añadía
que, anticipando el rechazo al cargo por parte de Jay, Adams había considerado

31
Henry J. ABRAHAM: Justices & Presidents..., op. cit., p. 80.
32
Ibidem, pp. 81-82.
33
J. M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe, op. cit., pp. 299-300.
410 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

promover a la presidencia al entonces Associate Justice William Paterson (Juez


en la Corte desde 1793, nombrado por tanto por Washington), a cuyo efecto el
Presidente había encargado a su propio hijo, Thomas B. Adams, que sondeara a
algún influyente federalista de Filadelfia acerca de si se aceptaría que el Justice
Paterson fuera promovido a la presidencia del Tribunal. Sin embargo, según
Schwartz, Paterson no quiso ser Chief Justice, e incluso alabó notablemente el
nombramiento de Marshall34. En base a ello, Schwartz ha puesto de relieve que el
nombramiento de Marshall fue algo inesperado incluso para el propio Adams35,
quien confiaba en la promoción de Paterson a la presidencia de la Corte. No
podemos estar en absoluto de acuerdo con esta interpretación, de la que se separan
otros sectores de la doctrina y que, además, parece chocar de modo frontal con
la sucesión de los hechos.
De entrada, la propia carta del senador Dayton al Justice Paterson, que
acabamos de transcribir, en alguno de sus párrafos, contradice la interpretación
de Schwartz, pues en ella el senador se refiere al hecho inequívoco de que el
Presidente Adams conocía muy bien las pretensiones de Paterson (“the eyes of all
parties have been turned upon you –Mr. Paterson–, whose pretensions he –el Pre-
sidente Adams– knew”), pretensiones que, en el contexto en que está escrita esta
carta, no podían ser otras que las de acceder a la presidencia de la Supreme Court,
en la que ya ocupaba el cargo de Associate Justice. Pero además, si atendemos al
hecho, ya comentado, de que el elemento esencial al que atendió Adams en sus
nombramientos para la Corte fue de naturaleza política: su confianza en las sólidas
convicciones federalistas de la persona a nominar, también desde esta perspectiva
surgen sombras de dudas acerca de Paterson, vinculado con el ala Hamiltoniana
del partido federalista, la más radical, frente a Marshall, un federalista moderado,
en perfecta sintonía con Adams, como lo podría probar el cargo de Secretario
de Estado del Presidente que en aquellos momentos ostentaba. En esta misma
dirección, Abraham recuerda36, que tras la propuesta que al Presidente se hizo
de Samuel Sitgreaves, de Pennsylvania, un hombre frecuentemente mencionado
como merecedor del acceso a la Supreme Court, cuyo nombramiento aparecía
revalorizado por el hecho de que nadie del importante Estado de Pennsylvania
ocupaba la Corte, propuesta objetada por el Presidente, éste, aún más firmemente,
objetó las de dos destacados candidatos de la facción Hamiltoniana del partido

34
Tras la nominación de Marshall por el Presidente Adams, Jonathan Dayton, un destacado senador
federalista, escribía al Justice Paterson: “With grief, astonishment & almost indignation, I hasten to
inform you, that, contrary to the hopes and expectations of us all, the President has this morning
nominated Gen. Marshall... The eyes of all parties had been turned upon you, whose pretensions he
knew were, in every respect the best, & who, he could not be ignorant, would have been the most
acceptable to our country”. La respuesta de Paterson al senador Dayton fue muy elogiosa hacia el
nombramiento de Marshall. “Mr. Marshall –escribía Paterson–is a man of genius, of strong reasoning
powers, and a sound, correct lawyer. His talents have at once the lustre and solidity of gold”. Apud
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 34.
35
“The Marshall appointment –escribe Schwartz– was both completely unexpected and resented
by Adams´s own party, which believed that Judge Paterson should have been given the position”.
Bernard SCHWARTZ: A History..., op. cit., p. 34.
36
Henry J. ABRAHAM: Justices & Presidents..., op. cit., p. 81.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 411

Federalista: el general Charles C. Pinckney, de Carolina del Sur, y el Associate


Justice William Paterson, de New Jersey, y ello, en lo fundamental, porque Adams
quería su propio hombre, uno de cuya lealtad pudiera estar absolutamente seguro,
en especial, porque tras la derrota electoral ante Jefferson, “ese radical” (“that
Radical”), como lo identificaba Adams, estaba a punto de sucederle. Por si todo
ello no fuera suficiente, el Senado, que no vio con muy buenos ojos la nominación
de Marshall, –Hawkins ha hablado de “a bitterly contested election”37– paralizó
al menos durante una semana la ratificación, con la esperanza, según se ha
señalado38, de que Adams pudiera ser persuadido para que sustituyera a Marshall
por Paterson, a lo que el Presidente se negó. A la vista de todo lo expuesto, parece
perder toda su credibilidad la tesis de Schwartz.
Ya nos hemos referido a cómo tras la negativa de Jay, los próximos a Adams,
teniendo en cuenta el poco tiempo que restaba ya a su Administración y al Con-
greso controlado por los Federalistas, le urgieron a que acelerara el nombramiento
del Chief Justice. Tras objetar los diversos candidatos que le propusieron, el 20
de enero de 1801, justamente el mismo día en que la Cámara de Representantes
aprobaba el proyecto de ley judicial, de reforma de la Judiciary Act de 1789, Adams
nombraba a John Marshall, hasta entonces su Secretario de Estado, como Chief
Justice.
Los Federalistas más relevantes quedaron aturdidos ante el nombramiento. Su
opción preferente era clara: Paterson como Chief Justice y Marshall como Junior
Judge, denominación que se da al último Associate Justice que se incorpora al
Tribunal. El senador por Nueva Jersey Jonathan Dayton, a quien ya nos hemos
referido, asumió la tarea de sondear a otros Federalistas en el Senado acerca de la
conveniencia de que la Cámara (controlada por los Federalistas) se opusiera a la
propuesta (“on the propriety of making a stand on the issue”)39. El rechazo de la
fracción Hamiltoniana del partido aún se puede comprender mejor si se tiene en
cuenta que este importante sector no fue consultado ni tenido en consideración
por Adams. El Presidente, sin embargo, dejó claro a Dayton que, aunque la
ratificación por el Senado se pospusiera, nunca nominaría a Paterson. En otro
contexto político, Adams quizá hubiera sido más receptivo a las objeciones de los
senadores de su partido, pero en su situación de Presidente cesante, se encontraba
bastante más al margen de las críticas políticas que sus propios correligionarios
pudieran hacerle. Además, la ratificación de la propuesta presidencial urgía. De
hecho, la necesidad de mantener el número de Jueces de la Corte en seis había
forzado la actuación de Adams, que quiso formular su nombramiento antes de
que el proyecto de ley anteriormente mencionado (la futura Judiciary Act de
1801) fuese definitivamente aprobado, pues a tenor del mismo, era reducido
el número de Jueces de la Corte de seis a cinco. E innecesario es decir que se
aproximaba el traspaso de poder a los Jeffersonianos, por lo que el nombramiento

37
Michael Daly HAWKINS: “John Marshall Through the Eyes of an Admirer: John Quincy Adams”,
op. cit., p. 1454.
38
Henry J. ABRAHAM: Justices & Presidents..., op. cit., p. 82.
39
J. M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe, op. cit., p. 300.
412 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

del Chief Justice, razonablemente, debía quedar formalizado en el más breve plazo
posible. Así lo debieron comprender los senadores Federalistas, que llegaron al
convencimiento de que era conveniente confirmar a Marshall, –cuya enorme
habilidad política le era unánimemente reconocida– no sólo por las circunstancias
que acabamos de exponer, sino también por el temor a que otro candidato no tan
bien cualificado y aún más rechazable para los Federalistas de la alta Cámara
pudiera ser propuesto por el Presidente40. Así las cosas, el 27 de enero de 1801, el
Senado confirmaba el nombramiento de Marshall, quien el miércoles 4 de febrero
prestaba juramento del cargo de Chief Justice. Justamente dos días antes, el 2 de
febrero, la Corte se había reunido por primera vez en Washington.
El Presidente Adams no tendría reparo alguno en reconocer públicamente que
el nombramiento del Chief Justice había sido la decisión presidencial de la que más
se enorgullecía. “My gift of John Marshall to the people of the United States was
the prodest act of my life”, llegó a decir41. En ello se ha establecido un paralelismo
entre la Administración de John Adams y la del Presidente republicano Herbert
Clark Hoover (quien ejerciera el cargo entre 1929 y 1933), pues también en esta
Administración se vino a considerar que el acto individual más trascendente de
la misma había sido el nombramiento como Associate Justice de Benjamin N.
Cardozo (Juez entre 1932 y 1938).

C) Su trabajo en el Tribunal

I. John Marshall ocupó la presidencia de la Corte durante algo más de 34 años,


lo que le convierte en el Chief Justice que ha ejercido el cargo durante un más
dilatado período de tiempo, siguiéndole en ese hipotético ranking justamente su
sucesor en la presidencia, el muy controvertido (por sus posiciones bien próximas
al racismo sureño) Chief Justice Roger B. Taney, que desempeñó el cargo durante
28 años. Pero si bien el dilatado período de ejercicio de la Chief Justiceship es
siempre uno de los factores que se incluyen entre aquellos que han sedimentado
la excelencia y grandeza judicial de Marshall, en modo alguno es el más relevante.
El virginiano llegó a un Tribunal absolutamente devaluado; basta con recordar
el impactante juicio de quien había sido su primer presidente, John Jay, del
que ya nos hemos hecho eco, para captar en toda su intensidad el secundario
e intrascendente rol que, no obstante algunas decisiones de notable interés42,
venía jugando el Tribunal Supremo hasta la llegada de Marshall a su presidencia.
Al tiempo de su nombramiento, la jurisprudencia sobre el Derecho federal se

40
El senador más activo frente al nombramiento de Marshall, Jonathan Dayton, reconocería “that
the rejection of this (Marshall) might induce the nomination of some other character more improper,
and more disgusting”. Apud Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 34.
41
Apud Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 35.
42
Nos remitimos al efecto a nuestro trabajo “Los primeros pasos del Tribunal Supremo norteame-
ricano: la pre-Marshall Court (1790-1801)”, elaborado para la obra en homenaje al Profesor Jorge De
Esteban, aún inédita cuando escribimos estas líneas, pero que también se publica en este libro.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 413

hallaba en su infancia, como con cierto gracejo escribiera Willoughby 43. La


Constitución, diseñada en medio de un intenso debate, permanecía prácticamente
ininterpretada, no obstante haberse de reconocer algunos aportes de interés de la
pre-Marshall Court. A todo ello habría de unirse el hecho de que, muy a pesar de
quienes la integraban, la Corte se iba a ver, al menos durante el primer decenio del
nuevo siglo, profundamente impactada por los feroces enfrentamientos políticos
entre Jeffersonianos y Federalistas. Los embates del Presidente Jefferson y de
su Administración sobre el Tribunal sometieron a éste a un asedio permanente,
siendo objeto primigenio de sus proyectiles el Chief Justice. Marshall superó
todas las dificultades y, no obstante tanta adversidad, apoyándose en su habilidad
política y en el siempre preciso empleo de sus agudas facultades intelectuales, fue
capaz de ir dando a la Corte un rol cada vez más activo hasta alcanzar una enorme
expansión del poder judicial federal, circunstancia ésta casi unánimemente
considerada como uno de los mayores logros de nuestro Chief Justice.
El panorama de la Corte existente a la llegada de Marshall se completa si se
tiene presente su escasa actividad, algo en lo que, como ya se ha visto, John Jay
cimentaba su muy negativa percepción de este órgano. Como recuerda quien
también fuera Chief Justice, Charles Evans Hughes, en la época del nombramiento
de Marshall, se decía que el cargo de presidente del Tribunal era una sinecura
(“a sinecure”)44. Y si se atiende a la actividad de la Corte, ciertamente se podía
concordar en la bondad de esa apreciación. En el año 1801 los casos sometidos
a la Corte fueron solamente diez. Pero también desde esta perspectiva la llegada
de Marshall a la Supreme Court iba a suponer un notable cambio. Siguiendo los
datos ofrecidos por el propio Hughes, el número total de casos llevados ante la
Corte en los cinco años inmediatos posteriores ascendió a 120. A partir de ese
momento, los asuntos de la Corte (“the business of the Court”) se fueron progre-
sivamente incrementando; y así, entre 1826 y 1830, el número de casos ya supuso
un promedio anual de 58; entre la primera y la última etapa de la presidencia de
Marshall, la Corte multiplicó por seis su inicial actividad.
Tras su nombramiento, Marshall dividió su tiempo entre Washington,
Richmond y Raleigh (al margen ya de sus estancias en la hacienda que tenía en el
condado de Fauquier, Virginia). Las dos sesiones anuales que la Corte celebraba se
prolongaban por un período de tiempo bastante reducido. Según los datos que fa-
cilita White45, hasta 1827, el período total de sesiones de la Corte no superó las seis
semanas al año, y a partir de ese año, hasta la muerte de Marshall, se incrementó
hasta las diez semanas. Al levantar la Corte sus sesiones, nuestro hombre viajaba
a Richmond, en donde era miembro del Circuit Court, lo que le ocupaba unas
tres semanas, y en junio integraba un tribunal en Raleigh, cargo cuyo desempeño
le llevaba una semana más. Tan diversas cargas judiciales no impedirían que
Marshall desarrollara un trabajo ingente y no sólo en la Supreme Court. Entre 1801

43
Westel W. WILLOUGHBY: The Supreme Court of the United States, op. cit., p. 89.
44
Charles Evans HUGHES: The Supreme Court of the United States (Its Foundations, Methods
and Achievements. An Interpretation), Columbia University Press, New York, 1928, p.55.
45
G. Edward WHITE: The American Judicial Tradition, op. cit., p. 12.
414 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

y 1807, los años más convulsos de la Corte en general y de Marshall en particular


(pensamos ahora en su decisión como miembro del Circuit Court de Richmond
del controvertidísimo caso United States v. Burr, que le enfrentó brutalmente con
el Presidente Jefferson, decisión de la que nos ocuparemos con posterioridad),
nuestro Chief Justice escribió 27 opinions para la Supreme Court, un número
en términos absolutos ciertamente reducido, aunque muy elevado si se atiende
al escaso número de opinions dictadas por la Corte; a ellas se unieron otras 56
decisiones para los Circuits o tribunales de circuito, y adicionalmente redactó el
quinto volumen de su magna biografía sobre George Washington.
Si se computan los datos empíricos de la totalidad del período en que ejerció
la Chief Justiceship, los resultados no dejan de impresionar. La Supreme Court
dictó en esos 34 años largos un total de 1006 opinions –1106 según Willoughby46–,
correspondiendo a Marshall la redacción de 519 de estas opinions of the Court, más
del 50 por 100 del total, repartiéndose desigualmente las restantes entre los quince
Associate Justices que a lo largo de su presidencia compartieron sus funciones
en la Corte con él. Ello suponía para Marshall un promedio de 15 sentencias al
año, lo que en términos cuantitativos, ciertamente, no es una cifra muy elevada.
Para contrastarla, White recuerda47, que entre 1950 y 1970 la Corte ha dictado un
promedio de 98 opinions, lo que se traduce en una media de 11 decisiones anuales
por cada Justice. Pero es obvio que la comparación es notablemente engañosa,
porque las dificultades de los primeros años de la Corte no son equiparables a
las que pudiera tener en la segunda mitad del siglo XX, ni los medios humanos
(pensemos en el incalculable auxilio de los actuales law clerks) ni materiales
admiten semejanza alguna.
El protagonismo de Marshall manifestó sus perfiles más acusados en los pri-
meros años y, al margen ya de la visión temporal, en determinadas materias. Así,
por dar algunos datos que creemos significativos, durante los cinco primeros años
de su presidencia, Marshall llegó casi a monopolizar la elaboración de las opinions
of the Court; entre 1801 y 1805, el Chief Justice, con dos únicas salvedades, fue el
autor de la totalidad de opinions de la Corte, y ello no fue tan sólo la resultante
del liderazgo que le reconocían sus colegas, sino que, como apunta Abraham48,
también lo fue del carácter letárgico de algunos de ellos, que muy posiblemente se
sintieron intimidados por los embates Jeffersonianos. En todo ello, por supuesto,
tendría también mucho que ver el abandono del tradicional procedimiento de
estirpe inglesa de las seriatim opinions, pero de ello nos ocuparemos más adelante.
En materia constitucional, el protagonismo de Marshall es aplastante. En los años
en que ejerció el cargo, la Corte decidió un total de 62 casos relacionados con esa
materia; el Chief Justice escribió 36 de esas opinions of the Court, prácticamente el
60 por 100 del total49. Innecesario es decir, que en esas trascendentales decisiones
Marshall cimentó el Derecho constitucional americano en general y, de modo

46
Westel W. WILLOUGHBY: The Supreme Court..., op. cit., p. 90.
47
G. Edward WHITE: The American Judicial Tradition, op. cit., pp. 12-13.
48
Henry J. ABRAHAM: The Judicial Process, op. cit., pp. 220-221.
49
Según los datos que facilita Harold H. BURTON: “John Marshall–The Man”, op. cit., p. 6.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 415

muy particular, el sistema de relaciones entre la Unión y sus Estados miembros.


Es significativo asimismo tener en cuenta que muchas de esas decisiones fueron
aprobadas por unanimidad.
También Marshall escribió a lo largo de los años algunas dissenting opinions50,
aunque la más relevante y conocida es la que formuló en el caso Ogden v. Saunders,
reconducible a la categoría de los llamados insolvency law cases, y decidido el 19 de
febrero de 1827 por el voto de cuatro Jueces frente a tres, estos últimos (Marshall,
Story y Gabriel Duvall) en dissent.

II. Al margen ya de los datos puramente numéricos, hay otros aspectos de las
decisiones de Marshall que nos parecen de un muy superior interés al que nos
ofrece el mero dato estadístico. Aludiremos al efecto, ante todo, a su visión del
Derecho, que tuvo su reflejo en sus opinions, a la claridad de sus decisiones y a la
intención pedagógica de las mismas.
Más que ningún otro jurista, Marshall empleó el Derecho como un medio para
alcanzar los fines políticos y económicos que él prefería. Ello casaba perfectamen-
te con su propia visión del Derecho como un instrumento social conformado por
la Constitución para alcanzar unos determinados fines, en sintonía con lo cual
la Constitución, lejos de aplicarse de modo formalista, debía de ser aplicada a la
luz de los fines a los que servía, que, en su esencia, podían compendiarse en el
establecimiento de una nación dotada de todos los poderes gubernamentales nece-
sarios51. En este sentido, Schwartz considera al Chief Justice el propio paradigma
(“the very paradigm”) durante la era de formación del Derecho norteamericano
del “result-oriented judge”52. Pero más que eso, el Derecho que Marshall utilizó de
este modo fue, en su mayor parte, moldeado tanto como utilizado por él. Marshall
actuó como legislador tanto como juez, pues al asumir la responsabilidad de
aplicar la norma constitucional a una serie de casos concretos, asumió un rol que
iba bastante más allá del de mero intérprete, convirtiéndose en verdadero creador.
Como dijera James A. Garfield, Marshall “se encontró con un esqueleto y lo revistió
de carne y sangre” (“He found a skeleton, and he clothed it with flesh and blood”).
Es por lo mismo por lo que dos siglos después, nadie duda de la preeminencia
de Marshall en el Derecho americano, que otro enorme Justice, Oliver Wendell
Holmes, compendiara en una muy celebrada afirmación: “If American law were
to be represented by a single figure, skeptic and worshippers alike would agree
without dispute that the figure could be alone, and that one, John Marshall”53.
Holmes, como puede verse, admite sin atisbo alguno de duda que todos, no sólo los
que le rinden culto sino también los escépticos, concordarían en erigir a Marshall
como el representante del Derecho norteamericano.

50
Willoughby cifra el número de dissents del Chief Justice en un total de ocho casos. Westel W.
WILLOUGHBY: The Supreme Court..., op. cit., p. 90.
51
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 38.
52
Ibidem, p. 66.
53
Apud Bernard SCHWARTZ, en Ibidem, p. 35.
416 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

Otro rasgo enormemente significativo es el de la claridad de sus decisiones.


Marshall poseyó la habilidad de explicar con claridad y contundencia porqué la
Corte alcanzaba las conclusiones a las que llegaba en sus opinions. Ya Story había
observado en una ocasión que “in the law, the power of clear statement is every-
thing”. Y como señalaría otro Chief Justice, William Rehnquist54, Marshall tenía la
facultad de la claridad en sus planteamientos al ciento por ciento (“in spades”) y
sus opinions lo reflejan. De ahí que termine afirmando, que en una época en que
los sistemas legales inglés y americano estaban aún atascados (“bogged down”) en
las formas de acción y en las sutilezas de los alegatos, sus opinions son un soplo
de aire fesco (“a breath of fresh air”).
Marshall iba asimismo a intentar a través de las sentencias que escribía para
la Corte contribuir a la educación constitucional del pueblo americano. El Justice
Frankfurter se hizo eco de ello tiempo atrás. “Marshall... –escribiría55– seized
every opportunity to educate the country to a spacious view of the Constitution,
to accustom the public mind to broad national powers, and to restrict the old
assertiveness of the states”. A este respecto tendrán particular relevancia los obiter
dicta que, con frecuencia, incluyó en sus opinions, y a los que se ha de atribuir
una función eminentemente didáctica. Sus más célebres sentencias (Marbury v.
Madison, McCulloch v. Maryland y Gibbons v. Ogden) están salpicadas de dicta,
bien que, como se ha apuntado56, en estas decisiones la historia ha fusionado los
obiter dicta con la ratio decidendi, convirtiéndose tales conceptos en casi indife-
renciables. Tal función fue facilitada por el original enfoque de sus decisiones,
mucho más proclive hacia los principios generales que hacia el saber erudito.
Su colega y amigo Joseph Story lo pondría de relieve con toda claridad: “his
original bias was to general principles and comprehensive views, rather than to
technical or recondite learning”57. La gran fuerza de las opinions marshallianas
no dimanaba tanto del tecnicismo de un experto cuanto de la habilidad para
exponer sus premisas lo suficientemente alejadas del punto directamente sujeto
a debate o, por lo menos, en términos tan generales como para que el auditorio
estuviera dispuesto a aceptarlas. Más aún, la finalidad última de Marshall, de
contribuir a fortalecer el poder nacional o federal, no pretendió nunca realizarla
a través de puntos de vista estrictos, cerrados y concluyentes, sino, justamente al
contrario, esto es, por intermedio de perspectivas provisionales o aún vacilantes,
que sugerían una entremezcla de las doctrinas generales y que estaban dotadas
de una cierta intención de ambigüedad. Nuestro Chief Justice no sólo captó
perfectamente cuál era la dirección constitucional a seguir para el crecimiento
de la nación, sino que fue capaz asimismo de demostrar al pueblo americano que
vino tras él lo provechoso y útil de su enfoque. Justamente por ello algún sector

54
William H. REHNQUIST: The Supreme Court. How It Was, How It Is, Quill-William Morrow,
New York, 1987, p. 122.
55
Felix FRANKFURTER: The Commerce Clause Under Marshall, Taney and Waite, The University
of North Carolina Press, Chapel Hill, 1937, p. 44.
56
Henry J. ABRAHAM: The Judicial Process, op. cit., pp. 245-246.
57
Apud G. Edward WHITE: The American Judicial Tradition, op. cit., p. 11.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 417

de la doctrina lo ha considerado “a prophet of American nationalism”58. A la vista


de todo lo anteriormente expuesto, no debe extrañarnos que el Justice Frankfurter
considerara que las opinions de Marshall no eran documentos literarios sino más
bien “events in American history”59.

D) La dominante influencia de Marshall en la Supreme Court

I. John Marshall se vino a unir a la lista exclusiva de Jueces federalistas de la


Corte. William Cushing (Justice desde 1790), William Paterson (Juez desde 1793),
Samuel Chase (Associate Justice desde 1796), Bushrod Washington (Juez desde
1799) y Alfred Moore (Justice desde 1800) fueron los primeros Associate Justices
que compartieron con el Chief Justice el trabajo de la Corte. De ellos, los tres
primeros habían sido nombrados por Washington y los dos restantes lo fueron por
Adams. Con la excepción del Justice Washington, que permaneció en la Corte hasta
su muerte en 1829, los restantes no ocuparían el cargo por un período de tiempo
muy dilatado, siendo de entre ellos Samuel Chase el que más tiempo acompañó a
Marshall (hasta 1811). Estos relativamente rápidos relevos en la Corte propiciaron
que pronto la mayoría de la misma se inclinara del lado Republicano. Jefferson,
entre 1804 y 1807, nombraría a tres Jueces, el primero de ellos, William Johnson,
uno de los más relevantes de aquellos años de la Corte, y junto a él, los Justices
Brockholst Livingston y Thomas Todd. Con el nombramiento por el Presidente
James Madison, en 1811, de Gabriel Duvall, para ocupar el puesto dejado por
Samuel Chase, la mayoría pasó a ser Republicana, pero tal circunstancia no
alteraría lo más mínimo la dominante influencia ejercida por el Chief Justice,
que aún se vería más fortalecida con la llegada a la Corte, en 1812, de otro gran
Justice, Joseph Story, quien, nombrado asimismo por Madison, se convertiría en
el mejor aliado de Marshall.
En los algo más de 34 años en que Marshall ejerció la presidencia, coincidió
con un total de quince Justices, lo que no es un número muy elevado, circunstancia
que, como es obvio, se explica por la larga duración en el ejercicio del cargo de al-
gunos de aquellos Jueces: Livingston ocuparía el cargo durante 16 años, Todd, a lo
largo de 19, Story y Duvall fueron Jueces 23 años, Washington lo fue 29 y William
Johnson ejerció el cargo durante 30 años. Sin embargo, los Jueces nombrados por
Jefferson y sus sucesores en la Presidencia, con las solas excepciones de William
Johnson y Joseph Story, tuvieron un rol muy secundario. Schwartz60 los ha llegado
a considerar como meros apéndices (“as mere appendages”) del Chief Justice,
recordando además que a tres de ellos (los Justices Livingston, Todd y Duvall)
se les conoce como los “Jueces silenciosos” (“silent Justices”). Los tres dieron su

58
Jack M. BALKIN: “The Use that the Future Makes of the Past: John Marshall´s Greatness and
Its Lessons for Today´s Supreme Court Justices”, en William & Mary Law Review (Wm. & Mary L.
Rev.), Vol. 43, 2001-2002, pp. 1321 y ss.; en concreto, p. 1338.
59
Felix FRANKFURTER: The Commerce Clause Under Marshall, Taney and Waite, op. cit., p. 45.
60
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 65.
418 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

constante apoyo a las interpretaciones que en nombre de la Corte vino ofreciendo


con la frecuencia ya expuesta el Chief Justice. Junto a los dos eminentes Jueces
antes mencionados (Johnson y Story) hay que recordar a Bushrod Washington,
quien ya antes de su nombramiento para la Corte por el Presidente Adams se
había convertido en el líder del Colegio de Abogados de Virginia y cuyo papel en
la Corte también es digno de mención, al margen ya de actuar, durante los 28 años
que compartió con Marshall en el Tribunal, como uno de los más firmes pilares
de la Marshall Court.
La realidad, en cualquier caso, es inequívoca. A lo largo de toda su Chief Justi-
ceship el predominio de Marshall sobre sus Jueces Asociados fue aplastante. Como
bien se ha dicho61, en el conjunto de la historia de los tribunales no hay paralelo a
tal supremacía. ¿Qué explica, nos podemos cuestionar ahora, esta influencia tan
rotundamente predominante del Chief Justice sobre la Corte?

II. La presidencia del Tribunal Supremo no se traduce en una superior


jerarquía legal del Chief Justice respecto de sus colegas (aparte de su título, sólo
le diferencia un salario algo más alto). Podría pues decirse que, jurídicamente,
el rol del Chief Justice es el de un primus inter pares, pero eso, claro está, sólo
desde una perspectiva teórica, porque en la praxis tiene una influencia potencial
que puede llegar a valer más que la de quien preside cualquier cargo ordinario62.
Como escribiera Schwartz63, “there is an extralegal potential inherent in his
position”. Además, quizá el primer término (primus) defina más adecuadamente
que el segundo (pares) la situación de un Chief Justice en el Tribunal que preside.
Y ello por cuanto su posición de primus se traduce en una serie de pequeñas,
pero significativas, competencias; así, por ejemplo, controla la discusión en la
“conference chamber”, esto es, en la sesión que el Tribunal realiza a puerta cerrada
para deliberar sobre un caso. Su rol en esa sesión podría ser comparado con el
que marca el tono (“that of striking the pitch”) en una orquesta (obviamente el
concertino)64. Siendo todo ello importante, nos parece que lo es mucho más lo que
apunta quien fuera destacado Chief Justice, Charles Evans Hughes, para quien
aunque el presidente es la cabeza del Tribunal y como tal tiene una destacada
posición, la realidad es que al tratarse de un pequeño cuerpo de hombres capaces
con idéntica autoridad en la adopción de decisiones, lo realmente decisivo en el rol
del Chief Justice pasa a ser la fuerza de su carácter y su habilidad en las relaciones

61
Ibidem, p. 59.
62
Henry J. ABRAHAM: The Judicial Process..., op. cit., p. 215 El propio Abraham justifica su
aserción con algunos argumentos del Chief Justice Charles Evans Hughes, extraídos de un artículo
del New York Times (edición del 24 de junio de 1969, p. 25), que reproducimos a continuación:
“Popular interest naturally centers in the Chief Justice as the titular head of the Court. He is its
executive officer, he presides at its sessions and its conferences, and announces its orders. By virtue
of the distinctive function of the Court he is the most important judicial officer in the world; he is the
Chief Justice of the United States”.
63
Bernard SCHWARTZ: “The Judicial Ten: America´s Greatest Judges”, en Southern Illinois
University Law Journal, Vol. 4, 1979, pp. 405 y ss.; en concreto, p. 435.
64
Ibidem.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 419

personales con sus colegas65. De ahí que aunque muchos han sido, desde luego,
los Presidentes del Tribunal que han tenido un rol predominante en su Corte,
no todos lo han logrado, y desde luego, sin género alguno de duda, ninguno ha
alcanzado el predominio de nuestro Chief Justice, cuya influencia llegó hasta
extremos desconocidos en ningún otro momento de la vida de la Supreme Court.
Tratando de delimitar, primero negativamente, las razones que pudieran
explicar el leadership de Marshall, hay que señalar que el mismo no ha de buscarse
simplemente en la lealtad política de sus Associate Justices66. No hacen falta
muchas explicaciones tras lo que ya se ha expuesto acerca de la evolutiva com-
posición de la Corte durante la presidencia de Marshall, pues si, efectivamente,
en los primeros años nuestro hombre contó con una mayoría federalista proclive
a sus ideas, como ya dijimos, a partir de 1811, la balanza ideológica de la Corte
se inclinaba del lado Republicano, y no se puede olvidar que con Jefferson se
inauguró la llamada “dinastía Virginiana” de Presidentes republicanos (Thomas
Jefferson, James Madison y James Monroe), que monopolizaron la Presidencia
durante 24 años y que, a lo largo de este tiempo, nombraron un total de seis
Associate Justices. Bastaría además con recordar el caso de los llamados “silent
Justices” (Livingston, Todd y Duvall), ya citados, nombrados por Jefferson (los
dos primeros) y Madison, que se convirtieron en fieles y mudos seguidores de los
postulados de Marshall, para constatar que el abrumador predominio del Chief
Justice sobre sus Asociados no se sustentó en razones ideológicas, puesto que se
ha de presuponer que la visión de unos Jueces identificados con los postulados
Republicanos había de ser bien diferente de las posiciones de un Juez Federalista,
por lo menos en aquellos convulsos años de la aún joven República.
Siguiendo con esta delimitación negativa, también podría decirse, compartien-
do la apreciación de Schwartz67, que tampoco fueron la inteligencia (“intellect”)
y saber (“learning”) de Marshall las razones que cimentaron su liderazgo, pues
Joseph Story fue su igual en la primera y, con mucho, superior en el segundo, y
William Johnson tenía tanto una profunda inteligencia como una mucho mejor
educación (“a far better education”). A su vez, Bushrod Washington también
habría sido un Juez destacado en cualquier otro Tribunal.
Joseph Story ha sido considerado68 el más capacitado miembro (“the ablest
member”) de la Marshall Court, e incluso, el más culto erudito (“the most learned
scholar”) que nunca haya ocupado el cargo de miembro de la Corte Suprema69,
calificándosele, en sintonía con lo anterior, como el Justice más sobresaliente de
65
Charles Evans HUGHES: The Supreme Court of the United States (Its Foundation, Methods
and Achievements. An Interpretation), op. cit., p. 57. “It is evident –escribe Hughes– that his actual
influence will depend upon the strength of his character and the demonstration of his ability in the
intimate relations of the judges”.
66
Análogamente se manifiesta Rehnquist, quien escribe: “Marshall´s dominance of his colleagues
cannot be explained simply on the grounds of political allegiance”. William H. REHNQUIST: The
Supreme Court..., op. cit., p. 120.
67
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 59.
68
William H. REHNQUIST: The Supreme Court..., op. cit., p. 121.
69
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 59.
420 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

todo el siglo XIX (“the outstanding Justice during the nineteenth century”). Aunque
Republicano, Story llegó a compartir plenamente la concepción nacionalista de
Marshall, con la consiguiente necesidad de fortalecer el poder federal. El ejemplo
más acabado de ello lo encontramos en la opinion for the Court escrita por Story para
una Corte unánime en el célebre caso Martin v. Hunter´s Lessee, decidido el 20 de
marzo de 1816, en el que Marshall no participó; en esta decisión la Corte confirmó
la constitucionalidad de la Sección 25 de la Judiciary Act de 1789, que habilitaba a
la Supreme Court para revisar las sentencias definitivas de los tribunales superiores
estatales cuando se vieren concernidas leyes federales o tratados, o cuando una
ley estatal o una norma del common law hubieren sido apoyadas por el tribunal
estatal, no obstante ser impugnadas de conformidad con la Constitución federal,
y ello frente a la tacha de inconstitucionalidad con la que varios Estados, Virginia
muy particularmente, venían de modo sistemático rechazando la Sección 25. Como
se ha escrito70, “Story´s opinion was a landmark in the history of federal judicial
supremacy”, y el impacto de esta decisión es equiparable al de las grandes opinions
de Marshall. Story no sólo se identificó por entero con la visión de su amigo y Chief
Justice, sino que, a la par, se convirtió en su punto de apoyo fundamental, viniendo
a suplir lo único que a Marshall le faltaba: erudición jurídica (“legal scholarship”).
“Brother Story –recuerda Schwartz71 que solía decir Marshall– here... can give us
the cases from the Twelve Tables down to the latest reports”.
En cuanto a William Johnson, fue nombrado a la edad de 33 años, siendo el
segundo Justice más joven en acceder a la Corte, con pocos meses de diferencia
respecto de Story, que sería el de menor edad. Johnson, pese a su juventud, traía
consigo un notable bagaje en el servicio público, al haber integrado el Tribunal
Supremo de Carolina del Sur72 y haber sido uno de los líderes republicanos de
su Estado, habiendo servido en su Legislatura y sido Speaker de su Cámara
baja. Con su nombramiento, el primero efectuado por Jefferson para la Corte,
el Presidente quiso incorporar a la misma a un Republicano leal que pudiera
servir de contrapeso frente a Marshall. Sin embargo, su trayectoria en la Corte,
no obstante sus numerosos dissents, no fue la esperada por los Republicanos.
Su apoyo, primero, a la antes mencionada sentencia dictada en el caso Martin v.
Hunter´s Lessee y, sobre todo, su respaldo tres años más tarde a la muy trascen-
dental McCulloch v. Maryland decision, aprobada el 6 de marzo de 1819 por el voto
unánime de los siete Justices, escribiendo Marshall la opinion of the Court, por
la que se determinaba el significado de la llamada necessary and proper clause,
algo que habría de resultar trascendental en la distribución de poderes entre el
gobierno federal y los gobiernos estatales, le alejaría irreversiblemente de los
Republicanos, para quienes, como recuerda Schwartz73, la doctrina de los implied

70
Kermit L. HALL, en The Oxford Guide to United States Supreme Court Decisions, edited by
Kermit L. HALL, Oxford University Press, New York, 1999, p. 176.
71
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 60.
72
Levin, en un trabajo precisamente sobre el Justice Johnson, se refiere a este tribunal como la
“South Carolina Constitutional Court”. Cfr. al efecto, A. J. LEVIN: “Mr. Justice William Johnson, creative
dissenter”, en Michigan Law Review (Mich. L. Rev.), Vol. 43, 1944-45, pp. 497 y ss.; en concreto, p. 522.
73
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 64.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 421

powers que consagraba esa decisión era una suerte de herejía. Por si ello no fuera
suficiente, dos años más tarde, el propio Johnson escribió una opinion apoyando
fuertemente la implied powers doctrine, en unos términos que bien podrían haber
sido escritos por el propio Marshall. Todo ello fue determinante para que muchos
Republicanos se consideraran traicionados por Johnson, en quien habían puesto
grandes esperanzas por sus notables cualidades intelectuales, que le convertirían
en un referente de la Marshall Court. Como recuerda la doctrina74, Johnson y
los otros Justices Republicanos considerados apóstatas fueron denunciados en
una serie de artículos periodísticos escritos por Spencer Roane –del que nos
ocuparemos más adelante– bajo el seudónimo de “Algernon Sidney”. Roane,
Chief Justice de la Virginia Court of Appeals, amigote de Jefferson y aspirante
frustrado a la Chief Justiceship, vertiendo su profunda inquina hacia Marshall,
aprovechaba esos artículos para denunciar cómo, en último término, la actitud
de los Jueces Republicanos no era sino la resultante de la tiranía a la que el Chief
Justice sometía a los miembros de su Corte: el dominio (“the sway”) de Marshall
sobre su Tribunal –escribiría Roane– “is the blind and absolute despotism which
exists in an army, or is exercised by a tyrant over his slaves”.
En definitiva, un grandísimo Justice, Joseph Story, y dos notabilísimos Jueces,
William Johnson y Bushrod Washington, compartieron con Marshall sus funcio-
nes en la Corte durante cerca de 30 años (Johnson, en realidad, durante 31), pero
por diferentes razones en cada caso no sólo no sirvieron de contrapeso frente a
las posiciones nacionalistas del Chief Justice, sino que, bien al contrario, actuaron
como aliados de Marshall o, por lo menos, suscribieron sus interpretaciones en
algunos de los más decisivos pronunciamientos de la Corte.

III. Descartadas las razones a las que anteriormente hicimos referencia, ¿cuá-
les son los argumentos en que se sustenta la influencia dominante de Marshall?
Varios argumentos pueden ser esgrimidos.
A) Se ha hablado, en primer término, de esa cualidad escurridiza (“elusive
quality”) que llamamos liderazgo (leadership). Puede resultar imposible decir qué
es lo que convierte a una persona en un gran líder, pero recurriendo a un conocido
aforismo de quien fuera miembro de la Corte entre 1959 y 1981, el Justice Potter
Stewart, –“I could never succeed in (defining it). But I know it when I see it”– bien
podría decirse que conocemos el liderazgo cuando lo vemos. Cualesquiera que
puedan ser las cualidades del liderazgo judicial, Marshall las poseyó en su más
elevado grado75.
B) Creatividad e innovación, claridad y audacia en la visión de los problemas y
de sus soluciones. Estas cualidades, que adornaron a Marshall76, contribuyeron a

74
Ibidem, pp. 64-65.
75
Ibidem, p. 59.
76
Michael J. GERHARDT: “The Lives of John Marshall”, en William and Mary Law Review (Wm.
& Mary L. Rev.), Vol. 43, 2001-2002, pp. 1399 y ss.; en concreto, pp. 1447-1448.
422 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

asentar su predominio. Fue Marshall quien introdujo, o por lo menos contribuyó


a consolidar en la doctrina constitucional, ideas tan trascendentales como las que
sostuvo sobre la judicial review, la interpretación constitucional, los poderes del
Congreso o las relaciones entre la Unión y los Estados. Con enorme frecuencia,
fue él quien sustentó las visiones más audaces, y quien contribuyó decisivamente a
explicarlas y hacerlas aceptar por los poderes públicos y la ciudadanía a través de
la ya referida vertiente didáctica de sus opinions. Ciertamente, las circunstancias
jugaron a favor de Marshall, pues la Corte se encontró ante una Constitución
prácticamente carente de interpretación, lo que ofrecía una oportunidad única
para la creación de nuevas categorías conceptuales de naturaleza constitucional.
Marshall no dejó escapar esa oportunidad. De ahí que algunos hayan tratado de
explicar la preeminencia de nuestro Chief Justice, hablando de que estuvo “present
at the creation”, pero ciertamente, como apostilla Rehnquist77, Marshall no fue el
primer Chief Justice por lo que este argumento no puede ser absolutizado.
C) Adicionalmente, es claro que las principales decisiones de Marshall
correspondieron a necesidades sentidas (“felt necessities”) para el desarrollo de
la nación78. Y uno de sus mayores méritos residió en ser capaz de trasladar a sus
colegas Republicanos estas necesidades y de que éstos las hicieran suyas, y ello
en días en que, para una gran mayoría de los americanos, el Estado de uno era
todavía el país propio, no sintiéndose como tal la idea de la Nación americana. Sin
embargo, los Justices captaron la inexcusabilidad de reafirmar el poder federal
o nacional, en detrimento del de los Estados, y en perfecta armonía con ello, e
incluso como prius para alcanzar esa meta, la ineludibilidad de consolidar un
poder judicial federal sobre bases sólidas.
Parece cierto que ya el primer Chief Justice, John Jay, y también el Justice
James Wilson (Juez entre 1789 y 1798) habían compartido ese mismo deseo de
Marshall de construir un sólido poder judicial federal79, pero la realidad es que no
lo consiguieron. Ya nos hemos referido a la debilidad de la Corte cuando accedió a
ella Marshall; éste, además, fue plenamente consciente de la situación ante la que
se encontraba y de los peligros que se cernían sobre la institución con la nueva
Administración republicana. Como escribe Newmyer80, “Marshall knew that the
Court would come under attack, and he also understood that the institution he
inherited was weak”. Sin embargo, en el corto período de un decenio, Marshall
reclamó una amplia porción de poder para la Supreme Court y para él mismo
en cuanto Chief Justice, y los hechos sugieren que sus demandas fueron muy
aceptadas (“widely accepted”) no sólo entre los Federalistas, sino también entre los
Republicanos moderados81. Progresivamente, Marshall fue logrando que la Corte
fuera configurándose tal y como él la visualizaba en su propio pensamiento, que

77
William H. REHNQUIST: The Supreme Court..., op. cit., p. 121.
78
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 59.
79
En tal sentido se manifiesta Robert G. McCLOSKEY: The American Supreme Court, 2nd edition
(revised by Sanford Levinson), The University of Chicago Press, Chicago & London, 1994, p. 25.
80
R. Kent NEWMYER: John Marshall and the Heroic Age of the Supreme Court, op. cit., p. 151.
81
Ibidem, p. 206.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 423

podía compendiarse al respecto en, de un lado, convertir al Tribunal en el último


árbitro en cuanto a lo que es y no es Derecho conforme a la Constitución, logro
para cuyo alcance utilizó el Marbury case82, y de otro, y en íntima conexión con el
anterior, en convertirlo asimismo en el árbitro de las relaciones federal-estatales, a
cuyo efecto Marshall se sirvió de la supremacy clause83. Para alcanzar tales metas,
nuestro Chief Justice fue capaz de persuadir a los Justices para que actuaran como
un tribunal y no como como un agregado de Jueces independientes; a tal efecto
resultó determinante el abandono del procedimiento de las seriatim opinions y su
sustitución por las opinions of the Court, que reafirmaban el carácter unificado
de la Corte. No podemos detenernos con detalle en este punto84. Con todo, algo
diremos al respecto.
a/ La filosofía de Marshall acerca de la Corte se tradujo, en lo que ahora
interesa, en lograr que la misma apareciera como una entidad con voz propia,
frente a su situación anterior, en la que el órgano se presentaba como la resultante
de una suma de voces individuales, pues no otro era el significado del tradicional
procedimiento, de estirpe británica, de las llamadas seriatim opinions. A través de
las seriatim, cada juez formulaba su respuesta individual (opinion) a cada caso.
Marshall, en lo que su principal biógrafo tildó de “un acto de audacia” (“an act
of audacity”), cambió esta tradición de la Corte de pronunciarse “in the English
manner” para propiciar las opinions of the court. Ello fue acompañado de un hecho
especialmente significativo: el Chief Justice se convirtió en el principal portavoz
de la Corte. “Enjoying a relatively homogeneous court –escribiría Voss85– Chief
Justice Marshall developed the process of delivering an <opinion of the court>86,
an opinion usually presented by the Chief Justice with the majority´s assent”.
Ciertamente, conviene precisar, siguiendo en ello la común apreciación de dos de
los más relevantes estudiosos de la historia del dissent en los Estados Unidos, ZoBell87

82
Clinton, en su libro sobre el Marbury case, se hace eco de cómo el principal biógrafo de Marshall,
Albert Beveridge, vino a relatar que Marshall había utilizado el caso “to announce that the Supreme
Court was the ultimate arbiter as to what is and what is not law under the Constitution”, con lo que
parece querer dar a entender que, en último término, la histórica decisión no respondió sino al deseo
de Marshall de que la Corte ascendiera un peldaño en esa escalera encaminada a otorgar a la Corte
una sólida posición institucional que la situara en pie de igualdad con los otros dos grandes poderes
del gobierno federal. Cfr. al efecto, Robert Lowry CLINTON: Marbury v. Madison and Judicial Review,
University Press of Kansas , Lawrence (Kansas), 1989, p. 126.
83
En sentido análogo se pronuncia Sylvia SNOWISS: Judicial Review and the Law of the Constitu-
tion, Yale University Press, New Haven and London, 1990, p. 161.
84
Nos remitimos al efecto a lo ya escrito en otro momento y lugar. Cfr. Francisco FERNÁNDEZ
SEGADO: La Justicia Constitucional: una visión de Derecho Comparado, tomo I (2ª parte: “Las dissenting
opinions”), Editorial Dykinson, Madrid, 2009, pp. 225 y ss.
85
Edward C. VOSS: “Dissent: Sign of a Healthy Court”, en Arizona State Law Journal (Ariz. St. L.
J.), Vol. 24, 1992, pp. 643 y ss.; en concreto, p. 645.
86
La opinion of the court corresponde a la motivación (opinion) de la decisión, aunque incorpora
también la parte dispositiva de la sentencia (judgment), que no se expresa en una fórmula fija.
87
Karl M. ZoBELL: “Division of opinion in the Supreme Court: a history of judicial desintegration”,
en Cornell Law Review (Cornell L. Rev.), Vol. 44, 1958-1959, pp. 186 y ss.; en concreto, p. 193.
424 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

y Nadelmann88, que ya con anterioridad a la llegada de Marshall a la Supreme Court,


se había instalado en el Tribunal la idea de la opinion of the court. Es paradigmático
al respecto el caso Brown v. Barry (1797), en el que la opinion del Chief Justice Oliver
Ellsworth comenzaba del siguiente modo: “In delivering the opinion of the court...”. A
su vez, en el caso Bas v. Tingy (1800), el Justice Samuel Chase iniciaba así su opinion:
“The judges agreeing unanimously in their opinion, I presumed that the sense of the
court would have been delivered by the president; and therefore I have not prepared
a formal argument on the occassion”. En base al empleo de este lenguaje, Warren,
en su conocidísima historia de la Corte, llegó a la conclusión de que el cambio en la
práctica procedimental del Tribunal (“Marshall´s <habit of caucasing opinions>”,
en los términos del gran historiador) había acaecido con anterioridad a la llegada de
Marshall al mismo89. Al margen ya de que la anterior consideración responda a una
realidad claramente asentada, lo que en modo alguno nos parece que fuera así, es
lo cierto que con Marshall la práctica de las opinions of the court quedó plenamente
consagrada, y con ella, como dijera Stack90, la Corte asumió una voz institucional.
La nueva práctica iba a revestir un enorme significado simbólico91. Con ella,
a la par que se contribuía a consolidar la autoridad del Tribunal, se ayudaba al
reconocimiento general de la igualdad de la third branch con las restantes ramas
o poderes del gobierno federal. Aunque, por supuesto, no faltaron críticas, como
las particularmente duras de Jefferson92, lo cierto es que con el abandono de las

88
Kurt H. NADELMANN: “The Judicial Dissent. Publication v. Secrecy”, en The American Journal
of Comparative Law (Am. J. Comp. L.), Vol. 8, 1959, pp. 415 y ss.; en concreto, p. 418.
89
Charles WARREN: The Supreme Court in United States History, revised edition in two volumes,
Little, Brown, and Company, Boston, 1932, Vol. I (1789-1835), pp. 653-654. “The change in the practice
of the Court –escribe Warren (pág. 654, nota 1)– had occurred before Marshall´s accession to the
Bench”.
90
Kevin M. STACK: “The Practice of Dissent in the Supreme Court”, en Yale Law Journal (Yale L.
J.), Vol. 105, 1995-1996, pp. 2235 y ss.; en concreto, p. 2239.
91
A tal significado se referiría, entre otros muchos, el Justice William J. BRENNAN, en “In defense
of dissents”, en The Hastings Law Journal (Hastings L. J.), Vol. 37, 1985-1986, pp. 427 y ss.; en concreto,
p. 433.
92
Todavía en 1820, refiriéndose al modo como la Marshall Court llevaba a cabo su función, Jef-
ferson, en una carta dirigida a Thomas Richtie, fechada el 25 de diciembre de ese año, escribía: “An
opinion is huddled up in conclave, perhaps by a majority of one, delivered as if unanimous, and with
the silent acquiescence of lazy or timid associates, by a crafty chief judge, who sophisticates the law
to his own mind, by the turn of his own reasoning”. El texto de la carta está recogido en The Writings
of Thomas Jefferson, (1903), vol. 15, p. 298. Apud Donald M. ROPER: “Judicial Unanimity and the
Marshall Court–A Road to Reappraisal”, en The American Journal of Legal History (Am. J. Legal Hist.),
(Temple University School of Law, Philadelphia), Vol. 9, 1965, pp. 118 y ss.; en concreto, p. 118.
El juicio de Jefferson sobre Marshall no dejaba resquicio a la duda: un astuto presidente que
manipulaba la ley a su arbitrio. Jefferson se mostraría asimismo favorable a un retorno a la “saludable
práctica del primer Tribunal” del pronunciamiento a través de las seriatim opinions. Todavía dos años
después, en una carta dirigida en esta ocasión al Justice William Johnson, escrita desde Monticello el
27 de octubre de 1822, refiriéndose a las “uniform opinions of the Court”, Jefferson observaba: “The
practice is certainly convenient for the lazy , the modest (and) the incompetent. It saves the trouble
of developing their opinion methodically and even of making up an opinion at all”. Frente a ello, la
fórmula tradicional de las seriatim opinions muestra, a juicio de Jefferson, “whether every judge has
taken the trouble of understanding the case, of investigating it minutely, and of forming an opinion
for himself, instead of pinning it on another´s sleeve”. La carta está transcrita en su totalidad en A. J.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 425

seriatim y la opción en favor de las opinions of the court, Marshall mostró un


fuerte sentido de la misión institucional que “the least dangereous branch”, como
la considerara Hamilton en el artículo LXXVIII de The Federalist Papers93, estaba
llamada a cumplir. No en vano, como dice la actual Associate Justice Ginsburg94,
en el fondo de todo ello latía la diferenciación entre “individual and institutional
modes of judging”. Marshall, en definitiva, captó muy intuitivamente que el
prestigio y autoridad de la Corte se verían notablemente reforzados si este órgano
era capaz de hablar a través de una única voz, y puso en marcha este nuevo
procedimiento. Asimismo, el pronunciarse con una sola voz era sintomático de
que la Supreme Court tenía la última palabra. La doctrina de la judicial review
no haría sino confirmar esa misma impresión, lo que nos pone de relieve que la
extraordinaria habilidad de Marshall no sólo se manifestó a través de la interpre-
tación constitucional, sino también en el modo en que modeló la Corte como una
institución jurídica.
Fue en el caso Talbot v. Seeman (1801) donde Marshall puso fin a la práctica
de las seriatim opinions. A partir de ese momento, la Supreme Court escribió como
“a single unit”, quedando toda disensión producida en su seno en secreto. Se
establecía de esta forma el que iba a convertirse en uno de los postulados básicos
del American case-law system: “the decision of a majority determines the result
and establishes a precedent for use in subsequent adjudications (...). The result
plus the reasoning found in the <opinion of the court> determine the precedent
value of any particular case”95.
Añadamos, por último, que la Marshall Court, contra lo que pudiera pensarse,
en modo alguno se nos presenta como monolítica. Si acaso, por el alto grado de
unanimidad alcanzado en las controversias suscitadas en cuestiones relativas a las
relaciones entre los poderes federal y estatales, algún autor ha podido visualizar
la Corte como “an ideological monolith”96, pero ello nunca más allá de 1823. Y tal
apreciación no deja de ser discutible. Es cierto que la búsqueda por Marshall de la
unanimidad en los pronunciamientos de la Supreme Court fue una parte esencial
de su concepción de la función judicial. Frente a una Administración republicana

LEVIN: “Mr. Justice William Johnson, creative dissenter”, en Michigan Law Review (Mich. L. Rev.),
Vol. 43, 1944-1945, pp. 497 y ss.; en concreto, pp. 513-515.
93
“Whoever attentively considers the different departments of power must perceive, that in a
government in which they are separated from each other, the judiciary, from the nature of its functions,
will always be the least dangereous to the political rights of the constitution; because it will be least in
a capacity to annoy or injure them”. Entresacamos este texto de la obra The Founders´ Constitution,
edited by Philip KURLAND and Ralph LERNER, volume four, The University of Chicago Press,
Chicago and London, 1987, p. 142.
94
Ruth Bader GINSBURG: “Speaking in a Judicial Voice”, en New York University Law Review
(N. Y. U. L. Rev.), Vol. 67, No. 6, December, 1992, pp. 1185 y ss.; en concreto, p. 1190.
95
CHICAGO-COMMENTS: “Supreme Court no-clear-majority decisions. A study in stare decisis”,
en The University of Chicago Law Review (U. Chi. L. Rev.), Vol. 24, 1956-57, pp. 99 y ss.; en concreto,
p. 99.
96
En tal sentido, Robert G. SEDDIG: “John Marshall and the Origins of Supreme Court leadership”,
en University of Pittsburg Law Review (U. Pitt. L. Rev.), Vol. 36, number 4, Summer 1975, pp. 785 y
ss.; en concreto, p. 813.
426 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

hostil, los jueces debían de redactar juntos las sentencias de la Corte, intentando
suprimir los desacuerdos con vistas a crear un frente unido. Sin embargo, la
unanimidad del Tribunal presidido por Marshall no se iba a prolongar durante
mucho tiempo. La llegada a la Corte del Justice William Johnson, su más inde-
pendiente colega, tendría mucho que ver con ello. En el caso Huidekoper´s Lessee
v. Douglas (1805), Johnson formularía su primera disidencia, bien que bajo la
forma de concurring opinion, considerándose de modo bastante generalizado que
la primera quiebra formal de esa tradición de unanimidad se produjo en el caso
Simms & Wise v. Slacum (1806), en el que el Justice William Paterson suscribió el
primer auténtico dissent. A partir de ese momento, las dissenting opinions irían
desarrollándose lenta pero inexorablemente, hasta adquirir con el paso del tiempo
un rol seminal en el funcionamiento de la Corte, llegando incluso a tener ciertos
dissents un sentido profético, por utilizar una célebre expresión acuñada por
Barth en su bien conocida caracterización del dissent: “Judicial dissent is, at its
best, a form of prophecy in the Biblical sense of that term. It reflects, at least on
occasion, not only a protest against what the dissenter deems error or injustice,
but an Isaiahlike warning of unhappy consequences. Like a seer, the dissenter
sometimes peers into the future”97. Y desde luego, nadie encarnaría mejor que
ese enorme Justice que fue Oliver Wendell Holmes (Associate Justice entre 1902 y
1932) ese sentido profético del dissent.
b/ A la muerte de Marshall la estatura de la Corte había crecido enormemente.
Pensemos en que ya incluso unos años antes, hacia 1830, Alexis de Tocqueville
había subrayado hasta el extremo el relevante rol del poder judicial en Norteamé-
rica, y dentro de tal poder haría especial hincapié en el rol de la Corte Suprema,
entendiendo que a ella estaba encomendada la paz, la prosperidad y la propia
existencia de la Unión. En definitiva, Marshall logró elevar la Supreme Court a una
posición de igualdad con el legislativo y el ejecutivo, y como admite Abraham98,
quizá incluso a una de dominio durante el auge de su presidencia. Y aún más,
bajo la dirección de Marshall, la Corte no sólo se convirtió en una crecientemente
importante fuerza en la política nacional, sino también en una fuente de orgullo e
inspiración (“a source of pride and inspiration”) para los hombres nombrados para
este Tribunal99, lo que contrasta de modo radical con el sentir de sus miembros
en los años anteriores al acceso de Marshall a la Corte (pensemos una vez más en
la opinión expresada al efecto por John Jay) y con el hecho de que en la década
final del siglo XVIII el acceso a este órgano no suscitaba especiales entusiasmos,
ni mucho menos podía entreverse como la culminación de una carrera jurídica100.

97
Alan BARTH: Prophets with honor (Great Dissents and Great Dissenters in the Supreme Court),
Alfred A. Knopf, New York, 1974, p. 3.
98
Henry J. ABRAHAM: The Judicial Process, op. cit., p. 376.
99
G. Edward WHITE: The American Judicial Tradition, op. cit., p. 13.
100
A este respecto nos remitimos, sin entrar ahora en mayores detalles, a nuestro artículo “Los
primeros pasos del Tribunal Supremo norteamericano: la pre-Marshall Court”, del que ya nos hemos
hecho eco, elaborado para la obra colectiva en homenaje al Profesor Jorge De Esteban, que también
se publica en este libro.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 427

No debe extrañar, en sintonía con lo que se acaba de decir, que algún sector de
la doctrina101 haya considerado, que la más importante contribución histórica de
la Corte presidida por Marshall no consistió tanto en las decisiones particulares
de especial trascendencia que dictó como en la elevación de la estatura de la
Corte, que abrió el camino que ha conducido a que este órgano llegue a ser la
formidable institución que hoy conocemos que es, entendiéndose también en esa
línea que lo que hace de Marshall verdaderamente un gran Juez es, ante todo, su
rol institucional, al convertir la Corte Suprema en un órgano mucho más relevante
para la política americana de lo que lo era antes de su llegada a la misma102. Por
supuesto, Marshall logró una verdadera metamorfosis de la Supreme Court; con
todo, quedarse en este único aspecto no nos parece acertado, porque supondría
de algún modo devaluar las extraordinariamente relevantes aportaciones de la
Corte Suprema presidida por Marshall en el ámbito del Derecho constitucional
norteamericano, y dentro del mismo, en el plano de las relaciones entre la Unión
y los Estados.
D) Para finalizar, hemos de hacernos eco de algunos otros rasgos personales
que, sin duda, tuvieron un cierto influjo en el predominio de Marshall sobre su
Corte. A ellos han aludido, de una u otra forma, muy diversos autores y diferentes
miembros de la Corte a lo largo del tiempo, Oliver Wendell Holmes y Frankfurter
entre otros muchos. Se trata de aspectos más atinentes a la personalidad de
nuestro hombre. Está bien lejos de la verdad que Marshall ejerciera su gran influjo
sobre la Corte de resultas de su carácter tiránico o despótico, como escribiera, de
resultas de su odio personal hacia Marshall, el siniestro y contradictorio personaje
de Spencer Roane. Como con toda fidelidad se ha señalado103, Marshall no dominó
la Corte a través de la represión o del engatusamiento (“social cajolery”); por
contra, su liderazgo se asentó en una cuidadosa orquestación de los objetivos
sociales, políticos y jurídicos en los que todos los Justices se vieron interesados y
profundamente comprometidos. A su sólido intelecto Marshall unió un buen estilo
personal, un carácter amistoso y sin pretenciosidades y una gran firmeza en sus
convicciones, y todo ello, como destacara Oliver W. Holmes (que al año siguiente
accedería a la Corte) en el que se denominó “Marshall Day”, conmemorativo del
centenario de su confirmación por el Senado como Presidente de la Corte, cele-
brado en todo el país, propiciaría su personal ascendencia sobre sus colegas104. En
definitiva, Marshall fue capaz de promover un espíritu de cooperación y de trabajo
en equipo (“teamwork”), y, a través de todo ello, “the Court became a family”105. Y
ello no sólo tendría su traducción en sus majority opinions sino, más allá de ellas,
101
Michael J. KLARMAN: “How Great Were the <Great> Marshall Court Decisions?”, en Virginia
Law Review (Va. L. Rev.), Vol. 87, 2001, pp. 1111 y ss.; en concreto, pp. 1153 y 1181.
102
Jack M. BALKIN: “The Use that the Future Makes of the Past: John Marshall´s Greatness and
Its Lessons for Today´s Supreme Court Justices”, op. cit., p. 1321.
103
Robert G. SEDDIG: “John Marshall and the Origins of Supreme Court Leadership”, en University
of Pittsburg Law Review (U. Pitt. L. Rev.), Vol. 36, No. 4, Summer 1975, pp. 785 y ss.; en concreto, p. 797.
104
Cit. por G. Edward WHITE: “The Art of Revising History; Revisiting the Marshall Court”, en
Suffolk University Law Review (Suffolk U. L. Rev.), Vol. XVI, number 3, Fall 1982, pp. 659 y ss.; en
concreto, pp. 671-672.
105
Robert G. SEDDIG: “John Marshall and the Origins of Supreme Court Leadership”, op. cit., p. 797.
428 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

en que, en forma semejante a como aconteciera con ese enorme Justice que fuera
Oliver W. Holmes, Marshall fuera respetado en vida y querido por sus colegas,
muy en particular por su gran amigo Joseph Story.

E) Los enemigos del Chief Justice: Spencer Roane y Thomas Jefferson

Si hubiera que contraponer a dos personalidades de la joven República,


éstas, sin duda, serían las de John Marshall y Thomas Jefferson, que encarnan el
paradigma del enfrentamiento permanente. El choque entre uno y otro provenía
de mucho antes de que ambos se encumbraran en puestos decisivos del gobierno
de la Unión. Sus vínculos familiares (eran primos terceros, descendiendo ambos
de William Randolph of Turkey Island, uno de los primeros colonos de Virginia)
contribuyeron, más que a limar, a agravar la contraposición. Es bien significativo
al respecto que Jefferson se refiriera casi siempre a Marshall como “that gloomy
malignity”106 (esa tenebrosa malignidad). Y en la lid electoral de 1800, que con-
dujo en un primer momento al inesperado empate entre Jefferson y Aaron Burr,
Marshall, aún estando de acuerdo con Hamilton en que Burr era la peor opción,
manifestó su imposibilidad de ayudar a Jefferson, expresando una objeción casi
insuperable frente al hombre que finalmente se convirtió en el tercer Presidente
de los Estados Unidos, al considerarlo totalmente incapaz de ocupar la primera
magistratura de la nación107, juicio que, en base a la supuesta debilidad de su
carácter y falta de fortaleza, parecía compartir un sector de la prensa federalista108.
Estos respectivos juicios de uno sobre otro contribuyen a dar una buena idea de la
visceral antipatía de Jefferson hacia su primo, y de la falta de aprecio de Marshall
hacia Jefferson.
Al margen ya de ese rechazo personal, que siempre suele ser recíproco,
Jefferson y Marshall simbolizaron las enfrentadas convicciones constitucionales
de la época. Las pasiones ideológicas de la convulsa década final del siglo XVIII
continuaron en el primer decenio del nuevo siglo, convergiendo ahora en la
Constitución y en la interpretación que a sus cláusulas había de darse. No deja
de sorprender que estas pasiones enfrentadas siempre tuvieran como personajes
destacados a virginianos. Jefferson, Madison, Spencer Roane, John Randolph y

106
Henry J. ABRAHAM: The Judicial Process, op. cit., p. 341.
107
En una carta de Marshall a Alexander Hamilton, fechada el 1 de enero de 1801, consideraba a
Jefferson “totally unfit for their chief magistracy of a nation which cannot indulge these prejudices
without sustaining deep personal injury”. Apud Melvin I. UROFSKY: “Thomas Jefferson and John
Marshall: What Kind of Constitution Shall We Have?”, en Journal of Supreme Court History (J. Sup.
Ct. Hist.), Vol. 31, Issue 2, 2006, pp. 109 y ss.; en concreto, p. 109.
108
Particularmente dura sería la andanada que contra Jefferson dirigió la Gazette of the United
States, un periódico federalista, que durante los comicios de 1800 publicó un mensaje dirigido hacia
el candidato virginiano en el que podía leerse lo que sigue: “You have been, Sir, a Governor, an
Ambassador, and a Secretary of State, and had to desert each of these posts, from that weakness of
nerves, want of fortitude and total imbecility of character, which have marked your whole political
career”. Apud Louise WEINBERG: “Our Marbury”, en Virginia Law Review (Va. L. Rev.), Vol. 89, 2003,
pp. 1235 y ss.; en concreto, p. 1281.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 429

Marshall constituyen buen ejemplo de ello. Sin embargo, fueron Jefferson y Mar-
shall quienes simbolizaron y personalizaron las convicciones constitucionales en
conflicto, poniéndolas en juego en centros explosivos. Como escribe Newmyer109,
cada uno había adoptado una posición sobre los grandes asuntos exteriores e
internos en la década de 1790, y cada uno de ellos combinó estas cuestiones en
una disputa sobre el significado de la Constitución. Y todo ello, pese a no hallarse
encuadrado Marshall dentro de los high Federalists, el ala más conservadora
del partido que lideraba Alexander Hamilton, sino en el ala más moderada que
capitaneaba John Adams. Jefferson siempre expresó su particular inquina hacia
Hamilton y sus seguidores.
No deja de ser una curiosa paradoja histórica, que el 4 de marzo de 1801 fuera
John Marshall quien hubiera de tomar juramento de su cargo al Presidente electo,
Thomas Jefferson. Como escribe Newmyer, “with his hand on the Bible held by
Marshall, Jefferson swore to uphold the Constitution Marshall was sure he was
about to destroy”110.
Muchas leyendas se han contado acerca del origen de esa endémica y perma-
nente antipatía, incluso podría hablarse de odio, entre los dos primos, aunque
sin llegar a vislumbrarse ninguna causa verdaderamente determinante. Desde
luego, sí podría decirse, y por ello nos referimos especialmente a esa cuestión,
que el enfrentamiento alcanzó su climax con ocasión del juicio del que había sido
Vicepresidente con Jefferson, Aaron Burr, cuyo tribunal, que finalmente le declaró
no culpable de un delito de traición (1807), presidió Marshall, aunque también
se ha apuntado a otro momento culminante en esa relación de tensión111, el año
1811, ya con Madison como Presidente, cuando llegó un caso ante el Circuit Court
de Richmond, presidido por John Marshall, en el que se vio envuelto Jefferson por
el embargo de una propiedad en Nueva Orleans llevado a cabo por orden suya,
siendo Presidente. Jefferson adujo que el caso había sido premeditadamente
planteado ante el Tribunal de Richmond para que su odiado primo se diera el
gusto de condenarle. Marshall no se iba a privar de hacer una serie de sarcásticas
observaciones sobre Jefferson, pero llegado el momento de decidir en Derecho,
su integridad como Juez prevaleció, y en contra de lo que su intrigante primo
pensaba, apoyó el argumento básico sustentado por los abogados del ex Presi-
dente, que no era otro sino el de que el tribunal carecía de jurisdicción a causa
de que el acto que condujo al proceso (una supuesta violación de la propiedad
–“trespass of property”– en Nueva Orleans) había tenido lugar fuera de Virginia,
y el common law, según Marshall, exigía que el caso fuera enjuiciado donde la
supuesta violación de la propiedad había tenido lugar.
Los amigos de Jefferson iban a seguir los pasos de su jefe, convirtiéndose
(algunos de ellos al menos) en los más feroces críticos de Marshall y de la Marshall

109
R. Kent NEWMYER: John Marshall and the Heroic Age of the Supreme Court, op. cit., p. 147.
110
Ibidem, p. 148.
111
Leonard BAKER: “The Circuit Riding Justices”, en Supreme Court Historical Society Yeabook
(Sup. Ct. Hist. Soc´y Y. B.), 1977, pp. 48 y ss.; en concreto, p. 51.
430 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

Court, siempre, y esto parece bastante aclarado por los historiadores, instigados y
estimulados por el odio de Jefferson hacia su primo. Uno de esos oponentes sería
John Taylor, de Carolina, quien criticó con todo ardor las doctrinas de Marshall,
tildándolas de destructivas del principio de la división de poderes entre los dos
centros de gobierno. El otro fue el virginiano Spencer Roane, a quien ya nos hemos
referido en alguna ocasión, quien, como recuerda Corwin112, hizo bandera de su
rechazo a la interpretación de que de la cláusula de supremacía derivara cualquier
poder implícito para el gobierno nacional. Roane, que aspiraba a la Presidencia
del Tribunal Supremo cuando Jefferson llegara a la Presidencia de los Estados
Unidos113, podríamos decir que ejemplifica paradigmáticamente la enemistad
implacabe hacia Marshall, que mostró con mucha frecuencia con sus ataques sin
piedad contra el Chief Justice y su Tribunal.

a) El virginiano Spencer Roane

Spencer Roane fue un jurista de una sólida formación. Dodd recuerda de él


que había estudiado en profundidad el “Coke on Littleton”, la primera y quizá
fundamental parte de los Institutes de Sir Edward Coke, que tratamos en otra
parte de este libro, además ya de estar familiarizado con los escritos de Grocio,
Locke y Montesquieu114. Su inusual talento ha sido igualmente reconocido115.
Su extraordinaria capacidad y su enorme poder local le proyectaron más allá
de su Estado de Virginia, otorgándole una cierta proyección nacional. Ya en la
Convención de ratificación de la Constitución federal de Virginia (1788), con
26 años de edad tan sólo, se hizo célebre por sus furibundos ataques contra los
Federalistas, que le llevaron a escribir, bajo el pseudónimo de “Plain Dealer”, un
panfleto en el que insinuaba que la Constitución incentivaría a la aristocracia y
conduciría hacia la monarquía.
En 1794 accedió a una vacante en la Virginia Court of Appeals. Como se ha
escrito, “thus there came to the Court of Appeals that storm center of controversy,
Spencer Roane”116. Roane se convertiría después en el presidente de este órgano
judicial, el órgano supremo del Estado de Virginia, aunque, como ya hemos dicho,

112
Edward S. CORWIN: “John Marshall, Revolutionist malgré lui”, op. cit., p. 14.
113
“Hailed as <one of the greatest ornaments of the American judiciary>, Chief Justice of the United
States but for Oliver Ellsworth´s inopportune resignation, founder of one of the leading newspapers
of the nineteenth century, prominent leader of the Jeffersonians, implacable enemy of John Marshall,
political boss of Virginia, <the original Southern secessionist>, and capable of arousing passionate
expressions of hatred and praise in his own day, Spencer Roane has almost been forgotten in ours”. En
tales precisos términos comenzaba describiendo a Spencer Roane un artículo que hace sesenta años
le dedicó la Harvard Law Review. Cfr. al efecto, HARVARD-NOTE: “Judge Spencer Roane of Virginia:
Champion of State´s Rights – Foe of John Marshall”, en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Vol. 66,
1952-1953, pp. 1242 y ss.; en concretro, p. 1242.
114
William E. DODD: “Chief Justice Marshall and Virginia, 1813-1821”, en The American Historical
Review (Am. Hist. Rev.), Vol. 12, No. 4, July, 1907, pp. 776 y ss.; en concreto, p. 776.
115
HARVARD-NOTE: “Judge Spencer Roane of Virginia...”, op. cit., p. 1257.
116
Ibidem, p. 1244.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 431

su más íntima ambición era la de ocupar la Chief Justiceship de la Corte Suprema,


a la que Jefferson tenía planeado nombrarle tras la muerte del Chief Justice Ell-
sworth, nombramiento que, como ya vimos, se frustró por la imprevista renuncia
del Chief Justice antes de que Jefferson tomara posesión de la Presidencia, que
posibilitó que aún en las postrimerías de su mandato Adams pudiera nombrar a
Marshall para ese cargo. Desde ese mismo momento, Roane sintió una profunda
inquina por Marshall, que le había arrebatado el cargo al que él aspiraba. El
senador Beveridge, el principal biógrafo de John Marshall, corrobora este dato
en su monumental biografía, en la que constata que Roane era uno de los dos
hombres que odiaban a Marshall (innecesario es decir que el otro era su primo).
Aunque el Estado de Virginia estaba dominado en 1800 por los Republicanos,
los Federalistas aún eran mayoritarios en la ciudad de Richmond. Para intentar
cambiar esta situación, ese mismo año Roane fundaba junto a un primo suyo
el Richmond Enquirer, un periódico que no sólo en muy poco tiempo se había
convertido en el más importante de Virginia, sino que pocos años después y a lo
largo del siglo XIX llegó a ser uno de los más relevantes del país. Innecesario es
decir que convertiría ese medio en un poderoso instrumento de ataque contra los
Federalistas. En 1812, Roane se había convertido en el político más poderoso de
su Estado.
El antagonismo entre quien había accedido al cargo de Chief Justice y el
resentido que no lo había sido y aspiraba a serlo, se iba sin embargo a nutrir
de bastante más que de puros enfrentamientos personales. La hostilidad se
abasteció de diferencias fundamentales en los respectivos principios y filosofías
constitucionales117. Marshall era, innecesario es reiterarlo, el gran exponente de
la concepción Federalista de la Constitución, mientras que Roane tenía un punto
de vista diametralmente diferente acerca de cuál debía ser la esfera de poder de
la autoridad federal; tan es así que Beveridge lo llamó “the most energetic states´
rights ideologue of all”. No debe extrañar por ello que, bajo su presidencia, la Court
of Appeals dictara sobresalientes decisiones en torno a problemas que afectaban
a importantes cuestiones constitucionales, y casi cada una de ellas encontró su
contrapartida en las sentencias de la Supreme Court presidida por Marshall118.
Por poner uno de los primeros ejemplos de estas interpretaciones judiciales
contrapuestas dictadas por la Court of Appeals y la Supreme Court, podemos
recordar el caso Turpin v. Locket, resuelto por el Tribunal virginiano en 1804, un
litigio de hondo significado en Virginia y que concernía a la constitucionalidad de
una ley de Virginia del año 1802, expropiando una serie de tierras pertenecientes
a la Iglesia Episcopaliana, aunque inicialmente de propiedad estatal y cedidas
después por el Estado a la Iglesia. Desde la Declaración de Independencia,
los defensores de la libertad religiosa trataron de acabar con la posición muy
favorable que tenía la Iglesia Anglicana en el país. La Ley virginiana de 1802 tuvo

117
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 53.
118
En torno a estas confrontaciones judiciales, cfr. HARVARD NOTE: “Judge Spencer Roane of
Virginia...”, op. cit., pp. 1246 y ss.
432 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

un especial significado, pues no sólo culminaba esa posición política, sino que
posiblemente puede considerarse como el único texto legal de un Estado que
expropió la propiedad de una Iglesia por motivos de un supuesto interés público.
La ley ya había sido considerada por el Chancellor Wythe como conforme con la
Constitución, pero los anglicanos deseaban que ese fallo fuese revocado por la
Court of Appeals, y creyendo que, salvo Roane, los restantes miembros de la Corte
se alineaban con su punto de vista, plantearon la cuestión ante el supremo órgano
judicial del Estado.
Spencer Roane maniobró para que la Corte no decidiera hasta que una vacante
existente en ella se cubriera. El nuevo miembro del tribunal se alineó con el Chief
Judge, produciéndose un empate en la Corte que supuso la confirmación de la
decisión de Wythe. Para Roane, la continuación de las tierras cedidas a la Iglesia
Anglicana en manos de ésta equivalía a una exacción inconstitucional a quienes
disentían de la Iglesia. La Revolución, argumentaba Roane, “has tumbled to the
ground.... that overwhelming hierarchy (of Church and State), which levelled
to the dust, every vestige of religious liberty”119. No era una posición nueva en
Roane, pues ya en 1783, con tan sólo 21 años, en la House of Delegates virginiana,
representando al Condado de Essex, había sostenido posiciones semejantes.
La cuestión de la constitucionalidad de la ley llegó a la Supreme Court en el
caso Terrett v. Taylor (1815). El Justice Story fue quien escribió la majority opinion
de la Corte; ignorando la previa posición de la Court of Appeals virginiana, declaró
inconstitucional la ley al violar “principles of natural justice” y “the fundamental
laws of every free government”. Bastantes años después, en 1840, ya fallecido
Roane (quien murió en 1822, cuatro años antes que Jefferson, no obstante ser
más joven que él), la Court of Appeals volvió a reconsiderar la cuestión (en Selden
v. Overseers of the Poor), y actuó a la recíproca, ignorando la Terrett opinion y
volviendo a confirmar la constitucionalidad de la ley estatal, esta vez con carácter
definitivo por cuanto la sentencia no fue apelada ante la Corte Suprema. En
cualquier caso, si hubiera que ejemplificar los más virulentos encontronazos entre
los dos Tribunales a que venimos refiriéndonos, habría que poner como puntos
de referencia este tríptico de sentencias de la Corte Suprema: Martin v. Hunter´s
Lessee (1816), McCulloch v. Maryland (1819) y Cohens v. Virginia (1821).
Spencer Roane, con notable frecuencia, y bajo diferentes seudónimos, como
los de “Amphictyon”, “Hampden” y “Algernon Sidney”, se dedicó a escribir en la
prensa virginiana ardientes diatribas frente a la Marshall Court, a su Chief Justice
y a los Justices republicanos, a los que atacó con extrema dureza, achacándoles
su silencio frente a la dirección de la Corte por el Chief Justice, llegando a la con-
clusión de que habían abandonado sus principios. En juego iba a estar de modo
primigenio la crucial cuestión de la naturaleza de la Unión, respecto de la cual la
posición de Roane era inequívoca, ubicándose entre los más furibundos defensores
de la teoría de los derechos de los Estados. De hecho, junto a John Taylor, y
ayudado en el Congreso por Macon y Randolph, Roane ayudó significativamente

119
Apud HARVARD-NOTE: “Judge Spencer Roane of Virginia...”, op. cit., p. 1247.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 433

a reactivar a los partidarios de la doctrina de los states´rights. Particularmente


intensos iban a ser sus ataques contra la crucial sentencia dictada por Marshall
en el caso McCulloch v. Maryland (1819). En 1819, Roane publicó cuatro ensayos
en el Richmond Enquirer, firmados con el seudónimo de “Hampden”, en los que
atacaba con enorme dureza las decisiones nacionalistas de la Marshall Court.
El Chief Justice quedó enormemente molesto por los “Hampden essays”, que
comparó al más furioso huracán (“the most furious hurricane”), y en respuesta a
los mismos, publicó nueve ensayos en la Alexandria Gazette, que fueron firmados
bajo el seudónimo de “A Friend of the Constitution”, pues el presidente del
Tribunal buscó siempre mantener en secreto su autoría, no siendo sino hasta
tiempos recientes cuando se conoció que los ensayos habían sido escritos por el
propio John Marshall120.
Roane había repudiado el famoso dictum de Marshall de que “it is a constitu-
tion we are expounding”, acerca de cuya trascendencia no podemos entrar ahora;
bástenos con decir que el Justice Frankfurter lo calificó en una ocasión como
“the single most important utterance in the literature of constitutional law–most
important because most comprehensive and comprehending”121. Y sin comprender
el profundo significado de esa afirmación122, que Cardozo resumiera en pocas
pero geniales palabras al escribir, que mientras “statutes are designed to meet the
fugitive exigencies of the hour”, “a constitution states or ought to state not rules
for the passing hour, but principles for an expanding future”123, Roane replicaba
diciendo: “If it is a constitution, it is also a compact and a limited and defined
compact”. Que se tratara de un pacto no obstaba en lo más mínimo para que fuera
una constitución; de ahí que Marshall, con un cierto sarcasmo, replicaba a Roane:
“He is so very reasonable as not to deny that it is a constitution”. Bien es verdad,
que en el fondo de su observación estaba muy claro lo que quería decir Roane:
la Constitución era el resultado de un pacto entre los Estados y éstos seguían
manteniendo su soberanía y sus derechos originarios. Marshall rechazaría, sin
embargo, la teoría del pacto (compact theory). “Nuestra Constitución –sostendría
Marshall en sus ensayos– no es un pacto. Es el acto de una única parte. Es el acto
del pueblo de los Estados Unidos (“It is the act of the people of the United States”),
reuniéndose en asambleas en sus respectivos Estados y adoptando un gobierno
120
Sobre la polémica “Hampden”/ “A Friend of the Constitution”, cfr. Bernard SCHWARTZ: A
History of the Supreme Court, op. cit., pp. 54-57. Cfr. asimismo, John MARSHALL: “A Friend of the
Constitution” (Essays from the Alexandria Gazette), en Stanford Law Review (Stan. L. Rev.), Vol. 21,
1968-1969, pp. 456 y ss.
121
Apud Michael J. GERHARDT: “The Lives of John Marshall”, op. cit., p. 1439.
122
No cabe descartar, como pudiera entresacarse de lo que viene implícitamente a dar a entender
Wolfe, que Roane creyera que, con su dictum, Marshall lo que en realidad estaba tratando es de ofrecer
un argumento con el que justificar una actuación cuasi-legislativa por parte del judiciary, lo que el
mencionado autor descarta cuando apostilla que el dictum “it is a constitution we are expounding”
no debe entenderse como defensa de la legislación judicial, pues un intérprete no es mejor intérprete
por dejar de preguntarse si está interpretando un testamento (“will”), una escritura (“deed”) o una
constitución; bien al contrario, de hecho, el intérprete hará “a poorer job of <merely> interpreting”
si no reconoce el objeto del tema que está tratando. Christopher WOLFE: The Rise of Modern Judicial
Review, op. cit., p. 41.
123
Benjamin N. CARDOZO: The Nature of the Judicial Process, op. cit., p. 83.
434 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

para el conjunto de la nación”124. Imperecederas palabras, expuestas en un marco


federal, que, a salvo las oportunas matizaciones, no convendría que olvidáramos
en España.
Las críticas de Roane contra la Corte y contra Marshall alcanzaron posible-
mente su mayor nivel de dureza con ocasión del caso Cohens v. Virginia, decidido el
3 de marzo de 1821 por el voto unánime de seis miembros de la Corte, escribiendo
Marshall la opinion of the Court. El Cohens case vino a reflejar el esfuerzo de
varios Estados, incluido Virginia, para impugnar los puntos de vista expuestos
por el Chief Justice en la trascendental decisión, ya aludida, McCulloch v. Maryland
(1819). Marshall, pronunciándose para la Corte, se reafirmó en que la Constitución
convirtió la Unión en suprema y al federal judiciary lo erigió en el árbitro constitu-
cional último. Enormemente significativo del consenso suscitado por la Cohens v.
Virginia decision, y por lo mismo de la arbitrariedad de las críticas dirigidas hacia
la sentencia por Roane, sería precisamente el hecho de su aprobación, silenciosa
como dice Schroeder125, por parte del Justice William Johnson, el más próximo a
Jefferson de los miembros de la Corte, como ya se ha dicho. El gran historiador
de la Corte Charles Warren llegó a hablar de “savage attacks on the decision”, rea-
lizados por escritores dirigidos por Spencer Roane126, al margen ya de los propios
artículos de Roane publicados en el Richmond Enquirer con el seudónimo en esta
ocasión de “Algernon Sidney” entre el 25 de mayo y el 8 de junio de 1821. Bien
significativo del sentir de Jefferson es el hecho de que cuando William Johnson, el
primer Justice que él había designado para la Corte, confidencialmente, se dirigió
a él para preguntarle si creía que en la Cohens opinion la Corte había excedido sus
poderes constitucionales, el ex-Presidente le recomendó que leyera las cartas que
Roane había publicado en el Enquirer de Richmond, añadiendo: “I considered
these papers (en obvia referencia a los escritos de Roane) maturely as they came
out, and confess that they appeared to me to pulverize every word which had been
delivered by Judge Marshall.... (Marshall´s) doctrine was so completely refuted by
Roane, that if it can be answered, I surrender human reason as a vain and useless
faculty, given to bewilder, and not to guide us”127. Así pues, Jefferson se sentía tan
contrariado por la doctrina expresada por Marshall en Cohens v. Virginia como
para renunciar a la razón humana, al considerarla una vana e inútil facultad dada
para desconcertarnos y no para guiarnos, reflexión que, innecesario es decirlo,
tenía en su punto de mira a John Marshall.
El mismo Chief Justice, en una carta dirigida a su amigo y colega Joseph
Story, fechada el 15 de junio, aludía a tales ataques en los siguientes términos:

124
John MARSHALL: “A Friend of the Constitution” (Essays from the Alexandria Gazette), op. cit.,
p. 477 (Ensayo V, de 5 de julio de 1819) y p. 490 (Ensayo VIII, de 14 de julio de 1819).
125
Oliver SCHROEDER, Jr.: “The Life and Judicial Work of Justice William Johnson, Jr.”, en
University of Pennsylvania Law Review (U. Pa. L. Rev.), Vol. 95, 1946-1947, pp. 164 y ss. (first part) y
344 y ss. (second part); en concreto, p. 190.
126
Charles WARREN: “The Story-Marshall Correspondence (1819-1831)”, en William and Mary
College Quarterly Historical Magazine, Second series, Vol. 21, No. 1, January, 1941, pp. 1 y ss.; en
concreto, p. 6.
127
Apud HARVARD-NOTE: “Judge Spencer Roane of Virginia...”, op. cit., p. 1256.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 435

“I think for coarseness & malignity of invention Algernon Sidney surpasses all
party writers who have ever made pretensions to any decency of character”128.
La respuesta de Story no se hizo esperar. El 27 de junio escribía a Marshall: “The
opinion of our best lawyers is unequivocally with the Supreme Court, heartily &
resolutely. They consider your opinion in Cohens v. Virginia as a most masterly &
convincing argument, & as the greatest of your judgments. Allow me to say that
nowhere is your reputation more sincerely clerished than here...”. Más adelante,
Story añadirá: “The truth is that the whole doctrine of Virginia on the subject of
the Constitution appears to me so fundamentally erroneous, not to say absurd,
that I have a good deal of difficulty in reading with patience the elaborate attempts
of her political leaders to mislead & deceive us”129.
Los Republicanos, como suele decirse, tenían mal perder. La Cohens opinion
desencadenó otras voces estridentes en su contra, hasta el punto de que en alguna
sesión del Congreso se intentó reducir los poderes de la Corte130. En los últimos
años de su vida, el pesimismo se apoderaría de Marshall, pasando a ser cada vez
más consciente de que estaba librando una batalla perdida. “To men who think
as you and I do –escribía Marshall a Story hacia fines de 1834, esto es, unos siete
meses antes de su muerte– the present is gloomy enought; and the future presents
no cheering prospect”131. Marshall pareció fallecer embargado por un crudo
pesimismo acerca de la continuidad de su obra, algo que no es inhabitual entre
quienes han sido auténticos creadores en las más diversas áreas del pensamiento,
de las ciencias o de las artes; nos viene a la memoria al respecto la lapidaria frase
de Gustav Mahler, Meine Zeit wird noch kommen, pero en ella encontramos un
optimismo a futuris132, que si bien encierra el sentimiento de la incomprensión
de su obra entre sus contemporáneos, a la par, alberga la esperanza de que su
maravillosa música acabará triunfando, como así ha sucedido; tal atisbo de
esperanza nos parece que brilla por su ausencia en las palabras de Marshall.
En definitiva, Roane cumplió una misión de la mayor trascendencia: des-
pertar al pueblo del Sur de la precariedad de su posición en la Unión, lo que le
enfrentó ferozmente con el Chief Justice, denodadamente esforzado en propiciar
el fortalecimiento de esa misma Unión. Sus dramáticos enfrentamientos públicos
con Marshall en una época en que la depresión y la cuestión de la esclavitud se
situaban en el primer plano del interés popular ayudó a transmutar el sentimiento
del Sur, que del nacionalismo derivó hacia los derechos de los Estados, con las
funestas consecuencias que a la larga ello habría de tener: una brutal y sangrienta

128
El texto de esta carta puede verse en Charles WARREN: “The Story-Marshall Correspondence
(1819-1831)”, op. cit., p. 6.
129
El texto de la carta de Story a Marshall puede verse en Charles WARREN, Ibidem, pp. 6-8.
130
Recordemos que los Republicanos seguían controlando en estos años el Congreso y la Admi-
nistración. James Monroe, el tercer Presidente de la “dinastía Virginiana”, había accedido al cargo en
1817 y lo detentaría hasta 1825, fecha en que los Democráticos-Republicanos de Virginia perderían
su monopolio, alcanzando la Presidencia John Quincy Adams, hijo.
131
De ello se hace eco Edward S. CORWIN: “John Marshall, Revolutionist malgré lui”, op. cit., p. 14.
132
José Luis PÉREZ DE ARTEAGA: Mahler, Antonio Machado Libros–Scherzo Fundación, Madrid,
2007, p. 15.
436 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

guerra civil. Flaco favor el que Roane hizo al pueblo de Virginia en particular y
al Sur en general.

b) El primo Jefferson

I. Thomas Jefferson era un aristócrata y terrateniente virginiano, muy culto,


polifacético, hasta el extremo de que se le ha llamado “the sage of Monticello”133.
Baste como ejemplo de sus inquietudes culturales con recordar que desempeñó un
rol importantísimo en la implantación en los Estados Unidos de un nuevo gusto
arquitectónico que puso punto final al viejo estilo colonial británico, el llamado
estilo “joven República”. El propio Jefferson diseñó su residencia de Monticello, en
la que utilizó el Panteón de Roma como modelo, aunque también la Villa Rotonda
del genial Andrea di Piero, más conocido como Andrea Palladio (1508-1580), el
“clasicista por excelencia” y desde luego el arquitecto de más perenne influencia
en la historia del arte occidental, al margen ya de ser ese edificio, situado sobre
un promontorio en el monte Berico, al sudeste de Vicenza, el que más admiración
suscitó entre sus contemporáneos y también entre las generaciones posteriores,
considerándosele como la más perfecta muestra de la relación entre paisaje y
edificio134. Más allá de ello, Jefferson conectó la arquitectura norteamericana con
el Cinquecento y, a través del mismo, con la antigüedad romana en otras construc-
ciones diseñadas por él, como fue la sede de la primera Universidad pública creada
por él mismo en los Estados Unidos en Charlottesville (construida entre 1817 y
1826)135, o el capitolio de Richmond, cuyos planos realizó en 1785, e incluso en
el demostrado influjo que tuvo sobre William Thornton, el arquitecto que diseñó
el Capitolio de Washington, dirigiendo sus obras entre 1803 y 1817, aunque éstas
no culminaron hasta 1865, ya bajo la dirección de Thomas Walter. Nos hemos
detenido con algún detalle en algo ajeno al núcleo central de este trabajo por
cuanto creemos que es ilustrativo de las enormes capacidades intelectuales de un
hombre genial como fue Jefferson, que no fue ajeno a las contradicciones –entre
ellas habría que hacerse eco de la brutal incongruencia de las excelsas afirmacio-
nes que plasmó en la Declaración de Independencia (“Sostenemos como evidentes
estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por
su Creador de ciertos derechos inalienables...”) cuando se confrontaban con su
defensa de la esclavitud, corroborada por los cientos de esclavos que trabajaban en
su hacienda de Monticello–, “tics” y manías de los grandes genios. Y en el marco

133
Darren STALOFF: Hamilton, Adams, Jefferson. The Politics of Enlightenment and the American
Founding, Hill and Wang, New York, 2005, p. 246.
134
En sus Quattro libri dell´Architettura, Palladio haría especial hincapié acerca de esta estrecha
relación. Para una primera aproximación al tema, cfr. Manfred WUNDRAM y Thomas PAPE:
Andrea Palladio. 1508-1580. Arquitecto entre el Renacimiento y el Barroco, Taschen, Köln/Madrid,
2008, pp. 186-201.
135
Para una primera aproximación al rol de Thomas Jefferson en la arquitectura de los Estados
Unidos, cfr. Jan GYMPEL: Historia de la Arquitectura (De la Antigüedad a nuestros días), Könemann,
Colonia/Barcelona (edición española), 1996, p. 66.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 437

de una personalidad así se ha de ubicar el profundo y permanente conflicto con


otra persona no menos genial como sería la de su primo Marshall.
Estos rasgos de una personalidad tan polifacética, sin duda, contribuyeron a
moldear sus posicionamientos políticos, aunque quizá no terminen de explicar
su gran contribución a la cultura política americana. Defensor ardiente de los
derechos de los Estados, orientó los dos mandatos de su Presidencia (1801-1809) a
cambiar por completo la trayectoria seguida por los Federalistas. Como ha escrito
Crosskey, con su agudeza habitual, “in the national sphere, Jeffersonism was a
negative, do-nothing policy”136. Las energías del gobierno federal las dirigió hacia
la expansión agraria y el desarrollo del comercio urbano, justamente lo deseado
por algunos Estados, Virginia muy particularmente. El rotundo desmoche del
Federalist party que se produjo tras la victoria de Jefferson a finales de 1800 vino a
generar lo que se ha dado en llamar “one-party rule” conocida como “la era de los
buenos sentimientos” (“the era of good feelings”), aunque otros la conocen como
“the Virginia dynasty”137. En esta nueva era el modelo de gobierno constitucional
se caracterizó por el fortalecimiento de los derechos de los Estados y por una
brusca limitación de la intrusión federal, diseño que, con puntuales salvedades, se
iba a convertir en el modelo dominante hasta la Guerra de Secesión (1861-1865).
No debe extrañar por lo mismo que las decisiones emanadas de la Marshall
Court, encaminadas en muchos casos al fortalecimiento de la Unión frente a los
Estados, suscitaran el más radical rechazo por parte de Jefferson. La misma con-
sideración que con anterioridad hacíamos del choque Roane–Marshall vale para
explicar el enfrentamiento entre los dos primos, pues más allá de las personales
antipatías que se profesaran recíprocamente, la colisión entre ellos tenía una base
mucho más profunda, en cuanto tras ella subyacía una contrapuesta interpreta-
ción de la Constitución y una antitética visión del futuro de los Estados Unidos.
Un ejemplo significativo de esta visión contrapuesta de la Unión la encon-
tramos bien pronto, en el propio gobierno de Washington, y aunque tiene como
personajes enfrentados a Jefferson y a Hamilton, dos de sus Secretarios (de Estado
y del Tesoro, respectivamente), puede proyectarse también hacia John Marshall,
que en la cuestión a que vamos a referirnos compartía en plenitud la visión de
Hamilton, como vendrían a corroborar algunas de sus decisiones judiciales poste-
riores. El principal problema a que debía hacer frente el Gobierno del Presidente
Washington era la virtual situación de quiebra económica de la Unión, fruto de la
enorme deuda dejada por la Confederación, a la que se unía un tesoro vacío y la
imprevisión de medidas específicas encaminadas a recabar ingresos con los que
hacer frente a la crítica situación. Como Secretario del Tesoro, Alexander Hamilton
propuso, entre otras innovaciones a su entender necesarias, la creación de un
Banco mediante una federal charter, aunque de propiedad privada, para ayudar
a dirigir los asuntos financieros del gobierno. Jefferson se opuso, argumentando

136
William Winslow CROSSKEY: Politics and the Constitution in the History of the United States,
Volume II, The University of Chicago Press, 2nd edition, Chicago, 1955, p. 1038.
137
Darren STALOFF: Hamilton, Adams, Jefferson..., op. cit., p. 332.
438 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

que la Constitución no permitía la creación de ese Banco. Según el hacendado de


Monticello, “where a phrase will bear either of two meanings, (one should) give
it that which will allow some meaning to the other parts of the instrument, and
not that which would render all the other useless”138. (Donde una frase admita
cualquiera de dos significados, uno debería darle el que permita algún significado
a las otras partes del documento y no aquél que convierta las demás en inútiles).
Y desde esta óptica, Jefferson consideró que la “necessary and proper clause” de
la Constitución139 no pretendía dar al Congreso manos libres. A su juicio, la Con-
vención Constitucional no había pretendido otorgar al Congreso amplios poderes,
sino atarle rectamente dentro de los poderes enumerados. En otras palabras, el
Gobierno federal disponía de poderes extremadamente limitados, tan sólo de
aquellos específicamente enumerados, y la Constitución no debía interpretarse
para permitir al Congreso quitar los poderes a otras partes, especialmente los
Estados. Hamilton, por supuesto, adoptó el punto de vista contrario: que el
Congreso de Filadelfia había pretendido de hecho que el gobierno nacional tuviera
una amplia, aunque limitada, autoridad. Consiguientemente, la Constitución
debía interpretarse liberalmente (“liberally”) con vistas a la promoción del bien
público, y de esta forma la palabra “necessary” significaba “needful, requisite,
incidental, useful, or conducive to” (lo necesario, lo requerido, lo incidental, lo
útil o lo conducente a). Hamilton se impuso en este debate con facilidad, pues
tanto él como Washington habían estado presentes en Filadelfia y sabían que
los delegados habían evitado el esfuerzo de enumerar un listado con todas las
competencias del Congreso, prefiriendo esbozarlas en unos términos amplios, y
en este contexto eran conscientes de que aunque la Constitución no otorgaba de
modo expreso al Congreso la competencia de aprobar charters de bancos u otras
instituciones, ello respondía al hecho de que los delegados estaban de acuerdo
en que tal competencia petenecía a un gobierno soberano y no necesitaba ser
especificada.
Y en cuanto a la contrapuesta visión que de la Constitución tenían Jefferson
y Marshall, valga con recordar algo ya señalado: mientras para Marshall la Cons-
titución era un documento que había de perdurar de generación en generación ,
para Jefferson cada generación debía hacer su propia Constitución.
Se ha dicho140, que Jefferson era un político idealista (“an idealistic politi-
cian”), añadiéndose, de modo implícito, que en armonía con ello creía en la total
perversión (“the total depravity”) de sus oponentes políticos y en la perfección de
sus propias idílicas teorías de la sociedad y del gobierno (“in the perfection of his
own idyllic theories of society and government”). De ser ello cierto, el calificativo

138
Apud Melvin I. UROFSKY: “Thomas Jeffereson and John Marshall...”, op. cit., p. 110.
139
En el párrafo último de la Sección 8ª del Art. I de la Constitución se faculta al Congreso “to
make all laws which shall be necessary and proper for carrying into execution the foreign powers,
and all other powers vested by this constitution in the government of the United States, or in any
department or officer thereof”.
140
Charles B. ELLIOTT: “The Legislatures and the Courts: The Power to Declare Statutes Un-
constitutional”, en Political Science Quarterly (Pol. Sci. Q.), Vol. 5, No. 2, June 1890, pp. 224 y ss.; en
concreto, p. 248.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 439

que le cuadraría más adecuadamente sería el de autócrata, no el de idealista. En


cualquier caso, desde su mismo acceso a la Presidencia, Jefferson se puso como
meta acabar con la independencia del judiciary en general y, de modo específico,
doblegar a los Justices de la Corte Suprema, a través incluso, si llegaba a ser
necesario, del procedimiento de impeachment. Ciertamente, a ello contribuyó
la muy desafortunada política judicial llevada a cabo por el Presidente Adams
en los últimos, incluso ultimísimos, días de su Administración, paradigma de la
cual serían los llamados Midnight Judges, pero de todo ello nos ocuparemos más
adelante.
Hasta la funesta, en cuanto descaradamente partidista, gestión final de la
Administración de John Adams sobre el poder judicial federal, no parece que
la opinión de Jefferson sobre el judiciary fuera tan negativa. En apoyo de esta
apreciación puede aportarse una carta de Jefferson a Madison, escrita en marzo de
1789, en la que, al hilo del debate abierto acerca de la conveniencia de incorporar a
la Constitución un Bill of Rights, Jefferson razonaba como sigue: “In the arguments
in favor of a declaration of rights, you omit one which has great weight with me,
the legal check which it puts into the hands of the judiciary. This is a body, which
if rendered independent, and kept strictly to their own department merits great
confidence for their learning and integrity”141. (Entre los argumentos en favor de
una declaración de derechos, Usted omite uno que para mí tiene un gran peso,
el control jurídico que coloca en manos del judiciary. Este es un cuerpo que, si
se hace independiente y se mantiene estrictamente en su propio departamento,
merece una gran confianza por sus conocimientos e integridad).
Tras las intervenciones de última hora de Adams y del Congreso aún
Federalista sobre el judiciary, para Jefferson, este cuerpo dejó de ser indepen-
diente, –apreciación ciertamente harto discutible si era generalizada– y de ahí
su furibunda reacción. Una carta privada escrita en 1801, el primer año de su
Presidencia, lo corrobora con claridad. En ella, en referencia a los Federalistas,
escribía: “On their part, they have retired into the judiciary as a stronghold.
There the remains of Federalism are to be preserved and fed from the Treasury,
and from the battery all the works of Republicanism are to be beaten down and
erased”142. (Por su parte, ellos –los federalistas– se han retirado dentro del judiciary
como una fortaleza. Allí, los restos del Federalismo tienen que ser protegidos y
nutridos por el Tesoro, y desde la batería todas las obras del Republicanismo son
derribadas y borradas). El pensamiento Jeffersoniano es nítido: los Federalistas
se han refugiado en el poder judicial federal, utilizándolo como fortaleza desde la
que intentan desmochar toda la actuación de los Republicanos. Jefferson, además,
era bien consciente de la importancia política de una Supreme Court federalista.
Esta visión le acompañaría toda la vida. En 1820, once años por tanto después
de abandonar la Presidencia, seguía teniendo una pésima percepción del poder

141
Apud P. Allan DIONISOPOULOS and Paul PETERSON: “Rediscovering the American Origins
of Judicial Review: A Rebuttal to the Views Stated by Currie and Others Scholars”, en John Marshall
Law Review (J. Marshall L. Rev.), Vol. 18, l984-1985, pp. 49 y ss.; en concreto, p. 60.
142
Apud William H. REHNQUIST: The Supreme Court..., op. cit., p. 107.
440 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

judicial federal, al que caracterizaba como un cuerpo de zapadores y mineros


trabajando constantemente bajo tierra para socavar los cimientos de la estructura
confederada, y como buenos conocedores del Derecho inglés, apostillaba, los
jueces no iban a olvidar la máxima boni judicis est ampliare jurisdictionem143, es
decir, los jueces iban a seguir manteniendo, incluso, de serles posible, ampliando
su labor destructora.
Se entiende por todo ello que, desde su llegada a la Presidencia, el de Monti-
cello dedicara buena parte de sus energías a buscar la fórmula más idónea con
la que socavar la independencia del judiciary, en sintonía con su firme creencia
de que la futura prosperidad del país exigía restringir el poder de los tribunales,
y en orden a asegurar tal fin, era necesario acabar con su independencia. En su
opinión, “a judiciary independent of the nation was a solecism”144, y para alcanzar
esta finalidad en relación a la Supreme Court, el impeachment se presentaba
como el instrumento idóneo. Todo ello se enmarca en lo que Levy denominara
el lado más oscuro (“the darker side”) de Thomas Jefferson145, sobre el que no se
suele hacer mucho hincapié, quizá para preservar la imagen un tanto idílica y
endiosada que los norteamericanos tienen del hacendado de Monticello, al que
ciertamente se le han de reconocer aportaciones extraordinariamente relevantes
para la cultura política norteamericana, occidental incluso, como sería el caso de
ese magno documento que es la Declaración de Independencia, pero que, como
ser humano, como ya se ha dicho, también tuvo sus filias y fobias y sus aspectos
un tanto tenebrosos.

II. Entre las fobias personales de Jefferson, nadie alcanzó un lugar tan álgido
como su primo Marshall. Se admite de modo bastante generalizado que Jefferson
nunca sintió afecto hacia su “fellow-Virginian”, John Marshall, y el paso de los
años no condujo sino a profundizar el antagonismo existente ya desde los primeros
años. Bien significativo de ello es que cuando Jefferson se enteró de que Hamilton
requería insistentemente a Marshall que se presentara como candidato para
entrar en el Congreso, escribió a Madison (el 29 de junio de 1792) en los siguientes
términos: “I am told that Marshall has expressed half a mind to come. Hence I
conclude that Hamilton has played him flattery & sollicitation, and I think nothing

143
Los términos de la carta escrita por Jefferson y recogida en sus “Obras”, en lo que ahora interesa,
son: “The judiciary of the United States is the subtle corps of sappers and miners constantly working
underground to undermine the foundations of our confederate fabric. They are constantly construing
our constitution from a coordination of a general and a special government, to a general and supreme
one alone. They will lay all things at their feet, and they are too well versed in English law to forget
the maxim boni judicis est ampliare jurisdictionem”. Apud Westel W. WILLOUGHBY: The Supreme
Court of the United States, op. cit., p. 92.
144
Apud Charles B. ELLIOTT: “The Legislatures and the Courts...”, op. cit., p. 248.
145
Leonard LEVY: Jefferson & Civil Liberties, 1963, p. IX. Cit. por George HASKINS: “Law versus
Politics in the early years of the Marshall Court”, en University of Pennsylvania Law Review (U. Pa. L.
Rev.), Vol. 130, 1981-1982, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 23.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 441

better could be done than to make him a judge”146. Como Frankfurter pusiera de
relieve, en su deseo de apartar, de dejar en vía muerta a Marshall, a Jefferson se
le ocurrió que lo mejor era otorgarle el inocuo rol de juez. Piénsese, que cuando
Marshall accedió a la presidencia del Tribunal pudo constatar, que aunque los
enemigos políticos miraban a la Corte con cierta desconfianza, la ciudadanía la
contemplaba con una enorme indiferencia147. El destino, irónicamente, situaría
a Marshall en el órgano idóneo, de resultas por supuesto de su propio impulso
y actuación, para concretar el rol institucional de cada órgano de gobierno y las
líneas maestras del propio sistema federal.
No debe extrañar por lo expuesto que si a la personal antipatía hacia Marshall
se unía el hecho de que éste impulsara una interpretación que chocaba de modo
frontal con los postulados constitucionales de Jefferson, éste utilizara todas sus
armas en contra del Chief Justice y de su Tribunal. Por si todo ello fuera poco,
el hacendado de Monticello siempre se mostró profundamente molesto por el
enorme influjo que el Chief Justice ejerció sobre sus Associate Justices, incluyendo
los que él mismo había nombrado con la intención de contrarrestar la influencia
de Marshall. El trabajo de Marshall, dirigido hacia el fortalecimiento del judiciary,
se encontró con la fuerte resistencia del partido Jeffersoniano, que dominaba
los otros dos departamentos, el ejecutivo y el legislativo. Por lo demás, como ha
escrito Urofsky148, aunque fingiendo en un determinado momento de su vida estar
de acuerdo con la idea de un judiciary independiente, algo que desde su llegada
a la Presidencia combatiría abiertamente, Jefferson, como muchos otros críticos
de los tribunales, valoraba la independencia de los mismos tan sólo cuando los
jueces anunciaban decisiones que él aprobaba en cuanto coincidían con sus
propios puntos de vista. Transcurridos dos siglos, los patrones de valoración de
las decisiones judiciales por la clase política no han cambiado mucho, y no hay
más que mirar a nuestro país.
A su vez, en lo que a Marshall se refiere, cuando dictó la Marbury opinion,
la antipatía hacia su primo se había intensificado, pues él sospechaba, con toda
razón por lo demás, del relevante rol desempeñado por Jefferson en el diseño de
las Virginia and Kentucky Resolutions, que el Chief Justice consideró enormemente
perniciosas, particularmente al enunciar las últimas una doctrina como la de la
nullification, esto es, la reivindicación de la potestad estatal de anular las leyes
federales que se interpretaran en contradicción con la Constitución, doctrina que
estaba llamada a romper la Unión.
Las diferencias que separaban a ambos estadistas iban a llegar a ser aún
más personales, –valga como testimonio el que Jefferson llegó a hacerse eco por

146
Carta de Jefferson a Madison, fechada el 29 de junio de 1792. Puede verse en The Writings of
Thomas Jefferson, edited by P. FORD, 1895, vol. 6, pp. 95-97. Cit. por Felix FRANKFURTER: “John
Marshall and the judicial function”, en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Vol. 69, No. 2, December
1955, pp. 217 y ss.; en concreto, p. 218.
147
Donald G. MORGAN: “The Origin of Supreme Court Dissent”, en The William and Mary Quarterly
(Wm. & Mary Q.), Third Series, Vol. 10, No. 3, July, 1953, pp. 353 y ss.; en concreto, p. 360.
148
Melvin I. UROFSKY: “Thomas Jefferson and John Marshall...”, op. cit., p. 116.
442 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

escrito del “rancorous hatred which Marshall bears to the government of his
country”149– al creer Jefferson, aunque cueste admitir que ese fuere realmente su
sentir, que las decisiones del Chief Justice eran fruto del rencor y del odio hacia su
gobierno; con absoluta ofuscación, el de Monticello atribuía a la inquina personal
de Marshall lo que no era otra cosa que una diferente concepción constitucional.
Otro ejemplo lo encontramos en la despectiva calificación que Jefferson dio de
la biografía que sobre Washington escribió Marshall: “a five-volume libel”. Las
diferencias entre nuestros dos personajes se iban a radicalizar aún más en sus
implicaciones ideológicas después de la Marbury decision, pues tras esta sentencia
lo que quedaban cuestionados eran aspectos nucleares del gobierno constitucional
republicano. En una carta dirigida a su amigo Spencer Roane, Jefferson iba
a caracterizar la Marbury opinion como sigue: “(la Constitución) ha dado, de
acuerdo con esta sentencia, sólo a uno de ellos (de los tres poderes del gobierno
federal) el derecho para prescribir reglas para el gobierno de los otros, y además,
a aquél que no ha sido elegido por, y es independiente de, la nación”; tras aludir
más adelante a que el impeachment constitucionalmente regulado no parecía
haber asustado al poder judicial, añadía finalmente que “la Constitución, en esta
hipótesis, es una mera criatura de cera (“a mere thing of wax”) en las manos del
judiciary, que ellos pueden moldear en cualquier forma que les agrade (“into any
form they please”)”150.
Jefferson rechazaría vehementemente la interpretación de que los Founding
Fathers hubieran querido dar a uno solo de los tres poderes el derecho de
establecer reglas para el gobierno de los otros, insistiendo en que cada uno de
los tres poderes, al ser independientes, “tiene un igual derecho a decidir por sí
mismo el significado de la Constitución en los casos sometidos a su intervención,
donde ha de actuar sin apelación”. Adicionalmente, rechaza la revisión judicial
de la constitucionalidad de las leyes con base en dos argumentos principales: l)
que tal doctrina viola el mandato constitucional de la separación de poderes, y
2) que representa una negación patente del verdadero deseo popular, tal como es
expresado por el pueblo soberano a través de sus representantes, debidamente
elegidos, en un Congreso reunido. Sin embargo, y contra lo que pudiera pensarse,
Jefferson no estaba tan obcecado como para ignorar los potenciales excesos en
que podían incurrir los representantes; y así, años atrás, en una carta dirigida a
James Madison, con fecha de 15 de marzo de 1789, manifestaba su temor frente a
la tiranía de las legislaturas: “the tyranny of the legislatures –escribía– is the most
formidable dread at present and will be for many years”151. Tres lustros después,
controlando su partido el Congreso, Jefferson había olvidado sus temores frente
a los abusos provenientes del legislativo, preocupándole tan sólo tales excesos
cuando provinieran del poder judicial. No nos hemos de extrañar, pues estas son
las eternas volubilidades de la clase política, cuyos juicios casi siempre vienen mo-
dulados por sus respectivos intereses. Por si la argumentación expuesta no fuera

149
Apud Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 68.
150
Apud Bernard SCHWARTZ, en Ibidem, p. 53.
151
Apud Henry J. ABRAHAM: The Judicial Process..., op. cit., p. 348.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 443

suficiente, Jefferson añadiría que la Supreme Court “no es ni más instruida ni más
objetiva que los poderes políticos del gobierno”. En definitiva, para el hacendado
de Monticello, la doctrina de la judicial review, con sus posibilidades inherentes
de conducir a la supremacía judicial, era tanto elitista como antidemocrática. Su
rechazo a la misma y al órgano que, supuestamente, la había consagrado sería
radical.

III. Jefferson suele ser considerado como uno de los abanderados contra la
judicial review, y lo que se acaba de decir parecería confirmarlo, pero en realidad
esto no fue ni mucho menos así en un primer momento, sino que en ello influiría
decisivamente la partidista y sesgada posición mantenida por buen número de
jueces fededrales hacia las Alien and Sedition Acts. Los republicanos, y también
Jefferson, demandaron, justificadamente, la declaración de la inconstitucionalidad
de esas leyes por los referidos jueces, algo que su falta de imparcialidad, fruto de su
militante partidismo, prevalente sobre su visión de los derechos constitucionales
y de la justicia, les iba a hacer ignorar. Fue a partir de ese momento cuando en
Jefferson anidó un soterrado rechazo del judiciary, que se habría de manifestar
con toda su intensidad con ocasión de su acceso a la Presidencia. Es por todo ello
por lo que esa visión apriorística del rechazo jeffersoniano de la judicial review
resulta un tanto infundada, o por lo menos debe de ser relativizada.
Diversas pruebas pueden aducirse en apoyo de lo que se acaba de decir. La
doctrina acude en primer término a una carta, de diciembre de 1787, escrita por
Jefferson a Madison, en la que el de Monticello, sin darse cuenta al parecer de
que, aun cuando de modo específico no les fuese reconocida en la Constitución la
facultad de la judicial review, los jueces disponían de la misma, se quejaba de esta
deficiencia. Bien significativas son las siguientes palabras que formula al hilo de
su reflexión acerca del veto sobre la legislación del Congreso que la Constitución
otorga al Presidente152:

“I like the negative given to the Executive with a third of either house,
though I should have liked it better had the Judiciary been associated for
that purpose, or invested with a similar and separate power”153. (Me gusta
el veto dado al Ejecutivo con un tercio de cualquiera de las dos Cámaras,
aunque me habría gustado más que se hubiera asociado con este fin al Judi-
ciary, o que se le hubiera investido con una facultad semejante y separada).

En marzo de 1789, Jefferson escribió otra carta a Madison, reflexionando


acerca del Bill of Rights propuesto. Ya nos hemos referido a la misma, de la que

152
Sobre los más relevantes posicionamientos de Jefferson acerca de la judicial review, cfr. Wallace
MENDELSON: “Jefferson on Judicial Review: Consistency through Change”, en University of Chicago
Law Review (U. Chi. L. Rev.), Vol. 29, Winter, 1962, pp. 327 y ss.
153
Apud P. Allan DIONISOPOULOS and Paul PETERSON: “Rediscovering the American Origins...”,
op. cit., p. 59.
444 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

tan sólo recordaremos ahora, que en ella Jefferson expresaba la confianza que le
merecía el departamento judicial por sus conocimientos e integridad.
No será Jefferson el único estadista republicano en reivindicar en un primer
momento un rol relevante para el judiciary. Patrick Henry, el líder de las fuerzas
antifederalistas de Virginia, en la Convención de ratificación de la Constitución
federal de Virginia, se mostró desconfiado frente a lo que entendía que era una ex-
cesiva centralización del poder en el gobierno nacional, considerando al respecto
que era “the highest encomium of this country, that the acts of the legislature, if
unconstitutional, are liable to be opposed by the judiciary”. De ahí que Warren154,
en su clásica obra sobre la Corte Suprema, escribiera, que cualquiera que fuere la
actitud de los anti-Federalistas y los estadistas sureños en fechas posteriores, era
claro que al principio ellos reconocieron plenamente y aceptaron el ejercicio de la
judicial review. También para Clinton155, los comentarios de Henry, de Jefferson y
de otros sobre el rol a desempeñar por los tribunales de conformidad con la nueva
Constitución, muestran la dificultad de apoyar los argumentos en contra de la
judicial review en su autoridad, pues en la realidad de los hechos, ellos fueron los
primeros en sostener la conveniencia de dar a los tribunales “a broad negative”
sobre los actos de las ramas coordinadas del gobierno. Tambien Sosin ha puesto
de relieve cómo, en alguna ocasión, Jefferson vio la judicial review como una
salvaguarda contra los excesos legislativos, frente a las mayorías violando los
derechos de las minorías y de los individuos156.
La doctrina se ha hecho eco igualmente del aprecio que Jefferson tenía de los
jueces virginianos por hacer caso omiso de la legislación estatal que consideraban
que estaba en contradicción con la Constitución del Estado157. A la vista de todo lo
expuesto, hemos de insistir en que fue el a todas luces rechazable comportamiento
partidista de buen número de jueces federales, alineados con las tesis del partido
Federalista, particularmente durante los procesamientos llevados a cabo al hilo
de la aplicación de la Sedition Act, lo que hizo tambalear la confianza de Jefferson
y de gran parte de los líderes republicanos en el judiciary. Con posterioridad, el
odio personal de Jefferson hacia su primo Marshall no hizo sino profundizar en
sus sentimientos contrarios al federal judiciary.
Con el paso del tiempo, este sentir se materializó claramente en las reticencias
del hacendado de Monticello frente a la doctrina sentada en el caso Marbury v.
Madison, que ya se habrían de mantener incólumes hasta su muerte. Un buen
ejemplo de ello lo encontramos en una carta, hecha pública en su día, de Jefferson
a William C. Jarvis, de Pittsfield (Massachusetts), que posteriormente sería Speaker

154
Charles WARREN: The Supreme Court in United States History, revised edition in two volumes,
Little, Brown, and Company, Boston, 1932, Vol. One (1789-1835), p. 83.
155
Robert Lowry CLINTON: Marbury v. Madison and Judicial Review, op. cit., p. 69.
156
J. M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe. The Origins of Judicial Review, op. cit., p. 316.
157
David E. ENGDAHL: “John Marshall´s <Jeffersonian> Concept of Judicial Review”, en Duke
Law Journal (Duke L. J.), Vol. 42, 1992-1993, pp. 279 y ss.; en concreto, p. 285.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 445

de la Cámara de Representantes del Estado, fechada el 28 de septiembre de 1820158,


carta con la que el ex-Presidente agradecía a Jarvis el envío de un libro de su
autoría159. Un conocido pasaje de la carta en cuestión sería interpretado de modo
generalizado –y de ello se haría eco Charles Warren160– como una clara muestra
del rechazo Jeffersoniano no sólo respecto de la facultad de la Corte Suprema de
fiscalizar la constitucionalidad de las leyes del Congreso, sino también respecto
de cualquier otro tipo de interferencia judicial frente a los otros dos poderes. Las
palabras de Jefferson son lo suficientemente elocuentes:

“You seem in pages 84 and 148 to consider the judges as the ultimate
arbiters of all constitutional questions; a very dangerous doctrine indeed,
and one which would place us under the despotism of an oligarchy.... The
Constitution has erected no such single tribunal... It has more wisely made
all the departments coequal and co-sovereign within themselves. If the
legislature fails to pass laws for a census, for paying the judges and other
offices of the government, for establishing a militia, for naturalization
as prescribed by the Constitution, or if they fail to meet in Congress, the
judges cannot issue their mandamus to them...”. (Usted parece considerar
a los jueces, en las páginas 84 y 148, como los últimos árbitros de todas
las cuestiones constitucionales, una muy peligrosa doctrina realmente, y
una doctrina que nos colocaría bajo el despotismo de una oligarquía....
La Constitución no ha establecido un único tribunal. Más sabiamente, ha
hecho iguales a todos los departamentos y a sí mismos cosoberanos. Si la
legislatura deja de aprobar leyes para un empadronamiento, para pagar
a los jueces y otros cargos del gobierno, para establecer una milicia, para
la naturalización tal y como se prescribe por la Constitución, o si deja de
reunirse en Congreso, los jueces no les pueden emitir un mandamus).

En otras palabras, –dirá Warren comentando este párrafo, que hemos trans-
crito parcialmente– Jefferson negaba a la Supreme Court la facultad de interferir
directamente sobre el ejecutivo o el legislativo a través de la emisión de mandamus
o de injunction frente a uno u otro poder. Era un inequívoco repudio de la doctrina
establecida en el Marbury case, en el que, entre otras consideraciones, Marshall
dejó clara la facultad de la Corte Suprema de expedir un mandamus dirigido al
Secretario de Estado.

158
La carta de Jefferson a Jarvis puede verse en Charles WARREN: “The Story-Marshall Cor-
respondence”, op. cit., pp. 8-9.
159
William C. JARVIS: The Republican: A Series of Essays on the Principles and Policy of Free States;
having a Particular Reference to the United States of America and the Individual States. Tal era el título
del libro enviado por su autor a Jefferson.
160
Charles WARREN: “The Story-Marshall Correspondence (1819-1831)”, op. cit., p. 9.
446 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

c) Marshall versus Jefferson: el caso United States v. Burr (1807)

a´) El peculiar personaje de Aaron Burr y los


hechos desencadenantes del caso

I. En íntima relación con el enfrentamiento entre Jefferson y Marshall, hemos


de hacernos eco del más famoso de los casos resueltos por John Marshall en su
condición de miembro de los Circuit Courts, el caso United States v. Burr, por el
que Aaron Burr, quien ocupó la Vicepresidencia de los Estados Unidos, siendo
Jefferson Presidente, fue enjuiciado y finalmente absuelto del cargo de traición. La
conducción por Marshall de este proceso fue un ejemplo de valor judicial, aunque
el resultado final del mismo, la absolución de Burr, no hizo sino tensar aún más
sus relaciones con el todavía por entonces Presidente Jefferson. A tal extremo
llegó esta tensión, no sólo motivada, como después se verá, por la absolución del
ex-Vicepresidente Burr, que creemos que más que enfrentar a los Estados Unidos
con Aaron Burr, el soterrado, pero no por ello menos virulento enfrentamiento,
tuvo como partes a Jefferson y a Marshall.
Aaron Burr, nacido en 1756 en Newark (New Jersey), al igual que Jefferson y
Marshall, pertenecía al grupo elitista de jóvenes que parecían llamados a gobernar
la joven República161. Burr fue un joven intelectualmente precoz. Su abuelo, el
Rvdo. Aaron Burr, fue el primer Presidente de Princeton, y en ese centro se graduó
nuestro personaje con 16 años de edad tan sólo. Según la tradición familiar, estaba
predestinado al clero, y a tal efecto, en el otoño de 1773, comenzó a estudiar teo-
logía, pero pronto constató que no estaba llamado a seguir las estrictas reglas del
dogma calvinista, abandonando esos estudios en la primavera del siguiente año.
En la Law School de Tapping Reeve, su cuñado, ubicada en Litchfield, Connecticut,
comenzó a estudiar leyes, aunque la Revolución interrumpió sus estudios. Al poco
tiempo logró el grado de Capitán y el reconocimiento por sus hazañas militares.
Ya con el grado de Coronel, sus problemas de salud le forzaron a presentar su
renuncia al General Washington, aunque hasta el final de la contienda continuó
colaborando con las tropas revolucionarias. Tras retornar al estudio de las leyes,
Burr fue admitido como abogado en 1782, abriendo su despacho en Albany,
trasladándose al año siguiente a Nueva York, y siendo elegido tan sólo seis meses
después como miembro de la Asamblea estatal. Burr prontó se convirtió en uno de
los líderes del Colegio de Abogados de Nueva York, teniendo en frente tan sólo a
Alexander Hamilton, el líder del mundo jurídico newyorkino sin discusión. Aunque
con una relación inicialmente amistosa, las radicales discrepancias políticas entre
ambos (frente al conservadurismo de Hamilton, Burr aparecía como un liberal
progresista, con tintes incluso revolucionarios) los enfrentarían mortalmente, y
nunca mejor aplicado el término, pues Burr terminaría dando muerte a Hamilton

161
Para una aproximación a sus rasgos biográficos, cfr. Walter Flavius McCALEB: The Aaron Burr
Conspiracy, en el libro que recoge conjuntamente esta obra y A New Light On Aaron Burr, expanded
edition, Argosy-Antiquarian Ltd., New York, 1966, (first edition published in 1903), pp. 1-12.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 447

en el duelo más famoso de la historia. En 1789 Burr fue nombrado Attorney


General del Estado de Nueva York por el Gobernador Clinton.
Burr ascendió con rapidez en las filas de los Republicanos de Nueva York. Ya
en 1781 había sido elegido senador, derrotando al General Schuyler, suegro de
Hamilton, lo que creó entre uno y otro una acerba rivalidad. El Gobernador de
Nueva York le ofreció después un puesto en la Corte Suprema del Estado, que
Burr declinó. Y en las elecciones presidenciales de 1796, para sorpresa de todos,
Burr recibió 30 votos electorales frente a los 68 de Jefferson y los 71 de Adams.
Como estratega en jefe del partido en las elecciones de 1800, Burr ganó el segundo
lugar en el ticket presidencial con Jefferson, lo que, innecesario es decirlo, como
Vicepresidente electo, se situó en línea directa a la sucesión en la Presidencia,
circunstancia que a la vez le trajo su caída en desgracia. Burr había cometido el
error de no dejar claro que en la que se avecinaba como disputada elección frente
a los Federalistas no aceptaría la Presidencia. Su falta de claridad incitó a algunos
Federalistas a proponerle, llegado el caso, como una alternativa frente a Jefferson.
Burr nunca negoció directamente con ellos, pero se dejó querer, lo que propició
que Jefferson, que ya abrigaba algunas dudas acerca de la fiabilidad de Burr, con-
cluyera que era “una víbora en el nido” y juró destrozarle (“he was <a viper in the
nest> and vowed to destroy him”)162. Expulsado por los Republicanos y repudiado
asimismo por los Federalistas, que actuaron por consejo de Alexander Hamilton,
Burr se vio convertido en un paria político. El fatal duelo de Weehawken, en el
amanecer del día 11 de julio de 1804, donde se tomó la venganza sobre Hamilton,
saldado con la muerte de éste, convirtió a Burr en un proscrito social, al margen
ya de en un fugitivo de la justicia, al ser acusado en Nueva York de asesinato, no
obstante tener lugar el duelo en un lugar cercano a Nueva York, pero en todo caso
al otro lado del río Hutson, en territorio del Estado de New Jersey, donde el duelo
no estaba tan duramente castigado.

II. Burr viajó al Oeste a fin de recuperar su fortuna y su reputación, perdidas


ambas en el Este. Recorrió el Oeste durante 1805, realizando negocios sucios,
entre ellos una expedición de filibusterismo contra las posiciones españolas en
el Sudoeste. Intentó aproximarse al Ministro británico para los Estados Unidos,
Anthony Merry, en un esfuerzo fallido de conseguir dinero para apoyar una
expedición contra el territorio español, presuponiendo que lo que dañaba a España
beneficiaba a Inglaterra.
El 21 de octubre de 1806, el Presidente Jefferson recibía dos cartas del
General James Wilkinson, comandante del ejército americano, encargado de
controlar Nueva Orleans y la frontera del Sudoeste. En una de ellas se advertía de
la inminente amenaza a Nueva Orleans de una fuerza invasora de 8.000 a 10.000
hombres dirigida por Burr. El General Wilkinson, un personaje bastante siniestro,
del que no sólo parece que era compinche de Burr en las maquinaciones, sino que
162
R. Kent NEWMYER: John Marshall and the Heroic Age of the Supreme Court, Louisiana State
University Press, Baton Rouge, Louisiana, 2001, p. 180.
448 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

estaba pagado por España163, supuestamente, había conocido la amenaza en el


mes de julio, lo que ya suscitó serias dudas acerca de la verosimilitud de la misma,
al haber postergado la información al Presidente durante tres meses. Jefferson
no atendió a la realidad de la amenaza, sino que vio en la denuncia del General la
oportunidad de tomarse adecuada venganza sobre su ex-Vicepresidente. Así, el 27
de noviembre, actuando con base en la información transmitida por Wilkinson,
declaró formalmente la existencia de una conspiración y ordenó el arresto de los
conspiradores, o, si se cree al Abogado de la defensa, Luther Martin, “permitió
soltar los perros de la guerra, la jauría del infierno de la persecución” (“let slip
the dogs of war, the hell-hounds of persecution”) contra un hombre inocente164.
Se ha dicho165, que la conspiración de Aaron Burr fue preeminentemente un
producto revolucionario, que recibió su inspiración de un período de agitación
sin precedentes que comenzó con la Revolución de 1776, su fuerza impelente, del
peculiar carácter de los pioneros americanos y su libertad y de las perturbadas
circunstancias existentes en el Nuevo Mundo.
Según Newmyer, el hombre que John Marshall rescató en nombre del Derecho
de las garras (“from the clutches”) de un decidido Presidente era “un arrogante,
mimado y egocéntrico canalla” (“an arrogant, spoiled, self-centered scoundrel”).
Pero que fuera una amenaza para la República y mereciera ser colgado como un
traidor, como Jefferson pensaba, era otra cosa166.
Temiendo por su vida, aparentemente con alguna justificación, el antiguo
Vicepresidente se entregó en febrero de 1807 (aunque no faltan versiones contra-
puestas, en el sentido de que fue detenido por Wilkinson) y fue encarcelado en la
ciudad de Washington, en el Territorio de Mississippi. El 2 de febrero, se reunió en
sesión en ese mismo lugar la Supreme Court del Territorio de Mississippi, integrada
por los Jueces Rodney y Bruin167. Constituido el gran jurado, el Attorney de los
Estados Unidos, tras un examen de las declaraciones presentadas ante el tribunal,
propuso su liberación al no encontrar pruebas que confirmaran los delitos de los
que se acusaba al detenido dentro de la jurisdicción de los tribunales del Territorio
de Mississippi, considerando asimismo que la Supreme Court del Territorio era
un tribunal de apelación, no una corte con jurisdicción original. La propuesta fue
sin embargo rechazada y el gran jurado comenzó su trabajo. Al día siguiente, ante
el asombro de los jueces, el gran jurado presentaba un informe en el que, entre
otras cosas, se decía lo que sigue:

163
“A smarmy character who, in addition to plotting with Burr, was secretly in the pay of Spain”.
En estos términos describe a Wilkinson, Gobernador del Territorio de Louisiana, Urofsky. Melvin I.
UROFSKY: “Thomas Jefferson and John Marshall...”, op. cit., p. 118.
164
R. Kent NEWMYER: John Marshall and the Heroic Age..., op. cit., pp. 182-183.
165
Walter Flavius McCALEB: The Aaron Burr Conspiracy, op. cit., p. 13.
166
R. Kent NEWMYER: John Marshall and the Heroic Age..., op. cit., p. 181.
167
Sobre el proceso de Burr en el Territorio de Mississippi, cfr. Walter Flavius McCALEB: The
Aaron Burr Conspiracy, op. cit., pp. 227-237.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 449

“The gran jury of the Mississippi Territory, on a due investigation of the evi-
dence brought before them, are of the opinion that Aaron Burr has not been
guilty of any crime or misdemeanor against the laws of the United States
or of this Territory, or given any just occasion for alarm or inquietude to
the good people of this Territory. The grand jury present as a grievance, the
late military expedition unnnecessarily as they conceive, fitted out against
the person and property of said Aaron Burr, where no resistance has been
made to the ordinary civil authorities.... The grand jury also present as a
grievance, destructive of personal liberty, the late military arrests made
without warrant , and as they conceive, without other lawful authority:
and they do seriously regret that so much cause should be given to the
enemies of our glorious Constitution...”168. (El gran jurado del Territorio
de Mississippi, mediante la debida investigación de la prueba sometida
a él, es de la opinión de que Aaron Burr no es culpable de ningún delito
o infracción contra las leyes de los Estados Unidos o de este territorio, ni
da ningún motivo justificado para la alarma o inquietud del buen pueblo
de este Territorio. El gran jurado expone como motivo de queja la última
expedición militar que conciben sin necesidad, preparada contra la persona
y la propiedad del mencionado Aaron Burr, en la que ninguna resistencia
se ha hecho a las autoridades civiles ordinarias.... El gran jurado también
expone como motivo de queja, perjudicial para la libertad personal, los úl-
timos arrestos militares hechos sin autorización, y como ellos los conciben,
sin otra autoridad legal, y lamentan seriamente que se diera tanto motivo
a los enemigos de nuestra gloriosa Constitución...).

Históricamente considerado, este texto no deja de ser un documento sorpren-


dente. Tras meses en que la supuesta acción militar de Burr se había convertido
en casi el único tema de conversación, todo parecía ser una invención. Mucho se
ha especulado al respecto, atribuyéndose incluso la posición del gran jurado a su
simpatía hacia los planes de Burr. Lo cierto es que el 4 de febrero se autorizó al
gran jurado a retirarse, tras lo que Burr solicitó ser puesto en libertad, petición que
el Juez Rodney denegó, al considerar que Burr tenía que esperar a que se llevara
a cabo una investigación. Corrió el rumor de que el Gobernador del Territorio,
Williams, que acababa de retornar de un viaje a Carolina del Norte, pretendía
detener a Burr en el mismo momento en que fuera puesto en libertad por la
autoridad judicial a fin de ser conducido por una patrulla militar a Nueva Orleans
para ser puesto a disposición del General Wilkinson. Burr no dudaba de que su
seguridad personal quedaría en serio peligro de caer en manos del General. Re-
cuerda McCaleb169, que los excesos de Wilkinson habían alcanzado tan espantosos
extremos (“such appalling extremes”) que no es de sorprender que Burr temiera
el ruido de las cadenas militares o incluso de la muerte. Tras diversas peripecias,
que incluyen una huída del ex-Vicepresidente, en las que no vamos a entrar, Burr
terminó siendo conducido a Fort Stoddert, en donde se hicieron los preparativos
para trasladarle a Washington, la capital, emprendiendo la marcha el 5 de marzo
168
Apud Walter Flavius McCALEB, en Ibidem, p. 228.
169
Walter Flavius McCALEB: The Aaron Burr Conspiracy, op. cit., p. 232.
450 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

de 1807. Tres semanas después, el prisionero ya se hallaba en Richmond, donde


iba finalmente a tener lugar su enjuiciamiento.

III. El 30 de marzo, Marshall iba a interrogar por primera vez al prisionero, que
quedaba detenido a la espera de la acusación formal que iba a realizar George Hay,
el district Attorney de los Estados Unidos, bajo la atenta mirada de Jefferson, por
los cargos de traición y otros delitos menores (“treason and misdemeanors”). Tras
una vista preliminar, Marshall, ante la ausencia de pruebas claras, el 1 de abril,
decidió no incluir en el correspondiente auto judicial la acusación de traición ,
fijando una fianza para el acusado de 10.000 dólares y emplazándole a comparecer
ante el Circuit Court de Richmond el 22 de mayo, día que fijó para el inicio del
juicio. En esta primera decisión, de gran exactitud jurídica, Marshall se permitió
dirigir una buena andanada contra Jefferson, sin citarlo lógicamente. El Chief
Judge se refirió a la “mano de malignidad” (“hand of malignity”) a la que no debe
permitírsele “apoderarse de cualquier individuo contra el que puede dirigirse su
odio o a quien puede caprichosamente arrestar, acusarle de algún secreto delito y
colocar sobre él la prueba de la inocencia”170. Marshall hablaba en abstracto, pero
tan duras palabras iban directamente dirigidas contra Jefferson.
La abundancia de actas del proceso y la propia amplísima cobertura periodís-
tica del mismo proporcionan una visión única de Marshall como “a trial judge”
(el Circuit Court, como es obvio, estaba actuando como trial court). En el proceso
se entremezclaron cuestiones políticas y jurídicas; en juego se hallaba la vida de
Aaron Burr, ya que la pena establecida por la ley para el delito de traición era la
muerte en la horca. Todo ello supuso un reto de gran envergadura para Marshall.
La situación se hizo aún más problemática por la impresentable actuación de
Jefferson. Ya antes de que Burr se entregara y fuera formalmente acusado, en su
mensaje especial dirigido al Congreso, el 22 de enero de 1807, con base en débiles
evidencias y simples rumores, tachó a Aaron Burr de primer instigador de una
conspiración dirigida a la ruptura de la Unión. Dicho de otro modo, mucho antes
de su detención, de que se presentaran cargos contra Burr y de que hubiera sido
juzgado y condenado, el Presidente proclamaba abiertamente que su culpabilidad
estaba fuera de toda duda. Como escribe Roche171, Jefferson estaba salvajemente
decidido (“savagely determined”) a que Burr fuera colgado y para conseguir tal
fin proyectó todo el peso y prestigio de la Administración detrás de la acusación.
Para alcanzar ese objetivo, el Presidente estaba completamente dispuesto a burlar
la Constitución (“He was quite prepared to circumvent the Constitution”). Como
señalara Haskins172, la referencia al proceso de Burr es un dato relevante a la
hora de poner de relieve ese aspecto sombrío de Jefferson al que antes aludimos.

170
Melvin I. UROFSKY: “Thomas Jefferson and John Marshall...”, op. cit., p. 119.
171
John P. ROCHE (edited by): John Marshall: Major Opinions and Other Writings, The Bobbs-Merrill
Company, Inc., Indianapolis, Indiana/New York, 1967, p. 272.
172
George L. HASKINS: “Law versus Politics in the Early Years of the Marshall Court”, en University
of Pennsylvania Law Review (U. Pa. L. Rev.), Vol. 130, 1981-1982, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 14.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 451

El hecho creemos que es significativo, en cuanto ilustra acerca de cómo un


antagonismo personal (en este caso con Burr) conduce a un Presidente de los
Estados Unidos a hacer primar su deseo de revancha sobre su obligación de velar
por la equitativa impartición de justicia. Como había acontecido en el Marbury
case y también sucedería en el impeachment contra el Justice Samuel Chase, que
trataremos en un momento ulterior, el Presidente había comprometido su misma
autoridad y su propia visión del Derecho antes de que aquellos sobre los que recaía
la pesada carga del enjuiciamiento se hubieran podido pronunciar.

b´) El American Law of Treason

I. Desde el punto de vista jurídico-constitucional, el Derecho de traición (law


of treason), o dicho en otros términos, el régimen jurídico del delito de traición,
ha presentado históricamente un excepcional interés, pues como señala Hurst173,
por la misma razón que este delito es el más grave contra la seguridad del Estado,
por el estigma que entraña y por la vaguedad de su alcance, se convirtió en “a
notorious instrument of arbitrary power and political faction”. Los Framers
conocían qué terrible instrumento podía ser una acusación de traición y tenían
decenas de ejemplos de ello en la historia inglesa, donde la Corona había acusado
y asegurado la condena por traición simplemente con la finalidad de silenciar a
oponentes políticos y apoderarse de sus propiedades. Se comprende por ello que
todos estuvieran de acuerdo en que una definición del delito de traición debía ser
parte de la ley fundamental, siendo asimismo conscientes de la importancia de
las previsiones constitucionales acerca de este delito.
La treason clause del Art. III de la Constitución no iba sin embargo a dejar de
plantear dudas interpretativas, que los tribunales federales tendrían que aclarar.
De ahí que el proceso por traición de Aaron Burr, al margen ya de otros aspectos de
interés a los que también nos referiremos, como sería el caso del famoso subpoena
duces tecum dirigido por Marshall al Presidente Jefferson, que como se ha dicho174,
estableció la base para una decisión 167 años posterior en el caso United States v.
Nixon (1974), encontrara su mayor relevancia en la interpretación que Marshall
había de dar a los elementos configuradores de este tipo delictivo, dado que la
Constitución, como acaba de decirse, no iba a dejar completamente cerrada la
configuración del tipo. A tenor de la Sección tercera del Art. III de la Constitución:

“Treason against the United States, shall consist only in levying war against
them, or in adhering to their enemies, giving them aid and comfort. No per-
son shall be convicted of treason unless on the testimony of two witnesses
to the same overt act, or on confession in open court”. (La traición contra

173
Willard HURST: “English Sources of the American Law of Treason”, en Wisconsin Law Review
(Wis. L. Rev.), Vol. 1945, 1945, pp. 315 y ss.; en concreto, p. 315.
174
Melvin I. UROFSKY: “Thomas Jefferson and John Marshall...”, op. cit., p. 120.
452 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

los Estados Unidos consistirá tan sólo en hacer la guerra en su contra o en


unirse a sus enemigos, dándoles su ayuda y protección. A ninguna persona
se le condenará por traición a no ser con base en la declaración de dos
testigos del mismo acto manifiesto, o en una confesión en sesión pública
de un tribunal).

La definición constitucional de traición contra los Estados Unidos ha sido


considerada como un verdadero ejemplo del arte de gobernar liberal del siglo
XVIII175, no obstante lo cual es formulada con los términos de un estatuto inglés
de Eduardo III (siglo XIV). En modo alguno ha de extrañar lo que se acaba de
decir, pues la treason clause fue escrita, debatida y adoptada por hombres cuyas
ideas al respecto derivaban del Derecho inglés, por lo que los propios términos
de esta cláusula constitucional encuentran su origen en Inglaterra. De ahí el
interés de atender al Derecho inglés llegado el momento de interpretar la treason
clause. Marginalmente, digamos que algunos autores han visto en la treason
clause, especialmente en la previsión que establece el procedimiento por el que
un tribunal puede condenar a un acusado de traición, una cláusula constitucional
que apoya la judicial review de las leyes federales176.

II. El Estatuto de Eduardo III, de 1350 (según algunos autores, de 1351), con-
templaba siete acciones que se reconducían al delito de traición, las más relevantes
de las cuales eran las de: tramar la muerte del rey (“compassing the death of the
king”), adherirse a los enemigos del rey (“adhering to the king´s enemies”), darles
ayuda y protección (“giving them aid and comfort”) y hacer la guerra en contra
del rey (“levying war against the king”). Durante los siglos sucesivos a 1350, el
Parlamento amplió o contrajo el Derecho de traición por medio de los estatutos,
en la mayor parte de los casos de modo temporal.
En los primeros libros jurídicos ingleses, como los de Glanvill o Bracton,
no se menciona nada acerca de cualquier aspecto restrictivo del ámbito de la
traición. El delito se establece en términos positivos, contemplándose tan sólo la
seguridad y autoridad del Rey. No será éste, sin embargo, el análisis de Coke, pues
no obstante los términos generales de su análisis, en ellos subrayará que el rasgo
distintivo del estatuto de Eduardo III es la limitación que del ámbito de este delito
lleva a cabo177. Coke seguirá la doctrina de la interpretación estricta para limitar el
delito de adhesión a los enemigos del rey. El aprecio que Edward Coke sentía por
la política restrictiva que a su juicio latía en el mencionado estatuto se manifestó
con particular consideración respecto a la prevención frente al recurso tiránico
a las acusaciones de traición en la controversia política doméstica, como algo

175
Bradley CHAPIN: The American Law of Treason (Revolutionary and Early National Origins),
University of Washington Press, Seattle (Washington), 1964, p. 3.
176
Saikrishna B. PRAKASH and John C. YOO: “The Origins of Judicial Review”, en University of
Chicago Law Review (U. Chi. L. Rev.), Vol. 70, 2003, pp. 887 y ss.; en concreto, p. 902.
177
William HURST: “English Sources of the American...”, op. cit., pp. 318-319, 323 y 325.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 453

distinto a las acusaciones relativas al trato con enemigos externos. Coke utiliza
algunas ambiguas partes del texto legal para llevar a cabo repetidas declaraciones
de que delitos tales como tramar la muerte del rey o adherirse a sus enemigos
incluyen el elemento de “proclamar el mismo a través de algún acto manifiesto”
(“declaring the same by some overt deed”). Y en la obra de Coke encontramos
igualmente importantes pasajes en los que parece contemplar como relevante el
“acto manifiesto” (“overt act”), a causa y en la medida en que ayuda a probar la
intención de la traición. Otros pasajes sugieren que Coke está meramente diciendo
que las simples palabras habladas están intrínsecamente muy poco seguras en la
memoria de los testigos como para poder considerarse un fundamento justo para
establecer un delito de tanta gravedad. En definitiva, el acto manifiesto vendría a
confirmar la prueba de la intención de la comisión del delito178.
Será Foster, sin embargo, quien entre los tratadistas ingleses del siglo XVII
se pronuncie de un modo más esclarecedor acerca de la naturaleza del acto
manifiesto como un elemento del delito de traición179. Su análisis descansa sobre
la consideración familiar de que una política prudente reclama una definición
cuidadosa del ámbito del delito de traición en interés de la seguridad individual.
Con ello, deja claro que la existencia de un acto manifiesto es un elemento esencial
del delito, aunque no llegue finalmente a manifestarse acerca de si una reunión
con la intención de preparar la traición es un acto suficiente como para consi-
derarlo un acto de hacer la guerra (“levying war”) o de adherirse a los enemigos,
aunque sí entiende que una reunión de tal tipo es un acto manifiesto suficiente
para tramar la muerte del rey.
La Revolución de 1688 (la Glorious Revolution) introdujo cambios en los
aspectos procesales del Derecho de traición. La Treason Trial Act de 1696 vino
a garantizar un juicio imparcial al disponer, entre otras garantías, que ninguna
persona podía ser condenada por traición salvo con base en el testimonio de dos
testigos del mismo acto manifiesto (“except on the testimony of two witnesses to
the same overt act”), lo que era tanto como decir, de dos testigos que hubieren
presenciado el acto de traición perpetrado de modo manifiesto; que el acusado
debía de tener una copia de la acusación y la lista del grupo integrante del jurado
antes del juicio, y que el proceso ante el tribunal debía conseguir obligar a los
testigos a asistir en nombre de la defensa. Con todo, no se puede olvidar180, que
en los años que siguieron a la Revolución se obtuvieron condenas por el delito de
traición con base a acusaciones en que se alegaba la impresión (“printing”) y la
conspiración (“conspiracy”) como actos que mostraban una intención de tramar
la muerte del Rey.
En la época colonial, el concepto de “levying war” (hacer la guerra) adoptó
diversas formas. Las diferentes conductas consideradas como treason podían
178
También Henry de Bracton parece exigir claramente actos abiertos (“over acts”) para el llamado
delito de seditionem domini regis ver exercitus sui. William HURST: “English Sources of the American...”,
op. cit., p. 322.
179
Cfr. al respecto, William HURST: “English Sources of the American...”, op. cit., pp. 337-344.
180
Bradley CHAPIN: The American Law of Treason..., op. cit., p. 5.
454 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

agruparse en estas tres categorías: 1) una verdadera insurrección armada; 2) la


guerra por deducción (“war by construction”), o lo que es igual, una resistencia
agravada a la ejecución de la ley, y 3) las “nuevas traiciones” (“novel treasons”),
que convertían algunos actos de oposición política en un grave delito 181. Al
utilizar el Derecho inglés de traición, los colonos no habían introducido grandes
innovaciones, y los pequeños cambios hechos tenían que ver fundamentalmente
con el Derecho sustantivo. Quizá por ello se ha podido escribir que “in 1775, the
American law of treason was the law of England transferred to a new home”182.

III. Una Ley del Congreso de 30 de abril de 1790, en desarrollo de la treason


clause, dispuso que la pena por el delito de traición debía ser la muerte en la
horca183, adoptando la mayoría de las garantías procesales contempladas por la
Treason Trial Act, como la de que el acusado había de tener, al menos tres días antes
del juicio, una copia de la acusación y una lista de los testigos y de los miembros
del jurado; el acusado podía perentoriamente impugnar hasta un total de treinta
y cinco miembros del grupo seleccionado para llegar a integrar el jurado; de igual
forma, se le reconocía el derecho a tener un abogado.
Durante las Administraciones de Washington y Adams el treason law se aplicó
en dos ocasiones, en un caso en la llamada Whisky Rebellion, que tuvo lugar en
Pennsylvania en 1794, y en el otro, en la Fries Rebellion, que se produjo cinco
años después también en Pennsylvania184. Estos primeros juicios por traición
establecieron el precedente de que la oposición armada a la aplicación de una ley
federal equivalía a “levying war” contra los Estados Unidos, cayendo así dentro
de la definición constitucional de traición. El Justice William Paterson, en su
intervención ante el jurado en uno de los juicios celebrados con ocasión de la
Whisky Rebellion, aceptó la idea del acusador, William Rawle, para quien: “What
constitutes a levying of war.... must be the same, in technical interpretation,
whether committed under a republican, or a regal form of government; since
either institutions may be assailed and subverted”. (Lo que constituye “hacer la
guerra”.... debe ser lo mismo, en una interpretación técnica, se cometa bajo una
forma de gobierno republicana o monárquica, ya que ambas instituciones pueden

181
Ibidem, p. 7.
182
Ibidem, p. 9.
183
La Sección primera, punto I, del Capítulo 9º de la Ley disponía: “That if any person or persons,
owing allegiance to the United States of America, shall levy war against them, or shall adhere to their
enemies, giving them aid and comfort within the United States or elsewhere, and shall be thereof
convicted, on confession in open court, or on the testimony of two witnesses to the same overt act of
the treason whereof he or they shall stand indicted, such person or persons shall be adjudged guilty
of treason against the United States, and shall suffer death”. Apud Charles WARREN: “What is Giving
Aid and Comfort to the Enemy?”, en Yale Law Journal (Yale L. J.), Vol. XXVII, 1917-1918, pp. 331 y
ss.; en concreto, p. 332.
184
Sobre los dos (tres en realidad, porque respecto a John Fries se celebraron dos juicios por
traición) Treason Trials de Pennsylvania, cfr. Stephen B. PRESSER: “A Tale of Two Judges: Richard
Peters, Samuel Chase, and the Broken Promise of Federalist Jurisprudence”, en Northwestern University
Law Review (Nw. U. L. Rev.), Vol. 73, 1978-1979, pp. 26 y ss.; en concreto, pp. 81-93.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 455

ser atacadas y subvertidas). Ello se traducía en que Rawle (y también el Justice


Paterson) hicieran suya la noción del common law inglés, para el que “raising a
body of men to obtain, by intimidation or violence, the repeal of a law, or to oppose
and prevent by force and terror, the execution of a law, is an act of levying war”185.
(Sublevar un conjunto de hombres para obtener, por intimidación o violencia, la
abrogación de una ley, u oponerse e impedir por la fuerza y el terror la aplicación
de una ley, es un acto de hacer la guerra).
La doctrina inglesa de la traición implícita o por deducción (“doctrine of
constructive treason”) entrañaba una interpretación muy amplia de la treason
clause. Tal opción suponía la condena de Burr, pero más allá del caso concreto,
conducía al grave riesgo de politizar la traición. Por contra, una interpretación
estricta del delito situaría el American treason law en el camino liberal, aunque la
misma había de conducir a exonerar del cargo de traición a Aaron Burr. Jefferson,
innecesario es decirlo, presionó a través de todos los medios a su alcance para que
se impusiera la interpretación inglesa. Marshall tenía ante sí un reto dificultoso,
pero, más allá del caso en cuestión, de trascendental relevancia con vistas al
futuro: establecer la interpretación quizá definitiva de la treason clause, y al hilo
de ello decantarse por la opción de una definición política de la traición, o por el
contrario, por una visión de ese delito liberal y no política, que es lo que finalmente
haría el Chief Justice.

IV. Marshall ya había tenido la oportunidad de pronunciarse sobre la treason


clause en Ex parte Bollman (1807), caso que se hallaba estrechamente relacionado
con la conspiración de Burr, y en el que se enjuició el otorgamiento a Erick
Bollman y a Samuel Swartwout, que a lo sumo eran mensajeros de Burr, aunque
fueron también considerados conspiradores, de una petición de habeas corpus.
Uno y otro fueron detenidos por el General Wilkinson, quien los envió bajo
custodia a Washington en enero de 1807, para que fueran acusados del cargo de
traición. Los dos jueces republicanos existentes por aquel entonces en el Circuit
Court del distrito de Columbia decidieron que fueran encarcelados sin fianza a la
espera de juicio por un delito de traición, mientras que el único juez federalista
del Tribunal, William Cranch, entendió que debían ser puestos en libertad por
falta de pruebas. En tal situación, los prisioneros presentaron un writ of habeas
corpus ante la Corte Suprema.
Para tener una idea del conflicto político subyacente a este proceso bastará con
recordar que William Giles, lugarteniente de Jefferson en el Senado, temeroso de
que la Corte liberara a los dos hombres encarcelados, se las arregló para conseguir
que la Cámara alta aprobara en un día un proyecto de ley suspendiendo la garantía
del habeas corpus durante tres meses. Unos pocos días después, la House of
Representatives, no obstante contar con una abrumadora mayoría republicana,
rechazó el proyecto de ley. Marshall era, pues, bien consciente de la politización

185
Apud Stephen B. PRESSER: “A Tale of Two Judges...”, op. cit., pp. 81-82.
456 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

que entrañaba el caso, pese a su simpleza, un simple otorgamiento de un habeas


corpus, y deseaba despolitizarlo, aunque, como se ha dicho186, éste era un esfuerzo
condenado de antemano al fracaso, en gran parte a causa de la obsesión de
Jefferson con la empresa supuestamente llevada a cabo por Burr.
La jurisdicción de la Supreme Court fue cuestionada con fundamentos tanto
legales como constitucionales. Aunque no es este el tema que para nosotros tiene
mayor interés, nos detendremos mínimamente en él. La sección 14 del capítulo
vigésimo de la Judiciary Act de 1789, que Weinberg denomina la all writs Act187,
pretendía dar a todos los tribunales federales “power to issue writs of scire facias,
habeas corpus, and all other writs not specially provided for by statute, which
may be necessary for the exercise of their respective jurisdictions”. La cuestión
legal se planteó por esa limitación que el precepto hacía de que la concesión del
writ fuere necesaria para el ejercicio de la respectiva jurisdicción, pero la Corte
interpretó que esa limitación era de aplicación a todos los demás writs, pero no al
de habeas corpus. Y en cuanto a la cuestión constitucional de mayor relevancia que
se planteó fue justamente la de Marbury, esto es, la de si la concesión del writ of
habeas corpus no significaba un ejercicio por la Corte de su jurisdicción originaria,
en cuyo caso no podía concederlo al no estar contemplado por la Constitución. La
respuesta de Marshall fue muy breve, invocando la definición que en la Marbury
opinion había dado del “appellate power”: la jurisdicción en Bollman era de
apelación porque concernía a “the revision of a decision of an inferior court, by
which a citizen has been committed to gaol”188 (la revisión de una decisión de un
tribunal inferior por la que un ciudadano había sido encerrado en la cárcel).
La Marshall Court abordaba asimismo en su decisión la cuestión relativa
al delito de traición, que es la que para nosotros tiene en este momento mayor
interés. Estas eran algunas de sus consideraciones:

“It is not the intention of the court to say that no individual can be guilty
of this crime who has not appeared in arms against his country. On the
contrary, if war be actually levied, that is, if a body of men be actually as-
sembled for the purpose of effecting by force a treasonable purpose, all
those who perform any part, however minute, or however remote from the
scene of action, and who are actually leagued in the general conspiracy,
are to be considered as traitors. But there must be an actual assembling of
men, for the treasonable purpose, to constitute a levying of war”189. (No es
intención del tribunal decir que ningún individuo que no ha aparecido en
armas contra su país puede ser culpable de este delito. Por el contrario, si
realmente se estuviere haciendo la guerra, esto es, si un grupo de hombres
estuviere verdaderamente reunido con el propósito de llevar a cabo por la

186
Melvin I. UROFSKY: “Thomas Jefferson and John Marshall...”, op. cit., pp. 118-119.
187
Louise WEINBERG: “Our Marbury”, op. cit., p. 1307.
188
Apud David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court (The First Hundred Years.
1789-1888), University of Chicago Press, Chicago and London, 1985, pp. 79-80.
189
Apud John P. ROCHE (edited by): John Marshall: Major Opinions..., op. cit., p. 267.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 457

fuerza un objetivo traidor, todos aquellos que desempeñen cualquier papel


por pequeño que sea, o remoto que esté de la escena de la acción, y que estén
realmente vinculados con la conspiración general, deben ser considerados
como traidores. Pero debe de haber una verdadera reunión de hombres
con un objetivo traidor para constituir levying war –esto es, el supuesto de
hecho constitucionalmente considerado como traición–)190.

La consideración transcrita daría pie a Corwin para entender191, que en este


caso Marshall había seguido la doctrina sobre la traición acuñada por el common
law, que en pocas palabras el propio autor entiende que implica la existencia de
una conspiración, de manera que si tiene lugar un acto manifiesto de guerra de
conformidad con la conspiración, todos los conspiradores son igualmente res-
ponsables del delito en el lugar donde dicho acto ocurra. Según el propio Corwin,
pocas semanas después, Marshall, en el juicio de Aaron Burr, iba a abandonar
completamente esta doctrina al considerar que Burr tenía que ser vinculado con
la conspiración a través de un acto manifiesto propio. A partir de 1919, año en que
Corwin explicita por vez primera su posición al respecto192, que en síntesis no es
otra que el prejuicio político, antes que el principio jurídico, rigió las actuaciones
de Marshall en el juicio de Aaron Burr, ha prevalecido entre los historiadores,
como reconoce Faulkner193, no obstante no estar de acuerdo con Corwin en
esta consideración, como el punto de vista prevalente. Como fácilmente puede
suponerse, la misma apreciación sería mantenida en su momento por Jefferson y
otros Republicanos. Sin embargo, no toda la doctrina ni mucho menos comparte
la apreciación de Corwin. Tal es, por ejemplo, el caso de Roche, para quien “the
Bollman opinion is considered a libertarian performance because Marshall clearly
limited any approaches to doctrines of constructive treason”194. Tampoco Urofsky
se alinea con Corwin, argumentando al respecto, que aunque Marshall pudo
proporcionar palabras para una posible acusación de conspiración para cometer
traición, él dejó claro que la conspiración para la traición no constituía en sí
misma traición, para añadir, “war had not been levied, and absent war, there could
be no treason”195. En fin, Faulkner contrapone a Corwin, que no es manifiesto que

190
En 1842, actuando en un Circuit Court, el gran Justice Story, en su speech o charge ante un gran
jurado, resumía esta misma doctrina de Marshall en los siguientes términos: “To constitute an actual
levy of war, there must be an assembly of persons, met for the treasonable purpose, and some overt
act done, or some attempt made by them with force to execute, or towards executing, that purpose.
There must be a present intention to proceed in the execution of the treasonable purpose by force. The
assembly must now be in a condition tu use force, and must intend to use it, if necessary, to further,
or to aid, or to accomplish the treasonable design”. Apud Charles WARREN: “What is Giving Aid and
Comfort to the Enemy?”, op. cit., p. 339.
191
Edward S. CORWIN: The Constitution and what it means today, Princeton University Press, 12th
edition, 2nd printing, Princeton, New Jersey, 1961, p. 158.
192
Corwin expresará por vez primera esta posición en su libro, John Marshall and the Constitution:
A Chronicle of the Supreme Court, New Haven, 1919.
193
Robert K. FAULKNER: “John Marshall and the Burr Trial”, en The Journal of American History
(J. Am. Hist.), Vol. 53, No. 2, September, 1966, pp. 247 y ss.; en concreto, p. 247.
194
John P. ROCHE (edited by): John Marshall: Major Opinions..., op. cit., p. 265.
195
Melvin I. UROFSKY: “Thomas Jefferson and John Marshall...”, op. cit., p. 119.
458 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

las exigencias probatorias de la Constitución en relación a este delito debieran


ser interpretadas a la luz de la doctrina del common law de que “in treason all are
principals”196 (en la traición todos son autores).
La crítica de Corwin, a nuestro entender, no está tan fundamentada como el
prestigioso autor parece creer. Nos detendremos en ello más adelante, pero avan-
cemos ya que Marshall era consciente de que una definición permisiva del delito
de traición posibilitaría su utilización como un arma para la represión política. De
ahí que aunque no se puedan ignorar las reflexiones precedentemente transcritas
de su decisión, tampoco pueden echarse en el olvido algunas otras efectuadas en
la propia decisión unas líneas después. En ellas Marshall establecía un principio
general de amplia proyección en el que, separándose del Derecho inglés, dejaba
inequívocamente clara la necesidad de una interpretación estricta de este delito.
Estas eran sus reflexiones:

“It is, therefore, more safe as well as more consonant to the principles of our
constitution, that the crime of treason should not be extended by construc-
tion to doubtful cases; and that crimes not clearly within the constitutional
definition, should receive such punishment as the legislature in its wisdom
may provide....”197. (Es por lo tanto más seguro, así como más conforme
a los principios de nuestra Constitución, que el delito de traición no debe
extenderse por deducción a los casos dudosos, y que aquellos delitos no
claramente dentro de la definición constitucional reciban el castigo que la
sensatez de la legislatura pueda disponer).

Y el mencionado principio cobraba aún mayor relevancia si se atendía a la


constatación hecha por Marshall en la propia sentencia, de la falta de precisión
legal en la descripción del delito de traición, que podría producir alguna dificultad
al decidir qué casos entrarían dentro del mismo. La proyección de estos principios
generales al caso sub judice, a la vista de las pruebas presentadas, conducía a la
mayoría del Tribunal a considerar, que en el caso de Samuel Swartwout no había
prueba suficiente de que hubiera hecho la guerra contra los Estados Unidos
como para justificar su encarcelamiento con base al cargo de traición, mientras
que respecto a Erick Bollman, el Tribunal admitía que aún había menos prueba
para ello.

c´) La interpretación y posterior sentencia de John Marshall

I. Las diversas fases del proceso se prolongaron de marzo a septiembre de


1807. Las actas del mismo en Richmond quedaron destruidas durante la guerra
civil; sin embargo, copias de esas actas existían en el libro de actas del Circuit Court

196
Robert K. FAULKNER: “John Marshall and the Burr Trial”, op. cit., p. 250.
197
Apud John P. ROCHE (edited by): John Marshall: Major Opinions..., op. cit., p. 267.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 459

de Ohio, lo que ha permitido a los historiadores poder conocer bien los distintos
momentos procesales. El proceso se desarrolló, según Rhodes198, a través de cuatro
etapas, aunque este autor no se ciñe al juicio de Richmond, sino que incluye un
proceso posterior celebrado en Ohio. Esas etapas serían: investigación del gran
jurado y encarcelamiento de Burr; juicio y absolución del cargo de traición; juicio
y absolución de un cargo de delitos menores (“misdemeanors”), y devolución al
Circuit Court de Ohio con base en una acusación por otro delito menor.
Fue el día 22 de mayo cuando, propiamente, comenzó el juicio. Recuerda
McCaleb, que ese día estaba Richmond lleno de forasteros (“strangers”).
Unos fueron atraídos por la fama del acusado; otros por la notoriedad de la
causa, mientras que muchos más aparecieron como testigos en respuesta a los
llamamientos del Gobierno199. Ello nos da una idea fehaciente, primero, del
enorme impacto e interés que este juicio tuvo en los Estados Unidos, y después,
de la inequívoca toma de partido y manipulación llevada a cabo por Jefferson y su
Gobierno. Por lo demás, en la ciudad había un cierto ambiente amenazador, con
grupos de gentes pidiendo el linchamiento del imputado. Weinberg ha escrito al
respecto200, que los jurados estaban tan temerosos por su propia seguridad (“so
fearful for their own safety”) que Marshall se mostraba preocupado acerca de la
capacidad de los mismos de mantener la imparcialidad.
En el juicio iban a participar los más relevantes abogados. Por la defensa, al
margen ya de que Aaron Burr era un excelente abogado, Luther Martin desempeñó
el papel estelar, aunque también estuvo acompañado, entre otros, por Edmund
Randolph, Charles Lee y John Wickham. Por la acusación, el Gobierno envió junto
al District Attorney George Hay, a William Wirt y Alexander McRae, lo que no debe
extrañar si se advierte que, como escripe Chapin, “Jefferson himself planned the
prosecution”201.
Quizá lo más relevante del proceso mismo fuera el logro de Marshall de que
se respetaran los derechos del acusado, asegurándole un juicio justo, lo que en el
ambiente que rodeó el proceso no era nada fácil de conseguir. Junto a ello, con
esta sentencia, como ya hemos dicho, Marshall impulsó el Derecho constitucional
americano hacia una definición no política de la traición. Ya en ex parte Bollman,
como acabamos de señalar, Marshall pareció separarse, por lo menos en parte,
de la visión expansiva que del delito de traición se tenía en el Derecho inglés, no
obstante los pronunciamientos en contra de la misma de autores tan relevantes
como Coke, decantándose en favor de una interpretación estricta, por lo menos en
los casos dudosos. Y en todo caso, con la interpretación que la Corte iba a llevar
a cabo de lo que debía entenderse por traición, al margen de la doctrina inglesa,

198
Irwin S. RHODES: “What Really Happened to the Jefferson Subpoenas?”, en American Bar
Association Journal (A. B. A. J.), Vol. 60, 1974, pp. 52 y ss.; en concreto, p. 53.
199
Walter Flavius McCALEB: The Aaron Burr Conspiracy, op. cit., p. 265.
200
Louise WEINBERG: “Our Marbury”, op. cit., p. 1266.
201
Bradley CHAPIN: The American Law of Treason..., op. cit., p. 103.
460 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

Marshall, como bien se ha señalado202, ayudó a poner la traición más allá del
alcance de los políticos vengativos (“beyond the reach of vindictive politicians”).
En United States v. Aaron Burr recayó sobre el Tribunal, pero primigeniamente
sobre su Chief Judge, la difícil responsabilidad de evaluar la suficiencia de las
pruebas inculpatorias presentadas contra quien había sido Vicepresidente de
los Estados Unidos. Ya nos hemos referido a la movilización de Jefferson y su
Administración para lograr la condena de Burr. Pero el problema principal para
ello era, que el acto manifiesto (“over act”) constitucionalmente exigido para el
delito de traición era algo excesivamente confuso. La alegación principal era que
en la isla de Blennerhasset, ubicada en Virginia, circunstancia que explicaba la
jurisdicción sobre el acusado del Circuit Court de Virginia, había tenido lugar la
reunión de un conjunto de hombres con el fin de conspirar para hacer la guerra
contra los Estados Unidos. Pero aún admitiéndose que ello fuera así, estaba
probado que Burr no había estado presente en tal reunión conspiradora. El propio
Attorney de los Estados Unidos admitió que Burr no se hallaba presente cuando
el acto, cualquiera que fuere su naturaleza, se cometió. Más aún, se hallaba en
otro Estado y a gran distancia de la mencionada isla. Siendo esto así, parecía que
Burr tenía que ser implicado en la supuesta conspiración por deducción. Y eso
es lo que intentó hacer la acusación pública. Claro está, pocas semanas antes,
Marshall, en ex parte Bollman, como ya expusimos, había dicho que todos aquellos
que desempeñaran cualquier papel por pequeño que fuera o remoto que estuviera
de la escena de la acción, y que se hallaran verdaderamente vinculados con la
conspiración, debían ser considerados traidores. Pero no se olvide, también había
establecido como principio general el de la interpretación estricta en los casos
dudosos. No puede por menos de admitirse, que en el caso que nos ocupa una y
otra interpretación parecían conducir a soluciones antitéticas.
George Hay abrió las intervenciones de la acusación pública, aduciendo que
la verdadera cuestión era dilucidar lo que constituía “a levying of war”. A partir
de la decisión dictada en Ex parte Bollman, Hay sostuvo que el acto de reunirse
con el propósito de llevar a cabo por la fuerza un proyecto traidor (“a treasonable
design”) equivalía a levying war. Las armas y el uso de la fuerza no eran ingredien-
tes necesarios, y todas las personas comprometidas eran traidores. Eran éstas,
añadió el Attorney Hay, máximas establecidas por el common law y que la reciente
decisión de la Supreme Court había venido a reforzar203.
En las alegaciones en su defensa, Burr adujo que la Constitución excluía la
“constructive treason”, esto es, la traición por deducción, y que ello quedaba muy
claro a la vista de los términos de la sección tercera del Art. III; consiguientemente,
la conspiración para traicionar en modo alguno podía ser convertida en un delito
de la misma magnitud que la propia traición. Burr negó asimismo que la reunión
en la isla de Blennerhasset fuera un acto manifiesto de guerra contra los Estados
Unidos, en línea con lo que siempre fue su argumento central: sólo se pretendía

202
R. Kent NEWMYER: John Marshall and the Heroic Age of the Supreme Court, op. cit., pp. 189-190.
203
Apud Bradley CHAPIN: The American Law of Treason..., op. cit., p. 105.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 461

incitar a una guerra contra España204. El 26 de junio, él, por supuesto, se declaraba
“not guilty” de la acusación de traición. Tras esa sesión, el tribunal aplazaba sus
sesiones hasta el 3 de agosto.

II. El momento nuclear del proceso tuvo lugar el 31 de agosto de 1807, día en el
que Marshall procedió a argumentar ante el jurado su opinión sobre la suficiencia
de las pruebas para mantener la acusación205. A través de su intervención, Marshall
exhortó al jurado acerca del Derecho que debía de aplicar y de la interpretación
que al mismo se había de dar. La declaración del Chief Judge es enormemente
extensa206. Como es lógico, sólo nos vamos a detener en lo que consideramos más
relevante.

A) Marshall iba a comenzar señalando, que la cuestión que se originaba al


hilo de la interpretación de la treason clause constitucional era de una infinita
importancia (“is of infinite moment”) para el pueblo de norteamericano y exigía la
más meditada y sobria consideración. Y a tal efecto pasaba a examinar el párrafo
de la Constitución que dice: “Treason against the United States shall consist
only in levying war against them”. ¿Cuál es el significado natural de las palabras
levying war?, se interroga Marshall, para responder de inmediato, que tomadas
literalmente son quizá del mismo significado que las palabras “raising or creating
war” (provocar o crear la guerra). En la interpretación que a los tribunales les sería
exigido dar a estos términos, no es improbable que puedan quedar comprendidos
aquellos que provoquen, creen, hagan o lleven a la guerra. Muy poco después,
Marshall sostiene: “There is no difficulty in affirming that there must be a war,
or the crime of levying it cannot exist” (No hay dificultad en afirmar que debe de
haber una guerra o el delito de hacerla no existe). Pero la expresión levying war no
se aplica por primera vez al delito de traición por la Constitución de los Estados
Unidos. Marshall recuerda que se trata de un término técnico, usado en un viejo
estatuto inglés, por lo que es razonable suponer que, salvo que sea incompatible
con otras expresiones de la Constitución, la expresión es usada en este instrumento
en el mismo sentido en que se comprendió en Inglaterra y en que se ha utilizado
en el estatuto de Eduardo III. Más adelante, Marshall efectúa otra importante
precisión, al afirmar:

204
A fines de julio, Burr escribía una carta a Theodosia, su única hija, por la que sentía verdadera
pasión, y a la que se había dedicado en cuerpo y alma tras enviudar años atrás. En la carta, refiriéndose
a las últimas sesiones del tribunal, le dice a su hija: “I repeat, what has heretofore been writen, that I
should never invite any one, much less those so dear to me, to witness my disgrace. I may be immured
in dungeons, chained, murdered in legal form, but I cannot be humiliated or disgraced”. Apud Walter
Flavius McCALEB: The Aaron Burr Conspiracy, op. cit., p. 282.
205
“Opinion on the Motion to Introduce Certain Evidence in the Trial of Aaron Burr for Treason,
pronounced Monday, August 31 (1807)”. Puede verse en John P. ROCHE (edited by): John Marshall:
Major Opinions..., op. cit., pp. 274-305. De este texto entresacamos nuestras citas.
206
Recuerda McCaleb, que la lectura de su opinión le llevó tres horas a Marshall. Walter Flavius
McCALEB: The Aaron Burr Conspiracy, op. cit., p. 290.
462 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

“All those who perform the various and essential military parts of prosecut-
ing the war which must be assigned to different persons, may with cor-
rectness and accuracy be said to levy war”. (De todos aquellos que realizan
las diversas y esenciales partes militares de proseguir la guerra, que debe
atribuirse a diferentes personas, puede con corrección y exactitud decirse
que hacen la guerra).

Y añade Marshall:

“Taking this view of the subject, it appears to the court, that those who
perform a part in the prosecution of the war may correctly be said to levy
war, and to commit treason under the constitution. It will be observed that
this opinion does not extend to the case of a person who performs no act
in the prosecution of the war , who counsels and advises it, or who, being
engaged in the conspiracy, fails to perform his part”. (Adoptando este punto
de vista de la cuestión, le parece al tribunal, que de aquellos que realizan
una parte en la prosecución de la guerra puede correctamente decirse que
hacen la guerra y que cometen traición conforme a la constitución. Debe
observarse que esta opinión no se extiende al caso de una persona que no
realiza ningún acto en la prosecución de la guerra, a quien la aconseja y
asesora sobre ella, o a quien, estando comprometido en la conspiración,
deja de cumplir su parte).

Marshall alude a continuación a la opinion de la Corte Suprema en United


States v. Bollman and Swartwout. Se ha dicho, –argumenta– que esta decisión,
al declarar que aquellos que no llevan armas pueden, sin embargo, ser culpables
de traición, es contraria a Derecho, y no es obligatoria porque es extrajudicial y
se pronunció sobre una cuestión no discutida. Este tribunal, por lo tanto, viene
obligado a apartarse del principio allí formulado. Pero al margen de ello, el Chief
Judge se hace eco de cómo algunos caballeros han razonado como si la Corte
Suprema, en Bollman, hubiera adoptado la totalidad de la doctrina de los libros
ingleses sobre la cuestión de los cómplices de traición (“accesories to treason”).
Pero desde luego, no es tal el hecho. Y más adelante precisa:

“Those only who perform a part and who are leagued in the conspiracy, are
declared to be traitors. To complete the definition both circumstances must
concur. They must <perform a part>, which will furnish the overt act, and
they must be <leagued in the conspiracy>. The persons who comes within
this description, in the opinion of the court, levies war”. (Sólo aquellos que
realizan una parte y que están vinculados en la conspiración son declara-
dos traidores. Para completar la definición ambas circunstancias deben
concurrir. Ellos deben <realizar una parte> que proporcionará el acto
manifiesto, y deben estar <vinculados en la conspiración>. Las personas
que caen dentro de esta descripción, a juicio de la Corte, hacen la guerra).
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 463

B) Aborda Marshall a continuación una segunda cuestión, la relativa a la


naturaleza del acto manifiesto (“overt act”) sobre el que se han presentado las
pruebas y que reclama del tribunal declarar si ese acto puede alcanzar a ser levying
war. Recuerda al efecto, que en Ex parte Bollman, la Corte lo interpretó para
significar que una reunión de personas con un propósito traidor, fuera con fuerza
o sin fuerza, fuera con la condición de emplear la violencia o sin esa condición,
era “a levying of war”. Y tras ello, el Chief Judge considera necesario proceder a
examinar tal interpretación, a cuyo efecto vuelve a insistir en que la expresión
exige que se comprenda en el sentido en que se recibió cuando la Constitución se
elaboró. Tras ello, señala el Chief Judge, que para ser correctamente comprendida,
cada sentencia debe considerarse con una visión del caso en el que se dictó. En
Bollman no había prueba ni siquiera de que Bollman y Swartwout se hubieran
reunido con el propósito de ejecutar el plan en el que se les acusaba de haber
participado. Fue por lo tanto suficiente para la Corte decir, que a menos que los
hombres estuvieran reunidos, la guerra no podía hacerse. Marshall reconoce que
de la anterior decisión podría deducirse, si se reflexiona un poco a la ligera, que la
naturaleza de la asamblea no era importante y que la guerra podría considerarse
como verdaderamente hecha por cualquier reunión de hombres, si se les pudiera
imputar mediante un testimonio de cualquier tipo una intención criminal. Pero
es claro que no comparte esta visión.
Llega así Marshall a dos consideraciones cruciales en lo que se refiere al fondo
del caso, en conexión con los alegatos realizados:

“1st. That this indictment, having charged the prisoner with levying war
on Blennerhassett´s island, and containing no other overt act, cannot be
supported by proof that war was levied at that place by other persons, in the
absence of the prisoner, even admitting those persons to be connected with
him in one common treasonable conspiracy”. “2d. That admitting such an
indictment could be supported by such evidence, the previous conviction
of some person who committed the act which is said to amount to levying
war, is indispensable to the conviction of a person who advised or procured
that act” (1º. Que esta acusación, habiendo formulado cargos al prisionero
de hacer la guerra en la isla de Blennerhassett y no conteniendo otro acto
manifiesto, no puede ser sostenida por la prueba de que la guerra se hizo en
aquel lugar por otras personas, en ausencia del prisionero, aún admitiendo
que esas personas estén relacionadas con él en una común conspiración
traidora). (2º. Que admitiendo que tal acusación pudiera sostenerse por tal
prueba, la previa condena de alguna persona que cometió el acto del que se
dice equivaler a hacer la guerra, es indispensable para la condena de una
persona que aconsejó o procuró ese acto).

Marshall va a finalizar su alocución al jurado, expresando que tras exponer


profunda y pausadamente los argumentos de ambos lados, el resultado es una
convicción tan completa como el pensamiento de la Corte es capaz de tener sobre
464 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

un tema complejo, en el sentido de que la moción que propone al jurado debe


prevalecer. Constata a continuación, que ningún testimonio relativo a la conducta
o declaraciones del prisionero, esto es, de Aaron Burr, en otra parte y posterior
a las negociaciones realizadas en la isla de Blennerhassett puede admitirse, por
ser tal testimonio incompetente para demostrar el acto manifiesto en sí mismo,
siendo por lo tanto irrelevante. Además, no existe la prueba por dos testigos de
que la reunión en la mencionada isla fue procurada por el prisionero. Tras haber
oído la opinión del tribunal sobre el Derecho aplicable al caso, Marshall invitaba
al jurado a aplicar ese Derecho a los hechos, y a dictar un veredicto de culpabilidad
o no culpabilidad, como sus propias conciencias pudieran indicarles.

III. El día 1 de septiembre, tras retirarse el jurado brevemente a deliberar,


a su vuelta al estrado su presidente, el Coronel Edward Carrington, cuñado de
Marshall, algo ciertamente sorprendente207, anunció: “Aaron Burr is not proved to
be guilty under this indictment by any evidence submitted to us. We therefore find
him not guilty”. (No se ha demostrado por ninguna prueba presentada a nosotros
que Aaron Burr sea culpable según esta acusación. Por lo tanto, le declaramos
no culpable). Dice Roche208, que fue esta una poco corriente formulación, que se
aproximaba al veredicto escocés de “Not Proven”, que ha sido interpretado como
“no culpable, pero no lo hagas de nuevo” (“not guilty, but don´t do it again”).
Muy pocos días después de la declaración de “no culpabilidad” por parte del
jurado, Marshall iba a ordenar que Burr fuera sometido a un nuevo proceso, bien
que en esta ocasión por un delito menor, el de violación de las leyes de neutralidad,
al acusársele de haber vulnerado la sección quinta de la Ley del Congreso de 5 de
junio de 1794, que disponía que ninguna persona dentro del territorio sometido a
la jurisdicción de los Estados Unidos iniciaría o prepararía una expedición militar
contra el territorio de cualquier país extranjero con el que los Estados Unidos se
hallasen en paz. Burr fue acusado de conspirar para invadir dominios del Rey de
España (el territorio de México). El 14 de septiembre, en apenas dos semanas, este
nuevo proceso concluía igualmente con un veredito de “not guilty”209.
A partir del mismo momento en que el jurado emitió su veredicto, exonerando
a Burr del delito de traición, y hasta fines de octubre, esto es, durante un período
de dos meses, el Gobierno intentó, bien que sin mucha convicción, que Burr fuera
procesado por un delito menor, como el de su planeada expedición militar contra
España. Jefferson se esforzó para ello con las autoridades de Ohio, que se mos-

207
El hecho, a todas luces criticable, de que fuera un cuñado de Marshall quien presidiera el
jurado, no es, desde luego, el único reproche que cabe hacer al gran Chief Justice. Éste, a lo largo
del proceso, se permitió censurar al Gobierno por su supuesta actitud de vendetta frente a Burr y su
actitud irrespetuosa hacia las garantías esenciales de un fair trial. Aunque sus comentarios se dirigían
al Attorney, su destinatario último era Jefferson. Otro detalle no muy presentable fue que Marshall
acudió a una cena ofrecida por el abogado de Burr en honor del acusado. Melvin I. UROFSKY:
“Thomas Jefferson and John Marshall...”, op. cit., p. 118.
208
John P. ROCHE (edited by): John Marshall: Major Opinions...”, op. cit., p. 274.
209
Sobre el mismo, cfr. Walter Flavius McCALEB: The Aaron Burr Conspiracy, op. cit., pp. 292-296.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 465

traron reticentes al respecto, y finalmente el Gobierno no persiguió judicialmente


a Burr por tal cargo. En cualquier caso, Burr vivió el resto de su dilatada vida al
margen de toda respetabilidad social.

IV. El proceso y posterior absolución de Burr ha sido enjuiciado de modos


muy dispares. Ante todo, se ha visualizado, y esta es la posición que hacemos
nuestra, como una victoria del Derecho sobre la política, pero no han faltado
quienes, como Corwin, de cuya posición ya nos hicimos someramente eco, han
considerado que Marshall se separó de la interpretación que él mismo había dado
en Ex parte Bollman con la finalidad de lograr la absolución de Burr, quizá como
revancha frente a Jefferson. Abundando en el tema, habría que recordar que el
razonamiento de Corwin iba a girar sobre la consideración de que Marshall exigió
de quienes acusaban a Burr una prueba patentemente más estricta de la que la
Constitución exigía, pues, siempre según Corwin, la Constitución no exige dos
testigos del acto personal manifiesto del acusado de traición, sino tan sólo del acto
manifiesto de traición con el que el acusado puede ser vinculado de otro modo,
dado que, conforme a la doctrina del common law, “in treason all are principals”
(en el delito de traición todos son autores). Faulkner cree que Corwin adoptó la
posición seguida en el juicio por uno de los acusadores, William Wirt, entendiendo
que ya que los términos en que la Constitución recepcionó la treason clause eran
los Derecho inglés, la cláusula debía interpretarse a la luz del common law inglés.
Pero como este autor señala, la Constitución no sigue el famoso estatuto de
Eduardo III exactamente. “Thus it is by no means obvious that ancient English
interpretations, presuming with Corwin.... ought to control interpretation of the
American Constitution”210. Pero es que además, a nuestro entender, Marshall, en
Ex parte Bollman, ya había efectuado algunas matizaciones en su interpretación
de la treason clause que marcaban una separación respecto del Derecho inglés.
Por lo demás, si se atiende a la penetrante preocupación de la Constitución por la
seguridad personal, entonces es fácil de ver que los puntos de vista del Chief Judge
en el juicio de Burr, lejos de contravenir ese espíritu, sólo lo articulan211.
Innecesario es decir que el propio Presidente Jefferson criticó acerbamente a
Marshall por considerar que el Chief Judge había mostrado una conducta partidista
en el juicio de Burr. El hacendado de Monticello, según Dumas Malone, parece
que nunca discutió en términos jurídicos la sentencia, tampoco la interpretación
dada por Marshall a la treason clause; su crítica siempre giró en torno a que el
resultado del proceso fue un “political event”212. Jefferson ya había olvidado su
infame comportamiento previo al inicio del juicio, al linchar públicamente a Burr
en un mensaje enviado al Congreso, al que ya aludimos, pero del que recordaremos
ahora estas palabras: “his guilt is placed beyond question”213. Después de todo lo
210
Robert K. FAULKNER: “John Marshall and the Burr Trial”, op. cit., pp. 249-250.
211
Ibidem, p. 253.
212
Cit. por Melvin I. UROFSKY: “Thomas Jefferson and John Marshall...”, op. cit., p. 120.
213
“Special Message (to Congress) on Burr” (January, 22, 1807). Apud Louise WEINBERG: “Our
Marbury”, op. cit., p. 1266.
466 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

dicho, no puede caber duda de que el proceso de Aaron Burr constituyó uno de
los momentos culminantes, si es que no el punto álgido, de la larga década de
enfrentamientos entre Jefferson y Marshall.
La victoria, de nuevo, correspondió al Chief Justice, pero no fue una victoria
personal, sino el triunfo de la interpretación jurídica de la Constitución frente a
la manipulación política e interesada de sus normas. Triunfo tanto más meritorio
cuanto que el Presidente, como ya se ha repetido y numerosos datos lo atestiguan,
(particularmente, numerosas cartas a Georges Hay) tomó el mando personal de
la acusación, como escribe Newmyer (“the president took personal command
of the prosecution”)214, volcando todo el poder del ejecutivo en conseguir la
condena de Burr. Marshall, según parece, no llegó a conocer en toda su extensión
la participación del Presidente Jefferson, ni tampoco el público o la prensa, pero
no fue un secreto que el caso United States v. Burr fue también el caso Jefferson
v. Marshall. Eso sí, el caso terminó como había comenzado, entre acusaciones
de que el Chief Justice había politizado el proceso legal y la reconvención de que
Jefferson había hecho lo mismo. La decisiva intervención de Marshall del día 31 de
agosto, con su speech al jurado, inmediatamente antes del veredicto del jurado, al
margen ya de las muy numerosas pruebas y testigos de cargo y de descargo hasta
entonces examinadas y escuchados, condujo la disputa entre los dos hombres a un
punto muy preciso: el de los roles respectivos del juez y del jurado en el Derecho
republicano215.
En fin, Jefferson se sintió ultrajado por el veredicto; ya en pleno desarrollo del
proceso escribía arrogantemente a su yerno, que los procedimientos y el propio
juicio demostraban “the original error of establishing a judiciary independent of
the nation”216. Al margen ya de ello, nada más conocida la absolución de Burr, el
Presidente envió un material de cientos de páginas al Congreso en apoyo de su
solicitud de que el Congreso considerara los pasos adecuados que debían tomarse
frente a Marshall, recomendando como más idóneo la destitución de Marshall de
la Supreme Court217. Tras ello, y durante el tiempo que restaba para finalizar su
segundo mandato, el abierto enfrentamiento entre Jefferson y Marshall pareció
cerrarse. Las tensiones cada vez mayores con Francia y Gran Bretaña exigieron
que el Presidente focalizara su atención sobre las relaciones internacionales,
olvidando todo lo demás.

214
R. Kent NEWMYER: John Marshall and the Heroic Age..., op. cit., p. 192.
215
Ibidem, p. 201.
216
Carta de Thomas Jefferson a John W. Eppes, fechada el 28 de mayo de 1807. Reproducida en
la obra The Writings of Thomas Jefferson, edited by P. FORD, 1898, Vol. 9, pp. 67-68. Cit. por George
L. HASKINS: “Law versus Politics in the Early Years of the Marshall Court”, op. cit., p. 14, nota 69.
No sería ésta la única ocasión en que Jefferson aludiría al error de haber diseñado en la Constitución
un judiciary independiente. En una carta al senador Giles, escrita durante el desarrollo del proceso,
Jefferson decía que no estaba lejano el día en que la Constitución fuera reformada para suprimir “the
error.... which makes any branch independent of the nation”. Apud Melvin I. UROFSKY: “Thomas
Jefferson and John Marshall...”, op. cit., p. 119.
217
Melvin I. UROFSKY: “Thomas Jefferson and John Marshall...”, op. cit., p. 120.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 467

El tiempo iba a terminar dando asimismo la razón a Marshall. En 1867, el


Chief Justice Salmon P. Chase, presidiendo el Circuit Court de Carolina del Norte,
en el caso Shortridge v. Macon, en relación a la Sección tercera del Art. III de la
Constitución, argumentaba:

“The word <only> was used to exclude from the criminal jurisprudence
of the new republic, the odious doctrines of constructive treason. Its use,
however, while limiting the definition to plain overt acts, brings these acts
into conspicuous relief as being always and in essence treasonable”218. (La
palabra <solamente> se usó para excluir de la jurisprudencia penal de la
nueva República las odiosas doctrinas de la traición por deducción. Sin em-
bargo, su uso, aunque limitando la definición a los claros actos manifiestos,
conduce estos actos a un llamativo relieve al ser siempre y esencialmente
traidores).

d´) El subpoena duces tecum al Presidente Jefferson

Un incidente procesal en el juicio de Aaron Burr iba a encrespar aún más las
relaciones entre Jefferson y Marshall219. El 11 de junio, Luther Martin, el abogado
de Burr, formulaba ante la corte la solicitud de que emitiera un subpoena duces
tecum al Presidente Jefferson, esto es, una citación al Presidente a fin de que se
personara en el tribunal para testificar y para presentar las órdenes militares de
los Departamentos de Guerra y de la Armada expedidas para la detención de Burr
y sus hombres, así como una carta fechada el 21 de octubre de 1806, del General
Wilkinson al Presidente, en la que supuestamente le informaba acerca de las
intenciones de Burr, carta que el Presidente había mencionado en su informe al
Congreso relativo a la acusación del ex-Vicepresidente. La petición respondía a
la objeción de Burr de que el General Wilkinson había falsificado algunos de los
documentos enviados a Jefferson, en orden tanto a magnificar la implicación
de Burr como a minimizar la suya propia. Se trataba, pues, de documentos
fundamentales para la defensa, como Luther Martin dejó claro en una brillante
intervención220. El Gobierno había denegado a Burr el acceso a esos documentos y

218
Apud Charles WARREN: “What is Giving Aid and Comfort to the Enemy?”, en Yale Law Journal
(Yale L. J.), Vol. XXVII, 1917-1918, pp. 331 y ss.; en concreto, p. 331.
219
Sobre este incidente, cfr. Irwin S. RHODES: “What Really Happened to the Jefferson Subpoe-
nas?”, en American Bar Association Journal (A. B. A. J.), Vol. 60, 1974, pp. 52 y ss.
220
“All that we want –exclamaba iracundo ante el tribunal Luther Martin– is the copies of some
papers, and the original of another. This is a peculiar case, sir. The President has undertaken to prejudge
my client by declaring that <of his guilt there can be no doubt>. He has assumed the knowledge of
the Supreme Being himself, and pretended to search the heart of my highly respected friend. He has
proclaimed him a traitor in the face of that country which has rewarded him. He has let slip the dogs
of war, the hell-hounds of persecution , to hunt down my friend. And would this President of the United
States, who has raised all this absurd clamor, pretend to keep back the papers which are wanted for
this trial, where life itself is at stake? It is a sacred principle, that in all such cases, the accused has
468 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

el acusado veía en la emisión por el tribunal del subpoena un medio de tener acceso
a ellos. De modo un tanto sorprendente, la única objeción del district Attorney Hay
vino referida a la presencia personal del Presidente, aunque otros abogados de la
acusación pública también alegaron el carácter prematuro de la citación.
Marshall se mostró pronto de acuerdo en la emisión de la citación que se le
requería por la defensa. En cualquier caso, se ha puesto de relieve221, que el espíritu
con que Marshall emitió esta citación al Presidente estuvo bien alejado de lo que
podríamos considerar un deliberado cuestionamiento de la autoridad presidencial.
Y en esa línea, Marshall admitió que si el Presidente enviaba la documentación
requerida, no habría, desde luego, necesidad de que él mismo acudiera en persona
ante el tribunal, al margen ya de reconocer que sería una razón para no obedecer
el subpoena el que los documentos fueran “state papers”.
A pesar de la ausencia de controversia sustantiva sobre la emisión de la
citación, el 13 de junio, Marshall emitió una larga opinion sobre la facultad del
tribunal de emitir una citación al Presidente, rechazando a la par las posibles ob-
jeciones que pudieran hacerse al subpoena. En este documento judicial, se refirió a
la necesidad de que el Presidente diera una respuesta a la citación, expresando, en
su caso, su deseo de rehusar cumplir la citación con base en el privilegio ejecutivo
(“executive privilege”), advirtiendo también, algo ambiguamente, que en tal caso
el tribunal también daría su respuesta. Marshall reconocía como era obvio el
privilegio ejecutivo del Presidente, pero dejó bastante claro que correspondía al
tribunal y no al Presidente decidir quién decide.
La decisión de Marshall tuvo una importancia capital, pues, como ya se dijo,
estableció la base para la decisión adoptada por el Chief Justice Warren Burger en
1974 al hilo del célebre caso United States v. Nixon. De hecho, Burger mencionó a
Marshall al ordenar a Richard Nixon ceder al Tribunal todas las cintas magnetofóni-
cas en su posesión, y la Corte, por unanimidad, desestimó la pretensión de Nixon de
que el privilegio ejecutivo le amparaba para no darlas. Siguiendo el razonamiento de
Marshall, la Burger Court declaró que en el Burr trial se estableció la doctrina de que
“while a court would give careful consideration to presidential claims that certain
documents were immaterial or their exposure would endanger government policy,
the materials would have to be produced, and the court, in camera, would make
the final decision as to whether they should be turned over”222. (Aunque un tribunal
diera una cuidadosa consideración a las afirmaciones presidenciales de que ciertos
documentos eran irrelevantes o que su exposición dañaría la política del gobierno,
los documentos tendrían que ser presentados , y el tribunal, a puerta cerrada,
adoptaría la decisión final en cuanto a si debían ser entregados). La trascendental
importancia de esta decisión es sobradamente conocida: forzó la única dimisión
de un Presidente de los Estados Unidos.

the right to all the evidence which is necessary for his defense”. Apud Walter Flavius McCALEB: The
Aaron Burr Conspiracy, op. cit., pp. 269-270.
221
Robert K. FAULKNER: “John Marshall and the Burr Trial”, op. cit., p. 257.
222
Apud Melvin I. UROFSKY: “Thomas Jefferson and John Marshall...”, op. cit., p. 120.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 469

El 17 de junio, el Presidente escribió a Hay accediendo a la petición, aunque


afirmando al mismo tiempo su privilegio exclusivo como ejecutivo de presentar o
negarse a conceder otros documentos que los de naturaleza oficial, negando todo
derecho a exigir su asistencia personal. El Presidente insistía en que él era “the
ultimate arbiter of what materials coming to his office would be opened to public
scrutiny”223. Él y no el tribunal decidiría qué documentos en su posesión debían
permanecer como confidenciales. En apoyo de esta posición, Jefferson insistiría
en la división de poderes y en la independencia de cada uno de ellos, y también,
por supuesto, del Ejecutivo:

“The leading feature of our Constitution –escribía Jefferson al Attorney


Hay– is the independence of the Legislative, Executive, and Judiciary
of each other; and none are more jealous of this than the Judiciary. But
would the Executive be independent of the Judiciary if he were subject to
the commands of the latter, and to imprisonment for desobedience; if the
smaller courts could bandy him from pillar to post, keep him constantly
trudging from north to south and east and west, and withdraw him entirely
from his executive duties?”224. (El principal rasgo de nuestra Constitución
es la independencia uno de otro del Legislativo, Ejecutivo y Judicial, y nin-
guno es más celoso de esto que el poder Judicial. Pero, ¿sería el Ejecutivo
independiente del Judicial si estuviera sujeto a los mandatos de éste y a
encarcelamiento por desobediencia, si los tribunales inferiores pudieran
juguetear con él de la Ceca a la Meca, mantenerle constantemente andando
con dificultad de norte a sur y de este a oeste, y apartarle completamente
de sus deberes ejecutivos?).

Aunque el texto de la carta ya revela el profundo disgusto que el subpoena


causó al Presidente, privadamente, parece que la reacción del Presidente fue
bastante más irascible. Jefferson, escribe Weinberg225, se puso de punta (“bristled”)
con argumentos contrarios al cumplimiento de lo que Marshall le solicitaba. Y
aún hay otro dato revelador de que el considerado como padre de los derechos
y libertades de América era a veces bien poco respetuoso hacia ellos. La inquina
de Jefferson hacia Luther Martin, que venía de atrás, llegó al extremo de plantear
al Attorney Hay, en una carta escrita el 19 de junio, la posibilidad de decidir su
imputación como copartícipe en el delito junto a Burr. En esa carta Jefferson
formula a Hay la siguiente pregunta: “Shall we move to commit Luther Martin as
particeps criminis with Burr?”226. (¿Proponemos encarcelar a Luther Martin como
partícipe en el delito con Burr?).

223
Melvin I. UROFSKY: “Thomas Jefferson and John Marshall...”, op. cit., p. 120.
224
Apud Walter Falvius McCALEB: The Aaron Burr Conspiracy, op. cit., p. 271.
225
Louise WEINBERG: “Our Marbury”, op. cit., p. 1276.
226
Carta de Jefferson a Hay, fechada el 19 de junio de 1807. Apud Walter Flavius McCALEB: The
Aaron Burr Conspiracy, op. cit., pp. 272-273.
470 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

Finalizado el proceso por traición, como antes dijimos, se inició un nuevo


proceso contra Burr por un delito menor. En el nuevo proceso, Burr requirió el
3 de septiembre una segunda carta del General Wilkinson al Presidente, fechada
el 12 de noviembre de 1806, relativa a la alegada conspiración de Burr y a la
complicidad del Gobernador de Louisiana, Claiborne, hombre de confianza del
propio Jefferson, y de su secretario, Meade. Un nuevo subpoena fue emitido al
respecto por el tribunal. El Attorney Hay, el 12 de noviembre de 1807, respondió
a la petición del tribunal con una copia de la carta requerida, aunque con ciertas
partes tachadas con base en la discrecionalidad que Hay alegó que le había sido
conferida por el Presidente, en el ejercicio de sus poderes constitucionales.
Frente a ello, Marshall elaboró una nueva resolución cuya principal arremetida
(“thrust”), por utilizar la expresión de Rhodes227, era que el Presidente no podía
delegar en su Attorney una discreción para ejercer el privilegio ejecutivo para ocultar
partes de la carta, pues si el Presidente deseaba confiar en el executive privilege, debía
responder él mismo. Es lo que hizo el Presidente enviando una copia de la carta con
partes tachadas, acompañada de una certificación sosteniendo, de conformidad con
su poder ejecutivo, su derecho a ocultar las partes omitidas, que él consideraba que
el interés nacional prohibía hacerlas públicas. Adicionalmente, adujo Jefferson que
las partes omitidas eran irrelevantes para la condena o absolución del imputado.
Marshall puso considerable énfasis en la afirmación del Presidente Jefferson de la
irrelevancia de las partes ocultas, declarando que con vistas a hacer otro subpoena
al Presidente para el envío de la carta completa, Burr debía ofrecer pruebas sufi-
cientes acerca de la relevancia de lo tachado, reconociendo finalmente que si Burr
podía probar la relevancia del material oculto y el Presidente, tras el subsiguiente
subpoena, no procedía a entregarlo, podía sobreseer el caso.
Al margen ya de que estos incidentes procesales contribuyeran a enquistar
aún más las pésimas relaciones entre Marshall y su primo Jefferson, los mismos
sirvieron para sentar una jurisprudencia de extraordinaria relevancia con vistas
a limitar los poderes discrecionales del Ejecutivo.

3. El radical antagonismo durante la Presidencia de Adams (1797-1801)


entre Federalistas y Jeffersonianos Republicanos y sus consecuencias
sobre el Judiciary

A) La relativa inicial convergencia de Federalistas y Republicanos acerca


del rol del Judiciary

Estas líneas sobre los furibundos enfrentamientos habidos hacia el final de


la última década del siglo XVIII entre Federalistas y Republicanos tienen como
objetivo primordial mostrar cómo los mismos impactaron brutalmente sobre el

227
Irwin S. RHODES: “What Really Happened to the Jefferson Subpoenas?”, op. cit., p. 53.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 471

poder judicial federal (federal judiciary), generando un tenso clima que alcanzaría
su máxima expresión tras las llegadas de Marshall y de Jefferson a la Chief
Justiceship y a la Presidencia de los Estados Unidos, respectivamente, acaecidas
en fechas muy parejas. En este marco podemos encontrar algunas claves, en
realidad el verdadero background de la sentencia, que pueden ayudar a la mejor
comprensión de la Marbury versus Madison decision. Quizá no sea inoportuno
comenzar haciendo una breve referencia introductoria a la posición inicial de
Federalistas y Republicanos respecto del judiciary.
Contra lo que pudiera pensarse, aunque no tanto tras lo que se ha expuesto
anteriormente acerca del sentir de Jefferson y de algunos otros líderes republica-
nos, la concepción Federalista sobre el judiciary fue compartida, por lo menos en
los primeros años de la década final del siglo, por los Republicanos moderados, y
los Republicanos radicales que se oponían a ella estaban motivados básicamente
por una hostilidad general hacia la profesión jurídica, el rule of law y la idea de
un judiciary independiente228.
Los Federalistas pusieron el acento fundamentalmente en la continuidad con
la tradición inglesa, visualizando la constitutional adjudication, esto es, el proceso
mental que debía seguir el juez a la hora de dictar una sentencia en materia
constitucional, como un caso de interpretación legal, de conformidad con las
reglas hermenéuticas tiempo atrás expuestas por Blackstone, quedando bastante
alejada de esta visión la doctrina proclive a que los tribunales pudieran disponer
de una cierta autoridad general para anular una legislación odiosa (“obnoxious
legislation”), esto es, una legislación en conflicto con la Constitución escrita. Para
los Federalistas, la autoridad judicial para no hacer caso de un texto legislativo,
lejos de poder considerarse un poder general, se había de reconducir al deber
propio de todo tribunal de aplicar las leyes al tener que decidir sobre un caso
concreto.
Los Republicanos, por contra, y en frontal contraste con lo que habría de
acontecer tras su llegada al poder, iban bastante más allá en su visualización
de la autoridad judicial. Como recuerda Clinton229, uno de los más interesantes
aspectos de la controversia acerca de la ratificación de la Constitución federal por
los Estados puede encontrarse en los comentarios hechos sobre el judicial power
en varias Convenciones estatales por quienes se oponían al texto constitucional,
al considerar su regulación defectuosa al no contemplar el adecuado control del
Congreso por los tribunales federales o estatales. Ya nos referimos con anterio-
ridad a algunas manifestaciones de Patrick Henry en la Convención de Virginia.
A las ya expuestas habría que añadir la siguiente reflexión, que formula Henry,
comparando los tribunales estatales con el propuesto federal judiciary:

228
Robert Lowry CLINTON: Marbury v. Madison and Judicial Review, op. cit., pp. 72-73.
229
Ibidem, pp. 67-68.
472 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

“The honorable gentlemen did our judiciary honor in saying that they had
firmness enough to counteract the legislature in some cases. Yes, sir, our
judges opposed the acts of the legislature. We have this landmark to guide
us. They had fortitude to declare that they were the judiciary and would
oppose unconstitutional acts. Are you sure that your federal judiciary
will act thus?”. (Honrarían los honorables caballeros a nuestro judiciary
diciendo que ellos tenían la suficiente firmeza para oponerse a legislatura
en algunos casos. Sí señor, nuestros jueces se opusieron a las leyes de la
legislatura. Nosotros tenemos este hito para que nos guíe. Ellos tenían la
fortaleza para declarar que ellos eran el poder judicial y que se opondrían
a las leyes inconstitucionales. ¿Están Ustedes seguros de que poder judicial
federal actuará así?).

Henry, en cierto modo, discrepaba de la comprensión que del judiciary tenían


los Federalistas, rechazándola, pero no porque confiriera a la Corte Suprema
una amplia autoridad supervisora de las leyes del Congreso, sino justamente
porque no lo hacía. En definitiva, insistiendo en lo ya dicho, los comentarios de
los principales líderes Republicanos acerca del rol de los tribunales en la nueva
Constitución federal, lejos de poder ser aportados como argumentos en contra de
la judicial review, podían entenderse más bien como todo lo contrario.
Por lo demás, desde los inicios hasta el final de la década de 1790, los Re-
publicanos, en reiteradas ocasiones, impugnaron la constitucionalidad de leyes
aprobadas por la legislatura nacional controlada por los Federalistas. Los primeros
estatutos del Banco de los Estados Unidos, la ley de impuestos sobre los carruajes,
las Alien and Sedition Acts... constituyen un buen ejemplo de ello. Y tanto dentro
como fuera del Congreso el partido Republicano sostuvo la conveniencia de la
intervención judicial y mantuvo la esperanza de que los tribunales federales y
estatales, a través de su facultad de revisión judicial, anularían las leyes nacionales
que consideraran opresivas.
Un debate desencadenado en junio de 1789, al hilo de un proyecto de ley
proponiendo la creación de un Departamento de Asuntos Exteriores (“Department
of Foreign Affairs”), es bastante revelador de la problemática que venimos
exponiendo. En el mismo se planteó la cuestión de si el Congreso podía expresar
una interpretación de la Constitución vinculante para todos los poderes (también
para el judiciary), a través de la aprobación de una ley declaratoria (“a declaratory
act”). Mientras algunos pensaron que el Congreso tenía derecho a expresar su
opinión sobre la Constitución a través de una declaración oficial, aparentemente,
nadie pensó que tal declaración pudiera vincular a un tribunal comprometido
en el cumplimiento de sus deberes230. Elbridge Gerry, un Republicano que había
rehusado firmar el texto final de la Constitución, se manifestaría al respecto en
términos que hacían presagiar a Marshall en la Marbury decision: “Si la facultad
de hacer leyes declaratorias se confiere realmente al Congreso –razonaba Gerry– y
los jueces están verdaderamente vinculados por nuestra decisión, nosotros
230
Ibidem, pp. 73-74.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 473

podemos después alterar esa parte de la Constitución que es asegurada a través


del poder de enmienda previsto por el Art. V. Yo preguntaría entonces, señores: si
la Constitución nos ha dado la facultad de hacer leyes declaratorias (en realidad,
las deberíamos de denominar leyes interpretativas), ¿dónde está la necesidad de
insertar el Art. V con el propósito de obtener enmiendas? (“where is the necessity
of inserting the Fifth Article for the purpose of obtaining Amendments?”).
En resumen, el rechazo Republicano al federal judiciary está lejos de ser
endémico a su pensamiento, pudiendo ser considerado como la resultante de
las convulsas circunstancias políticas de finales de la década que iban a sumir
a Federalistas y Republicanos en una lucha sin cuartel. A esas circunstancias
pasamos ahora a referirnos.

B) Los enfrentamientos entre ambos partidos en los años postreros del siglo

La Presidencia de John Adams (1797-1801) resultó verdaderamente tor-


mentosa por las profundas divisiones que desencadenó en la opinión pública,
además ya de por el enconado enfrentamiento a que dio lugar entre Federalistas
y anti-Federalistas. En este marco se ubica la aprobación en 1798, por el Congreso
controlado por los Federalistas, de las Alien and Sedition Acts, y de algún otro
texto legal, de más que dudosa conformidad a la Constitución. Desde luego, los
Republicanos tacharon esos textos de inconstitucionales, sobre todo la Sedition
Act, que Jefferson consideró que violaba la Décima Enmienda, al margen ya de
contemplarla como un arma arrojadiza contra ellos, llamada a ser utilizada para
frustrar las aspiraciones republicanas de vencer en las elecciones a celebrar en
noviembre de 1800. En el propio Congreso, Gallatin, otro Republicano, afirmó
que “los Estados y el poder judicial estatal podían, e incluso debían, considerar
el texto legal como una simple nulidad (“as a mere nullity”), en cuanto habían de
declararlo inconstitucional”.
La reacción republicana iba a ir mucho más allá de la mera crítica, correspon-
diendo la respuesta más perturbadora a las Asambleas legislativas de Kentucky y
de Virginia. Ambas Asambleas iban a recusar las leyes como inconstitucionales,
lo que podía ser razonable; lo preocupante era el remedio propuesto. Las resolu-
ciones que cada una de esas Asambleas iban a aprobar, obra de Jefferson, la de
Kentucky, y de Madison, la de Virginia, proclamaban que eran los Estados, no
el pueblo de los Estados Unidos, quienes eran las partes del contrato que había
dado lugar a la Unión, y como tales los Estados tenían el derecho y el deber “en
caso de una deliberada, palpable y peligrosa usurpación federal de autoridad,
de intervenir para detener el progreso del mal y para mantener dentro de sus
respectivos límites a las autoridades federales”231. Kentucky iba a ir un paso más
allá respecto a Virginia, bramando temerariamente, que la anulación estatal de

231
Apud David P. CURRIE: The Constitution in Congress (The Federalist Period, 1789-1801), The
University of Chicago Press, Chicago & London, 1997, p. 269.
474 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

todas las leyes aprobadas por el Congreso sin base constitucional era el remedio
legítimo (“the rightful remedy”). Con ello se colocaba la primera piedra para la
construcción de la perniciosa doctrina de la nullification, que en los años treinta
del siguiente siglo volvería a ser reivindicada por algún Estado sureño y a la que
se retornaría en las convulsas vísperas de la guerra civil. De ahí que Weinberg
haya podido escribir que las Resoluciones “furnished the South an intellectual
foundation for civil war”232.

a) Las federalistas Alien and Sedition Acts (1798)

I. La situación política que iba a dar lugar a estas dos leyes es bien conocida.
La firma del Tratado de paz con Gran Bretaña provocó a los franceses y a aquellos
americanos más francófilos, que ya eran conocidos como los Republicanos. La si-
tuación intentó solventarse a través del envío a Francia de una misión negociadora
integrada por Gerry, Pinckney y Marshall, la “XYZ Mission to France”, a la que
ya nos referimos. El fracaso de la misma, de resultas de la intolerable y corrupta
petición de Talleyrand de percibir una cantidad de dinero para poder llevar a cabo
el acuerdo, desacreditó a los partidarios de Francia y desencadenó la puesta en
marcha gubernamental de un programa legislativo destinado en teoría a proteger
al aún muy joven país frente a la opinión extranjera y los propios extranjeros,
fueran éstos franceses, irlandeses violentos o criminales ingleses, pero en todo
caso casi siempre Republicanos. Es verdad que también a través de esta legislación
se contemplaba la adopción de represalias contra las violaciones francesas de
los derechos en alta mar de una América neutral en una guerra entre franceses
e ingleses. Se iniciaban así dos años en los que se ha considerado233 que, con la
excepción de la guerra civil y de los años inmediatamente anteriores y posteriores
a ella, nunca la política se condujo con tal vehemencia y odio
En el verano de 1798, y en el breve lapso de tiempo de poco más de un mes,
el Congreso iba a proceder a aprobar un conjunto de cuatro leyes, relacionadas
todas ellas con la problemática expuesta. La primera fue la Naturalization Law,
que aumentó (de 5 a 14 años) el período de residencia exigible a un extranjero
para que pudiera adquirir la ciudadanía norteamericana. No faltaban entre los
federalistas quienes deseaban prohibir por entero la naturalización, pero para la
mayoría pareció una medida exagerada, que finalmente se encauzó en la dirección
de extender el requisito de la residencia.
La segunda ley era la llamada Alien Friends Act, que autorizaba al Presidente a
expulsar a todos los extranjeros que se contemplaran como “dangerous to the peace
and safety of the United States” o “sobre los que tuviera razonable fundamento

232
Louise WEINBERG: “Our Marbury”, en Virginia Law Review (Va. L. Rev.), Vol. 89, 2003, pp.
1235 y ss.; en concreto, p. 1269.
233
Walter BERNS: “Freedom of the Press and the Alien and Sedition Laws: A Reappraisal”, en
Supreme Court Review (Sup. Ct. Rev.), Vol. 1970, 1970, pp. 109 y ss.; en concreto, p. 111.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 475

para sospechar que se hallaban relacionados con cualesquiera maquinaciones


secretas o de traición contra el gobierno”, aunque al Presidente se reservaba,
discrecionalmente, la facultad de conceder una licencia para permanecer en el país,
una vez la persona sospechosa demostrara a satisfacción del Presidente que no
suponía ningún peligro para los Estados Unidos, previsión que suscitaría las iras de
los Republicanos. El enorme rechazo desencadenado por el texto se pudo constatar
por la ajustada mayoría de la Cámara de Representantes que lo respaldó: 46 votos
a favor frente a 40 contrarios. Esta ley acogía medidas temporales que se preveía
estuviera en vigor durante los dos años siguientes a su aprobación, por tanto hasta el
25 de junio de 1800. La ley ha sido calificada desde el punto de vista de las modernas
libertades civiles como una pesadilla (“nightmare”)234, pues no contemplaba el
derecho a un juicio a través del jurado o a un determinado procedimiento ante un
juez independiente, alterándose asimismo la carga de la prueba. Era además el
Presidente quien había de definir las circunstancias que bastaban para convertir a
un individuo en “peligroso”. De ahí que el potencial que un texto legal así diseñado
suponía para una Administración arbitraria o discriminatoria podía ser enorme.
El tercer texto legal llevaba el título de An Act respecting Alien Enemies, siendo
una ley llamada a ser operativa en tiempo de guerra. El texto trataba de dar una
respuesta a la cuestión que el gobierno se había planteado de qué hacer con los
ciudadanos franceses que residían en los Estados Unidos. Aún no había una guerra
declarada, pero la misma podía estallar en cualquier momento. Era perfectamente
posible conectar la conducción de la guerra con el establecimiento de medidas
de protección frente a los enemigos extranjeros. Frente a este proyecto, los
Republicanos tan sólo esgrimieron la imprecisión de algunas de sus previsiones,
no atacándolo de modo frontal; retiradas algunas de las normas más objetables,
terminaron respaldando el texto legal. En síntesis, la ley autorizaba al Presidente
a detener, restringir, asegurar o trasladar a cualquier nacional de un país en guerra
con los Estados Unidos.
La cuarta ley, la más relevante y la de más controvertida aplicación, fue la
Sedition Act. El proyecto de ley, irónicamente, sería aprobado por el Senado en
una fecha tan simbólica como la del 4 de julio. Se componía este texto de cuatro
secciones, siendo la segunda y tercera las que mayor oposición desencadenaron.
La primera sección disponía el castigo de cualquiera que se asociara ilegalmente
para oponerse a las leyes de los Estados Unidos. La cuarta sección establecía que la
ley había de estar en vigor hasta el 3 de marzo de 1801, esto es, hasta el día anterior
a la toma de posesión (inauguration) del siguiente Presidente. Como acabamos de
decir, serían las secciones segunda y tercera las que desencadenaron la ira de los
Republicanos, al entender que ambas iban dirigidas directamente contra ellos.
La sección segunda castigaba a cualquier persona que escribiera, imprimiera,
pusiera en circulación o publicara, o colaborara de alguna manera en ello,
cualquier escrito falso, escandaloso o malicioso contra el gobierno de los Estados
Unidos, el Presidente o cualquiera de las Cámaras del Congreso, con una intención

234
David P. CURRIE: The Constitution in Congress, op. cit., p. 256.
476 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

difamatoria o de atraer hacia ellos el desprecio o el desprestigio. Ello suponía,


en pocas palabras, que cualquier crítica hacia el Presidente o el Congreso era
castigada con una multa de hasta 2000 dólares y con prisión de hasta dos años235.
La sección tercera preveía a su vez que cualquier persona que fuere acusada de
conformidad con esta ley por la escritura o publicación de un libelo o escrito
difamatorio podría legítimamente demostrar en el juicio la veracidad del asunto
contenido en la publicación acusada de ser un libelo, pudiendo el jurado que
juzgue la causa decidir sobre los hechos y el Derecho236. La verdad era convertida
en causa de defensa. Los Federalistas iban a insistir, y algunos historiadores lo
iban a corroborar posteriormente, en el hecho de que esta sección tercera venía
a suponer una liberalización del escrito difamatorio del common law, ya que, a
diferencia del Derecho inglés, se permitía algo parecido al derecho de defensa
y al enjuiciamiento por jurados para dictar veredictos237. Ello no obstante, la
disposición fue ampliamente rechazada por los Republicanos, en base al hecho de
que los casos concernientes a la ley de sedición iban a ser juzgados en tribunales
federales por jurados federalmente constituidos, que serían instruidos por jueces
Federalistas.
En el Congreso, los Republicanos iban a insistir en que la ley violaba la Primera
Enmienda, aunque los debates revelan que ninguno de los que intervinieron en la
discusión adoptaron una amplia interpretación (“a <libertarian> understanding”,
en los términos de Berns238) de la libertad de expresión. Si se nos permite un
breve excursus, recordaremos que, aunque a la vista de su ulterior trayectoria
pudiera resultar sorprendente, quien sí parece que se alineó con las más radicales
posiciones libertarias frente a las Alien and Sedition Acts fue Joseph Story, que tras
su llegada a la Supreme Court (en 1812) se convertiría en el más próximo amigo y

235
A tenor de la sección segunda: “And be it further enacted, That if any person shall write,
print, utter or publish, or shall cause or procure to be written, printed, uttered or published, or shall
knowingly and willingly assist or aid in writing, printing, uttering or publishing any false, scandalous
and malicious writing or writings against the government of the United States, or either house of
the Congress of the United States, or the President of the United States, with intent to defame the
said government, or either house of the said Congress, or the said President, or to bring them, or
either of them, into contempt or disrepute; or to excite against them, or either of them, the hatred
of the good people of the United States, or to stir up sedition within the United States, or to excite
any unlawful combinations therein, for opposing or resisting any law of the United States, or any
act of the President of the United States, done in pursuance of any such law, or of the powers vested
in him by the constitution of the United States, or to resist, oppose, or defeat any such law or act, or
to aid, encourage or abet any hostile designs of any foreign nation against the United States, their
people or government, then such person, being thereof convicted before any court of the United
States having jurisdiction thereof, shall be punished by a fine not exceeding two thousand dollars,
and by imprisonment not exceeding two years”. Apud Walter BERNS: “Freedom of the Press and the
Alien...”, op. cit., nota 16, pp. 113-114.
236
De conformidad con la sección tercera: “And be it further enacted and declared, That if any
person shall be prosecuted under this act, for the writing or publishing any libel aforesaid, it shall be
lawful for the defendant, upon the trial of the cause, to give in evidence in his defence, the truth of
the matter contained in the publication charged as a libel. And the jury who shall try the cause, shall
have a right to determine the law and the fact, under the direction of the court, as in other cases”.
237
R. Kent NEWMYER: John Marshall and the Heroic Age..., op. cit., p. 120.
238
Walter BERNS: “Freedom of the Press and the Alien...”, op. cit., p. 121.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 477

fiel aliado del Chief Justice Marshall, tal y como ya se dijo. El propio Story, en una
carta dirigida a Harrison Gray Otis, fechada el 27 de diciembre de 1818, se sintió
obligado a disculparse por ello. Sus razonadas palabras, a nuestro juicio, tienen
un interés que trasciende al caso en cuestión; más aún, creemos que siguen siendo
perfectamente válidas, reflejando la sabiduría y equilibrio de su autor, y por eso
las transcribimos. “He who lives a long life & never changes his opinions –escribía
Story con tan sólo 39 años– may value himself upon his consistency; but rarely can
be complimented for his wisdom. Experience cures us of many of our theories”239.
(Quien vive una larga vida y nunca cambia sus opiniones, puede valorarse a sí
mismo por su coherencia, pero raramente podrá felicitársele por su sabiduría. La
experiencia nos cura de muchas de nuestras teorías). Sabias palabras.
Retornando a la cuestión que nos ocupa, cabe recordar que se adujo asimismo
que eran los Estados los que disponían de competencia sobre esta materia, y por
lo mismo sólo ellos tenían la facultad de promulgar criminal libel laws. Roche ha
llegado a escribir, que la posición Jeffersoniana frente a esta ley “had a markedly
states´rights tone”240. Sin embargo, por lo que se refiere al propio Jefferson,
como el texto de una carta que se transcribe a continuación demuestra, su
principal crítica iba a residir en la consideración de que tales leyes suponían una
flagrante violación de la Primera Enmienda, al margen ya de considerar que la
Sedition Act negaba uno de los principios para él más sagrados, the freedom of the
human mind.241 Con su resonante retórica, aún resuenan en los oídos de muchos
americanos estas célebres palabras del que había de ser el tercer Presidente de
los Estados Unidos: “I have sworn upon the altar of God, eternal hostility against
every form of tyranny over the mind of man” (He jurado sobre el altar de Dios,
hostilidad eterna frente a toda forma de tiranía sobre el pensamiento del hombre).
Irónicamente, Marshall, bastantes años después, vendría a sostener en Barron
v. Baltimore (1833) esta interpretación de los derechos de los Estados respecto
del Bill of Rights, al entender que los Estados no estaban limitados por la Quinta
Enmienda. En cualquier caso, poco antes de que la Sedition Act fuera aprobada
en el mes de julio, Jefferson, ya encolerizado, en una carta fechada el 7 de junio,
expuso a Madison su punto de vista:

239
Apud Gerald T. DUNNE: “Joseph Story: The Germinal Years”, en Harvard Law Review (Harv.
L. Rev.), Vol. 75, 1961-1962, pp. 707 y ss.; en concreto, p. 720.
240
John ROCHE (edited by): John Marshall: Major Opinions and Other Writings, The Bobbs-Merrill
Company, Inc., Indianapolis/New York, 1967, p. 33.
241
En una carta escrita por Jefferson a William Green Munford, un estudiante del William and
Mary College, la célebre institución educativa virginiana, fechada el 18 de junio de 1799, se podía
leer: “(W)hile the art of printing is left to us, science can never be retrograde; what is once acquired
of real knowledge can never be lost. To preserve the freedom of the human mind then and freedom
of the press, every spirit should be ready to devote itself to martyrdom; for as long as we may think
as we will, and speak as we think the condition of man will proceed in improvement”. Apud Adrienne
KOCH and Harry AMMON: “The Virginia and Kentucky Resolutions: An Episode in Jefferson´s and
Madison´s Defense of Civil Liberties”, en The William and Mary Quarterly (Wm. & Mary Q.), Third
Series, Vol. 5, No. 2, April, 1948, pp. 145 y ss.; en concreto, pp. 151-152.
478 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

“They (the Federalists) –escribía Jefferson– have brought into the lower
house a sedition bill, which among other enormities, undertakes to make
printing certain matters criminal, tho´ one of the amendments to the Con-
stitution has so expressly taken religion, printing presses &c. out of their
coercion. Indeed this bill & the alien bill both are so palpably in the teeth of
the Constitution as to show they mean to pay no respect to it”242. (Ellos –los
Federalistas– han llevado a la Cámara baja un proyecto de ley de sedición
que, entre otras monstruosidades, se encarga de criminalizar la publica-
ción de ciertos asuntos, aunque una de las enmiendas a la Constitución ha
declarado expresamente la religión, la publicación de la prensa, etc., fuera
de toda coerción. Efectivamente, este proyecto y el proyecto sobre los ex-
tranjeros están tan evidentemente en contra de la Constitución como para
mostrar que ellos tienen la intención de no respetarla).

Al margen ya de los aspectos puramente jurídicos, los Republicanos se


vieron doblemente amenazados por esta legislación, muy particularmente por la
Sedition Act. Por un lado, los Federalistas les estaban cerrando, o por lo menos
restringiendo, las vías para la propaganda política ordinaria, y si eran silenciados
sus posibilidades de vencer en los comicios de noviembre de 1800 eran casi nulas.
Por otro,había buenas razones para temer que estas leyes mostraban una ma-
niobra en marcha para alterar de modo fundamental los principios del gobierno
federal. No se hallaba falto de justificación el temor republicano, pues en 1798
los Federalistas se habían convertido en mucho menos tolerantes, incluso, según
Kramer243, en paranoicos, y lo que les podía haber parecido antes legítimo, ahora
sabía a traición y desunión.
Los Federalistas no iban a esforzarse mucho en la defensa de la ley. Ellos
compartían la visión que de la libertad de expresión tenía Blackstone, para
quien tal libertad significaba regular la materia simplemente, sin restricciones
previas, pero previendo el castigo de los abusos, una visión que presuponía una
distinción entre libertad y licencia y la capacidad de un tribunal para distinguirlas
y definirlas. Frente a la supuesta vulneración de la Primera Enmienda, los
Federalistas también encontraron réplicas, alguna tan desafortunada como la de
Harper, para quien “el verdadero significado de la libertad de prensa era el de que
un hombre era libre de imprimir lo que quisiere con tal de que no infringiere las
leyes”, independientemente ya de cual fuere el tenor de éstas. Pero lo cierto es que,
como señala Currie244, en 1798 muchos americanos ya compartían la idea de que
la crítica del gobierno era esencial al proceso democrático, y era justamente ese
proceso el que pretendía servir a la garantía de la libre expresión. Quizá no deba
extrañar por ello mismo la ajustadísima votación por la que la ley fue aprobada en
la Cámara de Representantes: 44 votos a favor frente a 41 en contra. La Sedition

242
Apud Adrienne KOCH and Harry AMMON: “The Virginia and Kentucky Resolutions: An
Episode...”, op. cit., p. 151.
243
Larry D. KRAMER: “We the Court” (The Supreme Court 2000 Term. Foreword), en Harvard
Law Review (Harv. L. Rev.), Vol. 115, 2001-2002, pp. 5 y ss.; en concreto, p. 96.
244
David P. CURRIE: The Constitution in Congress, op. cit., p. 262.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 479

Act sería por cierto declarada inconstitucional por el Tribunal Supremo en 1964,
en el caso New York Times Co. v. Sullivan.
Aunque como acabamos de señalar, tanto la Alien como la Sedition Act eran
leyes de vigencia temporal, su rechazo entre ciertos sectores de la población fue
tan enorme que cuando el Congreso, en diciembre de 1798, volvió a Filadelfia
para celebrar su última sesión, se vio inundado de peticiones que demandaban la
abrogación de ambos textos legales. Lejos de ello, durante el 6º Congreso, (fue el 5º
el que aprobó estas leyes) un Comité de la Cámara de Representantes recomendó
que se ampliara la vigencia de la Sedition Act por dos años, esgrimiendo que los
tribunales la habían apoyado y que, en consecuencia, no podía dudarse de su
constitucionalidad, ignorando el mayoritario posicionamiento contrario a la ley
por parte de la opinión pública. Finalmente, la Cámara, ajustadamente, (53 votos
frente a 49) votó en favor de no amortizar el texto.

b) La sesgada y arbitraria aplicación judicial de la Sedition Act

La aplicación de las leyes, y de modo muy particular, de la Sedition Act, no hizo


sino confirmar lo fundado de los temores republicanos. El partidismo de buen
número de los jueces federales, claramente identicados con los federalistas, tuvo
el efecto de potenciar aún más la arbitrariedad de algunas de las disposiciones
legales, sobre todo, de la ya comentada sección segunda de la mencionada ley.
Como comentó Corwin, si los jueces Federalistas en 1798-1799 hubieran sido
menos intolerantemente partidistas, ellos podrían haber establecido la doctrina
de la judicial review a través de la declaración de que las Alien and Sedition Acts
eran inconstitucionales, y al mismo tiempo haber alcanzado que esa doctrina
fuera vista con simpatía y apoyada por los Republicanos245.
Algunas asombrosas muestras de la arbitrariedad judicial con que se aplicó
la Sedition Act las encontramos en las primeras sesgadas aplicaciones del texto
legal. Matthew Lynn, un congresista de Vermont, fue la primera víctima de la ley.
Fue sentenciado a una multa y a una pena de cuatro meses de prisión a causa de
un discurso político en el que acusó al Presidente Adams de tener “un ilimitado
afán por la pompa ridícula, la adulación estúpida y la avaricia egoísta” (“an
unbounded thirst for ridiculous pomp, foolish adulation, and selfish avarice”)246.
El editor de la Bennington Gazette trató de recabar fondos para el pago de la
multa impuesta a Lynn, organizando al efecto una lotería que publicitó con un
encabezamiento dirigido “to the enemies of political persecutions in the western
district of Vermont”. Por esta actividad fue acusado de sedición y condenado a
dos meses de prisión. También un senador del Estado de Nueva York fue acusado
245
De ello se hace eco Robert Eugene CUSHMAN: “Marshall and the Constitution”, en Minnesota
Law Review (Minn. L. Rev.), Vol. V, 1920-1921, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 13.
246
Frank THOMPSON, Jr., and Daniel H. POLLITT: “Impeachment of Federal Judges: An Historical
Overview”, en North Carolina Law Review (N. C. L. Rev.), Vol. 49, 1970-1971, pp. 87 y ss.; en concreto,
p. 92.
480 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

y arrestado con base en las previsiones de la misma ley a causa de la “sediciosa


actitud” de hacer circular entre sus vecinos una petición al Congreso pidiendo la
abrogación de las Alien and Sedition Acts247.
La sectaria y partidista aplicación de la ley llevada a cabo por unos jueces
indignos de tal nombre, por actuar como peleles al servicio del poder establecido,
con toda razón enfureció a los Republicanos, quienes aún se sintieron más indig-
nados al constatar, que en buena parte del territorio de la Unión, un significativo
número de jueces federales, alineados con el partido Federalista que los había
nombrado para el cargo, se mostraron dispuestos a defender y aplicar las Alien and
Sedition Laws aún en ausencia de específicas tipificaciones penales, recurriendo
al efecto, como destacaran Corwin248 y Hughes249, a contemplar procesamientos
por sedición de conformidad con un supuesto common law of the United States.
En efecto, los tribunales de circuito sentaron una discutibilísima jurisprudencia,
de conformidad con la cual, “in the absence of acts of Congress defining offenses,
persons were subject to indictment and punishment under the English common
law”. El common law –se aducía– formaba parte del Derecho norteamericano y los
delitos no podían quedar sin castigo250. El propio Chief Justice Oliver Ellsworth,
presidiendo un Circuit Court y en desarrollo de esta doctrina, manifestaría
al jurado que debía procesar por “acts manifestly subversive of the National
Government, or of some of the powers specified in the Constitution”, añadiendo
que no era necesario que el Congreso definiera el delito sino que, de conformidad
con las reglas de un Derecho conocido (“the rules of a known law”), madurado
por la razón y el tiempo y al que los norteamericanos habían considerado siempre
como propio, “you will decide what acts are misdemeanours, on the ground of
their opposing the existence of the National government or the efficient exercise
of its legitimate powers”. El entusiasmo de algunos de esos jueces251 en una tarea
tan discutible como la de hacer cumplir un texto legal concebido para infligir

247
De ello se hacen eco Frank THOMPSON, Jr., and Daniel H. POLLITT: “Impeachment of Federal
Judges: An Historical Overview”, op. cit., pp. 92-93.
248
Edward S. CORWIN: “Marbury v. Madison and the doctrine of judicial review”, en Michigan
Law Review (Mich. L. Rev.), Volume XII, 1913-1914, pp. 538 y ss.; en concreto, p. 568.
249
Charles Evans HUGHES: The Supreme Court of the United States..., op. cit., pp. 171-172.
250
En 1812, la Corte Suprema, en una trascendente decisión, la dictada en el caso Hudson &
Goodwin v. United States, decidida en fecha no exactamente precisada (Suzanna Sherry cita los días
13 de febrero o 14 de marzo de 1812) y por una votación desconocida, ponía fin a más de una década
de enfrentamientos entre Republicanos y Federalistas al negar la existencia de un “federal common
law of crimes”. El Justice William Johnson escribió la opinion of the Court, y aunque no hay constancia
de la existencia de dissents, Sherry señala que es probable que el Chief Justice Marshall y los Justices
Bushrod Washington y Joseph Story disintieran. En su opinion, Johnson aducía: “Although this
question is brought up now for the first time to be decided by this Court, we consider it as having
been long since settled in public opinion... The legislative authority of the Union must first make an
act a crime, affix a punishment to it, and declare the Court that shall have jurisdiction of the offense”.
El principio de legalidad penal quedaba, pues, consagrado jurisprudencialmente. Cfr. al efecto el
comentario de Suzanna SHERRY sobre esta opinion, en The Oxford Guide to United States Supreme
Court Decisions, edited by Kermit L. HALL, op. cit., p. 131. Cfr. asimismo, Charles Evans HUGHES:
The Supreme Court of the United States..., op. cit., p. 173.
251
Según McCloskey, “the judges of the federal bench... had enthusiastically shouldered the task
of enforcing the Sedition Act”. Robert G. McCLOSKEY: The American Supreme Court, op. cit., p. 23.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 481

duros castigos a todos aquellos que criticaran a la Administración nacional, en


clara contradicción con las previsiones constitucionales, no dejaría de impactar
profundamente en el partido Republicano, hacia cuyos dirigentes más críticos se
dirigía, de facto, la ley. A ello se uniría el hecho de que muchos jueces federales,
en los Circuit Courts, asumieron el hábito de convertir sus informes (“their
charges”) ante el jurado en un vehículo para sus discursos políticos (“for political
addresses”)252.
Particular protagonismo en lo negativo habría de tener el Associate Justice
Samuel Chase, cuyos sesgados speechs ante los jurados de los tribunales que
presidía pronto corrieron por casi toda la Unión. Chase repitió ante diversos
jurados que “if a man attempts to destroy the confidence of the people in their
officers, he effectually saps the foundation of the government”. (Si un hombre
intenta destruir la confianza del pueblo en sus gobernantes, él socava eficazmente
el fundamento del gobierno). Esta acusación se sostuvo primeramente en un
juicio contra un editor de Pennsylvania que fue condenado de conformidad con la
Sedition Act por un editorial en el que se afirmaba que el Presidente Adams “había
echado sobre nosotros los gastos de una armada permanente y nos amenazaba
con la existencia de un ejército permanente”253. En definitiva, el sistema judicial
fue llevado al torbellino de la política254.
Especial dureza iba a tener la aplicación de la Sedition Act en Virginia, quizá
porque este Estado parecía ya casi decantado, con vistas a los comicios de 1800,
en favor de Jefferson y de los Republicanos. Un total de catorce acusaciones
se presentaron en Virginia, todas ellas contra Republicanos críticos con la
Administración del Presidente John Adams255. Todo ello explicaría el profundo
resquemor virginiano contra la ley y ante los tribunales federales que la iban a
aplicar, contrariando con ello no sólo la Constitución federal sino también los
principios aquilatados por los tribunales del Estado a través de su jurisprudencia.
El famoso proceso del Republicano James Callender en la ciudad de Richmond
(1800), por aplicación de la Sedition Act de resultas de ser considerado autor
de un libelo sedicioso, en el que el Juez de la Supreme Court Samuel Chase,

252
Charles Evans HUGHES: The Supreme Court of the United States..., op. cit., pp. 172-173.
253
Frank THOMPSON, Jr., and Daniel H. POLLITT: “Impeachment of Federal Judges...”, op. cit.,
p. 93.
254
En esos mismos términos (“The judicial system was drawn into the vortex of politics”) se
pronunciarían hace ya casi un siglo Felix FRANKFURTER y James M. LANDIS, en “The Business
of the Supreme Court of the United States – A Study in the Federal Judicial System (I)”, en Harvard
Law Review (Harv. L. Rev.), Volume XXXVIII, 1924-1925, pp. 1005 y ss.; en concreto, p. 1025.
255
En este contexto hay un hecho que tiene que ver con John Marshall y que no deja de ser
significativo. Marshall tuvo noticias de que Timothy Pickering, el Secretario de Estado de Adams,
estaba próximo a presentar una acusación por un escrito supuestamente sedicioso contra Clopton,
un dirigente Republicano, por las críticas que había vertido contra el Presidente Adams. En tales
circunstancias, a través de su cuñado Edward Carrington, Marshall remitió una carta a Pickering
instándole a no hacerlo, pues un cargo presentado al amparo de la odiada Sedition Act por un alto
cargo Federalista habría hecho de Clopton un martir inmediato, probando así una vez más que la
Sedition Act era un instrumento de tiranía de un partido concebido para silenciar a la oposición
Republicana. R. Kent NEWMYER: John Marshall and the Heroic Age..., op. cit., p. 125.
482 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

que presidía el Tribunal de Circuito, tuvo un rol patético, suele considerarse el


caso paradigmático. John Marshall tendría la oportunidad de apreciarlo como
testigo privilegiado de ese juicio. En el célebre proceso merece destacarse lo que
comúnmente se conoce como el Richmond Syllogism, expresión con la que se
alude al directo planteamiento ante el jurado por el abogado del encausado de
la argumentación de que el jurado era el juez último de la constitucionalidad de
cualquier ley que hubieran de aplicar. William Wirt, el abogado de Callender, se
dirigía en estos términos al jurado: “Since, then, the jury have a right to consider
the law, and since the constitution is law, the conclusion is certainly syllogistic,
that the jury have a right to consider the Constitution”256. (Ya que, entonces, el
jurado tiene un derecho a examinar la ley, y ya que la Constitución es ley, la con-
clusión es ciertamente silogística: que el jurado tiene un derecho a considerar la
Constitución). El Justice Chase estuvo de acuerdo en que “si la Legislatura federal
pudiera en cualquier momento aprobar una ley contraria a la Constitución de los
Estados Unidos, tal ley sería nula (“such law would be void”)”. Sin embargo, a
continuación, consideró el Richmond Syllogism un “non sequitur in law” y rechazó
permitir al jurado que considerara el alegato, sosteniendo que sólo el judiciary era
competente para decidir si una ley del Congreso o de cualquiera de las Legislaturas
estatales era contraria, o violaba, la Constitución federal. Omitimos ahora toda
referencia a la impresentable y sesgada actuación de Chase, por cuanto fue uno
de los argumentos que se utilizó en su contra en el impeachment que contra él se
presentó, por lo que nos ocuparemos de todo ello al tratar más adelante del citado
impeachment.
La situación en Virginia llegó al extremo de ser acusada la Legislatura de
preparar la resistencia armada frente a la aplicación de las Alien and Sedition Acts.
Davidson recordaba en 1931257, que durante más de un siglo esta acusación se
había mantenido incontrovertida. Beveridge, en su Life of John Marshall, sostuvo
que la Legislatura dispuso que se reuniera un arsenal de armas en Richmond para
resistir los abusos del gobierno nacional, afirmación que apoyó en dos pruebas
documentales provenientes de sendas cartas de John Randolph y William B. Gilles.
Este último, en un discurso pronunciado ante la Legislatura virginiana en 1825,
instó a que Virginia se opusiera a las tarifas arancelarias sobre la base de que el
Estado ya había defendido sus derechos vigorosamente en 1798, cuando sus líde-
res decidieron armar a la milicia y dedicar en los presupuestos una partida para la
compra de 5000 armas. Cierto es que el propio Davidson admite258 más adelante la
existencia de pruebas que llama de descargo, que conducen a la conclusión de que
la reorganización de la milicia virginiana, la compra de armas y el consiguiente
incremento de impuestos no eran medidas nuevas aquellos años tumultuosos en
gran medida por la aplicación de las controvertidas leyes federales, y en todo caso
respondían a la preocupación estatal por hacer frente al peligro real de los indios,
256
Shannon C. STIMSON: The American Revolution in the Law (Anglo-American Jurisprudence
before John Marshall), The Macmillan Press, London, 1990, p. 64.
257
Philip G. DAVIDSON: “Virginia and the Alien and Sedition Laws”, en The American Historical
Review (Am. Hist. Rev.), Vol. 36, No. 2, January, 1931, pp. 336 y ss.; en concreto, p. 336.
258
Ibidem, pp. 339-340.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 483

frente a los cuales era la milicia la única defensa de que disponía el Estado. Sea
como fuere, estas especulaciones ilustran acerca del estado de tensión que generó
la aplicación de estas leyes.
A la vista de los hechos descritos, se comprende perfectamente que cuando
Jefferson alcanzó la Presidencia, una de sus primeras decisiones al frente del Eje-
cutivo nacional fuera la de perdonar a todos aquellos que habían sido condenados
por aplicación de la Sedition Act, ordenando asimismo que les fuera reembolsado
el montante económico pagado como multa por razón de su condena.
Ante el diverso conjunto de circunstancias expuestas, los defensores de los
derechos de los Estados comenzaron a apreciar por vez primera la sanción
añadida dada a la autoridad nacional por una decisión judicial, y por supuesto,
como reacción frente a tan poco equitativa actitud judicial, los Republicanos de
Jefferson vencedores en las elecciones de 1800 llegaron al poder con una, a todas
luces comprensible, profunda desconfianza hacia el poder judicial nacional, que
tan ansiosamente se había unido a la persecución de los Republicanos. A todo
ello habría de añadirse, que los Federalistas salientes, como después se verá,
tendrían una buena parte de culpa en que la mala situación empeorara aún más al
aprobar la Judiciary Act de 1801, creando un buen número de juzgados federales
que fueron apresuradamente cubiertos por Adams con personas de su confianza.
La presunción de unos jueces federales imparciales se había transmutado en la
presuposición justamente opuesta.
Al margen ya de ese terrible daño que para el federal judiciary supusieron
las controvertidas leyes de 1798, para el partido Democrático-Republicano de
Virginia, las Alien and Sedition Acts supusieron, al unísono, una maldición y una
bendición (“a curse and a blessing”)259. Fueron una maldición en cuanto que su
aplicación a lo largo de un dilatado período de tiempo descolocó al partido de
los asuntos políticos, que era en cierto modo lo que los Federalistas pretendían,
pero también los controvertidos textos legales le supusieron un beneficio político
evidente, pues al presentar el peor aspecto de los Federalistas, ayudaron a los Re-
publicanos a recuperarse de la mala imagen que su actitud ante la con anterioridad
mencionada XYZ Mission en Francia les había causado. Y en esta recomposición
de su imagen estuvo una de las causas de su triunfo electoral.

c) La reacción republicana: las Virginia and Kentucky Resolutions

a´) Su soterrada autoría

Las Alien and Sedition Acts iban a suscitar una reacción inmediata en Virginia
y Kentucky, cuyo fruto se iba a manifestar a través de la aprobación por las
respectivas legislaturas estatales de las que se conocen como Virginia and Kentucky

259
R. Kent NEWMYER: John Marshall and the Heroic Age..., op. cit., p. 120.
484 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

Resolutions. Cualquiera que fuere su propósito, ambas Resoluciones se presen-


taron como una forma de protesta ante lo que se consideraba como una brutal
violación de la fundamental libertad de expresión de las opiniones políticas. Bien
es cierto que, como aprecia la doctrina260, incidentalmente vinieron a expresar
una teoría en relación a la naturaleza de la unión federal, de igual o quizá incluso
mayor significado que la protesta contra la interferencia de los poderes federalistas
sobre la libertad de expresión. Parece fuera de toda duda, que ambas Resoluciones
representaban, primariamente, las ideas de Thomas Jefferson, autor por lo que
se conoce de la Resolución aprobada por la Asamblea legislativa de Kentucky.
Durante algunos años se desconoció a los autores de estas Resoluciones.
Aunque se ha hablado de una cierta ética del secreto, la realidad es mucho más
simple: los autores ocultaron su autoría para evitar que el ejecutivo nacional,
en el furor previo a una guerra con Francia que se entendía inminente, pudiese
aprovecharse de las circunstancias para adoptar represalias contra esos autores o
contra los mentores intelectuales de las Resoluciones. Dicho esto, hay que señalar
que la autoría de Madison en las Virginia Resolutions fue revelada en 1809, año
de acceso a la Presidencia del considerado como “el padre de la Constitución”, en
las páginas del Enquirer de Richmond por Thomas Ritchie, al hilo de una réplica
formulada frente a John Taylor, quien a su vez sería el primero en revelar la
estrecha conexión de Jefferson con las Kentucky Resolutions261. El 21 de septiembre
de 1821, de nuevo en el Richmond Enquirer, se revelaba la información de que
Jefferson era el verdadero autor de las mismas, mientras que John Breckinridge,
uno de los supuestos autores, se había limitado a actuar como una especie de
patrocinador de Jefferson ante la Legislatura de Kentucky. Sin embargo, pronto
iba a arraigar la confusión acerca de la autoría de estas últimas Resoluciones.
John Cabell Breckinridge, el hijo de John Breckinridge, tras la mencionada
información del Enquirer, escribió a Jefferson interesándose sobre la exactitud
de su información. Desde Monticello, Jefferson le contestaba el 11 de diciembre.
Como revelaba hace un siglo Channing262, en esta carta daba la impresión de que
había tenido lugar una reunión entre John Breckinridge, Wilson Cary Nicholas,
una de las personas más próximas y de más confianza de Jefferson, y él mismo, y
en ese pequeño cónclave se había adoptado la decisión de formalizar una protesta
contra las Alien and Sedition Acts. “Those gentlemen –escribió Jefferson– pressed
me strongly to sketch resolutions for that purpose, your father undertaking to
introduce them to that (the Kentucky) legislature, with solemn assurance, which
I strictly required, that it should not be known from what quarter they came. I
drew and delivered them to him”. Como se ve, Jefferson justificaba la elaboración
de las Resoluciones por las presiones de sus dos colaboradores, revelando que

260
Frank Maloy ANDERSON: “Contemporary Opinion of the Virginia and Kentucky Resolutions”
(I), en The American Historical Review (Am. Hist. Rev.), Vol. 5, No. 1, October, 1899, pp. 45 y ss.; en
concreto, p. 45.
261
Adrienne KOCH and Harry AMMON: “The Virginia and Kentucky Resolutions: An Episode...”,
op. cit., pp. 148-149.
262
Edward CHANNING: “Kentucky Resolutions of 1798”, en The American Historical Review (Am.
Hist. Rev.), Vol. 20, No. 2, January, 1915, pp. 333 y ss.; en concreto, p. 333.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 485

Breckinridge había asumido el compromiso de llevar el texto a la Legislatura de


Kentucky, y que él, tras requerirles la promesa de no revelar la fuente del texto,
procedió a redactarlo, entregándolo después a Breckinridge.
La doctrina que se ha pronunciado sobre el tema no se ha mostrado muy de
acuerdo a la hora de valorar la carta de Jefferson. Y así, Channing263, a la vista
de los 23 años transcurridos desde 1798 hasta la escritura de la carta, y teniendo
en cuenta asimismo la edad de Jefferson (había nacido en 1743, por lo que tenía
entonces 78 años de edad), considera que su memoria, de lejos, fue mejor que la
de otras personas que en su momento se pronunciaron sobre la misma cuestión,
llegando a la conclusión de que tras esa carta y el análisis de los “Breckinridge
Papers” se fue fortaleciendo lentamente la idea de la íntima conexión del gran
estadista con la génesis de las Resoluciones de Kentucky. Koch y Ammon, por el
contrario, creen264 que Jefferson escribió su carta completamente de memoria, sin
atender a ninguna documentación, considerando que en algunos puntos princi-
pales su narración es completamente inadecuada y poco fiable en los detalles que
aporta, y recuerdan que, consciente de sus lapsos de memoria en relación al tema,
Jefferson hizo preceder su versión con la observación de que podía estar recor-
dando mal muchos detalles. Como prueba de ello, estos autores, que escriben una
treintena de años después de Channing, sostienen que puede afirmarse con certeza
que Brekinridge nunca estuvo presente en ninguna reunión que se celebrara en
Monticello. En fin, para los mencionados autores, tras las explicaciones dadas por
Durrett, en un artículo publicado en 1886265, en el que atribuía a Breckinridge un
mayor protagonismo frente a George Nicholas (hermano de Wilson Cary) en este
proceso, no cabe duda de que puede seguir manteniéndose a grandes rasgos la
veracidad de lo expuesto por Jefferson en su carta de 1821 y, consiguientemente,
su protagonismo en la redacción del documento.

b´) Las Kentucky Resolutions (noviembre de 1798)

El texto escrito por Jefferson, según parece, fue entregado por George Nicholas
a Breckinridge, y cuando éste llegó a Kentucky con el mismo encontró una opinión
pública muy receptiva. Durante ese verano de 1798 habían tenido lugar, tanto en
Kentucky como en Virginia, gran número de mítines contrarios a las leyes que
nos ocupan. Cuando la Legislatura de Kentucky se reunió el 7 de noviembre, el
Gobernador del Estado, James Gerrard, envió un mensaje en el que sugería la
necesidad de “a protest against all unconstitutional laws” del Congreso. Ese mismo
día se nombraba un Comité de tres miembros encabezado por Breckinridge, quien
en nombre del mismo presentaba un conjunto de resoluciones dirigidas contra

263
Ibidem, p. 334.
264
Adrienne KOCH and Henry AMMON: “The Virginia and Kentucky Resolutions: An Episode...”,
op. cit., pp. 149-150.
265
R. T. DURRETT: “The Resolutions of 1798 and 1799”, en The Southern Bivouac, Vol. IV, 1886,
pp. 577-588.
486 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

las leyes inconstitucionales. El texto, en lo básico, era el redactado por Jefferson


con unas ligeras modificaciones que, en cualquier caso, restaron radicalidad al
documento. Tras dos días de debates, de los que derivaron unas pequeñas modifi-
caciones propuestas verbalmente, el 10 de noviembre, la House of Representatives
del Estado aprobaba las Resoluciones con tan sólo tres votos en contra, Tres días
después, el Senado de Kentucky, por unanimidad, se pronunciaba en absoluto
acuerdo con la Cámara.
Es de interés recordar, que uno de los párrafos del texto redactado por
Jefferson, que la Legislatura de Kentucky matizó, acogía sin más el principio
de la nullification, (pues para Jefferson las leyes cuestionadas eran “not law, but
utterly void, and of no force or effect”) que una treintena de años después haría
suyo Carolina del Sur, en su Ordinance of Nullification (1832), desencadenando
con ello un grave conflicto que sólo la firmeza del Presidente Andrew Jackson
desactivaría. Pero lo que ha de quedar claro es que la Ordenanza de Carolina del
Sur lo único que hizo es poner en práctica lo que Jefferson esbozó y Kentucky
no se atrevió finalmente a hacer. El texto en cuestión estaba redactado en los
siguientes términos:

“(W)here powers are assumed which have not been delegated, a nullification
of the act is the rightful remedy: that every State has a natural right in cases
not within the compact.... to nullify of their own authority, all assumptions
of power by others within their limits....”266. (Donde se han asumido poderes
que no han sido delegados, una anulación de la ley es el remedio legítimo,
pues cada Estado, en casos que no están dentro del pacto, tiene un derecho
natural a anular por su propia autoridad todas las usurpaciones de poder
por otros dentro sus límites....). Jefferson llevaba esta propuesta hasta sus
últimas consecuencias, al acoger en su redacción inicial una invitación a
los Estados a “concur in declaring these acts void and of no force”.

La actuación de Jefferson, como otras muchas suyas, no ha dejado de


ser objeto de duras críticas. Los sureños no sólo ensalzaban sus principios
constitucionales, sino que también admiraban la vida que Jefferson, ayudado
por cientos de esclavos, hacía en Monticello, no obstante lo cual era obvio que
tenían dificultades para acomodarse ellos mismos a los principios formalmente
igualitarios de Jefferson. En estas circunstancias, escribe Berns, no es extraño
que Jefferson se prestara de buena gana al folklore. “Among this folklore is the
opinion that he drafted the Kentucky Resolutions in orden to preserve <human
rights>”267. La incongruencia, vista desde el siglo XXI, resulta patética, brutal
incluso. Pero más allá de la misma, y de la decidida garantía de la libertad de
expresión que hay presuponer que era el último objetivo perseguido por el de
Monticello, lo cierto es que tal incongruencia no sería el aspecto más criticable.
266
Adrienne KOCH and Harry AMMON: “The Virginia and Kentucky Resolutions: An Episode...”,
op. cit., p. 157.
267
Walter BERNS: “Freedom of the Press and the Alien...”, op. cit., p. 126.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 487

Quien había redactado la Declaración de Independencia y pretendía presidir el


país, y de hecho accedería a la Presidencia poco tiempo después, ejerciéndola
durante dos mandatos (1801-1809), no tenía el más mínimo rubor en sostener, en
una carta que desde Monticello escribió a Madison el 23 de agosto de 1799, que
los principios avanzados por Virginia y Kentucky no tenían que ser silenciados,
a cuyo efecto proponía una suerte de proyecto de Resolución a aprobar por las
Legislaturas de ambos Estados, que giraba en torno a tres propuestas, en la tercera
de las cuales, tras expresar en unos términos afectuosos y conciliadores “our
warn attachment to union with our sister-states”, se podía leer: “But determined,
were we to be disappointed in this, to sever ourselves from that union we so
much value, rather than give up the rights of self government which we have
reserved, & in which alone we see liberty, safety & happiness”268. (Pero decididos,
si estuviéramos decepcionados en esto (en todo lo que previamente reivindicaba
en su carta), a separarnos nosotros mismos de esa unión, que tanto valoramos,
antes que renunciar a los derechos de autogobierno que nos hemos reservado, y en
los que solamente vemos la libertad, la seguridad y la felicidad). Parece claro que
esta carta significaba una vuelta de tuerca adicional a la ya esbozada teoría de la
nullification. La anulación estatal de las leyes federales supuestamente violatorias
del pacto constitucional, siempre a juicio de las instituciones del propio Estado, ya
no parecía ser suficiente. Jefferson, sin ambages de ningún tipo, pues los términos
edulcorantes no se pueden considerar como tales, apuntaba ahora hacia el derecho
de secesión estatal, con la subsiguiente quiebra de la Unión. Poco le importaba que
con ello se vulnerara flagrantemente el ordenamiento constitucional federal. Su
respeto del Derecho parecía supeditarse a que tal Derecho satisficiese su propia
cosmovisión o, más pedestremente, los intereses del Sur, tal y como él los concebía.
Doce lustros después, los sureños, para preservar sus intereses económicos y una
institución brutal, se revelarían aplicados seguidores de la tesis que esbozara
Jefferson en 1799. Como han escrito Koch y Ammon269, por su consentimiento a
considerar la grave posibilidad de separación de la Unión, Jefferson mostraba que
no otorgaba valor absoluto a la Unión.
Al margen ya de lo expuesto, se ha de recordar, que en las Kentucky Resolu-
tions se formulaba la queja de que la Sedition Act entrañaba una violación de la
Constitución, por cuanto la propia Constitución manifestaba la determinación
de los Estados y del pueblo de los mismos “to retain to themselves the right of
judging how far the licentiousness of speech and of the press may be abridged
without lessening their useful freedom, and how far those abuses which cannot be
separated from their use should be tolerated rather than the use be destroyed”270
(para retener por sí mismos el derecho a decidir hasta qué punto el libertinaje de
la expresión y de la prensa podía ser limitado sin disminuir su libertad útil, y hasta
qué punto esos abusos, que no pueden separarse de su ejercicio, debían tolerarse

268
La carta puede verse en Adrienne KOCH and Harry AMMON: “The Virginia and Kentucky
Resolutions: An Episode...”, op. cit., pp. 165-166.
269
Ibidem, p. 167.
270
Apud Walter BERNS: “Freedom of the Press and the Alien...”, op. cit., p. 129.
488 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

antes de que el ejercicio de la libertad fuera destruido). Este documento puede


considerarse así como la primera protesta legislativa contra leyes consideradas
inconstitucionales.
En las Resoluciones también se aludía a la situación de los extranjeros,
señalándose no que no pudieran ser desterrados, pero sí que los extranjeros amigos
(“alien friends”) se hallaban bajo la jurisdicción y protección de las leyes del
Estado en donde estuvieran. Adicionalmente, se recriminaba al gobierno federal,
que al promulgar tales leyes, los Estados Unidos estaban usurpando los poderes
de una nación soberana, poderes que, de conformidad con este entendimiento de
la Constitución, se hallaban reservados a los Estados.
A todo ello había de añadirse que, a partir de la premisa de que la Unión era un
pacto entre Estados soberanos, por virtud del cual tan sólo se atribuían al gobierno
federal unas competencias limitadas, quedando las competencias residuales reser-
vadas a los Estados o al pueblo, se consideraba lógico entender que, no habiendo
un tribunal por encima de los Estados para decidir si su “pacto o contrato” había
sido violado, pertenecía a los propios Estados decidir al respecto, de la misma
forma –se decía– que sucedía en todos los casos de contrato entre partes en los que
no hubiera un juez común. Corwin interpretó en su día271, que las Resoluciones de
Virginia y Kentucky fueron concebidas primariamente con el propósito de ruptura
directa (“with the design of breaking through”) del sutil control que entrañaba la
intervención del poder judicial federal, tal y como se venía constatando por sus, en
ocasiones, muy controvertidas aplicaciones de las Alien and Sedition Acts, lo que a
su vez se iba a sustentar en dos principios nucleares de la máxima trascendencia:
1º) que la Constitución era un pacto entre Estados soberanos, y 2º) que el órgano
de la soberanía dentro de un Estado era su legislatura, su asamblea legislativa,
si se prefiere así. A partir de ambas propuestas, se llegaba a la conclusión de que
la última palabra en la interpretación de la Constitución federal debía residir en
las legislaturas estatales, lo que, evidentemente, se traducía en el rechazo de que
el federal judiciary en general y la Supreme Court en particular pudieran asumir
tal función hermenéutica. No ha de extrañar justamente por ello, que el efecto
de estas Resoluciones, y en particular de este modo tan inaceptable de visualizar
la resolución de los conflictos entre la Unión y los Estados, fuese, como señala
Engdahl272, endurecer las convicciones de quienes no se mostraban desafectos a
la idea de que la interpretación constitucional era verdaderamente una función
atribuible tan sólo al judiciary, o que, en cualquier caso, la interpretación de los
jueces había de ser suprema. Como acaba de decirse, como prius a esta visión de
la Unión nos encontramos con la idea de la Constitución federal como pacto entre
Estados soberanos que seguían conservando una amplia parte de su soberanía,
una tesis falsa y extremadamente nociva, en cuanto que podía fundamentar un

271
Edward S. CORWIN: “Marbury v. Madison and the Doctrine of Judicial Review”, en Michigan
Law Review (Mich. L. Rev.), Vol. XII, 1913-1914, pp. 538 y ss.; en concreto, p. 568.
272
David E. ENGDAHL: “John Marshall´s <Jeffersonian> Concept of Judicial Review”, en Duke
Law Journal (Duke L. J.), Vol. 42, 1992-1993, pp. 279 y ss.; en concreto, p. 299.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 489

inaceptable derecho de secesión. La guerra civil vendría a corroborar lo dañino


de la teoría.
En cualquier caso, conviene añadir que estas Resoluciones concluían con
una liviana petición dirigida a otros Estados para que, tras declarar las leyes en
cuestión nulas y sin fuerza jurídica de obligar (“void and of no force”), “se unieran
con esta comunidad en la petición de su abrogación”. Por último, tratando muy
posiblemente de quitar fuerza a la idea de la nullification, el documento admitía
que “esta comunidad se inclinará ante las leyes de la Unión”.
Con su clarividente visión de la Unión, Marshall formularía sus precisas
respuestas a las perniciosas teorías latentes en estas Resoluciones en esa verdadera
masterpiece de las decisiones judiciales que fue la sentencia dictada en 1819 en
el caso McCulloch v. Maryland, quizá menos conocida que la Marbury v. Madison
opinion, pero no nos cabe la menor duda que, desde el punto de vista jurídico,
fue un fallo infinitamente más logrado que el último, y desde la óptica política,
muchísimo más trascendente para la vida futura de la Unión, al margen ya de
ser una decisión clave para la cimentación de la dogmática sustentadora del
federalismo. Al margen de lo anterior, coincidimos por entero con Weinberg
cuando escribe que “if we fast-forward to the great later cases like McCulloch, or
Cohens v. Virginia, we have some of the most powerful evidences of the courage
of the man”273.

c´) Las Virginia Resolutions (diciembre de 1798)

Es bien conocido, como ya se ha expuesto además, que las Virginia Resolutions


fueron obra directa de James Madison, quien parece que actuó más o menos
coordinadamente con Jefferson, si bien, como ahora se verá, hay diferencias entre
uno y otro documento. De hecho, en una carta a Madison escrita desde Monticello,
fechada el 17 de noviembre de 1798, Jefferson recomendaba a su amigo, que en
ese momento estaba redactando el texto de las Resoluciones, que no situara a las
mismas en una posición extrema, pero que dejara las manos libres para ir tan lejos
como las circunstancias aconsejaran274.
En diciembre de 1798 la House of Delegates de Virginia iba a celebrar una de
sus más convulsas sesiones. La sesión se abría con el intento de los diputados
Republicanos de remover de su cargo de Speaker al Federalista moderado John
Wise, maniobra que finalmente fracasaba, pero que era indiciaria de la situación
de radical enfrentamiento entre los seguidores de uno y otro partido. La sesión
no iba a ser sin embargo inocua, terminando con la aprobación de las Virginia
Resolutions, que con anterioridad habían sido presentadas por John Taylor. Se

273
Louise WEINBERG: “Our Marbury”, op. cit., p. 1271.
274
Adrienne KOCH and Harry AMMON: “The Virginia and Kentucky Resolutions: An Episode...”,
op. cit., p. 158.
490 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

ha dicho275, que la aprobación de este documento ofreció la primera oportunidad


en una década para “un debate con traje de etiqueta” (“a full-dress debate”) sobre
la cuestión fundamental del enfrentamiento entre el nacionalismo y quienes se
situaban en el plano de la doctrina de los derechos de los Estados. Los federalistas
de la Cámara, que representaban a los comerciantes y a los pequeños agricultores
de los valles del Potomac y de Shenandoah, golpearon con dureza sobre lo que
consideraban como grietas tanto filosóficas como jurídicas que se hallaban en la
raíz de las generalizaciones planteadas por Madison. Para ellos, la teoría del pacto
de gobierno subrayada en las Resoluciones no era sino un intento de perpetuar
las normas de los plantadores de la alta burguesía. El antiguo Gobernador de
Virginia, Henry Lee, con evidente sensatez, pidió a la Asamblea que se limitara a
formalizar una petición para la abrogación de las Alien and Sedition Acts, o a que
la cuestión de la inconstitucionalidad de las leyes se remitiera al federal judiciary.
A su entender, la declaración por la Asamblea de que las leyes eran nulas y sin
efecto (“null and void”) equivalía a una invitación a la desobediencia civil y al
caos, y predijo que “if the principle of obeying the will of the majority was once
destroyed, it would prostrate all free government”276. Finalmente, las Resoluciones
iban a ser aprobadas por una holgada mayoría de 100 votos a favor frente a 63
en contra en la Cámara baja, y en el Senado, por una mayoría más holgada de 14
votos frente a tan sólo 3 en contra.
Las Virginia Resolutions iban a condensar en un texto no especialmente
extenso todas las quejas de los Republicanos frente a lo que consideraban como
manipulaciones constitucionales de los Federalistas. El texto era más moderado
que el preparado por Jefferson para Kentucky, si bien los principios en que se sus-
tentaba eran prácticamente los mismos. Es digno de subrayar que el documento
comenzaba con una declaración de lealtad a la Unión, tras lo que se proclamaba
lo que bien podría considerarse como la esencia del pensamiento Republicano
acerca de los derechos de los Estados, que no era otro sino que el pacto federal
derivaba su existencia de los Estados, que eran las partes del mismo, y que “in case
of a deliberate, palpable, and dangerous exercise of powers not granted by the said
compact, the States, who are the parties thereto, have the right, and are in duty
bound to interpose for arresting the progress of the evil and for maintaining....
the authorities, rights, and liberties appertaining to them”277. (en caso de un
deliberado, patente y peligroso ejercicio de competencias no otorgadas por el
mencionado pacto, los Estados, que son además las partes, tienen derecho y están
obligados por su deber a interponerse para detener el avance de un mal y para
mantener.... las autoridades, derechos y libertades que les pertenecen).
Tras esta apertura, el documento procedía a enumerar los abusos del gobierno
federal, que se compendiaban en el siguiente tríptico: 1) Había habido un

275
Norman K. RISJORD: “The Virginia Federalists”, en The Journal of Southern History, (Southern
Historical Association), Vol. 33, No. 4, November, 1967, pp. 486 y ss.; en concreto, p. 504.
276
Ibidem, p. 505.
277
Apud Adrienne KOCH and Harry AMMON: “The Virginia and Kentucky Resolutions: An
Episode...”, op. cit., p. 161.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 491

decidido esfuerzo de ampliar las competencias del gobierno general mediante


interpretaciones forzadas (“forced constructions”) de la Constitución. 2) Con su
aprobación de la Alien Act, el Congreso no sólo había empleado una competencia
que en ningún lugar se le reconocía, por lo que podía hablarse de una usurpación
del gobierno federal278, sino que había unido los poderes ejecutivo y judicial de un
modo tal que el resultado era una subversión de los principios del libre gobierno.
3) La Sedition Act se había aprobado en directa contradicción con la Enmienda
que garantizaba al pueblo de los Estados Unidos la libertad de prensa279. Bien es
verdad que en el marco de los debates que rodearon la aprobación del documento
se puso asimismo de relieve la quiebra de la soberanía estatal que entrañaba
esta ley. En un Address de la Asamblea General del Pueblo de la Commonwealth
of Virginia, fechado el 15 de enero de 1799, que se redactó por la mayoría de la
Asamblea que había respaldado las Resolutions con la finalidad de justificar su
conducta, se afirmaba: “The sedition act is the offspring of these tremendous
pretentions, which inflict a death wound on the sovereignty of the states”280. (La
ley de sedición es el resultado de estas tremendas pretensiones que infligen una
herida mortal a la soberanía de los Estados). Como puede apreciarse, en Virginia,
como también poco antes en Kentucky, se ponía un cierto acento dramático sobre
el carácter complementario de los “states´ rights” y de los “personal rights”, lo que
por otro lado estaba lejos de ser nuevo, pues como ha puesto de relieve Amar281,
aunque los derechos individuales y de las minorías constituyeron, como no podía
ser de otro modo, un motivo del Bill of Rights, éste no fue el único, ni siquiera
posiblemente el motivo dominante, por cuanto un detenido examen del Bill revela
ideas estructurales fuertemente interconectadas con el lenguaje de los derechos:
“states´ rights and majority rights alongside individual and minority rights”.

278
Es de interés recordar que Virginia tenía una ley de extranjeros amigos (“alien friends law”)
indistinguible en sus disposiciones esenciales de la ley federal. Virginia no podía pues, coherentemente,
protestar contra los principios de la ley federal. Virginia, señala Berns, (en “Freedom of the Press and
the Alien...”, op. cit., p. 131) no estaba actuando por una supuesta preocupación por los extranjeros,
cuya exclusión, en una de sus clásicas incongruencias, ya había sido sostenida por Jefferson en sus
Notes on Virginia, obra publicada por primera vez en 1784, sino que estaba luchando frente a una
interpretación de la commerce clause que permitiera al Congreso regular el movimiento de extranjeros
y esclavos.
279
En el duro debate de las Virginia Resolutions, George K. Taylor iba a atacar la posición de los
Republicanos en torno a la Sedition Act, poniendo de relieve ciertas actitudes incongruentes por parte
del Estado y de ellos mismos. Tras referirse al art. 12 de la Virginia Bill of Rights (“That the freedom
of the press is one of the great bulwarks of liberty, and can never be restrained but by despotic
governments”), este miembro de la Cámara iba a sostener que “la Legislatura de Virginia.... no podía
aprobar una ley restringiendo la libertad de prensa más de lo que el Congreso podía aprobar una ley
reduciendo la libertad de prensa.... Y sin embargo, nunca había dudado (la Asamblea virginiana) de
que los escritos falsos, escandalosos y maliciosos eran sancionables en Virginia. Taylor se iba a referir
de modo específico a una ley de 1792 castigando a los “divulgers of false news”, si bien adujo que
se podía referir a otras. Su conclusión era que si Virginia podía hacer esto sin violar su propio Bill
of Rights, el Congreso, dijo, podía promulgar la Sedition Act sin violar la Primera Enmienda. Apud
Walter BERNS: “Freedom of the Press and the Alien...”, op. cit., p. 132.
280
Apud Walter BERNS: “Freedom of the Press and the Alien...”, op. cit., p. 130.
281
Akhil Reed AMAR: “The Bill of Rights as a Constitution”, en Yale Law Journal (Yale L. J.), Vol.
100, 1990-1991, pp. 1131 y ss.; en concreto, p. 1132.
492 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

Como puede apreciarse tras lo expuesto, las Resoluciones virginianas eran


diferentes de las aprobadas un mes antes en Kentucky. En lo poco concluyente de
su texto se ha visto reflejada la inseguridad que su propio autor, James Madison,
albergaba acerca de la constitucionalidad de la doctrina expuesta, aunque, desde
una óptica política, no dudara de que la mejor táctica Republicana era la de poner
en la picota a los Federalistas con ocasión de las Alien and Sedition Acts. En una
carta escrita a Jefferson en diciembre de 1798, Madison exponía los fundamentos
de su desacuerdo respecto a la posición de Jefferson. En ella escribe lo que sigue:

“I have not seen the result of the discussions at Richmond of the alien
& sedition laws. It is to be feared their zeal may forget some considera-
tions which ought to temper their proceedings. Have you ever considered
thoroughly the distinction between the power of the State, & that of the
Legislature, on questions relating to the federal pact. On the supposition
that the former is clearly the ultimate Judge of infractions, it does not fol-
low that the latter is the legitiman organ, especially as a convention was the
organ by which the compact was made. This was a reason of great weight
for using general expressions that would leave to other States a choice of
the modes possible of concurring in the substance...”282. (Yo no he visto el
resultado de los debates en Richmond sobre las leyes de extranjeros y de
sedición. Es de temer que su celo pueda olvidar algunas consideraciones
que deben suavizar sus debates. Usted siempre consideró directamente la
distinción entre el poder del Estado y el de la Legislatura sobre cuestiones
relativas al pacto federal. De la suposición de que el primero es claramente
el Juez último de las infracciones no se sigue que el último es el órgano
legítimo, cuando una convención fue el órgano a través del cual se hizo el
pacto. Esta es una razón de gran peso para utilizar expresiones generales
que puedan dejar a los otros Estados una elección de las formas posibles
de concurrir en el fondo).

Estas líneas dejaban claro el desacuerdo de Madison respecto a Jefferson


en relación a un tema tan relevante como era el de a quién debía corresponder
la competencia de enfrentarse a las leyes federales supuestamente contrarias
a la Constitución, si al Estado, genéricamente considerado, o a las legislaturas
estatales. Es cierto que en las Kentucky Resolutions no se encomendaba de modo
expreso a la legislatura estatal el rol de declarar la inconstitucionalidad de una ley
federal, pero el conjunto de esas normas parecía caminar en esa dirección. Por lo
demás, Madison aceptaba la teoría de que la Unión se asentaba en un pacto entre
los Estados, pero, a diferencia de Jefferson, no pensaba que de conformidad con
la Constitución federal cualquier Estado se hallaba legitimado para declarar las
leyes federales “null, void, and no effect”. Y en coherencia con el pensamiento de
quien era el redactor del documento, cabe recordar que Virginia se abstuvo en todo
momento de la declaración de nulidad de las leyes. Añadamos que en el Informe
282
Apud Adrienne KOCH and Harry AMMON: “The Virginia and Kentucky Resolutions: An
Episode...”, op. cit., pp. 161-162.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 493

que el propio Madison redactará en 1800, que contemplaremos más adelante,


insistiría en que las Resoluciones de Virginia habían sido meras expresiones de una
opinión, no yendo acompañadas de ningún otro efecto. Tan sólo pretendían incidir
sobre la opinión para excitar la reflexión. Incluso hoy está bien establecido, como
pone de relieve la doctrina que ha estudiado el tema283, que Madison utilizó su
considerable influencia sobre Jefferson para atemperar las impetuosas expresiones
del último y su tensa impaciencia.

d) La réplica de otras Legislaturas estatales

Las Asambleas legislativas estatales que habían aprobado estas Resoluciones


las iban a enviar a las Legislaturas de los demás Estados con la obvia finalidad
de ver si las respaldaban. No iba a ser esa, sin embargo, la posición de los otros
Estados. El primer dato notablemente significativo es que ninguno de los Estados
situados al Sur de Virginia envió contestación, sin que se hayan atisbado razones
específicas que expliquen la causa de este silencio. La Legislatura de Carolina
del Norte estaba celebrando sus sesiones cuando le fueron enviadas las Kentucky
Resolutions, pero las mismas se suspendieron antes de que unos enviados por
la Asamblea de Virginia llegaran con el documento aprobado por la misma.
Carolina del Norte se mantuvo en silencio en todo momento. Significativo iba a ser
igualmente el caso de Carolina del Sur. El 28 de noviembre de 1798 el Gobernador
Rutledge sometió los dos conjuntos de Resoluciones a la Legislatura, que no hizo
comentario alguno sobre ellos284.
La actitud de los Estados del Norte no iba a ser tan esquiva, pues siete de ellos
(Delaware, New York, Connecticut, Rhode Island, Massachusetts, New Hampshire
y Vermont) iban a contestar a las Legislaturas de Virginia y Kentucky. En marzo
de 1799 las respuestas llegaban a Richmond. El común denominador de sus res-
puestas iba a ser el inequívoco rechazo de sus Resoluciones. De modo específico,
se desaprobaba la doctrina de que las legislaturas estatales pudiesen disponer de
la facultad de interpretar y, llegado el caso, anular el federal law, con base en su
inconstitucionalidad, decantándose en favor del derecho de la Supreme Court of
the United States para decidir finalmente “on the constitutionality of any act” del
Congreso, posicionamiento en el que se suele admitir que ejercería un liderazgo
intelectual James Kent, considerado en su momento el paladín (“championed”)
de la judicial review durante la década de 1790285. Este generalizado rechazo de
los que se manifestaron, unido al silencio de los demás, iba a incitar a Virginia,

283
Adrienne KOCH and Harry AMMON: “The Virginia and Kentucky Resolutions: An Episode...”,
op. cit., p. 175.
284
Sobre la similar actitud adoptada por otros Estados sureños, cfr. Frank Maloy ANDERSON:
“Contemporary Opinion of the Virginia and Kentucky Resolutions” (II), en The American Historical
Review (Am. Hist. Rev.), Vol. 5, No. 2, December, 1899, pp. 225 y ss.; en concreto, p. 236.
285
Davison M. DOUGLAS: “The Rhetorical Uses of Marbury v. Madison: The Emergence of a <Great
Case>”, en Wake Forest Law Review (Wake Forest L. Rev.), Volume 38, 2003, pp. 375 y ss.; en concreto,
p. 380.
494 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

Estado que había tenido el mayor protagonismo en la protesta, pues en él en


realidad nació la idea de la misma, a renovar los argumentos de sus Resoluciones.
Especial protagonismo iba a tener el Estado de Massachusetts en formular una
réplica convincente y bien fundamentada frente a las Resoluciones que le habían
sido remitidas. Para preparar tal respuesta se designó un Comité conjunto de
ambas Cámaras de siete miembros, que quedó integrado en su totalidad por Fede-
ralistas y entre cuyos miembros hay que destacar al gran jurista Nathan Dane y a
John Lowell. Fue este último, como líder Federalista en la House of Representatives
y miembro del Comité conjunto, quien hizo la más elaborada argumentación. En
ella distinguía tres aspectos distintos: el primero y más importante de ellos, que
las Legislaturas estatales no tenían ningún derecho constitucional para enjuiciar
las leyes y medidas del gobierno federal; la segunda consideración era que las Alien
and Sedition Acts eran constitucionales; por último, que tales leyes eran también
“expedient and necessary”. Del documento finalmente enviado a Virginia por la
Legislatura de Massachusetts ofrece particular interés la consideración de que
“la Constitución (a través de la doctrina defendida en las Virginia Resolutions)
sería reducida a un cero a la izquierda (“to a mere cypher”), a la forma y boato
(“pageantry”) de la autoridad, sin la energía del poder”286.
Curiosamente, dos artículos publicados en esos días de agitado debate en
Boston, sobre la posición a adoptar ante las controvertidas Resoluciones, por el
Chronicle (edición del 18 de febrero) desencadenaron la imputación del editor
del periódico, Thomas Adams, y de su hermano menor Abijah Adams. Se les
acusó de un delito contra la paz y la dignidad de la Commonwealth “al inventar
informaciones falsas y maliciosas para desencadenar la falta de respeto hacia
el gobierno de la comunidad, y el odio y desprecio de los buenos ciudadanos de
la comunidad”. El propio Chief Justice Dana, de la “Supreme Judicial Court of
the Commonwealth”, asumió personalmente la dirección del juicio y el Attorney
General de Massachusetts, Sullivan, se encargó de la acusación, subrayando que
no tenía conexión con la Sedition Act, sino que la misma se encauzaba “under the
common law of the State”. Los artículos del periódico enunciados en el pliego
de cargos de la acusación eran considerados libelos contra la General Court de
Massachusetts (término genérico con el que se identificaban las dos Cámaras
legislativas), entendiéndose que “el common law del país, que era common reason,
prohibía tales ultrajes”287. Se asentara en la Sedition Act o en el common law, lo
cierto sería que el veredicto de culpabilidad contra Abijah Adams288, respecto del
que se daba además la circunstancia de que no era en absoluto el responsable del
periódico, sino un mero empleado del mismo, por lo que si es que había habido

286
Apud William Winslow CROSSKEY: Politics and the Constitution in the History of the United
States, Volume II, The University of Chicago Press, 2nd impression, Chicago, 1955, p. 1037.
287
Sobre el desarrollo del juicio, cfr. Frank Maloy ANDERSON: “Contemporary Opinion of the
Virginia and Kentucky Resolutions” (II), op. cit., pp. 225-228.
288
Thomas Adams no fue finalmente sometido a juicio, pues en esos días sufría una grave enfer-
medad, por lo que el sheriff presentó ante el tribunal un certificado firmado por dos médicos en el
que se constataba que no podía ser llevado ante el tribunal sin que su vida corriera un serio peligro.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 495

algún culpable, no podía ser él, que se tradujo en una condena a 30 días de prisión,
al pago de las costas del juicio y al pago adicional de una multa de 500 dólares “to
keep the peace in the commonwealth”, no fue sino un bastardo ejemplo más de la
arbitrariedad de los Federalistas freente a los Republicanos, pues innecesario es
decir que el Chronicle era el medio de expresión en Boston de los Republicanos.
Antes de enviar al condenado a prisión, con unas enormes dosis de cinismo, el
Chief Justice Dana aprovechó para pronunciar una larga arenga política en el curso
de la cual iba a aludir enfáticamente a la que llamó “the montruous positions”
de las Virginia and Kentucky Resolutions. Como es tan normal entre los seres
humanos, Dana veía la paja en el ojo ajeno, no dándose cuenta de la suya propia,
infinitamente mayor.
Por su proximidad a Virginia, Maryland fue el primer Estado que tuvo
oportunidad de pronunciarse sobre las Resoluciones. Antes incluso de que tales
Resoluciones llegasen formalmente a Annapolis, ya había sido nombrado un
Comité de la House of Delegates para analizar las Resoluciones de Kentucky.
El informe del citado Comité era después aprobado por la Cámara por una
amplia mayoría (58 votos frente a 14). El texto, claramente discrepante frente
a las Resoluciones, era breve, formulándose en términos vagos y generales. Las
resoluciones se consideraban “highly improper, and ought not to be acceded to”,
pues ellas “contain sentiments and opinions unwarranted by the Constitution of
the United States, and the several acts of Congress to which they refer”289.
En Pennsylvania la reacción fue más tardía, pero no menos clara en su
rechazo a las Resoluciones. Las dos Cámaras legislativas aprobaron seis contra-
resoluciones, cuyo punto de mira se dirigía básicamente hacia la fórmula de
resolución del problema propuesta por la Legislatura de Kentucky. En síntesis, los
órganos representativos de Pennsylvania consideraron que las leyes cuestionadas
eran “just rules of civil conduct, and component parts of a system against the
aggressions of a nation, aiming at the dominion of the world”, mientras que la
desaprobación del remedio propuesto por Kentucky se hacía en términos más
radicales, al considerarse que una declaración por una Legislatura estatal de que
una ley del gobierno federal es nula y carece de todo efecto era una “revolutionary
measure” tan peligrosa como injustificada290. Si en Maryland el debate había
quedado confinado a la Asamblea legislativa, en Pennsylvania se expandió con
gran intensidad a los medios de comunicación, lo que no podía extrañar a la vista
de la preeminencia cultural, comercial y social de la ciudad de Filadelfia. No nos
vamos a detener en ello. Nos haremos eco simplemente de dos posiciones contra-
puestas. Mientras la Aurora, el conocido medio de expresión de los Republicanos,
publicaba las Resoluciones junto a otras protestas contra las cuestionadas leyes
sin mayores comentarios, lo que parecía mostrar que tales Resoluciones no eran
sino la respuesta frente a unas leyes odiosas, Cobbett, un polémico periodista,
en The Country Procupine, aducía que el Address de la Legislatura de Virginia,

289
Apud Frank Maloy ANDERSON: “Contemporary Opinions of the Virginia...” (I), op. cit., p. 46.
290
Ibidem, p. 51.
496 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

que como ya dijimos se aprobó pocos días después de las Resoluciones, podía
calificarse como “a little short of high treason”, “the most seditious that ever
daring demagogue drew up, or that ever a factious assembly had the impudence
and folly to sanction”291.
Innecesario es decir, pues las reacciones de las Legislaturas estatales contro-
ladas por los Federalistas a que acabamos de referirnos lo ponen de relieve de
modo manifiesto, que la campaña Federalista contra las Resoluciones comenzó
de inmediato, manifestándose de modos muy diversos, particularmente a través
de publicaciones muy dispares. Común denominador de las mismas fue la
apreciación del carácter infamatorio e insurreccional de ambas Resoluciones. En
su momento se hizo bastante famoso un folleto publicado en febrero de 1799 por
un ciudadano del condado de Westmoreland, que firmó con el rótulo de “Plain
Truth”, en el que después de enumerar las ventajas que suponía la Unión y los
peligros que derivarían de su desmembramiento, mantenía que la Unión tan sólo
era posible bajo el gobierno Federalista existente. En la publicación se abordaba
directamente la tercera de las resoluciones virginianas, la de que la Unión era el
resultado de un pacto entre los Estados. Tal consideración se consideraba “falsa
de hecho” (“untrue in fact”) y peligrosa a modo de principio. El documento del
que derivaban los poderes del gobierno federal, que las Resoluciones calificaban
como un pacto, era la Constitución de los Estados Unidos, y respecto a ella se
sostenía lo que sigue:

“To this constitution the state governments are not parties in any greater
degree than the general government itself. They are in some respects the
agents for carrying it into execution, and so are the Legislature and Ex-
ecutive of the Union; but they are not parties to the instrument, they did
not form or adopt it, nor did they create or regulate its powers. They were
incapable of either. The people, and the people only were competent to
these important objects”292. (De esta Constitución los gobiernos estatales
no son partes en mayor grado que el gobierno federal. Ellos son en algunos
aspectos los agentes para ejecutarla, y así también lo son el Legislativo y el
Ejecutivo de la Unión; pero ellos no son partes del instrumento, no lo hicie-
ron ni adoptaron, ni crearon ni regularon sus poderes. Ellos eran incapaces
de cualquiera de las dos cosas. El pueblo, y sólo el pueblo, era competente
para estos importantes objetivos).

La luminosidad de estos argumentos anticipaba los que, con más rigor técnico,
Marshall vertiría en McCulloch v. Maryland y en otras muchas de sus decisiones.
Añadamos para terminar, que la más alarmante acusación que los Federalistas
hicieron sobre los Republicanos fue la de que éstos estaban contemplando el
empleo de la violencia. En medio de las elecciones de 1799 a la House of Delegates
de Virginia, John Nicholas, hermano menor de Wilson Cary Nicholas, una de las
291
Apud Frank Maloy ANDERSON: “Contemporary Opinion of the Virginia...” (I), op. cit., p. 49.
292
Apud Frank Maloy ANDERSON: “Contemporary Opinion of the Virginia...” (II), op. cit., p. 240.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 497

personas más próximas a Jefferson, como ya se expuso, publicó una carta en la


que repudiaba su afiliación como antiguo Republicano, con base en su creencia
de que las Virginia Resolutions socavaban el propio fundamento del gobierno,
y si tales doctrinas se aplicaban, el gobierno quedaría destruído. Al hilo de ello,
John Nicholas revelaba que la Asamblea Legislativa virginiana había reunido
un “stock” de armas en Richmond en conexión con su plan de rebelión. Estos
alegatos, de los que ya de algún modo nos hemos hecho eco, enervarían aún más
a los Federalistas, pero no impedirían el rotundo triunfo electoral que dieron esos
comicios a los Republicanos.

e) La reacción de James Madison: el Madison´s Report (enero de 1800)

I. La reunión de la Legislatura de Virginia inmediatamente posterior a la


llegada a Richmond de las réplicas de los otros siete Estados se inició con la
creación de un Comité presidido por Madison al que se remitieron los escritos de
esas otras Asambleas legislativas estatales. El Comité iba a aprobar un Informe,
que se conoce desde entonces como el Madison´s Report, redactado por el propio
Madison, en el que, después de considerar cuidadosamente cada una de las
resoluciones del año precedente, recomendaba la reafirmación de las mismas. La
House of Delegates, el 7 de enero de 1800, iba a aprobar por una amplia votación
(98 votos a favor frente a 57 contrarios) el Informe del Comité, rechazando una
serie de contra-resoluciones propuestas por la minoría Federalista, que además
se refirió a la incoherencia entre el nuevo documento y el aprobado en diciembre
de 1798. El Senado de Virginia concurría en la aprobación unos días después.
Aunque como se acaba de decir, el Informe se inclinaba por reafirmar las iniciales
resoluciones, en él se efectuaban una serie de precisiones de incuestionable interés
que, de algún modo, venían a matizar las resoluciones del año anterior.
La primera de estas matizaciones vino exigida porque Madison, aún
ratificándose en la doctrina de que eran los Estados las partes del pacto del que
había resultado la unión federal, consideró conveniente precisar el significado
del término “Estados” (“states”). La conclusión a la que llegó fue la de que en las
Virginia Resolutions ese término significaba “the people composing those political
societies, in their highest sovereign capacity”. Vale la pena transcribir algunos
párrafos del Informe:

“It is indeed true that the term <States> is sometimes used in a vague
sense, and sometimes in different senses, according to the subject to which
it is applied. Thus it sometimes means the separate sections of territory
occupied by the political societies within each; sometimes the particular
governments established by those societies; sometimes those societies as
organized into those particular governments; and lastly, it means the people
composing those political societies in their highest political capacity.... In
the present instance, whatever different construction of the term <States>
498 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

in the resolution may have been entertained, all will at least concur in that
last mentioned; because in that sense the Constitution was submitted to
the <States>; in that sense the <States> ratified it; and in that sense of the
term <States> they are consequently parties to the compact from which
the powers of the Federal Government result.... The Constitution of the
United States was formed by the sanction of the States, given by each in its
sovereign capacity.... The States then, being the parties to the constitutional
compact, and in their sovereign capacity, it follows of necessity that there
can be no tribunal above their authority to decide”293. (Es efectivamente
exacto que el término “Estados” unas veces es usado en un sentido vago,
y otras en diferentes sentidos, según el tema a que es aplicado. Así, unas
veces significa las partes separadas del territorio ocupado por las sociedades
políticas dentro de cada uno; otras, los gobiernos concretos establecidos
por esas sociedades; a veces, esas sociedades en cuanto organizadas en esos
gobiernos concretos, y finalmente significa el pueblo componiendo esas so-
ciedades políticas en su más alta capacidad política.... En el presente caso,
cualquiera que sea la diferente interpretación del término “Estados” que
pueda haber sido considerada en la resolución, todas concurrirán al menos
en la última mencionada, porque en ese sentido se sometió la Constitución
a los “Estados”, en ese sentido los “Estados” la ratificaron, y en ese sentido
del término “Estados”, ellos son consiguientemente partes del pacto del que
resultan los poderes del gobierno federal.... La Constitución de los Estados
Unidos se hizo por la sanción de los Estados, dada por cada uno de ellos en
su capacidad soberana.... Siendo entonces los Estados las partes del pacto
constitucional, y en su capacidad soberana, se sigue por fuerza de ello que
no puede haber un tribunal para decidir por encima de su autoridad).

La precisión tenía relevancia. Era el pueblo integrante de esas sociedades


políticas constituidas en un “Estado” el que, actuando como soberano, integraba
cada parte del pacto federal, no el pueblo de los Estados Unidos en masse. No
dejaba de ser significativo que la minoría Federalista de la Asamblea, no obstante
no mostrarse de acuerdo con el Madison´s Report, sí iba a compartir esta nueva
interpretación acuñada por Madison. Este punto de vista compartido por los
Republicanos y los Federalistas de la Asamblea virginiana era significativo por
cuanto, como advierte la doctrina294, mostraba que unos y otros aceptaban la
doctrina fundamental de la soberanía estatal. No falta quien, como Corwin, se
ha mostrado crítico frente a este planteamiento, como revela su observación de
que lo que al comienzo se caracteriza como la más alta capacidad política del
pueblo de los Estados es finalmente transmutado por un truco verbal en la más
alta capacidad política de los propios Estados295.

293
Apud Edward S. CORWIN: “James Madison: Layman, Publicist and Exegete”, en New York
University Law Review (N. Y. U. L. Rev.), Vol. XXVII, 1952, pp. 277 y ss.; en concreto, p. 290.
294
Frank Maloy ANDERSON: “Contemporary Opinion of the Virginia...” (II), op. cit., p. 242.
295
“Thus –escribe Corwin– what is at the outset characterized as the highest political capacity of
the people of the States is finally transmuted by verbal legerdemain into the highest political capacity
of the States themselves”. Edward S. CORWIN: “James Madison: Layman, Publicist and Exegete”, op.
cit., p. 290.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 499

En su Report, Madison iba asimismo a repudiar las acusaciones de que las


Virginia Resolutions tendían hacia la desunión y que sostenían que el Estado
poseía el derecho a anular una ley del Congreso. Al inicio del Report “the father
of the Constitution” declaraba que las imprudentes apelaciones a los derechos de
los Estados (“that unguarded appeals to the rights of the states”) eran un peligro
tan grande para una unión estable como la igualmente peligrosa tendencia del
gobierno federal a tragarse el principio de unos poderes separados equilibrados.
Lo último transformaría el sistema republicano de los Estados Unidos en una
“monarquía”, mientras que lo primero reduciría la unión a una condición peor
a la que había prevalecido bajo la vigencia de los Articles of Confederation296.
Esta reflexión parecía entrañar un ataque en plena regla sobre la doctrina de
los derechos de los Estados, pero tampoco había de tomarse con extremo vigor,
pues si algo caracterizó a Madison fue el mantenimiento de posiciones frecuen-
temente contradictorias, particularmente en lo relativo a la interpretación de la
Constitución297.
En cualquier caso, que Madison, en su Report, parecía estar queriendo
reconsiderar las posiciones extremas de las Virginia Resolutions es algo sobre lo
que parece caber poca duda. Así lo pondría de relieve Corwin al destacar298, que
una vez reafirmada al inicio del Report la posición del documento de fines de 1798,
(insistiendo, por ejemplo, en negar que la Corte Suprema tuviera una autoridad
absoluta para decidir controversias entre el gobierno central y los Estados acerca
de las respectivas esferas de cada uno, entre otras razones, porque podía haber
casos de usurpación por el gobierno federal de los que el judiciary nunca tuviera
conocimiento, y reiterando que en la medida en que las tres grandes ramas del
gobierno estaban coordinadas, e igualmente vinculadas por la Constitución, cada
una debía guiarse en el ejercicio de sus funciones por el texto de la Constitución
de conformidad con su propia interpretación del mismo) cincuenta páginas más
adelante, la audacia de Madison se había acabado por completo, y el gran estadista
virginiano parecía admitir el carácter definitivo de las interpretaciones judiciales
de la Constitución (“the finality of judicial constructions of the Constitution”)
frente a las otros poderes (“branches”) del gobierno nacional, dando la impresión
de que, al final, abandonaba su causa completamente, como revelan las siguientes
palabras: “The declarations in such cases (venía a decir refiriéndose a las declara-
ciones de las Legislaturas) are expressions of opinion, unaccompanied with any

296
Adrienne KOCH and Harry AMMON: “The Virginia and Kentucky Resolutions: An Episode...”,
op. cit., pp. 172-173.
297
Así, como expone Ketcham, en poco más de una docena de años, Madison adoptó posiciones
contradictorias en al menos tres cuestiones relacionadas con la interpretación de la Constitución.
Primero, él sostuvo que la judicial review funcionaría, y después que no lo haría. Segundo, declaró
que los tres departamentos federales eran iguales en la interpretación de la Constitución, y después,
que el judiciary era preeminente. Tercero, sostuvo que el gobierno general era la única agencia lógica
de interpretación, pero también defendió que los Estados tenían que ser los jueces últimos acerca
del significado de la Constitución. Ralph L. KETCHAM: “James Madison and Judicial Review”, en
Syracuse Law Review (Syracuse L. Rev.), Vol. 8, 1956-1957, pp. 158 y ss.; en concreto, p. 160.
298
Edward S. CORWIN: “The Establishment of Judicial Review” (II), en Michigan Law Review
(Mich. L. Rev.), Vol. IX, 1910-1911, pp. 283 y ss.; en concreto, pp. 296-297.
500 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

other effect than what they may produce on opinion by exciting reflection”, para
añadir de inmediato que “the expositions of the judiciary, on the other hand, are
carried into immediate effect by force”. En definitiva, las posibles declaraciones
sobre la constitucionalidad de una ley de los órganos políticos tenían como único
efecto excitar la reflexión, mientras que las decisiones del judiciary tenían fuerza
jurídica inmediata.
Madison terminaba confiando en que “the temperate consideration and
candid judgment of the American public” justificaría los esfuerzos de Virginia.
Recordando la Revolución como un precedente, el virginiano señalaba a los
lectores del texto, que “the authority of constitutions over governments, and of
the sovereignty of the people over constitutions, are truths which are at all times
necessary to be kept in mind”299.

II. El impacto que las Resoluciones de Virginia y Kentucky tuvieron es


imposible de evaluar, y así lo ha admitido la doctrina. Políticamente, qué duda
cabe que fortalecieron a los Republicanos. Ahora bien, ¿en qué medida pudieron
ser determinantes del cambio político que las elecciones de noviembre de 1800
posibilitó? Al final de su amplia investigación, Anderson revelaba300, que no
había encontrado prueba documental alguna acerca de que estas Resoluciones
se discutieran en la campaña electoral y de ello pudiera derivarse algún efecto
electoral. Más efecto, sin duda, tuvo el amplio rechazo que en bastantes sectores
de la población desencadenó la aprobación de textos legislativos como las Alien
and Sedition Acts, aunque también sea imposible de cuantificar.
Pero al margen ya del efecto estrictamente político-electoral, de lo que no pue-
de caber duda es de que estos documentos, al condenar los intentos de amordazar
a los medios de comunicación de la época, restringiendo de modo arbitrario la
libertad de expresión, sentaron un sólido precedente frente a futuros intentos de
destruir el sólido status de los derechos y libertades en los Estados Unidos.
¿Y cuál fue su influencia en el plano de la teoría constitucional? Aunque no
han faltado quienes han minimizado el alcance en este ámbito de las Virginia and
Kentucky Resolutions, argumentando que las mismas tenían tan sólo la intención
de ser una plataforma para la subsiguiente elección presidencial de noviembre
de 1800, no pretendiendo esbozar una teoría constitucional completa sobre los
derechos de los Estados, no faltan quienes sostienen justamente lo contrario,
como es el caso de Koch y Ammon, para quienes estas Resoluciones cerraron el
siglo en tonos proféticos, exhibiendo una lógica oracular sobre el Derecho cons-
titucional301. No iba a resultar en absoluto extraño que Marshall, en su momento,
quedara hondamente preocupado por estas Resoluciones, al ver que, a través de

299
Apud Larry D. KRAMER: “We the Court”, op. cit., p. 98.
300
Frank Maloy ANDERSON: “Contemporary Opinion of the Virginia...” (II), op. cit., p. 244.
301
Adrienne KOCH and Harry AMMON: “The Virginia and Kentucky Resolutions: An Episode...”,
op. cit., p. 147.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 501

ellas, una cuestión de la más estricta ortodoxia partidista era revestida con el
ropaje de una supuesta interpretación constitucional general. Como ha puesto
de relieve Newmyer302, la crisis constitucional desencadenada por las Alien and
Sedition Acts y amplificada por las Virginia and Kentucky Resolutions, confirmó
el temor de Marshall de que el radicalismo importado de Francia, unido a los
excesos democráticos y al enfrentamiento entre los partidos amenazara la propia
supervivencia de la República.
La preocupación a la que acabamos de referirnos estaba lejos de ser injustifica-
da. En los años treinta del siglo XIX, como recuerda Corwin303, el “Webster-Hayne
Debate” en el Estado de Carolina del Sur, que terminaría conduciendo al Estado a
hacer suya la doctrina de la nullification, con todas las consecuencias inherentes a la
misma, tomó como premisas algunas de las reflexiones formuladas en las Kentucky
Resolutions. Ello, por cierto, daría pie para que Madison, ya de avanzada edad, se
manifestara de modo radicalmente contrario. Su testimonio quedó reflejado en
diversas manifestaciones, pero quizá la prueba más palpable fuera una carta a
Edward Everett, que en octubre de 1830 publicó la North American Review, en la que
Madison no sólo sostenía la supremacía federal, sino que añadía, que al interpretar
la Constitución, “the judiciary has been hitherto sustained by the predominant
sense of the nation”304. Calhoun no se apartaría mucho de la doctrina anteriormente
mencionada, y quienes trataban de buscar una justificación constitucional en que
apoyar la secesión sureña también se fijaron en esta doctrina.
En este contexto, las últimas semanas de la Administración Federalista iban a
aportar nuevos argumentos en contra del judiciary para la entrante Administración
Jeffersoniana.

C) La federalista Judiciary Act de 1801

a) Breve aproximación a la Judiciary Act de 1789

Quince meses después de que la Constitución federal superase la propia exi-


gencia de ratificación por nueve de los trece Estados existentes, lo que acontecía en
junio de 1788, era aprobada la Judiciary Act, de 24 de septiembre de 1789. Tal texto
legal fue un compromiso que, de algún modo, se vinculó con el destino de varias
de las enmiendas formuladas en su momento frente al Art. III de la Constitución,
el llamado Judiciary Article.
En lo que ahora interesa, el texto legal concibió una organización judicial
que, con todas sus imperfecciones, sirvió al país sin cambios sustanciales casi un

302
R. Kent NEWMYER: John Marshall and the Heroic Age..., op. cit., p. 112.
303
Edward S. CORWIN: “We the People”, en el libro del propio autor, The Doctrine of Judicial
Review (Its Legal and Historical Basis and Other Essays), Peter Smith, Gloucester, Massachusetts,
1963, pp. 79 y ss.; en concreto, p. 81.
304
Apud Ralph L. KETCHAM: “James Madison and Judicial Review”, op. cit., p. 162.
502 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

siglo. La ley dividió el país en trece distritos, en cada uno de los cuales se creaba
un district court305, y en tres grandes circuitos judiciales, ubicando en cada uno de
estos últimos un Circuit Court (al que se le confería una jurisdicción de apelación
respecto de los tribunales de distrito y una jurisdicción original en casos crimi-
nales y en aquellas causas civiles que tuvieran por objeto un asunto cuyo valor
superara los 500 dólares), y estableciendo, en lo que sería una de sus disposiciones
más discutidas, que tales tribunales se integrarían por dos Justices de la Corte
Suprema y por un Juez de distrito. Este punto resultó especialmente controvertido,
hasta el punto de ser considerado el más debatido de la ley, conjuntamente con su
Sección 13 (jurisdicción originaria de la Supreme Court) y con su célebre Sección
25 (jurisdicción de apelación de la Corte Suprema).
Puede sorprender, incluso desde la perspectiva de la compatibilidad puramente
temporal, que los Associate Justices de la Corte Suprema hubieran de ser miembros
de dos tribunales diferentes, pero la dificultad temporal se relativizaba a la
vista de los escasos períodos de tiempo previstos por la ley para que el Tribunal
Supremo desempeñara sus funciones: tan sólo dos períodos de sesiones anuales
en los meses de febrero y de agosto. El más alto Tribunal de la Unión no era, pues,
un órgano cuyos miembros estuvieran llamados a ocupar permanentemente su
puesto. La praxis judicial no haría sino ahondar en la idea de una Corte Suprema
en permanente período vacacional. Warren, el principal historiador de la Corte, ha
estudiado con detalle los días efectivos en que la Supreme Court sesionó, primero
en Nueva York y más tarde en Filadelfia, hasta su traslado definitivo en febrero
de 1801 a Washington306. Sus datos no dejan de sorprender: omisión hecha de los
primeros días de febrero de 1790 (el día uno de ese mes tuvo la Corte la primera
sesión para su organización), la segunda sesión, celebrada también en Nueva York,
se prolongó tan sólo dos días (2 y 3 de agosto de 1790), no habiéndose en ella de
atender a ningún asunto judicial. La tercera sesión, celebrada en Filadelfia en
febrero de 1791, no rompió con esta pauta de brevedad. En el primer decenio de
vida de la Corte, los períodos en que sesionó en los meses de febrero, como término
medio, fueron inferiores a dos semanas (con la única salvedad de febrero de 1796,
en que la Corte prolongó sus sesiones durante 37 días), mientras que los períodos
correspondientes a los meses de agosto aún duraron menos, prolongándose como
media dos o tres días tan sólo (con la única excepción de agosto de 1795, en que
la Corte prolongó sus sesiones un total de 17 días). Esto puede explicar que los
Justices pudieran desplazarse con frecuencia muchos centenares (a veces miles)
de millas para atender sus tareas como jueces integrantes de los Circuit Courts.

305
Los district courts tenían jurisdicción penal, conociendo de aquellos actos cuyo castigo no exce-
diera de 30 latigazos, una multa no superior a 100 dólares o encarcelamiento por un período máximo
de seis meses. Estos tribunales tenían jurisdicción exclusiva en materia de admiralty o almirantazgo,
término que identificaba en el Derecho inglés litigios primariamente relacionados con el comercio y
tráfico marítimos; en materia de embargos (seizures) relacionados con las leyes del comercio y de la
navegación o de embargos de tierras por violación de estatutos federales.
306
Cfr. al efecto, Charles WARREN: “The First Decade of the Supreme Court of the United States”,
en The University of Chicago Law Review (U. Chi. L. Rev.), Volume 7, 1939-1940, pp. 631 y ss.; en
concreto, pp. 635 y ss.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 503

Una peculiaridad del texto legal fue la de que el mismo no incluyó, como
hubiera sido lo lógico, todos los district courts en un Circuit Court. Y así, a los
tribunales de distrito de Kentucky y de Maine se les dio la misma jurisdicción que
a un tribunal de circuito, permitiéndose la apelación directa de sus decisiones
ante la Corte Suprema.
La doctrina ha puesto de relieve307, que uno de los defectos evidentes de la
Ley de 1789 fue la subordinación del judiciary al ejecutivo en todo lo relativo a
los problemas administrativos. Pero al margen ya de ello, lo cierto es que la ley
no terminó de satisfacer a casi nadie, y menos que a nadie a los litigantes, que
en buen número de casos se veían obligados a recorrer cientos de millas para
llegar al lugar donde se ubicaba el tribunal que había de conocer de su demanda.
Tampoco entre los miembros de los Colegios de Abogados la ley fue especialmente
bien valorada, apreciándose en los años subsiguientes a su entrada en vigor cierta
agitación encaminada a lograr un cambio del texto legal.
Entre las deficiencias que se vieron como evidentes desde el mismo momento
en que el Presidente Washington firmó la ley en septiembre de 1789, quizá la más
clara fue la previsión de la mencionada compatibilidad en el cumplimiento por
los Associate Justices de su doble rol de miembros de la Corte Suprema y de los
Circuit Courts. Tan anómala fórmula de integración nunca fue pacíficamente
aceptada. Como escribe Turner308, durante una década hubo continuas protestas
por parte de los miembros de la Corte Suprema contra un sistema que requería
de ellos actuar como miembros de un tribunal de circuito y, más tarde, decidir en
apelación los mismos casos sobre los que ya se habían pronunciado en el Circuit
Court. Todo ello, que ya era lo suficientemente anómalo, al margen ya de la brutal
carga que suponía que cada año hubieran de recorrer miles de millas con los
medios de locomoción de la época.

b) El Informe del Attorney General recomendando la reforma de la


Ley de 1789 (diciembre de 1790) y su incidencia legislativa

I. El propio Presidente Washington entendió que el Congreso había impuesto


una carga excesiva sobre los Justices, y la Cámara de Representantes ordenó una
investigación sobre el funcionamiento del nuevo sistema judicial federal. Edmund
Randolph, Attorney General, fue el encargado de realizar el Informe, que finalizaba
el 27 de diciembre de 1790309.

307
Erwin C. SURRENCY: “The Judiciary Act of 1801”, en The American Journal of Legal History
(Am. J. Legal Hist.), Vol. 2, 1958, pp. 53 y ss.; en concreto, p. 61.
308
Kathryn TURNER: “Federalist Policy and the Judiciary Act of 1801”, en The William and Mary
Quarterly (Wm. & Mary Q.), Third Series, Vol. 22, No. 1, January, 1965, pp. 3 y ss.; en concreto, p. 5.
309
Sobre este Informe, cfr. Felix FRANKFURTER and James M. LANDIS: “The Business of the
Supreme Court of the United States...”, op. cit., pp. 1018 y ss.
504 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

El más serio problema señalado en la enumeración que en el Informe se hacía


de los defectos del texto legal concernía justamente a los deberes de los Justices
de la Corte Suprema como miembros de los Circuit Courts. Para Randolph, no
había duda de que el máximo órgano judicial exigía una plena dedicación (“the
work of the Supreme Court, if discharged to the full measure of its requirements,
demands the entire energy and talent of its judges”). He aquí algunas de sus
atinadas reflexiones:

“Those who pronounce the law of the land without appeal, ought to be pre-
eminent in most endowments of the mind. Survey the functions of a judge
of the supreme court. He must be a master of the common law in all its
divisions, a chancellor, a civilian, a federal jurist, and skilled in the laws of
each state.... But what leisure remains from their itinerant dispensation of
justice? Sum up all the fragments of their time, hold their fatigue at naught,
and let them bid adieu to all domestic concerns, still the average term of a
life, already advanced, will be too short for any important proficiency”310.
(Aquellos que declaran la ley de la tierra sin apelación deben ser preemi-
nentes en la mayoría de los atributos de la mente. Examinemos la función
de un juez de la Corte Suprema. Él debe ser un maestro del common law
en todas sus divisiones, un magistrado, un civilista, un jurista federal, y
experto en las leyes de cada Estado.... Pero, ¿qué tiempo libre le queda de
su itinerante administración de justicia? Sumemos todos los fragmentos de
su tiempo, consideremos su inútil fatiga y dejémosle decir adiós a todas las
preocupaciones domésticas, aún el término medio de una vida, ya avanzada,
será demasiado corto para cualquier capacidad importante).

La sensatez de estas palabras era incuestionable, porque, como bien se


interrogaba Randolph, ¿qué tiempo libre le queda a un Justice de su itinerante
administración de justicia como para poder estudiar y perfeccionar su conoci-
miento? Ciertamente, no faltaron argumentos en favor de la participación de los
Associate Justices en los Circuit Courts, como el de que tal participación contribuía
a mejorar su aptitud al sumergir a los miembros de la Supreme Court en las leyes
de los diversos Estados, lo que les obligaba a un más vivo conocimiento de la
legislación estatal que llegaba ante la Corte Suprema. También se adujo en su día,
que la participación en los Circuits aseguraba unas estrechas relaciones entre la
Supreme Court y los Colegios de Abogados del país, contribuyendo así a una más
cohesionada Administración de justicia. Randolph, en cualquier caso, ignoraría
estos dos argumentos.
Randolph propuso en su Informe, que fuesen los jueces de distrito quienes
integrasen los Circuit Courts, bastando con tres de ellos para tener quorum.
Asimismo, aunque respetaba la división entre los Estados llevada a cabo por la
Judiciary Act, proponía incrementar la jurisdicción de los Circuit Courts. Otra
recomendación significativa de Randolph fue la de que la Corte Suprema pudiera

310
Ibidem, p. 1019.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 505

prescribir todo tipo de writs y emplazamientos tanto a los tribunales de distrito


como a los de circuito.

II. Edmund Randolph fue profético, y los peligros que anticipó en su Informe
iban a sufrirlos los Jueces del Supremo. El Chief Justice John Jay y sus Associate
Justices encontraron casi imposibles de cumplir los deberes de los Circuits que
la Ley de 1789 les imponía, reclamando por medio de un escrito del año 1792 el
auxilio del Presidente Washington. Su petición comenzaba poniendo de relieve,
que siempre se pensó en la temporalidad de las previsiones del texto legal de 1789,
no en su carácter definitivo:

“That when the present judicial arrangements took place, –comenzaba


diciendo el escrito– it appeared to be a general and well-founded opinion
that the act then passed was to be considered as introducing a temporary
expedient rather than a permanent system and that it would be revised as
soon as a period of greater leisure should arrive”311. (Que cuando las pre-
sentes medidas judiciales tuvieron lugar, parecía ser una opinión general
y bien fundada, que la ley entonces aprobada tenía que considerarse como
introductora de un expediente temporal antes que de un sistema perma-
nente, y que serían revisadas tan pronto como llegara un período de mayor
tiempo libre).

Más adelante, los Justices exponían con toda claridad la enorme carga de
trabajo que pesaba sobre ellos, expresando lo que sigue: “We really, sir, find the
burdens laid upon us so excessive that we cannot forbear representing them in
strong and explicit terms.... That the task of holding twenty-seven Circuit Courts a
year, in the different States from New Hampshire to Georgia, besides two sessions
of the Supreme Court at Philadelphia, in the two most severe seasons of the year,
is a task which, considering the extent of the United States and the small number
of Judges, is too burdensome”312. (Nosotros, Señor, verdaderamente, encontramos
las cargas establecidas sobre nosotros tan excesivas que no podemos abstenernos
de describirlas en términos firmes y explícitos.... Que la tarea de desempeñar 27
Tribunales de Circuito al año en los diferentes Estados, desde New Hampshire
a Georgia, además de dos sesiones de la Corte Suprema en Filadelfia, en las dos
estaciones más duras del año, es una tarea que, considerando la extensión de los
Estados Unidos y el pequeño número de Jueces, es demasiado pesada).
En fin, en este Memorial dirigido al Presidente no iba a faltar una alusión a
lo absolutamente inadecuado de un sistema que encomendaba a quienes ya se
habían pronunciado en primera instancia, llamémosle así, sobre un asunto, que
volvieran a conocer del mismo en apelación. De la fórmula legal en cuestión se
311
Apud Erwin C. SURRENCY: “The Judiciary Act of 1801”, op. cit., p. 59.
312
Apud Felix FRANKFURTER and James M. LANDIS: “The Business of the Supreme Court of
the United States...”, op. cit., pp. 1025-1026.
506 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

afirmaba que: “is unfriendly to impartial justice, and to that confidence in the
Supreme Court which is so essential to the public interest should repose in it”313
(es desfavorable al principio de imparcialidad en la administración de justicia, y a
esa confianza en la Corte Suprema que tan esencial es para que el interés público
descanse en ella).
El propio Attorney General Randolph iba a preparar un proyecto de ley para
la revisión del texto de 1789, en el que, en perfecta armonía con lo expuesto en
su Informe, se preveía que fueran los propios jueces de distrito quienes habían
de integrar los Circuit Courts. Sin embargo, el Congreso no hizo absolutamente
nada. En una carta a un amigo, el Chief Justice John Jay explicaba la pasividad
del Congreso por los enemigos con que contaba el sistema judicial federal 314.
Tras el Memorial de los Justices de la Supreme Court, el Presidente Washington
volvió de nuevo a dirigirse al Congreso para recomendar una revisión legislativa
del sistema judicial.

III. Las sucesivas peticiones de reforma del sistema judicial no iban final-
mente, como suele decirse, a caer en saco roto. En 1793, al fin, el Congreso iba a
sensibilizarse ante las disfunciones que el sistema judicial presentaba, y que tan
insistentemente se le habían venido poniendo de relieve, a cuyo efecto emprendía
una primera, aunque bien tímida, reforma legislativa, que plasmaba finalmente
en la Ley de 2 de marzo de 1793, de reforma de la Judiciary Act, que modificó la
composición de los tribunales de circuito de un modo harto discutible, al quedar
integrados ahora estos tribunales por tan sólo dos miembros, un Justice de la Corte
Suprema y un juez de distrito, lo que si bien aliviaba la carga de los miembros de la
Supreme Court, entrañaba el grave inconveniente de imposibilitar el fallo cuando
no hubiere acuerdo entre los dos miembros de la Circuit Court.
La ley disponía que en el caso de que los dos miembros del tribunal de circuito
estuvieren en desacuerdo acerca de la audiencia final de una causa o de un alegato
respecto a la jurisdicción del tribunal, la decisión no se adoptaría hasta el siguiente
período de sesiones del tribunal, y si el juez de distrito no cambiara su decisión,
y el juez de circuito (esto es, el Associate Justice) no estuviera de acuerdo, habría
de prevalecer la opinión del “district court judge”, solución que nos parece
verdaderamente anómala, aunque parezca evidente que el Congreso entendiera
que en cada sesión habría jueces diferentes. En cualquier caso, la fórmula legal de
solución hacía prevalecer el criterio de un juez inferior sobre uno superior. Años
después, la Ley de 29 de abril de 1802 dispondría, que si hubiera una discrepancia

313
Apud Erwin C. SURRENCY: “The Judiciary Act of 1801”, op. cit., p. 60.
314
“The federal Courts –escribía John Jay– have Enemies in all who fear their Influence on State
objects”, para añadir más adelante que “it is to be wished that their Defects should be corrected quietly.
If these Defects were all exposed to public view in striking colors, more Enemies would arise and the
Difficulty of mending them encreased”. (Carta de John Jay a Rufus Kinf, fechada el 22 de diciembre
de 1793). Apud Kathryn TURNER: “Federalist Policy and the Judiciary...”, op. cit., pp. 6-7.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 507

entre los jueces de un Circuit Court, la cuestión tenía que ser enviada a la Supreme
Court a fin de que ésta decidiera definitivamente.
Otro problema que planteaba la Ley de 1793 era que la inasistencia de uno de
los dos miembros del tribunal de circuito, por enfermedad o por cualquier otra
causa, imposibilitaba que el tribunal pudiese actuar. De hecho, durante la primera
década de vida del federal judiciary las sesiones de varios tribunales de circuito no
pudieron celebrarse a causa de la inasistencia de algún miembro. Así, por poner
un ejemplo, el Circuit Court para Pennsylvania no pudo sesionar en el período de
sesiones de octubre de 1799. Y otro tanto había acontecido en Carolina del Norte
en junio de 1797. En ambos casos, el Congreso aprobó una legislación especial
para preservar todos los procesos jurídicos en curso ante esos tribunales hasta el
siguiente período de sesiones. Ya una Ley de 19 de mayo de 1794 había dispuesto
al respecto, que si el Associate Justice no apareciera en el Circuit Court en el
plazo de cuatro días, contabilizados a partir de aquel en que tenía que reunirse el
tribunal, el “district court judge”, o en su defecto el oficial de justicia, declararían
suspendidas las sesiones hasta el siguiente período.
La reforma legal de 1793 no había solucionado los problemas, y el descontento
hacia la regulación del sistema judicial se vio alimentado también por el deseo
de una opinión influyente de ampliar el ámbito de la jurisdicción federal, en lo
que incidieron las interferencias de los prejuicios locales sobre la aplicación de
las leyes federales. Piénsese que la Judiciary Act de 1789 protegió a los Estados
y al rol de sus judiciaries, a través del no otorgamiento a los Circuit Courts de
jurisdicción sobre los litigios civiles privados que se originaran de conformidad
con la Constitución y las leyes federales, lo que entrañaba que de tales causas hu-
biesen de conocer los tribunales estatales, cuando por pura lógica, la competencia
hubiera debido recaer sobre los tribunales federales. En cualquier caso, ningún
intento serio de reforma de la Judiciary Act tuvo lugar hasta, prácticamente, el
último año de la Administración de John Adams. A juicio de Turner315, no iba a
ser accidental que la efectiva presión para revisar el sistema judicial originario se
produjera en 1799-1800, cuando la paz con Francia estaba preparándose, cuando
los argumentos en favor de un ejército permanente se hallaban severamente debi-
litados, cuando, de igual forma, los intereses de los poderosos líderes federalistas
se veían amenazados por algunos Estados, aquéllos en que predominaban los
Republicanos , que simultáneamente estaban cuestionando el concepto de unión,
y cuando, en fin, se asistía a una lucha para fortalecer el soporte del partido con
anterioridad a las venideras elecciones. Y para disponer de un completo panorama
contextual, quizá convenga añadir, que es en la segunda mitad de los años 1790
cuando iba a emerger una clara división partidista en los Estados Unidos. Por un
lado los Republicanos, admitiendo la doctrina de que “mankind are capable of
governing themselves”, y acusados por sus oponentes de tramar introducir “a new
order of things as it respects morals and politics, social and civil duties”. Por el
otro, los Federalistas, reivindicando conservar y proteger “that virtue (which) is

315
Kathryn TURNER: “Federalist Policy and the Judiciary...”, op. cit., p. 32.
508 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

the only permanent basis of a Republic”, y acusados a su vez de intentar restaurar


un gobierno monárquico316. Ambas partes estaban a su vez internamente divididas.
Esta era, a grandes rasgos, la situación del federal judiciary que el Presidente
Adams iba a intentar reformar a fines de 1799. Entre el mes de diciembre de ese
año y los ultimísimos días de su Administración (para ser exactos, el 3 de marzo
de 1801) la sucesión de acontecimientos en relación al poder judicial federal iba
a cobrar un ritmo verdaderamente desenfrenado.

c) El “iter” legislativo conducente a la Ley de 13 de febrero de 1801

En marzo de 1798 un Comité del Senado presentaba un proyecto de ley con


la finalidad de crear cinco nuevos distritos en el sistema judicial federal, y lo
que era mucho más relevante, exonerar a los Justices de la Corte Suprema de la
obligación de integrar los Circuit Courts, que pasarían a estar integrados tan sólo
por jueces de distrito. El mes siguiente, otro Comité proponía que se incrementara
el número de Associate Justices de la Corte Suprema en dos y que nuevamente se
asignaran dos Jueces de la Supreme Court, en vez de uno tan sólo, a cada Circuito.
Aunque las actas de las sesiones están lejos de ser claras, lo cierto es que parece
que el Senado, el 25 de mayo, se pronunció favorablemente sobre el segundo de
los proyectos mencionados. Todo ello revela la volatilidad de las posiciones del
Congreso en torno a la cuestión que nos ocupa.
En febrero de 1799, Alexander Hamilton, seriamente preocupado por lo
que consideraba que era un fermento de rebelión en los Estados de Virginia y
Kentucky, recomendaba un programa de reforma legislativa a Theodore Sedgwick,
un influyente miembro del Comité del Senado encargado de la reforma del
sistema judicial, cuyo núcleo principal era la creación de un gran ejército. Poco
después, el propio Hamilton presentaba al Speaker de la House of Representatives,
Jonathan Dayton, un programa más elaborado en el que combinaba la creación
de un ejército permanente con la extensión del federal judiciary, al margen ya de
un amplio plan de construcción de carreteras.
El 3 de diciembre de 1799, en su Mensaje de apertura de las sesiones del
sexto Congreso, el Presidente John Adams, entre otras cuestiones, recomendaba
la reforma judicial en términos tan rotundos como los que siguen: “To give
energy to the government, it appears indispensable that the judicial system of the
United States should be revised”. No era éste ni mucho menos el único objetivo
perseguido por la reforma, por cuanto Adams consideraba que la reorganización
del departamento judicial era asimismo necesaria para la aplicación de las leyes y
para la protección de los individuos frente a la opresión. Esta revisión del sistema
judicial, que el Presidente vinculaba a la consecución de objetivos tan diversos,

316
William E. NELSON: “The Eighteenth-Century Background of John Marshall´s Constitutional
Jurisprudence”, en Michigan Law Review (Mich. L. Rev.), Vol. 76, 1977-1978, pp. 893 y ss.; en concreto,
pp. 930-931.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 509

iba a culminar en la polémica Judiciary Act de 13 de febrero de 1801, “to provide


for the more convenient organization of the Courts of the United States”.
De acuerdo con la recomendación presidencial, la Cámara de Representantes
nombraba un Comité para la elaboración de un proyecto de reforma judicial. El 11
de marzo de 1800, Harper hizo un informe a la par que presentaba un proyecto de
ley “for the better establishment and regulation of the courts of the United States”.
El proyecto, del que se dijo que había sido elaborado por Alexander Hamilton,
establecía la división judicial de los Estados Unidos en 29 distritos. Aunque
el bill fue debatido durante tres días consecutivos en la House, fue finalmente
aplazado, pero al final se había de convertir en la base última de la ley, no faltando
quien, como el prestigioso Farrand, considera que la ley no fue sino una copia
del proyecto317. Es de interés recordar, que en cuanto miembro que lideraba el
mencionado Comité de revisión del judiciary, John Marshall desempeñó un cierto
rol en la elaboración del proyecto, no faltando quien incluso lo ha considerado “a
principal architect of the bill”318, aunque, como reconoce la doctrina319, el proyecto
no iba a añadir ningún brillo a su carrera legislativa. Y ello porque el texto, como
se admite generalizadamente, combinó el tratamiento de relevantes cuestiones
para el poder judicial federal con asuntos de interés estrictamente partidista320.
Se ha esgrimido al respecto321, que el mero hecho de que la necesidad de la
reforma fuera reconocida y de que un año antes de que la ley fuese aprobada se
elaborase un proyecto, muy similar en sus previsiones al texto definitivo de la ley, era
una prueba de que la reforma del sistema judicial no había de atribuirse tan sólo a la
derrota sufrida en las urnas por los Federalistas en noviembre de 1800. Por otro lado,
no es menos cierto que, prácticamente desde el establecimiento en 1789 del federal
judiciary, venía discutiéndose la necesidad de una reorganización del mismo; esta
no fue en absoluto una cuestión meramente coyuntural. Ahora bien, si la derrota
política Federalista no fue el precipitante de la reforma judicial, ¿qué explicación
podemos buscarle? Turner322 ha aludido a los persistentes conflictos existentes
entre diversos grupos económicos, entre los que los relativos a los títulos de tierras
resultaron particularmente problemáticos. Algunas célebres decisiones dictadas
por la Marshall Court tenían que ver con conflictos de esta naturaleza que se habían
planteado justamente en la última década del siglo XVIII; pensemos en Fletcher v.
Peck, Green v. Biddle, Huidekoper´s Lessee v. Douglass o Martin v. Hunter´s Lessee, por

317
Max FARRAND: “The Judiciary Act of 1801”, en The American Historical Review (Am. Hist.
Rev.), Vol. 5, No. 4, July, 1900, pp. 682 y ss.; en concreto, p. 686.
318
Louise WEINBERG. “Our Marbury”, op. cit., p. 1250.
319
R. Kent NEWMYER: John Marshall and the Heroic Age..., op. cit., p. 134.
320
Newmyer ha señalado (en Ibidem) que Marshall comprendió y quizá incluso temió la naturaleza
enormemente partidista del proyecto (“the highly partisan nature of the bill”). Lo apoyó de todos
modos, en parte como un medio de unir a los Federalistas y en parte porque pensaba que un reforzado
federal judiciary era esencial para preservar el Derecho federal. En este punto, las Virginia and Kentucky
Resolutions, sin duda, incidieron sobre el pensamiento de Marshall, al postular suprimir la autoridad
de los tribunales federales para interpretar la Constitución, dejándola en manos de las legislaturas
estatales.
321
Max FARRAND: “The Judiciary Act of 1801”, op. cit., p. 683.
322
Kathryn TURNER: “Federalist Policy and the Judiciary Act of 1801”, op. cit., pp. 22-23.
510 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

mencionar tan sólo algunas de ellas. En buen número de estos casos la actuación
de los tribunales estatales había sido central hasta que el litigio fue definitivamente
cerrado por la decisión de la Supreme Court. Al hilo de estos conflictos, con grandes
intereses económicos en juego, puede entenderse que hubiera quienes se mostraran
proclives al fortalecimiento del federal judiciary, y quienes prefirieran un judiciary
predominantemente descentralizado y por tanto de sesgo estatal. Una u otra opción
fácilmente podía conectarse con las previsiones apriorísticas acerca de qué modelo
podía ser más beneficioso para los intereses respectivos. Y en conexión con lo que
se acaba de decir, tampoco es un hecho desdeñable el que muchos de estos pleitos
se visualizaran por la opinión pública simbólicamente, esto es, como ejemplo del
enfrentamiento entre los colonos y los especuladores de tierras. Dicho en otras
palabras, la reforma judicial no estuvo movida tan sólo por los intereses políticos de
los Federalistas; también los intereses económicos y la propia visión que cada cual
tenía del orden socio-económico ideal (el agrarismo Republicano frente al desarrollo
comercial Federalista, al que no fueron ajenos los movimientos especulativos de
tierras) desempeñaron un papel digno de consideración.
A lo largo de prolijos debates entre los congresistas, el material del Informe
de Randolph fue una y otra vez reiterado. Y el texto legal, como la mejor doctrina
reconoce323, no careció de méritos. Tras la Ley de 1801, escribirían Frankfurter
y Landis hace ya casi un siglo324, se presenta la presión de sólidas concepciones
profesionales, que toman en consideración una judicatura apropiada al nuevo
país y con ella se trata asimismo de fortalecer el judiciary, eliminando los defectos
revelados con toda evidencia en los trabajos realizados en torno al sistema judicial
federal. Es claro que ambos autores tienen muy en cuenta en su valoración el
Memorial del Chief Justice Jay y el Report del Attorney General Randolph. Pero
siendo ello así, no puede dejar de admitirse que la Ley de 1801 es susceptible
asimismo de ser tratada tan sólo como una formidable intriga (“is apt –escriben
de nuevo Frankfurter y Landis– to be treated too exclusively by historians as a
piece of stupendous jobbery”).
El proyecto no resultó definitivamente aprobado en sede legislativa hasta
después de las elecciones de noviembre de 1800. La Cámara lo aprobó el 20 de
enero y el Senado, el 7 de febrero, siendo finalmente firmado por el Presidente el
13 de febrero de 1801, poco más de dos semanas antes tan sólo de que expirara el
mandato otorgado a su Administración.

d) Las líneas maestras de la Judiciary Act de 1801

I. Antes de entrar a analizar los aspectos fundamentales de la Ley Judicial de


1801 creemos esclarecedor poner de relieve que, no obstante el escaso período

323
Robert G. McCLOSKEY: The American Supreme Court, op. cit., p. 24.
324
Felix FRANFURTER and James M. LANDIS: “The Business of the Supreme Court of the United
States...”, op. cit., pp. 1025-1026.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 511

de tiempo de vigencia de la misma, las ideas que encarnaba, tanto en lo relativo a


la organización de los tribunales como al ámbito de su jurisdicción, persistieron
intemporalmente y, por último, terminaron prevaleciendo. Como escribieron
Frankfurter y Landis, “it (la ley) contained a program which for decades was
intermittently pressed for reënactment”325, pues no otra cosa significaron la Ley
de 10 de abril de 1869, que redujo drásticamente la participación en los Circuits,
permitiendo el establecimiento de un juez de circuito permanente, que había de
ser nombrado por el Presidente de los Estados Unidos para cada circuito, la Ley de
3 de marzo de 1875, que amplió considerablemente el ámbito de los federal courts,
y en fin, la importante Circuit Courts of Appeal Act, también llamada Evars Act (en
honor del senador que la impulsó), de 3 de marzo de 1891, que creó un nuevo tipo
de tribunales, los United States Courts of Appeals, integrando cada uno de ellos
con dos jueces permanentes, siendo el tercero tanto un juez de distrito como un
Justice de la Corte Suprema. Este texto legal mantendría los tribunales de circuito,
cuya jurisdicción de apelación sería transferida a las nuevas Cortes que la ley
creaba. En 1911, de modo ya definitivo, los tribunales de circuito fueron abolidos
por el denominado Judicial Code, que transferiría su jurisdicción originaria a los
tribunales de distrito.
La Judiciary Act de 1801 incidió notablemente sobre la organización judicial
nacional. Muy posiblemente, su rasgo principal fue la profunda reorganización
de los Circuit Courts. El texto legal incrementó de tres hasta seis el número de
Circuit Courts. La Ley de 1789, como ya se dijo, había dividido el país en tres
Circuit Courts (Eastern, Middle, Southern); la que ahora analizamos los duplicó:
el First Circuit integraba a Massachusetts, New Hampshire, Rhode Island y el
distrito de Maine; el Second Circuit se componía de los Estados de Vermont y
de Connecticut, y de dos distritos que comprendían el Estado de Nueva York; el
Third Circuit acogía a Pennsylvania, Delaware y New Jersey. El Fourth Circuit
integraba a Maryland y Virginia. El Fifth Circuit, a Carolina del Norte, Carolina
del Sur y Georgia. Y el Sixth Circuit incluía los distritos de Tennessee Oriental,
Tennessee Occidental, Kentucky y Ohio. La ley creó cinco nuevos district courts,
pasando por tanto a ser un total de 22, aunque cuatro de ellos no eran realmente
nuevos, sino que se crearon de resultas de la división de los anteriores distritos
(en concreto, los de New York, Pennsylvania, Virginia y Tennessee), y el quinto
abarcó los territorios de Ohio e Indiana, en los que tribunales territoriales con
una amplia jurisdicción ya se hallaban establecidos; por lo demás, el texto legal no
estableció nada concreto acerca de los nuevos jueces que habían de integrar estos
nuevos tribunales. Se ha dicho, que con este cambio en la organización judicial
los Federalistas pretendían popularizar los tribunales federales a lo largo y ancho
de la nación326; desde luego, hasta ese momento, ni por su organización ni por
su jurisdicción podía decirse que los tribunales federales hubiesen estado cerca
de la gente. Ahora parecía que esa lejanía trataba de aminorarse. Pero además,

325
Felix FRANKFURTER and James M. LANDIS: “The Business of the Supreme Court...”, op. cit.,
pp. 1033-1034.
326
Kathryn TURNER: “Federalist Policy and the Judiciary...”, op. cit., p. 31.
512 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

esa expansión de su ámbito jurisdiccional, aparte de ser perfectamente acorde


con los postulados constitucionales327, suponía extender el beneficio de la que se
podía presuponer como una uniformidad de las decisiones judiciales a litigantes
que antes veían imposibilitado su acceso a la jurisdicción federal. Es obvio que,
con ello, la ley limitaba notablemente el ámbito jurisdiccional de los tribunales
estatales.
Sin lugar a dudas, la más trascendente innovación fue la supresión de la
intervención de los Justices de la Corte Suprema en los Circuits, resolviendo así
el enconado problema de los Associate Justices, que desde el primer momento no
fue sino el deber del “circuit riding”, “the great albatross” de la primitiva Corte
Suprema, como lo denominaría Schwartz328. A tal efecto, la ley creó los nuevos
circuit court judges. A cada uno de los cinco primeros tribunales de circuito se les
asignó tres jueces de la nueva categoría judicial creada. Al sexto Circuito se asignó
tan sólo un circuit court judge, que constituiría el tribunal con dos de los district
judges del territorio englobado en el Circuito. Ello suponía la creación de un total
de 16 circuit court judges. Ello hizo necesario la creación de 16 nuevos jueces de
circuito para los seis Circuit Courts (el número total de jueces federales de circuito,
con ello, pasó de 7 a 23), que rápidamente fueron ocupados por Federalistas de la
plena confianza del Presidente Adams, siendo por cierto uno de ellos un hermano
de John Marshall, James Markham Marshall. Es aquí, en la inmediata aplicación
sesgada y partidista de las previsiones legales, como después abundaremos en ello,
en donde se fraguó básicamente esa idea Republicana de la perversidad política
de los Federalistas tras su derrota electoral, en la que esta ley, según ellos, estaba
llamada a cumplir un papel capital. En esa convicción se encuentra el germen de
la rápida abrogación de este texto legal.
Adicionalmente, la Ley amplió la jurisdicción de los tribunales federales, a
expensas de la propia de los tribunales estatales, lo que se manifestó claramente
en relación a los circuit courts, aunque no así respecto de los district courts. En
los casos originados bajo la Constitución, las leyes y los tratados de los Estados
Unidos, a los tribunales de circuito se les dio jurisdicción sin necesidad de tener
que atender a la cuantía económica del litigio; en todos los demás casos de los
que debiera conocer el federal judiciary, salvo en aquellos en que la jurisdicción
originaria correspondiera a la Supreme Court, la jurisdicción federal se confinaba a
litigios por cantidades superiores a los 400 dólares; ello no obstante, la jurisdicción
sobre casos concernientes a títulos o límites de tierras no venía restringida por
la cantidad a la que ascendiera el litigio. También la jurisdicción en materia
penal o criminal fue ampliada en relación a la prevista por la Ley de 1789, al
objeto de cubrir todos los delitos cometidos en alta mar. Y los circuit courts,
concurrentemente con los district courts, fueron encargados de conocer de todos
aquellos casos suscitados al hilo de la nueva ley de quiebras (la Bankruptcy Act de

327
Frankfurter y Landis escribirían al respecto que la ley llevó a cabo “an expansion of the authority
of the federal courts to the full limit of constitutional power”. Felix FRANKFURTER and James M.
LANDIS: “The Business of the Supreme Court...”, op. cit., p. 1029.
328
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court..., op. cit., p. 30.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 513

4 de abril de 1800), que en un primer momento otorgó la jurisdicción a los district


courts. En definitiva, la ley, por primera vez, iba a proporcionar “a comprehensive
federal forum in the first instance to ensure the vindication of federal rights”329. Es
cierto, sin embargo, que con esta ampliación de la competencia de los tribunales
federales se ha considerado330 que la ley rompió una serie de compromisos llevados
a cabo primero en la Convención Constitucional y después en el First Congress
entre quienes no deseaban tribunales federales y los que querían un amplio federal
judiciary, aunque no faltan autores que han relativizado la importancia de los
cambios introducidos por la ley de 1801 en el federal judiciary331.
La disposición más criticable, en cuanto venía connotada por un signo inequí-
vocamente partidista, fue la reducción del número de Associate Justices de seis a
cinco, reducción que se había de hacer efectiva con ocasión de la próxima vacante.
Esta previsión no tenía otro fin que el de privar a Jefferson (ya elegido Presidente
aunque aún no hubiese tomado posesión del cargo) de un nombramiento para la
Corte (hasta ese momento integrada en su totalidad por Jueces Federalistas) que
los Federalistas esperaban que podía ocurrir a no muy largo plazo, de resultas del
fallecimiento (por su mala salud) o dimisión del Justice William Cushing, uno de
los primeros integrantes de la Corte, nombrado como es obvio por Washington. Al
margen ya de que la Repeal Act Jeffersoniana, con muy buen criterio, suprimiría
esta reducción en el número de Jueces de la Corte, los acontecimientos tampoco
se producirían en el sentido pensado por los Federalistas, pues el Justice Cushing
permanecería en su puesto hasta el año 1810. Por lo demás, la ley mantuvo la
periodicidad de dos sesiones anuales de la Corte Suprema, aunque cambiando la
fecha, pues se ahora se fijaban en los meses de junio y de diciembre, tratándose
de evitar la dureza del clima en los meses de agosto y febrero, que fueron los
inicialmente previstos.

II. Dos semanas más tarde, el 27 de febrero, a cinco días de la toma de posesión
como nuevo Presidente de Thomas Jefferson, el Presidente estampaba su firma
sobre otro proyecto de ley que el Senado había aprobado el día 5 de febrero y la
Cámara el día 24; el Congreso y la Administración federalista apuraban hasta el
límite su control de las instituciones. La nueva ley, la District of Columbia Act,
procedía a regular la administración del distrito de Columbia. El texto establecía
un tribunal integrado por tres jueces residentes en el distrito que asumía todas las
competencias de los circuit courts. Asimismo, y ello iba a resultar particularmente
controvertido por los Republicanos, la ley creaba 42 Jueces de paz en ese distrito,

329
David P. CURRIE: “The Constitution in Congress: The Most Endangered Branch, 1801-1805”, en
Wake Forest Law Review (Wake Forest L. Rev.), Vol. 33, No. 2, 1998, pp. 219 y ss.; en concreto, p. 222.
330
William E. NELSON: “Marbury v. Madison, Democracy, and the Rule of Law”, en Tennessee Law
Review (Tenn. L. Rev.), Vol. 71, 2003-2004, pp. 217 y ss.; en concreto, p. 229.
331
“It is clear –escribe Surrency– that the Judiciary Act of 1801 made no fundamental change in the
judiciary except insofar as it created the circuit courts”. Y ello lo justifica porque el cambio básico de
descargar a los Associate Justices del circuit riding había venido siendo reclamado en varias ocasiones
desde tiempo atrás. Erwin C. SURRENCY: “The Judiciary Act of 1801”, op. cit., p. 63.
514 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

que, nuevamente, Adams se afanaría por nombrar entre Federalistas leales (uno de
ellos sería justamente William Marbury, que daría su nombre al celebérrimo caso).
Ya en enero de ese año el Presidente había nombrado comisionado de la ciudad
de Washington a su sobrino William Cranch, al que después convertiría en juez,
demostrando importarle poco las fundadas acusaciones de nepotismo que sobre
él podían recaer. Adams designó como presidente del nuevo tribunal del distrito
de Columbia a Thomas Johnson, de Maryland, quien entre 1792 y 1793 había sido
Associate Justice de la Corte Suprema, cesando en la misma por razones de salud.
Sin embargo, el rechazo por parte de Johnson a aceptar el cargo, dejó vacante la
presidencia de este nuevo tribunal, que Jefferson se encargó finalmente de cubrir.

III. La Judiciary Act de 1801 ha sido considerada como “the battleground


for one of the great struggles between the Federalists and the Jeffersonians”332,
habiéndose hablado asimismo de “a partisan war on the judiciary”333. No han
de extrañar tales juicios, por cuanto el texto legal suscitó un brutal rechazo por
parte de los Republicanos. McCloskey hablaría de la tempestad Jeffersoniana334
(“the Jeffersonian tempest”), desencadenada no sólo por el intento Federalista de
politizar la justicia federal, nombrando como jueces a fieles acólitos, sino también,
desde luego, por el propio desatino de buena parte de los jueces federales, pues
bien pronto, en el verano de 1801, ya algunos de los jueces recién nombrados
dieron muestra de su partidista, y por lo mismo inequitativo y parcial, sentido de
administrar justicia.
Ningún punto de la ley quedó al margen de la crítica republicana hacia la
politización del federal judiciary que la misma entrañaba. Así sucederá incluso
respecto de la desvinculación de los Associate Justices de la circuit riding. Y así,
mientras Robert G. Harper, un destacado Federalista, se dirigía a sus votantes
prediciendo que con tal reforma la Supreme Court resultaría mucho más atractiva
para los mejores hombres, al eliminar a los Justices la muy exigente carga física
de los viajes por los Circuits, el Republicano Robert Williams informaba a los
votantes de Carolina del Norte, que toda la ley estaba políticamente motivada para
proporcionar al Ejecutivo cesante el clientelismo de los funcionarios judiciales
federales335. Y no les faltaba razón a ninguno de los dos, pues si la desvinculación
de los Justices respecto de los Circuit Courts podía ser considerada una reforma
técnicamente correcta, encaminada a fortalecer y profesionalizar la Supreme
Court, la reducción del número de Justices no respondía sino a un deseo de
manipular en favor de los Federalistas la composición de la Corte Suprema. En
cualquier caso, la eliminación de la carga de la circuit riding que se había hecho
recaer en 1789 sobre los Associate Justices no podía sino merecer la más rotunda

332
Leonard BAKER: “The Circuit Riding Justices”, en Supreme Court Historial Society Yearbook
(Sup. Ct. Hist. Soc´y Y. B.), 1977, pp. 48 y ss.; en concreto, p. 49.
333
Louise WEINBERG: “Our Marbury”, op. cit., p. 1237.
334
Robert G. McCLOSKEY: The American Supreme Court, op. cit., p. 25.
335
J. M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe..., op. cit., p. 301.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 515

aprobación. Como escribió Warren336, la carga que se había colocado sobre los
Jueces de la Corte Suprema era intolerable. La simple carga física que entrañaban
unos viajes entre ciudades situadas a enormes distancias, por caminos infames y
en diligencias no menos malas, lo explicaba sin mayores comentarios. El Justice
Iredell en un momento dado definió su vida como la de un “travelling postboy”.
En cualquier caso, el común denominador de las críticas giró en torno a la
innecesariedad de la reforma y, de modo particular, de la notable ampliación del
número de jueces que la misma llevaba a cabo, al entenderse que no había carga
de trabajo que la justificara, y que la única razón de la misma había sido copar
el federal judiciary con federalistas afines para, desde él, torpedear en todo lo
que fuera posible la obra reformista que se preveía iba a llevar a cabo la nueva
Administración republicana. Ya al hablar de Jefferson mencionamos , y nos parece
paradigmática del sentir Republicano, su visión del judiciary como una fortaleza
(“a stronghold”) federalista. De esta forma, el emergente partido Republicano vino
a contemplar los tribunales federales como una especie de “adjunto político” de
los odiados Federalistas. Y el lamentable resultado de todo ello es que el poder
judicial federal se vio envuelto de lleno en una lucha política sin cuartel. Como
escribieron Frankfurter y Landis, “the history of the federal bench in these early
days is thus part and parcel of a fierce party strife”337.
Hemos de finalizar. En una reconsideración final, se ha de decir que sería un
error limitarse a contemplar la Judiciary Act como un texto legal aprobado por
razones políticas coyunturales (la derrota electoral Federalista) y con el sólo fin de
proporcionar réditos políticos al partido derrotado y de ofrecerle la oportunidad
de un ejercicio de nepotismo entre sus afines. Como ya se ha puesto de manifiesto,
la necesidad de una reforma del sistema judicial se sintió casi desde el mismo
momento en que se aprobó la Ley de 1789. Razones técnicas aconsejaban esa
reforma, no debiendo causar extrañeza por lo mismo, que algunas de las señas
de identidad de la nueva ley permanecieran durante mucho tiempo como rasgos
del sistema judicial federal 338. La ley ni mucho menos desbordó los límites
constitucionales, como también se ha señalado, aunque pudo alterar los frágiles
equilibrios a los que se llegó en Filadelfia y también en el First Congress al hilo de
la aprobación de la Ley de 1789. Con todo, a nuestro entender, la pésima imagen
que el texto legal tuvo para los Republicanos se debió no tanto al texto jurídico en
sí, cuanto a la sectaria, arbitraria y partidista aplicación del mismo que Adams
llevó a cabo en los últimos días de su mandato.

336
Charles WARREN: The Supreme Court in United States History, revised edition in two volumes,
Little, Brown, and Company, Boston, 1932, Vol. one (1789-1835), p. 86.
337
Felix FRANKFURTER and James M. LANDIS: “The Business of the Supreme Court...”, op. cit.,
p. 1025.
338
El senador Albert J. Beveridge, el gran biógrafo de Marshall, consideró la Judiciary Act de 1801
como “one of the most far reaching reforms in the federal system”. De ello se hace eco Surrency, quien
no obstante admite que este punto de vista no ha sido generalmente aceptado por la doctrina. Erwin
C. SURRENCY: “The Judiciary Act of 1801”, op. cit., p. 53.
516 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

D) El apresurado y partidista nombramiento de los Jueces. Los Midnight


Judges

En un marco político como el descrito, con una Administración cesante, “en


funciones” podríamos decir, aunque a la vista del ordenamiento constitucional
norteamericano no sea esa la calificación pertinente, el apresuradísimo nombra-
miento por un Presidente, días antes del agotamiento de su mandato, de un buen
número de jueces, no podía dejar de ser conflictivo. Piénsese que en tan sólo siete
días, los que median entre el 13 y el 20 de febrero, Adams despachó la totalidad
de los nombramientos de los cuatro primeros Circuit Courts, y que antes de que
Jefferson tomara posesión del cargo de Presidente, Adams había cubierto entre
sus fieles acólitos la totalidad de los cargos judiciales (y no judiciales) que las dos
leyes mencionadas con anterioridad habían creado. Es más que probable que si
los Federalistas hubieran dejado a la nueva Administración una parte de esos
nombramientos judiciales, Jefferson no hubiera adoptado la decisión de abrogar la
Judiciary Act de 1801 al año siguiente de su entrada en vigor339, aunque no se puede
olvidar que el rechazo Jeffersoniano del texto legal era mucho más profundo que el
que podría dimanar de la discrepancia respecto de unos simples nombramientos.
En el último mes de ejercicio del cargo el Presidente Adams seleccionó para
su nombramiento para puestos federales a un total de 217 personas, de las que
93 eran para puestos judiciales y jurídicos, de ellos 53 fueron nombrados en el
distrito de Columbia. Como dice Abraham, tras su derrota ante Jefferson, Adams
trabajó desesperadamente para salvar algo de su abatido partido, y de esta forma,
decidió llenar el poder judicial federal con tantas magistraturas como legal y
humanamente fuera posible340. El esfuerzo no le resultó baldío, pues Adams, en
los días inmediatos anteriores a dejar el cargo, fue capaz de nombrar nada menos
que 59 personas para los siguientes cargos judiciales: 16 nuevos jueces de circuito,
42 nuevos jueces de paz, conforme a la District of Columbia Act, y un Chief Justice
de la Corte Suprema. El biógrafo de Marshall, el senador Beveridge, en su magna
obra sobre el gran Chief Justice, declara que la influencia de John Marshall sobre
estos nombramientos de Adams fue determinante, y que hay pruebas de que en los
mismos Marshall desempeñó un rol destacado341. Aunque no existan evidencias
inequívocas de ello, tampoco esta apreciación debe de extrañar en exceso, si
se piensa en que Marshall, en esos últimos momentos de la Administración
Federalista, compatibilizó dos cargos tan relevantes como el de Chief Justice y
el de Secretario de Estado, por lo que se puede pensar en que su capacidad de
influencia sobre Adams debió ser muy considerable.
En un análisis específico de los 23 jueces de paz seleccionados para el condado
de Washington, uno de los dos que integraban el distrito de Washington, Forte

339
Así lo cree también Erwin C. SURRENCY, en “The Judiciary Act of 1801”, op. cit., p. 54.
340
Henry J. ABRAHAM: The Judicial Process, op. cit., p. 340.
341
Cit. por Kathryn TURNER: “The Midnight Judges”, en University of Pennsylvania Law Review
(U. Pa. L. Rev.), Vol. 109, 1960-1961, pp. 494 y ss.; en concreto, pp. 495-496.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 517

concluye342, que once de ellos eran relevantes Federalistas, William Marbury entre
ellos, otros cuatro provenían de viejas familias Federalistas de la zona; cuatro se
alineaban claramente dentro del campo Republicano, lo que se explica porque
ellos venían actuando como jueces de paz en ese territorio de conformidad con
el ordenamiento jurídico de Maryland, Estado al que pertenecía una parte del
territorio que después integraría el distrito federal. Adams también nombró a
William Thornton, el celebrado arquitecto del Capitolio, asimismo Republicano.
En definitiva, según el mencionado autor, de estos 23 jueces, se podía estimar
que 17 se alineaban con los Federalistas, mientras que 6 se situaban junto a los
Republicanos. Para Turner343, comentar que el grupo de personas que recibió
estos nombramientos judiciales no era tan partidista como pudiera haberlo sido
no significa aplaudir este modo de proceder de Adams, pero sí cuestionar que,
por sí sólo, el nombramiento de los midnight Judges resultara suficiente para
explicar tanto la aprobación del texto legal por los Federalistas como su posterior
vehemente rechazo por los Republicanos. Un dato que nos parece significativo al
respecto es que, tras las modificaciones legales que los Republicanos llevaron a
cabo, de los quince hombres que Jefferson nombró jueces de paz para el condado
de Washington, doce, de hecho, habían estado en la lista de Adams344.
Algunos de estos nombramientos judiciales fueron identificados con la
expresión de “Jueces de Medianoche” (Midnight Judges), porque el Presidente
dedicó sus últimas horas en el cargo a firmar los despachos de nombramiento.
Turner habla345 de “the last-minute rush in accomplishing this purpose” (por John
Adams). Los días 2 y 3 de marzo, últimos de su mandato, los senadores los pasaron
aprobando los ultimísimos nombramientos de los jueces de paz, fiscales, oficiales
de justicia... del distrito de Columbia. Se cuenta incluso, y de ello se haría eco
Willoughby346, que en la medianoche del 3 de marzo de 1801, cuando el período
de Adams expiraba formalmente, Marshall, su Secretario de Estado, (aunque ya
nombrado Chief Justice) fue interrumpido por el Attorney General del Presidente
entrante mientras preparaba los últimos nombramientos para los nuevos juzgados
federales.
Para los Republicanos, no sólo el mero hecho de los nombramientos en sí, sino
también la identificación claramente partidista de muchos de los nombrados para
los cargos judiciales, no hacía sino poner de relieve el insaciable deseo de Adams
por controlar el federal judiciary a través del nombramiento de jueces afines,
todo lo cual desencadenó una más que notable indignación por los Republicanos

342
David P. FORTE: “Marbury´s Travail: Federalist Politics and William Marbury´s Appointment
as Justice of the Peace”, en Catholic University Law Review (Cath. U. L. Rev.), Vol. 45, 1995-1996, pp.
349 y ss.; en concreto, pp. 397-399.
343
Kathryn TURNER: “The Midnight Judges”, op. cit., p. 522.
344
El dato lo proporciona David P. FORTE, en “Marbury´s Travail: Federalist Politics...”, op. cit.,
p. 400.
345
Kathryn TURNER: “The Midnight Judges”, op. cit., p. 494.
346
Westel W. WILLOUGHBY: The Supreme Court of the United States, op. cit., p. 86, nota 1.
518 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

vencedores en las elecciones de noviembre de 1800. La doctrina347 converge por lo


general en la idea de que lo que desencadenó la más acerba hostilidad republicana
hacia la Ley de 1801, no fue tanto el texto legal en sí mismo considerado cuanto
los nombramientos de los jueces que Adams llevó a cabo entre leales Federalistas.
Ya nos hemos referido a alguna de las reacciones de Jefferson, particularmente
a la más conocida, aquélla en la que, recurriendo a una metáfora militar, vino
a decir que los Federalistas se habían atrincherado en la fortaleza del judiciary
para, desde ella, intentar bombardear y destruir la obra de los Republicanos. A
su vez, el virginiano John Randolph, muy airadamente, exclamaría que el sistema
judicial se había convertido en “un hospital de políticos caídos” (“a hospital of
decayed politicians”)348. También Madison se mostró muy crítico; en una carta que
escribió a James Monroe el 28 de febrero de 1801, criticaba que Adams, en vez de
allanar el camino de su sucesor, se colocara en manos de quienes se esforzaban
por cubrirlo con las mayores dificultades posibles, y al actuar así no mostraba
precisamente un demasiado escrupuloso respeto por la Constitución. (“Instead of
smoothing the path for his successor, he (Adams) plays into the hands of those who
are endeavoring to strew it with as many difficulties as possible; and with this view
does not manifest a very squeamish regard to the Constn.”)349. El nombramiento
de Marshall para la Chief Justiceship, aun no siendo de los últimos en producirse,
fue como se suele decir la gota que colmó el vaso del aguante Republicano,
comenzando a proyectar a partir de ese mismo momento el partido vencedor en
los comicios la fórmula más idónea con la que desmochar los nombramientos
judiciales de los Federalistas, y más ampliamente aún, con la que acabar con la
independencia del judiciary. El comportamiento de algunos de los Midnight Judges
durante el verano de ese año 1801, conjuntamente con la decisión preliminar
adoptada por la Supreme Court en el Marbury case, no hicieron sino añadir leña
al fuego, intensificando la ira de Jefferson.
Innecesario es decir, que para los periódicos Federalistas la “jacobina reacción”
Republicana no era en absoluto sorprendente, a la vista de las actitudes políticas
mantenidas habitualmente por los Jeffersonianos. El Daily Advertiser de Filadelfia,
en su edición de 6 de febrero de 1801, refiriéndose a los Republicanos, escribía
que “they well know that the judges are equally independent upon the officers
of the government and the people, and can be influenced in their actions, by no
other motives than the love of justice and desire for the strict execution of law”350.
En definitiva, los Midnights Judges no fueron sino el último episodio de
un proceso de progresiva politización de la justicia federal, que propiciaría el
levantamiento del “hacha de guerra” Republicana. El poder judicial como tal sería
el gran perdedor de todos estos conflictos.

347
Entre otros, William S. CARPENTER: “Repeal of the Judiciary Act of 1801”, en The American
Political Science Review (Am. Pol. Sci. Rev.), Vol. 9, No. 3, August, 1915, pp. 519 y ss.; en concreto, p. 520.
348
Apud Edward S. CORWIN: “Marbury v. Madison and the doctrine of judicial review”, op. cit.,
p. 569.
349
Apud Kathryn TURNER: “The Midnight Judges”, op. cit., p. 519.
350
Apud Kathryn TURNER: “The Midnight Judges”, op. cit., pp. 520-521.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 519

4. La réplica sobre el Judiciary de la Administración Jeffersoniana

A) La Repeal Act de 8 de marzo de 1802

I. El 4 de marzo de 1801, en el discurso inaugural de su Presidencia, Jefferson


pudo inducir a engaño acerca de sus verdaderas intenciones cuando pronunció
estas celebradas palabras: “Every difference of opinion is not a difference of
principle. We have called by different names brethren of the same principle. We
are all republicans: we are all federalists”351. Palabras amigables y conciliadoras
que el ejercicio de su Presidencia se encargó de desmentir. En su sectarismo en
nada se iba a diferenciar Jefferson de Adams, como tampoco los Republicanos
se iban a separar en este modo de actuación de los Federalistas. Y en lo que se
refiere al federal judiciary, no iba a tener que transcurrir un dilatado período de
tiempo para constatar de modo efectivo lo rotundo de sus posiciones contrarias
al mismo. Más aún, la doctrina ha llegado a precisar352, que un mes después del
inaugural address, Jefferson consultó con Madison en Monticello y tras ello adoptó
la decisión básica de intentar abolir el nuevo sistema de circuit courts.
¿A qué se debió entonces que hubieran de transcurrir todavía ocho meses
hasta que el astuto Presidente explicitara ante la opinión pública su opción en
favor de la demolición del federal judiciary? Es bastante probable que el período de
impasse se debiera a que entre los Republicanos no había un acuerdo plenamente
compartido acerca de cómo enfrentarse con la Judiciary Act de 1801; por lo mismo,
se ha especulado por la doctrina353, y de ello acabamos también de hacernos eco,
que quizá no hubieran iniciado el procedimiento legislativo encaminado hacia la
abrogación de no haberse producido en diciembre de 1801 síntomas inequívocos
de que la Corte Suprema se hallaba dispuesta a considerar el pleito de William
Marbury y otros jueces Federalistas cuyos despachos de nombramiento había
rehusado entregar la nueva Administración republicana. No lo creemos así, y
mucho menos si la firme decisión presidencial ya había sido adoptada en el mes
de abril. Ha de pensarse más bien, que la abrogación era inevitable a la vista del
sentir de Jefferson y del de John Randolph, el líder Republicano en la House of
Representatives, pues, además, tanto uno como otro especulaban con la seria
posibilidad de que el Chief Justice Marshall, ayudado por numerosos tribunales
de circuito y de distrito, interfiriera de modo notable sobre lo que ellos concebían
como el adecuado desarrollo del gobierno central. Con una perspectiva más
amplia, podría decirse que entre los Republicanos era vox populi que había que

351
Apud Carl E. PRINCE: “The Passing of the Aristocracy: Jefferson´s Remowal of the Federalists,
1801-1805”, en The Journal of American History (J. Am. Hist.), Vol. 57, No. 3, December, 1970, pp. 563
y ss.; en concreto, p. 563.
352
John A. GARRATY: “The Case of the Missing Commissions”, en Quarrels That Have Shaped the
Constitution, edited by John A. Garraty, Harper Torchbooks, Harper & Row, Publishers, New York/
Hagerstown/San Francisco/London, 1975, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 5.
353
J. M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe..., op. cit., p. 302.
520 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

abrogar la ley y acabar con los jueces federalistas354. Es claro que la abrogación
del texto legal no solventaba el problema en todos sus términos, pero los Republi-
canos contaban con otra arma con la que combatir directamente contra la Corte
Suprema: el impeachment.
Del furor anti-judicial de los Republicanos puede darnos una idea la sectaria y
brutalmente inconstitucional decisión adoptada por el siempre conflictivo Estado
de Kentucky en noviembre de 1801, al decidir la Legislatura estatal la abolición
de los district courts existentes en su territorio, a lo que siguió el establecimiento
de circuit courts para cada condado.
Así las cosas, en su Mensaje al Congreso del 8 de diciembre de 1801, el
Presidente Jefferson ya apuntaba directamente hacia el federal judiciary:

“The Judiciary system of the United States, and especially that portion of it
recently erected, –se afirmaba en el Mensaje– will, of course, present itself
to the contemplation of Congress; and that they may be able to judge of the
proportion which the institution bears to the business it has to perform,
I have caused to be procured from the several States, and now lay before
Congress, an exact statement of all the causes decided since the first estab-
lishment of the courts, and of those which were depending when additional
courts and judges were brought in to their aid”355. (El sistema judicial de
los Estados Unidos, y especialmente esa parte del mismo establecida re-
cientemente, por supuesto, se presentará a la consideración del Congreso,
y para que éste pueda ser capaz de decidir la proporción que es apropiada
a la institución para los asuntos que tiene que cumplir, yo he hecho que se
obtenga de los diversos Estados, y ahora lo expongo ante el Congreso, una
declaración exacta de todas las causas decididas desde el establecimiento
de los tribunales y de aquellas que estaban pendientes cuando los tribunales
y jueces adicionales fueron traídos en su ayuda).

Jefferson iba más adelante a formular la objeción tan compartida entre los
Republicanos, de que la ampliación del federal judiciary viabilizada por la Ley de
1801 no venía exigida por la carga de trabajo de estos órganos, lo que, velada-

354
Un indicio altamente significativo de este sentimiento lo encontramos en dos cartas escritas a
Jefferson por el Republicano William B. Giles, una el 16 de marzo, la otra el 1º de junio, siempre de 1801.
En la primera de ellas se puede leer: “a pretty general purgation of office has been one of the benefits
expected by the friends of the new order of things, and although an indiscriminate privation of office,
merely from a difference in political sentiment, might not be expected; yet it is expected, and confidently
expected, the obnoxious men will be ousted. It appears to me that the only check upon the judiciary
system as it is now organized and filled, is the removal of all its executive officers indiscriminately”.
En la segunda carta, Giles, de modo más radical aún, escribe: “It appears to me that no remedy is
competent to redress the evil but an absolute repeal of the whole judiciary system, terminating the
present offices and creating an entire new system, defining the common law doctrine, and restraining
to the proper constitutional extent the jurisdiction of the courts”. Ambas cartas pueden verse en William
S. CARPENTER: “Repeal of the Judiciary Act of 1801”, op. cit., pp. 521 y 522, respectivamente.
355
Apud Felix FRANKFURTER and James M. LANDIS: “The Business of the Supreme Court...”,
op. cit., p. 1032, nota 79.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 521

mente, entrañaba la crítica de que la creación de nuevos tribunales federales no


respondía a otro objetivo que a la creación de sinecuras en orden a asegurar la
lealtad de los nombrados para ocupar tal cargo. Puro clientelismo político. Bien
significativas son las reflexiones subsiguientes, entresacadas también del Mensaje
al Congreso de diciembre de 1801:

“When we consider that this Government is charged with the external and
mutual relations only of these States; that the States themselves have prin-
cipal care of our persons, our property, and our reputation, constituting the
great field of human concerns, we may well doubt whether our organiza-
tion is not too complicated, too expensive; whether officers have not been
multiplied unnecessarily, and sometimes injuriously to the service they
were meant to promote”356. (Cuando consideramos que este Gobierno está
encargado tan sólo de las relaciones exteriores y mutuas de estos Estados,
que los propios Estados tienen el cuidado principal de nuestras personas,
de nuestra propiedad y de nuestra reputación, constituyendo el gran campo
de las preocupaciones humanas, podemos dudar bien de si nuestra orga-
nización no es demasiado complicada, demasiado costosa; de si nuestros
funcionarios no han sido multiplicados innecesariamente, y a veces per-
judicialmente para el servicio que ellos tenían la intención de promover).

En definitiva, Jefferson estaba situando al judiciary justamente en medio de la


contienda ideológica entre los Federalistas, defensores de un gobierno nacional
fuerte, y los Jeffersonianos, paladines de la primacía de los Estados. Un judiciary
expandido, cuantitativa y competencialmente, como había quedado tras la Ley
de 1801, no sólo amenazaba con desplazar a los tribunales estatales de su función
legítima, sino que, como Jefferson venía a traslucir con su célebre alusión a la
retirada de los Federalistas al baluarte del judiciary, entrañaba una amenaza global
a la nueva visión Republicana del pacto federal.

II. El 4 de enero de 1802, Randolph proponía una resolución en la House of


Representatives para examinar a fondo en un Committee of the Whole de la Cámara
el sistema judicial, a fin de considerar las alteraciones que en él habían de hacerse.
Tan sólo dos días después, en el Senado, Breckinridge, senador por Kentucky,
postulaba la abrogación de la Judiciary Act de 1801357. Tras varios días de debates,
la propuesta era aprobada en el Senado por una ajustada mayoría de 15 votos
frente a 13, nombrándose una comisión de tres miembros, Breckinridge entre
ellos, para redactar un proyecto de ley de abrogación del texto legal federalista. El
día 22, el senador Anderson, uno de los miembros de la comisión, informaba del

356
Apud James O´FALLON: “Marbury”, en Stanford Law Review (Stan. L. Rev.), Vol. 44, 1991-1992,
pp. 219 y ss.; en concreto, p. 222.
357
Carpenter se hace eco del hecho de que con anterioridad a ese momento John Breckinridge
había recibido numerosas cartas de sus electores instándole a introducir cambios en el sistema judicial.
William S. CARPENTER: “Repeal of the Judiciary...”, op. cit., p. 523.
522 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

ya redactado proyecto de ley. El 2 de febrero, se presentaba ante la Cámara alta


un significativo Memorial del Colegio de Abogados de Filadelfia que se oponía a
la abrogación. Ello no obstante, el 3 de febrero, en la votación final, el proyecto
salía delante por un solo voto de diferencia. l6 senadores a favor frente a 15 en
contra. El 4 de febrero, el proyecto ya estaba en la House, donde de conformidad
con la moción propuesta, y aprobada, el mes anterior por Randolph, se remitió
al Committee of the Whole. El debate se inició el día 15, cuando una moción de
James Bayard, representante por Delaware, para el aplazamiento del mismo fue
derrotada. Diversas instituciones, como la Cámara de Comercio de la ciudad
de Nueva York o la que agrupaba a los comerciantes de Filadelfia, o el Colegio
de Abogados de New Jersey, presentaron ante la Cámara Memoriales contra la
abrogación de la ley de 1801, sin que lograran incidir en lo más mínimo sobre las
posiciones republicanas. Diferentes enmiendas de reforma del bill, entre ellas las
presentados por Griswold y por Bayard, fueron derrotadas. Finalmente, el día 3
de marzo de 1802 el proyecto era aprobado por la Cámara de Representantes por
una holgada mayoría de 59 votos a favor frente a 32 contrarios, lo que no era nada
extraño por cuanto los Republicanos contaban en la House of Representatives con
una mayoría mucho más sólida de la ajustadísima que tenían en el Senado.
De los datos secuenciales del “iter” legislativo que acabamos de ofrecer, ya
puede inferirse que el debate del proyecto de ley en ambas Cámaras fue notable-
mente arduo. Es bastante evidente que el más serio argumento frente a la reforma
pretendida por los Republicanos era el de que la abolición de los nuevos Circuit
Courts creados en 1801 privaba a los jueces de sus cargos, violando con ello el Art.
III de la Constitución.
Los Federalistas sustentaron su radical rechazo del texto legal en que con
la abrogación de la ley vigente se destruía la independencia del poder judicial,
vulnerando por ello mismo las disposiciones constitucionales, aunque algunas
intervenciones, como la de Morris, fueron bastante más allá de ese argumento.
En la Cámara alta, el Gobernador Morris, senador por Pennsylvania, en una
espléndida intervención, puso el dedo en la llaga, como se suele decir. Vale la pena
transcribir algunas de sus atinadas reflexiones:

“What will be the effect of the desired repeal? Will it not be a declaration
to the remaining judges that they hold their offices subject to your will
and pleasure? And what will be the result of this? It will be, that the check
established by the Constitution, wished for by the people, and necessary
in every contemplation of common sense, is destroyed.... If mankind were
reasonable, they would want no Government. Hence, checks are required in
the distribution of power among those who are to exercise it for the benefit
of the people. Did the people of America vest all power in the Legislature?
No; they had vested in the judges a check intended to be efficient –a check
of the first necessity, to prevent an invasion of the Constitution by uncon-
stitutional laws– a check which might prevent any faction from intimidat-
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 523

ing or annihilating the tribunals themselves”358. (¿Cuál será el efecto de la


deseada abrogación? ¿No será una declaración a los jueces que quedan de
que ellos mantendrán sus cargos sujetos a su voluntad y a su gusto? ¿Y cuál
será el resultado de esto? Será que el control establecido por la Constitución,
deseado por el pueblo, y necesario en cualquier consideración de sentido
común, es destruído.... Si la humanidad fuera razonable no necesitaría go-
bierno. Por lo tanto, los controles son exigidos en la distribución del poder
entre aquellos que tienen que ejercerlo en beneficio del pueblo. ¿Confirió el
pueblo de América todo el poder a la Legislatura? No, el pueblo ha conferido
a los jueces un control que tiene la intención de ser eficiente –un control
de primera necesidad, impedir una invasión de la Constitución a través
de leyes inconstitucionales–, un control que pudiera impedir a cualquier
facción intimidar o aniquilar a los mismos tribunales).

Como puede apreciarse, Morris apuntaba no ya a la inconstitucionalidad


del texto legal abrogatorio, que también, sino a que tal medida parecía ser la
punta de lanza de un programa diseñado para acabar con las barreras consti-
tucionales cuidadosamente diseñadas frente a las facciones políticas359. De ahí
que concluyera, que la ley abrogatoria “renders the judicial system manifestly
defective and hazards the existence of the Constitution”360 (convierte el sistema
judicial en manifiestamente defectuoso y pone en peligro la existencia de la
Constitución). La línea de batalla trascendía así, como advierte O´Fallon361, de la
discusión acerca de la constitucionalidad de la pérdida de su cargo por parte de
los jueces cuyos órganos jurisdiccionales fueran suprimidos, para alcanzar un
nivel de enfrentamiento mucho más trascendente: el que contrapone una visión
de un judiciary armado con la facultad de interpretación hasta el extremo de
poder sojuzgar a la legislatura cuando ésta dicte leyes inconstitucionales, frente
a un poder legislativo libre de límites constitucionales, agobiando a los Estados y
usurpando la soberanía del pueblo.
Y como trasfondo de las críticas expuestas, los Federalistas apuntaban asi-
mismo, como por lo demás también deja clara la intervención de Morris, hacia la
pérdida de independencia de los miembros del judiciary que se atisbaba tras la ley.
Tras ver derrotadas sus propuestas, anticipando la abrogación y vislumbrando con
toda claridad hacia dónde se dirigían las intenciones Republicanas, el representan-
te Bayard, que tuvo un claro protagonismo en el debate en la House en contra de
las posiciones Republicanas, predecía que la independencia del judiciary iba a ser
abatida (“prostrated”)362. La Constitución garantizaba, efectivamente, el ejercicio

358
Apud James M. O´FALLON: “Marbury”, op. cit., pp. 224-225.
359
Federalistas y Republicanos se contemplaban unos a otros como meras facciones. Los Federa-
listas veían en sus oponentes una suerte de enfermedad, “the Republican disease”, mientras que para
los Jeffersonianos, los Federalistas representaban la visión monárquica del gobierno, “the forces of
monarchism”, una visión que para ellos no era nada democrática por cierto.
360
Apud Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 31.
361
James M. O´FALLON: “Marbury”, op. cit., pp. 229-230
362
J. M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe, op. cit., p. 303.
524 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

del cargo por los jueces federales, que tan sólo eran removibles mediante el
impeachment. Una abrogación de la Ley de 1801 venía a privar a los nuevos jueces
del ejercicio del cargo, siendo por consiguiente de dudosa constitucionalidad. Con
todo, la cuestión de si la abolición de los Circuit Courts vulneraba el good-behavior
standard establecido por la Constitución, no tenía una respuesta inequívoca, como
algún sector de la doctrina ha puesto de relieve363.
Los Republicanos, como es obvio, iban a dedicar parte de sus intervenciones
a rechazar la inconstitucionalidad del texto legal que pretendían aprobar. Sus
argumentos al efecto iban a revestir una pluralidad de formas. Breckinridge, desde
el primer momento en que puso en marcha el proceso conducente a la abrogación
de la ley de 1801, se mostró seguro de que, cuando tal hecho se produjere, los
jueces debían cesar en sus cargos. A su juicio, las garantías constitucionales les
protegían frente al cese decidido por el ejecutivo o frente a la disminución de sus
salarios llevada a cabo por el Congreso, pero no contemplaban la posibilidad de
que sobrevivieran a la destrucción de sus cargos acordada en sede legislativa.
Este argumento era bastante endeble, pues como el senador Mason replicaría
frente al mismo, la eliminación selectiva de tribunales suscitaba el mismo riesgo
de actuación arbitraria que el del cese selectivo de sus titulares. Adicionalmente,
Breckinridge aduciría:

“I am free to declare, that if the intent of this bill is to get rid of the judges,
it is a perversion of your power to a base purpose; it is an unconstitutional
act. If, on the contrary, it aims not at the displacing one set of men, from
whom you differ in political opinion, with a view to introduce others, but at
the general good by abolishing useless offices, it is a Constitutional act. The
quo animo determines the nature of this act, as it determines the innocence
or guilt of other acts”364. (Me siento libre para declarar, que si la intención
de este proyecto de ley fuera deshacerse de los jueces, sería una perversión
de su poder para un propósito despreciable; sería una ley inconstitucional.
Si por el contrario, no pretende desplazar un conjunto de hombres, de los
que difiere en su opinión política, con el objetivo de introducir a otros, sino
el bien general a través de la abolición de cargos inútiles , es una ley cons-
titucional. La intención determina la naturaleza de esta ley, como decide
la inocencia o culpabilidad de otros actos).

El carácter peregrino de este razonamiento salta a simple vista, pues sujetar la


inconstitucionalidad de una ley a la intención perseguida con ella por el legislador
es un argumento de una puerilidad absoluta.
Breckinridge iba a acudir a una amplia gama argumental para sustentar la
constitucionalidad del texto legal. Y a tal efecto iba a reverdecer una teoría a cuyo
363
En tal sentido, por ejemplo, David P. CURRIE: “The Constitution in Congress: The Most
Endangered Branch, 1801-1805”, en Wake Forest Law Review (Wake Forest L. Rev.), Vol. 33, No. 2,
1998, pp. 219 y ss.; en concreto, p. 236.
364
Apud James M. O´FALLON: “Marbury”, op. cit., p. 226.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 525

diseño debió colaborar, en cuanto que este senador de Kentucky, recordémoslo,


tuvo una destacada participación en las Kentucky Resolutions. De esta forma, no
ha de extrañar que aprovechara este debate para revivir la “teoría tripartita”, esto
es, la teoría del igual derecho de cada uno de los tres poderes del gobierno federal,
al actuar dentro de sus respectivos ámbitos de competencias, de interpretar por sí
mismos la Constitución, deduciendo de tal construcción dogmática el exclusivo
derecho del poder legislativo “para interpretar la Constitución en lo que concierne
a su facultad de elaborar las leyes” (“to interpret the Constitution in what regards
the law-making-power”) y la obligación de los jueces de “aplicar aquello a lo que
las leyes obligan”. Breckinridge, dirá Corwin365, estaba empleando el lenguaje
de la nueva democracia, enfrentándose con los viejos tiempos del Federalismo,
llevados hacia su final, aunque lógicamente no lo vieron así los Federalistas que,
frente a la controvertida teoría de Breckinridge, reaccionaron, como ha señalado
la doctrina366, con una serie de inflexibles intervenciones acerca de la tesis de la
judicial supremacy, en las que no vamos a entrar. Por lo demás, no deja de resultar
paradójico, como escribiera Corwin, que “la idea de un derecho de interpretación
constitucional por parte de cada poder se iba a desarrollar no a partir de un
esfuerzo para establecer la judicial review, sino de un intento de echarla abajo” (not
from the effort to establish judicial review but from an attempt to overthrow it”)367.
El senador Baldwin, por Georgia, más pedestremente, objetó que los Federa-
listas estaban confiando inadecuadamente sobre reflexiones basadas en el abuso
de poder. Para abrumar la independencia de los jueces, el Congreso disponía de
otros medios a su alcance, incluyendo la facultad de asignarles pesados deberes,
forzando así sus ceses. No era el caso del proyecto, pues todo lo que el mismo
entrañaba era un ejercicio del poder legislativo ordinario para formar un judiciary
bien adaptado a las circunstancias del país.
A su vez, John Randolph, el líder Republicano de la House of Representatives,
comenzaba rechazando que el poder judicial fuera el guardián del “pacto” (“the
compact”) –como les gustaba tildar a la Constitución a los defensores radicales de
los derechos de los Estados– frente a su infracción y el garante de los ciudadanos
tanto frente a la opresión del legislativo como del ejecutivo. Bien al contrario,
cada poder (“each branch of the government”) desempeñaba la función de
controlar a los otros poderes según un sistema asentado en la igualdad entre
ellos, siendo el pueblo quien, con su voto en las elecciones, había de aplicar el
correctivo constitucional último. “That is –concluía en este punto Randolph– the
true check; every other check is at variance with the principle, that a free people
are capable of self-government”368. En otro momento de su intervención en la
Cámara, Randolph mostraba sin tapujos cuáles eran las verdaderas intenciones del

365
Edward S. CORWIN: “The Supreme Court and Unconstitutional Acts of Congress”, en Michigan
Law Review (Mich. L. Rev.), Vol. IV, 1905-1906, pp. 616 y ss.; en concreto, p. 629.
366
David E. ENGDAHL: “John Marshall´s <Jeffersonian> Concept of Judicial Power”, en Duke
Law Journal (Duke L. J.), Vol. 42, 1992-1993, pp. 279 y ss.; en concreto, p. 321.
367
Edward S. CORWIN: “Marbury v. Madison and the doctrine of judicial review”, op. cit., p. 570.
368
Apud J. M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe..., op. cit., p. 303.
526 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

texto legal Republicano: “No es a causa –decía– del miserable gasto (“of the paltry
expense”) del nuevo personal por lo que yo deseo suprimirlo. No señor! Es para dar
el golpe de muerte (“the death blow”) a la pretensión de convertir el judiciary en un
hospital para políticos caídos (“an hospital for decayed politicians”); para impedir
que los tribunales estatales sean sepultados por los de la Unión; para destrozar
la monstruosa ambición de arrogarse de esta Cámara el derecho de sustraerse a
todas las prohibiciones de la Constitución y de considerar la nación acorralada
(“at bay”)”369. Se trataba, en definitiva, de suprimir lo que los Republicanos habían
dado en llamar “the army of the judges”, mediante la abolición de los nuevos
tribunales creados el año anterior. Como escribiría algún autor370, los Midnight
Judges fueron sumariamente liquidados. Y efectivamente, con la abrogación
de la Ley de 1801, todos los jueces de los Circuit Courts nombrados por Adams
perdieron su puesto.

III. En lo básico, el texto legal establecía que todas las leyes relativas a la
organización del poder judicial en vigor con anterioridad a la aprobación de la
Judiciary Act de 1801 veían restablecida su vigencia el 1º de julio de1802. Con ello,
y al margen de la pérdida de su puesto por los jueces de circuito nombrados por
Adams, la ley volvía a vincular a los Associate Justices con los tribunales de circuito
y dejaba asimismo sin efecto la reducción en el número de miembros de la Corte
Suprema que preveía la Ley federalista. De igual forma, los tribunales federales
vieron reconducida su competencia a la que tenían antes de que el texto de 1801
procediera a ampliarla.
Sin embargo, la abrogación de la Ley de 1801 no solventaba todos los proble-
mas de la organización del federal judiciary, por lo que los Republicanos se vieron
obligados a aprobar muy pocas semanas después un nuevo texto legal, la Ley de
29 de abril de 1802.

B) La Ley de 29 de abril de 1802 y la “hibernación” temporal de la Supreme


Court

I. La necesidad de reorganizar el federal judiciary se vislumbró por los


Republicanos a la par que se decidía la aprobación de la Repeal Act. De ahí que
tan sólo diez después (el 18 de marzo de 1802) se presentara en el Senado una
moción para nombrar un Comité para reflexionar acerca de “whether any, and
what, amendments are necessary to be made in the acts to establish the judicial
courts of the United States”. El Comité quedó integrado por cinco miembros, todos
los cuales se habían pronunciado a favor de la Repeal Act. El día 21 de marzo,
el senador Anderson informaba acerca del proyecto de ley ya elaborado. Tras su

369
Apud Westel W. WILLOUGHBY: The Supreme Court of the United States, op. cit., pp. 87-88.
370
Charles B. ELLIOT: “The Legislatures and the Courts: The Power to Declare Statutes Uncon-
stitutional”, op. cit., p. 248.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 527

segunda lectura, el proyecto fue enmendado y enviado de nuevo al Comité, al


que ahora se iba a incorporar el senador Breckinridge. El 8 de abril, el proyecto
era finalmente aprobado por el Senado con una votación de 16 senadores a favor
frente a 10 en contra. Significativamente, ninguno de los que votaron contra la
Repeal Act se pronunció ahora a favor de este nuevo proyecto.
El 9 de abril, el proyecto de esta “Act to amend the judicial system” ya estaba
en la House of Representatives. En el correspondiente Comité que lo estudió el
protagonismo principal corrió a cargo de Giles, uno de los más activos defensores
de la Repeal Act. El 19 de abril se inició el debate del bill en la Cámara. La discusión
iba a ser bastante inane, distando mucho del riquísimo debate que pocas semanas
antes había tenido lugar con ocasión de la Repeal Act. Cabe destacar tan sólo la
intervención del combativo representante por Delaware, Bayard, quien se mostró
contrario a la reducción de los períodos de sesiones de la Corte Suprema de
dos a tan sólo uno, argumentando que ello se traduciría en un notorio retraso,
absolutamente indebido, para quienes acudieran a litigar ante ese tribunal. Bayard
recibió el apoyo de Griswold y Dennis. Se adujo como punto de apoyo la práctica
habitual de dos períodos de sesiones existente en los tribunales superiores de los
diferentes Estados. Frente a ello, el representante por Nueva York, Elmendorf,
replicó que esos argumentos no eran de aplicación en relación a la Supreme
Court, por cuanto a ésta no le correspondía “the trial of original causes”, sino
escasamente “the correction of errors”. El número de causas realmente juzgadas,
añadía el representante newyorkino, dependerá mucho más de la extensión que de
la frecuencia de los períodos de sesiones. Bayard también propuso una enmienda
para suprimir la previsión legal que disponía la continuación de un litigio de un
período de sesiones para otro en la Corte Suprema, propuesta que tuvo tan poco
éxito como la anterior.
El proyecto fue finalmente aprobado por 46 representantes frente a 30 que se
pronunciaron en contra del mismo. Como en el Senado, ninguno de los miembros
de la Cámara que se había opuesto a la Repeal Act votaron a favor de este nuevo
texto legal, mientras que cuatro de los que apoyaron la Repeal Act votaron ahora
en contra. El 26 de abril, el Senado se pronunció sobre las enmiendas introducidas
por la House, apoyándolas en su totalidad con una sola excepción.
Como escriben Frankfurter y Landis371, no cabe duda de que los motivos par-
tidistas desempeñaron un relevante rol en la aprobación de este nuevo texto legal.
Ello explicaría además los términos particularmente vituperativos que empleó
Bayard al enjuiciar el texto del proyecto, que en un momento dado consideró “a
miserable piece of patchwork”, refiriéndose en otro momento al mismo como
“this mighty potchery of legislation”.

371
Felix FRANKFURTER and James M. LANDIS: “The Business of the Supreme Court...”, op. cit.,
p. 1036, nota 84.
528 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

II. La columna vertebral (“the backbone”) de la estructura judicial del nuevo


texto legal de abril de 1802 fue el restablecimiento del circuit riding system372. Los
tribunales de circuito no exigían la asistencia de jueces de circuito, pero cada
nuevo tribunal de este tipo requería la creación de un nuevo Associate Justice en
la Corte Suprema. Y en el horizonte se hallaba la necesidad de crear nuevos circuit
courts a la vista del empuje de la población en el occidente. De hecho, en 1807
hubo de crearse un nuevo Circuito (el séptimo), con el consiguiente circuit court,
que englobaba a Kentucky, Tennessee y Ohio. Automáticamente, esto condujo
al nombramiento de un nuevo Associate Justice al que se le exigía residir en el
territorio del nuevo Circuito. De conformidad con el modelo judicial de 1801, la
creación de nuevos Circuitos no afectaba a la composición de la Supreme Court,
pues los circuit courts los ocupaban circuit judges. Tras la Ley de 1802, se vinculó
rígidamente la Corte Suprema al sistema de Circuitos. Más Circuitos entrañaban
más Associate Justices, fórmula en exceso rígida y harto controvertible, porque no
se ve la correlación entre el número de circuit courts y el tamaño de la Supreme
Court, que, sin embargo, se mantendrá hasta 1869, no obstante haber aumentado
ya en 1837 el número de circuitos judiciales hasta los nueve.
La Ley dividía el país en seis Circuitos con un circuit court en cada uno de
ellos, compuesto como antes por un Associate Justice y un district judge, a los
que se les exigía celebrar dos sesiones anuales del circuit court en cada uno de
los diecisiete distritos. No obstante, la ley permitía que la sesión del circuit court
pudiese realizarse con la presencia de uno sólo de sus dos miembros, soslayando
así el problema que se planteó con frecuencia tras la reforma legal de 1793, al
que ya nos referimos. Con el crecimiento del país y, correlativamente, de los
asuntos judiciales, esta disposición se aplicó cada vez más, al convertirse casi en
imposible que los Justices pudieran acudir a los Circuitos en todos los distritos y
en la totalidad de las sesiones, por lo que la responsabilidad de la administración
de justicia en los circuit courts recayó progresivamente sobre los district judges,
lo que no hacía sino revelar la deficiente, absurda incluso, fórmula de integración
de estos tribunales.
La que se conoce como Repeal Act puede ser vista como una victoria de la mo-
deración, en cuanto que la misma, básicamente, devolvió los tribunales federales
al régimen jurídico que para ellos estableciera la Judiciary Act de 1789. Y así lo fue
además si se compara con las alternativas extremas postuladas por los radicales
contrarios a la Supreme Court, o por quienes defendían alcanzar lo antes posible la
definitiva subordinación del judiciary a los poderes políticos, o por aquellos otros
que deseaban dejar la competencia de los tribunal federales reducida a la inanidad.
Así, en Kentucky, buen número de Republicanos defensores radicales de la
doctrina de los derechos de los Estados, lisa y llanamente, postulaban la supresión
de todos los tribunales federales inferiores y la limitación de la jurisdicción federal
al ámbito que en junio de 1789, en los debates de la Judiciary Act de ese año, había

372
Felix FRANKFURTER and James M. LANDIS: “The Business of the Supreme Court...”, op. cit.,
p. 1036.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 529

propuesto Richard Henry Lee: “that the jurisdiction of the federal courts should be
confined to cases of admiralty and maritime jurisdiction”373. Esa misma vacuidad
también fue defendida por el propio Breckinridge, quien tras ver aprobada la ley
instaba a ir más lejos, reformando la Constitución a fin de limitar estrictamente
la jurisdicción de los tribunales federales a la materia propia de los tribunales del
almirantazgo (courts of admiralty) y a los “cases arising under the Constitution”.
Quizá por ello se ha podido entender por algún autor374, que el beneficio positivo
para los Republicanos de este texto abrogatorio no fue grande, pues si bien los
tribunales inferiores fueron reducidos, la Corte Suprema fue dejada sin tocar. Pero
no se puede olvidar que esta abrogación era tan sólo un primer paso, pues la meta
final de Jefferson no era otra que la de lograr el sometimiento del judiciary al deseo
final del pueblo, que, como apostilla McCloskey375, en la teoría Jeffersoniana no
era, por supuesto, sino el deseo de los Republicanos; de ahí que a esta primera
medida hubieran de seguir otras en relación a los restantes miembros de la
judicatura federal en general y de la Corte Suprema muy en particular, hasta que
Jefferson lograra erradicar el “spirit of Marshallism”.

III. Una muestra de la intrínseca hostilidad Jeffersoniana hacia la Corte de


Marshall, aunque también, al mismo tiempo, de su prevención y cautela, de su
temor incluso, frente a lo que la Corte pudiera decir acerca de la Repeal Act, la
encontramos en la previsión que la Ley de 29 de abril iba a dedicar a la Corte
Suprema, que implicaba una astuta maniobra de los Congresistas Republicanos376.
La Repeal Act, al derogar la Judiciary Act de 1801, había supuesto la abolición de
los períodos de sesiones (“terms”) de junio y diciembre que la última había esta-
blecido en sustitución de los inicialmente contemplados en 1789, en los meses de
agosto y febrero. La ley que ahora examinamos restablecía el período de sesiones
de febrero, pero esta vez como período único. La ley determinaba que la Supreme
Court había de ser convocada el segundo lunes del mes de febrero. La propia
norma precisaba que la próxima convocatoria había de tener lugar en febrero de
1803. Como la inmediata sesión anterior se había celebrado en diciembre de 1801,
ello entrañaba dejar “hibernada” la Corte durante un período de catorce meses.
De resultas de esta previsión legal, el conocimiento por la Corte del writ
presentado por William Marbury y por otros jueces de paz nombrados por Adams,
a los que no les había sido entregado el nombramiento por Madison, el Secretario
de Estado, se hubo de aplazar durante más de un año, y no faltan autores377 que
han visto en el deseo Republicano de aplazar el mayor tiempo posible la decisión
del Marbury case la causa última de este bloqueo de la Corte. Pero a nuestro modo

373
Apud William S. CARPENTER: “Repeal of the Judiciary Act of 1801”, op. cit., p. 527, nota 22.
374
Westel W. WILLOUGHBY: The Supreme Court of the United States..., op. cit., p. 88.
375
Robert G. McCLOSKEY: The American Supreme Court, op. cit., pp. 24-25.
376
En esos términos la califica Robert Eugene CUSHMAN, en “Marshall and the Constitution”, en
Minnesota Law Review (Minn. L. Rev.), Vol. V, 1920-1921, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 15.
377
Tal es el caso, por ejemplo, de James M. O´FALLON: “Marbury”, op. cit., p. 239.
530 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

de ver, la última ratio de la ley, a la que apunta la mayoría de la doctrina378, fue


muy probablemente la de impedir que el Tribunal pudiera pronunciarse sobre
la constitucionalidad de la Repeal Act. Los Republicanos estaban seriamente
preocupados ante lo que vislumbraban en el horizonte como una más que probable
declaración de inconstitucionalidad de la Repeal Act. Para evitar que la misma
pudiera tener lugar en plazo breve, se dispuso el bloqueo de la Corte Suprema,
y a ello respondió este arbitrario cambio de fechas, y a la par reducción, de los
períodos de sesiones de la Corte. Como después veremos, los Republicanos
evaluaron muy mal la reacción de la Supreme Court, pues lo cierto sería que la
Corte, finalmente, se pronunció sobre esa cuestión en el caso Stuart v. Laird, en el
que nos detendremos más adelante, aun cuando, contra lo que hubieran podido
intuir los Republicanos, el Tribunal se manifestó en favor de la conformidad con
la Constitución de la Repeal Act.
El sistema de organización judicial fijado en abril de 1802 se fue haciendo cada
día más insostenible, fundamentalmente por la fatiga nerviosa y el agotamiento
que la participación en los Circuits por parte de los Justices generaba. Las condi-
ciones existentes exigían a los Justices, o descuidar su trabajo en la Corte Suprema,
con el subsecuente indebido retraso en la preparación de las apelaciones, o
descuidar su labor en los Circuit Courts por una atención insuficiente a ellos, o
ambas cosas a la vez. La situación condujo a reclamar la atención de la Cámara
de Representantes por el “considerable delay and injury” “occasioned to suitors”
“from the increased business of the Supreme Court”379. Los 51 casos registrados
en febrero de 1803 se elevaron a 98 en febrero de 1810. El calendario legislativo
nos muestra los esfuerzos periódicos efectuados para intentar separar la Supreme
Court de los Circuit Courts; a tal efecto, se presentaron diversos proyectos en el
Senado y en la Cámara de Representantes, pero el Congreso nada hizo finalmente.

IV. Hemos de referirnos por último a la aplicación que Jefferson hizo de estos
dos textos legislativos. El hecho de que constitucionalmente los jueces federales
no fueran destituibles mientras mantuvieran un buen comportamiento en nada
amilanó al Presidente. Éste no sólo iba a prescindir de los jueces, sino que con más
razón aún, dado que ante ellos se encontraba con las manos libres, iba a llevar a
cabo una auténtica purga en la Administración, prescindiendo en ella de cuantos
se hubiesen significado como Federalistas relevantes.
Prince ha dedicado un estudio al tema, proporcionando datos significativos.
De los 316 funcionarios federales de segundo nivel que existían en los Estados en

378
Entre otros, J. M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe..., op. cit., pp. 303-304, y Robert
Lowry CLINTON: Marbury v. Madison and Judicial Review, op. cit., p. 82.
379
Felix FRANKFURTER and James M. LANDIS: “The Business of the Supreme Court...”, op. cit.,
p. 1038.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 531

1801, y cuyo nombramiento estaba sujeto a la discreción presidencial, cesó a 146,


un 46 %, de los que al menos 118 eran significados Federalistas380
En lo que a los jueces de paz del distrito de Columbia se refiere, su número
total se redujo de 42 a 30, quince por cada uno de los dos condados (Washington
y Alexandria) integrantes del distrito. En estos nombramientos ha de subrayarse
que Jefferson no se separó de modo radical de los de su predecesor, pues sólo siete
de los nombrados eran nuevos, entresacando los veintitrés restantes de los que ya
Adams había nombrado381.
Si atendemos ahora a los jueces federales inferiores en general, Jefferson
eencontró que treinta de ellos se ubicaban dentro del Federalismo. Cesó por
razones estrictamente políticas a tres district judges y otros quince se quedaron
en el camino de su carrera judicial, al desaparecer con la Repeal Act el cargo de
circuit court judges para el que habían sido nombrados382.
Jefferson desplazó asimismo a trece de los veintiún Fiscales, once de los cuales
de probada lealtad Federalista. Ni siquiera los funcionarios de aduanas se libraron
de la poda. De los 146 funcionarios de aduanas sujetos a destitución presidencial,
Jefferson reemplazó a 50, 41 de ellos claramente Federalistas.
La actuación partidista de Jefferson ha sido equiparada a la que una veintena
de años después tendría el Presidente Andrew Jackson (1829-1837). Mientras este
último, bien conocido por su extremado partidismo, desplazó al 41´3 % de los
funcionarios federales, el porcentaje del primero alcanzó el 46 %383. Ello casa con
la preocupación dominante de los Republicanos de eliminar a la élite Federalista,
que había llegado a constituir una auténtica artistocracia política y social. De ahí
que el gran historiador Henry Adams hablara de la “Revolución de 1800” para
identificar estos momentos iniciales de la nueva Administración Republicana.

C) La contrarréplica Federalista

I. El asalto Jeffersoniano sobre los tribunales federales alarmó enormemente


a los Federalistas, para los que el fundamento de un gobierno se veía amenazado
si la independencia del poder judicial podía ser destruída. Tras las elecciones de
1800, los Federalistas habían depositado sus esperanzas en el federal judiciary,
considerándolo como el único freno posible ante los supuestos desmanes Repu-
blicanos, entre los que los Federalistas llegaron a especular sobre la posibilidad
de imposición legislativa de bills of attainder y de ex post facto laws, no obstante

380
Carl E. PRINCE: “The Passing of the Aristocracy: Jefferson´s Removal of the Federalists, 1801-
1805”, en The Journal of American History (J. Am. Hist.), Vol. 57, No. 3, December, 1970, pp. 563 y
ss.; en concreto, p. 565.
381
Según los datos que ofrece John A. GARRATY: “The Case of the Missing Commissions”, op. cit.,
p. 5.
382
Carl E. PRINCE: “The Passing of the Aristocracy...”, op. cit., p. 568.
383
Ibidem, p. 566.
532 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

hallarse prohibidos constitucionalmente unos y otras, como también sobre


la hipotética aprobación de leyes que ignorasen la contract clause, pero para
que el judiciary pudiese actuar de freno, era fundamental que mantuviera su
independencia. La Repeal Act supuso un serio embate sobre la misma, por lo que
la preocupación de los derrotados electoralmente alcanzó sus más altas cotas.
Así las cosas, los Federalistas iban a cifrar su estrategia contra la Repeal Act en
lograr que la Supreme Court, en su siguiente sesión de febrero de 1803, declarara
la inconstitucionalidad del texto legal.
Los estrategas federalistas iban a tratar de llevar la cuestión de la constitucio-
nalidad ante la Corte a través de tres modos distintos. El primero de ellos consistía
en reclutar sus aliados en la propia Corte Suprema, convirtiendo a sus miembros
en activos colaboradores de esta estrategia, induciéndoles a que rehusaran cumplir
con sus deberes de circuit riding. En esta estrategia tuvo un especial protagonismo
Oliver Wolcott, de Connecticut, uno de los circuit judges nombrados por Adams
y desposeídos del cargo por Jefferson. En una carta escrita por Wolcott a Roger
Griswold el 23 de marzo de 1802 se podía leer lo que sigue:

“The Judges of the Supreme Court.... can indeed, if they think proper, refuse
to perform the duty of Circuit Judges, and if it could be known that they
would so refuse, it might perhaps be proper, for the Circuit Judges to inform
the Gentlemen of the Bar, that they will attend at the usual times & places,
when they will expect to hear the arguments of Council, upon the great
question whether the Courts, are or are not abolished.... –a basis may thus
be laid, for obtaining the final decision of the Supreme Court, in a regular
form”384. (Los Jueces de la Corte Suprema.... pueden efectivamente, si lo
consideran adecuado, rehusar cumplir el deber de Jueces de Circuito, y si
pudiera conocerse que ellos rehusaran así, quizá podría ser apropiado para
los Jueces de Circuito informar a los caballeros del Colegio de Abogados, de
que ellos pueden asistir en los tiempos y lugares usuales, cuando puedan
esperar oir los razonamientos del Consejo sobre la gran cuestión de si los
tribunales son o no son abolidos...., una base puede así establecerse para
obtener la decisión final de la Corte Suprema en una forma regular).

Una reunión (caucus) secreta de los Congresistas Federalistas decidió


finalmente invitar a los Justices de la Corte Suprema a que rehusaran servir en
los circuit courts.
Un segundo modo de combatir la Repeal Act pasaba por impugnar la juris-
dicción de los reconstituidos circuit courts en casos que inicialmente habían sido
planteados en los circuit courts creados al amparo de la Judiciary Act de 1801. Fue
precisamente en un supuesto de este tipo como se gestó el caso Stuart v. Laird,
que abordaremos más adelante, y que posibilitó el pronunciamiento final de la
Supreme Court sobre la Repeal Act.

384
Apud James M. O´FALLON: “Marbury”, op. cit., p. 239.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 533

La tercera vía a cuyo través hacer frente a la Repeal Act buscaba que el propio
Congreso corrigiera lo que había hecho. Un escrito que circuló ampliamente,
redactado por Richard Bassett, quien era juez del Tercer Circuito y suegro del
incondicional Congresista Federalista James Bayard, facilitó el camino. El ensayo
fue seguido por el envío de un Memorial al Congreso firmado por once de los
jueces desposeídos del cargo. Los firmantes del Memorial buscaban que se les
asignaran deberes coherentes con sus nombramientos como jueces y una opor-
tunidad para someter a una decisión judicial sus pretensiones indemnizatorias.
La House of Representatives despachó sin ningún miramiento el Memorial,
rechazándolo el mismo día que le había sido presentado. El Senado, por el con-
trario, adoptó la que bien podía considerarse como enigmática decisión de remitir
el Memorial a un Comité que además iban a integrar tres relevantes Federalistas,
uno de ellos el Gobernador Morris. El Comité presentó la propuesta de que se
ordenara al Attorney General plantear una acción de la naturaleza propia de un
quo warranto, examinando la pretensión al cargo de los jueces y su derecho a una
indemnización. Recuerda O´Fallon385, que esta propuesta fue colmada de insultos
al entenderse que la misma sugería que el Congreso había actuado inconstitucio-
nalmente al eliminar los circuit courts. Tras un día de debate el Senado rechazó la
propuesta con una votación que siguió una línea estrictamente partidista.

II. La Repeal Act planteó un serio dilema a la Corte en relación a si los Justices
iban a participar en los tribunales de circuito tal y como exigía la Judiciary Act de
1789, modificada en 1793, y restablecía la Repeal Act de resultas de la derogación
de la Judiciary Act de 1801. No hacerlo así, como ya hemos visto que se le pidió
desde el lado Federalista, esto es, comportarse como si la Judiciary Act de 1801
estuviera todavía en vigor, equivalía a negar la constitucionalidad de la Repeal Act,
bien que sin que la cuestión se hubiese planteado formalmente ante la Corte. Acep-
tar, por contra, el desempeño de sus deberes en los Circuits evitaba una directa
confrontación con el Congreso. La situación planteada era, con independencia ya
de la opción por la que la Corte se decantase, enormemente delicada.
Un análisis jurídico estricto de la Repeal Act llevó a Marshall a la conclusión
de que los Justices no deberían de participar en los tribunales de circuito. El Chief
Justice lo planteó así, sin ningún rodeo, al Justice William Paterson, en una carta
fechada el 6 de abril de 1802: “I confess –escribía Marshall– I have some strong
constitutional scruples. I cannot well perceive how the performance of circuit duty
by the Judges of the supreme court can be supported”386. Esos “fuertes escrúpulos
constitucionales” a los que aludía Marshall, sobre los que no hay razón alguna para
dudar, presuponían una posición bastante proclive a la inconstitucionalidad de la
ley de abrogación Republicana. En cualquier caso, nadie opuso una más fuerte
resistencia al texto legal que el vehemente Justice Samuel Chase, cumpliendo con

385
James O´FALLON: “Marbury”, op. cit., p. 240.
386
Apud R. Kent NEWMYER: John Marshall and the Heroic Age..., op. cit., p. 155.
534 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

su reputación de “a stormy petrel”387. En una larga y convincentemente razonada


carta dirigida a Marshall el 24 de abril de 1802, Chase exponía las razones por las
que creía que la ley era inconstitucional (el argumento básico, a su juicio, era el
de que los jueces tan sólo podían ser destituidos a través del impeachment) y, en
consecuencia, debía ser anulada por la Corte, actuando al efecto como un cuerpo
unido. Aunque su famosa carta podía interpretarse desde sus posicionamientos
inequívocamente Federalistas, es lo cierto, como se ha apuntado388, que también
podía interpretarse como el grito de un hombre independiente (“my conscience
must be satisfied”, declaraba Chase) y como un alegato en favor de la independen-
cia del judiciary. A Chase se unieron algunos políticos Federalistas, que pidieron
a la Corte con cierta insistencia que anulara el texto legal.
Al margen ya de los argumentos proclives a la inconstitucionalidad de la ley,
Marshall consideró que él, personalmente, no se hallaba vinculado por el mandato
legislativo del Congreso, pues en cuanto juez recientemente nombrado, no había
tenido que servir en los Circuits. Sin embargo, en atención a que los Associate
Justices habían participado con anterioridad en los tribunales de circuito, tal y
como disponía la Judiciary Act de 1789, también él se consideró vinculado con
aquel mandato. Marshall previno a sus colegas sobre la gravedad de la situación
y las consecuencias que derivarían de rehusar el cumplimiento de la ley. Aparen-
temente, los Justices Paterson, Washington y Cushing estuvieron de acuerdo con
su Chief Justice389.
El delicado contexto político y la percepción de la posible reacción de la Admi-
nistración republicana condicionó la reacción de los Justices. Mucho antes de que
la Corte se hubiera pronunciado formalmente en torno a la cuestión, los periódicos
de filiación republicana expresaban airadamente el rechazo de lo que era visto
como una intolerable invasión judicial sobre los poderes de la Presidencia, rechazo
del que también se hacía eco el Congreso. A la vista de la situación, los propios
Federalistas intuían con temor que los Justices, caso de anular la Repeal Act, se
hallaban en serio peligro de ser objeto de un impeachment y destituidos del cargo.
Así las cosas, bien puede decirse que el razonamiento jurídico en torno a la Re-
peal Act se vio contrarrestado por las consideraciones relativas al impacto político
que ese razonamiento podía tener. Es un hecho establecido, escribe Crosskey390,
que aún antes de la fecha del Marbury case, los Jueces del Supremo habían
decidido ya entre ellos mismos no revocar judicialmente el polémico texto legal,
asumiendo, consecuentemente, las tareas de los Circuits que sobre ellos recaían.
Aunque convencidos, como ya había sucedido en tiempos de la primera Corte
presidida por Jay, (que más de un decenio antes ya había indicado al Presidente

387
“Petrel (como es sabido, un ave palmípeda muy voladora que anida entre las rocas de las costas
desiertas) tempestuoso” es el calificativo que da a Chase. R. Kent NEWMYER, en Ibidem, p. 154.
388
Leonard BAKER: “The Circuir Riding Justices”, en Supreme Court Historical Society Yearbook
(Sup. Ct. Hist. Soc´y Y. B.), 1977, pp. 48 y ss.; en concreto, p. 50.
389
J. M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe..., op. cit., p. 304.
390
William Winslow CROSSKEY: Politics and the Constitution in the History of the United States,
Vol. II, The University of Chicago Press, second impression, Chicago, 1955, pp. 1038-1039.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 535

Washington, en unión de otros miembros de la Corte, la contradicción con la


Constitución que la circuit riding entrañaba) de que tal diseño era contradictorio
con la Constitución, los Jueces concluyeron que la práctica instaurada había sido
demasiado tiempo seguida como para ser perturbada. Un sector de la doctrina, a
nuestro entender no precisamente modélico en su objetividad391, ha considerado
esta reacción de la Marshall Court como reveladora de una debilidad evidente, al
entender que, con la decisión del caso Stuart v. Laird, la Corte pretendió evitar la
política de venganza Jeffersoniana. Sin descartar ni mucho menos que las posibles
reacciones de un furibundo Jefferson tuvieran un cierto peso a la hora de adoptar
la decisión, es lo cierto que la sentencia a la que a continuación nos vamos a referir
admite otras interpretaciones, y una de ellas es que la Stuart decision puede ser
visualizada392 como una reivindicación del estilo único del liderazgo de Marshall,
asentado en su sentido común y en su alejamiento de la confrontación (“his
common sense and nonconfrontational style of leadership”), algo que no era otra
cosa que un reflejo de su personalidad.

D) La discutible confirmación de la constitucionalidad de la Repeal Act por


la Corte Suprema: el caso Stuart v. Laird (1803)

I. Los hechos del caso Stuart v. Laird son bien simples. Laird obtuvo una
decisión favorable de un tribunal de circuito creado por la Judiciary Act de 1801.
Tras la supresión de esos tribunales de resultas de la Repeal Act, Laird buscó ante
el circuit court al que había sido transferida la jurisdicción del primero (cuya
presidencia correspondía a John Marshall) por la Ley de 29 de abril de 1802, que
se hiciera cumplir la decisión.
En los primeros días de diciembre de 1802, el Cuarto Tribunal de Circuito
se reunía en Richmond bajo la presidencia de John Marshall. Junto a él, el Juez
de Distrito Cyrus Griffin. En el caso que tenía entre manos, Stuart v. Laird, el
relevante abogado Charles Lee, antiguo Attorney General y abogado asimismo
de William Marbury en el celebérrimo Marbury case, y en este litigio defensor de
Stuart, el demandado, sostuvo que el tribunal carecía de jurisdicción porque las
leyes que habían reemplazado a la de 1801 eran inconstitucionales. Lee cuestionó
la autoridad del Congreso para imponer a los Justices de la Corte Suprema el
cumplimiento de deberes en los Circuit Courts, y de igual forma sostuvo, que al
abolir los tribunales establecidos en 1801, la Repeal Act había excluido del ejercicio
de su función a 16 circuit judges que, de conformidad con la sección primera
del Art. III de la Constitución, tenían derecho a “hold their offices during good
behaviour”. Charles Lee adujo asimismo en apoyo de su argumentación, la alusión
de la misma sección primera del Art. III a que el poder judicial es conferido a la
Corte Suprema y a “such inferior Courts as the Congress may from time to time

391
Michael J. KLARMAN: “How Great Were the <Great> Marshall Court Decisions?”, en Virginia
Law Review (Va. L. Rev.), Vol. 87, 2001, pp. 1111 y ss.; en concreto, p. 1124.
392
Así lo hace R. Kent NEWMYER: John Marshall and the Heroic Age..., op. cit., p. 156.
536 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

ordain and establish”, sosteniendo que a uno no puede quitársele completamente


el ejercicio del cargo. Ello no obstante, el propio Lee, argumentando contra la
Repeal Act, hubo de admitir que el Congreso podía limitar la jurisdicción de los
tribunales existentes, y como señala Currie393, no era nada fácil decidir dónde
podía trazarse la línea.
Marshall desestimó los alegatos de su amigo Charles Lee, aunque la sentencia
no fue publicada. Se ha especulado394 acerca de la influencia que pudo tener
el hecho de que en esas fechas es probable que Marshall estuviera recogiendo
audaces dicta acerca de la judicial review, porque en una sentencia dictada en el
propio Circuito muy poco tiempo después, Ogden v. Witherspoon, Marshall vino a
sostener el “judicial power”, que es tanto como decir la facultad de un tribunal de
revisar la constitucionalidad de una ley. De hecho, la Ogden opinion se considera
una precursora de Marbury v. Madison en lo que a la judicial review se refiere.
Es más que probable que Marshall, en lo más íntimo de su pensamiento,
considerara inconstitucional la Repeal Act395. Piénsese que en el pensamiento fede-
ralista, y posiblemente también en el de Marshall, los Jueces federales ocupaban
sus cargos por un contrato; las disposiciones constitucionales aseguraban el cargo
y el salario de los jueces como términos contractuales; de ahí que privarlos de su
compensación económica y de su cargo vitalicio no sólo transgredía una específica
disposición constitucional, sino que también violaba derechos privados. Esto iba
a quedar claro en la Marbury opinion. Pero al hacer suya esta argumentación, los
Federalistas se estaban apropiando, como cree O´Fallon396, de la conexión estable-
cida en el pensamiento político republicano entre la seguridad de la propiedad y
la capacidad para funcionar como un miembro virtuoso e independiente de la co-
munidad política. Con ello, la visualización del vínculo de los jueces con la Unión
como contractual no sólo tenía un significado práctico, sino también ideológico.
Por otro lado, parece perfectamente acreditado que Marshall pensaba, que a los
Justices de la Corte Suprema no podía constitucionalmente requerírseles para que
ocuparan el cargo de circuit judges sin un nuevo y específico nombramiento para
ello. Ya en la carta que el 6 de abril de 1802 había escrito a su colega en la Corte el
Justice Paterson, Marshall se había hecho eco de sus escrúpulos constitucionales
en relación al cumplimientos por los miembros de la Corte de sus legalmente
restablecidos deberes de circuit riding.

393
David P. CURRIE: “The Constitutionin the Supreme Court: The Powers of the Federal Courts,
1801-1835”, en The University of Chicago Law Review (U. Chi. L. Rev.), Vol. 49, 1982, pp. 646 y ss.; en
concreto, p. 662.
394
Jed Handelsman SHUGERMAN: “Marbury and Judicial Deference: The Shadow of Whittington
v. Polk and the Maryland Judiciary Battle”, en University of Pennsylvania Journal of Constitutional
Law (U. Pa. J. Const. L.), Vol. 5, 2002-2003, pp. 58 y ss.; en concreto, p. 101.
395
Weinberg no cree, sin embargo, que Marshall pensara en la inconstitucionalidad de la norma.
Para ello se apoya en que ningún documento sobreviviente de este período ofrece las razones en que
Marshall hubiera podido apoyar la inconstitucionalidad de la Repeal Act por violar el Congreso “the
life tenure provision of Article III”. Y a ello añade, que hoy el peso de la autoridad estaría del lado
del punto de vista de que el Congreso tiene pleno poder para cerrar completamente los tribunales de
circuito. Louise WEINBERG: “Our Marbury”, op. cit., pp. 1283-1284.
396
James O´FALLON: “Marbury”, op. cit., p. 233.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 537

Así las cosas, es muy conveniente que nos interroguemos sobre si es que
Marshall cambió radicalmente de criterio por puro convencimiento, o si es que sus
convicciones eran tan frágiles que, como la veleta, podían girar en la dirección en
la que en cada momento soplara el viento, esto es el poder político. Ni lo uno ni lo
otro. John Marshall era perfectamente consciente de que los dos casos a que nos
venimos refiriendo, Marbury v. Madison, aún pendiente de ser visto y sentenciado
en la Supreme Court, y el que en ese momento tenía ante sí en su Circuito, Stuart v.
Laird, planteaban la posibilidad de una confrontación directa entre el judiciary Fe-
deralista y el nuevo Congreso Jeffersoniano. Es evidente, que en tal confrontación
el Congreso se posicionaría claramente al ataque. Un periódico de Boston alineado
con los Republicanos, el Boston Independent Chronicle, especulaba en 1803 que
cualquier intento de los Federalistas “to exalt the judiciary over the Executive
and the Legislature” (....) “would terminate in the degradation and disgrace of the
judiciary”397. Marshall no era, sin embargo, un hombre de confrontación, sino de
compromiso (“a compromiser”). De ahí que no se sintiera inclinado a arrostrar un
enfrentamiento directo con Jefferson ni con el Congreso Republicano, y no cree-
mos que ello fuera por el temor a la derrota, pues en esa confrontación las fuerzas
estaban muy desequilibradas en favor de los Republicanos, sino más bien porque
con ello el gran perdedor hubiera sido el federal judiciary, cuyo rol de equilibrio
y de freno frente a los excesos republicanos era, para Marshall, inexcusable para
que la Unión pudiera mantenerse y fortalecerse, algo que siempre situó como su
preocupación primigenia. Y en esta misma dirección, Marshall defendería a toda
costa la necesidad de que los jueces permanecieran al margen de la controversia
partidista en orden tanto a retener sus cargos como a preservar la independencia
del judiciary. La distinción entre law and politics, que Marshall plasmaría en la
Marbury opinion, era un significativo indicio de lo que acabamos de decir, y para
algunos398, la misma ganó una fuerza adicional cuando seis días después de decidir
el Marbury case la Corte se pronunció sobre Stuart v. Laird.
Esta actitud aparece claramente puesta de manifiesto en otra carta que el 19
de abril de 1802 enviaba Marshall a su colega en la Corte William Paterson. En
ella comenzaba explicitando su creencia de que la Repeal Act era inconstitucional,
y tras poner de manifiesto su común acuerdo con los principios en que Samuel
Chase fundamentaba esa misma inconstitucionalidad, comenzaba a cuestionar
la inconveniencia de la radical resistencia frente a la ley que el impetuoso Chase
patrocinaba. Estas son algunas de sus sensatas y atinadas reflexiones:

“The consequences of refusing to carry the law into effect may be very
serious. For myself personally I disregard them, & so I am persuaded does
every other Gentleman on the bench when put in competition with what he

397
Apud William E. NELSON: “Marbury v. Madison and the Establishment of Judicial Autonomy”,
en Journal of the Supreme Court History (J. Sup. Ct. Hist.), Vol. 27, Issue 3, 2002, pp. 240 y ss.; en
concreto, p. 248.
398
William E. NELSON: “Marbury v. Madison and the Establishment of Judicial Autonomy”, op.
cit., p. 251.
538 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

thinks his duty, but the conviction of duty ought to be very strong before the
measure is resolved on. The law having been once executed will detract very
much in the public estimation from the merit or opinion of the sincerity of
a determination, not now to act under it”399. (Las consecuencias de rehusar
llevar a cabo la ley pueden ser muy serias. A mí mismo personalmente,
me despreocupan, y también estoy persuadido de lo mismo respecto de
cualquier otro caballero del Tribunal cuando confronte su deber con lo
que piensa, pero la convicción del deber debe ser muy sólida antes de que
la medida sea resuelta. Habiendo sido hace tiempo aplicada la ley, dismi-
nuirá muchísimo en la estima pública el mérito o la opinión acerca de la
sinceridad de una decisión de no actuar ahora de conformidad con esa ley).

En esta misma carta, Marshall también se hacía eco de la posible distinción


que algunos Jueces de la Supreme Court podían hacer entre el nombramiento con
arreglo a una ley (la Judiciary Act de 1789) que les imponía el cumplimiento del
deber de circuit riding, y la imposición de tal deber por una ley (la Ley de 1802)
posterior a sus respectivos nombramientos. Marshall vino a decir, sin embargo,
que él no se hallaba convencido de que a esa distinción hubiera de dársele un de-
terminado efecto jurídico. También ciertamente podía atenderse al hecho de que la
legislación de 1802 podía muy bien verse como un ataque motivado políticamente
sobre la independencia del judiciary, pero ello conducía por derroteros aún más
peligrosos, los de entrar a valorar las intenciones por las que el Congreso había
aprobado un determinado texto legal. Como escribe Weinberg400, impugnar las
intenciones del Congreso hubiera sido tanto como entrar en el conflicto político
abiertamente, y esta era la última cosa que Marshall habría deseado hacer. Unos
años después, en Fletcher v. Peck (1810), Marshall rehusó entrar a considerar los
motivos corruptos por los que la Legislatura de Georgia había aprobado una ley.
Marshall, en coherencia con lo expuesto, atendió a diversos parámetros
llegado el momento de valorar la conveniencia de cumplir la ley, no sólo a la
valoración de su posible inconstitucionalidad. Con ello revelaba con toda claridad
su personalidad y su sutil liderazgo. Una manifestación jurídica de todo ello la
encontramos meses después plasmada en su pronunciamiento como Circuit
Judge en el Stuart case, que la Supreme Court confirmará una semana después de
Marbury, ratificando con ello el respetado liderazgo ejercido por su Chief Justice y
decantándose así por impregnar de pragmatismo su decisión. Por supuesto, esta
opción no se hallaba ni mucho menos inmune a la crítica, pues era perfectamente
posible esgrimir que una consideración política había transmutado la lógica
jurídica de una decisión.

399
Apud R. Kent NEWMYER: “John Marshall as an American Original: Some Thoughts on
Personality and Judicial Statesmanship”, en University of Colorado Law Review (U. Colo. L. Rev.), Vol.
71, 2000, pp. 1365 y ss.; en concreto, p. 1381.
400
Louise WEINBERG: “Our Marbury”, op. cit., p. 1286.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 539

II. Lee apeló la decisión ante la Supreme Court a través de un writ of error. De
esta forma, en la apertura de las sesiones de la Corte de febrero de 1803, el más
alto tribunal de la nación tenía ante sí dos pleitos relevantes: Marbury v. Madison
y Stuart v. Laird. Ambos casos concernían a disposiciones originariamente esta-
blecidas por la Judiciary Act de 1789, aunque en el segundo caso era la Ley de 1802
la que reconducía a las mismas, y aunque ambos asimismo planteaban cuestiones
acerca de la constitucionalidad de algunas de esas previsiones, sólo el primero de
ellos pasaría a la historia, no obstante lo cual no faltan autores, como es el caso de
Levinson401, que consideran que Marbury es, de hecho, mucho menos significativo
que Stuart v. Laird, el caso decidido una semana más tarde, por cuanto, a su juicio,
éste implicaba una más significativa capitulación de la mayoría Federalista (“a
far more significant capitulation by the Federalist majority”) frente a la decisión
de los Jeffersonianos de librarse de las esposas judiciales (“to escape the judicial
handcuffs”) establecidas por Adams en los últimos días de su Administración. Esta
apreciación no deja de ser discutible, enmarcándose en la percepción compartida
por ciertos autores de que con la Stuart opinion la Corte inició una retirada
estratégica frente al Ejecutivo y Legislativo Republicanos. Weinberg ha aducido
varios hechos en contra de esa apreciación; quedémonos con el más significativo,
que Weinberg compendia en pocas palabras: “after Marbury, Laird simply did not
matter”402. No es que realmente no importara en nada Laird, sino que habiendo
ya engrandecido el judiciary en Marbury, prácticamente en todo lo que la Corte
lo podía engrandecer, más allá de la propia comodidad de los Jueces, poco había
que ganar. Y mucho que perder por el contrario, por todo lo que ya se ha dicho
con anterioridad. Pero aún hay algo más. Si la Corte se iba a apartar de lo político,
como Marshall había expresado en la Marbury opinion, no se hallaba carente
de lógica que reculara frente a aquellas decisiones legislativas sobre cuestiones
políticamente controvertidas como era el caso de la constitucionalidad de la Repeal
Act403. Añadamos, que uno y otro caso se decidirían con un brevísimo intervalo
de tiempo: el Marbury case se fallaría el 24 de febrero, mientras que el Stuart case
sería decidido el 2 de marzo, seis días por tanto después.
Como Marshall había presidido el tribunal que enjuició el caso en el Circuit
Court de Richmond, con una absoluta coherencia, que no se le iba a ver por cierto
en el Marbury case, aunque las circunstancias no fueran idénticas, se abstuvo de
participar en la sesión de la Corte Suprema que había de resolver la apelación de
Charles Lee frente a la decisión del Circuit Court. Esta circunstancia iba a conducir
a algunos comentaristas a señalar que Marshall estaba en una precipitada retirada.
El cuadro dibujado por algunos era equivalente al de una capitulación total , si es

401
Sanford LEVINSON: “Why I do not Teach Marbury (Except to Eastern Europeans) and Why
You Shouldn´t Either”, en Wake Forest Law Review (Wake Forest L. Rev.), Vol. 38, 2003, pp. 553 y ss.;
en concreto, p. 556.
402
Louise WEINBERG: “Our Marbury”, op. cit., p. 1287.
403
De modo análogo se pronuncia William E. NELSON, en “Marbury v. Madison, Democracy
and the Rule of Law”, en Tennessee Law Review (Tenn. L. Rev.), Vol. 71, 2003-2004, pp. 217 y ss.; en
concreto, p. 236.
540 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

que no a un colapso404. Nada que ver con la realidad de los acontecimientos. Mar-
shall estaba obligado a abstenerse de participar en la decisión de una apelación
en la que se cuestionaba justamente lo que él había decidido en primera instancia.
La más elemental ética jurídica así lo exigía.
La sentencia se decidió por el voto unánime de los cinco Jueces que participa-
ron (el Justice Cushing no lo hizo por enfermedad), escribiendo el Justice Paterson
la opinion of the Court.
En una opinion ciertamente lacónica, Paterson abordó primeramente la
cuestión de si el Congreso podía abolir los Circuit Courts creados por la Ley de
1801, defendiendo a este respecto la Repeal Act a través de una interpretación
amplia de la cláusula segunda de la Sección 2ª del Art. III de la Constitución,
entendiendo que el Congreso tenía autoridad constitucional para establecer
los tribunales inferiores como sus miembros consideraran apropiado, y para
transferir una causa de un tribunal a otro. “In this last particular –se podía leer
en la sentencia– there are no words in the constitution to prohibit or restrain the
exercise of legislative power”405.
Tras la cuestión anterior, la Corte se pronunció acerca de la objeción, “de
fecha reciente”, de que los Justices de la Supreme Court no tenían derecho a actuar
como jueces de los tribunales de circuito al no haber sido nombrados como tales,
o en otras palabras, en cuanto ellos no tenían un nombramiento separado, esto
es, bien determinado (“distinct commission”), como jueces de los tribunales
inferiores. Recuerda Currie406, que había tres argumentos conducentes a concluir
que los Supreme Court Justices no podían ejercer como circuit judges. El primero
de ellos era el de que todo litigante ante la Corte Suprema tenía derecho a que
su caso se decidiese por jueces imparciales (“unbiased Justices”); como es obvio,
difícilmente podía hablarse de imparcialidad en un Juez que ya había conocido
y decidido el mismo caso en primera instancia; como diríamos hoy, ese Juez
se hallaba contaminado. Un segundo argumento era el de que la ley, al atribuir
los deberes de circuit riding a los Associate Justices, les estaba efectivamente
nombrando circuit judges, contraviniendo con ello la disposición del Art. II de la
Constitución, de que el nombramiento tenía que hacerse por el Presidente con
el consentimiento del Senado. En fin, el tercer argumento extraía su fuerza de
la sentencia Marbury v. Madison: los Justices no podían actuar en los Circuits
porque los casos que ellos tenían que enjuiciar allí eran ajenos a la jurisdicción
originaria de la Corte Suprema tal y como la misma era definida por el Art. III.
Bien es verdad que la réplica inmediata que podía hacerse frente a este último
argumento era la de que no se trataba de la Corte Suprema, sino de uno tan sólo
de sus miembros quien ejercía la jurisdicción originaria, pero esta misma réplica,
al deslindar nítidamente al Justice que actuaba en un Circuit Court de la Supreme

404
Louise WEINBERG: “Our Marbury”, op. cit., p. 1281.
405
Apud Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 31.
406
David P. CURRIE: “The Constitution in the Supreme Court: The Powers of the Federal Courts,
1801-1835”, op. cit., pp. 663-664.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 541

Court, estaba a su vez fortaleciendo la objeción alternativa de que la actuación


en los Circuits suponía el ejercicio de un cargo distinto, diferenciado, que por lo
mismo exigía de un nombramiento adicional. En cualquier caso, como se puede
apreciar, los argumentos constitucionales contrarios a la abrogación de la Ley de
1801 eran bastante sólidos407.
La Corte iba sin embargo a soslayar todas esas objeciones, apoyando la
facultad del Congreso de enviar los Justices a los Circuits, si bien no deja de ser
significativo que lo hiciera sin refutar ninguno de los argumentos contrarios.
“Practice, and acquiescence –razonaba el Tribunal a través del Justice William
Paterson– under it, for a period of several years, commencing with the organiza-
tion of the judicial system, affords an irresistible answer, and has indeed fixed
the construction.... Of course, the question is at rest, and ought not now to be
disturbed”408. (El ejercicio y el consentimiento de conformidad al mismo durante
un período de varios años, comenzando con la organización del sistema judicial,
proporciona una respuesta irresistible y ha determinado efectivamente la interpre-
tación.... Por supuesto, la cuestión está tranquila y ahora no debe ser perturbada).
Quiere ello decir, que la Corte apoyaba la constitucionalidad del restablecimiento
del deber de circuit riding, pero sin entrar apenas en el fondo del asunto. Podría
decirse, que la Supreme Court casi se limitaba a hacer suya la interpretación que
de la Constitución había hecho el Congreso al aprobar la Judiciary Act de 1789. No
otra cosa entrañaba la consideración de que el mero ejercicio por los Justices de
la tarea que les encomendó la Ley de 1789 y el consentimiento o aquiescencia por
parte de los mismos en el cumplimiento de ese deber, que había de presuponerse
implícito en la propia práctica, (ignorando, eso sí, las protestas expresadas por
los Justices en esos años en contra del cumplimiento de los deberes judiciales
en los Circuits, lo que en una fecha tan temprana como 1790 ya fundamentaron
en consideraciones constitucionales) era el elemento determinante al efecto de
la interpretación de la Corte Suprema. La vieja práctica del circuit riding había
dado paso ahora a una interpretación acorde con la Constitución. Samuel Chase
y otros Justices, tiempo atrás, (así, por ejemplo, en Calder v. Bull, 1798) se habían
mostrado partidarios de que sólo en un caso claro pudiese el Tribunal declarar
una ley inconstitucional, pero lo que nunca habían sostenido es que la Corte se
hallara vinculada por la interpretación del Congreso, y en el caso que nos ocupa
ese argumento se hallaba subyacente.

III. No ha de extrañar por lo mismo, que dos años más tarde, en el caso
United States v. More (1805), Marshall declinara expresamente considerar como

407
“The constitutional arguments against the repeal of the Circuit Court Act –escribe Levinson–
are scarcely frivolous, especially if one takes Marbury seriously with regard to the importance of
maintaining the independence of the Supreme Court (and its members)”. Sanford LEVINSON: “Why
I do not Teach Marbury (Except to Eastern Europeans)...”, op. cit., p. 556.
408
Apud J. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe..., op. cit., p. 311. Asimismo, en David P.
CURRIE: “The Constitution in the Supreme Court: The Powers of the Federal Courts, 1801-1835”,
op. cit., p. 664.
542 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

precedente vinculante una decisión (la Stuart opinion) en la que la cuestión no


había sido litigada ni decidida, pues como escribe Graber, no obstante declarar
constitucionales ciertas partes de la Judiciary Act de 1802, la Marshall Court
“managed to avoid taking any position on other parts of that bill in subsequent
cases”409. Para O´Fallon410, el More case es parecido a Marbury y a Stuart v. Laird
en su habilidad para eludir un conflicto abierto con los políticos críticos de
los tribunales. Además, comparte con Marbury la característica de rehusar un
ejercicio de jurisdicción que la Corte encontró que estaba injustificada.
Creemos que puede tener algún interés hacer una breve referencia al caso
United States v. More411. Benjamin More, como William Marbury, había sido
nombrado juez de paz del distrito de Columbia para un período de cinco años.
Sin embargo, a diferencia de aquél, su nombramiento no lo hizo Adams sino
Jefferson, primero (en marzo de 1801) interinamente, y después, por un período
regular de cinco años, nombramiento que adquirió carácter definitivo en abril de
1802, tras ser confirmado por el Senado. Al tiempo de su nombramiento la ley le
autorizaba a cobrar ciertos honorarios por sus servicios. Sin embargo, en mayo
de1802, el nuevo Congreso Republicano abrogó la disposición legal relativa al
cobro de honorarios. More cobró con posterioridad (en julio) algunos honorarios
y ello fue puesto de relieve en la gran investigación en el Condado de Washington,
siendo acusado por ello.
La causa llegó en julio de 1803 ante el Circuit Court del distrito de Columbia,
del que era Chief Justice William Kilty, nombrado por Jefferson, y Assistant Judges
dos personas próximas a John Adams y al propio Marshall, Cranch, sobrino
del ex Presidente (su madre era hermana de Abigail Adams, la mujer de aquél)
y Marshall, hermano menor del Chief Justice, como por lo demás ya tuvimos
oportunidad de decir. El juez de paz More objetó que la ley que abolía el cobro de
honorarios vulneraba el Art. III de la Constitución, en la parte que garantizaba
a los jueces federales la recepción por sus servicios de una remuneración que no
había de ser disminuída (“a compensation, which shall not be diminished during
their continuance in office”), consideración cuya comprensión exige tener en
cuenta, que esos honorarios eran las únicas percepciones monetarias de los jueces
de paz. Frente a él, John T. Mason, el Attorney de los Estados Unidos para el distrito
de Columbia, consideró que la creación por el Congreso de tribunales para el
distrito suponía un ejercicio de sus competencias ex Art. I de la Constitución, y en
consecuencia, los jueces así nombrados no podían considerarse jueces federales
cubiertos por las garantías del Art. III. Mason llegó a sostener: “Congress are

409
Mark A. GRABER: “Federalist or Friends of Adams: The Marshall Court and Party Politics”, en
Studies in American Political Development, Vol. 12, Fall, 1998, pp. 229 y ss.; en concreto, p. 251.
410
James O´FALLON: “The Case of Benjamin More: A Lost Episode in the Struggle over Repeal
of the 1801 Judiciary Act”, en Law and History Review (Law & Hist. Rev.), Vol. 11, 1993, pp. 43 y ss.;
en concreto, p. 56.
411
Sobre el mismo, cfr. David P. CURRIE: “The Constitution in the Supreme Court: The Powers...”,
op. cit., pp. 666-667.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 543

under no control, in legislating for the district of Columbia. Their power, in this
respect, is unlimited”412.
El Tribunal de primera instancia (trial court), por así identificarlo, con una
dissenting opinion de su presidente, apoyó a More, y el Gobierno acudió a la
Supreme Court. Kilty, el Chief Judge, se alineó en su dissent con la posición del
Attorney, considerando que More no había sido nombrado al amparo del Art. III,
sino de conformidad con la previsión del Art. I de la Constitución, que atribuye
al Congreso una competencia para dictar la “exclusive Legislation” sobre el
Distrito de Columbia, y siendo así el Juez More no se hallaba protegido por la
cláusula constitucional que esgrimía en su favor. La conclusión a la que llegaba
con su razonamiento el dissenting Judge planteaba un problema adicional:
¿Porqué no se hallaba la competencia del Congreso para crear los tribunales
del distrito de Columbia, como otras competencias de que disfrutaba, sujeta a
los límites explícitos que se encontraban en otra parte de la Constitución? El
Judge Cranch, justamente, iba a rechazar esa interpretación de su presidente de
que el Congreso no se hallaba vinculado por la Constitución cuando legislaba
para el distrito de Columbia, aduciendo que la competencia de legislar sobre
el distrito se hallaba modificada, más bien habría que decir condicionada,
como el resto de sus competencias legislativas, por las expresas prohibiciones
constitucionales. Evidentemente, si a los jueces de paz del distrito de Columbia
les era de aplicación el Art. III, entonces surgían nuevos problemas jurídicos,
como el de la inconstitucionalidad de la ley, pues la única previsión hecha por
el Congreso para la remuneración de estos jueces, como acaba de decirse, era
la autorización para cobrar honorarios. Pero tampoco esta iba a ser la solución
jurídica de la mayoría del Tribunal, que quiso evitar a toda costa declarar la
inconstitucionalidad del texto legal. La conclusión final fue que la ley del Con-
greso que abolía la facultad de estos jueces de paz de cobrar honorarios por sus
servicios no afectaba a los jueces nombrados con anterioridad a la aprobación
de la ley (como el caso de More).
La sentencia se apeló ante la Corte Suprema. United States v. More era un
caso penal y la Judiciary Act no contemplaba la revisión de los casos criminales
por la Corte Suprema. Es cierto que la Ley de 27 de febrero de 1801, que regía las
actuaciones de este tipo de jueces, autorizaba la revisión última de las decisiones
de los tribunales del distrito de Columbia por la Supreme Court, pero Marshall,
expresando la opinion of the Court, interpretó que la cláusula de la ley que fijaba
una cantidad mínima para la jurisdicción de la Corte era indicativa de que
sólo los casos civiles se hallaban incluidos en la revisión. Consecuentemente,
soslayando el fondo del asunto, declaró la falta de jurisdicción de la Corte para
conocer del caso.

412
Apud James O´FALLON: “The Case of Benjamin More...”, op. cit., p. 49.
544 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

5. Los ataques Republicanos a la independencia del Judiciary: el recurso


al procedimiento de impeachment

La Repeal Act tan sólo era un primer paso para doblegar al judiciary y acabar
con su independencia. Tras la abrogación de la Ley de 1801 el único instrumento
que quedaba contra los jueces era el del impeachment, que los Republicanos enten-
dieron que podía ser útil frente a la Marshall Court, pudiendo llegar a controlarla
a través del mismo. De ahí que se sostuviera por los líderes Republicanos que si
los Jueces de la Corte Suprema se atrevieran, como por lo demás harían en la
Marbury decision, a declarar una ley del Congreso inconstitucional o a enviar un
mandamus al Secretario de Estado, asistiría a la Cámara de Representantes un
indudable derecho para acusarles y al Senado para destituirles por pronunciar
tales opinions, con independencia ya de la honestidad o sinceridad que hubieren
tenido al mantenerlas.
Como ya tuvimos oportunidad de indicar, el año 1803 vino a acentuar las ya
profundas diferencias que separaban a Jefferson de Marshall. Para éste, al igual
que para otros muchos abogados ordinarios, el Derecho era esencialmente un
judge-made law. Fue por esta misma circunstancia por lo que Marshall haría
especial hincapié sobre el trascendental rol del juez y la necesidad de que el
mismo gozara de plena independencia judicial y de prestigio. “Que en un país
libre –declaraba a su amigo y colega Story– un hombre inteligente deseara un
poder judicial dependiente o pensara que la Constitución no es una ley para la
Corte... me asombraría”413. En sintonía con ello, gran parte de su hostilidad hacia
Jefferson estaba basada en la creencia de Marshall de que Jefferson “looks of
course with ill will at an independent judiciary”. No le faltaba razón, pues la mala
voluntad Jeffersoniana hacia la independencia de los jueces era una contrastada
evidencia. Como escribiera Currie414, aunque “tenemos muchas razones para
estar orgullosos de Thomas Jefferson, sin embargo, él no apareció con el más
favorable aspecto en la gran disputa con la Corte (“in the great court fight”) entre
1802 y 1805, en la que mejor representó su miopía (“his shortsighted”) para
burlar las decisivas disposiciones constitucionales concebidas para asegurar un
poder judicial independiente (“to circumvent the crucial constitutional provisions
designed to ensure an independent judiciary”)”.
En este marco de crecientes tensiones, los Republicanos iban a fijar su
atención en el instituto del impeachment, contemplándolo como un instrumento
idóneo para alcanzar su fin de acabar con el federal judiciary y, de modo particular,
con la Supreme Court. El líder republicano en el Senado, William Giles, expresaba
con meridiana claridad su sesgada y partidista visión de este instituto cuando
decía que “removal by impeachment” no es nada más que una declaración por

413
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 67.
414
David P. CURRIE: “The Constitution in Congress: The Most Endangered Branch, 1801-1805”,
en Wake Forest Law Review (Wake Forest L. Rev.), Vol. 33, No. 2, 1998, pp. 219 y ss.; en concreto, p.
259.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 545

ambas Cámaras del Congreso al juez de que “you hold dangerous opinions”415.
(Usted mantiene opiniones peligrosas). Así pues, para los Republicanos, el
impeachment no era más que un medio de mantener a los jueces en línea con la
voluntad del pueblo.
John Quincy Adams, en sus Memoirs, publicadas en Filadelfia en 1874, en
su etapa como senador por el Estado de Massachusetts, recordaba en su diario
una conversación con el senador Giles, como antes se dijo, el líder de la mayoría
republicana de la Cámara, en la que, refiriéndose al impeachment de Samuel
Chase, aducía que no sólo Chase “but all the other Judges of the Supreme Court,
excepting the one last appointed (a Republican), must be impeached and removed”
(sino todos los demás Jueces de la Corte Suprema, exceptuando el último
nombrado, –un Republicano– deben ser acusados y destituídos). Adams seguía
exponiendo la posición de Giles al respecto en los siguientes términos:

“He treated with the utmost contempt the idea of an independent ju-
diciary –said there was not a word about such an independence in the
Constitution, and that their pretensions to it were nothing more nor less
than an attempt to establish an aristocratic despotism in themselves.
The power of impeachment was given without limitations to the House
of Representatives; the power of trying impeachments was given equally
without limitations to the Senate; and if the Judges of the Supreme Court
should dare, as they had done, to declare an act of Congress unconstitu-
tional, or to send a mandamus to the Secretary of State, as they had done,
it was the undoubted right of the House of Representatives to remove
them, for giving such opinions, however honest or sincere the may have
been in entertaining them”.
“Impeachment was not a criminal prosecution; it was no prosecution at
all. The Senate sitting for the trial of impeachments was not a court, and
ought to discard and reject all process of analogy to a court of justice.
A trial and removal of a judge upon impeachment need not imply any
criminality or corruption in him. Congress had no power over the person,
but only over the offi ce. And a removal by impeachment was nothing
more than a declaration by Congress to this effect: You hold dangerous
opinions, and if you are suffered to carry them into effect you will work
the destruction of the nation. We want your offices, for the purpose of
giving them to men who will fill them better”416.
(Él –Giles– trató con el máximo desprecio la idea de un poder judicial
independiente; dijo que no había una palabra acerca de tal indepen-
dencia en la Constitución y que sus pretensiones de la misma –de los
Federalistas, como es patente– no eran ni más ni menos que un intento
de establecer un despotismo aristocrático en ellos mismos. La facultad
del impeachment se daba sin limitaciones a la Cámara de Represen-

415
Apud Frank THOMPSON, Jr., and Daniel H. POLLITT: “Impeachment of Federal Judges...”, op.
cit., p. 119.
416
Apud Richard B. LILLICH: “The Chase Impeachment”, en The American Journal of Legal History
(Am. J. Legal Hist.), Vol. 4, 1960, pp. 49 y ss.; en concreto, pp. 56-57.
546 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

tantes; la facultad de juzgar los impeachments se daba igualmente sin


limitación al Senado; y si los Jueces de la Corte Suprema se atrevieran,
como habían hecho, a declarar una ley del Congreso inconstitucional, o
a enviar un mandamus al Secretario de Estado, como habían hecho, era
el indudable derecho de la Cámara de Representantes destituirlos, por
dictar tales sentencias, por muy honestos o sinceros que pudieran haber
sido al mantenerlas).
(El impeachment no era una acusación criminal; no era una acusación
en absoluto. Al actuar para el juicio del impeachment el Senado no era
un tribunal, y debía descartar y rechazar todo proceso de analogía con
un tribunal de justicia. Un juicio y destitución de un juez con base en el
impeachment no necesitaba presuponer ninguna criminalidad o corrup-
ción en él. El Congreso no tenía facultad sobre la persona, sino sólo sobre
el cargo. Y una destitución por impeachment no era nada más que una
declaración por el Congreso de este efecto: Usted mantiene sentencias
peligrosas, y si a Usted se le permite realizarlas, Usted producirá la des-
trucción de la nación. Nosotros queremos sus cargos con el propósito de
darlos a hombres que los ocupen mejor).

Por si alguna duda hubiera, creemos que las cínicas reflexiones de Giles, cuyo
enorme interés nos ha conducido a plasmarlas con cierto detalle, confirman
las perversas intenciones de los Republicanos, que no tienen ningún pudor en
confesar su absoluta falta de respeto por la independencia del federal judiciary.
El ataque Jeffersoniano sobre el judiciary en los primeros años del siglo XIX
fue, como dice Turner417, la primera de una larga serie de épicas batallas entre
la vigorosa Administración de Jefferson y la Supreme Court. Así las cosas, el
impeachment contra el Juez Pickering no fue sino la preparación y rodaje del plan
de ataque a un objetivo más dificultoso de alcanzar como era el Associate Justice
Samuel Chase. Innecesario es decir que Marshall era la siguiente víctima. De
esta forma, el impeachment fue tan sólo un instrumento del calculado proyecto
Republicano de debilitar, si es que no de destruir totalmente, la eficacia del
poder judicial federal418.
En esta situación de agrio enfrentamiento se enmarca el proceso de impeach-
ment del Justice Samuel Chase, que devendrá un verdadero y agrio pulso personal
entre Jefferson y Marshall, y que tiene como precedente el exitoso impeachment
del Judge Pickering.

417
Lynn W. TURNER: “The Impeachment of John Pickering”, en The American Historical Review
(Am. Hist. Rev.), Vol. LIV, No. 3, April, 1949, pp. 485 y ss.; en concreto, p. 486.
418
Que este fue el propósito –escribe Willoughby– es mostrado por los sentimientos expresados
por Giles, quien en unión de Randolph, condujo el ataque contra Chase. “Giles –escribe el 21 de
diciembre de 1804 en su Diario John Quincy Adams– labored with excessive earnestness, to convince
Smith of certain principles, upon which not only Mr. Chase, but all the other judges of the Supreme
Court, excepting the last appointed, must be impeached and removed”. Westel W. WILLOUGHBY:
The Supreme Court of the United States, op. cit., pp. 90-91.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 547

A) Algunas reflexiones previas en torno al tratamiento constitucional del


impeachment

A título previo, quizá convenga hacer algunas reflexiones acerca del tratamien-
to constitucional del impeachment y, a la vista del mismo, sobre los fundamentos
constitucionales en que sustentar un impeachment contra un juez. El Art. II de
la Constitución, relativo al poder ejecutivo, dispone en su sección cuarta, que el
Presidente, Vicepresidente y funcionarios civiles de los Estados Unidos serán
destituidos del cargo por “acusación y condena por traición, soborno u otros
graves crímenes y delitos” (“impeachment for, and conviction of, treason, bribery,
or other high crimes and misdemeanors”. Esta determinación, hecha respecto de
los funcionarios civiles (“civil officers”)419 y en un precepto relativo a la “executive
branch”, suscitaba la duda de si incluía a los miembros del judiciary, (éste, como
es bien sabido, es regulado por el Art. III de la Constitución) y, admitiendo una
respuesta positiva, se planteaba otra cuestión: la de si la sección cuarta del Art. II
agotaba los fundamentos para el impeachment de los jueces federales o si, por
el contrario, podía entenderse que el Art. III, al imponer un deber específico a
los jueces, el de tener un buen comportamiento, necesario para mantenerse en
el cargo (“The judges, both of the supreme and inferior courts, shall hold their
offices during good behaviour”), podía estar fundamentando un nuevo motivo de
impeachment. Dicho de otro modo, ¿podía una mala conducta judicial ser motivo
suficiente para la destitución de un juez federal a través del procedimiento de
impeachment?
Muchas dudas, pues, se cernían en torno al instituto que nos ocupa. Y los dos
procesos de impeachment a que nos vamos a referir a continuación, el del Judge
Pickering y el del Associate Justice Chase, no harían sino acentuarlas. Así, por alu-
dir tan sólo a dos cuestiones de la mayor trascendencia en los procesos en cuestión:
la incompetencia de un juez para el ejercicio de los deberes del cargo de resultas,
por ejemplo, de su enajenación mental, ¿era base suficiente para fundamentar
un impeachment contra él? Y otra cuestión, la referencia constitucional a “graves
crímenes y delitos” (“high crimes and misdemeanors”) ¿podía entenderse hecha
tan sólo a conductas delictivas perseguibles procesalmente o, desbordando tal
ámbito, podía equivaler a lo que se conoce como maladministration? El intento de
dar una respuesta a estas problemáticas cuestiones exige detenernos, siquiera sea
mínimamente, tanto en los orígenes ingleses del impeachment, dado el profundo

419
Ello excluye a los funcionarios militares y navales, pero también a los miembros del Congreso,
pues aunque son “civiles”, no son “funcionarios”. La Cámara de Representantes, que asume el poder
exclusivo de la acusación, formuló en 1798 impeachment contra el senador Blount, de Tennessee,
pero el Senado, –que es obviamente el órgano al que se asigna la potestad exclusiva de juzgar, bajo la
presidencia del Vicepresidente de los Estados Unidos, salvo que el procedimiento afecte al Presidente
de los Estados Unidos, en cuyo caso es el Chief Justice quien preside el Senado– tras expulsarlo, declaró
improcedente el procedimiento, desestimando las acusaciones por falta de jurisdicción. Cfr. al respecto
C. Herman PRITCHETT: La Constitución Americana, Tipográfica Editora Argentina, Buenos Aires,
1965, pp. 242-244.
548 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

arraigo en el pasado de la institución420, como en la gestación constitucional del


instituto, como asimismo en la interpretación que la doctrina ha hecho de las
previsiones constitucionales.

a) El origen inglés del instituto del impeachment

I. El impeachment, término que literalmente puede traducirse como “acusa-


ción”, ha sido en Estados Unidos, en gran parte, un instrumento para desposeer
del cargo a los jueces corruptos, pero en Inglaterra, donde la institución surge,
su significado era mucho más amplio. En cualquier caso, es evidente que el
instituto del impeachment fue adoptado y adaptado de la práctica política inglesa,
no sin modificaciones. De ahí la importancia de conocer mínimamente el law
of impeachment en Inglaterra, lo que incluye la lex et consuetudo parliamenti al
tiempo de su adopción constitucional en los Estados Unidos.
Se ha dicho421, que el impeachment era en Inglaterra un término equivalente
a los de felony (delito grave) y levying war (hacer la guerra), y que con él se identi-
ficaba una especie de juicio político usado para imputar a aquellos delincuentes
que podían escapar a una acusación basada en el common law. Esta visión no nos
parece por entero satisfactoria ni rigurosa, pues aparte de ser en exceso imprecisa,
puede contribuir a desenfocar el verdadero sentido del instituto en Inglaterra. En
1679, en la House of Commons, se decía de él que era “the chief institution for the
preservation of government”422. No ha de extrañar que se diera tanta relevancia a
la institución por cuanto, por medio de la misma, el Parlamento, después de una
larga y encarnizada lucha con el Rey, logró convertir a los ministros elegidos por
el Monarca en responsables ante él más bien que ante la Corona, reemplazando
de esta forma las pretensiones absolutistas del Rey por el principio de supremacía
parlamentaria. El impeachment inglés fue así un arma esencialmente política en
manos de los Comunes en sus acerbas luchas no sólo con los reyes, sino también
con sus ministros y con los consejeros reales. Desde esta perspectiva, no hay mu-
cha correspondencia con el instituto norteamericano, pues el único impeachment
que en los Estados Unidos podría corresponder a este modelo de acusación sería
el que se presentó contra el Presidente Andrew Johnson en 1868, que descansaba
sobre desacuerdos constitucionales tan profundos como los que, por lo general,
subyacían en los ingleses423.

420
“The institution of impeachment –ha escrito Brown– is essentially a growth deep rooted in the
ashes of the past”. Wrisley BROWN: “The Impeachment of the Federal Judiciary”, en Harvard Law
Review (Harv. L. Rev.), Vol. XXVI, 1912-1913, pp. 684 y ss.; en concreto, p. 685.
421
David Y. THOMAS: “The Law of Impeachment in the United States”, en The American Political
Science Review (Am. Pol. Sci. Rev.), Vol. 2, No. 3, May, 1908, pp. 378 y ss.; en concreto, p. 378.
422
Raoul BERGER: Impeachment: The Constitutional Problems, Harvard University Press, Cam-
bridge, Massachusetts, 1973, p. 1.
423
Jack N. RAKOVE: “Statement on the Background and History of Impeachment”, en George
Washington Law Review (Geo. Wash. L. Rev.), Vol. 67, 1998-1999, pp. 682 y ss.; en concreto, p. 684.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 549

La jurisdicción penal del Parlamento inglés encontró su origen en el poder


judicial general del Aula Regia establecida por Guillermo I el Conquistador, tri-
bunal que se hallaba compuesto por los altos funcionarios estatales del Monarca,
incluyendo los barones del Parlamento y los justicias mayores (“justiciars”)
expertos en el Derecho. En tiempos normandos, este tribunal administró la
justicia universal del reino. Tras la separación del Parlamento en dos Cámaras, la
jurisdicción residual para revisar las decisiones de otros tribunales sobrevivió en
la House of Lords. Se suele admitir, que el comienzo del impeachment se remonta
justamente a esta etapa424, que coincide con el reinado de Eduardo III (Rey de
Inglaterra entre 1327 y 1377), de gran importancia en la historia de Inglaterra,
y bajo el cual el Parlamento quedó definitivamente dividido en dos Cámaras
que se reunían por separado. Hacia el final del reinado, los Comunes, actuando
como gran jurado de todo el reino, intentaron presentar ante los Lores a personas
acusadas de graves delitos contra el Estado para que fueran juzgadas por ellos.
El año 1376 tuvo lugar un procedimiento en el “Buen Parlamento” (“the Good
Parliament”) contra los Lores Latimer y Neville, que se suele visualizar como el
más temprano ejemplo de un juicio ante los Lores subsiguiente a una acusación
de los Comunes. El voto de la mayoría era suficiente para que un impeachment
fuera aprobado por la Cámara de los Lores.
Los casos en que los jueces ingleses han sido acusados por “high crimes and
misdemeanors”, cometidos con ocasión del ejercicio del cargo, constituyen sin
embargo una clase aparte; primero, por la peculiaridad del cargo ocupado por los
jueces, y segundo, porque adicionalmente al impeachment existe otro método más
sumario para su destitución. De hecho, durante la primera parte del siglo XVIII el
Parlamento inglés inició la práctica de remover a los jueces incompetentes en el
ejercicio del cargo a través de una simple petición (address) sin juicio. La más remota
acusación dirigida contra un juez inglés por el delito de cohecho (“bribery”) tuvo
lugar en 1351 contra Sir William Thorpe, y a ella seguiría la del Chancellor Michael
de la Pole en 1384425. Particular trascendencia tendría la acusación contra Francis
Bacon, el gran filósofo, científico y jurista del Renacimiento inglés, que en 1621 ,
en su calidad de Lord Chancellor, el más elevado cargo judicial de Inglaterra, fue
acusado de aceptar sobornos de litigantes, a veces incluso de las dos partes litigantes
de un mismo caso, siendo su única defensa que “he never gave the briber his due
unless he deserved it on the merits”426 (él nunca dio al sobornador su merecido a
menos que lo mereciera por sus méritos). Bacon fue acusado por la Cámara de los
Comunes, encontrado culpable por la Cámara de los Lores y sentenciado a prisión
en la Torre de Londres durante el tiempo que el Rey quisiera (“during the King´s
pleasure”). El Rey Jaime lo liberó de la prisión en unos pocos días, otorgándole el
perdón, pero Bacon ya no recuperó nunca su viejo prestigio.

424
Hannis TAYLOR: “The American Law of Impeachment”, en North American Review (N. Am.
Rev.), Vol. 180, No. 4, April, 1905, pp. 502 y ss.; en concreto, p. 503.
425
Ibidem, pp. 504-505.
426
Apud Frank THOMPSON, Jr., and Daniel H. POLLITT: “Impeachment of Federal Judges: An
Historical Overview”, en North Carolina Law Review (N. C. L. Rev.), Vol. 49, 1970-1971, pp. 87 y ss.;
en concreto, p. 87.
550 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

Con la reactivación de los poderes del Parlamento en el reinado de Jaime (o


Jacobo) I, comienza realmente la historia moderna del impeachment. El primer
caso fue el de Giles Mompesson en 1621, y el último el de Lord Melville en 1805.
Entre uno y otra se contabilizan cincuenta y cuatro casos427.
En esta primera etapa de los Estuardos los “high crimes and misdemeanors”
en que se basaban estas acusaciones, en muchos casos, no se referían verdadera-
mente a delitos, sino que en realidad implicaban desacuerdos fundamentales que
estaban íntimamente mezclados con las luchas constitucionales en curso entre
el Parlamento y la Corona, que a la postre habrían de conducir a la guerra civil
en los años 1640, a la ejecución de Carlos I en 1649, a la ley marcial en la década
siguiente, a los acerbos conflictos partidistas de los años 1670 y, finalmente, a la
Glorious Revolution de 1689. De ahí que Berger escribiera428, que “in the great Eng-
lish impeachments the charges were often the sheerest facade for a <politically>
motivated proceeding”. (En los grandes impeachments ingleses las acusaciones
eran a menudo la más completa fachada para un procedimiento políticamente
motivado). Pero además, como recuerda Fenton429, la historia de la institución en
Inglaterra revela que un significativo número de impeachments estuvieron basados
en mala conducta no criminal (“noncriminal misconduct”).
El 11 de mayo de 1787, tres días antes del inicio de la Convención de Filadelfia,
tenía lugar uno de los más famosos impeachments de la historia de Inglaterra.
Warren Hastings, quien había sido gobernador de Bengasi y gobernador general
de la India, donde alcanzó célebres éxitos, tras su regreso a Inglaterra en 1785, y
tras una feroz campaña de los “whigs”, con un especial protagonismo de Burke,
fue acusado ante la House of Lords. El proceso, que culminó con la absolución de
Hastings, se prolongó durante años, desencadenando un enorme debate entre la
opinión pública inglesa, que llegó a la conclusión de que la antigua y molesta arma
de lucha constitucional del impeachment ya no se acomodaba a las necesidades
de la moderna sociedad. Desde ese momento, y no obstante el ya mencionado
impeachment contra Lord Melville en 1805, este intrumento parlamentario dejó
de ser un instituto operativo en Inglaterra.

II. En la América colonial430, el precedente más remoto del impeachment se pro-


dujo, casi inadvertidamente, en 1635, como una respuesta local a una manifiesta
mala conducta en un alto puesto, el del Gobernador real de Virginia John Harvey,
qien chocó frontalmente con sus consejeros. Al no existir ninguna disposición en
la Virginia Charter sobre el modo de resolver el desacuerdo, el Gobernador fue
acusado de abuso de autoridad en el ejercicio del cargo (“misfeasance in office”).
427
Hannis TAYLOR: “The American Law of Impeachment”, op. cit., p. 504.
428
Raoul BERGER: Impeachment: The Constitutional Problems, op. cit., p. 97.
429
Paul S. FENTON: “The Scope of the Impeachment Power”, en Northwestern University Law
Review (Nw. U. L. Rev.), Vol. 65, 1970-1971, pp. 719 y ss.; en concreto, p. 728.
430
Para una detenida exposición, cfr. al respecto el capítulo sobre “Criminal Impeachment in
the Colonies, 1635-1699”, en Peter Charles HOFFER and N. E. H. HULL: Impeachment in America,
1635-1805, Yale University Press, New Haven and London, 1984, pp. 15-26.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 551

Se suscitó entonces la cuestión de cómo resolver la delicada situación. A la vista


de los recientes precedentes ingleses de resolución de similares problemas (los
impeachments de Francis Bacon y del Duque de Buckingham), y después de una
tormentosa sesión en la General Assembly de Virginia, se resolvió que John Harvey
fuera enviado a Inglaterra para ser allí acusado y juzgado.
Hoffer y Hull se han referido431 a la admiración de los colonos por el proce-
dimiento inglés del impeachment, lo que les condujo a que durante todo el siglo
XVII buscaran a tientas un camino confusamente iluminado hacia una plena
comprensión del English impeachment law. Las Cámaras bajas de las Asambleas
coloniales, a lo largo del siglo XVII, no parecieron haber comprendido la amplia
función política del impeachment en su contexto inglés.
Los últimos impeachments de la época colonial parecían marcar una nueva
doctrina a tono con la nueva época constitucional que se avecinaba. Tal iba a ser el
caso de las acusaciones formuladas contra: el Juez William Moore de Pennsylvania
(1757-1758), el Chief Justice Charles Shinner de Carolina del Sur, el Tesorero de
New Jersey Stephen Skinner y el Chief Justice Peter Oliver de Massachusetts (1773-
1774). Estos casos introdujeron dos novedades trascendentales en América432:
la primera, que estos casos se dirigían en último término contra las autoridades
inglesas en las colonias; la segunda, que descansaban sobre la presunción de la
supremacía de los representantes del pueblo, reunidos en las Cámaras bajas de
las asambleas coloniales, sobre los restantes poderes del gobierno.
La transformación de este instituto de un mecanismo de control frente a
las fechorías de las autoridades monárquicas a un instrumento del gobierno
republicano encontró su primera puesta en marcha en las Constituciones estatales.
Entre 1776 y 1787 éstas ensayaron diversas fórmulas para el impeachment. Tan
sólo los Estados de Connecticut, Maryland y Rhode Island esperaron hasta el siglo
XIX para introducir en sus ordenamientos jurídicos el instituto que nos ocupa.
Se ha subrayado433, cómo en la mayoría de las Constituciones estatales receptoras
del impeachment se revela una intención de limitar el alcance del instituto en el
Derecho inglés, lo que, por ejemplo, se pone de relieve en la restricción del alcance
subjetivo de esta acusación, abandonando la fórmula inglesa, de conformidad con
la cual todos los súbditos del Rey podían ser acusados a través de este mecanismo,
con independencia de que ocuparan o no un cargo público.
Innecesario es decir que la Constitución federal caminará en la misma direc-
ción. Por poner otro ejemplo, a lo largo de todos los debates los Framers buscaron
definir los delitos objeto de impeachment con precisión. Mientras el Parlamento
inglés rehusó limitar su jurisdicción mediante la definición de los delitos objeto
de impeachment, los constituyentes actuaron justamente al contrario. Desde la
primera fórmula, de “maladministration and corruption in office”, a la que habría
de ser la definitiva, “treason, bribery, or other high crimes and misdemeanors”.

431
Peter Charles HOFFER and N. E. H. HULL: Impeachment in America, 1635-1805, op. cit., p. 26.
432
Ibidem, p. 41.
433
David Y. THOMAS: “The Law of Impeachment in the United States”, op. cit., p. 385.
552 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

b) Algunos problemas constitucionales en la regulación del impeachment

Ya hemos transcrito con anterioridad las previsiones constitucionales relativas


al instituto del impeachment. Las disposiciones constitucionales plantean diversos
problemas, no obstante lo cual no creemos que pueda llegar a mantenerse
objetivamente la consideración de Brown434, de que los principios que rigen el
impeachment en los Estados Unidos han sido obscurecidos por una atmósfera de
misterio. Es cierto que cuando la Convención de Filadelfia se reunió el impeach-
ment era un instituto que, como antes se expuso, ya había sido puesto a prueba
por el flujo y reflujo del tiempo. En las deliberaciones se trataron de armonizar
distintos principios que finalmente propiciaron un “mosaico de compromisos”,
pero de ahí a hablar de una atmósfera de “misterio” media una cierta distancia.
Muy diversos son los problemas constitucionales que suscita la norma consti-
tucional relativa al impeachment, que aún se amplían más si la sección cuarta del
Art. II de la Constitución se pone en conexión con la good behaviour clause de la
sección primera del Art. III, en relación a los jueces federales. No pretendemos ni
mucho menos agotarlos, pues ese no es el objeto de este trabajo, sino efectuar un
planteamiento general que sirva como referente con vistas a la mejor comprensión
de los impeachments republicanos contra Pickering y Chase.

a´) El fundamento del impeachment. La controvertida interpretación


de la Sección cuarta del Art. II de la Constitución

I. En sus esfuerzos por caracterizar los delitos por los que un impeachment
podía ser autorizado, los Framers se movieron de los términos más generales
a los más específicos. Así, en la cláusula original propuesta el 2 de junio de
1787 por dos de los delegados de Carolina del Norte (Williamson y Davie) se
hablaba de “mal-practice or neglect of duty”, términos entresacados de la propia
Constitución del Estado. Dos meses más tarde, el Committee of Style reemplazó
esa frase por la de “treason, bribery, or corruption”. A primeros de septiembre, el
llamado Comité de las partes aplazadas (Committee on Postponed Parts) suprimió
la palabra “corruption” de esa lista. El día 8 de ese mismo mes, George Mason
propuso añadir el término “maladministration”, que no fue aceptado, dando pie
a que se restableciera el diseño de Williamson y Davie, lo que rápidamente suscitó
la objeción de Madison por la vaguedad de aquellos términos, que se traduciría
en otorgar un enorme poder discrecional al Senado. Así las cosas, Mason formuló
otra nueva propuesta, la de “other high crimes (and) misdemeanors against the
State”, que la Convención aprobó rápidamente (y sin un solo voto, recogido por
lo menos en las actas, en contrario) no obstante parecerle a Madison el término
“misdemeanor” también demasiado expansivo, por lo que propuso trasladar

434
Wrisley BROWN: “The Impeachment of the Federal Judiciary”, op. cit., pp. 684 y 688.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 553

el juicio de impeachment del Senado a la Corte Suprema435, con base en que la


excesiva amplitud de “misdemeanor” dejaría al ejecutivo demasiado dependiente
del Congreso, moción que no obtuvo más que un mínimo respaldo. No deja de
sorprender la rápida adopción por los delegados de Filadelfia de esta frase, sin
debate alguno, pues aunque tenía un claro arraigo en Inglaterra, donde venía
apareciendo en los impeachments desde siglos atrás, lo cierto es que tal frase se
separaba de las que los revolucionarios habían venido utilizando en las primeras
Constituciones estatales. La Convención cambió después la fórmula “against the
State” por la de “against the United States”, pero unos pocos días después (el
12 de septiembre) el Committee of Style suprimió la frase, presumiblemente por
considerarla redundante436. La última enmienda de Mason tenía el efecto evidente
de ampliar el ámbito del impeachment, pero, desde luego, era menos ambigua y
subjetiva que “malpractice” o “maladministration”.

II. La sección cuarta del Art. II, en su redacción definitiva, iba así a prever
como fundamentos habilitantes de la remoción del cargo por impeachment un
díptico de delitos: traición (“treason”) y cohecho o soborno (“bribery”), a los que
la norma añade, como una suerte de amplia cláusula residual final, la referencia
a otros graves crímenes y delitos (“other high crimes and misdemeanours”).
Innecesario es decir que es esta última cláusula la que suscita la enorme mayoría
de dudas interpretativas. La frase recepcionada por los delegados no era ni mucho
menos nueva, sino que se tomó del Derecho inglés, donde, pese a la vertiente
en muchas ocasiones política que asumiría este instituto, es lo cierto que había
adquirido un significado generalmente aceptado, aun cuando no dejaran de
haber cuestiones abiertas. Es por ello por lo que muchos autores han defendido
la necesidad de atender a sus originarias fuentes inglesas llegado el momento de
su interpretación437, aunque no faltan quienes se oponen a ello, como es el caso
de Brant, quien rechaza acudir a los precedentes ingleses, mostrándose partidario
en su lugar de atender a otras cláusulas constitucionales438. Una posición más

435
También el Comité de las partes aplazadas, presidido por David Brearley, propuso en su informe
de 4 de septiembre sustituir el Senado por la Corte Suprema como órgano encargado del enjuiciamiento
del impeachment. Cfr. al respecto, Jack N. RAKOVE: “Statement on the Background and History of
Impeachment”, op. cit., p. 689.
436
Jack N. RAKOVE: “Statement on the Background and History of Impeachment”, op. cit., p. 687.
Fenton coincide en que la causa de la supresión de la frase fue por razones técnicas, para suprimir
la redundancia, pero viene a aducir que el efecto de la supresión fue mayor, pues de no haberse
suprimido, la impeachment clause estaría claramente limitada a las violaciones de las leyes federales
penales y civiles y a la mala conducta en el ejercicio del cargo oficial. Paul S. FENTON: “The Scope
of the Impeachment Power”, op. cit., p. 740.
437
Tal es el caso, entre otros, de Brown, quien escribe al respecto: “It is, then, in the nature of a
term of art, and by all the recognized canons of construction we must look to its source for light in
its interpretation”. Wrisley BROWN: “The Impeachment of the Federal...”, op. cit., p. 690.
438
Brant atiende a los límites que la Constitución establece sobre las consecuencias de la condena,
como por ejemplo, la destitución del cargo y la inhabilitación para el mismo, considerándolos como
una prueba de que los Framers rechazaron la amplitud de la práctica inglesa. Brant sostiene que los
Framers conocían que la House of Commons, a menudo, formuló impeachments de modo casi tiránico,
y se propusieron llevar a cabo una estricta definición de los fundamentos del impeachment a fin de
554 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

matizada, y que nos parece la más correcta, es la de Fenton439, para quien aunque
la práctica inglesa es indudablemente de un valor sustancial al interpretar la
cláusula del impeachment, aceptar este precedente como un criterio inflexible
e invariable (“as an inflexible and unchanging standard”) sería un grave error,
pues el análisis constitucional contemporáneo exige un enfoque flexible para la
interpretación.
La Constitución, como ya tuvimos oportunidad de ver, precisa en otra dispo-
sición lo que entiende por el delito de traición, y en cuanto al delito de cohecho
o soborno (“bribery”), parece suficientemente claro como para que desencadene
dudas interpretativas. Mucho más dificultosa es la interpretación de la referencia
a los “high crimes and misdemeanours”, que ha sido considerada440 como una
de aquellas muchas atormentadoras frases (“tantalizing phrases”) que entró en
la Constitución sin un adecuado debate. En sintonía con lo que acaba de decirse
en relación a la necesidad de no condicionar la interpretación de la impeachment
clause con su significado en el Derecho inglés, parece claro que aunque “high
crimes and misdemeanors” fuera una expresión de procedencia inglesa (su empleo
en los impeachments ingleses se remontaba siglos atrás) no cabe atender tan sólo
a la interpretación dada a la misma en Inglaterra, aunque ciertamente en este país
ya en 1787 existía un sustancial cuerpo interpretativo de cases-law.
Podría sostenerse que “other high crimes and misdemeanors” se refiere a
los delitos tipificados por el Derecho penal tanto federal como estatal, pero ello
encajaría mal con la estructura federal, pues supondría atribuir a los Estados un
poder de incidir sobre una cláusula constitucional a través de sus formulaciones
penales. Circunscribiéndonos al Derecho federal, tampoco parecería lógico que
en el término “misdemeanors” tuvieran cabida todos los delitos que no lleguen a
alcanzar la categoría de graves. El mero hecho de que la dicción constitucional se
refiera a “high crimes and misdemeanours” ya parece que nos está indicando que
las infracciones que han de quedar sujetas a este procedimiento han de ser graves
por su propia naturaleza. Y junto a todo ello surge la cuestión más relevante:
¿Excluye la dicción constitucional que un impeachment pueda encontrar su
fundamento en una conducta no tipificada penalmente?

III. El punto de vista de que el impeachment se apoya en una violación del


Derecho penal existente tiene, como se ha dicho441, el imprimatur de Blackstone.
En efecto, refiriéndose al parliamentary impeachment, escribe Blackstone: “an
impeachment before the lords by the commons of Great Britain, in parliament, is
a prosecution of the already known and established law, and has been frequently

evitar tales abusos. Irving BRANT: Impeachment: Trials and Errors, Alfred A. Knopf, New York, 1972,
pp. 11-13. Cit. por William BATES III: “Vagueness in the Constitution: The Impeachment Power”
(Books Noted), en Stanford Law Review (Stan. L. Rev.), Vol. 25, 1972-1973, pp. 908 y ss.; en concreto,
p. 916, nota 45.
439
Paul S. FENTON: “The Scope of the Impeachment...”, op. cit., p. 721.
440
Jack N. RAKOVE: “Statement on the Background and History...”, op. cit., p. 682.
441
Raoul BERGER: Impeachment: The Constitutional Problems, op. cit., p. 55.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 555

put in practice”442. Ahora bien, como señala Rakove443, nada en los debates sugiere
que la rápida aceptación de la repentina sustitución propuesta por Mason del
término “maladministration” por la expresión “other high crimes and misde-
meanors” respondiera, ni en su redacción ni en su aprobación, a una finalidad
blackstoniana. Pero es que, además, un examen de la historia del impeachment en
Inglaterra revela que un significativo número de impeachments se basaron no en
una conducta criminal, sino simplemente en una conducta mala o inapropiada
(misconduct)444, al margen ya de que, como antes se dijo, en muchos casos, los
términos en cuestión eran una mera cobertura que encubría una acusación que tan
sólo respondía a una motivación política. Así se puso de relieve en el impeachment
de Samuel Chase por quienes sostuvieron los articles of impeachment en que se
sustentaba su acusación, que adujeron que nunca la concepción del impeachment
había sido tan limitada en Inglaterra como para circunscribirse a las conductas
sancionables penalmente, y que nada había en el desarrollo de la Constitutional
Convention que sugiriera la intención de los delegados en Filadelfia de apartarse
de modo tan radical de la tradición al constitucionalizar la expresión inglesa
tradicional. En relación con lo que se acaba de decir, es cierto que la “misconduct
in office”, esto es, el mantenimiento de una conducta inadecuada en el ejercicio de
un empleo público, a partir de fines del siglo XVII, se consideró penalmente san-
cionable por el common law, pero este delito quedó confinado a los funcionarios
de rango menor, por lo que no hay que pensar que la misconduct fundamentadora
de un impeachment en Inglaterra se pudiera reconducir al ámbito penal, pues no
obstante ser el ámbito subjetivo del impeachment en Inglaterra, como ya se dijo,
muchísimo más amplio que en Estados Unidos, no era normal que este tipo de
procedimiento se siguiera contra los funcionarios de más bajo nivel.
Por lo demás, de los comentarios posteriores a la Convención hechos por
algunos de los participantes en ella parece desprenderse una intención por parte de
los Framers de incluir conductas no perseguibles penalmente dentro del catálogo
de las contravenciones sujetas a impeachment. Hamilton es un claro exponente
de ello cuando en el número LXV de los Federalist Papers escribe: “The subjects
of its jurisdiction (del juicio de impeachment) are those offences which proceed
from the misconduct of public men, or in other words, from the abuse or violation
of some public trust. They are of a nature which may with peculiar propriety
be denominated political, as they relate chiefly to injuries done immediately to
the society itself”445. (Los temas de su jurisdicción son aquellas infracciones que
proceden de la conducta inadecuada de los hombres públicos, o en otras palabras,
del abuso o violación de la confianza pública. Poseen una naturaleza que con una

442
William BLACKSTONE: Commentaries on the Laws of England (A Facsimile of the First Edition
of 1765-1769), Vol. IV (Of Public Wrongs, 1769), The University of Chicago Press, Chicago & London,
1979, p. 256.
443
Jack N. RAKOVE: “Statement on the Background and History...”, op. cit., 683.
444
Paul S. FENTON: “The Scope of the Impeachment Power”, op. cit., p. 728.
445
Alexander HAMILTON, James MADISON, and John JAY: The Federalist or, the new Constitution,
Basil Blackwell, Oxford (Great Britain), 1948, p. 334 (el núm. LXV, en pp. 333-338).
556 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

especial propiedad puede denominarse política, ya que se relacionan sobre todo


con daños causados directamente sobre la sociedad).
A este respecto, Simpson es inequívoco cuando escribe: “Is is not without
significance that in the many excellent and exhaustive briefs prepared by counsel
for respondents in our impeachment proceedings, some of which were tried
while members of the convention which framed the Constitution still lived, there
is no assertion that any member of that convention had expressed the opinion
that impeachment was only intended to cover indictable offenses. A somewhat
careful independent examinations fails to disclose any such statement”446. Simpson
sostiene pues con rotundidad, que en esos exhaustivos informes elaborados por
abogados de demandados en procedimientos de impeachment que tuvieron lugar
cuando todavía vivían miembros de la Constitutional Convention, no se sostiene
que ningún miembro de la Convención hubiera expresado la opinión de que el
impeachment se había de circunscribir a contravenciones perseguibles penalmen-
te. El único caso conocido en contrario es el de Luther Martin, un miembro de la
Convención por Maryland, que se negó a firmar el texto constitucional y que se
convirtió en uno de sus mayores oponentes. Él fue uno de los abogados defensores
de Samuel Chase, con ocasión de su impeachment, y en el proceso defendió insis-
tentemente, que este procedimiento tan sólo estaba previsto para las infracciones
perseguibles penalmente. Todo ello parece querernos decir, que la frase “other high
crimes and misdemeanours” no excluiría conductas inadecuadas aun cuando no
cayeran dentro del ámbito de lo penal. Innecesario es decir, que el expreso rechazo
del término “maladministration” por la Convención debe implicar que este tipo de
“misconducts” a que nos venimos refiriendo deban ser interpretadas mucho más
estrictamente que aquellas otras reconducibles al ámbito de lo penal.
También el propio texto de la Sección cuarta del Art. II puede ser de alguna
utilidad en orden al esclarecimiento de la duda. Si el término “misdemeanor”,
que en cierto modo al menos es una antítesis de lo que debe ser un “buen
comportamiento”, se refiere tan sólo a “criminal misdemeanor”, esto es, a figuras
delictivas menores, que es uno de los significados literales del término, entonces
la palabra, en cierto modo, es inútil e innecesaria, porque puede perfectamente
quedar contenida dentro del más amplio término de “crimes”. Su inclusión parece
ir más allá de la alusión a unos delitos menores.
No faltan desde luego autores que sustentan la interpretación contrapuesta,
entendiendo que la destitución de un juez federal, nombrado para ejercer el cargo
vitaliciamente, mientras mantenga una buena conducta, incluso por errores
tan patentes como para equivaler a lo que se conoce como maladministration,
difícilmente se puede acomodar a las expresas intenciones de los Framers. Currie
es tajante al respecto cuando afirma447, que el único argumento plausible para
una condena por impeachment es el de la violación deliberada de la ley. Quienes

446
Alex. SIMPSON, Jr.: “Federal Impeachments”, en University of Pennsylvania Law Review (U.
Pa. L. Rev.), Vol. 64, 1915-1916, pp. 651 y ss.; en concreto, p. 690.
447
David P. CURRIE: “The Constitution in Congress: The Most Endangered...”, op. cit., p. 255.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 557

así piensan han acudido a algunas disposiciones constitucionales para apoyar la


interpretación proclive a ver en el impeachment un procedimiento operativo tan
sólo en infracciones penales. Así, se ha acudido a la Sección segunda del Art. III,
en cuyo tercer párrafo se puede leer: “The trial of all crimes, except in cases of
impeachment, shall be by jury....”, entendiendo que esta disposición presupone
que las infracciones sujetas a impeachment son infracciones de las leyes penales.
Pero los tribunales han considerado repetidamente que no hay criminal common
law en los Estados Unidos, y de esta interpretación se seguiría que el proceso de
impeachment sólo puede ser procedente contra actos que han sido tipificados
como delitos mediante ley federal. Brown cree448, que la falacia de esta posición
resulta evidente cuando consideramos que los textos legales guardaron silencio
en relación a los delitos, durante un considerable período de tiempo, después de
que la Constitución estuviese operativa, y si los textos legislativos hubiesen sido
el test del impeaching power, el texto constitucional hubiese estado bloqueado, en
absoluto desuso, durante ese período.
Otro argumento constitucional se ha aportado asimismo en favor de la inter-
pretación de que el impeachment descansa tan sólo en aquellas infracciones que,
cometidas por otro, constituirían delito449: el inciso final del último párrafo de la
Sección tercera del Art. I, en el que tras establecerse que el efecto del impeachment
será la destitución del cargo, se añade: “but the party convicted shall, nevertheless,
be liable and subject to indictment, trial, judgment, and punishment, according
to law”. La parte condenada a través del impeachment no queda exenta por ello
de toda responsabilidad, sino que queda sujeta, según parece dar a entender el
precepto, a ser juzgada por la vía penal, aunque desde luego para nada se aluda de
modo específico a tal vía. No creemos que esta disposición sea concluyente, pues
aun cuando la norma estuviera pensando en un posterior enjuiciamiento por la vía
penal, ello podría entenderse en el sentido de dejar claro que la responsabilidad
hecha efectiva a través del impeachment no exime de otras responsabilidades,
especialmente de la penal, en que hubiera podido incurrir el acusado condenado
por el Senado, pero tal previsión no conduce de modo inexcusable a entender que
sólo una conducta penalmente tipificada puede fundamentar un impeachment.
Hay que recordar al respecto, que la cuestión de si una infracción debía
ser penalmente perseguible para caer dentro del ámbito del procedimiento de
impeachment se planteó por primera vez en el impeachment contra el Justice
Samuel Chase, del que nos vamos a ocupar con cierto detenimiento más adelante.
Luther Martin, uno de sus abogados, que había sido miembro de la Convención
de Filadelfia, sostuvo justamente que no había causa de acusación por este
procedimiento contra su cliente porque Chase en ningún momento había sido
acusado ni condenado penalmente por las infracciones de que se le acusaba.
Chase fue absuelto, pero como se ha puesto de relieve450, no hay prueba de que los

448
Wrisley BROWN: “The Impeachment of the Federal Judiciary”, op. cit., p. 696.
449
Richard B. LILLICH: “The Chase Impeachment”, en The American Journal of Legal History (Am.
J. Legal Hist.), Vol. 4, 1960, pp. 49 y ss.; en concreto, p. 54.
450
David Y. THOMAS: “The Law of Impeachment in the United States”, op. cit., p. 393
558 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

senadores atendieran al argumento de Luther Martin como causa determinante


de la absolución. Por lo demás, Samuel Chase era un Juez de la Corte Suprema,
y en relación a los jueces federales en general pueden hacerse algunas reflexiones
adicionales que confirman que una misconduct en el ejercicio del cargo oficial
pueda ser enjuiciada a través del impeachment, pero a ello nos referiremos a
continuación.
Añadamos para finalizar una última reflexión. Si el propósito del impeachment
es proteger el servicio público, y a través de esa protección tutelar a la propia
sociedad, sobre la que, como dijera Hamilton, recae de modo directo el daño
causado por la actuación inadecuada del funcionario o cargo público, y no
castigar al infractor o delincuente, de este elemento teleológico se desprende que
la referencia constitucional a “high crimes ans misdemeanors” no debe restringirse
a las infracciones perseguibles penalmente. El “abuso o violación de la confianza
pública” a que se refiriera Hamilton, idea con la que, según recuerda Currie451,
muchos observadores de aquella primera época constitucional estaban de acuerdo,
desborda claramente el estricto ámbito de lo penal.
Al margen ya de la anterior discusión, quizá no esté de más recordar la
reflexión que hace justamente un siglo hacía Brown452, para quien la decisión de
si un acto o una conducta era lo suficientemente grave como para fundamentar en
ella un impeachment, exigía acudir a los principios eternos del Derecho, aplicados
al decoro público y a la moralidad cívica, lo que encontraba su razón de ser en
que la infracción debía ser perjudicial para el interés público, circunstancia que
explicaría, que incluso en los casos de conductas personales, no cometidas al hilo
del desempeño del cargo público, que hagan escandalosa la vida de quien detenta
un cargo público, quebrantando así la confianza del pueblo en su administración
de los asuntos públicos, sea perfectamente defendible el impeachment453.

IV. Debemos finalmente atender a la praxis del impeachment, a fin de ver si


la misma proporciona alguna conclusión significativa. Fenton estudió los doce
impeachments que habían tenido lugar hasta el año 1970, desde el del senador
William Blount en 1797-1799, hasta el del Judge Ritter (1933-1936)454. Analizando
los articles of impeachment, equivalentes a los cargos efectuados contra un
imputado, independientemente de que el proceso finalizara con la condena o la
451
David P. CURRIE: “The Constitution in Congress: The Most Endangered Branch...”, op. cit.,
pp. 253-254.
452
Wrisley BROWN: “The Impeachment of the Federal Judiciary”, op. cit., pp. 691-692.
453
Se ha sugerido a menudo por diversos autores, que el impeachment no se extiende a la
conducta inadecuada (misconduct) de un funcionario público al margen de su posición oficial. Así,
en el impeachment del Judge Swayne (1903-1905), la defensa adujo que, con relación a los jueces,
el impeachment debía limitarse a la conducta inadecuada mantenida por el juez en los estrados del
tribunal. Pero como sostiene Fenton, (en “The Scope of the Impeachment...”, op. cit., pp. 738-739) el
más sólido argumento frente a esta posición es que una conducta criminal, y nada tan serio como esto,
no fundamentaría un impeachment si se cometiera al margen de los deberes oficiales del funcionario
o cargo público.
454
Cfr. al respecto, Paul S. FENTON: “The Scope of the Impeachment...”, op. cit., pp. 740-745.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 559

absolución del acusado, el autor entresaca como rasgos comunes, en lo que ahora
interesa, la acusación por una conducta inadecuada en el ejercicio oficial del
cargo o por una infracción del Derecho civil o penal. Estos precedentes muestran
que al menos algunas de las actividades por las que los jueces federales han sido
acusados y condenados no son acciones tipificadas penalmente, lo que, unido
a la lógica interna de los términos de la impeachment clause, a los precedentes
ingleses y a lo expresado en los debates de la Convención de Filadelfia, indicaría
que el impeachment no se limita a las infracciones penales455.
Fenton precisa algo más cuando escribe, que “the impeachment power should
exclude misconduct by the respondent in his private capacity which involves
neither the conduct of his official duties, an abuse of his official position, nor
a violation of criminal or civil law”456. (El poder de impeachment excluiría toda
conducta inadecuada del demandado en su calidad privada, –esto es, como
ciudadano particular– que no afecte a su conducta en el ejercicio de sus deberes
oficiales, que no implique un abuso de su posición oficial, –que sería tanto como
decir de su cargo público– ni una violación del Derecho civil o penal). De esta
forma, los articles of impeachment hasta el año 1970 mostrarían que esta acusación
no se limita a las infracciones perseguibles por la vía criminal o por cualquier
otra vía, pero también que las conductas inadecuadas de quienes están sujetos a
este procedimiento que no sean perseguibles penalmente, sólo podrán ser objeto
de impeachment cuando entrañen una violación de normas legales, afecten al
ejercicio de los deberes oficiales del demandado o entrañen una actuación por
parte de éste abusiva de su posición oficial. Estas conclusiones creemos que
encuentran su lógica indiscutible en el hecho de que el objetivo del procedimiento
de impeachment, es proteger el servicio público antes que castigar al ofensor457.

V. Otra cuestión que puede suscitar la disposición constitucional que


comentamos es la referente a las personas que pueden quedar sujetas al procedi-
miento de impeachment. Con anterioridad, ya tuvimos oportunidad de referirnos
tangencialmente a la diferencia existente en este punto entre Inglaterra y los
Estados Unidos. La Constitución norteamericana delimita el ámbito subjetivo
del impeachment, siguiendo con ello la pauta que ya las Constituciones estatales
anteriores a 1787 habían seguido.
Aunque no falta algún autor, como es el caso de Thomas, que aduce que en
ninguna parte de la Constitución se menciona de modo específico ninguna catego-
ría (“any class”) como responsable a través de estos juicios458, circunstancia que le
conduce a decir, que alguien dispuesto a seguir una interpretación liberal podría
considerar que los ciudadanos particulares podrían ser hechos responsables a
través de un impeachment, el propio autor termina reconociendo que, general-

455
Paul S. FENTON: “The Scope of the Impeachment...”, op. cit., pp. 737-738.
456
Ibidem, pp. 745-746.
457
David P. CURRIE: “The Constitution in Congress: The Most Endangered...”, op. cit., p. 248.
458
David Y. THOMAS: “The Law of Impeachment...”, op. cit., pp. 385-386.
560 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

mente, se admite que sólo los funcionarios están sujetos a este tipo de acusación.
El mero planteamiento de la cuestión lo creemos improcedente, pues la Sección
cuarta del Art. II se refiere de modo específico al Presidente, Vicepresidente y a
todos los funcionarios civiles de los Estados Unidos, referencia esta última que
incluye también a los jueces federales, a lo que en modo alguno obsta que a ellos
se refiera el Art. III de la Constitución, mientras que el Art. II está dedicado al
poder ejecutivo.
Mayor interés presenta la cuestión de si el funcionario federal debe de estar
ocupando su puesto oficial para poder ser acusado. En sus Commentaries, el
gran Justice Story escribió: “If, then, there must be a judgment of removal from
office, it would seem to follow that the Constitution contemplated that the party
was still in office at the time of impeachment. If he was not his offense was still
liable to be tried and punished in the ordinary tribunals of justice. And it might
be argued, with some force, that it would be a vain exercise of authority to try a
delinquent for an impeachable offense, when the most important object for which
the remedy was given was no longer necessary or attainable”459. (Si por lo tanto
debe de haber una decisión de destitución del cargo, de ello parecería seguirse que
la Constitución contempló que la parte estaba todavía en el cargo en el momento
del impeachment. Si no estaba, su infracción todavía estaba sujeta a ser juzgada y
condenada en los tribunales ordinarios de justicia. Y podría sostenerse con alguna
fuerza, que sería un vano ejercicio de autoridad juzgar a un delincuente por una
infracción acusable –a través del impeachment– cuando el objetivo más importante
para el que se dio el remedio ya no era necesario o alcanzable). El razonamiento
de Story responde a una lógica incuestionable, pero admite objeciones, como la de
que a una persona condenada a través de este procedimiento se le puede privar con
carácter permanente de sus derechos políticos, lo que no puede hacerse a través de
otros procedimientos. Una condena por impeachment supone asimismo, a nuestro
modo de ver, una más radical reconvención pública del funcionario condenado.
La praxis del instituto no parece revelar que el cese en el cargo público sea
un obstáculo insalvable que impida este procedimiento de acusación. En 1846, la
House of Representatives presentó cargos por corrupción en el ejercicio de un cargo
público contra Daniel Webster, aunque ya llevaba varios años al margen del cargo.
La Cámara ordenó la creación de un Comité para investigar acerca de los cargos
que se formulaban contra Webster “with a view of founding an impeachment
against the said Daniel Webster”. Y sólo uno de los miembros del Comité, el
virginiano Bayley, pareció mostrar alguna duda acerca de si quien ya había cesado
en su puesto público podía ser acusado a través de este procedimiento.
Mayor interés presenta a este respecto el impeachment de William Belknap460,
sujeto en 1876 a este procedimiento por abuso de su cargo como Secretario de
Guerra, al aceptar dinero a cambio de un nombramiento para una línea de barcos
mercantes al servicio del ejército, lo que se consideró, a la par, como “bribery” y

459
Apud David Y. THOMAS: “The Law of Impeachment...”, op. cit., p. 386.
460
Cfr. al respecto, David Y. THOMAS: “The Law of Impeachment...”, op. cit., pp. 389-390.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 561

como “official misconduct”. Tanto la Cámara de Representantes como el Senado


hubieron de hacer frente a la cuestión de si un cargo público podía escapar al
impeachment mediante el cese en el cargo. Belknap había admitido los hechos
corruptos y presentado su dimisión al Presidente Ulysses S. Grant tan sólo unas
horas antes de que la House se pronunciara sobre la acusación, dimisión que fue
obviamente aceptada. Pero la House rehusó desestimar el procedimiento por el
cese y se pronunció sin división en favor del impeachment. El acusado sostuvo el
alegato de que sólo quienes estaban desempeñando el cargo público podían ser
objeto de esta acusación.
Tres meses pasó el Senado con los preparativos del juicio en lo relativo a
la cuestión de su jurisdicción, que ya en el proceso fue ampliamente debatida.
Finalmente, el Senado apoyó la opinión de la House por una votación de 37 votos
a favor frente a 29 en contra, con 7 abstenciones. La Cámara consideró que la
jurisdicción del Senado había sido admitida, pero el demandado adujo que no,
ya que había votado a favor un número de senadores inferior a los dos tercios
requeridos, el número necesario para condenar a un acusado a través de este
procedimiento, pidiendo en consecuencia que el caso fuera desestimado. La
cuestión así planteada dio lugar a una nueva votación para continuar o no con el
proceso, votación en la que una escasa mayoría de senadores (21 frente a 16, con
36 abstenciones) decidió continuar con el proceso.
Aunque en un primer momento el abogado del acusado rehusó tomar parte
en el juicio, finalmente optó por intervenir, significando en su discurso final, que
el demandado consideraba que el Senado había denegado su jurisdicción en el
caso, y que ningún senador que hubiera votado en contra de esa jurisdicción podía
ahora votar a favor de la culpabilidad del imputado sin ponerse en ridículo. En la
votación final, dos senadores que habían votado por la carencia de jurisdicción del
Senado en el caso se decantaron por la culpabilidad, pero el resto rehusó entrar a
juzgar el fondo del asunto y votó “not guilty”, dando como razón para votar de ese
modo no la inocencia del acusado, sino sino su creencia de que el Senado carecía
de jurisdicción para juzgarle. La notable fractura que se produjo en el Senado
en torno al tema de la jurisdicción hace difícicil entresacar algún precedente
inequívoco respecto a la cuestión que nos ocupa, y si hubiera que sacar alguno,
nos inclinaríamos a admitir que las Cámaras, por una mayoría mayor en un caso
y mucho menor en el otro, optaron por rechazar que el cese en el cargo público
imposibilite un proceso de impeachment.

b´) Las previsiones constitucionales del Art. I.


¿Judicial review de los impeachments?

I. La Sección cuarta del Art. II nada dice acerca de quién decide en el proce-
dimiento de impeachment. Ello en realidad era innecesario porque ya la Sección
tercera del Art. I había establecido: “The Senate shall have the sole power to try all
impeachments”, precisando a continuación: “When sitting for that purpose they
562 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

shall be on oath or afirmation”, para añadir, que cuando se juzgue al Presidente


de los Estados Unidos el Senado estará presidido por el Chief Judge. El propio
párrafo termina precisando, que ninguna persona será condenada sin el acuerdo
de los dos tercios de los miembros presentes, requisito que se ha considerado461
como el coronamiento (“the capstone”) en la republicanización del procedimiento
y juicio de impeachment, por cuanto tal exigencia aseguraba que el Senado sería
cuidadoso y deliberante en su vista y decisión de los casos de impeachment, como
la Cámara de los Lores, aunque sin los adornos aristocráticos (“the aristocratic
trappings”) del órgano inglés.
La Cámara de Representantes es la que dispone del exclusivo poder de
impeachment (“the sole power of impeachment”), tal y como precisa el último
párrafo de la Sección segunda del Art. I de la Constitución, pues sólo ella dispone
de la facultar de aprobar una resolución para iniciar este procedimiento; de ahí
que se haya dicho462, que el rol de la House es toscamente comparable al de un gran
jurado463. Adoptada esa resolución, el asunto se remite a un Comité, normalmente,
aunque no siempre, el Judiciary Committee de la Cámara, para su investigación.
Si el Comité encuentra prueba suficiente, puede emitir un informe favorable a la
acusación, que después habrá de ser votado por la totalidad de la House. Y si ésta
aprueba el impeachment, lo habrá de comunicar al Senado.
La Constitución atribuye al Senado la competencia exclusiva de juzgar todos
los impeachments, y en tales casos la Cámara alta actúa como cualquier tribunal.
Es significativa la exigencia de que a los miembros del Senado les sea tomado un
nuevo juramento, previo al juicio de impeachment. Aunque no es claro el valor que
ha de darse a tal requisito, del mismo puede desprenderse, como dice Simpson464,
de modo análogo a otros procedimientos judiciales, que los constituyentes
pretendieron dar una mayor solemnidad al juicio e imprimir en la conciencia de
cada senador su deber en el caso concreto, al igual que mostrar que en el ejercicio
de esta función el Senado está actuando con una calidad diferente a la que le
corresponde en el ejercicio de sus restantes funciones, y que ocupa una posición
completamente distinta a la de la House of Representatives, que hace las veces de
la acusación pública. Algunos han llegado incluso a sostener, que este juramento
muestra que el Senado está ejerciendo en tales casos la función propia de un tri-
bunal, aunque no faltan tampoco quienes desechan esta conclusión al atender a la
Sección primera del Art. III, según la cual: “The judicial power of the United States
shall be vested in one supreme court, and in such inferior courts as the congress
may from time to time ordain and establish”. No creemos en modo alguno que esta
previsión del Art. III impida sostener que el Senado, al enjuiciar un impeachment,

461
Peter Charles HOFFER and N. E. H. HULL: Impeachment in America, 1635-1805, op. cit.,
p. 106.
462
Frank THOMPSON, Jr., and Daniel H. POLLITT: “Impeachment of Federal Judges...”, op. cit.,
p. 88.
463
No debe olvidarse que la Sección segunda del Art. III de la Constitución comienza estableciendo:
“The trial of all crimes, except in cases of impeachment, shall be by jury”.
464
Alex. SIMPSON, Jr.: “Federal Impeachments”, en University of Pennsylvania Law Review (U.
Pa. L. Rev.), Vol. 64, 1915-1916, pp. 651 y ss.; en concreto, pp. 672-673.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 563

ejerce una función judicial análoga, que por supuesto no le sitúa en el ámbito del
poder judicial de los Estados Unidos, como es obvio por lo demás. De hecho, el
Senado actúa como tal: oye primero las pruebas de la acusación y después las
de la defensa. Los testigos prestan igualmente juramento y son interrogados por
el Senado. E innecesario es decir que el acusado goza de todos los derechos y
garantías procesales, y que el Senado debe regirse por principios y máximas tan
arraigados en la administración de justicia como el de que la duda razonable
acerca de la culpabilidad de la persona sujeta a impeachment debe conducir a su
absolución, o como el de que el Senado ha de encontrar la intencionalidad de la
actuación infractora, y como dice Simpson465, aunque se puede presumir que una
persona pretende los resultados naturales y necesarios de sus actos voluntarios,
esto es tan sólo una presunción, que no siempre es deducible del acto realizado.
Basta al efecto con recordar la vieja máxima, Actus non facit reum mens sit rea. El
proceso se cierra con la votación sobre cada uno de los artículos del impeachment,
que como ya se dijo vienen a equivaler a los cargos formulados en un tribunal
respecto de un imputado. Un rasgo peculiar es, sin embargo, el de que el Senado,
al enjuiciar los impeachments, no emite “written opinions”. Ya nos hemos referido
a la two-thirds clause y no insistiremos en ella.

II. A la vista de los términos de la Constitución no puede caber duda de que la


decisión del Senado en los procedimientos de impeachment, cuando actúa dentro
del ámbito de su facultad constitucional, es final y no revisable por los tribunales.
Pero como se señalaba por el equipo de redacción de la Harvard Law Review466
hace tres cuartos de siglo, en la medida en que los tribunales, desde antaño, sostie-
nen su derecho a decidir si el Congreso o los funcionarios ejecutivos han actuado
dentro del ámbito de su autoridad constitucional, no habría sido sorprendente
que la Corte Suprema, en algún caso, particularmente en el impeachment del
Judge Ritter (1933-1936)467, hubiera asumido, siendo instada a ello, tal facultad de
control para decidir si el Senado se había excedido de sus límites constitucionales
en ese juicio de impeachment.
Los tribunales estatales, en las pocas oportunidades que han tenido ocasión
de ello, (así, por poner algún ejemplo, en Texas, en el caso Ferguson v. Maddox,
1924, o en Oklahoma, en el caso Simpson v. Hill, 1927) han sostenido su derecho
a investigar si las decisiones dictadas en un proceso estatal de impeachment
eran contrarias a las limitaciones establecidas en las respectivas Constituciones
estatales.

465
Alex. SIMPSON, Jr.: “Federal Impeachments”, op. cit., p. 675.
466
HARVARD-NOTE: “The Exclusiveness of the Impeachment Power Under the Constitution”, en
Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Vol. LI, 1937-1938, pp. 330 y ss.; en concreto, p. 331.
467
El Judge Ritter fue absuelto de seis de los “articles” de su impeachment, pero fue condenado
por el Senado por la conducta de desprestigiar a su tribunal a través justamente de la conducta
alegada en los “articles” de los que fue absuelto, “articles” que a su vez no entrañaban una violación
del Derecho civil o penal, ni suponían per se una conducta inadecuada. La decisión del Senado fue
vista por muchos como una verdadera arbitrariedad sin base jurídica alguna.
564 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

La doctrina que ha estudiado con mayor profundidad el instituto se ha


inclinado de igual forma en la misma dirección. Tal es el caso de Berger, a cuyos
argumentos nos referimos unas líneas después.
Diversos argumentos pueden desde luego aducirse en contra de que la judicial
review pueda ser operativa en este ámbito468. Así, se ha esgrimido que aunque
la judicial review no esté expresamente prohibida por la Constitución, puede
objetarse a la misma que el impeachment no da lugar a un “case in law or equity”,
exigido por el párrafo inicial de la Sección segunda del Art. III (“The judicial
power shall extend to all cases in law and equity...”) para la intervención judicial.
La objeción no parece del todo satisfactoria, pues frente a ella se puede observar
con Brant469, que un funcionario expulsado que apela su condena, o plantea una
demanda para su salario o presenta una acción de quo warranto para impugnar
el derecho de su sucesor en el cargo, nos sitúa claramente ante un “case”, y esos
supuestos pueden a tal efecto presentar una cierta similitud con el funcionario
condenado en un proceso de impeachment. Otra objeción, a la que se ha referido
Berger470, es que la facultad de juzgar (“to try”) y de emitir una decisión (“judg-
ment”), mencionadas por la Sección tercera del Art. I, es en sí mismo judicial y,
consiguientemente, la Supreme Court no puede sustituir su “judicial power” por
el del Senado. Y frente a ello, el propio autor replica, que tan sólo necesitamos
interpretar la función de juzgar (“to try”) como una concesión de jurisdicción
para juzgar un caso en primera instancia , dejando sin tocar una apelación ante
la Corte Suprema a través de una acción por un exceso de jurisdicción. En fin,
también se ha esgrimido la objeción de que la judicial review no sería válida porque
las condenas por impeachment conciernen a “political questions”. Frente a ello,
Berger replica471, que la “political question” doctrine fue seriamente socavada en
Baker v. Carr (1962) y en Powell v. McCormack (1969).
Quizá el más sólido argumento en contra de la judicial review sea el de que
el juicio de impeachment fue originalmente encomendado a la Corte Suprema,
aunque finalmente transferido al Senado con fundamento en las objeciones
planteadas en la Convención por Madison y Pinckney. Entre otras razones para
justificar el cambio, se adujo que la Corte tenía una composición muy reducida y
podía ser pervertida o corrompida (“might be warped or corrupted”), y al margen
de ello, como es obvio, también se opuso el argumento de que los miembros
de la Supreme Court eran nombrados por el Presidente, lo que podía restarles
imparcialidad. Sin embargo, Berger niega que de este hecho pueda inferirse la
intención de los constituyentes de mantener al judiciary completamente al margen
de los procedimientos de impeachment.

468
Cfr. al respecto, William BATES III: “Vagueness in the Constitution: The Impeachment Power”
(Books Noted), en Stanford Law Review (Stan. L. Rev.), Vol. 25, 1972-1973, pp. 908 y ss.; en concreto,
pp. 920-922.
469
Irving BRANT: Impeachment: Trials and Errors, Alfred A. Knopf, New York, 1972, pp. 184-185.
Cit. por William BATES III: “Vagueness in the Constitution...”, op. cit., p. 920.
470
Raoul BERGER: Impeachment: The Constitutional Problems, op. cit., p. 111.
471
Ibidem, p. 108.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 565

En fin, Berger472, en tesis que hacemos nuestra, mantiene que la judicial review
de los impeachments viene exigida para proteger a los otros poderes (“branches”)
de la arbitrariedad del Congreso. Es escasamente probable que los Framers,
tan dedicados al principio de “checks and balances” y que tan cuidadosamente
amontonaron un control del Congreso sobre otro, rechazaran un crucial control
en el punto neurálgico de la separación de poderes (“a crucial check at the nerve
center of the separation of powers”).

III. El efecto del impeachment es principal, aunque no únicamente, la remo-


ción del cargo. El párrafo último de la Sección tercera del Art. I lo deja muy claro:
“Judgment in cases of impeachment shall not extend further than to removal from
office, and disqualification to hold and enjoy any office of honour, trust, or profit,
under the United States; but the party convicted shall, nevertheless, be liable and
subject to indictment, trial, judgment, and punishment, according to law”. (Las
decisiones en casos de impeachment no se extenderán más allá de la destitución
del cargo y la inhabilitación para ocupar y disfrutar cualquier cargo honorífico,
de confianza o remunerado de los Estados Unidos; pero la parte condenada estará
sin embargo sujeta a acusación, juicio, decisión y castigo conforme a Derecho).
La decisión condenatoria del Senado, al margen ya del cese en el cargo, se
traduce de modo automático en la pérdida de la capacidad política del condenado,
algo que no es inhabitual en los Estados Unidos, pues una condena en la vía penal
por un delito grave (“felony”) suele llevar aparejado el mismo efecto. Es enormente
significativo que el Presidente quede constitucionalmente impedido de ejercer su
facultad de indultar en estos casos. En efecto, a tenor del último inciso del párrafo
primero de la Sección segunda del Art. II de la Constitución, “the president....
shall have power to grant reprieves and pardons for offences against the United
States, except in cases of impeachment”. (El Presidente.... tendrá la facultad de
conceder indultos y perdones en los delitos contra los Estados Unidos, excepto
en los casos de impeachment).

c´) El impeachment de los jueces federales y las posibles


consecuencias sobre el mismo de la good behaviour clause

I. La Sección primera del Art. III de la Constitución dispone que “the judges,
both of the supreme and inferior courts, shall hold their offices during good
behaviour”. Esta regla, que hace de la buena conducta la condición para la
continuación en el cargo de la magistratura judicial, se consideró por Hamilton, en
el núm LXXVIII de los Federalist Papers, “one of the most valuable of the modern
improvements in the practice of government”473. Innecesario es decir, que los

472
Ibidem, p. 119.
473
Alexander HAMILTON, James MADISON, and John JAY: The Federalist, or the new Constitution,
op. cit., p. 396.
566 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

jueces federales, como cualquier otro funcionario federal, pueden ser acusados a
través del procedimiento que estamos abordando. Con toda razón, se ha dicho474,
que la disposición que garantiza a los jueces la permanencia en el ejercicio de
su cargo debe ser interpretada in pari materia con aquella otra que dispone que
cesarán en el cargo por impeachment. Bien es verdad, que puesta en conexión la
impeachment clause con la good behaviou clause se suscita un problema adicional:
¿No puede propiciar el mal comportamiento del juez su impeachment para
ser cesado así del cargo? Y junto a él surge otro: ¿Es el impeachment el único
procedimiento a cuyo través cesar a un juez federal? Evidentemente, no podemos
abordar in extenso estos problemas, pues ello desbordaría de lejos el objeto de este
trabajo. Nos limitaremos pues, a un breve bosquejo de los mismos.
En Inglaterra, tras la Act of Settlement de 1701, que acabó con la dependencia
del ejercicio del cargo de juez de la voluntad del Rey, pasando ahora a ejercer
el cargo “during good behavior” (quamdiu se bene gesserint), aunque se siguió
manteniendo el impeachment como el procedimiento de cese en el cargo por la
comisión de “high crimes and misdemeanors”, se contempló asimismo otra vía de
destitución del cargo de juez, la vía del address, que se preveía para todas aquellas
conductas inadecuadas no reconducibles a la categoría de “high crimes and
misdemeanors”. En 1776, al otro lado del Atlántico, el punto de vista generalmente
aceptado no difería mucho del inglés, contemplándose la existencia de un doble
método de destitución de los jueces475: 1) la destitución por impeachment, por
la comisión de actos que encajasen en esa amplia categoría de los “high crimes
and misdemeanors”, y 2) la destitución por address, esto es, por una petición del
Congreso, que encontraba su razón de ser en la comisión de actos menores no
reconducibles a la anterior categoría, reveladores de una conducta inadecuada.
Este sistema dual de cese de los jueces fue adoptado por las Constituciones
estatales, estando en vigor en muchas de ellas cuando se celebró la Constitutional
Convention.

II. La previsión del procedimiento de impeachment para “all civil officers of the
United States” incluía como es obvio a los jueces federales. La Constitución no iba
a prever ningún otro procedimiento de remoción en el cargo, y por tanto el cese
por address era omitido, aunque no prohibido, y el impeachment se reconducía
a la categoría tantas veces mencionada de los “high crimes and misdemeanors”,
lo que iba a suscitar un debate doctrinal siempre inacabado acerca, entre otras
cuestiones, de si las conductas gravemente inadecuadas –Rakove habla de “gross
misbehavior” 476, aunque después precisa que, especialmente, de naturaleza
penal– de un juez en el ejercicio de su cargo eran reconducibles a la amplia cate-
goría utilizada por los constituyentes para fundamentar esta acusación, o si esas
conductas podían propiciar el cese del juez a través de un procedimiento distinto

474
Wrisley BROWN: ·The Impeachment of the Federal Judiciary”, op. cit., pp. 694-695.
475
Hannis TAYLOR: “The American Law of Impeachment”, op. cit., p. 507.
476
Jack N. RAKOVE: “Statement on the Background and History of Impeachment”, op. cit., p. 685.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 567

al del impeachment. El “misbehavior” es la antítesis de buen comportamiento; por


lo tanto, entraña una quiebra de la condición sobre la que descansa el ejercicio del
cargo de juez federal. Si el juez no puede ser cesado hasta que su conducta pueda
enmarcarse dentro del ámbito penal, siendo claro que existen conductas judiciales
que, sin poder reconducirse a ese ámbito, desmerecen gravemente del comporta-
miento exigible a un juez, afectando al servicio público de la administración de
justicia de un modo enormemente negativo, nos podemos encontrar con que una
disposición constitucional, la good behaviour clause, puede virtualmente quedar
privada de eficacia práctica, contradiciendo así esa elemental regla hermenéutica
que exige que a toda disposición normativa le sea dada plena fuerza jurídica.
Y ante ello, sólo caben dos opciones: incorporar la good behavior clause a la
cláusula del impeachment, entendiendo que la categoría del “bad behavior” o de
la “misconduct” se incorpora al standard constitucionalizado de “high crimes or
misdemeanors”, o elevarla al status de un segundo medio de acusación y, en su
caso, destitución de un juez477.
La consideración de la misconduct o del bad behavior como un standard
adicional para la acusación de los jueces federales no está exenta de problemas,
pues como dice Fenton478, si así fuese, un standard diferente tendría que aplicarse
a los funcionarios civiles que no fuesen jueces, ya que la cláusula del buen com-
portamiento se aplica tan sólo a los jueces del Art. III. Por otro lado, conforme a
la práctica inglesa al tiempo en que la Constitución se adoptó, el good behavior se
refería no a los fundamentos para la destitución del juez, sino más bien al concepto
de ejercicio vitalicio del cargo. En fin, también podría aducirse, que si el término
misdemeanor incluye misbehavior, no se ve la razón por la que los redactores de la
Constitución incluyeron la good behavior clause, a menos, claro está, que fuera con
un propósito diferente al de establecer un standard adicional para el impeachment.
No deja de ser también un dato significativo, que hasta el año 1905, en cada uno
de los ocho impeachments habidos, los articles of impeachment fueran llamados
“articles of impeachment for high crimes and misdemeanors”.
Una de las ideas que subyace en todo lo anteriormente dicho, la necesidad de
que el misbehavior, en ciertos casos al menos, desencadene el cese de los jueces
federales, operando así como el fundamento de un procedimiento diferenciado al
del impeachment, con el paso del tiempo, ha ido adquiriendo progresiva fuerza, al
arraigar el convencimiento de que el impeachment es un mecanismo demasiado
complicado y laborioso para poder tener una verdadera eficacia práctica en la
economía del gobierno, circunstancia que se halla en la base del muy escaso
recurso que a este instrumento se ha hecho. No es ajeno a todo ello el hecho de que
el procedimiento de impeachment se haya convertido en tema de una permanente

477
Blackmar recordaba en 1964, que un diverso número de Estados había adoptado recientemente
procedimientos diferentes al del impeachment para la destitución de los jueces estatales, destacando al
efecto que ninguno de ellos utiliza los órganos legislativos como tribunales. Charles B. BLACKMAR:
“On the Removal of Judges: The Impeachment Trial of Samuel Chase”, en Journal of the American
Judicature Society (J. Am. Jud. Soc.), Vol. 48, 1964-1965, pp. 183 y ss.; en concreto, p. 187.
478
Paul S. FENTON: “The Scope of the Impeachment Power”, op. cit., pp. 723-724.
568 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

insatisfacción. Así, abierto a todas las objeciones frente a la justicia legislativa, el


impeachment ha sido periódicamente censurado como un instrumento partidista,
ineficaz, indebidamente incómodo y excesivamente costoso. No ha de extrañar
por lo mismo, que en el primer siglo y medio de vigencia de la Constitución
norteamericana, sólo nueve jueces federales fueran acusados de acuerdo con este
procedimiento, y de ellos sólo ocho juzgados y cuatro condenados.
Como resultado del descontento existente con el instituto del impeachment
como vía de acusación de los jueces federales, en los años treinta del pasado
siglo479, se presentaron dos proyectos de ley con la finalidad de buscar un método
judicial alternativo de destituir a los jueces federales. Ambos textos otorgaban la
facultad de destitución a un tribunal especial, permitiendo en todo caso una ape-
lación ante la Supreme Court. Ello no dejaba de responder a una incontrovertible
lógica, pues de los tres departamentos o poderes, si así se prefiere, del gobierno
federal sólo el judiciary carecía de la facultad de disciplinar a sus propios miem-
bros. Sin embargo, como en su momento se puso de relieve480, estos proyectos
no dejaron de suscitar dudas acerca de su constitucionalidad, entre ellas, la de
si un procedimiento para la destitución de un juez era un caso o controversia
reconducible a la exigencia constitucional habilitante de la intervención del federal
judiciary de la existencia de “cases or controversies” de la Sección segunda del
Art. III. Y también, la desde antaño muy debatida (y ya aludida) cuestión de si la
disposición constitucional para la destitución de quien ocupe un cargo público
por medio del impeachment excluye de modo implícito el cese a través de otros
medios. A este respecto, cabe decir sin embargo, que si el procedimiento de
impeachment se aplica a todos los funcionarios civiles de los Estados Unidos y
muchos de ellos, no jueces, pueden ser destituídos a través de otros modos481, no
se ve la razón por la que no pueda sostenerse otro tanto de los jueces federales.
Más aún, no han faltado autores que han sostenido que la expresión “during
good behavior” tiene un definido origen en el common law, que de esta forma
se incorpora a la Constitución a través de esos términos, en la medida en que no
colisione con otras disposiciones constitucionales, y que en el common law la
cuestión del mal o inadecuado comportamiento (“bad behavior”) y consiguiente
pérdida del cargo podía originarse en procedimientos judiciales especiales482. Todo
ello al margen ya de quienes consideran, que la expresa previsión constitucional
del impeachment no excluye los procedimientos de destitución del common law,
por cuanto creen que con su diseño se pretendió tan sólo proporcionar un medio
legislativo de destitución que, de otro modo, habría sido excluído como un abuso
sobre la independencia del judiciary. En último término, el hecho de que durante
siglo y medio se hubiera venido aceptando generalizadamente, casi como un
dogma, que el impeachment excluye cualquier otro procedimiento de destitución

479
Se trata del “McAdoo Bill” (1936) y del “Sumners Bill” (1937).
480
HARVARD-NOTE: “The Exlusiveness of the Impeachment Power...”, op. cit., pp. 333-334.
481
Por ejemplo, la facultad del Presidente para destituir funcionarios ejecutivos inferiores se deriva
de la idea del common law de que la facultad de nombramiento lleva consigo, en ausencia de una
disposición en contrario, la facultad de destitución.
482
HARVARD-NOTE: “The Exclusiveness of the Impeachment Power...”, op. cit., p. 335.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 569

de un juez federal quizá fuera el más difícil salvable obstáculo para la aprobación
de los mencionados proyectos, que terminaron finalmente naufragando.

III. Hemos de abordar una última y peculiar cuestión: ¿puede ser fundamento
de un impeachment la locura o incapacidad mental de un juez? El tema tiene un
interés particular para este trabajo dada la importancia que en su momento tuvo
el impeachment del Juez Pickering, que trataremos después.
En el núm. LXXIX de los Federalist Papers, refiriéndose a los jueces, Hamilton
aducía que el artículo de la Constitución con respecto al impeachment “is the only
provision on the point, which is consistent with the necessary independence of the
judicial character, and is the only one which we find in our constitution in respect
to our own judges”. Sin embargo, unas líneas después, escribía que “insanity,
without any formal or express provision, may be safely pronounced to be a virtual
disqualification”483 (la enajenación mental, sin ninguna disposición formal o
expresa, puede declararse con toda seguridad que es una virtual incapacidad).
Como dice Berger484, el punto de vista de Hamilton puede entenderse que quiere
decir, o que la enajenación mental cae dentro de la categoría de los “high crimes
and misdemeanors”, un solecismo si la criminalidad es el núcleo de la conducta
que puede ser objeto de un impeachment, pues a un loco no se le considera
penalmente responsable de sus actos, o que la Constitución no prohíbe algún
otro medio de destitución “without.... any express provision”. Si el impeachment
fuera efectivamente exclusivo, su declaración sugiere que Hamilton no se echaría
atrás llegado el momento de emplear el impeachment para la destitución de un
juez demente, pues, como su declaración muestra, él se aproxima al problema en
términos eminentemente prácticos.
La tesis de que la incompetencia de un juez, de resultas de su enajenación, sea
motivo legítimo para acusarlo por la vía del impeachment constitucional es, sin
embargo, contradicha por el lenguaje bastante claro del Art. II de la Constitución.
Como escribe Currie485, es dificultoso mantener con una cara impávida (“with
a straight face”) que la enajenación es un delito. Es cierto que, como ya se ha
expuesto, hubo precedentes británicos para acusar a un funcionario por conductas
alejadas de lo que en un sentido técnico conocemos como delitos, y que el propio
Blackstone definió los delitos o infracciones graves (“high misdemeanors”) para
incluir entre ellos la maladministration de altos funcionarios. Es verdad asimismo
que Madison sostuvo en la Convención Constitucional, que debería de haber un
recurso frente a la incapacidad presidencial lo mismo que frente a la negligencia
o perfidia. Pero Madison no dijo que la incapacidad fuera un fundamento para
el impeachment (aunque sí lo dijo el Gobernador Morris) y otro delegado en la

483
Alexander HAMILTON, James MADISON, and John JAY: The Federalist or, the new Constitution,
op. cit., p. 404.
484
Raoul BERGER: Impeachment: The Constitutional Problems, op. cit., p. 184.
485
David P. CURRIE: “The Constitution in Congress: The Most Endangered Branch, 1801-1805”,
op. cit., pp. 246-247.
570 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

Convención lo negó firmemente. Por otro lado, la Convención Constitucional


trató de dar respuesta a la preocupación de Madison facultando al Vicepresidente
para actuar en caso de incapacidad presidencial, no, por el contrario, mediante la
ampliación de los motivos del impeachment.
Y en cuanto a Hamilton, no obstante su consideración de que puede declararse
que la enajenación mental es una virtual incapacidad, no puede olvidarse que en el
mismo núm LXXIX del “Federalista” intentó diferenciar “inability” de “insanity”,
no porque la categoría”high crimes and misdemeanors” fuera más adaptable a la
enajenación mental (“insanity”) que a la incapacidad (“inability”), sino porque la
tarea de fijar límites entre una y otra “would much oftener give scope to personal
and party attachments and enmities, than advance the interests of justice, or
the public good”486 (daría muchísimas veces carta blanca a los lazos personales
y de partido y a las enemistades, que paso a los intereses de la justicia o del bien
público). Por lo demás, no sólo es bien difícil en ocasiones trazar una clara línea
entre la cordura y la locura, como el impeachment de Pickering demostró, sino que,
como Berger señala487, la experiencia ha demostrado que los casos de senilidad
judicial que desencadenaron el ejercicio de algún poder de destitución no eran
tanto tales cuanto excitadas pasiones políticas.

B) El impeachment del Judge John Pickering (1804)

I. En 1794, el Congreso había trasladado la completa jurisdicción del tribunal


de distrito (District Court) de New Hampshire al Circuit Court a causa de que el
Judge John Sullivan había sido incapacitado por su demencia y tendencia perma-
nente a la bebida. Sorprendentemente, diez años después, los hechos se repetían
con su infortunado sucesor, el Judge John Pickering, por semejantes razones.
John Pickering había estudiado en Harvard para acceder al clero, pero un
cambio de opción vital le llevó al mundo del Derecho. En la colonial Portsmouth,
gravitó en torno al partido revolucionario, aunque nunca en su sector más
extremo. Elegido delegado en el Continental Congress, rehusó finalmente asistir al
mismo. Seguidor del partido Federalista, Pickering se iba a convertir en uno de los
más distinguidos ciudadanos del Estado de New Hampshire. Autor de su Consti-
tución, patriota revolucionario y una persona que, hasta los momentos finales de
su carrera pública, fue admirado por todos sus conciudadanos. Pickering, como
antes se ha dicho, fue nombrado Judge del District Court y posteriormente Chief
Judge. Es verdad que el devenir del tiempo no fue bueno para Pickering. Bebedor
incontinente, había ido perdiendo sus facultades mentales progresivamente,
llegando a un estado de enajenación sin esperanza. Plumer, un buen amigo suyo,
en una carta escrita a John Hale, el 18 de septiembre de 1786, se refería en ella al
excéntrico comportamiento de Pickering en estos términos: “his timidity, his dread

486
Alexander HAMILTON, James MADISON, and John JAY: The Federalist..., op. cit., p. 404.
487
Raoul BERGER: Impeachment: The Constitutional Problems, op. cit., p. 185.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 571

of crossing rivers, his tendency to seek seclusion at periodic intervals “ mostraban,


según Plumer, “a somewhat abnormal mentality”488.
Paralelamente, su comportamiento en los estrados durante los últimos
tres años había sido, como dice McCloskey 489, pintorescamente irracional
(“picturesquely irrational”). Su comportamiento errático, sus frecuentes
espectáculos ante el tribunal y las prolongadas ausencias del mismo condujeron
a la formulación por la ciudadanía de New Hampshire de serias protestas, que
se tradujeron en una censura legislativa por la Asamblea del Estado. Un bill para
destituir a Pickering se votó por la Cámara baja y por el Senado, tras lo que se
envió al Gobernador, que lo dejó languidecer en su despacho. En 1794 el deterioro
de Pickering se había agravado. En 1803, su estrafalario comportamiento llegó
a conocimiento de Albert Gallatin, Secretario del Tesoro, quien había estado
recopilando pruebas acerca del incorrecto cumplimiento por parte del Juez de la
legislación aduanera. Gallatin lo puso en conocimiento de Jefferson, quien a su
vez iba a mencionar el problema en su Mensaje anual al Congreso, incitando la
presentación de un impeachment contra Pickering.
La cuestión que de inmediato se suscitaba era clara y a su vez delicada:
¿podía una persona que no se hallaba en su sano juicio y que, por lo mismo, no
era responsable de sus actos, ser condenada por la comisión de graves delitos y
faltas? A Jefferson le debía preocupar muy poco este interrogante, pues de lo que
en realidad se trataba era de poner en marcha un procedimiento, asentado en
una amplia visión del impeachment power, que tras cobrarse su primera víctima,
estaba llamado a aplicarse con posterioridad a “la particular bestia negra” de
los Republicanos, el Associate Justice Samuel Chase, y tras él a cualquier otro
Juez que osase interponerse ante los propósitos Republicanos, incluyendo entre
ellos a su odiado primo John Marshall. Si este pérfido plan hubiese tenido éxito,
innecesario es decir que la doctrina de la independencia judicial habría fracasado
y la historia futura de la Supreme Court podría haberse visto profundamente alte-
rada490, pero no sólo el devenir de la Corte sino, como escribe Turner491, la propia
historia constitucional de los Estados Unidos. De ahí que la alarma de Marshall
ante este primer ataque contra la independencia del judiciary difícilmente puede
considerse exagerada. El designio de Pickering como avanzadilla para un ataque
más profundo contra el judiciary fue una opción estratégica muy inteligente492, y a

488
Carta de Plumer a John Hale, fechada el 18 de septiembre de 1786. Impresa en Publications of
the Colonial Society of Massachusetts, Transations for 1906-1907, Boston, 1910, pp. 389-390. Cit. por
Peter Charles HOFFER, and N. E. H. HULL: Impeachment in America, 1635-1805, op. cit., p. 207.
489
Robert G. McCLOSKEY: The American Supreme Court, op. cit., p. 28.
490
Ibidem, p. 29.
491
Lynn W. TURNER: “The Impeachment of John Pickering”, op. cit., p. 486.
492
“The choice of Judge Pickering as the first target in the Jeffersonian onslaught against the
federal judiciary –escriben Thompson y Pollitt– was excellent political strategy. The unfortunate old
man had been an insane drunkard for some time and was clearly unable to perform his duties as a
federal judge”. Frank THOMPSON, Jr., and Daniel H. POLLITT: “Impeachment of Federal Judges...”,
op. cit., p. 95.
572 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

la par enormemente ruin, por parte del Presidente, pero los designios de Jefferson
iban finalmente a fracasar.

II. La House of Representatives asumió con rapidez la insinuación del Presiden-


te y nombró al efecto un Comité de investigación en el que Randolph y Nicholson
asumieron el principal protagonismo. La suspensión temporal de las sesiones
del Congreso paralizó por el momento la investigación, pero cuando el nuevo
Congreso se reunió en octubre de 1803, una moción Federalista para aplazarla
fue dejada de lado, lo que presagiaba cuál podía ser el resultado de la votación
sobre esta acusación. Y en efecto, la Cámara de Representantes, no obstante las
objeciones de los Federalistas, sin que se hiciera constar un preciso debate, votó
por 45 votos frente a 8493 acusar a Pickering. Ante los intentos de algunos exaltados
de detener a Pickering, una Comisión de la Cámara informó al Senado de que
carecía de facultades para ordenar la detención del Juez Pickering, por cuanto
la Constitución tan sólo contemplaba como sanciones en el caso de condena la
destitución e inhabilitación.
Fueron cuatro los cargos de la acusación (articles of impeachment)494. Los
términos utilizados en los articles eran significativos, pues a Pickering no se
le atribuía locura (“madness”), o incapacidad causada por la locura, sino una
actuación “contrary to his trust and duty”, causando “manifest injury” al país,
y lo que es más, se decía que el Juez, probablemente, había actuado “wickedly,
meaning and intending to injure the revenues of the United States, and thereby
to impair public credit”495. Como escribiera Turner496, los cuatro articles del
impeachment proclamaban por escrito que Pickering tenía que ser sacrificado por
razones de conveniencia política y, en armonía con ello, para nada mencionaban la
posibilidad de que estuviera demente. Los tres primeros articles del impeachment
se referían al affaire del navío “Eliza”497. Se acusaba a Pickering de haber causado
493
Según los datos de Peter Charles HOFFER y N. E. H. HULL, en Impeachment in America..., op.
cit., p. 208. Otros autores ofrecen datos de esta votación diferentes.
494
Como escribe Pritchett, los articles of impeachment desempeñan la función de un auto de
procesamiento. C. Herman PRITCHETT: La Constitución Americana, op. cit., p. 242.
495
Apud Peter Charles HOFFER, and N. E. H. HULL: Impeachment in America..., op. cit., p. 208.
496
Lynn W. TURNER: “The Impeachment of John Pickering”, op. cit., p. 495.
497
En octubre de 1802, George Wentworth, inspector de aduanas de Portsmouth, ordenó la
incautación de un navío llamado Eliza y de las mercancías que llevaba a bordo. La validez de esta
acción nunca fue verificada por un tribunal competente, y desde las pruebas disponibles parece que
tal decisión fue, como mínimo, discutible. El barco era propiedad de Eliphalet Ladd, un relevante
comerciante Federalista, quien apeló al Juez Pickering para su liberación, y la obtuvo, aparentemente
sin ninguna aportación de documentos ni pago de depósito. Joseph Whipple, el recaudador de aduanas,
claramente afincado en las filas Republicanas, presentó una demanda el 11 de noviembre. La política
se apoderó del litigio, lo que se acentuó cuando el propietario del barco contrató como abogado a
Edward St. Loe Livermore, miembro de una relevante familia Federalista, bien conocido tanto por su
capacidad como por su implacable espíritu partidista. De esta forma, como escribe Turner (en “The
Impeachment of John Pickering”, op. cit., p. 489), el juicio se hallaba destinado a ser, de hecho, no el
caso United States v. Eliza, sino el caso del recaudador de aduanas, inspector de las mismas, oficial
de justicia, escribano forense y fiscal del distrito, republicanos todos ellos contra el demandante,
su abogado y el juez, todos ellos federalistas. En la sesión de apertura de la vista, Pickering llegó al
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 573

un daño manifiesto al país, perjudicando los ingresos de los Estados Unidos. Todo
ello tenía que ver con un procedimiento judicial llevado por el Juez en relación
a la incautación del barco, el “Eliza”, por violación de la legislación de aduanas,
procedimiento en el que se señaló que Pickering había liberado el barco para
entregarlo a sus dueños no obstante no haber sido pagados los derechos aduane-
ros, tal y como exigía la ley. Se adujo asimismo que había rehusado permitir una
apelación con violación del ordenamiento jurídico.
En el article núm. 4, tras hacer especial hincapié en que la imparcial admi-
nistración de justicia exigía como cualidades esenciales del juez la templanza y
la sobriedad, se afirmaba que el acusado era un hombre que había perdido sus
principios morales y que había adquirido hábitos violentos, refiriéndose a cómo
los días 11 y 12 de noviembre de 1802 había aparecido en el district court de New
Hampshire, con la finalidad de administrar justicia, en estado de total embriaguez,
producido por el libre y excesivo consumo de licores intoxicantes. A la par, “in a
most profane and indecent manner”, invocó blasfemamente el nombre de Dios,
dando un perverso ejemplo a los buenos ciudadanos de los Estados Unidos.
Pickering, estaba claro, no había incurrido en traición, ni era un corrupto
ni mucho menos un criminal, y fuera de tales conductas la impeachment clause,
como ya se ha expuesto, no podía aplicarse. Sus contemporáneos que testificaron
en el juicio fueron unánimes al señalar su grandeza intelectual e integridad
moral. Por supuesto, innecesario es que lo digamos, se trataba de un enfermo
mental, cuya conducta era inadmisible; una persona en su estado en absoluto
estaba capacitada para ejercer la función judicial, pero la vía para canalizar su
cese no podía ser la del procedimiento de impeachment. La Judiciary Act de 1801
había previsto un mecanismo con el que hacer frente a situaciones como la que
comentamos498. La ley autorizaba a los circuit judges a designar a uno de ellos
para ejercer las funciones de cualquier dictrict judge que quedara incapacitado.
Esta previsión legal se había llegado a aplicar a nuestro Juez, al decidir los circuit
judges que Pickering se hallaba incapacitado para el adecuado cumplimiento
de sus funciones, acordando en consecuencia reemplazarlo por el Circuit Judge
Jeremiah Smith. Pero la Repeal Act de 1802 derogó la Ley de 1801, no previendo al
respecto fórmula alternativa alguna, cerrando de esta forma cualquier posibilidad
de solución legal. John Pickering vino obligado así a reincorporarse al ejercicio de
sus funciones judiciales, pese a no hallarse en condiciones para ello.
Así las cosas, los Republicanos tan sólo disponían de dos alternativas: violar
descaradamente la Constitución o dar al término “misdemeanors” una interpre-

juzgado completamente alcoholizado, adoptando una serie de decisiones en cuyos detalles no vamos a
entrar, pero que pueden calificarse como claramente arbitrarias, culminando todo ello con la decisión
del caso en unos minutos. Aplazado el juicio hasta el día siguiente, el Juez se presentó en el estrado
en situación de mayor embriaguez aún que la del día anterior, y tras una corta audiencia decidió la
restitución de la propiedad al demandante, esto es, al propietario del navío y compinche federalista.
498
En el momento en que se producen los hechos, en al menos siete Estados, los jueces afectados
por una enajenación mental o por cualquier otra seria causa de incapacidad podían ser removidos del
cargo por medio de una petición (address) de las dos Cámaras de la Legislatura estatal al Gobernador.
574 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

tación tan omnicomprensiva como para que dentro del mismo se incluyese la
enajenación mental, lo que entrañaba desbordar incluso la amplia visión que de
este término se tenía en el common law inglés. Esta última opción fue descartada
por entero, pues en ningún momento del proceso intentó la mayoría Republicana
alcanzar una interpretación lo suficientemente amplia del término “misdemeanor”
como para que el mismo pudiera abarcar los casos de conducta inadecuada
(“misbehavior”). Se dejó así escapar una posibilidad que hubiera respondido a
una cierta lógica. Lejos de ello, a lo largo de todo el proceso, los Republicanos se
esforzaron en rechazar la admisión de cualquier prueba encaminada a demostrar
la demencia del infortunado Juez de Portsmouth499. Y todo ello se hizo no obstante
plantear las acusaciones formuladas contra Pickering, en la más aguda forma
(“in sharpest form”), como dice Currie500, la cuestión de lo que la Constitución
quería decir al disponer la destitución de los funcionarios civiles por “high crimes
and misdemeanors”. Se dejaba así de lado cualquier consideración jurídica para
convertir el Pickering case en un asunto enteramente político. De esta forma, como
dice Turner, en vez de permanecer en la historia americana como un correcto
precedente para futuros casos de judicial impeachment, se iba a convertir en una
trágica pifia (“a tragic blunder”)501. Quizá sea a causa de ello por lo que la House of
Representatives, desde entonces, ha declinado sistemáticamente acusar a un juez
cuando el único cargo contra él era el alcoholismo. Parece que los Representantes
americanos han aprendido de los errores de sus antecesores.

III. Mientras se estaban tramitando los articles of impeachment en la Cámara


de Representantes, el Senado se afanó en buscar precedentes, en establecer reglas
procedimentales y en calibrar las posibles repercusiones del caso. La Cámara alta
se hallaba predominantemente compuesta por abogados, lo que hacía prever una
mayor sensibilidad hacia la cuestión jurídica. No sería del todo así. Baste con
un ejemplo. Tres de los senadores habían sido miembros de la House que votó la
acusación de Pickering. John Quincy Adams, senador por Massachusetts, hijo del
anterior Presidente y a su vez futuro Presidente, propuso excluirles como jueces,
con base en el principio del common law de que el acusador no podía juzgar su

499
El senador William Plumer cenó un día con Jefferson, indicándole que él no tenía la más mínima
duda de que John Pickering estaba loco, pero interrogó al Presidente acerca de si él pensaba que la
demencia mental (insanity) era una causa constitucionalmente admisible para la destitución del cargo
a través de un impeachment. Ignorando las consecuencias jurídicas de la enfermedad mental, Jefferson
replicó: “If the facts of his denying an appeal and of his intoxication, as stated in the impeachment are
proven, that will be sufficient cause of removal without further enquiry”. La conversación parece que
giró después hacia la investigación ya abierta por la House of Representatives acerca de la irregular
conducta del Justice Samuel Chase, con vistas a plantear un impeachment contra él. Jefferson volvió
a mostrar su apoyo a tal efecto al instituto del impeachment, pero añadió: “This business of removing
Judges by impeachment is a bungling way”. El Presidente admitía lo chapucero del recurso a este
procedimiento. Peter Charles HOFFER and N. E. H. HULL: Impeachment in America, 1635-1805, op.
cit., p. 212.
500
David P. CURRIE: “The Constitution in Congress: The Most Endangered Branch, 1801-1805”,
op. cit., p. 240.
501
Lynn W. TURNER: “The Impeachment of John Pickering”, op. cit., p. 487.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 575

propia causa. El obtuso senador por Georgia Jackson se opuso, esgrimiendo la


absurda e interesada justificación de que, de aplicarse tal regla, no cabría descartar
en el futuro que muchos senadores resultasen excluidos, dificultándose con ello
la obtención de la requerida mayoría de los dos tercios. Finalmente, la Cámara
aplazó la moción de Adams y permitió a los tres senadores participar en el juicio.
Las estrategias dilatorias de los senadores federalistas, John Quincy Adams y
William Plumer, de modo muy particular, presididas por un afán de fortalecer
las garantías procesales, no alcanzaron mucho éxito, neutralizadas en gran parte
por la insistencia de los republicanos, particularmente del senador por Tennessee
William Cocke, de que no se trataba de un procedimiento criminal.
El día 2 de marzo de 1804 se iniciaba finalmente el proceso en la high court
of impeachment. Treinta y cuatro senadores habían de pronunciar su veredicto.
El Presidente del Senado, el Vicepresidente de los Estados Unidos Aaron Burr, al
inicio de la vista, tras llamar tres veces al acusado sin que éste apareciera, anunció
haber recibido una carta de Robert Goodloe Harper que fue leída de inmediato.
Brillante abogado en Baltimore, antiguo miembro de la Cámara de Representantes
por Carolina del Sur, y próximo en ese momento a los Federalistas, Harper
comunicaba que iba a defender al acusado, no porque así le hubiera designado el
imputado, incapaz de designar a nadie, sino porque así se lo había pedido Jacob
Pickering, el hijo del infortunado Juez. Su presencia en el juicio auguraba una
carga política adicional.
En relación a Pickering podía decirse que, efectivamente, estaba acusado de
violar la ley, pero la realidad era que ninguna ley concreta era citada en el sentido
de que la misma tipificara como delito el haber hecho una inadecuada cesión de
un navío, o haber negado la realización de una prueba o negado una apelación,
mucho menos como un delito grave. Aunque podía discutirse que no era necesario
que la acción del acusado constituyera un delito perseguible procesalmente, como
ya hemos puesto de relieve, sin embargo, como apunta Currie502, es indudable
que no todo error en la interpretación de la ley puede considerarse un abuso en
el desempeño del cargo como para caer dentro de la más amplia concepción del
delito a los efectos del procedimiento de impeachment. Otras sólidas objeciones se
hicieron frente a la acusación, como la de que el Juez Pickering no estaba sujeto
a procesamiento alguno, ni cumplía ninguna pena, y difícilmente lo podía estar
al no ser responsable de su conducta por su estado de enajenación mental. Es
verdad que ya en la Cámara de Representantes se había planteado esta cuestión
y no había faltado algún miembro, como sería el caso de Nicholson, que adujo
que la locura de Pickering era el resultado de su habitual embriaguez, con lo que
parecía estar penalizando el mero hecho de beber en exceso por un enajenado.
También en el Senado, John Smit, miembro de la alta Cámara por el Estado
de Ohio, manifestaría su indiferencia ante la demencia del imputado en estos
términos: “the Constitution knows nothing of lunacy and insanity. If the facts
are proved as stated in the Impeachment he ought to be removed from office.

502
David P. CURRIE: “The Constitution in Congress...”, op. cit., pp. 240-241.
576 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

His insanity is no excuse”503. A su vez, George Logan, senador por Pennsylvania,


sostuvo que Pickering debía ser destituido porque era un loco. Tras aducir que era
un error ver en el enjuiciamiento del impeachment al Senado como un tribunal de
jurisdicción penal y al Juez Pickering como un criminal, Logan señalaba que el
Senado no actuaba sino como “a court of enquiry (sic)”, para decir a continuación:
“If the Judge is insane, whether it be by the act of God, or his own imprudence,
is immaterial, –for in either case he is incapable of discharging the duties of a
Judge– and being unable to do his duty, (and) a complaint being made to us, it
is our duty to remove him”. (Si el juez está loco, si es por un acto divino o por su
propia imprudencia es indiferente, pues en ambos casos es incapaz de cumplir con
los deberes de un Juez, y siendo incapaz de cumplir con su deber (y) habiéndose
presentado ante nosotros una demanda, es nuestro deber destituirle). Este senador
llevaba razón en que el Juez debía de ser destituido, pero, insistimos, no a través
de un instrumento como el impeachment cuya finalidad era harto diferente.
Robert G. Harper, actuando como antes se dijo como agente del hijo de
Pickering, trató de demostrar en su defensa del Juez Pickering, que el imputado
era incapaz de corrupción en sus decisiones judiciales, que no era responsable de
sus acciones en el procedimiento que contra él se había iniciado en la House of
Representatives ni tampoco ante ningún otro tribunal, presentando como prueba
de ello dos dictámenes médicos, una declaración de un miembro del Congreso y
otra del abogado de los propietarios del barco “Eliza”, así como las actas judiciales
del Circuit Court de New Hampshire que, como antes se dijo, al amparo de la
Judiciary Act de 1801, encomendó a uno de sus miembros asumir los deberes
del Juez Pickering al encontrarlo incapacitado para ejercerlos por sí mismo.
Todas estas pruebas se orientaban a mostrar que Pickering no se hallaba desde
tiempo atrás en su sano juicio. Para Harper, el Juez encausado no había actuado
en ningún momento con un propósito malicioso, sino con enajenación mental.
En relación con el affaire del Eliza, Harper puso de relieve que las decisiones de
Juez eran enloquecidas e incoherentes. Pickering no tenía ni idea de lo que estaba
sucediendo. Pickering, ciertamente, bebía, pero ello era sólo, según Harper, una
consecuencia más de su enfermedad mental.
También la intervención de Jacob Pickering fue sobresaliente. A su entender,
su padre “was altogether incapable of transacting any kind of business which
requires the exercise of judgment, of the faculties of reason”504.
El Senado requirió nada menos que de tres días de debates para decidir
la cuestión. Los Federalistas y los Republicanos más radicales tenían clara su
opción de voto, pero no sucedía otro tanto con los Republicanos moderados, a
los que preocupaba profundamente el tema. Los esfuerzos de cada grupo para
fundamentar jurídicamente su, por lo general, predeterminada decisión dieron
lugar, como dice Turner505, a “the most fantastic interpretations of law”. Esa

503
Apud David P. CURRIE, en Ibidem, pp. 245-246.
504
Apud Peter Charles HOFFER, and N. E. H. HULL: Impeachment in America..., op. cit., p. 214.
505
Lynn W. TURNER: “The Impeachment of John Pickering”, op. cit., p. 499.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 577

predeterminación de juicio supuso, que no obstante oirse concluyentes pruebas


de la demencia de Pickering, el Senado la ignoró. La irracionalidad política se
impuso sobre la racionalidad jurídica. De esta forma, el 12 de marzo, el Senado
aprobaba los cuatro articles of impeachment formulados por la House. Sólo 26
senadores, de los 34 que debían hacerlo, votaron. Los ausentes fueron en su
totalidad senadores Republicanos, que manifestaron que no podían votar sobre
un asunto tan inadecuado. Serían los primeros síntomas del agrietamiento del
partido Republicano, que se harían mucho más evidentes en el impeachment de
Chase, conduciendo al fracaso del mismo. Los 26 senadores votantes concluían
con una última votación en la que acordaban la destitución del cargo, cuyos
números son rotundos: 20 votos a favor y sólo 6 en contra, justamente los de los
seis senadores Federalistas de los Estados de Nueva Inglaterra (aunque algunos
autores, como Currie, hablan de un resultado 19-7) De esta forma, un conjunto
arbitrario y partidista de supuestos jueces otorgaron al pobre Juez loco de New
Hampshire el triste honor de convertirse en “the firs victim of the first judicial
purge in our national history”506. El impeachment habría parecido menos brutal
si su inocente víctima no hubiera sido años atrás uno de los más distinguidos
ciudadanos de New Hampshire.
Esta votación, impulsada por Jefferson, significaba el inicio de la temporada
de caza, con la particularidad de que esta manifestación cinegética tenía como
objetivo no las aves sino los jueces. La más codiciada presa era el Chief Justice
John Marshall.

C) El impeachment del Associate Justice Samuel Chase (1804-1805)

a) El Associate Justice Samuel Chase

El día después de la destitución de Pickering, los miembros de la House of


Representatives John Randolph y Peter Early informaban al Senado de que la
Cámara había decidido acusar (“to impeach”) al Juez de la Corte Suprema Samuel
Chase. Antes de entrar en el proceso propiamente dicho, vale la pena hacer alguna
referencia a este peculiar personaje.
Chase fue una figura turbulenta y controvertida en la escena política de los
primeros años de vida republicana, quizá porque, como se ha dicho507, siempre
fue agresivo y belicoso en todo aquello que hizo. Nacido en Maryland en 1741,
estudió leyes, siendo admitido en el Colegio de Abogados a la temprana edad de
veinte años. Partidario de la libertad de las colonias, pronto fue objeto de las iras

506
Lynn W. TURNER: “The Impeachment of John Pickering”, op. cit., p. 505. En los mismos
términos, Frank THOMPSON, Jr. y Daniel H. POLLITT: “Impeachment of Federal Judges...”, op. cit.,
p. 97.
507
Frank THOMPSON, Jr., and Daniel H. POLLITT: “Impeachment of Federal Judges...”, op. cit.,
p. 97.
578 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

del Gobernador por sus posiciones contrarias a la Stamp Act. Su militancia anti-
inglesa le dio gran popularidad, y a ello iba a deber en gran parte su elección como
miembro del First Continental Congress, desde donde defendió ardientemente la
independencia, siendo uno de los signatarios de la Declaración de Independencia.
Durante la Revolución, Chase se opuso firmemente a ciertas intrigas contra
Washington, algo que éste, que mantenía una cierta relación de amistad con
Chase, siempre le agradeció. Elegido miembro de la Convención de ratificación
de la Constitución de Maryland, fue uno de los líderes de la misma. El Presidente
Washington, en enero de 1796 le nombró Associate Justice.
No obstante su valía como abogado y como juez, Chase siempre fue un perso-
naje polémico. Cox lo ha calificado como un hombre pendenciero (“quarrelsome”),
violento (“intemperate”) y autoritario (“overbearing”)508, y Thompson y Pollitt
dicen de él que fue un terror en los estrados509. No ha de extrañar este calificativo,
pues Chase tiranizaba a los abogados, intimidaba a los testigos, manipulaba a los
jurados con sus ocurrencias desde el estrado, desencadenaba las carcajadas de los
espectadores sobre el impotente abogado de la defensa510. Era, en definitiva, un
juez y jurista competente, pero que dilapidó su competencia con su partidismo,
su hiriente sarcasmo y su tiranía.
Políticamente, Chase se convirtió en un personaje muy poco grato para los
Republicanos, y con el tiempo llegó a ser su verdadera “bestia negra”. Federalista
furibundo en Maryland, su ya mencionada agresiva conducta en los estrados,
marcada por su despreciativo trato hacia los abogados virginianos, venía sus-
citando quejas desde tiempo atrás. Particularmente polémicas fueron varias de
sus actuaciones judiciales en los Circuits con ocasión de la aplicación de las Alien
and Sedition Acts, siendo posiblemente las más controvertidas de ellas sus actua-
ciones en los juicios por sedición de James Callender (1800) y Thomas Cooper
y en el juicio por traición de John Fries. También sus informes ante los grandes
jurados, que más bien parecían discursos políticos en favor de los Federalistas,
levantaron ampollas, como suele decirse. Su ausencia de la Supreme Court para
hacer campaña en favor de John Adams no fue menos censurada. Sin embargo,
lo que desencadenó definitivamente las iras Republicanas fueron dos discursos
(charges) ante dos grandes jurados: uno, el 2 de mayo de 1803, ante un gran jurado
de Baltimore, en el que condenó la abrogación de la Judiciary Act de 1801, y el otro,
un discurso análogo ante un gran jurado de Maryland, en el que condenó asimismo
la reciente adopción por ese Estado del sufragio universal de los varones adultos
blancos. “These measures –gritó Chase con su volcánico temperamento ante los
grandes jurados– would take away all security for property, and personal liberty”,

508
Archibald COX: “The Independence of the Judiciary: History and Purposes”, en University of
Dayton Law Review (U. Dayton L. Rev.), Vol. 21, 1995-1996, pp. 565 y ss.; en concreto, p. 575.
509
Frank THOMSON, Jr., and Daniel H. POLLITT: “Impeachment of Federal Judges...”, op. cit.,
p. 98.
510
“Judge Chase –.escribe Humphrey– was that character of judge which is to a lawyer the most
exasperating – combative, alert, sarcastic, able”. Alexander Pope HUMPHREY: “The Impeachment
of Samuel Chase”, en American Law Review (Am. L. Rev.), Vol. 33, 1899, pp. 827 y ss.; en concreto,
p. 837.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 579

para añadir más adelante que “the independence of the National Judiciary (was)
already shaken to its foundation”511.
Abraham, en pocas pero muy atinadas palabras, ha compendiado los demé-
ritos, por así denominarlos, del Justice Samuel Chase512: se había hecho odioso
(“obnoxious”) a los Jeffersonianos y a otros por una larga serie de imprudentes
y a menudo ultrajantes ataques partidistas (“injudicious and often outrageous
partisan attacks”) contra ellos, unos dentro y otros fuera del Tribunal; por sus
tiránicos juicios (“tyrannical trials”) (de oponentes) en aplicación de las Alien and
Sedition Laws; por su obvio favoritismo hacia los Federalistas y por su displicente
enfoque (“his cavalier approach”) del concepto de jurados imparciales. La posición
judicial de Chase no era ni mucho menos apropiada, pero él, probablemente, no
había cometido ningún delito por el que pudiera ser encausado. Innecesario es
decir que los cargos en relación a la conducta de Chase, particularmente ante los
grandes jurados, serían mirados hoy muy severamente, pues como dice Currie,
“we do not expect judges to behave like prosecutors or to make partisan political
speeches from the Bench”513. (Nosotros no esperamos jueces para comportarse
como acusadores o para hacer discursos políticos desde el tribunal). Pero lo
que no se puede pasar por alto tampoco es que la relación entre los jueces y los
grandes jurados, como otras muchas, era diferente hace dos siglos. Piénsese en
que Blackstone declaraba categóricamente que era tarea del juez dar instrucciones
a los grandes jurados sobre los objetos de su investigación.
Por lo demás, actuaciones como las de Chase a fines de la última década del
siglo, distaron de ser positivas para los Federalistas, por cuanto se percibieron
como incoherentes con las promesas Federalistas acerca de la puesta en práctica
del principio de la soberanía popular, lo que propició que los Republicanos, con
evidente éxito, como demostraron las elecciones de noviembre de 1800, transmi-
tieran a la ciudadanía la idea de que lo que pretendían realmente los Federalistas
era hacer del pueblo meros súbditos, en vez de ciudadanos. Ello a su vez se tradujo
en que se ignorara el sólido y riguroso trabajo de muchos jueces federalistas que,
por ejemplo, sentaron las bases de “a strong body of commercial law”514.
Al margen de lo que se acaba de decir, Chase hizo aportaciones del mayor valor
en su etapa en la Corte Suprema. Por mencionar algunos ejemplo, en Calder v.
Bull (1798), estableció la doctrina, nunca antes enunciada, de que la disposición
constitucional prohibiendo las ex post facto laws se aplica solamente a la legisla-
ción retroactiva de naturaleza penal. En Ware v. Hylton (1796), consideró que la
Corte era competente para conocer de una ley estatal que contradijera un tratado
suscrito por los Estados Unidos. En Hylton v. United States (1796), interpretó que
los impuestos directos, a la vista de lo establecido por la Constitución, abarcaban

511
Apud David P. CURRIE: “The Constitution in Congress...”, op. cit., p. 250.
512
Henry J. ABRAHAM: The Judicial Process..., op. cit., pp. 46-47.
513
David P. CURRIE: “The Constitution in Congress...”, op. cit., p. 256.
514
Stephen B. PRESSER: “A Tale of Two Judges: Richard Peters, Samuel Chase, and the Broken
Promise of Federalist Jurisprudence”, en Northwestern University Law Review (Nw. U. L. Rev.),
(Northwestern University School of Law), Vol. 73, 1978-1979, pp. 26 y ss.; en concreto, pp. 109-110.
580 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

tan sólo los impuestos de capitación y los impuestos sobre la tierra. En fin, en el
Worrall case, Chase hizo curiosamente suyo el argumento republicano contrario
a la existencia de un common law of crimes. Marshall, que llegó a la Corte cinco
años después que Chase, diría de él que poseía una poderosa inteligencia, un gran
conocimiento jurídico y que era un juez de una gran valía515.

b) El impeachment de Chase, un episodio más en el virulento


enfrentamiento entre Republicanos y Federalistas

Lo que se acaba de exponer acerca de las actuaciones de Samuel Chase en el


ejercicio de sus funciones judiciales, con la perspectiva de nuestro tiempo, no deja
albergar la más mínima duda de que Chase había hecho a lo largo de su carrera
judicial deméritos suficientes para ser expulsado de la Corte Suprema. Es cierto
que los parámetros que hoy rigen nuestra valoración en poco coinciden con los
vigentes hace más de dos siglos, pero al margen ya de ello, quedarnos aquí sería
ignorar la realidad, pues lo que en modo alguno puede ignorarse es que, tras el
impeachment que los Republicanos iban a poner en marcha contra Chase, latía
una incuestionable carga política. Incluso podría afirmarse que se trataba de un
torpedo dirigido contra la línea de flotación del judiciary Federalista. Humphrey
dice que no puede dudarse de que fue una acusación política desde el principio
hasta el final (“a political prosecution from beginning to end”)516. No deja de ser
significativo al respecto, que la moción para investigar la conducta oficial de Chase
no se presentara hasta enero de 1804, cuando tres de las infracciones en que se
iba a basar la acusación se habían cometido en abril, mayo y junio de 1800, y la
cuarta había acontecido en mayo de 1803. Las circunstancias políticas parecían
ahora propicias, pues a esas alturas de la Presidencia de Jefferson, se ha consta-
tado la existencia de una auténtica “epidemia de impeachments” (“an epidemic
of impeachments”)517, como vía de desalojar a los Federalistas de determinados
cargos públicos.
Coincide la doctrina en que es difícil encontrar en la historia política
norteamericana un período en que el enfrentamiento partidista tuviera tintes
más acerbos y virulentos que el de los años siguientes a la llamada “Revolución

515
No sólo sus contemporáneos valoraron a Chase. También Corwin lo enjuició de modo muy
positivo, como revelan las reflexiones que siguen: “Chase´s performance on the Supreme bench was the
most notable of any previous to Marshall. Opinions were then delivered seriatim, and being the justice
of latest appointment, Chase was required for several terms of court to give his opinions first. This
accident of position, together with the colorful quality of his judicial utterances, their positiveness of
expression, their richness in <political science>, have all contributed to give his opinions predominant
importance in this period”. Edward S. CORWIN: “Samuel Chase”, en Dictionary of American Biography,
edited by Allen Johnson and Dumas Malone, Charles Scribner´s Sons, New York, 1930, IV, p. 34. Cit.
por Richard B. LILLICH: “The Chase Impeachment”, en The American Journal of Legal History (Am.
J. Legal Hist.), Vol. 4, 1960, pp. 49 y ss.; en concreto, p. 53.
516
Alexander Pope HUMPHREY: “The Impeachment of Samuel Chase”, op. cit., p. 836.
517
Ibidem, p. 838.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 581

Jeffersoniana”. En este contexto, el impeachment de Chase no sólo pretendía librar


a los Jeffersonianos de un archi-federalista de la Corte Suprema, sino también,
y quizá aún en mayor medida, dar una lección a los Jueces que aún seguían en
ella, pues como escribe Urofsky518, “where Marshall was a rapier, Chase was a
blunderbuss, given to intemperate fulminations against the Jeffersonian party”.
Planteado en otros términos, los Republicanos podían razonablemente pensar,
que la expulsión del que manejaba el “trabuco” (“blunderbuss”) no dejaría de
tener efectos sobre quien se limitaba a utilizar un “espadín” (“rapier”). Con su
impresentable actuación, Chase, es claro, no dejó de allanar el camino de la poda
a los Republicanos. En definitiva, como acertadamente ha escrito Lillich519, el
“Chase affair” fue una enredada telaraña de Derecho y política (“a tangled web
of law and politics”).
La última actuación de Chase en los estrados y el proceso abierto contra
Pickering parece que hicieron pensar a Jefferson que la oportunidad que desde
tiempo atrás venía buscando de iniciar el desmoche del federal judiciary se le había
presentado. De ahí a instar el planteamiento de la acusación mediaba un paso. Y
eso es lo que el Presidente iba a intentar hacer al dirigirse a uno de sus hombres
de confianza, Joseph Nicholson, un miembro de la Cámara de Representantes por
Maryland, preguntándole de modo un tanto retórico si este sedicioso ataque a los
principios de la Constitución quedaría sin castigo, sugiriendo que era a Nicholson,
esto es, a la House of Representatives, a la que el público miraría para corregirlo.
La iniciativa de Jefferson iba a encontrar en John Randolph, siempre en primera
línea de ataque contra los Federalistas, a su más entusiasta impulsor. Randolph
propuso de inmediato que la Cámara nombrara una Comisión para investigar la
conducta de Chase, no habiendo de pasar mucho tiempo para que la Cámara, el
11 de marzo de 1804, por 73 votos frente a 32, adoptara el acuerdo de que Chase
tenía que ser objeto de un procedimiento de impeachment.
Resulta sorprendente, casi profético, que poco después de que se decidiera
Marbury, Samuel Chase escribiera a Marshall: “I believe a day of severe trial is
fast approaching for the friends of the Court; and we, I fear, must be the principal
actors, and may be sufferers, therein”520. (Creo que un día de severos juicios está
aproximándose rápidamente para los amigos de la Corte, y me temo que nosotros
tenemos que ser los principales actores y sufridores en ello). La memoria del
discutidísimo impeachment presentado en Inglaterra contra Warren Hastings
aún se hallaba fresca y es posible que los Federalistas se temieran una especie de
réplica americana de aquel proceso, y quien tenía todas las posibilidades de ser
objeto del mismo, nadie lo dudaba, era Samuel Chase.
Puesta en marcha la acusación, y profundamente alarmado ante el proceso
iniciado en su contra, Chase escribió a su Chief Justice, pidiéndole que reflejara
por escrito una suerte de informe sobre su conducta en el juicio de John Callender,

518
Melvin I. UROFSKY: “Thomas Jefferson and John Marshall...”, op. cit., p. 116.
519
Richard B. LILLICH: “The Chase Impeachment”, op. cit., p. 49.
520
Apud Richard B. LILLICH: “The Chase Impeachment”, op. cit., p. 51.
582 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

al que antes nos referimos tangencialmente, algo que Marshall podía hacer en
cuanto que había asistido personalmente al mismo. En su respuesta, Marshall
se iba a manifestar de un modo desconcertante, como la doctrina reconoce por
lo general, concluyendo con estas reflexiones generales: “Pienso que la moderna
doctrina sobre el impeachment contra un juez que pronuncia una opinión jurídica
(“a legal opinion”) contraria a la de la Legislatura, debería ceder la palabra a
una jurisdicción de apelación (“to an appellate jurisdiction”). Una revocación
de aquellas decisiones jurídicas consideradas poco sólidas (“unsound”) por la
Legislatura, ciertamente, concordaría mejor con la bondad de nuestro carácter
que la destitución del juez que las ha pronunciado desconociendo su culpa”. Como
bien señala Sosin521, estas palabras están escritas por la pluma del hombre que,
menos de un año antes, en Marbury v. Madison, había declarado enfáticamente
que era de la competencia y deber del judiciary decir lo que es Derecho. Esta
extraña observación , en clara contradicción con otros puntos de vista de Marshall,
se ha interpretado como una muestra reveladora de la profunda preocupación
de Marshall ante ese proceso de impeachment, aunque también hay quien la ha
interpretado como una pura extravagancia o como un intento de confortar al
colega asediado522. ¿Estaba Marshall sugiriendo la “legislative review of judicial
decisions”?, como algunos autores han entendido. Este fue por ejemplo, el punto
de vista de Beveridge, su principal biógrafo, radicalmente rechazado por Engdahl,
quien lo tacha de miope. A juicio del último523, la sugerencia aventurada a Chase
indica que Marshall podía haber encontrado aceptable un acuerdo conforme al
cual las cuestiones constitucionales pudieran resolverse por un órgano responsa-
ble popularmente, o lo que es igual, políticamente, en la medida en que se dejara
a los jueces decidir casos con independencia. Qué quiso realmente decir Marshall
es algo imposible de aclarar.
Al margen ya de lo que se acaba de señalar, Marshall quedó enormemente
preocupado por el procesamiento de su Asociado, viendo con claridad lo que el
mismo entrañaba: un ataque en toda regla contra la independencia judicial. Una
carta escrita a su hermano James el 1º de abril de 1804, inmediatamente después
de recibir los articles of impeachment presentados por la Cámara de Representan-
tes contra Chase era bien significativa al respecto: “They are sufficient –escribe
Marshall– to alarm the friends of a pure & of course an independent judiciary,
if among those who rule our land there be any of that description” 524. (Son
suficientes para alarmar a los amigos de un poder judicial puro y, por supuesto,
independiente, si es que entre aquellos que gobiernan nuestro país hay alguno de
esa descripción). Y quizá, tras el impeachment, Marshall pudo llegar a compartir
con Jefferson la idea de que la votación del Senado sobre la acusación a Chase era
una suerte de referéndum sobre la Marbury v. Madison decision de dos años antes.

521
J. M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe..., op. cit., p. 314.
522
Louise WEINBERG: “Our Marbury”, op. cit., p. 1289.
523
David E. ENGDAHL: “John Marshall´s <Jeffersonian> Concept of Judicial Review”, en Duke
Law Journal (Duke L. J.), Vol. 42, 1992-1993, pp. 279 y ss.; en concreto, p. 331.
524
Apud R. Kent NEWMYER: John Marshall and the Heroic Age..., op. cit., p. 178.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 583

c) Los articles of impeachment y el proceso ante el Senado

I. Los articles of impeachment contra Chase eran ocho en total, enumerándose


en ellos casi todas las quejas que se habían hecho contra el Juez desde su acceso
a la Supreme Court, aunque los cargos venían referidos a la conducta mantenida
por Chase actuando como Circuit Judge, y desde luego nada se contemplaba en
ellos que pudiese quedar comprendido dentro de las conductas tipificadas penal-
mente. Esos cargos, según Blackmar525, que los enjuicia con notable benevolencia,
sugerían que Chase era un Juez arrogante e impaciente, que mantenía opiniones
personales firmes y arbitrarias.
La doctrina, por lo general, admite que el discurso pronunciado por Chase ante
el gran jurado de Baltimore fue el catalizador del impeachment526, pero en modo
alguno fue éste el único cargo formulado contra el polémico Juez, pues sólo quedó
reflejado en uno de esos ocho artículos. Los Republicanos, con la finalidad de no
dejar cabos sueltos que propiciaran cualquier decisión distinta de la condena,
se remontaron hasta el año 1800 en su búsqueda de conductas supuestamente
censurables a través de este procedimiento. De modo sintético, los artículos se
referían a las siguientes actuaciones del Juez:
1) Conducta inadecuada (misconduct) en el proceso de John Fries, de resul-
tas de: a) haber pronunciado una opinión sobre una cuestión de Derecho
antes de que el abogado del demandado hubiese intervenido; b) haber
impedido al mencionado abogado mencionar los casos ingleses que
podían considerarse como precedentes y las leyes norteamericanas, y c)
haber prohibido al abogado formular al jurado ciertas reflexiones sobre
cuestiones jurídicas.
2) Conducta inapropiada en el juicio de James Callender al permitir a un
tal John Basset desempeñar el cargo de jurado, existiendo una causa im-
peditiva de ello.
3) Conducta inadecuada en el juicio anterior al no permitir a un tal John
Taylor ser interrogado como testigo.
4) Conducta grosera y violenta en el mismo proceso de Callender de resultas
de: a) obligar al abogado del acusado a limitar a lo previamente reflejado
por escrito las preguntas que deseaba hacer al testigo John Taylor; b) rehu-
sar aplazar el juicio a causa de la ausencia de testigos esenciales; c) utilizar
expresiones groseras y despreciativas respecto al abogado del acusado; d)
interrumpir de modo vejatorio al abogado del acusado, logrando con ello
apartarle del caso, y e) mostrar una indecente ansiedad por la condena
del acusado.

525
Charles B. BLACKMAR: “On the Removal of Judges: The Impeachment Trial of Samuel Chase”,
en Journal of the American Judicature Society (J. Am. Jud. Soc.), Vol. 48, 1964-1965, pp. 183 y ss.; en
concreto, p. 185.
526
Así, entre otros, Richard B. LILLICH: “The Chase Impeachment”, op. cit., p. 57.
584 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

5) Conducta inapropiada en el mismo proceso de Callender al emitir un


mandamiento del tribunal (“a bench warrant”) en vez de una citación
judicial (“a summons”).
6) Conducta inadecuada en el proceso anterior al rehusar un aplazamiento
temporal del mismo.
7) Conducta inapropiada al exhortar a un gran jurado y rehusar la retirada
de uno de sus miembros, en Newcastle, Delaware, en junio de 1800.
8) En fin, conducta inadecuada al exhortar a un gran jurado en Baltimore,
Maryland, en mayo de 1803.
Como se puede apreciar, los artículos se centraban en dos juicios, los de John
Fries y James Callender, acumulando este último cinco de los cargos, y en dos
exhortaciones o discursos ante grandes jurados, el de Newcastle y el de Baltimore,
decisivo este último en el desencadenamiento del proceso de impeachment. Se
ha especulado acerca de porqué algunos de estos artículos encerraban algo de
misterio, de ausencia de la necesaria claridad, quizá por la excesiva concisión y
ausencia de explicación acerca de la conducta descrita en ellos. A título también
puramente especulativo, se ha atribuido la responsabilidad de todo ello a John
Randolph de Roanoke, el líder Republicano de la House of Representatives, en ese
momento en la cumbre de su poder político, aunque odiado por muchos de sus
colegas Republicanos, que asumió como una cuestión de vida o muerte el conse-
guir la condena de Samuel Chase, algo que, a la larga, perjudicó sensiblemente
las opciones de éxito del impeachment.
No podemos, como es obvio, detenernos con todo detalle en los hechos
desencadenantes de las acusaciones. Nos limitaremos a un brevísimo recordatorio
de algunas de las actuaciones más polémicas de Chase. John Fries527, un coronel
del Condado de Northhampton, Pennsylvania, se rebeló contra el impuesto
establecido por el gobierno federal a fin de hacer frente a los cuantiosos gastos
que hubo de afrontar para sofocar la “Whisky Rebellion” (1794), en lo que pasó
a conocerse como la “Fries Rebellion” (1799). Fries fue primeramente juzgado
y condenado en 1799, pero se le concedió un nuevo juicio en el que Chase iba a
presidir el Circuit Court. Nuestro personaje partió de la base de que el juicio de
1799 se había dilatado en exceso por lo que decidió mostrar ahora el carácter
expeditivo de la justicia federal. A tal efecto, recurrió a una técnica que él utilizó
en diversas ocasiones a lo largo de su carrera: la de preparar una decisión previa
al juicio (“a pretrial opinion”) sobre el Derecho aplicable, que llevó al juicio por
escrito, entregándosela de inmediato al abogado para que se diera cuenta de que
el Derecho aplicable al caso estaba claro. De esta forma, Chase no permitió al
abogado del acusado aludir al Derecho inglés, que arrojaba dudas acerca de si un
rescate de prisioneros federales, que equivalía a una oposición armada a una ley
federal, podía ser calificado como un acto de traición.

527
Respecto al juicio de John Fries, cfr. Stephen B. PRESSER, and Becky Bair HURLEY: “Saving
God´s Republic: The Jurisprudence of Samuel Chase”, en University of Illinois Law Review (U. Ill. L.
Rev.), Vol. 1984, 1984, pp. 771 y ss.; en particular, pp. 802-808.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 585

Particularmente controvertida sería la actuación de Chase en el proceso de


James Callender528, según Thompson y Hurley, “one of the most scurrilous and
slimy publicists who ever wrote”529 (uno de los más difamatorios y rastreros
publicistas). Callender iba a dedicar todas sus invectivas, que eran muchas,
al servicio de los Republicanos de Virginia y en contra de la Administración
Adams. En el ambiente de la época, del que ya nos hicimos eco, no había de
extrañar en exceso que Callender fuera juzgado y condenado de conformidad
con la Sedition Act por una supuesta difamación contra el Presidente Adams.
En el proceso, que suscitó una enorme expectación en Richmond, defendieron
a Callender tres abogados que eran a la par tres de los líderes más destacados de
los Republicanos de Virginia, William Wirt, George Hay y Philip Nicholas. Chase
se negó a dispensar a un miembro del jurado, que había decidido de antemano
que Callender era culpable, de su condición de jurado; excluyó a testigos de la
defensa con fundamentos insuficientes530; condujo el proceso con “manifiesta
injusticia, parcialidad e intemperancia”, como ilustraban diversas alegaciones;
en fin, ordenó que el acusado fuera arrestado antes de que se le entregara una
citación, sometiéndolo a juicio en el mismo período en que era acusado, con
violación de las leyes de Virginia. Al margen de las circunstancias que nos ocupan,
creemos de interés recordar, que la defensa propuso que el jurado decidiera si la
Sedition Act no excedía de los límites constitucionalmente autorizados, frente a
lo que Chase paró en seco al abogado con “A non sequitur, Sir”. Chase, aunque
ahora no podamos entrar en ello, se mostró en otros casos claramente partidario
de la judicial review, pero si alguien debía llevar a cabo este enjuiciamiento de la
conformidad constitucional de una ley era el juez o tribunal, no el jurado. En ello,
a nuestro juicio, le asistía toda la razón. Otro Associate Justice, William Paterson,
había sostenido idéntica posición poco tiempo antes.
En Newcastle (Delaware), Chase rehusó autorizar a un miembro de un
gran jurado para retirarse del mismo hasta tanto se pronunciara acerca de una
acusación contra un periodista de un diario Jeffersoniano. Cuando el gran jurado
rehusó acusar al citado periodista, ordenó al Attorney de los Estados Unidos que
leyera ante el jurado todos los puntos de la publicación de nuevo e informara al
jurado del lenguaje abusivo utilizado en ella.
En su exhortación o charge ante el gran jurado de Baltimore, Chase iba a
argumentar que en América, y Maryland en particular, se hallaba en peligro de

528
Sobre el juicio de James Thompson Callender, cfr. Stephen B. PRESSER, and Becky Bair
HURLEY: “Saving God´s Republic...”, op. cit., pp. 808-814.
529
Stephen B. PRESSER, and Becky Bair HURLEY: “Saving God´s Republic...”, op. cit., p. 808.
530
Los abogados defensores intentaron presentar como testigo al Coronel John Taylor, a fin de
demostrar la veracidad de una afirmación hecha en un panfleto escrito por Callender, The Prospect
Before Us, en el sentido de que el Presidente Adams era un declarado aristócrata que había demostrado
estar al servicio de los intereses británicos. El coronel Taylor, un declarado enemigo de la aristocracia,
iba a tratar de justificar ante el jurado la certeza de lo escrito por Callender. Chase se negó en redondo
a admitir a tal testigo, al entender que nadie podía demostrar tal cosa, pues esa demostración no era
sino un acto de traición o, como mínimo, extremadamente antipatriótico, que él, como presidente
del tribunal, no podía permitir.
586 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

desaparición una sociedad libre, una sociedad en la que la libertad estuviese


asegurada mediante la protección de la persona y de su propiedad. Llegados
aquí, Chase iba a citar como peligros que se cernían sobre ese tipo de sociedad en
Maryland, el establecimiento del sufragio universal de los varones y la abolición de
uno de los tribunales superiores estatales. Y a nivel federal se refirió a los aliados
en el Congreso de Jefferson para la abrogación de la Judiciary Act de 1801, lo que
había acontecido el año anterior a este charge mediante la Repeal Act de 1802, con
lo que ello significaba de abolir los nuevos federal circuit judges. Fácilmente puede
comprenderse que estas últimas referencias a Jefferson y a la Repeal Act en un
discurso o exhortación ante un gran jurado suscitaran una notable indignación
entre los Republicanos, y muy particularmente en Jefferson.
Se ha dicho531, que si Chase excedió a otros jueces en el impacto de sus actua-
ciones sólo fue por una diferencia cuantitativa, que no cualitativa, lo que en el
fondo nos habla del sesgado posicionamiento partidista en estos años de los jueces
federales. Es posible que fuera así, pero es difícil pensar en que las arbitrariedades
de Chase, con la responsabilidad añadida que derivaba de su condición de Juez
de la Corte Suprema, fueran igualadas por otros jueces.

II. En el proceso iban a intervenir relevantes abogados por parte de la


defensa. Por la acusación, como ya se ha dicho, el protagonismo esencial iba a
corresponder al virginiano John Randolph, que ha sido calificado como “brillante,
errático, un excelente orador callejero (“a fine stump orator”)532, pero no un
abogado”, y de hecho, al margen ya de los rechazos personales que suscitaba
entre sus propios compañeros de partido, su deficiente preparación jurídica y el
inadecuado planteamiento seguido en los articles tuvieron bastante que ver con
el fracaso final del impeachment. A Randolph se unieron, entre otros, Caesar A.
Rodney de Delaware, Joseph H. Nicholson de Maryland, Peter Early de Georgia,
George Washington Campbell de Tennessee y Christopher Clark de Virginia. Por la
defensa, el rol protagonista lo tuvo Luther Martin, Attorney General de Maryland
y líder indiscutible de los Colegios de Abogados de la época. Junto a él, Charles
Lee, Attorney General de los Estados Unidos con el Presidente Washington, Robert
Goodloe Harper, el líder Federalista de la House of Representatives con el Presiden-
te Adams, Joseph Hopkinson de Pennsylvania y Philip Barton Key de Maryland.
Como puede apreciarse, competían jurídicamente abogados de gran número de
Estados, muchos de ellos de primerísima fila. No ha de extrañar que ello, unido a
la fama del acusado, condujera a congregar en Washington muchísimos forasteros.
El senador Breckenridge se haría eco después de que “the trial of Justice Chase....
will collect a great crowd here”.
Los articles of impeachment alegaban de modo expreso que los actos de los que
se acusaba a Chase equivalían a “high crimes and misdemeanors”. Sin embargo,
como la defensa de Chase enfatizaría, no se le acusaba de haber violado ninguna
531
Stephen B. PRESSER: “A Tale of Two Judges...”, op. cit., p. 104.
532
Richard B. LILLICH: “The Chase Impeachment”, op. cit., p. 63.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 587

disposición específica del Derecho penal. Los cargos incluían violaciones no sólo
de “los solemnes deberes de su cargo” y su “sagrada obligación”, sino también
de la 6ª Enmienda de las reglas del proceso penal de Virginia. Sin embargo, no
se alegaba que hubiera cometido ningún delito enjuiciable procesalmente. Ante
ello, tanto Chase, que a diferencia de Pickering asistió al proceso y habló de
modo impresionante en su propia defensa (“and spoke impressively in his own
defense”)533, como sus abogados, particularísimamente, como ya se dijo, Luther
Martin, insistieron en la claridad del lenguaje del Art. II de la Constitución: los
funcionarios civiles podían ser acusados, pero sólo por delitos.
Es consideración general entre la doctrina, que John Randolph no redactó los
articles of impeachment con mucho acierto, pues en ellos no se cuestionaba que
Chase fuera culpable de mala conducta, lo que hubiera sido mucho más lógico y
censurable, sino que se insistía en que era culpable de graves conductas delictivas
en cada uno de los ocho cargos de que había sido objeto. Este rígido planteamiento
chocaba con las alegaciones de los defensores del acusado a las que acabamos de
referirnos y dejaba de lado una cuestión de la máxima relevancia: la de si Chase
era culpable de haber abusado gravemente de su posición, culpabilidad de la
que, tras todo lo expuesto, no podía caber la más mínima duda. La torpeza de los
acusadores se haría aún más patente a la vista de que, como estudiosos neutrales
del caso habrían de reconocer tiempo después, la acusación contra Chase no se
hallaba desprovista de sustancia534. El propio Jefferson calificaría el procedimiento
como un “proceso torpe” (“a clusmy process”)535.
Tampoco la intervención en el Senado del Republicano William Branch
Giles fue especialmente feliz. Tratando de desestimar el alegato Federalista en
favor de un independent judiciary, despreciativamente, consideró tal argumento
como “ni más ni menos que un intento de establecer un despotismo aristocrático
(ejercido) por ellos mismos”. Tras ello, Giles rechazaría que el impeachment
fuese un procedimiento criminal y el Senado un tribunal, pudiendo desecharse
todas las analogías entre el Senado, actuando como juez en un procedimiento de
impeachment, y los tribunales de justicia. Aunque ya nos hicimos eco de la pueril
y a la vez sectaria posición de Giles acerca del impeachment, vale la pena recordar
cómo concluía el senador Giles su speech. Para él, el impeachment no era más que
una declaración por el Congreso a un juez del siguiente tenor: “You hold dangerous
opinions, and if you suffer to carry them into effect you will work the destruction
of the nation”536. La desnaturalización del impeachment que latía en tan infantil,
trivial e inconsistente punto de vista era patente. Con el mismo, el impeachment

533
David P. CURRIE: “The Constitution in Congress...”, op. cit., p. 251.
534
El Chief Justice Rehnquist, en un estudio específico sobre el caso, señalaría que el caso contra
Chase “was not devoid of substance”. Y Henry Adams, no precisamente un admirador de los Jefferso-
nianos, en su “History of the United States during the Administration of Thomas Jefferson”, reconocería
que los cargos contra Chase eran serios y que en el juicio de Callender, el temperamento de Chase le
había conducido a forzar, si es que no a violar, la ley. Apud David P. CURRIE: “The Constitution in
Congress...”, op. cit., p. 257.
535
De ello se hace eco J. M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe..., op. cit., p. 316.
536
Apud J. M. SOSIN, en Ibidem, p. 315.
588 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

pasaba a ser un instrumento encaminado a censurar a los jueces que a través


de sus sentencias manifestasen opiniones no compartidas por los censores, esto
es, por la mayoría política del Congreso. Ni Randolph ni Giles ayudaron con sus
intervenciones a que la acusación saliera adelante; más bien podríamos decir que
coadyuvaron justamente a lo contrario.

III. El juicio propiamente dicho de Chase en el Senado comenzó, bajo la


presidencia del aún Vicepresidente de los Estados Unidos Aaron Burr, el 2 de
enero de 1805537, aunque habría de durar casi un mes, al margen ya del mes de
aplazamiento que Aaron Burr otorgó a petición de Chase (que solicitaba tres meses
de aplazamiento) para que pudiera recopilar algunas pruebas a su favor, que hasta
ese momento no había podido reunir. Los Federalistas no vieron con buenos ojos
a Burr. Era esta su primera actuación pública desde que asesinara (aunque no en
todos los Estados se calificara así la muerte de una persona en un duelo) a Alexan-
der Hamilton. Hoy resulta increíble que un personaje de semejante baja calaña
pudiera estar presidiendo el Senado de los Estados Unidos. En cualquier caso,
se ha reconocido generalmente que su actuación en el proceso fue de exquisita
imparcialidad, no obstante las presiones de Jefferson para que diera un trato de
favor a sus amigos de partido. En cualquier caso, el senador Federalista Plumer
acusó a Burr de hostigar al Juez Chase538. De los 34 miembros de la Cámara alta, 25
eran Republicanos, dos más por tanto de los necesarios para condenar, por cuanto
la Constitución exige 2/3 de los votos para que el funcionario sujeto a impeachment
pueda ser condenado, y ello suponía un total de 23. Los 9 Federalistas se suponía
que votarían en contra. En cuanto a la mayoría Republicana, el proceso de Chase
aumentó las tensiones en su seno. Los Republicanos se hallaban lejos de ser un
bloque monolítico, presentándose como una coalición de hombres con diversos
intereses y puntos de vista, basados las más de las veces en intereses puramente
locales, pero también les separaban otras diferencias.
Se ha dicho539, que la división del partido reflejaba las personales idiosincrasias
y las rivalidades de sus líderes. A este respecto, como ya hemos puesto de relieve
varias veces, nadie asumió un mayor protagonismo en este proceso que el virginia-
no John Randolph. Este personaje se hallaba estrechamente comprometido con
los ideales agrarios, la liviandad de la carga fiscal y la doctrina de los derechos de
los Estados, con la subsecuente retención del poder gubernamental en manos de
los mismos. Randolph, no muy alejado en su carácter de Chase, mostró a menudo
su desprecio por los colegas de su partido que se hallaban en desacuerdo con él.
Se ha llegado a especular que “some Republicans may even have considered him

537
Esta es la fecha que da el autor que nos merece mayor confianza, el gran historiador de la Corte
Charles Warren, aunque otros autores facilitan otras fechas próximas, pero no idénticas. Cfr. al efecto,
Charles WARREN: The Supreme Court in United States History, op. cit., Vol. one, p. 289.
538
En tal sentido, Peter Charles HOFFER, and N. E. H. HULL: Impeachment in America, 1635-1805,
op. cit., p. 238.
539
J. M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe..., op. cit., p. 314.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 589

as much, perhaps even more, of a threat to the party as Chase”540. Y desde luego,
la absolución final de Chase, al no alcanzarse en el Senado el umbral de votos
requerido por la Constitución para su condena, se ha vinculado estrechamente
con las rencillas internas de los Republicanos y con el rechazo que entre algunos
de ellos suscitaba la polémica figura de Randolph. Klarman ha sido rotundo
al respecto al sostener541, que la más convincente explicación de la absolución
del Justice Chase no tiene nada que ver con los escrúpulos Republicanos (“with
Republican qualms”) acerca de la exclusión de un Juez de su cargo por tener
opiniones políticas erróneas (“for possessing <wrongs> political opinions”). Más
bien fue el fruto de las rencillas internas, pues al menos seis senadores Republi-
canos votaron contra cada article of impeachment a causa de las disputas en el
interior del partido (“because of internal party squabbles”), que les condujeron
a mancillar la reputación (“to sully the reputation”) del Speaker de la Cámara de
Representantes, el Republicano John Randolph, que era el líder del equipo de la
acusación en el juicio de Chase en el Senado.
Parece bastante claro que los enfrentamientos internos de los Republicanos
pesaron lo suyo en el fracaso del impeachment, pero no puede caber tampoco
la más mínima duda acerca de que los argumentos de la defensa en favor de la
independencia judicial (“Our property, our liberty, our lives, can only be protected
and secured by –independent– judges”) debieron conducir a algunos senadores
republicanos a votar por convicción en contra de la acusación542. Muy posible-
mente, en favor de Chase jugó asimismo la idea de que este Juez estaba siendo
perseguido por sus opiniones políticas.
Vale la pena recordar algunas de las intervenciones de la defensa. En primer
término, hemos de comenzar haciéndonos eco de la propia intervención del
acusado, brillante y relativamente convincente. El 4 de febrero, justamente la
fecha en la que la Supreme Court abría sus sesiones, Chase apareció ante el Senado
acompañado de sus abogados. En su intervención rechazó que hubiese cometido
“any crime or misdemeanor whatever”, y sostuvo que si se había equivocado en
sus decisiones ello no era fundamento para su destitución, por cuanto, según
admitió específicamente, quizá las mismas estuvieran “ill-founded”, pero no eran
“criminal”. En relación a los seis primeros artículos o cargos de la acusación, sin
duda los más graves, Chase, intencionadamente, puso de manifiesto el hecho de
que en cada caso un district judge había estado de acuerdo en sus decisiones, y
sin embargo ninguna acción se había emprendido contra esos otros jueces. En
cualquier caso, de su intervención se desprendía que él se consideraba libre de
toda incorrección en el ejercicio de su función543, y ello lógicamente planteaba
sendos interrogantes sin respuesta: ¿Estaba adoptando una postura cínica o, por
el contrario, tenía una auténtica convicción de que un juez podía hacer y decir lo

540
Ibidem, pp. 314-315.
541
Michael J. KLARMAN: “How Great Were the <Great> Marshall Court Decisions?”, op. cit., p.
1168.
542
En tal sentido, entre otros, Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 58.
543
Peter Charles HOFFER, and N. E. H. HULL: Impeachment in America..., op. cit., pp. 239-240.
590 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

que le viniera en gana y no influenciar con ello al jurado? ¿Estaba desafiando al


Senado o, por contra, apelando a su mejor carácter?
Los abogados de Chase pusieron el acento en la independencia del judiciary,
destacando asimismo los estrictos requisitos impuestos por la Constitución como
fundamentos en que basar la destitución de un juez, describiendo la situación
del acusado como la de un objetivo político (“a political target”) víctima del
Presidente. Común denominador de sus intervenciones fue el recordatorio de que
en los momentos previos a la Independencia, el principio de la independencia de
los jueces y tribunales era algo así como “a rallying cry in the colonies”, y que el
propio Jefferson había acusado al Rey Jorge III de violar tal principio.
Luther Martin, a quien se llamaba el “Federal Bulldog”, era amigo de Chase
e ideológicamente no andaba muy lejos de él. Aunque se le notaban los estragos
de la bebida, había estado presente en Filadelfia y pocos podían hablar con más
autoridad que él de la intenciones de los Framers. A todo ello unía su larga práctica
como abogado. La combinación de todo ello condujo a que su intervención
resultara, de lejos, la más brillante. Martin insistió hasta la saciedad en que sólo
las infracciones tipificadas penalmente podían fundamentar una acusación de
esta naturaleza, pero fue incluso mucho más allá al decir que:

“.... there may be instances of very high crimes and misdemeanors, for
which an officer ought not to be impeached and removed from office; the
crimes ought to be such as relate to his office, or which tend to cover the
person, who committed them, with turpide and infamy; such as show there
can be no dependence on that integrity and honor which will secure the
performance of his official duties”544. (Puede haber ejemplos de muy graves
delitos e infracciones por los que un funcionario no debe ser acusado y
destituido del cargo; los delitos deben ser de tal tipo que estén relacionados
con su cargo, o que tiendan a cubrir a la persona que los cometió con tal
infamia y bajeza que prueben que no puede haber confianza en esa inte-
gridad y honor que asegurará el cumplimiento de sus deberes oficiales).

Consciente de las consecuencias políticas de la causa, Luther Martin iba a


hacer unas brillantes reflexiones al respecto:

“In republican governments there ever have been,--there ever will be, a
conflict of parties. Must an officer, for instance a judge, ever be in favour of
the ruling party, whether wrong or right? or, looking forward to the triumph
of the minority, must he, however improper their views, act with them?
Neither the one conduct or the other is to be supposed but from a total
dereliction of principle. Shall then a judge, by honestly performing his duty,
and very possibly thereby offending both parties, be made the victim of the
one or the other or perhaps of each, as they have power? No, Sir, I conceive
that a judge should always consider himself safe while he violates no law,

544
Apud Richard B. LILLICH: “The Chase Impeachment”, op. cit., pp. 68-69.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 591

while he conscientiously discharges his duty, whomever he may displease


thereby”. (En los gobiernos republicanos siempre ha habido, siempre ha-
brá, un conflicto de partidos. ¿Debe un funcionario, por ejemplo un juez,
estar siempre en favor del partido gobernante, esté equivocado o correcto?
o, esperando el triunfo de la minoría, ¿debe, no obstante lo inadecuado de
sus puntos de vista, actuar con ellos? Ni una conducta ni la otra ha de con-
siderarse nada más que una total negligencia de principio. ¿Debe entonces
un juez, por el honesto cumplimiento de su deber, y muy posiblemente por
ello ofendiendo a ambos partidos, ser convertido en la víctima del uno o
del otro o quizá de cada uno cuando tienen el poder? No, Señor, yo concibo
que un juez siempre debiera considerarse seguro mientras no viole la ley,
mientras cumpla concienzudamente su deber, no obstante quienquiera que
sea pueda molestarse por ello).

En cuanto a la acusación, ya hemos tenido oportunidad de referirnos a las


peregrinas tesis de Giles. Los demás intervinientes se situaron en similar dirección.
Por poner un ejemplo, Caesar Rodney sostuvo que el Art. II de la Constitución
no limitaba las ocasiones para el impeachment en absoluto; simplemente hacía
obligatoria la destitución en el cargo de resultas de la condena derivada de
diversas infracciones. “The authority given the House by Article I, Section 2 –adujo
Rodney– is not limited to any particular acts or transgressions, but is coextensive
with every proper object or subject of impeachment”545. (La autoridad dada a la
Cámara de Representantes por la Sección segunda del Artículo I no está limitada
a ningunos actos o transgresiones concretos, sino que es coextensiva con cada
adecuado objeto o sujeto de impeachment).
Hemos finalmente de recordar, que entre los testigos la intervención más des-
tacada corrió a cargo del Chief Justice Marshall, colega en la Corte del acusado. Él
había estado presente en el juicio de Callender y fue llamado por esta circunstancia
a testificar en cuanto a la actuación de Chase respecto del abogado de la defensa.
Marshall se limitó a declarar hechos sin expresar sus opiniones. Algunos autores
han descrito el testimonio de Marsahall como servil (“cringing”) y preocupado
(“anxious”), revelando incluso una cierta antipatía (“dislike”) hacia Chase. En
realidad, estas apreciaciones encuentran su origen último en el “Diario” del
senador William Plumer, presente en las sesiones del impeachment, que dice que
cuando Marshall testificó mostró “too much caution, too much fear” y también
una cierta disposición a complacer a los que dirigían la acusación546. Weinberg
sostiene por el contrario547, que si alguna de las reflexiones del Chief Justice pudo
considerarse desleal a Chase, tuvo que ver sustancialmente sólo con hechos, y
de hechos que no podían constituir una infracción susceptible de acusación.
Sea como fuere, no creemos que pudiera considerarse como deslealtad describir
fielmente las impresentables y abusivas actuaciones en el juicio de Callender.

545
Apud David P. CURRIE: “The Constitution in Congress: The Most Endangered...”, op. cit.,
p. 252, nota 240.
546
Louise WEINBERG: “Our Marbury”, op. cit., p. 1289.
547
Ibidem, p. 1291.
592 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

d) La absolución de Chase y la enorme trascendencia de este veredicto

I. La votación separada de cada uno de los articles of impeachment se inició el


día 1º de marzo de 1805, tres días antes de que expirara el período del 8º Congreso.
Es de algún interés recordar, que mientras en el juicio de Pickering la votación se
planteó en torno a la pregunta de si el Juez de New Hampshire era culpable de la
acusación que contra él se formulaba en cada article, habiendo de responderse sí
o no, ahora, tras muchas discusiones, la pregunta fue formulada en los siguientes
términos: “How say you? Is Samuel Chase, the respondent, guilty of a high crime
or misdemeanor, as charged in the article just read?” La respuesta tenía que ser
“guilty” o “not guilty”548. Ya el simple acuerdo acerca del planteamiento de la
pregunta a responder por cada senador y de la forma de la votación hacía prever
cuál podía ser el resultado de la votación. No ha de extrañar por lo mismo que la
adopción de esta fórmula ocasionara un ardoroso debate. James Bayard propuso
la inclusión de esta fórmula, que en realidad no era sino una parte de la Sección
cuarta del Art. II de la Constitución. John Quincy Adams la defendió asimismo
con ardor, con la mente puesta en el veredicto dictado en el impeachment de
Pickering. Él ya había escrito incluso que el voto, formulado sin esas palabras
de la Constitución, “permitted senators to avoid the reproach of conscience”549.
Como ya se ha dicho, el pronunciamiento final de la alta Cámara se inclinó
por la absolución, al no alcanzarse la mayoría requerida de los dos tercios
(equivalente a 23 votos) en ninguno de los ocho cargos o articles de los que se
acusaba a Chase. Ciertamente, en tres de esos cargos, los de mayor gravedad, una
mayoría de senadores se inclinó por la condena, pero en dos de ellos el número
de votantes se quedó en 19, mientras que en el tercero ascendió a los 20, tres por
tanto por debajo del umbral constitucionalmente exigido550. En el quinto de los
articles el Senado votó unánimemente por la absolución. Está acreditado, y el
dato es significativo, que seis senadores Republicanos votaron en los ocho articles
“not guilty”, rompiendo frontalmente la estrategia de Jefferson, canalizada en el
Congreso principalmente por John Randolph. Verificados los votos, Aaron Burr
anunciaba, que no habiéndose alcanzado la mayoría constitucionalmente exigida
en ninguno de los ocho articles, consideraba su deber declarar que Samuel Chase
“is acquitted on the articles of impeachment exhibited against him by the house
of representatives”. El juicio había finalizado.
Tangencialmente, ya hemos aludido a alguna de las posibles razones que
pueden explicar el fracaso del impeachment. La doctrina converge en algunas de
ellas de modo bastante generalizado; así, el excesivo ardor, la injustificada pasión,

548
Apud Alexander Pope HUMPHREY: “The Impeachment of Samuel Chase”, op. cit., p. 842.
549
Apud Peter Charles HOFFER, and N. E. H. HULL: Impeachment in America..., op. cit., p. 253.
550
Según los datos que facilita Humphrey, en el article referente al juicio de Tries la votación fue:
“guilty”, 16, “not guilty”, 18. En referencia al juicio de Callender (hay que suponer que se refiere al
segundo article), los resultados fueron justamente a la inversa: “guilty”, 18, “not guilty”, 16. En el
article relativo al discurso ante el gran jurado de Baltimore, los resultados fueron: “guilty”, 19, “not
guilty”, 15. Alexander Pope HUMHREY: “The Impeachment of Samuel Chase”, op. cit., p. 836.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 593

los excesos en definitiva, con que John Randolph condujo la acusación, en modo
alguno justificada por la naturaleza de los cargos, se ve como un elemento deter-
minante en el fracaso de la pretendida condena de Chase551. John Quincy Adams,
protagonista directo de los hechos, dejó escrito que “Randolph had alienated
many Republican senators by his bluster and incompetence”552. (Randolph había
apartado a muchos senadores Republicanos por sus bravatas y su incompetencia).
Pero también suscita acuerdo, que un cierto espíritu de lo que unos llaman juego
limpio y otros respeto de la justicia condujera al convencimiento de que el Justice
Chase, cualesquiera que fueran sus deméritos, no era merecedor de este estigma.
Pueden esgrimirse otro tipo de razones. Y así, en primer término, la teoría del
impeachment preconizada por Randolph, Giles y Nicholson era demasiado extre-
ma, radical, como para ser compartida por un órgano poblado preferentemente
por abogados, cuyo análisis del instituto no podía dejar de lado sus premisas
jurídico-constitucionales. Y en segundo lugar, los que dirigieron la acusación
se vieron abrumados, sobrepasados, por la brillantez de las intervenciones de
Luther Martin, del propio Samuel Chase y de algunos otros de sus abogados. Fue
una contienda jurídica muy desigual, pues Randolph y quienes actuaban junto a
él prepararon muy deficientemente sus intervenciones. Y a la larga esto no pudo
dejar de influir sobre los senadores.
Inmediatamente después del fracaso en la condena de Chase, la Adminis-
tración republicana trató de buscar otros medios con los que poder destituir
a los jueces. No ha de extrañar esta circunstancia, pues como ya se ha dicho,
el impeachment de Chase no era sino el primer paso de una estrategia de largo
alcance. Es bien significativo que el por aquel entonces senador John Quincy
Adams escribiera a su padre, el ex-Presidente John Adams, en los siguientes
términos: “The assault upon Judge Chase was unquestionably intended to pave
the way for another prosecution, which would have swept the Supreme Judicial
Bench clean at a stroke”553. (El asalto sobre el Juez Chase, incuestionablemente,
fue proyectado para pavimentar el camino para otra acusación que tendría que
haber barrido completamente los estrados de la Corte Suprema de un golpe).
Así, John Randolph propuso en la Cámara de Representantes una enmienda
constitucional para permitir la destitución de los jueces por el Presidente
tras un informe conjunto de las dos Cámaras del Congreso. A ello, Nicholson
añadió una propuesta para permitir a los Estados la revocación (“recall”) de sus
senadores. Como señala Currie con un punto de ironía554, ambas propuestas
fueron entusiásticamente aplazadas hasta la siguiente sesión, terminando por
desaparecer. Randolph volvió a insistir al año siguiente, y el propio Jefferson, el
27 de octubre de 1807, en su Mensaje anual, invitaba al Congreso a actuar. Pocos

551
Coinciden en tal apreciación, entre otros, Richard B. LILLICH: “The Chase Impeachment”,
op. cit., p. 71. También Alexander Pope HUMPHREY: “The Impeachment of Samuel Chase”, op.
cit., pp. 839 y 843. Y en el mismo sentido, Archibald COX: “The Independence of the Judiciary...”,
op. cit., p. 576.
552
Apud Peter Charles HOFFER, and N. E. H. HULL: Impeachment in America..., op. cit., p. 253.
553
Apud Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit, p. 57.
554
David P. CURRIE: “The Constitution in Congress...”, op. cit., pp. 258-259.
594 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

días después, un bisoño senador de Ohio proponía una enmienda constitucional


a tenor de la cual, los jueces federales perdían su condición vitalicia, habiendo de
mantenerse en el cargo por un determinado número de años, pudiendo además
ser destituidos por el Presidente a petición de los dos tercios de los miembros de
cada Cámara del Congreso. Propuestas semejantes recibieron apoyo en algunas
pocas legislaturas estatales, pero chocaron sistemáticamente con el Congreso,
en el que una coalición de Republicanos moderados y Federalistas frustró los
sucesivos intentos encaminados a establecer un mayor control del legislativo y del
ejecutivo sobre el judiciary. Por lo demás, el intento de control sobre la Supreme
Court a través del nombramiento de jueces ideológicamente afines no garantizaba
nada, como los sucesivos nombramientos de la “dinastía presidencial virginiana”
mostrarían de modo fehaciente.

II. El fracaso del impeachment del Justice Samuel Chase ha sido considerado555
como uno de los más señalados acontecimientos de la historia del poder judicial
federal, en cuanto, al establecer un decisivo precedente frente a la que se llamó la
teoría de los liberal impeachments556, que, sustentada en una a todas luces inexacta
interpretación del poder de impeachment, tenía como único objetivo posibilitar
la destitución judicial con base en razones políticas, no sólo sentó las bases para
la estricta interpretación del proceso de impeachment, sino que, en coherencia
con ello, vino a convertirse en un sólido punto de apoyo de la doctrina de la
independencia judicial. Blackmar llega a decir557, que el proceso de Chase fue un
verdadero hito en la lucha por la independencia del judiciary. No son necesarios
muchos argumentos para comprender tales afirmaciones. Para Currie558, “Chase´s
acquittal has stood ever since for the salutary principle that judges may not be
removed simply because the Senate disagrees with their decisions”. (La absolución
de Chase ha permanecido desde entonces como el saludable principio de que
los jueces no pueden ser destituidos simplemente porque el Senado no esté de
acuerdo con sus decisiones). En semejante dirección, Graber cree559, que el fracaso
del impeachment aseguró probablemente que los Justices no fueran acusados
meramente a causa de que eran del partido político “equivocado” o de que en sus
opinions hacían afirmaciones que los cargos electos discutían. Si la acusación
a Chase hubiera triunfado, muy posiblemente, se habría sentado la práctica
política de que un juez pudiera ser cesado del cargo siempre que sus oponentes
políticos contaran con la mayoría necesaria a tal fin. Su fracaso aisló al judiciary
de cualquier control sustantivo directo por parte de los dos restantes poderes
del gobierno federal. Y desde entonces no se ha acudido a este instrumento para

555
Robert G. McCLOSKEY: The American Supreme Court, op. cit., p. 30.
556
Así los denomina, entre otros, Charles B. ELLIOTT: “The Legislatures and the Courts...”, op.
cit., p. 249.
557
Charles B. BLACKMAR: “On the Removal of Judges...”, op. cit., p. 187.
558
David P. CURRIE: “The Constitution in Congress...”, op. cit., p. 259.
559
Mark A. GRABER: “Establishing Judicial Review? Schooner Peggy and the Early Marshall
Court”, en Political Research Quarterly, (University of Utah), Vol. 51, No. 1, March, 1998, pp. 221 y
ss.; en concreto, p. 234.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 595

intentar mantener a los tribunales en razonable armonía con la voluntad de la


nación. Incluso, aunque creemos que exageradamente, se ha llegado a considerar
que la decisión del Senado ayudó a establecer la supremacía de la rama judicial
(“the supremacy of the judicial branch”)560.
En línea con todo lo anterior, la doctrina ha visto en la decisión del impeach-
ment de Chase un importante precedente de futuro, en el sentido de que sólo los
delitos podían fundamentar esta acusación. John Quincy Adams escribió a su
padre en ese mismo sentido: “only crimes warranted impeachment”, y el nieto
del senador de Massachusetts y futuro Presidente, Henry Adams, extendió el
argumento al escribir: “The acquittal of Chase proved that impeachment was a
scarecrow”561. Henry Adams estaba devaluando el impeachment al nada brillante
rol de un espantapájaros o, si se prefiere, de un esperpento.
Al margen de lo anterior, la absolución de Chase constituyó un hito fundamen-
tal en la propia historia de la Marshall Court, que a partir de ese mismo momento
pudo ejercer la autoridad constitucional que ella misma había reivindicado en
la Marbury decision, sin que de ello derivaran consecuencias negativas para
los miembros de la Corte. Dijimos antes que quizá Marshall y Jefferson fueran
conscientes de que la votación del Senado sobre la acusación de Chase era una
suerte de referéndum sobre la Marbury v. Madison opinion, y sin duda lo fue, y de
resultas de ello la absolución de Chase significó una victoria personal de Marshall
y una contundente derrota para Jefferson. A la par, como bien se ha señalado562,
Samuel Chase, aunque no condenado, fue escarmentado y los Justices recibieron
una enseñanza clara: debían tener cuidado, ser prudentes en sus comportamientos
judiciales. Es más que probable que el propio Marshall, plenamente consciente de
que si Chase hubiera sido destituido, él habría sido la siguiente víctima, tras estos
hechos, redoblara su tendencia a aparecer por encima de la controversia política
y, como escribe Presser563, a evitar en cuanto ello fuera posible, la resolución de
cuestiones que implicaran sumergir a la Corte en el “matorral político” (“into
the political thicket”). A partir de ese momento, quedó claro para los jueces que
no debían utilizar los estrados para pronunciar arengas políticas, ni tampoco
debían intentar imponer a través del ejercicio de la función judicial sus valores
personales y su peculiar visión de la sociedad. Con la mentalidad actual, cuesta
pensar que tan elementales reglas no fueran algo evidente desde tiempo atrás, pero
quizá convenga tener en cuenta, que en aquellos tempranos días republicanos
era completamente usual que un ciudadano ocupara al unísono diversos cargos
públicos. Piénsese que John Marshall, aunque es verdad que sólo durante un corto
período de tiempo, compatibilizó su cargo de Secretario de Estado con el de Chief
Justice. Ello era una solapada invitación a la politización partidista del juez.

560
Richard B. LILLICH: “The Chase Impeachment”, op. cit., p. 50.
561
Apud Peter Charles HOFFER, and N. E. H. HULL: Impeachment in America..., op. cit., p. 254.
562
R. Kent NEWMYER: John Marshall and the Heroic Age..., op. cit., p. 179.
563
Stephen B. PRESSER: “A Tale of Two Judges...”, op. cit., p. 110.
596 EL BACKGROUND DE LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

Por lo demás, con este trascendental episodio, los intentos de los Republicanos
de controlar el judiciary podían considerarse definitivamente fracasados. Hasta
la muerte de Marshall en 1835, los Jeffersonianos Republicanos tendrían que
conformarse con ver la Supreme Court dominada por la poderosa influencia de
Marshall y también de Story, fortaleciendo gradualmente al gobierno federal a
través de sus decisiones. De esta forma, el episodio del impeachment de Chase
vino en cierto modo a cerrar una difícil etapa en la vida de la Corte. Fue la coda
de un período caracterizado por las permanentes refriegas entre Republicanos y
Federalistas con el federal judiciary como último y preciado botín.

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ss. En versión italiana, “L´espressione di giudizi separati nella Suprema Corte: storia
della scissione della decisione giudiziaria”, en Le opinioni dissenzienti dei giudici
costituzionali ed internazionali, a cura di Costantino Mortati, Giuffrè Editore, Milano,
1964, pp. 61 y ss.
IV. LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON *
LA SENTENCIAMARBURY V
. MADISON

SUMARIO

1. El supuesto de hecho desencadenante del caso.– 2. La argumentación jurídica de Charles


Lee, el abogado de los demandantes.– 3. Los prolegómenos del juicio.– 4. El desarrollo de la
vista.– 5. La sentencia Marbury v. Madison: A) Su enfoque sistemático. B) Su significativo
apartamiento del orden procesal normal.– 6. El iter argumental de la sentencia: A) El
derecho de William Marbury a la entrega de su nombramiento. B) La legitimidad de la
reacción jurídica frente a la violación del derecho. C) La pertinencia del instrumento del
writ of mandamus. D) La imposibilidad de emisión del writ of mandamus por la Corte: a)
La inconstitucionalidad de la Sección 13 de la Judiciary Act de 1789. b) La doctrina de la
judicial review. Su fundamentación: a´) Los argumentos de carácter general: a´´) La Cons-
titución como “paramount law” y la nulidad de todo acto legislativo en contradicción con
ella. b´´) La teoría de la judicial function. b´) Los argumentos entresacados del texto literal de
la Constitución: a´´) La cláusula sobre la extensión del poder judicial (arising-under clause).
b´´) La supremacy clause. c´´) La cláusula del juramento (oath clause). c´) La ausencia de
toda referencia a los precedentes jurisprudenciales y a la posición de los Framers ante la
judicial review. d´) Recapitulación sobre la argumentación de Marshall.– 7. Los rasgos
configuradores de la primera doctrina sobre la judicial review.– 8. Bibliografía manejada.–

1. El supuesto de hecho desencadenante del caso

I. Cuando se lee la Marbury opinion puede suceder (y así ha acontecido en


ocasiones incluso entre la doctrina norteamericana) que, al centrarse en los
entresijos de la argumentación jurídica, se soslayen los hechos en los que la
litis se enmarca, y no nos referimos ya tan sólo a aquéllos que son recogidos en
la propia sentencia (en el caso en cuestión, de todo punto insuficientes para la
adecuada comprensión de los argumentos jurídicos de Marshall), sino a los que se
han llamado1 hechos exteriores (“outside facts”), derivados del conocimiento que
uno ha de tener no sólo de las circunstancias próximas que rodean el caso, sino
también de la historia de la controversia que lo provoca2. Desde esta perspectiva,

* Trabajo originalmente publicado en la Revista de las Cortes Generales, nº 83, segundo cuatrimestre
2011, pp. 7 y ss. Para su actual publicación ha sido ligeramente ampliado en alguno de sus puntos.
1
Sanford LEVINSON and Jack M. BALKIN: “What Are the Facts of Marbury v. Madison?”, en
Constitutional Commentary (Const. Comment.), Volume 20, 2003-2004, pp. 255 y ss.; en concreto, p. 264.
2
No hay –escriben Levinson y Balkin, desde una óptica general– un punto natural de división
(“natural dividing point”) que delimite los “hechos del caso” de los que uno podría desear descartar
604 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

a veces se olvida la intensidad de la batalla política que rodeó el caso, olvido que
se explica porque, con frecuencia, Marbury se lee desde la perspectiva un tanto
anacrónica de un consolidado rule of law en el que los tribunales federales (y
aún más la Supreme Court) desempeñan un rol central. Pero ese rol será en gran
parte una de las consecuencias de la propia sentencia del caso Marbury, porque
en los inicios del siglo XIX, los tribunales federales se presentaban en bastantes
supuestos tan sólo como “another forum for the pursuit of political action”3, algo
que, a nuestro entender, no era sino la resultante del sistema de nombramiento de
los jueces federales (similar al de los restantes funcionarios de la Administración
federal), el spoils system, por el que el partido en el poder distribuía, a modo de
prebendas, los cargos públicos entre sus fieles. Los llamados midnight Judges,
nombrados por el Presidente Adams en el último minuto de su mandato4, ejem-
plifican paradigmáticamente ese perverso sistema.
Frente a la mencionada lectura de la sentencia, el Marbury v. Madison
case se ha visualizado como el escenario de una batalla entre dos diferentes
concepciones del orden político5. Y así, mientras Jefferson tildaba el cambio en
la Administración que se había de producir en marzo de 1801 como la segunda
Revolución americana, el federal judiciary se aprestaba a actuar como un freno
contra-revolucionario, en defensa de las ideas Federalistas. Piénsese que la
elección de noviembre de 1800 planteó una crisis real para una democracia aún
en ciernes, pues no estuvo de ningún modo claro que la transferencia de poder del
viejo partido revolucionario, los Federalistas, a los advenedizos republicanos (“the
upstart Republicans”) pudiera alcanzarse pacíficamente6. El caso del pobre Mar-
bury, pobre por haber estado actuando tan sólo como una “comparsa federalista”
(“as a Federalist stooge”), –ha escrito Lerner7– fue atizado por los fuegos cruzados
de Federalistas y Republicanos, convirtiéndose en un Machtpolitik. Por todo ello,
se puede estar plenamente de acuerdo con Newmyer cuando aduce8, que Marbury,
apriorísticamente, no era uno de esos casos que estuviera hecho para la gran-
deza (“for greatness”). Bien al contrario, si algo presagiaba era el desastre (“if it
promised anything, it was disaster”), pues los hechos parecían conducir a la Corte
hacia una fatídica (“fateful”) confrontación con el poder Republicano. La enorme
habilidad del Chief Justice evitaría esa debacle en ciernes.

como “factual irrelevancies”, esto es, como observaciones basadas en hechos fuera de lugar. Antes
bien, la articulación de los “facts of the case” es siempre pragmática y provisional. Sanford LEVINSON
and Jack BALKIN: “What Are the Facts...?”, op. cit., p. 265.
3
Paul W. KAHN: The Reign of Law (Marbury v. Madison and the Construction of America), Yale
University Press, New Haven and London, 1997, p. 11.
4
Cfr. al respecto, Francisco FERNÁNDEZ SEGADO: “El trasfondo político y jurídico de la Marbury
v. Madison decision”, en Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional (AIbJC), nº 15, 2011, pp.
139 y ss. Artículo que también se publica en este libro.
5
Paul W. KAHN: The Reign of Law, op. cit., p. 15.
6
Sanford LEVINSON and Jack M. BALKIN: “What Are the Facts...?”, op. cit., p. 257.
7
Max LERNER: “John Marshall and the Campaign of History”, en Columbia Law Review (Colum.
L. Rev.), Vol. XXXIX, 1939, pp. 396 y ss.; en concreto, p. 406.
8
R. Kent NEWMYER: The Supreme Court under Marshall and Taney, Harlan Davidson, Inc.,
Arlington Heights (Illinois), 1968, p. 29.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 605

II. El supuesto de hecho desencadenante del Marbury case creemos que


es notoriamente conocido; ello no obstante, vale la pena aludir al mismo y, en
particular, al contexto político en el que se fraguan los hechos, pues todo ello puede
ofrecer pistas válidas para ayudar a comprender ciertos aspectos peculiares de la
propia sentencia.
El 13 de febrero de 1801, la Administración federalista saliente de John Adams
lograba que el Congreso, aún con mayoría federalista, aunque ya por un período
de tiempo inferior a las tres semanas, aprobase la Judiciary Act, “to provide
for the more convenient organization of the Courts of the United States”. Se
admite generalizadamente, que el texto legal combinó el tratamiento de relevantes
cuestiones para el poder judicial federal con asuntos de interés estrictamente
partidista. La Judiciary Act incidió notablemente sobre la organización judicial,
propiciando, en lo que ahora interesa, la creación de 16 nuevos jueces de circuito
para los seis Circuit Courts, pasando con ello el número total de jueces federales
de circuito de 7 a 23. Los nuevos cargos judiciales fueron rápidamente ocupados
por Federalistas de la plena confianza del Presidente Adams, siendo por cierto
uno de ellos un hermano de John Marshall, James Markham Marshall, aunque
éste iba a ocuparlo en el Circuit Court del Distrito de Columbia.
Dos semanas más tarde, el 27 de febrero, a cinco días de la toma de posesión
como nuevo Presidente de Thomas Jefferson, el Congreso aprobaba otro nuevo
texto legal, la Organic Act of the District of Columbia, de conformidad con la cual
se creaban 42 Juzgados de paz en ese distrito, que nuevamente Adams se afanaría
por cubrir con Federalistas leales, uno de ellos justamente William Marbury.
El contexto político era ya de por sí problemático, al venir connotado por el
brutal enfrentamiento producido en los últimos años de la década final del siglo
entre Federalistas y Republicanos, que encontraría sus momentos álgidos en la
aprobación por el Congreso, en 1798, de las Alien and Sedition Acts, consideradas
por muchos como un instrumento de persecución política de los Republicanos
críticos con la Administración de Adams9, y en la fulminante reacción de las Le-
gislaturas de Virginia y de Kentucky, al aprobar las llamadas Virginia and Kentucky
Resolutions, concebidas primariamente, como en su día interpretó Corwin10, con
el propósito de ruptura directa (“with the design of breaking through”) del sutil

9
Piénsese que la Sección segunda de la Sedition Act castigaba cualquier crítica hacia el Presidente
o el Congreso con una multa de 2000 dólares y con prisión de hasta dos años. Aunque Newmyer
recuerda que los Federalistas argumentaron, y los historiadores han hecho otro tanto con posterioridad,
que la Sección tercera de esta ley suponía realmente una liberalización del escrito difamatorio del
common law, ya que, a diferencia del Derecho inglés, se permitía algo parecido al derecho de defensa
y al enjuiciamiento por jurados para dictar veredictos, lo cierto es que la disposición fue radicalmente
rechazada por los Republicanos, en base al hecho de que los casos concernientes a los supuestos
escritos sediciosos iban a ser juzgados en tribunales federales por jurados federalmente constituidos,
que serían en su enorme mayoría instruídos por jueces Federalistas y, en bastantes casos, muy poco
imparciales. Cfr. al efecto, R. Kent NEWMYER: John Marshall and the Heroic Age of the Supreme
Court, Louisiana State University Press, Baton Rouge, 2001, p. 120.
10
Edward S. CORWIN: “Marbury v. Madison and the doctrine of judicial review”, en Michigan
Law Review (Mich. L. Rev.), Volume XII, 1913-1914, pp. 538 y ss.; en concreto, p. 568.
606 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

control que entrañaba la intervención del poder judicial federal, tal y como se
venía constatando por sus, en ocasiones, muy controvertidas aplicaciones de las
Alien and Sedition Acts11.
En este conflictivo marco político, el Presidente Adams, en el último mes de
ejercicio del cargo, en vísperas pues del traspaso de poderes a Jefferson (el 4 de
marzo de 1801) y a su nueva Administración Republicana, seleccionaría para su
nombramiento para puestos federales a un total de 217 personas, de las que 93 eran
para puestos judiciales y jurídicos, de ellas 53 para el distrito de Columbia, William
Marbury entre ellos. Tan apurado resultó el tiempo, que buen número de los cargos
judiciales así designados fueron llamados los Midnight Judges, porque el Presidente
dedicó sus últimas horas en el cargo a firmar los despachos de nombramiento. Se
cuenta incluso, y de ello se han hecho eco varios autores12, que en la medianoche del
3 de marzo de 1801, cuando el período de Adams expiraba, John Marshall, su Secre-
tario de Estado, que, aún cuando ya nombrado Chief Justice, seguía actuando como
Secretario de Estado, algo realmente insólito, fue interrumpido por el que habría de
ser el Attorney General del Presidente entrante, Levi Lincoln, mientras preparaba los
últimos nombramientos para los recién creados juzgados. Lincoln, supuestamente,
llegó con las órdenes de Jefferson de que tomara posesión del Departamento de
Estado, no permitiendo que se eliminara ningún documento después de iniciado
el día 4 de marzo. Ante la pregunta de Marshall de a qué respondía tal actuación,
la réplica de Lincoln fue la de que “el Sr. Jefferson se consideraba él mismo, a la
luz de un albacea (“in the light of an executor”), obligado a hacerse cargo de los
documentos del gobierno hasta que estuviera debidamente cualificado”. Marshall
se vio forzado a retirarse, echando una mirada de despedida hacia los documentos
aún pendientes de algún trámite que tenía sobre su mesa.
Como fácilmente puede comprenderse, los dos textos legales aprobados por
los Federalistas muy pocas semanas, muy pocos días incluso, antes del cambio
de Administración suscitaron un brutal rechazo por parte de los Republicanos.
McCloskey13 hablaría de “the Jeffersonian tempest”, desencadenada no sólo por
el intento Federalista de politizar la justicia federal, nombrando como jueces
a fieles acólitos, sino también, desde luego, por el propio desatino de algunos
de los nombramientos, que bien pronto, ya en el verano de 1801, iban a dar
muestras de su partidista, y por lo mismo, inequitativo, parcial e injusto, sentido
de administrar justicia. Recurriendo a una metáfora militar, Jefferson vino a decir

11
Las Virginia Resolutions fueron escritas por Madison. Su versión, que intentó ser endurecida
por una enmienda del propio Jefferson, condenaba la Sedition Act como “un deliberado, patente y
peligroso ejercicio de poder” no otorgado por la Constitución federal. A partir de esta premisa se
resolvía que “los Estados están obligados a intervenir”, resistiendo frente a tan patente abuso de poder.
12
Westel W. WILLOUGHBY: The Supreme Court of the United States (Its History and Influence
in our Constitutional System), The John Hopkins Press, Baltimore, 1890, p. 86, nota 1. Asimismo,
Sylvester PENNOYER: “The Case of Marbury v. Madison”, en American Law Review (Am. L. Rev.),
Volume 30, 1896, pp. 188 y ss.; en concreto, p. 195.
13
Robert G. McCLOSKEY: The American Supreme Court, 2nd edition, revised by Sanford Levinson,
The University of Chicago Press, Chicago & London, 1994 (first published by the University of Chicago
Press, 1960), p. 25.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 607

que los Federalistas se habían atrincherado en la fortaleza del Judiciary para,


desde ella, intentar bombardear y destruir la obra de los Republicanos. Por su
parte, el virginiano John Randolph, muy airadamente, exclamaría que el sistema
judicial se había convertido en un “un hospital de políticos caídos” (“a hospital
of decayed politicians”)14. En resumen, los midnight Judges se presentan como el
último episodio de un proceso de progresiva politización del federal judiciary, que
propiciaría el levantamiento por los Republicanos del “hacha de guerra”. El poder
judicial, innecesario es decirlo, sería el gran perdedor de todos estos conflictos.

III. Las prisas de última hora impidieron que algunos de los nombrados para
los nuevos cargos judiciales15 recién creados pudieran recibir su despacho de
nombramiento. Entre ellos se encontraban William Marbury y otros tres fieles
Federalistas, Dennis Ramsay, William Harper y Robert Townshend Hooe, todos
ellos nombrados por Adams jueces de paz del distrito de Columbia (en los con-
dados de Washington y Alexandria). Otros trece nombrados para el mismo cargo
declinaron unirse a William Marbury y los otros demandantes en su búsqueda de
un mandamus de desagravio16.
William Marbury, cuyo nombre ha pasado a la historia, pero del que la
doctrina suele ignorar todo salvo el nombre, al tiempo de su nombramiento,
era un próspero banquero; a la par, era un activo Federalista (jefe del partido
Federalista en Georgetown) y un abierto crítico de Jefferson. En 1800, se trasladó
a Georgetown, convirtiéndose en uno de los principales hombres de negocios de la
ciudad17, siendo poco después nombrado miembro del Consejo de Administración
del Banco de Columbia. Hoy podría resultar asombroso que un banquero aspirara
al modesto cargo judicial de juez de paz, pero como la doctrina ha puesto de
relieve18, en contraste con el cargo menor que hoy significa ser juez de paz, la
posición a la que Marbury había sido nombrado entrañaba un considerable
prestigio y poder en el recién creado Distrito de Columbia. El juez de paz constituía
la principal arma del gobierno local en el Distrito de Columbia, disponiendo de
un elenco de poderes ejecutivo, legislativo, judicial y administrativo, y lo que aún
era más relevante, los jueces de paz eran responsables del mantenimiento del

14
Apud Edward S. CORWIN: “Marbury v. Madison and the doctrine of judicial review”, op. cit.,
p. 569.
15
Abraham recuerda que fueron diecisiete los nombramientos de jueces de paz no entregados con
los que se encontró, no sin evidente satisfacción, el Presidente Jefferson (“Jefferson on taking office
was delighted to find the seventeen undelivered justice of the peace commissions”) en el despacho de
Madison, su Secretario de Estado, quien aún no se había incorporado al cargo. Henry J. ABRAHAM:
The Judicial Process (An Introductory Analysis of the Courts of the United States, England, and France),
Oxford University Press, seventh edition, New York/Oxford, 1998, p. 341.
16
Así lo recuerda David E. ENGDAHL, en “John Marshall´s <Jeffersonian> Concept of Judicial
Review”, en Duke Law Journal (Duke L. J.), Volume 42, 1992-1993, pp. 279 y ss.; en concreto, p. 327.
17
Cfr. al efecto, Cliff SLOAN and David McKEAN: The Great Decision (Jefferson, Adams, Marshall,
and the Battle for the Supreme Court), PublicAffairs, New York, 2009, p. 95.
18
Otis H. STEPHENS, Jr.: “John Marshall and the Confluence of Law and Politics”, en Tennessee
Law Review (Tenn. L. Rev.), Volume 71, 2003-2004, pp. 241 y ss.; en concreto, p. 246.
608 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

orden público. Ciertamente, Marbury había construido a sus 41 años una carrera
extraordinariamente exitosa y lucrativa en el campo de las finanzas en el Estado
de Maryland. En el momento de su nombramiento vivía desde casi dos años
atrás en Georgetown, pero en la tradición del Estado con el que se vinculaba, un
nombramiento como juez de paz era un símbolo esencial de la calidad de miembro
de la élite financiera y política. Por eso se ha podido decir que “Jefferson´s denial of
Marbury´s appointment was a direct blow to twenty years of work and ambition”19.
No debe extrañar a la vista de todo ello que Marbury, con el respaldo de su sólida
situación económica, se hallara dispuesto a iniciar un proceso ante la Supreme
Court, contratando para su defensa a uno de los mejores abogados de la época,
Charles Lee.

IV. Los cuatro demandantes se dirigieron tanto al Secretario de Estado de


la nueva Administración Republicana, James Madison, como al secretario del
Senado, solicitando información respecto de sus comisiones de nombramiento.
Los Republicanos iban inequívocamente a adoptar una estrategia de silencio,
que se manifestaría de diversos modos y que, a su vez, era la consecuencia de
diferentes factores. Ackerman, de modo ciertamente discutible, ha visto una cierta
lógica en el rechazo de Jefferson a defender la conducta de su Administración ante
la Corte en el Marbury case, en cuanto que el líder republicano había considerado
el nombramiento de Marshall (posterior al momento en que los resultados de su
elección eran conocidos) como paradigmático de la retaguardia de la conspiración
Federalista para desafiar y negar la voz del pueblo; la misma idea de que un mid-
night Judge como Marshall (apreciación ésta que, a nuestro entender, presupone
una utilización espúrea por parte de Ackerman de la expresión midnight Judges)
pudiera presidir el tribunal sobre la petición del nombramiento de otro midnight
Judge como Marbury era suficiente a los ojos de Jefferson para condenar el proce-
dimiento como “a factional distortion of constitutional meaning”20. A ello se unió
la consideración de que la emisión de un mandamiento para que la Administración
mostrase el expediente a la Supreme Court ya presuponía el consentimiento de
la Corte para entrometerse inadecuadamente en las funciones del ejecutivo. En
definitiva, los líderes Republicanos van a ver el caso como un intento Federalista
de reabrir una batalla política ya perdida.
La estrategia de silencio a que acabamos de referirnos iba a manifestarse de
muy diversos modos: desde la no entrega de la certificación requerida por los de-
mandantes hasta la falta de personación del nuevo Secretario de Estado Madison,

19
David P. FORTE: “Marbury´s Travail: Federalist Politics and William Marbury´s Appointment
as Justice of the Peace”, en Catholic University Law Review (Cath. U. L. Rev.), Volume 45, 1995-1996,
pp. 349 y ss.; en concreto, p. 351.
20
Bruce ACKERMAN: The Failure of the Founding Fathers (Jefferson, Marshall, and the Rise of
Presidential Democracy), The Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge (Mass.)/London,
2007, p. 191.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 609

una de las partes del litigio como es obvio, en el proceso21. La Administración


Republicana ignoró de modo manifiesto el proceso, en sintonía muy posiblemente
con ese viejo dicho popular de que no hay mayor desprecio que el de no hacer
aprecio. Tal actitud hacía presagiar que la concesión por la Corte Suprema del writ
of mandamus requerido encontraría en Madison la misma respuesta: el desprecio
o la ignorancia del mandato judicial.
La actitud de James Madison vino condicionada por la de su Presidente.
Jefferson consideró todos los nombramientos realizados por Adams tras su
derrota en su intento de reelección como “an outrage on decency”22. No debe
extrañar por lo mismo que, desde el primer momento, decidiera no entregar las
comisiones de nombramiento, criterio que secundó con entusiasmo Madison,
quien declaró que “los nombramientos apresurados por el Sr. Adams una vez que
conoció que no había sido nombrado (reelecto), los tomo <as mere nullities>”23. Y
de acuerdo con un informe, los nombramientos en discusión fueron echados por
tierra. Ni las ulteriores peticiones, ni las amenazas de incoar un proceso judicial
de quienes, habiendo sido nombrados, reclamaban la entrega de su encargo de
nombramiento para poder acceder al cargo, como era el caso de William Marbury,
tuvieron ninguna influencia. Más aún, una vez iniciado el proceso, la expuesta
actitud republicana se tradujo en la inhibición de la Administración en el caso. El
Secretario de Estado no estuvo representado en el mismo a través de un abogado,
y los esfuerzos de Marbury para demostrar el estado de su nombramiento se vieron
dificultados por la actitud reticente y los testimonios parciales de los funcionarios
de la Secretaría de Estado. Adicionalmente, el Attorney General de Jefferson, Levi
Lincoln, tan sólo participó como testigo. Contestó algunas de las cuestiones que
se le formularon en el proceso, pero ni tan siquiera todas.
Se ha dicho por todo ello, que el Marbury case anuncia que nos hallamos en
un mundo de apariencias (“in a world of appearances”)24. Madison renuncia a
intervenir ante una Corte constituida por el régimen de Adams. Su actitud hacia
el supremo órgano judicial es similar a la que tiene respecto de William Marbury,
cuya autoridad para actuar como juez de paz niega. Madison rehusa reconocer
tanto al juez de paz como a los propios Justices, pues los límites de su mundo visual
han quedado establecidos por la elección de noviembre de 1800. Intervenir ante
la Corte o entregar la comisión de nombramiento de Marbury sería tanto como
mantener el pasado dentro del presente. A partir de esta un tanto alucinógena

21
El hecho de que el 9 de febrero de 1803, en el momento del inicio de la vista, nadie apareciera
en representación de Madison, dio pie a Boudin para hablar de que no hubo juicio en el sentido
ordinario (“there was therefore no trial in the ordinary sense”), sino tan sólo lo que los abogados
califican como una investigación (“an inquest”), pues toda la argumentación estuvo de un lado, no
apareciendo nadie para responder a los argumentos que Charles Lee expuso en apoyo de su demanda.
Louis B. BOUDIN: Government by Judiciary, William Godwin, Inc., New York, 1932, volume I, p. 203.
22
Así calificaría esos nombramientos en una carta dirigida a Henry Knox y fechada el 27 de marzo
de 1801. Apud James M. O´FALLON: “Marbury”, en Stanford Law Review (Stan. L. Rev.), Volume 44,
1991-1992, pp. 219 y ss.; en concreto, p. 242.
23
Apud Henry J. ABRAHAM: The Judicial Process..., op. cit., p. 341.
24
Paul W. KAHN: The Reign of Law, op. cit., p. 103.
610 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

visión no puede extrañar que la Administración Jeffersoniana extrajera una


posterior consecuencia: la puesta en marcha del proceso de abrogación de la
Judiciary Act de 1801, que habría de quedar formalizada por la Repeal Act de
1802. No debe sorprender por ello que O´Fallon haya escrito que “the case... was
identified with the repeal issue”25.
En lo que al Senado atañe, la petición que llegaba a la Cámara el 28 de enero de
1803, solicitaba de su secretario la expedición de un certificado en el que se hiciera
constar que Marbury, Hooe y Ramsay (el cuarto demandante, William Harper,
parece haber declinado esta solicitud sin explicación) habían sido nombrados por
el Presidente Adams y visto confirmado su nombramiento para el cargo de jueces
de paz del distrito de Columbia por la Alta Cámara. Tras la falta de cooperación
por parte de la Administración, y ante la inminencia de la vista, los solicitantes
necesitaban urgentemente una prueba de su nombramiento. Como era costumbre,
el Senado había examinado los nombramientos en sesión ejecutiva (“executive
session”) y no había registro público (“public record”) de las confirmaciones.
En la pertinente sesión parlamentaria, el senador republicano por Georgia,
Jackson, respondió enfurecido, que el Marbury case era “an attack upon the
Executive Department of Government” y, de resultas, se hallaba dispuesto a
oponerse al mismo cada vez y en todo lo que pudiera presentarse. Breckinridge,
en la misma línea, afirmó que “the Senate ought not to aid the Judiciary in the
invasion of the rights of the Executive”26.
En su sesión del 31 de enero, finalmente, el Senado rechazó la petición por
una votación de 15 votos frente a 13, con los senadores republicanos presentes
(unos pocos no se hallaban presentes) mostrándose firmes contra la petición de
William Marbury, y los Federalistas, salvo uno, apoyándola, no permitiendo pues
a su secretario que expidiera copias de los Diarios de la Cámara, reflejando su
“advice and consent to the appointments”27.

2. La argumentación jurídica de Charles Lee, el abogado de los


demandantes

I. Ante el silencio de la nueva Administración, William Marbury y los otros


tres cargos judiciales designados por la anterior Administración iban a recurrir
para su defensa a los servicios jurídicos de Charles Lee, un reconocidísimo jurista,
que se había ganado la reputación de ser uno de los más cualificados abogados
de Virginia. Graduado en el College of New Jersey, había estudiado Derecho con
25
James M. O´FALLON: “The Politics of Marbury”, en Marbury versus Madison. Documents and
Commentary, Mark A. Graber and Michael Perhac, Editors, CQ Press (A Division of Congressional
Quarterly Inc.), Washington, D.C., 2002, pp. 17 y ss.; en concreto, p. 28.
26
Apud Cliff SLOAN and David McKEAN: The Great Decision..., op. cit., p. 129.
27
Cfr. al respecto, The Debates and Proceedings of the Congress of the United States (1803), Gales
& Seaton, Washington, D.C., 1851, pp. 34-50. Cit. por Robert Lowry CLINTON: Marbury v. Madison
and Judicial Review, University Press of Kansas, Lawrence (Kansas), 1989, p. 83 y nota 15 (en p. 259).
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 611

Jared Ingersoll en Filadelfia, volviendo después a Virginia para el ejercicio de su


profesión en el foro. En 1795, el Presidente Washington nombró a Lee Attorney
General, cargo que también ejercería durante la Presidencia de Adams. Lee era
además un amigo cercano de John Marshall.
En el último decenio, al hilo de los bicentenarios del acceso de Marshall a la
Chief Justiceship y de la Marbury opinion, han proliferado por doquier estudios
sobre Marshall y sobre la sentencia, y en ellos, en ocasiones, se han abordado
cuestiones no antes tratadas. Una de ellas ha sido la de porqué Charles Lee optó
por plantear el caso en primera instancia ante la Supreme Court. Él no disponía
de sólidas razones para pensar que la Corte pudiera remediar el perjuicio causado
a sus clientes en primera instancia. Existía una obvia dificultad constitucional.
Sólo las posibilidades que abría la Judiciary Act pueden contribuir a explicar la
decisión de Lee, no obstante lo cual, como bien se ha dicho, “Marbury´s case was
hardly likely to survive constitutional challenge”28.
¿Tenía Lee otras opciones? Bloch, en el año del bicentenario del acceso de
Marshall a la Corte, se planteó con algún detenimiento tal cuestión. A la pregunta
de si había un tribunal federal inferior (a la Corte Suprema) que pudiera haber
concedido el writ of mandamus reclamado frente a Madison, esta autora responde
afirmativamente29, precisando que William Marbury hubiera podido plantear
su pleito ante el recientemente creado Circuit Court for the District of Columbia,
un tribunal establecido por la legislación que organizaba el sistema judicial del
Distrito (la llamada Organic Act of the District of Columbia, de 27 de febrero de
1801), integrado por tres jueces y dotado, a la par, de jurisdicción originaria y de
apelación. Inmediatamente después de su creación legal, el Presidente Adams
nombró a quienes habían de integrar el nuevo tribunal: James Marshall, el herma-
no menor de John, William Cranch, sobrino político del propio Presidente Adams,
que llegaría a ser Chief Judge en 1806, y Thomas Johnson (que había sido Associate
Justice de la Corte Suprema entre 1792 y 1793, renunciando al cargo por la dureza
de la participación de los Justices en los tribunales de circuito) como Chief Judge.
Este último, sin embargo, renunció al nombramiento y los Federalistas ya no
dispusieron de tiempo para nombrar a quien lo sustituyera, siendo el Presidente
Jefferson quien procedió a nombrar al primer Chief Judge, William Kilty.
Un rasgo destacado del Tribunal del Distrito de Columbia era el de que también
parecía tener reconocida una facultad legal de mandamus (“explicit statutory
mandamus power”) en casos contra funcionarios federales, aunque es cierto que,
de conformidad con la primera Judiciary Act (de 1789), tan sólo a la Supreme
Court se había concedido tal facultad, y tampoco en el Art. III de la Constitución
se contempla que los Circuit Courts sean habilitados con un expreso mandamus
power. En cualquier caso, en 1837, en el United States ex rel. Stokes et al. v. Kendall
28
Louise WEINBERG: “Our Marbury”, en Virginia Law Review (Va. L. Rev.), Volume 89, 2003, pp.
1235 y ss.; en concreto,p. 1303.
29
Susan Low BLOCH: “The Marbury Mystery: Why Did William Marbury Sue in the Supreme
Court?”, en Constitutional Commentary (Const. Comment.), Volume 18, 2001, pp. 607 y ss.; en concreto,
pp. 607-608.
612 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

case, el Tribunal consideró, que disponía de la facultad de conceder un writ of


mandamus frente a un funcionario ejecutivo y, en coherencia con ello, ordenó al
Administrador General de Correos, el Sr. Kendall, cumplir con su deber legal de
pagar a un contratista gubernamental, William Stokes, el dinero que los Estados
Unidos le adeudaba30.
¿Por qué entonces Charles Lee no optó por formalizar el litigio ante el Circuit
Court de Columbia? La respuesta al anterior interrogante sigue siendo un misterio,
aunque lo que parece claro es que Marbury no podía ignorar la existencia de ese
tribunal, pues la ley que lo había creado era la misma que había establecido el
cargo de juez de paz para el que Adams le había designado. Más aún, los periódicos
de su tiempo imprimieron el texto completo de la ley. Quizá, especula la doctrina31,
Marbury y su abogado dudaban acerca de si el Circuit Court podía legalmente
emitir un writ of mandamus frente al Secretario de Estado; es posible que pensaran
que, para ello, era necesario acudir al más alto órgano jurisdiccional de la nación,
pero no había fundamento para tal conclusión, como años después el Kendall case
corroboró. Es posible que podamos hallar una explicación relativamente sencilla
en el hecho, antes referido, de que el mencionado tribunal del Distrito de Columbia
se hallaba presidido por William Kilty, un nombramiento poco tiempo antes
realizado por Jefferson. Charles Lee pudo pensar que en un tribunal presidido por
un Federalista amigo, como era Marshall, tendría más posibilidades de éxito que
ante un órgano jurisdiccional a cuyo frente se hallaba un Jeffersoniano.

II. Lee iba a encontrar en una disposición de la Judiciary Act de 1789, la


Sección 13, la vía legal que le podía resolver el problema, en cuanto que tal
norma habilitaba a la Corte Suprema para emitir writs of mandamus frente, entre
otros, a cualquier persona que desempeñara un cargo bajo la autoridad de los
Estados Unidos. A tenor del párrafo de la Sección 13 de aplicación al caso, según
la interpretación de Charles Lee: “The Supreme Court shall also have appellate
jurisdiction from the circuit courts and courts of the several states, in the cases
hereinafter specially provided for; and shall have power to issue writs of prohibi-
tion to the district courts, when proceeding as courts of admiralty and maritime
jurisdiction, and writs of mandamus, in cases warranted by the principles and
usages of law, to any courts appointed, or persons holding office under the author-
ity of the United States”.

30
El siguiente año (1838), la Supreme Court se mostró de acuerdo con la decisión del año anterior
del Circuit Court del Distrito de Columbia. En Kendall v. United States ex rel. Stokes, el Justice Smith
Thompson, escribiendo para la Corte, consideró que el Congreso, al crear el 27 de febrero de 1801 el
Tribunal de Circuito del Distrito de Columbia, había dado claramente a esa Corte jurisdicción sobre
“todos los casos en Derecho y equidad” surgidos de conformidad con la Constitución y las leyes de los
Estados Unidos (aunque, precisémoslo, también sobre los casos surgidos de conformidad con las leyes
adoptadas por los Estados de Virginia y de Maryland, con la sola condición de que una de las partes
fuera residente o se encontrara dentro del distrito) y la facultad para emitir un writ of mandamus en
todos los casos en que tal remedio estuviese justificado. Cfr. al respecto, Susan Low BLOCH: “The
Marbury Mystery...”, op. cit., p. 616.
31
Susan Low BLOCH: “The Marbury Mystery...”, op. cit., p. 613.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 613

El writ of mandamus (del latín mandatus) era un viejo writ (en la traducción
literal, orden o mandato judicial) anglosajón, utilizado ya en el siglo XII, en el
reinado de Enrique II, ordenando a un funcionario público ejecutar su deber
oficial, ministerial incluso, siempre que no se tratase de algo discrecional. Según
Blackstone, un writ of mandamus era un mandato emitido en nombre del Rey
por un tribunal del King´s Bench, dirigido a cualquier persona, corporación o
tribunal inferior, requiriéndoles hacer alguna cosa particular en él especificada,
relacionada con su cargo o con sus deberes y que el tribunal ha determinado
previamente, o al menos presupuesto, que está de acuerdo a Derecho y justicia32.
Se trataba de un writ de amplia naturaleza reparadora (remedial), concediéndose
en todos los casos en que la parte que lo demandara tuviere un derecho a que la
autoridad demandada hiciere algo, no disponiendo de otro medio específico con
el que requerir su ejecución.
Lee, con apoyo en la transcrita norma, el 17 de diciembre de 180133, solicitaba a
la Supreme Court, en nombre de William Marbury y de los otros tres demandantes,
que dirigiera a James Madison, el Secretario de Estado de Jefferson, una orden
judicial obligándole a la actuación, o lo que es igual, un writ of mandamus, a
fin de que les entregara los despachos de sus respectivos nombramientos como
jueces de paz del distrito de Columbia, supuesto que los mismos se hallaban en su
poder, autorizándoles a través de esa entrega a actuar efectivamente en el cargo
judicial para el que habían sido nombrados por la anterior Administración, nom-
bramientos que habían sido debidamente confirmados por el Senado, extendidos
y firmados por el Presidente y puestos en mano del Secretario de Estado para ser
registrados, tal y como disponía la legislación en vigor34, y después ser entregados
a los demandantes. El Marbury case planteaba de esta forma la cuestión de si el
Secretario de Estado podía optar por no entregar un nombramiento de juez de
paz, una vez la persona designada para tal cargo judicial había sido confirmada
por el Senado y su nombramiento firmado y sellado.

32
William BLACKSTONE: Commentaries on the Laws of England (A Facsimile of the First Edition
of 1765-1769), Volume III (Of Private Wrongs, 1768), The University of Chicago Press, Chicago &
London, 1979, p. 110.
33
Boudin facilita como fecha de la presentación de la demanda ante la Corte Suprema por Charles
Lee la del 21 de diciembre de 1801. Louis B. BOUDIN: Government by Judiciary, op. cit., Volume I,
p. 199.
34
La Ley de 15 de septiembre de 1789 imponía al Secretario de Estado un deber ministerial de
extender (“make out”), registrar (“record”) y poner el sello (“affix the seal”) de los Estados Unidos
a todo nombramiento o encargo civil. Como señala Clinton, la ley no imponía sobre el Secretario
de Estado la obligación de entregar la comisión de nombramiento, sino que le responsabilizaba
de que la misma fuera puesta en manos de la persona que a ella tuviera derecho, no pudiendo ser
legalmente retenida ni por el Secretario de Estado ni por ninguna otra persona. Por lo demás, todo
ello se hallaba registrado, teniendo el interesado derecho a la entrega de una copia de ese documento
registrado, previo pago de 10 centavos de dólar. Cfr. al respecto Robert Lowry CLINTON: “Marbury
v. Madison, Judicial Review, and Constitutional Supremacy in the Nineteenth Century”, en Marbury
versus Madison. Documents and Commentary, op. cit., pp. 73 y ss.; en concreto, p. 78.
614 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

El caso se hallaba trufado de paradojas e ironías. No ha de extrañar que algún


autor lo haya considerado apropiado para una ópera cómica o bufa35. Marshall
era en realidad el primer responsable de la omisión de la entrega a Marbury del
despacho de su nombramiento, en cuanto que actuó como Secretario de Estado
hasta las últimas horas de ejercicio de la Presidencia por Adams, pero como no
se había abstenido (cuestión sobre la que volveremos más adelante) y ocupaba
el Tribunal, dejó a su amigo Charles Lee en una embarazosa situación. Madison,
la parte demandada, no asumió el cargo hasta el 2 de mayo de 1801, día en que
prestó juramento (otra nueva ironía) ante el sobrino de John Adams (hijo de su
conocida hermana Abigail) y midnight Judge, William Cranch, por lo que muy
probablemente Madison nunca vio los nombramientos por los que estaba siendo
demandado. Como la Administración republicana, tal y como ya se ha expuesto,
se negó en redondo a dar ningún tipo de información sobre los nombramientos,
Lee hubo de recurrir a efectos probatorios, esto es, para demostrar la veracidad
de los nombramientos, a lo que Ackerman tilda36 de una misteriosa declaración
jurada (“a mysterious affidavit”) proveniente de uno de los jueces de circuito
del distrito de Columbia. Este juez sostuvo que la amenaza de disturbios en el
condado de Alexandria (uno de los dos condados del distrito) le había conducido
a hacer una visita a la oficina del Secretario de Estado con vistas a la entrega de
los nombramientos de los jueces de paz, para, de esta forma, poder reclutarlos a
fin de ayudar a contener la inquietud existente. Encontrando imposible entregar
varios de ellos, incluyendo el de William Marbury, los había vuelto a depositar en la
oficina. Nada que objetar hasta aquí, aunque no así cuando se constata que el juez
que formulaba tal declaración jurada era James Marshall, el hermano del Chief
Justice. Los hermanos Marshall compartieron de esta forma la responsabilidad
inicial por la falta de entrega de ciertos nombramientos, aunque no cabe la menor
duda de que la responsabilidad de la Administración republicana fue mucho más
grave, bordeando incluso lo ilegal. Y en último término, como tras todo lo dicho
creemos que debe de haber quedado claro, el tema de fondo que formalmente
se ventilaba en el proceso era lo menos relevante. Como escriben Levinson y
Balkin37, el nombramiento de Marbury y de los otros fue un mero acontecimiento
secundario (“a mere sideshow”) en un mucho más crucial enfrentamiento (“much
more crucial struggle”). De hecho, mucho más relevantes eran los nombramientos
de los nuevos jueces federales de apelación, que habían de integrar los circuit
courts, que los de los jueces de paz del Distrito de Columbia.

III. Los argumentos jurídicos de Charles Lee fueron bastante contundentes. Un


primer fundamento de la demanda estaba relacionado con los deberes asumidos

35
Donald O. DEWEY: Marshall versus Jefferson: The Political Background of Marbury v. Madison,
Alfred A. Knopf, New York, 1970, p. 98.
36
Bruce ACKERMAN: The Failure of the Founding Fathers, op. cit., p. 187.
37
Sanford LEVINSON and Jack M. BALKIN: “What Are The Facts of Marbury v. Madison?”, op.
cit., p. 258.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 615

por el Secretario de Estado de conformidad con los dos textos legales del Congreso
que incidían sobre la cuestión.
La primera de esas leyes había sido aprobada el 27 de julio de 1789 y había
creado el Departamento de Asuntos Exteriores (“Foreign Affairs Department”), a
cuyo frente se situaba el Secretario, que venía obligado a llevar a cabo y ejecutar
los deberes que le fueran ordenados o encargados por el Presidente.
El segundo texto legal fue aprobado menos de dos meses después del primero,
el 15 de septiembre de 1789, siendo su propósito establecer ciertas disposiciones
para la custodia de los documentos oficiales de los Estados Unidos. Esta ley
cambiaba el nombre del Departamento de Asuntos Exteriores, que ahora pasaba
a ser el de Departamento de Estado, denominación que aún conserva, y encargaba
al Secretario de Estado, entre otros deberes, el de imprimir, publicar, conservar
y registrar todos los proyectos, órdenes, resoluciones y notas del Congreso que
hubieren sido firmados por el Presidente, así como el de extender, registrar y poner
el sello de los Estados Unidos a todos los nombramientos civiles una vez hubieran
sido firmados por el Presidente. Esta ley parecía dejar el asunto controvertido
meridianamente claro en su modo de resolución.
Charles Lee iba a argumentar38, que los deberes del Secretario de Estado
incluidos en el segundo texto legal debían de ser ejecutados independientemente
del Presidente y podían por lo tanto ser impuestos mediante un mandamus en el
supuesto de no ejecución, del mismo modo que podía exigirse el cumplimiento
de otros deberes a otras personas que desempeñaran cargos bajo la autoridad de
los Estados Unidos, a tenor de lo previsto por la Sección 13 de la Judiciary Act
(“persons holding office under the authority of the United States”).
Que Lee interpretó la última frase de la disposición de la Sección 13
concerniente al writ of mandamus, anteriormente transcrita, como relativa a
la jurisdicción original de la Corte, resulta evidente para Clinton (aunque no es
ni mucho menos una opinión pacífica) a la vista de su siguiente observación:
“Congress is not restrained from conferring original jurisdiction in other cases
than those mentioned in the constitution”39, cita que Lee consideró que se podía
extraer del caso United States v. Ravara, una decisión del año 1793 de la Circuit
Court for Pennsylvania concerniente al procesamiento de un cónsul alemán por
extorsión. Puede ser esclarecedor detenernos mínimamente en tal caso. En él, los
abogados del mencionado cónsul habían argumentado contra la jurisdicción del
tribunal de circuito, con fundamento en la disposición constitucional del Art. III
que otorga a la Supreme Court jurisdicción original en casos que afecten a cónsu-
les. El Associate Justice James Wilson y el Juez Peters rechazaron este argumento,
(manifestándose el también Associate Justice James Iredell en dissent) ya que el
Congreso, justamente en la Sección 13 de la Judiciary Act, había especificado que
la jurisdicción de la Supreme Court en casos relativos a cónsules era originaria,

38
Para un mayor detalle respecto de la argumentación efectuada por Lee, cfr. Rober Lowry
CLINTON: Marbury versus Madison and Judicial Review, op. cit., pp. 84-86.
39
Robert Lowry CLINTON: Marbury versus Madison and Judicial Review, op. cit., p. 84.
616 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

pero no exclusiva40. En la época, algunos abogados pensaban que la Ravara opinion


reconocía al Congreso un poder de adición a la jurisdicción originaria de la Corte,
pero, como alguna doctrina ha precisado41, esa decisión consideró tan sólo que el
Congreso podía hacer una excepción respecto de esa jurisdicción originaria de la
Supreme Court, en orden a permitir los procesamientos criminales de los cónsules
extranjeros en tribunales inferiores. Ravara, calificada como una irreprochable
sentencia, es, según Weinberg42, una reflexión acerca de la primera interpretación
de la facultad del Congreso de hacer excepciones al amparo del párrafo segundo
de la Sección 2ª del Art. III de la Constitución (exception clause), en el sentido de
que tal facultad tenía que ser bastante amplia para proteger tanto la jurisdicción
original de la Corte como su jurisdicción de apelación. “But nothing –añade la
mencionada autora– in Ravara or any other case holds that Congress can add to
the Court´s original jurisdiction”.
En cualquier caso, es digno de mención el hecho de que Charles Lee no
hizo hincapié en el argumento de que, al conceder un mandamus en un proceso
comenzado ante ella, la Supreme Court ejercía su jurisdicción originaria sobre
cuestiones originales no especificadas en la Constitución. Tan significativo es
este dato para Nelson, que éste cree43, que Lee sostuvo principalmente que la
Corte ejercía jurisdicción de apelación cuando emitía un mandamus en un pro-
cedimiento iniciado ante ella. Por nuestra parte, más bien creemos que Lee dejó
abiertas las dos opciones, al dar a entender que en una acción de mandamus la
Corte podía adecuadamente ejercer su jurisdicción originaria (“trial jurisdiction”),
pues así se lo había autorizado la ley del Congreso, o su jurisdicción de apelación
(“appellate jurisdiction”), porque en realidad se trataba de una apelación frente
a una actuación (más bien habría que decir una omisión) del ejecutivo. De con-
formidad con su razonamiento, proveniente en este punto de una precisa lectura
del Nº 81 del Federalist44, la palabra “appellate” no tenía que ser tomada en un
sentido técnico, sino en su más amplio sentido, en el que denota nada más que
40
En cualquier caso, según Clinton, Lee debió efectuar una interpretación errónea de la Ravara
decision sobre el punto en cuestión, ya que el caso no implicaba una ampliación por la vía estatutaria de
la jurisdicción original de la Corte Suprema, sino tan sólo una clarificación. Robert Lowry CLINTON:
Marbury versus Madison..., op. cit., pp. 84-85.
41
Louise WEINBERG: “Our Marbury”, en Virginia Law Review (Va. L. Rev.), Volume 89, 2003, pp.
1235 y ss.; en concreto,p. 1357.
42
Ibidem.
43
William E. NELSON: Marbury v. Madison. The Origins and Legacy of Judicial Review, University
Press of Kansas, Lawrence (Kansas), 2000, pp. 61-62.
44
En el Nº 81, escrito por Hamilton, éste aborda, entre otros puntos, la conveniencia de la appellate
jurisdiction de la Corte Suprema. Hamilton se aparta del significado técnico del término “appellate”,
que en el lenguaje jurídico americano solía venir referido a las apelaciones en los procedimientos de
Derecho civil. Tal entendimiento conduciría a que en ninguna parte de Nueva Inglaterra tuviera el
mismo significado. Y ello demuestra “the impropriety of a technical interpretation derived from the
jurisprudence of a particular state”. En sentido abstracto, –sigue razonando Hamilton– la expresión
denota nada más que la facultad de un tribunal de revisar los procedimientos de otro, bien en cuanto
al Derecho como a los hechos o a ambos (“to review the proceedings of another, either as to the law
or fact, or both”). Alexander HAMILTON, James MADISON and John JAY: The Federalist or, the New
Constitution, Basil Blakwell, Oxford, 1948. El nº LXXXI en pp. 411 y ss. (la referencia concreta, en
p. 418).
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 617

la facultad de un tribunal para tener por razón de su supremacía la supervisión


de los tribunales inferiores y de los funcionarios, sean judiciales o ministeriales.
Piénsese que en la época de que se trata, la distinción entre “trial and appellate
jurisdiction” no se veía del mismo modo que hoy, en que la división se ve como
una diferenciación de manual. Pero en 1803, cuando el concepto de “apelación”
aún no había asumido su estricto y preciso significado moderno, según Nelson45,
ese razonamiento era plausible y un tribunal deseoso de conceder a Marbury y
a los otros una reparación, podía fácilmente haberlo aceptado, aun cuando tal
aceptación podría haber puesto en peligro la diferenciación que Marshall hace
en la sentencia entre “matters of political discretion” y “matters of legal right”.
Charles Lee citó en su argumentación tres casos previos en los que la Corte
Suprema había admitido su jurisdicción respecto del mandamus, si bien es cierto
que en todos esos casos el writ of mandamus había sido finalmente denegado. Dos
de esos casos (Chandler v. Secretary of War y United States v. Hopkins, ambos de
1794, según el mismo Lee) no están documentados en actas. En cada uno de ellos
la Corte rehusó conceder el mandamus, pero, aparentemente, no con base en su
falta de jurisdicción. De hecho, Lee iba a afirmar: “Hence it appears there has
been a legislative construction of the Constitution upon this point, and a judicial
practice under it, for the whole time since the formation of the government”46.
Puede recordarse ahora al respecto uno de esos casos, planteado por el
Attorney General Edmund Randolph, que afectaba como demandado a Henry
Knox, Secretario de Guerra, respecto del cual se requería a la Corte para que le
dirigiera un mandamus, solicitándole que incluyera en la lista de inválidos con
derecho a una pensión contemplada por la Invalid Pensions Act de 1792 a una
persona que había sido aprobada por los jueces de circuito en su condición de
comisionados para seleccionar a las personas que tenían derecho a tal pensión47.
Knox compareció ante la Corte, demostrando las razones por las que el mandamus
no podía ser emitido. Nadie, sin embargo, sugirió que la Sección de la Judiciary Act
por la que se autorizaba este procedimiento fuera inconstitucional y, por lo mismo,
inoperativa para otorgar a la Corte jurisdicción en el caso. La jurisdicción de la
Supreme Court fue consiguientemente ejercida y el caso se resolvió por razones de
fondo. Y como recuerda la doctrina48, lo mismo ocurrió en otro caso, en el mismo
período de la Corte, frente a un funcionario federal inferior en Virginia.
Lee hizo especial hincapié en su argumentación acerca de la equidad del
procedimiento y a sus fundamentos últimos en el Derecho inglés. Para el antiguo
Attorney General, en cuanto que el Secretario de Estado, en relación a Marbury,

45
William E. NELSON: Marbury v. Madison. The Origins..., op. cit., p. 62.
46
Apud Andrew C. McLAUGHLIN: “Marbury vs. Madison Again”, en American Bar Association
Journal (A. B. A. J.), Volume 14, 1928, pp. 155 y ss.; en concreto, p. 158.
47
Sobre este caso, cfr. Susan Low BLOCH and Maeva MARCUS: “John Marshall´s Selective Use
of History in Marbury v. Madison”, en Wisconsin Law Review (Wis. L. Rev.), Volume 1986, 1986, pp.
301 y ss.; en concreto, pp. 312-313.
48
William Winslow CROSSKEY: Politics and the Constitution in the History of the United States.
The University of Chicago Press, 2nd impression, Chicago, 1955, Volume II, p. 1040.
618 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

estaba actuando simplemente como mero registrador (“recorder”) de leyes, escri-


turas, cartas de patentes y nombramientos, en definitiva, de textos y documentos
públicos, estaba sometido tan sólo a las normas legales que le imponían tales
deberes, y en coherencia con ello se hallaba sujeto a acusación (“to indictment”)
por la negativa a ejecutarlos.
Lee concluyó presentando un determinado número de casos ingleses destina-
dos a mostrar cómo el writ of mandamus era apropiado allí donde no había otro
recurso jurídico específico, lo que convertía la emisión del writ en coherente con
los principios y usos del Derecho, tal y como exigía la Sección 13.

3. Los prolegómenos del juicio

I. Tras la intervención inicial de Charles Lee en la presentación ante la Corte


de su demanda, Marshall se volvió hacia Levi Lincoln, el Attorney General de
Jefferson, preguntándole acerca de la posición del demandado, el Secretario de
Estado James Madison. Lincoln parece que replicó que carecía de instrucciones
al respecto. Como ya se ha dicho, la Administración republicana ignoró tanto el
caso como a la Corte Suprema. Marshall interrogó a continuación a sus colegas
acerca del procedimiento a seguir. La doctrina49 alude a cómo el muy tempera-
mental Associate Justice Samuel Chase se manifestó dispuesto a decidir de modo
inmediato si había propuestas adicionales de prueba en apoyo de lo expuesto por
Lee. Los restantes Jueces fueron más cautelosos y, de acuerdo con ellos, Marshall
anunció que la Corte se ocuparía del asunto para reflexionar sobre el mismo.
El siguiente día, 18 de diciembre, el Chief Justice anunció la decisión preliminar
de la Corte. Esta permitía que la acción de William Marbury continuara, fijando
como fecha de las alegaciones, esto es, como inicio de la causa propiamente dicha,
el cuarto día del siguiente período de sesiones, llamado en ese mismo momento
a celebrarse en junio de 1802, aunque, por lo que después se dirá, finalmente
se postergaría hasta febrero de 1803. Marshall se dirigió asimismo a Madison,
instándole a que, en cuanto parte demandada, se manifestara en la siguiente sesión
de la Corte acerca de las razones por las que el writ of mandamus solicitado por
la parte actora no debía ser concedido.
La reacción republicana a la vista de tales actuaciones judiciales fue inmediata.
Muchos republicanos se consideraron ultrajados por la Corte. Que ésta instara a
Madison y a Jefferson a justificar sus actuaciones sobre quién podía o no desem-
peñar un cargo se consideró un acto de escandalosa audacia, que hacía peligrar
la separación de poderes. Una prueba significativa de ello la encontramos en las
palabras con las que, haciendo sonar la alarma, se dirigía en la Nochebuena de
1801 el senador republicano por Kentucky John Breckinridge al Gobernador de
Virginia, James Monroe, persona muy próxima a Jefferson: “The consequences of

49
Cliff SLOAN and David McKEAN: The Great Decision, op. cit., p. 98.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 619

invading the Executive in this manner are deemed here a high-handed exertion
of Judiciary power”50. Es bastante probable, y así lo indican algunos informes
históricos, que la mencionada decisión de la Corte precipitara, si es que no fue la
causa inmediata, la rápida tramitación de la Repeal Act de 180251. Bien significativo
de ello es el hecho de que el 6 de enero de 1802, el senador Breckinridge, quizá el
más cercano aliado de Jefferson en el Senado, presentó una moción reclamando
la abrogación de la Judiciary Act de 1801, moción rápidamente secundada por
otros senadores, debatida entre el 8 y el 19 de enero, y que habría de culminar en
marzo con la aprobación del texto legal, que fue seguido por la Ley de 29 de abril.
La “hibernación” de la Corte durante catorce meses, unida al arduo debate
que desencadenó la aprobación de la Repeal Act, propiciaron que el Marbury case
pasara a un segundo plano, recobrando su actualidad en las semanas anteriores al
reinicio de las sesiones de la Corte. La polémica no se circunscribió al caso del que
nos venimos ocupando, sino que se extendió con gran fuerza al Stuart case, en el
que se había de dilucidar la constitucionalidad de la Repeal Act. Baste con recordar,
que un artículo del periódico republicano Intelligencer, titulado “The Democrat”,
denunciaba “the monstrous pretensions” sustentadas por los partidarios de la
anterior Administración en favor del “departamento judicial”. El artículo se
mofaba de un judiciary que actuara como “the judges of the constitution itself”52.

II. Una cuestión de interés a la que queremos referirnos ahora es al hecho


de que el Chief Justice Marshall, no obstante compartir en alguna medida la
responsabilidad por la omisión de la entrega de los despachos de nombramiento
y, por lo mismo, ser parte con algún interés en el caso, no se abstuvo de conocer
del mismo. Ya se ha dicho, que pese a ser nombrado Chief Justice, Marshall
continuó actuando como Secretario de Estado hasta el último minuto anterior a
la inauguración de la nueva Administración republicana. Que no se apartara del
conocimiento del caso contrastó además chocantemente con su abstención en la
resolución del caso Stuart v. Laird, decidido el 2 de marzo de 180353, unos pocos
días después del Marbury case. ¿Debió Marshall haberse abstenido?

50
Apud Cliff SLOAN and David McKEAN: The Great Decision, op. cit., p. 99.
51
De ello se hacen eco, entre otros autores, Knight y Epstein. Cfr. al efecto, Jack KNIGHT and Lee
EPSTEIN: “On the Struggle for Judicial Supremacy”, en Law & Society Review (Law & Soc´y Rev.),
Volume 30, 1996, pp. 87 y ss.; en concreto, p. 95.
52
Apud Cliff SLOAN and David McKEAN: The Great Decision, op. cit., p. 126.
53
A través de la muy importante Stuart opinion, aprobada por unanimidad (con la presencia de
cinco Justices, no participando el Chief Justice ni tampoco el Justice Cushing, éste por enfermedad),
expresando el criterio de la Corte el Justice Paterson, la Corte Suprema se pronunció en favor de
la constitucionalidad de la Repeal Act de 1802, ley que abrogó la Judiciary Act de 1801. Marshall se
abstuvo de participar en la Corte con base en que ya había tenido oportunidad de pronunciarse sobre
el mismo caso en su condición de miembro del Circuit Court de Richmond. Presidiendo este tribunal
de circuito, en diciembre de 1802, Marshall había desestimado los alegatos de Charles Lee, el mismo
abogado de William Marbury, que cuestionaba la autoridad del Congreso para imponer a los Justices
de la Supreme Court el cumplimiento de deberes en los Circuit Courts. Contra la decisión del Tribunal
de Richmond, Lee recurrió ante la Corte Suprema a través de un writ of error. Para un tratamiento
más amplio del tema, cfr. Francisco FERNÁNDEZ SEGADO: “El trasfondo político y jurídico de la
620 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

Aunque no sea un tema del que se haya ocupado mucho la doctrina


norteamericana, lo cierto es que no han faltado un buen número de autores que se
han mostrado especialmente críticos con Marshall por no abstenerse de participar
en el caso Marbury, posición que hacemos nuestra, aún a sabiendas de que la no
participación del Chief Justice, muy posiblemente, habría cambiado de raíz las
cosas, incluso, quién sabe si la propia configuración del Derecho constitucional
norteamericano.
El interés de Marshall en la causa ha sido puesto de relieve por diversos auto-
res. Así, Haines, en una obra clásica, entiende54 que el interés personal del Chief
Justice existía, pues no en vano los nombramientos controvertidos fueron hechos
durante un tiempo en que Marshall desempeñaba al unísono dos cargos, la Chief
Justiceship y la Secretaría de Estado. Por lo mismo, Marshall fue responsable55
del fracaso en la entrega del encargo de nombramiento (“Marshall himself was
responsible for the failure to deliver the commission”), y en tales circunstancias era
inapropiado que participara en la decisión del caso, y más aún que fuera él quien
pronunciara la sentencia de la Corte. También Grant, a partir de la constatación de
un interés personal en el caso por parte de Marshall, considera que habría estado
más de acuerdo con la más profunda ética jurídica (“with sound legal ethics”)
que Marshall se hubiera apartado de la Corte durante su deliberación56. Medio
siglo atrás, Abraham se manifestaba en similares términos, al escribir que quizá
Marshall habría debido inhabilitarse él mismo para actuar en el caso a causa de
su directo y personal compromiso con el problema fundamental y con su dramatis
personae, pues, después de todo, “the case in effect arose out of his own negligence
or apathy”57.
Hace más de un siglo, Pennoyer, tras afirmar que “truth is a most terrible
iconoclast”, aludía a que la reputación de Marshall no podía sino quedar man-
cillada por este asunto58. Y hace apenas cuatro años, Ackerman enjuiciaba con
dureza al Chief Justice, pues, a su entender, si Marshall hubiera verdaderamente

Marbury v. Madison decision”, en Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional (AIbJC), nº 15,


2011, pp. 139 y ss. Este trabajo se recoge en esta obra.
54
Charles Grove HAINES: The American Doctrine of Judicial Supremacy, 2nd edition, University
of California Press, Berkeley (California), 1932, p. 194.
55
Sloan y McKean comparten esa percepción de la responsabilidad de Marshall, considerando que
además de ser fallo suyo la omisión de la entrega, a ello habría de añadirse otro nivel de implicación
personal en el caso: fue a su hermano James a quien se encomendó la tarea de llevar los nombramientos
a sus destinatarios. Cliff SLOAN and David McKEAN: The Great Decision, op. cit., p. 170. Wright se
ha referido a la negligencia de Marshall (“the negligence of the former Secretary of State”) y, por lo
mismo, a su responsabilidad en la originaria omisión de la entrega de los nombramientos. Benjamin
F. WRIGHT: The Growth of American Constitutional Law, Phoenix Books, University of Chicago Press,
reprinted, Chicago and London, 1967 (first published in 1942), p. 35. Y Dewey, como ya tuvimos
ocasión de señalar, atribuye una responsabilidad compartida en el asunto a los hermanos Marshall.
Donald O. DEWEY: Marshall versus Jefferson: The Political Background..., op. cit., p. 79.
56
J. A. C. GRANT: “Marbury v. Madison Today”, en The American Political Science Review (Am.
Pol. Sci. Rev.), Vol. 23, No. 3, August 1929, pp. 673 y ss.; en concreto, p. 678.
57
Henry J. ABRAHAM: The Judicial Process..., op. cit., p. 344.
58
Sylvester PENNOYER: “The Case of Marbury v. Madison”, en American Law Review (Am. L.
Rev.), Volume 30, 1896, pp. 188 y ss.; en concreto, p. 194.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 621

estado motivado por consideraciones de decoro judicial (“judicial propriety”),


habría elegido un muy distinto caso (se refiere al Stuart case) para recusarse,
permaneciendo en silencio en Marbury. Al no hacerlo así, la participación de
Marshall socavó el funcionamiento del proceso judicial59.
En definitiva, Marshall fue un juez dentro del mundo construido en la senten-
cia, pero también fue un actor en el drama que se desarrolló ante la Corte60; fue
juez y parte interesada en la litis, y por lo mismo, enfocada su participación en
el proceso desde nuestros actuales parámetros de la justicia, habría que concluir
que el principio de imparcialidad del juez no fue respetado.

III. El caso vio sustancialmente retrasada su resolución de resultas de las


reformas legales sacadas adelante por el Congreso de mayoría Jeffersoniana.
Tras la aprobación por el Congreso, el 8 de marzo de 1802, de la Repeal Act, texto
que suponía la reacción Jeffersoniana frente a la Judiciary Act (1801), impulsada
por Adams al término de su mandato, y que, en pocas palabras, dejaba sin efecto
las reformas introducidas en el sistema judicial por los Federalistas, el Congreso
aprobó el 29 de abril una nueva ley que, en lo que ahora interesa, circunscribía las
reuniones anuales de la Corte a una única sesión en el mes de febrero, suprimiendo
las sesiones de junio y diciembre en ese mismo momento existentes (de conformi-
dad con la Judiciary Act de 1801, pues la Judiciary Act de 1789 las había fijado en
febrero y agosto) y posponiendo a febrero de 1803 la subsiguiente convocatoria de
la Supreme Court, lo que entrañaba dejar bloqueada la Corte durante un período
de catorce meses (entre diciembre de 1801 y febrero de 1803), circunstancia que
respondía a motivos estrictamente partidistas. Bayard así lo subrayaría tras la
aprobación del texto por la Cámara de Representantes (House of Representatives),
al calificarlo como “this mighty potchery of legislation” y, con posterioridad, como
“a miserable piece of patchwork”61.
Un sector de la doctrina ha especulado acerca de la suposición de que con este
aplazamiento de las sesiones los Republicanos deseaban postergar la decisión del
Marbury case62; no creemos que fuera esa la razón primigenia, sino que más bien
pensamos, que el fin político perseguido por el bloqueo de la Corte Suprema no
era otro que el de impedir que el Tribunal pudiera pronunciarse sobre la consti-
tucionalidad de la Repeal Act, finalidad que no se alcanzó, pues, como ya se dijo,
el Tribunal, finalmente, se pronunció sobre esa cuestión en el caso Stuart v. Laird,
decidido justamente seis días después del Marbury case, esto es, el 2 de marzo de
1803, decisión en la que, contra lo que podían intuir los Republicanos, la Supreme
Court se pronunció en favor de la conformidad a la Constitución de la Repeal Act.
59
Bruce ACKERMAN: The Failure of the Founding Fathers, op. cit., p. 186.
60
Paul W. KAHN: The Reign of Law, op. cit., p. 118.
61
Apud Felix FRANKFURTER and James M. LANDIS: “The Business of the Supreme Court of
the United States-A Study in the Federal Judicial System (I)”, en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.),
Volume XXXVIII, 1924-1925, pp. 1005 y ss.; en concreto, nota 84, en pp. 1034-1036.
62
De ello se hace eco James M. O´FALLON: “Marbury”, en Stanford Law Review (Stan. L. Rev.),
Volume 44, 1991-1992, pp. 219 y ss.; en concreto, p. 239.
622 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

La Stuart decision ha sido por cierto considerada por Levinson, siguiendo en ello la
posición de Ackerman, como más relevante que la Marbury opinion. Sus palabras
no dejan resquicio alguno a la duda (“Marbury is in fact far less significant than the
case handed down only a week later, Stuart v. Laird”63). Esta valoración nos parece
sencillamente insostenible. Al margen de ello, y este dato no deja de ser igualmente
significativo, de resultas del cambio legal propiciado por los Republicanos, y del
subsecuente aplazamiento de las sesiones de la Corte, la posterior reunión de
ésta no tendría lugar hasta tanto los Justices se hubieran posicionado en torno a
si reasumían o no el cumplimiento de sus deberes como miembros de los Circuit
Courts, lo que parece corroborar nuestra precedente interpretación respecto a las
causas que les movieron a la “hibernación” temporal de la Corte.

4. El desarrollo de la vista

I. El jueves 10 de febrero de 1803, la Supreme Court contaba con el quorum


requerido para poder sesionar. Estaban presentes el Chief Justice, y los Associate
Justices Paterson, Chase y Washington. El Juez William Cushing se hallaba en
Massachusetts por enfermedad y parecía que faltaría durante todo el período de
sesiones de la Corte, mientras que el Juez Alfred Moore no llegaría de Carolina del
Norte hasta la siguiente semana. En la sala que se identificaba como “Committee
Room Two” de la planta baja del Senado, llamada por John Randolph “cave of
Trophonius”64, (en donde, ante la falta de edificio propio hasta ese momento, sesio-
nó de modo habitual la Corte hasta que los británicos destruyeron el Capitolio en
1814) el Chief Justice había convocado la celebración de la vista del caso Marbury
v. Madison. El momento, al fin, había llegado.
Entre los escasos testigos, Levi Lincoln, el Attorney General, ocupó un lugar
en la sala; asimismo, dos funcionarios del Departamento de Estado, el chief clerk
Jacob Wagner y su asistente Daniel Brent, asistieron no sin mostrar una patente
incomodidad ante su situación, algo que ya se había puesto de manifiesto en la
sesión preliminar de la Corte, en la que estos mismos funcionarios habían esgri-
mido el “privilegio ejecutivo” como fundamento de su negativa a declarar. Ahora
no insistieron en la cuestión de este privilegio y, bajo juramento, se avinieron a
prestar declaración. Wagner testificó que trabajaba como secretario personal
de Jefferson en el momento de la transición y que no tenía conocimiento de
los nombramientos de los jueces de paz, aun cuando manifestó haber oido que
los nombramientos de Marbury y Hooe habían sido firmados por el Presidente
Adams, pero que el de Ramsay creía que, por algún accidente, no lo había sido.
En la misma línea se situó la declaración de Daniel Brent. Es evidente que Charles
Lee podía haber solicitado del tribunal que su amigo John Marshall fuese llamado

63
Sanford LEVINSON: “Why I Do Not Teach Marbury (Except to Eastern Europeans) and Why
You Shouldn´t Either”, en Wake Forest Law Review (Wake Forest L. Rev.), Volume 38, 2003, pp. 553 y
ss.; en concreto, p. 556.
64
Donald O. DEWEY: Marshall versus Jefferson: The Political Background..., op. cit., p. 87.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 623

a declarar como testigo, lo que habría colocado al Chief Justice en una posición
realmente incómoda. Como la doctrina ha reconocido65, Lee intentó compensar
la ausencia entre los testigos de John Marshall con los testimonios de Wagner y
Brent, aunque los mismos no fueron de gran valor.
El siguiente testigo al que llamó Charles Lee fue el Attorney General Lincoln,
quien reemplazó a Marshall como Secretario de Estado interino, dado que
Madison, como ya dijimos, no tomó posesión del cargo hasta algunas semanas
después. Lincoln, presumiblemente, era consciente de la orden dada por Jefferson
de no entregar los nombramientos. Según parece, Jefferson (que conocía bien
la Secretaría de Estado, pues había sido titular de la misma con el Presidente
Washington entre 1790 y 1793), recién nombrado Presidente, estuvo un día en
esa Secretaría, descubriendo la existencia de unos nombramientos de jueces de
paz del distrito de Columbia sin entregar, ordenando de inmediato (“I forbade
their delivery”, se ha escrito que dijo con rotundidad) que no fueran entregados y
procediendo en tan sólo dos semanas a cubrir los cargos vacantes con personas de
su confianza66. Al actuar como Secretario de Estado, Lincoln estaba cubierto por
el privilegio ejecutivo; sin embargo, como Attorney General era funcionario de la
Corte. Su posición era por lo mismo un tanto delicada. En esa tesitura, Lincoln,
tras señalar su respeto por la jurisdicción de la Corte, solicitó de la misma, siempre
que ésta considerara que su testimonio era esencial, que le fueran formuladas las
preguntas por escrito para así disponer de un tiempo para contestarlas. Marshall
autorizó tal petición y pidió a Lee que plasmara sus preguntas por escrito,
indicando al Attorney General que podía disponer de todo el tiempo que necesitara
para considerarlas.
El material final de prueba terminaría siendo la declaración jurada de James
Marshall, el hermano menor del Chief Justice, a la que ya nos hemos referido.
Con la misma, Lee consideró probada la existencia de los nombramientos y
fundamentada su petición. Al término de la intervención de Lee, el 14 de febrero,
la expectación creció en la sala. Se esperaba por los asistentes a la vista que la
sentencia marcara un punto de avance o retroceso de la Corte en su particular en-
frentamiento con la nueva Administración. Se admite de modo muy generalizado
que nadie esperaba ni de lejos una sentencia como la que finalmente se dictaría.

II. El 22 de febrero era una fecha especial: el cumpleaños de George Wash-


ington, calurosamente celebrado para honrar a quien fuera el primer Presidente
(que había fallecido en diciembre de 1799) y casi podría decirse que el padre de
la patria. Parece claro que Marshall ya tenía escrita la sentencia, aunque, como

65
Jean Edward SMITH: John Marshall. Definer of a Nation, Holt Paperbacks/Henry Holt and
Company, New York, 1998 (originally published in hardcover in 1996 by Henry Holt), p. 316.
66
Entre otros autores que se hacen eco de ello, cfr. David F. FORTE: “Marbury´s Travail: Federalist
Politics and William Marbury´s Appointment as Justice of the Peace”, en Catholic University Law
Review (Cath. U. L. Rev.), Volume 45, 1995-1996, pp. 349 y ss.; en concreto, p. 399. Asimismo, Cliff
SLOAN and David McKEAN: The Great Decision, op. cit., p. 76.
624 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

es obvio, de los asistentes a la fiesta celebrada en el Hotel Stelle sólo los Justices
Paterson y Washington la conocían. Los numerosos invitados (entre ellos, los
líderes Federalistas de ambas Cámaras del Congreso) parecían ansiosos de
escuchar a Marshall, quien dirigió su brindis a “Those few real patriots who love
the people well enough to tell them the truth”67.
El 23 de febrero, la Supreme Court volvió a reunirse y esta vez en el Hotel
Stelle (donde eran frecuentes sus sesiones, aunque la causa de optar por esta sede
tuviera que ver ahora no tanto con el carácter lúgubre de la sala de que disponía
la Corte en el Capitolio, sino con la cojera que una intoxicación por un “bacon”
en mal estado había producido a Chase, que le impedía llegar al “Committee
Room Two”). Todos los jueces salvo Cushing se hallaban presentes ahora, lo que
no dejaba de ser una grata sorpresa dado que, desde el día 15, Samuel Chase se
encontraba mal de salud y Alfred Moore había asimismo enfermado a su llegada a
Washington. La Corte resolvió algunos casos y escuchó las alegaciones en algunas
otras vistas, entre ellas la del importante caso Stuart v. Laird, en el que los alegatos
se prolongaron al día siguiente.
Marshall había preparado la sentencia con notable rapidez, algo que se repe-
tiría en diversas ocasiones a lo largo de su dilatada carrera judicial. Dewey señala
al respecto68, que tanto en Marbury v. Madison como en McCulloch v. Maryland
uno tiene que sospechar que Marshall trabajaba en la decisión mucho antes de
que el litigio se planteara en sede jurisdiccional. Sea o no así, lo cierto es que
en algo menos de dos semanas Marshall tuvo lista una sentencia, calificada por
Wolfe69 como “un golpe político de genio” (“a political stroke of genius”), de 164
parágrafos y alrededor de 11.000 palabras70, con la que obtuvo el apoyo unánime
de sus Asociados71, lo que, entre otros aspectos, revela su extraordinaria capacidad.

67
Apud Cliff SLOAN and David McKEAN: The Great Decision, op. cit., pp. 146-147.
68
Donald O. DEWEY: Marshall versus Jefferson: The Political Background..., op. cit., p. 111.
69
Christopher WOLFE: The Rise of Modern Judicial Review (From Constitutional Interpretation
to Judge-Made Law), Basic Book, Inc., Publishers, New York, 1986, p. 80.
70
La sentencia puede verse en la obra Marbury versus Madison. Documents and Commentary,
Mark A. GRABER and Michael PERHAC, Editors, op. cit., en el Appendix A: “The Annotated Marbury
v. Madison”, pp. 363-382.
71
Una cuestión que no ha dejado de suscitar dudas es la de los miembros de la Corte que real-
mente participaron en la resolución del caso. De ella se ocuparía con cierto detalle, en un breve pero
interesante trabajo, el Associate Justice Harold Burton (miembro de la Corte entre 1945 y 1958). El
informe (report) del caso publicado en Cranch no muestra la ausencia de Justices; sin embargo, las
actas (minutes) de la propia Corte no hacen constar al Justice Cushing en ninguna sesión del proceso ni
en la fecha del anuncio de la sentencia (“on the date of handing down the decision”). Aparentemente,
admite Burton, el Justice Cushing no participó en el caso. Las actas (minutes) muestran también
que el Justice Moore estuvo presente el 24 de febrero, cuando la decisión fue anunciada, pero, por el
contrario, no hacen constar su presencia los días 10 y 11 de febrero, cuando tuvo lugar la vista ante
la Corte. Bien es verdad que en la lectura de la sentencia por el Chief Justice en nombre de la Corte
no se hizo referencia a la ausencia del Justice Cushing a lo largo de todo el caso o a la ausencia del
Justice Moore durante la vista (“hearing”). Cfr. al respecto, Harold H. BURTON: “The Cornerstone
of Constitutional Law: The Extraordinary Case of Marbury v. Madison”, en American Bar Association
Journal (A. B. A. J.), Volume 36, 1950, pp. 805 y ss., y 881 y ss.; en concreto, pp. 807-808.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 625

En la mañana del jueves 24 de febrero de 1803, a las 10 horas, Marshall convo-


có a la Corte en el “lobby” del Hotel Stelle. Curiosa paradoja la de que la sentencia
posiblemente más conocida y trascendental de la historia del pensamiento jurídico
fuera pronunciada en el salón de un Hotel. Ciertamente, el Marbre Palace no existía
aún ni en la imaginación de los Jueces. El Justice Cushing seguía ausente, aunque
no así los Jueces Asociados restantes. El Chief Justice anunció que la Corte dictaría
sentencia en el Marbury case. Tras ello, Marshall comenzó la lectura de la decisión,
que se prolongó cerca de cuatro horas, finalizando unos minutos antes de las dos
de la tarde. Uno de los recientes biógrafos de Marshall72 refiere que el Chief Justice,
a través de la lectura del texto de la decisión, fue urdiendo un complejo dibujo
que captó la atención (“an intricate pattern that riveted the attention”) de quienes
ahora se apiñaban en la improvisada sala del Tribunal en el Hotel Stelle. La noticia
de la lectura de la sentencia había corrido como la pólvora por todo Washington, y
progresivamente fueron acudiendo al Hotel numerosos miembros de la Cámara de
Representantes y del Senado. No era ajeno a ese interés la sensación compartida
de que la sentencia abriría una notable crisis constitucional (Smith habla de “a
constitutional crisis of epic proportions”), lo que explica que la audiencia que
siguió la lectura estuviese pendiente de cada palabra. Innecesario es decir que la
decepción final sería grande.

III. La sentencia, innecesario es decirlo, dictada bajo las más desfavorables cir-
cunstancias, representaba justamente un choque (“clash”) entre los Jeffersonianos
Republicanos y la Marshall Court sobre las facultades del federal judiciary73. Era el
rol de los tribunales lo que se hallaba en la balanza, y ante ello, como bien escribe
Fallon74, “Marshall ingeniously engineered a decision that gave formal victory to
Madison, but rested on a foundation of judicial power, not impotence”. Dicho de
otro modo, aunque Madison y Jefferson fueron técnicamente los vencedores, la
sentencia supuso un exitoso golpe político para Marshall y la Supreme Court. Pero
más allá de esta perspectiva, qué duda cabe que política, la Marbury v. Madison
opinion tuvo el enorme mérito de llevar hasta sus últimas consecuencias la doctri-
na, a nuestro entender ya muy arraigada en la cultura jurídica norteamericana, de
la judicial review, o lo que es igual, que un tribunal federal dispone de la facultad
de rehusar dar aplicación a la legislación del Congreso cuando entienda que es
contradictoria con la interpretación que cree debe darse a la Constitución. Que
ello se enmarque en una arraigada tradición legal americana que hunde sus raíces
en la época colonial, no ensombrece en lo más mínimo el inconmensurable valor
de esta decisión, la más trascendental a largo plazo de todas las sentencias de la
Marshall Court (sin olvidar, desde luego, a la McCulloch v. Maryland opinion, de

72
Jean Edward SMITH: John Marshall. Definer of a Nation, op. cit., p. 321.
73
Kathleen M. SULLIVAN and Gerald GUNTHER: Constitutional Law, sixteenth edition, Founda-
tion Press/Thomson West, New York, 2007, p. 9.
74
Richard H. FALLON, Jr.: “Marbury and the Constitutional Mind: A Bicentennial Essay on the
Wages of Doctrinal Tension”, en California Law Review (Cal. L. Rev.), Volume 91, No. 1, January 2003,
pp. 1 y ss.; en concreto, p. 10.
626 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

1819), en cuanto que, como ha escrito Currie, pavimentó el camino para las gran-
des controversias por venir (“paved the way for gretat controversies to come”)75.

5. La sentencia Marbury v. Madison

La sentencia dictada en el caso Marbury v. Madison es, sin lugar a dudas, la más
conocida del larguísimo elenco de decisiones pronunciadas por la Corte Suprema
en sus más de 220 años de vida, y en lo que hace a su reconocimiento público, un
sector de la doctrina cree76, que sólo es rebasada por la decidida el 17 de mayo de
1954, que zanjó el caso Brown v. Board of Education of Topeka.
Estamos ante una decisión judicial plena de paradojas. Una de ellas, la de que
pese a haber desencadenado miles y miles de páginas, en tiempos bien recientes
todavía se haya considerado, no sin razón, la más oscura decisión judicial de la
historia de los Estados Unidos77.
Se trata de una sentencia de cierta extensión, pero incluso un dato tan formal
como ese ha propiciado interpretaciones tan contrapuestas como la de quien
parece vincular esa extensión con la tendencia de Marshall hacia la verborrea
(“his tendency toward verbosity”)78, hasta quien, situándose en las antípodas,
considera que se trata de una decisión austera en su simplicidad (“Marshall´s
opinion... was austere in its simplicity”)79. No parece tampoco muy conforme con
tal visión la consideración de algún autor de que, en realidad, de las alrededor de
11000 palabras de la sentencia, 9000 eran un obiter dictum que precedía a su muy
breve fallo y a su relativamente breve declaración de la teoría de la judicial review,
todo ello en base a un objetivo partidista80. Con infinitamente menos justificación,
algunos han llegado a mantener que la decisión en su conjunto, incluyendo la
anulación de la legislación federal, era un puro obiter dictum, no sirviendo por lo
mismo como precedente.
La sentencia, desde luego, trasciende los estrechos límites de un caso concreto.
Ya nos hemos referido a ello al aludir al supuesto de hecho del caso. Ello se traduce
en que la compresión de la decisión de la Corte exige trascender la mera disputa
entre Marbury y Madison, ubicándola en el marco del enfrentamiento entre
Federalistas y Republicanos Jeffersonianos. Por lo mismo, lo menos relevante de
la sentencia será su resolución del caso concreto, algo que cede ante el discurso

75
David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court. The First Hundred Years. 1789-1888,
University of Chicago Press, Chicago and London, 1985, p. 66.
76
Donald O. DEWEY: Marshall versus Jefferson..., op. cit., p. 177.
77
“Marbury v. Madison –escriben Graber y Perhac, en el Prefacio de un utilísimo, y a la par riguroso,
libro sobre la sentencia– is possibly the most famous and yet the most obscure judicial decision in U.S.
history”. Mark A. GRABER and Michael PERHAC: “Preface”, en Marbury versus Madison. Documents
and Commentary, op. cit., pp. VII y ss.; en concreto, p. VII.
78
Donald O. DEWEY: Marshall versus Jefferson..., op. cit., p. 112.
79
R. Kent NEWMYER: The Supreme Court under Marshall and Taney, op. cit., p. 29.
80
Benjamin F. WRIGHT: The Growth of American Constitutional Law, op. cit., p. 37.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 627

dogmático constitucional que encierra la decisión. No se puede olvidar al respecto,


que la Marshall opinion se iba a pronunciar sobre tres cuestiones relevantes en el
proceso de construcción del Derecho constitucional norteamericano, aunque se
pudiesen tratar de “political questions”81, lo que en nada obsta a su consideración
jurídica, dada la enorme carga política del Derecho constitucional. La primera de
ellas era la de que el Presidente gozaba de potestad discrecional para nombrar a
los funcionarios federales. La segunda, la de que, una vez nombrados, no podía
destituirlos arbitrariamente. Y en fin, la última cuestión, la más aireada, era la
de que la Corte tenía autoridad para decidir que una ley del Congreso violaba la
Constitución, considerándola por tanto como nula e inaplicándola en el caso de
que estuviese conociendo.
No extrañará tras lo expuesto, que para algún autor la decisión presente una
fascinación de pesadilla (“a nightmarish fascination”), pues si siempre la historia
de la Corte es escrita con la adecuada ironía cósmica (“with the proper cosmic
irony”), aquí estará lo mejor de la broma (“the cream of the jest”)82.
El paso del tiempo no ha hecho sino mitificar la decisión. La Marbury opinion
es hoy un mito. Al margen de los méritos de la sentencia (que se unen a sus
incongruencias y a razonamientos harto discutibles), hay que entrever que en esa
mitificación ha jugado un rol notable esa tendencia tan americana a la autoglori-
ficación (“the American tendency to self-glorification”) de que hablaba Grinnell
hace ya casi un siglo83. La decisión propició la consideración de que la judicial
review era exclusiva creación norteamericana, cuya paternidad era atribuible tan
sólo a la genialidad de Marshall. El hecho de que durante cerca de un siglo los
precedentes judiciales de la doctrina, foráneos y propios, a nivel estatal y federal,
fueran poco conocidos, entre otras razones, porque eran escasas las actas que se
habían impreso de los procesos que, de una u otra forma, se habían pronunciado
sobre la doctrina, no hizo sino ahondar en el mito.

A) Su enfoque sistemático

La primera cuestión en la que es de todo punto necesario detenerse en un


análisis de la sentencia es la del orden del tratamiento de las distintas cuestiones
abordadas. Ese orden es inequívocamente nítido y puede sintetizarse como sigue:
l) ¿Tiene William Marbury derecho a la entrega del nombramiento?

81
Así las considera G. Edward WHITE, en The American Judicial Tradition, Oxford University
Press, New York/Oxford, 1988, (first published 1976 by Oxford University Press), p. 23.
82
Max LERNER: “John Marshall and the Campaign of History”, op. cit., p. 408.
83
F. W. GRINNELL: “The Constitutional History of the Supreme Judicial Court of Massachusetts
from the Revolution to 1813”, chapter IV (“The Anti-Slavery Decisions of 1781 and 1783 and the
History of the Duty of the Court in Regard to Unconstitutional Legislation”), en Massachusetts Law
Quarterly, Volume II, number 5, May, 1917, pp. 437 y ss.; en concreto, p. 442.
628 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

2) ¿Es este derecho legalmente exigible?, o lo que es igual, ¿le proporcionan


las leyes de los Estados Unidos un recurso en caso de que el mismo sea denegado?
3) Si las leyes le proporcionan un recurso, ¿es éste la emisión de un writ of
mandamus por la Supreme Court?
4) Siendo ello así, ¿puede conceder tal writ esta Corte?
Estas cuestiones pueden sistematizarse aún de forma más esquemática,
diferenciando dos grandes partes o secciones: la primera, el derecho de Marbury
a recibir su encargo de nombramiento y el remedio adecuado para, llegado
el caso, hacerlo efectivo; la segunda, la facultad de la Corte para conceder el
mandato requerido. Clinton, excelente conocedor del tema, desmenuza lo que él
considera como dos secciones diferenciadas de la sentencia con sumo detalle84. En
la primera, relativa al derecho de Marbury, la Corte iba a abordar, al menos, estos
importantes puntos: l) el momento preciso en que un nombramiento judicial se
convierte en definitivo, o lo que es igual, si se requiere la entrega del despacho de
nombramiento o basta, por contra, con la firma presidencial del nombramiento;
2) el tipo de deberes que pueden ser adecuadamente impuestos sobre los altos
funcionarios del ejecutivo por el Congreso; 3) las circunstancias requeridas
para que los mandatos judiciales puedan ser adecuadamente dirigidos a los
funcionarios del departamento ejecutivo; 4) la amplitud que alcanza el derecho
de los funcionarios del ejecutivo a negar información o a denegar su testimonio
ante los tribunales o ante las partes de un proceso legal, y 5) la naturaleza y
extensión de la jurisdicción originaria y de apelación de la Corte Suprema, y en
íntima relación con ello, si el Congreso puede ampliar la jurisdicción originaria
de la Corte. En la segunda sección, relativa a la facultad de la Supreme Court para
conceder el mandato requerido, dos cuestiones esenciales abordaría la Corte: 1)
el status jurídico de las leyes inconstitucionales, o lo que es lo mismo, si un acto
legislativo inconstitucional es nulo, y 2) el rol del judiciary al pronunciar decisiones
de constitucionalidad, o lo que es igual, si la Corte dispone de la autoridad de
derribar una ley inconstitucional.
El tratamiento de las distintas cuestiones se articula de un modo compacto
y preciso, hasta el punto de que Corwin85, en una conferencia pronunciada en
septiembre de 1950 en la Princeton University, pudo decir, en obvia alusión a
Marshall, que “his compact presentation of the case marches to its conclusion
with all the precision of a demonstration of Euclid”86.

84
Robert Lowry CLINTON: “Marbury v. Madison, Judicial Review, and Constitutional Supremacy
in the Nineteenth Century”, op. cit., pp. 76-77.
85
Apud Henry J. ABRAHAM: The Judicial Process..., op. cit., p. 342.
86
En una dirección bien próxima, Kent pudo afirmar que en Marbury, “el poder y el deber del
judiciary para hacer caso omiso de una ley inconstitucional del Congreso o de cualquier legislatura
estatal, fueron declarados a través de un argumento que se aproxima a la certeza de una demostración
matemática”. Cit. por Robert Lowry CLINTON: Marbury v. Madison and Judicial Review, op. cit., p.
107. Clinton, sin embargo, tilda tal consideración de una “famosa exageración”.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 629

La pluralidad y enorme relevancia constitucional de los temas tratados queda


patente con su sola enumeración, pero no es esto lo que ahora importa, pues el
tratamiento sistemático de las cuestiones abordadas por Marshall se revela como
muy heterodoxo; más aún, se ha llegado a tildar de violatorio de los principios
del procedimiento judicial87, por cuanto la sentencia entra primero en el fondo
de la causa para, después, sostener que la Corte carece de jurisdicción. Además,
con ello, la decisión invierte el orden de los asuntos sujetos al pronunciamiento
de la Corte, respecto de la ordenación que Charles Lee había dado a los mismos.
Dilucidar el significado de esta alteración del orden procesal normal nos conduce
al siguiente epígrafe.

B) Su significativo apartamiento del orden procesal normal

Parece bastante claro, que al proceder como se acaba de señalar, tratando las
cuestiones en tal orden, la Corte se apartaba del orden procesal habitual. Como la
última cuestión concernía a la jurisdicción de la Corte para considerar el caso, de
acuerdo con la práctica normal, debería de haber sido tratada en primer término.
Es perfectamente comprensible que la cuestión preliminar a abordar por la Corte
fuera la de su propia jurisdicción. Tal jurisdicción estaba basada en la Sección 13
de la Judiciary Act, que facultaba a la Corte para conceder un writ of mandamus,
pero si la ley no podía constitucionalmente conceder tal jurisdicción, como a la
postre habría de considerar la Supreme Court, ésta quedaba privada de autoridad
para entrar en el fondo del asunto, esto es, en la cuestión de si a Marbury le asistía
el derecho a la entrega de su nombramiento, quedando tal nombramiento, de serle
reconocido a Marbury tal derecho, fuera del control tanto de Jefferson como de
Madison.
Innecesario es decir por obvio, que el cambio del orden normal en el trata-
miento de las distintas cuestiones concernidas, entrando primero en el análisis
del fondo del asunto, iba a permitir al Chief Justice explicar al país, ante todo,
que Madison (y por supuesto Jefferson, pues nadie podía creer que el Secretario
de Estado hubiera actuado motu propio) había violado el derecho de Marbury,
actuando por lo mismo ilegalmente al paralizar la entrega de las comisiones, y
después, que de acuerdo con los principios del common law, que la Corte iba a
considerar aplicables, era perfectamente legítimo que William Marbury dispusiera
de un remedio jurídico frente al perjuicio que había sufrido en su derecho, y que el
writ of mandamus era el remedio adecuado para un tribunal que hubiera dispuesto
de jurisdicción en el caso. Si Marshall hubiera pretendido tan sólo reivindicar la
potestad de la Corte para declarar inconstitucional una ley del Congreso, habría
podido perfectamente examinar las cuestiones en el orden con que las presentó
el abogado de la parte actora. Que esta inversión del orden de la argumentación
era considerada como algo inusual lo demostraría, según Boudin88, la especie de
87
Benjamin F. WRIGHT: The Growth of American Constitutional Law, op. cit., p. 37.
88
Louis B. BOUDIN: Government by Judiciary, op. cit., Volume I, p. 212.
630 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

disculpa (“a sort of apology”) que parece hacer la Corte en el parágrafo 2 de la


sentencia, en el que, tras poner de relieve que la causa no ha sido mostrada y que
la presente demanda es una petición de mandamus, se puede leer:

“The peculiar delicacy of this case, the novelty of some of its circumstances,
and the real difficulty attending the points which occur in it, require a
complete exposition of the principles, on which the opinion to be given by
the court, is founded”.

La doctrina que ha abordado el tema, de modo generalizado, se ha hecho eco


de esta alteración, lo que tampoco es ninguna novedad, pues en su momento, la
cuestión ya fue puesta de relieve y censurada por algunos Republicanos, como
sería el caso del propio Jefferson, para quien lo inapropiado de tal procedimiento
judicial (junto a otros argumentos, como la quiebra de la estricta independencia
de las “branches of government”) le conduciría a calificar la Marbury opinion
como “not law”89. Corwin, hace casi un siglo, también pondría de manifiesto
esta alteración: “The court, reversing the usual order of procedure, went first
into the merits of the question”90. Crosskey, yendo algo más allá, señalaría que
“the Court achieved a further false show of strength against the party in power,
by departing, in its opinion, from the normal order in which the questions in the
case were considered”91, y otros muchos autores convergen en similar idea. Ahora
bien, la cuestión clave no es tanto la de la alteración del orden procesal, cuanto la
de si existía una justificación para esa modificación, que en modo alguno puede
considerarse accidental, sino conscientemente buscada por la Corte, pues aunque
en sus deliberaciones hubiera reflexionado sobre el fondo, con la creencia de que
una decisión sobre tales aspectos sustantivos podía obviar la necesidad de enfren-
tarse a una cuestión constitucional, una vez que la Corte hubiera determinado
que la cuestión constitucional (innecesario es decirlo, la incompatibilidad de la
disposición de la Judiciary Act con la Constitución) no podía ser soslayada, es obvio
que sobre el Tribunal no pesaba ninguna obligación de incluir sus reflexiones sobre
el fondo del caso en su sentencia definitiva.
Jefferson, en su día, ya consideró que ninguna justificación podía amparar que
la Corte se apartara del orden procesal normal; al operar de ese modo, la Corte se
había limitado a asumir la causa de un partido político derrotado y había dado un
gran paso fuera de su propia esfera para dar una reprimenda al Jefe del ejecutivo
(“to deliver a lecture to the Chief Executive”)92. Bien es verdad que entre la doctrina
la opinión no ha sido ni mucho menos pacífica. Y así, no han faltado autores
que han entendido que el planteamiento de Marshall podía tener justificaciones

89
Así lo recuerda James O´FALLON, en “Marbury”, en Stanford Law Review (Stan. L. Rev.), Volume
44, 1991-1992, pp. 219 y ss.; en concreto, p. 243.
90
Edward S. CORWIN: “Marbury v. Madison and the doctrine of judicial review”, op. cit., p. 539.
91
William Winslow CROSSKEY: Politics and the Constitution..., op. cit., Volume II, p. 1045.
92
J. A. C. GRANT: “Marbury v. Madison Today”, en The American Political Science Review, Vol.
23, No. 3, August 1929, pp. 673 y ss.; en concreto, p. 675.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 631

razonables. En su excelente trabajo, Van Alstyne93 considera, que el planteamiento


de la cuestión jurisdiccional en último lugar pudo responder al hecho de que como
tal cuestión implicaba una decisión sobre la constitucionalidad de una ley del
Congreso, y ello debía ser evitado hasta donde fuera posible, y tal decisión habría
sido innecesaria de no encontrar razones de fondo que justificaran la concesión
del writ of mandamus, se trataba de agotar todas las posibilidades antes de llegar
a la declaración de inconstitucionalidad. En definitiva, concluye el Profesor de
la Duke University, “Marshall cannot be faulted for postponing consideration of
judicial review and the constitutionality of the Judiciary Act until he had first
exhausted other possible bases for disposing of the case”94. En similar dirección,
se ha esgrimido95, que si Marshall hubiera decidido, sin más, que la ley que
concedía a la Corte la facultad de emitir un writ of mandamus era inconstitucional,
sin considerar por lo tanto si William Marbury tenía o no un derecho legal a la
entrega de su nombramiento, es más que posible que los Jeffersonianos hubieran
considerado que Marshall soslayaba la cuestión porque Marbury carecía de tal
derecho, por lo que hubiera sido acusado de anular innecesariamente una ley del
Congreso.
También Wolfe ofrece algunos argumentos que nos parecen suscribibles,
a modo de justificación del planteamiento dado a la sentencia por Marshall.
Recuerda este autor96, que Marshall vio el Derecho constitucional en el período
fundacional como algo más que decidir casos (“as more than deciding cases”),
pues la Constitución no tenía solamente que ser aplicada a los casos particulares,
sino también que ser explicada y defendida ante una nación en libertad. Esta es
posiblemente la razón por la que las sentencias de Marshall son característica-
mente muy extensas. Tales consideraciones debieron estar presentes en la Marbury
opinion e incidir en la extensa reflexión sobre el fondo del caso. Más aún, como de
nuevo argumenta Wolfe, “to have issued a brief opinion simply denying jurisdic-
tion would not have been a <neutral> act without important political effects”. Y
ello por cuanto tal planteamiento habría sido interpretado como la actuación
propia de un poder judicial temeroso (“a fearful judiciary”), que se inclinaba
ante un partido triunfador y hostil que controlaba el ejecutivo y el legislativo. Así
las cosas, la profunda convicción del Chief Justice de que la Constitución había
establecido un judiciary fuerte e independiente, no uno débil y sumiso, convierte en
absolutamente lógico que Marshall aprovechara esta sentencia para hacer valer la

93
William W. VAN ALSTYNE: “A Critical Guide to Marbury v. Madison”, en Duke Law Journal
(Duke L. J.), Volume 1969, number 1, January, 1969, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 7.
94
Van Alstyne complementó su razonamiento con otra nueva reflexión. A su entender, la cuestión
del derecho de Marbury a la entrega de su nombramiento dependía de si, conforme a las circunstancias,
Madison era responsable judicialmente por la conducta seguida en el ejercicio de su cargo de Secretario
de Estado, es decir, de si se hallaba sujeto a la jurisdicción de la Corte en una actuación planteada
contra él por razón de su actuación en el cargo. Siendo ello así, en un cierto sentido, puede entenderse
que la Corte inició el tratamiento del caso “with an issue respectig <jurisdiction>”. William W. VAN
ALSTYNE: “A Critical Guide...”, pp. 7-8.
95
Donald O. DEWEY: Marshall versus Jefferson: The Political Background..., op. cit., p. 123.
96
Christopher WOLFE: “John Marshall & Constitutional Law”, en Polity, Vol. 15, No. 1, Autumn,
1982, pp. 5 y ss.; en concreto, p. 19.
632 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

independencia de la Corte a través de su crítica a la actuación de la Administración


republicana.
Una visión igualmente compartible es la que ha mantenido el Associate Justice
Burton, quien tildó el procedimiento seguido por Marshall de “unorthodox”, bien
que precisando de inmediato que su justificación tan sólo puede ser enjuiciada
a la vista de su tiempo (“in the light of the times”), pues siglo y medio después
(Burton escribe en 1950) es imposible evaluar exactamente las consideraciones
de política pública (“the considerations of public policy”) que condujeron a la
adopción de este rumbo97. Esta apreciación nos parece enormemente sensata, pues
como bien se ha dicho, hoy vemos el mundo que Marshall creó en Marbury, no
aquél con el que él se enfrentó98, y esto, a nuestro entender, no deja de ser un factor
distorsionante de nuestra visión. Comprender en plenitud la Marbury opinion
exige de modo inexcusable tener un buen conocimiento del contexto histórico en
que la decisión se enmarca. De ahí que no nos parezcan en exceso afortunadas
algunas valoraciones exageradamente ácidas que dimanan de este apartamiento
del orden procesal normal. Tal es el caso, por ejemplo, de Weinberg99, quien tras
referirse a que Marshall escribió Marbury hacia atrás (“backwards”) con el fin de
poder alcanzar el fondo de la disputa y censurar a Thomas Jefferson, califica tal
modo de proceder de manipulador y deshonesto (“manipulative and dishonest”),
para tildar a continuación la construcción de la sentencia de forzada e inverosímil
(“strained and implausible”) o, si se prefiere, poco convincente.
Es evidente, que a través de esta ingeniosa ordenación de los elementos de la
sentencia100, Marshall iba a conseguir un conjunto de objetivos en los que latía
una carga política indiscutible. El Chief Justice dejaba en evidencia a Madison y
también a Jefferson, mostrando la ilegalidad y arbitrariedad de su actuación; hacía
valer el poder último del judiciary e incluso privaba al Presidente y al Congreso
de cualquier medio eficaz de rehusar cumplir un mandato judicial, lo que se
podía visualizar con nitidez en tanto en cuanto la Marshall opinion no requería
de ninguna actuación posterior del ejecutivo, al considerarse, de resultas de la
inconstitucionalidad de la norma de la Sección 13, incompetente para emitir el
writ of mandamus requerido por los demandantes. En términos de Crosskey101,
con este modo de actuar, la Corte consiguió hacer, o parecer hacer, todo aquello
a lo que los Republicanos de Jefferson estaban opuestos, y lo hizo de tal modo
que dejó a los Jeffersonianos sin nada a lo que agarrarse (“left the Jeffersonians
nothing to take hold of”). Los Jeffersonianos, efectivamente, no podían adoptar
acciones frente a la Corte por interferir sobre el Ejecutivo, como, sin duda, les

97
Harold H. BURTON: “The Cornerstone of Constitutional Law...”, op. cit., p. 881.
98
James E. PFANDER: “Marbury, Original Jurisdiction, and the Supreme Court´s Supervisory
Powers”, en Columbia Law Review (Colum. L. Rev.), Volume 101, 2001, pp. 1515 y ss.; en concreto, p.
1607.
99
Louis WEINBERG: “Our Marbury”, op. cit., p. 1242.
100
Sosin utiliza justamente este calificativo cuando alude a “a clever ordering of the elements of
the court´s opinion”. J. M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe (The Origins of Judicial Review
in America), Greenwood Press, New York/Westport (Connecticut)/London, 1989, p. 308.
101
William Winslow CROSSKEY: Politics and the Constitution..., op. cit., Vol. II, p. 1045.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 633

habría gustado hacer, pues la Corte en nada incidió en este caso sobre las funciones
de la rama ejecutiva. Bien distinta habría sido la situación si la Corte hubiera
admitido la pretensión de los demandantes y, en consecuencia, emitido el man-
damus al Secretario de Estado. A la vista de la crispada situación política, de las
manifestaciones de algunos líderes Republicanos y de las envenenadas diatribas
lanzadas por la prensa Jeffersoniana, pensar que Madison hubiera entregado
los nombramientos, dando así cumplimiento al mandamus, era visualizar un
supuesto de ciencia ficción. Y Marshall, “a masterful tactician”, del que no puede
ignorarse que uno de los fines pretendidos con su sentencia, era el de sentar las
bases para el enorme poder judicial que la Corte habría de tener en el futuro102,
no parecía dispuesto a dejar en entredicho la autoridad de su Tribunal; de ahí que
procediera a sacrificar una trivial porción de la jurisdicción de la Corte. Como ha
escrito Abraham103, la exposición de Marshall es una muestra de auto-abnegación
judicial (“judicial self-abnegation”) combinada con la apropiación judicial de
poder (“judicial assumption of power”). Y en último término, la sentencia destila
por todos sus poros el coraje de quien la redactó. Como escribiera otro enorme
Associate Justice, Felix Frankfurter104, “the courage of Marbury v. Madison, is not
minimized by suggesting that its reasoning is not impeccable and its conclusion,
however wise, not inevitable”.
Zanjar la cuestión que nos ocupa a través de la conclusión de que la alteración
del orden procesal respondió tan sólo a meros objetivos políticos es algo que sería
enormemente reductor y que desconocería la trascendencia que Marshall otorgó
siempre a la Constitución. Como ya se ha dicho, Marshall siempre consideró de la
máxima importancia desbrozar el significado de la Constitución, que no era una
norma que hubiera de limitarse a su aplicación in casu. En esos primeros tiempos,
el Derecho constitucional requería de una amplia y progresiva construcción
dogmática y la Corte era el órgano privilegiado para llevarla a cabo. Y el Tribunal,
aún admitiendo que carecía de la facultad de emitir el writ of mandamus, porque
la Sección 13 de la Ley de 1789 violaba la Sección 2ª del Art. III de la Constitución,
que confería la jurisdicción originaria a la Corte, iba a adoptar dos decisiones de la
máxima trascendencia constitucional para el futuro en relación al departamento
ejecutivo: de un lado, la Corte admitía su jurisdicción para conocer del caso,
pues aunque el Presidente dispusiera de una facultad discrecional ilimitada para
nombrar a los funcionarios federales, lo que no podía hacer, y menos aún respecto
a los jueces federales, era destituirlos arbitrariamente una vez nombrados; de
otro, y en coherencia con ello, la Corte precisaba que, en tales casos, el Ejecutivo
venía obligado a exponer la causa por la que el nombramiento no había sido
entregado. En definitiva, la Marshall opinion se iba a pronunciar sobre tres
cuestiones que aunque admitieran, como dice White105, ser consideradas como
políticas, resultaban básicas en el proceso de construcción del Derecho constitu-
102
David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court..., op. cit., p. 74.
103
Henry J. ABRAHAM: The Judicial Process..., op. cit., p. 342.
104
Felix FRANKFURTER: “John Marshall and the Judicial Function”, en Harvard Law Review
(Harv. L. Rev.), Volume 69, 1955-1956, pp. 217 y ss.; en concreto, p. 219.
105
G. Edward WHITE: The American Judicial Tradition, op. cit., p. 23.
634 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

cional norteamericano: 1ª) que el Presidente tenía discreción para nombrar a los
funcionarios federales a su voluntad (“at his will”); 2ª) que, una vez nombrados, no
podía destituirlos arbitrariamente, viniendo obligado a justificar en sede judicial
la causa de la destitución, y 3ª) que la Corte tenía autoridad para decidir que una
ley del Congreso violaba la Constitución.
En resumen, la alteración del orden procesal normal de la sentencia no fue
algo casual, sino que respondió a objetivos diversos, que no pueden reconducirse
sin más a los meros fines políticos.

6. El iter argumental de la sentencia

A) El derecho de William Marbury a la entrega de su nombramiento

I. Marshall comienza cuestionándose si el demandante tiene derecho a la entre-


ga de la comisión o encargo de su nombramiento (“Has the applicant a right to the
commission he demands?”). La sentencia sintetiza las cláusulas constitucionales y
legales que afectan a esta parte del caso, poniendo de relieve (parágrafos –prgfos--
17-20) que en ellas se contemplan tres diferentes actividades: 1) la nominación
(“the nomination”), que es el único acto del Presidente, y es totalmente voluntario;
2) el nombramiento (“the appointment”), que es también un acto presidencial
voluntario, aunque tan sólo puede ejecutarse “by and with the advice and consent
of the senate”, y 3) el encargo o comisión (“the commission”), respecto del cual
se sostiene que “conceder un encargo a una persona nombrada quizá pudiera
considerarse un deber impuesto por la Constitución” (“a duty enjoined by the
constitution”). Marshall precisa a renglón seguido (prgfo 21), que los actos de
nombramiento para el cargo (“appointing to office”) y de comisionamiento de la
persona nombrada (“commissioning the person appointed”) difícilmente pueden
considerarse como el mismo y único acto, pues la facultad para realizarlos se da
en dos separadas y diferentes secciones de la Constitución. De esta distinción se
sigue, según se razona en la sentencia (prgfo 23), que si un nombramiento tuviera
que manifestarse a través de cualquier acto público, distinto al de la comisión, la
realización de ese acto público crearía al funcionario, y si no fuera destituible a
voluntad del Presidente (“if he was not removable at the will of the President”), le
daría o un derecho a su comisión o le facultaría a cumplir los deberes sin la misma.
Circunscribiéndose ya a Marbury y los otros demandantes, la sentencia consi-
dera (prgfo 25) que este es un nombramiento del Presidente hecho con el consejo
y consentimiento del Senado, y no es evidenciado por ningún otro acto que el de
la propia comisión. “In such a case –se concluye– therefore the commission and
the appointment seem inseparable”. “Es casi imposible –añade Marshall– probar
un nombramiento de otro modo que mediante la demostración de la existencia
de una comisión; con todo, la comisión no es necesariamente el nombramiento,
aunque sí una prueba concluyente del mismo”. La firma del Presidente implica
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 635

una orden para poner el gran sello a la comisión o encargo, y el sello debe ser
puesto tan sólo a un instrumento que está completo (prgfo 31). Al ser firmado
un encargo o comisión, el deber subsiguiente del Secretario de Estado se halla
prescrito por la ley, y no está regido por la voluntad del Presidente (prgfo 33). Tal
deber consiste en poner el sello de los Estados Unidos (“the seal of the United
States”) a la comisión y en registrarlo.
La conclusión de Marshall es inequívoca (prgfo 54): “El Sr. Marbury, en cuanto
que su comisión fue firmada por el Presidente y sellada por el Secretario de Esta-
do, fue nombrado, y como la ley que crea el cargo dio al funcionario un derecho a
ocuparlo durante cinco años, con independencia del ejecutivo, el nombramiento
no es revocable, sino que queda investido (“vested”) de los derechos legales de un
funcionario, derechos que son protegidos por las leyes de este país”.
Como puede apreciarse por lo hasta aquí transcrito, el argumento primario de
Marshall en relación al derecho de Marbury parece asentarse en una distinción
que se hace derivar de la diferenciación constitucional entre “the President´s
appointing” y los “commissioning powers”. Como destaca O´Fallon106, Marshall
rompió los lazos entre los que podríamos tildar como nombramiento y encargo
o comisión (“Marshall drove a wedge between appointment and commission”),
observando que el Presidente puede ser requerido a otorgar encargos de nom-
bramiento a funcionarios que él no ha nombrado realmente. En cualquier caso,
Marshall no argumenta las razones de la diferenciación aducida, que pasa así a
descansar en su simple afirmación.

II. A partir de los razonamientos expuestos, la Corte considera que Marbury


tiene “a right to the commission”, pues el nombramiento se había completado for-
malmente en el momento en que se había puesto el sello de la Secretaría de Estado
sobre el mismo; por lo tanto, un rechazo a la entrega del encargo o comisión era
un acto que había de ser considerado por el Tribunal como no autorizado por la
ley (“nor warranted by law”), sino hecho en violación de un derecho legalmente
conferido (“but violative of a vested legal right”) (prgfo 55). Tal consideración tiene
más importancia de la que, a simple vista, pudiera parecer, y ello por cuanto para
los abogados de la generación de Marshall “a right to an office was analogous to
a right to land or other property”107, lo que venía a significar que Marbury poseía
un derecho legal adquirido a la entrega del encargo o despacho de nombramiento.
Y así lo habría de considerar la Corte, como aclara meridianamente el párrafo de
la sentencia transcrito.
Tras lo expuesto por la Corte, ésta no se detiene de modo particular en la justifi-
cación del derecho que asiste a Marbury. Se halla implícita en sus consideraciones

106
James M. O´FALLON: “Marbury”, en Stanford Law Review (Stan. L. Rev.), Volume 44, 1991-1992,
pp. 219 y ss.; en concreto, p. 246.
107
William E. NELSON: “Marbury v. Madison, Democracy and the Rule of Law”, en Tennessee Law
Review (Tenn. L. Rev.), Volume 71, 2003-2004, pp. 217 y ss.; en concreto, p. 232.
636 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

de índole general. Como significa Clinton108, en realidad, el derecho de Marbury


no es ni siquiera el derecho a la entrega de la comisión de nombramiento, sino
más bien a la entrega de una simple copia del registro donde se ha debido inscribir
su nombramiento. A la vista de los dos textos legales de julio y septiembre de
1789, reguladores de las funciones de la Secretaría de Estado, de los que ya nos
hicimos eco, no podía caber la más mínima duda de que el derecho de Marbury
era un derecho legal (“statutory right”), surgiendo del correlativo deber impuesto
por el Congreso sobre el Secretario de Estado, a ejecutar determinados actos que
afectan sobre los derechos de las personas, en cuya ejecución no se halla colocado
bajo la dirección del Presidente. Madison, pues, venía obligado a realizar un acto
puramente administrativo, que en modo alguno podía reconducirse a la categoría
de los actos políticos que caen dentro de la discrecionalidad del Presidente109. Pero
de este importante punto nos ocuparemos con mayor detenimiento más adelante.
Se ha especulado como posible, que Marshall se planteara también que la
omisión en la entrega del encargo o comisión de nombramiento pudiera ser con-
siderada como una implícita revocación por parte de Jefferson; si esa revocación
era posible sin causa alguna, de un momento para otro, entonces Marbury no
podía justificar la existencia de ningún perjuicio110. La decisión tuvo de esta forma
que pronunciarse sobre una relevante cuestión constitucional: la de si el Congreso
podía prescribir el término de un cargo (piénsese que, en rigor, Marbury no había
sido nombrado juez al amparo del Art. III, pues su cargo de juez de paz tenía un
período temporal de ejercicio de cinco años, no siendo pues vitalicio, como era
el caso de los jueces federales, aunque es patente que tampoco ese cargo podía
ser considerado al servicio del ejecutivo, por lo que alguna doctrina, Van Alstyne
entre otros autores, ha llegado a hablar de un “legislative subordinate”, quizá,
se nos ocurre, por haber sido creado el cargo por la Ley orgánica del Distrito de
Columbia, aunque tal argumento no dejaría de ser, a nuestro modo de ver, bas-
tante inconsistente) y limitar las condiciones para la destitución de funcionarios
federales subalternos, o si ello no podía considerarse posible al atentar contra

108
Robert Lowry CLINTON: Marbury v. Madison and Judicial Review, op. cit., p. 93.
109
Se ha comparado la situación del Marbury case con la del también trascendental caso United
States v. Nixon, decidido el 24 de julio de 1974 por el voto unánime de ocho miembros de la Corte,
no participando en la deliberación el aún Associate Justice William H. Rehnquist, y exponiendo el
Chief Justice Warren E. Burger la opinion of the Court. En él, la Corte consideró que los documentos
en custodia de los altos funcionarios del ejecutivo, incluyendo al propio Presidente, estaban sujetos a
proceso judicial cuando fueren esenciales en el proceso de elaboración de una sentencia (adjudication)
en relación a los derechos y deberes de las partes, en un caso pendiente ante un tribunal federal,
y en ausencia de una clara demostración de que la exención del profundo examen judicial (“from
judicial scrutiny”) de los documentos era absolutamente necesaria por razones de seguridad nacional.
En cualquier caso, hay importantes diferencias entre los dos casos. En Nixon, un caso criminal, el
Presidente fue llamado directamente como un co-conspirador no acusado. En Marbury, una acción
civil, el Presidente era una figura que se situaba en un segundo plano (“a background figure”), aunque
más tarde Jefferson confesó haber ordenado a Madison, el Secretario de Estado, que rehusara la
entrega de las comisiones o encargos. Cfr. al efecto, Robert Lowry CLINTON: Marbury v. Madison
and Judicial Review, op. cit., p. 89. Asimismo, y del propio autor, cfr. “Marbury v. Madison, Judicial
Review, and Constitutional Supremacy in the Nineteenth Century”, op. cit., p. 80.
110
William W. VAN ALSTYNE: “A Critical Guide to Marbury v. Madison”, op. cit., pp. 9-10.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 637

el principio de separación de poderes, de resultas de infringir la facultad de


destitución que acompaña de modo implícito a la facultad de nombramiento del
ejecutivo. La Corte, por las razones ya expuestas, sentó una doctrina muy clara,
de la que, sin embargo, se apartaría posteriormente, pues lo cierto es que en los
pocos casos en que la facultad ejecutiva de destitución de un funcionario federal
ha sido impugnada con éxito, la única reparación concedida ha sido salarial, ya
que la reposición en el cargo nunca ha sido otorgada a un funcionario nombrado
por el Presidente.
Aunque es patente que en esta primera parte de la sentencia, al igual desde
luego que en el resto de ella, como ya se advirtió precedentemente, abundan las
reflexiones que pueden perfectamente reconducirse a la categoría de los obiter
dicta, no estamos ante una suerte de admoniciones dirigidas al jefe del Ejecutivo,
ni puede considerarse que la Corte vaya más allá de los confines del caso. Todo lo
contrario. Con los argumentos que Marshall vierte en esta parte de la decisión, deja
muy claro que el Secretario de Estado ha dado muestras de un comportamiento
impropio de la dignidad de su cargo, al dejar de cumplir los deberes que le habían
sido asignados por una ley del Congreso, con independencia de su responsabilidad
ante el jefe del ejecutivo, implicando con ello, como bien se ha señalado111, a la
propia Presidencia en un esfuerzo ilegal para suprimir información relevante para
la determinación de los derechos y deberes de las partes de un proceso judicial.

B) La legitimidad de la reacción jurídica frente a la violación del derecho

I. La segunda parte de la sentencia (“the right to a remedy”, prgfos 56 a 85)


aborda el derecho de Marbury a un remedio (“the right to a remedy”), o lo que es
igual, el derecho de quien ha visto violado uno de sus derechos a poder obtener
la adecuada reparación a través de un instrumento jurídico.”If he (Marbury) has
a right, and that right has been violated, do the laws of his country afford him a
remedy?” (prgfo 57). Marshall trata a continuación de responder al interrogante
que él mismo se ha planteado.
El Chief Justice responde sin titubeo de inmediato: “The very essence of civil
liberty certainly consists in the right of every individual to claim the protection of
the laws, whenever he receives an injury. One of the first duties of government is
to afford that protection” (prgfo 58). Marshall recurre en apoyo de su respuesta a
Blackstone, recordando (prgfo 59) que en el tercer volumen de sus Commentaries,
el más relevante escritor jurídico del siglo XVIII sostuvo que “it is a general an
indisputable rule, that where there is a legal right, there is also a legal remedy by
suit or action at law, whenever that right is invaded”112.

111
Robert Lowry CLINTON, en Marbury v. Madison and Judicial Review, op. cit., p. 90.
112
William BLACKSTONE: Commentaries on the Laws of England, Volume III (“Of Private Wrongs”),
The University of Chicago Press, Chicago & London, 1979 (A Facsimile of the First Edition of 1765-
1769), p. 23.
638 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

La sentencia desciende a continuación de la reflexión abstracta y dogmática a


la concreta del Derecho norteamericano, para constatar como un hecho lo que, en
el mejor de los casos, no era sino una aspiración: que “el gobierno de los Estados
Unidos ha sido calificado como un gobierno de las leyes, no de los hombres (“a
government of laws, and not of men”). Dejaría, desde luego, de merecer esta
importante denominación si las leyes no ofrecieran un medio de reparación para
la violación de un derecho legal conferido” (prgfo 61). Marshall enfrenta así el
“rule of law” con el “rule of men”, e innecesario es decir que su opción en favor
del primero es inequívoca, pero ese no será el caso de Jefferson, para quien el
“rule of law” no puede desplazar el primer principio de un gobierno republicano,
que es el gobierno de la mayoría popular. Para Jefferson, un “rule of law” inde-
pendiente de la voluntad popular no es sino la tiranía de los tribunales. Hoy, por
supuesto, ambos principios (si entendiéramos el “rule of men” como el gobierno
de la mayoría popular) están lejos de ser incompatibles, pero en aquel momento
histórico así lo parecían en las concepciones de Jeffersonianos y Federalistas. No
ha de extrañar por ello que Jefferson fuera partidario de unos jueces sujetos a la
elección popular, con períodos temporalmente limitados de ejercicio del cargo y,
a la inversa, para los Federalistas, una confianza excesiva en la voluntad popular
no significara sino el fin de la Constitución como Derecho. Como argumenta la
doctrina113, las elecciones de 1800 atestiguan el irresuelto conflicto entre Derecho
y acción (política) (“unresolved conflict between law and action”). Esta elección
deja claro que la Constitución no creó “per se” un “rule of law” indiferente a los
individuos particulares.
Una cuestión capital se plantea la Supreme Court a continuación: la de intentar
diferenciar los ámbitos respectivos del Derecho y de la acción estrictamente
política. Se ha dicho114, que el fundamento de la jurisprudencia constitucional
de Marshall es justamente la diferenciación entre cuestiones políticas (“political
matters”), que deben resolver el legislativo y el ejecutivo de acuerdo con el
principio democrático y mayoritario, y cuestiones jurídicas, cuya resolución
corresponde al judiciary. La delimitación entre unas y otras es de especial tras-
cendencia, pues mientras en las primeras el gobierno asume una responsabilidad
ante el electorado, en las segundas la responsabilidad ha de discernirse de acuerdo
con la ley en sede jurisdiccional. Más aún, esa división entre política y Derecho
elaborada primeramente por Marshall y seguida después por el Justice Story,
dio a la Constitución una verdadera estatura moral. “Fundamental law –escribe
Appleby115– became hypostasized as a source of justice removed from the worka-
day world of partisan elections and legislative bargaining”. Con el paso del tiempo
iba a emerger una cultura constitucional que iba mezclar la Constitución con la
tradición de un “higher law” del common law.

113
Paul W. KAHN: The Reign of Law..., op. cit., pp. 94-95.
114
William E. NELSON: Marbury v. Madison..., op. cit., p. 59.
115
Joyce APPLEBY: “The American Heritage: The Heirs and the Disinherited”, en The Journal of
American History, Vol. 74, No. 3, December 1987, pp. 798 y ss.; en concreto, p. 811.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 639

La Marbury opinion va a venir a establecer, que la concreción de la línea de


separación a que venimos refiriéndonos es en sí misma una función del Derecho
y, en consecuencia, una responsabilidad de los órganos jurisdiccionales. Dicho
de otro modo, el Derecho establece lo que es y no es Derecho y los tribunales
se encargan de supervisar su propia jurisdicción. En coherencia con ello, en
la sentencia, Marshall admite que el “rule of law” debe ceder el paso en ciertos
supuestos a la acción política discrecional. Bien es verdad, como dice Kahn116, que
si la delimitación de la línea de separación entre Derecho y acción política tiene
que ser una función del Derecho, hablando a través de los tribunales, debe ser el
resultado de una regla (“it must be the result of a rule”). No puede ser representada
como una serie de compromisos “ad hoc” con el poder político.

II. A partir de la premisa dogmática anteriormente referida, y ante la peculiar


naturaleza del caso, la Corte considera que le incumbe averiguar si hay en él algún
ingrediente que lo exima de una investigación jurídica, o que excluya a la parte
perjudicada de una reparación jurídica. Ello acontecería si el acto de entregar o
negar el encargo o comisión fuera un mero acto político, perteneciente tan sólo al
departamento ejecutivo. Y al hilo de dar una adecuada respuesta a esta cuestión, la
sentencia consagra la doctrina de las political questions, que Corwin denominara
“the doctrine of departmental discretion”117. Vale la pena, desde luego, detenernos
en las reflexiones que al respecto hace Marshall:

“Por la Constitución de los Estados Unidos, el Presidente es investido con


ciertos importantes poderes políticos, en el ejercicio de los cuales debe
usar su propia discreción, y es responsable tan sólo ante su país con una
responsabilidad de naturaleza política, y ante su propia conciencia (“is
accountable only to his country in his political character, and to his own
conscience”). Para ayudarle en el cumplimiento de estos deberes, está au-
torizado a nombrar a ciertos funcionarios, que actúan bajo su autoridad
y de conformidad con sus órdenes” (prgfo 74). “En tales casos, los actos
de aquéllos son sus actos (“their acts are his acts”) y puede mantenerse
cualquier opinión acerca del modo en que la discreción del ejecutivo pue-
de ser usada, y no existe ni puede existir ningún poder para controlar esa
discreción (“no power to control that discretion”). Los asuntos –precisión
ésta de la mayor relevancia– son políticos. Tienen en cuenta a la nación, no
a los derechos individuales, y siendo encargados al ejecutivo, la decisión
de éste es definitiva (“conclusive”)” (prgfo 75).

Con tan nítidos términos, Marshall sentaba una doctrina que estaba llamada
a tener durante un dilatadísimo período de tiempo una importancia nuclear no
sólo en los Estados Unidos, sino, por influjo de este país, en otros muchos lugares.
La Marshall Court ratificaría en algunas otras de sus decisiones esta doctrina,

116
Paul W. KAHN: The Reign of Law..., op. cit., p. 156.
117
Edward S. CORWIN: “Marbury v. Madison and the doctrine of judicial review”, op. cit., p. 571.
640 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

siendo de recordar al respecto el caso Martin v. Mott, decidido el 2 de febrero de


1827 por el voto unánime de los siete miembros de la Corte, escribiendo Joseph
Story la opinion. En ella, la Corte se pronunció sobre el ámbito del poder militar
del Presidente, convirtiéndose a la postre en el principal precedente en el que el
Presidente Abraham Lincoln apoyó su decisión de actuar tajantemente en los
primeros días de la Guerra Civil. Ya en la Taney Court, el Chief Justice Roger B.
Taney, escribiendo la opinion of the Court en otro relevante caso, Luther v. Borden,
decidido el 3 de enero de 1849 por el voto de ocho frente a uno, volvería a articular
la “political questions” doctrine, recordando el lejano precedente de la Marbury
decision.
Años después, la Marshall Court complementaría la doctrina a que venimos
refiriéndonos con la consideración de que los poderes del Congreso tienen que
ser libremente construidos, diseñados, y más tarde aún, con la doctrina de la
inmunidad del Presidente frente al proceso judicial. Corwin118 consideraría tales
doctrinas como concesiones a la necesidad de hacer la Constitución flexible y
adaptable, aunque manteniéndola como una norma jurídica.
Bien distinto al supuesto de las political questions es el caso en el que la
legislatura procede a imponer sobre un alto funcionario determinados deberes,
dirigidos a ejecutar de modo perentorio ciertos actos, más aún cuando los
derechos de los individuos dependen del cumplimiento de tales actos. El rol del
funcionario cambia en tal caso significativamente: “(H)e is –escribe Marshall– so
far the officer of the law; is amenable to the laws for his conduct; and cannot at
his discretion sport away the vested rights of others” (prgfo 76).
En definitiva, cuando quienes están al frente de un departamento (“the heads
of departments”) actúan como agentes políticos o de confianza del ejecutivo, se
limitan a ejecutar la voluntad del Presidente, o más bien a actuar en casos en que
el ejecutivo posee una facultad discrecional constitucional o legal; en tales casos,
sus actos sólo son examinables políticamente. Pero cuando un deber específico les
es impuesto por la ley y los derechos individuales dependen del cumplimiento de
ese deber, es igualmente claro que el individuo que se considere perjudicado, tiene
un derecho a acudir a las leyes de su país para un remedio (prgfo 77). En último
término, pues, Marshall delimita las political matters de las cuestiones relativas a
los individual rights, que los tribunales protegerán de acuerdo con los principios
fijados por el Derecho.
Proyectando esta doctrina al caso concreto, la conclusión de Marshall era
clara. Las facultades de nominación y de nombramiento de la persona nominada
son “political powers”, que el Presidente ejerce discrecionalmente, y lo mismo
puede decirse en el caso de que, por ley, el funcionario pueda ser destituido a
voluntad del Presidente. “Pero –añade Marshall– como un hecho que ha existido
no puede ser presentado como si nunca hubiera existido, el nombramiento no
puede ser aniquilado, y en consecuencia, si por ley el funcionario no es destituible

118
Ibidem, p. 571.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 641

a voluntad del Presidente, los derechos que ha adquirido están protegidos por la
ley y no son reasumibles por el Presidente” (prgfo 79). “The question whether a
right has vested or not, is, in its nature, judicial, and must be tried by the judicial
authority” (prgfo 80).
La conclusión final ya resulta evidente. Rechazado por Marshall que lo que
estuviera en juego fuera una actuación del Secretario de Estado como mero agente
ejecutor de la voluntad presidencial, y admitido que de lo que se trataba era del
cumplimiento por aquél de un deber específico exigido por la ley, y disponiendo
Marbury de un título legal para el cargo, resultaba evidente que disponía de un
derecho al encargo o comisión, siendo así el rechazo a entregarlo una clara vio-
lación (“a plain violation”) de ese derecho, frente a la que las leyes de los Estados
Unidos le concedían un remedio (“afford him a remedy”), pues al Chief Justice le
resultaba igualmente claro que “the individual who considers himself injured, has
a right to resort to the laws of his country for a remedy”.

C) La pertinencia del instrumento del writ of mandamus

La parte subsiguiente de la sentencia (“the right to mandamus”, prgfos 86-116)


aborda la cuestión de cuál sería el remedio jurídico adecuado para hacer frente a
la constatada violación del derecho sufrida por Marbury y los otros demandantes.
Si las leyes conceden a quien ha visto vulnerado su derecho un remedio, “is it a
mandamus issuing from this court?”. Este es el interrogante al que debe dar
respuesta Marshall a renglón seguido, respondiendo así, por lo demás, a la
pretensión de los demandantes. Ya hemos dicho que Lee, en representación de los
demandantes, en atención a que Madison era una persona que había sido nom-
brada para desempeñar un cargo de conformidad con la autoridad de los Estados
Unidos, y a la vista de las previsiones de la Judiciary Act, pensó en que el remedio
idóneo consistía en la emisión por la Corte de un writ of mandamus dirigido al
Secretario de Estado, instándole a cumplir el deber que la ley le imponía.
Para dilucidar si ello podía ser así efectivamente, Marshall consideró
necesario, en primer término, atender a la naturaleza de ese writ, y después, a las
facultades al respecto de la propia Corte. El primer aspecto, esto es, la viabilidad
del mandamus como instrumento a cuyo través hacer respetar el derecho legal
reclamado por Marbury, requería la interpretación del common law. En cuanto
al segundo punto, es obvio que conducía a la cuestión de la constitucionalidad de
la norma de la Judiciary Act, que abordaremos en los epígrafes subsiguientes, por
lo que ahora sólo hemos de ocuparnos del primero.
Para determinar la naturaleza del writ of mandamus, Marshall (en el prgfo 91)
comienza recordando la definición que de este instrumento diera Blackstone en
sus Commentaries119, tras lo que también se hace eco de la visión de este instituto
119
“A writ of mandamus –escribe Blackstone– is, in general, a command issuing (en la sentencia se
transcribe “issued”) in the King´s name from the court of King´s Bench, and directed to any person,
642 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

sustentada por Lord Mansfield en el caso the King v. Baker (prgfos 92-93). El
célebre juez inglés razonaba que “whenever there is a right to execute an office,
perform a service, or exercise a franchise (more specifically if it be in a matter of
public concern, or attended with profit) and a person is kept out of the possession,
or dispossessed of such right, and has no other specific legal remedy, this court
ought to assist by mandamus, upon reasons of justice, as the writ expresses, and
upon reasons of public policy, to preserve peace, order and good government”.
A partir de estas concepciones doctrinales, que el Chief Justice también de algún
modo utiliza para poner de relieve la preocupación existente en el pensamiento
jurídico británico en torno a los instrumentos de protección de los individuos
que han sufrido daños120, Marshall constata (prgfo 95), que si el writ demandado
fuera concedido sería dirigido a un funcionario del gobierno, y el mandato
sería, utilizando las palabras de Blackstone, “para hacer una cosa concreta allí
especificada, que corresponde a su cargo y deber y que la Corte ha determinado
previamente o, por lo menos, presupone estar de acuerdo con el derecho y la
justicia”. Estas circunstancias concurren en el caso. Ahora bien, para hacer del
mandamus un remedio adecuado es necesario asimismo que el funcionario a quien
se pretenda dirigir sea uno a quien, con base en los principios jurídicos, pueda
ser dirigido, y la persona que lo solicita debe carecer de cualquier otro específico
remedio jurídico (“the person applying for it must be without any other specific
and legal remedy”) (prgfo 97).
Al abordar la persona a quien ha de dirigirse el mandamus, Marshall vuelve
a rechazar que se esté ante un acto político, o que la Corte se esté entrometiendo
en demasía en el ámbito del poder ejecutivo, no sin antes admitir, que la profunda
relación política que subsiste entre el Presidente y los que, como Madison, se
encuentran al frente de los departamentos ministeriales (de las Secretarías, con
más rigor), “renders any legal investigation of the acts of one of those high officers
peculiarly irksome, as well as delicate; and excites some hesitation with respect
to the propriety of entering into such investigation” (prgfo 98).
La sentencia insiste en que la competencia de la Corte es tan sólo decidir sobre
los derechos de los individuos, no examinar cómo el ejecutivo o sus funcionarios
llevan a cabo los deberes en que ellos gozan de discreción. “Questions, in their
nature political, –se añade en la decisión– or which are, by the constitution and
laws, submitted to the executive, can never be made in this court”. Pero ni remo-
tamente puede entenderse como una cuestión política lo que pide el demandante,

corporation, or inferior court of judicature, within the King´s dominions; requiring them to do some
particular thing therein specified, which appertains to their office and duty, and which the court of
King´s Bench has previously determined, or at least supposes (en la sentencia se transcribe “supposed”),
to be consonant to right and justice”. William BLACKSTONE: Commentaries on the Laws of England,
Volume III, op. cit., p. 110.
120
Más ampliamente, Klinkhamer ha aludido a cómo en Marbury Marshall se refirió brevemente
a la historia del Derecho británico para ejemplificar la preocupación que el gobierno había tenido
“to protect individuals who claimed to have suffered injuries”. Sister Marie Carolyn KLINKHAMER,
O.P.: “John Marshall´s Use of History”, en The Catholic University of America Law Review (Cath. U.
Am. L. Rev.), Washington, Volume VI, 1956-1957, pp. 78 y ss.; en concreto, p. 88.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 643

pues su pretensión está lejos de poder considerase un entremetimiento en los


secretos del Gabinete (“an intrusion into the secrets of the cabinet”), refiriéndose
a un documento (“a paper”) que, de acuerdo con la ley, está en un registro, y a una
copia del cual otorga la ley un derecho, previo pago de diez centavos (prgfo 100).
En definitiva, era por entero evidente que el caso no era reconducible al ámbito
de las political questions.
Se admite por la doctrina, como es bastante patente por lo demás, que el
tono general de estas reflexiones de Marshall era conciliador; no otra cosa se
puede decir de esa diferenciación entre las funciones discrecionales del ejecutivo
y los deberes que le son impuestos legalmente. Pero no obstante esta maniobra
conciliadora, también se admite121 que la adhesión del Chief Justice al núcleo
de la doctrina Federalista fue inquebrantable (“was unwavering”), pues la línea
entre la discreción y el deber tenía que ser formulada por el Derecho, y el Derecho
era de la incumbencia del judiciary (obviamente se está pensando en el Derecho
asentado en el case law).
No obstante lo molesto y delicado de la investigación jurídica, y las dudas
que puede suscitar, Marshall, reiterando en realidad el argumento que ya había
explicitado, termina mostrándose rotundo e inequívoco en la conclusión de su
investigación: “Where the head of a department (...) is directed by law to do a
certain act affecting the absolute rights of individuals, in the performance of
which he is not placed under the particular direction of the President, and the
performance of which, the President cannot lawfully forbid (...) it is not perceived
on what ground the courts of the country are further excused from the duty of
giving judgment” (prgfo 103 en conexión con el prgfo 102). La conclusión en este
punto de la sentencia es muy clara, considerando que se trata de un caso evidente
para la concesión de un mandamus, bien para la entrega de la comisión o de una
copia del nombramiento extraída del registro. “This, then, –se lee en el prgfo
116– is a plain case for a mandamus, either to deliver the commission, or a copy
of it from the record”.
Se ha dicho122 con una óptica general, que aunque la expresión equal justice
under law –que, de modo harto significativo, fue grabada en el frontispicio de
esa especie de bellísimo templo griego que en 1935 construyera en “The Hill” el
arquitecto Cass Gilbert como sede de la Supreme Court– puede ser considerada por
algunos como un cliché del que se ha abusado mucho (“as a badly overworked cli-
ché”), con todo, es una buena declaración que resume lo que Marshall representa
para el “rule of law” norteamericano, articulando un muy relevante principio en
el sistema de valores de un pueblo. Creemos que la Marbury opinion ejemplifica
a la perfección lo que se acaba de decir. Sin embargo, tampoco aquí la sentencia
escapa a las contradicciones, pues la gran paradoja, por no decir incongruencia, de

121
James M. O´FALLON: “Marbury”, op. cit., p. 250.
122
Jefferson B. FORDHAM and Theodore H. HUSTED, Jr.: “John Marshall and the Rule of Law”,
en University of Pennsylvania Law Review (U. Pa. L. Rev.), Volume 104, 1955-1956, pp. 57 y ss.; en
concreto, p. 68.
644 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

la decisión es que tras reconocer el derecho que asiste a Marbury a una reparación
jurídica, la realidad será que la sentencia, finalmente, no amparará al frustrado
juez de paz. Por ello, Kahn123 ha considerado esta parte de la sentencia como la
más desconcertante (“the most puzzling”), la más gratuita. Pero también es cierto,
que afirmar hoy que Marshall formuló aquí una declaración gratuita, inoperativa,
no deja de ser una reflexión completamente académica, pues no cabe olvidar la
trascendencia que la formulación de este principio tuvo en su época. Así lo ha
destacado un sector de la doctrina124, para el que puede haber escasa duda de
que, como la decisión de los jueces ingleses en el famoso caso de Ashby v. White
(1703), la sentencia supuso en este punto un robusto apoyo para el “rule of law”.
Por lo demás, es indudable que, hasta aquí, (con una extensión cercana a las
tres cuartas partes de la sentencia) Marshall había seguido bastante de cerca la
línea argumental sustentada por Charles Lee. Con independencia de que esta parte
pudiera o no ser calificada como mero obiter dictum, lo cierto es que su conclusión
proclive, como cuestión de principio, a la admisibilidad del mandamus frente
al Secretario de Estado no dejaría de tener consecuencias para la doctrina de la
separación de poderes en su conjunto125.
Admitido pues, que se está ante un caso claro de mandamus, sólo resta
preguntarse si ese writ puede expedirse por la Corte. El tratamiento de tal cuestión
da paso a la recepción de la doctrina de la judicial review, previa declaración de la
inconstitucionalidad de la disposición de la Judiciary Act que habilitaba a la Corte
para expedir el mandamus. De todo ello nos ocupamos de inmediato.

D) La imposibilidad de emisión del writ of mandamus por la Corte

No hay que ser muy intuitivo para suponer que el corazón de Marshall se halla-
ba del lado de la causa de William Marbury, colega Federalista, y en cuyo proceso
de nombramiento él había participado, entre otros factores de proximidad. Como
se acaba de ver, el Chief Justice estaba plenamente de acuerdo en que tenía derecho
a la entrega del nombramiento y en que el Derecho le debía facilitar un remedio
jurídico para reparar la vulneración del derecho. Pero la situación a la que se en-
frentaba Marshall no dejaba de ser una enrevesada situación política. La concesión
del writ suponía, de hecho, una intromisión en las facultades presidenciales; así
lo veía Jefferson, aunque tal visión fuera harto discutible. Pero de lo que no debía
de caber duda a Marshall es de que tal concesión suponía el levantamiento por la
Corte del “hacha de guerra” contra la Administración Republicana, y las probabi-
lidades de que Jefferson pusiera en marcha el procedimiento de impeachment eran
mucho más que una mera especulación. Por otro lado, tampoco el Chief Justice

123
Paul W. KAHN: The Reign of Law..., op. cit., p. 148.
124
Jefferson B. FORDHAM and Theodore H. HUSTED, Jr.: “John Marshall and the Rule of Law”,
op. cit., p. 65.
125
Cfr. al respecto, David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court. The First Hundred
Years (1789-1888), op. cit., pp. 66-67.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 645

debía dudar acerca de que el otorgamiento del mandamus chocaría con la negativa
del Secretario de Estado, circunstancia que, indiscutiblemente, supondría una
grave erosión de la autoridad de la Supreme Court. A su vez, la consideración de
que la norma legal que habilitaba a la Corte para emitir el mandamus se hallaba en
contradicción con la Constitución, no pudiendo por lo mismo ser aplicada, tenía
todos los visos de ser considerada como un consentimiento por la Corte frente a
una usurpación por el ejecutivo de funciones judiciales, como un repliegue del
supremo órgano jurisdiccional ante el capricho arbitrario de un alto funcionario
del ejecutivo. Todas las opciones que estaban al alcance de la Corte encerraban
efectos políticos perjudiciales para ella misma. Con todo, Marshall se iba a
decantar por la última opción, pues como genial táctico y estratega que era, si
se nos permite el símil, no le importaba perder una batalla si con ello terminaba
venciendo la guerra, como así habría de acontecer con una visión a largo plazo.
En este segundo gran bloque argumental, como ya se dijo, se aborda la cues-
tión de si la Corte puede conceder el mandamus que los demandantes le requieren
que expida. Aunque esta parte (que se inicia en el prgfo 117) no es la más extensa
de la decisión, desde luego, sí es la más trascendente, la que le ha hecho pasar a la
posteridad, pues será en ella donde Marshall recepcione la doctrina de la judicial
review. La sentencia comenzará aquí abordando la cuestión constitucional, que
no era sino la de si la Supreme Court podía ejercer una jurisdicción que entendería
originaria cuando un ciudadano norteamericano requiriera a los Justices la emi-
sión de un writ of mandamus frente a un alto funcionario federal. Ello exigía, ante
todo, analizar la conformidad de la Sección 13 de la Judiciary Act, en la se apoyaba
legalmente la demanda, con las previsiones constitucionales. Llegada la Corte a la
conclusión de la incompatibilidad entre la norma de la Sección 13, que habilitaba
a la Corte para emitir un mandamus dirigido a personas que desempeñaran un
cargo bajo la autoridad de los Estados Unidos, y la previsión de la Sección 2ª del
Art. III de la Constitución, que establecía la doble jurisdicción, originaria (“trial
jurisdiction”) y de apelación (“appellate jurisdiction”), de la Supreme Court, la
sentencia se planteaba la última y definitiva cuestión: la de si la Corte podía ejercer
una jurisdicción que le habilitaba para emitir writs of mandamus a funcionarios
públicos, cuando la misma le había sido conferida por una ley que se consideraba
contradictoria con los postulados constitucionales (“it becomes necessary –aduce
la Corte en el prgfo 131– to enquire whether a jurisdiction, so conferred, can
be exercised”. A partir de aquí, la Marshall opinion procede a recepcionar la
doctrina de la judicial review (prgfos 132 y ss.), fundamentándola, primero, en
una serie de razonamientos de carácter general que recuerdan muy de cerca la
argumentación hecha por Hamilton en el número 78 de los Federalist Papers, y
después, en un breve conjunto de consideraciones que entresaca del propio texto
literal de la Constitución. No deja de resultar un tanto sorprendente la casi total
ausencia en los parágrafos de la decisión de referencias tanto a los precedentes
jurisprudenciales, que los había, como a la posición sustentada por los Framers
respecto al instituto de la judicial review. A todo ello nos referimos a continuación.
646 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

a) La inconstitucionalidad de la Sección 13 de la Judiciary Act de 1789

I. Marshall abre esta parte de la sentencia recordando la norma de la Judici-


ary Act que autoriza a la Corte Suprema “to issue writs of mandamus in cases
warranted by the principles and usages of law, to any courts appointed, or persons
holding office, under the authority of the United States”.
El Secretario de Estado, como es evidente, es un cargo reconducible a la
categoría legal de “persons holding office, under the authority of the United
States”, por lo que se encuentra exactamente dentro de la letra del texto legal. A
partir de esa constatación, y adoptando un razonamiento en negativo, que no nos
parece en exceso convincente, Marshall revela no sólo el fallo final que la Corte
va a adoptar, sino también su fundamento: la inconstitucionalidad de la ley. “If
this court –escribe el Chief Justice– is not authorized to issue a writ of mandamus
to such an officer, it must be because the law is unconstitutional, and therefore
absolutely incapable of conferring the authority, and assigning the duties which
its words purport to confer and assign” (prgfo 119). Esta anticipada toma de
posición no deja de ser un tanto anómala. Su única explicación lógica es que
sirve de proemio a los razonamientos que subsiguen, encaminados a mostrar la
inconstitucionalidad de la norma anteriormente transcrita.

II. La sentencia recuerda a continuación que, a efectos de la distribución de la


jurisdicción entre el Tribunal Supremo y los tribunales inferiores, órganos jurisdic-
cionales en que se inviste el conjunto del poder judicial de los Estados Unidos, la
Constitución (en el párrafo segundo de la Sección 2ª del Art. III) declara que “the
Supreme Court shall have original jurisdiction in all cases affecting ambassadors,
other public ministers and consuls, and those in which a state shall be a party. In
all other cases the Supreme Court shall have appellate jurisdiction”126.
Marshall, dando de alguna manera respuesta a la argumentación del abogado
de los demandantes, se hace eco de que entre los abogados se ha venido insistiendo
en el razonamiento de que, como el otorgamiento de jurisdicción originaria a la
Corte Suprema no contiene términos negativos o restrictivos, la facultad de atri-
buir a esa Corte jurisdicción originaria en otros casos distintos de los especificados
en el precepto constitucional permanece en el Congreso. Sin embargo, el Chief

126
Marshall, y nos parece fundamental destacarlo, pues creemos que es un dato muy significativo
de un aspecto claramente criticable en su construcción interpretativa, omite la transcripción completa
de la cláusula segunda de la Sección 2ª del Art. III de la Constitución, que está redactada, exactamente,
en estos términos: “In all Cases affecting Ambassadors, other public Ministers and Consuls, and those
in which a State shall be Party, the Supreme Court shall have original Jurisdiction. In all the other
Cases before mentioned, the Supreme Court shall have appellate Jurisdiction, both as to Law and
Fact, with such Exceptions, and under such Regulations as the Congress shall made”. Prescindir, y no
sólo en la transcripción, pues ello sería un dato puramente formal, sino también en la interpretación,
de la que se conoce como la exception clause, distorsionará la interpretación, que, de atender a la
mencionada cláusula, podría haber conducido a una conclusión bien dispar.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 647

Justice no suscribe esta interpretación. A la vista de las reflexiones de esta parte de


la sentencia no sería inadecuado decir, que Marshall concibe constitucionalmente
la Supreme Court como un tribunal de apelación, y ello porque sólo en unas pocas
y claramente especificadas excepciones puede la Corte actuar como “trial court”,
esto es, como órgano con jurisdicción originaria. Para Marshall, si la disposición
constitucional se entendiera en el sentido de que deja a la discreción del Congreso
prorratear el poder judicial (“to apportion the judicial power”) (más bien habría
que hablar de la jurisdicción federal) entre el Tribunal Supremo y los inferiores, de
acuerdo con la voluntad de ese cuerpo legislativo, la parte posterior de la sección
sería mera redundancia, quedaría completamente sin significado (“entirely
without meaning”). “If Congress –abunda Marshall en el prgfo 123– remains at
liberty to give this court appellate jurisdiction, where the constitution has declared
their jurisdiction shall be original; and original jurisdiction where the constitution
has declared it shall be appellate; the distribution of jurisdiction, made in the
constitution, is form without substance”. Los términos afirmativos, razona más
adelante (prgfo 124) el Chief Justice, son a menudo en su aplicación negativos de
otros propósitos diferentes de los afirmados, y en el caso en cuestión, debe serles
dada (a las previsiones constitucionales) un sentido negativo o excluyente o no
tendrán aplicación en absoluto.
Como no puede presumirse que una cláusula constitucional se entienda
de modo tal que quede sin efecto (prgfo 125), por lo mismo, para Marshall, tal
interpretación es inadmisible. Y abundando en esta línea argumental, se aduce en
la sentencia que “cuando un instrumento que organiza esencialmente un sistema
judicial procede a dividirlo en una Corte Suprema y en tantos tribunales inferiores
como al poder legislativo le sea posible ordenar y establecer; después enumera
sus facultades y procede a distribuirlas, y en cuanto hace a la jurisdicción de la
Corte Suprema, a través de la declaración de los casos en que tendrá jurisdicción
originaria y de que en los otros tendrá jurisdicción de apelación; el sentido claro
de las palabras (“the plain import of the words”) parece ser, que en un tipo de
casos su jurisdicción es originaria y no de apelación; en el otro, es de apelación
y no originaria” (prgfo 127). Esta es, para Marshall, la única interpretación que
convierte en operativa la cláusula constitucional; consecuentemente, cualquier
otra interpretación la convertirá en inoperativa, y ello es una razón adicional “for
rejecting such other construction, and for adhering to their obvious meaning”.
En definitiva, para el Chief Justice, la norma constitucional enumera en
forma cerrada la jurisdicción originaria de la Supreme Court, que de esta forma
no puede ser ampliada en sede legislativa. A partir de aquí, la sentencia tratará
de discernir si la concesión del mandamus puede ser vista como un ejercicio de
“appellate jurisdiction”, pues, anticipando partes ulteriores de la sentencia, sólo
en tal supuesto la Corte estaría efectivamente facultada para emitir el instrumento
procesal que le había sido requerido. Pero antes de entrar en ello, se imponen
algunas reflexiones sobre la argumentación transcrita.
648 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

III. Recordaremos, ante todo, que durante los primeros años de vida de
la Corte, ésta había recibido demandas en las que se le requería la emisión de
mandamus. Charles Lee lo puso de relieve en apoyo de su demanda, como tuvimos
ya oportunidad de indicar. De esas solicitudes de concesión de un mandamus
conocieron Associate Justices tales como James Wilson, John Blair y William
Paterson, todos ellos antiguos miembros de la Convención de Filadelfia, y con
independencia de que los writs demandados no fueran concedidos, por entenderse
que no había lugar a ello, nunca se cuestionó la autoridad de la Corte para emitir-
los. Por otro lado, como recuerda la doctrina127, en la época, existía una presunción
de que mientras el Congreso no podía reducir, sí podía por el contrario añadir a
la jurisdicción originaria de la Corte. A este respecto, cabe recordar que en unas
notas añadidas a la decisión de la Corte en el caso United States v. Ferreira (1851),
el Chief Justice Taney admitió que en los primeros días del gobierno el derecho
del Congreso a otorgar jurisdicción originaria a la Supreme Court en casos no
enumerados por la Constitución “era sostenido por muchos juristas y parece haber
sido considerado por los jueces que decidieron el Yale Todd´s case en 1794128. Más
aún, el propio John Marshall había participado tempranamente (en 1800) en la
redacción de un proyecto de ley sobre el judiciary en el que se procedía a expandir
la limitada jurisdicción originaria de la Corte129. Y por si los mencionados no fue-
ran suficientes argumentos, puede recordarse, adicionalmente, que la paternidad
de la Ley Judicial de 1789 había recaído sobre Oliver Ellsworth, miembro de la
Convención Constituyente y después antecesor de Marshall en la Chief Justiceship,
siendo el texto legal posteriormente aprobado por el First Congress, del que eran
miembros muchos de los que habían participado en la Convención de Filadelfia,
y con anterioridad a Marshall nadie cuestionó la cláusula legal que él iba a tildar
de inconstitucional130. En definitiva, la constitucionalidad de la Sección 13 no
fue una cuestión polémica en los años 1790, anteriores a la sentencia, y tanto la
Corte como el Congreso pensaban que el Art. III de la Constitución permitía al
último trasladar casos de la jurisdicción de apelación de la Corte a su jurisdicción
originaria. Las varias decisiones de la Corte sobre las peticiones de mandamus
corroboraban este sentir y la propia historia legislativa de la Judiciary Act de 1801
proporcionaba una prueba adicional de que éste era el entendimiento general131.

127
J. M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe, op. cit., p. 308.
128
Ibidem, p. 307.
129
Se hace eco de ello Donald O. DEWEY, en Marshall versus Jefferson: The Political Background...,
op. cit., p. 131. De conformidad con este proyecto, la Corte Suprema asumía jurisdicción para conocer
de los pleitos presentados por “any state, body politic or corporate, company or person against the
United States”.
130
Wright, criticando la teoría de Marshall, que a su juicio, desde una óptica constitucional, ve en los
jueces “the only true guardians of the permanent will of the people”, considera un comentario esclarecedor
(“an enlightening commentary”) el hecho de que en el primer caso en que una ley del Congreso se
consideró que violaba la Constitución, la ley estaba escrita por hombres que habían ayudado a redactar
la Constitución, mientras que la decisión judicial era de un hombre que no había tomado parte en ese
histórico proceso. Benjamin F. WRIGHT: The Growth of American Constitutional Law, op. cit., p. 37.
131
En sentido análogo, Susan Low BLOCH and Maeva MARCUS: “John Marshall´s Selective Use
of History in Marbury v. Madison”, en Wisconsin Law Review (Wis. L. Rev.), Volume 1986, 1986, pp.
301 y ss.; en concreto, pp. 328-329.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 649

IV. Marshall se iba a separar de la presunción anteriormente aludida y de


los precedentes existentes, lo que tampoco era extraño, pues en sus decisiones
Marshall fue poco proclive a seguir o mencionar precedentes132. Su interpretación
era estricta: los términos de la cláusula segunda de la Sección 2ª del Art. III,
describiendo la jurisdicción originaria de la Corte, habían de entenderse en el
sentido de rechazar el conocimiento de cualquier otro asunto del mismo orden.
Aparentemente, todos los Justices estuvieron de acuerdo con la interpretación
de su Chief Justice, o por lo menos se conformaron con ella, pero, como advierte
algún autor133, es más que posible que el Justice William Paterson, uno de los
autores de la Judiciary Act, experimentara ciertas molestias o desconcierto al ver
su obra así condenada.
Frente a la argumentación del abogado de Marbury de que la jurisdicción de
apelación puede ejercerse en una variedad de formas, y de que si la voluntad del
Congreso fuera la de que un mandamus pudiera ser utilizado a este propósito,
tal voluntad debía ser obedecida, Marshall replica que esto es verdad, pero
que la jurisdicción debe ser de apelación, no originaria (prgfo 129). Según la
sentencia (prgfo 130), el criterio esencial de la “appellate jurisdiction” es el de
que la misma revisa y corrige los procedimientos en una causa ya entablada
(“already instituted”) y no crea esa causa. Aunque un mandamus puede dirigirse
a los tribunales, sin embargo, conceder tal writ respecto de un funcionario para
la entrega de un documento, es lo mismo que mantener una acción originaria
para ese documento y, por lo mismo “seems not to belong to appellate , but to
original jurisdiction”.
La sentencia, como puede apreciarse, vino a establecer un test para
distinguir la jurisdicción de apelación de la originaria, concluyendo que es a
través de un procedimiento originario como se supervisa la actuación de los
funcionarios ejecutivos, por lo menos en aquellos procedimientos que buscan
asegurar una reparación comparable a la perseguida a través de una acción
originaria, como sería el caso de la entrega de un documento. En contraste, los
“appellate proceedings” revisan y corrigen el trabajo de los tribunales inferiores.
El categórico rechazo del Chief Justice a la posible coexistencia de una facultad
de supervisión y de una jurisdicción originaria limitada, ha recibido muy poca
atención por parte de la doctrina134, pues los estudiosos del tema han aceptado
ampliamente la consideración de que el listado de competencias de la Corte se

132
Robert Jackson, quien fuera Associate Justice entre 1941 y 1954, aludiría específicamente al dato
de cómo en cinco de sus grandes opinions Marshall no mencionó ningún precedente, confrontando
esta pauta con el hecho de que los grandes comentaristas jurídicos como Kent o Story, frecuentemente,
mencionaban en apoyo de sus tesis a autoridades del Derecho civil, principalmente de fuentes alemanas
o francesas. Robert H. JACKSON: The Supreme Court in the American System of Government, Harvard
University Press, Cambridge (Mass.), 1955, p. 30.
133
J. M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe, op. cit., p. 308.
134
James E. PFANDER: “Marbury, Original Jurisdiction, and the Supreme Court´s Supervisory
Powers”, en Columbia Law Review (Colum. L. Rev.), Volume 101, 2001, pp. 1515 y ss.; en concreto, p.
1561.
650 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

divide entre la jurisdicción originaria y la de apelación, no teniendo cabida un


tercer tipo135.
Así las cosas, la conclusión de Marshall cae por su propio peso: la autoridad
dada a la Corte por la ley controvertida para conceder writs of mandamus frente
a los funcionarios públicos (“public officers”) no parece estar autorizada por
la Constitución, lo que convierte en necesario averiguar si una jurisdicción así
conferida puede ser ejercitada (prgfo 131).

V. La doctrina científica ha discutido con intensidad, e incluso a veces con


pasión, la expuesta interpretación de Marshall, encontrándonos con posiciones de
todos los signos. Nosotros, básicamente, vamos a circunscribir nuestra exposición
a las reflexiones doctrinales críticas. No es fácil buscar criterios con los que
sistematizarlas, no obstante lo cual vamos a intentarlo. Esas críticas, de naturaleza
muy dispar, han tenido como punto de mira, ante todo, la interpretación llevada
a cabo por el Chief Justice de la disposición constitucional, pudiéndose entre
ellas, a su vez, diferenciar las que han prestado una particular atención a la que
se conoce como exception clause, que, supuestamente, permitiría al Congreso
introducir excepciones respecto del sentido general de la norma constitucional,
y las que se han centrado en la consideración de que el Art. III de la Constitución
establecería un mínimo de jurisdicción originaria, no un máximo insuperable por
el Congreso. Un significativo grupo de autores ha descalificado la interpretación
de Marshall en atención a lo que bien podríamos denominar la historia legislativa
de la Judiciary Act, algo a lo que ya hemos hecho alusión precedentemente. En
fin, un último bloque crítico discreparía de la sentencia en la interpretación de
la propia Sección 13 de la Ley Judicial, pudiéndose diferenciar también aquí dos
tipos de divergencia hermenéutica: la de quienes entienden que el mandamus no
era un instituto procesal atributivo de jurisdicción, sino meramente instrumental,
y la de los que consideran que, a la vista de la Sección 13, podía perfectamente
interpretarse que la Corte estaba asumiendo en el caso una jurisdicción de
apelación. A todo ello se podrían añadir algunas de las reflexiones críticas que
con anterioridad vertimos, como, por ejemplo, la de que Marshall ignoró los
precedentes jurisprudenciales existentes, que aún siendo pocos, parecían mostrar
que la Corte, en casos anteriores equiparables, no había puesto en duda en ningún
momento la constitucionalidad de la cláusula de la Judiciary Act, pero de momento
no insistiremos en este flanco crítico.

A) La primera argumentación crítica manifiesta su discrepancia con la


interpretación que Marshall lleva a cabo del parágrafo segundo de la Sección 2ª

135
Paradigmática de tal posición puede ser la siguiente afirmación de Corwin: “it must be noted
that jurisdiction is always either original or appellate, -- that there is, in other words, no third sort”.
Edward S.CORWIN: “Marbury v. Madison and the doctrine of judicial review”, en Michigan Law
Review (Mich. L. Rev.), Volume XII, 1913-1914, pp. 538 y ss.; en concreto, p. 540.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 651

del Art. III de la Constitución. Corwin, hace casi un siglo, rebatiría con dureza el
razonamiento de Marshall. Admite tan relevante autor136, que la regla de la exclu-
sividad a menudo se aplica a casos de enumeración afirmativa, de manera que la
única cuestión a dilucidar sería la de si el parágrafo constitucional nos situaba
ante un caso de este género. Pero llegado aquí, Corwin discrepaba de ese sentido
negativo o exclusivo sostenido por Marshall, pues aún reconociendo que los
términos de la disposición constitucional colocan los casos por ella mencionados
fuera del alcance del Congreso, lo que, desde luego, no es nada desdeñable, el
Chief Justice –siempre según el razonamiento de Corwin– omite toda referencia
a las palabras de la propia cláusula constitucional que siguen a aquellas otras de
las que él se hace eco en la sentencia (“in all the other cases before mentioned,
the Supreme Court shall have appellate jurisdiction”). Y en efecto, la sentencia
transcribe de modo incompleto la norma constitucional, pues al texto citado por
el Chief Justice le sigue este otro: “both as to law and fact, with such exceptions,
and under such regulations as the Congress shall made”. Innecesario es decir
que una clave hermenéutica podría encontrarse en esa alusión a: “con las excep-
ciones... que el Congreso estableciere”. ¿Porqué no podrían las excepciones así
permitidas frente a la jurisdicción de apelación de la Corte Suprema haber tenido
la intención de consistir en otorgar a la Corte, si el Congreso así lo considerara
oportuno, jurisdicción originaria en los supuestos abarcados por las mismas? En
una posición no muy distante, Grant137 aduce, que la conclusión de la sentencia
de que el Congreso no puede añadir nada a la jurisdicción originaria de la Corte
es cualquier cosa salvo cierta (“is anything but certain”). La exception clause, qué
duda cabe, podía haber jugado un rol importante en la interpretación de la norma
constitucional y, sin embargo, Marshall la ignora, aunque, desde luego, no falten
quienes consideran que en su diseño originario la exception clause no otorgaba
autoridad al Congreso para ampliar la jurisdicción originaria de la Corte138.
Amplios sectores de la doctrina más cercana en el tiempo a nosotros se
han manifestado igualmente de modo crítico frente a la estricta interpretación

136
Edward S. CORWIN: “Marbury v. Madison and the doctrine...”, op. cit., p. 540.
137
J. A. C. GRANT: “Marbury v. Madison Today”, en The American Political Science Review, Vol.
23, No. 3, August 1929, pp. 673 y ss.; en concreto, p. 676.
138
Tal es, por ejemplo, el caso de Amar, para quien la historia de la exceptions clause socava los
puntos de vista de la crítica moderna. Este autor entiende, que en la Convención de Filadelfia el
primitivo diseño de la exceptions clause habría permitido efectivamente al Congreso cambiar casos
propios de la jurisdicción de apelación de la Corte a su listado de la jurisdicción originaria, pero los
términos de este diseño de la cláusula nunca salieron de la Comisión. Además, en una ocasión, la
Convención Constitucional rechazó expresamente dos enmiendas propuestas frente al Art. III, una
de ellas dirigida precisamente frente a la exceptions clause (que postulaba la siguiente redacción
alternativa: “in all the other cases before mentioned the judicial power shall be exercised in such
a manner as the Legislature may direct”), enmiendas éstas que habrían permitido aumentar la
jurisdicción originaria de la Corte. A mayor abundamiento, durante el período de ratificación de la
Constitución, ninguna persona, Federalista o anti-Federalista, reclamó que el Congreso, al amparo
de su exceptions power o de cualquier otra facultad, tuviera autoridad para ampliar la jurisdicción
originaria de la Corte Suprema. Akhil Reed AMAR: “Marbury, Section 13, and the Original Jurisdiction
of the Supreme Court”, en University of Chicago Law Review (U. Chi. L. Rev.), Volume 56, 1989, pp.
443 y ss.; en concreto, pp. 467-468.
652 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

del Chief Justice. Y ello nos parece que responde a una percepción análoga. Si
atendemos al conjunto de la cláusula objeto de interpretación (que anteriormente
hemos transcrito a pié de página), resulta bastante claro que la referencia del
párrafo segundo de la disposición que nos ocupa a “in all the other cases before
mentioned” remite al primer párrafo, lo que permite la siguiente interpretación:
fuera de los casos del párrafo primero, la jurisdicción de la Corte será de apelación;
ahora bien, la exception clause (“with such exceptions... as the Congress shall
made”) permite al Congreso establecer excepciones sobre los casos sujetos a la
jurisdicción de apelación, excepciones que, porqué no, podrían entenderse en el
sentido de que casos que sin esa cláusula quedarían sujetos a la jurisdicción de
apelación, pasaran a ser de la jurisdicción originaria de la Corte.
Como puede apreciarse, un buen conjunto de las críticas formuladas por
la doctrina, con unos u otros matices, ha tenido como punto de referencia la
exception clause. Pero al margen ya de la mayor o menor consistencia de esta
interpretación divergente de la de Marshall, lo que estas apreciaciones críticas
dejan meridianamente claro es que la interpretación de Marshall no era en modo
alguno incontrovertible, pues otras lecturas de la norma constitucional eran per-
fectamente posibles139. Por lo mismo, un amplio sector doctrinal ha entendido que
no hubo necesidad real de declarar la inconstitucionalidad; tal declaración habría
respondido antes a una estrategia política que a una verdadera razón jurídica.

B) Un segundo núcleo de argumentaciones críticas, que también gira en


torno a la interpretación de la disposición constitucional, se sustenta en que la
norma constitucional del Art. III estaría fijando un minimum de jurisdicción
originaria de la Corte, que el Congreso vendría obligado a respetar, pero que en
ningún caso impedía al poder legislativo incrementar dicho ámbito jurisdiccional.
Como escribe Currie140, no habría sido irracional interpretar que lo que hacía en
realidad el Art. III era definir un mínimo de jurisdicción original para evitar que el
Congreso pudiera excluir a la Corte del conocimiento de los procesos que afectaran
a los embajadores o de los state cases. En una línea muy semejante, expuesta unos
años antes que la del autor precedente, Van Alstyne consideraría141, que la cláusula
constitucional sustenta fácilmente una significativa interpretación de que la juris-
dicción originaria de la Corte no puede ser reducida por el Congreso, pero sí puede,
por contra, ser complementada mediante la adición a la misma de algunos casos
que, de otro modo, caerían dentro de su jurisdicción de apelación. Dicho en otros
términos, los casos constitucionalmente contemplados constituirían un mínimo

139
En sus aceradas críticas a Marshall, Levinson ha llegado a escribir que “no honest person could
claim that both section 13 and Article III are <clear> in their meaning”. Sanford LEVINSON: “Why
I do not Teach Marbury...”, op. cit., p. 565.
140
David P. CURRIE: “The Constitution in the Supreme Court: The Powers of the Federal Courts,
1801-1835”, en The University of Chicago Law Review (U. Chi. L. Rev.), Volume 49, 1982, pp. 646 y ss.;
en concreto, p. 654.
141
William VAN ALSTYNE: “A Critical Guide to Marbury v. Madison”, op. cit., p. 31.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 653

irreductible, no un máximo, o también “a floor, not a ceiling”142. En coherencia con


estos puntos de vista, Amar, que admite otras posibles interpretaciones de la men-
cionada cláusula, pues, además de aquéllas a las que acabamos de aludir, también
podría entenderse que la controvertida disposición podía haber sido diseñada para
establecer no un mínimo ni un máximo, sino simplemente un punto de partida
(“a starting point”) desde el que el Congreso podía partir mediante una norma
estatutaria en cualquier dirección (“in either direction”), concluye criticando a la
Marbury Court por exagerar la fuerza lógica de su interpretación preferida, bien
que de inmediato efectúe la precisión de que “rhetorical overstatement need not
imply an erroneous conclusion”143.

C) Otro argumento utilizado para la crítica a la interpretación de Marshall,


del que ya nos hemos hecho parcialmente eco, dejando al margen el significado
de la cláusula constitucional, se centra en la que podríamos llamar la historia
legislativa de la Judiciary Act, que nos pondría de relieve el hecho de que la Sección
13 pertenecía a un texto legal, la Ley del Poder Judicial, que había sido elaborado
por el Primer Congreso, en el que, como ya expusimos, participaron relevantes
protagonistas de la Convención Constitucional (Oliver Ellsworth y William
Paterson, los principales diseñadores de la ley, entre ellos; el primero había
integrado el Committee of Detail de la Convención Federal, órgano que redactó el
borrador inicial de la Constitución; el último, paradójicamente, formaba parte de
la Corte que aprobó la Marbury opinion; a ambos se sumarían otros varios, que
eran miembros del Senado en el momento en que esta Cámara aprobó la Judiciary
Act, como el Gobernador Morris, William Samuel Johnson o William Few), por
lo que habría que presuponer que los autores de la ley conocían perfectamente el
significado de la Sección 2ª del Art. III, teniéndola en cuenta a la hora de redactar
la Sección 13. Cabe desde luego pensar en la posibilidad de que no advirtieran las
consecuencias que la facultad de conceder writs of mandamus otorgada a la Corte
podía implicar sobre la división entre la jurisdicción originaria y la de apelación,
pero no cabe descartar que los autores de la ley asumieran que, de conformidad
con el Art. III de la Constitución, el Congreso no podía reducir, pero sí añadir a la
jurisdicción originaria de la Corte. Adicionalmente, O´Fallon ha puesto de relieve,
que apenas una semana después de decidir Marbury, la Corte, en el caso Stuart v.
Laird, enfatizó la autoridad interpretativa de ese First Congress144, del que emanaría
la ley a que venimos refiriéndonos.

142
En la misma línea interpretativa, Monaghan escribe: “Powerful, and to my mind convincing,
arguments can be made that the named categories (the three categories specifically named in article
III) stated only the irreducible minimum, not the maximum, of original jurisdiction”. Henry P.
MONAGHAN: “Marbury and the Administrative State”, en Columbia Law Review (Colum. L. Rev.),
Vol. 83, No. 1, January 1983, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 8.
143
Akhil Reed AMAR: “Marbury, Section 13, and the Original Jurisdiction of the Supreme Court”,
op. cit., p. 464.
144
James M. O´FALLON: “Marbury”, en Stanford Law Review (Stan. L. Rev.), Volume 44, 1991-1992,
pp. 219 y ss.; en concreto, p. 256. También este autor, en la línea crítica más común, alude a cómo
Marshall ignoró “the <exceptions and regulations> language of Article III” (p. 255).
654 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

No faltan, desde luego, posiciones más matizadas o coincidentes con la


interpretación de Marshall. Así, Berger razona, que una vez que la legitimidad de
la judicial review y su rol central en el esquema constitucional son reconocidos, a
la facultad del Congreso para hacer excepciones a la jurisdicción de apelación de
la Corte Suprema no puede adecuadamente serle otorgado un ámbito ilimitado
(“cannot properly be given unlimited scope”)145. Amar, sin ninguna duda, entiende
que el Congreso no tiene autoridad constitucional para ampliar la jurisdicción
originaria de la Corte más allá del estricto catálogo acogido por el Art. III146.
Pfander, a su vez, ha defendido la posición de Marshall, aduciendo que una cuida-
dosa revisión de los materiales jurídicos de la época sugiere que la interpretación
de Marshall puede haber sido un buen acuerdo por su proximidad a ciertos
rasgos de la comprensión que sus contemporáneos podían tener del Art. III y de
la Sección 13. La clave de la posición de este autor reside en su consideración de
que la Corte Suprema, modelada sobre la Court of King´s Bench, estaba pensada
para que ejerciera un poder de supervisión sobre los tribunales inferiores y los
funcionarios ministeriales147.

D) Un tercer bloque de críticas ha centrado su punto de mira en la, a su


juicio, errónea interpretación llevada a cabo en la sentencia de la Sección 13 de
la Judiciary Act. Para unos, la discrepancia deriva de la consideración de que el
mandamus no era en su tiempo un instituto procesal atributivo de jurisdicción,
pues tenía un carácter puramente instrumental. Tal sería el caso de Corwin148,
para quien la Marbury opinion descansaba en la suposición de que la intención
y la operatividad de la Sección 13 de la Judiciary Act149 se manifestaban en la
ampliación de la jurisdicción originaria de la Corte, y esto no podía admitirse.
De entrada, porque en la práctica del common law, a cuya luz fue elaborada la
Sección, el writ of mandamus no era, ordinariamente al menos, un instrumento
a través del cual obtener la jurisdicción de un tribunal, sino que, como los writs
de habeas corpus y de injunction, era un remedio disponible por un tribunal
en el ejercicio de su jurisdicción permanente (“in the exercise of its standing
jurisdiction”). Y si ello era así, ¿porqué no pudo haber sido la intención del First
Congress, al incorporar a la ley la Sección 13, no tanto ampliar la jurisdicción de

145
Raoul BERGER: Congress v. the Supreme Court, op. cit., p. 336.
146
Akhil Reed AMAR: “Marbury, Section 13, and the Original Jurisdiction...”, op. cit., p. 444.
147
James E. PFANDER: “Marbury, Original Jurisdiction, and the Supreme Court´s Supervisory
Powers”, en Columbia Law Review (Colum. L. Rev.), Volume 101, 2001, pp. 1515 y ss.; en concreto,
p. 1518.
148
Cfr. al respecto Edward S. CORWIN: “Marbury v. Madison and the doctrine...”, op. cit.,
pp. 541-542.
149
Aunque ya hemos transcrito parte del texto de la Sección 13, puede ser de utilidad volver a
reproducir la parte de esa Sección que la Marshall Court rehusó aplicar en el Marbury case:
“The Supreme Court shall also have appellate jurisdiction from the circuit courts and the Courts
of the several states, in the cases hereinafter specially provided for; and shall have power to issue
writs of prohibition to the district courts, when proceeding as courts of admiralty and maritime
jurisdiction, and writs of mandamus, in cases warranted by the principles and usages of law, to any
courts appointed or persons holding office under the authority of the United States”.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 655

la Corte cuanto, simplemente, otorgarle un instrumento auxiliar (la concesión del


writ of mandamus frente a los funcionarios civiles) de la jurisdicción originaria
que la Constitución le otorgaba?
La interpretación de Crosskey, aún sin coincidir por entero con la precedente,
mantiene evidentes puntos de contacto con ella. A juicio del siempre controvertido
autor150, la más importante interpretación establecida, por completo natural
y aparentemente correcta, fue la de que la Sección 13 autorizaba a la Corte a
conceder writs of mandamus en ayuda de su jurisdicción de apelación y, en casos
adecuados (“in proper cases”), en el ejercicio de su jurisdicción originaria, tal
y como estaba prevista en la Constitución, pero también en el ejercicio de su
jurisdicción originaria en cualquier otro caso; dicho de otro modo, en los términos
de la ley que estuvieran autorizados por los principios y usos del common law
(“within the language of the statute, which was <warranted by the principles and
usages> of the common law”).
En esta misma dirección, también puede recordarse un dato histórico cierta-
mente significativo, como es el hecho de que la Supreme Court vino a reconocer
unos pocos años después de la sentencia que analizamos, en un caso que parecía
mantener un exacto paralelismo con el Marbury case, que el writ of mandamus
no debía ser observado ordinariamente como un medio de obtener jurisdicción,
sino sólo de ejercerla. La Sección 14 de la propia Judiciary Act otorgaba a los
tribunales de circuito (circuit courts), en términos sustancialmente iguales a
los empleados por la Sección 13 en relación a la Corte Suprema, la facultad de
conceder ciertos writs “in cases authorized by the principles and usages of law”.
En el caso McIntire v. Wood (1813), donde se planteaba la cuestión de la validez
de un writ of mandamus dirigido a una persona que desempeñaba un cargo bajo
la autoridad de los Estados Unidos, la Corte decidió, que antes de que un circuit
court pudiera utilizar la facultad que le otorgaba la Sección 14 de la ley en un caso,
debía tener jurisdicción para conocer del caso con fundamentos independientes,
interpretación que fue reiterada más tarde en el McClung v. Silliman case (1821).
Innecesario es decir que si Marshall hubiera seguido en Marbury esta línea de
razonamiento, no podría haber cuestionado la validez constitucional de la Sección
13. ¿Porqué no lo hizo y entró, por el contrario, en un análisis de su prerrogativa
de revisión judicial respecto de las leyes del Congreso? La respuesta de Corwin es
rotunda e inequívoca, pero posiblemente poco ponderada: “To speak quite frankly,
this decision bears many of the earmarks of a deliberate partisan coup”151.

E) Otra discrepancia respecto a la interpretación realizada por Marshall de la


Sección 13 la encontramos en quienes entienden que, a la vista de esta disposición
legal, era perfectamente posible considerar que el caso entrañaba el ejercicio por la
Corte de una jurisdicción de apelación. Tal es el caso de Van Alstyne152, para quien,

150
William Winslow CROSSKEY: Politics and the Constitution..., op. cit., Volume II, p. 1040.
151
Edward S. CORWIN: “Marbury v. Madison and the doctrine...”, op. cit., pp. 542-543.
152
William W. VAN ALSTYNE: “A Critical Guide to Marbury v. Madison...”, op. cit., pp. 15-16.
656 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

si se atiende a la literalidad del texto legal, es claro que la disposición relativa


al mandamus nada dice expresamente en cuanto a si es parte de la jurisdicción
originaria o de la de apelación o de ambas, y la propia cláusula no habla en
absoluto de “conferring jurisdiction on the court”. El otorgamiento de la facultad
de emitir el writ está, sin embargo, yuxtapuesto con la sección de la jurisdicción
de apelación y, de hecho, en el mismo párrafo sigue a la descripción general de
la jurisdicción de apelación, hallándose separado tan sólo por un punto y coma.
Ninguna deformación literal (“no textual mangling”) se requiere para confinar
aquella facultad a la jurisdicción de apelación. Para el Profesor de la “Duke
University”, ya que el caso no se encontraba dentro de la específica jurisdicción
originaria de la Corte, debería de haber sido sobreseído, lo que habría eliminado
de la decisión cualquier cuestión relativa a la constitucionalidad de la Sección.
No faltan, por supuesto, autores que discrepan de esta última interpretación
de la Sección 13. Es el caso, por ejemplo, de Amar153, para quien la idea de que la
Sección 13 proporciona el instrumento del mandamus tan sólo en los “appellate
cases” tropieza con considerables dificultades técnicas. Aunque los writs of man-
damus concedidos frente a “courts appointed... under the authority of the United
States” parecen ser quintaesencialmente de naturaleza de apelación, los writs
que se dirigen directamente frente a “persons holding (nonjudicial) office, under
the authority of the United States” parecen más característicos de la jurisdicción
originaria. Por lo demás, y aun cuando Marshall no la invocó, otra Sección de la
propia ley apoyaría supuestamente la consideración de que el mandamus frente a
funcionarios no judiciales casi siempre implica jurisdicción originaria antes que
de apelación. En efecto, de conformidad con la Sección 24, ante cualquier litigio
originado en tribunales federales inferiores que alcanzara a la Corte Suprema
a través de un writ of error, cualquier ejecución (“any execution”) (tal como un
writ of mandamus frente a un demandado no judicial) debe resultar del tribunal
inferior; con ello, lo que se nos estaba diciendo es que la función de apelación de
la Corte Suprema se traducía antes en la emisión de mandatos a la corte inferior
que en su directa concesión frente al demandado.

VI. Frente a las argumentaciones críticas expuestas qué duda cabe que pueden
esgrimirse otras de signo contrario. Y así lo ha hecho un determinado sector
de la doctrina. De entrada, cabe recordar ciertos hechos históricos que pueden
contribuir a contrarrestar algunos de los precedentemente expuestos. Así, durante
el trascendental período de ratificación de la Constitución por los Estados, los
Federalistas aseguraron a su audiencia, que la jurisdicción originaria de la Corte
Suprema se extendería tan sólo a las específicas categorías mencionadas por el
Art. III de la Constitución, mientras que en todos los demás casos de conocimiento
federal la jurisdicción originaria pertenecería a los tribunales inferiores, no dis-
poniendo la Supreme Court sino de una jurisdicción de apelación. La explicación

153
Akhil Reed AMAR: “Marbury, Section 13, and the Original Jurisdiction of the Supreme Court”,
op. cit., p. 455.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 657

de esta visión, que se traducía en que la cláusula del Art. III debiera interpretarse
como una cláusula de máximos, no de mínimos, puede comprenderse fácilmente:
la jurisdicción de la Corte Suprema siempre resultó geográficamente onerosa; las
enormes distancias que separaban a la Corte (independientemente de su ubicación
en Nueva York, Filadelfia o Washington, las tres ciudades en las que, sucesivamen-
te, sesionó) de otros territorios inclinaban a la conveniencia de limitar al máximo
la jurisdicción de la Corte. De ahí que, en conexión con esa finalidad de limitar
al máximo las geográficamente onerosas intervenciones de la Supreme Court,
incluso en su condición de jurisdicción de apelación, no quepa tampoco descartar
que la exception clause persiguiera un fin completamente diferente a los hasta
ahora referidos. A este respecto, la doctrina154 ha recordado, que los Federalistas
siempre hicieron hincapié en que el Congreso podía hacer excepciones frente a la
jurisdicción de apelación de la Corte, permitiendo así a los tribunales inferiores
que dispusieran de la última palabra. En Filadelfia, Madison, significativamente,
razonaba como sigue: “unless inferior tribunals were dispersed throughout the
Republic with final jurisdiction, in many cases, appeals (to the) ever so distant
(Supreme Court) would be multiplied to a most oppressive degree”. Podría
asimismo interpretarse en una onda próxima la consideración que Hamilton hace
en el artículo LXXXI de The Federalist Papers, en el que puede leerse: “El poder de
organizar tribunales inferiores obedece evidentemente al propósito de evitar la
necesidad de acudir a la Corte Suprema en todos los casos que son de competencia
federal”. Y en el artículo LXXXII el propio Hamilton escribe: “No percibo ningún
impedimento por el momento para que se establezca una apelación (frente a las
decisiones) de los tribunales de los Estados ante los tribunales subordinados
nacionales (“to the subordinate national tribunals”), y muchas ventajas pueden
concebirse de resultas de la concesión de tal poder”.
Hemos de admitir desde otra óptica, que muy posiblemente, ningún asunto
fuera tan delicado desde la perspectiva política como el de discernir si el antiguo
writ of mandamus del common law podía ser emitido por la Corte frente al
principal miembro del Gabinete del Presidente sin conculcar uno de los principios
vertebradores de la Constitución, el de separación de poderes. Se ha de reconocer
igualmente que otras varias opciones interpretativas eran posibles, y todas ellas
hubieran soslayado la declaración de inconstitucionalidad de la Sección155. Pero
de ahí a concluir que la decisión, con la subsiguiente articulación de la doctrina
de la judicial review, fue, sin más, el resultado del puro arbitrio político del Chief
Justice, que se tradujo en la usurpación de un poder que no le correspondía,
media un abismo. Abraham156 ha mostrado su rechazo a considerar la sentencia

154
Ibidem, p. 473.
155
Dewey ha llegado a afirmar, que la interpretación estricta de la Constitución que Marshall utilizó
en el Marbury case no solo no guardó sintonía con el Federalismo de Hamilton de los años 1790, sino
tampoco con el Federalismo del propio Marshall de 1804 a 1835. La cláusula de la Constitución que
Marshall empleó para justificar la anulación de la Sección 13 también podía haber sido interpretada
de tal modo que mantuviera la constitucionalidad de la disposición legal. Donald O. DEWEY: Marshall
versus Jefferson: The Political Background..., op. cit., p. 119.
156
Henry J. ABRAHAM: The Judicial Process, op. cit., p. 345.
658 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

como una usurpación, pues lejos de ello, y en alusión a la doctrina que nos ocupa,
considera que tiene unas poderosas declaraciones de autenticidad, basadas en
más de un siglo de historia, en una sólida línea de precedentes y en una literatura
contemporánea convincente. Es cierto que un permanente debate sobre la justi-
ficación y sensatez de la doctrina se iba a originar a partir de los años finales del
siglo XIX, no habiendo cesado realmente nunca, pero tan sólo ha servido para
añadir estatura a su progenitor.
Por supuesto, ni mucho menos faltan autores que consideran que la formu-
lación de Marshall fue la adecuada. Pero sus posiciones nos interesan en menor
medida. Con todo, recordaremos que Clinton cree que una lectural literal de la
Sección 13 permite estas dos plausibles conclusiones: 1) que la disposición se
había de aplicar a cualesquiera personas que desempeñaran un cargo bajo la
autoridad de los Estados Unidos, y 2) que el writ podía ser emitido en ambas
jurisdicciones, la originaria y la de apelación. Así interpretada, la disposición am-
pliaba la jurisdicción originaria de la Corte, siendo por lo mismo inconstitucional
y quedando por lo tanto el Tribunal en libertad de rechazar su aplicación157. A
su vez, Pfander entiende158, que tanto la naturaleza de la “mandamus authority”
como los términos, estructura e historia de la Sección 13, parecen confirmar
la interpretación que Marshall hizo de ese texto legal. Como Marshall, otros
abogados como Charles Lee o St. George Tucker, por mencionar tan sólo a los
dos más conocidos, vieron la concesión del mandamus power en la Sección 13
como una referencia a la prerrogativa del writ of mandamus, esto es, a una fuente
de autoridad permanentemente libre y cercanamente asociada con la facultad de
los tribunales supremos de supervisar a los tribunales y funcionarios inferiores.

b) La doctrina de la judicial review. Su fundamentación

Tras demostrar la incompatibilidad de la Sección 13 con la distribución cons-


titucional de la jurisdicción del poder judicial federal, la Corte iba a enfrentarse a
la cuestión de si una jurisdicción inapropiadamente conferida podía ser ejercida.
Tras ella subyacía la más profunda y trascendente cuestión de si “an act, repugnant
to the constitution, can become the law of the land”. Marshall iba a considerar
(prgfo 132) que ésta era una cuestión profundamente interesante (“a question
deeply interesting”), pero, felizmente, no de una complejidad proporcionada a su
interés (“not of an intricacy proportioned to its interest”)159. Es por lo mismo por

157
Robert Lowry CLINTON: Marbury v. Madison and Judicial Review, op. cit., pp. 92-93.
158
James E, PFANDER: “Marbury, Original Jurisdiction and the Supreme Court´s Supervisory
Powers”, op. cit., p. 1549.
159
Esta no excesiva complejidad del tema, en pura lógica, debiera desembocar en un tratamiento
no en exceso dilatado de la cuestión. No lo entiende así un muy buen conocedor de John Marshall
como es Newmyer, para quien el Chief Justice se extendió olímpicamente (“in Olympian fashion”)
sobre la teoría general de la judicial review, apreciación con la que no terminamos de estar de acuerdo.
R. Kent NEWMYER: The Supreme Court under Marshall and Taney, Harlan Davidson, Inc., Arlington
Heights (Illinois), 1968, p. 30.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 659

lo que para decidirla se considera tan sólo necesario admitir ciertos principios
que, por lo demás, se hallan desde tiempo atrás bien establecidos. La confianza de
Marshall de que podía recorrer el camino que tenía ante sí con una cierta facilidad,
a juicio de Bickel160, es comprensible, pues él ya había formulado la cuestión
principal (“the question-in-chief”), que no se refería a si una ley contradictoria
con la Constitución podía permanecer, sino a quién estaría facultado para decidir
si la ley incurría en tal contradicción.
La Marbury opinion es comúnmente entendida como el locus classicus de una
teoría de la judicial review sustentada en una constitución escrita, pero, como nos
dice Ackerman161, Marshall construye su caso sobre un más profundo fundamento.
Basta para constatarlo con atender a uno de los párrafos de apertura (el prgfo
133) de esta parte de la sentencia, en el que se va a partir de la siguiente premisa:

“That the people have an original right to establish, for their future govern-
ment, such principles as, in their opinion, shall most conduce to their own
happiness, is the basis on which the whole American fabric has been erec-
ted. The exercise of this original right is a very great exertion; nor can it , nor
ought it, to be frequently repeated. The principles, therefore, so established,
are deemed fundamental. And as the authority, from which they proceed, is
supreme, and can seldom act, they are designed to be permanent”.

Quiere ello decir, que el Chief Justice no acude a la Constitución escrita como
punto de partida para la defensa de la autoridad judicial, sino que recurre a un
principio de política constitucional de la máxima trascendencia, como es el del
derecho originario del pueblo a decidir sobre su propio gobierno. Este originario
y supremo deseo del pueblo organiza el gobierno y atribuye a los diferentes
departamentos sus respectivos poderes. Marshall entiende (prgfo 134) que el
pueblo puede detenerse aquí o ir más allá, estableciendo ciertos límites que no
pueden ser sobrepasados por esos departamentos. A su juicio, el gobierno de los
Estados Unidos responde a la última descripción, que por utilizar una expresión
hamiltoniana podríamos identificar como un “gobierno limitado”, en cuanto sus
órganos de gobierno se hallan limitados por la constitución. Y en relación al poder
legislativo, la sentencia es inequívoca cuando en ella se afirma (prgfo 135): “The
powers of the legislature are defined and limited; and that those limits may not
be mistaken, or forgotten, the constitution is written”. El Chief Justice hace aquí
plenamente suya la tesis defendida por Hamilton en el nº 78 de The Federalist162,

160
Alexander M. BICKEL: The Least Dangerous Branch (The Supreme Court at the Bar of Politics),
Yale University Press, 2nd edition, New Haven and London, 1986, p. 3.
161
Bruce ACKERMAN: The Failure of the Founding Fathers (Jefferson, Marshall, and the Rise of
Presidential Democracy), The Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge (Mass.)/London,
2005, p. 189.
162
En su conocida monografía biográfica de Marshall, el connotado Profesor Thayer ya señalaba
al respecto: “The reasoning is mainly that of Hamilton in his sort essay of a few years before in the
Federalist”, para añadir más adelante: “His reasoning does not answer the difficulties that troubled
Swift, afterwards Chief Justice of Connecticut, and Gibson, afterwards Chief Justice of Pennsylvania,
and many other strong, learned, and thoughtful men”. Apud A. Inglis CLARK: “The Supremacy of the
660 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

que seguirá bastante de cerca, aun cuando poniendo más adelante cierto énfasis
en los elementos de Derecho positivo, e ignorando en su mayor parte los elementos
del Derecho natural. Como destaca Snowiss163, la Marbury opinion no contenía
referencias a la realidad o precisión sobre el Derecho fundamental americano, a
su status como un contrato social o a la aplicación judicial del mismo como un
sucedáneo de la revolución. El único reconocimiento de los derechos naturales
en Marbury fue indirecto y puede visualizarse en esa alusión del párrafo de la
sentencia precedentemente transcrito al derecho original del pueblo a establecer
para su futuro gobierno aquellos principios que, a su juicio, le conduzcan a su
propia felicidad. También a la vista de esta formulación, Wolfe164 ha considerado,
que el punto de partida de Marshall, en cierto modo, fue la Declaración de
Independencia, que entre los principios fundamentales del régimen considerados
como “verdades evidentes”, había incluido el derecho original del pueblo a
establecer una forma de gobierno fundada en los principios proclamados por la
propia Declaración, que eran los que mayores posibilidades ofrecían al pueblo de
alcanzar su seguridad y felicidad.
La argumentación que sigue Marshall en esta parte nuclear de la sentencia,
dedicada a consagrar la doctrina de la judicial review, puede dividirse en dos
partes. En la primera, como acaba de decirse, sigue muy de cerca el razonamiento
de Hamilton, aunque Schwartz lo haya considerado165 como una versión más
elaborada. Principios como el del gobierno limitado por la Constitución, al que
se acaba de aludir, la idea de la Constitución como ley fundamental y superior, la
nulidad de todo acto legislativo contradictorio con la Constitución y la facultad
de los jueces y tribunales de inaplicar esas mismas leyes que interpretaran
contrarias a la Constitución, vertebran esta parte de la sentencia, que viene a
sustentarse en la propia y peculiar naturaleza de toda Constitución escrita. En
la segunda parte, separándose de la línea argumental de Hamilton, Marshall
recurre a ciertos argumentos de Derecho positivo, pues, a su juicio “the peculiar
expressions of the constitution of the United States furnish additional arguments”
(prgfo 146 in fine). En coherencia con ello, vamos a dividir nuestra exposición en
dos partes: en la primera analizaremos los argumentos de carácter general, en
cuanto conectados con la misma naturaleza de las constituciones escritas; en la
segunda nos centraremos en los argumentos que la sentencia entresaca del texto
literal de la Constitución.

Judiciary under the Constitution of the United States, and under the Constitution of the Commonwealth
of Australia”, en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Vol. XVII, 1903-1904, pp. 1 y ss.; en concreto,
pp. 2-3.
163
Sylvia SNOWISS: Judicial Review and the Law of the Constitution, Yale University Press, New
Haven and London, 1990,p. 113.
164
Christopher WOLFE: The Rise of Modern Judicial Review..., op. cit., p. 82.
165
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, Oxford University Press, New York/Oxford,
1993, p. 42.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 661

a´) Los argumentos de carácter general

a´´) La Constitución como “paramount law” y la nulidad de todo acto


legislativo en contradicción con ella

I. Marshall toma como punto de partida de su argumentación la ya mencio-


nada idea de que la Constitución de los Estados Unidos establece un gobierno
limitado. La distinción entre un gobierno con poderes limitados y otro con poderes
ilimitados, según la sentencia, quedaría abolida, si los límites constitucionalmente
impuestos no restringieran a las personas sobre las que se imponen, y si los actos
prohibidos y los permitidos impusieran la misma obligación. A partir de este
planteamiento, Marshall enuncia una disyuntiva obvia, que contempla el supuesto
de un posible enfrentamiento entre la Constitución y un acto legislativo: “It is a
proposition too plain to be contested, that the constitution controls any legislative
act repugnant to it; or, that the legislature may alter the constitution by an ordinary
act” (prgfo 135). De esta forma, Marshall deja claro que el “gobierno limitado” que
crea la Constitución afecta de modo primigenio, aunque no exclusivo, al poder
legislativo.
¿Porqué esta fijación directa en el poder legislativo? Tal circunstancia se ha
justificado sobre la base de entender que la legislatura, en frontal contraste con
el judiciary, era “the most dangerous branch” del gobierno federal. Recuerda la
doctrina166, que la percepción de que el poder más peligroso del nuevo gobierno
que se estaba diseñando era el legislativo dominó la Convención Federal, lo que
puede entenderse como un desplazamiento del temor inicialmente existente hacia
la tiranía del ejecutivo, que había prevalecido en las Convenciones constitucionales
estatales que habían tenido lugar en el período que media entre 1776 y 1787,
y que encontraba su explicación como una reacción propia del sentimiento
antimonárquico de la Revolución. Las Constituciones estatales fueron tan lejos
en la potenciación del poder legislativo, que aún demócratas tan sólidos como
Jefferson y Madison reaccionaron frente a ello. Incluso algunas Constituciones
estatales, como las de Pennsylvania (1776), Vermont (1777) y Nueva York (1777)
reaccionaron frente a tal estado de cosas mediante la creación de órganos de
control de la legislación como serían el Council of Censors (en las dos primeras) y
el Council of Revision (en la de Nueva York). Este temor hacia un excesivo poder
legislativo terminará socavando la supremacía legislativa defendida por algunos,
siguiendo la estela blackstoniana.
Marshall deja meridianamente claro, que entre las dos alternativas precedente-
mente aludidas no hay término medio: “The constitution is either a superior,
paramount law, unchangeable by ordinary means, or it is on a level with ordinary
legislative acts, and, like others acts, is alterable when the legislature shall please to
alter it” (prgfo 136). “If the former part of the alternative be true, then a legislative

166
Christopher WOLFE: The Rise of Modern Judicial Review..., op. cit., p. 97.
662 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

act contrary to the constitution is not law; if the latter part be true, then written
constitutions are absurd attempts, on the part of the people, to limit a power in
its own nature illimitable” (prgfo 137). E innecesario es decir, que el Chief Justice
se inclina sin atisbo de duda por la superioridad de la Constitución.
El status de la Constitución como el más alto orden del Derecho (higher order
of law), anterior y superior a los poderes del legislativo, ya había sido expuesto
en sede jurisdiccional, con meridiana claridad, por el Justice Samuel Chase
en el caso Calder v. Bull, decidido el 8 de agosto de 1798, mediante las seriatim
opinions de Chase, Paterson, Iredell y Cushing, no participando en la decisión ni
Ellsworth ni Wilson. En la opinion de Chase se puede leer lo que sigue: “I cannot
subscribe to the omnipotence of a State Legislature, or that it is absolute and
without controul”. “An act of the Legislature (for I cannot call it a law), contrary
to the great first principles of the social compact, cannot be considered a rightful
exercise of legislative authority”167. Marshall, siguiendo la estela de Hamilton,
considerará toda Constitución como “the fundamental and paramount law of
the nation” (prgfo 138), y ello parece claro que lo vinculará al hecho de que la
Constitución escrita plasma ese derecho originario del pueblo a establecer los
principios que han de regir su futuro gobierno, pues es a través de ella como el
pueblo se manifiesta. La supremacía de la Constitución se vincula íntimamente
con la soberanía popular. Años después, en el caso Cohens v. Virginia, decidido el
3 de marzo de 1821, expresando el Chief Justice la opinion of the Court, se puede
leer: “The people made the constitution, and the people can unmake it. It is the
creature of their will, and lives only by their will”168.
En el anterior argumento se halla implícito otro, que sin lugar a dudas viene a
complementarlo. En cuanto la Constitución tiene la intención de limitar el poder
gubernamental, de ello se sigue su superioridad frente a cualquier otro acto nor-
mativo, su supremacía, su configuración como paramount law o, como ha escrito
el actual Justice Antonin Scalia, como super law. Como al respecto constatara el
Chief Justice Burger169, ya desde los tiempos de las colonias, los más distinguidos
abogados y jueces aceptaban que una Constitución escrita era “a restraint”, y en el
caso de la Carta de 1787 podría decirse que “a restraint on every part of the federal
government”. Marshall no hizo pues otra cosa a través de la Marbury decision que
declarar lo que era plenamente aceptado por las mejores mentes jurídicas de su
tiempo, lo que en nada aminora la grandeza de su pensamiento.
Marshall no alberga la más mínima duda acerca de cómo resolver el dilema
precedente. Más aún, considera que ello no es una peculiaridad de la Constitución
norteamericana, sino un principio general predicable de cualquier constitución

167
Apud Lord Irvine of LAIRG: “Sovereignty in Comparative Perspective: Constitutionalism in
Britain and America”, en New York University Law Review (N. Y. U. L. Rev.), Volume 76, 2001, pp. 1
y ss.; en concreto, p. 5.
168
Apud Lord Irvine of LAIRG, en Ibidem, p. 9.
169
Warren E. BURGER: “The Doctrine of Judicial Review. Mr. Marshall, Mr. Jefferson, and Mr.
Marbury”, en Current Legal Problems, Volume 25, London, (Stevens & Son) 1972, pp. 1 y ss.; en
concreto, p. 8.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 663

escrita, lo que, innecesario es decirlo, no respondía a la realidad170. Pero para


el Chief Justice, todos aquellos que han formulado constituciones escritas las
contemplan integrando “the fundamental and paramount law of the nation”;
consecuentemente, la teoría de cada uno de esos gobiernos debe ser “that un act
of the legislature, repugnant to the constitution, is void” (prgfo 138). En cuanto
que vinculada a toda constitución escrita, esa teoría es elevada por Marshall a
la categoría de principio fundamental de la sociedad: “This theory is essentially
attached to a written constitution, and is, consequently, to be considered, by this
court, as one of the fundamental principles of our society” (prgfo 139). La formu-
lación de este supuesto rasgo común a todas las constituciones escritas es una
de las reflexiones de Marshall que ha suscitado una más amplia crítica. Es cierto
que algunas de esas críticas171 se han asentado en una defectuosa interpretación
de lo que realmente la sentencia pretende decir. Parece claro que la alusión a
las constituciones escritas se hace no con el fin de sostener la autoridad judicial
de declarar nulas las leyes inconstitucionales, sino para apoyar la más básica (y
menos controvertida) idea de que la legislación en conflicto con la Constitución es
nula172. Pero también esta apreciación es discutible, pues en tiempos de Marshall
un cierto número de naciones contaba con una constitución escrita de la que
no derivaba la nulidad de las leyes que la contradijeran, porque la noción de la
supremacía normativa de la Constitución aún se hallaba lejos de ser admitida.
La positivación de la Constitución, esto es, su carácter de ley, pero no de una
ley cualquiera, sino de la ley fundamental y suprema, se convierte así en una de
las cuestiones esenciales sobre las que Marshall pondrá un especial énfasis. La
otra será el reconocimiento de la competencia y deber de los jueces de decir lo
que es Derecho. Bien podría decirse que ambas cuestiones conforman la clave de
arco de esta parte de la sentencia. Se ha dicho que al “legalizar” la Constitución,
Marshall dejaba borrosa la distinción entre “fundamental law” y “ordinary
law”173, pero el Chief Justice comprendió la fuerza de la distinción original, como

170
Van Alstyne ha criticado con razón esta consideración de Marshall. “That the Constitution is a
<written> one –escribe– yields little or nothing as to whether acts of Congress may be given the force
of positive law notwithstanding the opinion of judges, the executive, a minority or majority of the
population, or even of Congress itself that such Acts are repugnant to the Constitution”. William W.
VAN ALSTYNE: “A Critical Guide to Marbury v. Madison”, op. cit., p. 17.
171
Por aludir a algunos autores, recordaremos que Thayer, hace más de un siglo, en su monografía
sobre el Chief Justice, ya señalaba que Marshall asumía como un rasgo esencial de la constitución
escrita lo que no existe en ninguna otra de las constituciones escritas de Europa. Apud A. Inglis
CLARK: “The Supremacy of the Judiciary under the Constitution of the United States...”, op. cit.,
p. 3. Algunos lustros después, Boudin aludía a la falsedad de la inferencia sobre la que Marshall
sustentanba la facultad de la judicial review. Louis B. BOUDIN: Government by Judiciary, Volume
I, op. cit., p. 222. Y más recientemente, Dewey ha criticado el que Marshall asumiera alegremente
(“blithely”) como “esencial a todas las constituciones escritas” un control judicial de la legislación que
no había existido en ninguna parte sino en América. Donald O. DEWEY: Marshall versus Jefferson:
The Political Background..., op. cit., p. 127.
172
En sentido análogo se manifiesta Robert L. CLINTON, en “Historical Constitutionalism and
Judicial Review in America”, en Policy Studies Journal, Vol. 19, No. 1, Fall 1990, pp. 173 y ss.; en
concreto, pp. 187-188.
173
Sylvia SNOWISS: Judicial Review and the Law of the Constitution, op. cit., p. 120.
664 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

el dilema anteriormente transcrito dejaba meridianamente claro. No han faltado


algunas observaciones irónicas al respecto, como la alusión a la considerable
fanfarria (“considerable fanfare”) con que Marshall estableció el principio de que
la Constitución es ley suprema174, pero lo cierto es que este razonamiento que
caracteriza los poderes del legislativo como definidos y limitados y que considera
que el carácter escrito de la Constitución se orienta precisamente a que esos límites
no puedan confundirse u olvidarse, como subrayara tiempo atrás Hughes175,
nunca ha sido refutado, si bien es verdad que esta última constatación, formulada
hace cerca de un siglo, hoy no podría mantenerse en sus mismos términos. Por
lo demás, no deja de ser digno de mención el hecho de que Marshall, sin más,
derive el argumento de la supremacía constitucional de la propia naturaleza de
las constituciones escritas, no de ningún precepto particular de la Carta de 1787,
no obstante contener una supremacy clause. En cualquier caso, la supremacía
constitucional era un principio necesario, pero no suficiente, para justificar la
judicial review. De ahí que Marshall, inmediatamente después, se centre en la que
se conoce como su teoría de la judicial function.

b´´) La teoría de la judicial function

I. Admitido que la Constitución es una ley suprema, inalterable por medios


ordinarios, y que un acto legislativo contradictorio con la Constitución es nulo,
¿puede considerarse que, a pesar de esa invalidez, tal acto legislativo vincule
a los tribunales, obligándoles a hacerlo efectivo? O en otras palabras, como se
puede leer en la sentencia (prgfo 140), “though it be not law, does it constitute
a rule as operative as if it was a law? Esta es la cuestión clave que se plantea a
renglón seguido Marshall, y que le da pie para, al contestarla, articular la teoría
de la judicial function, uno de los más conocidos aspectos, si no el que más, de la
sentencia que venimos comentando.
La respuesta de Marshall al anterior interrogante es bien conocida; más aún,
constituye uno de los más reiterados pasajes de la sentencia, con una trascen-
dencia de futuro que probablemente Marshall no pudo prever, pues como se ha
llegado a constatar176, es posible que sea el párrafo en el que todo tipo de jueces se
han refugiado en apoyo del judicial activism: “It is emphatically the province and
duty of the judicial department to say what the law is. Those who apply the rule
to particular cases, must of necessity expound and interpret that rule. If two laws
conflict with each other, the courts must decide on the operation of each” (prgfo
141). Puede suceder que de esas dos leyes en conflicto, una sea precisamente la
174
En tal sentido, Christopher L. EISGRUBER: “Marbury, Marshall, and the Politics of Constitu-
tional Judgment”, en Virginia Law Review (Va. L. Rev.), Volume 69, 2003, pp. 1203 y ss.; en concreto,
p. 1206.
175
Charles Evans HUGHES: The Supreme Court of the United States. (Its Foundation, Methods and
Achievements. An Interpretation), Columbia University Press, New York, 1928, p. 87.
176
Lawrence GOLDSTONE: The Activist (John Marshall, Marbury v. Madison, and the Myth of
Judicial Review), Walker & CompanyNew York, 2008, p. 223.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 665

Constitución, de aplicación a un caso concreto, al igual que una ley ordinaria


que justamente se halla en contradicción con la anterior. Así las cosas, el tribunal
debe decidir el caso, presentándosele esta doble disyuntiva: decidirlo conforme
a la ley, haciendo caso omiso de la Constitución (“disregarding the constitution”)
o resolverlo de conformidad con la Constitución, dejando de lado la ley. Sea cual
fuere la opción por la que se decante, lo cierto es que es el tribunal quien debe
decidir lo que entienda pertinente: “(T)he court –escribe Marshall (prgfo 142)–
must determine which of these conflicting rules governs the case”, para añadir a
renglón seguido: “This is of the very essence of judicial duty”.
El Chief Justice se enfrentaba de esta forma al reto de justificar de modo con-
vincente el por qué la responsabilidad de decidir sobre la constitucionalidad de la
legislación pertenecía y debía pertenecer tan sólo al judiciary, quedando excluídos
de esta función los dos restantes “departamentos” de gobierno. A diversas vías
hubiera podido acudir a tal efecto177, desde la defensa política de la encomienda de
esta responsabilidad, en la que, por ejemplo, tendría cabida uno de los argumentos
de Hamilton: su consideración del judiciary como “the least dangerous to the
political rights of the constitution”, hasta la defensa constitucional, esto es, con
apoyo en los preceptos constitucionales, demostrando que la Constitución confería
tal autoridad a los tribunales federales. Esto es justamente lo que defendería
Wechsler, que expondría su creencia en que “the power of the courts (para la
judicial review) is grounded in the language of the Constitution and is not a mere
interpolation”, apoyándose de inmediato en la supremacy clause del Art. VI178. Pero
sin entrar ahora en el preciso significado de esta importante cláusula, la realidad
es que la misma, ni explícita ni implícitamente confiere autoridad alguna a ningún
tribunal federal o estatal para revisar la validez constitucional del Derecho federal.
Marshall también podría haber apoyado su posición en los precedentes, pero ya
hemos señalado en un momento anterior que, prácticamente, los ignoró. Así las
cosas, la sentencia recurre a la lógica de un silogismo179 cuyos elementos presenta
con toda claridad, siendo la premisa mayor, que es de la propia esencia del deber
judicial decidir casos concernientes a un conflicto entre leyes, decidiendo cuál de
esas leyes en conflicto debe ser aplicada; la premisa menor, que un conflicto entre
una ley y la Constitución es tan sólo un caso especial de conflicto de leyes, y la
conclusión, que es de la misma esencia del poder judicial decidir un caso relativo
a un conflicto entre una ley y la Constitución, haciendo caso omiso de la primera
en cuanto la segunda es una ley superior180.

177
Cfr. al efecto, Dean ALFANGE, Jr.: “Marbury v. Madison and Original Understanding of Judicial
Review: In Defense of Traditional Wisdom”, en The Supreme Court Review, Volume 1993, 1993, pp.
329 y ss.; en concreto, pp. 415 y ss.
178
Herbert WECHSLER: “Toward Neutral Principles of Constitutional Law”, en Harvard Law
Review (Harv. L. Rev.), Volume 73, 1959-1960, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 3.
179
Análogamente, Dean ALFANGE, Jr.: “Marbury v. Madison and Original Understanding...”, op.
cit., pp. 422-423.
180
Aunque no podemos detenernos en ello, sí queremos por lo menos dejar constancia de que
en la crítica más consistente que se ha hecho del argumento de Marshall, el Justice John Bannister
Gibson, de la Pennsylvania Supreme Court, en su dissenting opinion en el caso Eakin v. Raub (1825),
consideraría erróneo (“fallacious”) el silogismo de Marshall, porque la premisa menor no era correcta,
666 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

En el razonamiento de Marshall echamos en falta un elemento de extraordi-


naria relevancia, que ya sustentara la brillante pluma de Alexander Hamilton en el
Nº 78 del Federalist, y que no es otro que el de la presunción de la “impersonalidad
de los tribunales” (“the impersonality of the courts”), por utilizar la afortunada
expresión de Corwin181. Dicho de otro modo, el poder judicial no tiene ni fuerza
ni voluntad, sino tan sólo “judgment”, que es tanto como decir que el judiciary
no decide según su apreciación discrecional o caprichosa, sino con base en una
argumentación objetiva, jurídicamente fundamentada. A nuestro entender, quizá
sea la omisión de una reflexión de este tipo uno de los “debes” más importantes
de la sentencia, sin que ello entrañe desconocer que también este elemento
argumental ofrece flancos débiles182. Bien es verdad que podría entenderse, que
Marshall parte en su argumentación de la consideración de que sólo los jueces
conocen verdaderamente el Derecho, lo que en modo alguno ha de extrañar en una
generación nacida y criada bajo el sistema jurídico del common law. Ello sería el
contrapeso frente a la ausencia señalada.
Retornando a la argumentación de la sentencia, en ella se esgrime, como de
alguna forma ya ha quedado dicho, que si los tribunales tienen que tomar en
consideración la Constitución, y ésta es superior a cualquier ley ordinaria de la
legislatura, entonces, la Constitución y no tal ley ordinaria debe regir el caso en
el que una y otra sean de aplicación (prgfo 143).
Marshall lleva a cabo una última réplica frente a quienes contradicen el
principio de que la Constitución debe ser considerada en sede judicial como “a
paramount law”. Tales personas no tienen otra alternativa que mantener que
los tribunales deben de cerrar sus ojos ante la Constitución, y ver tan sólo la ley
(prgfo 144). Pero esa doctrina “would subvert the very foundation of all written
constitutions”. Tal doctrina presupondría que una ley que, de acuerdo con los
principios y la teoría de nuestro gobierno, es totalmente nula (“entirely void”), sin
embargo, en la práctica, es completamente obligatoria (“completely obligatory”).
Ello entrañaría tanto como que la legislatura pudiera hacer lo que está expresa-
mente prohibido, lo que a su vez equivaldría a dar a la legislatura una práctica
y real omnipotencia, al mismo tiempo que se pretende restringir sus poderes
dentro de límites estrictos (prgfo 145). La incongruencia, pues, sería brutal, pues
con tal modus operandi se estaría reduciendo a la nada lo que se ha considerado
el mayor progreso (“the greatest improvement”) de las instituciones políticas,
una Constitución escrita (prgfo 146). Y tal argumento es “per se” suficiente para
rechazar tal interpretación.

ya que, a su juicio, un conflicto entre una ley y la Constitución no era simplemente un caso especial
de conflicto de leyes, sino que se trataba de un asunto completamente diferente.
181
Edward S. CORWIN: “The Supreme Court and Unconstitutional Acts of Congress”, en Michigan
Law Review (Mich. L. Rev.), Volume IV, 1905-1906, pp. 616 y ss.; en concreto, p. 624.
182
Corwin hurga en estas debilidades cuando señala que la impersonalidad de la Corte Suprema
es meramente ficticia y tautológica (“fictional and tautological”). Siempre habla el lenguaje de la
Constitución, tan sólo porque su opinión de la Constitución es la Constitución (“its opinion of the
Constitution is the Constitution”). Edward S. CORWIN: “The Supreme Court and Unconstitutional...”,
op. cit., p. 625.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 667

Marshall consagraba de esta forma el derecho del judiciary a pronunciarse


sobre la validez de la legislación, teniendo en cuenta al efecto los parámetros
constitucionales. Con ello consagraba de modo definitivo la que iba a convertirse
en función característica de los tribunales americanos, federales o estatales, y
más allá de ello, en el principio fundamentador del entero Derecho constitucional
norteamericano, que con el paso del tiempo iba a mostrar su enorme potencial
expansivo.

II. Las reflexiones transcritas dejan claro que el núcleo vertebrador del
pensamiento de Marshall, al igual que el de Hamilton, reside, primeramente, en la
naturaleza del judiciary: a los jueces y tribunales corresponde como competencia
natural, e incluso como deber, interpretar la ley, decir lo que es el Derecho, y
después, en la propia naturaleza de la Constitución: una Constitución es una ley
fundamental y superior, y así debe ser visualizada por los jueces. Del ensamblaje
de ambos principios deriva la judicial review, que no es sino la resultante natural
del principio de que los jueces deben regir sus decisiones por la ley, optando por
la ley fundamental en detrimento de la ordinaria cuando, siendo de aplicación
a un supuesto concreto una y otra, se hallen en contradicción. Marshall no se
esfuerza pues en justificar la función de revisión judicial en términos de una
superior capacidad institucional de los tribunales para desarrollar un corpus
estable de doctrina constitucional, lo que no deja de ser un déficit importante en
su argumentación, sino que se limita a extrapolar hacia los casos constitucionales
el rol ordinario que cumplen jueces y tribunales en los casos ordinarios.
Tiempo atrás, en esta misma dirección, Corwin señalaba183, que la base jurídica
de la judicial review se encontraba en esa visión de la Constitución como Derecho
exigible por los tribunales, como norma jurídica en definitiva, a lo que el propio
autor entendía que debía añadirse una visión del principio de la separación de
poderes que distingue entre el law-making y el law-interpreting, atribuyendo esta
última exclusivamente a los tribunales. No cabe duda de que la sentencia, como
deja traslucir con bastante claridad su alusión a cuál es la competencia y deber
del departamento judicial, hace fluir naturalmente (tan suavemente, escribiría
Thayer184, como si la Constitución fuera una carta privada de un abogado y el deber
del tribunal conforme a ella fuera justamente semejante a alguna de sus activida-
des ordinarias) la autoridad para pronunciarse sobre la constitucionalidad de una
ley de la función judicial, que no es otra que determinar e interpretar el Derecho,

183
Edward S. CORWIN: “Marbury v. Madison and the doctrine of judicial review”, op. cit.,
pp. 571-572.
184
Refiriéndose al razonamiento de Marshall, Thayer considera que nada podría ser más riguroso
que el mismo, precisando de inmediato, que tal y como el asunto es expuesto, las conclusiones eran
necesarias, bien que también signifique que gran parte del razonamiento no prestó atención a las
notables peculiaridades de la situación; fue hacia delante “as smoothly as if the constitution were a
private letter of attorney, and the court´s duty under it were precisely like any of its most ordinary
operations”. James B. THAYER: “The Origin and Scope of the American Doctrine of Constitutional
Law”, en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Vol. VII, 1893-1894, pp. 129 y ss.; en concreto, p. 139.
668 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

decir lo que es Derecho185. Esta constatación parece privar de ambigüedad a la


sentencia, que en una interpretación estricta podría parecer ambigua186, al hacer
aparecer la judicial review simplemente como un derivado (“a byproduct”) del
deber de la Corte de decidir casos dentro de su jurisdicción de acuerdo con la ley,
incluyendo la Constitución.
Es de interés notar, que en ningún lugar de la sentencia se reserva ningún
poder exclusivo a la Supreme Court para interpretar el Derecho; esta facultad
de decir lo que es Derecho la comparte todo el judiciary, si bien es fácilmente
comprensible que en un poder judicial jerarquizado sea el órgano que se sitúa en
su cúspide, la Supreme Court, quien asuma el rol de último o supremo intérprete.
En su trascendental obra Commentaries on the Constitution of the United
States, quizá la primera gran construcción dogmática del Derecho constitucional
norteamericano, Joseph Story, quien fuera colega y amigo cercano de Marshall
en la Corte, refrendaría la tesis del Chief Justice, al sostener que “the power of
interpreting the laws involves necessarily the function to ascertain, whether they
are conformable, to declare them void and inoperative”187. Sin embargo, no han
faltado al respecto bastantes apreciaciones críticas, particularmente en los últimos
tiempos.

III. El argumento crítico tradicional es que la justificación de Marshall para


su reivindicación de la facultad del federal judiciary, de interpretar y aplicar la
Constitución, no es concluyente, por cuanto la premisa de una Constitución escrita
no se vería perjudicada, ni el poder legislativo se convertiría en necesariamente
ilimitado, si el propio Congreso juzgara la constitucionalidad de sus actos legislati-
vos; de conformidad con este sistema, los tribunales no ignorarían la Constitución,
sino que, simplemente, se limitarían a tomar la interpretación legislativa como
definitiva, dejando de esta forma al Congreso la tarea de resolver los aparentes
conflictos entre la ley y la Constitución. Esta era la fórmula que Jefferson requería
en 1783, a partir –y ello es importante tenerlo en cuenta– del rechazo de la idea de
que la Constitución fuera higher law, sosteniendo que estaría en pie de igualdad
con otras medidas promulgadas por la legislatura.
Marshall justificó el encaje constitucional de la judicial review, pero no entró
en el análisis de las razones por las que una fórmula alternativa como la deseada
por Jefferson no encajaría en el marco constitucional. Quizá por ello mismo, se ha
podido esgrimir, que el razonamiento de Marshall invita a una objeción simétrica:
“Judicial review, which implies judicial finality, merely substitutes the Supreme

185
El énfasis puesto por Marshall en el deber del departamento judicial en la declaración de lo
que es Derecho, ha llegado a ser considerado como una piedra angular (“a cornerstone”) del orden
constitucional norteamericano. Henry P. MONAGHAN: “Marbury and the Administrative State”, en
Columbia Law Review (Colum. L. Rev.), Vol. LXXXIII, 1983, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 7.
186
En tal sentido, Kathleen M. SULLIVAN and Gerald GUNTHER: Constitutional Law, op. cit.,
p. 19.
187
Apud Robert Lowry CLINTON: Marbury v. Madison and Judicial Review, op. cit., p. 106.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 669

Court for Congress as the institution permitted to overstep its constitutional


powers”188. O como también se ha objetado: facultar a los tribunales para hacer
respetar los límites que pesan sobre la autoridad legislativa les invita a definir
los límites sobre sus propios poderes, cuestión sobre la que Marshall no dijo una
palabra189. Pero aún encerrando estas críticas algo de cierto, la realidad es que,
como ha constatado Tribe190, nadie ha formulado un más poderoso argumento en
defensa de que la facultad interpretativa encomendada por Marshall al judiciary
fuera asumida por el Congreso, o en relación a cualquier otra alternativa. Quiere
todo ello decir, que al ser la Constitución indeterminada en este punto, Marshall
resolvió la indeterminación inclinándose en favor de habilitar a los tribunales para
el ejercicio de esta facultad; con ello, asumió lo que tenía que probar, o lo que es
igual, afirmó un postulado, no declaró un corolario, aunque ciertamente, como
un sector de la doctrina norteamericana ha apostillado, este modus operandi no es
en sí mismo un argumento contra el postulado del Chief Justice. Y menos lo puede
ser aún si se considera que la interpretación de Marshall fue posiblemente la más
razonable interpretación de la Constitución que se podía hacer, a la vista no sólo
de los argumentos generales ahora comentados, sino también de los sustentados
en el propio texto constitucional, de los que nos ocuparemos más adelante191.
En cualquier caso, la omisión que se aprecia en el razonamiento de Marshall
podía haber sido fácilmente subsanada si hubiera atendido a la integridad de la
argumentación desarrollada por Hamilton en el nº 78 de The Federalist. Como se
ha escrito, “what Marshall´s argument needed, but omitted, was an argument in
favor of the trustworthiness of courts”192. Y como ya hemos tenido oportunidad
de comentar, esto es precisamente lo que Hamilton trató de aclarar cuando, repli-
cando a la hipotética crítica de que los tribunales, so pretexto de incompatibilidad
de una ley con la Constitución, quedaban en libertad de anteponer su capricho
a las intenciones constitucionales de la legislatura, significó que los tribunales
habían de ejercitar “juicio antes que voluntad” (“judgment rather than will”),
justamente, añadiríamos ya por nuestra cuenta, lo contrario de lo que harían las
legislaturas si fuesen ellas las habilitadas para llevar a cabo esta función. Es obvio
por lo demás, que la facultad de los jueces de decir lo que es Derecho reside en su
superior capacidad para investigar las fuentes del Derecho e interpretarlas, y sus
188
Richard H. FALLON, Jr.; “Marbury and the Constitutional Mind: A Bicentennial Essay on the
Wages of Doctrinal Tension”, en California Law Review (Cal. L. Rev.), Volume 91, 2003, pp. 1 y ss.; en
concreto, p. 14.
189
Michael J. KLARMAN: “How Great Were the <Great> Marshall Court Decisions?”, en Virginia
Law Review (Va. L. Rev.), Volume 87, 2001, pp. 1111 y ss.; en concreto, p. 1117.
190
Laurence H. TRIBE: American Constitutional Law, 3rd edition, Foundation Press, New York,
2000, Volume one, pp. 210-211.
191
Wolfe efectúa una precisión digna de ser tenida en cuenta en relación a la razonabilidad de la
interpretación de Marshall conducente a la judicial review, que supedita a la condición de que esta
función de revisión judicial no conduzca a una incondicional supremacía judicial en el gobierno
americano (“an unqualified judicial supremacy in our government”), pues ello, a juicio de este autor,
podría destrozar los principios del republicanismo y de la separación de poderes. Christopher WOLFE:
The Rise of Modern Judicial Review..., op. cit., p. 101.
192
Christopher L. EISGRUBER: “Marbury, Marshall and the Politics of Constitutional Judgment”,
en Virginia Law Review (Va. L. Rev.), Volume 89, 2003, pp. 1203 y ss.; en concreto, pp. 1208-1209.
670 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

decisiones son juicio antes que voluntad, capricho o arbitrio, en cuanto que están
fundadas en un razonamiento jurídico.
No ha de extrañar a la vista de lo que acabamos de decir, que amplios sectores de
la doctrina hayan tradicionalmente considerado que la argumentación de Hamilton
resulta más convincente que la de Marshall. Como escribe Gabin193, siguiendo de
cerca a Corwin, “Marshall´s rationale, notwithstanding prevailing opinion to the
contrary, is not thoroughly Hamiltonian in assuming that only judges can know
the Constitution or will base their interpretation of it on knowledge rather than
will”. Hamilton había sostenido la necesidad de unos jueces imparciales y, por lo
mismo, independientes, una exigencia que militaba directamente en contra de una
interpretación final de la Constitución por los órganos políticos. Pero Hamilton no
iba ni mucho menos a presuponer que los jueces eran infalibles. Aunque en teoría
se les prohibía el ejercicio de su mera voluntad, esto es, de su arbitrio, y de ellos se
podía pensar, también por su superior capacidad jurídica, resultante lógica de su
conocimiento, que estaban capacitados para interpretar la Constitución de modo
más imparcial que las “political branches”, Hamilton se dio cuenta de que también
los jueces podían decidir antes por su voluntad y arbitrio que por el razonamiento y
el juicio, como también de vez en cuando uno podía tropezarse con interpretaciones
judiciales equivocadas. Pero Hamilton, en el Nº LXXXI del Federalist, iba a
considerar que tales peligros nunca alcanzarían una importancia tan grande como
para influir de forma sensible en el sistema político. En diversas razones se iba a
apoyar para ello, siendo la última, y más relevante, el freno del impeachment, que
a Hamilton le iba a parecer lo suficientemente fuerte como para considerar que
el peligro de las usurpaciones judiciales a costa de la autoridad legislativa era en
realidad un fantasma (a phantom”)194.
Frente a Hamilton, Marshall, en su fundamentación jurídica en favor de
la judicial review, simplemente optó por plantear el tema como una cuestión
de principio. Como se ha escrito, Marshall, alegremente (“blithely”), saltó a la
conclusión (“jumped to the conclusion”) de que la judicial review era “the very
essence of judicial duty”, ofreciendo una razón mucho menos fuerte que la dada

193
Sanford Byron GABIN: Judicial Review and the Reasonable Doubt Test, National University
Publications-Kennikat Press, Port Washington (New York)/London, 1980, p. 15.
194
Vale la pena reproducir en sus propios términos la argumentación de Hamilton: “It may in
the last place be observed –escribe Hamilton en el Nº LXXXI de los Federalist Papers– that the sup-
posed danger of judiciary encroachments on the legislative authority, which has been upon many
occasions reiterated, is, in reality, a phantom. Particular misconstructions and contraventions of the
will of the legislature may now and then happen; but they can never be so extensive as to amount to
an inconvenience, or in any sensible degree to affect the order of the political system. This may be
inferred with certainty from the general nature of the judicial power; from the objects to which it
relates; from the manner in which it is exercised; from its comparative weakness; and from its total
incapacity to support its usurpation by force. And the inference is greatly fortified by the consideration
of the important constitutional check , which the power of instituting impeachments in one part
of the legislative body, and of determining upon them in the other, would give to that body upon
the members of the judicial department”. Alexander HAMILTON, James MADISON, and John JAY:
The Federalist or, the New Constitution, edited with an Introduction and Notes by Max Beloff, Basil
Blackwell, Oxford (Great Britain), 1948, p. 414 (el Nº LXXXI en pp. 411-420).
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 671

por Hamilton, al omitir el argumento de la imparcialidad de los jueces, “the core


of Hamilton´s justification”195.
Las circunstancias históricas no siempre propiciarían la adhesión a esta doc-
trina. Si Marshall había asumido que en la Constitución el pueblo de los Estados
Unidos había dado a los jueces , como parte del poder judicial, la autoridad para
determinar si las leyes del Congreso vulneran la Constitución, 58 años después, el
Presidente Abraham Lincoln concluía que tal autoridad judicial violaba la propia
esencia del gobierno representativo. Queremos decir con ello, que la doctrina de
la judicial review ha atravesado en la historia norteamericana por fases un tanto
críticas. Pero no es menos cierto que, con el devenir del tiempo, se puede suscribir
en plenitud la reflexión de Schwartz196, en el sentido de que la judicial review, tal
y como se declaró en Marbury v. Madison, ha llegado a ser el sine qua non de la
maquinaria constitucional americana.

b´) Los argumentos entresacados del texto literal de la Constitución

Los argumentos de carácter general expuestos por Marshall en defensa de


la judicial review, en lo básico, entrañaban una repetición del argumento hamil-
toniano del Federalist, quizá algo expandido en algún aspecto, aunque también,
como se acaba de apuntar, con esa laguna de enorme relevancia en referencia a la
imparcialidad judicial. Como se acaba de comprobar, las reflexiones de Marshall
giraban en torno a una teoría general de las constituciones escritas. El Chief Justice
no debió, sin embargo, considerarlas lo suficientemente convincentes, por lo que
creyó conveniente fortalecer esos argumentos con otros adicionales en los que el
punto de mira apuntaba ya directamente al propio texto de la Constitución. En el
párrafo último del prgfo 146 lo constataba al señalar que “the peculiar expressions
of the constitution of the United States furnish additional arguments”. Y a esos
argumentos adicionales iban a dedicarse los parágrafos finales (prgfos 147 a 163)
de la decisión. Con ello, John Marshall se iba a separar de Hamilton, y aunque de
modo llamativamente tardío, en la parte final de la sentencia, iba a prestar algo
de atención al Derecho de la Constitución.
El Chief Justice no iba por lo demás a circunscribir su examen a una sola
norma del texto constitucional, sino que iba a atender a una pluralidad de
disposiciones, contribuyendo cada una de ellas, en mayor o menor medida y de
uno u otro modo, al argumento de conjunto. Quizá todo ello encaje en el hecho
de que Marshall no fue el tipo de juez que, en la medida en que le es posible,
trata de minimizar su rol. Todo lo contrario, pues según apunta Wolfe, “his role
of explaining and defending the Constitution led him to assert himself strongly
in his judging”197. En cualquier caso, la sentencia nos revela el minimalismo de

195
Sanford Byron GABIN: Judicial Review and the Reasonable Doubt Test, op. cit., p. 16.
196
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 43.
197
Christopher WOLFE: The Rise of Modern Judicial Review..., op. cit., p. 85.
672 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

Marshall en la búsqueda de apoyo constitucional para su doctrina. Dewey198 ha


llegado a considerar irónico que Marshall confiara tan poco en las cláusulas cons-
titucionales para sustentar su punto de vista sobre la judicial review. Y no faltan
autores199 que ven en su incapacidad para mostrar la autorización constitucional
al Tribunal para intervenir en el sentido que lo hizo el único punto débil (“the only
weak point”) de la sentencia.
La finalidad con la que Marshall acude a ciertos preceptos constitucionales
no es ni muchos menos idéntica. En unos casos, se trata de mostrar de modo
inequívoco que la Constitución, efectivamente, establece límites insoslayables
sobre las “ramas” gubernamentales, y de modo muy particular, sobre el poder
legislativo. Esta argumentación, en realidad, lo que hace es ejemplificar con
normas positivas concretas el previo argumento principal de que la Constitución
establece un sistema limitado de gobierno200. En otros casos, por el contrario, se
pretenden aportar argumentos complementarios en favor de la judicial review.
Entre las disposiciones enderezadas a mostrar que la Constitución crea un
gobierno limitado, al acoger mandatos específicos de obligado cumplimiento,
en unos supuestos por el legislador, en otros por los propios tribunales, podemos
recordar la mención de las cláusulas de los parágrafos tercero y quinto de la
Sección 9ª del Art. I (“No bill of attainder or ex post facto law shall be passed” y
“No tax or duty shall be laid on articles exported from any State”) o de la cláusula
del parágrafo primero de la Sección 3ª del Art. III (“No person shall be convicted
of treason unless on the testimony of two witnesses to the same over act, or on
confession in open court”), previsión esta última, como es patente, específicamente
dirigida a los tribunales, aunque también encierre un mandato para el legislativo,
tal y como se razona en el prgfo 156, pues si el Congreso pudiera cambiar esa regla
y declarar que un testimonio o una confesión fuera del tribunal es suficiente para
la condena, es evidente que el principio constitucional estaría siendo ignorado.
De estas y otras disposiciones que podrían seleccionarse, resulta manifiesto “that
the framers of the constitution contemplated that instrument as a rule for the
government of courts, as well as of the legislature” (prgfo 157). No creemos que
merezca mayor atención la referencia a estas normas constitucionales.
Entre los argumentos de Derecho positivo en favor de la judicial review con
los que la sentencia trata de complementar los de carácter general, se comienza
recordando parcialmente la previsión constitucional de apertura de la Sección 2ª
del Art. III, la llamada arising-under clause o cláusula sobre la extensión del poder
judicial ( “el poder judicial se extenderá a todos los casos, de Derecho o equidad,
surgidos de conformidad con esta Constitución”). Se alude a continuación a la
obligación que el parágrafo tercero del Art. VI impone, entre otros, a los jueces,

198
Donald O. DEWEY: Marshall versus Jefferson..., op. cit., p. 127.
199
Tal es, por ejemplo, el caso de Sylvester PENNOYER, en “The Case of Marbury v. Madison”, en
American Law Review (Am. L. Rev.), Volume 30, 1896, pp. 188 y ss.; en concreto, p. 197.
200
Bickel lo relativiza aún más, considerando sin más esta argumentación como una repetición
del previo argumento principal, basado en el propio hecho de un limitado gobierno establecido por
la Constitución. Alexander BICKEL: The Least Dangerous Branch, op. cit., p. 6.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 673

de prestar juramento de sostener la Constitución (“to support this Constitution”).


Finalmente, Marshall considera digna de mención la bien conocida cláusula de
supremacía (supremacy clause) del Art. VI. De inmediato, nos ocupamos particu-
larizadamente de cada una de estas tres cláusulas constitucionales.
La sentencia, prácticamente, concluye (en su penúltimo prgfo, el nº 163)
poniendo de relieve cómo “la particular fraseología, terminología (“the particular
phraseology”) de la Constitución confirma y refuerza el principio, que se supone
esencial a todas las constituciones escritas (“essential to all written constitutions”),
de que una ley contradictoria con la Constitución es nula (“void”), y los tribunales,
lo mismo que los otros departamentos, están vinculados por ese instrumento”.
Bickel ha replicado a esta conclusión, que el principio en cuestión debe efectiva-
mente presuponerse, porque la realidad es que la “fraseología de la Constitución,
“per se”, ni lo apoya ni lo desaprueba201. Y efectivamente, es obvio, como ya
hemos dicho en diversas oportunidades, que ninguna cláusula constitucional
acoge, en rigor, la judicial review, aunque también hemos señalado, que una
interpretación sistemática de diversas normas constitucionales conduce a admitir
que la Constitución sustenta de modo implícito el instituto de la judicial review.
Kahn ha llegado a decir, que la Constitución no declara la judicial review, es más
bien la judicial review la que inventa la Constitución, pues la misma “gives us the
Constitution as our permanent law”202.

a´´) La cláusula sobre la extensión del poder judicial (arising-under


clause)

Una primera base aportada, según la sentencia, por el articulado de la Cons-


titución para la judicial review, aquélla de la que se hace eco en primer término
Marshall, se encuentra en el inicio de la previsión constitucional de la Sección 2ª
del Art. III, que extiende el poder judicial de los Estados Unidos a todos los casos
que surjan de conformidad con la Constitución203. Para Marshall, desde luego,
parece ser el más sólido soporte constitucional de su doctrina. ¿Podría ser –se
interroga en el prgfo 148– la intención de quienes dieron este poder decir que,
al emplearlo, la Constitución no debía ser examinada? ¿Que un caso originado
de conformidad con la Constitución fuera decidido sin examinar el instrumento
conforme al que se origina? Esto, responde de inmediato, “is too extravagant to
be maintained” (prgfo 149).
Las opiniones doctrinales existentes al respecto no muestran el convencimien-
to que parece latir en el pensamiento de Marshall; bien al contrario, son cualquier

201
Alexander BICKEL: The Least Dangerous Branch, op. cit., p. 12.
202
Paul W. KAHN: The Reign of Law, op. cit., p. 169.
203
El tenor literal del párrafo es el siguiente: “The judicial Power shall extend to all Cases, in Law
and Equity, arising under this Constitution, the Laws of the United States, and Treaties made, or
which shall be made, under their Authority”.
674 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

cosa salvo pacíficas. Los argumentos a los que en algunos supuestos se recurre
son, adicionalmente, de lo más heterogéneos.
Las divergencias comienzan a la hora de visualizar el significado de esta
cláusula en la época de los Founding Fathers. Wolfe, para quien de las “textual
bases” para la judicial review, ésta es, indudablemente, la más poderosa, la
más convincente (“the strongest”)204, recuerda que numerosos miembros de la
generación de los Founding Fathers consideraron que los mencionados términos
del Art. III autorizaban expresamente a los tribunales federales para ponderar la
constitucionalidad de las leyes federales supuestamente contrarias a la Consti-
tución. Así, aludiendo a “the arising under language”, George Mason observaba
que “an express power is given to the Federal Court, to take cognizance of such
controversies”, y de esta forma, –añadía– la Supreme Court podía declarar todas
las leyes federales ex post facto nulas. Y James Wilson observaría que el federal
judiciary estaba en condiciones de declarar las leyes federales inconstitucionales
“null and void” a causa de que tenía jurisdicción sobre los casos “arising under
the Constitution”205.
Bien diferente sería la postura sustentada por Corwin. Al abordar la cuestión,
el connotado Profesor de la “Princeton University” iba a comenzar recordando206,
que el Profesor McLaughlin, en su obra “Confederation and the Constitution”,
aventuró la opinión de que la facultad para supervisar la legislación federal y
anularla cuando fuera contradictoria con la Constitución fue expresamente
conferida (“was expressly bestowed”) al federal judiciary por la cláusula “cases...
arising under the Constitution”. Corwin no se muestra nada de acuerdo con esa
interpretación (“the above argument –llega a escribir207– is open to disparagement
at several points”). Y ofrece al respecto su propia interpretación, que sustenta en
un análisis de la visualización de esta cláusula por los Founding Fathers, prestando
particular atención a la posición de Madison.
Madison, constata Corwin, aludió a la cláusula en la Convención de
ratificación de Virginia en los siguientes términos: “Puede ser una desgracia (“a
misfortune”), que al organizar cualquier gobierno, la explicación de su autoridad
pudiera dejarse a cualquiera de sus poderes coordinados (“to any of its coordinate
branches”). No hay ejemplo de ello en ningún país, pues es de otro modo. Hay
(aquí) una nueva política al someterlo al judiciary de los Estados Unidos”. Un
cuidadoso examen del desarrollo del pensamiento de Madison revela que su idea
de la cláusula “cases under the Constitution” era la de que tales casos eran “casos
de naturaleza federal” originados a causa de leyes injustificables, pero no del
Congreso, sino de los Estados. A mayor abundamiento, Corwin cree208 que este

204
Christopher WOLFE: The Rise of Modern Judicial Review..., op. cit., p. 97.
205
Apud Saikrishna B. PRAKASH and John C. YOO: “The Origins of Judicial Review”, en University
of Chicago Law Review (U. Chi. L. Rev.), Vol. 70, 2003, pp. 887 y ss.; en concreto, p. 901.
206
Edward S. CORWIN:”The Supreme Court and Unconstitutional Acts of Congress”, en Michigan
Law Review (Mich. L. Rev.), Volume IV, 1905-1906, pp. 616 y ss.; en concreto, pp. 616-617.
207
Ibidem, p. 618.
208
Ibidem, pp. 618-619.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 675

análisis es concluyentemente (“conclusively”) confirmado por Hamilton en el Nº


80 del Federalist. Hamilton se interroga aquí acerca de lo que se quiere significar
por “cases arising under the constitution” en contraposición con aquellos otros
casos “arising under the laws of the United States”. Todas las restricciones sobre la
autoridad de las legislaturas estatales suministran ejemplos de esa diferencia. Tales
legislaturas no están, por ejemplo, para emitir papel moneda, pero la prohibición
resulta de la Constitución y no tendrá conexión con ninguna ley de los Estados
Unidos. Si no obstante, emitieran papel moneda, las controversias surgidas al
respecto serían “cases arising under the constitution” y no “under the laws of the
United States”. En una palabra, lo que se hizo a través de la incorporación de la
cláusula en cuestión a la Constitución, fue el otorgamiento al gobierno federal
de un veto (“the bestowal upon the federal government of a veto”) con el fin de
ser discretamente (“unobtrusively”) ejercido a través de su departamento judicial
sobre determinadas categorías de la legislación estatal.
Al margen ya de los argumentos de carácter histórico, las discrepancias entre
la doctrina sobre el significado de la cláusula que nos ocupa son moneda corriente,
aunque prevalezcan los autores que no ven en la cláusula sustento alguno para
la doctrina de la judicial review. Separándose de la posición mayoritaria, el Chief
Justice Burger, implícitamente, se iba a mostrarse proclive a la interpretación de
Marshall, pues, a su entender209, los términos del Art. III, delimitando el poder
judicial federal, serían estériles si la Corte Suprema no pudiera ejercer el poder
judicial a través de la decisión de conflictos entre la Constitución, las leyes
federales y los tratados, de un lado, y las leyes del Congreso, el Ejecutivo o los
Estados, de otro.
Entre los relevantes autores que han mostrado su escepticismo frente a la
interpretación de Marshall, podemos recordar ahora, además del ya mencionado
Corwin, a Bickel y a Crosskey, quienes han considerado la llamada arising-under
clause como ambigua o inadecuada al fin perseguido por Marshall. Corwin,
adicionalmente a sus argumentos de raíz histórica, a los que acabamos de aludir,
cree que aunque no cabe ninguna duda acerca de que los casos que implican la
cuestión de constitucionalidad con respecto a una ley del Congreso pueden ser
descritos como “cases arising under this Constitution”, esta cláusula no estaba
colocada en la Constitución con el propósito de llevar tales casos dentro del poder
judicial de los Estados Unidos, y esto por la simple razón de que, al admitir “the
legal character of the Constitution”, esos casos ya estaban allí. Consecuentemente,
si así se concibiera esta cláusula, aparecería como una mera redundancia (“mere
surplusage”)210. También Bickel ha considerado inadecuada la cláusula que nos
ocupa para llevar la carga de la judicial review, entendiendo que la interpretación
de Marshall no está de acuerdo con el esquema general del Art. III, aunque la
misma pueda ser posible, siendo en todo caso algo puramente opcional211.

209
Warren E. BURGER: “The Doctrine of Judicial Review. Mr. Marshall, Mr Jefferson, and Mr.
Marbury”, op. cit., p. 15.
210
Edward S. CORWIN: “Marbury v. Madison and the doctrine of judicial review”, op. cit., p. 546.
211
Alexander BICKEL: The Least Dangerous Branch..., op. cit., pp. 5-6.
676 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

Con mayores matices se expresan otros autores. Así, Alfange cree que la
disposición constitucional que nos ocupa podría discutiblemente (“arguably”)
emplearse para proporcionar una base textual para la judicial review. Pero el
hecho de que los tribunales federales puedan asumir jurisdicción sobre casos
“arising under this constitution” no implica necesariamente la existencia de una
facultad de judicial review, porque pueden originarse casos de conformidad con la
Constitución que no impliquen ninguna cuestión en cuanto a la constitucionalidad
de una ley del Congreso212. En fin, Currie matiza213, que la arising-under clause
parece ser tan sólo una disposición jurisdiccional, que no necesita ser tomada
en consideración para decidir cuándo debe darse precedencia a la Constitución.
A juicio del propio autor, la supremacy clause se manifiesta al respecto más
directamente, pareciendo la cláusula que nos ocupa subordinar tan sólo la acción
ejecutiva o estatal, no las leyes del Congreso, a la Constitución.
En cualquier caso, y al margen ya de estas y otras posibles consideraciones
críticas, lo cierto es que, aun cuando de la arising-under clause no dimane la facul-
tad de revisión judicial, es un elemento que puesto en conexión con otros puede
contribuir a apoyar la interpretación de Marshall. Así, puesta en conexión esta
cláusula, como se hace en la sentencia, con la existencia constitucional de ciertos
límites específicos sobre la legislatura (como podría ser el caso de la prohibición
de leyes ex post facto), el sustento de la judicial review se puede ver significativa-
mente reforzado, pues resulta obvio que tales limitaciones resultarían ineficaces
si los tribunales, en los casos surgidos como consecuencia de la Constitución,
tuvieran que hacer cumplir las leyes que contravinieran esas mismas restricciones
constitucionales que pesan sobre el Congreso.

b´´) La supremacy clause

Como no podía ser de otro modo, Marshall se hace eco de la supremacy clause
del parágrafo segundo del Art. VI214. Sin embargo, llaman la atención varias cosas.
Ante todo, el que sólo casi al final de la sentencia (en el prgfo 162) y de modo muy
superficial se aluda a tan relevante cláusula, y después, las considerables dudas
con que parece atender a la misma. Recordemos las palabras con las que se abre
el correspondiente párrafo: “It is also not entirely unworthy of observation”. Esto
es, contra lo que pareciera dar a entender esta cláusula, cuando enumera las
normas que integran “the supreme law of the land”, al mencionar a la Constitución

212
Dean ALFANGE, Jr.: “Marbury v. Madison and Original Understandings of Judicial Review...”,
op. cit., p. 418.
213
David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court. The First Hundred Years 1789-1888,
University of Chicago Press, Chicago and London, 1985, p. 73.
214
Aunque la dicción de esta cláusula creemos que es harto conocida, transcribimos su texto a
continuación. A tenor de la misma: “This Constitution, and the Laws of the United States which shall
be made in pursuance thereof; and all Treaties made, or which shall be made, under the authority of
the United States, shall be the supreme law of the land; and the judges in every State shall be bound
thereby, any thing in the Constitution or Laws of any State to the contrary notwithstanding”.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 677

en primer término, y al no incluir dentro de tal categoría más que a las leyes
elaboradas “in pursuance of the constitution”, Marshall considera esta previsión
“no enteramente indigna de atención”, lo que, indiscutiblemente, entraña su
depreciación como elemento de apoyo de la teoría de la judicial review, algo sor-
prendente a la vista del poderoso soporte que la supremacy clause parece ofrecer
a la consideración de la Constitución como “paramount law”, que ha propiciado
que en tiempos posteriores esta cláusula pareciera a muchos el más persuasivo
apoyo del texto constitucional a la doctrina que nos ocupa.
El significado originario de la supremacy clause puede contribuir a explicar el
tratamiento secundario que Marshall le da en la sentencia, a los efectos que nos
ocupan, innecesario es decirlo. Y es que no puede caber duda de que el propósito
de los constituyentes con la supremacy clause parece haber tenido que ver de modo
primario con la supremacía del Derecho federal sobre el Derecho estatal215. Quizá
ello pueda explicar las vacilaciones que Marshall muestra al respecto.
El origen de esta cláusula como un sucedáneo de una propuesta que pretendía
otorgar al Congreso federal la facultad de rechazar aquellas leyes estatales que con-
travinieran la Constitución, contribuye a aclarar su finalidad216. Lo que Madison
llamó “la tendencia centrífuga de los Estados” a “destruir el orden y la armonía
del sistema político” había conducido (según se refleja en sus propias notas per-
sonales) a las violaciones estatales de los tratados nacionales, a las usurpaciones
de la autoridad central o confederal y a las colisiones entre los diversos intereses
de los Estados. Fueron estos bien conocidos hechos los que estuvieron en la base
del llamado Virginia Plan, propuesto por Randolph el 29 de mayo de 1787 y en
cuyo punto sexto se pretendía facultar a la legislatura nacional para “to negative
all laws passed by the several States, contravening in the opinion of the National
Legislature the articles of Union”. Esta previsión, con la adición de las palabras “or
any treaties subsisting under the authority of the Union”, fue aceptada al principio
de la Convención (el 13 de junio) por el Committee of the Whole sin debate217. Era
la reacción manifiesta de la Convención frente al anterior estado de cosas. Sin
embargo, una subsiguiente propuesta de Charles Pinckney para ampliar el veto
a todas las leyes que la legislatura nacional considerara inadecuadas (“should
judge improper”) desencadenó una fuerte reacción inspirada en gran parte por
los temores a una disminución de la soberanía estatal. Las palabras de rechazo
de Gerry, que exageradamente revelan el temor a la “esclavitud” de los Estados,
no dejan lugar a dudas: “The National Legislature with such a power may enslave
the States”. Ante esta situación de rechazo, el 15 de junio, Paterson introdujo en la

215
“The purpose of the supremacy clause –escribe Currie– seems to have been to declare the primacy
of federal over state law”. David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court..., op. cit., p. 73.
216
Sobre la génesis de la supremacy clause, cfr. Raoul BERGER: Congress v. the Supreme Court,
Harvard University Press, 2nd edition, Cambridge (Mass.), 1974, pp. 223-225.
217
Los dos textos del Virginia Plan (el propuesto por Randolph y el resultante del Informe aprobado
por el Committee of the Whole) y el del New Jersey Plan, pueden verse en la obra, From the Declaration
of Independence to the Constitution (The Roots of American Constitutionalism), edited by Carl J.
FRIEDRICH and Robert G. McCLOSKEY, The Bobbs-Merrill Company, Inc., Indianapolis/New York,
1954, pp. 24-32.
678 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

Convención el que se conoce como el New Jersey Plan, un proyecto más limitado
en sus pretensiones que el Virginia Plan. La sexta resolución del nuevo proyecto,
auspiciado por el Estado de New Jersey, contenía el germen de la supremacy
clause218; por medio de ella se preveía que los jueces estatales estarían vinculados
por las leyes nacionales y los tratados. Sería finalmente una propuesta de Luther
Martin la que se terminaría convirtiendo en el texto de la supremacy clause, siendo
aprobada unánimemente y sin discusión219. La propuesta convertiría las leyes
federales y los tratados en “the supreme law of the respective States”, vinculando
unas y otros a los tribunales estatales. El 23 de agosto Pinckney replanteó la
cuestión con la finalidad de recuperar una más amplia facultad de rechazo de la
legislación estatal por parte del Congreso, pero frente a su propuesta, Sherman
creyó innecesario habilitar al Congreso con tal facultad de rechazo de la legislación
estatal, en cuanto que “the laws of the General Government being supreme and
paramount to the State laws according to the Plan as it now stands”. De esta forma,
la aprobación de la cláusula de supremacía dejaba meridianamente claro que tras
ella latía un principio de superioridad de la legislación federal sobre la estatal.
También Crosskey220 cree que esta cláusula entró en el esquema de la Cons-
titución sustentado por la Convención, el 17 de julio, como un sucedáneo de la
facultad de rechazo general del Congreso (“the general Congressional negative”)
sobre todos los actos legislativos estatales (“over all state legislative acts”), por la
que James Madison y algunos otros delegados habían abogado insistentemente.
Madison deseaba que esta facultad de rechazo de la legislación estatal quedara en
manos del Congreso. Sin embargo, según Crosskey, el objetivo final de esa facultad
de rechazo, que la supremacy clause vino a reemplazar, era habilitar al Congreso
para enfrentarse a la creciente dificultad proveniente del normal y habitual deber
de los jueces estatales de prestar obediencia a las leyes de su propia legislatura.
Este cambio de objetivo de la cláusula se fundamenta con base en una referencia
que aparece en las notas sobre la Convención tomadas por Robert Yates, uno de
los delegados de Nueva York, en la que se alude a la insistencia de Madison en
que “the judges of the states must give the state laws their operation, although
it (should) abridge the rights of the national government”. Esta interpretación

218
Creemos del mayor interés recordar la redacción parcial de esta sexta resolución. De conformidad
con la misma, se proponía que la Convención resolviera : 6. “That all acts of the United States in
Congress, made by virtue and in pursuance of the powers hereby and by the articles of confederation
vested in them, and all treaties made and ratified under the authority of the United States, shall be
the supreme law of the respective States as far forth as those Acts or Treaties shall relate to the said
States or their Citizens; and that the judiciary of the several States shall be bound thereby in their
decisions, anything in the respective laws of the Individual States to the contrary notwithstanding...”.
219
Esa primitiva versión de la supremacy clause propuesta por el delegado Luther Martin venía a
disponer que “the legislative acts of the United States made by virtue and in pursuance of the articles
of Union” and federal treaties “shall be the supreme law of the respective States... any thing in the
respective laws of the individual States to the contrary notwithstanding”. Apud Henry M. HART, Jr.:
“Professor Crosskey and Judicial Review”, en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Volume 67, 1953-
1954, pp. 1456 y ss.; en concreto, p. 1469.
220
William Winslow CROSSKEY: Politics and the Constitution..., op. cit., Volume II, pp. 985-986.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 679

de Crosskey 221, como es habitual en sus peculiares posiciones, ha suscitado


bastante rechazo, pues, como se ha constatado, nada en las declaraciones de
Madison sugiere que requiriera a los jueces estatales a prestar absoluta obediencia
(“absolute obedience”) a las leyes estatales que estuvieren en contradicción con
la Constitución federal, de resultas de limitar los derechos del gobierno nacional.
Como aduce Hart222, los cambios esenciales (“vital changes”) sufridos por la
cláusula con posterioridad a la propuesta de Luther Martin se hicieron sin debate
y, por lo tanto, sin una expresa aclaración de sus propósitos. Esos cambios son,
en cualquier caso, coherentes con el punto de vista ortodoxo de que la parte de
la cláusula que vincula expresamente a los jueces estatales a la observancia de
las leyes federales fue introducida para, al unísono, enfatizar y ampliar el deber
declarado en la disposición relativa al juramento.
En fin, también se ha especulado acerca de las dudas interpretativas que
plantearían algunos aspectos de la propia redacción de la cláusula. Así, se ha
expuesto que la Constitución no se llama a sí misma “the supreme law of the
land”, pues esa calificación comprende asimismo a las leyes de los Estados Unidos
y a los tratados, lo que devaluaría un tanto su superioridad respecto de las leyes
federales; lo que se estaría en realidad consagrando es la supremacía del Derecho
federal en su conjunto sobre las Constituciones y las leyes estatales. Por otro lado,
aunque en relación a las leyes federales, la norma constitucional viene a decir que
no todas esas leyes se considerarán “supreme law of the land”, sino tan sólo las
que se hicieren “<in pursuance> of the Constitution”, expresión tradicionalmente
entendida como “de conformidad con la Constitución”; alguna doctrina ha consi-
derado, primero, que la supremacy clause no especifica quién decidirá si una ley
de los Estados Unidos está “in pursuance” con la Constitución, y segundo, que
el término “pursuance”, en sí mismo considerado, no se halla exento de cierta
ambigüedad; de ahí que los que se oponían a la Constitución entendieran que tal
término equivalía a “in consequence of the Constitution”, y consecuentemente
no debía interpretarse como “agreeably to it”. A la vista de todo ello, Corwin llegó
a la conclusión de que “the supremacy clause makes the state courts a first line
defense of national against state power, but its further intentions with respect to
judicial review are speculative”223.
Al margen ya de todas las vicisitudes que se hallan en el mismo origen histórico
de la supremacy clause, la realidad es que si atendemos a su redacción, se ha de

221
La interpretación histórica de las razones a las que obedeció la supremacy clause no son sino
un punto de apoyo adicional para la aún más controvertida tesis de Crosskey de que la judicial review
no fue visualizada respecto de las leyes del Congreso (“that judicial review –escribe Crosskey– had not
been intended, under the Constitution, as to the laws of Congress”). William Winslow CROSSKEY,
en Ibidem, p. 985.
222
Henry M. HART, Jr.: “Professor Crosskey and Judicial Review”, op. cit., pp. 1469-1470.
223
Edward S. CORWIN: “What Kind of Judicial Review did the Framers Have in Mind?”, en
Pittsburgh Legal Journal, January, 8, 1938, pp. 4 y ss. Publicado asimismo en la obra (que es la que
manejamos) Corwin´s Constitution. Essays and Insights of Edward S. Corwin, edited by Kenneth D.
Crews, Greenwood Press, New York/Westport (Connecticut)/London, 1986, pp. 71 y ss.; en concreto,
p. 78.
680 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

destacar, que ningún mandato se dirige en ella a los tribunales federales. De ahí
que Bickel escribiera224, que sólo una diversión forense (“a forensic amusement”)
puede propiciar que la referencia a “the Judges in every State” se tome para incluir
a los jueces federales con base en que algunos de ellos actúan en los Estados. La
cláusula viene referida a los Estados componentes de la Federación, indicándoles
que el Derecho federal reemplaza a cualquier Derecho estatal contrario, y en
sintonía con ello, se dirige directamente a los jueces estatales, diciéndoles que
será su deber aplicar el supremo Derecho federal frente a cualquier Derecho
estatal contradictorio con el anterior, en el bien entendido de que el cumplimiento
prioritario del Derecho federal vendrá exigido tan sólo cuando el mismo esté
hecho en conformidad con la Constitución. Tras la supremacy clause late, como de
nuevo sostiene Bickel225, el propósito de convertir en suprema la autoridad federal
respecto de la estatal, resultando evidente que, si los jueces estatales dispusieran
de la facultad última de derribar las leyes federales, se habría alcanzado justa-
mente el efecto opuesto, y todo ello al margen ya del obvio interés de alcanzar la
uniformidad en la aplicación del Derecho federal.
En cualquier caso, y no obstante la reconducción de la disposición constitu-
cional en cuestión a la esfera del federalismo, lo cierto es que la supremacy clause
proporciona un fuerte apoyo para el instituto de la judicial review, y ello, al menos,
por tres razones diferentes: 1) porque en ella se indica que la Constitución es parte
primigenia de ese “supreme law of the land”; no es en absoluto inocuo, que en esa
tríada de textos normativos que integran esa suprema ley del país, la Constitución
se mencione en primer lugar; 2) porque la referencia que en ella se hace a las
leyes hechas “in pursuance of the Constitution” sería, como dice Wolfe226, difícil
de explicar de cualquier otro modo que no fuera el de que hay leyes nulas por
su inconstitucionalidad, ya que interpretarla como si se refiriera a la adecuada
forma de promulgación (“form of enactment”) convertiría su mandato en algo
obvio e innecesario227, o dicho de otro modo, porque al limitar el que podríamos
tildar de “supreme law status” a aquellas leyes federales que sean conformes con
la Constitución, lo que la supremacy clause está estableciendo es la superioridad
de la Constitución sobre las leyes federales228, y 3) porque al dirigirse de modo
particular a los jueces (bien que en la literalidad del texto se aluda a los jueces

224
Alexander BICKEL: The Least Dangerous Branch, op. cit., p. 9.
225
Ibidem, pp. 9-10.
226
Christopher WOLFE: The Rise of Modern Judicial Review..., op. cit., p. 97.
227
No es tal el criterio de Van Alstyne, para quien la frase “in pursuance thereof” podría fácilmente
significar “in the manner prescribed by this Constitution”, en cuyo caso las leyes del Congreso podrían
ser revisables judicialmente en cuanto a la integridad de su procedimiento, pero no en cuanto a su
sustancia”. William W. VAN ALSTYNE: “A Critical Guide to Marbury v. Madison”, op. cit., p. 20.
228
Prakash y Yoo, a nuestro juicio imprecisamente, dicen que la supremacy clause pone de relieve
que “the Constitution is superior to unconstitutional federal statutes”, pero esta reflexión es, cuando
menos, equívoca, pues parece dar a entender que esa superioridad de la Constitución se circunscribe
a las leyes federales inconstitucionales, cuando, es obvio, la superioridad se ha de predicar de las
leyes en general, entendiendo que, tratándose de una ley inconstitucional, esa superioridad de la
Constitución se traduce en la nulidad de la ley contradictoria con aquélla. Cfr. al efecto, Saikrishna
B. PRAKASH and John C. YOO: “The Origins of Judicial Review”, op. cit., p. 903.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 681

estatales), viene a confirmar la idea de que los jueces tienen una responsabilidad
particular en la interpretación de la Constitución y de las leyes229. Y carecería
de toda lógica y razonabilidad entender, que mientras los jueces estatales deben
acomodarse al mandato latente en esta cláusula, los jueces federales quedan
desvinculados del mismo.

c´´) La cláusula del juramento (oath clause)

Nos resta aludir de modo muy sumario a la referencia que en la sentencia se


hace respecto al juramento de los jueces. Marshall también invoca en esta parte
de la sentencia la disposición del Art. VI (la llamada oath clause) de que los jueces
estarán vinculados por su juramento a sostener la Constitución. Este juramento,
desde luego, se aplica de modo especial a su conducta de naturaleza oficial. Qué
inmoral, nos dice Marshall (prgfo 158), sería imponerles este juramento si ellos
tuvieran que ser empleados como instrumentos, astutos instrumentos, para violar
lo que ellos dicen apoyar.
La sentencia recoge asimismo (en el prgfo 159), a modo de elemento demostra-
tivo del criterio legislativo sobre el tema, la fórmula específica de juramento que el
First Congress impuso sobre los jueces federales, que, entre otras manifestaciones,
incluía lo que sigue: “...that I will faithfully and impartially discharge and perform
all the duties incumbent on me as (Judge or Justice), according to the best of my
abilities and understanding, agreeably to the constitution and laws of the United
States”. ¿Porqué –se pregunta a renglón seguido Marshall (prgfo 160)– un juez
habría de jurar cumplir sus deberes de conformidad con la Constitución de los
Estados Unidos si esa Constitución no integrara una norma para su gobierno? Si
tal fuera el estado real de las cosas, –se concluye (prgfo 161)– esto sería peor que
una solemne burla (“solemn mockery”). Adicionalmente, un sector de la doctrina
ha señalado230, que la comparación de la fórmula parcialmente transcrita con la
fórmula genérica de juramento exigida por el Congreso en la primera ley federal
(“I,...., do solemnly swear –or affirm– that I will support the Constitution of the
United States”) sugiere que se sobreentendió que los jueces federales tenían la
autoridad de interpretar y hacer cumplir la Constitución.
Este argumento es, en cualquier caso, de una notable debilidad. Wolfe lo señala
claramente cuando escribe que “the oath is a weaker support for judicial review

229
Discrepante es al efecto la posición de Sosin, para quien la cláusula de supremacía exige de los
jueces de los Estados hacer respetar la autoridad federal frente a la estatal. Y siguiendo la estela de
Bickel, añade que sólo como una “diversión forense” (“forensic amusement”) podría la frase “judges
in every state” ser tomada en el sentido de incluir a los jueces federales con base en que algunos, los
jueces federales de distrito, actúan en los Estados. En definitiva, para este autor, como para otros, la
Constitución no dirige la supremacy clause a las relaciones entre la Constitución y las leyes federales,
sino entre la autoridad federal y la estatal. J. M. SOSIN: The Aristocracy of the Long Robe, op. cit., pp.
310-311.
230
Saikrishna B. PRAKASH and John C. YOO: “The Origins of Judicial Review”, op. cit., p. 917.
682 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

since it suggests a line of reasoning distinctly opposed to such review”231. No muy


lejana es la posición de Bickel, para quien la cláusula de juramento, lejos de apoyar
el razonamiento de Marshall, es posiblemente el principal argumento en contra
suya del texto de la Constitución. De acuerdo con la argumentación de la sentencia,
el juramento estaría obligando a todos y cada uno de los funcionarios a sostener
la Constitución en el cumplimiento de su propia función; de ello derivaría el más
completo caos (“utter chaos”) dimanante de que cada uno y en cada momento
interpretaría y aplicaría la Constitución por sí mismo232. Además, como tiempo
atrás apuntara Haines233, un razonamiento análogo al de Marshall podría conducir
a los miembros del Congreso y del Ejecutivo a rehusar aceptar una decisión de la
Corte Suprema con la que estuvieran en desacuerdo. Todo ello, al margen ya de
una objeción que creemos de una gran relevancia: la de que este razonamiento del
Chief Justice parece presuponer que la determinación de la validez de una ley es
una cuestión puramente mecánica y apremiante en la que no entran en juego las
decisiones personales o individuales, en vez de una dificultosa y delicada cuestión
a la que con frecuencia se anudan serias consecuencias políticas sobre las que
juristas y estadistas pueden muy bien hallarse en desacuerdo.
Sería, sin embargo, el ya mencionado Justice Gibson, de la Corte Suprema de
Pennsylvania, en su célebre dissent formulado en el caso Eakin v. Raub (1825),
quien daría la más concluyente réplica a este argumento. Según el Justice Gibson,
el juramento debe ser entendido en referencia a sostener a la Constitución “only
as far as that may be involved in his official duty”, y consiguientemente, si su
deber público como juez no comprende una investigación sobre la autoridad de
la legislatura, tampoco la comprende su juramento234.
Cuanto se ha expuesto es lo suficientemente concluyente para finalizar, que
de las disposiciones constitucionales aportadas por la sentencia en apoyo de la
doctrina de la judicial review, la oath clause es, sin ningún género de dudas, la más
inconsistente, hasta el extremo de poder llegar a operar como un argumento en
contrario.

c´) La ausencia de toda referencia a los precedentes jurisprudenciales


y a la posición de los Framers ante la judicial review

I. Uno de los aspectos que más llama la atención de la sentencia es la casi


absoluta falta de referencia a los precedentes jurisprudenciales tanto en relación
al posicionamiento de la Corte sobre el mandamus como a la doctrina de la judicial
review. Y este dato aún se hace más relevante si se atiende a que, como escribió el
senador Albert Beveridge, el más célebre biógrafo de Marshall, “no case ever was

231
Christopher WOLFE: The Rise of Modern Judicial Review..., op. cit., p. 98.
232
Alexander BICKEL: The Least Dangerous Branch, op. cit., p. 8.
233
Charles Grove HAINES: The American Doctrine of Judicial Supremacy, University of California
Press, Berkeley (California), 1932, p. 200.
234
Apud David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court..., op. cit., p. 73.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 683

decided in which a judge needed so much the support of judicial precedents”235.


Algo semejante cabría decir respecto de la omisión a cualquier alusión a la
posición de los Framers respecto de la facultad judicial de enjuiciamiento de la
validez de una ley desde los parámetros de la Constitución.
En cuanto a los precedentes, la doctrina ha puesto de relieve con carácter
general, que a inicios del siglo XIX las sentencias raramente incluían referencias
a otros casos anteriores, quizá con la salvedad de aquéllos que directamente se
refirieran a la misma cuestión236. Pero no creemos que sea ésta la única razón, ni
siquiera la de más peso, de esta ausencia. Se ha dicho asimismo237, que el hecho de
que la decisión no descansara sobre los precedentes era probablemente un reflejo
del estilo personal de escribir sentencias del Chief Justice, que tendía a ignorar el
precedente y a confiar en su lugar en su capacidad de formular argumentaciones
convincentes. Ciertamente, la Marbury opinion no será la única de Marshall en
que pueda constatarse tal hecho. Las decisiones dictadas en los casos McCulloch
v. Maryland, Cohens v. Virginia o Dartmouth College v. Woodward constituyen otros
buenos ejemplos en los que Marshall ignoró precedentes disponibles que podían
serle de utilidad para su sentencia.
Por supuesto, no cabe duda de que había precedentes jurisprudenciales a
los que acudir. Se ha hablado incluso de la existencia de un cuerpo de opinión
de dominante influencia (“a body of opinion of commanding influence”)238. No
es éste el momento de entrar en tales precedentes, pero sí podemos recordar, en
lo que a la judicial review atañe, los posicionamientos inequívocos en su favor
de algunos Associate Justices actuando como miembros de los circuit courts, e
incluso, en el ámbito de la Supreme Court, el dictum contenido en el dissent del
Justice James Iredell en el caso Chisholm v. Georgia (1793), y la sentencia con
la que resolvió el caso Hylton v. United States (1796). Marshall, en definitiva,
podía haber construido su argumentación con un significativo apoyo en diversos
precedentes jurisprudenciales. Y sin embargo, los ignoró.
Es verdad que en la parte de la misma dedicada al “right to mandamus” de
Marbury y los otros demandantes (prgfos 86 a 116), la sentencia se hace eco de
algún precedente aislado en relación al mencionado writ (prgfos 105 y ss.). Se
menciona un caso anónimo, pues no se identifica, aunque la sentencia alude a
algunos datos identificativos, como fechas, referencia al Secretario de Guerra
como destinatario del mandamus... Pareciera estar aludiendo al bien conocido

235
Apud Susan Low BLOCH and Maeva MARCUS: “John Marshall´s Selective Use of History in
Marbury v. Madison”, en Wisconsin Law Review (Wis. L. Rev.), Volume 1986, 1986, pp. 301 y ss.; en
concreto, p. 325.
236
Peter Charles HOFFER, Williamjames HULL HOFFER, and N.E.H. HULL: The Supreme Court.
An Essential History, University Press of Kansas, Lawrence (Kansas), 2007, p. 53.
237
Dean ALFANGE, Jr.: “Marbury v. Madison and Original Understandings of Judicial Review...”,
op. cit., p. 421.
238
Horace H. LURTON: “A Government of Law or a Government of Men?”, en North American
Review, Vol. 193, No. 1, January, 1911, pp. 9 y ss.; en concreto, p. 17.
684 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

caso de John Chandler v. the Secretary of War, pero las imprecisiones de las citas239
conducen a la conclusión de que ningún caso específico se correspondía exacta-
mente a la descripción que de él se daba; desde luego, se trataba de un pension
case, casos planteados al hilo de una Ley de 1792 que reconocía el derecho a una
pensión para quienes, de resultas de la guerra revolucionaria, hubieren quedado
inválidos, pero, posiblemente, Marshall entremezcló varios casos diferentes,
algo, desde luego, poco explicable, salvo que entendiera que el caso o los casos de
referencia no le eran de utilidad en su argumentación240.
Así las cosas, la pregunta pertinente es la de porqué Marshall se apartó,
incluso desdibujó, los precedentes. Innecesario es decir, que se ha de descartar el
desconocimiento de los mismos. No es en absoluto verosímil tal circunstancia. El
propio Marshall había sido testigo directo de la resolución del caso Commonwealth
v. Caton, fallado en Richmond por la Corte de Apelaciones de Virginia en 1782, y
en el que varios Jueces se mostraron decididamente proclives a la doctrina de la
judicial review. Ya hemos dado con anterioridad algunas respuestas, pero no se
pueden descartar otras quizá más convincentes, que podríamos compendiar, lisa
y llanamente, en que tales precedentes no le convenían. Un sector de la doctrina
se ha manifestado en esa dirección. Así, Dewey241, rotundamente, escribe que
Marshall tuvo una muy buena razón para evitar los precedentes y otras evidencias
históricas de la época: todas ellas estaban contra él. Bloch y Marcus, de modo
implícito, vienen a sugerir que el apartamiento de los precedentes respondió a
razones de conveniencia política242. Pero tal juicio puede valer, discutiblemente,
para los precedentes relacionados con el instituto procesal del mandamus, pero
carecen de toda lógica en relación a la teoría de la judicial review. Un cierto
tenebrismo hace de nuevo acto de presencia en una sentencia que, como ya hemos
tenido ocasión de decir, pese a todo lo que sobre ella se ha escrito y reflexionado,
sigue teniendo perfiles oscuros.

II. Marshall iba a prescindir asimismo en la sentencia de toda alusión a la


intención de los Framers. Es cierto que algún autor, como por ejemplo Powell,
en un influyente artículo243, ha sostenido que tanto los propios Framers como los

239
Bloch y Marcus escriben al respecto, que la caracterización que Marshall hace de la decisión
del caso sugiere que estaba refiriéndose al Chandler case, pero la argumentación que daba más bien
parecía venir referida al Yale Todd case. Susan Low BLOCH and Maeva MARCUS: “John Marshall´s
Selective Use of History...”, op. cit., p. 314.
240
Piénsese que Marshall describe un caso en el que la Corte niega la concesión del mandamus
requerido frente al Secretario de Guerra, pero no con base en que, por razones constitucionales, no
pudiera emitirlo, sino porque, a la vista de las circunstancias del caso, el mandamus en cuestión era
improcedente.
241
Donald O. DEWEY: Marshall versus Jefferson..., op. cit., p. 130.
242
“Perhaps –escriben estos autores– the political situation in which the Court found itself led
it to such a decision”. Susan Low BLOCH and Maeva MARCUS: “John Marshall´s Selective Use of
History...”, op. cit., p. 333.
243
“Of the numerous hermeneutical options that were available in the Framers´ day, none cor-
responds to the modern notion of intentionalism”. H. Jefferson POWELL: “The Original Understanding
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 685

miembros de las Convenciones estatales de ratificación y los primeros intérpretes


de la Carta constitucional pensaban que la intención subjetiva de los redactores de
la Constitución era irrelevante para la interpretación constitucional, lo que venía
a traducirse en el hecho de que, en la época, la posición hermenéutica prevalente
fuera la interpretación que podríamos llamar textualista. Pero esta tesis no deja de
ser discutible y, al hilo de su espléndido trabajo sobre uno de los primeros casos
estatales relacionados con la judicial review, el caso virginiano Commonwealth v.
Caton (también conocido como Case of the Prisoners, 1782), Treanor ha ofrecido
argumentos sólidos que cuestionan la posición de Powell244. Piénsese, por hacer
referencia a un hecho bien concreto, que cuando, a modo de reacción frente a
las Alien and Sedition Acts de 1798, se aprobaron las controvertidas Virginia and
Kentucky Resolutions (noviembre/diciembre 1798), redactadas por Madison y
Jefferson, respectivamente, se hicieron significativas apelaciones a la intención
original de los Framers.
El silencio al respecto se hace aún más llamativo si se tiene en cuenta que
Marshall fue contemporáneo de quienes elaboraron la Constitución y vivió muy
de cerca ese proceso; pensemos tan sólo en su relevante participación en la
Convención de ratificación de Virginia. Por lo demás, los Justices, ocasionalmente,
se refirieron a “the Framers of the Constitution” en sus sentencias, si bien es cierto
que tales alusiones han sido por lo general consideradas por un buen conocedor
del tema245, más como un mecanismo literario que como un análisis jurídico
(“more as a literary device than as a legal analysis”).
Es posible que este olvido de la intención de los Framers pudiera tener que
ver con el hecho de que los constituyentes de Filadelfia se limitaron a diseñar
un documento que posteriormente fue aprobado por los representantes del
pueblo en las Convenciones de ratificación. De esta forma, podría decirse que la
autoridad de la Constitución derivaba del proceso de ratificación, antes que del
proceso de su diseño. Y ante esta situación podría entenderse, que la Corte fuera
especialmente discreta en sus referencias a la intención de los constituyentes,
pues tal interpretación presentaba un déficit indiscutible. Como escribe Casto
en alusión a la misma, “the Court´s construction lacked the imprimatur of the
people´s fundamental authority”246.
No cabe descartar, por lo menos a modo de hipótesis de trabajo, por la que
se ha interrogado Boudin247, que Marshall pudiera tener miedo (“was afraid”) de
abordar el delicado tema de la intención de los Framers por temor a que la prueba,

of Original Intent”, en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Volume 98, 1985, pp. 885 y ss.; en concreto,
p. 948.
244
Cfr. al efecto, William Michael TREANOR: “The Case of the Prisoners and the Origins of Judicial
Review”, en University of Pennsylvania Law Review (U. Pa. L. Rev.), Volume 143, 1994-1995, pp. 491
y ss.
245
William R. CASTO: “James Iredell and the American Origins of Judicial Review”, en Connecticut
Law Review (Conn. L. Rev.), Volume 27, 1994-1995, pp. 329 y ss.; en concreto, p. 360.
246
Ibidem, p. 358.
247
Louis B. BOUDIN: Government by Judiciary, op. cit., Volume I, p. 223.
686 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

que aún estaba disponible, y podía ser presentada por sus oponentes, supusiera un
cuestionamiento de sus intenciones. De ahí derivaría la imprecisión de la sentencia
al presentar marginalmente los puntos de vista de los autores de la Constitución,
de los que en ningún momento menciona nombres, limitándose a asumir que
quienes elaboraron el documento constitucional pretendían dar al judiciary el rol
relevante que él reivindica para el mismo.
En definitiva, muy posiblemente, fueron un conjunto de causas entrelazadas
las que condujeron a estos silencios o insuficientes referencias de la sentencia,
tanto a la intención de los Framers como a los precedentes jurisprudenciales, y
muy probablemente también, tales circunstancias puedan contribuir a explicar
por qué el núcleo central de la justificación de la doctrina de la judicial review
ha de buscarse en unos argumentos de carácter general antes que en unos
razonamientos extraídos del propio texto de la Constitución. Marshall encontró
innecesario racionalizar la judicial review históricamente, porque tal facultad
judicial se hallaba, supuestamente, implícita en casi todas las Constituciones
escritas y, por lo tanto, también en la de los Estados Unidos. Que tal argumento
respondiera a una sentida convicción o a una estrategia preconcebida es algo que
quedó oculto en la mente del Chief Justice.

d´) Recapitulación sobre la argumentación de Marshall

Una vez efectuado el recorrido por los dos grandes tipos de argumentos en
que Marshall fundamenta la judicial review, la primera conclusión que se extrae
es la de que el peso de los argumentos de carácter general es notablemente mayor
que el de los argumentos sustentados en el texto de la Constitución; más que
para fundamentar la doctrina, se recurre a las previsiones constitucionales para
reforzarla. No sólo la doctrina de la revisión judicial queda establecida con base en
esos argumentos dogmáticos; también otro de los grandes principios fijados por la
sentencia, el carácter de ley fundamental y suprema de la Constitución, se conecta
con esos argumentos propios de una teoría general del constitucionalismo de la
época. Si se recuerda la ya expuesta inexactitud de alguno de esos argumentos,
como sería el caso de la consideración (como una suerte de dogma constitucional)
de que la nulidad de toda ley contradictoria con la Constitución es un principio
común a las constituciones escritas, la fundamentación jurídica de la sentencia se
resiente. Quizá este modo de articular su argumentación esté en la base de buen
número de las críticas formuladas al efecto por la doctrina.
Con cierta acritud, Boudin248, hace ochenta años, señalaba que no sólo la sen-
tencia estaba desprovista de cualquier fundamento, pues sus deducciones básicas
eran históricamente falsas (“untrue”), sino que resultaba asimismo vulnerable
aun cuando fuera examinada desde su propio método lógico favorito. Fuera
de su injustificable apropiación (hay que entender que se refiere a la supuesta

248
Ibidem, Volume I, p. 224.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 687

apropiación por el judiciary de la facultad de revisión judicial) y de las deducciones


que se hacen por Marshall, su decisión sobre este punto se reduce a un único
argumento: la reductio ad absurdum. Pero esta reductio es una espada de dos filos
(“double-edged sword”), y en este caso los absurdos que se siguen de la posición de
Marshall son más de mil veces mayores que los que se seguirían de la adopción de
la posición contraria. Sin tanta acidez, Bickel249 considera que Marshall no ofrece
ninguna verdadera razón por la que la Corte deba disponer del voiding power. Y
en esta misma línea crítica, se ha dicho asimismo que la Marbury opinion fue la
más hábil exhibición de prestidigitación judicial (“judicial legerdemain”) nunca
llevada a cabo por ningún otro juez en la historia de la nación250.
La imposibilidad de que la jurisdicción originaria de la Corte pueda verse
alterada por el Congreso es otro principio de especial trascendencia constitucional,
que aunque consagrado en la parte relativa a la fundamentación de carácter
general, se extrae –como no podía ser de otra manera– a partir de la interpretación
del Art. III. En ello reside la razón de ser de la inconstitucionalidad de la Sección
13. Pero siendo cierto que esta es una de las partes de la sentencia en donde parece
brillar con luz más intensa la lógica de su discurso, lo cierto es que es también
en ella en donde mayormente se visualiza el soslayamiento por Marshall de otras
posibles interpretaciones, tanto del Art. III como de la Sección 13, posiblemente
más acordes con el sentir de quienes elaboraron una y otra disposición, que
habrían evitado la declaración de la inconstitucionalidad.
Marshall, desde luego, pudo razonablemente conducir la decisión a través
de otros vericuetos. El Art. III era lo suficientemente impreciso como para no
propiciar una interpretación única y excluyente. Pero también es cierto que
ello no es razón suficiente como para descalificar el razonamiento seguido por
Marshall, tildándolo de puramente político, como Corwin o Crosskey, por poner
dos ejemplos significativos, han hecho. Justamente por lo que acabamos de decir,
tampoco nos parecen en exceso afortunadas valoraciones como la efectuada por
el senador de Indiana Albert. J. Beveridge, el principal biógrafo de John Marshall,
quien calificó la sentencia como “un golpe tan audaz en el diseño y tan osado como
aquel a cuyo través la Constitución había sido diseñada” (“a coup as bold in design
and as daring as that by which the Constitution had been framed”)251. Y en esa
misma lógica se puede ubicar la consideración, en modo alguno suscribible, de que
la Marbury decision fue el equivalente a una enmienda constitucional, entrañando,
de facto, una adición al texto del Art. III de la Constitución252.
Por lo demás, es indudable que el razonamiento de Marshall a lo largo y ancho
de toda la decisión responde a una lógica incuestionable, si bien, en ocasiones,
como ha dicho LaRue253, el poder de la retórica del Chief Justice puede llegar a

249
Alexander M. BICKEL: The Least Dangerous Branch, op. cit., p. 4.
250
Lawrence GOLDSTONE: The Activist, op. cit., p. 216.
251
Apud Henry J. ABRAHAM: The Judicial Process..., op. cit., p. 343.
252
Lawrence GOLDSTONE: The Activist, op. cit., p. 224.
253
Lewis Henry LaRUE: “How Not to Imitate John Marshall”, en Washington and Lee Law Review
(Wash. & Lee L. Rev.), Volume 56, 1999, pp. 819 y ss.; en concreto, p. 831.
688 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

ocultar la lógica del razonamiento, pero la lógica (y no obstan a ello las críticas
expuestas) es justamente una de las claves del modo característico de pensar y
razonar sobre la Constitución por parte de Marshall. No sin razón, a nuestro
entender, el historiador por excelencia de la Supreme Court, Charles Warren,
pudo escribir como epígono de la sentencia lo que sigue: “In comprehensive and
forceful terms, which for over one hundred years have never been successfully
controverted, he proceeded to lay down the great principles of the supremacy of
the Constitution over statute law, and of the duty and power of the Judiciary to
act as the arbiter in case of any conflict between the two”254. No en vano Marshall,
como otro enorme Justice, Oliver Wendell Holmes, fue un gran diseñador (“a great
stylist”)255, de sentencias, como es obvio, y también al igual que Holmes, el Chief
Justice fue enormemente respetado a lo largo de toda su vida judicial.
Al margen ya de la fundamentación de la sentencia, lo más destacable de la
misma fue el resultado sorprendente que iba a producir. La Corte, por un lado,
excoriaba a Jefferson y Madison por violar la ley al negar la entrega de la comisión
a Marbury. Como se ha dicho256, era la más severa crítica del Presidente y del
ejecutivo que nunca había aparecido en una decisión del supremo órgano judicial.
Pero al mismo tiempo la Corte evitaba la posibilidad de una confrontación directa
con el Presidente, que muy posiblemente habría perdido. Asimismo, la Corte no
sólo anulaba por primera vez formalmente una ley del Congreso, sino que, además,
como tal norma legal ampliaba su jurisdicción, su decisión tenía todos los visos
de una autodenegación jurisdiccional. Pero ni mucho menos iba a ser así. El
derecho de los jueces a la revisión de la constitucionalidad de la legislación, que,
por supuesto, había sido afirmado con anterioridad, iba ahora a ser transformado
en una facultad concreta, que se iba a incorporar al sistema jurídico-político
norteamericano. Aunque no se utilizara de inmediato, la sentencia proporcionaba
una eficaz munición que la Corte habría de utilizar con profusión en el futuro
frente al Congreso, y aún más frente a las legislaturas estatales.
Aún podríamos añadir algo más. En el momento en que se dictó sentencia
había un fuerte movimiento en el Congreso, bajo absoluto control Republicano,
encaminado a abolir los tribunales federales inferiores, distribuyendo su jurisdic-
ción entre la Corte Suprema y los tribunales estatales. La Marbury opinion tuvo la
virtualidad de paralizar este movimiento, y por lo tanto, según Corwin257, también
podría justificarse como protectora del mismo sistema judicial federal y de la
propia independencia de la Corte, o simplemente como un anuncio por el que la
Corte Suprema demandaba el derecho a interpretar por sí misma las cláusulas de
la Constitución que afectaban a su jurisdicción.

254
Charles WARREN: The Supreme Court in United States History, revised edition in two volumes,
Little, Brown, and Company, Boston, 1932 (First published in 1922), Vol. I (1789-1835), p. 243.
255
Jack M. BALKIN: “The Use that the Future Makes of the Past: John Marshall´s Greatness and
Its Lessons for Today´s Supreme Court Justices”, en William and Mary Law Review (Wm. & Mary L.
Rev.), Vol. 43, 2001-2002, pp. 1321 y ss.; en concreto, p. 1330.
256
Cliff SLOAN and David McKEAN: The Great Decision, op. cit., p. 165.
257
Edward S. CORWIN: “What Kind of Judicial Review did the Framers Have in Mind?”, op. cit.,
p. 85.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 689

7. Los rasgos configuradores de la primera doctrina sobre la judicial


review

I. En la configuración inicial de la doctrina de la judicial review pueden


identificarse una serie de rasgos que vamos a tratar de perfilar a continuación.
Algunos permanecen hoy, algún otro, aunque también debiera estar presente, nos
atreveríamos a decir que se ha relativizado un tanto.

A) El primero de esos rasgos entraña el rechazo de todo elemento de discre-


cionalidad política, al visualizar la judicial review como un ejercicio puramente
comparativo de principios contenidos en dos textos jurídicos. Ya hemos tenido
oportunidad de hacernos eco de la intención de Marshall de llevar a cabo en la
Marbury opinion una clara diferenciación de los respectivos ámbitos del Derecho
y de la acción política, algo que constituiría una de sus preocupaciones de futuro
permanentes. Esta inquietud iba a impregnar la configuración inicial de la doctri-
na de la judicial review. Para Marshall y sus Asociados de la Corte, la judicial review
no exigía ni permitía a los jueces un ejercicio de discreción política, pues la misma
se había de circunscribir a la comparación entre los principios fundamentales
que el pueblo había incorporado a la Constitución y los principios de la ley que
parecían colisionar con los anteriores.
Marshall asume que la Constitución no es simplemente un documento formal
que exalta ciertos vagos ideales como la libertad o la igualdad, sino que es un docu-
mento sustantivo, con un significado que puede tratar de ser averiguado a través de
un proceso de cuidadosa interpretación. El intérprete debe captar el significado de
la Constitución y ser fiel al mismo, y la judicial review, como escribiera Wolfe258, no
es sino el acto de preferir esa encarnación de la voluntad deliberada y fundamental
del pueblo (“that embodiment of the people´s deliberate and fundamental will”)
a sus más transitorias expresiones. Por lo mismo, cuando los jueces ejercitan su
facultad de revisión judicial se están limitando a hacer efectiva la voluntad de la ley
superior, no su propia voluntad, deseo u opción política. Los jueces son intérpretes,
no legisladores. Y contra lo que pudiera pensarse, a la vista del sesgo político que
deja traslucir la Marbury opinion, Marshall ha sido uno de los Chief Justices que
más plenamente consciente se ha mostrado259 acerca del problema de la judicial
legislating260. En la sentencia escrita por él y decidida el 19 de marzo de 1824, por el
voto de seis frente a uno, en el importante caso Osborn v. Bank of the United States,

258
Christopher WOLFE: “John Marshall & Constitutional Law”, en Polity, Vol. 15, No. 1, Autumn
1982, pp. 5 y ss.; en concreto, p. 21.
259
Abraham, que se ha ocupado con cierto detenimiento de la cuestión de la judicial legislating,
considera que John Marshall es quien en mayor medida se ha preocupado de este problema. Cfr. al
respecto, Henry J. ABRAHAM: The Judicial Process..., op. cit., pp. 352 y ss.
260
Es tópica al respecto la afirmación hecha en 1930 por el senador por Nebraska George W.
Norris, que muy posiblemente por su carácter un tanto desmedido ha pasado a las hemerotecas.
Refiriéndose al problema de la judicial legislating, el senador Norris afirmaba: “We have a legislative
body, called House of Representatives, of over 400 men. We have another legislative body, called the
690 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

Marshall insistía en la idea de la sujeción del poder judicial al Derecho, debiendo


apartar de sus decisiones cualquier ejercicio de discrecionalidad política. “Judicial
power, –escribe Marshall– as contradistinguished from the power of the law, has
no existence. Courts are the mere instruments of the law, and can will nothing”.
Marshall siempre insistió en su creencia en los principios fundamentales del
Derecho, concebidos para ser permanentes, desvinculando la facultad de la judicial
review de las cuestiones de mayor carga política. Ello explicaría, según Nelson261,
que Marshall pudiera convincentemente creer que la judicial review no implicaba
un ejercicio de discreción política por parte de la Corte, sino, simplemente, una
yuxtaposición de la ley con la Constitución para ver si colisionaban. En coherencia
con ello, Marshall pensaba que la judicial review caía del lado del Derecho
(soslayando el otro lado, el de la acción política) cuando la Corte podía resolver
un caso de acuerdo con principios aparentemente establecidos y permanentes,
lo que era tanto como decir de acuerdo con principios constitucionales, antes
que de conformidad con políticas transitorias. Un caso que requiriera de la Corte
una decisión asentada en una elección entre decisiones políticas transitorias o el
ejercicio de otro modo de la discreción política no era un caso apropiado para la
judicial review.
No debe en modo alguno extrañar este entendimiento del ejercicio de la
función judicial, pues en las décadas inmediatamente anteriores y posteriores al
año 1800 pocos americanos creían que la opción o preferencia política (“the policy
choice”) fuera un elemento inherente al proceso de decisión judicial262. La lógica
de la Marbury decision parecía acomodarse a este sentir. Los jueces habían de
seguir las reglas establecidas por el common law y, sucesivamente, la legislación,
cuando alterara el common law, y la Constitución, si entraba en conflicto con la
legislación. Hoy la situación no es exactamente la misma, pues es patente que el
constitucionalismo social plantea en muchas ocasiones colisiones entre derechos
o bienes constitucionales que han de resolverse a través de la ponderación, y en esa
ponderación las opciones o, si así se prefiere, sensibilidades ideológicas o políticas
de los jueces constitucionales tienen, en ocasiones, un papel relevante, aunque,
como es obvio, vayan revestidas de un ropaje jurídico. El conflicto esencialmente
político que enfrentó a la Supreme Court con el Presidente Roosevelt ejemplifica
a la perfección la problemática a la que estamos refiriéndonos.

B) Un segundo rasgo, muy evidente como es obvio, es el de que el pronuncia-


miento de un tribunal sobre una cuestión constitucional, a través de la judicial
review, exige que el mismo sea necesario para la determinación de un caso
concreto. Si, como Marshall sostuvo, la facultad de que dispone el judiciary para
interpretar y hacer prevalecer la Constitución en caso de conflicto con una norma

Senate, of less than 100 men. We have, in reality, another legislative body, called the Supreme Court,
of nine men; and they are more powerful than all the others put together”.
261
William E. NELSON: Marbury v. Madison. The Origins..., op. cit., p. 67.
262
Ibidem, p. 3.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 691

legal tiene que ser deducida de la obligación de los tribunales de decir lo que es el
Derecho en un caso concreto, decidiéndolo de conformidad a Derecho (un Derecho
que, en ocasiones, viene dado por la Constitución), entonces, es patente que la
facultad de revisión de la constitucionalidad de un texto legal no puede ejercerse
en abstracto y sí sólo con ocasión de la resolución de un caso concreto. Como al
respecto argumenta Bickel263, Marshall no ofreció otra justificación coherente
para conferir tal facultad a los tribunales, y el texto de la Constitución, con inde-
pendencia de los apoyos que pueda o no pueda ofrecer para la argumentación del
Chief Justice , extiende el poder judicial tan sólo “to all Cases” y “to Controversies”,
de lo que se sigue, que los tribunales no pueden hacer pronunciamientos “en lo
amplio y en lo abstracto” (“in the large and in the abstract”), aconsejando a los
otros “departamentos” sobre la demanda; que tampoco pueden dictar sentencias,
ni aún en un caso concreto, que sean consultivas (“advisory”), y que aquéllos no
pueden en forma alguna decidir non-cases, en los que no hay un enfrentamiento
entre partes contradictorias y en los que ninguna consecuencia inmediata para
las partes depende de la resolución. No estamos tanto ante limitaciones para el
ejercicio de la judicial review, cuanto ante apoyos necesarios para el razonamiento
que condujo a esta doctrina.

C) Un tercer rasgo lo encontramos en la denominada doubtful case rule o regla


del caso dudoso. La doctrina coincide generalizadamente en que las primeras teo-
rías de la judicial review implicaban un alto grado de deferencia hacia los órganos
legislativos. Quiere ello decir, que ya antes de la Marbury decision esta regla estaba
bastante arraigada. Snowiss se ha hecho eco de ello con cierto detalle. No podemos
detenernos en la cuestión, pero sí recordaremos un pasaje de la opinion del Justice
Samuel Chase en el caso Hylton v. United States (1796): “The deliberate decision of
the national legislature –escribe Chase– (...) would determine me, if the case was
doubtful, to receive the construction of the legislature (...). I will never exercise
(the power of review) but in a very clear case”264. El Justice Iredell seguiría a pie
juntillas esta misma posición, como ejemplifica su opinion en el caso Calder v.
Bull (1798), en la que sostendría: “I admit that as the authority to declare it (any
act of Congress) void is of a delicate and awful nature, the court will never resort
to that authority, but in a clear and urgent case”. En definitiva, sólo sobre la ley
reconocidamente inconstitucional (“the concededly unconstitutional act”), con
una inconstitucionalidad, que diríamos hoy, meridianamente clara, se admitía
que pudiera ejercerse el llamado voiding power de un tribunal.
Particular insistencia sobre la importancia de esta regla en la doctrina inicial
de la judicial review pondría Thayer, que junto a Langdell, Gray y Ames, fue uno
de los gigantes de la Harvard Law School durante la que ha sido calificada como

263
Alexander M. BICKEL: “The Passive Virtues” (The Supreme Court 1960 Term. Foreword), en
Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Volume 75, 1961-1962, pp. 40 y ss.; en concreto, p. 42.
264
Apud Sylvia SNOWISS: Judicial Review and the Law of the Constitution, Yale University Press,
New Haven and London, 1990, p. 61.
692 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

su “golden age”, a fines del siglo XIX265. En un artículo clásico y de gran trascen-
dencia266, aludiría a la “rule of administration”, que hoy podríamos identificar
con el siempre necesario y relevante principio de judicial restraint, del que sería
uno de los más firmes defensores267. Thayer, al igual que Marshall, no veía en la
Constitución un documento diseñado herméticamente, sino, por el contrario,
un texto bosquejado con perfiles amplios, que propiciaba el que, con frecuencia,
personas razonables pudieran diferir acerca de su significado; ello era tanto como
decir que la Constitución ofrecía un amplio ámbito para la discreción legislativa,
por lo que el veto judicial, por así llamar al ejercicio del voiding power, debía
ejercerse tan sólo en aquellos casos que no dejaran espacio para la duda razonable.
“It can only disregard the Act –escribía Thayer268– when those who have the right
to make laws have not merely made a mistake, but have made a very clear one,
-- so clear that it is not open to rational question”.
La argumentación de Hamilton en los núms. 78 y 81 del Federalist, como
también el razonamiento de Marshall en la Marbury opinion, reflejaban la preten-
sión de que esta facultad de anulación de una ley que posibilita el ejercicio de la
judicial review fuera ejercida tan sólo en casos claros e inequívocos, no en casos
dudosos. En relación a Hamilton, podemos recordar una de las reflexiones que
virtió en el núm. 81: “I admit (...) that the constitution ought to be the standard
of construction for the laws, and that wherever there is an evident opposition,
the laws ought to give place to the constitution”. Hamilton deja meridianamente
claro que la oposición entre la ley y la Constitución ha de ser evidente, patente,
manifiesta. En cuanto a Marshall, recordemos que en el prgfo 145 de la sentencia
razonaba, que la doctrina que sostuviera que una ley que “de acuerdo con los
principios y la teoría de nuestro gobierno es completamente nula”, en la práctica,
tal ley debía de ser obligatoria, equivaldría a declarar que “if the legislature shall
do what is expressly forbidden, such act, notwithstanding the express prohibition,
is in reality effectual”. Se puede advertir claramente cómo se subraya que lo que
está prohibido lo ha de estar “expresamente”, lo que es tanto como decir que la
contradicción con la Constitución debe ser nítida, meridiana.

265
Wallace MENDELSON: “The Influence of James B. Thayer upon the Work of Holmes, Brandeis,
and Frankfurter”, en Vanderbilt Law Review, Volume 31, 1978, pp. 71 y ss.; en concreto, pp. 71-72.
266
Cfr. al respecto, James B. THAYER: “The Origin and Scope of the American Doctrine of
Constitutional Law”, en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Vol. VII, 1893-1894, pp. 129 y ss.
267
Esa “rule of administration” que los tribunales formulan, a la que se refiere Thayer, en términos
que, aunque expuestos hace casi 120 años, siguen gozando de una vivísima actualidad, reconoce:
que, teniendo en cuenta las grandes, complejas y siempre desplegadas (“ever-unfolding”) exigencias
de gobierno, mucho de lo que parecerá inconstitucional a un hombre, o conjunto de hombres, puede
razonablemente no parecerlo a otro; que la constitución admite a menudo diferentes interpretaciones;
que con frecuencia hay una variedad de elección y decisión (“a range of choice and judgment”); que
en tales casos la constitución no impone sobre la legislatura ningún específico criterio, sino que deja
abierta esta variedad de elección (“leaves open this range of choice”), y que cualquier elección que
sea racional es constitucional (“that whatever choice is rational is constitutional”). “This is –concluye
Thayer– the principle which the rule that I have been illustrating affirms and supports”. James B.
THAYER: “The Origins and Scope...”, op. cit., p. 144.
268
James B. THAYER: “The Origins and Scope...”, op. cit., p. 144.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 693

El fundamento de la deferencia al poder legislativo que subyace en esta regla es


el razonable respeto que merece el saber, la integridad y el patriotismo del cuerpo
legislativo, como el alter ego de Marshall, el Justice Bushrood Washington expresó
en el caso Ogden v. Saunders (1829)269. Debe pues presumirse, que el legislativo
ha actuado con integridad y con el deseo de mantenerse dentro de los límites de
la Constitución270. De ello derivan, que el ejercicio del voiding power debe ser la
excepción, no la regla, y que la carga de la prueba recae siempre en quien alega la
existencia de una violación constitucional por la legislatura.
Puede resultar un tanto sorprendente esta visión de Marshall como defensor
de la regla que nos ocupa, cuando la doctrina viene considerándolo desde tiempo
atrás como un “juez activista”. ¿No hay una contradicción en ello? Wolfe da
una respuesta que nos parece perfectamente razonable y que por nuestra parte
suscribimos por entero. El “activismo” del Chief Justice no puede considerarse una
caracterización injustificada si tomamos el término “activist” para referirnos a
un modo de tratar los casos (“a manner of dealing with cases”) y no a una actitud
hacia la legislatura (“an attitude towards the legislature”)271. En sintonía con ello,
es patente que Marshall no fue un redactor de sentencias limitadas, circunscritas
al caso, sino que vino a tratar en ellas con frecuencia cuestiones no estrictamente
necesarias para la resolución del supuesto litigioso. Su deseo de desbrozar y
aclarar el significado de la Constitución puede contribuir a explicar esta pauta
de actuación del Chief Justice. En cualquier caso, Marshall respaldó la doubtful
case rule en casos importantes, tales como Fletcher v. Peck (1810), McCulloch v.
Maryland (1819), Dartmouth College v. Woodward (1819) y Brown v. Maryland
(1827). Todo ello nos deja la clara evidencia de que esta regla desempeñó un
importante rol en los debates sobre la judicial review en los primeros años de la
República272.

D) Un sector de la doctrina ha identificado un cuarto rasgo en la configura-


ción inicial de la judicial review. Se trataría de la limitación del voiding power a
aquellos casos en que los poderes legislativo o ejecutivo se inmiscuyeran en las
facultades del judiciary. Ha sido básicamente Clinton quien ha defendido esta
269
Christopher WOLFE: “John Marshall & Constitutional Law”, op. cit., p. 17.
270
Como escribiera hace cerca de un siglo Frankfurter, antes de acceder a la Corte, de la que
habría de llegar a ser uno de sus grandes Associate Justices (lo sería entre 1939 y 1962), como parte
del ritual de la teoría tradicional, la Corte Suprema manifiesta que se defiere en gran medida al
Congreso. Tal deferencia no es tan sólo un gesto de cortesía. Es la formulación de una verdad básica
(“a basic truth”) en la distribución de los poderes gubernamentales. Pues tras cada acto legislativo
se halla el juicio de uno de los poderes coordinados del gobierno (“one of the coördinate branches of
the government”), –vinculado no menos que los tribunales por el juramento de apoyar y mantener la
Constitución– de que lo que ha hecho está dentro de la Constitución. Felix FRANKFURTER: “A Note
on Advisory Opinions”, en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Volume XXXVII, 1923-1924, pp. 1002
y ss.; en concreto, pp. 1003-1004.
271
Christopher WOLFE: “John Marshall & Constitutional Law”, op. cit., p. 18.
272
En análogo sentido, Stephen M. GRIFFIN: “The Idea of Judicial Review in the Marshall Era”, en
Marbury versus Madison. Documents and Commentary, Mark A. Graber and Michael Perhac, Editors,
op. cit., pp. 61 y ss.; en concreto, p. 64.
694 LA SENTENCIA MARBURY V. MADISON

caracterización. Para el mencionado autor273, como la disposición anulada en el


Marbury case era una norma que ampliaba la jurisdicción de la Corte, es plausible
mantener que Marbury faculta a la Corte para hacer caso omiso de las leyes
solamente cuando tales leyes violan las restricciones constitucionales sobre el
poder judicial (“only when such laws violate constitutional restrictions on judicial
power”). De este rasgo el propio autor entresaca que el Marbury case, lejos de
ser el caso en que Marshall se apropió la Constitución para la Corte Suprema y
forjó una doctrina de la supremacía judicial, el histórico Marbury (“the historical
Marbury”) fue el caso en el que Marshall, cuidadosamente, circunscribió el poder
de la Corte, reduciendo el ámbito de la discreción judicial a los casos que afectaran
directamente al cumplimiento de funciones judiciales (“to cases directly affecting
the performance of judicial functions”).
No podemos estar de acuerdo con esta posición, que, por lo demás, apenas
ha encontrado seguimiento entre la doctrina norteamericana. Que se tratara de
una ley judicial, la Judiciary Act de 1789, la enjuiciada por Marshall no es razón
suficiente para entender que ello viniera a conformar un rasgo caracterizador
de la primera doctrina sobre la judicial review. Basta con atender a otros casos
anteriores, planteados ante tribunales federales o estatales, en los que se suscitó la
cuestión de la facultad de revisión judicial, para constatar la falta de fundamento
de la posición de Clinton.

E) Para finalizar, y aunque esta cuestión no tenga que ver tanto con la
caracterización de la judicial review cuanto con el rol que, al hilo del ejercicio
de esta facultad, va a asumir la Supreme Court, creemos de interés decir algo al
respecto. En Cooper v. Aaron, un caso decidido en septiembre de 1958, que se
alinea en la dirección del célebre Brown v. Board of Education (1954), y por tanto,
de supresión de la segregación racial en la escuela, la Corte, por primera vez en
su historia, se arrogó de modo expreso para sí misma la facultad exclusiva de
interpretar la Constitución, dando por supuesto que venía ejerciendo tal facultad
desde la Marbury opinion. Pero eso no es exactamente así. En ningún momento
el Chief Justice y sus colegas se consideraron ellos mismos los árbitros últimos
de las opciones políticas constitucionales de la nación, o lo que igual, “the final
arbiter of the Constitution”. Es una opinión generalmente reconocida, que ni en
Marbury ni en ninguna otra sentencia de la Marshall Court, ésta reivindicó para
sí una autoridad “exclusiva” para interpretar la ley fundamental o una autoridad
última para hacerla respetar por las otras dos “ramas” del gobierno federal. Se
ha llegado incluso a entender, que la sentencia que venimos analizando sostiene
explícitamente la igualdad del rol del Congreso en lo que hace a la interpretación
constitucional cuando afirma en el prgfo 157: “(I)t is apparent, that the framers
of the constitution contemplated that instrument, as a rule for the government of

273
Robert Lowry CLINTON: “Marbury v. Madison, Judicial Review, and Constitutional Supremacy
in the Nineteenth Century”, en Marbury versus Madison. Documents and Commentary, op. cit., pp. 73
y ss.; en concreto, p. 91.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 695

courts, as well as of the legislature”274. Pero no podemos suscribir esta interpreta-


ción, que nos parece por entero forzada.

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274
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V. LA PRIMERA DECISIÓN CONSTITUCIONAL
DE LA SUPREME COURT CON BASE EN LA
CONTRACT CLAUSE: EL CASO FLETCHER V.
PECK (1810) Y LA PRIMERA DECLARACIÓN DE
INCONSTITUCIONALIDAD DE UNA LEY ESTATAL *

LA CONTRACT CLAUSEY EL CASOFLETCHER V


. PECK

SUMARIO

1. Introducción: la contract clause y su trascendencia constitucional.– 2. Los antecedentes


lejanos de la cláusula: la Northwest Ordinance (1787).– 3. La recepción constitucional en
la Convención de Filadelfia de la contract clause. – 4. La razón de ser de esta disposición
constitucional.– 5. El diseño constitucional de la “cláusula de los contratos” en la Sección
10ª del Art. I. Algunas cuestiones problemáticas que plantea su interpretación: A) Una
cláusula operativa frente a los Estados. B) Ámbito de la cláusula: ¿contratos privados
y contratos públicos? C) En relación a los contratos privados, ¿es aplicable la cláusula
tan sólo a las relaciones deudor/acreedor, o se aplica a todo tipo de contratos privados
independientemente de su contenido? D) ¿Impide la cláusula tan sólo las leyes con
efectos retroactivos? E) ¿Qué se entiende por “obligación” de un contrato, y cuándo ha de
considerarse que hay un “menoscabo”(“impairment”) de la misma? F) ¿Alcanza la cláusula
tan sólo a las actividades legislativas o limita también al judiciary? G) ¿Se encuentra la
cláusula sujeta a ciertos límites implícitos? La limitación del police power: a) Limitaciones
jurisprudenciales en la aplicación de la contract clause. b) El límite del police power y su
conexión con la doctrina de la dual sovereignty. c) La recepción jurisprudencial del police
power y de otras limitaciones sobre la contract clause: de la Marshall Court a la Guerra Civil
(1861-1865). d) “Contract clause” versus “ police power”: la evolución jurisprudencial desde el
fin de la Guerra hasta la Blaisdell opinion (1934).– 6. La primera jurisprudencia (anterior a
1810) sobre la contract clause.– 7. El caso Fletcher v. Peck. Algunas consideraciones previas
acerca de su importancia.– 8. Los hechos del Fletcher case: A) El fraude de la venta de tierras
del Yazoo (Yazoo Frauds). B) El dictamen de Alexander Hamilton sobre la Georgia Repeal
Act (1796). C) La intervención del Congreso. D) La formalización del litigio ante el Circuit
Court para Massachusetts. E) El writ of error ante la Corte Suprema. F) El Fletcher case,
¿un caso fingido?– 9. Algunos rasgos característicos de las sentencias de Marshall.– 10. La
sentencia Fletcher v. Peck (1810). Su argumentación jurídica: A) La validez constitucional de
la venta de tierras por la Legislatura de Georgia: la aplicación de la doubtful case rule. B) El
self-restraint de la Corte: su rechazo a entrar a valorar los motivos a que responde una ley. C)
La contradicción de la Repeal Act con principios fundamentales del Derecho natural. D) La
violación de la contract clause por la Repeal Act: a) La consideración de que una concesión
o cesión es un contrato amparado por la cláusula. b) La aplicación de la cláusula a los
contratos públicos. c) La efectiva vulneración de la contract clause por la Rescinding Act. E)

* Ponencia presentada en el Congreso del Instituto Iberoamericano de Derecho Procesal Consti-


tucional celebrado en Cádiz (noviembre de 2012) sobre “La defensa jurisdiccional de la Constitución
y los límites de la democracia”. Trabajo por entero inédito.
702 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

La concurring opinion del Justice William Johnson.– 11. La sentencia y sus consecuencias.
El debate suscitado por ella.– 12. Consideraciones finales acerca de la evolución de la
jurisprudencia de la Marshall Court en torno a la contract clause: A) Algunas reflexiones
generales. B) La interpretación de la cláusula en los años subsiguientes a Fletcher: del caso
State of New Jersey v. Wilson (1812) al Sturges case (1819). C) El trascendental Dartmouth
College case (1819). D) De Green v. Biddle (1823) a la última jurisprudencia de la Marshall
Court. 13. Bibliografía manejada.

1. Introducción: la contract clause y su trascendencia constitucional

I. Los incisos finales del párrafo primero de la Sección 10 del Artículo I de la


Constitución norteamericana prevén que: “No state shall.... pass.... ex post facto
law, or law impairing the obligation of contracts...” (“Ningún Estado.... aprobará
leyes ex post facto o leyes que menoscaben las obligaciones que derivan de los
contratos”). Esta última disposición enuncia la famosa contract clause o “cláusula
de los contratos”.
La contract clause, aunque pueda resultar sorprendente, se convirtió en el
siglo XIX, o por lo menos en una buena parte del mismo, en la disposición cons-
titucional de mayor relevancia, hasta el extremo de que, como escribe Siegel1, la
comprensión de esta cláusula en el siglo XIX es central para el entendimiento de la
historia constitucional americana, y en el marco de la misma, según otros autores,
para el propio desarrollo del federalismo2. No ha de extrañar que así aconteciere,
y en tal sentido se pronuncia gran parte de la doctrina3, por cuanto la cláusula
en cuestión pronto iba a devenir el arma principal con la que la Marshall Court
iba a restringir la frecuente interferencia legislativa estatal sobre los derechos de
propiedad.
Aunque nos ocuparemos de ello con mayor detalle más adelante, es conve-
niente desde este mismo momento ser conscientes de los frecuentes abusos que
las legislaturas estatales iban a cometer sobre los derechos de propiedad en el
período que media entre la Independencia y la aprobación de la Constitución

1
Stephen A. SIEGEL: “Understanding the Nineteenth Century Contract Clause: The Role of
the Property-Privilege Distinction and <Takings> Clause Jurisprudence”, en Southern California Law
Review (S. Cal. L. Rev.), Vol. 60, 1986-1987, pp. 1 y ss.; en concreto, pp. 3-4.
2
Sobre esa conexión entre la contract clause y el desarrollo del federalismo americano ha hecho
especial hincapié Boyd, para quien esta cláusula “has proven particularly important in American
constitutional history and in the development of American federalism”. Steven R. BOYD: “The Contract
Clause and the Evolution of American Federalism, 1789-1815”, en The William and Mary Quarterly
(Wm. & Mary Q.), Third Series, Vol. 44, No. 3 (monográfico sobre “The Constitution of the United
States”), July, 1987, pp. 529 y ss.; en concreto, p. 529.
3
Todos los comentaristas constitucionales durante el primer siglo de la República concurren,
como recuerda Schwartz, en la crucial importancia de la contract clause. Y a título de ejemplo, el
propio autor se hace eco de la opinión de Sir Henry Maine, para quien “in point of fact there is no
more important provision in the whole Constitution”. Escribiendo en 1885, Maine caracterizaría
esta cláusula como “the basis of the credit of many of the great American Railway Incorporations”.
Bernard SCHWARTZ: “Old Wine in Old Bottles? The Renaissance of the Contract Clause”, en Supreme
Court Review (Sup. Ct. Rev.), Vol. 1979, 1979, pp. 95 y ss.; en concreto, p. 97.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 703

en 1787. Para Beard, “dos pequeñas cláusulas” constitucionales encarnan las


principales demandas de los propietarios de bienes muebles frente al “agrarismo”
(“agrarianism”): la interdicción de la emisión estatal de papel moneda (recogida
en el mismo párrafo que la contract clause) y la prohibición de menoscabar los
compromisos dimanantes de los contratos. En tales cláusulas, Beard no sólo
visualiza la recepción de un principio de profundo significado, sino que, más allá
de ello, considera que “the economic history of the states between the Revolution
and the adoption of the Constitution is compressed in them”4. Y al margen de
ello, aunque también volveremos al tema más adelante, no puede caber duda de
que para los Framers, esto es, para quienes redactaron la Constitución, la contract
clause encerraba una gran importancia. En el famoso caso de Ogden v. Saunders
(1827), un no menos célebre abogado, Daniel Webster, se haría eco de ello en sus
alegatos ante la Corte Suprema:

“The constitution –aduciría en el mencionado caso el gran jurista nacido en


Salisbury (New Hampshire) en 1782–was intended to accomplish a great
political object. Its design was not so much to prevent injustice or injury
in one case, or in successive cases, as it was to make general salutary pro-
visions, which, in their operation, should give security to all contracts”5.

En el Nº. 7 de los Federalist Papers, Hamilton se iba a hacer eco de la relevancia


de la “cláusula de los contratos”, al identificar las “laws in violation of private
contracts” como una de las posibles causas de disputas entre los Estados de
la Unión, incluso de la hostilidad entre ellos, por cuanto tales leyes vendrían a
equivaler a “agressions on the rights of those states, whose citizens are injured by
them”6. Ello añadiría una explicación adicional a la constitucionalización de esta
cláusula. Por lo demás, aunque desde el punto de vista hamiltoniano, la contract
clause podía servir los mismos fines que otras disposiciones económicas de la
Constitución, y de modo particular que la commerce clause, una y otra cláusulas
operaban de un modo completamente diferente. Mientras la cláusula de comercio,
por sus propios términos, se aplica tan sólo al comercio interestatal, la cláusula
de los contratos se aplica a todos los contratos, no sólo a aquéllos con partes
provenientes de diferentes Estados7.

4
Charles A. BEARD: An Economic Interpretation of the Constitution of the United States, The
Free Press/Collier-MacMillan Limited, New York/London, First Free Press Paperback edition, 1965,
p. 179.
5
Apud Bernard SCHWARTZ: “Old Wine in Old Bottles?...”, op. cit., pp. 96-97.
6
Alexander HAMILTON, James MADISON and John JAY: The Federalist or, the New Constitution,
edited with an Introduction and Notes by Max Beloff, Basil Blackwell, Oxford (Great Britain), 1948,
p. 30. (El núm. 7, obra de Hamilton, en pp. 25-31).
7
McConnell cree que la explicación hamiltoniana podría ser puesta en duda, pues si el propósito
de la cláusula en cuestión fuera la protección de los acreedores (“obligees”) residentes en otros
Estados, ¿porqué no se confinó la misma a los contratos interestatales? Michael W. McCONNELL:
“Contract Rights and Property Rights: A Case Study in the Relationship Between Individual Liberties
and Constitutional Structure”, en California Law Review (Cal. L. Rev.), Vol. 76, 1988, pp. 267 y ss.; en
concreto, pp. 285-286.
704 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

La paternidad de la vertebración de esta cláusula y de la concreción de


su contenido se ha atribuido a Marshall, y ello es absolutamente cierto. Sin
embargo, conviene no olvidar, que incluso con anterioridad a la Constitución
federal, y en mayor medida aún, como es lógico, con posterioridad a la misma,
hubo autores relevantes que se anticiparon a Marshall en su defensa de una
amplia interpretación de esta cláusula o del principio equivalente, tan arrai-
gado en el common law, de la “sanctity of contracts”, como también del que
podríamos denominar “sanctity of charters”. Así, tras crearse durante la etapa
de la Confederación el “Bank of North America”, cuyos estatutos (“charters”)
fueron aprobados tanto por el Congreso (el Continental Congress) como por
la Legislatura de Pennsylvania, en 1785 se intentó en este Estado derogar la
“charter” otorgada por el propio Estado. Entre quienes acudieron en defensa
del Banco estaban Thomas Paine, figura intelectual harto conocida, y James
Wilson, un jurista de primerísima fila que sería nombrado Juez de la Corte
Suprema en 1789. Wilson defendería que la ley aprobando los estatutos del
Banco era un contrato entre el Estado y la corporación bancaria. Para Wilson,
“the compact cannot, consistently with the rules of good faith, be departed from
on other”8. Paine, a su vez, en sus “Dissertations on Government, the Affairs of
the Bank, and Paper Money”, dejaría inequívocamente claro que, a su juicio, una
“charter” era un contrato, y como tal no podía ser derogado unilateralmente. Uno
y otro autores se anticipaban de esta forma a la doctrina de Marshall en unos
cuantos lustros, aunque es dudoso que Marshall tuviera conocimiento de estas
posiciones, o por lo menos, es algo que no ha podido ser verificado.
Como antes decíamos, Marshall y el Tribunal que presidía iban a prestar una
atención preferente a la cláusula que nos ocupa. Para el Chief Justice, la cláusula
encarnaba una Constitución cuya verdadera naturaleza residía en la limitación
de los poderes estatales y en la subsiguiente concesión de poderes al gobierno
federal. De ahí la importancia que adquirirá esta norma, que durante los primeros
ochenta años de vida constitucional generará más casos ante la Supreme Court
que cualquier otra disposición constitucional9, y que no sólo servirá, particular-
mente durante la Chief Justiceship de Marshall, como el principal vehículo para
la defensa en sede judicial de la propiedad frente a las infracciones estatales,

8
Apud Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause of the Constitution, Harvard University
Press, Cambridge, Massachusetts, 1938, pp. 17-18.
9
De ello se hacen eco Douglas W. KMIEC y John O. McGINNIS: “The Contract Clause: A Return
to the Original Understanding”, en Hastings Constitutional Law Quarterly (Hastings Const. L. Q.), Vol.
14, 1986-1987, pp. 525 y ss.; en concreto, p. 535. Bien es verdad que Merrill puntualiza esa afirmación
al sostener que hasta la entrada en vigor de la XIV Enmienda, en 1868, la contract clause fue la
segunda, no la primera, disposición generadora de litigios ante la Corte Suprema, correspondiendo
el primer puesto a la commerce clause, aunque el mismo autor admite que la cláusula que estamos
estudiando fue el vehículo principal por el que la Corte Suprema afirmó el control constitucional
federal sobre los gobiernos estatales. Thomas W. MERRILL: “Public Contracts, Private Contracts,
and the Transformation of the Constitutional Order”, en Case Western Reserve Law Review (Case W.
Res. L. Rev.), (Case Western Reserve University. School of Law. Cleveland, Ohio), Vol. 37, 1986-1987,
pp. 597 y ss.; en concreto, pp. 597-598.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 705

producidas a través de una gran variedad de actuaciones legislativas10, sino que,


más allá de ello, durante el siglo XIX, operará como la fuente fundamental de
derechos federalmente protegidos11. Se ha dicho12, que Marshall iba a mostrar
a través de esta actuación de la Corte que presidía su aspecto más madisoniano,
pues por intermedio de ella iba a intentar llevar a cabo lo que Madison, el padre
primigenio de la Carta fundamental, pensaba que era el propósito esencial de la
Constitución: impedir los abusos flagrantes de los derechos privados cometidos
por los legisladores estatales, tan extendidos en la década de 1780. En cualquier
caso, de lo que no debe caber la más mínima duda es de que la cláusula de la
“obligación de los contratos” fue la principal fuente de los casos que cuestionaban
la validez de la legislación estatal, como Corwin, el gran estudioso de la judicial
review, corroboró en su día13.
Un documento enormemente revelador de tal propósito es la carta que el 24 de
octubre de 1787 escribe James Madison a Thomas Jefferson, por aquel entonces en
misiones diplomáticas en París. Quien había percibido la debilidad fundamental
de los Articles of Confederation de 1777 y, como delegado del Continental Congress
en 1786, lideraría el movimiento de reforma que culminó finalmente en la
Constitutional Convention de Filadelfia (1787)14, una vez culminada con éxito la
Convención, escribe a Jefferson. Madison alude en su carta al principio del control
del federal judiciary sobre la legislación estatal, explicando la importancia de tal
fiscalización en conexión con las restricciones establecidas en la Constitución
sobre las leyes que afectan a los derechos privados. “The mutability of the laws of
the States –escribe Madison– is found to be a serious evil. The injustice of them,
has been so frequent and so flagrant as to alarm the most steadfast friends of
Republicanism. I am persuaded I do not err in saying that the evils issuing from
these sources contributed more to that uneasiness which produced the Conven-
tion, and prepared the public mind for a general reform, than those which accrued
to our national character and interest from the inadequacy of the Confederation
to its immediate objects. A reform, therefore, which does not make provision for
private rights must be materially defective. The restraints agst. paper emissions,
and violations of contracts are not sufficient”15.

10
James W. ELY, Jr.: “The Marshall Court and Property Rights: A Reappraisal”, en John Marshall
Law Review (J. Marshall L. Rev.), Vol. 33, 1999-2000, pp. 1023 y ss.; en concreto, 1029.
11
James L. KAINEN: “Nineteenth Century Interpretations of the Federal Contract Clause: The
Transformation From Vested to Substantive Rights Against the State”, en Buffalo Law Review (Buff.
L. Rev.), (Faculty of Law and Jurisprudence. State University of New York at Buffalo), Vol. 31, 1982,
pp. 381 y ss.; en concreto, p. 381.
12
Charles F. HOBSON: “Remembering the Great Chief Justice”, en Journal of Supreme Court
History (J. Sup. Ct. Hist.), Vol. 27, Issue 3, 2002, pp. 293 y ss.; en concreto, p. 297.
13
Edward S. CORWIN: The Constitution and what it means today, Princeton University Press,
second printing of the twelfth edition, Princeton, New Jersey, 1961, p. 85.
14
Así lo constata Robert A. RUTLAND, en The Oxford Companion to the Supreme Court of the
United States, editor in chief, Kermit L. Hall, Oxford University Press, New York/Oxford, 1992, p. 517.
15
La carta puede verse en su integridad en The Founders´ Constitution, edited by Philip B.
KURLAND and Ralph LERNER, The University of Chicago Press, Chicago and London, 1987, vol.
one, pp. 644-647 (el exto transcrito en p. 646).
706 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

El rampante activismo judicial de la Marshall Court iba efectivamente


a hacer devenir la cláusula que nos ocupa en la base de una sorprendente
expansión de la judicial review. La contract clause iba a convertirse en el depósito
de la doctrina judicial de los “derechos adquiridos” (“vested rights”), de las
ya referidas limitaciones judicialmente deducidas de la “higher law” sobre el
poder legislativo estatal, e incluso, en términos de Levy16, en “the link between
constitutionalism and capitalism”. En el corto espacio de una década, Marshall,
con su conocida habilidad y su incontrastable lógica, había extraído la contract
clause de sus oscuros orígenes y hecho de ella una de las normas más vitales de
toda la Constitución. En ello se vería ciertamente favorecido por el principio de
la santidad de los contratos (“sanctity of contracts”) celebrados entre individuos
en el ejercicio de los derechos que el common law les reconocía; tal principio,
profundamente arraigado en el natural law, conformaría una de las normas
centrales del pensamiento liberal a lo largo de todo el siglo XIX. Tras la entrada
en vigor de la Constitución, el principio en cuestión quedó asimismo anclado en
la contract clause. Para los juristas americanos, ese mismo principio se traducía
en que los derechos de un individuo adquiridos de conformidad con la ley vigente
al tiempo en que se celebraba un contrato eran “derechos adquiridos” (“vested
rights”) y permanecían inalterables, salvo que mediara el consentimiento en
otro sentido del individuo.
La primacía de la contract clause también asumirá una deuda inmediata con el
Chief Justice, lo que derivará de la enormemente amplia interpretación que John
Marshall, y con él su Tribunal, darán a esta cláusula, de modo muy particular, en
el caso que constituye el objeto principal de este trabajo, Fletcher v. Peck (1810), en
el que la Corte considerará que la cláusula en cuestión se extendía a los contratos
públicos y no sólo a los privados. Marshall iba además a extender el significado
de la noción de “contrato” para incluir no sólo un “executory contract”, esto es, un
contrato con promesa de cumplimiento en una fecha futura, como lo visualiza la
doctrina17, sino también un contrato ejecutado (“an executed contract”), que en el
Fletcher case incluía concesiones o cesiones legislativas anteriores, que no podían
ser revocadas. Más allá de este caso concreto, la contract clause iba a desempeñar
un rol dominante en lo que se refiere a las sentencias constitucionales sustantivas
de la era de la Marshall Court.
La trascendencia que todo ello iba a tener en la litigiosidad suscitada por la
cláusula se capta en cuanto se atiende a algunos datos cuantitativos ofrecidos por
Wright18, autor de la obra clásica sobre la materia. Para el Profesor de Harvard,
antes de 1889, la contract clause había sido considerada por la Corte en casi

16
Leonard W. LEVY: Original Intent and the Framers´ Constitution, MacMillan Publishing Company/
Collier MacMillan Publishers, New York/London, 1988, p. 130.
17
George Lee HASKINS and Herbert A. JOHNSON: Foundations of Power: John Marshall, 1801-
1815, (Vol. II de la History of the Supreme Court of the United States, The Oliver Wendell Holmes
Devise), MacMillan Publishing Co., Inc./Collier MacMillan Publishers, New York/London, 1981, p.
350. Haskins visualiza el “executory contract” como “a promise to perform at a future date”.
18
Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause of the Constitution, Harvard University
Press, Cambridge, Mass., 1938, p. 95.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 707

el 40 por 100 de todos los casos que concernían a la validez de la legislación


estatal. Con tanto éxito se invocó su protección en sede judicial suprema, que
fue la justificación constitucional para 75 de las decisiones en que leyes estatales
fueron consideradas inconstitucionales, casi la mitad de todas aquellas en que tal
legislación fue declarada contradictoria con la Constitución. Pero como el propio
Wright destaca19, en la medida en que se han visto implicados contratos entre
particulares, la contract clause ha tenido una importancia secundaria. Prueba
fehaciente de ello la encontramos en el hecho de que en el siglo y medio abarcado
por el estudio de Wright, éste ha podido constatar 20, que la idea de algunos
miembros de la Convención Constitucional, de que la contract clause serviría
para proteger los contratos privados frente a las stay laws, esto es, las leyes que
pretendían el aplazamiento del pago de una deuda, y frente a otros dispositivos
favorables a los deudores, no se ha visto refrendada por la realidad, pues sólo
poco más de la décima parte de los casos en que la cláusula ha sido considerada
por la Corte Suprema han tenido que ver con contratos puramente privados, y
una buena proporción de este pequeño número ha tenido escasa relación con
los temores que albergaban los Fathers, los padres de la Constitución21. Todo ello
no hace sino corroborar que el significado de la contract clause es producto del
proceso de interpretación judicial antes que de la propia Constitución.

II. La cláusula que nos ocupa, sin embargo, presenta notables oscilaciones.
Pocas disposiciones de la Constitución, ha escrito Merrill22, han experimentado
más dramáticos altibajos (“ups and downs”) que la contract clause. Recordaba
Cardozo 23 en uno de los trabajos que publicara antes de incorporarse a la
Supreme Court (lo que haría en 1932), de la que llegaría a ser uno de sus grandes
Associate Justices, las palabras de Pascal, “le droit a ses époques”, que el Profesor
Hazeltine, a inicios de los años veinte del pasado siglo, reformulaba así: “the law
has <its epochs of ebb and flow>”. Esta famosa observación iba a ser revivida,
más de medio siglo después, por Schwartz, para proyectarla sobre la cláusula
que analizamos, de la que bien se puede señalar, efectivamente, que ha tenido
épocas de flujo y reflujo, pudiéndose considerar el primer siglo de la República

19
Ibidem, p. 248.
20
Ibidem, p. 243.
21
Estos datos son corroborados por otros autores posteriores. Así, por poner un ejemplo, Siegel
aduce, que puede emerger un modelo si la inmensa masa de litigios desencadenados por la contract
clause durante el siglo XIX se separa en dos tipos de casos: los concernientes a franquicias otorgadas
por el Estado (“cases involving state-granted franchises”) y los relativos a los contratos ordinarios,
principalmente los que crean relaciones entre deudor y acreedor. Siguiendo a Wright, nuestro autor
constata que cerca del 90 por 100 concierne a la primera categoría de casos, concernientes princi-
palmente a estatutos corporativos (“corporate charters”). Stephen A. SIEGEL: “Understanding the
Nineteenth Century Contract Clause...”, op. cit., p. 7.
22
Thomas W. MERRILL: “Public Contracts, Private Contracts, and the Transformation of the
Constitutional Order”, op. cit., p. 597.
23
Benjamin N. CARDOZO: “A Ministry of Justice”, en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Vol.
XXXV, 1921-1922, pp. 113 y ss.; en concreto, p. 126.
708 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

como su “estación de crecida” (“flood season”)24. La evolución jurisprudencial de


esta disposición constitucional ha sido tan marcada que ha permitido a algunos
autores periodificarla25.
El cambio de perspectiva sobre esta cláusula comienza a visualizarse en los
lustros subsiguientes a la Guerra Civil. La entrada en la escena constitucional de
la due process clause tendrá mucho que ver en ello. Ya a mediados del siglo XIX,
el due process, un concepto convenientemente impreciso (“a conveniently vague
concept”), como lo califica Mason26, se encontraba en muchas Constituciones
estatales, y a él se iba a recurrir como una suerte de barrera capaz de contener la
creciente marea de la democracia Jacksoniana. Había, se decía, ciertos derechos
privados absolutos, incluyendo los derechos de propiedad, que se situaban más
allá del alcance de las mayorías populares. Una legislatura, se argumentaba frente
al inicial entendimiento puramente formal del concepto27, podía ir más allá de sus
facultades aun cuando cumpliera con las formas y procedimientos propios del due
process; de ahí que se soslayara abiertamente la idea de que el due process implica-
ba tan sólo límites procesales, interpretándose que la due process clause establecía
límites tanto sobre lo que puede hacerse como sobre cómo debe hacerse. Como

24
Bernard SCHWARTZ: “Old Wine in Old Bottles?...”, op. cit., p. 98.
25
Tal ha sido el caso de Kmiec y McGinnis, quienes consideran que la historia de la contract
clause en la Corte Suprema puede dividirse en cuatro períodos: El primero se prolongaría hasta fines
de los años 1880, y en él la Corte aplicaría la cláusula con vigor para derribar la legislación estatal
que, retroactivamente, menoscabara o alterara derechos contractuales, con independencia de que
esos derechos fueran esgrimibles frente a otro individuo privado o frente a un Estado. En el segundo
período, que se extendería hasta los años 1930, la cláusula cayó ampliamente en desuso. El desarrollo
del substantive due process permitió a los defensores del laissez faire mantener con éxito la anulación
de la legislación económica con efectos prospectivos lo mismo que retroactivos, convirtiendo por
lo tanto la contract clause en un instrumento en gran medida superfluo. El tercer período lo inician
estos autores con la importantísima sentencia dictada por la Corte en el caso Home Building & Loan
Association v. Blaisdell (1934). En esta etapa el modelo de revisión jurisdiccional a través del substantive
due process analysis continuó siendo aplicado a casos que caían bajo la contract clause; sin embargo,
al relajarse enormemente el due process standard, la cláusula de los contratos se convirtió en una
“virtual nullity”. En el período final, la Corte se ha encargado de revivir la cláusula que nos ocupa en
una limitada medida, sujetando a un mayor examen las interferencias retroactivas de la legislación
estatal con la esencia de las expectativas contractuales. Douglas W. KMIEC and John O. McGINNIS:
“The Contract Clause: A Return to the Original Understanding”, op. cit., p. 534.
26
Alpheus Thomas MASON: “Myth and Reality in Supreme Court Decisions”, en Virginia Law
Review (Va. L. Rev.), Vol. XLVIII, 1962, pp. 1385 y ss.; en concreto, p. 1391.
27
Ya en 1787, en la Asamblea del Estado de Nueva York, Alexander Hamilton iba a sostener que
la Constitución estatal impedía que cualquiera fuera privado de sus derechos excepto “by the law
of the land”, o como una reciente ley de la propia Asamblea newyorkina había establecido, “by due
process of law”, que, dijo Hamilton, –en lo que Wood califica como un asombroso y nuevo rasgo
(“an astonishing and novel twist”)– tenía un preciso significado técnico. Estos términos, precisaba
Hamilton, eran ahora “only applicable to the process and proceedings of the courts of justice; they
can never be referred to an act of legislature”, aun cuando sea la legislatura la que les ha dado vida.
Como de nuevo dice Wood, esto era, como mínimo, un extraordinario argumento, una de las primeras
numerosas interpretaciones imaginativas de la historia americana, dada en este caso a la frase due
process of law. En esta, como en tantas otras cuestiones jurídicas, añadiríamos por nuestra cuenta, el
ingenio y la agilidad y viveza del pensamiento de Hamilton siempre fueron por delante de los demás.
Cfr. al efecto, Gordon S. WOOD: “The Origins of Vested Rights in the Early Republic”, en Virginia
Law Review (Va. L. Rev.), Vol. 85, 1999, pp. 1421 y ss.; en concreto, pp. 1437-1438.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 709

fácilmente puede percibirse, este entendimiento sustantivo, por así decirlo, de la


cláusula en cuestión entrañaba un serio problema, el de la enorme potenciación
de la discrecionalidad judicial que presuponía. Los propios tribunales estatales,
en la etapa inmediatamente anterior a la guerra civil, en un movimiento que se
ha comparado con el empleo por la Marshall Court de normas constitucionales
extratextuales28, comenzaron a desarrollar la idea de que el due process establecía
restricciones sustantivas sobre el poder legislativo; las due process clauses se
interpretaron en el sentido de que obstaban toda interferencia legislativa sobre
los títulos de las tierras; en ausencia incluso de takings clauses, se entendió que
la due process impedía a la autoridad legislativa llevar a cabo apropiaciones o
expropiaciones de la propiedad no indemnizadas. El tiempo, por lo demás, no
hará sino confirmar la gravedad de tal problemática. Aunque la Constitución
federal no contenía una due process clause restringiendo el poder estatal, ello iba
a cambiar tras la adopción en 1868 de la XIV Enmienda. Aunque en los primeros
casos que se originaron de conformidad con la nueva disposición constitucional
la Corte mantuvo una posición que se ha calificado como “de manos quietas” (“a
hands-off position”)29, rehusando actuar como censora de la legislación estatal con
base en la mencionada disposición, lo cierto es que esa actitud pronto tenderá a ir
mutando, teniendo mucho que ver en ese cambio jurisprudencial la organización
en 1878 de la American Bar Association, que pronto se embarcó en una campaña
educativa encaminada a cambiar la amplia concepción del poder legislativo
mantenida hasta ese momento por la Corte, con el correlato de la expansión del
rol a desempeñar por los tribunales. A tal efecto, una cláusula constitucional de
tan amplio espectro como la due process clause podía propiciar un rol supervisor
de las políticas públicas de una notable amplitud, rol que, de hecho, se tradujo en
la asunción por la Supreme Court de funciones propias de una “super-legislatura”30.
La contract clause fue paulatinamente disminuyendo en relevancia en la medi-
da en que la Supreme Court fue otorgando a la due process clause una amplitud que
hizo de ella un santuario aún más global (“an even more inclusive sanctuary”) para
los intereses económicos de lo que la contract clause lo había sido31. A ello habría
de añadirse el hecho del progresivo desplazamiento de la noción de los derechos
adquiridos (“vested rights”) por la de los derechos sustantivos como concepto
central del pensamiento jurídico norteamericano en relación con el ejercicio de
derechos frente al Estado32. Si la concepción anterior a la Guerra de Secesión
acerca del rol del federal judiciary, en lo atinente a hacer respetar los derechos
frente a las actuaciones estatales, vino dictada por su decisión de proteger tan
sólo los que eran concebidos como vested rights frente al Estado y su rechazo de
la protección de los substantive rights, al considerarse como una decisión judicial

28
James W. ELY, Jr.: “The Marshall Court and Property Rights...”, op. cit., p. 1054.
29
Alpheus Thomas MASON: “Myth and Reality in Supreme Court Decisions”, op. cit., p. 1391.
30
Ibidem, p. 1392.
31
Bernard SCHWARTZ: “Old Wine in Old Bottles?...”, op. cit., p. 98.
32
Cfr. al respecto, James L. KAINEN: “Nineteenth Century Interpretations of the Federal Contract
Clause...”, op. cit., p. 382. Esta es justamente la tesis central del artículo de este autor.
710 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

“demasiado política” (“too political”)33, ello iba a cambiar de modo sustancial en


los lustros subsiguientes al fin de la contienda civil. Ya hemos tenido oportunidad
de aludir a la gran relevancia que desempeñó la doctrina de los vested rights en el
desarrollo de la cláusula de los contratos, que en un primer momento se encaminó
a otorgar su protección a aquellos derechos dimanantes de la propiedad –en
sintonía con el hecho de que durante todo el siglo XIX la propiedad privada ocupó
la “preferred position” en el panteón americano de los valores constitucionales34– y
de los contratos, que se concebían adquiridos, investidos, justamente frente a
cualquier interferencia legislativa. Como es lógico, el debilitamiento de la doctrina
de los derechos adquiridos implicó el de la contract clause.
No fueron las anteriores las únicas circunstancias desencadenantes del profun-
do declive que la contract clause iba a experimentar a partir de los años de cierre
del siglo XIX. En él tendrá mucho que ver el establecimiento por la Corte Suprema
de un conjunto de limitaciones que van a operar sobre la aplicación de la cláusula.
Schwartz se ha referido35 a las más relevantes: 1) la limitación de la aplicación
de la cláusula a aquellos casos concernientes a leyes con efecto retroactivo, no a
aquellas otras que tuviesen efecto prospectivo; como al respecto señala Siegel36,
que la contract clause carecía en absoluto de aplicación prospectiva se convirtió
con rapidez tras la Ogden opinion en un dogma convencional; 2) la consolidación
del principio hermenéutico de que los contratos públicos han de ser estrictamente
interpretados en favor del Estado; 3) la regla de que los Estados no pueden hacer
un contrato en sentido opuesto a ciertas facultades gubernamentales básicas e
inalienables, y que los intentos estatales de hacerlo así, con ignorancia de tal regla,
son nulos y por lo mismo no crean obligaciones contractuales reconducibles al
significado de la contract clause; 4) en fin, la regla de que los contratos públicos,
particularmente las “corporate charters”, o estatutos corporativos o societarios,
pueden quedar sujetos a la facultad reservada del Estado de reformarlos o revo-
carlos. Innecesario es decir que tales limitaciones iban a ir adquiriendo carta de
naturaleza jurisprudencial con la finalidad última de proteger el interés público
frente a las posibles consecuencias negativas para el mismo que pudieran derivarse
de una actuación legislativa imprevisora, que de otro modo podrían convertirse
en invulnerables al amparo de la contract clause.
Tras la conflictiva etapa por la que atravesó la Corte en el New Deal, que
culminó con la llamada “revolución constitucional” de 1937, la Supreme Court,
con dos únicas salvedades, rechazó sistemáticamente toda controversia judicial
suscitada ante ella que tuviere como soporte constitucional la contract clause. En
el fondo de este sensible retroceso de la importancia de la cláusula en el ámbito
del Derecho constitucional laten los enormes cambios políticos y económicos de
la vida americana. Se ha dicho, que la estricta interpretación de la cláusula iba

33
James L. KAINEN: “Nineteenth Century Interpretations of the Federal Contract Clause...”, op.
cit., p. 404.
34
Stephen A. SIEGEL: “Understanding the Nineteenth Century Contract Clause...”, op. cit., p. 57.
35
Bernard SCHWARTZ: “Old Wine in Old Bottles?...”, op. cit., p. 99.
36
Stephen A. SIEGEL: “Understanding the Nineteenth Century Contract Clause...”, op. cit., p. 20.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 711

a convertirla en la segunda mitad del pasado siglo casi en una mera curiosidad
histórica37, pero tal apreciación ha de considerarse como muy exagerada; piénsese,
por ejemplo, que en 1941, en Wood v. Lovett, la Fletcher opinion era citada como
autoridad 38. También Merrill, un cuarto de siglo atrás, señalaba que en ese
momento la cláusula no era sino una pálida sombra de sí misma (“a pale shadow
of its former self”)39, pero la realidad es que a fines de los años setenta del pasado
siglo la cláusula pareció revivir, en alguna pequeña medida al menos, sin que con
ello queramos dar a entender, ni mucho menos, que está en vías de recuperar su
esplendor de antaño. En cualquier caso, en 1977, en el caso United States Trust
Co. v. New Jersey, la Corte anuló la abrogación de un contrato de fianza pública
con fundamento en el menoscabo del contrato. El siguiente año, en el caso Allied
Structural Steel Co. v. Spannaus, la Corte anuló una ley estatal de pensiones por
imponer obligaciones no negociadas sobre una parte de un contrato privado. Se
ha considerado40, quizá un tanto exageradamente, que estas decisiones señalan
un nuevo activismo en el empleo por la Corte Suprema de la contract clause para
proteger derechos económicos, pero en cualquier caso revelan que la cláusula no
es mera letra muerta.
Digamos para terminar, que el vigor jurisprudencial de esta cláusula, como
creemos haber dejado ya claro, es directamente deudor del Chief Justice Marshall.
Nadie puede estar seguro de la importancia que tal disposición constitucional
habría tenido de no presidir John Marshall la Corte. Un autor tan relevante en
el estudio de este instituto jurídico como Wright ha puesto de relieve41, que la
cláusula pensada por los Framers era algo muy diferente (“it was a very different
thing”) de su conformación en los años finales de Marshall en el Tribunal,
apreciación con la que no terminamos de estar de acuerdo, como trataremos de
justificar llegado el momento de abordar los perfiles característicos de la contract
clause. Ciertamente, en algunas de las más controvertidas decisiones de la Marshall
Court, como pueden ser Fletcher v. Peck (1810), Dartmouth College v. Woodward
(1819), Providence Bank v. Billings (1830), Sturges v. Crowninshield (1819) y Ogden
v. Saunders (1827), la “cláusula de los contratos” fue la cuestión central, como ha
reflejado un sector de la doctrina42, con un innegable afán crítico subyacente. Pero
que esas decisiones fueran controvertidas en su momento no es razón en absoluto
37
Kmiec y McGinnis escriben que “the Clause was construed so narrowly that it became little
more than a historical curiosity”. Douglas W. KMIEC and John O. McGINNIS: “The Contract Clause:
A Return to the Original Understanding”, op. cit., p. 526.
38
Cfr. al efecto, Robert L. HALE: “The Supreme Court and the Contract Clause” (Part II), en
Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Vol. LVII, 1943-1944, pp. 621 y ss.; en concreto, pp. 635-636.
Fletcher, diría en la Wood opinion el Justice Hugo L. Black, descansaba sobre la suposición de que
había una continua obligación por parte del Estado, como de parte de cualquier otro otorgante, de
no repudiar un traspaso válido, intentando volver a hacer valer una pretensión a una propiedad que
había sido vendida.
39
Thomas W. MERRILL: “Public Contracts, Private Contracts...”, op. cit., p. 598.
40
YALE-NOTE: “A Process-Oriented Approach to the Contract Clause”, en Yale Law Journal (Yale
L. J.), Vol. 89, 1979-1980, pp. 1623 y ss.; en concreto, p. 1624.
41
Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause of the Constitution, op. cit., p. 27.
42
Así, Christopher WOLFE: The Rise of Modern Judicial Review (From Constitutional Interpretation
to Judge-Made Law), Basic Books, Inc., Publishers, New York, 1986, p. 54.
712 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

suficiente para descalificarlas, como tampoco para censurar con mayor o menor
acritud la doctrina jurisprudencial sentada por Marshall en torno a esta importan-
tísima disposición constitucional. Con sus luces y sus sombras, la jurisprudencia
marshalliana sobre esta cláusula tuvo en su momento un extraordinario valor,
y juzgada en su conjunto merece un juicio notablemente positivo, como iremos
viendo de inmediato al tratar de desentrañar y explicar esa doctrina.
Añadamos, en fin, que Fletcher v. Peck, aun siendo la más conocida de las
decisiones relativas a disputas sobre títulos de tierras, y la que puede considerarse
el primer leading case en lo que a la interpretación de la contrac clause se refiere,
no fue ni mucho menos la única. Si Fletcher (1810) tuvo como referencia las tierras
del Yazoo, Green v. Biddle (1821) se relacionó con las tierras de Kentucky; en
Huidekoper´s Lessee v. Douglas (1805) fueron las tierras de la “Holland Company”
las que desencadenaron el litigio, mientras que en el caso Fairfax´s Devisee v.
Hunter´s Lessee (1813) fue el título de las tierras de lord Fairfax el desencadenante
de la decisión, que ocasionaría a su vez directamente esa “piedra angular de
la supremacía federal” (“that cornerstone of federal supremacy”), como la ha
llamado Turner43, que fue la sentencia dictada en el caso Martin v. Hunter´s Lessee
(1816). Estas sentencias, en las que la controversia giró siempre en torno a una
actuación estatal, presentan la peculiaridad de que las cuestiones controvertidas
se habían iniciado en la mayor parte de los casos con anterioridad al acceso de
Marshall a la Chief Justiceship.

2. Los antecedentes lejanos de la cláusula: la Northwest Ordinance (1787)

I. El 13 de julio de 1787, mientras la Convención Federal reunida en Filadelfia


estaba redactando la Constitución, el Continental Congress, órgano que ya se había
reunido con anterioridad a la Independencia, y que, de algún modo, los Articles of
Confederation reeditaron44, sesionando en Nueva York, aprobaba una Ordenanza
para gobernar el territorio que los Estados habían cedido al gobierno nacional. Este
documento, conocido como la Northwest Ordinance, tendría una notable importan-
cia por diversas razones, entre ellas, porque estableció el modelo para el gobierno
territorial y la conformación estatal que con posterioridad se habría de aplicar
a 31 de los 50 Estados de la Unión. Más aún, como recuerda Duffey45, muchos
comentaristas han sugerido que la Ordenanza es en algún sentido un texto consti-

43
Kathryn TURNER: “Federalist Policy and the Judiciary Act of 1801”, en The William and Mary
Quarterly (Wm. & Mary Q.), Third Series, Vol. 22, No. 1, January, 1965, pp. 3 y ss.; en concreto, p. 23.
44
El Art. V de los Articles of Confederation disponía, que para la mejor gestión de los intereses
generales de los Estados Unidos, anualmente, y del modo que estableciera la legislatura de cada Estado,
se nombraran delegados que habían de reunirse en un Congreso el primer lunes de noviembre de
cada año, órgano en el que ningún Estado tendría menos de dos representantes ni más de siete. El
texto de los Articles of Confederation puede verse como “Appendix” en Alexander HAMILTON, James
MADISON and John JAY: The Federalist or, the New Constitution, op. cit., pp. 453-460.
45
Denis P. DUFFEY: “The Northwest Ordinance as a Constitutional Document”, en Columbia Law
Review (Colum. L. Rev.), Vol. XCV, 1995, pp. 929 y ss.; en concreto, p. 931.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 713

tucional, aunque no se haya profundizado gran cosa en esta idea, que es por cierto
la tesis que sustenta el mencionado autor en su trabajo, en el que concluye que la
Ordenanza, a causa de la naturaleza de su autoridad y del significado de sus prin-
cipios, debería incluirse entre los “foundational documents of our constitutional
tradition”46, pues, a través de este texto, el Continental Congress promulgó un
conjunto de principios que grabó eficazmente sobre las instituciones y prácticas
no simplemente del Northwest Territory, sino también sobre el gobierno nacional.
Recordemos, retrotrayéndonos unos años en la historia, que al término de
la Guerra de Independencia, una vez ya articulada una primera vinculación
jurídico-política entre las antiguas trece colonias, instada insistentemente por
John Adams47, que tendría su reflejo en los mencionados Articles of Confederation
and perpetual Union, y entrado en vigor este documento en marzo de 178148, el
Continental Congress se hubo de enfrentar a una diversidad de problemas políticos
y económicos relacionados con el Territorio del Noroeste. Ya en 1784 un primer
documento, la Ordenanza de ese mismo año, que se suele considerar redactado
por Thomas Jefferson, y que fue llamado el “Jefferson´ plan”, por cuanto fue él
quien presidió el Comité que escribió el informe49 que, tras ser enmendado por
el Continental Congress, se convirtió en el texto de la Ordenanza50, abordó la
regulación de las mismas cuestiones, dividiendo el Territorio en diez Estados.
Pero aunque el texto llegó a ser aprobado, poco tiempo después el Continental
Congress se dio cuenta de que la Ordenanza era inadecuada en diversos aspectos51,
por lo que se entendió necesario proceder a redactar un nuevo documento, que
en realidad se ha considerado52 más una extensión que una repudiación del texto
anterior. Jefferson había abandonado el país camino de Francia y la redacción de
46
Ibidem, p. 968.
47
“Each colony –escribía Adams en marzo de 1776– should establish its own government and then
a league should be formed between them all”. Apud Bernard SCHWARTZ: Some Makers of American
Law, Ajoy Law House (University of Calcutta), Calcutta, 1985, pp. 2-3.
48
Aunque en julio de 1777 el Continental Congress ya había elaborado los Articles, sometiéndolos
de inmediato a los Estados, que en dos años los habían ratificado, su entrada en vigor se prolongó
dos años más, por cuanto Maryland negó su aprobación hasta marzo de 1781, no por su discrepancia
con el texto de los Articles, sino por el hecho de que sus ciudadanos consideraban que ciertas tierras
del Oeste pretendidas por varios Estados (Virginia, Pennsylvania, Massachusetts, New York y Con-
necticut) debían ser cedidas a la nación. Sobre los Articles, cfr. Carl J. FRIEDRICH and Robert G.
McCLOSKEY: “The Roots of American Constitutionalism”, en From the Declaration of Independence
to the Constitution, edited by Carl J. Friedrich and Robert G. McCloskey, The Bobbs-Merril Company,
Inc., Indianapolis/New York, 1954, pp. VII y ss.; en concreto, pp. XL y ss.
49
George H. ALDEN: “The Evolution of the American System of Forming and Admitting New
States into the Union”, en Annals of the American Academy of Political and Social Sciences (Annals Am.
Acad. Pol. & Soc. Sci.), Vol. 18, 1901, pp. 469 y ss.; en concreto, p. 475. Junto a Jefferson, “chairman”
del Comité, integraron el mismo Howell, de Rhode Island, y Chase, de Maryland.
50
Cfr. al respecto, Robert F. BERKHOFER, Jr.: “Jefferson, the Ordinance of 1784, and the Origins
of the American Territorial System”, en The William and Mary Quarterly (Wm. & Mary Q.), Third Series,
Vol. 29, No. 2, April, 1972, pp. 231 y ss.; en concreto, p. 231.
51
Alden aduce, que fue el deseo de estructurar el Territorio del Noroeste en un número mucho
menor de Estados, como a la postre establecería el texto de 1787, lo que condujo a la derogación de
la Ordenanza de 1784. George H. ALDEN: “The Evolution of the American System of Forming...”,
op. cit., p. 477.
52
Robert F. BERKHOFER, Jr.: “Jefferson, the Ordinance of 1784, and the Origins...”, op. cit., p. 261.
714 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

la que habría de ser la Ordenanza de 1787 se encomendó a una Comisión presidida


por el delegado de Massachusetts Nathan Dane, sobre cuyo prestigio como jurista
baste decir que daría nombre a la primera cátedra de Derecho de la Universidad
de Harvard. Dane, en unión de Rufus King, serían los redactores principales del
nuevo documento53.
Aunque el tema no sea ahora de nuestro interés, no puede dejar de señalarse el
logro que supuso establecer en la Ordenanza la prohibición de la esclavitud en ese
Territorio. La Ordenanza fue, en palabras de Phillips, “the first and last antislavery
achievement by the central government in the period”54, mientras que para Lynd
se convirtió en el símbolo del liberalismo de la Revolución55. Añadamos que la
Ordenanza dispuso que hubiera tres Estados, extendiéndose desde el río Ohio a
los lagos: los Estados de Ohio, Indiana e Illinois.

II. Son, sin embargo, las previsiones que podrían englobarse bajo el genérico
rótulo del mercantilismo las que presentan a los efectos de este trabajo particular
interés. La Ordenanza, entre otros fines, pretendía potenciar la riqueza de los
colonos, facilitándoles un más fácil acceso a la propiedad de la tierra. Pero el
documento también puede considerarse que fortalecía el mercantilismo con la
disposición que iba a incorporar asegurando el cumplimiento de los contratos,
que a su vez aparecía estrechamente conexa con la just compensation clause.
En efecto, en la segunda parte del art. 2º se disponía: “(N)o man shall be
deprived of his liberty or property but by the judgment of his peers, or the law
of the land; and should the public exigencies make it necessary for the common
preservation to take any person´s property, or to demand his particular services,
full compensation shall be made for the same”. (“Nadie será privado de su libertad
o propiedad, sino a través del juicio de sus iguales o de acuerdo con el Derecho del
país, y cuando el interés público hiciera necesario, para la conservación común,
apropiarse de la propiedad de alguna persona o exigirle determinados servicios,
deberá hacérsele una previa indemnización por lo mismo”). La previsión transcrita
53
Alden, a diferencia de Berkhofer, considera que, una vez que Jefferson abandonó el país, “the
leading figure in the movement to organize the west” fue Monroe. George H. ALDEN: “The Evolution
of the American System of Forming...”, op. cit., p. 477.
54
Ulrich B. PHILLIPS: American Negro Slavery, New York/London, 1933, p. 128. Cit. por Staughton
LYND: “The Compromise of 1787”, en Political Science Quarterly (Pol. Sci. Q.), Vol. 81, No. 2, June,
1966, pp. 225 y ss.; en concreto, p. 225. El acuerdo antiesclavista, aceptado por un Congreso en el que
la mayoría sureña del mismo, unánimemente, votó a favor de la Ordenanza, no deja de sorprender,
mucho más aún si se tiene en cuenta que el 12 de julio, esto es, un día antes de la aprobación de la
Ordenanza, en Filadelfia, la Convención Constitucional votó la famosa y harto controvertida cláusula
de los 3/5 en relación a la composición de la House of Representatives. Recogida en el párrafo tercero
de la Sección 2ª del Art. I de la Constitución, cabe recordar que la misma operaba en el cómputo
de la población de los distintos Estados, algo que resultaba decisivo a efectos del prorrateo de los
impuestos directos y del cálculo del número de representantes. A su tenor, la población se había de
determinar sumando al número total de personas libres las 3/5 partes de todas las personas restantes,
(eufemismo tras el que subyacía la referencia a las personas de raza negra) excluyendo a los indios
no sujetos al pago de contribuciones.
55
Staughton LYND: “The Compromise of 1787”, op. cit., p. 225.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 715

iba inmediatamente seguida por esta otra: “And, in the just preservation of rights
and property, it is understood and declared; that no law ought ever to be made or
have force in the said territory, that shall, in any manner whatever, interfere with
or affect private contracts, or engagements bona fide, and without fraud previously
formed”. (“Y en justa preservación de los derechos y de la propiedad, se entiende y
declara que nunca se hará, ni tendrá vigencia en dicho territorio, ninguna ley que
de algún modo interfiera o afecte a los contratos privados o a los compromisos
anteriormente concertados de buena fe y sin fraude”).
Se ha dicho, que esta disposición, como la cláusula constitucional de la
contract clause que de ella deriva, no hacía sino encarnar una máxima de justicia
(“a maxim of justice”) que parecía venir demandada por las circunstancias del
país y por el vago sistema de legislación (“the lax system of legislation”) entonces
prevaleciente56. Richard Henry Lee, en referencia sobre todo a la cláusula de
justa compensación o indemnización, escribiría que “parecía necesario para la
seguridad de la propiedad entre una ignorante y quizá licenciosa gente (“among
uninformed, and perhaps licentious people”), como era la mayor parte de los que
allí estaban, que existiera un gobierno fuertemente armonizado y unos derechos
de propiedad claramente definidos”57, lo que podía sugerir la necesidad de una
explícita definición y protección de los derechos de propiedad impuesta a nivel
nacional, que fuera más allá de la proporcionada por el common law y por la
legislación local.
Las dos previsiones transcritas, como se ha podido ver, aparecían estrecha-
mente asociadas, presentándosenos como dos cláusulas del mismo artículo
conectadas con la conjunción “and”. Además, la contract clause pretendía,
y así se hacía constar explícitamente, la justa preservación de los derechos
contractuales y de la propiedad, enfatizándose de esta forma la conexión entre
los derechos protegidos. Ambas disposiciones se aplicaban a la misma unidad
de gobierno, el Territorio. Cuando la Constitución entró en vigor, los Territorios
quedaron sujetos a las restricciones aplicables al gobierno federal, pero en
algunos aspectos el poder federal sobre los Territorios recordaba cercanamente
los poderes gubernamentales estatales. Es por lo mismo por lo que McConnell
considera que estas disposiciones podían haber fijado un precedente para aplicar
las restricciones que establecían al gobierno federal, a los gobiernos estatales o
a uno y a otros, circunstancias todas ellas que hacen un tanto sorprendente que
los Framers separaran las dos cláusulas en la Constitución, aplicando cada una
de ellas a un diferente nivel de gobierno.
De la importancia de esta temprana recepción jurídica de la contrac clause
para afianzar todo tipo de actividad comercial y, a la par, fortalecer el principio de
seguridad jurídica, daría buena cuenta George F. Hoar, en un speech pronunciado

56
R. HUTCHINSON: “Laws Impairing the Obligation of Contracts”, en Southern Law Review (New
Series), (S. L. Rev. n. s.), Vol. 1, No. III, Saint Louis, October, 1875, pp. 401 y ss.; en concreto, p. 408.
57
Apud Michael W. McCONNELL: “Contract Rights and Property Rights...”, op. cit., p. 277.
716 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

en 1887, conmemorativo del centenario de la Northwest Ordinance. Vale la pena


reproducir sus palabras:

“For the first time in history the Ordinance of 1787 extended that domain
from which all human government is absolutely excluded by forbidding any
law interfering with the obligation of good faith between man and man.
This provision, adapted afterward in the Constitution of the United States,
and thereby made binding as a restraint on every state, is the security upon
which rests at last all commerce, all trade, all safety in the dealing of men
with each other”58.

Como Hoar sugiere, la contract clause que acoge la Ordenanza representa


en cierto modo la exclusión gubernamental de la participación en las relaciones
económicas privadas, contribuyendo quizá a una cierta visión de la frontera, de
los territorios fronterizos, como el reino de la iniciativa privada.
Un aspecto importante a reseñar es que la previsión de la Ordenanza se refería
exclusivamente a los contratos entre personas particulares. La doctrina destacaría
este dato, interpretándolo desde diferentes perspectivas. Así, Melone59, con un
razonamiento poco modélico en cuanto a su rigor, aduce que la Ordenanza no hace
mención de los contratos públicos; difícilmente podía mencionarlos cuando se
ciñe en su texto a los contratos privados, lo que, a sensu contrario, excluye los con-
tratos públicos. No le falta por el contrario razón a Melone en su crítica a Wallace
Mendelson, al entender que este autor utiliza la nada ambigua referencia a los
contratos privados de la Ordenanza para contradecir lo que puede de otro modo
ser razonablemente deducido de aquélla, esto es, que los americanos, durante el
período de escritura de la Constitución de 1787, visualizaban los contratos como
asuntos que se referían a las relaciones entre particulares y no entre partes públi-
cas y privadas. En fin, Ely60, tras comparar la redacción dada a la contract clause
en la Ordenanza del Noroeste y en la Constitución, con lógica aplastante, considera
digno de mención, el que no obstante tener ante ellos un modelo circunscrito
a los contratos privados, los Framers optaran por unos términos más amplios,
que abarcaban todos los contratos en general, llegado el momento de diseñar la
cláusula. En fin, es de interés reseñar de igual modo, que la cláusula recepcionada
por la Ordenanza podía interpretarse en el sentido de que la interferencia que
se prohibía a los Estados era tan sólo la de afectar a derechos contractuales y
de propiedad a través de la aprobación de leyes de efectos retroactivos. A juicio
de algún autor61, tal interpretación puede encontrar un punto de apoyo en su
emplazamiento inmediatamente después de la cláusula, también anteriormente

58
Apud Denis P. DUFFEY: “The Northwest Ordinance as a Constitutional Document”, op. cit.,
p. 960.
59
Albert P. MELONE: “Mendelson v. Wright: Understanding the Contract Clause”, en The Western
Political Quarterly, Vol. 41, No. 4, December, 1988, pp. 791 y ss.; en concreto, p. 794.
60
James W. ELY, Jr.: “The Marshall Court and Property Rights: A Reappraisal”, en John Marshall
Law Review (J. Marshall L. Rev.), Vol. 33, 1999-2000, pp. 1023 y ss.; en concreto, p. 1031.
61
Douglas W. KMIEC and John O. McGINNIS: “The Contract Clause...”, op. cit., p. 530.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 717

transcrita, que prohibía la expropiación de la propiedad (“the taking of property”)


sin compensación plena (“full compensation”), pues resulta evidente que las leyes
expropiatorias de la propiedad son leyes retroactivas en cuanto que abrogan
derechos que poseen los propietarios conforme a una ley anterior. Pero a nuestro
modo de ver, hay un argumento mucho más incontrovertible, que encontramos en
la misma redacción de la cláusula, que alude a los contratos “previously formed”;
si han de haber sido formalizados previamente, es evidente que la ley que los afecte
deberá ser una ley posterior dotada de efectos retroactivos.
Por lo demás, y al margen ya de la diferencia advertida, cuando se establece
una comparación entre la Ordenanza y la Constitución, las más evidentes semejan-
zas las encontramos en la cláusula de los esclavos fugitivos (“fugitive slave clause”)
y en la que venimos comentando. Como ha escrito Lynd, puede cuestionarse bien
poco que la Convención de Filadelfia, que redactó ambas cláusulas en agosto, tuvo
en mente la Northwest Ordinance aprobada justamente el mes anterior62. Ello,
además, es plenamente coherente con la idea de Madison de la conexión en la
redacción de la Ordenanza y de la Constitución. Si se piensa que, como trataremos
de inmediato con mayor detenimiento, fue Rufus King quien, en la Constitutional
Convention, el 28 de agosto, aludió por primera vez a la contract clause, sugiriendo
a los delegados la conveniencia de añadir al texto constitucional una prohibición a
los Estados de interferir sobre los contratos privados, proponiendo de modo espe-
cífico que se utilizaran “the words used in the Ordinance of Congress establishing
new States”63, o lo que es igual, “no law ought ever to be made.... that shall in any
manner whatever, interfere with or affect private contracts.... previously formed”,
y junto a ello se tiene en cuenta el ya mencionado protagonismo de Rufus King
en el proceso de elaboración de la Northwest Ordinance, aún se acentúa más si
cabe la conexión entre la Ordenanza y la Constitución en lo que a la contract
clause atañe, a lo que no obsta en lo más mínimo el hecho de que la redacción
dada finalmente por los delegados de Filadelfia a la “cláusula de los contratos”
difiriera en algún aspecto, que la interpretación de Marshall aún acentuaría más,
del texto de la Ordenanza.
Añadamos ya para finalizar, que un sector de la doctrina64 ha visto en el Tratado
de paz con Gran Bretaña (el llamado “Treaty of Paris” o Jay Treaty) otro potencial
precursor de la cláusula que nos ocupa. Tal norma internacional acentuaba la
singularidad (“the oddity”) del proyecto constitucional. El Tratado protegía a
los súbditos británicos tanto frente a cualquier impedimento legal respecto del
cobro de las deudas de buena fe (“bona fide debts”), como de la confiscación de la

62
Staughton LYND: “The Compromise of 1787”, op. cit., p. 244.
63
Farrand, en la clásica, y de largo más completa, obra de recopilación de las actas de la Conven-
ción Constitucional de Filadelfia, refiriéndose a la sesión del martes 28 de agosto, escribe: “Mr. King
moved to add, in the words used in the Ordinance of Congs. establishing new States, a prohibition
on the States to interfere in private contracts”. Max FARRAND (edited by): The Records of the Federal
Convention of 1787, revised edition in four volumes, Yale University Press, New Haven and London,
1937 (first published by Yale University Press in 1911), vol. II, p. 439.
64
Así, entre otros, Michael W. McCONNELL: “Contract Rights and Property Rights...”, op. cit.,
pp. 277-278.
718 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

propiedad. Los términos del Tratado exigían de los Estados Unidos proteger los
derechos de los súbditos británicos dimanantes de los contratos y de la propiedad
frente a cualquier menoscabo legal, una obligación lógicamente colindante con las
protecciones que encarnaban las just compensation and contracts clauses. Si los
Framers habían estado preocupados por hacer efectivas las obligaciones asumidas
convencionalmente frente a la Gran Bretaña, parecía por entero lógico prohibir el
menoscabo de las obligaciones o compromisos asumidos en un contrato, pero no
era menos lógico que esa prohibición se hiciera en ambos niveles de gobierno, el
federal y el estatal. No sería así por cuanto, como ya se ha visto, la contract clause
tan sólo operaría en el nivel estatal.

3. La recepción constitucional en la Convención de Filadelfia de la


contract clause

I. Algún sector de la doctrina ha señalado, que los orígenes de la contract


clause están envueltos en misterio (“shrouded in mystery”)65, apreciación que no
nos parece que refleje la realidad con mucha precisión, pues una cosa es que sus
orígenes sean misteriosos y otra muy distinta el que no ocupara un lugar relevante
ni en los debates de los delegados de Filadelfia, ni tampoco en las discusiones
habidas en las Convenciones estatales de ratificación, aspecto éste que suscita
una mayor convergencia doctrinal66. Basta con atender a la minuciosa obra de
Farrand para poder apreciar, sin misterio alguno, el debate, breve, pero debate
al fin y al cabo, que desencadenó la propuesta llevada a cabo por Rufus King, el
martes 28 de agosto, de introducir la contrac clause en el texto constitucional67. En
esta misma dirección, White ha puesto de relieve68, que entre la moción de Rufus
King en favor de la cláusula y su eventual adopción por el Committee of Style, el
12 de septiembre, hubo una muy limitada discusión en la que, no obstante, se
suscitó la importante cuestión de si la cláusula tenía tan sólo un efecto retroactivo.
En cualquier caso, sí parece razonable admitir, que estamos ante una disposición
constitucional que suscitó en su momento notables dudas interpretativas que no
iban a ser aclaradas en sede constituyente. Y desde esta óptica se puede entender

65
Tal es el caso, por ejemplo, de Thomas W. MERRILL: “Public Contracts, Private Contracts...”,
op. cit., p. 600.
66
Casi nadie –escribe Levy– se preocupó acerca de la contract clause ni en la Convención
Constitucional ni en la controversia sobre la ratificación. Quienes defendían la ratificación y los que
se oponían a ella no pudieron ser más apáticos de lo que fueron acerca de esta cláusula. Leonard
LEVY: Original Intent and the Framers´ Constitution, op. cit., p. 124. También Ely se hace eco de cómo
esta cláusula no ocupó un lugar relevante en los debates de ratificación, en los que gran parte de la
discusión sobre la misma se vinculó a otras restricciones sobre el poder estatal, muy notablemente,
sobre la prohibición de emitir papel moneda. James W, ELY, Jr.; “The Marshall Court and Property
Rights...”, op. cit., p. 1031.
67
Cfr. al respecto, Max FARRAND (edited by): The Records of the Federal Convention of 1787, op.
cit., vol. II, pp. 439-440.
68
G. Edward WHITE (with the aid of Gerald Gunther): The Marshall Court and Cultural Change
1815-1835 (Abridged edition), Oxford University Press, New York/Oxford, 1991, pp. 600-601.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 719

que Johnson considerara razonablemente seguro (“reasonably safe”) sostener que


no hay cláusula en toda la Constitución cuyo origen y entendimiento esté sujeto
a mayor obscuridad y duda69.
Innecesario es decir, por ser una obviedad después de lo expuesto, que los
textos constitucionales inicialmente redactados no contenían ninguna contract
clause (o contracts clause, pues también se utiliza el plural para identificar a esta
cláusula), ni disposición equivalente. Tampoco debe extrañar esta circunstancia,
pues una cláusula de este tipo o previsión análoga no había tenido acogida hasta
ese momento en ninguna Constitución estatal. Wright, en su clásica obra, se ha
referido70 a cómo antes de la llegada de Marshall a la Corte (1801) tres Constitu-
ciones estatales, la de Pennsylvania en 1790, seguida de las de Kentucky en 1792
y Tennessee en 1796, habían consagrado esta cláusula, pero es evidente que este
proceso de progresiva recepción en sede constitucional de la cláusula (a la muerte
de Marshall, otros nueve Estados habían constitucionalizado cláusulas del mismo
tipo71) es en todo caso posterior a la Constitutional Convention. Sólo la Northwest
Ordinance, pues, había recepcionado esta cláusula antes de que culminaran su
trabajo los delegados en Filadelfia, pero debemos recordar que la Ordenanza se
aprobó el 13 de julio, y por tanto ya bien entrados los debates constituyentes.
Se ha aducido asimismo una explicación adicional a la tardía propuesta de
incorporación de la cláusula a la Constitución. Tal circunstancia podría explicarse
por el hecho de que las fuerzas que más tarde favorecieron una contracts clause,
dedicaron primeramente sus energías a intentar conferir al Congreso la facultad
de anular cualquier ley estatal que se considerara poco aconsejable (“unwise”) o
contraria al plan de la Unión72. En definitiva, hubieron de pasar tres meses en la
Convención antes de que se hiciera alusión alguna a la conveniencia de asegurar
la protección de los contratos.

II. La propuesta de Rufus King, delegado de Massachusetts, en favor de la


contract clause (llevada a cabo cuando los delegados acababan de mostrar su
acuerdo en prohibir a los Estados acuñar moneda, emitir papel moneda o legalizar
cualquier cosa que no fuera la moneda de oro y plata como medio de pago de las
deudas) pretendía que la prohibición constitucional operase tan sólo frente a los
Estados y en relación únicamente a su interferencia sobre los contratos privados,
y si se piensa que King tuvo en mente la cláusula de la Ordenanza y se recuerda
lo que antes dijimos acerca de su interpretación, habría de presuponerse también
69
Raymond T. JOHNSON: “The Contract Clause of the United States Constitution”, en Kentucky
Law Journal (Ky. L. J.), (College of Law, University of Kentucky, Lexington, Ky.), Vol. XVI, 1927-1928,
pp. 222 y ss.; en concreto, p. 222.
70
Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause..., op. cit., pp. 60.
71
Buena prueba de la rápida expansión constitucional de esta cláusula la encontramos en el dato
que nos ofrece Magrath, quien recuerda que durante el período en que el Chief Justice Roger B. Taney
presidió la Corte (1836-1864), otros catorce Estados adoptaron la cláusula en sus Constituciones.
C. Peter MAGRATH: Yazoo. Law and Politics in the New Republic. The Case of Fletcher v. Peck, The
Norton Library, W.W. Norton & Company, Inc., New York, 1967, p. 115.
72
Michael W. McCONNELL: “Contract Rights and Property Rights...”, op. cit., p. 278.
720 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

que lo que estaba postulando era la no afectación de derechos contractuales por


leyes que tuviesen efectos retroactivos73. En cualquier caso, la discusión duró
poquísimo tiempo y la ausencia de toda alusión a la en aquel momento extendida
legislación estatal de ayuda a los deudores sólo es menos sorprendente que la falta
de interés mostrada por la propia propuesta74.
La moción de King suscitó de inmediato el rechazo del Gobernador Morris,
de Pennsylvania. “This would be going too far. There are a thousand laws relating
to bringing actions –limitations of actions & which affect contracts–. The judicial
power of the United States will be a protection in cases within their jurisdiction ;
and within the State itself a majority must rule, whatever may be the mischief done
among themselves”75. En estos términos se manifestaba Morris, cuya objeción,
como puede apreciarse, se basaba en que la prohibición que se estaba postulando
sobre el legislativo estatal interfería sobre el principio mayoritario, esto es, sobre
la voluntad de las mayorías legislativas de los Estados. Por lo demás, como
aduce McConnell76, el delegado de Pennsylvania parecía más preocupado por el
impacto de la legislación estatal sobre el comercio interestatal que por impedir
las infracciones de los derechos contractuales dentro de cada Estado.
En una intervención casi inmediata, Madison admitía los inconvenientes que
podían originarse con tal prohibición, no obstante lo cual, desde una perspectiva
global, creía que pesaría más la utilidad de tal cláusula; por tanto, sopesando los
pros y los contras, Madison consideraba que eran más los aspectos positivos. Ello
no obstante, el que bien podríamos considerar como el “padre de la Constitución”
iba a insistir en que sólo una facultad general del Congreso para anular las leyes
estatales sería una protección adecuada77. Habló a continuación el Coronel Mason,
de Virginia, quien pronto se convertiría en un ardiente anti-Federalista. Mason
hizo suyos parcialmente los argumentos en contra de la cláusula de Morris (“This
is –comenzó afirmando– carrying the restraint too far”); para este delegado por
Virginia, “ocurrirán casos que no pueden ser previstos y en los que algún tipo de
interferencia será adecuada y esencial” (“proper & essential”). Wright ha destacado
el paradójico hecho de que a la propuesta de King se opusieran personajes tan
opuestos como Morris, el más aristocrático de los delegados, y Mason, el que se
suponía que mantenía los puntos de vista más democráticos de todos ellos.

73
Crosskey señala, que en cuanto la prohibición de la Ordenanza se refería a contratos “previously
formed”, la misma estaba expresamente limitada a intromisiones sobre contratos previamente
formalizados, por lo que la moción de Rufus King había de entenderse como una moción “for a
prohibition of retrospective <interferences> only”. William Winslow CROSSKEY: “The Ex-Post-Facto
and the Contracts Clauses in the Federal Convention: A Note on the Editorial Ingenuity of James
Madison”, en The University of Chicago Law Review (U. Chi. L. Rev.), Vol. 35, 1967-1968, pp. 248 y ss.;
en concreto, p. 248.
74
Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause..., op. cit., p. 8.
75
Apud Max FARRAND (edited by): The Records of the Federal Convention of 1787, op. cit., vol.
II, p. 439.
76
Michael W. McCONNELL: “Contract Rights and Property Rights...”, op. cit., p. 279.
77
Farrand, refiriéndose a Madison, escribe: “He conceived however that a negative on the State
laws could alone secure the effect”. Max FARRAND (edited by): The Records of the Federal..., op. cit.,
vol. II, p. 440.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 721

En réplica a las mencionadas objeciones, James Wilson, delegado por


Pennsylvania, que pasaría a integrar la Supreme Court desde el momento de
su inicial constitución, vino a observar que la propuesta prohibía tan sólo las
intromisiones retroactivas (“retrospective interferences”). Wilson, previamente,
había dado su apoyo a la disposición, sin que quedaran reflejadas en las actas sus
razones para ello78. Su réplica introdujo un punto de confusión en el debate, como
revela la inmediata intervención de Madison, quien se preguntó si la protección
de los contratos frente a esas intromisiones retroactivas no podía considerarse
ya garantizada a través de la prohibición constitucional de las ex post facto laws,
“which will oblige the Judges to declare such interferences null & void”79. Sin
embargo, la realidad era que hasta ese mismo momento la Convención no había
adoptado una interdicción de la legislación ex post facto aplicable a los Estados,
pues aunque seis días antes la Convención había debatido una ex post facto clause,
a la que muy posiblemente se refería Madison, la misma era de aplicación tan sólo
al Congreso de los Estados Unidos, y tendría su definitivo encaje en la Sección 9ª
del Art. I de la Constitución80. Con su interrogante, Madison demostraba, a juicio
de Crosskey81, bien es verdad que harto discutible, que él, al menos, había estado
apoyando lo que creía que era una prohibición de intromisiones prospectivas lo
mismo que retroactivas, lo que presuponía entender el concepto de ex post facto
laws en sintonía con el que, según el propio autor, era el significado ordinario de
estas palabras en el siglo XVIII.
Así las cosas, Edward Rutledge, delegado por Carolina del Sur, presentó una
moción sustitutiva de la formulada por King, de conformidad con la cual se
impedía a las legislaturas estatales aprobar “bills of attainder (or) retrospective
laws”. La moción era de inmediato aprobada por 7 votos a favor frente a 3 en
contra (Maryland, Connecticut y Virginia). Se ha escrito82, que a través del texto
de la nueva moción se pretendía expandir la ya existente interdicción frente a las

78
Quizá fuera en base a ello por lo que Denham, hace un siglo, considerara (una consideración que
no creemos pueda ser suscribible) a James Wilson como el autor de la cláusula de los contratos. (“There
is –escribe– but little doubt that the author of this bone of contention, or <the obligation clause>, as
it has often been called, was Mr. James Wilson, later one of the justices of the Supreme Court of the
United States, and a very learned lawyer, who had always contended that acts of a legislative body
were of the nature of compacts, particularly when rights were vested under them”). R. N. DENHAM,
Jr.: “An Historical Development of the Contract Theory in the Dartmouth College Case”, en Michigan
Law Review (Mich. L. Rev.), Vol. VII, No. 3, January, 1909, pp. 201 y ss.; en concreto, p. 216. Denham
no es, desde luego, el único que ha atribuido la paternidad de la contract clause a James Wilson. La
razón de ello hay que buscarla en que algunos autores, en atención a los términos de su redacción,
han vinculado esta cláusula con el civil law. Wilson estaba muy familiarizado con el civil law, pues su
educación jurídica se afianzó en Escocia, donde había nacido en 1742, y el Derecho escocés estaba
basado en los principios del Derecho romano.
79
Apud Max FARRAND (edited by): The Records of the Federal..., op. cit., vol. II, p. 440.
80
De conformidad con el párrafo tercero de la Sección 9ª del Art. I de la Constitución, “no bill
of attainder or ex post facto law shall be passed”, prohibición esta que tiene como destinatario al
Congreso de los Estados Unidos.
81
William Winslow CROSSKEY: “The Ex-Post-Facto and the Contracts Clauses in the Federal
Convention...”, op. cit., p. 249.
82
Douglas W. KMIEC and John O. McGINNIS: “The Contract Clause: A Return to the Original
Understanding”, op. cit., p. 531.
722 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

“retrospective criminal laws” (viabilizada por intermedio de la prohibición de las


ex post facto laws) a todas las leyes, penales y civiles. Pero por nuestra parte no
terminamos de compartir esa interpretación. Primero, porque la ya efectivamente
aprobada interdicción de las ex post facto laws iba dirigida al Congreso, no a las
legislaturas estatales. Y segundo, porque sólo en la sesión del siguiente día pareció
quedar claro que la prohibición de las ex post facto laws circunscribía su ámbito
de operatividad a lo penal.
En efecto, al poco de comenzar la sesión del siguiente día, miércoles 29 de
agosto, John Dickinson, delegado por Delaware, informó acerca del resultado a
que le había conducido la revisión que había llevado a cabo de los Commentaries
de Blackstone, en los que él encontró que los términos ex post facto venían rela-
cionados con los casos criminales tan sólo. A partir de ello, y dada la indiscutible
autoridad de Blackstone, Dickinson aducía que, a través de la interdicción de
las ex post facto laws, no se impediría que los Estados dictaran leyes con efectos
retroactivos en casos civiles, requiriéndose alguna previsión adicional para
alcanzar tal objetivo (“that some further provision for this purpose would be
requisite”83. Quizá convenga recordar, que esta interpretación de la cláusula ex
post facto fue hecha suya posteriormente por la Corte Suprema en el caso Calder
v. Bull (1798), aunque no es menos cierto que años después tal interpretación
fue impugnada por el prestigioso Justice William Johnson en su separate opinion
en Ogden v. Saunders (1827) y de nuevo en su concurring opinion en Satterlee v.
Matthewson (1829). Ello no obstante, Crosskey, siempre polémico, separándose de
las actas de Madison, recogidas por Farrand, pues las cree equivocadas, y con base
en diversas notas de George Washington y de David Brearley, delegado por New
Jersey, contrariamente a esta interpretación, entiende84, que la Convención, en ese
momento al menos, comprendió que la expresión ex post facto laws abarcaba todos
los actos legislativos con efectos retroactivos de tipo civil o criminal. Al margen ya
de esta polémica, tras la intervención de Dickinson, como escribe Levy85, murió
la propuesta contract clause hasta que el Committee of Style, el 12 de septiembre,
hizo su informe.

III. El Committee on Revision and Style había sido seleccionado por votación
el 8 de septiembre, y quedó integrado por el Dr. William Samuel Johnson,
delegado de Connecticut, que lo presidiría (“Chairman”), el Gobernador Morris,
de Pennsylvania, Rufus King, de Massachusetts, James Madison, de Virginia, y
Alexander Hamilton, de New York. Aunque Johnson era el presidente, parece que
fue a Morris a quien correspondió el rol protagonista en este Comité. En una carta
de James Madison a Jared Sparks, fechada en Montpellier, el 8 de abril de 1831,
se puede leer: “The finish given to the style and arrangement of the Constitution
83
Apud Max FARRAND (edited by): The Records of the Federal Convention..., op. cit., vol. II,
pp. 448-449.
84
William Winslow CROSSKEY: “The Ex-Post-Facto and the Contracts Clauses in the Federal
Convention...”, op. cit., p. 250.
85
Leonard W. LEVY: Original Intent and the Framers´ Constitution, op. cit., p. 126.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 723

fairly belongs to the pen of Mr. Morris”86. Y el propio Gobernador Morris, en


una carta escrita a Timothy Pickering, fechada en Morrisania el 22 de diciembre
de 1814, escribe que fueron sus dedos los que escribieron la Constitución (“That
instrument was written by the fingers, which write this letter”)87. Por pura lógica,
parece que en un aspecto concreto al menos, el relativo a la cláusula que nos
ocupa, Rufus King, autor como ya se ha dicho de la moción original en favor de
la contract clause, debió asumir un cierto protagonismo en el Comité de Estilo,
pues fue este órgano el que finalmente revivió la cláusula, aunque también parece
razonable pensar en el protagonismo que debió tener el Gobernador Morris. Así lo
corrobora Hagan88, quien se apoya en una elogiosa alusión de Madison a Morris,
a quien atribuye el mérito de “añadir a la brillantez de su genio, algo que es muy
raro, una sincera renuncia a sus opiniones (“a candid surrender of his opinions”)
cuando los aspectos de la discusión le convencían de que las mismas habían sido
formadas demasiado a la ligera”. Si se tiene en cuenta la previa oposición de
Morris a la moción de King, y el hecho de que, ello no obstante, fuera un órgano
en el que Morris tuvo un claro protagonismo, el que diera la luz verde final a la
contract clause, la anterior reflexión de Madison cobra su más pleno sentido.
El 12 de septiembre, el Committee of Style hacía público el texto de la Constitu-
ción, tal y como había quedado tras sus modificaciones89. En lo que ahora interesa,
el párrafo primero de la Sección 10ª del Art. I quedaba redactado como sigue: “No
state shall.... pass any bill of attainder, nor ex post facto laws, nor laws altering or
impairing the obligation of contracts....”. Señala Crosskey90, que la cláusula era
totalmente nueva (“entirely new”), considerando completamente inverosímil (“it is
quite unlikely”) que el portavoz de la Comisión, Morris, no explicara el porqué tal
disposición debía de ser añadida a la Constitución. Por todo lo expuesto hasta aquí,
habría que matizar bastante esa consideración del siempre controvertido Profesor
de Chicago, de que el Committee of Style creó una disposición completamente
nueva, aunque es cierto que una explicación de porqué se plasmaba ahora en el
texto constitucional lo que un mes antes no se había considerado necesario prever,
sí hubiera sido conveniente91.

86
Esa carta puede verse en Max FARRAND (edited by): The Records of the Federal Convention of
1787, op. cit., vol. III, pp. 498-500. Las líneas transcritas, en p. 499.
87
La carta puede verse en Max FARRAND (edited by): The Records of the Federal Convention...,
op. cit., vol. III, pp. 419-420. Las líneas transcritas, en p. 420.
88
Horace H. HAGAN: “Fletcher vs. Peck”, en Georgetown Law Journal (Geo. L. J.), Vol. XVI,
1927-1928, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 37.
89
Puede verse en Max FARRAND (edited by): The Records of the Federal..., op. cit., vol. II,
pp. 590-603.
90
William Winslow CROSSKEY: “The Ex-Post-Facto and the Contracts Clauses in the Federal
Convention...”, op. cit., p. 252.
91
Justamente por la ausencia de tal explicación, así como por la incomplitud de las actas y demás
documentos relacionados con la Convención, la doctrina norteamericana ha podido efectuar muy
diversas elucubraciones respecto al contenido de la cláusula y en relación a su autoría. Respecto de
ésta, Ulmer, hace medio siglo, intentó dar un cierto protagonismo en la adopción de la contract clause
a Charles Pinckney, cuya contribución al texto constitucional enfatiza. “The prohibition against state
impairement of the obligation of contracts –escribe Ulmer– was inserted by the Committee of Style
but only after Charles Pinckney had expressed similar ideas in respect to national laws on August 18”.
724 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

El viernes 14 de septiembre, la Convención, sin discusión alguna, introdujo


una última innovación en la disposición al suprimir la palabra “altering”, que-
dando la redacción definitiva del siguiente modo: “No State shall.... pass any bill
of attainder, ex post (facto) law92, or law impairing the obligation of contracts...”,
texto que habría de ser ya el definitivo. Inmediatamente después de la adopción
de este texto, Elbridge Gerry, delegado por Massachusetts, formuló una propuesta
en el sentido de que ya que esta cláusula de los contratos protegía frente a las
rupturas de la fé pública, se aplicara asimismo al Congreso de los Estados Unidos
(“the Congress ought to be laid under the like prohibitions”. Se ha dicho que esto
demuestra que la aplicación de la contracts clause a los Estados y no al gobierno
federal fue deliberada93, pero realmente no hubo lugar no ya a un debate, sino
ni tan siquiera a una votación, por lo que ese supuesto carácter consciente y
deliberado es bastante relativo a nuestro entender.
Por qué se aceptó sin oposición ni discusión una disposición que, desde el
mismo momento en que se planteó, desencadenó un cierto rechazo, no está
nada claro. De ahí que lo más que puede decirse es que los Framers mostraron
un sorprendente poco interés en los problemas que subyacían a la cláusula, y de
resultas de todo ello quedó muy poco claro, como corrobora una enorme mayoría
de la doctrina94, el significado que había de atribuirse a la dicción “impairing the
obligation of contracts”. Alguno podría acudir para explicar esta circunstancia
a la reflexión hecha por el Presidente Franklin D. Roosevelt con ocasión del
sexquicentenario de la Constitución: el texto constitucional era un documento de
legos, no un contrato de abogados95. Pero sería un muy craso error, pues si algún
rasgo cabe entresacar de quienes se reunieron en Filadelfia es el de las elevadas
cualidades intelectuales de los delegados, particularmente de quienes ejercieron
el liderazgo de la Convención96.

S. Sidney ULMER: “Charles Pinckney: Father of the Constitution?”, en South Carolina Law Quarterly
(S. C. L. Q.), Vol. 10, 1958, pp. 225 y ss.; en concreto, p. 244.
92
Apud Max FARRAND (edited by): The Records of the Federal..., op. cit., vol. II, p. 619. Ponemos
entre paréntesis el término facto, porque este término, presuponemos que por un error de impresión,
está ausente del texto de Farrand.
93
Michael W. McCONNELL: “Contract Rights and Property Rights...”, op. cit., p. 280.
94
Valga como ejemplo el más caracterizado estudioso del tema, Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.:
The Contract Clause..., op. cit., p. 10. Se hace eco Wright de cómo la peculiar terminología utilizada
por los constituyentes vino a sugerir a algunos autores, que los Framers pudieron quizá apropiarse de
los términos del Derecho Romano. Desde luego, la evidencia de la similitud, si es que no identidad,
de los términos es grande. Pero no hay de ningún modo otra prueba de este supuesto seguimiento
del Derecho romano. “In none of the discussions of which we have any record –escribe Wright– is
the meaning of the clause traced to or explained by reference to the Civil Law”.
95
“The Constitution of the United States –afirmó Roosevelt, en un address recogido, entre otros
muchos medios, por la edición del New York Herald Tribune del 18 de septiembre de 1937– was
a layman´s document, not a lawyer´s contract. That cannot be stressed too often, Madison, most
responsible for it, was not a lawyer–nor was Washington or Franklin, whose sense of the give and
take of life had kept the Convention together”. Apud Edward S. CORWIN: “James Madison: Layman,
Publicist and Exegete”, en New York University Law Review (N. Y. U. L. Rev.), Vol. XXVII, 1952, pp.
277 y ss.; en concreto, p. 278.
96
Señala Diamond, que la mayoría de los delegados eran inteligentes, que muchos habían sido
muy bien educados, que unos pocos eran profundos y casi todos tenían experiencia en los asuntos
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 725

Aun cuando sea entrar en una polémica que, hasta donde nos alcanza, ha sido
bastante marginal entre la doctrina americana, que, por lo general, ha seguido a
pie juntillas las actas de la Convención plasmadas por Farrand en su clásico libro,
siendo de recordar que lo que hizo Farrand fue recopilar, con enorme rigor, dicho
sea al margen, diversas actas y escritos relacionados con la Convención (las escri-
tas por Madison, primariamente, pero también el Journal de la Convención y otros
escritos, como los de Mason y McHenry), lo cierto es que como la información
crucial sobre el devenir de la contract clause en la Convención se debe a Madison,
Crosskey, vale la pena recordarlo, ha descalificado por entero tal información:
“But Madison´s notes, –escribe el Profesor de la “University of Chicago”97– as
they relate to the Contracts Clause, are incredible, not only because of these
things that they do contain, but, also, because of the things they do not contain”.
En apoyo de su tesis, Crosskey aduce, que cuando George Mason, delegado
por Virginia, leyó una copia impresa del Informe del Committee of Style, vio de
inmediato con evidencia cierta, que la nueva cláusula añadida por el Committee
tenía un amplio significado. Y así, en un “memorandum” redactado por Mason
con vistas a postular la introducción de diversos cambios en el texto presentado
por el Committee, este delegado por Virginia añadió una anotación para proponer
la inserción de la palabra “previous” después de las palabras “obligation of” en la
disposición sobre la contracts clause del Committee. Ello habría conducido a que
la disposición dijera: “No state shall.... pass any laws altering or impairing the
obligation of previous contracts”.
Durante las sesiones de la Convención de los días 14 y 15 de septiembre, Mason
propuso la mayoría de los cambios que él había anotado en sus papeles y junto
a cada una de las modificaciones postuladas, él anotó la decisión que al efecto
adoptó la Convención. Sus documentos, hoy en la Library of Congress, muestran
que uno de los cambios propuestos por Mason fue justamente el ya señalado:
la inserción de la palabra “previous” en la contracts clause, y que tal cambio
fue rechazado98 por la Convención. El cambio propuesto era bien revelador,
desde luego, como también lo fue su rechazo por la Convención, que –especula
Crosskey– debió decepcionar completamente a Madison99, y quizá por lo mismo no

públicos. Hombres como Franklin, Madison, Hamilton, Wilson, Livingston y Mason eran además
estudiosos y autores de importantes trabajos, bien versados en la literatura política y acostumbrados
a llevar a los asuntos políticos el estilo y penetración de su formación e intelecto. Y además eran muy
jóvenes, promediando los 40 años de edad, aunque muchos de los más relevantes quedaban muy por
bajo de esa edad (Pinckney, 29 años; Hamilton, 32; Edmund Randolph, 34; el Gobernador Morris, 35
y James Madison, 36). Martin DIAMOND: The Founding of the Democratic Republic, F. E. Peacock
Publishers, Inc., Itasca, Illinois, 1981, pp. 16-17.
97
William Winslow CROSSKEY: “The Ex-Post-Facto and the Contracts Clauses...”, op. cit., p. 253.
98
Ibidem, p. 253.
99
Recuerda McConnell (Michael W. McCONNELL: “Contract Rights and Property Rights...”, op.
cit., p. 276), que Madison, en una carta de 17 de octubre de 1788 dirigida a Jefferson, le comentó que
la contracts clause, al igual que otras dos prohibiciones de la Sección 10ª del Art. I de la Constitución,
“created more enemies than all the errors in the System positive and negative put together”. Esta
apreciación revelaría ciertamente un juicio un tanto crítico respecto del diseño de la cláusula, pero no
es menos cierto que en otra carta (quizá incluso en la misma, pues hemos de expresar nuestras dudas
acerca de si el dato que recoge McConnell en la nota 46, p. 276, de su trabajo, es erróneo, y en realidad
726 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

se hizo eco de todo ello en sus “Notas sobre la Convención”. Innecesario es decir,
que la información reflejada por Crosskey era significativa, pues el rechazo por
la Convención del término propuesto por Mason venía a significar un amplísimo
entendimiento de la cláusula por la Convención, por cuanto, de modo implícito
al menos, ello se traducía en que las leyes estatales no podrían menoscabar los
compromisos derivados de contratos celebrados no sólo con anterioridad a la
promulgación de la ley, sino que tampoco podrían afectar a contratos formalizados
con posterioridad100.
El lunes 17 de septiembre era finalmente aprobada la Constitución, ese
documento señero en la historia del constitucionalismo que el británico William
Gladstone ensalzara como “the most wonderful work ever struck off at a given time
by the brain and purpose of man”101, si bien, como con enorme sensatez precisaría
uno de los destacados protagonistas de la Convención de Filadelfia, el Gobernador
Morris, que fuera o no un buen texto no iba a depender tanto de su redacción como
de su interpretación102, y aquí es donde Marshall desempeñaría un papel estelar.

IV. En relación a las discusiones habidas en las Convenciones estatales de


ratificación, o con ocasión de ellas, acerca de la contract clause, lo primero que
ha de decirse es que los informes o actas son igualmente escasos, al margen ya
de los posicionamientos sobre esta disposición en The Federalist, que han sido
considerados como la única clara discusión de la cláusula (“the only straight-
forward discussion of the clause”)103 , a los que nos referiremos mayormente

se está refiriendo a una carta de 24 de octubre de 1787) dirigida también a Jefferson, de la que ya nos
hemos hecho eco en el primer epígrafe de este trabajo, Madison criticará con dureza la mutabilidad
e injusticia de determinadas leyes estatales que afectaban a los derechos de los particulares. Más aún,
como hemos podido ver, en el breve debate habido en la Convención al hilo de la propuesta por King
de la contract clause, Madison, tras sopesar las ventajas e inconvenientes de la misma, consideraría
que las primeras eran mayores que los segundos.
100
Quizá por lo mismo, Rappaport pudo escribir hace una treinta de años que “discussion of the
clause at the time of its ratification assumed that it would operate absolutely”, a lo que el propio autor
añade la existencia de una evidencia histórica en el sentido de que los Framers no pretendían crear
a través de la cláusula de los contratos “a balancing test”. Michael B. RAPPAPORT: “A Procedural
Approach to the Contract Clause”, en Yale Law Journal (Yale L. J.), Vol. 93, 1983-1984, pp. 918 y ss.;
en concreto, pp. 923-924.
101
William E. GLADSTONE: “Kin Beyond Sea”, en North American Review (North Am. Rev.), Vol.
CXXVII, Nº 264, September/October, 1878, pp. 179 y ss.; en concreto, p. 185. Para Gladstone, “as
the British Constitution is the most subtile organism which has proceeded from the womb and the
long gestation is progressive history, so the American Constitution is, so far as I can see, the most
wonderful work ever struck off at a given time by the brain and purpose of man”.
102
Recuerda Corwin, que una vez aprobada la Constitución, un amigo comentó al Gobernador
Morris: “Ustedes han hecho una buena Constitución”, a lo que éste replicó: “depends on how it is
construed”; y en su caracterización de la Constitución como “un experimento”, Hamilton sostuvo
el mismo punto de vista pragmático. Edward S. CORWIN: “The Constitution as Instrument and as
Symbol”, en The American Political Science Review (Am. Pol. Sci. Rev.), Vol. 30, No. 6, December, 1936,
pp. 1071 y ss.; en concreto, p. 1073.
103
Robert L. CLINTON: “The Obligation Clause of the United States Constitution: Public and/or
Private Contracts”, en University of Arkansas at Little Rock Law Journal (UALR L. J.), Vol. 11, 1988-1989,
pp. 343 y ss.; en concreto, p. 346.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 727

en un momento ulterior. Con todo, en al menos dos de esas Convenciones, la de


Virginia y la de Carolina del Norte, como también en la Legislatura de Maryland,
se produjeron relevantes debates a favor y en contra de la cláusula. En cualquier
caso, no le falta razón a Wright, cuando señala104, que ha habido tanto énfasis
sobre los aspectos económicos de la lucha por la adopción de la Constitución que
uno debiera esperar encontrar que la contract clause fue una de las disposiciones
más ardientemente atacada y más acaloradamente defendida. Sin embargo,
su discusión tanto en las Convenciones como en la literatura panfletaria que
acompañó a aquéllas es relativamente rara.
En Virginia, Patrick Henry, quien según Levy siempre imaginó lo peor105,
adujo que los depreciados dólares continentales tendrían que ser amortizados
conforme a su valor si la Constitución fuera ratificada, porque “a law called ex
post facto, and impairing the obligation of contracts” no podría ser aprobada. Todo
ello al margen ya de que Patrick Henry considerara en el debate, que la cláusula
incluía tanto los contratos públicos como los contratos privados celebrados entre
individuos. Henry, como se ve, se estaba anticipando a la interpretación de
Marshall. La respuesta provino del Gobernador de Virginia, Edmund Randolph,
uno de los Framers, quien declaró ser aún un entusiasta amigo (“a warm friend”)
de la prohibición, porque la misma tenía que promover la virtud y la justicia, a la
par que impedir la injusticia y el fraude106. En cuanto a los temores expresados
por Henry, Randolph respondió que la contract clause nada tenía que ver con el
valor de los dólares continentales, primero, porque era el Congreso más bien que
los Estados quien se había comprometido a pagar la deuda, y segundo, porque la
cláusula se dirigía tan sólo a los contratos privados.
En Carolina del Norte, se planteó en la Convención la importante cuestión
de si la cláusula se refería también a los contratos del Estado, tema, como acaba
de verse, también suscitado en Virginia. Galloway, que no había participado en
Filadelfia, observó que “nuestros valores públicos” habían sido lamentablemente
depreciados durante años, para añadir a continuación que todos conocían que en
el Estado se habían manejado esos valores como metálico. Esto se cernía sobre
sus cabezas como un contrato, y la cláusula de la Constitución, según Galloway,
“puede obligarnos a pagar el valor nominal de esos valores”107. W. R. Davie,
que había sido miembro de la Convención Federal, respondió de inmediato en
sentido negativo, subrayando que la cláusula constitucional se refería tan sólo a
los contratos entre individuos. Clinton ha aducido, que la declaración de Davie
es la única clara referencia (“the only definite reference”) en este período de un
miembro de la Convención de Filadelfia, que se posicionó de tal forma en cuanto
a las intenciones de los hombres reunidos en esa Convención. Pero aunque el
propio autor matiza de inmediato esa afirmación al referirse a la intervención de

104
Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause of the Constitution, op. cit., p. 12.
105
Leonard W. LEVY: Original Intent and the Framers´ Constitution, op. cit., p. 128.
106
Apud Robert L. CLINTON: “The Obligation Clause of the United States Constitution...”, op. cit.,
p. 346.
107
Apud Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause..., op. cit., p. 16.
728 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

Luther Martin en la Legislatura de Maryland108, lo cierto es que prescinde de la ya


señalada posición al respecto del virginiano Edmund Randolph.
En la Legislatura de Maryland, Luther Martin también aludió a la cláusula que
venimos tratando109. En un texto que circuló por doquier ampliamente, Martin
explicó que había votado en Filadelfia en contra de la Constitución y, de modo muy
particular, de esta disposición, porque la misma impediría a los Estados dar ayuda
a los deudores en tiempos de grandes calamidades públicas, miserias y extrema
escasez de efectivo, y en tales situaciones Martin consideraba que era necesario
interferir legislativamente en alguna medida para ayudar a esas personas110. Es
cierto, como advierten algunos autores, que en ningún lugar de su informe se
refirió Martin a si la cláusula tenía simplemente una aplicación retroactiva o
también prospectiva, como tampoco aludió a si la misma se había de aplicar sólo a
los contratos entre individuos privados o también regía en relación a los contratos
públicos, esto es, aquéllos en los que era parte un Estado. Ello no obstaría a su
absoluto rechazo a esta cláusula.
En fin, aludiremos brevemente a la posición adoptada por Madison en el Nº
44 del Federalist, quizá la más nítida toma de postura por uno de los Framers
partidarios de la ratificación. En dicho artículo se puede leer lo que sigue:

“Bills of attainder, ex post facto laws, and laws impairing the obligation of
contracts, are contrary to the first principles of the social compact, and to
every principle of sound legislation. The two former are expressly prohibited
by the declarations prefixed to some of the state constitutions, and all of
them are prohibited by the spirit and scope of these fundamental charters.
Our own experience has taught us, nevertheless, that additional fences
against these dangers ought not to be omitted. Very properly, therefore,
have the convention added this constitutional bulwark in favour of personal
security and private rights; and I am much deceived, if they have not, in
so doing, as faithfully consulted the genuine sentiments, as the undoubted
interests of their constituents. The sober people of America are weary of
the fluctuating policy which has directed the public councils. They have

108
Robert L. CLINTON: “The Obligation Clause of the United States Constitution”, op. cit., pp.
346-347.
109
Luther MARTIN: “The Genuine Information, delivered to the Legislature of the State of Maryland,
relative to the Proceedings of the General Convention, held at Philadelphia, in 1787, by Luther Martin,
Esquire, Attorney-General of Maryland, and one of the Delegates in the said Convention”, en Max
FARRAND (edited by): The Records of the Federal Convention of 1787, op. cit., vol. III, Appendix A
CLVIII, pp. 172-232.
110
Consideramos de interés transcribir algunas de las reflexiones efectuadas por Luther Martin
en relación a su rechazo de la “cláusula de los contratos”, pues tras ellas late justamente, como se
verá más adelante, lo que los constituyentes de Filadelfia pretendían combatir con esta disposición. “I
considered, Sir, –razona Luther Martin– that there might be times of such great public calamities and
distress, and of such extreme scarcity of specie, as should render it the duty of a government, for the
preservation of even the most valuable part of its citizens, in some measure to interfere in their favor,
by passing laws totally or partially stopping the courts of justice, or authorizing the debtor to pay by
instalments, or by delivering up his property to his creditors at a reasonable and honest valuation”.
Apud Max FARRAND (edited by): The Records of the Federal..., op. cit., vol. III, pp. 214-215.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 729

seen with regret and with indignation, that sudden changes, and legislative
interferences, in cases affecting personal rights, become jobs in the hands of
enterprising and influential speculators; and snares to the more industrious
and less informed part of the community. They have seen, too, that one
legislative interference is but the first link of a long chain of repetitions;
every subsequent interference being naturally produced by the effects of
the preceding. They very rightly infer, therefore, that some thorough reform
is wanting, which will banish speculations on public measures, inspire a
general prudence and industry, and give a regular course to the business
of society”111.

La defensa por Madison de la cláusula que tratamos es rotunda y la crítica a


la situación que la desencadena la lleva a cabo sin paliativos. En cualquier caso,
Madison no entra en el análisis del ámbito y rasgos de la contract clause.
Es el momento de recapitular. De entrada habría que decir, que pese a que
quizá hubiera podido imaginarse lo contrario, la contract clause no suscitó
críticas violentas de los oradores que, como Luther Martin, se posicionaron
claramente en favor, llegado el caso, de la ayuda estatal a los deudores, ni, a la
recíproca, vigorosas defensas por parte de quienes la proponían. A la vista de la
insistencia que se ha puesto en la trascendencia del contexto económico en el que
se enmarcó el debate en torno a la adopción del texto constitucional, uno podría
esperar encontrar en una cláusula como la que nos ocupa el centro de gravedad
de ese debate, pero lo cierto es que en absoluto aconteció así. En la Constitutional
Convention no desencadenó un especial entusiasmo; hay incluso autores que,
como Lerner112, creen que la cláusula fue principalmente el fruto de un acuerdo en
el seno del Committee of Style, lo que obviamente supondría que no suscitó debate
alguno en la Convención, pero, a nuestro modo de ver, no se puede desvincular su
adopción por el Comité de Estilo de la previa propuesta hecha en la Convención
por Rufus King, objeto de un mínimo debate. Y en las Convenciones estatales
de ratificación, la cláusula suscitó igualmente escasa discusión, y su significado
tampoco fue objeto de una particular clarificación, a salvo, según el propio Lerner,
de un acuerdo general acerca de que la misma se refería tan sólo a los contratos
privados, apreciación que no compartimos y que nos parece harto discutible.
Finalizamos este recorrido por el fugaz proceso de recepción en sede
constitucional de la contract clause. No obstante los limitados datos a que el
mismo permite acceder, White113 ha extraído de los datos disponibles estas dos
conclusiones acerca del propósito de la contract clause: 1ª) que fue diseñada como
una de las diversas restricciones sobre la facultad de los Estados de otorgar ayuda
a los deudores en circunstancias de crisis; 2ª) que su ámbito estaba limitado a
los contratos privados, no vinculando a los Estados para alterar los términos

111
Alexander HAMILTON, James MADISON and John JAY: The Federalist or the New Constitution,
op. cit.; el Nº 44, en pp. 226-233 (el texto transcrito en p. 228).
112
Max LERNER: “John Marshall and the Campaign of History”, en Columbia Law Review (Colum.
L. Rev.), Vol. XXXIX, 1939, pp. 396 y ss.; en concreto, p. 413.
113
G. Edward WHITE: The Marshall Court & Cultural Change 1815-1835, op. cit., p. 601.
730 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

de sus propios contratos. Por contra, al propio autor le resulta muy dificultoso
extraer una conclusión acerca del limitado efecto retroactivo (esto es, frente a las
leyes de efectos retroactivos) de la cláusula, pues el rechazo a incluir la palabra
“previous” antes de “obligation” iba a generar dudas irresolubles al respecto. Por
supuesto, esta última apreciación está lejos de ser pacífica entre la doctrina. Baste
con un ejemplo. Para Olken114, a diferencia de su predecesora, esto de la cláusula
contemplada por la Ordenanza de 1787, la contract clause, presumiblemente,
incluía los contratos públicos e incluso aquellos acuerdos alcanzados mediante
fraude ya que los términos de la disposición constitucional no los excluía. La
cláusula constitucional difería asimismo de la acogida por la Northwest Ordinance
en que prohibía tan sólo el menoscabo estatal de las obligaciones dimanantes de
los contratos, mientras que la Ordenanza contenía una más amplia prohibición
respecto de cualquier interferencia legislativa sobre los contratos.

4. La razón de ser de esta disposición constitucional

I. Varias podrían ser las razones subyacentes a la adopción de la cláusula


de los contratos en Filadelfia, desde las puramente morales a las económicas,
pasando por las políticas, que responderían al intento de frenar una omnipotencia
legislativa estatal que, como escribe Beard115, llegó a sentirse como una suerte
de “legislative tyranny”. Los Framers, lejos de apoyar los asaltos de las mayorías
legislativas estatales sobre los derechos adquiridos (“vested rights”), que se habían
producido reiteradamente a lo largo y ancho del país, se convirtieron en acerbos
oponentes de tales actuaciones, aprovechando el diseño de la nueva Constitución
para insertar en ella mecanismos con los que hacer frente a la arbitrariedad de
aquellas primeras legislaturas estatales. Innecesario es decir, que esta finalidad
también encerraba un argumento de corte evidentemente económico, pues esta
lucha contra el que Harrington denomina “democratic despotism”116, será un
combate en defensa de los derechos de propiedad y de los derechos dimanantes
de las relaciones contractuales, algo sobre lo que los Framers hicieron especial
hincapié, como modo de potenciar el desarrollo de una república comercial.
Y a través de este combate, el sistema, subyacentemente, venía a preservar el
status quo de la distribución de la propiedad. Si en una economía de tipo agrario
bastaba con preservar el derecho de propiedad, la potenciación de una economía
asentada en el comercio no sólo exigía facilitar el libre comercio, sino también
dar seguridad jurídica a las transacciones comerciales. En cualquier caso, como
fácilmente puede comprenderse, el argumento político y el económico se hallaban

114
Samuel R. OLKEN: “Charles Evans Hughes and the Blaisdell Decision: A Historical Study of
Contract Clause Jurisprudence”, en Oregon Law Review (Or. L. Rev.), Vol. 72, 1993, pp. 513 y ss.; en
concreto, p. 519.
115
Charles A. BEARD: “The Supreme Court–Usurper or Grantee?”, en Political Science Quarterly
(Pol. Sci. Q.), Vol. 27, No. 1, March, 1912, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 28.
116
Matthew P. HARRINGTON: “Judicial Review Before John Marshall”, en George Washington
Law Review (Geo. Wash. L. Rev.), Vol. 72, 2003-2004, pp. 51 y ss.; en concreto, p. 65.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 731

íntimamente conexos. Desde luego, de los debates habidos para la introducción de


la cláusula no se pueden extraer conclusiones definitivas al respecto. Y la opción
por una de las varias razones en juego en modo alguno debe prescindir de las otras.
Acabamos de aludir a la conexión entre el argumento político y el económico,
pero aunque ocupe un lugar mucho menos relevante, no cabe prescindir de la
motivación moral a la hora de interrogarse sobre las razones que movieron a los
Framers a incluir la cláusula de los contratos en el texto constitucional. Habría que
comenzar recordando la premisa del argumento kantiano de que es moralmente
equivocado repudiar los propios contratos suscritos por uno. Como escribe Mer-
rill117, “the Kantian idea provides a justification for the contract clause”. Más
aún, para este autor, la idea kantiana ofrece asimismo una justificación para la
maniobra hecha por Marshall en el Fletcher case, al extender la protección de la
cláusula a las obligaciones públicas, lo mismo que a las asumidas por particulares.
Puede desde luego sostenerse, que desde una perspectiva moral, en la época,
era claro que el menoscabo de los compromisos u obligaciones contraídas con-
tractualmente (“the impairment of contractual obligations”) se oponía de modo
antitético a las virtudes republicanas118. Hamilton, en el Nº 7 del Federalist, vería
en las leyes estatales en violación de los contratos privados, al margen ya, como
se dijo, de una probable fuente de hostilidad territorial, sobre lo que volveremos
más adelante, unas “atroces quiebras de la obligación moral y de la justicia social”
(“atrocious breaches of moral obligation and social justice”)119. Hamilton dejaba
pues muy claro, que tales actuaciones legislativas suponían una quiebra de la
obligación moral implícita en toda relación contractual. En definitiva, muchos
han considerado que la contract clause vendría a personificar la creencia ética
de que “promises should be honored”, no obstante lo duro que pueda llegar a
ser su cumplimiento. Pero concordamos con Thompson cuando aduce120, que
estos puntos de vista de índole moral no eran lo suficientemente poderosos, ni
encontraban un acuerdo tan universal como para, por sí mismos, explicar de modo
convincente el apoyo activo dado en Filadelfia a la contract clause.
Alguna otra razón podría estar latente en la opción de los Framers en favor
de esta cláusula. A través de ella, se trataría de impedir el peligro de disputas
territoriales entre los Estados. La cláusula de los contratos operaría así como un
elemento de potenciación de unas relaciones interestatales pacíficas. Hamilton lo
dejó muy claro en el Nº 7 del Federalist, del que nos hemos hecho eco unas pocas
líneas atrás. En este número, el gran pensador ubicado en New York aborda las
causas que podrían inducir a los Estados a combatirse mutuamente. Y al hilo de

117
Thomas W. MERRILL: “Public Contracts, Private Contracts...”, op. cit., p. 612.
118
Barton H. THOMPSON, Jr.: “The History of the Judicial Impairment <Doctrine> and Its Lessons
for the Contract Clause”, en Stanford Law Review (Stan. L. Rev.), Vol. 44, 1991-1992, pp. 1373 y ss.;
en concreto, p. 1381.
119
Alexander HAMILTON, James MADISON and John JAY: The Federalist or, the New Constitution,
edited with an Introduction and Notes by Max Beloff, Basil Blackwell, Oxford (Great Britain), 1948;
el Nº 7, en pp. 25-31 (el texto transcrito en p. 30).
120
Barton H. THOMPSON, Jr.: “The History of the Judicial Impairment <Doctrine>...”, op. cit.,
pp. 1375-1376.
732 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

ello escribe: “Laws in violation of private contracts, as they amount to aggres-


sions on the rights of those states, whose citizens are injured by them, may be
considered as another probable source of hostility”. Y unas pocas líneas después
añade: “”We have observed the disposition to retaliation excited in Connecticut,
in consequence of the enormities perpetrated by the legislature of Rhode Island;
and we may reasonably infer, that in similar cases, under other circumstances, a
war, not of parchment, but of the sword, would chastise such atrocious breaches
of moral obligation and social justice”121. Un sector de la doctrina no ha dejado
de recordar esta circunstancia. Y así, para Johnson122, el propósito subyacente
tras esta cláusula fue disminuir la probabilidad de hostilidad entre los Estados,
y McConnell123, dando un paso más, considera que el diferente tratamiento por
Hamilton de los derechos contractuales y de los derechos de propiedad reside
justamente en el pernicioso efecto que producen las leyes que menoscaban los
derechos contractuales sobre los ciudadanos de otros Estados, sobre el mismo
comercio a lo largo y ancho del país, e incluso sobre las relaciones pacíficas entre
los Estados.
En definitiva, sin perjuicio de que consideremos que fueron razones políticas
y económicas las verdaderamente determinantes de la adopción de la disposición
constitucional que examinamos, parece también completamente asumible que
los argumentos morales tuvieron un cierto peso, aunque fuera menor, en la cons-
titucionalización de la cláusula, al igual que alguna otra razón adicional. Dicho
esto, vamos a centrar ahora nuestra atención en los planos económico y político.

II. La estrecha conexión entre la Constitución norteamericana y la protección


de ciertos intereses económicos ha sido lugar común del debate doctrinal durante
muchísimo tiempo. Sería sin embargo a principios del pasado siglo cuando el
debate se recrudeció de resultas del liderazgo doctrinal asumido por Charles
Beard con su tesis de que la Constitución no es en lo básico sino un documento
económico. Para el mencionado autor, un concepto que visualice la Constitución
como una obra de legislación abstracta que no refleja los intereses de los grupos
y no reconoce los antagonismos económicos es completamente falso (“is entirely
false”). La Constitución fue, por el contrario, un documento económico redactado
con magnífica habilidad por hombres cuyos intereses en la propiedad se hallaban
directamente en juego124.
No podemos ni mucho menos detenernos en la controvertida posición de
Beard. Nos limitaremos a recordar, que nuestro autor toma como punto de
partida la existencia de cuatro grupos de derechos o intereses de propiedad que
121
Alexander HAMILTON, James MADISON and John JAY: The Federalist..., op. cit.; el Nº 7, en
pp. 25-31 (el texto transcrito en p. 30).
122
Raymond T. JOHNSON: “The Contract Clause...”, op. cit., p. 224.
123
Michael W. McCONNELL: “Contract Rights and Property Rights...”, op. cit., pp. 283-284.
124
Charles A. BEARD: An Economic Interpretation of the Constitution of the United States, The
Free Press–Collier MacMillan Limited, New York/London, 1965 (first Free Press Paperback edition),
p. 188. (First published by The MacMillan Company in 1913).
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 733

se vieron adversamente afectados por el gobierno establecido de conformidad con


los Articles of Confederation, iniciando un movimiento para la reconstrucción del
sistema político tras el que se hallaban motivaciones económicas125. Beard sustenta
su tesis tanto en las actas de los debates de la Convención, que aunque de forma
fragmentada han llegado hasta nosotros126, como también en la correspondencia
del período, que a su juicio revela la verdadera esencia (“the true inwardness”)
de la Constitución, al mostrarnos la exacta naturaleza de los males que la Cons-
titución pretendía remediar127. Para Beard, The Federalist presenta asimismo, de
un modo breve y sistemático, una interpretación económica de la Constitución,
destacando al respecto nuestro autor el Nº 10, redactado por Madison128, en el que
el considerado como “father of the Constitution” entiende que el primer objetivo
del gobierno debe ser la protección de la diversidad de facultades de los hombres,
a partir de la cual se originan los derechos de propiedad.
El corolario económico del sistema constitucional diseñado en Filadelfia
sería que los intereses de la propiedad, a través de su superior peso en poder e
inteligencia, pueden asegurar una legislación ventajosa siempre que sea necesaria,
pudiendo al mismo tiempo obtener inmunidad frente a un control de las mayorías
parlamentarias (“immunity from control by parliamentary majorities”)129. Inne-
cesario es decir que en un planteamiento de este tipo una cláusula como la de los
contratos encaja a la perfección.
El planteamiento de Beard, aunque en su día (la obra fue inicialmente
publicada en 1913) llegó a ser enormemente popular, no solo fue perdiendo fuelle
de modo progresivo, sino que ha llegado a ser muy rebatido por amplios sectores
de la doctrina. Como hace unos años adujera Diamond130, Beard puede haber
reintroducido valiosamente la realidad económica en la contemplación del período
constitucional, pero sus pruebas y deducciones fueron erróneas (“faulty”). Ade-
más, cualesquiera que fueren los factores económicos subyacentes, el argumento
principal de Beard se desploma en una cuestión decisiva: la Constitución no es,
como él estaba obligado a declarar, en coherencia con su planteamiento, un texto
antidemocrático. En cualquier caso, de lo que no cabe duda es de que el alcance
de la protección constitucional de las libertades económicas ha sido una de las
más debatidas cuestiones de la historia constitucional americana131.

125
Ibidem, p. 73. En otro lugar de su libro (Ibidem, p. 324), escribe Beard que: “The movement for
the Constitution of the United States was originated and carried through principally by four groups
of personalty interests which had been adversely affected under the Articles of Confederation: money,
public securities, manufactures, and trade and shipping”.
126
“Doubtless, –escribe Beard (Ibidem, p. 153)– the most illuminating of these sources on the
economic character of the Constitution are the records of the debates in the Convention”.
127
Charles A. BEARD: An Economic Interpretation..., op. cit., p. 152.
128
Ibidem, p. 156.
129
Ibidem, p. 161.
130
Martin DIAMOND: The Founding of the Democratic Republic, op. cit., p. 48.
131
Así lo destaca, entre otros muchos autores, Richard A. EPSTEIN: “Toward a Revitalization of
the Contract Clause”, en The University of Chicago Law Review (U. Chi. L. Rev.), Vol. 51, 1984, pp. 703
y ss.; en concreto, p. 703.
734 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

Al margen ya de las tesis de Beard, y de quienes se sitúan en su línea de


pensamiento, de lo que no cabe mucha duda es del hecho de que uno de los
objetivos de la Constitución fue la protección de la propiedad privada. Como
escribe McConnell132, “critics as well as admirers frequently observe that the
American constitutional scheme was designed, in large part, for the protection
of private property”. Con anterioridad, nos hemos referido a algunas de las ideas
que Madison plasma en el Nº 10 de The Federalist Papers, donde queda clara la
importancia de los derechos de propiedad como objetivo de todo gobierno. A su
vez, en la ya mencionada carta a Jefferson, de 24 de octubre de 1787, Madison
deja claro que fue el peligro en que se hallaban los derechos de propiedad, de
resultas de las actuaciones de diversos inestables gobiernos populares estatales, la
razón básica que motivó la convocatoria de la Constitutional Convention. Subraya
Madison asimismo, que “en todas las sociedades civilizadas las distinciones son
diversas e inevitables”, para añadir de inmediato que “a distinction of property
results from that very protection which a free Government gives to unequal
faculties of acquiring it”133. Pero esta idea de protección de la propiedad privada
no era ni mucho menos exclusiva de Madison; la generación de los Founders la
compartió de modo casi unánime.
En la Convención de Filadelfia, la preocupación expuesta era generalmente
compartida. Bruchey lo ha dejado meridianamente claro cuando afirma134, que
quizá el valor más importante de los Founding Fathers del período constitucional
americano fue su creencia en la necesidad de asegurar los derechos de propiedad.
En esto no eran ni estúpidos ni materialistas (“neither crass nor materialistic”). Su
punto de vista era el de John Locke, la fuente principal del pensamiento revolucio-
nario americano, quien definía la propiedad tan ampliamente como para incluir
“life, liberty and estate”. Valgan como ejemplo de la aludida preocupación, las
siguientes reflexiones formuladas el 2 de julio de 1787 por el Gobernador Morris en
la Convención de Filadelfia: “Every man of observation had seen in the democratic
branches of the State Legislatures, precipitation – in Congress changeableness
in every department excesses agst. personal liberty, private property & personal
safety”135. Y a ellas podrían añadirse otras muchas afirmaciones análogas, como
la consideración de Rufus King (el 6 de julio) de que “property was the primary
object of Society”136. El propio Madison razonaba en la Convención (el 6 de junio,
según se hace constar en las notas de Pierce), que “the primary objects of civil
society are the security of property and public safety”137.

132
Michael W. McCONNELL: “Contract Rights and Property Rights...”, op. cit., p. 270.
133
Apud The Founders´ Constitution, edited by Philip B. KURLAND and Ralph LERNER, op. cit.,
vol. one, p. 646.
134
Stuart BRUCHEY: “The Impact of Concern for the Security of Property Rights on the Legal
System of the Early American Republic”, en Wisconsin Law Review (Wis. L. Rev.), Vol. 1980, 1980,
pp. 1135 y ss.; en concreto, pp. 1136-1137.
135
Max FARRAND (edited by): The Records of the Federal Convention of 1787, op. cit., vol. I, p. 512.
136
Ibidem, vol. I, p. 541.
137
Ibidem, vol. I, p. 147.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 735

Esta amplia adhesión a los derechos de propiedad iba más allá de esa posición
filosófica de que la posesión de la propiedad era la base de la sociedad civil y una
salvaguarda de la libertad, pues también reflejaba el punto de vista de que la
protección de la propiedad privada y de los acuerdos contractuales era esencial
para la prosperidad económica. Incluso sin una cláusula constitucional de la
naturaleza de la que examinamos, la reputación de cualquier gobierno incentiva
no sólo a que éste cumpla sus propios acuerdos, sino también a que se preocupe
de impedir las interferencias sobre los acuerdos contractuales negociados por par-
ticulares. Como se ha escrito, “no sensible entrepreneur will be eager to invest in a
jurisdiction where the government regularly interferes with existing contracts”138.
Y esta idea, que hoy nos parece una obviedad, ya estaba asumida por amplios
sectores dirigentes de la sociedad en la época. No ha de extrañar por lo mismo que
muchos pensaran, que el creciente número de leyes estatales que incidían sobre
las deudas y otras obligaciones contractuales socavaba el crédito de los mercados
y las transacciones interestatales, que se consideraban necesarias para que la
economía americana fuera, a la par, estable y saludable. En coherencia con ello,
se ha podido constatar139, que la preocupación más frecuentemente mencionada
era la atinente a la reputación de la nación en el crédito de los mercados exteriores.
A la vista de todo lo expuesto, Hale140 no duda de que los Framers, a través de
la cláusula de los contratos, pretendieron ante todo impedir la repetición de los
ataques que las legislaturas estatales, periódicamente, llevaban a cabo contra la
propiedad.

III. La insatisfacción existente hacia la Confederación tuvo mucho que ver con
la lamentable situación política reinante en bastantes Estados, con legislaturas
actuando con una flagrante arbitrariedad, a través de la aprobación de leyes que
iban en contra de los intereses de los acreedores, y que se acentuaban cuando tales
acreedores eran ciudadanos de otros Estados, o a través asimismo de su conver-
sión en órganos cuasi-judiciales, lo que les conducía a interferir en decisiones
judiciales firmes, obligando a los tribunales a volver a ver cuestiones (relacionadas
por lo general con las relaciones entre deudores y acreeedores) ya decididas
anteriormente. Bien es verdad que todo ello fue a su vez la resultante última de
la débil unión posibilitada por los Articles of Confederation. Bajo la vigencia de
este texto los Estados retuvieron casi la totalidad de su poder, y las autoridades de
índole nacional se vieron impotentes para abordar la regulación de cuestiones tan
vitales para una unión mínimamente consistente como el comercio interestatal.
Con la escasez de capital y la dificultad de acceso al crédito, los Estados se vieron
obligados a poner en circulación moneda y a emitir papel moneda. El efecto de

138
Michael J. KLARMAN: “How Great Were the <Great> Marshall Court Decisions?”, en Virginia
Law Review (Va. L. Rev.), Vol. 87, 2001, pp. 1111 y ss.; en concreto, p. 1147.
139
Barton H. THOMPSON, Jr.: “The History of the Judicial Impairment <Doctrine> and Its Lessons
for the Contract Clause”, op. cit., pp.1382-1383.
140
Robert L. HALE: “The Supreme Court and the Contract Clause” (Part I), en Harvard Law Review
(Harv. L. Rev.), Vol. LVII, 1943-1944, pp. 512 y ss.; en concreto, p. 512.
736 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

todo ello fue una economía enormemente inestable, con constantes fluctuaciones
en el valor de la moneda, lo que a su vez propició un comercio muy especulativo
que contribuyó a agravar la situación de una gran parte de la población, lastrada
por sus deudas.
Se ha escrito141, que los Framers se sintieron desolados a la vista de una legis-
lación estatal que repudiaba deudas, establecía moratorias para la liquidación de
las mismas, fijaba plazos para su pago e incluso articulaba como vía alternativa el
pago de la deuda en especies. Las legislaturas institucionalizaron así las llamadas
stay laws (leyes que aplazaban o posponían el pago de las deudas privadas más
allá del período de tiempo fijado en los contratos); las installment laws (leyes que
disponían que las deudas podían ser pagadas en varios plazos durante un período
determinado de meses, incluso de años, antes que a través de la entrega de una
suma única, como se estipulaba en el contrato), y las commodity payment laws
(leyes que permitían que el pago de una deuda se hiciera por intermedio de una
serie de artículos que se enumeraban, en una proporción que, por lo general,
era de 3/4 o 4/5 de su valor). El enfado de los Framers alcanzó su cénit a la vista
de las llamadas special acts, a cuyo través las legislaturas intervenían en pleitos
pendientes y dejaban de lado los contratos. Ante esta situación, los Framers no
se quedaron impasibles. Baste con recordar que el Virginia Plan incluía un veto
nacional sobre la legislación estatal. Tras su rechazo, habrían de transcurrir varias
semanas antes de que hubiera alguna mención acerca de la prohibición de la
legislación a que acabamos de hacer referencia.
Puede ser útil detenernos, aunque sea haciendo un excursus, en la situación
del Estado de New Hampshire, cuya legislatura puede ser considerada un para-
digma de la arbitrariedad y el despotismo, que habría de prolongarse hasta bien
entrado el siglo XIX. Tras la Revolución que condujo a la Independencia, la special
legislation fue la más común forma de legislación en este Estado142. Ello se tradu-
ciría en que los litigantes insatisfechos con una decisión dictada en sede judicial
se dirigían a la Legislatura, que, siguiendo las prácticas establecidas durante la
Revolución, siempre se mostró dispuesta a decidir ella misma estas disputas
privadas. A tal efecto, la Legislatura respondía con una legislación personal con la
que trataba de interferir en la base del caso. El incremento de la litigiosidad en la
economía de la posguerra multiplicó las intervenciones de la Legislatura (General
Court), que optó por decidir caso por caso de acuerdo con el mismo modo del
“common sense” con el que operaban los jueces143, antes que a través del recurso
a una ley general, como hubiera sido acorde con el rol de un órgano legislativo.
Todo ello fue fruto del cambio que la legislación estatal experimentó en
los años 1780. Animados por la retórica democrática de la Revolución y no

141
Max LERNER: “John Marshall and the Campaign of History”, en Columbia Law Review (Colum.
L. Rev.), Vol. XXXIX, 1939, pp. 396 y ss.; en concreto, p. 413.
142
Timothy A. LAWRIE: “Interpretation and Authority: Separation of Powers and the Judiciary´s
Battle for Independence in New Hampshire, 1786-1818”, en American Journal of Legal History (Am.
J. Legal Hist.), Vol. 39, 1995, pp. 310 y ss.; p. 312.
143
Ibidem, p. 314.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 737

restringidos ya por las exigencias de la guerra, los radicales comenzaron a atacar


a las legislaturas, en New Hampshire y en otros Estados, y a demandar medidas
populistas, como sería el caso paradigmático de la ayuda legislativa a los deudores
y el incremento de la special legislation. Por supuesto, todo ello desencadenó entre
otros sectores de la ciudadanía el temor a un “democratic despotism”144, que en el
caso de New Hampshire se tradujo en la demanda de una reforma constitucional
que garantizara realmente el principio de la separación de poderes.
Tras la reunión de los delegados estatales en septiembre de 1791, la “Superior
Court of Judicature” comenzó a demostrar el rol seminal que el órgano jurisdic-
cional superior del Estado estaba llamado a jugar en un sistema presidido por el
principio de separación de poderes. Recuerda Lawrie145, que ese mismo mes, por
primera vez, la Corte declaró inconstitucional una special act. Ello, sin embargo,
no habría de significar el fin de la arbitrariedad y el despotismo legislativo.
En efecto, en 1790, la “Superior Court” había confirmado una decisión contra
Elisabeth M´Clary en una acción por deudas formalizada por Nathaniel Gilman,
un comerciante de Portsmouth. Insatisfecha con la decisión, M´Clary solicitó a la
Legislatura un nuevo juicio, apoyándose en su hermano Michael, miembro de la
Cámara, que concedió su solicitud. En 1791, Elisabeth M´Clary reaparecía ante
la “Superior Court”, presidida por John Pickering, para volver a presentar el caso.
El abogado de Gilman, el conocido William Plumer, propuso al tribunal anular
el procedimiento, aduciendo que si la ley aprobada con carácter particular para
la Sra. M´Clary verdaderamente le otorgaba el derecho a un nuevo juicio, tal ley
debía ser considerada nula en cuanto que se trataba de una usurpación legislativa
de la autoridad judicial. En una decisión que no dejaba de ser audaz, el tribunal
hizo suyo el argumento de Plumer, declarando que “the act is ineffectual and
inadmissible, and that the said action be dismissed”.
Este ejemplo del Estado de New Hampshire es ilustrativo de la situación
generalizada existente en buen número de Estados en los años que precedieron a
la Constitutional Convention, ante la que los Framers entendieron que no podían
permanecer insensibles. Este estado de cosas derivaba de la legislación aprobada
durante la guerra revolucionaria, que tendió a generalizarse en el período precons-
titucional, y que, como se ha escrito146, se acentuó por la asombrosa mala fe (“the
astonishing bad faith”) por parte de los deudores en sus esfuerzos por librarse
de sus cargas pecuniarias147. De resultas de todo ello se introdujo un sistema de
fraude, engaño y libertinaje, que destruyó toda la confianza privada y dañó la

144
Ibidem, p. 316.
145
Ibidem, p. 322.
146
R. HUTCHINSON: “Laws Impairing the Obligation of Contracts”, op. cit., p. 407.
147
Aunque los graves acontecimientos de la “Shays´ Rebellion” tuvieron lugar a fines de 1787, y
por tanto una vez aprobada la Constitución, los mismos son ilustrativos de la actitud de los deudores
respecto de los compromisos que habían asumido. Por esas fechas, Henry Knox, Secretario de Guerra,
escribía al Presidente Washington diciéndole que la “Shays´ Rebellion” representaba una formidable
rebelión, decidida “to annihilate all debts public and private”, por lo que exigía un gobierno central
fuerte que pudiera “secure our lives and property”. Apud Barton H. THOMPSON, Jr.: “The History of
the Judicial Impairment <Doctrine>...”, op. cit., p. 1381.
738 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

industria y la empresa. Lejos de resolver el problema, las Constituciones estatales


lo acentuaron al dejar en manos de las legislaturas estatales un poder ilimitado,
que lejos de ejercerse con cautela, a menudo se ejercitó con una arbitrariedad
vergonzosa.
En este contexto, es perfectamente comprensible que la contract clause se
articulara como una respuesta frontal y directa frente a estas actuaciones del
legislador estatal. Los Framers, se ha escrito148, “adopted the clause in response to
the state debtor relief statutes passed in the 1780´s by debtors who formed a large
part of the population”, por cuanto estas leyes estatales de ayuda a los deudores
constituían un ejemplo paradigmático de lo que disgustaba a los Framers de las
repúblicas estatales. Pero la preocupación de los delegados reunidos en Filadelfia
iba más allá, por cuanto consideraban que las special acts, que propiciaban la
asunción por los legislativos estatales de funciones judiciales, podían desembocar
en injusticias sustanciales. Tal “legislative irregularity” entrañaba dos peligros
fundamentales149: primero, las legislaturas podían imponer sanciones legales re-
troactivamente, socavando así el aspecto de planificación que supone el contrato,
al margen ya, añadiríamos por nuestra cuenta, del fundamental principio de la
seguridad jurídica; segundo, las legislaturas podían imponer sanciones selectiva
o discriminatoriamente, desincentivando así la creatividad contractual. Los
Framers, a través de la contract clause150, iban así a tratar de aislar los contratos
de tales peligros, imponiendo la disciplina del rule of law sobre la legislación que
procediera a modificar las obligaciones contractuales.
Recordemos al respecto que John Locke, en su Second Treatise on Civil
Government, que tanta influencia ejercería sobre los constituyentes norteame-
ricanos, dejó claro que el rule of law era el presupuesto de la libertad en una
sociedad civil. De ahí que el concepto del rule of law alentara el conjunto de la
Constitución. En la Sección 10ª del Art. I asumiría un especial protagonismo,
que se iba a manifestar de modo muy particular en la prohibición de los bills of
attainder (esto es, decretos por los que se castigue a una persona sin que preceda

148
Michael B. RAPPAPORT: “A Procedural Approach to the Contract Clause”, en Yale Law Journal
(Yale L. J.), Vol. 93, 1983-1984, pp. 918 y ss.; en concreto, p. 931. Análogamente, Merrill cree que la
explicación más plausible para la inclusión en la Constitución de la contract clause es que la misma fue
diseñada para impedir la promulgación por los Estados de ciertos tipos de leyes (las ya mencionadas en
este trabajo anteriormente) de ayuda a los deudores privados. Thomas W. MERRILL: “Public Contracts,
Private Contracts...”, op. cit., p. 602. Y en fin, sin ánimo exhaustivo, idéntico es el posicionamiento de
Corwin, para quien “the clause was framed primarily for the purpose of preventing the States from
passing laws to relieve debtors of their legal obligation to pay their debts, the power to afford such
relief having been transferred to the National Government”. Edward S. CORWIN: The Constitution
and what it means today, Princeton University Press, 12th edition, 2nd printing, Princeton, New Jersey,
1961, p. 83.
149
HARVARD–NOTE: “Rediscovering the Contract Clause”, en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.),
Vol. 97, 1983-1984, pp. 1414 y ss.; en concreto, p. 1426.
150
No faltan autores que sitúan a la prohibición de las ex post facto laws como una barrera
adicional, junto a la contract clause, frente a las leyes en ayuda de los deudores. En último término,
según Melone, estaríamos ante una constelación de disposiciones diseñadas para hacer frente a los
ataques sobre la propiedad llevados a cabo por las clases deudoras. Albert P. MELONE: “Mendelson
v. Wright: Understanding the Contract Clause”, op. cit., p. 792.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 739

un juicio ante los tribunales), de las ex post facto laws, y de las leyes menoscabando
los compromisos u obligaciones dimanantes de los contratos (a lo que habría
que añadir la taking clause de la Vª Enmienda, que impide ocupar o expropiar la
propiedad privada para uso público sin una justa indemnización), prohibiciones
todas ellas que, como se ha dicho151, derivan de las mismas fibras (“strands”) del
concepto de rule of law, para el que las leyes deben de ser generales, prospectivas
y relativamente estables.
De cuanto se ha expuesto hasta ahora creemos que puede extraerse, que
la cláusula de los contratos respondió a objetivos dispares, aunque, en último
término, estrechamente relacionados entre sí. Si se atiende además a la notable
generalidad con que se redactó esta disposición constitucional, rasgo sobre el que,
con toda razón, ha hecho hincapié la doctrina152, todo ello parecería trascender
los detalles de cualquier inmediata disputa. Los términos de la cláusula vendrían
a imponer límites sobre las facultades estatales, que sugerirían, como mucho, un
ataque sobre ciertas prácticas tradicionales de los Estados. Por otro lado, al no
aludirse en ningún lado a las viciosas prácticas de ayuda al deudor, y en atención
a la propia historia de la cláusula y a su precedente inmediato en la Ordenanza
del Noroeste, tampoco cabría descartar que, con una mayor amplitud de miras,
viniera dirigida, tal y como algunos autores han indicado153, a todo tipo de pro-
yectos redistributivos de efectos retroactivos que violaran derechos contractuales
adquiridos, de los que la legislación de ayuda al deudor no sería sino un primer
ejemplo.

5. El diseño constitucional de la “cláusula de los contratos” en la


Sección 10ª del Art. I. Algunas cuestiones problemáticas que plantea
su interpretación

“No state shall.... pass any.... law impairing the obligation of contracts”. Aun-
que ya transcrita la disposición constitucional que nos ocupa, vale la pena iniciar
este epígrafe recordándola. La cláusula se halla redactada con la caracterización
propia de una declaración general, lo que lejos de extrañar se ha de considerar
perfectamente coherente con los enunciados normativos de una constitución. Por
lo mismo, la dicción constitucional de la contract clause no contribuye en modo
alguno a aclarar el contenido y operatividad jurídica de esta disposición. Más
bien todo lo contrario, pues abre una amplia serie de interrogantes de no fácil
respuesta. Incluso los términos nucleares de la cláusula, como pueden ser los de
“contracts”, “obligation” o “impairing” quedan indefinidos. En realidad, lo único
que la disposición parece dejar meridianamente claro es que su operatividad

151
Douglas W. KMIEC and John O. McGINNIS: “The Contract Clause...”, op. cit., p. 527.
152
Richard A. EPSTEIN: “Toward a Revitalization of the Contract Clause”, en The University of
Chicago Law Review (U. Chi. L. Rev.), Vol. 51, 1984, pp. 703 y ss.; en concreto, p. 706.
153
Douglas W. KMIEC and John O. McGINNIS: “The Contract Clause: A Return to the Original
Understanding”, op. cit., pp. 533-534.
740 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

se limita a los Estados, algo que, como ya hemos advertido en un momento


precedente, no deja de ser discutible.
El emplazamiento de la cláusula en el Art. I de la Constitución puede sugerir
que los Framers se hallaban principalmente preocupados con la división del poder
entre las legislaturas estatales y el Congreso federal. Es igualmente probable, según
un sector de la doctrina154, que los constituyentes consideraran que cualquier mal
comportamiento (“misbehavior”) judicial estatal podía, y debía, ser remediado
por el federal judiciary con base en la diversity jurisdiction contemplada por la
Sección 2ª del Art. III (“The judicial power shall extend.... to controversies....
between citizens of different states....”). Esta cláusula se ha considerado155 como
el producto de tres factores cuyo peso relativo es difícil de valorar: 1) el deseo de
evitar un perjuicio regional en contra de los litigantes en materias mercantiles; 2)
el deseo de permitir a los intereses comerciales, fabriles y especulativos litigar sus
controversias, y de modo particular, sus controversias con otras clases (sociales),
ante jueces que estuvieran firmemente vinculados (“firmly tied”) a sus propios
intereses, y 3) el deseo de lograr una más eficiente administración de justicia para
las clases así beneficiadas.
La cláusula, como antes avanzábamos, no obstante lo conciso de su texto, o
quizá por ello mismo, plantea un variado elenco de cuestiones problemáticas a
discernir en sede interpretativa. Son, al menos, las siguientes: 1) El ámbito de la
cláusula, ¿comprende tan sólo los contratos privados o se proyecta asimismo a
los contratos públicos? 2) En relación a los contratos privados, ¿circunscribe la
cláusula su aplicación a las relaciones deudores–acreedores o, más ampliamente,
se aplica a todo tipo de contratos privados independientemente de su contenido?
3) ¿Protege la cláusula a los contratos formalizados frente a leyes con efectos
retroactivos o se aplica también a los contratos que puedan formalizarse después
de la aprobación de una ley general? 4) ¿Qué se entiende por “obligación” de un
contrato y cuándo ha de entenderse que hay un “menoscabo” de la misma? 5)
¿Alcanza la cláusula tan sólo a las actividades legislativas o limita también al
judiciary? Y 6) ¿Se encuentra la cláusula sujeta a ciertos límites implícitos?
Adicionalmente, podría incluso suscitarse la cuestión de si la cláusula afectaba
a la legislación promulgada antes de que la Constitución fuera ratificada o tan
sólo a la legislación estatal aprobada una vez vigente la Constitución. Digamos
que la Corte no ignoró esta cuestión, sino que se planteó si la contract clause había
de aplicarse a las leyes promulgadas antes de que el gobierno federal iniciara
sus funciones. En el caso Owings v. Speed (1820), entendió que la cláusula no se
extendía retroactivamente al Derecho vigente cuando el gobierno federal estaba
siendo organizado.

154
Barton H. THOMPSON, Jr.: “The History of the Judicial Impairment <Doctrine>...”, op. cit.,
p. 1384.
155
John P. FRANK: “Historical Bases of the Federal Judicial System”, en Indiana Law Journal (Ind.
L. J.), Vol. 23, 1947-1948, pp. 236 y ss.; en concreto, pp. 269-270.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 741

Al analizar el proceso de recepción constitucional por los Framers de la


contract clause ya hemos tenido oportunidad de referirnos al escaso debate
existente al respecto y a lo poco que tal proceso contribuye a aclarar el significado
de esta disposición. Sus términos condujeron a que los mismos delegados de
Filadelfia mantuviesen diferentes interpretaciones acerca de esta disposición. Y
aunque hubo algunos, como sería el caso de William Symmes, un delegado anti-
federalista en la Convención de ratificación de Massachusetts, que reconocieron
no comprender el efecto que esta cláusula podría tener, su modestia era atípica,
pues como escribe Boyd156, ignorantes en gran medida de la diversidad de puntos
de vista, la mayoría creyó comprender el significado de la cláusula, asumiendo que
su comprensión coincidía con la de la mayoría de los Framers y anticipaba lo que
podía ser la base de la política pública en el inmediato futuro. En resumen, “the
clause meant different things to different men in 1787-1788”157. Incluso un texto
con autores de tan altísimo nivel como The Federalist Papers, llamado a convertirse
en un verdadero clásico del pensamiento político158, nos muestra con claridad
enfoques diferentes por parte de Hamilton y Madison acerca de esta cláusula. Sin
ir más lejos, Hamilton, en el Nº 7, alude tan sólo a los contratos privados, mientras
que del Nº 44, escrito por Madison, como después se verá, parece desprenderse que
la cláusula se proyecta a los contratos públicos lo mismo que a los privados, todo
ello al margen ya de una visión diferenciada acerca del significado de la cláusula.
Bien es cierto, respecto de Hamilton, que en su dictamen sobre la “Georgia
Repeal Act”, que abordaremos con cierto detalle en un momento posterior, y que
realizó en marzo de 1796, anticipó la posición de Marshall en la sentencia dictada
en el caso Fletcher v. Peck, lo que suponía reconducir los contratos públicos al
ámbito de la contract clause. En definitiva, como concluyentemente ha escrito Ely,
“(t)he fragmentary nature of the extant evidence makes it impossible to establish
conclusively the thinking of the framers”159.
Cuanto se ha expuesto condujo a algún sector de la doctrina160, tiempo atrás,
a señalar que la única vía de comprensión de la cláusula era interpretarla “as a
mere matter of language”, sin referencia alguna a la finalidad pretendida con
ella. Lo que se postulaba, en definitiva, era una interpretación puramente literal
de la disposición constitucional. Al margen ya de lo discutible de tal criterio
156
Steven R. BOYD: “The Contract Clause and the Evolution of American Federalism, 1789-1815”,
en The William and Mary Quarterly (Wm.& Mary Q.), Third Series, Vol. 44, No. 3 (monográfico sobre
“The Constitution of the United States”), July, 1987, pp. 529 y ss.; en concreto, p. 536.
157
Steven R. BOYD: “The Contract Clause and the Evolution of American Federalism, 1789-1815”,
op. cit., p. 531,
158
Vale la pena recordar la clarividencia del Presidente George Washington cuando, refiriéndose a
The Federalist, en el verano de 1788, escribió estas proféticas palabras a Alexander Hamilton: “When
the transient circumstances and fugitive performances which attended this crisis shall have disap-
peared, that work will merit the notice of the posterity, because in it are candidly and ably discussed
the principles of freedom and the topics of government”. Apud Clinton ROSSITER: “Introduction”,
en la obra de Hamilton, Madison y Jay, The Federalist Papers, New American Library, New York and
Scarboroug (Ontario), 1961, pp. VII y ss.; en concreto, pp. VII-VIII.
159
James W. ELY, Jr.: “The Marshall Court and Property Rights: A Reappraisal”, op. cit., p. 1032.
160
Raymond T. JOHNSON: “The Contract Clause of the United States Constitution”, op. cit.,
p. 224.
742 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

hermenéutico, el mismo no iba a resolver el problema, por cuanto tampoco el


texto constitucional, como acaba de decirse, ofrece mucha guía para interpretar
la contract clause. Quizá puede entenderse por todo lo dicho la diversidad de
interpretaciones que la cláusula ha desencadenado en sede judicial y el hecho de
que la misma haya propiciado multitud de interpretaciones contrapuestas entre
la doctrina científica. Pero en cualquier caso, conviene apuntar que la Corte
Suprema vino a repudiar tiempo atrás una interpretación literal o gramatical (“a
literalist reading”). El paso decisivo a tal efecto fue la adopción, a fines del siglo
XIX, de dos principios que iban a restringir drásticamente el alcance de la contract
clause: el principio de que los contratos privados se hacen con sujeción al police
power retenido por el Estado (“the <reserved power> doctrine”) y el principio de
que los contratos públicos se hacen con sujeción a la incapacidad constitucional
de los Estados de enajenar sus police powers (“the <inalienability> doctrine”)161.
Estas reflexiones arrojan un pesado lastre de criticismo sobre la cláusula
objeto de reflexión. Y ello creemos que exige que establezcamos un cierto contra-
punto. Al efecto acudimos a las siempre atinadas reflexiones de ese gran Profesor
de Harvard y Associate Justice de origen vienés (había nacido en Viena en 1882,
y a los doce años emigraría a los Estados Unidos) que fue Felix Frankfurter (en
la Supreme Court entre 1939 y 1962), que en 1955, en la plenitud de su carrera,
nos recordaba, que al tratar con las disposiciones constitucionales no se puede
perder de vista su naturaleza, que tan concisa y brillantemente a su vez expresara
otro grandísimo Juez, Learned Hand (1872-1961), cuyo nombre sonó en repetidas
ocasiones para la Corte Suprema, aunque finalmente no accediera a ella, quien en
el caso Daniel Reeves, Inc. v. Anderson, resuelto por el Segundo Circuit Court en
1930, afirmó que tales disposiciones “represent a mood rather than a command,
that sense of moderation, of fair play, of mutual forbearance, without wich states
become the prey of faction”. Y esta reflexión de Hand, que Frankfurter hace suya
en plenitud162, creemos que bien puede venir a cuento de la contract clause, que
por encima de todo representa esa atmósfera, ese sentido de moderación, de “fair
play” y de autocontrol al que alude Learned Hand.

A) Una cláusula operativa frente a los Estados

La contract clause se ubica en una Sección del Art. I, la décima, dedicada


exclusivamente a establecer lo que bien podríamos llamar injunctions sobre los
Estados163, o dicho de otro modo, un conjunto de mandatos que en el párrafo
primero de la Sección se configuran con carácter absoluto, por cuanto imposibi-
161
YALE-NOTE: “A Process-Oriented Approach to the Contract Clause”, en Yale Law Journal (Yale
L. J.), Vol. 89, 1979-1980, pp. 1623 y ss.; en concreto, p. 1626.
162
Felix FRANKFURTER: “John Marshall and the Judicial Function”, en Harvard Law Review
(Harv. L. Rev.), Vol. 69, 1955-1956, pp. 217 y ss.; en concreto, pp. 229-230.
163
Creemos de interés transcribir una parte de la Sección 10ª del Art. I, a cuyo tenor:
“No state shall enter into any treaty, alliance, or confederation; grant letters of marque, and
reprisal; coin money; emit bills of credit; make anything but gold and silver coin a tender in payment
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 743

litan de raíz que los Estados puedan, desde formalizar un tratado o alianza, hasta
acuñar moneda, pasando por aprobar bills of attainder, ex post facto laws o leyes
que menoscaben los compromisos dimanantes de los contratos, mientras que, por
contra, las prohibiciones que acogen los párrafos segundo y tercero de la misma
Sección son relativas, pues impiden actuar a los Estados sin el consentimiento
del Congreso, lo que, como es obvio, a sensu contrario, implica que su actuación
en los ámbitos mencionados por esos dos párrafos es posible una vez obtenido tal
consentimiento. Muy posiblemente, esta diferencia de régimen jurídico responda
a que una actuación estatal en los ámbitos vedados por el párrafo primero de esta
Sección podría poner en peligro la propia Unión (pensemos en la celebración de
una confederación entre Estados) o derechos personales y principios de la máxima
trascendencia, como sería el caso de una actuación estatal contraria a la cláusula
de los contratos.
La aplicación unidireccional de la cláusula frente a los Estados no deja de
ser discutible, y como hace ya algo más de un siglo constataba la doctrina164, por
asombroso que pueda parecer (“astonishing as it may appear”), la mayoría de la
Corte Suprema ha considerado que el gobierno general (“the general government”)
puede actuar con total despreocupación de la disposición constitucional. Ya hemos
tenido oportunidad de aludir a la estrecha conexión que se establecía en el artº
2º de la Northwest Ordinance, de la que trae su origen la constitucionalización de
la contract clause, entre esta última y la just compensation clause. Y la primera
paradoja ante la que nos sitúa la Constitución norteamericana es ante la diversidad
de ámbitos de aplicación de una y otra cláusula. Si la que nos ocupa opera tan sólo
frente a los Estados, la cláusula de la justa compensación, contemplada por la Vª
Enmienda, que como es sabido forma parte del Bill of Rights, y que entra en juego
cuando se ocupe, se expropie si se quiere decir de este otro modo, la propiedad
privada para uso público, ha regido históricamente sólo frente al gobierno federal.
Así se encargó además de interpretarlo con precisión el propio John Marshall en la
sentencia unánime de la Corte que él escribió en el caso Barron v. Baltimore (1833),
que versó además de modo específico sobre la aplicación de la just compensation
clause de la Quinta Enmienda. Dejando ya al margen el hecho de que una recep-
ción constitucional plenamente coherente con la común procedencia histórica de
ambas cláusulas habría exigido un tratamiento similar de una y otra, tal y como
ya tuvimos oportunidad de decir, no cabe por menos de mostrar la anomalía que
produce su tratamiento diferenciado. Si ambas disposiciones constitucionales, en
último término, tratan de salvaguardar los derechos de propiedad, aunque ello se
manifieste con mayor intensidad en la just compensation clause, parece evidente
que ese ligero matiz diferencial no puede proporcionar un soporte sólido en el que
fundamentar la diferencia de tratamiento. ¿Cómo es posible que se haya podido
permitir a los Estados una expropiación de la propiedad privada, para su uso

of debts; pass any bill of attainder, ex post facto law, or law impairing the obligation of contracts; or
grant any title of nobility”.
“No state shall, without the consent of the congress, lay any imposts or duties on imports or exports,
except what may be absolutely necessary for executing its inspection laws...”
164
R. HUTCHINSON: “Laws Impairing the Obligation of Contracts”, op. cit., pp. 409-410.
744 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

público, sin una justa indemnización? ¿Cómo puede justificarse que el Congreso
pueda dictar leyes que vulneren o menoscaben los derechos surgidos de una
relación contractual entre particulares?
La posibilidad de que los Estados pudieran expropiar la propiedad sin la con-
trapartida de una justa indemnización resulta absolutamente sorprendente, pues
no se puede olvidar que hasta mediados de la década de los sesenta del pasado siglo
se pensaba que un liberalismo de corte lockeano había sido el principal estímulo
ideológico de la Revolución, y en perfecta coherencia con ello, los historiadores
tendían a asumir que los americanos habían estado comprometidos desde tiempo
inmemorial con la idea de que un gobierno no podía expropiar la propiedad sin,
al menos, compensar a su propietario. La reevaluación de los orígenes ideológicos
de la Revolución que iniciaron los Profesores Bailyn y Wood ha conducido a la
doctrina a reconsiderar esta presuposición. Y como se ha dicho165, ello ha llevado a
un sector de la doctrina a la adopción del punto de vista de que la takings provision
de la Vª Enmienda no se hallaba predeterminada, sino que más bien reflejaba, y
ayudaba a asegurar, la victoria de los partidarios del liberalismo en su lucha con los
seguidores del republicanismo. Sin embargo, una reconsideración del problema
nos conduce a constatar que, en esa época revolucionaria, una enorme mayoría de
ciudadanos americanos compartían una manifiesta hostilidad hacia la posibilidad
de que la propiedad pudiera ser expropiada sin una justa indemnización, y siendo
ello así, no se vislumbra una explicación lógica ni razonable de la posibilidad
antes referida.
En cuanto a la posibilidad de que el Congreso pueda aprobar leyes que menos-
caben los derechos surgidos de una relación contractual, la doctrina ha acudido
a su vez a diversas explicaciones para justificar lo que a nuestro entender es
difícilmente justificable. Así, en la Harvard Law Review se ha argumentado166, que
los Framers dirigieron esta cláusula exclusivamente frente a los Estados porque
eran las legislaturas estatales las que habían aprobado la serie de leyes de ayuda
al deudor que originó su preocupación por la estabilidad contractual. En contra-
partida, se ha recordado, que varios miembros de la Convención Constitucional,
en alusión al legislativo federal, enfatizaron acerca de que una modificación con
efectos retroactivos de las obligaciones contractuales era a veces necesaria, y que
nadie mostró su desacuerdo al efecto. Sobre ello, efectivamente, como ya vimos,
hizo especial hincapié Luther Martin en su speech ante la Legislatura de Maryland,
aunque este relevante miembro de la Convención de Filadelfia se refería a la
hipotética necesidad de tal legislación retroactiva para las legislaturas estatales.
Presumiblemente, se dice167, este acuerdo más o menos implícito en la Convención
condujo a una mayoría de delegados a dejar exento al Congreso de cualquier

165
William W. FISHER III: “Ideology, Religion, and the Constitutional Protection of Private Property:
1760-1860”, en Emory Law Journal (Emory L. J.), Vol. 39, 1990, pp. 65 y ss.; en concreto, p. 95.
166
HARVARD-NOTE: “Rediscovering the Contract Clause”, en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.),
Vol. 97, 1983-1984, pp. 1414 y ss.; en concreto, p. 1422.
167
Barton H. THOMPSON, Jr.: “The History of the Judicial Impairment <Doctrine>...”, op. cit.,
p. 1381.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 745

restricción análoga a la de la contract clause. Ninguno de los dos argumentos nos


parece de la suficiente entidad como para justificar con solidez la diferencia de
régimen jurídico que se da a las dos cláusulas a que venimos aludiendo.
Mayor consistencia creemos que tiene alguna otra fundamentación, como es
el caso de la que, vinculándose estrechamente con la concepción hamiltoniana
de la cláusula, toma como punto de referencia la atribución al Congreso, por el
párrafo cuarto de la Sección 8ª del Art. I de la Constitución, de la facultad de dictar
una legislación uniforme de insolvencia en los Estados Unidos (“to establish....
uniform laws on the subjects of bankruptcies throughout the United States”).
Aún quienes apoyaban una cláusula de este tipo, como Madison, admitían que la
misma podría generar perjuicios evidentes. Atendiendo a la necesidad de dictar
algún tipo de legislación de quiebras, de insolvencias, se entendió necesario
conferir al Congreso la autoridad para aprobar tal tipo de leyes, pues este órgano
federal parecía en mejores condiciones para dictar unas leyes que inevitablemente
menoscabarían las obligaciones dimanantes de las relaciones contractuales, y
que en la medida en que afectaran al comercio interestatal eran unas medidas
tan peligrosas como potencialmente adecuadas y necesarias. La opción en favor
del Congreso, probablemente, no alteraría el comercio nacional ni conduciría a
desencadenar hostilidades entre los Estados. Y a partir de esta consideración era
patente que la contract clause no podía operar en el ámbito federal. En definitiva,
como escribe McConnell168, “the constitutional provisions that forbid states to
impair the obligation of contracts and grant Congress the power to pass bank-
ruptcy laws are two sides of the same coin”. La realidad legislativa, por lo menos
en un primer momento, no separó tan nítidamente a los Estados y a la Unión
en el ejercicio de esta competencia legislativa, pues el Congreso no ejerció hasta
1800 su facultad de aprobar una ley de quiebras, y en ausencia de una legislación
federal, los Estados continuaron actuando en esta materia como lo habían hecho
durante la Confederación.
El argumento que acabamos de exponer, a nuestro juicio, con una cierta
coherencia, puede dar una explicación más o menos plausible acerca de esta
unidireccionalidad de la cláusula en relación a los Estados. Pero el mismo, como
ya se ha dicho, se apoya claramente en la idea hamiltoniana, manifiestamente
latente en el Nº 7 del Federalist, de que la cláusula de los contratos está llamada
a jugar una finalidad básicamente económica, y de ahí su posible influjo sobre
el comercio interestatal, aunque ello no signifique que Hamilton confundiera
la commerce clause con la que venimos analizando. Pero la contract clause, por
ejemplo en la explicación madisoniana que se refleja en el Nº 44 del Federalist,
responde a otros objetivos más trascendentes, incluso de tipo moral. Recordemos
lo que escribe Madison: “Bills of attainder, ex post facto laws, and laws impairing
the obligation of contracts, are contrary to the first principles of the social com-
pact, and to every principle of sound legislation”. Tras la cláusula de los contratos
hay, pues, un principio de estricta justicia, y visualizándola así el argumento de

168
Michael W. McCONNELL: “Contract Rights and Property Rights...”, op. cit., p. 286.
746 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

corte hamiltoniano precedentemente expuesto pierde gran parte de su fuerza de


convicción. Si a ello se añade el régimen diferenciado de la just compensation
clause, la incongruencia se acentúa y el diferente tratamiento constitucional aún
nos parece más criticable.

B) Ámbito de la cláusula: ¿contratos privados y contratos públicos?

Uno de los temas más debatidos acerca de la intención de los Framers en


relación a la disposición constitucional que analizamos es el de si pretendieron
circunscribir la contract clause tan sólo a los contratos privados o, por contra,
también los contratos públicos tenían en ella cabida. También aquí las opiniones
doctrinales discrepan frontalmente.
La postura más influyente ha sido la de Wright, el más prestigiado estudioso
de la cláusula, como ya se ha dicho. Para Wright169, es evidente que los Framers
discutieron la cláusula sólo en relación a los contratos privados (“only in relation
to private contracts”), por ejemplo, los contratos entre individuos. Sin embargo, di-
cho esto, admite el propio autor la existencia de dos sugerencias que podrían darle
a la cláusula una más amplia aplicación. Ambas provienen de anti-Federalistas que
no habían sido miembros de la Convención Constitucional. Uno es Patrick Henry,
quien, como ya dijimos en un momento precedente, en Virginia, se manifestó
claramente en el sentido de que la dicción constitucional abarcaba tanto los
contratos privados como públicos, lo que obtendría una respuesta contraria del
Gobernador Edmund Randolph, quien sí había sido delegado en Filadelfia. A su
vez, en la Convención de Carolina del Norte, como también se expuso en su mo-
mento, a la inquietud de Galloway, que no había asistido a Filadelfia, sustentada
en la afectación de los contratos públicos por la cláusula, replicaría Davie, un
miembro de la Federal Convention, en términos inequívocos: “The clause refers
merely to contracts between individuals”. Wright concluye constatando, que su
detenida investigación no le ha permitido descubrir otras declaraciones sugiriendo
que la cláusula debiera entenderse de aplicación a otros contratos además de a
los privados, y adicionalmente entiende significativo que anti-Federalistas tan
señalados como Martin y Mason, miembros ambos de la Convención, considera-
ran la cláusula circunscrita a los contratos privados170, con lo que el autor parece
reafirmar su entendimiento de que los Framers circunscribieron la cláusula a tal
tipo de contratos.
Otros muchos autores, con unos u otros matices, han seguido la posición de
Wright. Aludiremos tan sólo a algunos de ellos. Tal es la postura de White, de la
que también nos hicimos eco ya. Recordemos que para el relevante Profesor de la
Universidad de Virginia, el ámbito de la cláusula estaba inicialmente limitado a
los contratos privados, y en consecuencia, añade, “it did not bind the states from

169
Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause..., op. cit., p. 15.
170
Ibidem, p. 16.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 747

altering the terms of their own contracts”171. También Merrill parece ubicarse
en esta línea de pensamiento cuando, a la vista de la probable comprensión de
la cláusula por los Framers, considera172, que debió ser una sorpresa (de “ mild
surprise” la tilda) el alcance que Marshall dió a la cláusula en Fletcher v. Peck.
En fin, para Lerner173, aunque en las discusiones habidas en las Convenciones
de ratificación no hubo mucha claridad en torno al significado de la cláusula, sí
existió en ellas un acuerdo general (“a general agreement”) acerca de que la misma
se refería solamente a los contratos privados, opinión ésta harto discutible.
Un notable sector doctrinal se ha ubicado en la posición contraria, no sin
también establecer ciertas matizaciones. Casi medio siglo después de la publi-
cación del libro de Wright (1938), Mendelson ha cuestionado con cierta dureza
los planteamientos de tal autor, que considera particularmente viciados (“flawed
particularly”) en lo que atañe a las primeras decisiones de la Corte Suprema
acerca de la cláusula de los contratos174. En lo que al ámbito de la cláusula se
refiere, el Profesor de la Universidad de Texas argumenta, que si la Convención
Constitucional hubiera querido que la cláusula cubriera tan sólo los contratos
privados, podía fácilmente haberlo dicho así, del mismo modo que lo había hecho
el art. 2º de la Northwest Ordinance. Remontándose a lo que parece considerar
un antecedente remoto, pero digno de ser tomado en consideración, Mendelson
recuerda que en Inglaterra, en 1649, el Agreement of the People había condenado
las leyes que menoscabaran las obligaciones asumidas en los contratos públicos. Y
también es considerado un dato significativo, el que no obstante que la propuesta
de Rufus King a la Convención, el 28 de agosto, circunscribiese la cláusula a los
contratos privados, en armonía con la Ordenanza de 1787, la redacción final dada
a la cláusula por el Committee of Style prescindiera de esa referencia a los contratos
privados, aludiéndose tan sólo a los contratos. “Surely –concluye Mendelson175–
this suggests deliberate choice; namely, that a state too much keep its word”. Por lo
demás, los propios términos con que la cláusula está redactada en la Constitución
abarcan las violaciones tanto de los contratos privados como públicos. Mendelson
otorga finalmente un especial significado a la comprensión que Madison, “the
father of the Constitution”, parece tener de la disposición y que explicita en el Nº
44 del Federalist, al que ya hemos aludido en varias ocasiones. Frente a la idea
prevalente en Wright de que la cláusula estaba pensada, primigeniamente, para
hacer frente a las violaciones estatales de los contratos en favor de los deudores,
el Profesor de Texas replica176 apoyándose en Madison, para quien, siempre según
Mendelson, aunque su argumento es bastante suscribible, la contract clause no
era justamente una prescripción especial para hacer frente a una peculiar enfer-

171
G. Edward WHITE: The Marshall Court & Cultural Change 1815-1835, op. cit., p. 601.
172
Thomas W. MERRILL: “Public Contracts, Private Contracts...”, op. cit., p. 602.
173
Max LERNER: “John Marshall and the Campaign of History”, op. cit., p. 413.
174
Wallace MENDELSON: “B. F. Wright on the Contract Clause: A Progressive Misreading of the
Marshall-Taney Era”, en The Western Political Quarterly, Vol. 38, No. 2, June, 1985, pp. 262 y ss.; en
concreto, p. 262.
175
Ibidem, p. 265.
176
Ibidem, p. 266.
748 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

medad del período crítico de América, sino que tal cláusula encarnaba principios
fundamentales del natural law tan básicos como para hallarse cubiertos por el
“pacto social”. Esta postura lockeana implicaba inevitablemente un axioma del
siglo de la Ilustración: “government must honor its contractual obligations, or –for
persistent lapses– suffer revolution”. Ello nos situaba ante el fondo de la teoría del
pacto propugnada por Locke, sin olvidar que tras ella descansaba un más amplio
axioma moral, o de Derecho natural, crucial en el pensamiento de los siglos XVI
y XVII: el de pacta sunt servanda.
En esta controversia casi dialéctica que ha enfrentado a Mendelson con
Wright se ha introducido de lleno el Profesor de la “Southern Illinois University”,
Albert Melone. quien se alinea junto a Wright, dedicando su trabajo casi en
exclusiva a refutar los argumentos de Mendelson177. No vamos a entrar a analizar
con todo detalle este trabajo fundamentalmente destructivo. Nos limitaremos
a hacernos eco de algunos de sus planteamientos. Melone deja desde el inicio
inequívocamente clara su posición. Puede haber pocas dudas, nos dice, de que la
contract clause fue parte de una constelación de decisiones diseñadas para hacer
frente a los ataques de la clase deudora (“the debtor class”) sobre la propiedad.
El Profesor de Illinois se cuestiona si del hecho de que los Framers no recurrieran
a la dicotomía privado/público debe desprenderse que ellos pretendían incluir
los contratos públicos dentro del ámbito de la cláusula, siendo su respuesta
negativa. Melone priva de todo valor al Agreement of the People inglés, por no ser
un estatuto parlamentario con fuerza de ley, sino una declaración de Cromwell,
quien con su ejército tiranizó al pueblo inglés. Más creíble le parece a nuestro
autor el recurso a la Northwest Ordinance, que se refería de modo específico a los
contratos privados, lo que finalmente no haría la Constitución. Sin embargo, las
posibles conclusiones que de la comparación pudieran extraerse las neutraliza
Melone, recordando que el pensamiento americano sobre los contratos en la era de
los Founding Fathers siempre los conectó con las relaciones entre partes privadas,
y no entre partes públicas y privadas. Y en cuanto al rechazo por los Framers de
la propuesta de Rufus King, de incorporar a la Constitución la cláusula de los
contratos en los mismos términos en que se hallaba redactada por la Ordenanza
de 1787, el Profesor de Illinois recuerda que dicha negativa no condujo a que la
contract clause se incorporara a la Constitución con otros términos, sino, lisa y
llanamente, a la incorporación a la misma de las disposiciones referentes a los
bills of attainder y a las ex post facto laws.
Otros muchos autores, sin plantear la cuestión como una disputa dialéctica,
han interpretado con amplitud la cláusula en cuestión. Es el caso de Ely, quien,
como ya comentamos, parte de la consideración de que es imposible establecer
de modo concluyente el pensamiento de los constituyentes de Filadelfia, no
obstante lo cual cree que hay razones para concluir que aquéllos contemplaron
una interpretación expansiva (“an expansive reading”) de la contract clause178.

177
Albert P. MELONE: “Mendelson v. Wright: Understanding the Contract Clause”, en The Western
Political Quarterly, Vol. 41, No. 4, December, 1988, pp. 791 y ss.; en concreto, pp. 792-796.
178
James W. ELY, Jr.: “The Marshall Court and Property Rights...”, op. cit., p. 1032.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 749

Entre esas razones, puede entresacarse la idea de que Madison, en el ya parcial-


mente transcrito Nº 44 del Federalist, entiende que la cláusula cubre todo tipo de
contratos. Su consideración de que las leyes que menoscaban los compromisos
contractuales contradicen el pacto social y su visión de la cláusula como “un
baluarte constitucional en favor de la seguridad personal y de los derechos
privados” no harían sino confirmar un entendimiento amplio de la disposición179,
argumento que nos parece incontrovertible. Epstein, a su vez, cree180 que aunque
la palabra “impairment” tiende a sugerir una prohibición sobre la interferencia
con los contratos privados, los términos del texto no expresan ninguna distinción
entre los dos tipos de acuerdos, por lo que la cláusula debe aplicarse tanto a los
contratos entre partes privadas como a aquellos otros contratos en que el Estado
es parte. Adicionalmente, el problema del abuso legislativo es tan grande en
un contexto como en otro. Por su parte, Clinton181 sigue la estela de Mendelson
cuando, tras señalar que en los años ochenta del pasado siglo era común pensar
que los Founders pretendían extender esta cláusula tan sólo a los contratos
privados, tesis cuya paternidad también atribuye a Wright, precisa que no fue esa
la interpretación de la Marshall Court en los años de formación de la República, ni,
lo que ahora interesa más, la de los primeros escritores sobre la Constitución182,
para concluir que los debates de Filadelfia no ofrecen una base para pensar que
los Founders pretendían hacer una nítida distinción (“a sharp distinction”) entre
los contratos públicos y los privados. De hecho, las actas más bien parecen indicar
justamente lo opuesto183.
Hemos de recapitular. Parece bastante evidente que de los debates habidos en
Filadelfia y de las discusiones que tuvieron lugar en las Convenciones estatales
de ratificación no puede extraerse una conclusión definitiva acerca de cuál era
la intención de los Framers en cuanto al ámbito de aplicación de la contract
clause. Ello no obstante, si tuviéramos que decantarnos por una u otra posición,
nos inclinaríamos por la de quienes consideran que los Founding Fathers no
pretendieron circunscribir la cláusula a los contratos privados. En cualquier caso,
este debate tiene un interés tan sólo relativo, pues lo cierto es que, cualquiera que

179
Ibidem, p. 1031.
180
Richard A. EPSTEIN: “Toward a Revitalization of the Contract Clause”, op. cit., pp. 718-719.
181
Robert L. CLINTON: “The Obligation Clause of the United States Constitution...”, op. cit.,
p. 343.
182
El propio Clinton nos recuerda en otro lugar, (Ibidem, p. 351) que el bien conocido Canciller
Kent, al parecer, se hallaba plenamente de acuerdo con la temprana visión de la Marshall Court sobre
la cláusula de los contratos. Kent no sólo iba a pensar que los contratos públicos caían adecuadamente
dentro del significado de la cláusula, sino que también el principio de “interpretación estricta” (“strict
interpretation”) de las concesiones estatales, anunciado por el Chief Justice Taney en el Charles River
Bridge case (1837), “era de lamentar profundamente”. En cuanto a Cooley, algún tiempo después
(1868), al referirse en su obra al Fletcher case, no parecía, según Clinton (Ibidem, p. 353), tener
ningún problema con la inclusión de los contratos públicos en la cláusula, aunque algún comentario
hecho por Cooley en una publicación doce años posterior (refiriéndose al período de la Convención
Constitucional, escribía Cooley que “apparently nothing was in view at the time except to prevent the
repudiation of debts and private obligations, and the disgrace, disorders, and calamities that might
be expected to follow”) puede hacer surgir dudas acerca de su posición.
183
Ibidem, pp. 345-346.
750 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

fuere su pensamiento, presidido por la confusión en muchísimos casos, la realidad


es que la idea de que los contratos realizados por un Estado se hallaban dentro
de la cláusula se estableció rápidamente. No sin razón Levy184 ha considerado la
búsqueda de la intención originaria de los Framers acerca de esta cláusula como
una cuestión propia de un “anticuariado arcano” (“arcane antiquarianism”), dada
la irrelevancia que ha tenido en su desarrollo constitucional, aunque con más rigor
creemos que habría que decir en su interpretación en sede judicial. Y ello por
cuanto, como añade el propio autor, de modo mucho más discutible por cierto,
si la Corte Suprema hubiera interpretado la cláusula como sus Framers y ratifiers
la entendieron, nunca se habría convertido en la más significativa de todas las
disposiciones constitucionales hasta que fue desplazada por la due process clause
a fines del siglo XIX.
Baste con recordar que en el importante caso Chisholm v. Georgia, decidido
el 18 de febrero de 1793, el Justice James Wilson, quien había sido miembro de la
Convención Constitucional y fue uno de los juristas más relevantes de su época,
sostuvo que los contratos ordinarios del Estado se hallaban dentro del ámbito de
la cláusula. Estas eran algunas de sus reflexiones:

“What good purpose could this constitutional provision secure, if a State


might pass a law, impairing the obligation of its own contracts; and be
amendable, for such a violation of right, to no controlling judiciary power?
We have seen, that on the principles of general jurisprudence, a State, for
the breach of a contract, may be liable for damages”185.

En 1795, como ya hemos tenido oportunidad de señalar, Alexander Hamilton,


una de las personalidades más señeras de la Convención, en su informe sobre la
Georgia Repeal Act, que desencadenó el que, a la postre, habría de ser el Fletcher
case, escribía: “Every grant from one to another, wether the grantor be a state
or an individual, is virtually a contract that the grantee shall hold and enjoy the
thing granted against the grantor, and his representatives”. En consecuencia,
“the revocation of the grant by the act of the legislature of Georgia, may justly be
considered as contrary to the constitution of the United States, and, therefore,
null”186.
En 1799, el Justice William Paterson, otro influyente participante en la
Convención de Filadelfia, actuando como miembro de un Circuir Court, en el caso
Vanhorne´s Lessee v. Dorrance, sostuvo la misma posición. Y en idéntica dirección
se iba a pronunciar la Massachusetts Supreme Judicial Court en 1799, en el caso
Derby v. Blake. No nos vamos a detener más por ahora en estos casos anteriores
al Fletcher Case (1810), pues los vamos a analizar con más detenimiento en un

184
Leonard W. LEVY: Original Intent and the Framers´ Constitution, op. cit., pp. 129-130.
185
Apud James W. ELY, Jr.: “The Marshall Court and Property Rights...”, op. cit., p. 1032.
186
“Alexander Hamilton´s Opinion on the Georgia Repeal Act”, en C. Peter MAGRATH: Yazoo.
Law and Politics in the New Republic. The Case of Fletcher v. Peck, The Norton Library, W.W. Norton
& Company, Inc., New York, 1967, pp. 149-150.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 751

epígrafe posterior. Sí anticiparemos, que antes de que Marshall dictara la primera


de sus grandes decisiones constitucionales –exclusión hecha, como es obvio, de
Marbury v. Madison, que es anterior (1803), como es sobradamente conocido–
había importantes precedentes jurisprudenciales en el sentido de que los contratos
públicos eran perfectamente reconducibles al ámbito de la contract clause.
A partir de Fletcher y hasta al menos 1829, la aplicación de la cláusula sería
amplísima. A partir de esta fecha, la Corte comenzó a confinar su aplicación
dentro de ciertos límites, los que fue encontrando progresivamente en la doctrina
de los reserved state powers (policía, impuestos y dominio eminente). En cualquier
caso, ya hemos tenido oportunidad de hacernos eco del dato demoledor de
Wright187: tan sólo poco más de la décima parte del total de casos en que la contract
clause ha sido considerada por la Supreme Court ha tenido que ver con contratos
puramente privados, por lo que ha sido brutal el predominio de la aplicación de
la disposición constitucional a los contratos públicos.

C) En relación a los contratos privados, ¿es aplicable la cláusula tan sólo


a las relaciones deudor/acreedor, o se aplica a todo tipo de contratos
privados independientemente de su contenido?

Hemos de abordar ahora una cuestión estrechamente conectada con la que se


acaba de tratar. En relación a los contratos privados, ¿circunscribía la cláusula su
aplicación a las relaciones entre acreedores y deudores o, más ampliamente, se
aplicaba a todo tipo de contratos, cualquiera que fuere su contenido?
En la respuesta a este interrogante podría haber tenido una cierta incidencia
la ubicación de la contract clause. La Sección 10ª del Art. I acoge un conjunto de
prohibiciones que, como las relativas a acuñar moneda, emitir papel moneda y
legalizar cualquier cosa que no sea la moneda de oro y plata (“anything but gold
and silver coin”) como medio de pago de las deudas (“a tender in payment of
debts”), revelan una especial preocupación con las relaciones deudor/acreedor.
Ello podía conducir a pensar que la contract clause debía vincularse tan sólo con
esas relaciones. Sin embargo, no iba a ser así, y en ello ha existido una amplia
convergencia doctrinal. De entrada, habría que decir que tal limitación casaría
muy mal con el hecho de que, en cierto modo, la disposición da fuerza constitu-
cional a la norma de que “contracts are sacrosanct and are not to be interfered
with by government”188. Este principio, es obvio, no hace distingos sobre el
asunto del contrato. El propio Madison, en el Nº 44 del Federalist, censurando las
interferencias legislativas que la Constitución vedaba, aludía a las interferencias
“in cases affecting personal rights”, lo que, innecesario es decirlo, presuponía
otorgar a la cláusula una notable amplitud, que en todo caso desbordaba con

187
Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause..., op. cit., p. 243.
188
Stephen A. SIEGEL: “Understanding the Nineteenth Century Contract Clause...”, op. cit., p. 7.
752 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

creces una hipotética operatividad que la circunscribiera a las relaciones entre


deudores y acreedores.
Los términos en que está redactada la cláusula son lo suficientemente amplios
como para sugerir, como escribe Epstein189, que la cláusula se diseñó con el
objetivo de alcanzar asuntos que se situaran al margen de las estrictas relaciones
entre acreedores y deudores. Como en otro momento escribe el propio autor,
“the contract clause is written broadly enough to avoid any conflict between its
language and a proper interpretation of its scope”190. De modo análogo, Kmiec y
McGinnis consideran191 que, correctamente interpretada, lo que la cláusula pro-
híbe es toda legislación redistributiva que viole derechos contractuales adquiridos
(“vested contractual rights”) mediante la transferencia de todos o de parte de los
beneficios de un negocio o trato de una parte contratante a la otra, con lo que se
viene a dar a entender, que cualquier contrato en el que se produzca, por mor de
esa ley redistributiva, ese efecto entre las partes, independientemente del tipo de
trato, entrará dentro del ámbito de la cláusula.
Marshall, en una conocida sentencia, la dictada en el caso Sturges v.
Crowninshield (1819), definió que un contrato era “un acuerdo en el que una parte
se compromete a hacer o no hacer una cosa determinada” (“an agreement in which
a party undertakes to do or not to do a particular thing”), e innecesario es decir que
dentro de esa definición tienen cabida muchos tipos de contratos. Bien es verdad
que el propio Marshall, en el celebérrimo Dartmouth College case (1819), al margen
ya de extender la cláusula de los contratos a las “corporate charters”, esto es, a
las cartas o estatutos de las corporaciones o sociedades (estatutos corporativos),
lo que a la postre vino a significar el establecimiento de una relevante limitación
sobre la autoridad estatal, hizo una precisión de gran importancia en torno a
la contract clause, al considerar que “esta disposición constitucional nunca se
ha entendido que abarque otros contratos más que los que tienen en cuenta la
propiedad o algún objeto de valor, y confieren derechos que pueden ser hechos
valer ante un tribunal de justicia”, o como dijo la Corte Suprema en otro caso al
que se referiría Hutchinson192, “contracts by which perfect rights, certain, definite,
fixed private rights of property, are vested”.

D) ¿Impide la cláusula tan sólo las leyes con efectos retroactivos?

Particularmente dificultosa es la interpretación de si la cláusula de los con-


tratos se limita a impedir las leyes con efectos retroactivos o, por el contrario, se
opone también a las leyes con efectos pro futuro; dicho de otro modo, si la cláusula
tiene una aplicación no sólo retroactiva sino también prospectiva. Es obvio que

189
Richard A. EPSTEIN: “Toward a Revitalization of the Contract Clause”, op. cit., p. 709.
190
Ibidem, p. 721.
191
Douglas W. KMIEC and John O. McGINNIS: “The Contract Clause: A Return to the Original
Understanding”, op. cit., p. 526.
192
R. HUTCHINSON: “Laws Impairing the Obligation of Contracts”, op. cit., p. 413.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 753

si su efecto se circunscribe a las modificaciones retroactivas de las obligaciones


contractuales, su operatividad será bastante más restringida que si se entiende
que afecta asimismo a las modificaciones prospectivas.
Kmiec y McGinnis 193 parten en su argumentación favorable a delimitar
la operatividad de la cláusula frente a las leyes con efectos retroactivos, de su
particular relación con el rule of law, y de modo específico con el requisito de
la prospectividad194, que es una exigencia esencial del mismo, porque, como es
bastante obvio, sólo las leyes prospectivas permiten a los ciudadanos planificar
su conducta de modo que se adecue a la ley; en ello, la cláusula que nos ocupa
mantendría una clara armonía con la ex post facto clause. La exigencia de que la
legislación sea prospectiva es más fácilmente declarada que aplicada, y los Framers
conocían que una prohibición generalizada frente a cualquier norma retroactiva
podría convertir a las legislaturas en ineficaces (“powerless”). Por lo mismo, al
poner en práctica el requisito de la prospectividad, los Framers tenían que elegir
unos pocos contextos fundamentales en los que proporcionar a los ciudadanos
un puerto seguro frente a la legislación con efectos retroactivos, y esa opción se
centró en los derechos contractuales (y de ahí la contract clause) y en la libertad
ante las sanciones penales (y de ahí la ex post facto clause). Esta argumentación, a
nuestro modo de ver, puede ofrecer una explicación satisfactoria de la operatividad
de la cláusula objeto de estudio frente a la leyes con efectos retroactivos, pero de
ella no vemos que haya de extraerse la conclusión de que la cláusula sólo opera
frente a las leyes con ese tipo de efectos.
El debate de la cláusula en sede constituyente tampoco aporta sobre este punto
mucha claridad. Es verdad que Farrand, haciéndose eco de una serie de anotacio-
nes de Mason, alude a cómo el 12 de septiembre se propuso modificar el párrafo
que nos interesa de la Sección 10ª en el doble sentido de tachar la referencia a las
ex post facto laws y de añadir tras el término “obligation” la palabra “previous”195.
Ello habría supuesto que el menoscabo vedado a las leyes se hubiera de ceñir a
las obligaciones contractuales previas, con lo que hubiera quedado muy clara la
operatividad de la cláusula tan sólo frente a aquellas leyes con efectos retroactivos.
Sin embargo, esta modificación fue rechazada. Puede ser un dato de interés
asimismo recordar que el art. 2º de la Northwest Ordinance, antecedente inmediato
de la cláusula, como se ha dicho reiteradamente, se refería de modo específico
a los contratos “previously formed”, esto es, anteriormente formalizados. Con
ello, la Ordenanza dejaba inequívocamente claro que lo que se prohibía era una
interferencia sobre contratos privados mediante la aprobación de leyes con efectos

193
Douglas W. KMIEC and John O. McGINNIS: “The Contract Clause...”, op. cit., pp. 527-528.
194
También Rappaport entiende que la contract clause debe verse como una de las muchas dispo-
siciones de la Constitución que imponen al gobierno los requisitos de prospectividad y generalidad.
Michael B. RAPPAPORT: “A Procedural Approach to the Contract Clause”, en Yale Law Journal (Yale
L. J.), Vol. 93, 1983-1984, pp. 918 y ss.; en concreto, p. 932.
195
Max FARRAND (edited by): The Records of the Federal Convention of 1787, op. cit., vol. II,
p. 636.
754 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

retroactivos. Es en base a estos antecedentes, por lo que algunos autores196 entien-


den que lo que se conoce de los orígenes de la contract clause apoya la propuesta de
que la cláusula pretendía prohibir la legislación retroactiva que interfiriera sobre
los derechos contractuales. Por nuestra parte, no vemos tan clara esa conclusión.
Primero, porque ya hemos visto que la recepción en sede constitucional de la
cláusula de los contratos se separó en aspectos significativos del diseño de tal
cláusula por la Ordenanza de 1787; baste con recordar que mientras la última se
refería expresamente a los contratos privados, tal referencia desaparecería del
texto constitucional. Segundo, porque justamente el hecho de que desapareciera
de la redacción constitucional esa alusión a los “contratos previamente formali-
zados” podría perfectamente dar pie a entender que los constituyentes quisieron
dar a la cláusula una más amplia operatividad de la que tenía con la Ordenanza. Y
tercero, porque tal hipótesis parecería reafirmarse de resultas de ese rechazo que
se produce el 12 de septiembre a redactar la disposición constitucional de modo
tal que se refiriera a una “previous obligation”. Es cierto, y ya hemos incidido en
ello con cierta reiteración, que no faltan sectores doctrinales que, lisa y llanamente,
entienden que en Filadelfia existió una diversidad de opiniones acerca no sólo del
significado de la cláusula, sino también de su impacto prospectivo197.
Atendiendo a la interpretación del propio texto constitucional, Epstein admi-
te198 que la frase “obligation of contracts”, interpretada para enfatizar el plural,
podría sugerir que sólo los contratos pasados, individualmente negociados, están
cubiertos por la cláusula. Pero como de inmediato reconoce el propio autor, tal
deducción de ningún modo es obligatoria, ya que el plural podría haberse incluido
tan sólo para asegurar que todos los tipos de contratos entran dentro del ámbito
de la cláusula. En ausencia de una expresa referencia a los contratos existentes,
no hay contradicción con el texto al interpretar la disposición en el sentido de
que dispone que un Estado no puede menoscabar las obligaciones dimanantes de
contratos actuales o futuros.
Un enfoque del problema interpretativo que puede contribuir a arrojar algo de
luz sobre el mismo lo podemos encontrar en la consideración de que es un error
asumir que los posibles abusos sobre las obligaciones dimanantes de los contratos
quedan confinados a sus modificaciones retroactivas. Los casos extremos con-
firman esta perspectiva. Si la contract clause no limita el poder del Estado para
regular el derecho a hacer futuros contratos, entonces es perfectamente aceptable
para el Estado aprobar una ley prohibiendo a cualquier individuo participar en
cualquier contrato, sea para la transferencia de propiedad o para la prestación
de servicios. Y como de nuevo escribe Epstein199, una vez admitido que ciertas
limitaciones prospectivas sobre los contratos se hallan excluidas por la contract
clause, ya no es posible erigir una pared de hierro (“an iron wall”) frente a su

196
Douglas W. KMIEC and John O. McGINNIS: “The Contract Clause: A Return to the Original
Understanding”, op. cit., p. 529.
197
Steven R. BOYD: “The Contract Clause and the Evolution..., op. cit., p. 533.
198
Richard A. EPSTEIN: “Toward a Revitalization of the Contract Clause”, op. cit., pp. 723-724.
199
Ibidem, p. 725.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 755

aplicación prospectiva. No faltan quienes, como Tribe, han atacado la aplicación


prospectiva de esta cláusula con base en que sólo protegería “expectativas
establecidas” (“settled expectations”), que surgen de contratos existentes u otros
derechos adquiridos (“vested rights”). Pero la conclusión de que la cláusula debe
confinarse a los contratos existentes no se sigue de esa premisa200.
Sin ánimo de entrar ahora en grandes detalles jurisprudenciales, sí queremos
decir que la Corte Suprema , incluso en la época de Marshall, iba a modular sus
interpretaciones en torno a esta cuestión. Y así, si en Sturges v. Crowninshield
(1819), sin ningún dissent registrado, la Corte decidía que la contract clause
prohibía la liberación de deudas contraídas con anterioridad a la promulgación
de una ley de quiebras, en Ogden v. Saunders (1827), en una decisión decidida en
una votación 4-3, con la sorpresa de Marshall formalizando una dissenting opinion,
la Corte decidía que un Estado era libre de eximir a sus propios ciudadanos de las
obligaciones que contrajeran después de que la ley fuera aprobada.
En su dissent, Marshall parte de la idea de que los individuos no derivan
del gobierno su derecho a contratar, sino que llevan ese derecho con ellos a la
sociedad; la obligación (dimanante de un contrato) no es otorgada a los contratos
por el Derecho positivo, sino que es intrínseca y es conferida por el acto de las
partes. La consecuencia que de ello se desprendía, y que Marshall iba a apoyar en
la argumentación del célebre abogado Webster, para el que el propósito de los Fra-
mers con esta cláusula había sido no simplemente proteger derechos adquiridos
(“vested rights”) sino “establecer la confianza, el crédito y el comercio”, parecía ser,
como señala Currie201, que la contract clause garantizaba una libertad de contrato
(“a freedom of contract”), pareciéndose a lo que posteriores Justices tenían que
descubrir en la due process clause: un Estado menoscababa la obligación de los
contratos no sólo cuando destruía un deber contractual preexistente, sino cada vez
que negaba efecto jurídico a las intenciones de las partes. Marshall estaba, pues,
defendiendo la operatividad de la cláusula incluso frente a las leyes de efectos
prospectivos, aunque ciertamente matizaría su posición. Frente a tal postura,
la mayoría de la Corte iba a poner de relieve, que nadie había dudado nunca de
que los Estados podían aprobar leyes prospectivas de fraudes o de usura, o de
cláusulas de sanciones en futuros contratos. Si la totalidad de la facultad de “to
pass prospective laws, affecting contracts, was denied to the states –afimaba el
Justice Washington, en la posición mayoritaria– it is most wonderful, that not one
voice was raised against the provision... by the jealous advocates of state rights”202.
En definitiva, Washington y en cierto modo también Marshall, con los matices
que expresa en su dissent, van a sustentar la premisa común de que si la contract
clause se aplicase prospectivamente, entonces funcionaría como una prohibición
absoluta sobre los Estados de regular los contratos. Cuando la Corte deje claro que

200
Ibidem, p. 726.
201
David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court. The First Hundred Years 1789-1888,
The University of Chicago Press, Chicago and London, 1985, p. 152.
202
Apud David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court..., op. cit., p. 153.
756 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

la limitación de la just compensation clause se halla implícita en la cláusula de los


contratos, entonces, como escribe Epstein203, llegará a ser posible escapar a los
problemas que planteaba el Ogden case: la siempre dificultosa opción entre una
prohibición absoluta y otra circunscrita a la legislación de efectos retroactivos,
opción esta última que, desde luego, incrementaba las oportunidades del abuso
legislativo.

E) ¿Qué se entiende por “obligación” de un contrato y cuándo ha de


considerarse que hay un “menoscabo” (“impairment”) de la misma?

Dos cuestiones relevantes pueden plantearse bajo el interrogante que da


rótulo a este epígrafe. Una es la de si la cláusula tan sólo proscribe las leyes que
permitan a quienes han contraído una obligación liberarse de la misma o si, por el
contrario, protege la totalidad de los derechos y obligaciones de las dos partes de
la relación contractual. Y la otra, por supuesto por entero diferente de la primera,
es la cuestión de si la protección constitucional de los derechos adquiridos al hilo
de un contrato se extiende también a la protección de los remedios procesales.

I. Comenzando por la segunda cuestión, cabe recordar que hace bastante


más de un siglo (en 1875), Hutchinson se hacía eco204 de que, a los efectos de la
contract clause, se había intentado establecer una distinción entre la legislación
que afecta simplemente al remedio y la que incide sobre la obligación del contrato,
considerándose la primera, en algunos casos, permisible, aunque no la segunda,
estrictamente prohibida por la previsión constitucional. Este autor terminaba
haciendo suya la tesis, que consideraba prevalente, de que “the obligation of a con-
tract is something entirely different from the remedy for its enforcement”, aunque
reconocía que esta posición no siempre se había admitido. Este posicionamiento
tenía inexcusablemente que matizarse. Y así lo hacía Bunn cuando escribía205,
que cuando una legislación estatal, no obstante ir dirigida a regular los recursos
procesales, se traducía en un cambio real de derechos sustantivos surgidos de un
contrato existente, tal legislación vulneraba la cláusula que examinamos.
Conviene comenzar recordando, que la distinción entre la obligación de un
contrato y los remedios o recursos disponibles por un acreedor, si el deudor deja
de cumplir la obligación, pudo subyacer tras la reforma del texto relativo a la
contract clause que llevó a cabo la Convención Federal. Recordemos que el Informe
del Committee of Style negaba a los Estados el poder de “altering or impairing
the obligation of contracts”. La eliminación por la Convención de las palabras

203
Richard A. EPSTEIN: “Toward a Revitalization of the Contract Clause”, op. cit., pp. 744-745.
204
R. HUTCHINSON: “Laws Impairing the Obligation of Contracts”, op. cit., p. 421.
205
Charles BUNN: “The Impairment of Contracts: Mortgage and Insurance Moratoria”, en The
University of Chicago Law Review (U. Chi. L. Rev.), Vol. I, 1933-1934, pp. 249 y ss.; en concreto, pp.
251-252.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 757

“altering or” pudo significar un tácito reconocimiento por los delegados de que
los Estados, legítimamente, podían verificar algunos cambios con tal de que los
mismos no incidieran sobre las obligaciones de los contratos206, aunque no cabe
duda de que el cambio en el texto pudo ser también puramente estilístico.
La Supreme Court, como regla general, consideró desde los primeros momen-
tos en que tuvo oportunidad de pronunciarse, que una extensión de la protección
que otorga la cláusula a los remedios procesales, en igual forma que a los derechos
adquiridos de resultas de un contrato, habría restringido a las legislaturas el
ejercicio de sus legítimas facultades para regular el procedimiento a seguir en
sus tribunales, aunque la Corte también precisara, que una ley alterando un
recurso podía extinguir un derecho existente en no menor medida que una que
incidiera directamente sobre el derecho. Las vacilaciones de la Corte al respecto
menudearon.
Esa distinción entre legislación relativa al remedio procesal y legislación
referente a la obligación propiamente dicha fue propuesta primeramente por uno
de los abogados del caso Sturges v. Crowninshield (1819), que ofreció el primer
test sobre la constitucionalidad de una ley de insolvencia estatal, en el caso, una
ley de Nueva York de 1811 que liberaba a los deudores de la prisión por deudas.
La distinción a que nos referimos ganó reconocimiento formal en esa misma
sentencia al admitir el Chief Justice en la misma, que tal distinción existía “in the
nature of the things”, añadiendo que, sin menoscabar la obligación del contrato,
el remedio podía ser modificado como considerara más oportuno la legislatura
estatal. Vale la pena transcribir la reflexión de Marshall:

“The distinction between the obligation of a contract, and the remedy given
by the legislature to enforce that obligation, (....) exists in the nature of
things. Without impairing the obligation of the contract, the remedy may
certainly be modified as the wisdom of the nation shall direct. (....) Impris-
onment is no part of the contract, and simply to release the prisoner does
not impair its obligation”207.

Otros miembros de la Corte no iban desde luego a compartir el punto de vista


de Marshall, lo que se visualizó claramente en Ogden v. Saunders (1827), donde tal
interpretación fue dejada de lado en relación a las leyes de quiebras estatales que
afectaban a contratos celebrados después de su aprobación. En Ogden, la mayoría
consideró que si un Estado aprueba una ley de quiebras (“bankruptcy act”), esa ley
se convierte en una parte implícita del contrato, afectando por tanto a los remedios
o recursos disponibles por el acreedor si el deudor deja de cumplir su obligación.
Marshall, en Sturges v. Crowninshield, había interpretado que la distinción entre
obligación y remedios justificaba la abolición de la prisión por deudas. A partir de
este razonamiento, el Justice Washington, en Ogden, consideró que la exoneración

206
En tal sentido, Steven R. BOYD: “The Contract Clause and the Evolution...”, op. cit., p. 546
207
Apud Robert L. HALE: “The Supreme Court and the Contract Clause” (Part I), en Harvard Law
Review (Harv. L. Rev.), Vol. LVII, 1943-1944, pp. 512 y ss.; en concreto, p. 535.
758 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

podía incluir no sólo el cuerpo de un deudor, sino también sus ingresos futuros,
pues dicha exoneración no dañaba la obligación de un contrato. En su dissent,
Marshall volvió a sostener la misma tesis, aduciendo que la obligación y el remedio
se originan en momentos diferentes, que la obligación dimanante de un contrato
no es otorgada por el Derecho positivo, sino que es intrínseca y deriva del acto
de las partes, que la obligación se origina con el contrato mismo, mientras que
el remedio surte efecto a partir de la ruptura de un contrato y hace valer una
obligación prexistente. De todo ello, Marshall concluía que “the laws pertaining to
the remedy do not enter into the contracts of parties at all, but that insolvent laws
which discharge the debtor, though passed before the contract is made, impair its
obligation, which arises and exists independently of all law”208.
Otros Justices tuvieron oportunidad de pronunciarse en torno a esta contro-
vertida cuestión. Y así, en la segunda de las decisiones de la Corte sobre el caso
Green v. Biddle (1823), quizá el mayor esfuerzo tras Fletcher v. Peck para expandir la
contract clause con vistas a abarcar tanto los acuerdos públicos como privados (en
el caso, lo que estaba en juego era un acuerdo de 1792 entre Virginia y Kentucky
acerca de cómo decidir la validez de los títulos de tierra de Kentucky, una vez que
este territorio, antes de convertirse en Estado, pertenecía a Virginia), el Justice
Story observaba:

“It is no answer, that the acts.... now in question are regulations of the
remedy, and not of the right to lands. If those acts so change the nature
and extent of existing remedies, so as materially to impair the rights and
interests of the owner, they are just as much a violation of the compact as
if they directly overturned his rights and interests”209.

A su vez, y en la misma dirección, el Justice Washington, también en la Green


v. Biddle opinion, argumentaba:

“(A) law which denies to the owner of land a remedy to recover possession
of it.... or which clogs his recovery of such possession and profits, by con-
ditions and restrictions tending to diminish the value and amount of the
thing recovered,impairs his right to, and interest in, the property”.

Las vacilaciones de la Corte parecieron evanescerse en el caso Mason v. Haile


(1827). El dictum aceptando que las leyes, retroactivamente, puedan librar a los
deudores de la prisión, así pareció mostrarlo. Sobre la base de que tales leyes
actúan tan sólo sobre el remedio, y eso sólo en parte, el Justice Smith Thompson
justificó el fallo. De esta forma, aunque mostrando sus dudas acerca de que
cualquier cambio en el remedio fuera permisible, la Corte aceptaba la idea de

208
Apud R. HUTCHINSON: “Laws Impairing the Obligation...”, op. cit., p. 422.
209
Apud James L. KAINEN: “Nineteenth Century Interpretations of the Federal Contract Clause: The
Transformation from Vested to Substantive Rights Against the State”, en Buffalo Law Review (Buff. L.
Rev.), (State University of New York at Buffalo), Vol. 31, 1982, pp. 381 y ss.; en concreto, p. 453.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 759

Marshall de que “the distinction between the obligation of a contract, and the
remedy.... exists in the nature of the things”.

II. En relación a la primera de las cuestiones planteadas, la de si la cláusula


protege la totalidad de derechos y obligaciones de las dos partes de la relación
contractual, cabe decir que no ha sido objeto de un específico planteamiento hasta
tiempos recientes. El término “obligation” puede interpretarse que se refiere a una
carga asumida contractualmente, pero también puede entenderse en el sentido
que late en el “Derecho de obligaciones”, que engloba la totalidad de la relación
jurídica, afectando por ello a las dos partes de la misma y no a una sola de ellas.
Ese por lo demás es el sentido con que se maneja el término en el Derecho civil.
Así entendido, es claro que cualquier alteración en la relación viene regida por
la cláusula.
Históricamente, las posiciones de la doctrina han sido muy genéricas. Así,
hace ya casi un siglo (en 1920), Corwin abordaba la cuestión de cuándo una ley
incidía sobre las obligaciones de los contratos. A su juicio, una ley “impairing the
obligation of contracts” era aquel texto legal que debilitaba materialmente los
compromisos de una de las partes o que dificultaba indebidamente su cumpli-
miento210. La perspectiva de Corwin era, desde luego, amplia, aunque no entrara a
responder a la cuestión planteada. Con carácter general, se ha venido entendiendo
que lo que no puede hacer una legislatura estatal es aprobar un texto legal que
incida sobre los contratos existentes con la intención de ayudar a una parte en
detrimento de la otra. En el fondo de este planteamiento, la cláusula pretendería
mantener la paridad surgida en la propia relación contractual.
Epstein se ha planteado más frontalmente la cuestión, dando una respuesta
a la misma mucho más precisa, y que nos parece perfectamente suscribible. Al
efecto, se inclina por una interpretación del término “obligación” que incluya
tanto los derechos como los deberes. A su juicio, la contract clause exige que
la legislatura se vea impedida de liberar de sus obligaciones a quien se ha
comprometido a algo. Sin embargo, los peligros del abuso legislativo no se hallan
limitados a una actuación inapropiada respecto tan sólo a quienes han asumido
un determinado compromiso, pues no cabe descartar que quienes han obtenido
de otra parte el compromiso de hacer algo intenten buscar de la legislatura la
imposición de obligaciones adicionales de la otra parte. De ahí que, de acuerdo
con una interpretación funcional de la cláusula, el concepto de “obligación” deba
entenderse que abarca la totalidad de la relación surgida al hilo del contrato y no
sólo las obligaciones asumidas por tan sólo una de las partes211.
En la anteriormente mencionada segunda decisión sobre el caso Green v.
Biddle (1823), el Justice Washington, que formuló la opinion of the Court, en una

210
Edward S. CORWIN: The Constitution and what it means today, Princeton University Press, 12th
edition, 2nd printing, Princeton, New Jersey, 1958, p. 83 (first published in 1920).
211
Richard A. EPSTEIN: “Toward a Revitalization...”, op. cit., p. 722.
760 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

sentencia unánime, aunque con una concurring opinion de Johnson y tres Jueces
ausentes, sustentaba esta interpretación, argumentando:

“Any deviation from (a contract´s) terms, by postponing or accelerating


the period of performance which it prescribes, imposing conditions not
expressed in the contract, or dispensing with the performance of those
which are, however minute, or apparently immaterial, in their affect upon
the contract of the parties, impairs its obligation”.

A nuestro modo de ver, este entendimiento de la obligación como relación


jurídica que abarca a las dos partes de la relación contractual es el que parece
más lógico y razonable, y en sintonía con él debe entenderse que la cláusula de
los contratos cubre la totalidad de derechos y obligaciones de ambas partes. Por
otro lado, esta visión puede entenderse fortalecida si se atiende al hecho de que, en
el primer período de interpretación de la cláusula, la Corte interpretó el término
“impair” como equivalente a “alter”, a la vista del propósito de la cláusula; menos-
cabar equivaldría, pues, a alterar212. Cualquier alteración de la relación contractual
existente entre las partes estaría incidiendo sobre la cláusula constitucional, más
aún si se tiene en cuenta que, como recuerda la doctrina213, en ese primer período,
como regla general, la Corte rechazó el argumento de que el interés apremiante
del Estado en aumentar el bienestar de algún grupo de ciudadanos (en términos
más actuales, el empleo por el Estado de su police power para ayudar al bienestar
público) pudiera justificar menoscabos contractuales.

F) ¿Alcanza la cláusula tan sólo a las actividades legislativas o limita también


al judiciary?

Ha sido Epstein quien se ha planteado esta cuestión214, apenas suscitada entre


el resto de la doctrina, hasta, por lo menos, donde a nosotros nos alcanza. Con
todo, brevemente, nos referiremos a ella. Innecesario es recordar los términos con
que la disposición constitucional está redactada. Son meridianamente manifiestos,
pues la norma se refiere en exclusiva a las leyes estatales (“no state shall.... pass

212
Cabe recordar, anticipando algo sobre lo que volveremos más adelante, que en el célebre caso
Dartmouth College v. Woodward (1819), Marshall, que escribió la opinion of the court, rechazó el argu-
mento del abogado de Woodward de que la ley de la Legislatura de New Hampshire que había alterado
el número de fideicomisarios establecido inicialmente en la charter que dio vida jurídica al Dartmouth
College, no violaba el contrato que entrañaba esa charter, pues la Legislatura se había limitado a añadir
un número adicional de fideicomisarios o más bien, en ese momento, de administradores, respecto de
los previstos originariamente. Marshall interpretó que la palabra “menoscabar” equivalía a “alterar”.
“By this contract –escribió Marshall en la sentencia– the crown was bound, and could have made no
violent alteration in its essential terms, without impairing the obligation”. Apud Douglas W. KMIEC
and John O. McGINNIS: “The Contract Clause: A Return to the Original Understanding”, op. cit., p.
537, nota 56.
213
Douglas W. KMIEC and John O. McGINNIS: “The Contract Clause...”, op. cit., p. 538.
214
Richard A. EPSTEIN: “Toward a Revitalization...”, op. cit., pp. 747-750.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 761

any.... law”). Ello deja bastante claro que las decisiones judiciales no tienen
encaje en la contract clause. Dos consideraciones adicionales pueden hacerse al
respecto. La primera es que la interpretación de la cláusula se ha visto alentada
por la preocupación existente sobre las facciones legislativas y sus actividades
buscando la escisión. La segunda es que si los tribunales estatales se quedaran
fuera del ámbito de la cláusula, el crecimiento rutinario y el desarrollo del common
law del contrato podría actuar totalmente en el nivel estatal sin la influencia de
los principios del Derecho constitucional. Todo ello, al margen ya de que hay que
presuponer que la Constitución no estipula un examen o control federal donde
ninguno se necesita.
Otros argumentos juegan, sin embargo, en la dirección contraria. El principal
lo entresaca Epstein del juego combinado de la contract clause y la previsión de la
Primera Enmienda en relación a la libertad de expresión (“Congress shall make no
law.... abridging the freedom of speech”). Esta disposición aparece frontalmente
como un límite tan sólo frente a la acción legislativa. Más aún, el ámbito de la
prohibición es más estricto que en el caso de la contract clause, pues ésta se
refiere al Estado mientras que la Primera Enmienda tiene como destinatario al
Congreso.Y sin embargo, la libertad de expresión ha recibido una mucho más
amplia interpretación, aplicándose por ejemplo a las citaciones por desacato
judicial en Bridges v. California (1941). Y en New York Times Co. v. Sullivan (1964),
la Corte consideró que la Primera Enmienda prohíbe las acciones de difamación
del common law contra funcionarios públicos a menos que esté probada su
verdadera intención delictiva. El principio básico que emerge de casos como
esos es que donde la acción judicial es un sustituto cercano de la legislación, una
prohibición establecida frente a la última debe alcanzar a la primera.
Epstein, ponderando los argumentos a favor y en contra en juego, se muestra
inclinado a extender la contract clause a las actividades judiciales estatales del
mismo modo que se aplica a las legislaturas, tesis que no nos parece compartible.
Ni el origen de la cláusula, ni la regulación constitucional de la misma, ni su inter-
pretación en sede judicial dan pie para ello, y no terminamos de ver la necesidad
de esta tan desbordante interpretación.

G) ¿Se encuentra la cláusula sujeta a ciertos límites implícitos? La limitación


del police power

a) Limitaciones jurisprudenciales en la aplicación de la contract clause

La contract clause, como puede puede fácilmente comprenderse, encuentra


límites en su aplicación. Es evidente que la cláusula se halla redactada en unos
términos muy amplios, lo que justamente desencadenaría en la Convención la
preocupación acerca de que su interpretación literal podía tener un enorme
efecto impeditivo sobre la legislación estatal. Es obvio que el texto de la cláusula
762 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

no alude a límite de ningún tipo, lo que, como también es evidente, no entraña


que en sede judicial, con ocasión de su aplicación, no puedan fijársele límites.
Así ha acontecido por lo demás. Y esos límites no siempre han sido el fruto del
reconocimiento en sede judicial de específicos poderes estatales, como sería el
caso del police power o del power of eminent domain, sino que también pueden
considerarse el resultado de la fijación por la Corte de criterios hermenéuticos
de notable relevancia, cuyo paradigma sería la doctrina de la strict construction.
En los años cuarenta del pasado siglo, Hale constataba215, que en el ejercicio
del police power, la Corte Suprema había frustrado muchos contratos realizados
entre particulares, y al hilo de ello se había comprometido en muchos casos,
aunque no en todos, en la elaboración de un “Derecho de los contratos” (contract
law), e interpretado condiciones implícitas en el contrato. Más aún, como se
reconoce de modo bastante generalizado216, alguno de esos límites, en particular
el police power, llegó a convertir la cláusula de los contratos en prácticamente
insignificante (“virtually nugatory”) a inicios de los años ochenta del pasado
siglo, de resultas de la amplia autoridad reconocida por la Corte Suprema al
police power estatal para alterar las relaciones contractuales en orden a favorecer
los intereses públicos.
Junto a esta limitación del police power podemos encontrar otras, como la
ya mencionada just compensation o el poder de eminente dominio, éste cercana-
mente consanguíneo, por utilizar los términos de Merrill217, a un poder general de
regulación, respecto del cual la importancia de su libre ejercicio para la eficiente
promoción del bienestar general es clara. Nosotros, en cualquier caso, vamos
a circunscribir nuestra exposición al que sin duda es el límite más relevante, el
police power, lo que tampoco nos va a impedir hacernos puntual eco de algunas
decisiones significativas de la Corte que han entrañado una limitación de la
contract clause con base en otros presupuestos. Por lo demás, tampoco pretende-
mos ceñir estrictamente nuestra exposición a aquellas sentencias de la Supreme
Court que nos sitúan ante una relación directa e inmediata entre la obligation of
contract y el police power, como sería el caso, por poner algunos ejemplos, del
Dartmouth College case (1819), del caso Charles River Bridge v. Warren Bridge
(1837), de Thorpe v. Rutland & B. R. Co (1855), del caso Beer Co. v. Massachusetts
(1877) o, en fin, del trascendente Stone v. Mississippi case (1879). Por el contrario,
vamos a tratar la doctrina del police power con una mayor perspectiva, sin ningún
ánimo, como es obvio, de exhaustividad, pues ello no encajaría en los límites de
este trabajo.

215
Robert L. HALE: “The Supreme Court and the Contract Clause” (Part III), en Harvard Law
Review (Harv. L. Rev.), Vol. LVII,1943-1944, pp. 852 y ss.; en concreto, p. 872.
216
Así, por ejemplo, en HARVARD-NOTE: “Rediscovering the Contract Clause”, en Harvard Law
Review (Harv. L. Rev.), Vol. 97,1983-1984, pp. 1414 y ss.; en concreto, p. 1414.
217
Maurice H. MERRILL: “Application of the Obligation of Contract Clause to State Promises”, en
University of Pennsylvania Law Review (U. Pa. L. Rev.), Vol. 80, 1931-1932, pp. 639 y ss.; en concreto,
p. 667.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 763

b) El límite del police power y su conexión con


la doctrina de la dual sovereignty

El police power de los Estados se ha considerado218 difícil de entender y aún


más difícil de definir y de colocarlo dentro de algunos límites. A inicios del pasado
siglo, en Atlantic Coast Line Co. v. Goldsboro (1914), la Corte Suprema aludía al
poder de policía en los siguientes términos: “It is settled that neither the contract
clause nor the due process clause has the effect of overriding the power of the
State to establish all regulations that are reasonably necessary to secure the health,
safety, good order, comfort, or general welfare of the community”219. Así pues, la
regulación de la salud, la seguridad, el buen orden, la comodidad o el bienestar
general de la comunidad constituían para la Corte el police power estatal. Y en
sintonía con ello, puede sostenerse con carácter general, que la Supreme Court ha
admitido reiteradamente, que una legislatura estatal goza de amplia discreción a
la hora de discernir los objetivos que pueden llevarla a interferir sobre las bases
de la preservación de la salud y la seguridad públicas, como también de la moral,
admitiendo el Tribunal que el Estado puede escoger qué asuntos ha de regular.
Existe una cierta convergencia por parte de la doctrina en que la expresión
police power se emparejó con la palabra state con el fin de aludir al residuo de
poderes gubernamentales (“the residuum of governmental powers”) dejado a
los Estados después de sustraerles lo que delegaban a la autoridad nacional; la
expresión ha continuado teniendo ese significado en cada ocasión en que se ha
sujetado a un minucioso análisis. Así interpretado y aplicado, ha llegado a ser ni
más ni menos lo que el Chief Justice Roger B. Taney, en una clarividente afirmación
hecha en los License cases (1847)220, identificó como “los poderes de gobierno
inherentes en cada soberanía a la extensión de sus dominios.... el poder de dirigir
y gobernar los hombres y las cosas dentro de los límites de sus dominios”221.

218
Collins DENNY, Jr.: “The Growth and Development of the Police Power of the State”, en Michigan
Law Review (Mich. L. Rev.), Vol. XX, 1921-1922, pp. 173 y ss.; en concreto, p. 173.
219
Apud Edward S. CORWIN: The Constitution and what it means today, op. cit., p. 84.
220
Los License cases fueron tres casos (Thurlow v. Massachusetts; Fletcher v. Rhode Island, y Peirce
v. New Hampshire), decididos en marzo de 1847 por unanimidad (9-0). Concernían a la legalidad de
sendas leyes de Massachusetts, Rhode Island y New Hampshire que imponían impuestos sobre la
venta de bebidas alcohólicas importadas, procediendo a la par a la regulación de otros aspectos. La
Corte apoyó la autoridad estatal para esas regulaciones.
221
Vale la pena transcribir en su literalidad algunas de las reflexiones formuladas por Taney en la
sentencia de los License cases: “What are –se pregunta el Chief Justice– the police powers of a state?” Y
así responde de inmediato: “They are nothing more or less than the powers of government inherent in
every sovereignty to the extent of its dominion, and whether a state passes a quarantine law or a law
to punish offenses, or to establish courts of justice, or requiring certain instruments to be recorded,
or to regulate commerce within its own limits, in every case it exercises the same power: that is to say,
this power of sovereignty, the power to govern men and things within the limits of its own dominions.
It is by virtue of this power that it legislates, and its authority to make regulations of commerce is as
absolute as its power to pass health laws, excepting so far as it has been restricted by the constitution
of the United States”. Apud W. G. HASTINGS: “The Development of Law as Illustrated by the Decisions
Relating to the Police Power of the State”, en Proceedings of the American Philosophical Society (Proc.
Amer. Philos. Soc.), Vol. XXXIX, Nº 163, September, 1900, pp. 359 y ss.; en concreto, p. 382.
764 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

En la misma dirección, se ha considerado 222 que la idea del state police


power está personificada en la teoría de la “soberanía dual” (“dual sovereignty”).
Los Framers habían estudiado de cerca el pensamiento de Blackstone, y de él
aprendieron la lección de la soberanía divisible. En cuanto que sólo los intereses
comunes se confiaron al gobierno general, cuyos poderes son expresamente
delegados y por tanto enumerados, la soberanía residual (“residual sovereignty”)
que permaneció en los Estados fue la semilla de la que iban a nacer y crecer los
inmensos poderes del “eminent domain” y del “police power”. Tan vinculada
llegó a estar la idea de la existencia de un poder de policía estatal a la soberanía,
que Roettinger recuerda223 que la expresión police power llegó a ser ampliamente
usada como sinónimo de los “powers of sovereignty”. El polémico Calhoun no
usó la frase en su Resolución de 1847, pero reclamó para los Estados un exclusivo
y único derecho sobre sus propias instituciones internas y un poder de policía.
En cualquier caso, el concepto también se ha vinculado con la idea de protección
de los individuos frente al Estado. En su monumental trabajo sobre el police
power, Hastings lo considera como “an outgrowth of the American conception of
protecting the individual from the state”224.
La enorme popularidad del concepto de police power sólo puede explicarse
en función de las circunstancias de los años subsiguientes a la desaparición de
Marshall (1835): el radical cambio que la Corte va a experimentar con la llegada a
la Chief Justiceship del sureño Taney, el arribo al poder en 1828 del nuevo partido
Jacksoniano (Andrew Jackson sería Presidente entre 1829 y 1837), con la definitiva
desaparición de los últimos indicios de los Federalistas, los nuevos problemas eco-
nómicos que hicieron acto de presencia y, por encima de todo, el recrudecimiento
del problema de la esclavitud. Las radicales posturas de los Jacksonianos iban a
tener mucho que ver con el definitivo arraigo del police power. Poniendo en duda
la teoría federalista de que la voluntad del pueblo, encarnada en la Constitución,
es descubrible tan sólo por los jueces, los Jacksonianos insistieron en la idea de
la soberanía popular, haciéndola valer en las urnas y en los órganos legislativos.
De esta forma, como escribe Mason225, el police power, una amplia autoridad en
las legislaturas estatales “to govern men and things”, emergió como la expresión
jurídica de la soberanía popular.
El problema de la esclavitud iba a desempeñar igualmente un rol capital
en la consolidación del police power. A juicio de Denny226, la verdadera razón
para la adopción del concepto, de la noción, del state police power descansa en

222
Collins DENNY, Jr.: “The Growth and Development of the Police Power of the State”, op. cit.,
p. 173.
223
Ruth Locke ROETTINGER: The Supreme Court and State Police Power. A Study in Federalism,
Public Affairs Press, Washington D.C., 1957, p. 12.
224
W. G. HASTINGS: “The Development of Law as Illustrated by the Decisions Relating...”, op.
cit., p. 360.
225
Alpheus Thomas MASON: “Myth and Reality in Supreme Court Decisions”, en Virginia Law
Review (Va. L. Rev.), Vol. XLVIII, 1962, pp. 1385 y ss.; en concreto, p. 1390.
226
Collins DENNY, Jr.: “The Growth and Development of the Police Power of the State”, op. cit.,
p. 177.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 765

la gran controversia sobre la esclavitud. No muchos años antes, los Estados de


Nueva Inglaterra se reunieron en la célebre Hartford Convention, en la que se
manifestó primeramente una amenaza real de secesión. Sin embargo, durante
los años intermedios, el Norte superó numéricamente al Sur, lo que se tradujo en
que el control del Congreso pasó del Sur al Norte. Además, electrizados por ese
grandísimo abogado y político que fue Webster, el Norte adoptó su doctrina de la
“Unión indisoluble”. Así las cosas, era necesario encontrar alguna teoría con la
que los norteños pudieran combatir la perniciosa doctrina de los derechos de los
Estados (“States Rights doctrine”) tan arraigada en el Sur, no obstante que en el
Norte también se creyera en la idea de la soberanía residual de los Estados. En
este marco contextual, cuando la Corte Suprema ofreció su idea del police power
para pacificar el “disturbing spirit of slavery”, el Norte la adoptó como propia.
En enero de 1842, la Corte decidió el polémico caso Prigg v. Pennsylvania,
expresando Story la opinion of the Court, una sentencia aprobada casi por una-
nimidad (8 votos frente a uno en dissent del Justice McLean). Fue este el primer
caso en que se vieron implicadas las disposiciones constitucionales relativas a los
esclavos fugitivos. En el mismo se abordó la conflictiva Fugitive Slave Law de 1793,
cuya constitucionalidad se reafirmó, a la par que se declaraba la inconstitucio-
nalidad de una ley del Estado de Pennsylvania (la Personal Liberty Law, de 1826),
interpretándose que la obligación de asegurar el retorno a su lugar de origen de
los esclavos huidos recaía sobre el gobierno federal, no sobre los Estados. En tal
momento, el concepto del state police power ya se hallaba bien establecido.
En 1868, Thomas M. Cooley publicaba su clásica y trascendental obra
Constitutional Limitations, cuya aparición llegó a equipararse en trascendencia
a la aprobación de la XIV Enmienda, que había tenido lugar ese mismo año227.
Cooley se hacía eco del nuevo concepto, observando que el police power se
extiende a cada departamento de negocios y alcanza cualquier interés y cualquier
asunto de provecho o diversión, tras lo que procedía a caracterizarlo del siguiente
modo: “La policía de un Estado, en un sentido amplio, abarca su sistema de
reglamentación interna a cuyo través se busca no sólo preservar el orden público
e impedir infracciones contra el Estado, sino también establecer, a efectos de las
relaciones entre ciudadano y ciudadano, aquellas reglas de buenos modos (“good
manners”) y buena vecindad (“good neighborhood”) que se hacen con el fin de
impedir un conflicto de derechos (“a conflict of rights”) y asegurar a cada uno el
ininterrumpido disfrute de lo suyo (“the uninterrupted enjoyment of his own”),
en la medida en que es razonablemente coherente con un disfrute semejante de
derechos por los demás”228. Por el contrario, la recepción del police power por el
importantísimo Law Dictionary de Bouvier, sería mucho más tardía. Publicado

227
Refiriéndose a la obra de Cooley, el Decano Stason escribía: “It has been authoritatively written
that the appearance of this volume may be accorded significance, so far as American constitutional
history is concerned, not far short of another great event of 1868 –the ratification of the Fourteenth
Amendment to the American Constitution”. Apud Ruth Locke ROETTINGER: The Supreme Court and
State Police Power..., op. cit., p. 13.
228
Apud Ruth Locke ROETTINGER: The Supreme Court and State Police Power..., op. cit., pp. 13-14.
766 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

originalmente en 1839, la obra no definía ni aludía al concepto; habría que esperar


a su edición de 1883 (la decimotercera de 1867 tampoco aludía al concepto)
para ver recogido el police power. Unos años antes, en 1879, había comenzado a
aparecer entre las subdivisiones del Derecho constitucional en los suplementos
anuales del United States Digest.

c) La recepción jurisprudencial del police power y de


otras limitaciones sobre la contract clause: de la
Marshall Court a la Guerra Civil (1861-1865)

I. Corresponde a Marshall, también en esta materia, el mérito de haber sido


quien acuñara en primer lugar la idea, incluso los propios términos, del police
power, lo que tendría lugar en el caso Brown v. Maryland (1827)229. Con todo,
antes de este caso, encontramos diversos precedentes significativos. Por un lado,
con anterioridad a Brown, en la Corte iba a arraigar un punto de vista que se
halla en la base del concepto. Nos referimos a la idea de que hay ciertos límites
para la validez de aquellas cláusulas por las que se ceden o limitan poderes de
gobierno. Tal idea aparece bastante pronto en la Supreme Court. Tras ella subyacía
el argumento de la inalienabilidad de la soberanía, aunque en otras ocasiones esa
argumentación recibió una forma más moderna. En 1821, en el caso Goszler v.
Georgetown, Marshall sugería que una corporación municipal no podía limitar
su propio poder de normación. El litigio versaba sobre una cuestión diferente, y
en cualquier caso, la capacidad de una municipalidad para contratar fuera de los
poderes que le habían sido delegados, en ausencia por lo mismo de una expresa
autoridad legislativa, podía muy bien ser contemplada con una visión más estricta
de la que podría mantenerse respecto de actos similares de un órgano legislativo
libre de limitaciones constitucionales. En cualquier caso, la idea se habría de
expresar con mayor atención y en un lenguaje muy semejante en el caso Providence
Bank v. Billings (1830).
Por otro lado, la idea del police power, aunque no el concepto propiamente
dicho, se halla claramente en la mente de Marshall cuando pronuncia su trascen-
dental sentencia en el Dartmouth College Case (1819). Esta decisión, asentada en
la contract clause, fijaría la doctrina de la inviolabilidad corporativa, bien que la
misma quedaría limitada por la siguiente, y bien conocida, reflexión de Marshall:

“The Framers of the Constitution did not intend to restrain the states in
the regulation of their civil institutions adopted for internal government,

229
Escribe Hastings que, a pesar de una cuidadosa investigación de la frase, no ha conseguido
encontrarla en los escritos políticos o jurídicos del país anteriores a ese momento, para añadir, que la
combinación de sus términos parece ser aún desconocida al otro lado del Atlántico, no obstante que
las dos palabras integrantes del concepto hayan llegado a los Estados Unidos de Francia, y la idea o
insinuación que en ellas late sea claramente fácil de encontrar en Montesquieu. W. G. HASTINGS:
“The Development of Law as Illustrated by the Decisions...”, op. cit., p. 860.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 767

and that the instrument they have given us is not to be so construed is


admitted”230.

Y en el celebérrimo caso de Gibbons v. Ogden (1824), en el que procedería a


sentar la interpretación de la commerce clause, Marshall afirmaba:

“Although many of the powers formerly exercised by the States are trans-
ferred to the government of the Union, yet the State governments remain
and constitute a most important part of our system.... The acknowledged
power of the state to regulate its police, its domestic trade, and to govern
its own citizens may enable it to legislate on this subject to a considerable
extent”231.

En Brown v. Maryland, tres años después (1827), la Corte consideró que una ley
del Estado de Maryland, exigiendo a un importador obtener una licencia estatal
antes de que le fuera permitido vender unas mercancías importadas, estaba en
conflicto con la disposición constitucional que prohibía a los Estados establecer
impuestos sobre los artículos importados, así como con aquella otra que otorgaba
al Congreso la potestad de regular el comercio interestatal. Pero a continuación,
Marshall dijo: “El poder para dirigir el traslado de la pólvora es una derivación del
poder de policía (“a branch of the police power”), que incuestionablemente per-
manece y debe permanecer en los Estados”. Aquí, por primera vez, encontramos el
término police power, que como claramente se aprecia, se utiliza para enfatizar la
doctrina de la soberanía residual (“residual sovereignty”), aplicándose a aquellos
supuestos en que el público, la gente, tiene que ser protegida. Sin embargo, el
Brown case no iba a ser suficiente para otorgar al concepto del police power un
uso corriente. De hecho, no se encuentra su utilización inmediata ni por los jueces
ni por los políticos, como corrobora el que, como antes se dijo, Calhoun, en su
conocida Resolución de diciembre de 1837, no recurriera al mismo.

II. Habrían de pasar diez años hasta que el concepto fuera utilizado nue-
vamente en el caso Mayor of the City of New York v. Miln (1837). El caso llegó
primeramente ante la Corte en 1834, aún en vida de Marshall. El Chief Justice
había anunciado que en casos constitucionales la Corte no se pronunciaría a
menos que se hallaran presentes cuatro Jueces, y como tal circunstancia no se
daba, el caso quedó pospuesto, no volviéndose a ver hasta tres años después, con
el Tribunal presidido ya por Taney. Fue el Juez Philip Barbour quien pronunció la
opinion of the Court. La cuestión que se suscitó fue la de si una ley del Estado de
Nueva York que exigía del capitán de cada barco que llegaba al puerto presentar
ante las autoridades de la ciudad, dentro de las 24 horas siguientes a la llegada,
una declaración con una serie de datos preestablecidos, fijándose una sanción de

230
Apud W. G. HASTINGS: “The Development of Law as Illustrated by the Decision...”, op. cit.,
p. 363.
231
Apud Ruth Locke ROETTINGER: The Supreme Court and State Police Power..., op. cit., p. 11.
768 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

25 dólares a cargo del capitán, de los propietarios del navío o del consignatario,
por cada uno de los pasajeros que proviniendo de un país extranjero o de otro
Estado no fuere objeto de declaración, debía ser considerada nula de resultas de
considerarse incompatible con la facultad del Congreso de regular el comercio
interestatal o con países extranjeros. El Tribunal consideró válida la ley y el Juez
Barbour se hizo eco en la sentencia de las palabras de Marshall en el Brown case
en estos términos:

“The court admits the power of a state to direct the removal of gunpowder
as a branch of the police power which unquestionably remains and ought
to remain with the state”.

A su vez, en su concurring opinion, el Juez Smith Thompson sostenía:

“Can anything fall more directly within the police power and internal regu-
lation of the state than that which concerns the care and management of
paupers or convicts or any other class or description of persons that may
be thrown into the country and likely to endanger its safety or become
chargeable for maintenance?”232.

Era bastante evidente que la finalidade perseguida por la ley newyorkina era
impedir la entrada de pobres y criminales en la ciudad, y el medio para alcanzar
tal objetivo es apoyado por la Corte, con base en la protección de la seguridad,
felicidad, prosperidad y bienestar general de la población. El Justice Barbour va
a llegar a decir, que toda legislación estatal que tenga en perspectiva este elevado
propósito “is complete, unqualified, and exclusive”.
Ese mismo año (1837) la Corte, ciertamente muy dividida (fue una decisión
4-3), dictaba una importantísima sentencia en el caso Charles River Bridge v.
Warren Bridge, que marca el primer paso en el establecimiento de límites respecto
de la doctrina sentada en el Dartmouth College case, con base fundamentalmente
en la que habrá de ser una trascendente doctrina, la strict construction. Expre-
sando la opinion of the Court, Taney consideró que aunque una charter, esto es,
un estatuto de una corporación o sociedad (que Marshall había equiparado
a un contrato en Dartmouth) era vinculante, no implicaba, sin embargo, un
derecho exclusivo más allá de lo que se hallaba expresamente declarado. Los
precedentes del common law establecían una regla de interpretación estricta
para las concesiones públicas, y las mismas consideraciones de interés público
que habían llevado a Marshall a considerar, en Providence Bank v. Billings (1830),
que una “corporate charter” no implicaba una promesa de inmunidad fiscal,
llevaban a la conclusión de que el mero derecho a cobrar peaje (pues el Estado
de Massachusetts, al otorgar una franquicia para la construcción de un puente,
no había prescindido en el contrato que era la charter de su derecho a autorizar

232
Apud W. G. HASTINGS: “The Development of Law as Illustrated by the Decisions...”, op. cit.,
p. 367.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 769

la construcción de otro puente en la misma vecindad) no debía implicar una


promesa de exclusividad. El interés de la comunidad en su conjunto, su como-
didad y la misma prosperidad pública233 se hallaban tras el establecimiento
de esta doctrina hermenéutica de la strict construction, conforme a la cual,
de ahora en adelante, todas las dudas que planteara la interpretación de una
charter tenían que ser resueltas en favor del Estado y en contra de la concesión.
Piénsese además, en que el ejercicio de la franquicia corporativa entrañaba una
restricción de derechos individuales, (“the exercise of the corporate franchise,
–se argumenta en la sentencia– being restrictive of individual rights, cannot be
extended beyond the letter and spirit of the act of incorporation”) lo que aún
hacía más necesaria la estricta interpretación de la charter. La contract clause
iba a encontrar así una limitación de especial trascendencia.
Particularmente interesantes son los argumentos del abogado Simon Green-
leaf, quien intervino en nombre de los propietarios del “Warren Bridge”. Mientras
el gran abogado Daniel Webster, defendiendo a la sociedad propietaria del “Charles
River Bridge”, se iba a apoyar en la contract clause y en los vested-rights, Greenleaf
aducía lo que sigue:

“Among the powers of government, which are essential to the constitu-


tion and well-being of civil society, are, not only the power of taxation,
and providing for the common defense, but that of providing safe and
convenient ways for the public necessity and convenience; and the right of
taking property for public use.... They are intrusted to the legislature, to be
exercised , not bartered away; and it is indispensable that each legislature
should assemble, with the same measure of sovereign power, that was held
by its predecessors”234.

La doctrina hermenéutica de la strict construction, al margen ya de cualquier


otro principio, se ha aplicado en bastantes ocasiones a la contract clause, aunque
Wright235 ha detectado pocos casos de aplicación de esta regla interpretativa en
la Taney Court. Valga como ejemplo adicional el caso Newton v. Commissioners
(1879), que mencionamos aunque no corresponda al tracto temporal aquí acotado.
El litigio se suscitó al hilo de una Ley de 1846 de la Legislatura de Ohio que
disponía que la capital del condado de “Mahoning County” sería establecida de
modo permanente en Canfield. Los términos de la ley se cumplieron y la capital del

233
Vale la pena recordar algunas de las reflexiones llevadas a cabo por el Chief Justice Taney en su
sentencia: “The whole community are interested in this inquiry, and they have a right that the power
of preventing their comfort and convenience, and of advancing the public prosperity, by providing
safe, convenient, and cheap ways for the transportation of produce, and the purposes of travel, shall
not be construed to have been surrendered or diminished by the state; unless it shall appear in plain
words, that it was intended to be done”. Apud Raymond T. JOHNSON: “The Contract Clause of the
United States Constitution”, en Kentucky Law Journal (Ky. L. J.), Vol. XVI, 1927-1928, pp. 222 y ss.;
en concreto, p. 230.
234
Apud Maurice H. MERRILL: “Application of the Obligation of Contract Clause...”, op. cit.,
p. 659.
235
Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause..., op. cit., p. 65.
770 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

condado quedó establecida en Canfield. Sin embargo, a través de una ley ulterior
de la Legislatura, tal capitalidad fue suprimida. El abogado Garfield, en nombre
de la ciudad, sostuvo que la ley posterior de la Legislatura violaba las obligaciones
dimanantes del contrato, fundamentándolo en la doctrina, extraída de anteriores
decisiones de la propia Corte Suprema, de que: “The rule that legislative grants
and contracts are to be construed most favorably to the State not tolerate the
defeating of the grant or contract by any hipercritical construction”. La Corte
decidió, sin embargo, que:

“County seat was permanently established at Canfield when it was placed


there with the intention that it should remain there. It fulfilled at the outset
the entire obligation it had assumed. Keeping it there is another and distinct
thing”236.

La justificación primigenia de esta decisión descansa, por supuesto, en la


consideración de que el establecimiento del lugar donde se ha de situar la capital
de un condado es una función gubernamental, cuyo libre ejercicio no puede verse
limitado por una previa concesión o contrato, lo que podría incluso considerarse
como otra limitación frente a la contract clause. Con todo, es claro que en la
sentencia late también la doctrina de la strict construction.

III. La siguiente referencia a la doctrina del police power la encontramos en


el caso Prigg v. Pennsylvania (1842), anteriormente referido. Story pronunció la
opinion of the Court, y habiendo considerado que la Constitución reconocía la
propiedad sobre los esclavos, negó que existiera una competencia concurrente
por parte de los Estados, pero iba a admitir expresamente que la Corte reconocía
y protegía el police power237. En los License cases (1847), como ya expusimos
anteriormente y no volveremos sobre ello, Taney procedió a dar una luminosa defi-
nición del concepto del police power238. Dos años más tarde, en los Passenger Cases
(1849), la Corte hubo de resolver la colisión entre el police power y el commercial

236
Apud Raymond T. JOHNSON: “The Contract Clause...”, op. cit., p. 231.
237
“We are by no means –razonaba Story– to be understood in any manner whatsoever to doubt
or interfere with the police power belonging to the states in virtue of their general sovereignty. That
police power extends over all the subjects within the territorial limits of the states.... and.... is entirely
distinguishable from the right and duty of claiming and delivering slaves which comes from the
general government”. Apud Collins DENNY, Jr.: “The Growth and Development of the Police Power
of the State”, op. cit., nota 13, pp. 177-178.
238
Sí creemos del mayor interés hacernos eco de la reflexión inmediatamente subsiguiente a aquella
otra ya transcrita más arriba en la que Taney procedía a definir el police power. Nos parece claramente
tributaria de la doctrina, que más adelante expondremos, establecida por Marshall en Fletcher v.
Peck. Así razona Taney en los License cases: “When the validity of a state law is drawn in question
in a judicial tribunal, the authority to pass it cannot be made to depend upon the motives that may
be supposed to have influenced the legislature, nor can the court inquire whether it was intended to
guard the citizens of a state from pestilence and disease or to make regulations of commerce for the
interests and convenience of trade”. Apud W. G. HASTINGS: “The Development of Law as Illustrated
by the Decisions Relating to the Police Power of the State”, op. cit., p. 382.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 771

power, de competencia del Congreso, como es sabido. Con una Corte muy dividida
(la sentencia fue 5-4), el Justice John McLean, expresando la opinion of the Court,
declaró la inconstitucionalidad de sendas leyes de New York y Massachusetts239.
Pero de la sentencia, lo que ahora nos interesa es la reflexión que el Juez hace al
relacionar el poder de policía y el poder de imposición de impuestos:

“The police power of the state –sostiene McLean– cannot draw within its
jurisdiction objects which lie beyond it.... In guarding the safety, health and
morals of its citizens a state is restricted to appropriate and constitutional
means. If extraordinary expenses be incurred an equitable claim to an
indemnity can give no power to a state to tax objects not subject to its
jurisdiction”240.

El caso Moore v. Illinois (1852) dio pie asimismo para que la Corte retornara
al concepto de police power. Una ley disponiendo que nadie refugiara a un esclavo
o impidiera a su dueño capturarlo fue apoyada por la Corte al considerarla “una
regulación para la represión y castigo de los delitos, para la preservación de la
salud, la moral y la paz pública”. Los enfrentamientos en el seno de la Corte por
el tema de la esclavitud, muy comunes en esos años, conducirían a situaciones
un tanto paradójicas. Así, en sus fallos, el Tribunal iba a considerar que una ley
que prohíbe refugiar u ocultar a un esclavo era “due exercise of the police power”,
mientras que otra norma legal que prohíbe al dueño capturarlo y trasladarlo a la
fuerza no estaba amparada por el police power.
En fin, en 1855, en el caso Thorpe v. Rutland & B. R. Co., que Denny conside-
ra241 el primer paso dado por los tribunales americanos para establecer límites
sobre la inviolabilidad de los contratos por virtud del police power, la Corte
consideró que un Estado podía legalmente añadir deberes adicionales a los que
ya estaban establecidos en una charter de creación de una sociedad242 con tal que
esas restricciones se hicieran por virtud del police power.
Al margen ya de la Corte Suprema, es de interés recordar, que en los primeros
casos suscitados ante los tribunales estatales, en los que entró en juego la doctrina

239
En los Passenger Cases (Smith v. Turner y Norris v. Boston) estaban en juego una ley de Nueva
York por la que se autorizaba el cobro de una tasa a cada persona que desembarcara en la ciudad de
Nueva York, tasa cuyo importe iba a sufragar los gastos del hospital de marina de la ciudad, y una
disposición de Massachusetts disponiendo que se nombraran funcionarios para impedir a cualquier
persona incompetente o tonta (“an idiot or person incompetent”) entrar en el Estado para ganarse la
vida, a menos que se dejara una fianza con el fin de que tal persona no llegara a ser una carga pública
en los siguientes diez años. La mayoría de la Corte declaró nulas ambas leyes por vulneración de la
commerce clause.
240
Apud Collins DENNY, Jr.: “The Growth and Development of the Police Power of the State”, op.
cit., nota 24, pp. 181-182.
241
Collins DENNY, Jr.: “Growth and Development of the Police Power...”, op. cit., p. 184.
242
La cuestión que se planteó en el caso era la de si un Estado podía exigir a una compañía de
ferrocarriles vallar sus vías y poner guardas frente al ganado en todos los cruces, si tales restricciones
habían sido establecidas una vez otorgada la concesión a través de la correspondiente charter, que no
las contemplaba.
772 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

que venimos tratando, se planteó la interesante cuestión de las circunstancias en


las que el police power podía utilizarse: ¿podía recurrirse a él sólo cuando viniera
exigido por una necesidad dominante, en orden, por ejemplo, a impedir un daño,
o podía usarse del mismo con una mayor libertad, para, por poner otro ejemplo,
proveer al bienestar general?. Recuerdan algunos autores243, que en los primeros
años se apoyó el police power con base en los precedentes ingleses de la doctrina
de la necesidad dominante y también con apoyo en la máxima de Lord Coke,
Sic utere tuo ut alienum non laedas (Utilice lo suyo de manera que no haga daño
a lo que pertenece a otro), a la que se recurrió para sostener que donde lo que
pertenece a otro no era afectado por el acto de un individuo, ese acto no podía
ser regulado de conformidad con el police power. Esta interpretación proporcio-
naba, sin embargo, una demasiado estricta base para un suficiente apoyo de la
autoridad legislativa, apremiada, de un lado, por las restricciones federales, y de
otro, por las apremiantes disposiciones de las constituciones estatales en defensa
de los derechos personales y de propiedad. No ha de extrañar por lo mismo que
la interpretación a que aludíamos con anterioridad se viera sujeta a notables
excepciones. Valga como ejemplo el caso Commonwealth v. Alger (1853), resuelto
por el Chief Justice Shaw, de la Corte Superior de Massachusetts, en el sentido de
apoyar la autoridad estatal para regular los derechos de propiedad en beneficio
del interés general (“general welfare”), proporcionando en cierto modo el punto
de partida para la más amplia interpretación del police power.
De la trascendencia que la doctrina del police power había adquirido antes de
la guerra civil (1861-1865) da buena cuenta la reflexión de Corwin, para quien
las dos principales doctrinas del Derecho constitucional americano que incidían
sobre el poder legislativo estatal antes del inicio de la fratricida contienda eran la
doctrina de los derechos adquiridos (“doctrine of vested rights”) y la doctrina del
police power. Ambas doctrinas eran en cierto modo conceptos complementarios,
por cuanto, según el ilustre profesor244, representaban la reacción sobre cada una
de las otras tempranas teorías en conflicto con ellas: la teoría de los derechos
naturales y la de la soberanía legislativa, respectivamente.
También antes de la guerra la Corte operativizará el power of eminent domain
como límite de la contract clause. De hecho, Wright245 sostiene que durante la Taney
Court la principal limitación sobre la contract clause, junto al principio de strict
construction, fue la doctrina de la inalienability of the right of eminent domain,
cuestión que, por el contrario, parece no haber sido debatida en ninguno de los
casos de los que hubo de conocer la Marshall Court. Desde el primer período de
sesiones de la Corte presidida por Taney, entró en juego la mencionada doctrina.
Particular importancia tendrá al respecto el caso West River Bridge Co. v. Dix

243
W. G. HASTINGS: “The Development of Law as Illustrated by the Decisions...”, op. cit., p. 418.
En igual sentido, Ruth Locke ROETTINGER: The Supreme Court and State Police Power..., op. cit.,
p. 13.
244
Edward S. CORWIN: “The Basic Doctrine of American Constitutional Law”, en Michigan Law
Review (Mich. L. Rev.), Vol. XII, No. 4, February, 1914, pp. 247 y ss.; en concreto, p. 247.
245
Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause..., op. cit., pp. 66-67.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 773

(1848)246, en el que el Juez Peter Daniel, expresando una muy mayoritaria (7-1) sen-
tencia, decidió que el ejercicio del poder de dominio eminente para extinguir una
franquicia no violaba la contract clause, considerando que un puente, no obstante
ser propiedad de una compañía habilitada por una charter estatal para cobrar un
peaje a su paso por el mismo y temporalmente aún en vigor, podía ser confiscado
y tomado como parte de una vía pública, de conformidad con las leyes del Estado.
Del mayor interés nos parecen algunas de las reflexiones del Juez Daniel. De ellas
es de subrayar de modo muy particular su idea de que en los contratos se han de
presuponer siempre una serie de reglas y principios provenientes del Derecho
natural, del Derecho internacional y de los propios principios subyacentes en la
comunidad a la que las partes pertenecen; tales reglas vinculan y no necesitan ser
reflejadas en las específicas estipulaciones de un contrato. Vale la pena transcribir
algunas de esas reflexiones:

“Into all contracts, whether made between States and individuals or


between individuals only, there enter conditions which arise not out of the
literal terms of the contract itself; they are superinduced by the pre-existing
and higher authority of the laws of nature, of nations, or of the community
to which the parties belong; they are always presumed, and must be
presumed, to be known and recognized by all, are binding upon all, and
need never, therefore, be carried into express stipulation, for this could add
nothing to their force. Every contract is made in subordination to them, and
must yield to their control, as conditions inherent and paramount, wherever
a necessity for their execution shall occur. Such a condition is the right of
eminent dominion”247.

d) “Contract clause” versus “police power”. La evolución jurisprudencial


desde el fin de la Guerra hasta la Blaisdell opinion (1934)

I. Tras la guerra de secesión y la posterior reconstrucción, hubo un impasse


en los casos concernientes a derechos contractuales. Sin embargo, en la segunda
década posterior a la guerra, la cuestión adquirió una renovada importancia. Así,
en 1877, la Corte iba a volver a pronunciarse en torno a este tema. Dos casos iban a
plantear la muy relevante cuestión de si la Corte, al otorgar charters, estableciendo
de esta forma relaciones contractuales, podía echar por la borda, por así decirlo,
su police power. El primero de ellos fue Beer Co. v. Massachusetts, en el que se

246
En síntesis, los hechos del caso son los siguientes: En 1795, la Legislatura de Vermont confirió a
una sociedad el privilegio exclusivo de mantener un peaje sobre el paso por un puente sobre el “West
River” durante un centenar de años. Posteriormente, el Estado decidió establecer una vía pública libre
de peaje sobre el mismo puente. A la compañía se le concedió una indemnización por la apropiación
por el Estado de su propiedad y franquicia, no obstante lo cual la sociedad , representada por Daniel
Webster, inició un litigio, aduciendo que la actuación estatal violaba la contract clause.
247
Apud Raymond T. JOHNSON: “The Contract Clause of the United States Constitution”, op. cit.,
p. 232.
774 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

presentó una cuestión referida al licor, materia fértil en casos ante la Corte en
la época. A la compañía le había sido otorgada su franquicia unos años antes
como compañía de elaboración de cerveza, y cuando una ley de Massachusetts
prohibió el consumo de bebidas alcohólicas, la “Beer Co.” planteó un litigio al
entender que, con tal ley, el Estado destruía su franquicia al prohibir la venta de
su producto en Massachusetts. La Corte decidió que, habiéndose reservado el
Estado el derecho a modificar o derogar la franquicia, podía prohibir la venta del
producto sin por ello violar la contract clause, y además, que el Estado no podía
en ningún caso renunciar a su derecho a controlar las bebidas alcohólicas, pues
tal control caía dentro de su police power. Un segundo caso, Fertilizing Co. v. Hyde
Park, planteó el mismo problema, aunque desde un campo nuevo. A la compañía
le fue concedida una charter para establecerse y llevar adelante sus negocios
durante cincuenta años. Su terreno finalmente quedó dentro del pueblo de Hyde
Park, y éste prohibió a la compañía llevar sus productos a través de las calles.
Esta ordenanza municipal fue apoyada por la Corte, que consideró que no había
ninguna disposición impidiéndola y que si la hubiera habido sería probablemente
nula como una limitación ilegal del police power.
Dos años más tarde, la Corte iba dictar una decisión verdaderamente
fundamental en la cuestión que nos ocupa, en el caso Stone v. Mississippi (1880).
Un sector de la doctrina ha sostenido que esta sentencia representa el inicio del
declive de la contract clause. Al reconocer la Corte de modo específico la excepción
del police power frente a la cláusula, esta decisión pavimentó el camino para
la que, a la postre, habría de suponer la casi total postergación de la misma,
esto es, la sentencia dictada en el caso Home Building and Loan Association v.
Blaisdell (1934). Una vez que el concepto de police power iba a evolucionar en el
siglo XX para incluir la facultad estatal de contribuir al bienestar público (“the
public welfare”) a través de la redistribución de los recursos, los Estados iban a
poder legítimamente justificar una amplia variedad de menoscabos de derechos
contractuales de carácter retroactivo248.
El caso se planteó al hilo de la aprobación por la Legislatura de Mississippi
de una charter por la que se otorgaba una franquicia para dirigir una lotería
durante veinticinco años. Justamente el siguiente año la nueva Constitución del
Estado prohibía el juego de lotería. La Corte Suprema, mencionando dos casos
anteriores, consideró que un Estado no puede hallarse limitado por tal tipo de
contrato y que, además, ningún contrato estatal podía limitar el police power, que
era, pues, irrenunciable. De esta forma, la Corte avaló la proscripción de la lotería.
El Chief Justice Morrison Waite, expresando con términos vigorosos la opinion of
the Court, argumentaba:

“No legislature can bargain away the public health or the public morals. The
people themselves cannot do it, much less their servants. The supervision
of both these subjects of governmental powers is continuing in its nature,

248
Douglas W. KMIEC and John O. McGINNIS: “The Contract Clause: A Return...”, op. cit., p. 540.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 775

and they are to be dealt with as the special exigencies of the moment may
require. Government is organized with a view to their preservation, and
cannot divest itself of the power to provide for them. For this purpose the
largest legislative discretion is allowed, and the discretion cannot be parted
with any more than the power itself”.
“But the power of governing is a trust committed by the people to the
government, no part of which can be granted away. The people, in their
sovereignty capacity, have established their agencies for the preservation
of the public health and the public morals, and the protection of public
and private rights. These several agencies can govern according to their
discretion, if within the scope of their general authority, while in power;
but they cannot give away nor sell the discretion of those that are to come
after them, in respect to matters the government of which, from the very
nature of things, must <vary with varying circumstances>”. “The contracts
which the Constitution protects are those that relate to property rights, not
governmental”249.

La sentencia descansa en dos consideraciones básicas, una de las cuales se


halla perfectamente reflejada en el texto transcrito. Cada una de ellas sería por sí
sola suficiente para otorgar una sólida fundamentación a la decisión. La primera
de ellas es que una legislatura estatal no puede echar por la borda la salud y la
moral, por lo que cualquier intento de hacerlo así sería nulo y no crearía ninguna
obligación de conformidad con la contract clause. La segunda es que el derecho a
dirigir una lotería no es un derecho de propiedad sino un privilegio, y por lo mismo
no cae dentro del ámbito de los derechos protegidos por la cláusula.
Al margen de lo anterior, la decisión parece declarar categóricamente, que el
police power es superior a la contract clause. Con ello y con ulteriores decisiones
del mismo corte, la Supreme Court sentará las bases para que a los Estados les
sea ahora permitido comprometerse en regulaciones y prohibiciones legislativas
que van a afectar a derechos contractuales que, de modo incuestionable, habrían
sido declarados nulos en la primera etapa jurisprudencial de la Corte sobre la
cláusula de los contratos. Como escribe Johnson250, la enorme importancia de la
limitación descansa en la siempre expansiva definición que se vincula al término
police power, pues si históricamente éste se contemplaba abarcando la salud, la
seguridad y la moral pública, ahora es visionado con una mucho mayor amplitud,
incluyendo consideraciones de índole económica.
En el último cuarto del siglo XIX la Corte iba a verse obligada a prestar una
atención preferente a los llamados casos de los ferrocarriles. Uno de los primeros
fue el caso Railroad Company v. Fuller (1873). Una ley del Estado de Iowa exigía a
todos los ferrocarriles que operaban en el Estado fijar anualmente (en el mes de
septiembre) las tarifas de las mercancías y de los billetes de pasajeros, y fijarlas en
anuncios a partir del 1 de octubre en cada estación; la ley establecía una sanción
por el cobro de una tarifa superior a la así anunciada. Una ley del Congreso
249
Apud Maurice H. MERRILL: “Application of the Obligation of Contract Clause...”, op. cit., p. 661.
250
Raymond T. JOHNSON: “The Contract Clause...”, op. cit., p. 233.
776 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

de 1866 hizo de todos los transportes por ferrocarril que llevaran mercancías
o pasajeros, a la par, transportes postales o de correos, y les autorizó a hacer
negocios y a recibir un pago por ello. Fuller envió unas mercancías de Chicago
(Illinois) a Marshalltown (Iowa), y al serle cargada una tarifa superior a la que
estaba anunciada, planteó un litigio para recuperar el exceso pagado. La compañía
férrea sostuvo que la ley de Iowa era inconstitucional al infringir la competencia
exclusiva del Congreso de regular el comercio interestatal. La Suprema Corte del
Estado de Iowa consideró que la ley era válida en cuanto que se trataba de una
medida de policía. Llegado el litigio a la Supreme Court, el Juez Noah Swayne,
expresando la opinion of the Court, consideró también que la ley de Iowa era un
ejercicio legítimo del police power del Estado. Vale la pena transcribir algunas de
sus reflexiones:

“It is not in the sense of the constitution in any wise a regulation of


commerce. It is a police regulation, and as such forms a portion of the
<immense mass of legislation which embraces everything within the
territory of the state and not surrendered to the general government>, all
which can be most advantageously exercised by the states themselves”251.

En los años subsiguientes a Stone v. Mississippi, y hasta ya próximo el cambio


de siglo, otros muchos litigios situaron a la Supreme Court ante casos en los que la
contract clause se vería limitada finalmente por el police power estatal. La doctri-
na252 ha distinguido en estas sentencias dos tipos de police power: de un lado, el que
se halla cercanamente conectado con la salud y seguridad públicas y con la moral,
que no puede ser echado por la borda (“cannot be bargained away”), y de otro, el
que tiene que ver con el bienestar general, que, por contra, puede ser apartado, o
lo que es igual, que de él se puede, llegado el caso, prescindir. Esta diferenciación,
que como fácilmente se aprecia, se asienta en que se pueda postergar o no el
principio del police power, iba a comenzar a perder su sentido en 1896, al sentar
la Corte la doctrina de la inalienabilidad de todo el poder de policía. Y así, en el
caso Louisville & Nashville R. R. v. Kentucky, la Corte decidía que la facultad dada
a una compañía de ferrocarriles, a través de su charter, para comprar una línea
paralela no impedía una prohibición posterior, a fin de consolidar la existencia
de líneas paralelas y en competencia. En su argumentación la Corte aducía que:

“While the police power has been most frequently exercised with respect
to matters which concern the public health, safety or morals, we have
frenquently held that corporations engaged in a public service are subject
to legislative control, so far as it becomes necessary for the protection of
the public interests”253.

251
Apud W. G. HASTINGS: “The Development of Law as Illustrated by the Decisions...”, op. cit.,
pp. 450-451.
252
Collins DENNY, Jr.: “The Growth and Development of the Police Power...”, op. cit., p. 186.
253
Apud Maurice H. MERRILL: “Application of the Obligation of Contract Clause...”, op. cit.,
p. 662.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 777

Ya en el nuevo siglo, la Corte iba a acentuar aún más esta doctrina, que
relegaba a un papel cada vez más secundario a la cláusula de los contratos. Buena
prueba de ello la hallamos en su argumentación en el caso Atlantic Coast Line R. R.
v. Goldsboro (1914), sentencia en la que se puede leer: “Se halla establecido, que ni
la contract clause ni la due process clause tienen el efecto de anular la competencia
del Estado para establecer todas aquellas regulaciones que sean razonablemente
necesarias para asegurar la salud, la seguridad, el buen orden, la comodidad o
el bienestar general de la comunidad; que no puede abdicarse de este poder ni
echarlo por la borda, y que es inalienable incluso mediante una expresa concesión,
y que cualesquiera contratos y derechos de propiedad se consideran sujetos a su
ejercicio razonable”.

II. Llegamos al término de este recorrido jurisprudencial, y en él es inexcusable


aludir al caso Home Building and Loan Association v. Blaisdell (1934), una impor-
tantísima sentencia por muchas razones, que, entre otros aspectos, mostraba las
profundas divisiones de la Corte acerca del modo de afrontar la crisis económica
derivada de la Gran Depresión. En una decisión 5-4, el Chief Justice Charles Evans
Hughes formulará la opinion of the Court. En lo que ahora interesa, el efecto de
la sentencia sobre la contract clause fue tan radical que ha dado pie a algunos
autores a hablar del “destripamiento de la cláusula del contrato” (“the evisceration
of the contract clause”)254, por cuanto con ella la Corte cambió el significado de
la cláusula en su punto decisivo. Influenciada por la depresión y por el creciente
descontento existente con la jurisprudencia del substantive due process, la Corte
adoptó un muy indulgente modelo de revisión de la legislación de ayuda al deudor,
a pesar del hecho, ya reiteradamente expuesto, de que ese tipo de legislación fue
el principal mal que la contract clause pretendió en su origen combatir, un modelo
además que se separaba de los propios standards anteriores de la Corte en casos
similares.
El test de razonabilidad (“the reasonableness standard”), aunque nunca ha
sido claramente definido, ha sido utilizado por la Corte para sustituir su propia
decisión por la de la legislatura en cuanto a la conveniencia del acomodo de los
derechos dimanantes del contrato con los intereses públicos en competencia.
Como se ha puesto de relieve 255, el test de razonabilidad permite a la Corte
decidir independientemente lo urgente y extendido de un problema social y si su
importancia justifica el menoscabo contractual. También permite a los tribunales
evaluar independientemente la eficacia de un determinado programa, en el caso
en cuestión, de política social.
La legislación cuestionada ante la Corte era una ley de Minnesota de 1933,
la Mortgage Moratorium Act, que autorizaba a los tribunales estatales, cuando

254
Douglas W. KMIEC and John O. McGINNIS: “The Contract Clause: A Return...”, op. cit.,
pp. 541-542.
255
YALE-NOTE: “A Process-Oriented Approach to the Contract Clause”, en Yale Law Journal (Yale
L. J.), Vol. 89, 1979-1980, pp. 1623 y ss.; en concreto, pp. 1639-1640.
778 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

fueren instados a ello por un deudor que atravesare momentos difíciles (“a
beleaguered debtor”), a considerar exenta su propiedad de la ejecución de una
hipoteca (“foreclosure”) “mientras continue la emergencia y en ningún caso más
allá del 1 de mayo de 1935”. La ley fue aprobada por una legislatura especialmente
sensibilizada ante los graves problemas de los granjeros que tenían que hacer
frente a la ejecución de sus hipotecas por impago. Aunque pueda admitirse con
Wright256, que el texto legal, cuidadosamente redactado, intentaba proteger los
intereses tanto del deudor como del acreedor, era obvio que incidía con efectos
retroactivos sobre unas relaciones contractuales cuya existencia alteraba.
En aplicación del test de razonabilidad antes mencionado, el Chief Justice
Hughes no intentará negar que la ley afectaba frontalmente a la esencia misma
de la contract clause. Lo que tratará por el contrario es de ver si el texto se en-
cuentra justificado como un razonable ejercicio del poder reservado del Estado.
Hughes iba a declarar de modo expreso, que la Corte no estaba vinculada por el
entendimiento originario de la cláusula. Antes bien, a juicio del Chief Justice, el
Tribunal debía considerar el caso “a la luz de la completa experiencia adquirida,
no meramente de lo que se dijo un centenar de años atrás”, y teniendo en cuenta
el creciente reconocimiento de las necesidades públicas, la salvedad del razonable
ejercicio del poder protector del Estado puede interpretarse en todos los contratos.
Advierte de igual forma Hughes, que la legislatura siempre retiene la facultad
de legislar en interés de la salud, moral y seguridad públicas. Si la legislación
se dirige a un fin legítimo y las medidas adoptadas son razonables y apropiadas
a ese fin, no importa si los contratos se ven afectados incidental, indirecta o
directamente. En fin, argumenta el Chief Justice Hughes, aunque el poder del
Estado no puede ejercerse para destruir la limitación constitucional, pueden surgir
circunstancias “in which a temporary restraint of enforcement may be consistent
with the spirit and purpose of the constitutional provision and thus be found to be
within the range of the reserved powers of the state to protect the vital interests
of the community”257. El razonamiento nos parece impecable, pues los derechos
dimanantes de un contrato no pueden sobreponerse a los intereses vitales de
una colectividad, mucho menos aún en unos momentos de una crisis económica
tan fuerte como la que atravesaban los Estados Unidos en esos años. Lo que nos
sorprende es una decisión impregnada de tanta sensibilidad social en una Corte
frontalmente enfrentada en esos años al Presidente Franklin D. Roosevelt y a su
programa social del New Deal, enfrentamiento que no se resolverá, con el triunfo
de las tesis más progresistas, hasta que la Corte decida, el 29 de marzo de 1937,
la sentencia del caso West Coast Hotel Co. v. Parrish.
La Corte, en coherencia con todo lo expuesto, mantuvo la ley de Minnesota,
tras constatar que reunía un conjunto de criterios en último término determinantes
del fallo: l) la ley era una legislación de emergencia aprobada a modo de respuesta
a una feroz crisis económica; 2) el objetivo del texto legal era la protección de “un

256
Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause..., op. cit., p. 110.
257
Apud Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause..., op. cit., p. 110.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 779

interés básico de la sociedad”, y no el otorgamiento de un provecho o trato de favor


a individuos particulares; 3) la ayuda concedida a los deudores se acomodaba a
unas condiciones razonables, y ello, al menos, por dos razones: de un lado, porque
la integridad de la hipoteca no era menoscabada, y de otro, porque a la persona
hipotecada se le exigía pagar al acreedor hipotecario una renta razonable durante
el período al que se extendía la liberación de la amortización de la hipoteca, y 4)
la ley en cuestión era de aplicación temporal.
Se ha considerado por algún autor258, que en muchos aspectos la sentencia
reflejaba la jurisprudencia pragmática de su principal autor, el Chief Justice
Charles Evans Hughes, quien propiamente percibió que la ley de Minnesota
presentaba ante la Corte un clásico problema del federalismo sobre la limitación
de los gobiernos estatales. Junto a los relevantes Justices Harlan F. Stone (que en
1941 sucedería a Hughes en la presidencia de la Corte) y Benjamin N. Cardozo,
Hughes construyó una sentencia imbuida de una serie de ideas progresistas
acerca de la autoridad gubernamental y de la interpretación constitucional que,
en lo esencial, ponderaron los intereses individuales con los objetivos superiores
del Estado de mantener su estructura económica. Sin embargo, desde nuestro
punto de vista, lo realmente destacable de esta sentencia es la opción mayoritaria
de la Corte acerca de la necesidad de interpretar flexiblemente la Constitución,
lo que a la luz de las circunstancias concretas del momento les iba a conducir a
atender en mucha mayor medida a las acuciantes necesidades públicas antes que
a la intención pretendida por los Framers cuando un siglo y medio antes habían
diseñado la contract clause. De ello extraería la Corte la conclusión de que “the
reservation of the reasonable exercise of the protective power of the state is read
into all contracts”. Dicho de otro modo, también los contratos privados habían
de sujetarse a los superiores intereses públicos.
Por supuesto, no faltaron en la Corte, como recuerda la doctrina259, argumen-
tos contradictorios, como el sustentado en el dissent del Justice George Sutherland,
para quien la mayoría no sólo ignoraba el entendimiento originario de la cláusula
de los contratos, sino que adoptaba los argumentos de quienes se habían opuesto
a la cláusula en la Convención de Filadelfia y en los debates de ratificación.
La Blaisdell opinion, que en modo alguno ha perdido actualidad (basta con
atender a algunos problemas similares surgidos en España al hilo de la terrible
crisis económica que atravesamos para constatarlo), iba a ejercer un influjo
determinante, pues a partir de esta sentencia, no obstante los términos bastante
rotundos de la contract clause, los tribunales no iban a interpretarla para prohibir
cualquier daño o menoscabo causado sobre los derechos contractuales, sino que,
por el contrario, iban a proceder a ponderar los derechos privados de los contra-

258
Samuel R. OLKEN: “Charles Evans Hughes and the Blaisdell Decision: A Historical Study of
Contract Clause Jurisprudence”, en Oregon Law Review (Or. L. Rev.), Vol. 72, 1993, pp. 513 y ss.; en
concreto, p. 601.
259
Douglas W. KMIEC and John O. McGINNIS: “The Contract Clause: A Return...”, op. cit., p. 543.
780 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

tantes con el interés público, de un modo que, a algún autor260, le ha evocado el


caso Lochner v. New York (1905)261, aunque, evidentemente, la filosofía de la Corte
y el resultado de una y otra sentencia fueron antitéticos. De esta forma, el police
power, en su conexión con la contract clause, iba a propiciar un notable incremento
de la discreción judicial, al propiciar que los tribunales llevaran a cabo una tarea
de ponderación de los derechos de los contratantes frente a las pretensiones y
objetivos de los Estados, con el interés público como último referente.
Hemos de terminar, y lo hemos de hacer subrayando la enorme relevancia del
test de razonabilidad, que la Corte va a proyectar sobre las condiciones que se
vinculan a la legislación enjuiciada. Podría perfectamente decirse, que la Supreme
Court interpretó la cláusula de los contratos como si la disposición constitucional
estuviera redactada en estos términos: “No state shall pass any law unreasonably
impairing the obligation of contracts”262. Innecesario es decir que los Framers
en absoluto pensaron en el criterio de razonabilidad a la hora de visualizar la
prohibición acogida por esta cláusula, pero conviene añadir que ese criterio no
les fue ajeno. Para constatarlo, nos bastará con recordar la Cuarta Enmienda,
integrante del llamado Bill of Rights (que entró en vigor en noviembre de 1791),
que contempla el derecho de los norteamericanos a que sus personas, domicilios,
papeles y efectos se hallen a salvo de “unreasonable searches and seizures”, esto
es, de registros e incautaciones irrazonables o, si así se prefirere, arbitrarias.

6. La primera jurisprudencia (anterior a 1810) sobre la contract clause

I. Con anterioridad a 1810, año del trascendental caso Fletcher v. Peck, encontra-
mos varios casos en los tribunales federales de circuito (Circuit Courts), y también
alguno de importancia en los tribunales estatales, en los que la interpretación
judicial de la cláusula va a arrojar algo de luz sobre ella antes de que la Marshall
Court se pronuncie en el caso objeto de nuestro estudio. También Marshall tendrá
oportunidad de decir algo al respecto en 1805, en Huidekoper´s Lessee v. Douglas.
El más temprano de estos litigios parece ser el caso de Alexander Champion
and Thomas Dickason v. Silas Casey (abreviadamente, Champion and Dickason
v. Casey) (1792). El caso no se halla impreso, y por ello su existencia escapó a los

260
Michael B. RAPPAPORT: “A Procedural Approach to the Contract Clause”, en Yale Law Journal
(Yale L. J.), Vol. 93, 1983-1984, pp. 918 y ss.; en concreto, p. 919.
261
No falta quien, como Hale, considera que, con su argumentación, el Chief Justice Hughes revivió
un siglo después la posición sustentada por el Justice William Johnson en su dissent en el caso Ogden
v. Saunders (1827). Recordemos que Johnson, en lo que ahora interesa, argumentó como sigue: “No
one questions the duty of the government to protect and enforce the just rights of every individual
over all within its control. What we contend for is no more than this, that it is equally the duty and
right of governments to impose limits to the avarice and tyranny of individuals, so as not to suffer
oppression to be exercised under the semblance of right and justice”. Robert L. HALE: “The Supreme
Court and the Contract Clause” (Part III), en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Vol. LVII, 1943-1944,
pp. 852 y ss.; en concreto, p. 880.
262
Doglas W. KMIEC and John O. McGINNIS: “The Contract Clause: A Return...”, op. cit., p. 544.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 781

historiadores del Derecho, siendo descubierto en los archivos del “Federal District
Court for Rhode Island” por ese grandísimo historiador de la Corte Suprema que
fue Charles Warren263. Fue el Circuit Court para el distrito de Rhode Island, inte-
grado por el Chief Justice John Jay, el Associate Justice William Cushing y el District
Judge Henry Marchant, el que en esa sentencia iba a considerar inconstitucional
una ley del Estado de Rhode Island por menoscabar la obligación de un contrato,
conculcando por lo mismo la cláusula de la que venimos ocupándonos.
La ley se había aprobado en febrero de 1791, en respuesta a una petición de un
deudor para una ampliación de tres años del período de tiempo de que disponía
para saldar sus deudas, quedando exento en ese período de cualquier arresto o em-
bargo. La decisión, adoptada por unanimidad, se hizo en los siguientes términos:
“The Court.... determined.... that the Legislature of a State have no right to make
a law to exempt an individual from arrests and his estate from attachments for his
private debts, for any term of time, it being clearly a law impairing the obligation
of contracts, and therefore contrary to the Constitution of the United States”.
Recuerda Warren, que aunque a esta decisión se le dio una gran publicidad en los
periódicos de todos los Estados, parece que no desencadenó ninguna oposición a
los tribunales federales, lo que no deja de sorprender si se tiene en cuenta que años
después la declaración de inconstitucionalidad de leyes estatales por tribunales
federales fue duramente atacada en ciertos Estados.
Es una opinión doctrinal muy generalizada, que el siguiente litigio en relación
a la contract clause fue el bien conocido caso de Vanhorne´s Lessee v. Dorrance
(1795), que muchos, incluso, ignorando el caso precedente, lo consideran como
el primero en que se iba a abordar en sede judicial la cláusula, lo que es un craso
error. Pero también la generalidad de la doctrina olvida que en el trascendental
Chisholm v. Georgia (1793), el primer gran caso decidido por la Supreme Court,
en el que ésta admitió la constitucionalidad de que un Estado fuera demandado
por un ciudadano de otro Estado, lo que a su vez propiciaría la aprobación, en
1798, de la Undécima Enmienda, que iba a vedar tal posibilidad, algunos Jueces
de la Corte Suprema se manifestaron con toda nitidez acerca de que a los Estados
les estaba vedado menoscabar sus contratos, lo que presuponía dar cabida en la
cláusula a los contratos públicos. Y así, en la mencionada sentencia, el Justice
James Wilson, escribiendo una seriatim opinion, observaba:

“What good purpose could this constitutional provision secure, if a State


might pass a law, impairing the obligation of its own contracts; and be
amendable, for such a violation of right, to no controlling judiciary power?
We have seen, that on the principles of general jurisprudence, a State, for
the breach of a contract, may be liable for damages”264.

263
De ello se hace eco el propio Warren. Cfr. al respecto, Charles Warren: The Supreme Court in
United States History, revised edition in two volumes, Little, Brown, and Company, Boston, 1932, Vol.
I (1789-1835), p. 67 y nota 1 de la misma página.
264
Apud James W. ELY, Jr.: “The Marshall Court and Property Rights...”, op. cit., p. 1032.
782 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

Diecisiete años antes de que Marshall estableciese su controvertida interpre-


tación de que la contract clause abarcaba tanto los contratos privados como los
públicos, James Wilson, uno de más relevantes abogados e intelectuales de la
época (recordemos su importante obra Considerations on the Nature and Extent
of the Legislative Authority of the British Parliament, publicada en 1774, aunque
escrita unos años antes), y de los más notables Jueces de la Corte Suprema (de
la que sería Associate Justice entre 1789 y 1798, el año de su muerte), de modo
inequívoco, mantenía idéntica interpretación.
Al abordar el conocido Vanhorne case, una decisión que, a diferencia de lo que
era pauta normal en la época, fue publicada, la doctrina ha hecho más hincapié
en el hecho de que el mismo marca los comienzos de la judicial review de la
legislación estatal por los tribunales federales265, lo que no es del todo exacto, si
se recuerda el Champion case, que en la interpretación que en esta decisión se va
a dar a la contract clause. Buen ejemplo de ello lo encontramos en el propio Chief
Justice Warren Burger, quien en un artículo publicado en Inglaterra266, escribe:
“More than a decade before Marbury, Justices of the Supreme Court sitting on
circuit held that state laws contrary to the Federal Constitution were invalid and
this was confirmed in Van Horne Lessee v. Dorrance (sic)”.
Al margen de lo que acabamos de señalar, la doctrina que trata, directa o
indirectamente, sobre la contract clause coincide en considerar la Vanhorne
opinion como una decisión precursora de las sentencias de Marshall sobre el
tema267, afirmándose asimismo que en ella el Justice William Paterson, actuando
en el Circuit Court de Pennsylvania, estableció la “santidad o supremacía de
los intereses adquiridos de la propiedad” (“the sanctity or ascendency of vested
property interests”), anticipándose con ello a Fletcher268. Magrath, autor de un
estudio monográfico justamente sobre el Fletcher case, considera evidente el
paralelismo de esta sentencia con la de Marshall269. Y en fin, el propio Wright
admite270, que tan sólo ocho años después de que la Convención Constitucional
finalizara, Paterson iba a dar en su Circuit Court una interpretación de la cláusula

265
Así, por ejemplo, Benjamin F. WRIGHT: The Growth of American Constitutional Law, Phoenix
Books (University of Chicago Press), reprinted, Chicago and London, 1967, p. 29. (First published
in 1942). En la misma línea, Maeva MARCUS: “The Founding Fathers, Marbury v. Madison – and
so What?”, en Constitutional Justice Under Old Constitutions, edited by Eivind Smith, Kluwer Law
International, The Hague/London/Boston, 1995, pp. 23 y ss.; en concreto, pp. 27-28. Y también William
M. MEIGS: “The Relation of the Judiciary to the Constitution”, en American Law Review (Am. L. Rev.),
Vol. 19, 1885, pp. 175 y ss.; en concreto, p. 186. Recuerda este autor, que la cuestión abordada en el
Vanhorne case fue de nuevo considerada en 1797 en United States v. Villato.
266
Warren E. BURGER: “The Doctrine of Judicial Review. Mr. Marshall, Mr. Jefferson, and Mr.
Marbury”, en Current Legal Problems, (The Faculty of Laws. University College London), Vol. 25, 1972,
pp. 1 y ss.; en concreto, p. 7.
267
Leonard W. LEVY: Original Intent and the Framers´ Constitution, op. cit., p. 130.
268
Stephen B. PRESSER and Becky Bair HURLEY: “Saving God´s Republic: the Jurisprudence
of Samuel Chase”, en University of Illinois Law Review (U. Ill. L. Rev.), Vol. 1984, 1984, pp. 771 y ss.;
en concreto, p. 773.
269
C. Peter MAGRATH: Yazoo. Law and Politics in the New Republic. The Case of Fletcher v. Peck,
op. cit., p. 83.
270
Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause..., op. cit., p. 244.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 783

definitivamente anticipatoria de la de Marshall, algo que aún cobra más valor si


se tiene en cuenta que Paterson había sido miembro de la propia Convención.
La controversia desencadenante del caso se originó entre personas que, de
modo contrapuesto, pretendían hallarse en posesión de los títulos de unas tierras
de Pennsylvania; unos provenían del propio Estado, y otros de Connecticut.
Se esgrimía que una ley del Estado de Pennsylvania derogando un texto legal
anterior, que a su vez confirmaba el título de algunos de los demandantes, era nula
al tratarse de una ex post facto law y de una ley que, además, menoscababa las
obligaciones dimanantes de los contratos. Paterson no sólo se anticipó a Marshall,
sino que pronunció un extraordinario discurso ante el jurado, instruyendo al
mismo acerca de que una ley estatal había violado inconstitucionalmente los
derechos de propiedad. Por lo demás, su sentencia, de la que Levy ha dicho271
que refleja un activismo judicial que se extiende impetuosamente, es modélica
en muchos aspectos.
Paterson se anticipa a Fletcher, pero también prefigura algunos de los princi-
pios en que se sustenta la Marbury opinion. Ante el jurado, declarará que es deber
del tribunal adherirse a la Constitución y declarar nula y sin efecto (“null and
void”) cualquier ley que exceda de la autoridad de la legislatura. Paterson disertó
sobre la relación entre el fundamental law y los derechos de propiedad, consideran-
do que la preservación de tales derechos inalienables es un objetivo primario del
pacto social. En consecuencia, los tribunales debían considerar inconstitucional
todo abuso legislativo sobre los “sagrados derechos de propiedad”, incluso en
ausencia de una limitación constitucional escrita sobre los poderes legislativos.
Para ello, Paterson se iba a apoyar en la razón, la justicia y la rectitud moral, así
como en los principios del pacto social de cada gobierno libre. También en esto,
Paterson se anticipa a Marshall, quien, en Fletcher, como se verá más adelante,
también recurre a principios del Derecho natural para, en alguna medida al
menos, fundamentar su sentencia. Por lo demás, este recurso a esos principios
fundamentales de corte iusnaturalista iba a ser muy común durante buen número
de años en el federal judiciary.
De otro lado, en su sentencia, Paterson también se anticipa a Marshall en la
interpretación de que el ámbito de la contract clause no se ciñe a los contratos
privados, sino que también abarca los públicos. Las reflexiones subsiguientes,
extraídas de la sentencia, lo dejan meridianamente claro:

“But if the confirming act be a contract between the Legislature of


Pennsylvania and the Connecticut settlers, it must be regulated by the
rules and principles, which pervade and govern all cases of contracts; and
if so, it is clearly void, because it tends, in its operation and consequences,
to defraud the Pennsylvania claimants, who are third persons of their just
rights; rights ascertained, protected, and secured by the Constitution and
known laws of the land . The plaintiff´s title to the land in question , is legally

271
Leonard W. LEVY: Original Intent..., op. cit., p. 130.
784 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

derived from Pennsylvania; how then on the principles of contract could


Pennsylvania lawfully dispose of it to another? As a contract, it could convey
no right, without the owner´s consent; without that, it was fraudulent and
void”272.

En definitiva, Paterson vino a sostener en su sentencia, ante todo, que la


contract clause se extendía a los contratos en los que un Estado era parte; después,
que una ley estatal que reconocía un interés legítimo a una propiedad por parte
de una persona era un contrato y, como tal, reconducible a la protección de la
cláusula que nos ocupa; finalmente, que el desposeimiento de los títulos a la tierra,
aún mediando una justa compensación, violaba la mencionada cláusula. Levy
sostiene273, que la interpretación de Paterson se encaminó justamente en la direc-
ción contraria a la intención de los Framers, pero, tras lo expuesto en un momento
previo, tal juicio no nos parece adecuado, pues como ya se señaló, no hay una
conclusión concluyente e inequívoca acerca de cuál fue la verdadera intención de
los Framers al respecto. Todo ello, al margen ya de que no se puede minusvalorar
el hecho de que Paterson había sido un influyente miembro de la Convención de
Filadelfia, por lo que si la intención de los Framers fuera claramente en la dirección
contraria, no parece muy lógico que un miembro de la Convención, pocos años
después de la misma, sostuviera justamente lo opuesto. Y junto a todo ello, como
se está viendo, la posición de Paterson no fue ni mucho menos un caso aislado.
Warren274 se ha referido a otro caso del año 1799 que se situaría en idéntica
dirección. Muy poco mencionado por los historiadores del Derecho, al no haber
un informe oficial del caso, el citado autor lo encontró descrito en Farmer´s Weekly
Museum. Se trata de una decisión del Circuit Court en Rutland (Vermont) dictada
en la Church Land Cause, litigio que se suscitó al hilo de una ley del Estado de
Vermont que autorizaba a los concejales de cada ciudad a apropiarse de todas las
tierras de la Iglesia, lo que de inmediato llevaron a cabo los concejales de la ciudad
de Manchester. La Corte consideró que la ley de Vermont era inconstitucional, de
resultas de menoscabar las obligaciones dimanantes de los contratos, decidiendo
que la Iglesia debía mantener sus tierras.
También a nivel de los tribunales estatales, antes del cambio de siglo,
encontramos algún caso que se sitúa en esta misma dirección. Tal es el caso de
Derby v. Blake, que para Magrath, que se ha ocupado del mismo con un cierto
detenimiento275, es “the earliest recorded decision by a state court holding that
a state law violates the federal constitution”. El propio autor considera que la
decisión estaba claramente influida por el dictamen que había realizado Hamilton
en 1795 sobre la Georgia Repeal Act, al que ya hemos aludido, y por un panfleto
publicado en 1796 por Robert G. Harper, uno de los más relevantes organizadores

272
Apud Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause..., op. cit., p. 20.
273
Leonard LEVY: Original Intent..., op. cit., pp. 131-132.
274
Charles WARREN: The Supreme Court in United States History, op. cit., Vol. one, p. 69.
275
Cfr. al respecto, C. Peter MAGRATH: Yazoo. Law and Politics in the New Republic..., op. cit.,
pp. 52-53.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 785

de las “Yazoo land companies” en relación igualmente a la venta de las tierras


del Mississippi llevada a cabo por la Legislatura de Georgia276. No ha de extrañar
esta influencia por cuanto Derby v. Blake era un caso íntimamente relacionado
con la problemática de la venta de tierras por una ley de la Legislatura de Georgia
posteriormente derogada por una ley ulterior, de la que surgirá también el caso
Fletcher v. Peck.
En 1799, dos de los mayores especuladores de tierras en la “New England
Mississippi Land Company”, George Blake y Elias H. Derby, Jr., idearon formalizar
un caso ante los tribunales de Massachusetts para que examinaran la legalidad
de la Georgia Repeal Act. Los hechos eran un tanto complicados, pero, en esencia,
Derby demandó a Blake por haber dejado de pagar un pagaré que le había dado a
Derby a cambio de algunas tierras del Yazoo. La defensa de Blake sostuvo que el
acuerdo era nulo porque la ley de Georgia que derogaba la primera ley de venta
de las tierras había quitado a Derby su título de las tierras vendidas a Blake. La
Supreme Judicial Court de Massachusetts decidió en favor de Derby, sosteniendo
que la ley abrogatoria de Georgia era “a mere nullity” y “a flagrant, outrageous
violation of the first and fundamental principles of social compacts”.
El Columbian Centinel, el prestigioso periódico de Boston, se haría eco en
primera página de la sentencia dictada en el mencionado caso. De su información
pueden extraerse estas líneas:

“The idea of a Legislature reclaiming property they had once sold, and been
paid for, was said by the Court to be not less preposterous than for an indi-
vidual to repeal his own note of hand, or to render void by his own act and
determination, any contract however sacred or solemn. The vociferations of
the Georgia Legislature, who were the very granters of the property in ques-
tion, about fraud and circumvention, could not be admitted in a Judiciary
of Massachusetts, as evidence of the real existence of such facts–Whether
the original grant of the Georgia Legislature were valid or not, was con-
sidered by the Court a cause of judicial, and not of legislative cognizance.
The Repealing Act of Georgia was moreover declared void, because it was
considered directly repugnant to Article 1st Sec. 10, of the Unitede States
Constitution, which provides that <no state shall pass any ex post facto law,
or law impairing the obligation of contracts>”277.

II. Ya entrado el nuevo siglo, pronto vamos a encontrar otra temprana


referencia a la contract clause en los tribunales federales. Esta vez iba a ser hecha
por el propio John Marshall, actuando como Juez del Circuit Court del distrito
de Carolina del Norte en el caso Ogden v. Nash (1802). La cuestión litigiosa se
originó respecto a si una ley colonial del año 1715, reguladora de la prescripción,
había sido derogada por una ley de la Legislatura de Carolina del Norte de 1789.

276
Robert Goodloe HARPER: “The Case of the Georgia Sales on the Mississippi Considered”, en
C. Peter Magrath, Yazoo. Law and Politics in the New Republic..., op. cit., Appendix C, en pp. 140-148.
277
Apud C. Peter MAGRATH: Yazoo. Law and Politics in the New Republic..., op. cit., p. 53.
786 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

Para resolver esta cuestión la propia Legislatura aprobó otro texto legal en 1799,
disponiendo que la ley de 1715 había continuado, y continuaría, en vigor. Tras
considerar que la ley de 1799 suponía una invasión por parte de la Legislatura en
las funciones que corresponden al Judiciary, al intentar pronunciarse legislativa-
mente sobre el efecto jurídico de la ley de abrogación de 1789, Marshall añadió
estas reflexiones278:

“It seems also to be void for another reason; the federal Constitution
prohibits the States to pass any law impairing the obligation of contracts.
Now will it not impair the obligation, if a contract, which, at the time of
passing the act of 1789, might be recovered on by the creditor, shall by the
operation of the act of 1799, be entirely deprived of his remedy?”279.

En la Marshall Court, con anterioridad a Fletcher, un caso notable relacionado


con la cláusula es Huidekoper´s Lessee v. Douglas (1805). El caso tenía que ver
con una Ley de 3 abril de 1792, de la Legislatura de Pennsylvania, disponiendo
ciertos ambiguos requisitos de población para la venta de tierras situadas en
la parte occidental del Estado. Ciertamente, no hay una ley posterior, como
tampoco de modo específico un problema de menoscabo de las obligaciones de
los contratos, no obstante lo cual Marshall iba a aprovechar la decisión para hacer
unas significativas reflexiones en torno al tema que venimos tratando. Se ha dicho
con razón, que la exégesis de Marshall sobre el Derecho de los contratos puede
considerarse como un tema central (“a leitmotif”) de la cláusula de los contratos
que aparecería con una más plena orquestación cinco años después280. El Chief
Justice iba a invocar frente a Pennsylvania el Derecho privado de los contratos,
considerando que el principio del common law de desestimación equitativa o en
equidad (“principle of equitable estoppel”) prohibía toda actuación legislativa
que pusiera en tela de juicio un título preexistente de una compañía de tierras.
Marshall iba a dejar meridianamente claro, que el hecho de que un Estado fuese
parte de un contrato no alteraba los principios fundamentales que regulan los
contratos en general. Vale la pena transcribir algunas de las reflexiones del Chief
Justice:

“This is a contract, and although a state is a party, it ought to be construed


according to those well established principles which regulate contracts
generally. The state is in the situation of a person who holds forth to
the world the conditions on which he is willing to sell his property. If he
should couch his propositions in such ambiguous terms that they might

278
De ellas se hace eco Raymond T. JOHNSON: “The Contract Clause...”, op. cit., p. 226.
279
Al discrepar la opinión de Marshall de la del District Justice Potter, miembro asimismo del
tribunal de circuito, el caso fue recurrido ante la Corte Suprema, que en 1804, en el ahora identificado
como Ogden v. Blackledge, expresando William Cushing la opinion of the Court, confirmó la decisión
del Circuit Court, bien que sin aludir para nada a la contract clause.
280
Herbert A. JOHNSON: Foundations of Power: John Marshall, 1810-1815, (Vol. II de la “History
of the Supreme Court of the United States”, elaborado conjuntamente con George Lee HASKINS, part
two), MacMillan Publishing Co., Inc./Collier MacMillan Publishers, New York/London, 1981, p. 594.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 787

be understood differently, in consequence of which sales were to be made,


and the purchase money paid, he would come with an ill grace into Court,
to insist on a latent and obscure meaning, which should give him back
his property, and permit him to retain the purchase money. All those
principles of equity, and of fair dealing, which constitute the basis of judicial
proceedings, require that courts should lean against such a construction”281.

El punto de vista expresado en esta sentencia, al igual que el implícito en ella,


pronto serían desarrollados en la que estaba llamada a ser la primera gran dispo-
sición constitucional de la Corte. Huidekoper iba a venir de esta forma a compartir
con la futura Fletcher opinion el tema común de que los Estados, cuando trataran
con los derechos de propiedad, estaban vinculados por un Derecho interno (una
limitación constitucional común) que era independiente de cualquier jurisdicción
federal o de la aplicación de la cláusula de supremacía de la Constitución federal.
Existía una comunidad de normas de propiedad que, como mínimo, impedían las
apropiaciones o expropiaciones legislativas sin indemnización. Esta interpretación
viene en el fondo a demostrar, como bien se ha señalado282, que los derechos de
propiedad, aún siendo una importante cuestión política, eran titulaciones que
otorgaban derechos desde largo tiempo definidos por el common law.
Es de interés finalmente recordar un caso decidido por la Corte Suprema
de Massachusetts que, aunque no fundamentado con base en la contract clause,
presenta similitudes evidentes con la problemática que abordamos. Se trata del
caso Wales v. Stetson, también conocido como el Blue Hill Turnpike case (1806),
que concernía al derecho de una compañía constructora de carreteras de peaje
a erigir una barrera sobre una carretera ya existente. Como recuerda Wright283,
el abogado no postuló la aplicabilidad de la contract clause, aunque sostuvo que
una ley general incidiendo sobre las carreteras de peaje vulneraba la previsión
constitucional de las ex post facto laws. En su sentencia, Parsons no mencionó de
modo expreso la contract clause, pero en lo que claramente puede considerarse
un dictum, el Chief Justice sostuvo que los derechos legalmente conferidos a una
corporación o sociedad no pueden ser “controlados o destruídos por una ley
posterior, a menos que la legislatura se hubiere reservado en la ley de constitución
de la sociedad (“the act of incorporation”) tales facultades”.
En resumen, aunque la jurisprudencia sobre la contract clause no es espe-
cialmente abundante con anterioridad al Fletcher case, los casos que se pueden
encontrar anticipan gran parte de los puntos de vista de la interpretación ulterior
de Marshall, siendo de subrayar la apertura de la cláusula no sólo a los contratos
privados, sino también a los públicos.

281
Apud Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause..., op. cit., p. 29.
282
Jennifer NEDELSKY: “Confining Democratic Politics: Anti-Federalists, Federalists, and the
Constitution” (Book Review), en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Vol. 96, 1982-1983, pp. 340 y ss.;
en concreto, p. 358.
283
Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause..., op. cit., p. 20.
788 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

7. El caso Fletcher v. Peck. Algunas consideraciones previas acerca de su


importancia

I. La sentencia dictada en el caso Fletcher v. Peck (1810) marca el punto


de partida de una sucesión de hitos judiciales284, que tienen su continuidad en
decisiones tan trascendentales como Martin v. Hunter´s Lessee (1816), McCulloch
v. Maryland (1819), Trustees of Dartmouth College v. Woodward (1819), Cohens
v. Virginia (1821), Gibbons v. Ogden (1824) y Osborn v. Bank of the United States
(1824), por sólo mencionar las más conocidas. Se trata de grandes sentencias
constitucionales a cuyo través Marshall va a intentar fortalecer la autoridad federal
y, correlativamente, limitar la de los Estados. Los tres lustros que van de 1810 a
1825 señalan, sin lugar a dudas, la edad de oro de la Marshall Court.
Muy relevantes cuestiones sustantivas van a ser tratadas en estas decisiones,
pero, sin duda, el mayor grupo de casos, en estos primeros años, va a hallarse
relacionado con la cláusula de la Sección 10ª del Art. I, que como ya sabemos,
prohíbe a las leyes estatales menoscabar los derechos dimanantes de las relaciones
contractuales, e innecesario es decir que el leading case en esta materia es el
caso Fletcher. Digno asimismo de ser destacado es el hecho de que Fletcher es la
primera sentencia constitucional de la Marshall Court que concierne a derechos
individuales, como se reconoce generalizadamente 285. Este dato, ya por sí
mismo relevante, cobra mayor trascendencia si se tiene en cuenta que el Tribunal
presidido por Marshall no fue precisamente pródigo en el reconocimiento de
derechos individuales. Frankfurter recuerda al respecto286, que tan sólo dos de las
sentencias constitucionales de Marshall, la que estamos analizando y la dictada
en el Dartmouth College case, han concernido a derechos individuales antes que a
la delimitación de poder entre el gobierno federal y los gobiernos estatales. Suele
también destacarse, que en esta sentencia se iba a consagrar la protección de los
derechos adquiridos (vested rights). Marshall, y también el muy relevante Justice
William Johnson (el primero nombrado por Jefferson) en su concurring opinion,
iban a sostener que la protección de los derechos adquiridos era coherente con
la posesión por la legislatura del poder más absoluto. Creemos del mayor interés
transcribir algunas de las reflexiones que Marshall vierte en la sentencia a este
respecto:

“The principle asserted is, –argumenta el Chief Justice– that one legislature
is competent to repeal any act which a former legislature was competent
to pass; and that one legislature cannot abridge the powers of a succeed-

284
Así las considera Currie, quien las califica como “landmarks”. David P. CURRIE: The Constitution
in the Supreme Court. The First Hundred Years 1789-1888, University of Chicago Press, Chicago and
London, 1985, pp. 61-62.
285
Así, por ejemplo, Joseph M. LYNCH: “Fletcher v. Peck: The Nature of the Contract Clause”, en
Seton Hall Law Review (Seton Hall L. Rev.), Vol. 13, 1982-1983, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 20.
286
Felix FRANKFURTER: “John Marshall and the Judicial Function”, en Harvard Law Review
(Harv. L. Rev.), Vol. 69, 1955-1956, pp. 217 y ss.; en concreto, p. 226.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 789

ing legislature. The correctness of this principle, so far as respects general


legislation can never be controverted. But, if an act be done under a law, a
succeeding legislature cannot undo it. The past cannot be recalled by the
most absolute power. Conveyances have been made, those conveyances
have vested legal estates, and, if those estates may be seized by the sover-
eign authority, still, that they originally vested is a fact, and cannot cease
to be a fact. When, then, a law is in its nature a contract, when absolute
rights have vested under that contract, a repeal of the law cannot devest
those rights...”287.

Esos derechos adquiridos se vinculaban estrechamente con el derecho de


propiedad. No es extraño que así fuera, por cuanto un sector de la doctrina ha
considerado que la santidad de la propiedad privada (“the sanctity of the private
property”) fue una de las concepciones fijas mantenidas por Marshall (la otra sería
la soberanía del Estado federal) a lo largo de su carrera en la Corte288. En la idea-
lizada concepción de los derechos de propiedad, la propiedad que era asegurada
y protegida era de naturaleza privada, lo que casaba a la perfección con la visión
iusnaturalista que se mantenía de ese derecho. Como escribe White289, el derecho
a adquirir y a ocupar la propiedad no era un derecho conferido por el Estado sino
un derecho existente en el estado de naturaleza y que por lo tanto precedía a la
formación del gobierno. Las propiedades se consideraban por el ideal republicano
de la ciudadanía, que habían sido adquiridas a través de la laboriosidad o el linaje;
eran, pues, posesiones privadas.
La concepción marshalliana de los derechos de propiedad, como la de otros
relevantes abogados americanos de la época, iba, sin embargo, a diferir esencial-
mente de la inglesa. Marshall se iba a separar de modo manifiesto de la concepción
sustentada por el common law inglés. Ello no iba a ser un hecho circunscrito tan
sólo a este ámbito material de la propiedad, pues, como el propio Chief Justice
admitió, la jurisprudencia de la Corte que presidía representó “a political and
legal break with common law methods, and in cases such as Fletcher v. Peck and
Dartmouth College v. Woodward it also represented a sharp break with common
law substance”290. La interpretación constitucional proporcionaría así a Marshall
un instrumento a través del cual marcar distancias con determinados aspectos
del common law inglés. Innecesario es decir, que entre la doctrina americana no
faltan posiciones notablemente críticas frente a la visión del Chief Justice; buen

287
Apud James L. KAINEN: “Nineteenth Century Interpretations of the Federal Contract Clause...”,
op. cit., p. 405.
288
Matiza Nedelky, que aunque la Corte fundamentó la sentencia sobre esa aceptación general de
la santidad de la propiedad, dio, sin embargo, a ese sentido general un significado particular dirigido
a contener la amenaza democrática a los derechos (“the democratic threat to the rights”) que los
Federalistas consideraban necesario para una economía de mercado estable y una sociedad libre y
segura. Jennifer NEDELSKY: “Confining Democratic Politics...”, op. cit., p. 357.
289
G. Edward WHITE: The Marshall Court & Cultural Change 1815-1835, op. cit., p. 598.
290
Shannon C. STIMSON: The American Revolution In The Law (Anglo-American Jurisprudence
before John Marshall), The Macmillan Press, London, 1990, p. 141.
790 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

ejemplo de ello sería la irónica afirmación de Lerner291, quien cree que Marshall
debería ser colocado como uno de los grandes héroes de la humanidad, por cuanto
él dio a los contratos la santidad, anulando cualquier consideración de política
pública o de control económico.
Digamos por último, que la visión del Derecho de propiedad en los Estados
Unidos era fundamentalmente de naturaleza expansiva antes que defensiva. Ello
puede apreciarse en los cambios realizados en los Estados Unidos en el Derecho
sobre las tierras (land law), que había liberado los bienes raíces (“real property”)
de la mayoría de las restricciones que todavía en ese momento prevalecían en el
Derecho inglés. Hablando del sistema inglés, un tribunal newyorkino afirmaba
en 1835 (en el caso Coster v. Lorillard): “This ancien, complicated and barbarous
system.... is entirely abrogated”292.

II. La Fletcher opinion, y sería otro elemento a destacar, se considera habitual-


mente que fue la primera en declarar la inconstitucionalidad de una ley estatal
por su violación de la Constitución. Ante todo, conviene efectuar una precisión,
que muchas veces la propia doctrina norteamericana olvida. Fletcher, en rigor, no
fue la primera decisión en anular una ley estatal, pues la sentencia dictada en el
relevante caso Ware v. Hylton (1796) ya lo había hecho, pero conviene matizar.
Ware anuló una ley estatal por su contradicción con el Tratado de París o Jay Treaty,
de 1783, que tras la Independencia normalizó las relaciones entre ingleses y nor-
teamericanos. Ware confirmó así la supremacía de los tratados sobre la legislación
estatal, algo ya contemplado por la supremacy clause de la Constitución. Desde
este punto de vista, aunque Ware anuló la ley estatal por su contradicción con
un tratado, al hacerlo así, lo que estaba haciendo la Corte en realidad era aplicar
la supremacy clause del párrafo segundo del Art. VI de la Constitución, pues de
no haber anulado la ley, esa importantísima cláusula constitucional habría sido
ignorada, y de resultas, violada la Constitución. Ello relativiza notablemente la
común afirmación de que Fletcher fue el primer caso en que la Corte declaró la
inconstitucionalidad de una ley estatal293. Quizá lo más correcto sería afirmar
que Fletcher fue la primera sentencia en que la Corte anuló una ley estatal por su
contradicción con una disposición sustantiva de la Constitución, como obviamente
lo era la contract clause.

291
Max LERNER: “John Marshall and the Campaign of History”, op. cit., p. 411.
292
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, Oxford University Press, New York/Oxford,
l993, p. 49.
293
Así, por ejemplo, para Kainen, “Fletcher was the second case in which the full Court exercised the
power of judicial review and the first in which the Court struck down a state statute”. Evidentemente
la afirmación sólo es cierta si se circunscribe, como parece, a la Marshall Court. James L. KAINEN:
“Nineteenth Century Interpretation of the Federal Contract Clause...”, op. cit., p. 383. Hawkins, por
referirnos a un segundo autor, esta vez en referencia genérica a la Supreme Court, escribe: “Fletcher v.
Peck, the first case in which the Supreme Court declared a state law to be unconstitutional”. Michael
Daly HAWKINS: “John Marshall Through the Eyes of an Admirer: John Quincy Adams”, en William
and Mary Law Review (Wm. & Mary L. Rev.), Vol. 43, 2001-2002, pp. 1453 y ss.; en concreto, p. 1458.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 791

La Corte Suprema demostró un coraje digno del mayor encomio en el Ware


case, pues en cuanto que lo que se hallaba en juego era el pago a los acreedores
británicos de las deudas legítimamente contraídas con ellos por los americanos
con anterioridad a la guerra, pago que fue formalmente contemplado en el Tratado
de paz, el rechazo que este acuerdo suscitó fue más que notable, haciéndose
especialmente manifiesto en los Estados sureños. Recuerda Warren294, a título
de ejemplo significativo, que el diario Connecticut Courant informó que el Gran
Jurado del tribunal federal de circuito (Circuit Court) de Virginia calificó como
“a national grievance” la recuperación por los británicos de las deudas que les
eran debidas295.
La más relevante consideración constitucional de Ware v. Hylton fue, como
parece obvio, que los tribunales federales tenían la facultad de decidir la cons-
titucionalidad de las leyes estatales, algo que cinco años después, en Marbury v.
Madison, se proyectaría también hacia las leyes federales. Como señala Currie296,
en Ware, por primera vez, la Corte derribó una ley estatal de conformidad con la
supremacy clause, estableciendo irreversiblemente su facultad de judicial review
sobre las leyes estatales, a la par que decidió que los tratados anteriores a 1789
caían dentro de la supremacy clause.
En términos del senador Beveridge, el autor de la más conocida y monumental
biografía de Marshall, con su decisión en Fletcher, el Chief Justice estableció “the
second stone in the structure of American constitutional law”297, aunque ello no
sería aún suficiente para permitir a la Corte mantener la Constitución federal
como “the supreme law of the land”, pues aún le sería necesario disponer del con-
trol de anulación (“the overriding control”) sobre las sentencias de los tribunales
estatales, lo que no tardaría mucho en materializarse (los casos decisivos serían
Martin v. Hunter´s Lessee, 1816, y Cohens v. Virginia, 1821).
Esa alusión a la segunda piedra en la estructura constitucional americana
presupone que la primera piedra ya la había establecido Marshall en Marbury
v. Madison, en donde, como es de sobra conocido, proyectó la revisión judicial
de constitucionalidad sobre las leyes federales. Desde luego, como ese gran
Chief Justice (y antes también Justice) que fue Charles Evans Hughes pusiera de

294
Charles WARREN: “The Early History of the Supreme Court of the United States, in Connection
with Modern Attacks on the Judiciary”, en Massachusetts Law Quarterly (Mass. L. Q.), 1923, Vol. 8,
pp. 1 y ss.; en concreto, p. 14.
295
No deja de ser un dato curioso, aunque también significativo, al margen ya de que pueda tener
el simple valor de lo anecdótico, el que John Marshall actuara en Ware v. Hylton en defensa del deudor
demandado, apoyándose jurídicamente en una ley de Virginia. Esgrimiendo que Virginia tenía derecho
a confiscar la propiedad de los acreedores, sostendría que “the legislative authority of any country
can only be restrained by its own municipal constitution”. Cfr. al respecto, Suzanna SHERRY: “The
Founders´ Unwritten Constitution”, en The University of Chicago Law Review (U. Chi. L. Rev.), Vol.
54, 1987, pp. 1127 y ss.; en concreto, pp. 1168-1169.
296
David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court..., op. cit., p. 41.
297
De ello se hace eco Schwartz en dos de sus libros. Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme
Court, op. cit., pp. 43-44. Del propio autor, Some Makers of American Law, Ajoy Law House–Oceana
Publications, Inc., Calcutta/ Dobbs Ferry, New York, 1985, p. 38.
792 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

relieve298, nadie puede poner en duda que el ejercicio de la facultad de considerar


nula la legislación estatal que se contrapone con la Constitución federal ha sido un
factor de inmensa importancia en el fortalecimiento de la Unión (“in cementing
Union”). Recuerda el propio Hughes, que uno de los más distinguidos miembros
de la Corte, el gran Justice Oliver Wendell Holmes, tuvo la oportunidad de decir
que si la Corte no pudiera declarar la inconstitucionalidad de las leyes estatales,
“the Union would be imperilled”. Nadie discute esas obvias afirmaciones. Lo
único que debe matizarse es que Fletcher no fue, en rigor, la primera decisión en
declarar la inconstitucionalidad de una ley estatal, aunque sí podamos admitir la
consideración de McCloskey299, para quien Fletcher es el primer claro precedente
(“the first clear precedent”) para la propuesta de que la Corte está dotada de
la facultad de considerar inconstitucionales las leyes estatales, pues es patente
que el precedente de Ware v. Hylton careció de la claridad de la sentencia que
examinamos.
La sentencia Fletcher, en cualquier caso, revitalizó la Marshall Court. Se ha
hablado300 de la relativa impotencia de la Corte hasta 1810301, considerándose
como una muestra de ello el hecho de que, tras Marbury, la Corte no fue capaz
de declarar la inconstitucionalidad ni tan siquiera de una ley estatal hasta la
decisión que nos ocupa. Autor tan prestigioso como McCloskey escribe302, que
“Fletcher v. Peck, then, marks the end of the beginning of the Court´s long struggle
to find its place in the American governmental system”. Y no cabe olvidar que el
mayor servicio que John Marshall rindió al país durante su largo ejercicio de la
presidencia de la Corte fue el de, frente a una encarnizada e incansable oposición,
dotar a la Corte de una autoridad y dignidad en el sistema de gobierno que hasta
su acceso a la misma no tenía. Marshall no solo dio a la Corte una unidad de la
que carecía, para lo cual el abandono de las seriatim opinions resultó decisivo,
sino que también le otorgó lo que Corwin llamaría un liderazgo en sentido político
(“leadership in the political sense”). Y aunque puede pensarse que los jueces,
ansiosos de evitar entrar en la lucha política, no requerían de tal liderazgo, lo cierto
es que, se quisiera o no, el federal judiciary difícilmente podía soslayar en esta
primera etapa de la vida política norteamericana la entrada en la escena política,
por lo que la cuestión a debatir era más bien la del tacto y la prudencia con la
que esto había de hacerse. Como señala Cushman303, para gloria de Marshall, él

298
Charles Evans HUGHES: The Supreme Court of the United States (Its Foundation, Methods and
Achievements. An Interpretation), Columbia University Press, New York, 1928, pp. 94-95.
299
Robert G. McCLOSKEY: The American Supreme Court, 2nd edition (revised by Sanford Levinson),
The University of Chicago Press, Chicago and London, 1994, p. 33.
300
Michael J. KLARMAN: “How Great Were the <Great> Marshall Court Decisions?”, en Virginia
Law Review (Va. L. Rev.), Vol. 87, 2001, pp. 1111 y ss.; en concreto, p. 1125.
301
Se ha escrito que la Corte, con anterioridad al nombramiento de Marshall, no se había llegado
a apoderar de la imaginación del país, no había ejercido poderes enérgicos y era contemplada
comúnmente como una débil y relativamente insignificante derivación del gobierno federal. Robert
Eugene CUSHMAN: “Marshall and the Constitution”, en Minnesota Law Review (Minn. L. Rev.), Vol.
V. 1920-1921, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 5.
302
Robert G. McCLOSKEY: The American Supreme Court, op. cit., p. 34.
303
Robert Eugene CUSHMAN: “Marshall and the Constitution”, op. cit., p. 8.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 793

reconoció este hecho perfectamente y con una mezcla de audacia (“boldness”) y


de prudencia (“caution”) se apoderó del liderazgo que las circunstancias exigían.

III. Warren, el más relevante historiador de la Corte, reconoce que esta


sentencia afectó vitalmente el curso de la historia política y económica304. Y ello
nos da pie para centrar ahora nuestra atención en el aspecto económico, al que
esta decisión se ha vinculado inextricablemente. Faulkner se ha hecho eco305 de
la apreciación que tiempo atrás hiciera Laski, sobre la notable influencia de la
doctrina judicial de los derechos adquiridos (vested rights) sobre el desarrollo
económico norteamericano. “En ningún otro país –escribe Laski– ha sido tan
ampliamente modelado el desarrollo económico por las decisiones judiciales.
Cualquiera que examine los primeros cincuenta años de la historia de la Corte
Suprema encontrará la clave de su actitud en esa línea de decisiones de la que
Fletcher v. Peck y el Dartmouth College case son las más notables, en las que el
propósito de los jueces era proteger los derechos adquiridos de propiedad frente a
la invasión de los mismos por las legislaturas estatales, guiadas por las dificultades
económicas de sus electores, la reducción de las deudas y la cancelación de los
derechos de propiedad”.
En Fletcher, lo que realmente resulta básico, es que en un tipo de sociedad
modulada por el pensamiento de Locke, en el que el poder se halla muy disperso,
se reconoce un fundamento para dar a los individuos unas expectativas razonables
de que van a poder utilizar la propiedad que adquieren, pudiendo asimismo for-
malizar contratos con la expectativa de que el derecho a contratar será protegido.
En un sentido, esta es una protección de los derechos adquiridos, pero como ha
dicho Robert Wright306, un hecho central de Fletcher es que la sentencia nos situa
ante la conveniencia de hacer frente a la necesidad de cambiar y de crecer, y a la
transferibilidad de bienes en un mercado libre y competitivo. Así, aunque no es
de recibo admitir como presunción básica que una legislatura vincule a otra, sin
embargo, las razonables expectativas de los hombres no pueden ser derribadas,
ni siquiera de resultas de una situación tan extrema como es la del soborno
masivo de los miembros de la legislatura, que es lo que aconteció en el caso que
nos ocupa. De esta forma, Fletcher protege los títulos de la tierra adquiridos por
compradores de buena fe, pero también protege el comercio, las transacciones
mercantiles y los movimientos de mercancías, algo que en el contexto de su tiempo
resultaba particularmente esencial, pues no se puede olvidar que la sociedad de la
época era muy rica en tierras, pero de una gran pobreza en capital. En definitiva,
Fletcher protegió las transacciones mercantiles, y por lo mismo el propio mercado,
mediante la protección que otorgó al comercio de tierras. Marshall no se limitó así

304
Charles WARREN: The Supreme Court in United States History, op. cit., vol. one, p. 392.
305
Robert Kenneth FAULKNER: The Jurisprudence of John Marshall, Princeton University Press,
Princeton, New Jersey, 1968, p. 32.
306
Robert R. WRIGHT: “The Relation of Law in America to Socio-Economic Change”, en Arkansas
Law Review (Ark. L. Rev.), Vol. 28, 1974-1975, pp. 440 y ss.; en concreto, p. 463.
794 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

a proteger los derechos adquiridos, sino que, al hilo de ello, otorgó su salvaguarda
a un importante principio económico.
Este benéfico influjo de la sentencia sobre el mercado ha sido generalmente
reconocido por la doctrina. Para Schwartz, no cabe duda de que el status jurídico
que Marshall otorgó a los contratos y transacciones comerciales facilitó el desarro-
llo comercial del mercado307. Beveridge, el ya mencionado biógrafo de Marshall,
coincidía en que Fletcher dio estabilidad al intercambio comercial (“steadiness
to commercial intercourse”) en una época en que ello era lamentablemente
necesario308. Es cierto que no faltan autores, como sería el caso de Newmyer, que
con una perspectiva más amplia, consideran que las sentencias de Marshall, y
no sólo la Fletcher opinion, arraigaron en un contexto de conflicto económico,
y de resultas de ello, el capitalismo fue la moneda común de las decisiones de la
Corte309. Desde otro punto de vista, tampoco faltan sectores de la doctrina que
han relativizado la relevancia de las contribuciones hechas por la Marshall Court
al desarrollo económico al hilo de su interpretación de la contract clause, consi-
derando que las mismas han sido grandemente exageradas310. Ni por supuesto,
quienes vierten un duro juicio sobre la sentencia, considerándola “una decisión en
armonía con el progreso de un capitalismo mercantil explotador” (“an exploitative
merchant capitalism”)311, algo que casa con el juicio de un sector doctrinal que
ha considerado que las sentencias de Marshall siempre estuvieron orientadas al
servicio de los intereses conservadores del momento. Pero como escribe Magrath,
la falacia de algunos de estos argumentos, como el que atribuye a sus decisiones
unos intereses mezquinos, no puede ocultar el hecho de que esta sentencia en
particular, y otras muchas, encontró el favor, el apoyo si así se prefiere, de “a
majority of the politically conscious Americans of his day”312. También Klarman,
un autor no precisamente proclive a Marshall, estima que Fletcher no fue una
decisión impopular, excepto quizá entre algunos miembros de la vieja guardia
del partido Republicano313.

IV. Hemos de referirnos finalmente al más visible mérito de la Fletcher opinion.


En ella, por primera vez, Marshall sentó la interpretación de una cláusula cons-
307
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 52.
308
Apud William E. NELSON: “The Eighteenth-Century Background of John Marshall´s Constitu-
tional Jurisprudence”, en Michigan Law Review (Mich. L. Rev.), Vol. 76, 1977-1978, pp. 893 y ss.; en
concreto, p. 897.
309
R. Kent NEWMYER: Supreme Court Justice Joseph Story. Statesman of the Old Republic, The
University of North Carolina Press, Chapel Hill, North Carolina, 1985, pp. 125-126.
310
Tal es, por ejemplo, el caso de Michael J. KLARMAN: “How Great Were the <Great> Marshall
Court Decisions?”, op. cit., p. 1152.
311
Max LERNER: “John Marshall and the Campaign of History”, op. cit., p. 415.
312
C. Peter MAGRATH: Yazoo. Law and Politics in the New Republic..., op. cit., p. 113. En un
momento posterior, el propio autor añade que “the decision in Fletcher v. Peck, reflecting a bias in
favor of vested property rights, was in nearly perfect harmony with the attitudes and values of most
politically conscious Americans” (p. 114).
313
Michael J. KLARMAN: “How Great Were the <Great> Marshall Court Decisions?”, op. cit.,
p. 1162.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 795

titucional cuya relevancia en el siglo XIX ya ha sido puesta de manifiesto. Pese a


su talante notablemente crítico hacia esta sentencia, Lerner admite314, que junto
a la judicial review, la concepción del contrato es, probablemente, la más impor-
tante invención en la historia de la Corte. Roche, un estudioso de las principales
sentencias de la Marshall Court, también considera esta sentencia significativa
en la historia constitucional por su interpretación de la contract clause, aunque
asimismo por ser un precedente para la anulación de las leyes estatales315.
La sentencia, como más adelante se expondrá con detenimiento, abordó y
resolvió tres temas cruciales de la cláusula de los contratos: el ámbito de aplicación
de la cláusula, que se entiende que se proyecta tanto a los contratos públicos como
a los privados; el significado del término “contrato”, que va a ser objeto de una
amplia interpretación, y la delimitación del alcance de la prohibición, que va a ser
en esta primera sentencia un alcance casi absoluto. Pero además de desbrozar el
contenido de una disposición constitucional caracterizada por suscitar muchas
dudas, la sentencia, como dice Lynch, revelaba cómo se podía interpretar el texto
constitucional y cómo igualmente podían establecerse sus límites, algo necesario
por cuanto, según el propio autor, en cada caso de referencia hay una duda que
revela el espacio que debe saltarse (“the gap to be leaped”)316.

8. Los hechos del Fletcher case

A) El fraude de la venta de tierras del Yazoo (Yazoo Frauds)

Los hechos desencadenantes del Fletcher case exigen comenzar recordando,


que por virtud de tempranas concesiones de la Corona inglesa, en 1763, los límites
occidentales de las colonias pasaron a extenderse hasta el río Mississippi. Georgia
fue la última de las trece colonias en establecerse y era la menos poblada. Tras
la Independencia, su territorio quedó delimitado al Occidente por el Mississippi,
mientras que la separación con Florida se fijó mediante una línea que se iniciaba
en la desembocadura en ese río del río Yazoo. Los ciudadanos blancos del Estado
apenas sobrepasaban los 50.000 y a esta escasa población había de añadirse una
Hacienda virtualmente en quiebra, debido a sus pocos ingresos y a las muchas
deudas asumidas con las tropas encargadas de la defensa de la población frente
a unas aguerridas tribus indias, a lo que había de añadirse una moneda que se
hallaba muy depreciada. La población se hallaba empobrecida y, por lo mismo,
era incapaz de soportar una carga fiscal apreciable. En contrapartida, el Estado
tenía un extensísimo territorio prácticamente deshabitado, las conocidas como
western lands, si bien el título de la propiedad de estas tierras, también llamadas

314
Max LERNER: “John Marshall and the Campaign...”, op. cit., p. 411.
315
John P. ROCHE (edited with an Introduction and Commentary by): John Marshall. Major
Opinions and Other Writings, The Bobbs-Merrill Company, Inc., Indianapolis/New York, 1967, p. 119.
316
Joseph M. LYNCH: “Fletcher v. Peck: The Nature of the Contract Clause”, en Seton Hall Law
Review (Seton Hall L. Rev.), Vol. 13, 1982-1983, pp. 1 y ss.; en concreto, pp. 17-18.
796 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

las Yazoo Lands, era objeto de una enconada disputa entre Inglaterra, España,
Georgia y los escasos colonizadores que las disputaban encarnizadamente con los
indios. En este contexto, se puede entender que el Estado, cuya única fuente de
riqueza parecía hallarse en la tierra, viera su salvación en la venta de sus tierras
occidentales.
Los Estados Unidos experimentaron diversos períodos de una ardiente
especulación de tierras. Sin embargo, nunca el frenesí especulador atrajo tanto
la atención de todo el país como en los años inmediatamente subsiguientes a la
Independencia de las colonias. Y aunque la especulación se expandió por todo el
país, en coherencia con el hecho de que la mayor riqueza de éste había de buscarse
en la tierra, en ningún otro lugar alcanzó el nivel de Georgia. Hacia 1789 el interés
de Georgia en la venta de sus tierras occidentales llevó a su Legislatura a aprobar
una ley autorizando la venta por unos 200.000 dólares de 25´5 millones de acres,
a varias compañías dedicadas a la especulación de terrenos. Sin embargo, la
operación se frustró debido a que las sociedades compradoras ofrecieron pagar en
una moneda depreciada, casi sin valor real, por lo que el Estado rehusó vender, lo
que propiciaría un buen número de demandas contra Georgia, una de las cuales
llegaría a la Corte Suprema, el famoso caso de Chisholm v. Georgia (1793).
En diciembre de 1794, la Legislatura de Georgia, que Beveridge describió
como una “saturnalia of corruption”317, volvió a aprobar un nuevo proyecto de ley
por el que el territorio occidental del Estado era vendido a cuatro empresas (la
“Upper Mississippi Company”, la “Tennessee Company”, la “Georgia Mississippi
Company” y la “Georgia Company”), compañías que se conocen genéricamente
como las “Yazoo Land Companies”, tomando su nombre del río afluente del
Mississippi al que nos hemos referido. La venta alcanzaba un total de 35 millones
de acres (unas tierras que hoy, prácticamente, ocupan los Estados de Alabama y
Mississippi, lo que da una idea de la magnitud de la operación), que se vendían por
un montante total de medio millón de dólares, pagados en metálico, lo que suponía
la cantidad de un centavo y medio por acre, un precio irrisorio, o como se ha escri-
to318, un precio de saldo (“a bargain price”), aun cuando, ciertamente, la operación
resultara mucho más rentable para Georgia de lo que hubiera resultado la venta
si se hubiera consumado cinco años antes. Presentado el proyecto al Gobernador
para su firma, éste lo vetó el 29 de diciembre, en lo que puede considerarse uno de
los más tempranos ejercicios del poder de veto en los Estados Unidos, lo que, como
recuerda Hagan319, a la vista de que este poder había quedado completamente
obsoleto en Gran Bretaña, desencadenó una serie de arduas críticas.
La Legislatura no se conformó; nombró un comité para negociar con el
Gobernador Matthews, y tras modificar algunas cuestiones menores de su anterior
proyecto, objetadas por el Gobernador, volvió a aprobarlo. Esta vez el Gobernador

317
Apud Max LERNER: “John Marshall and the Campaign of History”, op. cit., p. 412.
318
James W. ELY, Jr.: “The Marshall Court and Property Rights...”, op. cit., p. 1033.
319
Horace H. HAGAN: “Fletcher v. Peck”, en Georgetown Law Journal (Geo. L. J.), (Georgetown
University School of Law), Vol. XVI, 1927-1928, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 7.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 797

no lo vetó, firmándolo el 7 de enero de 1795, fecha de la ley, y dando de esta


forma la definitiva luz verde estatal a la mencionada venta. Entre 1795 y 1796, las
compañías compradoras ya habían vendido buena parte de las tierras adquiridas
a Georgia, a inversores y compradores de todo tipo, en buen número de casos
desconocedores de las circunstancias que habían rodeado la compraventa, y buen
número de ellos residentes en los Estados de Nueva Inglaterra, lo que se explica
porque la “New England Mississippi Land Company”, integrada en gran parte por
capitalistas de Boston, compró una gran cantidad de acres, que después revendió
básicamente en Nueva Inglaterra. Sin embargo, muy poco tiempo después de
la venta, corrió como la pólvora la noticia de que los legisladores que habían
aprobado la ley habían sido objeto de soborno prácticamente en su totalidad. La
furia de los ciudadanos de Georgia alcanzó notables niveles de irascibilidad, tanto
por el soborno como, aún en mayor medida, por lo que se consideró un precio de
venta ínfimo320. Una muchedumbre llegó a marchar hacia el Capitolio del Estado,
amenazando la vida de los legisladores. La ciudadanía promovió una campaña
encaminada a la rescisión de la cesión u otorgamiento de tierras llevado a cabo
por la Legislatura. Recuerda Haskins321 el rol enormemente relevante que en esa
campaña iba a tener el senador por Georgia James Jackson, ya un héroe popular
en su Estado de resultas de su participación en la Revolución que condujo a la
Independencia y en las campañas contra los indios. Abandonando su escaño en
Filadelfia (sede entonces del Congreso), Jackson retornó a Georgia para dirigir la
clamorosa protesta pública (“the public hue and cry”).
En las elecciones legislativas subsiguientes, los candidatos “anti-Yazoo”, como
se les dio en llamar, esto es los candidatos partidarios de anular la cesión tan
corruptamente realizada, arrasaron. Innecesario es decir que toda la campaña
electoral estuvo por completo dominada por la controversia sobre la venta. Los
legisladores corruptos cayeron en el más absoluto ostracismo; algún autor llega
incluso a constatar que uno de ellos probablemente fue asesinado322, aunque no
faltan sectores entre la doctrina que manifiestan que, lejos de tal maltrato, el
pueblo olvidó bien pronto la corrupción de tan infames políticos. En cualquier
caso, una de las primeras actuaciones de la recién electa Legislatura, en el invierno
de 1795-1796, fue aprobar una nueva ley, de la que se dice que fue James Jackson
su autor, abrogando el texto legal de enero de 1795, que incluso llegó a ser borrado
de todas las actas oficiales del Estado, escenificándose tras su derogación, como

320
Ese mismo año 1795 los Estados Unidos abrieron una oficina pública para la venta de las tierras
del Noroeste, previéndose su venta a dos dólares por acre. Pero incluso unos años antes, en 1790,
hubo una propuesta de venta de las tierras de titularidad pública de los Estados Unidos, libres de
disputa y por tanto con buen título, manejándose como precio de venta la cantidad de 30 centavos
por acre. Todo ello iba a llegar a conocimiento de los ciudadanos de Georgia, que de la comparación
extraían una más clara idea del expolio llevado a cabo por su Legislatura. Cfr. al respecto, M. C.
KLINGELSMITH: “James Wilson and the So-Called Yazoo Frauds”, en University of Pennsylvania
Law Review and American Law Register (U. Pa. L. Rev. & Am. L. Reg.), Vol. 56, January/June, 1908,
pp. 1 y ss.; en concreto, p. 13.
321
George Lee HASKINS and Herbert A. JOHNSON: Foundatios of Power: John Marshall, 1801-1815,
op. cit, p. 340.
322
Horace H. HAGAN: “Fletcher v. Peck”, op. cit., p. 12.
798 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

recuerda la doctrina, “the theatrical scene of the burning of the offending Act”323. El
13 de febrero de 1796 era aprobada la nueva ley, que también preveía la devolución
a los compradores del precio que habían pagado por la adquisición de la tierra.
Es posible que la rápida propagación en esos años por todo el Estado de la recién
inventada desmotadora de algodón, que al facilitar su limpieza rentabilizaba
mucho más el cultivo del algodón, y la firma entre los Estados Unidos y España,
en octubre de 1795, del tratado por el que este país renunciaba a sus pretensiones
sobre las western lands, contribuyeran aún más a ver la fraudulenta venta de tierras
con tonos más negruzcos324.
En el interregno entre una y otra ley, como antes se dijo, la compraventa de
tierras continuó. Valga como ejemplo, que en una venta fechada el mismo día de
la ley abrogatoria, la “Georgia Mississippi Company” vendió 11 millones de acres
a 10 céntimos el acre. Como es obvio, el conocimiento de la abrogación de la
venta iba a suscitar una amplísima controversia, al margen ya de aparecer como
la causa desencadenante del Fletcher case, cuyos orígenes han sido juzgados con
gran dureza por la doctrina americana; y así, mientras unos los han considerados
tan excéntricos como la ley que sirvió de detonante del mismo325, otros han llegado
a decir que tras Fletcher se encuentran los más malolientes episodios (“the most
malodorous episodes”) de la historia de América326. Un elevado número de com-
pradores, como ya se ha dicho, vivían en Nueva Inglaterra y sostuvieron que eran
compradores de buena fe, que no habían tenido conocimiento del fraude y que la
Ley de 1796 no podía legalmente anular los títulos conferidos sobre la propiedad
de la tierra, pero Georgia insistía en que los títulos asentados en una ley fraudu-
lenta eran nulos. Para articular más eficazmente sus intereses, los compradores
de tierras de Nueva Inglaterra recurrieron a la “New England Mississippi Land
Company”, que iba a ser así la encargada de representar sus intereses.

B) El dictamen de Alexander Hamilton sobre la Georgia Repeal Act (1796)

I. La preocupación por la situación jurídica de las tierras vendidas tras la


segunda ley de la Legislatura de Georgia, abrogando la primera, condujo a algunas
de las compañías que habían comprado y vendido tierras a requerir a Alexander
Hamilton un dictamen acerca del tema327. El dictamen, innecesario es decirlo, es
323
M. C. KLINGELSMITH: “James Wilson and the So-Called Yazoo Frauds”, op. cit., p. 14.
324
Horace H. HAGAN: “Fletcher vs. Peck”, op. cit., pp. 10-11.
325
John P. ROCHE (edited by): John Marshall: Major Opinions..., op. cit., p. 119.
326
Max LERNER: “John Marshall and the Campaign of History”, op. cit., p. 412.
327
Aunque ya nos hemos referido a ello, lo reiteramos una vez más. El texto del dictamen puede
verse en C. Peter MAGRATH: Yazoo. Law and Politics in the New Republic..., op. cit., pp. 149-150.
Aprovecharemos para decir que, según se recoge en este libro, el dictamen fue firmado por Hamilton
el 25 de marzo de 1795. No creemos que esa sea la fecha exacta, y más bien nos inclinamos a pensar
que un error tipográfico ha transmutado el año 1796 (que pensamos es la fecha real del dictamen)
por el de 1795. Para fundamentarlo, basta pensar que en el dictamen Hamilton alude, como es lógico
por lo demás, a la ley abrogatoria de Georgia, y esta ley, como ya se ha señalado es de 13 de febrero
de 1796. El dictamen debe ser inexcusablemente posterior. Corrobora lo que pensamos White, quien
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 799

de la máxima importancia, dadas las extraordinarias capacidades como jurista de


que estaba dotado Hamilton, que por aquel entonces ejercía como abogado en la
ciudad de Nueva York. Más aún, las similitudes de la sentencia de Marshall con las
posiciones esbozadas por Hamilton en su dictamen son más que evidentes. Si ya el
Nº 78 de los Federalist Papers ejerció una indisimulada influencia sobre la Marbury
opinion, aquí puede decirse que se repite la historia, pues la interpretación de
Hamilton será plenamente recepcionada en la Fletcher opinion por Marshall. El
dictamen iba a aparecer como apéndice de un breve folleto de Robert Goodloe
Harper, que llevaba por título The Case of the Georgia Sales on the Mississippi
Considered, fechado el 3 de agosto de 1796 y publicado en Nueva York328. Creemos
de cierto interés hacer algunas referencias a esta breve publicación antes de
centrarnos en el dictamen de Hamilton.
Robert G. Harper era uno de los más relevantes organizadores de las compa-
ñías dedicadas a las tierras del Yazoo. Abogado, especulador de tierras y político
(había sido congresista Republicano por Carolina del Sur), pronto cambió su
fidelidad política, alineándose del lado de los Federalistas, lo que le hizo muy
impopular en ese Estado, trasladándose en 1801 a Baltimore (Maryland), en
donde, según Magrath329, llegó a ser uno de los más sobresalientes abogados de
los inicios del siglo XIX en América. En su escrito, Harper, de un lado, examinaba
detalladamente el título a la tierra vendida por parte de Georgia, considerándolo
plenamente válido, lo que no ha de extrañar, pues en su momento la cuestión del
título fue también controvertida, y aún hoy hay autores, como Roche, que ven en
el Fletcher case un elemento irónico, al entender que Georgia no tenía derecho a
la venta de gran parte de las tierras por cuanto las mismas eran tierras indias pro-
tegidas por tratados federales330. De otro lado, Harper defendía la legalidad de la
venta de tierras, atacando la ley abrogatoria, de la que iba a destacar el, a su juicio,
significativo dato de que el texto de 1796 no declara abrogar (“to repeal”) la Ley de
1795, sino que la declara nula331. La razón de este modo de proceder es obvia según
Harper, y no es otra sino la de que la Ley de 7 de enero de 1795 había producido la
plenitud de su efecto (“its whole effect”). Las ventas que posibilitaba el texto legal

alude a que Hamilton fue contratado por una de las compañías para formalizar su opinión en 1796.
Cfr. al respecto, G. Edward WHITE: The Marshall Court & Cultural Change 1815-1835, op. cit., p. 603.
328
El texto del folleto, como ya se indicó en otro momento, puede verse en C. Peter MAGRATH:
Yazoo. Law and Politics in the New Republic, op. cit., pp. 140-148.
329
C. Peter MAGRATH: Yazoo. Law and Politics..., op. cit., p. 140.
330
John P. ROCHE: John Marshall: Major Opinions..., op. cit., pp. 119-120.
331
En la Georgia Repeal Act de 1796, se determina: “That the said usurped act, passed on the 7th day
of January, in the year 1795, entitled <An act, supplementary to an act, entitled An act for appropriating
a part of the unlocated territory of this State, for the payment of the late State troops, and for other
purposes therein mentioned, declaring the right of this State to the unappropriated territory thereof,
for the protection of the frontiers, and for other purposes>, be, and the same is hereby, declared
null and void; and the grant or grants, right or rights, claim or claims, issuing, deduced, or derived
therefrom, or from any clause, letter, or spirit of the same, or any part of the same, is hereby also
annulled, rendered void, and of no effect; and, as the same was made without constitutional authority,
and fraudulently obtained, it is hereby declared of no binding, force, or effect, on this State, or the
people thereof....”. Apud C. Peter MAGRATH: Yazoo. Law and Politics..., op. cit., p. 136. (El texto de
la “Georgia Repeal Act of 1796”, en “Appendix B”, pp. 127-139).
800 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

habían sido completamente hechas, el dinero pagado y las concesiones aprobadas.


Por lo tanto, no podía verse afectada en absoluto por una abrogación, pues “it is
a well known principle, that to repeal a law, far from undoing what has already
been done under it, can only prevent its future operation”.
Harper, con pleno acierto a nuestro modo de ver, iba a poner el acento a
continuación en el exceso cometido por la Legislatura de Georgia al aprobar en los
mencionados términos la segunda ley, pues con ello invadía la función reservada al
judiciary. Razona Harper, que la fuerza, validez o significado de un acto legislativo
es puramente una cuestión judicial y va completamente más allá de la competencia
de una legislatura. “It is the province of the legislative power –argumenta nuestro
autor– to make laws, to give them their existence; but to expound and enforce
them, belongs to the judiciary. The judicial power is to declare, what the law is; the
legislative, what it shall be”. Es éste, esgrime Harper, un principio fundamental de
todas nuestras constituciones, que declaran que los poderes legislativo y judicial
serán distintos y estarán separados.
Más adelante, aduce nuestro personaje, que las ventas de las tierras eran
contratos, hechos con la mayor solemnidad, por una retribución considerable
y deliberadamente llevados a su completa ejecución. Y recurriendo a principios
fundamentales del Derecho natural, recuerda Harper, que “una máxima invariable
del Derecho y de la justicia natural” es que “una de las partes de un contrato
no puede, por un acto propio, eximirse de su propia obligación”. Un principio
contrario derribaría todas las murallas del Derecho (“the ramparts of right”),
disolvería los títulos de la propiedad y dejaría la buena fe –y no se olvide, hacer
respetar su observancia es el gran objetivo de las instituciones civiles– subordinada
a la parcialidad, al egoísmo y a los caprichos injustos de cada individuo. Y no hay
ninguna razón, concluirá Harper, por la que los gobiernos, más que las personas
privadas, deban quedar exentos de la aplicación de esta máxima, ni nuestra
constitución ni nuestras leyes los eximen de ello. Como puede apreciarse, Harper
sustenta esta por lo demás impecable argumentación, en principios generales del
Derecho que conectan con la idea de justicia natural. Aunque como se acaba de
ver alude a la constitución, sin precisar si se refiere a la federal o a la de Georgia,
lo hace desde una óptica general, sin descender a las consecuencias que podían
derivar de la contract clause. Esa consideración será una aportación de esa mente
luminosa del Derecho que era Hamilton, si bien, no pueden dejar de recordarse las
aportaciones, ya expuestas, del Justice Paterson en el Vanhorne case justamente un
año antes (en 1795), e incluso del Justice James Wilson en el Chisholm case (1793).
Más adelante, Harper contemplará el reproche a la primera ley de su apro-
bación fraudulenta y corrupta, defendiendo la postura de que tal cuestión debía
quedar sujeta a investigación judicial, no correspondiendo por tanto la misma al
cuerpo legislativo. La aportación de este abogado es notable, aunque obviamente
carezca de la agudeza que Hamilton muestra en su dictamen a la hora de abordar
la cuestión constitucional, que por lo demás es la que mayor interés presenta para
nosotros.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 801

II. Hamilton, como se admite generalizadamente, con su dictamen, iba


a desempeñar un papel clave en el desarrollo de la tesis de que las cesiones u
otorgamientos estatales de tierras constituían un contrato. Desde luego, en la
época, la idea prevalente de contrato era, de lejos, más estricta que la del presente.
El contrato, como concepto básico del Derecho, no se desarrolló en los Estados
Unidos hasta al menos los años treinta del siglo XIX, si es que no incluso en los
lustros inmediatamente posteriores. Aduce Lerner332, que poco se pensaba acerca
de la contract clause hasta que en 1796 Hamilton, contratado para presentar un
dictamen sobre la validez de la ley abrogatoria de Georgia, expresó la opinión de
que la rescisión de su anterior ley por la Legislatura del Estado era una violación
del contrato, que tenía como consecuencia establecida no rescindir la ley. En
cualquier caso, cuando abordamos la primerísima jurisprudencia relacionada
con la cláusula ya vimos que el problema no había pasado del todo desapercibido.
Algún precedente más o menos claro, pues, había.
Hamilton fue instado a pronunciarse sobre dos cuestiones diferentes: la
validez de los títulos de Georgia sobre las tierras vendidas y la validez de la ley
abrogatoria. Es la segunda la que presenta un interés fundamental a los efectos de
nuestro estudio, y desde luego, también en lo que se refiere a su conexión con la
Fletcher opinion. De otro lado, Hamilton fue muy escueto en cuanto a la primera.
Tras constatar no haber examinado nunca el título del Estado de Georgia sobre
las tierras en cuestión, Hamilton declara no tener conocimiento de si el Estado
tenía derecho y capacidad para hacer una cesión válida, y en consecuencia expresa
no tener opinión sobre ese punto. Ello no obstante, a los efectos del resto de su
argumentación, Hamilton asume como un hecho la validez del título de Georgia
en el momento de la cesión.
Es la segunda cuestión la realmente trascendente. Hamilton va a sustentar
su interpretación en dos órdenes de consideraciones, el primero de los cuales se
aproxima a lo expresado por Harper, puesto que se asienta en lo que podríamos
considerar como máximas o principios de la justicia natural. Ello no ha de
extrañar por cuanto uno de los más reconocidos estudiosos de Hamilton, Clinton
Rossiter333, consideró como un hecho de la mayor importancia para la compren-
sión de la ciencia política de Hamilton, que “he believed in the law of nature
as a living presence”, aunque esa “clear voice of natural justice” que expresaba
Hamilton, no parecía oirse tan claramente por sus oponentes del momento,
fueran los apologistas de los realistas (esto es, los partidarios de seguir vinculados
con la Monarquía inglesa), los partidarios incondicionales de los Republicanos
(“Republican stalwarts”) o los Federalistas disidentes (“Federalist mavericks”)334.

332
Max LERNER: “John Marshall and the Campaign of History”, op. cit., p. 413.
333
Clinton ROSSITER: Alexander Hamilton and the Constitution, Harcourt, Brace & World, Inc.,
New York, 1964, p. 123.
334
Los escritos de Hamilton corroboran esa sintonía con los principios de la justicia natural. Así,
para refutar el principio inglés de la supremacía parlamentaria, Hamilton va a recurrir, entre otros
puntos en que fundamentar su tesis, a “la voz de la naturaleza”. En The Farmer Refuted (1775), Hamilton
escribía: “I will now venture to assert, that I have demonstrated, from the voice of nature, the spirit
of the British constitution, and the charters of the colonies in general, the absolute nonexistence
802 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

La primera argumentación de Hamilton es la de que la Legislatura de Georgia


no podía deshacer las consecuencias que había desencadenado el primer texto
legal y quitar la propiedad que previamente había concedido. Principios básicos
de la justicia natural y de la política social impedían actuar de ese modo. Hamilton
coincide asimismo con Harper en la absoluta imposibilidad de operar así sin un
previo pronunciamiento de la autoridad judicial sobre los hechos. En fin, este
grandísimo intelectual que Talleyrand consideró que debía ocupar un lugar señero
entre los personajes más relevantes de su tiempo335, no dejaría en su dictamen de
hacerse eco de la posibilidad de que la primera ley de la Legislatura de Georgia
fuera inconstitucional, no viendo sin embargo fundamento para ello. He aquí las
reflexiones de Hamilton:

“Without pretending to judge of the original merits or demerits of the pur-


chasers, it may be safely said to be a contravention of the first principles of
natural justice and social policy, without any judicial decision of facts, by a
positive act of the legislature, to revoke a grant of property regularly made
for valuable consideration, under legislative authority, to the prejudice
even of third persons, on every supposition, innocent of the alleged fraud
or corruption; and it may be added, that the precedent is new, of revoking a
grant on the suggestion of corruption of a legislative body. Nor do I perceive
sufficient ground for the suggestion of unconstitutionality in the first act”.

Harper, como antes se indicó, en su panfleto, al aludir a que la actuación de


la Legislatura de Georgia era contraria a la Constitución, se limitó a hacer una
genérica referencia a la violación de las “máximas” de nuestra “Constitución”.
Hamilton iba a ir mucho más allá, pues él iba a argumentar que la ley abro-
gatoria violaba una específica disposición constitucional: la contract clause.
Con ello, Hamilton sentaba los cimientos, sobre los que después Marshall iba
a continuar la construcción, de ese gran edificio constitucional que en el siglo
XIX norteamericano iba a ser la doctrina sentada sobre la necesidad de respetar
los derechos dimanantes de las relaciones contractuales. Nos parece del mayor
interés transcribir las reflexiones, no muy dilatadas, pero profundas y brillantes
de Hamilton en torno a esta cuestión:

“In addition to these general considerations, placing the revocation in a


very unfavourable light –aduce Hamilton, en referencia a las reflexiones
de carácter general antes transcritas– the constitution of the United States,
article first, section tenth, declares that no state shall pass a law impairing
the obligations of contract. This must be equivalent to saying, no state shall

of that parliamentary supremacy for which you contend”. Apud Gary J. JACOBSOHN: “Hamilton,
Positivism & the Constitution: Judicial Discretion Reconsidered”, en Polity (Northeastern Political
Science Association), Vol. 14, No. 1, Autumn, 1981, pp. 70 y ss.; en concreto, p. 81.
335
Talleyrand, supuestamente afirmó: “I consider Napoleon, Pitt and Hamilton as the three greatest
men of our age, and if I had to choose among the three, I would without hesitation give the first place
to Hamilton”. Apud Clinton ROSSITER: Alexander Hamilton and the Constitution, op. cit., p. VIII (en
el “Preface”).
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 803

pass a law revoking, invalidating, or altering a contract. Every grant from


one to another, whether the grantor be a state or an individual, is virtually
a contract that the grantee shall hold and enjoy the thing granted against
the grantor, and his representatives. It, therefore, appears to me, that taking
the terms of the constitution in their large sense, and giving them effect
according to the general spirit and policy of the provisions, the revocation
of the grant by the act of the legislature of Georgia, may justly be considered
as contrary to the constitution of the United States, and, therefore null; and
that the courts of the United States, in cases within their jurisdiction, will
be likely to pronounce it so”.

En estos párrafos, Hamilton sentaba las dos premisas básicas que catorce
años después vertebrarían la Fletcher opinion: que la cláusula de los contratos no
circunscribía su ámbito a los contratos privados, sino que era asimismo de aplica-
ción a los contratos públicos, aunque es verdad que en ello, como ya hemos puesto
de manifiesto, vino precedido por dos grandes Associate Justices, James Wilson y
William Paterson, y que una concesión no era jurídicamente sino un contrato, y
por lo mismo, reconducible al inequívoco mandato de la contract clause.
Señaladas ya las patentes similitudes de esta interpretación con la que hará
suya Marshall, cabe decir que también se pueden apreciar algunas diferencias
menores. Snowiss336 se ha referido a una que, a su juicio, tendría significativas
consecuencias en la vertebración de la judicial review durante la época de la
Marshall Court. La diferencia atañe al modo en que Hamilton y Marshall iban
a decidir que las cesiones de tierras de Georgia estaban incluidas dentro de la
prohibición que acoge la contract clause. Como se puede ver en el texto transcrito,
Hamilton iba a fijar el significado de la Constitución mediante la consideración
de los términos constitucionales en un sentido amplio (“taking the terms of the
constitution in their large sense”) y acorde con el espíritu y política general de
las disposiciones (“according to the general spirit and policy of the provisions”).
Marshall, anticipando su modo de proceder, se iba a concentrar en los propios
términos constitucionales, visualizándolos en el mismo “pequeño, exiguo” sentido
utilizado en la interpretación de los textos legales, aunque después los reformulaba
con la intención de reforzar el significado derivado de las estrictas palabras.

III. Recuerda la doctrina337, que los puntos de vista expresados por Harper
y Hamilton sobre las ventas de las tierras del Yazoo fueron objeto de una gran
publicidad. Su publicación en la American Gazetteer, una popular publicación
sobre la geografía de Norteamérica, auspiciada por Jedidiah Morse, “the father
of American Geography”, contribuyó decisivamente a ello. Morse describió la
región del Yazoo con entusiastas términos como una “potential land of milk and
honey” y expresó una interpretación pro-Yazoista de la venta original de tierras,

336
Sylvia SNOWISS: Judicial Review and the Law of the Constitution, Yale University Press, New
Haven and London, 1990, p. 133.
337
C. Peter MAGRATH: Yazoo. Law and Politics..., op. cit., pp. 22-23.
804 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

condenando la ley abrogatoria por sus “tumultuary effects” sobre un numeroso y


respetable conjunto de compradores intermedios. En sus formulaciones, Morse
se alineó con las interpretaciones de Harper y Hamilton, que añadió como un
apéndice de la edición de 1797 de la American Gazetteer. El propio Morse, un
geógrafo, no un jurista, insistía en su publicación que la validez de la venta era
tan sólo una cuestión judicial, enjuiciable por tanto únicamente ante un tribunal
de justicia, y que, al no tener la Legislatura autoridad en el caso, su examen del
mismo, plasmado en la Repeal Act de 1796, no podía considerarse sino como una
mera usurpación, siendo por lo mismo nulo.
No faltaron, por supuesto, escritos opuestos a la venta, y proclives por tanto a
la decisión adoptada por la segunda Legislatura. Quizá el más conocido fuera el
de Abraham Bishop, un abogado de Connecticut, ardiente Republicano, que en
1797 publicó en dos partes un folleto titulado Georgia Speculation Unveiled338. Cabe
destacar que uno de los argumentos relevantes de Bishop, sobre el que pondría
más énfasis, se incardinaría en la tesis de la defensa de los derechos de los Estados
(“states´ rights doctrine”). “An independent power –escribe Bishop– can make,
or unmake grants at will; because no power can decide on the morality, equity,
or policy of their measures”, para añadir casi de inmediato, que el poder que ha
privado a los compradores de sus tierras se halla más allá de su control.
El debate que propiciaron los panfletos y opiniones expuestas no era ni mucho
menos inocuo políticamente. No es casual que Hamilton y Harper (éste tras su
cambio de posición partidista) se alinearan con los Federalistas, mientras que
Bishoh fuera un ferviente Republicano. Para los Federalistas era casi connatural
ser pro-Yazoista en sus simpatías, mientras que para los Jeffersonianos Republi-
canos sucedía justamente lo contrario, pues sus simpatías se alineaban con los
legisladores de Georgia que habían aprobado la Repeal Act. Como se ha aducido339,
podría pensarse como explicación de estas posiciones en que James Jackson, el
senador por Georgia que abandonó su escaño para defender la Repeal Act, se
alineaba en las filas Republicanas, mientras que James Gunn, el otro senador
que representaba al Estado de Georgia, que defendió la validez de las ventas de
tierras, era Federalista, pero, más allá de ello, las razones de esa polarización
eran mucho más profundas, y tenían mucho que ver con el enrarecidísimo clima
político existente en los Estados Unidos en los años postreros del siglo XVIII,
resultante, entre otras muchas causas desencadenantes, de la diversa concepción
socio-económica de Federalistas y Republicanos. Para los primeros, defensores
de una concepción mercantilista de la sociedad, la defensa de los derechos de
propiedad era primordial. Para los Republicanos, aún admitiendo la necesidad de
un gobierno central eficaz, era fundamental no eclipsar a los Estados, y su visión
de una sociedad agraria tenía poco que ver con el mercantilismo auspiciado por
los Federalistas.

338
Su texto puede verse en C. Peter MAGRATH: Yazoo. Law and Politics..., op. cit., pp. 151-171.
339
C. Peter MAGRATH: Yazoo. Law and Politics..., op. cit., p. 24.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 805

C) La intervención del Congreso

Los poderes federales mostraron su preocupación por los acontecimientos de


Georgia desde el primer momento. El título a las tierras de los indios no se había
extinguido y ello hizo que el Presidente Washington, el 17 de febrero de 1795,
enviara un mensaje al Congreso llamando la atención del mismo hacia las Leyes
de Georgia de 1795 y 1796, observando que estas leyes abarcaban un objetivo de
tan gran magnitud y que sus consecuencias podían afectar tan profundamente
la paz y el bienestar de los Estados Unidos, que entendía necesario colocarlas
ante la consideración del Congreso. Así las cosas, el Congreso, el 7 de abril de
1798, habilitaba al Presidente para que procediera a nombrar una Comisión con
la finalidad de negociar con Georgia. El ahora Presidente Adams nombraba en
diciembre de 1799 a los miembros de la Comisión, y en mayo de 1800 una nueva
norma legal otorgaba ulteriores poderes a los comisionados.
Paralelamente, las compañías con intereses en las tierras del Yazoo mantenían
una febril actividad. Perez Morton, que precedería a Story como speaker repu-
blicano en la Massachusetts House, fue nombrado agente de la “New England
Company” en Washington. A él se unió Gideon Granger, de Connecticut, Director
general de Correos con Jefferson, quien asumió la dirección del lobby ante el
Congreso. Conjuntamente, estos partidarios incondicionales de un irreprochable
Jeffersonianismo, como los califica Dunne340, iban a presentar ante el Congreso un
“Memorial of the Agents of the New England Mississippi Company to Congress
with a Vindication of their Title at Law Annexed”.
En su negociación con Georgia, la Comisión llegó a un acuerdo que fue
presentado al Congreso para, en su caso, su ratificación. Ello significaba el fin de la
disputa. La esencia del acuerdo era que Georgia transfería sus tierras occidentales
(y las demandas de que había sido objeto sobre ellas) al gobierno federal, que a
su vez retribuía a Georgia con 1.250.000 dólares; en el acuerdo se preveía que,
aproximadamente, una décima parte de las tierras del Yazoo (cinco millones de
acres exactamente) quedara reservada para satisfacer las demandas presentadas
en relación con esas mismas tierras. Como recuerda Ellis341, la Comisión se había
mostrado contraria a las peticiones de quienes, habiendo comprado tierras,
esgrimían la violación de sus derechos, pero por razones de “tranquilidad” y
también por “consideraciones de equidad”, la Comisión recomendó al Congreso,
insistentemente, que se llegara a un compromiso en términos razonables. Así se
fraguó el llamado Yazoo compromise.
El 3 de marzo de 1803, el Congreso aprobaba una ley por la que se preveía
la venta de las tierras cedidas al gobierno federal por Georgia; la ley autorizaba

340
Gerald T. DUNNE: “Joseph Story: The Germinal Years”, en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.),
Vol. 75, 1961-1962, pp. 707 y ss.; en concreto, p. 713.
341
Richard E. ELLIS: The Jeffersonian Crisis: Courts and Politics in the Young Republic, The Norton
Library–W. W. Norton & Company, Inc., (reprint of the edition published by Oxford University Press,
1971), New York, 1974, p. 87
806 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

a los funcionarios que habían negociado el acuerdo con Georgia a recibir los
ofrecimientos de compromisos por parte de las personas que reclamaban “de con-
formidad con cualquier ley, o pretendida ley, del Estado de Georgia”, informando
inmediatamente después al Congreso de su opinión. Cuando parecía a punto de
fraguarse definitivamente el acuerdo en el seno del Congreso, John Randolph, un
excéntrico virginiano342 que se encontraba al frente de la mayoría Jeffersoniana,
iba a atacarlo con todo vigor. “Si los representantes del pueblo habían traicionado
su confianza, –declaraba Randolph, en obvia referencia a los primeros legisladores
de Georgia– el pueblo tenía un inalienable derecho a abrogar la ley objeto de la
traición. La ley abrogatoria estaba de acuerdo con las Constituciones de Georgia
y de los Estados Unidos”. Un arduo debate siguió a la propuesta de resolución de
Randolph, que preveía la prohibición de que los cinco millones de acres pudieran
utilizarse para satisfacer las demandas de los compradores de terrenos. La
propuesta de la Comisión fue pospuesta y, reiniciado el debate y tras cuatro días
de notables controversias, la resolución encaminada a la compensación de los
demandantes se aprobó por la Cámara de Representantes343, que por 63 votos a
favor frente a 58 en contra decidió tramitar el proyecto de ley. Aunque derrotada su
propuesta, Randolph no se rindió y encaminó sus esfuerzos a dilatar la tramitación
del proyecto, lo que finalmente consiguió, pues las sesiones del Congreso fueron
aplazadas sin que la ley hubiese sido aprobada. El lobby de la “New England
Company” continuó batallando para lograr las indemnizaciones a que creían tener
derecho, pero lo cierto es que en el Congreso la solución parecía dilatarse sine die,
y de hecho habrían de pasar dieciséis años hasta que el problema quedara resuelto
de modo definitivo. En ello tendría que ver la vendetta personal, por utilizar el
calificativo que le da Haskins344, llevada adelante por John Randolph of Roanoke
contra los compradores de las tierras de Georgia procedentes de Nueva Inglaterra.
Los numerosos inversores de Nueva Inglaterra, más aún a la vista de la
parálisis resolutoria del Congreso, se hallaban ansiosos de obtener una decisión
judicial acerca de la validez de los títulos de los terrenos que habían adquirido en
Georgia. La XIª Enmienda les impedía demandar al Estado de Georgia y la Ley
abrogatoria de 1796 prohibía a los tribunales del Estado considerar las acciones
que pudieran emprenderse al hilo de ese texto legal. En esta situación, es más

342
Así lo califica Hagan. Horace H. HAGAN: “Fletcher v. Peck”, op. cit., p. 16.
343
Puede ser de algún interés recordar algunas de las reflexiones vertidas por Root, un miembro del
Congreso en el momento de este debate. “It is further insisted, –argumentaba este congresista– that
the grant of 1795 was fraudulent–of course, that it is void ab initio. The abominable fraud, the gross
and odious corruption, which is said to have been practiced by and upon the members of the granting
Legislature of 1795, have been depicted in the most artful and detestible colors. But if I were to admit
for a moment that the motives of a Legislature can be questioned in order to nullify their acts, I should
extremely doubt whether that abominable corruption did even exist to the extent alleged. Where, let
me ask, is the proof of its existence? I can find it nowhere except in ex parte affidavits, taken before
no one knows whom, and sworn to by persons equally strangers to us”. Apud M. C. KLINGELSMITH:
“James Wilson and the So-Called Yazoo Frauds”, op. cit., pp. 17-18.
344
George Lee HASKINS and Herbert A. JOHNSON: Foundations of Power: John Marshall, 1801-
1815, op. cit., p. 343.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 807

que probable, como admite generalizadamente la doctrina345, que ese grupo de


presión de los inversores de Nueva Inglaterra intentara alcanzar judicialmente
lo que aún no había logrado políticamente. La vía de los tribunales federales con
base en fundamentos constitucionales era la vía idónea.

D) La formalización del litigio ante el Circuit Court para Massachusetts

No debe extrañar tras todo lo expuesto que algún autor haya escrito346, que el
Fletcher case encontró su comienzo en las cenizas de ese histórico incendio que
tuvo lugar en Georgia (“in the ashes of that historic Georgia fire”). El litigio que
iba a culminar en la trascendental Fletcher opinion se planteó inicialmente ante
el United States Circuit Court for Massachusetts, que era presidido por el Associate
Justice William Cushing. John Peck, un residente en la ciudad de Boston, que
había invertido una gran cantidad en las tierras de Georgia, vendió una parte de
sus propiedades a Robert Fletcher, un residente en la ciudad de Amherst, en el
Estado de New Hampshire. Ambos, y es un dato significativo, eran accionistas de
la “New England Mississippi Co.”. Tras la compra, Fletcher presentó una demanda
contra Peck por un montante total de 3000 dólares, a fin en realidad de obtener
un pronunciamiento judicial sobre el título de las tierras que había comprado. La
residencia de las partes (en dos Estados diferentes) entrañaba la competencia de
un tribunal federal por mor de la diversity jurisdiction347, y otro tanto se puede decir
de las cantidades que se manejaban en el litigio. Que el propósito de la acción era
resolver la validez de los títulos de la tierra de Georgia, más que decidir un pleito
privado, con intereses contrapuestos, parecía bastante evidente. White348 ve un
sólido indicio de ello en el hecho del aplazamiento de la controversia por mutuo
consentimiento desde 1803 hasta 1807, cuando ya parecía bastante claro que el
problema no iba a ser resuelto por el Congreso.
Los abogados que iban a intervenir en el caso dan una buena idea de la
importancia del mismo y de las relevantes consecuencias que se le atribuían.
Fletcher contó con Luther Martin para la presentación del caso. No obstante
la impopularidad de algunas de sus causas, el prestigio de Luther Martin (que
había sido miembro de la Convención Federal) como abogado era notable, y
desde 1801 venía apareciendo con frecuencia ante la Supreme Court. Peck, por su

345
Así, entre otros muchos, Joseph M. LYNCH: “Fletcher v. Peck: The Nature of the Contract Clause”,
op. cit., p. 8.
346
Horace H. HAGAN: “Fletcher vs. Peck”, op. cit., p. 2.
347
Cabe recordar, que en la redacción inicial del texto de la Judiciary Act la jurisdicción en los
llamados diversity cases requería que ninguna parte fuera ciudadano del Estado donde el caso era
planteado. El Senado modificó esa exigencia, circunscribiendo la diversity jurisdiction a casos en que
una de las partes, no las dos como es obvio, fuera ciudadano del Estado donde el pleito era formulado.
Cfr. al respecto, Wythe HOLT: “<To Establish Justice>: Politics, the Judiciary Act of 1789, and the
Invention of the Federal Courts”, en Duke Law Journal (Duke L. J.), Vol. 1989, 1989, pp. 1421 y ss.;
en concreto, p. 1503.
348
G. Edward WHITE: The Marshall Court & Cultural Change 1815-1835, op. cit., p. 603.
808 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

parte, estuvo representado por Robert Goodloe Harper, al que ya hemos tenido
oportunidad de referirnos, y por John Quincy Adams, (que en 1825 se convertiría
en el sexto Presidente de los Estados Unidos) quien, posteriormente, tras ser
nombrado Ministro plenipotenciario en Rusia, fue sustituido nada menos que
por Joseph Story (que en 1812 se convertiría en la persona con menor edad al
acceder a la Corte). En 1807, Story había sido invitado a integrarse en las filas de
la “New England Co.”. Dunne especula349 acerca de quién pudo ser decisivo en
convencerle para tal incorporación, concluyendo que lo mismo pudieron ser los
poco brillantes lobbyists Republicanos los que buscaran su asistencia jurídica,
como los Federalistas. De hecho, el lobby había enviado a Story a Washington no
para entrevistarse con Marshall, sino para hablar en la Cámara de Representantes.
Se confiaba en que la vigorosa oratoria de Story pudiera tener algún efecto en la
Cámara.
Formalmente, Robert Fletcher buscaba la rescisión del contrato con base en
que Peck no podía transmitir un buen título en relación a las tierras vendidas
(un total de 15000 acres), que eran parte de la concesión original posteriormente
anulada por la Ley de Georgia de 1796. Peck esgrimió en su defensa que él había
comprado la propiedad por una cantidad considerable sin tener noticia alguna
del soborno; por lo mismo, de conformidad con la doctrina de la buena fe del
comprador, su título era bueno y no se hallaba afectado por la ley abrogatoria
de Georgia. Los alegatos de Fletcher contenían cuatro cargos, que habían sido
redactados cuidadosamente a fin de plantear todas las cuestiones controvertidas
atinentes a la validez de las cesiones de las tierras del Yazoo. La primera quiebra
del título sobre las tierras se apoyaba en la posibilidad de que la Legislatura de
Georgia, el 7 de enero de 1795 (fecha del texto legal) no tuviera autoridad para
vender las tierras en cuestión. La segunda quiebra alegada formulaba la cuestión
de las fraudulentas prácticas que habían posibilitado la concesión de tierras. La
tercera se basaba en la ley de rescisión de Georgia, mientras que la última alegada
quiebra del título tenía como fundamento la consideración de que en la fecha de
la primera ley el título de las tierras pertenecía realmente a los Estados Unidos.
Respecto de los primeros tres cargos, el demandado presentó alegatos cuya
suficiencia impugnó el demandante mediante una objeción perentoria. En cuanto
al cuarto cargo, el demandado presentó igualmente un alegato, y en relación a este
cargo hubo un veredicto especial del jurado, que se refirió a los diversos hechos
históricos relativos a la complicada fijación de los límites de Georgia, aunque
finalmente, y en alusión al título de las tribus indias a esas tierras, el jurado declaró
su ignorancia y rogó por lo tanto recibir el consejo del tribunal.
En octubre de 1807, el Justice Cushing anunció la decisión del tribunal,
resolviendo todos los asuntos en liza en favor de John Peck. La Corte se pronunció
así en el sentido de que la transmisión de las tierras era buena, la ley abrogatoria
de Georgia era nula y Peck había transmitido un título válido cuando la venta

349
Gerald T. DUNNE: “Joseph Story: The Germinal Years”, op. cit., p. 715.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 809

se hizo. La pretensión del demandante de que el vendedor había incumplido la


garantía era, pues, rechazada de plano.
Fletcher no se acomodó con el fallo y, al provenir el mismo de un tribunal
federal, recurrió ante la Corte Suprema por intermedio de un writ of error. Ello
tenía notables consecuencias. Este instrumento procesal de acceso en la época a la
Supreme Court posibilitaba que ésta no estuviera limitada en su consideración de
la causa a las cuestiones constitucionales, como sucedía cuando había de conocer
en apelación de las decisiones de los tribunales estatales, pudiendo, por contra,
conocer de todas las cuestiones. Como escribe White350, “todas las cuestiones”
(“all the points”) significaba las cuestiones de Derecho general lo mismo que
las cuestiones constitucionales, y los posteriores pronunciamientos en el caso
(Marshall por la Corte y Johnson con un dissent parcial en forma de concurring
opinion) demostrarían que los Jueces se hallaban preparados para fundamentar
su decisión sobre bases extraconstitucionales lo mismo que constitucionales. De
esta forma, uno de los argumentos manejados (incluso, como se vio, por el propio
Hamilton en su dictamen), el de que la abrogación de la primera ley era nula por
violar los principios fundamentales de la justicia natural, podía ser un argumento
apropiado a esgrimir ante la Corte Suprema. Y efectivamente, los abogados de
Peck lo esgrimirían tanto ante el Circuit Court como ante la Supreme Court.

E) El writ of error ante la Corte Suprema

El caso fue visto por primera vez por la Corte Suprema en el período de sesio-
nes de marzo de 1809. La argumentación de Luther Martin en favor de Fletcher,
el demandante, ha sido generalmente calificada de superficial (“perfunctory”)351.
Martin dejó por completo de sostener la validez de la Rescinding Act, y se apoyó
casi enteramente en la opinión de que las tierras concedidas por Georgia no per-
tenecían al Estado sino a los Estados Unidos. Martin ignoró asimismo la relevante
cuestión de si las prácticas fraudulentas empleadas para lograr la aprobación de
la Ley de 1795 habían viciado la cesión de las tierras.
Mucho más consistentes resultaron los argumentos ofrecidos por los abogados
de Peck, el demandado “in error”. De entrada, iban a plantear exacta y hábilmente
la cuestión constitucional. “La Legislatura de Georgia –se decía, con unas claras
reminiscencias de la argumentación desarrollada por Robert G. Harper en su
panfleto– no podía revocar una concesión una vez ejecutada. No tenía derecho a
declarar la ley nula, pues ese era un ejercicio propio de la función judicial, no de
la legislativa. Era competencia del judiciary decir lo que es, o lo que era, Derecho,
mientras que la Legislatura sólo puede decir lo que será”. A este argumento, del
ejercicio por la Legislatura de una función que no le correspondía, se iba a añadir
una argumentación directamente incardinada en la Constitución de los Estados

350
G. Edward WHITE: The Marshall Court & Cultural..., op. cit., p. 604.
351
Así, entre otros, Horace H. HAGAN: “Fletcher vs. Peck”, op. cit., p. 20.
810 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

Unidos. “A la Legislatura –se razona por los abogados, siguiendo a su vez de cerca
la posición sustentada por Hamilton en su dictamen– le estaba prohibido por la
Constitución de los Estados Unidos aprobar cualquier ley que menoscabara las
obligaciones de los contratos. Una cesión es un contrato ejecutado, y crea también
de modo implícito un contrato pendiente de ejecutar (“an implied executory
contract”), que se manifiesta en la obligación que pesa sobre el otorgante de que
el cesionario continúe disfrutando de la cosa otorgada de conformidad con los
términos de la cesión”.
Los abogados del demandado, a diferencia del que representaba al deman-
dante, sí se ocuparon de la cuestión de si las prácticas corruptas empleadas en la
aprobación de la ley habían viciado la concesión de las tierras, dando la siguiente
respuesta al problema: “La validez de una ley no puede ser cuestionada a causa
de la indebida influencia que pueda haber sido utilizada para obtener el texto
legal. Por inadecuada que pueda ser y con independencia de lo severamente que
puedan ser castigados los infractores o delincuentes, si son culpables de soborno
(“bribery”), sin embargo, la más grosera corrupción no debe autorizar a un
tribunal judicial a desacatar la ley. Esto abriría una fuente de litigios que nunca
podría ser cerrada. La ley sería diferentemente decidida por diferentes jurados;
se cometerían innumerables perjurios, y una confusión inconcebible se seguiría”.
En fin, en relación al principal argumento del demandante, que Georgia no
tenía el título de las tierras transferidas, los abogados del demandado adujeron
que, de conformidad con los Articles of Confederation, los Estados Unidos no tenían
el dominio público, excepto en cuanto les era cedido por los diversos Estados, y
que el Tratado de París (Jay Treaty) confirmaba los límites de los Estados y no
otorgaba territorio a los Estados Unidos separado del de sus partes componentes.
La solidez de la argumentación de los abogados de Peck, Harper y Adams, es
patente352.
En sus “Diarios”, John Quincy Adams pinta un curioso cuadro del devenir de
las sesiones ante la Corte entre los días 2 y 11 de marzo de 1809353. Podemos recor-
dar alguno de sus datos. Recuerda Adams que él intervino el día 2, ocupándole su
intervención la totalidad del día (desde las 11 de la mañana hasta las 4 de la tarde).
Se muestra muy crítico consigo mismo al admitir que no estuvo lo suficientemente
claro ni en el orden de su exposición ni en su método, calificando su exposición de
monótona y tediosa (“dull and tedious”). Harper intervino el día 3 y habló durante

352
Comenta Dunne a este respecto, que Peck trató sus facturas legales con una indiferencia (“a
nonchalance”) más digna de un procedimiento ante un juez de paz que de un gran caso constitucional,
y su actitud apenas sugiere la existencia de un acuerdo (entre las partes como es obvio) en el que
cada detalle hubiera sido preparado de antemano. Gerald T. DUNNE: “Joseph Story: The Germinal
Years”, en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Vol. 75, 1961-1962, pp. 707 y ss.; en concreto, p. 749.
Esa indiferencia, de ser cierta, no se tradujo sin embargo en generosidad con los abogados, pues,
según Magrath, John Peck demostró ser un litigante algo ingrato, pues debiendo a Robert Goodloe
Harper 250 dólares por su trabajo como abogado en el caso, retrasó el pago más de dos años. C. Peter
MAGRATH: Yazoo. Law and Politics..., op. cit., p. 85.
353
Cfr. al respecto, Charles WARREN: The Supreme Court in United States History, op. cit., vol. one,
pp. 394-395.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 811

dos o tres horas, y al final de la sesión habló Luther Martin, continuando en la


mañana y tarde del día 4, justamente el día de la toma de posesión (“inauguration”)
del Presidente James Madison, por lo que la Corte suspendió unas horas sus
sesiones para estar presente en ese acto, en el que, además, correspondía al Chief
Justice la toma del juramento al nuevo Presidente.
En su Diario del 7 de marzo, Adams alude a la desgana (“reluctance”) de la
Corte para decidir el caso en su totalidad, pues él mismo parecía manifiestamente
preparado con el propósito de obtener de la Corte una decisión sobre todas las
cuestiones, y aunque la Corte había dado algunas decisiones en casos semejantes,
los Jueces no parecían dispuestos a hacerlo ahora.
El 11 de marzo, Marshall anunció la sentencia, revocando la decisión del
Circuit Court por un defecto en los alegatos. Resalta la doctrina354, que el funda-
mento de la revocación fue muy técnico, ciñéndose al hecho de que el demandado
no había en realidad negado la alegación del demandante de que la Legislatura
de Georgia no tenía autoridad para aprobar la Ley de 7 de enero de 1795, de
conformidad con la cual se había hecho el traspaso de las tierras. Una cuestión,
pues, estrictamente formal. En cuanto al fondo, el Chief Justice, verbalmente,
adujo que en las circunstancias en que la Corte se hallaba, con dos Jueces ausentes,
William Cushing y Samuel Chase, había dificultades que les habrían impedido
dictar una sentencia en ese período de sesiones incluso si los alegatos hubieran
sido correctos. Formalmente, pues, la causa de la postergación de la resolución
definitiva del caso fue la necesidad de contar con un Tribunal con la totalidad de
sus miembros; sin embargo, si hubiera sido esta la finalidad primaria, Marshall
no habría insinuado, como hizo, que los Justices se hallaban predispuestos a
declarar la inconstitucionalidad de la Repeal Act. Al hacerlo así, Marshall podía
estar sugiriendo que la decisión ya se había realmente alcanzado no obstante la
incomplitud de la composición de la Corte. Con ello, según Graber355, lo que estaba
haciendo Marshall era maniobrar para lograr que la decisión definitiva gozara de
un significativo apoyo político, a cuyo efecto lanzaba “a trial balloon” encaminado
a comprobar si las fuerzas políticas estarían de acuerdo en una eventual decisión
favorable a los demandantes del Yazoo.
El caso volvió a ser discutido en el período de sesiones de marzo de 1810.
Los alegatos, como es obvio, fueron modificados con el fin de acomodarse a lo
señalado por la Corte. Joseph Story ocupó el lugar de Adams, ya en Rusia como
Ministro plenipotenciario, como abogado de Peck. La doctrina ha vuelto a incidir
en la debilidad de la argumentación de Luther Martin, señalándose dos posibles
explicaciones: su inusualmente gran afición a la bebida en esos años o un posible
acuerdo preparado de antemano (“a prearranged agreement”) con las compañías
de tierras, como parte de un acuerdo general en un caso llamado a servir como

354
Horace H. HAGAN: “Fletcher vs. Peck”, op. cit., p. 21.
355
Mark A. GRABER: “Federalist or Friends of Adams: The Marshall Court and Party Politics”, en
Studies in American Political Development, Vol. 12, Fall, 1998, pp. 229 y ss.; en concreto, pp. 255-256.
812 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

“test”356. Finalmente, el 16 de marzo la Corte hacía pública su sentencia. Redactada


por Marshall, fue aprobada por una votación unánime, con el voto de cinco de los
miembros de la Corte, pues los dos Jueces que en las sesiones de 1809 se hallaban
ausentes, lo siguieron estando ahora y William Johnson, del que se ha dicho357
que en esa época era el único Justice que podía posibilitar una pluralidad de voces
en el tribunal (“a multi-voiced judiciary”), con su concurring opinion, tan sólo
iba a disentir de la fundamentación de la sentencia de la mayoría, no del fallo
propiamente dicho.
Ya nos hemos referido a cómo, en su primera decisión, la Corte se hahía
mostrado reticente a abordar la totalidad de los temas planteados en el litigio. El
propio John Q. Adams, en sus “Diarios”, se hizo eco de ello. No iba a suceder lo
mismo en esta segunda sentencia, pues la Corte se pronunció sobre la totalidad
de las cuestiones planteadas ante ella, decidiendo en todos los casos en contra del
demandante, y de esta forma, podría decirse que en favor de todos los inversores
que habían adquirido las tierras de Georgia. Quizá pueda serle de aplicación a la
Corte en la decisión de este caso lo que mucho tiempo después señalaría Frankfur-
ter: “The great judges are those to whom the Constitution is not primarily a text
for interpretation but the means of ordering the lives o a progressive people”358. Y
en efecto, dar adecuada respuesta a los problemas planteados en sede judicial no
sólo presuponía interpretar una cláusula que llegaría a ser trascendental en el siglo
XIX, sino que, primariamente, significaba sentar soportes básicos de la vida social
y económica norteamericana. Innecesario es decir tras lo antes señalado, que la
Corte consideró inconstitucional la Repeal Act, con base en que menoscababa las
obligaciones dimanantes de los contratos, en la medida en que intentaba anular
concesiones de tierras llevadas a cabo de conformidad con el texto legal anterior,
vulnerando así la contract clause.

F) El Fletcher case, ¿un caso fingido?

Hemos de ocuparnos ahora brevemente de una última cuestión que, desde


los mismos momentos de celebración del juicio, se ha veniendo esgrimiendo
ante este caso: ¿Se trató de un caso fingido, amañado, colusorio incluso? Serias
dudas al respecto asaltaron ya en su momento a los mismos participantes en este
proceso. Ya hemos tenido oportunidad de hacernos eco de algunas reflexiones de
John Quincy Adams, que parecen sugerir que el caso estaba preparado de modo
un tanto ficticio, al solo objeto de lograr el pronunciamiento de la Supreme Court

356
George Lee HASKINS and Herbert A. JOHNSON: Foundatios of Power: John Marshall, 1801-1815,
op. cit., p. 346.
357
Donald M. ROPER: “Judicial Unanimity and the Marshall Court – A Road to Reappraisal”, en
The American Journal of Legal History (Am. J. Legal Hist.), Vol. 9, 1965, pp. 118 y ss.; en concreto,
p. 121.
358
Apud Forrest Revere BLACK: “The Role of the United States Senate in Passing on the Nomina-
tions to Membership in the Supreme Court of the United States”, en Kentucky Law Journal (Ky. L.
J.), Vol. XIX, 1930-1931, pp. 226 y ss.; en concreto, p. 232.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 813

sobre todas las cuestiones polémicas. Según parece, habría sido un miembro de
la Corte, el Justice Brockholst Livingston, quien le comunicara la reluctancia del
Tribunal a decidir el caso en razón de que “parecía manifiestamente hecho con el
propósito de obtener un juicio de la Corte sobre todas las cuestiones”. Adams, en
cualquier caso, no llegó a dar su propio punto de vista en cuanto a la bona fides
del pleito, aunque él se refirió en sus “Diarios” a una declaración de Marshall
desde el Tribunal que, con toda evidencia, aludía a la naturaleza colusoria del
caso359. Conviene sin embargo precisar, que tildar el caso de colusorio quizá no
sea del todo exacto, pues de existir un pacto oculto entre las partes, el mismo no
tenía por objeto el perjuicio de un tercero, que es lo que en puridad conduciría a
calificar el pleito de colusorio, sino tan sólo lograr que, de una vez por todas, se
pudiesen sentar las bases jurídicas para la resolución de un problema que venía
arrastrando desde muchos años atrás.
También en su concurring opinion, el Justice Johnson iba a expresar análoga
preocupación: “I have been –puede leerse en su dissent– very unwilling to proceed
to the decision of this cause at all. It appears to me to bear strong evidence, upon
the face of it, of being a mere feigned case. It is our duty to decide on the rights
but not on the speculations of parties”360. Es sobradamente conocido el requisito
constitucional de la Sección 2ª del Art. III de la norma suprema, a cuyo tenor el
poder judicial se extenderá a “cases” y “controversies”, y como señalara Corwin361,
lo que sobresale de la previsión constitucional es la exigencia de “adverse litigants
presenting an honest and antagonistic assertion of rights”. Y en la medida en
que la judicial review se ejerce sólo en conexión con la decisión de casos y con el
propósito de encontrar y declarar la ley aplicable al caso, se halla intrínsecamente
sujeta a las limitaciones que se adhieren a la función judicial como tal. Dicho de
otro modo, la judicial review no puede tener lugar en abstracto, sino tan sólo en el
curso de la decisión de un auténtico caso jurídico. De ahí justamente que la Corte
se haya negado a pronunciar advisory opinions.
La doctrina actual, en buen número, no ha hecho sino corroborar esta idea
de que se trató de un caso amañado. Para Johnson, la acción desencadenante
del caso fue una acción inventada (“a contrived action”)362. Y Haskins, coautor
con el anterior del mismo libro, precisa algo más, al señalar diversos indicadores
que apuntan hacia la conclusión de que se trató de un caso fingido363: Primero,
aunque el pleito se formalizó en 1803, se mantuvo de común acuerdo, período tras
período de sesiones del tribunal ante el que se había presentado la demanda, hasta
octubre de 1806. No había ninguna aparente razón para este retraso, a menos
que tal pueda haber sido la esperanza de los inversores de obtener ayuda a través
del Congreso, que siempre se mostró dispuesto a buscar una fórmula de solución

359
George Lee Haskins and Herbert A. JOHNSON: Foundatios of Power..., op. cit., p. 344.
360
Apud Charles WARREN: The Supreme Court in United States History, op. cit., vol. one., p. 395,
nota 1.
361
Edward S. CORWIN: The Constitution and what it means today, op. cit., pp. 138 y 143.
362
George Lee HASKINS and Herbert A. JOHNSON: Foundatios of Power..., op. cit., p. 403.
363
Ibidem, pp. 343-344.
814 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

de la disputa. Segundo, en los alegatos, con notable habilidad, se expusieron


todos los problemas atinentes a las garantías de la transmisión de la propiedad,
cubriendo así cada punto de la controversia en cuanto a la legitimidad del título,
incluyéndose en ello la cuestión del título original de las tierras de Georgia, frente
al gobierno federal, España y los indios364. También Magrath, que ha estudiado
con detenimiento el caso, se ha alineado en esta dirección. Su juicio es rotundo e
inequívoco: “Beyond any doubt the case of Fletcher against Peck was a collusive
suit, an arranged case between friendly <adversaries> acting on behalf of the
New England Mississippi Land Company”365. Quienes arreglan pleitos colusorios,
menos cortesmente llamados falked cases (casos amañados), no dejan como es
obvio informes o datos de ello, pero en este caso, según el propio Magrath, una
explícita documentación proporcionaría poco más que una útil nota a pie de
página respecto a pruebas indirectas que muestran que Fletcher v. Peck fue un
caso preparado (“a rigged case”).
Otros autores, con unos u otros matices, sostienen lo mismo. Así, Lerner ha
hablado de un pleito obviamente inventado (“an obviously trumped-up suit”)366.
Y Roche367 cree que, tras quedar bloqueado en el Congreso, el lobby diseñó un
ingenioso test case entre dos inocentes compradores para impugnar la validez de
la ley de rescisión de Georgia. Bien es verdad que no faltan quienes establecen
algunos matices. Por su lado, Trickett estima que no está claro si el traspaso de
Peck a Fletcher era “a bona fide conveyance, or only a fictious one”, recordando
a renglón seguido que Beveridge, el gran biógrafo de Marshall, lo describió como
“a <friendly> suit”368.
No parece que quepan muchas dudas después de todo lo expuesto para
concluir que Fletcher v. Peck fue efectivamente un caso no diremos que colusorio,
pero sí preparado de antemano, lo que no deja de ser una curiosa paradoja. Una
de las sentencias llamadas a tener mayor impacto y trascendencia en el Derecho
público, y también en el privado, del siglo XIX norteamericano fue el resultado
de una litis fingida.

9. Algunos rasgos característicos de las sentencias de Marshall

I. Joseph Story, uno de las más relevantes Justices de la historia de la Corte


Suprema, además de uno de los mayores teóricos del Derecho del siglo XIX

364
También Frank califica el caso como “a feigned case”. John P. FRANK: “Historical Bases of
the Federal Judicial System”, en Indiana Law Journal (Ind. L. J.), Vol. 23, 1947-1948, pp. 236 y ss.;
en concreto, p. 261. Y White estima que el Fletcher case fue una disputa fingida. G. Edward WHITE:
The American Judicial Tradition (Profiles of Leading American Judges), expanded edition, Oxford
University Press, New York/Oxford, 1988, pp. 25-26.
365
C. Peter MAGRATH: Yazoo. Law and Politics..., op. cit., p. 54.
366
Max LERNER: “John Marshall and the Campaign of History”, op. cit., p. 412.
367
John P. ROCHE (edited by): John Marshall: Major Opinions..., op. cit., p. 120.
368
William TRICKETT: “Is a Grant a Contract? (A Review of Fletcher v. Peck, 6, Cranch, 87)”, en
American Law Review (Am. L. Rev.), Vol. 54, 1920, pp. 718 y ss.; en concreto, p. 719.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 815

norteamericano, llamó a Marshall “the expounder of the Constitution”369, y efec-


tivamente, Marshall fue el intérprete y comentarista de la Constitución, pero fue
mucho más que eso, pues cuando él llegó a la Corte la Constitución, en lo esencial,
como dijera Frankfurter370, era “a virgin document”, y a través de un puñado de
sentencias el Chief Justice fue capaz de dar una dirección institucional a una serie
de ideas inertes de un documento que, fundamentalmente, era un esquema de
gobierno. Si a ello se añaden algunos de los rasgos distintivos de las sentencias de
Marshall: el carácter magistral de sus decisiones, que, como escribe Schwartz371,
avanzan con una acompasada cadencia a su inevitable conclusión lógica, algo
que nunca ha sido igualado, mucho menos sobrepasado, en la historia judicial
norteamericana; su claridad, concisión y elocuencia; su facultad de exposición
de los casos; el vigor y equilibrio de su expresión, y el ímpetu en el desarrollo de
su razonamiento, se comprende que sus sentencias se hagan irresistibles372, rasgo
que aún se refuerza más si se tiene en cuenta otra característica, la que Corwin
denominara “su instinto de tigre hacia la vena yugular” (“tiger instinct for the
jugular vein”)373. Es por lo mismo por lo que se considera, que el impacto de sus
sentencias se proyecta de lejos mucho más allá de sus juicios propiamente dichos,
habiéndoseles llegado a atribuir unas “radiating potencies”374 que se difunden
ampliamente. En ello también desempeñará un cierto papel el audaz uso del obiter
dictum. No cabe duda de que las sentencias de Marshall contienen una amplia
cantidad de reflexiones no estrictamente necesarias para la decisión de los casos en
cuestión. Corwin y Beveridge, el biógrafo de Marshall, han hecho hincapié en que
este empleo de los obiter dicta no se debía a la inadvertencia o a los descuidados
métodos de una mente incapaz de distinguir lo relevante de lo irrelevante, sino

369
Apud Christopher WOLFE: “John Marshall & Constitutional Law”, en Polity, Vol. 15, No. 1,
Autumn, 1982, pp. 5 y ss.; en concreto, p. 5.
370
Felix FRANKFURTER: “John Marshall and the Judicial Function”, en Harvard Law Review
(Harv. L. Rev.), Vol. 69, 1955-1956, pp. 217 y ss.; en concreto, p. 218.
371
Bernard SCHWARTZ: Some Makers of American Law, op. cit., p. 30.
372
En la misma dirección, hace ya un siglo, escribía Cushman: “That Marshall decided great
constitutional questions correctly every one now recognizes; but the same can be said of many other
distinguished judges. It was his peculiar distinction that he was able to make it appear that those
questions could have been decided in no other way”. Robert Eugene CUSHMAN: “Marshall and the
Constitution”, en Minnesota Law Review (Minn. L. Rev.), Vol. V, 1920-1921, pp. 1 y ss.; en concreto,
p. 10. En la misma dirección, Schwartz señala que es difícil leer una de las grandes sentencias de
Marshall sin convertirse a sus puntos de vista. Y el relevante Profesor de la “New York University
School of Law” trata de reforzar su afirmación apelando a un excelente maestro del arte judicial, el
gran Justice Benjamin N. Cardozo, quien hablando de las sentencias de Marshall escribía: “Nosotros
oímos la voz del Derecho hablando a través de sus consagrados ministros, con la calma y seguridad
que nacen de un sentido de la maestría y de la autoridad. Así parecía Marshall juzgar, y un silencio
cae sobre nosotros aún ahora cuando prestamos atención a sus palabras. Esos tonos de órgano suyos
tenían la intención de llenar las catedrales o los más exaltados tribunales. La emoción es irresistible.
Sentimos el misterio y el temor de la inspirada revelación. Sus mayores decisiones están formuladas
sobre este plano de exaltación y reserva (“exaltation and aloofness”)”. Selected Writings of Benjamin
Nathan Cardozo, Hall ed., 1947, pp. 342-343. Cit. por Bernard SCHWARTZ: Some Makers of American
Law, op. cit., pp. 46-47.
373
Edward S. CORWIN: John Marshall and the Constitution, 1919. Cit. por Bernard SCHWARTZ:
A History of the Supreme Court, op. cit., pp. 36-37.
374
Felix FRANKFUERTER: “John Marshall and the Judicial Function”, op. cit., p. 217.
816 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

que era debido a la creencia fija de Marshall de que sus “irrelevantes” doctrinas
debían enunciarse en la más temprana ocasión posible375.
Es necesario reconocer por otro lado, que Marshall, desde luego, fue el benefi-
ciario de un proceso histórico que le permitió jugar un rol esencial en la creación
del Derecho constitucional americano; por eso podría decirse, como hizo otro
grandísimo Associate Justice, Oliver Wendell Holmes, con ocasión del centenario
del nombramiento de Marshall para la Chief Justiceship, que parte de la grandeza
de Marshall consistió en estar allí376, reflexión que, innecesario es decirlo, no se
formula con el ánimo de relativizar los enormes méritos del Chief Justice.
Marshall, es evidente, no estuvo solo, pero está fuera de cualquier duda que su
liderazgo sobre el resto de sus colegas fue incontrovertible. Los Associate Justices,
como se reconoce generalmente, admitieron la habilidad forense (“forensic
skill”) de su Chief Justice, y por ello, y también por su gran carisma personal,
habilitaron a Marshall para que fuera él quien redactara la gran mayoría de las
sentencias, particularmente en lo que atañe a las sentencias constitucionales377.
En fin, aún admitiendo, como no podría ser de otro modo, que el trabajo de la
Corte, como dijera el Justice Frankfurter, es orquestal antes que solista, bien
podría decirse, que la forma en que el Chief Justice presidió el Tribunal podría
compararse al modo en que el gran Arturo Toscanini (quien, entre otros muchos
relevantes cargos musicales, dirigiría la Scala de Milán y el Metropolitan de Nueva
York, además ya de dirigir los estrenos mundiales de La Bohème de Puccini y de
Turandot, también del gran Giacomo Puccini) dirigía la orquesta378. Nuestro gran
musicólogo Fernández-Cid lo compendiaría a la perfección379: “Arturo Toscanini,
con la estela de su inflexibilidad y rigor, su impulso hacia la vivacidad de los tempos
y lo inexorable de realizaciones en muchos aspectos difíciles de superar” podía
equipararse a genios de la dirección musical tales como Wilhelm Furtwängler,
aunque en ciertos aspectos se situase en sus antípodas, Bruno Walter, Clemens
Kraus, Erich Kleiber, Otto Klemperer, Hans Knappertsbusch o, diríamos ya por
nuestra cuenta, el más grande entre los grandes directores, Von Karajan, “cuyo
maridaje con la Berliner Philarmoniker se habría de convertir en la más perfecta,

375
Robert Eugene CUSHMAN: “Marshall and the Constitution”, op. cit., p. 10.
376
“A great man –escribe Holmes– represents a great ganglion in the nerves of society, (....) and
part of his greatness consists in his being there”. Oliver Wendell HOLMES: “John Marshall”. Cit. por
Charles F. HOBSON: “The Origins of Judicial Review: A Historian´s Explanation”, en Washington and
Lee Law Review (Wash. & Lee L. Rev.), Vol. 56, 1999, pp. 811 y ss.; en concreto, p. 817.
377
“That Marshall wrote most of the Supreme Court´s opinions after abandoning the seriatim tradi-
tion –escribe Engdahl– suggests, not that Marshall dominated the other minds on the Court, but rather
that Marshall´s colleagues (most of whom had strong intellectual talents of their own) acknowledged his
peculiar forensic skill, and trusted him to articulate and elucidate the consensus emerging from their
deliberations–even sometimes when he personally disagreed”. David E. ENGDAHL: “John Marshall´s
<Jeffersonian> Concept of Judicial Review”, en Duke Law Journal (Duke L. J.), Vol. 42, 1992-1993,
pp. 279 y ss.; en concreto, p. 330.
378
Bernard SCHWARTZ: “The Judicial Ten: America´s Greatest Judges”, en Southern Illinois
University Law Journal (S. Ill. U. L. J.), Vol. 4, 1979, pp. 405 y ss.; en concreto, p. 409.
379
Antonio FERNÁNDEZ-CID: “Obertura”, en Von Karajan. Mi Vida (en Conversación con Franz
Endler), Biografías Espasa, Espasa-Calpe, Madrid, 1990, pp. 7 y ss.; en concreto, pp. 12-13.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 817

duradera, brillante y arrebatadora relación sinfónica de cuantas hayan existido


en el mundo”. La relación de Marshall con la Supreme Court, en el atril desde
el que asumió la dirección jurídica de la Corte, si se nos permite decirlo así,
resultaría perfectamente equiparable a la relación mantenida por estos “grandes
monstruos” de la dirección musical, Toscanini y Von Karajan particularmente,
con sus respectivas orquestas, con la particularidad adicional de que Marshall, en
muchas ocasiones, oficiaría también como principal solista.

II. Marshall, desde otra perspectiva bien distinta, pero no menos trascendente,
se esforzó al máximo en conseguir a living Constitution, una Constitución viva,
viviente si así se prefiere, que propiciara de este modo las bases de una nación
sólida. Como una vez más escribe Schwartz380, su inquebrantable objetivo (“his
unswerving aim”) fue utilizar la Corte para colocar a través de ella la piedra
angular constitucional para una nación eficaz (“the constitutional cornerstone for
an effective nation”). Esta idea de lograr una constitución viva era perfectamente
coherente con la visión que Marshall tenía de la Constitución como un documento
que había de perdurar en el tiempo y perpetuarse de generación en generación,
como a la postre así habría de acontecer. Recordemos la célebre reflexión que
hace en McCulloch v. Maryland (1819), cuando afirma que las leyes de los Estados
Unidos se han hecho de conformidad con una Constitución que “was intended to
endure for ages to come and, consequently, to be adapted to the various crises of
human affairs”. En ello, el contraste con Jefferson era brutal, pues, como se ha
escrito, “Jefferson thought each generation ought to make its own constitution”381.
La Constitución que Marshall veneraba, a los ojos de Jefferson, constituía una
amenaza a la libertad. Craso error, como la experiencia histórica ha venido a
demostrar.
La visión que Marshall tenía de la Constitución, el núcleo de su filosofía cons-
titucional, aparece magistralmente compendiado en la celebérrima expresión que
recoge en su más trascendental decisión, por lo menos en lo que a la conformación
del Estado federal se refiere, la anteriormente mencionada sentencia McCulloch v.
Maryland: “we must never forget that it is a constitution we are expounding”. Sólo
esta afirmación ha dado pie a ríos de tinta vertida por la doctrina norteamericana.
Nosotros no podemos detenernos ahora en ello, pero sí haremos nuestro una
vez más el juicio de Frankfurter, para quien tal reflexión es la más importante
expresión individual en la literatura del Derecho constitucional, la más importante
porque es la más amplia y la que más se comprende (“most important because
most comprehensive and comprehending”)382.

380
Bernard SCHWARTZ: “The Judicial Ten...”, op. cit., p. 408.
381
Melvin I. UROFSKY: “Thomas Jefferson and John Marshall: What Kind of Constitution Shall
Have?”, en Journal of Supreme Court History (J. Sup. Ct. Hist.), Vol. 31, Issue 2, 2006, pp. 109 y ss.;
en concreto, p. 123.
382
Felix FRANKFURTER: “John Marshall and the Judicial Function”, op. cit., pp. 218-219.
818 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

Añadamos, que aunque algunos autores han entendido que lo que Marshall
quería decir con su célebre afirmación era que la Constitución no debía ser
interpretada como un detallado proyecto para el gobierno, lo cierto es que en una
decisión anterior, Bank of the United States v. Deveaux (1809), una cita de Marshall
parece sugerir que el Chief Justice quería otorgar algo de significado sustantivo,
no refiriéndose simplemente a las diferencias esbozadas entre las constituciones
y las leyes. En Deveaux Marshall decía:

“A constitution, from its nature, deals in generals, not in detail... Its framers
cannot perceive minute distinctions which arise in the progress of the
nation, and therefore confine it to the establishment of broad and general
principles”383 (“Una constitución, por su naturaleza, trata en términos
generales, no en detalle. Sus autores no pueden percibir distinciones
detalladas que se originan con el progreso de la nación, y por lo tanto la
confinan al establecimiento de principios amplios y generales”).

Y escribiendo bajo el seudónimo de “A Friend of the Constitution”, en defensa


de la McCulloch opinion, el 2 de julio de 1819, en la Alexandria Gazette, decía
Marshall que una Constitución no era un contrato entre enemigos que buscaran
la recíproca destrucción, ni tampoco era un contrato con un único objetivo, para
añadir casi a renglón seguido:

“The object of the instrument is not a single one which can be minutely
described, with all its circumstances. The attempt to do so, would totally
change its nature, and defeat its purpose. It is intended to be a general
system for all future times, to be adapted by those who administer it, to
all future occasions that may come within its own view. From its nature,
such an instrument can describe only the great objects it is intended
to accomplish, and state in general terms, the specific powers which
are deemed necessary for those objects. To direct the manner in which
these powers are to be exercised, the means by which the objects of the
government are to be effected, a legislature is granted”384. (El objetivo
del instrumento no es un objetivo único que pueda ser detalladamente
descrito, con todas sus circunstancias. El intento de hacerlo así cambiaría
completamente su naturaleza y haría fracasar su propósito. Se pretende
que sea un sistema general para todos los tiempos, adaptándose por
quienes lo aplican a todas las ocasiones futuras que puedan entrar en su
propia perspectiva. Por su naturaleza, tal instrumento sólo puede describir
los grandes objetivos que se pretenden cumplir, y declarar en términos
generales los poderes específicos que se consideran necesarios para esos
objetivos. Para dirigir el modo en que esos poderes deben ejercerse, el
medio por el que los objetivos del gobierno se han de realizar, se concede
una legislatura”).

383
Apud Walter J. KENDALL III: “Chief Justice Marshall as Modern”, en John Marshall Law Review
(J. Marshall L. Rev.), Vol. 33, 1999-2000, pp. 1145 y ss.; en concreto, p. 1150.
384
John MARSHALL: “A Friend of the Constitution” (Essays from the Alexandria Gazette), en
Stanford Law Review (Stan L. Rev.), Vol. 21, 1968-1969, pp. 456 y ss.; en concreto, p. 467.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 819

Marshall, parece evidente, veía la Constitución como absolutamente diferente


de las leyes, como una norma perdurable que había de adaptarse a las circunstan-
cias cambiantes de la sociedad.
Es cierto, que también ha habido autores de la relevancia de Corwin que
han entendido que esa célebre declaración de Marshall en McCulloch implicaba
la necesidad de un judicial policy-making, de un ejercicio de voluntad judicial
propio de un estadista; dicho de otro modo, de un deber judicial de adaptar la
Constitución, haciéndola a través de ello una carta viva capaz de crecimiento (“a
living charter capable of growth”). Dicho de otro modo, Marshall, a través de su
celebérrima reflexión, estaría reivindicando un rol político para el poder judicial.
Otro sector de la doctrina385 no cree, sin embargo, que fuera así, considerando
que para Marshall, al menos en McCulloch, era deber de los órganos políticos
(“of the political branches”), no del judiciary, adaptar los “grandes perfiles” (“the
great outlines”) de la Constitución a las cambiantes necesidades de la sociedad;
consecuentemente, era deber del judiciary apoyar la constitucionalmente permi-
sible voluntad legislativa.

III. Por lo que a las reglas de interpretación de Marshall se refiere, brevemente,


recordaremos que en Brown v. Maryland (1827), sentencia en la que Marshall
formulará su conocida doctrina del “original package”, de conformidad con la
cual, el poder de establecimiento de impuestos de un Estado no se extiende a los
artículos importados del exterior con tal de que permanezcan en su embalaje
original (“original package”), Marshall enuncia unos criterios interpretativos de
la máxima importancia. Vale la pena transcribir algunas de sus reflexiones:

“In performing the delicate and important duty of constructing clauses


in the constitution of our country, which involve conflicting powers of
the government of the Union, and of the respective States, it is proper to
take a view of the literal meaning of the words to be expounded, of their
connection with other words, and of the general objects to be accomplished
by the prohibitory clause, or by the grant of power”386. (“Al cumplir el
delicado e importante deber de interpretar cláusulas de la Constitución de
nuestro país que conciernen a poderes en conflicto del gobierno de la Unión
y del de los respectivos Estados, es adecuado adoptar el punto de vista
del significado literal de las palabras a ser interpretadas, de su conexión
con otras palabras y de los objetivos generales a cumplir por la cláusula
prohibitoria o por el otorgamiento del poder”).

385
Sanford Byron GABIN: Judicial Review and the Reasonable Doubt Test, National University
Publications–Kennikat Press, Port Washington (New York)/London, 1980, p. 23.
386
Apud Christopher WOLFE: The Rise of Modern Judicial Review (From Constitutional Interpreta-
tion to Judge-Made Law), Basic Books, Inc., Publishers, New York, 1986, p. 42. El texto de Marshall
en su dissent en Ogden, también está sacado de este mismo autor y obra.
820 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

El punto de partida para la interpretación es pues el examen de las palabras


de la disposición en cuestión. En otra relevante sentencia, aunque en este caso
pronunciándose Marshall en dissent, Ogden v. Saunders (1827), la única sentencia
constitucional en la que el Chief Justice quedaría en minoría, tras adoptarse la
decisión por un ajustado 4-3, Marshall, en su dissenting opinion, complementó las
reflexiones precedentemente transcritas, afirmando lo que sigue:

“To say that the intention of the instrument must prevail; that this intention
must be collected from its words; that its words are to be understood
in that sense in which they are generally used by those for whom the
instrument was intended;that its provisions are neither to be restricted
into insignificance, nor extended to objects not comprehended in them
nor contemplated by its framers, is to repeat what has been already said
more at large, and is all that can be necessary”. (“Decir que la intención del
instrumento debe prevalecer, que esta intención debe ser inferida de sus
palabras, que sus palabras tienen que ser entendidas en el sentido en que
son generalmente utilizadas por los destinatarios del documento, que sus
disposiciones no tienen que restringirse a la insignificancia ni extenderse
a objetos no comprendidos en ellas ni contemplados por sus autores, es
repetir lo que ya se ha dicho más extensamente, y es todo lo que puede
necesitarse”).

En definitiva, las palabras, los términos de la Constitución, como señalara


Wolfe387, deben comprenderse de modo acorde con su uso popular, esto es, en su
“empleo en los asuntos comunes de la tierra, o en autores reconocidos”. Ya que
la Constitución es la estructura de un gobierno basado en el pueblo, sus palabras
deben entenderse como el pueblo las entendería generalmente. La argumentación
a la que Marshall acudirá para su interpretación de la contract clause no diferirá
en absoluto de esta pauta hermenéutica, pues como señala Siegel388, el Chief
Justice defenderá una técnica interpretativa de comprensión de los términos
constitucionales de conformidad con el “natural meaning of words”, que irá
unido a un ataque sobre la técnica de “presuming an intention to except a case,
not excepted by the words of the constitution”.
A la vista del esfuerzo llevado a cabo por la Corte, bajo la batuta de su
Presidente, en orden a interpretar la norma suprema, un sector de la doctrina ha
hecho especial hincapié en que la tarea que Marshall llevó primariamente a cabo
fue interpretativa. La grandeza de Marshall, escribe Wolfe389, reside no en haber
dado forma a un documento ambiguo, lo que, añadiríamos por nuestra cuenta,
le acercaría al rol del legislador, sino en haber interpretado un gran documento
fielmente (“faithfully”). La grandeza de Marshall descansa pues, no en su propia
voluntad, sino en la voluntad del Derecho, de la Constitución. Esta idea podría

387
Christopher WOLFE: The Rise of Modern..., op. cit., p. 42.
388
Stephen A. SIEGEL: “Lochner Era Jurisprudence and the American Constitutional Tradition”,
en North Carolina Law Review (N. C. L. Rev.), Vol. 70, 1991-1992, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 45.
389
Christopher WOLFE: The Rise of Modern..., op. cit., p. 41.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 821

verse reforzada a la vista de una de las propuestas jurisprudenciales más signi-


ficativas de la Marshall Court: la de que los jueces no hacen el Derecho, sino que
se limitan a descubrir ciertos principios fundamentales o universales, y una vez
identificado el pertinente principio, lo aplican a los hechos del caso, alcanzando
así el resultado correcto. En un pasaje de la sentencia Osborn v. Bank of the United
States (1824), en la que la Corte corroboró la constitucionalidad del Banco de los
Estados Unidos y la inconstitucionalidad de un impuesto estatal establecido por
el Estado de Ohio sobre esa corporación federal, Marshall afirmaba sin rubor
(“unblushingly”), como con gracejo matiza White, que:

“Courts are the mere instruments of the law, and can will nothing. When
they are said to exercise a discretion, it is a mere legal discretion, a
discretion to be exercised in discerning the course prescribed by law”390.
(“Los tribunales son meros instrumentos del Derecho y no pueden querer
nada. Cuando dicen que ejercen una discreción, es una mera discreción
jurídica, una discreción que se ejerce al discernir la dirección prescrita por
el Derecho”).

Marshall está defendiendo pues, la ausencia de voluntad judicial, en el sentido


de facultad discrecional de hacer Derecho. Dicho de otro modo, los jueces tratan
de decidir los casos suscitados ante ellos mediante el recurso a un cuerpo de
principios fijos, inmutables, que derivan de un conjunto de fuentes escritas,
como la Constitución, las leyes, las decisiones judiciales, o también de fuentes
autorizadas no escritas, como la costumbre, la razón, la naturaleza de las cosas
o “the first principles of free republican governments”, pero en ningún supuesto
deciden con base en sus propias creencias y valores. Uno no puede comprender el
mundo jurisprudencial de la Marshall Court sin tener muy presente la centralidad
de esta esencial distinción que viene a separar “the will of the law” y “the will of the
judge”, que a su vez se conecta con la diferenciación entre la autoridad del Derecho
y la de quienes se encargan de interpretar sus principios fundamentales. Como de
nuevo escribe White391, Marshall y sus contemporáneos concebían la autoridad
del Derecho como ajena a la voluntad humana (“as external to the human will”),
en el mismo sentido que la naturaleza, la Historia, la voluntad de Dios y ciertas
“leyes de hierro” (“iron laws”) de la economía política le son ajenas.
Las reflexiones que preceden no dejan de plantearnos interrogantes: ¿actuó
Marshall tan sólo como intérprete?, ¿prescindió en su interpretación de su
propio mundo de valores?, ¿interpretó fielmente, como se dice, el contenido de la
Constitución? No creemos que las respuestas sean tan inequívocas como alguno
de los autores a que precedentemente nos hemos referido parecen sostener.

390
G. Edward WHITE: “The Working Life of the Marshall Court, 1815-1835”, en Virginia Law
Review (Va. L. Rev.), Vol. 70, 1984, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 50.
391
G. Edward WHITE: “Recovering the world of the Marshall Court”, en John Marshall Law Review
(J. Marshall L. Rev.), Vol. 23,1999-2000, pp. 781 y ss.; en concreto, p. 793.
822 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

Marshall fue desde luego intérprete, pero también, de facto, actuó como
legislador392. Los tribunales, afirmaba, no pueden querer nada, pero como escribe
Abraham393, no queriendo nada (“willing nothing”), Marshall anunció, entre otras
muchas, cuatro de las más trascendentales decisiones de la historia, y para el futu-
ro, de la Corte, de la Constitución y del país, sin las que, en el mejor de los casos,
es dudoso que la nación hubiera crecido y prosperado como lo hizo: 1) Marbury v.
Madison (1803), estableciendo la judicial review y la supremacía de la Constitución;
2) McCulloch v. Maryland (1819), consagrando la decisiva doctrina de los poderes
implícitos del Congreso, la inmunidad federal frente a la imposición de impuestos
por los Estados, y encontrando en el pueblo, no en los Estados, el origen de los
poderes del gobierno federal; 3) Gibbons v. Ogden (1824), reconociendo la plena
autoridad federal sobre el comercio interestatal y exterior, y 4) Darmouth College
v. Woodward (1819), sentando la inviolabilidad de los contratos, complementando
y ampliando la por otro lado ya amplísima interpretación dada por Marshall a la
contract clause en Fletcher v. Peck.
Al diseñar estas, y otras muchas, grandes doctrinas constitucionales, Marshall
estaba, sin ningún género de dudas, desbordando el estricto ámbito de intérprete,
para aproximarse al rol propio de un legislador. Pero además, estaba impregnando
su jurisprudencia de su propio mundo de valores. El nacionalismo de Marshall y su
deseo de fortalecer un sólido poder federal es algo omnipresente en sus sentencias;
Wright, por ejemplo, recuerda394, que las decisiones dictadas al hilo de la contract
clause han sido consideradas frecuentemente como una ilustración adicional de
su nacionalismo. En su clásica obra John Marshall and the Constitution, Corwin
escribió395, que la interpretación que Marshall hizo de la Constitución puede
resumirse en una frase: traspasó la soberanía estatal con una espada de doble filo,
en un filo de ella se inscribió el principio de la “supremacía nacional”, mientras
que en el otro fue inscrito el de los “derechos privados”, materia en la que a su
vez, añadiríamos por nuestra cuenta, brillaría con luz propia el principio de la
“santidad de los contratos” (“sanctity of contracts”). Y es bien conocido que el
sucesor de Marshall, el Chief Justice Taney, no compartió las mismas sensibilidades
de Marshall ni puso el mismo énfasis sobre las diversas cuestiones abordadas, lo
que no hace sino corroborar lo precedentemente dicho: los valores y sensibilidades
de Marshall impregnaron sus sentencias.
En fin, que Marshall interpretara fielmente la Constitución, como algunos
autores sostienen, es cuando menos discutible. Pongamos dos ejemplos. En la

392
En la misma dirección se manifiesta Schwartz, para quien el rol de Marshall fue tanto el de
legislador como el de juez. El llevó a cabo su tarea de trasladar la estructura constitucional a la realidad
de los casos decididos. Y como Frank, en su libro Marbre Palace, escribe, “Marshall se encontró con
la Constitución como Dios se encontró con el caos, en una época en la que todo necesitaba crearse”.
Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 36.
393
Henry J. ABRAHAM: The Judicial Process (An Introductory Analysis of the Courts of the United
States, England and France), 7th edition, Oxford University Press, New York/Oxford, 1998, p. 376.
394
Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause..., op. cit., p. 27.
395
Edward S. CORWIN: John Marshall and the Constitution. A Chronicle of the Supreme Court, p.
173. Cit. por Robert Eugene CUSHMAN: “Marshall and the Constitution”, op. cit., p. 26.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 823

Marbury opinion, es harto dudoso que la interpretación que el Chief Justice hace
del Art. III de la Constitución, al confrontarlo con la Sección 13 de la Judiciary Act,
sea justamente la perseguida por los Framers. Y en la Fletcher decision, aunque
no faltan autores que, como Ely, creen que Marshall podía justamente pensar que
estaba siguiendo la perspectiva de los Founding Fathers al interpretar la contract
clause ampliamente396, esto no deja de ser cuestionable, pues, como ya se ha
expuesto con anterioridad, no creemos ni siquiera que los Framers tuvieran una
idea clara del significado de la cláusula. Con lo anterior no se pretende ni mucho
menos cuestionar la grandeza de Marshall y de su obra, que es más propia de un
estadista que de un juez, quizá porque, como Dunne ha escrito397, exagerando
quizá un tanto los términos, con el afán de acentuar el contraste entre el Chief
Justice y su gran amigo el Justice Story, Marshall no es en absoluto un juez, sino
más bien un estadista-soldado398, mientras que Story es el filósofo y el erudito,
“the builder of legal summas”.

IV. No podemos finalizar estas breves reflexiones sobre los rasgos caracte-
rísticos de las decisiones de Marshall, mucho menos en un estudio que tiene
como objeto la Fletcher opinion, sin hacernos eco de algo a lo que ya aludimos
someramente en un momento precedente: la preocupación de Marshall por los
derechos de propiedad, cuya protección era la finalidad primigenia del Derecho
de la época. “I consider –escribió Marshall en una ocasión– the interference of
the legislature in the management of our private affairs, whether those affairs
are committed to a company or remain under individual direction, as equally
dangerous and unwise. I have always thought so and still think so”399.
Habría que comenzar recordando algo que ya se ha dicho, que la preocupación
por la propiedad privada constituyó siempre un principio fundamental de la teoría
política republicana, apareciendo como una idea nuclear en la conciencia de los
americanos de fines del XVIII y principios del XIX. Pensemos en que la propiedad
era fundamentalmente el producto del trabajo humano. En la filosofía de Locke,

396
James W. ELY, Jr.: “The Marshall Court and Property Rights”, op. cit., p. 1056.
397
Gerald T. DUNNE: “The American Blackstone”, en Washington University Law Quarterly (Wash.
U. L. Q.), (Washington University, St. Louis, Missouri), Vol. 1963, 1963, pp. 321 y ss.; en concreto, p.
330. “Marshall –escribe Dunne– is no judge at all but rather a statesman-soldier who brings all the
resources of his iron will and charismatic personality to the task of shaping his times to his measure”.
398
Esta idea es tributaria del pensamiento de McLaughlin, quien relativiza el rigor técnico como
jurista de Marshall, no ciertamente para desvalorizar su labor, sino para acentuar su vertiente de
estadista. “In his greatest and most powerful opinions, –escribe McLaughlin– as we read them to-day,
he appears to us to be speaking not in the terms of technical law but as one of Washington´s soldiers
who had suffered that the nation might live. Had he been more of a technical lawyer, thoroughly
steeped in the history and entangled in the intricacies of the law, he might not have been so great a
jurist; for his duties called for the talent and the insight of a statesman capable of looking beyond
the confines of legal learning and outward onto the life of a vigorous people entering upon the task
of occupying a continent and soon to be confronted with new and imperious problems”. Andrew C.
McLAUGHLIN: A Constitutional History of the United States, D. Appleton–Century Company, New
York/London, 1935, p. 300.
399
Apud Bernard SCHWARTZ: A History of the Supreme Court, op. cit., p. 49.
824 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

el derecho de propiedad se concebía no tanto como el derecho de poseer, cuanto


como el derecho de poseer lo que uno ha trabajado. Esta premisa, que Locke
desarrollaría en el capítulo V de su Second Treatise, fue adoptada por Marshall
como un principio generalmente admitido, y de ella, dice Faulkner400, extraería
sus argumentos sobre la propiedad y sobre los derechos contractuales adquiridos
(“vested contractual rights”). En idéntica dirección, estima Ely401, que la defensa de
los derechos de propiedad por la Marshall Court se ha de fundamentar en el pen-
samiento constitucional de fines del siglo XVIII, en el que constituía una premisa
central la creencia de que la propiedad era esencial tanto para el autogobierno
como para la libertad política. Un dato significativo lo encontramos en el hecho de
que uno de los rasgos más característicos de las primeras Constituciones estatales
sería el que las mismas iban a reflejar la filosofía aceptada en el siglo XVIII, y
dentro de ella ocupaban un lugar preferente los derechos naturales inalienables
del hombre402, entre ellos, innecesario es decirlo, el derecho a la propiedad.
Quiere todo ello decir, que la protección en sede judicial de la propiedad
privada comenzó bastante antes de la Marshall Court, y entroncaba directamente
con la filosofía política de la época. El papel clave de la propiedad privada en
el embrionario constitucionalismo americano se puede atisbar a la perfección
en la notable sentencia Calder v. Bull (1798), en la que, recordémoslo, la Corte
interpretó la expresión ex post facto, referida a la prohibición constitucional de
las ex post facto laws, en el sentido técnico jurídico del término con anterioridad
a la Revolución, por mor del cual se había de aplicar tan sólo a leyes penales
que impusieran o incrementaran un castigo penal. Pues bien, en su opinion (la
sentencia se decidió por 4-0, pero a través de seriatim opinions), el Justice Samuel
Chase, invocando principios de Derecho natural no expresamente especificados
por la Constitución, declaraba: “There are certain vital principles in our free
republican governments, which, will determine and overrule an apparent and
flagrant abuse of legislative power”403. Y dando ejemplos de actos legislativos
prohidos, Chase opinaba que los legisladores no podrían promulgar “una ley que
tomara la propiedad de A para dársela a B”.
En definitiva, aunque el constitucionalismo de Marshall fue inseparable de su
preocupación y compromiso con los derechos de propiedad, no obstante alguna
opinión que tiende a relativizar este rasgo404, el respeto de tales derechos venía
siendo una constante del orden social y del pensamiento político norteamericano
bastante antes de que Marshall llegase a la presidencia de la Corte.

400
Robert Kenneth FAULKNER: The Jurisprudence of John Marshall, Princeton University Press,
Princeton, New Jersey, 1968, p. 18.
401
James W. ELY, Jr.: “The Marshall Court and Property Rights...”, op. cit., p. 1025.
402
William Clarence WEBSTER: “Comparative Study of the State Constitutions of the American
Revolution”, en Annals of American Academy of Political and Social Sciences (Annals Am. Acad. Pol.
& Soc. Sci.), Vol. 9, 1897, pp. 380 y ss.; en concreto, p. 386.
403
Apud James W. ELY, Jr.: “The Marshall Court and Property...”, op. cit., p. 1028.
404
Faulkner cree que la devoción de Marshall hacia el derecho de propiedad ha sido enfatizada y
exagerada. Robert Kenneth FAULKNER: The Jurisprudence of John Marshall, op. cit., p. 17.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 825

10. La sentencia Fletcher v. Peck. Su argumentación jurídica

Abraham ha señalado que Fletcher v. Peck es un caso difícil de enseñar405, y no


le falta razón en ello, pues este caso plantea numerosas cuestiones constituciona-
les, al margen ya, un tanto paradójicamente, de no fundamentarse la sentencia
tan solo en la Constitución, por cuanto también recurre como base de apoyo a
principios propios del Derecho natural. Esa diversidad de cuestiones abordadas
en la sentencia, con su superposición de la interpretación del texto constitucional
y su defensa del principio de los derechos adquiridos (vested rights), de corte
característicamente iusnaturalista406, se halla en la base de que la misma haya
sido considerada como un verdadero microcosmos de la Marshall Court contract
clause adjudication407.
La sentencia plantea cuestiones constitucionales de notable interés, y en
algunos casos de la mayor novedad. En primer término, aborda la validez de la
venta de tierras llevada a cabo por la Legislatura de Georgia a través de su primera
ley de 1795. Marshall va a soslayar la cuestión del título de Georgia sobre esas
tierras, pero por el contrario va a acudir a la importante doubtful case rule para
considerar la constitucionalidad de la Ley de 1795, desde la perspectiva de la
propia Constitución de Georgia, en la que no encuentra nada que prohíba la venta
de las tierras por la Legislatura. En segundo término, el Tribunal va a acudir al
principio del self-restraint, así como también a la separación law/politics, ya expre-
sada en la Marbury opinion, para no entrar a valorar los motivos fraudulentos que
impulsaron al legislador a aprobar el primer texto legal. Finalmente, tras recordar
lo obvio, que Georgia es miembro de la Unión, y como tal se halla sujeta a la
Constitución federal y, dentro de ella, a la contract clause, Marshall va a reconducir
la Ley de 1795 a esa cláusula, considerando que la concesión de tierras que lleva
a cabo el texto legal es un contrato, y que no obstante ser un contrato público, al
ser parte del mismo el Estado de Georgia, cae dentro del ámbito de la contract
clause, que no puede ver circunscrito su ámbito de aplicación a los meros contratos
privados. A partir de esta idea, Marshall considerará que la ley de rescisión (Repeal
Act) menoscaba las obligaciones dimanantes de la relación contractual. Y como
parece mostrar algunas vacilaciones, recurre asimismo a los “principios generales
comunes a nuestras instituciones libres”, o lo que es igual, a principios del Derecho
natural, cuya vulneración por la segunda ley de Georgia también cree evidente.
En consecuencia con todo ello, la sentencia declarará inconstitucional la Ley de

405
Henry J. ABRAHAM: “President Jefferson´s Three Appointments to the Supreme Court of the
United States: 1804, 1807, and 1807”, en Journal of Supreme Court History (J. Sup. Ct. Hist.), Vol. 31,
Issue 2, 2006, pp. 141 y ss.; en concreto, p. 151.
406
No puede olvidarse que los propósitos de la contract clause eran un componente central del
principio de los derechos adquiridos y del gobierno limitado, per se, y las leyes que menoscababan
las obligaciones dimanantes de los contratos eran calificadas como “contrary to the first principles
of the social compact”. Sylvia SNOWISS: “Text and Principle in John Marshall´s Constitutional Law:
The Cases of Marbury and McCulloch”, en John Marshall Law Review (J. Marshall L. Rev.), Vol. 33,
1999-2000, pp. 973 y ss.; en concreto, p. 993.
407
Sylvia SNOWISS: Judicial Review and the Law of the Constitution, op. cit., p. 126.
826 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

1796 del Estado de Georgia. Como puede apreciarse pues, la sentencia se vertebra
en tres grandes partes, aunque la tercera presente una notable pluralidad de
cuestiones que tienen como referencia directa a la cláusula de los contratos, que
en sucesivas sentencias seguirá suscitando una notable variedad de temas. Como
al respecto dice Snowiss408, uno de los más notables aspectos de las sentencias
sobre esta cláusula será la amplitud de la discusión generada por un texto tan
parco como el de esta disposición constitucional.
Parece claro pues, que es la contract clause la que vertebra el razonamiento
jurídico de Marshall y la que termina resultando determinante para la declaración
de inconstitucionalidad. Ello no obstante, Marshall trata de modo un tanto elíptico
otros principios jurisprudenciales sobre los que podía haber basado su sentencia.
Recordaremos dos de esos principios. Uno de ellos era el que Coke proclamara en
el Bonham´s case, al entender contrario al common law and reason que una per-
sona pudiera ser juez en su propio caso. Marshall, en un determinado momento,
observa que la Legislatura de Georgia parecía actuar como “judge in its own case”,
porque rescindió su anterior concesión mediante una ley en lugar de impugnar
el título de Peck a través de un procedimiento judicial. No era inimaginable que
Marshall hubiera podido sustentar su sentencia sobre la bien conocida máxima del
Derecho natural. Y en la decisión se puede leer, que aunque la Legislatura “might
claim to itself the power of judging in its own case, yet there are certain great
principles of justice, whose authority is universally acknowledged, that ought not
to be entirely disregarded”409. Sin embargo, Marshall evitó cualquier consideración
concluyente que pudiera derivar del argumento cokeano.
El otro principio en el que Marshall podía haber sustentado su sentencia era
el principio de la división de poderes. Aunque finalmente descartara hacerlo,
Marshall observó que la abrogación por la Legislatura de Georgia de su propia
concesión de tierras parecía violar esta doctrina, al usurpar una función que
realmente pertenecía al judiciary. Bien es verdad que el Chief Justice constataba,
que ni la Constitución de Georgia ni la de los Estados Unidos ofrecían un mandato
específico en sus textos para derribar la ley abrogatoria de Georgia, tras lo que
dejaba abierto un interesante interrogante: “It is the peculiar province of the
legislature –se puede leer en la sentencia– to prescribe the rules for the government
of society; the application of those rules to individuals in society would seem to be
the duty of other departments. How far the power of giving the law may involve
every other power, in cases where the constitution is silent, never has been, and
perhaps never can be, definitely stated”. Para Snowiss410, este oblicuo comentario
era la contrapartida de la cualificada alusión de Blackstone en sus Commentaries a
la supremacía del Derecho natural. Blackstone reconocía que había límites frente

408
Sylvia SNOWISS: “Text and Principle in John Marshall´s Constitutional Law...”, op. cit., p. 989.
409
Apud Arthur E. WILMARTH, Jr.: “Elusive Foundation: John Marshall, James Wilson, and the
Problem of Reconciling Popular Sovereignty and Natural Law Jurisprudence in the New Federal
Republic”, en George Washington Law Review (Geo. Wash. L. Rev.), Vol. 72, 2003-2004, pp. 113 y ss.;
en concreto, p. 124.
410
Sylvia SNOWISS: Judicial Review and the Law of the Constitution, op. cit., p. 128.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 827

al principio tan insistentemente defendido por él de la omnipotencia parlamen-


taria, mientras que Marshall parecía estar planteando aquí un supuesto para la
omnipotencia legislativa. En cualquier caso, conviene no olvidar que, como ya se
expuso, Harper, en su panfleto, se planteó justamente la violación de este mismo
principio de la división de poderes, por lo que tampoco aquí era el planteamiento
de Marshall por entero original, al margen ya de la propia ambigüedad con que
lo formula.
La doctrina ha relativizado bastante la originalidad de los razonamientos
jurídicos de Marshall, lo que es perfectamente comprensible tras lo que ya se
ha expuesto acerca de la primera jurisprudencia generada por la cláusula de los
contratos y del dictamen presentado por Hamilton, e incluso del texto publicado
por Harper. Así, por hacernos eco de algunos de estos juicios, para Levy411, en
aspectos cruciales, la transformadora interpretación de Marshall de la contract
clause fue una repetición de la sentencia del Justice Paterson. Marshall, al igual
que Paterson, se apoyó tanto en un higher law como en la contract clause y buscó el
significado de la disposición constitucional apoyándose en reglas hermenéuticas,
desdeñando por lo mismo la búsqueda de la intención original de los Framers.
Magrath, a su vez, tras constatar que la sentencia bebe de fuentes muy diversas,
entre las que menciona el propio panfleto de Harper, no duda en considerar
que “the heart of Fletcher v. Peck belonged to Alexander Hamilton”412, pues en
el dictamen de Hamilton se hallan los dos elementos clave de la sentencia: la
afirmación de que la Repeal Act violaba “the first principles of natural justice and
social policy” en detrimento de compradores inocentes, y la opinión de que la ley
de Georgia era un contrato legal, encontrando que la ley de rescisión violaba la
contract clause413. A su vez, Ely cree414, que esta sentencia no fue particularmente
original por cuanto la Corte, en Huidekoper´s Lessee v. Douglas (1807), ya había
insinuado que una concesión de tierras era un contrato. También Johnson vincula
Fletcher con Huidekoper, en cuanto que, al tratar sobre los derechos de propiedad,
comparte con la sentencia anterior la idea de una vinculación de los Estados a un
Derecho interno (“an internal law”), que es independiente de cualquier jurisdicción
federal o de la aplicación de la supremacy clause, y que viene dado por un conjunto
de reglas relativas a la propiedad que impiden las expropiaciones legislativas sin
indemnización415. Marshall, en definitiva, logró con su sentencia un leading case,
pero ello no nos puede hacer olvidar que fue escasa realmente la originalidad de
su aportación.

411
Leonard W. LEVY: Original Intent and the Framers´ Constitution, op. cit., p. 132.
412
C. Peter MAGRATH: Yazoo. Law and Politics..., op. cit., p. 83.
413
También Dunne vincula la argumentación de la sentencia con los escritos de Hamilton y Harper.
Tras destacar que la sentencia “fue escrita con su característica prosa de soldado (“soldier´s prose”):
tersa, lúcida, persuasiva, y libre de una sola cita jurídica, cree que en ella se une el argumento de
Hamilton sobre la contract clause y el alegato de Derecho natural de Harper. Gerald T. DUNNE:
“Joseph Story: The Germinal Years”, en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Vol. 75, 1961-1962, pp.
707 y ss.; en concreto, pp. 748-749.
414
James W. ELY, Jr.: “The Marshall Court and Property Rights...”, op. cit., p. 1034.
415
George Lee HASKINS and Herbert A. JOHNSON: Foundations of Power: John Marshall, 1801-
1815, op. cit., p. 596.
828 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

Vamos a abordar a continuación, con bastante mayor detenimiento, cada


una de las tres cuestiones constitucionales a las que antes nos hemos referido, así
como los aspectos interpretativos interconectados con ellas, particularmente con
la tercera de esas cuestiones.

A) La validez constitucional de la venta de tierras por la Legislatura de


Georgia: la aplicación de la doubtful case rule

Marshall no iba en su sentencia a abordar la cuestión del título de Georgia


sobre sus tierras occidentales. En el Circuit Court el tema sí que había sido
planteado, como ya se dijo, pronunciándose el jurado al respecto, considerando
que, al hilo de una concesión del Rey Carlos II al Conde de Clarendon y de otros
hechos, Georgia se había apropiado del territorio en cuestión. Uno de esos hechos
fue una proclama de Jorge III del año 1763 por la que el Rey declaraba que todas
las tierras entre Alatamaha y St. Mary debían ser anexionadas a Georgia, aunque
reservándose el dominio la Corona para el uso por los indios de todas las tierras
de las “aguas occidentales”. Así las cosas, la Supreme Court iba a considerar que
la naturaleza del título de los indios sobre las “western lands” era “absolutely
repugnant to seisin (sic) in fee on the part of the State”416.
Disponiendo del título sobre las tierras, la siguiente cuestión como es obvio
era la de discernir quién tendría la facultad para transferirlas; dicho de otro modo,
qué órgano del Estado estaba facultado para ello. La validez de la venta dependía
de que la Legislatura estatal tuviese el derecho de hacerlo. Marshall considera que
tal derecho no puede ser puesto en duda a menos que la Constitución de Georgia
lo prohibiera. Surge así la problemática de la facultad de la Supreme Court de
declarar la nulidad de una ley estatal que vulnere la Constitución estatal. Pero
resulta evidente que la Corte va a expresar una gran reluctancia a hacerlo. Y tras
ello va a latir la importantísima doubtful case rule. El razonamiento de Marshall
no deja lugar a dudas:

“The question, whether a law be void for its repugnancy to the constitution,
is, at all times, a question of much delicacy, which ought seldom, if ever, to
be decided in the affirmative, in a doubtful case. The court, when impelled
by duty to render such a judgment, would be unworthy of its station could
it be unmindful of the solemn obligations which the station implies. But it
is not on slight implication or vague conjecture that the legislature is to be
pronounced to have transcendend its powers, and its acts to be considered
as void. The opposition between the constitution and the law should be such
that the judge feels a clear and strong conviction of their incompatibility
with each other”417. (“La cuestión de si una ley es nula por su contradicción

416
William TRICKETT: “Is a Grant a Contract?...”, op. cit., p. 720.
417
Apud Westel W. WILLOUGHBY: The Supreme Court of the United States (Its History and Influence
in our Constitutional System), The John Hopkins Press, Baltimore, Maryland, 1890, p. 38.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 829

con la Constitución es siempre una cuestión muy delicada, que raramente


debe, si es que en alguna ocasión, ser decidida afirmativamente en un
caso dudoso. El tribunal, cuando es obligado por su deber a dictar tal
decisión, no sería digno de su puesto si pudiera no pensar en las solemnes
obligaciones que ese puesto implica. Pero no es con base en una pequeña
consecuencia o vaga conjetura por lo que se ha de declarar que la legislatura
ha sobrepasado sus facultades y sus actos deben ser considerados nulos. La
oposición entre la Constitución y la ley debe ser tal, que el juez sienta una
clara y sólida convicción de la incompatibilidad de una con otra”).

Con estas reflexiones, Marshall estaba utilizando esta sentencia para reconocer
las peculiares cualidades de los límites constitucionales y las dificultades políticas
que rodeaban los intentos de restringir el poder soberano. Marshall repetía el
comentario de Iredell de que la anulación de una ley por su contradicción con la
Constitución era una cuestión delicada, aunque omitía la referencia del propio
Justice Iredell a su horrible calidad (“awful quality”). En cualquier caso, en
comparación con otras declaraciones similares, muy comunes en la época, esta
directa alusión de Marshall a la doubtful case rule era una declaración bastante
débil418, como las referencias a algunas otras declaraciones de corte similar que
hacemos a continuación creemos que corroboran.
Quizá convendría recordar, haciendo un breve excursus, que la “clear case o
doubtful case rule” era una variación –de hecho, una revocación– de la “Tenth
Rule of Statutory Construction” de Blackstone, que a su vez era ella misma una
variación de la conocida idea plasmada por Lord Coke en el Bonham´s Case, de
que los tribunales tenían derecho a dejar de lado las leyes que violaran la “natural
justice” o el “common law and reason”419. Blackstone, al vivir en un régimen de
supremacía legislativa, estaba de acuerdo, pero solamente si la violación era
poco clara (“unclear”), de modo tal que la Corte estuviera en la duda en cuanto
a si la legislatura pretendía la violación o no. En otras palabras, si el Parlamento
pretendía claramente violar la justicia natural, entonces ningún tribunal podía ser
un obstáculo420. Rechazando la supremacía legislativa blackstoniana, varios Jueces
418
En sentido análogo, Sylvia SNOWISS: Judicial Review and the Law of the Constitution, op. cit.,
p. 126.
419
Robert Lowry CLINTON: “The Supreme Court Before John Marshall”, en Journal of Supreme
Court History (J. Sup. Ct. Hist.), Vol. 27, Issue 3, 2002, pp. 222 y ss.; en concreto, p. 234.
420
En estos términos se manifestaba Blackstone: “Thus if an act of parliament gives a man power
to try all causes, that arise within his manor of Dale; yet, if a cause should arise in which he himself
is party, the act is construed not to extend to that; because it is unreasonable that any man should
determine his own quarrel. But, if we could conceive it possible for the parliament to enact, that he
should try as well his own causes as those of other persons, there is no court that has the power to
defeat the intent of the legislature, when couched in such evident and express words, as leave no
doubt whether it was the intent of the legislature or no”. (“Así, si una ley del Parlamento da a un
hombre la facultad de juzgar todas las causas que se originen dentro dentro del valle de su señorío,
si se originara, sin embargo, una causa en la que él mismo fuera parte, la ley no debe interpretarse
para extenderse a ella, porque no es razonable que cualquier hombre deba decidir su propia disputa.
Pero si pudiéramos concebir posible para el Parlamento promulgar que él debía juzgar también sus
propias causas, como las de otras personas, no hay tribunal que tenga el poder de anular la intención
de la legislatura, cuando se exprese en tan evidentes y expresas palabras que no dejen duda acerca
830 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

de la Corte anterior a Marshall derribaron la regla hermenéutica de Blackstone,


declarando en su lugar que un tribunal estaba facultado para dejar de lado (“to
disregard”) una ley tan sólo si la ley violaba claramente (“clearly”) la Constitución.
Si la violación era dudosa (“doubtful”), entonces el tribunal se hallaba obligado
a hacer cumplir la ley.
En relación a esta extraordinariamente relevante regla que, desde el primer
momento, se entendió que había de guiar el ejercicio de la judicial review, ha de
reconocerse que la doctrina coincide de modo generalizado en que las primeras
teorías de la revisión judicial de la constitucionalidad de las leyes siempre
implicaron un alto grado de deferencia hacia los órganos legislativos. Ya antes
de la llegada de Marshall a la Corte esta regla, tradicionalmente conocida como
la doubtful case rule o regla del caso dudoso, se hallaba bastante arraigada. No
podemos entrar en muchos detalles, pero sí recordaremos un pasaje de la opinion
del Justice Samuel Chase en el caso Hylton v. United States (1796):

“The deliberate decision of the national legislature –escribía Chase– would


determine me, if the case was doubtful, to receive the construction of the
legislature.... I will never exercise (the power of review) but in a very clear
case”421.

El Justice Iredell seguiría a pie juntillas esta misma posición, como ejemplifica
su opinion en el caso Calder v. Bull (1798), en la que sostendría:

“I admit that as the authority to declare it (any act of Congress) void is of a


delicate and awful nature, the court will never resort to that authority, but
in a clear and urgent case”.

En definitiva, sólo sobre aquella ley reconocidamente inconstitucional, con


una inconstitucionalidad, que diríamos hoy, meridianamente clara, se admitía
que pudiera ejercerse el llamado voiding power de un tribunal.
Esta actitud se iba a conservar bastantes años después, como evidencia la
siguiente observación del Justice Bushrod Washington en 1827, en el caso Ogden
v. Saunders, en el que afirmaba:

“It is but a decent respect due to the wisdom, the integrity, and the
patriotism of the legislative body by which any law is passed, to presume in
favor of its validity until its violation of the Constitution is proved beyond
all reasonable doubt”422.

de si era la intención de la legislatura o no”). William BLACKSTONE: Commentaries on the Laws of


England (A Facsimile of the First Edition of 1765-1769), Vol. I (Of the Rights of Persons, 1765), The
University of Chicago Press, Chicago and London, 2002 (first published in 1979), p. 91.
421
Apud Sylvia SNOWISS: Judicial Review..., op. cit., p. 61.
422
Apud Raoul BERGER: Congress v. the Supreme Court, 2nd edition, Harvard University Press,
Cambridge, Massachusetts, 1974, p. 339, nota 14.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 831

Marshall iba a apoyar la doubtful case rule en casos tan importantes como
McCulloch v. Maryland (1819), Dartmouth College v. Woodward (1819) y Brown v.
Maryland (1827). Sin embargo, la idea de que este principio hermenéutico era un
importante elemento de la judicial review en los primeros años de la República
no se encuentra libre de dificultad, como atestiguarían las posiciones de algunos
de los participantes en el llamado Case of the Prisoners (1782) en Virginia423.
Desde otro punto de vista, no faltan las críticas sobre Marshall por esta sentencia,
justamente por considerarse que, no obstante su invocación de la que se entiende
como ya familiar contraseña (“the already familiar shibboleth”) de que una ley
debe ser muy rara vez considerada inconstitucional en un caso dudoso, la realidad
es que el Chief Justice lleva a cabo una interpretación verdaderamente expansiva
de la contract clause en un caso fingido y en gran parte sobre una base política
(“largely on the basis of policy”)424. Esta crítica, sin embargo, creemos que ha de
ser notablemente relativizada. Que el caso fuese fingido, como lo era, no empece
en absoluto la calidad de la argumentación jurídica de la sentencia, que por lo
demás iba a sustentar la declaración de inconstitucionalidad de la Repeal Act en
un denso y minucioso análisis jurídico. En absoluto creemos que esta sentencia
pueda ser descalificada por su supuesta base política.
Tras examinar la validez de la ley de Georgia que propició la venta de las
tierras, Marshall va a concluir que no encuentra nada en la Constitución del
Estado que prohiba a la Legislatura actuar como lo hizo. La Corte asume pues,
que la Legislatura podía aprobar esa ley, pues tal facultad no se hallaba negada
por la Constitución estatal. Desde este punto de vista, pues, no puede albergarse
duda de la validez constitucional de la venta de las tierras por la Legislatura del
Estado de Georgia.

B) El self-restraint de la Corte: su rechazo a entrar a valorar los motivos a


que responde una ley

Uno de los aspectos innovadores de la sentencia va a ser su rechazo a entrar


a valorar los motivos reales que subyacían a la aprobación de la Ley de 1795 por
la Legislatura de Georgia. Con ello, no solo iba a mantener esa pauta de separar
el Derecho de la política, que fijara la Corte en la Marbury opinion (1803) y
reforzara con la sentencia dictada en el caso Stuart v. Laird (1803), en el que la
Corte iba a confirmar la constitucionalidad de la Repeal Act de 1802, por la que
los Republicanos derogaban la federalista Judiciary Act de 1801, sino que iba a ser
asimismo coherente con el principio de self-restraint, que fue decantándose desde

423
Stephen M. GRIFFIN: “The Idea of Judicial Review in the Marshall Era”, en Marbury Versus
Madison. Documents and Commentary, Mark A. Graber and Michael Perhac, editors, CQ Press (A
Division of Congressional Quarterly Inc.), Washington, D.C., 2002, pp. 61 y ss.; en concreto, p. 64.
424
David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court. The First Hundred Years 1789-1888,
University of Chicago Press, Chicago and London, 1985, pp. 135-136.
832 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

los primeros momentos. Así lo ha apreciado de modo generalizado la doctrina que


se ha ocupado del estudio del caso.
Marshall iba a partir del hecho evidente de que las esferas de los diferentes
departamentos del gobierno eran distintas, y siendo así se hallaba más allá de la
jurisdicción del judiciary limitar la discreción de otro departamento, excepto, claro
está, allí donde la misma Constitución hubiera definido las divisiones apropiadas.
Su visión, que se ha tildado de propia de un estadista (“statesmanlike vision”),
no iba a verse en absoluto afectada por las acusaciones de soborno y corrupción
directamente hechas frente a los legisladores de Georgia, por cuanto, de un lado,
él se dio cuenta de que investigar en tales acusaciones habría atraído sobre los
tribunales federales numerosos pleitos atacando la legislación estatal425. Al propio
tiempo, y fundamentalmente, el Chief Justice y otros Jueces pensaban que era vital
disociar la Corte de la política y de los casos motivados políticamente. Desde esta
perspectiva, entrar a investigar las razones que habían llevado a los legisladores de
Georgia a aprobar la Ley de 1795, y más en particular, las acusaciones de soborno,
hubiera supuesto entremezclar Derecho y política, algo que venía tratando
de soslayar la Corte desde Marbury. Como la doctrina ha destacado de modo
generalizado426, para Marshall era incontrovertible que la tarea de identificar los
motivos desencadenantes de la aprobación de un determinado texto legal era una
tarea esencialmente política. Con ello, dice Haskins427, el significado de la decisión
se ampliaba, pues al declinar inquirir los motivos de la legislatura al aprobar la
Ley de 1795, la Corte se adhería firmemente al principio de la judicial self-restraint.
El razonamiento de Marshall es, a nuestro modo de ver, impecable. Para
el Chief Justice, que la corrupción contamine la propia fuente de la legislación
o que motivos impuros puedan contribuir a la aprobación de una ley, o a la
formalización de un contrato legislativo, son circunstancias que deben deplorarse
profundamente (“most deeply to be deplored”). Esto dicho, Marshall se plantea
de inmediato la cuestión clave de en qué medida un tribunal de justicia sería
en cualquier caso competente para anular un contrato así formalizado (“to
vacate a contract thus formed”), y para anular derechos adquiridos (“to annul
rights acquired”) de conformidad con ese contrato, por terceras personas que
no tenían conocimiento del medio inadecuado por el que el mismo había sido
conseguido. Para Marshall, la prudencia es aquí esencial, y así lo deja muy claro
en la sentencia cuando afirma: “(I)s a question which the court would approach
with much circumspection”. Las dudas surgen de inmediato para Marshall, tanto
en lo que se refiere a la cuestión de hasta qué punto la validez de una ley depende
de los motivos de sus autores (“it may well be doubted how far the validity of a
law depends upon the motives of its framers”), como a la de hasta qué punto los

425
George L. HASKINS: “Law versus Politics in the Early Years of the Marshall Court”, en University
of Pennsylvania Law Review (U. Pa. L. Rev.), Vol. 130, 1981-1982, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 21.
426
En tal sentido, entre otros muchos, William E. NELSON: “The Eighteenth-Century Background
of John Marshall´s Constitutional Jurisprudence”, en Michigan Law Review (Mich. L. Rev.), Vol. 76,
1977-1978, pp. 893 y ss.; en concreto, p. 943.
427
George Lee HASKINS and Herbert A. JOHNSON: Foundations of Power..., op. cit., p. 348.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 833

móviles particulares (“the particular inducements”) que han operado sobre los
miembros del poder soberano supremo de un Estado, para la realización de un
contrato por ese mismo poder, son examinables por un tribunal de justicia428. Las
dificultades de admitir tal fiscalización son de inmediato expuestas por Marshall
en los siguientes términos:

“If the principle be conceded, that an act of the supreme sovereign power
might be declared null by the court, in consequence of the means which
procured it, still would there be much difficulty in saying to what extent
those means must be applied to produce this effect. Must it be direct
corruption, or would interest or undue influence of any kind be sufficient?
Must the vitiating cause operate on a majority, or on what number of the
members? Would the act be null, whatever might be the wish of the nation,
or would its obligation or nullity depend upon the public sentiment?”429.

Pero incluso si la mayoría de la Legislatura hubiera sido corrompida, señala


Marshall que puede dudarse acerca de si está dentro de la competencia del judi-
ciary controlar su conducta, y si hubiera sido un número inferior a la mayoría el
que hubiera actuado por motivos impuros, el principio por el que la interferencia
judicial debía regularse no se percibe con claridad. Las dificultades, como muestra
el razonamiento de Marshall, surgen por doquier. No ha de extrañar que fuera
así, por cuanto la cuestión de hasta qué punto la validez de una ley depende de las
motivaciones de sus autores tenía que ser la cuestión dominante en esta parte de
la sentencia, trascendiendo el específico problema del caso, esto es, el soborno de
la legislatura, y por lo mismo, no era una cuestión susceptible de una respuesta
simple. Como argumenta Currie430, en Fletcher parece claro que no había nada
en la Constitución federal que posibilitara convertir el soborno (“bribery”) en
una base para derribar la legislación estatal, y aunque tal límite es imaginable
que pudiera haber estado implícito en la Constitución de Georgia, Marshall en
ningún momento intentó vincular su argumentación a ese texto, y él, además, ya
había declarado, como se ha visto, que la cesión de las tierras se acomodaba a la
Constitución estatal.
Y junto a todo lo expuesto, Marshall hace entrar en juego otro argumento no
menor: en la causa ante el Tribunal sólo se hallan afectados individuos particu-
lares, y el Estado de Georgia no estaba personificado buscando la anulación del
contrato, no era parte de la litis, lo que llevaba al Chief Justice a poner de relieve,
que la problemática cuestión no podía ser planteada ante la Corte colateral e
incidentalmente.”It would be indecent in the extreme, –nos dice Marshall– upon
a private contract between two individuals, to enter into an inquiry respecting the
corruption of the sovereign power of a state”. Y tras ello añade:

428
Como escribe Abraham, en relación al control por la Corte de los motivos del legislador, “the
Court is not supposed to consider motives at all”. Henry J. ABRAHAM: The Judicial Process, op. cit.,
p. 405.
429
Apud Horace H. HAGAN: “Fletcher vs. Peck”, op. cit., p. 23.
430
David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court. The First Hundred..., op. cit., p. 129.
834 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

“If the title be plainly deduced from a legislative act, which the legislature
might constitutionally pass, if the act be clothed with all the requisite forms
of a law, a court, sitting as a court of law, cannot sustain a suit brought by
one individual against another founded on the allegation that the act is a
nullity, in consequence of the impure motives which influenced certain
members of the legislature which passed the law”431.

La Corte no utilizó en relación con lo que se acaba de decir el moderno


término “standing”, pero desde luegó negó la importancia o, si así se prefiere,
la relevancia de hacer valer el derecho de una tercera parte que no es parte de la
causa. Especula cierta doctrina432 con que, posiblemente, al hacerlo así la Corte
se hallaba influenciada por el temor a lo que este litigio era en el fondo, “a mere
feigned case”. Hoy, la Corte hubiera desestimado un pleito colusorio por ausencia
de un verdadero “case” o “controversy”.
Con carácter general, podría decirse que el rechazo del Tribunal a conocer la
relevancia de la corrupción se asienta en la imprudencia que estaría cometiendo
la Corte con una actuación así, y en el hecho de que, tratándose de compradores
de buena fe, se les produciría un daño injusto. Marshall no parecía pensar mucho
en la máxima let the buyer beware (tenga cuidado el comprador). Pero desde luego,
con ello, como coincide en señalar la doctrina433, el Chief Justice abandonaba
claramente la tradición del common law, pues en Inglaterra, desde tiempo atrás,
el fraude se reconocía como una causa válida para la anulación de los contratos.
Más aún, el Parlamento británico lo había hecho así repetidamente.
En realidad, el principio que parece guiar la conclusión de la Corte en este
punto es el de que cuando un título legal de la propiedad de una tierra pasa de A
a B, aunque fuera anulable por el fraude o coacción cometido sobre el otorgante,
llega a ser irrevocable cuando B transmite a C, quien no tiene noticia alguna de
las circunstancias irregulares que subyacen a la primera transmisión434.
Innecesario es decir, pues es algo obvio, que con esta doctrina la Corte estaba
estableciendo, como escribiera Warren435, un sólido baluarte (“a strong bulwark”)
de protección de la autoridad estatal, pues si el Tribunal hubiese accedido a la
opinión de que una ley estatal podía ser anulada por un tribunal federal, con base
en alegaciones de la existencia de fraude, corrupción o soborno en su aprobación,
una amplia puerta se habría abierto para atacar la legislación estatal en inconta-
bles casos en los años subsiguientes. De ahí que resulte en verdad sorprendente
que esta decisión cayera como una imponente sacudida (“a stunning shock”)
sobre la clase política defensora de la doctrina de los derechos de los Estados,

431
Apud Horace H. HAGAN: “Fletcher vs. Peck”, op. cit., p. 24.
432
David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court. The First Hundred..., op. cit., pp.
129-130.
433
John P. ROCHE (edited by): John Marshall: Major Opinions..., op. cit., p. 121. Asimismo, Max
LERNER: “John Marshall and the Campaign of History”, op. cit., p. 414.
434
Análogamente se manifiesta William TRICKET, en “Is a Grant a Contract?...”, op. cit., p. 725.
435
Charles WARREN: The Supreme Court in United States History, vol. one, op. cit., p. 397.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 835

contribuyendo a acrecentar su hostilidad sobre el federal judiciary. La situación


nos parece análoga a la de tirar piedras contra su propio tejado. Tal torpeza sólo
se puede comprender desde la visión de otra incapacidad: la incapacidad de captar
el verdadero significado de la doctrina sentada por Marshall en este punto. En
cualquier caso, este posicionamiento de la Corte se convirtió en el más polémico
de la sentencia, y quienes tradicionalmente venían oponiéndose al derecho de la
Supreme Court a decidir la constitucionalidad de las leyes, iban a atacar ahora a
ese órgano por haber dejado de ejercer, y utilizamos los términos de Warren, “the
much more extensive and the more dangerous power of inquiry whether a statute
was enacted through fraud, bribery or corruption”436.

C) La contradicción de la Repeal Act con principios fundamentales del


Derecho natural

I. Marshall va a fundamentar la inconstitucionalidad de la Repeal Act, en


último término, aunque no de modo exclusivo, en la violación de la cláusula
constitucional de los contratos, pero en un momento dado de la sentencia,
quizá por las dudas que le podía suscitar esa solución, Marshall acudirá igual-
mente a los principios del Derecho natural, tan arraigados en el pensamiento
jurídico norteamericano de la época, para tratar de dar más solidez al fallo,
al mostrar que también tales principios se veían afectados por la rescisión
de la cesión de tierras llevada a efecto por la segunda ley de Georgia. Es más
que probable, como bien esgrime Siegel437, que en Fletcher, una interpretación
positivista, esto es asentada en el texto, hubiera conducido a que prevaleciera
la voluntad expresada por la segunda ley de la Legislatura de Georgia, mientras
que el natural law parecía llevar a una lectura antitética, la de que debía
prevalecer el interés de los compradores de buena fe. Ello entrañaba que la
resolución del caso podía conducir a soluciones contrapuestas en función de
que el mismo se resolviera de acuerdo al “textual positivism” o al natural law.
Ante esta tesitura, Marshall iba a resolver la contradicción aduciendo que el
texto de la Constitución protegía a los “bona fide purchasers”438. Para el Chief
436
Ibidem, p. 398.
437
Stephen A. SIEGEL: “Lochner Era Jurisprudence and the American Constitutional Tradition”,
op. cit., p. 50.
438
La tensión entre el texto de Derecho positivo y el natural law, una tensión con la que Marshall
había expresamente jugado antes de poner en marcha su análisis de la contract clause, iba a estimular,
según Siegel, la tradición del conceptualismo constitucional. Con ello, el mencionado autor anticipa en
el tiempo (nada menos que un siglo) el llamado “conceptualism” (que Siegel denomina “constitutional
conceptualism”), que la doctrina, con carácter general, ha venido visualizando como un rasgo distintivo
del “Lochner era constitutional law” (recordemos que el relevante caso Lochner v. New York se resolvió
en 1905, por una sentencia de la Corte 5-4, que incluyó el celebérrimo dissent del no menos célebre Juez
Oliver Wendell Holmes). El conceptualismo descansaba sobre tres principios básicos: El primero era
que los tribunales podían y debían usar conceptos, definiciones y principios completamente abstractos
para la resolución de disputas jurídicas. El segundo era que los conceptos empleados para resolver
las disputas constitucionales debían estar contenidos en la Constitución, o por lo menos tenían que
realizar tan claramente objetivos constitucionales que prácticamente pudieran concebirse como
836 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

Justice, como apunta Jacobsohn439, en modo alguno había incompatibilidad


entre la visión de la Constitución como un documento que venía a encarnar
los principios del Derecho natural440, y la adhesión a una definición del rol del
judiciary caracterizada, utilizando los términos que acuñara Hamilton en el Nº
78 del Federalist, por decidir mediante el razonamiento jurídico y el juicio, no
a través de la pura voluntad o capricho del juez (“judgment, not will”). Ambas
argumentaciones se hallan estrechamente entrelazadas en la sentencia, pero
aquí hemos de separarlas aunque sólo sea a los puros efectos didácticos.
Marshall, al igual que otros muchos miembros de la generación de los
Founding Fathers, estaba familiarizado con los escritos de Coke y Blackstone
sobre el common law inglés (recordemos que uno y otro habían afirmado que el
common law inglés incorporaba los principios del natural law441), lo mismo que
con los tratados de Derecho natural de Grotius, Pufendorf, Vattel y Burlamaqui.
Estos materiales llegaron a ser el caudal básico del gremio de los abogados y
jueces americanos. Durante esa primera etapa de vida constitucional, quienes
estaban dedicados al mundo del Derecho, por lo general, vieron el common law
y el natural law como fuentes armoniosas de máximas jurídicas. Cabe recordar
al respecto, por poner un ejemplo, a James Wilson, al que ya nos hemos referido
en alguna ocasión anterior, uno de los grandes juristas de aquella generación y
miembro integrante de la primera Corte Suprema. Él estuvo entre los primeros y
más relevantes exponentes de la “natural-law theory” en América. Ni Grocio, ni
Vattel ni Burlamaqui, llega a sostener Wright442, fueron más cuidadosos que Wilson
en el análisis de los conceptos del natural law. Otro ejemplo bien significativo sería
el del célebre Canciller Kent, uno de los grandes juristas y jueces del siglo XIX
americano, y un fervoroso partidario de las restricciones extraconstitucionales
sobre el poder legislativo. El Chancellor Kent mantuvo, que los principios a que
venimos refiriéndonos debían ser seguidos como criterios de interpretación en
cuanto que eran conformes con aquellas reglas que la sabiduría del common law

contenidos en la Constitución. El tercer principio subyacente en el “conceptualismo constitucional”


era que el propósito del Derecho constitucional es separar las esferas en que el gobierno tiene un
poder discrecional sin límites e irrevisable, de aquellas otras esferas en que no tiene ese poder. La
judicial review facultaba a los tribunales para repartir el poder entre las ramas del gobierno, no para
examinar a fondo su ejercicio sustantivo. Stephen A. SIEGEL: “Lochner Era Jurisprudence and the
American Constitutional Tradition”, op. cit., pp. 50 y 23-24, respectivamente.
439
Gary J. JACOBSOHN: “Hamilton, Positivism, & the Constitution: Judicial Discretion Recon-
sidered”, en Polity, Vol. 4, No. 1, Autumn, 1981, pp. 70 y ss.; en concreto, p. 77.
440
Baste con recordar que uno de los más característicos rasgos de las Constituciones estatales
subsiguientes a la Revolución será el reflejo que sus preceptos revelan de la filosofía política del siglo
XVIII. Cfr. al respecto, William Clarence WEBSTER: “Comparative Study of the State Constitutions
of the American Revolution”, en Annals of American Academy of Political and Social Sciences (Annals
Am. Acad. Pol. & Soc. Sci.), Vol. 9, 1897, pp. 380 y ss.; en concreto, p. 386.
441
En el Calvin´s Case (1609), Coke consideró que “the law of nature is part of the laws of England”.
Blackstone, de la misma forma, pensaba que el common law incorporaba los principios del natural
law. Cfr. al efecto, Arthur E. WILMARTH, Jr.: “Elusive Foundation: John Marshall, James Wilson, and
the Problem of Reconciling...”, op. cit., pp. 122 y ss.
442
B. F. WRIGHT, Jr.: “American Interpretations of Natural Law”, en The American Political Science
Review (Am. Pol. Sci. Rev.), Vol. 20, No. 3, August, 1926, pp. 524 y ss.; en concreto, p. 532.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 837

había establecido para la interpretación de las leyes, y no eran inconvenientes


contra la razón ni dañaban a ninguna persona. “A statute –iba a sostener Kent– is
never to be construed against the plain and obvious dictates of reason”443. Y en
lo que se refiere concretamente al Chief Justice, como recuerda la doctrina444,
al interpretar las disposiciones constitucionales, con frecuencia se refería a los
principios de fondo (“background principles”) entresacados del common law y del
natural law. Marshall, en sus sentencias, y Kent y Story, tanto en sus sentencias
como en sus tratados, se vieron notablemente influidos por las ideas del natural
law445.
Esta argumentación jurídica estaba muy arraigada en esa época en los Estados
Unidos. Recordemos, por ejemplo, que en lo que atañe a la pre-Marshall Court, ha
sido común hablar de la existencia de un enfoque interpretativo constitucional
llamado natural law approach, conforme al cual la Corte estaba facultada para
hacer caso omiso no sólo de aquellas leyes que violaran claramente la Constitución
escrita, sino también de aquellas otras que contravinieran derechos naturales o
principios fundamentales del pacto social, que se contemplaban como encarnados
en el texto constitucional, aunque éste no los positivase. James Iredell, uno de los
más precoces teóricos de la judicial review, miembro de la Supreme Court entre
1790 y 1799, en una carta escrita a fines de 1787, argumentaba al respecto como
sigue:

“Without an express Constitution the powers of the Legislature would un-


doubtedly have been absolute (as the Parliament in Great Britain is held to
be), and any act passed, not inconsistent with natural justice (for the curb
is avowed by the judges even in England), would have been binding on the
people”446.

Como fácilmente se puede ver, en ausencia de un texto constitucional, Iredell


no veía otros parámetros de limitación del poder legislativo que los proporciona-
dos por la natural justice. Sin embargo, en el relevante caso Calder v. Bull (1798),
mientras el Justice Samuel Chase declaraba que “an act of the Legislature contrary
to the great first principles of the social compact, cannot be considered a rightful
exercise of legislative authority”, Iredell, a modo de réplica, iba a negar que los
jueces pudieran guiarse por reglas tan inciertas (“The ideas of natural justice
–diría– are regulated by no fixed standards”). Ya existía una Constitución y para
Iredell, el Juez nacido en Inglaterra y después arraigado en Carolina del Norte, era
ésta la que debía ofrecer los parámetros con los que enjuiciar la constitucionalidad

443
Charles Grove HAINES: “The Law of Nature in State and Federal Judicial Decisions”, en Yale
Law Journal (Yale L. J.), Vol. XXV, 1915-1916, pp. 617 y ss.; en concreto, p. 629.
444
Arthur E. WILMARTH, Jr.: “Elusive Foundation...”, op. cit., p. 123.
445
En sentido análogo, B. F. WRIGHT, Jr.: “American Interpretations of Natural Law”, op. cit.,
p. 535.
446
Apud John V. ORTH: “Taking from A and Giving to B: Substantive Due Process and the Case
of the Shifting Paradigm”, en Constitutional Commentary (Const. Comment.), Vol. 14, 1997, pp. 337
y ss.; en concreto, p. 341.
838 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

de las leyes. No pensaría así Chase, el polémico Justice, que tiene el triste mérito
de haber sido objeto de un impeachment, del que no obstante saldría indemne. En
Calder haría su más famoso discurso apologético del control del poder legislativo
con base a los principios del natural law447.
La posición sustentada por el Justice William Paterson en el caso Vanhorne,
que ya analizamos con cierto detenimiento, podría considerarse otra manifes-
tación paradigmática del omnipresente influjo de los principios del natural law.
Recordemos su defensa de la “santidad o supremacía de los intereses adquiridos
de la propiedad”, que le llevó a recomendar al jurado que debía declarar la incons-
titucionalidad de cualquier abuso legislativo sobre “the sacred property rights”,
aun en ausencia de una limitación constitucional escrita sobre el poder legislativo.
Vinculando este enfoque hermenéutico de corte iusnaturalista con la contract
clause, Levy constata que esta cláusula se iba a convertir en “the repository of the
judicial doctrine of vested rights and of judicially inferred higher-law limitations
on legislative power”448. Algunos autores, en tiempos no lejanos, han tratado de
restar importancia a esa idea de que la interpretación de la pre-Marshall Court
fue en gran medida deudora de un enfoque extraconstitucional449, mientras que
otros entienden450, que justamente esta idea de la interpretación constitucional
extratextual por los Jueces de la pre-Marshall Court estaba destinada a ceder el
paso ante la insistencia de Marshall en que la propia Constitución debía de ser la
piedra de toque (“the touchstone”) del Derecho constitucional americano.
Esta última apreciación, aún siendo en alguna medida cierta, debe, sin
embargo, matizarse en el sentido de que Marshall, por lo menos en sus sentencias
sobre la contract clause, en modo alguno iba a desentenderse de esos principios
fundamentales del gobierno republicano que anidaban en el natural law. Como
recuerda Faulkner451, en varias sentencias, tanto sobre el Derecho interno como
sobre el Derecho internacional, Marshall se pronunció de modo expreso acerca de
que los “general principles of law” podían restringir a la autoridad política incluso
en ausencia de disposiciones constitucionales expresas. Wolfe, por su parte, cree
que Marshall jugueteó con la posibilidad de la judicial review con fundamentos
extraconstitucionales452. Y en Fletcher, sin ir más lejos, Marshall admitía que:

447
Las exigencias de la natural justice no eran difíciles de descubrir, y para constatarlo, Samuel Chase
iba a ofrecer unos pocos ejemplos de ello: “A law that punished a citizen for an innocent action, –escribía
en Calder v. Bull– or, in other words, for an act, which, when done, was in violation of no existing law; a
law that destroys, or impairs, the lawful private contracts of citizens; a law that makes a man a Judge in
his own cause; or a law that takes property from A and gives it to B: It is against all reason and justice,
for a people to entrust a Legislature with such powers; and, therefore, it cannot be pressumed that they
have done it”. Apud John V. ORTH: “Taking from A...”, op. cit., p. 342.
448
Leonard W. LEVY: Original Intent and the Framers´ Constitution, op. cit., p. 130.
449
Cfr. al respecto, Matthew J. FRANCK: Against the Imperial Judiciary: The Supreme Court vs. the
Sovereignty of the People, University Press of Kansas, Lawrence (Kansas), 1996.
450
Robert Lowry CLINTON: “The Supreme Court Before John Marshall”, op. cit., p. 234.
451
Robert Kenneth FAULKNER: The Jurisprudence of John Marshall, op. cit., p. 196.
452
Cree Wolfe, que Marshall jugueteó brevemente con la posibilidad de sustentar la judicial review
en fundamentos extraconstitucionales (“on extraconstitutional grounds”). Y para este autor, en Fletcher,
su flirteo (“his flirtation”) con la idea de que los jueces puedan derribar aquellas leyes que violen
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 839

“There are certain great principles of justice whose authority is universally


acknowledged, that ought not to be entirely disregarded” Y entre esos principios
que no debían ser desatendidos, Marshall incluía las “rules of property”, que eran
comunes a todos los ciudadanos de los Estados Unidos, y los “principles of equity”,
que eran reconocidos en todos los tribunales. De conformidad con estos principios,
los compradores inocentes de títulos sobre la propiedad de la tierra tenían derecho
a la protección de sus derechos y una legislatura solamente podía ignorarlos
haciendo valer unilateralmente su poder soberano. Al reconducirse el problema,
en último término, a una cuestión de títulos, su solución debía verse guiada por
la doctrina de la bona fides del comprador. La propiedad de un individuo justa y
honestamente adquirida era considerada por Marshall como un derecho natural,
siguiendo así el pensamiento de autores tales como John Locke o Adam Smith.
Por lo demás, tampoco cabe olvidar que la protección de los compradores de
buena fe (“bona fide purchasers”) se hallaba desde tiempo atrás jurídicamente
reconocida en Inglaterra453. Por todo ello, el poder ejercido por la Legislatura de
Georgia no sólo iba a considerarse injusto y antinatural, sino también peligroso.
En fin, no puede descartarse que tras su posición subyaciera una perspectiva de
índole moral. Algunos autores han aludido a este aspecto. Y así, Lerner cree que
Marshall siempre sostuvo que había un elevado deber moral en el mantenimiento
del principio de la “santidad del contrato”454, mientras que para Thompson455,
la Marshall Court puso gran énfasis sobre las justificaciones morales que en la
contract clause vieron sus proponentes originarios.
No sólo fue en Fletcher donde Marshall se apoyó, en parte al menos, en
principios extraconstitucionales para fundamentar el fallo. Cinco años después, en
Terrett v. Taylor (1815), un contract clause case, en el que, sin embargo, la cuestión
en disputa no era el menoscabo de las obligaciones resultantes de un contrato,
sino un intento de confiscar la propiedad de la Iglesia Episcopaliana por el
Estado, en el que lo que se suscitaba realmente era una taking of property, esto es,
una expropiación de la propiedad sin el previo pago de una justa indemnización
(algo vedado por la Vª Enmienda, que era, sin embargo, de aplicación al gobierno
federal, pero no a los de los Estados), la Corte recurrió, quizá con más claridad
que en ningún otro caso, al Derecho natural para restringir la autoridad legislativa

“principles of natural justice”, aun no estando dichos principios contenidos en la Constitución, es


patente cuando Marshall se refiere a la existencia de esos “great principles of justice”, cuya autoridad
cree que se halla universalmente reconocida, y respecto de los cuales precisa que “ought not to be
entirely disregarded”. Christopher WOLFE: “John Marshall & Constitutional Law”, en Polity, Vol. 15,
No. 1, Autumn, 1982, pp. 5 y ss.; en concreto, p. 20.
453
Así nos lo recuerda Haskins, quien también precisa que esta circunstancia no pareció ser
percibida en su tiempo, habiendo sido a menudo omitida por los historiadores. George Lee HASKINS
and Herbert A. JOHNSON: Foundations of Power..., op. cit., p. 351.
454
Max LERNER: “John Marshall and the Campaign of History”, op. cit., p. 413.
455
Barton H. THOMPSON, Jr.: “The History of the Judicial Impairment <Doctrine> and Its Lessons
for the Contract Clause”, en Stanford Law Review (Stan. L. Rev.), Vol. 44, 1991-1992, pp. 1373 y ss.;
en concreto, p. 1387.
840 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

sobre la propiedad privada456. Y todavía en 1829, en Wilkinson v. Leland, la Corte


continuaba dando sanción judicial a principios fundamentales no contemplados
por la Constitución como un medio de reivindicar los derechos de propiedad. En
esta sentencia, hablando para una unánime Corte, el Justice Story afirmaba que
“las máximas fundamentales de un gobierno libre parecen exigir, que los derechos
a la libertad personal y a la propiedad privada deban ser considerados sagrados”457.
Ahora bien, es cierto asimismo que el Chief Justice no se hallaba dispuesto a
depender tan sólo de principios constitucionales no escritos para derribar una ley.
La reluctancia de Marshall en confiar únicamente en las normas constitucionales
no escritas es aún más notable cuando se reconoce, como se acaba de hacer, que
un concepto alternativo de judicial review, basado en los principios no escritos de
un higher law, existía al tiempo de la Marbury opinion. Sin ir más lejos, el Justice
James Wilson, extraería sus ideas acerca de la soberanía popular y de la judicial
review de la filosofía del Derecho natural y de la epistemología moral. Como ha
escrito Wilmarth458, a Wilson le gustaba crear una nueva “science of law” basada
en los principios eternos del Derecho natural y en las ideas psicológicas que él
extrajo de las teorías de la Ilustración escocesa acerca del sentido moral y del
sentido común. Por todo lo que se acaba de exponer se puede comprender, que
las tempranas sentencias constitucionales se sustenten en parte en los principios
del Derecho natural y en parte asimismo en las disposiciones de la Constitución459.

II. Centrándonos ya en la sentencia objeto de estudio, cabe destacar que


la misma está plagada de referencias en las que se proponen limitaciones no
escritas dimanantes del Derecho natural. Ya hemos mencionado con anterioridad
la alusión de Marshall a esos grandes principios de justicia cuya autoridad

456
Vale la pena transcribir algunas de las reflexiones del Justice Joseph Story en su opinion of
the court: “But that the legislature can repeal statutes creating private corporations, or confirming
to them property already acquired under the faith of previous laws, and by such repeal, can vest the
property of such corporations exclusively in the state, or dispose of the same to such purposes as they
may please, without the consent or default of the corporators, we are not prepared to admit; and we
think ourselves standing upon the principles of natural justice, upon the fundamental laws of every
free government, upon the spirit and the letter of the constitution of the United States, and upon the
decisions of most respectable judicial tribunals, in resisting such a doctrine”. Apud James W. ELY,
Jr.: “The Marshall Court and Property Rights...”, op. cit., p. 1050.
457
Creemos igualmente de gran interés transcribir la siguiente reflexión que se hace en la sentencia:
“That government can scarcely be deemed to be free, where the rights of property are left solely
dependent upon the will of a legislative body, without any restraint. The fundamental maxims of a
free government seem to require, that the rights of personal liberty and private property should be
held sacred. At least, no court of justice in this country would be warranted in assuming, that the
power to violate and disregard them –a power so repugnant to the common principles of justice and
civil liberty– lurked under any grant of legislative authority, or ought to be implied from any general
expressions of the will of the people”. Apud James W. ELY, Jr.: “The Marshall Court and Property
Rights...”, op. cit., p. 1051.
458
Arthur E. WILMARTH, Jr.: “Elusive Foundation: John Marshall, James Wilson, and the Problem
of Reconciling...”, op. cit., p. 117.
459
Suzanna SHERRY: “The Founders´ Unwritten Constitution”, en The University of Chicago Law
Review (U. Chi. L. Rev.), Vol. 54, 1987, pp. 1127 y ss.; en concreto, p. 1169.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 841

es universalmente reconocida. La decisión se va a referir más adelante a los


tradicionales derechos que en equidad corresponden a los compradores de buena
fe, apostillando: “According to the well-known course of equity, their rights could
not be affected by such fraud”.
La sentencia admite, como no puede ser de otro modo, que una legislatura es
competente para abrogar cualquier ley aprobada por una legislatura anterior. La
corrección de este principio en la medida en que afecta a la legislación en general
no puede ser controvertida. Sin embargo, si se hace un acto de conformidad con
una ley, la posterior legislatura no puede deshacerlo. “The past –escribe Marshall–
cannot be recalled by the most absolute power”. Y si ese pasado afecta a derechos
adquiridos, esta idea se refuerza extraordinariamente. Ya en 1802, Hamilton había
podido escribir que: “The proposition, that a power to do, includes virtually, a
power to undo, as applied to a legislative body, is generally but not universally
true. All vested rights form an exception to the rule”460. No ha de extrañar por lo
mismo que Corwin considerara “the doctrine of vested rights” como una de las
dos principales doctrinas del Derecho constitucional americano (siendo la otra, la
ya detenidamente expuesta “doctrine of the police power”) en el período anterior
a la guerra civil461.
Unas líneas después del texto precedentemente transcrito, Marshall argumen-
taba como sigue:

“When, then, a law is in its nature a contract, when absolute rights have
vested under that contract, a repeal of the law cannot divest those rights;
and the act of annulling them, if legitimate, is rendered so by a power
applicable to the case of every individual in the community”.
“It may well be doubted whether the nature of society and of government
does not prescribe some limits to the legislative power; and if any be
prescribed, where are they to be found, if the property of an individual,
fairly and honestly acquired, may be seized without compensation”462.

Los dos párrafos transcritos, de los que ya nos hicimos eco de modo parcial
con anterioridad, demuestran, ante todo, la relevancia que presenta para el Chief
Justice la contract clause, algo que ha de ser especialmente destacado, si bien es
verdad que a continuación Marshall retorna a las menos tangibles limitaciones que
vienen impuestas sobre el poder legislativo “by the nature of society and govern-
ment”. En el trasfondo de este juego dual de fundamentaciones en que sustentar
su sentencia, bien pueden atisbarse las dudas de Marshall. Dudas posiblemente
acerca de si la cláusula constitucional englobaba los contratos en que el Estado

460
Alexander HAMILTON: “The Examination” No. XII (Feb. 23, 1802), en The Papers of Alexander
Hamilton, Harold C. Syrett y otros (edited by), 1977, vol. 25, pp. 529 y ss.; en concreto, p. 533. Cit.
por Gordon S. WOOD: “The Origins of Vested Rights in the Early Republic”, op. cit., p. 1442.
461
Edward S. CORWIN: “The Basic Doctrine of American Constitutional Law”, en Michigan Law
Review (Mich. L. Rev.), Vol. XII, No. 4, February, 1914, pp. 247 y ss.; en concreto, p. 247.
462
Apud John P. ROCHE (edited by): John Marshall: Major Opinions..., op. cit., p. 128.
842 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

fuere parte463; dudas sobre si la contract clause proporcionaba un fundamento


lo suficientemente sólido, e incluso, dudas en torno a si eran subsumibles en la
cláusula las concesiones de tierras464, y también claras reticencias a fundamentar
la decisión sobre principios situados al margen del texto constitucional.
En cualquier caso, el reconocimiento de los derechos absolutos dimanantes
de un contrato nacido de una ley no parece admitir resquicio a la duda. Marshall
parece dejar meridianamente claro que una posterior legislatura, aún abrogando
esa ley, no puede privar de esos derechos adquiridos a quienes están gozando de
ellos. Y casi de inmediato, en una reflexión de corte mucho más general, Marshall
se cuestiona si la naturaleza de la sociedad y del gobierno no prescribe algunos
límites sobre el propio poder legislativo, dando a entender que uno de esos límites
es que la propiedad de un individuo, justa y honestamente adquirida, no puede
ser incautada sin compensación. Enuncia así la muy característica consideración
americana de que: “there ought to be a law against the government´s taking an
honest man´s property without just compensation”. Marshall, antes de abordar
el argumento propiamente constitucional, la violación de la contract clause,
apela a la necesidad de protección de los compradores de buena fe con apoyo
en un inequívoco principio de natural law. O dicho con los términos de Lynch465,
habiendo provocado a sus lectores el deseo de un Derecho limitando al poder
legislativo de Georgia, Marshall va a proceder de inmediato a encontrarlo.
Estas reflexiones de corte iusnaturalista se han considerado466 una reminis-
cencia del famoso dictum del Justice Chase en Calder v. Bull (1798), que volvemos
a recordar: “There are principles in our free republican governments which will
determine and overrule an apparent and flagrant abuse of positive law. An act
of the legislature contrary to the first principles of the social compact cannot be
considered a rightful exercise of legislative authority”467 (“Hay principios vitales
en nuestros gobiernos republicanos libres que deben decidir y anular un evidente
y flagrante abuso del Derecho positivo. Una ley de la legislatura contraria a los
principios fundamentales del contrato social no puede considerarse un legítimo
ejercicio de la autoridad legislativa”).
Al igual que fue muy debatido lo que Chase quiso exactamente decir, tampoco
algunas de las afirmaciones de Marshall quedaron del todo claras, habiendo
propiciado cierta discusión doctrinal. Así, la afirmación de que “a repeal of the
law cannot divest rights” más parece referirse a un hecho que a una afirmación

463
Wright argumenta que Marshall no estaba seguro de que la contract clause pudiera aplicarse a
contratos en que el Estado fuere parte, pero creía que ésta era una interpretación deseable y siempre
consideró que había estado acertado al decantar a la Corte en favor de esa interpretación. Benjamin
Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause..., op. cit., p. 244.
464
Para Roche, “there is no evidence to support the proposition that the Founders had intended to
subsume lands grants under the contract clause”. John P. ROCHE (edited by): John Marshall: Major
Opinions..., op. cit., p. 121.
465
Joseph M. LYNCH: “Fletcher v. Peck: The Nature of the Contract Clause”, op. cit., p. 13.
466
David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court. The First Hundred..., op. cit., p. 131.
467
Apud Charles Grove HAINES: “The Law of Nature in State and Federal Judicial Decisions”, op.
cit., p. 628.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 843

jurídica. Pero quizá la cuestión objeto de mayor controversia no se encuentre en


los dos párrafos inmediatamente antes transcritos, sino en la apelación hecha por
Marshall a los “general principles which are common to our free institutions”.
¿Pretendía con ella simplemente reforzar su confianza sobre la contract clause o
estaba más bien sugiriendo que los tribunales podían derribar las leyes contrarias
a las premisas fundamentales del gobierno legítimo? Las posiciones doctrinales
no son ni mucho menos convergentes.
Otro debate de interés entre los historiadores, aunque estrechamente conexo
con el anterior, ha sido el de en qué medida Marshall y sus colegas invocaron
derechos fundamentales derivados del Derecho natural como un fundamento para
la decisión constitucional. Como señala Ely468, la cuestión central es si la Marshall
Court recurrió al natural law justamente para explicar el texto de la Constitución469
o, por contra, como una fuente adicional de principios constitucionales. Lo que
desde luego parece claro es que, de conformidad con la teoría del natural law, cier-
tos derechos se consideraban tan básicos como para situarse más allá del alcance
de la autoridad gubernamental. Ello, por supuesto, nos situaba ante la posibilidad
de que una acción legislativa vulneradora de uno de esos derechos, como bien
podría ser el caso de los property rights, pudiera ser declarada inconstitucional
sin expreso apoyo en el texto constitucional. En cualquier caso, hay un cierto
acuerdo doctrinal en el sentido de que aunque en sus tempranas sentencias el
protagonismo del natural law fue notable, la Corte, progresivamente, fue apoyando
sus decisiones en específicas disposiciones constitucionales, aunque como algunos
ejemplos precedentemente mencionados revelan, a tal afirmación no se le puede
dar un carácter absoluto, ni puede entenderse que tras Fletcher, ni tan siquiera tras
Terret v. Taylor, la Corte se desentendiera de estos principios del Derecho natural.
Como ha escrito Sherry470, la actitud profundamente positivista actual hacia la
fundamental law es una invención relativamente moderna. La generación de los
Founders, que podría ser ubicada entre 1780 y 1820, vio la Constitución escrita
tan sólo como una de las diversas fuentes del fundamental law. Otras fuentes,
todas ellas no escritas, incluían las leyes de Dios (“the laws of God”), el common
law, derivado ampliamente de la costumbre y de la tradición, “the law of nature”
y el natural law.
Pero aún hay más en relación a la Fletcher opinion, pues en la misma decla-
ración final de la sentencia, cuando se proclama la inconstitucionalidad de la
Repeal Act, se alude como parte de su fundamento a estos principios generales que

468
James W. ELY, Jr.: “The Marshall Court and Property Rights...”, op. cit., p. 1048.
469
Esta es justamente la interpretación de Wilmarth, para quien Marshall tan sólo estaba dispuesto
a utilizar “extratextual sources” como herramientas interpretativas (“as interpretative tools”) para
confirmar el significado y el propósito ampliamente aceptados de una disposición constitucional. Sin
embargo, Marshall, a juicio del propio autor, por lo general, declinó dar un “constitutional status” a
aquellos derechos naturales que él no encontraba que se hallaran expresamente codificados en el texto
de la Constitución a través de un proceso de interpretación razonable (“fair construction”). Arthur E.
WILMARTH, Jr.: “Elusive Foundation: John Marshall, James Wilson...”, op. cit., p. 129.
470
Suzanna SHERRY: “Natural Law in the States”, en University of Cincinnati Law Review (U. Cin.
L. Rev.), Vol. 61, 1992-1993, pp. 171 y ss.; en concreto, pp. 171-172.
844 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

integran el natural law: “(T)he state of Georgia –puede leerse en la misma– was
restrained, either by general principles which are common to our free institutions,
or by the particular provisions of the constitution of the United States...”. Evidente-
mente, no era imprescindible ese doble sustento en que apoyar el fallo. Es posible
que Marshall, ante las dudas que pudiera albergar acerca de su interpretación
de la contract clause, quisiera dar más fuerza a la decisión final con la alusión a
esos principios de corte iusnaturalista. Pero tampoco puede descartarse que la
referencia a los mismos viniera motivada por el deseo de reconducir la sentencia
de la mayoría al dissent (en forma de concurring opinion) de Johnson, que se ciñe
a la fundamentación de la sentencia, no al fallo propiamente dicho, pues como
se verá más adelante, la argumentación de Johnson girará en torno a la violación
de esos principios generales característicos del gobierno. Como Marshall anuncia
que la posición de la Corte es unánime, era inexcusable integrar de algún modo
en ese párrafo final de la sentencia el fundamento que Johnson iba a considerar
adecuado471. En cualquier caso, lo que este último párrafo de la sentencia deja
meridianamente claro es que la Corte va a sustentar la inconstitucionalidad de la
Rescinding Act tanto en la disposición constitucional de la cláusula de los contratos
como en esos principios propios del Derecho natural a que nos hemos venido
refiriendo. Esto es tan claro que no deja de sorprender que haya autores, como
Snowiss472, que entiendan que Fletcher es el único caso en que Marshall apoyó
una decisión de inconstitucionalidad en el natural law en una opinion of the court.
Hemos de finalizar este epígrafe. Pocas cuestiones han suscitado visiones tan
enfrentadas como el discernimiento del verdadero significado que ha de darse
al frecuente recurso de la Marshall Court a esos “general principles which are
common to our free institutions”. A nuestro modo de ver, que el Tribunal apoyó
su interpretación de la contract clause y la fundamentación de algunas de sus
sentencias en principios de esta naturaleza es algo de lo que no puede caber duda.
Que el recurso a estos principios es más frecuente en las primeras decisiones de
la Corte que en las postreras, también nos parece patente, sin que de ello se haya
de desprender que en su etapa final el Tribunal prescindió de tales principios. Y
también nos resulta evidente que Marshall procuró reconducir los fundamentos
de las declaraciones de inconstitucionalidad de leyes estatales a normas consti-
tucionales. Por otro lado, también nos parece asumible, que el contenido de la
contract clause, de modo progresivo, se fue enriqueciendo jurisprudencialmente
con el aporte de una considerable parte de “the laws of nature”, por lo que, como
dice Wright473, llegaron a ser mucho menos necesarias las iniciales referencias a

471
En esta misma dirección, aduce Wilmarth que, dado el rechazo de Johnson a la contract
clause como fundamento de la decisión, Marshall pudo haber optado por esa interpretación alter-
nativa (“either.... or”) para que la unánime conclusión de la Corte incorporara los puntos de vista de
Johnson sobre el Derecho natural, evitando a la par cualquier fuerte respaldo a los mismos. Arthur
E. WILMARTH, Jr.: “Elusive Foundation: John Marshall, James Wilson...”, op. cit., p. 126.
472
Sylvia SNOWISS: Judicial Review and the Law of the Constitution, op. cit., p. 126.
473
Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause..., op. cit., pp. 244-245.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 845

los principios extraconstitucionales. Corwin, tiempo atrás474, ya se había hecho


eco de la ampliación del contenido de la cláusula de los contratos mediante el
recurso a los conceptos del Derecho natural, que a su juicio siguió un curso similar
al seguido por la cláusula de prohibición de las ex post facto laws.
Añadamos para terminar, que la frecuencia con que se recurre a estos prin-
cipios fundamentales de la teoría republicana en las primeras sentencias puede
encontrar su justificación en dos razones a las que se ha referido White: 1ª) La
situación procesal de la Corte le permitía considerar estos casos como “cases
of general law” lo mismo que como “cases of constitutional interpretation”. 2ª)
Los litigios no eran casos fáciles que estuvieran relacionados con restricciones
legislativas sobre derechos de propiedad privada existentes, sino bastante más
dificultosos, por cuanto concernían a alteraciones legislativas de actos legislativos
previos (en los que se habían establecido concesiones, exenciones de impuestos,
charters...) por los que la propia legislatura había conferido un determinado
beneficio a una parte privada475.

D) La violación de la contract clause por la Repeal Act

a) La consideración de que una concesión o cesión


es un contrato amparado por la cláusula

I. La argumentación que conduce a la sentencia a la conclusión de que la


Rescinding Act de Georgia violó la cláusula de los contratos presupone de modo
inexcusable dos pasos hermenéuticos previos. El primero de ellos, que abordamos
de inmediato, es el de que una concesión es un contrato; el segundo, que la contract
clause es de aplicación a los contratos públicos, no sólo a los privados. Anticipe-
mos, que Marshall iba a apoyar su interpretación en una gran heterogeneidad de
fuentes, tanto que se ha hablado de que esa interpretación fue un “mixed bag”476.
Desde Blackstone, a The Federalist, también mencionado en esta sentencia, en
sintonía con el extenso apoyo en ese documento que caracteriza a buen número
de las sentencias de Marshall477, pasando por los debates habidos en la Cámara
de Representantes sobre la Xª Enmienda, en definitiva, un muy plural empleo de
fuentes.

474
Edward S. CORWIN: “The Debt of American Constitutional Law to Natural Law Concepts”, en
Notre Dame Lawyer (Notre Dame L.), Vol. XXV, 1949-1950, pp. 258 y ss.; en concreto, pp. 274-275.
475
G. Edward WHITE: The Marshall Court & Cultural Change 1815-1835, op. cit., p. 602.
476
Barton H. THOMPSON, Jr.: “The History of the Judicial Impairment <Doctrine>...”, op. cit., p.
1387.
477
Cfr. al respecto Robert N. CLINTON: “Original Understanding, Legal Realism, and the Interpreta-
tion of <This Constitution>”, en Iowa Law Review (Iowa L. Rev.), Vol. 72, 1986-1987, pp. 1177 y ss.;
en particular, pp. 1213 y ss. Para Clinton, “perhaps the most readily available and most important
primary historical source available during the first three decades of judicial interpretation of the
Constitution was The Federalist” (p. 1215).
846 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

La Fletcher opinion iba a dejar meridianamente claro que una concesión era
un contrato. Marshall se iba a plantear si el caso sometido a la consideración del
Tribunal podía caer dentro del mandato acogido por la cláusula de los contratos.
Como es obvio, ello presuponía, ante todo, dar una adecuada respuesta a la
cuestión de qué es un contrato, para a continuación responder al interrogante de
si una concesión es un contrato.
Anticipemos que el Chief Justice va a distinguir dos tipos de contratos en fun-
ción de la situación en que se encuentran respecto de su cumplimiento: “executed
contracts” y “executory contracts”, o lo que es igual, contratos que ya han sido
ejecutados y contratos pendientes de ejecutar. Y a partir de esta distinción, va a
considerar que una concesión es un contrato ejecutado, pero, y en ello el Justice
Johnson discrepará de Marshall, un contrato ejecutado, lo mismo que un contrato
pendiente de ejecutar, contiene obligaciones vinculantes para las partes. Como
escribe Levy478, la inclusión de los contratos ejecutados dentro de la protección
de la cláusula no es sorprendente a la vista de la consideración de que existe una
obligación continua por parte del otorgante, que en el caso en cuestión se traduce
en no hacer valer un derecho a la tierra que ya ha otorgado. Dicho de otro modo,
mientras un “executory contract” contiene una promesa de realizar lo convenido
en fecha futura, un contrato ya ejecutado (“executed contract”), en un caso como
el que se plantea ante la Corte, exige que las pasadas concesiones legislativas no
puedan ser revocadas por ninguna de las partes, o lo que es igual, el otorgante, el
Estado de Georgia, una vez formalizada la cesión, ya no puede pretender hacer
valer su derecho sobre las tierras cedidas.
Marshall, como dijera Hunting479, dio al término “obligation” el significado
general que al mismo se le atribuía en el Derecho romano, en el civil law y por los
modernos juristas. El Chief Justice venía a ver en una”obligación”, por utilizar la
definición de lord Holland, “a tie, whereby one person is bound to perform some
act for the benefit of another”. Si se tiene en cuenta que la expresión “obligation
of contracts”, utilizada por la Constitución, era extraña al common law, debiendo
reconducirse más bien al civil law, y también al llamado law of nature, y que los
principios propios de este law of nature constituían la generalmente aceptada
filosofía jurídica de la época, se puede concluir que la concepción sustentada por
Marshall era la correcta.
La cuestión en litigio no era, sin embargo, sencilla, sino incierta y complicada,
pues existía una cierta idea entre la comunidad de que una concesión estaba
dirigida hacia el bien público. Ello no obstante, Marshall intentó equiparar tal
concesión a un caso de Derecho privado, y apoyándose en Blackstone480, sostuvo,

478
Leonard W. LEVY: Original Intent and the Framers´ Constitution, op. cit., p. 132.
479
Warren B. HUNTING: The Obligation of Contracts Clause of the United States Constitution, The
John Hopkins Press, Baltimore, Maryland, 1919, pp. 25-26.
480
Blackstone, en el volumen II de sus Commentaries, y dentro de un capítulo en el que aborda la
adquisición del título de una cosa por donación, concesión o contrato, sostiene al respecto: “A contract
may also be either executed, as if A agrees to change horses with B, and they do it immediately; in
which case the possession and the right are transferred together; or it may be executory, as if they agree
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 847

que una concesión era un contrato porque equivalía a la extinción del derecho del
otorgante e implicaba un compromiso de no pretender hacer valer su originario
derecho sobre la propiedad. El problema que este argumento presentaba no era,
como dice White481, el de su exactitud, desde la óptica de la doctrina del common
law, sino su idea de que la cláusula de obligación de los contratos estaba diseñada
para abarcar las leyes abrogatorias de concesiones estatales. Marshall consideraría
que la ley abrogatoria equivalía a un embargo de la propiedad sin compensación,
y aunque es cierto que el inciso final de la Vª Enmienda contemplaba la taking
clause (“No person.... shall private property be taken for public use without just
compensation”), no lo es menos que esta Enmienda, como las restantes del Bill
of Rights, impedía una expropiación sin justa compensación cuando la misma se
llevare a cabo tan solo por el gobierno federal, pues es bien sabido que, de acuerdo
con la primera interpretación de la Marshall Court, de la que es paradigmática la
sentencia dictada en el caso Barron v. Baltimore (1833), las disposiciones del Bill
of Rights operaban tan sólo en el ámbito federal, no en el ámbito de los Estados.
Es del mayor interés, antes de continuar, atender directamente al razona-
miento seguido por Marshall. Anticipemos que el Chief Justice va a utilizar una
definición abstracta de la noción de “contrato” para dilucidar si la rescisión por
la Legislatura de Georgia de su concesión es válida o nula. También va a vincular
ese concepto abstracto del contrato, y la resolución del caso, a la intención de
los Framers. Y en coherencia con todo ello, Marshall presenta su definición
abstracta no como un principio extratextual, sino como un principio implícito en
el texto constitucional. En sintonía con todo ello, Marshall, como se ha dicho482,
se presentaba a sí mismo no como un intérprete de la Constitución que optara
por sus preferencias políticas, “but as discovering and elaborating an abstract
concept the founders placed in the nation´s fundamental law”. A partir de estas
reflexiones pueden comprenderse mejor algunos de los párrafos plasmados por
Marshall en su sentencia:

“A contract is a compact between two or more parties, and is either


executory or executed. An executory contract is one in which a party binds
himself to do, or not to do, a particular thing; such was the law under which
the conveyance was made by the Governor. A contract executed is one of
which the object of contract is performed; and this, says Blackstone, differs
in nothing from a grant. The contract between Georgia and the purchasers
was executed by the grant. A contract executed, as well as one which is
executory contains obligations binding on the parties. A grant, in its own

to change next week; here the right only vests, and their reciprocal property in each other´s horse is
not in possession but in action; for a contract executed (which differs nothing from a grant) conveys
a chose in possesssion; a contract executory conveys only a chose in action”. William BLACKSTONE:
Commentaries on the Laws of England (A Facsimile of the First Edition of 1765-1769), Vol. II (Of the
Rights of Things, 1766), The University of Chicago Press, Chicago and London, 2002 (first published
by The University of Chicago Press in 1979), p. 443.
481
G. Edward WHITE: The Marshall Court & Cultural..., op. cit., p. 605.
482
Stephen A. SIEGEL: “Lochner Era Jurisprudence and the American Constitutional Tradition”,
op. cit., p. 46.
848 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

nature, amounts to an extinguishment of the right of the grantor, and


implies a contract not to re-assert that right. A party is, therefore, always
estopped by his own grant”.
“Since, then, in fact, a grant is a contract executed, the obligation of which
still continues, and since the constitution uses the general term contract,
without distinguishing between those which are executory and those which
are executed, it must be construed to comprehend the later as well as the
former. A law annulling conveyances between individuals, and declaring that
the grantors should stand seized of their former estates, notwithstanding
those grants, would be as repugnant to the constitution as a law discharging
the vendors of property from the obligation of executing their contracts by
conveyances. It would be strange if a contract to convey was secured by the
constitution, while an absolute conveyance remained unprotected”483.

La lógica de la argumentación tampoco está ausente de este razonamiento.


A partir de la idea extraida de Blackstone de que una vez realizado el objeto del
contrato, éste puede considerarse ejecutado, con lo que difiere en poco de una
concesión, que por lo mismo puede equipararse a un contrato realizado, Marshall
entiende que una concesión ya formalizada, al igual que un contrato ejecutado,
no implica que las partes dejen de estar vinculadas en el futuro a cualquier tipo de
obligación. Bien al contrario, en un contrato ejecutado, y por lo ya dicho, también
en una concesión ya formalizada, existe una obligación de las partes para no des-
hacer lo que ya ha sido hecho. Como aduce Magrath484, para quien ésta es la parte
más innovadora de la sentencia, al desarrollar la idea de que la venta originaria
de las tierras a las compañías del Yazoo era un contrato, del mismo modo que a
un Estado le está prohibido liberar a un individuo de su obligación de devolver a
quien le había prestado su dinero, también a un Estado le está prohibido abrogar
una concesión, para deshacer un “contrato ejecutado” que ya había sido hecho.
Marshall reconduce las concesiones y cesiones a la Constitución, pues como
ésta no distingue en la cláusula que nos ocupa entre ningún tipo de contratos,
la sentencia, siguiendo un principio hermenéutico bien conocido, considera que
el intérprete tampoco debe distinguir. Consecuentemente, dentro de la contract
clause caben tanto los contratos pendientes de ejecutar como los ejecutados, y por
lo mismo también las concesiones, que no son sino “executed contracts”. En fin,
Marshall, con indiscutible lógica, considera que sería extraño que un contrato para
transferir estuviera asegurado por la Constitución, mientras que una transmisión
permaneciera desprotegida.

II. Es de interés recordar, como hace algún autor485, que aunque Marshall no
lo mencionó en apoyo de su crucial afirmación de que, de modo implícito, un

483
Apud Horace H. HAGAN: “Fletcher vs. Peck”, op. cit., pp. 27-28.
484
C. Peter MAGRATH: Yazoo. Law and Politics..., op. cit., p. 78.
485
David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court. The First Hundred..., op. cit.,
pp. 133-134.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 849

otorgante se comprometía a no retomar la propiedad transferida, ya Coke, mucho


tiempo antes, había escrito en la primera parte de sus Institutes of the Lawes of
England (1628), que los términos ordinarios de una transmisión implicaban una
garantía del título (“a warranty of title”), en el caso que nos ocupa, del título
sobre la propiedad de las tierras transferidas, y posteriores comentaristas habían
sostenido que tal garantía impedía una demanda por el mismo otorgante (“a claim
by the grantor himself”).
Por lo demás, innecesario es que nos volvamos a hacer eco de los antecedentes
doctrinales y jurisprudenciales existentes en los Estados Unidos. A todos los ya
expuestos conviene añadir que ese gran jurista y Juez que fue James Wilson, en
1785, sostendría que siempre que el Estado aprobara una ley cediendo tierras u
otorgando charters de constitución de corporaciones u otros privilegios de análoga
naturaleza, tales leyes tenían que ser consideradas como acuerdos o convenios.
Recuerda Hunting486, que esta argumentación se hizo en frontal oposición a cierta
legislación entonces pendiente en la Legislatura de Pennsylvania, cuyo propósito
era abrogar la charter del Banco de Norteamérica, que había sido otorgada por la
Legislatura anterior. Es del mayor interés transcribir algunos de los argumentos
aducidos por Wilson:

“Because such a proceeding would wound that confidence in the


engagements of government, which it is so much the interest and duty of
every state to encourage and reward. The act in question formed a charter
of compact between the legislature of this state, and the president, directors
and company of the Bank of North America. The latter asked for nothing
but what was proper and reasonable; the former granted nothing but what
was proper and reasonable; the terms of the compact were, therefore, fair
and honest; while these terms are observed on one side, the compact cannot,
consistently with the rules of good faith, be departed from on the other”.

Después de sostener que en la mayor parte de los casos es verdad que un


Estado debe tener la facultad de reformar y derogar sus propias leyes, Wilson
continua aduciendo que:

“Very different is the case with regard to a law by which the state grants
privileges to a congregation or other society. Here two parties are instituted,
and two distinct interests subsist. Rules of justice, of faith, and of honor,
must, therefore, be established between them: for if interest alone is to
be viewed, the congregation or society must always lie at the mercy of
community”. “Still more different is the case with regard to a law by
which an estate is vested or confirmed in an individual; if, in this case, the
legislature may, at discretion, and without any reason assigned, divest and
destroy his estate, then a person, seized of an estate in fee simple, under
legislative sanction, is, in truth, noting more than a solemn tenant at will”.

486
Warren B. HUNTING: The Obligation of Contracts Clause of the United States Constitution, op.
cit., pp. 36-37.
850 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

“For these reasons, whenever the objects and makers of an instrument,


passed under the form of a law, are not the same, it is to be considered as
a compact and interpreted according to the rules and maxims by which
compacts are governed”.

No obstante los precedentes ya mencionados (pensemos sin más en Hamilton),


reveladores de que la doctrina establecida por Marshall en absoluto era del
todo novedosa, no han faltado autores que han criticado con cierta dureza la
argumentación del Chief Justice. Este sería, por ejemplo, el caso de Hutchinson487,
para quien, aunque la conclusión a la que la Corte llegó en este caso ha sido
generalmente adoptada, debe considerarse que el razonamiento de Marshall
no es desde ningún punto de vista satisfactorio. Admite Hutchinson que una
concesión sea desde luego un contrato ejecutado, pero de ello no se sigue que un
contrato ejecutado sea todavía un contrato. Wright, por su parte, ha criticado de
modo sistemático toda la interpretación marshalliana. En lo que ahora interesa,
para el Profesor de Harvard, la teoría del Chief Justice encuentra poco apoyo en la
comprensión ordinaria de la “obligation of contract”, esto es, en la obligación de
ejecutar o cumplir los términos de un “executory contract”, si bien admite que no
es irrazonable aceptar que cuando se hace una concesión ambas partes asumen
que la misma debe perdurar en el tiempo488. Desde otra óptica, que a nuestro juicio
se nos revela como más consistente, la interpretación de Marshall se ha criticado489
con base en que con la misma el interés público recibió un tosco tratamiento
(“rough treatment”). Sin embargo, unos años después, como ya vimos, la noción
del police power comenzaría a equilibrar la balanza.
Sea como fuere, Marshall iba a dar una respuesta clara al primer interrogante
que al inicio de este epígrafe planteábamos. Una concesión de tierras, completada
por un traspaso de la propiedad de las mismas, que por lo mismo era un contrato
ejecutado, daba lugar a un implícito “executory contract”, esto es, a un contrato
implícito no completado que, por parte del otorgante, se traducía en la obligación
de abstenerse de intentar hacer valer su derecho sobre la cosa cedida. Desde esta
perspectiva, la concesión presuponía un contrato reconducible a la contract clause.

b) La aplicación de la cláusula a los contratos públicos

Admitido que una concesión es un contrato, la cuestión inmediata sucesiva


a responder es la de si un contrato público, como es el caso, es reconducible
al ámbito de la contract clause. La respuesta de Marshall es bien conocida. La
Fletcher decision iba a elevar las obligaciones públicas a un nivel de paridad

487
R. HUTCHINSON: “Laws Impairing the Obligation of Contracts”, en Southern Law Review (New
Series), (S. L. Rev. n. s.), Vol. 1, No. 3, Saint Louis, October, 1875, pp. 401 y ss.; en concrfeto, p. 414.
488
Bejamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause..., op. cit., p. 32.
489
Wallace MENDELSON: “New Light on Fletcher v. Peck and Gibbons v. Ogden”, en The Yale Law
Journal (Yale L. J.), Vol. 58, 1948-1949, pp. 567 y ss.; en concreto, p. 572.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 851

con las obligaciones privadas a los efectos de la cláusula de los contratos. Como
la doctrina destaca generalizadamente, y por nuestra parte ya se ha puesto de
relieve, esta consideración iba a tener un profundo efecto sobre el curso futuro
de la historia americana, en gran medida, como se ha dicho490, porque en años
sucesivos la Corte iba a considerar la cláusula aplicable a las diversas formas de
la “new property” del siglo XIX, tales como las exenciones de impuestos (New
Jersey v. Wilson, 1812) o los estatutos de las corporaciones (“corporate charters”,
Trustees of Dartmouth College v. Woodward, 1819).
La disposición constitucional no distingue entre obligaciones públicas y
privadas, no delimita su ámbito a los contratos celebrados entre particulares,
y a ello puede añadirse que otras previsiones constitucionales, estrechamente
relacionadas con la que nos ocupa, como la relativa a la interdicción de las
ex post facto laws, limitan claramente la actividad estatal. Incluso, la original
disposición del Art. III, permitiendo que los Estados pudieran ser demandados,
implicaba, según se hace constar en la sentencia, que el Estado no pudiera evitar
su responsabilidad a través del repudio legislativo de sus propios contratos. A
todo ello podrían añadirse principios de corte más general como sería el caso
de la necesidad de respetar la “santidad de los contratos” y la conveniencia de
proteger las expectativas de los acreedores y de los compradores de buena fe,
principios éstos que parecen de plena aplicación no sólo a los contratos privados,
sino también a los públicos. Todo ello iba a conducir a la Corte a la conclusión de
que un contrato entre un Estado y un particular es un contrato reconducible a las
exigencias de la cláusula constitucional, a efectos de la cual, por tanto, no cabe
distinguir entre contratos públicos y privados.
Llegados aquí, como venimos haciendo por lo general, vamos a hacernos eco
de algunas de las reflexiones que Marshall hace en la sentencia en relación a esta
cuestión, transcribiendo en su literalidad algunas de ellas. El Chief Justice comienza
planteándose dos interrogantes. El primero de ellos es el de que si las concesiones
públicas están incluidas dentro del término “contratos”; ¿se halla una concesión
estatal excluida de la aplicación de la previsión constitucional? El segundo interro-
gante atañe a si se ha de considerar que la cláusula constitucional, aún impidiendo al
Estado cualquier posible menoscabo de las obligaciones dimanantes de los contratos
celebrados entre dos individuos, le excluye de ese impedimento respecto de los
contratos en que el propio Estado sea parte. Marshall va a responder de inmediato
a ambas cuestiones. Su primera argumentación es que las propias palabras de la
cláusula no contienen esa distinción; por el contrario, sus términos son generales
y son aplicables a contratos de todo tipo (“they are general, and are applicable
to contracts of every description”). Por lo mismo, se argumenta, si los contratos
hechos con el Estado hubieren de hallarse exentos de la aplicación de esta cláusula,
la excepción debe resultar de la naturaleza de la parte contratante (“the exception

490
Thomas W. MERRILL: “Public Contracts, Private Contracts, and the Transformation of the
Constitutional Order”, en Case Western Reserve Law Review (Case W. Res. L. Rev.), (Case Western
Reserve University. School of Law, Cleveland, Ohio), Vol. 37, 1986-1987, pp. 597 y ss.; en concreto,
p. 603.
852 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

must arise from the character of the contracting party”), no de las palabras que se
emplean. A partir de aquí, Marshall aborda de modo frontal la cuestión de si del
hecho de que una parte contratante sea un Estado puede derivarse tal excepción,
esto es, lo que bien podríamos tildar de la inmunidad del contrato público frente
al mandato imperativo que late en la contract clause. Estas son algunas de las
reflexiones que al respecto se hacen en la sentencia para rechazar tal excepción:

“Whatever respect might have been felt for the state sovereignties, it is
not to be disguised that the framers of the constitution viewed, with some
apprehension, the violent acts which grow out of the feelings of the moment;
and that the people of the United States, in adopting that instrument, have
manifested a determination to shield themselves and their property from
the effects of those sudden and strong passions to which men are exposed.
The restrictions on the legislative power of the States are obviously founded
in this sentiment; and the constitution of the United States contains what
may be deemed a bill of rights for the people of each State”. “No State shall
pass any bill of attainder, ex post facto law, or law impairing the obligation
of contracts”. “A bill of attainder may affect the life of an individual, or may
confiscate his property, or may do both”. “In this form the power of the
legislature over the lives and fortunes of individuals is expressly restrained.
What motive, then, for implying, in words which import a general prohibition
to impair the obligation of contracts, an exception in favor of the right to
impair the obligation of those contracts into which the State may enter?”491.

Como puede apreciarse, Marshall presta una especial atención al contexto


histórico, algo que en un caso como este puede contribuir a ayudar a la compren-
sión de la intención de los Framers. Y en base a ello, parece poder concluirse que
el hecho de que una parte de la relación contractual sea un Estado no sólo no
exime de la aplicación de la contract clause, sino que más bien parece convertirla
en aún más necesaria. Para constatar que eso es así, se recuerda en la sentencia el
temor de los Framers frente a los actos violentos que derivaron de los sentimientos
del momento, y cómo aquéllos, a través de la Constitución, manifestaron su
decisión de proteger al propio pueblo y a su propiedad frente a los efectos de las
súbitas y fuertes pasiones a que los hombres se hallan expuestos. Y justamente
las restricciones constitucionales frente al poder legislativo estatal responden
a este sentimiento492. Y al mismo fin se dirige el que Marshall identifica como

491
Apud Horace H. HAGAN: “Fletcher vs. Peck”, op. cit., pp. 28-29. Asimismo, en John P. ROCHE
(edited by): John Marshall: Major Opinions..., op. cit., p. 130.
492
Un dato indiciario de la actitud de Marshall respecto de los abusos de las legislaturas estatales
en la etapa preconstitucional lo podemos encontrar en el 5º volumen de su magna biografía sobre
el Presidente Washington (Life of George Washington). Como recuerda Dunne, allí Marshall había
condenado en los más vigorosos términos el repudio de los contratos públicos y privados durante
el período de la Confederación. Marshall hacía suya la insistencia federalista en los principios de
“the exact observance of public and private engagements” y “the rigid compliance with contracts”,
principios inexcusables para que la fe de una nación o de un particular se considerara una sagrada
garantía. Gerald T. DUNNE: “Joseph Story: The Germinal Years”, en Harvard Law Review (Harv. L.
Rev.), Vol. 75, 1961-1962, pp. 707 y ss.; en concreto, p. 748.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 853

un Bill of Rights constitucional para el pueblo de cada Estado. Innecesario es


decir que Marshall no se está refiriendo al verdadero Bill of Rights, acogido en
las diez primeras Enmiendas, pues, como ya se ha dicho en diversas ocasiones,
en aquel momento, tales Enmiendas se consideraron que tan sólo regían frente
al gobierno federal. El Chief Justice engloba dentro de ese peculiar Bill of Rights
al que se está refiendo algunos de los mandatos constitucionales que el párrafo
primero de la Sección 10ª del Art. I dirige específicamente a los Estados, y de
modo particularizado se alude a las prohibiciones de dictar un bill of attainder,
una ex post facto law o una ley “impairing the obligation of contracts”. A todo
ello habría de añadirse el llamado takings principle, al que ya hemos aludido,
que impedía a una legislatura apropiarse de la propiedad de un individuo para
dársela a otro o quedársela el propio Estado para uso público, principio que, como
recuerda White493, fue descrito como “uno de los principios generales de nuestras
instituciones políticas”, siendo el ya mencionado caso Ware v. Hylton (1796) el
primero en que tal principio cobró auténtico protagonismo.
Marshall dedica a continuación un largo párrafo a argumentar sobre el signifi-
cado de la ex post facto law, y al hilo de ello señala, que a una legislatura estatal le
está prohibido aprobar una ley por la que la propiedad o hacienda de un hombre,
o una parte de ella, pueda ser incautada por un delito que no fue declarado por
una ley previa que le hiciera responsable de ese castigo. Así las cosas, ¿porqué
entonces violentar el significado de los términos constitucionales con el propósito
de dejar a la legislatura la facultad de incautarse, para uso público, la propiedad o
hacienda de un individuo en forma de una ley anulando el título por el que él ocupa
esa propiedad? La respuesta está claramente implícita en el mismo interrogante.
La sentencia acoge un último párrafo, que antecede a la decisión propiamente
dicha, en el que se explicita un nuevo argumento, antes referido, con el que
desactivar la supuesta excepción en la aplicación de la contract clause respecto a
los contratos en que el Estado sea parte contratante. Recuerda Marshall que, inicial-
mente (hasta la aprobación de la Undécima Enmienda), la Constitución daba a los

Otro dato bien significativo del sentir de Marshall en torno al tema lo encontramos en que durante
durante los años 1780, siendo miembro de la Virginia House of Delegates, él se opuso, bien que sin
éxito, a la política del gobierno republicano del Estado, que incitaba a sus ciudadanos a ignorar las
deudas que debían a los acreedores ingleses. De hecho, Virginia rehusó hacer caso al Jay Treaty (1783),
el Tratado de paz entre Inglaterra y los Estados Unidos, dejando de derogar sus leyes de tiempo de
guerra que exoneraban a los virginianos de sus deudas con los ingleses. C. Peter MAGRATH: Yazoo.
Law ans Politics..., op. cit., p. 71.
Puede que no sea del todo irrelevante para la comprensión de la actitud de Marshall ante el problema
abordado, el hecho de que aunque el Chief Justice no estaba interesado en las tierras del Yazoo, él si se
hallaba implicado personalmente en otros asuntos relativos a la especulación de tierras, pues junto a
algunos de sus hermanos había adquirido grandes cantidades de tierras en las antiguas propiedades
del británico Lord Fairfax. De ahí que su gran biógrafo y admirador, el senador Beveridge, escribiera:
“Marshall was profoundly interested in the stability of contractual obligations. The repudiation of
these by the Legislature of Virginia had powerfully and permanently influenced his views upon this
suject. Also, Marshall´s own title to part of the Fairfax estate had more than once been in jeopardy...”.
Apud Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause..., op. cit., p. 31, nota 13.
493
G. Edward WHITE: The Marshall Court & Cultural..., op. cit., p. 606.
854 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

tribunales de los Estados Unidos jurisdicción para conocer de aquellas demandas


presentadas contra los Estados. Consiguientemente, un Estado que violara su
propio contrato, era responsable ante los tribunales federales por esa violación. Y
se pregunta Marshall: “Would it have been a defence in such a suit to say that the
State had passed a law absolving itself from the contract?”. Innecesario es, creemos,
hacernos eco de su respuesta, por obvia, no obstante lo cual la recordaremos: “It is
scarcely to be conceived that such a defence could be set up”. Marshall admite que
esa responsabilidad estatal ya no existía tras la aprobación de la citada Enmienda,
pero “this feature (...) aids in the construction of those clauses with which it was
originally associated”. La inclusión en el ámbito de la cláusula de aquellos contratos
en que un Estado sea parte, tras la argumentación expuesta, cae por su propio peso.
Un sector de la doctrina no ha dejado de enjuiciar críticamente la interpreta-
ción de Marshall. Como ya hemos tenido oportunidad de exponer a lo largo de este
trabajo, la reconducción al ámbito de la contract clause de los contratos públicos
es un tema que está lejos de ser pacífico. No vamos a entrar de nuevo en él, pero
sí nos haremos eco de ciertas posiciones. Constata Snowiss494 algo que creemos
debe haber quedado claro tras lo expuesto: que Marshall no encuentra motivo
para suponer que las palabras de los Framers, que entrañan una prohición general
de menoscabar las obligaciones dimanantes de los contratos, deban acoger una
excepción en favor de un derecho al menoscabo de tales obligaciones contractuales
por el Estado cuando éste sea parte de la relación contractual.
Fue Wright, como ya se ha indicado en alguna ocasión, quien en 1938 aban-
deró una posición contraria a la interpretación de Marshall, con base en que con
ella el Chief Justice abandonó la intención originaria de los Framers. “The Framers
of the Constitution –escribe Wright495– and those who supported it in 1787-1788
never gave any indication of such a breadth of meaning”. Y aunque Marshall no
tuvo acceso a los debates de la Convención Federal, sí dispuso, como es obvio por
lo demás, de declaraciones y posicionamientos en torno al tema producidos con
ocasión de los debates en las Convenciones estatales de ratificación. Pero es que,
aún admitiendo que este debate tiene una utilidad muy relativa, lo cierto es que
Paterson y Hamilton, como ya se ha expuesto, sí fueron miembros relevantes de
la Convención Constitucional y en la primera ocasión que tuvieron para pronun-
ciarse formalmente al respecto no dudaron en interpretar que la contract clause
no limitaba su ámbito a los contratos privados. Refiriéndose justamente al antes
mencionado autor, Clinton ha subrayado que Wright, no obstante ser un claro
oponente a la interpretación de Marshall, no pudo encontrar ni un solo temprano
caso en tribunales estatales o federales que apoyase su tesis496.

494
Sylvia SNOWISS: “Text and Principle in John Marshall´s Constitutional Law...”, op. cit.,
pp. 988-989.
495
Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause..., op. cit., pp. 32-33.
496
Robert L. CLINTON: “The Obligation Clause of the United States Constitution: Public and/or
Private Contracts”, en University of Arkansas at Little Rock Law Journal (UALR L. J.), Vol. 11, 1988-1989,
pp. 343 y ss.; en concreto, p. 349.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 855

La posición de Wright iba a encontrar bastantes seguidores. Y así, Ely ha podido


constatar497, que ha llegado a ser una idea común (“a commonplace idea”) que
Marshall expandió la aplicación de la cláusula más allá de los limitados objetivos
de los Framers. Para algunos autores498, la Marshall Court pudo haberse equivocado
por su indebidamente amplia interpretación del término “contrato”. El intento
de Marshall de sujetar todas las transmisiones realizadas a un estricto control de
conformidad con esta cláusula a través de la simple afirmación (“the bald assertion”)
de que “a grant is a contract executed” es teóricamente problemático y finalmente
contrario al entendimiento original de la cláusula. Para otros499, ni siquiera en los
más amplios términos de la propuesta originaria de esta disposición constitucional,
la prohibición contenida en la cláusula se podría haber extendido a la situación de
Fletcher, en cuanto que este caso concernía a un contrato público. Actuando como
un tribunal de equidad, la Corte ampliaba el ámbito de la contract clause, y al actuar
así, a la par, estaba ampliando su propio poder de revisión de la acción legislativa
estatal, emprendiendo una larga carrera que tendría como resultado la más amplia
anulación judicial de la acción estatal. No faltan quienes500 censuran a Marshall por
haber ignorado tanto el común entendimiento de la contract clause, que siempre
se visualizó como de aplicación a los contratos privados tan sólo, como el hecho de
que la cláusula únicamente se aplicaba cuando se había comprometido una obli-
gación de conformidad con un contrato protegido por la ley que aún no había sido
cumplido. En fin, hay autores501 que, aun admitiendo la excepcionalmente amplia
interpretación de la cláusula, consideran que Marshall sustentó su interpretación
sobre el mismo texto de la Constitución; de esta forma, al mismo tiempo que
liberalizaba el significado de la contract clause, vinculaba también su significado
a sus palabras, haciendo más difícil para tribunales posteriores aplicar la cláusula
(que explícitamente alude a las leyes: “law impairing...”) a las decisiones judiciales
que pudieran menoscabar esas mismas obligaciones dimanantes de los contratos..
En definitiva, la Fletcher opinion iba a marcar el inicio de una aplicación muy
plural de la cláusula. Si en ella se decidía que era de aplicación a un contrato en
que una parte fuere el Estado, en New Jersey v. Wilson se consideraba aplicable a un
contrato entre un Estado y una tribu india, mientras que en Green v. Biddle (1823),
la Corte la consideró de aplicación a un contrato entre dos Estados (Kentucky y
Virginia).

c) La efectiva vulneración de la contract clause por la Rescinding Act

En el mismo momento en que Marshall abandona las reflexiones de corte


iusnaturalista para entrar en los fundamentos de Derecho positivo, comienza

497
James W. ELY, Jr.: “The Marshall Court and Property Rights...”, op. cit., p. 1030.
498
Douglas W. KMIEC and John O. McGINNIS: “The Contract Clause: A Return...”, op. cit., p. 539.
499
Joseph M. LYNCH: “Fletcher v. Peck: The Nature of the Contract Clause”, op. cit., pp. 19-20.
500
Max LERNER: “John Marshall and the Campaign of History”, op. cit., p. 413.
501
Barton H. THOMPSON, Jr.: “The History of the Judicial Impairment <Doctrine>...”, op. cit.,
pp. 1387-1388.
856 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

constatando, que la validez de la Rescinding Act podría incluso ser puesta en duda
si Georgia fuese un Estado soberano. Y ello parece estar basándolo Marshall en la
consideración que efectúa en los dos párrafos inmediatos anteriores, que plantean
de modo implícito el principio de la división de poderes. Marshall parte de que a
la legislatura le es concedido todo el poder legislativo, pero de inmediato precisa
que la cuestión de si una ley de transferencia de la propiedad de un individuo
a la colectividad pública (o lo que es igual, la segunda ley de la Legislatura de
Georgia) se puede reconducir a la naturaleza propia del poder legislativo, es algo
que considera digno de seria reflexión (“is well worthy of serious reflection”). Y
ello es así por cuanto si es competencia peculiar de la legislatura “to prescribe
general rules for the government of society”, “la aplicación de esas normas a los
individuos en sociedad, pareciera ser el deber de otros departamentos”. No actuar
así puede incluso conducir al poder legislativo a ser juez y parte en un caso que
le afecta frontalmente502. La cuestión no es fácil de resolver, pues como Marshall
dice, “hasta qué punto la facultad de dar la ley puede implicar cualquier otro poder
en casos en que la Constitución se mantenga en silencio, nunca ha sido, y quizá
nunca pueda ser, definitivamente determinado”.
Las reflexiones precedentes dejan en todo caso una cosa clara: el problema de
fondo no surge para Marshall porque la Legislatura de Georgia no pueda aprobar
una ley en contra de lo establecido en otro texto legal aprobado por la legislatura
anterior. Marshall lo aclara meridianamente:

“The principle asserted is, that one legislature is competent to repeal any act
which a former legislature was competent to pass; and that one legislature
cannot abridge the powers of a succeeding legislature”.

Georgia, además, no es un Estado soberano. Georgia no puede verse como


un Estado aislado, como un poder soberano cuya legislatura no tenga otras res-
tricciones que las previstas por su propia Constitución. “She –aduce Marshall– is
part of a large empire; she is member of the American Union; and that union has
a constitution the supremacy of which all acknowledge, and which imposes limits
to the legislatures of several States, which none claim a right to pass”. Cree Ma-
grath503, que estas palabras sobre la soberanía de Georgia (así como las relativas al
self-restraint de la Corte en lo que al control de los motivos del legislador se refiere)

502
Hobson viene a aducir que para Marshall, cuando la Legislatura de Georgia rescinde la venta,
está actuando como “its own judge in its own case”. La legislatura había quitado derechos que
previamente había conferido de conformidad con la ley de venta, derechos que pertenecían a terceras
partes inocentes que los habían comprado. Si la legislatura suponía que lo que estaba en juego era
el derecho a decidir una cuestión de título, esto es, una cuestión judicial, entonces, como el propio
Marshall diría, “it would seem equitable that its decision should be regulated by those rules which
would have regulated the decision of a judicial tribunal”. Sin embargo, la Legislatura de Georgia no
había seguido esas normas; por lo tanto, al rescindir la venta había ejercido “a mere act of power in
which it was controlled only by its own will”. Charles F. HOBSON: “Remembering the Great Chief
Justice”, en Journal of Supreme Court History (J. Sup. Ct. Hist.), Vol. 27, Issue 3, 2002, pp. 293 y ss.;
en concreto, p. 298.
503
C. Peter MAGRATH: Yazoo. Law and Politics..., op. cit., p. 76.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 857

dejan la impresión de falta de sinceridad (“disingenuousness”), pero admite que


proporcionan a la Corte una protección frente a las acusaciones de que, ocasional-
mente, interfería en los asuntos de los Estados. Y de inmediato, entre esos límites a
que se alude, la sentencia se refiere a ese tríptico de mandatos que la Constitución
impone sobre las legislaturas estatales, que la decisión parece interrelacionar; se
trata, como es obvio, de la prohibición de dictar bills of attainder, ex post facto laws
o leyes “impairing the obligation of contracts”. El insistente recurso, ya comentado
en el anterior epígrafe, a esos otros mandatos constitucionales que la Constitución
ubica junto a la contract clause, le sirve de punto de apoyo para su interpretación,
aunque Wright, mostrándose bastante crítico con el modo de argumentar de
Marshall504, ve en todo ello la completa insatisfacción del Chief Justice con su
aplicación al caso de la contract clause. No concordamos con este punto de vista,
pues, como hemos señalado con anterioridad, Marshall cree que hay una lógica
constitucional implícita en esos injunctions dirigidos a los legislativos estatales505,
con los que el constituyente estaría sentando una suerte de Bill of Rights para los
ciudadanos de los Estados frente a sus propios poderes estatales. Ello justificaría
más que sobradamente el entrelazamiento entre esos tres mandatos del párrafo
primero de la Sección 10ª del Art. I.
Es cierto, y ya nos hemos hecho eco de ello, que otros autores como Corwin
y el propio biógrafo del Chief Justice, el senador Beveridge, han incidido también
en las dudas experimentadas por Marshall sobre el modo idóneo de fundamentar
la sentencia. Esas dudas se centrarían en el recurso a la contract clause, pues para
el Chief Justice lo realmente inequívoco era que la ley abrogatoria de Georgia
vulneraba esos principios elementales de justicia de corte iusnaturalista a los
que ya hemos aludido, y de ahí que intentara “arropar” la propia cláusula con
otras disposiciones constitucionales vecinas y de significados parejos, en cuanto
tributarias de una misma filosofía constitucional.
La Legislatura de Georgia estaba pues sujeta a la contract clause. Y como
ya se ha ido exponiendo, tras evaluar la ley abrogatoria de Georgia desde los
parámetros de los conceptos anglo-americanos de propiedad y de los propios
del gobierno constitucional, previa interpretación de la contract clause, Marshall
iba a concluir que la ley de rescisión de Georgia era inconstitucional tanto por

504
“(A)fter the brief consideration of that clause´s meaning, astonishingly brief when one considers
how far-reaching this interpretation was to be, he talks vaguely about the bills of attainder and ex
post facto provisions”. Todo ello aún le resulta más sorprendente a Wright cuando recuerda que este
era un caso civil, en el que nadie que estuviera implicado se hallaba acusado de un delito. Benjamin
Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause..., op. cit., p. 33.
505
En una dirección que nos parece bastante próxima, Merrill sostiene que aquí Marshall proyectó
el peso de su irrebatible lógica en contra de una interpretación estricta de la contract clause. Y a tal
efecto, Marshall iba a insistir mucho en la improbabilidad (“the unlikelihood”) de que una Conven-
ción que prohibía ampliamente a los Estados promulgar legislación retroactiva en forma de bills of
attainder o de leyes ex post facto, sin una indicación específica, pretendiera limitar la aplicación de una
prohibición general contra el menoscabo de las obligaciones contractuales. Maurice H. MERRILL:
“Application of the Obligation of Contract Clause to State Promises”, en University of Pennsylvania
Law Review and American Law Register (U. Pa. L. Rev. & Am. L. Reg.), Vol. 80, 1931-1932, pp. 639 y
ss.; en concreto, p. 639.
858 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

violar esos principios generales comunes a las instituciones libres de gobierno,


como por transgredir igualmente la disposición constitucional de la cláusula de
los contratos. Vale la pena transcribir los términos con que formula su veredicto:

“It is, then, the unanimous opinion of the court, that, in this case, the estate
having passed into the hands of a purchaser for a valuable consideration,
without notice, the state of Georgia was restrained, either by general
principles, which are common to our free institutions, or by the particular
provisions of the constitution of the United States, from passing a law
whereby the estate of the plaintiff in the premises so purchased could be
constitutionally and legally impaired and rendered null and void”506.

Ya hemos tenido oportunidad de referirnos a lo significativo que resulta este


doble basamento de la decisión en unos principios generales de corte iusnaturalis-
ta y en las propias previsiones constitucionales507. Marshall estaba convencido de
que la causa de Georgia era de todo punto injusta en su resultado, por su contra-
dicción con principios básicos de raíz iusnaturalista (en lo que coincidía el Justice
Johnson), y a partir de ahí iba a reconducir la fundamentación a la Constitución,
lo que no ha dejado de desencadenar especulaciones por parte de la doctrina. Y
así, Lynch cree508 que Marshall, aunque invocando la razón y la naturaleza de
las cosas, principios en los que también se apoya, pretendía interpretar el texto
constitucional. Por nuestra parte, y en sintonía con lo ya expuesto, nos parece
bastante evidente, que con esta dual fundamentación jurídica el Chief Justice está
revelando su reticencia a viabilizar la declaración de inconstitucionalidad de una
ley estatal con base en principios extraconstitucionales. En fin, no puede dejar
de manejarse otra explicación, a la que también ya se ha aludido. Si la sentencia
se tilda de unánime (“the unanimous opinion of the court”), porque Johnson
coincide en el resultado, en la parte dispositiva, aunque no en la fundamentación
(reasoning), parece conveniente reconducir la sentencia de la mayoría a la
diferente fundamentación de Johnson a través de la referencia dual a que nos
estamos refiriendo.

E) La concurring opinion del Justice William Johnson

El Justice William Johnson, que había accedido a la Corte en 1804, iba a concu-
rrir en el fallo propiamente dicho, pero, sin embargo, se iba a separar de Marshall

506
Apud Horace H. HAGAN: “Fletcher vs. Peck”, op. cit., p. 29. Asimismo, en John P. ROCHE
(edited by): John Marshall: Major Opinions..., op. cit., pp. 131-132.
507
Wilmarth cree que, a primera vista, la decisión de Marshall de incluir como una base alternativa
para la conclusión de la Corte una consideración basada en el natural law parece altamente sorpren-
dente, lo que justifica porque, a su juicio, la discusión de los principios de Derecho natural en Fletcher
fue equívoca e inconcluyente. Arthur E. WILMARTH, Jr.: “Elusive Foundation: John Marshall, James
Wilson, and the Problem of Reconciling...”, op. cit., p. 126.
508
Joseph M. LYNCH: “Fletcher v. Peck: The Nature of the Contract Clause”, op. cit., p. 17.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 859

en la fundamentación del mismo. Johnson discreparía de la interpretación de


la contract clause llevada a cabo por el Chief Justice, mostrándose asimismo en
desacuerdo acerca de que esa disposición constitucional pudiese proporcionar una
base suficiente en la que sustentar la decisión. Johnson, además, iba a soslayar
los argumentos constitucionales, para centrarse en un razonamiento plenamente
identificado con los principios del Derecho natural. A juicio de este Juez de Caroli-
na del Sur, uno de los más relevantes de la Marshall Court, de la que sería miembro
durante treinta años (hasta 1834, año de su muerte), la inconstitucionalidad de la
ley abrogatoria de Georgia debía ser declarada con base tan sólo en su flagrante
violación de los derechos adquiridos (vested rights). Su argumentación jurídica,
sólida y razonada, como siempre fue habitual en este Justice, bien conocido por
sus numerosos dissents, ha sido considerada por Snowiss como “perhaps the
strongest expression of the natural rights foundation of limited government to be
found in this literature”509.
El conjunto de la argumentación jurídica de Johnson descansa sobre un
principio general, “the reason and nature of things”, un principio del que llega
a decir que “will impose laws even on the Deity”, lo que ya es harto significativo
de la fuerza que atribuye este Juez, nacido en Charleston, a esa fundamentación
extraconstitucional. William Johnson apoya en este principio su posición de
que cuando la Legislatura de Georgia transfirió la propiedad de las tierras,
fue irrevocablemente cedida a cada comprador y la Legislatura carecía del
poder de revocar sus propias concesiones. Consecuentemente, Johnson no
duda en lo más mínimo de que un Estado no posee la facultad de revocar sus
propias concesiones. Una vez que una Legislatura transfería la propiedad a un
individuo, argumentaba Johnson que la misma “vested in the individual (and
became) intimately blended with his existence, as essentially so as the blood that
circulates through his system”510. En consecuencia, para el Juez disidente, la
propiedad transferida por la Legislatura a unos determinados individuos había
de entenderse conferida (“vested”) a tales personas, y ello podía considerarse
como un ejemplo del frecuente recurso a los principios fundamentales (“first
principles”), algo que Johnson consideraba necesario para proteger “la seguridad
del pueblo frente a la mala conducta de sus gobernantes” (“the misconduct of
their rulers”). El Juez disidente parece tan convencido de que los principios del
Derecho natural entrañan la abrogación de la segunda ley de Georgia que no
considera necesario revisar con algún detalle las exigencias de tal Derecho. Es
de destacar aquí el contraste con Marshall, sumido en un mar de dudas, como
ya hemos tenido oportunidad de señalar, no obstante haber especulado con la
posibilidad de buscar, por lo menos en parte, el apoyo iusnaturalista para su
interpretación, si bien, en último término, puede inferirse de la sentencia que
Marshall evitó la directa sanción del natural law como judicialmente exigible.

509
Sylvia SNOWISS: Judicial Review and the Law of the Constitution, op. cit., p. 130.
510
Apud G. Edward WHITE: The Marshall Court & Cultural Change..., op. cit., p. 605.
860 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

Johnson, además, iba a dejar muy claro que su opinion no se fundaba en las
previsiones constitucionales511.
Se ha señalado 512, que la base última de la separate opinion de Johnson
habría que buscarla en James Madison, y de modo más específico, en el Nº 44 del
Federalist. Sin lugar a dudas, en ese texto Johnson pudo encontrar un indudable
punto de apoyo para su fundamentación. Recordemos de nuevo (pues ya trans-
cribimos el párrafo completo en un momento anterior) la conocida afirmación
de Madison, que muy posiblemente influyó en Johnson: “Bills of attainder, ex post
facto laws, and laws impairing the obligation of contracts, are contrary to the first
principles of the social compact, and to every principle of sound legislation”.
La posición de Madison armoniza perfectamente con esa idea de corte ius-
naturalista de la existencia de unos principios fundamentales (“first principles”)
que se verían conculcados por una ley que menoscabara las obligaciones
dimanantes de las relaciones contractuales. Esto queda muy claro en el párrafo
transcrito, en el que también explicita que una ley que contrariara el mandato de
la contract clause estaría prohibida por el espíritu y por la propia esfera de acción
de la Constitución. En fin, Madison llega a calificar de “baluarte constitucional”
en favor de la seguridad personal y de los derechos privados el mandato acogido
por la contract clause, considerando que con ello el constituyente no ha hecho
sino plasmar algo que late en el sentir de la ciudadanía. Johnson, parece claro,
adoptó como punto de partida la posición de Madison513, pero no creemos que
su concurring sea directamente deudora del pensamiento madisoniano, que a
nuestro modo de ver desborda los estrictos límites iusnaturalistas en que se queda
la argumentación de Johnson.
Johnson coincide por entero con Marshall en rechazar como “absurda” la
opinión de que el judiciary podía anular leyes de aquellos legisladores de quienes
se alegara que habían sido sobornados o que eran corruptos. Y también se muestra
de acuerdo con el Chief Justice en que una concesión es un contrato, o por lo

511
“I do not hesitate to declare –se puede leer en la concurring opinion– that a state does not
possess the power of revoking its own grants. But I do it on a general principle, on the reason and
nature of things: a principle which will impose laws even on the Deity. When the legislature have
once conveyed their interest or property in any subject to the individual, they have lost all control
over it; (this interest) is vested in the individual; becomes intimately blended with his existence, as
essentially so as the blood that circulates through his system. (....) I have thrown out these ideas that
I may have it distinctly understood that my opinion on this point is not founded on the provision
in the Constitution of the United States, relative to the laws impairing the obligation of contracts”.
Apud Raymond T. JOHNSON: “The Contract Clause of the United States Constitution”, en Kentucky
Law Journal (Ky. L. J.), Vol. XVI, 1927-1928, pp. 222 y ss.; en concreto, p. 225. Asimismo, en Sylvia
SNOWISS: Judicial Review and the Law of the Constitution, op. cit., p. 130.
512
Raymond T. JOHNSON: “The Contract Clause...”, op. cit., p. 224.
513
Es bien significativo que en su concurring se refiriese a “the letters of Publius, which are well-
known to be entitled to the highest respect”, mostrando que “the object of the convention was to afford
a general protection to individual rights against the acts of the state legislatures”. Cfr. al respecto,
David McGOWAN: “Ethos in Law and History: Alexander Hamilton, The Federalist, and the Supreme
Court”, en Minnesota Law Review (Minn. L. Rev.), Vol. 85, 2000-2001, pp. 755 y ss.; en concreto, p.
841.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 861

menos manifiesta no tener una “sólida objeción” frente a tal consideración. Sin
embargo, una discrepancia frontal se manifiesta en relación a la interpretación
que Marshall iba a dar a la contract clause.
El Juez de Carolina del Sur no iba a compartir la interpretación dada por
Marshall a la “obligación” dimanante de los contratos. El Justice nombrado por
Jefferson observaba en su concurring que la contract clause protegía tan sólo la
“obligación” de los contratos, y que tal “obligación” no continuaba después de que
el contrato hubiere sido ejecutado. En el caso en cuestión, ello se traducía en que
Johnson no creía que la “obligación” continuara una vez que la cesión de tierras
se había hecho. No existía pues una obligación continuada que la ley de Georgia
pudiera haber vulnerado. “The difficulty –escribe Johnson– arises with the word
<obligation> which certainly imports an existing moral or physical necessity.
Now, a grant of conveyance by no means necessarily implies the continuance
of an obligation beyond the moment of executing it. It is most generally but the
consummation of a contract, is functus officio the moment it is executed, and
continues afterwards to be nothing more that the evidence that a certain act
was done”514. De resultas de lo anterior, Johnson cree que al tratar de proteger la
“obligación” la Constitución pretendía tan sólo proteger los “executory contracts”,
no los “executed contracts”. Es claro pues, que para Johnson una cesión que
entraña un traspaso de propiedad no implica de ningún modo la continuación de
una obligación más allá del momento de ejecutarla, y en sintonía con ello, rechaza
que la contract clause se pueda aplicar a un contrato completamente ejecutado,
como era el caso de la cesión de tierras llevada a cabo por Georgia. Para el Juez
nacido en Charleston, la interpretación que Marshall llevaba a cabo de la cláusula
garantizaba tanto la obligación como el efecto de los contratos, y esta ampliación
de la garantía, a su juicio, era indeseable, pues, por ejemplo, la misma amenazaba
con privar al Estado de su poder soberano de dominio eminente. Por otro lado,
Johnson iba a contemplar la cláusula como una disposición demasiado equívoca
como para restringir el poder de los Estados para interferir sobre los contratos
privados. Y a este respecto argumentaba:

“To give it the general effect of a restriction of the state powers in favor of
private rights, is certainly going very far beyond the obvious and neccesary
import of the words, and would operate to restrict the states in the exercise
of that right which every community must exercise”515.

La opinion de Johnson, de quien se dice que le faltaba la presciencia y la lógica


fatal de Marshall516, ha suscitado juicios bastante divergentes. Currie considera
que su posición es atractiva (“tempting”)517, pues con arreglo a ella se presupone
que una persona desposeída de su propiedad por el otorgante puede entablar

514
Apud Joseph M. LYNCH: “Fletcher v. Peck: The Nature of the Contract Clause”, op. cit., p. 11.
515
Apud Raymond T. JOHNSON: “The Contract Clause...”, op. cit., p. 225.
516
Raymond T. JOHNSON: “The Contract Clause...”, op. cit., p. 225.
517
David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court..., op. cit., p. 133.
862 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

una acción judicial por expulsión o apropiación (de su propiedad), pero no por la
quiebra del contrato. En esencia, la ley abrogatoria de Georgia habría expropiado
la propiedad de sus propietarios sin indemnización. Radicalmente distinto es el
juicio de Levy, para quien la opinion de Johnson constituye un especimen del
más desembridado activismo judicial (“a specimen of the most unbridled judicial
activism”)518, caracterizado por la imposición de sus conceptos morales sobre el
espíritu de la Constitución como base para anular una ley, pues ningún apoyo
en el texto de la Constitución se encuentra en la argumentación de Johnson. Por
nuestra parte, compartimos en gran medida el juicio crítico de Levy. Vigente
la Constitución más de veinte años, no parecía de recibo que la declaración de
inconstitucionalidad de una ley estatal se llevase a cabo justamente al margen de
la propia norma constitucional. Los principios del Derecho natural podían servir
de punto de apoyo, pero no de único fundamento en que sustentar la declaración
de inconstitucionalidad. Ese gran jurista y tratadista del siglo XIX americano que
sería Thomas McIntyre Cooley, figura clave en la Universidad de Michigan y en
la Michigan Supreme Court, en la que sirvió durante veinte años, en sus General
Principles of Constitutional Law, se mostraría decididamente contrario a que
los tribunales pudieran decidir la anulación de leyes por violar supuestamente
“principles”. Su reflexión es inequívoca: “nor can a Court –escribe Cooley– declare
a statute unconstitutional and void when the objection to it is merely that it is
unjust and oppressive, and violates rights and privileges of the citizen, unless
it can be shown that such injustice is prohibited, or such rights and privileges
guaranteed by the Constitution”519.
Se ha especulado asimismo con la sospecha de que la opinion de Johnson fuera
un documento básicamente político, algo que Magrath ve reforzado en el párrafo
con el que concluye la misma. En él, Johnson escribe que se había sentido muy
poco dispuesto a decidir el caso, porque “it appears to me to bear strong evidence,
upon the face of it, of being a mere feigned case”, a lo que añade que “it is our duty
to decide on the rights, but not on the speculation of parties”. Ya aludimos a ello al
abordar la posibilidad de que se tratase de un caso fingido, amañado. No obstante
la tentación que le asalta, Johnson, finalmente, se pronuncia, lo que justifica en
su “confianza (...) en los respetables caballeros que han sido contratados por las
partes, que le ha inducido a abandonar sus principios, en la creencia de que ellos
nunca consentirían aprovecharse de un caso fingido ante este Tribunal”520. Esa
confianza a la que se refiere Johnson no deja de ser una muestra de ingenuidad,
pues la respetabilidad de los relevantes abogados del caso no impedía que fueran
hombres perfectamente identificados con el lobby de los Yazooístas, y como tales,
muy interesados en buscar una solución por parte de la Corte Suprema al proble-
ma por el que venían batallando desde muchos años atrás. Johnson, argumenta de
nuevo Magrath521, sin duda, debió verse perturbado por la naturaleza ficticia del
518
Leonard W. LEVY: Original Intent and the Framers´ Constitution, op. cit., p. 133.
519
Thomas M. COOLEY: General Principles of Constitutional Law, p. 166. Cit. por William
TRICKETT: “Is a Grant a Contract?...”, op. cit., p. 731.
520
C. Peter MAGRATH: Yazoo. Law and Politics..., op. cit., p. 81.
521
Ibidem, p. 82.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 863

caso; de otro modo, él no habría hecho mención alguna a ese problema. Pero como
Juez bien consciente de su alineamiento con los Republicanos, él era también
reacio a escribir una opinion que pudiera desbaratar los callados esfuerzos de las
dos Administraciones Republicanas (las de Jefferson y Madison) para solucionar
la podrida controversia del Yazoo (“the festering Yazoo controversy”). En este
argumento no vemos la suficiente consistencia como para apoyar esa supuesta
intencionalidad política de la concurring opinion de Johnson. Más bien creemos
que se trata de una mera especulación, y puestos a especular también podríamos
pensar en que con su sentencia Marshall pudo pretender contribuir a la futura
solución de un problema que le afectaba: el relativo a las tierras de lord Fairfax, en
las que, como ya se ha señalado, tenía importantes intereses. Pero esto no dejaría
de ser otra mera especulación.
Mucho más apropiado nos parece vincular la interpretación de Johnson
con su sustrato ideológico de defensor del poder de los Estados para regir sus
propios asuntos. En cuanto Justice nombrado por Jefferson, innecesario es decir
que había que presuponerle esa orientación tan propia de los Republicanos. Sin
embargo, en su rol judicial, el Juez de Carolina del Sur más bien se mostró como
un decidido partidario de un gobierno nacional sólido y de un enérgico federal
judiciary. Ahora bien, su interpretación de la contract clause parecía revelar una
profunda preocupación por el mantenimiento de los poderes intrínsecos de los
Estados para dirigir sus propios asuntos dentro de los márgenes más amplios
posibles que posibilitaba la Constitución. A este respecto, se ha puesto de relieve522
que, con carácter general, el análisis llevado a cabo por Johnson en los contract
clause cases difirió en ocasiones tanto del propio de los Jueces federalistas como
incluso del de otros Justices republicanos.
Por supuesto, posiciones como la de Johnson no dejarían de manifestarse
periódicamente en la Corte. Por poner un ejemplo significativo, en el enorme-
mente relevante Dartmouth College case (1819), la concurring opinion del Justice
Joseph Story se asentaría de modo preeminente en principios generales de corte
iusnaturalista.

11. La sentencia y sus consecuencias. El debate suscitado por ella

I. La sentencia Fletcher no puede ocultar que es cosecha del viñedo de Marshall,


pues en ella se reflejan sus más profundas convicciones. Otras decisiones de la
Corte, aun cuando escritas por el Chief Justice, reflejan sin embargo una cierta
articulación de puntos de vista diferentes de otros Jueces, pero no es el caso de
ésta. En la Fletcher opinion se vislumbra la visión de Marshall sobre los derechos
de propiedad y sobre la facultad de judicial review de los tribunales. Además,
como escribe Magrath523, “it is an almost perfect example of Marshall at work

522
Samuel R. OLKEN: “Charles Evans Hughes and the Blaisdell Decision...”, op. cit., p. 528.
523
C. Peter MAGRATH: Yazoo. Law and Politics..., op. cit., p. 75.
864 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

as a constitutional logician who could brilliantly combine dogmatic assertion of


first principles with ingenious and, as Jefferson charged, sometimes sophistical
reasoning, all with an air of artlessness”. Y Hagan524 la considerará como una de
sus decisiones más magistrales e irresistibles (“most masterly and compelling
opinions”).
En lo que atañe a los efectos de la decisión sobre la situación de las partes
litigantes, cabe decir que lo que Marshall en realidad había considerado era que
las cesiones de tierras de 7 de enero de 1795 eran inatacables hasta allí donde
los cesionarios pudieran verse afectados, y además, aunque no llegó a entrar en
el tema, puede presuponerse que consideró, un tanto tímidamente, que en esa
fecha Georgia poseía el título sobre las tierras. Por virtud del otorgamiento, las
tierras comprendidas en esas cesiones estaban, real o teóricamente, en posesión
bien de los Estados Unidos, bien de ciudadanos particulares, justamente de
sus cesionarios. La razón por la que no se presentó ninguna acción judicial por
cualquiera de los que demandaban recuperar la posesión de las tierras no es algo
claro, como admite la doctrina525. Quizá por lo mismo se ha podido considerar
que, como algunas otras de las sentencias de Marshall, esta decisión no tuvo
consecuencias prácticas, pero lo cierto es que Marshall había hecho saber al país
que la contract clause debía aplicarse para la protección de los contratos en que el
Estado era parte, y también, que una concesión hecha por una legislatura debía de
ser contemplada como un contrato y reconducida al ámbito de la contract clause. Y
todo ello al margen ya de que la sentencia contribuiría a facilitar (aunque todavía
hubiera que esperarse para ello cuatro años) la aprobación por el Congreso de
la ley que puso un definitivo punto final a las reivindicaciones de los Yazoístas.
Se ha especulado bastante acerca de la recepción por la opinión pública de la
sentencia. Wright, cargando las tintas contra ella, como se suele decir, se apropia
del juicio de Beveridge, el biógrafo de Marshall, para quien la decisión fue “highly
unwelcome to the people”526. Sin embargo, que ello fuera así no está del todo claro,
y en esta misma dirección, Magrath527 no ve pruebas de que la sentencia excitara
profundamente las pasiones de la opinión pública. Más aún, hay quien considera
que la sentencia tuvo un cierto efecto balsámico, pues desactivó una acalorada
controversia política que había enfurecido desde tiempo atrás a Georgia y al Con-
greso de los Estados Unidos, resolviendo el caso “with little negative comment”528.
La benévola recepción de la sentencia, digámoslo así, tampoco debiera extrañar
gran cosa si se piensa que en el siglo XIX, como ya se ha reiterado en diversas
ocasiones, la santidad de los contratos celebrados entre individuos en el ejercicio
de sus derechos propios del common law era uno de los principios centrales del

524
Horace H. HAGAN: “Fletcher vs. Peck”, op. cit., p. 22.
525
Ibidem, p. 38.
526
BEVERIDGE: Life of Marshall, vol. III, p. 595. Cit. por Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The
Contract Clause..., op. cit., p. 54.
527
C. Peter MAGRATH: Yazoo. Law and Politics..., op. cit., p. 87.
528
William E. NELSON: “The Eighteenth-Century Background of John Marshall´s Constitutional
Jurisprudence”, en Michigan Law Review (Mich. L. Rev.), Vol. 76, 1977-1978, pp. 893 y ss.; en concreto,
p. 943.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 865

pensamiento liberal. Y los juristas americanos lo articularon tempranamente


como una norma constitucional fundamentada en el Derecho natural y en la
contract clause529. Desde su punto de vista, los derechos de un individuo adquiridos
de conformidad con la ley vigente al tiempo en que el individuo celebraba un
contrato ordinario eran adquiridos (“vested”) y permanecían inalterables salvo
que mediara consentimiento en contrario del propio individuo.
Lo que se acaba de decir no significa que determinados sectores o personajes
no mostraran su irritación frente a la Fletcher decision. Era de todo punto natural,
como dice Warren530, que la sentencia fuera recibida con violenta oposición por
los representantes de Georgia en el Congreso, y un violento enfrentamiento (“a
furious fight”) hizo estragos durante cuatro años sobre las medidas propuestas
a lo largo de ese tiempo para tratar de llegar a un acuerdo con los demandantes
del Yazoo. Los políticos partidarios de la doctrina de los derechos de los Estados
tampoco acogieron nada bien la decisión, que contribuyó a acrecentar su
hostilidad frente al federal judiciary. Tampoco la reacción fue idéntica en Georgia
que en los demás Estados, en los que no se produjo el resentimiento sentido en el
Estado sureño. Más bien habría que decir, que el hecho de que por primera vez
una ley estatal fuese declarada nula por su contradicción con una disposición
sustantiva de la Constitución vino a imprimir sobre la opinión pública una idea
del importante papel que la Corte estaba llamada a desempeñar en el desarrollo del
gobierno constitucional531. Como tampoco podía suceder de otra forma, desde su
hacienda de Monticello (Virginia), el ex-Presidente Jefferson, dos meses después
de la decisión, escribía al Presidente Madison, criticando los retorcimientos
(“twistifications”) de Marshall en “el último Yazoo case” como un ejemplo de “lo
hábilmente que él (Marshall) puede reconciliar el Derecho con sus inclinaciones
personales” (“personal biases”) y de “la astucia y sofistería (“the cunning and
sophistry”) dentro de la que él mismo puede disimularlo”532.
Con posterioridad, no han faltado ataques puntuales contra la interpretación
de la cláusula por la Corte. Bien conocido es el lanzado por el senador por Kentuc-
ky Johnson, cuando se estaba discutiendo en la Corte Suprema otro importante
caso relacionado con la cláusula, Green v. Biddle (1821), que iba a afectar a un
acuerdo entre los Estados de Virginia y Kentucky del año 1792. El senador cen-
suraba la anulación de leyes estatales, gran parte de ellas con base en la contract
clause, considerándola como “an instance of judicial inteference with state laws
which, indeed, at first glance appeared to have been arbitrary, autocratic, and
unjust”533, y llegando a calificar de despotismo la actuación de la Supreme Court.

529
Stephen A. SIEGEL: “Understanding the Nineteenth Century Contract Clause: The Role of the
Property-Privilege Distinction and <Takings> Clause Jurisprudence”, en Southern California Law
Review (S. Cal. L. Rev.), Vol. 60, 1986-1987, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 9.
530
Charles WARREN: The Supreme Court in United States History, op. cit., Vol. one, p. 398.
531
Ibidem, p. 399.
532
Apud C. Peter MAGRATH: Yazoo. Law and Politics..., op. cit., p. 87.
533
Apud Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause..., op. cit., p. 56.
866 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

II. La recepción de la sentencia por la doctrina, como era lógico suponer, nos
muestra una heterogénea gama de posiciones. Cabe comenzar recordando, que
entre 1874 y 1879 aparecieron diversos artículos muy críticos con la interpretación
dada por Marshall en las primeras sentencias relativas a la cláusula que venimos
considerando. Clinton compendia en tres tipos los argumentos que se iban a
manejar al respecto534. El primero de ellos gira alrededor de la afirmación de que
James Wilson fue el autor real de la “obligation clause”. La idea básica es la de
que ya que Wilson fue el único de los Founders perfectamente familiarizado con
la tradición del civil law, y ya que la frase “obligation of contract”, al parecer, tenía
su origen lingüístico en la expresión latina obligatio ex contractu, ampliamente
usada en el Derecho romano, de ello se seguía que Wilson debía de haber escrito
la cláusula, y además debía de haber pretendido la adopción del significado de
la frase en el civil law, que en el primitivo Derecho romano se refería tan sólo a
las “private debts and obligations”. La segunda línea argumental concierne a una
consecuencia de la obligación en el civil law. Ya que en el civil law hay solamente
contratos y “cuasi-contratos”, ya que ninguna obligación se origina de un “cuasi-
contrato” y ya que en el civil law los contratos implícitos son meramente una
especie de “cuasi-contratos”, se sigue de ello que ninguna obligación real puede
surgir de un contrato meramente implícito. En fin, el tercer tipo de argumentos
atañe al origen de la diferenciación entre contratos públicos y privados. Algunos
autores entendieron que esta distinción se basaba no en el origen del contrato sino
más bien en los objetivos para los que era formalizado. Conforme a esta teoría,
si un Estado concede un estatuto de constitución de una sociedad (“charter of
incorporation”), o lleva a cabo una cesión de tierras con la finalidad de cumplir
importantes fines públicos, entonces se estaría ante un contrato público, que no
se hallaría protegido por la contract clause. Estas argumentaciones críticas desde
luego que admiten contra-argumentaciones535. No vamos a detenernos en ellas.
Tan sólo diremos que si los Founders creían que la construcción de una estructura
jurídica y política para la protección de los derechos privados servía asimismo al
interés público, entonces ninguna clara distinción entre los contratos públicos y
privados era posible. En cualquier caso, estas críticas habrían de ser el punto de
partida para el aluvión de reprobaciones que desencadenó el famoso caso Pollock
v. Farmers´ Loan & Trust Co., más conocido como el Income Tax Case (1895), en el
que la Corte, mostrando una absoluta carencia de sensibilidad social, se adhirió
de modo absoluto al que podríamos denominar constitucionalismo del laissez
faire, en unos años en que ya alboreaba el Welfare State; recordemos que ocho
años después Hermann Heller iba a acuñar el concepto de sozialer Rechtsstaat.
En el pensamiento político americano siempre ha habido una tensión entre la
protección de los derechos privados de propiedad, por un lado, y la del bienestar de
la comunidad, por el otro536. Y en ese contexto ha encontrado fortuna el argumento

534
Robert L. CLINTON: “The Obligation Clause of the United States Constitution...”, op. cit.,
pp. 354-355.
535
Cfr. al respecto, Robert L. CLINTON: “The Obligation Clause...”, op. cit., pp. 357-364.
536
Albert P. MELONE: “Mendelson v. Wright: Understanding the Contract Clause”, op. cit., p. 797.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 867

de que Marshall interpretó con enorme amplitud la cláusula con el fin de proteger
los intereses de las clases adineradas. En el pasado siglo, Wright, como ya hemos
tenido oportunidad de señalar, contribuyó a acentuar esas críticas con base en que
Marshall, a su juicio, se desvinculó por completo de la intención de los Framers
llegado el momento de interpretar la cláusula. Como parece bastante evidente,
la premisa de la que partía el Profesor de Harvard era la de que la Constitución
debía significar lo que sus redactores tenían en mente. Y aunque no vamos a
volver sobre el tema, sí recordaremos lo que ya dijimos, que no está nada claro qué
pensaban realmente los Framers sobre esta cláusula537. Más recientemente, Levy
ha retomado esa crítica, al señalar, en directa referencia a Fletcher, que desde sus
más tempranos años la Corte se ha comportado irresponsablemente, actuando
“without regard to original intent or indifferent to it”, excepto quizá donde esa
intención apoyaba el resultado preferido, para añadir algo tan duro como que,
desde sus primeros años, la Corte no se ha sentido vinculada por la Constitución.
Los Justices, añade el conocido historiador constitucional, han ido libremente
y a lo loco más allá del texto constitucional, allá al azul celestial, en busca de
doctrinas extraconstitucionales que harían el trabajo cuando la Constitución
pareciera inadecuada a la tarea538. Una crítica tan radical y sin matices creemos
que se descalifica por sí misma.
En años también recientes, con una ponderación digna de ser subrayada,
Wolfe ha abordado la cuestión. Tras señalar que no es del todo claro que una
mayoría de los Framers hubiera estado descontenta con la idea de que las cesiones
estuvieran incluidas en la categoría de los “contratos”, nuestro autor recuerda539,
que al considerar esta cuestión, debe tenerse presente que el pueblo de los Estados
Unidos ratificó una Constitución que contenía principios generales, cuyas plenas
consecuencias no siempre podían ser evidentes. En realidad, tales consecuencias
no fueron conocidas por nadie (hubo demasiadas cuestiones que ni siquiera
se pensaron en el amplio debate, y añadiríamos por nuestra cuenta, que muy
posiblemente la contract clause fue una de ellas), aunque es razonable afirmar,
que los autores más relevantes de la Constitución tenían una mayor erudición y
habían reflexionado más sobre estas cuestiones, por lo que eran más sensibles
a las potenciales aplicaciones del documento. Y ya en consideración directa a la
cláusula que nos ocupa, Wolfe entiende540, que si Marshall ensanchó la cláusula,
no cree que pueda decirse imparcialmente que la haya pervertido, excepto sobre la
base de un punto de vista completamente inadecuado (“a wholly inadequate view”)
de la “intención constitucional” (“constitutional intent”). En fin, nuestro autor no
537
También Wolfe, por destacar a un autor relevante de nuestro tiempo, muestra sus dudas al
respecto, al interrogarse si se puede demostrar que los Framers, de modo explícito, pretendían que
la contract clause no se aplicase a las cesiones de tierras, a los contratos estatales, a los estatutos
corporativos y a las leyes de quiebras de efecto prospectivo. Su respuesta, en absoluto tajante, es que
es probable que con respecto a algunas de esas cuestiones algunos Framers hubieran dicho que el
principio general de la santidad de los contratos no debía ser legalmente hecho valer. Christopher
WOLFE: The Rise of Modern Judicial Review, op. cit., p. 57.
538
Leonard W. LEVY: Original Intent and the Framers´ Constitution, op. cit., p. 134.
539
Christopher WOLFE: The Rise of Modern Judicial Review, op. cit., p. 58.
540
Ibidem, p. 59.
868 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

piensa que pueda demostrarse que Marshall interpretara mal la Constitución. Sus
juiciosas y reflexivas sentencias proporcionan una más que amplia base para la
reputación que llegó a poseer por su implacable e ineluctable lógica (“for relentless
and ineluctable logic”). Si bien esa lógica no siempre es ineludible, sin embargo, la
fuerza de sus sentencias es tal que siempre exige un gran esfuerzo para rebatirlas
y merece la deferencia con que ha sido tratado.

III. En lo que hace a las consecuencias que la sentencia tuvo, indirectamente


desde luego, sobre los Yazoistas, cabe comenzar recordando que en el Congreso,
John Randolph of Roanoke, que tanto había batallado en contra del pago de una
indemnización a los inversores de Nueva Inglaterra, inmediatamente después de
la sentencia, invitó a sus colegas a tomar nota de “a judicial decision of no small
importance” concerniente a los demandantes del Yazoo. Randolph temía que
un abandono por parte de la House of Representatives del examen de la decisión
llevara a la aparición en el exterior de una cierta aquiescencia sobre la sentencia.
Como se ha dicho541, para el normalmente vitriólico Randolph, estas observaciones
eran un modelo de auto-restricción, muy posiblemente debida a su amistad con
Marshall.
En 1813 y por una amplísima mayoría, el Senado aprobaba una ley asignando
cinco millones de dólares para los Yazoistas, cantidad que se pretendía obtener de
la venta de los cinco millones de acres que el Acuerdo de 1802 entre Georgia y los
Estados Unidos había reservado para el caso de que el Congreso consintiera una
indemnización. Sin embargo, la aprobación del texto se iba a complicar enorme-
mente en la Cámara de Representantes de resultas del reemplazo de Randolph
por George M. Troup, representante por Georgia, como líder en la oposición a la
“New England Mississippi Land Company”. Troup, que había calificado la Fletcher
opinion como un pronunciamiento “which the mind of every man attached to
Republican principles must revolt at”542, se iba a convertir en un obstáculo difícil
de salvar para la aprobación de la ley.
Tan pronto como el proyecto aprobado por el Senado llegó a la House, Troup
propuso su rechazo, aduciendo que contenía “un principio destructivo del
gobierno republicano”, porque recompensaba a quienes habían corrompido a la
legislatura y defraudado al pueblo. Enfrentado de modo frontal al representante
de Georgia se iba a situar John A. Harper, de New Hampshire, un Republicano que
fue electo al Duodécimo Congreso como un “War Hawk” (“halcón de guerra”)543.
En su intervención en defensa del proyecto, Harper, al margen ya de introducir
nuevos elementos en el debate, iba a apoyarse en la sentencia Fletcher, que daba a
los demandantes un derecho constitucional a una compensación. Si el Congreso
dejaba de aprobar la compensation law, anularía de hecho la decisión de la Corte,

541
C. Peter MAGRATH: Yazoo. Law and Politics..., op. cit., p. 86.
542
Apud Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause..., op. cit., p. 54.
543
C. Peter MAGRATH: Yazoo. Law and Politics..., op. cit., p. 89. Los aspectos fundamentales de la
intervención del congresista Harper en defensa de la ley habilitando la indemnización, en pp. 90-91.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 869

amenazaría la integridad de la Constitución y asestaría otro golpe a los intereses de


Nueva Inglaterra. No obstante derrotar la Cámara la moción de Troup de rechazo
al proyecto, a instancias del Speaker, se adoptó el acuerdo de presentar y debatir
el proyecto en la siguiente legislatura, esto es, en el que habría de ser el Congreso
Decimotercero.
En febrero de 1814, el Senado aprobaba de nuevo el proyecto de ley, que seguía
previendo una indemnización de cinco millones de dólares. Llegado el proyecto
a la Cámara de Representantes, Troup renovó sus ataques, aduciendo en esta
ocasión que Fletcher v. Peck era un caso amañado indigno del respeto del Congreso.
Si el proyecto se aprobaba, se confirmaría la escandalosa doctrina (“shocking
doctrine) de que en un caso inventado entre especuladores, la propiedad pública
de los Estados Unidos podía ser sustraída544. Ciertamente, este argumento tenía
un sólido peso específico.
En fin, el 26 de marzo de 1814, por una ajustada mayoría de 81 votos favora-
bles frente a 76 contrarios, la Cámara aprobaba definitivamente el texto. Cuatro
años después de la aprobación de la ley, el Departamento del Tesoro publicó un
informe definitivo sobre las recompensas a distribuir, con un montante total algo
superior a los cinco millones de dólares.
Aunque la promulgación de la Compensation Law puso el punto final a la tor-
mentosa disputa, la cuestión de las tierras del Yazoo y del fraude unido a su venta,
dejó un significativo sello (“a significant imprint”) en la Constitución americana,
lo que no ha de extrañar, pues como escribe Magrath545, a menudo, los grandes
conflictos políticos estimulan una especie de lluvia radioactiva constitucional (“a
sort of constitutional fallout”) que da una nueva apariencia (“a new veneer”) a las
disposiciones constitucionales.

12. Consideraciones finales acerca de la evolución de la jurisprudencia de


la Marshall Court en torno a la contract clause

A) Algunas reflexiones generales

Los años subsiguientes a la Fletcher decision, y en particular los más de tres


lustros que median entre 1810 y 1827, nos situan ante varias interpretaciones
relevantes de la cláusula del contrato, siendo de resaltar los casos State of New
Jersey v. Wilson (1812), Terrett v. Taylor (1815), Sturges v. Crowninshield (1819),
Trustees of Dartmouth College v. Woodward (1819), Green v. Biddle (1823) y Ogden
v. Saunders (1827). La mayoría de ellos, aunque no todos, afectaban a contratos
públicos, y en la mayor parte de los mismos la Corte se inclinó por una interpre-
tación expansiva de la cláusula. Así, en New Jersey v. Wilson, consideró que una

544
Ibidem, p. 96.
545
Ibidem, p. 100.
870 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

concesión de inmunidad fiscal era un contrato reconducible a la cláusula; en el


Dartmouth College case, entendió que una carta de constitución de una sociedad
era igualmente un contrato a los efectos de la contract clause; en fin, en Green
v. Biddle, la Corte protegió un contrato formalizado entre dos Estados de su
menoscabo. Particular importancia tuvieron asimismo los llamados bankruptcy
cases, esto es, los casos relativos a leyes de quiebras. En Sturges, la Corte consideró
que una ley estatal de quiebras era inconstitucional con respecto a los contratos
hechos con anterioridad a su promulgación, mientras que en McMillan v. McNeill
(1819) la Corte se pronunció del mismo modo con respecto a los contratos hechos
subsiguientemente a una ley de insolvencia estatal, lo que implicaba admitir
también la protección de la cláusula frente a las leyes con efectos prospectivos,
doctrina esta última que la Corte anuló en Ogden v. Saunders, pronunciándose
Marshall en dissent.
A través de su jurisprudencia acerca de la cláusula, la Marshall Court, como es
obvio, acotó las facultades legislativas estatales; ello se tradujo en algunos casos en
una crítica recepción social del fallo, como acontecería con la sentencia dictada
en Green v. Biddle, muy impopular en Kentucky, al anular una ley del Estado por
violar la cláusula que nos ocupa. El rechazo del fallo llegó al extremo de que el
mismo fue ampliamente eludido por los legisladores estatales e ignorado por los
posteriores jueces. No obstante esa hostilidad local, a través de la Green opinion,
la Marshall Court subrayó su compromiso con los derechos de propiedad. Por lo
demás, a pesar de la inclinación nacionalista de los más conocidos contract clause
cases de la Marshall Court, los Jueces nunca desplazaron la totalidad de la auto-
ridad estatal sobre los acuerdos contractuales, ni establecieron una hegemonía
federal exclusiva. Por el contrario, como señala la doctrina546, los Estados gozaron
de una amplia libertad para legislar tanto sobre la política económica como sobre
la propiedad privada. Por otro lado, la Corte no recondujo todos los ejercicios
de la autoridad de normación o reguladora a la cláusula de los contratos. Así, en
Goszler v. Corporation of Georgetown (1821), mostró su disposición a respetar el
control municipal de las calles incluso si los propietarios de tierras adyacentes se
veían perjudicados. El Chief Justice, en su opinion of the court, interpretó que una
ordenanza municipal no tenía la naturaleza de un contrato.
En la última etapa de la presidencia de Marshall, tras la enorme amplitud
dada a la cláusula, se constata una cierta contención por parte de la Corte, que
declina emprender posteriores expansiones de la norma constitucional más allá
del significado ordinario de los contratos o del de la cláusula misma547. Dicho de
otro modo, en sus últimos años la Marshall Court se contuvo de empujar la lógica
de la contract clause a sus conclusiones más extremas.

546
James W. ELY, Jr.: “The Marshall Court and Property Rights...”, op. cit., p. 1045. Más aún,
para este autor, aunque la interpretación de la contract clause por el Tribunal presidido por Marshall
protegió mucho los derechos de propiedad y favoreció el crecimiento de la empresa, ninguna de sus
famosas decisiones impidió a los Estados jugar un rol principal en la economía.
547
David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court..., op. cit., p. 159.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 871

La Taney Court no iba a alterar de modo radical la construcción de la contract


clause llevada a cabo por Marshall. Aunque la sentencia dictada en el caso Charles
River Bridge v. Warren Bridge (1837) modificó la interpretación expansiva que John
Marshall había venido sosteniendo de la cláusula, de ningún modo significó una
repudiación de la doctrina marshalliana sobre la cláusula de los contratos. Baste
con atender a un dato significativo: en los 29 años de la Taney Court (1836-1864),
18 leyes estatales fueron declaradas inconstitucionales por vulnerar la contract
clause, mientras que en los 34 años de la presidencia de Marshall (1801-1835)
tan sólo 8 leyes estatales se consideraron inconstitucionales por idéntico motivo.
Es ésta una idea compartida con carácter general por la doctrina. Ely, por poner
un ejemplo, se refiere a cómo, de hecho, hubo “a remarkable continuity between
the decisions of the Marshall Court and the contract clause jurisprudence of the
Supreme Court under Chief Justice Taney”548. Como corroboran sentencias como
la dictada en el caso Bronson v. Kinzie (1843), la Corte presidida por Roger Taney
confirmó las doctrinas tradicionales de protección de los acuerdos contractuales,
lo que en el fondo no hacía sino mostrar la actitud general del mundo jurídico de
esa época acerca de la importancia de la propiedad y del propio orden económico
privado.
En el período inmediato posterior a la guerra civil, la cláusula se consideró
que regía la emisión de bonos por parte de las ciudades y en un buen número de
los aproximadamente doscientos casos relacionados con los bonos municipales
la Corte decidió que las municipalidades violaban la cláusula de los contratos
cuando intentaban repudiar sus propias deudas. Pero como señala Magrath549, y
en ello coincide la mayoría de la doctrina, estos años también marcaron la gradual
defunción de la contract clause como el principal instrumento de limitación
constitucional. Ya en esa época las causas más numerosas y relevantes en que la
cláusula analizada era invocada con vistas a restringir la legislación estatal tenían
que ver con la búsqueda de protección por parte de los miles de corporaciones o
sociedades existentes en el país550. En ello resultaría decisivo el Dartmouth College
case, al establecer que las leyes que creaban esos entes corporativos eran contratos
formalizados entre ellos y el gobierno estatal que les daba luz verde, por así decirlo,
y como tales reconducibles a la protección de la cláusula constitucional que nos
ocupa. A este respecto, iban a presentar una particular relevancia las limitaciones
sobre el poder legislativo de establecimiento de impuestos que con frecuencia se
encontraban en muchas de las charters que daban vida a esas corporaciones. Como
señala Hutchinson551, tales previsiones de esos estatutos corporativos se reivindi-
548
James W. ELY, Jr.: “The Marshall Court and Property Rights...”, op. cit., p. 1060.
549
C. Peter MAGRATH: Yazoo. Law and Politics..., op. cit., p. 107.
550
Para darnos una idea del crecimiento experimentado por las corporaciones, y siguiendo los
datos facilitados por Wood, recordaremos que mientras entre 1781 y 1785 los Estados aprobaron
11 “charters of incorporation” (cartas o estatutos de constitución en sociedad de una corporación
o compañía), entre 1786 y 1790 ese número se duplicó, mientras que entre 1791 y 1795 el total de
charters aprobadas por los Estados alcanzó las 114. Entre 1800 y 1817, los Estados crearon cerca de
1800 charters. Gordon S. WOOD: “The Origins of Vested Rights in the Early Republic”, en Virginia
Law Review (Va. L. Rev.), Vol. 85, 1999, pp. 1421 y ss.; en concreto, p. 1441.
551
R. HUTCHINSON: “Laws Impairing the Obligation of Contracts”, op. cit., p. 429.
872 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

caron como contratos inviolables de conformidad con la cláusula constitucional


del contrato, siendo de esta forma extremadamente prolíficas en su litigiosidad.
Bien es verdad que la enorme multiplicación del número de corporaciones
creadas por medio de esas charters se tradujo, como bien señala Wood552, en la
pérdida de su inicial naturaleza pública; consecuentemente, las corporaciones
pasaron progresivamente a ser contempladas como propiedades privadas que,
una vez cedidas a individuos particulares por las legislaturas, quedaban exentas
de posterior manipulación.
Bajo la presidencia de la Corte por Morrison R. Waite, relevante jurista nacido
en Connecticut, aunque muy vinculado con el Estado de Ohio, que ejercería la
Chief Justiceship entre 1874 y 1888, y que se mostraría como un vigoroso partidario
de la teoría de los derechos de los Estados, situándose al respecto en una dirección
más próxima a la de Taney que a la de Marshall (en lo que, dicho sea al margen,
encontraría la oposición frontal del relevante Justice Stephen J. Field), la Corte
adoptó una interpretación cada vez más estricta de la cláusula que nos ocupa, lo
que era perfectamente coherente con el posicionamiento de Waite. No obstante
el argumento de que los Estados violaban sus acuerdos contractuales, la Corte les
permitió cambiar los términos de las emisiones estatales de bonos y que regularan
las tarifas de los ferrocarriles y de otras sociedades.
Hacia fines de los años setenta, se originaron otra serie de disputas en donde
los destinatarios privados de concesiones públicas para negocios tales como
destilerías, loterías y plantas fertilizantes sostuvieron ante la Corte que ciertas
leyes estatales menoscababan retroactivamente las obligaciones dimanantes de
los contratos. En cada uno de estos casos el Estado había promulgado normas
encaminadas a la protección de la salud o de la moral públicas, normas que o bien
restringían el valor de los derechos de los concesionarios, de conformidad con su
contrato con el Estado, o bien prohibían completamente al concesionario llevar a
cabo su negocio. Aunque en un primer momento la Corte resolvería estas disputas
constitucionales a través de la reservation doctrine553, interpretando estrictamente
el ámbito de los derechos contractuales de los concesionarios, aunque precisando
por medio de un dictum que un Estado no podía renunciar a través de un contrato
a su autoridad para prescribir normas para la salud, la moral o el bienestar
públicos, poco después, y en ello resultará clave el caso Stone v. Mississippi (1880),
la Corte se apoyaría en la doctrina de la inalienabilidad de los poderes de policía
estatales, algo a lo que ya tuvimos oportunidad de referirnos. En esta decisión, el
Chief Justice Waite, expresando la opinión unánime de la Corte (la sentencia se
adoptó con el acuerdo de ocho de los nueve Jueces, al hallarse ausente el Justice
Ward Hunt), consideró que la legislatura estatal no podía tirar por la borda por
medio de un contrato el “inalienable police power”.

552
Gordon S. WOOD: “The Origins of Vested Rights...”, op. cit., p. 1441.
553
Samuel R. OLKEN: “Charles Evans Hughes and the Blaisdell Decision: A Historical Study of
Contract Clause Jurisprudence”, en Oregon Law Review (Or. L. Rev.), Vol. 72, 1993, pp. 513 y ss.; en
concreto, p. 544.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 873

Particular relevancia tendrían asimismo los llamados Railroad Commission


Cases, a alguno de los cuales ya hemos tenido oportunidad de referirnos al inicio
de nuestro trabajo. En ellos, la Waite Court vino a reemplazar gran parte de la
doctrina establecida por Marshall en casos como Fletcher o Dartmouth College,
de la misma forma que la doctrina del substantive due process sustituyó progre-
sivamente a la sentada con base en la contract clause, lo que no ha dejado de ser
considerado críticamente554. En los primeros casos relativos a los ferrocarriles,
la Corte había venido considerando que una charter otorgando a una compañía
ferroviaria la facultad de establecer tarifas razonables no impedía al Estado
establecer con posterioridad una comisión para decidir la razonabilidad de las
tarifas establecidas por la compañía; sin embargo, en los casos posteriores, la
Corte se mostró más radical en lo que al control judicial se refiere, al considerar
que las tarifas establecidas por una comisión de ferrocarriles se hallaban sujetas
a revisión judicial federal de conformidad con la teoría evolutiva sentada al hilo
de la interpretación de la XIV Enmienda. Aunque por un sector de la doctrina se
consideró, que lo que estaba haciendo la Corte en los Railroad Commission Cases
era tan sólo aplicar la doctrina de la interpretación estricta de las concesiones
legislativas, a la que ya aludimos, una doctrina fácil de seguir por el propio
Marshall, Kainen555 ha puesto de relieve, que con su interpretación la Waite Court
lo que estaba haciendo en realidad era mostrar una actitud hacia la contract clause
muy distante a la doctrina acuñada por la Marshall Court. Más aún, un sector de la
doctrina556 ha considerado de modo inequívoco, que Fletcher v. Peck fue anulado
por Illinois Central Railroad Co. v. Illinois (1882)557.
En los Railroad Commission Cases, el Chief Justice Waite adujo que el derecho
del ferrocarril a establecer tarifas razonables no se hallaba protegido a menos
que la legislatura también hubiera cedido expresamente en la charter la facultad
de alterar ese derecho. Estas decisiones establecieron el fundamento para el
resultado alcanzado en los Minnesota Rate Cases, y garantizaron realmente que en
el futuro los más significativos litigios acerca de la regulación de las tarifas fueran

554
“Misinterpreted as a form of substantive economic due process, –escriben Kmiec y McGinnis–
the clause was wrongly discredited when that doctrine was rightly discarded”. Douglas W. KMIEC
and John O. McGINNIS: “The Contract Clause: A Return to the Original Understanding”, en Hastings
Constitutional Law Quarterly (Hastings Const. L. Q.), Vol. 14, 1986-1987, pp. 525 y ss.; en concreto,
p. 526.
555
James L. KAINEN: “Nineteenth Century Interpretations of the Federal Contract Clause...”, op.
cit., p. 384.
556
Wallace MENDELSON: “New Light on Fletcher v. Peck and Gibbons v. Ogden”, en The Yale Law
Journal (Yale L. J.), Vol. 58,1948-1949, pp. 567 y ss.; en concreto, p. 573, nota 24. También Magrath asume
esta consideración, y al respecto escribe que “Fletcher v. Peck which the majority studiously ignored,
was in effect overruled and its holding that public grants are constitutionally inviolate relegated to the
status of a judicial relic”. C. Peter MAGRATH: Yazoo. Law and Politics..., op. cit., p. 109.
557
En esta sentencia de 1882, la Corte, hablando a través del Justice Field, consideraba que “any
attempted cession of the ownership and control of the State in and over the submerged lands in Lake
Michigan, by the act of April, 6, 1869, was inoperative (....) any such attempted operation of the act
was annulled by the repealing act of April 15, 1873, which to that extent was valid and effective. There
can be no irrepealable contract in a conveyance of property by a grantor in disregard of a public
trust....”.
874 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

formalizados no con base en la contract clause, sino con apoyo en la due process
clause, con lo que la cuestión de la razonabilidad de la regulación reemplazó el
litigio acerca del ámbito de los derechos reconocidos en la charter de la compañía
o corporación558. El desplazamiento de la cláusula que hemos venido estudiando
por la due process clause tendría otras consecuencias enormemente relevantes.
Pensemos en que, a diferencia de la contract clause, la due process clause se iba
a aplicar tanto en el ámbito estatal como en el federal (por intermedio, respecti-
vamente, de las Enmiendas XIV y V), siendo su protección potencial mucho más
amplia que la ofrecida por la cláusula de los contratos.
Como consecuencia de todo lo expuesto, el declive de la cláusula de los
contratos en los últimos años del siglo XIX fue pronunciado. Con anterioridad
a 1889, como ya se dijo, la cláusula figuraba en casi el 40 por 100 de los casos
en los que se cuestionaba la constitucionalidad de las leyes estatales; en los años
que pasó a presidir la Corte el Chief Justice Melville W. Fuller (1888-1910), la
presencia de la cláusula quedó limitada a algo menos del 25 por 100 de los casos
concernientes a la validez de la legislación estatal. En 28 de esos casos, la ley
estatal fue declarada inconstitucional, siendo de destacar que de esos casos sólo
dos concernían a contratos privados, que tenían que ver a su vez con el pago o ex-
tinción de hipotecas. La disminución progresiva de los casos relativos a la contract
clause se descubre inexorablemente conforme va avanzando el nuevo siglo. Bajo
la presidencia del Chief Justice Edward D. White (1910-1921) la cláusula estará
presente tan sólo en el 15 por 100 de los casos, porcentaje que se reducirá al 9 por
100 en la Corte presidida por William Howard Taft (1921-1930)559. Es cierto que
durante la Chief Justiceship de Charles Evans Hughes (1930-1941), el porcentaje
de casos en los que, cuestionándose la constitucionalidad de una ley estatal, hizo
acto de presencia la cláusula de los contratos ascendió ligeramente hasta el 13 por
100560, pero no lo es menos que fue precisamente la Hughes Court la que conoció
del Blaisdell case (1934), informalmente conocido como el Minnesota Moratorium
Case, que, de hecho, acabó con la contract clause, como ya tuvimos oportunidad
de exponer al inicio de este trabajo con algún detenimiento.
Aunque admitiendo que esta decisión fue controvertida y ocasionalmente
incomprendida, Olken, a diferencia de otros autores, no cree que la Blaidell opinion
constituyera un abrupto abandono de la jurisprudencia anterior en torno a la
contract clause. En su lugar, considera561 que vino a significar la confluencia de
varias antiguas intromisiones en el ámbito de la prohibición constitucional a la
autoridad estatal de regular los contratos, propiciando interferencias legislativas
sobre los mismos. El explícito reconocimiento por la mayoría de la Corte de que

558
James L. KAINEN: “Nineteenth Century Interpretations of the Federal Contract Clause...”, op.
cit., p. 385.
559
Extraemos estos datos de Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause..., op. cit.,
pp. 95-97.
560
Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause..., op. cit., p. 98. Conviene precisar que
este autor contabiliza tan sólo los siete primeros años de la Hughes Court (1930-1937), dado que su
obra se publicó en 1938.
561
Samuel R. OLKEN: “Charles Evans Hughes and the Blaisdell Decision...”, op. cit., p. 601.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 875

la Gran Depresión constituía una emergencia económica ante la que el Estado


de Minnesota podía aprobar una legislación que, con carácter temporal, previera
una moratoria en el pago de las hipotecas, derivaba su fundamento último de
anteriores decisiones de la Corte apoyando la existencia de unos poderes de policía
reservados a la autoridad estatal, e inalienables, por intermedio de los cuales los
Estados promovían el bienestar público. Que la Blaisdell opinion encontraba pun-
tos de engarce con la jurisprudencia anterior está fuera de toda duda, pero también
nos parece compartible la apreciación de Wright562 de que, en su momento, la
decisión se vio con la misma gran alarma con que en su día se acogió la Charles
River Bridge decision. Mucha gente creyó que Blaisdell significaba el golpe mortal
definitivo (“the final death blow”) a las restricciones que los Founding Fathers
buscaron imponer sobre las interferencias legislativas sobre los contratos.
Ya hemos tenido oportunidad de exponer la reviviscencia de la cláusula a
fines de los años setenta del pasado siglo. No vamos a volver a ocuparnos de ello.
Tan sólo diremos que aunque la principal doctrina jurídica sentada en el Fletcher
case pueda considerarse obsoleta, sus lecciones políticas no lo están, pues como
señala Magrath563, este caso demuestra una de las características perdurables del
sistema constitucional norteamericano, el notable rol desempeñado por los grupos
de interés al requerir de la Corte Suprema valiosas decisiones constitucionales.
El moderno devenir del Derecho constitucional norteamericano puede verse hoy
menos como un producto del fortuito conflicto entre partes privadas, y más como
la resultante de maniobras cuidadosamente planificadas de bien organizados
grupos de interés. Esta es, sin lugar a dudas, una de las nítidas enseñanzas que se
pueden extraer del caso Fletcher v. Peck.

B) La interpretación de la cláusula en los años subsiguientes a Fletcher: del


caso State of New Jersey v. Wilson (1812) al Sturges case (1819)

I. Tras el Fletcher case, el siguiente caso relativo a la contract clause fue New
Jersey v. Wilson (1812). Los hechos del caso, en síntesis, se retrotraen al año
1758, fecha en la que New Jersey aprobaba una ley para dar efecto a un acuerdo
concertado por unos comisionados de la colonia con los indios Delaware. A tenor
del acuerdo, New Jersey compraba tierras para las tribus indias a cambio de la
renuncia por éstas de todas las demás demandas que tenían. Como parte de ese
acuerdo, las tierras quedaban exentas de impuestos. Con el tiempo, los indios,
deseando establecerse en Nueva York, iban a abandonar el Estado, pidiendo a la
Legislatura de New Jersey que vendiera sus tierras. Nuevos acuerdos se hicieron
en 1801, a través de la legislación del Estado, que no mencionó la inicial exención
impositiva. En 1803 se vendieron las tierras y el siguiente año (1804), mediante
una nueva ley, se revocó tal exención. En esta situación, el comprador de las
tierras formalizó un pleito frente al Estado, en relación al gravamen impositivo,
562
Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause..., op. cit., p. 99.
563
C. Peter MAGRATH: Yazoo. Law and Politics..., op. cit., p. 110.
876 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

aduciendo que la tierra no podía ser gravada con un impuesto. Como es obvio, la
cuestión suscitada en sede judicial era la de si la exención impositiva podía ser
considerada un contrato, al amparo de la cláusula que nos ocupa.
El caso llegó a la New Jersey Supreme Court, ante la que el abogado del compra-
dor adujo que las leyes privadas o charters eran contratos, y que ese contrato había
sido menoscabado en el caso en cuestión, ya que la exención fiscal se vinculaba
a la tierra, no siendo algo personal vinculado a los indios. A su vez, el abogado
del Estado sostuvo que si se había concedido una exención perpetua, ello había
sido a causa de que a los indios les estaba prohibido enajenar la tierra, y que si la
disposición relativa a la no enajenación podía ser abrogada, también lo podía ser la
previsión referente a la exención fiscal. El abogado que intervino en defensa de los
intereses del Estado también sostendría que una exención perpetua de impuestos
era nula. El tribunal estatal iba a seguir estos argumentos, considerando que la
exención tributaria nunca fue algo distinto o desvinculado de la posesión de la
tierra por los indios, habiéndose otorgado con la finalidad de impedir el embargo
de las tierras a consecuencia del impago de impuestos. Habiendo cesado la causa
que motivó la exención impositiva, ésta no podía ya continuar existiendo. El
tribunal estatal para nada vio implicada en el litigio la contract clause.
El caso iba a llegar a la Supreme Court con base en la Sección 25 de la
Judiciary Act. Marshall iba a escribir la opinion of the court respaldada de modo
unánime. Con ella, dice Magrath564, la contract clause iba a expandirse muchísimo
(“infinitely”). En esta decisión, el Chief Justice ya no se iba a apoyar, ni siquiera
en parte, en el natural law, al margen ya de que la New Jersey v. Wilson opinion no
iba a venir caracterizada por el elíptico lenguaje de Fletcher565. Tras hacerse eco de
los hechos y mencionar el Fletcher case, a los efectos de recordar que la Sección
10ª del Art. I de la Constitución se extendía a los contratos en que fuere parte el
Estado, Marshall se enfrentaba a la cuestión determinante, que no era otra sino
la de si en el caso suscitado en sede judicial existía un contrato, y en tal supuesto,
si ese contrato podía considerarse violado por la Ley de 1804 de la Legislatura de
New Jersey.
Marshall iba a examinar el acuerdo inicial entre New Jersey y los indios
Delaware, concluyendo que contenía todos los requisitos propios de un contrato.
A continuación, el Chief Justice llegó a la conclusión de que, aunque no se hallaba
expresamente formulada en la transacción original, la exención impositiva había
de considerarse vinculada con la tierra y no con las personas de los indios566. A
partir de esta interpretación, era evidente que una ley posterior que suprimiera
el mencionado beneficio fiscal incidía sobre una parte esencial del contrato,

564
C. Peter MAGRATH: Yazoo. Law and Politics..., op. cit., pp. 103-104.
565
Así lo subraya Sylvia SNOWISS, en Judicial Review and the Law of the Constitution, op. cit.,
p. 134.
566
Recuerda Currie, que hacia fines del XIX, en el caso Chesapeake & O. Ry v. Miller (1885), la
Corte consideró una promesa de “no imposición tributaria sobre la propiedad de una compañía”
como una exención personal, por lo menos hasta que sus beneficios alcanzaran un cierto nivel. David
P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court..., op. cit., p. 136.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 877

menoscabándolo, y consiguientemente la Corte declaraba que la Ley de 1804 de


New Jersey era inconstitucional por vulnerar la contract clause. Con ello, extendía
extraordinariamente el ámbito de la cláusula hasta el extremo de incluir dentro
de ella los contratos que limitaban el poder soberano de un Estado de crear o
imponer impuestos:

“The act (repealing the exemption), in the opinion of this Court, –puede
leerse en la sentencia– is repugnant to the Constitution of the United States,
in as much as it impairs the obligation of contract, and is, on that account,
void”567.

Como en Fletcher, Marshall no se detuvo a averiguar si su caracterización


de la transacción contractual se ajustaba al Derecho estatal; en contraste con
posteriores Jueces, parece haber considerado la existencia e interpretación de los
acuerdos con vistas a los propósitos de la contract clause como una cuestión ente-
ramente de Derecho federal. Tampoco Marshall atendió a la posible relevancia de
la circunstancia de que la exención fiscal hubiera sido concedida por un gobierno
colonial en nombre del Rey, mucho antes de que la cláusula constitucional fuese
adoptada en Filadelfia.
El aspecto que se ha considerado más sorprendente del Wilson case es el de que
ninguna duda se suscitó en cuanto a la validez de la exención fiscal, algo que no
dejaba de contrastar con el razonamiento de Fletcher, pues en este caso, aunque se
reconociera que una legislatura tenía autoridad para transferir la tierra, se admitía
que “so far as respects general legislation”, “one legislature cannot abridge the
powers of (the next)”568.
Quizá convenga añadir, anticipando el posterior posicionamiento de Marshall
(en Providence Bank), que para el Chief Justice ningún acuerdo para quedar
exento de impuestos podía presumirse en ausencia de una intención manifiesta
y claramente explicitada en el contrato alegado.
Digamos por último, que en 1869 tres Jueces de la Supreme Court instaron
la revocación de la doctrina establecida en New Jersey v. Wilson, con base en la
consideración de que el “taxing power” era inalienable. La Corte nunca revocó la
Wilson decision, pero invocó todas las armas doctrinales salvo la revocación, inclu-
yendo entre tales armas la consideración de que el Estado no había recibido una
retribución por la exención fiscal que había otorgado, la interpretación estricta
de las exenciones impositivas y la consideración de que una exención se perdía
cuando una corporación que gozaba de una exención fiscal se reorganizaba569,
para relativizar aquella doctrina.

567
Apud Raymond T. JOHNSON: “The Contract Clause of the United States Constitution”, op. cit.,
p. 227.
568
David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court..., op. cit., p. 137.
569
James L. KAINEN: “Nineteenth Century Interpretations of the Federal Contract Clause...”, op.
cit., p. 386.
878 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

II. La Wilson decision no se ha considerado tan innovadora como la sentencia


que decidió el contract clause case que la iba a seguir en el tiempo. Nos referimos
a la Terrett v. Taylor decision (1815).
La Iglesia Episcopal había adquirido una considerable cantidad de tierras
en Virginia con anterioridad a la Revolución. En 1776, tras la Independencia, la
legislatura estatal confirmó el título de la Iglesia a esas tierras; en 1784 el Estado
reconoció a la Iglesia a través de la correspondiente charter, pero dos años más
tarde abrogó la ley de constitución, separando la Iglesia del Estado, aunque reser-
vando a la Iglesia los derechos de propiedad. Sin embargo, en 1798 la Legislatura
de Virginia abrogó las leyes de 1776 y 1784, al considerarlas “incoherentes con
los principios constitucionales y con la libertad religiosa”, y en 1801 hizo valer la
Legislatura un derecho a toda la propiedad de la Iglesia.
La sentencia, escrita por el Justice Joseph Story, anuló la ley de Virginia, con
base en que la misma violaba tanto principios propios de la justicia natural como
el texto de la Constitución federal. Snowiss ha considerado como uno de los
más notables aspectos de esta sentencia su desproporcionada dependencia (“its
disproportionate reliance”) de los derechos adquiridos y del Derecho natural570.
La conclusión de la decisión corrobora tal apreciación:

“That the legislature can repeal statutes creating private corporations, or


confirming to them property already acquired under the faith of previous
laws, and by such repeal can vest the property of such corporations
exclusively in the state (....) we are not prepared to admit; and we think
ourselves standing upon the principles of natural justice, upon the
fundamental laws of every free government, upon the spirit and the letter
of the constitution of the United States, and upon the decisions of most
respectable judicial tribunals, in resisting such a doctrine”571.

Al igual que en la Fletcher opinion, la Corte recurre de nuevo a los principios


de la justicia natural y de cualquier gobierno libre. El natural law recobra pues
un evidente protagonismo. Es posible, sin embargo, que esta dependencia de la
natural justice se limitase a ser una consideración alternativa; Currie572 no descarta
que el gran Juez de Massachusetts tan sólo quisiera expresar con esa referencia
el agravio moral causado a la Iglesia Episcopal por la legislación de Virginia,
en cuanto que la última ratio de la inconstitucionalidad se hacía depender de la
vulneración de la letra y espíritu constitucionales. Ahora bien, Story no identifica
el precepto constitucional que considera vulnerado; ni lo menciona, ni tampoco
cita ninguna de esas decisiones judiciales que considera que respaldan su fallo.
Es cierto que hay buenas razones para pensar en que la disposición constitucional
vulnerada no es otra sino la que acoge a la contract clause. El precedente de
Fletcher estaba bien cercano, aunque no dejaba de haber alguna diferencia signi-

570
Sylvia SNOWISS: Judicial Review and the Law of the Constitution, op. cit., p. 135.
571
Apud David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court..., op. cit., p. 138.
572
David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court..., op. cit., p. 139.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 879

ficativa. Pensemos que en Terrett la Iglesia no había adquirido la tierra del Estado,
sino que la había comprado a un tal Daniel Jennings en 1770. Siendo ello así, la
confiscación de las tierras que intenta Virginia más bien parece ser una suerte de
expropiación de la propiedad privada, reconducible por lo mismo a la taking clause
de la V Enmienda. Y desde luego, no cabe descartar que con su sentencia Joseph
Story estuviera sugiriendo que cualquier expropiación de propiedad (“taking of
property”) entrañaba un menoscabo de un contrato. De ser así, la sentencia estaba
ampliando extraordinariamente el ámbito protector de la contract clause.
Al margen de lo anterior, la Corte dio claros argumentos en que fundamentar
su decisión. La Ley de 1786 revocando la charter de la Iglesia y la abrogación de
las leyes de 1776 y 1784 llevada a cabo por la Legislatura en 1798 habían dejado
intacto el título de las tierras preexistente. Y la Ley de 1801 se aprobó después de
que las tierras en cuestión hubieran pasado a ser parte del Distrito de Columbia,
que se encontraba “bajo la exclusiva jurisdicción del Congreso”. Consiguiente-
mente, el derecho de Virginia a legislar sobre tierras pertenecientes al Distrito de
Columbia ya no existía.
Tanto en Fletcher como en Terrett la Corte derribó la legislación estatal con una
fundamentación alternativa en la violación de principios generales y de la Cons-
titución. Parece que Marshall y Story coincidían en este punto. Sin embargo, una
diferencia significativa se podía apreciar al respecto entre una y otra sentencia.
La confianza de Story en esos principios propios del natural law parece nítida,
cristalina, mientras que, como ya vimos, Marshall parece estar lleno de dudas.

III. El año 1819 es pródigo en casos relevantes. En relación a la cláusula de los


contratos, nos encontramos con dos de notable trascendencia, particularmente
el que examinaremos con posterioridad, el Dartmouth College case. Junto a él
hallamos el caso Sturges v. Crowninshield, de particular interés igualmente. A él
nos referimos de inmediato.
Lo primero que ha de destacarse es que si en Fletcher v. Peck, New Jersey v. Wil-
son y Terrett v. Taylor la cláusula de los contratos fue tomada en cuenta en relación
a contratos públicos, en Sturges la protección de la cláusula se proyectó sobre un
contrato entre particulares, siendo la norma estatal cuestionada una ley de Nueva
York sobre quiebras dictada en ausencia de una “federal bankruptcy law”573, pues
aunque el Congreso aprobó una ley de este tipo en 1800, lo cierto es que tres años
después la abrogó. Sturges, se ubica pues dentro de los genéricamente llamados
bankruptcy cases.

573
De conformidad con las previsiones de la ley newyorkina, un deudor insolvente tenía que
ser liberado de la prisión por deudas y, cumpliendo con un cierto procedimiento y cediendo la
propiedad que poseyera a los síndicos, tenía que ser liberado de su obligación de pagar la deuda, con
independencia de lo inadecuado que los beneficios de la venta de su propiedad pudieran ser para
pagar la deuda en su totalidad. La ley dejaba inmune frente a los acreedores cualquier propiedad que
el deudor insolvente pudiera adquirir más adelante.
880 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

El proceso se inició con una demanda presentada por Sturges contra


Crowninshield para cobrar unos pagarés (“promissory notes”). La defensa del
último se asentó en la exoneración otorgada por un tribunal de Nueva York de
conformidad con una ley estatal “for the benefit of insolvent debtors and their
creditors”, promulgada después de que se hubieran dado los pagarés. A su vez, el
demandante impugnó la ley del Estado de Nueva York, primero, porque la facultad
constitucional del Congreso de “to establish (....) uniform laws on the subject of
bankruptcies throughout the United States” (Art. I, Sección 8ª de la Constitución)
impedía a los Estados cualquier competencia para dictar leyes sobre insolvencias,
y después, porque la ley se consideraba inconstitucional en la medida en que
liberaba al deudor de la obligación del pago de su deuda.
La Supreme Court, en una sentencia escrita por Marshall y decidida por unani-
midad el 17 de febrero de 1819, consideró que la pretendida exoneración del pago
de la deuda era inconstitucional. El fundamento de la decisión iba a ser de nuevo
la contract clause, que como se ha señalado574, esta vez parecía adaptarse como un
guante (“to fit like a glove”) al caso en cuestión. Los pagarés eran contratos entre
partes privadas que creaban obligaciones para pagar unas específicas sumas de
dinero; la exoneración liberaba de esas obligaciones y de esta forma menoscababa
las obligaciones dimanantes de los contratos.
Antes, sin embargo, de entrar en el aspecto sustantivo de la cuestión litigiosa
planteada, la sentencia se iba o ocupar del argumento esbozado por el abogado
del demandante, quien impugnó primeramente la ley de Nueva York porque,
como se acaba de decir, a su entender, la facultad constitucional del Congreso de
dictar leyes uniformes en materia de quiebras impedía a los Estados cualquier
competencia para dictar una ley sobre ese ámbito material. Para el abogado, la
Xª Enmienda implicaba que todas las competencias federales eran exclusivas, por
cuanto la Enmienda tan sólo reservaba a los Estados aquellas competencias “no
delegadas a los Estados Unidos por la Constitución”. Digamos, marginalmente,
que este argumento era por entero incongruente, pues no dejaba de ser paradójico
que una disposición proyectada en último término para proteger la autoridad
estatal, hubiera procedido realmente a menoscabarla.
Cabe comenzar recordando que, actuando en Circuit Court, el Justice Bushrod
Washington, en el caso Golden v. Prince (1814), había interpretado que la facultad
que el párrafo cuarto de la Sección 8ª del Art. I de la Constitución, a la que aludía
el abogado del demandante, como antes se dijo, debía considerarse como una
competencia exclusiva del Congreso, porque las leyes estatales serían diferentes
y frecuentemente contradictorias. Hamilton había dicho lo mismo, aunque
refiriéndose a la competencia atribuida al Congreso justamente por la misma
norma constitucional para establecer “an uniform rule of naturalization”575, y lo
574
David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court..., op. cit., p. 145.
575
En el Nº 42 del Federalista, tras aludir Hamilton al hecho de que la diversidad en las normas
sobre la naturalización existente en tiempos de la Confederación se consideraba desde hacía tiempo
como un defecto de nuestro sistema, y tras una serie de reflexiones adicionales, Hamilton terminaba
señalando lo que sigue: “The new constitution has accordingly, with great propriety, made provi-
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 881

dicho respecto de la naturalización valía en sus mismos términos para lo señalado


en relación a las quiebras. Más aún, en el caso Chirac v. Chirac (1817), la propia
Corte Suprema había declarado sin mayores explicaciones que la exclusividad
de la competencia respecto a la naturalización otorgada por la Constitución al
Congreso no podía ser controvertida.
Marshall no iba, sin embargo, a admitir este razonamiento. En su argumen-
tación, partía de la consideración de que disposiciones constitucionales expresas
tales como la prohibición a los Estados de formalizar tratados, mostraban que el
sentido de la Convención de Filadelfia había sido que la mera concesión de una
competencia al Congreso no implicaba una prohibición a los Estados de ejercer
esa misma competencia. El Chief Justice, siguiendo en parte a Hamilton576, preci-
saba que tal concesión competencial debía ser exclusiva siempre que sus propios
términos o su naturaleza así lo exigieran. Como señala Currie577, Marshall podía
fácilmente haber sostenido que las competencias concurrentes sobre quiebras
o insolvencias no eran tan ridículas, tan insignificantes, como para salvar la
presunción de que cuando los Framers tenían la intención de que el poder federal
fuera exclusivo ellos lo decían así. En su lugar, adoptó un punto de vista más
limitado, basado aparentemente en su familiar consideración de que los Framers
no habían hecho nada que no desearan. Y así, adujo que se admitía que los Estados
podían promulgar leyes de insolventes (“insolvent laws”), tras lo que precisaba
que la distinción entre estas últimas y las leyes de quebrados (“bankrupt laws”)
era tan confusa que muchos inconvenientes podían derivarse de la consideración
del “bankruptcy power” como una competencia federal exclusiva.

sion against them, and all others, proceeding from the defect of the confederation on this head, by
authorizing the general government to establish an uniform rule of naturalization throughout the
United States”. Alexander HAMILTON, James MADISON and John JAY: The Federalist, or the new
Constitution, op. cit., p. 217 (el Nº 42 en pp. 211-218).
576
Extraordinaria importancia presenta la delimitación que Alexander Hamilton iba a hacer en
el Nº 32 del Federalista entre las competencias de la Unión y de los Estados. Para este grandísimo
jurista e intelectual, la total consolidación de los Estados dentro de una completa soberanía nacional
implicaría la total subordinación de las partes, esto es, de los Estados respecto de la Unión, con lo que
cualesquiera que fueren las competencias que se dejaren en manos estatales, estarían completamente
(“altogether”) subordinadas a la voluntad general (“the general will”). Hamilton cree que tal inter-
pretación no es la correcta, por cuanto el proyecto de la Convención tendía tan sólo a conseguir una
unión o consolidación parcial (“a partial union or consolidation”), con lo que los gobiernos estatales
habían de conservar claramente todos los derechos de soberanía (“all the rights of sovereignty”) que
tenían antes y que no fueran por esa ley (la Constitución) delegados exclusivamente (“exclusively”)
a los Estados Unidos. Llegado aquí, Hamilton entiende que tal delegación exclusiva existe tan sólo
en tres casos concretos. Y reproducimos sus palabras literales: “This exclusive delegation, or rather
this alienation of state sovereignty, would only exist in three cases; where the constitution in express
terms granted an exclusive authority to the union; where it granted, in one instance, an authority
to the union; and in another, prohibited the states from exercising the like authority; and where it
granted an authority to the union, to which a similar authority in the states would be absolutely and
totally contradictory and repugnant” (en cursivas en el texto original). Alexander HAMILTON, James
MADISON and John JAY: The Federalist, or the new Constitution, op. cit., pp. 151-152 (el Nº 32 en pp.
151-154).
577
David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court..., op. cit., pp. 148-149.
882 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

Algún sector de la doctrina ha puesto de relieve lo espúreo que resultó el


acuerdo unánime con que se aprobó esta decisión578. Tal circunstancia, como
también la brillantez con que Marshall logró que los Jueces superaran un
aparentemente irreconciliable punto muerto (“an apparently irreconcilable
deadlock”) al que conducían las contrapuestas posiciones de Washington y Story,
por un lado, y de Johnson, Livingston y Duvall, por otro, tardaría unos años en
conocerse. Aparentemente, Story y Washington abrieron el camino para una
solución de compromiso al respecto, solución que se plasmó en la ya mencionada
interpretación de Marshall, en el sentido de que la concesión constitucional al
poder federal de la competencia sobre la regulación de las quiebras no anulaba
per se la legislación estatal sobre los insolventes.
Dejando ya al margen la referida cuestión, ha de recordarse que el Justice
Brockholst Livingston, al conocer el caso en el Circuit Court de Nueva York, había
apoyado la constitucionalidad de la ley, considerando que era posible que los Fra-
mers, al proceder a diseñar la cláusula que nos ocupa, hubieran estado motivados
por las leyes que autorizaban la emisión de papel moneda, permitiendo la oferta de
pago a través de una propiedad sin valor y ampliando el período de tiempo para el
pago. Frente a esta argumentación, Marshall iba a responder formulando una de
sus conocidas reglas hermenéuticas, si se les puede llamar así, de carácter general,
cuyo enorme interés creemos que justifica que la transcribamos en su integridad.

“It would be dangerous in the extreme –argumenta Marshall– to infer from


extrinsic circumstances, that a case for which the words of an instrument
expressly provide, shall be exempted from its operation. Where words
conflict with each other, where the different clauses of an instrument
bear upon each other, and would be inconsistent unless the natural and
common import of words be varied, construction becomes necessary, and
a departure from the obvious meaning of the words is justifiable. But if, in
any case, the plain meaning of a provision, not contradicted by any other
provision in the same instrument, is to be disregarded, because we believe
the framers of that instrument could not intend what they say, it must be
one in which the absurdity and injustice of applying the provision to the
case, would be so monstrous, that all mankind would, without hesitation,
unite in rejecting the application”579. (Sería en extremo peligroso deducir de
circunstancias extrínsecas, que un caso que los términos de un instrumento
regulan, quede exento de su aplicación. Donde los términos chocan uno
con otro, donde las diferentes cláusulas de un instrumento tienen que
ver una con otra, y serían incoherentes a menos que se variara el sentido
natural y común de las palabras, llega a ser necesaria la interpretación, y
una desviación del significado obvio de los términos es justificable. Pero si
en algún caso el significado claro de una disposición, no contradicho por
ninguna otra disposición del mismo instrumento, tiene que ser desatendido
porque creemos que los autores de ese instrumento no podían pretender

578
Gerald T. DUNNE: “Joseph Story: The Great Term”, en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Vol.
79, 1965-1966, pp. 877 y ss.; en concreto, p. 906.
579
Apud Sylvia SNOWISS: Judicial Review and the Law of the Constitution, op. cit., p. 149.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 883

lo que dicen, debe ser uno en el que el absurdo y la injusticia de aplicar la


disposición al caso fuera tan monstruoso que toda la humanidad, sin duda,
se uniría en el rechazo de esa aplicación)580.

Livingston, en la decisión de Circuito, había aducido asimismo que era


demasiado tarde para cuestionar las leyes de insolvencia estatales, porque habían
sido universalmente aceptadas desde la adopción de la Constitución, algo que el
abogado de Crowninshield, trayendo a colación la trascendental sentencia dictada
por la Corte en el caso Stuart v. Laird, decidido una semana después de Marbury,
y con apoyo en la máxima communis error facit ius, también había sustentado.
Frente a ello, Marshall iba a replicar que la mayoría de esas leyes se limitaban
a liberar al deudor de la prisión, mientras que la disposición que tenía ante sí le
eximía de la propia obligación. Sin embargo, y de modo significativo, el Chief
Justice optó por no fundamentar la validez de esas leyes en la mera aquiescencia,
declarando irrelevante la práctica anterior a 1789 y apoyándose en la intención
original:

“To punish honest insolvency by imprisonment for life, and to make this a
constitutional principle, would be an excess of inhumanity which will not
readily be imputed to the illustrious patriots who framed our constitution,
nor to the people who adopted it” 581. (Castigar la honesta insolvencia
mediante la prisión de por vida y hacer de esto un principio constitucional,
sería un exceso de inhumanidad que no debe atribuirse fácilmente a los
ilustres patriotas que elaboraron nuestra constitución, ni al pueblo que la
adoptó).

Y junto a ese exceso de inhumanidad que implicaría el castigo de una “honesta


insolvencia” con la pena de prisión perpetua, Marshall, separando la obligación
del remedio, aduce que la prisión no era una parte del contrato sino un medio de
inducir al deudor a cumplirlo, y sin menoscabar la obligación dimanante de la
relación contractual, el remedio podía ser ciertamente modificado como la sabidu-
ría de la nación ordenara. El dictum avalando que las leyes de efectos retroactivos
libren a los deudores de la prisión se convirtió, dicho sea al margen, en una
consideración alternativa en la sentencia escrita por el Justice Smith Thompson
en el caso Mason v. Haile (1827), sobre la base de que la ley incidía tan sólo sobre
el remedio y eso solamente en parte. El propio Marshall, en su célebre dissent en
el caso Ogden v. Saunders, del que nos ocuparemos más adelante, se aproximó a
esa posición cuando sostuvo que un Estado podía abolir todos los remedios en
relación a contratos preexistentes. Sin embargo, no puede dejar de admitirse con
Currie582, que cualquier marcada distinción entre obligación y remedio era difícil
580
Cierto es que, como argumenta Snowiss, Marshall nunca encontró algo lo bastante absurdo,
injusto o perjudicial como para anular lo que él llamaba “the literal construction and plain meaning
of constitutional text”. Sylvia SNOWISS: “Text and Principle in John Marshall´s Constitutional Law...”,
op. cit., p. 989.
581
Apud David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court..., op. cit., p. 146.
582
David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court..., op. cit., p. 147.
884 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

de armonizar con la insistencia de Marshall en la Marbury opinion acerca de la


íntima relación entre derechos y remedios. Ello, por supuesto, no significaba
que la contract clause prohibiera llevar a cabo modificaciones en los pequeños
detalles del procedimiento a seguir ante el tribunal. Bien es verdad que esto a su
vez planteaba la espinosa cuestión de precisar cuándo una modificación procesal
tenía un impacto lo suficientemente notable como para afectar a los derechos y
obligaciones dimanantes de la relación contractual, algo sobre lo que la Corte
guardaría un sepulcral silencio.
Muy distinta será la argumentación del Chief Justice en relación a la ya referida
previsión legal de que, una vez cedida a los síndicos la propiedad del deudor,
aunque la misma no fuera suficiente para el pago de la totalidad de su deuda,
quedaría liberado de su obligación, declarando la ley la inmunidad frente a la
ejecución por el acreedor de cualquier propiedad que el deudor pudiese adquirir
con posterioridad. A tal respecto, Marshall argumentaba como sigue:

“It has been contended, that as a contract can only bind a man to pay to
the full extent of his property, it is an implied condition that he may be
discharged on surrendering the whole of it”. “But it is not true that the
parties have in view only the property in possession when the contract
is formed, or that its obligation does not extend to future acquisitions.
Industry, talents, and integrity, constitute a fund which is a confidently
trusted as property itself. Future acquisitions are, therefore, liable for
contracts; and to release them from this liability impairs their obligation”583.

Para Marshall, parecía claro que la inmunidad legal de la propiedad adquirida


por el deudor con posterioridad a la cesión de su propiedad a los síndicos de la
quiebra vulneraba la contract clause, pues a su juicio y al de la Corte, no podía
admitirse como única garantía de quien asumía una deuda, la propiedad que
el mismo tuviera en el momento de formalizarse el contrato. La laboriosidad,
las aptitudes y la integridad del deudor constituían también un fondo en el que
se podía confiar con cierta seguridad, y en sintonía con ello las adquisiciones
futuras debían quedar también sujetas a la responsabilidad dimanante de un
contrato. Al liberarlas de tal responsabilidad, la ley vulneraba la contract clause.
Marshall declaraba que la Convención Constitucional había pretendido establecer
un gran principio, el de que los contratos serían inviolables. Con ello daba pie a
que esta sentencia, como otras, se pudiera interpretar, tal y como ha apuntado
Ely584, como una suerte de sermón o conferencia (“lecture”) sobre la santidad de
las relaciones contractuales. No en vano el Chief Justice insistiría con reiteración
en que cualquier ley que exonerara las obligaciones de un deudor entrañaba un
menoscabo inconstitucional del contrato.

583
Apud Robert L. HALE: “The Supreme Court and the Contract Clause” (Part I), en Harvard Law
Review (Harv. L. Rev.), Vol. LVII, 1943-1944, pp. 512 y ss.; en concreto, p. 520.
584
James W. ELY, Jr.: “The Marshall Court and Property Rights...”, op. cit., p. 1040.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 885

Los amplios términos utilizados por el Chief Justice, al parecer, excluían cual-
quier ayuda estatal a los quebrados, pero las reflexiones específicas de Marshall
en Sturges indicaban que la contract clause tan sólo se traducía en la anulación
de la exoneración de deudas contraídas con anterioridad a la promulgación de la
ley. Dicho de otro modo, la cláusula parecía operar tan sólo frente a las leyes con
efectos retroactivos. La Corte ignoró el argumento de que la cláusula no debía
aplicarse a las leyes que tenían un propósito estatal legítimo, en este caso la ayuda
al pobre frente a la opresión de las deudas. Por utilizar unos términos modernos, la
ayuda retroactiva al deudor no estaba justificada por el interés estatal en promover
el bienestar general. Esta consideración encontraba su último apoyo en los propios
términos de la disposición constitucional y en el contexto histórico que rodeó su
inclusión en la Constitución.
El abogado del acreedor pretendió que la Corte diera una más amplia
proyección a la cláusula de los contratos, al aducir que la invalidez de una ley no
dependía de su aplicación retroactiva. Su razonamiento era inequívoco:

“Legislatures –sostendría el citado abogado– act within the limits of their


powers, only when they establish laws to enable parties to enforce contracts;
laws to afford redress to the injured against negligence and fraud in not
performing engagements; and Courts act within their proper sphere, when
they confine themselves to the exposition of those contracts, and giving
efficacy to the laws”585.

Con ello, se estaba sugiriendo que todas las leyes de quiebras era inconstitu-
cionales y no sólo las que se aplicaban a liberar deudas preexistentes. Marshall,
sin embargo, no se iba a pronunciar con claridad acerca de si la Corte estaba
anulando una ley de quiebras por serlo, o tan sólo por eximir deudas preexistentes,
operando así con efectos retroactivos. Al observar el Chief Justice que la distinción
entre “the obligation of a contract, and the remedy given by the legislature to
enforce that obligation, has been taken at bar, and exists in the nature of things”,
Marshall parecía sugerir que el poder legislativo para promulgar reglas respecto
de las relaciones contractuales se extendía tan sólo a la previsión de remedios. En
cualquier caso, la posición de la Corte en este punto se hallaba lejos de ser clara.
De hecho, la doctrina está lejos de ser pacífica en torno al sentido exacto de la
Sturges opinion. Y así, para Hale586, es el carácter prospectivo de este tipo de leyes,
que supone su aplicación a los contratos hechos después de su aprobación, lo que
convierte tales leyes en válidas, y a la inversa, fue el carácter retroactivo de la ley
de Nueva York en Sturges lo que condujo a la Corte a declararla nula.
En M´Millan v. M´Neil (1819), el caso inmediato siguiente a Sturges en las
actas de la Corte, Marshall clarificó su posición al declarar que, en Sturges, el
resultado no había dependido del hecho de que la ley en ese caso se aplicara

585
Apud James L. KAINEN: “Nineteenth Century Interpretations of the Federal Contract Clause...”,
op. cit., p. 411.
586
Robert L. HALE: “The Supreme Court and the Contract Clause” (Part I), op. cit., p. 520.
886 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

a las deudas preexistentes. Sin embargo, con ello no quedó ni mucho menos
resuelta la cuestión, pues en el M´Millan case, como la ley de quiebras declarada
nula por inconstitucional se había aplicado para liberar a un deudor de pagar
una deuda que había contraído en otro Estado, se reconoció que la Corte no se
había enfrentado cara a cara a la cuestión de la constitucionalidad de las leyes de
quiebras con efectos prospectivos. Habría que esperar a Ogden v. Saunders (1827)
para ver resuelta esta cuestión.
Para terminar, hemos de ocuparnos de algo que no deja de ser indiciario de
las prácticas internas de la Corte. Como ya se dijo, actuando en el Circuit Court,
el Justice Livingston se mostró favorable a la constitucionalidad de la ley de
Nueva York, dictando por lo mismo una sentencia que con posterioridad se vería
contradicha por la Corte. A su vez, el Justice Washington, como también referimos,
actuando en otro caso también en un tribunal de circuito, había rechazado la
interpretación de que el “bankruptcy power” fuera una competencia concurrente,
y sin embargo, no hubo dissents en la Sturges decision, adoptándose ésta por
unanimidad (7-0). Más aún, posteriores declaraciones del Justice William Johnson
condujeron a algunos observadores a concluir que Johnson estaba plenamente de
acuerdo con la posición de Livingston. Es verdad, como ya se expuso, que parece
ser que el Chief Justice fue especialmente hábil al lograr reconducir las posiciones
discrepantes de los Jueces, hasta conseguir un respaldo unánime a su opinion of
the court, pero no le falta tampoco razón a Currie cuando señala587, que lo que
las actas de la Corte nos dicen era justamente algo muy alejado de la realidad,
pues la sentencia, lejos de reflejar el armónico pensamiento de siete Jueces, no
reflejaba más que el de tres o cuatro de los miembros de la Corte, no dejando de
causar sorpresa que en este caso, como en muchos otros de la era de Marshall,
los miembros de la Corte optaran por aparcar sus puntos de vista, no obstante ser
éstos en muchas ocasiones fundamentalmente diferentes.

C) El trascendental Dartmouth College case (1819)

I. El Dartmouth College se estableció por medio de una “royal charter” en 1769.


La charter nombraba a doce fideicomisarios a los que les daba autoridad para
dirigir el Colegio, facultándoles asimismo para elegir a quienes habían de suce-
derles. En 1816, el recién electo Gobernador Jeffersoniano-Republicano, William
Plumer, y la Legislatura de New Hampshire, de mayoría asimismo Republicana,
hicieron posible una modificación legal de la mencionada charter por la que, de
un lado, se incrementaba el número de fideicomisarios de 12 a 21, autorizando
al Gobernador del Estado para nombrar a los nueve nuevos miembros, mientras
que, de otro, se sujetaban ciertas relevantes decisiones de los fideicomisarios a un
nuevo Consejo de Supervisores (“Board of Overseers”) elegido en gran parte por
el Gobernador. En último término, con estos cambios se pretendía transformar

587
David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court..., op. cit., p. 150.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 887

el Colegio en una Universidad estatal bajo control del Estado. En una acción de
los viejos fideicomisarios para reclamar los libros corporativos a un funcionario
nombrado de conformidad con la nueva ley, el Sr. Woodward, el abogado de
los demandantes sostuvo que la ley estatal violaba la Constitución del Estado y
también la Constitución federal, porque la charter era un contrato y, como tal,
estaba protegida por la contract clause.
La New Hampshire Supreme Court no admitió ninguna de esas argumenta-
ciones, apoyando los cambios estatutarios llevados a cabo por la legislatura. Sin
embargo, llegado el caso en apelación ante la Corte Suprema a través de un writ of
error, ésta, en una sentencia escrita por Marshall y decidida el 2 de febrero de 1819,
por el voto de 5 Jueces frente a uno (Duvall en dissent sin opinion, quizá porque,
como se ha dicho con aguda intención crítica588, después de ocho años de silencio
en la Corte, había perdido la capacidad de expresarse por sí mismo, y Washington
y Story mediante concurring opinions), revocó la sentencia del tribunal estatal.
Innecesario es decir, que al recurrirse frente a una decisión de un tribunal estatal,
el asunto sobre el que debía versar el conocimiento de la Corte era la cuestión
constitucional de si la charter del Dartmouth College era un contrato protegido por
la cláusula constitucional frente a su posible menoscabo por la legislatura estatal.
La Corte, anticipémoslo ya, entendió que las charters of incorporation, esto es, las
cartas o estatutos de constitución jurídica de una sociedad o corporación, eran
contratos cuyos términos no podían ser cambiados unilateralmente por el Estado
sin violar con ello la contract clause.
En este célebre caso, Trustees of Dartmouth College v. Woodward, la Corte,
en su función de intérprete supremo de la Constitución, e incluso, como dice
Newmyer589, en la de árbitro entre el Estado y la nación, hubo de enfrentarse de
modo frontal con el desarrollo de las corporaciones. El caso tenía como trasfondo
el hipotético carácter público de una corporación educativa y el rol que las
corporaciones en general debían desempeñar en la historia americana. ¿Debía
una corporación tomar su naturaleza jurídica de los individuos que la constituían?
Si así fuera, se convertiría en heredera de los derechos de propiedad privada tan
ansiosamente protegidos por el Derecho americano, dejando a la legislatura sólo
una limitada autoridad sobre la corporación por ella creada. O por el contrario,
¿debía considerarse la corporación de naturaleza pública, con base en la premisa
de que tal concesión de poder solamente podía justificarse si así lo fuera? Si tal
fuera su naturaleza, la corporación podía quedar sujeta a la regulación legislativa
con vistas a salvaguardar el interés público. Era mucho, pues, lo que se hallaba
en juego590. Con todo, la sentencia, fuera de Nueva Inglaterra, no atrajo en su

588
Ibidem, p. 142.
589
R. Kent NEWMYER: Supreme Court Justice Joseph Story. Statesman of the Old Republic, The
University of North Carolina Press, Chapell Hill and London, 1985, p. 129.
590
Para Newmyer, “the issue, in short, was whether American law (and American ideology) would
treat the business corporation as the individual entrepreneur writ large or as a revolutionary new
social force”. R. Kent NEWMYER: Supreme Court Justice Joseph Story..., op. cit., p. 129.
888 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

época una especial atención. Con el paso del tiempo, la decisión iría sin embargo
adquiriendo notable celebridad.
Un sector de la doctrina ha puesto de relieve591 cómo antes incluso de la Dart-
mouth decision, en el Estado de Virginia al menos, –aunque más bien creemos que
este sentir habría de considerarse común a la totalidad de los Estados592– las “busi-
ness corporation charters” representaban tratos (“bargains”) entre empresarios y
la legislatura estatal. Los empresarios se mostraban de acuerdo en emprender un
específico proyecto de conformidad con las exigencias, limitaciones, restricciones
y reservas establecidas en la charter; a su vez, la legislatura les otorgaba el derecho
a ser una corporación o compañía, como también otras valiosas concesiones,
como por ejemplo, el derecho de cobrar peajes o tasas. Y aunque la legislatura
podía alterar las “corporate charters” en ciertas circunstancias, sobre el poder
legislativo pesaban importantes limitaciones. Por lo general, estos límites sólo
podían originarse por “a state of things involving public utility, which includes
the observance of justice and good faith towards all men”593. En fin, como regla
general, tanto la propiedad como los derechos nacidos de los contratos fueron
ampliamente respetados en los Estados americanos porque la mayor parte del
pueblo pensaba que debía ser así, bien por razones de justicia, bien por razones
de eficiencia económica. Quizá sea por ello por lo que Klarman cree594, que la
aplicación por los tribunales de la contract clause (como asimismo de las takings
clauses de las Constituciones estatales) puede haber tenido una contribución
marginal a la creación de un clima de buena inversión, pero su significado, proba-
blemente, no fue más allá de eso. No compartimos esta apreciación, mucho menos
cuando pensamos en las consecuencias que se anudaron a la Darmouth College
opinion. Dictada en una época de crecimiento económico, cuando los americanos,
progresivamente, recurrían a las sociedades o corporaciones como un medio de
promover tal crecimiento, la sentencia encomió ampliamente las ventajas de
la administración corporativa. “Corporations –escribió Marshall– are deemed
beneficial to the country”. De acuerdo con la sentencia, una carta corporativa
otorgada por el Estado se hallaba protegida en la misma medida que otros tipos
de contratos públicos o privados. De resultas de todo ello, no solo el número de
corporate charters se multiplicó en la era pos-revolucionaria, sino que, como dice
Ely595, tales cartas llegaron a ser contempladas como una especie de propiedad
privada inmune frente a la revocación legislativa.

591
Bruce A. CAMPBELL: “John Marshall, the Virginia Political Economy, and the Dartmouth
College Decision”, en The American Journal of Legal History (Am. J. Legal Hist.), Vol. 19, 1975, pp. 40
y ss.; en concreto, p. 61.
592
Bien significativo al respecto es el juicio de Siegel, para quien “there is no doubt that the
norm that state-granted franchises were entitled to some degree of sanctity was widely held at the
time the Constitution was adopted and throughout the early republic period”. Stephen A. SIEGEL:
“Understanding the Nineteenth Century Contract Clause...”, op. cit., p. 31.
593
Ibidem, pp. 52-53.
594
Michael J. KLARMAN: “How Great Were the <Great> Marshall Court Decisions?”, en Virginia
Law Review (Va. L. Rev.), Vol. 87, 2001, pp. 1111 y ss.; en concreto, p. 1148.
595
James W. ELY, Jr.: “The Marshall Court and Property Rights...”, op. cit., pp. 1038-1039.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 889

En cualquier caso, conviene recordar que no siempre la actitud hacia las cartas
corporativas fue igual de receptiva en los Estados. Particularmente relevante fue
la acerba controversia desencadenada por la creación del llamado “Bank of North
America” durante la época de la Confederación. En 1781, el Continental Congress
y la Legislatura de Pennsylvania crearon el Banco, mediante la aprobación de la
correspodiente charter. La crisis económica que siguió a la guerra revolucionaria
propició un movimiento de rechazo del Banco, que condujo a la Legislatura de
Pennsylvania a abrogar la charter, decisión que suponía acabar con la entidad
financiera. James Wilson intentó utilizar todo su peso y prestigio jurídicos para
persuadir a la Legislatura de su Estado adoptivo (ya comentamos que era escocés
de nacimiento), por así decirlo, de que no revocara la charter, utilizando entre otros
argumentos el de que la ley de constitución de la sociedad (“act of incorporation”)
era “a charter of compact” entre la legislatura y la compañía, para añadir que
“while these terms are observed on one side, the compact cannot, consistently
with the rules of good faith, be departed from the other”596. Para Wilson, una
legislatura no podía revocar una carta corporativa en mayor medida de lo que
podía desposeer a un propietario de sus bienes raíces. Junto a Wilson se situó nada
menos que Thomas Paine, quien llegó a escribir:

“The state, or its representatives, the assembly, has no more power over an
act of this kind, after it has passed, than if the state was a private person
(....) No law made afterwards can apply to the case, either directly, or by
construction or implication: for such a law would be a retrospective law, or
a law made after the fact, and cannot even be produced in court as applying
to the case before it for judgment”597. (El Estado o sus representantes, la
Asamblea, no tiene más poder sobre un acto de este tipo, después de que
se haya aprobado, de lo que lo tendría si el Estado fuera una persona
privada (....) Ninguna ley aprobada después se puede aplicar al caso, ni
directamente, ni por interpretación o por consecuencia, pues tal ley sería
una ley retroactiva, o una ley aprobada después del hecho, y ni siquiera
puede ser presentada ante un tribunal para que se aplique al caso que está
ante el mismo pendiente de juicio).

No deja de sorprender, (a Wright le parece incluso extraño) que un arquetipo


de teórico democrático, como fue Paine, expresara tan clara y enfáticamente la
doctrina de que una charter es un contrato, una doctrina que siempre se asocia
estrechamente con Marshall. Los alegatos de uno de los grandes juristas de la épo-
ca, miembro de la primera Supreme Court, y del gran teórico de los derechos del
hombre y del sistema democrático, comenzaban a moldear la doctrina de que una
carta o estatuto corporativo debía ser contemplada como una relación contractual
entre la corporación o compañía y la legislatura. No ha de extrañar por lo mismo,
a nuestro modo de ver, que John Marshall, una treintena de años después, adujera
que la afirmación de que una charter era un contrato era una proposición tan obvia

596
Apud James W. ELY, Jr.: “The Marshall Court and Property Rights...”, op. cit., p. 1039.
597
Apud Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause..., op. cit., p. 18.
890 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

que “it can require no argument”, aunque no falten autores, como es el caso de
Newmyer598, que consideren tal afirmación como una audaz presuposición, por
cuanto no había un claro precedente ni en el Derecho inglés ni en el americano
para apoyarla. No obstante este juicio, que no vemos fundamentado, la realidad
es que si la decisión de Marshall en Dartmouth no levantó particular polémica
se debió a que, como se ha dicho599, con su decisión, la Corte estaba expresando,
antes que imponiendo, una norma social.

II. Ante la Corte Suprema se iba a encargar de defender a los antiguos fidei-
comisarios del Dartmouth College el gran abogado Daniel Webster, en el que se
daba la circunstancia adicional de que había estudiado en dicho Colegio, con lo
que en este caso tendría la oportunidad de defender a su alma mater. Ciertamente,
éste sería uno de sus primeros grandes casos ante la Corte Suprema, en la que sus
elocuentes argumentos jurídicos lo consagrarían como el abogado por excelencia
ante ella, en la que tendría la oportunidad de sostener nada menos que 249
casos, entre ellos algunos de los más célebres, contribuyendo con sus profundas
reflexiones jurídicas a marcar el sendero a seguir por Marshall en algunos casos.
La historia del caso muestra las dudas albergadas tanto por Webster como
por algunos de los Justices acerca de si la protección de la charter podía basarse
en la contract clause. Ello no obstante, en su intervención ante la Corte, Webster
se interrogaba acerca del pleno significado de la cláusula constitucional. Webster
acudió en su argumentación al apoyo que le facilitaban los principios generales
de la justicia abstractamente considerada, mencionando, por ejemplo, el punto de
vista expresado por Madison en el Nº 44 de los Federalist Papers. La propia Corte,
se respondía el gran abogado nacido en New Hampshire, aunque estrechamente
vinculado con la ciudad de Boston, había decidido en el Fletcher case que una
concesión era un contrato, tras lo que añadía que la Dartmouth charter se hallaba
contenida dentro de los propios términos de esa decisión, pues “a grant of corpo-
rate powers and privileges is as much a contract as a grant of land”. Hacia el final
de su argumentación formal, Webster iba a permanecer en silencio durante un
tiempo para, después, dirigiéndose a Marshall, afirmar:

“This, sir, is my case. It is the case not merely of that humble institution; it
is the case of every college in our land (....) It is more. It is, in some sense,
the case of every man who has property of which he may be stripped, for
the question is simply this: Shall our state legislature be allowed to take that
which is not their own, to turn it from its original use, and apply it to such
ends or purposes as they, in their discretion, shall see fit?”600. (Este, señor, es
mi caso. Es el caso no simplemente de esa humilde institución; es el caso

598
R. Kent NEWMYER: Supreme Court Justice Joseph Story..., op. cit., p. 130.
599
Stephen A. SIEGEL: “Understanding the Nineteenth Century Contract Clause...”, op. cit., p. 32.
600
Apud Richard N. CURRENT: “The Dartmouth College Case”, en Quarrels That Have Shaped the
Constitution, edited by John A. Garraty, Harper Torchbooks, Harper & Row, Publishers, New York/
Hagerstown/San Francisco/London, 1975, pp. 15 y ss.; en concreto,p. 27.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 891

de cualquier colegio de nuestra tierra. Es más. Es, en algún sentido, el caso


de cualquier hombre que tiene propiedad de la que puede ser privado, pues
la cuestión es simplemente ésta: ¿Le será permitido a nuestra legislatura
estatal coger lo que no es suyo, apartarlo de su uso original y aplicarlo a los
fines o propósitos que ella, en su discreción, vea oportuno?).

Las vacilaciones de Webster e incluso, como ya se ha dicho, de algunos de


los Jueces, no iban a encontrar resquicio en Marshall, quien con su caracterís-
tica audacia y vigor declaraba que la charter era un contrato, y para justificarlo
procedía a hacer, como ha valorado la doctrina601, una de las más profundas e
inteligentes argumentaciones acerca de la inviolabilidad de los contratos. Vale la
pena transcribir parte de sus reflexiones:

“This is plainly a contract to which the donors, the trustees, and the
crown (....) were the original parties. It is a contract made on a valuable
consideration. It is a contract for the security and disposition of property.
It is a contract, on the faith of which, real and personal estate has been
conveyed to the corporation. It is then a contract within the letter of the
constitution, and within its spirit also, unless the fact, that the property
is invested by the donors in trustees for the promotion of religion and
education, for the benefit of persons who are perpetually changing,
though the objects remain the same, shall create a particular exception,
taking this case out of the prohibition contained in the constitution”602.
(Claramente, este es un contrato en el que los donantes, los fideicomisarios
y la corona eran las partes originales. Es un contrato hecho a través de
una valiosa retribución. Es un contrato para la seguridad y disposición de
la propiedad. Es un contrato en la confianza del cual se ha transferido a
la corporación la propiedad inmobiliaria y personal. Es pues un contrato
que cae dentro de los términos de la constitución, y también dentro de su
espíritu, a menos que el hecho de que la propiedad sea conferida por los
donantes a fideicomisarios para la promoción de la religión y educación,
para el beneficio de personas que están cambiando continuamente, aunque
el objeto permanezca el mismo, creara una particular excepción, sacando
este caso de la prohibición contenida en la constitución).

La respuesta de Marshall nos parece rotunda, inequívoca, por cuanto esa


posible salvedad que contempla al final del párrafo transcrito alude a una salvedad
tan inadmisible que cae por su propio peso. El Chief Justice admite a continuación,
que es más que posible que la preservación de los derechos de propiedad a la que
él mismo alude no estuviera específicamente en el punto de vista de los Framers
cuando introdujeron en la Constitución la cláusula de los contratos, pero este hi-
potético argumento en contra de su interpretación es rápidamente contrarrestado
con un razonamiento que nos parece incontrovertible:

601
Raymond T. JOHNSON: “The Contract Clause of the United States Constitution”, op. cit.,
p. 229.
602
Apud Sylvia SNOWISS: Judicial Review and the Law of the Constitution, op. cit., p. 138.
892 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

“But although a particular and a rare case may not, in itself, be of sufficient
magnitude to induce a rule, yet it must be governed by the rule, when
established, unless some plain and strong reason for excluding it can be
given. It is not enough to say, that this particular case was not in the mind
of the Convention, when the article was framed, nor of the American people,
when it was adopted. It is necessary to go farther, and to say that, had this
particular case been suggested, the language would have been so varied,
as to exclude it, or it would have been made a special exception. The case
being within the words of the rule, must be within its operation likewise,
unless there be something in the literal construction so obviously absurd,
or mischievous, or repugnant to the general spirit of the instrument, as to
justify those who expound the constitution in making it an exception”603.
(Pero aunque un caso raro y particular no puede en sí mismo ser de
magnitud suficiente para producir una norma, debe, sin embargo, ser
regulado por la norma, cuando esté establecida, a menos que pueda darse
alguna clara y convincente razón para excluirla. No es suficiente decir,
que este caso particular no estaba en el pensamiento de la Convención
cuando el artículo fue formulado, ni en la del pueblo americano cuando
fue adoptado. Es necesario ir más lejos y decir que si este caso particular
hubiera sido sugerido, los términos se habrían cambiado tanto como para
excluirlo, o que se habría hecho una especial excepción. Estando el caso
dentro de los términos de la norma, debe hallarse del mismo modo dentro
de su aplicación, a menos que haya algo en la interpretación literal tan
obviamente absurdo, perjudicial o incompatible con el espíritu general
del instrumento como para justificar a aquellos que interpretan que la
constitución hace una excepción).

Marshall no iba a encontrar, en absoluto, fundamento constitucional en el


que apoyar esa excepción. Como dejaba claro en la sentencia, en la Constitución
no hay ninguna expresión ni opinión pronunciada por sus intérpretes contempo-
ráneos que justificara hacer tal excepción, esto es, excluir de la contract clause el
contrato encarnado por la charter de la que venimos ocupándonos. Y en ausencia
de la misma, el Chief Justice no cree que pueda mantenerse una interpretación
constitucional no autorizada por los propios términos del texto.
Como puede apreciarse, Marshall sigue en esta sentencia unos criterios
hermenéuticos comunes con los de otras decisiones de su autoría, aunque su
tipo de análisis no deje de ser peculiar en su época. Marshall no sólo atiende a
los términos del texto, aunque desde luego ponga un especialísimo énfasis en la
interpretación literal de los preceptos constitucionales, sino que trata también
de tener en cuenta su espíritu, la intención de los Framers y del pueblo que fue
quien finalmente aprobó la Constitución, a través de las Convenciones estatales
de ratificación, y en último término, también atiende al entendimiento dado a un
precepto por los intérpretes contemporáneos. Particular interés tiene su rechazo
a entender, que el mero hecho de que un caso no estuviera específicamente en
la mente de los autores del texto constitucional cuando redactaron una norma

603
Apud Sylvia SNOWISS: Judicial Review and the Law..., op. cit., p. 139.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 893

deba ser, sin más, razón suficiente para excluirlo de la aplicación de la misma.
Ello casa a la perfección con la idea siempre sustentada por este grandísimo juez
virginiano de que los tribunales deben aplicar los términos de la Constitución
antes que los puntos de vista particulares de quienes la redactaron, aunque esto
no deba entenderse en el sentido de que Marshall ignore por completo la intención
de los Framers; ya hemos dicho que no es así. Marshall deja entrever con cierta
claridad, como se ha podido ver, que los formuladores de la contract clause, muy
posiblemente, no tenían en mente las corporate charters, pero ello le parece menos
definitorio que atender al fin general que se pretendió con esta cláusula, que no era
otro que el de salvaguardar los acuerdos contractuales, lo que unido al hecho de
que la cláusula no queda confinada en su redacción a ninguna categoría específica
de contratos, le conduce a incluir las charters bajo la protección de la disposición
constitucional. Como ha escrito Ely604, este modo de interpretación era congruente
con la convicción de Marshall de que la contract clause encarnaba un principio
constitucional vital, y en sintonía con esa idea, añadiríamos por nuestra cuenta,
la cláusula debía cubrir bajo su manto protector un amplio espectro de acuerdos
de naturaleza contractual. Y como lógica y última consecuencia de todo ello, bien
podríamos decir, recurriendo a términos más bien propios del Derecho penal, que
la carga de la prueba de que la cláusula no era de aplicación a una determinada
relación contractual debía recaer en quien sostuviera tal argumentación.
Al margen ya de la reconducción de las corporate charters a la cláusula de los
contratos, Marshall iba a apreciar una violación de esta disposición constitucional
por cuanto la ley de New Hampshire venía de hecho a transferir el control total del
Colegio de los fideicomisarios al ejecutivo del Estado. Marshall constataba que la
ley había transmutado una escuela privada en otra pública, y tras todo ello, lo que
latía era una descompensada expropiación llevada a cabo por los poderes públicos.
Un dato adicional de interés es que la sentencia, a diferencia de la Fletcher
opinion, no recurre a una fundamentación adicional o complementaria de corte
iusnaturalista. Aún admitiendo el hecho de que la Corte se contentó con invocar
tan sólo la obligation clause, Corwin iba a hacer una matización al respecto. A su
juicio605, la dependencia de la consideración de premisas del Derecho natural toda-
vía permanece. La cláusula constitucional presupone una obligación preexistente
a ser protegido. ¿De dónde si no del Derecho natural, se pregunta Corwin, puede
descender tal obligación respecto de una concesión pública?
Por supuesto, no faltan posiciones críticas frente a la sentencia. Y así, Currie ha
visto en la mayoría de los argumentos de los Justices esfuerzos para refutar lo que
hoy parece haber rayado en lo frívolo. A su juicio606, Marshall dirigió el grueso de
su munición argumental contra la idea de que la razón última del establecimiento
del Dartmouth College era el objetivo público de la educación, y siendo así debía ser
604
James W. ELY, Jr.: “The Marshall Court and Property Rights...”, op. cit., p. 1037.
605
Edward S. CORWIN: “The Debt of American Constitutional Law to Natural Law Concepts”,
en Notre Dame Lawyer (Notre Dame L.), (University of Notre Dame, Notre Dame, Indiana), Vol. XXV,
1949-1950, pp. 258 y ss.; en concreto, p. 275.
606
David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court..., op. cit., pp. 142-143.
894 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

una corporación pública que podía ser abolida fácilmente. Este razonamiento no
nos parece muy suscribible, pues parece presuponer que toda institución educativa
ha de ser inexcusablemente pública, lo que sólo puede sustentarse desde una
perspectiva ideológica bastante sesgada. Adicionalmente, el propio autor cree que
se podría dudar de que las expropiaciones de propiedad (“takings of property”)
pudieran reconducirse a la contract clause, si bien, a renglón seguido, admite que
esa objeción también cabría frente a las decisiones de la Corte en Fletcher y en
Terrett, lo que obviamente debilita sustancialmente la objeción.

III. La concurring opinion del Juez Joseph Story ha sido estudiada por la
doctrina con gran detenimiento, al entenderse que varios puntos de la misma
justifican esa atención. Al plantearse la cuestión de si una charter de constitución
jurídica de una corporación privada de caridad dedicada a fines públicos, como
era el caso de los fines educativos, se hallaba protegida por las previsiones de
la contract clause, Story observaba que lo que la Constitución pretendía con la
cláusula no era crear nuevas obligaciones, sino tan sólo preservar toda la fuerza
obligatoria que los contratos tenían según los principios generales del Derecho.
Con su extraordinaria erudición, el Juez que tanta relación tuvo con la Harvard
University acudiría a los precedentes del common law para demostrar que la
Dartmouth charter se hallaba protegida por la Constitución, trayendo a colación
el fundamental precedente del caso inglés Phillips v. Bury (1695), en el que se
consideró que una institución privada de caridad, aunque se hallara dedicada a
objetivos de interés público, debía sin embargo considerarse privada607.
El propósito evidente del gran Juez nacido en Marblehead (Mass.) fue vincular
las instituciones de caridad y las corporaciones de negocios de un modo tal que
viniera a restringir la posibilidad de la regulación estatal de las primeras. Story
diferenció a este respecto entre las corporaciones públicas y las privadas, y con
ello estaba haciendo hincapié en que las corporaciones bancarias, de seguros, de
canales y de carreteras, cuyos capitales sociales estaban en manos de inversores
privados, eran de naturaleza privada aun cuando sus actividades pudieran benefi-
ciar al público, a la sociedad. Con ello, Story estaba definiendo las corporaciones
por su organización y no por su función608. De esta forma, el Juez que tanta
vinculación tuvo con la célebre ciudad de Salem (Massachusetts) –célebre, recor-
démoslo marginalmente, por el brutal proceso de brujería que tendría lugar en
esta ciudad en 1692, que culminó con la ejecución de veinte personas inocentes,
proceso que a su vez inspiró al gran dramaturgo norteamericano Arthur Miller
para escribir su famosa obra “The crucible” (1953), “Las brujas de Salem” en su
versión española, una acerba crítica al maccarthismo– iba a abolir la doctrina
medieval que exigía a una corporación actuar tan sólo mediante una escritura de
conformidad con su sello común.

607
También la concurring opinion del Justice Washington se apoyó en este temporalmente lejano,
pero fundamental para la materia aquí dilucidada, caso inglés de Phillips v. Bury.
608
James W. ELY, Jr.: “The Marshall Court and Property Rights...”, op. cit., p. 1038.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 895

Otra aportación de muy notable interés del Juez de Massachusetts fue la


relativa a las cláusulas de reserva (“reservation clauses”) en las corporate charters.
En virtud de tales cláusulas la legislatura se reservaba la autoridad de reformar o
abrogar las cartas de constitución jurídica de la sociedad. Ahora bien, si la legis-
latura deseaba hacer esa reserva, debía hacerlo en la concesión. Con ello, Story
estaba señalando una vía con la que soslayar la doctrina sentada en Dartmouth,
pero ello quedaba supeditado a que esa facultad quedase expresamente reflejada,
lo que la convertía en parte del contrato y, de esa forma, no podía considerarse
menoscabado el mismo. Esta sugerencia de Story iba a tener una enorme rele-
vancia práctica, pues a partir de ella las legislaturas estatales la adoptaron con
carácter general. Más aún, recuerda la doctrina609, que en un creciente número de
Estados esta reserva fue plasmada en las propias constituciones, como una precisa
limitación sobre el poder contractual de las legislaturas en este ámbito concreto,
pues lógicamente tal previsión posibilitaba que un contrato formalizado por una
legislatura pudiera ser modificado por otra asamblea posterior. Adicionalmente,
nos parece claro que esa reserva iba a operar asimismo como una vía con la que
circunvalar la doctrina de la protección otorgada a las charters por la cláusula de
los contratos, no faltando algún autor que ha considerado610, que la “reservation
of powers by the states”, en la práctica, vino a anular la doctrina sentada en el
Dartmouth case, afirmación quizá un tanto exagerada. Estas cláusulas de reserva
fueron, por así decirlo, confirmadas por la Corte Suprema en el caso Aspinwall v.
Daviess County (1860), el primero en tratar tales previsiones como una limitación
constitucional sobre la facultad de la legislatura para contratar611.
La concurring de Story ha sido considerada como algo anómalo 612, pues
la sentencia de la mayoría suponía una victoria concluyente para la parte
favorecida por Story. Éste, razonablemente, debía de hallarse de acuerdo con
la argumentación de Marshall, que seguía un camino que el propio Story había
ayudado a construir con su intervención como abogado en el Fletcher case, y que
posteriormente contribuiría a expandir ya como Juez en Green v. Biddle. Por lo
mismo, es muy posible que su concurring no pretendiera tanto sugerir una ruta
jurídica alternativa a la de la mayoría, como posibilitar la apertura de la sentencia
a la interpretación más amplia posible.

609
Maurice H. MERRILL: “Application of the Obligation of Contract Clause to State Promises”,
en University of Pennsylvania Law Review and American Law Register (U. Pa. L. Rev. & Am. L. Reg.),
Vol. 80, 1931-1932, pp. 639 y ss.; en concreto, p. 642.
610
Michael B. RAPPAPORT: “A Procedural Approach to the Contract Clause”, en Yale Law Journal
(Yale L. J.), Vol. 93, 1983-1984, pp. 918 y ss.; en concreto, p. 935.
611
El Chief Justice Roger B. Taney, en el caso Ohio L. Ins. & Trust Co. v. Debolt (1853), había sugerido
una teoría algo diferente, la de que una legislatura no poseía un poder para vincular al Estado a menos
que la Constitución estatal le delegara expresamente tal poder.
612
R. Kent NEWMYER: Supreme Court Justice Joseph Story..., op. cit., p. 130.
896 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

IV. Hace más de un siglo se podía constatar613, que la doctrina establecida en


la Dartmouth opinion había sido reafirmada a menudo y hecha valer hasta llegar
a convertirse en uno de los cánones de la jurisprudencia americana (“one of the
canons of American Jurisprudence”). E incluso, remontándonos algo más atrás
en el tiempo, hasta el año 1875, se puede apreciar cómo la doctrina señalaba614,
que no existía duda alguna acerca de que en muchos casos los tribunales habían
ido más lejos aún que la propia Corte Suprema al apoyar las pretensiones de las
corporaciones a privilegios y exenciones, que siempre tenían como referente
último el Dartmouth College case. Ciertamente, no faltan quienes, pese a lo gene-
ralizado de la recepción judicial de la doctrina, creen que la amplitud del principio
sentado en este caso, que lisa y llanamente igualaba las concesiones otorgadas
por el Estado a los contratos ordinarios, nunca fue una doctrina que suscitara el
consenso. Puede admitirse, se dice615, que ese consenso existió respecto a la idea
de que las concesiones otorgadas por el Estado eran contratos que, por lo mismo,
caían dentro del ámbito de la contract clause, pero no respecto de la amplitud con
que se visualizó la doctrina en el caso en cuestión. Sea como fuere, lo cierto es que
el caso proporcionó protección constitucional a las corporate charters y en sintonía
con ello impulsó el crecimiento de las sociedades y corporaciones, lo que a su vez
contribuyó de modo decisivo a impulsar los negocios y el crecimiento económico.
No puede extrañar por lo mismo, que se haya convertido en una convención de la
historiografía económica comenzar el ciclo de las corporaciones americanas con
la sentencia dictada por Marshall en el Dartmouth College case, que de esta forma
se interpreta como el primer fundamento jurídico del capitalismo financiero e
industrial616. Marshall se mostró siempre comprometido con un entendimiento
dinámico de la propiedad, y aunque es cierto que tras su muerte el efecto de la
doctrina sentada en este caso fue mitigado por la bien conocida decisión dictada
por la Taney Court en el no menos famoso caso Charles River Bridge v. Warren
Bridge (1837), en el que, en lo que ahora interesa, se consideró que en un contrato
con el Estado, a diferencia de uno entre particulares, toda ambigüedad debía
interpretarse muy estrictamente en favor del Estado, es lo cierto que no faltan
autores, como es el caso de Kutler617, que a la luz de alguna otra sentencia de
Marshall creen que este último se habría separado de la posición de Story en aquel
caso, situándose en la línea del principio de interpretación estricta articulado por
el Chief Justice Taney.

613
R. N. DENHAM, Jr.: “An Historical Development of the Contract Theory in the Dartmouth
College Case”, en Michigan Law Review (Mich. L. Rev.), Vol. VII, No. 3, January, 1909, pp. 201 y ss.;
en concreto, p. 222.
614
R. HUTCHINSON: “Laws Impairing the Obligation of Contracts”, op. cit., p. 431.
615
Stephen A. SIEGEL: “Understanding the Nineteenth Century Contract Clause...”, op. cit., p. 89.
616
Gerald T. DUNNE: “The American Blackstone”, en Washington University Law Quarterly (Wash.
U. L. Q.), (Washington University, St. Louis, Missouri), Vol. 1963, pp. 321 y ss.; en concreto, p. 331.
617
Stanley I. KUTLER: Privilege and Creative Destruction: The Charles River Bridge Case (1971), pp.
172-179. Cit. por James W. ELY, Jr.: “The Marshall Court and Property Rights...”, op. cit., p. 1059.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 897

Entre Fletcher y Dartmouth se ha establecido una íntima vinculación618, hasta


el extremo de considerarse la segunda como la inevitable conclusión de la primera.
Sin embargo, coincidimos con Currie619 en que existen matices diferenciales,
que nos muestran que Dartmouth es menos indiscutible, por así decirlo, que
Fletcher. De entrada, parece menos obvia la irrevocabilidad de una concesión en
el caso de una charter que en el de una transferencia de tierras. Desde la óptica
actual, una charter puede parecer bastante más semejante a un permiso o licencia
temporal, y aunque la carta corporativa del Colegio de Dartmouth parecía impedir
esa conclusión, dada la rigidez de sus términos, particularmente en relación
al número de fideicomisarios y al rol de éstos en el funcionamiento futuro del
Colegio, tampoco cabe obviar el hecho de que esta charter era una carta real que
antecedía a la contract clause, circunstancia que daría pie al tribunal estatal de
New Hampshire para considerar que el Rey no podría haber imposibilitado la
abrogación legislativa de la charter.

D) De Green v. Biddle (1823) a la última jurisprudencia de la Marshall Court

I. Tras las trascendentales sentencias del año 1819, y en la que ya podríamos


considerar como la última etapa de la Marshall Court, la primera de las decisiones
relevantes que, en lo que ahora interesa, nos encontramos es la dictada en Green
v. Biddle (1823). El caso surge de resultas de los enredados títulos a las tierras
de Kentucky. Cuando Kentucky –inicialmente identificado como “the Kentucky
District of Virginia”– se separó de Virginia, alcanzando el reconocimiento como
Estado propio en 1792, tras un largo período de agitación en las tierras occiden-
tales de Virginia, que condujo a que, finalmente, los virginianos admitieran el
desgagamiento de Kentucky, los dos Estados celebraron un acuerdo conforme
al cual Kentucky se comprometió a garantizar los títulos de las tierras derivados
del Derecho de Virginia620. La propiedad de la tierra en Kentucky era sin embargo
muy confusa, debido en parte a los defectuosos mapas topográficos y a las
declaraciones superpuestas. En este contexto, los colonos encontraron costoso y
difícil obtener títulos de tierras en el nuevo Estado, y una multitud de pretensiones
en conflicto generó una amplia litigiosidad. Humphrey Marshall, primo de John,
que había emigrado a Kentucky en 1782 y como exitoso agente de tierras (“land
agent”) se hizo inmensamente rico621, refiriéndose años después a los efectos sobre
Kentucky del sistema de tierras establecido en la legislación de Virginia, escribió:
618
En el Dartmouth College case, escribe Hagan, simplemente se aplicó la decisión de Fletcher a
una carta corporativa. Horace H. HAGAN: “Fletcher vs. Peck”, op. cit., pp. 2-3.
619
Cfr. al respecto David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court..., op. cit., pp. 143-144.
620
Kentucky, por así decirlo, prometió a Virginia que “all private rights and interests of lands
within the said district (of Kentucky), derived from the laws of Virginia prior to such separation, shall
remain valid and secure under the laws of the proposed state, and shall be determined by the laws now
existing in this state (of Virginia)”. Apud Ruth WEDGWOOD: “Cousin Humphrey”, en Constitutional
Commentary (Const. Comment.), Vol. 14, 1997, pp. 247 y ss.; en concreto, p. 251.
621
Paul W. GATES: “Tenants of the Log Cabin”, en The Mississippi Valley Historical Review (Miss.
Val. Hist. Rev.), Vol. 49, No. 1, June, 1962, pp. 3 y ss.; en concreto, p. 4.
898 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

“the face of Kentucky was covered, and disfigured by a complication of adverse


claims to land, not less on an average than four fold. Such had been the effects of
the laws of Virginia. Such was the calamitous situation of Kentucky that she was
to go through the toil of adjusting them”622. La Legislatura de Kentucky, deseosa
de favorecer los intereses locales y de incentivar la colonización, promulgó un
conjunto de leyes sobre quienes, ocupando tierras a partir de 1797, pretendían
las mismas. Como recuerda la doctrina623, las leyes, en esencia, disponían: 1)
que los ocupantes de las tierras tenían derecho a obtener una compensación
por las mejoras construidas antes de que el título a la tierra fuera cuestionado
ante un tribunal, y 2) que los ocupantes no estaban sometidos a alquileres por el
período anterior al momento en que una recusación del título fuese entablada.
Más adelante, Kentucky aprobó leyes que impedían en gran medida a quienes
demandaban la recuperación de la posesión de sus tierras, de conformidad con
los títulos adquiridos conforme a la legislación de Virginia, poder recuperarla
efectivamente frente a los ocupantes locales.
En las tres décadas anteriores al Green case Virginia nunca adujo que las leyes
de Kentucky violaran el acuerdo suscrito entre los dos Estados. Sin embargo, el
virginiano John Green presentó una demanda contra Richard Biddle, un residente
en Kentucky, aduciendo que el pacto interestatal anulaba las leyes de Kentucky
al exigir una compensación por las mejoras hechas en las tierras. El Derecho
común de Virginia en 1789 –sostendría Green– establecía la trayectoria futura de
Kentucky en materia de tierras y prohibía a la Legislatura de Kentucky otorgar
cualquier ayuda a los granjeros. Lo que sucedió a continuación ha sido tildado
como “una comedia de errores o una jurisprudencia irreflexiva” (“a comedy of
errors or feckless jurisprudence”)624. Lo cierto es que la disputa llegó a la Supreme
Court en 1816, con base en la certificación presentada ante ella de que en el Circuit
Court de Kentucky se había producido una división entre el parecer del Juez de
distrito Harry Innes y la opinion del Associate Justice Thomas Todd, y cuando tal
división se producía, era la Corte Suprema la llamada a resolver definitivamente
el caso. Cuando la Corte resolvió primeramente el caso, el demandante ya había
fallecido, ocupando su lugar su heredero, Betsey Green.
En el caso en cuestión la Corte fue llamada a decidir si el pacto entre Virginia y
Kentucky era un contrato, y si las leyes mencionadas de la Legislatura de Kentucky
menoscababan ese contrato. La Supreme Court, en una primera decisión unánime
pronunciada por el Justice Story en 1821, derribó la ley de Kentucky con base en
la consideración de que violaba la contract clause. Story entendió que las leyes
menoscababan materialmente los derechos e intereses de los legítimos propieta-
rios de las tierras. Para el Juez de Massachusetts, los derechos de los propietarios
de Virginia debían ser decididos exclusivamente por las leyes de Virginia, no
pudiendo su seguridad y validez ser de ningún modo menoscabada por las leyes
de Kentucky. Y la realidad era que éstas, claramente, disminuían los derechos

622
Ibidem, p. 4.
623
James W. ELY, Jr.: “The Marshall Court and Property Rights...”, op. cit., p. 1043.
624
Ruth WEDGWOOD: “Cousin Humphrey”, op. cit., p. 252.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 899

más beneficiosos de los propietarios de conformidad con las leyes de Virginia, y


por lo tanto eran inconstitucionales. Y tal conclusión no podía verse obstada por
la consideración esgrimida ante el Tribunal de que las leyes de Kentucky eran
regulaciones del remedio, no de los derechos de los propietarios a sus tierras. Vale
la pena recordar el razonamiento que al respecto utiliza Story:

“It is no answer, that the acts of Kentucky, now in question, are regulations
of the remedy, and not of the right to lands. If those acts so change the
nature and extent of existing remedies, as materially to impair the rights
and interests of the owner, they are just as much a violation of the compact,
as if they directly overturned his rights and interests”625.

Se ha dicho626, que uno de los más poderosos desafíos a la autoridad y método


de la Corte Suprema provino de la propia familia de Marshall, dispersa a lo
largo de la frontera entre Virginia y Kentucky, destacando al respecto un díscolo
miembro de su familia, anteriormente mencionado, Humphrey Marshall, primo
hermano y cuñado del Chief Justice, antiguo senador y editor de periódicos, y en lo
que ahora nos ocupa, un agitador de la retórica republicana, quien insistía en que
la Corte daría cabida a los puntos de vista de los cuerpos populares, incluyendo
entre ellos como es obvio a las legislaturas estatales. Como fácilmente puede
intuirse, tras su retórica incendiaria, latía la defensa egoísta de unos intereses
particulares inconmensurables. Las posesiones familiares de los dos mayores
terratenientes de Kentucky, George May y Humphrey Marshall, excedían de
1.100.00 y 450.000 acres, respectivamente, lo que explicaba que fueran llamados
los “barons of the Bluegrass”627. No era extraña su situación, pues la cuarta parte
del Estado de Kentucky era pretendida tan sólo por 21 especuladores de tierras.
Por todo ello, no ha de sorprender la impopularidad que rodeó a Humphrey
Marshall en el propio Estado de Kentucky. Y a la vista del fallo de la Corte Suprema
en Green v. Biddle, tampoco ha de extrañar en exceso que hacia el final de su vida
“el primo Humphrey” se convirtiera en uno de los más fogosos atacantes de la
Supreme Court y de su primo hermano John. Como escribe Wedgwood, “one of
Cousin Humphrey´s most spirited adventures toward the end of his life was his
attack upon the United States Supreme Court”628, ataque calificado de auténtico
cañoneo (“cannonade”) sobre la Corte, que quedó reflejado en cuatro ensayos
publicados por Humphrey Marshall en el periódico Frankfort Commentator, bajo
el curioso título de “I, By Itself”; en sus escritos, como se suele decir, el primo
Humphrey puso como un trapo a la Corte (“lambasted the court”) simplemente
por haber admitido conocer del caso en 1821629. En 1823, tras decisión final de
la Corte, se reproducirían las malintencionadas críticas de Humphrey Marshall,
que quedarían reflejadas en esta ocasión en el panfleto titulado “An Exposé, Of

625
Apud Robert L. HALE: “The Supreme Court and the Contract Clause” (Part I), op. cit., p. 537.
626
Ruth WEDGWOOD: “Cousin Humphrey”, op. cit., p. 247.
627
Paul W. GATES: “Tenants of the Log Cabin”, op. cit., p. 6.
628
Ruth WEDGWOOD: “Cousin Humphrey”, op. cit., p. 248.
629
Cfr. al respecto, Ruth WEDGWOOD: “Cousin Humphrey”, op. cit., pp. 254-257.
900 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

the final Opinion, of the Supreme Court of the United States, in the case of Green,
against Biddle” (noviembre de 1823)630.
Retornando al proceso judicial propiamente dicho, hay que recordar, que
fue tan grande la insistencia por parte de las autoridades de Kentucky (entre
otras, el Gobernador y la Legislatura del Estado) en el sentido de que el acuerdo
con Virginia no era un contrato vinculante para el Estado, –tesis a la que esas
autoridades intentaron que se sumara el gobierno de Virginia631, lo que tras
largas y difíciles negociaciones no lograron, al rechazar la Legislatura del Old
Dominion (como se denominaba históricamente a Virginia) unirse a Kentucky en
su petición de una revisión del caso– demandando en consecuencia una revisión
del caso (“a rehearing”), que la Supreme Court otorgó finalmente la revisión del
caso solicitada. Sólo cuatro Jueces participaron en esta segunda deliberación.
Marshall se abstuvo, muy posiblemente preocupado por la implicación de una
parte de su familia en las especulaciones de tierras en Kentucky. Escribiendo de
esta forma para un Tribunal muy reducido y una mínima mayoría (de tan sólo
tres miembros)632, el Justice Bushrod Washington redactó la opinion of the court,
reafirmando la anterior decisión de Story, de que un pacto o acuerdo entre dos
Estados era un contrato desde la perspectiva constitucional, reconducible por
lo mismo a las exigencias de la contract clause. A partir de esta interpretación,
Washington consideró que “the occupancy laws deprived <the rightful owner of
the land, of the rents and profits received by the occupants>”633, y atendiendo al
“common law of England”, que era el Derecho de Virginia cuando el acuerdo entre
los Estados se formalizó, encontró que, de conformidad con los precedentes del
common law, nada justificaba que se pudiera privar al propietario del importe del
alquiler de su tierra, de lo que lógicamente se seguía que Kentucky había vulnerado
las obligaciones dimanantes de ese contrato al otorgar títulos de tierras (“land
titles”) menos seguros que los que se derivaban del Derecho de Virginia. El Justice
William Johnson se pronunciaría en dissent, considerando que con el acuerdo
entre los dos Estados no se pretendía vincular para siempre al poder legislativo
de Kentucky en relación a los títulos de las tierras del propio Estado.
El hecho de que la decisión se adoptase por una escuálida mayoría de tan sólo
tres Jueces, con un cuarto manifestándose en dissent, preocupó notablemente a la
Corte, siendo la decisión diferida durante un año, quizá con la esperanza de que los
dos Jueces enfermos pudiesen mejorar e incorporarse a la deliberación de la Corte
y quizá también esperando que Marshall cambiase de criterio y se incorporase a

630
En este segundo escrito, Humphrey Marshall, entre otras lindezas sobre la Corte, escribe: “The
Court´s <gauzy sophistry> reduced Kentucky to a servitude below other states: <if the compact withy
Virginia, was verily such as the court have made it, Kentucky should have been excluded from the
Union as a mere appendage to Virginia>”. Apud Ruth WEDGWOOD: “Cousin Humphrey”, op. cit., p.
256.
631
Cfr. al respecto, Paul W. GATES: “Tenants of the Log Cabin”, op. cit., pp. 20-21.
632
El Justice Thomas Todd, de Kentucky curiosamente, y el Justice Brockholst Livingston no
participaron al hallarse enfermos de gravedad; de hecho, el último falleció ese mismo año 1823 y el
primero tres años más tarde.
633
Apud Paul W. GATES: “Tenants of the Log Cabin”, op. cit., p. 22.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 901

la deliberación dando su impronta (y su ya enorme prestigio) a la sentencia. No


sería así y la decisión quedó definitivamente aprobada en los términos expuestos.
La Green opinion, innecesario es decirlo, fue enormemente impopular en
Kentucky, llegándose al extremo de que los tribunales estatales continuaron
aplicando la legislación declarada inconstitucional por la Corte Suprema. En ello
tuvo mucho que ver el hecho en verdad sorprendente de que en una decisión de
1824 la Court of Appeals de Kentucky, supremo órgano judicial estatal, declarara
que las “occupancy laws” de 1812 no eran incoherentes ni con el acuerdo entre
Virginia y Kentucky, ni con la Constitución federal. Dando un paso más, en 1827,
en el caso Sanders´ Heirs v. Norton, la Kentucky Court of Appeals interpretaba que
la constitucionalidad de la Ley de 1812 ya no estaba abierta a ningún cuestio-
namiento; “<this act is constitutional until some tribunal capable of controlling
this court> shall determine otherwise, and so it remained”634. El desafío a la Corte
Suprema era frontal.
La doctrina también se ha mostrado crítica a lo largo del tiempo. Wright
consideraba en 1938 que “the Marshall Court, out of an excess of zeal for
broadening the scope of the contract clause, held it applicable to the case of
contracts between two or more states”635. Hace poco más de un decenio, Ely,
bastante razonablemente, argumentaba636, que la aplicación de la contract clause
a los acuerdos interestatales era problemática, pues aunque un acuerdo entre
dos Estados podía plausiblemente ser visto como un contrato, la cláusula en
cuestión fue probablemente diseñada para proteger los derechos económicos de
las personas y no para proteger a Estados soberanos iguales de las pretensiones de
otro soberano. El resultado de la Green v. Biddle opinion fue, en último término, el
de subordinar la soberanía de un Estado a la legislación sobre las tierras existente
en otro. Quizá por todo ello, la propia Corte Suprema, unos pocos años después,
se mostró de acuerdo con una serie de cambios en la legislación sobre las tierras
de Kentucky que perjudicaban a demandantes de Virginia.
Digamos por último, que Green v. Biddle vino a representar la más amplia
expansión de los principales principios enunciados en la Fletcher opinion, aunque,
como constata la doctrina637, también marca en cierto modo el inicio de las
limitaciones de la contract clause.

II. El trascendental caso Ogden v. Saunders (1827) representa, como dice


Currie638, una línea divisoria (“a watershed”) en los litigios sobre la contract clause.
Si poco antes señalábamos que con Green v. Biddle la cláusula alcanza su cenit,
con la sentencia que ahora vamos a comentar atisbamos un cierto cambio de ciclo,
por así decirlo, que se manifiesta en las primeras limitaciones del alcance de la

634
Apud Paul W. GATES: “Tenants of the Log Cabin”, op. cit., p. 24.
635
Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause..., op. cit., p. 214.
636
James W. ELY, Jr.: “The Marshall Court and Property Rights..., op. cit., p. 1044.
637
C. Peter MAGRATH: Yazoo. Law and Politics..., op. cit., p. 105.
638
David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court..., op. cit., p. 156.
902 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

cláusula. Con anterioridad a Ogden, la Corte tan sólo había rechazado una de-
manda fundada en la cláusula de los contratos, en el caso Owings v. Speed (1820),
al considerar que la cláusula era inaplicable a una ley aprobada antes de que la
Constitución entrara en vigor. A la inversa, la Corte había invocado la cláusula
para anular leyes de quiebras con efectos retroactivos (Sturges v. Crowninshield),
cambios en leyes de remedios o recursos procesales que se consideró que obstruían
seriamente las obligaciones contractuales (Green v. Biddle), y había proyectado
la cláusula sobre las concesiones de tierras (Fletcher v. Peck), sobre las cartas
corporativas (Trustees of Dartmouth College v. Woodward) y, como se acaba de ver,
sobre los acuerdos interestatales (Green v. Biddle). La cláusula parecía hallarse en
permanente expansión, carecer incluso de límites, pero el Ogden case iba a mostrar
que ello no era así, al establecer el muy relevante principio de que la contract clause
no se aplicaba a las leyes con efectos prospectivos. La cláusula tan sólo protegía
derechos contractuales existentes frente a un daño retroactivo. A ello habría de
añadirse que en los años inmediatos posteriores, en otras sentencias, la Corte iba
incluso a apoyar ciertas leyes con efectos retroactivos con respecto a los contratos.

A) La Ogden opinion fue decidida el 19 de febrero de 1827, por una ajustada


mayoría de 4 votos a favor frente a tres contrarios, presentando además la
particularidad de que Marshall se pronunció en dissent, al que se unieron los
Justices Story y Duvall, siendo ésta la única dissenting opinion en una sentencia
sobre temas constitucionales que formularía Marshall en los 34 años que estuvo al
frente de la Corte. Por la mayoría, y manifestándose a través de la añeja práctica de
las seriatim opinions, común en la pre-Marshall Court, pero que ahora parecía ya
olvidada, se pronunciaron los Justices Washington, Johnson, Thompson y Trimble.
En Sturges la Corte había considerado violatoria de la cláusula una ley de
insolventes con efectos retroactivos. La Corte había dejado abierta la cuestión
de si una análoga ley que, aún afectando relaciones contractuales, lo hiciera tan
sólo con efectos prospectivos, sería o no conforme con la Constitución, y ésta
justamente sería la cuestión resuelta en Ogden, en donde el Tribunal entendió
que una ley de Nueva York sobre insolvencia no menoscababa las obligaciones
de los contratos celebrados después de su promulgación. Con carácter general,
podemos decir que la mayoría de los Jueces estuvo de acuerdo en que los derechos
emanados de una relación contractual no eran absolutos, en que el comercio
exigía algún tipo de legislación de quiebras (bankruptcy legislation), en que la com-
petencia sobre este tipo de legislación que la Constitución confería al Congreso
(Sección 8ª del Art. I) no era exclusiva y en que, por lo tanto, los Estados tenían
una competencia concurrente en esta materia. Marshall fracasó en su intento
de imponer la protección de la cláusula frente a los menoscabos causados por la
ley sobre contratos posteriores a la misma. Con ello, como señala la doctrina639,
los parámetros del concepto de los derechos adquiridos (vested rights) pasaban a

639
James L. KAINEN: “Nineteenth Century Interpretations of the Federal Contract Clause...”, op.
cit., p. 405.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 903

definir los parámetros de las cuestiones relativas a los derechos individuales que
se podían someter a soluciones puramente jurídicas. De esta forma, la judicial
review de los derechos individuales reflejaba la decisión de proteger solamente los
derechos adquiridos, y esta posición prevalecería hasta bien después de finalizada
la Guerra de Secesión (1861-1865).
En el trasfondo de todo ello latía un problema potencial del federalismo, el de
dilucidar el respectivo rol del poder judicial federal y del poder legislativo estatal
en la definición de los derechos individuales. Marshall intentó tomar la iniciativa
sobre esta importante cuestión, aduciendo que la protección de los derechos
adquiridos por la Corte supondría una mayor intrusión sobre la soberanía estatal
de lo que entrañaría la protección por el Tribunal de los derechos sustantivos.
Valiéndose del fracaso de la mayoría en respaldar expresamente la facultad del
legislativo estatal para alterar los remedios o recursos contractuales con carácter
retroactivo, el Chief Justice sostuvo que el efecto de la sentencia de la mayoría sería
“a mischievous abridgement of legislative power over subjects within the proper
jurisdiction of states, by arresting their power to repeal or modify such laws with
respect to existing contracts” (una perjudicial limitación del poder legislativo
sobre materias dentro de la adecuada jurisdicción de los Estados, mediante la
paralización de su competencia para abrogar o modificar tales leyes con respecto
a contratos existentes). Sólo el Justice William Johnson respondió directamente
a Marshall, y lo hizo en los siguientes términos:

“I hold the doctrine untenable, and infinitely more restrictive on State power
than the doctrine contended for by the opposite party. Since, if the remedy
enters into the contract, then the States lose all power to alter their laws
for the administration of justice (....) The law of the contract remains the
same every where, and it will be the same in every tribunal; but the remedy
necessarily varies, and with it the effect of the constitutional pledge, which
can only have relation to the laws of distributive justice known to the policy
of each State severally”640.

B) Al llamado “Pánico de 1819” siguió en Estados Unidos una década de


tiempos muy duros, lo que renovó el interés estatal de antaño en favor de la
legislación de ayuda al deudor. Esta circunstancia posibilitó que la Corte tuviera
una nueva oportunidad de pronunciarse sobre las leyes estatales de quiebras. El
Ogden case concernía a un pleito planteado frente a un residente en Louisiana
sobre una letra de cambio. Ogden había incurrido en una deuda con Saunders,
un ciudadano de Kentucky, en Nueva York, después de que este Estado aprobara
una ley de insolvencia. Tras su exoneración en Nueva York de conformidad con
la mencionada ley, Ogden se convirtió en ciudadano del Estado de Louisiana, y
Saunders le demandó allí ante un tribunal federal. El pleito llegó finalmente ante la
Supreme Court. El demandado formuló como defensa la exoneración de todas sus
deudas de conformidad con la mencionada ley del Estado de Nueva York. Como

640
Apud James L. KAINEN: “Nineteenth Century Interpretations...”, op. cit., p. 426.
904 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

antes se ha dicho, la mayoría de la Corte iba a interpretar que la contract clause


se dirigía hacia aquella legislación retroactiva que menoscabara las obligaciones
dimanantes de contratos existentes, no impidiendo por el contrario aquellas leyes
estatales que tuvieran que ver con los acuerdos que se hicieran en el futuro.
En sus opinions, los cuatro Jueces de la mayoría iban a apoyar la constitucio-
nalidad de la aplicación prospectiva de las leyes estatales de quiebras con base en
diferentes argumentos, aunque, como precisa Wright641, las diferencias entre ellos
fueron pequeñas. Para la mayoría, la Constitución no protegía los contratos como
tales, sino sólo su “obligación”. La extensión de esa “obligación” era determinada
por la ley en vigor al tiempo de formalizarse el acuerdo; esa ley era una ley estatal
e incluía las disposiciones acerca de la insolvencia; era como si en el propio
contrato se hubiese dispuesto que la insolvencia eximiría de la deuda. La mayoría
iba asimismo a converger en algunas ideas nucleares, como la de que la Corte
ya había decidido que los Estados tenían una competencia concurrente sobre la
legislación de quiebras, aunque las exoneraciones estatales de las obligaciones
dimanantes de contratos formalizados, o de deudas acumuladas, con anterioridad
a la promulgación de la ley de exoneración, se hallaban prohibidas por la cláusula
de los contratos. En cuanto a la aplicación prospectiva de este tipo de leyes, la
mayoría consideraba que las mismas avisaban claramente de las normas por las
que esos mismos contratos se verían regidos y de esta forma no ocasionaban el
mal que los Framers pretendieron proscribir con la contract clause.
Washington, que nunca se había separado públicamente de las posiciones de
Marshall, su amigo de tantos años, lo hizo por vez primera, pronunciando una
sólida opinion, cuya apropiada modestia contrastaba claramente con la habitual
seguridad y firmeza de las opinions del Chief Justice. Además, al revelar que él
siempre había pensado que la regulación de las quiebras era una competencia
federal exclusiva, también exhibía, como reconoce la doctrina642, una admirable
auto-restricción. El Justice Washington mantuvo que la “municipal law”, esto es,
la ley del lugar donde se hace o es ejecutado el contrato, forma parte del contrato
y de su obligación, y siendo así, “it would seem to be somewhat of a solecism to
say that it does, at the same time, impair that obligation”643. Así pues, la ley en
vigor al tiempo en que el contrato fuera formalizado era “the law of the contract”,
“a part of the contract”, y por lo mismo, no podía considerarse que menoscabara
su obligación. Washington, a la par, pensaba que era completamente indiferente
(“quite immaterial”) dar mucha importancia al punto de vista de que la ley es
incorporada al contrato, “si se me admite, lo que difícilmente puede negarse, que
esta municipal law constituye la ley del contrato así formalizado, y debe regirlo
desde el principio hasta el final”.

641
Benjamin Fletcher WRIGHT, Jr.: The Contract Clause..., op. cit., p. 50.
642
David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court..., op. cit., p. 151.
643
Apud Stephen A. SIEGEL: “Understanding the Nineteenth Century Contract Clause...”, op. cit.,
p. 14.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 905

El Justice Thompson también pensaba que la ley de Nueva York era parte del
contrato. “El contrato –escribía en su opinion– es una ley que las partes imponen
sobre sí mismas, sujeta, sin embargo, a la ley superior, que no es otra que la ley
del país donde el contrato se hace. Y cuando se ha de hacer cumplir por tribunales
ajenos, tales tribunales pretenden tan sólo hacer efectivos esos contratos, de
conformidad a las leyes que les dieron validez”.
El Juez Trimble fue más explícito que Thompson y más coherente que
Washington al distinguir entre el propio contrato y su obligación. Desde su punto
de vista, el contrato dependía plenamente de la voluntad de las partes, pero tras
ello argumentaba:

“... the language of the constitution plainly supposes that the obligation of
a contract is something not wholly depending upon the will of the parties.
It incontestibly supposes the obligation to be something which attaches to,
and lays hold of the contract, and which, by some superior external power,
regulates and controls the conduct of the parties in relation to the contract;
it evidently supposes, that superior external power to rest in the will of the
legislature”644.

Mientras Daniel Webster, el gran abogado, había aducido en el caso que era el
natural law el que creaba la obligación, Robert Trimble rechazaba esa tesis para
considerar que era la ley del Estado la que creaba la obligación, aunque esa ley,
precisaba el único Juez que había de nombrar el Presidente John Quincy Adams,
“is no part of the contract itself”. Como la ley de Nueva York en el momento en
que se hizo el contrato disponía, que la obligación del contrato no sería absoluta,
sino restringida por la condición de que la parte quedaría exenta del pago de
la deuda en el caso de una apropiada insolvencia, esto es, siempre que fuere
declarada de conformidad con las exigencias de la ley reguladora de las quiebras,
y como igualmente esa restricción se anudaba al contrato “a lo largo de todas las
etapas de su existencia, hasta que la condición se consumara por el certificado
final de exoneración”, no podía considerarse que hubiera menoscabo de ninguna
obligación que nunca antes existió.
Particular interés iba a tener la opinion del Justice William Johnson. Su
pronunciamiento en Ogden indicaba que la unanimidad que se había producido
en la Sturges opinion, formulada ocho años antes, respondía, como mucho, a un
compromiso puntual. En Ogden, Johnson criticó abiertamente el textualismo
de Marshall, observando que la Constitución debía interpretarse por lo que se
refiere a su intención general sin sujetarla a una severa interpretación literal. La
discrepancia parecía frontal, pues mientras Marshall interpretaba el texto consti-
tucional, sus “fellow Justices” defendían los “principios de la justicia natural”, los
“principios generales del Derecho” y el “verdadero espíritu de la Constitución”. Sin
embargo, no se puede olvidar que en Sturges, el Chief Justice se había referido de
modo explícito a la relación entre el espíritu y el texto de la Constitución. En un
644
Apud Robert L. HALE: “The Supreme Court and the Contract Clause” (Part I), op. cit., p. 525.
906 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

pasaje de esa sentencia, Marshall planteó y rechazó una defensa de las bankruptcy
laws sustentada en la opinión de que aunque podía decirse que tales leyes estaban
“dentro de las propias palabras de la Constitución”, las mismas “no se hallaban
dentro de su espíritu”. Marshall replicaría con la observación de que “the spirit
of an instrument, especially of a constitution, is to be respected not less than its
letter, yet the spirit is to be collected chiefly from its words”645.
Retornando a la interpretación de Johnson, cabe decir que, desde su punto
de vista, Nueva York había establecido límites frente a la voluntad de las partes
contratantes, y en consecuencia el acreedor nunca había adquirido un derecho
a hacer cumplir la totalidad del pago por parte del deudor ante los tribunales de
Nueva York, en cuanto que el deudor podía ser exonerado en un procedimiento
de insolvencia. Pero aun cuando hubiera adquirido ese derecho, Johnson pensaba
que el Estado todavía tenía la facultad de tratarlo como un derecho relativo, no
como uno absoluto, y subordinarlo al bien de la comunidad. A partir de aquí
Johnson hacía unas reflexiones del mayor interés acerca del derecho y la facultad
que confiere un contrato a una de las partes sobre las actuaciones de la otra. Tal
derecho iba a argumentar:

“.... will be found to be measured neither by moral law alone, nor universal
law alone, nor by the laws of society alone, but by a combination of the
three – an operation in which the moral law is explained and applied by the
law of nature, and both modified and adapted to the exigencies of society
by positive law. The constitution was framed for society, and an advanced
state of society, in which I will undertake to say that all the contracts of
men receive a relative, and not a positive interpretation: for the rights of
all must be held and enjoyed in subserviency to the good of the whole. The
State construes them, the State applies them, the State controls them, and
the State decides how far the social exercise of the rights they give us over
each other can be justly asserted. I say the social exercise of these rights,
because in a state of nature, they are asserted over a fellow creature, but in
a state of society, over a fellow citizen”646.

Como otros jueces de su época, Johnson aceptaba la creencia dominante de


que los hombres habían vivido alguna vez en un estado de naturaleza (“state of
nature”), sin gobierno, aunque sujetos al “universal or natural law”, que era algo
más que la simple obligación moral, y que cuando se juntaron para formar una
sociedad o gobierno el natural law fue suplantado, o al menos modificado, por el
positive law. En el “state of society”, los hombres no podían formalizar contratos
que las leyes prohibieran, y la validez y efectos de sus contratos eran los que las
leyes vigentes les dieran. El remedio ya no quedaba retenido en sus propias manos,
sino que era cedido a la comunidad, a un poder competente para hacer justicia y

645
Apud Sylvia SNOWISS: “Text and Principle in John Marshall´s Constitutional Law...”, op. cit.,
p. 992.
646
Apud Robert L. HALE: “The Supreme Court and the Contract Clause” (Part III), en Harvard
Law Review (Harv. L. Rev.), Vol. LVII, 1943-1944, pp. 852 y ss.; en concreto, pp. 876-877.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 907

vinculado a cumplir respecto de ellos los deberes reconocidos del gobierno hacia
la sociedad, de conformidad con los principios admitidos de la “equal justice”. A
tenor de este razonamiento, muy sumariamente expuesto, era claro que el Estado,
contrariamente a lo decidido en Sturges v. Crowninshield, tenía competencia para
aprobar leyes de insolvencia, liberando incluso del cumplimiento de contratos
preexistentes a través de ellas. Mostrando de forma expresa su desacuerdo con
esa decisión, Johnson añadía:

“But if applicable in the case of prior debts, multo fortiori, will it be so


to those contracted subsequent to such a law; the posterior date of the
contract removes all doubt of its being in the fair and unexceptionable
administration of justice that the discharge is awarded”647.

Por lo demás, atendiendo a la Constitución, Johnson aduciría que al ubicar


juntos los bills of attainder, las ex post facto laws, y las leyes menoscabando las
obligaciones dimanantes de los contratos, los Framers dejaron claro que estaban
creando una “disposición general contra la legislación arbitraria y tiránica sobre
los derechos existentes, fueren éstos personales o relacionados con la propiedad”.
Y a partir de esta reflexión se puede entender mejor la conclusión del Juez de
Charleston, a la que nos referimos de inmediato.
A modo de resumen final de su posición, Johnson hacía una reflexión del
mayor interés, que creemos inexcusable transcribir: “Nadie cuestiona –sostendría
este gran Juez de Carolina del Sur– el deber del gobierno de proteger y hacer
respetar los justos derechos de cada individuo sobre todo aquello que está bajo
su control. Lo que sostenemos no es más que esto, que es igualmente el deber y el
derecho de los gobiernos imponer límites a la avaricia y tiranía de los individuos,
de modo tal que no se sufra opresión ejercida bajo la apariencia del Derecho y la
justicia” (“.... that it is equally the duty and right of governments to impose limits
to the avarice and tyranny of individuals, so as not to suffer oppression to be
exercised under the semblance of right and justice”)648.
Más de un siglo después, esta hoy plena y absolutamente suscribible reflexión,
reviviría en cierto modo con otra sentencia de la más plena actualidad, por lo
menos en España, la dictada en el caso Home Building and Loan Association v.
Blaisdell (1934), de la que ya nos hicimos detenido eco.

C) La dissenting opinion de Marshall, innecesario es decirlo, presenta de igual


forma un enorme interés. Su dissent es bien conocido por su descripción del origen
del derecho a contratar (“the right to contract”) en el estado de naturaleza. Para
el Chief Justice, la Constitución había sido redactada por hombres familiarizados,
inmersos incluso, en la tradición del natural law, conforme a la cual las obliga-

647
Apud Robert L. HALE: “The Supreme Court and the Contract Clause” (Part III), op. cit.,
pp. 878-879.
648
Apud Ibidem, p. 880.
908 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

ciones contractuales se originaban independientemente del Derecho estatal. Los


derechos y obligaciones del contrato existían con anterioridad e independencia de
la sociedad. En el estado de naturaleza un hombre no podía legítimamente rehusar
cumplir su contrato, y si rehusaba cumplirlo, la otra parte podía de modo legítimo
ejercer una coerción para imponer el cumplimiento. Marshall iba a concluir esta
parte de su razonamiento afirmando que “the rational inference seems to be (....)
that individuals do not derive from government their right to contract, but bring
that right with them into society; that obligation is not conferred on contracts
by positive law, but is intrinsic, and is conferred by the act of the parties”649. No
obstante este claro posicionamiento acerca del origen del derecho a contratar
en el estado de naturaleza, Marshall iba a dejar claro que él entendía que las
obligaciones protegidas por la contract clause eran legales y no morales:

“All admit, –se lee en el dissent de Marshall– that the constitution refers
to, and preserves, the legal, and not the moral obligation of a contract.
Obligations purely moral, are to be enforced by the operation of internal and
invisible agents, not by the agency of human laws. The restraints imposed
on States by the constitution, are intended for those objects which would,
if not restrained, be the subject of State legislation. What, then, was the
original legal obligation of the contract now under the consideration of
the Court?”650.

Todo iba a depender de la ley definiendo la “obligación jurídica original del


contrato” existente en el momento en que el mismo había sido formalizado.
Marshall admitía, como no podía ser de otro modo, que los gobiernos soberanos
podían modificar las exigencias del natural law. Así, aquéllos podían proscribir los
acuerdos que consideraran inadecuados o cambiar los requisitos para la formación
de un acuerdo vinculante. En cualquier caso, las leyes estatales nunca entraban
en los contratos tan completamente como para convertirse en parte componente
de los mismos651. Esto no significaba para Marshall que los Estados carecieran de
un poder pleno para alterar prospectivamente las leyes de los contratos.

“The contract clause –afirmaba el Chief Justice– was no bar to laws


prospectively affecting contractual remedies because it protected only
contractual obligations. Neither was the contract clause a bar to most
laws prospectively affecting contractual rights, because it protected
contractual obligations only from impairment. Most laws prospectively
affecting contractual rights did so by affecting the formation of contracts;
they prohibited in futuro certain agreements from being obligatory, or
altered in futuro the circumstances under which agreements became

649
Apud Robert L. HALE: “The Supreme Court and the Contract Clause” (Part I), op. cit., p. 527.
650
Apud James L. KAINEN: “Nineteenth Century Interpretations of the Federal Contract Clause...”,
op. cit., p. 413.
651
Una de las objeciones de Marshall a la doctrina de que las leyes estatales vigentes formaban
parte del contrato era la de que si así fuera, los Estados estarían impotentes para cambiar sus leyes
en cuanto a los remedios jurídicos a aplicar a los contratos preexistentes.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 909

so”652. (La cláusula del contrato no estaba para prohibir a las leyes que
afectaran prospectivamente los remedios contractuales porque la misma
protegía tan sólo las obligaciones contractuales. Ni tampoco era la cláusula
del contrato un obstáculo para la mayoría de las leyes que afectan los
derechos contractuales prospectivamente, porque la cláusula protegía las
obligaciones contractuales tan sólo frente a su menoscabo. La mayoría
de las leyes que afectaban prospectivamente los derechos contractuales
lo hacían así por medio de la afectación de la formación de los contratos;
tales leyes prohibían in futuro que ciertos acuerdos fueran obligatorios, o
alteraban in futuro la circunstancias conforme a las cuales los acuerdos
llegaban a ser tales).

Las bankruptcy laws, sin embargo, eran diferentes de la mayoría de las leyes
que cambiaban con efectos prospectivos el Derecho de los contratos (contract law).
No eran leyes reparadoras (“remedial”), ni impedían que los acuerdos llegaran
a ser obligatorios. Permitían que los contratos se formalizaran y surgieran las
obligaciones, y después las eximían. Tales leyes daban a los contratos una aplica-
ción condicional o con reservas, determinable en función de que aconteciera un
evento futuro. Por ello, para Marshall, las “prospective bankruptcy laws involved
the power to treat contracts as a <conditional> obligation”. Y aunque el Chief
Justice reconocía que los gobiernos soberanos podían tratar los contratos como
“a conditional obligation”, la contract clause, aducía de inmediato, prohibía a un
Estado que actuara así, incluso si la ley estatal de quiebras precedía al contrato del
quebrado. En cuanto la ley preexistente no se convertía en parte del contrato, esa
ley no se aplicaba al contrato en su formación, sino cuando era aplicado. “Then
(....) and not till then, –concluía Marshall– it acts on the contract, and becomes a
law impairing its obligation”653. Así pues, de conformidad con la contract clause,
los Estados podían impedir la formación de las obligaciones contractuales, pero
una vez concertadas éstas, eran inviolables.
La conclusión de Marshall era que, al apoyar una legislación de quiebras con
efecto prospectivo, se estaba reconociendo un principio que transformaba la
promesa de perpetua protección de las obligaciones contractuales establecida en
la contract clause, en una restricción que cada Estado de la Unión podía eludir a su
gusto. En consecuencia, para Marshall, entre las pocas leyes que encajaban dentro
de su concepción de las leyes estatales de quiebras estaban las que reservaban
a los Estados la facultad de alterar la obligación del contrato in futuro654. Estas
cláusulas de reserva, como ya expusimos en un momento precedente, ya habían
comenzado a insertarse en las corporate charters.
Los temores de Marshall nunca se vieron realizados, pues ningún Estado
estableció nunca una cláusula de reserva aplicable a los contratos ordinarios. El
consenso acerca de la santidad de los contratos ordinarios terminó preevaleciendo.
652
Apud Stephen A. SIEGEL: “Understanding the Nineteenth Century Contract Clause...”, op. cit.,
p. 15.
653
Stephen A. SIEGEL: “Understanding the Nineteenth Century...”, op. cit., p. 17.
654
Ibidem, p. 18.
910 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

De esta forma, la controversia desencadenada por el Ogden case fue tan acerba
como fugaz, lo que no obsta para reconocer, como ya hemos hecho en un momento
anterior, que tras esta sentencia se convirtió pronto en un dogma constitucional
que la contract clause no tenía aplicación prospectiva, o lo que es igual, no
operaba frente a las leyes de efectos prospectivos. En cualquier caso, como ya se
dijo, la Ogden decision marcó un mar de cambios (“a sea change”), por utilizar
los términos de Ely655, en la jurisprudencia sobre la cláusula del contrato de la
Marshall Court. Después, la Corte fue más cautelosa llegado el momento de aplicar
el amplio ámbito de la cláusula constitucional, ubicándose progresivamente en
una posición cada vez más inclinada a apoyar la legislación estatal que trataba
sobre asuntos contractuales.

III. Algunos otros casos pueden merecer la atención en la etapa final de


Marshall en la Chief Justiceship, en relación con la materia que nos ocupa. El
primero de esos casos es Satterlee v. Matthewson (1829)656. En él, no obstante los
precedentes de Fletcher y Green, la Corte iba a dar a los Estados un considerable
espacio para modificar el Derecho relativo a las tierras (“land law”). La Corte
conoció del caso a través de la apelación de una decisión de la Supreme Court
of Pennsylvania, canalizada a través de la Sección 25 de la Judiciary Act. En el
caso en cuestión, una ley que redefinía el efecto jurídico de ciertas transmisiones
de tierras se aplicó retroactivamente alterando el título del demandante, que
sostuvo que la ley violaba la contract clause y le privaba de un derecho adquirido.
Separando la cuestión de si la ley desposeía de un derecho adquirido de la cuestión
de si menoscababa un derecho adquirido por un contrato, a cuyo efecto se iban
a deslindar los “rights vested by contract” de todos los derechos adquiridos de
propiedad, el Justice Washington, expresando la opinion of the court, consideró que
cuando la Supreme Court conocía de una sentencia de un tribunal supremo estatal
de conformidad con la Judiciary Act, sólo podía revisar la cuestión relativa a la
contract clause. La ley, supuestamente, trataba de poner remedio a ciertos defectos
técnicos en los actos de las mujeres casadas, y el Tribunal consideró, que la ley
confirmaba más que menoscababa los contratos realizados por mujeres casadas.
Lo que estaba haciendo la Corte con apoyo en la contract clause era, en definitiva,
considerar que esta disposición no prohibía las leyes que creaban contratos
retroactivamente, pues sólo el menoscabo de las obligaciones contractuales se
hallaba vedado por la norma constitucional.
La separate opinion del Justice Johnson merece cierta atención, valiendo la
pena recordar su airada discrepancia con la posición mayoritaria:

“To give efficacy to a void contract, –argumentaba Johnson– is not (....)


violating a contract, (....) it is doing infinitely worse; it is advancing to the

655
James W. ELY, Jr.: “The Marshall Court and Property Rights...”, op. cit., p. 1043.
656
Cfr. al respecto, James L. KAINEN: “Nineteenth Century Interpretations of the Federal Contract
Clause...”, op. cit., pp. 429-430.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 911

very extreme of that class of arbitrary and despotic acts, which bear upon
individual rights and liabilities, and against (....) which the Constitution
most clearly intended to interpose a protection”657.

En Watson v. Mercer (1834), un caso bastante semejante al inmediato anterior,


en el que la Corte iba asimismo a conocer, por intermedio de un writ of error, de
una sentencia de la Corte Suprema de Pennsylvania, el Justice Story, expresando
la opinion of the court, distinguió entre una demanda basada en la contract clause
y otra basada en el principio general de los derechos adquiridos, considerando que
por mor de la división entre la autoridad judicial federal y estatal, el segundo tipo
de demandas se hallaba más allá de la facultad de revisión de la Supreme Court.
La distinción diseñada por la Corte entre la protección de “derechos adquiridos
de propiedad” y de “derechos adquiridos por contrato”, en orden a limitar el
ámbito de su jurisdicción de apelación, puede contribuir a explicar el énfasis
sobre el carácter expreso de las restricciones constitucionales federales sobre las
competencias estatales, que como se ha constatado658, resulta bastante evidente
en los casos posteriores a Ogden. Por lo demás, en Watson, la Corte iba a apoyar
la validación retroactiva de una transmisión frente a las objeciones sustentadas
con base en la contract clause y en la ex post facto clause.
Un caso de interés igualmente fue Providence Bank v. Billings (1830), conside-
rado como la “leading decision” de la Marshall Court en su limitación de la cláusula
del contrato659. El caso se originó cuando el Estado de Rhode Island intentó
establecer un impuesto sobre el capital social de las corporaciones existentes en
el Estado. Resistiéndose al pago, el “Providence Bank” adujo que al otorgarse la
carta de constitución jurídica de la sociedad, el Estado, implícitamente, prometió
no gravar con impuestos al Banco. La sentencia no deja de contrastar con la
dictada en el celebérrimo caso de McCulloch v. Maryland (1819), y con el conocido
aforismo de la misma acerca de la facultad de imponer impuestos y la facultad de
destruir. Expresando la opinión unánime de la Corte, Marshall consideró que una
charter de un banco estatal no implicaba una inmunidad frente al poder estatal
de establecer impuestos, no obstante la mencionada objeción de la corporación
bancaria, que se complementaba con la de que si el Estado tenía la facultad de
gravar con impuestos, tenía la facultad de hacer el impuesto tan elevado como
para destruir efectivamente la charter.
El Chief Justice iba a enfatizar en su sentencia la vital importancia del poder
estatal de gravar con impuestos, considerándolo vital para el funcionamiento del
gobierno. Su razonamiento no dejaba resquicio alguno a la duda:

657
Apud David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court..., op. cit., p. 157.
658
James L. KAINEN: “Nineteenth Century Interpretations of the Federal Contract Clause...”, op.
cit., p. 431.
659
James W. ELY, Jr.: “The Marshall Court and Property Rights...”, op. cit., p. 1047.
912 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

“That the taxing power is of vital importance; that it is essential to the


existence of government, are truths which it cannot be necessary to
reaffirm. They are acknowledged and asserted by all. It would seem that
the relinquishment of such a power is never to be assumed. We will not say
that a state may not relinquish it; that a consideration sufficiently valuable
to induce a partial release of it may not exist: but as the whole community
is interested in retaining it undiminished; that community has a right to
insist that its abandonment ought not to be presumed, in a case in which
the deliberate purpose of the state to abandon it does not appear”660.

La Corte dejaba establecido de esta forma el relevante principio de que el


abandono del “taxing power” no debía presumirse, y coherentemente con ello, una
exención fiscal no podía deducirse del hecho de que el Estado hubiese otorgado
una carta de constitución jurídica a una corporación bancaria, incluso aunque,
implícitamente, tal exención pudiera desprenderse de esa charter. En nada valía
ahora la contract clause.
Nos referiremos finalmente al caso Mumma v. Potomac Co. (1834)661, que
ofrece otro ejemplo de cómo en ocasiones la Marshall Court interpretó la contract
clause para permitir a los Estados regular las relaciones contractuales. En
cuestión se hallaba la demanda de un acreedor contra la ya inexistente “Potomac
Company”. Después de que el acreedor obtuviese una decisión contra la sociedad,
la charter de la corporación se anuló de conformidad con la ley estatal y su pro-
piedad se transfirió a la compañía que la sucedió. Dejando de lado el argumento
de que la disolución de la “Potomac Co.” violaba la contract clause, la Corte, por
unanimidad, consideró que se presumía que los acreedores contrataban con
referencia a la posibilidad de que la existencia corporativa pudiera finalizar por
el incumplimiento de utilizar la concesión. Y tras ello, añadía la Corte:

“And it would be a doctrine new in the law, that the existence of a private
contract of the corporation should force upon it a perpetuity of existence,
contrary to public policy, and the nature and objects of its charter”.

IV. Concluimos. Como antes señalábamos, estas últimas sentencias parecen


confirmar ese cambio de ciclo que aún con timidez parecía mostrar la Ogden
opinion. La Taney Court, como también con anterioridad pusimos de relieve,
no iba a alterar las cosas en este punto de modo radical. Es cierto que, como ha
escrito Currie662, refiriéndose al tríptico de grandes sentencias que la Corte hubo
de decidir en 1837 (New York v. Miln, Briscoe v. Bank of Kentucky y Charles River

660
Apud Robert L. HALE: “The Supreme Court and the Contract Clause” (Part II), en Harvard Law
Review (Harv. L. Rev.), Vol. LVII, 1943-1944, pp. 621 y ss.; en concreto, p. 642.
661
Cfr. al efecto, James W. ELY, Jr.: “The Marshall Court and Property Rights...”, op. cit., pp. 1046-
1047.
662
David P. CURRIE: “The Constitution in the Supreme Court: Contracts and Commerce, 1836-
1864”, en Duke Law Journal (Duke L. J.), (Duke University School of Law. Durham, North Carolina),
Vol. 1983, pp. 471 y ss.; en concreto, pp. 473-474.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 913

Bridge v. Warren Bridge), el nuevo día amaneció con un estampido (“dawned with
a bang”), y la Corte pareció mostrarse más solícita hacia la autoridad estatal de lo
que lo había sido bajo la presidencia de Marshall. Pero quizá estas sentencias de
1837 crearon una falsa impresión, pues lo cierto sería que la Taney Court manejó
la contract clause con considerable vigor para proteger los derechos adquiridos,
frente a su posible menoscabo estatal. En cualquier caso, bajo la Charles River
opinion sí parecía latir una cierta hostilidad hacia la amplísima interpretación
hecha por Marshall de la contract clause. Vale la pena antes de poner punto final
detenernos mínimamente en esa celebérrima sentencia.
En 1785 la Legislatura de Massachusetts otorgó una corporate charter a los
propietarios del “Charles River Bridge”, autorizándoles a construir un puente entre
Boston y Charlestown y a cobrar un peaje durante un período que se extendía
durante setenta años. En 1828, la Legislatura autorizó a otra compañía a construir
un segundo puente muy próximo al primero, disponiendo que el nuevo puente
revertiría al Estado, y después de un período máximo de seis años se convertiría
en un puente de paso libre, exento pues, del pago de un peaje. Los propietarios
del primer puente, defendidos por el gran abogado Daniel Webster, adujeron en
el litigio que iniciaron, que la autorización del segundo puente menoscababa las
obligaciones contractuales a que había dado lugar su charter, violando conse-
cuentemente la contract clause. El Estado no lo consideró así. Después de que la
Supreme Judicial Court of Massachusetts diera la razón al Estado, los propietarios
del “Charles River Bridge”, por medio de un writ of error, llegaron a la Corte Su-
prema, que ya en 1831 mantuvo una audiencia pública en la que se expusieron los
diversos argumentos de las partes. Las diversas vicisitudes que atravesó la Corte
en los años sucesivos –enfermedades de algunos Jueces y fallecimientos del Chief
Justice Marshall (1835) y de los Justices William Johnson (1834) y Gabriel Duvall
(1835)– se tradujeron en una serie de vacantes que dificultaron la resolución del
caso. Finalmente, el 12 de febrero de 1837, la Corte, muy dividida (4-3), decidió en
contra de los propietarios de la compañía del “Charles River Bridge”, escribiendo
el propio Chief Justice Roger Taney la opinion of the court, la primera en un caso
constitucional.
Rechazando los conceptos propios del natural law subyacentes en decisiones
tales como Calder v. Bull o Fletcher v. Peck, Taney centró la argumentación en la
cuestión, la única relevante a su juicio, de si el Estado había prometido no permitir
la construcción de un puente libre de peaje en el lugar en que el “Warren Bridge”
se había ubicado. Los precedentes del common law establecían un principio
de interpretación estricta para las concesiones públicas, de tal forma que “any
ambiguity in the terms of contract , must operate against the adventurers, and in
favor of the public, and the plaintiffs can claim nothing that is not clearly given
them by the act”663. La charter en absoluto otorgaba a la compañía propietaria del
“Charles River Bridge” un derecho exclusivo, siendo de recordar al respecto que
las legislaturas, con cierta frecuencia, autorizaban la construcción de carreteras

663
David P. CURRIE: The Constitution in the Supreme Court..., op. cit., p. 209.
914 LA CONTRACT CLAUSE Y EL CASO FLETCHER V. PECK

o ferrocarriles muy próximos a otras infraestructuras similares previamente


autorizadas a través de la pertinente charter sin que se hubieran desencadenado
litigios jurídicos. El propio Marshall, recordémoslo, en Providence Bank v. Billings,
había considerado que una corporate charter no implicaba sin más una promesa
de inmunidad fiscal, lo que conducía a sobreentender que la mera concesión del
derecho a cobrar peajes no implicaba una promesa de exclusividad. La Supreme
Court rechazaba de esta forma lo que se dio en llamar la “doctrine of implied
contracts”, argumentando que “in charters of this description, no rights are taken
from the public, or given to the corporation, beyond those which the words of the
charter by their natural and proper construction, purport to convey”664.
Entre los discrepantes, el Justice Story iba a formular una apasionada dissenting
opinion. Adujo en ella el gran Juez de Massachusetts, con la impresionante
erudición histórica que le caracterizaba, que el Derecho nunca había exigido la
interpretación estricta de las concesiones públicas. Como Coke y otras autoridades
habían establecido, una charter implicaba que “the legislature shall not do any
act directly to prejudice its own grant, or to destroy its value”. Y en el caso en
cuestión, parecía obvio que la construcción de un segundo puente muy próximo al
primero, respecto del cual se establecía además, en un plazo relativamente breve,
el final del pago de peaje al tráfico que circulara por el mismo, suponía destruir
el valor de la concesión de modo similar a si de una revocación se tratara. Como
señala la doctrina665, a Story parecía asistirle la razón en este caso, al atisbar una
promesa estatal implícita en la charter de no dañar o destruir lo que se estaba
concediendo, aunque no nos parece menos evidente que, con su interpretación, el
Chief Justice Taney estaba sentando las bases del progreso y de la prevalencia del
interés público sobre el privado, lo que otorgaba a su posición una modernidad
digna de ser destacada.
El debate entre Taney y Story, como bien ha escrito Merrill666, es una exposi-
ción clásica del perenne conflicto entre, de un lado, la necesidad de estabilidad de
las concesiones de derechos y, de otro, la necesidad de flexibilidad y modificación
de las mismas a la luz de las cambiantes circunstancias sociales. Al margen de
ello, el más relevante significado de la sentencia, en lo que ahora interesa, es
que la misma altera la paridad entre las obligaciones públicas y privadas que se
consagró en la Fletcher opinion. A partir de ahora, las obligaciones públicas iban a
ser estrictamente interpretadas en favor del que otorgaba la concesión, esto es, del
Estado; por el contrario, en esta sentencia no había ninguna sugerencia de que se
debiera actuar del mismo modo en relación a las obligaciones privadas. La Charles
River Bridge opinion seguía dejando los contratos públicos dentro del ámbito de
protección ofrecido por la contract clause, pero tal protección ya no se acomodaba
a un standard común con los contratos privados, pues era claro que éstos iban a
gozar de una superior protección. De esta forma, la sentencia que comentamos

664
Apud C. Peter MAGRATH: Yazoo. Law and Politics..., op. cit., pp. 106-107.
665
David P. CURRIE: “The Constitution in the Supreme Court: Contracts and Commerce, 1836-
1864”, op. cit., p. 481.
666
Thomas W. MERRILL: “Public Contracts, Private Contracts...”, op. cit., p. 604.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 915

vino a refrenar de modo significativo la interpretación expansiva dada a la contract


clause por la Marshall Court, fortaleciendo una pauta hermenéutica que, quizá
con cierta timidez, ya se había puesto de manifiesto en los últimos contract clause
cases resueltos en vida de Marshall.
Esta pauta tendencial, como ya se expuso al inicio del trabajo, se mantendría,
acentuándose incluso, tras la guerra civil, haciendo perder a la cláusula hacia
el final del siglo XIX buena parte de la vitalidad que hasta ese momento había
tenido. En cualquier caso, la trayectoria de la contract clause a lo largo del siglo
XIX, de la que nos hemos limitado a exponer algunos esbozos, creemos que co-
rrobora sobradamente lo que se dijo al inicio de esta exposición, que una cláusula
incorporada a la Constitución sin apenas debate, que parecía llamada a ocupar
un lugar secundario, a la sombra de otras instituciones jurídico-constitucionales,
iba a mostrar todo su esplendor jurídico durante gran parte del siglo XIX, con-
virtiéndose en uno de los instrumentos constitucionales más relevantes en lo que
atañe a la judicial review de la legislación estatal.

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SEGUNDA PARTE

LOS MODELOS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL


VI. LA BÚSQUEDA DE UNA NUEVA TIPOLOGÍA
EXPLICATIVA DE LOS SISTEMAS DE JUSTICIA
CONSTITUCIONAL *

LA BÚSQUEDA DE UNA NUEV


A TIPOLOGÍA EXPLICA
TIVA DE LOS SISTEMAS...
LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

SUMARIO

1. Reflexión preliminar.– 2. La última ratio de la bipolaridad: la concepción del “legislador


negativo” (negativ Gesetzgeber) y la reafirmación kelseniana del principio de sujeción de los
jueces a la ley.– 3. La centralidad del modelo constitucional norteamericano en la segunda
posguerra y el protagonismo del poder judicial.– 4. La progresiva pérdida de sentido de la
visión del Tribunal Constitucional como “legislador negativo”.– 5. La obsolescencia de los
rasgos binomiales contrapuestos de Calamandrei: A) El carácter relativo de la contraposición
“sistema concentrado/sistema difuso”: del monopolio del control de la constitucionalidad
por el Tribunal Constitucional al mero monopolio de rechazo. B) La relatividad de la rígida
contraposición entre el carácter incidental y principal del control. C) Los elementos de apro-
ximación frente a la supuesta separación visualizada en los binomios relativos a la extensión,
naturaleza y efectos temporales de las sentencias estimatorias de la inconstitucionalidad: a)
El determinante influjo de la regla stare decisis en el sistema americano: de la inaplicación
con efectos inter partes a la anulación con efectos erga omnes. b) La generalización de la
nulidad ipso iure de la norma en contradicción con la Constitución y de los efectos ex tunc de
las sentencias de inconstitucionalidad de los Tribunales Constitucionales. c) La prospective
overruling en el sistema norteamericano. D) Otros mecanismos de aproximación entre los dos
antaño contrapuestos sistemas de justicia constitucional.– 6. La mixtura e hibridación de los
sistemas jurisdiccionales de control de constitucionalidad en el constitucionalismo de nuestro
tiempo.– 7. A la búsqueda de una nueva tipología explicativa de los rasgos conformadores de
los sistemas de control de la constitucionalidad.– 8. Bibliografía manejada.

1. Reflexión preliminar

Uno de los fenómenos más relevantes de los ordenamientos constitucionales


de nuestro tiempo ha sido el de la universalización de la justicia constitucional,

* Ponencia preparada para el Seminario internacional sobre “Giustizia costituzionale comparata:


proposte classificatorie a confronto”. Organizado por la Università degli Studi di Bologna. Facoltà di
Giurisprudenza – Sede de Ravenna (2-3 de Abril 2012). Sistematizada y redactada completamente
ex novo a partir de trabajos anteriores y ulteriores reflexiones del autor: Publicado en la Revista de
las Cortes Generales, nº 84, tercer cuatrimestre 2011, pp. 7 y ss., y en versión italiana, con el título
“Alla ricerca di una tipologia di sistemi di giustizia costituzionale”, en la obra Giustizia costituzionale
comparata (Proposte classificatorie a confronto), a cura di Silvia Bagni, Bonomia University Press,
Bologna, 2013, pp. 47 y ss.
926 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

rasgo que se ha acentuado de modo muy notable en el último cuarto del pasado
siglo, pudiéndose poner en estrecha sintonía con la universalidad de la idea de
libertad, con la expansión sin fronteras de un sentir que ve en el respeto de la
dignidad de todo ser humano y de los derechos inviolables que le son inherentes,
la regla rectora de la convivencia social civilizada y, por ende, de todo gobierno
democrático. Bien significativo al respecto es el hecho de que la caída de gobiernos
autoritarios siempre haya ido seguida de la creación de mecanismos de justicia
constitucional, de lo que encontramos cumplido testimonio en Alemania, Italia,
Portugal y España, por poner algunos ejemplos próximos. Ello no hace sino
corroborar la esencialidad de la justicia constitucional en el Estado constitucional.
Como al efecto ha señalado Zagrebelsky1, “la giustizia costituzionale è divenuta
pietra di paragone di quel tipo di democrazia –la democrazia nello Stato costitu-
zionale di Diritto– che si vuol essere tipica della cultura politico-costituzionale
europea”.
Esta expansión sin límites de la justicia constitucional, como no podía ser de
otro modo, ha incidido sobre la clásica contraposición bipolar a la que durante
bastante tiempo trataron de ser reconducidos los distintos sistemas de justicia
constitucional: el sistema norteamericano y el europeo-kelseniano, o si se prefiere,
el modelo de la judicial review y el de la Verfassungsgerichtsbarkeit.
Esta bipolaridad, que ya quedó un tanto relativizada tras la aprobación de la
Zweite Bundesverfassungsnovelle (la segunda Constitución nueva) austriaca, de
7 de diciembre de 1929, por lo que después se dirá, se iba a ver sustancialmente
afectada por el diseño de los nuevos modelos de justicia constitucional creados en
la segunda posguerra en Italia y Alemania, en cuanto que los mismos partieron de
una idea de Constitución muy próxima a la norteamericana, configuraron a sus
respectivos Tribunales Constitucionales como una jurisdicción más que como un
“legislador negativo”, que es como Kelsen concibió a este tipo de órganos, aunque
esta idea-fuerza siguiera estando presente y a ella se anudaran ciertas consecuen-
cias jurídicas, y otorgaron un especial protagonismo a los órganos integrantes del
poder judicial, tanto en su rol de tutores del sistema de derechos y libertades, como
en la función que iban a asumir en relación al control de constitucionalidad, de
resultas de la introducción por estos ordenamientos de un elemento difuso en un
modelo de justicia constitucional de estructura y organización concentrada, el
instituto procesal conocido entre nosotros como cuestión de inconstitucionalidad
(las denominadas en Italia questioni di legittimità costituzionali).
La enorme expansión de la justicia constitucional que ha seguido desde
entonces, ha propiciado una mixtura e hibridación de modelos, que ha operado
en paralelo a un proceso de progresiva convergencia entre los elementos, antaño
supuestamente contrapuestos, configuradores de los dos tradicionales sistemas de
control de la constitucionalidad de los actos del poder. La resultante de todo ello
es la pérdida de gran parte de la utilidad analítica de la tan generalmente asumida

1
Gustavo ZAGREBELSKY: “Premessa”, en La Giustizia Costituzionale in Europa, coordinada
por Marco Olivetti y Tania Groppi, Giuffrè Editore, Milano, 2003, p. XII.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 927

bipolaridad “modelo americano/modelo europeo-kelseniano”. Como dice Rubio


Llorente2, hablar hoy de un sistema europeo carece de sentido porque hay más
diferencias entre los sistemas de justicia constitucional existentes en Europa que
entre algunos de ellos y el norteamericano.
Consecuentemente con lo que se acaba de exponer, se hace necesaria la bús-
queda de una nueva tipología explicativa de los sistemas de justicia constitucional.
Anticipemos ya, que no se trata de sustituir la dicotomía tradicional por otra
diferente. Se trata de proceder a la búsqueda de categorías que sean capaces de
explicarnos con un cierto grado de abstracción, que ha de propiciar a su vez una
más amplia capacidad analítica, la complejidad y heterogeneidad de los sistemas
de control de constitucionalidad de los actos de poder. La diferenciación primaria
ha de partir de la distinción entre el control de constitucionalidad de la ley y aquel
otro control que se lleva a cabo con ocasión de la aplicación de la ley. La primera
modalidad de fiscalización presupone que el control de constitucionalidad se
pone en manos de la jurisdicción constitucional en ausencia no ya de un litigio
preexistente ante un juez ordinario, sino, más ampliamente aún, de cualquier
conflicto de intereses. Como es obvio, el control que se desencadena con ocasión
de la aplicación de la ley en una litis concreta presupone justamente lo contrario. A
esta diferenciación se anudarán otras, en una sucesión de categorías dicotómicas.

2. La última ratio de la bipolaridad: la concepción del legislador


negativo (negativ Gesetzgeber) y la reafirmación kelseniana del
principio de sujeción de los jueces a la ley

I. La plena recepción en Europa de los mecanismos propios de la justicia cons-


titucional, como es de sobra conocido, tendrá lugar en los aledaños de la primera
posguerra. Por un lado, la Constitución de Weimar propiciará un desarrollo de la
justicia constitucional que nos ofrece una imagen contradictoria y polícroma3, bien
que, en sintonía con la tradición alemana, las competencias de esa jurisdicción
se orientan fundamentalmente hacia los problemas dimanantes de la estructura
federal del Estado. Por otro, la Constitución de la República Federal de Austria
(Oktoberverfassung) diseñará un nuevo sistema de control de constitucionalidad,
obra maestra de Kelsen, que diferirá notablemente del modelo norteamericano.
Uno de los componentes esenciales de la justicia constitucional alemana deriva
de la estructura federal del Estado germano. Como razona Friesenhahn4, de la fun-

2
Francisco RUBIO LLORENTE: “Tendencias actuales de la jurisdicción constitucional en
Europa”, en Manuel Fraga. Homenaje Académico, Fundación Cánovas del Castillo, Madrid, 1997, vol.
II, pp. 1411 y ss.; en concreto, p. 1416.
3
Helmut SIMON: “La Jurisdicción Constitucional”, en Benda, Maihofer, Vogel, Hesse y Heyde,
Manual de Derecho Constitucional, Instituto Vasco de Administración Pública–Marcial Pons, Madrid,
1996, pp. 823 y ss.; en concreto, p. 826.
4
Ernst FRIESENHAHN: La Giurisdizione Costituzionale nella Repubblica Federale Tedesca, Giuffrè,
Milano, 1973, p. 3.
928 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

ción de conciliación (Befriedungsfunktion) ínsita a toda forma federativa, deriva la


necesidad para la Federación de asegurar la resolución de las controversias entre
los miembros federados. La primera Constitución federal del Imperio alemán, de
16 de abril de 1871, en su art. 76.1, encomendó la resolución de tales controversias
al Bundesrät, esto es, a un órgano político compuesto por representantes de los
Estados que integraban la Federación. Con análoga finalidad, la Constitución de
Weimar, en su art. 19, iba a encomendar la resolución de aquellos litigios que,
no siendo de Derecho privado, surgieran entre los diferentes Länder o entre el
Reich y los Länder, a un Tribunal Supremo de Justicia del Reich, que una norma
legal de desarrollo del art. 108, la Ley de 9 de julio de 1921, finalmente crearía: el
Staatsgerichtshof für das Deutsche Reich. Ello no obstante, como señalara Benda5,
ni este órgano, ni tampoco el Reichsgericht, al que de inmediato aludiremos, serían
considerados como “guardianes de la Constitución”, pues esta función de defensa
constitucional (Hüter der Verfassung) se atribuiría comúnmente al Reichspräsident,
esto es, al Presidente del Reich, muy en la línea schmittiana.
En cuanto al control de compatibilidad de las normas de los Länder con el
Derecho del Reich, contemplado por el párrafo segundo del art. 13 de la Carta de
Weimar, que no precisaba, sin embargo, el órgano competente para llevarlo a cabo,
limitándose a aludir a que el control recaería sobre una “jurisdicción suprema
del Reich”, sería encomendado por una Ley de 8 de abril de 1920 al Reichsgericht.
La norma weimariana, por el contrario, omitió toda referencia al control de
constitucionalidad material de la ley, lo que en modo alguno ha de entenderse
en el sentido de que la cuestión fuera ignorada o suscitara indiferencia. Bien al
contrario, a un intenso debate doctrinal en torno a los fundamentos de dicho
control6 se unió la que Sontheimer7 denominara “la lucha para el control jurisdic-
cional del Derecho” (“der Kampf um das richterliche Prüfungsrecht”), contienda
que se libró con ocasión de la reivindicación jurisdiccional de la realización de
un control material de la constitucionalidad de la ley, que venía posibilitado por
el párrafo primero del art. 109 de la Constitución, que establecía el principio
de igualdad formal ante la ley (“Todos los alemanes son iguales ante la ley”), en
tanto en cuanto se consideró, que ese principio de igualdad no sólo había de ser
interpretado en un mero sentido formal, sino también, y de modo primario, como
un principio material que había de vincular al propio legislador. Así lo expondría
Erich Kaufmann, entre otros varios, resumiendo la posición mayoritaria, en el
III Congreso de la Vereinigung der Deutschen Staatsrechtslehrer (Asociación de
Profesores alemanes de Derecho público) celebrado en Münster entre el 29 y 30 de
marzo de 1926, al interpretar que el principio de igualdad constitucionalizado por

5
Ernst BENDA: “Die Verfassungsgerichtsbarkeit der Bundesrepublik Deutschland”, en Christian
STARCK y Albrecht WEBER (Hrsg.), Verfassungsgerichtsbarkeit in Westeuropa, Nomos Verlagsgesellschaft,
Baden-Baden, 1986, pp. 121 y ss.; en concreto, p. 124.
6
Cfr. al respecto, Jean-Claude BÉGUIN: Le contrôle de la constitutionnalité des lois en République
Fédérale d´Allemagne, Economica, Paris, 1982, en particular, pp. 16-21.
7
Kurt SONTHEIMER: Antidemokratischen Denken in der Weimarer Republik, München, 1968, p.
75. Cit. por Giuseppe VOLPE: L´ingiustizia delle leggi (Studi sui modelli di giustizia costituzionale),
Giuffrè, Milano, 1977, p. 100.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 929

el art. 109 imponía primariamente al legislador tratar de modo igual situaciones


iguales en la realidad y de modo desigual situaciones diversas en la realidad,
lo que, como es obvio, convertía dicho principio en un límite frente al posible
arbitrio o discrecionalidad, podríamos decir que irrazonable, del legislador8. Ello,
desde luego, no significaba, ni en el caso de Kaufmann, ni en el de otros autores
que defendían igual tesis, que se decantaran por las posiciones radicales de los
movimientos jurídicos a los que de inmediato vamos a aludir. Y así, Kaufmann9,
no obstante su defensa de la facultad de revisión judicial, consideraría que el Juez
debía mantenerse dentro del ámbito de su específica misión judicial, sin trastocar
el orden existente entre juez y legislador, ni asumir funciones específicamente
legislativas; su misión debía estribar simplemente en castigar la transgresión de
ciertos límites extremos. No obstante la libertad de la actividad creadora del Juez,
a pesar de la amplitud de su arbitrio y de la existencia de determinados conceptos
imprecisos o indeterminados, el Juez debía seguir manteniéndose sujeto a la ley.
No se defendería otro tanto por los seguidores de ciertos movimientos o escuelas
jurídicas a las que pasamos a referirnos.
Si se nos permite el excursus, quizá convenga recordar, que en la Alemania de
fines del siglo XIX y primeros lustros del XX, habían arraigado algunos sectores
doctrinales que defendían la peligrosa pretensión de reconocer a los Jueces
la facultad de inaplicar la ley en nombre de valores sustancialmente extraños
al ordenamiento jurídico. Tal sería el caso de la “Escuela libre del Derecho”
(Freirechtsbewegung), movimiento cuyo inicio se suele hacer coincidir con la
publicación en 1885 de la obra de Oskar von Bülow, Gesetz und Richteramt10 (“La
Ley y la Magistratura”), o también de la teoría de la “comunidad del pueblo”
(Volksgemeinschaft), deudora en el plano jurídico de la concepción romántica del
“espíritu del pueblo” (Volksgeist), que concibe el Derecho como una forma de vida
de la colectividad popular, como el auténtico y esencial ordenamiento del pueblo.
En este ámbito de pensamiento, el Estado de Derecho pasaba a concebirse
como Estado sujeto al Derecho, que no a la ley, circunstancia a la que se anudaba,
como una inexcusable consecuencia, la sustitución del principio de legalidad
(Gesetzmässigkeit) por el de juridicidad (Rechtsmässigkeit). El principio de corte
positivista de que el Derecho era el producto propio y exclusivo del legislador
quedaba de esta forma absolutamente relativizado, si es que no degradado.

8
Entre otros conocidos defensores de la misma tesis habría que mencionar a Heinrich Triepel,
quien, como recuerda José Luis Carro (en el “Prólogo” a la obra de Heinrich TRIEPEL, Staatsrecht
und Politik, en su traducción española, Derecho público y política, Civitas, Madrid, 1974, p. 19),
no sólo defendió la necesaria vinculación del legislador al principio de igualdad, sino, asimismo,
el reconocimiento de un derecho de control judicial de las normas bajo el prisma de los derechos
fundamentales, todo ello en el mismo III Congreso de la Asociación de Profesores alemanes de Derecho
público.
9
Erich KAUFMANN, en las publicaciones (Veröffentlichungen) del Congreso de Münster, fasc.
3, p. 19. Cit. por Carl SCHMITT: Der Hüter der Verfassung, Tübingen, 1931. Manejamos la versión
española, La defensa de la Constitución, traducción de Manuel Sánchez Sarto, Tecnos, Madrid, 1983,
p. 54, nota 19.
10
Oskar BÜLOW: Gesetz und Richteramt, Neudruck der Ausgabe Leipzig 1885 (reimpresión de la
edición de Leipzig en 1885 por Duncker & Humblot), Scientia Verlag Aalen, 1972.
930 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

No debe extrañar por lo que acaba de exponerse, que en el Congreso de Müns-


ter de 1926, todos los teóricos encuadrados en la Volksgemeinschaft postularan
el fin de la soberanía de la ley. Como recuerda Volpe11, el principio de igualdad
ante la ley era sustituido por el principio de igualdad ante Dios. De esta forma, la
vertiente material del principio de igualdad se iba a instrumentalizar por estos
sectores doctrinales como un mecanismo de rango constitucional que propiciaba
la transfusión a las normas legislativas del “espíritu del pueblo”, correspondiendo
a los operadores jurídicos, y de modo muy particular a los Jueces, la tarea de
decidir si las valoraciones realizadas por el legislador en relación con el principio
de igualdad encontraban su correspondencia en la “naturaleza de las cosas”
(“Natur der Sache”) y resultaban justas en cuanto acordes a un orden superior de
valores sentido por la conciencia popular, que remitía a conceptos tan amplios e
indeterminados como el bien o la verdad.
Poco tiempo antes del Congreso de Münster, el Reichsgericht, en una célebre
Sentencia de su 5ª Cámara Civil, de 4 de noviembre de 1925, se iba a plantear
formalmente la cuestión del control de la constitucionalidad material de la ley,
resolviendo que la sumisión del Juez a la ley no excluía que el propio Juez rechazara
la validez de una ley del Reich o de algunas de sus disposiciones, en la medida en
que las mismas se opusieran a otras disposiciones que hubieren de considerarse
preeminentes, debiendo, por ello mismo, ser observadas por el Juez. Quedaba
reconocido así un derecho de control judicial que Carl Schmitt caracterizaría12 como
un control “accesorio” que constituye una competencia ocasional, ejercitándose
tan sólo de modo eventual, incidenter, en una sentencia judicial y conforme a las
posibilidades de cada Juez, es decir, en forma “difusa”, término que Schmitt,
con notable fortuna, propondría para designar la categoría opuesta al control
“concentrado” en una sola instancia. Ello no obstante, el propio autor se cuidaría
de matizar, que el derecho de control judicial ejercitado por el Tribunal Supremo del
Reich en la antes citada sentencia, así como el llevado a cabo, en forma análoga, por
otros Tribunales Supremos (como sería el caso del Tribunal Supremo de Hacienda
o del Alto Tribunal Contencioso-Administrativo de Prusia) tenía una importancia
muy moderada si se le comparaba con el derecho de control de la Supreme Court.
Y ello, en último término, por cuanto, siempre según Schmitt13, sólo en un “Estado
judicialista”, que someta la vida pública entera al control de los Tribunales ordi-
narios, el derecho de control judicial, per se, puede servir de base a un protector
de la Constitución, cuando por tal Constitución se entiendan preferentemente los
derechos fundamentales cívico-políticos, la libertad personal y la libertad privada,
que han de ser protegidos por los Tribunales ordinarios frente al Estado, es decir,
frente a la legislación, frente al Gobierno y frente a los organismos administrativos.
Como es evidente, el posicionamiento schmittiano encontraba su más plena razón
de ser en el marco global de su bien conocida concepción sobre el “guardián de la
Constitución” (der Hüter der Verfassung).

11
Giuseppe VOLPE: L´ingiustizia delle leggi, op. cit., pp. 103-104.
12
Carl SCHMITT: La defensa de la Constitución, op. cit., p. 52.
13
Ibidem, pp. 46 y ss.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 931

II. La Constitución austriaca de 1920 iba a consagrar un nuevo sistema de


control de constitucionalidad que iba a ser por entero deudor de la concepción
de Kelsen. El gran jurista de la Escuela de Viena se situaba en una posición radi-
calmente antagónica a la sustentada por los teóricos de la Volksgemeinschaft. Su
postura quedaba nítidamente expuesta en el Congreso de Münster anteriormente
mencionado, al replicar a Kaufmann que él era positivista, siempre y pese a todo
positivista. Kelsen sería muy claro al advertir de los peligros a que conducía el
romanticismo jurídico asentado en una función de intuición sentimental del
espíritu jurídico de la comunidad popular: al triunfo del subjetivismo más radical.
Más aún, Kelsen, siempre en el Congreso de 1926, se refería a las tendencias
doctrinales que rechazaban que el Juez hubiera de limitarse a aplicar la ley a
través de meras operaciones lógico-silogísticas, conectando tales tendencias con
las posiciones más hiper-conservadoras, cuando no, lisa y llanamente, por entero
ajenas al marco democrático. De esta forma, Kelsen vinculará “la clara tendencia
a disminuir el valor y la función de la autoridad legislativa positiva” con “el cambio
en la estructura política del órgano legislativo”, o lo que es lo mismo, con el cambio
en las mayorías políticas dominantes en el mismo, constatando al respecto, que
“el orden judicial ha permanecido casi insensible a los cambios en la estructura
política que se manifiestan en la composición de los Parlamentos”14.
La preocupación que se manifiesta en las anteriores reflexiones de Kelsen sería
compartida pocos años después por Heller, quien en su trabajo Rechtsstaat oder
Diktatur? argumentaba15, que era revelador que cuando tras la Revolución de 1918
podía parecer amenazada, por el principio de igualdad consagrado por el art. 109,
la dominación de la burguesía, hubiera juristas conservadores inclinados a ver en
este principio una interdicción de la arbitrariedad con destino al legislador, y que
frente a ellos, precisamente se aferraran a la antigua interpretación los juristas
democrático-burgueses. En la jurisprudencia conservadora, la eminente significa-
ción política de este cambio de perspectiva se podía entender tan sólo en relación
con el formidable aumento de poder político obtenido en Alemania merced a la
decisión del Reichsgericht de 4 de noviembre de 1925, que Heller considerará, sin
duda, jurídicamente errónea. Como quiera que los Jueces, –sigue argumentando
Heller– procedentes en una mayoría aplastante de las clases dominantes, entran a
juzgar de la correspondencia de las leyes con el principio de igualdad, la burguesía
habrá logrado por el momento asegurarse eficazmente frente al riesgo de que el
poder legislativo popular transforme en social el Estado de Derecho liberal, pues
lo que haya de valer como igual o desigual se define esencialmente según las
concepciones axiológicas, divergentes desde las perspectivas no sólo histórica y
nacional sino también social, de quienes están llamados a juzgar. En definitiva,

14
Cfr. al efecto, Adriano GIOVANNELLI: “Alcune considerazioni sul modello della Verfassungsge-
richtsbarkeit kelseniana nel contesto del dibattito sulla funzione <politica> della Corte Costituzionale”,
en Scritti su la Giustizia Costituzionale (In onore di Vezio Crisafulli), vol. I, CEDAM, Padova, 1985, pp.
381 y ss.; en concreto, p. 395.
15
Herman HELLER: “Rechtsstaat oder Diktatur?”, en Die Neue Rundschau, Fischer Verlag,
Berlin, 1929. Manejamos la traducción española, “¿Estado de Derecho o Dictadura?, en Escritos
políticos, (Prólogo y selección de Antonio López Pina), Alianza Editorial, Madrid, 1985, pp. 283 y ss.;
en concreto, pp. 288-289.
932 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

del razonamiento de Heller se desprendía que la interpretación del principio de


igualdad como límite y medio de control jurisdiccional frente a la libre capacidad
decisoria del poder legislativo fue concebida por los sectores más conservadores,
incluso antidemocráticos de la doctrina jurídica alemana.
De lo que se acaba de exponer se desprende con relativa nitidez, que al delinear
su teoría de la Verfassungsgerichtsbarkeit, que presupone que el Tribunal Cons-
titucional se limite a confrontar en abstracto dos normas jurídicas, dilucidando
su compatibilidad o contradicción por medio de operaciones lógico-silogísticas,
Kelsen estaba rechazando el subjetivismo radical implícito en las teorías jurídicas
de la “Escuela libre del Derecho” y de la “comunidad del pueblo” y reivindicando
la búsqueda de la objetividad y de la racionalidad perdidas en amplios sectores
jurídicos y judiciales de la Alemania de Weimar. A su vez, al sustraer a los órganos
jurisdiccionales el control de constitucionalidad de las leyes y normas generales, el
gran jurista vienés pretendía evitar el riesgo de un “gobierno de los jueces”, peligro
sentido por amplios sectores de la doctrina europea de la época, como mostraba el
clásico libro de Lambert16, en cuanto que tal dirección se vinculaba, como Heller,
como antes vimos, dejaba en claro, con las posiciones más conservadoras cuando
no, lisa y llanamente, antidemocráticas.
No parece, por lo demás, que Kelsen tuviera muy presente, ni tan siquiera des-
de una perspectiva dialéctica, el modelo norteamericano de la judicial review. Las
evidencias conducen a pensar que el gran jurista vienés tuvo fundamentalmente
en su cabeza tanto el modelo constitucional suizo como el propio ejemplo del
Tribunal del Imperio. En esta misma dirección, von Beyme pudo afirmar17, que
“Kelsen built on the tradition of the Imperial Court, which he developed further
into a genuine constitutional court”18.
El propio Kelsen admitiría de modo expreso19, que aunque con anterioridad a
la entrada en vigor de la Constitución austriaca de 1920, los Tribunales austriacos

16
Edouard LAMBERT: Le gouvernement des juges et la lutte contre la législation sociale aux États-
Unis (L´expérience américaine du contrôle judiciaire de la constitutionnalité des lois), Marcel Giard
& Cie., Paris, 1921. En versión italiana, Il governo dei giudici e la lotta contro la legislazione sociale
negli Stati Uniti (L´esperienza americana del controllo giudiziario della costituzionalità delle leggi),
a cura di Roberto D´Orazio, Giuffrè Editore, Milano, 1996.
17
Klaus von BEYME: “The Genesis of Constitutional Review in Parliamentary Systems”, en
Christine Landfried (ed.), Constitutional Review and Legislation (An International Comparison), Nomos
Verlagsgesellschaft, Baden-Baden, 1988, pp. 21 y ss.; en concreto, p. 29.
18
A mayor abundamiento, el propio von Beyme (Ibidem, p. 29) recuerda que “in the commentaries
on Kelsen´s Collection of Austrian Constitutional Laws, it is even stated explicitly: <In all the drafts,
the Swiss Constitution served as an example, alongside the Imperial German one>”. (Hans KELSEN,
ed., Die Verfassungsgesetze der Republik Oesterreich, Teil 5, Deuticke, Wien, 1922, p. 55).
19
Hans KELSEN: “Judicial Review of Legislation. A Comparative Study of the Austrian and the
American Constitution”, en The Journal of Politics, Vol. 4, No. 2, May, 1942, pp. 183 y ss.; en concreto,
pp. 185-186. En versión española, con traducción de Domingo García Belaunde, “El control de la
constitucionalidad de las leyes”, en Ius et Veritas (Revista de la Facultad de Derecho de la PUC del
Perú), Lima, Junio de 1993, pp. 81 y ss. En versión francesa, con traducción de Louis Favoreu, “Le
contrôle de constitutionnalité des lois. Une étude comparative des Constitutions autrichienne et
américaine”, en Revue Française de Droit Constitutionnel, num. 1, 1990, pp. 17 y ss.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 933

tenían la facultad de apreciar la legalidad y constitucionalidad de los reglamentos,


limitándose, por el contrario, en lo que al control de constitucionalidad de las
leyes se refería, al estrecho marco o límite de verificar su correcta publicación,
y una de las metas de la Constitución de 1920 era la ampliación del control
de constitucionalidad de las leyes, no se consideró, sin embargo, aconsejable
conceder a cada Tribunal el poder ilimitado de apreciar la constitucionalidad de
las leyes. El peligro de la falta de uniformidad en cuestiones constitucionales era,
a juicio del gran jurista vienés, demasiado grande (“the danger of non-unifomity
in constitutional questions was too great”), y tal peligro no podía combatirse en
Austria, un país con un sistema jurídico de civil law, por intermedio de la regla
del stare decisis, característica de los países de common law. Y como trasfondo
de ese peligro, se hallaban las ya mencionadas tendencias antidemocráticas de
determinados sectores judiciales del mundo cultural alemán.
Aún habría de añadirse algo más. El monopolio que el Tribunal Constitucional
asumía en relación con el control de constitucionalidad de las leyes y, por encima
de ello, la peculiar naturaleza de “legislador negativo” con que Kelsen concibió
tal órgano, no sólo pretendía mostrar la complementariedad que respecto del
poder legislativo estaba llamado a asumir el Tribunal Constitucional, sino que,
más allá de ello, tal concepción revelaba bien a las claras que el modelo de control
diseñado por Kelsen no se hallaba animado por una actitud de desconfianza frente
al Parlamento sino, muy al contrario, por un deseo de reforzarlo, protegiéndolo
frente a los Jueces20. No debe olvidarse además, la existencia de un sustrato de
conflictividad entre el Parlamento y los Jueces durante la época de Weimar, ya de
algún modo aludido. De ahí que, como señala Volpe21, la construcción normativista
kelseniana también esté regida por la finalidad de lograr superar el conflicto
existente entre legislativo y judicial.
Al entender Kelsen que la anulación de una ley no podía consistir en su mera
desaplicación al caso concreto, como acontecía en la judicial review norteame-
ricana (“annuler une loi –dirá Kelsen22– c´est poser une norme générale”), por
cuanto la anulación tenía el mismo carácter de generalidad que su promulgación23,
estaba convirtiendo al Tribunal Constitucional en un órgano del poder legislativo,

20
Adriano GIOVANNELLI: “Alcune considerazioni sul modello...”, op. cit., p. 395.
21
Giuseppe VOLPE: L´ingiustizia delle leggi, op. cit., p. 138.
22
Hans KELSEN: “La garantie juridictionnelle de la Constitution” (La Justice constitutionnelle),
en Revue du Droit Public, tome quarante-cinquième, 1928, pp. 197 y ss.; en concreto, p. 200. En
versión española, “La garantía jurisdiccional de la Constitución “ (La Justicia Constitucional), nota
preliminar y revisión de la traducción de Domingo García Belaunde, en Anuario Iberoamericano de
Justicia Constitucional (AIbJC), nº 15, 2011, pp. 249 y ss.
23
“Denn die Aufhebung eines Gesetzes –escribe Kelsen en uno de sus trabajos más emblemáticos–
hat den gleichen generellen Charakter wie die Erlassung eines Gesetzes. Aufhebung ist ja nur Erlassung
mit einen negativen Vorzeichen gleichsam” (Porque la anulación de una ley tiene el mismo carácter
general que la promulgación de una ley. La anulación es, en efecto, sólo una promulgación con un
signo en cierto modo negativo). Hans KELSEN: “Wesen und Entwicklung der Staatsgerichtsbarkeit”,
en Veröffentlichen der Vereinigung der Deutschen Staatsrechtslehrer (VVDStRL), 5. Heft, 1929, pp. 30 y
ss.; en concreto, p. 54.
934 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

en un negativ Gesetzgeber. “Aufhebung von Gesetzen –razona Kelsen24– ist somit


selbst Gesetzgebungsfunktion und ein gesetzaufhebendes Gericht: selbst Organ
der gesetzgebenden Gewalt” (La anulación de las leyes es por lo tanto la misma
función legislativa, y un Tribunal que anula la ley, un propio órgano del poder
legislativo). Ese legislador negativo estaba llamado ciertamente a colaborar, por
decirlo quizá de modo impropio, con dicho poder, esto es, con el poder legislativo,
al venir a reafirmar tal órgano el principio de sujeción de los Jueces a la ley sin
fisura alguna, lo que, ciertamente, suponía un refuerzo del órgano parlamentario
frente al poder judicial. Por lo demás, de esta caracterización del Tribunal como
“legislador negativo” derivarán las más acusadas diferencias entre los dos modelos
de justicia constitucional, el norteamericano y el europeo-kelseniano.
En resumen, las divergencias entre ambos modelos de control de consti-
tucionalidad dimanan de unos presupuestos histórico-políticos e ideológicos
contrapuestos, que constituyen la última y más profunda ratio de su bipolaridad.
Volpe lo ha expuesto con meridiana claridad25. El sistema norteamericano halla
su razón de ser en la voluntad de establecer la supremacía del poder judicial sobre
los restantes poderes, particularmente sobre el legislativo, lo que constituye un
acto de confianza en los Jueces, no encuadrados en una carrera burocrática y, al
menos a nivel de los Estados, de elección popular en su mayor parte, a la par que
de desconfianza en el legislador, desconfianza fraguada en los momentos iniciales
de la vida constitucional de los Estados, de resultas de los abusos llevados a cabo
por las legislaturas estatales. La Verfassungsgerichtsbarkeit kelseniana representa,
por el contrario, un acto de desconfianza en los Jueces, encaminado a salvaguardar
el principio de seguridad jurídica y a restablecer la supremacía del Parlamento,
puesta en serio peligro por la batalla iniciada por amplios sectores del mundo
jurídico en favor del control jurisdiccional (difuso) de las leyes, lo que entrañaba
dejar en manos de una casta judicial, burocrática, en amplia medida de extracción
aristocrática y vocación autoritaria, un instrumento de extraordinaria relevancia
en la vida de un Estado de Derecho. Cuando tras la Segunda Guerra Mundial esos
presupuestos histórico-políticos se desmoronen, como vamos a ver de inmediato,
habrá perdido gran parte de su razón de ser el fin que Kelsen pretendió con el
diseño de su modelo de justicia constitucional.

3. La centralidad del modelo constitucional norteamericano en la


segunda posguerra y el protagonismo del poder judicial

I. Tras la Segunda Guerra Mundial, la centralidad que el modelo norteame-


ricano va a ocupar en el diseño de las primeras Constituciones de la posguerra
europea no es casual, sino que va a responder a unas concretas circunstancias
históricas, que mucho tienen que ver con el hecho de que en Alemania e Italia
resultara ser el legislador la principal amenaza para las libertades durante un

24
Hans KELSEN: “Wesen und Entwicklung der Staatsgerichtsbarkeit”, op. cit., p. 54.
25
Cfr. al efecto, Giuseppe VOLPE: L´ingiustizia delle leggi, op. cit., pp. 157 y ss.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 935

crucial período histórico. Ello condujo a los constituyentes europeos a poner la


vista en la Constitución norteamericana, visionada, como la percibiera Corwin en
un trabajo clásico26, como the higher law, como la ley superior, como un complejo
normativo de igual naturaleza que la ley pero con una eficacia capaz de desenca-
denar la invalidez de aquellas normas contrarias a la constitucional. Y ello tanto
por su legitimidad de origen popular (Corwin hablará de “an entirely new sort of
validity, the validity of a statute emanating from the sovereign people”) como por
su propio contenido material (Corwin se referiría a cómo en un primer momento
la supremacía constitucional tenía que ver con el contenido de la Constitución,
pues en ella hay “certain principles of right and justice which are entitled to prevail
of their own intrinsic excellence”). Corwin terminaría considerando la idea de la
higher law como la más fructífera creación jurídica desde Justiniano.
Esta concepción de la Constitución como lex superior conducía a un gobierno
limitado, que Alexander Hamilton (que habla de “a limited constitution”), en el
nº LXXVIII de The Federalist Papers, caracterizaría magistralmente27, en el que el
legislativo, y no sólo él, está sujeto y condicionado por las previsiones constitu-
cionales, y todo ello garantizado a través del control de constitucionalidad de la
ley. Este diseño se antojaba especialmente útil para evitar y, en su caso, enfrentar
los abusos del legislativo, que tan desastrosas consecuencias habían producido
en los años anteriores a la guerra.
En este contexto no ha de extrañar la sugestión que el modelo americano
de la judicial review iba a ejercer. Zagrebelsky28 ha recordado cómo en Italia el
atractivo ejercido por el Tribunal Supremo norteamericano fue casi un lugar
común del antifascismo liberal y democrático, siendo tal modelo referencia
obligada y reiterada en las discusiones constituyentes sobre el sistema de justicia
constitucional a adoptar. Sin embargo, lo cierto es que tanto en Italia como en
Alemania pareció optarse por el modelo austriaco-kelseniano, opción que, como
ha señalado García de Enterría29, fue tributaria de la dificultad de acoger el sistema
americano originario, lleno de convenciones, prácticas y sobreentendidos, como
producto vivo de una historia perfectamente singular y propia. Dicho esto, existe
una cierta convergencia doctrinal entre la mejor doctrina acerca de que en el

26
Edward S. CORWIN: “The <Higher Law> Background of American Constitutional Law”, en
Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Vol. XLII, No. 2, December, 1928, pp. 149 y ss., y pp. 365 y ss.;
en concreto, pp. 409 y 152, respectivamente. Publicado igualmente, con el mismo título, por Great
Seal Books (A Division of Cornell University Press), 5th printing, Ithaca, New York, 1963.
27
“By a limited constitution, –escribe Hamilton en el nº 78 del Federalist– I understand one which
contains certain specified exceptions to the legislative authority”, para añadir casi inmediatamente
después que “(l)imitations of this kind can be preserved in practice no other way than through the
medium of the courts of justice; whose duty it must be to declare all acts contrary to the manifest
tenor of the constitution void”. Alexander HAMILTON, James MADISON and John JAY: The Federalist
or, the New Constitution, edited by Max Beloff, Basil Blackwell, Oxford (Great Britain), 1948, p. 397.
En edición española, El Federalista, Fondo de Cultura Económica, 1ª reimpresión de la 2ª edición,
México, 1974.
28
Gustavo ZAGREBELSKY: La giustizia costituzionale, Il Mulino, Bologna, 1977, p. 321.
29
Eduardo GARCÍA DE ENTERRÍA: La Constitución como norma y el Tribunal Constitucional,
Civitas, Madrid, 1981, pp. 133-134.
936 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

acercamiento entre los dos grandes sistemas de justicia constitucional es el sistema


americano el que se iba a presentar con una posición verdaderamente central, no
entrañando el modelo concentrado europeo-kelseniano, según Pizzorusso30, más
que modificaciones estructurales respecto de aquél. Y García de Enterría, de modo
rotundo, sostiene31, que no se acoge el modelo kelseniano del “legislador negativo”,
sino el americano de jurisdicción. Desde luego, en la Bonner Grundgesetz no deja
de ser significativo que el Tribunal Constitucional encabece la lista de órganos
integrantes del Poder Judicial en la norma de apertura (art. 92) del capítulo
noveno, dedicado a la Jurisdicción (Die Rechtsprechung).
La estructura por la que finalmente se opta, la de una jurisdicción concentrada,
no dejará de tener consecuencias procesales importantes, como el diseño de una
acción directa de inconstitucionalidad o los efectos erga omnes de las sentencias
estimatorias de la inconstitucionalidad de una norma legal, que si bien pueden
ser considerados como el trasunto de la concepción kelseniana del Tribunal como
“legislador negativo”, en algún caso, como los efectos erga omnes, vienen exigidos
por la necesidad de articular el monopolio de rechazo de que dispone el Tribunal
Constitucional con su necesaria relación con los demás órganos jurisdiccionales.

II. El constitucionalismo europeo de la segunda posguerra va a entrañar una ex-


traordinaria revalorización del rol desempeñado por el poder judicial. Ciertamente,
a diferencia del sistema americano, la sujeción a la ley seguirá siendo un principio
indiscutible, pues a los jueces alemanes o italianos (éstos después de 1956, año
en que iniciaría su andadura la Corte Costituzionale) no les cabe inaplicar una ley
cuando la consideren contraria a la Constitución, pero ello no obstará para que la
función constitucional de los jueces se vea notabilísimamente potenciada.
La magistratura, dirá Heyde32 refiriéndose a la República Federal Alemana,
va a gozar de una posición de excelencia en el Estado libre de Derecho que ha
querido la Grundgesetz, y en sintonía con ello, frente a los criterios exclusivamente
formales del art. 103 de la Constitución de Weimar, el art. 92 de la Carta de Bonn
contiene un plus de garantías constitucionales del poder judicial. Ello va a tener
mucho que ver con la cláusula de protección jurisdiccional del art. 19.4 GG, a tenor
de cuyo inciso primero, “si alguien es lesionado por la autoridad en sus derechos,
tendrá derecho a recurrir ante los tribunales”. Los órganos del poder judicial se
convierten de este modo en los garantes de los derechos, o por lo menos en los
garantes ordinarios, pues a ellos se sumará, primero por la vía de las previsiones
legales, y desde 1968 por determinación de la misma Ley Fundamental, el Tribunal
Constitucional, por intermedio del instituto procesal del Verfassungsbeschwerde
o recurso de queja constitucional.

30
Alessandro PIZZORUSSO: “I sistemi di giustizia costituzionale: dai modelli alla prassi”, en
Quaderni Costituzionali, Anno II, nº 3, Dicembre 1982, pp. 521 y ss.; en concreto, p. 527.
31
Eduardo GARCÍA DE ENTERRÍA: La Constitución como norma..., op. cit., p. 134.
32
Wolfgang HEYDE: “La Jurisdicción”, en Manual de Derecho Constitucional, op. cit., pp. 767 y
ss.; en concreto, pp. 769 y 772.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 937

También en Italia el nuevo contexto histórico se traducirá en una renovada


visión del poder judicial. A ella se referiría Mortati33, que la sustenta, de un lado,
en la naturaleza sustantiva de la interpretación judicial, resultante del elemento
de creatividad en ella implicado, y de otro, en la inexcusable sujeción al control
de legalidad ejercido por los órganos jurisdiccionales de todos los actos de los
poderes públicos, aun cuando el propio autor precise que esta expansión de las
intervenciones del poder judicial ni ha alterado de modo sustancial la naturaleza
de su función, la conservación del orden jurídico establecido, ni ha conducido a un
“Estado de jurisdicción”. Con una mayor introspección quizá, Martines pondría de
relieve34, que aunque no existe una función de dirección política (indirizzo politico)
por parte de los jueces (o de la magistratura), sí puede hablarse de los jueces como
operadores políticos (operatori politici), en cuanto institucionalmente llamados
a incidir sobre la realidad social, en el bien entendido de que esta cualidad de
“operador político” tiene como última razón de ser la exclusión en la función
jurisdiccional que ejerce el juez de la simple tarea “di meccanico formulatore di
sillogismi giudiziari” que la filosofía positivista venía atribuyendo a los jueces,
no queriendo en modo alguno significar la conversión del poder judicial en un
instrumento activo del proceso político.
En definitiva, los casos alemán e italiano ejemplifican lo acontecido en el
constitucionalismo de la segunda posguerra, que ha revitalizado al poder judicial
hasta convertirlo en una de las piezas centrales del Estado de Derecho. A los jueces
corresponde, con carácter ordinario, la tutela de los derechos, pudiendo aplicar
de modo inmediato y directo la Constitución, como norma limitadora que es de
la actuación de los poderes públicos. Aun cuando les está vedada la inaplicación
de las normas legales que, con ocasión de su aplicación en una litis de la que
estén conociendo, interpreten contrarias a la Constitución, pueden, sin embargo,
en algunos países, tras el pertinente juicio de constitucionalidad que el propio
juez ha de llevar a cabo, paralizar el litigio antes de dictar sentencia y plantear la
pertinente cuestión de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional, que de
este modo pierde el monopolio del control de constitucionalidad, residenciándose
en él tan sólo el monopolio de rechazo. Pero además, en ciertos países, como es
el caso de España, son los jueces los que asumen el control de constitucionalidad
de las normas reglamentarias, lo que llevan a cabo con ocasión del control de
legalidad. Y tampoco cabe olvidar que en Alemania han sido los jueces ordinarios
quienes han controlado la constitucionalidad de las leyes preconstitucionales. Y
en Italia, hasta tanto entró en funcionamiento la Corte Costituzionale, en 1956,
existió de hecho un control difuso de la constitucionalidad que se encomendó,
innecesario es decirlo, a los jueces.
En resumen, los hechos históricos inmediatamente posteriores a 1945 iban a
trastocar de modo radical la situación existente durante la República de Weimar. El
recelo frente a los jueces iba a dar paso a su fortalecimiento y decisivo protagonismo

33
Costantino MORTATI: Istituzioni di Diritto pubblico, tomo II, 9ª ed., CEDAM, Padova, 1976,
pp. 1248-1250.
34
Temistocle MARTINES: Diritto Costituzionale, 8ª ed., Giuffrè, Milano, 1994, p. 522.
938 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

en el Estado de Derecho, mientras que la confianza histórica en el legislador, por


mor de los acontecimientos previos a la guerra, se iba a mutar en una cierta descon-
fianza, que se manifiesta en el empeño en asegurar su sujeción a la Constitución,
una Constitución presidida por un orden axiológico, cuyo último fundamento
de validez, como dijera Bachof35, se encuentra en los valores determinantes de la
cultura occidental, que vincula directamente a todos los poderes del Estado, y que
encuentra su más específica traducción en los derechos fundamentales, y cuya
enérgica pretensión de validez constituye una de sus premisas más significativas.
En este contexto, las razones que movieron a Kelsen a diseñar su modelo de justicia
constitucional habían perdido gran parte de su razón de ser.

4. La progresiva pérdida de sentido de la visión del Tribunal


Constitucional como “legislador negativo”

I. Uno de los rasgos de mayor relieve que emerge de las experiencias de la


justicia constitucional de la segunda posguerra consiste en la demostración de
la aptitud de los pronunciamientos de los Tribunales Constitucionales, en su
cotejo de las normas vigentes sujetas a su fiscalización, para desarrollar un rol
normativo no sólo negativo, en la estela kelseniana, sino también positivo. Ello no
sólo representa una notabilísima novedad, sino que aproxima el modelo supues-
tamente kelseniano al norteamericano. En él, los pronunciamientos judiciales,
en particular los de la Supreme Court, constituyen precedentes que, en virtud
de la regla stare decisis, son susceptibles de tener una cierta eficacia persuasiva,
pudiendo en cuanto tales asumir el carácter de fuente del Derecho, bien que, como
apostilla Pizzorusso36, sólo en la misma medida en que pudiera asumir tal carácter
cualquier decisión jurisprudencial conformadora del common law.
Es claro que la función primigenia del juez constitucional es la salvaguarda
del principio de constitucionalidad, esto es, de la supremacía normativa de la
Constitución, a cuyo efecto le corresponde la depuración del ordenamiento
jurídico, lo que lleva a cabo mediante la expulsión del mismo de todas aquellas
disposiciones legales que considere contrarias a la Constitución. El monopolio de
rechazo de que dispone el Tribunal Constitucional, como antes se dijo, hace nece-
sario el revestimiento de la sentencia constitucional de efectos erga omnes, sean
explicitados en esos mismos términos o a través del recurso a la fórmula alemana
del art. 31.2 de su propia ley, (BVerfGG), que en ciertos supuestos atribuye a las
resoluciones del Tribunal Constitucional Federal “fuerza de ley” (Gesetzeskraft).
Pero no encierra menos claridad, que otra trascendental función de los
Tribunales Constitucionales, acorde con su rol de “intérpetes supremos de la
Constitución”, es la interpretación vinculante para todos los poderes públicos

35
Otto BACHOF: Grundgesetz und Richtermacht, J.C.B. Mohr (Paul Siebeck), Tübingen, 1959.
Manejamos la versión española, Jueces y Constitución, Civitas, Madrid, 1985, pp. 39-40.
36
Alessandro PIZZORUSSO: “I sistemi di giustizia costituzionale...”, op. cit., p. 522.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 939

(particularísimamente, para los aplicadores del Derecho, jueces y tribunales)


de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico en conformidad con la
misma, un texto, no se olvide, dotado de fuerza normativa, que requiere de modo
inexcusable de un órgano que, con carácter vinculante, interprete sus postulados,
muchos de ellos de carácter abierto y muy general, pues, como en un afortunado
símil dijera Treves37, “la Costituzione è come una carta geografica, sulla quale sono
tracciati gli elementi essenziali del territorio; spetta alla Corte fissarne i dettagli
topografici”.
Al Tribunal Constitucional corresponde, allí donde existe, independientemente
de que se le reconozca o no de modo específico por el ordenamiento jurídico, el rol
de intérprete supremo de la Constitución, y en cuanto que la Constitución tiene
una intrínseca pretensión de vivencia, esto es, de acomodo al devenir social, acorde
con el carácter fluido y dinámico de toda sociedad, ese intérprete supremo ha de
asumir la tarea de vivificar la Constitución, de convertirla en a living Constitution,
lo que otorga una enorme trascendencia a su función hermenéutica38.
La propia primacía de la Constitución sobre el resto del ordenamiento
jurídico, su visualización como vorrangiger Kontext (contexto superior), por
utilizar la expresión de Haak39, y su configuración como núcleo vertebrador del
ordenamiento, al que otorga su unidad material, exigen que la totalidad de las
normas jurídicas se interpreten de conformidad con la Constitución. Se perfila así
el principio de interpretación conforme, de notable trascendencia en lo que ahora
interesa, acogido desde antaño por la Supreme Court, que ha podido afirmar que,
“if the statute is reasonably susceptible of two interpretations, by one of which it
be unconstitutional and by other valid, is our plein duty to adopt that construction
which will save the statute from constitutional infirmity”.
Se admite de modo generalizado, que el principio de interpretación conforme
se vincula estrechamente con el principio de conservación de la norma. El
BVerfG –escribió Bachof hace medio siglo40– valora el principio (“Grundsatz”) de
continuidad jurídica de las leyes (“der Rechtsbeständigkeit der Gesetze”) como
un principio jurídico de considerable peso (“Als einen Rechtsgrundsatz von so
erheblichem Gewicht”). Con ello se trata además, de compatibilizar la primacía

37
Giuseppino TREVES: “Il valore del precedente nella Giustizia costituzionale italiana”, en La
dottrina del precedente nella giurisprudenza della Corte costituzionale, a cura di Giuseppino Treves,
UTET, Torino, 1971, pp. 3 y ss.; en concreto, p. 4.
38
Ello explica que Vigoriti haya escrito, en referencia a la Corte Costituzionale, que: “In its place
must come recognition that constitutional judges are the masters, not the servants, of a living constitu-
tion”. Vincenzo VIGORITI: “Italy: The Constitutional Court”, en The American Journal of Comparative
Law, Vol. 20, 1972, pp. 404 y ss.; en concreto, p. 414.
39
Volker HAAK: Normenkontrolle und Verfassungskonforme Gesetzesauslegung des Richters, Ludwig
Röhrscheid Verlag, Bonn, 1963, p. 304.
40
Otto BACHOF: “Der Verfassungsrichter zwischen Recht und Politik”, en Summum Ius Summa
Iniuria (Ringvorlesung gehalten von Mitgliedern der Tübinger Juristenfakultät im Rahmen des Dies
academicus. Wintersemester 1962/63), J.C.B. Mohr (Paul Siebeck), Tübingen, 1963, pp. 41 y ss.; en
concreto, p. 48.
940 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

de la Constitución con la salvaguarda, allí hasta donde sea posible, de la voluntad


del legislador.
El horror vacui del juez constitucional se ha traducido en la voluntad de
éste de compaginar la provocación de una suerte de big bang de los valores
constitucionales, facilitando su penetración en todas las ramas del ordenamiento
jurídico, con el soslayamiento de la creación simultánea de “agujeros negros” en
el ordenamiento jurídico41. Ello ha propiciado la multiplicación de las llamadas
“sentencias interpretativas”, que, como pusiera de relieve Crisafulli42, “sono nate
da un´esigenza pratica, e non da astratte elucubrazioni teoriche”. Y esa exigencia
práctica es, precisamente, la de evitar vacíos (vuoti) en el ordenamiento. Si a ello
se añade la aplicación del principio de conservación de los actos jurídicos, al que
acabamos de referirnos precedentemente, que a su vez casa a la perfección con
el de seguridad jurídica, y el hecho de que algunos Tribunales Constitucionales
han utilizado este tipo de sentencias para tratar de dar una doble interacción
interpretativa a las normas constitucionales y a las legislativas, ensamblándolas
de modo dinámico43, se puede comprender la gran expansión que este tipo de
decisiones ha tenido.

II. La interpretación por el juez constitucional no sólo de la Constitución sino


también del resto del ordenamiento jurídico, a fin de “conformarlo” a la Norma
suprema, se traduce en la creación de una jurisprudencia vinculante que, ya antes
lo señalábamos, ha venido a suponer una notable disminución de la distancia que
antaño separaba la eficacia del precedente en Norteamérica, en virtud de la regla
stare decisis y de la posición jerárquica superior de la Supreme Court44, de la efica-
cia de los efectos erga omnes de las sentencias de los Tribunales Constitucionales.
Por atender al bien significativo ordenamiento jurídico alemán, el art. 31.1
BVerfGG establece el carácter vinculante de las resoluciones del Tribunal Constitu-
cional Federal para todos los órganos constitucionales del Bund y de los Länder, así

41
Thierry DI MANNO: Le juge constitutionnel et la technique des décisions “interprétatives” en
France et en Italie, Economica–Presses Universitaires d´Aix-Marseille, Paris, 1997, p. 74.
42
Vezio CRISAFULLI: “La Corte Costituzionale ha vent´anni”, en Giurisprudenza Costituzionale,
Anno XXI, 1976, Fasc. 10, pp. 1694 y ss.; en concreto, p. 1703.
43
Silvestri, refiriéndose a la Corte Costituzionale, de la que por cierto es Giudice desde hace unos
años, recuerda que con este tipo de sentencias se ha propiciado una doble interacción hermenéutica:
de la norma constitucional sobre la disposición legislativa y de la evolución de las condiciones socio-
culturales (reflejadas, aunque sólo sea en parte, en la legislación) sobre las mismas disposiciones
constitucionales. Gaetano SILVESTRI: “Le sentenze normative della Corte Costituzionale”, en Scritti
su la Giustizia Costituzionale (In onore di Vezio Crisafulli), CEDAM, Padova, 1985, Vol. I, pp. 755 y ss.;
en concreto, p. 757.
44
Esta vinculación de la interpretación llevada a cabo por la Supreme Court no ha dejado, sin
embargo, de ser objeto de algunos cuestionamientos. Aunque las decisiones de la Supreme Court,
generalmente, se consideran vinculantes para todos, incluyendo al Presidente y al Congreso, Rosenfeld
recuerda que, periódicamente, ha habido impugnaciones recurrentes en relación a esta idea del carácter
vinculante de tales decisiones. Michel ROSENFELD: “El juicio constitucional en Europa y los Estados
Unidos: paradojas y contrastes”, en Revista Iberoamericana de Derecho Procesal Constitucional, nº 8,
Julio/Diciembre 2007, pp. 241 y ss.; en concreto, p. 247.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 941

como para todos los tribunales (“alle Gerichte”) y autoridades (“und Behörden”). El
sentido de esta eficacia vinculante (Bindungswirkung) es la extensión de la fuerza de
cosa juzgada personal de las resoluciones (“die Erstreckung der personellen Rechts-
kraft der Entscheidungen”) frente a todos los órganos estatales (“gegenüber allen
staatlichen Organen”), eficacia vinculante ésta que también se extiende a la ratio
decidendi, o si así se prefiere, a los tragenden Gründe, todo lo cual, según Weber45,
conduce a convertir al BVerfG no sólo en guardián de la Constitución (“Hüter der
Verfassung”), sino también en “intérprete determinante” (“massgeblicher Interpret”)
de la misma. De este modo, si en el marco de una decisión de interpretación
conforme, el BVerfG declara determinadas interpretaciones, posibles en sí mismas,
disconformes con la Constitución, las restantes jurisdicciones no pueden deducir
tales “posibilidades interpretativas” como conformes a la Constitución46. Innecesario
es decir que todo ello redunda en que el Tribunal Constitucional ya no sea tan sólo el
“legislador negativo” que concibiera Kelsen, sino que haya pasado a ser, en bastantes
ocasiones, un verdadero legislador positivo.
Pero es que, incluso en aquellas sentencias que parecen limitarse a expulsar
una norma del ordenamiento jurídico por su contradicción con la Constitución,
el rol del Tribunal Constitucional va más allá del de un mero “legislador nega-
tivo”. Como dijera Leopoldo Elia, siendo Presidente de la Corte Costituzionale,
la motivación de una decisión incluye, implícita o explícitamente, “condizioni
di comportamento conforme a costituzione per il legislatore”47. Aun cuando
la sentencia pueda parecer, en sintonía con la doctrina kelseniana, tan sólo un
contrarius actus, casi siempre es posible superar tal visión, “traendo condiziona-
menti impliciti o espliciti per la futura condotta del legislatore”. Por lo mismo, y
en referencia ya a España, bien creemos poder decir que la trascendencia de la
doctrina constitucional sentada por nuestro Tribunal Constitucional desborda de
lejos la que el Código Civil, con carácter general, atribuye (art. 1º.6) a la jurispru-
dencia ordinaria, que viene a complementar el ordenamiento jurídico. No estamos,
en el caso de la jurisprudencia constitucional, ante un mero complemento del
ordenamiento jurídico, sino ante un componente que va a impregnar la totalidad
de ese mismo ordenamiento al acomodar su significado a la interpretación que de
los principios y preceptos constitucionales va a llevar a cabo el juez constitucional.
Pensemos que en nuestro país, al igual que en Alemania, también se admite de
modo generalizado (aunque, por supuesto, haya quienes piensen lo contrario),
que la eficacia vinculante no se circunscribe tan sólo al fallo, a la parte dispositiva
de la sentencia, sino que se proyecta asimismo a la ratio decidendi, o lo que es
45
Albrecht WEBER: “Die Verfassungsgerichtsbarkeit in der Bundesrepublik Deutschland”, en
Christian Starck y Albrecht Weber (Hrsg.), Verfassungsgerichtsbarkeit in Westeuropa, Teilband I
(Berichte), 2. Auflage, Nomos, Baden-Baden, 2007, pp. 37 y ss.; en concreto, p. 61.
46
En sentido análogo, quien fuera Presidente del BVerfG, Wolfgang ZEIDLER, en “Cour cons-
titutionnelle fédérale allemande” (7ème Conférence des Cours constitutionnelles européennes), en
Annuaire International de Justice Constitutionnelle, III, 1987, pp. 37 y ss.; en concreto, p. 53.
47
Leopoldo ELIA: “Il potere creativo delle Corti costituzionali”, en La Sentenza in Europa. Metodo,
Tecnica e Stile (Atti del Convegno internazionale per l´inaugurazione della nuova sede della Facoltà.
Università degli Studi di Ferrara. Facoltà di Giurisprudenza), CEDAM, Padova, 1988, pp. 217 y ss.;
en concreto, p. 224.
942 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

igual, en los términos de Abraham48, a “the essence, the vitals, the necessary legal
or constitutional core of the decision”.

III. Al margen de cuanto se acaba de exponer, hemos de recordar, aunque


no podamos entrar en ello49, que los Tribunales Constitucionales europeos, o al
menos buen número de ellos, al hilo de los mecanismos de fiscalización de la
inconstitucionalidad por acción (aunque también por intermedio de los recursos
constitucionales de tutela de los derechos fundamentales, como ejemplifica el
Verfassungsbeschwerde), han creado de modo pretoriano una serie de técnicas
decisorias más o menos originales a través de las cuales han posibilitado el control
de las omisiones legislativas. No ha obstado a ello el hecho de que los recursos
jurisdiccionales, en gran medida por la inercia de una tradición liberal todavía hoy
bien presente en el Derecho procesal, sólo quepan frente a actos formales, con la
obvia ignorancia subsecuente de las omisiones. Las dificultades del empeño no
eran pocas, pues como constataba Trocker50, refiriéndose a la justicia constitucional
germano-federal, los mecanismos de control de la constitucionalidad de las leyes
parecían estructurados de modo tal que no se comprendían aquellos casos en que
el legislador hubiera violado no ya por acción, sino por omisión, la Grundgesetz. Ni
el control normativo abstracto (abstrakte Normenkontrolle) ni el control normativo
concreto (konkrete Normenkontrolle) parecían tener por objeto un comportamiento
omisivo del legislador. Ello no impediría que el BVerfG pudiera conocer de las omi-
siones del legislador, particularmente de las “relativas”, por utilizar la categorización
de Wessel51.
Posibilitada esta fiscalización en sede constitucional, la creatividad de algunos
Tribunales Constitucionales, el alemán y el italiano de modo muy destacado,
iba a hacer el resto. Una pluralidad de técnicas decisorias tanto por parte del
Bundesverfassungsgericht como de la Corte Costituzionale, propiciarían una
respuesta jurídica adecuada a los retos que planteaba el control de las omisiones

48
Henry J. ABRAHAM: The Judicial Process (An Introductory Analysis of the Courts of the United
States, England and France), 7th edition, Oxford University Press, New York/Oxford, 1998, p. 245.
49
Nos remitimos al respecto a un artículo de nuestra autoría. Cfr. Francisco FERNÁNDEZ SEGA-
DO: “El control de constitucionalidad de las omisiones legislativas. Algunas cuestiones dogmáticas”,
en Revista de las Cortes Generales, nº 75, Tercer cuatrimestre 2008, pp. 7 y ss.
50
Nicolò TROCKER: “Le omissioni del legislatore e la tutela giurisdizionale dei diritti di libertà”
(Studio comparativo sul diritto tedesco), en Archivio Giuridico <Filippo Serafini>, Vol. CLXXVIII,
Fascicoli 1-2, Gennaio/Aprile, 1970, pp. 88 y ss.; en concreto, pp. 106-107.
51
Wessel, Juez del BVerfG, en 1952, muy poco después por tanto de que el Tribunal Constitucional
Federal iniciara sus tareas, en un trabajo ya clásico, vino a sentar las bases de la más conocida y
reiterada tipología de las omisiones legislativas. Wessel diferenciará entre las omisiones absolutas
del legislador y las relativas. Las primeras (“Absolutes Unterlassen des Gesetzgebers”) son aquellas
en las que hay una total falta de desarrollo por parte del legislador de una disposición constitucional,
mientras que las omisiones relativas (“relatives Unterlassen”) presuponen una regulación parcial
que, al omitir, por ejemplo, del goce de un derecho a determinados grupos de personas, vienen a
entrañar una violación del principio de igualdad. Cfr. al efecto, WESSEL: “Die Rechtsprechung des
Bundesverfassungsgerichts zur Verfassungsbeschwerde”, en Deutsches Verwaltungsblatt (DVBl), 67.
Jahrgang, Heft 6, 15. März 1952, pp. 161 y ss.; en particular, p. 164.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 943

legislativas. Y para ello, en muchos casos, ambos Tribunales iban a actuar como
auténticos legisladores positivos. La técnica de la declaración de inconstituciona-
lidad sin nulidad (Unvereinbarkeitserklärung) del Tribunal alemán lo ejemplifica
paradigmáticamente, más aún si se tiene en cuenta que, “a posteriori”, el legislador
alemán, mediante la reforma de la Ley del Tribunal Constitucional (BVerfGG)
de 1970, positivaría la creación llevada a cabo en sede jurisdiccional doce años
antes. En Italia, las sentencias manipulativas constituyen asimismo un perfecto
ejemplo de creación normativa. Piénsese sin más en los dos subtipos de tales
decisiones que suelen diferenciarse: sentenze additive y sentenze sostitutive, o más
recientemente, en las “sentencias aditivas de principios”, e incluso, en cierto modo,
en las sentenze-monito, en las que la Corte Costituzionale recurre a la técnica de
dar avisos, sugerencias o advertencias (monito) al legislador.
La gran novedad a destacar de la justicia constitucional de la segunda posguerra,
puesta de relieve de uno u otro modo por numerosos autores52, es pues, la de que
los Tribunales Constitucionales no circunscriben su rol al de simples “legisladores
negativos”. El horror a los vacíos normativos, el principio de conservación de la
norma, en coherencia con las exigencias dimanantes del principio de seguridad
jurídica, la conveniencia de evitar problemas mayores de los que se tratan de atajar
con las sentencias declaratorias de la inconstitucionalidad, con la subsiguiente
búsqueda de fórmulas más flexibles que la pura dicotomía validez/nulidad53, la
multiplicación del número de leyes, de lo que constituye buena muestra el fenómeno
de las llamadas leggine en Italia, la reconocida naturaleza objetiva de los derechos,
que exige su interpretación como un orden objetivo de valores, la enorme relevancia
que ha asumido el principio de igualdad en su doble vertiente formal y material,
y un dispar conjunto de razones estructurales que tienen bastante que ver con las
nuevas exigencias del Estado de nuestro tiempo, y en particular, con los problemas
redistributivos del Estado social, respecto a los cuales, como afirma Weber54 en
relación al BVerfG, en una reflexión proyectable a otros órganos análogos, éste
órgano siempre debe incidir con carácter correctivo, tanto en el reconocimiento
52
Pensemos en que ya Calamandrei, en los años cincuenta, se manifestaba en tal sentido, al poner
de relieve que la Corte Costituzionale, si bien su consideración era aplicable a cualquier otro Tribunal
Constitucional, lejos de circunscribir su función a la mera anulación de normas, desempeñaba una
función positiva que se manifestaba en una doble vertiente: una acción de estímulo frente al legislador
y una cooperación activa al indirizzo politico, resultante de que, más allá del efecto negativo, expreso
en la parte dispositiva de la sentencia, de anulación de la ley contraria a la Constitución, las conside-
raciones efectuadas por la Corte en los fundamentos jurídicos de la sentencia tenían un significado
positivo de cooperación activa al indirizzo politico. Piero CALAMANDREI: “Corte Costituzionale e
autorità giudiziaria”, en Rivista di Diritto Processuale, 1956, I, pp. 7 y ss. Trabajo recogido en la obra
del propio autor, que manejamos, Studi sul processo civile, vol. 6º, CEDAM, Padova, 1957, pp. 210 y
ss.; en concreto, p. 258.
53
Como sostiene Modugno, la estricta alternativa accoglimento/rigetto dispuesta en el diseño
constituyente italiano, no fue sino fruto de la ingenuidad (quizá también, añadiríamos por nuestra
cuenta, del potente influjo de esa idea-fuerza que fue la del “legislador negativo”), pues las sentencias
interpretativas, en su variada tipología, representan una respuesta realista y siempre flexible frente
a los requerimientos de un diseño abstracto y rígido. Franco MODUGNO: “Corte Costituzionale e
potere legislativo”, en Paolo Barile, Enzo Cheli y Stefano Grassi (a cura di), Corte Costituzionale e
sviluppo della forma di governo in Italia, Il Mulino, Bologna, 1982, pp. 19 y ss.; en concreto, p. 48.
54
Albrecht WEBER: “Alemania”, en Eliseo Aja (editor), Las tensiones entre el Tribunal Constitucional
y el Legislador en la Europa actual, Editorial Ariel, Barcelona, 1998, pp. 53 y ss.; en concreto, p. 84.
944 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

de prestaciones como en su recorte, son otras tantas razones que explican la


función positiva que hoy vienen asumiendo con toda naturalidad los Tribunales
Constitucionales, que, como advirtiera hace ya unos cuantos lustros Crisafulli55, en
ocasiones parecen transformarse de jueces en legisladores.
En definitiva, si las circunstancias que, al margen ya de su propia concepción
dogmática del Estado y del Derecho, indujeron a Kelsen a esbozar su peculiar
modelo de justicia constitucional, han mutado de modo radical tras la guerra,
y si la caracterización como “legislador negativo”, a la que se han anudado los
principales elementos diferenciales respecto del modelo norteamericano, se ha
relativizado hasta el extremo, la conclusión es clara: los soportes que condujeron
a la contraposición entre los dos grandes modelos de la justicia constitucional han
sido profundamente socavados. Y a todo ello habrá de añadirse la obsolescencia
de los rasgos procesales propios de cada modelo, que Calamandrei contrapuso en
forma binomial, cuestión de la que nos ocupamos a continuación.

5. La obsolescencia de los rasgos binomiales contrapuestos de


Calamandrei

En una caracterización muy bien conocida, el gran procesalista italiano Piero


Calamandrei56 vino a connotar los dos grandes sistemas de control de constitucio-
nalidad (o de legitimidad constitucional) de las leyes, el sistema norteamericano
de la judicial review of Legislation y el europeo de la Verfassungsgerichtsbarkeit, a
través de un conjunto de binomios contrapuestos.
El primero de esos sistemas, tildado habitualmente como sistema difuso,
en cuanto que todos los órganos jurisdiccionales (de la autoridad judicial, decía
Calamandrei) pueden llevar a cabo este control, era caracterizado como incidental
o concreto (sólo lo puede proponer en vía prejudicial quien es parte en una
controversia concreta), especial (la declaración de inconstitucionalidad tan sólo
conduce a negar la aplicación de la ley in casu, o lo que es igual, a la inaplicación
de la norma legal considerada inconstitucional en el caso concreto), declarativo
(el pronunciamiento de inconstitucionalidad opera como declaración de certeza
retroactiva de una nulidad preexistente, y por tanto con efectos ex tunc) y con
efectos inter partes, pues sólo las partes del caso concreto en el que se ha suscitado
la fiscalización de la norma legal van a verse afectadas.
El sistema kelseniano, conocido por lo general como sistema concentrado,
en cuanto que el control se residencia en un único y especial órgano constitu-
cional, iba a ser caracterizado como principal o abstracto (el control se propone
como tema separado y principal de la petición, cuestionándose directamente

55
Vezio CRISAFULLI: “La Corte costituzionale ha vent´anni”, op. cit., p. 1704.
56
Piero CALAMANDREI: “La ilegitimidad constitucional de las leyes en el proceso civil”, en su
obra Instituciones de Derecho Procesal Civil (Estudios sobre el proceso civil), traducción de Santiago
Sentís Melendo, Librería El Foro, Buenos Aires, 1996, Vol. III, pp. 21 y ss.; en concreto, pp. 32-33.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 945

la legitimidad de la ley en general, sin esperar a que la aplicación de la norma


legal ofrezca la ocasión de una controversia especial), general (la declaración
de inconstitucionalidad conduce a la invalidación general de la norma legal,
haciéndole perder para siempre su eficacia normativa general), constitutivo (el
pronunciamiento de inconstitucionalidad opera como anulación o ineficacia ex
nunc, que vale pro futuro y respeta en cuanto al pasado la validez de la norma legal
inconstitucional) y, en sintonía con lo anterior, con efectos generales o erga omnes.
La virtualidad didáctica de los adjetivos “difuso” y “concentrado” es grande;
de ello no cabe la menor duda. Sin embargo, hoy no se puede decir que retraten
la realidad de la justicia constitucional, por lo que su valor explicativo es bastante
dudoso. Incluso desde una perspectiva histórica, resulta que la completa vigencia
práctica de los postulados teóricos en que se sustentaba la bipolaridad ha sido más
bien escasa, produciéndose muy pronto una cierta relativización de algunos de
sus rasgos más característicos. No será necesario esperar a la nueva concepción
sustentada por los constituyentes europeos de la segunda posguerra, si bien a
partir de este momento el proceso conducente a la relativización de los rasgos
binomiales expuestos se acentuará de modo notable. En efecto, la importante
reforma constitucional austriaca de diciembre de 1929, ya mencionada, agrietará
la supuesta solidez de esos contrapuestos rasgos. A juicio de Cappelletti57, que
compartimos por entero, tras la Novelle (como se conoce la reforma constitucional
de 1929), el sistema austriaco-kelseniano iba a presentar ya un carácter híbrido.
Por lo demás, una opinión doctrinal muy extendida en nuestros días subraya
la existencia de una clara tendencia convergente entre los dos grandes modelos.
Tal será el caso, por limitarnos a la opinión del autor posiblemente más relevante,
de Mauro Cappelletti58, para quien el control jurisdiccional de las leyes, en su fun-
cionamiento en el mundo contemporáneo, revela un hundimiento de las antiguas
dicotomías (“a breakdown of old dichotomies”), hallándose los dos modelos en
vías de llegar a uno solo, en proceso, en definitiva, de su progresiva unificación
(“the two worlds are becoming one”). El análisis particularizado que hacemos a
continuación de los, supuestamente, contrapuestos rasgos de cada modelo no
conduce sino a corroborar lo que se acaba de decir.

A) El carácter relativo de la contraposición “sistema concentrado/sistema


difuso”: del monopolio del control de la constitucionalidad por el
Tribunal Constitucional al mero monopolio de rechazo

El primero de los rasgos diferenciales entre los dos grandes modelos atañe
al órgano legitimado para llevar a cabo el control. Ya se ha dicho, y es de sobra
57
Mauro CAPPELLETTI: Il controllo giudiziario di costituzionalità delle leggi nel diritto comparato,
settima ristampa inalterata, Giuffrè, Milano, 1978, p. 95.
58
Mauro CAPPELLETTI: “Judicial Review in Comparative Perspective”, en California Law
Review (Cal. L. Rev.), Vol. LVIII, 1970, pp. 1017 y ss.; en concreto, p. 1053. En versión francesa, “Le
contrôle juridictionnel des lois en Droit comparé”, en la obra del propio autor, Le pouvoir des juges,
Economica–Presses Universitaires d´Aix-Marseille, Paris, 1990, pp. 179 y ss.
946 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

conocido, que en el sistema norteamericano todos los órganos judiciales pueden


pronunciarse sobre la constitucionalidad de una ley con ocasión de las contro-
versias o litigios que se susciten ante ellos. En el sistema kelseniano, un órgano
ad hoc, el Tribunal Constitucional, es el único encargado de llevar a cabo dicha
fiscalización, asumiendo por lo mismo un verdadero monopolio.
Este monopolio, aunque formalmente no se vea alterado, sufrirá un considera-
ble embate con la reforma constitucional austriaca de 1929 (Dezember Verfassung).
Cabe recordar, con carácter previo, que el texto constitucional de 1920 (art. 89.2)
habilitaba a los Tribunales, en el caso de que les surgieran dudas acerca de la ilega-
lidad de un reglamento que hubieren de aplicar, para suspender el procedimiento
seguido ante ellos y requerir al Tribunal Constitucional su anulación por un vicio
de ilegalidad. El planteamiento de esta cuestión quedaba, pues, circunscrito a las
normas reglamentarias, no abarcando las legales.
La reforma constitucional de 1929, dando una nueva redacción al art. 140,
amplió la legitimación para recurrir una ley por un vicio de inconstitucionalidad
ante el Tribunal Constitucional (Verfassungsgerichtshof, VfGH), al Tribunal Supre-
mo (Oberster Gerichtshof) y al Tribunal de Justicia Administrativa (Verwaltungs-
gerichtshof). Cualquier parte de una litis o controversia de la que estuviera cono-
ciendo uno de estos dos altos órganos judiciales ordinarios podía plantear ante
ellos el problema de la constitucionalidad de una ley aplicable al caso concreto,
si bien la cuestión constitucional propiamente dicha se había de plantear por la
exclusiva decisión del órgano jurisdiccional, pues, desde el punto de vista procesal,
lo que resultaba decisivo era el interés público protegido por los Tribunales, no el
interés privado de las partes, en sintonía con la naturaleza objetiva de los procesos
de control normativo, de la que se hiciera eco Söhn en un ya clásico trabajo59.
El origen de esta reforma se ha visto por algún autor60 en la facultad de que
dispuso el VfGH, desde su diseño inicial en 1920, de proceder de oficio al control
de constitucionalidad de una ley o de un reglamento, cuando hubiere de aplicar
una de esas normas en otro caso distinto pendiente de su conocimiento. Sin
embargo, a nuestro modo de ver, quizá haya que atender también a la nítida
postura kelseniana favorable a la fórmula acuñada constitucionalmente en 1929,
en la que el gran jurista nacido en Praga vio un cauce para la introducción de una
muy atenuada actio popularis61.

59
Hartmut SÖHN: “Die abstrakte Normenkontrolle”, en Bundesverfassungsgericht und Grundgesetz
(Festgabe aus Anlass des 25 jährigen Bestehens des Bundesverfassungsgerichts), herausgegeben von
Christian Starck, Erster Band (Verfassungsgerichtsbarkeit), J.C.B. Mohr (Paul Siebeck), Tübingen,
1976, pp. 292 y ss.
60
Theo ÖHLINGER: “La giurisdizione costituzionale in Austria”, en Quaderni Costituzionali,
Anno II, nº 3, Dicembre 1982, pp. 535 y ss.; en concreto, p. 542.
61
Recordemos que Kelsen admitía, que la mayor garantía en orden al desencadenamiento del
procedimiento de control de constitucionalidad consistía ciertamente en la previsión de una actio
popularis, de acuerdo con la cual, el VfGH habría de proceder al control a instancia de cualquiera.
“C´est incontestablement de cette façon que l´intérêt politique qu´il y a à l´élimination des actes
irréguliers recevrait la satisfaction la plus radicale”. A partir de tal reconocimiento, Kelsen considera
esta solución como no recomendable, porque la misma entrañaría un muy considerable peligro de
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 947

La reforma constitucional de 1929, de esta forma, aun no rompiendo for-


malmente el monopolio del control de constitucionalidad por parte del Tribunal
Constitucional, alteró significativamente el significado del mismo, convirtiéndolo
en un monopolio de rechazo por cuanto, de algún modo, los dos altos órganos
jurisdiccionales ordinarios que eran legitimados para plantear ante el VfGH la
pertinente “demanda” (en los términos del art. 140.1 de la Constitución), antes de
decidir su planteamiento, debían lógicamente de llevar a cabo un primer juicio
de constitucionalidad en el que sustentar posteriormente el planteamiento de la
cuestión. Como ha escrito Rubio Llorente refiriéndose a la cuestión de inconstitu-
cionalidad en España62, aunque su reflexión tiene un obvio valor general, la cuestión
implica siempre un doble juicio de constitucionalidad: uno provisional y negativo,
efectuado por el Juez o Tribunal que la suscita, y otro, definitivo y coincidente o
no con aquél, que es el que lleva a cabo el Tribunal Constitucional. De ahí que allí
donde existe este instituto procesal, independientemente del nombre con que se
le identifique, el Tribunal Constitucional, en cuanto comparte con los órganos
judiciales ordinarios la posibilidad de emitir juicios de constitucionalidad, pierde su
monopolio sobre los mismos, pasando a detentar tan sólo el monopolio de rechazo
de las leyes inconstitucionales (que en el caso austriaco habría que ampliar a los
reglamentos ilegales).
El constitucionalismo de la segunda posguerra ha caminado en esta misma
dirección. Alemania, Italia y España nos ofrecen buenos ejemplos de ello, y en
Austria también se ha avanzado, pues la reforma constitucional de 1975 vino a
legitimar, en orden al desencadenamiento del control por parte del VfGH, a todos
los órganos jurisdiccionales de segunda instancia, lo que era relevante en todos
aquellos supuestos en los que no estaba legalmente previsto un recurso ante los
órganos judiciales supremos.
Puede concluirse por todo ello, que el instituto procesal que venimos comen-
tando ha venido a hacer partícipes del proceso de control de constitucionalidad
de las leyes a todos los jueces, relativizando de esta forma el primer binomio
diferencial que separa a los dos grandes modelos.

B) La relatividad de la rígida contraposición entre el carácter incidental y


principal del control

I. Una segunda diferencia entre los dos sistemas atañe al carácter incidental
o principal del control. Recordemos que en el sistema de la judicial review la ley

acciones temerarias “et le risque d´un insupportable encombrement des rôles”. Sin embargo, casi de
inmediato, Kelsen se manifiesta favorable a un acercamiento del recurso de inconstitucionalidad a la
actio popularis, a cuyo efecto postula que se permita a las partes de un proceso judicial o administra-
tivo provocar tal control de constitucionalidad frente a actos de autoridades públicas (resoluciones
judiciales o actos administrativos) cuando entendieren que tales actos, aun siendo inmediatamente
regulares, se hubieren realizado en ejecución de una norma irregular (ley inconstitucional o reglamento
ilegal). Hans KELSEN: “La garantie juridictionnelle de la Constitution”, op. cit., pp. 245-246.
62
Francisco RUBIO LLORENTE: La forma del poder (Estudios sobre la Constitución), Centro de
Estudios Constitucionales, Madrid, 1993, p. 588.
948 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

sospechosa de inconstitucionalidad no es susceptible de impugnación directa; la


supuesta inconstitucionalidad tan sólo puede hacerse valer como una cuestión
incidental, de cuya resolución depende la decisión que sobre el caso principal ha
de adoptar el juez competente, por quien es parte en una controversia o litigio
concreto. En el sistema kelseniano, el control se propone como principal, desvin-
culado de la aplicación concreta de la ley. El cauce procesal para instar el control
es, pues, el de una impugnación directa, en vía principal. Al desvincular la acción
de inconstitucionalidad de cualquier litigio, se facilita la fiscalización de leyes que,
quizá, no puedan suscitar controversia, si bien, como regla general, el ejercicio
de esta acción se circunscribe a un determinado plazo. En el sistema kelseniano
parece, pues, que el desencadenante del control de constitucionalidad es el puro
interés público, mientras que en el modelo norteamericano, en principio, la
fiscalización en sede judicial se conecta estrechamente con una controversia entre
intereses particulares.
En 1942, Kelsen sostuvo63, que la mayor diferencia entre el sistema norteame-
ricano y el austriaco radicaba en el procedimiento a cuyo través una ley podía ser
declarada inconstitucional por el órgano competente, subrayando el hecho de que,
en principio, en el sistema americano, sólo la violación del interés de un particular
podía desencadenar el procedimiento de control constitucional (“it is in principle
only the violation of a party-interest which puts in motion the procedure of the
judicial review of legislation”), lo que, de alguna forma, significaba la postergación
del interés público que el control de constitucionalidad de las normas entraña,
que no necesariamente coincide con el interés privado de las partes interesadas.

II. El control en el sistema norteamericano, ciertamente, se ha vinculado siem-


pre a la existencia de una controversia. Ya en julio de 1793, la Supreme Court tuvo
la oportunidad de pronunciarse al efecto, al rechazar dar una opinión consultiva
(advisory opinion) que el Secretario de Estado, Thomas Jefferson, en nombre del
Presidente Washington, solicitó de la Corte sobre un cierto número de cuestiones
legales de Derecho internacional suscitadas de resultas de la ruptura de hostilidades
entre Francia e Inglaterra y en conexión con la Neutrality Proclamation hecha por
Estados Unidos ese mismo año. Como señalara Warren64, con su rechazo, la Corte
sentó un precedente de inmensa importancia para el sistema gubernamental del
que, por lo demás, nunca se ha apartado. Otro hito jurisprudencial al respecto lo
encontramos, en 1911, en el caso Muskrat vs. United States. A juicio de quien llegaría
a ser Chief Justice, Charles Evans Hughes65, el éxito de la Corte en cuanto tribunal

63
Hans KELSEN: “Judicial Review of Legislation. A Comparative Study...”, op. cit., pp. 192-193.
64
Charles WARREN: “The First Decade of the Supreme Court of the United States”, en The
University of Chicago Law Review (U. Chi. L. Rev.), Vol. 7, 1939-1940, pp. 631 y ss.; en concreto,
p. 646.
65
Charles Evans HUGHES: The Supreme Court of the United States. Its Foundation, Methods and
Achievements. An Interpretation, Columbia University Press, New York, 1928, pp. 29-30. En la versión
española, La Suprema Corte de los Estados Unidos, 2ª ed. española, Fondo de Cultura Económica,
México, 1971, p. 53.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 949

independiente y exclusivamente judicial iba a depender, no de unas fórmulas


constitucionales, sino (al margen ya de la calidad de los hombres seleccionados
para la Corte) de una serie de principios restrictivos adoptados para el control de su
propio ejercicio del poder judicial, entre ellos, el de que desde el comienzo, la Corte
se limitó a su tarea judicial de resolver pleitos reales (“its judicial duty of deciding
actual cases”), entendiendo que tal era la intención constitucional, pues no otra
cosa debía significar el conocimiento de “casos” y “controversias”66. Añadamos,
que una dilatada jurisprudencia de la Corte ha delimitado la competencia judicial
con singular nitidez, entendiendo a grandes rasgos, que el conocimiento de “casos y
controversias” (la conocida como case and controversy doctrine) ha de interpretarse
como excluyente del conocimiento por los tribunales federales de cualquier caso
que no cumpla estos cuatro requisitos: 1º) el caso debe incluir partes contrarias; 2º)
las partes deben tener un interés jurídico sustancial; 3º) la controversia, por fuerza,
tiene que surgir de una serie de hechos reales, y 4º) el fallo implica una decisión
compulsiva sobre los derechos de las partes67.
En definitiva, la vinculación del control de constitucionalidad en sede judicial a
una controversia presupone que aquél sólo se desencadena con ocasión de un litigio
que afecta a intereses particulares. No es el interés público en la preservación de
un ordenamiento acomodado a la Constitución el desencadenante del control, sino
la existencia de una controversia, de una litis que enfrenta intereses particulares
contrapuestos. Grant68, desde su profundo conocimiento del constitucionalismo
latinoamericano y desde la óptica del mismo, admitía mediado el pasado siglo, que
uno de los principales defectos del sistema americano de la judicial review era la
imposibilidad de conseguir que el interés público en la defensa de sus leyes fuera
cuidado siempre de modo adecuado, pues no se podía considerar que así acontecía
cuando el mismo se dejaba en manos de un litigante particular.
Una Ley de 24 de agosto de 1937, “para proveer la intervención del Gobierno
de los Estados Unidos, la apelación directa al Tribunal Supremo y la regulación
de la expedición de injunctions en algunos casos referentes a la constitucionalidad
de las leyes del Congreso y para otros propósitos”, vino a cambiar la situación. El
propio Kelsen así lo había de expresar69, admitiendo que el texto legal reconocía
el interés público en el control jurisdiccional de las leyes federales. Y en la misma
dirección se iba a manifestar Grant70, para quien la Ley subsanaba el defecto

66
El propio Charles Evans Hughes, ocupando la Chief Justiceship, y expresando la opinión de
la Corte en el caso Aetna Life Insurance Co. v. Haworth (1937), razonaba, que “una controversia
jurisdiccional se distingue de una diferencia o disputa de carácter hipotético o abstracto (...). La
controversia debe ser determinada y concreta, con referencia a las relaciones jurídicas de las partes
que tengan intereses jurídicos opuestos (...). Debe ser una controversia real y sustancial que admita
un remedio específico a través de una resolución de carácter definitivo”.
67
C. Herman PRITCHETT: La Constitución Americana, Tipográfica Editora Argentina, Buenos
Aires, 1965, p. 136.
68
James Allan C. GRANT: “Judicial Control of Legislation. A Comparative Study”, en The American
Journal of Comparative Law, Vol. III, number 2, Spring 1954, pp. 186 y ss.; en concreto, pp. 191-192.
69
Hans KELSEN: “Judicial Review of Legislation. A Comparative Study...”, op. cit., p. 193.
70
James Allan C. GRANT: “Judicial Control of Legislation...”, op. cit., p. 192.
950 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

al que con anterioridad nos referimos, y ello por cuanto, siguiendo el sistema
usado largo tiempo en México, la Ley de 1937 dispuso que cuando la validez de
una ley federal fuera cuestionada por un litigante, el tribunal debía de proceder
a notificarlo al Attorney General, a fin de permitirle que fuera parte en el caso71.
La Ley concedía asimismo al ejecutivo la facultad de recurrir en apelación ante
la Supreme Court una sentencia dictada por un tribunal federal, por la que una
ley federal fuera declarada contraria a la Constitución, lo que posibilitaba al
ejecutivo federal el derecho a intervenir judicialmente en cualquier acción entre
particulares, convirtiéndose así en una de las partes a los efectos de la presentación
de pruebas y de la argumentación de la cuestión constitucional. Con anterioridad a
la Judiciary Act de 1937, en semejantes casos, no siendo parte los Estados Unidos,
a sus representantes legales no les cabía otra opción que la de comparecer en el
proceso como amici curiae, opción claramente insuficiente.
El valor de la nueva norma legal quedó demostrado pocos años después, en el
caso United States v. Johnson (1944). El pleito surgió en torno a la cuestión de la
validez de las normas relativas al control de los alquileres, que había establecido
la Emergency Price Control Act de 1942, considerando el tribunal, en el pertinente
proceso, que la norma legal era unconstitutional. En apelación, la sentencia
fue anulada y la petición considerada como colusoria, porque se probó que el
demandante había formulado la demanda con un nombre ficticio a instancias del
demandado, que había contratado al abogado del demandante y pagado todos los
gastos judiciales. Tales hechos no habrían salido a la luz si el Attorney General no
hubiera podido personarse como parte, lo que fue posible gracias a la Ley de 1937.
Como puede apreciarse, desde la perspectiva del Derecho norteamericano,
el interés público pasó a hacer acto de presencia hace tres cuartos de siglo en
los procesos en los que pudiera ventilarse la inconstitucionalidad de “a national
statute”. Pero también desde la óptica de los sistemas de corte kelseniano nos
encontramos con una importantísima relativización de la diferencia que ahora
estamos analizando.

III. En Europa, como destacara la doctrina72, una de las novedades emergentes


de las experiencias de la justicia constitucional de la segunda posguerra es la
constatación de la posibilidad de combinar la técnica del control incidental (de
tipo norteamericano) con la técnica del control concentrado (de tipo austriaco-
kelseniano), mediante el empleo de mecanismos procesales tales como las ques-

71
En el comentario relativo a la legislación (particularmente a la Judiciary Act de 1937) que se
lleva a cabo en la Harvard Law Review (Harv. L. Rev., Vol. LI, No. 4, February 1938, pp. 148-155, en
particular, pp. 148-149), puede leerse, en relación a la finalidad perseguida por este texto legal, lo
siguiente: “The chief purpose of the Act is to remove the possibility of having a federal statute declared
unconstitutional in a suit to which the United States was not a party, and in which the relation of
the litigants was such that a proper presentation of the case in favor of the validity of the statute in
question was not obtained”.
72
Alessandro PIZZORUSSO: “I sistemi di giustizia costituzionale: dai modelli alla prassi”, op. cit.,
p. 522.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 951

tioni di legittimità costituzionali, el konkrete Normenkontrolle o nuestra cuestión de


inconstitucionalidad, mecanismos que hoy encontramos en otros muchos países
(por ejemplo, en la gran mayoría de los países de Europa oriental). Por intermedio
de los mismos, tal y como ya vimos al aludir a la reforma constitucional austriaca
de 1929, se reconoce a los órganos jurisdiccionales ordinarios la facultad no de
decidir autónomamente las cuestiones constitucionales, pero sí de elevar a la deci-
sión del Tribunal Constitucional normas sospechosas de vulnerar la Constitución
que hayan de ser aplicadas, con carácter determinante para la decisión final, en
una litis concreta de la que estén conociendo. Ello es enormemente importante,
porque va a atribuir un cierto carácter “concreto” al control realizado en sede
constitucional a instancias de un órgano judicial ordinario. Bien es verdad que,
a nuestro entender, este carácter “concreto”, supuestamente contrapuesto a la
“abstracción” que parece connatural al carácter principal del control, sólo puede
visualizarse en un sentido impropio, que se vincula con el planteamiento de la
cuestión, y ello aunque haya de admitirse que, en lo básico, la cuestión planteada
por el juez ordinario ante el juez constitucional será la de la incompatibilidad
entre dos normas, la legal y la constitucional, esto es, una cuestión esencialmente
abstracta. A este respecto, Rubio Llorente73 ha hecho especial hincapié en que
el cuestionamiento ante el Tribunal Constitucional, por un tribunal ordinario,
de la ley que debe aplicar para la solución de un caso concreto sigue siendo una
impugnación abstracta, anterior a la decisión del litigio y cuyo objeto no es ni
puede ser otro que el puro enunciado de la ley, y ni siquiera debe inducir a error
la denominación alemana de esta vía de control, konkrete Normenkontrolle. Con
todo, a nuestro entender, ignorar que de una y otra forma de desencadenamiento
del control de la ley en sede constitucional se desprenden diferencias significativas
sería tanto como desatender a la evidencia.
La abstracción del control se produce porque el proceso de constitucionalidad
surge completamente al margen de un caso judicial, y por lo mismo, de la aplica-
ción de la norma. La concreción deriva a su vez de la relación de prejudicialidad,
como se diría en Italia, que, en conexión con la “relevancia” (constatada en
el oportuno “juicio de relevancia”) de la cuestión de inconstitucionalidad, se
establece entre los dos juicios en base a que mientras en uno la norma impugnada
constituye el objeto del control de constitucionalidad, en el otro, es tal norma la
que ha de ser aplicada en orden a la resolución del caso, dependiendo la resolución
de la litis de la validez constitucional de la norma, lo que vincula la decisión del
Tribunal Constitucional a un caso concreto en cuyo ámbito la norma controlada
ha de encontrar aplicación.
Esta, si se quiere, relativa concreción en el planteamiento de la cuestión de
inconstitucionalidad convive con la abstracción del enjuiciamiento llevado a cabo
en sede constitucional. El Tribunal Constitucional, desde luego, no va a dejar de
confrontar en abstracto dos normas jurídicas, dilucidando su compatibilidad

73
Francisco RUBIO LLORENTE: La forma del poder (Estudios sobre la Constitución), op. cit.,
p. 511.
952 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

o contradicción a través de un conjunto de operaciones lógico-silogísticas. Sin


embargo, como bien se ha señalado74, la concreción en el planteamiento de origen
no parece que haya de carecer de una cierta repercusión en el propio juicio cons-
titucional, pues, llegado el momento de determinar el sentido de los enunciados
normativos, puede llegar a ejercer un cierto influjo, por pequeño que sea, el caso
litigioso en suspenso en el que se ha suscitado el problema de constitucionalidad
y sobre el que, una vez que haya dictado sentencia el juez constitucional, habrá
de pronunciarse el juez a quo.
La introducción en Europa del instituto procesal que en España llamamos
cuestión de inconstitucionalidad, que como ya se ha visto se remonta a una
época tan lejana como es el año 1929, nos ofrece una prueba fehaciente más del
progresivo entremezclamiento de elementos de uno y otro sistema.

C) Los elementos de aproximación frente a la supuesta separación


visualizada en los binomios relativos a la extensión, naturaleza y efectos
temporales de las sentencias estimatorias de la inconstitucionalidad

Una última y doble diferencia entre los dos sistemas atañe a la extensión y
naturaleza de los efectos de las sentencias estimatorias de la inconstitucionalidad
de la norma impugnada.
En el modelo norteamericano, en sentido estricto, el Juez no anula la ley sino
que declara una nulidad preexistente, por lo que se limita a inaplicar la ley que
considera contradictoria con la Constitución. Estaríamos, pues, ante una sentencia
declarativa. En sintonía con ello, los efectos de la declaración son retroactivos (ex
tunc) y, dado el carácter incidental de la demanda, limitados al caso concreto (inter
partes); dicho de otro modo, y en términos de Calamandrei, se trata de un control
“especial”, no “general”. Incidiendo en estos mismos rasgos, Grant75 ha procedido
a sintetizarlos con meridiana claridad: “The American doctrine –escribía el
conocido profesor americano– is based upon a single concept: a statute contrary
to the Constitution is void. The unconstitutional law does not became unenforce-
able when it is declared unconstitutional by a court; it is void ab initio –from the
beginning– and the court cannot apply it because of its nullity”76.

74
Javier JIMÉNEZ CAMPO: “Consideraciones sobre el control de constitucionalidad de la ley
en el Derecho español”, en La Jurisdicción Constitucional en España (La Ley Orgánica del Tribunal
Constitucional. 1979-1994), Tribunal Constitucional–Centro de Estudios Constitucionales, Madrid,
1995, pp. 71 y ss.; en concreto, pp. 77-78.
75
James Allan C. GRANT: “Judicial Control of Legislation. A Comparative Study”, op. cit., p. 190.
76
Años antes, Corwin se había pronunciado en términos muy parejos. “When the Supreme Court
of the United States pronounces an act of Congress <void>, it ordinarily means void ab initio, because
beyond the power of Congress to enact, and it furthermore generally implies that it would similarly
dispose of any future act of the same tenor”. Edward S. CORWIN: “The <Higher Law> Background
of American Constitutional Law”, en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Vol. XLII, No. 2, December,
1928, pp. 149 y ss., y 365 y ss.; en concreto, pp. 371-372.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 953

En la Verfassungsgerichtsbarkeit, el órgano al que se confía la anulación de las


leyes inconstitucionales, como ya expusimos, no ejerce propiamente una verdade-
ra función jurisdiccional, aunque tenga, por la independencia de sus miembros,
la organización de un Tribunal. A partir de la diferencia que Kelsen considera
determinante entre la función jurisdiccional y la función legislativa (mientras la
última crea normas generales, la primera no crea sino normas individuales), el
maestro de la Escuela de Viena resuelve el problema del significado de la anulación
de una ley decidida por el Tribunal Constitucional. “Aplicando la Constitución a
un hecho concreto de producción legislativa y llegando a anular leyes inconstitu-
cionales –escribe Kelsen77– el Tribunal Constitucional no genera sino destruye una
norma general, es decir, pone el actus contrarius correspondiente a la producción
jurídica, o sea, que oficia de <legislador negativo>”. La decisión del Tribunal de
anular una ley tiene, pues, el mismo carácter que una ley abrogativa de otra norma
legal; es un acto de legislación negativa. Y en obvia sintonía con lo anterior, la
sentencia del Tribunal kelseniano tiene una naturaleza constitutiva.
En la caracterización del Tribunal como negativ Gesetzgeber no se ha de ver
una acentuación del carácter político de la función desempeñada por el VfGH,
sino más bien el intento kelseniano de asimilarla a la función legislativa, con
vistas, particularmente, al otorgamiento de efectos erga omnes al pronunciamiento
del Juez constitucional y a la exclusión de la fuerza retroactiva de la resolución
judicial, es decir, a dotar a la sentencia de efectos ex nunc78. Kelsen consideró que
difícilmente podía justificarse tal fuerza retroactiva, no sólo por las consecuencias
criticables de todo efecto retroactivo, sino, especialmente, porque la decisión
concernía a un acto del legislador, y éste también estaba autorizado para inter-
pretar la Constitución, aun cuando estuviese sometido en este aspecto al control
del Tribunal Constitucional. En definitiva, mientras el juez constitucional no
declarase inconstitucional una ley, la opinión del legislador, expresada en un acto
legislativo, tenía que ser respetada. De todo ello se infería, como es patente, la
naturaleza constitutiva de las sentencias estimatorias de la inconstitucionalidad79.

77
Hans KELSEN: Wer soll der Hüter der Verfassung sein?, 1931. Manejamos el texto en versión
española, traducido por Roberto J. Brie, ¿Quién debe ser el defensor de la Constitución?, Tecnos,
Madrid, 1995, pp. 36-37.
78
Adriano GIOVANNELLI: “Alcune considerazioni sul modello della Verfassungsgerichtsbarkeit
kelseniana...”, op. cit., pp. 388-389.
79
Kelsen admite una sola excepción frente a la regla general de exclusión de fuerza retroactiva
de la sentencia: la ley anulada por la sentencia constitucional no puede ya ser aplicada al caso que
dio lugar al control jurisdiccional y subsiguiente anulación de la ley. Esta salvedad la justifica Kelsen
como una necesidad técnica. “This retroactive force, –escribe el gran jurista austriaco– exception-
ally granted to the judgement of annulment, was a technical necessity, because without it the
authorities charged with the application of the law (that is, the judges of the Supreme Court and of
the Administrative Court respectively) would not have had an immediate and consequently sufficiently
cogent interest to cause the intervention of the Constitutional Court”. Innecesario es decir que cuando
Kelsen escribe esto, ya regía en Austria la reforma constitucional de 1929, que como ya se ha expuesto,
introducía limitadamente la que, con términos del ordenamiento español, llamaríamos cuestión de
inconstitucionalidad. Hans KELSEN: “Judicial Review of Legislation. A Comparative Study of the
Austrian and the American Constitution”, op. cit., p. 196.
954 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

a) El determinante influjo de la regla stare decisis en el


sistema americano: de la inaplicación con efectos inter
partes a la anulación con efectos erga omnes

La primera relativización que se advierte en el punto que nos ocupa atañe al


sistema americano. Recordemos, a título previo, que la base de todo el Derecho
de creación judicial, característico de los sistemas de common law, se encuentra
en la regla del precedente (the rule of precedent), que fundamenta la obligación
que pesa sobre el juez de atenerse en sus decisiones a los precedentes judiciales,
conjunto normativo (case law) elaborado por los órganos jurisdiccionales con
anterioridad. El bien conocido aforismo de origen latino, stare decisis et quieta
non movere, identifica esta regla.
Si se nos permite el excursus, vale la pena recordar que la regla del stare decisis
es fruto de un proceso histórico evolutivo que se manifiesta primeramente en
Inglaterra. En este país, en los year books, primera forma de plasmación en actas
de las decisiones jurisprudenciales, entre 1290 y 1530, no se encuentran aún
vestigios de citas o referencias a casos precedentes. El primer vestigio de ello lo
hallamos en la obra Doctor and Student (1523); en ella, como recuerda Mattei80,
no sólo hace ya acto de presencia la distinción entre authority vinculante y prece-
dente persuasivo, sino que también se establece expressis verbis el principio del
Derecho inglés de que “los casos iguales deben ser decididos todos ellos de manera
análoga”. En este período de los year books, que se suele hacer llegar hasta el año
1765, fecha de inicio de los reports de Burrow, que marcan un punto de inflexión
muy significativo, la publicación de las decisiones jurisprudenciales contribuirá
de modo notable al proceso de crecimiento de su autoridad.
En la América prerrevolucionaria el valor del precedente fue muy desigual,
en función de la relación de cada colonia con la metrópoli. En todo caso, al
precedente le puede ser aplicada la “regla aúrea” que guió la recepción del common
law inglés: éste rige en el ámbito delimitado por su adaptación a las necesidades
locales81.
Tras la Constitución de 1787, habrá que esperar a mediados del siglo XIX
para poder apreciar algunas sentencias de la Supreme Court o de otros tribunales
en las que se apela a la regla stare decisis como fuente de autoridad. Un ejemplo
de ello puede verse en la consideración del Chief Justice de la Corte Suprema del
Estado de Maryland, Le Grand, en el caso Milburn v. State of Maryland (1851),
en el sentido de que “the precedent´s authority” (la autoridad de la doctrina
jurisprudencial preexistente) cerraba la discusión. Hoy, no puede dudarse de
que la praxis jurisprudencial de los tribunales norteamericanos se encuentra
fuertemente condicionada por el principio stare decisis, que Benjamin Cardozo,

80
Ugo MATTEI: Stare Decisis. Il valore del precedente giudiziario negli Stati Uniti d´America, Giuffrè
Editore, Milano, 1988, pp. 12-13.
81
Ibidem, p. 35.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 955

en el más clásico estudio sobre el rol del poder judicial norteamericano, definiera
en términos devenidos clásicos del siguiente modo: “stare decisis is at least the
everyday working rule of our law”82, dándole por lo mismo la naturaleza propia
de una regla o pauta cotidiana.
La Supreme Court, desde luego, es libre de separarse de sus propios prece-
dentes en materia constitucional, como defendiera en una dissenting opinion
el prestigioso Justice Louis Brandeis, nombrado Juez del Tribunal en 1916 a
propuesta del Presidente Woodrow Wilson. La reflexión de Brandeis se convirtió
en la justificación teórica de un número relativamente elevado de casos de “cambio
de ruta” constitucional. Pero no sería tal Juez el único que se iba a manifestar en
tal dirección. Cardozo, –que llegaría a la Corte Suprema en 1932, permaneciendo
como Juez en ella hasta el año de su muerte, 1938, siendo por tanto colega de Bran-
deis en la Corte durante seis años– en su célebre obra sobre el proceso judicial, se
manifestaba dispuesto a admitir, que aunque la regla de la adhesión al precedente
no debía ser abandonada, sí podía ser en alguna medida relativizada, relajada,
cuando el precedente se encontrara incoherente con el sentido de la justicia o con
el bienestar social83. Aunque no deja de ser significativa la facilidad de la Supreme
Court para mutar su jurisprudencia, en teoría, esta facultad de overruling se acepta
tan sólo cuando se asienta en una especial justificación. En último término, bien
podría afirmarse con Abraham84, que “stare decisis is a principle of policy and not a
mechanical formula of adherence to the latest decision”. Y que la regla stare decisis
no pueda, ni deba, ser una fórmula mecánica es algo que se puede entender muy
bien si se tiene en cuenta la reflexión crítica que en relación a una visión estática
del principio de seguridad en el Derecho, formulara a mediados del pasado siglo
el Justice William Orville Douglas, uno de los que más años ha pasado en la Corte
(fue Juez entre 1939 y 1975), quien consideraría que “security can only be achieved
through constant change, through the wise discarding of old ideas that have
outlived their usefulness and through the adapting of others to current facts”85.
Hay tan sólo –concluía el Justice Douglas– una ilusión de seguridad en una “línea
Maginot” (“Maginot Line”). Por lo demás, la Supreme Court ha considerado que
sus propias resoluciones judiciales vinculan a las restantes jurisdicciones, no sólo a
las federales, sino también a las estatales en materia federal o de interés nacional.
La teoría clásica del precedente, que siempre se fundó en la distinción teórica
entre la ratio decidendi y el obiter dictum, ha sufrido una profunda grieta respecto

82
Benjamin Nathan CARDOZO: The Nature of the Judicial Process, 36th printing, Yale University
Press, New Haven and London, 1975, p. 20.
83
“I am ready to concede –escribe Cardozo– that the rule of adherence to precedent, though it
ought not to be abandoned, ought to be in some degree relaxed. I think that when a rule, after it has
been duly tested by experience, has been found to be inconsistent with the sense of justice or with
the social welfare, there should be less hesitation in frank avowal and full abandonment”. Benjamin
N. CARDOZO: The Nature of the Judicial Process, op. cit., p. 150.
84
Henry J. ABRAHAM: The Judicial Process. An Introductory Analysis..., op. cit., p. 360.
85
William O. DOUGLAS: “Stare decisis”, en Columbia Law Review (Colum. L. Rev.), Vol. 49, No.
6, June, 1949, pp. 735 y ss.; en concreto, p. 735.
956 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

de su formulación más tradicional 86, por cuanto el análisis jurisprudencial


confirma, que en la mayoría de los casos los jueces inferiores no sólo siguen los
precedentes jurisprudenciales de la Supreme Court, sino que en ocasiones admiten
de modo explícito sentirse asimismo vinculados por los obiter dicta, lo que, en
último término, es revelador de que la autoridad y el prestigio de que goza la Corte
Suprema es aún mayor que su ya de por sí elevada autoridad formal.
Un gran comparatista y excelente conocedor de la Corte Suprema como fue
Edouard Lambert, ochenta años atrás87, se hacía eco de algo que, en los momentos
álgidos de debate por parte de la doctrina francesa en torno a la conveniencia de
implantar en la Francia de la Tercera República el modelo norteamericano de la
judicial review, era a su juicio frecuentemente olvidado: la extraordinaria fuerza
que daba a toda decisión de la Supreme Court la noción americana de “l´autorité
du cas jugé”. Las palabras del Profesor de Lyon no dejaban resquicio a la duda:
“En matière constitutionnelle, aussi bien que dans le domaine du common law,
le point de droit tranché par la Cour suprême, après débats et refléxions, devient
settled law ou settled rule”. La posición de la Supreme Court entrañaba un ruling,
esto es, una reglamentación final de la cuestión jurídica planteada y resuelta por
ella. Y esta fuerza se acentuaba aún más tratándose de sentencias constitucionales,
o lo que es igual, sobre materia constitucional88.
Retornando a la línea argumental seguida con anterioridad a este excursus,
se comprende con facilidad tras todo lo expuesto, que aunque las decisiones de
inconstitucionalidad circunscriban sus efectos en el modelo americano a las
partes de la litis, la incidencia del principio stare decisis puede llegar a alterar
notablemente ese rasgo. Si se advierte que el efecto vinculante del precedente se
acentúa en relación a la jurisprudencia de los órganos judiciales superiores, se
comprende fácilmente que encuentre su máxima expresión en la jurisprudencia
de la Supreme Court, no sólo en cuanto que es el órgano que se sitúa en el vértice
del federal judiciary, sino también en cuanto que, a diferencia de lo que acontece
en buen número de países europeos, en Norteamérica el Tribunal Supremo es
único, lo que acentúa aún más si cabe la vinculatoriedad de sus decisiones. Dicho
de otro modo, una vez decidida por la Corte que una determinada norma legal
se halla en contradicción con la Constitución, aunque el efecto de esa decisión
se circunscriba formalmente al caso concreto, en el que tal norma no podrá ser
aplicada, de facto, el efecto de la decisión será mucho más amplio, pues, a partir
de esa sentencia de la Corte es impensable que ningún otro tribunal pueda aplicar
la norma legal considerada inconstitucional. Del efecto in casu se habrá pasado
de hecho a un efecto general, erga omnes. La norma se mantendrá formalmente

86
Ugo MATTEI: Stare Decisis. Il valore del precedente..., op. cit., p. 297.
87
Edouard LAMBERT: “Quatre années d´exercise du contrôle de la constitutionnalité des lois par
la Cour suprême des États-Unis”, en Mélanges Maurice Hauriou, Recueil Sirey, Paris, 1929, pp. 467 y
ss.; en concreto, p. 481.
88
“Quand il s´agit d´arrêts constitutionnels –escribe de nuevo Lambert (Ibidem)– (le ruling) a
infiniment plus d´autorité que les arrêts de règlement de nos anciens parlements –qu´une ordonnance
royale pouvait abroger–, tandis que ces rulings font la loi aux législatures”.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 957

en vigor mientras el Congreso no decida lo contrario, pero su aplicación quedará


congelada, por decirlo de algún modo. De esta forma, la sentencia de la Corte
Suprema habrá desencadenado de hecho una verdadera eficacia erga omnes,
análoga a la de la abrogación de la ley de factura kelseniana, a salvo, claro está, de
que la misma Supreme Court cambie su jurisprudencia en torno a la norma legal
en cuestión (overruling). Pensemos por lo mismo en lo ocioso que puede resultar
la interposición de una demanda contraria a precedentes establecidos por la Corte
Suprema, en un sistema en el que un precedente proveniente de dicho órgano “no
overruled” bien puede ser considerado “the supreme law of the land”.
En la misma dirección, Cappelletti89 ha compendiado la situación, conside-
rando que si una ley es inaplicada por el Tribunal Supremo norteamericano por
considerarla inconstitucional, la ley, formalmente, continuará formando parte
del ordenamiento jurídico, pero la regla del stare decisis la convertirá en letra
muerta. En definitiva, la inaplicación, en la realidad, se transforma en anulación.
En los propios términos del gran procesalista italiano, “through the instrument
of stare decisis, this <non-application> in the particular case becomes in practice
a genuine quashing of the unconstitutional law which is final, definite and valid
for every future case. In short, it becomes a true annulment of the law with, at
least in theory, retroactive effects”.

b) La generalización de la nulidad ipso iure de la


norma y de los efectos ex tunc de las sentencias de
inconstitucionalidad de los Tribunales Constitucionales

I. En el diseño kelseniano, como ya expusimos, la eficacia erga omnes de la


sentencia estimatoria de la inconstitucionalidad opera con efectos ex nunc, respe-
tando en cuanto al pasado la validez de la ley declarada inconstitucional. Kelsen,
recordémoslo, rechazó frontalmente la nulidad de raíz de la norma inconstitu-
cional. En su estudio comparativo entre el modelo austriaco y el norteamericano,
escribía: “Within a system of positive law there is no absolute nullity. It is not
possible to characterize un act which presents itself as a legal act as null a priori
(void ab initio). Only annulment of such an act is possible; the act is not void, it
is only voidable”. En sintonía con tal visión, Kelsen añadía más adelante que “the
statute must be considered valid so long as it is not declared unconstitutional by
the competent court. Such a declaration has, therefore, always a constitutive and
not a declaratory character”90. Sin embargo, si este rasgo del diseño kelseniano,
como regla general, que no excluye algún matiz, se ha mantenido en Austria, no
puede decirse que haya acontecido lo mismo en otros países europeos que han
adoptado una estructura concentrada en su jurisdicción constitucional.

89
Mauro CAPPELLETTI: “Judicial Review in Comparative Perspective”, op. cit., p. 1043.
90
Hans KELSEN: “Judicial Review of Legislation. A Comparative Study of the Austrian and the
American Constitution”, op. cit., p. 190.
958 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

Además, las definiciones normativas no pueden agotar la complejidad de la


realidad jurídica que el Tribunal Constitucional conoce a diario91. Y qué duda cabe
de que a ello tratan de responder ciertas previsiones constitucionales o legales,
que otorgan a los respectivos Tribunales Constitucionales unos márgenes de apre-
ciación con vistas a modular los efectos de las sentencias de inconstitucionalidad,
rompiendo con ello rígidos esquemas. Austria precisamente nos ofrece un buen
ejemplo de lo que se acaba de decir.
La regla general que rige en el ordenamiento austriaco la encontramos en el
principio de la anulabilidad con efectos ex nunc, pero incluso en el modelo kelse-
niano por antonomasia esa regla encuentra excepciones. Tal puede considerarse el
caso de la posibilidad de que los efectos de una sentencia de anulación (Aufhebung)
del Tribunal austriaco (VfGH) no entren en vigor el día de la publicación, caso de
que el VfGH determine un plazo para la anulación, que en los términos del art.
140.5 de la Constitución (“Diese Frist darf 18 Monate nicht überschreiten”) no
puede exceder de 18 meses, fórmula que no debe extrañar, pues es plenamente
tributaria del pensamiento kelseniano92. Esta previsión es un ejemplo paradigmá-
tico de lo que antes señalábamos, pues como han subrayado, entre otros, Korinek
y Martin93, la decisión de fijación de tal plazo queda al libre albedrío del Tribunal
(“liegt in Ermessen des VfGH”)94.
No es la anterior la única previsión que se aparta de la estricta regla de los
efectos ex nunc. Y así, aunque los artículos 139.6 (en relación a los reglamentos
anulados por su ilegalidad) y 140.7 (respecto de las leyes anuladas por su incons-
titucionalidad), ambos de la Constitución, parten del principio de que la norma
reglamentaria o legal anulada se seguirá aplicando a las situaciones de hecho
consumadas antes de la anulación, excepción hecha obviamente del caso que haya

91
En análogo sentido, Ángel LATORRE SEGURA y Luis DÍEZ-PICAZO: “Tribunal Constitutionnel
espagnol” (7ème Conférence des Cours constitutionnelles européennes), en Annuaire International de
Justice Constitutionnelle, III, 1987, pp. 85 y ss.; en concreto, p. 132.
92
Recordemos que Kelsen, tras defender, por exigencias de la seguridad jurídica, el efecto pro
futuro de una sentencia de inconstitucionalidad, escribe: “Il faut même envisager la possibilité de ne
laisser l´annulation entrer en vigueur qu´à l´expiration d´un certain délai. De même qu´il peut y avoir
des raisons valables de faire précéder l´entrée en vigueur d´une norme générale (...) d´une vacatio
legis, de même il pourrait y en avoir qui porteraient à ne faire sortir de vigueur une norme générale
annulée qu´à l´expiration d´un certain délai après le jugement d´annulation”. Hans KELSEN: “La
garantie juridictionnelle de la Constitution”, op. cit., pp. 218-219.
93
Karl KORINEK und Andrea MARTIN: “Die Verfassungsgerichtsbarkeit in Österreich”, en
Verfassungsgerichtsbarkeit in Westeuropa, Christian Starck/Albrech Weber (Hrsg.), 2. Auflage, Nomos,
Baden-Baden, 2007, Teilband I (Berichte), pp. 67 y ss.; en concreto, p. 80.
94
No es éste ni mucho menos el único ejemplo que se puede mencionar. Recientemente, también
en Francia se ha optado por una fórmula semejante. La Ley constitucional nº 2008-724, de 23 de julio
de 2008, de modernización de las instituciones de la V República (Journal Officiel de la République
Française, 24 juillet 2008), adiciona al art. 62 de la Constitución un nuevo párrafo a tenor del cual,
una disposición declarada inconstitucional con fundamento en el nuevo art. 61-1 (que introduce
en la justicia constitucional francesa la excepción de inconstitucionalidad, correspondiendo su
planteamiento al Conseil d´État o a la Cour de cassation) es abrogada a partir de la publicación de
la decisión, si bien se faculta al Conseil constitutionnel a que fije en su decisión una fecha ulterior,
y asimismo, a que determine “les conditions et limites dans lesquelles les effets que la disposition a
produits sont susceptibles d´être remis en cause”.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 959

dado origen al fallo (excepción, como ya dijimos, admitida asimismo por Kelsen),
facultan al Tribunal Constitucional para que disponga otra cosa en la sentencia de
anulación; dicho de otro modo, el Tribunal dispone de una potestad discrecional
en orden a proyectar retroactivamente los efectos de su sentencia, lo que supone
una notable relativización del principio kelseniano de los efectos ex nunc.

II. En el no muy atinadamente llamado sistema europeo de justicia consti-


tucional, con la referida excepción austriaca, no obstante la posición esbozada
por Kelsen y quienes lo han seguido, contraria a ver en la inconstitucionalidad
un vicio desencadenante de una nulidad ipso iure, la inconstitucionalidad ha ido
tradicionalmente vinculada a la nulidad. Apenas un año después de que la Corte
Costituzionale iniciara sus funciones, Liebman ponía de relieve con toda nitidez
tal correlación al escribir: “In un sistema di costituzione rigida, una norma di
legge che, per ragioni formali o sostanziali, sia con essa in contrasto, non può
che essere nulla”95. Esta nulidad fue comúnmente entendida en su sentido más
radical, pudiéndose aplicar a la misma el conocido aforismo quo nullum est,
nullum produxit efectum. De esta forma, en Europa, con carácter general, pareció
seguirse fielmente la fórmula norteamericana de la nulidad ipso iure o ab initio,
aunque más adelante veremos cómo también este principio dogmático presenta
en Estados Unidos notables matices.
En Alemania, se ha admitido tradicionalmente96, que cuando el legislador prevé
la nulidad de la ley inconstitucional (así, en los arts. 78, 82.1 y 95.3 de la BVerfGG,
este último precepto en relación con el instituto del Verfassungsbeschwerde
o recurso de queja constitucional) no hace otra cosa que recepcionar la tradicional
doctrina alemana (“der traditionellen deutschen Lehre”) según la cual, “ein
verfassungswidriges Gesetz von Anfang an nichtig ist (Ex-tunc-Wirkung)” (una
ley inconstitucional es nula desde un principio con eficacia ex tunc)97. Cierto es
que el art. 78 de la Ley del Tribunal Constitucional Federal (BVerfGG) se limita a
disponer, que si el Tribunal llegare a la convicción (“Kommt das Bundesverfas-
sungsgericht zu der Überzeugung”) de que una norma federal (“Bundesrecht”) es
incompatible (“unvereinbar ist”) con la Grundgesetz o de que una norma regional
(“Landesrecht”) lo es con la misma Ley Fundamental o con otras disposiciones
del ordenamiento federal (“sonstigen Bundesrecht”), declarará nula la ley (“so
erklärt es das Gesetz für nichtig”). La Ley no precisa cómo opera en el tiempo esta

95
Enrico Tullio LIEBMAN: “Contenuto ed efficacia delle decisioni della Corte costituzionale”, en
Rivista di Diritto Processuale, Vol. XII, 1957, pp. 507 y ss.; en concreto, p. 512.
96
Albrecht WEBER: “Die Verfassungsgerichtsbarkeit in der Bundesrepublik Deutschland”, en
Christian Starck und Albrecht Weber (Hrsg.), Verfassungsgerichtsbarkeit in Westeuropa, Teilband I
(Berichte), 2. Auflage, Nomos, Baden-Baden, 2007, pp. 37 y ss.; en concreto, p. 60.
97
Entre la doctrina foránea, un excelente conocedor de la justicia constitucional alemana como
es D´Orazio ha escrito en la misma dirección: “... nell´ordinamento tedesco-federale (come in quello
degli Stati Uniti d´America) la legge incostituzionale, anche prima della sentenza, è considerata nulla
ab origine”. Giustino D´ORAZIO: “Il legislatore e l´efficacia temporale delle sentenze costituzionali
(nuovi orizzonti o falsi miraggi?)”, en Effetti temporali delle sentenze della Corte costituzionale anche
con riferimento alle esperienze straniere, Giuffrè, Milano, 1989, pp. 345 y ss.; en concreto, p. 365.
960 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

nulidad, aunque la doctrina no ha dudado nunca de que la nulidad se retrotrae


al momento de creación de la norma y, por lo mismo, se define como nulidad
ex tunc98. Por lo demás, es significativa la determinación del art. 79.1 BVerfGG,
según el cual, cuando una sentencia condenatoria firme se base en una norma
declarada incompatible con la Grundgesetz, o nula a tenor de lo dispuesto en el
art. 78 de la propia ley, o en una interpretación de la norma mencionada que haya
sido declarada por el BVerfG incompatible con la Ley Fundamental (“oder auf der
Auslegung einer Norm beruht, die vom Bundesverfassungsgericht für unvereinbar
mit dem Grundgesetz erklärt worden ist”), procederá un recurso de revisión
(“Wiederaufnahme des Verfahrens”) conforme a las prescripciones del Código de
procedimiento penal (“nach den Vorschriften der Strafprozessordnung zulässig”).
El propio precepto, en su apartado dos, y en aras de la seguridad jurídica, precisa
que, como regla general, no afectará la previsión anterior a las resoluciones que ya
no sean impugnables (“die nicht mehr anfechtbaren Entscheidungen”), aunque se
basen en una norma declarada nula de conformidad con lo dispuesto por el art. 78.
Bien es verdad que, a renglón seguido, el mismo art. 79.2 establece la matización
de que no procederá la ejecución de aquéllas resoluciones (“Die Vollstreckung aus
einer solchen Entscheidung ist unzulässig”).
Las previsiones legales y la realidad no han ido siempre en Alemania cogidas
de la mano. Tan distinta ha sido la realidad, que Schneider pudo escribir hace ya
treinta años99, que la posibilidad del BVerfG de declarar la nulidad total o parcial
de una ley inconstitucional cada vez se utilizaba menos en los últimos años,
declarando tan sólo la nulidad de una norma legal el Tribunal si con ello lograba
restablecer inmediatamente una situación de conformidad con la Constitución.
Ya aludimos antes a cómo las previsiones normativas no agotan la realidad
jurídica con la que un Tribunal Constitucional ha de enfrentarse. Y de ello ha
sido bien consciente el BVerfG, que, haciendo gala de una más que notable
creatividad, y bien consciente, como significara la conocida Jueza integrante del
mismo Rupp-v. Brünneck100, de que sus sentencias no pueden limitarse a ofrecer
“ideales teóricos constitucionales” (“theoretischen Verfassungsidealen”) sin tener
en cuenta los posibles efectos de las mismas (“ohne Rücksicht auf die Möglichen
Wirkungen seines Urteils”): fiat iustitia, pereat mundus!, ha creado un notable
elenco de técnicas decisorias sobre las que no podemos entrar aquí, pero de las
que sí diremos, que al margen ya de orientarse en muchos casos a salvaguardar
la libertad de configuración del legislador, revelan con particular nitidez que un
órgano de esta naturaleza debe de tener muy presentes las consecuencias políticas

98
Análogamente, Hans LECHNER und Rüdiger ZUCK: Bundesverfassungsgerichtsgesetz Kom-
mentar, 5. Auflage, Verlag C. H. Beck, München, 2006, p. 412.
99
Hans-Peter SCHNEIDER: “Jurisdicción constitucional y separación de poderes”, en Revista
Española de Derecho Constitucional, nº 5, Mayo/Agosto 1982, pp. 35 y ss.; en concreto, p. 58.
100
Wiltraut RUPP-v. BRÜNNECK: “Darf das Bundesverfassungsgericht an den Gesetzgeber
Appellieren?”, en Festschrift für Gebhard Müller (Zum 70. Geburtstag des Präsidenten des Bundesver-
fassungsgerichts), Herausgegeben von Theo Ritterspach und Willi Geiger, J.C.B. Mohr (Paul Siebeck),
Tübingen, 1970, pp. 355 y ss.; en concreto, pp. 364-365.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 961

de sus decisiones101, y no sólo, añadiríamos por nuestra cuenta, las políticas, sino
también las económicas y las sociales. Como dijera Krüger102, es difícil imaginar
que, según el sano criterio de la jurisdicción constitucional, se pueda disponer la
posibilidad de condenar al Estado a su ruina en nombre del Derecho. Pero esto,
que hoy nos resulta bastante obvio, no siempre lo fue así, pudiendo recordarse
al respecto que el Tribunal Supremo del Reich (Reichsgericht) sostuvo la opinión
de que poseía el derecho de resolver sin atender a las consecuencias prácticas de
sus fallos.

III. En Italia, a diferencia de Alemania, se suscitó una cierta controversia


en torno a la cuestión que nos ocupa, particularmente en los años cincuenta.
El art. 136 de la Constitución fue el responsable de la misma103, pues dio pie a
Calamandrei para que, en un primer momento, se alineara de modo inequívoco
en la dirección kelseniana104. Es cierto, sin embargo, que años después el Profesor
toscano cambió de criterio105. El mismo Carnelutti se haría eco de las graves
dificultades hermenéuticas que planteaba el precepto constitucional106.

101
En similar sentido se pronuncia Klaus SCHLAICH: “El Tribunal Constitucional Federal Alemán”,
en Tribunales Constitucionales y Derechos Fundamentales, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid,
1984, pp. 133 y ss.; en concreto, p. 201.
102
Herbert KRÜGER: Allgemeine Staatslehre, Kohlhammer Verlag, Stuttgart/Berlin/Köln/Mainz,
1966, p. 620.
103
A tenor del primer párrafo del art. 136: “Quando la Corte dichiara l´illegittimità costituzionale
di una norma di legge o di atto avente forza di legge, la norma cessa di avere efficacia dal giorno
successivo alla pubblicazione della decisione”.
104
Atendiendo al art. 136 de la Constitución, que en el momento en que escribía aún no había sido
desarrollado por la importante Ley de 11 de marzo de 1953, nº 87 (Norme sulla costituzione e sul
funzionamento della Corte costituzionale), cuyo art. 30, párrafo tercero, introducirá una relevante
matización respecto de la citada previsión constitucional, Calamandrei, aun admitiendo la existencia
de no pocas dificultades en la interpretación del art. 136, ante la cuestión de si las leyes viciadas de
ilegitimidad constitucional eran nulas o anulables, se inclinaba por la interpretación de que el control
de legitimidad constitucional en el ordenamiento italiano se hallaba construido como control de
anulación, no como control de nulidad. Recurriendo en su apoyo a Kelsen, Calamandrei añadía que
la anulación de la ley ilegítima no tiene efecto retroactivo. Piero CALAMANDREI: “La ilegitimidad
constitucional de las leyes en el proceso civil”, op. cit., pp. 96 y 98.
105
En 1956, atendiendo primigeniamente a la previsión del penúltimo párrafo del art. 30 de la Ley
de 11 de marzo de 1953, nº 87 (a cuyo tenor: “Le norme dichiarate incostituzionali non possono avere
applicazione dal giorno successivo alla pubblicazione della decisione”), el gran procesalista italiano
escribía: “In questo modo la dichiarazione di inefficacia ex nunc, come sembrava fosse chiaramente
voluta dall´art. 136 della Costituzione, è diventata un annullamento”. Piero CALAMANDREI: “Corte
costituzionale e autorità giudiziaria” , en Rivista di Diritto processuale, Anno XI, Gennaio/Marzo 1956,
pp. 7 y ss.; en concreto, p. 26.
106
“Senonché l´annullamento, proprio perciò, implica l´inefficacia ex tunc dell´atto annullato; in
altri termini ha logicamernte effetto retroattivo. Perciò una costituzione, la quale, come avviene in
Italia, fa decorrere l´inefficacia della legge, che la Corte costituzionale riconosce invalida, solo dal
giorno successivo alla decisione, sembra contrastare all´ipotesi dell´annullamento. Questa è stata la
difficoltà, che ha travagliato assai gli interpreti dell´art. 136 della Costituzione italiana e costituisce,
probabilmente, il più problematico degli aspetti dell´istituto”. En tales términos se pronunciaba el
gran maestro romano. Francesco CARNELUTTI: “Aspetti problematici del processo al legislatore”,
en Rivista di Diritto processuale, Anno XIV, nº 1, Gennaio/Marzo 1959, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 6.
962 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

Bien es verdad que tras el debate inicial, la doctrina, de modo absolutamente


mayoritario, se decantaba por la vinculación de la nulidad a la ilegitimidad
constitucional. Este efecto –escribía Sandulli en 1959107– consiste, como ya es
claro tanto entre la doctrina como entre la jurisprudencia, en la total y definitiva
eliminación del ordenamiento, no con efectos ex nunc sino ex tunc, de cualquier
efecto de la norma declarada ilegítima; una vez declarada la ilegitimidad y, por
tanto la invalidez, el ordenamiento no tolera que los efectos de la norma operen
más allá en su sistema, y le hace perder toda su eficacia. “si tratta, in sostanza, di
un vero e proprio effetto di annullamento”.
Este supuesto radical efecto de nulidad no iba, sin embargo, a ser tan rotundo
como pudieran hacer pensar las afirmaciones de los autores que preceden. La
Corte Costituzionale lo iba a dejar muy claro en el Informe presentado, bajo la
directa responsabilidad de la propia Corte, en la 7ª Conferencia de Tribunales
Constitucionales europeos, celebrada en Lisboa en 1987. En el mismo se hacía eco
del hecho de que aunque la misma Corte, en más de una ocasión (así, por ejemplo,
en la Sentencia nº 127, de 1966), había calificado el efecto de sus decisiones en
términos de anulación de la norma censurada, no había extraído de ello, sin
embargo, la consecuencia de la caducidad radical de las relaciones jurídicas ya
surgidas en aplicación de la norma, por lo que se inclinaba por no visualizar los
efectos de las sentencias de inconstitucionalidad ni desde la perspectiva de la
abrogación, ni desde la óptica de la “nulidad inicial” (void ab initio), sino más
bien desde su contemplación como un “tipo intermedio” entre estos dos casos
extremos (abrogación y nulidad)108.
Es claro, pues, que aunque no con la nitidez del modelo alemán, también en
Italia la fórmula prevalente se ha alejado enormemente de la acuñada por Kelsen,
aunque con el paso del tiempo la enorme creatividad de la Corte Costituzionale se
ha traducido en una ruptura con las reglas rígidas antaño características de los
dos sistemas contrapuestos. En efecto, el juez constitucional transalpino ha creado
algunos tipos de sentencias, ya parcialmente mencionados con anterioridad, que
no obstante declarar la inconstitucionalidad de la norma, no han extraído de tal
constatación su nulidad. Las sentencias aditivas de principio constituirían un
ejemplo paradigmático. La falta de inmediata operatividad jurídica y el reenvío
al legislador que llevan a cabo serían sus dos rasgos característicos109, que en
buena medida se explican por el hecho de ser supuestos característicos de este
tipo de decisiones los de violación de normas constitucionales atributivas de
derechos prestacionales. Junto a ellas han de recordarse las ya mencionadas

107
Aldo M. SANDULLI: “Natura, funzione ed effetti delle pronunce della Corte costituzionale
sulla legittimità delle leggi”, en Rivista trimestrale di Diritto pubblico, Anno IX, 1959, pp. 23 y ss.; en
concreto, pp. 41-42.
108
“Cour constitutionnelle italienne” (artículo sin ninguna referencia a la autoría, de responsabi-
lidad directa de la propia Corte Costituzionale), en Annuaire International de Justice Constitutionnelle,
III, 1987, pp. 165 y ss.; en concreto, pp. 172-173.
109
Cfr. al respecto, Adele ANZON: “Nuove tecniche decisorie della Corte costituzionale”, en
Giurisprudenza Costituzionale, Anno XXXVII, Fasc. 4, Luglio/Agosto 1992, pp. 3199 y ss.; en concreto,
p. 3203.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 963

sentenze-monito, que a nuestro entender presentan algunas concomitancias con


las acuñadas en Alemania, esto es, con las Unvereinbarkeitserklärungen, aunque
falte aquí, evidentemente, la constatación formal de la inconstitucionalidad.
En definitiva, la separación del diseño italiano del modelo kelseniano en
este punto es igualmente palmaria. También en Italia se puede hablar, como
regla general, que por supuesto admite excepciones, de los efectos ex tunc de las
sentencias de inconstitucionalidad. Hace tres lustros se podía constatar110, que era
absolutamente pacífico en la doctrina y en la jurisprudencia, que la disposición
declarada inconstitucional no podía aplicarse en procesos futuros, en el juicio
a quo ni en los pendientes, con excepción solamente de las relaciones ya agotadas,
esto es, las relativas a decisiones jurisdiccionales o bien a actos que, habiendo
aplicado la disposición declarada constitucionalmente ilegítima, se hubiesen
convertido en definitivos al adquirir firmeza o no ser susceptibles de recurso
alguno. De modo semejante, Ruggeri y Spadaro afirman, que “le decisioni di
accoglimento hanno invece, oltre ad ovvî effetti per il futuro (ex nunc), anche
notevoli, ma non assoluti effetti per il passato (ex tunc)”111.

IV. En España, el proceso evolutivo seguido por el Tribunal Constitucional


recuerda el acontecido en la República Federal con el BVerfG, aunque el ritmo
del juez constitucional español haya sido más lento en sus avances en la desvin-
culación, en determinados casos, de la inconstitucionalidad del efecto de nulidad.
En cualquier caso, la situación no difiere gran cosa de la existente en Alemania
e Italia. La Ley Orgánica 2/1979, del Tribunal Constitucional (LOTC), no obstante
anudar la nulidad a los preceptos legales declarados inconstitucionales (art. 39.1),
no acoge ni mucho menos un principio de retroactividad sin límites, pues aunque
tal retroactividad se infiere de una interpretación a sensu contrario de su art. 40.1
(“Las sentencias declaratorias de la inconstitucionalidad de leyes, disposiciones
o actos con fuerza de ley no permitirán revisar procesos fenecidos mediante
sentencia con fuerza de cosa juzgada en los que se haya hecho aplicación de las
leyes, disposiciones o actos inconstitucionales, salvo en el caso de los procesos
penales o contencioso-administrativos referentes a un procedimiento sancionador
en que, como consecuencia de la nulidad de la norma aplicada, resulte una
reducción de la pena o de la sanción o una exclusión, exención o limitación de
la responsabilidad”), lo cierto es que el principio de retroactividad tiene como
barrera infranqueable (al margen ya de la retroactividad in bonum partem) las
relaciones ya agotadas, lo que, en último término, entraña, como significara
Barile112, que la regla fundamental del Derecho procesal, tempus regit actum, se

110
Roberto ROMBOLI: “Italia”, en Eliseo Aja (editor), Las tensiones entre el Tribunal Constitucional
y el Legislador en la Europa actual, Editorial Ariel, Barcelona, 1998, pp. 89 y ss.; en concreto, p. 118.
111
Antonio RUGGERI e Antonino SPADARO: Lineamenti di Giustizia Costituzionale, 2ª edizione,
Giappichelli, Torino, 2001, p. 189.
112
Paolo BARILE: “Considerazione sul tema”, en Effetti temporali delle sentenze della Corte costi-
tuzionale anche con riferimento alle esperienze straniere (Atti del Seminario di Studi tenuti al Palazzo
964 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

haga presente como regla sustantiva en las relaciones ya agotadas. Ello, por lo
demás, está lejos de ser extraño, pues la teoría de la nulidad de los actos, aún
entrañando la desaparición de los efectos jurídicos producidos por el acto nulo,
nunca es tan radical como para privar de todo efecto a cualquier relación jurídica
surgida al amparo del acto legislativo presuntamente válido cualquiera que fuere
la situación jurídica en que tal relación se encontrare. De ahí que las situaciones
agotadas, consolidadas por medio de una sentencia con fuerza de cosa juzgada (res
judicata), en aras del trascendental principio de la seguridad jurídica, quedan al
margen de todo efecto retroactivo, a salvo, claro es, la retroactividad in bonum. El
Tribunal Constitucional, por si cupiese alguna duda, se ha encargado de precisar
que esa nulidad que se anuda a la inconstitucionalidad de una norma no es otra
que la nulidad ab initio. El juez constitucional ha tenido ocasión de recordar, que
la inconstitucionalidad desencadena los efectos propios de la nulidad a radice113
o de la invalidez de la norma ex origine114.
El planteamiento ante el Tribunal de asuntos cuya resolución entrañaba una
especial complejidad le iba a llevar a modular, progresivamente, los efectos de
sus decisiones. Sería la Sentencia 45/1989 la que marcaría un decisivo punto de
inflexión en torno a esta cuestión. El Tribunal abordaba en ella la posible incons-
titucionalidad de la tributación conjunta para los miembros de un matrimonio
exigida por la Ley del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, entendiendo
que lo que resultaba constitucionalmente ilegítimo no era la sujeción conjunta al
impuesto, sino el hecho de que la carga tributaria que pesaba sobre una persona
integrada en una unidad familiar fuere mayor que la correspondiente a otro
contribuyente con idéntico nivel de renta, pero no integrado en una unidad de
este género.
Al tratar de discernir los efectos de su decisión, el Tribunal se iba a plantear
por primera vez con algún detenimiento la posibilidad de romper la conexión
entre inconstitucionalidad y nulidad115. A su juicio, “ni esa vinculación entre
inconstitucionalidad y nulidad es (...) siempre necesaria, ni los efectos de la
nulidad en lo que toca al pasado vienen definidos por la Ley (afirmación, dicho
sea al margen, por entero inexacta, bastando para constatarlo con atender al art.
40.1 LOTC), que deja a este Tribunal la tarea de precisar su alcance, dado que la
categoría de la nulidad no tiene el mismo contenido en los distintos sectores del
ordenamiento”. A partir de aquí, el Juez constitucional considera que la conexión
entre inconstitucionalidad y nulidad quiebra, entre otros casos, en aquellos en los
que la razón de la inconstitucionalidad del precepto reside, no en determinación
textual alguna, sino en su omisión. El Tribunal estima además, que la sanción de
nulidad, como medida estrictamente negativa, es manifiestamente incapaz para
reordenar el régimen del Impuesto sobre la Renta en términos compatibles con

della Consulta il 23 e 24 novembre 1988), Giuffrè Editore, Milano, 1989, pp. 327 y ss.; en concreto,
p. 331.
113
Sentencia del Tribunal Constitucional (STC) 83/1984, de 24 de julio, fund. jur. 5º.
114
STC 60/1986, de 20 de mayo, fund. jur. 1º.
115
El planteamiento del problema puede verse en la STC 45/1989, de 20 de febrero, fund. jur. 11.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 965

la Constitución. Por todo ello, concluye que le cumple al legislador, a partir de


la propia sentencia, llevar a cabo las modificaciones o adaptaciones pertinentes
en el régimen legal del impuesto, sirviéndose para ello de su propia libertad de
configuración normativa.
Con posterioridad, se han sucedido sentencias de inconstitucionalidad sin
nulidad, sentencias que limitan temporalmente la eficacia de las declaraciones
de inconstitucionalidad o incluso que difieren en el tiempo la nulidad, optando
de este modo por una vacatio sententiae.

V. Análoga es la solución que se ha seguido en Bélgica, donde la Cour


d´Arbitrage ha recordado en diversas ocasiones el doble alcance temporal de sus
sentencias: “Les arrêts d´annulation rendus par la Cour ont autorité absolue de
chose jugée à partir de leur publication au Moniteur belge. L´annulation a, par
ailleurs, effet rétroactif, ce qui implique que la norme annulée, ou la partie annulée
de la norme, doit être considérée comme n´ayant jamais existée”116.
En fin, en Portugal, la propia Constitución es inequívoca en la determinación
de los efectos ex tunc. A tenor de su art. 282.1, la declaración de inconstitucio-
nalidad o de ilegalidad con fuerza general de obligar produce efectos desde la
entrada en vigor de la norma declarada inconstitucional o ilegal y conlleva el
restablecimiento de las normas eventualmente derogadas por aquélla. Ello no
obstante, en aras de la flexibilidad a la que con anterioridad aludíamos, el propio
precepto, en su apartado cuarto, habilita al Tribunal Constitucional, cuando lo
exijan la seguridad jurídica, razones de equidad o un interés público de excepcio-
nal importancia, para, motivadamente, fijar los efectos de la inconstitucionalidad
o ilegalidad con un alcance más restringido que el anteriormente señalado.
En resumen, tras todo lo expuesto no nos parece necesario insistir en que,
con la salvedad austriaca, que incluso admite algún matiz, la fórmula kelseniana
apenas ha encontrado eco en la justicia constitucional europea, en la que ha
prevalecido la idea de la nulidad ex origine de la norma considerada inconsti-
tucional, con el subsiguiente reconocimiento de la naturaleza declarativa de la
sentencia de inconstitucionalidad y de los efectos ex tunc. Pero, como también
creemos que debe de haber quedado claro, tampoco este entendimiento puede
ser absolutizado, pues la retroactividad en modo alguno opera sin límites,
encontrando con carácter general como barrera insalvable las relaciones ago-
tadas, que ya no pueden por lo mismo ser objeto de impugnación alguna, con la
única salvedad a su vez (en el ámbito penal o administrativo sancionador) de la
retroactividad in bonum partem. Hoy, resulta patente la inconveniencia de una
aplicación rígida de estrictas categorías dogmáticas en lo que se refiere a los
efectos de las sentencias de inconstitucionalidad. Que un Tribunal Constitucional

116
Apud Henri SIMONART: “Le contrôle exercé par la Cour d´Arbitrage”, en La Cour d´Arbitrage
(Actualité et Perspectives), Bruylant, Bruxelles, 1988, pp. 121 y ss.; en concreto, p. 191.
966 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

no puede desinteresarse de los efectos de sus sentencias es algo que está fuera de
toda duda. “La Corte –ha escrito Zagrebelsky117– non può desinteressarsi degli
effetti delle pronunce di incostituzionalità, quando queste possono determinare
conseguenze sconvolgenti (...). In tali casi, essa non può mirare puramente e
semplicemente –cioè ciecamente– all´eliminazione della legge incostituzionale,
per il passato come per il futuro. L´etica della responsabilità esige da essa questa
attenzione”.
No faltan sectores de la doctrina que expresan su preocupación por este
desmedido protagonismo de los Tribunales Constitucionales en orden a la solu-
ción de los problemas de Derecho intertemporal planteados por las sentencias
de inconstitucionalidad. Atribuir a estos órganos un rol excesivamente “fuerte”
en el sistema puede desembocar en el puro arbitrio del juez constitucional. No
puede caber duda, por supuesto, de que pueden derivarse inconvenientes del
hecho de que un órgano de esta naturaleza pueda graduar la eficacia temporal
de sus sentencias, pero no menos inconveniencias e incluso disfunciones pueden
desprenderse del hecho de que no lo pueda hacer118. El Tribunal Constitucio-
nal, a nuestro entender, debe poder graduar los efectos de sus sentencias de
inconstitucionalidad, y ello no sólo para acomodarlos a las consecuencias que
puedan derivarse de ellas, a fin de soslayar los efectos dañinos, sino para poder
asimismo modularlos en función de la previa ponderación de los principios,
bienes y valores constitucionales en juego.
En cualquier caso, que en este ámbito los binomios de Calamandrei valen muy
poco como elemento diferencial entre los dos sistemas es algo tan obvio que no
merece de mayores reflexiones.

c) La prospective overruling en el sistema norteamericano

I. La relativización de las diferencias advertidas en esta cuestión por Calaman-


drei, que es clarísima en el caso del sistema europeo, también puede visualizarse,
en menor medida si se quiere, en el sistema norteamericano, en el que existen
elementos con los que establecer ciertas matizaciones respecto del que se ha
venido considerando el dogma de la nulidad ipso iure (“void ab initio”), deudora,
sin género alguno de dudas119, de la “declaratory theory of judicial decisions”.

117
Gustavo ZAGREBELSKY: “Il controllo da parte della Corte costituzionale degli effetti tempo-
rali delle sue pronunce”, en Quaderni Costituzionali, Anno IX, nº 1 (monográfico sobre “L´efficacia
temporale delle sentenze della Corte”), Aprile 1989, pp. 67 y ss.; en concreto, p. 70.
118
En sentido análogo, Sergio FOIS: “Il problema degli effetti temporali alla luce delle fonti sul
processo costituzionale”, en Quaderni Costituzionali, Anno IX, nº 1, Aprile 1989, pp. 27 y ss.; en
concreto, p. 29.
119
En tal sentido, entre otros muchos, Paul J. MISHKIN: “The Supreme Court 1964 Term. Foreword:
The High Court, the Great Writ, and the Due Process of Time and Law”, en Harvard Law Review (Harv.
L. Rev.), Vol. 79, 1965-1966, pp. 56 y ss.; en particular, pp. 58 y ss.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 967

La tesis tradicional hunde sus raíses en el pensamiento de Blackstone, cuyos


célebres Commentaries120 vinieron a ofrecer la clásica formulación y a sustentar y
aclarar su justificación intelectual. Bien es verdad que no faltan quienes retrotraen
esta doctrina a la etapa de la Glorious Revolution (1688), entendiendo que en
ella se desarrolló el principio del “government of laws not of men”, principio del
que la doctrina del precedente sería una expresión consciente o inconsciente121.
En tales tiempos, los jueces tuvieron necesidad de demostrar que ellos también
seguían el Derecho antes que su mero arbitrio, y la regla stare decisis se adecuaba
perfectamente a esa necesidad. A los jueces también les eran necesarias las
reservas (“reservations”) con respecto al efecto vinculante de los casos decididos.
Estas necesidades iban a quedar sustentadas en la declaratory theory, que de
acuerdo con Sir William Holdsworth122 y gran parte de la doctrina inglesa123, iba
a ser consagrada, entre otros, por Coke, Hale y, sobre todo, por Blackstone. En
síntesis, de conformidad con esta doctrina, las decisiones de los jueces nunca crean
Derecho, sino que, simplemente, constituyen una prueba de lo que es el Derecho.
El argumento de Blackstone era bastante simple. El deber de un tribunal no
era “pronounce a new law, but to maintain and expound the old one”. En cohe-
rencia con ello, al decidir un caso litigioso se entendía que el juez venía obligado a
declarar el Derecho existente al originarse la controversia y a proclamarlo como el
principio determinante del caso. De la “declaratory nature” de la decisión judicial,
Blackstone derivó la necesidad de que la decisión tuviera efecto retroactivo
(retrospective effect). Si la decisión interpretaba el Derecho, entonces no hacía más
que declarar lo que el Derecho siempre había sido. Si, por el contrario, llegaba
a considerar necesario anular la primera interpretación, esto es, el precedente,
era igualmente claro para Blackstone que la overruling decision no hacía más que
declarar el Derecho, aunque quizá de un modo más meditado. En el lenguaje que
a Blackstone gustaba utilizar, podría decirse que la primera decisión había sido
tan sólo “an evidence” del Derecho cuyo posterior desarrollo la convertía en “an
erroneous evidence”.
En un famosísimo pasaje de su obra, Blackstone se interrogaba acerca de cómo
las costumbres y máximas del common law podían ser conocidas y por quién sería
determinada su validez. Su respuesta era que tal tarea correspondía a los jueces
de los diferentes tribunales de justicia, a quienes consideraba “the depositary of
the laws; the living oracles, who must decide in all cases of doubt, and who are
bound by an oath to decide according to the law of the land”. Su conocimiento de
ese Derecho derivaba de la experiencia y del estudio, para añadir poco después:
“And indeed these judicial decisions are the principal and most authoritative

120
William BLACKSTONE: Commentaries on the Laws of England (A Facsimile of the First Edition
of 1765-1769), 4 vols., The University of Chicago Press, Chicago & London, 1979.
121
Orvill C. SNYDER: “Retrospective Operation of Overruling Decisions”, en Illinois Law Review
(Ill. L. Rev.), (of Northwestern University), Vol. XXXV, 1940-1941, pp. 121 y ss.; en concreto, p. 123.
122
William HOLDSWORTH: “Case Law”, en The Law Quarterly Review (L. Q. Rev.), Vol. 50, 1934,
pp. 180 y ss.; en concreto, p. 184.
123
Entre otros diversos autores, Rupert CROSS y J. W. HARRIS: Precedent in English Law, 4th
edition, Clarendon Press, Oxford, 2004, p. 25.
968 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

evidence, that can be given, of the existence of such a custom as shall form a part
of the common law”124. Esto dicho, Blackstone reconoce que la regla expuesta
admite excepciones, razonando al respecto del siguiente modo: “Yet this rule
admits of exception, where the former determination is most evidently contrary
to reason, much more if it be contrary to the divine law. But even in such cases the
subsequent judges do not pretend to make a new law, but to vindicate the old one
from misrepresentation. For if it be found that the former decision is manifestly
absurd or unjust, it is declared, not that such a sentence was bad law, but that it
was not law; that is, that it is not the established custom of the realm, as has been
erroneously determined”125.
La explicación clásica del efecto retroactivo del precedente judicial articulada
por Blackstone iba a residir pues, en la consideración de que el Derecho existe
con independencia de las decisiones judiciales, visión ésta que llegaría a tener,
según el gran Justice Holmes, una verdadera omnipresencia en el mundo jurídico
americano126. La exigencia de retroactividad, o lo que es igual, los efectos ex
tunc, sería vista así como una inexcusable consecuencia de la teoría de que la
facultad propia de los tribunales se hallaba limitada a la declaración del Derecho
preexistente, no extendiéndose a la creación de nuevo Derecho. De esta forma, el
dogma de la nulidad ab initio encontraba su explicación.
En Norteamérica, la declaratory theory arraigó fuertemente, visualizándose
como parte de un ideal tradicional, como un elemento integrante de los modos
habituales del pensamiento; también contribuiría a su enraizamiento la dificul-
tad casi insuperable de probar que los jueces hacían el Derecho, y el hecho de
que en cualquier sistema jurídico que en un previsible futuro pudiera tenerse,
el factor del precedente judicial se iba a hallar presente. Bien es verdad que la
doctrina del precedente no dejaba de encerrar serios peligros, siendo quizá el
más preocupante de ellos, el de que la misma podía conducir a los tribunales
a perpetuar reglas arcaicas o a hacer una multiplicidad de distinciones sin
ningún sentido que los propios tribunales revocaban en ocasiones de modo
inconsciente, y todo ello al margen ya de que principios tales como el de justicia
y el de confianza justificaban, en ocasiones, el establecimiento de excepciones
frente al efecto retroactivo.
En cualquier caso, lo cierto iba a ser que el pensamiento jurídico norteame-
ricano iba a hallarse dominado durante mucho tiempo por el persistente influjo
de la obra del Profesor de Oxford, plasmada en los célebres Commentaries, que
ejercería un enorme influjo durante más de un siglo. El gran Decano de Harvard,
Roscoe Pound127, recordaba al respecto, que alrededor de 2500 ejemplares de
la obra fueron vendidos en las colonias con anterioridad a la Independencia,

124
William BLACKSTONE: Commentaries..., op. cit., Vol. I (Of the Rights of Persons, 1765), p. 69.
125
Ibidem, Vol. I, pp. 69-70.
126
Apud Thomas S. CURRIER: “Time and Change in Judge-made law: Prospective Overruling”,
en Virginia Law Review (Va. L. Rev.), Vol. 51, No. 2, March, 1965, pp. 201 y ss.; en concreto, p. 206.
127
Roscoe POUND: “The Development of American Law and its Deviation from English Law”, en
The Law Quarterly Review (L. Q. Rev.), Vol. 67, January 1951, pp. 49 y ss.; en concreto, p. 51.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 969

añadiendo que “Blackstone was the beginner´s law book in America till well
into the twentieth century and brought up generations of American lawyers on a
uniform systematic basis”.
La declaratory theory quedó reflejada en la doctrina establecida en el caso
Swift v. Tyson (1842), en el que otro enorme Justice, Joseph Story, razonaba del
siguiente modo: decisions “are, at most, only evidence of what the laws are, and
not of themselves laws (...). The state tribunals are called upon to perform like
functions as ourselves, that is, to ascertain upon general reasoning and legal
analogies, what is the true exposition of the contract or instrument, or what is
the just rule furnished by the principles of commercial law to govern the case”.
Con todo, como suele admitirse por la doctrina128, la declaración clásica de que
una decisión que determine el sentido de la Constitución debe ser retroactiva
aun cuando se trate de una “overruling decision”, se encuentra en el caso Norton
v. Shelby County (1886). En Norton, el Justice Stephen Johnson Field (miembro
de la Corte entre 1863 y 1897) rechazaba el argumento de que una ley estatal
considerada inconstitucional pudiera sin embargo dar validez a las actuaciones
oficiales adoptadas al amparo del texto legal con anterioridad al anuncio de su
inconstitucionalidad. “An unconstitutional act –se puede leer en la sentencia– is
not a law; it confers no right; it imposes no duties; it affords no protection; it
creates no office; it is, in legal contemplation, as inoperative as though it had
never been passed”. De este modo, la Supreme Court rechazaba la interpretación
de que, por la vía fáctica, actos realizados con base en una ley aún no declarada
disconforme con la Constitución, aunque con posterioridad así se considerara,
pudieran entenderse válidos.
En cualquier caso, sería ilusorio pensar que todavía hacia finales del siglo
XIX los tribunales americanos mantenían una posición común, en la órbita
blackstoniana, acerca de esta cuestión. Uno de los autores clásicos en el estudio
del tema de los efectos atribuibles a las leyes inconstitucionales, Oliver Field129,
en un conocido trabajo, ponía de relieve hace ya cerca de noventa años, que los
tribunales norteamericanos se hallaban bien lejos de una posición común en
torno a esta cuestión. “It must not be imagined (...) –escribía Field130– that all of
our courts are in agreement as to the effect of unconstitutionality”.

II. La doctrina subyacente a la argumentación precedente, de estricta raigam-


bre blackstoniana, de que el common law era meramente “a declaration of general

128
Así, por ejemplo, Paul BENDER: “The Retroactive Effect of an Overruling Constitutional Deci-
sion: Mapp v. Ohio”, en University of Pennsylvania Law Review (U. Pa. L. Rev.), Vol. 110, 1961-1962,
pp. 650 y ss.; en concreto, pp. 650-651.
129
Cfr. al respecto, Oliver P. FIELD: The Effect of an Unconstitutional Statute, Da Capo Press, New
York, 1971 (an unabridged republication of the first edition published by the University of Minnesota
Press, Minneapolis, 1935).
130
Oliver P. FIELD: “Effect of an unconstitutional statute”, en Indiana Law Journal (Ind. L. J.),
Vol. 1, No. 1, January, 1926, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 4.
970 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

custom by the judges”131, iba a ser fuertemente criticada por Bentham y Austin, y
entrado el siglo XX se constataba132 que la misma contaba con muy pocos adeptos.
Frente a Blackstone, Austin (1790-1859), en sus Lectures on Jurisprudence
or the Philosophy of Positive Law, se separaba de una concepción puramente
mecanicista del common law. Austin diferenciaría los mandatos generales que
integran la legislación, establecidos de forma directa, de aquellos otros estable-
cidos con ocasión de las decisiones judiciales, que no son mandatos generales,
sino particulares133, si bien, con ocasión de tales decisiones, también se formula
de forma implícita el mandato general en que se inspira la decisión134. Austin, en
definitiva, vendría a propiciar el reconocimiento de una cierta creatividad del
Derecho judicial, o como dice Mishkin135, Austin posibilitaría el reconocimiento
de que los jueces desarrollan “a lawmaking function”.
Apenas veinte años después de la Norton decision, en el que, no obstante no
provenir de la Corte Suprema, se ha considerado el leading case en oposición a
Norton, esto es, en el caso Lang v. Mayor of Bayonee (1907), se sostenía: “Every
law of the Legislature, however repugnant to the Constitution, has not only the
appearance and semblance of authority, but the force of law”. Otros casos análogos
pueden ser traídos a colación. Y todo ello iba a conducir a Field a considerar que
también existía la doctrina de que “a statute which is declared unconstitutional
is inoperative only from the time of the decision and not from the time of its
purported enactment”136.
La conclusión de todo ello era clara para Field: hay algunas situaciones en las
que los tribunales están dispuestos a seguir la “void ab initio doctrine”, si bien las
mismas no son muy numerosas. Hay, por el contrario, otro grupo de situaciones en
las que “all courts refuse to adhere to the doctrine that the statute is void from the
beginning”. De resultas de todo ello no puede sino concluirse en que “es imposible
establecer la regla general de que una ley inconstitucional es nula, o que debe ser

131
Recordemos que, para Blackstone, estas general customs, que integraban el common law
propiamente dicho (aunque Blackstone admitiera asimismo como integrantes de ese “unwritten or
common law”, las “particular customs” y ciertos tipos de leyes que por costumbre son adoptadas y
usadas por algunos tribunales concretos), eran “that law, by which proceedings and determinations in
the king´s ordinary courts of justice are guided and directed”. William BLACKSTONE: Commentaries
on the Laws of England, op. cit., Vol. I (Of the Rights of Persons, 1765), pp. 67-68.
132
A. L. GOODHART: “Precedent in English and Continental Law”, en The Law Quarterly Review
(L. Q. Rev.), Vol. 50, January, 1934, pp. 40 y ss.; en concreto, p. 44.
133
En su famoso ensayo On the Uses of the Study of Jurisprudence, Austin ya distinguía entre el
Derecho que procede directamente de un soberano o legislador superior, y el Derecho que procede
directamente de un súbdito o de un creador de Derecho subordinado, al que presta autoridad un
legislador soberano o supremo. Cfr. al efecto, John AUSTIN: Sobre la utilidad del Estudio de la juris-
prudencia, CEC, Madrid, 1981, pp. 27-28. Asimismo, El objeto de la jurisprudencia, CEPC, Madrid,
2002.
134
Cfr. al respecto, Rafael HERNÁNDEZ MARÍN: Historia de la Filosofía del Derecho contemporáneo,
Tecnos, Madrid, 1986, pp. 204-205.
135
Paul J. MISHKIN. “The High Court, the Great Writ, and the Due Process of Time and Law”, op.
cit., p. 58.
136
Oliver P. FIELD: “Effect of an unconstitutional statute”, op. cit., p. 5.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 971

tratada como si no fuera Derecho (“as no law”). Como una cuestión de hecho, hay
tantos o más casos y tantas o más situaciones en los que los tribunales consideran
la ley inoperativa solamente desde la fecha de su decisión, como los hay en que
consideran tal ley nula desde el principio137.
Esta posición no iba a ser, desde luego, pacífica entre la doctrina, no obstante
provenir quizá del más cualificado estudioso del tema. El propio Field admitía138 la
persistencia con la que eminentes escritores se aferraban al punto de vista de que
las leyes inconstitucionales eran nulas desde el inicio (void ab initio), mencionando
específicamente la conocida obra de Cooley, Constitutional Limitations.
En cualquier caso, parece fuera de toda duda, que la blackstoniana visión
de la “judicial decision-making” iba a ser progresivamente rechazada. Y así, ese
enorme Juez que fue Oliver Wendell Holmes, en un conocido dissent formulado en
el Black and White Taxicab case (1928)139, se mostraba disconforme con la doctrina
establecida en el caso Swift v. Tyson, doctrina cuya lógica, como el propio Justice
Holmes había reconocido en otra dissenting opinion, la formulada en el caso Kuhn
v. Fairmont Coal Co. (1910), chocaba con el otorgamiento a una decisión judicial
de un efecto tan sólo ex nunc o pro futuro140. La oposición de Holmes a la doctrina
fijada en Swift v. Tyson se entrelazaba con su crítica frente a la declaratory theory.
Otro bien conocido Justice, Benjamin Nathan Cardozo, ha sido considerado
“the major advocate of prospective overruling”141. Ya en 1921, antes de acceder a la
Supreme Court (a la que llegaría en marzo de 1932, en sustitución justamente del
Juez Holmes, permaneciendo en ella hasta el año de su muerte, 1938), en su clásica
obra The nature of the judicial process, escribía Cardozo, que en la mayor parte de
los casos el “retrospective effect of judge-made law” no ocasionaba dificultades
o, por lo menos, éstas eran de índole menor; sin embargo, siendo mayores tales
dificultades o siendo innecesarias, el efecto retroactivo debía ser negado142. La
opinión de Cardozo concordaba con la posición que algunos años antes había
expuesto Freeman, partidario de que en aquellos casos en que los tribunales
se vieran implicados por las dificultades causadas por la retroactividad de una
overruling decision, pudieran ser capaces de enfrentarse a su responsabilidad de
“eliminar la influencia de un mal precedente”143. Cardozo coincidiría asimismo
137
Ibidem, pp. 12-13.
138
Ibidem, p. 15.
139
Black and White Taxicab & Transfer Co. v. Brown & Yellow Taxicab & Transfer Co. (1928).
140
En su dissent en el caso Kuhn v. Fairmont Coal Co., Holmes escribía: “I know of no authority in
this court to say that in general state decisions shall make law only for the future. Judicial decisions
have had retrospective operation for near a thousand years”. Apud John F. DAVIS and William L.
REYNOLDS: “Juridical cripples: plurality opinions in the Supreme Court”, en Duke Law Journal
(Duke L. J.), Vol. 1974, 1974, pp. 59 y ss.; en concreto, p. 67, nota 30.
141
Apud YALE-NOTE: “Prospective and Retroactive Application in the Federal Courts”, en Yale
Law Journal (Yale L. J.), Vol. 71, 1961-1962, pp. 907 y ss.; en concreto, p. 911.
142
Benjamin N. CARDOZO: The Nature of the Judicial Process, 27th printing (first published 1921),
Yale University Press, New Haven and London, 1967, pp. 146-147.
143
Robert Hill FREEMAN: “The Protection Afforded Against the Retroactive Operation of an Over-
ruling Decision”, en Columbia Law Review (Colum. L. Rev.), Vol. 18, 1918, pp. 230 y ss.; en concreto,
p. 251.
972 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

con Freeman en la apreciación de que los tribunales se hallaban mejor dispuestos


a eliminar la retroactividad en los casos de un cambio en la interpretación de una
ley que en aquellos otros de una modificación del common law.
Recuerda Levy144, que en enero de 1932, siendo todavía miembro (en realidad
Chief Judge) de la New York Court of Appeals, Cardozo pronunció una importante
conferencia en la “New York State Bar Association” en la que se adhirió a la tesis
de la prospective overruling. No ha de extrañar por tanto que ese mismo año 1932,
ya incorporado a la Supreme Court y encargado de escribir la opinion of the Court
en el relevante Sunburst case145, Cardozo diera a la “prospective limitation” un
considerable empuje. La Corte Suprema de Montana había considerado previa-
mente, en Doney v. Northern Pacific Railway (1921), que en la reducción de tarifas
del comercio interior de mercancías acordada por la “State Railroad Commission”,
a los transportistas que habían pagado la antigua tarifa, de conformidad con las
tarifas de ferrocarriles hechas públicas tras su aprobación por la Comisión, la ley
les concedía el derecho a recuperar el exceso tarifario que habían realizado en sus
pagos. En Sunburst, la Corte de Montana anuló la Doney decision, entendiendo
ahora que la ley no creaba aquel derecho. Recurriendo al “prospective limitation
approach”, el Supremo Tribunal de Montana consideró que la “Doney rule” debía
ser aplicada al Sunburst case y a otros contratos de transporte concertados en la
confianza de lo establecido por la Doney decision. De esta manera, a Sunburst se le
permitió recuperar el exceso de pago realizado. Sin embargo, la Corte de Montana
precisó que esta interpretación no sería seguida en el futuro, anunciando que
sólo los contratos hechos con posterioridad se verían beneficiados por el cambio
legal. La Supreme Court, por su parte, consideró que el ferrocarril no había sido
privado de su propiedad por el tribunal de Montana sin el debido respeto al “due
process of law”. Cardozo vino a expresar el punto de vista de que el alcance de
los límites a la adhesión al precedente era una materia que los Estados habían de
decidir por sí mismos.
El progresivo impacto de la tesis austiniana no podía dejar de incidir sobre
los efectos temporales de las sentencias, pues si éstas podían innovar, creando
de esta forma Derecho, las situaciones anteriores ajenas a la litis debían de ser
tenidas en cuenta. Se explica así que en 1940 el Chief Justice Charles Evans
Hughes, en una sentencia unánime de la Corte redactada por él mismo, en el
caso Chicot County Drainage Dist. v. Baxter State Bank, considerara la situación
normativa anterior a la sentencia declarativa de la inconstitucionalidad como un
“operative fact” que no podía ser ignorado146. En este caso, un tribunal federal

144
Beryl Harold LEVY: “Realist Jurisprudence and Prospective Overruling”, en University of
Pennsylvania Law Review (U. Pa. L. Rev.), Vol. 109, No. 1, November, 1960, pp. 1 y ss.; en concreto,
p. 12.
145
Great Northern Railway v. Sunburst Oil & Refining Co. (1932).
146
En la sentencia podía leerse lo siguiente: “It is quite clear (...) that such broad statements as
to the effect of a determination of unconstitutionality must be taken with qualifications. The actual
existence of a statute prior to such a determination, is an operative fact and may have consequences
which cannot justly be ignored. The past cannot always be erased by a new judicial declaration. The
effect of the subsequent ruling as to invalidity may have to be considered in various aspects, –with
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 973

de distrito había pronunciado una sentencia de conformidad con una ley antes
de que ésta fuera tachada de inconstitucional. La Supreme Court consideró que
el asunto de la decisión del tribunal de distrito era res judicata. La confianza de
las partes en un “overruled federal law”, probablemente, proporcionaría también
un argumento para negar la aplicación retroactiva de una “overruling decision”
en tales circunstancias. Parecen, pues, existir límites potenciales respecto de la
aplicación retroactiva de “overruling constitutional decisions”. El problema, como
fácilmente puede entreverse, es el de determinar en cada caso si hay razones para
imponer un límite a la retroactividad. Y como señala Bender147, la Chicot County
decision sugiere que la confianza y la res judicata no son las únicas razones que
pueden ser consideradas como apremiantes en orden a limitar la retroactividad.
Mediado el pasado siglo, la reacción frente a una inflexible aplicación del
Derecho había incrementado el número de críticos que hasta ese momento se
posicionaban en pro del abandono de la regla stare decisis. Así, para Covington148,
el judiciary debía quitarse de encima el viejo polvo acumulado de la ficción y
de un seguimiento a ciegas del precedente, considerando en su lugar como su
deber primigenio la máxima tan claramente impresa en cada página de cualquier
decisión que ha sobrevivido a lo largo del tiempo: fiat justitia, ruat coelum. Llegado
el caso, a los tribunales les debía corresponder restringir sus decisiones, de modo
similar a como pueden utilizarse ciertos billetes de tren, que tan sólo son válidos
para una determinada fecha y tren (“railroad ticket, good for this day and train
only”). La reiteración final por Covington del adagio latino (“Let justice be done
though the heavens fall”) no hacía más que poner de relieve su inequívoca opción
en pro de la relativización de la declaratory theory y de sus consecuencias anexas149.
No lejana a estas inquietudes era la preocupación que algunos años más
tarde iba a mostrar un autor tan relevante como el Profesor de la Universidad
de California en Los Ángeles (UCLA), James Allan Grant, quien señalaba como
un defecto inherente al sistema americano de la judicial review la inseguridad
resultante del hecho de que, por lo general, las decisiones de los tribunales sobre
ámbitos materiales constitucionales tenían efectos retroactivos. “Consequently,

respect to particular relations, individual and corporate, and particular conduct, private and official.
Questions of rights claimed to have become vested, of status, or prior determinations deemed to have
finality and acted upon accordingly, of public policy in the light of the nature both of the statute and
of its previous application, demand examination. These questions are among the most difficult of
those which have engaged the attention of courts, state and federal, and it is manifest from numerous
decisions that an all-inclusive statement of a principle of absolute retroactivity invalidity cannot be
justified”. Apud Paul BENDER: “The Retroactive Effect of an Overruling Constitutional Decision...”,
op. cit., pp. 651-652.
147
Paul BENDER: “The Retroactive Effect of an Overruling Constitutional Decision...”, op. cit.,
p. 653.
148
Hayden C. COVINGTON: “The American Doctrine of Stare Decisis”, en Texas Law Review (Tex.
L. Rev.), Vol. XXIV, 1945-1946, pp. 190 y ss.; en concreto, p. 190.
149
Ibidem, pp. 204-205.
974 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

–añadía Grant150– in order to know the law of today one must be able to divine the
decisions of tomorrow–or of several years hence”.

III. En los años sesenta, la Supreme Court iba a establecer una serie de reglas
jurisprudenciales relativamente novedosas en lo que a los efectos temporales de
las sentencias atañe151. Particular importancia tendría al respecto el caso Linkletter
v. Walker (1965), en el que la Corte parecía introducir un punto de inflexión en
su doctrina sobre la nulidad ab initio, e incluso sobre los matices que ya desde
tiempo atrás venía haciendo en relación a sus decisiones en el ámbito procesal
penal. En Linkletter, el Tribunal Supremo desarrolló una doctrina de conformidad
con la cual, podría denegarse el efecto retroactivo a una recién declarada “rule of
criminal law”. En la sentencia, la Corte razonaba que “the Constitution neither
prohibits nor requires retrospective effect”, consideración que apoyaba en la
autorizada voz del Justice Cardozo, para quien “the federal constitution has no
voice upon the subject”152.
En el Linkletter case, la Corte negó el recurso a un habeas corpus federal frente
a una condena estatal basada en una prueba obtenida inconstitucionalmente, con
base en que la condena de quien se hallaba en prisión había adquirido firmeza
–quedando por lo mismo al margen de cualquier posible revisión directa (res
judicata)– con anterioridad a la trascendental sentencia dictada en el caso Mapp v.
Ohio (1961), caso este último en el que la Corte Suprema recondujo las condenas
impuestas por tribunales estatales que se basaran en pruebas constitucionalmente
inválidas, a las previsiones de la XIV Enmienda153. Según Tribe154, la Corte, en
Linkletter, trató básicamente la cuestión de la retroactividad en los casos criminales

150
James Allan C. GRANT: “Judicial Control of Legislation. A Comparative Study”, en The American
Journal of Comparative Law, Vol. III, No. 2, Spring, 1954, pp. 186 y ss.; en concreto, p. 192.
151
Para una exposición detallada del tema, cfr. Laurence H. TRIBE: American Constitutional Law,
3rd edition, Foundation Press, New York, 2000, Vol. 1, pp. 218 y ss.
152
Cita del Juez Cardozo extraída de la sentencia dictada en el ya referido caso Great Northern
Railway v. Sunburst Oil & Refining Co. (1932).
153
En Mapp v. Ohio la Corte afrontó la sugestiva cuestión del efecto retroactivo de una overruling
decision. En la decisión, se llevaba a cabo un overruling de la doctrina fijada en Wolf v. Colorado
(1949), de acuerdo con la cual, la Corte entendió que la Constitución no imponía a los Estados la
misma obligación que establecería sobre el gobierno nacional en el caso Weeks v. United States (1914),
decisión en la que la Corte vino a excluir la condena en aquellos juicios penales en los que la prueba
inculpatoria fuese el resultado de un irrazonable registro y detención. Toda inculpación obtenida por
medio de pruebas violatorias de las previsiones constitucionales impedía la condena del así inculpado.
Pero la Wolf decision dejó claro que esta doctrina no regía en el ámbito estatal, quedando circunscrita
al ámbito federal. En Mapp v. Ohio la Corte entendió que “all evidence obtained by searches and
seizures in violation of the Constitution is, by that same authority, inadmissible in a state court”. Por
lo demás, la exclusión de cualquier prueba inculpatoria obtenida en violación de la XIV Enmienda
se consideró por la Corte como una exigencia dimanante del due process, impuesta a los procesos
penales por la mencionada Enmienda. “Mapp, –escribiría Currier– like other decisions expanding
the concept of due process in the same area, should be viewed as simply recognizing a constitutional
right–here, a right to the exclusion of unconstitutionally obtained evidence”. Thomas S. CURRIER:
“Time and Change in Judge-Made Law: Prospective Overruling”, op. cit., pp. 269-270.
154
Laurence H. TRIBE: American Constitutional Law, op. cit., Vol. 1, p. 219.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 975

como una materia política, que por tanto debía de ser decidida en cada caso. El
resultado de la doctrina Linkletter puede reconducirse a la afirmación de la facul-
tad general de la Corte para limitar los efectos de sus decisiones a su aplicación
pro futuro (prospective operation) y, por lo mismo, para limitar la retroactividad
de sus decisiones.
El Justice Thomas C. Clark, que escribió la opinion of the Court (adoptada por
7 votos frente a 2), reconocía la novedad de la decisión cuando escribía: “It is true
that heretofore, without discussion, we have applied new constitutional rules
to cases finalized before the promulgation of the rule”, no obstante lo cual sería
erróneo creer, que aunque ninguna “opinion of the Court” hubiera discutido la
cuestión, el cambio de jurisprudencia se había producido de modo imprevisible
y por entero sorprendente. Como creemos que queda claro tras lo expuesto, y
recuerda por lo demás la doctrina que se ha ocupado del tema155, en diversos
momentos los Justices habían avanzado la idea de que la Corte pudiera otorgar
en algún caso particular tan sólo un efecto ex nunc (prospective effect) a una
sentencia. El hecho de que quienes hablaban por la Corte nunca aludieran a esta
posibilidad, ni siquiera para refutarla, no dejaba de encerrar un cierto significado.
Dos años más tarde, la Corte reiteraría la doctrina Linkletter en el caso Stovall v.
Denno (1967).
En casos no ya penales sino civiles, la Corte permitió denegar el efecto
retroactivo a un nuevo principio jurídico (“a new principle of law”) si tal limi-
tación evitaba injusticias o dificultades (“injustice or hardship”). En 1971, en
el caso Chevron Oil Co. v. Huson, el Tribunal, en coherencia con esta dirección
jurisprudencial, elaboró una suerte de “test for retroactivity”156, al que atender para
ponderar los efectos temporales de un overruling. Dicho test podía resumirse en
una fórmula de tres factores: 1º) la decisión a aplicar no retroactivamente debe
de establecer un nuevo principio jurídico, bien por la vía de un cambio respecto
a la jurisprudencia precedente, bien por la de un pronunciamiento ex novo sobre
una cuestión cuya resolución no se hallase claramente predeterminada; 2º) se
han de sopesar los pros y los contras que cada una de las dos soluciones posibles,
la retroactiva y la prospectiva, provocarían sobre la operatividad de la decisión,
y 3º) deben asimismo valorarse y evitarse todas aquellas consecuencias injustas
(“inequitable results”) que pudieran anudarse a la retroactividad. Estos criterios
podrían corroborar la apreciación de McCloskey157 acerca del carácter abierto y
no dogmático de su visión para afrontar los diversos problemas158.

155
Paul J. MISHKIN: “The High Court, the Great Writ, and the Due Process of Time and Law”, op.
cit., p. 57.
156
Laurence H. TRIBE: American Constitutional Law, op. cit., Vol. 1, p. 219.
157
Robert G. McCLOSKEY: The American Supreme Court, 2nd edition, revised by Sanford Levinson,
The University of Chicago Press. Chicago and London, 1994, p. 208. “The facts of the Court´s history
–escribe McCloskey– impellingly suggest a flexible and non-dogmatic institution fully alive to such
realities as the drift of public opinion and the distribution of power in the American republic”.
158
A tal apreciación quizá convendría añadir otra. En cuanto “children of their times”, como
la considera McCloskey, las posiciones de la Corte Suprema nunca se han alejado en exceso de los
puntos de vista de las mayorías mutantes del Congreso, con la salvedad de las cuestiones relativas a
976 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

El abandono de la concepción tradicional, o por lo menos su relativización, no


iba a dejar de tropezar con dificultades. Mishkin se ha referido a una de ellas: el
rol simbólico de la declaratory theory159. El carácter declarativo de las sentencias,
con el significado que al mismo se encadenaba, vendría a expresar un concepto
simbólico del proceso judicial del que dependería en gran medida el prestigio y
poder de los tribunales. Una creencia ampliamente considerada y profundamente
sentida es la de que los jueces se hallan vinculados por un cuerpo de leyes esencia-
les, que ellos aplican la ley imparcialmente, que no ejercen preferencias u opciones
individuales, y que no tienen un programa propio determinado. La ingenuidad
de algunas de estas apreciaciones es manifiesta, pero lo cierto es que, según
nuevamente Mishkin, esta visión simbólica de los tribunales es el más importante
factor con vistas a asegurar el respeto y la obediencia a las decisiones judiciales.
En cualquier caso, la Corte, como muestran las decisiones mencionadas, cambió
su doctrina.
En la década de los ochenta, la Supreme Court iba a dejar de lado en
determinados casos sus nuevos enfoques sobre los efectos temporales de sus
decisiones. En el caso United States v. Johnson (1982), y ante las dudas surgidas
en la Corte acerca de si los planteamientos precedentes no hacían peligrar el
principio de igualdad, la Supreme Court proyectaba retroactivamente el efecto de
su decisión, no obstante poder ser de aplicación la doctrina de la prospectividad.
Será, sin embargo, en Griffith v. Kentucky (1987) cuando la Corte Suprema,
formalmente, lleve a cabo el overruling de Linkletter, eliminando los límites a la
retroactividad en el procedimiento criminal. El Tribunal iba a fijar ahora una
doctrina que giraba en torno a dos goznes: en primer término, la naturaleza de
la judicial review priva a la Corte de la prerrogativa esencialmente legislativa
de dictar “rules of law” retroactivas o prospectivas, según la Corte considerara
conveniente; en segundo término, la selectiva aplicación de “new rules” vulnera
el principio de igualdad, o lo que es igual, la exigencia de tratar de modo similar
a las partes situadas en igual posición. Ello no obstante, en Griffith, la Corte
afirmaba que “civil retroactivity (...) continue(d) to be governed by the standard
announced in Chevron Oil”.
En cualquier caso, las posiciones en el seno de la Corte han estado lejos de ser
unánimes. Y así, en el Chevron Oil case, el Justice John Stevens, al que se unieron
en dissent los Justices William J. Brennan, Thurgood Marshall y Harry Blackmun,
propusieron un entendimiento por entero diferente del Chevron Oil test, distin-
guiendo entre la retroactividad como “a choice-of-law rule” y la retroactividad
como “a remedial principle”, distinción que Tribe160 consideraría particularmente
importante en los casos planteados ante los tribunales estatales.

los derechos. En tal dirección se manifiesta Abraham, para quien: “In any case, the policy views of the
Court (...) never remain for long out of line with the policy views of the lawmaking majority–with the
probable, but not inevitable, exception of decisions involving the Bill of Rights”. Henry J. ABRAHAM:
The Judicial Process, op. cit., p. 367.
159
Paul J. MISHKIN: “The High Court, the Great Writ...”, op. cit., p. 62.
160
Laurence H. TRIBE: American Constitutional Law, op. cit., p. 220.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 977

La retroactividad en los casos civiles iba a ser finalmente establecida en el


Harper case, una decisión aprobada por una Corte muy fragmentada161, en la que,
en lo que ahora interesa, consideró que “when a federal court applies a substantive
rule of federal law to the parties before it, that rule must be given full retroactive
effect in all cases still pending on direct review and as to all occurrences, including
those that predate the rule´s announcement”. Con todo, como recuerda Tribe162,
en la Harper´s rule of retroactivity, hay dos importantes advertencias (“caveats”):
La primera, que la Corte Suprema no iba a considerar que todas las decisiones de
Derecho federal deban necesariamente ser aplicadas de modo retroactivo; más
aún, la Corte no iba a renunciar a su facultad de hacer sus decisiones completa-
mente prospectivas, hasta el extremo de que ni tan siquiera se apliquen a las partes
ante ella. La segunda, que la Constitución federal no prescribe la forma precisa del
remedio que un Estado viene obligado a ofrecer ante una violación constitucional,
de manera que un Estado conserva por lo general un cierto grado de libertad aun
cuando se dé efecto retroactivo a una decisión.
En esta relativa reafirmación o retorno, si así se prefiere, al principio de
retroactividad en casos civiles se ha de ver no tanto un deseo de volver a la
declaratory theory cuanto una visión proclive a limitar la discrecionalidad del juez,
tanto porque, como es obvio, su rol no es equiparable al del legislador, como por
las exigencias dimanantes del principio de igualdad. Por lo demás, los vaivenes
jurisprudenciales expuestos nos revelan que frente a las posiciones antaño
inconmovibles con las que eran caracterizados los rasgos más señeros del sistema
americano de la judicial review, hoy, criterios más pragmáticos y, por lo mismo, un
cierto relativismo, han entrado en el escenario de la Corte Suprema, y ello, como
es obvio, no deja de contribuir a la difuminación de los supuestos antagónicos
contrastes entre los dos sistemas de la justicia constitucional.

D) Otros mecanismos de aproximación entre los dos antaño contrapuestos


sistemas de justicia constitucional

Al margen ya de todo lo expuesto, pueden aportarse otros argumentos que


operan en la misma dirección que los anteriores, relativizando la supuesta
contraposición entre uno y otro sistema.

I. En relación al sistema americano, bien podría decirse que el instrumento


procesal del writ of certiorari ha venido a convertir la Supreme Court en una suerte

161
Harper v. Virginia Department of Taxation (1993). El Justice Clarence Thomas redactó la opinion
of the Court. El Juez Antonin Scalia presentó una concurring opinion. Por su lado, el Justice Anthony
Kennedy presentó una concurring parcial y una concurring in the judgment a la que se unió el Juez
Byron R. White. Finalmente, la Jueza Sandra O´Connor presentó una dissenting opinion a la que se
unió el Chief Justice William H. Rehnquist.
162
Laurence H. TRIBE: American Constitutional Law, op. cit., p. 226.
978 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

de Tribunal Constitucional. La Corte, efectivamente, ha ido evolucionando en el


sentido de presentar una configuración cada día más acentuada como órgano casi
exclusivamente de justicia constitucional, limitándose con el devenir del tiempo a
ejercer su control tan sólo en lo concerniente a las cuestiones de mayor relevancia,
que son, por lo general, las cuestiones constitucionales.
Conviene recordar al efecto, que la sección segunda del Art. III de la Consti-
tución atribuye a la Corte una jurisdicción originaria y una jurisdicción de apela-
ción163. Esta última fue regulada con todo detalle por las Secciones 22 y 25 de la
Judiciary Act de 1789. De conformidad con la Sección 22, se confería jurisdicción
al Tribunal en el orden civil, por intermedio del llamado writ of error, frente a las
sentencias definitivas de los tribunales federales inferiores (en ese momento los
tribunales de circuito, Circuit courts), cuando el importe de la cuestión en disputa
superara los 2.000 dólares. A su vez, la Sección 25 atribuía competencia a la Corte
para revisar, también por medio del writ of error, las sentencias de los Tribunales
supremos estatales, cuando se suscitara en el caso una cuestión constitucional
federal. El cuestionamiento de la constitucionalidad de esta última competencia
hizo necesario el expreso pronunciamiento al respecto por parte de la propia Su-
preme Court, lo que se produjo en el conocido caso Martin v. Hunter´s Lessee (1816),
en el que, ausente el Chief Justice Marshall, pronunció la opinion of the Court el
Justice Joseph Story (apoyado por el voto unánime de los seis Jueces presentes),
siendo ésta, quizá, la más relevante de las que el célebre Juez y profesor de la
Harvard University pronunciaría en los casi 34 años que permanecería en la Corte
(entre 1812 y 1845). En 1821, en otro relevante caso, Cohens v. Virginia, la Corte,
esta vez por boca de Marshall, ratificó de modo inequívoco la constitucionalidad
de la competencia que la Sección 25 de la Judiciary Act le otorgaba.
La inexistencia de un mecanismo que posibilitara a la Corte el rechazo discre-
cional de los recursos, o lo que es igual, lo que Cardozo llamaría “the sovereign
prerogative of choice”164, se tradujo en el progresivo crecimiento de los recursos y,
con el paso del tiempo, en su acumulación por el retraso en resolverlos. Mientras
en su primera década de vida (1791-1800) el Tribunal tuvo en sus estrados tan sólo
87 casos, sólo en el año 1810 ese número ya ascendía a 98, creciendo hasta los
301 en 1860, alcanzando los 636 en 1870, los 1.212 en 1880 y llegando a los 1.816
una década más tarde165. El problema iba además a acentuarse en 1889, a raíz de
otorgársele al Tribunal jurisdicción para revisar las condenas a la pena de muerte.
La situación condujo al progresivo retraso en la resolución de los asuntos, que en
1890 ya demoraban tres años, y de igual modo a una reiterada queja de los Jueces
por la sobrecarga de trabajo, impeditiva de un ejercicio riguroso de su función.

163
James Story habla de una original or primary jurisdiction frente a una appellate jurisdiction.
James STORY: “American Law”, en The American Journal of Comparative Law, Vol. III, No. 1, Winter,
1954, pp. 9 y ss.; en concreto, p. 17.
164
Así lo recuerda Robert G. McCLOSKEY, en The American Supreme Court, op. cit., p. 106.
165
Seguimos los datos que facilita Alberto A. BIANCHI, en Jurisdicción y procedimientos en la Corte
Suprema de los Estados Unidos, Editorial Ábaco de Rodolfo Depalma, Buenos Aires, 1994, p. 117.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 979

Es en tal marco contextual en el que adquiere su pleno sentido la Circuit Court


of Appeal de 1891, también conocida como la Evars Act, que introdujo por vez pri-
mera en Norteamérica el instrumento del writ of certiorari, bien que, ciertamente,
de forma limitada. La citada Ley, de 3 de marzo de 1891, creó nueve Circuit Courts
of Appeals, como tribunales intermedios de revisión, –Rehnquist, quien fuera
Chief Justice, los tildaría de “regional federal appellate courts”166– confiriendo a la
Corte por vez primera, en numerosos tipos de litigios, discreción para declinar el
conocimiento de los casos si los mismos no eran considerados por ella dignos de
una nueva revisión. La Evars Act confirió al Tribunal Supremo jurisdicción para
la revisión de las condenas por delitos infamantes (“infamous crimes”), lo que no
dejaba de ser una importante novedad si se recuerda que la Judiciary Act de 1789
no otorgó a la Corte competencia en materia penal o criminal.
En un conocido comentario sobre la ley que iba a cambiar de modo definitivo
la competencia de la Corte Suprema, la llamada Judges´Bill (1925), el Chief Justice
William H. Taft (que ejercería el cargo entre 1921 y 1930) consideraba que los
Circuit Courts of Appeals habían trabajado bien, propiciando con su actividad
que pronto se suprimiera la “joroba” (“the hump”) existente en el registro de
casos pendientes de conocer por la Supreme Court167. La Ley de 1891 tuvo, pues,
un efecto positivo, en relación a la finalidad por ella pretendida, que era, básica-
mente, la de disminuir la carga de trabajo de la Corte Suprema y el retraso que la
misma acarreaba, pero tal efecto fue efímero, pues con el inicio del nuevo siglo
la acumulación de asuntos y el subsiguiente retraso en su conocimiento volvió a
crecer de modo significativo.
Dos nuevas reformas legales168, impulsadas por las Leyes de 23 de diciembre
de 1914, autorizando a la Corte para ampliar el certiorari169, y por lo mismo
su jurisdicción discrecional, que le iba a permitir ahora rechazar los recursos
que se refirieran al ámbito del certiorari de modo discrecional, ámbito que era
notablemente ampliado, pues si con anterioridad a la reforma de 1914 la Corte
sólo tenía conferido el certiorari para revisar sentencias de los tribunales supremos
estatales que negaran un derecho constitucionalmente reconocido, tras este texto
legal, se le confería también el certiorari para la revisión de las decisiones de los
tribunales supremos estatales que apoyaran un derecho federalmente reconocido,
y de 6 de septiembre de 1916, que circunscribió la jurisdicción obligatoria de la
Corte (manteniendo por tanto en este ámbito el writ of error) a aquellas decisiones

166
William H. REHNQUIST: The Supreme Court. How It Was. How It Is, Quill/William Morrow,
New York, 1987, p. 268.
167
William Howard TAFT: “The jurisdiction of the Supreme Court under the Act of February 13,
1925”, en Yale Law Journal (Yale L. J.), Vol. XXXV, No. 1, November, 1925, pp. 1 y ss.; en concreto, p.
2.
168
Cfr. sobre ellas, Charles W. BUNN: “The New Appellate Jurisdiction in Federal Courts”, en
Minnesota Law Review (Minn. L. Rev.), (Journal of the State Bar Association), Vol. 9, No. 4, March,
1925, pp. 309 y ss.; en concreto, p. 312.
169
“A petition for certiorari –escribe el Chief Justice William REHNQUIST (en The Supreme Court...,
op. cit., p. 263)– is, stripping away the legal verbiage, a request to the Supreme Court to hear and decide
a case that the petitioner has lost either in a federal court of appeals or in a state supreme court”.
980 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

de los tribunales supremos estatales que hubieran declarado inconstitucional


una ley del Congreso o considerado constitucional una ley estatal tachada de
inconstitucional. En definitiva, los dos textos legales estaban animados por una
finalidad primigenia: ampliar el writ of certiorari con el mismo objetivo que la
Evars Act. Sin embargo, estas dos reformas muy próximas en el tiempo no fueron
suficientes para la adecuada solución del problema existente, bien que, como
Frankfurter y Landis pusieron de relieve170, mostraron (sobre todo la reforma de
1916) las potencialidades de la jurisdicción discrecional.
La preocupación por el problema subyacente a las mencionadas reformas lega-
les era una constante del pensamiento de Taft desde años atrás. Ya en 1916, cinco
años antes de su incorporación al Tribunal Supremo, Taft iba a recomendar que
se diera a la Corte Suprema “absolute and arbitrary discretion”171. Sin embargo, la
preocupación de quien habría de ocupar la Chief Justiceship se remontaba mucho
más atrás en el tiempo, a la época incluso en la que ostentara la Presidencia de
los Estados Unidos172. La doctrina recuerda173, que en su primer mensaje anual al
Congreso el Presidente Taft escribía: “It is not impossible to cut down still more
than it is cut down, the jurisdiction of the Supreme Court so as to confine it almost
wholly to statutory and constitutional questions”. Ya en los primerísimos años del
nuevo siglo, el Presidente Taft se mostraba pues como un convencido defensor de
que la Supreme Court circunscribiera los asuntos en que había de intervenir a los
puramente constitucionales. En 1914, al margen ya de cualquier cargo público,
urgía a que la Corte fuera liberada de la carga de apelaciones imprevistas y de
la disfuncional congestión de asuntos mediante la reducción de su jurisdicción
obligatoria y la ampliación del ámbito de su revisión discrecional174.
170
Felix FRANKFURTER y James M. LANDIS: “The Business of the Supreme Court of the United
States–A Study in the Federal Judicial System”, en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Vol. XL,
1926-1927, pp. 431 y ss.; 834 y ss., y 1110 y ss.; en concreto, p. 836.
171
Cfr. al respecto, S. Sidney ULMER: “The Supreme Court´s Certiorari Decisions: Conflict as
a Predictive Variable”, en The American Political Science Review (Am. Pol. Sci. Rev.), Vol. 78, No. 4,
December, 1984, pp. 901 y ss.
172
La trayectoria pública de William Howard Taft (1857-1930) es realmente impresionante. En 1887,
a la edad de tan sólo 30 años, accedió al cargo de Juez de la Corte Suprema de Ohio, Estado del que
era oriundo (había nacido en Cincinnati)). Con posterioridad, sería Solicitor General (Subsecretario de
Justicia) (1890), Gobernador de las Filipinas (1901), Secretario de Guerra con el Presidente Theodore
Roosevelt (1904) y, por último, Presidente de los Estados Unidos, cargo para el que fue elegido a fines de
1908, ejerciéndolo durante cuatro años (1909-1913), tras ser derrotado al final de su mandato, cuando
pretendía la reelección, por el demócrata Woodrow Wilson. Tras cesar como Presidente, pasó a ser Profesor
de Derecho constitucional en la Universidad de Yale, hasta su acceso al cargo de Chief Justice, para el que
sería nombrado en julio de 1921 por el Presidente Warren Gamaliel Harding, republicano como él.
173
Felix FRANKFURTER y James M. LANDIS: “The Business of the Supreme Court of the United
States–A Study in the Federal Judicial System”, op. cit., p. 838.
174
“The Supreme Court –escribía Taft–has great difficulty in keeping up with its docket. The most
important function of the court is the construction and application of the constitution of the United
States. It has other valuable duties to perform in the construction of the statutes and in the shaping
and declaration of general law, but if its docket is to increase with the growth of the country, it will
be swamped with its burden, the work which it does will, because of haste, not be of the high quality
that it ought to have, and the litigants of the court will suffer injustice because of delay. For these
reasons the only jurisdiction that it should be obliged to exercise, and which a litigant may, as a
matter of course, bring to the court, should be questions of constitutional construction. By giving an
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 981

Sintomático de la situación de fracaso de las reformas legales mencionadas


será el hecho de que en el período 1920-1929 el número de decisiones negativas o
de rechazo relacionadas con la Decimocuarta Enmienda (cuya Sección primera,
recordémoslo, contempla la due process clause) casi se duplicó respecto del
número de las mismas en la década precedente175. El propio Taft, ocupando ya la
ChiefJusticeship, escribía en 1925: “After thirty-five years, however, that Court´s
business had again grown beyond its capacity, and a hearing could not be had for
cases not advanced out of their order until more than a year after their filing”176.
Los miembros de la Supreme Court temieron que el registro de casos
pendientes (“the docket”) pudiera congestionarse aún más y ante ello, y tras la
llegada a la Corte de Taft, como nuevo Chief Justice, plantearon la cuestión ante
los Judiciary Committees de ambas Cámaras. El argumento fundamental que se
manejó fue que la ampliación del certiorari posibilitaría dedicar el tiempo y la
energía de los miembros del Tribunal, inevitablemente limitado, al conocimiento
de aquellos casos de mayor interés general, muy particularmente de los casos que
tuvieran que ver con cuestiones constitucionales. El impulso de la reforma iba,
indiscutiblemente, a corresponder al Chief Justice, lo que no había de extrañar a
la vista de cuáles eran sus nítidas posiciones sobre el tema desde mucho antes de
su acceso a la Corte. Por lo demás, su reconocida astucia política hizo el resto177.
Los Comités Judiciales de ambas Cámaras sugirieron que fuese la propia
Corte la que preparase un “bill”, lo que explica que la ley que finalmente se aprobó
en 1925 fuese comúnmente conocida como la Judges´ Bill, la ley de los jueces.
A tal efecto, Taft, que algún autor ha considerado como el más emprendedor,
dinámico, de todos los Jueces (“the most aggressive of the justices”), propuso
el nombramiento de una comisión en el seno de la Supreme Court encargada de
estudiar el asunto y de redactar un primer texto. La comisión quedó integrada
por los Justices William R. Day, que actuó como presidente (“chairman”) hasta su
retiro voluntario en noviembre de 1922, Willis Van Devanter (que, curiosamente,
había accedido a la Corte en enero de 1911 por nombramiento del propio Taft,
siendo Presidente) y James C. McReynolds, interviniendo de oficio el Chief Justice
Taft. Fue Van Devanter el redactor del “bill”178. El texto resultante fue sometido a la
Corte el propio año 1921 y el 17 de febrero de 1922, era formalmente presentado

opportunity to litigants in all other cases to apply for a writ of certiorari to bring any case from a lower
court to the Supreme Court, so that it may exercise absolute and arbitrary discretion with respect to
all business but constitutional business, will enable the court so to restrict its docket that it can do
all its work, and do it well”. William H. TAFT: “The Attacks on the Courts and Legal Procedure”, en
Kentucky Law Journal (Ky. L. J.), Vol. 5, No. 2, 1916, pp. 3 y ss.; en concreto, p. 18.
175
Así lo constata Robert G. McCLOSKEY, en The American Supreme Court, op. cit., p. 106.
176
William Howard TAFT: “The jurisdiction of the Supreme Court...”, op. cit., p. 2
177
Stephen C. HALPERN and Kenneth N. VINES (en “Institutional Disunity, the Judges´ Bill and
the Role of the U. S. Supreme Court”, en The Western Political Quarterly, Vol. 30, No. 4, December,
1977, pp. 471 y ss.; en concreto, p. 473) hablan de “the persistent politicking of Taft”.
178
Así lo constatan, entre otros, Felix FRANKFURTER y James M. LANDIS: “The Business of the
Supreme Court at October Term, 1928”, en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Vol. XLIII, 1929-1930,
pp. 33 y ss.; en concreto, p. 34. Ello no obstante, Van Devanter hizo constar en la audiencia celebrada
en el Congreso que, en un punto o en otro, todos los Justices habían participado en la redacción del
982 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

ante el Congreso por intermedio del senador Sr. Cummins y del congresista Sr.
Walsh. La más que notable influencia de Taft propició que la ley fuera aprobada
justamente tres años después (el texto legal fue sancionado el 13 de febrero de
1925, entrando en vigor el 1 de mayo de 1925) en términos sustancialmente
semejantes a como había sido redactado en la Corte.
Otro Chief Justice, William Rehnquist, consideró a Taft como uno de los
arquitectos de la Certiorari Act de 1925, haciéndose eco a continuación de su punto
de vista sobre la Supreme Court, tal y como fuera compendiado por su biógrafo,
Henry F. Pringle: “It was vital, –escribía Pringle en obvia alusión a Taft179– he said
in opening his drive for the Judges´ Bill, that cases before the Court be reduced
without limiting the function of pronouncing <the last word on every important
issue under the Constitution and the statutes of the United States>. A Supreme
Court, on the other hand, should not be a tribunal obligated to weigh justice
among contesting parties”. En realidad, habría que decir que Taft fue mucho
más que el arquitecto de la ley, y con ella de la enorme transformación que iba a
experimentar la Corte Suprema, fue su ideólogo, fue quien desde mucho tiempo
atrás había venido defendiendo con constancia y con una gran visión de futuro
el nuevo rol, muy próximo al de un Tribunal constitucional, que con el paso del
tiempo, y en gran medida de resultas de la Certiorari Act de 1925, asumiría la Corte
Suprema. Desde esta perspectiva, Taft fue un verdadero visionario.
La filosofía de la Ley de 1925 –que, como se ha dicho, iba a revolucionar la
jurisdicción de apelación de la Corte Suprema y de las Circuit Courts of Appeals180–
se acomodaba a la teoría de que los litigantes tenían sus derechos suficientemente
protegidos a través de una audiencia o de un juicio en los tribunales de primera
instancia y de una revisión en el inmediato tribunal de apelación federal. “La
función de la Corte Suprema –escribía nuevamente Taft181– es concebida para ser
no la que ha de remediar la injusticia de un litigante concreto, sino la que ha de
considerar aquellos casos cuya decisión concierne a principios cuya aplicación es
de considerable interés público o gubernamental (“wide public or governmental
interest”) y que deberían ser autorizadamente decididos por el tribunal último”.
La ley, escriben a su vez Frankfurter y Landis182, se entendió como un dique (“a
dike”) frente a la amenaza de aumento de la jurisdicción obligatoria de la Corte,
pero más allá de ello el verdadero espíritu de la propuesta amparada por el texto

“bill”. De ello se hacen eco Stephen C. HALPERN y Kenneth N. VINES: “Institutional Disunity, the
Judges´ Bill and the Role of the U. S. Supreme Court”, op. cit., p. 473, nota 20.
179
Henry F. PRINGLE: Life and Times of William Howard Taft, Vol. II, Shoe String Press, Hamden
(Conn.), 1965, pp. 997-998. Cit. por William H. REHNQUIST: The Supreme Court..., op. cit., pp. 268-269.
180
Charles W. BUNN: “The New Appellate Jurisdiction in Federal Courts”, op. cit., p. 309.
181
William Howard TAFT: “The Jurisdiction of the Supreme Court under the Act of February 13,
1925”, op. cit., p. 2.
182
Felix FRANKFURTER y James M. LANDIS: “The Business of the Supreme Court at October
Term, 1928”, op. cit., p. 34. En otro lugar, los mismos autores escribían: “The bill was essentially a bill
to relieve the Supreme Court, not by any reexamination of the existing sources of federal jurisdiction,
but by a drastic transfer of existing Supreme Court business to the circuit court of appeals”. Felix
FRANKFURTER y James M. LANDIS: “The Business of the Supreme Court of the United States–A
Study in the Federal Judicial System”, op. cit., p. 851.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 983

legal fue el de convertir a la Supreme Court en el árbitro de las cuestiones legales


de importancia nacional.
La Ley redujo de modo drástico el número de litigios que podían llegar a la
Corte, transfiriendo su conocimiento a los tribunales de circuito; de esta forma, la
jurisdicción obligatoria de la Corte iba a quedar limitada a casos escogidos en que
se plantearan cuestiones constitucionales u otros significativos asuntos de interés
público. Además, el nuevo texto legal implicaba que la enorme mayoría de los
casos llegaran a la Corte en forma de peticiones de revisión, que el Tribunal podía
rechazar, en vez de en forma de apelaciones vinculantes. “The remedy proposed
by the Supreme Court and adopted by Congress –corroboraban Frankfurter y
Landis183– was a transference of numerous classes of cases from obligatory review
by appeal of writ of error to discretionary review by certiorari”. Muy escasos
supuestos quedaron al margen del writ of certiorari, entre ellos, y como supuestos
más relevantes, las resoluciones de los Tribunales supremos de los Estados que
declararan inconstitucional un tratado o una ley federal, o que, cuestionada
ante ellos la constitucionalidad de una ley estatal, la declararan conforme a la
Constitución. También siguió siendo considerada una apelación vinculante, la
que fuere formalizada cuando se declarare inconstitucional una ley federal en una
acción civil en la que el Gobierno norteamericano fuere parte. De igual forma, se
consideraron “obligatory appeal from the Circuit Courts to the Supreme Court” los
casos suscitados bajo la “anti-trust and interstate commerce law”, como también
los “criminal cases”.
Innecesario es decir, que la consecuencia de esta profunda reforma fue la
considerable ampliación de la capacidad de la Corte para decidir la admisión
a trámite, que entrañaba, como se ha dicho184, una aplicación del principio
de individualización en el ejercicio de la appellate review. Bien es verdad que
la ampliación de la jurisdicción discrecional de la Corte propiciaba nuevas
dificultades. Frankfurter y Landis ya prevenían ante ellas al advertir185, que
el mecanismo del certiorari se vería seriamente afectado si la selección de los
casos de que podía conocer el Tribunal Supremo viniera determinada no por la
intrínseca importancia de las cuestiones legales en ellos planteadas, sino por la
arbitraria exigencia del tamaño del sumario. Y de resultas de tales peligros, en
algún sector de la literatura jurídica más crítica emergería la visión de una suerte
de tiranía judicial, o lo que es lo mismo, como iba a apostillar McCloskey186, para
rechazar de inmediato tal visión, “the picture of a great nation shackled helplessy
by judge-made law”. La Judges´ Bill posibilitó, como recordaba una treintena de
años después el Justice Douglas187, que la Corte pudiera conocer de los casos que

183
Felix FRANKFURTER y James M. LANDIS: “The Supreme Court under the Judiciary Act of
1925”, en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Vol. XLII, No. 1, November, 1928, pp. 1 y ss.; en concreto,
pp. 1-2.
184
Ibidem, p. 10.
185
Ibidem, p. 14.
186
Robert G. McCLOSKEY: The American Supreme Court, op. cit., p. 92.
187
William O. DOUGLAS: “The Supreme Court and its case load”, en Cornell Law Quarterly (Cornell
L. Q.), Vol. 45, 1959-1960, pp. 401 y ss.; en concreto, p. 409.
984 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

le llegaban y que consideraba de interés conocer dentro de su propio calendario,


lo que no dejaba de ser una notable novedad, pues en el más de un siglo de vida
anterior, no había sucedido así.
El propio año 1925 se presentaron ante la Corte un total de 520 peticiones de
certiorari, de las que admitió tan sólo 97, un porcentaje próximo, aunque inferior,
al 20 por 100. El cambio fue tal que Frankfurter llegó a escribir que la Ley de 1925
dejó la jurisdicción de la Corte “en los huesos”188.
Aunque en 1938 el propio Juez Frankfurter, con bastante optimismo, señalaba
que el problema del excesivo volumen de asuntos de la Supreme Court estaba en
vías de ser resuelto189, lo cierto es que la trascendental reforma de 1925 no fue
capaz de conseguir el objetivo perseguido: la sustancial reducción de la tarea de
la Corte. En 1930 había 1.039 casos ante el Tribunal, y ese número, medio siglo
más tarde (hacia 1984), había ascendido hasta los 5006 casos190. Tal circunstancia
se tradujo en la década de los setenta en la elaboración de diversos estudios
encaminados hacia una nueva reforma, pues la mera acumulación de casos ante la
Supreme Court y la inexcusabilidad de revisarlos mínimamente a fin de conceder
o rechazar el certiorari privaba del tiempo necesario para resolver con la calma
requerida aquellos otros en los que el certiorari fuera admitido. Entre esos estudios
arraigó la idea de crear una especie de órgano jurisdiccional intermedio entre la
Supreme Court y los Circuit Courts of Appeals, fórmula que finalmente no prosperó.
En todo caso, en la Corte presidida en esos años por el Chief Justice Warren E.
Burger (que la presidiría entre 1969 y 1986) hubo unanimidad de criterio en
torno a la necesidad de la eliminación de su jurisdicción obligatoria (mandatory
jurisdiction), como revelaría un escrito dirigido, en junio de 1978, por el Tribunal
en pleno al Congreso.
Así las cosas, un decenio más tarde, el 25 de septiembre de 1988, era sancio-
nada una nueva Ley que suprimía casi por completo la jurisdicción obligatoria
o reglada de la Corte Suprema. Respecto de las apelaciones, la única salvedad
que quedó fue la contemplada frente a las decisiones de los tribunales de distrito
de tres Jueces (Three Judges Courts), órganos federales de primera instancia
que a partir de 1903 empezaron a quedar integrados por tres Jueces , si bien en
1976 comenzaron a suprimirse, siendo sustituidos por órganos jurisdiccionales
unipersonales.

188
De ello se hace eco Erwin N. GRISWOLD: “The Supreme Court´s Case Load: Civil Rights and
Other Problems”, en University of Illinois Law Forum, Vol. 1973, 1973, pp. 615 y ss.; en concreto,
p. 617.
189
Felix FRANKFURTER y Adrian S. FISHER: “The business of the Supreme Court at the October
terms, 1935 and 1936”, en Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Vol. LI, No. 4, February, 1938, pp.
577 y ss.; en concreto, p. 582. “If the past is any guide –escriben estos mismos autores– the problems
raised for the Court by the volume of its business will largely be solved by the use which it makes of
the two devices for exercising selective jurisdiction”.
190
Tomamos estos datos de Alberto B. BIANCHI: Jurisdicción y procedimientos en la Corte
Suprema..., op. cit., p. 120.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 985

Con la eliminación de la jurisdicción de apelación de naturaleza obligatoria,


puede afirmarse que la revisión ya no constituye una cuestión de Derecho,
sino de pura discreción judicial, y únicamente es concedida por el Tribunal
cuando entiende que existen razones especiales e importantes para ello, lo que
le permite una elección ad libitum y enteramente discrecional. A juicio de quien
anteriormente al actual ocupó la Chief Justiceship, “sería una inútil duplicación de
funciones si la Corte Suprema de los Estados Unidos viniera a servir simplemente
como un tribunal más elevado que los demás para la corrección de errores en
casos no concernientes por lo general a principios jurídicos importantes. En vez
de ello, la Corte, de modo absolutamente correcto, busca seleccionar, de entre
los varios miles de casos que se le pide anualmente que revise, aquellos casos
concernientes a cuestiones pendientes de resolver (“unsettled questions”) de
Derecho constitucional o legal federal de interés general”191. Por lo mismo, se ha
podido considerar, que se ha hecho posible la conversión de la Corte Suprema en
“el árbitro efectivo de la forma de gobierno federal”192, acentuándose por todo ello
su rol como órgano político, convirtiéndose de resultas de todo ello en “the most
powerful court known to history”193.
Estas transformaciones legales, como no podía ser de otro modo, han incidido
a su vez en la naturaleza de los casos abordados (pero también presentados) por
la Corte. Hace cincuenta años, constataba Baum en 1981194, la mayor proporción
de casos presentados ante el Tribunal Supremo eran de naturaleza civil. A partir
de entonces, los casos penales fueron en aumento. En 1981, antes por tanto de la
reforma legal de 1988, los casos de naturaleza constitucional dominan la agenda
de este Tribunal, aunque también los tribunales inferiores se pronuncian con
mucha frecuencia sobre las mismas materias195, y la mayor parte de los casos a
que se enfrenta la Supreme Court suscitan temas de libertades civiles. Desde 1937,
ha escrito McCloskey196, la Corte se ha esforzado en desarrollar una civil rights
doctrine que hiciera realidad la promesa de esa tradición americana acorde con
la libertad, en armonía no obstante con los imperativos de la realidad política.
Ese acomodo a la realidad de que habla el autor precedente ya presupone un rol
político de la mayor importancia, que viene a establecer un parentesco próximo
entre la Supreme Court y los Tribunales Constitucionales de estirpe kelseniana.

191
William H. REHNQUIST: The Supreme Court. How It Was, How It Is, op. cit., p. 269.
192
Lawrence BAUM: El Tribunal Supremo de los Estados Unidos de Norteamérica, Librería Bosch,
Barcelona, 1987, p. 152.
193
Robert G. McCLOSKEY: The American Supreme Court, op. cit., p. 209.
194
Lawrence BAUM: El Tribunal Supremo..., op. cit., p. 148.
195
Así lo ha subrayado Linde, para quien, aunque los profesionales del Derecho y la opinión pública
pueden no considerar resuelta una cuestión constitucional relevante hasta tanto la Supreme Court
haya decidido sobre ella, lo cierto es que en la teoría y en la práctica los tribunales inferiores dictan
constantemente sentencias en materia constitucional. Hans A. LINDE: “The United States Experience”,
en The American Journal of Comparative Law, Vol. XX, No. 3, Summer, 1972 (parte monográfica
dedicada a las “Admonitory Functions of Constitutional Courts”), pp. 415 y ss.; en concreto, p. 416.
196
Robert G. McCLOSKEY: The American Supreme Court, op. cit., p. 213.
986 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

En la propia mutabilidad del rol desempeñado por la Corte Suprema, puede


entreverse un rasgo común con los Tribunales Constitucionales, pues, como bien
sostiene Häberle197, refiriéndose básicamente a tales órganos, la función de la
jurisdicción constitucional es variable, flexible en el tiempo y en el espacio. En
sintonía a su vez con este rol de la Supreme Court, Dahl la ha considerado no estric-
tamente una institución jurídica, pues ello, a su juicio, entrañaría subestimar su
significación en el sistema político norteamericano, sino más bien una institución
política, o lo que es igual, “an institution for arriving at decisions on controversial
questions of national policy”198.
En definitiva, la marcada evolución de la Corte y su situación actual explica
que un significativo sector de la doctrina199 considere grande la proximidad entre la
misma y los Tribunales Constitucionales europeos200. Esta proximidad no es, por lo
demás, un fenómeno exclusivo de nuestro tiempo. Basta para constatarlo con leer
las reflexiones que más de tres cuartos de siglo atrás hacía Charles Evans Hughes,
antes de su acceso a la Presidencia de la Corte (que ocuparía entre 1930 y 1941, si
bien entre 1910 y 1916 ya desempeñaría en la Corte el cargo de Justice), acerca de
las tareas del propio órgano201, que al aplicar cláusulas generales de un contenido
indefinido (“general clauses of an undefined content”) no se limitaba al deber de

197
Peter HÄBERLE: “La jurisdicción constitucional en la fase actual de desarrollo del Estado
constitucional”, en Teoría y Realidad Constitucional, nº 14, 2º semestre 2004, pp. 153 y ss.; en concreto,
p. 160.
198
Robert A. DAHL: “Decision-making in a democracy: The Supreme Court as a national policy-
maker”, en Journal of Public Law, Vol. 6, Spring, 1957, pp. 279 y ss.; en concreto, p. 279.
199
Es el caso, entre la doctrina española, de Rubio Llorente, para quien la Supreme Court es, en
razón de la selección de los asuntos que ella misma hace, un Tribunal Constitucional. (Francisco
RUBIO LLORENTE: “Tendencias actuales de la jurisdicción constitucional en Europa”, op. cit., p.
1416). Y en el mismo sentido, entre otros, se manifiesta Pegoraro, para quien “negli ultimi anni, la
Corte suprema s´è trasformata... in una vera e propria corte costituzionale, e cioè in un organo dotato
di competenze specializzate”. (Lucio PEGORARO: Lineamenti di giustizia costituzionale comparata,
G. Giappichelli Editore, Torino, 1998, p. 21).
200
Mayores matices presenta la posición de Cappelletti, bien que la exprese en 1970. Para el
gran procesalista italiano, el Tribunal Supremo norteamericano y, entre otros, su análogo japonés
(pues de conformidad con la Constitución de 1947 se ha introducido en Japón un sistema análogo
al norteamericano), se hallan lejos de ser equivalentes a los Tribunales Constitucionales europeos,
pues mientras los últimos tratan tan sólo cuestiones constitucionales, la jurisdicción de la Corte
Suprema estadounidense no se halla confinada de tal modo, ya que la mayoría de los casos llegan
a ella a través del sistema de apelación normal y no por medio de un procedimiento especial.
Incluso para las cuestiones constitucionales ningún procedimiento extraordinario es utilizado.
Evidentemente, aunque esta opinión fuera expresada con anterioridad a la reforma legal de 1988,
no deja de parecernos harto discutible y, desde luego, creemos que choca con lo que después señala
el propio autor. (Mauro CAPPELLETTI: “Judicial Review in Comparative Perspective”, op. cit., p.
1045). Esta posición es matizada (si es que no, lisa y llanamente, contradicha) más adelante por
el propio autor, quien, tratando las tendencias hacia la convergencia (“converging trends”) entre
los dos sistemas de justicia constitucional, argumenta que el movimiento hacia la convergencia
no está confinado al lado europeo del Atlántico, pues, a través del empleo del certiorari, la Corte
Suprema de los Estados Unidos se ha ido confinando ella misma a tan sólo “the most significant
–mostly constitutionally grounded– questions”. Y este es justamente el exacto rol de los Tribunales
Constitucionales europeos, que no tienen en absoluto jurisdicción en los casos ordinarios. (Mauro
CAPPELLETTI, en Ibidem, p. 1051).
201
Charles Evans HUGHES: The Supreme Court of the United States..., op. cit., pp. 229-230.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 987

hacer efectiva la Constitución. Más allá de ello, precisaba el gran Juez nacido en
1862 en el Estado de Nueva York, del que en 1906 sería elegido Gobernador, la
Corte es el último intérprete (“the final interpreter”) de las leyes aprobadas por
el Congreso. Las leyes, añadiría, sufren la prueba judicial, no sólo en cuanto a
su validez constitucional, sino también con respecto a su verdadero significado
(“their true import”), y en último término, una ley federal significa lo que la Corte
dice que significa (“a federal statute finally means what the Court says it means”).
Dicho de otro modo, en cuanto juez último de la constitucionalidad de las leyes, la
Supreme Court no sólo controla su conformidad con la Constitución, sino que las
interpreta de conformidad con la misma, de modo tal que cuando una ley fuere
susceptible de dos interpretaciones, una de las cuales la haría inconstitucional y la
otra válida, Hughes consideraría deber de la Corte adoptar aquella interpretación
que dejara a salvo su constitucionalidad (“to adopt that construction which saves
its constitutionality”)202.
Pero aún puede señalarse algo más. La apertura de vías procesales antes
inexistentes, como es el caso, por ejemplo, de la acción declarativa, que posibilita
plantear la impugnación de la constitucionalidad de normas legislativas y el
empleo de categorías y técnicas decisorias ajenas a la tradición de la Supreme
Court, conducen, a juicio de un sector de la doctrina203, a que este <Tribunal
Constitucional> adopte modos y formas propios de la Verfassungsgerichtsbarkeit.

II. Una última reflexión, encaminada a mostrar este proceso de progresiva


convergencia, se hace necesaria, en esta ocasión en relación a los Tribunales
Constitucionales de corte kelseniano. El sistema difuso ha encontrado su mayor
receptividad en los sistemas jurídicos de common law; ello no obstante, en los
sistemas jurídicos de la familia romano-germánica, como los denomina David204,
la judicial review of Legislation ha ejercido asimismo una fuerte sugestión, lo que se
ha traducido en una cierta transposición, en el modus operandi de los Tribunales
Constitucionales, de técnicas jurídicas, y lo que aún importa más, de actitudes
mentales que en cierta medida recuerdan a la Supreme Court, que ha sabido forjarse
a lo largo de su dilatada historia los instrumentos idóneos en orden a la asunción
de un rol verdaderamente creativo, incluso frente a la resistencia del legislador.
A este respecto, y sin ánimo de entrar en la superación del rol kelseniano del
“legislador negativo”, cuestión de la que ya nos hemos ocupado con un cierto
detenimiento, es del mayor interés recordar el notabilísimo enriquecimiento que
han experimentado las decisiones de los Tribunales Constitucionales, que ya no se
limitan a una función puramente negativa, sino que han asumido en plenitud una
función creadora mediante el recurso a técnicas jurídicas muy dispares, propias

202
Ibidem, p. 36.
203
Francisco RUBIO LLORENTE: “Tendencias actuales de la jurisdicción constitucional...”, op.
cit., p. 1416.
204
René DAVID et Camille JAUFFRET-SPINOSI: Les grands systèmes de Droit contemporains,
11ème édition, Dalloz, Paris, 2002, p. 25.
988 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

del sistema de la judicial review, como ha sido el caso de la diferenciación entre


disposiciones y normas: éstas serían la resultante de un proceso hermenéutico de
la disposición que puede conducir a extraer varias normas de una sola disposición,
mientras que las disposiciones constituirían la expresión formalizada de la volun-
tad del órgano del que emana un determinado acto jurídico; dicho de otro modo, y
siguiendo el concepto kelseniano, la norma sería el significado de un acto, lo que
revela meridianamente que, a la inversa de la disposición, la norma no es una cosa
sino un sentido. A partir de esta diferenciación, los Tribunales Constitucionales
vienen disociando con bastante frecuencia la inconstitucionalidad de la nulidad.
Refiriéndose a Italia, si bien, desde luego, esta referencia es extrapolable a
otros países, Zagrebelsky205 ha constatado la notable aproximación entre el modo
de funcionamiento de la Corte Costituzionale y el que caracteriza a los sistemas
de control difuso, primigeniamente el que rige en los Estados Unidos, donde
el Tribunal Supremo no lleva a cabo un control de la ley con abstracción de su
necesidad de aplicación, sino que, a través de una valoración de la conformidad
entre fuentes de diverso grado, “si rivolge alla enucleazione della regola da adottare
per la risoluzione della controversia in modo costituzionalmente legittimo”. En
este modo de proceder, Zagrebelsky encuentra la última ratio que ha conducido a
la Corte Costituzionale a admitir una declaración de inconstitucionalidad tan sólo
de la norma, no de la disposición de la que proviene, y a la frecuente utilización
de este instrumento.
En definitiva, tanto desde la óptica del funcionamiento del sistema norteame-
ricano de la judicial review, y muy particularmente de la evolución experimentada
por el órgano que se sitúa en el vértice del federal judiciary, como desde la apre-
ciación igualmente del funcionamiento de los Tribunales Constitucionales de
estirpe kelseniana, encontramos argumentos que, razonablemente, justifican que
hablemos de la aproximación de uno y otro sistema, lo que, innecesario es decirlo,
se suma a todo lo que ya se ha expuesto precedentemente en la misma dirección.

6. La mixtura e hibridación de los sistemas jurisdiccionales de control


de constitucionalidad en el constitucionalismo de nuestro tiempo

I. La opción de los constituyentes que elaboraron los primeros códigos cons-


titucionales posteriores a la Segunda Guerra Mundial en favor de un modelo de
Constitución que, como ya se ha expuesto, sigue de cerca la idea subyacente a la
Constitución americana, con las consecuencias que de ello se iban a derivar para
el control de la constitucionalidad de las leyes, iba a propiciar una hibridación
del modelo kelseniano que, en lo sustancial, iba a seguir prestando su estructura
centralizada, con algunos de los elementos característicos del control difuso, hibri-
dación que quizá encontrara su más significada manifestación en la introducción
de las llamadas en Italia questioni di legittimità costituzionale, que, como señala

205
Gustavo ZAGREBELSKY: La giustizia costituzionale, Il Mulino, Bologna, 1977, pp. 152-153.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 989

Silvestri206, introducirán una variante destinada a tener relevantes consecuencias


sobre el núcleo esencial de la jurisdicción constitucional.
Ciertamente, como se expuso precedentemente, ya la Novelle austriaca de
1929 había introducido este instituto, aunque con sensibles diferencias. Con el
constitucionalismo de la segunda posguerra, la multiplicidad de variantes del
mismo no ha hecho más que crecer y con ellas se ha ido acentuando ese proceso
de mixtura e hibridación. Como ha escrito Pegoraro207, “a seguito della impetuosa
espansione del costituzionalismo e della forma di Stato liberal democratica, i
modi di fare giustizia costituzionale si sono ancor più mescolati e complicati”.
El propio Pegoraro ha visualizado208 una especie de tercer modelo, una suerte de
tertium genus, que comprendería rasgos del sistema americano y del kelseniano,
encerrando una mixtura de fórmulas o mecanismos procesales cuyo denominador
común consistiría en que el control de constitucionalidad permanece en manos de
un órgano centralizado, ubicándose el elemento de “difusión” en la fase introduc-
toria del proceso, que no es decisoria. Sin embargo, ni siquiera la identificación de
este tertium genus agotaría la clasificación de los muy dispares sistemas de control
que los ordenamientos de nuestro tiempo nos muestran. Prueba de ello sería que
el propio autor avanza la existencia de un quartum genus, que abarcaría países
tales como Grecia, Portugal y algunos latinoamericanos en los que, básicamente,
puede decirse que coexiste el control difuso con el concentrado209.
Si los constituyentes y legisladores diseñaran los respectivos sistemas de
justicia constitucional con la finalidad de alcanzar el máximo posible de armonía
y de racionalidad, no cabe duda, como dice Pizzorusso210, de que habrían de
proceder a combinar fórmulas de uno y otro de los dos tradicionales modelos.
Sin embargo, en la mayoría de los casos, los ordenamientos en la materia son
fruto de la estratificación de textos normativos, de orientaciones políticas, de la
propia y peculiar evolución histórica, de influencias culturales, en fin, de un dispar
conjunto de variables difícilmente reconducibles a criterios racionales unívocos.
De ahí las dificultades, nos atreveríamos a decir que insuperables, de dar vida a un
tertium genus constituido por la suma o hibridación de dos modelos bipolares211.

206
Gaetano SILVESTRI: “La Corte costituzionale nella svolta di fine secolo”, en Storia d´Italia –
Annali, Vol. 14, Einaudi, Torino, 1998, pp. 941 y ss.; en concreto, p. 969.
207
Lucio PEGORARO: “La circolazione, la recezione e l´ibridacione dei modelli di giustizia
costituzionale”. Trabajo publicado, en su versión española, en el Anuario Iberoamericano de Justicia
Constitucional (AIbJC), nº 6, 2002, pp. 393 y ss. Manejamos, antes de su traducción, el texto original
italiano mecanografiado que nos remitió su autor, p. 2. (en su versión española, p. 395).
208
Lucio PEGORARO: Lineamenti di giustizia costituzionale comparata, G. Giappichelli Editore,
Torino, 1998, p. 27.
209
Ibidem, pp. 39-45.
210
Alessandro PIZZORUSSO: “I sistemi di giustizia costituzionale...”, op. cit., pp. 530-531.
211
En análogo sentido se manifiesta Giancarlo ROLLA, en “El control de constitucionalidad en
Italia. Evolución histórica y perspectivas de reforma”, en Cuadernos de Derecho Público, nº 3, Enero/
Abril 1998, pp. 137 y ss.; en concreto, p. 177.
990 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

II. No pretendemos ahora ni mucho menos llevar a cabo un análisis casuístico


del diseño actual de los sistemas de justicia constitucional de nuestro tiempo, sino
tan sólo bosquejar algunos de sus rasgos característicos, con la finalidad esencial
de mostrar cómo en ellos se acogen elementos de uno y otro modelo histórico,
dificultando de esta forma, de modo casi insuperable, todo intento de clasificación
que siga teniendo como referente la tipología tradicional. Tampoco pretendemos
aludir a un elevado contingente de diseños constitucionales; nos limitaremos tan
sólo a algunos, que bien pueden servir de ejemplos extrapolables a otros.

A) En Austria, Alemania, Italia, Bélgica y España, por aludir tan sólo a algunos
países, coexiste un control de la ley, esto es, al margen de su aplicación, con un
control realizado con ocasión de su aplicación en una litis, que desencadena
el juez que conoce de la controversia concreta; dicho de otro modo, en buen
número de países europeos conviven el control principal con el incidental, o lo
que es lo mismo, los dos procedimientos a cuyo través se puede desencadenar la
fiscalización en sede constitucional de la ley, procedimientos que, como el propio
Kelsen admitiría, constituían la seña de identidad de cada modelo. Además, este
control con ocasión de la aplicación de la ley puede viabilizarse igualmente a
través de instrumentos procesales específicamente diseñados para la tutela de los
derechos fundamentales, como sería el caso del Verfassungsbeschwerde alemán
o del recurso de amparo español, que pueden desencadenar una fiscalización
de la norma legal por el Tribunal Constitucional, en unos casos (el Verfassungs-
beschwerde) directamente, en otros (el recurso de amparo) de modo indirecto, a
través de un mecanismo interpuesto, como sería el de la llamada cuestión interna
de inconstitucionalidad, o también autocuestión de inconstitucionalidad. En
tales condiciones, ya el mero recurso, aunque sea a los solos efectos didácticos,
de acudir a la diferenciación tradicional para catalogar el modelo de justicia
constitucional de cualquiera de los países mencionados se nos antoja inadecuado.

B) En otros países europeos la hibridación es aún mayor, pues en algún


caso, como el portugués, lo que ha habido, lisa y llanamente, es la casi completa
recepción constitucional de los dos modelos, adelantando algo común a algunos
países latinoamericanos. Nos referiremos a Grecia y a Portugal.
Grecia, hasta el golpe militar de 1967, tuvo un sistema inspirado en el modelo
norteamericano, aunque no propiamente difuso, pues la posible inaplicación de
una ley por razón de su inconstitucionalidad quedaba circunscrita al Consejo de
Estado y al Tribunal de Casación. La Constitución griega de 1975 iba a habilitar
a todos los tribunales para inaplicar las leyes cuyo contenido interpretaren en
contradicción con la Constitución; así se infiere de su art. 87.2, cuando dispone
que en ningún caso serán obligados los jueces a atenerse a normas tendentes a la
abolición de la Constitución; ello significa que los tribunales administrativos, con
el Consejo de Estado al frente, los tribunales ordinarios, cuya más alta instancia
es el Tribunal de Casación, el Tribunal de Cuentas y cualesquiera otros órganos
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 991

jurisdiccionales, pueden verificar un control de constitucionalidad, promoviendo


incluso de oficio tal control con ocasión de un proceso administrativo, civil o
penal.
El diseño griego, según Favoreu212, venía a romper el principio de que la
justicia constitucional no se divide, pues aun siendo difusa se enmarca en el seno
de un aparato jurisdiccional único rematado por un único Tribunal Supremo.
Sin embargo, lo cierto es que no creemos que en Grecia pudiera sostenerse la
existencia de tal división, por cuanto el art. 100 de la Constitución contempla un
“Tribunal Especial Superior” cuyas atribuciones, a juicio de nuevo del profesor
francés, bien que harto discutible, semejan extrañamente las de un Tribunal
Constitucional, al que se le atribuye (art. 100.1, e/) el conocimiento de los procesos
que versen sobre la inconstitucionalidad de fondo o material o sobre el sentido de
las disposiciones de una ley formal, en el supuesto de que sobre tales disposiciones
hubiesen pronunciado resoluciones contradictorias el Consejo de Estado, el
Tribunal de Casación o el Tribunal de Cuentas. En absoluto creemos que pueda
calificarse de Tribunal Constitucional ese “Tribunal Especial Superior”. Digamos
ante todo, que su presencia se hace especialmente necesaria a la vista de que en
Grecia, a diferencia de Estados Unidos, no existe un Tribunal Supremo único.
Sin ese órgano, ningún otro órgano jurisdiccional es capaz de asegurar la unidad
interpretativa, dificultada adicionalmente en Grecia por la inexistencia de la regla
stare decisis. En consecuencia, el Tribunal Especial se nos presenta primariamente
como un tribunal arbitral, llamado a dilucidar, en lo que ahora interesa, los con-
flictos interpretativos suscitados entre los más elevados órganos jurisdiccionales.
Como bien señala Bon213, más que ante una jurisdicción constitucional de tipo
europeo, nos encontramos ante un tribunal de conflictos. Pero su mera existencia
ya introduce un elemento de cualificación en un país del que podría pensarse que
se acomoda sin más al modelo de la judicial review, modelo que al implantarse en
un sistema jurídico de civil law, que además carece de un único órgano jurisdic-
cional en el vértice del poder judicial, exige de la creación de un órgano “ad hoc”
que pueda tener la última palabra en los conflictos interpretativos surgidos entre
los órganos de vértice de los distintos órdenes jurisdiccionales. El control difuso
se transmuta así en el vértice en un control concentrado.

C) En Portugal, ya desde la Constitución republicana de 1911, fruto de la Re-


volución de 1910, que acabó con la Monarquía, arraigó el sistema norteamericano
de la judicial review, muy posiblemente por el notable influjo de la Constitución
brasileña de 1891, que introdujo la República y la forma federal del Estado bra-

212
Louis FAVOREU: “Reflexiones sobre algunos problemas planteados por la justicia constitucio-
nal”, en Revista Jurídica de Castilla-La Mancha, nºs. 3-4, Abril/Agosto 1988, pp. 47 y ss.; en concreto,
p. 50.
213
Pierre BON: “Présentation générale”, en La Justice Constitutionnelle au Portugal, Economica,
Paris, 1989, pp. 19 y ss.; en concreto, p. 24.
992 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

sileño, y que recepcionó igualmente la judicial review norteamericana214. De esta


forma, la Constitución de 1911 no sólo propiciará la muy temprana introducción
del sistema americano en Europa (sólo sería precedida por Noruega), sino que
convertirá a Portugal en uno de los primeros países europeos en dotarse de me-
canismos jurisdiccionales de control de la constitucionalidad, siguiendo en ello a
Noruega y Suiza. En el país helvético, pueden encontrarse analogías con el modelo
norteamericano215, que se hacen especialmente visibles en el contrôle préjudiciel
général216, pero no cabe olvidar que una limitación tradicional del sistema suizo de
control de constitucionalidad ha sido la de excluir del mismo a las leyes federales,
circunscribiéndolo pues, a las leyes cantonales217, aunque, como señala Hottelier,
en los últimos años se puede apreciar una evolución jurisprudencial encaminada a
limitar el alcance de las autoridades jurisdiccionales de aplicar las leyes federales
en cualquier circunstancia218.
Retornando a Portugal, donde el control difuso se mantendría incluso con la
Constitución salazarista de 1933219, y por supuesto, también en la hoy vigente de
1976, cabe decir que tras la importantísima reforma constitucional de 1982, se
ha dado vida a un complejo sistema de control de constitucionalidad que, no sin
razón, ha sido considerado como “the most complete system of judicial review in
Europe”220. Después de 1982, el control difuso encomendado en 1976 a la totalidad
de los órganos jurisdiccionales convive con el control concentrado, el control
preventivo coexiste con el control sucesivo y la fiscalización por acción se completa

214
La influencia brasileña, como recuerda Miranda, fue expresamente reconocida por el pre-
sidente de la Comisión del Proyecto de Constitución, el diputado Sr. Francisco Correia de Lemos.
Jorge MIRANDA: Manual de Direito Constitucional, tomo VI (“Inconstitucionalidade e garantia da
Constituiçâo”), Coimbra Editora, Coimbra, 2001, p. 125, nota 1.
215
En tal sentido, Mauro CAPPELLETTI, en Il controllo giudiziario di costituzionalità delle leggi
nel diritto comparato, op. cit., p. 54.
216
“Le système suisse de juridiction constitutionnelle –escribe Hottelier– est bâti sur le mode diffus
de contrôle des normes et des décisions que celles-ci génèrent. Cette caractéristique signifie que toute
autorité chargée de l´application des normes est tenue d´examiner si celles-ci sont conformes au
droit supérieur et, si tel n´est pas le cas, de refuser de les appliquer. Cette obligation est désignée par
l´expression contrôle préjudiciel général. Michel HOTTELIER: “La justice constitutionnelle en Espagne
et en Suisse”, en Francisco Fernández Segado (editor), The Spanish Constitution in the European
Constitutional Context, Dykinson, Madrid, 2003, pp. 983 y ss.; en concreto, p. 996.
217
En el Derecho suizo se consagró una suerte de poder/deber general de los jueces de inaplicar las
leyes cantonales que interpretaran contrarias a la Constitución federal, como consecuencia implícita
en el principio Bundesrecht bricht kantonales Recht.
218
En 1991, el Tribunal Federal ha flexibilizado el rigor de la inmunidad conferida a las leyes
federales al precisar que “pour certes l´obliger à appliquer les lois fédérales, la Constitution ne lui
faissait nullement interdiction d´examiner, voire de constater, que celles-ci pouvaient n´être pas
conformes à la Constitution”.
219
Recuerda Miranda, que la Constitución de 1933 confirmó el principio de la fiscalización jurisdic-
cional de la constitucionalidad de las leyes, no sin modificaciones importantes, unas positivas y otras
que representaron un grave retroceso. Así, por ejemplo, todos los tribunales asumieron la función, que
ejercían de oficio, de controlar la constitucionalidad de las normas que hubiesen de aplicar en un caso
concreto. Jorge MIRANDA: Manual de Direito Constitucional, op. cit., tomo VI, p. 125.
220
Allan R. BREWER-CARÍAS: “Judicial Review in Comparative Law”, en la obra recopilatoria
de trabajos del propio autor, Études de Droit public comparé, Bruylant, Bruxelles, 2001, pp. 525 y ss.;
en concreto, p. 855.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 993

con la fiscalización de las omisiones legislativas, todo ello armónicamente entre-


lazado. Los tribunales, con ocasión de la aplicación de la ley en un caso concreto
que se hallare sub judice, están facultados para la inaplicación de cualquier norma
que, a su juicio, estuviere en contradicción con la Constitución, si bien el Tribunal
Constitucional es habilitado para conocer de una norma inaplicada en sede judicial
por su inconstitucionalidad, cumpliendo así el trascendental rol de armonizar la
interpretación de todo tipo de normas en conformidad con la Constitución. Tras
la reforma de 1982, la intervención del Tribunal Constitucional no sólo es posible
(como sucedía en el texto original de 1976, bien que en relación con la Comisión
Constitucional, antecedente del Tribunal) cuando los tribunales rehusen aplicar una
norma con fundamento en su inconstitucionalidad, sino que también lo es respecto
de las decisiones judiciales que apliquen una norma cuya inconstitucionalidad
hubiese sido suscitada durante el proceso. La legitimación para recurrir la decisión
judicial ordinaria ante el Tribunal Constitucional se encomienda tanto al Ministerio
Público como a las personas que, de acuerdo con la ley reguladora del proceso en
que se dictó la decisión judicial, tengan legitimidad para recurrir, disponiendo al
efecto de un breve plazo de diez días para la formalización del recurso en sede
constitucional. La decisión del Tribunal Constitucional tiene fuerza de cosa juzgada
en cuanto a la cuestión de inconstitucionalidad o ilegalidad planteada. Si el Tribunal
estimara el recurso, aun cuando fuere tan sólo parcialmente, las actuaciones
se devolverán al órgano jurisdiccional de procedencia a fin de que éste, según
fuere el caso, reformule su decisión o la mande modificar de conformidad con la
resolución sobre la cuestión de inconstitucionalidad o de ilegalidad. Es de interés
significar, que el Tribunal Constitucional declara con fuerza obligatoria general la
inconstitucionalidad o ilegalidad de cualquier norma, una vez que la haya juzgado
inconstitucional o ilegal en tres casos concretos. Este no es desde luego el caso
de los efectos de las sentencias de inconstitucionalidad del Tribunal portugués,
dictadas al hilo del control abstracto, lo que significa que la Constitución establece
un régimen diverso para los efectos de las sentencias de inconstitucionalidad en
función de que se trate de un control abstracto o en vía principal, o de un control
concreto, o en vía incidental.
Al margen de lo anterior resta el control abstracto en vía principal, que
monopoliza el Tribunal Constitucional, contemplando la Constitución con notable
amplitud la legitimación para recurrir ante el Tribunal, siendo asimismo de notar
que la acción o requerimiento al Tribunal no queda delimitada temporalmente. Por
lo demás, las decisiones estimatorias dictadas por el Tribunal en sede de control
abstracto tienen fuerza obligatoria general, produciendo sus efectos desde la
entrada en vigor de la norma declarada inconstitucional o ilegal, determinando
la reviviscencia (“a repristinaçâo”) de aquellas otras normas que la declarada
inconstitucional hubiere derogado, previsión que no deja de ser discutible, pero
que viene a suponer unos efectos ex tunc en su grado máximo.
El diseño de la justicia constitucional en Portugal parece responder,
básicamente, a una yuxtaposición de los dos tradicionales modelos, cuya articu-
lación y armonización se busca a través de esa intervención última del Tribunal
994 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

Constitucional que siempre cabe respecto de las decisiones llevadas a cabo por
los tribunales ordinarios al hilo de su potestad de control de constitucionalidad.
Difícilmente podríamos explicar un sistema tan complejo como el portugués recu-
rriendo a los modelos tradicionales y a los rasgos binomiales que supuestamente
los contraponen.
Argumentos semejantes podrían darse en relación a las democracias de la
Europa oriental, aunque no vayamos a entrar en ellos. Digamos tan sólo que, entre
otros países, Polonia, las Repúblicas checa y eslovaca, Hungría, Rumania, Bulgaria
y Rusia, han creado un Tribunal Constitucional. En todos ellos se halla asimismo
presente un elemento difuso de control, pues todos ellos, con unas u otras carac-
terísticas, han recepcionado el instituto de la cuestión de inconstitucionalidad.

III. América Latina nos ofrece un verdadero laboratorio en lo que a la


justicia constitucional se refiere, un laboratorio en el que se han gestado y creado
institutos procesales peculiares, de los que el juicio de amparo sería, sin duda,
el paradigma, pero en el que también se han conjugado elementos de los dos
modelos de justicia constitucional, acomodándolos a interesantes tradiciones
endógenas, todo ello a lo largo de un dilatadísimo tracto histórico221. Hoy quizá
sean los sistemas de justicia constitucional latinoamericanos los que nos ofrezcan
la prueba más fehaciente de la mixtura e hibridación a que venimos refiriéndonos,
y ello, no obstante haber sufrido en los últimos años la justicia constitucional de
algunos de estos países (Venezuela, Bolivia y Ecuador, muy particularmente, de
resultas del pernicioso influjo autocrático chavista) un grave proceso de deterioro,
que se ha traducido, en un caso (Venezuela), en la conversión del principal órgano
de la justicia constitucional en una de las mayores amenazas para los derechos
y libertades de los ciudadanos, al ser un juguete en manos del sátrapa, y en los
otros (Bolivia y Ecuador), en la creación, a modo de garantes de la Constitución,
de auténticos engendros, que un análisis serio de estas instituciones no puede sino
ignorar, que es lo que nosotros vamos a hacer.
En varios de estos países, como sería el caso de Colombia, Guatemala y Perú,
coexisten el control concentrado en un Tribunal Constitucional y el control difuso,
en cuanto que cualquier órgano jurisdiccional puede directamente inaplicar la
norma legal que a su juicio sea incompatible con la Constitución, cuando fuere de
aplicación en un caso del que ese tribunal esté conociendo. Las normas constitu-
cionales han recurrido a diferentes técnicas de articulación entre los fallos de los
órganos jurisdiccionales ordinarios, cuyo efecto se circunscribe al caso concreto, y
la condición que, allí donde existe, ha de corresponder al Tribunal Constitucional,
que no puede ser otra sino la de intérprete supremo de la Constitución y del
resto del ordenamiento en conformidad con la misma. Por poner un ejemplo, la
Constitución de Guatemala de 1985 atribuye a la, por muchas razones, modélica
Corte de Constitucionalidad la función de conocer en apelación de todas las
221
Cfr. al respecto, Francisco FERNÁNDEZ SEGADO: La Justicia Constitucional. Una visión de
Derecho comparado, tomo III, Dykinson, Madrid, 2009, pp. 51 y ss.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 995

impugnaciones en contra de las leyes objetadas de inconstitucionalidad en casos


concretos, en cualquier juicio, en casación, o en los casos contemplados por la
ley de la materia.
En Chile, hasta la importantísima reforma constitucional de 2005, el Tribunal
Constitucional creado por la Carta de 1980 ejercía un control preventivo, que
incluso en el caso de las llamadas leyes interpretativas de la Constitución y de
las leyes orgánicas constitucionales era, y sigue siendo, preceptivo, siendo tal
control previo facultativo respecto de los tratados internacionales y de las leyes
ordinarias. Tras la mencionada reforma constitucional, la fiscalización de los
tratados que versen sobre materias propias de las leyes orgánicas constitucionales
ha pasado también a ser preceptiva. El control preventivo de la ley llevado a cabo
por el juez constitucional se complementaba con un control sucesivo o correctivo
de las leyes vigentes, con ocasión de su aplicación en un caso concreto, que a su
vez se concentraba en la Corte Suprema de Justicia, que, de oficio o a petición de
parte, en los asuntos de que conociera directamente o cuyo conocimiento le fuere
sometido a través del llamado recurso de inaplicabilidad por inconstitucionalidad,
podía declarar inaplicable con efectos in casu todo precepto legal que considerara
contrario a la Constitución. La reforma constitucional ha radicado esta segunda
modalidad de control, la que se produce con ocasión de la aplicación de la norma
legal, en el Tribunal Constitucional, concluyendo así en Chile ese peculiar control
concentrado, pero compartido, una dualidad, como señalara la propia doctrina
chilena222, perturbadora de órganos y sistemas, poniendo fin de esta forma a dos
interpretaciones de la Constitución, en ocasiones contrapuestas, que llegaron a
generar incerteza e inseguridad jurídica. La reforma de 2005 ha venido a separar
la declaración de inaplicabilidad de la de inconstitucionalidad, correspondiendo
ambas al Tribunal Constitucional. Este puede decidir la inaplicabilidad de un
precepto legal cuya aplicación “en cualquier gestión que se siga ante un tribunal
ordinario o especial” resulte contraria a la Constitución (art. 93.6º de la Consti-
tución reformada), y asimismo (por una mayoría de los 4/5 de los miembros del
Tribunal), la inconstitucionalidad de un precepto legal declarado inaplicable.
Quiere ello decir, que tras la reforma de 2005 se ha venido a establecer una original
diferenciación entre inaplicabilidad e inconstitucionalidad, supeditándose la se-
gunda a la primera, habilitándose para plantear la cuestión de inaplicabilidad a las
partes de la litis o al juez que conoce del asunto, mientras que cabe acción pública
para instar del Tribunal la declaración de inconstitucionalidad, previa declaración
de inaplicabilidad, si bien también se prevé que el Tribunal Constitucional pueda
en tal caso declarar de oficio la inconstitucionalidad. Basta con lo expuesto para
constatar la peculiaridad del sistema chileno.
Los mecanismos de control de constitucionalidad coexisten con la acción
de amparo, tutela o protección, que con todas estas denominaciones, según los
países, se la conoce; de ella, por lo general, pueden conocer la totalidad de los

222
Lautaro RÍOS ÁLVAREZ: “El nuevo Tribunal Constitucional chileno”, en Anuario Iberoamericano
de Justicia Constitucional (AIbJC), nº 11, 2007, pp. 243 y ss.; en concreto, p. 257.
996 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

órganos jurisdiccionales, cabiendo, allí donde existe un Tribunal Constitucional,


una intervención final de éste. En algunos países, el amparo fue concebido
como una vía procesal encaminada a la reparación del derecho violado, pero
no para la verificación de una inconstitucionalidad, concepción que ha ido
evolucionando, de lo que ilustra perfectamente el caso argentino. Concebida en
Argentina la acción de amparo como un proceso sumario por medio del cual se
podía impugnar un acto lesivo que, con arbitrariedad o ilegalidad manifiestas,
infringiera un derecho constitucionalmente reconocido, una reiterada doctrina
jurisprudencial entendió que el amparo era una vía exclusivamente dirigida a la
reparación del derecho violado. Esa interpretación quebró de modo frontal en
los casos “Outón” (1967) y “Mate Laranjeira Mendes” (1967), al rechazar la Corte
Suprema de la Nación el carácter absoluto del postulado de que en un juicio de
amparo es siempre improcedente abordar la cuestión constitucional. A juicio de
Vanossi223, esta doctrina suponía la creación pretoriana por la Corte Suprema
de una acción directa de inconstitucionalidad en el orden nacional, algo,
evidentemente, bien alejado del punto de partida de la justicia constitucional
argentina, que no era otro que el de la judicial review norteamericana. Aunque
la mencionada doctrina encontraría diversas oscilaciones por parte de la Corte,
tras la sentencia que ésta dictó en el “caso Peralta” (diciembre de 1990), quedó
definitivamente consagrada la jurisprudencia iniciada en 1967. La reforma
constitucional de 1994 zanjó definitivamente la cuestión, al habilitar al juez que
conozca de la acción de amparo para la declaratoria de la inconstitucionalidad
de la norma en la que se funde o sustente el acto u omisión lesivos, lo que,
según Hitters224, ha significado la puesta en marcha, a través del amparo, de una
acción de inconstitucionalidad en una causa concreta, opinión sustancialmente
coincidente con la anteriormente mencionada.
Distinta ha sido la concepción del juicio de amparo en México, país en
donde, como corroboran sus antecedentes históricos, este instituto se ha
revelado como un medio jurídico de salvaguarda de la constitucionalidad. A
nivel federal, se ha admitido tradicionalmente en México el amparo contra leyes,
bien que se requiera que tales leyes sean autoaplicativas, hallándose legitimadas
para la interposición de esta acción aquellas personas que, en el momento de
la promulgación de la ley, queden automáticamente comprendidas dentro de
la hipótesis de su aplicación. Se puede comprender por todo ello que, como
escribiera Burgoa225, el control de la Constitución (más pertinente sería hablar de
su salvaguardia) y la protección del gobernado frente al poder público, sean los
dos objetivos lógica y jurídicamente inseparables que han integrado en México
la teleología esencial del juicio de amparo.

223
Jorge Reinaldo A. VANOSSI y Pedro Fermín UBERTONE: “Instituciones de defensa de la
Constitución en Argentina”, en La Constitución y su defensa, UNAM, México, 1984, pp. 87 y ss.; en
concreto, p. 191.
224
Juan Carlos HITTERS: “La Jurisdicción Constitucional en Argentina”, en Domingo García
Belaunde y Francisco Fernández Segado (coords.), La Jurisdicción Constitucional en Iberoamérica,
Dykinson (y otras Editoriales), Madrid, 1997, pp. 283 y ss.; en concreto, p. 301.
225
Ignacio BURGOA: El juicio de amparo, 20ª ed., Editorial Porrúa, México, 1983, p. 148.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 997

A su vez, en Brasil, donde desde la Constitución de 1891, como ya se dijo, se


impuso el modelo de la judicial review, la justicia constitucional ha evolucionado
hacia lo que se ha llamado un sistema mixto de control difuso y concentrado226,
con clara tendencia, acentuada por la Constitución de 1988, a la ampliación del
último. El mero hecho de que la Constitución contemple la açâo direta de inconsti-
tucionalidade frente a una ley o acto normativo federal o estatal, de la que conoce
el Supremo Tribunal Federal, ha venido a presuponer un control concentrado que,
por la pura vía fáctica, se ha venido sobreponiendo al difuso. Hoy, el Supremo
Tribunal Federal es, de hecho, un verdadero Tribunal Constitucional, aunque no
sea ese su nombre.
Tras lo expuesto, creemos que es algo obvio, que intentar recurrir a la
categorización binomial de los modelos de justicia constitucional para tratar de
caracterizar el de cada país latinoamericano es misión de todo punto imposible.

7. A la búsqueda de una nueva tipología explicativa de los rasgos


conformadores de los sistemas de control de la constitucionalidad

I. Cuanto hasta aquí se ha expuesto nos conduce a la inexcusabilidad de aban-


donar la tradicional contraposición entre modelo europeo-kelseniano y modelo
norteamericano, que desde decenios se ha venido utilizando a la hora de abordar
la caracterización de un determinado sistema de justicia constitucional. Es de
todo punto necesario buscar nuevos enfoques que nos permitan una más precisa
identificación de los rasgos definidores del sistema. No es la nuestra, ni mucho
menos, una posición solitaria o aislada, pues ya algunos autores, y ciertamente
relevantes, han venido insistiendo, con muy diversos matices y posiciones, en una
dirección análoga. A título puramente ejemplificativo, recordaremos algunos de
ellos.
En Italia, Baldassarre227 ha diferenciado dos grandes modelos de justicia
constitucional, que identifica como: giurisdizione dei diritti fondamentali y giustizia
politica. Mientras este último encontraría su núcleo central en una función de
moderación, en sintonía con la cual al Tribunal Constitucional correspondería
la tutela de los principios de la forma de gobierno, el primer modelo encontraría
su última ratio en la nueva concepción constitucional de los derechos, que se nos
presentan no sólo como límites respecto de los poderes públicos, sino también
como elementos positivos de orientación, integración y dirección, que operan

226
José AFONSO DA SILVA: “O controle de constitucionalidade das leis no Brasil”, en Domingo
García Belaunde y Francisco Fernández Segado (coords.), La Jurisdicción Constitucional en Iberoamé-
rica, op. cit., pp. 387 y ss.; en concreto, p. 394.
227
Antonio BALDASSARRE: “Parlamento y justicia constitucional en el Derecho comparado”, en
Francesc Pau i Vall (coordinador), Parlamento y Justicia Constitucional (IV Jornadas de la Asociación
Española de Letrados de Parlamentos), Aranzadi Editorial, Elcano (Navarra), 1997, pp. 183 y ss.; en
concreto, pp. 190 y ss.
998 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

como parámetros de legitimidad del ejercicio de los poderes públicos, particular-


mente de la función legislativa.
También en Italia, Pizzorusso 228 ha contrapuesto los sistemas concretos
a los sistemas abstractos de control de constitucionalidad de las leyes. Los
primeros se distinguen entre ellos sobre todo en función de que la cuestión de
constitucionalidad de la disposición o norma legal se proponga al juez junto a una
cuestión de aplicación de la ley, como sucede en los Estados Unidos, o bien deba
ser filtrada por el juez que debe pronunciarse sobre la aplicación de la ley y tras
esto remitirla al juez constitucional. Un segundo rasgo diferencial en los sistemas
concretos vendría dado en función de que la eficacia de la sentencia se determine
con relación al principio stare decisis (y se resuelva por lo mismo prevalente o
totalmente en su eficacia como precedente), o bien que asuma un alcance erga
omnes análogo al de la ley y otras fuentes a ella equiparables.
Los sistemas abstractos, siempre según el gran maestro de Pisa, se distinguen
a su vez principalmente según que las impugnaciones (y las relativas decisiones)
tengan carácter preventivo respecto del momento de entrada en vigor de la
disposición o norma a la que se refieren (como tradicionalmente ha sucedido en
Francia), o bien su carácter sea sucesivo, posterior, a tal momento (como en la
República Federal alemana). Otro rasgo diferencial vendría dado en función de
los sujetos legitimados para recurrir al juez constitucional, lo que a su vez exigiría
atender a si la impugnación deriva de una controversia entre entes territoriales
(Bund/Länder, Estado/Regiones) o bien entre órganos o, más bien diríamos por
nuestra cuenta, fracciones de órganos (minoría parlamentaria frente a la mayoría
que apoya un texto legal). La nota común vendría constituida por la configuración
del juicio constitucional como una fase (en el caso del control a priori de corte
francés) o como un apéndice del procedimiento de formación de un determinado
acto legislativo.
En España, y en una línea no muy alejada de lo expuesto, Rubio Llorente229
ha separado el modelo centrado en la ley de aquellos otros modelos de justicia
constitucional centrados en la defensa de los derechos.
En fin, en Francia, también Fromont230 ha propuesto una nueva clasificación
que se asienta tanto en el procedimiento a cuyo través se apela al juez constitu-
cional como en la naturaleza de la decisión que ha de adoptar. Y así, diferencia el
procedimiento constitucional que responde a una lógica subjetiva y concreta (la
sentencia constitucional pone fin a la demanda de una persona titular de derechos
subjetivos, versando sobre la situación concreta de esa persona) de aquel otro
que responde a una lógica objetiva y abstracta (la sentencia constitucional zanja

228
Alessandro PIZZORUSSO: “I sistemi di giustizia costituzionale: dai modelli alla prassi”, op. cit.,
pp. 527-529.
229
Francisco RUBIO LLORENTE: “Tendencias actuales de la jurisdicción constitucional en
Europa”, en Manuel Fraga. Homenaje Académico, Fundación Cánovas del Castillo, Madrid, 1997, Vol.
II, pp. 1411 y ss.; en concreto, pp. 1416 y ss.
230
Michel FROMONT: La justice constitutionnelle dans le monde, Dalloz, Paris, 1996, pp. 42-44.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 999

una cuestión planteada por un actor de la vida política relativa a conflictos entre
normas u órganos del Estado). Sin embargo, Fromont termina reconociendo
que numerosos Estados combinan los dos tipos de procedimientos de justicia
constitucional, combinación que se hace en proporciones muy variables según
los casos.

II. Anticipemos ya, que por nuestra parte no pretendemos establecer una nueva
clasificación a la que hayan de reconducirse los sistemas de justicia constitucional
de cada país. Tan sólo intentamos, con una finalidad analítica, diferenciar un
conjunto de variables, asentadas en la mayoría de los casos, aunque no en todos,
en binomios dicotómicos, y sujetas a una cierta articulación, con las que poder
ofrecer pautas explicativas de las muy distintas modalidades o vertientes que,
como regla general, nos ofrece el control de constitucionalidad en cada país,
modalidades que, por lo común, como ya se ha podido constatar, se presentan
entremezcladas en los muy heterogéneos sistemas de justicia constitucional que la
realidad nos ofrece, lo que convierte en ilusorio tratar de identificar y caracterizar
un modelo de justicia constitucional con la vista puesta en la contraposición entre
el modelo europeo-kelseniano y el norteamericano. No se trata ésta ni mucho
menos de una construcción acabada, sino de un primer esbozo, que esperamos
poder ir desarrollando con el tiempo.

III. Hemos de partir, como núcleo central de esta vertebración o, si así se


prefiere, como elemento de articulación del conjunto, de la contraposición que hoy
nos parece de mayor relevancia, que no es otra que la que atiende a si el control de
constitucionalidad es un control de la ley, al margen por entero de su aplicación, o
si, por el contrario, se trata de una fiscalización con ocasión de la aplicación de la
ley. En el primer caso, el control en sede constitucional se lleva a cabo en ausencia
no sólo de un litigio judicial previo, sino, más ampliamente, de todo conflicto de
intereses subjetivos. En el segundo caso, el control se desencadena con ocasión
de un litigio en el que se enfrentan intereses subjetivos contrapuestos. Piénsese,
que en Estados Unidos el pronunciamiento de un tribunal acerca de una cuestión
constitucional, a través de la judicial review, exige que el mismo sea necesario para
la resolución de un caso concreto, lo que encuentra su indiscutible lógica en el
hecho de que, como Marshall sostuvo en el celebérrimo Marbury case, la facultad
de que dispone el judiciary para interpretar y hacer prevalecer la Constitución
en caso de conflicto con una norma legal tiene que ser deducida de la obligación
de los tribunales de decir lo que es el Derecho en un caso concreto, decidiéndolo
de conformidad a Derecho (un Derecho que, en ocasiones, viene dado por la
Constitución). Pero innecesario es decir a estas alturas, que también el konkrete
Normenkontrolle alemán, la cuestión de inconstitucionalidad española o las
questioni di legittimità costituzionali italianas (y demás instrumentos procesales
análogos), independientemente de las diferencias que guarden con el modelo de la
judicial review, entrañan que el control de constitucionalidad se desencadene con
1000 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

ocasión de la aplicación de la ley. Y ello no sólo puede repercutir sobre el propio


juicio constitucional, pues es evidente que sólo a través de su aplicación puede la
ley revelar matices, aristas o perfiles de imposible constatación en abstracto, sino
que también a esta modalidad de control se anudan elementos diferenciales con
esa otra fiscalización que es el control de la ley. Piénsese simplemente en la infinita
mayor carga política que se anuda al control de la ley, que en bastantes ocasiones
se limita a revestir con un ropaje jurídico lo que no es sino una dura controversia
política en sede parlamentaria, trasladando al ámbito de la justicia constitucional
la confrontación política entre la mayoría parlamentaria y la oposición. Desde otra
óptica, obsérvese que en el control con ocasión de la aplicación de la ley adquieren
un especial protagonismo, inusual en la otra modalidad de desencadenamiento
del control, los derechos y libertades de los ciudadanos. Creemos que basta con
lo dicho para captar la relevancia de esta diferenciación de matriz.
La diferenciación matriz de la que partimos, aunque con reminiscencias
evidentes de la contraposición bipolar control abstracto/control concreto, nos
parece más pertinente, siquiera sea porque, a nuestro entender, quizá por su mayor
grado de abstracción, permite un más nítido encasillamiento del tipo de control
que posibilita la cuestión de inconstitucionalidad e instrumentos similares, que no
dejando duda alguna acerca del hecho de que se trata de un control con ocasión de
la aplicación de la ley, suscita, por el contrario, alguna mayor complejidad cuando
se trata de reconducir al binomio control abstracto/control concreto, pues como
ya tuvimos oportunidad de exponer, aún admitiéndose una cierta concreción en
el planteamiento, la misma convive con la abstracción del enjuiciamiento llevado
a cabo en sede constitucional.

IV. A partir de esta diferenciación, en la primera forma de desencadenamiento


del control (control de la ley), habría que atender a dos variables, cada una de las
cuales nos ha de conducir a su vez a una diferencia binomial:

A) Por un lado, se ha de atender al momento de verificación del control, lo que


nos ha de conducir a diferenciar entre un control a priori, previo o preventivo, y
otro a posteriori, sucesivo o reparador, según que la fiscalización se lleve a cabo
antes o después de la promulgación de la ley. En el primer caso, que puede estar
especialmente indicado en algunos supuestos (control de un tratado internacional
antes de que el Estado preste su consentimiento para obligarse al mismo, control
de un texto legislativo que exija para su promulgación de un previo referéndum
de ratificación popular), el órgano de control de la constitucionalidad asume el
rol virtual de un legislador adicional, y su fiscalización se convierte en una fase
más del procedimiento legislativo, más aún cuando, como sucede en ciertos países
(piénsese en Francia o Chile, respecto, al menos, a determinadas normas) esa
fiscalización es preceptiva. En el segundo, como ya se ha dicho, con frecuencia
encuentran su continuidad los conflictos políticos surgidos en sede parlamentaria,
travestidos ahora bajo un ropaje jurídico.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1001

Dentro a su vez del control sucesivo, puede tener un cierto interés establecer
una diferenciación adicional según que el control se halle delimitado temporal-
mente o no exista, por contra, límite temporal para su desencadenamiento. A
nuestro entender, la delimitación temporal del plazo para interponer una acción
de inconstitucionalidad es coherente con las exigencias del principio de seguridad
jurídica, y allí donde, como en España, existe también la posibilidad de un control
con ocasión de la aplicación de la ley, desencadenado por los jueces, la sujeción
de la acción o recurso de inconstitucionalidad a un plazo temporal breve en
modo alguno cierra en el futuro la posibilidad de someter una norma legal a su
fiscalización en sede constitucional.

B) Por otro lado, es necesario atender a la naturaleza del interés constitucional


que se trata de salvaguardar por intermedio del control de constitucionalidad,
que nos conduce a diferenciar entre un control objetivo o en interés del orden
constitucional general, y un control competencial, o en interés del orden consti-
tucional de competencias establecido en relación a los distintos entes territoriales
que conviven en un Estado compuesto. Piénsese, por ejemplo, en que a uno y otro
control se anuda una legitimación para recurrir normalmente muy diferente.
Bien ilustrativo de esta diferencia es el art. 105 de la Constitución de México,
que tras la reforma de diciembre de 1994, dedica sus dos extensos apartados a
las controversias constitucionales y a las acciones de inconstitucionalidad. Las
primeras, según quien quizá mejor las ha estudiado231, son procedimientos de
única instancia que se plantean ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación
por la Federación, los Estados, el Distrito Federal o los cuerpos de carácter
municipal, o por sus respectivos órganos legitimados, cuyo objeto es solicitar la
invalidación de normas generales (lo que incluye leyes y actos no legislativos de
otros entes similares) con base en que tales normas no se ajustan al sistema federal
constitucional (o lo que es igual, al sistema de distribución de competencias). De
modo bien significativo, el art. 105.I dispone que cuando las controversias versen
sobre disposiciones generales de los Estados o de los Municipios impugnadas por
la Federación, la resolución de la Corte Suprema que las declare inválidas tendrá
efectos generales cuando hubiere sido aprobada por una mayoría de, al menos,
ocho votos (de un total de once Jueces), con lo que se equiparan los efectos de las
controversias constitucionales con los de las acciones de inconstitucionalidad,
que se contemplan en el art. 105.II.
Es cierto, desde luego, y de ello somos conscientes, que esta categoría de la
naturaleza del interés constitucional a preservar a través del control puede desbordar
el ámbito de la categorización en que nosotros la hemos ubicado. Pensemos, por
ejemplo, en el caso italiano, donde el control de constitucionalidad con vistas a la
salvaguarda del orden constitucional de competencias se ha canalizado por unos
derroteros procesales que nada tienen que ver con los seguidos en relación a la

231
Juventino V. CASTRO: El artículo 105 constitucional, 5ª ed., Editorial Porrúa, México, 2004,
pp. 59-60.
1002 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

salvaguarda del orden constitucional general. Ello, con todo, no resta interés a la
división que hemos establecido; si acaso revela la notable dificultad de sujetar a
patrones dogmáticos generales la enorme diversidad y riqueza de matices que nos
muestran los sistemas de control de constitucionalidad recepcionados por cada país.

V. En la segunda modalidad de desencadenamiento del control, esto es, en


el control de constitucionalidad con ocasión de la aplicación de la ley, creemos
necesario asimismo atender a dos diferentes variables, a las que se van a vincular
a su vez otras categorizaciones, de las que nos ocupamos sucesivamente:

A) La primera variable atiende a los órganos a los que se atribuye la competen-


cia para fiscalizar la conformidad constitucional de la ley, pudiendo diferenciarse
al respecto entre un control difuso, en el que cualquier juez o tribunal ordinario
puede llevar a cabo el control de constitucionalidad de la norma que ha de aplicar
en un caso litigioso del que está conociendo, y un control concentrado, en el que
esa fiscalización corresponde a un único órgano. Esta diferenciación encuentra
su lógica tan sólo en el control de constitucionalidad con ocasión de la aplicación
de la ley, pues es obvio que no cabe en un control de la ley.
Por lo que se refiere al control difuso, parece claro que, en cuanto presupone
que una pluralidad de órganos judiciales puede decidir acerca de la inconstitu-
cionalidad de una norma legal que han de aplicar en un caso del que están cono-
ciendo, entrelazando de esta forma la aplicación de la norma y su enjuiciamiento
desde la perspectiva constitucional, nos sitúa ante el modelo norteamericano de la
judicial review y sus congéneres. Ello permite diferenciar claramente este modelo
respecto de aquellos otros sistemas que, aún habiendo optado por posibilitar un
control de constitucionalidad con ocasión de la aplicación de la ley, al contar
con un Tribunal Constitucional, limitan la función del juez ordinario, que se
reduce a llevar a cabo un primer control de constitucionalidad, tras el que, en su
caso, deberán someter al Tribunal Constitucional el pronunciamiento definitivo
acerca de la compatibilidad con la Constitución de la norma legal. El control,
aun cuando entendido en su manifestación más extrema de rechazo de la norma
inconstitucional, se concentra de esta forma en un único órgano, por cuanto sólo
él puede expulsarla del ordenamiento jurídico. Por lo mismo, esta categorización
permite separar con cierta claridad ambas fórmulas de control, lo que, a nuestro
entender, difícilmente lograríamos con tanta nitidez si jugáramos con el binomio
control abstracto/control concreto. Por lo demás, es claro que en el control difuso
la fiscalización constitucional de la norma legal puede ser instada por las partes de
la litis o bien puede desencadenarse por iniciativa del propio órgano jurisdiccional.
En cuanto al control concentrado, podemos a su vez establecer dentro del mis-
mo dos categorizaciones diferentes, en función del órgano al que se encomienda
el control y de la instancia desencadenante del mismo.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1003

a) En atención al órgano al que se encomienda la fiscalización de la norma


legal, cabe diferenciar entre aquellos países que han encomendado ese control a un
órgano ad hoc, un Tribunal Constitucional, y aquellos otros que lo han atribuido
a un órgano jurisdiccional ordinario, sea la Corte Suprema de Justicia, sea una
Sala de la misma, si bien no puede ignorarse aquí el proceso de transformación
que han experimentado ciertos Tribunales Supremos, que se han convertido, de
facto, en auténticos Tribunales Constitucionales, aunque sigan manteniendo su
denominación tradicional. Las Cortes Supremas de Brasil y México nos ofrecen
un buen ejemplo de ello.
Aunque por su propia lógica, la idea de un control concentrado se identifica
con el monopolio del control (o por lo menos, en coherencia con lo que se ha
sostenido a lo largo de este trabajo, con el monopolio de rechazo) por un órgano,
la experiencia histórica nos revela que incluso esta identificación por entero co-
herente puede quebrar. Piénsese en el referido caso de Chile, con anterioridad a la
reforma constitucional de 2005, en donde el control concentrado era residenciado
en dos órganos diferentes, el Tribunal Constitucional y la Corte Suprema, si bien
tampoco cabe olvidar que esa peculiar circunstancia de un control concentrado
compartido no obstaría a nuestra diferenciación, pues sólo a la Corte Suprema
correspondía el control llevado a cabo con ocasión de la aplicación de una ley,
dado que el control encomendado en exclusiva al Tribunal Constitucional era un
control de la ley de carácter preventivo.
Por lo demás, somos conscientes de que la diferenciación esbozada difícil-
mente acoge todos los sistemas constitucionales de control de constitucionalidad.
Pensemos, por ejemplo, en el modelo portugués. El control con ocasión de
la aplicación de la ley, en principio, sigue muy de cerca la lógica del modelo
norteamericano, pero la posibilidad de recurrir, en último término, al Tribunal
Constitucional introduce un elemento innovador, rupturista incluso. El control
se residencia en un primer momento en los jueces, siguiendo el diseño americano
de entrelazamiento entre aplicación de la norma y enjuiciamiento de su constitu-
cionalidad, pero la última palabra escapa del poder judicial para ir a parar a un
órgano “ad hoc”, el Tribunal Constitucional. Control difuso y control concentrado
se yuxtaponen, aunque el último termine imponiéndose, pues no en vano es el juez
constitucional, el Tribunal Constitucional, quien dispone de la última palabra,
como por lo demás no puede ser de otro modo allí donde existe. La enorme
diversidad de fórmulas constitucionales, como se ve, dificulta extraordinariamente
su reconducción a categorías generales explicativas entrelazadas en un sistema
armónico, lo que, en cualquier caso, no debe ser un impedimento para intentar
su categorización y sistematización.

b) En atención a la instancia desencadenante del control, se pueden diferenciar


tres modalidades: el control instado por un órgano judicial, el control desenca-
denado por una persona lesionada en sus derechos o afectada en sus intereses
legítimos y el control instado por los entes territoriales de un Estado compuesto.
1004 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

a´) El control instado por un órgano jurisdiccional nos sitúa ante el caso, bien
frecuente en Europa como ya se vio, de la cuestión de inconstitucionalidad, de las
questioni di legittimità costituzionali o del konkrete Normenkontrollen, por poner
algunos ejemplos. En estos supuestos, los jueces a los que la norma que han de
aplicar en un litigio concreto del que estén conociendo les suscite dudas acerca de
su conformidad con la Constitución, han de llevar a cabo un primer, y provisional,
control de constitucionalidad, y sólo cuando de resultas del mismo lleguen al
convencimiento de la inconstitucionalidad de esa norma, podrán fundadamente
elevar la cuestión a la resolución del Tribunal Constitucional.

b´) El control que desencadena una persona lesionada en sus derechos o


intereses legítimos. Esta modalidad de control se presenta claramente allí donde
cabe el amparo frente a leyes, en el bien entendido de que en tales casos se hace
necesaria la existencia de una verdadera afectación de la persona. Así, en Ale-
mania, el Verfassungsbeschwerde exige en estos casos que quien recurre en queja
constitucional se halle afectado personalmente (esto es, la norma legal debe estar
dirigida directamente al recurrente de amparo); actualmente (el recurrente debe
verse afectado “actualmente”, no “virtualmente” en el futuro), e inmediatamente
(el recurrente se ve afectado “inmediatamente” por una norma cuando ésta se
entromete en su posición protegida por los derechos fundamentales, sin necesidad
de que el “mandato legal” requiera una transformación a través de un reglamento o
un acto administrativo)232. Puede, pues, hablarse de que un individuo puede desen-
cadenar un control de constitucionalidad de una ley que, aun no siendo objeto de
un acto de aplicación específico, por su carácter autoaplicativo, afecte la esfera de
intereses legítimos de la persona en cuestión. Esta afectación justificaría, a nuestro
modo de ver, que esta modalidad de control se reconduzca a lo que identificamos
como control con ocasión de la aplicación de la ley, aunque no exista acto expreso
de aplicación. Piénsese asimismo, por poner otro ejemplo, en el art. 140.1, in fine
de la Constitución austriaca, que habilita a cualquier persona que considere que se
ha visto directamente lesionada en sus derechos por la inconstitucionalidad de una
ley, para instar al Tribunal Constitucional a conocer de tal inconstitucionalidad,
siempre que tal lesión se produjere de modo actual e inmediato, sin mediar la
previa adopción de una resolución judicial o administrativa. Y otro tanto cabría
decir del amparo contra leyes mexicano. Como señalara Burgoa233, para que el
amparo se mantenga dentro del cauce que le marca su propia esencia institucional,
sin dejar de ser un medio de impugnación de leyes inconstitucionales que violen
las garantías individuales, es menester reafirmar el principio de la existencia del
agravio personal, añadiendo poco después, que el amparo contra leyes procede
cuando se trata de leyes autoaplicativas, y que, por exclusión, es improcedente
cuando lo que se trata de impugnar consiste en disposiciones legales que requieran

232
Peter HÄBERLE: “El recurso de amparo en el sistema germano-federal de jurisdicción
constitucional”, en Domingo García Belaunde y Francisco Fernández Segado (Coordinadores), La
Jurisdicción Constitucional en Iberoamérica, op. cit., pp. 225 y ss.; en concreto, p. 263.
233
Ignacio BURGOA: El juicio de amparo, 20ª ed., Editorial Porrúa, México, 1983, pp. 222 y 224.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1005

un acto concreto de aplicación posterior para producir un agravio. Diferente


sería, creemos, el caso de Colombia, donde la sexquicentenaria acción popular de
inconstitucionalidad no tendría aquí encaje, debiendo reconducirse a la modalidad
de control de la ley, como control objetivo o en interés del orden constitucional
general, dado que en Colombia el conocidísimo instituto de la acción popular de
inconstitucionalidad se halla desligado de la afectación de la ley que se impugna
a los derechos o intereses de una persona, vinculándose expresamente, como
afirma la doctrina colombiana234, con el derecho de todo ciudadano a participar
en la conformación, ejercicio y control del poder político.

c´) El control instado por los entes territoriales de un Estado compuesto, diri-
gido a reivindicar la titularidad de una competencia indebidamente asumida por
otro ente territorial. Piénsese, por ejemplo, en el control que puede desencadenar
un conflicto de competencias que, en el marco de un Estado compuesto (federal,
autonómico o regional), enfrente al Estado y a un ente territorial del mismo. Este
conflicto se presenta como una disputa entre entes públicos con respecto a sus res-
pectivos ámbitos competenciales. En España, este conflicto se ha deslindado del
recurso de inconstitucionalidad en atención al rango de la norma controvertida, de
modo tal que sólo cabe en el caso de disposiciones de rango infralegal, por lo que,
en principio, parece que podría concluirse, que en nuestro país los conflictos de
competencias que oponen al Estado con una Comunidad Autónoma no son recon-
ducibles al control con ocasión de la aplicación de la ley. Pero esta conclusión no
puede dejar de matizarse si se atiende al art. 67 LOTC, que contempla el supuesto
de que la competencia controvertida hubiera sido atribuida por una ley o norma
con rango de ley, pues aunque es cierto que el citado precepto exige en tal caso
la tramitación del conflicto de competencias en la forma prevista para el recurso
de inconstitucionalidad, no lo es menos que materialmente se sigue estando ante
un conflicto competencial, en el que la particularidad esencial reside en que la
disposición o acto frente al que se suscitó el conflicto estaba habilitado por una
norma legal. Aunque el Tribunal Constitucional ha hablado de que el art. 67 LOTC
prevé un “expediente de transformación procesal”, de pertinente aplicación tan
sólo cuando la cuestión de a quién corresponda la competencia debatida viene a
ser inseparable de la apreciación sobre la adecuación o inadecuación de la norma
o normas legales invocadas para fundamentar aquella competencia al orden
competencial derivado de la Constitución y de los Estatutos de Autonomía235, tal
transformación dista de ser absoluta236. Más aún, el propio juez constitucional
admitió en un primer momento237, que el art. 67 LOTC se situaba “en la línea de

234
Eduardo CIFUENTES MUÑOZ: “La Jurisdicción Constitucional en Colombia”, en Domingo
García Belaunde y Francisco Fernández Segado (coords.), La Jurisdicción Constitucional en Iberoamé-
rica, op. cit., pp. 469 y ss.; en concreto, p. 475.
235
Sentencia del Tribunal Constitucional (STC) 80/1988, de 28 de abril, fund. jur. 2º.
236
En sentido análogo, Javier GARCÍA ROCA: “Comentario al artículo 67”, en Juan Luis Requejo
Pagés (Coordinador), Comentarios a la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, Tribunal Constitu-
cional/Boletín Oficial del Estado, Madrid, 2001, pp. 1085 y ss.; en concreto, p. 1087.
237
STC 39/1982, de 30 de junio, fund. jur. 3º.
1006 LOS SISTEMAS DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL

otros supuestos dirigidos a facilitar el control concreto de normas”, arbitrando


un cauce procesal para dar solución a este “incidente de inconstitucionalidad”,
dejando, pues, a las claras que, en cierto modo, nos hallamos ante un control
incidental reconducible por ello mismo a la categoría de la que ahora nos estamos
ocupando.

B) La segunda de las variables a las que se puede atender en el ámbito del


control de constitucionalidad con ocasión de la aplicación de la ley, y que en
modo alguno cabría en el ámbito del control de constitucionalidad de la ley, es
la relativa a la eficacia de las sentencias estimatorias de la inconstitucionalidad,
habiéndose de distinguir aquí según tengan efectos en el caso concreto, in casu,
y por lo mismo inter partes, o proyecten sus efectos con carácter general (erga
omnes). Podría pensarse que esta última dicotomía es innecesaria en cuanto que
podría quedar subsumida en la distinción fijada en atención a la pluralidad o
unicidad de los órganos competentes para realizar el control, de forma tal que
en el control difuso los efectos serían inter partes mientras que en el concentrado
lo serían erga omnes. Ello constituiría un notable error, pues tal regla, que desde
luego tiende a la generalidad, quiebra sin embargo en algunos casos, haciendo
por ello mismo conveniente esta categorización. Así, por poner algunos ejemplos
específicos, el control concentrado en manos de la Corte Suprema uruguaya no
se traduce en que sus sentencias tengan efectos generales, circunscribiéndose
tales efectos al caso concreto. Otro tanto podría afirmarse respecto de la Corte
Suprema de Justicia paraguaya, cuya Sala Constitucional conoce tanto de la
inconstitucionalidad de las leyes como de la inconstitucionalidad de las sentencias
definitivas o interlocutorias. Y lo mismo, finalmente, bien que sin pretensión ni
mucho menos de exhaustividad, habría que decir de los efectos de las sentencias
de la Corte Suprema chilena dictadas con ocasión de un recurso de inaplicabilidad
por inconstitucionalidad, mecanismo que ha estado en vigor durante un cuarto
de siglo (1980-2005). Y desde otra perspectiva, el ejemplo portugués abre aún
adicionales quiebras a esa supuesta regla general, pues como ya pusimos de
relieve, mientras las decisiones estimatorias del Tribunal Constitucional en sede
de control abstracto tienen fuerza obligatoria general, no se puede decir lo mismo
de las decisiones similares dictadas al hilo del control incidental, esto es, del que
inicialmente han llevado a cabo los jueces ordinarios, pues en tal caso se opta de
modo implícito por el efecto inter partes, al determinarse que sólo cuando la norma
haya sido enjuiciada como inconstitucional en tres casos concretos la sentencia
constitucional adquirirá fuerza obligatoria general. Estos ejemplos revelan cómo
no siempre la concentración del control en un único órgano va unida a la gene-
ralidad de los efectos de sus sentencias estimatorias de la inconstitucionalidad.

VI. Hemos de terminar. Y lo hemos de hacer significando que, con la cate-


gorización expuesta, al margen ya de no tenerla aún completa y definitivamente
perfilada, pues, como ya se ha dicho, se trata de una investigación abierta, no
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1007

hemos pretendido en modo alguno agotar la casi inabarcable riqueza y heteroge-


neidad de los sistemas de control de constitucionalidad de nuestro tiempo, en los
que, a modo de pauta general, sí habría que destacar que se aprecia un progresivo
deslizamiento del control de constitucionalidad de la ley al control llevado a cabo
con ocasión de su aplicación238, rasgo tendencial que a su vez se conecta íntima-
mente con el cada vez mayor protagonismo de una jurisdicción constitucional
de la libertad, en perfecta coherencia con el lugar realmente de privilegio, con la
centralidad, que los derechos y libertades ocupan en los códigos constitucionales
de nuestro tiempo, y también en el sentimiento constitucional de la ciudadanía.

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238
Battaglini va aún más lejos al considerar que, como principio general, el control debe venir
referido al acto (legislativo) ya formado, lo que presupone el rechazo de todo tipo de control previo o
preventivo. “Il controllo in itinere (como nel caso del veto) è assai dubbio che possa essere considerato
un vero e proprio controllo di costituzionalità”. Mario BATTAGLINI: “Contributo allo studio comparato
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TERCERA PARTE

OMISIONES LEGISLATIVAS Y CONTROL DE


CONSTITUCIONALIDAD
VII. EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS
OMISIONES LEGISLATIVAS. ALGUNAS CUESTIONES
DOGMÁTICAS *

EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS OMISIONES LEGISLATIV


AS

SUMARIO

1. Introducción.– 2. El legislador ante el desarrollo de la Constitución.– 3. Tipología de


las omisiones legislativas.– 4. Caracterización jurídica de la omisión constitucionalmente
relevante.– 5. Técnicas con las que hacer frente a las omisiones legislativas: A) La creación
pretoriana de técnicas decisorias con las que controlar las omisiones del legislador. B)
La constitucionalización de instrumentos procesales de control de las inacciones del
legislador.– 6. El debate en torno a las vías idóneas con las que hacer frente al control de las
omisiones relativas.– 7. ¿Juez constitucional versus legislador?: el debate sobre los efectos
de la declaración de inconstitucionalidad por omisión.– 8. Bibliografía manejada.–

1. Introducción

La problemática relativa al control de la constitucionalidad de las omisiones


legislativas ha sido considerada1 como uno de los más tormentosos y a la par
fascinantes temas del Derecho constitucional de nuestro tiempo. No ha de extrañar
que así se visualice si se atiende a los grandes retos que a la dogmática jurídica
plantea la fiscalización de las inacciones del legislador.
El objeto de este trabajo es precisamente hacernos eco de algunos de tales
retos, sin pretender agotar la compleja problemática que suscita el tema.
El necesario desarrollo de la Constitución por el legislador, el rol que debe
asumir el poder legislativo en ese proceso de concreción constitucional y el
margen de discrecionalidad en la determinación de los “tiempos” de desarrollo
de que dispone el legislador, constituye el primero de los grandes retos a los que
la dogmática constitucional debe tratar de dar una respuesta.

* Este trabajo, en una versión más reducida, ha sido publicado en la obra Il Diritto costituzionale
come regola e limite al potere.( Scritti in onore di Lorenza Carlassare), a cura di Giuditta Brunelli, Andrea
Pugiotto e Paolo Veronesi, Jovene Editore, Napoli, 2009, tomo IV, pp. 1633 y ss. En su versión completa
se ha publicado en la Revista de las Cortes Generales, nº 75, tercer cuatrimestre 2008, pp. 7 y ss.
1
Gilmar FERREIRA MENDES: “O controle da omissâo inconstitucional”, en Jairo Gilberto
Schäfer (organizador), Temas polêmicos do constitucionalismo contemporâneo, Conceito Editorial,
Florianópolis, 2007, pp. 137 y ss.; en concreto, p. 138.
1018 EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS

La tipología de las omisiones legislativas, con particularísima referencia a la


clásica distinción entre omisiones absolutas y relativas, y las consecuencias que,
en cuanto a su control, se anudan a uno y otro tipo, verdadero fulcro en el que
apoyaría el Bundesverfassungsrichter Wessel, formulador de la célebre distinción2,
la trascendencia de su clasificación, constituye otro aspecto de trascendental rele-
vancia llegado el momento de discernir la posible fiscalización de la quiescencia
del poder legislativo y de precisar la vía más idónea de control.
La conceptualización, o si así se prefiere, la caracterización jurídica de las omi-
siones constitucionalmente relevantes y, por ello mismo, susceptibles de control,
es otra cuestión dogmática de la mayor relevancia y en la que están lejos de ser
pacíficas las posiciones de la doctrina, como revelan con meridiana claridad las
supuestamente irreductibles divergencias entre las concepciones obligacionales
y las normativistas, posicionamientos que en algunos casos, a nuestro modo de
ver, son en gran parte deudores de la regulación constitucional dada al control
de las omisiones legislativas por ciertos ordenamientos (piénsese sin más en las
Constituciones portuguesa de 1976 y brasileña de 1988), si bien, a nuestro juicio,
anticipémoslo ya, cabe buscar fórmulas de armonización llegado el momento de
discernir cuáles son los presupuestos de una omisión inconstitucional con vistas
a la caracterización jurídica de las mismas.
La búsqueda de técnicas decisorias con las que hacer frente al control de las
omisiones supuestamente inconstitucionales es otro de los grandes retos que se
ha planteado al constitucionalismo de la segunda postguerra. Contra lo que se
hubiera podido pensar en una aproximación superficial al tema, en bastantes
países europeos no ha sido necesario esperar a que el constituyente articulara
una vía específica de control, como sería el caso de la acción directa de incons-
titucionalidad por omisión de la Constitución portuguesa de 1976, para que la
fiscalización de las omisiones del legislador estuviese al alcance de los órganos
titulares de la justicia constitucional. Lejos de ello, los Tribunales Constitucionales,
–el Bundesverfassungsgericht (BVerfG) y la Corte costituzionale serían los ejemplos
paradigmáticos– con una creatividad digna del mayor encomio, han asumido
desde fechas tempranas tal reto, que, contra lo que en ocasiones se cree, no se
ha circunscrito ni mucho menos al control de las omisiones relativas, sino que
también se ha proyectado hacia la fiscalización de las omisiones absolutas. Como
es por entero lógico, a las distintas vías procesales de control se han anudado
efectos jurídicos diferentes, efectos que se nos presentan como muy plurales,
incluso en países que, por simplificar, podríamos considerar que se ubican en un
mismo sistema de fiscalización.
La mayor o menor idoneidad de los procedimientos de control abstracto y
concreto y, en íntima vinculación con ello, el rol que al efecto pueden jugar los
jueces ordinarios con vistas a llevar a cabo o, en su caso, a posibilitar el control de

2
WESSEL: “Die Rechtsprechung des Bundesverfassungsgerichts zur Verfassungsbeschwerde”,
en Deutsches Verwaltungsblatt (DVBl), 67. Jahrgang, Heft 6, 15. März 1952, pp. 161 y ss.; en concreto,
p. 164.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1019

las omisiones relativas del legislador, es otro aspecto dogmático controvertido. Se


trata por lo demás de una cuestión que si bien se ha suscitado muy particularmen-
te en algún país concreto, como es el caso de Portugal, no ha dejado de plantearse
en términos problemáticos por la doctrina de otros países.
En fin, los efectos de las decisiones estimatorias de la inconstitucionalidad de
las inacciones del legislador es otro aspecto de la mayor trascendencia, innecesario
es decirlo, en el que, particularmente en algunos países latinoamericanos, se han
previsto fórmulas harto discutibles en cuanto que las mismas dejan abierta la
posibilidad de que el juez constitucional se convierta en legislador, algo que nos
parece por entero rechazable y de la mayor gravedad.
Son éstos algunos de los aspectos dogmáticos controvertidos de los que
nos vamos a ocupar a continuación. Ni mucho menos agotan las cuestiones
polémicas o susceptibles de plantear retos de interés para la dogmática jurídico-
constitucional, pero sí nos parece que todos los puntos mencionados suscitan
problemas y desafíos de la mayor relevancia.
Hemos de añadir algo más. Con las reflexiones que subsiguen en absoluto
pretendemos tratar de esbozar una dogmática constitucional del control de las
omisiones legislativas, y no ya tan sólo porque tal empresa requeriría de mucho
mayor espacio del que razonablemente disponemos, sino porque nos hallamos en
un terreno en el que una pretensión de tal género está llamada al seguro fracaso.
La enorme heterogeneidad de las técnicas de fiscalización y la propia diversidad
de los sistemas de justicia constitucional hacen muy difícil, por no decir que por
entero imposible, el esbozo de una dogmática con pretensiones de generalidad.
Hemos de limitarnos, pues, en buen número de los aspectos que vamos a tratar de
desarrollar, a establecer un bosquejo y unas pautas tendenciales, que si pueden ser
válidas para unos países, es difícil que lo sean para otros, y desde luego, a suscitar
cuestiones problemáticas y a esbozar posibles soluciones, aún a sabiendas de su
limitada validez. Pretender ir más allá creemos que sería una misión condenada
a un fracaso seguro.

2. El legislador ante el desarrollo de la Constitución

I. El control de las omisiones del legislador entraña una ruptura frontal, podría
decirse incluso que brutal, con los principios dogmáticos básicos sobre los que se
construyó el Estado constitucional liberal, circunstancia que ya por sí sola haría
conveniente una cierta prudencia por parte de los constituyentes a la hora de
proceder a incorporar al acervo constitucional un instituto procesal tan rupturista
como sería el de la acción de inconstitucionalidad por omisión legislativa.
Una perspectiva histórica siempre contribuye a la comprensión de las institu-
ciones al visualizar el proceso evolutivo de su forja. Y desde tal óptica, puede ser de
utilidad –con vistas a la constatación de la profundidad de los cambios que el con-
trol de las omisiones legislativas supone en la dogmática constitucional– recordar
1020 EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS

la visión que del legislador consagrara Blackstone en sus célebres Commentaires


on the Laws of England (1765-1769), que puede quedar compendiada en su bien
conocida afirmación: “that the power of Parliament is absolute and without
control”, visión que también quedaba perfectamente reflejada en la no menos
célebre consideración de que el Parlamento “can do anything except transform a
man into a woman and a woman into a man”, cuya paternidad, como recordaba
Cappelletti3, ha sido atribuida tanto a De Lolme como a Bagehot. El propio
Locke, en su Second Treatise on Civil Government, obra que, en algunas de sus
ideas, impactaría notablemente sobre el Derecho constitucional norteamericano4,
consideraría al legislativo como el supremo órgano de la comunidad, si bien ello se
asentaba en su relevante rol de salvaguarda de los derechos de los individuos5, lo
que venía a entrañar que en el ejercicio de sus funciones el legislativo no pudiera
actuar como un poder arbitrario, circunstancia en la que se puede vislumbrar
uno de los puntos de apoyo del rechazo a todo tipo de fiscalización de los actos
legislativos.
El pensamiento revolucionario francés entronizará la supremacía del legis-
lador por razones que no se alejan mucho de la concepción de Locke: la visión
de la ley, y por lo mismo de quien la elabora, el legislador, como el instrumento
más idóneo en pro de la libertad. A su vez, la inacción del legislador no suscitaría
rechazo alguno por cuanto, en último término, casaba bien con los postulados
subyacentes a la filosofía fisiocrática y liberal del laissez faire.
El influjo de esta concepción se prolongaría en el tiempo con notable fuerza, y
en lo que ahora interesa, ya en el pasado siglo, se traduciría en el absoluto rechazo
de cualquier tipo de control sobre las inacciones del legislador. La dogmática
alemana de los primeros años del siglo XX nos ofrece significativos ejemplos de
ello. Así, Anschütz, en 1912, escribía6, que las exigencias de los individuos frente
al Estado como legislador, sea en orden a la realización, séalo a la omisión de
un acto legislativo, pertenecen al género de los imposibles. También Jellinek se
manifestaba en términos semejantes cuando escribía7: “Das Individualansprüche
an die Gesetzgebung unmöglich sind, kann als communis opinio gelten” (puede
considerarse communis opinio que las pretensiones individuales a la legislación

3
Mauro CAPPELLETTI: Judicial Review in the Contemporary World, The Bobbs Merrill Company,
Indianapolis/Kansas City/New York, 1971, p. 31, nota 24.
4
En tal sentido, Edward S. CORWIN: The <<Higher Law>>. Background of American Constitutional
Law, Great Seal Books, (A Division of Cornell University Press), Ithaca, New York, fifth printing, 1963,
p. 67.
5
“The legislature –escribía Corwin (Ibidem, pp.67-68)– is the supreme organ of Locke´s com-
monwealth, and it is upon this supremacy that he depends in the main for the safeguarding of the
rights of the individual. But for this very reason legislative supremacy is supremacy within the law,
not a power above the law”.
6
G. ANSCHÜTZ: Die Verfassungsurkunde für den preussischen Staat. Ein Kommentar für Wis-
senschaft und Praxis, 1912, p. 94. Cit. por Ernst-Wolfgang BÖCKENFÖRDE: Escritos sobre Derechos
Fundamentales, Nomos Verlagsgesellschaft, Baden-Baden, 1993, p. 97.
7
Apud Nicolò TROCKER: “Le omissioni del legislatore e la tutela giurisdizionale dei diritti di
libertà (Studio comparativo sul diritto tedesco)”, en Archivio Giuridico “Filippo Serafini”, vol. CLXXVIII,
fascicoli 1-2, Gennaio/Aprile 1970, pp. 88 y ss.; en concreto, p. 108, nota 41.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1021

son imposibles). Y el propio Kelsen, en alusión a los preceptos que la Constitución


de Weimar acogía en relación al contenido de futuras leyes, escribía: “Si el órgano
legislativo expide una ley cuyos contenidos están prohibidos por la Constitución,
se producen todas las consecuencias que de acuerdo con la Constitución van
enlazadas a una ley inconstitucional. Sin embargo, si el órgano legislativo deja
simplemente de expedir una ley prescrita por la Constitución, resulta práctica-
mente imposible enlazar a esa omisión consecuencias jurídicas”8.
No debe extrañar por todo ello que todavía en Weimar se rechazara mayorita-
riamente la vinculación del legislador a los derechos fundamentales; para él sólo
valían como líneas orientativas o “proposiciones programáticas”, en parte, a causa
de su indeterminación material, pero más aún, como constata Böckenforde9, por
virtud de la idea de la soberanía estatal recibida del positivismo jurídico-público.

II. La Bonner Grundgesetz va a introducir un cambio de perspectiva en las


relaciones legislativo/Constitución verdaderamente radical, que puede ejempli-
ficarse en su conocida cláusula del art. 1º.3: “Die nachfolgenden Grundrechte
binden Gesetzgebung...” (“Los siguientes derechos fundamentales vinculan a la
legislación...”). Esta norma encontraba su complemento en el art. 20.3 de la Grund-
gesetz, que no hacía sino ratificar la anterior previsión con una mayor amplitud de
perspectiva, al proclamar ahora la vinculación del poder legislativo (literalmente,
de la legislación, “die Gesetzgebung”) al ordenamiento constitucional (“an die
verfassungsmässige Ordnung”) 10.
A partir de esta vinculatoriedad del legislador por la Ley Fundamental se iba a
suscitar la cuestión de cuál era la situación en que se encontraba el poder legisla-
tivo ante los mandatos constitucionales a él dirigidos. ¿Podía hablarse de la plena
discrecionalidad del legislador o, por contra, de un deber de legislar vinculante y,
caso de omisión, susceptible de un posible control en sede constitucional?
Denninger se referiría a este respecto a la larga lista de mandatos al legislador
que la Grundgesetz (al igual que otras muchas cartas constitucionales) acogía,
mandatos en unos casos explícitos, en otros implícitos, en ocasiones condiciona-
les, y otras veces incondicionales. Para el Profesor de Frankfurt am Main, esos
mandatos habían de verse más que como una mera apelación ético-política (“einen
politisch-ethischen Appell”), como una obligación jurídica vinculante para el
órgano legislativo (“rechtsverbindliche Pflichten der gesetzgebenden Organe”)11.
También Pestalozza considerará que la inacción del legislador es relevante

8
Hans KELSEN: Teoría General del Derecho y del Estado, Imprenta Universitaria, México, 1949,
p. 275.
9
Ernst BÖCKENFÖRDE: Escritos sobre Derechos Fundamentales, op. cit., p. 97.
10
Recordemos que el precepto se completa con la sujeción de los poderes ejecutivo y judicial a la
ley y al Derecho. A tenor del art. 20.3 GG: “Die Gesetzgebung ist an die verfassungsmässige Ordnung,
die vollziehende Gewalt und die Rechtsprechung sind an Gesetz und Recht gebunden”.
11
Erhard DENNINGER: “Verfassungsauftrag und gesetzgebende Gewalt”, en Juristenzeitung (JZ),
21. Jahrgang, Nummer 23/24, 9. Dezember 1966, pp. 767 y ss.; en concreto, p. 772.
1022 EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS

constitucionalmente, visualizándola como tal cuando entrañe la inobservancia


de un deber constitucional de legislar. Para el Profesor de la “Freien Universität
Berlin”, “das Unterlassen des Gesetzgebers ist verfassungswidrig, wenn die
Verfassung ein Handeln des Gesetzgebers fordet” 12 (la omisión del legislador
es inconstitucional cuando la Constitución le exige una actuación). A partir
de la idea expuesta, que se traduce en que la comprobación de si el legislador
ha incurrido en inconstitucionalidad por omisión presupone la constatación
de la existencia de un correspondiente mandato constitucional de actuación
(“einen entsprechenden Verfassungsauftrag zum Handeln”), Pestalozza viene a
diferenciar dos tipos de mandatos constitucionales: los mandatos sustituibles y
los insustituibles (vertretbaren und unvertretbaren Aufträgen). Tratándose de un
mandato sustituible, el Tribunal Constitucional Federal (Bundesverfassungsgericht,
BVerfG) no puede determinar la inconstitucionalidad de la omisión del legislador
(“die verfassungswidrigkeit des gesetzgeberischen Unterlassen”). Para Pestalozza,
en los recursos de queja constitucional (Verfassungsbeschwerde) frente a resolu-
ciones judiciales que se sustenten en el incumplimiento (“Nichterfüllung”) de
mandatos de este tipo, el BVerfG ha de asignar a los propios tribunales ordinarios
el cometido de implementar a través de la concreción (Konkretisierung) el mandato
constitucional. Por contra, cuando la norma de la Grundgesetz , no obstante la
falta de mediación del legislador, despliega una eficacia suficiente (“hinreichende
Wirkungskraft entfaltet”), los tribunales tienen que aplicarla inmediatamente
(“haben die Gerichte sie unmittelbar anzuwenden”), no pudiendo objetar que el
legislador no ha desarrollado su mandato. Ahora bien, en este tipo de mandatos,
esto es, en los “vertretbaren Verfassungsaufträgen”, el transcurso de un cierto
largo período de tiempo (“eine gewisse Zeit lang”) se traduce en que la omisión
legislativa constitucional pasa a convertirse en inconstitucional. Cuando se
trate de mandatos constitucionales insustituibles (“unvertretbaren Verfassungs-
aufträgen”), al contrario de los supuestos precedentes, Pestalozza entiende que
“die Gerichte Können hier den Gesetzgeber, der säumig ist, nicht vertreten” (los
tribunales no pueden sustituir al legislador moroso); por eso tiene que declararse,
en caso necesario, la inconstitucionalidad de su inactividad13.
Con una perspectiva general, puede sostenerse, que la mayor parte de la
doctrina que se ha pronunciado al respecto se ha decantado por relativizar la
discrecionalidad del legislador, concepto por lo demás vinculado en su origen
al Derecho administrativo, que ha ido siendo sustituido en la jurisprudencia del
BVerfG por el de libertad de configuración del legislador (“gesetzgeberischen
Freiheit”)14.

12
Christian PESTALOZZA: “<<Noch Verfassungsmässige>> und <<bloss Verfassungswidrige>>
Rechtslagen” (Zur Feststellung und Kooperativen Beseitigung verfassungsimperfekter Zustände),
en Bundesverfassungsgericht und Grundgesetz (Festgabe aus Anlass des 25 jährigen Bestehens des
Bundesverfassungsgericht), herausgegeben von Christian Starck, Erster band (primer volumen),
J.C.B. Mohr (Paul Siebeck), Tübingen, 1976, pp. 519 y ss.; en concreto, p. 526.
13
Ibidem, p.527.
14
Cfr. al efecto, Hans-Peter SCHNEIDER: “Jurisdicción constitucional y separación de poderes”,
en Revista Española de Derecho Constitucional, nº 5, Mayo/Agosto 1982, pp. 35 y ss.; en concreto, p. 55.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1023

Es cierto que otros sectores doctrinales, más matizadamente, han seguido de-
fendiendo la mencionada libertad del legislador. Es el caso, por ejemplo, de Lerche,
quien entiende que los mandatos constitucionales (Verfassungsbefehle) no pueden
cambiar en lo esencial la imagen dada por la Constitución, es decir, y en lo que ahora
interesa, la libertad de iniciativa y de configuración del legislador, si bien, matiza
Lerche de inmediato15, en una metáfora que nos trae a la memoria la extraordinaria
pintura del gran romántico alemán Caspar David Friedrich (1774-l840), aquellos
mandatos son algo más que simples arrecifes (“Klippen”) que se adentran en el
mar de la libertad de configuración del legislador (“das Meer der gesetzgeberischen
Freiheit”). En otro momento, Lerche aún matizará más, al señalar que el legislador
ni es soberano, ni se ha convertido en un mero poder ejecutivo. Su posición sólo se
deja determinar de modo relativo (“Seine Stellung lässt sich nur relativ bestimmen”),
según los grupos de directivas constitucionales de que se trate, o lo que viene a ser
igual, según los ámbitos constitucionales en cuestión16.
En una dirección próxima a la de los primeros autores mencionados se ubica
Gomes Canotilho, quien ha tratado con detenimiento el tema. Desde el primer
momento, el Profesor de Coimbra defendió la reducción de la existencia de una
omisión inconstitucional a los supuestos en que la norma constitucional impu-
siera un deber concreto de actuación, deber que, en cualquier caso, se expandía
enormemente en el texto inicial de la Constitución portuguesa de 197617. Ya en
referencia al texto constitucional portugués reformado en 1982, el propio autor
ha significado, que las omisiones legislativas inconstitucionales derivan del
incumplimiento de una imposición o mandato constitucional de legislar en sentido
estricto, esto es, del incumplimiento de normas que, de forma permanente y con-
creta, vinculan al legislador a la adopción de medidas legislativas de concreción o
desarrollo constitucional (“medidas legislativas concretizadoras da constituiçâo”).
Ciertamente, ese no será el caso de las que Canotilho denomina “normas-fim
ou normas-tarefa”, abstractamente impositivas18. En definitiva, a la inacción
del legislador ante las “ordems de legislar” podrá anudarse una declaración de
inconstitucionalidad, lo que no sucederá respecto de las “normas-tarefa”.
En resumen, la doctrina que con más detenimiento se ha ocupado del tema
admite generalizadamente que determinadas normas constitucionales impelen al
legislador a actuar en desarrollo y concreción de la Constitución, pudiendo generar
la pasividad del legislador una omisión inconstitucional. Pero, más allá de ello,
el deber constitucional de legislar, como ha interpretado en Alemania el BVerfG,
puede derivar no sólo de mandatos concretos contenidos en la Grundgesetz, sino
también de principios identificados en el proceso de interpretación de la Norma

15
Peter LERCHE: “Das Bundesverfassungsgericht und die Verfassungsdirektiven. Zu den <<nicht
erfüllten Gesetzgebungsaufträgen>>”, en Archiv des öffentlichen Rechts (AöR), 1965, pp. 341 y ss.; en
concreto, p. 355.
16
Ibidem, pp. 371-372.
17
José Joaquim GOMES CANOTILHO: Constituiçâo dirigente e vinculaçâo do legislador. Contributo
para a compreensâo das normas constitucionais programáticas, Coimbra Editora, Coimbra, 1982, p. 351.
18
Cfr, al efecto, J.J. GOMES CANOTILHO: Direito Constitucional e Teoría da Constituiçâo, 5ª
ediçâo, Almedina, Coimbra, 2002, pp. 1021-1022.
1024 EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS

suprema 19, lo que aún abre en mayor medida el campo de posibilidades del
instituto analizado.

III. La búsqueda de las fuentes del deber de legislar no puede, sin embargo,
quedar estrictamente circunscrita a una visión que se limite a atender a la
heterogénea tipología de las normas constitucionales, extrayendo este deber que
recae sobre el poder legislativo tan sólo de la estructura y configuración de la
norma constitucional.
Analizada la cuestión desde esa óptica de los tipos normativos, nos vamos a
centrar ahora en una visión diferente, de sesgo material, en la que resulta obligado
prestar atención preferente a los derechos constitucionales, pues es indiscutible
que en ellos encontramos, por así decirlo, fuentes privilegiadas del deber de
legislar, lo que no es sino la resultante obligada de la centralidad de los derechos
en los ordenamientos constitucionales de nuestro tiempo.
Häberle, en su obra ya clásica, Die Wesensgehaltgarantie des Art. 19 Abs. 2
Grundgesetz, consideraría que todas las disposiciones de la Grundgesetz sobre
derechos fundamentales eran susceptibles y estaban necesitadas, por un lado, de
una delimitación negativa, y por otro, de la conformación y precisión de contenido
por la ley. El legislador está para ello al servicio del correspondiente derecho
fundamental afectado. La Constitución presupone su actividad como evidente
y, por tanto, no sólo como permitida, sino también como ordenada20. Para el
Profesor de Bayreuth, la intervención del legislador en el ámbito de los derechos
fundamentales es tanto más apremiante cuanto más intensa sea la relación social
de la correspondiente libertad21. La Grundgesetz –añade Häberle22– necesita a la
legislación como medium y como mediadora respecto a la realidad social, siendo a
través de la legislación como la Ley Fundamental alcanza “vigencia real”, pues sin
ella, se queda en un “nivel ideal” de validez sólo formal. En definitiva, los derechos
fundamentales sólo pueden cumplir su función social a través de la legislación,
lo que deja meridianamente clara la trascendencia que para la vigencia de la
Constitución en el ámbito de los derechos fundamentales tiene la intervención del
legislador. En coherencia con ello, el incumplimiento del mandato de intervención
que pesa sobre el legislador afecta a la propia vigencia constitucional, generando
situaciones en la vida social alejadas, cuando no lisa y llanamente contrapuestas,
a los mandatos del constituyente, o propiciando en las relaciones jurídicas la
vigencia de normas implícitas en franca contradicción con la Constitución.

19
En tal sentido, Gilmar FERREIRA MENDES: Jurisdiçâo Constitucional (O controle Abstrato de
Normas no Brasil e na Alemanha), 5ª ediçâo, Editora Saraiva, Sâo Paulo, 2005, p. 274.
20
Peter HÄBERLE: Die Wesensgehaltgarantie des Art. 19 Abs. 2 Grundgesetz, Karlsruhe, 1ª ed., 1962.
Manejamos la versión española. Peter HÄBERLE: La garantía del contenido esencial de los derechos
fundamentales en la Ley Fundamental de Bonn (Una contribución a la concepción institucional de los
derechos fundamentales y a la teoría de la reserva de ley), Dykinson, Madrid, 2000, p. 169.
21
Ibidem, p. 170.
22
Ibidem, p. 172.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1025

El BVerfG no iba a tardar mucho tiempo en abordar la cuestión que ahora nos
ocupa. Es cierto que en una decisión de 19 de diciembre de 1951 rechazó admitir
un recurso de queja constitucional (Verfassungsbeschwerde) contra una omisión
del legislador relacionada con un derecho fundamental, al considerar que los
preceptos de la Grundgesetz no aseguraban al ciudadano cualquier pretensión a
una actividad legislativa susceptible de ser recurrida, caso de omisión, a través de
tal vía procesal, pero, como posteriormente se verá, los años 1957 y 1958 marcarán
un punto de inflexión frente a tal interpretación.
Por lo demás, el deber constitucional de legislar puede dimanar también del
llamado “deber de protección” (Schutzpflicht), que obliga al Estado a actuar en
defensa y protección de ciertos valores y derechos como la vida y la integridad
física, sobre todo, frente a agresiones llevadas a cabo por terceros. Innecesario es
decir que el verdadero protagonismo lo asumen aquí los derechos fundamentales,
que se visualizan como deberes de protección, lo que, a juicio de Böckenförde23,
resulta una consecuencia necesaria del carácter de los derechos fundamentales
como normas objetivas de principio y decisiones axiológicas, pudiéndonos incluso
plantear si el “deber de protección”, abstracción hecha de su relativamente tardío
despuntar, no representa el concepto central de la dimensión jurídico-objetiva de
los derechos fundamentales.
Klein, quien se ha ocupado con algún detalle de la jurisprudencia del BVerfG en
torno al “deber de protección” 24, ha llegado a contraponer la tradicional función
negativa de los derechos (“<<negatorische>> Funktion der Grundrechte”), esto
es, su visión como libertades negativas o, si se prefiere, como garantías de defensa
frente al propio Estado, a la innovadora función de los derechos que ahora nos
ocupa: “die grundrechtliche Schutzpflicht” 25.
Análoga tesis en relación a los derechos fundamentales (grundrechte) ha
mantenido Scholz26, quien se ha referido a la notable relevancia en la doctrina
del BVerfG , en lo que ahora interesa, de la llamada “teoría de la sustancialidad”
(Wesentlichkeitstheorie), de conformidad con la cual, el BVerfG ha entendido que
el mandato prioritario que la Grundgesetz hacía recaer sobre el legislador en este
ámbito era la protección de los derechos fundamentales, lo que, es obvio, no
sólo es relevante en el plano de la delimitación atributiva entre el legislativo y el
ejecutivo, sino que también lo es, y mucho, respecto a la cuestión que venimos
tratando, esto es, la asunción por el legislador de un deber de legislar.
En su extraordinariamente relevante jurisprudencia, el BVerfG no sólo ha
reconocido que los derechos fundamentales aseguran a toda persona un derecho

23
Ernst-Wolfgang BÖCKENFÖRDE: Escritos sobre Derechos Fundamentales, op. cit., pp. 114-115.
24
Eckart KLEIN: “Grundrechtliche Schutzpflicht des Staates”, en Neue Juristische Wochenschrift
(NJW), 42. Jahrgang, Heft 27, 5. Juli 1989, pp. 1633 y ss.; en especial, pp. 1634-1635.
25
Ibidem, p. 1633.
26
Rupert SCHOLZ: “Alemania: cincuenta años de la Corte Constitucional Federal”, en Anuario de
Derecho Constitucional Latinoamericano, Konrad Adenauer Stiftung, 2002, pp. 57 y ss.; en concreto,
p. 64.
1026 EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS

de defensa frente a intervenciones estatales (Abwehrrecht) 27 y unos eventuales


derechos a prestaciones positivas (Leistungsrecht), sino también este derecho
de protección a que venimos refiriéndonos, cuyo correlato obvio es el deber
de protección que recae sobre los poderes públicos y, de modo muy particular,
sobre el poder legislativo, deber que el Bundesverfassungsgericht ha sustentado
básicamente en el art. 2º.2 de la Grundgesetz28 .
Por otro lado, el BVerfG ha identificado asimismo como fundamento del
deber constitucional de legislar, el “deber general de adecuación” (“allgemeiner
Nachbesserungsvorbehalt”), que impone al legislador la obligación de actuar de
forma protectora y constructiva en el ámbito de los derechos fundamentales.
Un buen ejemplo de una norma constitucional necesitada de esta adecuación y
desencadenante por lo mismo de un deber del legislador lo podríamos encontrar
en el art. 6º.5 GG, de conformidad con el cual, la legislación ha de otorgar a los
hijos naturales (“den unehelichen Kindern”) las mismas condiciones (“die gleichen
Bedingungen”) para su desarrollo físico y mental y su posición en la sociedad
(“und ihre Stellung in der Gesellschaft”) que a los hijos matrimoniales (“den
ehelichen Kindern”). Esta disposición daría pie a una conocidísima sentencia del
BVerfG , de 29 de enero de 1969.
También en relación con el mencionado “deber de adecuación”, se suele citar
la Sentencia de 8 de agosto de 1978, relativa al reactor nuclear de Kalkar (“Kalkar
Urteil”), considerada como paradigmática en la identificación de tal deber. En
ella, el Tribunal Constitucional reconoció, que en virtud de los nuevos desarrollos
científicos, el legislador estaba constitucionalmente obligado a un reexamen en
relación al uso pacífico de la energía atómica. Analizando diferentes recursos
de queja constitucional interpuestos por habitantes de la región próxima a las
instalaciones nucleares, el BVerfG resolvió que: “En el supuesto de que se constaten
indicios de peligro provenientes de reactores nucleares del tipo <<Schneller
Brüter>> (...), el legislador está obligado a promulgar las nuevas medidas que
se requieran”. Un pronunciamiento en similar dirección sería el de 14 de enero
de 1981, sobre la polución sonora causada por los aviones. En cierto modo,
podría verse en la referida jurisprudencia un ejemplo reconducible a lo que Stern
identifica29 como mandatos para la mejora a posteriori y la corrección de leyes
en los supuestos de prognosis errónea o de modificación de las circunstancias
determinantes.

27
“Grundrechte –escribe Klein (en Ibidem, p. 1633)– sind staatsgerichttete Abwehrrechte”.
28
El art, 2º.2 GG reconoce a cada uno (“Jeder”) el derecho a la vida (“das Recht auf Leben”) y a
la integridad física (“und körperliche Unversehrtheit”) y declara de inmediato que la libertad de la
persona (“Freiheit der Person”) es invulnerable (“unverletzlich”).
29
Klaus STERN: Derecho del Estado de la República Federal Alemana, Centro de Estudios Cons-
titucionales, Madrid, 1987, p. 225.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1027

IV. Cuanto se ha expuesto hasta aquí creemos que deja meridianamente


claro el brutal cambio que el legislador ha experimentado en su relación con la
Constitución. Podrían aportarse, desde luego, nuevos argumentos al respecto.
Los derechos socio-económicos dan pie para ello, pues es sobradamente
conocido que, para ser efectivos, demandan una intervención activa de los poderes
públicos, con frecuencia prolongada en el tiempo. A diferencia de los derechos
tradicionales o de libertad, los derechos sociales no pueden ser simplemente
conferidos al individuo, pues exigen una acción permanente del Estado, que debe
prestar su asistencia financiera y derribar las barreras sociales y económicas que,
en ocasiones, obstan su optimización; en definitiva, los poderes públicos han de
asegurar la realización de los programas de desarrollo social que constituyen la
base de estos derechos y de las expectativas por ellos engendradas.
La trascendencia de los derechos sociales va a ser muy grande, traspasando
de largo su propio ámbito. Como señalara Alexy30, la libertad jurídica para hacer
u omitir algo sin la libertad fáctica (real), esto es, sin la posibilidad de elegir entre
lo permitido, carece de todo valor. Y bajo las condiciones de la moderna sociedad
tecnológica e industrial, la libertad fáctica de un gran número de titulares de
derechos fundamentales no encuentra su sustrato material en un “ámbito vital
dominado por ellos”, sino que depende esencialmente de actividades estatales.
La transformación del Estado que todo ello ha supuesto ha sido enorme,
incidiendo sobre el rol de todos los poderes y, de modo muy particular, sobre el
que corresponde a los órganos jurisdiccionales y a los Tribunales constitucionales.
Ya Cappelletti puso de relieve31 el significativo cambio del rol de los jueces, cuya
actividad había de adoptar un aspecto nuevo en su modo de interpretar las leyes
con vistas a dar un contenido concreto a la legislación y a los derechos sociales, lo
que había de conducir a una mayor discrecionalidad y a una más significativa par-
ticipación en la creación del Derecho. Desde otra óptica, Michelmann ha hablado
de una “egalitarian revolution” en los tribunales32, en sintonía con la relevancia
que el propio autor cree que se debe otorgar a los derechos de naturaleza social,
que compendiaría en lo que tildó de “the welfare-rights thesis”33
A la vista de lo expuesto, se puede comprender bien, en relación a lo que
ahora interesa, la conveniencia de establecer, a través de una u otra vía procesal,
cauces encaminados a la fiscalización de las omisiones del legislador relevantes
30
Robert ALEXY: Teoría de los derechos fundamentales, Centro de Estudios Constitucionales,
Madrid, 1993, pp. 486-487.
31
Mauro CAPPELLETTI: “Des juges législateurs?”, en la obra recopilatoria de trabajos del propio
autor, Le pouvoir des juges, Economica/Presses Universitaires d´Aix-Marseille, Paris, 1990, pp. 23 y
ss.; en concreto, pp. 44-45.
32
“A notable feature in the Court´s <<egalitarian revolution>>, many commentators suggest, is
the emergence of special judicial hostility towards official discrimination, be it de jure or de facto,
according to pecuniary circumstance”. Frank I. MICHELMANN: “The Supreme Court 1968 Term.
Foreword: On Protecting the Poor Through the Fourteenth Amendment”, en Harvard Law Review,
Volume 83, 1969-1970, pp. 7 y ss.; en concreto, p. 19.
33
Cfr. al respecto, Frank I. MICHELMANN: “Welfare Rights in a Constitutional Democracy”, en
Washington University Law Quarterly, Volume 1979, number 3, Summer 1979, pp. 659 y ss.
1028 EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS

constitucionalmente. En tal dirección, Alexy, con apoyo en la jurisprudencia


del BVerfG, ha podido afirmar, que en modo alguno un Tribunal Constitucional
es impotente frente a un legislador inoperante34. Y Vieira de Andrade, desde
otra óptica, en un libro ya clásico en Portugal35, ha señalado que la protección
jurídico-constitucional de los derechos sociales en el nivel legislativo reposa prin-
cipalmente en nuestro vecino país en el mecanismo de la fiscalización abstracta
de la inconstitucionalidad por omisión.

V. El profundísimo cambio que se ha producido en el constitucionalismo


posterior a la segunda guerra mundial en la relación que el legislador mantiene
respecto a la Constitución creemos que queda puesto de relieve tras la exposición
precedente. La antaño absoluta discrecionalidad del poder legislativo ha dado
paso a una libertad de configuración que debe en todo caso de armonizarse
con la vinculatoriedad de los mandatos constitucionales. No es que no se pueda
seguir manteniendo su libre capacidad de configuración, pero es claro que ésta
conoce manifestaciones graduales diferenciadas. Como señalara Kalkbrenner36,
si hay un mandato constitucional, el legislador queda comprometido a llevarlo a
cabo y a promulgar la ley conveniente o las leyes necesarias. Cuando se produce
esta situación, la ejecución del mandato por el legislador (por la legislación, en
la dicción original: “der Erfullung des Gesetzgebungsauftrag”) no depende de la
libre voluntad del legislador (“liegt nicht im freien Belieben des Gesetzgebers”).
También entre la doctrina italiana hay una posición muy arraigada en el
sentido de que la discrecionalidad del legislador debe ceder en ciertos casos.
Mortati ejemplifica perfectamente esta visión: “La discrezionalità del legislatore
–escribía el gran maestro italiano en 197037, deve cedere di fronte a prescrizioni
costituzionali che gli impongono l´obbligo di provvedere alla tutela di diritti
posti come fondamentali (...). Non varrebbe invocare in contrario un principio di
gradualità che conferirebbe al legislatore piena libertà di scelta del momento nel
quale realizzare gli imperativi costituzionali”. Crisafulli no es menos rotundo en
relación a la cuestión que nos ocupa: “anche la mera omissione –escribe38– può
essere dichiarata costituzionalmente illegittima ed all´organo rimasto inattivo
può essere imposto l´obbligo di compiere una determinata attività”. No obsta
a lo anterior, a juicio del gran constitucionalista italiano, que ningún término o

34
Robert ALEXY: Teoría de los Derechos Fundamentales, op. cit., p. 496.
35
José Carlos VIEIRA DE ANDRADE: Os Direitos Fundamentais na Constituiçâo Portuguesa de
1976, 3ª ediçâo, 2ª reimpressâo, Almedina, Coimbra, 2007, p. 413,
36
Helmut KALKBRENNER: “Verfassungsauftrag und Verpflichtung des Gesetzgebers”, en Die
Öffentliche Verwaltung (DÖV), 16. Jahrgang, Heft 2, 1963, pp. 41 y ss.; en concreto, p. 43.
37
Costantino MORTATI: “Appunti per uno studio sui rimedi giurisdizionali contro comportamenti
omissivi del legislatore”, en la obra del propio autor, Problemi di Diritto pubblico nell´attuale esperienza
costituzionale repubblicana (Raccolta di Scritti-III), Giuffrè, Milano, 1972, pp. 923 y ss.; en concreto,
p. 992. Artículo inicialmente publicado en Il Foro Italiano, 1970, V, pp. 153 y ss.
38
Vezio CRISAFULLI: “Giustizia costituzionale e potere legislativo”, en Aspetti e tendenze del
Diritto costituzionale. Scritti in onore di Costantino Mortati, Giuffrè, Milano, 1977, vol. 4º, pp. 129 y
ss.; en concreto, p. 143.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1029

plazo haya sido constitucionalmente establecido, pues “la facoltà, che in tal caso
deve ritenersi attribuita al legislatore, di graduare nel tempo secondo criteri di
opportunità politica i propri interventi incontra pur sempre un limite, oltrepassato
il quale la non attuazione diventa (...) inadempienza vera e propria”. En fin, quien
fuera presidente de la Corte costituzionale, Livio Paladin, hace más de medio siglo,
ya concebía la discrecionalidad del legislador como libertad limitada39.
Aún en Francia, en donde es bien sabido el rol estelar que siempre ha
correspondido a la ley, el cambio de perspectiva ha sido más que notable. En
pocas palabras, Georges Vedel, en su condición de ponente (“rapporteur”) de la
importante Decisión del Conseil constitutionnel nº 85-197 DC, de 23 de agosto de
1985, “Évolution de la Nouvelle Calédonie (II)”, condensaría brillantemente tal
cambio: “La loi votée, –puede leerse en el considerando nº 27 de dicha decisión–
qui n´exprime la volonté générale que dans le respect de la Constitution”.

VI. Llegados aquí es necesario apostillar, que el legislador en modo alguno


se encuentra respecto a la Constitución en la misma relación en que se halla el
poder reglamentario respecto de la ley. El Tribunal Constitucional español ha
tenido oportunidad de aludir a ello, en términos que bien pueden ser recordados:
“... no es la misma la relación que existe entre Constitución y ley que la que media
entre ésta y el reglamento. El legislador no ejecuta la Constitución, sino que crea
Derecho con libertad dentro del marco que ésta ofrece, en tanto que el ejercicio de
la potestad reglamentaria se opera <<de acuerdo con la Constitución y las leyes>>
(art. 97 CE) y el Gobierno no puede crear derechos ni imponer obligaciones que
no tengan su origen en la ley de modo inmediato o, al menos, de manera mediata,
a través de la habilitación” 40.
La Constitución es un marco normativo lo suficientemente amplio como para
que dentro del mismo quepan diferentes opciones de desarrollo, que el legislador,
que actualiza permanentemente la voluntad soberana del pueblo, está legitimado
para adoptar. Esto se manifiesta de múltiples modos. Y así, por poner un ejemplo,
aunque al legislador le está vedado todo trato discriminatorio, su libertad de
configuración y la correlativa “prerrogativa de estimación” (“Einschätzungspräro-
gative”) a la que alude Schneider41, se traducen en que el legislador esté llamado
no sólo a elegir aquellas situaciones objetivas a las que quiere vincular iguales
o desiguales efectos jurídicos, sino también a determinar las características que
han de ser comparadas y a delimitar, hasta la frontera de lo arbitrario, el ámbito
de las diferencias. Esta frontera de la arbitrariedad es permeable hasta un cierto
punto: sólo cuando las decisiones legislativas llegan a un nivel de irracionalidad
evidente, se consideran inconstitucionales.

39
Livio PALADIN: “Osservazioni sulla discrezionalità e sull´eccesso di potere del legislatore
ordinario”, en Rivista trimestrale di Diritto pubblico, Anno VI, 1956, pp. 993 y ss.; en concreto, p. 1025.
40
Sentencia del Tribunal Constitucional (STC) 209/1987, de 22 de diciembre, fundamento jurídico
(fund. jur.) 3º.
41
Hans-Peter SCHNEIDER: “Jurisdicción constitucional y separación de poderes”, op. cit., p. 51.
1030 EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS

En definitiva, la sujeción del legislador a la Constitución no impide en modo


alguno la libertad de configuración de que el mismo goza, que se proyecta no sólo
sobre el contenido a dar a la norma de desarrollo constitucional, sino también
sobre el tiempo, esto es, sobre el momento en que llevar a cabo dicho desarrollo,
pero ni uno ni otro aspecto quedan sujetos a la libérrima capacidad decisoria del
poder legislativo, pudiendo, desde luego, ser objeto de control en sede constitu-
cional. Siendo ello así, debe precisarse, que en modo alguno ese control puede
propiciar la sustitución del legislador por el juez constitucional, algo sobre lo que
volveremos más adelante, pero que, anticipémoslo ya, ha sido posibilitado por
algunos ordenamientos jurídicos latinoamericanos.

3. Tipología de las omisiones legislativas

I. Fue Wessel, juez del BVerfG, quien en 1952, muy poco después por tanto de
que el Tribunal Constitucional Federal iniciara sus tareas, en un trabajo ya clásico
en el que abordó el estudio de la jurisprudencia del BVerfG sobre el Verfassungs-
beschwerde, vino a sentar las bases de la más conocida y reiterada tipología de las
omisiones legislativas.
Wessel niega por principio que se produzca una lesión de derechos a través
de una omisión absoluta del legislador (“eine Grundrechtsverletzung durch ein
absolutes Unterlassen des Gesetzgebers”), que innecesario es decir que se da cuando
el poder legislativo ha omiso la norma legislativa constitucionalmente requerida.
De ahí que se haga eco de inmediato de que el BVerfG había rechazado por
improcedente (“unzulässig”) un recurso de queja constitucional a cuyo través se
impugnaba una lesión del derecho fundamental al libre desarrollo de la persona-
lidad (“eine Verletzung des Grundrechts auf freie Entfaltung der Persönlichkeit”)
con base en que el legislador no había implementado una ley a cuyo través todos
tuvieran la posibilidad de plantear una pretensión adecuada a este derecho. En tal
caso42, argumentará Wessel43, se trataría no de una cuestión puramente jurídica,
sino de una cuestión política (“eine politische Frage”).
Se hará eco a renglón seguido el mencionado juez constitucional de la omisión
relativa (relatives Unterlassen), señalando que se reprocha al legislador una lesión
de derechos fundamentales a través de una omisión relativa, cuando se le imputa
haber regulado tan sólo ciertas pretensiones jurídicas de algún grupo, con lesión
del principio de igualdad (“unter Verletzung des Gleichheitsgrundsatzes”). En
tal caso, para Wessel, el recurso de queja constitucional se dirige en realidad no
contra la omisión, sino frente a una actuación positiva del legislador (“die Verfas-
sungsbeschwerde in Wahrheit nicht gegen eine Unterlassung, sonder gegen ein

42
Wessel se está refiriendo, como creemos queda claro si se atiende a lo ya expuesto, a la Sentencia
dictada por el BVerfG con fecha de 19 de diciembre de 1951.
43
WESSEL: “Die Rechtsprechung des Bundesverfassungsgerichts zur Verfassungsbeschwerde”,
op. cit., p. 164.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1031

positives Handeln des Gesetezgebers”). En este supuesto, el recurso de queja, caso


de ser adecuadamente fundamentado, podría conducir no sólo a la fiscalización
de la actuación del legislador, que a través de la “omisión de participación de un
determinado grupo” (“durch Unterlassung der Beteiligung einer bestimmten
Gruppe”) ha lesionado el art. 3º de la Grundgesetz44 , sino también a la declaración
de inconstitucionalidad (“die Feststellung der Verfassungswidrigkeit”), lo que
tendría como consecuencia la nulidad de la regulación parcial (“die Nichtigkeit
der gesetzlichen <<Teilregelung>>”). La conclusión de Wessel es inequívoca: “In
derartigen Fällen läge stets eine unmittelbare Grundrechtsverletzung durch den
Gesetzgeber vor”) (en este tipo de casos habría siempre una lesión inmediata de
los derechos fundamentales a través del legislador) 45.
La conclusión de todo lo expuesto es que para Wessel las omisiones absolutas
del legislador (Absolutes Unterlassen des Gesetzgebers) son aquellas en las que hay
una total falta de desarrollo por parte del mismo de una disposición constitucional,
mientras que las omisiones relativas (relatives Unterlassen) presuponen una
regulación parcial que, al omitir del goce del derecho a determinados grupos
de personas, vienen a entrañar una violación del principio de igualdad. En la
formulación del mencionado autor parece quedar claro, que el mayor interés de
esta tipología dual hay que buscarlo en las consecuencias que se anudan a uno u
otro tipo de omisión: el carácter fiscalizable de la omisión relativa frente a la no
fiscalización de la omisión absoluta.

II. La tipología de Wessel tendría un enorme eco doctrinal, bien que las
posiciones de los autores no siempre fueran coincidentes, encontrándose entre
ellas posturas bastante críticas. Así, por poner algún ejemplo, Mortati consideraría
que la clasificación formulada por el juez constitucional alemán se hallaba
necesitada de precisión desde un doble punto de vista: en primer lugar, porque la
ausencia de toda disciplina legal para el desarrollo de un principio constitucional
no era, per se, suficiente para considerar inadmisible una acción dirigida a poner
remedio a tal situación, “non potendo escludersi che la norma impugnabile si
ricavi dal sistema”, y en segundo término, porque desarrollos parciales de la Carta
constitucional son perseguibles ante la justicia constitucional (“in giudizio di
costituzionalità”) no en el único caso de que se opongan al principio de igualdad,

44
Recordemos que, a tenor del art. 3º.1 GG: “Alle Menschen sind vor dem Gesetz gleich” (“Todos
los hombres son iguales ante la Ley”). Como señalara Rupp, el principio general de la igualdad del
párrafo primero del art. 3º de la Grundgesetz adquiere su mayor alcance en el campo de la actividad
del Estado relativa al otorgamiento de alguna cosa por él, por lo tanto, en el terreno de la preservación
de las condiciones de existencia y de las prestaciones de carácter social en su más amplio sentido.
En definitiva, el principio de igualdad se dirige ante todo al legislador. Hans G. RUPP: “El Tribunal
Constitucional Federal Alemán”, (dentro de la temática relativa al objeto y alcance de la protección
de los derechos fundamentales), en la obra colectiva, Tribunales Constitucionales y Derechos Funda-
mentales, CEC, Madrid, 1984, pp. 319 y ss.; en concreto, p. 341.
45
WESSEL: “Die Rechtsprechung des Bundesverfassungsgerichts zur Verfassungsbeschwerde”,
op. cit., p. 164.
1032 EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS

sino también cuando de ello se derive una lesión de “qualsiasi altra direttiva posta
dalla medesima” 46.
Muy crítico frente a las omisiones absolutas se iba a mostrar Delfino, para
quien una hipótesis reconducible a tal tipo de omisiones, en realidad, estaría
desprovista de relieve práctico, siendo casi imposible encontrar en la experiencia
jurídica el caso de relaciones previstas a nivel de la normativa constitucional y, sin
embargo, absolutamente desconocidas ni tan siquiera de modo indirecto por el
legislador ordinario47. Y en fin, sin ánimo exhaustivo, Picardi, aún admitiendo que
la diferenciación de Wessel tenía el mérito de poner de relieve la exigencia de una
delimitación de las atribuciones de la Corte costituzionale en sus confrontaciones
con el poder legislativo, consideraba que tal tipología se revelaba imprecisa y
difícilmente utilizable en la práctica48, y ello, en buena medida, porque tras ella
subyacía un punto de vista político o sociológico antes que jurídico49.

III. Al margen ya de la polémica doctrinal, tiene particular interés aludir a si


la finalidad pretendida por Wessel al formular su clasificación, que como ya se ha
dicho, no era otra que identificar el tipo de omisiones fiscalizables en sede consti-
tucional, se iba a ver confirmada por la praxis de la jurisprudencia constitucional.
Desde luego, algunos autores han considerado que en aquellos sistemas de justicia
constitucional en que no existe el instrumento procesal específico de la acción de in-
constitucionalidad por omisión, la fiscalización de las omisiones legislativas llevada
a cabo por los Tribunales Constitucionales se ha limitado a las omisiones relativas,
quedando las omisiones absolutas sujetas a fiscalización tan sólo allí donde, como
en Portugal, Brasil o Hungría, existe un instrumento procesal específico de control
de la inconstitucionalidad por omisión. La realidad nos muestra, sin embargo, que
ello no es así. Nos referiremos a algunos puntuales ejemplos.
En Alemania, como ya expusimos, los años 1957 y 1958 van a marcar en la
jurisprudencia del BVerfG un punto de inflexión en torno a esta cuestión. En sus
decisiones de 20 de febrero de 1957 y 11 de junio de 1958, dictadas ambas en
sendos recursos de queja constitucional, el Tribunal admitía de modo inequívoco
que la inconstitucionalidad podía producirse no sólo por acción, sino también por
omisión legislativa. Ciertamente, se trataba en ambos casos de supuestos de omi-
sión parcial, dándose los primeros pasos para el reconocimiento dogmático por el
BVerfG de la “exclusión arbitraria de beneficio” (“Willkürlicher gleichheitswidriger
Begünstigungsausschluss”) vulneradora del principio de igualdad. El control de
las inacciones del legislador no iba, sin embargo, a quedar circunscrito a este

46
Costantino MORTATI: “Appunti per uno studio sui rimedi giurisdizionali...”, op. cit., p. 928.
47
Felice DELFINO: “Omissioni legislative e Corte costituzionale (delle sentenze costituzionali c.
d. creative)”, en Studi in onore di Giuseppe Chiarelli, Giuffrè, Milano, 1974, tomo secondo, pp. 911 y
ss.; en concreto, p. 917.
48
Nicola PICARDI: “Le sentenze <<integrative>> della Corte costituzionale”, en Aspetti e tendenze
del Diritto costituzionale. Scritti in onore di Costantino Mortati, Giuffrè, Milano, 1977, vol. 4º, pp. 597
y ss.; en concreto, p. 606.
49
Ibidem, p. 604.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1033

tipo de omisiones. En la importante Sentencia de 29 de enero de 1969, dando un


paso adelante, el Tribunal Constitucional Federal llevaba a cabo la fiscalización
de una omisión absoluta del legislador. Vale la pena detenerse mínimamente en
tan trascendental caso.
El BVerfG iba a estimar a través de la mencionada decisión un Verfassungs-
beschwerde interpuesto frente a una sentencia del Tribunal regional de Kiel, que
priorizó la aplicación de varias disposiciones preconstitucionales del Código Civil
aun cuando de ellas se derivaba una vulneración del principio de igualdad de los
hijos habidos fuera del matrimonio (“den unehelichen Kindern) respecto de los
hijos matrimoniales (“den ehelichen Kindern”), expresamente contemplado por el
ya mencionado art. 6º.5 GG , en ese momento aún pendiente de desarrollo legislati-
vo. El BVerfG, a la vista de la demora del legislador, entendió que no era exagerado
suponer que se había llegado a la fecha del “plazo adecuado o razonable” si el
legislador, veinte años después de entrada en vigor la Ley Fundamental, todavía
no se había pronunciado sobre las normas de una parte fundamental de la vida
como son las que contempla el art. 6º.5 GG, pese a haber aprobado en el mismo
período de tiempo numerosas leyes que, desde el punto de vista constitucional,
eran mucho menos significativas y urgentes. Adicionalmente, el Tribunal iba a
entender, que una vez transcurrido el “plazo razonable” asegurado al Parlamento
para el cumplimiento del deber constitucional de legislar, al tratarse de una norma
constitucional bastante precisa, los jueces y tribunales ordinarios podían (más
bien debían) aplicar la norma constitucional directamente.
En definitiva, el Tribunal alemán no sólo ha controlado las omisiones relativas,
sino que también lo ha hecho respecto de las absolutas en supuestos como el de
referencia, en que la inacción del legislador ha propiciado la aplicación de normas
preconstitucionales contrarias a valores y derechos fundamentales.
Algo análogo puede decirse de la doctrina establecida por la Corte costituzio-
nale italiana. En su Sentencia nº 190, de 1970, la Corte declaraba inconstitucional
el art. 304 bis del Código de procedimiento penal, no por lo que decía, sino por lo
que omitía; en concreto, lo tildaba de constitucionalmente ilegítimo en la parte
en que excluía el derecho del defensor a asistir al interrogatorio de su defendido.
Frente al rechazo radical de tal decisión por los órganos judiciales ordinarios,
contrarios a aplicarla al entender que, al anular una omisión legislativa, la Corte
costituzionale tendía a completar el Derecho objetivo, lo que excedía del ámbito
de sus funciones, en su Sentencia nº 62, de 1971, que Amato tildó de insólita50, el
juez constitucional italiano se hacía eco del problema que nos ocupa. Refiriéndose
a la “sindacabilità delle omissioni del legislatore che si resolvono in violazione di
precetti costituzionali”, la Corte precisaba; “sindacabilità che non si può in asso-
luto escludere senza far venir meno in amplia misura le garanzie del sistema” 51.

50
Giuliano AMATO: “Troppo coraggio o troppa cautela nella Corte contestata?”, en Giurisprudenza
Costituzionale, anno XVI, 1971, fasc. 2, pp. 603 y ss.; en concreto, p. 603.
51
Sentencia de 30 de marzo de 1971, nº 62, terzo considerando in diritto. La sentencia puede
verse en Giurisprudenza Costituzionale, anno XVI, 1971, fasc. 2, pp. 601 y ss..
1034 EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS

Ciertamente, el caso citado puede considerarse reconducible a la categoría de las


omisiones relativas, pues de resultas de la imprevisión del legislador se producía
un trato discriminatorio, dado que mientras el Ministerio público estaba presente
en el interrogatorio, a la otra parte, la defensa, le quedaba vedada la presencia,
generándose además una violación del principio de igualdad de armas procesales.
En cualquier caso, la Corte italiana ha tenido oportunidad de fiscalizar también
omisiones absolutas del legislador.
También en España el Tribunal Constitucional ha llevado a cabo en ocasiones un
control de las omisiones absolutas del legislador a través del instituto procesal del
recurso de amparo. Paradigmática es al respecto la STC 31/1994, de 31 de enero de
1994, en la que el Tribunal conocía de dos recursos de amparo acumulados presenta-
dos contra sendas resoluciones administrativas del Gobierno Civil de Huesca por las
que se había requerido a las entidades demandantes de amparo que cesaran en las
emisiones de televisión por cable de ámbito local, desmontando sus instalaciones,
en cuanto que tales actividades no podían considerarse lícitas al no existir una ley
que las regulara, resoluciones administrativas que fueron corroboradas por sendas
sentencias de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de
Justicia de Aragón y de la Sala Tercera del Tribunal Supremo.
En su sentencia, el Tribunal Constitucional reconocía a los recurrentes su
derecho a la libertad de expresión y de comunicación, constitucionalmente
garantizado por los apartados a) y d) del art. 20.1 de la Constitución, anulando
tanto las resoluciones administrativas como las sentencias confirmatorias. El juez
constitucional razonaba como sigue: “... lo que no puede el legislador es diferir sine
die, más allá de todo tiempo razonable y sin que existan razones que justifiquen la
demora, la regulación de una actividad, como es en este caso la gestión indirecta
de la televisión local por cable, que afecta directamente al ejercicio de un derecho
fundamental como son los reconocidos en el art. 20.l a) y d) CE, pues la ausencia
de regulación legal comporta, de hecho, como ha ocurrido en los supuestos que
han dado lugar a los presentes recursos de amparo, no una regulación limitativa
del derecho fundamental, sino la prohibición lisa y llana de aquella actividad que
es ejercicio de la libertad de comunicación (...) en su manifestación de emisiones
televisivas de carácter local y por cable” 52.
No muy distinta había sido la doctrina sentada por el juez constitucional en
una sentencia dos años y medio anterior, la STC 216/1991, pues en ella también
abordaba una omisión absoluta, aun cuando a dicha omisión se anudaba la
vigencia de una norma preconstitucional que generaba un trato discriminatorio,
lo que creemos que emparentaba esta sentencia con la decisión del BVerfG de 29
de enero de 1969.
En el caso en cuestión, el Tribunal Constitucional español otorgaba el
amparo requerido a una demandante a la que le había sido rechazada por un
acto administrativo su solicitud de acceso a las pruebas de ingreso en la función

52
STC 31/1994, de 31 de enero de 1994, fund. jur. 7º.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1035

pública militar, con base en que no era posible admitir la petición hasta que fuere
promulgada una ley que posibilitare el acceso de la mujer a las Fuerzas Armadas,
acto administrativo que sería a su vez confirmado por una sentencia de la Sala
Quinta del Tribunal Supremo. El juez constitucional otorgará el amparo y anulará
tanto el acto administrativo como la sentencia del Tribunal Supremo, razonando al
efecto, que la incidencia del mandato contenido en el art. 9º.2 CE (que reproduce
la famosa “cláusula Lelio Basso” de la Constitución italiana) sobre el que encierra
el art. 14 (principio de igualdad formal e interdicción de discriminación, entre
otras causas, por razón de sexo), supone una modulación de este último, que,
entre otras consecuencias, y en lo que ahora importa, se traduce en que “exige
de los poderes públicos, enfrentados a una situación de desigualdad de origen
histórico, la adopción de una actitud positiva y diligente tendente a su corrección;
de tal modo que, si bien no cabe, por lo general, mesurar ex constitutione la falta
de celo y presteza del legislador en la procura de aquella corrección cuando una
desigualdad de hecho no se traduce en una desigualdad jurídica, la concurrencia
de esta última por la pervivencia en el ordenamiento de una discriminación no
rectificada en un lapso de tiempo razonable habrá de llevar a la calificación de
inconstitucionales de los actos que la mantengan53.
En resumen, los distintos casos expuestos nos muestran cómo los Tribunales
Constitucionales de esos tres países, no obstante no existir en ellos específicos
institutos de control de la inconstitucionalidad de una omisión, han fiscalizado
a través de cauces procesales diferentes las omisiones relativas, pero también
las absolutas, del legislador. Parece claro, pues, que la praxis jurisprudencial no
ha corroborado la finalidad última a que respondió en su momento la tipología
creada por Wessel.

4. Caracterización jurídica de la omisión constitucionalmente relevante

I. El intento de conceptualizar lo que se entiende por omisión inconstitucional


del legislador presupone, con carácter previo, identificar cuál ha de ser el objeto
del control a realizar en sede constitucional, y es en relación a esta cuestión
donde se visualiza una frontal divergencia doctrinal entre las tesis que se conocen
comúnmente como obligacionales y normativistas.
Para quienes se sitúan en la primera de las posiciones, la fiscalización
constitucional se proyecta sobre el incumplimiento por el legislador de una
determinada obligación de legislar que le impone la Constitución, visión que,
como parece lógico, sitúa en primer plano la cuestión del período de tiempo de
inacción del legislador. Así, para Miranda54, por omisión se entiende la falta de
medidas legislativas necesarias, proviniendo el efecto violatorio de la Constitución

53
STC 216/1991, de 14 de noviembre de 1991, fund. jur. 5º, in fine.
54
Jorge MIRANDA: “Inconstitucionalidade por omissâo”, en la obra colectiva, Estudos sobre a
Constituiçâo, vol. I, Livraria Petrony, Lisboa, 1977, pp. 333 y ss.; en concreto, p. 345.
1036 EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS

unas veces de la completa inercia del legislador y otras, de su deficiente actividad.


También Canotilho cree que hay una omisión legislativa inconstitucional cuando
el legislador no adopta las medidas legislativas necesarias para dar ejecución a los
preceptos constitucionales que, de forma permanente y concreta, le imponen tal
acción55. Estas concepciones, a nuestro juicio, son deudoras de las propias normas
constitucionales portuguesas, en las que, al igual que en las de la Constitución
brasileña de 1988, la inacción a lo largo de un determinado período de tiempo
adquiere una indiscutible relevancia a la hora de dilucidar si la quiescencia del
legislador es o no inconstitucional.
Los que se ubican en la posición normativista ponen el acento no tanto en la
omisión propiamente dicha, visualizada como incumplimiento de una obligación
de legislar, cuanto en las consecuencias de la misma, subrayando que el objeto
del control habrá de ser la norma implícita que la inacción legislativa propicia.
Ha sido la doctrina italiana la que mayormente se ha alineado en esta
dirección. Giuseppe Branca, a la sazón presidente de la Corte costituzionale
cuando ésta se pronunció a través de la trascendental sentencia nº 62, de 1971,
iba a contribuir a la consolidación dogmática del control de las omisiones del
legislador. En una comunicación presentada ante la prestigiosísima Accademia
dei Lincei de Roma, en 1972, formulaba unas reflexiones que, en lo que ahora
importa, nos parecen del mayor interés56: “E possibile annullare una legge (o
una sua parte) non scritta? –se interrogaba Branca– La Corte ha risposto di sì”,
y ello porque superando la objeción (“che è –apostilla Branca– quanto di più
formalistico si possa immaginare”) según la cual, “la Corte può pronunciarsi
su disposizioni scritte, soltanto su di esse”, ha replicado que, en general, “la
disposizione scritta, tacendo, nega, non consente, e perciò contiene anche la
norma non scritta; considerando la norma come precetto, se essa consente
qualcosa (solo) ad alcuni, segno è che non permette ad altri e quando impedisce
ad uno permette ad altri: dalla stessa natura precettiva discende che, toccata
dal legislatore una materia, questa risulta tutta presa dal comando legislativo,
rientra per intero nella disciplina della legge”.
Pocos años después, Crisafulli se pronunciaba en similar dirección al sostener
que, declarando inconstitucional una omisión legislativa, la sentencia de la Corte
no hacía más que extender una norma vigente, removiendo un obstáculo (lo que
podríamos tildar de norma negativa) frente a su aplicabilidad a determinadas
categorías excluídas57. Es evidente que el razonamiento de Crisafulli estaba

55
J.J. GOMES CANOTILHO: Direito Constitucional..., op. cit., p. 1022.
56
Giuseppe BRANCA: “Caratteristiche e funzione dei giudizi di legittimità costituzionale” (Re-
lazione dell´Accademia dei Lincei, 1972). Seguimos la transcripción que hace Giustino D´ORAZIO:
“Le sentenze costituzionali additive tra esaltazione e contestazione”, en Rivista trimestrale di Diritto
pubblico, 1972, fasc. 1, pp. 61 y ss.; en concreto, p. 72.
57
Vezio CRISAFULLI: “La Corte costituzionale ha vent´anni”, en La Corte costituzionale tra norma
giuridica e realtà sociale (Bilancio di vent´anni di attività), a cura di Nicola Occhiocupo, CEDAM,
Padova, 1984 (ristampa), pp. 69 y ss.; en concreto, p. 84. Este artículo fue inicialmente publicado en
Giurisprudenza Costituzionale, anno XXI, 1976, fasc. 10, pp. 1694 y ss.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1037

pensado en función de una omisión relativa, mientras que el de Branca presentaba


una mayor amplitud de miras. En fin, Modugno, en una posición semejante,
aducía58, que de una disposición bien puede obtenerse una norma negativa, sea
en el sentido de una norma que establece una prohibición, sea en aquel otro de
una norma que deja indefinida una situación o un comportamiento, hallándose
la Corte perfectamente legitimada para golpear (“colpire”) tal norma negativa en
cuanto se manifieste inconstitucional.
La posición que acaba de exponerse contrasta con la del BVerfG, cuyo presi-
dente, Wolfgang Zeidler, en la ponencia presentada en Lisboa, con ocasión de la 7ª
Conferencia de Tribunales Constitucionales Europeos (1987), refiriéndose a esta
cuestión y haciéndose eco de la crítica de unos demandantes, en el sentido de que
en una ley de la que conocía el Tribunal había un vacío contrario a la Constitución,
precisaba: “mais selon le droit dogmatique il était difficile de déclarer nul un vide
juridique” 59

II. No es fácil esbozar una dogmática con pretensiones obviamente de gene-


ralidad acerca del instituto que nos ocupa, lo que se comprende bien a la vista de
los peculiares rasgos de cada sistema de justicia constitucional y de las diversas
técnicas de fiscalización utilizadas. No es casual que entre la doctrina portuguesa
y brasileña, y también en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional portugués
y en la del Supremo Tribunal Federal brasileño se imponga la concepción obliga-
cional, pues las respectivas Constituciones, al contemplar el instituto de la acción
directa de inconstitucionalidad por omisión, sientan las bases conducentes a ello.
Por contra, el hecho de que el control de las omisiones del legislador llevado a cabo
en Alemania, Italia y España, por poner tres ejemplos concretos, se haya verificado
con ocasión de la aplicación de las leyes, aunque más bien habría que decir, que
con ocasión de la aplicación de normas implícitas que han entrado en juego de
resultas de la inexistencia de una norma legislativa expresamente requerida por la
Constitución, o también de textos legales preconstitucionales cuya aplicación se
produce como consecuencia de la falta de desarrollo legislativo de los mandatos
constitucionales, contribuye a explicar que en estos países, o por lo menos en
Italia, de modo muy particular, y España, no así en Alemania, haya arraigado la
visión normativista. De ahí la inexcusable necesidad de ser cauteloso a la hora
de pretender establecer un concepto de omisión legislativa inconstitucional con
pretensiones de generalidad.

58
Franco MODUGNO: “La Corte costituzionale oggi”, en Scritti su la Giustizia Costituzionale.
In onore di Vezio Crisafulli, CEDAM, Padova, 1985, vol. I, pp. 527 y ss.; en concreto, nota 62, en pp.
564-565.
59
Wolfgang ZEIDLER: “Cour constitutionnelle allemande” (7ème Conférence des Cours consti-
tutionnelles européennes), en Annuaire International de Justice Constitutionnelle, III, 1987, pp. 37 y
ss.; en concreto, p. 48.
1038 EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS

Por nuestra parte, creemos con Pereira da Silva60, que la omisión inconsti-
tucional se nos presenta como una realidad bifronte, esto es, si por un lado, tal
omisión es el incumplimiento de una obligación constitucional del legislador, por
otro, es también el resultado objetivamente producido en el ordenamiento jurídico
por ese mismo incumplimiento. Dicho de otro modo, la caracterización jurídica
del concepto que nos ocupa ha de atender tanto a la perspectiva obligacional
como a la óptica normativa. Y desde esta óptica, las concepciones obligacionales
y normativistas se manifiestan reductoras frente a la complejidad de la figura
jurídica considerada.
La conclusión es, a nuestro modo de ver, bastante clara: la inconstitucionalidad
de una omisión exige constatar que el legislador ha incumplido la obligación que
la Constitución le exige de dictar un texto legislativo con el que dar adecuada
respuesta a un mandato constitucional o con el que posibilitar la plena eficacia de
una determinada previsión constitucional, incumplimiento que se ha prolongado
en el tiempo más allá de un “plazo razonable”, pero también exige verificar de
igual modo que la ausencia de esa normación “constitucionalmente debida” ha
propiciado la vigencia de normas preconstitucionales en contradicción con los
mandatos constitucionales, o que se ha producido una situación en las relaciones
jurídico-sociales inequívocamente opuesta a las previsiones de la Constitución.
Desde otra óptica, la verificación de la inconstitucionalidad de una inacción del
legislador, tratándose ésta de una omisión parcial o relativa, requiere verificar
que el poder legislativo, al dictar el texto, ha incurrido en una omisión parcial
vulneradora del principio de igualdad, al generar, por ejemplo, una exclusión
arbitraria de beneficio.
Como puede apreciarse por lo que se acaba de decir, no siempre podrá
reconducirse el control de las omisiones a la existencia de una norma implícita.
Piénsese en ciertos derechos prestacionales o socio-laborales cuya falta de desa-
rrollo conduce a privarlos de toda eficacia. La omisión puede no propiciar aquí la
vigencia de una norma implícita o preconstitucional, sino simplemente el vacío
jurídico, un vacío en contradicción con un mandato constitucional. Por poner un
ejemplo, la falta de desarrollo por el legislativo de la previsión del art. 37.VIII de la
Constitución brasileña (“A lei reservará percentual dos cargos e empregos públicos
para as pessoas portadoras de deficiência e definirá os critérios de su admissâo”),
lisa y llanamente, se traducirá en un vacío jurídico que, prolongado en el tiempo
más allá de un plazo razonable, generará una situación social frontalmente
contradictoria con las previsiones constitucionales. En supuestos análogos a éste,
es claro que el objeto del control no será una norma, sino la determinación de si la
omisión es constitucionalmente reprobable, tanto por venir obligado el legislador
a dictar un texto legislativo y no haberlo hecho no obstante haberse superado un
“plazo razonable”, como por la constatación de que a esa omisión se ha anudado

60
Jorge PEREIRA DA SILVA: Dever de legislar e protecçâo jurisdicional contra omissôes legislativas
(Contributo para uma Teoria da Inconstitucionalidade por Omissâo), Universidade Católica Editora,
Lisboa, 2003, p. 13.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1039

una situación en las relaciones jurídico-sociales flagrantemente contradictoria


con la Norma suprema.

III. A partir de la concepción que acabamos de exponer, se pueden delimitar


con facilidad una serie de presupuestos configuradores de la omisión inconstitu-
cional. A ellos pasamos a referirnos.

A) El primero de esos presupuestos es el incumplimiento de un deber consti-


tucional de legislar. La omisión legislativa como concepto jurídicamente relevante
no es un simple no hacer, ni se puede confundir con la mera inercia del órgano
legislativo. Como escribe Canotilho61 , “un entendimento naturalístico-formal de
omissâo –a omissâo como simples nâo actuar– nâo pode aceitar-se: nâo possibilita
a definiçâo de uma omissâo legislativa constitucionalmente relevante, dado que
esta só pode entender-se como nâo cumprimento de imposiçôes constitucionais
concretas”.
No basta pues la inacción; es preciso que la pasividad del legislador entrañe la
inobservancia de un deber constitucional de legislar. Como afirma Pestalozza62,
“das Unterlassen des Gesetzgebers ist verfassungswidrig, wenn die Verfassung ein
Handeln des Gesetezgebers fordet” (la omisión del legislador es inconstitucional
cuando la Constitución le exige una actuación).
No vamos a volver a hacernos eco de las diferenciaciones que la doctrina ha
establecido entre diferentes tipos de mandatos, pues ya nos ocupamos de ello. Re-
cordemos no obstante, que la posibilidad de que los tribunales ordinarios puedan,
a través del proceso de la Konkretisierung, dar eficacia a la norma constitucional
necesitada de desarrollo, en defecto de la actuación del legislador, no cierra la
posibilidad de que sea declarada en sede constitucional la inconstitucionalidad
de la inacción legislativa cuando, transcurrido un período de tiempo razonable,
no hayan sido dictadas las medidas legislativas necesarias. Ciertamente, la
sustitución (“Stellvertretung”) del legislador por los tribunales impedirá en un
primer momento la declaración de la inconstitucionalidad, pero tras el decurso de
un plazo razonable tal impedimento desaparecerá. Innecesario es que precisemos
que no nos estamos refiriendo a normas autoaplicativas, pues es claro que en tal
caso no cabrá en modo alguno declarar la inconstitucionalidad de la omisión.

B) El segundo presupuesto es el transcurso de un período de tiempo razonable.


En referencia a Portugal, Miranda ha escrito63 que el juicio de inconstitucionalidad

61
J.J. GOMES CANOTILHO: Constituiçâo dirigente e vinculaçâo do legislador, op. cit., p. 334.
62
Christian PESTALOZZA: “<<Noch Verfassungsmässige>> und <<bloss Verfassungswidrige>>
Rechtslagen”, op. cit., p. 526.
63
Jorge MIRANDA: “La Justicia Constitucional en Portugal”, en Anuario Iberoamericano de Justicia
Constitucional, 1997, pp. 325 y ss.; en concreto, pp. 345-346.
1040 EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS

por omisión se traduce en un juicio sobre el tiempo en que debería ser elaborada la
norma, por lo que ninguna omisión puede ser descrita en abstracto, sino tan sólo
en concreto, determinada por hechos de signo positivo. La ausencia o insuficiencia
de la norma legal no puede ser deslindada de un determinado tiempo histórico,
señalado por la necesidad de producción legislativa y cuya duración, mayor o
menor, será prefijada –muy raramente– por la propia Constitución o dependerá
de la naturaleza de las cosas (o sea, de la naturaleza de la norma constitucional
no exigible por sí misma en confrontación con las situaciones de hecho). Esta
doctrina ha sido plenamente asumida por el Tribunal Constitucional portugués
(con anterioridad a 1982, por la Comisión Constitucional), pudiendo afirmarse
otro tanto del Supremo Tribunal Federal brasileño.
Podría pensarse que este entendimiento es válido tan sólo para aquellos países
que, como Portugal o Brasil, han configurado constitucionalmente el instituto
procesal de la acción directa de inconstitucionalidad por omisión. No nos parece,
sin embargo, que sea así, y la jurisprudencia constitucional sentada en otros
países creemos que lo avala. Paradigmática es al efecto la sentencia del BVerfG de
29 de enero de 1969, de la que ya nos hemos hecho eco con algún detenimiento.
Recordemos que el Tribunal Constitucional Federal entenderá que la voluntad de
la Constitución no puede ser interpretada en el sentido de que el legislador pueda
dilatar el encargo encomendado por el constituyente por tiempo indeterminado,
con la consecuencia de que la situación legal, rechazada y considerada por el
constituyente necesitada de una urgente reforma, pueda quedar en vigor por
tiempo indeterminado tras la entrada en vigor de la Constitución. Dicho de otro
modo, aunque la Constitución no delimite un plazo para la intervención del
legislador, éste no puede demorar indefinidamente el cumplimiento de su deber de
legislar. En definitiva, es meridianamente claro que el BVerfG maneja, aunque no
la califique expresamente así (el BVerfG habla de un “plazo adecuado”), la doctrina
del “plazo razonable” de que dispone el legislador para dar cumplimiento a los
mandatos que le imponen ciertas normas constitucionales.
También el Tribunal Constitucional español ha hecho suyo este elemento en
algunas sentencias, como sería el caso de la ya comnentada STC 31/1994, en la que
el juez constitucional razona, como ya dijimos, que “lo que no puede el legislador
es diferir sine die, más allá de un plazo razonable y sin que existan razones que
justifiquen la demora, la regulación de una actividad (...) que afecta directamente
el ejercicio de un derecho fundamental” 64.
Añadamos que, a nuestro entender, aun cuando consideremos que el objeto
del control llevado a cabo en sede constitucional pueda ser la norma preconsti-
tucional cuya aplicación es posibilitada por la falta de desarrollo constitucional,
o la norma implícita que cobra vida de resultas de una norma legislativa parcial
o el acomodo a la Constitución de la situación jurídico-social que ha generado
la inacción legislativa y, en íntima conexión con ella, la bondad constitucional
de esa misma inacción, nada de ello puede conducir a privar de toda relevancia

64
STC 31/1994, de 31 de enero, fund. jur. 7º.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1041

jurídica, en orden a la fiscalización de la omisión, al elemento temporal al que


venimos aludiendo.

C) El tercer presupuesto es el efecto objetivo de violación de la Constitución.


La omisión legislativa, aun siendo un comportamiento pasivo, está lejos de ser
neutro en sus consecuencias, propiciando efectos de dispar naturaleza que tienen
como común denominador la violación objetiva de la Norma suprema. No nos
hallamos ante una omisión inocua desde el punto de vista jurídico, sino que al
generar la aplicación de normas implícitas en contradicción con la Constitución o
la pervivencia en las relaciones jurídico-sociales de situaciones en franco contraste
con los postulados constitucionales, se traduce en frontales vulneraciones de la
lex superior, circunstancia que ha conducido a Miranda a escribir que, al límite,
la inconstitucionalidad por omisión se reconduce a una inconstitucionalidad por
acción65 .
La doctrina ha puesto el acento particularmente en la lesión de derechos que
puede desencadenar la ausencia de norma legislativa. Y ciertamente así es. Unas
veces la lesión se conecta con la dimensión prestacional de un derecho (piénsese,
por ejemplo, en el derecho a la participación en los beneficios o resultados de
las empresas que la Constitución brasileña de 1988 garantiza en su art. 7º.XI,
remitiéndose al efecto a lo que disponga la ley), mientras que en otras ocasiones
son los llamados intereses difusos los que pueden verse conculcados de resultas de
la inacción (pensemos en el art. 60.3 de la Constitución portuguesa, que reconoce
a las asociaciones de consumidores y a las cooperativas de consumo el derecho,
en los términos de una ley, al apoyo del Estado y a ser oídas sobre las cuestiones
que manifiesten respecto a los derechos de los consumidores). Pero al margen de
los anteriores, otros muchos derechos pueden verse lesionados (recuérdense las
libertades de expresión y de comunicación vulneradas en España de resultas de
la ausencia de una ley sobre la televisión local por cable).
Es este efecto lesivo de derechos dimanante de la inactividad del legislador
el argumento que conduce a algunos autores a considerar que resulta difícil
imaginar un control abstracto de la omisión legislativa, desconectado por ello
mismo de los problemas de aplicación e interpretación de la regla jurídica a los
casos particulares66. En similar dirección, se sostiene que para el control de los
silencios del legislador son necesarios actos de aplicación en los que se manifieste
el contenido normativo efectivo de ese silencio, que no sería otro que la norma
implícita contradictoria con los postulados constitucionales67.

65
Jorge MIRANDA: “La Justicia Constitucional en Portugal”, op. cit., p. 346.
66
Así, Mª Angeles AHUMADA RUIZ: “El control de constitucionalidad de las omisiones legislativas”,
en Revista del Centro de Estudios Constitucionales, nº 8, Enero/Abril 1991, pp. 169 y ss.; en concreto,
p. 173.
67
Ignacio VILLAVERDE MENÉNDEZ: La inconstitucionalidad por omisión, McGraw-Hill, Madrid,
1997, p. 49.
1042 EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS

Nos parece claro, que la expresión natural del control de las omisiones
legislativas se manifiesta en los casos concretos, pero de ahí no creemos que deba
desprenderse la inconveniencia o imposibilidad de un control de tales omisiones
en abstracto. Bastaría al efecto con pensar en la ineficacia de los derechos
prestacionales que puede anudarse a su falta de desarrollo legislativo, pudiendo
servir de ejemplo paradigmático el antes mencionado derecho a la “la participaçâo
nos lucros, ou resultados, desvinculada da remuneraçâo” del art. 7º.XI de la
Constitución brasileña de 1988. Piénsese, adicionalmente, en que si el legislador
brasileño omite más allá de un plazo razonable dictar la ley que le exige el art.
37.VIII de la Carta de 1988, en la que debe contemplar el porcentaje de cargos y
empleos públicos que se ha de reservar a las personas deficientes, definiendo a la
par los criterios para su admisión, independientemente de que se suscite o no un
caso litigioso, se estará generando una situación en el marco jurídico regulador
del acceso a la función pública claramente lesiva de un derecho constitucional
reconocido a las personas con minusvalías o deficiencias. Los ejemplos podrían
multiplicarse, y no sólo, desde luego, en relación a previsiones de la Constitución
brasileña. En supuestos de esta naturaleza, es perfectamente comprensible que
quien esté legitimado para instar el control de las omisiones, desencadene tal
proceso de fiscalización.
En definitiva, presupuesto nuclear de la omisión inconstitucional es una
lesión objetiva de las previsiones constitucionales. Sin transgresión de las normas
constitucionales no hay inconstitucionalidad ni por acción ni por omisión. No es,
por tanto, el silencio del legislador lo que por sí solo vulnera la Constitución, sino
la interacción de la omisión de un deber constitucional de legislar prolongada
en el tiempo más allá de un plazo razonable con su consecuencia objetivamente
transgresora de la Norma suprema. La inconstitucionalidad aparece pues, como
la resultante de diferentes presupuestos estrechamente interconectados.

D) La intencionalidad de la inactividad del legislador, lejos de poder conside-


rarse un presupuesto de la omisión inconstitucional, es por entero intrascendente
a los efectos que nos ocupan. En su excelente trabajo sobre las omisiones legislati-
vas, Mortati iba a tratar de diferenciar las omisiones de las lagunas68, a cuyo efecto
recurría a una triple consideración: las omisiones son, ante todo, incumplimiento
de una obligación de hacer, mientras que parece claro que no puede admitirse
que el legislador venga obligado a regular todos aquellos supuestos que puedan
ser objeto de una normación, en ausencia de la cual se producirá la laguna; en
segundo término, para Mortati, las omisiones son siempre el resultado de un acto
voluntario (“di un atto di volontà”), mientras que las lagunas pueden producirse
de modo involuntario; finalmente, mientras la sentencia con la que se trata de
colmar la laguna cumple la función de dar complitud al ordenamiento jurídico,

68
Costantino MORTATI: “Appunti per uno studio sui rimedi giurisdizionali...”, op. cit., p. 927,
nota 4.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1043

la que declara la inconstitucionalidad de una omisión puede ser a su vez fuente


de otras lagunas.
La posición de Mortati es clara, aunque discutible. Para el gran iuspublicista
italiano, la omisión es siempre fruto de un acto voluntario, de una clara decisión
de no hacer por parte del legislador. Por lo mismo, tras la omisión subyacería
una voluntad política en favor de la inacción; esa intencionalidad convertiría al
legislador en culpable de la omisión , que podría incluso llegar a tildarse de dolosa.
Tal visión no deja de suscitar delicados problemas. Admitiendo a priori una
violación constitucional dimanante de la omisión, ¿porqué introducir el elemento
intencional para las violaciones de la Constitución por omisión, cuando ese
elemento es por entero intrascendente en las transgresiones constitucionales
por acción? ¿Cómo delimitar el tiempo en el que la omisión es fruto de la libre
capacidad configuradora del legislador, de aquel otro momento temporal en el que
la omisión pasa a ser el resultado de una actuación dolosa del legislador? Es cierto
que, precedentemente, nos hemos referido al elemento del “plazo razonable”, pero
en ningún momento lo hemos hecho para enjuiciar la conducta del legislador,
para tratar de apreciar si su actitud es o no dolosa, sino tan sólo para ponderar si
la situación contraria a la Constitución generada por la inacción puede tildarse
de inconstitucional, al haber transcurrido ya, a juicio del órgano fiscalizador, ese
período de tiempo razonable cuyo agotamiento convierte una norma jurídica o
una situación en el marco de las relaciones jurídico-sociales, dimanantes de una
omisión legislativa en contradicción con la Constitución, en inequívocamente
inconstitucional.
Quizá Mortati recurra al elemento de la voluntad, de la intencionalidad, con
que va a caracterizar la omisión legislativa, para propiciar así su control, por
cuanto de esta forma parece nítidamente separada de la simple laguna jurídica
que, en principio, Mortati considera irrelevante, pues al legislador no puede
imponerse una obligación universal de regular todas las situaciones posibles en
la vida social. Pero con ello plantea dos problemas adicionales de mucha mayor
complejidad y aún diríamos que gravedad.
El primero de esos problemas es que deja en manos del órgano fiscalizador
la dificultosa tarea de llevar a cabo el control de la intencionalidad del legislador
inactivo, un proceso de control, como dice Ahumada69, de la “mens legislatoris”,
con lo que ello entraña de transmutar el control supuestamente aséptico de si la
norma implícita, la norma que ha de aplicarse en defecto de aquella otra omisa o
la situación jurídico-social desencadenada por la inacción, son conformes con los
postulados constitucionales, en un control de intenciones, por entero subjetivo,
que poco o nada tiene que ver con el control de constitucionalidad.
Y el segundo, y no menor problema, es que el planteamiento de Mortati
convierte el control de las omisiones legislativas en una fiscalización directamente

69
Mª Angeles AHUMADA RUIZ: “El control de constitucionalidad de las omisiones legislativas”,
op. cit., p. 174.
1044 EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS

orientada hacia la libre capacidad de configuración de que goza el legislador.


Dicho de otro modo, la tesis del iuspublicista italiano acentúa hasta extremos
inadmisibles la idea de que el control omisivo es un control básicamente político
en el que lo que se fiscaliza no es la situación constitucionalmente lesiva a que ha
conducido el silencio del legislador, sino la decisión política del poder legislativo
de no legislar. Es cierto, como dice Picardi, que el comportamiento omisivo del
legislador se traduce inevitablemente en una elección política. “Anche l´inerzia
–añade el propio autor70– è, in definitiva, un modo in cui si esplica la discreziona-
lità del legislatore”. Ahora bien, no es esa opción lo que interesa fiscalizar en sede
constitucional, pues, considerada en abstracto, podría entenderse sustentada en
la libertad de configuración de que el propio legislador goza.
En definitiva, creemos por entero irrelevante, a los efectos del instituto que
nos ocupa, la intencionalidad del legislador. Que la inacción desencadene un vicio
de inconstitucionalidad por omisión no depende de que la misma responda a una
voluntad determinada del legislador, sino, lisa y llanamente, a que existiendo un
deber constitucional de legislar, el mismo haya sido incumplido más allá de un
plazo razonable, generándose de resultas de ello la vigencia de normas contrarias
a la Constitución o un vacío jurídico en las relaciones sociales igualmente
disconforme con ella.
Es verdad, desde luego, que algún sector de la doctrina científica ha vinculado
en algún país, como sería el caso de Brasil, la inconstitucionalidad al presupuesto
de la intencionalidad del legislador. Y así, se ha hablado de que existe inercia
relevante constitucionalmente cuando hay inactividad consciente en la aplicación
de la Constitución71. Este planteamiento no nos parece suscribible, siendo deudor,
a nuestro entender, de una situación de hecho históricamente arraigada: la
displicente actitud de los legisladores de buen número de países latinoamericanos,
Brasil de modo muy especial, hacia las normas relativas a los derechos y libertades
constitucionales.

5. Técnicas con las que hacer frente a las omisiones legislativas

I. Cuando se alude al control de las omisiones legislativas se tiende siste-


máticamente a pensar en el control abstracto de las inacciones del legislador a
través de un específico mecanismo procesal, control cuya consagración no sólo
ha demorado en el constitucionalismo europeo de la segunda postguerra tres
décadas, hasta su recepción por la Constitución portuguesa de 1976, sin que ello
entrañe ignorar el precedente yugoslavo de 1974, sino que su institucionalización
ha sido realmente episódica durante bastante tiempo y aún hoy podríamos hablar

70
Nicola PICARDI: “Le sentenze <<integrative>> della Corte costituzionale”, op. cit., pp. 604-605.
71
Anna Cândida DA CUNHA FERRAZ: “Protecçâo jurisdicional da omissâo inconstitucional dos
poderes locais”, en Revista Mestrado em Direito, ano 5, nº 5, Osasco (Sâo Paulo), 2005, pp. 157 y ss.;
en concreto, p. 160.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1045

de una consagración minimalista del instituto procesal en cuestión. Sin embargo,


una visión que al abordar este problema se circunscribiera a tal fiscalización no
dejaría de ser incompleta y sesgada, al ignorar la realidad constitucional de otros
países europeos, pues lo cierto es que la ausencia de instrumentos específicos de
control de la inacción del legislador no ha impedido, ni mucho menos, que su
fiscalización en sede constitucional sea una realidad en muy diferentes países,
aun no hallándose dotados de tal instrumento procesal de control de la omisión.
Los Tribunales Constitucionales europeos, o al menos buen número de
ellos, al hilo de los mecanismos de fiscalización de la inconstitucionalidad
por acción o también por intermedio de los recursos de tutela de los derechos
fundamentales, han creado de modo pretoriano una serie de técnicas decisorias
más o menos originales a través de las cuales han posibilitado el control de
las omisiones legislativas. No ha obstado a ello el hecho de que los recursos
jurisdiccionales, en gran medida por la inercia de una tradición liberal todavía
hoy bien presente en el Derecho procesal, sólo quepan frente a actos formales,
con la obvia ignorancia subsecuente de las omisiones. De esta forma, yendo más
allá de las estrictas previsiones constitucionales y aún legales, los órganos de
la justicia constitucional, particularmente en Europa, se han enfrentado a los
retos que planteaban las vulneraciones constitucionales resultantes no de actos
lesivos, sino de omisiones a las que se anudaban análogos efectos transgresores
de las normas constitucionales.
Las dificultades del empeño no eran pocas. Como señalara Trocker 72,
refiriéndose a la justicia constitucional germano-federal, los mecanismos de
control de constitucionalidad de las leyes parecían estructurados de modo tal
que no se comprendían aquellos casos en que el legislador hubiera violado no ya
por acción, sino por omisión, la Grundgesetz. Ni el control normativo abstracto
(“abstrakte Normenkontrolle”) ni el control normativo concreto (“konkrete
Normenkontrolle”) parecían tener por objeto un comportamiento omisivo del
legislador. Ello no impediría que el BVerfG pudiera conocer de las omisiones
del legislador, particularmente de las relativas, aunque, como ya se ha visto,
también a veces de las absolutas, presentándose el recurso de queja constitucional
(Verfassungsbeschwerde) como un instrumento idóneo para el desencadenamiento
de este control en sede constitucional.
La canalización del control de constitucionalidad de las omisiones del legisla-
dor no iba, sin embargo, a quedar circunscrita tan sólo a aquellos recursos, como
el Verfassungsbeschwerde, encaminados a la tutela de derechos constitucionales.
El caso italiano ejemplifica muy bien esta circunstancia. El control concreto de
constitucionalidad, llevado a cabo con ocasión de la aplicación de la ley, iba a
convertirse en el país transalpino en un cauce especialmente útil a este respecto.

72
Nicolò TROCKER: “Le omissioni del legislatore e la tutela giurisdizionale dei diritti di libertà
(Studio comparativo sul diritto tedesco), en Archivio Giuridico “Filippo Serafini”, volume CLXXVIII,
Fascicoli 1-2, Gennaio/Aprile, 1970, pp. 88 y ss.; en concreto, pp. 106-107.
1046 EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS

Posibilitada esta fiscalización en sede constitucional, la creatividad de algunos


Tribunales Constitucionales iba a hacer el resto. Una pluralidad de técnicas deciso-
rias tanto por parte del Bundesverfassungsgericht como de la Corte costituzionale,
iban a propiciar el dar una respuesta jurídica adecuada a los retos que planteaba
el control de las omisiones legislativas. Y de ellas nos ocupamos a renglón seguido,
para, más adelante, pasar a referirnos a los instrumentos procesales específicos
de control creados en Portugal y en otros países.

A) La creación pretoriana de técnicas decisorias con las que controlar las


omisiones del legislador

I. El Bundesverfassungsgericht ejemplifica la creatividad jurisprudencial a que


antes aludíamos, que contra lo que pudiera pensarse, y ya de algún modo se ha
señalado, no se encamina en la dirección de invadir funciones legislativas, sino
justamente en sentido contrario. La técnica de la declaración de inconstituciona-
lidad sin nulidad (Unvereinbarkeitserklärung) lo ejemplifica meridianamente. Y
en tal sentido, entre los argumentos que Pestalozza menciona como justificación
de la renuncia a la técnicamente posible (“technisch mögliche”) declaración
de nulidad en sede constitucional, se refiere al respeto a la libre configuración
del legislador en el marco del art. 3º.1 GG (“die Rücksichtnahme auf die sog.
<<Gestaltungsfreiheit des Gesetzgebers>> in Rahmen des Art. 3 I GG”) a través
de la declaración de incompatibilidad73, esto es, de mera incompatibilidad o de
inconstitucionalidad sin nulidad. Es ésta, por lo demás, una opinión ampliamente
compartida por la doctrina germana, pero no sólo por ella, también por la foránea.
Así, Crisafulli sostiene74, que esta variante de decisión tiene la finalidad de dejar
plenamente libre al poder legislativo en la elección de los modos con los que hacer
cesar la comprobada vulneración de la Constitución75. La libertad de configuración
del legislador –se llega a escribir76– ha pasado a ser casi una especie de cláusula
general para justificar la aplicación de la declaración de inconstitucionalidad sin
un pronunciamiento de nulidad, con base en que tal libertad exige que sea el poder
legislativo quien decida acerca de las posibles alternativas en presencia para la
eliminación de la inconstitucionalidad.

73
Christian PESTALOZZA: Verfassungsprozessrecht (Die Verfassungsgerichtsbarkeit des Bundes
und der Länder), C.H. Beck´sche Verlagsbuchhandlung, 3., völlig neubearbeitete Auflage (3ª ed.
completamente revisada), München, 1991, p. 344.
74
Vezio CRISAFULLI: “Giustizia costituzionale e potere legislativo”, op. cit., p. 141.
75
Análoga posición mantienen, entre otros, Angelo Antonio CERVATI: “Incostituzionalità delle
leggi ed efficacia delle sentenze delle Corti costituzionali austriaca, tedesca ed italiana”, en Quaderni
Costituzionali, anno IX, nº 2, Agosto 1989, pp. 257 y ss.; en concreto, p. 270. Asimismo, Jean-Claude
BÉGUIN: Le contrôle de la constitutionnalité des lois en République Fédérale d´Allemagne, Economica,
Paris, 1982, pp. 250 y ss.
76
Gilmar FERREIRA MENDES: Jurisdiçâo Constitucional (O controle abstrato de normas no
Brasil e na Alemanha), 5ª ediçâo, Editora Saraiva, Sâo Paulo, 2005, pp. 275-276.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1047

Quizá antes de aludir a las técnicas decisorias a las que el BVerfG ha recurrido
para el control de las omisiones del legislador77 convenga recordar que el instru-
mento procesal utilizado para hacer frente a tales omisiones ha sido el recurso de
queja constitucional (Verfassungsbeschwerde). Es cierto que, en un primer momen-
to, el BVerfG no pareció mostrarse muy proclive a esta modalidad de control. En
efecto, ya en la mencionada decisión de 19 de diciembre de 1951 el Tribunal hubo
de enfrentarse con el problema de las omisiones supuestamente inconstitucionales
, reconociendo en esa sentencia que de la sujeción a la Constitución, y muy
particularmente a los Grundrechte, podían surgir para los órganos judiciales y ad-
ministrativos concretas obligaciones de actuar, cuya inobservancia podía conducir
a una auténtica omisión inconstitucional lesiva de derechos fundamentales. Sin
embargo, en la misma decisión, el Tribunal, en línea de principio, excluyó que una
inacción del legislador pudiera dar lugar a una omisión inconstitucional78 lesiva de
derechos fundamentales79. A la vista del fallo, Lechner pondría de relieve80, que el
hecho de que el Tribunal no reconociera la posibilidad de una inconstitucionalidad
por omisión del legislador no entrañaba que el legislador no debiese extraer, en
el ámbito de sus competencias y de sus facultades legislativas, las conclusiones
necesarias de una sentencia como ésta. En cualquier caso, tal y como ya dijimos,
en los años 1957 y 1958 el BVerfG, en sendas decisiones de las que ya nos hicimos
eco, abandonando sus primeros posicionamientos, admitiría de modo inequívoco
que la inconstitucionalidad podía provenir no sólo por vía de acción, sino también
de resultas de una omisión legislativa.
Estas tomas de posición jurisprudencial marcaban una pauta diferencial
más que notable respecto de épocas anteriores. Kalkbrenner así lo destacaba
en 196381, haciéndose eco de cómo se estaba prestando una creciente atención
al problema de las omisiones del legislador, tanto por parte de la jurisprudencia
(“Rechtsprechung”) como de la literatura jurídica (“Schrifftum”), lo que no
había acontecido en la época de la República de Weimar (“die Zeit der Weimarer
Republik”), en la que prevaleció la opinión de “la soberanía y el autoritarismo del
legislador” (“Souveranität und Selbstherrlichkeit des Gesetzgebers”).
Por lo demás, como ya se dijo, el control llevado a cabo por el BVerfG no se iba
a limitar a las omisiones relativas, sino que se iba a proyectar asimismo sobre las
omisiones absolutas, como ejemplificaría a la perfección la también comentada
decisión de 29 de enero de 1969.

77
Para un análisis más amplio que el más esquemático que aquí hacemos, cfr. Francisco FER-
NÁNDEZ SEGADO: “El control de las omisiones legislativas por el <<Bundesverfassungsgericht>>”,
en Teoría y Realidad Constitucional, nº 22, 2º semestre 2008, pp. 95 y ss.; en concreto, pp. 108 y ss.
78
Nicolò TROCKER: “Le omissioni del legislatore e la tutela...”, op. cit., pp. 100-101.
79
De la importancia de esa sentencia se hacía eco Mauro CAPPELLETTI en su clásica obra, La
giurisdizione costituzionale delle libertà (Primo studio sul ricorso costituzionale), Giuffrè Editore,
Milano, 1955, p. 82.
80
Dr. LECHNER: “Zur Zulässigkeit der Verfassungsbeschwerde gegen Unterlassungen des
Gesetzgebers”, en Neue Juristische Wochenschrift (NJW), 8. Jahrgang, Heft 49, 9. Dezember 1955, pp.
1817 y ss.; en concreto, p. 1819.
81
Helmut KALKBRENNER: “Verfassungsauftrag und Verpflicht des Gesetzgebers”, op. cit., p. 41.
1048 EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS

El instrumental de técnicas decisorias a que iba a acudir el Tribunal Consti-


tucional alemán iba a ser amplio, manifestándose en la pluralidad de variantes
de sus sentencias, con las que pretende, y ello debe de ser subrayado, modificar
determinados efectos jurídicos de las mismas desde una óptica de justicia
material y funcional82. En el fondo de todo ello, la doctrina iba a converger en una
consideración común, que creemos que iba a compendiar con notable claridad
la Jueza del Tribunal Constitucional Federal Rupp-v. Brünneck, para quien la
institucionalización del BVerfG como órgano independiente que es, no puede
tener el sentido de que se confían sus tareas a un gremio que se mueve lejos de
la política normal, pues sus sentencias no se limitan a ofrecer ideales teóricos
constitucionales (“theoretischen Verfassungsidealen”), sin tener en cuenta los
posibles efectos de las mismas (“ohne Rücksicht auf die möglichen Wirkungen
seines Urteils”): fiat iustitia, pereat mundus83.
A todo ello hay que añadir, que este esfuerzo dogmático del BVerfG se ha
hecho particularmente necesario en el caso de las sentencias declaratorias de la
inconstitucionalidad de una omisión, al partir el Tribunal de la consideración de
que es difícil declarar nulo un vacío jurídico, tesis de la que se haría eco uno de
sus presidentes84, tal y como ya señalamos.
Dos son las técnicas decisorias que más relación guardan con el problema
de la fiscalización de las omisiones legislativas: las apelaciones al legislador
(Appellentscheidung) y las declaraciones de mera inconstitucionalidad o de
inconstitucionalidad sin nulidad (Unvereinbarkeitserklärung). A ellas nos referimos
sumariamente.

A) Fue la conocida Jueza del BVerfG Wiltraut Rupp-v. Brünneck quien acuñó
por primera vez la expresión “Appell-Entscheidungen” en un trabajo publicado en
1970 en el que se interrogaba acerca de si el Tribunal Constitucional podía apelar
al legislador85. La mencionada Jueza iba a considerar injustificado (“unbegrün-
det”) el reproche (“der Vorwurf”) realizado por algunos frente a estas sentencias,
de que las mismas entrañaban “una inadmisible intrusión en la competencia del
legislador” (“eines unzulässigen Übergriffes in dem Funktions bereich des Ge-
setzgebers”), entendiendo, por el contrario, que “sind die Appell-Entscheidungen
geradezu eine Bestätigung des vom Bundesverfassungsgericht geübten judicial
self-restraint” 86 (las sentencias de apelación son realmente una confirmación de
la experimentada judicial self-restraint del Tribunal Constitucional Federal).

82
Hans-Peter SCHNEIDER: “Jurisdicción constitucional y separación de poderes”, op. cit., p. 58.
83
Wiltraut RUPP-v. BRÜNNECK: “Darf das Bundesverfassungsgericht an den Gesetzgeber
Appellieren?”, en Festschrift für Gebhard Müller (Zum 70. Geburtstag des Präsidenten des Bundes-
verfassungsgerichts), Herausgegeben von Theo Ritterspach und Willi Geiger, J.C.B. Mohr (Paul
Siebeck), Tübingen, 1970, pp. 355 y ss.; en concreto, pp. 364-365.
84
Wolfgang ZEIDLER: “Cour constitutionnelle Fédérale allemande”, op. cit., p. 48.
85
Wiltraut RUPP-v. BRÜNNECK: “Darf das Bundesverfassungsgericht an den Gesetzgeber
Appellieren?”, op. cit., p. 355.
86
Ibidem, p. 369.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1049

Estas decisiones nos ofrecen una pluralidad de tipos, que se presentan como
la resultante del hecho de que estas resoluciones emergen en la jurisprudencia
del BVerfG como una constelación de casos diferentes. Todo ello ha propiciado
que Schulte llegue incluso a esbozar una tipología bajo el enunciado general de
“Fallgruppen von Appellentscheidungen” 87 (grupos de casos de decisiones de
apelación). El citado autor diferencia tres casos de grupos típicos (“drei typische
Fallgruppen”) 88: 1) Appellentscheidungen con motivo de cambios en la realidad
o en la interpretación constitucional (“eines Wandels der Realität oder der
Verfassungsinterpretation”); 2) Appellentscheidungen con motivo de un mandato
al legislador (un encargo a la legislación en la traducción literal: “aus Anlass
unerfüllter Gesetzgebungsaufträgen”), y 3) Appellentscheidungen con motivo de
la falta de evidencia de una vulneración constitucional (“aus Anlass fehlender
Evidenz der Verfassungsvertossses”). Parece patente que sería el segundo tipo el
que respondería al supuesto que venimos tratando.
La praxis nos muestra por lo demás, que el legislador ha seguido sin significa-
tivas manifestaciones en contrario, las indicaciones del BVerfG, plasmadas por lo
general en los fundamentos jurídicos de estas decisiones. Como al efecto escribe
Landfried, “Members of Parliament perceive the binding efficacy to last forever and
to include nearly every sentence of a decision. That is why an appeal to the Members
of Parliament to have more <<political self-confidence>> is as important as an ap-
peal to the judges to practise more <<judicial self-restraint>>”89. En definitiva, con
esta técnica de la apelación y reenvío al legislador, a través de una decisión plagada
por lo general de directivas, el BVerfG se ha dotado de un instrumento eficaz frente
a las omisiones, permitiéndole impulsar la intervención del legislador.

B) Las declaraciones de inconstitucionalidad sin nulidad, de las que ya nos


hemos hecho eco, constituyen la otra técnica decisoria a la que ha acudido el
BVerfG, entre otras finalidades, para hacer frente al control de las omisiones del
legislador.
En los primeros años de vida del Tribunal Constitucional Federal, éste vinculó
los términos “inconstitucionalidad” (verfassungswidrig) y nulidad (nichtigkeit)
a través prácticamente de una relación biunívoca, de tal modo que a la primera
se anudaba la segunda. El binomio parecía inescindible, lo que tampoco debía
extrañar en exceso si se atendía a la previsión del art. 78 de la Ley del Tribunal
(BVerfGG). La situación iba, sin embargo, a cambiar a partir de 1958, al declarar
la inconstitucionalidad de una norma sin anudarle la declaración de nulidad. Pes-
talozza establecería un claro vínculo entre este tipo de decisiones y la declaración

87
Martin SCHULTE: “Appellentscheidungen des Bundesverfassungsgerichts”, en Deutsches
Verwaltungs Blatt (DVBl), 103. Jahrgang, 15. Dezember 1988, pp. 1200 y ss.; en concreto, pp. 1201-1202.
88
Ibidem, p. 1201.
89
Christine LANDFRIED: “Constitutional Review and Legislation in the Federal Republic of
Germany”, en Christine Landfried (Ed.), Constitutional Review and Legislation. An International
Comparison, Nomos Verlagsgesellschaft, Baden-Baden, 1988, pp. 147 y ss.; en concreto, pp. 166-167.
1050 EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS

de inconstitucionalidad de las omisiones legislativas, razonando, que parecía im-


posible declarar la nulidad de una omisión legislativa (“Es soll nun nicht möglich
sein, das gesetzgeberische Unterlassen für nichtig zu erklären”); la decisión, añadía
el propio autor90, no puede sino limitarse a confirmar la inconstitucionalidad (“es
bewendet bei der Feststellung der Verfassungswidrigkeit”).
En 1970, la Ley del Tribunal Constitucional Federal (BVerfGG) iba a ser
modificada al objeto de positivar lo que ya venía siendo una pauta consolidada
del Tribunal, ignorada hasta ese mismo momento por el texto legal. A tal efecto,
se introdujo en el art. 31.2 una específica referencia a la declaración de mera
incompatibilidad.
Basta con lo hasta aquí expuesto para que ya pueda comprenderse, que no
siempre es posible diferenciar con precisión las Appellentscheidungen de las
declaraciones de inconstitucionalidad sin pronunciamiento de nulidad (Unve-
reinbarkeitserklärungen). Como bien se ha indicado91, la simple determinación
para que el legislador regule una determinada materia dentro de un cierto plazo
(o, añadiríamos por nuestra cuenta, sin fijación de plazo alguno) no expresa un
rasgo exclusivo del primer tipo de decisiones, en tanto en cuanto también en las
que ahora analizamos se recogen en bastantes ocasiones recomendaciones o ex-
hortaciones expresas para que el legislador promulgue una nueva ley o modifique
la fiscalizada en sede constitucional.
Ahora bien, conviene efectuar una puntualización. Las Appellentscheidungen
pueden considerarse una modalidad particular de sentencias desestimatorias, y
en ello difieren de modo radical de las Unvereinbarkeitserklärungen, que son sen-
tencias declaratorias de la inconstitucionalidad, aunque se separen del tradicional
binomio inconstitucionalidad/nulidad.
Digamos finalmente, que las declaraciones de mera incompatibilidad res-
ponden primigenia, aunque no exclusivamente, a la hipótesis de una exclusión
arbitraria de beneficio, que, por lo general, es el resultado de una omisión parcial
o relativa, aun cuando en algunos casos se puedan establecer claras analogías con
los presupuestos propios de una omisión absoluta.

III. La Corte costituzionale italiana iba asimismo a experimentar un cambio


sustancial en lo que hace a la fiscalización de las omisiones legislativas. Sandulli
pondría de relieve con notable nitidez tal cambio en un período de tiempo de
apenas seis años. Y así, siendo Giudice della Corte costituzionale, en el importante
Coloquio internacional sobre la justicia constitucional celebrado en Heidelberg en
1961, podía escribir: “In der italianischen Rechtsordnung ist es nicht denkbar, dass

90
Christian PESTALOZZA: “<<Noch verfassungsmässige>> und <<bloss verfassungswidrige>>
Rechtslagen”, op. cit., p. 526.
91
Gilmar FERREIRA MENDES: “O apelo ao legislador (Appellentscheidung) na práxis da Corte
Constitucional Federal alemâ”, en Revista da Faculdade de Direito da Universidade de Lisboa, Vol.
XXXIII, 1992, pp. 265 y ss.; en concreto, p. 279.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1051

die Unterlassungen des Gesetzgebers den Gegenstand eines verfassungsgerichtli-


chen Verfahrens bilden” (En el ordenamiento jurídico italiano no es imaginable
que las omisiones del legislador constituyan el objeto de un procedimiento judicial
constitucional)92.
La realidad de las hechos iba pronto a contradecir tal afirmación. En 1967,
el mismo Sandulli reconocía93, que en la jurisprudencia del juez constitucional
italiano más próxima habían emergido, difundiéndose gradualmente, un conjunto
de dispositivos “non <<eliminativi>>, ma <<creativi>> o, se si preferisce <<intro-
duttivi>>” de preceptos nuevos, unas veces en sustitución de los originarios, y otras
añadidos a ellos, preceptos sin cuya inserción en la disposición impugnada ésta
sería inconstitucional, mientras que su presencia posibilita que tales disposiciones
puedan continuar viviendo en el sistema (“e vive di vita nuova”).
El primer ejemplo de esta nueva trayectoria lo encontramos en la Sentencia
nº 168, de 1963, en la que la Corte costituzionale vino a declarar la inconstitucio-
nalidad de un precepto de la Ley nº 195, de 24 de marzo de 1958, que instituía
el “Consiglio Superiore della Magistratura”, con fundamento en que, para las
deliberaciones atinentes a los magistrados, exigía la solicitud (“richiesta”) del
Ministro de Justicia, excluyendo por ello mismo indebidamente (y en ello residía
la inconstitucionalidad) la iniciativa del propio Consiglio 94. A partir de este
momento, decisiones análogas iban a sucederse y aún multiplicarse.
En 1967, Crisafulli podía señalar, que no pocas sentencias habían decidido en
uno u otro sentido cuestiones de constitucionalidad por omisión, censurando dis-
posiciones por lo que habrían debido explícitamente prescribir y no prescribían95.
Tales sentencias, por lo general, eran sentencias interpretativas de desestimación
en cuanto que “la lacuna dei testi” le parecía a la Corte rellenable mediante el
recurso a otras disposiciones vigentes o a principios generales del Derecho.
De las importantísimas sentencias nº 62, de 1971, y nº 190, de 1970, ya hemos
tenido ocasión de ocuparnos y no volveremos sobre ellas.
Las técnicas de decisión con las que la Corte costituzionale ha enfrentado las
omisiones legislativas se han reconducido a la categoría de las llamadas sentencias
manipulativas (“sentenze manipolative” o “manipulatrici”), debiéndose tal
denominación a Elia, quien la iba a formular en 1965, en un comentario sobre la
Sentencia nº 52, de ese mismo año96. En el léxico oficial de la Corte estas sentencias

92
Aldo M. SANDULLI: “Die Verfassungsgerichtsbarkeit in Italien”, en Verfassungsgerichtsbarkeit
in der Gegenwart (Länderberichte und Rechtsvergleichung), Herausgegeben von Hermann Mosler,
Carl Heymanns Verlag KG, Köln/Berlin, 1962, pp. 292 y ss.; en concreto, p. 308.
93
Aldo M. SANDULLI: Il giudizio sulle leggi (La cognizione della Corte costituzionale e i suoi
limiti), Giuffrè, Milano, 1967, p. 64.
94
Sandulli consideraría esta decisión como “il primo caso di sentenza <creativa> a contenuto
<aggiuntivo>”. Aldo M. SANDULLI: Il giudizio sulle leggi, op. cit., p. 65.
95
Vezio CRISAFULLI: “Le sentenze <<interpretative>> della Corte costituzionale”, en Rivista
trimestrale di Diritto e procedura civile, anno XXI, nº 1, Marzo 1967, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 12.
96
Leopoldo ELIA: “Divergenze e convergenze della Corte costituzionale con la magistratura
ordinaria in materia di garanzie difensive nell´istruzione sommaria”, en Rivista italiana di Diritto e
1052 EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS

se identifican como “sentenze di fondatezza parziale”, y así son verdaderamente,


con la particularidad de que la parte de la disposición legal que se ve afectada
no es materialmente distinguible del resto, pues como dice Crisafulli97, “è una
parte ideale del significato normativo risultante della disposizione”. Son pues,
sentencias de estimación parcial, bien que respecto de la norma deducible del
texto, o si se prefiere, de la disposición, no respecto a ésta, que queda intacta,
bien que pase a expresar una norma diferente, o lo que es igual, que pase a tener
un significado distinto.

A) Dos son los subtipo que pueden diferenciarse dentro de las sentencias
manipulativas: las sentenze additive y las sentenze sostitutive. Respecto a las
primeras, la doctrina, generalizadamente, las identifica como aquellas en las que
la Corte declara la inconstitucionalidad “della omessa previsione di qualcosa” por
una disposición98 o aprecia su inconstitucionalidad “nella parte in cui non prevede
alcunché” 99. Quiere ello decir que el juez constitucional aprecia en la disposición
que va a considerar inconstitucional un alcance normativo menor del que debería
tener. Las sentencias aditivas se han vinculado a través de una relación muy estre-
cha con el principio de igualdad y con los derechos sociales. Hace una treintena
de años, Zagrebelsky destacaba100, que el supuesto de más frecuente recurso a
este tipo de sentencias era aquél en que se trataba de restablecer el principio de
igualdad, violado por disposiciones irrazonablemente discriminatorias, al prever
una de ellas “qualcosa di più “ respecto a lo que para otra categoría de supuestos y
destinatarios se establecía por otra norma. Con frecuencia, también en situaciones
de privilegios a eliminar se iba a recurrir a este tipo de decisiones, con las que, en
último término, se pretendía la generalización del privilegio o beneficio.

B) Las sentenze sostitutive son aquellas a las que recurre la Corte en aquellos
supuestos en que la ley prevé algo, mientras que, constitucionalmente, debería
disponer otra cosa. En tales casos, el juez constitucional italiano declara la incons-
titucionalidad de una ley en cuanto (en la parte) contiene una cierta prescripción
antes que otra.

procedura penale, nuova serie, anno VIII, 1965, pp. 537 y ss.; en concreto, p. 562. “La Corte costituzio-
nale –escribe Elia– mediante sentenze di accoglimento parziale (che chiamarei manipolative, stavolta
in senso buono), considera come contenuto della legge, onde eliminarlo, una entità che è cresciuta
contro la legge, anche se innestandosi su di essa: e dichiara si illegittimo (“in quanto” o “nella parte”
idealmente scindibile) un testo, ma solo per salvarne la sostanza originaria, conforme a Costituzione,
per ripristinare la volontà del legislatore contraddetta da quella dei giudici”.
97
Vezio CRISAFULLI: “La Corte costituzionale ha vent´anni”, op. cit., p. 80.
98
Vezio CRISAFULLI: Lezioni di Diritto costituzionale, vol. II (L´ordinamento costituzionale
italiano. Le fonti normative. La Corte costituzionale), 5ª edizione riveduta, CEDAM, Padova, 1984,
p. 403.
99
Gustavo ZAGREBELSKY: La giustizia costituzionale, Il Mulino, Bologna, 1977, p. 157.
100
Ibidem, p. 162.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1053

Ejemplo clásico de este tipo de decisiones lo constituye la Sentencia de 17 de


febrero de 1969, nº 15. En ella, la Corte consideró constitucionalmente ilegítimo el
apartado tercero del art. 313 del Código Penal, que preveía la facultad del Ministro
de Justicia para conceder autorización para promover la acción de la justicia
por el delito de ultraje a la propia Corte costituzionale (“vilipendio della Corte
costituzionale”). La declaración de inconstitucionalidad iba a fundamentarse en
la consideración de que tal competencia era lesiva de la posición institucional
propia del juez constitucional, que exigía que la concesión de dicha autorización
correspondiese a la misma Corte costituzionale 101. Ello se traducía, primero, en la
invalidación de la disposición penal, y después, en la conversión del fundamento
mismo de la inconstitucionalidad en norma vinculante, atribuyendo a la propia
Corte la competencia atribuida al Ministro por el legislador102.
Aunque es evidente que en el segundo tiempo del pronunciamiento –Picardi
ha caracterizado estas decisiones como un mecanismo de pronunciamiento “in
due tempi” 103– la Corte, tras la ablación de la disposición, se encuentra ante un
fenómeno de incomplitud que supera a través de la reconstrucción del tejido
normativo, es lo cierto que este tipo de sentencias no parece especialmente útil
para hacer frente a las omisiones legislativas, pues presupone la eliminación de
una norma, no la ausencia de la misma, si bien tampoco cabe descartar de raíz que
tal norma genere algún tipo de omisión relativa. En último término, concordamos
con Pizzorusso104 en que el problema subyacente a este tipo de decisiones no
difiere sustancialmente del que se plantea con las sentencias aditivas.

C) Una nueva categoría de decisiones de notable relevancia se ha podido


identificar en la década de los ochenta, no obstante poderse considerar de modo
genérico como decisiones aditivas; nos referimos a las llamadas “sentencias
aditivas de principio”, a través de las cuales la Corte costituzionale, en términos
de Anzon105, ha proseguido “in quella incessante e preziosa opera di acrescimento
del proprio strumentario” 106.

101
En la sentencia se declara la ilegitimidad de la norma penal “nei limiti” en que la misma atribuye
“il potere di dare l´autorizzazione a procedere per il delito di vilipendio della Corte costituzionale al
Ministro di grazia e giustizia anziché alla Corte stessa”.
102
Paladin identificó las sentencias que siguen la pauta de la nº 15, de 1969, como las decisiones
que se hallan “empernadas” (“imperniate”), o lo que es igual, sujetas por el perno de la conjunción
anziché. Livio PALADIN: Diritto costituzionale, CEDAM, Padova, 1991, p. 778.
103
Nicola PICARDI: “Le sentenze <<integrative>> della Corte costituzionale”, en la obra colectiva,
Aspetti e tendenze del Diritto costituzionale. Scritti in onore di Costantino Mortati, Giuffrè Editore,
Milano, 1977, vol. 4º, pp. 597 y ss.; en concreto, pp. 632-633.
104
Alessandro PIZZORUSSO: “El Tribunal Constitucional italiano”, en la obra colectiva, Tribunales
Constitucionales Europeos y Derechos Fundamentales, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid,
1984, pp. 233 y ss.; en concreto, pp. 261-262.
105
Adele ANZON: “Nuove tecniche decisorie della Corte costituzionale”, en Giurisprudenza
Costituzionale, anno XXXVII, fasc. 4, Luglio/Agosto 1992, pp. 3199 y ss.; en concreto, p. 3199.
106
La primera de las decisiones que suscita un cierto eco entre la doctrina es la nº 497, de 27 de abril
de 1988. Puede verse en Giurisprudenza Costituzionale, anno XXXIII, 1988, fasc. 3, pp. 2209 y ss.
1054 EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS

Estas decisiones, como regla, se limitan a proclamar un principio abstracto


y muy general, lo que se traduce en que “non esistano di individuazione di
norme univoche, precise e compiute capaci di rimediare all´omissione della legge
impugnata”107; consiguientemente, la sentencia constitucional podría generar una
situación capaz de dar lugar a las incidencias jurisprudenciales más diversas, con
graves repercusiones sobre el principio de seguridad jurídica y sobre el mismo
principio de igualdad en la aplicación de la ley.
Es evidente, pues, que este tipo de decisiones no están ni mucho menos
exentas de problemas y dificultades. Pero, desde luego, también ofrecen
indudables ventajas sobre otros tipos de sentencias. De entrada, evitan que el
juez constitucional se convierta en legislador, que es lo que acontece con las
sentencias aditivas clásicas, y por otra parte, en cuanto que, como regla general,
viabilizan la eficacia inmediata del principio proclamado por la Corte, a través
de la intervención de los jueces ordinarios, aunque sea con la limitación de su
intervención in casu, evitan el efecto de parálisis que puede acompañar a otro tipo
de decisiones constitucionales, como, por ejemplo, las apelaciones al legislador.
Por lo demás, en el ámbito específico de los derechos prestacionales, nos parece
que este tipo de resoluciones ha desempeñado un rol harto notable y digno de ser
positivamente valorado.

D) Al margen de las decisiones manipulativas, nos encontramos con las


sentenze-monito, a cuyo través la Corte recurre a la técnica de dar avisos, suge-
rencias o advertencias (monito) al legislador. El proceso constitucional se cierra
con una decisión de inadmisibilidad o de desestimación por falta de fundamento,
pero en sus motivaciones jurídicas el juez constitucional acoge una invitación
dirigida al legislador para que éste intervenga, regulando de forma diferente la
materia y eliminando las incongruencias que la disciplina puede acoger a juicio
de la Corte. Aunque no sea el supuesto más frecuente, qué duda cabe de que esas
incongruencias, en ocasiones, pueden ser la resultante de una omisión legislativa.

IV. En resumen, el Bundesverfassungsgericht y la Corte costituzionale ejem-


plifican cómo los Tribunales Constitucionales, –pues a ellos se podrían añadir
otros, como el juez constitucional español– con una enorme creatividad, han
acomodado la técnica de sus decisiones a las necesidades ante las que les ha ido
situando el paso del tiempo y los nuevos problemas jurídicos que la evolución
social y las nuevas demandas sociales han ido planteando. En todo ello creemos
que han tenido mucho que ver las exigencias dimanantes del Estado social, como
sería el caso del principio de igualdad material y de los derechos de naturaleza
prestacional. Y tal actuación ha sido especialmente útil en lo que hace al control
de las omisiones legislativas, fiscalización ésta en gran medida responsable de las
técnicas decisorias a las que acabamos de referirnos.

107
Adele ANZON: “Nuove tecniche decisorie della Corte costituzionale”, op. cit., p. 3216.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1055

En definitiva, los órganos constitucionales aludidos no han sido insensibles


ante las omisiones del legislador vulneradoras de la Norma suprema, no obstante
no prever los respectivos ordenamientos instrumentos procesales específicos
encaminados a su fiscalización.

B) La constitucionalización de instrumentos procesales de control de las


inacciones del legislador

I. Será la Constitución de la República Socialista Federal de Yugoslavia,


promulgada el 21 de febrero de 1974, la primera que contemple un instrumento
específico de control de las omisiones legislativas. A tenor de su art. 377: “Si el
Tribunal Constitucional de Yugoslavia hiciere constar que un órgano competente
no hubiere dictado las normas necesarias para la ejecución de las disposiciones
de la Constitución de la RSFY, de las leyes federales y de otras prescripciones
y actos generales federales, estando obligado a dictarlas, informará de ello a la
Asamblea de la República”.
Esta nueva modalidad de control era plenamente coherente con la visión que
de la justicia constitucional se iba a tener en los países socialistas, en los que se
iba a subrayar la trascendencia del control “positivo” de la constitucionalidad de
las leyes. Mientras en los países occidentales el control de constitucionalidad se
presenta como un control “negativo”, en la medida en que permite paralizar toda
actuación del poder legislativo contraria a la Constitución, tal concepción será
considerada por el pensamiento socialista como absolutamente insuficiente. Rous-
sillon ha subrayado108 la importancia que los teóricos del pensamiento socialista
iban a dar a la necesidad de velar para que el legislador respetara “positivamente”
la Constitución que desarrolla. Tal posición puede quedar ejemplificada en las
siguientes reflexiones de Naschitz: “The constitutionalism –escribe el mencionado
autor109– does not imply only the negative obligation not to adopt a legal regulation
inconsistent with the constitution, but also the positive obligation to adopt all
the necessary legal regulation, in the absence of which the constitutional norm
would remain only an abstract principle”. Esta visión casaba a la perfección con
el rol llamado a jugar por el Tribunal Constitucional yugoslavo como órgano de
garantía de la Constitución en el control de las omisiones del legislador y de los
restantes poderes públicos.

108
Henry ROUSSILLON: “Le problème du contrôle de la constitutionnalité des lois dans les pays
socialistes”, en Revue du Droit Public, nº 1-1977, Janvier/Février 1977, pp. 55 y ss.; en particular,
pp. 97-103.
109
A. NASCHITZ: “Introduction aux règles de contrôle de la constitutionnalité et de la légalité
dans l´activité étatique socialiste”. Cours de la Faculté Internationale pour l´Enseignement du Droit
comparé (langue anglaise), Strasbourg, 1970, p. l9. Cit. por Henry ROUSSILLON: “Le problème du
contrôle de la constitutionnalité des lois...”, op. cit., p. 98, nota 166.
1056 EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS

Más aún, ya en el debate constituyente, el presidente de la Comisión de


Coordinación (en realidad, la Comisión constituyente), Edvard Kardelj, iba a dejar
expuesto con meridiana claridad el peculiar rol llamado a cumplir por el Tribunal
Constitucional. “La Cour constitutionnelle –subrayaría Kardelj110– ne saurait être
un organe purement judiciaire qui se contenterait d´examiner, de manière statique
et d´un point de vue juridique formel, les phénomènes et problèmes en matière
d´organisation constitutionnelle... Dans ce sens, la Cour constitutionnelle prendra,
avec la souplesse voulue, des initiatives politiques...”.
Es cierto que, constatada la omisión legislativa inconstitucional (o en su
caso la omisión reglamentaria ilegal), el Tribunal debía de limitarse a informar
de ello a la Asamblea de la República, no cabiéndole ni exigir que la Asamblea
dictara la pertinente norma legal, ni tampoco fijarle un plazo para que lo hiciera.
Sin embargo, esta supuesta pasividad del Tribunal, una vez denunciada ante la
Asamblea la omisión inconstitucional, podía verse contrarrestada a través de
otros mecanismos. Y así, por poner un ejemplo, el art. 376 de la Constitución
facultaba al Tribunal para presentar a la Asamblea Federal propuestas para la
promulgación de nuevas leyes (también para la modificación de las existentes)
y para la adopción de otras medidas encaminadas a asegurar los principios de
constitucionalidad y legalidad y a amparar los derechos de la autogestión y los
restantes derechos y libertades de los ciudadanos y de las organizaciones y comu-
nidades autogestionadas. Quiere ello decir, que en caso de inconstitucionalidad
por omisión legislativa, al Tribunal le era perfectamente posible ejercer una suerte
de iniciativa legislativa, en la dirección que ya había establecido la Constitución de
1963, proponiendo la promulgación de nuevas leyes y la adopción de cualesquiera
otras medidas normativas.

II. Portugal sería el primer sistema democrático de corte occidental en


recepcionar un instituto procesal de control de las omisiones del legislador. La
Constitución de 1976 nació de una revolución y nos parece indiscutible que, en su
redacción original, debe mucho de su contenido al ideario político revolucionario
castrense, esto es, al espíritu subyacente en los militares que llevaron adelante
la Revolución de Abril. Como dirían Canotilho y Moreira111, al margen ya de que
la Constitución, como muchas otras, tuviese un origen revolucionario, la Carta
constitucional era, por su propio contenido, una Constitución característicamente
post-revolucionaria. Baste para constatarlo con recordar la recepción y garantía
constitucional de las transformaciones revolucionarias en el ámbito económico.
Este peculiar carácter de la Constitución de 1976 se iba a traducir en un más que
notable dirigismo constitucional.

110
Tomamos la cita de J. ZAKRZEWSKA: “Le contrôle de la constitutionnalité des lois dans les
États socialistes”, en Res Publica (Revue de l´Institut Belge de Science Politique), Vol. XIV, 1972,
nº 4, pp. 771 y ss.; en concreto, p. 777.
111
J.J. GOMES CANOTILHO y Vital MOREIRA: Constituiçâo da República Portuguesa. Anotada,
Coimbra Editora, Coimbra, 1978, p. 8.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1057

No ha de extrañar a la vista de tales rasgos constitucionales que amplios sec-


tores de la doctrina vincularan el carácter pragmático-dirigista de la Constitución
con la aparición del instituto de la fiscalización de las omisiones legislativas, con
la vista puesta en la apreciación de su inconstitucionalidad112.
No cabe olvidar, adicionalmente, que fue el MFA (Movimiento de las Fuerzas
Armadas) quien propugnó el instituto de control que analizamos. Además, en un
primer momento, no será un Tribunal Constitucional el órgano llamado a verificar
tal fiscalización, sino el órgano que encarnaba el poder revolucionario original (el
Conselho da Revoluçâo). Y el MFA, lo que es bien significativo, en su primera pro-
puesta, ulteriormente modificada tras la negociación con los partidos que habían
obtenido representación en la Asamblea Constituyente, en perfecta sintonía con el
modelo yugoslavo que defendiera Edvard Kardelj, propondría que el Consejo de la
Revolución fuese mucho más que un órgano de control “negativo”, en cuanto que
se le otorgaba no sólo el control “positivo” del legislador, esto es, la fiscalización
de sus omisiones, sino, llegado el caso, una función auténticamente legislativa:
la de suplir al legislador reticente a la adopción de las medidas legislativas que le
hubieran sido encomendadas.
La trascendental reforma constitucional portuguesa de 1982 iba a mantener el
instituto de la inconstitucionalidad por omisión (art. 283), aun cuando el mismo
estuviese lejos de suscitar un pleno consenso. Miranda recuerda113, que entre
las cuestiones graves que en el ámbito de la justicia constitucional dividían a la
Asamblea de la República llamada a reformar la Constitución, se encontraba la de
mantener o no la fiscalización de las omisiones supuestamente inconstitucionales,
lo que puede resultar un tanto sorprendente si se recuerda que la Constitución de
1976 incorporaba el instituto en cuestión dentro de los límites materiales vedados
para la reforma.
La praxis del instituto analizado ha sido decepcionante, pues desde 1982 hasta
hoy, tan sólo el Provedor de Justiça ha requerido (en siete ocasiones) el control
de la inconstitucionalidad de las omisiones legislativas, habiendo reconocido el
Tribunal en dos de esos casos la inconstitucionalidad. No ha de extrañar por ello
mismo, que la ineficacia sea el juicio en el que convergen gran cantidad de autores
al valorar el instituto desde la óptica de su operatividad. Medeiros ha calificado
el instituto de casi inofensivo114. A su vez, Pereira da Silva, enjuiciándolo desde
una óptica comparada, considera que el art. 283 de la Constitución ha generado
una situación paradójica, por cuanto nos muestra que uno de los pocos textos que

112
En tal sentido, Canotilho, de modo rotundo, consideraba que la expresa consagración de la
inconstitucionalidad por los comportamientos omisivos del legislador era una consecuencia lógica
y necesaria del carácter predominantemente prescriptivo y dirigente de la Ley Fundamental de
1976. J.J. GOMES CANOTILHO: Constituiçâo dirigente e vinculaçâo do legislador (Contributo para a
compreensâo das normas constitucionais programáticas), Coimbra Editora, Coimbra, 1982, p. 354.
113
Jorge MIRANDA: Manual de Direito Constitucional, tomo II (Constituiçâo e inconstitucionali-
dade), 3ª ediçâo revista, Coimbra Editora, Coimbra, 1991, p. 405.
114
Rui MEDEIROS: A Decisâo de Inconstitucionalidade (Os autores, o conteúdo e os efeitos da
decisâo de inconstitucionalidade da lei), Universidade Católica Editora, Lisboa, 1999, p. 520.
1058 EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS

acoge un precepto específico sobre esta modalidad de fiscalización termina siendo


aquel que, en la realidad, menos control hace de este tipo de vicio115.
No faltan, desde luego, quienes como Miranda, creen que frente a la consi-
deración de que se trata de un mecanismo platónico, porque la verificación de
la existencia de la omisión tan sólo autoriza al Tribunal Constitucional a dar
conocimiento de ello al órgano legislativo, el mecanismo no es tan platónico como se
supone, porque la experiencia portuguesa muestra que casi siempre, de inmediato,
el legislador se ha sentido obligado, por la fuerza del auténtico impulso legislativo
latente en el instituto, a corregir su falta, esto es, la medida legislativa omisa116.
En cualquier caso, nos parece evidente, que difícilmente podrá ser operativo
un instituto al que no se recurre, y desde esta perspectiva la escasez de iniciativas
encaminadas al desencadenamiento de este control se revela, a nuestro modo de
ver, como la causa básica de su inoperatividad. Y todo ello, qué duda cabe, tiene
bastante que ver con lo restringido de la legitimación para recurrir.

III. Brasil va a seguir a Portugal en el diseño del instituto de control de las


omisiones del legislador y del poder reglamentario, consagrando en el art. 103
de la Constitución de 1988 la açâo de inconstitucionalidade por omissâo, que se
contempla tanto respecto de omisiones del poder legislativo como del poder
reglamentario. A ello se añadirá el instituto procesal del mandado de injunçâo, un
mecanismo de tutela de los derechos vulnerados de resultas de su inviabilización,
desencadenada por la ausencia de una norma reguladora.
La consagración de estos mecanismos procesales es tributaria de las propias
circunstancias históricas del Brasil, que en esencia pueden compendiarse en la
muy arraigada tendencia al falseamiento de las previsiones constitucionales, par-
ticularmente de las relativas a derechos, y dentro de ellas, de las que proclamaban
derechos de naturaleza socio-económica, derechos prestacionales, de resultas de
su sistemática falta de desarrollo por el legislador, en definitiva, de las omisiones
legislativas. La doctrina brasileña se ha hecho eco de ello en repetidas ocasiones.
Muchos ejemplos podrían traerse a colación. Nos limitaremos a uno. “Há uma
espécie de tradiçâo institucional perversa em nossa história –escribe Siqueira
Castro117– consistente na sistemática sonegaçâo das condiçôes de exercício de
direitos constitucionalmente consagrados, pelo expediente da paralísia das instân-
cias regulamentadoras”. Y el propio autor considera, que fue para evitar que tales
estrategias conservadoras de encubrimiento de derechos se perpetuasen, para lo
que la Asamblea Constituyente creó el mandado de injunçâo. Y por nuestra parte,

115
Jorge PEREIRA DA SILVA: Dever de legislar e protecçâo jurisdicional contra omissôes legislativas
(Contributo para uma Teoria da Inconstitucionalidade por Omissâo), Universidade Católica Editora,
Lisboa, 2003, p. 17.
116
Jorge MIRANDA: “O Tribunal Constitucional Português em 2002”, en Anuario Iberoamericano
de Justicia Constitucional, nº 7, 2003, pp. 561 y ss.; en concreto, p. 576.
117
Carlos Roberto SIQUEIRA CASTRO: O devido processo legal e os princípios da razoabilidade e
da proporcionalidade, 4ª ed., Editora Forense, Rio de Janeiro, 2006, p. 379.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1059

añadiríamos, que idéntico argumento vale asimismo para explicar el nacimiento


de la açâo direta de inconstitucionalidade por omissâo.
Más allá de esta circunstancia particular de Brasil (aunque se puede vislum-
brar en otros muchos países del área latinoamericana), es claro que uno de los
problemas fundamentales del Derecho constitucional de nuestro tiempo es el de
encontrar los medios adecuados para convertir en efectivos, esto es, en disfrutables
por sus beneficiarios, aquellos derechos que, por la ausencia de una legislación
integradora, permanecen inocuos hasta que la misma se dicte, problema que,
innecesario es decirlo, se agrava en el caso de los derechos de naturaleza presta-
cional. A ello habría desde luego que añadir, con una perspectiva más general, que
la búsqueda de nuevos medios de garantía de los derechos ha sido siempre uno de
los mayores retos del constitucionalismo, por lo que no ha de extrañar que algunos
hayan cifrado la evolución constitucional en el proceso de permanente búsqueda
de los instrumentos más idóneos con los que hacer frente a las nuevas amenazas
que progresivamente van surgiendo para los derechos constitucionales.Y si se
atiende de modo específico a la Carta de 1988, de inmediato se capta su enorme
carga de materia programática, por así llamarla, y en particular, su gran volumen
de derechos de naturaleza prestacional.
De resultas de todo ello, la diversidad de instrumentos de naturaleza procesal
constitucional que la Constitución de 1988 recepciona no sólo es coherente con el
acentuado carácter “dirigente” de esta Carta, que tiene su más inmediato reflejo
en la pluralidad de sus enunciados programáticos, sino también con esa perversa
tradición histórica del reticente legislador brasileño.
Las ideas que preceden quedaron de algún modo compendiadas en alguna de
las reflexiones vertidas por el presidente de la Asamblea Constituyente, Ulysses
Guimarâes, en su intervención con ocasión del acto de la promulgación de la
Constitución: “A Assembléia Nacional Costituinte rompeu contra establishment,
investiu contra a inércia, desafiou tabus” 118.
Existe un cierto consenso doctrinal acerca de la escasa eficacia práctica que
la açâo de inconstitucionalidade por omissâo ha tenido hasta hoy119. Streck ha
llegado a hablar de una “morte prematura” de esta acción120, para añadir: “A quase
total ineficácia da açâo de inconstitucionalidade por omissâo corre na contramâo
da relevante circunstância de que esse instituto é produto de um novo conceito
de constitucionalismo umbilicalmente ligado à concepçâo intervencionista e ao

118
El discurso del presidente de la Asamblea Constituyente puede verse en Paulo BONAVIDES y
PAES DE ANDRADE: História Constitucional do Brasil, 3ª ed., Editora Paz e Terra, Rio de Janeiro,
1991, pp. 921-925; la cita, en p. 921.
119
En tal sentido, entre otros, José Carlos BARBOSA MOREIRA: “El control judicial de la cons-
titucionalidad de las leyes en el Derecho brasileño: un bosquejo”, en Eduardo Ferrer Mac-Gregor
(coordinador), Derecho Procesal Constitucional, 4ª ed., Editorial Porrúa/Colegio de Secretarios de la
Suprema Corte de Justicia de la Nación, México, 2003, tomo III, pp. 1991 y ss.; en concreto, p. 2001.
120
Lenio Luiz STRECK: Jurisdiçâo Constitucional e Hermenêutica (Uma Nova Crítica do Direito),
2ª ediçâo revista, Editora Forense, Rio de Janeiro, 2004, p. 788.
1060 EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS

plus normativo que assume o Direito (constitucional) no Estado Democrático de


Direito”.
Al margen ya de los escasísimos casos en que se ha admitido por el Supremo
Tribunal Federal la existencia de una omisión contraria al texto constitucional (en
los primeros quince años de vigencia de la Constitución tan sólo dos acciones de
inconstitucionalidad por omisión tuvieron éxito), la doctrina ha puesto de relieve,
que existen decenas de dispositivos constitucionales que no han sido desarrollados
por los poderes públicos, no obstante lo cual no se ha recurrido al instituto de la
acción directa de inconstitucionalidad por omisión.
Tampoco la praxis del mandado de injunçâo –que, no obstante no ser un
instrumento de control normativo sino de tutela de los derechos constitucionales,
converge con la açâo de inconstitucionalidade por omissâo en su común existencia
como instrumentos con los que hacer frente a las omisiones de los poderes públi-
cos vulneradoras de normas constitucionales– es mucho más satisfactoria. En el
año 2001, Guerra Filho hablaba121 del “estado de parálisis” en que se encontraba
el instituto, y Othon Sidou, por las mismas fechas, expresaba sus dudas acerca
de la utilidad de la contribución jurisprudencial del Supremo Tribunal Federal a
efectos del perfeccionamiento del instituto122.
Cabe, sin embargo, hacer una matización de interés. Las tres importantes
sentencias dictadas por el Supremo Tribunal Federal el 25 de octubre de 2007 han
supuesto un notabilísimo cambio de posicionamiento jurisprudencial123, posibili-
tando a través de ellas el ejercicio de un derecho constitucional (en los tres casos,
el derecho de huelga de los funcionarios públicos) no obstante la inexistencia de
una ley, constitucionalmente exigida, en desarrollo del mismo. Habrá con todo
que esperar para ver si este notable cambio jurisprudencial se consolida.

IV. Un año después de que el control de las omisiones legislativas fuese


recepcionado en Brasil iba a serlo también en Hungría. La Ley nº XXXII, de 1989,
sobre el Tribunal Constitucional 124, en su art. 1º, apartado e/, incluye entre las
atribuciones del juez constitucional magiar la supresión de la inconstitucionalidad
que se manifieste a través de la omisión legislativa, regulando el art. 49 los aspectos
fundamentales del procedimiento de control de las omisiones del legislador.

121
Willis Santiago GUERRA FILHO: Processo Constitucional e Direitos Fundamentais, 2ª ediçâo
revista, Celso Bastos editor, Sâo Paulo, 2001, p. 111.
122
J. M. OTHON SIDOU: “Habeas Corpus”, Mandado de Segurança, Mandado de Injunçâo, “Habeas
Data”, Açâo Popular, 6ª ediçâo, Editora Forense, Rio de Janeiro, 2002, p. 284.
123
En su jurisprudencia tradicional, el Supremo Tribunal Federal venía equiparando los efectos del
mandado de injunçâo a los propios de la açâo direta de inconstitucionalidade por omissâo, traduciéndose
la apreciación por el Tribunal de la violación de un derecho de resultas de la falta de su regulación en
una comunicación al legislativo para que adoptara las providencias oportunas, comunicación que,
por lo general, era ignorada por el poder legislativo.
124
Puede verse el texto de esta ley en Annuaire Internationale de Justice Constitutionnelle, VI, 1990,
pp. 867-880.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1061

Uno de los aspectos más discutibles, si es que no el que más, de la regulación


de este instituto tiene que ver con la legitimación activa. A tenor del art. 49.1 del
mencionado texto legal, este procedimiento puede ser iniciado de oficio, por el
propio Tribunal, o a instancia de cualquiera. El hecho de que el propio Tribunal
Constitucional pueda tomar la iniciativa de este procedimiento, actuando ex
officio, lo que no es posible respecto del control de constitucionalidad por acción
a posteriori, abstracto o concreto (aunque la Ley también habilita al Tribunal para
actuar de oficio en el que podríamos denominar “control de convencionalidad”,
esto es, en el control de la conformidad de cualquier disposición jurídica con una
convención o tratado internacional, control que puede llevarse a cabo tanto por
acción como por omisión, en este último caso, al dejar de dictar el Parlamento
un texto legislativo exigido por la convención o tratado), se ha visto125 como una
prueba de lo importante que el legislador ha considerado la supresión de las
violaciones de la Constitución llevadas a cabo por omisión.
No vemos esta legitimación de oficio de la misma forma. Connatural a
cualquier órgano judicial, más aún a un órgano de la justicia constitucional,
pues al mismo le está encomendada la trascendental función de enjuiciar, entre
otros, los productos normativos del legislador, es su carácter rogado, que como es
bien sabido implica que no puede iniciar un procedimiento si no es formalmente
instado a ello por quien se halle legitimado al efecto, lo que es obvio que se
sitúa en las antípodas de una actuación ex officio. Y no cabe dudar en absoluto
de la naturaleza jurisdiccional de un órgano como el que nos ocupa. Hace ya
medio siglo, Leibholz escribía algo que sigue teniendo plena vigencia: “Gewiss
sind die Verfassungsgerichte Gerichte, und zwar selbständige und unabhängige
Gerichte, die wie andere Gerichte eine rechtsprechende Tätigkeit im materiellen
Sinne entfalten und Rechtsfragen zu entscheiden haben” 126. (Indudablemente, el
Tribunal Constitucional es un Tribunal, un Tribunal independiente y autónomo,
que, como otros Tribunales, desarrolla una actividad jurisprudencial en sentido
material y que tiene que decidir sobre cuestiones jurídicas).
Las particularidades de la justicia constitucional no deben en modo alguno
de llegar al extremo de privar a los Tribunales Constitucionales de aquellos rasgos
que los hacen reconocibles como jurisdicción, que les otorgan su identidad
jurisdiccional. Y entre ellos podríamos recordar algunos de los que Cappelletti
denominara reglas fundamentales de la “justicia natural” 127, nacidas antes de la
consolidación de los sistemas de common law, en cuanto frutos de la sabiduría
latina, como sería el caso de aquellas reglas que con sin par nitidez reflejan los

125
Antal ADAM: “La Cour constitutionnelle en Hongrie”, en Giustizia costituzionale e sviluppo
democratico nei paesi dell´Europa centro-orientale, a cura di Giuseppe de Vergottini, G. Giappichelli
Editore, Torino, 2000, pp. 207 y ss.; en concreto, p. 224.
126
Gerhard LEIBHOLZ: “Einleitung”, en “Der Status des Bundesverfassungsgerichts” (Gutachten,
Denkschriften und Stellungnahmen mit einer Einleitung), en Jahrbuch des Öffentlichen Rechts der
Gegenwart (JÖR), Band 6, 1957, pp. 110 y ss.; en concreto, p. 111.
127
Mauro CAPPELLETTI: “Des juges législateurs?” (Étude dédiée à la mémoire de Tullio Ascarelli
et d´Alessandro Pekelis). Recogido en la obra recopilatoria de artículos del autor, Le pouvoir des juges,
Economica/Presses Universitaires d´Aix-Marseille, Paris, 1990, pp. 23 y ss.; en concreto, pp. 70-71.
1062 EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS

aforismos “ubi non est actio, ibi non est jurisdictio” o “nemo judex sine actore”, o
la máxima alemana “wo kein Kläger ist, da ist auch kein Richter” (donde no hay
demandante, no hay juez).
Quizá la iniciativa conferida al Tribunal Constitucional húngaro para iniciar ex
officio este procedimiento sea en alguna medida deudora de la concepción que de
la justicia constitucional se tenía en los países socialistas, que puede ejemplificar
el Tribunal Constitucional yugoslavo en 1974, y a la que ya nos hemos referido,
pero esa visión, innecesario es decirlo, poco, o más bien nada, tiene que ver con
la visión que de la justicia constitucional se tiene en la Europa democrática, a la
que ya pertenece Hungría.

V. El instituto que venimos analizando ha sido recepcionado, además ya de en


Brasil, en otros diversos países de América Latina, en algunos de ellos, como es el
caso de Argentina y de México, no en el orden federal, sino en el de las Provincias
integrantes de la Nación Argentina y en el de las entidades federativas mexicanas.
La Provincia argentina de Río Negro o los Estados mexicanos de Veracruz,
Tlaxcala, Chiapas y Quintana Roo han acogido con una u otra denominación
institutos similares128. En algunos de ellos, el rol que ha sido conferido al órgano
jurisdiccional de control entraña su conversión en un órgano legislativo, lo que
supone una grave quiebra respecto de su naturaleza y un brutal atentado contra
el principio de la división de poderes, pero de ello nos ocuparemos de modo
específico más adelante.

6. El debate en torno a las vías idóneas con las que hacer frente al
control de las omisiones relativas

Particularmente problemática se ha revelado en sede dogmática la cuestión de


dilucidar la mayor o menor idoneidad de las vías de control abstracto y concreto
para la fiscalización de las omisiones relativas, esto es, de aquellas que entrañan
una vulneración del principio de igualdad. Como es obvio, este problema se
presenta como real en aquellos países, como Portugal, en que existe un instituto
procesal de control abstracto.
La estrechísima conexión entre omisión legislativa y vulneración de derechos
constitucionales de resultas de la inacción del legislador explica perfectamente
que en Alemania y en España, países que cuentan con un específico instituto
de tutela en sede constitucional de los derechos y libertades, hayan sido
el Verfassungsbeschwerde y el recurso de amparo los cauces habituales de
desencadenamiento de esta fiscalización. Y la misma razón contribuye a explicar,
que en Italia hayan sido los jueces ordinarios quienes hayan desencadenado el

128
Cfr. al efecto, Francisco FERNÁNDEZ SEGADO: La justicia constitucional: una visión de Derecho
comparado, Dykinson, Madrid, 2009, tomo I, pp. 1112 y ss.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1063

control que nos ocupa con ocasión de su conocimiento de litis concretas en las que
habían de aplicarse normas que, a su juicio, eran dudosamente constitucionales.
El argumento precedente adquiere un peso específico mayor en el concreto
supuesto a que aludimos: el de las omisiones relativas, que presuponen la exis-
tencia de un texto legislativo que genera, por su carácter parcial o incomplitud,
un trato diferencial vulnerador del principio de igualdad, que suele desencadenar
una exclusión arbitraria de beneficio. Es fácilmente comprensible, que sea con
ocasión de la aplicación del texto legal cuando más perceptiblemente se pueda
manifestar el vicio de la omisión inconstitucional. En tal argumentación se han
apoyado aquellos sectores de la doctrina partidarios de encauzar todo posible
control de las inacciones legislativas a través de los antes mencionados cauces
procesales, rechazando la constitucionalización de instrumentos específicos de
control de las omisiones. No vamos a retornar a esta polémica. Ya nos hemos
pronunciado acerca de cómo, a nuestro juicio, la constitucionalización de tales
mecanismos procesales, allí donde se ha producido, responde a unas causas
perfectamente justificadas. Que la aplicación práctica de esos instrumentos haya
sido decepcionante, que desde luego lo ha sido, en nada obsta a lo anterior.
El debate en torno a la cuestión abordada ha adquirido perfiles de mayor
trascendencia y gravedad en países como Portugal, entre otras razones, porque
la existencia de un instituto específico de control de las omisiones ha supuesto,
por mor de la interpretación del Tribunal Constitucional, el encauzamiento de la
fiscalización de cualquier tipo de omisión, con independencia de que la misma
sea absoluta o relativa, a través del mencionado instrumento procesal, lo que no
ha dejado de desencadenar serias distorsiones. A ellas pasamos a referirnos.
El problema principal que se suscita en nuestro vecino país es el de la vía
procesal a utilizar para el control de las omisiones parciales o relativas. ¿Cabe
reconducir su fiscalización al control por acción? Un amplio sector de la doctrina
portuguesa se ha mostrado bastante acorde en la conveniencia del control por vía
de acción de este tipo de omisiones vulneradoras del principio de igualdad. Así,
Miranda129 ha admitido tal vía de control siempre que dichas omisiones “acarretem
um tratamento mais favorável ou desfavorável prestado a certas pessoas ou a
certas categorias de pessoas, e nâo a todas as que estando em situaçâo idêntica
ou semelhante, deveriam também ser contempladas do mesmo modo pela lei”.
En semejante dirección, Alves Correia130 considera, que las omisiones relativas,
que derivan básicamente de la incomplitud de la medida, pueden dar origen a una
“inconstitucionalidade por açâo” por violación del principio de igualdad, y no, por
contra, a una inconstitucionalidad por omisión.
Es bastante evidente a nuestro entender, que en los casos de omisiones relativas,
el control de la inconstitucionalidad por acción será más útil para los ciudadanos

129
Jorge MIRANDA: Manual de Direito Constitucional, tomo VI (Inconstitucionalidade e Garantía
da Constituiçâo), Coimbra Editora, Coimbra, 2001, p. 290.
130
Fernando ALVES CORREIA: Direito Constitucional. A Justiça Constitucional, Almedina, Coimbra,
2001, p. 476.
1064 EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS

que el control por omisión, siempre que el Tribunal Constitucional sea capaz de
adoptar algunas de las técnicas decisorias que hemos contemplado al referirnos al
BVerfG o a la Corte costituzionale. No lo será (particularmente cuando la ley establez-
ca un beneficio) si el Tribunal se limita sin más a declarar la nulidad del precepto
que genera el trato discriminatorio. Puede pensarse en la posible reparación de la
situación inconstitucional a través del control difuso, que en Portugal asumen los
tribunales ordinarios131 ; sin embargo, esta vía procesal presenta el serio problema
de que los efectos de las sentencias se circunscriben al caso concreto. Y ello no sólo
cuando quien aprecia la inconstitucionalidad es el juez ordinario, sino también
cuando quien la verifica es el Tribunal Constitucional. Cabe recordar al respecto,
que lo normal será que el problema de constitucionalidad termine llegando al
Tribunal Constitucional, que para apreciar la inconstitucionalidad de la norma
con efectos erga omnes, necesita de la verificación de tal inconstitucionalidad
en tres casos concretos; mientras tal triple pronunciamiento no se produzca, los
efectos de las sentencias del Tribunal Constitucional se circunscribirán también al
caso concreto, todo lo cual, de facto, acentúa la dificultad de proceder con cierta
rapidez a la subsanación de la quiebra del principio de igualdad a través de esta vía
del control concreto o con ocasión de la aplicación de la ley, en este caso, de la ley
parcial generadora de la omisión relativa.
No ha de extrañar por lo expuesto, que ciertos autores se hayan mostrado
especialmente críticos frente al empleo de la vía procesal del control omisivo para
hacer frente a la fiscalización de las omisiones relativas. Ha sido Medeiros quien
con más detenimiento se ha ocupado del tema132. A su juicio, aún pudiéndose
aceptar la aplicación acumulativa de los regímenes de fiscalización de la inconsti-
tucionalidad por acción y por omisión respecto a las leyes que, de resultas de una
omisión relativa, se presentan como discriminatorias, no puede aceptarse que,
en la opción por uno de ellos, se prefiera el régimen prácticamente inocuo de la
fiscalización de la inconstitucionalidad por omisión. La dualidad de fundamentos
de la inconstitucionalidad no puede implicar la prevalencia del estatuto más
favorable para el mantenimiento de la situación inconstitucional. Por lo mismo,
el citado autor cree forzoso reconocer, que el régimen de la fiscalización de la
inconstitucionalidad por omisión no se aplica a las leyes que conceden derechos
con violación del principio de igualdad.
Pereira da Silva, desde una perspectiva más amplia del problema133, puesto
que no atiende tan sólo al control de las omisiones relativas, sino a la fiscalización
de todo tipo de omisiones, se inclina decididamente a favor de complementar el
diseño portugués actual de la açâo de inconstitucionalidade por omissâo a través
del reconocimiento de la facultad de los tribunales ordinarios de llevar a cabo la
fiscalización en el caso concreto de las omisiones legislativas. Para el mencionado

131
Cfr. al respecto, Francisco FERNÁNDEZ SEGADO: La justicia constitucional: una visión de
Derecho comparado, tomo I, Dykinson, Madrid, 2009, pp. 778 y ss.
132
Rui MEDEIROS: A Decisâo de Inconstitucionalidade , op. cit., p. 520.
133
Jorge PEREIRA DA SILVA: Dever de legislar e protecçâo jurisdicional contra omissôes legislativas,
op. cit., pp. 167 y ss.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1065

autor, la única razón esgrimible para impedir el control concreto de las omisiones
inconstitucionales por cualquier tribunal en el caso sub judice, se encuentra en la
interpretación literal del art. 204 de la Constitución portuguesa (“Apreciaçâo da in-
constitucionalidade”), que al contemplar la fiscalización de la inconstitucionalidad
por los órganos jurisdiccionales ordinarios se refiere a las “normas que infrinjan
lo dispuesto en la Constitución o los principios en ella configurados”. Al derivar
la inconstitucionalidad por omisión de la ausencia de norma (salvo cuando se
trate de una omisión relativa), faltaría el objeto de la fiscalización. Y no habiendo
fiscalización difusa al amparo del art. 204, tampoco puede haber fiscalización
concreta concentrada, porque en ella, de acuerdo con el art. 280 de la propia Carta
constitucional lusa, los recursos ante el Tribunal Constitucional han de tener por
base una decisión judicial aplicativa de normas o que rechace su aplicación. Tales
objeciones no serían en modo alguno impeditivas del control si se optase por
una visión normativista de la omisión, con arreglo a la cual, de la inactividad del
legislador no resulta una “nada” o un “vacío”, sino una prescripción de sentido
negativo, o dicho de otro modo, que la inactividad del legislador, inserta en un
contexto lógico y teleológico, adquiere la naturaleza, la función y el efecto de una
norma negativa o de exclusión.
No ha sido la precedente la interpretación del Tribunal Constitucional
portugués. Sus Acuerdos 32/90, 499/97 y 500/99, entre otros, pueden ofrecer una
buena muestra de ello.
Por lo demás, innecesario es decir que en el problema que ahora abordamos
(control de las omisiones relativas) la objeción precedentemente expuesta aún
sería menos pertinente si se piensa en que en tales casos la omisión no es fruto
de la ausencia de un texto legislativo, sino de su incomplitud, de su parcialidad.
En definitiva, hemos de reivindicar un rol activo por parte de los jueces y
tribunales ordinarios, particularmente en lo que atañe al desencadenamiento del
control de las omisiones relativas, a través, allí donde tal instrumento procesal
existe, del planteamiento de una cuestión de inconstitucionalidad. Este argumento
debería dirigirse en Portugal en favor del conocimiento por esos mismos órganos
judiciales –legitimados, como ya se ha dicho, para llevar a cabo un control difuso
e in casu de la constitucionalidad– de las omisiones relativas (y aún diríamos
que de las absolutas, cuando la ausencia de un texto legislativo se traduzca en
la aplicación de una norma preconstitucional en contradicción con la Norma
suprema) supuestamente vulneradoras de la Constitución. En cualquier caso, y a
la vista del art. 280 de la Constitución lusa, que prevé un específico recurso ante
el Tribunal Constitucional frente a las decisiones de los tribunales ordinarios
dictadas tras haber llevado a cabo un control de constitucionalidad134, sería
necesario reivindicar al unísono una reforma de la previsión constitucional del art.
281.3, que exige la declaración de inconstitucionalidad de una norma en tres casos

134
A tenor del art. 180.1 del vigente texto de la Constitución portuguesa: “Cabe recurso ante el
Tribunal Constitucional de las decisiones de los tribunales: a) Que rechacen la aplicación de cualquier
norma con fundamento en su inconstitucionalidad. b) Que apliquen una norma cuya inconstitucio-
nalidad haya sido suscitada durante el proceso”.
1066 EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS

concretos para que tal inconstitucionalidad quede dotada de fuerza obligatoria


general. Sólo así podría ser realmente operativo este control.

7. ¿Juez constitucional versus legislador?: el debate sobre los efectos de


la declaración de inconstitucionalidad por omisión

Uno de los más relevantes problemas dogmáticos que suscita la posible declara-
ción de la inconstitucionalidad de una omisión legislativa atañe a los efectos de la
misma, y en ello existe una amplia convergencia doctrinal. Como al efecto escribe
Ribes135, “la difficulté réside pour le juge constitutionnel dans l´établissement d´un
remède approprié à cette pathologie particulière de la loi”. Por supuesto, conviene
señalar desde este mismo momento que los efectos en cuestión se hallan lejos de
ser unívocos, pues, inexcusablemente, van a depender del tipo de recurso a cuyo
través se desencadene el pronunciamiento del juez constitucional.
La búsqueda de una solución se ha revelado especialmente dificultosa en
relación al instituto procesal de la acción de inconstitucionalidad por omisión.
No en vano en tal caso afloran con particular intensidad problemas de no fácil
solución, que en ocasiones conducen a fórmulas antitéticas. Y así, si de un lado
las dificultades prácticas de la concreción judicial de las imposiciones del juez
constitucional conducen al carácter platónico de que habla Canotilho136 –refi-
riéndose al específico instituto portugués de control de las omisiones– de las
órdenes, apelaciones o condenas del silencio legislativo, de otro, la salvaguarda
de la libertad de configuración del legislador puede no dar mucho más margen
a ese carácter de incitación o de reconvención que para el legislador tienen este
tipo de sentencias en Portugal o en Brasil.
Digamos desde una perspectiva general, y admitida la capacidad de las
sentencias constitucionales de innovar el orden legislativo preexistente, lo que es
propio de la función legislativa, que aun reconociendo los peculiares efectos de
las sentencias constitucionales, en modo alguno puede confundirse la naturaleza
jurisdiccional de las decisiones de un Tribunal Constitucional con el ejercicio de
la función legislativa. Es cierto, y así se reconoce pacíficamente por la doctrina,
que en su interpretación de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico
en conformidad con la misma, el juez constitucional desarrolla una actividad que
no se agota en la mera repetición de los mandatos jurídicos, sino que comporta
también opciones según criterios de oportunidad política137. Ahora bien, el juez

135
Didier RIBES: “Le juge constitutionnel peut-il se faire législateur? (À propos de la décision
de la Cour constitutionnelle d´Afrique du Sud du 2 décembre 1999)”, en Les Cahiers du Conseil
constitutionnel, nº 9, Mars 2000/ Septembre 2000, p. 2 del texto al que se accede al través de la página
web del Conseil: http://www.conseil-constitutionnel.fr/cahiers.
136
J.J. GOMES CANOTILHO: Constituiçâo dirigente e vinculaçâo do legislador, op. cit., p. 350.
137
Federico SORRENTINO: “Strumenti tecnici e indirizzi politici nella giurisprudenza della Corte
costituzionale”, en Scritti su la Giustizia Costituzionale. In onore di Vezio Crisafulli, CEDAM, Padova,
1985, tomo I, pp. 795 y ss.; en concreto, p. 795.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1067

constitucional no puede pretender suplantar al legislador en ningún caso, ni tan


siquiera con ocasión del control de las omisiones legislativas, ni aunque fuere
temporal o provisionalmente. La doctrina no deja al respecto resquicio alguno
a la duda. Y así, para von Brünneck, “the constitutional review process may not
actually sit in place of the legislature. It must pay regard to the freedom of discre-
tion with which the constitution has provided the legislature138. Y aunque debe
admitirse ciertamente, que en el ámbito de la fiscalización en sede constitucional
de las omisiones legislativas se favorece la tendencia expansiva del juez constitu-
cional frente al legislador, no puede perderse de vista que uno de los dos grandes
peligros que, como recuerda Zweigert, amenazan a un Tribunal Constitucional,
es el de un cambio de su naturaleza a través de la usurpación de tareas evidentes
del legislador (“eine Usurpation von evidenten Aufgaben des Gesetzgebers”) 139.
Principios constitucionales de la máxima relevancia, como el de la división de
poderes, el de la legitimidad democrática del legislador y el del pluralismo, cons-
tituyen a nuestro entender barreras infranqueables que impiden la conversión del
juez constitucional en legislador en ningún momento ni circunstancia, tampoco
con ocasión del control de las omisiones legislativas. Piénsese, por ejemplo, en
que el respeto de la libertad configuradora del legislador adquiere particularísima
relevancia cuando la norma constitucional ofrece múltiples posibilidades de
desarrollo. Como aduce Silvestri en referencia a la Corte costituzionale, aun
cuando su reflexión tenga un valor muchísimo más amplio, “la Corte non può e
non deve prendere partito quando da una stessa norma costituzionale discendeno
possibilità diverse di attuazione” 140.
Ciertamente, no faltan voces proclives a una matizada relativización en este
ámbito del principio de división de poderes, no obstante que éste, innecesario es
decirlo, sigue desempeñando una función fundamental en el sistema democrático141.
En Alemania, Birke, en específica alusión al control de las omisiones legislativas,
ha podido escribir, que “el principio de la división de poderes no puede encontrar
aplicación cuando uno de los poderes, esto es, el legislador, no ejercita las funciones

138
Alexander von BRÜNNECK: “Constitutional Review and Legislation in Western Democracies”,
en Christine Landfried (Ed.), Constitutional Review and Legislation. An International Comparison,
Nomos Verlagsgesellschaft, Baden-Baden, 1988, pp. 219 y ss.; en concreto, p. 256.
139
Konrad ZWEIGERT: “Einige rechtsvergleichende und kritische Bemerkungen zur Verfassungs-
gerichtsbarkeit”, en Bundesverfassungsgericht und Grundgesetz (Festgabe aus Anlass des 25 jährigen
Bestehens des Bundesverfassungsgerichts), herausgegeben von Christian Starck, Erster band (primer
volumen), J.C.B. Mohr (Paul Siebeck), Tübingen, 1976, pp. 63 y ss.; en concreto, p. 74. El otro peligro
que, según Zweigert, se cierne sobre un Tribunal Constitucional es el de una autoalienación a través
de un déficit de realidad (“eine Selbstentfremdung durch ein Realitätsdefizit”).
140
Gaetano SILVESTRI: “Le sentenze normative della Corte costituzionale”, en Giurisprudenza
Costituzionale, anno XXVI, fasc. 8/10, 1981, pp. 1684 y ss.; en concreto, p. 1719.
141
En pocas, pero acertadas, palabras compendia Rostow la relevancia del principio en cuestión:
“The separation of powers under the Constitution serves the end of democracy in society by limiting
the roles of the several branches of government and protecting the citizen, and the various parts of the
state itself, against encroachments from any source. The root idea of the Constitution is that man can
be free because the state is not”. Eugene V. ROSTOW: “The democratic character of judicial review”,
en Harvard Law Review, Volume 66, December 1952, pp. 193 y ss.; en concreto, p. 195.
1068 EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS

que tiene atribuidas142. A su vez, Scholz razona, que los límites sobre el control
constitucional y la función política no siempre son unívocos y que también el poder
legislativo, ocasionalmente, ha asignado al BVerfG, al menos fácticamente, el papel
de “legislador sustituto” por obra de sus propias falencias u omisiones143. En análoga
dirección, Schlaich argumenta, que el principio de la división de poderes prevé
la complementariedad y el apoyo por parte de todas las instituciones respecto de
aquellos órganos que no se encuentren en condiciones de concluir completamente
sus funciones144. Según este planteamiento funcional, el BVerfG , por ejemplo,
podría colmar provisionalmente un vacío legislativo, desarrollando las funciones
propias del legislador. En fin, el mismo Bachof se ha referido a cómo los Tribunales
Constitucionales, en ocasiones, adoptan una regulación transitoria, por lo que, en
cierto modo, actúan como legisladores sustitutos145.
Con todo, no obstante las apreciaciones que preceden, creemos que sería erró-
neo pensar en que cuando el Tribunal Constitucional federal ha podido adoptar
decisiones que parecieran convertirlo en legislador sustituto, ello lo ha hecho para
suplantar al legislador. Bachof ha efectuado al respecto una precisión de interés,
al subrayar que la asunción transitoria por los Tribunales Constitucionales de
funciones propias del legislador no la llevan a cabo “para ganarle de mano al
legislador, sino precisamente para todo lo contrario, esto es, para salvaguardarle
la necesaria libertad de movimiento requerida para una regulación definitiva”146.
Las reflexiones que anteceden pueden considerarse una obviedad y, en cuanto
tal, algo innecesario de mención. Sin embargo, el constitucionalismo comparado
nos revela la necesidad de insistir en ciertos aspectos dogmáticos por obvios que
puedan parecer, por cuanto no faltan sistemas que contradicen abiertamente tan
elementales principios. Podemos recordar al respecto, que al hilo del procedimien-
to de control de las omisiones legislativas, algunas entidades federativas de México
han convertido a sus órganos titulares de la justicia constitucional en verdaderos
colegisladores. Tal es el caso del Estado de Veracruz, en el que una reforma
constitucional del año 2000 ha habilitado al órgano de fiscalización, el Superior
Tribunal de Justicia del Estado, para que, una vez reconocida en sede judicial la
omisión legislativa inconstitucional y fijado un plazo de dos períodos de sesiones
ordinarias del Congreso del Estado para que éste expida la ley o decreto omisos, e
incumplida la expedición del texto, dicte las bases a que deben quedar sujetas las

142
BIRKE: Richterliche Rechtsanwendung und gesellschaftliche Auffassungen, Köln, 1968, p. 21.
Cit. por Nicolò TROCKER: “Le omissioni del legislatore e la tutela giurisdizionale...”, op. cit., p. 124,
nota 65.
143
Rupert SCHOLZ: “Alemania: cincuenta años de la Corte Constitucional Federal”, en Anuario
de Derecho Constitucional Latinoamericano, Konrad Adenauer Stiftung, edición 2002, pp. 57 y ss.; en
concreto, p. 72.
144
Klaus SCHLAICH: “Corte costituzionale e controllo sulle norme nella Repubblica Federale di
Germania”, en Quaderni Costituzionali, anno II, nº 3, Dicembre 1982, pp. 557 y ss.; en concreto, p.
584.
145
Otto BACHOF: “Nuevas reflexiones sobre la jurisdicción constitucional entre Derecho y política”,
en Boletín Mexicano de Derecho comparado, año XIX, nº 57, Septiembre/Diciembre 1986, pp. 837 y
ss.; en concreto, pp. 848-849.
146
Ibidem, p. 849.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1069

autoridades hasta que se expida la ley o decreto omisos. De esta forma, el Tribunal
se convierte en legislador. Algo análogo puede decirse del Estado de Chiapas, en
el que, tras la reforma constitucional del año 2007, el Tribunal Constitucional del
Estado que en ese mismo momento se crea asume similar función legislativa en
un supuesto sustancialmente semejante.
Unas previsiones como las que se acaban de mencionar nos parecen por entero
inaceptables en cuanto claramente atentatorias contra la libertad de configuración
del legislador, el cual, como es bien sabido, en modo alguno se encuentra respecto
de la Constitución en la misma situación que el poder reglamentario respecto
de la ley. El legislador se halla lejos de ser un mero ejecutor de la Constitución,
cuyas cláusulas abiertas le permiten diferentes desarrollos normativos, que a su
vez el poder legislativo, que actualiza de modo permanente la voluntad soberana
del pueblo, está plenamente legitimado para precisar en una u otra dirección,
innecesario es decir que con respeto en todo caso de las cláusulas constitucionales.
A nuestro entender, es un tópico decir que la conversión del juez constitucional
en legislador conculca de modo frontal el principio de la división de poderes,
una de las claves de bóveda de la arquitectura constitucional, pero conviene
añadir, que lo grave de tal vulneración no es tan sólo que un poder del Estado
asuma la función reservada a otro, sino que se asuma la función legislativa sin
quedar sujeto a responsabilidad alguna, pues es patente que el poder legislativo,
al inclinarse en su diseño normativo por una de las varias opciones de desarrollo
que la Constitución le permite, ejerce una opción política para la que se encuentra
específicamente legitimado y a la que, se quiera o no, se anuda una responsabi-
lidad que el cuerpo electoral puede sancionar en el momento en que acuda a las
urnas. Como escribiera Simon en alusión a su país, aunque sea una reflexión sin
fronteras, la decisión del constituyente alemán en favor de una democracia asen-
tada en la división de poderes veda una interpretación sin límites que, eludiendo
la reforma constitucional, difumine los lindes entre interpretación y potestad
normativa y haga subrepticiamente soberano a quien únicamente es custodio
de la Constitución147. Y esta reflexión, que compartimos por entero, creemos que
puede proyectarse válidamente sobre el problema que nos ocupa.
No es ajeno a las reflexiones anteriores que las Constituciones portuguesa y
brasileña hayan privado al juez constitucional de toda posibilidad de suplir la
omisión del legislador cuando, conociendo del instituto de control de la misma,
lleguen a la conclusión de que la inacción es contraria a la Constitución. Más aún,
ni tan siquiera han previsto la posibilidad de que el juez constitucional, declarada
la inconstitucionalidad de la omisión legislativa, pueda fijar compulsivamente
un plazo al legislador a fin de que éste, dentro del mismo, proceda a dictar la ley
omisa.

147
Helmut SIMON: “La Jurisdicción Constitucional”, en Benda, Maihofer, Vogel, Hesse y Heyde,
Manual de Derecho Constitucional, IVAP/Marcial Pons, Madrid, 1996, pp. 823 y ss.; en concreto,
p. 854.
1070 EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS

Cuestión por entero distinta de la anterior, y en la que no vamos a entrar, es


la atinente a la valoración de la mayor o menor funcionalidad de los efectos de
la declaración de inconstitucionalidad de una omisión absoluta, constatada a
través de un control abstracto. Los efectos son, qué duda cabe, bastante limitados,
pero ello no quiere decir que no se pueda extraer de tales declaraciones alguna
consecuencia de interés. La más relevante, a nuestro juicio, es la de publicitar la
inconstitucionalidad en que ha incurrido el legislador, que en ciertos contextos
puede tener una significativa trascendencia. De hecho, podrá actuar de antídoto,
de eficacia limitada si se quiere, frente a los legisladores de aquellos países con
una reconocida tradición de sistemático incumplimiento de las normas constitu-
cionales, como podría ejemplificar paradigmáticamente el legislador brasileño,
por lo menos el que antecede a la Constitución de 1988, lo que da pleno sentido
a la pluralidad de instituciones procesales, de control de la constitucionalidad de
la omisión y de tutela de los derechos frente a su vulneración resultante de una
inacción legislativa, que el constituyente brasileño consagró hace una veintena
de años.

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1976, pp. 63 y ss.
VIII. EL CONTROL DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS
POR EL BUNDESVERFASSUNGSGERICHT (BVerfG) *
EL CONTROL DE LAS OMISIONES LEGISLA
TIVAS POR EL...

SUMARIO

1. Reflexión previa.– 2. El Verfassungsbeschwerde como instrumento procesal frente a


las omisiones.– 3. El incumplimiento del deber de legislar por el legislador: la omisión
legislativa. La “exclusión arbitraria de beneficio”.– 4. La pluralidad de técnicas decisorias
del BVerfG.– 5. Las decisiones de apelación al legislador (Appellentscheidungen).– 6. Las
declaraciones de inconstitucionalidad sin nulidad (Unvereinbarkeitserklärungen).– 7. Las
decisiones interpretativas o de interpretación conforme a la Constitución (Verfassungs-
konforme Auslegung).–8. Bibliografía manejada–.

RESUMEN
La evolución de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional Federal alemán (BVerfG)
con respecto a las omisiones legislativas de larga duración es un excelente ejemplo para la
búsqueda de sus técnicas de decisión frente al problema de las violaciones de los derechos
resultantes de una omisión legislativa. El Tribunal Constitucional Federal ha creado una
pluralidad de tipos de decisiones por medio de las cuales el Tribunal pretende modificar
algunos de los efectos jurídicos concretos de las sentencias constitucionales con el objeto
de alcanzar una justicia material y funcional. Las decisiones de apelación al legislador y
las sentencias de inconstitucionalidad sin nulidad constituyen los tipos más originales.

ABSTRACT
The evolution of the BVerfG´s jurisprudence with regard the control of long-standing legisla-
tive inactions it is an excellent example for searching its decision´s techniques confronted
with the problem of the fundamental rights´ violations as a result of a legislative inaction.
The Federal Constitutional Court has created a plurality of types of decisions by means of
them the Court intends to modify some of particular juridical effects of the constitutional
rulings with an object of material and functional justice. The legislative appeal´s decisions
and the decisions of unconstitutionality without nullity constitute the most original types.

1. Reflexión previa

“Die Bundesrepublik Deutschland ist (...) nicht nur eine stabile Demokratie,
sondern auch ein stabiler, wehrhafter Rechtsstaat geworden” (La República Fede-

* Este trabajo fue publicado en la Revista Teoría y Realidad Constitucional, nº 22, 2º semestre
2008, pp. 93 y ss. Ahora ha sido revisado y ligeramente ampliado.
1076 EL CONTROL DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS POR EL BVerfG

ral Alemana no sólo es una democracia estable, sino que ha llegado a ser también
un Estado de Derecho capaz de defenderse). Es ésta una de las conclusiones
con las que Scholz finaliza un trabajo1 realizado con ocasión del cincuentenario
del Tribunal Constitucional Federal (BVerfG), en el que trata de dar respuesta al
sugestivo interrogante de si el Tribunal es un guardián de la Constitución (“Hüter
der Verfassung”) o un legislador sustituto (“Ersatzgesetzgeber”). Tal reflexión nos
parece muy pertinente para empezar el estudio de la fiscalización llevada a cabo
en Alemania, en sede constitucional, de las omisiones legislativas, por cuanto
la evolución seguida al efecto por la jurisprudencia del BVerfG creemos que es
un excelente ejemplo de la búsqueda de fórmulas con las que tratar de dar una
respuesta jurídica, demandada por el Estado de Derecho, a cuyo través poder
hacer frente a un problema de más que notable trascendencia constitucional como
es el de las lesiones de derechos fundamentales resultantes de las omisiones del
legislador.
El Tribunal Constitucional iba a partir de una posición contraria a la fisca-
lización de las omisiones legislativas, careciendo además de un instrumental
adecuado con el que hacerles frente, no obstante lo cual, progresivamente, iba a
ir modulando su posición, primero, admitiendo el recurso de queja constitucional
(Verfassungsbeschwerde) como vía procesal adecuada para hacer frente a las
omisiones del legislador vulneradoras de derechos fundamentales del recurrente,
recurso que más tarde iba asimismo a admitirse frente a las sentencias de los
órganos jurisdiccionales superiores lesivas de derechos, de resultas, básicamente,
de la inexistencia de normas legislativas que diesen plena eficacia a determinadas
disposiciones constitucionales. Finalmente, no obstante la específica previsión
del art. 100.1 de Ley Fundamental (Grundgesetz, GG)2, el BVerfG ha reconocido
la posibilidad de un control concreto incidental de las omisiones del legislador.
Es por todo ello por lo que se ha podido afirmar, con evidente razón, que el caso
alemán es un buen ejemplo de cómo superar objeciones de tipo procesal para
proporcionar a los ciudadanos protección jurisdiccional en supuestos de omisión
inconstitucional3.
El análisis del control de las omisiones del poder legislativo por el Bundes-
verfassungsgericht exige atender a dos cuestiones diferenciadas: la primera de
ellas es la del instrumento procesal utilizado para hacerles jurídicamente frente;
la segunda, la de las técnicas decisorias a las que el BVerfG ha recurrido para
pronunciarse en relación al control de las omisiones del legislador.

1
Rupert SCHOLZ: “Das Bundesverfassungsgericht: Hüter der Verfassung oder Ersatzgesetzge-
ber?”, en Aus Politik und Zeitgeschichte, Band 16/1999, pp. 3 y ss.; en concreto, p. 8.
2
El art. 100.1 GG contempla un instituto procesal análogo al de la cuestión de inconstitucionalidad
del art. 163 de la Constitución española, refiriéndose específicamente a que el tribunal debe considerar
inconstitucional “una ley” (“Hält ein Gericht <ein Gesetz>...”) de cuya validez ha de depender la decisión
(“auf dessen Gültigkeit es bei der Entscheidung ankommt”). Obviamente, tal dicción presupone que
el planteamiento de la cuestión venga referido a una ley vigente, no a una omisión legislativa.
3
Jorge PEREIRA DA SILVA: Dever de legislar e protecçâo jurisdicional contra omissôes legislativas,
Universidade Católica Editora, Lisboa, 2003, p. 190.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1077

2. El Verfassungsbeschwerde como instrumento procesal frente a las


omisiones

I. El art. 92 de la Ley del Tribunal Constitucional Federal (Gesetz über das


Bundesverfassungsgericht, BVerfGG)4, al contemplar la fundamentación de la queja
(“der Begründung der Beschwerde”), esto es, del recurso de queja constitucional
(Verfassungsbeschwerde), exige que se especifique el derecho presuntamente
vulnerado y la acción u omisión de los órganos o autoridad (“die Handlung oder
Unterlassung des Organs oder der Behörde”) por la que se sienta lesionado el
recurrente. Quiere ello decir, que a diferencia de lo que se prevé respecto del
control normativo abstracto y concreto o incidental, en el recurso de queja se alude
de modo específico a la posible lesión de derechos derivada de una omisión. Más
aún, el art. 95.1 BVerfGG determina, que si se estimare el recurso de queja consti-
tucional, se hará constar en la resolución (“in der Entscheidung”) qué prescripción
de la Ley Fundamental (“welche Vorschrift der Grundgesetzes”) y a través de qué
acción u omisión (“und durch welche Handlung oder Unterlassung”) han sido
violados. Tal norma no hace sino corroborar lo anteriormente dicho: también por
intermedio de una omisión puede conculcarse la Grundgesetz, particularmente en
lo que a los derechos fundamentales atañe.
La doctrina, ya a los pocos años de vida del Tribunal, se ocupaba con cierto
detalle de la cuestión de la admisibilidad de los recursos de queja frente a lesiones
de derechos fundamentales resultantes de omisiones del legislador5, suscitán-
dose como tema estrechamente conexo con el precedente, el de la posibilidad
de configurar un derecho público subjetivo a un comportamiento activo del
legislador, derecho, por lo general, siempre rechazado. Kalkbrenner se plantearía
asimismo la cuestión de las omisiones del poder reglamentario (“Unterlassen des
Verordnungsgebers”)6, o lo que es igual, si cabía una coercibilidad para dictar este
tipo de normas reglamentarias (“derErzwingbarkeit der Erlassen einer solchen
Verordnung”) en aquellos casos en que hubiera una violación (por omisión)
de derechos fundamentales. A su juicio, era una opinión reconocida, que el
individuo, a través del instituto del recurso de queja constitucional (equivalente a
nuestro recurso de amparo constitucional), podía buscar una actuación del poder
reglamentario (“ein Handeln des Verordnungsgebers”).

4
Como es bien sabido, la BVerfGG es de 12 de marzo de 1951. Ha sido modificada en
diversas ocasiones. Nosotros manejamos el texto de la Ley del Tribunal Constitucional Federal
en la versión promulgada el 11 de agosto de 1993. Puede verse en la obra, Grundgesetz,
Menschenrechtskonvention, Europäischer Gerichtshof, Bundesverfassungsgerichtsgesetz, Parteiengesetz,
Untersuchungsausschussgesetz, 41. Auflage, Deutscher Taschenbuch Verlag, München, 2007, pp. 145
y ss.
5
Tal sería el caso, por ejemplo, de SEIWERTH: Zur Zulässigkeit der Verfassungsbeschwerde
gegenüber Grundrechtsverletzungen des Gesetzgebers durch Unterlassen, Berlin, 1962. Asimismo,
Helmut KALKBRENNER: “Verfassungsauftrag und Verpflichtung des Gesetzgebers”, en Die Öffentliche
Verwaltung (DÖV), 16. Jahrgang, Heft 2, Januar 1963, pp. 41 y ss.
6
Helmut KALKBRENNER: “Verfassungsauftrag und Verpflichtung des Gesetzgebers”, op. cit.,
pp. 50-51.
1078 EL CONTROL DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS POR EL BVerfG

También en los años sesenta, Denninger, aún admitiendo el cauce del recurso
de queja constitucional para combatir las omisiones del legislador vulneradoras
de un derecho fundamental, se inclinaba a favor de ciertas cautelas para que
el BVerfG pudiera constatar de modo efectivo la existencia de una violación
constitucional. La comprobación de una lesión constitucional a través de la
omisión (“Bei der Feststellung einer Verfassungsverletzung durch Unterlassen”)
–razonaba Denninger7– se ha de tomar en consideración de forma seria en razón
de la libertad dispositiva de los legisladores (“der gesetzgeberischen Dispositions-
freiheit”), del carácter político de la formación de la voluntad (“den politischen
Charakter der Willensbildung”) y, en muchos casos, también de resultas del
carácter programático de los mandatos constitucionales (“den Plancharakter der
Verfassungsauftrages”).
Incluso un autor como Friesenhahn, que en el bien conocido e importante
Coloquio Internacional de Heidelberg sobre la justicia constitucional celebrado
en 1961, se mostraba, por principio, contrario a que un recurso de queja constitu-
cional contra una omisión del legislador pudiera ser tomado en consideración8, de
inmediato matizaba su opinión al razonar que, a la vista de que la Grundgesetz da
al legislador el encargo de dictar determinadas leyes, conectadas con el principio
del Estado social (“Sozialstaatsprinzips”), como, por ejemplo, el art. 33.5 GG,
que encomienda al legislador la regulación del régimen jurídico de la función
pública (“das Recht des öffentlichen Dienstes”) con respeto a los principios tradi-
cionales de la profesión funcionarial (“der hergebrachten Grundsätze des Berufs-
beamtentums”), una omisión del legislador que violara el principio de igualdad
o los principios tradicionales del empleo público, podía ser hecha valer a través
del Verfassungsbeschwerde9. Friesenhahn admitía finalmente, que el BVerfG había
compendiado su opinión (“seine Auffassung”) al respecto en el siguiente axioma
(“Leitsatz”): “Si el legislador realiza tan sólo parcialmenter la tarea de promulgar
unas determinadas leyes, a consecuencia de una interpretación inexacta de la
Ley Fundamental (“unrichtiger Auslegung des Grundgesetzes”) y viola, a través
de la no consideración de todas las circunstancias (“durch die Nichtberücksichti-
gung”), los derechos fundamentales del art. 3º GG de determinados sectores de la
población (“eines bestimmten Bevölkerungskreises Grundrechte aus Art. 3 GG”),
puede ser interpuesto contra su omisión un recurso de queja constitucional”10. En
definitiva, Friesenhahn, que, recordémoslo, fue Juez del Tribunal Constitucional
Federal, compendiaba el criterio al respecto del propio Tribunal en la posición
proclive de éste a conocer, a través de un recurso de queja constitucional, de las que
7
Erhard DENNINGER: “Verfassungsauftrag und gesetzgebende Gewalt”, en Juristenzeitung (JZ),
nummer 23/24, 9. Dezember 1966, pp. 767 y ss.; en concreto, p. 772.
8
“Eine Verfassungsbeschwerde –escribe Friesenhahn– gegen ein Unterlassen des Gesetzgebers
kommt grundsätzlich nich in Betracht”. Ernst FRIESENHAHN: “Die Verfassungsgerichtsbarkeit in
der Bundesrepublik Deutschland”, en Verfassungsgerichtsbarkeit in der Gegenwart (Länderberichte und
Rechtsvergleichung), Herausgegeben von Hermann Mosler, (Max-Planck-Institut für Auslandisches
Öffentliches Recht und Völkerrecht), Carl Heymanns Verlag KG, Köln/Berlin, 1962, pp. 89 y ss.; en
concreto, p. 149.
9
Ibidem, p. 150.
10
Ibidem, p. 150.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1079

casi un decenio antes otro Juez constitucional, Wessel11, había tildado de relatives
Unterlassen (omisiones relativas), contraponiéndolas a las absolutes Unterlassen
des Gesetzgebers. No era una posición la suya especialmente novedosa.
Al analizar los diversos aspectos del Verfassungsbeschwerde frente a las omisio-
nes del legislador, la doctrina no ha parecido albergar la más mínima duda acerca
de la obligatoriedad que para el poder legislativo tiene el cumplimiento de una
sentencia constitucional en la que se constate la inconstitucionalidad resultante
de una omisión. Una decisión dictada en sede constitucional en el marco de un
recurso de queja constitucional –escribe Schenke en un amplio estudio sobre
las garantías jurídicas frente a las omisiones de normas jurídicas12– obliga al
legislador a través de la realización de la ley (“durch Vornahme des Gesetzes”) a
eliminar las omisiones inconstitucionales.
En fin, por aludir a algún otro problema que se ha suscitado en torno al tema
que nos ocupa, la doctrina se ha planteado la cuestión de la vigencia del principio
de la subsidiariedad del recurso de queja en los supuestos de omisión de normas.
Como es bien sabido, y constituye jurisprudencia muy reiterada, el recurso de
queja constitucional no es un recurso adicional, o lo que es igual, un instrumento
procesal que se suma a los existentes ante los jueces y tribunales ordinarios con
vistas a recabar la tutela de un derecho fundamental supuestamente transgredido;
bien al contrario, se trata de un recurso extraordinario para la tutela de los
Grundrechte (derechos fundamentales), al margen ya de algunos otros derechos
a los que alude de modo específico el art. 93.4, a/ de la Ley Fundamental, tras la
reforma introducida en ella por la Ley de 29 de enero de 1969, , frente a aquellas
transgresiones de los mismos llevadas a cabo por los poderes públicos. Es por
lo mismo por lo que Weber ha podido afirmar13, que el Verfassungsbeschwerde
no es un recurso en sentido procesal, sino un remedio jurídico autónomo, y en
todo caso, uno de los rasgos característicos del mencionado recurso de queja
constitucional es su función subsidiaria respecto de los recursos ordinarios. En
conexión con la misma cuestión, Detterbeck se iba a plantear la problemática
de si ese principio procesal de subsidiariedad podía predicarse asimismo
de las omisiones normativas. A su juicio14, la presentación inmediata de los

11
WESSEL: “Die Rechtsprechung des Bundesverfassungsgerichts zur Verfassungsbeschwerde”,
en Deutsches Verwaltungsblatt (DVBl), 67. Jahrgang, Heft 6, 15. März 1952, pp. 161 y ss.; en concreto,
p. 164.
12
Wolf-Rüdiger SCHENKE: “Rechtsschutz gegen das Unterlassen von Rechtsnormen”, en
Verwaltungs-Archiv (VerwArch), 82. Band, Heft 3, 1. Juli 1991, pp. 307 y ss.; en concreto, p. 327.
13
Albrecht WEBER: “La Jurisdicción Constitucional de la República Federal de Alemania”, en
Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional, nº 7, 2003, pp. 495 y ss.; en concreto, p. 514. En
su versión original, cfr. Albrecht WEBER: “Die Verfassungsgerichtsbarkeit in der Bundesrepublik
Deutschland”, en Verfassungsgerichtsbarkeit in Westeuropa, Christian Starck und Albrecht Weber
(Hrsg.), 2. Auflage, teilband I (Berichte), Nomos, Baden-Baden, 2007, pp. 37 y ss. “Die Verfassungs-
beschwerde –ha escrito Weber (p. 52)– ist daher nicht ein Rechtsmittel im Sinne der Prozessordnung,
sondern ein eigenständiger Rechtsbehelf”.
14
Steffen DETTERBECK: “Subsidiarität der Verfassungsbeschwerde nach Art. 93 Abs. 1 Nr. 4
a GG auch bei normativem Unterlassen?”, en Die Öffentlichen Verwaltung (DÖV), Heft 20, Oktober
1990, pp. 858 y ss.; en concreto, p. 864.
1080 EL CONTROL DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS POR EL BVerfG

recursos de queja constitucionales por omisiones (“die Erhebung sofortiger


Unterlassensbeschwerden”), formalizados de conformidad con el nº 4, a/ del
art. 93.1 GG, fracasa a causa de la necesidad de agotamiento de la vía judicial
(“Rechtswegerschöpfung”) del inciso primero del art. 90.2 de la Ley del Tribunal
Constitucional Federal (BVerfGG)15. En definitiva, como el propio autor escribe
poco más adelante16, la inmediatez del recurso fracasa de resultas del principio
general de subsidiariedad por el que, con carácter general, se rige el recurso de
queja constitucional (“der allgemeinen Subsidiarität der Verfassungsbeschwerde”).

II. El Tribunal Constitucional Federal bien pronto iba a tener que enfrentarse
con el problema de las omisiones inconstitucionales del legislador. Ello iba a
acontecer en la Sentencia de 19 de diciembre de 1951, en la que el BVerfG se iba a
pronunciar acerca de un recurso de queja constitucional. Un ciudadano inutilizado
para trabajar y privado de otros medios de subsistencia, salvo una mínima pensión
mensual para mantener a sus tres hijos menores de edad, recurría ante el Tribunal
Constitucional Federal, reclamando del juez constitucional que se pronunciara
en el sentido de que el legislador, al no asegurar una más adecuada y decorosa
subsistencia, había violado diferentes derechos fundamentales proclamados por la
Ley Fundamental, y de modo particular, los garantizados por el art. 1º (“die Würde
des Menschen”, la dignidad de los hombres), 2º (“Recht auf die freie Entfaltung
seiner Persönlichkeit”, el derecho al libre desarrollo de su personalidad) y 3º (“Alle
Menschen sind vor dem Gesetz gleich”, igualdad de todos los hombres ante la ley).
El recurrente en queja demandaba además al BVerfG que determinase la obliga-
ción del Gobierno federal de presentar un proyecto de ley para la modificación
de la hasta ese momento vigente legislación.
El BVerfG reconoció en la mencionada sentencia, que de la sujeción a la
Constitución, y de modo muy particular a los Grundrechte, podían surgir para
los órganos judiciales y administrativos concretas obligaciones de actuar, cuya
inobservancia podía conducir al desencadenamiento de una auténtica omisión
inconstitucional lesiva de derechos fundamentales. Sin embargo, en la misma
decisión, el Tribunal, en línea de principio, excluyó que una inacción del legislador
pudiera dar lugar a una omisión inconstitucional17. No obstante ese fallo, Lechner,
al margen ya de alguna otra consideración18, pondría de relieve, que el hecho de

15
A tenor del inciso primero del art. 90.2 BVerfGG: “Ist gegen die Verletzung der Rechtsweg
zulässig, so kann die Verfassungsbeschwerde erst nach Erschöpfung des Rechtswegs erhoben werden”
(“Si contra la infracción –se refiere a toda lesión de derechos fundamentales causada por un poder
público (“durch die öffentliche Gewalt”)– fuese admisible la vía judicial, sólo podrá formularse el
recurso de queja constitucional después de agotada la vía judicial”).
16
Steffen DETTERBECK: “Subsidiarität der Verfassungsbeschwerde...”, op. cit., p. 864.
17
Nicolò TROCKER: “Le omissioni del legislatore e la tutela giurisdizionale dei diritti di libertà
(Studio comparativo sul diritto tedesco)”, en Archivio Giuridico “Filippo Serafini”, Vol. CLXXVIII,
Fascicoli 1-2, Gennaio/Aprile 1970, pp. 88 y ss.; en concreto, pp. 100-101.
18
Subraya Lechner, que la Sentencia del Tribunal Constitucional Federal de 19 de diciembre de
1951 deja claro, que la inadmisibilidad de los recursos de queja constitucional frente a las omisiones
del legislador, sean absolutas o relativas, (“Die Unzulässigkeit von Verfassungsbeschwerden gegen
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1081

que el Tribunal no reconociera la posibilidad de una inconstitucionalidad por


omisión del legislador, no entrañaba que el legislador no debiese extraer, en el
ámbito de sus competencias y de sus facultades legislativas, las conclusiones
necesarias de una sentencia como ésta19. En último término, lo que parecía estar
vedando esta sentencia, como objeto de fiscalización en sede constitucional, era
tan sólo la omisión absoluta del legislador, cual era por cierto el caso sub iudice,
pero no la omisión relativa. Esa vendría a ser por lo demás la interpretación
asumida por algunos autores alemanes y foráneos20.
El primer litigio verdaderamente relevante en torno a la omisión legislativa
iba a venir desencadenado por la cláusula del art. 117.1 GG, de conformidad con
la cual, las disposiciones que se opusieran al art. 3º.2 de la propia Grundgesetz
(principio de igualdad de derechos entre hombres y mujeres: “Männer und
Frauen sind gleichberechtigt”) podían permanecer en vigor hasta la adaptación
a dicho precepto de la Ley Fundamental, pero en ningún caso más allá del 31 de
marzo de 1953. Se trataba pues, de dar un margen de tiempo al legislador para
que procediese a acomodar la legislación en vigor a ese principio de igualdad de
género. Ante la omisión del legislador, transcurrido el plazo constitucionalmente
preestablecido, el BVerfG iba a declarar la plena eficacia de la cláusula de igualdad
del art. 3º.2 GG, con la subsiguiente derogación de toda norma que la conculcase.
Con ello, como dijera Picardi21, la jurisprudencia asumía la función de rellenar las
lagunas (nosotros hablaríamos más bien de suplir las omisiones) y de convertir
en plenamente operativa desde el punto de vista jurídico una norma que, hasta
ese momento, se entendía que, para su plena eficacia, requería de la interpositio
legislatoris,
Será en los años 1957 y 1958 cuando el BVerfG, en sus decisiones de 20 de
febrero de 1957 y 11 de junio de 1958, dictadas ambas en sendos recursos de queja
constitucional, abandonando sus primeras tomas de posición (particularmente,
la que parecía frontal oposición de la sentencia de diciembre de 1951, aunque,
como ya se ha expuesto, esa oposición se dirigía más bien hacia la omisión

–absolute und relative– Unterlassungen des Gesetzgebers”) no podría, por ejemplo, hacerse derivar del
art. 95 BVerfGG. Dr. LECHNER: “Zur Zulässigkeit der Verfassungsbeschwerde gegen Unterlassungen
des Gesetzgebers”, en Neue Juristische Wochenschrift (NJW), 8. Jahrgang, Heft 49, 9. Dezember 1955,
pp. 1817 y ss.; en concreto, p. 1819.
19
De la importancia de esta sentencia se haría eco explícitamente el propio Cappelletti. Mauro
CAPPELLETTI: La giurisdizione costituzionale delle libertà (Primo studio sul ricorso costituzionale),
Dott. A. Giuffrè Editore, Milano, 1955, p. 82.
20
Entre los alemanes, Wessel, en su clásico trabajo, “Die Rechtsprechung des Bundesverfassungs-
gerichts zur Verfassungsbeschwerde”, op. cit., p. 164. Y entre los foráneos, y más claramente aún,
como por lo demás se desprende de lo que se acaba de decir en la nota anterior, Cappelletti, quien
escribe literalmente: “quanto invece alle omissioni del legislatore, la giurisprudenza del Tribunale
costituzionale federale –ricordo soprattutto un´importante pronuncia del 19 dicembre 1951– è finora
nel senso che esse possano essere oggetto di ricorso solo nel caso che si tratti di <omissioni relative>...”.
Mauro CAPPELLETTI: La giurisdizione costituzionale delle libertà, op. cit., p. 82.
21
Nicola PICARDI: “Le sentenze <integrative> della Corte costituzionale”, en Aspetti e tendenze
del Diritto costituzionale, Scritti in onore di Costantino Mortati, Giuffrè Editore, Milano, 1977, vol. 4º,
pp. 597 y ss.; en concreto, p. 616.
1082 EL CONTROL DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS POR EL BVerfG

absoluta del legislador), admita de modo inequívoco que la inconstitucionalidad


podía producirse no sólo por vía de acción, sino también por la vía de la omisión
legislativa. El Tribunal Constitucional Federal iba a admitir la posibilidad de
tal quiebra constitucional por inacción en los supuestos de omisión parcial del
legislador, esto es, en aquellos casos en que, de resultas de contemplar en el texto
legal tan sólo a un grupo o fragmento de población, podía resultar quebrado el
principio de igualdad. Se daban así los primeros pasos para el reconocimiento
dogmático de la llamada “exclusión arbitraria de beneficio” (“willkürlicher
gleichheitswidriger Begüngstigungsausschluss”) por vulneración del principio de
igualdad, en cuanto, en último término, entrañaba una discriminación en el goce
de uno o más derechos de un grupo respecto de otro.
En la segunda de aquellas decisiones, la de 11 de junio de 1958, el BVerfG
se pronunció sobre un recurso de queja planteado frente a una ley federal que
establecía la remuneración de los funcionarios públicos. El Tribunal se manifestó
en el sentido de que aunque no estuviese legitimado para fijar los sueldos de
los funcionarios, disponía de elementos suficientes como para apreciar que, en
virtud de la alteración del coste de la vida, los valores establecidos por tal ley no se
correspondían a los parámetros mínimos a que se refiere el art. 33.5 de la Grund-
gesetz, (que alude a los principios fundamentales tradicionales del funcionariado
de carrera). El BVerfG no declaró la nulidad de la norma, porque de la misma no
se hubiera derivado sino un agravamiento del estado de inconstitucionalidad,
limitándose por tanto a constatar la violación constitucional. Con esta doctrina,
el BVerfG explicitó muy tempranamente, que omisión inconstitucional era no sólo
el incumplimiento absoluto de la obligación de legislar, sino también la ejecución
defectuosa o incompleta de ese mismo deber (omisión relativa, aunque también
omisión parcial o Teilunterlassung)22.
Estas tomas de posición jurisprudencial marcaban una pauta diferencial
más que notable respecto de años anteriores. Kalkbrenner así lo destacaba
al constatar en 1963 23, que al problema de las omisiones del legislador se
estaba prestando creciente atención en los últimos años tanto por parte de la
jurisprudencia (“Rechtsprechung”) como de los escritos o literatura jurídica
(“Schrifftum”), lo que no había acontecido en la época de la República de
Weimar (“die Zeit der Weimarer Republik”), en la que prevaleció la opinión de la
“soberanía y autoritarismo del legislador” (“Souveranität und Selbstherrlichkeit
des Gesetzgebers”). Recordemos el mayoritario rechazo de la vinculación del
legislador a los derechos fundamentales durante la época de Weimar. En esta
etapa, para el legislador, los derechos tan sólo valían como líneas orientadoras,

22
Cfr. al respecto, Gilmar FERREIRA MENDES: “O controle da omissâo inconstitucional”, en Jairo
Schäfer (organizador), Temas polêmicos do constitucionalismo contemporâneo, Conceito Editorial,
Florianópolis, 2007, pp. 137 y ss.; en concreto, p. 142.
23
Helmut KALKBRENNER: “Verfassungsauftrag und Verpflicht des Gesetzgebers”, op. cit., p. 41.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1083

tanto por su indeterminación material, como por la idea de la soberanía del


legislador estatal recibida del positivismo jurídico-público24.
Particularísima trascendencia tendría la Sentencia de 29 de enero de 1969.
Recordaremos ahora, que al estimar el recurso de queja constitucional interpuesto
frente a la decisión del Tribunal regional de Kiel, de priorizar la aplicación de
varias disposiciones preconstitucionales del Código Civil, aun cuando ello se
tradujera en una violación del principio de igualdad de los hijos habidos fuera
del matrimonio (“den unehelichen Kindern”) respecto de los hijos matrimoniales
(“den ehelichen Kindern”), sobre las propias cláusulas constitucionales, y en
particular sobre el art. 6º.5 de la Grundgesetz, que aún no había sido objeto del
correspondiente desarrollo constitucional, el Tribunal Constitucional Federal, a
la vista de la demora del legislador en el supuesto concreto, entendió que no era
exagerado suponer que se había llegado a la fecha del plazo adecuado o razonable
si el legislador, veinte años después de la entrada en vigor de la Ley Fundamental,
todavía no se había pronunciado sobre las normas de una parte fundamental de la
vida como son las que contempla el art. 6º.5 GG, pese a haber aprobado en el mis-
mo período de tiempo numerosas leyes que, desde el punto de vista constitucional,
eran mucho menos significativas y urgentes. Pero al margen de ello, el BVerfG iba
a entender que, una vez transcurrido el “plazo razonable” asegurado al Parlamento
para el cumplimiento del deber constitucional de legislar, al tratarse de una norma
constitucional bastante precisa, los jueces y tribunales ordinarios podían (más
bien habría que decir debían) aplicar la norma constitucional directamente. Con
tal doctrina, en último término, el Tribunal Constitucional estaba reiterando la
jurisprudencia que ya había establecido respecto del principio de igualdad de
hombres y mujeres (art. 3º.2 GG en su conexión con el art. 117.1 también de la
Grundgesetz).
Con la reiteración de esta doctrina, iba a quedar nítidamente clara la obli-
gación del legislador de actuar, aunque, según Trocker25, subsistiera la cuestión
de cómo forzar al legislador a hacerlo. En 1970, el mismo autor aventuraba una
solución alternativa con apoyo en el art. 35 BVerfGG, de acuerdo con el cual: “El
Tribunal Constitucional Federal puede decidir en su resolución (“Das Bundes-
verfassungsgericht kann in seiner Entscheidung bestimmen”) quién habrá de
ejecutarla (“wer sie vollstreckt”), y puede también en el caso concreto (“es kann
auch im Einzelfall”) regular el modo y la manera (la forma) de la ejecución” (“die
Art und Weise der Vollstreckung regeln”). A juicio del profesor del Instituto de
Derecho comparado de Florencia, la cláusula en cuestión autorizaba al Tribunal
a adoptar de oficio todas las medidas necesarias para asegurar la eficacia de sus
propios pronunciamientos.

24
Ernst-Wolfgang BÖCKENFÖRDE: Escritos sobre derechos fundamentales, Nomos
Verlagsgesellschaft, Baden-Baden, 1993, p. 97.
25
Nicolò TROCKER: “Le omissioni del legislatore e la tutela giurisdizionale dei diritti di libertà”,
op. cit., p. 127.
1084 EL CONTROL DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS POR EL BVerfG

Se ha especulado asimismo con la posibilidad de acudir a medidas provisio-


nales, al amparo del art. 32 BVerfGG, medidas que se adoptan a solicitud (“auf
Antrag”) de parte. Erichsen ha estudiado detenidamente la cuestión26. A su juicio,
el BVerfG puede regular en ciertos litigios una situación temporal a través de
medidas provisionales (“einen Zustand durch einstweilige Anordnung vorläufig
regeln”). Puede tratarse de una situación jurídica o también de una situación
de hecho (“einen tatsächlichen Zustand”) en la que no sólo estén afectados los
intereses del recurrente, sino en la que también intervengan otras personas.
Recuerda el propio autor27, que el Tribunal habla de “implicados o interesados
en las circunstancias” (“Sachverhalts-Beteiligten”). Innecesario es decir que nos
hallamos ante medidas cautelares con las que se trata de asegurar la efectividad
de la decisión final.
Las medidas provisionales a que acabamos de aludir poco o nada tienen que ver
con las previsiones del art. 35 BVerfGG, pensadas para la ejecución de la decisión
final dictada en sede constitucional. Por lo mismo, no vemos que el recurso a tales
medidas tenga ninguna operatividad con vistas al problema precedentemente
suscitado. Y más allá de las específicas indicaciones que el Tribunal pueda dirigir,
en los casos y términos que más adelante veremos, a los órganos jurisdiccionales
ordinarios a fin de que lleven a cabo una intervención paliativa hasta tanto medie la
intervención del legislador hasta entonces inactivo, que sí que podrán tener encaje
en el art. 35 BVerfGG, no vemos en absoluto que el Tribunal pueda “forzar”, por
utilizar la expresión de Trocker (“come forzare il legislatore ad agire”), al legislador
a actuar. A lo más que podrá llegar es a volver a declarar la inconstitucionalidad
de la omisión si ésta subsiste tras su primera decisión y, obviamente, si es instado
para que se pronuncie al efecto, no de resultas de una pura actuación “de oficio”.

3. El incumplimiento del deber de legislar por el legislador: la omisión


legislativa. La “exclusión arbitraria de beneficio”

I. El deber de legislar, como es evidente por lo demás, deriva en primer tér-


mino de una expresa exigencia o mandato constitucional (“Verfassungsauftrag”),
aunque tal deber puede extraerse asimismo de principios desarrollados a través
de una interpretación constitucional. En sintonía con todo ello, estamos ante una
omisión legislativa relevante, aunque ello no entrañe sin más que también sea
inconstitucional, cuando ese deber de legislar es omiso.
En relación a los derechos fundamentales, ha tenido una notable
relevancia, en lo que ahora interesa, la llamada “teoría de la sustancialidad”
(“Wesentlichkeitstheorie”), de conformidad con la cual, el Tribunal Constitucional

26
Cfr. al respecto, Hans-Uwe ERICHSEN: “Die Einstweilige Anordnung”, en Bundesverfassungsge-
richt und Grundgesetz (Festgabe aus Anlass des 25 jährigen Bestehens des Bundesverfassungsgerichts),
herausgegeben von Christian Starck, Erster Band (Verfassungsgerichtsbarkeit), J.C.B. Mohr (Paul
Siebeck), 1976, pp. 170 y ss.
27
Ibidem, p. 190.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1085

entendió que la protección de los derechos fundamentales era el mandato


prioritario que recaía sobre el legislador. Ello, como escribe Scholz28, no sólo
era relevante en el plano de la delimitación atributiva entre el Legislativo y el
Ejecutivo, sino que también lo era, y mucho, en relación a la cuestión que ahora
nos ocupa, esto es, la asunción por el legislador de un deber constitucional de
legislar.
El deber de protección que recae sobre los poderes públicos en general y
sobre el legislador en particular (“Schutzpflicht”) obliga al Estado a actuar en
la defensa y protección de ciertos valores y derechos, como la vida, la integridad
física, el honor..., de modo muy especial frente a las agresiones llevadas a cabo por
terceros29. En ocasiones, y en relación a estos deberes de protección que recaen
sobre el poder legislativo, el Tribunal Constitucional Federal, tras reconocer en su
decisión la constitucionalidad de un texto legal, ha incluido en la parte dispositiva
de la sentencia una recomendación para que el legislador dicte una disposición
supletoria o complementaria. Así, por poner un ejemplo, en una decisión dictada
sobre el régimen de la pensión alimenticia debida por los cónyuges en caso
de separación, el Tribunal declaró la constitucionalidad de diversos preceptos
introducidos en el Código Civil (“Bürgerliches Gesetzbuch”) por la ley de reforma
del régimen jurídico del matrimonio. Sin embargo, en la propia parte dispositiva
de la sentencia, estableció que el legislador, de conformidad con los fundamentos
de la misma decisión, debía promulgar las normas complementarias necesarias
para evitar un estado de flagrante injusticia (“ungerechtfertigte Härten”), fórmula
que, como recuerda la doctrina30, fue utilizada asimismo en la decisión de 15 de
diciembre de 1983, sobre la ley de empadronamiento, a la que nos referiremos
casi de inmediato.
Más recientemente, el BVerfG ha identificado un deber de adecuación del
legislador31 (“Nachbesserungsvorbehalt”). Suele citarse la Sentencia de 8 de
agosto de 1978, relativa al reactor nuclear de Kalkar (“Kalkar-Beschluss”) como
paradigmática en la identificación de este deber. En ella, el BVerfG reconoció
que, en virtud de los nuevos desarrollos científicos, el legislador estaba consti-
tucionalmente obligado a un reexamen en favor del uso pacífico de la energía
atómica, lo que lógicamente se había de dirigir al fortalecimiento de las medidas
de seguridad en las centrales nucleares. Analizando diversos recursos de queja
constitucional interpuestos por habitantes de la región próxima a las instalaciones

28
Rupert SCHOLZ: “Alemania: cincuenta años de la Corte Constitucional Federal”, en Anuario de
Derecho Constitucional Latinoamericano (Konrad Adenauer Stiftung), 2002, pp. 57 y ss.; en concreto,
p. 64.
29
Sobre el deber de protección jurídica de los derechos fundamentales y la “Drittwirkung der
Grundrechte”, cfr. Eckart KLEIN: “Grundrechtliche Schutzpflicht des Staates”, en Neue Juristische
Wochenschrift (NJW), 42. Jahrgang, Heft 27, 5. Juli 1989, pp. 1633 y ss.; en concreto, pp. 1639-1640.
30
Gilmar FERREIRA MENDES: Jurisdiçâo Constitucional (O controle abstrato de normas no
Brasil e na Alemanha), 5ª ediçâo, Editora Saraiva, Sâo Paulo, 2005, p. 303.
31
Sobre el mismo, cfr. Gilmar FERREIRA MENDES: “O apelo ao legislador (Appellentscheidung)
na práxis da Corte Constitucional Federal Alemà”, en Revista da Faculdade de Direito da Universidade
de Lisboa, Vol. XXXIII, 1992, pp. 265 y ss.; de modo específico, pp. 291-293.
1086 EL CONTROL DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS POR EL BVerfG

nucleares, el BVerfG resolvía que: “En el supuesto de que se constaten indicios de


peligro provenientes de reactores nucleares del tipo <Schneller Brüter> (...), el
legislador está obligado a promulgar las nuevas medidas que se requieran”. Y un
pronunciamiento en similar dirección lo encontramos en la sentencia de 14 de
enero de 1981, sobre el problema de la polución sonora causada por los aviones.
Particular relevancia tendría asimismo la decisión, ya antes mencionada, de
15 de diciembre de 1983, sobre la constitucionalidad de la ley de empadrona-
miento. En ella, el BVerfG se vio obligado a reconocer la existencia de un deber
de adecuación inmediato, independientemente de cualquier otra consideración.
Tras considerar que los preceptos de la ley del censo de 1982 eran conformes a
la Constitución, el Tribunal matizaba que, ello no obstante, en consonancia con
los fundamentos jurídicos de la decisión, el legislador debía adoptar las medidas
necesarias para la aprobación de las normas complementarias pertinentes a la
organización y al procedimiento censal. Esta decisión suponía, que el Tribunal
declarara la constitucionalidad de la ley una vez que fueren rellenadas, por así
decirlo, las omisiones relativas a la organización y procedimiento censales, lo
que, de hecho, más bien parecía entrañar una declaración de inconstitucionalidad
antes que de conformidad constitucional. Sachs vino a equiparar tal decisión
a una declaración de inconstitucionalidad sujeta a una condición suspensiva,
aludiendo a cómo en los fundamentos de esta sentencia podía apreciarse el
discurso de compatibilidad (“die Rede von der Vereinbarkeit”) con la condición de
una regulación complementaria (“mit der Massgabe der Ergänzungsregelung”)32.

II. En el mismo plano de los derechos fundamentales (“Grundrechte”), la


trascendencia del principio de igualdad del art. 3º GG iba a ser enorme. En relación
a este principio ha de visualizarse la relevante construcción dogmática de la “exclu-
sión arbitraria de beneficio”, que como ya se ha expuesto, se produce cuando una
disposición propicia una disparidad de tratamiento que se traduce en la exclusión
de una determinada categoría de sujetos de entre los beneficiarios de una ley.
Innecesario es decir que la fiscalización de las omisiones relativas o, si así se
prefiere, parciales, iba a ampliar de modo notabilísimo las perspectivas del control
de constitucionalidad. El Tribunal Constitucional, aún orientándose, a modo de
principio, por la definición negativa de los efectos esenciales derivados del prin-
cipio de igualdad, entendida como “prohibición de arbitrio”, según una conocida
fórmula desarrollada desde tiempo atrás por el Tribunal Federal suizo33, iba, sin
embargo, a extraer de tal principio un contenido asimismo positivo, en perfecta
sintonía por lo demás, con la fórmula manejada en el texto del Proyecto de la Ley
Fundamental de Bonn: “el legislador debe tratar igualmente lo igual y de modo

32
Michael SACHS: “Tenorierung bei Normenkontrollentscheidungen des Bundesverfassungs-
gerichts”, en Die Öffentliche Verwaltung (DÖV), 35. Jahrgang, Heft 1, Januar 1982, pp. 23 y ss.; en
concreto, p. 29.
33
Nicolò TROCKER: “Le omissioni del legislatore e la tutela giurisdizionale dei diritti...”, op. cit.,
p. 111.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1087

correspondiente lo desigual”. En esta visión positiva del principio de igualdad


latía una obligación positiva de normas, y en ello ha de atisbarse el presupuesto
sustancial de la omisión legislativa. Es verdad que la libertad de configuración y
la correlativa “prerrogativa de estimación” (“Einschätzungsprärogative”) a la que
alude Schneider34, se traducen en que el legislador esté llamado no sólo a elegir
aquellas situaciones objetivas a las que quiere vincular iguales o desiguales efectos
jurídicos, sino también a determinar las características que han de ser comparadas
y a delimitar, hasta la frontera de lo arbitrario, el ámbito de las diferencias. Esta
frontera de la arbitrariedad es permeable hasta un cierto punto: sólo cuando las
decisiones legislativas llegan a un nivel de irracionalidad evidente, se consideran
inconstitucionales.
Desde otra perspectiva, de la que se hace eco Pestalozza35, el hecho de que
la violación del principio de igualdad (en la traducción literal habría más bien
que hablar de la “desfavorabilidad contraria a la igualdad”: “die Gleichheitswi-
drigkeit”) dimane de una norma o de un complejo normativo (“einer Norm oder
einem Normenkomplex”), esto es, que resulte de una interpretación aislada o de
una interpretación sistemática de un conjunto de normas, no es algo relevante
para el BVerfG. Se ha de dar el mismo trato a los dos grupos (“beide Gruppen
gleich zu behandeln”)36.
Quizá convenga añadir, aunque sea una cuestión marginal a la que ahora nos
ocupa, que en el caso de una “exclusión arbitraria de beneficio” contraria al princi-
pio de igualdad, es perfectamente posible no sólo declarar la inconstitucionalidad
de la omisión, sino también la nulidad del texto. De hecho, como constata entre
otros muchos Béguin37, en los primeros años de su actividad, el BVerfG utilizó
con frecuencia los conceptos de inconstitucionalidad (“verfassungswidrig”) y
nulidad (“nichtig”) poco más o menos como sinónimos, bien que a partir de
1958, en el contencioso del control normativo, el Tribunal pasara a seguir una
práctica jurisprudencial inversa. No ha de extrañar este cambio de orientación
jurisprudencial, y menos aún en relación a la “exclusión arbitraria de beneficio”,
pues si, por un lado, la declaración de inconstitucionalidad podría colisionar en
mayor o menor medida, según los casos, con la ya en varias ocasiones mencionada
libertad de configuración del legislador (“Gestaltungsfreiheit des Gesetzgebers”),
por otro, como sostiene Pestalozza, “die Nichtigerklärung beseitige nämlich

34
Hans-Peter SCHNEIDER: “Jurisdicción constitucional y separación de poderes”, en Revista
Española de Derecho Constitucional, nº 5, Mayo/Agosto 1982, pp. 35 y ss.; en concreto, p. 51.
35
Christian PESTALOZZA: “<Noch Verfassungsmässige> und <bloss Verfassungswidrige>
Rechtslagen” (Zur Feststellung und kooperativen Beseitigung verfassungsimperfekter Zustände), en
Bundesverfassungsgericht und Grundgesetz, herausgegeben von Christian Starck, Erster Band, op. cit.,
pp. 519 y ss.; en concreto, p. 531.
36
En cualquier caso, en los supuestos de omisión parcial (“Teilunterlassen”), el propio Pestalozza,
en otro lugar, precisa que la laguna (“die Lücke”) se examinará como parte de la norma (“als <Teil>
der Norm”) y no como algo aislado. Christian PESTALOZZA: Verfassungsprozessrecht (Die Verfas-
sungsgerichtsbarkeit des Bundes und der Länder), 3., völlig neubearbeitete Auflage, C. H. Beck´sche
Verlagsbuchhandlung, München, 1991, p. 125.
37
Jean-Claude BÉGUIN: Le contrôle de la constitutionnalité des lois en République Fédérale
d´Allemagne, Economica, Paris, 1982, pp. 232-233.
1088 EL CONTROL DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS POR EL BVerfG

zugleich die Anspruchsgrundlage für eine Begünstigung”38 (la declaración de


nulidad elimina al mismo tiempo que el trato preferente el fundamento de la
pretensión), lo que, como parece obvio, resulta no sólo paradójico, sino también
por entero incongruente.
Dicho lo que antecede, se ha de precisar, que no debe pensarse en que siempre
y en todo caso la exclusión de beneficio vulneradora del principio de igualdad
haya de resolverse a través de la ampliación del beneficio al grupo o conjunto
de individuos que han sido arbitrariamente privados del mismo. A este respecto,
Ipsen, analizando el dilema entre la declaración de nulidad (“Nichtigerklärung”)
y la declaración de inconstitucionalidad (“Verfassungswidrigerklärung”), aduce
que las consecuencias financieras (“die finanziellen Folgen”) de una resolución son
difícilmente valorables (“schwer abschätzbar sind”), por lo que deben de entrar en
el terreno de la posible suspensión de la aplicación de la norma, de una especie de
“paralización jurídica” (“Rechtsstillstand”). De esta forma, el legislador conserva
la posibilidad de establecer nuevamente la disposición y puede así decidir acerca
de si modifica o fija condiciones distintas para las prestaciones u otras ventajas
de que se trate39. Ipsen califica a continuación tal inaplicación de “paralización
jurídica por razón de Estado” (“Rechtsstillstand aus Staatsräson”), descartando
como base jurídica de la misma el art. 32 BVerfGG (al que aludimos precedente-
mente, y del que tan sólo recordaremos que contempla la posibilidad de adopción
de medidas provisionales de naturaleza cautelar), pues para este autor, este
bloqueo o suspensión de la aplicación de la norma se ha de considerar no como
una precaución para casos excepcionales (“als Vorkehrung für Ausnahmefälle”),
sino como una consecuencia jurídica regular (“als regelmässige Rechtsfolge”) de
la declaración de inconstitucionalidad.
En definitiva, la “exclusión arbitraria de beneficio” no sólo ha supuesto
una fuente inagotable de oportunidades de control de las omisiones (relativas,
en la terminología de Wessel) del legislador, sino que ha planteado al Tribunal
Constitucional Federal alemán problemas jurídicos (y no jurídicos) de la mayor
trascendencia, que han propiciado una compleja casuística y han incentivado la
creación por el juez constitucional de peculiares técnicas decisorias de las que
pasamos a ocuparnos de inmediato.

4. La pluralidad de técnicas decisorias del BVerfG

En varias oportunidades nos hemos referido al más que notable instrumental


decisorio del BVerfG, que se manifiesta en la pluralidad de variantes que encon-
tramos en sus sentencias, con las que pretende, y esto es importante subrayarlo,

38
Christian PESTALOZZA: “<Noch Verfassungsmässige> und <bloss Verfassungswidrige>
Rechtslagen”, op. cit., p. 531.
39
Jörn IPSEN: “Nichtigerklärung oder <Verfassungswidrigerklärung>–Zum Dilemma der
verfassungsgerichtlichen Normenkontrollpraxis”, en Juristenzeitung (JZ), 38. Jahrgang, 21. Januar
1983, pp. 41 y ss.; en concreto, p. 44.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1089

modificar determinados efectos jurídicos de las mismas desde una óptica de justi-
cia material40. En el fondo de todo ello late una idea que todos podemos compartir:
un Tribunal de esta naturaleza no puede quedar al margen de la realidad, guiar
sus decisiones por meras abstracciones jurídicas, desconectadas de los problemas
reales e ignorar las consecuencias que puedan desprenderse de sus decisiones.
Una actuación tan formalista podría despeñar a un órgano de este tipo en la sima
de la fantasmagoría. No se aleja mucho de estas reflexiones Rupp-v. Brünneck
cuando aduce, que la institucionalización del Tribunal Constitucional Federal,
como órgano constitucional independiente que es, no puede tener el sentido de
que se confían sus tareas a un gremio que se mueve lejos de la política normal,
pues sus sentencias no pueden limitarse a ofrecer ideales teóricos constitucionales
(“theoretischen Verfassungsidealen”), sin tener en cuenta los posibles efectos de
las mismas (“ohne Rücksicht auf die möglichen Wirkungen seines Urteils”): fiat
iustitia, pereat mundus41.
Conviene poner de relieve a este respecto el enorme cambio que en este punto
ha venido a suponer el BVerfG con respecto al Reichsgericht. El Tribunal Supremo
del Reich alemán sostenía la opinión de que poseía el derecho de resolver sin
atender a las consecuencias prácticas de sus fallos. Frente a ello, el Tribunal
Constitucional Federal toma en cuenta los efectos reales, esto es, políticos,
sociales o económicos, que pueden desencadenar sus sentencias. Como dice
Krüger42, es difícil imaginar que, según el sano criterio de la jurisdicción consti-
tucional, se pueda disponer de la posibilidad de condenar al Estado a su ruina en
nombre del Derecho. Por lo demás, como en un artículo con el sugestivo título
interrogativo de “Götterdämmerung?” (“¿El crepúsculo de los dioses?”) sostiene
Grossfeld43, el BVerfG no debe de cambiar el ordenamiento estatal federal ni, en
lo que ahora más importa, tampoco puede convertirse en un “puntiagudo crítico
jurídico-constitucional”44. En definitiva, con la jurisprudencia sentada al hilo de
las notables sentencias que pueden reconducirse al ámbito del control omisivo,
muy plural por lo demás, el Tribunal Constitucional Federal ha puesto de relieve,
con particular nitidez, que un órgano de esta naturaleza debe tener muy presentes
las consecuencias políticas de sus fallos45, y es por ello mismo por lo que no puede
soslayar los graves efectos que el mismo vacío jurídico, o incluso el caos jurídico,

40
En análogo sentido, Hans-Peter SCHNEIDER: “Jurisdicción constitucional y separación de
poderes”, op. cit., p. 58.
41
Wiltraut RUPP-v. BRÜNNECK: “Darf das Bundesverfassungsgericht an den Gesetzgeber
Appellieren?”, en Festschrift für Gebhard Müller (Zum 70. Geburtstag des Präsidenten des Bundesver-
fassungsgerichts), Herausgegeben von Theo Ritterspach und Willi Geiger, J.C.B. Mohr (Paul Siebeck),
Tübingen, 1970, pp. 355 y ss.; en concreto, pp. 364-365.
42
Herbert KRÜGER: Allgemeine Staatslehre, Kohlhammer Verlag, Stuttgart/Berlin/Köln/Mainz,
1966, p. 620.
43
Bernhard GROSSFELD: “Götterdämmerung? Zur Stellung des Bundesverfassungsgerichts”,
en Neue Juristische Wochenschrift (NJW), 48. Jahrgang, 1995, 2. Halbband, pp. 1719 y ss.
44
Ibidem, p. 1723.
45
En sentido análogo, Klaus SCHLAICH: “El Tribunal Constitucional Federal Alemán”, en la obra
colectiva, Tribunales Constitucionales y Derechos Fundamentales, Centro de Estudios Constitucionales,
Madrid, 1984, pp. 133 y ss.; en concreto, p. 201.
1090 EL CONTROL DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS POR EL BVerfG

que pueden anudarse al juego combinado del binomio inconstitucionalidad/


nulidad, pueden terminar desencadenando en la vida social.
A todo ello hay que añadir, que este esfuerzo dogmático llevado a cabo por
el BVerfG se ha hecho particularmente necesario en el caso de las sentencias
declaratorias de la inconstitucionalidad omisiva, al partir el Tribunal de la consi-
deración de que es difícil declarar nulo un vacío jurídico, tesis de la que se haría
eco quien fuera uno de sus Presidentes, Wolfgang Zeidler46, argumento objeto de
alguna crítica por parte de la doctrina italiana, cual sería, por ejemplo, el caso de
D´Orazio47, quien lo tildaría de “pregiudiziale”, contraponiéndolo a la superación
de tal obstáculo llevada a cabo por la Corte costituzionale, que ha reconstruido de
modo diferente la relación entre disposición, norma y omisión.
En definitiva, la gama de técnicas decisorias del Tribunal Constitucional
Federal es notablemente amplia, tanto que algún autor ha llegado a escribir48,
que en ningún otro sistema de control jurisdiccional normativo, sea difuso o
concentrado, se puede constatar la utilización de tan amplia variedad de técnicas,
aunque no quepa olvidar que el Verfassungsgerichtshof (VfGH) austriaco quizá
tenga aún un mayor margen de discrecionalidad a la hora de disponer sobre los
efectos jurídicos de sus sentencias49, no obstante lo cual su creatividad, en lo que
ahora interesa, ha sido mínima.
Por nuestra parte, vamos a circunscribir la exposición a los dos tipos de
pronunciamientos en sede constitucional que mayor relación guardan con el
problema de la fiscalización de las omisiones legislativas: la apelación al legislador
(Appellentscheidung) y la declaración de mera o simple inconstitucionalidad o,
si se prefiere, de inconstitucionalidad sin nulidad (Unvereinbarkeitserklärung).
Haremos asimismo una breve alusión a las decisiones de interpretación conforme
a la Constitución (Verfassungskonforme Auslegung) por cuanto que, contra lo que
pudiera pensarse, el BVerfG también se vale de esta técnica para hacer frente
a las omisiones. Gusy se ha referido a diferentes alternativas de conformidad
constitucional (“mehreren verfassungskonformen Alternativen”), que conforman
grupos de casos que caracteriza genéricamente como ejemplificativos de una
“optimización constitucional” (“verfassungsrechtlichen Optimierung”), casos que
hacen posible una construcción o interpretación de conformidad con la Cons-

46
Wolfgang ZEIDLER: “Cour constitutionnelle fédérale allemande” (Rapport. 7ème Conférence
des Cours constitutionnelles européennes), en Annuaire International de Justice Constitutionnelle, III,
1987, pp. 37 y ss.; en concreto, p. 48.
47
Giustino D´ORAZIO: “Le sentenze costituzionali additive tra esaltazione e contestazione”, en
Rivista trimestrale di Diritto pubblico, 1992, fasc. 1, pp. 61 y ss.; en concreto, p. 101.
48
Gilmar FERREIRA MENDES: “O apelo ao legislador (Appellentscheidung) na práxis da Corte
Constitucional Federal Alemâ”, op. cit., p. 270.
49
Puede verse al efecto el trabajo sobre la jurisprudencia del Tribunal del Profesor de la Univer-
sidad de Linz, Peter OBERNDORFER: “Die Verfassungsrechtsprechung im Rahmen der staatlichen
Funktionen (Arten , Inhalt und Wirkungen der Entscheidungen über die Verfassungsmässigkeit von
Rechtsnormen)”, en Europäische Grundrechte Zeitschrift, 15. Jahrgang, Heft 8/9, 6. Mai 1988, pp. 193
y ss.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1091

titución, mediante la analogía, reducción o derivación de premisas normativas


constantes de la propia Constitución50.

5. Las decisiones de apelación al legislador (Appellentscheidungen)

I. Fue la bien conocida Jueza del BVerfG Wiltraut Rupp-v. Brünneck quien
acuñó por primera vez la expresión Appell-Entscheidungen, en un no menos
famoso artículo publicado en 1970, en el que se interrogaba acerca de si el Tribunal
Constitucional Federal podía apelar al legislador. En la introducción de su trabajo,
Rupp-v. Brünneck aducía51, que en los casi veinte años de jurisprudencia del
Tribunal había algunas significativas resoluciones (“einige bedeutsame Entschei-
dungen”) en las que aunque se daban aún (“noch”) por constitucionales ciertas
leyes, tras el control llevado a cabo en sede constitucional, daban, sin embargo,
lugar a su derogación (“Aufhebung”) por el propio legislador, en cuanto que tales
resoluciones dejaban entrever sólidas dudas (“massive Bedenken”) en contra de
la constitucionalidad de la ley (“gegen die Verfassungsmässigkeit des Gesetzes”).
En algunos casos se llegó incluso a predecir que la ley sería declarada nula a
causa de su inconstitucionalidad en un determinado momento futuro (“zu einem
bestimmten zukünftigen Zeitpunkt”).
La Juez Rupp-v. Brünneck se planteaba en otro momento el sentido de este tipo
de resoluciones dictadas en sede constitucional. A su juicio, con ellas se trataba
de facilitar la tarea de la legislación por parte de los órganos constitucionales
interesados, a la par que se pretendía dar claridad (“Klarheit”) a los ciudadanos
afectados (“dem betroffenen Bürger”) sobre las posibilidades y límites admisibles
desde la óptica jurídico-constitucional de una determinada regulación. De esta
manera, se daba validez igualmente a las apelaciones al legislador (“so gilt das
gleiche für die Appelle an den Gesetzgeber”). Con tales resoluciones se pretende
asimismo indicar una discrepancia (“eine Diskrepanz”) entre las exigencias
constitucionales (“den Anforderungen der Verfassung”) y el simple Derecho
(“dem einfachen Recht”), discrepancias cuya eliminación (“Beseitigung”) queda
en manos del legislador52.
Con base, entre otros, en los argumentos precedentes, la mencionada Jueza
del BVerfG considedará injustificado (“unbegründet”) el reproche (“der Vorwurf”)
realizado por algunos frente a este tipo de sentencias, en el sentido de que las
mismas entrañaban “una inadmisible intrusión en la competencia del legislador”
(“eines unzulässigen Übergriffes in dem Funktions bereich des Gesetzgebers”),
entendiendo por el contrario, que “sind die Appell-Entscheidungen geradezu eine

50
Christoph GUSY: Parlamentarischer Gesetzgeber und Bundesverfassungsgericht, Duncker &
Humblot, Berlin, 1985, p. 214.
51
Wiltraut RUPP-v. BRÜNNECK: “Darf das Bundesverfassungsgericht an den Gesetzgeber Ap-
pellieren?”, op. cit., p. 355.
52
Ibidem, p. 369.
1092 EL CONTROL DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS POR EL BVerfG

Bestätigung des vom Bundesverfassungsgericht geübten judicial self-restraint53


(las sentencias de apelación son realmente una confirmación de la experimentada
judicial self-restraint del Tribunal Constitucional Federal). En definitiva, estas
decisiones no sólo no supondrían una intrusión atentatoria contra la discrecio-
nalidad del legislador, sino que, bien al contrario, serían una manifestación del
self-restraint del juez constitucional, particularmente, en su relación con el poder
legislativo. Como puede apreciarse, la defensa por la Jueza Rupp-v. Brünneck de
este tipo de decisiones constitucionales es realmente cerrada. En otro lugar de
su trabajo54, se referirá de modo específico a la legitimidad de los puntos de vista
pragmáticos (“Legitimität des pragmatischen Standpunktes”) que el BVerfG ha
adoptado en las sentencias de apelación al legislador.

II. Entre la doctrina alemana no han faltado, sin embargo, posicionamientos


contrarios a este tipo de decisiones. Recordaremos, por ejemplo, la crítica de
Klein55, para quien el llamamiento al legislador (“der Aufruf an den Gesetzgeber”)
se encuentra, por un doble motivo, con unos puntos de apoyo débiles (“auf
schwachen Füen”): el BVerfG no puede pronosticar el momento exacto del cambio
de la norma a una situación de inconstitucionalidad (“den genauen Zeitpunkt des
Umschlags der Norm in die Verfassungswidrigkeit”), pero, sobre todo, la apelación
que formula el Tribunal Constitucional Federal no da ningún argumento jurídico
(“keine Rechtsgrundlage”).
A su vez, Bryde, dentro de su análisis de los que tilda de específicos actos de
instrucción al legislador (“Handlungsanweisungen an den Gesetzgeber”)56 por
parte del BVerfG, viene a decir, que la apelación al legislador expresa un intento
de compensar, mediante una decisión judicial, el déficit que se ha identificado en
el proceso de decisión parlamentaria, lo que parece aducirse con una perspectiva
indiscutiblemente crítica. Y a ello, de modo rotundo, añade que “(d)a Äusserungen
des BVerfG über zukünftige gesetzgeberische Arbeit obiter dicta sind” (las decla-
raciones del Tribunal Constitucional Federal sobre futuros trabajos legislativos
son obiter dicta)57, lo que puede entenderse como una limitación de su fuerza
vinculante (“Begrenzung der Bindungswirkung”). Sin embargo, no obstante la
existencia de tal efecto paralizador (“bestehende paralysierende Wirkung”), Bryde
entiende que los actores del proceso político no van a dejar de verse afectados
por esas declaraciones efectuadas en sede constitucional, aunque la afectación
producida por tales obiter dicta prospectivos (“derartige prospektive obiter dicta”)

53
Wiltraut RUPP-v. BRÜNNECK: “Darf das Bundesverfassungsgericht an den Gesetzgeber Ap-
pellieren?”, op. cit., p. 369.
54
Ibidem, p. 377.
55
Eckart KLEIN: “Verfassungsprozessrecht – Versuch einer Systematik an Hand der Rechtspre-
chung des Bundesverfassungsgerichts”, en Archiv des öffentlichen Rechts (AöR), 108. Band, Heft 3,
September 1983, pp. 410 y ss.; en concreto, p. 434.
56
Brun-Otto BRYDE: Verfassungsentwicklung (Stabilität und Dynamik im Verfassungsrecht der
Bundesrepublik Deutschland), Nomos Verlagsgesellschaft, Baden-Baden, 1982, pp. 397-398.
57
Ibidem, p. 399.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1093

no podrá desvincularse de las circunstancias existentes. En fin, Bachof, tras


aludir (alusión que ha de entenderse hecha, aunque no se precise su destinatario
concreto, al Bundesverfassungsgericht) a cómo los Tribunales Constitucionales han
prescindido frecuentemente de la declaración de nulidad de las leyes contrarias a
la Constitución, aduce que, a su juicio, lo que debían de haber hecho es declarar
la nulidad de tales leyes, calificando a continuación las construcciones jurídicas
que estamos analizando de “construcciones frecuentemente poco convincentes”.
Y en una específica referencia a la Ley del Tribunal Constitucional Federal
(BVerfGG), Bachof sostiene58, que tales decisiones eran difíciles de conciliar con
el texto entonces vigente de la mencionada norma legal, puesto que ésta disponía
de forma unívoca que una ley contraria a la Constitución debía ser declarada
nula. El Tribunal, –constata finalmente el Profesor de Tübingen– no obstante la
expuesta contradicción con el texto legal, se consideró facultado para denegar
la consecuencia de la nulidad a una mera declaración de inconstitucionalidad.
Sin embargo, y ello no deja de ser bien significativo, estas decisiones en las que
el BVerfG se arrogó el derecho de corregir al legislador, apenas fueron criticadas
por la doctrina.
El argumento de que este peculiar tipo de decisiones constitucionales no entra
dentro de las competencias del Tribunal, que tan bien ejemplifica la afirmación
de Klein de que “Futurologie gehört nicht zu den Aufgaben des Gerichts”59 (la
futurología no entra dentro de las competencias de los tribunales) ha de ser,
sin embargo, relativizado si se piensa que este tipo de sentencias, en realidad,
conforman una peculiar modalidad de decisiones desestimatorias, de rechazo
de la inconstitucionalidad aducida por el recurrente, por lo que no requieren
de modo inexcusable de una fundamentación o soporte legal diferente a aquel
en el que se sustentan tales decisiones desestimatorias. Schlaich y Korioth se
manifiestan con claridad meridiana al respecto cuando, refiriéndose a las llamadas
decisiones “aún constitucionales”, afirman: “Die Entscheidungsvariante des <noch
verfassungsmässige> mit Appell ist ein Sonderfall der Vereinbarkeitserklärung”60
(la variante de las decisiones “aún constitucional” con apelación es un caso
especial de una declaración de compatibilidad). Pero además hay algunos otros
argumentos en favor de este tipo de pronunciamientos, a los que se refiriera
Zeidler61, que nos parecen lo suficientemente convincentes como para hacernos
eco de ellos. Quien fuera “Präsident des Bundesverfassungsgerichts” aludiría a
la necesidad de evitar el vacío jurídico, o incluso la anarquía jurídica, resultante

58
Otto BACHOF: “Nuevas reflexiones sobre la jurisdicción constitucional entre Derecho y política”,
en Boletín Mexicano de Derecho Comparado, Año XIX, nº 57, Septiembre/Diciembre 1986, pp. 837 y
ss.; en concreto, pp. 847-848. Ciertamente, las reflexiones de Bachof tienen como punto de referencia
más las decisiones que analizaremos con posterioridad que las ahora contempladas, pero aludimos
a su punto de vista ahora porque, en realidad, encierra una reflexión crítica generalizada respecto de
estos tipos de decisiones que estamos analizando.
59
Eckart KLEIN: “Verfassungsprozessrecht – Versuch einer Systematik an Hand der Rechtspre-
chung des Bundesverfassungsgerichts”, op. cit., p. 434.
60
Klaus SCHLAICH und Stefan KORIOTH: Das Bundesverfassungsgericht. Stellung, Verfahren,
Entscheidungen, 5., neubearbeitete Auflage, Verlag C.H. Beck, München, 2001, p. 290.
61
Wolfgang ZEIDLER: “Cour constitutionnelle fédérale allemande”, op. cit., pp. 43-44.
1094 EL CONTROL DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS POR EL BVerfG

de la declaración de nulidad de un texto legal; al respeto al margen de maniobra


reservado al legislador, que desempeña un rol más que notable para el BVerfG,
y al hecho de que no entra en las atribuciones del Tribunal adoptar decisiones
normativas cuando el legislador ha descuidado regular a través de una ley un
determinado ámbito jurídico o ha rehusado conceder a un grupo una prestación
que, por el contrario, otorga a otro.
En fin, hay otro argumento de carácter más técnico al que se ha referido
Pestalozza62, que nos parece perfectamente válido. Entre la nulidad y la consti-
tucionalidad sin tacha (“Zwischen Nichtigkeit und makelloser Verfassungsmäs-
sigkeit”) parece desarrollarse una zona gris (“eine graue Zone”) de situaciones
de imperfección constitucional (“verfassungsimperfekter Zustände”) en la que se
puede diferenciar, desde puntos de vista objetivos (“sachlichen Gesichtspunkten”),
lo que está prohibido de lo que simplemente no está de por sí permitido. Y es que,
en último término, según el Profesor de la “Freien Universität Berlin”, situaciones
jurídicas “aún constitucionales” (“noch verfassungsmässige”) son aquellas que
se encuentran en el camino hacia la inconstitucionalidad (“auf dem Weg zur
Verfassungswidrigkeit”), pero que aún no la han alcanzado completamente (“sie
aber noch nicht vollends erreicht haben”)63. Esta argumentación, es obvio, va
dirigida tan sólo hacia una de las situaciones desencadenantes de las decisiones de
apelación al legislador, que, por otra parte, no es en modo alguno la que en mayor
medida interesa al objeto de nuestro estudio, pero, con todo, es un argumento que
nos parece perfectamente válido, a añadir a los ya precedentemente expuestos en
favor de la legitimidad de esta técnica decisoria, cuya adopción por el Tribunal
Constitucional Federal nos parece muy afortunada.

III. Cuanto hasta aquí se ha expuesto, creemos que deja claro, por lo menos
de modo implícito, algo a lo que ya hemos aludido: la pluralidad de tipos de
decisiones de apelación al legislador que pueden ubicarse bajo el genérico rótulo
de Appellentscheidungen. Schulte ha llegado incluso a esbozar una tipología bajo el
enunciado general de “Fallgruppen von Appellentscheidungen”64 (grupos de casos
de decisiones de apelación). Este tipo de decisiones emerge en la jurisprudencia
del BVerfG en una constelación de casos diferentes (“unterschiedlichen Fallkons-
tellationen”). Con frecuencia, señala el mencionado autor, la argumentación del
Tribunal Constitucional viene caracterizada por las particularidades de estos casos
especiales y poco consistentes (“wenig konsistent”). Es por lo mismo por lo que
Schulte entiende que las Apellentscheidungen sólo admiten una sistematización
relativa, no obstante lo cual nuestro autor separa tres grupos de casos típicos
(“drei typische Fallgruppen”)65: 1) Decisiones de apelación con motivo de cambios

62
Christian PESTALOZZA: “<Noch verfassungsmässige> und <bloss verfassungswidrige>
Rechtslagen”, op. cit., p. 540.
63
Ibidem, p. 540.
64
Martin SCHULTE: “Appellentscheidungen des Bundesverfassungsgerichts”, en Deutsches
Verwaltungs Blatt (DVBl), 103. Jahrgang, 15. Dezember 1988, pp. 1200 y ss.; en concreto, pp. 1201-1202.
65
Ibidem, p. 1201.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1095

en la realidad o en la interpretación constitucional (“eines Wandels der Realität


oder der Verfassungsinterpretation”). 2) Decisiones de apelación con motivo de
un mandato al legislador (un encargo al legislador en la traducción literal: “aus
Anlass unerfüllter Gesetzgebungsaufträge”). Y 3) Decisiones de apelación con
motivo de la falta de evidencia de una vulneración constitucional (“aus Anlass
fehlender Evidenz des Verfassungsverstoses”).
Se admite de modo generalizado, que la sentencia dictada el 4 de mayo de
1954 sobre el Estatuto del Sarre constituye el punto de partida de este tipo de
decisiones de apelación. En dicho caso se resolvió que las disposiciones legislativas
adoptadas con el ánimo de superar el “estatuto de ocupación” de ese territorio,
aunque fuesen incompletas, coadyuvaban a una gradual compatibilización de la
situación jurídica con la Grundgesetz y, por lo mismo, debían ser consideradas
“aún constitucionales”. En último término, se trataba de una característica
“situación de hecho”. En otra decisión muy próxima en el tiempo a la anterior, de 4
de abril de 1955, relativa a la constitucionalidad de la Ley federal de 23 de octubre
de 1954, por la que se aprobaba el Estatuto del Sarre (“Saarstatut”), relacionada
asimismo con la aplicación del “estatuto de ocupación”, el BVerfG iba a formular
su conocida “teoría de la aproximación”, que podía quedar compendiada en las
siguientes reflexiones: “Se desecha la declaración de inconstitucionalidad porque
la situación creada por el Tratado está más próxima a la establecida por la Ley
Fundamental de lo que lo estaba la anteriormente en vigor. Si se pretendiese una
disciplina plenamente compatible con la Ley Fundamental se estaría consagrando
un rigor constitucional que podría resumirse en la siguiente fórmula: la situación
mala debe subsistir si la mejor no puede ser alcanzada. Tal orientación no se
corresponde a la voluntad de la Ley Fundamental”66.
En la primera categoría de las decisiones de apelación a que se refería
Schulte , propiciada por los cambios en la realidad o en la interpretación
constitucional, suele ubicarse también la muy conocida Sentencia de 22 de
mayo de 1963, relativa a la división de los distritos electorales, en la que la
apelación al legislador iba a ser la consecuencia de un cambio en la situación
de hecho, resultante de una sensible alteración de la estructura demográfica en
los distintos entes territoriales de la República Federal. Esa alteración conducía
de modo inexcusable a que la división de los distritos electorales realizada en
1949, mantenida de modo incólume hasta ese momento, vulnerara las exigencias
dimanantes del principio de igualdad electoral consagrado por el art. 38.1 de la
Grundgesetz (que exige que los diputados sean elegidos por sufragio universal,
directo, libre, igualitario y secreto). El Tribunal Constitucional se iba a abstener,
sin embargo, de declarar la inconstitucionalidad con fundamento en que la
situación de quiebra del principio de igualdad no podía ser constatada en el
momento de la promulgación de la ley (septiembre de 1961), no obstante lo cual
instaba al legislador a que adoptase las medidas necesarias para la modificación
de los distritos electorales con la finalidad de aminorar la divergencia existente

66
Cfr. al respecto, Gilmar FERREIRA MENDES: “O apelo ao legislador...”, op. cit., pp. 289-290.
1096 EL CONTROL DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS POR EL BVerfG

hasta tramos aceptables. Este caso presentaba unas connotaciones en verdad


peculiares. Si el BVerfG hubiere declarado la inconstitucionalidad de la ley que
regulaba los distritos electorales, la consecuencia habría sido la invalidez de
las últimas elecciones parlamentarias y, consecuentemente, la ilegitimidad del
Parlamento y del propio Gobierno. En tal caso, no habría existido ningún órgano
con legitimidad para promulgar una nueva ley electoral, una vez que había fina-
lizado el mandato del anterior Parlamento y la previsión constitucional del art.
81 GG sobre el “estado de necesidad legtislativa” (“des Gesetzgebungsnotstand
erklären”) no era de aplicación al caso en cuestión.
La llamada sentencia de los distritos electorales es también reconducible al
tercero de los tipos de decisiones de apelación diferenciados por Schulte, esto es,
al supuesto de falta de evidencia de una violación constitucional, pues es evidente,
que en el momento de promulgarse la Ley de 17 de septiembre de 1961, la incons-
titucionalidad no era identificable con tanta claridad como para poder invalidar
la división territorial electoral fijada por la ley. De ahí que el Tribunal, en tales
casos, exhorte al legislador a que corrija la situación “noch Verfassungsmässige”
(aún constitucional).
Algo similar puede decirse respecto de la sentencia relativa a la ley de pensio-
nes, que no obstante contravenir el principio de igualdad o, si así se prefiere, el de
paridad de tratamiento entre hombres y mujeres del art. 3º.2 GG, vio confirmada
transitoriamente su aplicación67. A juicio de Schlaich68, esta solución se inspiraba
en último término en el principio de preferencia de la interpretación conforme
a la Constitución (“Verfassungskonforme Auslegung”) de una norma y en el de
presunción de la validez de una ley.
En todo caso, con este tipo de decisiones, como bien señalara Schulte69, el Tri-
bunal Constitucional dejaba claro, en el marco de sus razonamientos y posibilida-
des decisorias, cuán defectuosa era una regulación jurídica (“wie mängelbehaftet
eine gesetzliche Regelung ist”) y cómo urgía por ello mismo una intervención del
legislador (“eines Eingreifens des Gesetzgebers”). Con su apelación, dirán por
su parte Schlaich y Korioth70, el Tribunal insta al legislador para que establezca
unas plenas condiciones de constitucionalidad (“einen voll verfassungsmässigen
Zustand”) o para soslayar en el futuro una inminente inconstitucionalidad (“oder
eine in der Zukunft drohende Verfassungswidrigkeit abzuwenden”).

67
“No se puede decir en la actualidad –argumentaba el BVerfG– que las más rigurosas condiciones
que establece la legislación vigente para la pensión de un viudo en comparación con las exigencias
para ser acreedor a una pensión de este tipo por una viuda en la Seguridad Social sean incompatibles
con la Grundgesetz. El legislador debe, sin embargo, esforzarse por encontrar una solución apropiada
que excluya en el futuro una violación del art. 3º, apartados 2 y 3 de la Ley Fundamental”. Apud Klaus
SCHLAICH: “El Tribunal Constitucional Federal Alemán”, op. cit., pp. 200-201.
68
Klaus SCHLAICH: “Corte costituzionale e controllo sulle norme nella Repubblica Federale
di Germania”, en Quaderni Costituzionali, Anno II, nº 3, Dicembre 1982, pp. 557 y ss.; en concreto,
p. 576.
69
Martin SCHULTE: “Appellentscheidungen des Bundesverfassungsgerichts”, op. cit., p. 1206.
70
Klaus SCHLAICH und Stefan KORIOTH: Das Bundesverfassungsgericht. Stellung, Verfahren,
Entscheidungen, op. cit., p. 290.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1097

IV. El aviso de una futura inconstitucionalidad71 (“die Ankündigung kunftiger


Verfassungswidrigkeit”), como bien señala Pestalozza72, no obliga jurídicamente
a actuar al legislador, pero convierte en errónea su permanente inactividad
(“aber sie setzt seine anhaltende Untätigkeit ins Unrecht”). Esta circunstancia se
acentúa si se piensa que, en ocasiones, el BVerfG ha fijado un período de tiempo
(“Fristsetzung”) dentro del cual el legislador había de adecuar a la Constitución
la disciplina normativa de que se tratara.
Los efectos de estas decisiones no se hallan contemplados por el ordenamiento
jurídico. La praxis revela que en la parte dispositiva de tales sentencias el BVerfG
se limita tan sólo a reconocer la constitucionalidad del texto legal del que está
conociendo, siendo en la fundamentación jurídica de la sentencia en donde el juez
constitucional acoge la apelación al legislador, con lo que ello puede entrañar de
un mayor o menor número de indicaciones sobre las reglamentaciones a llevar a
cabo en un fututo más o menos indeterminado. Más recientemente, el BVerfG ha
pasado a incluir en la parte dispositiva de la sentencia una suerte de advertencia,
al señalar que la constitucionalidad de la ley se ha de entender “conforme a
los fundamentos de la decisión” (“nach Massgabe der Gründe”). Por otro lado,
las hipotéticas afirmaciones de este tipo de decisiones en torno a una posible
inconstitucionalidad de la ley, no se hallan cubiertas por el efecto de cosa juzgada
(Rechtskraft)73, ni tampoco quedan dotadas de la fuerza de ley (Gesetzkraft) por
cuanto que es obvio que el desarrollo posterior que haya de sufrir el texto legal en
cuestión no es objeto de fiscalización.
A la vista de lo que se acaba de exponer, parece claro que las alusiones o
reenvíos a los fundamentos jurídicos de la decisión, que últimamente se vienen
haciendo en la parte dispositiva de estas sentencias, persiguen evitar que, de
resultas de la declaración de constitucionalidad, la ley quede exenta de críticas.
Se trata, bien al contrario, de sentar las bases para posibilitar que, después de
transcurrido un cierto período de tiempo, pueda suscitarse la cuestión de la
posible inconstitucionalidad de la ley. Se ha llegado incluso a decir, que en los
fundamentos de estas decisiones, lejos de establecerse una presunción irrefragable
de constitucionalidad, el juez constitucional viene a sentar una “presunción de
inconstitucionalidad para el futuro74. Desde esta óptica, es bastante evidente que
la apelación al legislador verificada en los fundamentos jurídicos se halla bien
alejada de poder ser considerada como un mero obiter dictum. Piénsese además,

71
Schneider, justamente, tilda estas decisiones dictadas en sede constitucional de “resoluciones de
aviso” (“Warn – oder Signalentscheidung”), diferenciándolas de las “resoluciones de recomendación” (o
más bien de apelación) (“Appellentscheidung”). Hans-Peter SCHNEIDER: “Jurisdicción constitucional
y separación de poderes”, op. cit., p. 59.
72
Christian PESTALOZZA: “<Noch verfassungsmässige> und <bloss verfassungswidrige>”, op.
cit., p. 556.
73
En igual sentido se manifiesta Zeidler, quien escribe que “les pures décisions d´appel au législa-
teur n´ont aucune autorité directe de la chose jugée”. Wolfgang ZEIDLER: “La Cour constitutionnelle
fédérale allemande”, op. cit., p. 51.
74
Jean-Claude BÉGUIN: Le contrôle de la constitutionnalité des lois en République Fédérale
d´Allemagne, op. cit., p. 272.
1098 EL CONTROL DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS POR EL BVerfG

que en no pocas ocasiones el BVerfG ha ido más allá de una mera apelación al legis-
lador, pronunciándose de modo imperativo sobre la situación que ha de subsistir
tras su decisión, Buen ejemplo de ello lo podemos en estas dos circunstancias:
en ocasiones, el Tribunal Constitucional Federal ha reconocido a los tribunales
ordinarios la facultad de otorgar plena eficacia a las disposiciones constitucionales
a través del proceso de su concreción (Konkretisierung); en otras oportunidades,
el Tribunal ha previsto taxativamente un plazo para que el legislador proceda a
realizar su obra de mediación normativa. Ciertamente, el BVerfG no puede forzar
al legislador a que proceda a llevar a cabo tal actuación de mediación normativa;
por lo mismo, ni tan siquiera la fijación de ese plazo puede entenderse en el sentido
de imposición inexcusable de legislar. Pero resulta una obviedad que, transcurrido
ese período de tiempo sin que el legislador lleve a cabo la actuación normadora a
la que ha sido instado en sede constitucional, el Tribunal, siempre, por supuesto,
que sea requerido a ello, declarará la inconstitucionalidad del texto legal, pues es
patente que a la inacción del legislador no se anuda el automático reconocimiento
de la inconstitucionalidad de la ley. Por lo demás, la praxis revela, que no es en
modo alguno imposible que el Tribunal proceda a prorrogar el plazo que en un
primer momento dio al poder legislativo. Ese plazo, según Moench75, debe ser
considerado tan sólo como un plazo de carencia (“Karenzfrist”) dentro del cual la
ley “aún constitucional” (“noch verfassungsmässige”) parece poder ser legítima-
mente aplicada. Bien es verdad que este autor precisa de inmediato, que dentro
de ese plazo, la respectiva ley puede mantenerse en la parte constitucionalmente
indiscutida (“innerhalb der das betreffende Gesetz von verfassungsgerichtlicher
Seite aus unangefochten aufrechterhalten bleiben kann”), con lo que parece
estar matizando en un sentido muy preciso la aplicación de la ley en cuestión.
Por lo demás, como de nuevo argumenta Moench76, en caso necesario, e instado
a ello como es obvio, la posterior verificación por el Tribunal Constitucional de la
inconstitucionalidad de la misma norma legal no mostraría ninguna incoherencia
(“steht in keinem Bedingungszusammenhang”) con la constatación hic et nunc de
la constitucionalidad (“mit der hic et nunc konstatierten Verfassungsmässigkeit”).
Innecesario es decir, que no entra en el ámbito competencial del BVerfG
adoptar decisiones normativas en defecto de una actuación del legislador, si bien
no puede ignorarse, aunque en rigor se trate de una cuestión no estrictamente
relacionada con la que ahora nos ocupa, que al amparo del ya mencionado art.
35 BVerfGG, en ocasiones, el Tribunal ha procedido a dictar normas jurídicas
transitorias con las que viabilizar la ejecución de sus sentencias. Una de las
resoluciones relativas a la interrupción voluntaria del embarazo podría ser para-
digmática a estos efectos. La cuestión no deja de ser problemática, como revela el
interrogante que al efecto se plantea Schlaich: ¿Puede un sistema jurídico basado
en los principios de legalidad y seguridad jurídica soportar este modo de decidir

75
Christoph MOENCH: Verfassungswidriges Gesetz und Normenkontrolle (Die Problematik der
verfassungsgerichtlichen Sanktion, dargestellt anhand der Rechtsprechung des Bundesverfassungs-
gerichtes), Nomos Verlagsgesellschaft, Baden-Baden, 1977, pp. 186-187.
76
Ibidem, p. 186.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1099

de un Tribunal?77. Otros sectores de la doctrina han expresado asimismo serias


dudas acerca de si el BVerfG no ha usurpado las tareas propias del legislador. Tal
es el caso de Zweigert, de cuya reflexión ya nos hicimos eco78. En igual dirección,
Zeidler ha podido afirmar: “Han vaciado la copa (llena de competencias) hasta
su fin. Y a veces se sirven sin ser preguntados79. Tras ello, innecesario es decirlo,
subyace la omnipresente problemática cuestión del judicial self-restraint del
Tribunal Constitucional Federal80.
La praxis nos muestra que el legislador ha seguido, sin manifestaciones
significativas en contrario, las indicaciones del BVerfG, plasmadas, como ya se ha
dicho, en los fundamentos jurídicos de estas decisiones. Como al efecto escribe
Landfried81, “Members of Parliament perceive the binding efficacy to last forever
and to include nearly every sentence of a decision. That is why an appeal to the
Members of Parliament to have more <political self-confidence> is as important
as an appeal to the judges to practise more <judicial self-restraint>”. Y desde una
óptica igualmente pragmática habría que añadir, que el peculiar significado que los
órganos estatales, y también la opinión pública, atribuyen a los pronunciamientos
del Tribunal Constitucional Federal, aseguran a las Appellentscheidungen una
eficacia comparable a la de cualquier otra decisión de naturaleza preceptiva82, lo que
se corrobora a la vista de las, en ocasiones, profundas reformas legislativas a las que
este tipo de decisiones han dado lugar. En análogo sentido, Béguin ha constatado83,
77
Klaus SCHLAICH: “El Tribunal Constitucional Federal Alemán”, op. cit., pp. 208-209.
78
Konrad ZWEIGERT: “Einige rechtsvergleichende und kritische Bemerkungen zur Verfassungs-
gerichtsbarkeit”, en Bundesverfassungsgericht und Grundgesetz (Festgabe aus Anlass des 25 jährigen
Bestehens des Bundesverfassungsgerichts), Herausgegeben von Christian Starck, Erster Band
(Vol. I), J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), Tübingen, 1976, pp. 63 y ss.; en concreto, p. 74.
79
Karl ZEIDLER: “Zum Verwaltungsrecht und zur Verwaltung in der Bundesrepublik seit dem
Grundgesetz”, en Der Staat, 1. Band, 1962, Heft 3, pp. 321 y ss.; en concreto, p. 326. De ello se hace
asimismo eco Karl KORINEK, en “La Jurisdicción constitucional en el sistema de las funciones
estatales”, en Revista Uruguaya de Estudios Internacionales, Año 3-4, nºs. 5/6/7/8/9, 1984-1985, pp. 49
y ss.; en concreto, p. 62.
80
Cfr. al efecto, Martin KRIELE: “Recht und Politik in der Verfassungsrechtsprechung. Zum
Problem des judicial self-restraint”, en Neue Juristische Wochenschrift (NJW), 29. Jahrgang, Heft
18, 5. Mai 1976, pp. 777 y ss. Para Kriele, todos los reparos hacia la jurisprudencia constitucional
(“Alle Einwände gegen die Verfassungsrechtsprechung”) pueden agruparse bajo el lema (“unter dem
Stichwort”): judicial self-restraint, todos se agrupan juntos en una demanda: “Im Verfassungsrecht
nicht politisch, sondern juristischen zu urteilen” (en las sentencias jurídico-constitucionales, nada
políticamente, sino jurídicamente) (p. 777). Y en sintonía con lo que se acaba de decir, la polémica
presente en torno al tratamiento jurisprudencial de ciertas cuestiones de honda carga política. Benda,
quien fue Presidente del BVerfG, haciendo una suerte de balance de las relaciones entre el juez consti-
tucional y el legislador, en la tercera década de vigencia de la Grundgesetz, escribía: “Irritationen sind,
zumal bei politisch umstrittenen Fragen unvermeidlich und sollten nicht überbewertet werden” (Las
irritaciones están sobre todo junto a cuestiones inevitables políticamente controvertidas y no deben
sobrevalorarse). Ernst BENDA: “Bundesverfassungsgericht und Gesetzgeber im dritten Jahrzehnt des
Grundgesetzes”, en Die Öffentliche Verwaltung (DÖV), 32. Jahrgang, Heft 13-14, Juli 1979, pp. 465 y
ss.; en concreto, p. 470.
81
Christine LANDFRIED: “Constitutional Review and Legislation in the Federal Republic of
Germany”, en Christine Landfried (ed.), Constitutional Review and Legislation. An International
Comparison, Nomos Verlagsgesellschaft, Baden-Baden, 1988, pp. 147 y ss.; en concreto, pp. 166-167.
82
En tal sentido, Gilmar FERREIRA MENDES, en “O apelo ao legislador...”, op. cit., p. 301.
83
Jean-Claude BÉGUIN: Le contrôle de la constitutionnalité des lois..., op. cit., p. 293.
1100 EL CONTROL DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS POR EL BVerfG

que con la técnica del reenvío al legislador, un reenvío surtido de directivas, el


Tribunal se ha dotado de un instrumento de intervención eficaz, en cuanto que le
permite impulsar la fase de decisión legislativa a cuyo través será restablecida una
situación conforme con la Constitución en los más diferentes ámbitos del Derecho.

V. Una última reflexión se impone en atención a la relación entre el legislador


y el BVerfG. Se ha dicho84, que la actividad del Tribunal Constitucional Federal
no está limitada a la comprobación de las lesiones constitucionales evidentes
(“evidenter Verfassungsverletzungen”), pero que tampoco puede suponer una
facultad para la definición de objetivos políticos independientes (“die Befugnis zu
eigenständiger politischer Zielbestimmung”)85. Y en la misma dirección, Simon86
cree conveniente la no recomendación por el Tribunal de fórmulas alternativas
en sustitución de una regulación inconstitucional, pues si bien tales recomen-
daciones, como ya se ha señalado, no son vinculantes, influyen indirectamente
en el proceso político, al margen ya de que esas admoniciones son más fáciles
de formular que de seguir. Entre los dos mojones fijados por Jekewitz debe
delimitarse la actuación del BVerfG en este tipo de decisiones, lo que no siempre
es fácil de conseguir y no ha dejado de suscitar apreciaciones harto críticas hacia
el Tribunal, como ejemplifican de modo paradigmático algunas reflexiones de
Grossfeld, quien se interroga87 acerca de si es poder público un órgano como el
Tribunal Constitucional Federal de competencia general, al margen de la sepa-
ración de poderes (“ausserhalb der Gewaltenteilung”), para añadir de inmediato
que la confianza final (“das Letztvertrauen”) reside en los tribunales ordinarios
(“den ordentlichen Gerichten”), de acuerdo con la tradición que ve en el Derecho
civil (“Zivilrecht”) el guardián más fiable de la libertad y de la igualdad (“den
verlässlichen Hüter von Freiheit und Gleichheit”). Innecesario es decir, que tan
discutibilísima opinión encuentra réplicas de tanto peso específico como la de
Hesse, para quien la jurisprudencia constitucional no se ha limitado a adecuar
su interpretación de los derechos fundamentales a una realidad social cambiante
(“einer veränderten sozialen Wirklichkeit”) sino que ella misma se ha convertido
en motor de su desarrollo futuro (“zum Motor künftiger Entwicklung”)88.

84
Jürgen JEKEWITZ: “Bundesverfassungsgericht und Gesetzgeber (Zu den Vorwirkungen von
Existenz und Rechtsprechung des Bundesverfassungsgerichts in den Bereich der Gesetzgebung)”, en
Der Staat, 19. Band, 1980, pp. 535 y ss.; en concreto, p. 542.
85
La función democrática del Tribunal –añade Jekewitz más adelante– se encuentra en sus
autorizadas (dotadas de autoridad) resoluciones sobre cuestiones jurídico-constitucionales dudosas
(“in der autoritativen Entscheidung verfassungsrechtlicher Zweifelsfragen”). Jürgen JEKEWITZ:
“Bundesverfassungsgericht und Gesetzgeber...”, op. cit., p. 542.
86
Helmut SIMON: “La Jurisdicción Constitucional”, en Benda, Maihofer, Vogel, Hesse y Heyde,
Manual de Derecho Constitucional, IVAP/Marcial Pons, Madrid, 1996, pp. 823 y ss.; en concreto,
p. 853.
87
GROSSFELD: “Götterdämmerung? Zur Stellung des Bundesverfassungsgerichts”, en Neue
Juristische Wochenschrift (NJW), 48. Jahrgang, 1995, 2. Halbband, pp. 1719 y ss.; en concreto, p. 1721.
88
Konrad HESSE: “Verfassungsrechtsprechung im geschichtlichen Wandel”, en Juristen Zeitung
(JZ), 50. Jahrgang, 17. März 1995, pp. 265 y ss.; en concreto, p. 267.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1101

Las críticas doctrinales, creemos que más bien puntuales, hacia algunos aspec-
tos de la actuación del BVerfG no deben obscurecer en lo más mínimo el extraordi-
nario rol que la jurisprudencia constitucional del Tribunal ha jugado en relación a
los derechos fundamentales. Bastaría con recordar la sentencia dictada en el “caso
Elfes”, de 16 de enero de 1957, en la que se definirá el derecho al libre desarrollo
de la personalidad (“Recht auf die freie Entfaltung seiner Persönlichkeit”) del art.
2º.1 GG como “libertad general de acción” que, por lo mismo, ampara a todas las
demás libertades, con independencia de que estén o no enumeradas en la Ley
Fundamental, o la celebérrima Lüth Urteil (la decisión del caso Lüth), de 15 de
enero de 1958, cuyo “redemptive style” sería puesto en contraste con “the United
States Supreme Court´s caution”89, y a la que se debe la definición de los derechos
fundamentales como un sistema de valores que debe regir y definir la totalidad
del sistema jurídico, para dejar meridianamente clara la relevancia de la función
desempeñada por el BVerfG en relación a los Grundrechte, y ello no sólo en la
República Federal, pues es bien conocido el notabilísimo impacto que su doctrina
en materia de derechos ha tenido en otros órganos de la justicia constitucional
europea. Y qué duda cabe de que a través de este peculiar tipo de sentencias que
son las Appellentscheidungen, el Tribunal Constitucional alemán ha proyectado
su jurisprudencia sobre el legislador, instándole a una actuación plenamente
sensible tanto hacia los derechos fundamentales como hacia los grandes valores
que subyacen en el ordenamiento constitucional germano-federal90. Sin ir más
lejos, el caso resuelto por la Sentencia de 29 de enero de 1969, en un supuesto tan
sensible socialmente como el de la igualdad de los hijos, con independencia de
que se tengan dentro o fuera del matrimonio, ilustraría acerca de este influjo del
Tribunal sobre el legislador en materia de derechos fundamentales.

6. Las declaraciones de inconstitucionalidad sin nulidad


(Unvereinbarkeitserklärungen)

I. En los primeros años de vida del Tribunal Constitucional Federal, éste


vinculó los términos “inconstitucionalidad” (“verfassungswidrig”) y “nulidad
(“nichtigkeit”) a través de una relación prácticamente biunívoca, de tal modo que
a la primera se anudaba la segunda. El binomio parecía inescindible. Desde luego,
no había de extrañar tal conexión si se atendía a la previsión del art. 78 BVerfGG,
que dispone que si el Tribunal llegare a la convicción de que una disposición del
ordenamiento federal es incompatible (“unvereinbar”) con la Grundgesetz (o una
disposición del ordenamiento de los Länder lo es con la Ley Fundamental o con
otras disposiciones del Derecho federal), declarará nula la ley (“so erklärt es das

89
Bruce ACKERMAN: “The Rise of World Constitutionalism”, en Virginia Law Review (Va. L.
Rev.), Vol. 83, 1997, pp. 771 y ss.; en concreto, p. 796.
90
Como con toda razón aduce Ipsen, del legislador es exigible algo más que la voluntad de no
actuar de forma inconstitucional (“den Willen nicht verfassungswidrig zu handeln”). Jörn IPSEN:
“Nichtigerklärung oder <Verfassungswidrigerklärung> – Zum Dilemma...”, op. cit., p. 44.
1102 EL CONTROL DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS POR EL BVerfG

Gesetz für nichtig”). De este modo, la incompatibilidad con la Grundgesetz, o lo


que es igual, la inconstitucionalidad, se traducía en la nulidad.
La situación iba, sin embargo, a cambiar a partir de 1958, al declarar el
Tribunal una ley inconstitucional sin anudarle la declaración de nulidad, produ-
ciéndose de esta forma por primera vez la quiebra del binomio inconstituciona-
lidad/nulidad. Con ello, el BVerfG creaba un tipo de decisiones que bien pueden
ubicarse entre las sentencias estimatorias, que pronuncian la nulidad absoluta
de las normas impugnadas, y las sentencias desestimatorias o de rechazo, que
declaran la conformidad constitucional de las normas impugnadas91. Y ello es así
por cuanto, como señala Pestalozza92, en este tipo de resoluciones constitucionales
sólo puede reconocerse la infracción (“Hier kann nur der Verstoss festgestellt”)
y no se declarará la nulidad (“und nichts für nichtig erklärt werden”). En otro
lugar, el propio autor, en alusión a la inconstitucionalidad de las omisiones del
legislador, razonaba que parecía imposible declarar la nulidad de una omisión
legislativa (“Es soll nun nicht möglich sein, das gesetzgeberische Unterlassen für
nichtig zu erklären”); la decisión, añadía Pestalozza93, no puede sino limitarse a
confirmar la inconstitucionalidad (“es bewendet bei der Feststellung der Verfas-
sungswidrigkeit”).
El punto de partida para el desarrollo de este tipo de decisiones fue la
situación ya comentada de la “exclusión arbitraria de beneficio” (“Willkürlicher
Begünstigungsauschuss”), incompatible con las exigencias del principio de
igualdad, si bien la jurisprudencia del BVerfG no se iba a limitar a ese supuesto,
extendiendo progresivamente esta modalidad de sentencias a otros casos en los
que, por distintas circunstancias, el tribunal iba a entender necesario declarar la
mera incompatibilidad (“Unvereinbarkeit”) de la norma con la Ley Fundamental,
pero sin anudarle la nulidad.
En 1970, la BVerfGG iba a ser modificada (a través de la Ley de 21 de diciembre
de 1970) al objeto de positivar lo que ya venía siendo una pauta consolidada del
Tribunal. A tal efecto, se introdujo en el art. 31.2 una específica referencia a la de-
claración de mera incompatibilidad. El precepto en cuestión comienza aludiendo
a los casos en que una resolución del Tribunal tiene “fuerza de ley” (Gesetzeskraft),
para añadir en su inciso segundo, que la tendrá igualmente cuando el Tribunal
declare una ley compatible o incompatible con la Ley Fundamental o bien nula
(“wenn das Bundesverfassungsgericht ein Gesetz als mit dem Grundgesetz
vereinbar oder unvereinbar oder für nichtig erklärt wird”), diferenciación que se
reitera en el inicio del inciso inmediato posterior del mismo apartado.

91
En sentido análogo, entre otros autores, Antonio CERVATI: “Tipi di sentenze e tipi di motivazioni
nel giudizio incidentale di costituzionalità delle leggi”, en la obra colectiva, Strumenti e tecniche di
giudizio della Corte costituzionale (Atti del Convegno, Trieste, 26-28 maggio 1986), Giuffrè, Milano,
1988, pp. 125 y ss.; en concreto, pp. 131-132.
92
Christian PESTALOZZA: Verfassungsprozessrecht (Die Verfassungsgerichtsbarkeit des Bundes
und der Länder), op. cit., p. 340.
93
Christian PESTALOZZA: “<Noch verfassungsmässige> und <bloss verfassungswidrige>
Rechtslagen”, op. cit., p. 526.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1103

Basta con lo hasta aquí expuesto para que ya pueda comprenderse que no
siempre es posible diferenciar con precisión las Appellentscheidungen de las
declaraciones de inconstitucionalidad sin pronunciamiento de nulidad o de mera
incompatibilidad (Unvereinbarkeitserklärungen). Como bien se ha indicado94, la
simple determinación para que el legislador regule una determinada materia
dentro de un cierto plazo (o, añadiríamos por nuestra cuenta, sin fijación de plazo
alguno) no expresa un rasgo exclusivo del primer tipo de decisiones, en tanto en
cuanto también en las que ahora analizamos se recogen, en bastantes ocasiones,
recomendaciones o exhortaciones expresas para que el legislador promulgue una
nueva ley o modifique la fiscalizada en sede constitucional.
Ahora bien, dicho lo que antecede, conviene hacer una puntualización relevan-
te en cuanto que nos proporciona una diferencia significativa entre uno y otro tipo
de decisiones. Ya con anterioridad pusimos de relieve que las Appellentscheidungen
pueden considerarse una modalidad particular de las sentencias desestimatorias,
y en ello difieren de modo radical las que ahora contemplamos, pues las Unve-
reinbarkeitserklärungen son sentencias declaratorias de la inconstitucionalidad,
aunque rompan con el tradicional binomio inconstitucionalidad/nulidad. De
esta por lo demás obvia diferencia ha extraído Ipsen una divergencia adicional:
mientras las decisiones de apelación al legislador tienen un contenido preventivo,
en oposición a las represivas declaraciones de nulidad (“repressiven Nichtig-
erklärung”) operando como “preludio de la patología constitucional” (“im Vorfeld
der verfassungsrechtlichen Pathologie”)95, la declaración de inconstitucionalidad
sin pronunciamiento de nulidad, por el contrario, tiene un carácter prescriptivo,
obligando al legislador a suprimir, con la mayor presteza posible, la situación de
inconstitucionalidad. En la distinción práctica de la eficacia imperativa entre la
Verfassungswidrigerklärung y la Appellentscheidung, escribe textualmente Ipsen96,
la primera incluye un mandato incondicional (“ein unbedingtes Gebot”) al
legislador de eliminar la violación constitucional (“den Verfassungsverstoss zu
beseitigen”), mientras que la última requiere tan sólo que el legislador intervenga
bajo la premisa de evitar el resultado imprevisible (“die unabsehbaren Folgen”) de
una situación jurídica inconstitucional (“einer verfassungswidrigen Rechtslage”).
Las múltiples posibilidades que este tipo de resoluciones ofrecen iban a ser
puestas de relieve por la doctrina. Tal sería el caso de Schlaich y Korioth97, para
quienes en la figura de las leyes incompatibles (“von der Figur des <unvereinba-
ren> Gesetzes”) se ve tan sólo un pequeño paso (“ein kleiner Schritt”) hacia unas
ulteriores variantes de veredictos en las resoluciones (“zu einer weiteren Spielart
von Entscheidungsaussprüchen”).

94
Gilmar FERREIRA MENDES: “O apelo ao legislador...”, op. cit., p. 279.
95
Jörn IPSEN: Rechtsfolgen der Verfassungswidrigkeit von Norm und Einzelakt, Nomos Velagsge-
sellschaft, Baden-Baden, 1980, p. 268.
96
Ibidem, pp. 268-269.
97
Klaus SCHLAICH und Stefan KORIOTH: Das Bundesverfassungsgericht. Stellung, Verfahren,
Entscheidungen, op. cit., p. 290.
1104 EL CONTROL DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS POR EL BVerfG

II. Las declaraciones de mera incompatibilidad, como ya se ha dicho, respon-


den primigeniamente a la hipótesis de una exclusión arbitraria de beneficio, que
obviamente es incompatible con el principio de igualdad, al otorgar ventajas o
beneficios a ciertos grupos o segmentos sociales, excluyendo de las mismas, de
modo expreso o implícito, a otros grupos o segmentos que se hallan en iguales
condiciones. Como puede inferirse de todo lo que llevamos expuesto, en muchos
de estos supuestos la exclusión es el resultado de una omisión legislativa, que ha
de calificarse de relativa o parcial.
La decisión de 11 de junio de 1958, anteriormente referida, puede considerarse
paradigmática98. A través de una Ley de 6 de diciembre de 1951, los sueldos de los
funcionarios y las pensiones de jubilación de antiguos miembros de la función
pública fueron incrementados un 20 por 100 con efectos del 1º de octubre. El
aumento no se extendió, sin embargo, a las prestaciones que percibían una
concreta categoría de antiguos funcionarios (aquéllos que el 8 de mayo de 1945 no
habían sido repuestos en una situación de actividad o no habían encontrado una
función equivalente a la de su antiguo estatuto funcionarial). Ante tal situación,
diversos miembros pertenecientes a estas categorías funcionariales formalizaron
varios recursos de queja constitucional, demandando la anulación de la Ley de
1951 en base a que había llevado a cabo una discriminación injustificada entre las
diversas categorías de jubilados y pensionistas de la función pública.
El Tribunal Constitucional no iba a apreciar una lesión del principio de igual-
dad, pero sí, por contra, del art. 33.5 GG, por cuya virtud, el Derecho de la función
pública (“Das Recht des öffentlichen Dienstes”) debía de ser regulado teniendo
en cuenta “los principios tradicionales del funcionariado” (“der hergebrachten
Grundsätze des Berufsbeamtentums”), pues en cuanto los aumentos salariales
tan sólo pretendían otorgar a los funcionarios en activo o jubilados un standard
mínimo de vida, la privación del aumento a las mencionadas categorías privaba
a sus integrantes del mínimo constitucionalmente requerido. Apreciada de esta
forma, la violación de derechos, el BVerfG iba a constatar que la nulidad no podía
aquí ser una sanción apropiada frente a la eventual inconstitucionalidad, pues
supondría tan sólo la abrogación de la base legal de los sueldos de la función
pública, mientras que la misma Grundgesetz requería el mantenimiento de tal
fundamento legal. Por otro lado, la declaración de nulidad en nada absolutamente
beneficiaba a los demandantes en queja, cuyos derechos apreciaba el Tribunal que
habían sido conculcados.
El juez constitucional alemán, a la vista de todo ello, iba a soslayar la anulación
de los preceptos legales, a fin de evitar un vacío jurídico conducente a privar
de base legal el pago de los sueldos y pensiones de los funcionarios, base legal,
como acaba de decirse, constitucionalmente exigida por el art. 33.5 GG. Así las
cosas, el BVerfG se limitaba simplemente a constatar que el legislador federal, al
abstenerse de modificar (de incrementar en realidad) ciertos sueldos y pensiones,

98
Para un análisis más profundo del caso y de la decisión constitucional, cfr. Jean-Claude BÉGUIN:
Le contrôle de la constitutionnalité des lois..., op. cit., pp. 239-241.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1105

había atentado contra un derecho garantizado por el art. 33.5 de la Grundgesetz


y específicamente tutelado a través de la vía procesal del Verfassungsbeschwerde
(art. 93.1, 4, a/ GG), de lo que se derivaba como efecto inmediato el desencade-
namiento de una obligación del legislador de adoptar en beneficio del grupo de
funcionarios concernidos una ley conforme con las exigencias constitucionales
dimanantes del art. 33.5 GG.
Si la técnica de la declaración de nulidad es perfectamente válida para enfren-
tar una inconstitucionalidad por acción, en casos como el comentado, en los que
es la omisión parcial del legislador la desencadenante de la inconstitucionalidad,
resulta patente lo inapropiado de tal técnica para reparar los perjuicios causados.
Difícilmente la declaración de nulidad del texto legal iba a propiciar el restable-
cimiento del orden constitucional violado por la omisión relativa del legislador,
pudiendo tan sólo conducir a causar un daño mayor de aquel al que se trataba de
hacer frente, al privar a todos los funcionarios integrantes de la Administración
federal del ya legalmente reconocido incremento retributivo.

III. Un segundo factor proclive a este tipo de decisiones constitucionales es la


salvaguarda de la libertad de configuración del legislador. Pestalozza lo expresa
con toda claridad cuando alude a una segunda justificación de renuncia a la
técnicamente posible (“technisch mögliche”) declaración de nulidad: el respeto
a la libertad de configuración del legislador en el marco del art. 3º.1 GG (“die
Rücksichtnahme auf die sog. <Gestaltungsfreiheit des Gesetzgebers> in Rahmen
des Art. 3.1 GG”) a través de la declaración de incompatibilidad99. Es ésta, por lo
demás, una opinión ampliamente compartida por la doctrina germana, pero no
sólo por ella, sino también por la foránea. Así, Crisafulli100 iba a sostener, que esta
variante de decisión tenía la finalidad de dejar plenamente libre al poder legislativo
en la elección de los modos (de los medios) con los que hacer cesar la comprobada
vulneración de la Constitución101. La libertad de configuración del legislador se
ha convertido en una suerte de cláusula general para justificar la aplicación de la
declaración de inconstitucionalidad sin un pronunciamiento de nulidad, con base
en que tal libertad exige que sea el propio poder legislativo el que decida acerca de
las posibles alternativas en presencia para la eliminación de la inconstituciona-
lidad, pues en estos casos, por lo general, el vicio de inconstitucionalidad puede
ser superado a través de opciones de política legislativa diferentes.

99
Christian PESTALOZZA: Verfassungsprozessrecht, op. cit., p. 344.
100
Vezio CRISAFULLI: “Giustizia costituzionale e potere legislativo”, en la obra Aspetti e tendenze
del Diritto costituzionale. Scritti in onore di Costantino Mortati, Giuffrè, Milano, 1977, Vol. 4º, pp. 129
y ss.; en concreto, p. 141.
101
Análoga posición mantiene, entre otros, Angelo Antonio CERVATI: “Incostituzionalità delle
leggi ed efficacia delle sentenze delle Corti costituzionali austriaca, tedesca ed italiana”, en Quaderni
Costituzionali, Anno IX, nº 2, Agosto 1989, pp. 257 y ss.; en concreto, p. 270. Asimismo, Jean-Claude
BÉGUIN: Le contrôle de la constitutionnalité des lois..., op. cit., pp. 250 y ss. Y también, Wolfgang
ZEIDLER: “Cour constitutionnelle fédérale allemande”, op. cit., p. 49.
1106 EL CONTROL DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS POR EL BVerfG

No han faltado, desde luego, críticas frente a tal argumento, al entender


algunos sectores de la doctrina102, que la libertad de configuración del legislador
no se ve afectada en la mayoría de los casos, en tanto en cuanto el poder legislativo
puede dictar normas tanto después de una declaración de nulidad cuanto tras una
declaración de simple incompatibilidad o inconstitucionalidad.
La Sentencia de 15 de febrero de 1967103 puede ejemplificar estos casos. La
Ley de 16 de agosto de 1961, sobre la profesión de consejero o consultor fiscal,
declaró incompatible con la práctica de esta profesión el ejercicio de una actividad
comercial o industrial o de una actividad asalariada, con las salvedades que la
propia ley determinaba. Dos recursos de queja constitucional iban a desencadenar
el pronunciamiento del Tribunal Constitucional Federal. Para éste, las normas
de incompatibilidad no eran “per se” desproporcionadas, pero eran formuladas
sin restricción alguna, de modo que se aplicaban incluso a personas que habían
venido ejerciendo hasta ese mismo momento una actividad comercial además
de su profesión de asesor fiscal, ejercicio que, en ocasiones, se venía realizando
desde largo tiempo atrás. La obligación de escoger entre una u otra actividad no
era previsible para tales personas, circunstancia de la que, a juicio del BVerfG,
resultaba una sensible limitación de su derecho fundamental al libre ejercicio de
una profesión, garantizado por el art. 12.1 GG (“Alle Deutschen haben das Recht,
Beruf, Arbeitsplatz und Ausbildungsstätte frei zu wählen”: “Todos los alemanes
tienen derecho a elegir libremente su profesión, su lugar de trabajo y su lugar de
formación”).
El Tribunal iba a considerar, que en la medida en que la obligación de aban-
donar de inmediato una actividad comercial o industrial era, para las personas
afectadas, excesiva en atención a las exigencias del principio de proporcionalidad,
el legislador debía de adoptar una reglamentación transitoria cuya forma y diseño
había de ser dejada a su propia apreciación, si bien el BVerfG señalaba que la
antigüedad en el ejercicio de la profesión, la naturaleza e importancia económica
de la actividad comercial e industrial, la edad del interesado y las posibilidades
de retirarse de sus negocios sin pérdidas, podían ser elementos a tomar en
consideración en sede legislativa.
Otro ejemplo lo podemos encontrar en la Sentencia de 11 de mayo de 1970.
En el caso en cuestión, el Tribunal Constitucional Federal había sido instado por
el Bundesfinanzhof (Tribunal Federal de Hacienda) a que se pronunciara sobre
la constitucionalidad de la Ley de 23 de septiembre de 1958, relativa al impuesto
sobre la renta, de acuerdo con la cual, las plusvalías obtenidas por la venta de un
terreno por parte de un agricultor no se hallaban comprendidas dentro de la base
imponible, y, consecuentemente, no estaban sujetas a ese impuesto. El BVerfG
consideraría, que en el marco de su política agrícola, el legislador podía conceder

102
Cfr. al efecto, Jörn IPSEN: “Nichtigerklärung oder <Verfassungswidrigerklärung>...”, op. cit.,
p. 44.
103
Cfr. al respecto, Jean-Claude BÉGUIN: Le contrôle de la constitutionnalité des lois..., op. cit., pp.
257-258.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1107

ciertas ventajas a los agricultores, precisando que no le pertenecía fiscalizar si el


legislador había adoptado la solución más justa, apropiada y racional. Era claro
pues, que una intervención selectiva del Estado bajo la forma de una exoneración
fiscal no suponía sin más una ruptura del principio de igualdad. Ahora bien, el
Tribunal iba a reivindicar para sí el velar para que tal exoneración fiscal se aplicara
a situaciones de hecho equivalentes.
En tal dirección, el BVerfG admite que pertenece a los órganos legislativos de-
finir las condiciones en las que los hándicaps económicos de la agricultura pueden
ser compensados a través de ventajas fiscales, por ejemplo, cuando los terrenos
permanecen dedicados al uso agrícola. Pero cuando no es éste el caso, por ejemplo,
cuando se procede a la urbanización de esos terrenos, el privilegio ya no se halla
justificado. Es por lo mismo por lo que el BVerfG cuestiona constitucionalmente
el privilegio indiferenciado (“unterschiedslose Privilegierung”) previsto en el caso
en cuestión por el legislador.
La citada exoneración fiscal se presentaba en el texto legal bajo la forma de
una disposición expresa y diferenciada. Su anulación era pues, perfectamente
posible, pero conducía a la desaparición del conjunto de un régimen fiscal que,
en sí mismo, no era inconstitucional. Por otro lado, el legislador podía restablecer
la igualdad a través de diferentes modos: descartando pura y simplemente tal
régimen exoneratorio, pero también precisando las condiciones en que el mismo
podía aplicarse. En coherencia con todo ello, el BVerfG declaraba la disposición
fiscalizada incompatible con el art. 3º.1 GG, si bien no daba ninguna directriz al ór-
gano que había planteado la cuestión de inconstitucionalidad, el Bundesfinanzhof.
La doctrina104 recuerda la notable controversia que desencadenó el silencio en este
aspecto del juez constitucional, discusión que iba a versar acerca de las consecuen-
cias que se desprendían de una declaración constitucional como ésta, de mera
incompatibilidad, o lo que es igual, de inconstitucionalidad sin nulidad. Tampoco
debe extrañar ahora en exceso tal circunstancia, pues, con una perspectiva amplia,
la actuación del BVerfG nos muestra que, en aquellos supuestos en que el principio
de igualdad ha sido infringido y en los que el restablecimiento del mismo, a través
de la extensión del privilegio o beneficio concedido inicialmente a tan sólo unos
sectores o grupos de individuos, entraña unas consecuencias presupuestarias
relevantes, por el incremento que supone para el erario público la ampliación del
beneficio, el juez constitucional alemán no ha dejado de mostrarse sensible frente
a tal circunstancia, operando la misma, de modo más o menos explícito, como
un argumento más para deferir al legislador la formulación del diseño legal que
estime más apropiado a la vista de todos los factores o elementos en presencia.
En último término, creemos de interés poner de relieve que, como regla gene-
ral, y ello ya ha quedado implícito en alguno de los casos comentados, la omisión
legislativa ha asumido un rol relevante para la fundamentación de la declaración
de inconstitucionalidad sin nulidad. Se han subrayado incluso las semejanzas

104
Jean-Claude BÉGUIN: Le contrôle de la constitutionnalité des lois en République Fédérale
d´Allemagne, op. cit., p. 262.
1108 EL CONTROL DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS POR EL BVerfG

de algunos supuestos de omisión parcial con los presupuestos de una omisión


absoluta o total105. Y en tales casos omisivos, el Tribunal Constitucional se ha
venido absteniendo de declarar la nulidad con base en la consideración de que la
transgresión constitucional derivaba no de la regulación, sino, normalmente, de su
incomplitud, circunstancia a la que se reconducía tanto la omisión del desarrollo
del complejo normativo como la exclusión arbitraria de beneficio.

IV. A) Llegados aquí, es el momento de centrarnos en las consecuencias jurídi-


cas que se encadenan a las decisiones de que nos estamos ocupando. En su análisis
sobre el dilema en la praxis del control normativo de constitucionalidad entre
las declaraciones de mera inconstitucionalidad y las de nulidad, Ipsen comienza
poniendo de relieve cómo un “dogma inamovible” (“unverrückbares Dogma”)
como era el de la nulidad de las normas inconstitucionales (“die Nichtigkeit der
verfassungswidrigen Norm”) ha evolucionado en la jurisprudencia del BVerfG a
través de un laberinto dogmático (“einem dogmatischen Laberynth”) hasta llegar
al extremo de que las consecuencias jurídicas de la inconstitucionalidad de las
normas (“die Rechtsfolgen der Verfassungswidrigkeit von Normen”) son deter-
minadas por el propio Tribunal Constitucional nach Ermessen, esto es, a través
de su libre albedrío106, por todo lo cual, el propio autor concluye que estamos en
presencia de “eine genuin richterrechtliche Figur”107 (una genuina figura jurídica
judicial). Este carácter ciertamente peculiar y genuino podría entrelazarse, y así lo
hace Cervati108, con la pauta tendencial que, desde tiempo atrás, se puede apreciar
en la jurisprudencia de los Tribunales Constitucionales europeos, a desarrollar
de modo flexible el propio control de constitucionalidad, y ello no sólo al nivel
de la interpretación de los parámetros constitucionales, cada vez más elásticos y
vinculados con las situaciones de hecho, sino también con referencia al tipo de
dispositivo al que vienen recurriendo de vez en cuando.
No puede extrañar, a la vista de lo que se acaba de decir, que no siempre sean
del todo claras las consecuencias jurídicas de una declaración de mera incompa-
tibilidad o de inconstitucionalidad sin nulidad. Abona tal circunstancia el hecho
de que esos efectos no pueden ser inferidos directamente de la BVerfGG, esto es,
de la propia norma legal reguladora del Tribunal. La ley, en efecto, tan sólo prevé
en su art. 79, que contra una sentencia penal firme (“gegen ein rechtskräftiges
Strafurteil”) que se base en una norma declarada incompatible con la Grundgesetz
o en una interpretación que el propio BVerfG considere incompatible con la Ley
Fundamental, cabrá recurso de revisión de conformidad con lo dispuesto por el
ordenamiento procesal penal (o criminal) (“Strafprozessordnung”). Tal determi-

105
En tal sentido, Gilmar FERREIRA MENDES: Jurisdiçâo Constitucional..., op. cit., pp. 274-275.
106
Jörn IPSEN: “Nichtigerklärung oder <Verfassungswidrigerklärung>...”, op. cit., p. 41.
107
Ibidem, p. 41.
108
Antonio CERVATI: “Tipi di sentenze e tipi di motivazioni nel giudizio incidentale di costitu-
zionalità delle leggi”, en la obra Strumenti e tecniche di giudizio della Corte costituzionale (Atti del
Convegno, Trieste 26-28 maggio 1986), Giuffrè Editore, Milano, 1988, pp. 125 y ss.; en concreto,
pp. 133-134.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1109

nación, aunque circunscrita al proceso penal, parece mostrar un deseo implícito


del legislador de que una norma declarada en sede constitucional incompatible
con la Ley Fundamental, aun cuando no invalidada, no sea aplicada. En cualquier
caso, las consecuencias jurídicas de la declaración de inconstitucionalidad sin
nulidad siguen sin ser del todo claras, e incluso, como apunta Schlaich109, en
casos concretos conducen a incertidumbres apenas soportables en lo referente a
la situación jurídica transitoria.
La praxis nos muestra que, en su primera jurisprudencia, el BVerfG consideró
admisible la aplicación provisional de una ley declarada incompatible con la
Constitución. Ciertamente, esta doctrina iba a cambiar en la relevante sentencia
relativa a la nacionalidad de los hijos provenientes de los llamados “matrimonios
mixtos”, en la que el Tribunal Constitucional vino a equiparar, en lo relativo a la
aplicación de la ley declarada incompatible con la Grundgesetz, la declaración
de inconstitucionalidad sin nulidad a la declaración de nulidad. Dicho de otro
modo, la ley considerada incompatible con la Grundgesetz, lisa y llanamente, no
podía ser aplicada. Sin embargo, esta supuesta regla general no dejó de tener
alguna excepción, en particular, cuando la inaplicación generase un vacío jurídico
intolerable para el ordenamiento constitucional. Y así, en la sentencia precedente-
mente aludida, el BVerfG consideró que la inaplicación de la ley que establecía el
régimen jurídico que debía de aplicarse respecto a la nacionalidad de los hijos de
matrimonios mixtos generaba un vacío legislativo que propiciaba una situación
aún más alejada de la voluntad constitucional de la que se producía de resultas
de su aplicación. En definitiva, la posición del BVerfG puede compendiarse,
según Ferreira Mendes110, en la idea de que el Tribunal admite la legitimidad de
la aplicación provisional de la ley declarada incompatible con la Grundgesetz si
razones de índole constitucional y, en particular, motivos de inseguridad jurídica,
convierten en imperiosa la vigencia temporal de la ley inconstitucional.
La situación que genera la aplicación de una ley ya expresamente declarada
inconstitucional no deja de ser en extremo paradójica, aun cuando se pueda
considerar asentada en el genérico (y recurrente) argumento del “mal menor”.
Con todo, la doctrina alemana, por lo general, se ha mostrado de acuerdo con esta
situación. Pestalozza ha señalado al respecto, que la jurisprudencia constitucional
muestra ampliamente que la vigencia de las normas inconstitucionales (“die
Geltung verfassungswidriger Normen”) debe ser derivada del sistema jurídico
(“aus dem Rechtssystem abzuleiten”) y no de un mandato independiente (“nicht
auf eine selbständige <Anordnung>”) que se deba al Tribunal Constitucional
Federal 111. Con ello, lo que viene a señalar tan prestigioso autor es que una
situación tan atípica como la comentada deba poder incardinarse de algún modo
en el propio ordenamiento jurídico, y no ser la resultante tan sólo de la mera

109
Klaus SCHLAICH: “El Tribunal Constitucional Federal Alemán”, op. cit., p. 198.
110
Gilmar FERREIRA MENDES: Jurisdiçâo Constitucional. O controle abstrato de normas no Brasil
e na Alemanha, op. cit., p. 286.
111
Christian PESTALOZZA: “<Noch verfassungsmässige> und <bloss verfassungswidrige>
Rechtslagen”, op. cit., pp. 565-566.
1110 EL CONTROL DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS POR EL BVerfG

opción del juez constitucional. No se puede decir otro tanto de la doctrina foránea,
entre la que este tipo de decisiones, y más aún con tales efectos, no ha dejado de
suscitar algunas formulaciones críticas. Este sería el caso, por poner un significado
ejemplo, de Elia, para quien la lógica continuidad de la aplicación parcial de la ley
inconstitucional denuncia la falta de lógica (“illogicità”), la íntima contradicción
(“contraddittorietà”) de la solución acogida por el Tribunal de Karlsruhe112.
Al margen ya de la salvedad precedentemente señalada, la regla general es que
la declaración de inconstitucionalidad, aún sin un pronunciamiento de nulidad,
impide que los tribunales o la Administración puedan aplicar la ley en cuestión.
Puede hablarse, pues, de un efecto de suspensión o bloqueo de la aplicación
de la norma (Amwendungssperre), aunque la misma no quede eliminada del
ordenamiento jurídico. Ipsen, quien como ya se dijo, en un determinado momento
habla de una “paralización jurídica por razón de Estado” (“Rechtsstillstand
aus Staatsräson”), considera113 que la suspensión de la aplicación de la norma
(“Normenwendungssperre”) debe entenderse no como una precaución o cautela
para situaciones de excepción, sino como la consecuencia jurídica dimanante
de la declaración de inconstitucionalidad (“Rechtsfolge der Verfassungswidrig-
erklärung”). No se puede olvidar al respecto algo a lo que ya aludimos, el hecho
de que el art. 31.2 BVerfGG otorga “fuerza de ley” (Gesetzeskraft) a la sentencia en
los casos de los recursos de queja constitucional, cuando en ella se declare una
determinada ley incompatible (“unvereinbar”) con la Ley Fundamental. No hay,
pues, en relación a este efecto, diferencia alguna entre las resoluciones que decla-
ren la compatibilidad, la mera incompatibilidad o la nulidad de la ley impugnada a
través de un Verfassungsbeschwerde. Ello se traduce a su vez en la paralización de
los procesos pendientes ante los tribunales ordinarios de justicia. Esta suspensión
del proceso debe perdurar hasta tanto el legislador proceda a dictar un nuevo texto
legal o a reformar el tildado de incompatible con la Grundgesetz.

B) La consecuencia jurídica más relevante de este tipo de decisiones es,


obviamente, la imposición al legislador de la obligación de suprimir la situación
inconstitucional. Como escriben Schlaich y Korioth114, “das BVerfG verbindet
seine Feststellung mit dem Appell an den Gesetzgeber zu handeln” (el Tribunal
Constitucional Federal une su declaración con la apelación a actuar al legislador).
Tal apelación puede complementarse con la formulación de un mandato constitu-
cional (“zur Formulierung eines Verfassungsauftrags”) o incluso con la fijación de
un plazo (“einer Fristsetzung”). Como es obvio, el transcurso del tiempo concedido
al legislador sin que éste proceda a cumplir con su deber de legislar, se nos antoja

112
Leopoldo ELIA: “Le sentenze additive e la piú recente giurisprudenza della Corte costituzionale
(ottobre 81 – luglio 85)”, en Scritti su la Giustizia Costituzionale. In onore di Vezio Crisafulli, CEDAM,
Padova, 1985, Vol. I, pp. 299 y ss.; en concreto, p. 309.
113
Jörn IPSEN: “Nichtigerklärung oder <Verfassungswidrigerklärung> – Zum Dilemma der
verfassungsgerichtlichen Normenkontrollpraxis”, op. cit., p. 44.
114
Klaus SCHLAICH und Stefan KORIOTH: Das Bundesverfassungsgericht. Stellung, Verfahren,
Entscheidungen, op. cit., p. 293.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1111

un supuesto más teórico que real, aunque es evidente que, de producirse, no podría
dejar de tener consecuencias jurídicas de ser instado el BVerfG a pronunciarse al
respecto, en cuyo caso la única respuesta lógica habría de ser la invalidación total
de la ley previamente tildada de incompatible con la Grundgesetz.
Un sector de la doctrina ha equiparado las situaciones que en ocasiones
pueden crear estas decisiones, al efecto que la legislación austriaca posibilita al
prever una vacatio sententiae. Y así, Schlaich, refiriéndose a la sentencia relativa
a la admisión en establecimientos de enseñanza superior, pone de relieve115, que
la decisión del Tribunal de considerar que el art. 17 de la Ley de Universidades era
incompatible con la Grundgesetz, precisando de inmediato que, ello no obstante,
debía ser aplicado hasta la elaboración de una nueva regulación legislativa y
fijando el plazo en que la misma debía ser aprobada, recordaba la solución
austriaca. También D´Orazio116, entre la doctrina foránea, se ubica en esta línea
de pensamiento, considerando que la disociación (lógica y cronológica) de los
dos momentos (el de la incompatibilidad y el de la nulidad) en la jurisprudencia
del BVerfG equivale, sustancialmente, a la vacatio sententiae austriaca. Y entre
nosotros, Rubio Llorente entiende 117, que este modo de operar del Tribunal
Constitucional Federal entraña un regreso a la vieja fórmula austriaca de diferir la
eficacia de la declaración de nulidad para que el legislador pueda mientras tanto
obrar en consecuencia, si bien hay una divergencia que no puede dejar de ser
tenida en cuenta: en tanto que en Austria esta solución, prevista constitucional-
mente, resulta perfectamente coherente con la teoría del legislador negativo, cuyas
decisiones son constitutivas y operan ex nunc, es difícil justificarla en un sistema
en el que a las decisiones del juez constitucional se les atribuye una naturaleza
declarativa y una eficacia ex tunc.
Bien significativo de la proximidad de la solución jurisprudencialmente
asumida por el BVerfG a la fórmula austriaca, es el hecho de que entre 1969 y 1970
se intentara la reforma del art. 79 BVerfGG, al que ya hemos aludido, precepto que
regula algunos de los efectos de estas decisiones, con la finalidad de aproximar
esta disposición a la fórmula vigente en Austria118, reforma que finalmente fue
rechazada por el Bundestag, que, como ya se dijo, en 1970 se limitó a admitir la
alternativa entre la inconstitucionalidad con nulidad o sin ella.

115
Klaus SCHLAICH: “El Tribunal Constitucional Federal Alemán”, op. cit., pp. 197-198.
116
Giustino D´ORAZIO: “Aspectos y problemas de la justicia constitucional italiana”, en Revista
Vasca de Administración Pública , nº 31, Septiembre/Diciembre 1991, pp. 59 y ss.; en concreto, p. 91.
117
Francisco RUBIO LLORENTE: “La jurisdicción constitucional como forma de creación de
Derecho”, en Revista Española de Derecho Constitucional, nº 22, Enero/Abril 1988, pp. 9 y ss.; en
concreto, pp. 36-37.
118
La reforma pretendía introducir en el art. 79 BVerfGG un nuevo primer párrafo del siguiente
tenor: “El Tribunal Constitucional Federal, por graves motivos de interés público, podrá establecer
en su decisión que una ley declarada nula continúe en vigor hasta el momento en que la decisión
judicial haya determinado su pérdida de vigencia. Este término no puede ser posterior a la producción
de los efectos de la decisión”. Cfr. al respecto, María Jesús MONTORO CHINER: “Protección de la
familia y fiscalidad (A propósito de la STC 45/1989, de 20 de febrero)”, en Revista Española de Derecho
Constitucional, nº 28, Enero/Abril 1990, pp. 223 y ss.; en concreto, pp. 228-229.
1112 EL CONTROL DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS POR EL BVerfG

En fin, de la relevancia que esta técnica decisoria adquirió en la vida del


Tribunal Constitucional Federal puede dar buena prueba el hecho de que en
el lapso de tiempo que va de 1970 a 1982 el número de declaraciones de mera
inconstitucionalidad y el de nulidad llegaron a ser equivalentes119, lo que revela
el notabilísimo crecimiento de las Unvereinbarkeitserklärungen, particularmente
tras su positivación en 1970.

7. Las decisiones interpretativas o de interpretación conforme a la


Constitución (Verfassungskonforme Auslegung)

I. El BVerfG, como la práctica totalidad de órganos equivalentes, hizo suya


desde los primeros momentos la técnica decisoria de la interpretación conforme
a la Constitución (Verfassungskonforme Auslegung), de origen inequívocamente
norteamericano, atribuible a la Supreme Court, y de la que se ha dicho que también
había sido recepcionada en la época de Weimar120.
El Tribunal Constitucional Federal se ha valido también de esta técnica para
hacer frente a ciertas omisiones legislativas. Este tipo de decisiones es sobrada-
mente conocido y, además, es patente que presentan un interés menor que las
anteriormente examinadas a los efectos de la cuestión que venimos tratando. Por
lo mismo, les dedicaremos tan sólo una muy superficial atención.
Es bien sabido que esta técnica entraña que una disposición susceptible de
varias interpretaciones tan sólo pueda ser declarada inconstitucional cuando
ninguna de las interpretaciones posibles, o si se prefiere, ninguna de las normas
extraíbles por vía hermenéutica de tal disposición, sea conforme con la Constitu-
ción. Como hace ya cerca de medio siglo señalara Crisafulli, y su reflexión sigue
teniendo pleno valor, las sentencias interpretativas requieren utilizar la distinción
conceptual entre “disposición” y “norma”, como producto o resultado esta última

119
Proporciona este dato Klaus SCHLAICH, en “Corte costituzionale e controllo sulle norme nella
Repubblica Federale di Germania”, op. cit., p. 575.
120
Se ha señalado por Flad, que ya en Weimar, en relación al control abstracto del Derecho de
los Länder, al amparo del párrafo segundo del art. 13 de la Constitución de 1919, que contemplaba
el que bien podríamos llamar “control de federalidad” (“En caso de duda o de divergencias sobre la
cuestión de si una disposición del Derecho de un Land es conciliable con el Derecho del Reich, la
autoridad central competente del Reich o la del Land interesado podrán, de conformidad con las reglas
que establezca una ley del Reich, provocar la decisión de una jurisdicción suprema del Reich”. En
tales términos estaba redactado el párrafo segundo del mencionado art. 13), se percibió que cuando
una disposición de un Land que pareciese válida en sí misma, mostrase que una de sus aplicaciones
pudiese revelarse como inconstitucional, sería legítimo declarar la incompatibilidad de esa aplicación
de la disposición jurídica del Land respecto del Derecho federal. Flad apunta incluso a la decisión del
Reichsgericht de 29 de mayo de 1923, en la que, a su juicio, el Tribunal habría declarado expresamente
la inconstitucionalidad de una determinada aplicación de la norma jurídica de un Land. Wolfgang
FLAD: Verfassungsgerichtsbarkeit und Reichsexecution (Beiträge zur Lehre von den Streitigkeiten
Zwischen Reich und Ländern und Deren Entscheidung), Carl Winters Universitätsbuchhandlung,
Heidelberg, 1929, p. 43.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1113

de la interpretación de los textos en estrecha conexión con el entero sistema del


Derecho objetivo121.
Al igual que el principio de presunción de constitucionalidad de la ley, surgido
en Norteamérica en los primeros albores de la vida de la Supreme Court bajo el
rótulo de la doubtful case rule o regla del caso dudoso, al que, por poner un ejem-
plo, ya aludía el Justice Samuel Chase en el caso Hylton v. United States (1796)122,
también el principio de interpretación conforme es de estirpe norteamericana.
Recordemos simplemente algunas de las reflexiones que hace tres cuartos de
siglo hacía Charles Evans Hughes, antes de su acceso a la Presidencia de la Corte
Suprema (que ocuparía entre 1930 y 1941, si bien ya entre 1910 y 1916 había
desempeñado en la Corte el cargo de Associate Justice). Escribiendo acerca de
las tareas propias del órgano, señalaba123, que al aplicar cláusulas generales de
un contenido indefinido (“general clauses of an undefined content”), la Supreme
Court no se limitaba al deber de hacer efectiva la Constitución. Más allá de ello,
la Corte es el último intérprete (“the final interpreter”) de las leyes aprobadas por
el Congreso. Las leyes –añadía quien también fuera elegido (en 1906) Gobernador
del Estado de Nueva York, Estado en el que había nacido–sufren la prueba judicial,
no sólo en cuanto a su validez constitucional, sino también con respecto a su
verdadero significado, y en último término, una ley federal significa lo que la Corte
dice que significa (“a federal statute finally means what the Court says it means”).
Dicho de otro modo, en cuanto juez último de la constitucionalidad de las leyes, la
Supreme Court no sólo controla su conformidad con la Constitución, sino que las
interpreta de conformidad con la misma, de modo tal que cuando una ley fuere
susceptible de dos interpretaciones, una de las cuales la haría inconstitucional y la
otra válida, Hughes consideraba deber de la Corte adoptar aquella interpretación
que dejara a salvo su constitucionalidad (“to adopt that construction which saves
its constitutionality”)124.
Retornando a la República de Bonn, cabe recordar que el principio de la inter-
pretación conforme hunde sus raíces en el principio de unidad del ordenamiento
jurídico (“Einheit der Rechtsordnung”), pues como dice Hesse125, en función de
esta unidad las leyes emanadas bajo la vigencia de la Ley Fundamental deben
ser interpretadas en consonancia con la propia Grundgesetz. O como desde otra

121
Vezio CRISAFULLI: “Le sentenze <interpretative> della Corte costituzionale”, en Rivista
trimestrale di Diritto e procedura civile, Anno XXI, nº 1, Marzo 1967, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 2.
122
En un pasaje de su opinion en esa sentencia el Juez Chase razonaba como sigue: “The deliberate
decision of the national legislature (...) would determine me, if the case was doubtful, to receive the
construction of the legislature (...) I will never exercise (the power of review) but in a very clear case”.
Apud Sylvia SNOWISS: Judicial Review and the Law of the Constitution, Yale University Press, New
Haven and London, 1990, p. 61.
123
Charles Evans HUGHES: The Supreme Court of the United States (Its Foundation, Methods and
Achievements. An Interpretation), Columbia University Press, New York, 1928, pp. 229-230.
124
Charles Evans HUGHES: The Supreme Court..., op. cit., p. 36.
125
Konrad HESSE: Escritos de Derecho Constitucional, Centro de Estudios Constitucionales,
Madrid, 1983, pp. 54-55.
1114 EL CONTROL DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS POR EL BVerfG

óptica argumenta Haak126, la interpretación conforme a la Constitución de la ley


afecta a la incontrovertibilidad del ordenamiento jurídico (“widerspruchslosigkeit
der Rechtsordnung”). En cuanto la Constitución es visualizada como “contexto
superior” (“vorrangiger Kontext”) de las demás normas jurídicas, las leyes y
restantes disposiciones infralegales han de ser interpretadas forzosamente en
consonancia o conformidad con la Constitución.
La interpretación conforme a la Constitución es, obviamente, interpretación127,
lo que se traduce en que uno de los límites de esta técnica se encuentra en el
sentido literal inequívoco (“im eindeutiger Wortsinn”)128; dicho de otro modo, sólo
cuando exista una res dubia cabrá recurrir a este principio129, o como escribe Gusy,
“erste Prämisse ist die Mehrdeutigkeit des Wortlautes”130 (la primera premisa es la
ambigüedad del texto), y en pura lógica, la interpretación debe de conducir a un
resultado inequívoco. La equivocidad del sentido de la disposición que posibilita
la Verfassungskonforme Auslegung se manifiesta lógicamente en que la disposición
legal se interpreta de modo diferenciado: por un lado, hay una interpretación en
armonía con la Constitución (“einen Auslegung in Einklang mit der Verfassung”),
y por otro, puede propiciar una contradicción con ella (“Widerspruch zu ihr”)131.
De ahí que a través de la interpretación conforme a la Constitución determinadas
“posibilidades interpretativas” (“Auslegungsmöglichkeiten”), por utilizar la expre-
sión de Schlaich y Korioth132, puedan ser declaradas inconstitucionales. Quizá
por ello, algún autor, como es el caso de Zeidler, entienda que la interpretación
conforme a la Constitución presenta analogías funcionales con la declaración de
nulidad parcial de una norma, aunque la misma evite justamente la declaración
de nulidad de la disposición legal133.

126
Volker HAAK: Normenkontrolle und verfassungskonforme Gesetzesauslegung des Richters, Ludwig
Röhrscheid Verlag, Bonn, 1963, p. 304.
127
“Verfassungskonforme Auslegung –escriben Schlaich y Korioth– ist also Auslegung”. Klaus
SCHLAICH und Stefan KORIOTH: Das Bundesverfassungsgericht. Stellung, Verfahren, Entscheidungen,
op. cit., p. 296.
128
Volker HAAK: Normenkontrolle und verfassungskonforme..., op. cit., p. 304. Haak alude a otro
límite de este principio: la tendencia histórica de las leyes (“der historischen Tendenz des Gesetzes”).
129
El Tribunal Constitucional Federal ha consagrado esta orientación en la medida en que reconoce
que la expresión literal impone un límite a la interpretación conforme. Por otro lado, Ferreira Mendes
recuerda (en Jurisdiçâo Constitucional..., op. cit., p. 290) que el BVerfG, siguiendo una orientación
jurídico-funcional, ha entendido que también los propósitos perseguidos por el legislador imponen
límites a la interpretación conforme, lo que, como creemos que es evidente, no puede considerarse
sino como una manifestación más del principio de la autolimitación judicial (judicial self-restraint),
al que ya hemos tenido oportunidad de referirnos.
130
Christoph GUSY: Parlamentarischer Gesetzgeber und Bundesverfassungsgericht, op. cit., p. 214.
131
Reinhold ZIPPELIUS: “Verfassungskonforme Auslegung von Gesetzen”, en Bundesverfassungsge-
richt und Grundgesetz (Festgabe aus Anlass des 25 jährigen Bestehens der Bundesverfassungsgerichts),
herausgegeben von Christian Starck, Zweiter Band, J.C.B. Mohr (Paul Siebeck), Tübingen, 1976, pp.
108 y ss.; en concreto, p. 108.
132
Klaus SCHLAICH und Stefan KORIOTH: Das Bundesverfassungsgericht..., op. cit., p. 266.
133
Wolfgang ZEIDLER: “Cour constitutionnelle fédérale allemande”, op. cit., p. 42. En análogo
sentido se pronuncia Schlaich, quien no manifiesta duda alguna cuando en relación a este principio
escribe: “In realtà si tratta di una dichiarazione di parziale nullità di una legge”. Klaus SCLAICH:
“Corte costituzionale e controllo sulle norme...”, op. cit., p. 577.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1115

Se admite de modo generalizado que el principio de interpretación conforme


se vincula estrechamente con el principio de conservación de la norma, con el que
a su vez se trata de compatibilizar la primacía de la Constitución y la salvaguarda,
allí hasta donde sea posible, de la voluntad del legislador. El respeto al legislador,
que en cada momento histórico actualiza la voluntad soberana del pueblo, y la
confianza acerca de su observación y correcta interpretación de los principios
constitucionales, subyacen en esta técnica de la Verfassungskonforme Auslegung.
En esta misma dirección, Zippelius habla del argumento del favor legis. A su juicio,
un argumento adicional para la interpretación conforme a la Constitución se
deriva desde la perspectiva del control normativo. Desde esta óptica, una norma
tiene validez (“Gültigkeit”) en su interpretación cuando la misma puede existir
junto a la Constitución sin contradicción134.
También Simon admite 135, que esta perspectiva hermenéutica fue desa-
rrollada al servicio del mantenimiento de las normas y de la autoridad del
legislador, si bien –precisa de inmediato el propio autor– ilustra asimismo
sobre la ambivalencia de los esfuerzos por respetar el ámbito de otros órganos
del Estado, ya que fuerza a la interpretación del Derecho ordinario y, de esa
forma, se inmiscuye en la función de los jueces y tribunales, pudiendo asimismo
llegar a deformar la auténtica voluntad del legislador con la preferencia por
determinadas fórmulas que el legislador hubiera podido establecer. La elección
del Tribunal Constitucional, que a veces puede acontecer de modo “acrobático”,
por utilizar los términos de Stern, hace surgir dudas acerca de si el legislador
es realmente tutelado a través de esta técnica. Existe el peligro, del que ha
advertido Schlaich136, de que una interpretación conforme a la Constitución
interfiera en mayor medida sobre la libertad legislativa de lo que lo podría hacer
la declaración de nulidad de la norma.
El BVerfG, como antes se dijo, se vale de esta técnica hermenéutica para
rellenar, dicho impropiamente, las lagunas generadas, entre otras causas, por
las omisiones legislativas, particularísimamente por las omisiones relativas
o parciales. El grupo de casos en que el BVerfG opera así ha sido considerado
por Gusy, como también ya señalamos, como ejemplo de una “optimización
constitucional” (“verfassungsrechtlichen Optimierung”)137, en cuanto posibilitan
una interpretación en conformidad con la Constitución mediante la analogía, la
reducción o a través de la extracción de premisas normativas incuestionables de
la propia Ley Fundamental.
La interpretación conforme a la Constitución tiene efectos erga omnes, pues
la ley, en el futuro, deberá de ser interpretada tal y como ha determinado el
BVerfG, y no como parecía inferirse de su propia literalidad. Así lo ha entendido

134
Reinhold ZIPPELIUS: “Verfassungskonforme Auslegung von Gesetzen”, op. cit., p. 110.
135
Helmut SIMON: “La Jurisdicción Constitucional”, op. cit., pp. 853-854.
136
Klaus SCHLAICH: “Corte costituzionale e controllo sulle norme...”, op. cit., p. 576.
137
Christoph GUSY: Parlamentarischer Gesetzgeber und Bundesverfassungsgericht, op. cit., p. 214.
1116 EL CONTROL DE LAS OMISIONES LEGISLATIVAS POR EL BVerfG

la doctrina138, y así lo ha considerado igualmente el Tribunal Constitucional


Federal139.

II. Hemos de terminar este análisis de la tarea llevada a cabo por el BVerfG en
relación con las omisiones del legislador. Quizá pueda ser de utilidad, desde una
óptica general, recordar la reflexión llevada a cabo en un trabajo relativamente
reciente por Walter, quien parece tratar de responder al interrogante acerca de
si el Tribunal Constitucional es el guardián (“Hüter”) de la Constitución o el
transformador (“Wandler”) de la misma, entrando a tal efecto en el análisis del rol
que el Tribunal Constitucional Federal viene jugando en los procesos de cambios
constitucionales140. Con vistas a reducir la tensión entre normatividad y cambio,
el citado autor propone la comprensión del Derecho constitucional desde la
perspectiva del proceso de su aplicación por el BVerfG, enfoque que gira en torno
al trascendental rol desempeñado por ese Tribunal en cuanto órgano central de
la interpretación constitucional. Y si al Tribunal hoy, como dice Walter en la con-
clusión de su trabajo141, se encomienda la obligación (“die Aufgabe”) de defender
la continuidad de la Ley Fundamental (“die kontinuität des Grundgesetzes”)
frente a las demandas de cambios correspondientes al presente (a la actualidad)
(“verändernden Anfragen der jeweiligen Gegenwart”), antaño asumió la labor de
acomodar el orden social a los principios y valores constitucionales. Esta atinada
reflexión no sólo es válida para el caso alemán, sino que también lo es para órganos
semejantes de otros países, como sería el caso español.
No ha de pensarse, ni mucho menos, precisaríamos por nuestra cuenta, que
se trate de dos tareas diferenciadas, esas a las que alude el mencionado autor.
Bien al contrario, creemos que se trata de la misma tarea, quizá contemplada
desde perfiles diferentes. Y la tarea no es otra que la de acomodar las respuestas
normativas que los poderes públicos en general, y el legislador muy en particular,
dan en cada momento, frente a los requerimientos sociales, a los principios y
valores constitucionales, interpretados no como un orden estático, sino flexible
y evolutivo. Como es lógico, la situación no es la misma cuando, tras un régimen
autoritario o dictatorial, entra en vigor una Constitución democrática, que ha de
convivir (en cierta medida al menos) en un primer momento con un ordenamiento

138
Así, por ejemplo, Klaus SCHLAICH, en “Corte costituzionale e controllo sulle norme...”, op.
cit., pp. 576-577.
139
Atendiendo a la jurisprudencia constitucional –BVerfGE 64, 229 (242), y BVerfGE 88, 203 (331)–
y refiriéndose a la variante de las resoluciones de interpretación de las leyes constitucionalmente
conforme (“Entscheidungensvariante der verfassungskonformen Auslegung von Gesetzen”), Weber
subraya el principio (“die Grundsätzlich”) de que tales resoluciones obligan a todos y cada uno de
los jueces (“jedem Richter obliegt”) y son preferidas como “interpretación” (“und als <Auslegung>
zu bevorzugen ist”). Albrecht WEBER: “Die Verfassungsgerichtsbarkeit in der Bundesrepublik
Deutschland”, en Verfassungsgerichtsbarkeit in Westeuropa, Christian Starck und Albrecht Weber
(Hrsg.), 2. Auflage, Nomos, Baden-Baden, 2007, pp. 37 y ss.; en concreto, p. 61.
140
Christian WALTER: “Hüter oder Wandler der Verfassung? – Zur Rolle des BVerfG im Prozess der
Verfassungswandels”, en Archiv des öffentlichen Rechts (AöR), 125. Band, 2000, Heft 4, pp. 517 y ss.
141
Christian WALTER: “Hüter oder Wandler der Verfassung?...”, op. cit., p. 550.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1117

jurídico no inspirado en los valores constitucionales, que cuando la totalidad del


ordenamiento jurídico se ha acomodado al orden axiológico constitucional. Por
lo demás, en esta tarea, que presupone un recíproco acoplamiento, las técnicas
decisorias creadas con gran libertad de criterio por el juez constitucional alemán
en respuesta, entre otras demandas, a las exigencias planteadas por ciertas
omisiones legislativas, aún deudoras de una coyuntura bien distinta, como era la
de la sociedad de la posguerra alemana, no obstante no hallarse exentas de ciertas
consideraciones críticas, precedentemente expuestas, creemos que siguen siendo
perfectamente válidas, entre otras razones, porque la siempre mutante realidad
social sigue planteando nuevos retos jurídicos a los que el legislador no siempre
da la adecuada respuesta en tiempo oportuno. Las omisiones del legislador han
tenido mucho que ver con estos tipos peculiares de decisiones constitucionales,
que, desde otra óptica, contribuyen a mostrarnos con toda crudeza lo lejos que se
halla el Tribunal Constitucional Federal del estricto rol kelseniano del legislador
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INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO: LA LEY
BRASILEÑA nº 12.063, DE 27 DE OCTUBRE DE 2009 *

EL NUEVO RÉGIMEN JURÍDICO DE LA


AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE...

SUMARIO

1. Introducción: la recepción constitucional brasileña de la açâo direta de inconstitucio-


nalidade por omissâo.– 2. Naturaleza de la acción de inconstitucionalidad por omisión:
un instituto procesal autónomo de control normativo de la constitucionalidad.– 3.
Legitimación para interponer la acción.– 4. Objeto de la acción.– 5. Presupuestos de las
omisiones constitucionalmente relevantes.– 6. Órgano competente y procedimiento.– 7. La
controvertida cuestión de la adopción de medidas cautelares.– 8. La decisión de incons-
titucionalidad y sus efectos.– 9. La praxis del instituto: su escasa eficacia práctica.– 10.
Bibliografía manejada.–

RESUMEN

La acción directa de inconstitucionalidad por omisión pretende acabar con el histórico


falseamiento de las previsiones constitucionales, muy particularmente de las relativas a
los derechos y libertades, que se ha producido en Brasil por la sistemática inacción del
legislador. Se trata de un instituto procesal autónomo reconducible a los procesos de control
normativo de la constitucionalidad, cuyo objeto es la omisión de un acto normativo del
poder público, y no sólo, a diferencia de Portugal, del poder legislativo, que inviabilice la
plena eficacia de la norma constitucional.
La Ley nº 12.063, de 27 de octubre de 2009, acoge por primera vez una regulación de esta
acción, que antes se regía, en lo que le era de aplicación, por la Ley nº 9.868, reguladora de
la acción directa de inconstitucionalidad. Su más polémica previsión atañe a la facultad que
otorga al Supremo Tribunal Federal de adoptar, en casos excepcionales, medidas cautelares
que, en el supuesto de una omisión parcial, pueden consistir en la suspensión de la aplica-
ción de la ley o acto normativo cuestionado o en la suspensión de los procesos judiciales
o de los procedimientos administrativos en curso, lo que no nos parece compatible con la
naturaleza y finalidad de esta acción.
La ley también establece la posibilidad de que el Tribunal extienda el período de 30 días, que
la Constitución establece para el órgano administrativo responsable de la omisión morosa
inconstitucional, para dictar el acto omiso. Aunque la Constitución no contempla ningún
plazo límite para los casos en que sea el legislativo el moroso, el Supremo Tribunal Federal,

* Este artículo ha sido publicado en el Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional (AIbJC),


nº 14, 2010, pp. 119 y ss.
1122 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

apartándose de la lex superior, aprobó una decisión en mayo de 2007 en la que abandonó
su jurisprudencia tradicional y estableció un período de 18 meses para que el legislativo
aprobara la ley cuya omisión fue declarada inconstitucional.
Palabras clave: acción de inconstitucionalidad, Constitución de Brasil, control de constitu-
cionalidad, efectos de las sentencias de inconstitucionalidad, omisiones inconstitucionales,
Supremo Tribunal Federal.

ABSTRACT

In Brazil, the direct action for unconstitutionality by omission is intended to put end to
an historical falsification of constitutional provisions (especially regarding rights and
freedoms) due to a systematic inaction of the Legislative. It is an autonomous procedural
institution that can lead into procedures for controlling constitutionality of the normative
omissions. Its object is the omission of a normative act by the public power and not just of
the Legislative power, as in Portugal, that undermines the full efficacy of the Constitution.
The Act No. 12.063, 27th October 2009, for the first time, regulates this action, which
previously, insofar as applicable, was subject to the Act No. 9.868, regulating the direct
action of unconstitutionality. Its most controversial provision concerns with the power
it grants the Supreme Federal Court to adopt cautionary measures, in exceptional cases,
which, in the hypothesis of a partial omission, may entail the suspension of the application
of the law or of the normative act or even the suspension of the judicial proceedings and
the administrative proceedings already under way. We think that this does not appear
compatible with the nature and the finality of this action.
The Act also establishes the possibility of the Court extending the 30-day period that the
Constitution establishes for the administrative body that has caused delay to proclaim
the omitted act. Although the Constitution does not envisages any deadline for cases
in which the legislative has caused the delay, the Supreme Federal Court, moving away
from lex superior, passed a resolution in May 2007, in which it abandoned its traditional
jurisprudence, ans established a period of 18 months for the legislative to approve the law
whose omission was declared unconstitutional.
Key words: unconstitutionality action, the Brazilian Constitution, constitutionality control,
effects of unconstitutionality rulings, unconstitutional omissions, Supreme Federal Court.

1. Introducción: la recepción constitucional brasileña de la açâo direta


de inconstitucionalidade por omissâo

I. La Constitución de la República Federal del Brasil, promulgada el 5 de


octubre de 1988, dedica la Sección 2ª del Capítulo III (“Do Poder Judiciário”) del
Título IV (“Da Organizaçâo dos Poderes”) al Supremo Tribunal Federal (arts. 101 a
103). Entre las competencias que al mismo se atribuyen, el art. 102.I a) contempla
la de conocer y juzgar originariamente la acción directa de inconstitucionalidad
de ley o acto normativo federal o estatal, como también, la acción declaratoria
de la constitucionalidad de una ley o acto normativo federal. En ninguno de los
dieciséis apartados de que consta el art. 102.I encontramos referencia a la acción
de inconstitucionalidad por omisión, no obstante ser ésta una de las grandes
novedades que en el ámbito de la justicia constitucional iba a introducir la Carta
brasileña. Ha de acudirse al art. 103, que contempla quiénes pueden interponer
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1123

la acción de inconstitucionalidad, para ver una referencia en su parágrafo 2º al


instituto que ocupa nuestra atención, la açâo de inconstitucionalidade por omissâo,
aunque en realidad no se alude propiamente a esta acción, sino a las consecuencias
de la declaración de la inconstitucionalidad por omisión: “Declarada a inconsti-
tucionalidade por omissâo de medida para tornar efetiva norma constitucional,
–dispone tal precepto– será dada ciência ao Poder competente para a adoçâo das
providências necessárias e, em se tratando de órgâo administrativo, para fazê-lo
em trinta dias”. Esta es la peculiar fórmula que utiliza el constituyente brasileño
para recepcionar el instituto procesal en cuestión, circunstancia que no ha dejado
de suscitar debates doctrinales acerca de si nos encontramos o no ante una nueva
figura procesal.
La acción de inconstitucionalidad por omisión, a nuestro juicio, encuentra
su fuente de inspiración última en el instituto equivalente de la Constitución
portuguesa. No parece que puedan caber muchas dudas al respecto. La doctrina
brasileña, por lo general, ha coincidido en tal apreciación. Así lo admite, por
ejemplo, Afonso da Silva, quien lamenta, sin embargo, la oportunidad perdida por
el constituyente brasileño de haber ido más allá de lo que fue el portugués1. Por
supuesto, esta inspiración en el diseño portugués de análoga acción no significa
en modo alguno que no podamos apreciar diferencias significativas entre uno y
otro modelo2.
Con independencia ya de la inspiración en la Constitución portuguesa, a
nuestro modo de ver, hay una última y peculiar ratio en la recepción del instituto
en Brasil, que al margen ya de ser deudora de un específico contexto histórico,
revela un matiz diferencial digno de ser tenido en cuenta. Uno y otro texto cons-
titucional nacen bajo el paradigma del constitucionalismo dirigente; esto parece
difícilmente cuestionable. Pero a partir de aquí, cada uno es deudor de su propia
circunstancia histórica.
La Constitución portuguesa de 1976 iba a seguir los pasos de la Constitución de
la República Socialista Federal de Yugoslavia de 1974, que, en perfecta coherencia
con la peculiar noción que del control de la constitucionalidad se tenía en el cons-
titucionalismo de los países socialistas europeos, idea que reflejará con meridiana
claridad el presidente de la llamada Comisión de coordinación (que operará como
una suerte de Comisión de Constitución en la Asamblea Constituyente yugoslava),
Edvard Kardelj, en el discurso pronunciado ante la Asamblea con ocasión de la
presentación del texto del Anteproyecto de Constitución3, había consagrado en su
1
José AFONSO DA SILVA: Curso de Direito Constitucional Positivo, 9ª ed., 3ª tiragem, Malheiros
Editores, Sâo Paulo, 1993, p. 49.
2
Por poner un ejemplo concreto, Modesto visualiza tres diferencias significativas, relativas al
objeto del control, más amplio en Brasil, a la legitimación activa, también bastante más amplia en la
Constitución brasileña, y a los efectos atribuidos a la decisión que constate la omisión inconstitucional
de un órgano administrativo. Paulo MODESTO: “Inconstitucionalidade por omissâo: categoria jurídica
e açâo constitucional específica”, en Revista de Direito Público, Ano 25, nº 99, Julho/Setembro 1991,
pp. 115 y ss.; en concreto, p. 124.
3
“La Cour constitutionnelle –afirmaba Kardelj– ne saurait être un organe purement judiciaire qui
se contenterait d´examiner, de manière statique et d´un point de vue juridique formel, les phénomènes
1124 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

art. 377, por vez primera, la inconstitucionalidad por omisión. No ha de extrañar


tal seguimiento si se tiene presente que la Carta portuguesa nació de un proceso
revolucionario, la Revolución de los claveles, y que en su redacción original debe
mucho de su contenido al ideario político de corte socialista de los militares que
llevaron a cabo la revolución. Todo ello quedó reflejado en el intenso carácter
programático-dirigista de la Constitución portuguesa, orientación que casaba
a la perfección con la creación de un instituto procesal de fiscalización de las
omisiones legislativas. Miranda aludiría4 a cómo la Ley Fundamental de 1976
multiplicaba las apelaciones al legislador ordinario, concebido como ejecutor del
proyecto constitucional. Y Canotilho, de modo rotundo, señalaba que la expresa
consagración de la inconstitucionalidad por los comportamientos omisivos del le-
gislador era una consecuencia lógica y necesaria del carácter predominantemente
prescriptivo y dirigente de la Carta de 19765. Piénsese además, que el Movimiento
de las Fuerzas Armadas, cuya actuación y propósitos condicionaron decisivamente
la voluntad de la Asamblea Constituyente democráticamente elegida6, albergaba
serias razones para temer una Constitución incumplida, en la que la realidad
constitucional se divorciase del compromiso inicialmente suscrito. Y aunque en
el brevísimo debate que la Asamblea Constituyente dedicó al instituto no haya
alusión alguna al texto constitucional yugoslavo7, ello no es a nuestro entender
significativo, pues fue en realidad el Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA)
quien postuló este instituto como medio de evitar que la inacción del legislador
pudiese bloquear el desarrollo de los radicales principios socialistas que presidían
la Norma suprema. La posición del MFA guardará un notable paralelismo con la
tesis de los teóricos del pensamiento socialista (de las mal llamadas “democracias
populares” del Este europeo), para quienes era inexcusable velar a fin de que el
legislador respetase “positivamente” la Constitución8. Por lo demás, nadie podía

et problèmes en matière d´organisation constitutionnelle... Dans ce sens, la Cour constitutionnelle


prendra, avec la souplesse voulue, des initiatives politiques...”. Apud J. ZAKRZEWSKA: “Le contrôle
de la constitutionnalité des lois dans les États socialistes”, en Res Publica (Revue de l´Institut Belge
de Science Politique), Vol. XIV, 1972, nº 4, pp. 771 y ss.; en concreto, p. 777.
4
Jorge MIRANDA: “Inconstitucionalidade por omissâo”, en la obra colectiva Estudos sobre a
Constituiçâo, Livraria Petrony, Lisboa, 1977, Vol. I, pp. 333 y ss.; en concreto, p. 336.
5
J. J. GOMES CANOTILHO: Constituiçâo dirigente e vinculaçâo do legislador (Contributo para a
compreensâo das normas constitucionais programáticas), Coimbra Editora, Coimbra, 1982, p. 354.
6
En análogo sentido, Jorge PEREIRA DA SILVA: Dever de legislar e proteccâo jurisdicional contra
omissôes legislativas (Contributo para uma Teoria da Inconstitucionalidade por Omissâo), Universidade
Católica Editora, Lisboa, 2003, p. 144.
7
Argumento éste que Miranda, a la sazón diputado constituyente, utiliza para rechazar la
influencia de la Constitución yugoslava de 1974. Cfr. al efecto, Jorge MIRANDA: Manual de Direito
Constitucional, tomo VI (Inconstitucionalidade e Garantia da Constituiçâo), Coimbra Editora, Coimbra,
2001, p. 277.
8
“The constitutionalism –escribe Naschitz, uno de esos teóricos– does not imply only the negative
obligation not to adopt a legal regulation inconsistent with the constitution, but also the positive
obligation to adopt all the necessary legal regulation, in the absence of which the constitutional norm
would remain only an abstract principle”. A. NASCHITZ: Introduction aux règles de contrôle de la
constitutionnalité et de la légalité dans l´activité étatique socialiste, Cours de la Faculté Internationale
pour l´Enseignement du Droit comparé (langue anglaise), Strasbourg, 1970, p. 19. Cit. por Henry
ROUSSILLON: “Le problème du contrôle de la constitutionnalité des lois dans les pays socialistes”,
en Revue du Droit Public, nº 1-1977, Janvier/Février 1977, pp. 55 y ss.; en concreto, p. 98, nota 166.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1125

ser considerado por el MFA como más idóneo para llevar a cabo este doble control,
positivo y negativo, que un órgano extraído de su seno, como sería el Consejo de la
Revolución, el órgano al que se encomendará la salvaguarda de la Carta Suprema
en la inicial redacción constitucional, lo que pervivirá hasta la reforma de 1982.
En definitiva, razones primigeniamente ideológicas explican la constitucionali-
zación del instituto en el Portugal de 1976, tan sólo dos años posterior al proceso
revolucionario. Una Constitución “empeñada en la transformación (de Portugal)
en una sociedad sin clases” (art. 1º de la Constitución) requiere de un órgano de
control que fiscalice las omisiones del legislador que hagan peligrar tal meta final.
En Brasil, sin querer con ello ignorar que la Carta de 1988, como ya se ha
dicho, se sitúa en la línea de las Constituciones dirigentes, las preocupaciones del
constituyente eran diferentes a las de los militares portugueses. El poner coto al
histórico falseamiento de las previsiones constitucionales, particularísimamente
de las relativas a los derechos, y dentro de ellas de las que proclamaban derechos
de naturaleza socio-económica, es una de las grandes metas que persigue la
Asamblea Constituyente brasileña. Esta finalidad era tanto más importante si
se tiene en cuenta la amplísima recepción que el constituyente iba a dar a esos
derechos, hasta el extremo de haberse podido hablar, con fundamento en la
prodigalidad de derechos de los trabajadores constitucionalmente recepcionados,
de la “celetizaçâo da Constituiçâo”9. No sería ajeno a ello la célebre caracterización
que de la Constitución haría Ulysses Guimarâes, en el discurso que pronunciara
ante la Asamblea Constituyente con ocasión de la aprobación por ésta de la Carta
Fundamental, al tildarla de Constituiçâo Cidadâ. Sin embargo, el devenir histórico
venía mostrando que los derechos en general, y los derechos prestacionales
de modo muy particular, eran “ninguneados” por la sistemática inacción del
legislador, que convertía en letra muerta las previsiones constitucionales a ellos
referidas. No se trataba aquí de soslayar el peligro frente al que hace una veintena
de años mostraba su preocupación el gran Justice de la Supreme Court Brennan,
garantizar la fuerza legal del Bill of Rights frente a una legislación rutinaria10, sino
justamente el contrario, evitar que la ausencia de una legislación de desarrollo
privase a este tipo de derechos de su eficacia.
No es inoportuno recordar al respecto, que la Constitución brasileña de 1934,
directamente inspirada en la de Weimar de 1919, tal y como constataría Cavalcan-
ti11, quien había integrado la Comisión redactora del Anteproyecto, se ubicaba en
plenitud en la dirección del constitucionalismo social, acogiendo en su articulado
(dentro de los Títulos III, IV y V) una amplísima declaración de derechos, siendo

9
Ives GANDRA MARTINS FILHO: “Os direitos sociais na Constituiçâo Federal de 1988”, en
Ives Gandra Martins e Francisco Rezek (Coordinaçâo), Constituiçâo Federal. Avanços, contribuiçôes
e modificaçôes no processo democrático brasileiro, Editora Revista dos Tribunais-Centro de Extensâo
Universitária, Sâo Paulo, 2008, pp. 83 y ss.; en concreto, p. 83.
10
William J. BRENNAN Jr.: “Why Have a Bill of Rights?”, en Oxford Journal of Legal Studies (Oxford
J. Legal Stud.), Volume 9, 1989, pp. 425 y ss.; en concreto, p. 427. Brennan alude a “the susceptibility
of a bill of rights to amendment and its legal force as against routine legislation”.
11
Themistocles Brandâo CAVALCANTI: Las Constituciones de los Estados Unidos de Brasil, Instituto
de Estudios Políticos, Madrid, 1958, p. 376.
1126 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

especialmente relevantes los derechos de naturaleza socio-económica, a los que


dedicaba el largo Título IV (“Da Ordem Econômica e Social”), que abarcaba un
total de 29 artículos (arts. 115 a 143). La apatía del legislador brasileño, entre otras
circunstancias, convertiría en letra muerta tal declaración de derechos. La doctri-
na brasileña se ha hecho insistentemente eco de ello. “Há uma espécie de tradiçâo
institucional perversa em nossa história –escribe Siqueira Castro12– consistente na
sistemática sonegaçâo das condiçôes de exercício de direitos constitucionalmente
consagrados, pelo expediente da paralisia das instâncias regulamentadoras”. Ello
explicará que en 1988 se recepcione no sólo el instituto que venimos examinando,
sino también el novedoso instrumento de garantía de los derechos del mandado
de injunçâo13. Esta fue posiblemente la razón decisiva que llevó al constituyente
brasileño a acoger tanto el instituto que analizamos como el mandado de injunçâo.
Por el contrario, y a diferencia de Portugal, no creemos que en Brasil el modelo
yugoslavo ejerciera la más mínima influencia en la adopción de la acción de
inconstitucionalidad por omisión.
En resumen, mientras en Portugal el control de la inconstitucionalidad por
omisión, encomendado al Conselho da Revoluçâo, en cuanto garante último de la
observancia de la Constitución (art. 279 en conexión con el art. 146 del texto de
1976), se visualizaba como un instrumento con el que velar para la adopción de
las medidas necesarias para el cumplimiento de los principios constitucionales y
de las misiones fundamentales del Estado, entre ellas, la de socializar los medios
de producción y la riqueza (art. 9º c/ ), en Brasil, el constituyente, al consagrar el
instituto analizado, tenía su punto de mira puesto en el eficaz desarrollo de los
derechos constitucionales. Esta idea resulta corroborada si se atiende a la breve
Exposición de Motivos que antecede a la Ley nº 12.063, objeto de este estudio, en
la que se vincula la acción de inconstitucionalidad por omisión a estas finalidades:
“estabelecer novas condiçôes de proteçâo dos direitos humanos fundamentais,
criar mecanismos que conferem maior agilidade e efetividade à prestaçâo juris-
dicional, assim como fortalecer os instrumentos já existentes de acesso à Justiça”.

II. Las reflexiones precedentes encuentran confirmación, a nuestro juicio, si se


atiende al iter constituyente, que revela la estrechísima imbricación entre la açâo
de inconstitucionalidade por omissâo y el mandado de injunçâo.
Será el senador cearense Virgílio Távora quien con sus dos sugerencias
(sugestôes) inicie el camino hacia la constitucionalización de los institutos de
control de las omisiones legislativas. Será el mismo congresista quien acuñe
además la expresión mandado de injunçâo. Ambas sugerencias (identificadas
numéricamente como la nº 155-4 y la nº 156-2) fueron formuladas el 27 de marzo

12
Carlos Roberto SIQUEIRA CASTRO: O devido processo legal e os principios da razoabilidade e
da proporcionalidade, 4ª ed., Editora Forense, Rio de Janeiro, 2006, p. 379.
13
Sobre este instituto, del que nada diremos, nos remitimos a un trabajo de nuestra autoría.
Cfr. al efecto, Francisco FERNÁNDEZ SEGADO: La Justicia Constitucional: una visión de Derecho
Comparado, tomo I, Dykinson, Madrid, 2009, pp. 1009 y ss.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1127

de 1987. En la primera de ellas se proponía que “sempre que se caracterizar a


inconstitucionalidade por omissâo, conceder-se-á mandado de injunçâo, ob-
servando o rito processual estabelecido para o mandado de segurança”. En la
segunda sugerencia se trataba de definir la inconstitucionalidad por omisión,
quedando redactada en los siguientes términos: “a nâo ediçâo de atos ou normas
pelos Poderes Legislativo, Executivo e Judiciário, visando a implementar esta
Constituiçâo, implica a inconstitucionalidade por omissâo”.
Los dos textos transcritos dejaban tantas incógnitas abiertas que difícilmente
podía extraerse de ellos una visión inequívoca de la finalidad pretendida por su
autor. Con todo, algunas ideas creemos que podían esbozarse. Ante todo, no parece
que el senador Távora pretendiera una mera reproducción en el texto brasileño
del instituto procesal portugués de la “inconstitucionalidade por omissâo” del art.
283 de la Constitución lusa (reformada en 1982), sino que más bien parece estar
pensando en un instrumento de garantía de los derechos, pues aunque ciertamente
la omisión inconstitucional no se vincula a las normas constitucionales que
enuncian derechos sino al conjunto de la Constitución, el reenvío al procedimiento
previsto para el mandado de segurança, a efectos de la tramitación del mandado
de injunçâo, pensamos que no deja de ser bien significativo.
La intervención que el propio senador cearense iba a tener ante una de las
Subcomisiones Temáticas en defensa de su sugestâo era también harto elocuente.
El Sr. Távora, ciertamente, aludía al art. 283 de la Constitución portuguesa,
pero matizaba que con su sugerencia pretendía crear un instituto (la inconsti-
tucionalidade por omissâo) “voltado para a proteçâo dos direitos subjetivos (ou
expectativas de direito) de pessoas físicas ou jurídicas, criados de forma genérica
pela Constituiçâo e nâo implementados por inércia quer do Poder Legislativo,
quer do Poder Executivo, quer do Poder Judiciário”.
Se ha dicho14, que la intención del senador Távora era la de hacer un único
instituto con dos caras: una reflejada en los derechos y garantías fundamentales,
con el nombre de mandado de injunçâo; otra ubicada en las Disposiciones Transito-
rias, con la denominación de inconstitucionalidade por omissâo. Pero por nuestra
parte no vemos tan inequívoca esa conclusión. Bien al contrario, más bien creemos
que la idea primigenia del senador cearense era la de crear tan sólo un instituto
de garantía de los derechos. La identificación de lo que ha de entenderse por
“inconstitucionalidad por omisión” se hace al sólo efecto de clarificar cuándo es
pertinente interponer un mandado de injunçâo. La diversificación posterior de los
dos institutos pensamos que escapa de la concepción originaria de su formulador.
Una ulterior Sugerencia (la nº 376-1) del senador Ruy Bacelar, depositada
ante la Subcomisión de Derechos y Garantías Individuales, se ocupaba tan sólo
del mandado de injunçâo. A ella se uniría la enmienda nº 34.970, propuesta por
el senador Fernando Henrique Cardoso, circunscrita igualmente al instituto del
mandado de injunçâo.
14
Adhemar FERREIRA MACIEL: “Mandado de injunçâo e inconstitucionalidade por omissâo”,
en Revista de Direito Público, nº 89, Sâo Paulo, 1989, pp. 43 y ss.; en concreto, p. 47.
1128 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

La Comisión de Sistematización reflejaba ya en su texto los dos institutos de


control de las inacciones de los poderes públicos en términos muy semejantes a
como habrían de quedar en el texto final de la Constitución. Mientras el mandado
de injunçâo aparecía ubicado dentro del art. 6º, disposición única de un capítulo
relativo a los derechos individuales y colectivos, la inconstitucionalidade por
omissâo era ubicada dentro del capítulo referente al poder judicial, en el ámbito
de la sección relativa al Supremo Tribunal Federal; dentro de este ámbito, el
art. 127, parágrafo segundo, quedaba redactado en los mismos términos que a
la postre habrían de ser definitivos (en el ya mencionado parágrafo segundo del
art. 103 de la Constitución).
La génesis de los dos institutos referidos no arroja excesiva luz sobre ellos;
más bien diríamos que revela una cierta confusión entre los mismos, no obstante
tratarse de dos institutos diferentes: uno de control normativo y el otro de garantía
de los derechos. Con el devenir del proceso constituyente fue perfilándose con
mayor nitidez la idea subyacente entre los constituyentes respecto del mandado
de injunçâo, que, como se ha dicho15, no iba a ser otra que la de “permitir que o
juiz ou o tribunal competente assegurasse o direito constitucional e suprisse a
lacuna, se existente”.
En el discurso que el senador Afonso Arinos pronunciara ante los congresistas
el 5 de octubre de 1988, con ocasión de la promulgación de la Constitución, se
hacían algunas reflexiones bien significativas respecto del mandado de injunçâo,
pero que tienen asimismo interés respecto del instituto ahora examinado. Tras
aludir a cómo los comparatistas constatan un fenómeno impactante16: “O Direito,
nas novas Constituiçôes, parece evoluir em conjunto, para tornar-se mais un
corpo de normas teóricas e finalísticas, e cada vez menos um sistema legal vigente
e aplicável”, el senador Arinos ponía de relieve la paradoja de que mientras la
garantía de los derechos individuales era cada vez más eficaz y operativa, “a
garantia dos direitos coletivos e sociais, fortemente capitulados nos textos,
sobretudo nos países em desenvolvimento e, particularmente, nas condiçôes do
Brasil, torna-se extremamente duvidosa... Direito individual assegurado, direito
social sem garantia –eis a situaçâo”. “O mandado de injunçâo –añadía finalmente
el relevante senador– vai ser o instrumento dessas experiências”.
La claridad de las precedentes reflexiones nos exime de comentarios adicio-
nales. El mandado de injunçâo tenía un objetivo inequívoco: que los derechos en
general y los derechos prestacionales en particular no pasasen a ser letra muerta
por la endémica quiescencia del legislador brasileño. Y esta finalidad era, en cierto
modo, también atribuible al específico instituto previsto para el control normativo
de la inconstitucionalidad por omisión, la açâo direta de inconstitucionalidade por
omissâo, desgajada en el proceso constituyente del mandado de injunçâo, aun

15
José DA SILVA PACHECO: O mandado de segurança e outras açôes constitucionais típicas, 2ª
ed., Editora Revista dos Tribunais, Sâo Paulo, 1991, p. 290.
16
El discurso puede verse en la obra de Paulo BONAVIDES y PAES DE ANDRADE: História
Constitucional do Brasil, 3ª ediçâo, Editora Paz e Terra, Rio de Janeiro, 1991, pp. 926-928.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1129

cuando, innecesario es decirlo, la misma no agotara su operatividad en las normas


constitucionales relativas a los derechos.
Aunque, como regla general, el nuevo instituto de control normativo fue muy
favorablemente acogido, no faltaron algunas posiciones doctrinales, desde luego
minoritarias, claramente críticas. Tal sería el caso, por poner un ejemplo signifi-
cativo, de Gonçalves Ferreira Filho, quien no veía fácil caracterizar la omisión,
pues el legislador dispone al efecto de discrecionalidad, esto es, de capacidad para
apreciar la oportunidad y la conveniencia de ejecutar el programa constitucional;
por lo mismo, con esta acción el carácter político del modelo de control de la
constitucionalidad se tornaba flagrante17.

III. La recepción constitucional de este instituto procesal no se tradujo durante


un dilatado período de tiempo en su regulación procesal detallada, entendiéndose
hasta que esa normación ha sido aprobada, que le era de aplicación, con las
salvedades exigidas por la propia naturaleza del instituto, la Ley nº 9.868, de 10 de
noviembre de 1999, reguladora del procedimiento y enjuiciamiento de la acción
directa de inconstitucionalidad y de la acción declaratoria de constitucionalidad
ante el Supremo Tribunal Federal, solución harto discutible y que no ha dejado
de suscitar problemas interpretativos. Al fin, el legislador brasileño ha venido
a colmar la laguna legal existente al aprobar la Ley nº 12.063, de 27 de octubre
de 2009, que adiciona a la Ley nº 9.868 un nuevo Capítulo II-A, que establece la
disciplina procesal de esta açâo direta de inconstitucionalidade por omissâo, texto
objeto de las reflexiones subsiguientes.

2. Naturaleza de la acción de inconstitucionalidad por omisión:


un instituto procesal autónomo de control normativo de la
constitucionalidad

I. Una cuestión que no ha dejado de suscitar debate entre la doctrina brasileña


es la de si la acción que nos ocupa nos sitúa ante una nueva figura procesal, esto es,
ante un instituto constitucional autónomo, o si, por el contrario, este instrumento
es reconducible a la acción directa de inconstitucionalidad, con lo que perdería
su autonomía, convirtiéndose en una especie de apéndice de aquélla.
La acción para el control de las omisiones inconstitucionales, como con
anterioridad se dijo, no se halla contemplada por el art. 102.I de la Constitución,
norma que, a través de un largo listado de dieciséis apartados, enumera las
competencias asumidas con carácter originario por el Supremo Tribunal Federal.
El apartado a), ciertamente, acoge la acción de inconstitucionalidad, pero en él
nada se dice de la acción de inconstitucionalidad por omisión. Hay que acudir al

17
Manoel GONÇALVES FERREIRA FILHO: Curso de Direito Constitucional, 20ª ed., Editora
Saraiva, Sâo Paulo, 1993, p. 35.
1130 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

parágrafo segundo del art. 103, ya antes transcrito, para ver contemplada la acción
que nos ocupa, esbozada tan sólo desde la perspectiva de sus peculiares efectos.
Es en base a ello por lo que Barbosa Moreira entiende18, que el transcrito
precepto no pretendió crear una nueva figura procesal (la acción declarativa de
inconstitucionalidad por omisión) sino únicamente dejar en claro que el control
abstracto de constitucionalidad por el Supremo Tribunal Federal abarca tanto los
casos de violación positiva, cuanto los de violación negativa de la Constitución.
Esta posición entrañaba una reconducción de la acción de inconstitucionalidad
por omisión a la acción directa de inconstitucionalidad, que de esta forma tendría
una doble cara, por así decirlo, perdiendo la açâo direta de inconstitucionalidade
por omissâo su individualidad procesal, su carácter autónomo.
Tal visión se hallaba lejos de ser pacífica. Frente a tal entendimiento, Ferreira
Mendes19 –anticipemos que, a nuestro entender, con plena razón– iba a considerar,
que tanto la introducción de una especial garantía procesal para la protección
de derechos subjetivos constitucionalmente asegurados, cuanto la adopción
de un proceso abstracto para el control de la inconstitucionalidad por omisión
legislativa, venían a demostrar que el constituyente brasileño partió de una nítida
diferencia entre la inconstitucionalidad por acción y la inconstitucionalidad por
omisión, interpretación ésta que nos parece plenamente ajustada a la realidad
del iter constituyente.
Es cierto que la diferenciación entre la inconstitucionalidad por acción
y por omisión se puede convertir en especialmente complicada en el caso de
las omisiones parciales o relativas, por utilizar la clásica diferenciación que el
Bundesverfassungsrichter Wessel formulara hace más de medio siglo20, al separar
las omisiones absolutas (Absolutes Unterlassen des Gesetzgebers) de las omisiones
relativas (relatives Unterlassen), entendiendo que estas últimas presuponen una
regulación parcial que, al omitir del goce de un derecho a determinados grupos
de personas (Wessel habla de “Unterlassung der Beteiligung einer bestimmten
Gruppe”, esto es, de la omisión de participación de un determinado grupo), viene
a entrañar una violación del principio de igualdad, lo que tendría como consecuen-
cia “die Nichtigkeit der gesetzlichen <Teilregelung>”21 (la nulidad de la regulación
legal parcial). Parece claro que en este tipo de omisiones la inconstitucionalidad
puede combatirse tanto por la vía de la acción, que es obvio que tiene en el sistema
brasileño contornos y efectos más precisos22, como por la de la omisión. Ello, por

18
José Carlos BARBOSA MOREIRA: “El control judicial de la constitucionalidad de las leyes en
el Brasil: un bosquejo”, en Víctor Bazán (Coordinador), Desafíos del Control de Constitucionalidad,
Ediciones Ciudad Argentina, Buenos Aires, 1996, pp. 271 y ss.; en concreto, p. 285.
19
Gilmar FERREIRA MENDES: “O controle da omissâo inconstitucional”, en Jairo Schäfer (Or-
ganizador), Temas polêmicos do constitucionalismo contemporâneo, Conceito Editorial, Florianópolis,
2007, pp. 137 y ss.; en concreto, p. 154.
20
WESSEL: “Die Rechtsprechung des Bundesverfassungsgerichts zur Verfassungsbeschwerde”,
en Deutsches Verwaltungsblatt (DVBl), 67. Jahrgang, Heft 6, 15. März 1952, pp. 161 y ss.
21
Ibidem, p. 164.
22
Regina Maria MACEDO NERY FERRARI: Efeitos da declaraçâo de inconstitucionalidade, 5ª ed.,
Editora Revista dos Tribunais, Sâo Paulo, 2004, p. 372.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1131

lo demás, parece generalmente admitido por la doctrina. Ferreira Mendes se ha


referido23 a la relativa, pero inequívoca, “fungibilidade” entre la acción directa de
inconstitucionalidad y el proceso de control abstracto de la omisión en estos solos
casos de la omisión relativa, con vulneración del principio de igualdad.
Esta intercomunicación entre ambas acciones se evidenció en la acción directa
de inconstitucionalidad (en adelante ADIn) nº 526, presentada contra la Medida
provisória nº 296, de 29 de mayo de 1991, que concedía un aumento de remunera-
ción a un segmento tan sólo del funcionariado público, ignorando la previsión del
art. 37.X de la Constitución24. El ponente de la sentencia, el Ministro Sepúlveda
Pertence, refiriéndose a la solicitud de adopción de una medida cautelar, efectuaba
las siguientes reflexiones:

“Pôe-se aqui, entretanto, um problema sério e ainda nâo deslindado pela


Corte, que é um dos tormentos do controle da constitucionalidade da lei
pelo estalâo do princípio de isonomia e suas derivaçôes constitucionais. Se
a ofensa à isonomia consiste, no texto da norma questionada, na imposiçâo
de restriçâo a alguém, que nâo se estenda aos que se encontram em posiçâo
idêntica, a situaçâo de desigualdade se resolve sem perplexidade pela decla-
raçâo da invalidez da constriçâo discriminatória. A consagraçâo positiva
da teoria da inconstitucionalidade por omissâo criou, no entanto, dilema
cruciante, quando se trate, ao contrário, de ofensa à isonomia pela outorga
por lei de vantagem a um ou mais grupos com exclusâo de outro ou outros
que, sob o ângulo considerado, deveriam incluir entre os beneficiários”25.

La problemática suscitada estaba lejos de ser novedosa. El ponente aducía al


respecto, que la alternativa que se planteaba al órgano de control en el supuesto
en cuestión era la de, o bien afirmar la inconstitucionalidad positiva de la norma
que concedía el beneficio (el aumento de la remuneración a un sector del funciona-
riado) o, desde otro prisma, pronunciarse por la omisión parcial inconstitucional
consistente en no haber extendido el beneficio a cuantos cumpliesen con los
mismos presupuestos de hecho subyacentes a su otorgamiento. Si se adoptaba
la primera solución (declaración de inconstitucionalidad de la ley por “exclusión
inconstitucional de una ventaja”), que, según reconocía el ponente, era la propia
de la tradición brasileña, la decisión tenía eficacia fulminante, pero conducía a
una iniquidad respecto de los beneficiarios, en cuanto que la ventaja (el aumento
salarial) no entrañaba un privilegio sino un imperativo a la vista de determinadas

23
Gilmar FERREIRA MENDES: Direitos Fundamentais e Controle de Constitucionalidade (Estudos
de Direito Constitucional), 3ª ediçâo revista, Editora Saraiva, Sâo Paulo, 2004, p. 372.
24
Recordaremos que, a tenor del art. 37.X: “A remuneraçâo dos servidores públicos e o subsídio
de que trata o (parágrafo) 4º do art. 39 somente poderâo ser fixados ou alterados por lei específica,
observada a iniciativa privativa em cada caso, assegurada revisâo geral anual, sempre na mesma data
e sem distinçâo de índices”.
25
ADIn (Açâo direta de inconstitucionalidade) nº 526. Relator Ministro Sepúlveda Pertence. Cit.
por Gilmar FERREIRA MENDES: Direitos Fundamentais..., op. cit., pp. 372-374.
1132 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

circunstancias, no obstante la exclusión indebida de otros, que ostentaban los


mismos títulos para gozar de ella.
En el razonamiento llevado a cabo por el “relator” quedaba clara la intercomu-
nicación entre las dos acciones anteriormente referida, bien que, conviene insistir
en ello, circunscrita al supuesto de omisión parcial vulneradora del principio
de igualdad. Sin embargo, con posterioridad, el Supremo Tribunal Federal ha
matizado su posición, pudiéndose sostener, que ha dejado claro que no le cabe
convertir una acción directa de inconstitucionalidad en una acción de inconsti-
tucionalidad por omisión, ni a la recíproca. Lo ha hecho además en relación a un
caso de supuesta exclusión arbitraria de beneficio, incompatible por tanto con el
principio de igualdad. “Configurada hipótese de açâo de inconstitucionalidade
por omissâo, em face dos termos do pedido, com base no (parágrafo) 2º do art.
103 da Lei Magna, o que incumbe ao Tribunal –iba a sostener el ponente, Ministro
Néri da Silveira– e negar curso a açâo direta de inconstitucionalidade ut art. 102.I,
letra a/ do Estatuto Supremo”26. En la misma línea argumentativa, el Ministro
Sepúlveda Pertence, en el propio caso, concluía que “o pedido da açâo direta de
inconstitucionalidade de norma é de todo diverso do pedido da açâo de incons-
titucionalidade por omissâo, o que tornaria inadmissível a conversâo da açâo de
inconstitucionalidade positiva, que se propôs, em açâo de inconstitucionalidade
por omissâo de normas”.
En un proceso algo ulterior, también en una acción directa de inconstitu-
cionalidad, el ponente, Ministro Celso de Mello, iba a reiterar la posición prece-
dentemente expuesta. Tras constatar que las situaciones configuradoras de una
omisión inconstitucional, aun cuando se trate de una omisión parcial, derivada
de un insuficiente desarrollo por el poder público del contenido material de una
norma fundada en la Constitución, reflejan un comportamiento estatal que debe
ser rechazado, “pois a inércia do Estado qualifica-se, perigosamente, como um
dos processos informais de mudança da Constituiçâo”, el ponente lleva a cabo
una reflexión harto significativa, por cuanto viene a delimitar estrictamente el
alcance de las decisiones dictadas en este tipo de acciones, dejando implícitamente
claro, que poco tienen que ver las acciones de inconstitucionalidad por omisión
con las acciones directas de inconstitucionalidad: “A procedência da açâo direta
de inconstitucionalidade por omissâo, importando em reconhecimento judicial
do estado de inércia do Poder Público, confere ao Supremo Tribunal Federal,
unicamente, o poder de cientificar o legislador inadimplente, para que este adote
as medidas necessárias à concretizaçâo do texto constitucional”27. Ello iba unido
a la consideración de que la jurisprudencia del Supremo Tribunal Federal había
considerado improcedente la adopción de una medida cautelar en los casos
de acción directa de inconstitucionalidad por omisión, por cuanto no se podía

26
ADIn nº 986. Relator Ministro Néri da Silveira, Diário da Justiça de 8 de Abril 1994. Cit. por
Gilmar FERREIRA MENDES: Direitos Fundamentais..., op. cit., p. 375.
27
ADIn nº 1.458. Relator Ministro Celso de Mello. Diário da Justiça de 20 Setembro 1996. Cit. por
Gilmar FERREIRA MENDES: Direitos Fundamentais..., op. cit., p. 376.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1133

pretender alcanzar a través de una mera decisión cautelar unos efectos positivos
inalcanzables por la propia decisión final del Tribunal.
Parece claro pues, que ni siquiera en el caso de las omisiones parciales, en
el que podría admitirse una cierta convergencia en lo que hace al objeto del
control entre las acciones directas de inconstitucionalidad y las acciones directas
de inconstitucionalidad por omisión, cabe admitir que uno y otro instrumento
puedan intercambiarse, dada la divergencia de efectos que se anuda a cada acción,
lo que, ineludiblemente, afecta a otros aspectos de su régimen jurídico, como el
relativo a la adopción de medidas cautelares. Si ello puede defenderse en relación
al control de las omisiones relativas, en mayor medida aún puede postularse
respecto a la fiscalización de las omisiones absolutas, en las que el objeto de
la acción (la omisión legislativa) difiere frontalmente del propio de una acción
directa de inconstitucionalidad.
En definitiva, la acción directa de inconstitucionalidad por omisión es un
instituto procesal autónomo, que no puede confundirse con la acción directa
de inconstitucionalidad, aunque presente con ella, en el caso brasileño, ciertos
elementos comunes, como sería, por ejemplo, el caso de la legitimación. Y a
ello no puede obstar el hecho de que el texto constitucional no la haya regulado
independientemente28, ni mucho menos la circunstancia puramente coyuntural
de que durante diez años la única regulación procesal existente haya sido la
relativa a la acción directa de inconstitucionalidad, habiéndose tenido, por lo
mismo, que acudir al régimen establecido para tal acción por la Ley 9.868, de 10
de noviembre de 1999, para la regulación, en lo que le fuera de aplicación, de la
acción de inconstitucionalidad por omisión.

II. La açâo de inconstitucionalidade por omissâo, como resulta evidente, es un


instrumento de salvaguarda del ordenamiento constitucional reconducible a la
esfera de los procesos objetivos de control normativo de la constitucionalidad.
En ello, ciertamente, converge con la acción directa de inconstitucionalidad, bien
que su objeto sea diverso: la fiscalización de la inconstitucionalidad morosa de los
órganos competentes para el desarrollo y concreción de la norma constitucional,
encaminadas a dotarla de la plenitud de eficacia29, siendo de destacar que el control
no alcanza tan sólo a los órganos legislativos, sino también a los administrativos.

28
En análogo sentido se pronuncia, entre otros, Da Cunha Júnior, quien escribe: “Cuida-se (la
acción directa de inconstitucionalidad por omisión), a nosso ver, de uma açâo específica, a despeito
de ter sido instituída em simples parágrafo de artigo que dispôe sobre a açâo direta de inconstitu-
cionalidade”. Dirley DA CUNHA JÚNIOR: Controle Judicial das Omissôes do Poder Público, 2ª ediçâo
revista, Editora Saraiva, Sâo Paulo, 2008, p. 560.
29
Figueiredo escribe, que con esta acción se persigue acortar las distancias entre las normas
constitucionales y sus destinatarios finales. Marcelo FIGUEIREDO: “Una visión del control de
constitucionalidad en Brasil”, en Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional, nº 11, 2007, pp.
131 y ss.; en concreto, p. 176.
1134 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

La doctrina30 ha hablado de un control “negativo”, que se contrapondría al control


“positivo”, y que lógicamente deslindaría los dos institutos que contempla el
art. 103 de la Constitución.
A través de la açâo direta de inconstitucionalidade por omissâo se instaura un
proceso objetivo de control abstracto de la inconstitucionalidad producida por
la quiescencia de los poderes legislativo y ejecutivo, prolongada más allá de un
período de tiempo razonable, a la que se anuda un efecto de violación objetiva de
la Norma suprema. En un trabajo clásico publicado hace una treintena de años,
Söhn dejó muy claramente expuesta la naturaleza de estos procesos31. En ellos,
los demandantes dirigen hacia la opinión pública (“Allgemeinheit”) y en interés
de la generalidad, un procedimiento objetivo (“ein objektives Verfahren”) para el
control de la compatibilidad (“zur Überprufung der Vereinbarkeit”) del Derecho
(en el caso que nos ocupa sería más bien de la falta de Derecho) del Bund o de
los Länder con la Constitución. El procedimiento es unilateral (“einseitig”), no
contencioso (“nicht streitig”); no es un procedimiento contradictorio entre partes
(“kein kontradiktorisches Parteienverfahren”); es, en definitiva, un procedimiento
sin partes interesadas (“ein Verfahren ohne Beteiligte”).
No contradice en lo más mínimo la naturaleza objetiva del procedimiento
desencadenado por la acción que nos ocupa el hecho, empíricamente constatado32,
de que la mayoría de las acciones de inconstitucionalidad por omisión frente a los
poderes públicos hayan sido formalizadas con la intención de otorgar plenitud
de eficacia a derechos constitucionalmente consagrados, ni tampoco tal circuns-
tancia convierte esta acción en un instrumento de garantía de los derechos. Es
indiscutible que, por su propia naturaleza, este instituto procesal no se destina a la
protección de situaciones individuales o de relaciones subjetivas, sino que se dirige
primariamente a la defensa del ordenamiento jurídico constitucional, que exige de
modo inexcusable no sólo la depuración del mismo de todas aquellas disposiciones
contrarias a la Norma suprema, sino también que ésta, progresivamente, alcance
plenitud de eficacia en la vida social a través de su necesario desarrollo33.

30
Anna Cândida DA CUNHA FERRAZ: “Apontamentos sobre o controle de constitucionalidade”, en
Revista da Procuradoria Geral do Estado de Sâo Paulo, nº 34, Dezembro 1990, pp. 27 y ss.; en concreto,
p. 36.
31
Hartmut SÖHN: “Die abstrakte Normenkontrolle”, en Bundesverfassungsgericht und Grundgesetz
(Festgabe aus Anlass des 25 jährigen Bestehens des Bundesverfassungsgerichts), herausgegeben von
Christian STARCK, Erster Band (Verfassungsgerichtsbarkeit), J.C.B. Mohr (Paul Siebeck), Tübingen,
1976, pp. 292 y ss.; en concreto, p. 304.
32
Así lo constata Anna Cândida DA CUNHA FERRAZ: “Anotaçôes sobre o controle de constitu-
cionalidade no Brasil e a protecçâo dos direitos fundamentais”, en Anuario Iberoamericano de Justicia
Constitucional, nº 11, 2007, pp. 73 y ss.; en concreto, p. 84.
33
Análogamente, Piovesan señala que esta acción persigue como objetivo, en último término,
permitir que toda norma constitucional alcance eficacia plena, si bien, a renglón seguido, la autora
establece una vinculación privilegiada entre esta acción y la plena eficacia de los derechos, al añadir,
que con ella se impide que la inacción del legislador venga a imposibilitar el ejercicio de derechos
constitucionales. Flávia C. PIOVESAN: Protecçâo judicial contra omissôes legislativas. Açâo direta de
inconstitucionalidade por omissâo e mandado de injunçâo, Editora Revista dos Tribunais, Sâo Paulo,
1995, p. 97.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1135

Por lo que se acaba de decir, conviene evitar el equívoco de creer que estamos
ante un instituto exclusivamente circunscrito al desarrollo de los derechos.
Ciertamente, y ya nos hemos hecho eco de ello, esta acción surgió en el proceso
constituyente estrechamente conectada a la preocupación que desencadenaba
entre los constituyentes un hecho histórico bien constatado en Brasil: el des-
mantelamiento de la eficacia de los derechos constitucionales de resultas de la
sistemática inacción del legislador. Bonavides y Paes de Andrade34 han insistido en
esta idea; para ellos, la inconstitucionalidad por omisión se presenta como una de
las mejores y más seguras innovaciones protectoras de la concreción y desarrollo
de los derechos, que antes se insertaban adormecidos en el espacio programático
de las Cartas constitucionales.
El instituto de la inconstitucionalidad por omisión, y ello nos parece evidente,
se ha venido vinculando con aquellos textos constitucionales de mayor densidad
programática, con lo que ello entraña de conexión del instituto con aquella parte
de la Norma suprema que en mayor medida podría reflejar el “carácter dirigente”
de la Constitución: los derechos socio-económicos y las normas de asignación de
fines al Estado. Admitida tal conexión, se hace necesario de inmediato precisar,
que ni son las inacciones en materia de derechos las únicas objeto de fiscalización
a través de la acción estudiada, ni ésta puede confundirse con un instrumento
de garantía de los derechos. Piénsese tan sólo en el hecho de que el titular de un
derecho eventualmente obstaculizado en la plenitud de su ejercicio por la ausencia
de una norma infraconstitucional de desarrollo carece de legitimación para
instar este proceso de control, cuyo desencadenamiento se deja en manos no de
ciudadanos particulares, sino de órganos constitucionales, autoridades públicas y
entes sociales o profesionales, lo que casa a la perfección con el rasgo ya expuesto
de que nos hallamos ante un procedimiento objetivo en el que la legitimación no
se otorga en función de la existencia de un interés subjetivo; el único interés que
ha de mover a las instancias legitimadas es el de velar por la plenitud de eficacia
del ordenamiento constitucional en su conjunto, no sólo, innecesario es decirlo,
de una parte del mismo, por importante que ésta pueda ser, cual es el caso de los
derechos constitucionales, cuyo papel nuclear es por todos admitido.

3. Legitimación para interponer la acción

El art. 103 de la Constitución enumera los órganos, autoridades y entes sociales


que se encuentran legitimados para proponer una acción directa de inconstitucio-
nalidad. A tenor del mismo, pueden proponerla: 1) el Presidente de la República;
2) la Mesa del Senado Federal; 3) la Mesa de la Cámara de los Diputados; 4) la
Mesa de una Asamblea Legislativa (órgano legislativo de cada Estado federado);
5) el Gobernador de un Estado; 6) el Procurador General de la República; 7) el
Consejo Federal de la Orden de los Abogados del Brasil; 8) todo partido político

34
Paulo BONAVIDES y PAES DE ANDRADE: História Constitucional do Brasil, op. cit., pp. 511-512.
1136 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

con representación en el Congreso Nacional, y 9) cualquier confederación sindical


o entidad de clase de ámbito nacional. A todos ellos, el art. 2º de la Ley nº 9.868
ha añadido la Mesa de la Cámara Legislativa del Distrito Federal y el Gobernador
del Distrito Federal, lo que es la resultante de haberse dotado al Distrito Federal
de una estructura orgánica semejante a la de los Estados.
La disposición en cuestión nada dice, sin embargo, acerca de quiénes se
hallan legitimados para interponer una acción directa de inconstitucionalidad por
omisión. Es cierto que este silencio, con apoyo en una interpretación sistemática
de la Carta suprema, se ha venido supliendo hasta la entrada en vigor de la Ley nº
12.063 en el sentido de entender, que quienes estaban legitimados para proponer
una acción directa de inconstitucionalidad, lo estaban asimismo para formalizar
una acción directa de inconstitucionalidad por omisión. Por lo demás, el legislador
ha venido a corroborar esta interpretación. El art. 12-A, que incorpora a la Ley
nº 9.868 el texto legal objeto de estas reflexiones así lo confirma, al disponer
que pueden proponer la açâo direta de inconstitucionalidade por omissâo los
legitimados para la propuesta de la acción directa de inconstitucionalidad y de la
acción declaratoria de constitucionalidad35.
No obstante haberse subsanado, a través de la interpretación del Supremo
Tribunal Federal, el problema suscitado por el silencio del constituyente en torno
a esta legitimación, no puede dejar de juzgarse críticamente la regulación dada por
el constituyente, aunque más bien habría que decir la ausencia de tal regulación. Si
la acción directa de inconstitucionalidad no puede confundirse con la acción ahora
examinada, lo razonable hubiera sido contemplar una legitimación específica para
este instituto procesal. Lo contrario ha conducido, por poner un ejemplo concreto,
al absurdo de entender como posibles actores a las Mesas del Senado Federal y
de la Cámara de Diputados. Carece de toda lógica, por razones verdaderamente
obvias, que estos órganos interpongan una acción de esta naturaleza frente a la
omisión de una ley, y aunque es verdad que cabe interponerla frente a la inacción
de un órgano administrativo, tampoco en este caso nos parece que tal legitimación
resulte justificada. Y algo análogo podría decirse respecto del Presidente de la
República, que a tenor del art. 61 de la Constitución dispone de la iniciativa
legislativa. La incongruencia nos parece más que notable.
El contraste con la fórmula equivalente de la Constitución portuguesa nos
parece llamativo. El actual texto de la Constitución lusa contempla en dos
preceptos diferentes la fiscalización abstracta de la constitucionalidad (art. 281)
35
La Enmienda Constitucional nº 3, de 17 de marzo de 1993, creó la llamada açâo declaratória
de constitucionalidade de lei ou ato normativo federal, atribuyéndose su conocimiento al Supremo
Tribunal Federal, que dispone de una competencia originaria y exclusiva. Se trata de un instituto
en verdad peculiar, porque en el modelo tradicional de la acción directa el demandante solicita del
órgano judicial la declaración de inconstitucionalidad de la ley o acto normativo, mientras que en esta
acción lo que se requiere es justamente lo contrario: la declaración de su constitucionalidad. Ribeiro
Bastos ha llegado a hablar, refiriéndose a esta acción, de una “alteraçâo da tradiçâo plurisecular dos
ataques à lei”. Celso RIBEIRO BASTOS: “Açâo declaratória de constitucionalidade”, en Ives Gandra
da Silva Martins y Gilmar Ferreira Mendes (Coordenaçâo), Açâo declaratória de constitucionalidade,
1ª ed., 3ª tiragem, Editora Saraiva, Sâo Paulo, 1994, pp. 35 y ss.; en concreto, p. 35.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1137

y la inconstitucionalidad por omisión (art. 283), lo que se traduce asimismo en


una dispar legitimación, aunque, como en otro lugar hemos señalado36, la harto
restrictiva legitimación que respecto del último instituto contempla la Carta lusa
es, a nuestro entender, una de las razones del fracaso del instituto en Portugal.
En otro orden de consideraciones, el Supremo Tribunal Federal ha venido
interpretando, que no todos los legitimados por el art. 103 tienen el derecho de
plantear cualquier acción, pues en ciertos casos debe existir lo que denomina una
“pertinência temática”, esto es, la demostración de un interés de obrar, entre quien
plantea la acción y el interés inmediato que se pretende proteger. Esta exigencia
la ha dejado muy clara respecto al Gobernador de un Estado, a la Mesa de una
Asamblea Legislativa estatal y a las confederaciones sindicales o entidades de
clase de ámbito nacional37. Tal interpretación no deja de suscitar serias dudas. Ya
hemos puesto de relieve con anterioridad, que nos encontramos ante procesos de
naturaleza objetiva, en los que, en rigor, no existe un interés jurídico subjetivo
que defender. El interés inmediato del recurrente que justifica la pertinencia no
debe de confundirse con un interés subjetivo, debiendo entenderse que el único
interés admisible es el de propiciar la primacía constitucional, viabilizando la
plena eficacia de la Norma suprema. Como escribe Gandra da Silva 38, bien
que en relación a la acción de inconstitucionalidad, “o interesse imediato no
afastamento do mundo jurídico da norma tida por inconstitucional é que legitima
a autoridade a propô-la”. Y en relación a la acción que nos interesa, bien podría
decirse que nos hallaríamos ante un interés en evitar los efectos dañosos que para
el ordenamiento jurídico y la vida social entraña la inexistencia de una ley o acto
normativo constitucionalmente exigido. Es por lo mismo por lo que no deja de
resultar harto discutible la interpretación del Supremo Tribunal.
La Constitución no establece limitación alguna respecto de esta legitimación,
ni prevé trato diferencial entre los distintos legitimados, por lo que resulta
harto discutible una interpretación restrictiva de la legitimación. Y a ello se une
que, en cuanto se trata de un procedimiento objetivo, no deja de ser un tanto
contradictorio exigir un interés legítimo, un interés de obrar, para proponer una
acción de esta naturaleza. Parecería perfectamente coherente con lo que se acaba
de decir, que las acciones directas de inconstitucionalidad (tanto por acción
como por omisión) pudieran ser admitidas en sede judicial con independencia
de cualquier valoración sobre la existencia o no de una relación de pertinencia.

36
Cfr. al efecto, Francisco FERNÁNDEZ SEGADO: La Justicia Constitucional: una visión de
Derecho Comparado, op. cit., tomo I, pp. 861 y ss.
37
Por el contrario, el Supremo Tribunal Federal ha considerado, que el Presidente de la República,
las Mesas del Senado Federal y de la Cámara de Diputados, el Procurador General de la República, el
Consejo General de la Orden de los Abogados de Brasil y los partidos políticos con representación en
el Congreso Nacional tienen interés en preservar la Constitución debido a sus propias atribuciones
institucionales, no siéndoles exigible la “pertinência temática”.
38
Ives GANDRA DA SILVA MARTINS, en la obra escrita conjuntamente con Gilmar FERREIRA
MENDES, Controle concentrado de constitucionalidade (Comentários à Lei n. 9.868, de 10-11-1999),
Editora Saraiva, Sâo Paulo, 2001, p. 71.
1138 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

El propio presidente anterior del Supremo Tribunal Federal cree que esta solución
sería más ortodoxa39.
Este requisito de la pertinencia no ha dejado por lo demás de suscitar críticas.
Así, Ramos Tavares discrepa de esa construcción jurisprudencial, algo que, a su
juicio, no termina de insertarse en el contexto de los procesos objetivos de control
de constitucionalidad40, y ello por cuanto no puede existir duda de que la “per-
tinência temática” es un sucedáneo del interés de obrar del proceso subjetivo. Y
ese entremezclamiento es extremadamente perjudicial para la clara comprensión
de un proceso de índole esencialmente objetiva.
No nos cabe duda de que esa interpretación es la más ortodoxa a la vista de
la naturaleza objetiva del proceso que nos ocupa. Sin embargo, no podemos por
menos de hacer alguna reflexión adicional. Si se atiende a la amplísima legitimación
contemplada por el art. 103 de la Constitución y por el art. 2º de la Ley 9.868, quizá
podría encontrarse algún argumento que coadyuvara a explicar esa exigencia
jurisprudencial de una relación de pertinencia en relación a alguno de los poten-
ciales actores, como sería el caso, por ejemplo, de las confederaciones sindicales
o entidades de clase, siempre sobre la base de establecer un elemento diferencial
entre esa relación de pertinencia y el interés subjetivo de obrar. En cualquier caso,
lo ideal sería más que una interpretación restrictiva de la legitimación llevada a
cabo en sede judicial, un ejercicio de self restraint por parte de esos posibles actores.
Pongamos un ejemplo comparativo. El Defensor del Pueblo está legitimado en
España para interponer un recurso de inconstitucionalidad. Potencialmente, puede
recurrir contra cualquier ley. Nada le condiciona ni le impide impugnar cualquier
ley o disposición normativa con fuerza de ley, por cuanto el ius agendi en que la
facultad de promover un recurso de inconstitucionalidad consiste se le otorga sin
conexión alguna con el ámbito de los fines de la institución (en esencia, la defensa
de los derechos comprendidos en el Título I de la Constitución)41. Ahora bien, la
experiencia nos muestra que el Defensor del Pueblo ha sido cauteloso a la hora de
ejercer esta competencia que le reconoce el art. 162.1 a) de la Constitución; dicho
de otro modo, se ha ajustado al self restraint a que antes aludíamos.
Por lo demás, el Supremo Tribunal Federal ha clarificado a través de su
jurisprudencia algunos aspectos relacionados con los legitimados para este tipo
de acción. Tal ha sido el caso de las llamadas entidades de clase. Para el supremo
órgano jurisdiccional, una “entidad de clase” es una asociación de personas que, en
esencia, representa el interés común de una determinada categoría. En contrapar-
tida, los grupos formados circunstancialmente, como por ejemplo, una asociación
de empleados de una empresa, no podrían ser calificados como “organizaciones

39
Gilmar FERREIRA MENDES: “O Poder Executivo e o Poder Legislativo no controle de cons-
titucionalidade”, en Revista de Informaçâo Legislativa (Senado Federal), Ano 34, nº 134, Abril/Junho
1997, pp. 11 y ss.; en concreto, p. 20.
40
André RAMOS TAVARES: Curso de Direito Constitucional, 5ª ediçâo, Editora Saraiva, Sâo Paulo,
2007, p. 289.
41
Así lo reconoció el propio Tribunal Constitucional español en su Sentencia 150/1990, de 4 de
octubre, fund. jur. 1º.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1139

de clase” a los efectos de la legitimación contemplada por el art. 103.IX de la Cons-


titución. Tampoco configuraría una “entidad de clase” una organización formada
por asociados pertenecientes a categorías diversas. Y tampoco se reconoce como
“entidad de clase” a aquellas organizaciones que agrupen a personas jurídicas, que
más bien se presentan como asociaciones de asociaciones.
En cuanto a la legitimación otorgada a los partidos políticos con represen-
tación en el Congreso Nacional, se presenta como relativamente novedosa en
el marco del Derecho comparado, en el que es mucho más común otorgar tal
legitimación a un determinado número de parlamentarios. Es obvio que la fórmula
brasileña es mucho más amplia, pues a un partido le basta con contar con un
único congresista. El Supremo Tribunal Federal ha precisado que “a representaçâo
partidária perante o Supremo Tribunal Federal, nas açôes diretas, constitui
prerrogativa jurídico-processual do directório nacional do partido político, que é
–ressalvada deliberaçâo em contrário dos estatutos partidários– o órgâo de direçâo
e de açâo dessas entidades no plano nacional”42. Adicionalmente, en una decisión
de 24 de agosto de 2004, el Tribunal interpretó que la pérdida de la representación
parlamentaria no hacía decaer de su acción al partido que hubiera formulado una
acción directa cuando contaba con la requerida representación, lo que, innecesario
es decirlo, se justifica en atención al carácter eminentemente objetivo y público
del proceso. Ello podríamos decir que casa, desde una perspectiva inversa, con la
previsión del art. 12-D que añade a la Ley nº 9.868 el texto legal objeto de nuestro
comentario, a tenor del cual: “Proposta a açâo direta de inconstitucionalidade por
omissâo, nâo se admitirá desistência”.
Un sector de la doctrina43 se ha mostrado crítico con el hecho de que, no obstante
la amplitud con que se ha concebido constitucionalmente la legitimación en este
tipo de acciones, no se haya incluido al ciudadano, o lo que es igual, no se contemple
la actio popularis, y ello no obstante ser particularmente común en América Latina
desde mediados del siglo XIX (piénsese en la que nosotros identificamos como
acción popular colombo-venezolana), y a contar asimismo con una arraigada
tradición en el constitucionalismo histórico brasileño44, si bien habría que precisar
que no en el ámbito de la acción de inconstitucionalidad. Con todo, nos parece
evidente que la legitimación para interponer la acción es enormemente amplia.
Por otro lado, la opción por la actio popularis creemos que habría privado de cierto
sentido la legitimación que se otorga a algunos de los posibles actores.
Digamos por último, que la legitimación pasiva recae sobre los órganos
competentes para dictar la ley o acto normativo cuya omisión genera la supuesta
inconstitucionalidad, esto es, sobre los responsables de la disposición inexistente.

42
Supremo Tribunal Federal (STF), Pleno. ADIn nº 779-3-DF. Relator Ministro Celso de Mello.
Cit. por José AFONSO DA SILVA: Comentário Contextual à Constituiçâo, 4ª ediçâo (de acordo com a
Emenda Constitucional 53, de 19-12-2006), Malheiros Editores, Sâo Paulo, 2007, p. 556.
43
Tal es el caso, por ejemplo, de José AFONSO DA SILVA, en su Curso de Direito Constitucional
Positivo, op. cit., p. 49.
44
Cfr. al respecto, José AFONSO DA SILVA: Açâo popular constitucional. Doutrina e Processo, 2ª
ed., Malheiros Editores, Sâo Paulo, 2007, en particular, pp. 32-42.
1140 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

Y en sintonía con ello, el art. 6º de la Ley nº 9.868, que es de aplicación en el


procedimiento que contemplamos, por cuanto el art. 12-E, introducido por la
nueva ley, dispone que se aplicarán al procedimiento de la acción directa de
inconstitucionalidad por omisión, en lo que hubiere lugar, las disposiciones
de la Sección I del Capítulo II de la ley (que contemplan la admisibilidad y el
procedimiento a seguir en el caso de la acción directa de inconstitucionalidad,
ubicándose en tal Sección el referido art. 6º), establece que el “relator” o ponente
de la sentencia pedirá informaciones a los órganos o autoridades de las que emanó
la ley o acto normativo impugnado, lo que, a sensu contrario, y en el supuesto
de un control de inconstitucionalidad por omisión, debe entenderse referido a
los órganos o autoridades que, debiendo dictar la ley o medida necesaria para
efectivizar la norma constitucional, no lo hicieron.

4. Objeto de la acción

El parágrafo 2º del art. 103 de la Constitución se inicia del siguiente modo: “De-
clarada a inconstitucionalidade por omissâo de medida para tornar efetiva norma
constitucional...”; más adelante, se alude a la necesidad de poner en conocimiento
del “Poder competente” la inconstitucionalidad de su inacción, aludiéndose final-
mente al efecto particular que derivaría del hecho de que la quiescencia provenga
de un “órgâo administrativo”. Todo ello nos sitúa con claridad meridiana ante
el objeto de esta acción, que no es otro que cualquier omisión del poder público
que inviabilice la plena eficacia de una norma constitucional. Ello entraña que el
control a llevar a cabo en sede constitucional tenga por objeto el “vicio omisivo”,
como lo denomina Ribeiro Bastos45, o la mera inconstitucionalidad morosa para
el desarrollo de la norma constitucional, como lo identifica algún otro autor46. En
definitiva, la omisión objeto de control no proviene tan sólo del poder legislativo,
como acontece en el caso portugués, donde el art. 283.1 del texto constitucional
vigente se refiere a la “omissâo das medidas legislativas necessárias para tornar
exequíveis as normas constitucionais”, sino que puede provenir asimismo de
cualquier órgano administrativo, lo que revela la notable amplitud del objeto de
control de este instituto.
El mismo art. 103 habla de la “omissâo de medida para tornar efetiva norma
constitucional”, y ello exige que nos planteemos con algo más de detalle la cuestión
de a qué tipo de medidas se está refiriendo el precepto. El marco contextual
en que se ubica la mencionada disposición puede contribuir a dar respuesta
a esta cuestión. El art. 103 se refiere de modo expreso a la acción directa de
inconstitucionalidad y a la acción declaratoria de constitucionalidad, y el art.
102.I, a), al contemplar la competencia originaria del Supremo Tribunal Federal
para conocer de una y otra acción, se refiere de modo específico a la acción

45
Celso RIBEIRO BASTOS: Curso de Direito Constitucional, 14ª ed., Editora Saraiva, Sâo Paulo,
1992, p. 327.
46
Gilmar FERREIRA MENDES: “O controle da omissâo inconstitucional”, op. cit., p. 149.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1141

directa de inconstitucionalidad “de lei ou ato normativo federal ou estadual” y a


la acción declaratoria de constitucionalidad “de lei ou ato normativo federal”, lo
que deja meridianamente claro que estamos ante institutos de control normativo,
encaminados a la fiscalización de leyes o actos normativos. Esta conclusión es
perfectamente válida para la acción directa de inconstitucionalidad por omisión,
que, aún tratándose de un instituto procesal autónomo, comparte una serie de
rasgos con la acción directa de inconstitucionalidad.
La omisión de una ley es lógicamente la modalidad más habitual de este tipo
de control, pues no en vano la ley es el instrumento normativo a cuyo través ha de
ser desarrollada primariamente la Norma suprema. No ha de descartarse que la
ley sea de la competencia estatal, pues aunque, como regla general, es el legislador
federal quien ha de desarrollar primigeniamente la Constitución, no cabe desechar
que sobre los legisladores estatales recaigan ciertos desarrollos complementarios
de la Norma suprema en sus respectivos ámbitos territoriales. Por lo demás, si la
acción directa de inconstitucionalidad tiene por objeto, indistintamente, las leyes
federales o estatales, no vemos razón para que no pueda sostenerse otro tanto de
las omisiones legislativas.
Mucho mayores son los problemas interpretativos que ha suscitado la identi-
ficación de las medidas provenientes de los órganos administrativos cuya omisión
podría ser fiscalizable a través de este instituto. A nuestro entender, y en sintonía
con lo antes dicho, tales medidas deben ser los actos administrativos de naturaleza
normativa. Sin embargo, la dicción del parágrafo 2º del art. 103, que alude a
“medida”, a “providências necessárias” y a “órgâo administrativo”, no ha dejado
de suscitar interpretaciones contrapuestas, pues no faltan quienes entienden
que dentro de tales “medidas” cabrían los actos administrativos no normativos.
Así, en 1992, Carrazza escribía47: “A omissâo do Executivo pode caracterizar-se,
nâo só pela nâo ediçâo de normas, como também pela nâo-tomada de medidas
de efeitos concretos, aptas a dar efetividade a normas constitucionais (p. ex., a
nâo-aquisiçâo de material hospitalar, inviabilizando o direito à recuperaçâo da
saúde)”. Mucho más recientemente, Da Cunha Júnior se ha decantado por una in-
terpretación similar. “O que a Constituiçâo exige –escribe este autor48– é a omissâo
de <medida para tornar efetiva norma constitucional>, sem reclamar que sejam
necessariamente normativas, tanto que pressupôe que a medida seja de responsa-
bilidade de qualquer órgâo político (...) ou de qualquer órgâo administrativo (...).
A Constituiçâo, portanto, nâo requer que essas medidas tenham necessariamente
caráter normativo”. En sintonía con ese razonamiento, este último autor entiende,
que también la omisión de medidas administrativas concretas podría ser objeto
de control de constitucionalidad por medio del instituto procesal que estudiamos.
Ha de admitirse, que la dicción del precepto constitucional es, a este respecto,
bastante equívoca, y que desde luego, con arreglo a una lectura literal del mismo,

47
Roque Antonio CARRAZZA: “Açâo direta de inconstitucionalidade por omissâo e mandado de
injunçâo”, en Jurisprudência Brasileira (Jurúa Editora), Volume 167, pp. 53 y ss.; en concreto, p. 56.
48
Dirley DA CUNHA JÚNIOR: Controle Judicial das Omissôes do Poder Público, op. cit., p. 564.
1142 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

esas interpretaciones encaminadas a abrir el control más allá de los actos adminis-
trativos de naturaleza normativa podrían tener ciertos visos de verosimilitud. La Ley
nº 12.063, lejos de clarificar el tema, parece haber arrojado aún más dudas. Baste
como botón de muestra la redacción de su art. 12-B, que, al contemplar el contenido
del escrito de formalización de la acción, señala que en ella se indicará la omisión
inconstitucional total o parcial “quanto ao cumprimento de dever constitucional de
legislar ou quanto à adoçâo de providência de índole administrativa”. Esa alusión a
una “providencia de índole administrativa” más parece venir referida a una decisión
administrativa puntual, concreta, que a un acto normativo general.
En cualquier caso, dos objeciones parecen oponerse a la apertura de la fiscali-
zación a través de esta vía de la ausencia de medidas administrativas concretas. A la
primera de ellas se ha referido Ferreira Mendes49, para quien parece difícil imaginar
un acto administrativo indispensable para convertir en plenamente efectiva, eficaz,
una norma constitucional, aun cuando pueda admitirse que la omisión por autori-
dades administrativas de diferentes providencias pueda llegar a dificultar el pleno
desarrollo de la voluntad constitucional. Bien es verdad que la conclusión del anterior
presidente del Supremo Tribunal Federal es la de que no se puede excluir de plano
la posibilidad de que la acción de inconstitucionalidad por omisión tenga por objeto
la organización de un determinado servicio público o la adopción de una concreta
providencia de índole administrativa. No terminamos de compartir tal apreciación,
pues a nuestro entender, esta primera objeción juega en contra de la proyección de
este control en sede constitucional hacia las medidas (más bien habría que decir la
falta de medidas) administrativas concretas. Y una segunda objeción puede aducirse;
en realidad ya ha sido expuesta. Los institutos procesales a que se refiere el art. 103,
pese a sus divergencias, comparten la naturaleza propia de los instrumentos de
control normativo, y siendo ello así, sólo las omisiones de actos administrativos de
naturaleza normativa son susceptibles de fiscalización a través de esta vía.
Cabría añadir a todo lo expuesto, que en una decisión de 23 de febrero de
1989, el Supremo Tribunal Federal rechazó que cupiese la inconstitucionalidad
por la omisión de un mero acto administrativo, considerando que en el supuesto
de medida proveniente de los órganos de la Administración, tal medida no
podía ser sino un acto (en rigor, la ausencia del mismo) normativo de naturaleza
administrativa. Algunas de las reflexiones formuladas en dicha sentencia por
su ponente, el Ministro Aldir Passarinho, son bien elocuentes en relación a lo
que ahora interesa: “A açâo direta de inconstitucionalidade por omissâo, de que
trata o (parágrafo) 2º do art. 103 da nova CF, nâo é de ser proposta para que seja
praticado determinado ato administrativo em caso concreto, mas sin visa a que
seja expedido ato normativo que se torne necessário para o cumprimento de
preceito constitucional que, sem ele, nâo poderia ser aplicado”50.

49
Gilmar FERREIRA MENDES: “O controle da omissâo inconstitucional”, op. cit., pp. 163-164.
50
ADIn nº 19, de 23 de febrero de 1989. Relator Ministro Aldir Passarinho. Cit. por José AFONSO
DA SILVA: Comentário Contextual à Constituiçâo, op. cit., p. 558.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1143

5. Presupuestos de las omisiones constitucionalmente relevantes

I. Ante la polémica de quienes, llegado el caso de visualizar cuál ha de ser


el objeto del control a realizar en sede constitucional respecto de las omisiones
legislativas supuestamente inconstitucionales, se ubican en las posiciones
comúnmente conocidas como obligacionales y normativistas, por nuestra parte,
creemos con Pereira da Silva51, que la omisión inconstitucional se nos presenta
como una realidad bifronte, o lo que es igual, si, por un lado, tal omisión es el
incumplimiento de una obligación constitucional impuesta al legislador, por otro,
es también el resultado objetivamente producido en el ordenamiento jurídico por
ese mismo incumplimiento. Ello presupone que la caracterización jurídica del
concepto que nos ocupa ha de atender tanto a la perspectiva obligacional como a
la óptica normativa. La conclusión de todo ello es clara: la inconstitucionalidad
de una omisión exige constatar que el legislador (aunque en el caso brasileño ello
se amplía también a los órganos administrativos) ha incumplido la obligación
que la Constitución le exige de dictar un texto legislativo con el que dar adecuada
respuesta a un mandato constitucional o con el que viabilizar la plena eficacia
de un derecho o de cualquier otra previsión constitucional, incumplimiento que
se ha prolongado en el tiempo más allá de un plazo razonable, pero también
exige verificar que la ausencia de esa normación constitucionalmente exigida se
ha traducido en una vulneración objetiva del ordenamiento constitucional, bien
propiciando la aplicación de normas implícitas en contradicción con la Norma
suprema, bien posibilitando la vigencia de normas preconstitucionales contrarias
a los postulados constitucionales. Con ello, tendríamos esquemáticamente expues-
tos los rasgos que configurarían jurídicamente una omisión constitucionalmente
relevante, y por lo mismo, los presupuestos para el entendimiento de la omisión
como constitucionalmente relevante. En ellos nos centramos a continuación.

II. La omisión normativa, como concepto constitucionalmente relevante, no


es simplemente un no hacer, ni se puede confundir con la mera inercia de los
órganos legislativo o administrativos. Como escribe Canotilho, “un entendimento
naturalístico-formal de omissâo –a omissâo como simples nâo actuar– nâo pode
aceitar-se: nâo possibilita a definiçâo de uma omissâo legislativa constitucional-
mente relevante, dado que esta só pode entender-se como nâo cumprimento de
imposiçôes constitucionais concretas”52. En definitiva, la omisión inconstitucional
presupone la inobservancia de un deber constitucionar de legislar o, tratándose
de actos administrativos, de dictar normas infralegales, deber que, normalmente,
resulta de un expreso mandato constitucional. Como ya tiempo atrás pusiera de

51
Jorge PEREIRA DA SILVA: Dever de legislar e protecçâo jurisdicional contra omissôes legislativas,
op. cit., p. 13.
52
J. J. GOMES CANOTILHO: Constituiçâo dirigente e vinculaçâo do legislador, op. cit., p. 334.
1144 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

relieve Pestalozza53, “das Unterlassen des Gesetzgebers ist verfassungswidrig, wenn


die Verfassung ein Handeln des Gesetzgebers fordet” (la omisión del legislador
es inconstitucional cuando la Constitución le exige una actuación). No se trata
pues, del simple incumplimiento de un deber general de legislar o de dictar actos
normativos, sino del incumplimiento, por utilizar los términos de Streck54, de una
exigencia constitucional de acción. O como dice Veloso55, la inercia que justifica
esta acción de inconstitucionalidad es una omisión “cualificada”, pues entraña el
incumplimiento de un específico deber jurídico-constitucional de legislar.
Este mandato constitucional de actuación nos sitúa ante una segunda
cuestión: la de si tales mandatos pueden encontrarse en la totalidad de las normas
constitucionales; planteada de otra forma, la cuestión no es sino la de las fuentes
del deber de legislar. La dogmática alemana se ocupó tiempo atrás con cierto
detenimiento de esta trascendental cuestión. Recordemos que, en referencia a
la Grundgesetz, Denninger, hace cerca de medio siglo, ya se pronunciaba en el
sentido de que aunque la Ley Fundamental acogía diversos tipos de mandatos,
explícitos e implícitos, condicionales e incondicionales, todos ellos habían de
verse más que como una mera apelación ético-política (“einen politisch-ethischen
Appell”), como una obligación jurídica vinculante para el órgano legislativo
(“rechtsverbindliche Pflichten der gesetzgebenden Organe”)56. Kalkbrenner iba a
relativizar la libre capacidad de configuración del legislador57, estableciendo sin
embargo una gradualidad en las normas constitucionales; a su juicio, la sujeción
jurídica del legislador (“diese rechtliche Gebundenheit des Gesetzgebers”) conoce
manifestaciones graduales diferenciadas. Su libertad de decisión (“Entschei-
dungsfreiheit”) experimenta importantes limitaciones allí donde la Constitución
conforma principios programáticos, institucionales y garantías institucionales
(“Programmsätzen, institutionellen und Institutsgarantien”), así como mandatos
constitucionales (“Verfassungsaufträgen”) y principios jurídicos generales
vinculantes para el legislador (“und allgemein verbindlichen Rechtssätzen der
Legislative”); ante este tipo de normas, la ejecución del mandato no depende de la
libre voluntad del legislador (“liegt nicht im freien Belieben des Gesetzgebers”)58.
Particular interés tiene el posicionamiento de Canotilho, dado su influjo sobre
el pensamiento iuspublicístico brasileño. En sintonía con una mayoritaria posición

53
Christian PESTALOZZA: “<Noch Verfassungsmässige> und <bloss Verfassungswidrige>
Rechtslagen” (Zur Feststellung und kooperativen Beseitigung verfassungsimperfekter Zustände),
en Bundesverfassungsgericht und Grundgesetz (Festgabe aus Anlass des 25 jährigen Bestehens des
Bundesverfassungsgerichts), herausgegeben von Christian Starck, Erster Band, J.C.B. Mohr (Paul
Siebeck), Tübingen, 1976, pp. 519 y ss.; en concreto, p. 526.
54
Lenio Luiz STRECK: Jurisdiçâo Constitucional e Hermenêutica (Uma Nova Crítica do Direito),
2ª ediçâo revista, Editora Forense, Rio de Janeiro, 2004, p. 788.
55
Zeno VELOSO: Controle Jurisdicional de Constitucionalidade, 3ª ediçâo, 2ª tiragem, Del Rey
Editora, Belo Horizonte, 2003, p. 252.
56
Erhard DENNINGER: “Verfassungsauftrag und gesetzgebende Gewalt”, en Juristenzeitung (JZ),
21. Jahrgang, Nummer 23-24, 9. Dezember 1966, pp. 767 y ss.; en concreto, p. 772.
57
Helmut KALKBRENNER: “Verfassungsauftrag und Verpflichtung des Gesetzgebers”, en Die
Öffentliche Verwaltung (DÖV), l6. Jahrgang, Heft 2, 1963, pp. 41 y ss.; en concreto, p. 41.
58
Ibidem, p. 43.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1145

doctrinal, que atiende a la pluralidad de las normas constitucionales para abordar


este tema, el Profesor de Coimbra ha diferenciado los que denomina mandatos cons-
titucionales de legislar en sentido estricto (“imposiçôes constitucionais legiferantes
em sentido estrito”), normas éstas que, de forma permanente y concreta, vinculan
al legislador a la adopción de medidas legislativas de desarrollo y concreción de la
Constitución59, mandatos frente a los que la pasividad del legislador podrá desenca-
denar una omisión inconstitucional. Tales mandatos se encuentran esencialmente
en los derechos económicos, sociales y culturales y, de modo muy especial, en las
correlativas obligaciones de naturaleza prestacional que para el Estado suponen
estos derechos, cuya concreción exige, por lo general, de la mediación del legislador.
Junto a ellas pueden diferenciarse las que en Alemania se conocen como soziale
Staatszielbestimmungen, esto es, las disposiciones de asignación de fines al Estado,
que Canotilho identifica como normas-fim o normas-tarefa, que son normas cons-
titucionales abstractamente impositivas, al imponer de forma permanente, pero
con elevado nivel de abstracción, la persecución de ciertos fines u objetivos. No
cabe duda de que el incumplimiento de los fines y objetivos que al Estado marca
la Norma suprema generaría una situación de inconstitucionalidad, pero no es
menos cierto que su concreción, dada la multiplicidad de fórmulas de solución que
los mismos admiten, parece depender más, como el propio Canotilho admite60, de
la lucha política y de los instrumentos democráticos. En definitiva, en cuanto que
el desarrollo de este último tipo de normas constitucionales parece ubicarse más
bien en el plano del deber general de producción legislativa, manifestándose, más
que en la promulgación de una norma legislativa puntual, en una tarea incesante
y materialmente indeterminada, parece posible concluir excluyendo tales disposi-
ciones constitucionales del elenco normativo de las fuentes del deber de legislar en
orden al instituto de la inconstitucionalidad por omisión.
El Supremo Tribunal Federal no ha establecido una doctrina de carácter
general respecto a cuándo ha de entenderse que existe un deber constitucional de
legislar, y la doctrina científica que se ha ocupado del tema, por lo general, se ha
mostrado muy influida por los autores portugueses o alemanes, según los casos.
Así, para Carrazza61, el deber constitucional de legislar está presente cuando la
Constitución emite una orden o mandato concreto de legislar, cuando dirige al
legislador una imposición permanente y concreta y, en fin, cuando las normas
constitucionales exigen implícitamente la mediación legislativa para que puedan
convertirse en verdaderamente operativas.
Desde una óptica diferente, básicamente sustantiva, que atiende no tanto
a las distintas categorías de normas, cuanto a las exigencias dimanantes de los
derechos constitucionales, de especialísima trascendencia, dada la centralidad de
los derechos en el ordenamiento constitucional, Streck, en sintonía con la doctrina
sentada por el BVerfG, se ha hecho eco de las omisiones constitucionalmente

59
J.J. GOMES CANOTILHO: Direito Constitucional e Teoría da Constituiçâo, 5ª ediçâo, Almedina,
Coimbra, 2002, pp. 1021-1022.
60
Ibidem, p. 1023.
61
Roque Antonio CARRAZZA: “Açâo direta de inconstitucionalidade...”, op. cit., p. 55.
1146 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

relevantes que pueden producirse no de resultas de la falta de una ley constitucio-


nalmente exigida, sino del desfase de un determinado texto legal producido por su
falta de adecuación, lo que, a juicio de este autor, es un problema de dimensiones
mucho mayores que el de las omisiones absolutas o relativas62. Quizá convenga
recordar, que hace ya una treintena de años el BVerfG identificó como fundamento
del deber de legislar el que denominó “deber general de adecuación” (“allgemeiner
Nachbesserungsvorbehalt”), que impone al legislador la obligación de actuar de
forma protectora y constructiva en el ámbito de los derechos fundamentales.
Uno de los ejemplos más significativos de esta doctrina lo hallamos en la llamada
Kalkar Urteil, esto es, en la Sentencia de 8 de agosto de 1978 relativa al reactor
nuclear de Kalkar. En ella, el BVerfG reconoció, que en virtud de los nuevos
desarrollos científicos, el legislador estaba constitucionalmente obligado a un re-
examen de la legislación relativa al uso pacífico de la energía atómica. Analizando
distintos recursos de queja constitucional (Verfassungsbeschwerde) interpuestos
por habitantes de la región próxima a las instalaciones nucleares, el Tribunal
resolvió que: “En el supuesto de que se constaten indicios de peligro provenientes
de reactores nucleares del tipo <Schneller Brüter> (...), el legislador está obligado
a promulgar las nuevas medidas que se requieran”. En tal jurisprudencia podría
verse una manifestación de lo que Stern identifica63 como mandatos para la mejora
a posteriori y la corrección de leyes en los supuestos de prognosis errónea o de
modificación de las circunstancias determinantes.
En su jurisprudencia, el Supremo Tribunal Federal, en perfecta sintonía con
la visión obligacional del instituto, ha incidido de modo especial en el incumpli-
miento de una obligación de hacer por parte de los poderes públicos. Así, en la
Açâo de Inconstitucionalidade por Omissâo nº 1.458 puede leerse lo que sigue:
“Se o Estado deixar de adotar as medidas necessárias à realizaçâo concreta dos
preceitos da Constituiçâo, em ordem a torná-los efetivos, operantes e exeqüíveis,
abstendo-se, em conseqüência, de cumprir o dever de prestaçâo que a Constituiçâo
lhe impôe, incidirá em violaçâo negativa do texto constitucional. Desse non facere
ou non praestare, resultará a inconstitucionalidade por omissâo...”64.
Un sector de la doctrina brasileña, y también, por supuesto, el Supremo
Tribunal Federal en su jurisprudencia, siguiendo a la doctrina portuguesa, se ha
hecho eco del presupuesto del transcurso del plazo razonable. No basta la mera
omisión de un deber específico de legislar, sino que es preciso que esa inacción
se prolongue durante un determinado período de tiempo. Así, para Modesto65, la

62
Lenio Luiz STRECK: Jurisdiçâo Constitucional e Hermenêutica, op. cit. p. 795.
63
Klaus STERN: Derecho del Estado de la República Federal Alemana, Centro de Estudios Cons-
titucionales, Madrid, 1987, p. 225.
64
Supremo Tribunal Federal (STF). Açâo Direta de Inconstitucionalidade por Omissâo nº 1.458-
7-DF. Relator Ministro Celso de Mello. Diário da Justiça 20-09-1996. Cit. por Luís Roberto BARROSO:
Constituiçâo da República Federativa do Brasil. Anotada, 2ª ed., Editora Saraiva, Sâo Paulo, 1999, p.
275. Puede verse asimismo en Ivo DANTAS: Constituiçâo & Processo, 2ª ed., Juruá Editora, Curitiba,
2007, pp. 516-517.
65
Paulo MODESTO: “Inconstitucionalidade por omissâo: categoria jurídica e açâo constitucional
específica”, op. cit., p. 121.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1147

inconstitucionalidad por omisión presupone, para que sea declarada, un juicio


sobre el transcurso del tiempo que traduzca la mayor o menor gravedad de la
omisión impugnada a la vista de las peculiares circunstancias de cada caso. Para
Macedo Nery Ferrari66, cuando la Constitución no determina el plazo, en caso de
inercia de los poderes públicos, la determinación del “prazo razoável” deberá ve-
rificarse en cada caso. Sólo después de interpretar y medir el tiempo transcurrido,
“tendo concluído que o ato nâo só podia, como devia ter sido emitido”, el órgano
fiscalizador concluirá que la omisión es inconstitucional.
La doctrina, por el contrario, no se ha hecho un eco especial acerca del
presupuesto, inexcusable a nuestro entender, del efecto objetivo de violación de la
Constitución que se ha de anudar, en una relación de causa a efecto, a la omisión. Es
claro, como puede inferirse de lo expuesto, que la omisión, aun siendo un comporta-
miento pasivo, está lejos de ser neutro en sus consecuencias, propiciando efectos de
dispar naturaleza que tienen como común denominador la violación objetiva de la
Norma suprema. No nos hallamos ante una inacción inocua desde el punto de vista
jurídico, sino que al generar la aplicación de normas implícitas en contradicción con
la Constitución o al posibilitar la pervivencia en las relaciones jurídico-sociales de
situaciones en franco contraste con los postulados constitucionales, la omisión se
traduce en una frontal vulneración de la lex superior, circunstancia que ha conducido
a Miranda a escribir que, al límite, la inconstitucionalidad por omisión se reconduce
a una inconstitucionalidad por acción67.
Por otro lado, algún sector doctrinal ha hecho especial hincapié en el
carácter voluntario de la omisión. De ello ya se hizo eco Mortati, quien, tratando
de diferenciar las omisiones de las lagunas68, señalaba como uno de los rasgos
diferenciales, que mientras las omisiones legislativas son siempre el resultado
de un acto voluntario (“di un atto di volontà”), las lagunas pueden producirse
de modo involuntario. No compartimos esta apreciación, que, entre otros varios
problemas, conduce a transmutar la naturaleza de la fiscalización, acentuando
hasta extremos inadmisibles la idea de que el control omisivo es una fiscalización
básicamente política, en cuanto que lo que habría que fiscalizar no es la situación
constitucionalmente lesiva a que ha conducido el silencio del legislador, sino la
decisión política del poder legislativo de no legislar. En cualquier caso, entre la
doctrina brasileña ha prendido la idea expuesta. Tal será el caso, por ejemplo, de
Pinto Ferreira69, para quien la inercia desencadenante de la inconstitucionalidad

66
Regina Maria MACEDO NERY FERRARI: Efeitos da declaraçâo de inconstitucionalidade, 5ª ed.,
Editora Revista dos Tribunais, Sâo Paulo, 2004, pp. 368-369.
67
Jorge MIRANDA: “La Justicia Constitucional en Portugal”, en Anuario Iberoamericano de Justicia
Constitucional, 1997, pp. 325 y ss.; en concreto, p. 346.
68
Costantino MORTATI: “Appunti per uno studio sui rimedi giurisdizionali contro comportamenti
omissivi del legislatore”, en la obra de recopilación de escritos del propio autor, Problemi di Diritto
pubblico nell´attuale esperienza costituzionale repubblicana (Raccolta di Scritti – III), Giuffrè Editore,
Milano, 1972, pp. 923 y ss.; en concreto, p. 927, nota 4.
69
Luiz PINTO FERREIRA: “A Jurisdiçâo Constitucional e o controle difuso e concentrado da
constitucionalidade das leis”, en Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional, nº 4, 2000, pp.
309 y ss.; en concreto, p. 327.
1148 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

por omisión muestra “a inatividade consciente na aplicaçâo da Constituiçâo”.


Aunque este autor se limita a constatar un hecho, ello puede hacer presuponer
que la fiscalización de las omisiones deba atender, entre otros factores, a la
voluntariedad de la inacción.

III. La omisión constitucionalmente relevante no sólo se produce cuando hay


una absoluta ausencia de norma, sino también cuando la disposición es parcial,
esto es, regula insuficiente o parcialmente una materia, generando con ello, por lo
general, una quiebra del principio de igualdad. En Brasil, tanto la doctrina como
la jurisprudencia han distinguido, como es bien común en otros ordenamientos,
entre las omisiones absoluta y parcial o relativa.
El Supremo Tribunal Federal ha apreciado la existencia de una omisión parcial
cuando hay un cumplimiento imperfecto o incompleto de la norma constitucional.
Buen ejemplo de ello sería el caso abordado por la ADIn nº 1.442, en el que se
planteaba el problema de la fijación de un salario mínimo insuficiente70. También
ha identificado esta modalidad de omisión cuando hay una exclusión de beneficio
incompatible con el principio de igualdad; así, por ejemplo, en el caso de omisión del
beneficio de un incremento de remuneración a personas desempleadas, de resultas de
una ley que tan sólo contemplaba el aumento para quienes estuvieren en actividad.
La difícil diferenciación entre la violación constitucional por acción o por
omisión en aquellos casos en que se dicta una ley que establece un beneficio
aplicable tan sólo a un sector de la población, generando con ello una diferencia
arbitraria de beneficio, conduce, como ya se expuso, a una cierta relativización
del significado procesal-constitucional de los institutos de control por acción
y por omisión71, aunque en ningún caso quepa confundirlos. Por lo demás, no
creemos que el instituto procesal de la acción directa de inconstitucionalidad por
omisión sea el más apto para hacer frente a las omisiones relativas vulneradoras
del principio de igualdad.

70
El Supremo Tribunal Federal razonaba al respecto como sigue: “A insuficiência do valor corres-
pondente ao salário-mínimo, definido em importância que se revele incapaz de atender as necessidades
vitais básicas do trabalhador e dos membros de sua família, configura um claro descumprimento,
ainda que parcial, Constituiçâo da República, pois o legislador, em tal hipótese, longe de atuar como
o sujeito concretizante do postulado constitucional que garante à classe trabalhadora um piso geral
de remuneraçâo (CF, art. 7º.IV), estará realizando, de modo imperfeito, o programa social assumido
pelo Estado na ordem jurídica. A omissâo do Estado –que deixa de cumprir, em maior ou menor
extensâo, a imposiçâo ditada pelo texto constitucional– qualifica-se como comportamento revestido
da maior gravidade político-jurídica, eis que, mediante inércia, o Poder Público tambén desrespeita a
Constituiçâo, também ofende direitos que nela se fundam e também impede, por ausência de medidas
concretizadoras, a própria aplicabilidade dos postulados e princípios da Lei Fundamental”. Cit. por
Ivo DANTAS: Constituiçâo & Processo, op. cit., pp. 516-517.
71
Hay una frontera muy tenue –escribe en la misma dirección Streck– entre la inconstitucionalidad
por omisión parcial y la violación que el parcial cumplimiento de la Constitución provoca en el campo
de la violación de los principios de igualdad, de proporcionalidad y de razonabilidad. Lenio Luiz
STRECK: Jurisdiçâo Constitucional e Hermenêutica, op. cit., p. 794.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1149

Uno de los supuestos paradigmáticos de esa inaptitud del instituto que analiza-
mos en los casos de vulneración del principio de igualdad lo encontramos en Brasil
en la acción de inconstitucionalidad por omisión que presentó el “Partido dos Tra-
balhadores” contra la Medida Provisória nº 26, de mayo de 1991, que incrementaba
la remuneración de los funcionarios militares, pero no la de los civiles, violando
con ello el art. 37.X de la Constitución. Para combatir tal transgresión de la Norma
suprema el “Partido Socialista Brasileiro” formalizó a su vez una acción directa
de inconstitucionalidad por acción. En la primera de tales acciones, el Supremo
Tribunal Federal, frente a la solicitud del recurrente de que el Tribunal instara al
Presidente de la República a que dictara otra Medida Provisória o, en su caso, a que
enviara un proyecto de ley al Congreso, a fin de establecer la equiparación en la
subida salarial de unos y otros funcionarios, esgrimió que le faltaban poderes para
la extensión de la ley y que, a la vista del parágrafo 2º del art. 103, la declaración
de la inconstitucionalidad por omisión había de ceñirse a comunicar tal inconsti-
tucionalidad al órgano legislativo competente para que la supliera72, lo que, siendo
intachable desde una óptica constitucional, mostraba a las claras las insuficiencias
de este instrumento procesal frente a las omisiones relativas.
Por lo demás, no es necesario insistir mucho en que la declaración de nulidad
de la norma que establecía un trato desigual –que en el fondo era lo que perseguía
la acción directa de inconstitucionalidad presentada por el Partido Socialista–
tampoco era la técnica adecuada para hacer frente al problema. Ferreira Mendes
lo aclara con singular nitidez cuando afirma73 que “a soma de duas omissôes
nâo gera uma açâo ou afirmaçâo, mas uma <omissâo ao quadrado>”. De ahí
la conveniencia de buscar nuevas técnicas decisorias, en la línea seguida por el
Bundesverfassungsgericht o la Corte costituzionale.
En definitiva, el problema que plantean las omisiones parciales a las que se
anuda una exclusión arbitraria de beneficio no es el de dilucidar cuál es la acción
más operativa para el restablecimiento de la igualdad, si la acción directa de
inconstitucionalidad o la acción directa de inconstitucionalidad por omisión, sino
el de discernir qué técnicas decisorias son las más idóneas para hacer frente a
estos problemas, técnicas que no son las características de uno u otro instrumento
procesal, pues ni la comunicación al legislador de la inconstitucionalidad de su
inacción, sin ninguna garantía de que el poder legislativo subsane efectivamente
su omisión, ni la declaración de nulidad de la disposición que otorga el beneficio
discriminatorio, nos parecen las técnicas adecuadas, que, sin ningún género de
dudas, han de buscarse, por el contrario, en la creatividad de los órganos titulares
de la justicia constitucional, como ejemplifican los casos alemán e italiano.

72
Cfr. al respecto, Regina Maria MACEDO NERY FERRARI: Normas constitucionais programáticas
(Normatividade, Operatividade e Efetividade), Editora Revista dos Tribunais, Sâo Paulo, 2001,
pp. 245-246.
73
Gilmar FERREIRA MENDES: “O controle da omissâo inconstitucional”, op. cit., p. 157.
1150 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

6. Órgano competente y procedimiento

I. El art. 102.I a) de la Constitución, como ya se dijo, atribuye el conocimiento


de la acción directa de inconstitucionalidad, –único instrumento procesal al que
alude– con carácter exclusivo, al Supremo Tribunal Federal. Quiere ello decir que
el texto constitucional no se refiere de modo específico al órgano competente para
conocer de la acción directa de inconstitucionalidad por omisión. Bien es verdad
que esta circunstancia no ha suscitado en ningún momento problema alguno, pues
la doctrina siempre dio por sentado que el propio Supremo Tribunal Federal era
el órgano competente para conocer de esta acción, y este órgano no ha hecho sino
confirmar esa interpretación. Tradicionalmente, la misma se ha asentado en la
consideración de que el Excelso Pretório (como le llama un sector de la doctrina)
es el guardián supremo de la Constitución74. En similar dirección, Temer cree,
que se ha de entender que el enjuiciamiento de estas acciones también es de la
competencia del Supremo Tribunal, “uma vez que foi transformado, o Supremo,
em verdadeiro Tribunal Constitucional”75. Y en realidad, nunca fue cuestionada
en sede jurisdiccional esta interpretación.
Por lo demás, creemos que a todo lo precedentemente expuesto podría añadir-
se un elemento determinante: el parágrafo 2º del art. 103, que alude a la acción que
nos ocupa, se ubica dentro de una sección específicamente dedicada al Supremo
Tribunal Federal. Es pues patente, que sólo al mismo puede corresponder la
competencia para conocer de esta acción.

II. Hasta la entrada en vigor de la Ley nº 12.063, de 27 de octubre de 2009, el


procedimiento a seguir para la tramitación de la acción que nos ocupa se regía, con
las oportunas adaptaciones, por las previsiones establecidas por la Ley nº 9.868, de
1999, ya citada en diferentes oportunidades. El propio art. 12-E de la Ley objeto
de este comentario prescribe, que al procedimiento a seguir en la acción directa
de inconstitucionalidad por omisión se aplicarán, en lo que fuese pertinente, las
disposiciones de la Sección I del Capítulo II de la Ley nº 9.868, en la que se ubica
el nuevo Capítulo II-A (Da açâo direta de inconstitucionalidade por omissâo) que
incorpora la Ley nº 12.063. Las disposiciones a que reenvía el art. 12-E contemplan
tanto la admisibilidad como el procedimiento a seguir en relación a la acción
directa de inconstitucionalidad.
La petición formulada, a tenor del art. 12-B, ha de indicar necesariamente: 1)
la omisión inconstitucional total o parcial “en cuanto al cumplimiento del deber
constitucional de legislar o en cuanto a la adopción de una providencia de índole
74
Zeno VELOSO: Controle jurisdicional de constitucionalidade, op. cit., p. 253. Análogamente,
Anna Cândida DA CUNHA FERRAZ: “Protecçâo jurisdicional da omissâo inconstitucional dos poderes
locais”, en Revista Mestrado em Direito (UNIFIEO – Centro Universitário FIEO), Ano 5, nº 5, Sâo Paulo,
2005, pp. 157 y ss.; en concreto, p. 169.
75
Michel TEMER: Elementos de Direito Constitucional, 10ª ediçâo, Malheiros Editores, Sâo Paulo,
1993, p. 51.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1151

administrativa”, y 2) la petición con sus especificaciones. Toda petición inicial


inepta (absurda, impropia), no fundamentada o manifiestamente improcedente
será liminarmente rechazada (“indeferida”) por el “relator”, esto es, por el juez
ponente (art. 12-C).
Es importante recordar que el art. 12-D dispone que, una vez propuesta
la acción, no se admitirá el desistimiento de la misma. Tal determinación no
es una novedad por cuanto ya el art. 5º de la Ley nº 9.868 establecía (y sigue
prescribiendo) lo mismo en relación a la acción directa de inconstitucionalidad,
siendo esta previsión igualmente aplicable al instituto procesal que nos ocupa
con anterioridad a la entrada en vigor de la Ley nº 12.063. Conviene recordar al
respecto, que en una primera etapa de su jurisprudencia, anterior en todo caso
a la Constitución de 1988, el Supremo Tribunal Federal admitía el desistimiento
de la acción propuesta; así lo hizo, por ejemplo, mediante una resolución de 16
de abril de 1958. Sin embargo, unos años después, el alto órgano jurisdiccional
abandonó tal interpretación y, desde 1970, su propio Reglamento de régimen
interno vino a establecer la inadmisibilidad del desistimiento de la acción. De
esta forma, el art. 5º de la Ley nº 9.868 no hizo otra cosa que elevar a rango legal
lo que ya se hallaba contemplado por la citada norma reglamentaria, optando por
una solución que casa a la perfección con la propia naturaleza de los procesos
de control objetivo de normas, pues como en su ya clásico trabajo escribiera
Söhn76, “Die Zulässigkeit einer Normenkontrolle ist lediglich an ein öffentliches
kontrollbedürfnis gekoppelt” (la admisibilidad de un control normativo se debe
tan sólo a una necesidad pública de control).
El juez ponente (“relator”), de conformidad con el art. 6º de la Ley nº 9.868,
interpretado en acomodo a las peculiaridades de la acción que nos ocupa, debe
requerir la información que estime pertinente a los órganos o autoridades de los
que debía de haber emanado la ley o acto normativo omisos. La información
requerida debe ser facilitada en el plazo de treinta días contados a partir de aquél
en que reciban el requerimiento. Aunque la regla general establecida por el art. 7º
es que no se admitirá la intervención de terceros en el proceso de acción directa
de inconstitucionalidad (ni tampoco en el que ahora nos interesa), a modo de
salvedad, se prevé que el ponente, considerando la relevancia de la materia y la
representatividad de los postulantes, puede, mediante diligencia irrecurrible,
admitir la manifestación de otros órganos o entidades, siempre con respeto del
plazo de treinta días antes referido.
El parágrafo 1º del art. 12-E dispone que los demás titulares legitimados para
interponer esta acción, que enumera el art. 2º de la misma Ley, podrán siempre
manifestarse por escrito sobre el objeto de la acción, así como pedir que se adicio-
nen al proceso una serie de documentos que reputen útiles para el examen de la
materia, en el plazo marcado para aportar información, o, en su caso, presentar
una memoria.

76
Hartmut SÖHN: “Die abstrakte Normenkontrolle”, op. cit., p. 304.
1152 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

El art. 8º de la ley nº 9.868 prescribe, que una vez transcurrido el período


fijado para recabar la información precedentemente comentada, habrán de ser
oídos, sucesivamente, el Abogado General de la Unión y el Procurador General
de la República, habiendo de manifestarse cada uno de ellos dentro del plazo de
quince días. El parágrafo 2º del art. 12-E, introducido en la Ley nº 9.868 por la Ley
nº 12.063, ha venido, sin embargo, a establecer una modulación respecto de la de-
terminación del art. 8º, prevista para la acción directa de inconstitucionalidad, que
no rige pues en la acción directa de inconstitucionalidad por omisión. El parágrafo
2º prevé que el juez ponente podrá solicitar la manifestación del Abogado General
de la Unión, que deberá de tener lugar en el plazo de quince días. La diferencia
es bien visible: mientras en la acción directa de inconstitucionalidad el Abogado
General de la Unión ha de ser inexcusablemente oído, en la acción que nos ocupa
su audiencia queda a la libre potestad del juez ponente de la sentencia.
La explicación del cambio introducido es bastante comprensible. El parágrafo
tercero del art. 103 de la Constitución dispone que “cuando el Supremo Tribunal
Federal apreciare la inconstitucionalidad en abstracto (“em tese”, esto es, al mar-
gen de un caso concreto) de una norma legal o acto normativo, citará previamente
al Abogado General de la Unión, que defenderá el acto o texto impugnado. Esta
exigencia constitucional fue muy criticada por ciertos sectores de la doctrina, al
entenderse, con razón evidente, que colocaba al Abogado General de la Unión en
una posición muy delicada, al tener que defender un texto normativo aun cuando
fuere, y así lo considerare, manifiestamente inconstitucional, lo que no casaba
nada bien con el principio de supremacía constitucional. Ello llevaría a algún
autor77 a entender que tal previsión tenía que ser interpretada sistemáticamente,
habiendo de considerarse que la intervención del Abogado General de la Unión
no había de ser necesariamente en defensa del texto impugnado, por lo menos
cuando llegare a la conclusión de que éste, de manera indiscutible, vulneraba
la Constitución. No es éste un enfoque fácil de aceptar; más bien diríamos que
todo lo contrario, pues aunque, supuestamente, se apoya en una interpretación
sistemática de la Norma suprema, en realidad, se sustenta en una interpretación
contra constitutionem, en cuanto que contradice de modo flagrante lo establecido
por el mencionado parágrafo 3º del art. 103, cuyo enunciado es meridianamente
claro78.

77
Fernando Luiz XIMENES ROCHA: “Evoluçâo do controle de constitucionalidade das leis no
Brasil”, en Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional, nº 8, 2004, pp. 577 y ss.; en concreto,
p. 588.
78
Moreira Reis no duda de que sobre el Abogado General de la Unión pende la obligación de “açâo
de defesa do ato ou texto en exame”. Recuerda el propio autor, que el Supremo Tribunal Federal se
pronunció expresamente en el sentido de que no existía contradicción entre el ejercicio de la función
normal del Abogado General de la Unión, fijada en el inicio del art. 131 de la Constitución, y la defensa
de la norma o acto tachado en abstracto (“em tese”) de inconstitucional cuando actúa como “curador
especial” (tutor particular), por causa del principio de la presunción de constitucionalidad de la norma.
Palhares MOREIRA REIS: “O controle da constitucionalidade das leis na Constituiçâo de 1988”, en
Revista de Informaçâo Legislativa (Senado Federal), Ano 29, nº 115, Julho/Setembro 1992, pp. 151 y
ss.; en concreto, pp. 177-178.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1153

Al margen ya de esa interpretación polémica, y en lo que ahora interesa, la


doctrina bien pronto consideró, que en cuanto en la acción de inconstitucionalidad
por omisión justamente lo que no existe es un texto o acto normativo impugnado
que deba ser defendido, no debía entenderse preceptiva la audiencia del Abogado
General de la Unión79.
En la misma dirección que acaba de apuntarse se iba a orientar la interpreta-
ción del Supremo Tribunal Federal. En la decisión dictada en una acción directa
de inconstitucionalidad, publicada en el Diário da Justiça de 1 de septiembre de
1989, el órgano jurisdiccional argumentaba al respecto como sigue: “A audiência
de Advogado-Geral da Uniâo, prevista pelo art. 103 (parágrafo) 3º, da CF de 1988,
é necessária na açâo direta de inconstitucionalidade, em tese, de norma legal ou
texto impugnado (já existentes), para se manifestar sobre o ato ou texto impug-
nado –nâo, porém, na açâo direta de inconstitucionalidade por omissâo, prevista
no (parágrafo) 2º do mesmo dispositivo, pois nesta se pressupôe, exatamente, a
inexistência da norma legal ou ato normativo”80.
Parece claro pues, que la Ley nº 12.063 no ha hecho otra cosa en el punto
que venimos tratando que normativizar la jurisprudencia del Supremo Tribunal
Federal y también la posición de la doctrina prevalente.
En cuanto al Procurador General de la República, la situación es bien dife-
rente, por cuanto el parágrafo 1º del art. 103 de la Constitución es concluyente
cuando determina, que el Procurador General deberá ser oído previamente en
las acciones de inconstitucionalidad y en todos los procesos de competencia del
Supremo Tribunal Federal. Se entiende así que su participación en el proceso
que nos ocupa es inexcusable. Y en sintonía con ello, el parágrafo 3º del art. 12-E
determina, que al Procurador General, en aquellas acciones de las que no fuere
autor, (no podemos olvidar que el Procurador General es una de las instancias
legitimadas para presentar una acción directa de inconstitucionalidad por
omisión) se dará vista del proceso por un plazo de quince días, inmediatamente
después de transcurrido el plazo para la recepción de las informaciones que
contempla el texto legal (“prazo para informaçôes”). Debe tenerse en cuenta a
este respecto, que las funciones constitucionales del Procurador General de la
República son diferentes de las propias del Abogado General de la Unión. Mientras
éste representa a la Unión, judicial y extrajudicialmente (art. 131 CF), a aquél,
en cuanto cabeza del Ministerio Público de la Unión, le incumbe la defensa del
ordenamiento jurídico, del régimen democrático y de los intereses sociales e
individuales indisponibles (“indisponíveis”) (art. 127 CF). No cabe duda de que
estas funciones le habilitan para manifestarse favorable o contrariamente frente a

79
José Ronald CAVALCANTE SOARES JÚNIOR: “ADIN por Omissâo, o Supremo Tribunal Federal
e a Hermenêutica Constitucional”, en José Ronald Cavalcante Soares (Coordenador), Estudos de
Direito Constitucional (Homenagem a Paulo Bonavides), Editora LTR, Sâo Paulo, 2001, pp. 249 y
ss.; en concreto, p. 257. En igual se sentido se pronunciaría Zeno VELOSO: Controle Jurisdicional de
Constitucionalidade, op. cit., p. 254.
80
Apud Michel TEMER: Elementos de Direito Constitucional, op. cit., p. 52, nota 20.
1154 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

una acción de inconstitucionalidad omisiva81. Dicho de otro modo, el Procurador


General dispone de la alternativa que la Constitución no da al Abogado General, y
ello al margen ya de la taxativa previsión constitucional, que no sólo exige que el
Procurador General de la República deba ser previamente oído en las acciones de
inconstitucionalidad (por tanto, por acción o por omisión), sino que esa audiencia
preceptiva se amplía a todos los procesos de competencia del Supremo Tribunal
Federal (art. 103, parágrafo 1º CF).
Vencidos los plazos a los que hemos hecho alusión, el “relator” ha de elaborar
su “relatório”, enviando copia del mismo a todos los Ministros integrantes del
Supremo Tribunal Federal y pidiendo la fijación de un día para el enjuiciamiento
(“para julgamento”), si bien, en caso necesario para el esclarecimiento de la
materia o de algunas circunstancias de hecho o en el supuesto de insuficiencia
notoria de las informaciones existentes en los autos, puede requerir informaciones
adicionales, designar peritos o, incluso, fijar una fecha para oir, en audiencia
pública, declaraciones de personas con experiencia o autoridad en la materia (art.
9º, parágrafo 1º de la Ley nº 9.868).
El art. 12-H exige la observancia de lo dispuesto en el art. 22 (siempre de la
Ley nº 9.868) para la declaración de la inconstitucionalidad por omisión. A tenor
de esta última disposición, la decisión sobre la constitucionalidad o inconstitucio-
nalidad de la ley o acto normativo (en nuestro caso, sobre la inconstitucionalidad
de la omisión) solamente podrá ser adoptada si se hallaren presentes, al menos,
ocho de los Ministros integrantes del Tribunal, que se halla compuesto por un total
de once. Aunque en el texto que incorpora a la Ley nº 9.868 la Ley nº 12.063 no
hay, por el contrario, una alusión a la previsión del art. 23, la exigencia que éste
acoge debe entenderse plenamente válida para el proceso que estamos analizando,
por cuanto el parágrafo 2º del art. 12-H prevé que se aplicará a la decisión de la
acción directa de inconstitucionalidad por omisión, en lo que fuese pertinente,
lo dispuesto por el Capítulo IV de la misma Ley (“Da decisâo na açâo direta de
inconstitucionalidade e na açâo declaratória de constitucionalidade”), Capítulo en
el que se ubica el mencionado art. 23, disposición que requiere para que se declare
la constitucionalidad o inconstitucionalidad (la inconstitucionalidad de la omi-
sión, en la única interpretación acorde con la razón de ser de la acción analizada)
de la toma de posición en uno u otro sentido de, por lo menos, seis Ministros del
Tribunal, o lo que es igual, de la mayoría absoluta de los miembros de iure que lo
integran. No alcanzándose la mayoría necesaria y hallándose ausentes un número
tal de Ministros que pueda influir en la decisión, ésta quedará en suspenso a fin
de aguardar la comparecencia de los Ministros del Tribunal ausentes, hasta que
se alcance el número necesario para el pronunciamiento de la decisión en uno u
otro sentido.

81
En análogo sentido sentido se manifiesta Palhares MOREIRA REIS: “O controle da constitu-
cionalidade das leis...”, op. cit., p. 177.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1155

Dentro del plazo de los 10 días posteriores a la adopción de la decisión, el


Supremo Tribunal hará publicar en una sección especial del Diário da Justiça y
del Diário Oficial da Uniâo la parte dispositiva del acuerdo.

7. La controvertida cuestión de la adopción de medidas cautelares

I. Hemos de ocuparnos ahora de una de las cuestiones más debatidas en torno


al procedimiento que venimos abordando: la relativa a la posible o imposible
adopción de medidas cautelares
Ya en un momento precedente tuvimos oportunidad de hacernos eco,
marginalmente, de la inicial posición contraria del Supremo Tribunal Federal a
la posible adopción de una medida cautelar en este tipo de procedimiento. Recor-
démoslo. En la Açâo Direta de Inconstitucionalidade por Omissâo nº 1.458-7-DF82,
el Tribunal era rotundo en su descarte de las medidas cautelares (“descabimento
de medida cautelar”), recordando al respecto que: “A jurisprudência do Supremo
Tribunal Federal firmou-se no sentido de proclamar incabível a medida liminar
nos casos de açâo direta de inconstitucionalidade por omissâo”. Tal posiciona-
miento jurisprudencial incidió en que un amplio y mayoritario sector doctrinal se
manifestara contrario a tales medidas cautelares83, bien que esta cuestión nunca
llegara a ser pacífica entre la doctrina.
El rechazo de la posible adopción de medidas cautelares se sustenta en su
incompatibilidad con la naturaleza y finalidad de esta acción de fiscalización del
legislador quiescente. Como en la anteriormente mencionada acción (ADIn por
Omissâo nº 1.458-7-DF) se afirma: “Nâo assiste ao Supremo Tribunal (...) a prerro-
gativa de expedir provimentos normativos com o objetivo de suprir a inatividade do
órgâo legislativo inadimplente”, orientación perfectamente comprensible en cuanto
sintoniza con la premisa de que el Tribunal se limita a reconocer el incumplimiento
del deber constitucional de legislar, sin poder ir más allá, pues, como es obvio, la
puesta en conocimiento del órgano inactivo de la inconstitucionalidad de la omisión
se limita a trasladarle la decisión dictada en sede constitucional, quedando al entero
arbitrio del órgano legislativo dictar la legislación omisa.
En el mismo sentido de rechazo de la adopción de medidas cautelares en este
tipo de procesos, podría recordarse asimismo, entre otros varios argumentos,
la reflexión que el Supremo Tribunal Federal iba a llevar a cabo en la ADIn por
Omissâo nº 267-DF, siendo juez “relator” el Ministro Celso de Mello. “A suspen-
sâo liminar de eficácia de atos normativos, questionados em sede de controle
82
STF. ADIn por Omissâo nº 1.458-7-DF. Relator Ministro Celso de Mello. Diário da Justiça 20-
09-1996. Puede verse en Ivo DANTAS: Constituiçâo & Processo, op. cit., pp. 516-517.
83
“Nâo se tem verificado neste tipo de ADIN a concessâo de medida liminar, constataçâo
inegável, após nos debrucarmos sobre opinâo da grande maioria da doutrina, bem como da própria
jurisprudência da Corte Maior”. En tales términos se pronuncia José Ronald CAVALCANTE SOARES
JÚNIOR, en “ADIN por Omissâo, o Supremo Tribunal Federal e a Hermenêutica Constitucional”, op.
cit., p. 257.
1156 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

concentrado, nâo se revela compatível com a natureza e a finalidade da açâo


direta de inconstitucionalidade por omissâo, eis que, nesta, a única consequência
político-jurídica possível traduz-se na mera comunicaçâo formal, ao órgâo estatal
inadimplente, de que está em mora constitucional”84.
Ferreira Mendes se ha situado en una posición divergente, criticando ese
entendimiento doctrinal mayoritario, por cuanto, a su entender, no corresponde
a la naturaleza compleja de la omisión, especialmente en los casos de omisión
parcial. Si se admite –razona quien fuera presidente del Supremo Tribunal
Federal85– que uno de los posibles efectos de la declaración de inconstitucionalidad
sin pronunciamiento de nulidad, que puede ser acordada en relación a una
omisión parcial, tanto en un proceso de control abstracto de normas (hay que
entender que el autor se refiere a un proceso desencadenado por una acción
directa de inconstitucionalidad) como en una acción directa por omisión86, es la
suspensión de la aplicación de la ley inconstitucional hasta tanto se produzca la
deliberación del órgano legislativo, no parece desproporcionado –siempre a juicio
de Ferreira Mendes– pensar en la suspensión previa de la aplicación de la norma,
en sede cautelar, permitiendo que el Tribunal advierta al legislador acerca de los
riesgos relativos a la aplicación de la disposición cuestionada. En sintonía con
esa interpretación, el mencionado autor se decanta por la mutabilidad (relativa)
o el carácter intercambiable entre la acción directa de inconstitucionalidad y la
acción directa de inconstitucionalidad por omisión.
Circunscribiéndonos como es lógico a la cuestión que ahora nos ocupa, la
relativa a las medidas cautelares, hemos de decir que no podemos compartir la
interpretación que suscribe Ferreira Mendes, que a nuestro modo de ver parte de
una premisa errónea: la identificación de los efectos de las sentencias que ponen fin
a un proceso de control de la inconstitucionalidad por acción con los de aquellas
otras dictadas en un proceso de fiscalización de la inconstitucionalidad por omi-
sión, procesos que no pueden confundirse aunque a través de ellos (supuesto que
contempla el autor) se trate de combatir la supuesta inconstitucionalidad de una ley
parcial generadora de una omisión relativa. Nos parece evidente que las decisiones
dictadas a través de una y otra acción desencadenan efectos bien diferenciados. El
parágrafo segundo del art. 103 de la Constitución es inequívoco cuando determina
que, declarada la inconstitucionalidad por la ausencia de una norma, “será dada

84
STF. ADIn por Omissâo nº 267-DF. Relator Ministro Celso de Mello. Cit. por Zeno VELOSO:
Controle jurisdicional de constitucionalidade, op. cit., p. 257.
85
Cfr. al respecto, Gilmar FERREIRA MENDES: “O controle da omissâo inconstitucional”, op.
cit., pp. 167-168.
86
Recuerda el propio autor en otro lugar, que lo que él denomina la declaración de inconstitucio-
nalidad de carácter restrictivo, esto es, sin pronunciamiento de nulidad, no expresa propiamente un
novum en el Derecho constitucional brasileño. Ya en 1946 adoptó el constituyente una modalidad de
decisión en la que el Tribunal debería limitarse, en el proceso preliminar de intervención federal, a
constatar la eventual violación de los llamados “principios sensibles”. Gilmar FERREIRA MENDES,
en la obra escrita conjuntamente con Inocêncio MÁRTIRES COELHO y Paulo GONET BRANCO,
Curso de Direito Constitucional, Editora Saraiva/Instituto Brasiliense de Direito Público, Sâo Paulo,
2007, pp. 1195-1196.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1157

ciência ao Poder competente”; dicho de otro modo, se ha de poner en conocimiento


del órgano inactivo la inconstitucionalidad de su omisión. Por ello mismo, en modo
alguno creemos que quepa, en una acción directa de inconstitucionalidad por
omisión, declarar la inconstitucionalidad sin nulidad, y ello independientemente
de que se trate de fiscalizar una omisión absoluta o relativa.
La técnica decisoria de la Unvereinbarkeitserklärung, esto es, de la declaración
de mera incompatibilidad, fue acuñada por el BVerfG para, primigeniamente,
hacer frente a las exclusiones arbitrarias de beneficio (“Willkürlicher Begünsti-
gungsauschuss”), incompatibles con el principio de igualdad. Con este tipo de
decisiones constitucionales, como señalara Pestalozza87, sólo puede reconocerse
la infracción (“Hier kann nur der Verstoss festgestellt”) y no se declarará la nulidad
(“und nichts für nichtig erklärt werden”)88. Este tipo de decisión responde a una
modalidad de control que poco o nada tiene que ver con el específico instituto
procesal que ahora estamos analizando y no creemos que tenga el más mínimo
encaje en las acciones de inconstitucionalidad por omisión. Un sector de la doc-
trina alemana, del que constituiría señero ejemplo Pestalozza, la fundamentaría
en el hecho, generalmente compartido por el resto de la doctrina, –a diferencia,
por ejemplo, de la doctrina italiana– de que parecía imposible declarar la nulidad
de una omisión legislativa (“Es soll nun nicht möglich sein, das gesetzgeberische
Unterlassen für nichtig zu erklären”)89; en tales casos, la decisión no puede sino
limitarse a confirmar la inconstitucionalidad (“es bewendet bei der Feststellung
der Verfassungswidrigkeit”). En definitiva, la declaración de inconstitucionalidad
sin nulidad es una técnica decisoria que, enmarcada en el control de la inconstitu-
cionalidad por acción, presupone una salvedad frente a la regla general que anuda
el efecto de nulidad a la inconstitucionalidad. Sacada de ese contexto, la técnica
pierde su sentido. En un proceso de fiscalización de la inconstitucionalidad por
omisión, aun cuando se trate de una omisión parcial, que presupone como es obvio
la existencia de una ley o de un acto normativo, carece de toda lógica hablar de
que, apreciada la inconstitucionalidad de esa omisión parcial, el Tribunal puede
declarar la inconstitucionalidad sin el correlativo pronunciamiento de nulidad.
El Tribunal tan sólo puede, una vez apreciada la transgresión constitucional,
dar conocimiento de ella al órgano que con su inacción ha vulnerado la Norma
suprema.
La categorización de las distintas técnicas decisorias y de los posibles efectos de
tales decisiones debe hacerse con el máximo rigor. Y siendo así, en absoluto puede
confundirse una decisión en la que el Tribunal, por mandato constitucional, debe
limitarse a comunicar al órgano responsable de un acto normativo la inconstitu-

87
Christian PESTALOZZA: Verfassungsprozessrecht (Die Verfassungsgerichtsbarkeit des Bundes
und der Länder), C.H. Beck´sche Verlagsbuchhandlung, 3., völlig neubearbeitete Auflage, München,
1991, p. 340.
88
Cfr. al efecto, Francisco FERNÁNDEZ SEGADO: “El control de las omisiones legislativas por
el Bundesverfassungsgericht”, en Teoría y Realidad Constitucional, nº 22, 2º semestre 2008, pp. 95 y ss.
89
Christian PESTALOZZA: “<Noch verfassungsmässige> und <bloss verfassungswidrige>
Rechtslagen”, op. cit., p. 526.
1158 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

cionalidad en la que el mismo ha incurrido de resultas de una omisión parcial, aun


cuando, como es obvio, el acto normativo que incurre en esa parcialidad permanez-
ca en vigor, con una decisión de inconstitucionalidad sin nulidad, pensada como
alternativa frente a aquellas resoluciones constitucionales a las que se apareja el
efecto de nulidad. La propia lógica inherente a la técnica de la inconstitucionalidad
sin nulidad se vería gravemente distorsionada si entendiéramos que se puede aplicar
al supuesto que nos ocupa; si, como acaba de decirse, la inconstitucionalidad sin
nulidad presupone como posible alternativa la inconstitucionalidad con nulidad, y
tal alternativa no es en modo alguno posible en el proceso de control que analiza-
mos, carece de todo sentido postular dicha técnica decisoria en ese procedimiento.
Dicho lo que antecede, el rechazo de una medida cautelar de suspensión de
una disposición tachada de inconstitucional de resultas de la omisión parcial en
la que incurre, en un proceso de control de la inconstitucionalidad de la omisión,
nos parece que no admite mucha discusión por una sencilla razón: un Tribunal
no puede otorgar en sede de decisión cautelar más de lo que puede conceder en
sede de decisión definitiva; entenderlo de otro modo nos lleva al absurdo. Toda
medida cautelar pretende evitar un daño que, de producirse, haría perder toda
su virtualidad a la resolución final del proceso. Y si la decisión final declaratoria
de la inconstitucionalidad de un texto pongamos que legal, por su incomplitud
o parcialidad, vulneradora del principio de igualdad, en el marco del proceso
desencadenado por una acción directa de inconstitucionalidad por omisión, no
tiene otro efecto que el de comunicar al poder legislativo la inconstitucionalidad
de su omisión parcial, no pudiendo nunca decidirse la suspensión del mencionado
texto legal, ¿cómo puede admitirse la suspensión del texto legal con base en una
medida cautelar? Nos parece absolutamente inviable.

II. Sorprendentemente, lo que consideramos inviable ha sido viabilizado por


la Ley nº 12.063, que dedica la Sección II del nuevo Capítulo II-A que introduce en
la Ley nº 9.868 a “la medida cautelar en la acción directa de inconstitucionalidad
por omisión”, lo que es objeto de regulación en los arts. 12-F y 12-G.
La primera de esas disposiciones prevé que “en caso de excepcional urgencia
y relevancia de la materia”, el Tribunal, hallándose presentes en la sesión por
lo menos ocho de sus Ministros, y por decisión de la mayoría absoluta de sus
miembros, esto es, por una decisión respaldada por seis Ministros (la misma
exigida, como ya se dijo, para declarar la inconstitucionalidad), podrá conceder
una medida cautelar, tras la preceptiva audiencia de los órganos o autoridades
responsables de la omisión inconstitucional, que dispondrán para pronunciarse
de un plazo de cinco días.
¿En qué puede consistir la medida cautelar? El parágrafo 1º del propio art.
12-F responde a este interrogante. Dicha medida puede consistir en la suspensión
de la aplicación de la ley o del acto normativo cuestionado, en el caso de una
omisión parcial; también, en la suspensión de los procesos judiciales o de los
procedimientos administrativos, o aún en cualquier otra providencia que sea fijada
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1159

por el Tribunal, cláusula residual esta última que deja en manos del Supremo
Tribunal Federal un amplio margen de discrecionalidad.
Lo primero que ha de destacarse es que la adopción de medidas cautelares
parece circunscribirse al proceso de inconstitucionalidad que tiene por objeto el
control de una omisión relativa, no previéndose nada específico cuando de una
omisión absoluta se trata.
No vamos a volver a pronunciarnos sobre el dislate que, a nuestro entender,
supone suspender el texto legal o acto normativo que el Tribunal entiende incons-
titucional por incurrir en una omisión parcial, que puede intuirse que vulnera el
principio de igualdad. Y decimos que el Tribunal entiende inconstitucional esa
omisión, porque aunque en realidad no se esté pronunciando sobre el objeto de
la acción, al exigirse para adoptar la medida cautelar una decisión tomada por
la misma mayoría que se requiere para acordar la inconstitucionalidad, hay que
presuponer que la sentencia final no hará sino corroborar esa decisión de incons-
titucionalidad. Quiere todo ello decir que la decisión acerca de la medida cautelar
entraña un efecto mucho más impactante y profundo que la decisión definitiva
del proceso desencadenado por la acción de la que nos venimos ocupando. Un
verdadero absurdo y una contradicción difícilmente justificable.
En lo que hace a la medida cautelar consistente en la suspensión de procesos
judiciales o de procedimientos administrativos, lo primero que ha de observarse,
aunque el texto legal no termine de aclararlo con la nitidez suficiente, es que la
misma ha de entenderse igualmente circunscrita al caso de omisión parcial de la
ley o acto normativo. En el marco de un procedimiento como el que analizamos
tampoco vemos la razón de ser de esta suspensión. Tal medida cautelar aún
podría cobrar un cierto sentido si una decisión final del Tribunal declaratoria de
la inconstitucionalidad de la omisión parcial se tradujera en una obligación del
legislador parcialmente omisivo de completar o subsanar, de una u otra forma, la
incomplitud del texto generadora de la inconstitucionalidad. Pero ello no es así.
En el supuesto en cuestión, y tratándose de un texto legal, el parágrafo segundo
del art. 103 de la Norma suprema es bastante claro: “será dada ciência ao Poder
competente para a adoçâo das providências necessárias”. Y, claro está, ninguna
obligación jurídica presupone esa comunicación para el órgano legislativo que
con su omisión parcial ha violado la Constitución. Más aún, la praxis del instituto,
como después se verá, nos revela casos en que el poder legislativo ha sido bien
poco sensible a comunicaciones del Supremo Tribunal en el sentido de que, de
resultas de sus inacciones, absolutas o relativas, se ha producido una vulneración
de las normas constitucionales. Si nada obliga al legislativo a subsanar su omisión,
puede suceder efectivamente que no la subsane. ¿Qué sucedería en tal caso con la
suspensión de procedimientos judiciales acordada cautelarmente?
Siendo un órgano administrativo quien ha vulnerado la Constitución al dictar
un acto normativo parcial, podría tener alguna lógica mayor la previsión de esta
medida cautelar de suspensión de un procedimiento administrativo, porque la
Constitución, como después analizaremos con más calma, otorga un breve plazo
1160 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

de treinta días para que dicho órgano subsane su omisión. Pero no creemos que
con esta previsión del art. 12-F sean las omisiones parciales inconstitucionales
producidas por actos administrativos lo que más haya querido combatirse. Y en
último término, la Ley siempre podría haber circunscrito la adopción de medidas
cautelares a estos solos supuestos, lo que no ha hecho.
Podría, en fin, pensarse que con la previsión de la posible adopción de medidas
cautelares por el Supremo Tribunal Federal, lo que se consigue en último término
es dotar a este órgano de un arma con la que presionar al legislador que incurre
en una omisión parcial contraria a la Constitución. La suspensión de la aplicación
de la ley se orientaría en tal dirección. Y ciertamente, una medida cautelar de esta
naturaleza puede llegar a generar una presión irresistible frente al Congreso, y
desde este punto de vista puede coadyuvar a la mayor operatividad de la acción
directa de inconstitucionalidad por omisión en los casos de omisión parcial. Esto
nos parece evidente. Pero esta mayor operatividad del instituto, no lo olvidemos,
se consigue a costa de introducir en el proceso una muy grave contradicción. La
innovación no nos merece por todo lo dicho un juicio positivo, sino justamente lo
contrario. Y por si todo ello fuera poco, choca con una jurisprudencia del Supremo
Tribunal Federal claramente orientada en sentido opuesto al normativizado por
el legislador.
Para terminar de comentar las previsiones legales en torno a la adopción de
las reseñadas medidas cautelares, habría que aludir a algunos rasgos del procedi-
miento a seguir al efecto. Mientras, como ya se dijo, la audiencia del Procurador
General de la República es preceptiva en el proceso desencadenado por una
acción directa de inconstitucionalidad por omisión, no lo es, por el contrario, en
el procedimiento ciertamente mucho más breve que ha de seguirse en el Tribunal
para la adopción de una medida cautelar. El parágrafo 2º del art. 12-F señala que,
juzgándolo indispensable, el juez ponente (“o relator”) oirá al Procurador General
en el plazo de tres días. Dicho de otro modo, esta audiencia pasa a depender de
la decisión del ponente, deja de ser preceptiva, convirtiéndose en meramente
potestativa del “relator”. Ello no deja de ser paradójico, por cuanto la medida
cautelar puede conducir a la suspensión del texto legal que por su contenido
parcial vulnera la Norma suprema, medida más grave que el efecto que se anuda
a la decisión final de inconstitucionalidad.
En el procedimiento conducente a la decisión acerca de la petición de adopción
de una medida cautelar, debe posibilitarse que los representantes ante el Tribunal
del actor y de las autoridades u órganos responsables de la omisión inconstitucio-
nal puedan defender en una vista oral lo que estimen oportuno, acomodándose tal
vista a las formalidades establecidas en el Reglamento del Tribunal.
En fin, el art. 12-G dispone que, concedida la medida cautelar, el Supremo
Tribunal hará publicar, en la sección especial del Diário Oficial da Uniâo y también
en el Diário da Justiça da Uniâo, la parte dispositiva de la decisión en el plazo de
diez días, debiendo informar de todo ello a las autoridades u órgano responsable
de la omisión inconstitucional.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1161

8. La decisión de inconstitucionalidad y sus efectos

I. El parágrafo segundo del art. 103 de la lex superior, al que ya hemos tenido
diversas oportunidades de aludir, se limita a decir que cuando se declare la
inconstitucionalidad por omisión, “será dada ciência ao Poder competente para
a adoçâo das providências necessárias e, em se tratando de órgâo administrativo,
para fazê-lo em trinta dias”. Tal previsión ha sido mínimamente desarrollada por
el art. 12-H, siempre de la Ley nº 12.063. En esencia, las únicas previsiones legales
son las tres siguientes: 1) La inconstitucionalidad, como ya se dijo precedente-
mente, ha de ser declarada con observancia de lo dispuesto en el art. 22 de la Ley
nº 9.868, o lo que es igual, tal decisión no puede adoptarse si no se hallan presentes
en la sesión, al menos, ocho de los once Ministros integrantes del Tribunal.
2) En el supuesto de que la omisión inconstitucional sea imputable a un órgano
administrativo, el plazo para la adopción de las providencias oportunas, como no
puede ser de otro modo, por cuanto así lo dispone la Constitución, es de treinta
días; sin embargo, el parágrafo 1º del art. 12-H habilita al Tribunal para ampliar tal
plazo, al prever, subsidiariamente, que tales providencias deberán ser adoptadas
“em prazo razoável a ser estipulado excepcionalmente pelo Tribunal, tendo
em vista as circunstâncias específicas do caso e o interesse público envolvido”.
3) Determinación de que se aplicará, en lo que fuere pertinente, a la acción directa
de inconstitucionalidad por omisión, lo dispuesto en el Capítulo IV de la Ley
nº 9.868, relativo a la “decisâo na açâo direta de inconstitucionalidade e na açâo
declaratória de constitucionalidade”.
A la vista de los efectos transcritos, la doctrina se ha dividido en torno a
la naturaleza de estas sentencias entre quienes ven en ellas unas resoluciones
de naturaleza “mandamental”, esto es, que encierran un efecto de mandar, un
mandato, que no sería otro que el de dictar la ley o acto normativo omiso, y quienes
las consideran “declaratórias”, o lo que es igual, puramente declarativas, si bien
no faltan posiciones híbridas, que entienden que estas decisiones presentan, al
unísono, una naturaleza “mandamental” y una naturaleza puramente declarativa.
Para Ferreira Mendes90, la decisión dictada en la acción directa de inconstitu-
cionalidad por omisión tiene, para el legislador, carácter obligatorio. Entiende el
citado autor, que este instrumento procesal, al igual que el mandado de injunçâo,
–apreciación esta última de la que discrepamos absolutamente, pero en la que
ahora no podemos entrar 91– busca “a expediçâo de uma ordem judicial ao
legislador, configurando o chamado Anordnungsklagerecht” de que hablaba James
Goldschmidt en su Zivilprozessrecht, o lo que es igual, una açâo mandamental (en
la traducción de la expresión alemana, habría que hablar de una acción jurídica
que contiene un mandato, una orden). En definitiva, para quien fuera presidente

90
Gilmar FERREIRA MENDES: “O controle da omissâo inconstitucional”, op. cit., p. 168.
91
Cfr. al efecto, Francisco FERNÁNDEZ SEGADO: La Justicia Constitucional: una visión de
Derecho Comparado, op. cit., tomo I, pp. 1073 y ss.
1162 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

del Supremo Tribunal Federal92, la decisión de este mismo órgano a cuyo través
aprecia una omisión inconstitucional genera la obligación del legislador de llevar a
cabo las medidas necesarias para la supresión del estado de inconstitucionalidad.
No faltan sectores de la doctrina que, por el contrario, ven en estas decisiones
judiciales del Supremo Tribunal una naturaleza meramente declarativa (“decla-
ratória”). Bien es verdad que quienes así las califican suelen establecer algún
matiz respecto de las decisiones que tienen como destinatario a un órgano admi-
nistrativo, pues en tal caso tienden a considerar que la decisión, adicionalmente,
tiene una naturaleza “mandamental”. Así, para Carrazza93, la decisión tiene una
eficacia básicamente declarativa, tras lo que apostilla, que establece el matiz de
“básicamente” porque “ela também possui, em relaçâo ao Executivo, eficácia man-
damental média, pois o concita a praticar o ato, sob pena de responsabilidade”; a
su vez, en referencia al Legislativo, habla de una “eficácia mandamental mínima”.
No muy diferente es la posición de Modesto94, para quien “o provimento tem
sentido predominantemente declaratório ou verificativo”, si bien en las hipótesis
en que se dirige a los órganos administrativos, la decisión “assume verdadeiro
caráter de <ordem judicial>”95.
En fin, para Afonso da Silva96, con cuya posición nos sentimos identificados,
la sentencia que reconoce la inconstitucionalidad por omisión es declarativa en
cuanto a ese reconocimiento, pero no es meramente declarativa, porque de ella
dimana un efecto ulterior de naturaleza “mandamental” en el sentido de exigir
al poder competente la adopción de las providencias necesarias para suplir la
omisión, acentuándose esa naturaleza de orden o mandato en relación a los
órganos administrativos97.
Quizá convenga añadir, que en su importante decisión de 9 de mayo de
2007, a la que nos referiremos más adelante, el Supremo Tribunal Federal se ha
decantado de modo inequívoco por la naturaleza “mandamental” de la resolución,
considerándola verdadero mandato dirigido al legislador.

92
La misma posición es sustentada por Gilmar FERREIRA MENDES, en Direitos fundamentais
e controle de constitucionalidade, op. cit., p. 402.
93
Roque Antonio CARRAZZA: “Açâo direta de inconstitucionalidade por omissâo”, op. cit., p. 57.
94
Paulo MODESTO: “Inconstitucionalidade por omissâo: categoria jurídica e açâo constitucional
específica”, op. cit., p. 124.
95
Análogamente, Oliveira Pachú entiende que las decisiones dictadas respecto de un órgano
legislativo tienen carácter declarativo, mientras que las que tengan como destinatarios los órganos
administrativos tienen un carácter “mandamental”. Claudio OLIVEIRA PACHÚ: “Aspectos gerais dos
efeitos da declaraçâo de (in)constitucionalidade das leis no controle abstrato de normas”, en Revista
de Direito Constitucional e Internacional, Ano 15, nº 59, Abril/Junho 2007, pp. 56 y ss.; en concreto,
p. 66.
96
José AFONSO DA SILVA: “O controle de constitucionalidade das leis no Brasil”, en Domingo
García Belaunde y Francisco Fernández Segado (Coordinadores), La Jurisdicción Constitucional en
Iberoamérica, Dykinson (y otras editoriales), Madrid, 1997, pp. 387 y ss.; en concreto, p. 404.
97
Haciendo suya la posición de Afonso da Silva, Zeno VELOSO, en Controle jurisdicional de
constitucionalidade, op. cit., pp. 254-255.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1163

II. El análisis de los efectos de las decisiones en las que el Supremo Tribunal
aprecia la inconstitucionalidad de una omisión exige diferenciar entre que la
inconstitucionalidad se aprecie respecto del poder legislativo o de un órgano
administrativo. Por lo mismo, los analizaremos separadamente.

A) Cuando es el legislativo quien ha incurrido en la omisión, el Supremo


Tribunal ha de darle “ciência”, o lo que es igual, ha de poner en su conocimiento
que su inacción ha vulnerado la Norma suprema, siendo considerada como in-
constitucional. Una interpretación creemos que excesivamente literal del precepto
constitucional ha conducido a algunos autores a minimizar hasta el extremo el
efecto de la decisión, que para unos se limitará a “certificar” la existencia de una
omisión que el actor pretendía combatir98, mientras que para otros no pasará
de ser un mero consejo99 o un simple aviso al legislador de que se encuentra
retrasado100.
Otros sectores de la doctrina, yendo más allá, y con una visión crítica, han
puesto el acento en la virtual ineficacia de la decisión101, en su timidez102 o en la
imprecisión de sus efectos103. Y también los hay que, excediendo de modo flagrante
los límites constitucionales, defienden que el Supremo Tribunal Federal pueda
asumir, siquiera sea temporalmente, una auténtica función legislativa. Así, Torre-
cillas Ramos, aun asumiendo que la adopción de medidas supletorias por parte
del Judiciário sería una intromisión en la función de otros poderes, considera que,
como solución provisional, “até o atendimento pelo órgâo competente”, sería acep-
table aun admitiendo que ello entrañaría una invasión temporal en los poderes de
otro104. De modo aún más radical, Cavalcante estima, que aunque haya sido infeliz
la redacción del parágrafo tercero del art. 103 de la Constitución, no por ello debe
prevalecer “a interpretaçâo restrita”, tras lo que escribe: “entende-se oportuna,

98
André RAMOS TAVARES: Curso de Direito Constitucional, op. cit., p. 297.
99
Ivo DANTAS: Constituiçâo & Processo, op. cit., p. 512.
100
André Vicente PIRES ROSA: Las omisiones legislativas y su control constitucional, Editora
Renovar, Rio de Janeiro, 2006, p. 295.
101
El alcance del instituto –escribe Rodrigues Machado– se limita al simple reconocimiento
por el Supremo Tribunal Federal de la obligación jurídica preexistente, siendo, desde ese aspecto,
virtualmente ineficaz. Marcia RODRIGUES MACHADO: “Inconstitucionalidade por omissâo”, en
Revista da Procuradoria Geral do Estado de Sâo Paulo, nº 30, Dezembro 1988, pp. 41 y ss.; en concreto,
p. 57.
102
Para Oliveira Pachú, la solución adoptada por la Constitución brasileña es tímida, bien que, a
renglón seguido, admita que tal vez el constituyente haya pretendido con ello respetar el principio de
división de poderes y la libertad de conformación del legislador. Claudia OLIVEIRA PACHÚ: “Aspectos
gerais dos efeitos da declaraçâo...”, op. cit., p. 66.
103
La declaración de inconstitucionalidad por omisión –escribe Ximenes Rocha– no produce efectos
jurídicos precisos, como ocurre con la decisión dictada con ocasión de un proceso de inconstitucio-
nalidad por acción. Fernando Luiz XIMENES ROCHA: “Evoluçâo do controle de constitucionalidade
das leis no Brasil”, en Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional, nº 8, 2004, pp. 577 y ss.; en
concreto, p. 586.
104
Dircêo TORRECILLAS RAMOS: “Inconstitucionalidade por omissâo e o mandado de injunçâo”,
en Jorge Miranda (Organizaçâo), Perspectivas Constitucionais Nos 20 Anos da Constituiçâo de 1976,
Volume II, Coimbra Editora, Coimbra, 1997, pp. 1015 y ss.; en concreto, p. 1021.
1164 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

justa, constitucional, razoável e jurídica, a possibilidade de o Supremo Tribunal


adotar a medida reclamada, através da decisâo que declarou a omissâo”105.
Como puede apreciarse, la disparidad de opiniones, la confusión en que
incurren algunas de ellas, e incluso el arbitrismo en la interpretación de algunas
otras, son algunos de los rasgos que se pueden entresacar de los referidos
posicionamientos doctrinales. Llegados aquí, se imponen algunas reflexiones por
nuestra parte.

B) Puede perfectamente admitirse que haya autores que hablen de la timidez


del constituyente, pero, a nuestro modo de ver, no es que haya sido tímido, sino
que, lisa y llanamente, no disponía de otras fórmulas u opciones al alcance de su
mano sin constreñir gravemente principios básicos del Estado democrático de
Derecho, como es una de sus claves de bóveda: el principio de división de poderes.
Afonso da Silva, que en su “Curso” se ha referido a esa timidez106, lo ha dejado
meridiamente claro cuando ha escrito en otro lugar107: “Nâo é possível constranger
o legislador a cumprir prazos. Se o comando impositivo nâo for cumprido a
omissâo do legislador poderá constituir um comportamento inconstitucional, mas
este é insindicável e incontrolável jurídica e jurisdicionalmente”. Puede asimismo
admitirse, como hace Barbosa Moreira108, que para la omisión del legislador
no se encuentra en el mecanismo constitucional un remedio verdaderamente
eficaz, pero como el propio procesalista precisa, el Supremo Tribunal Federal no
está autorizado a suplir, él mismo, la falta de la norma necesaria para conferir
efectividad a la disposición de la Constitución, ni para aplicar sanciones al órgano
legislativo. Ni está autorizado, ni, añadiríamos por nuestra cuenta, debe estarlo.
Desde luego, no cabe duda de que uno de los problemas dogmáticos que
suscita la declaración de la inconstitucionalidad de una omisión legislativa atañe a
sus efectos, y en ello existe amplia convergencia doctrinal. Como al efecto escribe
Ribes, “la difficulté réside pour le juge constitutionnel dans l´établissement d´un
remède approprié à cette pathologie particulière de la loi”109.
Desde una perspectiva general, y admitida la capacidad de las sentencias
constitucionales de innovar el orden legislativo preexistente, lo que es propio de la
función legislativa, ha de señalarse que aun reconociendo los peculiares efectos de
las sentencias constitucionales, en modo alguno puede confundirse la naturaleza

105
José Ronald CAVALCANTE SOARES JÚNIOR: “ADIN por Omissâo, o Supremo Tribunal...”,
op. cit., p. 258.
106
José AFONSO DA SILVA: Curso de Direito Constitucional Positivo, op. cit., p. 49.
107
José AFONSO DA SILVA: Aplicabilidade das normas constitucionais, 3ª ed., Editora Revista dos
Tribunais, Sâo Paulo, 1985, p. 118.
108
José Carlos BARBOSA MOREIRA: “El control judicial de la constitucionalidad de las leyes en
el Derecho brasileño: un bosquejo”, op. cit., p. 2001.
109
Didier RIBES: “Le juge constitutionnel peut-il se faire législateur?” (À propos de la décision de la
Cour constitutionnelle d´Afrique du Sud du 2 décembre 1999), en Les Cahiers du Conseil constitutionnel,
nº 9, Mars 2000/Septembre 2000, p. 2 del texto al que se accede a través de la página web del Conseil
constitutionnel: http://www.conseil-constitutionnel.fr/cahiers.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1165

jurisdiccional de las decisiones de un Tribunal Constitucional con el ejercicio de


la función legislativa. Es cierto, y así lo reconoce pacíficamente la doctrina, que
en su interpretación de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico en
conformidad con la misma, el juez constitucional desarrolla una actividad que
no se agota en la mera repetición de los mandatos jurídicos, sino que comporta
también opciones según criterios de oportunidad política110. Ahora bien, el juez
constitucional en modo alguno puede pretender suplantar al legislador en ningún
caso, ni tan siquiera con ocasión del control de las omisiones legislativas, ni
aunque fuere con carácter temporal o transitorio111. Y aunque debe admitirse
ciertamente, que en el ámbito de la fiscalización en sede constitucional de las
omisiones legislativas se favorece la tendencia expansiva del juez constitucional
frente al legislador, no puede perderse de vista que uno de los grandes peligros
que, como recordaba Zweigert112, amenazan a un Tribunal Constitucional es el
de un cambio de su naturaleza a través de la usurpación de tareas evidentes del
legislador (“eine Usurpation von evidenten Aufgaben des Gesetzgebers”).
Principios constitucionales de la máxima trascendencia, como el ya antes
aludido de la división de poderes, el de la legitimidad democrática del legislador y
el del pluralismo, constituyen barreras infranqueables que impiden la conversión
del juez constitucional en legislador en ningún momento ni circunstancia, y desde
luego, tampoco con ocasión del control de las omisiones legislativas. Piénsese,
por ejemplo, en que el respeto de la libertad configuradora del legislador adquiere
una particularísima relevancia cuando la norma constitucional ofrece múltiples
posibilidades de desarrollo. Como dice Silvestri, hoy Giudice costituzionale,
en referencia a la Corte costituzionale, aun cuando su reflexión tenga un valor
muchísimo más amplio, “la Corte non può e non deve prendere partito quando da
una stessa norma costituzionale discendeno possibilità diverse di attuazione”113.
Puede añadirse a todo ello, que lo más grave de la conversión del juez
constitucional en legislador no es ya el hecho de que un poder del Estado asuma
la función reservada a otro, sino que se asuma la función legislativa sin quedar
sujeto a responsabilidad alguna, pues es patente que el poder legislativo, al
inclinarse en su diseño normativo por una de las varias opciones de desarrollo

110
Federico SORRENTINO: “Strumenti tecnici e indirizzi politici nella giurisprudenza della Corte
costituzionale”, en Scritti su la Giustizia Costituzionale. In onore di Vezio Crisafulli, CEDAM, Padova,
1985, tomo I, pp. 795 y ss.; en concreto, p. 795.
111
Como con evidente razón escribe von Brünneck, “the constitutional review process may not
actually sit in place of the legislature. It must pay regard to the freedom of discretion with which
the constitution has provided the legislature”. Alexander von BRÜNNECK: “Constitutional Review
and Legislation in Western Democracies”, en Christine Landfried (Ed.), Constitutional Review and
Legislation. An International Comparison, Nomos Verlagsgesellschaft, Baden-Baden, 1988, pp. 219 y
ss.; en concreto, p. 256.
112
Konrad ZWEIGERT: “Einige rechtsvergleichende und kritische Bemerkungen zur Verfas-
sungsgerichtsbarkeit”, en Bundesverfassungsgericht und Grundgesetz (Festgabe aus Anlass des 25
jährigen Bestehens des Bundesverfassungsgerichts), herausgegeben von Christian Starck, Erster
Band, J.C.B. Mohr (Paul Siebeck), Tübingen, 1976, pp. 63 y ss.; en concreto, p. 74.
113
Gaetano SILVESTRI: “Le sentenze normative della Corte costituzionale”, en Giurisprudenza
Costituzionale, Anno XXVI, fasc. 8/10, 1981, pp. 1684 y ss.; en concreto, p. 1719.
1166 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

que la Constitución, norma abierta y plural por excelencia, le permite, ejerce una
opción política para la que se encuentra específicamente legitimado y a la que, se
quiera o no, se anuda una responsabilidad que el cuerpo electoral puede sancionar
en el momento en que acuda a las urnas. Quien es guardián de la Constitución no
puede convertirse en legislador
Las reflexiones que preceden nos parecen bastante obvias, pero, como se ha
expuesto, no faltan autores que sustentan tesis contrapuestas. Más aún, el Derecho
comparado, particularmente en América Latina, nos muestra la proliferación
de normas constitucionales que, al hilo del control de las omisiones legislativas,
están convirtiendo al juez constitucional en legislador. Los entidades federativas
mexicanas de Veracruz, Chiapas y Querétaro constituyen un ejemplo de ello, al
que se habría de adicionar la reciente Constitución ecuatoriana. Parece haber
prendido una chispa que se extiende peligrosamente. Si los órganos que ejercen
el control de la constitucionalidad de las leyes deben tener siempre bien presente
en su actuación el principio del self restraint, ello debe acentuarse notablemente
cuando del control de las omisiones legislativas se trata.
Proyectando ahora nuestras reflexiones a la acción que estamos analizando,
hemos de decir que el hecho de que el Supremo Tribunal Federal no pueda suplir
al legislador inactivo , ni debiera siquiera estar al alcance de su mano constreñirlo
con la fijación de un plazo para dictar la ley omisa, aunque sobre ello volveremos
más adelante, no debe de traducirse, pues ello supondría una inadmisible visión
hiperformalista, en la idea de que la decisión que declara la inconstitucionalidad
de la omisión agota todo su valor en la mera comunicación formal al legislador
quiescente. Téngase en cuenta que tal decisión explicita públicamente que el
legislador, con su omisión, ha transgredido la Constitución. La sujeción a la Norma
suprema de todos los poderes públicos, también del legislador, y la constatación
formal por quien está legitimado para hacerlo, de que con su inacción el legislador
se ha desvinculado de lo que la Constitución le exige, no puede dejar de ejercer un
cierto efecto sobre el poder legislativo inactivo, del que cabe exigir una inequívoca
actitud de lealtad constitucional. De ahí que Ferreira Mendes haya señalado114,
que el deber de los poderes constitucionales de proceder a la inmediata elimi-
nación del “estado de inconstitucionalidad” es una de las consecuencias menos
controvertidas de una decisión de este tipo. El principio del Estado de Derecho y la
cláusula que asegura la inmediata aplicación de los derechos fundamentales –pues
no es infrecuente, sino más bien todo lo contrario, que las omisiones afecten al
desarrollo de derechos constitucionales– imponen al legislador el deber de obrar
para viabilizar la plena eficacia de tales derechos, requieren, en definitiva, de su
actuación a fin de eliminar lo antes posible el “estado de inconstitucionalidad”.
Ciertamente, si el legislador mantiene su inacción, no cabrá más reacción
jurídica que la reiteración de la inconstitucionalidad si el Supremo Tribunal,
que obviamente no puede actuar de oficio, es instado nuevamente a ello a través
de la pertinente acción, pero no cabe ignorar, ni puede menospreciarse este

114
Gilmar FERREIRA MENDES: “O controle da omissâo inconstitucional”, op. cit., pp. 170-171.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1167

dato, que una situación de ese género puede tener un alto coste político para los
responsables últimos de la inacción.

C) Creemos de interés recordar, que en un proceso de reforma constitucional


finalmente fallido, se intentó modificar el texto del parágrafo 2º del art. 103 de la
Constitución, con la finalidad última de otorgar mayor efectividad a las decisiones
dictadas en los procesos de control de las omisiones. De acuerdo con la nueva
redacción dada en un primer momento a la mencionada disposición:

“Declarada a inconstitucionalidade por omissâo de medida para tornar


efetiva norma constitucional, será determinado ao poder competente
que adote as medidas reclamadas dentro do prazo fixado na decisâo, que
poderá ser de até um ano, suscetível de prorrogaçâo por igual período, a
requerimento do órgâo responsável pela ediçâo do ato ou pela expediçâo
da providência requerida, desde que demonstrada que a imediata execuçâo
poderá ter grave repercussâo orçamentária ou financeira ou ensejar séria
desorganizaçâo administrativa. Quando se tratae de ato legislativo, o Chefe
do Poder Executivo e as Messas das Casas Legislativas tomarâo a iniciativa
dentro do prazo fixado na decisâo, devendo o projeto ser apreciado em
regime de urgência”115.

Una previsión como la transcrita no puede sino suscitar una apreciación


seriamente crítica, no tanto, aunque también, porque habilite al Tribunal para
fijar en su decisión unos determinados plazos para que el legislador omiso dicte
el texto legal; pensemos al respecto que también lo ha hecho en ocasiones el
BVerfG, aunque no creemos que los supuestos sean equiparables, sino porque
consideramos por entero inaceptable que una decisión de naturaleza política como
es la iniciativa legislativa se puede ver casi forzada en el supuesto en cuestión,
al margen ya de lo discutibilísimo de la determinación relativa a la inexcusable
tramitación por el procedimiento de urgencia del texto legislativo. Es bastante
probable que estos aspectos criticables pesaran en la decisión final de aparcar la
mencionada reforma constitucional.

D) Notable interés tiene, como es fácilmente comprensible, aludir a cuál ha


sido la postura del Supremo Tribunal Federal en este tipo de procedimientos de
control de las omisiones.
Como no podía ser de otro modo, el Supremo Tribunal desechó ir un paso más
allá en este tipo de decisiones de lo estipulado por la Constitución. En la ADIn
por Omissâo nº 1.458-DF, de 1996, el Tribunal argumentaba que: “nâo assiste
ao Supremo Tribunal Federal, em face dos próprios limites fixados pela Carta
Política em tema de inconstitucionalidade por omissâo (CF, art. 103, parágrafo

115
Apud Zeno VELOSO: Controle jurisdicional de constitucionalidade, op. cit., pp. 255-256.
1168 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

2º), a prerrogativa de expedir provimentos normativos com o objetivo de suprir a


inatividade do órgâo legislativo inadimplente”116.
Al margen de ello, la jurisprudencia tradicional del Supremo Tribunal se
decantó en un primer momento en el sentido de que no le cabe a éste fijar un plazo
al Poder legislativo para que, dentro del mismo, proceda a elaborar y aprobar la
ley cuya omisión ha venido a quebrantar la Norma suprema. Esta doctrina era
perfectamente lógica por cuanto el silencio constitucional en torno a la fijación
de ese plazo no debía entenderse que se tradujera en una posible interpretación
proclive a la fijación por el Tribunal de dicho margen temporal. El diferente
régimen jurídico establecido en la tantas veces citada cláusula constitucional
en función de que la omisión proviniese del Poder legislativo o de un órgano
administrativo era clarividente, pues no sólo mostraba que la no determinación
de un plazo no era un olvido del constituyente, sino que revelaba bien a las claras
el deseo de aquél de no constreñir al legislador mediante la fijación de un plazo
dentro del cual hubiera de aprobar la ley omisa.
Sorprendentemente, el Tribunal ha cambiado hace poco tiempo su registro
jurisprudencial en relación a esta cuestión. En su decisión de 9 de mayo de 2007,
pronunciándose sobre la ADIn por Omissâo nº 3.682-MT, declaraba la inconstitu-
cionalidad de la omisión de la ley contemplada por el parágrafo 4º del art. 18 de la
Constitución (una ley federal complementaria que, entre otros contenidos, debe
fijar el período dentro del cual, mediante ley estatal, podrá establecerse la creación,
incorporación, fusión o desmembramiento de municipios). El Tribunal aludía
a la existencia de un “dever constitucional de legislar do Congresso Nacional”,
imponiendo a éste un plazo de 18 meses para el cumplimiento de su obligación
de elaborar la ley complementaria omisa. Más aún, el Tribunal, como recuerda
la doctrina117, iba a dejar claro a través de su pronunciamiento (adoptado por
unanimidad en lo que hace a la constatación de la mora inconstitucional del
legislador, pero sólo por mayoría en lo que se refería a la fijación de un plazo al
legislador), que su decisión constatando la inconstitucionalidad de la omisión
e instando al legislador a que emprendiera las medidas necesarias para colmar
la laguna inconstitucional constituía una “sentença de caráter nitidamente
mandamental”, que imponía al legislador moroso el deber, “dentro de un plazo
razonable”, de proceder a la eliminación del “estado de inconstitucionalidad”118.

116
ADIn por Omissâo nº 1.458-DF. Relator Ministro Celso de Mello. Diário da Justiça de 20-09-1996.
En esta decisión, el Ministro “relator” argumentaba, adicionalmente, lo que sigue: “(a) procedência
da açâo direta de inconstitucionalidade por omissâo, importando em reconhecimento judicial do
estado de inércia do poder Público, confere ao Supremo Tribunal Federal, unicamente, o poder de
cientificar o legislador inadimplente, para que este adote as medidas necessárias à concretizaçâo
do texto constitucional”. Apud Dirley DA CUNHA JÚNIOR: Controle Judicial das Omissôes do Poder
Público, op. cit., p. 572, nota 1156.
117
Dirley DA CUNHA JÚNIOR: Controle Judicial das Omissôes..., op. cit., p. 573.
118
ADIn por Omissâo nº 3.682-MT, de 9-05-2007. Relator Ministro Gilmar Ferreira Mendes. El
Supremo Tribunal Federal, por unanimidad, juzgó procedente la acción de inconstitucionalidad por
omisión interpuesta por la Asamblea Legislativa del Estado de Mato Grosso, reconociendo la mora
inconstitucional del Congreso Nacional, al omitir la elaboración de la ley complementaria federal a que
se refiere el art. 18, parágrafo 4º de la CF, en la redacción dada al mismo por la Enmienda Constitucional
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1169

Podemos estar por entero de acuerdo en que con la opción en favor de


establecer un plazo al legislador, el Tribunal refuerza notablemente su decisión,
pero ya hemos señalado que con ello, a nuestro entender, excede claramente de
lo que le permite la Constitución.
La Ley nº 12.063, objeto de este comentario, y posterior a la sentencia que
acabamos de citar, en su art. 12-H, al que ya hemos aludido, como no podía
ser de otro modo a la vista de las previsiones constitucionales, guarda silencio
sepulcral en torno a la posibilidad de que el Tribunal esté habilitado para imponer
un plazo al legislador. Como ya se vio, la disposición insiste en que, declarada la
inconstitucionalidad, “será dada ciência ao Poder competente para a adoçâo das
providências necessárias”.
Por lo demás, innecesario es decir que al incumplimiento por el legislador
moroso del plazo que le ha sido fijado en sede judicial constitucional, no se va a
anudar ninguna consecuencia jurídica.

III. La omisión proveniente de un órgano administrativo queda sujeta a un


régimen jurídico bastante diferente. La divergencia es notable, pues, constitucio-
nalmente, se manifiesta en la previsión de un plazo de 30 días dentro del cual el
órgano administrativo moroso debe de adoptar la providencia necesaria, o lo que
es igual, ha de dictar el acto normativo. Ello significa que el órgano administrativo
viene constitucionalmente obligado a dar cumplimiento a la decisión dictada
en sede judicial constitucional a través de la elaboración y posterior aprobación
de un acto normativo. La brevedad del plazo que se le concede es manifiesta,
circunstancia que ha conducido a que dicho término sea considerado como algo
ilusorio. En cualquier caso, de lo que no cabe duda es de que nos hallamos ante
un plazo tan exiguo que, como mínimo, ha de ser tildado de poco realista.
No creemos que sea ajena a esa falta de realismo la determinación del
parágrafo 1º del art. 12-H de la Ley nº. 12.063, que aunque, como regla general,
reitera la previsión constitucional de que, en el supuesto de omisión imputable a
un órgano administrativo, éste habrá de adoptar las providencias necesarias en el
plazo de 30 días, establece con carácter excepcional una salvedad, al habilitar al
Tribunal para que pueda fijar un plazo razonable “tendo em vista as circunstâncias
específicas do caso e o interesse público envolvido”. De esta forma, el texto legal

nº 15/1996, y, por mayoría, le fijó el plazo de 18 meses para que subsanara la omisión. El Tribunal
reconoció que no se podía hablar de una total inercia legislativa, por cuanto varios proyectos de ley
sobre la materia habían sido presentados y discutidos en el Congreso. Ello no obstante, entendió que
la inertia deliberandi (en la discusión y votación) también podía configurar una omisión que pudiera
llegar a ser considerada morosa, en el caso de que los órganos legislativos no deliberaran dentro de
un plazo razonable sobre el proyecto de ley en tramitación. Adujo, en fin, el Tribunal que, en el caso
en cuestión, no obstante la diversidad de proyectos de ley presentados, se configuraba una omisión
inconstitucional en cuanto a la efectiva deliberación de la ley complementaria, sobre todo teniendo
en cuenta el gran número de municipios creados tras la Enmienda Constitucional nº 15/1996, con
base en los requisitos establecidos en las antiguas legislaciones estatales, algunas de las cuales habían
sido declaradas inconstitucionales por el propio Supremo Tribunal Federal.
1170 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

posibilita una excepción respecto de la regla constitucional, estableciendo un plazo


más amplio, que el texto legal no precisa. Tal previsión nos parece razonable, pero
no deja de suscitar serias dudas acerca de su conformidad con la Constitución,
que es rotunda y taxativa al efecto, al fijar el plazo inmutable de 30 días. Quizá
la fórmula jurídica más correcta habría pasado por modificar previamente la
disposición constitucional.
En el supuesto de que, transcurrido el perentorio plazo de 30 días o, en su caso,
aquel otro que fije el Supremo Tribunal Federal, el órgano administrativo no pro-
ceda a subsanar su mora inconstitucional, aun cuando tanto la Constitución como
la Ley nº 12.063 guarden silencio al respecto, la doctrina converge de modo muy
generalizado, quizá con pequeños matices diferenciales, en que se producirá una
desobediencia a la orden o mandato judicial que acarreará la responsabilidad del
agente público119. Algunos autores llegan a precisar esa responsabilidad. Tal es el
caso de Dantas, quien alude a la comisión de un delito de desobediencia tipificado
por el art. 330 del Código Penal120. A su vez, para Torrecillas, la responsabilidad
sería la dimanante del art. 85.VII de la Constitución, que incluye entre los “crimes
de responsabilidade” los actos del Presidente de la República que atenten contra
la Constitución y, de modo especial, contra el cumplimiento de las leyes y de las
decisiones judiciales121. En fin, Pires cree que en el supuesto en cuestión se admite
el procesamiento del titular del órgano administrativo por la comisión de un delito
contra la administración de justicia122. No falta quien, yendo más allá, propone
como alternativa, a todas luces bastante disparatada, la destitución provisional
del sujeto responsable de la mora, con el subsiguiente nombramiento de otro a
fin de implementar la voluntad constitucional123.
Sea cual fuere la responsabilidad en que pueda incurrir el órgano adminis-
trativo moroso que incumpla el mandato del Tribunal, la diferencia de régimen
jurídico respecto de la análoga situación generada por el legislador es patente. La
mera fijación de un plazo para la dación de la norma omisa y el hecho de que se
anude al incumplimiento del mandato judicial una determinada responsabilidad
son “per se” datos lo suficientemente significativos.

119
José Carlos BARBOSA MOREIRA: “El control judicial de la constitucionalidad de las leyes...”,
op. cit., p. 2001. En análogo sentido, Roque Antonio CARRAZZA: “Açâo direta de inconstitucionalidade
por omissâo...”, op. cit., p. 56.
120
Ivo DANTAS: Mandado de injunçâo (Guia teórico e prático), 2ª ed., Aide Editora, Rio de Janeiro,
1994, p. 65.
121
Dircêo TORRECILLAS RAMOS: “Inconstitucionalidade por omissâo e o mandado de injunçâo”,
en Jorge Miranda (Organizaçâo), Perspectivas Constitucionais. Nos 20 anos da Constituiçâo de 1976,
Coimbra Editora, Coimbra, 1997, Volume II, pp. 1015 y ss.; en concreto, p. 1021.
122
André Vicente PIRES ROSA: Las Omisiones Legislativas..., op. cit., p. 303.
123
En tal sentido se manifiesta Walter Claudius ROTHENBURG, en Inconstitucionalidade por
Omissâo e Troca de Sujeito: A Perda de Competência como Sançâo à Inconstitucionalidade por Omissâo,
Editora Revista dos Tribunais, Sâo Paulo, 2005. Cit. por André RAMOS TAVARES: Curso de Direito
Constitucional, op. cit., p. 297.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1171

IV. Algunas otras cuestiones de interés se han suscitado en relación a los


efectos de las decisiones de inconstitucionalidad en los procesos de fiscalización
de la inconstitucionalidad por omisión.

A) Una primera cuestión ha sido la de si la previsión del art. 27 de la Ley nº


9.868124, que, en sintonía con normas análogas de Derecho comparado, acoge lo
que la doctrina ha denominado la declaración de inconstitucionalidad de carácter
limitativo o restrictivo125, podría tener algún tipo de operatividad en los procesos
de control de la inconstitucionalidad de una omisión, pues tal precepto se ubica
en un Capítulo dedicado a la decisión dictada con ocasión de una acción directa
de inconstitucionalidad (también en aquella otra pronunciada en una acción de-
claratoria de constitucionalidad), aunque, como ya se ha dicho, el parágrafo 2º del
art. 12-H, introducido por la Ley nº 12.063, dispone que, en lo que fuese oportuno,
se aplicará a la decisión dictada en la acción directa de inconstitucionalidad por
omisión lo establecido por los artículos de ese mismo Capítulo.
El precepto en cuestión se halla directamente inspirado en el art. 282.4
de la Constitución portuguesa y, como antes se dijo, sigue la pauta común del
Derecho comparado de otorgar a los órganos llamados a ejercer el control de
constitucionalidad un cierto margen de flexibilidad a la hora de precisar los
efectos de sus decisiones de inconstitucionalidad. Sin embargo, parece bastante
evidente que el citado art. 27 se refiere a las decisiones dictadas al hilo de una
acción directa de inconstitucionalidad, esto es, a la fiscalización de la inconstitu-
cionalidad por acción, y es por lo mismo por lo que el propio precepto alude a la
inconstitucionalidad de ley o acto normativo, esto es, de un texto existente. Pero
más allá de ello, parece bastante claro que no existe margen de modulación de
los efectos de una decisión que aprecie la inconstitucionalidad de una mora del
legislador o de un órgano administrativo. En este supuesto, los efectos son muy
limitados: comunicar la inconstitucionalidad al órgano moroso e instarle a dictar
lo más rápidamente posible la norma omisa, fijando un plazo para ello si quien
ha incurrido en mora es un órgano administrativo. La propia determinación del
parágrafo 1º del art. 12-H, ya comentada, al prever de modo explícito, de modo
dudosamente constitucional, la posible ampliación del plazo de 30 días, parece
significar que tal excepcional prolongación de ese plazo no podría ampararse en el
art. 27, pues si hubiera podido sustentarse en el mismo, no habría sido necesario
preverla de modo específico.
En definitiva, no vemos cómo podría operar el art. 27 en los procesos de
control de las omisiones inconstitucionales.
124
A tenor del art. 27: “Ao declarar a inconstitucionalidade de lei ou ato normativo, e tendo em
vista razôes de segurança jurídica ou de excepcional interesse social, poderá o Supremo Tribunal
Federal, por maioria de 2/3 (dois terços) de seus membros, restringir os efeitos daquela declaraçâo ou
decidir que ela só tenha eficácia a partir de seu trânsito em julgado ou de outro momento que venha
a ser fixado”.
125
Cfr. al respecto, Gilmar FERREIRA MENDES: Curso de Direito Constitucional, op. cit.,
pp. 1204-1209.
1172 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

B) Una segunda cuestión de interés se planteó Ferreira Mendes126, al inte-


rrogarse acerca de si , no obstante una declaración de inconstitucionalidad por
omisión, en el supuesto de una omisión parcial o relativa, la ley habría de conser-
var su validez hasta tanto fuera, en su caso, modificada por el Poder legislativo.
La cuestión, suscitada años atrás, apuntaba directamente hacia la adopción de
medidas cautelares, de las que el anterior presidente del Supremo Tribunal Federal
siempre ha sido un decidido partidario, e incluso intuimos que la incorporación
de las mismas a la Ley 12.063 es fruto de su directa inspiración. Desde luego, ya
tiempo atrás, Ferreira Mendes se decantaba por la idea de que la declaración de
inconstitucionalidad de una omisión parcial exigía la suspensión de la aplicación
de las disposiciones impugnadas y, obviamente, consideradas inconstitucionales,
aun admitiendo que, en determinados casos, la aplicación excepcional de una ley
inconstitucional traduce una exigencia del propio ordenamiento127.
Por nuestra parte, ya nos hemos manifestado con anterioridad de modo
absolutamente contrario a esta interpretación y no creemos que sea necesario
añadir nada más.

C) Otra cuestión que se ha suscitado es la relativa a la amplitud de los efectos


de las decisiones de inconstitucionalidad dictadas en este tipo de procesos.
Afonso da Silva128, sobre la base de entender que en estos procesos no se trata de
verificar la inconstitucionalidad en abstracto (“em tese”), sino in concreto, llega
a la conclusión de que estas decisiones no tienen efectos erga omnes, “mas de
determinaçâo diretamente dirigida a um Poder”, aquél que es competente para
la dación del acto normativo omiso. No podemos compartir esta interpretación,
entre otros argumentos, por una razón de pura coherencia con la naturaleza de
la acción directa de inconstitucionalidad por omisión. Su mera identificación
como acción “directa” equivale a poner de relieve que estamos ante un control
abstracto, que desencadena como ya dijimos un proceso objetivo y en cierto modo
sin partes. Piénsese, que incluso en el caso de que esta acción se dirija frente a
una ley parcial, esto es, frente a un texto legal existente que, por su parcialidad,
genera una discriminación arbitraria, nos hallamos no ante un control generado
in concreto, con ocasión de la aplicación de esa ley en un caso litigioso específico,
sino ante una fiscalización desvinculada de la aplicación de tal ley y, por lo mismo,
abstracta.
Por lo demás, la posición mayoritaria de la doctrina se separa en este punto
de la sustentada por el relevante Profesor de Sâo Paulo, reconociendo efectos erga
omnes a estas decisiones. Tal es el caso, por ejemplo, de Piovesan, para quien, en

126
Cfr. al efecto, Gilmar FERREIRA MENDES: Jurisdiçâo Constitucional (O controle abstrato de
normas no Brasil e na Alemanha), 5ª ediçâo, Editora Saraiva, Sâo Paulo, 2005, pp. 380 y ss.
127
Ibidem, p. 383.
128
José AFONSO DA SILVA: “O controle de constitucionalidade das leis no Brasil”, en Domingo
García Belaunde y Francisco Fernández Segado (Coordinadores), La Jurisdicción Constitucional en
Iberoamérica, Editorial Dykinson (y otras editoriales), Madrid, 1997, pp. 387 y ss.; en concreto, p. 404.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1173

cuanto estas decisiones se dictan en abstracto (em tese), sus efectos no pueden
ser sino erga omnes, beneficiándose todos de esos efectos129. En similar posición
se sitúan, entre otros varios autores, Macedo Nery Ferrari130 y Ferreira Mendes131.
El Supremo Tribunal Federal ha hecho suya la posición mayoritaria, recono-
ciendo que las decisiones dictadas en el control abstracto de la omisión tienen
eficacia erga omnes132.

D) Una última cuestión suscitada por la doctrina se refiere a la conveniencia


de dar efectos retroactivos a la ley que el legislativo dicte con el fin de reparar su
omisión inconstitucional. Si se considera –razona al efecto Ferreira Mendes133–
que el estado de inconstitucionalidad dimanante de la omisión puede haber
producido efectos en el pasado, sobre todo tratándose de una omisión legislativa,
se hace necesario en ocasiones que el acto normativo destinado a corregir la
omisión tenga efectos retroactivos. El único supuesto en que nos parece viable
tal tesis es aquel en el que la acción de inconstitucionalidad por omisión se haya
dirigido contra una ley que incurra en un vicio de inconstitucionalidad parcial,
al conceder, por ejemplo, una ventaja o beneficio a un sector de la población,
ignorando a otros segmentos sociales situados en iguales circunstancias. Decla-
rada la inconstitucionalidad de una omisión relativa, al haber otorgado el texto
legal ciertos beneficios tan sólo a un sector de la ciudadanía, la modificación
que en el texto legal introduzca el legislador a fin de acomodarlo a las exigencias
constitucionales sí nos parece que debiera extender esos beneficios con carácter
retroactivo a quienes hubieren sido privados de ellos no obstante hallarse en
igualdad de circunstancias que los inicialmente beneficiados, equiparándolos a
todos en el momento de inicio del beneficio o trato ventajoso. En los restantes
supuestos no vemos la conveniencia de esa retroactividad.

129
Flávia C. PIOVESAN: Protecçâo judicial contra omissôes legislativas. Açâo direta de inconstitu-
cionalidade por omissâo e mandado de injunçâo, Editora Revista dos Tribunais, Sâo Paulo, 1995, p.
103.
130
“As açôes de declaraçâo de inconstitucionalidade por omissâo –escribe la Profesora de Curi-
tiba– têm por objeto o restabelecimento da harmonia do sistema, quebrada pela omissâo violadora
da norma constitucional, e que tal declaraçâo é feita em tese, sem necessidade de estar relacionada
con um caso concreto e, portanto, seus efeitos sâo erga omnes, aproveitando a todos os que dela
puderam fazer uso , revestindo-se, ainda, da autoridade de coisa julgada”. Regina Maria MACEDO
NERY FERRARI: Efeitos da declaraçâo de inconstitucionalidade, op. cit., p. 373.
131
Para Ferreira Mendes, la decisión dictada en la acción directa de inconstitucionalidad, que da
lugar a un típico proceso objetivo, destinado principalmente a la preservación de la Constitución,
debería de tener, por su propia naturaleza, eficacia erga omnes. El propio autor entiende que debe
excluirse de plano la idea de que la decisión dictada en el marco del control abstracto de la omisión
debe tener eficacia vinculante inter partes, porque tales procesos de garantía de la Constitución,
en cuanto procesos objetivos, no conocen partes. Gilmar FERREIRA MENDES: Curso de Direito
Constitucional, op. cit., p. 1201.
132
De ello se hace eco Gilmar FERREIRA MENDES, en su obra Jurisdiçâo Constitucional, op. cit.,
p. 382.
133
Gilmar FERREIRA MENDES: “O controle da omissâo inconstitucional”, op. cit., p. 171.
1174 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

9. La praxis del instituto: su escasa eficacia práctica

Existe un cierto acuerdo doctrinal acerca de la escasa eficacia práctica que el


instituto procesal analizado ha tenido hasta hoy134. Ha sido quizá Streck quien más
se ha ocupado del tema. A su juicio135, las acciones de inconstitucionalidad por
omisión podrían funcionar como una palanca (“uma alavanca”) para la discusión
en torno a la concreción y desarrollo de la Constitución, pero no es esto lo que ha
ocurrido. Problemas análogos a los que se han producido respecto del instituto
del mandado de injunçâo136 han llevado a esta acción “a uma morte prematura”.
“A quase total ineficácia da açâo de inconstitucionalidade por omissâo –añade
Streck– corre na contramâo da relevante circunstância de que esse instituto é
produto de um novo conceito de constitucionalismo umbilicalmente ligado à
concepçâo intervencionista e ao plus normativo que assume o Direito (consti-
tucional) no Estado Democrático de Direito”. Evidentemente, estamos ante una
cierta paradoja. Muy crítico se ha mostrado también Pires Rosa137, para quien la
experiencia brasileña en relación a esta acción ha sido extremadamente negativa,
entre otras razones, por el hecho de que el Congreso no ha prestado ninguna
atención a las comunicaciones que le ha remitido el Supremo Tribunal Federal
en las pocas acciones interpuestas y consideradas pertinentes en sede judicial.
Los datos empíricos revelan que el enorme crecimiento de la acción directa de
inconstitucionalidad –baste con recordar que en los tres primeros años de vigencia
de la Constitución se habían formalizado nada menos que 680 acciones de este
tipo– va unido a la vida un tanto vegetativa del instituto procesal estudiado. Se ha
llegado a decir138, exageradamente, que desde la promulgación de la Constitución
existe una especie de conspiración de los órganos constituidos en contra de los
mecanismos de control de las omisiones legislativas supuestamente inconstitucio-
nales. Los legitimados para interponer esta acción, supuestamente, no la habrían
utilizado por el desestímulo que entrañan sus limitados efectos.
La praxis del instituto también nos revela algún dato significativo, como el
de que en los quince primeros años de vigencia de la Constitución de 1988 tan
sólo dos acciones de inconstitucionalidad por omisión habían tenido éxito. Una
de ellas fue la Açâo de Inconstitucionalidade por Omissâo nº 889-7, que se refería
a la omisión de la ley prevista por el parágrafo único del art. 23 del “Ato das
Disposiçôes Constitucionais Transitórias” (ADCT)139. En este caso, por acuerdo
134
En tal sentido, entre otros, José Carlos BARBOSA MOREIRA: “El control judicial de la cons-
titucionalidad de las leyes en el Derecho brasileño: un bosquejo”, op. cit., p. 2001. Asimismo, Anna
Cândida DA CUNHA FERRAZ: “Protecçâo jurisdicional da omissâo inconstitucional dos poderes
locais”, op. cit., p. 167.
135
Lenio Luiz STRECK: Jurisdiçâo Constitucional e Hermenêutica, op. cit., p. 788.
136
Sobre el instituto del mandado de injunçâo, cfr. Francisco FERNÁNDEZ SEGADO: La Justicia
Constitucional: una visión de Derecho Comparado, op. cit., tomo I, pp. 1009 y ss.
137
André Vicente PIRES ROSA: Las Omisiones Legislativas..., op. cit., p. 303.
138
Ibidem, p. 299.
139
El mencionado art. 23 disponía, que hasta que se dictara la reglamentación prevista por el art.
21.XVI de la Constitución, los ocupantes del cargo de censor federal continuarían ejerciendo funciones
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1175

unánime, el Tribunal consideró procedente la acción, declarando la omisión del


Poder ejecutivo en la presentación al Congreso del pertinente proyecto de ley,
comunicándolo al Presidente de la República a fin de que fuesen adoptadas las
medidas necesarias para superar la mora inconstitucional140.
Con posterioridad, una acción de inconstitucionalidad por omisión presentada
por el “Partido dos Trabalhadores” culminaba asimismo en la declaración de su
pertinencia y, por lo mismo, en el reconocimiento de la inconstitucionalidad. La
acción aducía la inobservancia por parte del Poder ejecutivo de la previsión del
art. 37.X de la Constitución, que asegura a los funcionarios públicos la revisión
anual de su remuneración.
El Tribunal constataba en su argumentación, que el art. 37.X había sido
reformado por la Enmienda Constitucional nº 19, de 1998, quedando patente tras
la reforma lo que el ponente ya había entendido latente en el texto original: la obli-
gatoriedad de la revisión anual de la remuneración de los funcionarios de la Unión,
previsión que implicaba la aprobación de una ley especial, de iniciativa privativa
del Presidente de la República. El Tribunal iba a apreciar que hasta ese momento,
pese a haber transcurrido tres años desde la aprobación de la Enmienda, y no
obstante el fenómeno de la inflación, que se había hecho sentir ininterrumpida-
mente durante todo el período, no se había registrado ninguna actuación por parte
del Palacio de Planalto (sede de la Presidencia de la República) con vistas a dar
inicio al proceso legislativo destinado a hacer efectiva la indispensable revisión
general de los sueldos de los funcionarios de la Unión. Así las cosas, el Tribunal
consideraba patente la mora legislativa, de responsabilidad del Presidente de la
República, al tratarse de una materia en la que la iniciativa legislativa le pertenece
en exclusiva, y declaraba la inconstitucionalidad de la omisión.
Bien es verdad que la respuesta de la Presidencia de la República fue tildada de
irrespetuosa frente a la decisión dictada en sede jurisdiccional constitucional141, al
proponer el Jefe del Estado en su iniciativa legislativa un índice de incremento de
los salarios de tan sólo un 3,5 por 100, sin considerar la inflación (muy superior
ya a esa cifra) y la ausencia de subidas de los sueldos de los funcionarios durante
el trienio 1999/2001..
Al margen de todo ello, la doctrina ha puesto de relieve, que existen decenas
de disposiciones constitucionales que no están siendo cumplidas por los poderes
públicos (por su falta de desarrollo legislativo), no obstante lo cual no se recurre
a este instituto, y aunque puede pensarse que esta circunstancia, que nos
recuerda lo acontecido en Portugal en relación al instituto equivalente, queda al
margen del instituto, también puede intuirse que, dada la amplitud de instancias
legitimadas, lo que contrasta con el caso portugués, la razón de ese self restraint

compatibles con el mismo en el Departamento de Policía Federal, con observancia de las disposiciones
constitucionales. A su vez, el parágrafo único del propio precepto disponía: “A lei referida disporá
sobre o aproveitamento dos censores federais, nos termos deste artigo”.
140
Diário da Justiça da Uniâo, de 12-04-1994.
141
Ivo DANTAS: Constituiçâo & Processo, op. cit., p. 515.
1176 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

de los potenciales actores quizá tenga que ver con la reducida operatividad de este
mecanismo de control.
Ya hemos tenido oportunidad de aludir a la relativamente reciente decisión
de 29 de mayo de 2007 y al cambio que ha entrañado, al marcarle un plazo al
legislador para que supla su omisión. No se puede estar seguro de si se podría
establecer algún vínculo entre esta sentencia y las tres decisiones dictadas el 25
de octubre del mismo año, que han venido a suponer un cambio bastante drástico
de la jurisprudencia del Tribunal respecto al mandado de injunçâo142, lo que no
dejaría de ser significativo, pues este instrumento procesal es el alter ego de la
acción estudiada en el ámbito de los institutos de garantía de los derechos. Si así
fuera, podría constatarse, de entrada, un cambio de posicionamiento global del
Tribunal en relación a los diversos institutos (de control normativo y de garantía
de los derechos) con los que el constituyente brasileño intentó hacer frente a las
endémicas omisiones del legislador que, de una u otra forma, entrañan violaciones
de la lex superior.
En este contexto, la nueva regulación de la acción de inconstitucionalidad por
omisión introducida por la Ley nº 12.063, no parece que pueda cambiar mucho las
cosas, excepción hecha de la viabilización que propicia de las medidas cautelares
en los procesos de control de omisiones parciales, generalmente relativas, esto
es, vulneradoras del principio de igualdad. No nos cabe duda de que con ello se
puede potenciar esta acción, pero tampoco dudamos de que tales medidas tienen
un difícil, por no decir que imposible, encaje en la actual regulación constitucional
de este instituto procesal.

10. Bibliografía manejada

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142
Sobre tales sentencias, cfr. Francisco FERNÁNDEZ SEGADO: La Justicia Constitucional: una
visión de Derecho comparado, op. cit., tomo I, pp. 1092 y ss.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1177

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1180 LA AÇÂO DE INCONSTITUCIONALIDADE POR OMISSÂO BRASILEÑA

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63 y ss.
CUARTA PARTE

LOS DISSENTS EN LA JUSTICIA


CONSTITUCIONAL
X. EL JUSTICE OLIVER WENDELL HOLMES: “THE
GREAT DISSENTER” DE LA SUPREME COURT *

EL JUSTICE OLIVER WENDELL HOLMES:


“THE GREAT DISSENTER”...

SUMARIO

l. Introducción: el dissent, “the hallmark of the American judiciary”.– 2. La “Marshall


Court”, las opinions of the Court y los primeros dissents.– 3. El paradigma de los “dissenters”:
Oliver Wendell Holmes y el realismo legal: A) Holmes, el apóstol de la libertad. B) Holmes,
“The Great Dissenter”. C) Holmes y el realismo legal. D) Los grandes dissents de Holmes:
a) El dissent en el Child Labor case (1918). b) El Lochner case (1905): a´) La posición de
la Corte: La reconducción a la cláusula del due process of law de la liberty of contract. La
absolutización de esta libertad y sus bases intelectuales. b´) El dissent de Holmes y su
trascendencia.– 4. Bibliografía manejada.–

RESUMEN

La dissenting opinion es una institución que ha sido a lo largo de dos siglos el sello del
Poder Judicial en Norteamérica. El nombramiento de John Marshall como Presidente
del Tribunal Supremo supuso el abandono de las seriatim opinions, una herencia inglesa,
y su sustitución por las opinions of the Court. Del mismo modo, las dissenting opinions
iban a aparecer bajo la Corte presidida por Marshall. El Juez Oliver Wendell Holmes
es considerado como el “gran disidente” del Tribunal Supremo, no sólo por el elevado
número de sus votos particulares, sino por su impacto y por su enorme trascendencia. En
efecto, un porcentaje muy poco común de sus dissenting opinions llegaron a convertirse en
Derecho. La Corte posterior a 1937 adoptó, efectivamente, el criterio requerido por el Juez
Holmes en su clásica serie de disidencias sostenidas durante las tres primeras décadas del
siglo. Holmes fue, y aún lo es, la figura mejor conocida que siempre se ha vinculado con
el Tribunal Supremo y una de las cuatro o cinco personas más admiradas de la historia
del sistema de gobierno norteamericano. Ha sido llamado el “apóstol de la libertad” y
considerado un gran liberal. Como el Juez Frankfurter dijo, la piedra filosofal que el Juez
Holmes ha empleado constantemente para el arbitraje es la convicción de que nuestro
sistema constitucional descansa sobre la tolerancia y de que su gran enemigo es lo absoluto.
Holmes fue un decidido partidario del realismo legal. El común denominador de las teorías
del realismo legal será la concepción del Derecho como un medio para los fines sociales y no

* Este artículo ha sido publicado en la Revista Teoría y Realidad Constitucional, nº 25, primer
semestre 2010, pp. 129 y ss. Ahora ha sido revisado y objeto de algunas modificaciones.
1184 EL JUSTICE OLIVER WENDELL HOLMES: “THE GREAT DISSENTER”

como un medio en sí mismo. Nadie como Holmes combatió tanto la tiranía de los tópìcos
y las etiquetas. Su rechazo de la lógica y del método lógico es bien conocido. Para Holmes,
ninguna proposición concreta sería “per se” evidente. Posiblemente, su dissent en el caso
Lochner sea el más relevante en la Corte anterior a Roosevelt. En él, Holmes consideraría
que la Constitución no debe entenderse que encarne una teoría económica particular, sea
la del paternalismo y la relación orgánica del ciudadano con el Estado, sea la del laissez
faire. Su dissent en el caso Lochner fue un elemento decisivo en la legitimación del instituto
de las dissenting opinions.

ABSTRACT

The dissenting opinion is an institution that has been for some two centuries the hallmark
of the American judiciary. The Mr. John Marshall´s appointment as Chief Justice of the
United States Supreme Court supposed the abandon of the seriatim opinions, an English
inheritance, and its substitution for the opinions of the Court. In like manner, the dissent-
ing opinions appeared under Marshall Court. Justice Oliver Wendell Holmes has been
considered “the great dissenter” of the Supreme Court, not only for the high number of
his dissents but for its impact and for its great importance. In fact, un uncommon degree
Justice Holmes´ dissenting opinions became the law. The post-1937 Court in effect adopted
the criterion urged by Mr. Justice Holmes in his classic series of dissents during the first
three decades of the century. He was and remains the best known figure who has ever been
connected with the Supreme Court and one of the four or five most widely regarded indi-
viduals in American government history. He has been named the Freedom´s Apostle and he
was always considered a great liberal. As Justice Frankfurter said, the philosopher´s stone
which Mr. Justice Holmes has constantly employed for arbitrament is the conviction that
our constitutional system rests upon tolerance and that its greatest enemy is the absolute.
Holmes was a determined partisan of the legal realism. The common denominator of the
legal realism theories is the conception of the law as a means to social ends and not as an
end in itself. Nobody as Holmes fighted so mucho the tyranny of tags and tickets. Its refusal
of logic and of the logical method it is very well known. For Holmes, no concrete proposition
would be self-evident. Perhaps, its dissent in the Lochner case be the most important in the
pre-Rooseveltian Court. In this dissent Holmes would consider that a Constitution is not
entended to embody a particular economic theory, whether of paternalism and the organic
relation of the citizen to the state or of laissez faire. His dissent in the Lochner case was a
decisive element in the legitimation of the dissenting opinion´s institution.

1. Introducción: el dissent, “the hallmark of the American judiciary”

Un instituto de notabilísimo interés con el que nos encontramos en ciertos


países al abordar las decisiones constitucionales es el de la dissenting opinion,
voto particular, opinione dissenziente, Sondervotum, opinion dissidente o voto de
vencido, que con todas estas denominaciones se le reconoce. La trascendencia de
su acogida o rechazo es notable, pues no cabe ignorar que se trata de un instituto
bivalente, que aun cuando presenta una naturaleza jurídico-procesal, ofrece
asimismo unos perfiles políticos indiscutibles.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1185

Es opinión absolutamente común, como reconocen todos los comparatistas1,


que la publicidad de las opiniones disidentes de los jueces representa la tradi-
ción inglesa recepcionada en los países de common law y después en los de la
Commonwealth, pero no corresponde por el contrario a los países del llamado
Derecho continental europeo. Esta idea tan sólo puede ser aceptada como punto
de partida, aunque no absolutizada, pues lo cierto es que el instituto procesal en
cuestión ha sido recepcionado en bastantes países con sistemas jurídicos de civil
law, España entre ellos.
En cualquier caso, si el dissent se ha identificado con algún país, ése es sin duda
los Estados Unidos, hasta el extremo de que bien puede afirmarse que si la judicial
review es uno de los rasgos más identitarios del sistema jurídico norteamericano
(“constitutional review by courts –ha escrito Ginsburg2– is an institution that has
been for some two centuries our nation´s hallmark and pride”), el dissent es a su
vez el sello de calidad de las opinions o sentencias, muy particularmente de las de
la Supreme Court3, y por lo mismo, bien podría sustentarse que del conjunto del
sistema judicial norteamericano. Hasta tal punto se valora el instituto del dissent
en los Estados Unidos, que se ha llegado a afirmar que “America was founded in
dissent”4 o que “America would not be America without dissenting opinions”, pues
es a través de una constante y crítica supervisión como se descubren las goteras
del tejado (“the leak in the roof”), como aparecen las roturas en las presas (“the
break in the dam”) y como se ponen al descubierto los desgarros en el ropaje de
la justicia (“the rent in the garment of justice”)5.
En sintonía con todo ello, se constata la familiaridad con la que los judicial
dissents se han incorporado desde el primer día al sistema judicial norteame-
ricano6, lo que a su vez se ha puesto en conexión, de un lado, con el énfasis del

1
Entre otros muchos, Gino GORLA: “Le opinioni non <segrete> dei giudici dissenzienti nelle
tradizioni dell´Italia preunitaria”, en Il Foro Italiano, Anno CVII, Vol. CV, Roma, 1982, pp. 97 y ss.;
en concreto, p. 97.
2
Ruth Bader GINSBURG: “Speaking in a judicial voice”, en New York University Law Review,
Vol. 67, No. 6, December 1992, pp. 1185 y ss.; en concreto, p. 1205.
3
Para el actual Associate Justice Antonin Scalia, nombrado Juez del Tribunal Supremo en 1986,
el sistema de las separate opinions ha convertido al Tribunal Supremo en el foro central del debate
legal. Antonin SCALIA: “Remarks on dissenting opinions”, en la obra L´opinione dissenziente, a cura
di Adele ANZON, Giuffrè Editore, Milano, 1995, pp. 411 y ss.; en concreto, p. 421. No distinto es el
juicio de un autor foráneo como el italiano Vigoriti, para quien “le opinioni dissenzienti dei giudici
supremi rappresentino, per la qualità delle stesse e la posizione dell´organo, la manifestazione più
nota ed articolata dell´istituto, e quindi il punto di riferimento naturale di qualunque indagine sul
tema”. Vincenzo VIGORITI: “Corte costituzionale e <dissenting opinions>”, en Il Foro Italiano, Anno
CXIX, nº 7-8, Luglio/Agosto 1994, pp. 2060 y ss.; en concreto, p. 2061.
4
Edward C. VOSS: “Dissent: Sign of a Healthy Court”, en Arizona State Law Journal, Vol. 24,
1992, pp. 643 y ss.; en concreto, p. 643.
5
Michael A. MUSMANNO: “Dissenting opinions”, en Kansas Law Review, Vol. 6, 1957-1958, pp.
407 y ss.; en concreto, pp. 408-409.
6
“It is plainly evident –afirmaba Roberts hace más de un siglo– that the public has been familiar
with judicial dissents from the first days of our American judiciary and that such opinions were viewed
with no alarm by either the profession or laity”. V. H. ROBERTS: “Dissenting Opinions”, en American
Law Review, Vol. 39, 1905, pp. 23 y ss.; en concreto, p. 29.
1186 EL JUSTICE OLIVER WENDELL HOLMES: “THE GREAT DISSENTER”

individualismo y de la libertad de expresión que impregna el American spirit7, lo


que ha tenido a su vez como lógica consecuencia la consideración del dissent como
un auténtico derecho del juez (“the right to dissent”)8 y de otro, con la idea de que
no existe un permanente y básico dogma constitucional, lo que por su parte se
traduce en que el principio vital de la Supreme Court sea no el de la unidad, sino
el de la diversidad9. Esta idea ya había quedado perfectamente expresada por otro
de los grandes Justices de la Corte Suprema, el Juez Douglas, quien, nombrado
por el Presidente Roosevelt en 1939, desempeñaría su cargo por un dilatadísimo
período (hasta 1975). En un speech pronunciado en 1948, ya expresó con toda
claridad que la certeza y la unanimidad en la interpretación del Derecho sólo
son posibles bajo los sistemas fascistas y comunistas10. Pero por supuesto, nadie
como ese gran Justice que fue Oliver Wendell Holmes ha puesto de relieve con
mayor intensidad y con perfecta coherencia en su extraordinaria obra judicial,
cuán ilusoria es la búsqueda de certeza por parte de los juristas. Pero a ello nos
referiremos en un momento ulterior.
Es cierto, en cualquier caso, que no puede ignorarse el importante rol jugado
al efecto por las preferencias ideológicas o políticas de cada Juez11. Otro clarivi-
dente Juez, el Justice Cardozo, en 1921, antes de acceder al Tribunal Supremo
(sería nombrado Juez del mismo en 1932 por el Presidente Hoover), expresaba
con sencillas e irrebatibles palabras el notable peso de la tendencia filosófica o
ideológica de cada Juez: “There is in each of us a stream of tendency, whether you
choose to call philosophy or not, which gives coherence and direction to thought
and action. Judges cannot escape that current any more than other mortals”12.
No debe extrañar por lo mismo, que los niveles de acuerdo entre los magistrados
sean más elevados entre quienes mantienen posiciones ideológicas más próximas.

7
Voss alude al “irrepressible instinct of expression” que, aplicado a los jueces, se manifestaría
en las dissenting opinions. Edward C. VOSS: “Dissent: Sign of a Healthy Court”, op. cit., p. 647.
8
Brennan, nombrado Associate Justice en 1956 por el Presidente Eisenhower, cargo que ejercería
durante 34 años, calificaría el dissent como un derecho, tildándolo como “one of the great and cher-
ished freedoms that we enjoy by reason of the excellent accident of our American births”. William J.
BRENNAN, Jr.: “In Defense of Dissents”, en The Hastings Law Journal, Vol. 37, 1985-1986, pp. 427 y
ss.; en concreto, p. 438.
9
Charles AIKIN: “The role of dissenting opinions in American Courts”, en Il Politico, Anno
XXXIII, 1968, nº 2, pp. 262 y ss.; en concreto, pp. 264-265.
10
William Orville DOUGLAS: “The Dissent: A Safeguard of Democracy”. (Address before the ABA
Section of Judicial Administration, Seatle, Wash., 1948). Inicialmente publicado en Journal American
of Judicial Society, Vol. 32, 1948, pp. 104 y ss. Nosotros manejamos el mismo trabajo publicado bajo
el título de “In Defense of Dissent”, en la obra The Supreme Court: Views From Inside, edited by Alan
F. WESTIN, W.W. Norton & Company, Inc., New York, 1961, pp. 51 y ss.; en concreto, p. 52. Existe
una versión italiana de este trabajo bajo el título “Il <dissent>: una salvaguardia per la democrazia”,
publicada en la obra Le opinioni dissenzienti dei giudici costituzionali ed internazionali, a cura di
Costantino MORTATI, Giuffrè Editore, Milano, 1964, pp. 105 y ss.
11
De ello se ha hecho eco con algún detenimiento Lawrence BAUM: El Tribunal Supremo de los
Estados Unidos de Norteamérica, Librería Bosch, Barcelona, 1987, pp. 192 y ss.
12
Benjamin N. CARDOZO: The nature of judicial process, Yale University Press, twenty-seventh
printing, New Haven and London, 1967, p. 12.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1187

La adecuada comprensión del instituto del dissent no puede prescindir de la


consideración relativa a la naturaleza del sistema jurídico norteamericano. Nos
hallamos como es de sobra conocido ante un sistema de common law históri-
camente connotado por el carácter personalizado de las decisiones judiciales,
de las que constituye buena muestra la práctica inicial de la formulación de las
sentencias a través de las llamadas seriatim opinions, que sólo quebraría con la
llegada a la Corte Suprema, como Chief Justice, de John Marshall (4 de febrero
de 1801). Ello iba a suponer que los dissents encontraran perfecto encaje en un
sistema judicial personalizado, bien diferente del modelo judicial burocrático,
unitario e impersonal de los sistemas de civil law, en los que la salvaguarda de
la unidad colegial, protegida por el principio del secreto de las deliberaciones,
obscurece todo atisbo personalista.
Al margen de ello, innecesario sería decirlo, la preferencia de los sistemas de
common law por las dissenting opinions se debe también a la particular estructura
de sus normas jurídicas y al rol que en relación a ellas ha venido desempeñando la
jurisprudencia y, de modo muy particular, la fundamentación de las sentencias. En
los sistemas de civil law, el Derecho se halla codificado y, por lo mismo, vertebrado
en un sistema orgánico de reglas precisa y rigurosamente formuladas; por lo mismo,
la fundamentación de una sentencia opera en el ámbito de este conjunto de normas
cuya existencia no está controvertida. La motivación –ha escrito Sereni13– consiste
en un conjunto de silogismos que, partiendo de reglas fácilmente verificables, tiene
por objeto dar una justificación lógico-jurídica a la decisión de un caso concreto.
Por el contrario, en los sistemas de common law, en los que el Derecho no se halla
codificado, el juez, ante un caso concreto, debe con frecuencia entregarse a la
delicada y compleja función de búsqueda de las reglas jurídicas vigentes (“finding
the law”); quiere ello decir que el juez, antes de interpretar la regla, ha de buscarla,
con lo que desarrolla una función creadora más consciente e intensamente que el
juez de los sistemas de civil law. Así las cosas, los dissents cumplen una función
que se relaciona con la que es propia de la motivación en tales sistemas jurídicos.
El juez de common law viene obligado, de resultas del peculiar rol que ha de
cumplir, a invocar con mucha mayor frecuencia que su homólogo de los sistemas
europeo-continentales principios generales, que aún no han alcanzado el estadio de
la sistematización y rígida enunciación en forma escrita o, al menos, positivada. En
tal contexto, los dissents encuentran su principal justificación en la posibilidad de
que sean enunciadas (y en su día aplicadas) reglas diferentes de las que se invocan
en la fundamentación de la sentencia.
Dicho lo que antecede, quizá convenga añadir una matización conceptual.
Las dissenting opinions de que venimos hablando pueden incluirse dentro de una
categoría más general, las separate opinions, que no sólo engloban el supuesto
de disidencia, sino también el de concurrencia, pues en ocasiones la opinión
disidente, técnicamente, se trata de una concurring opinion, o lo que es igual,

13
Angelo Piero SERENI: “Les opinions individuelles et dissidentes des juges des tribunaux
internationaux”, en Revue générale de droit international publique, 1964, pp. 819 y ss.; en concreto,
pp. 827-828.
1188 EL JUSTICE OLIVER WENDELL HOLMES: “THE GREAT DISSENTER”

de un desacuerdo con el razonamiento de la mayoría (reasoning)14, pero no con


la parte dispositiva de la decisión; dicho de otro modo, la concurring opinion
llega a iguales conclusiones que la posición mayoritaria, pero fundándose en un
razonamiento diferente15. Esta perspectiva de las separate opinions no deja de
ofrecer un aspecto problemático, patológico incluso; nos referimos al caso en
que el razonamiento mayoritario, esto es, el sostenido por el mayor número de
jueces, no alcanza, sin embargo, una mayoría en el tribunal, lo que se traduce en
que dicha opinion, no obstante ser mayoritaria, carezca de autoridad suficiente
para establecer un precedente vinculante en el futuro, lo que en un país en que
el principio stare decisis tiene una notable relevancia no deja de ser una grave
disfunción. Nos hallamos, en definitiva, ante el fenómeno de las plurality opinions,
también conocidas como las no-clear-majority decisions16.
En el dispar conjunto argumental que precede, puede encontrar su sustento
el hecho de que, frente a las prácticas restrictivas de otros sistemas legales, las
tradiciones del American Judiciary nunca han insistido en que los justices sitting in
banc oculten la existencia de divisiones entre ellos tras una fachada de pretendida
unanimidad. Los jueces que disienten de una decisión de sus colegas pueden
expresar su disentimiento y dar sus razones. Y esta práctica, señalaría un constitu-
cionalista tan relevante como Pritchett17, ha tenido un inconmensurable efecto en
el crecimiento del Derecho y en la promoción de un principio de personalización
de la responsabilidad del juez.
Para darnos una idea aproximada de la relevancia que en el plano constitu-
cional presentan los dissents, recordaremos que en los debates académicos que

14
A su vez, dentro del reasoning se plantea la problemática de la distinción entre holding y dictum,
un sub-aspecto del problema atinente al referente del decisis, de especial relevancia en los sistemas de
common law si se tiene presente el principio stare decisis. Abordando la cuestión, Hardisty escribía:
“under rule stare decisis, decisis refers only to those precedential rules of law labeled <holdings>
(or rationes decidendi) not those labeled <dicta>. “A <dictum> –añadía poco después– is a judicial
statement of a legal rule which was not <necessary> to the judicial result”. En definitiva, holding será
aquella <rule of law> necesaria para el fallo o parte dispositiva de la decisión y, por lo mismo, será
vinculante (stare decisis). Pero el problema, en ocasiones, puede seguir en pie a la vista de la dificultad
que a veces suscita determinar lo que es “necessary”. Cfr. al respecto, James HARDISTY: “Reflections
on Stare Decisis”, en Indiana Law Journal, Vol. 55, 1979-1980, pp. 41 y ss.; en concreto, pp. 57-58.
15
“Broadly speaking –escribe Abraham en su ya clásica obra, en alusión a las concurring– it usu-
ally signifies the concurrence of its author in the decision, but not reasoning of the Court”. Henry J.
ABRAHAM: The Judicial Process (An Introductory Analysis of the Courts of the United States, England
and France), seventh edition, Oxford University Press, NewYork/Oxford, 1998, pp. 225-226.
16
“Plurality decisions, also called no-clear-majority decisions, are those in which a majority of
the Court agrees upon the judgment but not upon a single rationale to support the result. Thus, there
is no <opinion of the Court> in the ordinary sense. Plurality decisions are to be distinguished from
affirmances by an equally divided Court, when there is no majority agreement even on the result , and
from per curiam opinions in which a majority of Justices expresses at least summary agreement on
the reasoning”. Con esta claridad se pronuncia Novak, una de las autoras que más certeramente ha
estudiado esta problemática. Cfr. al respecto, Linda NOVAK: “The Precedential Value of Supreme Court
Plurality Decisions”, en Columbia Law Review, Vol. 80, No. 4, May 1980, pp. 756 y ss.; en concreto,
p. 756, nota 1.
17
C. Herman PRITCHETT: “The divided Supreme Court, 1944-1945”, en Michigan Law Review,
Vol. 44, 1945-1946, pp. 427 y ss.; en concreto, p. 427.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1189

periódicamente han tenido lugar en Norteamérica acerca de qué textos podían ser
considerados canónicos, esto es, “canons of constitutional law”, no faltan autores
que defienden la inserción de los dissents dentro de estos cánones, aunque sea más
bien con el perfil de anti-cánones. En tal sentido, Primus entiende18, que la noción
de un “canonical dissent” requiere de una explicación que se asienta en dos ideas,
una acerca de la naturaleza del dissent y otra acerca de la forma del “constitutional
canon”. La idea tradicional es la de que los dissents son declaraciones de puntos de
vista (“statements of positions”) rechazados por el Derecho, a lo que se une la idea
de que el canon está compuesto de aquellos textos a los que el Derecho ha dado
autoridad. Sin embargo, para el mencionado autor, el canon es actualmente más
amplio (“more capacious”). Su estructura es dual y su trayectoria anticanónica
da asilo a muchas posiciones rechazadas. Por lo mismo, hay un sentido en el
que es erróneo pensar que las posiciones expresadas en un dissent han quedado
rechazadas. “Because the constitutional canon is dual, its authorities always keep
us mindful of the set of their possible replacements”.
En definitiva, la escritura de dissenting o minority opinions se ha convertido
en una fase normal del modelo de acción judicial norteamericano, utilizando los
Justices numerosas vías para la formulación de su desacuerdo, tal y como recuerda
la doctrina19: separate opinion, concurring opinion, concurring in the result, dissent
in part, dissent from a per curiam...
El hecho de que el instituto en cuestión se considere en nuestro tiempo “a
regular component of Supreme Court decision making”20 no debe hacer olvidar
que no siempre en la vida del Tribunal Supremo fue visualizado así. Bien al con-
trario, en el curso de los primeros años de la Marshall Court, el Tribunal desarrolló
una regla institucional que favorecía fuertemente las “opiniones únicas”, viéndose
las “opiniones disidentes” como una forma de desobediencia institucional, siendo
por lo mismo desaconsejadas. Y aunque tal visión no dejara de ser fugaz, y,
progresivamente, el dissent fuera incorporándose al paisaje natural del American
judiciary21, es lo cierto que no han faltado, ni faltan, percepciones críticas acerca
de la institución. Como significara uno de los grandes Jueces norteamericanos,
Chief Justice de la Corte Suprema de California, Roger Traynor22, algunos miran
la dissenting opinion como “l´enfant terrible of appellate practice”. Sería otro bien
relevante Juez, el Judge Learned Hand, quien formulara las más duras críticas

18
Richard A. PRIMUS: “Canon, Anti-Canon, and Judicial Dissent”, en Duke Law Journal, Vol. 48,
1998-1999, pp. 243 y ss.; en concreto, p. 301.
19
Charles AIKIN: “The United States Supreme Court: The Judicial Dissent”, en Jahrbuch des
Öffentlichen Rechts der Gegenwart, Band 18, 1969, pp. 467 y ss.; en concreto, p. 468.
20
Matthew P. BERGMAN: “Dissent in the judicial process: discord in service of harmony”, en
Denver University Law Review, Vol. 68, 1991, pp. 79 y ss.; en concreto, p. 79.
21
Tan es así que, como destaca Abraham, un simple dissent sin explicación, tal como “Mr. Justice
Butler dissents” (en Palko v. Connecticut, 1937), representa un voto en el lado opuesto a la opinión
mayoritaria. Henry J. ABRAHAM: The Judicial Process, op. cit., pp. 222-223. Demás está añadir que
ello presupone la innecesariedad de la motivación de los dissents.
22
Roger J. TRAYNOR: “Some open questions on the work of State Appellate Courts”, en The
University of Chicago Law Review, Vol. 24, No. 2, Winter 1957, pp. 211 y ss.; en concreto, p. 218.
1190 EL JUSTICE OLIVER WENDELL HOLMES: “THE GREAT DISSENTER”

hacia este instituto procesal23, al tildar de desastrosa la división de la opinión de


un tribunal que se anuda a un dissent, en cuanto que con él se anula “the impact
of monolithic solidarity on which the authority of a bench of judges so largely
depends”. Y hace más de un siglo (en 1895), el Justice Edward White, en el caso
Pollock v. Farmer´s Loan, afirmaba: “The only purpose which an elaborate dissent
can accomplish, if any, is to weaken the effect of the opinion of the majority, and
thus engender want of confidence in the conclusions of the court of last resort”. El
argumento de que el dissent quiebra la autoridad del tribunal y de sus decisiones,
engendrando la ausencia de seguridad, sigue siendo hoy el más repetido entre las
minorías opuestas al mismo.
En cualquier caso, las consideraciones críticas no han hecho palidecer
la trascendencia del instituto, en el que muchos ven una de las razones más
relevantes, si es que no la que más, del secreto del éxito de los tribunales en el
sistema norteamericano24.

2. La “Marshall Court”, las opinions of the Court y los primeros dissents

I. Una opinión por entero compartida por los historiadores es la de que la


llegada de John Marshall a la presidencia de la Supreme Court en 1801 supuso el
inicio del desarrollo de un nuevo proceso de deliberación del órgano que, poster-
gando las seriatim opinions, heredadas de la tradición inglesa, que entrañaban el
pronunciamiento individualizado de cada uno de los jueces, vino a consagrar las
opinions of the Court25. No cabe la más mínima duda de que la filosofía de Marshall
se encaminó a fortalecer la Corte como una entidad con voz propia frente a un
órgano concebido como la resultante de una suma de voces individuales. Ello fue
acompañado de un dato especialmente significativo: el Chief Justice se convirtió
en el principal portavoz de la Supreme Court.
Y junto a todo ello, ha de tenerse muy presente la adelantada visión que Marshall
tuvo de la Constitución. El Chief Justice siempre se opuso a un entendimiento de
la Carta de 1787 que condujera a equipararla a un mero código legal. “We must
never forget –aduciría en el trascendental caso McCulloch v. Maryland (1819)– that
it is a constitution we are expounding”. En esta familiar frase, diría quien habría
de ser otro gran Juez, el Justice Frankfurter26, Marshall expresó “the core of his
constitutional philosophy”. Cualesquiera que fueren las esperanzas de los Framers

23
Learned HAND: The Bill of Rights, Harvard University Press, Cambridge (Mass.), 1958,
pp. 72-73.
24
“In the dissent, –escribía Ganoe en 1941– perhaps, lies the secret of the success of the Court in
the American system”. John T. GANOE: “The passing of the old dissent”, en Oregon Law Review, Vol.
XXI, 1941-1942, pp. 285 y ss.; en concreto, p. 295.
25
“Enjoying a relatively homogeneous court –escribe Voss– Chief Justice Marshall developed the
process of delivering an <opinion of the court>, an opinion usually presented by the Chief Justice with
the majority´s assent”. Edward C. VOSS: “Dissent: Sign of a Healthy Court”, op. cit., p. 645.
26
Felix FRANKFURTER: “John Marshall and the judicial function”, en Harvard Law Review, Vol.
69, No. 2, December 1955, pp. 217 y ss.; en concreto, p. 218.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1191

con el texto, Marshall asumió que ellos habían querido que el mismo permaneciera
“for ages to came”27. De ahí que el Chief Justice asumiera como tarea propia “to fix
for all times the basic meanings of the Constitution, to establish the constitutional
system so clearly and so authoritatively that attempts at deviation would prove
futile”28.
Marshall, escribiría Garfield29, se encontró con la Constitución de papel e hizo
de ella poder; se encontró con un esqueleto y lo revistió de carne y hueso, o lo que
es igual, le dio naturaleza humana. Marshall fue quien estableció el trascendental
rol de la Supreme Court como intérprete autorizado de la Constitución (“authori-
tative expounder of the Constitution”) y fue él asimismo quien asumió la función
de asentar los fundamentos jurídicos de una nación fuerte, dotada de la autoridad
necesaria para permitir gobernarla eficazmente.
El rule of law significa para toda persona que vive en una sociedad política-
mente organizada, que ha conseguido un relativamente alto grado de objetividad
e imparcialidad en su Derecho sustantivo, rasgos que resultan a su vez vitalizados
por la existencia de un poder judicial independiente guiado por el procedimiento
del due process y fiel a la perspectiva de que tanto el gobierno como los funcio-
narios públicos están sujetos al rule of law. Pues bien, la influencia de Marshall
respecto de estos tres vitalizadores elementos resultó sustancial y muy benefi-
ciosa. Quien fuera Decano de la “Law School” de la Universidad de Pennsylvania
compendiaría en la idea “equal justice under law” la aportación de Marshall al
“American rule of law”30.
La Corte de Marshall, contra lo que pudiera pensarse por lo dicho, está lejos de
presentarse como monolítica. Si acaso, por el alto grado de unanimidad alcanzado
en las controversias suscitadas en cuestiones relativas al poder nacional o federal,
si así se prefiere, se podría visualizar como “an ideological monolith” hasta 182331,
pero nunca, desde luego, más allá de esa fecha. Por lo demás, las tensiones en la
Corte fueron abundantes desde el primer momento de la llegada de Marshall a
la presidencia, entre otras razones, por el complejo proceso de acomodo de las
diversas filosofías en presencia.
Fue en el caso Talbot v. Seeman (1801) donde Marshall puso fin a la práctica de
las seriatim opinions. A partir del mismo, la Supreme Court escribió como “a single
unit”, quedando toda disensión producida en su seno en secreto, circunstancia que

27
“A Constitution –escribe Marshall en el caso Cohens v. Virginia (1821)– is framed for ages to
come, and is designed to approach immortality as nearly as human institutions can approach it”.
28
Donald G. MORGAN: “The Origin of Supreme Court Dissent”, en The William and Mary Quarterly,
Vol. 10, No. 3, July 1953, pp. 353 y ss.; en concreto, p. 361.
29
Apud Bernard SCHWARTZ: “The Judicial Ten: America´s Greatest Judges”, en Southern Illinois
University Law Journal, Vol. 4, 1979, pp. 405 y ss.; en concreto, p. 408. Existe versión española de este
trabajo con el título: Los diez mejores jueces de la Historia norteamericana, Cuadernos Civitas, Madrid,
1980.
30
Jefferson B. FORDHAM and Theodore H. HUSTED: “John Marshall and the rule of law”, en
University of Pennsylvania Law Review, Vol. 104, 1955-1956, pp. 57 y ss.; en concreto, p. 68.
31
En tal sentido, Robert G. SEDDIG: “John Marshall and the origins of Supreme Court leadership”,
en University of Pittsburg Law Review, Vol. 36, No. 4, Summer 1975, pp. 785 y ss.; en concreto, p. 813.
1192 EL JUSTICE OLIVER WENDELL HOLMES: “THE GREAT DISSENTER”

se ha considerado32 como una importante condición previa para la hábil asunción


de poder por la Supreme Court en el celebérrimo caso Marbury v. Madison (1803)33.
De esta forma, se establecía el que iba a convertirse en uno de los postulados
básicos del American case-law system: “the decision of a majority determines
the result and establishes a precedent for use in subsequent adjudication (...).
The result plus the reasoning found in the <opinion of the Court> determine the
precedent value of any particular case34.
La unanimidad del Tribunal presidido por Marshall no se iba a prolongar
mucho tiempo. La llegada de William Johnson a la Corte (nombrado por el
Presidente Thomas Jefferson en 1804, ejercería el cargo de Justice hasta 1834),
que ha sido considerado35 como “his most independent colleague”, tuvo mucho
que ver con ello. Johnson, efectivamente, formulaba la primera separate opinion,
no bajo la forma de dissenting, sino de concurring, en el caso Huidekoper´s Lessee
v. Douglas (1805). Pero al tratarse de una “concurrencia” y no de una “disidencia
stricto sensu”, la doctrina ha venido a considerar de modo bastante generalizado
que la primera quiebra formal de la tradición de unanimidad establecida con
Marshall tuvo como responsable no a Johnson, sino al Justice William Paterson
(que el Presidente Washington nombrara en 1793)36, quien en el caso Simms &
Wise v. Slacum (1806) suscribió el primer auténtico dissent.
Tras las dos decisiones aludidas, que entrañaban la quiebra de la concepción
de la disciplina judicial sustentada por el Chief Justice, los dissents dejaron de ser
una rareza, Bien es verdad que hasta los primeros años del siglo XX su porcentaje
fue bastante bajo. Evans37, en un análisis que abarca el período que media entre
1789 y 1928, lo cifra en un 15, 21 por 100 del total de las Supreme Court decisions.
En ninguna etapa de este período de tiempo, próximo al siglo y medio, el porcen-
taje de separate opinions superó el 20 por 100 del total de opinions of the Court, no
llegando en muchos años ni siquiera al 10 por 100. El contraste de estos porcen-
tajes con los de etapas sucesivas es impactante, creciendo las separate opinions

32
Matthew P. BERGMAN: “Dissent in the judicial process: discord in service of harmony”, op.
cit., p. 81.
33
Ello no obstante, hay quienes consideran que la primera opinion of the Court pronunciada por
la Marshall Court se produjo en el caso United States v. Schooner Peggy (1801). Así se sostiene, por
ejemplo, en el artículo que, con el título de “Plurality Decisions and Judicial Decisionmaking”, aparece
dentro de las “Notes” de la Harvard Law Review (en adelante aludiremos a la autoría de este tipo de
artículos bajo la rúbrica de “Harvard-Note”), Vol. 94, No. 5, March 1981, pp. 1127 y ss.; en concreto,
p. 1127, nota 1.
34
“Supreme Court no-clear-majority decisions. A study in stare decisis”, Comments, en The
University of Chicago Law Review (en adelante nos referiremos a la autoría de este tipo de artículos
bajo la rúbrica de “Chicago-Comment”), Vol. 24, 1956-1957, pp. 99 y ss.; en concreto, p. 99.
35
David P. CURRIE: “The Constitution in the Supreme Court: The Powers of the Federal Courts,
1801-1835”, en The University of Chicago Law Review, Vol. 49, 1982, pp. 646 y ss.; en concreto, p. 647.
36
Entre otros, Karl M. ZoBELL: “Division of opinion in the Supreme Court: a history of judicial
desintegration”,en Cornell Law Quarterly, Vol. 44, 1958-1959, pp. 186 y ss.; en concreto, p. 195.
Asimismo, William J. BRENNAN, Jr.: “In Defense of Dissents”, en The Hastings Law Journal, Vol. 37,
1985-1986, pp. 427 y ss.; en concreto, p. 434.
37
Evans A. EVANS: “The Dissenting Opinion–Its Use and Abuse”, en Missouri Law Review, Vol.
III, 1938, pp. 120 y ss.; en concreto, p. 139.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1193

de modo imparable en la Corte post-rooseveltiana38, hasta alcanzar su cima en la


Burger Court (1969-1986), en la que tan sólo el 21,6 por 100 de las decisiones se
adoptaron por unanimidad.
En la etapa de la Corte Suprema que algún autor ha denominado “the golden
age of constitutional interpretation (1811-1825)39, de las 492 decisiones dictadas,
tanto en cuestiones constitucionales como en cualesquiera otras, sólo en 43 de
ellas se suscribieron separate opinions, lo que supone un porcentaje relativamente
bajo, de un 8,7 por 100 del total de resoluciones. La incorporación a la Corte de
un grandísimo jurista como Joseph Story (en febrero de 1812, por nombramiento
del Presidente Madison) iba a ser de enorme utilidad para Marshall, porque Story
se convertiría quizá en el mejor aliado del Chief Justice. De hecho, en 1818, Story
mostraba claramente su preferencia por las reglas establecidas por Marshall y por
el Justice Washington40, y en una carta dirigida a Henry Wheaton escribía: “At the
earnest suggestion (I will not call it by a stronger name) of Mr. Justice Washington,
I have determined not to deliver a dissenting opinion in Olivera v. The United
Insurance Co. The truth is, I was never more entirely satisfied that any decision
was wrong, than that this is, but Judge Washington thinks (and very correctly)
that the habit of delivering dissenting opinions in ordinary occasions weakened
the authority of the Court, and is of no public benefits”41.
La última etapa de la Marshall Court, que inicia su andadura en 1826, es la que
muestra un mayor grado de disidencia. Según los datos que facilita Seddig42, de
las 461 decisiones dictadas por la Supreme Court, 60 de ellas irán acompañadas
de, al menos, un dissent, lo que supone un 13 por 100 del total.
La muerte del Justice Washington (en noviembre de 1829) asestó un fuerte
golpe a la Marshall Court. En lugar del viejo Federalista, el Presidente Andrew Jack-
son nombró a Henry Baldwin, “an erratic individual whose behavior contributed
greatly to increase internal disruption”43. A tal circunstancia se unirían otras bien
diferentes que contribuirían a explicar el progresivo incremento de la disidencia.
La nueva importancia de las cuestiones de naturaleza constitucional en la agenda
de la Corte y la propia actitud de los Justices, bien distinta de la adoptada por los

38
Cfr. al respecto, Francisco FERNÁNDEZ SEGADO: La Justicia Constitucional: una visión de
Derecho Comparado, tomo I, Editorial Dykinson, Madrid, 2009, en especial, pp. 347 y ss.
39
Robert G. SEDDIG: “John Marshall and the origins of Supreme Court leadership”, op. cit.,
p. 810.
40
Bushrod Washington, sobrino del Presidente Washington, sería nombrado Associate Justice en
1799 por el Presidente Adams, permaneciendo en el cargo hasta 1829. Su actuación no dejaría de ser
polémica en algún momento, como cuando, ofendiendo el sentido del decoro y oportunidad de una
función como la judicial, descendió del bench a la arena política para hacer campaña activa en favor
de un candidato a un cargo político. Cfr. al respecto, George L. HASKINS: “Law versus Politics in the
early years of the Marshall Court”, en University of Pennsylvania Law Review, Vol. 130, 1981-1982, pp.
1 y ss.; en concreto, pp. 3-4.
41
Carta de Joseph Story a Henry Wheaton, fechada el 8 de abril de 1818. Recogida en la obra Life
and Letters of Joseph Story, W. Story ed., 1851, pp. 303-304. Cit. por Robert G. SEDDIG: John Marshall
and the origins...”, op. cit., p. 814.
42
Robert G. SEDDIG, en Ibidem, p. 800.
43
Ibidem, p. 824.
1194 EL JUSTICE OLIVER WENDELL HOLMES: “THE GREAT DISSENTER”

integrantes del órgano de los primeros años de la presidencia de Marshall, son


algunas de las razones aducidas al efecto44.
De cuanto se acaba de exponer puede extraerse la conclusión de que no sería
acorde con la realidad de la Marshall Court una visión monolítica de la misma,
pues tal visualización no sólo ignoraría importantes cambios en la interpretación
constitucional, sino, lo que ahora importa más, también alteraciones significativas
en el liderazgo del Chief Justice, no obstante lo cual, en 1835, la desaparición de
Marshall dejaba en herencia una posición para el presidente del Tribunal Supremo
de la máxima importancia en el sistema político norteamericano.

II. El examen del recurso a las separate opinions en el período que media entre
1810 y 1910 revela la aparición de un histórico tipo peculiar de la American juris-
prudence, el dissenting Justice45, que difiere no sólo de la opinión de la mayoría,
sino también del espíritu que la informa, aun cuando en este período la literatura
del dissent esté dominada por el trabajo de muy pocos hombres.
Muchos han sido los dissents expresados en la vida del Tribunal Supremo y
muy numerosos también los jueces disidentes. Sin embargo, son pocos los que
han pasado a la historia, circunstancia que, en gran medida, se ha debido a su
visión profética. En expresión de Barth46, se trata de los “Prophets with Honor”.
Se trata, dicho de otro modo, de los dissents que a menudo revelan la congruencia
percibida entre la Constitución y los “evolving standards of decency that mark the
progress of a maturing society”47.
Profética sería la visión del Justice John Marshall Harlan (nombrado en 1877
por el Presidente Hayes, permaneciendo en su cargo hasta 1911, año de su muerte)
en el celebérrimo caso Plessy v. Fergusson (1896), en el que, frente a la infame
doctrina de la Corte, que apoyó la segregación racial impuesta por algunos Estados
en base a la denigrante doctrina de que un trato “separado pero igual” no violaba
el derecho de los ciudadanos a la igual protección ante la ley, el Justice Harlan
escribió unas memorables palabras: “Our Constitution is color-blind, and neither
knows nor tolerates classes among citizens”. El dissent de Harlan se convertiría
medio siglo después en la doctrina unánime de la Supreme Court en el no menos
célebre caso Brown v. Board of Education of Topeka (1954), que deshizo la doctrina

44
Igor KIRMAN: “Standing Apart to Be Part: The Precedential Value of Supreme Court Concur-
ring Opinions”, en Columbia Law Review, Vol. 95, No. 8, December 1995, pp. 2083 y ss.; en concreto,
p. 2087.
45
Karl M. ZoBELL: “Division of opinion in the Supreme Court...”, op. cit., pp. 195-196.
46
Alan BARTH: Prophets with Honor: Great Dissents and Great Dissenters in the Supreme Court,
Alfred A. Knopf, New York, 1974.
47
Trop v. Dulles (1958). En esta sentencia, decidida el 31 de marzo de 1958 por una escasa mayoría
de 5 votos a favor frente a 4 en contra, en la que se acoge esa alusión a los “standards de decencia
que el progreso de las sociedades va imponiendo”, el Tribunal decidió, que la expatriación por
cualquier razón constituía un “cruel and unusual punishment” prohibido por la Octava Enmienda.
Consecuentemente, el Congreso no podía imponer ese castigo sin violar la mencionada cláusula de
la VIII Enmienda.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1195

“separate but equal”. Harlan representó la quintaesencia de la voz que grita en el


desierto48, pero esa voz resultó a la postre ser profética.
En forma análoga, por recordar otro caso histórico, Oliver Wendell Holmes,
en su bien conocido dissent en el caso Lochner v. New York (1905), se convirtió en
el guía de la crítica emitida por la generación siguiente respecto de la doctrina del
substantive due process y de la libertad de contratación, pero de ello nos ocupare-
mos en detalle más adelante. En 1937, el argumento esgrimido por Holmes, del
que puede recordarse ahora su famosa afirmación de que “la XIV Enmienda no ha
constitucionalizado la teoría de los equilibrios sociales de H. Spencer”, se convirtió
en doctrina mayoritaria cuando la Supreme Court, en un trascendental overruling,
derribó el precedente Lochner, que entrañaba la renuncia a toda interferencia
judicial en el control de constitucionalidad de la legislación industrial y laboral de
los Estados, en el bien conocido caso West Coast Hotel v. Parrish (1937), sentencia
de la que sería ponente el Chief Justice Charles Evans Hughes.
Es verdad, que aunque uno de los fines del dissent, quizá el más relevante, sea
el de persuadir a los colegas con vistas a que en el futuro puedan adscribirse a
la posición sustentada en la disidencia, no siempre es ése el objetivo perseguido,
o por lo menos la finalidad primigenia. De ello ilustra con nitidez la siguiente
reflexión de Curtis49: “Dissents serve a large purpose than either to cover scruples
of conscience or to save your judicial reputation as a good lawyer. Dissents are
competing opinions in their own right. They are what the dissenter would have
said if he had persuaded enough of his colleagues to agree with him”. En definitiva,
aunque la finalidad persuasiva50 con vistas al futuro sea de enorme relevancia,
en muchas ocasiones, el dissent revela la profunda convicción del disidente en
torno a una determinada interpretación o postulado jurídico, a veces, incluso,
por razones de conciencia, si bien es en algunos de estos casos cuando el dissent
adquiere su más profunda proyección profética. Como escribe Kelman51, “deep
conviction is the fuel that drives dissent past the limits of hope, beyond appeal to
the intelligence of a future day, and into the realm of the quixotic”.
Junto a los grandes Justices a que antes hemos aludido, que han marcado
la historia del sistema judicial norteamericano, muchos otros han tenido un
rol relevante en relación con el instituto en cuestión. Los hay, sin más, que han
destacado por su enorme prolijidad en la formulación de separate opinions,
aunque es cierto que, en ocasiones, los grandes dissenters han sido especialmente
prolíficos en las disidencias. Un Juez del “United States Circuit Court of Appeals”
(Seventh Circuit, Chicago), el Judge Evans, en un artículo publicado en 1938,
procedió a computar el número de opinions, dissents y concurrences de la Corte

48
William J. BRENNAN, Jr.: “In Defense of Dissents”, op. cit., p. 431.
49
Charles CURTIS: Lions Under the Throne, 1947, pp. 74-75. Cit. por Maurice KELMAN: “The
Forked Path of Dissent”, en Supreme Court Review, Vol. 1985, 1985, pp. 227 y ss.; en concreto, p. 239.
50
“The majority –escribe el propio Curtis (Ibidem)– exercise all the powers of the Court, but the
minority have a curious concurrent jurisdiction over the future. For a dissent is a formal appeal for
a rehearing by the Court sometime in the future, if not on the next occasion”.
51
Maurice KELMAN: “The Forked Path of Dissent”, op. cit., p. 257.
1196 EL JUSTICE OLIVER WENDELL HOLMES: “THE GREAT DISSENTER”

Suprema, sistematizándolo en función de los volúmenes en los que se recogen las


opinions of the Court (que agrupa, a partir del décimo volumen, de diez en diez) y
englobándolos en tres grandes bloques: del volumen 5 al 100 (cronológicamente
llega hasta 1879 y en esta etapa se contabilizan 5.419 opinions, 716 dissents y 142
concurrences); del volumen 101 al 187 (período que va de 1880 a 1902, en el que se
computan 5.635 opinions, 649 dissents y 113 concurrences), y en fin, del volumen
188 al 279 (que se corresponde cronológicamente con los años 1903 a 1928, en el
que Evans cuenta 6.065 opinions, 799 dissents y 184 concurrences)52.
Al margen ya de los datos precedentes, nos interesa aludir a lo que Evans
denomina53 “Justices Dissenting Record”, esto es, a los Jueces que mayor número
de separate opinions formularon en el largo período estudiado (hasta 1928). Ese
ranking, que el mencionado autor no ordena, podemos estructurarlo por nuestra
parte como sigue: lº) Justice Edward Douglas White (Juez entre 1894 y 1910), con
un total de 285 separate opinions; 2º) Justice John Marshall Harlan (Juez entre 1877
y 1911), con un total de 284 separate opinions; 3º) Justice Stephen Johnson Field
(miembro del Supremo entre 1863 y 1897), que totaliza 270 separate opinions; 4º)
Justice David Josiah Brewer (Juez de la Supreme Court entre 1890 y 1910), con
un total de 269; 5º) Justice Oliver Wendell Holmes (Juez de la Corte entre 1902 y
1932), con un montante total de 205 separate opinions; 6º) Justice Louis Dembitz
Brandeis (Juez entre 1916 y 1939), con 197 separate opinions, como es obvio, hasta
la fecha computada (1928); 7º) Justice Samuel Freeman Miller (Juez del Supremo
entre 1862 y 1890), con 162 separate opinions; 8º) Justice James Clark McReynolds
(Juez entre 1914 y 1941), con un total (hasta 1928) de 158; 9º) Justice Joseph P.
Bradley (en el Tribunal entre 1870 y 1892), con un total de 154 separate opinions;
10º) Justice Nathan Clifford (Juez del Supremo entre 1858 y 1881), que totaliza
141, y finalmente, 11º) Justice John Hessin Clarke (Juez de la Corte entre 1916 y
1922), con un total de 107 separate opinions.
De los datos precedentes destacaríamos el hecho de que, con dos únicas
excepciones (las de los Justices White y Clifford), todos los Jueces enumerados
han ocupado el cargo por un período de veinte o más años, no obstante lo cual es
sorprendente que quien encabeza el ranking tan sólo desempeñara su función de
Juez del Supremo durante 16 años, lo que presupone que suscibiera un promedio
de casi 18 separate opinions anuales. Por lo demás, el hecho de que los cálculos
llevados a cabo por Evans y plasmados hasta ahora lleguen tan sólo hasta 1928,
se traduce en que, en algunos supuestos, particularmente en los de los Jueces
Brandeis y McReynolds, el ranking deba ser modificado. En efecto, con los datos
que adicionalmente ofrece el mismo autor acerca de las dissenting opinions en el
período que media entre el 8 de octubre de 1929 y el 1 de junio de 1937 (volúmenes
de recopilación de opinions de la Supreme Court números 280 a 301), Brandeis,
que en esta última etapa acumula 91 separate opinions, pasaría a ocupar el primer
puesto de esa escala, totalizando 288 separate opinions. Y también ascendería en

52
Evans A. EVANS: “The Dissenting Opinions–Its Use and Abuse”, op. cit., pp. 138-139.
53
Ibidem, p. 140.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1197

ella McReynolds, que entre 1929 y 1937 acumula 79 separate opinions, lo que le
hace totalizar 237.
Tan sólo añadiremos que, si nos circunscribimos a esa última etapa computada
por Evans, los cinco Justices que en ella acumulan mayor número de separate
opinions son, por este orden: Harlan Fiske Stone (Associate Justice entre 1925 y
1941, año en que sería promovido por el Presidente Roosevelt al cargo de Chief
Justice); Louis Dembitz Brandeis (Juez, como antes se dijo, entre 1916 y 1939);
Benjamin Nathan Cardozo (Justice entre 1922 y 1938); James Clark McReynolds
(como asimismo dijimos, Juez entre 1914 y 1941), y Pierce Butler (Juez del
Supremo entre 1923 y 1939).
No vamos a detenernos más en estos datos numéricos, que en todo caso se
cierran aproximadamente en el momento del triunfo de la que se conoce como
“Revolución constitucional”. Ya se ha señalado que el número de disidencias
irá progresivamente en aumento a partir de 1937, encontrándonos en los años
subsiguientes, a lo largo del siglo, con Justices que superarán de largo el número de
disidencias del Juez Brandeis, que dijimos que era quien encabezaba ese escalafón,
por así llamarlo. Así, por poner algunos ejemplos, el Juez John Marshall Harlan, o
el segundo Justice Harlan, como también se le conoce, (Juez entre 1955 y 1971), y
aún teniendo en cuenta que las cifras de cómputo de los distintos autores que de ello
se han ocupado no concuerdan por entero, escribió más de 400 separate opinions, y
un número aún superior sería el que suscribiría el Justice William Joseph Brennan,
Jr. (Juez de la Corte entre 1956 y 1990), que supera el medio centenar.
Todo ello deja meridianamente claro, que el Justice Oliver Wendell Holmes, del
que vamos a pasar a ocuparnos de inmediato, no fue ni de lejos el mayor disidente, si
se atiende a los datos cuantitativos, pero pocos dudan de que nadie como él merece
el título de “the great dissenter”, no por la cantidad de sus separate opinions, sino
por la enorme trascendencia e impacto de sus votos particulares. Ningún otro Juez
vería sus posiciones disidentes convertidas, tan rápidamente y en tan gran número,
en la doctrina oficial de la Corte a través lógicamente del pertinente overruling.
Posiblemente, ningún otro fue tan original, y al unísono tan rupturista en sus
planteamientos como este inconmensurable jurista. En él nos centramos.

3. El paradigma de los dissenters: Oliver Wendell Holmes y el realismo


legal

A) Holmes, el apóstol de la libertad

Nacido en Boston (1841) e hijo de un médico, profesor de Anatomía y Psicolo-


gía de la Universidad de Harvard54, Oliver Wendell Holmes fue Justice de la Corte

54
Como recuerda Kurland, en su comentario bibliográfico a la obra de Mark De Wolfe Howe,
Justice Oliver Wendell Holmes: The Shaping Years, 1841-1870 (Harvard University Press, Cambridge,
1198 EL JUSTICE OLIVER WENDELL HOLMES: “THE GREAT DISSENTER”

Suprema de Massachusetts (1882-1899) y Presidente de la misma (1899-1902)


inmediatamente antes de ser nombrado por el Presidente Theodore Roosevelt,
el 8 de diciembre de 1902, Associate Justice de la Supreme Court, cargo en el que
permanecería hasta su retirada el 12 de enero de 1932, habiendo pues celebrado
su nonagésimo cumpleaños como Justice, en plenitud de facultades, innecesario
es decirlo. Fallecería en 1935. Holmes, diría ZoBell55, “was and remains the best
known figure who has ever been connected with the Supreme Court and one of the
four or five most widely regarded individuals in American government history”.
La llegada de Holmes al Tribunal Supremo anuncia una nueva era, la del llama-
do liberal dissent56, lo que sin ningún género de dudas debe de ponerse en íntima
conexión con su mismo talante. En el muy relevante homenaje que le dedicó la
Harvard Law Review con ocasión de su nonagésimo cumpleaños57, Cardozo –que al
año siguiente, tras su retiro, sustituiría a Holmes en la Supreme Court, ubicándose,
como se ha subrayado generalizadamente58, en la misma tradición– recordaba
de Holmes que “Men speak of him as a great Liberal, a lover of Freedom and its
apostle”, para apostillar de inmediato: “All this in truth he is, yet in his devotion
to Freedom he has not been willing to make himself the slave of a mere slogan”59.
El título de “gran liberal y apóstol de la libertad”, en último término, como el
propio Cardozo reconocía, no era sino el resultado de un hecho inequívoco: nadie
como Holmes había trabajado más incesantemente para demostrar la verdad de
que los derechos nunca son absolutos, aunque siempre se encuentran en lucha
y encaminados a que sean declarados en sí mismos como tales. A este respecto,
es paradigmático el último párrafo del dissent que Holmes presentó en el caso
Truax v. Corrigan (1921)60: “Debo añadir una consideración general. No hay nada
que lamente más que la utilización de la Decimocuarta Enmienda más allá de la
estricta fuerza de sus palabras para evitar la realización de experimentos sociales
que una parte importante de la comunidad desea, como manifiesta en los distintos
Estados, aunque esos experimentos puedan parecerme a mí y a aquellos cuya
opinión más respeto fútiles o incluso nocivos”.

Mass., 1957), la profesión jurídica no fue, sin embargo, completamente ajena a su familia, pues su
abuelo materno fue un distinguido Juez de la Supreme Judicial Court of Massachusetts. Philip B.
KURLAND: “Portrait of the Jurist as a Young Mind” (Book Reviews), en The University of Chicago
Law Review, Vol. 25, 1957-1958, pp. 206 y ss.; en concreto, p. 216.
55
Karl M. ZoBELL: “Division of opinion in the Supreme Court...”, op. cit., p. 201.
56
John T. GANOE: “The passing of the old dissent”, en Oregon Law Review, Vol. XXI, 1941-1942,
pp. 285 y ss.; en concreto, p. 287.
57
Harvard Law Review, Vol. XLIV, 1930-1931, pp. 677-696. Colaboraciones de Charles Evans
Hughes, C. Sankey, W. A. Jowitt, Benjamin Nathan Cardozo y Sir Frederick Pollock.
58
“Cardozo –escribe, por ejemplo, Griswold– was appointed in his place and carried on the same
tradition, though with his own lustre”. Erwin N. GRISWOLD: “Owen J. Roberts as a Judge”, en
University of Pennsylvania Law Review, Vol. 104, 1955-1956, pp. 332 y ss.; en concreto, p. 335.
59
Benjamin N. CARDOZO: “Mr. Justice Holmes”, en Harvard Law Review, Vol. XLIV, 1930-1931
(No. 5, March 1931), pp. 682 y ss.; en concreto, p. 687.
60
A efectos de los dissents de Holmes, manejamos, indistintamente, estas dos obras: Los votos
discrepantes del Juez O. W. Holmes, estudio preliminar y traducción de César ARJONA SEBASTIÀ,
Iustel, Madrid, 2006, y la obra publicada en Italia, Oliver WENDELL HOLMES: Opinioni dissenzienti,
a cura di Carmelo GERACI, Giuffrè Editore, Milano, 1975.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1199

En los años veinte, tras la incorporación de Brandeis a la Corte Suprema (en


1916 exactamente), las palabras “Justice Holmes and Brandeis dissented” llegaron
a ser un estribillo familiar (“a familiar refrain”) en las discusiones acerca del
trabajo de la Corte, y poco tiempo después, tras la llegada al Tribunal de Stone (en
1925), un nuevo estribillo se consolidó: “Holmes, Brandeis, and Stone dissenting”,
convirtiéndose, como escribe Swisher61, en “the hallmark of liberalism with respect
to constitutional issues”.
Algunos autores han subrayado la importancia de Brandeis en el liberalismo
de Holmes. Así, Konefsky llega a decir que hay quienes sospechan que Holmes
era en el fondo (“at heart”) un conservador y que su liberalismo fue, de largo,
producto de la influencia que Brandeis ejerció sobre él62. Incluso, se dice que el
Chief Justice William Howard Taft (que presidió el Tribunal Supremo entre 1921
y 1930, y del que, como dato peculiar, recordaremos que, al margen de otros
muchos y muy relevantes cargos, a fines de 1908 había sido elegido Presidente
de los Estados Unidos, cargo que ejerció durante cuatro años, siendo derrotado
al final de su mandato por el demócrata Wilson), a través de su correspondencia
privada, fue parcialmente responsable de alimentar “el mito de la completa
dependencia de Holmes respecto a Brandeis”63. Innecesario es decir, que es
imposible entrar a valorar tales especulaciones. Con todo, algunos datos objetivos
sí pueden ser traídos a la memoria. Brandeis se incorporó a la Corte casi catorce
años después que Holmes. Éste, al margen ya de su importante labor judicial
ejercida en Massachusetts, era bien conocido por sus dissents en la Supreme
Court de corte inequívocamente liberal con anterioridad a la llegada de Brandeis.
Pensemos, por poner un único, aunque realmente paradigmático, ejemplo, en
su celebérrima disidencia en el caso Lochner v. New York (1905). Y todo ello, al
margen ya de sus bien conocidos escritos, entre ellos su famoso libro The Common
Law, cuya 1ª edición es de 1881, y su célebre artículo “The path of the law”, que
publica la Harvard Law Review el 25 de marzo de 189764, y que a su vez reproducía
una conferencia pronunciada el 8 de enero de ese mismo año con ocasión de la
inauguración del nuevo “Hall” de la Boston University School of Law. A nuestro
juicio, sería una trivialización hacer depender unilateralmente el liberalismo de
Holmes del influjo de Brandeis, sin que ello deba entenderse en el sentido de que
queramos negar toda influencia del último sobre el primero.
Por lo demás, las diferencias de carácter y de talante entre los dos grandes
Justices parece que eran notables, incluso abismales. De Holmes se ha dicho65,
que era un “scholar and philosopher”, cuyo escepticismo respecto del hombre y
de la sociedad lo convirtió en desdeñoso de los impulsos hacia delante y hacia

61
Carl Brent SWISHER: “The Supreme Court–Need for Re-Evaluation”, en Virginia Law Review,
Vol. 40, No. 7, November 1954, pp. 837 y ss.; en concreto, p. 842.
62
Samuel J. KONEFSKY: “Holmes and Brandeis: companions in dissent”, en Vanderbilt Law
Review, Vol. 10, 1956-1957, pp. 269 y ss.; en concreto, p. 269.
63
Ibidem, p. 270.
64
Oliver Wendell HOLMES: “The path of the law”, en Harvard Law Review, Vol. X, 1896-1897,
pp. 457 y ss.
65
Samuel J KONEFSKY: “Holmes and Brandeis: companions in dissent”, op. cit., p. 281.
1200 EL JUSTICE OLIVER WENDELL HOLMES: “THE GREAT DISSENTER”

atrás de los reformistas. Y de Brandeis, que era por naturaleza un luchador


por las causas (“a fighter for causes”), cuya confianza en las posibilidades de
una regeneración social derivó de su creencia en que a través del empleo de la
inteligencia, los hombres pueden aprender a controlar su destino. Desde una
óptica bien distinta, Freund marcó con gran agudeza las diferencias entre uno y
otro. “Holmes and Cardozo –escribía hace poco más de medio siglo el connotado
Profesor de Harvard66– belonged to the school of Shakespeare, Brandeis to that
of Balzac and Anatole France”.

B) Holmes, “the Great Dissenter”

Muchos han otorgado a Oliver W. Holmes el título de “The Great Dissenter”67;


sin embargo, y de ello ya nos hicimos eco, la realidad estadística nos muestra que
Holmes no fue un gran disidente, por lo menos desde una óptica puramente cuan-
titativa. Los datos que ofrece la doctrina al efecto son significativos. Schwartz68
recuerda que mientras Holmes ocupó su puesto en el Supremo, éste dictó unas
6.000 sentencias; Holmes sólo formuló dissents o se adhirió a los escritos por otros
jueces en 70 ocasiones. Mello, a su vez, precisa69, que durante sus treinta años
en la Corte, Holmes escribió 975 opinions of the Court, 72 dissenting opinions y
14 concurring opinions; además, Holmes disintió sin formalizar por escrito su
disidencia en un centenar de ocasiones. Los datos, como puede apreciarse, no
son exactamente coincidentes, algo muy normal entre la doctrina norteamericana
cuando se atiende a sus recuentos de disidencias o concurrencias de los Jueces
del Supremo, pero la divergencia no es significativa. Sí lo es, por contra, si
confrontamos los datos de Evans, ya transcritos en un momento precedente, que,
recordémoslo, cuantifica en un total de 205 las separate opinions de Holmes. Este
dato nos parece en exceso exagerado, y sólo admisible si se presupone que el autor
ha tomado en cuenta las disidencias de Holmes que éste, finalmente, no plasmó
por escrito. Pero incluso aunque se admitiera el número de dos centenares de dis-
senting y concurring, todavía el número total de disidencias de Holmes sería muy
inferior al de otros grandes disidentes de la Corte. En definitiva, Holmes nunca
podría ostentar el título que se le atribuye en atención al puro dato cuantitativo.

66
Paul A. FREUND: “Mr. Justice Brandeis. A Centennial Memoir”, en Harvard Law Review, Vol.
70, No. 5, March 1957, pp. 769 y ss.; en concreto, p. 776.
67
Así lo reconocen, entre otros muchos, Karl M. ZoBELL, en su clásico y documentadísimo
trabajo, “Division of opinion in the Supreme Court: a history of judicial desintegration”, en Cornell
Law Quarterly, Vol. 44, 1958-1959, pp. 186 y ss.; en concreto, p. 202. En idéntico sentido y dentro ya
de la doctrina europea, Carmelo GERACI, en la “Introduzione” a la obra del propio Oliver Wendell
HOLMES: Opinioni dissenzienti, op. cit., pp. VII y ss.; en concreto, p. XI. En este libro se recoge, en
lengua italiana, gran parte de la obra escrita de Holmes, incluyendo su célebre artículo “La via del
Diritto” (“The Path of the Law”).
68
Bernard SCHWARTZ: “The Judicial Ten: America´s Greatest Judges”, op. cit., p. 421.
69
Michael MELLO: “Adhering to our views: Justices Brennan and Marshall and the relentless
dissent to death as a punishment”, en Florida State University Law Review, Vol. 22, 1994-1995, pp.
591 y ss.; en concreto, p. 627.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1201

Lo que acabamos de decir ha sido puesto de relieve muchas veces y desde


tiempos lejanos. Buen ejemplo de ello lo encontramos en las reflexiones que
realizara el relevante Profesor inglés Sir Frederick Pollock, gran amigo de Holmes,
en el monográfico de homenaje al último que la Harvard Law Review le tributara
con ocasión de convertirse en nonagenario, ejerciendo en plenitud las funciones
de su cargo de Justice, un hecho, desde luego, digno de encomio y de admiración.
“Some people –escribía Pollock70– seem to think that Mr. Justice Holmes is always
dissenting. Does he really dissent much oftener than his learned brethren, or is
the impression due to the weight rather than the number of the dissents?”. Es in-
necesario responder a la pregunta que precede. En la propia interrogación ya está
implícita la respuesta. No puede caber duda alguna de que la fama que siempre
acompañó al Justice Holmes como dissenter es consecuencia del impacto, de la
fuerza de sus dissents. Como señala Aikin71, si sus dissents fueron relativamente
pocos, por el contrario, “his dissent were both challenging and powerful”72. Por
todo ello, no puede aceptarse el criterio sustentado por algunos autores, en el
sentido de que se habría exagerado notablemente el rol de disidente de Holmes.
En cuanto asentado en un puro criterio numérico, tal juicio es erróneo, pues como
bien se ha dicho, “la evaluación de un fenómeno de profundidad intelectual y de
significado histórico, no podría hacerse con base en las meras estadísticas”73.
La misma fuerza de los dissents de Holmes permite explicar que un elevado
número de ellos se convirtieran antes o después, a través del pertinente overruling,
en Derecho vigente. ZoBell ha hecho hincapié74 en el dato harto elocuente, de
que el número de dissents de Holmes que llegaron a convertirse en Derecho es
notablemente superior a la media de los que lo logran (“un uncommon degree,
Justice Holmes´ dissenting opinions <became the law>”): algo menos de un 10
por 100 de los 173 dissents que cuantifica este autor (lo que da pie para pensar
que, al igual que Evans, contabiliza las disidencias no escritas de Holmes) fueron
reconocidos en su sustancia con posterioridad, o subsecuentemente declarados
Derecho vigente. Si por establecer una comparación , se confronta este dato con
el porcentajes de dissents del Justice Harlan –otro gran disidente– que llegaron a
ser Derecho vigente, la confrontación revela no sólo un más elevado porcentaje
a favor de Holmes, sino, lo que también resulta significativo, que esa conversión
se produjo en un más reducido espacio de tiempo. “The post-1937 Court –escribe
al respecto McCloskey, en la que es una de las obras clásicas sobre la Corte

70
Frederick POLLOCK: “Mr. Justice Holmes”, en Harvard Law Review, Vol. XLIV, No. 5, March
1931, pp. 693 y ss.; en concreto, p. 695.
71
Charles AIKIN: “The United States Supreme Court: The Judicial Dissent”, en Jahrbuch des
Öffentlichen Rechts der Gegenwart, Band 18, 1969, pp. 467 y ss.; en concreto, p. 470.
72
No deja de tener interés recordar la apreciación hecha por quien habría de ser otro gran
Associate Justice, Felix Frankfurter, que ejerciera el cargo entre 1939 y 1962. “To consider Mr. Justice
Holmes´opinions –decía Frankfurter antes de su acceso a la Supreme Court– is to string pearls”. Cit.
por Frederick POLLOCK: “Mr. Justice Holmes”, op. cit., p. 695.
73
Samuel F. KONEFSKY: “Holmes and Brandeis: companions in dissent”, op. cit., p. 277.
74
Karl M. ZoBELL: “Division of opinion...”, op. cit., p. 211.
1202 EL JUSTICE OLIVER WENDELL HOLMES: “THE GREAT DISSENTER”

Suprema75– in effect adopted the criterion urged by Justice Holmes in his classic
series of dissents during the first three decades of the century”76.
Mientras hubo de pasar una generación tras su muerte para que el gran Justice
John Marshall Harlan, el primer Harlan (Juez entre 1877 y 1911), autor de uno
de los más célebres dissents de la historia judicial norteamericana, del que ya nos
hemos hecho eco, el formulado en la infame sentencia del caso Plessy v. Ferguson
(decidido el 18 de mayo de 1896), fuera realmente (desde un plano jurídico)
redescubierto, al producirse el overruling de Plessy en el no menos célebre caso
Brown v. Board of Education of Topeka (decidido el 17 de mayo de 1954), tan sólo
tres años después del famoso dissent holmesiano en Lochner v. New York (1905),
el Tribunal fundamentaba una excepción frente a la rotunda decisión del caso
Lochner, al enfrentarse a una norma legal que regulaba las horas de trabajo de las
mujeres. Como recuerda McCloskey77, la Corte razonó en el sentido de que “the
social and physical characteristics of women put them at a special disadvantage
in the struggle for subsistence, and it is therefore reasonable for the state to limit
the hours they can be worked”. Pocos años después, en 1917, el caso Bunting v.
Oregon suponía el overruling de la doctrina Lochner, en la línea defendida por el
dissent de Holmes, al que nos referiremos con algún detalle más adelante. Y el
conocidísimo caso West Coast Hotel v. Parrish (decidido el 29 de marzo de 1937)
supondrá el punto de inflexión del Tribunal Supremo en su jurisprudencia sobre
el New Deal rooseveltiano, tan combatida por Holmes, y con ello el triunfo de la
que se conoce como “Revolución constitucional”.
La procedencia de Oliver W. Holmes de la Corte Suprema de Massachusetts no
dejó de condicionarlo en su posicionamiento en torno al dissent. En Massachusetts
era muy raro que los jueces disidentes hicieran público su dissent. No debe
extrañar por ello, que en su primer dissent en la United States Supreme Court, en
el caso Northern Securities Co. v. United States (1903), afirmara Holmes: “I am
unable to agree with the judgment of the majority of the Court, and although I

75
Robert G. McCLOSKEY: The American Supreme Court, 2nd ed. (revised by Sanford Levinson),
The University of Chicago Press, Chicago & London, 1994, pp. 124-125.
76
Bien significativa de este cambio de tendencia, en perfecta ósmosis con el pensamiento de
Holmes, será la sentencia dictada en el célebre caso United States v. Carolene Products Co. (1938),
que escribe como opinion of the Court el muy relevante Justice Harlan Fiske Stone, posteriormente
nombrado Chief Justice. En ella puede leerse lo que sigue:
“Sólo podemos declarar inconstitucionales las leyes que afecten a las transacciones comerciales
ordinarias en caso de que, a la luz de los hechos conocidos o que puedan tenerse por ciertos, pueda
descartarse que se fundamenten en una base racional, dados el conocimiento y la experiencia de los
legisladores”.
El Tribunal sentaba de esta forma un auténtico principio de presunción de la constitucionalidad,
que aunque en la muy trascendental nota a pie de página núm. 4 de la sentencia (“a footnote that has
become more important than the text”, dirá de ella J. M. BALKIN, en “The Footnote”, en Northwestern
University Law Review, Vol. 83, 1988-1989, pp. 275 y ss.; en concreto, p. 281) se vea un tanto aminorado,
cuando la ley de que se trate parezca a simple vista referirse a alguna de las prohibiciones expresamente
contenidas en la Constitución, como, por ejemplo, las establecidas en las diez Primeras Enmiendas
(el conocido como Bill of Rights), regla que también puede extenderse a la Enmienda XIV, lo cierto
es que ni tan siquiera en esos casos se prescinde por entero del referido principio.
77
Robert G. McCLOSKEY: The American Supreme Court, op. cit., p. 104.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1203

think it useless and underisable, as a rule, to express dissent, I feel bound to do so


in this case and to give my reasons for it”78.
Por otra parte, su propia filosofía, tendente al compromiso y al intercambio
de ideas, de la que encontramos una manifestación paradigmática en su conocido
dissent en el caso Abrams v. United States (1919)79, le conducirá a una inequívoca
posición de self restraint. Y así podrá afirmar80, que “imitation of the past, until we
have a clear reason for change, no more needs justification than appetite”. En su
voto disidente en el caso Baldwin v. Missouri (1930), refleja de modo inequívoco
esta llamada a la prudencia: “Ahora bien, no creo que el constituyente haya
pretendido darnos carta blanca para introducir nuestras convicciones económicas
o morales en sus prohibiciones”81.

C) Holmes y el realismo legal

El Justice Holmes, a través de sus sucesivos pronunciamientos, muy parti-


cularmente de sus dissents, se convertirá en el más destacado abanderado de la
Corte a favor del realismo legal, o lo que es igual, de un abandono de la búsqueda
del significado auténtico de las normas constitucionales y su sustitución por el
acomodo de los principios constitucionales a las necesidades sociales y a los
valores mutantes de cada momento histórico.
Holmes mostró un inequívoco escepticismo frente a los dogmas y las opiniones
dogmáticas. “No hay una sola proposición general que valga lo más mínimo”,
escribía en una carta dirigida a su amigo Sir Frederick Pollock en 1919, tal y
como ya tuvimos oportunidad de mencionar. Nadie, dirá Cardozo82, combatió
más eficazmente que él la represión de una fórmula y la tiranía de las etiquetas

78
Kurt H. NADELMANN: “The Judicial Dissent. Publication v. Secrecy”, en The American Journal
of Comparative Law, Vol. 8, 1959, pp. 415 y ss.; en concreto, p. 419. Este artículo, uno de los más
importantes sobre el tema del dissent, puede verse asimismo en versión italiana, “Il <dissenso> nelle
decisioni giudiziarie (pubblicità contro segretezza)”, en la obra Le opinioni dissenzienti dei giudici
costituzionali ed internazionali, a cura di Costantino Mortati, Giuffrè Editore, Milano, 1964, pp. 31 y
ss. Asimismo, en versión alemana, “Das Minderheitsvotum im Kollegialgericht – Bekanntgabe oder
Geheimhaltung?”, en Archiv des öffentlichen Rechts, 86. Band, Heft 1, Juli 1961, pp. 39 y ss.
79
Bien significativas al respecto son las siguientes reflexiones de Holmes en el dissent que suscribe
en el mencionado caso, Abrams v. United States (1919): “Pero cuando los humanos se han dado cuenta
de que el tiempo ha frustrado muchas doctrinas, pueden llegar a creer, incluso más de lo que creen en
los fundamentos mismos de su conducta, que la mejor manera de alcanzar el bien último es a través
del libre intercambio de ideas, que el mejor test para la verdad es que la idea pueda ser aceptada en la
competición del mercado, y que la verdad es la única base sobre la que sus deseos pueden realizarse.
Esa es al menos la teoría de nuestra Constitución”.
80
Oliver Wendell HOLMES: “Holdsworth´s English Law”, en Collected Legal Papers, 1920, pp. 285
y ss.; en concreto, p. 290. Cit. por Herbert WECHSLER: “Toward Neutral Principles of Constitutional
Law”, en Harvard Law Review, Vol. 73, No. 1, November 1959, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 17.
81
Puede verse el texto de este dissent en Oliver W. HOLMES: Opinioni dissenzienti, op. cit., pp.
250-252.
82
Benjamin N. CARDOZO: “Mr. Justice Holmes”, en Harvard Law Review, Vol. XLIV, 1930-1931,
pp. 682 y ss.; en concreto, p. 688.
1204 EL JUSTICE OLIVER WENDELL HOLMES: “THE GREAT DISSENTER”

(“the Tyranny of tags and tickets”). En la misma dirección, Frankfurter señalaba


en 191683, que en los más variados casos el Justice Holmes mostraba el mismo
realismo, el mismo rechazo a dejarse derrotar por la lógica formal, idéntica mirada
hacia las necesidades y costumbres locales, la misma deferencia hacia el conoci-
miento del hecho local. Holmes reconoce que el gobierno significa necesariamente
experimentación, y mientras lo esencial de las limitaciones constitucionales es
confinar el área de experimentación, las limitaciones no vienen definidas “per
se” y han sido proyectadas para permitir el gobierno. Necesariamente, por tanto,
la puerta no estaba dirigida a ser cerrada a la prueba y al error. “Constitutional
law –escribía nuestro Justice en el caso Blinn v. Nelson– like any other mortal
contrivance, has to take some chances”.
Las dissenting opinions de Holmes son mucho más que la notabilísima obra
interpretativa de un gran Juez; son, como bien se ha dicho, una auténtica obra
de filosofía jurídica84, lo que no debe extrañar si se advierte la sólida formación
filosófica de Holmes desde sus años más jóvenes85. No es, por lo demás, una obra
aislada, sino que debe conectarse estrechamente con sus escritos anteriores.
En su trascendental trabajo “The Path of the Law”, retomando la idea que ya
expresara en su obra más relevante y emblemática, The Common Law86, cuya 1ª
edición fue publicada en 1881, reiteraba87 la falacia de la noción de que “the only
force at work in the development of the law is logic”88. Holmes aduce, que aunque
en un sentido amplísimo es cierto que el Derecho es un desarrollo lógico como
cualquier otra cosa, existe un peligro evidente a su juicio, que no se encuentra en
admitir que los principios que gobiernan los otros fenómenos gobiernen también
el Derecho, sino en la idea de que un determinado sistema pueda ser tratado “like
mathematics from some general axioms of conduct”. Es éste un error propio de

83
Felix FRANKFURTER: “The constitutional opinions of Justice Holmes”, en Harvard Law Review,
Vol. XXIX, 1915-1916, pp. 683 y ss.; en concreto, pp. 691-692.
84
César ARJONA, en su “Estudio Preliminar” a la obra Los votos discrepantes del Juez O. W.
Holmes, op. cit., pp. 11 y ss.; en concreto, p. 39.
85
Kurland se ha hecho eco del profundo interés del joven Holmes por la filosofía, de lo que
constituirían buena prueba sus lecturas de Platón, Comte, Fichte, Butler (“Ancien Philosophy”),
Vaughan (“Hours with the Mystics”) y Spencer, entre otros. Philip B. KURLAND: “Portrait of the
Jurist as a Young Mind”, op. cit., p. 212.
86
De esta obra diría Jowitt que era “one of the few legal textbooks which the courts have recog-
nized”. W. A. JOWITT: “Mr. Justice Holmes. On behalf of the English Bar”, en Harvard Law Review,
Vol. XLIV, No. 5, March 1931, p. 681.
87
Oliver Wendell HOLMES: “The Path of the Law”, en Harvard Law Review, Vol. X, No. 8, March
25, 1897, pp. 457 y ss.; en concreto, p. 465.
88
En el origen de este dominio de la lógica hay que retrotraerse a la rígida y dogmática concepción
medieval, según la cual la jurisprudencia, que en cuanto norma de vida se reconducía a una de las
especies de la filosofía, en tanto que interpretatio verborum, se insertaba en la lógica. De ahí que,
como puede leerse en el Cod. Haenel, siempre “quod tractat de interpretatione verborum supponitur
loice”. Cfr. al efecto, Mauro CAPPELLETTI: “L´attività e i poteri del giudice costituzionale in rapporto
con il loro fine generico” (Natura tendenzialmente discrezionale del provvedimento di attuazione
della norma costituzionale), en Scritti Giuridici in memoria di Piero Calamandrei, vol. terzo, CEDAM,
Padova, 1958, pp. 83 y ss.; en particular, cfr. el punto relativo a “conferme desunte dalle critiche alla
teoria dell´interpretazione giuridica come <pura> attività logica o conoscitiva” (pp. 132-138).
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1205

las distintas escuelas, si bien el error no queda aquí confinado. Recuerda Holmes
haber escuchado en una ocasión a un eminente juez afirmar no haber dictado
jamás una decisión de cuya justicia no estuviese absolutamente seguro.
Este modo de pensar lo concibe enteramente natural, pues la formación
de los juristas es una formación en la lógica. Los procedimientos de analogía,
diferenciación y deducción son los más habituales. “The language of judicial
decision –añade nuestro Justice– is mainly the language of logic. And the logical
method and form flatter that longing for certainty and for repose which is in
every human mind”89. Sin embargo, este deseo de certeza y de tranquilidad es un
tanto inconsistente, pues la certeza es generalmente ilusión y la tranquilidad no
pertenece al destino del hombre. Es por ello por lo que Holmes entiende90, que
ninguna proposición concreta es “per se” evidente: “No concrete proposition is
self-evident, no matter how ready we may be to accept it, non even Mr. Herbert
Spencer´s. Every man has a right to do what he wills, provided he interferes not
with a like right on the part of his neighbors”.
Aunque los primeros teóricos del realismo jurídico norteamericano, Karl N.
Llewellyn, Profesor de la Columbia Law School, y el Decano Roscoe Pound, de
la Harvard Law School91, no formalizarán, por así decirlo, su posición sino hasta
los últimos años de la década de los veinte, o incluso en los primeros años de la

89
Oliver Wendell HOLMES: “The Path of the Law”, op. cit., pp. 465-466.
90
Ibidem, p. 466.
91
Especialmente sugestiva sería la trayectoria de Roscoe Pound. En el homenaje que la Harvard
Law Review le rindió en 1964, con ocasión de su fallecimiento, el Justice de la Suprema Corte Thomas
Campbell Clark subrayaba la paradoja de que un Doctor en Botánica sea recordado imperecederamente
“as an architect of the law”. Tom. C. CLARK: “A Tribute to Roscoe Pound”, en Harvard Law Review,
Vol. 78, No. 1, November 1964, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 1.
Desde que en 1896 publicara en The Green Bag su primer artículo, “Dogs and the Law”, hasta su
desaparición en 1964, un millar de títulos vieron la luz, los cuales eran considerados por Griswold,
en el mismo homenaje, como sus monumentos, “more durable than bronze and granite” (Erwin N.
GRISWOLD: “Roscoe Pound–1870-1964, en Harvard Law Review, Vol. 78, No. 1, November 1964, pp.
4 y ss.; en concreto, p. 4). “The Causes of Popular Dissatisfaction with the Administration of Justice”,
“The Scope and Purpose of Sociological Jurisprudence”, “Interpretations of Legal History” y “The
Spirit of the Common Law”, este último traducido al español por José Puig Bretau (El espíritu del
“common law”, Bosch, Barcelona, 1954).
En el Prefacio que el mismo Pound hacía de la mencionada edición española (escrito en Boston,
en abril de 1954), el autor, en pocas palabras, condensaba lo que había sido su permanente visión del
Derecho. Tras poner de relieve los enormes cambios producidos en la sociedad (la urbanización), en
la economía (la industrialización, la mecanización total, la unificación económica...) y, de resultas
de todo ello, en el propio Estado (el Estado se ha convertido en una empresa de servicios), desde
que se publicara la 1ª edición de su libro (en 1921) hasta el momento en que escribe este Prefacio,
Pound señalaba, que ello no obstante, “tenemos motivos para confiar en que la técnica del common
law, la manera de aplicar la experiencia a nuevas situaciones, de buscar su desarrollo de manera
racional y de someter la obra de la razón a la prueba de la ulterior experiencia, permitirán al jurista
americano triunfar en la empresa de situar al common law a la altura de las necesidades de esta
hora”. Tras recordar unas conocidas palabras de Holmes (“la continuidad histórica no es un deber,
es una necesidad”), Pound concluye: “No tenemos ninguna obligación de conservar las normas y los
dogmas del pasado en la forma que los hemos recibido, pero nos incumbe el deber de trabajar con
la experiencia del pasado y con el mismo espíritu del Derecho que nos la ha proporcionado” (Roscoe
POUND, Prefacio a la traducción española antes mencionada, pp. 7-9; en concreto, p. 9).
1206 EL JUSTICE OLIVER WENDELL HOLMES: “THE GREAT DISSENTER”

década inmediata posterior92, sin embargo, como el propio Llewellyn admitía,


desde el inicio del nuevo siglo, los seguidores de esta nueva forma de entender el
Derecho se habían visto emulados por el fermento que había supuesto el liderazgo
del Decano Roscoe Pound.
En su formulación de los puntos comunes de partida del realismo93, Llewellyn
se hará eco, entre otros, de un punto que queremos ahora recordar: “The concep-
tion of the law as a means to social ends and not as an end in itself”. Y Pound , en
su esbozo de “a program of relativist-realist jurisprudence”, que funda en siete
puntos94, incluirá entre ellos: una actitud funcional que, por ejemplo, supone el
estudio no sólo de lo que los preceptos, doctrinas e instituciones son y de cómo
han llegado a serlo, sino de cómo operan95, y un reconocimiento del significado
de cada caso individual, en contraste con el absoluto universalismo del pasado
siglo, sin perder de vista el significado de las generalizaciones y conceptos como
instrumentos encaminados hacia los fines del orden jurídico. Y en definitiva,
a modo de último item omnicomprensivo, “a recognition that there are many
approaches to juristic truth and that each is significant with respect to particular
problems of the legal order”96.
La lectura de estos rasgos referenciales del realistic movement, por utilizar la
identificación que le da Llewellyn, revela bien a las claras la ubicación de Oliver
W. Holmes. Bastante tiempo después, Bobbio, refiriéndose a aquellas corrientes
sociológicas o neo-realistas que insisten de modo particularmente polémico en
la separación entre lógica y Derecho, considerando que les compete el combate
histórico por la “liberazione definitiva della giurisprudenza dall´abraccio mortale
con la logica”, ubicará a Holmes como abanderado de esta corriente al señalar:
“Il motto di questa corrente può essere considerato una della più famose battute
del giudice Holmes, le parole con cui inizia l´opera sulla Common Law: <Vita del
diritto non fu la logica, ma l´esperienza>”97. Cuando Holmes escribe esta reflexión
(“the life of the law has not been logic: it has been experience”), y a ellas añade
que el Derecho encuentra su filosofía en “considerations of what is expedient for

92
En 1931, Llewellyn reafirmaba que no existía una escuela de realistas, que no había un grupo
con un credo oficial aceptado, ni tan siquiera emergente. “There is, however, a movement in thought
and work about law. The movement, the method of attack, is wider than the number of its adherents”.
Karl N. LLEWELLYN: “Some Realism about Realism–Responding to Dean Pound”, en Harvard Law
Review, Vol. XLIV, 1930-1931, pp. 1222 y ss.; en concreto, pp. 1223-1224.
93
Cfr. al efecto, Karl N. LLEWELLYN: “Some Realism about Realism...”, op. cit., pp. 1235 y ss.
94
Cfr. al respecto, Roscoe POUND: “The call for a realist jurisprudence”, en Harvard Law Review,
Vol. XLIV, 1930-1931, pp. 697 y ss.; en concreto, pp. 710-711.
95
“... our new realist in jurisprudence will urge particularly study of concrete instances of rules
or doctrines or institutions in action”. Roscoe POUND: “The call for a realist jurisprudence”, op. cit.,
p. 710.
96
Ibidem, p. 711.
97
Norberto BOBBIO: “Diritto e Logica”, en Rivista Internazionale di Filosofia del Diritto, Anno
XXXIX, fascicolo I-III, Gennaio/Giugno 1962, pp. 9 y ss.; en concreto, pp. 11-12. Añadamos, aunque
sea de modo marginal, que en este clásico trabajo, Bobbio postulará la distinción entre lógica del
Derecho y lógica de los juristas, análoga a la que postularía Kalinowski entre lógica de las normas y
lógica jurídica.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1207

the community concerned”, está haciendo sonar, dirá Schwartz98, el clarín de la


jurisprudencia del siglo XX99.
La desconfianza de Holmes en la lógica y en la “mathematical nicety” de las
soluciones jurídicas se iba a traducir en su doctrina del significado vital, que no
formal, de la Constitución, y en el acento que iba a poner sobre las cuestiones de
grado o condición social100. Esa visión contraria a una jurisprudencia mecánica
y, por lo mismo, abierta a la sociedad, a la realidad, que puede comprenderse
perfectamente si se atiende a lo que muchos años después aducía otro enorme
jurista, Calamandrei, para quien “la realtà è sempre più ricca di ogni previsione”101,
y por lo mismo, “il giurista non è infatti un conservatore di vecchie formule fuori
d´uso, quasi come chi dicesse il conservatore di un museo di anticaglie”102, tendrá
su vivo reflejo en los dissents de Holmes.
Recordaremos a este respecto dos ejemplos bien significativos. El primero lo
encontramos en el caso Coppage v. Kansas (1915), desencadenado por el despido de
un guardagujas por una compañía ferroviaria por negarse a renunciar a su afiliación
sindical, lo que acontece en 1911, despido que una ley de Kansas de 1909 considera-
ba una falta. Holmes, en un conciso dissent, expuso su visión hermenéutica abierta
a la sociedad: “En las condiciones actuales, no es extraño que un trabajador piense
que sólo perteneciendo a un sindicato puede asegurarse un contrato justo (...). Si
esa creencia, sea correcta o errónea, puede mantenerla una persona razonable,
considero que puede ser impuesta jurídicamente para garantizar la igualdad entre
las partes que fundamenta la libertad contractual”. “No me incumbe decidir si la
promulgación de este tipo de leyes resultará a largo plazo beneficiosa o no para
los trabajadores, pero opino firmemente que no hay nada en la Constitución de
los Estados Unidos que lo impida”. Frente a tal posición, el Justice Mahlon Pitney,
escribiendo la opinion of the Court, y con fundamento en el derecho a comprar y
vender mano de obra, entendió que el trabajador había tenido libertad de elección,
por lo que su despido empresarial no podía ser considerado una falta.
Bien significativo será asimismo el posicionamiento de Holmes en el caso
Gitlow v. New York (1925). El Sr. Gitlow había sido acusado de promover “anarquía
criminal”, que una ley de Nueva York definía como aquella doctrina que postulaba
que el gobierno organizado fuera derrocado por la fuerza. La causa de la acusación

98
Bernard SCHWARTZ: “The Judicial Ten...”, op. cit., p. 424.
99
En palabras de uno de los más brillantes realistas, Felix S. Cohen, formuladas en su etapa final,
“las vivas ficciones y metáforas de la jurisprudencia tradicional no son más que poéticas y nemotécnicas
estratagemas para formular decisiones sustentadas con base en otros fundamentos”. L. K. COHEN,
ed.: The Legal Conscience–Selected Papers of Felix S. Cohen, Yale University Press, New Haven, 1960,
p. 37. Cit. por Alexander M. BICKEL: The Least Dangerous Branch (The Supreme Court at the Bar of
Politics), 2nd ed., Yale University Press, New Haven and London, 1986 (first published, 1962, by the
Bobbs-Merrill Company, Inc.), p. 79.
100
Análogamente, Carmelo GERACI, en su “Introduzione” a la obra de Oliver W. HOLMES, Opinioni
dissenzienti, op. cit., p. XXXIX.
101
Piero CALAMANDREI: “La funzione della giurisprudenza nel tempo presente”, en Rivista
trimestrale di Diritto e procedura civile, Anno IX, nº 2, Giugno 1955, pp. 252 y ss.; en concreto, p. 258.
102
Ibidem, p. 253.
1208 EL JUSTICE OLIVER WENDELL HOLMES: “THE GREAT DISSENTER”

era un panfleto escrito por el Sr. Gitlow, “The Left Wing Manifesto”, publicado
por el ala izquierda del partido socialista en Nueva York, en junio de 1919. El
Justice Edward Terry Sanford, redactor de la opinion of the Court, reconoció que
la ley no castigaba doctrinas abstractas, pero entendió que en su última frase (“La
Internacional Comunista llama al proletariado del mundo a la lucha definitiva”) el
manifiesto contenía un lenguaje de instigación directa. Ante la cuestión realmente
relevante de si la ley newyorkina privaba a Gitlow de su libertad de expresión en
violación de la cláusula del due process of law de la Decimocuarta Enmienda, San-
ford afirmó que había peligro “en una simple chispa revolucionaria” y confirmó
la constitucionalidad de la ley.
En su dissent, suscrito conjuntamente con el Justice Brandeis, Holmes
consideró que la decisión debía ser revocada. Tras reivindicar la aplicación del
criterio utilizado por la Corte en el caso Schenck v. United States (1919) (atender
a las circunstancias para apreciar si se ha creado realmente un peligro claro e
inminente que el Estado tiene el derecho de impedir) y relativizar la diferencia
entre la expresión de una opinión y una instigación (en sentido estricto, la única
diferencia es el entusiasmo del orador en relación con el resultado), Holmes
sostendrá: “Si las creencias expresadas a través de la dictadura del proletariado
están destinadas a ser aceptadas por las fuerzas dominantes de la comunidad, el
único sentido de la libertad de expresión es que se les conceda su oportunidad y
puedan abrirse camino”. La grandeza del pensamiento holmesiano aún se puede
apreciar en mayor medida si se recuerda que no tenía ninguna simpatía respecto
de la ideología comunista. Pero la tolerancia y el rechazo de cualquier absolutismo
marcarían toda su vida. Felix Frankfurter, que habría de ser otro de los grandes
Justices de la Supreme Court, así lo subrayaba en 1931, cuando concluía un estudio
introductorio a la publicación de varios de los trabajos de juventud de Holmes,
afirmando: “The philosopher´s stone which Mr. Justice Holmes has constantly
employed for arbitrament is the conviction that our constitutional system rests
upon tolerance and that its greatest enemy is the Absolute”103.
Las reflexiones precedentemente transcritas en su dissent en el caso Gitlow
no son sino una muestra más de su pragmatismo, de su rechazo de toda visión
intransigente y absoluta y, en último término, de su visión de la Constitución como
una norma abierta hacia el futuro, como a living Constitution.

D) Los grandes dissents de Holmes

a) El dissent en el Child Labor case (1918)

Hemos de ocuparnos finalmente de dos de los dissents más célebres, y a la


par trascendentes, de Holmes. Su disidencia en el conocido como el Child Labor
103
Felix FRANKFURTER: “The early writings of O. W. Holmes, Jr.”, en Harvard Law Review, Vol.
XLIV, 1930-1931, pp. 717 y ss.; en concreto, p. 724.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1209

case, a la que se unieron los Jueces Brandeis, McKenna y Clarke, y la que quizá
ha suscitado mayores comentarios de todas las opiniones divergentes expresadas
por Holmes: su dissenting opinion en el caso Lochner.

En el caso Hammer v. Dagenhart (1918), también conocido como el Child


Labor case, la Corte consideró que el Congreso había sobrepasado sus límites
constitucionales al aprobar en 1916 una ley (la conocida como Keating-Owen
Child Labor Act) prohibiendo el transporte interestatal de mercancías producidas
con la ayuda del trabajo de los niños. La mayoría interpretó que la ley no
pretendía regular el transporte interestatal, sino establecer un standard acerca
de la edad a partir de la cual los niños podían ser empleados 104. Los Jueces
de la mayoría vinieron a entender que si la ley relativa al trabajo de los niños
fuera apoyada, “the American system of dual governmental powers might be
practically destroyed”.
El dissent de Holmes en este caso es, ante todo, un argumento contra la
inserción en las decisiones judiciales de puntos de vista personales sobre aspectos
de política social. Significativamente, Holmes mencionaba en su disidencia la
afirmación del Chief Justice Salmon P. Chase (que, nombrado por Lincoln, ocupó
la presidencia de la Corte entre 1864 y 1873), realizada medio siglo antes, en el
sentido de que “the judicial cannot prescribe to the legislative department of the
governmental limitations upon the exercise of its acknowledged powers”.
El motivo colateral para la anulación de la Child Labor Act fue su supuesto
impacto sobre la economía interna de los Estados, consideración que el disidente
juzgó por entero irrelevante, pues, a juicio de Holmes, “the Act does not meddle
with anything belonging to the States”. Los Estados “pueden regular sus asuntos
internos y su comercio interior (“domestic commerce”) como ellos quieran”. Pero
cuando los Estados traten de enviar sus productos más allá de la demarcación
estatal, entonces estarán yendo más allá de sus derechos. Si no hubiera Constitu-
ción ni Congreso, sus poderes para traspasar tal demarcación dependerían de sus
vecinos. Pero, añade Holmes, “under the Constitution such commerce belongs not
to the States but to Congress to regulate. It may carry out its views of public policy
whatever indirect effect they have upon the activities of the States”.
En fin, en el Child Labor case, Holmes insistió en que los jueces no se encon-
traban en libertad para preocuparse por sí mismos de los motivos que pudieran
inspirar una determinada legislación. Como dijera Konefsky105, “his call for

104
En la opinion of the Court, escrita por el Justice William Rufus Day, se puede leer lo que sigue:
“The Act in its effect does not regulate transportation among the States, but aims to standardize the
ages at which children may be employed in mining and manufacturing within the States. The goods
shipped are of themselves harmless... When offered for shipment, and before transportation begins,
the labor of their production is over, and the mere fact that they were intended for interstate commerce
transportation does not make their production subject to federal control under the commerce power”.
105
Samuel J. KONEFSKY: “Holmes and Brandeis: companions in dissent”, op. cit., p. 286.
1210 EL JUSTICE OLIVER WENDELL HOLMES: “THE GREAT DISSENTER”

judicial objectivity was stern and even sardonic”. Algunas de las reflexiones del
gran disidente corroboran tal apreciación:
“The notion that prohibition is any less prohibition when applied to things
now thought evil I do not understand –escribe Holmes en su dissent–. But if there
is any matter upon which civilized countries have agreed –far more unanimously
than they have with regard to intoxicants and some other matters over which
this country is now emotionally aroused– it is the evil of premature and excessive
child labor. I should have thought that if we were to introduce our own moral
conceptions where in my opinion they do not belong, this was preeminently a case
for upholding the exercise of all its powers by the United States.
But I had thought that the propriety of the exercise of a power admitted to
exist in some cases was for the consideration of Congress alone and that this Court
always has disavowed the right to intrude its judgment upon questions of policy
or morals. It is not for this Court to pronounce when prohibition is necessary to
regulation if it ever may be necessary–to say that it is permissible as against strong
drink but not so against the product of ruined lives”.
El rechazo de Holmes a que la Corte impregne su pronunciamiento de consi-
deraciones políticas o morales es manifiesto, y constituirá una de las constantes
de su posicionamiento judicial.
El Congreso reaccionaría con rapidez frente a la desafortunada decisión de
la Corte, aprobando una segunda federal Child Labor law, utilizando para ello
su taxing power para aplicar a los fabricantes los mismos standards normativos
incluidos en la Keating-Owen law. La Corte, impertérrita, y dando una vez más
muestra de su absoluta insensibilidad social, volvió a derribar la nueva ley
protectora de los niños, en esta ocasión en el caso Bailey v. Drexel Furniture Co.
(1922). Sin embargo, el tiempo terminaría dando la razón a Holmes dos décadas
más tarde. En efecto, en el caso United States v. Darby Lumber Co., una sentencia
decidida por unanimidad el 3 de febrero de 1941, escribiendo para la Corte el
Justice Harlan Fiske Stone, que justamente cinco meses después (el 3 de julio) sería
nombrado Chief Justice por el Presidente Roosevelt, y en la que Stone aludiría de
modo explícito al “poderoso y ahora clásico dissent de Holmes”, la Corte llevaba
a cabo el overruling de la doctrina sentada en el Child Labor case, considerando
plenamente conforme con la Constitución la Fair Labor Standards Act (también
llamada la Wages and Hours Act), aprobada en 1938, y considerada el texto legal
principal de la New Deal legislation. Añadamos que esta ley establecía un marco
de salarios mínimos y de unos máximos de horas de trabajo para los empleados
de las industrias cuyos productos fueren transportados y utilizados para el
comercio interestatal. Poco más de 22 años después, la posición de Holmes en
este punto, tan relevante socialmente, se convertía en la doctrina oficial de una
Corte unánime, dato este último bien revelador del cambio de posicionamiento
de sus miembros, nuevos en su gran mayoría.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1211

b) El Lochner case (1905)

La sentencia del caso Lochner, que Rehnquist, quien fuera hasta su fallecimien-
to hace muy pocos años Chief Justice del Tribunal, calificara como una de las más
desafortunadas decisiones de la Corte106, representa uno de esos momentos de la
historia de la Supreme Court en el siglo XX en que los jueces, temporalmente, se
hicieron la ilusión de que el movimiento de progresiva normación de la vida social
y laboral podía ser interrumpido más que retrasado por los pronunciamientos
judiciales. Las excepciones que los jueces admitieron en sus decisiones frente
a las leyes reguladoras de los horarios laborales (hours laws), particularmente
el principio relativo a las ocupaciones insalubres, no podían ocultar, como
reconocería McCloskey107, el hecho de que una rigurosa línea había sido trazada.
De los muchos dissents que escribió Holmes, ninguno tan celebrado y conocido
como el que formularía en un caso no menos comentado y, desde luego, emblemá-
tico de la reticente actitud de la Corte frente a la legislación social, como sería el
Lochner case. El caso Lochner v. New York fue decidido el 17 de abril de 1905 por
el voto de 5 frente a 4 Jueces, escribiendo la opinion of the Court el Justice Rufus
W. Peckham y presentando sus dissents los Jueces Holmes y Harlan (uniéndose al
del último los Jueces Edward D. White y William R. Day). La mejor comprensión
de las posiciones de la Corte y de los disidentes creemos que exige hacer unas
reflexiones previas sobre el que venía siendo (y sería hasta el triunfo en 1937 de
la Revolución constitucional) el posicionamiento de la Supreme Court desde fines
del siglo XIX en torno a los temas socio-económicos, absolutamente condicionado
por el desmesurado y absolutista enfoque que, al amparo de la cláusula del due
process of law, iba a dar a la liberty of contract. Ello puede contribuir a explicar,
que no a justificar, el sistemático rechazo de la Corte a las leyes integrantes del
New Deal rooseveltiano.

a´) La posición de la Corte: La reconducción a la cláusula


del due process of law de la liberty of contract. La
absolutización de esta libertad y sus bases intelectuales

I. En el tramo final del siglo XIX, la Corte Suprema había elaborado laborio-
samente un “set of doctrines” que podía ser utilizado para el control judicial de
las relaciones atinentes a los asuntos de gobierno. Con arreglo a estas doctrinas,
las medidas económicas quedaban ahora sujetas a revisión judicial, con la parti-
cularidad de que esta supervisión, como señala McCloskey108, podía ser estricta y
constante o laxa y ocasional, como el Tribunal prefiriera. Esta libertad de opción

106
William H. REHNQUIST: The Supreme Court. How It Was How It Is, Quill/William Morrow,
New York, 1987, p. 205.
107
Robert G. McCLOSKEY: The American Supreme Court, op. cit., p. 103.
108
Robert G. McCLOSKEY: The American Supreme Court, op. cit., p. 108.
1212 EL JUSTICE OLIVER WENDELL HOLMES: “THE GREAT DISSENTER”

en el control fue inherente, entre otras doctrinas, a las tax doctrines, a las commerce
doctrines y, sobre todo, a las due process doctrines.
La cláusula del due process of law fue contemplada por la Enmienda V y repro-
ducida más tarde por la sección primera de la Enmienda XIV109, visualizándose
inicialmente dentro del ámbito del criminal process en un doble sentido: procedural
due process y substantive due process, lo que no significaba un abandono del ám-
bito procesal penal, sino tan sólo que dentro del mismo algunas garantías tenían
un contenido más sustantivo, como la no obligación de responder por un delito
“unless on a presentment or indictment of a Grand Jury”. Sin embargo, ya antes de
la Guerra Civil, y el caso Dred Scott (1857) es un buen ejemplo de ello, comenzó a
acudirse a la V Enmienda como una garantía sustantiva de determinados derechos
de propiedad.
La nueva jurisprudencia iba a consolidarse en 1897, en el caso Allgeyer v.
Louisiana, decidido por unanimidad, escribiendo la opinion of the Court el Juez
Peckham. En esta sentencia, la Corte, por primera vez, consideró inconstitucional
una ley estatal (de Louisiana) por el hecho de que privaba a una persona de su
derecho a contratar, de su libertad contractual. La Corte establecía de esta forma
la liberty of contract, entendiendo que la libertad garantizada por la Constitución
incluye el derecho de una persona “to be free in the enjoyment of all his faculties,
to be free to use them in all lawful ways; to live and work where he will; to earn
his livelihood by any lawful calling; to pursue any livelihood or avocation , and
for that purpose to enter into all contracts” que puedan ser apropiados para la
realización de tales objetivos110. La ley en cuestión, en pocas palabras, prohibía
actuar como intermediarios de seguros a empresas que no estuviesen autorizadas
para realizar operaciones en el Estado de Louisiana.
Progresivamente, el contenido sustantivo de la Quinta y Decimocuarta
Enmiendas se acentuó, lo que, innecesario es decirlo, incrementó notablemente
el activismo judicial. La liberty of contract se convirtió en algo sagrado, con la sola
excepción de los “business affected with a public interest”, anudándose a tal visión
la consideración de que cualquier interferencia gubernamental con las relaciones

109
Recordemos la dicción de esta bien conocida norma constitucional: “All persons born or
naturalized in the United States and subject to the jurisdiction thereof, are citizens of the United States
and of the State wherein they reside. No State shall make or enforce any law which shall abridge the
privileges or immunities of citizens of the United States; nor shall any State deprive any person of life,
liberty, or property, without due process of law; nor deny to any person within its jurisdiction the equal
protection of the laws”. La Enmienda XIV, a cuya sección 1ª pertenece el texto transcrito, fue ratificada
en 1868, y forma parte del trío de Enmiendas (XIII, XIV y XV) que se ratificaron tras la Guerra Civil
(en 1865, 1868 y 1870, respectivamente). En cualquier caso, ya el texto de la Enmienda V –que en
cuanto integrante de las diez primeras Enmiendas (ratificadas en 1791) constituye el llamado Bill of
Rights, que inicialmente se consideró de aplicación tan sólo a la Unión– incluye la cláusula del due
process of law (“No person... be deprived of life, liberty, or property, without due process of law...”).
110
Cfr. al efecto, Charles Evans HUGHES: The Supreme Court of the United States (Its Foundation,
Methods and Achievements. An Interpretation), Columbia University Press, New York, 1928, pp.
204-205. Existe asimismo una edición en español, La Suprema Corte de los Estados Unidos, Fondo de
Cultura Económica, 2ª ed. española, México, 1971.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1213

económicas esenciales, tales como los precios o los salarios, violaba esa misma
libertad de contrato.
El caso Adair v. United States, decidido el 27 de enero de 1908 por 7 votos
frente a 2, expresando Harlan la opinion of the Court, y manifestándose en dissent
Holmes y McKenna, es verdaderamente paradigmático de este posicionamiento
de la Suprema Corte. En este caso se enjuició la llamada Erdman Act de 1898, que
trataba de prevenir la ruptura del comercio interestatal de resultas de disputas
laborales. John Marshall Harlan, escribiendo para la Corte, razonaría como sigue:
“The right of a person to sell his labor upon such terms as he deems proper, is
in its essence, the same as the right of the purchaser of labor to prescribe the
conditions upon which he will accept such labor from the person offering to sell
it. So the right of the employee to quit the service of the employer, for whatever
reason, is the same as the right of the employer, for whatever reason, to dispense
with the services of such employee (...). In all such particulars the employer and
the employee have equality of right, and any legislation that disturbs that equality
is an arbitrary interference with the liberty of contract, which no government can
legally justify in a free land”.
El Justice Joseph McKenna, en su disidencia, clamó en favor del judicial
realism, mientras que Oliver W. Holmes se hizo eco de la posición que ya había
manifestado con toda nitidez en su dissent en el Lochner case. Para Holmes, no
cabía duda: el legislativo era el árbitro adecuado de las políticas públicas y, en
cuanto tal, podía razonablemente limitar la libertad de contrato. Añadamos que
Roscoe Pound consideraría esta sentencia como el emblema de la “mechanical
jurisprudence”, en cuanto que, a su juicio, la misma recurría a tecnicismos y
conceptualizaciones (“technicalities and conceptualizations”) cuyo fin último no
era otro que hacer fracasar los fines exigidos por la justicia.
Los sociólogos y los partidarios de un enfoque realista del Derecho se
situarían a años luz del enfoque del Adair case. “Much of discussion about equal
rights –escribe Ward, un conocido sociólogo111– is utterly hollow. All the ado made
over the system of contract is surchaged of fallacy”. Pound, de cuya dura crítica
a la sentencia acabamos de hacernos eco, se situaba de modo inequívoco en la
misma posición. A su juicio112, para cualquier persona bien informada acerca de
las actuales condiciones de la industria, la precedente afirmación no tenía vuelta
de hoja (“goes without saying”). ¿Por qué entonces los tribunales persisten en la
falacia? ¿Por qué imponen muchos de ellos una teoría económica de la igualdad
frente a las condiciones reales de desigualdad?

II. Creemos de interés ahora detenernos brevemente en las bases intelectuales


y en el proceso histórico que conducen a una visión tan irreal del Derecho.

111
WARD: Applied Sociology, p. 281. Cit. por Roscoe POUND: “Liberty of contract”, en Yale Law
Journal, Vol. XVIII, 1908-1909, pp. 454 y ss.; en concreto, p. 454.
112
Roscoe POUND: “Liberty of contract”, op. cit., p. 454.
1214 EL JUSTICE OLIVER WENDELL HOLMES: “THE GREAT DISSENTER”

Como soporte último de esta visión nos encontramos con la teoría del laissez
faire, que, como recordara uno de los mayores constitucionalistas norteamerica-
nos, Corwin113, dominó el pensamiento de la American Bar Association, fundada
en 1878, y posteriormente el de la propia Supreme Court. Se trataba de una
construcción pretenciosa y compleja que se presentó de la noche a la mañana
al pueblo norteamericano como si de una nueva doctrina de Derecho natural se
tratase, una doctrina que, innecesario es decirlo, otorga al mantenimiento de la
competitividad económica el “status of a preferred constitutional value”.
En el trasfondo de todo ello hemos de remontarnos a Adam Smith (1723-1790)
y a su obra clave, Wealth of Nations (Investigación sobre la naturaleza y causas
de la riqueza de las naciones), publicada en Londres en 1776, en la que, a partir
de la sencilla idea de que la fuente de toda riqueza es la actividad, el trabajo del
hombre, de resultas de la cual, la mejor organización económica se alcanza de
modo espontáneo cuando el hombre puede actuar bajo el impulso de su interés
personal, se vienen a fijar unos principios del orden económico llamados a asegu-
rar automáticamente el bienestar social. En 1857, John Stuart Mill, en su Political
Economy, planteaba una visión revisada de la obra smithiana, proponiendo el
principio del laissez faire como un principio útil tanto para la política como para
la legislación. Esta filosofía era seguida asimismo por Charles Darwin (1809-1882)
en su obra capital, Origins of Species (1859), e igualmente por el sociólogo y
filósofo Herbert Spencer (1820-1903), –objeto en los dissents de Holmes de algunas
célebres referencias– en cuya obra Justice (1891) se planteará por vez primera con
cierta amplitud la cuestión de si “the right to free contract” podía ser considerado
como un derecho fundamental.
En Norteamérica, uno de los discípulos de Spencer, John Fiske, contribuiría a
que se reforzara la noción de la “governmental passivity”. Spencer vino a deducir
de su doctrina, comúnmente conocida como del laissez faire, su formulación de
la justicia, de modo tal que llegó a ser un principio fundamental del credo de
quienes pretendían minimizar las funciones del Estado, que la más trascendente
de sus funciones era reforzar a través del Derecho las obligaciones creadas por
los contratos. Sin embargo, como recordaba Pound114, no cabía olvidar que con
su filosofía los individualistas ingleses pretendían abolir un cuerpo institucional
anticuado que impedía el progreso humano. A tal efecto, “the freedom of contract”
pareció ser el mejor y más operativo instrumento. Ello, por supuesto, propició que
el common law llegara a ser completamente individualista. Pero es obvio, que las
circunstancias de fines del siglo XIX eran muy distintas a las de un siglo antes, no
obstante lo cual tal concepción iba a mantenerse en las instituciones clave de la

113
Edward S. CORWIN: “John Marshall, Revolutionist malgré lui”, en University of Pennsylvania
Law Review, Vol. 104, 1955-1956, pp. 9 y ss.; en concreto, p. 17.
114
Roscoe POUND: “Liberty of contract”, op. cit., p. 457.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1215

vida jurídica norteamericana115. De esta forma, como pusiera de relieve Corwin116,


tras algunas vacilaciones, la Supreme Court iba a terminar admitiendo que “the
term liberty of the <due process> clause was intended to annex the principles of
laissez faire capitalism to the Constitution and put them beyond reach of state
legislative power”117.

b´) El dissent de Holmes y su trascendencia

I. El conocido como “caso de las panaderías” (bakeshop case) se produjo a


raíz de una ley del Estado de Nueva York que estableció la prohibición de que
los panaderos trabajaran más de diez horas al día o sesenta a la semana. Hacia
fines del siglo XIX no era infrecuente que los trabajadores cualificados de las
panaderías trabajaran más de un centenar de horas semanales. En las ciudades,
las panaderías se hallaban generalmente localizadas en los sótanos de las casas
de vecindad, con lo que la combinación de un largo número de horas expuestos al
polvo de la harina, la humedad y las temperaturas extremas de calor y frío de esos
sótanos, hizo pensar a los legisladores que tendría efectos nocivos sobre la salud
de esos trabajadores, circunstancia que condujo a la Legislatura del Estado de
Nueva York, en 1895, a dictar una ley regulando las condiciones sanitarias a que
había de acomodarse el trabajo de los panaderos, incluyendo en esa regulación el
establecimiento de unos límites máximos de horas de trabajo.
Una empresa de panadería de Utica, que había sido multada en dos ocasiones
por contravenir las previsiones de la Ley de 1895, planteó un litigio aduciendo que
la ley era inconstitucional al establecer una regulación discriminatoria en cuanto
vulneradora del principio de igualdad. La litis llegó a la Supreme Court, y la proble-

115
Edward S. CORWIN –en The Twilight of the Supreme Court (A History of our Constitutional
Theory), Archon Books (first edition by Yale University Press, 1934), 1970, pp. 20-21– se hace eco
de cómo el principio del laissez faire también interfirió sobre “the power to regulate commerce in
the sense of governing it”, lo que ocurrió por vez primera en el Sugar Trust case, que concernía a la
Sherman Anti-Trust Act de 1890.
116
Ibidem, pp. 77-78.
117
Quizá no deba extrañar por ello mismo que en 1913 Beard, en su célebre libro An Economic
Interpretation of the Constitution of the United States, incluyera entre sus conclusiones la siguiente:
“La Constitución es fundamentalmente un texto económico que parte del principio según el cual los
derechos esenciales de propiedad son anteriores a todo gobierno y moralmente se hallan fuera del
alcance de las mayorías populares”. Manejamos la versión francesa de la obra. Charles A. BEARD:
Une Relecture Économique de la Constitution des États-Unis, Economica, Paris, 1988, p. 297.
En sintonía con la idea precedente, aún debe extrañar menos que Beard sostuviera en su obra
que la separación entre legislativo y ejecutivo formalizada en la Constitución de 1787 fuera en
último término la resultante de que los propietarios, los capitalistas, quisieran asegurarse frente a
la supremacía del legislativo, impidiendo así que pudiera atentar contra sus intereses de resultas de
los impulsos democratizadores del pueblo. Ello, por supuesto, no significaba postergar la influencia
de Montesquieu, sino tan sólo , como bien adujera Cotta, explicar que tras la aceptación del célebre
principio de Charles Louis de Secondat existía un puro determinismo económico. Cfr. a este respecto,
Sergio COTTA: “Montesquieu, la séparation des pouvoirs et la Constitution Fédérale des États-Unis”,
en Revue Internationale d´Histoire Politique et Constitutionnelle, 1951, pp. 225 y ss.; en concreto, p. 245.
1216 EL JUSTICE OLIVER WENDELL HOLMES: “THE GREAT DISSENTER”

mática que se planteó el ponente de la sentencia, el Juez Peckham, fue la de qué debía
prevalecer: si la libertad de contratación o, por el contrario, el police power estatal.
Definiendo la posición ajustadamente mayoritaria, Peckham consideró que la
ley traspasaba el límite marcado constitucionalmente frente al ejercicio por parte
de los Estados de sus competencias de policía. La mayoría iba a rechazar que la ley
tuviera un fundamento razonable, pues no podía considerarse que una ley de sa-
nidad pudiera entrañar una injerencia ilegítima en los derechos de los ciudadanos
(tanto trabajadores como patronos) a pactar sus horarios de trabajo como mejor
les conviniera. “Leyes como ésta –puede leerse en la sentencia– que limitan las
horas que los adultos con plena capacidad pueden trabajar para ganarse la vida, no
son sino intromisiones ilegítimas en los derechos de los ciudadanos”. En definitiva,
la ley sería declarada inconstitucional al ser considerada como una innecesaria,
irrazonable y arbitraria interferencia sobre la libertad de contratación y, por lo
mismo, como una norma legal vulneradora de la Decimocuarta Enmienda.
Sería justamente esta sentencia, junto a otras dos dictadas en la misma época
por la Corte Suprema del Estado de Nueva York, los casos en que ya el Presidente
Theodore Roosevelt fundamentó las bases de su crítica a los tribunales, propi-
ciando su famosa “Charter of Democracy”, discurso pronunciado en Columbus
(Ohio), en 1912, en el que se manifestó a favor del recall de los jueces118.

II. En su celebérrimo y ensalzado dissent, el Justice Holmes comenzará


señalando que el caso en cuestión se había decidido en base a una teoría econó-
mica que una gran parte del país no compartía. A la posteridad pasaría su bien
conocida afirmación de que “the Fourteenth Amendment does not enact Mr.
Herbert Spencer´s Social Statics”, alusión con la que Holmes se refería a la obra
que Herbert Spencer había publicado en 1851 (Social Statics or The Conditions
Essential to Human Happiness Specified, and the First of Them Developed). En ella,
el ya antes mencionado filósofo defensor del evolucionismo (de hecho, este libro
era uno de los varios de Spencer en que el sociólogo inglés plasmaría las doctrinas
del darwinismo social) sostendría una radical defensa del principio del laissez faire.
Como ya dijimos, en su clásico trabajo, “The Path of the Law”, Holmes se había
hecho eco de la tesis spenceriana de que “todo hombre tiene el derecho a hacer lo
que quiera, con tal que no interfiera en el mismo derecho que tienen sus vecinos”,
considerando que ni siquiera tal propuesta era por sí misma evidente. Este libro
de Spencer, como gran parte de su obra, alcanzó una gran popularidad tanto en
Inglaterra como en los Estados Unidos durante el último tercio del siglo XIX,
no sólo a un nivel estrictamente científico, sino asimismo en la propia opinión
pública norteamericana119.

118
Thomas Jefferson KNIGHT: “The dissenting opinions of Justice Harlan”, en The American Law
Review, Vol. LI, July/August 1917, pp. 481 y ss.; en concreto, p. 504.
119
Así lo reconocería Rehnquist, quien se hace eco al efecto de un juicio de Hofstadter, para quien:
“In the three decades after the Civil War it was impossible to be active in any field of intellectual work
without mastering Spencer”. William H. REHNQUIST: The Supreme Court, op. cit., p. 208.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1217

Más adelante, Holmes expresa su rechazo respecto de la idea de que una


Constitución encarne una determinada teoría económica: “A Constitution is not
intended to embody a particular economic theory, wether of paternalism and the
organic relation of the citizen to the state or of laissez faire. It is made for people
of fundamentally differing views, and the accident of our finding certain opinions
natural and familiar, or novel, and even shocking, ought not to conclude our
judgment upon the question wether statutes embodying them conflict with the
Constitution of the United States”.
“Creo –manifestará para concluir su voto disidente– que la palabra <libertad>,
tal como consta en la Decimocuarta Enmienda, es tergiversada cuando se la
toma para impedir las consecuencias naturales de una opinión dominante, a no
ser que pueda afirmarse que una persona sensata y razonable necesariamente
reconocería que la ley propuesta infringe principios fundamentales tal como
han sido entendidos por las tradiciones de nuestro pueblo y de nuestro Derecho.
No se requiere investigación alguna para demostrar que no puede pronunciarse
tan radical condena contra la ley que nos ocupa. Una persona razonable podría
considerarla una medida adecuada en pro de la salud”.
El dissent de Holmes no sólo sentó las bases para la posterior retirada por
parte de la Corte de la peculiar interpretación del substantive due process que venía
manteniendo, sino que se convirtió en un elemento decisivo en la legitimación
de las dissenting opinions, e incluso, como diría Ray120, en que éstos se vieran
rodeados de un aura de fantasía. En análoga dirección, Palmer puso de relieve121,
que el vigor de la argumentación holmesiana, la fascinación de su personalidad y,
sobre todo, el triunfo posterior de sus ideas en materias de profundo significado,
condujo a revelar y confirmar la capacidad de las dissenting opinions para operar
como “a powerful instrument of change in the law”. Pero por encima de todos los
demás dissents de Holmes, éste, como reconocería otro de los grandes Justices de
la Corte, Benjamin Nathan Cardozo, marcará el inicio de una nueva era122.

120
Laura Krugman RAY: “Justice Brennan and the jurisprudence of dissent”, en Temple Law Review,
Vol. 61, No. 2, Summer 1988, pp. 307 y ss.; en concreto, p. 310.
121
Ben W. PALMER: “Supreme Court of the United States: Analysis of Alleged and Real Causes of
Dissents”, en American Bar Association Journal, Vol. 34, 1948, pp. 677 y ss.; en concreto, pp, 680-681.
122
Los cambios sociales de fines del siglo XIX y principios del XX iban a tener un reflejo en la
reformulación de los derechos fundamentales. Hough fijará el alba de una nueva época en 1883, de
resultas de la sentencia dictada en el caso Hurtado v. California (1884). Charles M. HOUGH: “Due
Process of Law–To Day”, en Harvard Law Review, Vol. XXXII, 1918-1919, pp. 218 y ss.; en concreto,
p. 227.
En el caso que acabamos de mencionar, la Corte Suprema reconoció que las Constituciones escritas
en los Estados Unidos fueron consideradas esenciales para la protección de los derechos y libertades
del pueblo frente a los abusos del poder delegado a sus gobiernos, y que las previsiones de los Bill
of Rights “were limitations upon all the powers of government, legislative as well as executive and
judicial” (Charles Evans HUGHES: The Supreme Court..., op. cit., p. 194). Si la nueva época de las
libertades podía entenderse que ya había sido esbozada, aún habría de verse obscurecida por brumas
y nieblas. Todavía en 1905 la decisión dictada en el Lochner case mantenía un discurso insensible a
la luz del nuevo espíritu. Sin embargo, no se podía decir otro tanto del dissent de Holmes. Todo lo
contrario. Como escribiría Cardozo, “it is the dissenting opinion of Justice Holmes which men will
1218 EL JUSTICE OLIVER WENDELL HOLMES: “THE GREAT DISSENTER”

Aunque la idea ya ha quedado plasmada, vale la pena insistir en ella en los


términos en que lo ha hecho Kurland123, para el que una de las consecuencias de
la contribución de Holmes al Derecho anglo-americano fue la destrucción del
mito de la certeza del Derecho. Realmente, ya en esta trascendental etapa de la
vida de la Supreme Court esa idea de certeza era cuestionada. En coherencia con
ello, se veía como algo natural que los jueces discreparan. No faltó incluso quien
considerara124, que lo extraño no era que los jueces discreparan, sino que no se
produjeran tales divergencias de criterio.
En el trasfondo de todo ello se trasluce una transformación del instituto del
dissent, que va a pasar a convertirse en un instrumento a cuyo través los jueces
van a afirmar su personal responsabilidad, que entendían como perteneciente a
un orden más elevado, el de la responsabilidad institucional asumida ante la Corte
por cada uno de ellos, o por la propia Corte ante la ciudadanía. Así las cosas no
ha de extrañar lo más mínimo que el Justice Jackson escribiera en 1955, que “the
Court functions less as one deliberative body than as nine”. Nadie puede dudar,
apostillaría ZoBell125, de que tal proposición reflejaba una situación de hecho, o
por lo menos un deseable estado de cosas, y es por lo mismo por lo que el propio
autor entiende que a partir de los años treinta puede hablarse de un retorno a las
seriatim opinions.
En todas estas transformaciones, no podemos en modo alguno dejar de reco-
nocerlo, el rol que desempeñará Holmes será de la mayor relevancia. El decisivo
cambio jurisprudencial que tendrá lugar en la Supreme Court tras el triunfo de la
Constitutional revolution (1937) debe mucho al pensamiento holmesiano. Pero
para concluir con esta breve aproximación a su trayectoria judicial como dissenter
y a su pensamiento, quizá nada sea tan oportuno como recordar nuevamente la
que Frankfurter considerara como su piedra filosofal: “The philosopher´s stone
which Mr. Justice Holmes has constantly employed for arbitrament is the con-

turn to in the future as the beginning of an era”. (Benjamin N. CARDOZO: The nature of the judicial
process, op. cit., p. 79).
El antes citado Hough escribiría al respecto: “No man has seen more plainly that the court was
measuring the legislature´s reasons by its own intellectual yardstick than has Justice Holmes; none
more keenly perceived that the notations thereupon marked those results of environment and educa-
tion which many men seem to regard as the will of Good or the decrees of fate” (Charles M. HOUGH:
“Due Process of Law...”, op. cit., p. 232). En fin, quien habrá de ser otro gran Justice, Frankfurter,
subrayará el crudo empirismo latente en otra de las conocidas afirmaciones que Holmes hace en su
dissent del Lochner case, aquélla en la que dice: “General propositions do not decide concrete cases.
The decision will depend on a judgment or intuition more subtle than any articulate major premise”.
(Felix FRANKFURTER: “The constitutional opinions of Justice Holmes”, en Harvard Law Review,
Vol. XXIX, 1915-1916, pp. 683 y ss.; en concreto, p. 687.
123
Philip B. KURLAND: “The Supreme Court and the Attrition of the State Power”, en Stanford
Law Review, Vol. 10, 1957-1958, pp. 274 y ss.; en concreto, p. 277.
124
“In the reports of the courts of last resort –escribe Stager– there are many decisions by a
divided court. That judges frequently do not agree, is not at all strange – it would be strange if it were
otherwise, for the law is not an exact science, like mathematics, but, at the last analysis, it is merely
some person´s or person´s opinion, judgment”. Walter STAGER: “Dissenting Opinions”, en Illinois
Law Review, Vol. XIX, 1924-1925, pp. 604 y ss.; en concreto, p. 604.
125
Karl M. ZoBELL: “Division of opinion in the Supreme Court...”, op. cit., p. 203.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1219

viction that our constitutional system rests upon tolerance and that its greatest
enemy is the Absolute”126. Y es que esta afirmación, con simplicidad y brillantez,
muestra, a nuestro entender, la clave de bóveda de la arquitectura holmesiana.

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Milano, 1964, pp. 61 y ss.
XI. LA RECEPCIÓN DEL SONDERVOTUM EN
ALEMANIA *
LA RECEPCIÓN DELSONDERVOTUMEN ALEMANIA

SUMARIO

1. Introducción: la progresiva recepción del instituto del dissent en los sistemas de


civil law.– 2. Los antecedentes del Sondervotum en la historia jurídica alemana y en los
Länder.– 3. La inadmisión inicial del instituto en la Ley del Tribunal Constitucional Federal
(BVerfGG) de 1951 y el ulterior peculiar proceso de génesis del mismo.– 4. La reforma de la
Bundesverfassungsgerichtsgesetz (BVerfGG) de 1970 y la ulterior regulación reglamentaria
de las opiniones discrepantes (abweichende Meinungen).– 5. La praxis del Sondervotum.–
6. La posición de la doctrina ante este instituto procesal.– 7. Bibliografía manejada.–

1. Introducción: la progresiva recepción del instituto del dissent en los


sistemas de civil law

Una institución procesal de notable interés con la que nos encontramos en


ciertos países al abordar las decisiones constitucionales es la universalmente
conocida como la dissenting opinion, que, según los países, recibe denominaciones
bien diferentes: voto particular, opinione dissenziente, Sondervotum o voto de
vencido, por referirnos tan sólo a algunas de ellas. La trascendencia de su acogida
o rechazo es grande, pues no cabe ignorar que se trata de un instituto bivalente
que aun cuando presenta una naturaleza jurídico-procesal, ofrece unos perfiles
políticos indiscutibles.
Es opinión absolutamente común, como reconocen la mayoría de los compa-
ratistas1, que la publicidad de las opiniones disidentes de los jueces representa la
tradición inglesa recepcionada en los países de common law y después en los de

* Este artículo ha sido publicado en la Revista de las Cortes Generales, nº 77, segundo cuatrimestre
2009, pp. 7 y ss. Ahora ha sido revisado y ligeramente ampliado.
1
Gino GORLA: “Le opinioni non <segrete> dei giudici dissenzienti nelle tradizioni dell´Italia
preunitaria”, en Il Foro Italiano, Anno CVII, Volume CV, Roma, 1982, pp. 97 y ss.; en concreto, p. 97.
1224 LA RECEPCIÓN DEL SONDERVOTUM EN ALEMANIA

la Commonwealth, pero no corresponde por el contrario a los países del llamado


Derecho continental europeo. Pudiéndose aceptar esta idea como punto de
partida, se ha de precisar de inmediato, que la misma no puede ser absolutizada,
no ya porque hoy muchos países con un sistema jurídico de civil law cuentan en su
ordenamiento con este instituto, y el caso alemán es paradigmático, sino porque
incluso históricamente encontramos matizaciones significativas respecto de esa
regla general; así, por ejemplo, la tradición germánica de discutir y expresar su
opinión en público por parte de los miembros de un tribunal.
En cualquier caso, existen argumentos perfectamente identificados que
explican la que bien podríamos considerar como preferencia de los sistemas de
common law por las dissenting opinions.
En primer término, en los sistemas de civil law se impondrá históricamente
la concepción burocrática del juez, con lo que ello vendrá a entrañar de generali-
zación del secreto y de unidad de la motivación a efectos de imputar la sentencia
al colegio. La impersonalidad de la sentencia impedirá que trascienda al exterior
toda manifestación de disenso producida en el interior del órgano judicial. Frente
a ello, la tradición de la magistratura inglesa, del King´s Bench, conducía a las lla-
madas seriatim opinions, o lo que es igual, a opiniones individuales pronunciadas
singularmente2, tradición lógicamente recepcionada en los Estados Unidos, por
lo menos en un primer momento, propiciando una filosofía constitucional que
en este punto concreto Nademann ha calificado de no secret3.
En segundo término, la preferencia de los sistemas de common law por las
dissenting opinions se debe también a la particular estructura de sus normas
jurídicas y al rol que en relación a ellas juega la jurisprudencia y, de modo especial,
la fundamentación de las sentencias. En los sistemas de civil law, el Derecho se
encuentra codificado y, por lo mismo, vertebrado en un sistema orgánico de reglas
precisa y rigurosamente formuladas; por todo ello, la motivación de una decisión
judicial opera en el ámbito de este conjunto de normas cuya existencia no está
controvertida. La motivación, dirá Sereni4, consiste en un conjunto de silogismos
que, partiendo de reglas fácilmente verificables, tiene por objeto dar una justifi-
cación lógico-jurídica a la decisión de un caso concreto. Por el contrario, en los

2
Ginsburg ha compendiado con claridad la diferenciación entre la tradición británica de las
seriatim y la continental europea , ejemplificada en Francia y Alemania, de las sentencias colegiadas
o corporativas: “In contrast to the British tradition of opinions separately rendered by each judge as an
individual, the continental or civil law traditions typified and spread abroad by France and Germany
call for collective, corporate judgments. In dispositions of that genre, disagreement is not disclosed.
Neither dissent nor separate concurrence is published. Cases are decided with a single, per curiam
opinion generally following a uniform, anonymous style”. Ruth Bader GINSBURG: “Speaking in a
judicial voice”, en New York University Law Review, Volume 67, number 6, December 1992, pp. 1185
y ss.; en concreto, p. 1189.
3
Kurt H. NADELMANN: “Disqualification of Constitutional Court Judges for Alleged Bias?”, en
Jahrbuch des Öffentlichen Rechts der Gegenwart, Band 19, 1970, pp. 323 y ss.; en concreto, p. 328.
4
Angelo Piero SERENI: “Les opinions individuelles et dissidentes des juges des tribunaux
internationaux”, en Revue générale de droit international publique, 1964, pp. 819 y ss.; en concreto,
pp. 827-828.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1225

sistemas de common law, en los que el Derecho no se halla codificado, el juez, ante
un caso concreto, debe con frecuencia entregarse a la delicada y compleja función
de búsqueda de las reglas jurídicas vigentes (“finding the law”); quiere ello decir
que el juez, antes de interpretar la regla, debe de buscarla. Es evidente que el juez
de common law desarrolla esta función creadora más consciente e intensamente
que el de un sistema de civil law. Así las cosas, los dissents cumplen una función
que se relaciona con la que es propia de la motivación en tales sistemas jurídicos.
El juez de common law viene obligado a invocar con mucha mayor frecuencia que
su homólogo de los sistemas europeo-continentales principios generales que aún
no han alcanzado el estadio de la sistematización y rígida enunciación en forma
escrita. En tal contexto, los dissents encuentran su principal justificación en la
posibilidad de que sean enunciadas (y en su día aplicadas) reglas diferentes de las
que se invocan en la fundamentación de la sentencia.
El devenir histórico ha propiciado, sin embargo, una evolución en este punto,
de tal forma que la implantación del instituto del dissent en algunos países de la
Europa continental está lejos de ser una utopía, siendo, bien al contrario, una
realidad perceptible en varios países, no obstante lo cual algunos sectores de la
doctrina norteamericana, hace no muchos años, seguían entendiendo que en
este bloque de países el dissent era un anatema5, en sintonía –se afirmaba– con
las decisiones per curiam de los tribunales, en los que su presidente habla en
nombre de la Corte, entendida como un todo único, lo que, en último término,
se considera tributario de la impersonalidad e inexorabilidad de la ley. De tener
alguna validez tal discurso, hoy habría de circunscribir sus efectos a Francia y a
algunos otros países que siguen la rígida concepción francesa, pero ni tan siquiera
valdría para otros países, como Italia, en los que la no admisión del instituto no
ha de equipararse en absoluto a un visceral rechazo del mismo.
Es cierto que las decisiones judiciales características de los países de la
Europa continental, de Derecho codificado, siguen respondiendo al carácter
sustancialmente burocrático de la función jurisdiccional por ellos acogida6, fruto
de la encomienda de la administración de justicia a un cuerpo de funcionarios
públicos, lo que se traduce, como antes dijimos y subraya generalizadamente la
doctrina7, en que la sentencia aparezca como un acto oficial atribuido al órgano;
impersonal, si proviene de un órgano colegiado; unitario y deliberado en secreto
en el seno del propio órgano, rasgos que se reiteran en buen número de órganos
de la justicia constitucional europea. Pero siendo ello así, la realidad nos muestra

5
Así, entre otros, Edward C. VOSS: “Dissent: Sign of a Healthy Court”, en Arizona State Law
Journal, Volume 24, 1992, pp. 643 y ss.; en concreto, p. 645.
6
Como escribiera Forsthoff, la historia del sistema judicial alemán es, sobre todo, historia del
Estado, o mejor, de la Administración. El cuerpo judicial alemán surgió en el transcurso del siglo
XVIII como una parte de los funcionarios del Estado caracterizada por su no sometimiento a ningún
tipo de indicaciones y por su inamovilidad. Ernst FORSTHOFF: El Estado de la sociedad industrial,
Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1975, p. 217.
7
Entre otros muchos autores, Adele ANZON: “Forma delle sentenze e voti particolari. Le
esperienze di giudici costituzionali e internazionali a confronto”, en Politica del Diritto, Anno XXV,
nº 2, Giugno 1994, pp. 229 y ss.; en concreto, pp. 230-231.
1226 LA RECEPCIÓN DEL SONDERVOTUM EN ALEMANIA

un amplio fenómeno de recepción del instituto procesal del voto particular en


numerosos países de civil law: Alemania, desde 1970, España, Portugal, Polonia,
Hungría, Eslovenia, Croacia y Bulgaria, entre otros, son ejemplos de ello. Por
lo demás, tal recepción en modo alguno ha provocado reacciones de rechazo
en la cultura jurídica continental8, aunque ciertamente no puedan olvidarse
los significativos rechazos austriaco, francés y belga, como también los de las
primeras generaciones de jueces constitucionales alemanes e italianos, marcando
al efecto Mortati, en cuanto juez de la Corte costituzionale, un punto de inflexión,
al convertirse en uno de los más decididos defensores de la recepción en sede
jurisdiccional constitucional del instituto del dissent.
Este hecho de la recepción en sistemas judiciales de países de civil law de un
instituto procesal característico de los países de common law es una muestra más
de la progresiva relativización de las diferencias entre los antaño contrapuestos
sistemas jurídicos. No nos vamos a detener con detalle en esta cuestión, pero sí
creemos de interés hacer algunas reflexiones adicionales.
Un dato significativo de la aludida aproximación entre esos sistemas es el
de que la regla stare decisis, que, como es bien sabido, entraña la vinculación
jurisprudencial del precedente, ha quedado en el sistema norteamericano bastante
relativizada, por lo menos en las cuestiones constitucionales, pues es en ellas
donde la dinámica social impacta más fuertemente, y otro tanto podría decirse
de Inglaterra desde el conocido Practice Statement de 19669, a lo que habría

8
De ello se hace eco Jörg LUTHER: “L´esperienza del voto dissenziente nei paesi di lingua
tedesca”, en Politica del Diritto, Anno XXV, nº 2, Giugno 1994, pp. 241 y ss.; en concreto, p. 257.
9
Para captar la trascendencia de esta relativización del principio stare decisis, nos bastará con
recordar que un autor tan relevante en su época como Arthur Goodhart, en 1934, consideraba que tal
doctrina (“the doctrine of the binding precedent”) era de tal importancia que de ella podía decirse que
suministraba “the fundamental distinction between the English and the Continental legal method”, o
como el propio autor decía en un Apéndice del mismo trabajo, “I have placed the chief emphasis on
the binding precedent which, as I have suggested, is the distinctive feature of the common law system”.
Arthur L. GOODHART: “Precedent in English and Continental Law”, en The Law Quarterly Review, Vol.
L, 1934, pp. 40 y ss.; en concreto, pp. 42 y 64, respectivamente. Bien es verdad que en tiempos muchos
más recientes, dos comparatistas tan importantes como los alemanes Zweigert y Kötz, refiriéndose a
la teoría del efecto vinculante de las decisiones prejudiciales (“die Lehre von der bindenden Wirkung
präjudizieller Entscheidungen”), o lo que es lo mismo, a la doctrina del stare decisis, rechazaban,
o por lo menos cuestionaban abiertamente, el punto de vista formulado casi medio siglo atrás por
Goodhart. Aún considerando la visión de Goodhart, todavía hoy, aún plausible (“dieser Standpunkt
auch heute noch plausibel”), entenderán los citados autores que, por lo que más arriba se ha dicho,
la trascendencia de tal doctrina como elemento diferencial entre los dos grandes sistemas jurídicos
carece de toda importancia práctica en la realidad. De ahí que se manifestaran en favor de la tesis de
la aproximación cada vez mayor de uno y otro sistema. Existe fundamento –dirán– en la suposición
(“zu der Annahme”) de que opuestos puntos de vista (“entgegengesetzten Ausgangspunkten”) en
cuanto al common law y al civil law, y también respecto a sus métodos jurídicos y técnicos, poco a
poco (“allmählich”) tienden a aproximarse. Konrad ZWEIGERT und Hein KÖTZ: Einführung in die
Rechtsvergleichung auf dem Gebiete des Privatrechts, Band I (Grundlagen), 2. neubearbeitete Auflage,
J.C.B. Mohr (Paul Siebeck), Tübingen, 1984 (1ª edición de 1971), pp. 299 y ss. Aunque efectuando
ciertos matices al razonamiento de los precedentes autores, que va demasiado lejos, justamente en el
libro de homenaje al primero de ellos, también Cappelletti concuerda en lo fundamental: “A powerful
<convergence of trends> –escribe– between the Civil Law and the Common Law is certainly apparent,
and I have myself analyzed several of its aspects on various occasions”. Mauro CAPPELLETTI: “The
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1227

de añadirse, desde la perspectiva europeo-continental, que la codificación del


Derecho no ha impedido que los jueces tengan una cierta capacidad creativa,
particularísimamente acentuada en el caso de los Tribunales Constitucionales,
que, por ejemplo, al hilo de las sentencias interpretativas, establecen auténticos
precedentes vinculantes, asumiendo un verdadero rol normativo.
La circunstancia antes mencionada en relación con el principio stare decisis
contribuye a explicar que los jueces norteamericanos, como revela de modo
inequívoco la trayectoria de la Supreme Court, se hallan lejos de haber quedado
inmovilizados por el vínculo supuestamente paralizador de un hipotético
precedente inamovible. Todo lo contrario. Con una perspectiva histórica , no
puede caber duda acerca del notable efecto dinamizador del Derecho que ha
desempeñado la jurisprudencia de la Supreme Court, en el bien entendido de que
en ese dinamismo ha jugado un rol extraordinariamente trascendente el instituto
del dissent. Recordemos, a título de ejemplo, el conocido dissent del Justice James
Iredell (quien fuera Associate Justice en la Corte Suprema entre 1790 y 1799, antes
por tanto de la llegada a la misma del gran Chief Justice John Marshall) en el caso
Chisholm vs. Georgia (decidido el 18 de febrero de 1793 por cuatro votos frente
a uno, el de Iredell en dissent), que está en el origen de la reforma constitucional
plasmada en 1795, sólo dos años después, en la Undécima Enmienda.
A la par, la actividad bien alejada de la aplicación mecánica y pasiva del
Derecho desempeñada por los jueces continentales y, particularísimamente, por
los Tribunales constitucionales, otorga, también en estos sistemas jurídicos, un
especial interés al instituto procesal del dissent. Es cierto, desde luego, que la
consagración del principio de publicidad de las opiniones disidentes en algunos
sistemas de civil law no ha supuesto ni mucho menos una recepción integral de la
concepción personalizada del juez de la tradición del common law10 , hallándose
aún presente la concepción orgánica a que antes nos referíamos. Pero en nada
obsta tal circunstancia al hecho evidente de que el instituto que nos ocupa tiende
a ser considerado como un elemento si no propiamente natural, pues es obvio que
la expresión del dissent no dimana de la estructura de la sentencia, sino de una
norma específicamente habilitante, sí desde luego recurrente, particularmente en
el ámbito de la justicia constitucional.

Doctrine of Stare Decisis and the Civil Law: A Fundamental Difference – or no Difference at All?”,
en Festschrift fürKonrad Zweigert zum 70. Geburtstag, herausgegeben von Herbert Bernstein, Ulrich
Drobnig und Hein Kötz, J.C.B. Mohr (Paul Siebeck), Tübingen, 1981, pp. 381 y ss.; en concreto, p.
381.
10
Vale la pena recordar algunas reflexiones del gran Decano de Harvard, y uno de los más grandes
juristas norteamericanos, Roscoe Pound, quien tras condensar la diferencia entre los dos grandes
sistemas jurídicos en estos términos: “Roman law and by derivation Continental law is characteristically
administrative. The Anglo-American common law is characteristically judicial”, se hacía eco del
contraste entre los jueces en Inglaterra, Norteamérica y los antiguos Dominios británicos y el muy
inferior prestigio de aquéllos en los sistemas continentales. “In the English or the American Who´s
Who –escribía Pound– one will find the names of the judges of the higher courts. In the equivalent
Continental books one will scarcely ever find the name of a judge”. Roscoe POUND: “A comparison
of systems of law”, en University of Pittsburgh Law Review, Vol. X, number 3, March 1948, pp. 271 y
ss.; en concreto, p. 271.
1228 LA RECEPCIÓN DEL SONDERVOTUM EN ALEMANIA

Por lo demás, en pocos ámbitos científicos o jurisdiccionales de los países de


civil law se sigue sosteniendo el principio de impersonalidad e inexorabilidad de
la ley, y mucho menos de la Constitución. Como hace medio siglo dijera Calaman-
drei11, el jurista no es un conservador de viejas fórmulas fuera de uso, una suerte
de conservador de un museo de anticuallas, sino un vivo y vigilante intérprete
de los tiempos, que tanto mejor se adecua a su función cuanto mejor siente las
exigencias humanas de la historia, traduciéndolas en fórmulas apropiadas de
ordenada convivencia. Dicho de otro modo, el Derecho no declina, sino que se
adecúa. A ello habría que añadir, que si ningún cuerpo legislativo, por completo
que pudiera imaginarse, podría ser autosuficiente, mucho menos lo puede ser
la Constitución, que con frecuencia reenvía a nociones delineadas en diferentes
textos normativos subordinados a ella misma12.
A todo ello bien puede añadirse, que el control de constitucionalidad abandona
el cuadro de funciones tradicionales del Estado porque acumula en sí elementos
diversos en los que, como dice Cheli13, al rigor formal requerido para la técnica
del juicio se une la libertad de elección que caracteriza la individualización de
aquellos principios y valores que pueden afirmarse a través del juicio. En el fondo,
la actividad interpretativa parece manifestarse como una fusión de determinación
(o predeterminación) y libertad. Y si ello puede predicarse con carácter general
de toda actividad hermenéutica, con mayor razón puede sostenerse de la inter-
pretación constitucional, que en cuanto revela una más acentuada tendencia a
manifestarse como interpretación ad finem, puede considerarse, como indica
Cappelletti14, como una actividad tendencial (y acentuadamente) discrecional.
En definitiva, si el Derecho está lejos de predeterminar en cada caso la
solución, la libertad que de ello deriva para el intérprete se acentúa en relación
al ordenamiento constitucional. Pensemos, por poner un ejemplo, en que
los conflictos de valores no son diagnosticables en abstracto, por lo que las
inconsistencias puntuales entre ellos nunca se dirimen absolutamente al “todo
o nada”, sino gradualmente al “más o menos”15. Y siendo ello así, en la base de
esa diferente apreciación del valor se halla uno de los argumentos de sustento de
las dissenting opinions. El alto grado, pues, de discrecionalidad que caracteriza

11
Piero CALAMANDREI: “La funzione della giurisprudenza nel tempo presente”, en Rivista
trimestrale di Diritto e procedura civile, Anno IX, nº 2, Giugno 1955, pp. 252 y ss.; en concreto, p. 253.
12
Para Zagrebelsky, el grado de libertad de que gozan los intérpretes es directamente proporcional
al grado jerárquico del texto normativo a considerar. Gustavo ZAGREBELSKY: “Appunti in tema di
interpretazione e di interpreti della Costituzione”, en Giurisprudenza Costituzionale, Anno XV, 1970,
fasc. 2, pp. 904 y ss.; en concreto, p. 913.
13
Enzo CHELI: Il giudice delle leggi (La Corte costituzionale nella dinamica dei poteri), Società
editrice Il Mulino, nuova edizione, Bologna, 1999, p. 15.
14
Mauro CAPPELLETTI: “L´attività e i poteri del giudice costituzionale in rapporto con il loro
fine generico” (Natura tendenzialmente discrezionale del provvedimento di attuazione della norma
costituzionale), en Scritti giuridici in memoria di Piero Calamandrei, vol. terzo, CEDAM, Padova, 1958,
pp. 83 y ss.; en concreto, p. 151.
15
Juan IGARTUA SALAVERRÍA: “Voto particular vs. tesis de la única solución correcta”. Estudio
introductorio a la obra de Francisco Javier Ezquiaga Ganuzas, El voto particular, CEC, Madrid, 1990,
pp. 11 y ss.; en concreto, p. 54.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1229

la interpretación constitucional puede contribuir a explicar el amplio campo de


difusión del instituto procesal que nos ocupa más allá del antaño circunscrito a
los sistemas de common law.

2. Los antecedentes del Sondervotum en la historia jurídica alemana y en


los Länder

I. El término Sondervotum se podría traducir en su literalidad como “voto


especial”; en cualquier caso, tal es la denominación con que se conoce en Alemania
al dissent o voto particular.
En la historia jurídica alemana de la institución podemos remontarnos a la
ordenación jurídica del Reichskammergericht de 1654, en la que se establecía que
todo juez estaba obligado a dar su motivación individual en toda cuestión relativa
a materia religiosa cuando hubiere desacuerdo entre los jueces16. Más remoto es
aún el antecedente que hallamos en el Reino de Baviera, pues en el Landordnung
de 1491 ya encontramos una manifestación de la expresión verbal del dissent, a
través de la redacción del denominado Deliberationsprotokolle y de su ulterior
lectura pública17, y aunque es verdad que en 1609 se introdujo el principio del
secreto entre las normas que habían de regir la vida del Hofgericht bávaro, es lo
cierto que también se preveía la posibilidad de que se derogase tal principio, bien
por el príncipe, bien por el propio tribunal.
Mayor importancia tiene, en lo que ahora interesa, el precedente de la Cons-
titución de Württemberg de 1818, cuyo Art. 199.2 disponía la publicación de las
actas con las deliberaciones y votaciones del Staatsgerichtshof. De igual forma, en
Baden, hasta 1833, se preveía la inserción de la relación de los ponentes y de los
eventuales votos particulares en el fascículo de las actas, que a su vez podía ser
consultado por los abogados con la evidente finalidad de buscar elementos con
los que fundamentar sus posibles recursos.
Recuerda Nadelmann18, que en un informe presentado en 1875 ante la Comi-
sión de Justicia del Reichstag alemán con vistas a la elaboración de una ley sobre
la organización judicial, se hacía constar que en los Estados alemanes prevalecían,
en lo que ahora nos interesa, dos sistemas: uno, asentado en el absoluto secreto
de las deliberaciones, que ejemplificaba Prusia; el otro, consistente en el mante-

16
Sobre estos lejanos antecedentes históricos, puede verse el trabajo sobre la publicación de los
dissents de los jueces de la minoría del Juez del Tribunal Constitucional (Bundesverfassungsgericht,
BVerfG) Julius FEDERER: “Die bekanntgabe der abweichenden Meinung des überstimmten Richters”,
en Juristenzeitung, 1968, pp. 511 y ss.; en concreto, pp. 512-513.
17
Wolfgang HEYDE: Das Minderheitsvotum des überstimmten Richters, (Schriften zum deutschen
und europäischen Zivil–, Handels– und Prozessrecht), Verlag Ernst und Werner Gieseking, Bielefeld,
1966, p. 81.
18
Kurt H. NADELMANN: “The Judicial Dissent. Publication v. Secrecy”, en The American Journal
of Comparative Law, Vol. 8, 1959, pp. 415 y ss.; en concreto, p. 426.
1230 LA RECEPCIÓN DEL SONDERVOTUM EN ALEMANIA

nimiento en secreto de las actas (“minutes”) de deliberación y votación, sistema


que ejemplificaba Württemberg y que sería adoptado por Austria.
En algunos Estados alemanes, aún rigiendo el sistema de absoluto secreto, el
Juez tenía la facultad de formular un dissent escrito en aquella parte de las actua-
ciones judiciales que no era accesible al público. Esta fórmula se iba a admitir en
Prusia con el fin de tutelar a los disidentes en el caso de que se promoviera una
acción contra el tribunal, sosteniendo la ilegalidad del juicio ante él desarrollado.
Estos votos particulares no eran accesibles al público en Prusia, a diferencia de
Baden, donde, como antes se ha dicho, los abogados, libremente, podían conocer
los pareceres discordantes existentes en los diversos actos y decisiones judiciales.
Finalmente, la deliberación secreta (“die geheime Beratung”) y la obligación
de preservar el secreto del voto por parte de los jueces (“die Geheimhaltung der
Richtervorten”) entró en vigor en el Derecho alemán, como recuerda Heyde19, con
las leyes sobre la justicia del Imperio (Reichsjustizgesetze) de 1879, convirtiéndose
de esta forma en Derecho general. Ninguna disposición previó de modo específico
que se pudiera acoger en las actas del proceso un voto discrepante. Este principio
del secreto del voto ha sido siempre considerado “as one of the bases of judicial
independence”20, siendo de reseñar el nulo influjo del tradicional ejemplo suizo,
en el que en algunos casos las deliberaciones de los tribunales eran, y aún hoy lo
son, públicas.
La historia jurídica alemana muestra en determinados momentos, como se
puede apreciar por las brevísimas referencias hechas, prácticas que bien pueden
considerarse claros atisbos del instituto analizado. Es por lo mismo por lo que
Roellecke, tras exponer lo que denomina una pintura histórica (“Geschichtsbild”)
de este instrumento procesal, razona que su introducción en la República Federal
aparece como un verdadero “Renacimiento” (“als Wiedergeburt, als Renaissance
erscheinen”)21.

II. Tras la Segunda Guerra Mundial, el dissent fue introducido primeramente en


el Tribunal Constitucional del Land de Baviera (Bayerische Verfassungsgerichtshof).
El Reglamento general del Tribunal bávaro, en su Art. 8º.VI, establecía que
las dissenting opinions de los miembros del Tribunal debían ser publicadas
conjuntamente con las respectivas decisiones cuando se trate de la publicación de
las resoluciones importantes del Tribunal. La praxis vino a establecer, sin embargo,
que tales votos particulares habían de publicarse en forma anónima en la colección
oficial de sentencias, lo que daría pie a Pestalozza para hablar de la posibilidad

19
Wolfgang HEYDE: “Dissenting opinions in der deutschen Verfassungsgerichtsbarkeit”, en
Jahrbuch des Öffentlichen Rechts der Gegenwart, Band 19, 1970, pp. 201 y ss.; en concreto, p. 204.
20
En tal sentido, E. J. COHN: “Dissenting Opinions in German Law”, en The International and
Comparative Law Quarterly, Vol. 6, London, 1957, pp. 540 y ss.; en concreto, p. 540.
21
Gerd ROELLECKE: “Sondervoten”, en Festschrift 50 Jahre Bundesverfassungsgericht, Heraus-
gegeben von Peter Badura und Horst Dreier, Erster Band, Mohr Siebeck, Tübingen, 2001, pp. 363 y
ss.; en concreto, p. 366.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1231

de anonymer Sondervoten22. Innecesario es poner de relieve lo inadecuado de un


voto particular anónimo, pues si uno de los argumentos decisivos23 en favor de
los votos particulares es el de que con ellos se coadyuva muy positivamente a la
publicidad y transparencia de las decisiones judiciales, tal finalidad quedaría
subvertida con un dissent anónimo, a nuestro juicio, una verdadera contradictio
in terminis. Bien es verdad que algún sector de la doctrina24 ha tratado de limar las
asperezas y contradicciones de tal fórmula, precisando que el anonimato de estos
pronunciamientos disidentes correspondería no tanto a una opción específica,
cuanto al hecho de que en la praxis del Tribunal bávaro no se publicaban en
las decisiones ni tan siquiera los nombres de los integrantes del órgano judicial
que habían deliberado y adoptado finalmente la resolución. Ello no obstante,
el original con la firma del juez que expresa su disidencia con la sentencia de la
mayoría viene inscrito en el acta al que puede tener acceso cualquier autoridad o
persona que demuestre tener un interés científico.
También en el Land de Bremen el voto particular fue introducido, si bien a
través del Reglamento de procedimiento del Bremische Staatsgerichtshof, de 17 de
marzo de 1956. A tenor de su Art. 13.3, todo miembro del mencionado Tribunal
tiene derecho a presentar su propia opinión disidente frente a una decisión, con-
juntamente con la motivación. Tales documentos no forman parte del expediente
de la causa, si bien en caso de solicitud de una decisión, cualquier miembro del
órgano puede solicitar que la propia opinión discrepante sea comunicada conjun-
tamente con la decisión. Con todo, la Ley institutiva del Staatsgerichtshof exige que
el Reglamento esté orientado de conformidad con los ordenamientos procesales
alemanes y prevé de modo expreso una obligación de secreto en relación a la
discusión y votación de las decisiones del Tribunal. Ello no obstante, recuerda
Friesenhahn25, que el Tribunal de Bremen publicó en dos casos muy controvertidos
políticamente los dissents de sus miembros. Quizá el más polémico fuera aquel en
el que el órgano jurisdiccional regional abordó la situación de los parlamentarios
comunistas en el Landtag (Parlamento del Land) del Estado de Bremen y en
el Stadtrat (Consejo municipal) de la ciudad de Bremen, tras la Sentencia del
Bundesverfassungsgericht (en adelante BVerfG) de 17 de agosto de 1956, por la que
el Tribunal Constitucional Federal (BVerfG) declaró inconstitucional al partido
comunista. La decisión del Bremische Staatsgerichtshof de 5 de enero de 1957 fue

22
Christian PESTALOZZA: Verfassungsprozessrecht (Die Verfassunsgerichtsbarkeit des Bundes
und der Länder), C.H. Beck´sche Verlagsbuchhandlung, 3. Auflage, München, 1991, p. 413.
23
Nos remitimos en este punto a otro trabajo de nuestra autoría. Cfr. Francisco FERNÁNDEZ
SEGADO: La Justicia Constitucional; una visión de Derecho Comparado, tomo I (Los sistemas de
justicia constitucional. Las <dissenting opinions>. El control de las omisiones legislativas. El control
de <comunitariedad>), Editorial Dykinson, Madrid, 2009, pp. 488 y ss.
24
Así, Jörg LUTHER: “L´esperienza del voto dissenziente nei paesi di lingua tedesca”, op. cit.,
pp. 242-243.
25
Ernst FRIESENHAHN: La Giurisdizione Costituzionale nella Repubblica Federale Tedesca, Giuffrè
Editore, Milano, 1973, p. 141. Puede verse asimismo en una versión muy próxima a la original de este
texto, “Die Verfassungsgerichtsbarkeit in der Bundesrepublik Deutschland”, en la obra Verfassungs-
gerichtsbarkeit in der Gegenwart, Herausgegeben von Herman Mosler, Carl Heymanns Verlag KG,
Köln/Berlin, 1962, pp. 89 y ss.; en concreto, p. 189.
1232 LA RECEPCIÓN DEL SONDERVOTUM EN ALEMANIA

saludada al otro lado del Atlántico con cierto alborozo, interpretándose que con
ella llegaba el instituto del dissent a los tribunales germanos26. Ciertamente, dos
Sondervoten fueron publicitados en relación a la mencionada sentencia, suscrito
cada uno de ellos por dos diferentes grupos de tres jueces cada uno.
El 26 de noviembre de 1957, el presidente del Tribunal Constitucional de
Baviera, Josef Wintrich, que poco tiempo después alcanzaría la Presidencia del
BVerfG, declaraba en un discurso, que la praxis de los votos disidentes no había
dado lugar a ningún inconveniente ni había producido una minusvaloración de
la autoridad del Tribunal27.
Bastantes años después, en 1982, obviamente ya institucionalizado el Sonder-
votum a nivel federal, el Land de Hamburgo consagraba legalmente este mismo
instituto en relación al Tribunal Constitucional del propio Land.

3. La inadmisión inicial del instituto en la Ley del Tribunal


Constitucional Federal (BVerfGG) de 1951 y el ulterior
peculiar proceso de génesis del mismo

I. Fue el Partido socialdemócrata alemán el que adoptó la primera iniciativa


política encaminada a la recepción del instituto procesal que venimos tratando, a
través de un proyecto de ley presentado el 14 de diciembre de 1949, de regulación
del BVerfG, en el que se introducía esta figura del voto particular (Sondervotum),
al autorizar a los jueces de la minoría para “desarrollar su voto disidente en una
opinión separada (Sondergutachten, literamente, dictamen especial) motivada”.
Con esa iniciativa se satisfacían dos objetivos diferentes28: de un lado, se aceptaba
una antigua práctica germana (“eine alte germanische Übung”); de otro, se sa-
tisfacían las modernas exigencias de publicidad (“Öffentlichkeit”), transparencia
(“Transparenz”), participación (“Mitsprache”) y libre desarrollo de la personalidad
de los jueces (“freier Entfaltung der Richterpersönlichkeit”).
El Gobierno federal se opuso a tal iniciativa legislativa; los argumentos de tal
rechazo los recuerda Nadelmann29. No eran nada novedosos, sino bien conocidos
en el debate científico: la razón primigenia era la de que la publicidad de los
Sondervoten debilitaba el prestigio del Tribunal y la autoridad de sus decisiones.
Este rechazo del instituto se mantuvo aún después de que el Bundesrat sugiriera,
a modo de fórmula de compromiso, que los dissents pudieran ser publicados sin
identificar a sus autores, fórmula, como ya dijimos, enteramente rechazable en
cuanto desnaturalizadora de la institución. La propuesta de la minoría parlamen-
26
Cfr. al efecto, Philip W. AMRAM: “The Dissenting Opinion Comes to the German Courts”, en
The American Journal of Comparative Law, Vol. 6, 1957, pp. 108 y ss.
27
De ello se hace eco Wolfgang HEYDE: “Dissenting Opinions in der Deutschen Verfassungs-
gerichtsbarkeit”, op. cit., p. 211.
28
Gerd ROELLECKE: “Sondervoten”, op. cit., p. 366.
29
Kurt H. NADELMANN: “Non-Disclosure of Dissents in Constitutional Courts: Italy and West
Germany”, en The American Journal of Comparative Law, Vol. 13, 1964, pp. 268 y ss.; en concreto, p. 271.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1233

taria fue derrotada por un pequeño margen de votos en la Comisión Legislativa de


la Cámara y la cuestión ya no volvió a ser tratada en el iter legislativo del texto legal.
El proyecto de ley gubernamental, a diferencia del texto de la minoría, tan
sólo preveía la opinión disidente secreta. Concluido el debate parlamentario en
torno al mismo, ninguna previsión legal se había dedicado de modo expreso a
la cuestión, lo que condujo obviamente a que la Ley del BVerfG (Gesetz über das
Bundesverfassungsgericht), de 12 de marzo de 1951, omitiese toda previsión al
efecto.
En cualquier caso, quizá convenga recordar con Nadelmann30, que el debate
que tuvo lugar en la Comisión de Justicia de ambas Cámaras (Rechtsausschüssen
des Bundestags und des Bundesrats) fue duro (“heiss umstritten”). Quizá el prece-
dente de Weimar pudo influir31. Con todo, la propuesta encaminada a posibilitar
la publicidad de los Sondervoten fue rechazada, bien que, como antes se dijo, por
muy escasa mayoría (“mit knapper Mehrheit”).
Hemos aludido precedentemente, de modo muy sumario, a los argumentos en
que se fundó el rechazo de la institucionalización del instituto procesal del dissent.
Nos haremos eco ahora con un mayor detalle de los mismos en la referencia que
al respecto hace Von Mehren. La argumentación tiene el valor de ser sintomática
de un determinado estado de opinión en torno al tema.
“It was incompatible with the authority of the courts –escribe el citado autor32–
and good relations between the judges... The proposal would lead to Byzantinism
and to the seeking of publicity. It would foster vanity and disputatiousness. As
few decisions would be unanimous, dissenting opinions would become the rule.
The development of law and of legal science will be fostered by careful reflec-
tions in libraries, but not through violent discussions following expressions of
polemically motivated dissenting opinions. The court faces the outside world as a
single authority, whose decisions are the decision of the court. A court´s principal
function is to decide the individual case justly and to uphold the authority of the
laws, not to provoke scientific discussions over legal questions”.
Como puede apreciarse, el argumento nuclear esgrimido en contra del
instituto del Sondervotum era el ya tópico de que debilita la autoridad del tribunal

30
Cfr. al efecto Kurt H. NADELMANN: “Das Minderheitsvotum im Kollegialgericht–Bekanntgabe
oder Geheimhaltung?” (versión alemana del artículo en inglés, “The Judicial Dissent. Publication v.
Secrecy”, op. cit.), en Archiv des öffentlichen Rechts, Band 86, Heft 1, Juli 1961, pp. 39 y ss.; en concreto,
p. 56.
31
En la República de Weimar fue específicamente prohibida la formulación de votos disidentes
por el párrafo segundo del Art. 8 de la Geschäftsordnung des Staatsgerichtshofs, de 20 de septiembre
de 1921, órgano previsto por el Art. 108 de la Constitución del Reich de 1919, que venía a ejemplificar,
por las competencias que asumía, la tradicional concepción germana de la jurisdicción constitucional
como cauce de resolución de conflictos entre órganos supremos (Organstreit), que llega a nuestros días.
Cfr. al efecto, Giuseppe VOLPE: L´ingiustizia delle leggi (Studi sui modelli di giustizia costituzionale),
Giuffrè Editore, Milano, 1977, p. 166.
32
Arthur Von MEHREN: “The Judicial Process: A Comparative Analysis”, en The American Journal
of Comparative Law, Vol. 5, 1956, pp. 197 y ss.; en concreto, p. 208, nota 42.
1234 LA RECEPCIÓN DEL SONDERVOTUM EN ALEMANIA

y de sus decisiones, frente a lo que de poco valor se consideraba el hecho de que


contribuyera a fortalecer el debate científico, aunque implícitamente se admitiera
que así sucedía. También Nadelmann pondría el acento en la importancia del
mantenimiento de la autoridad de los jueces como principal argumento frente
al cambio legislativo propugnado por la minoría parlamentaria: “Die Erhaltung
<der Autorität> des Gerichts ist das Leitmotiv der Gegner einer Anderung”33. Con
todo, si éste fue el más importante “debe” colocado en la cuenta de resultados de la
pretendida reforma, en el “haber” de una hipotética introducción del instituto no
sólo se situó el dato de que la misma contribuyera a favorecer el debate científico,
sino también, y en íntima conexión con lo anterior, el de que las dissenting opinions
podían “assist materially in the development of a body of constitutional law”34.
La cuestión parecía zanjada, por lo menos para la doctrina. McWhinney era
bastante rotundo en su apreciación35: “the Federal Constitutional Court is, in the
full tradition of continental jurisprudence, an anonymous tribunal, for not only
are its members in general free from the spotlight of personal publicity that so
often plays on the individual Justices of the United States Supreme Court, but
also as a formal matter the court´s work is depersonalized and collective”. Y tras
ello, más adelante añadía, que las separate opinions, independientemente de que
fuesen concurring o dissenting, no estaban permitidas, y sólo una opinion, que
presumiblemente había de representar el consenso oficial, era publicada en cada
caso. Von Mehren no se situaría muy lejos de esta apreciación. A su juicio, “it is
perfectly clear that the German judge is today under such a duty of silence”36.
No obstante tan rotundas posiciones, no faltaron posturas, ciertamente
minoritarias, que defendieron otro punto de vista. Tal sería el caso de Geiger,
posteriormente Juez del BVerfG, quien, en un comentario sobre la Ley del
Tribunal Constitucional (BVerfGG) publicado muy tempranamente37, defendía
la interpretación de que la publicación de los dissents no estaba prohibida por el
texto legal, lo que, desde luego, no dejaba de ser cierto, visión que dejaba abierta la
puerta a tal publicación, lo que, como veremos más adelante, a la postre terminó
sucediendo, por lo menos en algún caso puntual.
Una cierta paradoja se iba a suscitar respecto del Tribunal Supremo Federal
(Bundesgerichtshof), órgano que había sucedido al Reichsgericht de Weimar, y que
iba a actuar en relación con este instituto procesal de igual forma que el órgano

33
Kurt H. NADELMANN: “Das Minderheitsvotum im Kollegialgericht...”, op. cit., p. 58
34
Arthur T. Von MEHREN: “Constitutionalism in Germany–The First Decision of the New
Constitutional Court”, en The American Journal of Comparative Law, Vol. I, 1952, pp. 70 y ss.; en
concreto, p. 92.
35
Edward McWHINNEY: “Judicial Restraint and the West German Constitutional Court”, en
Harvard Law Review, Vol. 75, 1961-1962, pp. 5 y ss.; en concreto, pp. 6-7.
36
Arthur Von MEHREN: “The Judicial Process: A Comparative Analysis”, op. cit., pp. 197 y ss.;
en concreto, p. 208.
37
GEIGER: Gesetz über das Bundesverfassungsgericht (Textausgable), 1951, pp. IX y XXI. Del propio
autor, Gesetz über das Bundesverfassungsgericht (Kommentar), 1952. Cit. por Kurt H. NADELMANN:
“Non-Disclosure of Dissent in Constitutional Courts: Italy and West Germany”, op. cit., p. 271, nota
17.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1235

que le había precedido. En la Comisión del Reichstag que deliberaba sobre el


Código Judicial para la Alemania unificada de Weimar, tuvo lugar un fuerte alegato
en favor de que los jueces que se mostraran disidentes respecto de la resolución de
la mayoría pudiesen revelar su voto. Se adujo en apoyo de tal tesis la experiencia
inglesa, pero la propuesta fracasó finalmente. Al carecer el mencionado Código de
una específica previsión imponiendo el secreto a los jueces, el mantenimiento del
mismo se consideró como parte del deber profesional del juez (“die den Richtern
die Geheimhaltung auferlegt”)38. A su vez, al no disponer ningún precepto que un
Sondervotum no podía ser depositado en las actas del proceso, el Reichsgericht
weimariano decidió establecer por sí mismo una disposición de tal género en su
reglamento interno. Por su parte, el Bundesgerichtshof de la Bonner Grundgesetz,
siguiendo los pasos de su predecesor, hizo justamente lo mismo, incorporando en
el Art. 10 de su Reglamento interno (Geschäftsordnung des BGH), de 3 de marzo
de 1952, una disposición análoga. Ello entrañaría que se ignorara la frecuencia
con la que se formulaban opiniones divergentes (abweichende Stellungnahmen),
pues todo se hallaba cubierto por el secreto.

II. El problema del que venimos ocupándonos estaba lejos de considerarse


resuelto. La ocasión para su reviviscencia sería la reforma de la Ley federal sobre
el estatuto de los jueces. La cuestión del secreto del voto fue objeto de un gran
debate, ocasionalmente incluso acalorado, por lo que esta discusión parlamentaria
vino a actuar como revulsivo del problema. Los críticos del sistema crecieron,
pero no faltaron las respuestas de quienes rechazaban cualquier innovación. En
este marco contextual, en la primera lectura del proyecto de ley, en la Comisión
correspondiente del Bundestag, se aprobó por una holgada mayoría de 12 votos
a favor frente a tan sólo 4 en contra la introducción de los Sondervoten en los
Tribunales Constitucionales federal y de los Länder. Entre quienes votaron a favor
se hallaban no sólo diputados de la oposición socialdemócrata, sino asimismo de
la mayoría democristiana del Canciller Adenauer. Incluso, una propuesta para la
introducción del mismo instituto procesal en los Tribunales federales supremos
suscitó un empate a 8 votos en la Comisión. Una propuesta para admitir los
dissents en todo tipo de tribunales fue rechazada por 12 votos en contra y sólo 2
a favor, al margen ya de 2 abstenciones.
Con anterioridad a la segunda lectura parlamentaria del texto legal, la
Comisión procedió a oir al presidente del BVerfG, Gebhardt Müller, así como
a los presidentes de los Tribunales federales supremos y a representantes de la
Asociación alemana de Jueces. El común denominador de estas intervenciones
fue inequívoco: rechazo sin paliativos del dissent. “The Chief Judges, –diría
Nadelmann39– speaking for themselves and not for their courts, opposed in the
strongest terms admission of the published dissent. No judges favoring the propo-

38
Kurt H. NADELMANN: “Das Minderheitsvotum im Kollegialgericht...”, op. cit., p. 55.
39
Kurt H. NADELMANN: “Non-Disclosure of Dissents in Constitutional Courts: Italy and West
Germany”, op. cit., p. 273.
1236 LA RECEPCIÓN DEL SONDERVOTUM EN ALEMANIA

sition were heard”. Como resultado de ello, en el debate del texto legal en segunda
lectura hubo claros cambios de posicionamiento; algunos de los diputados que
se habían mostrado favorables al Sondervotum señalaron que no querían llevar
la cuestión más allá, decantándose por un debate más meditado del asunto en el
futuro. Así las cosas, la previsión inicial del texto gubernamental –que ignoraba
el instituto analizado– terminó normativizándose en la Deutsches Richtergesetz
de 8 de septiembre de 1961, estableciéndose que el juez no hablaría acerca de las
incidencias de la deliberación ni de la votación, ni tan siquiera después de que su
servicio como juez hubiese terminado.
La prescripción legal a que acabamos de referirnos no iba a ser tampoco
determinante, pues no cabe olvidar que se hallaba prevista en una ley dedicada a
los miembros de las jurisdicciones ordinarias, y es claro que el BVerfG se regía por
las propias. También aquí hubo disparidad de interpretaciones. Nadelmann se ha
hecho eco de ellas en sus documentadísimos trabajos40. Y así, en un comentario
inspirado con carácter oficial de la Ley sobre el estatuto de los jueces, escrito por
un miembro del staff del Ministerio de Justicia, se consideraba que el principio
del secreto era de aplicación a los jueces constitucionales porque las normas
relativas al Bundesverfassungsgericht establecían el secreto de la deliberación y
no había una mayoría parlamentaria que propiciara un cambio hacia el modelo
anglo-americano. La argumentación, a nuestro juicio, era bastante endeble. No
debe extrañar por ello que una interpretación contrapuesta fuera defendida por
buen número de autores, entre otros, por Heyde, en su Tesis Doctoral justamente
dedicada al instituto procesal en cuestión41. El razonamiento manejado por este
autor, a nuestro modo de ver, encerraba una lógica muy superior. Mientras las
normas relativas al BVerfG prescribían el secreto de las deliberaciones, no adop-
taban, sin embargo, ninguna posición respecto a la publicación de dissents, por
lo que las previsiones de la Deutsches Richtergesetz que entrañaban la prohibición
de su publicación eran incompatibles con el tratamiento dado a la cuestión por
la BVerfGG. En fin, no deja de ser significativo que la posición parlamentaria,
que en un primer momento parecía muy clara a favor del reconocimiento del
Sondervotum en el ámbito de los Tribunales Constitucionales alemanes, fuese
trastocada de alguna manera por los representantes de la Asociación alemana
de Jueces.

III. Poco tiempo después de la intervención del presidente del BVerfG en el


Bundestag, el propio Tribunal se iba a ocupar directamente del tema debatido
a raíz de una propuesta en favor de la publicidad de las opiniones discrepantes
formulada por el Juez Julius Federer. Como recuerda un buen conocedor de la
vida del Tribunal como Zierlein, que ejerció el cargo de Direktor en el BVerfG, en

40
Cfr., en particular, Kurt H. NADELMANN: “Non-Disclosure of Dissents in Constitutional
Courts...”, op. cit., p. 274.
41
Wolfgang HEYDE: Das Minderheitsvotum des überstimmten Richters (Tesis Doctoral), Bonn,
1964, p. 148. Cit. por Kurt H. NADELMANN: “Non-Disclosure...”, op. cit., p. 274, nota 40.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1237

la sesión plenaria del 8 de febrero de 1961, sometida a votación tras el preceptivo


debate la propuesta de Federer, la votación reflejó una exacta relación (“ein
Stimmenverhältnis”) de 9 votos frente a 942, esto es, un empate entre los jueces
favorables y los contrarios al Sondervotum. Ello era bien revelador de la contro-
versia existente en el propio seno del Tribunal en torno a esta cuestión.
La controversia entre los jueces constitucionales no era ni mucho menos
nueva. En 1959, Cole se hacía eco43 de que había algunos jueces constitucionales
muy proclives a la publicación de las dissenting views, a las que miraban con
buenos ojos (“look with great favor”), aunque matizaba a continuación, que los
mismos jueces veían también argumentos para el mantenimiento del status quo.
El propio autor, en las mismas fechas, aunque en otro lugar44, había mostrado su
posición por entero proclive al instituto al señalar que “the anonymity attached
to the method of making decisions and the absence of dissenting opinions may
offer protection from public criticism of the partisan and incompetent judge”.
En 1963, un artículo del Präsident des Bundesgerichtshofes, Bruno Heusinger45,
acentuaba la polémica, al señalar que debían hacerse rigurosas reflexiones
(“Ernster Überlegung”), al menos respecto a las instancias judiciales de revisión,
en relación a la introducción de una apertura del dissent (“das offene dissenting
vote”)46. Más adelante, el propio autor aducía que la publicidad de las dissenting
opinions doblegaría la petrificación (“beugen... der Versteinerung”).
La controversia parlamentaria, como asimismo la existente en el interior
del propio Tribunal Constitucional, de la que era revelador el debate plenario
precedentemente mencionado, pero de la que también habrá pruebas fehacientes
en el interior de cada uno de los dos Senaten, e incluso entre esas mismas Salas,
como se verá más adelante, iba a tener su correlato en el notable debate científico
que se iba a ir acentuando en la década de los sesenta. En los últimos años, escribía
Nadelmann en 196447, la discusión sobre la publicación de las dissenting opinions,
por lo menos en los Tribunales supremos y en el BVerfG, ha llegado a ser muy
considerable. Idéntica era la apreciación de Zierlein, para quien en la literatura
de cierto rango (“In der Literature wurde”) se había iniciado abiertamente en los
años sesenta una abundante discusión en torno al Sondervotum48.
Ejemplos de esa literatura jurídica en torno al instituto procesal analizado los
encontramos en el Archiv des öffentlichen Rechts, en cuyo número correspondiente
42
Karl-Georg ZIERLEIN: “Erfahrungen mit dem Sondervotum beim Bundesverfassungsgericht”,
en Die Öffentliche Verwaltung, 34. Jahrgang, Heft 3, Februar 1981, pp. 83 y ss.; en concreto, pp. 85-86.
43
Taylor COLE: “The Bundesverfassungsgericht, 1956-1958: An American Appraisal”, en Jahrbuch
des Öffentlichen Rechts der Gegenwart, Band 8, 1959, pp. 29 y ss.; en concreto, pp. 45-46.
44
Taylor COLE: “Three Constitutional Courts: a comparison”, en The American Political Science
Review, Vol. LIII, No. 4, December 1959, pp. 963 y ss.; en concreto, p. 969.
45
Bruno HEUSINGER: “Überlastung der Zivilsenate des Bundesgerichtshofes und Mittel zur
Abhilfe”, en Zeitschrift für Zivilprozess, 76. Band, Heft 5/6, Dezember 1963, pp. 321 y ss.
46
Ibidem, p. 338.
47
Kurt H. NADELMANN: “Non-Disclosure of Dissents in Constitutional Courts...”, op. cit., p. 271.
48
Karl Georg ZIERLEIN: “Erfahrungen mit dem Sondervotum beim Bundesverfassungsgericht”,
op. cit., p. 84.
1238 LA RECEPCIÓN DEL SONDERVOTUM EN ALEMANIA

al año 1961 (volumen 86) dos artículos, uno de Nadelmann49 y otro de Zeidler50,
se ocupaban del problema. Este último autor era muy claro cuando señalaba,
que después de diez años de existencia del Tribunal y tras la consolidación de la
institución, debía de someterse a discusión la problemática que nos ocupa sine ira
et studio. Los partidarios de los votos divergentes (abweichenden Votums), añadía
Zeidler51, reenvían a la praxis de la Supreme Court, mientras que sus oponentes se
remiten a la tradición alemana. Ello no obstante, los argumentos esgrimidos por
unos y por otros son mucho más abundantes y diversos, como también muestra
el propio autor52, al igual que otros sectores de la doctrina53.
En 1966, como ya tuvimos oportunidad de mencionar, aunque fuera sólo de
modo tangencial, Wolfgang Heyde publicaba su Tesis Doctoral, que había sido
defendida poco más de tres años antes en la Universidad de Bonn54. Los argu-
mentos a que recurre el autor en apoyo del instituto eran ponderados, evitando
la irritación innecesaria de los opositores al mismo, presentándosenos a veces de
modo muy abierto y en otras ocasiones más solapadamente55.
El debate en cuestión no era peculiar tan sólo de Alemania, sino que se
presentaba como una discusión científica de más largo alcance, a la que aludían
Cappelletti y Adams cuando escribían: “Doctrinal movements in favor of publi-
cizing the dissenting opinions of constitutional judges are, however, gaining
strength in Italy and Germany”56. En similar dirección y por las mismas fechas,
Nadelmann efectuaba con gran seguridad un pronóstico inequívoco: “Sooner or
later, open dissents will be admitted, perhaps first in the constitutional courts”57.
Este autor llevaba a cabo bastante más que un pronóstico al poner de relieve
inmediatamente después que lo que él denominaba “the right to the open dissent”
había sido correctamente vinculado con la defensa de la democracia. La progresiva
expansión del sistema democrático presuponía por lo mismo, en coherencia con
tal razonamiento, la generalización de este instituto.

49
Kurt H. NADELMANN: “Das Minderheitsvotum im Kollegialgericht...”, op. cit., pp. 39 y ss.
50
Karl ZEIDLER: “Gedanken zum Fernseh-Urteil des Bundesverfassungsgericht”, en Archiv des
öffentlichen Rechts, 86. Band, Heft 4, Januar 1962, pp. 361 y ss.
51
Ibidem, p. 368.
52
Ibidem, pp. 366-369.
53
Entre la literatura jurídica de los años sesenta cabe destacar asimismo el trabajo publicado
por el Profesor de Tübingen, siendo ya juez constitucional, Hans G. RUPP: “Zur Frage der Dissenting
Opinion”, en Die Moderne Demokratie und ihr Recht. Festschrift für Gerhard. Leibholz zum 65.
Geburtstag, Herausgegeben von K. D. Bracher, Ch. Dawson, W. Geiger und R. Smend, J.C.B. Mohr
(Paul Siebeck), Tübingen, 1966, Zweiter Band, pp. 531 y ss.
54
Wolfgang HEYDE: Das Minderheitsvotum des überstimmten Richters (Schriften zum deutschen
und europäischen Zivil-, Handels- und Prozessrecht), Verlag Ernst und Werner Gieseking, Bielefeld,
1966.
55
Kurt H. NADELMANN: “Review” de la obra de Wolfgang HEYDE, Das Minderheitsvotum des
überstimmten Richters, en American Journal of Comparative Law, Vol. 15, 1966-1967, pp. 382 y ss.; en
concreto, p. 383.
56
Mauro CAPPELLETTI and John Clarke ADAMS: “Judicial Review of Legislation : European
Antecedents and Adaptations”, en Harvard Law Review, Vol. 79, 1965-1966, pp. 1207 y ss.; en concreto,
p. 1214, nota 22.
57
Kurt H. NADELMANN: “Non-Disclosure of Dissents...”, op. cit., p. 276.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1239

Y por supuesto, el debate en torno a este instrumento procesal no puede


circunscribirse a los años mencionados. Ya en 1952, justamente al año siguiente a
la aprobación de la BVerfGG, Schätzel se manifestaba a favor de los Sondervoten,
mostrándose dispuesto a darles la bienvenida58 con tal que se manifestaran de
conformidad con el modelo que tal institución presentaba en el Tribunal de La
Haya y en la Supreme Court.

IV. Particularísima importancia en la recepción final del instituto en Alemania


iba a tener la reunión en Nuremberg, en abril de 1968, de la 47ª Asamblea de los
Juristas Alemanes (Deutschen Juristentag). En ella, el tema del Sondervotum iba
a adquirir un particularísimo interés, convirtiéndose en una de las principales
cuestiones tratadas por la Asamblea. La causa de ello tenía que ver con un
polémico asunto procesal constitucional: el recurso de queja constitucional
(Verfassungsbeschwerde) presentado por el semanario Der Spiegel (en realidad, por
la Spiegel-Verlag, esto es, por la empresa editora del semanario) contra algunos
actos de secuestro y requisa acordados contra el mismo por su supuesta violación
de secretos de Estado. La sentencia constitucional de rechazo del recurso, de 5
de agosto de 1966, fue adoptada por la primera Sala (des Ersten Senats), previo
empate a votos entre los jueces que la integraban (cuatro a favor del rechazo del
recurso y otros tantos favorables a su admisión), empate que, a tenor del texto
legal (BVerfGG), se resolvía a favor de la conservación del acto impugnado59.
En la fundamentación de la sentencia se aludiría a los argumentos de los dos
bloques de jueces, sin indicación de su nombre60. Sin embargo, el Plenum del
BVerfG, en su sesión de 16 de febrero de 1967, iba a acordar, que en el futuro se
publicaran los resultados de las votaciones no sólo en el caso de paridad de votos,
sino también en aquellos otros casos en que el órgano lo considerase oportuno.
Ello abría de par en par las puertas del Tribunal al instituto que venimos tratando.
No ha de extrañar por lo mismo que la Spiegel Urteil fuera considerada por la
doctrina como “el más importante paso en el camino hacia la publicación de
los Sondervoten” (“das Spiegel-Urteil sei ein wichtiger Schritt auf dem Wege zur
Bekanntgable von Sondervoten gewesen”)61
58
“Ich bin an sich durchaus für Sondervoten und würde es begrüssen” (Estoy absolutamente junto
a los Sondervoten para que llegue a dárseles la bienvenida). En tan rotundos términos se manifiesta
Walter SCHÄTZEL, en “Prozessuale Fragen des Bundesverfassungsgerichts”, en Archiv des öffentlichen
Rechts, 78. Band, Heft 2, 1952, pp. 228 y ss.; en concreto, p. 236.
59
La sentencia puede verse parcialmente, tal y como se hace constar cuando se menciona que se
transcribe una parte de ella (“Teilurteil”), en Entscheidungen des Bundesverfassungsgerichts, 20. Band,
J.C.B. Mohr (Paul Siebeck), Tübingen, 1967, pp. 162 y ss.
60
En una resolución (Beschluss) de 23 de abril de 1969, relativa a la justiciabilidad de las deci-
siones de gracia (“Justitiabilität von Gnadenentscheidungen”), esto es, de aquellas que conceden el
indulto, la Sala Segunda (des Zweiten Senats) siguió el mismo ejemplo. Puede verse esta resolución
en Entscheidungen des Bundesverfassungsgerichts, 25. Band, J.C.B. Mohr (Paul Siebeck), Tübingen,
1969, pp. 352 y ss.
61
Gerd ROELLECKE: “Sondervoten”, en Festschrift 50 Jahre Bundesverfassungsgerich, Heraus-
gegeben von Peter Badura und Horst Dreier, Erster Band, Mohr Siebeck, Tübingen, 2001, pp. 363 y
ss.; en concreto, p. 363. En realidad, este autor lo único que hace con la referida valoración es seguir
1240 LA RECEPCIÓN DEL SONDERVOTUM EN ALEMANIA

La Primera Sala (der Erste Senat) no hizo uso inmediato de tal facultad, a
diferencia de la Segunda (der Zweite Senat), que ya hizo público el resultado de
la votación de una sentencia de 11 de abril de 1967, menos, pues, de dos meses
después del acuerdo del Pleno. Recuerda Heyde62, que a partir de ese momento
la Segunda Sala siempre haría públicos los resultados de las votaciones de las
sentencias celebradas en su seno, lo que podía entenderse claramente, como
señalaba Forsthoff63, como un primer paso hacia la introducción de lo que el autor
alemán denominaba el dissenting vote.
El importante Plenum celebrado el 23 de junio de 1967, dando un paso más
en la dirección de la institucionalización del Sondervotum, se pronunció favo-
rablemente a la introducción del dissent por una mayoría de nueve jueces frente
a seis64.
Cuanto acaba de exponerse creemos que contribuye a explicar el por qué la
cuestión del dissent recabó una atención prioritaria por parte de la Deutschen
Juristentag. Friesenhahn, antiguo juez del BVerfG, que ya en su conocido libro
sobre la jurisdicción constitucional en la República Federal se había pronunciado,
a nuestro entender, favorablemente respecto de la institucionalización del Sonder-
votum65, fue uno de los expositores de la mencionada Asamblea, aduciendo que la
opinión disidente afectaba más bien a las convicciones que a la razón, lo que hacía
difícil a los partidarios de una u otra posición convencer a los que no compartían
su punto de vista. También intervendría en la Asamblea Konrad Zweigert, antiguo
Juez del BVerfG y en ese momento director del Max-Planck-Institut de Hamburgo,
quien, lisa y llanamente, propondría la introducción del Sondervotum en todos
los tribunales del país. No faltarían voces opuestas a ello, como la del juez federal
Rudolf Pehle66.

las posiciones expresadas muchos años atrás por otros sectores de la doctrina germana, como sería
el caso de Wolfgang HEYDE: “Dissenting Opinions in der deutschen Verfassungsgerichtsbarkeit”, en
Jahrbuch des Öffentlichen Rechts der Gegenwart, Band 19, 1970, pp. 201 y ss.; en concreto, p. 214, o
el de Hans G. RUPP: “Zur Frage der Dissenting Opinion”, op. cit., p. 533.
62
Wolfgang HEYDE: “Dissenting opinions in der deutschen Verfassungsgerichtsbarkeit”, op. cit.,
p. 215.
63
Ernst FORSTHOFF: Der Staat der Industriegesellschaft, Beck´sche Verlagsbuchhandlung,
München, 1971. Manejamos la versión española, El Estado de la sociedad industrial, Instituto de
Estudios Políticos, Madrid, 1975, p. 215.
64
Jörg LUTHER (en “L´esperienza del voto dissenziente nei paesi di lingua tedesca”, op. cit.,
p. 246) recuerda que entre los jueces favorables estaban Julius Federer, Gerhard Leibholz y Hans
Georg Rupp, y entre los opuestos, Theodor Ritterspach.
65
Ernst FRIESENHAHN: Die Verfassungsgerichtsbarkeit in der Bundesrepublik Deutschland, Karl
Heymans Verlag K.G., Köln/Berlin, 1963. Manejamos la traducción italiana, La Giurisdizione Costitu-
zionale nella Repubblica Federale Tedesca, Giuffrè Editore, Milano, ristampa, 1973. A juicio del autor:
“Si chiede spesso proprio per la corti costituzionali, nell´interesse dell´evoluzione della giurisprudenza,
che le opinioni divergenti siano pubblicate, con o senza il nome del giudice dissenziente, con o senza
l´indicazione del numero dei voti con i quali è stata presa la decisione” (p. 141).
66
Cfr. al respecto, Julius FEDERER: “Die Bekanntgabe der abweichenden Meinung des übers-
timmten Richters”, en Juristen Zeitung, 23. Jahrgang, 1968, Nr. 15/16, pp. 511 y ss.: en concreto,
p. 511.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1241

Recuerda Walter67, que fueron cuatro, básicamente, los argumentos manejados


en la Asamblea del Deutschen Juristentag en torno al instituto que analizamos: la
autoridad de la cosa juzgada y de las instituciones judiciales, así como el principio
del secreto de las deliberaciones, entre los argumentos contrarios a la recepción
formal del dissent, y la posibilidad de desarrollo jurisprudencial y la conveniencia
de hacer el proceso judicial más transparente, entre las razones a favor68.
Finalmente, por una aplastante mayoría de 371 votos a favor frente a tan
sólo 34 contrarios, la Asamblea del Deutschen Juristentag acordaba proponer la
institucionalización del voto particular, tanto para los Tribunales Constitucionales,
federal y estatales, como para los Tribunales federales de casación, así como para
algunas otras jurisdicciones, aunque rechazaba su adopción indiscriminada
respecto de la totalidad de los órganos jurisdiccionales alemanes. Esta propuesta
política del Juristentages tendría a la postre un efecto determinante69.
Añadamos, que no fue la primera vez en que en un relevante evento científico-
jurídico la cuestión era abordada y defendida la conveniencia de institucionalizar
con todas sus consecuencias el Sondervotum. Buen ejemplo de ello lo hallamos en
el importantísimo Coloquio celebrado en Heidelberg en 1961 bajo los auspicios
del Max-Planck-Institüt für Ausländisches Öffentliches Recht und Völkerrecht. El
Profesor de Bonn y en aquel momento Juez del BVerfG, Ernst Friesenhahn, iba a
llevar a cabo en el mismo un pronunciamiento, a nuestro entender, claramente
proclive al instituto en cuestión. A su juicio, en interés del desarrollo de la juris-
prudencia (“im Interesse der Fortenwicklung der Rechtsprechung”), las opiniones
discrepantes (die abweichenden Meinungen) debieran llegar a ser publicadas junto
a la resolución recaída, bien con o sin indicación del nombre del juez disidente,
bien con o sin indicación de la relación numérica de los votos70.

67
Christian WALTER: “La pratique des opinions dissidentes en Allemagne”, en Cahiers du Conseil
constitutionnel, nº 8, Octobre 1999 à Février 2000, (estudios monográficos en relación al tema “Con-
tribution au débat sur les opinions dissidentes dans les juridictions constitutionnelles”, coordinado
por Dominique ROUSSEAU), pp. 1 y ss. del texto conseguido a través de la dirección electrónica del
Conseil constitutionnel (http://www.conseil-constitutionnel.fr); en concreto, p. 3.
68
Cabe recordar también, que el Juez del BVerfG Hugo Berger, al hilo de la Asamblea del
Juristentag, en un trabajo en el que se preguntaba acerca de si era recomendable la publicación de
las opiniones discrepantes de los jueces que no habían logrado la mayoría, iba a considerar que tal
publicación, para la gran masa de resoluciones judiciales, de las instancias intermedias e inferiores,
aparecía como poco realista, pero que, sin embargo, no se podía decir otro tanto respecto de las
instancias más elevadas. Más adelante, Berger iba a señalar que las convicciones jurídicas básicas
(“Die grundsätzliche Rechtsüberzeugung”) de las distintas personalidades de los jueces, en relación
a los grandes conceptos de la Constitución, se encontraban mejor en primer plano, lo que significaba
la publicidad del dissent. Hugo BERGER: “Empfiehlt sich die Bekanntgabe abweichender Meinungen
überstimmter Richter?”, en Neue Juristische Wochenschrift, 21. Jahrgang, Heft 21, 22 Mai 1968,
pp. 961 y ss.; en concreto, p. 966.
69
“Die Politik griff den Vorschlag des Juristentages –escribe Roellecke– sofort auf”. Gerd
ROELLECKE: “Sondervoten”, op. cit., p. 367.
70
Ernst FRIESENHAHN: “Die Verfassungsgerichtsbarkeit in der Bundesrepublik Deutschland”,
en Verfassungsgerichtsbarkeit in der Gegenwart, herausgegeben von Herman Mosler, Carl Heymans
Verlag K.G., Köln/Berlin, 1962, pp. 89 y ss.; en concreto, pp. 188-189.
1242 LA RECEPCIÓN DEL SONDERVOTUM EN ALEMANIA

V. El BVerfG, como se acaba de ver, tuvo un muy significativo rol en la


evolución legal alemana respecto a este instituto, pero su intervención, lejos de
circunscribirse a las tomas de posición desencadenadas a raíz de la sentencia
dictada en el caso Der Spiegel, podría considerarse que arranca de mucho más
atrás. Podemos recordar a este respecto algunos momentos significativos.
El primer antecedente puede remontarse al pronunciamiento del Tribunal Cons-
titucional sobre el Tratado Europeo de Defensa71. El 30 de enero de 1952, cuando los
perfiles del Tratado, cuya idea inicial se había generado por el Gobierno francés, se
hallaban ya delimitados, 144 parlamentarios del Partido Socialdemócrata (SPD), un
número suficiente para satisfacer la exigencia del párrafo segundo del Art. 93.1 de
la Grundgesetz (un tercio de los componentes del Bundestag), solicitaba al Tribunal
Constitucional que se pronunciara preventivamente (vorbeugende Normenkontrolle)
en el sentido de que la participación de alemanes en fuerzas militares sin una previa
reforma de la Ley Fundamental era inconstitucional. Tras la firma de los Tratados
por el Canciller (mayo de 1952), la demanda fue modificada en el sentido de que se
prohibiera su ratificación por la Asamblea Federal.
El 30 de julio de 1952, el primer Senat rechazó la petición con fundamento
en que el control de constitucionalidad se llevaba a cabo tan sólo respecto a leyes
aprobadas formalmente por el Parlamento. Unos días antes del fallo, el 10 de
junio, el Presidente Federal, Theodor Heuss, requería al BVerfG para que dictara
una opinión consultiva (advisory opinion, Gutachtenverfahren) en relación a si el
Tratado en cuestión era compatible con la Grundgesetz, solicitud que se apoyaba
en las previsiones de la BVerfGG, que yendo más allá de lo establecido por la Ley
Fundamental, autorizaba, entre otros, al Presidente Federal para solicitar un
pronunciamiento de este tipo.
El 9 de diciembre de 1952, el Tribunal hizo pública una resolución de su Pleno
en la que consideró que el pronunciamiento del Plenum dictado en una opinión
consultiva era vinculante para los dos Senaten (Salas), lo que entrañaba la vin-
culatoriedad de la resolución para las posteriores decisiones que cada una de las
dos Salas pudieran dictar en conflictos de atribuciones sobre la misma cuestión.
El 10 de diciembre, el Presidente Federal, que había sido objeto de duras
críticas por parte de miembros del Gobierno Federal, al entender que con su de-
manda había interferido en la dirección de la política exterior, constitucionalmente
reservada al Gobierno, retiraba su solicitud. La razón formalmente dada fue que
la declaración del Plenum acerca del carácter vinculante de su resolución respecto
de los Senaten, equivalía a una resolución final del caso, lo que era contrario al
carácter meramente “consultivo” de la opinión requerida72.

71
Una detenida exposición del tema puede verse en Karl LOEWENSTEIN: “The Bonn Constitution
and the European Defense Community Treaties. A Study in Judicial Frustration”, en Yale Law Journal,
Vol. 64, 1954-1955, pp. 805 y ss.
72
Contemplada inicialmente la solicitud de opiniones consultivas por el Art. 97 de la BVerfGG,
una Ley de 21 de julio de 1956, de reforma de la precedente, derogó el Art. 97, quedando por lo tanto
suprimido este procedimiento, ciertamente discutible según el tipo de normas objeto de la consulta.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1243

La resolución del BVerfG no dejaba de suscitar serias dudas73, al margen ya de


desencadenar una ardua controversia política. Así las cosas, el Bundesverfassungs-
gericht tomaba el acuerdo de hacer público el resultado de la pertinente votación,
anulando de esta forma otro acuerdo del Plenum, de 29 de septiembre de 1951,
que había excluido la publicación de los resultados de las votaciones.
Poco tiempo después, uno de los jueces disidentes, Willi Geiger, hacía pública
su dissenting opinion frente a la resolución en cuestión, lo que, innecesario es
decirlo, suponía un duro golpe adicional al principio del secreto y al supuesto
rechazo legal de la publicidad de los Sondervoten.
Un segundo antecedente relevante se iba a producir con ocasión de la llamada
Sentencia del Concordato (Konkordatsurteil), de 26 de marzo de 1957, que uno de
los jueces del BVerfG, Hans G. Rupp, en 1960, consideraba como el más famoso
caso de los seis primeros años de vida del Tribunal74. Vale la pena detenerse en
el caso.
El 20 de julio de 1933, el Reich y la Santa Sede suscribieron el Concordato.
Entre otras estipulaciones, el Reich garantizaba la creación y mantenimiento de
escuelas católicas públicas en todas las comunidades en las que así lo deseara
un determinado porcentaje de padres. El Gobierno de Hitler nunca atendió esta
obligación, y en 1937, todos los colegios católicos públicos se convirtieron en
colegios no confesionales. La Bonner Grundgesetz dio a los Länder la competencia
exclusiva sobre la educación pública. En 1954, el Land de Baja Sajonia aprobó
una ley sobre las escuelas públicas que, a juicio tanto de la Santa Sede como
del Gobierno federal, violaba el Concordato. El Gobierno Federal recurrió al
BVerfG para que declarara que el Land de Baja Sajonia, a través del referido texto
legal, había violado el Concordato y, por lo mismo, vulnerado el derecho de la
Federación (Bund) a que los Länder respeten sus obligaciones internacionales
asumidas convencionalmente cuando promulguen leyes sobre materias que son
de su competencia.
Algunos relevantes iuspublicistas, como Otto Bachof, apreciaron notables
contradicciones en la sentencia del segundo Senat, que rechazó el recurso, recla-
mando, consiguientemente, la institucionalización del Sondervotum, a fin de que
pudieran conocerse las posiciones de los distintos jueces constitucionales en re-
soluciones especialmente controvertidas, como era el caso de la Konkordatsurteil.
Ciertamente, y no obstante el acuerdo del Tribunal de hacer público el resul-
tado de la votación relativa a su decisión sobre el Tratado Europeo de Defensa,
la posición del órgano constitucional en estos primeros años de vida no sería
favorable a la publicidad de los dissents, de lo que constituye buena muestra
el acuerdo de su Plenum, de 5 de julio de 1956, poco anterior a la sentencia del

73
Loewenstein se mostraría crítico al respecto: “the resolution of the Court that a plenary advisory
opinion is binding on both Senates is subject to grave legal doubts”. Karl LOEWENSTEIN: “The Bonn
Constitution and the European Defense Community Treaties...”, op. cit., p. 812.
74
Hans G. RUPP: “Judicial Review in the Federal Republic of Germany”, en The American Journal
of Comparative Law, Vol. 9, 1960, pp. 29 y ss.; en concreto, p. 45.
1244 LA RECEPCIÓN DEL SONDERVOTUM EN ALEMANIA

Concordato, en el que se entendía inadmisible de lege data el hacer público, aún


de forma anónima, las posibles posiciones discrepantes de los jueces, así como los
resultados de las votaciones, lo que, en cualquier caso, parecía presuponer que en
el interior del Tribunal se había establecido una praxis de “contrainformes” que
algunos pretendían ver publicados a modo de dissenting opinions75 .
Como puede apreciarse por todo lo expuesto, los miembros del Tribunal no
fueron ni mucho menos insensibles a esta problemática. En los primeros veinte
años de vida, el Tribunal desempeñó una actuación que, en buena medida, y no
obstante lo controvertido del tema, se tradujo en un estímulo para el legislador a
fin de que éste procediera a institucionalizar el Sondervotum, lo que finalmente
terminaría sucediendo en 1970. En este complejo proceso de gestación del
instituto, el caso Der Spiegel, según Nadelmann76, vendría ser “the beginning of
the end of the <secrecy> rule for the Constitutional Court”.

4. La reforma de la Bundesverfassungsgerichtsgesetz (BVerfGG) de 1970


y la ulterior regulación reglamentaria de las opiniones discrepantes
(abweichende Meinungen).

I. La legalización del instituto procesal del voto particular en Alemania supuso,


como se ha podido apreciar, una serie de difusas y dilatadas controversias, entre
otras razones, porque el proceso (un verdadero proceso de integración) movilizó,
como afirma Luther77, a la totalidad del linaje de los juristas. Pero al fin se iba a
llegar a la meta por muchos deseada, sin que hubieren llegado a transcurrir dos
décadas de la vida del Tribunal.
El Gobierno de la gran coalición (CDU-CSU/SPD), poco tiempo después de la
Asamblea celebrada por la Deutschen Juristentag, preparaba un proyecto de ley de
reforma de la BVerfGG. El posterior cambio de Gobierno impidió su aprobación,
pero el nuevo Gobierno socialdemócrata/liberal lo retomó, presentándolo al
Bundestag, en cuya Comisión de asuntos legislativos fueron oídos varios jueces
del Tribunal, manifestándose unos a favor y otros en contra de la normativización
del instituto. El debate parlamentario reprodujo los argumentos favorables y
contrarios que ya se habían aducido en la Asamblea celebrada en Nuremberg, si
bien, finalmente, el proyecto era aprobado por unanimidad el 2 de diciembre de
1970, entrando en vigor el día 25 del mismo mes.
Tras la reforma, en el Art. 30 de la Ley del Tribunal se introducía un nuevo
apartado segundo del siguiente tenor: “Podrá un juez consignar un voto particular (“in

75
El Juez Willi Geiger haría público que había escrito 14 votos disidentes secretos. Y en 1979,
Ernst Friesenhahn publicaba su dissent secreto, presentado precisamente en la Konkordatsurteil.
76
Kurt H. NADELMANN, en su “Review” de la obra de Wolfgang Heyde, op. cit., p. 384.
77
Jörg LUTHER: “L´esperienza del voto dissenziente nel Bundesverfassungsgericht”, en la obra
L´opinione dissenziente, a cura di Adele Anzon, Giuffrè Editore, Milano, 1995, pp. 259 y ss.; en concreto,
pp. 275-276.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1245

einem Sondervotum”) para reflejar su opinión discrepante (“abweichende Meinung”)


en la deliberación (“in der Beratung”) respecto a la resolución o a su fundamentación
(“zu der Entscheidung oder zu deren Begründung”), y el voto particular deberá
incorporarse como anejo a la resolución. Las Salas (“Die Senate”) podrán expresar
en sus resoluciones la proporción de los votos (“das Stimmenverhältnis”) registrados.
El Pleno del Tribunal Constitucional Federal acordará una regulación procesal (“eine
Verfahrensordnung”) más detallada (“Das Nähere regelt”)”78. El último inciso sería
con posterioridad sustituído, en el sentido de remitir la regulación más detallada del
instituto al pertinente Reglamento (“Das Nähere regelt die Geschäftsordnung”).
Digamos ante todo, que la Ley vino a clarificar la terminología anteriormente
utilizada, que no era en exceso nítida79. El precepto legal deja efectivamente claro
que la expresión “Abweichende Meinung” alude al contenido, mientras que el
término “Sondervotum” identifica la forma procesal del instituto.
La institución tendría una utilización fulgurante, pues el 4 de enero de 1971
ya se depositaba el primer Sondervotum, suscrito por los Jueces Geller, Schlabren-
dorff y Rupp, respecto de una sentencia que rechazaba un recurso contra una ley
de reforma de la ley de interceptaciones telefónicas, depositada el 15 de diciembre
de 1970, esto es, con anterioridad a la entrada en vigor de la ley de reforma de la
BVerfGG, y obviamente, de las normas reglamentarias, circunstancia que no dejó
de suscitar amplias críticas80.

II. El régimen jurídico de ejercicio del instituto iba a ser desarrollado por
medio de un Reglamento especial de procedimiento (Verfahrensordnung) de 27 de
enero de 1971, posteriormente modificado e incorporado al Reglamento general
(Geschäftsordnung)81. A tenor de la mencionada reglamentación82:
1) El voto separado, en el que un juez redacta la propia opinión disidente, sos-
tenida durante la discusión, en discrepancia con la decisión o con la motivación,

78
En su dicción original, posteriormente objeto de alguna modificación, el precepto quedaba
así redactado: “Ein Richter kann seine in der Beratung vertretene abweichende Meinung zu der
Entscheidung oder zu deren Begründung in einem Sondervotum niederlegen; das Sondervotum ist
der Entscheidung anzuschliessen. Die Senate können in ihren Entscheidungen das Stimmenverhältnis
mitteilen. Das Nähere regelt eine Verfahrensordnung, die das Plenum des Bundesverfassungsgerichts
beschliesst”.
79
Análogamente, Gerd ROELLECKE: “Sondervoten”, op. cit., p. 365.
80
La sentencia de la Sala Segunda (Urteil des Zweiten Senats), de 15 de diciembre de 1970, puede
verse en Entscheidungen des Bundesverfassungsgerichts, 30. Band, J. C. B. Mohr (Paul Siebeck),
Tübingen, 1971, pp. 1 y ss.; los “Sondervoten”, en pp. 33 y ss. Este voto particular, suscrito por tres
Jueces, estaba detallada y extensamente fundamentado, hasta el extremo de que ocupaba justamente
una extensión igual a la mitad de la que abarcaba la sentencia.
81
El texto actualizado del Geschäftsordnung des Bundesverfassungsgerichts, de 15 de diciembre
de 1986, en la versión publicada el 7 de enero de 2002, puede verse en Hans LECHNER und Rüdiger
ZUCK: Bundesverfassungsgerichtsgesetz. Kommentar, 5. Auflage, Verlag C.H. Beck, München, 2006,
pp. 713 y ss.
82
Este texto es nuestra traducción de la versión italiana que del texto alemán recoge Jörg LUTHER,
en “L´esperienza del voto dissenziente...”, op. cit., pp. 247-248.
1246 LA RECEPCIÓN DEL SONDERVOTUM EN ALEMANIA

debe ser presentado al presidente de la Sala dentro de las tres semanas posteriores
a la redacción de la decisión. La Sala puede ampliar este plazo.
2) Cualquiera que desee depositar un voto separado debe comunicarlo a la
Sala en cuanto el desarrollo de la discusión lo permita.
3) Si es depositado un voto separado relativo a una sentencia, el presidente de
la Sala debe dar cuenta del mismo durante la lectura pública de aquélla. Posterior-
mente, el juez puede comunicar el contenido esencial del propio voto separado.
4) El voto separado viene notificado conjuntamente con la decisión.
5) El voto separado debe publicarse en la colección oficial de decisiones del
Tribunal Constitucional Federal, en un apéndice a la decisión con el nombre del
juez.
6) Las disposiciones precedentes se aplican de modo análogo a los votos
separados en discrepancia con las decisiones del Plenum.

III. Varios aspectos son de destacar del régimen jurídico expuesto. Procede-
mos a exponerlos sistematizadamente, partiendo de la idea, que puede parecer
obvia, no obstante lo cual es subrayada de modo específico en el bien conocido
comentario de Maunz83, de que se trata de un derecho, pero ninguna obligación
hay sobre un Sondervotum (“aber keine Pflicht zu einem Sondervotum”).

A) La primera cuestión relevante de la normación transcrita es la fijación


de un plazo concreto a los efectos de la presentación de una opinión disidente
(abweichend Meinung). El Reglamento fija el plazo de tres semanas, aunque
contempla la posibilidad de que tal período pueda ser prorrogado. En todo caso,
el futuro disidente debe anunciar la formalización de su futuro disenso desde el
mismo momento en que el desarrollo de la discusión colegial lo permita. Un caso
anómalo, recordado por la doctrina84, es el que se produjo con ocasión de un
conflicto de atribuciones sobre la facultad de disolución del Bundestag, en el que
el mencionado plazo, por razón de urgencia, se vio reducido a tan sólo 24 horas.

B) La exigencia de un “preaviso” por parte de quien pretende disentir formal-


mente es obvio que está encaminada a garantizar la autoridad colegial, pues con
tal aviso previo se posibilita a la mayoría replicar el argumento del disidente. Ello
se comprende perfectamente si se tiene en cuenta que, como dijera un antiguo
Vicepresidente del Tribunal, Mahrenholz, “la opinión disidente transfiere las razones

83
Bundesverfassungsgerichtsgesetz. Kommentar, razonado por (“begründet von”) Theodor MAUNZ,
y continuado por Bruno SCHMIDT-BLEIBTREU, Franz KLEIN, Gerhard ULSAMER, Herbert BEIHGE
y Klaus WINTER, C.H. Beck´sche Verlagsbuchhandlung, München, Dezember 1993, Artículo 30,
p. 10.
84
Jörg LUTHER: “L´esperienza del voto dissenziente...”, op. cit., p. 248.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1247

del respeto a una decisión judicial de la autoridad institucional a la calidad del


razonamiento”85. De ahí que cada juez tenga derecho a requerir la reapertura del
debate colegial acerca del caso en el supuesto de que se presente un dissent. Los
Sondervoten, como escriben Schlaich y Korioth86, posibilitan una clara articulación
de la opinión de la mayoría y en ocasiones algo semejante a un compromiso de
carácter diplomático (“diplomatischen Kompromisscharakter”). En último término,
para el colegio de jueces (Richterkollegium) , el Sondervotum es una válvula (“ein
Ventil”) para que las controversias en el colegio puedan distenderse durante la
deliberación87. Por lo demás, el Reglamento impone al ponente la distribución de
una relación escrita con su propuesta de decisión; a la par, el texto reglamentario
garantiza a los jueces que integran la mayoría la reapertura de la discusión tras la
redacción del Sondervotum. En la dirección de potenciar la autoridad del órgano
colegial, aunque se trate de una cuestión puramente formal, ha de visualizarse la
exigencia de que los jueces disidentes suscriban también la sentencia.

C) La reglamentación guarda silencio en torno a si el ponente de la sentencia


puede disentir, separándose en ello, por ejemplo, del correspondiente Reglamento
del Tribunal Constitucional austriaco (Verfassungsgerichtshof), pues si bien en
Austria el instituto del dissent no se halla contemplado, es lo cierto que el Art.
36 del mencionado Reglamento (Geschäftsordnung des Verfassungsgerichtshofes)
responsabiliza de la redacción de la sentencia a un miembro de la mayoría que
ha propuesto la formulación del dispositivo88. Esta divergencia puede justificarse
si se tiene en cuenta, que en el BVerfG el ponente se elige en base a una específica
deliberación colegial en torno al reparto anual de los asuntos, no apareciendo
reflejado su nombre en la decisión judicial. Por otra parte, el ponente viene
obligado a presentar al órgano colegial un esbozo de sentencia, que lógicamente
puede ser modificado tras el pertinente debate colegial. Puede decirse pues, que en
el BVerfG existe la convención de que el juez ponente ha de redactar la sentencia
aun cuando disienta de la posición expresada mayoritariamente. Es obvio, en
cualquier caso, que la libertad de conciencia del juez que se encuentra en tal
situación parece garantizada, pues siempre puede presentar un Sondervotum
frente a una sentencia respecto de la que se encuentre en semejante coyuntura, una
sentencia que, además, no mencionará su nombre. Ello no obstante, la fórmula
no nos parece muy lógica; más aún, creemos que es ciertamente contradictoria y,
por todo ello, harto discutible.

85
Ernst-Gottfried MAHRENHOLZ: “Das richterliche Sondervotum”, en Rechtsprechungslehre
(Zweites Internationales Symposium. Münster 1988), Herausgegeben von Werner Hoppe, Werner
Krawietz und Martin Schulte, Carl Heymanns Verlag KG, Köln/Berlin/Bonn/München, 1992, pp. 167
y ss; en concreto, p. 169.
86
Klaus SCHLAICH y Stefan KORIOTH: Das Bundesverfassungsgericht. Stellung. Verfahren.
Entscheidungen, 5. Auflage, Verlag C. H. Beck, München, 2001, p. 38.
87
Christian PESTALOZZA: Verfassungsprozessrecht, 3. Auflage, C. H. Beck´sche Verlagsbuch-
handlung, München, 1991, p. 292.
88
El texto de este Reglamento puede verse en Theo ÖHLINGER und Martin HIESEL: Verfahren vor
den Gerichtshöfen des öffentlichen Rechts, Band I (Verfassungsgerichtsbarkeit), Manzsche Verlags- und
Universitätsbuchhandlung, Wien, 2001, pp. 629 y ss.
1248 LA RECEPCIÓN DEL SONDERVOTUM EN ALEMANIA

D) Innecesario es decir, que en esta regulación tienen perfecto encaje los


votos de adhesión, esto es, aquellos a cuyo través unos jueces se adhieren a los
argumentos sustentados, o posición discrepante defendida, en un Sondervotum
suscrito por otro juez.

E) También es evidente que los Sondervoten son admisibles en todo tipo de


resoluciones, habiendo de ser publicados junto a ellas89.

F) El aspecto posiblemente menos convincente de esta reglamentación es


el relativo a la previsión de la posible comunicación por parte del disidente del
contenido esencial de su discrepancia (abweichend Meinung) en el acto de lectura
pública por el presidente de la Sala (Senat) de la sentencia. Esta determinación
plantea como primer problema el de qué se entiende por “contenido esencial”
del voto disidente. Con esta regla, además, se deja al juez disidente la última
palabra en la mencionada sesión pública, lo que no parece una fórmula por entero
satisfactoria90.

G) El Sondervotum, como resulta obvio, pese a sus posibles efectos políticos,


incluso de orientación jurisprudencial futura, con vistas a un hipotético overruling,
no tiene ningún efecto jurídico (“keine Rechtswirkung”), ninguna fuerza de cosa
juzgada (“es erwächst nicht in Rechtskraft”) y no puede participar del efecto vin-
culante de la resolución (“und kann an der bindenden Wirkung der Entscheidung
nicht teilnehmen”)91. Como se afirma en el comentario dirigido por Maunz92,
la resolución del Tribunal está siempre tan sólo en el tenor de la sentencia que
es asumida por la mayoría. Ello no obstante, los rasgos de la reglamentación
permiten hablar, a juicio de Anzon93, de que el Sondervotum no se presenta como
algo intrínsecamente diverso de la sentencia.
Quizá convenga añadir, que el principio de publicidad de los Sondervoten no
ha quebrado ni mucho menos el principio del secreto de las deliberaciones de

89
Hans LECHNER und Rüdiger ZUCK: Bundesverfassungsgerichtsgesetz, Kommentar, 4. Auflage,
C. H. Beck´sche Verlagsbuchhandlung, München, 1996, p. 182.
90
Críticamente al respecto se ha manifestado Theodor RITTERSPACH: “Gedanken zum Sondervo-
tum”, en Festschrift für Wolfgang Zeidler, Herausgegeben von Walther Fürst, Roman Herzog und Dieter
C. Umbach, Walter de Gruyter, Berlin/New York, 1987, Band 2, pp. 1379 y ss. El propio Ritterspach
admite (en p. 1389) el carácter escéptico de sus reflexiones (“skeptischen Betrachtungen”).
91
Hans LECHNER und Rüdiger ZUCK: Bundesverfassungsgerichtsgesetz. Kommentar, 5. Auflage,
Verlag C.H. Beck, München, 2006, p. 168.
92
Bundesverfassungsgerichtsgesetz. Kommentar, begründet von Theodor MAUNZ, op. cit., Art. 30,
p. 10.
93
Adele ANZON: “Forma delle sentenze e voti particolari. Le esperienze di giudici costituzionali
e internazionali a confronto”, en Politica del Diritto, Anno XXV, nº 2, Giugno 1994, pp. 229 y ss.; en
concreto, p. 233.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1249

los miembros del colegio judicial. Como dice Geiger94, ello encuentra su razón
de ser en que con tal principio de secreto se pretende asegurar el libre y sereno
desarrollo de la discusión en el interior del órgano judicial. Formalmente, ello es
cierto, pero qué duda cabe que la publicidad de las posiciones disidentes relativiza
notablemente la sustancia del mencionado principio.

5. La praxis del Sondervotum

I. La praxis del instituto procesal alemán permite entresacar algunas conclu-


siones significativas. Ante todo, el número de votos particulares en el BVerfG es
muy reducido. Fromont ha llegado a afirmar95, que, en la práctica, las opiniones
disidentes son relativamente excepcionales, aunque por lo general conciernan a
asuntos importantes tanto política como jurídicamente96. Se ha visto la causa de
este significativo hecho en la sobrecarga de trabajo, que constriñe a limitar de
ordinario los Sondervoten a los contenciosos de cierta relevancia97.
Simon ha corroborado empíricamente el limitado recurso a este instrumento
procesal, facilitando algunos datos estadísticos. Entre 1971 y 1990 se publicaron
un total de 1.379 sentencias, de entre las que sólo 26 de la Primera Sala y 78 de la
Segunda, un total pues de 104, incorporaban votos particulares, lo que, añadiría-
mos por nuestra cuenta, porcentualmente significa que en esos dos decenios sólo
un 7,5 por 100 de las decisiones del BVerfG incorporaron Sondervoten, porcentaje
ciertamente bajo. Se comprende por lo mismo que exista una opinión general
en el sentido de que el empleo del instituto procesal del Sondervotum no sólo
es mucho menor que el de las separate opinions (dissenting and concurring) en
Norteamérica98, sino que es bastante más reducido asimismo que en otros países
94
Willi GEIGER: “Die abweichende Meinung beim Bundesverfassungsgericht und ihre Bedeutung
für die Rechtsprechung”, en Die Freiheit des Anderen, 1981, p. 462. Cit. por Adele ANZON: “Per
l´introduzione dell´opinione dissenziente dei giudici costituzionali”, en Politica del Diritto, Anno XXIII,
nº 2, Giugno 1992, pp. 329 y ss.; en concreto, p. 337.
95
Michel FROMONT: “Les méthodes de travail des juridictions constitutionnelles. Allemagne”,
en Annuaire International de Justice Constitutionnelle, VIII, 1992, pp. 163 y ss.; en concreto, p. 170.
96
Pueden recordarse las tres sentencias sobre el controvertido tema de la despenalización del
aborto, la sentencia sobre los crucifijos en las escuelas bávaras o las referentes a la reforma del derecho
de asilo. En todas ellas, de gran relevancia, se presentaron Sondervoten.
97
Helmut SIMON: “La Jurisdicción Constitucional”, en Benda, Maihofer, Vogel, Hesse y Heyde,
Manual de Derecho Constitucional (versión española de la obra Handbuch des Verfassungsrechts der
Bundesrepublik Deutschland, Walter de Gruyter & Co., Berlin, 1994), Marcial Pons, Madrid, 1996,
pp. 823 y ss.; en concreto, p. 845.
98
Tras la llamada “Revolución constitucional”, cuya fecha suele fijarse, un tanto convencional-
mente, el 29 de marzo de 1937, día en que la Supreme Court aprueba por cinco votos contra cuatro
la trascendental sentencia dictada en el caso West Coast Hotel Company v. Parrish, que técnicamente
suponía el overruling de la criticable doctrina sentada en el Adkins case, esto es, en el célebre caso
Adkins v. Children´s Hospital, decidido el 9 de abril de 1923, y políticamente entrañaba el triunfo del
Presidente Roosevelt sobre la Supreme Court, tras años de un encarnizado enfrentamiento, y contra
lo que razonablemente se hubiera podido prever, al propiciar Roosevelt en los años sucesivos, a través
de la renovación progresiva de la Corte, una muy superior homogeneidad de ésta, lo cierto es que el
número de dissents no ha hecho sino crecer.
1250 LA RECEPCIÓN DEL SONDERVOTUM EN ALEMANIA

europeos, como sería el caso de España, al que nos referiremos, a efectos tan sólo
comparativos, más adelante. Se ha subrayado asimismo99, que en Alemania el
recurso al dissent ha ido progresivamente decreciendo, lo que contrastaría con
lo que ha sucedido en los Estados Unidos. Sin embargo, esa apreciación puede
ser válida para una determinada etapa, pero por los datos que más adelante faci-
litaremos, no lo sería con carácter absolutamente general, pues hay oscilaciones
dignas de ser tenidas en cuenta.
Frente al inicio podríamos decir que fulgurante de la institución, con la
presentación de 12 Sondervoten en 1971, sobre un total de 72 resoluciones judi-
ciales de los dos Senaten, lo que equivalía a un 16,6 por 100, el número descendió
notablemente en años posteriores: 3 Sondervoten en 1972; 8 en 1973; 6 en 1974; 5
en 1975... Zierlein facilita unos datos muy precisos sobre el recurso a este instituto
procesal en el período que media entre el 15 de diciembre de 1970 (fecha, como
ya se ha visto, de la primera decisión del BVerfG que fue objeto de opiniones
discrepantes) y el final del año 1979100, atendiendo lógicamente a las resoluciones
de las dos Salas (Senaten) integrantes del Tribunal. En ese período se presentaron
un total de 56 Sondervoten sobre un montante total de 659 resoluciones del
Tribunal (entendemos que el autor se está refiriendo tanto a las sentencias, Urteil,
como a las resoluciones que podríamos equiparar a nuestros autos, Beschluss), lo
que equivale a un 8,5 por 100. No deja de sorprender el hecho de que mientras en

Las estadísticas son inapelables y Pritchett lo corrobora cumpidamente cuando escribe: “The
statistics show, in fact, that from a quantitative point of view at least, the reorganized Supreme
Court has become by far the most badly divided body in the history of that institution”. C. Herman
PRITCHETT: “The coming of the new dissent: the Supreme Court, 1942-1943”, en The University of
Chicago Law Review, Vol. 11, 1943-1944, pp. 49 y ss.; en concreto, p. 49.
Nos haremos eco de algunos datos estadísticos ofrecidos por uno de los mejores conocedores del
instituto del dissent. Según ZoBell, si en 1937 el porcentaje de nonunanimous opinions había alcanzado
el 27 por 100, en 1938 ya llegaba al 34 por 100; en 1942, al 44 por 100; en 1943, al 58 por 100; en
1946, al 64 por 100; en 1948, al 75 por 100, y en 1952, al 78 por 100. Karl M. ZoBELL: “Division of
opinion in the Supreme Court: a history of judicial desintegration”, en Cornell Law Quarterly, Vol. 44,
1958-1959, pp. 186 y ss.; en concreto, p. 205.
Por nuestra parte, atendiendo a los datos que ofrece la Harvard Law Review, que a partir de su
volumen 64 (1950-1951) comenzó a publicar una utilísima sección dedicada a las estadísticas de la
Supreme Court, hemos elaborado unos cuadros estadísticos anuales que, comenzando en 1949, llegan
hasta el año 2004 (Cfr. al efecto, Francisco FERNÁNDEZ SEGADO: La Justicia Constitucional: una
visión de Derecho comparado, op. cit., tomo I, pp. 349-353). Asimismo, hemos confeccionado un cuadro
en el que periodificamos tales datos estadísticos por decenios y por etapas de la Corte, que atienden a
la figura del Chief Justice (Ibidem, p. 354). Reflejaremos ahora, muy sintéticamente, algunos de esos
datos. En el período 1981-1989, el porcentaje de full opinions unánimes fue tan sólo del 23,4 por 100;
en el período 1990-1999, del 32,2 por 100, y en el período 2000-2004, ese porcentaje se elevó al 33,7
por 100. Quiere ello decir que, grosso modo, en el cuarto de siglo analizado, no más de un 30 por 100
de las full opinions de la Corte Suprema norteamericana se han adoptado por unanimidad, contando
el 70 por 100 restante con algún dissent o concurrence.
99
Walter lo ha puesto claramente de relieve. Cfr. al efecto, Christian WALTER: “La pratique des
opinions dissidentes en Allemagne”, op. cit., p. 3.
100
Cfr. al efecto Karl-Georg ZIERLEIN: “Erfahrungen mit dem Sondervotum beim Bundesverfas-
sungsgericht”, en Die Öffentliche Verwaltung, 34. Jahrgang, 1981, pp. 83 y ss.; en concreto, en la p. 89
puede verse el cuadro primero (Übersicht 1) relativo a los “Veröffentliche Sondervoten zu Entschei-
dungen des BVerfG”, esto es, referente a los Sondervoten publicados respecto de las resoluciones del
Tribunal.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1251

la Primera Sala tan sólo fueron formalizados 11 votos particulares, ese número
ascendió a 45 en la Segunda, siendo el número de resoluciones de ambas Salas
muy semejante (319 en la Primera frente a 340 en la Segunda).
Ese porcentaje se iba a mantener en términos no muy diferentes en los años
sucesivos, incluso con una clara tendencia a la baja. Así, por poner un ejemplo,
Jutta Limbach, quien fuera Presidenta del BVerfG, ponía de relieve en 1998 que
el porcentaje de Sondervoten ese mismo año no había excedido del 6 por 100 del
total de las resoluciones dictadas por el Tribunal Constitucional.
Por nuestra parte, atendiendo a los datos que periódicamente facilita el
volumen de registro (Registerband) de las decisiones del BVerfG, que compendia
a su vez los datos facilitados cada 10 volúmenes de la colección de decisiones
dictadas en sede constitucional que se publican en Tübingen, hemos realizado unos
cálculos que, en relación a las decisiones dictadas entre el 20 de marzo de 1979
(Beschluss) y el 14 de septiembre de 1989 (Beschluss)101, nos ofrecen estos datos:
en el período delimitado, algo superior a un decenio, el Bundesverfassungsgericht
dictó un total de 697 decisiones (Urteil und Beschluss); en 38 de ellas hubo uno
o más votos discrepantes, lo que se traduce en un porcentaje de un 5,45 por 100,
cifra ciertamente reducida.
De modo sin embargo un tanto sorprendente, en nuestro análisis del período
que inicia la decisión de 27 de enero de 2004 y cierra la de 11 de marzo de 2008
(decisiones comprendidas en los volúmenes 111 a 120 de la antes mencionada
colección)102, los datos han variado significativamente. En los poco más de cuatro
años cubiertos, el Tribunal ha dictado un total de 123 decisiones, 19 de las cuales
han contado con uno o más Sondervoten, lo que entraña un porcentaje del 15,44
por 100, casi tres veces superior al período precedentemente analizado. Este
porcentaje, curiosamente, se aproxima mucho al equivalente español del período
que media entre los años 2000 y 2006103.

101
Hemos atendido al respecto a los siguientes tres volúmenes: Registerband zu den Entscheidungen
des Bundesverfassungsgerichts, Band 51-60 (J.C.B. Mohr - Paul Siebeck, Tübingen, 1983); Band 61-70
(J.C.B. Mohr – Paul Siebeck, Tübingen, 1987), y Band 71-80 (J.C.B. Mohr – Paul Siebeck, Tübingen,
1990).
102
Hemos atendido al efecto al Registerband zu den Entscheidungen des Bundesverfassungsgerichts,
Band 111-120, Mohr Siebeck, Tübingen, 2009; la relación de abweichende Meinungen, en pp. 15-17.
103
Según los datos que hemos calculado personalmente, atendiendo a las sentencias dictadas en
todo tipo de procedimientos por el Tribunal Constitucional español, en el año 2000, el porcentaje
de sentencias con votos particulares fue de un 17,0 por 100; en el 200l, de un 15,0 por 100; en el año
2002, de un 11,3 por 100; en el 2003, de un 13 por 100; en el 2004, de un 20,4 por 100; en el 2005, de
un 17,8 por 100, y en el año 2006, de un 18,9 por 100. Totalizando los siete años, nos encontramos con
que el Tribunal dictó en ese período un total de 1.983 sentencias, de ellas 328 incluyendo algún voto
particular, lo que se traduce en 16,5 por 100 del total. Cfr. al efecto, Francisco FERNÁNDEZ SEGADO:
La Justicia Constitucional: una visión de Derecho comparado, op. cit., tomo I, pp. 435 y ss. Salvo alguna
excepción, como aconteció en 1981, año en que el porcentaje de sentencias constitucionales que
incluían algún voto particular llegó a ser de un 23,8 por 100, como regla general, ese porcentaje ha sido
bastante más bajo. Y así, por ofrecer un dato significativo, para el período 1981-1994, Luatti señala
que se formularon opiniones discrepantes en un total de 245 sentencias sobre un montante global de
2.854, lo que, porcentualmente, significa un 8,5 por 100. Lorenzo LUATTI: Profili costituzionali del
1252 LA RECEPCIÓN DEL SONDERVOTUM EN ALEMANIA

No faltan autores que relativizan el recurso a las estadísticas. Tal es el caso de


Roellecke, quien finaliza su análisis de la “Sondervoten-Praxis”104, señalando que
uno puede continuar con las estadísticas, pero lo cierto es que hasta el momento
en que él escribe (2001), y siempre a su juicio, ninguna pauta o regla operativa
o dogmática utilizable (“keine operationablen oder dogmatisch verwertbaren
Regeln”) han producido.

II. Otro aspecto de interés a destacar en relación al instituto analizado es el


hecho de que los votos disidentes no han provocado fenómenos de especial prota-
gonismo entre los jueces constitucionales105. No han faltado jueces especialmente
discrepantes, como sería el caso, por poner algún ejemplo, de la bien conocida
Jueza Wiltraut Rupp-von Brünneck, pero ha habido una generalizada actitud
de self restraint, no sólo en atención al dato cuantitativo, sino también desde la
perspectiva argumentativa de los Sondervoten, que han procurado evitar toda
polémica.
Bien es verdad que en 1996, en su intervención ante la Asamblea del Deutschen
Juristentag, celebrada en la ciudad de Karlsruhe, sede del Tribunal, Isensee veía una
señal de alarma en el modo de redactar algunos votos particulares, pues, a su juicio,
lo que podía ser válido y aún “refrescante” para un artículo científico o académico,
podía no serlo para un Sondervotum, en cuanto que el juez que disiente tiene una
particular obligación de lealtad en relación con la institución a la que pertenece.
Desde este punto de vista, la crítica de Isensee no deja de arrojar zonas de sombra
sobre la, por lo demás, prestigiosísima institución del BVerfG. Sus palabras no dejan
lugar a duda. Es alarmante –escribe el Profesor de Bonn106– la crítica que experi-
menta el Tribunal Constitucional Federal (“Alarmierend ist dagegen die Kritik”) en
sus propias filas. El Juez perdedor o que queda en minoría (“Unterlegene Richter”)
aprovecha el voto particular para, en realidad, hacer una crítica de la mayoría de la
Sala (“Senatsmehrheit”) o de la propia Sala (“Senat”). Para Isensee, es evidente que
el sentido del Sondervotum tan sólo puede ser una forma de manifestar una opinión
divergente, pero no una crítica tan dura a la resolución (“nicht aber einen Verriss
der Entscheidung”), ni carente por completo de imparcialidad.
Es verdad, sin embargo, que en los últimos tiempos el Tribunal alemán, en
temas especialmente controvertidos, se ha pronunciado por unanimidad. Buen
ejemplo de ello lo encontramos en las sentencias relativas a la integración europea,
al Tratado de Maastricht, a la constitucionalidad de la moneda única, al reparto

voto particolare (L´esperienza del Tribunale Costituzionale spagnolo), Giuffrè Editore, Milano, 1995,
pp. 311 y ss.
104
Gerd ROELLECKE: “Sondervoten”, op. cit., pp. 380-381.
105
Así lo constata Adele ANZON: “Forma delle sentenze e voti particolari. Le esperienze di giudici
costituzionali e internazionali a confronto”, en Politica del Diritto, Anno XXIII, nº 2, Giugno 1992,
pp. 209 y ss.; en concreto, p. 233. Este artículo también puede verse publicado en la obra L´opinione
dissenziente, a cura di Adele Anzon, Giuffrè Editore, Milano, 1995, pp. 429 y ss.
106
Josef ISENSEE: “Bundesverfassungsgericht–quo vadis?”, en Juristen Zeitung, 51. Jahrgang,
22. November 1996, pp. 1085 y ss.; en concreto, p. 1087.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1253

de ingresos entre los Länder, cuestión esta última, innecesario es decirlo, de


especialísima importancia en un sistema federal y, por lo demás, particularmente
polémica en Alemania. En fin, innecesario es añadir que la autoridad del Tribunal
no se ha visto en modo alguno afectada de resultas de los Sondervoten presentados.
En cuanto a la influencia de los dissents sobre la evolución posterior de la ju-
risprudencia del propio Tribunal, que en Estados Unidos ha sido más que notable,
propiciando buen número de overruling, lo cierto es que el BVerfG no ofrece casos
tan evidentes como en Norteamérica, no obstante lo cual, algunos relevantes auto-
res, como es el caso de Schlaich y Korioth107, han llegado a hablar de que, de alguna
manera, los Sondervoten llevan consigo una fuerza normativa (“eine <normative
Kraft>”), lo que no puede entenderse, creemos, sino en ese sentido de proyección
de futuro, pues, en rigor, es obvio que los votos particulares carecen de eficacia
jurídica. En cualquier caso, un sector de la doctrina ha puesto de relieve, que en
algunos casos, pocos pero significativos, el dissent en el interior del Tribunal,
combinado con la posición de la doctrina científica, ha determinado posteriores
cambios jurisprudenciales108. Cabe añadir, que en Alemania el peso de la doctrina
científica sobre la propia evolución de la jurisprudencia es elevado, lo que explica
que la acción combinada de la doctrina y de algunas posiciones disidentes frente
a la mayoría pueda terminar propiciando overruling jurisprudenciales.
Anzon, con ajustadas palabras, ha sintetizado la valoración que suscita la
praxis de este instituto en Alemania, significando que “l´esperienza concreta ha
dimostrato infondati sia gli entusiasmi sia le pessimistiche previsioni iniziali”109,
opinión, como tendremos oportunidad de constatar, bien semejante a la expresada
por algún autor alemán algunos años después.

6. La posición de la doctrina ante este instituto procesal

I. El instituto del dissent parece estar definitivamente arraigado en el Tribunal


Constitucional Federal alemán, aun cuando no han faltado autores, como sería
el caso de Geck, que han mostrado sus dudas acerca de tal arraigo. Para Geck, en
efecto, el instituto en cuestión no es en la actualidad (escribe en 1987) jurídico-
políticamente incuestionable. Aun cuando admite que el Sondervotum se ha
impuesto en el BVerfG, no descarta que en el futuro pudiera producirse su supre-
sión. Para el citado autor, el estilo individual de los Sondervoten es ciertamente
problemático (“Problematisch ist allerdings der Stil Sondervoten”)110. Innecesario

107
Klaus SCHLAICH und Stefan KORIOTH: Das Bundesverfassungsgericht. Stellung. Verfahren.
Entscheidungen, 5. Auflage, Verlag C. H. Beck, München, 2001, p. 40.
108
Jörg LUTHER: “L´esperienza del voto dissenziente nel Bundesverfassungsgericht”, op. cit.,
p. 270.
109
Adele ANZON: “Per l´introduzione dell´opinione dissenziente dei giudici costituzionali”, op.
cit., p. 340.
110
Wilhelm Karl GECK: “Wahl und Status des Bundesverfassungsrichter”, en Handbuch des
Staatsrechts der Bundesrepublik Deutschland, Herausgegeben von Josef Isensee und Paul Kirchhof,
1254 LA RECEPCIÓN DEL SONDERVOTUM EN ALEMANIA

es decir, que el vaticinio de Geck, transcurrido casi un cuarto de siglo desde su


formulación, no parece haber sido muy afortunado.
En cualquier caso, aunque consideremos sólidamente arraigado este instituto,
no se puede ignorar que el mismo sigue siendo controvertido por un sector de la
doctrina que creemos minoritario. Los argumentos contrarios al Sondervotum, al
igual que los favorables, están lejos de ser originales, acomodándose a los que son
lugar común en otros países, incluso en Estados Unidos, donde pese a la solidez
del instituto de las separate opinions, que en otro lugar hemos tildado de “the
hallmark of the American judiciary”111, puede hablarse de un debate permanente
acerca del mismo. Stern, en referencia a la discusión alemana, compendiaría en
pocas y atinadas palabras la controversia al señalar que el Sondervotum presenta
aspectos positivos y negativos. Entre los primeros, el desarrollo posterior de la
jurisprudencia y la formación de nuevas reflexiones o de precisiones sobre las ya
existentes. Entre los segundos, debilitar la fuerza persuasiva (Überzeugungskraft)
de las sentencias, así como también su efecto pacificador (Befriedungswirkung)112.
También otro relevante autor como Pestalozza establecería matices respecto
de la institución, significando que aunque en la discusión sobre el Sondervotum
se plantea como algo evidente, que los jueces disidentes pueden medirse con la
mayoría, el gran nivel jurídico de los Sondervoten no es por sí solo suficiente con-
dición para su admisibilidad (“fur ihre Zulässigkeit”)113. Y finalmente, uno de los
últimos autores en estudiar el instituto, Roellecke, refiriéndose a las consecuencias
del desarrollo histórico del instituto, entresaca de ellas que los Sondervoten, en
un moderno procedimiento judicial, son superfluos (“entbehrlich”), cuando no
disfuncionales (“dysfunktional”)114
Nadie ha defendido el instituto procesal del Sondervotum tan apasionada-
mente como Häberle. Para el Profesor de Bayreuth, los votos particulares, en
una Constitución del pluralismo, forman parte del élan vital (impulso vital) de la
Constitución, son expresión de la publicidad y del carácter abierto de la Consti-
tución, de la apertura de sus intérpretes y del pluralismo constitucional. A la par,
posibilitan alternativas interpretativas en el sentido de “pensar en posibilidades”.
Cumplen además una función de pacificación, de “reencuentro” de la parte
derrotada (por así llamarla), abriendo una específica “ventana del tiempo”, por
cuanto la minoría de hoy puede convertirse mañana en la mayoría. Por ello, son
también parte de la democracia. Practicados prudente y no vanidosamente, son,

Band II (Demokratische Willensbildung–Die Staatsorgane des Bundes), C. F. Müller Verlag, Heidelberg,


1987, pp. 697 y ss.; en concreto, pp. 733-734.
111
Francisco FERNÁNDEZ SEGADO: La Justicia Constitucional: una visión de Derecho comparado,
op. cit., tomo I, pp. 228 y ss.
112
Klaus STERN: Das Staatsrecht der Bundesrepublik Deutschland, Band II (Staatsorgane,
Staatsfunktionen, Finanz- und Haushaltsverfassung, Notstandsverfassung), C.H. Beck´sche Verlags-
buchhandlung, München, 1980, p. 1043.
113
Christian PESTALOZZA: Verfassungsprozessrecht, (Die Verfassungsgerichtsbarkeit des Bundes
und der Länder), 3. völlig neubearbeitete Auflage, C.H. Beck´sche Verlagsbuchhandlung, München,
1991, p. 292.
114
Gerd ROELLECKE: “Sondervoten”, op. cit., p. 378.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1255

según Häberle, la coronación, la culminación de la jurisdicción constitucional en


el Estado constitucional en su actual estadio de desarrollo115.
Al margen ya del inequívoco posicionamiento de Häberle, que por su
rotundidad hemos separado de los demás, las posiciones doctrinales en torno al
instituto son, como ya se ha dicho, básicamente proclives al mismo. En una rápida
y necesariamente limitada aproximación a ellas, las agruparemos diferenciando
los argumentos institucionales; aquellos otros atinentes a la situación sujetiva del
juez; los referentes a la aplicación judicial del Derecho y, en fin, los argumentos
relativos a la cultura jurídica.

A) Entre los argumentos institucionales puede, en primer término, situarse


el que vincula el dissent con los standards democráticos. A este respecto, Heyde
ha considerado116, que los Sondervoten se corresponden con una exigencia de
nuestro tiempo hacia un aumento de los puntos de vista democráticos (“demo-
kratischer Gesichtspunkte”). Y ello, innecesario es decirlo, por cuanto el dissent
provee cauces legítimos de expresión del desacuerdo. Por otro lado, un principio
fundamental en los sistemas democráticos es el de los checks and balances. No
debe extrañar por ello mismo que algunos autores hayan visto en el dissent, en
cuanto instituto llamado a evitar la sensación de infalibilidad que sin él podrían
tener las sentencias dictadas en sede constitucional, una cierta manifestación
de aquel principio117, o, como en Alemania escribiera Pestalozza118, un poder de
contrapunto (“Das Sondervotum als Kontrapunkt macht”), o lo que es igual, de
contrapeso, de equilibrio.
La publicidad y transparencia de las decisiones judiciales a que coadyuva
el voto particular es otro argumento institucional que también ha encontrado
adherentes entre la doctrina germana. Como se afirma en la obra que fundara
Maunz119, caso de que en una resolución no se emita ningún Sondervotum, no será

115
Peter HÄBERLE: “Los derechos fundamentales en el espejo de la jurisprudencia del Tribunal
Constitucional Federal alemán. Exposición y crítica”, en Revista de la Facultad de Derecho de la
Universidad de Granada, 3ª época, nº 2, 1999, pp. 9 y ss.; en concreto, pp. 14-15. Asimismo, en “La
jurisdicción constitucional institucionalizada en el Estado constitucional”, en Anuario Iberoamericano
de Justicia Constitucional, nº 5, 2001, pp. 169 y ss.; en concreto, p. 180.
116
Wolfgang HEYDE: “Dissenting opinions in der deutschen Verfassungsgerichtsbarkeit”, op. cit.,
p. 217.
117
Particularmente significativa al efecto es la posición de uno de los mejores conocedores del
instituto en Norteamérica, Musmanno. “If there were no dissenting opinions , –escribe el citado
autor– court opinions would bear the imprimatur of infallibility which no one would dare to criticize.
This would mean that court decisions would be immune from the principle of government which
controls every American institution, namely, that of checks and balances. Without the checks and
balances of dissenting opinions, error could be exalted, mistakes glorified, indifference encouraged
and eventually injustice become commonplace”. Michael A. MUSMANNO: “Dissenting Opinions”,
en Kansas Law Review, Vol. 6, 1957-1958, pp. 407 y ss.; en concreto, p. 416.
118
Christian PESTALOZZA: Verfassungsprozessrecht, 3. Auflage, C.H. Beck´sche Verlagsbuch-
handlung, München, 1991, p. 292.
119
Bundesverfassungsgerichtsgesetz. Kommentar, begründet von Theodor MAUNZ, op. cit., Art. 30,
p. 10.
1256 LA RECEPCIÓN DEL SONDERVOTUM EN ALEMANIA

entonces reconocible si ha habido contradicción (“Widerspruch”) respecto a la


sentencia (“Urteil”) o a su fundamentación (“Begründung”) dentro de las Salas
(“innerhalb des Senats”). Desde esta amplia perspectiva, la publicación de los
dissents, como bien apuntara Heyde120, sirve en sentido específico al principio de
seguridad jurídica (Rechtssicherheit). Como dijera Pestalozza, y creemos que ello
complementa a la perfección lo que se acaba de indicar, “Recht soll transparent
sein, seine Quelle offen liegen” (el Derecho debe ser transparente, sus fuentes
estar abiertas)121, y a ello, a alcanzar esa transparencia, añadía el Profesor de la
Universidad Libre de Berlín, es a lo que conduce el Sondervotum.
Ciertamente, no faltan quienes cuestionan, en parte al menos, la supuesta
transparencia posibilitada por el instituto. Tal es el caso de Roellecke122, quien
duda de que la publicación de los Sondervoten permita inducir el enfoque polí-
tico (“die politische Einstellung”) de cada uno de los jueces y sus discusiones y
actitudes ante las votaciones (“ihr Diskussions- und Abstimmungsverhalten”) en
los casos políticos relevantes (“in politisch relevanten Fallen”), concluyendo que
el planteamiento es tan trivial que uno se sorprende.
Otro argumento institucional proviene de la conexión que se ha establecido
entre las separate opinions y el fortalecimiento del prestigio del Tribunal y de
la autoridad de sus decisiones (aunque, ciertamente, este mismo argumento
ha sido identificado por otros sectores doctrinales como uno de los “debes” del
voto particular). Ya en Norteamérica, uno de sus más grandes jueces, el Chief
Justice de la Supreme Court of California, Roger Traynor, hizo especial hincapié
en este razonamiento. Un dissent bien razonado, –escribiría Traynor123– aunque
resulte paradójico, incrementa la seguridad de la opinión mayoritaria. En
similar dirección, Heyde124 ha entendido, que al intensificar la discusión en sede
judicial, los Sondervoten fortalecen (“stärken”) la autoridad de los Jueces y de sus
resoluciones (“die Autorität der Gerichte und ihrer Entscheidungen”). Schlaich
ha abordado a su vez este argumento en la dirección de negar que el instituto
procesal en cuestión, contra lo que otros sostienen, debilite la autoridad del órgano
o de sus decisiones, algo de lo que ya se ocupara Mortati, apasionado defensor
del voto dissenziente. Frente a quienes consideraban que el disenso debilitaba
la autoridad de la sentencia, el relevante autor italiano125 observaba, que si tal
autoridad era visualizada desde el punto de vista formal, “nessuna deminutio viene
a subire dall´esteriorizzarsi del dissenso”, mientras que si aquella autoridad se

120
Wolfgang HEYDE: “Dissenting opionions in der deutschen Verfassungsgerichtsbarkeit”, op.
cit., p. 219.
121
Christian PESTALOZZA: Verfassungsprozessrecht, op. cit., p. 293.
122
Gerd ROELLECKE: “Sondervoten”, op. cit., p. 382.
123
Roger J. TRAYNOR: “Some open questions on the work of State appellate Courts”, en The
University of Chicago Law Review, Vol. 24, 1956-1957, pp. 211 y ss.; en concreto, p. 218.
124
Wolfgang HEYDE: “Dissenting opinions in der deutschen Verfassungsgerichtsbarkeit”, op. cit.,
p. 218.
125
Costantino MORTATI: “Le opinioni dissenzienti dei giudici costituzionali ed internazionali”, en
Problemi di Diritto pubblico nell´attuale esperienza costituzionale repubblicana (Raccolta di Scritti – III),
Giuffrè Editore, Milano, 1972, pp. 847 y ss.; en concreto, pp. 869-870.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1257

consideraba desde la óptica sustancial, era claro que la misma no podía depender
del hecho puramente numérico de los votos que la sustentan, “bensì sul rigore
dell´argomentazione che sostiene la sentenza”. En una dirección muy próxima se
iba a manifestar, como antes anticipábamos, Schlaich126, que aún admitiendo que
el Sondervotum sacrifica ciertamente algo de la colegialidad, entendía que, ello no
obstante, no debilita la autoridad de la sentencia constitucional, tesis reiterada
(“Das Sondervotum... es schwächt aber nicht die Autorität der Gerichtsentschei-
dung”) en la ya clásica obra del propio autor y de su discípulo, el Prof. Korioth,
sobre el BVerfG127, que complementan con la reflexión de que el Sondervotum se
limita a exteriorizar que la discusión jurídica de los problemas constitucionales
sigue abierta.

B) Un segundo bloque de argumentaciones atiende a la situación subjetiva


del juez, y de modo muy particular, a la garantía de su independencia y libertad.
Ya en Estados Unidos Stephens, tiempo atrás, consideró que la función de las
concurring and dissenting opinions no quedaba confinada a su influencia en el
desarrollo del Derecho; bien al contrario, “they help to preserve the necessary
independence of judges”128.
En cuanto que la independencia personal (“Persönliche Unabhängigkeit”),
como bien ha escrito Geck129, en un sentido amplio, es, finalmente (“letzlich”),
la libertad interior (“die innere Freiheit”) para decidir en una resolución sólo lo
que se cree justo (“richtig”) según la ley y el Derecho (“nach Gesetz und Recht”),
es evidente, añadiríamos ya por nuestra cuenta, que el dissent no sólo es una
garantía de la independencia, y por ello mismo de la libertad del juez, sino que
más allá de ello, resulta positivo para su propia personalidad y contribuye a
revalorizar su dignidad. En este sentido, Heyde ha entendido130 los Sondervoten
como algo positivo para la propia personalidad del juez (“positiv auf die Richter
persönlichkeit”), reflexión que se ha de conectar con aquella otra que mantiene
el mismo autor, de que este instituto garantiza más la libertad de las convicciones
judiciales (“Freiheit der richterlichen Überzeugung”).

C) El tercer bloque argumental tiene que ver con la aplicación judicial del De-
recho. Un primer argumento es el de que el dissent contribuye al dinamismo de la

126
Klaus SCHLAICH: “Corte costituzionale e controllo sulle norme nella Repubblica Federale
di Germania”, en Quaderni Costituzionali, Anno II, nº 3, Dicembre 1982, pp. 557 y ss.; en concreto,
p. 564.
127
Klaus SCHLAICH und Stefan KORIOTH: Das Bundesverfassungsgericht. Stellung. Verfahren.
Entscheidungen, op. cit., p. 37.
128
Richard B. STEPHENS: “The function of concurring and dissenting opinions in courts of last
resort”, en University of Florida Law Review, Vol. V, 1952, pp. 394 y ss.; en concreto, p. 410.
129
Wilhelm Karl GECK: “Wahl und Status der Bundesverfassungsgericht”, op. cit., p. 731.
130
Wolfgang HEYDE: “Dissenting opinions in der deutschen Verfassungsgerichtsbarkeit”, op. cit.,
p. 225.
1258 LA RECEPCIÓN DEL SONDERVOTUM EN ALEMANIA

jurisprudencia y del Derecho. Heyde se manifestó en esta dirección al sostener131,


que los Sondervoten hacen unas considerables aportaciones a la evolución del
Derecho constitucional (“Beitrag zur Fortentwicklung der Verfassungsrecht”). En
la misma dirección, Heusinger entiende132 que la apertura, esto es, la publicidad
de los dissents (“Offene dissenting votes”), doblega la petrificación (“der Verstei-
nerung”). En fin, también se ha visto en el instituto que venimos analizando una
válvula con la función propia de este aparato133, que puede regular la circulación
del flujo jurídico, por así denominarla.
La viabilización de una lectura plural de la Constitución a través del instituto
del dissent es otra reflexión reconducible a este bloque argumental. La pérdida
de la mística certeza de la ley ha sido puesta de relieve comúnmente por los
defensores del instituto, al margen ya de recordarse, que el Derecho no es una
ciencia exacta. En este sentido, Carter razonaba hace más de medio siglo134, que
al no ser el Derecho una ciencia exacta, en un grupo compuesto por tres, cinco,
siete o nueve personas, con diferentes orígenes, experiencias, creencias, filosofías
políticas, económicas y sociales, no se puede esperar que piensen de la misma
forma. Más aún, que piensen de la misma forma no es un objetivo válido para ser
alcanzado. “The law can not, and must not, stand still while the rest of the world
moves on”.
En una sociedad moderna, donde la vocación y la madurez democráticas son
sentimientos radicados en la conciencia popular, el argumento de la certeza del De-
recho pierde gran parte de su fuerza, pues, como significa Amato135, en tal sociedad,
la opinión pública es un complejo de ideas y de orientaciones en conflicto que se
vinculan a la heterogeneidad del propio agregado social. No es inadecuado recordar
aquí al considerado como “the great dissenter”136, el gran Justice Oliver Wendell
Holmes, quien pusiera de manifiesto cuán ilusoria era la búsqueda de la certeza del
Derecho por parte de los juristas. Holmes mostró un inequívoco escepticismo frente
a los dogmas y las opiniones dogmáticas. “No hay sola proposición general que
valga lo más mínimo”, escribía en una carta dirigida a su amigo el Profesor inglés

131
Wolfgang HEYDE: “Dissenting opinions in der deutschen Verfassungsgerichtsbarkeit”, op. cit.,
p. 217.
132
Bruno HEUSINGER: “Überlastung der Zivilsenate des Bundesgerichtshofes und Mittel zur
Abhilfe”, en Zeitschrift für Zivilprozess, 76. Band, Heft 5/6, Dezember 1963, pp. 321 y ss.; en concreto,
p. 338.
133
Zeidler habló en Alemania, antes de que se institucionalizara el Sondervotum, de “la válvula
de los votos discrepantes” (“das Ventil des abweichenden Votums”). Karl ZEIDLER: “Gedanken zum
Fernseh-Urteil des Bundesverfassungsgerichts”, en Archiv des öffentlichen Rechts, 86. Band, 1961, pp.
361 y ss.; en concreto, p. 368.
134
Jesse W. CARTER: “Dissenting Opinions”, en Hastings Law Journal, Vol. 4, 1952-1953, pp. 118
y ss.; en concreto, p. 119.
135
Giuliano AMATO: “Osservazioni sulla <dissenting opinion>”, en la obra Le opinioni dissenzienti
dei giudici costituzionali ed internazionali, a cura di Costantino MORTATI, Giuffrè Editore, Milano,
1964, pp. 21 y ss.; en concreto, pp. 22-23.
136
Así lo reconocen, entre otros muchos, Karl M. ZoBELL, en su clásico y documentadísimo
trabajo “Division of opinion in the Supreme Court: a history of judicial desintegration”, en Cornell
Law Quarterly, Vol. 44, (Ithaca, New York), 1958-1959, pp. 186 y ss.; en concreto, p. 202.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1259

Frederick Pollock en 1919137. Nadie, dirá otro gran Associate Justice, Cardozo138,
combatió más eficazmente que él la represión de una fórmula y la tiranía de los
tópicos y de las etiquetas (“the tyranny of tags and tickets”).
A partir de las premisas que preceden, se comprende que amplios sectores de
la doctrina reivindiquen la bondad del dissent como instrumento que coadyuva
muy positivamente a esa lectura plural del ordenamiento desde la luz que le
proporcionan los principios y valores constitucionales. En tal dirección se sitúan
en Alemania Schlaich y Korioth, para quienes la introducción del Sondervotum
es la expresión, a nivel de organización procesal, del pluralismo inequívocamente
presente en muchos sectores del Derecho constitucional, bien bajo el perfil meto-
dológico, bien como resultado de la interpretación constitucional (“Pluralismus
in Methode und Ergebnis der Verfassungsinterpretation”)139. En similar dirección,
Luther entiende140, que el dissent responde a una exigencia objetiva de dar expre-
sión procesal a la idea de desarrollo de la Constitución, garantizando no sólo la
estática de sus decisiones, sino también su dinámica y, con ella, su carácter abierto.
La mejora de la calidad de la argumentación y de la propia jurisprudencia es
otro argumento muy reiterado por quienes apoyan el instituto que nos ocupa, y
también reconducible a este bloque. Esta consideración está muy extendida. El
actual Justice de la Supreme Court Antonin Scalia escribió hace no muchos años141:
“The most important effect of a system permitting dissents and concurrences is
to improve the majority opinion”. Este punto de vista ha encontrado numerosos
adeptos entre la doctrina alemana.
En la importante obra que dirigiera Maunz, se aduce que quien esgrime
un voto particular no es ningún mal perdedor, sino que documenta en primer
lugar la calidad e intensidad de la argumentación interna del Tribunal (“die
Qualität und Intensität der gerichtsinternen Argumentation”), y además, más
detalladamente y con más meticulosidad de como figura en la propia decisión
mayoritaria142. Más adelante, se añade143, que las opiniones divergentes (“die
abweichenden Auffassungen”) suponen aportaciones a la discusión pública

137
Carta de Holmes a Sir Frederick Pollock, fechada el 26 de mayo de 1919. Puede verse en
Holmes-Pollock Letters, Vol. 2º, 2ª ed., 1961, p. 13. Cit. por Bernard SCHWARTZ: “The Judicial Ten:
America´s Greatest Judges”, en Southern Illinois University Law Journal, Vol. 4, 1979, pp. 405 y ss.;
en concreto, p. 423, nota 136. Hay una versión española de este trabajo con el título, Los diez mejores
jueces de la Historia norteamericana, Cuadernos Civitas, Madrid, 1980.
138
Benjamin Nathan CARDOZO: “Mr. Justice Holmes”, en Harvard Law Review, Vol. XLIV, 1930-
1931, pp. 682 y ss.; en concreto, p. 688.
139
Klaus SCHLAICH und Stefan KORIOTH: Das Bundesverfassungsgericht. Stellung. Verfahren.
Entscheidungen, op. cit., p. 37.
140
Jörg LUTHER: “L´esperienza del voto dissenziente nel Bundesverfassungsgericht”, en la obra
L´opinione dissenziente, a cura di Adele ANZON, Giuffrè Editore, Milano, 1995, pp. 259 y ss.; en
concreto, p. 277.
141
Antonin SCALIA: “Remarks on Dissenting Opinions”, en la obra L´opinione dissenziente, a cura
di Adele ANZON, Giuffrè Editore, Milano, 1995, pp. 411 y ss.; en concreto, p. 422.
142
Bundesverfassungsgerichtsgesetz. Kommentar, begründet von Theodor MAUNZ, op. cit., Art. 30,
p. 7.
143
Ibidem, Art. 30, p. 10.
1260 LA RECEPCIÓN DEL SONDERVOTUM EN ALEMANIA

(“veröffentliche Diskussionsbeiträge”) que, eventualmente, pueden ser de cierta


utilidad extraprocesal para las partes del proceso que han sido derrotadas en él. En
la misma línea, para Heyde144, “Sondervoten steigern (aumentan) die Intensität der
Beratung (de la discusión)”. Y en un trabajo sobre la praxis del instituto alemán145,
se indica que la posibilidad de un dissent demanda a los jueces que pertenezcan a
la mayoría reconsiderar sus argumentos y precisar su razonamiento.

D) Un último bloque argumental puede reconducirse a la cultura jurídica, si


bien en este ámbito la doctrina ha incidido bastante menos que en los anteriores,
no obstante lo cual Schlaich y Korioth también recurren a esta reflexión al soste-
ner que los Sondervoten coadyuvan positivamente a las conferencias científicas
(“Wissenschaftlichen Gespräch”)146, lo que es tanto como decir, al debate científico,
con lo que ello puede coadyuvar al enriquecimiento de la cultura jurídica.

II. Entre los jueces constitucionales alemanes, no parece que el Sondervotum


haya sido objeto de un especial debate. Millgramm, en un conocido estudio147,
para cuya elaboración utilizó un cuestionario en orden a recoger las opiniones
personales de bastantes jueces, varios de ellos constitucionales, en torno a los
Sondervoten, ha subrayado de modo especial, que todos ellos habían puesto de
relieve el positivo efecto que la opinión disidente tenía sobre el razonamiento
de la mayoría. No ha de extrañar esta cierta convergencia. Puede recordarse al
efecto, que ya antes de que el instituto se positivase en la BVerfGG, el Juez del
Tribunal Constitucional Julius Federer finalizaba su estudio sobre las opiniones
discrepantes (abweichende Meinungen) de los jueces de la minoría, subrayando
sus benéficos efectos, y entre ellos el de estímulo de la discusión científica (“die
wissenschaftliche Diskussion beleben”), al margen ya del fortalecimiento del
sentido de responsabilidad de los jueces y de su positiva incidencia sobre la evo-
lución de la legislación y de la jurisprudencia148. Tales reflexiones son reveladoras
de que ya incluso antes de su institucionalización, el instituto era considerado
por buen número de jueces constitucionales muy positivo para la vida interna del
propio órgano y para el fruto de su trabajo. Ello aparecería corroborado si se tiene
presente el rol protagonista, al que ya se ha hecho detenida referencia, del propio
Tribunal Constitucional alemán en la recepción del instituto en el ordenamiento
jurídico germano-federal.

144
Wolfgang HEYDE: “Dissenting opinions in der deutschen Verfassungsgerichtsbarkeit”, op. cit.,
p. 218.
145
Christian WALTER: “La pratique des opinions dissidentes en Allemagne”, op. cit., p. 4.
146
Klaus SCHLAICH y Stefan KORIOTH: Das Bundesverfassungsgericht. Stellung. Verfahren.
Entscheidungen, op. cit., p. 39.
147
Karl-Heinz MILLGRAMM: Separate Opinions und Sondervotum in der Rechtsprechung des
Supreme Court und des Bundesverfassungsgerichts, 1985, pp. 65 y ss. Cit. por Christian WALTER: “La
pratique des opinions dissidentes en Allemagne”, op. cit., p. 5.
148
Julius FEDERER: “Die Bekanntgabe der abweichenden Meinung des überstimmten Richters”,
op. cit., p. 521.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1261

Ya con la experiencia de más de cuatro lustros de vigencia del Sondervotum,


Simon149 pudo hacer una equilibrada ponderación del mismo, de la que entresacaba
dos argumentos de especial relevancia en su defensa: de un lado, el principio del
pluralismo, pues el voto particular se presenta como una forma especial de la
pluralista protección de minorías, operando además en este marco plural como un
importante elemento de autocrítica, tanto más necesario cuanto que la institución
no se halla bajo el control de ningún otro poder. De otro lado, ni la solidaridad
entre los magistrados constitucionales, ni la autoridad de las sentencias del BVerfG
parecen haber sufrido demasiado. Todo lo contrario, por lo menos en lo que atañe a
la autoridad de las decisiones dictadas en sede constitucional, que, a juicio del propio
autor, en los casos controvertidos, se ha visto reforzada, acentuándose su grado de
aceptabilidad y el respeto hacia el Tribunal, al ponerse de relieve que se trata de un
órgano que no se inhibe de entrar a debate y que muestra a los perdedores que sus
posiciones no dejan por ello de mantenerse incorporadas al espectro de lo defendible.
Todavía mucho más recientemente, Weber150 ha puesto de relieve, que aún
faltando en los Sondervoten una cierta homogeneidad en su causa, estilo y pro-
pósito (“eine gewisse Einheitlichkeit aus Anlass, Stil und Absicht”), sin embargo,
apenas se puede negar que con el objetivo de una interpretación constitucional
plural (“im Sinne einer pluralistischen Verfassungsinterpretation”), exteriorizan
de forma transparente los argumentos esenciales (“die wesentliche Argumente”).
La conclusión del mencionado autor es bien positiva: “Es gibt zahlreiche eindruck-
svolle Beispiele fü richtungsweisende Sondervoten” (Se dan numerosos ejemplos
impresionantes de Sondervoten que sirven de modelo).
No faltan, sin embargo, algunos elementos que incitan a la preocupación. Se
conectan con la posible desconexión de este instituto procesal con el principio
de lealtad institucional, que en ocasiones puede reclamar de los jueces constitu-
cionales el self-restraint. En su intervención, ya en un momento anterior aludida,
ante la Asamblea del Deutschen Juristentag celebrada en Karlsruhe, Isensee151
expresaba su preocupación ante el modo en que algunos votos particulares eran
redactados, por cuanto que éstos deberían tener por objeto un razonamiento
jurídico diferenciado del sustentado en el voto mayoritario, excluyendo cualquier
polémica frente a la decisión de la mayoría. No en vano el empleo del dissent
como arma arrojadiza de la minoría contra la mayoría desvirtuaría, más aún,
pervertiría la institución. Por lo demás, el esfuerzo en pro del self- restraint se hace
especialmente exigible en determinados supuestos de especial trascendencia, que
pueden requerir un esfuerzo suplementario por parte de los integrantes del órgano
colegiado jurisdiccional para aproximar posiciones en pro de una sentencia apro-

149
Helmut SIMON: “La Jurisdicción Constitucional”, op. cit., p. 845.
150
Albrecht WEBER: “Die Verfassungsgerichtsbarkeit in der Bundesrepublik Deutschland”,
en Verfassungsgerichtsbarkeit in Westeuropa, Christian Starck/Albrecht Weber (Hrsg.), Teilband I
(Berichte), 2. Auflage, Nomos, Baden-Baden, 2007, pp. 37 y ss.; en concreto, p. 59. En versión española,
“La Jurisdicción constitucional de la República Federal de Alemania”, en Anuario Iberoamericano de
Justicia Constitucional, nº 7, 2003, pp. 495 y ss.; en concreto, p. 524.
151
Josef ISENSEE: “Bundesverfassungsgericht–quo vadis?”, en Juristen Zeitung, 51. Jahrgang,
22. November 1996, pp. 1085 y ss.; en concreto, p. 1087.
1262 LA RECEPCIÓN DEL SONDERVOTUM EN ALEMANIA

bada por unanimidad. La historia judicial norteamericana lo ha puesto de relieve


con manifiesta claridad. Más aún, un juez, a nuestro entender, no debería disentir
simplemente porque tiene una opinión diferente, sino porque esa divergencia de
criterio se traduce en un desacuerdo fundamental sobre las propias bases de la
resolución de un caso. De ahí que creamos que a Bergman, un decidido defensor
del instituto, le asiste toda la razón cuando afirma: “judicial dissent should be
exercised sparingly and only in the case of a fundamental disagreement over
principles underlying the outcome of a particular case”152. Y además, sería bueno
que el autor de una separate opinion considerara no sólo los efectos positivos que
espera conseguir de su publicación, sino también, como indica ZoBell153, “the
potentially undesirable effects of an addition to the sum of all dissents”.
Conviene añadir, que la experiencia a nivel federal ha tenido su reflejo en los
ordenamientos de algunos Länder. Así, en la nueva Ley reguladora del Tribunal
Constitucional de Hamburgo (Gesetz über des Hamburgische Verfassungsgericht),
de 23 de marzo de 1982, se introdujo el instituto del Sondervotum, debiendo
expresarse la voluntad de interponerlo en las deliberaciones previas a la sentencia,
cabiendo bien frente a la resolución (Entscheidung), bien respecto de la motivación
(Begründung)154.
En definitiva, no se aprecia que un instituto procesal tradicionalmente
característico de los sistemas de common law haya generado disfunciones en un
país como Alemania, con un sistema jurídico de corte europeo-continental. Su
encaje jurídico no ha planteado especiales problemas técnicos y su virtualidad
creemos que, en lo básico, puede valorarse de modo positivo. Es cierto, desde
luego, que existen puntos de vista más asépticos, si así se les puede llamar. Tal sería
el caso de Roellecke, quien tras admitir que las consecuencias reales (“Die reale
Auswirkungen”) de la introducción de los Sondervoten han llegado a ser reitera-
damente discutidas (“mehrfach erörtert worden”), entiende que el resultado de
esa discusión es casi unánime (“Das Ergebnis ist fast einhellig”): “Die Folgen sind
weder so negativ wie befürchtet noch so positiv wie erhofft”155 (Las consecuencias
no son ni tan negativas como se temía ni tan positivas como se esperaba).
Con todo, por nuestra parte, y a modo de conclusión, optamos por hacernos
eco de una perspectiva menos neutra: tal es la valoración final que del instituto
hace Helmut Simon, para quien los Sondervoten han tenido un efecto desactivador
de conflictos políticos y estabilizador para el sistema156, lo que, innecesario es
decirlo, casa mucho mejor con la visión por entero positiva que, con carácter
general, nosotros mismos tenemos del instituto de las dissenting opinions, por
utilizar su expresión más universal.

152
Matthew P. BERGMAN: “Dissent in the Judicial Process: Discord in Service of Harmony”, en
Denver University Law Review, Vol. 68, 1991, pp. 79 y ss.; en concreto, p. 89.
153
Karl M. ZoBELL: “Division of opinion in the Supreme Court: a history of judicial desintegration”,
en Cornell Law Quarterly, Vol. 44, 1958-1959, , pp. 186 y ss.; en concreto, p. 213.
154
Cfr. al efecto, Christian PESTALOZZA: Verfassungsprozessrecht..., op. cit., p. 519.
155
Gerd ROELLECKE: “Sondervoten”, op. cit., p. 368.
156
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FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1263

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QUINTA PARTE

LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS


CONSTITUCIONALES
XII. ALGUNAS REFLEXIONES GENERALES EN
TORNO A LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS DE
INCONSTITUCIONALIDAD Y A LA RELATIVIDAD
DE CIERTAS FÓRMULAS ESTEREOTIPADAS
VINCULADAS A ELLAS *
ALGUNAS REFLEXIONES GENERALES EN TORNO A LOS EFECTOS...

SUMARIO

1. Algunas particularidades de la jurisdicción constitucional: A) La naturaleza jurisdiccional


del Tribunal Constitucional. B) Los peculiares perfiles de la sentencia constitucional. C) El
carácter objetivo del proceso constitucional y la inadecuación al mismo de algunas catego-
rías del Derecho procesal común, particularmente de la cosa juzgada. D) Las específicas
funciones del juez constitucional: a) Preservación del principio de constitucionalidad y
depuración del ordenamiento jurídico. b) Interpretación vinculante de la Constitución y del
resto del ordenamiento jurídico “en conformidad con la misma”.– 2. La inadecuación de las
absolutizaciones dogmáticas en relación a los efectos de las sentencias constitucionales: A)
El binomio inconstitucionalidad/nulidad (void ab initio). B) El trinomio nulidad/sentencia
declarativa/efectos pro praeterito.– 3. La conveniente capacidad de graduación por los
Tribunales Constitucionales de los efectos de sus sentencias de inconstitucionalidad, en
orden a la armonización de los diversos principios y valores constitucionales en presencia.–
4.– Bibliografía manejada.–

RESUMEN

El autor presenta algunas peculiaridades de las sentencias constitucionales, que son la


consecuencia de una serie de circunstancias, particularmente de los específicos rasgos del
procedimiento constitucional (un proceso objetivo) y, sobre todo, de las funciones que el
Tribunal Constitucional cumple en el sistema normativo.
El autor concluye, que algunos efectos de las sentencias declaratorias de la inconstituciona-
lidad, por ejemplo la consideración de que la ley inconstitucional es nula ab initio y, por lo
mismo, debe regir el efecto retroactivo, han de ser comprendidos con una cierta relatividad,
rechazando cualquier visión absolutista. Coherentemente con ello, el autor considera que el
Tribunal Constitucional debe poder asumir una nítida capacidad de ponderación y decisión.
Palabras clave: Tribunal Constitucional, sentencia constitucional, efectos de las sentencias
constitucionales, cosa juzgada, nulidad ab initio, retroactividad.
* Este artículo ha sido publicado en el Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional (AIbJC),
nº 12, 2008, pp. 135 y ss.
1270 LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES

ABSTRACT

The author presents some constitutional rulings’ peculiarities. They are the out-come of
a whole series of circumstances, particularly: the specific features of the constitutional
procedure (an objective process) and, especially, the Constitutional Court’s functions in
the normative system.
The author finishes that some effects of the unconstitutionality rulings, for example
the understanding that the unconstitutional law is void ab initio and for that reason
the subsequent retroactivity effect must be understood with a relativity vision keeping
out any absolutism. Coherently with this understanding, the author considers that the
Constitutional Court must assume a clear capacity of weighing and decision.
Key words: Constitutional Court, constitutional ruling, effects of the constitutional rulings,
res iudicata, void ab initio, retroactivity.

1.  Algunas particularidades de la jurisdicción constitucional

Un sector de la doctrina, que progresivamente tiende a ampliarse, viene


incidiendo en la idea común de la relatividad de las fórmulas estereotipadas
que tradicionalmente se han venido contemplando en relación a los efectos de
las sentencias dictadas por los órganos titulares de la justicia constitucional en
los procesos de control normativo, y de modo muy particular en las sentencias
estimatorias, esto es, en aquellas que declaran la inconstitucionalidad de la ley fis-
calizada en sede constitucional. Este relativismo de los que han sido considerados
como tradicionales efectos de este tipo de decisiones constitucionales no es sino
la resultante lógica de su insuficiencia, por lo menos en un buen número de casos.
Como ya hace una veintena de años escribía entre nosotros uno de los primeros
estudiosos de la justicia constitucional1, el problema de los efectos que produce
la declaración de inconstitucionalidad de una ley es uno de los más complicados,
por la multitud de aspectos que presenta, poco adaptables a soluciones únicas o
simples, por cuanto con frecuencia entran en juego no sólo cuestiones abstractas
de fundamentación, sino, sobre todo, cuestiones prácticas de colisión entre los
principios de seguridad jurídica y justicia, en relación con los efectos jurídicos
desplegados. En fechas más recientes, y en relación al problema de la eficacia
temporal de las decisiones antes mencionadas, Ruotolo2 se mostraba absoluta-
mente contrario a que los problemas que tal cuestión suscita fueran apartados
(«accantonati») «in nome di assolutizzazioni teoriche tendenti all’affermazione
di un summum ius che in taluni casi può risolversi in summa iniuria».
Abordar esta problemática desde una perspectiva muy general creemos que
exige aludir con carácter previo, en términos desde luego genéricos, pues no otra
es la pretensión de este trabajo, dado lo limitado del espacio de que disponemos,

1
José ALMAGRO NOSETE (con la colaboración de Pablo Saavedra Gallo): Justicia Constitucional
(Comentarios a la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional) 2ª ed., Tirant lo Blanch, Valencia, 1989,
p. 261.
2
Marco RUOTOLO: La dimensione temporale dell’invalidità della legge, CEDAM, Padova, 2000,
p. 240.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1271

a algunas particularidades de la justicia constitucional, cuya visualización no


sólo es necesaria para la mejor comprensión del problema de fondo, sino también
porque de esos mismos rasgos peculiares derivan especificidades atribuibles a los
efectos de este tipo de sentencias constitucionales.
Y una última precisión. Conviene no olvidar algo que, en algunas normaciones
constitucionales, parece estar perdiéndose de vista: la naturaleza jurisdiccional
de los Tribunales Constitucionales en particular y, más ampliamente aún, de los
órganos llamados a verificar el control normativo de constitucionalidad. Hecha
esa necesaria puntualización y analizadas algunas de las consecuencias que a
ella se anudan, nos referiremos, sucesivamente, a los rasgos peculiares de las
sentencias constitucionales, al carácter objetivo del proceso constitucional y
a las consecuencias que de ello dimanan, y a las funciones específicas del juez
constitucional. Todos y cada uno de estos aspectos tienen su influjo sobre los
efectos de las decisiones constitucionales.

A)  La naturaleza jurisdiccional del Tribunal Constitucional

Hace ya medio siglo Leibholz escribía algo que, no obstante el tiempo transcu-
rrido, sigue teniendo perfecta vigencia: «Gewiß sind die Verfassungsgerichte Ge-
richte, und zwar selbständige und unabhängige Gerichte, die wie andere Gerichte
eine rechtsprechende Tätigkeit im materiellen Sinne entfalten und Rechtsfragen
zu entscheiden haben»3. (Indudablemente, el Tribunal Constitucional es un
Tribunal, un Tribunal independiente y autónomo, que, como otros Tribunales,
desarrolla una actividad jurisprudencial en sentido material y que tiene que decidir
sobre cuestiones jurídicas). Esta reflexión, al igual que otras4, ilustran acerca de
la arraigada idea existente en Alemania e Italia, en los inicios de sus respectivos
sistemas constitucionales subsiguientes a la segunda guerra mundial, respecto a
la naturaleza jurisdiccional de los órganos creados por los constituyentes con la
finalidad básica de salvaguardar la primacía normativa de la Constitución. Esta
idea creemos que ha arraigado como si de un auténtico dogma se tratara.

3
Gerhard LEIBHOLZ: “Einleitung”, en “Der Status des Bundesverfassungsgerichts” (Gutachten,
Denkschriften und Stellungnahmen mit einer Einleitung), en Jahrbuch des Öffentlichen Rechts der
Gegenwart, Band 6, 1957, pp. 110 y ss.; en concreto, p. 111.
4
 También en Italia la «jurisdiccionalidad» del órgano equivalente se admitía sin ambages. Ya
en 1954, antes de que iniciase su andadura la Corte costituzionale, Pierandrei se pronunciaba en esa
dirección, defendiendo la naturaleza jurisdiccional de la actividad desempeñada por la «justicia
constitucional». “Quando si dice che essa assicura la «garanzia giudiziaria» della costituzione e che
gli organi i quali la esercitano tutelano la costituzione con criterî e metodi giurisdizionali, si esprime
un concetto in cui si riflette fedelmente la realtà positiva; è invece opinione sostanzialmente inesatta
quella di coloro che, facendo riferimento ai peculiari atteggiamenti della «giustizia costituzionale»
ma attribuendo loro una importanza eccessiva, negano che essa sia una «giustizia» vera e propria”.
Franco PIERANDREI: “Le decisioni degli organi della «Giustizia costituzionale» (Natura, efficacia,
esecuzione)”, en Rivista Italiana per le Scienze Giuridiche, Serie III, Anno VIII, Volume VII, 1954, pp.
101 y ss.; en concreto, p. 101.
1272 LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES

Los Tribunales Constitucionales son auténticos Tribunales, a lo que no


obstan sus peculiares perfiles, aunque los mismos los separen profundamente
de los Tribunales ordinarios, quizá porque, como adujera un Giudice della Corte
costituzionale medio siglo atrás, el órgano titular de la justicia constitucional
aparece como una especie de “continuatore dell’opera dell’Assemblea costituente”,
en cuanto a él, y sólo a él, corresponde interpretar y actualizar en todo momento
el espíritu que empapa (“che pervade”) la Constitución de la República italiana5,
aunque, qué duda cabe, también por su composición, por el procedimiento obje-
tivo que ante él se sigue en los procesos de control normativo y por los efectos de
sus sentencias; por todo este cúmulo de razones, estos órganos, garantes supremos
de la Constitución, aparecen nítidamente diferenciados de los órganos integrantes
del complejo orgánico del Poder judicial, del que en muchos países, como es el
caso de España, se sitúan orgánicamente al margen, lo que responde a una lógica
incontrovertible: el Tribunal Constitucional es el titular único de una jurisdicción
peculiar como es la jurisdicción constitucional, que poco o nada tiene que ver con
la jurisdicción ordinaria.
Las particularidades de la jurisdicción constitucional no deben, sin embargo,
llegar al extremo de privar al Tribunal Constitucional de aquellos rasgos que lo
hacen reconocible como jurisdicción, que le otorgan su identidad jurisdiccional.
Y entre ellos podríamos recordar algunos de los que Cappelletti denominara
reglas fundamentales de la “justicia natural”6, nacidas antes de la consolidación
de los sistemas de common law, en cuanto frutos de la sabiduría latina, como
sería el caso de aquellas reglas que con sin par nitidez reflejan estos aforismos:
“ubi non est actio, ibi non est jurisdictio” o, dicho de otro modo, “nemo judex sine
actore”, o aquellas otras reglas a las que aluden los aforismos de “nemo judex in
causa propria” o “audiatur et altera pars”, que demandan que el juez se sitúe por
encima de las partes (super partes), no decidiendo sobre una cuestión en la que
el propio juez sea parte, al margen ya de requerir que el proceso tenga carácter
contradictorio, pues como dijera uno de los grandes juristas norteamericanos del
pasado siglo, Lon Luvois Fuller7, el elemento nuclear de todo proceso reside en la
oportunidad de que las partes del mismo puedan presentar pruebas y argumentos
razonados; en ello descansa la propia imparcialidad del juez8, idea subrayada
asimismo, entre otros muchos, por el notable procesalista italiano Elio Fazzalari,
para quien “la parità fra le parti” es “il vero, intimo nucleo del contraddittorio,

5
Nicola JAEGER: “Sui limiti di efficacia delle decisioni della Corte costituzionale”, en Rivista di
Diritto Processuale, anno XIII, nº 3, Luglio/Settembre 1958, pp. 364 y ss.; en concreto, p. 372.
6
Mauro CAPPELLETTI: “Des juges législateurs?” (Étude dédiée à la mémoire de Tullio Ascarelli
et d’Alessandro Pekelis). Recogido en la obra recopilatoria de artículos del autor, Le pouvoir des juges,
Economica/Presses Universitaires d’Aix-Marseille, Paris, 1990, pp. 23 y ss.; en concreto, pp. 70-71.
7
Cfr. al respecto Erwin N. GRISWOLD: “Lon Luvois Fuller – 1902-1978”, en Harvard Law Review,
volume 92, 1978-1979” pp. 351-352.
8
«If, on the other hand, –escribe Fuller– we start with the notion of a process of decision in
which the affected party’s participation consists in an opportunity to present proofs and reasoned
arguments, the office of judge or arbitrator and the requirement of impartiality follow as necessary
implications». Lon L. FULLER: “The Forms and Limits of Adjudication”, en Harvard Law Review,
volume 92, 1978-1979, pp. 353 y ss.; en concreto, p. 365.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1273

quindi del processo”9. Puede sorprender que aludamos a estas máximas, más
aún si se piensa que los procesos de control normativo son procesos sin partes
propiamente dichas, o lo que es igual, sin partes empeñadas en la defensa de un
interés propio o subjetivo. Y ciertamente es así, como vamos a ver con más detalle
con posterioridad. Pero aún siendo así, no nos cabe duda de que las reglas que tales
aforismos identifican han de ser inexcusablemente respetadas. Y no siempre ni en
todo lugar lo son. Como prueba de ello nos referiremos a dos ejemplos puntuales.
El Tribunal Constitucional húngaro ha sido dotado de una autoridad ex officio
que le permite intervenir en ciertos asuntos al margen de la existencia de una
demanda que inste su intervención. En efecto, el art. 49.1 de la Ley nº XXXII,
de 1989, del Tribunal Constitucional magiar10, dispone que el procedimiento de
fiscalización de la inconstitucionalidad por omisión, como también el procedi-
miento de control de la convencionalidad (que puede llevarse a cabo tanto por
acción como por omisión), pueden iniciarse de oficio, por el propio Tribunal
Constitucional. Un antecedente de esta particularidad procesal, que sin embargo
tiene a los efectos de nuestro estudio un interés residual, lo encontramos en la
Constitución yugoslava de 1974, que habilitó al Tribunal Constitucional (que
ya se creara en 1963) para fiscalizar de oficio no sólo la ausencia de normas
requeridas por la Constitución, sino también la inexistencia de normas exigidas
para la ejecución de las leyes federales o, más ampliamente, de actos generales
federales, pero todo ello se hallaba en perfecta sintonía con la concepción que
los constituyentes yugoslavos tenían del Tribunal Constitucional, perfectamente
reflejada por Edvard Kardelj, presidente de la Comisión de coordinación, que
se encargó de elaborar el Anteproyecto de Constitución, en su discurso ante la
Asamblea Federal11.
Conviene añadir quizá, que la referida concepción era perfectamente coheren-
te con la visión que de la justicia constitucional se tenía en los países socialistas;
de acuerdo con la misma, se subrayaba la trascendencia del control “positivo” de
constitucionalidad de las leyes. Mientras en los países occidentales el control se
presentaba como una fiscalización esencialmente “negativa”, en la medida en que
permitía expulsar del ordenamiento jurídico aquellos actos legislativos contrarios
a la Constitución, paralizando de esta forma, por así decirlo, las actuaciones del
poder legislativo contradictorias con la Norma suprema, tal visión fue considerada
por el pensamiento socialista como absolutamente insuficiente. Roussillon ha

9
Elio FAZZALARI: “La imparzialità del giudice”, en Rivista di Diritto Processuale, volume XXVII
(II Serie), anno 1972, pp. 193 y ss.; en concreto, p. 199.
10
Puede verse el texto de la ley en Annuaire International de Justice Constitutionnelle, VI, 1990,
pp. 867-880.
11
«La Cour constitutionnelle –afirmaría Kardelj– ne saurait être un organe purement judiciaire qui
se contenterait d’examiner, de manière statique et d’un point de vue juridique formel, les phénomènes
et problèmes en matière d’organisation constitutionnelle (...) Dans ce sens, la Cour constitutionnelle
prendra, avec la souplesse voulue, des initiatives politiques...». Tomamos la cita de J. ZAKRZEWSKA:
“Le contrôle de la constitutionnalité des lois dans les États socialistes”, en Res Publica (Revue de
l’Institut Belge de Science Politique), vol. XIV, nº 4, pp. 771 y ss.; en concreto, p. 777.
1274 LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES

aclarado perfectamente este punto, subrayando12 la importancia que los teóricos


del pensamiento socialista iban a dar a la necesidad de velar para que el legislador
respetara “positivamente” la Constitución que desarrolla13.
Innecesario es decir que no es esa exactamente la visión que de la justicia
constitucional se tiene en la Europa democrática, sin que ello presuponga ignorar
la importancia del control de las omisiones legislativas vulneradoras de derechos
constitucionales14. Más allá de ello, de lo que no cabe duda alguna es de que los
órganos que nos ocupan son verdaderos órganos jurisdiccionales, y han de ser
reconocibles como tales. No albergamos la más mínima vacilación acerca de que
quedarán desnaturalizados si se ignora la máxima alemana wo kein Kläger ist, da
ist auch kein Richter (donde no hay demandante, no hay juez), vinculada como es
bien patente al aforismo latino, aunque también cuente con un antiguo origen sajón.
Un segundo ejemplo lo encontramos en España. En su inicial redacción, la
Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional (en adelante
LOTC), no preveía la personación como partes en el proceso de control normativo
desencadenado por un juez (cuestión de inconstitucionalidad) de las que lo
eran del proceso a quo en el que fraguara el planteamiento de esa cuestión, pese
como es lógico a que el fallo del Tribunal Constitucional en torno a la norma o
disposición aplicable al caso y de cuya validez dependía el fallo en el proceso
a quo, no podía por menos que afectar a los intereses contrapuestos de las partes
de la litis. Tal circunstancia desencadenaría una sentencia (STEDH de 23 de
junio de 1993, dictada en el caso Ruiz Mateos) del Tribunal Europeo de Derechos
Humanos condenatoria del Reino de España por violación del art. 6.º1 del
Convenio de Roma, por considerar infringido el derecho a un proceso equitativo,
noción que engloba el principio de igualdad de armas y el proceso contradictorio,
derecho que en el caso en cuestión no fue respetado, en tanto en cuanto el Sr. Ruiz
Mateos, individual y directamente afectado por la ley cuya inconstitucionalidad
fue sometida, por el juez del proceso a quo en el que el Sr. Ruiz Mateos era parte, al
Tribunal Constitucional, no pudo actuar como parte en el proceso constitucional,

12
Henry ROUSSILLON: “Le problème du contrôle de la constitutionnalité des lois dans les pays
socialistes”, en Revue du Droit Public, nº 1-1977, Janvier/Février 1977, pp. 55 y ss.; en particular,
pp. 97-103.
13
Bien significativa al respecto es la reflexión que a continuación transcribimos de Naschitz, para
quien el aspecto “positivo” del control de constitucionalidad era, al menos, tan importante como el
“negativo”. “The constitutionalism –escribe el citado autor– does not imply only the negative obligation
not to adopt a legal regulation inconsistent with the constitution, but also the positive obligation to
adopt all the necessary legal regulation, in the absence of which the constitutional norm would remain
only an abstract principle”. A. NASCHITZ: Introduction aux règles de contrôle de la constitutionnalité et
de la légalité dans l’activité étatique socialiste. Cours de la Faculté Internationale pour l’Enseignement de
Droit comparé, Strasbourg, 1970 (langue anglaise), p. 19. Cit. por Henry ROUSSILLON: “Le problème
du contrôle de la constitutionnalité...”, op. cit., p. 98, nota 166.
14
Nos remitimos al efecto a nuestro trabajo “El control de constitucionalidad de las omisiones
legislativas: de la fiscalización concreta de las Omisiones, por lo general relativas, del legislador al
control abstracto de las omisiones por lo general absolutas. Las nuevas técnicas de control de la
omisión inconstitucional en Portugal y Brasil”, en Francisco FERNÁNDEZ SEGADO: La Justicia
Constitucional: una visión de Derecho Comparado, tomo I, Dykinson, Madrid, 2009, pp. 559 y ss.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1275

a diferencia del Estado, que sí estuvo directamente representado en tal proceso.


La importante reforma llevada a cabo en la LOTC por la Ley Orgánica 6/2007,
de 24 de mayo, ha subsanado la potencial quiebra de derechos que se anudaba
al art. 37.2 LOTC, reformando el precepto en el sentido de facultar a las partes
del procedimiento judicial (del proceso a quo) para personarse ante el Tribunal
Constitucional y formular las alegaciones que entendieren pertinentes. Todo ello
no hace sino corroborar que, no obstante las particularidades de la jurisdicción
constitucional y de las “especificidades” del procedimiento objetivo que ante el juez
constitucional se desarrolla, en cuanto órgano jurisdiccional que es, el Tribunal
Constitucional viene obligado a respetar esas reglas de la “justicia natural” a que se
refiriera Cappelletti, e innecesario es decir que esa misma obligación recae sobre
el legislador, que es quien lógicamente ha de normar el proceso constitucional.
En definitiva, con la creación de un Tribunal Constitucional se perfila un
verdadero tribunal, rodeado de todas las garantías de independencia, sujeto a un
procedimiento que, aun siendo objetivo y presentando rasgos en verdad peculiares,
ha de respetar esas reglas elementales a que con anterioridad aludíamos, y que
ha de decidir a través de sentencias y otros actos jurisdiccionales, regidos por
consideraciones jurídicas, en el bien entendido de que el juez constitucional
siempre deberá valorar las consecuencias de sus actos, al margen ya de ponderar
debidamente los distintos principios y valores constitucionales en presencia, lo
que puede conducir al juez constitucional a matizar, en ocasiones de modo bien
significativo, los efectos de sus sentencias de inconstitucionalidad.

B)  Los peculiares perfiles de la sentencia constitucional

La sentencia constitucional, innecesario es decirlo, es ante todo un acto de


un colegio judicial, con el que éste cierra un proceso peculiar. Sin embargo, este
tipo de decisiones presenta unos perfiles propios que las separan notablemente
de las sentencias de los órganos jurisdiccionales ordinarios. A ellos nos referimos
a renglón seguido.
Objeto de estas decisiones son disposiciones y normas, o como señala
Zagrebelsky15, siguiendo la terminología acuñada por Crisafulli16, disposiciones
emanadas de acuerdo con el procedimiento previsto por las reglas de producción
del Derecho, consistentes en “formule linguistiche testuali” y normas expresas en
la disposición, obtenidas por medio de la interpretación, o lo que es igual, “dispo-
siciones interpretadas”, y no nos cabe la más mínima duda de que el principio de
conservación de la disposición textual, que casa perfectamente con el de seguridad

15
Gustavo ZAGREBELSKY: La giustizia costituzionale, Il Mulino, nuova edizione, Bologna, 1988,
p. 279.
16
Vezio CRISAFULLI: “Disposizione (e norma)”, en Enciclopedia del Diritto, XIII, Giuffrè Editore,
Milano, 1964, pp. 195 y ss. Sin entrar ni mucho menos en detalle, recordaremos tan sólo que para
Crisafulli “per disposizione (...) non si intende la norma (...) formulata, quanto, più propriamente, la
formula istituzionalmente rivolta a porre e a rivelare la norma” (p. 196).
1276 LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES

jurídica, con el que se trata de compatibilizar la primacía de la Constitución y


la salvaguarda, allí hasta donde sea posible, de la voluntad del legislador, tiene
evidentes consecuencias sobre las sentencias constitucionales; piénsese sin más
en las sentencias interpretativas.
Digamos marginalmente, que este tipo de sentencias, al igual que otros tipos de
decisiones constitucionales, han venido a establecer un elemento de convergencia
(entre los muchos que hoy se pueden visualizar) entre los dos tradicionalmente
enfrentados (aunque hoy no tanto) sistemas de justicia constitucional: el de la
judicial review of Legislation y el de la Verfassungsgerichtsbarkeit. Las sentencias
interpretativas, que como dijera Crisafulli en un célebre artículo17, “sono nate da
un’esigenza pratica, e non da astratte elucubrazioni teoriche”, han terminado por
dar lugar a la eficacia del precedente en términos semejantes a como sucede en el
modelo norteamericano, en contraste con lo que ha venido siendo caracterizado
como un peculiar rasgo de los sistemas de civil law18. Y es fácilmente comprensible,
que se ha de diferenciar la eficacia del precedente de la autoridad de cosa juzgada
de las decisiones judiciales (y también del valor de res iudicata en las sentencias
constitucionales, en aquellos países en que así se admite), distinción que, por lo
demás, es válida tanto en los ordenamientos que atribuyen al precedente eficacia
vinculante como en aquellos otros, como el italiano, en que se le atribuye tan sólo
una eficacia persuasiva19.
La función de depuración del ordenamiento jurídico que el Tribunal
Constitucional asume, plasmada en su monopolio de rechazo de todas aquellas
disposiciones legales que entienda contrarias a la Constitución, que lleva consigo
la eficacia erga omnes de las decisiones que estiman la inconstitucionalidad,
conduce en último término a una modificación del ordenamiento jurídico que,
de algún modo, permite calificar a las sentencias constitucionales como fuentes
de ese mismo ordenamiento.
Pero además de todo ello, el Tribunal Constitucional, como dijera Leibholz,
en obvia referencia al Tribunal alemán (BVerfG), en cuanto participa en el proceso
de integración estatal (“der Prozeß der staatlichen Integration”) a través de su
jurisprudencia (con ayuda de su jurisprudencia, “mit Hilfe der Rechtsprechung”),
participa al mismo tiempo, a través precisamente de ella, en el ejercicio de los “po-
deres supremos del Estado” (“der Ausübung der «obersten Staatsgewalt»”)20. Esta
circunstancia se conecta con el contenido político de buena parte de la actividad

17
Vezio CRISAFULLI: “La Corte costituzionale ha vent’anni”, en Giurisprudenza Costituzionale,
anno XXI, 1976, fasc. 10, pp. 1694 y ss.; en concreto, p. 1703.
18
«A decided case –escribía en 1934 el Profesor de la Harvard Law School Gordon Ireland,
especializado en Derecho latinoamericano, refiriéndose a los sistemas de civil law– is incapable of
creating a rule of law; and nowhere does the authority of precedent prevent a decision on the merits of
the case at hand». Gordon IRELAND: “Precedents’ place in Latin Law”, en West Virginia Law Quarterly
at the Bar, volume XL, number 2, February 1934, pp. 115 y ss.; en concreto, p. 133.
19
Alessandro PIZZORUSSO: “Stare decisis e Corte costituzionale”, en La dottrina del precedente
nella giurisprudenza della Corte costituzionale, a cura di Giuseppino Treves, UTET, Torino, 1971, pp.
31 y ss.; en concreto, p. 34.
20
Gerhard LEIBHOLZ: “Einleitung”, op. cit., p. 111.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1277

jurisprudencial de estos órganos, particularmente cuando cumplen la función que


ahora centra nuestra atención, el control normativo, y contribuye a explicar las
profundas diferencias que los separan de los tribunales ordinarios, que han dado
pie a que Weber hable de que un “foso profundo” (“ein «tiefer Graben»”) separa
la jurisdicción constitucional (“Verfassungsgerichtsbarkeit”) de las jurisdicciones
civil, penal y administrativa (“der Zivil-, Straf und Verwaltungsgerichtsbarkeit”)21.
En definitiva, el Tribunal Constitucional, a través de su actividad jurispru-
dencial (“rechtsprechende Tätigkeit”), interviene como un verdadero poder en el
proceso constitucional de formación de la voluntad estatal (“in den verfassungs-
mäßigen Prozeß der staatlichen Willensbildung”)22.
No era muy distinta la reflexión que por las mismas fechas que Leibholz
efectuaba el en ese momento Presidente del Tribunal Constitucional austriaco
(Verfassungsgerichtshof), Ludwig Adamovich, para quien la jurisprudencia de un
Tribunal de este tipo penetra indiscutiblemente en las raíces de todo el conjunto de
la vida pública (“alle radici tutto il complesso della vita pubblica”) y es susceptible
de influir profundamente sobre las condiciones políticas del Estado23.
Los argumentos expuestos creemos que justifican cumplidamente los
peculiares perfiles de las sentencias constitucionales frente a las decisiones
equivalentes de los órganos jurisdiccionales ordinarios. Y qué duda cabe que los
mismos ofrecen bases sólidas para explicar el porqué de algunos de los específicos
efectos de aquéllas.

C)  El carácter objetivo del proceso constitucional y la inadecuación al mismo


de algunas categorías del Derecho procesal común, particularmente de
la cosa juzgada

I.  La naturaleza de los procesos de control normativo fue perfectamente


delimitada por Söhn en un ya clásico trabajo24 publicado una treintena de años
atrás. En tales procesos, los demandantes dirigen hacia la opinión pública
(“Allgemeinheit”) y en interés de la generalidad un procedimiento objetivo (“ein
objektives Verfahren”) para el control de la compatibilidad (“zu Überprüfung
der Vereinbarkeit”) del Derecho del Bund o de los Länder con la Grundgesetz
(Ley Fundamental). El procedimiento es unilateral (“einseitig”), no contencioso

21
Werner WEBER: “Das Richtertum in der Deutschen Verfassungsordnung”, en Festgabe für
Niedermeyer, 1953, pp. 272 y ss. Cit. por Gerhard LEIBHOLZ: “Einleitung”, op. cit., p. 111, nota 5.
22
Gerhard LEIBHOLZ: Ibidem, p. 112.
23
Ludwig ADAMOVICH: “Esperienze della Corte costituzionale della Repubblica austriaca”, en
Rivista Italiana per le Scienze Giuridiche, Serie III, anno VIII, volume VII, 1954, pp. 3 y ss.; en concreto,
pp. 7-8.
24
Hartmut SÖHN: “Die abstrakte Normenkontrolle”, en Bundesverfassungsgericht und Grundgesetz
(Festsgabe aus Anlaß des 25 jährigen Bestehens des Bundesverfassungsgerichts), herausgegeben von
Christian Starck, Erster Band (Verfassungsgerichtsbarkeit), J.C.B. Mohr (Paul Siebeck), Tübingen,
1976, pp. 292 y ss.
1278 LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES

(“noch streitig”), y tampoco es un procedimiento contradictorio entre partes


(“kein kontradiktorisches Parteienverfahren”); es, en definitiva, un procedimiento
sin partes interesadas (“ein Verfahren ohne Beteiligte”)25. Y en sintonía con todo
ello, como nuevamente escribe Söhn, “die Zulässigkeit einer Normenkontrolle ist
lediglich an ein öffentliches kontrollbedürfnis gekoppelt” (la admisibilidad de un
control normativo se debe tan sólo a una necesidad pública de control)26.
Quiere todo ello decir que no nos hallamos ante un procedimiento con partes
enfrentadas en defensa de sus respectivos intereses, sino ante un procedimiento
encaminado a la defensa de un interés público, como es la salvaguarda de la
primacía de la Constitución y, en sintonía con ello, la depuración objetiva del
ordenamiento jurídico de todas aquellas disposiciones que el órgano de control
entienda vulneradoras de la Norma suprema. Es por todo ello por lo que quienes
están legitimados para desencadenar un proceso de control normativo, lejos de
pretender la satisfacción de un interés particular, están llamados a cumplir una
función pública. Como hace medio siglo escribiera el juez constitucional italiano
Nicola Jaeger, la causa jurídica del juicio de control normativo no puede buscarse
sino en un interés público, referible al conjunto de la sociedad organizada jurí-
dicamente, siendo tal interés el único idóneo que justifica el sacrificio, inevitable
en todo proceso, de tantos intereses normalmente intangibles27.
Los rasgos que se acaban de apuntar, y entre ellos la inexistencia de partes
propiamente dichas en el proceso constitucional, en cuanto que los sujetos que en
tal proceso intervienen no defienden un interés propio, el interés público que se
ventila en el proceso, y el peculiar objeto del proceso, disposiciones y normas, y
adicionalmente a todo ello, el peculiar rol que cumple el Tribunal Constitucional,
bien distinto del propio de los órganos jurisdiccionales ordinarios, son otras tantas
razones que vienen a entrañar que las categorías propias del Derecho procesal
común, articuladas para regir un proceso en el que las partes enfrentan sus propios
intereses subjetivos, tan sólo puedan ser adaptadas al proceso constitucional con
notables cautelas y matices.
La doctrina converge de modo generalizado en estas apreciaciones. Y así, por
aludir a algunos posicionamientos, para Zagrebelsky, en cuanto en el juicio sobre las
leyes (“giudizio sulle leggi”), a diferencia de los juicios comunes, no se discute acerca
de posiciones subjetivas, sino sobre la validez de la ley “in sé e per sé considerata”,
las categorías conceptuales con las que se ordenan las decisiones en el proceso civil
no pueden encontrar aquí más que una aplicación tan sólo aproximativa28.
El Derecho procesal constitucional, dirá entre nosotros Bocanegra29, se resiste
a aceptar, por lo menos lisa y llanamente, los principios y desarrollos concretos
25
Ibidem, p. 304.
26
Ibidem
27
Nicola JAEGER: “Sui limiti di efficacia delle decisioni della Corte costituzionale”, op. cit., p. 366.
28
Gustavo ZAGREBELSKY: La giustizia costituzionale, op. cit., p. 258.
29
Raúl BOCANEGRA SIERRA: “Sobre el alcance objetivo de las sentencias del Tribunal Cons-
titucional”, en Estudios sobre la Constitución Española (Homenaje al Profesor Eduardo García de
Enterría), tomo I (El ordenamiento jurídico), Civitas, Madrid, 1991, pp. 509 y ss.; en concreto, p. 510.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1279

procedentes del Derecho procesal general. Desde esta misma óptica, se explica que
para regir los efectos de las sentencias la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional
(LOTC) no haya recurrido a la aplicación, aunque no fuera más que supletoria,
del Derecho procesal común30.
Häberle ha avanzado bastante más en esta misma dirección de divergencia
del proceso constitucional respecto del proceso común, defendiendo la tesis, bien
conocida, del “Verfassungsprozeßrecht als «konkretisiertes Verfassungsrecht»” (el
Derecho procesal constitucional como Derecho constitucional concretizado)31.
Esta tesis quiere decir, en primer término, que el Derecho procesal consti-
tucional es fuertemente material (“stärker materiell”), habiendo de extraerse su
comprensión de los principios del Derecho constitucional. Entre tales principios
Häberle menciona su carácter público (“Öffentlichkeit”), con la positiva manifes-
tación de la publicidad de los votos particulares (Sondervotum) y de los negativos,
lo que no debe extrañar por cuanto, como en otro lugar hemos señalado32, para el
Profesor de Bayreuth, los votos particulares, en una Constitución del pluralismo,
forman parte del “élan vital” (impulso vital) de la Constitución, son expresión de
la publicidad y del “carácter abierto” de la Constitución, de la apertura de sus
intérpretes33 y del “pluralismo constitucional”. A la par, posibilitan alternativas
interpretativas en el sentido de “pensar en posibilidades”. Cumplen además una
función de pacificación, de “reencuentro” de la parte derrotada (por así llamarla),
abriendo una específica “ventana del tiempo”, por cuanto la minoría de hoy puede
convertirse mañana en la mayoría.
En segundo lugar, la tesis häberliana se traduce en que el Derecho procesal
constitucional requiere de una interpretación global (“Das Verfassungsprozeßrecht
ist ganzheitlich zu interpretieren”)34, o lo que es igual, se ha de atender no sólo
a las normas procesales en sentido específico (“die Prozeßrechtlichen Normen
im engeren Sinne”), sino también a las que el Profesor de Bayreuth llama

30
A. LATORRE SEGURA y L. DÍEZ-PICAZO: “Tribunal constitutionnel espagnol” (7ème Conférence
des Cours constitutionnelles européennes), en Annuaire International de Justice Constitutionnelle, III,
1987, pp. 85 y ss.; en concreto, p. 111. «Ceci –añaden de seguido estos autores– se comprend parfai-
tement si l’on prend en considération l’existence d’une réglementation constitutionnelle spécifique et
les exigences qui pourraient être difficilement satisfaites si l’on s’en tenait à la simple transposition,
en la matière, de constructions ou de catégories édifiés en prenant seulement en considération les
traits propres aux procès ordinaires, particulièrement les procès civils».
31
Peter HÄBERLE: “Grundprobleme der Verfassungsgerichtsbarkeit”, en Verfassungsgerichts-
barkeit, Herausgegeben von Peter Häberle, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1976,
pp. 1 y ss.; en concreto, p. 23.
32
Francisco FERNÁNDEZ SEGADO: “Peter Häberle: la gigantesca construcción constitucional de
un humanista europeo”. Estudio preliminar a la obra de Peter HÄBERLE: La garantía del contenido
esencial de los derechos fundamentales, Dykinson, Madrid, 2003, pp. XVII y ss.; en concreto, p. XLVII.
33
Recuérdese la conocida tesis de Häberle de la «sociedad abierta de los intérpretes constitu-
cionales» («Die offene Gesellschaft der Verfassungsinterpreten»). Cfr. al efecto Peter HÄBERLE: “La
sociedad abierta de los intérpretes constitucionales (Una contribución para la interpretación pluralista
y «procesal» de la Constitución)”, en la obra recopilatoria de trabajos del autor, Retos actuales del
Estado constitucional, IVAP, Oñati, 1996, pp. 15 y ss.
34
Peter HÄBERLE: “Grundprobleme ...”, op. cit., p. 24.
1280 LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES

“prozessualen Normen im “Vorfeld””, esto es, a las que podríamos denominar


normas procesales de preludio, que anteceden al proceso propiamente dicho,
como sería el caso de las normas sobre elección de jueces constitucionales (“zur
Verfassungsrichterwahl”), de las disposiciones sobre incompatibilidades (“Inkom-
patibilitätsbestimmungen”), de las normas relativas a la cualificación requerida
(para acceder como miembro del órgano), o incluso del período de duración en
el cargo (“Amtsdauer”).
En fin, el Derecho procesal constitucional, en comparación a otros órdenes
procesales, es específicamente jurídico-constitucional y por eso se ve como
independiente (“eigenständig”)35.
Quizá una consecuencia de todo lo que precede sea el relativamente amplio
margen de maniobra de que suelen disponer los Tribunales Constitucionales a
la hora de crear supletoriamente sus propias normas procedimentales, lo que ha
dado pie para que la doctrina aluda al reconocimiento al Tribunal Constitucional
de un principio de autonomía procedimental 36, que si bien no le permitiría
recrear el procedimiento constitucional por completo en base al uso del Derecho
constitucional material, en cuanto (en el caso español) está en sus líneas básicas
regulado por la misma ley, sí, desde luego, le posibilitaría el relleno de las lagunas
existentes y la interpretación de las prescripciones procesales legales para el eficaz
cumplimiento de las funciones que le están encomendadas.

II.  Quizá el ejemplo paradigmático de esta insuficiencia de las categorías


tradicionales del Derecho procesal común lo encontremos en la noción de cosa
juzgada, concepto plenamente arraigado en la cultura jurídica occidental (chose
jugée, Rechtskraft, res giudicata, giudicato, coisa julgada...), que encierra dos senti-
dos diferentes: el formal y el material. Con el primero, se designa la fuerza que el
Derecho atribuye normalmente a los resultados procesales, que se traduce en un
necesario respeto a lo dicho y hecho en el proceso, que se vuelve así inatacable37.
Inatacabilidad o inimpugnabilidad es así el efecto predicable de las decisiones
judiciales firmes o revestidas de la eficacia de la cosa juzgada formal.
Con el concepto de cosa juzgada material se alude a la inatacabilidad indirecta
o mediata de un resultado procesal, impidiéndose toda posibilidad de que se emita,
por la vía de apertura de un nuevo proceso, ninguna decisión que se oponga o
contradiga a la que goza de esta clase de autoridad38. La cosa juzgada material no
es, como dijera Guasp39, una noción de orden lógico. No supone el reconocimiento
de la verdad intrínseca de una decisión, a diferencia hoy de antaño, en que se llegó

35
Ibidem.
36
Raúl BOCANEGRA SIERRA: El valor de las sentencias del Tribunal Constitucional, Instituto de
Estudios de Administración Local, Madrid, 1982, p. 163.
37
Jaime GUASP y Pedro ARAGONESES: Derecho Procesal Civil, tomo 1º, 7ª ed., Thomson-Civitas,
Madrid, 2005, p. 573.
38
Ibidem, p. 578.
39
Ibidem, pp. 579-580.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1281

a auténticas aberraciones (el aforismo “res iudicata facit de albo nigrum” es bien
significativo de ello). Su naturaleza es neta y estrictamente jurídica, presentándose
como una creación del ordenamiento jurídico que, como tal, sólo tiene validez y
vigencia dentro del ámbito ordinamental.
Pues bien, en algunos países, y desde luego entre ellos España, existe una
amplia convergencia por parte de la doctrina en la insuficiencia de esta noción
en el ámbito del proceso constitucional, o por lo menos, en la inexcusabilidad de
que no sea recepcionada en tal ámbito sin notables matizaciones. Ello al margen,
el Derecho procesal constitucional europeo nos muestra profundas divergencias
respecto al valor de la cosa juzgada material, al extremo de que en el “Informe
general” elaborado en la VII Conferencia de Tribunales Constitucionales europeos,
celebrada en Lisboa en 1987, se pudo afirmar40, que quizá el único punto de con-
vergencia en relación al instituto de la cosa juzgada fuera el de que las decisiones
constitucionales, como regla general, adquieren la fuerza propia de la cosa juzgada
formal, existiendo, por contra, profundas diferencias respecto de la cosa juzgada
material, reflejo de visiones completamente diferentes en torno a la noción o a su
alcance. Vale la pena, por todo ello, detenernos mínimamente en determinados
posicionamientos doctrinales y jurisprudenciales en algunos países europeos.

A)  La doctrina italiana se ha manifestado casi unánimemente en la dirección


a que antes aludíamos, de insuficiencia del instituto en las sentencias constitu-
cionales. Hace medio siglo, casi coincidiendo con el inicio de sus tareas por la
Corte costituzionale, Liebman41, concisa y rotundamente, excluía la aplicación
en el ámbito procesal constitucional de los principios de la cosa juzgada, que
no harían sino crear inútiles y dañosas complicaciones. Pocos años después,
Balladore Pallieri escribía que “la sentenza della Corte non ha mai il valore di un
giudicato”, para añadir a renglón seguido, que no se ve hacia quién podría operar
la res iudicata en el caso concreto42. Incluso Pierandrei, también en los albores
de la justicia constitucional italiana, iba a considerar que el carácter definitivo
(“la definitività”), la firmeza si así se prefiere, de las decisiones de la justicia
constitucional dimana no tanto de la atribución a las mismas de la autoridad de
la cosa giudicata, cuanto de la razón evidente de que no emanan de unos órganos
“in numero plurimo e ordinati in un sistema gerarchico”, sino de un órgano único
en el que se concentra toda la actividad de la justicia constitucional43.
Con posterioridad a esa primera doctrina, los posicionamientos no han
cambiado. Crisafulli iba asimismo a cuestionar la utilidad del concepto de cosa

40
José Manuel CARDOSO DA COSTA: “La Justice constitutionnelle dans le cadre des pouvoirs
de l’État. Rapport général”, en Annuaire International de Justice Constitutionnelle, III, 1987, pp. 15 y
ss.; en concreto, p. 33.
41
Enrico TULLIO LIEBMAN: “Contenuto ed efficacia delle decisioni della Corte costituzionale”,
en Rivista di Diritto Processuale, volume XII, 1957, pp. 507 y ss.; en concreto,p. 515.
42
Giorgio BALLADORE PALLIERI: “Effetti e natura delle sentenze della Corte costituzionale”, en
Rivista di Diritto Processuale, anno XX, nº 2, Aprile/Giugno 1965, pp. 161 y ss.; en concreto, p. 162.
43
Franco PIERANDREI: “Le decisioni degli organi della «giustizia costituzionale»...”, op. cit., p. 179.
1282 LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES

juzgada en las sentencias de la Corte costituzionale44, hasta el punto de afirmar,


que si se debiera considerar el efecto de cosa juzgada como un rasgo esencial de
la jurisdicción, “nous serions forcés de conclure que la fonction de contrôle de la
constitutionnalité des lois n’a pas le caractère juridictionnel”45.
También Pizzorusso se ha manifestado de modo insistente acerca de la
dificultad de extender la noción de cosa juzgada a una actividad como el control de
constitucionalidad de las leyes46. En idéntico sentido, en el “Informe” presentado
por la propia Corte costituzionale en la VII Conferencia de Tribunales Constitu-
cionales europeos, se afirmaba que no es correcto hablar de res iudicata, en el
sentido de la terminología usual en Derecho procesal, a propósito de las sentencias
a cuyo través la Corte costituzionale se pronuncia sobre la constitucionalidad de
una norma legislativa47.

B)  Bien diferente es el panorama en Alemania, pues aunque ni la Grundgesetz,


ni el art. 31 BVerfGG, ni ningún otro, prevén la eficacia de cosa juzgada de las
decisiones del Bundesverfassungsgericht (BVerfG), sin embargo, la doctrina,
de modo muy generalizado, y el propio Tribunal Constitucional Federal, han
admitido tal eficacia. Este último, en numerosas oportunidades, ha señalado que
sus resoluciones, al igual que las de otros tribunales, tienen el efecto o la eficacia
de cosa juzgada (Rechtskraft-wirkung).
En cuanto a la doctrina germana, Pestalozza, tras señalar que la materiellen
Rechtskraft quiere decir, como con frecuencia se expresa, que el contenido de la
resolución del Tribunal es decisivo (“daß der Inhalt der Entscheidung maßgeblich
ist”), constata que es opinión general (“allgemeiner Auffassung”) el revestimiento
de las decisiones constitucionales de esta eficacia48. También Schlaich y Korioth
admiten la fuerza de cosa juzgada (obviamente en sus sentidos formal y mate-
rial), aunque reconocen que la fijación de la extensión y límites (“Umfang und

44
«I1 serait par contre difficile –escribe el gran iuspublicista italiano– d’appliquer aux arrêts de la
Cour les principes de la chose jugée, au sens de vérité légale s’imposant une fois pour toutes aux parties
du procès et à leurs successeurs. En effet, les arrêts déclarant l’illégitimité constitutionnelle des lois
sont pourvus (...) d’efficacité générale, et il n’est point nécessaire d’expliquer une telle efficacité par
un recours à la notion de la chose jugée. Tandis que les arrêts de rejet n’empêchent pas que la même
question puisse être proposée à nouveau partant d’un autre procès principal, même s’il se déroule
entre les sujets qui étaient parties dans le procès au cours duquel la question avait été soulevée la
première fois». Vezio CRISAFULLI: “Le système de contrôle de la constitutionnalité des lois en Italie”,
en Revue du Droit Public, nº 1-1968, Janvier/Février 1968, pp. 83 y ss.; en concreto, p. 129.
45
Vezio CRISAFULLI: “Le système de contrôle de la constitutionnalité des lois...”, op. cit., pp. 129-130.
46
Así, por ejemplo, Alessandro PIZZORUSSO: “Un point de vue comparatiste sur la réforme de la
justice constitutionnelle française”, en Revue française de Droit constitutionnel, nº 4-1990 (monográfico
sobre «L’exception d’inconstitutionnalité»), pp. 659 y ss.; en concreto, p. 664.
47
“Cour constitutionnelle italienne” (artículo sin referencia a autoría alguna, de responsabilidad
directa de la propia Corte costituzionale), en Annuaire International de Justice Constitutionnelle, III,
1987, pp. 165 y ss.; en concreto, p. 184.
48
Christian PESTALOZZA: Verfassungsprozeßrecht (Die Verfassungsgerichtsbarkeit des Bundes und
der Länder), 3. völlig neubearbeitete Auflage, C.H. Beck’sche Verlagsbuchhandlung, München, 1991,
p. 300.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1283

Grenzen”) de la cosa juzgada material (materiellen Rechtskraft) causa también


dificultades (“Schwierigkeiten”) en el Derecho procesal constitucional (“im
Verfassungsprozeßrecht”49.
Wolfgang Zeidler, siendo Presidente del BVerfG, aducía al respecto que la
autoridad de cosa juzgada por una decisión precedente no opera más que si se
trata del mismo litigio, valiendo tan sólo inter partes, apostillando más adelante
que tal autoridad se impone, sin embargo, también al propio Tribunal50.
Mucho más recientemente, Weber ha puesto de relieve, que no obstante el
silencio en torno al instituto que al respecto guarda el art. 31.1 BVerfGG, que
establece el efecto vinculante de las sentencias constitucionales respecto, entre
otros, a todos los tribunales (“alle Gerichte”), su sentido es la extensión (“die Ers-
treckung”) de la fuerza de cosa juzgada personal (“der personellen Rechtskraft”)
de las resoluciones del Tribunal a todos los órganos estatales (“allen staatlichen
Organen”)51.

C) En relación a otros países, cabe decir que en Austria tanto las decisiones
estimatorias como las desestimatorias tienen la autoridad de la cosa juzgada no
sólo respecto del demandante, sino respecto de cualquiera, si bien en el último
tipo de decisiones las tachas de inconstitucionalidad que no hayan sido sometidas
al Tribunal con ocasión de una demanda de fiscalización de una ley o de un
reglamento pueden ser en cualquier momento ulterior válidamente planteadas
ante el Verfassungsgerichtshof en otro proceso dirigido contra la misma norma52.
A su vez, en Portugal, las sentencias desestimatorias tan sólo tienen fuerza de
cosa juzgada formal, careciendo por lo mismo de la eficacia de la cosa juzgada
material, en la medida en que no impiden que el mismo recurrente vuelva a
solicitar al Tribunal Constitucional que verifique la constitucionalidad de la
disposición anteriormente declarada conforme con la Constitución53.

D) Entre la doctrina española, la posición mayoritariamente asumida, con


unos u otros matices, se ubica en una dirección próxima a la de la doctrina
49
Klaus SCHLAICH y Stefan KORIOTH: Das Bundesverfassungsgericht. Stellung, Verfahren,
Entscheidungen, 5. neubearbeitete Auflage, Verlag C.H. Beck, München, 2001, p. 320.
50
Wolfgang ZEIDLER: “Cour constitutionnelle fédérale allemande” (7ème Conférence des Cours
constitutionnelles européennes), en Annuaire International de Justice Constitutionnelle, III, 1987,
pp. 37 y ss.; en concreto, p. 52.
51
Albrecht WEBER: “Die Verfassungsgerichtsbarkeit in der Bundesrepublik Deutschland”,
en Christian Starck y Albrecht Weber (Hrsg): Verfassungsgerichtsbarkeit in Westeuropa, Teilband I
(Berichte), 2. Auflage, Nomos, Baden-Baden, 2007, pp. 37 y ss.; en concreto, p. 61.
52
“Cour constitutionnelle autrichienne” (“Rapport» presentado sin que se precise la autoría por
el Verfassungsgerichtshof en la 7ª Conferencia de Tribunales Constitucionales europeos), en Annuaire
International de Justice Constitutionnelle, III, 1987, pp. 59 y ss.; en concreto, pp. 579-80.
53
Luis NUNES DE ALMEIDA: “Portugal”, en Eliseo Aja (editor), Las tensiones entre el Tribunal
Constitucional y el Legislador en la Europa actual, Ariel, Barcelona, 1998, pp. 207 y ss.; en concreto,
pp. 244-245.
1284 LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES

italiana, y ello, no obstante la previsión del art. 164.1 de la Constitución, que


atribuye a las sentencias del Tribunal Constitucional “el valor de cosa juzgada a
partir del día siguiente de su publicación”, eficacia que el art. 38.1 LOTC reitera
respecto de “las sentencias recaídas en procedimientos de inconstitucionalidad”.
Para unos autores54, la propiedad de la decisión del juez que se condensa en
el aforismo “semel dictum semper dictum” no puede trasladarse válidamente con
carácter general al juez constitucional; para otros55, de modo análogo, si se parte
de las reglas y principios estrictos de la cosa juzgada, tampoco es aplicable esta
institución al proceso constitucional, pues existen muchas contradicciones de
carácter conceptual que impiden cohonestar este instituto y los límites precisos
que lo encuadran56. Para Rubio Llorente, la autoridad de cosa juzgada que la Cons-
titución y la LOTC atribuyen a las decisiones del Tribunal Constitucional es, en lo
que concierne a las decisiones dictadas en los procesos de inconstitucionalidad,
puramente formal; estas decisiones no tienen la autoridad material o sustancial57.
Otros sectores de la doctrina han admitido el instituto de la cosa juzgada
material en este tipo de resoluciones constitucionales, matizando que el mismo
no puede operar sino con correcciones y matices de no fácil determinación58,
quedando sujeto a continuas modificaciones, a quiebras reiteradas e incluso a
visibles retrocesos en su eficacia59. En similar dirección, Gómez Montoro admite
la insuficiencia de esta tradicional categoría jurídico-procesal para explicar las
peculiaridades de las resoluciones de los Tribunales Constitucionales, precisando
de inmediato que esa insuficiencia no da pie para que pueda prescindirse de este
efecto, que es consustancial a toda decisión judicial en forma de sentencia60.
No faltan, en fin, quienes entienden que ha de ser la noción de cosa juzgada
la que por imperativo constitucional debe atender los especiales requerimientos
de las decisiones constitucionales, aunque ciertamente no en su sentido conven-

54
Jerónimo AROZAMENA SIERRA: “El recurso de inconstitucionalidad”, en El Tribunal Cons-
titucional (Dirección General de lo Contencioso del Estado), vol. I, Instituto de Estudios Fiscales,
Madrid, 1981, pp. 131 y ss.; en concreto, p. 175.
55
Mª del Carmen BLASCO SOTO: “Reflexiones en torno a la fuerza de cosa juzgada en la sentencia
dictada en (la) cuestión de inconstitucionalidad”, en Revista Española de Derecho Constitucional, nº
41, Mayo/Agosto 1994, pp. 35 y ss.; en concreto, p. 40.
56
No muy distante de esta posición se sitúa García Martínez, para quien el concepto de cosa
juzgada material tiene una serie de restricciones en su aplicación a las sentencias recaídas en
procesos de inconstitucionalidad, que impiden en buena parte su consideración como efecto propio
de aquéllas. Asunción GARCÍA MARTÍNEZ: El recurso de inconstitucionalidad (El proceso directo de
inconstitucionalidad), Editorial Trivium, Madrid, 1992, p. 225.
57
Francisco RUBIO LLORENTE: “Les effets des décisions du juge constitutionnel. Réaction”, en
Annuaire International de Justice Constitutionnelle, X, 1994, pp. 20 y ss.; en concreto, p. 21.
58
A. LATORRE SEGURA y L. DÍEZ-PICAZO: “Tribunal constitutionnel espagnol”, op. cit., p. 122.
59
Ángel GARRORENA MORALES: “Condiciones y efectos de las sentencias del Tribunal Cons-
titucional” (Comentario al artículo 164 de la Constitución), en Óscar Alzaga Villaamil (director),
Comentarios a la Constitución Española de 1978, tomo XII, Cortes Generales/Editoriales de Derecho
Reunidas, Madrid, 1999, pp. 299 y ss.; en concreto, p. 338.
60
ÁNGEL J. GÓMEZ MONTORO, “Comentario al artículo 38 de la LOTC”, en Comentarios a la Ley
Orgánica del Tribunal Constitucional, Juan Luis Requejo Pagés (coordinador), Tribunal Constitucional/
Boletín Oficial del Estado, Madrid, 2001, pp. 553 y ss.; en concreto, p. 559.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1285

cional. A juicio de Bocanegra61, es posible concebir la noción de cosa juzgada de


tal forma que permita ofrecer una adecuada satisfacción a las necesidades de la
jurisdicción constitucional.

E)  Llegados aquí, es necesario exponer nuestra opinión. En los procedimientos


de control normativo que centran nuestra atención no creemos que tenga mucho
sentido el recurso a la categoría de la cosa juzgada, aunque ciertamente haya
de admitirse que su constitucionalización entraña que no pueda dejarse de lado
este instituto. Puede admitirse su dimensión formal, entendida en el sentido de
firmeza o inimpugnabilidad, pero la vertiente material nos suscita serios reparos.
En las sentencias estimatorias, es patente que la expulsión de la disposición
del ordenamiento jurídico comporta la desaparición del objeto de un hipotético
proceso subsiguiente. Así lo estimó por lo demás el propio Tribunal Constitucional
en su Sentencia 169/1985. Tras declarar inconstitucional (en su STC 151/1985)
un precepto del Código de Justicia Militar, le fueron planteadas al Tribunal dos
cuestiones de inconstitucionalidad respecto del mismo precepto. El juez consti-
tucional entendió, que en cuanto las sentencias de inconstitucionalidad vinculan
a todos los poderes públicos y producen efectos generales, y la declaración de
inconstitucionalidad había supuesto la expulsión del precepto del ordenamiento
jurídico, no cabía que el mismo fuera aplicado por los tribunales de justicia en nin-
gún supuesto, lo que conducía al Tribunal a entender que no podía pronunciarse
sobre las cuestiones que ante él habían sido promovidas, al no ser posible reiterar
el fallo precedente al haber desaparecido el objeto de las cuestiones planteadas62.
En las sentencias desestimatorias, el efecto de cosa juzgada material vendría
a suponer un efecto de preclusión del proceso constitucional, impidiendo al
Tribunal toda posibilidad de un nuevo pronunciamiento sobre una cuestión
ya resuelta precedentemente. Si se advierte que en el ordenamiento español la
existencia de dos vías de impugnación de normas, la vía directa del recurso y la
indirecta de la cuestión, adquiere su pleno sentido y su cabal razón de ser si se
admite la compatibilidad entre ambas, esto es, la posibilidad de que, resuelto
mediante una sentencia desestimatoria un recurso de inconstitucionalidad, quepa
en el futuro volver a plantear ante el juez constitucional, a través de una cuestión
de inconstitucionalidad, la misma problemática, o lo que es igual, la supuesta
inconstitucionalidad de la disposición anteriormente considerada constitucional,
se puede constatar de inmediato la grave distorsión que entrañaría ese efecto de
preclusión.

61
Raúl BOCANEGRA SIERRA: El valor de las sentencias..., op. cit., p. 107. En otro lugar (“Sobre
el alcance objetivo de las sentencias del Tribunal Constitucional”, op. cit., p. 526), el propio autor
aduce que el manejo de los principios generales de la cosa juzgada conduce a resultados satisfactorios,
sirviendo adecuadamente la función pacificadora que al Tribunal Constitucional corresponde, y sin
que ello suponga, más allá de lo que es estrictamente necesario, una congelación de la capacidad de
cambio y desarrollo constitucional.
62
STC 169/1985, de 13 de diciembre, fund. jur. único.
1286 LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES

El Tribunal Constitucional debe tener siempre la oportunidad de revisar su pro-


pia jurisprudencia para acomodar la interpretación de la Constitución y del orde-
namiento jurídico “en conformidad con la misma” a la evolución social y cultural, a
las nuevas circunstancias sociales, o si así se prefiere, por utilizar los términos que
emplea el art. 3° del Código Civil, a la realidad social del tiempo en que una y otro han
de ser aplicados. Como señalara el Justice de la Supreme Court (entre 1939 y 1975)
William Orville Douglas en un estudio sobre el principio stare decisis63, y en
referencia crítica a una visión estática del principio de seguridad en el Derecho o
en cualquier otro sitio, “security can only be achieved through constant change,
through the wise discarding of old ideas that have outlived their usefulness and
through the adapting of others to current facts. There is only an illusion of safety
in a Maginot Line”.
En una dirección muy semejante, otro gran Justice, Benjamin Nathan
Cardozo, en su ya clásico libro, publicado en 192164, se refería a la existencia de
“a tendency to subordinate precedent to justice”65. El problema de fondo, a salvo
las diferencias entre el sistema norteamericano y el europeo de justicia constitu-
cional concentrada en un órgano único, es el mismo. La sociedad evoluciona y el
Derecho, también el Derecho de la Constitución, debe fluir a fin de lograr “a living
Constitution”. Y para que ello sea posible, en lo que ahora interesa, el Tribunal
Constitucional, al menos, debe ser capaz de revisar su propia jurisprudencia.
Por lo demás, si atendemos a nuestro propio ordenamiento, encontramos
en él signos inequívocos de que esa, y no otra, es la finalidad que se persigue. La
propia existencia de dos vías complementarias de desencadenamiento del control
normativo, una delimitada temporalmente y la otra no, la permanencia temporal
en el cargo de los magistrados constitucionales, la facultad que a ellos les reconoce
la ley (art. 90.2 LOTC) de emitir votos particulares y, en fin, sin ánimo exhaustivo,
la específica previsión del art. 13.2 LOTC, que viabiliza el procedimiento que el
Tribunal ha de seguir cuando quiera apartarse de una doctrina constitucional
precedentemente establecida, son otros tantos argumentos que pueden ser
esgrimidos al efecto.
De resultas de todo lo expuesto, creemos que la recepción en sus términos
clásicos de la categoría de la cosa juzgada, por lo menos en su significado material,
sería una rémora difícil de superar con vistas a tratar de alcanzar el objetivo de
vivificar la Constitución, acomodándola a la realidad social.

63
William O. DOUGLAS: “Stare decisis”, en Columbia Law Review, vol. 49, No. 6, June 1949,
pp. 735 y ss.; en concreto, p. 735.
64
Benjamin N. CARDOZO: The Nature of the Judicial Process (first edition 1921 by Yale University
Press), twenty-seventh printing, Yale University Press, New Haven and London, 1967, p. 160.
65
La realidad judicial norteamericana, por lo demás, nos muestra que la evolución y el dinamismo
jurisprudencial siempre han terminado prevaleciendo frente a las tendencias estáticas. «The full history
of American courts –escriben al respecto Cavanagh y Sarat– which has yet to be written, would be
a history of dinamic adaptation – not of rigid institutional adherence to any ideal of “courtness”».
Ralph CAVANAGH and Austin SARAT: “Thinking about Courts: Toward and Beyond a Jurisprudence
of Judicial Competence”, en Law & Society Review, Volume 14, Number 2, Winter 1980, pp. 371 y ss.;
en concreto, p. 411.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1287

D) Las específicas funciones del juez constitucional

Dos son las funciones que, a la vista de la problemática que nos ocupa,
tienen para nosotros particular interés. La primera de ellas es la de preservación
del principio de supremacía constitucional, con la subsecuente expulsión del
ordenamiento jurídico de aquellas disposiciones o normas contradictorias con la
Constitución. La segunda función que al efecto cumple el Tribunal Constitucional,
aunque en íntima conexión con la precedente, es la interpretación vinculante para
todos los poderes públicos, y de modo muy particular para los Jueces y Tribunales
(art. 5º.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial), de los preceptos y principios
constitucionales, lo que también conlleva la interpretación del ordenamiento
“en conformidad con la Norma suprema”. En cierto modo, a través de ambas
funciones, el Tribunal actúa, utilizando una expresión de Crisafulli66, como órgano
de cierre del sistema normativo. Y qué duda cabe que tan particulares funciones
no pueden por menos que tener su reflejo en la especificidad de los efectos de sus
decisiones.

a)  Preservación del principio de constitucionalidad


y depuración del ordenamiento jurídico

La función primigenia del juez constitucional es la salvaguarda del principio


de constitucionalidad, esto es, de la supremacía normativa de la Constitución, a
cuyo efecto le corresponde la depuración del ordenamiento jurídico, lo que lleva a
cabo mediante la expulsión del mismo de todas aquellas disposiciones legales que
considere contrarias a la Constitución. Ello ya nos muestra, con nitidez meridiana,
el impacto normativo de las sentencias de inconstitucionalidad.
Ciertamente, hoy no se puede sostener que el Tribunal Constitucional ostente
un monopolio del control de la constitucionalidad, por lo menos allí donde, como
en España, los jueces pueden desencadenar el control a través del planteamiento
de una cuestión de inconstitucionalidad, pues parece fuera de duda que tal
planteamiento presupone un previo control de constitucionalidad de la dispo-
sición por parte del juez ordinario. En tal caso, el Tribunal Constitucional pasa
a detentar el monopolio de rechazo. Sólo él puede expulsar una disposición del
ordenamiento jurídico. Ello es así desde que la Zweite Bundesverfassungsnovelle
(la segunda Constitución nueva) austriaca, de 7 de diciembre de 1929, ampliara
la legitimación para recurrir las leyes ante el Verfassungsgerichtshof (VfGH) por
vicios de inconstitucionalidad, al Tribunal Supremo (Oberster Gerichtshof) y al

66
Refiriéndose a Italia, Crisafulli identificaría el rol de la Corte costituzionale como el propio
«di organo di chiusura del sistema che le spetta nella logica e nello spirito della Costituzione».
Vezio CRISAFULLI: “Le funzioni della Corte costituzionale nella dinamica del sistema: esperienze e
prospettive”, en Rivista di Diritto Processuale, anno XXI (II Serie), nº 2, Aprile/Giugno 1966, pp. 206
y ss.; en concreto, p. 232.
1288 LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES

Tribunal de Justicia Administrativa (Verwaltungsgerichtshof). Con posterioridad,


el instituto se ha extendido por diferentes países.
El monopolio de rechazo hace aún más necesario el revestimiento de la
sentencia constitucional de efectos erga omnes, sean explicitados en esos mismos
términos o a través del recurso a la fórmula alemana del art. 31.2 BVerfGG, que en
ciertos supuestos atribuye a las resoluciones del Tribunal Constitucional Federal
“fuerza de ley” (Gesetzeskraft) (“hat die Entscheidung des Bundesverfassungs-
gerichts Gesetzeskraft”)67. Ciertamente, existen sistemas de justicia constitucional,
como el portugués (en el marco del control concreto llevado a cabo en última
instancia por el Tribunal Constitucional) o el belga (la Cour d’Arbitrage en el
control concreto), en los que las decisiones constitucionales tienen una eficacia
limitada al caso concreto, pero la regla general que se extrae del Derecho compa-
rado es la de la fuerza jurídica obligatoria general (erga omnes) de las decisiones
de inconstitucionalidad de los Tribunales Constitucionales68.
Podría pensarse que con ello, en último término, se retorna a la bien conocida
formulación kelseniana del legislador negativo. Recordemos al respecto que el
gran jurista austriaco, tras delimitar la diferencia entre la función jurisdiccional
y la legislativa (mientras la última crea normas generales, la primera no crea más
que normas individuales), iba a argumentar: “Or annuler une loi, c’est poser une
norme générale; car l’annulation d’une loi a le même caractère de généralité que
sa confection, n’étant pour ainsi dire que la confection avec un signe négatif, donc
elle-même une fonction législative. Et un tribunal qui a le pouvoir d’annuler les
lois est par conséquent un organe du pouvoir législatif”69. Es clara, desde luego, la
procedencia de esta eficacia general o erga omnes del modelo kelseniano, pero no
lo es menos que la razón de ser de esta fórmula no es la de seguir los pasos del sis-
tema kelseniano, sino la de articular la relación del juez constitucional con el resto
de los órganos integrantes del complejo orgánico del Poder judicial. El monopolio
de rechazo de que disfruta el Tribunal Constitucional justifica la generalidad de
efectos de sus decisiones declaratorias de la inconstitucionalidad70. Bien podría
decirse que los efectos generales no son la resultante de que el Tribunal sea un
legislador negativo, sino la consecuencia necesaria de que es él quien detenta un
monopolio de rechazo, por lo que su decisión de expulsión del ordenamiento de

67
Quizá convenga recordar, que ya en la República de Weimar tenían «fuerza de ley» (Gesetzeskraft),
y por lo tanto disponían de una eficacia erga omnes, todas las decisiones que el Staatsgerichtshof
dictaba, al margen ya de su contenido, bien en relación al control de los actos legislativos de los
Länder, bien respecto de las decisiones atinentes a las «controversias constitucionales», salvo algunos
supuestos un tanto excepcionales. Igual eficacia tenían las decisiones del Supremo Tribunal del Reich
(Reichsgericht), previendo la Ley de 8 de abril de 1920, dictada en desarrollo del párrafo segundo del
art. 13 de la Constitución, tal eficacia de forma explícita.
68
José Manuel CARDOSO DA COSTA: “La justice constitutionnelle dans le cadre des pouvoirs...”,
op. cit., p. 32.
69
Hans KELSEN: “La garantie juridictionnelle de la Constitution (La Justice constitutionnelle)”,
en Revue du Droit Public, tome quarante-cinquième, 1928, pp. 197 y ss.; en concreto, pp. 224-225.
70
Análogamente se pronunció entre nosotros tiempo atrás Eduardo GARCÍA DE ENTERRÍA: La
Constitución como norma y el Tribunal Constitucional, Civitas, Madrid, 1981, p. 143.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1289

un dispositivo normativo debe vincular a todos, y muy en especial a los aplicadores


del Derecho, esto es, a los Jueces y Tribunales.
Íntimamente vinculada a la depuración del ordenamiento, a través de la ex-
pulsión del mismo de la disposición inconstitucional y a la generalidad de efectos
de las decisiones que nos ocupan, se suscita la cuestión del valor normativo de las
sentencias estimatorias de la inconstitucionalidad. Con su habitual lucidez, hace
más de un cuarto de siglo, Pizzorusso hizo especial hincapié en esta cuestión71. Al
preverse –razonaba el Profesor de Pisa en referencia al sistema italiano, aunque
su reflexión tenga un valor muchísimo más amplio– que la decisión estimatoria
de la Corte costituzionale puede conducir al cese de la eficacia de una disposición
legal, se ha establecido con ello un tipo de control no destinado a insertarse en el
proceso de formación de la ley, sino, por contra, capaz de llevar directamente a
una modificación del Derecho vigente.
La capacidad de la sentencia constitucional de hacer cesar con efectos erga
omnes la eficacia de disposiciones legales comporta la posibilidad de calificar las
sentencias declaratorias de la inconstitucionalidad como fuentes del ordenamiento
jurídico. Insistiendo en esta idea, Pizzorusso, bastantes años después, se hacía
eco de cómo aunque tal fuerza podía ser limitada a las sentencias que declaran
la inconstitucionalidad de una ley, en ciertos países tal fuerza se reconocía
asimismo a las sentencias que rechazan la declaración de inconstitucionalidad,
superponiéndose este valor normativo a la eficacia de precedente que en todo caso
tienen este tipo de decisiones constitucionales72.
Bastantes años antes, en relación a Alemania, Leibholz se había hecho eco
de cómo las sentencias del BVerfG adquirían en la inmensa mayoría de los casos
el carácter de una declaración general de principios, superando así el de una
mera decisión de caso concreto, por así decirlo, y adoptando el carácter de una
verdadera norma general obligatoria para el Estado73. Desde otra óptica, el autor
alemán llegaba a la misma conclusión acerca del valor normativo de este tipo de
sentencias dictadas en sede constitucional.
Refiriéndose al sistema español, en el Informe presentado ante la VII Confe-
rencia de Tribunales Constitucionales europeos, Latorre y Díez-Picazo no iban
a diferir de las reflexiones que preceden, al hacerse eco de cómo a la cuestión de
los efectos erga omnes de las sentencias estimatorias se anudaba la cuestión de su
valor normativo, expresión con la que se podían identificar problemas dispares,
entre ellos el de los aspectos “creadores” o “constructivos” de la jurisprudencia

71
Alessandro PIZZORUSSO: “Comentario del artículo 136 de la Constitución italiana”, en
Commentario della Costituzione, a cura di Giuseppe Branca, vol. sobre «Garanzie costituzionali
(Art. 134-139)», Zanichelli Editore/Soc. Ed. del Foro Italiano, Bologna/Roma, 1981, pp. 175 y ss.; en
concreto, pp. 176 y 180.
72
 Alessandro PIZZORUSSO: “Les effets des décisions du juge constitutionnel (Point de vue)”, en
Annuaire International de Justice Constitutionnelle, X, 1994, pp. 11 y ss.; en concreto, p. 13.
73
Gerhard LEIBHOLZ: “El Tribunal Constitucional de la República Federal Alemana y el problema
de la apreciación judicial de la política”, en Revista de Estudios Políticos, nº 146, Marzo/Abril 1966,
pp. 89 y ss.; en concreto, pp. 91-92.
1290 LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES

constitucional, gracias a la cual se actualiza un ordenamiento normativo


“abierto”74, si bien es claro que el valor de la jurisprudencia constitucional como
fuente del Derecho es una cuestión no exactamente coincidente con aquel otro al
que se refería Pizzorusso.
Admitida la capacidad de las sentencias constitucionales de innovar el
orden legislativo preexistente, lo que es propio de la función legislativa, debe de
inmediato afirmarse, que aun admitiendo la peculiaridad de los efectos de las
sentencias constitucionales, en modo alguno puede confundirse la naturaleza
jurisdiccional de las decisiones de un Tribunal Constitucional con el ejercicio
de la función legislativa. Es cierto, y así se reconoce pacíficamente, que el juez
constitucional, en su interpretación del ordenamiento, desarrolla una actividad
que no se agota en la mera repetición de los mandatos jurídicos, sino que comporta
también opciones según criterios de oportunidad política75; más aún, en ciertos
ámbitos de la fiscalización llevada a cabo en sede constitucional, como es el caso
del control de las omisiones legislativas, se favorece la tendencia expansiva del
juez constitucional frente al legislador. Sin embargo, no puede perderse de vista,
que uno de los dos grandes peligros que, como advierte Zweigert, amenazan a
un Tribunal Constitucional es el de un cambio de su naturaleza a través de la
usurpación de tareas evidentes del legislador(“eine Usurpation von evidenten
Aufgaben des Gesetzgebers”)76.“Verfassungs rechtsprechung –ha escrito con
toda razón Hesse77– ist Rechtsprechung, nicht eine Art Supergesetzgebung oder
ähnliches” (la jurisprudencia constitucional es jurisprudencia, no una especie de
superlegislación o algo semejante).
Las reflexiones que anteceden pueden considerarse una obviedad y, como tal,
algo innecesario de mención. El constitucionalismo comparado nos revela, sin
embargo, la necesidad de insistir en ciertos aspectos dogmáticos, por obvios que
parezcan, por cuanto no faltan sistemas que contradicen abiertamente tan ele-
mentales principios. Podemos recordar al respecto, que al hilo del procedimiento
de control de las omisiones legislativas, algunas entidades federativas de México
han convertido a sus órganos titulares de la justicia constitucional en verdaderos
legisladores. Tal es el caso del Estado de Veracruz, en el que una reforma
constitucional del año 2000 ha habilitado al órgano de fiscalización, el Superior
Tribunal de Justicia del Estado, para que, una vez reconocida en sede judicial la

74
A. LATORRE SEGURA y L. DÍEZ-PICAZO: “Tribunal Constitutionnel espagnol”, op. cit., pp. 114-115.
75
Federico SORRENTINO: “Strumenti tecnici e indirizzi politici nella giurisprudenza della Corte
costituzionale”, en Scritti su la Giustizia Costituzionale. In onore di Vezio Crisafulli, CEDAM, Padova,
1985, tomo I, pp. 795 y ss.; en concreto, p. 795.
76
Konrad ZWEIGERT: “Einige rechtsvergleichende und kritische Bemerkungen zur
Verfassungsgerichtsbarkeit”, en Bundesverfassungsgericht und Grundgesetz (Festsgabe aus
Anlaß des 25 jährigen Bestehens des Bundesverfassungsgerichts), herausgegeben von Christian
Starck, Erster Band (primer volumen), J.C.B. Mohr (Paul Siebeck), Tübingen, 1976, pp. 63
y ss.; en concreto, p. 74. El otro peligro que, según Zweigert, se cierne sobre el Tribunal Constitucional
es el de una autoalienación a través de un déficit de realidad (“eine Selbstentfremdung durch ein
Realitätsdefizit”).
77
Konrad HESSE: “Verfassungsrechtsprechung im geschichtlichen Wandel”, en Juristen Zeitung,
50. Jahrgang, 17. März 1995, pp. 265 y ss.; en concreto, p. 267.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1291

omisión legislativa inconstitucional y fijado un plazo de dos períodos de sesiones


ordinarias del Congreso del Estado para que éste expida la ley o decreto omisos, e
incumplida la expedición del texto, dicte las bases a que deben quedar sujetas las
autoridades hasta que se expida la ley o decreto omisos. De esta forma, el Tribunal
se convierte en legislador. Algo semejante puede decirse del Estado de Chiapas,
en el que, tras una reforma constitucional de 2007, el Tribunal Constitucional
del Estado que en ese momento se crea asume similar función legislativa en un
supuesto sustancialmente semejante.
La peculiaridad de las funciones que en el sistema constitucional asume el
Tribunal Constitucional y la especificidad de efectos de sus sentencias respecto
del conjunto de los poderes públicos, muy en particular respecto del legislador, no
puede conducir ni justificar una actuación por aquél atentatoria contra la libertad
de configuración del legislador, que, como es bien sabido, en modo alguno se
encuentra, respecto de la Constitución, en la misma situación que el poder regla-
mentario respecto de la ley. El legislador se halla lejos de ser un mero ejecutor de la
Constitución, cuyas cláusulas abiertas permiten diferentes desarrollos normativos,
que el legislador, que actualiza permanentemente la voluntad soberana del pueblo,
está plenamente legitimado para precisar en una u otra dirección, innecesario es
decir que con respeto en todo caso de las cláusulas constitucionales.
Es un tópico decir que la conversión del juez constitucional en legislador
conculca de modo frontal el principio de la división de poderes, una de las claves
de bóveda de la arquitectura constitucional, pero conviene añadir que lo grave de
tal vulneración no es tan sólo que un poder del Estado asuma la función reservada
a otro, sino que se asuma la función legislativa sin quedar sujeto a responsabilidad
alguna, pues es patente que el poder legislativo, al inclinarse en su diseño norma-
tivo por una de las varias opciones de desarrollo que la Constitución le permite,
ejerce una opción política para la que se encuentra específicamente legitimado y a
la que, se quiera o no, se anuda una responsabilidad que el cuerpo electoral puede
sancionar en el momento en que acuda a las urnas. Como escribiera Simon78 en
alusión a su país, aunque sea una reflexión sin fronteras, la decisión del constitu-
yente alemán en favor de una democracia asentada en la división de poderes veda
una interpretación sin límites que, eludiendo la reforma constitucional, difumine
los lindes entre interpretación y potestad normativa y haga subrepticiamente
soberano a quien únicamente es custodio de la Constitución79.
Los Tribunales Constitucionales europeos, o por lo menos algunos de ellos,
han sido desde el momento inicial de ejercicio de sus funciones plenamente

78
Helmut SIMON: “La Jurisdicción Constitucional”, en Benda, Maihofer, Vogel, Hesse y Heyde:
Manual de Derecho Constitucional, IVAP/Marcial Pons, Madrid, 1996, pp. 823 y ss.; en concreto, p. 854.
79
En relación con identica problemática, Azzariti, siendo Presidente de la Corte costituzionale,
escribía: «L’àmbito del giudizio di legittimità esclude in ogni modo qualsiasi indagine di merito, cioè
ogni valutazione di natura politica e ogni sindacato sull’uso del potere discrezionale del Parlamento».
Gaetano AZZARITI: “Sulla illegittimità costituzionale delle leggi”, en Rivista trimestale di Diritto e
procedura civile, anno XIII, 1959, pp. 437 y ss.; en concreto, p. 444.
1292 LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES

conscientes de la necesidad de respetar la libertad de configuración del legislador,


lo que se ha manifestado de formas muy diferentes.
Particular creatividad encontramos al efecto en el BVerfG, que ha diseñado
una serie de técnicas decisorias con las que intentar maximizar esa libertad del
legislador. Tal es el caso de las Appellentscheidungen o decisiones de apelación al
legislador, expresión acuñada por vez primera en 1970 en un conocido artículo de
la Jueza del BVerfG Wiltraut Rupp-v. Brünneck80, en el que se interrogaba acerca
de si el Tribunal Constitucional Federal (BVerfG) podía apelar al legislador. Su
respuesta no sólo era positiva, sino que al interrogarse sobre el sentido de este
tipo de resoluciones entendía, que con ellas se trataba de facilitar la legislación de
los órganos constitucionales interesados, a la par que se trataba de dar claridad
(“klarheit”) a los ciudadanos afectados (“dem betroffenen Bürger”) sobre las posi-
bilidades y límites admisibles constitucionalmente respecto de una determinada
regulación.
Con tales resoluciones se pretende asimismo indicar una discrepancia (“eine
Diskrepanz”) entre las exigencias constitucionales (“den Anforderungen der
Verfassung”) y el simple Derecho (“dem einfachen Recht”), discrepancias cuya
eliminación (“Beseitigung”) queda en manos del legislador81. Con base, entre otros,
en los argumentos precedentes, la Jueza Rupp-v. Brünneck considerará injusti-
ficado (“unbegründet”) el reproche (“der Vorwurf”) realizado por algunos frente
a estas decisiones, de que las mismas entrañan una “inadmisible intrusión en la
competencia del legislador”, entendiendo, por el contrario, que “sind die Appell-
Entscheidungen geradezu eine Bestätigung des vom Bundesverfassungsgericht
geübten judicial self-restraint”82 (las decisiones de apelación son realmente una
confirmación de la experimentada judicial self-restraint del Tribunal Constitucional
Federal).
En la misma dirección que las resoluciones anteriores se han de situar las
llamadas Unvereinbarkeitserklärung (declaración de mera incompatibilidad o,
si se prefiere, de inconstitucionalidad sin nulidad). El BVerfG creó esta técnica
decisoria al margen de toda previsión legal, si bien es verdad que la Ley de 21 de
diciembre de 1970, de reforma de la BVerfGG, positivó la que venía siendo práctica
consolidada del juez constitucional alemán.
Se admite generalizadamente, que un factor proclive a este tipo de decisiones
es la salvaguarda de la libertad de configuración del legislador. Así lo subraya
Pestalozza83 cuando se refiere como justificación de la renuncia a la técnicamente
posible declaración de nulidad, al respeto a la libertad de configuración del

80
Wiltraut RUPP-v. BRÜNNECK: “Darf das Bundesverfassungsgericht an den Gesetzgeber
Appellieren?”, en Festschrift für Gebhard Müller (Zum 70. Geburtstag des Präsidenten des Bundesver-
fassungsgerichts), Herausgegeben von Theo Ritterspach und Willi Geiger, J.C.B. Mohr (Paul Siebeck),
Tübingen, 1970, pp. 355 y ss.
81
Ibidem, p. 369.
82
Ibidem, p. 369.
83
Christian PESTALOZZA: “«Noch Verfassungsmässige» und «bloss Verfassungswidrige»
Rechtslagen” (Zur Feststellung und kooperativen Beseitigung verfassungsimperfekter Zustände),
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1293

legislador en el marco del art. 3º.1 de la Grundgesetz (“die Rücksichtnahme auf die
sog. “Gestaltungsfreiheit des Gesetzgebers” in Rahmen des Art. 3 I GG”) a través
de la declaración de incompatibilidad84.
Es ésta, por lo demás, una opinión ampliamente compartida por la doctrina
germana, pero no sólo por ella, sino también por la foránea. Así, por poner algún
ejemplo significativo, en Italia, Crisafulli ha puesto de relieve85, que esta peculiar
variante decisoria tiene la finalidad de dejar plenamente libre al poder legislativo
en la elección de los modos con los que hacer cesar la comprobada vulneración
de la Constitución86.
En definitiva, la libertad de configuración del legislador ha pasado a ser una
suerte de cláusula general para justificar la declaración de inconstitucionalidad
sin un pronunciamiento de nulidad, con base en que tal libertad exige que sea el
poder legislativo quien decida acerca de las posibles alternativas en presencia para
la eliminación de la inconstitucionalidad.
No es el Tribunal Constitucional Federal (BVerfG) el único que ha recurrido
a crear técnicas decisorias peculiares con vistas a salvaguardar la libertad de
configuración del legislador. También en la creatividad de la Corte costituzionale
italiana, puesta de manifiesto reiteradamente en la acuñación de una heterogénea
gama de decisiones, podría verse, por lo menos en algunos de tales tipos de
decisiones (no, desde luego, en todos los acuñados, pues el respeto hacia esa
libertad del legislador ha sido notablemente menor en Italia que en Alemania)
esa finalidad última.
Dos tipos de decisiones pueden aportarse como botón de muestra: las senten-
cias aditivas de principio y las sentenze-monito. Las primeras iban a responder al
deseo de evitar que el juez constitucional operara como legislador, que es lo que,
lisa y llanamente, ocurría con las sentencias aditivas clásicas. Con este tipo de
decisiones no sólo se defería al legislador la regulación, sino que al viabilizar la
eficacia inmediata del principio proclamado por la Corte, a través de la interven-
ción de los jueces ordinarios, aunque fuera a través de su intervención in casu,
se evitaba el efecto de parálisis que podía acompañar a otro tipo de decisiones
constitucionales, como por ejemplo, las apelaciones al legislador.
También las sentenze-monito pueden traerse a colación a este respecto. En
estrecha conexión con las mismas se ha situado la llamada técnica de la doppia

en Bundesverfassungsgericht und Grundgesetz, herausgegeben von Christian Starck: Erster band


(Verfassungsgerichtsbarkeit), J.C.B. Mohr (Paul Siebeck), Tübingen, 1976, pp. 519 y ss.
84
Christian PESTALOZZA: Verfassungsprozeßrecht, op. cit., p. 344.
85
Vezio CRISAFULLI: “Giustizia costituzionale e potere legislativo”, en Aspetti e tendenze del
Diritto costituzionale. Scritti in onore di Costantino Mortati, Giuffrè, Milano, 1977, vol. 4º, pp. 129 y
ss.; en concreto, p. 141.
86
Análoga posición mantienen, entre otros, Angelo Antonio CERVATI: “Incostituzionalità delle
leggi ed efficacia delle sentenze delle Corti costituzionali austriaca, tedesca ed italiana”, en Quaderni
Costituzionali, anno IX, nº 2, Agosto 1989, pp. 257 y ss.; en concreto, p. 270. Asimismo, Jean-Claude
BÉGUIN: Le contrôle de la constitutionnalité des lois en République Fédérale d’Allemagne. Economica,
Paris, 1982, pp. 250 y ss.
1294 LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES

pronunzia. A través de ella, la Corte costituzionale, en una primera decisión


tildada como “una decisione di rigetto precario con un monito “forte”, a carattere
ultimativo”87, se pronuncia por la falta de fundamento o por la inadmisibilidad
de la cuestión, a la par que en las motivaciones jurídicas anuncia de antemano
la posición que adoptaría si la cuestión se le volviese a plantear sin que el vicio o
incongruencia constatado en la fundamentación fuese subsanado, supuesto en el
que, como es obvio, no cabría sino declarar la nulidad de la disposición. Quiere
ello decir, que en cierto sentido, en su primer pronunciamiento, la Corte ya está
admitiendo, siquiera sea provisionalmente, lo justificado de la demanda, y de
ahí que esté anunciando una futura sentencia estimatoria en el supuesto de que
el legislador no elimine en tiempo oportuno los vicios conducentes a la incom-
patibilidad constitucional88. En último término, a nuestro entender, este tipo de
decisiones presenta algunas concomitancias con la Unvereinbarkeitserklärung del
BVerfG, aun cuando falte en ellas la constatación formal de la inconstitucionalidad.
En resumen, se halla fuera de cualquier duda el impacto normativo que tiene
la actuación depuradora del ordenamiento jurídico que lleva a cabo el Tribunal
Constitucional. Se puede admitir asimismo, desde una perspectiva pragmática,
que en ocasiones, por diversos motivos, la justicia constitucional acaba asumiendo
funciones de compensación o sustitución del legislador. Otto Bachof89 se refirió a
cómo los Tribunales Constitucionales, en ocasiones, han adoptado una regulación
transitoria, actuando en cierta medida como legisladores sustitutos, bien que,
de inmediato, el propio autor precisara que esta asunción transitoria por los
Tribunales Constitucionales de funciones propias del legislador no la llevan a cabo
para ganarle de mano al legislador, sino precisamente para todo lo contrario, para
salvaguardarle la necesaria libertad de movimiento requerida para una regulación
definitiva.
Que las sentencias constitucionales impacten sobre el orden normativo, ope-
rando como auténticas fuentes de creación del Derecho, no da pie para propiciar
la transfiguración del juez constitucional en legislador. “The constitutional review
process –ha escrito von Brünneck90– may not actually sit in place of the legislature.
It must pay regard to the freedom of discretion with which the constitution has
provided the legislature”. Este respeto a la libertad de configuración del legislador
adquiere una particularísima trascendencia cuando la norma constitucional ofrece

87
Adele ANZON: “Nuove tecniche decisorie della Corte costituzionale”, en Giurisprudenza
Costituzionale, anno XXXVII, fasc. 4, Luglio/Agosto 1992, pp. 3199 y ss.; en concreto, p. 3200.
88
Modugno ha llegado a hablar de una «dichiarazione di incostituzionalità temporalmente
limitata». Franco MODUGNO: “Considerazioni sul tema”, en la obra colectiva Effetti temporali delle
sentenze della Corte costituzionale anche con riferimento alle esperienze straniere (Corte costituzionale),
Giuffrè, Milano, 1989, pp. 13 y ss.; en concreto, p. 20.
89
Otto BACHOF: “Nuevas reflexiones sobre la jurisdicción constitucional entre Derecho y política”,
en Boletín Mexicano de Derecho Comparado, año XIX, nº 57, Septiembre/Diciembre 1986, pp. 837 y
ss.; en concreto, pp. 848-849.
90
Alexander VON BRUNNECK: “Constitutional Review and Legislation in Western Democracies”,
en Christine Landfried (ed.), Constitutional Review and Legislation. An International Comparison,
Nomos Verlagsgesellschaft, Baden-Baden, 1988, pp. 219 y ss.; en concreto, p. 256.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1295

múltiples posibilidades de desarrollo. Como adujera el actual Giudice della Corte


costituzionale, Gaetano Silvestri, en referencia al órgano del que forma parte91,
aunque su reflexión tenga un calado infinitamente mayor, “la Corte non può e
non deve prendere partito quando da una stessa norma costituzionale discendono
possibilità diverse di attuazione”.
De resultas de todo lo expuesto, no ha de extrañar que pueda verse en algunas
de las novedosas técnicas decisorias acuñadas en sede jurisdiccional constitucio-
nal un esfuerzo de los jueces constitucionales encaminado a respetar al máximo
el ejercicio de la función legislativa por el Parlamento, su legítimo titular.

b) Interpretación vinculante de la Constitución y del resto del


ordenamiento jurídico “en conformidad con la misma”

Otra trascendental función del Tribunal Constitucional, acorde con su rol de


“intérprete supremo de la Constitución”, es la interpretación vinculante para todos
los poderes públicos –particularísimamente, para los aplicadores del Derecho, jue-
ces y tribunales– de la Constitución y del ordenamiento jurídico en conformidad
con la misma Constitución, un texto, no se olvide, dotado de fuerza normativa, que
requiere inexcusablemente de un órgano que, con carácter vinculante, interprete
sus postulados, muchos de ellos de carácter abierto y muy general, pues, como en
un afortunado símil dijera Treves92, “la Costituzione è come una carta geografica,
sulla quale sono tracciati gli elementi essenziali del territorio; spetta alla Corte
fissarne i dettagli topografici”.
Al Tribunal Constitucional corresponde, allí donde existe, independientemente
de que se le reconozca o no de modo específico por el ordenamiento jurídico, el rol
de intérprete supremo de la Constitución, y en cuanto que la Constitución tiene
una intrínseca pretensión de vivencia, esto es, de acomodo al devenir social, acorde
con el carácter fluido y dinámico de toda sociedad, ese intérprete supremo ha de
asumir la tarea de vivificar la Constitución, de convertirla en a living Constitution
(la Supreme Court sería el ejemplo paradigmático de ello). Ello otorga una enorme
trascendencia a su función hermenéutica, lo que explica que se haya escrito: “In
its place must come recognition that constitutional judges are the masters, not
the servants, of a living constitution”93.

91
Gaetano SILVESTRI: “Le sentenze normative della Corte costituzionale”, en Giurisprudenza
Costituzionale, anno XXVI, fasc. 8, 10, 1981, pp. 1684 y ss.; en concreto, p. 1719. Este trabajo puede
verse asimismo en la obra colectiva Scritti su la Giustizia Costituzionale. In onore di Vezio Crisafulli,
CEDAM, Padova, 1985, tomo I, pp. 755 y ss.
92
Giuseppino TREVES: “Il valore del precedente nella Giustizia costituzionale italiana”, en La
dottrina del precedente nella giurisprudenza della Corte costituzionale, a cura di Giuseppino Treves:
UTET, Torino, 1971, pp. 3 y ss.; en concreto, p. 4.
93
Vincenzo VIGORITI: “Italy: The Constitutional Court”, en The American Journal of Comparative
Law, volume 20, 1972, pp. 404 y ss.; en concreto, p. 414.
1296 LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES

La propia primacía de la Constitución sobre el resto del ordenamiento jurídico,


su visualización como vorrangiger Kontext (contexto superior), por utilizar la ex-
presión de Haak94, y su configuración como núcleo vertebrador del ordenamiento,
al que otorga su unidad material, exigen que la totalidad de las normas jurídicas
se interpreten de conformidad con la Constitución. Se perfila de este modo el
principio de interpretación conforme, de notable trascendencia en lo que ahora
interesa, principio acogido desde largo tiempo atrás por la Supreme Court, que ha
podido afirmar que “if the statute is reasonably susceptible of two interpretations,
by one of which it be unconstitutional and by other valid, it is our plein duty to
adopt that construction which will save the statute from constitutional infirmity”.
Se admite de modo generalizado, que el principio, de interpretación conforme
se vincula estrechamente con el principio de conservación de la norma. El BVerfG
–escribió Bachof hace cerca de medio siglo95– valora el principio (“Grundsatz”)
de continuidad jurídica de las leyes (“der Rechtsbeständigkeit der Gesetze”)
como un principio jurídico de considerable peso (“als einen Rechtsgrundsatz von
so erheblichem Gewicht”). Con ello se trata de compatibilizar la primacía de la
Constitución con la salvaguarda, allí hasta donde sea posible, de la voluntad del
legislador.
Desde luego, este principio tiene límites que no deben ser sobrepasados.
Como tiempo atrás señalara Zippelius96, el BVerfG ha repetido reiteradamente
que una interpretación conforme a la Constitución encuentra dos límites (“eine
verfassungskonforme Auslegung finde zwei Schranken”): el sentido literal de
la ley (“den Gesetzeswortlaut”) y la intención o finalidad (“den Zweck”) que el
legislador perseguía de modo inequívoco (“eindeutig”) con su regulación (“mit
seiner Regelung”)97.
Nos hallamos de nuevo en presencia de una técnica que se encuentra al servicio
del mantenimiento de las normas y de la autoridad del legislador, si bien, como
precisa Simon98, ilustra asimismo acerca de la ambivalencia de los esfuerzos por
respetar el ámbito de otros órganos del Estado, ya que fuerza a la interpretación

94
Volker HAAK: Normenkontrolle und Verfassungskonforme Gesetzesauslegung des Richters, Ludwig
Röhrscheid Verlag, Bonn, 1963, p. 304.
95
Otto BACHOF: “Der Verfassungsrichter zwischen Recht und Politik”, en Summum Ius Summa
Iniuria (Ringvorlesung gehalten von Mitgliedern der Tübinger Juristenfakultät im Rahmen des Dies
academicus. Wintersemester 1962/63), J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), Tübingen, 1963, pp. 41 y ss.; en
concreto, p. 48.
96
Reinhold ZIPPELIUS: “Verfassungskonforme Auslegung von Gesetzen”, en Bundesverfassungsgericht
und Grundgesetz, herausgegeben von Christian Starck, op. cit., Zweiter Band (Verfassungsauslegung),
pp. 108 y ss.; en concreto, p. 115.
97
En términos bien similares se han pronunciado Klaus SCHLAICH y Stefan KORIOTH (en Das
Bundesverfassungsgericht..., op. cit., p. 299), quienes subrayan que la jurisprudencia del BVerfG ha
decantado dos limitaciones frente a esta técnica: 1) La interpretación conforme debe contenerse en
los límites del sentido literal de la prescripción («im Rahmen des Vortlauts der Vorschrift»). 2) Las
determinaciones fundamentales del legislador («Die gesetzgeberischen Grundentscheidungen»), las
valoraciones («Wertungen») y las intenciones u objetivos de la regulación legislativa («Zwecke der
gesetzlichen Regelungen») no pueden ser atacadas («dürfen nicht angetastet werden»).
98
Helmut SIMON: “La Jurisdicción Constitucional”, op. cit., pp. 853-854.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1297

del Derecho ordinario y, de esa forma, se inmiscuye al BVerfG en la función de los


jueces y tribunales, pudiendo asimismo llegar a deformar la auténtica voluntad del
legislador. La elección del Tribunal Constitucional, que a veces puede acontecer
de modo “acrobático”, por utilizar los términos de Stern, hace surgir las dudas
acerca de si el legislador es realmente tutelado a través de esta técnica. No nos
cabe la más mínima duda de que el abuso y perversión de esta técnica, de lo que
la Sentencia 101/2008, de 24 de julio, del Tribunal Constitucional español, podría
ser ejemplo paradigmático99, supone un brutal atentado frente a la libertad de
configuración del legislador.
La interpretación por el juez constitucional tanto de la Constitución como
del resto del ordenamiento jurídico, a fin de “conformarlo” a la Norma suprema,
se traduce en la creación de una jurisprudencia vinculante, que, como ya seña-
láramos en un momento anterior, ha venido a suponer una notable disminución
de la distancia que antaño separaba la eficacia del precedente en Norteamérica,
en virtud de la regla del stare decisis y de la posición jerárquica superior de la
Supreme Court100, de la eficacia de los efectos erga omnes de las sentencias de los
Tribunales Constitucionales.
En Alemania, como ya tuvimos oportunidad de señalar, el art. 31.1 BVerfGG
establece el carácter vinculante de las resoluciones del Tribunal Constitucional

99
Cfr. al efecto Francisco FERNÁNDEZ SEGADO: La Justicia Constitucional: una visión de Derecho
Comparado, tomo III, Dykinson, Madrid, 2009, pp. 1031 y ss.
100
Esta vinculación de las decisiones y de la interpretación llevada a cabo por la Supreme Court
no ha dejado, sin embargo, de ser objeto de algunos cuestionamientos. Aunque las decisiones de la
Supreme Court, generalmente, se consideran vinculantes para todos, incluyendo al Presidente y al
Congreso, Rosenfeld recuerda que ha habido al respecto impugnaciones periódicas y recurrentes
a esta idea del carácter vinculante de aquéllas. Michel ROSENFELD: “El juicio constitucional en
Europa y los Estados Unidos: paradojas y contrastes”, en Revista Iberoamericana de Derecho Procesal
Constitucional, nº 8, Julio/Diciembre 2007, pp. 241 y ss.; en concreto, p. 247.
La polémica quizá más significativa y reciente a este respecto es la que tuvo lugar en 1987, de resultas
de la posición sustentada en un speech por Edwin Meese, Attorney General of the United States, con
el Presidente Reegan (cfr. Edwin MEESE III: “The Law of the Constitution”, en Tulane Law Review,
Tulane University, New Orleans, volume 61, 1986-1987, pp. 979 y ss.), quien vino a sustentar que una
decisión de la Supreme Court no establece un Derecho superior que a todos vincule. Refiriéndose a la
vinculatoriedad de tales decisiones judiciales, Meese escribía: «Obviously it does have binding quality:
it binds the parties in a case and also the executive branch for whatever enforcement is necessary. But
such a decision does not establish a supreme law of the land that is binding on all persons and parts
of government henceforth and forevermore» (p. 983). Tras ello, el Fiscal General iba a sostener: «The
Supreme Court, then, is not the only interpreter of the Constitution. Each of the three coordinate
branches of government created and empowered by the Constitution –the executive and legislative
no less than the judicial– has a duty to interpret the Constitution in the performance of its official
functions. In fact, every official takes an oath precisely to that effect» (pp. 985-986).
Esta discutibilísima toma de postura suscitaría una inmediata reacción del bien conocido Profesor
de la New York University School of Law, Burt Neuborne (Burt NEUBORNE: “The Binding Quality
of Supreme Court Precedent”, en Tulane Law Review, volume 61, 1986-1987, pp. 991 y ss.). En
discrepancia frontal con el Attorney General, Neuborne escribía: «The executive branch is, of course,
free to disagree with the judiciary’s resolution of a legal question and to seek to persuade the Court,
the Congress, or the people to overturn it. However, so long as the judicial precedent remains viable,
the executive’s duty is to conform its conduct to the Supreme Court’s precedent, not merely as a matter
of respect, prudence, expedience, or real-politik, but as a matter of formal legal obligation» (p. 993).
1298 LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES

Federal para todos los órganos constitucionales del Bund y de los Länder, así
como para “alle Gerichte” (todos los tribunales) “und Behörden” (y autoridades).
El sentido de esa eficacia vinculante (Bindungswirkung) es la extensión de
la fuerza de cosa juzgada personal de las resoluciones (“die Erstreckung der
personellen Rechtskraft der Entscheidungen”) frente a todos los órganos estatales
(“gegenüber allen staatlichen Organen”), eficacia vinculante ésta que también se
extiende a la ratio decideadi, o si así se prefiere, a los tragenden Gründe, todo lo
cual conduce, según Weber101 a convertir al BVerfG en intérprete determinante
(“maßgeblicher Interpret”) y guardián de la Constitución (“Hüter der Verfassung”).
De este modo, si en el marco de una decisión de interpretación conforme, el
BVerfG declara determinadas interpretaciones, posibles en sí mismas, discon-
formes con la Constitución, las restantes jurisdicciones no pueden deducir tales
“posibilidades interpretativas” (“possibilités d’interprétation”) como conformes
a la Constitución102.
También en España, sin ningún género de dudas por influjo alemán, el art.
38.1 LOTC ha introducido el efecto vinculante para todos los poderes públicos
de las sentencias recaídas en procedimientos de inconstitucionalidad, efecto que
no ha de confundirse con el mandato genérico que, con carácter general, esta-
blece el art. 118 de la Constitución (“Es obligado cumplir las sentencias y demás
resoluciones firmes de los Jueces y Tribunales...”), ni tampoco con la concreción
de tal mandato que, en relación al Tribunal Constitucional, precisa el art. 87.1
LOTC (“Todos los poderes públicos están obligados al cumplimiento de lo que el
Tribunal Constitucional resuelva”). Si este precepto trae su causa del mencionado
art. 118 de la Constitución, esto es, de la obligación general de cumplimiento de las
sentencias y resoluciones judiciales, la vinculatoriedad a que alude el art. 38.1 de
la propia LOTC ha de conectarse con el rol que al juez constitucional atribuye su
misma ley reguladora en el art. 1º.1, que no es otro que el de “intérprete supremo
de la Constitución”. En cuanto tal, y en cuanto órgano independiente de los demás
órganos constitucionales y único en su jurisdicción, no puede caber duda de que su
jurisprudencia, la doctrina constitucional, debe imponerse con carácter vinculante
a todos los poderes, y de modo muy específico a los jueces y tribunales, en cuanto
aplicadores del ordenamiento, un ordenamiento regido por la Constitución, que
el Tribunal Constitucional interpreta en último término al igual que interpreta
el resto del ordenamiento “en conformidad con la Constitución”, de lo que
constituyen ejemplo paradigmático las sentencias interpretativas.
Ya la Constitución, en un precepto un tanto elíptico como es el del inciso
segundo de su art. 161.1, a), apunta a ello. A tenor del mismo: “La declaración de
inconstitucionalidad de una norma jurídica con rango de ley, interpretada por
la jurisprudencia, afectará a ésta, si bien la sentencia o sentencias recaídas no

101
Albrecht WEBER: “Die Verfassungsgerichtsbarkeit in der Bundesrepublik Deutschland”, op.
cit., p. 61.
102
En tal sentido, el Presidente del BVerfG, Wolfgang ZEIDLER, en “Cour constitutionnelle fédérale
allemande”, op. cit., p. 53.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1299

perderán el valor de cosa juzgada”. Si se tiene presente que la idea de jurispruden-


cia que la Constitución consagra se refiere a un cuerpo reiterado y constante de
doctrina emanada de los tribunales de justicia y, más precisamente, del más alto
de todos, el Tribunal Supremo, en su función de Tribunal de casación103, se puede
vislumbrar que el art. 161.1,a) está refiriéndose al impacto de la jurisprudencia
constitucional sobre la jurisprudencia ordinaria, algo que el art. 40.2 LOTC pre-
cisará, al determinar que “la jurisprudencia de los Tribunales de Justicia recaída
sobre leyes, disposiciones o actos enjuiciados por el Tribunal Constitucional habrá
de entenderse corregida por la doctrina derivada de las sentencias y autos que
resuelvan los procesos constitucionales”. Desde luego, la alusión constitucional a
“la declaración de inconstitucionalidad” no significa que sólo por las sentencias
estimatorias se pueda ver afectada la jurisprudencia ordinaria, pues es bastante
evidente que esa afectación puede producirse a través de otro tipo de decisiones
constitucionales. La LOTC lo deja muy claro como acaba de verse.
La reforma de la LOTC, llevada a cabo por la Ley Orgánica 6/2007104, ha
introducido una modificación de todo punto necesaria en el art. 40.2 del texto
legal. Mientras inicialmente el citado precepto disponía que la jurisprudencia
ordinaria recaída sobre disposiciones enjuiciadas por el juez constitucional había
de entenderse corregida por la doctrina derivada de las sentencias y autos que
resolvieran los recursos y cuestiones de inconstitucionalidad, previsión que en
cierto modo había de entenderse matizada por el art. 5º.1 de la Ley Orgánica del
Poder Judicial, que dispone que los Jueces y Tribunales interpretarán y aplicarán
las leyes y los reglamentos según los preceptos y principios constitucionales,
conforme a la interpretación de los mismos resultante de las resoluciones dictadas
por el Tribunal Constitucional “en todo tipo de procesos”, tras la reforma del año
2007, el inciso final del art. 40.2 LOTC ha pasado a aludir a la doctrina derivada
de “las sentencias y autos que resuelvan los procesos constitucionales”. Ya no son
tan sólo las decisiones a cuyo través el Tribunal resuelve los procesos de control
normativo, sino todas aquellas decisiones que pongan fin a cualquier proceso
constitucional, con independencia del proceso de que se trate; todas ellas habrán
de ser tenidas en cuenta con vistas a la corrección de la jurisprudencia ordinaria.
La trascendencia de la doctrina constitucional desborda de lejos la que el Códi-
go Civil atribuye (art. 1º.6) a la jurisprudencia ordinaria, que viene a complementar
el ordenamiento jurídico. No estamos ante un mero complemento, sino ante un
componente que va a impregnar la totalidad de ese mismo ordenamiento al deber
acomodar su significado a la interpretación que de los principios y preceptos
constitucionales va a llevar a cabo el juez constitucional. Más aún, como dijera
Leopoldo Elia, siendo Presidente de la Corte costituzionale105, la motivación de

103
Luis DÍEZ-PICAZO: “Constitución y fuentes del Derecho” en Revista española de Derecho
Administrativo, nº 21, Abril/Junio 1979, pp. 189 y ss.; en concreto, p. 196.
104
Cfr. al efecto Francisco FERNÁNDEZ SEGADO: La reforma del régimen jurídico-procesal del
recurso de amparo, Dykinson, Madrid, 2008.
105
Leopoldo ELIA: “Il potere creativo delle Corti costituzionali”, en La Sentenza in Europa. Metodo,
Tecnica e Stile (Atti del Convegno internazionale per l’inaugurazione della nuova sede della Facoltà.
1300 LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES

una decisión incluye, implícita o explícitamente, “condizioni di comportamento


conforme a costituzione per il legislatore”. Aun cuando la sentencia pueda parecer,
en sintonía con la doctrina kelseniana, tan sólo un contrarius actus, casi siempre
es posible superar tal visión, “traendo condizionamenti impliciti o espliciti per la
futura condotta del legislatore”.
Quizá convenga añadir algo más. Al igual que en Alemania, donde, como ya se
ha dicho, el efecto vinculante se extiende a la fundamentación de las sentencias,
también en España se admite generalizadamente que la eficacia vinculante no se
circunscribe al fallo, a la parte dispositiva de la sentencia, sino que se proyecta
asimismo a la ratio decidendi, esto es, a lo que se refiere, en términos de Abra-
ham106, a “the essence, the vitals, the necessary legal or constitutional core of the
decision”, en contraposición al obiter dictum, que es “a more or less extraneous
point, presumably unnecessary to the decision”.

2.  La inadecuación de las absolutizaciones dogmáticas en relación a los


efectos de las sentencias constitucionales

En la caracterización de los efectos propios de las sentencias constitucionales


dictadas en los procesos de control normativo, particularmente de aquellas que
declaran la inconstitucionalidad de una disposición legislativa, se ha venido
operando desde tiempo atrás, de modo bastante generalizado, por lo menos hasta
hace algunos años, con unas categorías dogmáticas perfectamente entrelazadas
que no admitían matices. Ello ha sido especialmente visible entre la doctrina
europea, que sólo en los años ochenta comenzará lentamente a desligarse de las
rígidas fórmulas dogmáticas.
Calamandrei contribuirá a esta visión rígida de los efectos de las sentencias,
pues en su bien conocida caracterización binomial de los dos grandes sistemas
de justicia constitucional107, y en lo que ahora interesa, separará con precisión
quirúrgica el efecto declarativo de la sentencia de inconstitucionalidad propio del
sistema judicial difuso, que entraña visualizar el pronunciamiento de inconstitu-
cionalidad “como declaración de certeza retroactiva de una nulidad preexistente
(ex tunc)”, del efecto constitutivo propio de lo que el gran procesalista italiano
llamará el control autónomo concentrado, que implica anulación o ineficacia
ex nunc, que vale para el futuro, pero respeta en cuanto al pasado la validez de la
ley inconstitucional.

Università degli Studi di Ferrara. Facoltà di Giurisprudenza), CEDAM, Padova, 1988, pp. 217 y ss.;
en concreto, p. 224.
106
Henry J. ABRAHAM: The Judicial Process (An Introductory Analysis of the Courts of the United
States, England and France), seventh edition, Oxford University Press, New York/Oxford, 1998, p. 245.
107
Piero CALAMANDREI: “La ilegitimidad constitucional de las leyes en el proceso civil”. Trabajo
recogido en la obra recopilatoria de artículos del propio autor, Instituciones de Derecho Procesal Civil,
vol. III, traducción de Santiago Sentís Melendo, Librería El Foro, Buenos Aires, 1996, pp. 21 y ss.; en
concreto, pp. 32-33. Precisemos que este trabajo fue publicado inicialmente en Padova en 1950.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1301

La posición de Calamandrei puede explicarse bien si se atiende a que en


aquel momento el Profesor toscano se alineaba inequívocamente en la dirección
kelseniana108. Y aunque la tesis de Kelsen es bien conocida109, quizá no sea inútil
recordar, que en su estudio comparativo entre el modelo austriaco y el norte-
americano, Kelsen rechazó frontalmente la nulidad de raíz: “Within a system of
positive law there is no absolute nullity. It is not possible to characterize an act
which presents itself as a legal act as null a priori (void ab initio). Only annulment
of such an act is possible; the act is not void, it is only voidable”110. En sintonía
con tal visión, Kelsen añade más adelante que “the statute must be considered
valid so long as it is not declared unconstitutional by the competent court.
Such a declaration has, therefore, always a constitutive and not a declaratory
character”111. La sintonía de Calamandrei con estos planteamientos era patente,
si bien es cierto que años después el Profesor toscano cambiaría de criterio112.
Pero no es esto lo que interesa ahora, sino más bien subrayar la existencia de
unas categorías íntimamente entrelazadas que no admiten matización alguna. Y
desde esta óptica, tampoco tiene mayor interés en este momento recordar, que la
posición prevalente en Europa, tanto entre la doctrina como en la jurisprudencia
constitucional, con la relevante salvedad austriaca (que también podría ser objeto
de matices desde otra óptica), se ha aproximado enormemente a la del sistema
norteamericano al entender que a la inconstitucionalidad se anuda la nulidad de
raíz de la disposición.
Lo que realmente interesa es subrayar, que desde la perspectiva que se acaba
de exponer, se entrelazan una serie de categorías de modo casi indisoluble: la
inconstitucionalidad supone la nulidad, y esta nulidad de origen (void ab initio)
108
Atendiendo al artículo 136 de la Constitución italiana, que cuando escribe su trabajo Calamandrei
aún no había sido desarrollado por la importante Ley de 11 de marzo de 1953, nº 87 (“Norme sulla
costituzione e sul funzionamento della Corte costituzionale”), cuyo art. 30, párrafo tercero, introducirá
una relevante matización respecto de la citada previsión constitucional, Calamandrei, aun admitiendo
no pocas dificultades en la interpretación del mencionado art. 136, ante la cuestión de si las leyes
viciadas de ilegitimidad constitucional eran nulas o anulables, se inclinaba por la interpretación de
que el control de legitimidad en el ordenamiento italiano estaba construido como control de anulación,
no como control de nulidad. Recurriendo en su apoyo a Kelsen, Calamandrei añadía que la anulación
de la ley ilegítima no tiene efecto retroactivo. Piero CALAMANDREI: “La ilegitimidad constitucional
de las leyes...”, op. cit., pp. 95 y ss.; las referencias que se han hecho, en pp. 96 y 98.
109
«En tout cas –escribe Kelsen– il serait bon, dans l’intérêt de la même sécurité juridique, de
n’attribuer en principe aucun effet rétroactif à l’annulation des normes générales. Du moins en ce
sens qu’elle laisserait subsister tous les actes juridiques antérieurement faits sur la base de la norme
en question». Hans KELSEN: “La garantie juridictionnelle de la Constitution”, op. cit., p. 242.
110
Hans KELSEN: “Judicial Review of Legislation. A Comparative Study of the Austrian and the
American Constitution”, en The Journal of Politics, Vol. 4, No. 2, May 1942, pp. 183 y ss.; en concreto,
p. 190.
111
Ibidem, p. 190.
112
Podemos recordar que en 1956, en atención primigeniamente a la previsión del penúltimo
párrafo del art. 30 de la Ley de 11 de marzo de 1953, nº 87, el gran maestro toscano escribía: «In questo
modo la dichiarazione di inefficacia ex nunc, come sembrava fosse chiaramente voluta dall’art. 136
della Costituzione, si è trasformata, in virtù di quell’art. 30, in una dichiarazione di nullità ex tunc: la
abrogazione, voluta dalla Costituzione, è diventata un annullamento». Piero CALAMANDREI: “Corte
costituzionale e autorità giudiziaria”, en Rivista di Diritto processuale, anno XI, Gennaio/Marzo 1956,
pp. 7 y ss.; en concreto, p. 26.
1302 LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES

propicia una sentencia declarativa –“di mero accertamento”, como se dice en


Italia113– a la que se anudan unos efectos ex tunc. Declarada la inconstitucionalidad
del acto legislativo, dirá Sandulli114, el efecto de la misma consiste en la total y
definitiva eliminación del ordenamiento, no ex nunc, sino ex tunc, de todo efecto
de la norma declarada ilegítima.
Han debido pasar bastantes años y, sobre todo, constatar cómo los Tribunales
Constitucionales han puenteado en numerosas ocasiones las previsiones legales,
dando a sus sentencias unos efectos inéditos en los textos que los regulan, para
que la doctrina científica europea pueda constatar, de un lado, que el esfuerzo de
ceñir la jurisdicción constitucional a firmes límites materiales, institucionales o
funcionales casi se asemeja al intento de la cuadratura del círculo115, y de otro,
que lejos de suponer la creatividad puesta de manifiesto por algunos Tribunales
Constitucionales, a través del diseño de nuevas técnicas decisorias, una muestra
de su arbitrio y falta de respeto a la ley, tal actuación es una prueba irrefutable
de que no estamos ante órganos ciegos que ignoren las consecuencias que para
la colectividad tienen sus decisiones, sino, bien al contrario, ante órganos que
atienden a tales consecuencias y, a la vista de ellas, optan, por lo menos en
determinados casos, por no absolutizar fórmulas dogmáticas que en nombre del
Derecho pueden llegar a producir consecuencias más injustas o vulneradoras de
la Constitución de las que se tratan de soslayar.
La resultante de todo ello ha sido que el legislador, en muchas ocasiones,
no ha hecho otra cosa más que seguir a pie juntillas las innovaciones aportadas
por la jurisprudencia fijada en sede constitucional. La reforma de la Bundesver-
fassungsgerichtsgesetz (BVerfGG), Ley del Tribunal Constitucional Federal, de
21 de diciembre de 1970, sería paradigmática a este respecto, y el intento del
legislador orgánico español, finalmente frustrado, de introducir (con ocasión
de la reforma de la LOTC del año 2007) profundos cambios en los efectos de las
sentencias de inconstitucionalidad, previéndose, por ejemplo, la declaración
de inconstitucionalidad sin nulidad, podría valer asimismo como ejemplo de
lo que decimos.
Con todo, estamos plenamente de acuerdo con quienes advierten116, que las
definiciones normativas no pueden agotar la complejidad de la realidad jurídica
que el Tribunal Constitucional conoce a diario. Y qué duda cabe que a ello res-
ponden ciertas determinaciones constitucionales, que otorgan a los respectivos
Tribunales Constitucionales unos márgenes de apreciación con vistas a modular

113
Así, entre otros, Edoardo GARBAGNATI: “Efficacia nel tempo della decisione di accoglimento
della Corte costituzionale”, en Rivista di Diritto processuale, volume XXIX (II Serie), 1974, pp. 201 y
ss.; en concreto, p. 207.
114
Aldo M. SANDULLI: “Natura, funzione ed effetti delle pronunce della Corte costituzionale
sulla legittimità delle leggi”, en Rivista trimestrale di Diritto pubblico, anno IX, 1959, pp. 23 y ss.; en
concreto, p. 41.
115
Hans-Peter SCHNEIDER: “Jurisdicción Constitucional y separación de poderes”, en Revista
Española de Derecho Constitucional, nº 5, Mayo/Agosto 1982, pp. 35 y ss.; en concreto, p. 38.
116
A. LATORRE SEGURA y L. DÍEZ-PICAZO: “Tribunal constitutionnel espagnol”, op. cit., p. 132.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1303

los efectos de las sentencias de inconstitucionalidad. La posibilidad de que los


efectos de una sentencia de anulación (“Aufhebung”) del Tribunal austriaco (VfGH)
no entren en vigor el día de la publicación, caso de determinar el VfGH un plazo
para la anulación, que en los términos del art. 140.5 de la Constitución (“Diese
Frist darf 18 Monate nicht überschreiten”) no puede exceder de 18 meses, fórmula
plenamente tributaria del pensamiento kelseniano117, constituiría un perfecto
ejemplo de lo que decimos, pues como, entre otros, han subrayado Korinek y
Martin118, la decisión de fijación de tal plazo queda al libre albedrío del Tribunal
(“liegt im Ermessen des VfGH”).
No es la fórmula austriaca la única que se puede ubicar en la dirección
apuntada. Tras la reforma constitucional de 1982, el art. 282.4 de la Constitución
portuguesa habilita al Tribunal Constitucional (“quando a segurança jurídica,
razões de equidade ou interesse público de excepcional relevo, que deverá ser
fundamentado, o exigirem”) para fijar los efectos de la inconstitucionalidad
con un alcance más restrictivo de lo que, con carácter general, prevén los
apartados primero y segundo del mismo art. 282 (producción de efectos con
“fuerza obligatoria general” desde la entrada en vigor de la norma declarada
inconstitucional, con la reviviscencia –“repristinação”– de las normas que la
misma, eventualmente, hubiere derogado). Muy recientemente, también en
Francia se ha optado por una vía semejante. La Ley constitucional nº 2008-724,
de 23 de julio de 2008, de modernización de las instituciones de la V República
(“Journal Officiel de la République Française”, 24 juillet 2008), introduce en el
art. 62 de la Constitución un nuevo párrafo a tenor del cual, una disposición
declarada inconstitucional con fundamento en el nuevo art. 61-1 (que introduce
en la justicia constitucional francesa la excepción de inconstitucionalidad,
correspondiendo su planteamiento al Conseil d’État o a la Cour de cassation) es
abrogada a partir de la publicación de la decisión, si bien se faculta al Conseil
constitutionnel a que fije en su decisión una fecha ulterior, y asimismo, a que
determine “les conditions et limites dans lesquelles les effets que la disposition
a produits sont susceptibles d’être remis en cause”.
Para apreciar con una mayor claridad la problemática esbozada, nos vamos
a detener, sucesivamente, en el binomio inconstitucionalidad/nulidad y en el que
bien podríamos considerar trinomio nulidad/sentencia declarativa/efectos pro
praeterito”.

117
Recordemos que Kelsen, tras defender, por exigencias de la seguridad jurídica, el efecto pro
futuro de una sentencia de inconstitucionalidad, escribe: «Il faut même envisager la possibilité de ne
laisser l’annulation entrer en vigueur qu’à 1’expiration d’un certain délai. De même qu’il peut y avoir
des raisons valables de faire précéder l’entrée en vigueur d’une norme générale (...) d’une vacatio
legis, de même il pourrait y en avoir qui porteraient à ne faire sortir de vigueur une norme générale
annulée qu’à l’expiration d’un certain délai après le jugement d’annulation». Hans KELSEN: “La
garantie juridictionnelle de la Constitution”, op. cit., pp. 218-219.
118
Karl KORINEK und Andrea MARTIN: “Die Verfassungsgerichtsbarkeit in Österreich”, en
Verfassungsgerichtsbarkeit in Westeuropa, Christian Starck/Albrecht Weber (Hrsg.), 2. Auflage, Nomos,
Baden-Baden, 2007, Teilband I (Berichte), pp. 67 y ss.; en concreto, p. 80.
1304 LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES

A) El binomio inconstitucionalidad/nulidad (void ab initio)

En el no muy atinadamente llamado sistema europeo de justicia constitucional,


no obstante la posición esbozada por Kelsen y quienes lo han seguido, contraria,
como es bien sabido, a ver en la inconstitucionalidad un vicio desencadenante de
una nulidad ipso iure, la inconstitucionalidad, tradicionalmente, ha ido vinculada
a la nulidad. Apenas un año después de que la Corte costituzionale iniciara sus
funciones, Liebman ponía de relieve con toda nitidez tal correlación al escribir:
“In un sistema di costituzione rigida, una norma di legge che, per ragioni formali
o sostanziali, sia con essa in contrasto, non può che essere nulla”119. Esta nulidad
fue comúnmente entendida en su sentido más radical, pudiéndose aplicar a la
misma el conocido aforismo quo nullum est, nullum produxit efectum. De esta
forma, parecía seguirse fielmente la fórmula norteamericana.
Desde la perspectiva de amplios sectores de la doctrina europea, en el modelo
norteamericano se visualiza como auténtico principio dogmático la nulidad ipso
iure o ab initio, aunque esa misma doctrina haga en ocasiones ciertas precisiones.
Así, Rubio Llorente120 matizará que “el dogma de la nulidad ipso iure no lleva en
los Estados Unidos a la invalidación de todos los actos producidos en aplicación
de la norma disconforme con la Constitución”.
Pero lo cierto y verdad es que no creemos que ni tan siquiera pueda hablarse
del mencionado dogma en Norteamérica. Si al término “dogma” le atribuimos
el significado que se le otorga por la Real Academia Española, “proposición que
se asienta por firme y cierta y como principio innegable de una ciencia”121, a la
vista de las reflexiones de algunos relevantes autores norteamericanos, no parece
excesivamente adecuado a la realidad hablar de “dogma”.
Uno de los autores clásicos en el estudio del tema de los efectos atribuibles
a las leyes inconstitucionales, Field, en un trabajo bien conocido122, subrayaba
hace ya cerca de un siglo, que los tribunales norteamericanos se hallaban bien
lejos de una posición común en torno a los efectos de la inconstitucionalidad de
una ley: “It must not be imagined (...) that all of our courts are in agreement as to
the effect of unconstitutionality”123. Ciertamente, en relación al efecto de una ley
inconstitucional que pretendía crear un cargo público, en el leading case de esta
materia, Norton v. Shelby County (1886), el Justice Stephen Johnson Field decía:

119
Enrico TULLIO LIEBMAN: “Contenuto ed efficacia delle decisioni della Corte costituzionale”,
op. cit., p. 512.
120
Francisco RUBIO LLORENTE: “La jurisdicción constitucional como forma de creación de
Derecho”, en Revista Española de Derecho Constitucional, nº 22, Enero/Abril 1988, pp. 9 y ss.; en
concreto, pp. 45-46.
121
REAL ACADEMIA ESPAÑOLA: Diccionario de la Lengua Española, Espasa-Calpe, Madrid, 20ª
ed., 1984, tomo I, p. 512.
122
Oliver P. FIELD: “Effect of an unconstitutional statute”, en Indiana Law Journal, Vol. 1, No. 1,
January 1926, pp. 1 y ss.
123
Ibidem, p. 4.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1305

“An unconstitutional act is not a law; it confers no rights; it imposes


no duties; it affords no protection; it creates no office; it is, in legal
contemplation, as inoperative as though it had never been passed”.

Pero en el que, no obstante no provenir de la Supreme Court, se ha considerado


“the leading case in opposition to Norton v. Shelby County”, el caso Lang v. Mayor
of Bayonee (1907), se afirmaba:

“Every law of the Legislature, however repugnant to the Constitution, has


not only the appearance and semblance of authority, but the force of law”.

Otros casos análogos podían ser traídos a colación. Y todo ello iba a conducir
a Field a considerar que también existía la doctrina de que “a statute which is
declared unconstitutional is inoperative only from the time of the decision and
not from the time of its purported enactment”124.
La conclusión de todo ello era clara para Field: hay algunas situaciones en las
que los tribunales están dispuestos a seguir la “void ab initio doctrine”, si bien las
mismas no son muy numerosas. Hay, por contra, otro grupo de situaciones en las
que “all courts refuse to adhere to the doctrine that the statute is void from the
beginning”. De resultas de todo ello no puede sino concluirse que “it is impossible
to lay down as a general rule that an unconstitutional statute is void, or is to be
treated as no law. As a matter of fact there are as many cases or more, and as many
situations or more, where the courts hold the statute inoperative only from the
date of the decision as there are that hold it void from the beginning”125.
Ciertamente, esta posición, pese a provenir de un cualificado autor, no es
pacífica entre la doctrina. El propio Field admite126 “the persistence with which
even eminent text writers will cling to the view that unconstitutional statutes
are void ab initio”, mencionando específicamente la conocida obra de Cooley,
Constitutional Limitations.
La posición de Field está lejos de ser exótica entre la doctrina norteamericana.
No pretendemos ni mucho menos ser exhaustivos, y por lo mismo tan sólo
recordaremos que medio siglo después del mencionado trabajo de Field, otro
notable autor, el Profesor de la Universidad de California (Los Angeles) James
Allan C. Grant, no obstante haber puesto de relieve bastantes años antes que la
doctrina norteamericana en torno a la cuestión que nos ocupa estaba asentada en
un concepto simple: “a statute contrary to the Constitution is void”127, aludía a que
uno de los más desafiantes (“most challenging”) problemas del otorgamiento a un

124
Ibidem, p. 5.
125
Ibidem, pp. 12-13.
126
Ibidem, p. 15.
127
“The unconstitutional law –añadía Grant– does not become unenforceable when it is declared
unconstitutional by a court; it is void ab initio –from the beginning– and the court cannot apply it
because of its nullity”. J.A.C. GRANT: “Judicial Control of Legislation. A Comparative Study”, en The
American Journal of Comparative Law, Vol. 3, 1954, pp. 186 y ss.; en concreto, p. 190.
1306 LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES

Tribunal Supremo o a un Tribunal especial creado a este propósito de la autoridad


final para interpretar la Constitución concernía al efecto legal de la sentencia que
declara que una ley ya promulgada viola la Constitución. En tal caso, se interro-
gaba Grant, ¿está declarando el Tribunal “a pre-existing fact, the statute having
been void ab initio?” o, por contra, con una capacidad legislativa, ¿está el Tribunal
conscientemente cambiando la ley?128. Para Grant, cualquiera de las dos doctrinas,
con el efecto que a cada una de ellas se anuda (“it operates ex tunc, retroactively,
or only ex nunc, pro futuro”), será insatisfactoria, circunstancia por la que no debe
sorprender que a pesar de que una doctrina se incline por un determinado sistema
legal, la misma tienda a modificarse con el tiempo, cambiando hacia el otro (“it
will tend in time to modify it by moving toward the other”)129.
En definitiva, parece claro que la void ab initio doctrine está lejos de ser un
dogma incontrovertible, como se viene considerando en amplios sectores de la
doctrina europea.
En Europa, a su vez, al margen ya del modelo austriaco, tributario directo del
pensamiento kelseniano, la inconstitucionalidad se ha vinculado estrechamente a
la nulidad. Pero incluso en países, como Alemania, donde se admite que cuando
el legislador prevé la nulidad de la ley inconstitucional (así, en los arts. 78, 82.1
y 95.3 BVerfGG, este último precepto en relación con el Verfassungsbeschwerde o
recurso de queja constitucional) no hace otra cosa que recepcionar la tradicional
doctrina alemana (“der traditionellen deutschen Lehre”) según la cual “ein
verfassungswidriges Gesetz von Anfang an nichtig ist (Ex-tunc-Wirkung)” (una ley
inconstitucional es nula desde un principio con eficacia ex tunc)130-131, la realidad
es bien distinta, hasta el extremo de que Schneider ha podido escribir, hace ya
un cuarto de siglo, que la posibilidad del BVerfG de declarar la nulidad total o
parcial de una ley inconstitucional cada vez se utiliza menos en los últimos años,
declarando tan sólo la nulidad de una ley el Tribunal si con ello se logra restablecer
inmediatamente una situación de conformidad con la Constitución132.
El BVerfG, haciendo gala de una más que notable creatividad, y bien cons-
ciente, como pusiera de relieve la Jueza integrante del propio órgano, Rupp-v.
Brünneck133, de que sus sentencias no pueden limitarse a ofrecer “ideales teóricos
128
J. A. C. GRANT: “The legal effect of a ruling that a statute is unconstitutional”, en Detroit College
of Law Review, Volume 1978, Issue 2 (Summer), pp. 201 y ss.; en concreto,p. 201.
129
Ibidem, p. 202.
130
Albrecht WEBER: “Die Verfassungsgerichtsbarkeit in der Bundesrepublik Deutschland”, op.
cit., p. 60.
131
Entre la doctrina foránea, un excelente conocedor de la justicia constitucional alemana como
es D’Orazio ha escrito en la misma dirección: «... nell’ordinamento tedesco-federale (come in quello
degli Stati Uniti d’America) la legge incostituzionale, anche prima della sentenza, è considerata nulla
ab origine». Giustino D’ORAZIO: “Il legislatore e l’efficacia temporale delle sentenze costituzionali
(nuovi orizzonti o falsi miraggi?)”, en la obra colectiva Effetti temporali delle sentenze della Corte
costituzionale anche con riferimento alle esperienze straniere, Giuffrè, Milano, 1989, pp. 345 y ss.; en
concreto, p. 365.
132
Hans-Peter SCHNEIDER: “Jurisdicción constitucional y separación de poderes”, op. cit., p. 58.
133
Wiltraut RUPP-V. BRÜNNECK: “Darf das Bundesverfassungsgericht an den Gesetzgeber
Appellieren?”, op. cit., pp. 364-365.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1307

constitucionales” (“theoretischen Verfassungsidealen”), sin tener en cuenta los


posibles efectos de las mismas (“ohne Rücksicht auf die Möglichen Wirkungen
seines Urteils”): fiat iustitia, pereat mundus!, ha creado un notable elenco de
técnicas decisorias a las que ya hemos aludido con anterioridad y sobre las que
no volveremos134, pero de las que sí diremos, que al margen ya de orientarse en
muchos casos a salvaguardar la libertad de configuración del legislador, como
anteriormente se dijo, revelan con particular nitidez que un órgano de esta natu-
raleza debe tener muy presentes las consecuencias políticas de sus fallos135, y no
sólo, añadiríamos por nuestra cuenta, las políticas, sino también las económicas
y las sociales. Como dijera Krüger136, es difícil imaginar que, según el sano criterio
de la jurisdicción constitucional, se pueda disponer la posibilidad de condenar al
Estado a su ruina en nombre del Derecho. Pero esto, que hoy nos resulta obvio, no
siempre lo fue así, pudiendo recordarse al respecto que el Reichsgericht (Tribunal
Supremo del Reich alemán) sostuvo la opinión de que poseía el derecho de resolver
sin atender a las consecuencias prácticas de sus fallos.
A todo ello hay que añadir, que este esfuerzo dogmático del BVerfG se ha
hecho particularmente necesario en el caso de las sentencias declaratorias de
la inconstitucionalidad omisiva, al partir el Tribunal de la consideración de
que es difícil declarar nulo un vacío jurídico, tesis de la que se haría eco uno
de sus presidentes, Wolfgang Zeidler137, argumento objeto de alguna crítica por
parte de la doctrina italiana, cual sería el caso de D’Orazio138, quien lo tildaría de
“pregiudiziale”, contraponiéndolo a la superación del obstáculo llevada a cabo por
la Corte costituzionale, que ha reconstruido de modo diferente la relación entre
disposición, norma y omisión.
En Italia, a diferencia de Alemania, se ha suscitado una cierta controversia
en torno a la cuestión que nos ocupa, particularmente en los años cincuenta. El
art. 136 de la Constitución fue el responsable de la misma, de la que en cierto
modo ya nos hemos ocupado al aludir a la inicial interpretación que del mismo
hizo Calamandrei. El propio Carnelutti se hizo eco de las graves dificultades
hermenéuticas que planteaba el referido precepto139.

134
Nos remitimos al efecto a nuestro trabajo “El control de las omisiones legislativas por el «Bun-
desverfassungsgericht»”, en Teoría y Realidad Constitucional, nº 22, 2° semestre 2008, pp. 95 y ss.
135
En similar sentido se pronuncia Klaus SCHLAICH: “El Tribunal Constitucional Federal Alemán”,
en la obra colectiva Tribunales Constitucionales y Derechos Fundamentales, Centro de Estudios
Constitucionales, Madrid, 1984, pp. 133 y ss.; en concreto, p. 201.
136
Herbert KRÜGER: Allgemeine Staatslehre, Kohlhammer Verlag, Stuttgart/Berlin/Köln/Mainz,
1966, p. 620.
137
Wolfgang ZEIDLER: “Cour constitutionnelle fédérale allemande”, op. cit., p. 48.
138
Giustino D’ORAZIO: “Le sentenze costituzionali additive tra esaltazione e contestazione”, en
Rivista trimestrale di Diritto pubblico, 1992, fasc. 1, pp. 61 y ss.; en concreto,p. 101.
139
«Senonché l’annullamento, proprio perciò, implica l’inefficacia ex tunc dell’atto annullato; in
altri termini ha logicamente effetto retroattivo. Perciò una costituzione, la quale, come avviene in
Italia, fa decorrere 1’inefficacia della legge, che la Corte costituzionale riconosce invalida, solo dal
giorno successivo alla decisione, sembra contrastare all’ipotesi dell’annullamento. Questa è stata la
difficoltà, che ha travagliato assai gli interpreti dell’art. 136 della costituzione italiana e costituisce,
probabilmente, il più problematico degli aspetti dell’istituto». En tales términos se pronunciaba al
1308 LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES

Bien es verdad que, tras ese inicial debate, la doctrina, muy mayoritariamente,
se ha decantado por la vinculación de la nulidad a la ilegitimidad constitucional.
“Questo effetto –escribía Sandulli en 1959140– consiste –come è ormai chiaro
sia in dottrina che in giurisprudenza– nella totale e definitiva eliminazione
dall’ordinamento, non ex nunc, ma ex tunc, di ogni effetto della norma dichiarata
illegittima: una volta accertatane l’illegittimità, e quindi l’invalidità, l’ordinamento
non tollera che gli effetti della norma operino oltre nel suo sistema, e li fa venir
meno... Si tratta, in sostanza, di un vero e proprio effetto di annullamento”. Tam-
bién Crisafulli, de modo rotundo, se pronunciaba en la misma dirección, al señalar
que el efecto de las sentencias de la Corte declarando la ilegitimidad constitucional
no es asimilable al efecto de abrogación, que se produce, en principio, ex nunc; “il
s’agit par contre d’un effet qu’on doit considérer comme d’annulation”141.
Este supuesto efecto radical de nulidad no iba, sin embargo, a ser tan rotundo
como pudieran hacer pensar las afirmaciones de los autores que anteceden.
La Corte costituzionale lo iba a dejar muy claro en el Informe presentado, bajo
responsabilidad directa de la propia Corte, en la 7ª Conferencia de Tribunales
Constitucionales europeos (Lisboa, 1987). En él se hacía eco del hecho de que
aunque la misma Corte costituzionale, en más de una ocasión (así, por poner
un ejemplo, en la Sentencia nº 127, de 1966), había calificado el efecto de sus
decisiones en términos de anulación de la norma censurada, no había extraído
de ello, sin embargo, la consecuencia de la caducidad radical de las relaciones
jurídicas ya creadas en aplicación de la norma, por lo que se inclinaba por
no visualizar los efectos de las sentencias de inconstitucionalidad ni desde la
perspectiva de la abrogación, ni desde la óptica de la “nulidad inicial”, sino más
bien desde su contemplación como un “tipo intermedio” entre estos dos casos
extremos (abrogación y nulidad)142.
A lo que se acaba de precisar habría que añadir la creación por el juez consti-
tucional italiano de algunos tipos de sentencias, ya mencionados con anterioridad,
que, no obstante declarar la inconstitucionalidad, no extraen de ella la nulidad
de la norma constitucionalmente ilegítima. Las sentencias aditivas de principio
constituirían el ejemplo paradigmático. La falta de inmediata operatividad jurídica
y el reenvío al legislador, serían sus dos rasgos característicos143, que en buena
medida se explican por el hecho de ser supuestos paradigmáticos de este tipo de
decisiones los de violación de normas constitucionales atributivas de derechos
prestacionales. Junto a estas sentencias hay que recordar las sentenze-monito,

respecto el gran maestro romano. Francesco CARNELUTTI: “Aspetti problematici del processo al
legislatore”, en Rivista di Diritto processuale, anno XIV, nº 1, Gennaio/Marzo 1959, pp. 1 y ss.; en
concreto, p. 6.
140
Aldo M. SANDULLI: “Natura, funzione ed effetti delle pronunce della Corte costituzionale
sulla legittimità delle leggi”, en Rivista trimestrale di Diritto pubblico, anno IX, 1959, pp. 23 y ss.; en
concreto, pp. 41-42.
141
Vezio CRISAFULLI: “Le système de contrôle de la constitutionnalité des lois en Italie”, op.
cit., p. 115.
142
“Cour constitutionnelle italienne”, op. cit., pp. 172-173.
143
Cfr. al efecto Adele ANZON: “Nuove tecniche decisorie della Corte costituzionale”, en Giurispru-
denza Costituzionale, anno XXXVII, fasc. 4, Luglio/Agosto 1992, pp. 3199 y ss.; en concreto, p. 3203.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1309

que a nuestro entender presentan algunas concomitancias con las Unvereinbar-


keitserklärungen, aun cuando falte aquí evidentemente la constatación formal de
la inconstitucionalidad.
En definitiva, también en Italia, tanto por los efectos propiamente dichos
de las sentencias de inconstitucionalidad como por el diseño de otros tipos de
decisiones que, de una u otra forma, tratan de separar de la declaración más o
menos explícita de inconstitucionalidad el efecto de nulidad, se puede apreciar la
relatividad del binomio inconstitucionalidad/nulidad.
En fin, en España, el proceso evolutivo seguido por el Tribunal Constitucional
recuerda el acontecido en la República Federal con el BVerfG, aun cuando el
ritmo del juez constitucional español haya sido más lento en sus avances en la
desvinculación, en casos determinados, de la inconstitucionalidad de la nulidad.
El art. 39.1 LOTC despeja cualquier duda acerca de que a la inconstituciona-
lidad se anuda la nulidad. La interpretación inicial del Tribunal Constitucional se
acomodó estrictamente al binomio legal. Así, en la STC 14/1981, ponía de relieve
que “la función principal de los procesos de constitucionalidad (...) es la defensa
objetiva de la Constitución, el afirmar su primacía y privar de todo efecto a las
leyes contrarias a la misma, excluyendo del ordenamiento a las disconformes
con la Constitución”144. En otros fallos, el Juez constitucional señalaría que la
inconstitucionalidad desencadena los efectos propios de la nulidad a radice145 o
de la invalidez de la norma ex origine146.
El planteamiento ante el Tribunal de asuntos cuya resolución entrañaba una
especial complejidad iba a llevar al “intérprete supremo de la Constitución”,
progresivamente, a modular los efectos de sus decisiones. La STC 116/1987 iba
a ser especialmente significativa. La generación de una exclusión arbitraria de
beneficio por la Ley 37/1984, de 22 de octubre, de reconocimiento de derechos
y servicios prestados a quienes durante la Guerra Civil habían formado parte de
las Fuerzas Armadas, Fuerzas de Orden Público y Cuerpo de Carabineros de la
República, al excluir de su ámbito de aplicación a los militares profesionales que
ingresaron en las Fuerzas Armadas de la República después del 18 de julio de
1936, dado que la violación del principio de igualdad no era el resultado de una
mención expresa a la fecha desencadenante de la exclusión inconstitucional, sino
de una remisión al contenido normativo de preceptos legales anteriores, impedía
la invalidación parcial del texto legal cuestionado por eliminación de aquella parte
del mismo causante de la discriminación. El Tribunal se iba a limitar a declarar la
inconstitucionalidad parcial del art. 1º de la Ley en cuanto excluía de su ámbito
de aplicación a los mencionados militares.
Será, sin embargo, la STC 45/1989 la que marcará el punto de inflexión en la
cuestión que nos ocupa. El Tribunal abordaba en ella la posible inconstituciona-

144
STC 14/1981, de 29 de abril, fund. jur. 4º, ab initio.
145
STC 83/1984, de 24 de julio, fund. jur. 5º.
146
STC 60/1986, de 20 de mayo, fund. jur. 1º.
1310 LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES

lidad de la tributación conjunta para los miembros de un matrimonio exigida por


la Ley del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, entendiendo que lo que
resultaba constitucionalmente ilegítimo no era la sujeción conjunta al impuesto,
sino el hecho de que la carga tributaria que pesaba sobre una persona integrada
en una unidad familiar fuere mayor que la correspondiente a otro contribuyente
con idéntico nivel de renta, pero no integrado en una unidad de este género.
El Tribunal, al tratar de discernir los efectos de su Sentencia, se iba a plantear
con algún detenimiento por primera vez la posibilidad de romper la conexión
entre inconstitucionalidad y nulidad147. A su juicio, “ni esa vinculación entre
inconstitucionalidad y nulidad es (...) siempre necesaria, ni los efectos de la
nulidad en lo que toca al pasado vienen definidos por la Ley (afirmación, dicho
sea al margen, por entero inexacta, bastando para constatarlo con atender al art.
40.1 LOTC), que deja a este Tribunal la tarea de precisar su alcance, dado que la
categoría de la nulidad no tiene el mismo contenido en los distintos sectores del
ordenamiento”.
A partir de aquí, el Juez constitucional señala, que la conexión entre incons-
titucionalidad y nulidad quiebra, entre otros casos, en aquellos en los que la
razón de la inconstitucionalidad del precepto reside, no en determinación textual
alguna, sino en su omisión. Por lo demás, el Tribunal estima que la sanción de
nulidad, como medida estrictamente negativa, es manifiestamente incapaz para
reordenar el régimen del Impuesto sobre la Renta en términos compatibles con
la Constitución. Por todo ello, el Tribunal concluye que le cumple al legislador,
a partir de la propia sentencia, llevar a cabo las modificaciones o adaptaciones
pertinentes en el régimen legal del impuesto, sirviéndose para ello de su propia
libertad de configuración normativa.
Con posterioridad, se han sucedido sentencias de inconstitucionalidad sin
nulidad, sentencias que limitan temporalmente la eficacia de las declaraciones
de inconstitucionalidad o incluso que difieren en el tiempo la nulidad, optando,
pues, por una vacatio sententiae.
No debe extrañar por lo mismo, que el legislador tratase de positivar estas
innovaciones surgidas por la vía jurisprudencial, y así se intentó y se reflejó
inicialmente en el Proyecto de ley orgánica de reforma de la LOTC, que quedaría
finalmente plasmado en la ya varias veces citada Ley Orgánica 6/2007, bien que
esta cuestión fuese finalmente apartada de la reforma, aunque pensamos que
en un futuro más o menos próximo será inexcusable positivar en la LOTC las
innovaciones comentadas.
Tras todo lo expuesto nos parece innecesario insistir en lo que es un dato
incontrovertible en diversos países: el binomio inconstitucionalidad/nulidad
presenta quiebras notables que, en el mejor de los casos, y aun postulando su
mantenimiento a modo de regla general, deben conducir a restarle todo automa-

147
El planteamiento del problema en la STC 45/1989, de 20 de febrero, fund. jur. 11.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1311

tismo y a fortalecer la capacidad de los Tribunales Constitucionales para, llegado


el caso, apartarse del mismo.

B)  El trinomio nulidad/sentencia declarativa/efectos “pro praeterito”

A partir de la idea a la que nos referíamos en el punto anterior, esto es, la


concatenación entre inconstitucionaldad y nulidad, se entiende a la perfección el
trinomio que ahora abordamos, pues, como es evidente, si la inconstitucionalidad
entraña una nulidad a radice, parece claro que la sentencia que la aprecie no hará
otra cosa que constatar una realidad preexistente y, por lo mismo, los efectos se
retrotraerán al momento en que entró en vigor el texto legal afectado por el vicio
de inconstitucionalidad; serán, pues, efectos ex tunc o pro praeterito.
En las antípodas de esa visión se situará Kelsen, quien establecerá una íntima
conexión entre la sentencia y la anulación del acto inconstitucional, atribuyéndose
a la decisión dictada en sede constitucional una naturaleza constitutiva. En la
sentencia del Tribunal Constitucional –escribe Kelsen en 1929148–, cuando se
accede a la impugnación (“wenn der Anfechtung stattgegeben ist”), se pronuncia
la casación de los actos recurridos (“die Kassation des angefochtenen Aktes...
auszusprechen”), de modo que la nulidad aparece producida a través de la misma
sentencia (“in der Weise... daß die Aufhebung als durch das Urteil selbst bewirkt
erscheint”).
Sin embargo, tampoco los elementos que integran el mencionado trinomio
pueden absolutizarse. Tanto el sistema norteamericano como algunos sistemas
de justicia constitucional europeos ilustran a la perfección al respecto.
El paso de la declaratory theory a la prospective theory, que en cierto momento,
y respecto de algunos casos, se ha producido en Estados Unidos, ilustra bien a
las claras de lo que venimos diciendo. La declaratory theory fue perfectamente
compendiada por Kocourek y Koven, en un trabajo clásico sobre el principio stare
decisis149, en los siguientes términos: “The declaratory theory is that the judges
do not make law but only apply it, and that judicial decisions are not laws in and
themselves in the same sense that legislative enactments are law, but are only
evidence of the law”150.
La declaratory nature de la decisión judicial es deudora del pensamiento de
Blackstone, cuyos célebres Commentaires vinieron a ofrecer su clásica formulación
y a aclarar su justificación intelectual. El argumento de Blackstone es bastante
simple. El deber de un tribunal –aducía el gran constitucionalista británico– no es
“pronounce a new law, but to maintain and expound the old one”. Coherentemente

148
Hans KELSEN: “Wesen und Entwicklung der Staatsgerichtsbarkeit”, en Veröffentlichungen der
Vereinigung der Deutschen Staatsrechtslehrer, nº 5, 1929, pp. 30 y ss.; en concreto, p. 77.
149
Albert KOCOUREK y Harold KOVEN: “Renovation of the common law through stare decisis”,
en Illinois Law Review, Volume XXIX, Number 8, April 1935, pp. 971 y ss.
150
Ibidem, p. 972.
1312 LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES

con ello, al decidir un caso litigioso se entendía que el juez venía obligado a declarar
el Derecho existente al originarse la controversia y a proclamarlo como el principio
determinante del caso. De la “declaratory nature” de la decisión judicial, Blackstone
derivó la necesidad de que la decisión tuviera efecto retroactivo (retrospective effect).
Si la decisión interpretaba el Derecho, entonces no hacía más que declarar lo que
el Derecho siempre había sido. Si, por el contrario, llegaba a considerar necesario
anular la primera interpretación, esto es, el precedente, era igualmente claro para
Blackstone que la overruling decision no hacía más que declarar el Derecho, aunque
quiza de un modo más meditado. En el lenguaje que a Blackstone gustaba utilizar,
podría decirse que la primera decisión había sido tan sólo “an evidence” del Derecho
cuyo posterior desarrollo la convertía en “an erroneous evidence”.
En un famoso pasaje de sus Commentaires on the Laws of England (1765-
1769), Blackstone escribía: “The judicial decisions are the principal and the most
authoritative evidence that can be given of the existence of such a custom as shall
form part of the common law... Yet this rule admits of exceptions where the former
determination is most evidently contrary to reason... But even in such cases the
subsequent judges do not pretend to make a new law, but to vindicate the old one
from misrepresentation. For if it be found that the former decision is manifestly
absurd or unjust, it is declared, not that such a sentence was bad law, but that it
was not law; that is, that it is not the established custom of the realm, as had been
erroneously determined”151.
En definitiva, la explicación clásica del efecto retroactivo del cambio respecto
del precedente judicial articulada por Blackstone fue que el Derecho existe con
independencia de las decisiones judiciales. Holmes, en una conocida afirmación,
hablaba de “a brooding omnipresence” absoluta e inmodificable152. La exigencia
de retroactividad será vista así como una inexcusable consecuencia de la teoría de
que la facultad de los tribunales se hallaba limitada a la declaración del Derecho
preexistente, no extendiéndose a la creación de nuevo Derecho.
Frente a Blackstone, Austin, en sus Lectures on Jurisprudence or the Philosophy
of Positive Law, se separaba de una concepción mecanicista del common law,
viniendo a propiciar el reconocimiento de una cierta creatividad del Derecho
judicial, o como dice Mishkin153, Austin posibilitaría el reconocimiento de que los
jueces desarrollan “a lawmaking function”.
La blackstoniana visión iba a ser progresivamente rechazada. Y así, ya el gran
Justice Oliver Wendell Holmes, en un conocido dissent formulado en el Black &
White Taxicab case (1928), se mostraba disconforme con la doctrina establecida
en el caso Swift v. Tyson154, doctrina cuya lógica chocaba con el otorgamiento a
151
Apud YALE-NOTE: “Prospective Overruling and Retroactive Application in the Federal Courts”,
en Yale Law Journal, vol. 71, 1961-1962, pp. 907 y ss.; en concreto, p. 908.
152
Thomas S. CURRIER: “Time and Change in Judge-made law: Prospective Overruling”, en Virginia
Law Review, vol. 51, number 2, March 1965, pp. 201 y ss.; en concreto, p. 206.
153
Paul J. MISHKIN: “The High Court, the Great Writ, and the Due Process of Time and Law”, en
Harvard Law Review, vol. 79, 1965-1966, pp. 56 y ss.; en concreto, p. 58.
154
Black and White Taxicab & Transfer Co. v. Brown & Yellow Taxicab & Transfer Co. (1928).
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1313

una decisión judicial de un efecto tan sólo ex nunc o pro futuro. La oposición de
Holmes a la doctrina fijada en Swift v. Tyson se entrelazaba con su crítica a la
“declaratory theory”.
Otro bien conocido Justice, Benjamin Nathan Cardozo, ha sido considerado
“the major advocate of prospective overruling”155. Ya en 1921, antes de acceder a
la Supreme Court (a la que llegó en marzo de 1932, en sustitución del gran Justice
Oliver W. Holmes), en su más clásica obra156, escribía que en la mayor parte de los
casos el “retrospective effect of judge-made-law” no ocasionaba dificultades o, por
lo menos, éstas eran de índole menor; sin embargo, siendo mayores tales dificul-
tades, o siendo innecesarias, el efecto retroactivo debía ser negado. La opinión de
Cardozo concordaba con la posición que algunos años antes expusiera Freeman,
partidario de que en aquellos casos en que los tribunales se vieran implicados por
las dificultades causadas por la retroactividad de una overruling decision, pudieran
ser capaces de enfrentarse a su responsabilidad de “eliminar la influencia de un
mal precedente”157. Recuerda Levy158, que en enero de 1932, aún siendo miembro
(Chief Judge) de la New York Court of Appeals, Cardozo pronunció una importante
conferencia en la “New York State Bar Association” en la que se adhirió a la tesis
de la prospective overruling. No ha de extrañar por lo mismo que ese año de 1932,
ya incorporado a la Supreme Court y llamado a escribir la “opinion of the Court”
en el relevante Sunburst case159, Cardozo expresara el punto de vista de que el
alcance de los límites a la adhesión al precedente era una materia que los Estados
habían de decidir por sí mismos.
El progresivo impacto de la tesis austiniana no podía dejar de afectar a
los efectos temporales de las sentencias, pues si éstas podían innovar, creaban
Derecho en definitiva, las situaciones anteriores ajenas a la litis debían ser tenidas
en cuenta. Se explica así que en 1940 el Chief Justice Hughes considerara la
situación normativa anterior a la sentencia declarativa de la inconstitucionalidad
como un operative fact que no podía ser ignorado160.
En los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo, amplios sectores de la
doctrina se iban a mostrar críticos frente a la declaratory theory y hacia la “retro-
spective operation of overruling decisions”. Así, Grant señalaba como un defecto
inherente al sistema americano de la judicial review, la inseguridad resultante
del hecho de que, por lo general, las decisiones de los tribunales sobre ámbitos
materiales constitucionales tenían efectos retroactivos. “Consequently –añadía

155
YALE-NOTE: “Prospective Overruling and Retroactive Application in the Federal Courts”, op.
cit., p. 911.
156
Benjamin N. CARDOZO: The Nature of the Judicial Process (first published, 1921), 27th printing,
Yale University Press, New Haven and London, 1967, pp. 146-147.
157
Robert Hill FREEMAN: “The Protection Afforded Against the Retroactive Operation of an
Overruling Decision”, en Columbia Law Review, vol. 18, 1918, pp. 230 y ss.; en concreto, p. 251.
158
Beryl Harold LEVY: “Realist Jurisprudence and Prospective Overruling”, en University of
Pennsylvania Law Review, vol. 109, No. 1, November 1960, pp. l y ss.; en concreto, p. 12.
159
Great Northern Railway v. Sunburst Oil & Refining Co. (1932).
160
En una “opinion of the Court” unánime redactada por el Chief Justice Hughes, la dictada en el
caso Chicot County Drainage Dist. v. Baxter State Bank (1940).
1314 LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES

Grant161– in order to know the law of today one must be able to divine the decisions
of tomorrow –or of several years hence”.
En los años sesenta, al fin, la Supreme Court creaba reglas diferentes para los
“civil and criminal judicial proceedings”. Particularísima importancia tendría el
caso Linkletter v. Walker (1965), en el que la Corte introducía un punto de inflexión
en su doctrina sobre la nulidad ab initio. En Linkletter, el Tribunal desarrolló una
doctrina a cuyo tenor podría denegarse el efecto retroactivo a una recién declarada
“rule of criminal law”. En la sentencia, la Supreme Court razonaba que “the
Constitution neither prohibits nor requires retrospective effect”, consideración
que apoyaba en la autorizada voz del Justice Cardozo, para quien “the federal
constitution has no voice upon the subject”162.
Dos años más tarde, la Corte Suprema reiteró la doctrina Linkletter en el caso
Stovall v. Denno (1967). En 1971, en el caso Chevron Oil Co. v. Huson, el Tribunal
elaboró una suerte de “test for retroactivity”163 con el que identificar los requisitos
necesarios para que los overruling limitasen sus efectos pro futuro. Ciertamente, en
los años subsiguientes, las decisiones de la Corte han estado lejos de ser unánimes
en el punto que nos ocupa. Pero lo dicho es suficiente para mostrarnos, que incluso
en Estados Unidos el efecto retrospectivo exigido por la declaratory theory se halla
lejos de ser un dogma inamovible.
Al margen ya de Estados Unidos, el Derecho comparado nos revela una tenden-
cia general hacia la búsqueda de instrumentos decisorios que aseguren una cierta
flexibilidad al régimen de los efectos de las decisiones de inconstitucionalidad,
flexibilidad alcanzada en algunos casos a través de la vía jurisprudencial, y por lo
general, posteriormente consolidada legislativamente, y en otros, expresamente
contemplada en los textos constitucionales o en las leyes que rigen los Tribunales
Constitucionales164.
El problema de fondo está lejos de provenir de la conveniencia de postergar
los efectos ex tunc en favor de los efectos ex nunc. Ciertamente, la opción por
una u otra fórmula no es indiferente, pero lo crucial de esta problemática reside,
como con evidente razón aduce Ruotolo165, en el anacronismo de un sistema que
se cierra en nombre de la rigidez de uno u otro principio (eficacia pro praeterito/
eficacia pro futuro) sin admitir derogación o matización alguna.

161
James Allan Clifford GRANT: “Judicial Control of Legislation. A Comparative Study”, en The
American Journal of Comparative Law, vol. III, number 2, Spring 1954, pp. 186 y ss.; en concreto,
p. 192.
162
Cita del Justice Cardozo extraída de la sentencia dictada en el caso Great Northern Raylway v.
Sunburst Oil & Refining Co. (1932).
163
Cfr. al efecto Laurence H. TRIBE: American Constitutional Law, volume one, third edition,
Foundation Press, New York, 2000, p. 219.
164
Marco RUOTOLO: La dimensione temporale dell’invalidità della legge, op. cit., p. 351.
165
Ibidem, p. 310.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1315

Un brevísimo repaso del Derecho comparado, circunscribiéndonos a algunos


países europeos, nos muestra la diversidad de soluciones encaminadas a la
flexibilización de los efectos en el tiempo de las sentencias de inconstitucionalidad.
El caso austriaco sigue siendo paradigmático. La ya citada posibilidad que la
Constitución otorga al Verfassungsgerichtshof (VfGH) de diferir temporalmente
los efectos de las sentencias que establecen la inconstitucionalidad de una ley,
entraña una más que notable matización frente a la regla general del efecto ex
nunc de las mismas, regla que tras la reforma constitucional del 31 de diciembre
de 1975 ha sido objeto de una innovación de notable interés. Tras esa reforma,
se posibilita al VfGH que, frente a la regla general de que se siga aplicando la ley
declarada inconstitucional a los hechos realizados antes de la anulación (“Auf die
vor der Aufhebung verwirklichten Tatbestände”), con la excepción del caso que
ha dado origen al fallo (“mit Ausnahme des Anlaßfalles”, en la dicción literal del
art. 140.7 de la Constitución), pueda disponer otra cosa en su pronunciamiento
(“aufhebenden Erkenntnis” en el texto del mencionado art. 140.7 tras su reforma
de 1975), lo que obviamente quiere decir que el Tribunal Constitucional queda
facultado para “puentear” el principio de eficacia pro futuro de sus sentencias de
anulación.
Una de las transformaciones más relevantes de la jurisprudencia constitu-
cional austriaca, que se puede apreciar a partir de 1985, atañe a la noción de
Anlaßfall, que si originariamente concernía sólo al caso que había dado origen al
pronunciamiento del Tribunal, a partir de 1985, tal concepto ya no identifica tan
sólo el caso desencadenante del proceso constitucional, sino a todo caso pendiente
de juicio ante el propio VfGH en el momento de la deliberación de la sentencia de
anulación (Aufhebung) por el Tribunal. Tal transformación ha sido considerada166
como expresión de la tendencia a extender también a otros casos pendientes el
efecto anulatorio de una sentencia declaratoria de la inconstitucionalidad de una
disposición legal, con el subsiguiente efecto de anulación.
La sentencia de anulación (Aufhebung) debe ser publicada sin demora, lo que
obliga particularmente al Canciller Federal (Bundeskanzler) o al Gobernador del
Land (Landeshauptmann) competente. La anulación, como regla general, entrará
en vigor con efectos obviamente erga omnes el día de la publicación, si el VfGH
no hubiese determinado un plazo para la anulación, plazo que, como ya se dijo,
puede llegar hasta los 18 meses. La posibilidad que con ello se ofrece al Tribunal,
razonan Korinek y Martin167 le libera (“brefeit ihn”), en efecto, durante el control
de constitucionalidad de una ley (“bei der Prüfung der Verfassungsmäßigkeit eines
Gesetzes”) de la necesidad, en la apreciación de la cuestión constitucional (“in die
Beurteilung der Verfassungsfrage”), de tomar en consideración las consecuencias
prácticas de una anulación legal (“die praktischen Auswirkungen einer allfälligen
166
Angelo Antonio CERVATI: “Incostituzionalità delle leggi ed efficacia delle sentenze delle Corti
costituzionali austriaca, tedesca ed italiana”, en Quaderni Costituzionali, anno IX, nº 2, Agosto 1989,
pp. 257 y ss.; en concreto, p. 275.
167
Karl KORINEK und Andrea MARTIN: “Die Verfassungsgerichtsbarkeit in Österreich”, op. cit.,
p. 80.
1316 LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES

Gesetzesaufhebung”)” lo que, a juicio de los mismos autores, se ha acreditado


perfectamente en la práctica austriaca (“in der österreichischen Praxis bestens
bewährt”).
Parece claro que cuando el VfGH prevé un término para la entrada en vigor del
efecto de anulación de una ley (de algunas de sus disposiciones) declarada incons-
titucional, convirtiendo en inimpugnable la propia ley dentro de tal período168,
desenvuelve la función propia de un legislador ad interim169. No debe extrañar por
lo mismo que el Tribunal, que utiliza frecuentemente esta facultad, recurra a ella
en casos de omisiones legislativas parciales o relativas; así, por ejemplo, en caso de
anulación por violación del principio de igualdad de una disposición que concede
una ventaja o beneficio. En cierto modo, lo que también podemos denominar la
vacatio sententiae viene a cumplir un rol equivalente al de una declaración de
inconstitucionalidad sin nulidad, con lo que ello entraña de llevar a cabo una
suerte de apelación implícita al legislador, al que se otorga un determinado plazo
a los efectos de que proceda a dictar un nuevo texto o a modificar las previsiones
consideradas inconstitucionales, evitando de esta forma la inasumible situación
jurídica que se hubiera podido crear de resultas de un efecto inmediato de la
anulación.
Somos plenamente conscientes de que el sistema austriaco no se acomoda al
trinomio que da rótulo a este epígrafe, no obstante lo cual nos hemos hecho eco
de él en cuanto nos muestra que esta relativización de los efectos temporales de
las sentencias de inconstitucionalidad se produce en todos los sistemas de justicia
constitucional.
Centrándonos ahora en algunos países a los que, a priori, les sería aplicables
el trinomio de referencia, podemos apreciar que la situación no es muy distinta
a la que se ha expuesto.
En Alemania, tras todo lo ya comentado precedentemente, no creemos que sea
necesario añadir nada más. La tradicional doctrina de la nulidad ab initio de la
norma constitucional no ha impedido al BVerfG recurrir a fórmulas muy dispares,
como las decisiones de mera incompatibilidad, con la finalidad (entre otros
fines) de modular la eficacia temporal de las decisiones de inconstitucionalidad.
Weber lo ha puesto de relieve con toda claridad cuando, tras recordar la eficacia
ex-tunc (Ex tunc Wirkung) de las decisiones de inconstitucionalidad170, precisa a
renglón seguido que el BVerfG no elimina sin embargo la ley con efecto retroactivo
(“vernichtet jedoch nicht das Gesetz rückwirkend”), acomodándose por lo tanto

168
«Un tel délai –se afirma por el propio VfGH [en “Cour constitutionnelle autrichienne” (7ème
Conférence des Cours Constitutionnelles Européennes), en Annuaire International de Justice Con-
stitutionnelle, III, 1987, pp. 59 y ss.; en concreto, p. 79]– a pour conséquence que la norme annulée
jusqu’à l’entrée en vigueur de l’annulation conformément au délai fixé doit “être traitée comme un
élément de l’ordre juridique conforme à la Constitution et irréprochable”».
169
Theo ÖHLINGER: “La giurisdizione costituzionale in Austria”, en Quaderni Costituzionali, anno
II, nº 3, Dicembre 1982, pp. 535 y ss.; en concreto, p. 547.
170
Albrecht WEBER: “Die Verfassungsgerichsbarkeit in der Bundesrepublik Deutschland”, op. cit.,
p. 60.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1317

a la teoría de la anulabilidad (Vernichtbarkeitslehre)171. También Schneider ha


precisado172, que aunque la inconstitucionalidad tiene generalmente efectos
ex tunc, en ocasiones esos efectos son ex nunc.
Heyde ha explicado 173 con toda nitidez, que argumentos tales como la
exigencia de evitar el caos legislativo o el hundimiento del “Estado de impuestos”
(“Steuerstaat”), o la de soslayar una situación aún más inconstitucional que la
precedente, que se trata de evitar, además ya del respeto al poder legislativo, son
algunas de las razones esgrimidas por el BVerfG para modular las previsiones
que en torno a los efectos de las sentencias de inconstitucionalidad establece su
propia ley, la BVerfGG.
Por lo demás, no puede olvidarse que la Ley del Tribunal, en su art. 79, prevé
algunas modulaciones respecto de los efectos temporales de las sentencias de
inconstitucionalidad. Así, si el apartado primero de dicho precepto dispone,
que cuando una sentencia condenatoria firme (“ein rechtskräftiges Strafurteil”)
se base en una norma declarada incompatible o, conforme al art. 78, nula
(“unvereinbar oder nach § 78 für nichtig erklärten Norm”), o en una interpretación
(“oder auf der Auslegung”) por la que el BVerfG la declare incompatible con
la Ley Fundamental (“unvereinbar mit dem Grundgesetz”), cabrá recurso de
revisión (“Wiederaufnahme des Verfahrens”) conforme a las prescripciones
procedentes de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (“nach den Vorschriften der
Strafprozeßordnung zulässig”). Por el contrario, tal efecto retroactivo, que como
vemos alcanza en el ámbito penal incluso a las sentencias con fuerza de cosa
juzgada, a la vista de lo dispuesto por el apartado segundo del propio art. 79, no
se produce respecto de las sentencias dictadas en otros ámbitos, que ya no son
más impugnables (“die nicht mehr anfechtbaren Entscheidungen”), aun cuando
se basaran en una norma declarada nula conforme al art. 78 (“auf einer gemäß
§ 78 für nichtig erklärten Norm beruhen”). Como recuerda Stuth174, el BVerfG ha
sostenido reiteradamente la conformidad constitucional de estas previsiones de
su propia ley reguladora, a través de las cuales el legislador ha tratado de resolver
las posibles contradicciones entre la justicia del caso singular y el principio
de seguridad jurídica, principios ambos, innecesario es decirlo, de la mayor
relevancia constitucional en un Estado de Derecho.
También en Italia, como incluso vimos con anterioridad que precisaba la
propia Corte costituzionale en su Informe a la Conferencia de Tribunales Cons-
titucionales europeos celebrada en Lisboa, se han efectuado modulaciones en
los efectos temporales de las sentencias de inconstitucionalidad. La doctrina se
ha mostrado por entero de acuerdo con buena parte de dichas modulaciones. Y

171
Ibidem, p. 61.
172
Hans-Peter SCHNEIDER: “Jurisdicción constitucional y separación de poderes”, op. cit., p. 58.
173
Wolfgang HEYDE: “Gesetzgeberische Konsequenzen aus der Verfassungswidrigerklärung von
normen”, en W. ZEIDLER (Hrsg.): Festschrift für H. J. Faller, München, 1984, p. 53. Cit. por Marco
RUOTOLO: La dimensione temporale dell’invalidità della legge, op. cit., p. 318.
174
Sabine STUTH: “Il Bundesverfassungsgericht e il profilo tecnico delle sue pronunce”, en Quaderni
Costituzionali, anno IX, nº 2, Dicembre 1989, pp. 287 y ss.; en concreto, p. 289.
1318 LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES

así, Temistocle Martines, en el Seminario realizado sobre esta problemática en el


Palazzo della Consulta, señalaba175, que la desaplicación de una norma declarada
inconstitucional (illegittima) en todas las relaciones (jurídicas) aún pendientes
puede revelarse una solución demasiado drástica, en todas las ocasiones en
que venga a provocar una disparidad de tratamiento, con lo que este summum
ius podría transmutarse en una summa iniuria en todos esos casos de tratos
desiguales o cuando con ello se desatiendan expectativas legítimas en el momento
en que habían surgido. En la misma línea, Caravita se ha hecho eco de una
consideración comúnmente sentida por amplios sectores de la doctrina: la de que
si las sentencias de inconstitucionalidad tuviesen una eficacia indiscriminada e
incondicionadamente retroactiva, tendrían el riesgo de atropellar (“travolgere”)
órganos, institutos y actividades de enorme relieve institucional y constitucional;
en tales casos, el vulnus sería hasta tal punto insoportable que no permitiría a
la Corte golpear (“colpire”) la normativa con un drástico pronunciamiento de
inconstitucionalidad176.
Por lo demás, existe una cierta convergencia doctrinal en la apreciación de que
la realidad muestra que los efectos temporales de las decisiones estimatorias de
la Corte costituzionale no son realmente determinables ni en términos de efectos
ex tunc, esto es, retroactivos, ni hablando de efectos ex nunc o pro futuro. “Essi
–precisará Pizzorusso177– si determinano infatti nei confronti di tutti i rapporti
(anteriori o successivi alla pubblicazione della sentenza) in relazione ai quali le
disposizioni o norme dichiarate incostituzionali risultino comunque applicabili”.
En fin, Zagrebelsky se ha referido178 a un efecto sustancial para el futuro
análogo a la abrogación, mientras que, para el pasado, alude a un efecto procesal
que, sin embargo, se refleja naturalmente en el plano de las relaciones sustantivas
en curso, de modo tal que la retroactividad de los efectos de las sentencias de
inconstitucionalidad se manifieste en la “desaplicación” por los jueces comunes de
la ley declarada inconstitucional, en relación a situaciones anteriores a la decisión
de la Corte. De esta forma, la retroactividad es el reflejo indirecto de situaciones
procesales en las que a los jueces ordinarios se les prohíbe aplicar leyes inconstitu-
cionales a situaciones sustantivas preexistentes, si bien ese efecto retroactivo no es
ilimitado, pues sólo rige respecto de “situazioni e rapporti pendenti”, excluyéndose
por lo mismo tales situaciones cuando se hallen “esauriti” (agotadas).

175
Temistocle MARTINES: “Considerazioni sul tema”, en la obra colectiva Effetti temporali delle
sentenze della Corte costituzionale anche con riferimento alle esperienze straniere, Giuffrè, Milano, 1989,
pp. 235 y ss.; en concreto, p. 236.
176
Beniamino CARAVITA: “La modifica della efficacia temporale delle sentenze della Corte
costituzionale: limiti pratici e teorici”, en la obra colectiva Effetti temporali delle sentenze della
Corte..., op. cit., pp. 243 y ss.; en concreto, p. 255.
177
Alessandro PIZZORUSSO: “Comentario al art. 136 de la Constitución”, en Commentario della
Costituzione, a cura di Giuseppe Branca, volumen sobre «Garanzie costituzionali (Art. 134-139)»,
Nicola Zanichelli Editore/Soc. Ed. del Foro Italiano, Bologna/Roma, 1981, pp. 175 y ss.; en concreto,
p. 184.
178
Gustavo ZAGREBELSKY: La giustizia costituzionale, Il Mulino, nuova edizione, Bologna, 1988,
p. 266.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1319

Si a todo lo expuesto se añade la ya comentada creación por la Corte


costituzionale de algunas técnicas decisorias, como bien podría ser el caso de las
sentenze-monito, que han propiciado que la doctrina las tilde de una “dichiarazione
di incostituzionalità temporalmente limitata”179, por cuanto siendo formalmente
de rechazo, en sus fundamentos contienen una auténtica afirmación de incons-
titucionalidad, se puede apreciar que también en Italia la correlación nulidad/
retroactividad de efectos está lejos de ser una realidad universalmente operativa.
En España, la situación no difiere gran cosa de la existente en Alemania e Italia.
La LOTC, no obstante anudar la nulidad a los preceptos legales declarados incons-
titucionales (art. 39.1), no acoge ni mucho menos un principio de retroactividad
sin límites, pues aunque tal retroactividad se infiere de una interpretación a sensu
contrario de su art. 40.1 (“Las sentencias declaratorias de la inconstitucionalidad
de leyes, disposiciones o actos con fuerza de ley no permitirán revisar procesos
fenecidos mediante sentencia con fuerza de cosa juzgada en los que se haya hecho
aplicación de las leyes, disposiciones o actos inconstitucionales, salvo en el caso de
los procesos penales o contencioso-administrativos referentes a un procedimiento
sancionador en que, como consecuencia de la nulidad de la norma aplicada, resulte
una reducción de la pena o de la sanción o una exclusión, exención o limitación de la
responsabilidad”), lo cierto es que el principio de retroactividad tiene como barrera
infranqueable (a salvo las sentencias dictadas en procedimientos de naturaleza
sancionadora, en las que la inconstitucionalidad de la norma aplicada se traduzca
en un efecto más favorable para el sancionado: retroactividad in bonum partem) las
relaciones ya agotadas, lo que en último término entraña, como pusiera de relieve
Barile180, que la regla fundamental del Derecho procesal, tempus regit actum, se haga
presente como regla sustantiva en las relaciones ya agotadas. Ello, por lo demás,
está lejos de ser extraño, pues la teoría de la nulidad de los actos, aún entrañando
la desaparición de los efectos jurídicos producidos por el acto nulo, nunca es tan
radical como para privar de todo efecto a toda relación jurídica surgida al amparo
del acto legislativo presuntamente válido cualquiera que fuere la situación jurídica
en que tal relación se encontrare. De ahí que las situaciones agotadas, consolidadas
por medio de una sentencia con fuerza de cosa juzgada, en aras del trascendental
principio de seguridad jurídica, quedan al margen de todo efecto retroactivo, a salvo
la retroactividad in bonum.
Más allá de ello, el Tribunal Constitucional, como con razón ha dicho Jiménez
Campo181, ha ido privando de razón práctica a esa difundida interpretación de la
nulidad que le atribuye genéricamente “efectos retroactivos”. Y si ya el binomio
nulidad/retroactividad es de difícil resolución, la complicación a la que el mismo

179
Franco MODUGNO: “Considerazioni sul tema”, en la obra colectiva Effetti temporali delle
sentenze della Corte..., op. cit., pp. 13 y ss.; en concreto, p. 20.
180
Paolo BARILE: “Considerazioni sul tema”, en la obra colectiva Effetti temporali delle sentenze
della Corte...”, op. cit., pp. 327 y ss.; en concreto, p. 331.
181
Javier JIMÉNEZ CAMPO: “Qué hacer con la ley inconstitucional”, en la obra colectiva La senten-
cia sobre la constitucionalidad de la Ley, Tribunal Constitucional/Centro de Estudios Constitucionales,
Madrid, 1997, pp. 15 y ss.; en concreto, p. 42.
1320 LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES

conduce aún se hace mayor si se atiende a la jurisprudencia del “intérprete


supremo de la Constitución”182.
Un repaso a esa jurisprudencia, aún siendo muy superficial como es el caso,
así lo corrobora. La STC 60/1986 recoge novedosamente, en el párrafo final de su
último fundamento183, una explícita referencia a los efectos de la decisión: “Esta
anulación (de varios preceptos del Decreto-Ley 22/1982, de 7 de diciembre, sobre
medidas urgentes de la reforma administrativa) –se puede leer– no ha de compor-
tar, sin embargo, la de los actos jurídicos dictados en ejecución de los preceptos
que ahora se invalidan, ni, por lo mismo, la de las situaciones administrativas
declaradas a su amparo, pues no hay razón alguna en este caso para retrotraer el
efecto invalidante de las normas declaradas inconstitucionales al momento de la
entrada en vigor de las mismas”.
Será en cualquier caso la STC 45/1989, de 20 de febrero, la que lleve a término
un cambio de registro significativo. Ya nos hemos referido precedentemente con
algún detalle a esta decisión; por lo mismo, seremos ahora especialmente concisos.
Dos aspectos son de subrayar: el primero, la reivindicación que el Tribunal hace
de su tarea de precisar el alcance de los efectos de la nulidad en cada caso, lo que
justifica, de un lado, en la harto discutible consideración de que la LOTC no define
los efectos de la nulidad en lo que toca al pasado, y de otro, en que la nulidad no
tiene el mismo contenido en los distintos sectores del ordenamiento184.
El segundo aspecto a destacar es la equiparación que el Tribunal lleva a cabo
entre las situaciones consolidadas de resultas de una sentencia con fuerza de cosa
juzgada (art. 40.1 LOTC) y aquellas otras establecidas mediante las actuaciones
administrativas firmes, lo que justifica en que la conclusión contraria entrañaría
“un inaceptable trato de disfavor para quien recurrió, sin éxito, ante los Tribunales
en contraste con el trato recibido por quien no instó en tiempo la revisión del
acto de aplicación de las disposiciones hoy declaradas inconstitucionales”. Como
es obvio, esta interpretación se traduce, en lo que ahora interesa, en una nueva
limitación del efecto retroactivo de la declaración de nulidad.
En otras sentencias posteriores, el juez constitucional se ha manifestado sin
ambages en favor de diferir los efectos de la nulidad. Común denominador de las
sentencias en que, de una u otra forma, el Tribunal ha optado por diferir los efectos
de la nulidad, es una asunción de competencias por parte del Estado que resulta
contraria al orden constitucional y estatutario de distribución de competencias,
si bien, en unos casos, esa invasión competencial estatal es fruto no tanto de
previsiones específicas cuanto de silencios de la legislación estatal conducentes al
vaciamiento de competencias autonómicas previamente reconocidas y asumidas
por la vía estatutaria, mientras que en algún otro supuesto la quiebra competencial

182
En tal sentido, Encarnación MARÍN PAGEO: La cuestión de inconstitucionalidad en el proceso
civil, Civitas, Madrid, 1990, p. 359.
183
STC 60/1986, de 20 de mayo, fund. jur. 5º, in fine.
184
STC 45/1989, de 20 de febrero, fund. jur. 11.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1321

es la resultante de una específica determinación de la legislación estatal que invade


competencias ajenas.
En resumen, el devenir del tiempo ha ido incidiendo, vía jurisprudencial, sobre
el tema que nos ocupa, encontrándonos diversas inflexiones jurisprudenciales
que, lejos de manifestarse en una misma dirección, presentan diferentes variantes
cuyo común denominador es impedir el automatismo inicialmente contemplado
entre inconstitucionalidad, nulidad y retroactividad. En ello ha tenido bastante
que ver, entre otros diversos factores, la sensibilidad del juez constitucional hacia
las consecuencias de sus decisiones. La siguiente reflexión del Tribunal lo aclara
meridianamente: “La declaración de nulidad –se argumenta en la STC 54/2002– no
ha de presentar siempre y necesariamente el mismo alcance. En efecto, la vigencia
simultánea de los diversos preceptos constitucionales nos exige que, al determinar
el alcance de la declaración de nulidad de una Ley, prestemos también atención a
las consecuencias que esa misma declaración de nulidad puede proyectar sobre
los diversos bienes constitucionales”185.

3.  La conveniente capacidad de graduación por los Tribunales


Constitucionales de los efectos de sus sentencias de
inconstitucionalidad, en orden a la armonización de los
diversos principios y valores constitucionales en presencia

Cuanto hasta aquí se ha expuesto creemos que deja claro varios aspectos: la
inconveniencia de una aplicación rígida de estrictas categorías dogmáticas en lo que
a los efectos de las sentencias de inconstitucionalidad se refiere, el desbordamiento
que de las fórmulas legales vienen haciendo los Tribunales Constitucionales en el
punto objeto de nuestra atención y el seguimiento que a su vez hace el legislador de
las pautas previamente fijadas por la jurisprudencia constitucional, procediendo
en muchos casos a su positivación. Parece clara por todo ello la necesidad de que el
legislador no trate de sujetar de un modo absolutamente rígido al juez constitucional
a la hora de discernir los efectos de las sentencias de inconstitucionalidad, dejándole
siempre un cierto resquicio, un determinado margen de maniobra. El Tribunal debe
siempre tener a su alcance la posibilidad de graduar los efectos de sus sentencias de
inconstitucionalidad a fin de poder acomodarlos a las consecuencias que extraiga de
las ponderaciones que realice a la vista de los diferentes principios, bienes y valores
constitucionales en presencia.
Por lo demás, que un Tribunal Constitucional no puede desinteresarse de
los efectos de sus sentencias es algo que está fuera de toda duda. “La Corte –ha
escrito Zagrebelsky186– non può desinteressarsi degli effetti delle pronunce di

185
STC 54/2002, de 27 de febrero, fund. jur. 8º.
186
Gustavo ZAGREBELSKY: “Il controllo da parte della Corte costituzionale degli effetti temporali
delle sue pronunce”, en Quaderni Costituzionali, anno IX, nº 1 (monográfico sobre «L’efficacia temporale
delle sentenze della Corte»), Aprile 1989, pp. 67 y ss.; en concreto, p. 70.
1322 LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES

incostituzionalità, quando queste possono determinare conseguenze sconvolgenti


(...). In tali casi, essa non può mirare puramente e semplicemente –cioè cieca-
mente– all’eliminazione della legge incostituzionale, per il passato come per il
futuro. L’etica della responsabilità esige da essa questa attenzione”. Y como es
patente, todo ello debe de ir unido a una cierta capacidad de decidir dentro de
determinados límites.
Desde luego, no faltan autores que expresan su preocupación ante el riesgo
de atribuir al Tribunal Constitucional un rol excesivamente “fuerte” en el sistema,
pues ello puede desembocar en el puro arbitrio. Pero como replica Ruotolo187,
tal peligro no puede conducir a una apriorística negación de un rol dinámico del
juez de las leyes y, sobre todo, impedir argumentar en términos problemáticos y
con la vista puesta en la iniciativa de nuevas propuestas, acerca de la oportunidad
del reconocimiento de un poder de modulación de la eficacia temporal de las
decisiones de inconstitucionalidad.
En esta línea de crítica y de preocupación, no han faltado tampoco quienes
han recordado, que por encima de los órganos de la jurisdicción constitucional
no existe instancia alguna habilitada para fiscalizar sus actuaciones, lo que les
puede permitir ampliar sus facultades creativas hasta límites con frecuencia
insospechados188. Esta preocupación o crítica es bien poco original. Ya Juvenal
se interrogaba acerca de Quis custodiet ipsos custodes? De la omnipresencia
como inquietud científica y política de este irresoluble problema constituye
una prueba bien elocuente la alusión que al mismo hizo, en su réplica frente
a la defensa por Sieyès de su Jurie constitutionnaire, el diputado Fauré en la
sesión de la Asamblea del 24 thermidor del año II (11 de agosto de 1794), consi-
derando tal problema como “la pierre philosophale” de los modernos sistemas
constitucionales189. Casi un siglo después, Jellinek, en su famoso opúsculo en
favor de un Tribunal Constitucional, publicado en Viena en 1885190, en el que
iba a reivindicar la transformación del Reichsgericht austriaco (creado en las
Leyes constitucionales de 1867) en un Verfassungsgerichtshof, se replanteaba el
mismo problema, formulando una conclusión con la que, en buena medida, nos
sentimos identificados: la única garantía de la actividad del guardián o defensor
de la Constitución se ha de situar, en último término, en su conciencia moral.
Ello no entraña, a nuestro entender, abdicar de la necesidad de cautelas jurídicas,
si bien es patente que el problema que late en todas estas reflexiones es de difícil
solución desde perspectivas estrictamente jurídicas.

187
Marco RUOTOLO: La dimensione temporale dell’invalidità della legge, op. cit., p. 357.
188
Juan Luis REQUEJO PAGÉS: “Constitución y remisión normativa (Perspectivas estática y
dinámica en la identificación de las normas constitucionales)”, en Revista Española de Derecho
Constitucional, nº 39, Septiembre/Diciembre 1993, pp. 115 y ss.; en concreto, p. 150.
189
Cfr. al respecto M. GAUCHET: La Révolution des pouvoirs, Gallimard, Paris, 1995, pp. 178 y ss.
190
Georg JELLINEK: Ein Verfassungsgerichtshof für Österreich, Alfred Holder, Wien,1885, 70 pp.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1323

Ante la problemática de fondo, hay autores, como Cervati 191, que hacen
especial hincapié en la motivación de las opciones interpretativas que el Tribunal
Constitucional lleve a cabo de la Constitución, pero no sólo de ella, también de las
leyes ordinarias, subrayando que ello debe hacerlo sobre todo cuando se trate de
opciones hermenéuticas que presenten un más amplio margen de opinabilidad.
Otros autores, como es el caso del actual Giudice della Corte costituzionale,
Gaetano Silvestri192, se inclinan por deferir las soluciones de los problemas de
Derecho intertemporal planteados por las sentencias de inconstitucionalidad a los
jueces comunes o a la Administración, en el caso de que no se evidencien intereses
constitucionalmente relevantes que impongan una graduación, racional y racio-
nalizada, de los efectos de la decisión sobre las “relaciones pendientes”, fórmula
de solución en tales casos (no en otros) que nos parece por entero razonable193.
No cabe duda de que si pueden derivar inconvenientes de que un Tribunal
Constitucional pueda graduar la eficacia temporal de sus sentencias, no menos
inconvenientes pueden desprenderse del hecho de que no lo pueda hacer194.
Por nuestra parte, no albergamos duda de que aún existiendo peligros, el
juez constitucional debe estar en condiciones de poder graduar los efectos de sus
sentencias de inconstitucionalidad, no sólo para acomodarlos a las consecuencias
que puedan derivarse de las mismas, a fin de soslayar sus efectos dañinos, sino
para poder asimismo modularlos en función de la previa ponderación de los
principios, bienes y valores constitucionales en juego. Ello no debe entenderse
en el sentido de que el legislador otorgue un cheque en blanco al Tribunal Cons-
titucional. La ley debe regular con cierta precisión los efectos de las sentencias
de inconstitucionalidad, dejando siempre abierta la posibilidad de que, cuando
razones de naturaleza constitucional, debidamente justificadas, así lo acrediten,
el Tribunal pueda decidir dentro de unos márgenes flexibles que se aparten de la
regla general.
En coherencia con ello, hubiera sido deseable, a nuestro juicio, la aprobación
de la previsión que al texto del art. 39.1 LOTC se incorporaba en el Proyecto de Ley
Orgánica de modificación de la LOTC, presentado en el Congreso de los Diputados
el 18 de noviembre de 2005195, texto que aunque se convertiría finalmente en la Ley
191
Angelo Antonio CERVATI: “Incostituzionalità delle leggi ed efficacia delle sentenze delle Corti
costituzionali austriaca, tedesca ed italiana”, en Quaderni Costituzionali, anno IX, nº 2, Agosto 1989,
pp. 257 y ss.; en concreto, p. 285.
192
Gaetano SILVESTRI: “Effetti normativi ed effetti temporali delle sentenze della Corte costitu-
zionale”, en Quaderni Costituzionali, anno IX, nº 1, Aprile 1989, pp. 61 y ss.; en concreto, p. 64.
193
En forma análoga, Onida, quien fuera presidente de la Corte, cree que tras el pronunciamiento
del Tribunal es el juez común quien debe aplicar la norma resultante; “e che quindi alla fine è il
giudice comune ad avere l’ultima parola sul modo in cui operano gli effetti delle sentenza della Corte”.
Valerio ONIDA: “Considerazioni sul tema”, en la obra colectiva Effetti temporali delle sentenze della
Corte costituzionale..., op. cit., pp. 185 y ss.; en concreto, p. 187.
194
Análogamente se pronuncia Sergio FOIS, en “Il problema degli effetti temporali alla luce delle
fonti sul processo costituzionale”, en Quaderni Costituzionali, anno IX, nº 1, Aprile 1989, pp. 27 y ss.;
en concreto, p. 29.
195
El Proyecto de Ley Orgánica fue publicado en el Boletín Oficial de las Cortes Generales. Congreso
de los Diputados, VIII Legislatura, Serie A, n° 60-1, 25 de noviembre de 2005. A tenor del texto dado
1324 LOS EFECTOS DE LAS SENTENCIAS CONSTITUCIONALES

Orgánica 6/2007, de reforma de la LOTC, se vería privado en su “iter” legislativo


de la determinación aludida.
No faltan autores que consideran que no hay precepto alguno en la Consti-
tución ni en la LOTC que impida al Tribunal Constitucional ponderar en toda su
extensión temporal la eficacia de una nulidad por él declarada196. No estamos en
absoluto de acuerdo con tal visión. Que el Tribunal lleve a cabo tal ponderación no
presupone que no existan previsiones legales que han de forzarse en su interpre-
tación hasta el extremo, si es que no, lisa y llanamente, ignorarse para que pueda
efectivamente hacerlo. De ahí la conveniencia de positivar, en la dirección fijada
por el mencionado Proyecto, lo que viene ya haciendo el Tribunal. Su legitimación
se verá fortalecida.
Y no creemos deber terminar sin aludir al inexcusable principio del self
restraint, que si siempre debe presidir la actuación del Tribunal Constitucional,
aún debe hallarse más presente en supuestos como los que hemos venido tratando.

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al art. 39.1 por el Proyecto: “Cuando la sentencia declare la inconstitucionalidad, declarará igual-
mente la nulidad de los preceptos impugnados o cuestionados. No obstante, motivadamente y para
preservar los valores e intereses que la Constitución tutela, la sentencia podrá declarar únicamente la
inconstitucionalidad o diferir los efectos de la nulidad por un plazo que en ningún caso será superior
a tres años”.
196
RICARDO ALONSO GARCÍA: “El Tribunal Constitucional y la eficacia temporal de sus sentencias
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p. 268.
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aus Anlas des 25 jährigen Bestehens des Bundesverfassungsgerichts), Herausgegeben
von Christian Starck, Erster Band (Vol. I), J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), Tübingen,
1976, pp. 63 y ss.
SEXTA PARTE

LOS TRIBUNALES CONSTITUCIONALES, DE


LEGISLADORES NEGATIVOS A POSITIVOS
XIII. EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL
COMO LEGISLADOR POSITIVO *

EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESP


AÑOL COMO LEGISLADOR POSITIVO

SUMARIO

l. Introducción: de la visión kelseniana del Tribunal Constitucional como mero “legislador


negativo” a la progresiva asunción por estos órganos de un auténtico poder normativo.– 2.
El rol creativo del Tribunal Constitucional español a la vista de sus funciones más caracte-
rísticas: A) Preservación del principio de constitucionalidad y depuración del ordenamiento
jurídico: a) El binomio inconstitucionalidad/nulidad. Su regulación en la Ley Orgánica
del Tribunal Constitucional (LOTC). b) Las modulaciones interpretativas del binomio,
al margen de las previsiones legales, por parte del Tribunal Constitucional. c) Los efectos
temporales de la declaración de inconstitucionalidad. Su regulación en la LOTC. d) La
interpretación moduladora del texto legal, en lo que a los efectos temporales se refiere, por
parte del Tribunal Constitucional. B) Interpretación vinculante de la Constitución y del
resto del ordenamiento jurídico “en conformidad con la misma”: a) La vinculatoriedad de
los poderes públicos respecto de las sentencias recaídas en procedimientos de inconstitu-
cionalidad. Su régimen jurídico en la LOTC. b) Las sentencias interpretativas del Tribunal
Constitucional. Su actuación como legislador positivo: a´) Sentencias interpretativas. b´)
El abuso y perversión del principio de interpretación conforme: la STC 101/2008, de 24 de
julio. c´) Sentencias manipulativas.– 3. Reflexión final.– 4. Bibliografía manejada.–

1. Introducción: de la visión kelseniana del Tribunal Constitucional


como mero “legislador negativo” a la progresiva asunción por estos
órganos de un auténtico poder normativo

Universalmente conocida es la concepción kelseniana del Tribunal Consti-


tucional como legislador negativo, e innecesario es decir que la aparición del
primer Tribunal Constitucional propiamente dicho, el Verfassungsgerichtshof
(VfGH) austriaco, se halla íntimamente conectada al pensamiento de Kelsen; no
en vano fue el propio Kelsen el auténtico mentor de la Constitución Federal de 1º
de octubre de 1920 y del propio VfGH que la misma creaba.

* Ponencia presentada en el decimoctavo Congreso de la International Academy of Comparative


Law, celebrado en Julio de 2010 en Washington D.C., sobre el tema “Constitutional Courts as Positive
Legislators”. Publicada en la obra Estudos de Homenagem ao Prof. Doutor Jorge Miranda, Faculdade
de Direito da Universidade de Lisboa, Coimbra Editora, Coimbra, 2012, Vol. I, pp. 735 y ss.
1334 EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL COMO LEGISLADOR POSITIVO

Al delinear su teoría de la Verfassungsgerichtsbarkeit, que presupone que


el VfGH se limite a confrontar en abstracto dos normas jurídicas, dilucidando
su compatibilidad o contradicción por medio de meras operaciones lógico-
silogísticas, Kelsen estaba rechazando el subjetivismo radical implícito en algunas
de las teorías jurídicas de la época, como sería el caso de la Escuela libre del
Derecho (Freirechtsbewegung) y de la comunidad del pueblo (Volksgemeinschaft)
y reivindicando la búsqueda de la objetividad y de la racionalidad perdidas en
amplios sectores jurídicos y judiciales de la Alemania de Weimar.
A su vez, al sustraer a los órganos jurisdiccionales el control de constitucio-
nalidad de las leyes y normas generales, el gran jurista vienés pretendía evitar el
riesgo de un “gobierno de los jueces”, peligro sentido por amplios sectores de la
doctrina europea de la época, como revela bien a las claras la clásica obra de Lam-
bert1, en cuanto que tal dirección se conectaba con posiciones mayoritariamente
conservadoras cuando no, lisa y llanamente, antidemocráticas. La radical posición
de la Supreme Court en el primer tercio del siglo XX, frontalmente opuesta a la
legislación social, de lo que constituye prueba fehaciente su decidida oposición a
la legislación del New Deal rooseveltiano, que no quebrará hasta el triunfo de la
llamada “Revolución constitucional”, que, convencionalmente, suele fecharse el
29 de marzo de 1937, día en el que, a través de una 5/4 opinion, la Corte decidía
el célebre caso West Coast Hotel Co. v. Parrish.
Esta peculiar concepción del negativ Gesetzgeber entronca a la perfección con
el pensamiento kelseniano. Kelsen entiende, que la anulación de una ley (conse-
cuencia que se anuda a su inconstitucionalidad) no puede consistir en su mera
desaplicación en el caso concreto, como acontece en la judicial review of legislation
norteamericana, por cuanto, como razonará el gran jurista vienés, “annuler une
loi c´est poser une norme générale”2, ya que la anulación tiene el mismo carácter
de generalidad que su elaboración. “Denn die Aufhebung eines Gesetzes –escribe
Kelsen en uno de sus trabajos más emblemáticos3– hat den gleichen generellen
Charakter wie die Erlassung eines Gesetzes. Aufhebung ist ja nur Erlassung mit
einen negativen Vorzeichen gleichsam” (Porque la anulación de una ley tiene
el mismo carácter general que la promulgación de una ley. La anulación es, en
efecto, sólo una promulgación con un signo en cierto modo negativo). Ello estará
convirtiendo al Tribunal Constitucional en un órgano del poder legislativo, en un
“legislador negativo”. “Aufhebung von Gesetzen –razona de nuevo Kelsen4– ist
somit selbst Gesetzgebungsfunktion und ein gesetzaufhebendes Gericht: selbst
Organ der gesetzgebenden Gewalt” (La anulación de las leyes es por lo tanto la

1
Edouard LAMBERT: Le gouvernement des juges et la lutte contre la législation sociale aux États-
Unis, Giard, Paris, 1921. Existe una versión italiana relativamente reciente, Il governo dei giudici e la
lotta contro la legislazione sociale negli Stati Uniti (L´esperienza americana del controllo giudiziario
della costituzionalità delle leggi), a cura di Roberto D´ORAZIO, Giuffrè Editore, Milano, 1996.
2
Hans KELSEN: “La garantie juridictionnelle de la Constitution” (La Justice constitutionnelle),
en Revue du Droit Public, tome quarante-cinquième, 1928, pp. 197 y ss.; en concreto, p. 200.
3
Hans KELSEN: “Wesen und Entwicklung der Staatsgerichtsbarkeit”, en Veröffentlichen der
Vereinigung der Deutschen Staatsrechtslehrer (VVDStRL), 5. Heft, 1929, pp. 30 y ss.; en concreto, p. 54.
4
Ibidem.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1335

misma función legislativa, y un Tribunal que anula la ley, un propio órgano del
poder legislativo). Este órgano, y es importante recordarlo, en el pensamiento
kelseniano está llamado a colaborar, por decirlo quizá impropiamente, con el
poder legislativo, al venir a reafirmar tal Tribunal el principio de sujeción de
los jueces a la ley sin fisura alguna, lo que, ciertamente, supone un refuerzo
del órgano parlamentario frente al poder judicial. Por lo demás, conviene no
olvidar que de esta caracterización del Tribunal Constitucional como “legislador
negativo” (negativ Gesetzgeber) derivarán las más acusadas diferencias entre los
tradicionalmente considerados como dos grandes (y contrapuestos) sistemas de
la justicia constitucional: el americano o difuso (judicial review of legislation) y el
europeo-kelseniano o concentrado (Verfassungsgerichtsbarkeit).
Tras la Segunda Guerra mundial el sistema constitucional americano vendrá
a asumir una posición verdaderamente central en los ordenamientos europeos,
lo que, desde luego, no dejará de incidir sobre sus respectivos sistemas de justicia
constitucional, pudiéndose de este modo sostener, que el modelo concentrado
de estirpe kelseniana no entrañará, allí donde se siga, más que modificaciones
estructurales respecto del modelo americano, como por lo demás admiten amplios
sectores de la doctrina5.
Esta centralidad del sistema americano no es casual, sino que responde a unas
concretas circunstancias históricas, que mucho tienen que ver con el hecho de que
en Alemania e Italia fuera el legislador la principal amenaza para las libertades
durante un crucial período histórico, lo que explicará que los constituyentes de
ambos países opten por una concepción de la Constitución muy próxima a la
norteamericana, una percepción que la concibe, como la visionara Corwin en un
clásico trabajo6, como the higher Law, como la Ley superior, como un complejo
normativo de igual naturaleza que la ley, pero con una eficacia capaz de desen-
cadenar la invalidez de las normas contrarias a las constitucionales. Y ello tanto
por su legitimidad de origen popular (Corwin hablará de “an entirely new sort of
validity, the validity of a statute emanating of the sovereign people”) como por su
propio contenido (Corwin se refería a cómo en un primer momento la supremacía
constitucional tenía que ver con el contenido de la Constitución, al entenderse
que había “certain principles of right and justice which are entitled to prevail of
their own intrinsic excellence”). La supremacía constitucional se hallaba, pues,
lejos de obedecer a razones puramente formales.
Ciertamente, el originario modelo difuso norteamericano no será recepciona-
do. Más aún, pareció optarse por el modelo austriaco-kelseniano. No podía ser de
otra manera en cuanto que el sistema americano, lleno de convenciones, prácticas
y sobreentendidos, era producto vivo de una historia perfectamente singular y

5
Entre otros, Alessandro PIZZORUSSO: “I sistemi di giustizia costituzionale: dai modelli alla
prassi”, en Quaderni Costituzionali, Anno II, nº 3, Dicembre 1982, pp. 521 y ss.; en concreto, p. 527.
6
Edward S. CORWIN: “The <Higher Law> Background of American Constitutional Law”, en
Harvard Law Review (Harv. L. Rev.), Vol. XLII, No. 2, December 1928, pp. 149 y ss. y 365 y ss. Publicado
asimismo con el mismo título por Great Seal Books (A Division of Cornell University Press), fifth
printing, Ithaca, New York, 1963.
1336 EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL COMO LEGISLADOR POSITIVO

propia7. Pero la opción europea se circunscribirá, en lo esencial, a la fórmula


estructural de la jurisdicción concentrada. García de Enterría ha sido rotundo al
respecto al sostener8, que no se acoge el modelo kelseniano del “legislador nega-
tivo”, sino el americano de jurisdicción. No dejará de ser significativo, que en la
Bonner Grundgesetz el Tribunal Constitucional (Bundesverfassungsgericht, BVerfG)
encabece la lista de los órganos integrantes del Poder Judicial (die rechtsprechende
Gewalt) en la norma de apertura (Art. 92) del capítulo noveno.
La estructura por la que finalmente se opta, una jurisdicción concentrada,
no dejará de tener consecuencias procesales importantes, como será el caso del
diseño de una acción directa de inconstitucionalidad o los efectos erga omnes de
las sentencias estimatorias de la inconstitucionalidad de una ley, que si bien son el
trasunto de la concepción kelseniana del Tribunal Constitucional como “legislador
negativo”, lo cierto es que su razón de ser aparecerá como algo bien diferente, y
así los efectos erga omnes vendrán exigidos no por la consideración del Tribunal
Constitucional como un legislador, sino por la necesidad de articular el monopolio
de rechazo que tiene el Tribunal y su necesaria relación con los demás órganos
jurisdiccionales.
Cuanto acaba de señalarse no debe hacernos olvidar, que la concepción
kelseniana del negativ Gesetzgeber ha operado como una auténtica “idea-fuerza”
que ha impregnado durante mucho tiempo la visión que de los Tribunales Cons-
titucionales se ha tenido. Pese a su relativización cada día más acentuada, los
rescoldos de tal visión aún siguen ejerciendo una cierta acción calorífica.
En la progresiva difuminación de la visión del juez constitucional como
“legislador negativo” ha tenido mucho que ver la recepción jurisprudencial por
los Tribunales constitucionales del principio de impronta norteamericana de
interpretación conforme con la Constitución (“Interpretation in harmony with
the Constitution”), prontamente recepcionado por el BVerfG (Verfassungskonforme
Auslegung von Gesetzen), pauta hermenéutica que hunde sus raíces en el principio
de unidad del ordenamiento jurídico (“Einheit der Rechtsordnung”), pues, como
señalara Hesse9, en función de esta unidad las leyes emanadas bajo la vigencia de
la Ley Fundamental (Grundgesetz) deben ser interpretadas en consonancia con la
propia Grundgesetz. O como desde otra óptica aduce Haak10, la interpretación con-
forme a la Constitución de la ley afecta a la incontrovertibilidad del ordenamiento
jurídico (“widerspruchslosigkeit der Rechtsordnung”). En cuanto la Constitución
es visualizada como “contexto superior” (“vorrangiger Kontext”) de las demás
normas jurídicas, las leyes y restantes disposiciones infralegales han de ser
interpretadas forzosamente en consonancia o conformidad con la Constitución.

7
Eduardo GARCÍA DE ENTERRÍA: La Constitución como norma y el Tribunal Constitucional,
Civitas, Madrid, 1981, pp. 133-134.
8
Ibidem, p. 134.
9
Konrad HESSE: Escritos de Derecho Constitucional, Centro de Estudios Constitucionales,
Madrid, 1983, pp. 54-55.
10
Volker HAAK: Normenkontrolle und verfassungskonforme Gesetzesauslegung des Richters, Ludwig
Röhrscheid Verlag, Bonn, 1963, p. 304.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1337

Por lo demás, conviene tener en cuenta que este criterio hermenéutico se


vincula íntimamente al principio de conservación de la norma, con el que se trata
de compatibilizar la primacía de la Constitución y la salvaguarda, allí hasta donde
sea posible, de la voluntad del legislador, finalidad que aún se hace más necesaria
si se tiene presente el principio de presunción de constitucionalidad de las normas
jurídicas, que adquiere su máxima fortaleza cuando de una norma legal se trata,
y que, entre otras consecuencias, se traduce en la inexcusabilidad de optar, entre
las varias interpretaciones posibles de una norma, por aquélla que posibilita el
mantenimiento de la norma en el ordenamiento al entenderla de un modo com-
patible con la Constitución. En fin, piénsese en que el principio de conservación
de la norma coadyuva positivamente al mantenimiento del principio de seguridad
jurídica en cuanto evita vacíos jurídicos a los que, como regla, siempre se anuda
una cierta inseguridad.
Este horror vacui del juez constitucional ha pesado notablemente en el intento de
compaginar la provocación de una suerte de big bang de los valores constitucionales,
facilitando su penetración en todas las ramas del ordenamiento jurídico, con el sosla-
yamiento de la creación simultánea de agujeros negros en el propio ordenamiento11.
Y ello, inapelablemente, ha conducido a las sentencias interpretativas. No ha de
extrañar por ello mismo que Crisafulli haya subrayado12 su origen más pragmático
que teórico, al significar que este tipo de sentencias “sono nate da un´esigenza
pratica, e non da astratte elucubrazioni teoriche”, e innecesario es añadir, que esa
exigencia práctica es justamente la de evitar vacíos (vuoti) en el ordenamiento.
Añadamos, que estas sentencias interpretativas, por la proximidad de su
eficacia a la regla del precedente jurisprudencial vinculante (principio de stare
decisis) propia del modelo norteamericano y, más ampliamente, de los sistemas
jurídicos de common law, no sólo ha venido a suponer un importante elemento
de convergencia entre los dos tradicionales modelos de justicia constitucional,
sino, en lo que ahora interesa, ha otorgado un auténtico rol normativo a los
Tribunales Constitucionales, que les aleja de la visión que de ellos tenía Kelsen
como “legisladores negativos”. No es ésta, por supuesto, la única razón de esta
transmutación, como vamos a tener ocasión de analizar al referirnos al caso
español, pero sí, desde luego, creemos que es el argumento más relevante.

2. El rol creativo del Tribunal Constitucional español a la vista de


algunas de sus funciones más características

La función primigenia del juez constitucional es la preservación del principio


de supremacía constitucional, con la subsecuente expulsión del ordenamiento

11
Thierry DI MANNO: Le juge constitutionnel et la technique des décisions <interprétatives> en
France et en Italie, Economica--Presses Universitaires d´Aix-Marseille, Paris, 1997, p. 74.
12
Vezio CRISAFULLI: “La Corte Costituzionale ha vent´anni”, en Giurisprudenza Costituzionale,
Anno XXI, 1976, fasc. 10, pp. 1694 y ss.; en concreto, p. 1703.
1338 EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL COMO LEGISLADOR POSITIVO

jurídico de aquellas disposiciones contradictorias con la Constitución. Es perfec-


tamente legítimo pensar que nos hallamos ante la manifestación paradigmática de
la figura del “legislador negativo”, que al expulsar del ordenamiento una norma,
que interpreta en contradicción con la Constitución, priva a la misma de toda
eficacia jurídica. Durante bastante tiempo, en la justicia constitucional europea
se vino operando con unas categorías dogmáticas perfectamente entrelazadas
que no admitían matices. Así, la inconstitucionalidad supone la nulidad, y esta
nulidad de origen (void ab initio) propicia una sentencia declarativa –“di mero
accertamento”, como se dice en Italia13– a la que se anudan unos efectos ex tunc.
Declarada la inconstitucionalidad del acto legislativo, su efecto consiste en la
definitiva y total eliminación del ordenamiento, no ex nunc sino ex tunc, de todo
efecto de la norma declarada inconstitucional.
Han debido pasar bastantes años y, sobre todo, constatar cómo los Tribunales
Constitucionales (y el español no ha sido una excepción) han “puenteado”
en numerosas ocasiones las previsiones legales, dando a sus sentencias unos
efectos en ocasiones inéditos en los textos legales que los regulan, para que la
doctrina científica europea haya podido constatar, de un lado, que el esfuerzo de
ceñir la jurisdicción constitucional a firmes límites materiales, institucionales
o funcionales casi se asemeja al intento de la cuadratura del círculo14, y de otro,
que lejos de suponer la creatividad puesta de manifiesto por un buen número de
Tribunales Constitucionales, también entre ellos el español, a través del diseño de
nuevas técnicas decisorias, una muestra de su arbitrio y falta de respeto a la ley,
tal actuación es una prueba irrefutable de que no estamos ante órganos ciegos
que ignoren las consecuencias que para la colectividad tienen sus decisiones
(recordemos el adagio fiat iustitia pereat mundus), con el peligro que ello entraña,
pues un summum ius puede traducirse a veces en una summa iniuria. En cualquier
caso, de lo que acabamos de señalar se desprende que, en ocasiones, los Tribunales
han creado técnicas decisorias propias, al margen de las decisiones legales, siendo
bien significativo que, con posterioridad, el legislador ha positivado lo que ya
jurisprudencialmente había creado el Tribunal Constitucional. La reforma de
la BVerfGG de 21 de diciembre de 1970 constituiría el ejemplo paradigmático al
positivar (en el Art. 31.2) la técnica de las declaraciones de inconstitucionalidad
sin nulidad (Unvereinbarkeitserklärung), que había creado jurisprudencialmente
el propio Tribunal. Y algo análogo podría decirse del texto originario del Proyecto
de Ley Orgánica de reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional
español (LOTC), aprobado en Consejo de Ministros el 11 de noviembre de 2005 y
presentado ante el Congreso de los Diputados el día 18 de ese mismo mes, si bien
su tramitación parlamentaria frustró una iniciativa gubernamental semejante a
la alemana.

13
Así, entre otros, Edoardo GARBAGNATI: “Efficacia nel tempo della decisione di accoglimento
della Corte costituzionale”, en Rivista di Diritto processuale, Volume XXIX (II Serie), 1974, pp. 201 y
ss.; en concreto, p. 207.
14
Hans-Peter SCHNEIDER: “Jurisdicción Constitucional y separación de poderes”, en Revista
Española de Derecho Constitucional, nº 5, Mayo/Agosto 1982, pp. 35 y ss.; en concreto, p. 38.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1339

Otra función de particularísima relevancia cumplida por estos órganos de


la justicia constitucional, íntimamente conectada a la precedente, es la inter-
pretación vinculante para todos los poderes públicos, y de modo muy particular
para los Jueces y Tribunales, de los preceptos y principios constitucionales, lo
que también conlleva, en sintonía con lo que precedentemente se ha expuesto,
la interpretación del ordenamiento “en conformidad con la Norma suprema”. Y
ya hemos adelantado el rol creativo que, por lo general, asumen los Tribunales
Constitucionales al hilo de esta función hermenéutica.
En cierto modo, a través de ambas funciones, el Tribunal actúa, utilizando una
expresión de Crisafulli15, como órgano de cierre del sistema normativo, y tanto
en una como en otra, con diferentes matices, puede constatarse ese rol propio de
un poder normativo que aleja a estos órganos de la estricta visión que del mismo
tenía Kelsen.

A) Preservación del principio de constitucionalidad y depuración del


ordenamiento jurídico

Ya hemos puesto de relieve que esta función es la paradigmática de todo


Tribunal Constitucional. Ciertamente, hoy no se puede sostener que este órgano
ostente un monopolio del control de la constitucionalidad, por lo menos en aque-
llos países, como España, en donde los jueces ordinarios pueden desencadenar
tal control a través del planteamiento de una cuestión de inconstitucionalidad
de una disposición, aplicable al caso del que conocen, de cuya validez dependa
el fallo, pues parece claro que dicho planteamiento presupone un previo control
de la constitucionalidad de la disposición por parte del juez del proceso a quo.
En tal caso, el Tribunal Constitucional pasa a detentar el monopolio de rechazo.
Sólo él podrá expulsar una disposición, o una norma extraída de la disposición,
del ordenamiento jurídico.
Es justamente este monopolio de rechazo lo que justifica la generalidad de
efectos de las decisiones declaratorias de la inconstitucionalidad16. Bien podría
decirse que los efectos generales no son la resultante de que el Tribunal se conciba
como un legislador negativo, sino la consecuencia necesaria de que es él quien
detenta un monopolio de rechazo, por lo que su decisión de expulsión del ordena-
miento de un dispositivo normativo debe de vincular a todos y, muy en especial,
a los aplicadores del Derecho, esto es, a los Jueces y Tribunales.

15
Refiriéndose a Italia, Crisafulli identificaría el rol de la Corte costituzionale como el propio
“di organo de chiusura del sistema che le spetta nella logica e nello spirito della Costituzione”.
Vezio CRISAFULLI: “Le funzioni della Corte costituzionale nella dinamica del sistema: esperienze e
prospettive”, en Rivista di Diritto Processuale, Anno XXI (II Serie), nº 2, Aprile/Giugno 1966, pp. 206
y ss.; en concreto, p. 232.
16
En términos semejantes, entre otros, Eduardo GARCÍA DE ENTERRÍA: La Constitución como
norma..., op. cit., p. 143.
1340 EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL COMO LEGISLADOR POSITIVO

Estrechamente vinculada a la depuración del ordenamiento, a través de la


expulsión del mismo de la disposición inconstitucional y a la generalidad de los
efectos de este tipo de decisiones, se suscita la cuestión del valor normativo de las
sentencias estimatorias de la inconstitucionalidad. Con su habitual lucidez, hace
más de un cuarto de siglo, Pizzorusso hizo especial hincapié en esta cuestión17.
Al preverse –razonaba en referencia al sistema italiano, aunque su reflexión tiene
un valor mucho más amplio– que la decisión estimatoria de la Corte costituzionale
puede conducir al cese de la eficacia de una disposición legal, se ha establecido
con ello un tipo de control no destinado a insertarse en el proceso de formación
de la ley, sino, por el contrario, capaz de llevar directamente a una modificación
del Derecho vigente. La capacidad de la sentencia constitucional de hacer cesar
con efectos erga omnes la eficacia de disposiciones legales comporta la posibilidad
de calificar las sentencias declaratorias de la inconstitucionalidad como fuentes
del ordenamiento jurídico.
En referencia al sistema español, en el Informe presentado ante la VII
Conferencia de Tribunales Constitucionales europeos, Latorre y Díez-Picazo,
Magistrados del Tribunal Constitucional en aquel momento, no iban a diferir de las
reflexiones que preceden, al hacerse eco de cómo a la cuestión de los efectos erga
omnes de las sentencias estimatorias se anudaba la cuestión de su valor normativo,
expresión con la que se podían identificar problemas dispares, entre ellos el de los
aspectos “creadores” o “constructivos” de la jurisprudencia constitucional, gracias
a la cual se actualiza un ordenamiento normativo “abierto”18, si bien es patente
que el valor normativo de la jurisprudencia es una cuestión diferente de aquella
otra a la que se refería Pizzorusso.
En resumen, ha de admitirse la capacidad de las sentencias constitucionales de
innovar el orden legislativo preexistente, lo que es propio de la función legislativa,
pero, a partir de esa indiscutible constatación, y atendiendo al ordenamiento
español, hemos de plantearnos si esa innovación del orden normativo que se anuda
a las sentencias de inconstitucionalidad se limita a operar en la estela propia del
legislador negativo.

a) El binomio inconstitucionalidad/nulidad. Su regulación en


la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (LOTC)

En el no muy atinadamente llamado sistema europeo de justicia constitu-


cional, no obstante la posición esbozada por Kelsen y quienes lo han seguido,

17
Alessandro PIZZORUSSO, en su “Comentario del artículo 136 de la Constitución italiana”, en
Commentario della Costituzione, a cura di Giuseppe BRANCA, vol. sobre “Garanzie costituzionali.
Art. 134-139”, Zanichelli Editore–Soc. Ed. del Foro Italiano, Bologna–Roma, 1981, pp. 175 y ss.; en
concreto, pp. 176 y 180.
18
A. LATORRE SEGURA y L. DÍEZ-PICAZO: “Tribunal constitutionnel espagnol” (7ème Conférence
des Cours constitutionnelles européennes), en Annuaire International de Justice Constitutionnelle, III,
1987, pp. 85 y ss.; en concreto, pp. 114-115.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1341

contraria, como es bien conocido, a ver en la inconstitucionalidad un vicio desen-


cadenante de una nulidad ipso iure, la inconstitucionalidad, tradicionalmente, ha
ido vinculada a la nulidad. Omisión hecha del sistema austriaco, heredero directo
del pensamiento kelseniano, el tríptico inconstitucionalidad/nulidad/sentencia
declarativa ha sido durante muchos años lugar común.
Paradigmático es el caso de Alemania, donde se admite que cuando el
legislador prevé la nulidad de la ley inconstitucional (así en los Arts. 78, 82.1
y 95.3 BVerfGG) no hace otra cosa que recepcionar la tradicional doctrina
alemana según la cual, “ein verfassungswidriges Gesetz von Anfang an nichtig
ist (Ex-tunc-Wirkung)” (una ley inconstitucional es nula desde un principio con
eficacia ex tunc)19. Sin embargo, la realidad es bien distinta, hasta el extremo de
que Schneider pudo escribir hace ya más de un cuarto de siglo, que la posibilidad
del BVerfG de declarar la nulidad total o parcial de una ley inconstitucional cada
vez se utiliza menos en los últimos años, declarando tan sólo la nulidad de una
ley el Tribunal si con ello se logra restablecer inmediatamente una situación de
conformidad con la Constitución20.
El Bundesverfassungsgericht, haciendo gala de una más que notable creati-
vidad, y bien consciente, como pusiera de relieve la Jueza integrante del propio
órgano, Rupp-v. Brünneck21, de que sus sentencias no pueden limitarse a ofrecer
“ideales teóricos constitucionales” (“theoretischen Verfassungsidealen”), sin tener
en cuenta los posibles efectos de las mismas (“ohne Rücksicht auf die Möglichen
Wirkungen seines Urteils”), ha creado, como ya se ha dicho, un notable elenco de
técnicas decisorias, como las decisiones de apelación al legislador (Appellentschei-
dungen) o las declaraciones de mera incompatibilidad o de inconstitucionalidad
sin nulidad (Unvereinbarkeitserklärungen), que revelan con particular nitidez
que un órgano de esta naturaleza debe de tener muy presentes las consecuencias
políticas de sus pronunciamientos22, y no sólo, añadiríamos por nuestra parte,
las políticas, sino también las económicas y las sociales. Como señalara tiempo
atrás Krüger23, es difícil imaginar, que según el sano criterio de la jurisdicción
constitucional, se pueda disponer la posibilidad de condenar al Estado a su ruina
en nombre del Derecho. Pero esto, que hoy resulta obvio, no siempre lo fue,
pudiendo recordarse al respecto que el Reichsgericht (Tribunal Supremo del Reich

19
Albrecht WEBER: “Die Verfassungsgerichtsbarkeit in der Bundesrepublik Deutschland”, en
Christian STARCK und Albrecht WEBER (Hrsg.), Verfassungsgerichtsbarkeit in Westeuropa, Teilband
I (Berichte), 2. Auflage, Nomos, Baden-Baden, 2007, pp. 37 y ss.; en concreto, p. 60.
20
Hans-Peter SCHNEIDER: “Jurisdicción constitucional y separación de poderes”, op. cit., p. 58.
21
Wiltraut RUPP-v. BRÜNNECK: “Darf das Bundesverfassungsgericht an den Gesetzgeber
Appellieren?”, en Festschrift für Gebhard Müller (Zum 70. Geburtstag des Präsidenten des Bundesver-
fassungsgerichts), Herausgegeben von Theo Ritterspach und Willi Geiger, J.C.B. Mohr (Paul Siebeck),
Tübingen, 1970, pp. 355 y ss.; en concreto, pp. 364-365.
22
En similar dirección se pronuncia Klaus SCHLAICH: “El Tribunal Constitucional Federal
Alemán”, en la obra colectiva, Tribunales Constitucionales y Derechos Fundamentales, Centro de
Estudios Constitucionales, Madrid, 1984, pp. 133 y ss.; en concreto, p. 201.
23
Herbert KRÜGER: Allgemeine Staatslehre, Kohlhammer Verlag, Stuttgart/Berlin/Köln/Mainz,
1966, p. 620.
1342 EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL COMO LEGISLADOR POSITIVO

alemán) sostuvo la opinión de que poseía el derecho de resolver sin atender a las
consecuencias prácticas de sus fallos, esto es, fiat iustitia pereat mundus!
A todo ello hay que añadir que este esfuerzo dogmático del BVerfG se ha hecho
particularmente necesario en el caso de las sentencias que declaran la inconsti-
tucionalidad de resultas de una omisión del legislador, por lo general, aunque no
siempre, de una omisión relativa (relatives Unterlassen) , por utilizar la categori-
zación dogmática que creara hace ya más de medio siglo el Bundesverfassungsge-
richtrichter Wessel24, esto es, aquella omisión del legislador a la que se anuda una
lesión del principio de igualdad (“unter Verletzung des Gleichheitsgrundsatzes”),
al haber regulado tan sólo ciertas pretensiones jurídicas de algún grupo o colectivo
de individuos25. Y la necesidad a que acaba de aludirse se comprende si se advierte
que el Tribunal Constitucional alemán, a diferencia del italiano, ha partido de la
consideración de que es difícil declarar nulo un vacío jurídico, tesis de la que se
haría eco uno de sus presidentes, Wolfgang Zeidler26, argumento, dicho sea al
margen, que sería objeto de alguna crítica por parte de la doctrina italiana, cual
sería el caso de D´Orazio27, quien lo tildaría de “pregiudiziale”, contraponiéndolo
a la superación del obstáculo llevada a cabo por la Corte costituzionale, que ha
reconstruido de modo diferente la relación entre disposición, norma y omisión.
Nos hemos detenido en el caso alemán por cuanto, en España, el proceso
evolutivo seguido por el Tribunal Constitucional recuerda en alguna medida el
acontecido en la República Federal con el BVerfG, aun cuando el ritmo del juez
constitucional español haya sido más lento en sus avances hacia la desvinculación,
en casos determinados, de inconstitucionalidad y nulidad.
El Art. 39.1 de la LOTC despeja cualquier duda acerca de que a la inconstitu-
cionalidad se anuda la nulidad. A su tenor: “Cuando la sentencia declare la incons-
titucionalidad, declarará igualmente la nulidad de los preceptos impugnados, así
como, en su caso, la de aquellos otros de la misma Ley a los que deba extenderse
por conexión o consecuencia”.

b) Las modulaciones interpretativas del binomio, al margen de las


previsiones legales, por parte del Tribunal Constitucional

La interpretación inicial del Tribunal Constitucional se acomodó estrictamente


al binomio legal. Así, en la Sentencia 14/1981, ponía de relieve que “la función
principal de los procesos de constitucionalidad (...) es la defensa objetiva de la

24
WESSEL: “Die Rechtsprechung des Bundesverfassungsgerichts zur Verfassungsbeschwerde”,
en Deutsches Verwaltungsblatt (DVBl), 67. Jahrgang, Heft 6, 15. März 1952, pp. 161 y ss.
25
Ibidem, p. 164.
26
Wolfgang ZEIDLER: “Cour constitutionnelle fédérale allemande” (Rapport. 7ème Conférence
des Cours constitutionnelles européennes), en Annuaire International de Justice Constitutionnelle, III,
1987, pp. 37 y ss.; en concreto, p. 48.
27
Giustino D´ORAZIO: “Le sentenze costituzionali additive tra esaltazione e contestazione”, en
Rivista trimestrale di Diritto pubblico, 1992, fasc. 1, pp. 61 y ss.; en concreto, p. 101.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1343

Constitución, el afirmar su primacía y privar de todo efecto a las leyes contrarias a


la misma, excluyendo del ordenamiento a las disconformes con la Constitución”28.
En otros fallos, el Juez constitucional señalaría, que la inconstitucionalidad
desencadena los efectos propios de la nulidad a radice29 o de invalidez de la norma
ex origine30.
El planteamiento ante el Tribunal de asuntos cuya resolución entrañaba una
especial complejidad iba a llevar al “intérprete supremo de la Constitución”, como
lo califica el Art. 1º.1 de su propia Ley reguladora, a modular progresivamente
los efectos de sus sentencias, separándose de esta forma en algunos casos de las
claras previsiones de su Ley Orgánica.
La Sentencia 116/1987 iba a ser a este respecto especialmente significativa. La
Ley 37/1984, de 22 de octubre, de reconocimiento de derechos y servicios prestados
a quienes durante la Guerra Civil habían formado parte de las Fuerzas Armadas,
Fuerzas de Orden Público y Cuerpo de Carabineros de la República, al excluir de
su ámbito de aplicación a los militares profesionales que ingresaron en las Fuerzas
Armadas de la República después del 18 de julio de 1936, iba a desencadenar
una exclusión arbitraria de beneficio. El hecho significativo de que la violación
del principio de igualdad no era el resultado de una mención expresa a la fecha
desencadenante de la exclusión inconstitucional, sino de una remisión o reenvío
al contenido normativo de preceptos legales anteriores al mencionado texto legal,
impedía la invalidación parcial de la Ley cuestionada por eliminación de aquella
parte de la misma causante de la discriminación. Por lo mismo, el Tribunal se iba
a limitar a declarar la inconstitucionalidad parcial del Art. 1 de la Ley 37/1984,
considerándolo “nulo en cuanto excluye del ámbito de aplicación del Título I de la
misma (de la Ley en cuestión) a los militares profesionales que ingresaron en las
Fuerzas Armadas de la República después del 18 de julio de 1936”31. Dicho de otro
modo, a través de esta técnica, propia claramente de las sentencias aditivas, el Juez
constitucional lograba el restablecimiento del principio de igualdad, obligando
a la aplicación de idéntico criterio a los funcionarios militares profesionales,
cualquiera que hubiere sido la fecha –anterior o posterior al 18 de julio de 1936– de
sus nombramientos o de la consolidación de sus empleos con carácter definitivo.
Y todo ello sin la invalidación del sentido último del texto legal.
Será, sin embargo, la Sentencia 45/1989 la que marcará el punto de inflexión
en la cuestión que nos ocupa. El Tribunal abordaba en ella la posible inconsti-
tucionalidad de la tributación conjunta para los miembros de un matrimonio
exigida por la Ley 44/1978, teniendo en cuenta la reforma operada en ella por
la Ley 48/1985, relativa al Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas,
entendiendo en su decisión, que lo que resultaba constitucionalmente ilegítimo
no era la sujeción conjunta al impuesto, sino el hecho de que la carga tributaria
28
Sentencia del Tribunal Constitucional (en adelante STC) 14/1981, de 29 de abril, fund. jur. 4º,
ab initio.
29
STC 83/1984, de 24 de julio, fund. jur. 5º.
30
STC 60/1986, de 20 de mayo, fund. jur. 1º.
31
STC 116/1987, de 9 de julio, punto 1º del Fallo.
1344 EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL COMO LEGISLADOR POSITIVO

que pesaba sobre una persona integrada en una unidad familiar fuere mayor
que la correspondiente a otro contribuyente con idéntico nivel de renta, pero no
integrado en una unidad de este género.
Al tratar de discernir los efectos de su sentencia, el Tribunal se iba a plantear
con algún detenimiento, por primera vez, la posibilidad de romper la conexión
entre inconstitucionalidad y nulidad32. A su juicio, “ni esa vinculación entre
inconstitucionalidad y nulidad es (...) siempre necesaria, ni los efectos de la
nulidad en lo que toca al pasado vienen definidos por la Ley (afirmación, dicho
sea al margen, que consideramos por entero inexacta, bastando para constatarlo
con atender al Art. 40.1 LOTC, al que nos referiremos en un momento ulterior),
que deja a este Tribunal la tarea de precisar su alcance, dado que la categoría de la
nulidad no tiene el mismo contenido en los distintos sectores del ordenamiento”.
A partir de aquí, el Juez constitucional señala que la conexión entre inconstitu-
cionalidad y nulidad quiebra, entre otros casos, en aquellos en los que la razón
de la inconstitucionalidad del precepto reside, no en determinación textual
alguna, sino en su omisión. Por lo demás, el Tribunal estima que la sanción de
nulidad, como medida estrictamente negativa, es manifiestamente incapaz para
reordenar el régimen del Impuesto sobre la Renta en términos compatibles con
la Constitución. En sintonía con tal reflexión, la sentencia declara en su punto 2º
“la inconstitucionalidad del Art. 4.2 de la citada Ley (la Ley 44/1978), en cuanto
que no prevé para los miembros de la unidad familiar , ni directamente ni por
remisión, posibilidad alguna de sujeción separada”. Por todo ello, el Tribunal
concluye considerando que le cumple al legislador, a partir de la propia sentencia,
llevar a cabo las modificaciones o adaptaciones pertinentes en el régimen legal del
impuesto, sirviéndose para ello de su propia libertad de configuración normativa.
Con la Sentencia 45/1989, el Tribunal no sólo se separaba de las previsiones
legales, dando vida al margen del texto legal a las decisiones de mera inconstitucio-
nalidad o de inconstitucionalidad sin nulidad, situándose en la estela del BVerfG,
sino que, a la par, rompía tajantemente con el binomio inconstitucionalidad/
nulidad característico de la visión del juez constitucional como “legislador
negativo” (en rigor, en el pensamiento kelseniano, ese binomio había de formularse
más bien como inconstitucionalidad/anulación).
Paradigmática de la inconstitucionalidad sin nulidad sería asimismo la
Sentencia 13/199233, en la que el Tribunal declararía la inconstitucionalidad de
determinadas partidas presupuestarias de las Leyes de Presupuestos Generales del
Estado para 1988 y 1989 por violación de competencias autonómicas. En cuanto
que la anulación de tales partidas presupuestarias podría suponer graves perjuicios
y perturbaciones a los intereses generales, afectando no sólo a situaciones jurídicas
consolidadas, sino también, y particularmente, a la política económica y financiera
del Estado, y en cuanto, asimismo, dichas partidas se referían a ejercicios económi-

32
El planteamiento de esta problemática puede verse en la STC 45/1989, de 20 de febrero, fund.
jur. 11.
33
STC 13/1992, de 6 de febrero, fund. jur. 17.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1345

cos ya cerrados, que habían agotado sus efectos, el Tribunal Constitucional entendió
que la pretensión del recurrente (la Generalidad de Cataluña) podía considerarse
satisfecha mediante la declaración de inconstitucionalidad de las partidas que
invadieron sus competencias, sin necesidad de anular los preceptos presupuestarios.
Por todo ello, era obvio que el alcance de los efectos generales de la declaración de
inconstitucionalidad acordada se limitaba a los futuros ejercicios presupuestarios
posteriores a la fecha de publicación de la sentencia34
Un supuesto no idéntico a los precedentes, pero que puede asimismo traerse
a colación aquí por la similitud del problema planteado es el abordado por la
Sentencia 235/1999, en la que la declaración de inconstitucionalidad recaía en
un precepto de la Ley 3/1994, por la que se adapta la legislación española en
materia de entidades de crédito a la Segunda Directiva comunitaria europea de
Coordinación Bancaria, que excluía a las Comunidades Autónomas de un ámbito
competencial estatutariamente reconocido. El Tribunal, como ya había significado
en su Sentencia 96/1996, entendió que no debía proceder a examinar cuál había de
ser la regulación básica de las potestades de disciplina respecto de los estableci-
mientos financieros de crédito, “puesto que ese juicio implicaría la reconstrucción
de una norma no explicitada debidamente en el texto legal y, por ende, la creación
de una norma nueva, con la consiguiente asunción por el Tribunal Constitucional
de una función de legislador positivo que no le corresponde”35. Son las Cortes
Generales, aducía el juez constitucional, quienes deben determinar cuál haya de
ser la legislación básica en la materia. Y en cuanto que la inconstitucionalidad
advertida, por razón de la vulneración de competencias autonómicas, no podía ser
reparada mediante la anulación, simple e inmediata, de la disposición enjuiciada,
le correspondía al legislador una inicial labor configuradora de lo que pudiera
estimarse básico en la materia y de la intervención que, correlativamente, debía
reconocerse a las Comunidades Autónomas con arreglo a sus respectivos Estatutos
de Autonomía.
El común denominador de esta doctrina jurisprudencial reside, en definitiva,
en la consideración de que de la nulidad inmediata asociada, como regla general,
a los pronunciamientos de inconstitucionalidad, no cabe esperar la reconstrucción
de unas previsiones legales cuya ausencia es la causa de esa misma inconstitucio-
nalidad, no cabiéndole al Tribunal impartir pautas o instrucciones positivas, a lo
que hay que añadir que la declaración de nulidad generaría un vacío normativo
no deseable. Así las cosas, al Juez constitucional no le resta más que reiterar el
llamamiento al legislador estatal, recordándole el inexcusable imperativo cons-
titucional que sobre él pesa en orden a la reparación con presteza de la situación
contraria a la Constitución y, en algunos casos y más ampliamente, al bloque de la
constitucionalidad. El Tribunal asume que la declaración de inconstitucionalidad
y la reiteración de la necesaria intervención legislativa bastan para propiciar una
pronta sanación de la situación inconstitucional.

34
Esta doctrina sería reiterada, entre otras, en la STC 16/1996, de 1º de febrero, fund. jur. 8º, y
asimismo en la STC 68/1996, de 18 de abril, fund. jur. 14.
35
STC 235/1999, de 16 de diciembre, fund. jur. 13.
1346 EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL COMO LEGISLADOR POSITIVO

Con posterioridad, se han sucedido otras sentencias de inconstitucionalidad


sin nulidad, como también decisiones que, como vamos a ver de inmediato, han
limitado temporalmente la eficacia de las declaraciones de inconstitucionalidad
o, incluso, que han diferido en el tiempo la nulidad, optando por lo mismo
por una vacatio sententiae. No debe extrañar por todo ello que el legislador,
siguiendo las pautas jurisprudencialmente establecidas, haya tratado de positivar
tales innovaciones, y así habría de intentarse en el Proyecto de Ley Orgánica de
reforma de la LOTC, que tendría su plasmación final en la Ley Orgánica 6/2007,
de reforma de la LOTC, aunque en ella, en último término, esta reforma quedase
finalmente aparcada, bien que pensemos que en un futuro más o menos próximo
será inexcusable plasmar en la LOTC tales avances jurisprudenciales. Con ellos,
el Tribunal no sólo se estaba separando de sus propias previsiones normativas,
actuando como un auténtico poder normativo que fija en cada caso las normas
que han de regir su actuación, o lo que es igual, como un legislador positivo, sino
que, más allá de ello, estaba sentando las bases normativas que después había
de positivar el legislador, operando de esta forma como un órgano de indirizzo
politico, como se diría en Italia.

c) Los efectos temporales de la declaración de


inconstitucionalidad. Su regulación en la LOTC

En el llamado sistema europeo, con la excepción austriaca, a la correlación


entre inconstitucionalidad y nulidad suele unírsele el binomio sentencia decla-
rativa/efectos pro praeterito. Si la inconstitucionalidad entraña una nulidad a
radice, parece claro que la sentencia que la aprecie no hará otra cosa que constatar
una realidad preexistente y, por lo mismo, los efectos se habrán de retrotraer al
momento en que entró en vigor el texto legal afectado por el vicio de inconstitu-
cionalidad; serán, pues, efectos ex tunc o pro praeterito.
Innecesario es recordar que Kelsen se situaría en las antípodas de esa visión.
El gran jurista vienés establecería una íntima conexión entre la sentencia y la
anulación del acto inconstitucional, atribuyendo a la decisión dictada en sede
constitucional una naturaleza constitutiva. En la sentencia del Tribunal, escribía
Kelsen en 192936, cuando se accede a la impugnación (“wenn der Anfechtung
stattgegeben ist”), se pronuncia la casación de los actos recurridos (“die Kassation
des angefochtenen Aktes... auszusprechen”), de modo que la anulación aparece
producida a través de la misma sentencia (“in der Weise... dass die Aufhebung als
durch das Urteil selbst bewirkt erscheint”).
En cualquier caso, conviene comenzar indicando, que los elementos integran-
tes de las correlaciones señaladas en modo alguno pueden, ni deben, absolutizarse.

36
Hans KELSEN: “Wesen und Entwicklung der Staatsgerichtsbarkeit”, op. cit., p. 77.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1347

Aunque ahora no es el momento de entrar en esta cuestión con detalle37, sí debe


recordarse, que tanto el sistema norteamericano de la judicial review como el de
algunos sistemas europeos de justicia constitucional ilustran a la perfección al
respecto. Dicho de otro modo, el Derecho comparado nos revela una tendencia
general hacia la búsqueda de instrumentos decisorios que aseguren una cierta
flexibilidad en el régimen jurídico de los efectos de las decisiones de inconstitucio-
nalidad, particularmente de los efectos en el tiempo, flexibilidad en gran medida
deudora de la creatividad jurisprudencial de los Tribunales Constitucionales.
El problema de fondo está lejos de provenir de la conveniencia de postergar
los efectos ex tunc en favor de los efectos ex nunc. Ciertamente, la opción por
una u otra fórmula no es indiferente, pero lo crucial de esta problemática reside,
como con evidente razón aduce Ruotolo38, en el anacronismo de un sistema que
se cierra en nombre de la rigidez de uno u otro principio (eficacia pro praeterito/
eficacia pro futuro) sin admitir derogación o matización alguna.
Sin ánimo de entrar en los distintos sistemas, sí parece necesario recordar
que el caso austriaco sigue siendo paradigmático. La posibilidad que la Cons-
titución otorga al VfGH de diferir temporalmente los efectos de las sentencias
que establecen la inconstitucionalidad de una ley, entraña una más que notable
matización de la regla de los efectos ex nunc, que suele postularse de este sistema,
en armonía con la visión kelseniana. Por supuesto, también la vacatio sententiae
entronca con los postulados de Kelsen, encontrando un perfecto paralelismo con
la vacatio legis y corroborando, desde esa perspectiva, la visión del Tribunal como
un legislador negativo.
En Alemania, la tradicional doctrina de la nulidad ab initio de la disposición
inconstitucional no ha impedido al BVerfG recurrir a fórmulas muy dispares, como
las decisiones de mera incompatibilidad, con la finalidad, entre otras posibles,
de modular la eficacia temporal de las decisiones de inconstitucionalidad. Weber
lo ha puesto de relieve con toda claridad cuando, tras recordar la eficacia ex tunc
(Ex-tunc Wirkung) de las decisiones de inconstitucionalidad39, precisa a renglón
seguido, que el BVerfG no elimina sin embargo la ley con efecto retroactivo
(“vernichtet jedoch nicht das Gesetz rückwirkend”), acomodándose por lo tanto
a la teoría de la anulabilidad (Vernichtbarkeitslehre)40. Heyde ha explicado41 con
toda nitidez, que argumentos tales como la exigencia de evitar el caos legislativo o

37
Cfr. al efecto, Francisco FERNÁNDEZ SEGADO: “Algunas reflexiones generales en torno a los
efectos de las sentencias de inconstitucionalidad y a la relatividad de ciertas fórmulas estereotipadas
vinculadas a ellas”, en Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional, nº 12, 2008, pp. 135 y ss.;
en concreto, pp. 171 y ss. Este trabajo se publica en este libro.
38
Marco RUOTOLO: La dimensione temporale dell´invalidità della legge, CEDAM, Padova, 2000,
p. 351.
39
Albrecht WEBER: “Die Verfassungsgerichtsbarkeit in der Bundesrepublik Deutschland”, op.
cit., p. 60.
40
Ibidem, p. 61.
41
Wolfgang HEYDE: “Gesetzgeberische Konsequenzen aus der Verfassungswidrigerklärung von
normen”, en W. ZEIDLER (Hrsg.), Festschrift für H. J. Faller, München, 1984, p. 53. Cit. por Marco
RUOTOLO: La dimensione temporale dell´invalidità della legge, op. cit., p. 318.
1348 EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL COMO LEGISLADOR POSITIVO

el hundimiento del “Estado de impuestos” (“Steuerstaat”), o el intento de soslayar


una situación aún más inconstitucional que la que se trata de evitar, además ya
del propio respeto al poder legislativo, son algunas de las razones esgrimidas por
el BVerfG para modular las previsiones que en torno a los efectos de las sentencias
de inconstitucionalidad establece su propia ley, la BVerfGG.
Por lo demás, no puede olvidarse que la Ley del Tribunal, en su Art. 79, prevé
algunas modulaciones respecto de los efectos temporales de las sentencias de
inconstitucionalidad. Así, el apartado primero de dicho precepto dispone que
cuando una sentencia condenatoria firme (“ein rechtskräftiges Strafurteil”) se
base en una norma declarada incompatible o, conforme al Art. 78, nula, o en
una interpretación que el BVerfG declare incompatible con la Ley Fundamental,
cabrá recurso de revisión (“Wiederaufnahme des Verfahrens”) conforme a las
prescripciones procedentes de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Por el contrario,
tal efecto retroactivo, que como vemos alcanza en el ámbito penal incluso a las
sentencias con fuerza de cosa juzgada, a la vista de lo dispuesto por el apartado
segundo del propio Art. 79, no se produce respecto de las sentencias dictadas en
otros ámbitos, que ya no son más impugnables aunque se basen en una norma
declarada nula conforme al Art. 78.
En España, la situación no difiere gran cosa de la existente en Alemania. La
LOTC, no obstante anudar la nulidad a los preceptos legales declarados incons-
titucionales (Art. 39.1), no acoge ni mucho menos un principio de retroactividad
sin límites, pues aunque tal retroactividad pueda inferirse de una interpretación
a sensu contrario de su Art. 40.1 (a tenor del mismo: “Las sentencias declaratorias
de la inconstitucionalidad de leyes, disposiciones o actos con fuerza de ley no per-
mitirán revisar procesos fenecidos mediante sentencia con fuerza de cosa juzgada
en los que se haya hecho aplicación de las leyes, disposiciones o actos inconstitu-
cionales, salvo en el caso de los procesos penales o contencioso-administrativos
referentes a un procedimiento sancionador en que, como consecuencia de la
nulidad de la norma aplicada, resulte una reducción de la pena o de la sanción
o una exclusión, exención o limitación de la responsabilidad”), lo cierto es que
el principio de retroactividad tiene como barrera infranqueable (a salvo las
sentencias dictadas en procedimientos de naturaleza sancionadora, en las que la
inconstitucionalidad de la norma aplicada se traduzca en un efecto más favorable
para el sancionado: retroactividad in bonum partem) las relaciones ya agotadas,
lo que en último término entraña que la regla fundamental del Derecho procesal,
tempus regit actum, se haga presente como regla sustantiva en las relaciones ya
agotadas. Ello, por lo demás, está lejos de ser extraño, pues la teoría de la nulidad
de los actos, aún entrañando la desaparición de los efectos jurídicos producidos
por el acto nulo, nunca es tan radical como para privar de cualquier efecto a toda
relación jurídica surgida al amparo del acto legislativo presuntamente válido
cualquiera que fuere la situación jurídica en que tal relación se encontrare. De
ahí que las situaciones agotadas, consolidadas por medio de una sentencia con
fuerza de cosa juzgada, en aras del trascendental principio de seguridad jurídica,
quedan al margen de todo efecto retroactivo, a salvo la retroactividad in bonum.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1349

d) La interpretación moduladora del texto legal, en lo que a los efectos


temporales se refiere, por parte del Tribunal Constitucional

Más allá de todo ello, el Tribunal Constitucional, como se ha puesto de relieve42,


ha ido privando de razón práctica a esa difundida interpretación de la nulidad
que le atribuye genéricamente “efectos retroactivos”. Y si ya el binomio nulidad/
retroactividad es de difícil resolución, la complicación a la que el mismo conduce
aún se hace mayor si se atiende a la jurisprudencia del juez constitucional43.
El planteamiento ante el Tribunal de asuntos cuya resolución entrañaba
una especial complejidad le iba a llevar, progresivamente, tal y como ya se ha
anticipado, a modular los efectos de sus decisiones, pasando en algún caso, como
se constataba en el Voto particular que acompañaba a la ya referida Sentencia
116/198744, de ser legislador negativo a serlo positivo.
Un repaso a esa jurisprudencia, aún siendo superficial, así lo corrobora. La
Sentencia 60/1986 recoge en el párrafo final de su último fundamento45, una ex-
plícita referencia a los efectos de la decisión: “Esta anulación (de varios preceptos
del Decreto-ley 22/1982, de 7 de diciembre, sobre medidas urgentes de la reforma
administrativa) –razona el Tribunal– no ha de comportar, sin embargo, la de los
actos jurídicos dictados en ejecución de los preceptos que ahora se invalidan, ni,
por lo mismo, la de las situaciones administrativas declaradas a su amparo, pues
no hay razón alguna en este caso para retrotraer el efecto invalidante de las normas
declaradas inconstitucionales al momento de la entrada en vigor de las mismas”.
Será en cualquier caso la Sentencia 45/1989 la que lleve a término un cambio
de registro significativo. Ya aludimos precedentemente con algún detalle a esta
decisión; por lo mismo, seremos muy concisos. Dos aspectos han de subrayarse: el
primero, la reivindicación que el Tribunal hace de su tarea de precisar el alcance
de los efectos de la nulidad en cada caso, corroborando su labor creativa, lo que
justifica, de un lado, en la harto discutible consideración de que la LOTC no define
los efectos de la nulidad en lo que toca al pasado, y de otro, en que la nulidad no
tiene el mismo contenido en los distintos sectores del ordenamiento46.
El segundo aspecto a destacar es la equiparación que el Tribunal lleva a cabo
entre las situaciones consolidadas de resultas de una sentencia con fuerza de cosa
juzgada (Art. 40.1 LOTC) y aquellas otras establecidas mediante las actuaciones
administrativas firmes, lo que justifica en que la conclusión contraria entrañaría

42
Javier JIMÉNEZ CAMPO: “Qué hacer con la ley inconstitucional”, en la obra colectiva La senten-
cia sobre la constitucionalidad de la Ley, Tribunal Constitucional/Centro de Estudios Constitucionales,
Madrid, 1997, pp. 15 y ss.; en concreto, p. 42.
43
Análogamente, Encarnación MARÍN PAGEO: La cuestión de inconstitucionalidad en el proceso
civil, Civitas, Madrid, 1990, p. 359.
44
Voto particular formulado por los Magistrados Sres. Rubio Llorente y Díez-Picazo en la STC
116/1987, de 9 de julio, dictada en la cuestión de inconstitucionalidad núm. 107/1986.
45
STC 60/1986, de 20 de mayo, fund. jur. 5º, in fine.
46
STC 45/1989, de 20 de febrero, fund. jur. 11.
1350 EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL COMO LEGISLADOR POSITIVO

“un inaceptable trato de disfavor para quien recurrió, sin éxito, ante los Tribunales
en contraste con el trato recibido por quien no instó en tiempo la revisión del
acto de aplicación de las disposiciones hoy declaradas inconstitucionales”. Como
es obvio, esta interpretación se traduce, en lo que ahora interesa, en una nueva
limitación del efecto retroactivo de la declaración de nulidad.
En otras sentencias posteriores, el juez constitucional se ha manifestado
sin ambages en favor de diferir los efectos de la nulidad, lo que no dejaba de ser
chocante si se recuerda que en su Sentencia 45/1989, el Tribunal, de modo expreso,
aducía: “... pues la Ley Orgánica no faculta a este Tribunal, a diferencia de lo que
en algún otro sistema ocurre, para aplazar o diferir el momento de efectividad de
la nulidad”47. Común denominador de las sentencias en que, de una u otra forma,
el Tribunal ha optado por diferir los efectos de la nulidad, es una asunción de
competencias por parte del Estado que resulta contraria al orden constitucional
y estatutario de distribución de competencias, si bien, en unos casos, esa invasión
competencial estatal es fruto no tanto de previsiones específicas cuanto de
silencios de la legislación estatal conducentes al vaciamiento de competencias
autonómicas previamente reconocidas y asumidas por la vía estatutaria, mientras
que en algún otro supuesto la quiebra competencial es la resultante de una
específica determinación de la legislación estatal que invade competencias ajenas.
a) En el primero de los casos expuestos, esto es, cuando la invasión competen-
cial por parte del Estado es fruto de silencios de la legislación estatal, se ubica la
Sentencia 96/1996, en la que el Tribunal consideraría inconstitucional un precepto
de la Ley 26/1988, sobre Disciplina e Intervención de las Entidades de Crédito, no
por el hecho de que el mismo no mencionara a las Cajas de Ahorro y Cooperativas
de Crédito, sino porque al mencionar tan sólo a éstas, sin ninguna referencia a
las distintas entidades crediticias comprendidas en el ámbito de aplicación de
la ley, se privaba a las Comunidades Autónomas de un ámbito competencial
reconocido en sus Estatutos de Autonomía. El Juez constitucional decidió48,
que la inconstitucionalidad del precepto debía ser remediada por el legislador,
en uso de su potestad de configuración normativa. Es a las Cortes Generales a
quien corresponde determinar cuál haya de ser la legislación básica en materia
de disciplina e intervención respecto de aquellas entidades de crédito que no son
Cajas de Ahorro o Cooperativas de Crédito, y tal tarea, según el Tribunal, “debe
ser llevada a cabo dentro de un plazo de tiempo razonable”. Todo ello conduce al
Tribunal a considerar, que no obstante la declaración de inconstitucionalidad del
precepto legal, no procede, sin embargo, la de su nulidad en lo que de regulación
expresa en él se contiene.
En la Sentencia 208/1999, se reproduce a grandes rasgos el caso anterior. El
Tribunal consideraría que el Art. 7º de la Ley 16/1989, de Defensa de la Competen-
cia (que contemplaba el falseamiento de la competencia por actos desleales), al
atribuir la función ejecutiva en la materia que regula exclusivamente al Tribunal

47
STC 45/1989, de 20 de febrero, fund. jur. 11.
48
STC 96/1996, de 30 de mayo, fund. jur. 23.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1351

de Defensa de la Competencia, refiriéndola a los actos que la falsean “en todo o


en parte del mercado nacional”, desconocía que, tratándose de actos realizados
dentro del territorio de una Comunidad Autónoma y que carezcan de trascenden-
cia sobre el mercado supraautonómico, la competencia ejecutiva correspondía
a las Comunidades Autónomas recurrentes49. A la vista de los términos en que el
Tribunal apreciaba el vicio de inconstitucionalidad, éste consideraría50, que había
de diferirse la nulidad de los preceptos inconstitucionales hasta el momento en
que, establecidos por el Estado los criterios de conexión pertinentes, puedan las
Comunidades Autónomas recurrentes ejercer las competencias ejecutivas que
se les reconoce, pues, de lo contrario, se produciría un vacío no conforme con la
Constitución, pues los intereses constitucionalmente relevantes que con ella se
tutelan podrían verse desprotegidos en el ámbito en que la potestad ejecutiva co-
rrespondiese a las Comunidades Autónomas. El Tribunal admitía, que “del hecho
de que no se acuerde la nulidad inmediata de aquellos preceptos de la ley que se
declaran inconstitucionales se infiere la persistencia de una situación anómala”,
situación que entiende como provisional y que reclama que acabe cuanto antes,
recordando el principio de lealtad constitucional, que a todos obliga.
b) En el segundo de los casos la vulneración del orden competencial es fruto de
una específica norma estatal invasiva de competencias autonómicas. Es el supuesto
de la Sentencia 195/1998, en la que el Tribunal consideraría que la actividad estatal
de delimitación del ámbito territorial a que se extiende la Reserva Natural de las
Marismas de Santoña y Noja, establecido por la Ley 6/1992, era inconstitucional
por invadir competencias de la Comunidad Autónoma de Cantabria.
El Juez constitucional, ante los graves perjuicios a los recursos naturales de la
zona controvertida que podrían derivarse de anudar a la declaración de incons-
titucionalidad la nulidad inmediata de los preceptos legales constitucionalmente
ilegítimos, se planteó cuál debía ser el alcance de la declaración de inconstitu-
cionalidad51, cuestión que iba a considerar especialmente necesaria en procesos
constitucionales como el de autos, en los que, pese a presentarse como un control
normativo, el objeto primordial de la sentencia radicaba en la determinación de
la titularidad de la competencia controvertida. De ahí que, una vez alcanzada
esta conclusión fundamental, el Tribunal entienda que deben evitarse al máximo
los posibles perjuicios que tal declaración pudiera producir en el entramado de
bienes, intereses y derechos afectados por la legislación objeto de controversia.
Y así, en cuanto que en el caso concreto el Tribunal constata que la Comunidad
cántabra no ha llevado a cabo la declaración de Parque, Reserva Natural u otra
figura análoga de la zona en cuestión, llega a la conclusión de que la inmediata
nulidad de la Ley 6/1992 podría provocar una desprotección medioambiental
de la zona con graves perjuicios y perturbaciones de los intereses generales en
juego, circunstancia que conduce al Juez constitucional a diferir tal nulidad al
momento en que la Comunidad Autónoma ejerza la competencia que la sentencia

49
STC 208/1999, de 11 de noviembre, fund. jur. 7º.
50
Ibidem, fund. jur. 8º.
51
STC 195/1998, de 1º de octubre, fund. jur. 5º.
1352 EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL COMO LEGISLADOR POSITIVO

le reconoce, dictando la pertinente resolución en la que las Marismas de Santoña


sean declaradas espacio natural protegido.
c) Entre los dos tipos de supuestos mencionados se vislumbra una perceptible
diferencia. Mientras en el último caso puede, efectivamente, hablarse de una
nulidad diferida, pues es claro que cuando la Comunidad Autónoma declarara
las Marismas espacio natural protegido se daría operatividad a la declaración de
nulidad de la norma estatal, en los primeros supuestos analizados, en rigor, ni
siquiera puede hablarse de nulidad diferida, no sólo porque el Tribunal no fija
un plazo para que se “active” la nulidad, sino porque la norma estatal inconstitu-
cional cuyas omisiones desencadenan la ilegitimidad constitucional, pasará a ser
conforme con las exigencias constitucionales cuando el legislador estatal satisfaga
el requerimiento que le formula el Tribunal Constitucional. Se podría hablar así
de una inconstitucionalidad que no sólo no lleva aneja la nulidad, sino que en un
período no dilatado de tiempo está llamada a desaparecer. Inconstitucionalidad sin
nulidad llamada a posteriori a dejar de serlo. Una situación en verdad paradójica.
En resumen, el devenir del tiempo ha ido incidiendo, vía jurisprudencial, sobre
el tema que nos ocupa, encontrándonos diversas inflexiones jurisprudenciales
que, lejos de manifestarse en una misma dirección, presentan diferentes variantes
cuyo común denominador es impedir el automatismo inicialmente contemplado
entre inconstitucionalidad, nulidad y retroactividad. En ello ha tenido bastante
que ver, entre otros diversos factores, la sensibilidad del juez constitucional hacia
las consecuencias de sus decisiones. La siguiente reflexión del Tribunal lo aclara
meridianamente: “La declaración de nulidad –se argumenta en la Sentencia
54/200252– no ha de presentar siempre y necesariamente el mismo alcance. En
efecto, la vigencia simultánea de los diversos preceptos constitucionales nos exige
que, al determinar el alcance de la declaración de nulidad de una ley, prestemos
también atención a las consecuencias que esa misma declaración de nulidad puede
proyectar sobre los diversos bienes constitucionales”.

B) Interpretación vinculante de la Constitución y del resto del ordenamiento


jurídico “en conformidad con la misma”

Al Tribunal Constitucional corresponde, allí donde existe, independientemente


de que se le reconozca o no de modo específico por el ordenamiento jurídico, el
rol de intérprete último, supremo, de la Constitución, en cuanto su interpretación
es vinculante para todos los poderes públicos, particularísimamente, para los
aplicadores del Derecho, los jueces y tribunales.
La Constitución es un texto dotado de fuerza normativa, que tiene una
intrínseca pretensión de vigencia, pero también de vivencia, esto es, de regir
la vida comunitaria, inspirando al unísono el devenir social, en acomodo a

52
STC 54/2002, de 27 de febrero, fund. jur. 8º.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1353

los valores y principios constitucionalmente proclamados, pero, a la par, de


ser una Constitución viva (a living Constitution, ein lebende Verfassung), cuyos
postulados se acomodan a la evolución cultural y social de la comunidad política
cuya civilizada y armónica convivencia ha de regir. Es por lo mismo por lo que
el texto constitucional exige inexcusablemente de un intérprete último, cuya
interpretación se imponga de modo vinculante frente a todos, que sea capaz no
sólo de aclarar las dudas que un texto como el constitucional, connotado por el
hecho de que muchos de sus postulados son de carácter abierto y general, –como
en símil afortunado dijera Treves53, “la Costituzione è come una carta geografica,
sulla quale sono tracciati gli elementi essenziali del territorio; spetta alla Corte
fissarne i dettagli topografici”– suscita, sino también de viabilizar, a través de su
interpretación, el acomodo de las disposiciones constitucionales al devenir social,
que en cualquier sociedad siempre es fluido y dinámico. La Supreme Court sería a
este respecto el ejemplo paradigmático, lo que explica que se haya podido afirmar
de ella y de quienes la integran que: “In its place must come recognition that
constitutional judges are the masters, not the servants, of a living Constitution”54.
Por otro lado, la propia primacía de la Constitución sobre el resto del ordena-
miento jurídico, su visualización como vorrangiger Kontext (contexto superior),
por utilizar la expresión de Haak55, a la que ya tuvimos ocasión de referirnos, y
su configuración como núcleo vertebrador del ordenamiento, al que otorga su
unidad material, exigen que la totalidad de las normas jurídicas se interpreten en
conformidad con la Norma suprema. Se perfila de este modo el principio de inter-
pretación conforme, de notable trascendencia en lo que ahora interesa, acogido
desde tiempo remoto por la Supreme Court, para la que “if the statute is reasonably
susceptible of two interpretations, by one of which it be unconstitutional and
by other valid, it is our plein duty to adopt that construction which will save the
statute from constitutional infirmity”.
Ya tuvimos oportunidad de apuntar la conexión de este trascendental principio
hermenéutico con el principio de conservación de la norma, de cuya trascendencia
no cabe la más mínima duda. Hace cerca de medio siglo, ya Bachof se hacía eco56
de que el BVerfG valoraba el principio (“Grundsatz”) de continuidad jurídica de
las leyes (“der Rechtsbeständigkeit der Gesetze”) como un principio jurídico de
considerable peso (“als einen Rechtsgrundsatz von so erheblichen Gewicht”). No

53
Giuseppino TREVES: “Il valore del precedente nella Giustizia costituzionale italiana”, en La
dottrina del precedente nella giurisprudenza della Corte costituzionale, a cura di Giuseppino Treves,
UTET, Torino, 1971, pp. 3 y ss.; en concreto, p. 4.
54
Vincenzo VIGORITI: “Italy: The Constitutional Court”, en The American Journal of Comparative
Law, Volume 20, 1972, pp. 404 y ss.; en concreto, p. 414.
55
Volker HAAK: Normenkontrolle und Verfassungskonforme Gesetzesauslegung des Richters, op.
cit., p. 304.
56
Otto BACHOF: “Der Verfassungsrichter zwischen Recht und Politik”, en Summum Ius Summa
Iniuria (Ringvorlesung gehalten von Mitgliedern der Tübinger Juristenfakultät im Rahmen des Dies
academicus. Wintersemester 1962-63), J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), Tübingen, 1963, pp. 41 y ss.; en
concreto, p. 48.
1354 EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL COMO LEGISLADOR POSITIVO

en vano a través del mismo se trata de compatibilizar la primacía de la Constitu-


ción con la salvaguarda, allí hasta donde es posible, de la voluntad del legislador.
Desde luego, el principio que nos ocupa tiene límites que no deben ser
rebasados. A ellos se referiría Zippelius, extrayéndolos de la jurisprudencia del
BVerfG57. Dos son los límites que, como reiteradamente ha repetido el Tribunal
Constitucional alemán, encuentra una interpretación conforme a la Constitución:
el sentido literal de la ley (“den Gesetzeswortlaut”) y la intención o finalidad (“den
Zweck”) que el legislador perseguía de modo inequívoco (“eindeutig”) con su
regulación (“mit seiner Regelung”)58.
Innecesario es decir que la interpretación conforme a la Constitución es
interpretación, aunque no faltan quienes, como Schlaich y Korioth59, consideran
conveniente subrayarlo: “Verfassungskonforme Auslegung –escriben– ist also
Auslegung”. Lejos de ser una redundancia, ello debe entenderse como el deseo
de dejar meridianamente claro que no estamos ante una técnica invasiva de
las competencias del legislador sino, bien al contrario, orientada al servicio de
la autoridad del propio legislador, aunque no falten supuestos en los que esta
técnica ha sido utilizada con una manifiesta perversión de su última ratio –alguna
sentencia del Tribunal Constitucional español es paradigmática de tal perversión,
como más adelante intentaremos mostrar–. No ha de extrañar por lo mismo que
Klaus Stern, atendiendo a ciertas opciones hermenéuticas del BVerfG, que tilda
de “acrobáticas”, muestre sus dudas acerca de si el legislador es realmente más
tutelado a través de esta técnica. Y Schlaich constata60, que existe el peligro de que
una interpretación conforme a la Constitución interfiera en mayor medida en la
libertad legislativa de lo que lo puede hacer la declaración de nulidad. No es ajeno
a este peligro otro relevante autor alemán, Simon, para quien61 esta técnica ilustra
acerca de la ambivalencia de los esfuerzos para respetar el ámbito de otros órganos
del Estado, ya que fuerza a la interpretación del Derecho ordinario y, de esa forma,
se inmiscuye al BVerfG en la función de los jueces y tribunales, pudiendo asimismo
llegar a deformar la auténtica voluntad del legislador.

57
Reinhold ZIPPELIUS: “Verfassungskonforme Auslegung von Gesetzen”, en Bundesverfas-
sungsgericht und Grundgesetz, (Festgabe aus Anlass des 25 jährigen Bestehens des Bundesverfas-
sungsgerichts), herausgegeben von Christian Starck, Zweiter Band, J.C.B. Mohr (Paul Siebeck),
Tübingen, 1976, pp. 108 y ss.; en concreto, p. 115.
58
En términos similares se han pronunciado dos grandes especialistas en la justicia constitucional
alemana como son Klaus SCHLAICH und Stefan KORIOTH, en Das Bundesverfassungsgericht.
Stellung, Verfahren, Entscheidungen, 5. neubearbeitete Auflage, Verlag C. H. Beck, München 2001,
p. 299. Estos autores, sin embargo, añaden junto a los límites del sentido literal de la prescripción y
de la intención u objetivo de la regulación legislativa, el atinente a las determinaciones fundamentales
del legislador (“die gesetzgeberischen Grundentscheidungen”) y a sus valoraciones (“Wertungen”),
aun cuando engloben estas limitaciones dentro de la segunda precedentemente mencionada.
59
Klaus SCHLAICH und Stefan KORIOTH: Das Bundesverfassungsgericht..., op. cit., p. 296.
60
Klaus SCHLAICH: “Corte costituzionale e controllo sulle norme nella Repubblica Federale di
Germania”, en Quaderni Costituzionali, Anno II, nº 3, Dicembre 1982, pp. 557 y ss.; en concreto, p. 576.
61
Helmut SIMON: “La Jurisdicción Constitucional”, en Benda, Maihofer, Vogel, Hesse y Heyde,
Manual de Derecho Constitucional, Instituto Vasco de Administración Pública–Marcial Pons, Madrid,
1996, pp. 823 y ss.; en concreto, pp. 853-854.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1355

La interpretación por el Juez constitucional tanto de la Constitución como


del resto del ordenamiento jurídico, a fin de “conformarlo” a la Norma suprema,
se traduce en la creación de una jurisprudencia vinculante que, entre otras
consecuencias, ha venido a suponer una notable disminución de la distancia
que antaño separaba la eficacia del precedente en Norteamérica, en virtud de la
regla stare decisis y de la posición jerárquica superior de la Supreme Court, de la
eficacia de los efectos erga omnes de las sentencias de nulidad de los Tribunales
Constitucionales, que han pasado de esta forma a asumir un rol auténticamente
normativo, equiparable al del legislador positivo.
En Alemania, cuya legislación en esta materia ha tenido un profundo influjo
sobre el legislador español, el Art. 31.1 BVerfGG establece el carácter vinculante
de las resoluciones del Tribunal Constitucional Federal para todos los órganos
constitucionales del Bund y de los Länder, así como para “alle Gerichte” (todos
los tribunales) “und Behörden” (y autoridades).
El sentido de esa eficacia vinculante (Bindungswirkung) es la extensión
de la fuerza de cosa juzgada personal de las resoluciones (“die Erstreckung
der personellen Rechtskraft der Entscheidungen”) frente a todos los órganos
estatales (“gegenüber allen staatlichen Organen”), eficacia vinculante ésta que
también se extiende a la ratio decidendi, o si así se prefiere, a los tragenden
Gründe, todo lo cual conduce, según Weber62, a convertir al BVerfG en intérprete
determinante (“massgeblicher Interpret”) y guardián de la Constitución (“Hüter
der Verfassung”). De este modo, si en el marco de una decisión de interpretación
conforme, el BVerfG declara determinadas interpretaciones, posibles en sí mismas,
disconformes con la Constitución, las restantes jurisdicciones no pueden deducir
tales “posibilidades interpretativas” (“possibilités d´interprétation”63) como
conformes a la Constitución.
En definitiva, aunque pueda admitirse que todas las decisiones de un Tribunal
Constitucional son interpretativas64, en la medida en que, para resolver conflictos
utilizando el Derecho como instrumento, es imprescindible aplicar enunciados
legales, operación que exige, necesariamente, atribuir a esos enunciados un
significado, o lo que es igual, determinar una norma a partir de los mismos, es lo
cierto que son las que identificamos, stricto sensu, con esa misma denominación
de sentencias interpretativas, definidas por el Tribunal Constitucional español
como “aquéllas que rechazan una demanda de inconstitucionalidad o, lo que es
lo mismo, declaran la constitucionalidad de un precepto impugnado en la medida
en que se interprete en el sentido que el Tribunal Constitucional considera como
adecuado a la Constitución, o no se interprete en el sentido (o sentidos) que

62
Albrecht WEBER: “Die Verfassungsgerichtsbarkeit in der Bundesrepublik Deutschland”, op.
cit., p. 61.
63
En tal sentido, quien fuera presidente del BVerfG, Wolfgang ZEIDLER, en “Cour constitutionnelle
fédérale allemande”, op. cit., p. 53.
64
Francisco Javier EZQUIAGA GANUZAS: “Diez años de fallos constitucionales” (Sentencias
interpretativas y poder normativo del Tribunal Constitucional), en Revista Vasca de Administración
Pública, nº 31, Septiembre/Diciembre 1991, pp. 117 y ss.; en concreto, p. 121.
1356 EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL COMO LEGISLADOR POSITIVO

considere inadecuados”65, definición circunscrita a las sentencias interpretativas


desestimatorias, el supuesto, desde luego, más frecuente, pero no el único, por
cuanto también cabe hablar de sentencias interpretativas estimatorias; son, como
decimos, este tipo de sentencias las que han posibilitado en mayor medida que el
Tribunal Constitucional abandone su inicial concepción de “legislador negativo”
para pasar a convertirse en un auténtico “legislador positivo”.

a) La vinculatoriedad de los poderes públicos respecto


de las sentencias recaídas en procedimientos de
inconstitucionalidad. Su régimen jurídico en la LOTC

La Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (LOTC), siguiendo sin duda los
pasos de la legislación alemana, ha establecido en su Art. 38.1 el efecto vinculante
para todos los poderes públicos de las sentencias recaídas en procedimientos de
inconstitucionalidad, efecto que no ha de confundirse con el mandato genérico
que, con carácter general, establece el Art. 118 de la Constitución (“Es obligado –se
prescribe– cumplir las sentencias y demás resoluciones firmes de los Jueces y
Tribunales...”), ni tampoco con la concreción de tal mandato que, en referencia al
Tribunal Constitucional, precisa el Art. 87.1 de la propia LOTC: “Todos los poderes
públicos están obligados al cumplimiento de lo que el Tribunal Constitucional
resuelva”. Si este precepto trae su causa del citado Art.118, esto es, de la obligación
general de cumplimiento de las sentencias y resoluciones judiciales, la vincula-
toriedad a que alude el Art. 38.1 LOTC ha de conectarse con el rol de “intérprete
supremo de la Constitución” que al juez constitucional atribuye el Art. 1º.1 de su
propia ley reguladora. En cuanto tal, y en cuanto órgano independiente de los
demás órganos constitucionales y único en su jurisdicción, no puede caber duda
de que la totalidad de esos otros órganos constitucionales se hallan vinculados por
las decisiones dictadas en sede constitucional. Ahora bien, esa vinculatoriedad no
sólo se ha de predicar de la parte dispositiva de las sentencias constitucionales,
sino que ha de proyectarse asimismo a los fundamentos determinantes de los
respectivos fallos, esto es, a la ratio decidendi.
Los efectos que el Art. 38.1 LOTC menciona son, al menos, tres: el efecto de
cosa juzgada, que debe encontrar su marco operativo referencial en el ámbito del
Poder judicial, de los jueces y tribunales; el efecto erga omnes, que innecesario es
decir que se extiende a todos, ciudadanos incluídos, y en fin, el efecto vinculatorio
a que venimos aludiendo, que se predica respecto de los poderes públicos, y que
se explica por la especialísima posición de independencia que, respecto de todos
ellos, corresponde al Tribunal, así como por el rol de “intérprete supremo de la
Constitución” que se le otorga. Parece lógico entender que esta vinculatoriedad
no puede quedar circunscrita a la parte dispositiva de sus pronunciamientos. La
Constitución vincula a todos, algo que deja inequívocamente claro el Art. 9º.1 de la

65
STC 5/1981, de 13 de febrero, fund. jur. 6º.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1357

propia Norma suprema (“Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la
Constitución y al resto del ordenamiento jurídico”), siendo además esta sujeción
mucho más intensa para los poderes públicos, pues, como ha entendido el Tribunal
Constitucional66, mientras los ciudadanos “tienen un deber general negativo de
abstenerse de cualquier actuación que vulnere la Constitución (...) los titulares
de los poderes públicos tienen además un deber general positivo de realizar sus
funciones de acuerdo con la Constitución”; esa actuación regida siempre por los
principios constitucionales hace necesario, que tanto en el diseño de sus fines
como en la aplicación y desarrollo del ordenamiento jurídico los principios
constitucionales sirvan de criterio orientador. Y ello, innecesario es decirlo, exige
que atiendan a la interpretación que el Tribunal Constitucional lleva a cabo de
tales principios, y por tanto, de modo primigenio, a los fundamentos jurídicos de
las sentencias, a las motivaciones que constituyen su auténtica ratio decidendi.
En los primeros momentos de vida constitucional, García Pelayo67, que al margen
de su relevancia como iuspublicista, fue el primer presidente del Tribunal, ya se
pronunció con meridiana claridad al respecto. “Dada la preeminencia que tiene
la interpretación en materia constitucional –escribía– puede afirmarse (y así lo
muestra la práctica de los tribunales de otros países) que las motivaciones, la
ratio o el discurso lógico de la sentencia, tiene con respecto al fallo una mayor
importancia que en otras jurisdicciones. Si extremando las cosas suele decirse que
lo importante de una sentencia es el fallo, de la jurisdicción constitucional podría
decirse que lo fundamental es la motivación”.
Ya la Constitución, en un precepto un tanto elíptico como es el del inciso
segundo de su Art. 161.1, a), apunta en la dirección señalada. A tenor del mismo:
“La declaración de inconstitucionalidad de una norma jurídica con rango de ley,
interpretada por la jurisprudencia, afectará a ésta, si bien la sentencia o sentencias
recaídas no perderán el valor de cosa juzgada”. Si se tiene presente que la idea
de jurisprudencia que la Constitución consagra se refiere a un cuerpo reiterado y
constante de doctrina emanada de los tribunales de justicia y, más precisamente,
del más alto de todos, el Tribunal Supremo, en su función de Tribunal de casa-
ción68, se puede vislumbrar que el Art. 161.1, a) está refiriéndose al impacto de la
jurisprudencia constitucional sobre la jurisprudencia ordinaria, algo que el Art.
40.2 LOTC confirma cuando determina: “En todo caso, la jurisprudencia de los
tribunales de justicia recaída sobre leyes, disposiciones o actos enjuiciados por el
Tribunal Constitucional habrá de entenderse corregida por la doctrina derivada
de las sentencias y autos que resuelvan los procesos constitucionales”.
El texto que acabamos de transcribir es fruto de la reforma de la LOTC
llevada a cabo por la Ley Orgánica 6/2007, que ha introducido una modificación
ciertamente conveniente. En su redacción originaria, el precepto disponía que

66
STC 101/1983, de 18 de noviembre, fund. jur. 3º.
67
Manuel GARCÍA PELAYO: “El <status> del Tribunal Constitucional”, en Revista Española de
Derecho Constitucional, Vol. 1, nº 1, Enero/Abril 1981, pp. 11 y ss.; en concreto, p. 33.
68
Luis DÍEZ-PICAZO: “Constitución y fuentes del Derecho”, en Revista española de Derecho
administrativo, nº 21, Abril/Junio 1979, pp. 189 y ss.; en concreto, p. 196.
1358 EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL COMO LEGISLADOR POSITIVO

la jurisprudencia ordinaria recaída sobre disposiciones enjuiciadas por el juez


constitucional había de entenderse corregida “por la doctrina derivada de las
sentencias y autos que resuelvan los recursos y cuestiones de inconstitucionali-
dad”, lo que parecía casar con la previsión constitucional antedicha, aun cuando
ampliando su ámbito de operatividad, algo absolutamente comprensible por
cuanto la exclusiva referencia por parte de la Norma suprema a la “declaración
de inconstitucionalidad” no dejaba de ser un tanto discutible si se tiene en cuenta
que la jurisprudencia ordinaria no sólo se va a ver afectada por las sentencias
declaratorias de la inconstitucionalidad, sino también, y en mucha mayor medida,
por aquellas otras decisiones desestimatorias. La reforma del año 2007 amplía
aún más el tipo de decisiones dictadas en sede constitucional a las que habrá
que atender para, en su caso, corregir la jurisprudencia ordinaria. Ya no serán
tan sólo las decisiones a cuyo través el Tribunal resuelve los procesos de control
normativo, sino todas aquellas decisiones, sean sentencias o autos, dictadas por
el Juez constitucional en la resolución de todo tipo de procesos constitucionales.
La nueva dicción del precepto se armoniza por otra parte con la determinación
del Art. 5º.1 de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, a cuyo
tenor: “La Constitución es la norma suprema del ordenamiento jurídico, y vincula
a todos los Jueces y Tribunales, quienes interpretarán y aplicarán las leyes y
los reglamentos según los preceptos y principios constitucionales, conforme a
la interpretación de los mismos que resulte de las resoluciones dictadas por el
Tribunal Constitucional en todo tipo de procesos”.
La trascendencia de la doctrina constitucional extraída de las resoluciones dic-
tadas en sede constitucional desborda de lejos la que el Código Civil atribuye (Art.
1º.6) a la jurisprudencia ordinaria, que viene a complementar el ordenamiento
jurídico. No estamos ante un mero complemento, sino ante un elemento que va
a impregnar la totalidad de ese mismo ordenamiento al tenerse que acomodar su
comprensión, su significado, a la interpretación que de los principios y preceptos
constitucionales va a llevar a cabo el Tribunal Constitucional. Más aún, como es-
cribiera Leopoldo Elia, siendo presidente de la Corte costituzionale69, la motivación
de una decisión incluye, implícita o explícitamente, “condizioni di comportamento
conforme a costituzione per il legislatore”. Aun cuando la sentencia pueda parecer,
en sintonía con la doctrina kelseniana, tan sólo un contrarius actus, casi siempre
es posible superar tal visión “traendo condizionamenti impliciti o espliciti per la
futura condotta del legislatore”.
En fin, innecesario es añadir que, al igual que en Alemania, el efecto vinculante
se extiende a aquella parte de la fundamentación que se identifica con la ratio
decidendi, esto es, y en términos de Abraham70, a “the essence, the vitals, the

69
Leopoldo ELIA: “Il potere creativo delle Corti costituzionali”, en La Sentenza in Europa. Metodo,
Tecnica e Stile (Atti del Convegno internazionale per l´inaugurazione della nuova sede della Facoltà.
Università degli Studi di Ferrara. Facoltà di Giurisprudenza), CEDAM, Padova, 1988, pp. 217 y ss.;
en concreto, p. 224.
70
Henry J. ABRAHAM: The Judicial Process (An Introductory Analysis of the Courts of the United
States, England and France), seventh edition, Oxford University Press, New York/Oxford, 1998, p. 245.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1359

necessary legal or constitutional core of the decision”, en obvia contraposición al


obiter dictum, que es “a more or less extraneous point, presumably unnecessary
to the decision”.

b) Las sentencias interpretativas del Tribunal Constitucional.


Su actuación como legislador positivo

A lo largo de su ya dilatada trayectoria, el Tribunal Constitucional ha tenido


oportunidad de dictar numerosas sentencias interpretativas, no sólo desestima-
torias, aunque éstas hayan sido mayoría, sino también estimatorias. Al hilo de
buen número de ellas, en mayor o menor medida, ha operado como legislador
positivo, actuación que se ha acentuado en los supuestos en que el Tribunal ha
constatado que la inconstitucionalidad era el resultado de una omisión legislativa,
particularmente de una omisión relativa, vulneradora por lo mismo del principio
de igualdad, circunstancia que ha propiciado en bastantes supuestos sentencias
aditivas. En algún caso, al que nos referiremos con detalle, el Tribunal ha ido tan
lejos con su sentencia interpretativa que ha llegado, a nuestro juicio, a desnatura-
lizar por entero la voluntad del legislador, pervirtiendo de esta forma la finalidad
de la técnica que analizamos.
Nos referiremos a continuación a algunos de los supuestos jurisprudenciales
más significativos a los fines que nos ocupan, separando a tal efecto las sentencias
interpretativas, tanto desestimatorias como estimatorias, y las sentencias mani-
pulativas, tanto aditivas como sustitutivas.

a´) Sentencias interpretativas

I. La Sentencia 14/1981 es uno de los primeros ejemplos de sentencias


interpretativas desestimatorias. El Tribunal, al hilo de una cuestión de inconsti-
tucionalidad, se pronuncia sobre la supuesta inconstitucionalidad del Art. 365.1
de la Ley de Régimen Local, y aunque el Tribunal reconoce que en el momento
de su pronunciamiento el Derecho que rige el Régimen Local es otro, no por
ello entiende que carezca de razón de ser el proceso constitucional. La cuestión
abordada es la relativa a la compatibilidad de la suspensión gubernativa (por
el Gobernador Civil) de acuerdos municipales con el principio constitucional
de la autonomía local. El Juez constitucional interpreta71, que “la suspensión
gubernativa de acuerdos municipales sin otra razón que el control de legalidad
en materia que corresponda al ámbito competencial exclusivo de las Entidades
Locales no es compatible con la autonomía, que hoy proclama el art. 137 de la
Constitución”. Sin embargo, más adelante, el Tribunal precisa, que en cuanto la
suspensión “sirva a la defensa de competencias de la Administración del Estado

71
STC 14/1981, de 29 de abril, fund. jur. 6º.
1360 EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL COMO LEGISLADOR POSITIVO

u obedezca a corregir invasiones de ámbitos ajenos al municipal, o se afecte


materia que corresponde a aquella Administración, no podrá decirse que entraña
un atentado a la autonomía local, entendida como ámbito de actuación propia
que tiene sus límites”. En sintonía con ello, el Tribunal, en el punto 2º del fallo,
declara que el Art. 365.1 en relación con el Art. 362.1.4º de la Ley de Régimen
Local, texto refundido de 1955, no se ajusta a la Constitución en la parte en que
permite que la facultad de suspensión de los acuerdos de las Corporaciones
Locales proceda por la sola infracción manifiesta de las Leyes, sin la concurrencia
de otra circunstancia, pero sí es conforme con aquélla interpretado en el sentido
de que confiere una facultad gubernativa para suspender acuerdos que afecten a
la competencia del Estado o excedan del límite de la competencia propia para la
gestión de los intereses de la Entidad Local.
La Sentencia 178/1985, dictada asimismo en una cuestión de inconstitu-
cionalidad, pertenece también a la categoría de las decisiones interpretativas
desestimatorias. El tema de mayor interés aquí resuelto afecta a la previsión
del Art. 1355 de la entonces vigente Ley de Enjuiciamiento Civil, precepto que
disponía que “para el arresto del quebrado se expedirá mandamiento a cualquiera
de los alguaciles del Juzgado, arreglado al párrafo segundo del art. 1044 del Código
de Comercio”. El Tribunal Constitucional admite72, que el arresto del quebrado se
anuda necesariamente, a la vista de la Ley de Enjuiciamiento Civil y del antiguo
Código de Comercio, a los presupuestos que comportan la declaración de quiebra
y el proveído al efecto no precisa ni de una motivación ni de una indagación acerca
de si se dan razonablemente las circunstancias que justifican una restricción de
la libertad. Para el Tribunal, así entendido, el precepto en cuestión es contrario
al derecho a la presunción de inocencia, pues se parte de una presunción de
culpabilidad, o al menos de que la inocencia del quebrado es dudosa. Pero si se
interpreta el precepto –razona el Juez constitucional– como una habilitación al
Juez para que motivadamente pueda adoptar la medida de restricción de libertad
para proteger los bienes que la justifiquen, puede considerarse compatible con
el derecho a la presunción de inocencia. Como fácilmente se aprecia, el Tribunal
da una interpretación al precepto que está lejos de hallarse presente en la dicción
literal del artículo cuestionado.
La importante Sentencia 108/1986, en la que el Tribunal se pronuncia acerca
de un recurso de inconstitucionalidad interpuesto por 55 Diputados de la oposi-
ción contra la Ley Orgánica del Poder Judicial, presenta el perfil propio de una
decisión interpretativa desestimatoria en relación a la impugnación del apartado
segundo de la Disposición Adicional primera de la Ley, a cuyo tenor: “Asimismo
y en idéntico plazo (un año), el Gobierno aprobará los reglamentos que exija el
desarrollo de la presente Ley Orgánica”. Tildado de inconstitucional, por rebasar
los límites que, en opinión de los recurrentes, asigna el Art. 97 de la Constitución
a la potestad reglamentaria del Gobierno, y por entender que tal potestad corres-
pondía al Consejo General del Poder Judicial en virtud de los poderes implícitos

72
STC 178/1985, de 19 de diciembre, fund. jur. 2º.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1361

que entrañan las funciones que le atribuye la Norma suprema, el Tribunal73


excluye la inconstitucionalidad en cuanto que la disposición cuestionada se refiere
genéricamente a todo el texto legal; “mas en cuanto no excluye la posibilidad de
desarrollar por vía reglamentaria los preceptos relativos al estatuto de los Jueces
y Magistrados, debe entenderse –interpreta el Juez constitucional– que, en ese
aspecto, el Gobierno sólo está habilitado para dictar reglamentos que no innoven
los derechos y deberes que configuran el citado estatuto y que no corresponda
dictar al Consejo en virtud del Art. 110 de la LOPJ”. Como es patente, a través de
esta interpretación conformadora del precepto impugnado a las exigencias de la
Norma suprema, el Tribunal reduce notablemente el alcance de la potestad de
desarrollo reglamentario atribuida al Gobierno.
Particular importancia iba a tener la Sentencia 74/1987, en la que el Tribunal
se pronunciaba sobre el recurso de inconstitucionalidad planteado por el Gobierno
Vasco contra la Ley Orgánica 14/1983, de 12 de diciembre, por la que se desarrolla
el Art. 17.3 de la Constitución en materia de asistencia letrada al detenido y al
preso. En la nueva redacción dada por esta ley al Art. 520 de la Ley de Enjuicia-
miento Criminal, el apartado segundo enumera los derechos que asisten a toda
persona detenida y presa, y entre ellos la letra e) se refiere al “derecho a ser asistido
gratuitamente por un intérprete, cuando se trate de extranjero que no comprenda
o no hable el castellano”. La cuestión planteada por el recurrente consistía en
determinar si el ciudadano español que no comprenda o no hable el castellano
tiene, al igual que el extranjero que se encuentre en esa circunstancia, el derecho
a ser asistido por intérprete. El Juez constitucional entiende74, que el derecho a
ser asistido de un intérprete deriva del desconocimiento del idioma castellano que
impide al detenido ser informado de sus derechos, hacerlos valer y formular las
manifestaciones que considere pertinentes ante la administración policial. Este
derecho debe entenderse comprendido en el Art. 24.1 de la Constitución en cuanto
dispone que en ningún caso puede producirse indefensión. Aunque el Tribunal
considera que el deber de los españoles de conocer el castellano hace suponer que
ese conocimiento existe en la realidad, tal presunción puede quedar desvirtuada
cuando el detenido o preso alega verosímilmente su ignorancia o conocimiento
insuficiente o esta circunstancia se pone de manifiesto en el transcurso de las
actuaciones policiales. Consecuencia de ello, a juicio del Tribunal75, es que el
derecho de toda persona, extranjera o española, que desconozca el castellano a
usar de intérprete en sus declaraciones ante la Policía, deriva directamente de la
Constitución y no exige para su ejercicio una configuración legislativa, aunque ésta
puede ser conveniente para su mayor eficacia. En sintonía con esta interpretación,
el Tribunal decide que el Art. 520.2, e) de la Ley de Enjuiciamiento Criminal
redactado por la Ley Orgánica 14/1983, no es inconstitucional interpretado en el
sentido de que no priva del derecho a ser asistido por intérprete a los ciudadanos
españoles que no comprendan o no hablen el castellano. Con ello, el Juez consti-

73
STC 108/1986, de 29 de julio, fund. jur. 27.
74
STC 74/1987, de 25 de mayo, fund. jur. 3º.
75
Ibidem, fund. jur. 4º.
1362 EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL COMO LEGISLADOR POSITIVO

tucional, aun dictando formalmente una sentencia interpretativa desestimatoria,


de hecho, lo que viene a pronunciar es una sentencia aditiva, que se traduce en que
el cuestionado precepto incluya a los ciudadanos españoles, no obstante referirse
en su tenor literal tan sólo a los extranjeros.
La Sentencia 115/1987 también presenta interés. En ella, el Tribunal se
pronuncia acerca del recurso de inconstitucionalidad presentado por el Defensor
del Pueblo contra algunos artículos de la Ley Orgánica 7/1985, de 1 de julio, sobre
derechos y libertades de los extranjeros en España. El recurso plantea la posible
inconstitucionalidad del párrafo segundo del núm. 2 del Art. 26, de conformidad
con el cual, la autoridad gubernativa que acuerde la detención de un extranjero “se
dirigirá al Juez de Instrucción del lugar en que hubiere sido detenido el extranjero,
en el plazo de 72 horas, interesando el internamiento a su disposición en centros
de detención o en locales que no tengan carácter penitenciario”. El Defensor del
Pueblo niega la constitucionalidad de esta disposición, partiendo de la naturaleza
administrativa del procedimiento de expulsión y de la prohibición constitucional
de que la Administración imponga sanciones que impliquen privación de libertad.
El Tribunal admite que si la interpretación fuera la que sostiene el recurrente
(intervención adhesiva del juez a la decisión de la autoridad administrativa), se
vulnerarían preceptos constitucionales. Pero el Juez constitucional ofrece otra
interpretación del precepto76, no claramente apreciable en su dicción literal: lo
que el precepto establece, según el Tribunal, es que el órgano administrativo, en el
plazo máximo de 72 horas, ha de solicitar del Juez que autorice el internamiento
del extranjero pendiente del trámite de expulsión. El órgano judicial –precisa el
Tribunal Constitucional– habrá de adoptar libremente su decisión, teniendo en
cuenta las circunstancias que concurren en el caso, esto es, las concernientes, entre
otros aspectos, a la causa de expulsión invocada, a la situación legal y personal
del extranjero, a la mayor o menor probabilidad de su huida o a cualquier otra
que el Juez estime relevante para adoptar su decisión. El Tribunal viene de esta
forma a dotar al precepto de un contenido no claramente perceptible a la vista
de su redacción.
La Sentencia 15/1989 nos sitúa ante un supuesto semejante al anterior. El
Tribunal se pronuncia en ella sobre tres recursos de inconstitucionalidad acu-
mulados, promovidos por el Consejo Ejecutivo de la Generalidad de Cataluña, el
Gobierno Vasco y la Junta de Galicia, frente a determinados preceptos de la Ley
26/1984, de 19 de julio, General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios.
Uno de los preceptos impugnados será el Art. 24 de la ley, que en relación a los
supuestos más graves de ignorancia, negligencia o fraude que determinaran una
agresión indiscriminada a los consumidores y usuarios, habilitaba al Gobierno
para “constituir un órgano excepcional que, con participación de representantes
de las Comunidades Autónomas afectadas, asumirá, con carácter temporal, los po-
deres administrativos que se le encomienden para garantizar la salud y seguridad
de las personas, sus intereses económicos, sociales y humanos, la reparación de los

76
STC 115/1987, de 7 de julio, fund. jur. 1º.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1363

daños sufridos, la exigencia de responsabilidades y la publicación de los resulta-


dos”. Común denominador de la tacha de inconstitucionalidad formulada por los
recurrentes será que la constitución de un “órgano excepcional” por el Gobierno
de la Nación supone una vulneración del orden constitucional de distribución
de competencias, no pudiéndose desapoderar a las Comunidades Autónomas,
e incluso al Estado, de todas o parte de sus competencias para atribuirlas a un
órgano de nueva factura no previsto constitucionalmente. El Tribunal entiende
que el precepto en cuestión es conforme a la Constitución siempre que se tenga
en cuenta, “que el <carácter temporal> del llamado <órgano excepcional> no
podrá exceder en su duración a la del supuesto que motivó su constitución; que
la participación en él de representantes de las Comunidades Autónomas afectadas
no podrá ser simbólica, o meramente pasiva, sino actuante; y que los poderes
administrativos conferidos al órgano excepcional deberán estar encaminados
primordialmente a la garantía de la salud y seguridad de las personas en más de
una Comunidad Autónoma, debiendo entenderse los demás fines previstos como
consecuencias derivadas de la <agresión indiscriminada> a la salud y seguridad”77.
Con su relectura del precepto, el Tribunal complementa su redacción, precisando
aspectos sobre los que la norma guarda evidente silencio.
En la misma línea puede situarse la Sentencia 204/1992, por la que el
Tribunal resuelve la cuestión de inconstitucionalidad planteada por la Sala de lo
Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad
Valenciana, sobre la supuesta inconstitucionalidad del Art. 23.2 de la Ley Orgánica
3/1980, del Consejo de Estado. Según tal precepto, será preceptivo el dictamen
del Consejo de Estado para las Comunidades Autónomas en los mismos casos
previstos por la propia ley para el Estado, cuando aquéllas hubieren asumido las
competencias correspondientes. El órgano jurisdiccional que plantea la cuestión
duda de que la intervención de ese órgano consultivo, con carácter preceptivo, en
relación con el ejercicio de funciones que corresponden a la Administración de
las Comunidades Autónomas, sea conforme a su autonomía constitucionalmente
regulada y a la propia configuración constitucional del Consejo de Estado. El
Tribunal Constitucional va a declarar que el precepto impugnado no es contrario a
la Constitución siempre que se entienda78 que el dictamen del Consejo de Estado se
exige a las Comunidades Autónomas sin organismo consultivo propio, en los casos
previstos por la Ley Orgánica 3/1980 que formen parte de las bases del régimen
jurídico de las Administraciones públicas o del procedimiento administrativo
común. Es evidente que esta interpretación supone dar al texto legal un sentido
bastante diferente del que acoge la redacción inicial del precepto cuestionado.
La Sentencia 76/1996 también puede tildarse de sentencia interpretativa
desestimatoria. En ella, el Tribunal se pronuncia sobre varias cuestiones de in-
constitucionalidad acumuladas, planteadas por diversos órganos jurisdiccionales
en torno al Art. 110.3 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico

77
STC 15/1989, de 26 de enero, fund. jur. 8º, b).
78
STC 204/1992, de 26 de noviembre, fund. jur. 6º.
1364 EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL COMO LEGISLADOR POSITIVO

de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, y


57.2, f) de la Ley Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa de
27 de diciembre de 1956. El primero de ambos preceptos dispone: “La interpo-
sición del recurso contencioso-administrativo contra actos que ponen fin a la
vía administrativa requerirá comunicación previa al órgano que dictó el acto
impugnado”. A su vez, el Art. 57.2, f) de la Ley Reguladora de la Jurisdicción
Contencioso-Administrativa (apartado introducido por la Disposición Adicional
undécima de la citada Ley 30/1992) establecía, que al escrito de interposición
del recurso contencioso-administrativo se había de acompañar “acreditación
de haber efectuado al órgano administrativo autor del acto impugnado, con
carácter previo, la comunicación a que se refiere el Art. 110.3 de la Ley de Régimen
Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo
Común”. El fundamento último de los Autos de planteamiento de las cuestiones de
inconstitucionalidad –al margen ya de que en ellos se ponga en duda la existencia
de alguna finalidad útil en la exigencia de la comunicación previa– se conecta con
la consecuencia jurídica (inadmisión del recurso) que se liga a la omisión de la
comunicación, omisión ésta que se configura, en la interpretación de alguno de
los órganos judiciales autores de la cuestión, como un defecto insubsanable, lo
que determina su conclusión de que la exigencia de tal comunicación integra un
obstáculo injustificado para la efectividad de la tutela judicial efectiva (Art. 24.1
de la Constitución). El Tribunal recuerda79 que el principio de interpretación
conforme a la Constitución de todo el ordenamiento jurídico reclama, en lo que al
caso importa, la necesidad de interpretar las normas procesales en el sentido más
favorable a la efectividad del derecho a la tutela judicial efectiva, muy especialmen-
te cuando está en juego no el acceso a los recursos sino el acceso a la jurisdicción,
para permitir un pronunciamiento judicial sobre el fondo del asunto, contenido
propio y normal de aquel derecho, que aquí, al proyectarse sobre los actos de la
Administración, integra más específicamente el “derecho de los administrados
a que el Juez enjuicie los actos administrativos que les afectan, controlando la
legalidad de la actuación administrativa, esto es, su sometimiento pleno a la Ley y
al Derecho”. De todo ello deriva, que de entre las distintas interpretaciones posibles
de las normas cuestionadas ha de prevalecer no la que sostienen los Autos de
planteamiento de las cuestiones aquí acumuladas y que determina la inadmisión
del recurso contencioso-administrativo, impidiendo la resolución jurisdiccional
de fondo, sino la que viene a hacer viable esta resolución con plena efectividad
del derecho a la tutela judicial efectiva y que se traduce en una configuración de
la omisión de la comunicación previa como defecto subsanable. Interpretadas en
tal sentido, el Tribunal falla en el sentido de que las disposiciones impugnadas no
son inconstitucionales.
También la Sentencia 116/1999 puede alinearse en la dirección de las ante-
riormente comentadas. A través de ella, el Tribunal se pronuncia sobre el recurso
de inconstitucionalidad presentado por 63 Diputados del Grupo Parlamentario
Popular contra la Ley 35/1988, de 22 de noviembre, sobre Técnicas de Reproduc-

79
STC 76/1996, de 30 de abril, fund. jur. 7º.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1365

ción Asistida. Frente a uno de los preceptos impugnados, el Art. 12.2 de la ley,
que hacía referencia a determinadas intervenciones sobre el embrión o sobre el
feto, en el útero o fuera de él, vivos, con fines diagnósticos, considerando que tal
intervención “no es legítima si no tiene por objeto el bienestar del nasciturus y
el favorecimiento de su desarrollo, o si está amparada legalmente”, el Tribunal
iba a acudir a la técnica decisoria que nos ocupa. Entiende el Tribunal80, que la
inconstitucionalidad alegada por los actores carece, en este punto, de consistencia,
pues no parece discutible que el “amparo legal” a que se refiere el precepto debe
entenderse como una remisión a los supuestos de aborto no punible del Art.
417 bis del derogado Código Penal que, sin embargo, la disposición derogatoria
única del Código vigente mantiene expresamente en vigor. Aunque, según el
Tribunal, ese es el sentido propio del inciso final del mencionado Art. 12.2 de la
Ley 35/1988, entiende asimismo pertinente despejar cualquier duda en materia
de tanta trascendencia y, por ello, considera necesario afirmar de modo expreso
“que el mencionado inciso sólo resulta constitucional en la medida en que las
intervenciones <amparada (s) legalmente> del Art. 12.2 de la ley sólo aluden al
referido, y aún vigente Art. 417 bis del derogado Código Penal”, reflexión que
queda asimismo plasmada en en el punto 2º, a) del fallo.
En fin, la Sentencia 159/2001 constituye otro ejemplo de decisión, por lo menos
en una de sus partes, interpretativa. A través de la misma, el Tribunal resuelve la
cuestión de inconstitucionalidad promovida por la Sección Tercera de la Sala de lo
Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña frente
a diversas disposiciones del Decreto Legislativo 1/1990, de 12 de julio, por el cual
aprobó el Consejo Ejecutivo de la Generalidad de Cataluña el texto refundido de las
disposiciones legales vigentes en esta Comunidad Autónoma en materia urbanística.
Una de esas disposiciones sería el Art. 47 del mencionado Decreto Legislativo81. La
Sala del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña achacaba a este precepto una vul-
neración constitucional originaria o primaria y otra derivada: como había incurrido
en ultra vires, atentaría contra la autonomía local. Consiguientemente, el argumento
central del auto de planteamiento era el de un supuesto exceso del Gobierno catalán
en el ejercicio de su tarea refundidora, y precisamente, y en la medida en que se
hubiera producido, ese exceso del Decreto Legislativo respecto del Texto Refundido
de la Ley del Suelo de 1976 vulneraría, además, la posición constitucional reconocida

80
STC 116/1999, de 17 de junio, fund. jur. 12.
81
A tenor del Art. 47 del Decreto Legislativo 1/1990, aprobado por el Consejo Ejecutivo de la
Generalidad de Cataluña:
“1. Si las necesidades urbanísticas de un Municipio aconsejaren la extensión del planeamiento a
otros términos municipales vecinos, se podrá disponer la formulación de un Plan Conjunto, de oficio
o a instancia del Municipio.
El organismo competente para adoptar el acuerdo será la Comisión de Urbanismo cuando se
trate de Municipios incluidos en el ámbito territorial de su competencia. En los demás supuestos, el
acuerdo lo adoptará el Consejero de Política Territorial y Obras Públicas.
2. El Consejero o la Comisión determinarán la extensión territorial de los Planes, el Ayuntamiento
u Organismo que deba redactarlos y la proporción en que los Municipios afectados han de contribuir
a los gastos.
3. Los Ayuntamientos comprendidos en el Plan asumirán las obligaciones que de éste se derivaren”.
1366 EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL COMO LEGISLADOR POSITIVO

a los entes locales. El Juez constitucional recuerda en su argumentación82, que la


norma de cuya refundición se trata (el Art. 32 de la Ley del Suelo de 1976) especifica
expresamente que el Plan sólo puede elaborarse “en defecto de acuerdo entre las
corporaciones afectadas”; pero es lo cierto –razona el Tribunal– que el Art. 47 del
Decreto Legislativo 1/1990, sin prever esa cautela, tampoco la excluye frontalmente.
Según el Juez constitucional, “del tenor literal de dicho artículo no cabe concluir
que queda vedada toda participación de los Municipios afectados en la iniciativa
del proceso de elaboración y aprobación del Plan, ni tampoco que la posición que
les asignaba el Texto Refundido de la Ley del Suelo de 1976 se haya visto alterada
o menoscabada”. Por lo demás, existen argumentos –según admite el Tribunal–
(particularmente, los obtenibles de la interpretación sistemática o conjunta de varios
preceptos del Decreto Legislativo 1/1990) que permiten afirmar, que en el proceso de
elaboración y aprobación por la Administración autonómica catalana de los Planes
de Conjunto son los Municipios (aquél o aquéllos cuyas necesidades urbanísticas
necesitan del Plan y los demás Municipios afectados) quienes tienen, en la fase
inicial, la disponibilidad o la decisión acerca de dichos Planes, y que únicamente en
defecto de acuerdo entre ellos puede la Comunidad Autónoma llevar a la práctica la
competencia aprobatoria que le atribuye el precepto cuestionado. En cualquier caso,
el Tribunal precisa, que sólo conforme a esta interpretación resulta constitucional
el precepto impugnado. Ello queda plasmado en el punto tercero del fallo, en el que
se declara que el citado Art. 47 del Decreto Legislativo sólo es constitucional si se
interpreta en el sentido de que la facultad de la Comunidad Autónoma de Cataluña
de formular Planes de Conjunto únicamente puede llevarse a cabo “en defecto de
acuerdo entre las Corporaciones Locales afectadas”.

II. El Juez constitucional español no sólo ha pronunciado sentencias


interpretativas desestimatorias, sino también ha recurrido a tal técnica en casos
de sentencias estimatorias, si bien, ciertamente, éstos han sido mucho más
infrecuentes.
El primero de ellos lo encontramos en la Sentencia 22/1981. A través de la
misma, el Tribunal se pronunciaba sobre la cuestión de inconstitucionalidad
promovida por el Magistrado de Trabajo núm. 9 de Madrid, sobre la Disposición
adicional quinta de la Ley 8/1980, de 10 de marzo, del Estatuto de los Trabajado-
res83. A tenor del párrafo primero de tal norma: “La capacidad para trabajar, así
como la extinción de los contratos de trabajo, tendrá el límite máximo de edad
que fije el Gobierno en función de las disponibilidades de la Seguridad Social y
del mercado de trabajo. De cualquier modo, la edad máxima será la de sesenta y
nueve años, sin perjuicio de que puedan completarse los períodos de carencia para
la jubilación”. A partir de la consideración de que la política de empleo basada
en la jubilación forzosa es una política de reparto o redistribución de trabajo y
como tal supone la limitación del derecho al trabajo de un grupo de trabajadores

82
STC 159/2001, de 5 de julio, fund. jur. 10.
83
STC 22/1981, de 2 de julio, fund. jur. 8º.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1367

para garantizar el derecho al trabajo de otro grupo, el Tribunal entiende84, que la


fijación de una edad máxima de permanencia en el trabajo sería constitucional
siempre que con ella se asegurase la finalidad perseguida por la política de empleo,
es decir, en relación con una situación de paro, si se garantizase que con dicha
limitación se proporciona una oportunidad de trabajo a la población en paro,
por lo que no podría suponer, en ningún caso, una amortización de puestos de
trabajo. A partir de tal razonamiento, el Juez constitucional decidirá en el sentido
de que es inconstitucional la disposición impugnada “interpretada como norma
que establece la incapacitación para trabajar a los 69 años y de forma directa
e incondicionada la extinción de la relación laboral a esa edad”. El Tribunal
extrae, pues, una norma, esto es, un significado determinado, de la disposición
impugnada y la declara disconforme con la Norma suprema.
En su trascendente Sentencia 199/1987, en la que el Tribunal se pronunciaba
sobre los recursos de inconstitucionalidad interpuestos por los Parlamentos de
Cataluña y del País Vasco frente a la Ley Orgánica 9/1984, de 26 de diciembre,
contra la actuación de bandas armadas y elementos terroristas y de desarrollo del
Art. 55.2 de la Constitución, el Juez constitucional iba a recurrir, en relación a uno
de los preceptos impugnados, el Art. 15.1, a la técnica que nos ocupa, esto es, a una
sentencia interpretativa estimatoria. A tenor de este último precepto: “La autoridad
que haya decretado la detención o prisión podrá ordenar la incomunicación por el
tiempo que estime necesario mientras se completan las diligencias o la instrucción
sumarial, sin perjuicio del derecho de defensa que afecte al detenido o preso y de
lo establecido en los arts. 520 y 527 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para
los supuestos de incomunicación”. El “intérprete supremo de la Constitución”
parte de la consideración de que ésta no ha habilitado al legislador orgánico para
suprimir en este caso la intervención judicial y para encomendar a la autoridad
gubernativa, sin intervención judicial alguna, la medida de incomunicación.
Por la propia naturaleza de la medida, y dada su finalidad de no perjudicar “el
éxito de la instrucción”, el Tribunal entiende que la ordenación inmediata de la
incomunicación puede realizarla la autoridad gubernativa, pero ello no excluye
ni impide el que la decisión definitiva al respecto haya de adoptarse por el órgano
judicial. “Es decir, –razona el Tribunal85– se justifica, en aras de la efectividad de la
medida, una previa decisión de carácter provisional de la autoridad gubernativa,
pero sometida y condicionada a la simultánea solicitud de la confirmación por el
órgano judicial, garantía suficiente del derecho del afectado”. Sin embargo, el Art.
15.1 no ha previsto esta intervención judicial confirmatoria, y parece partir de la
idea de la no necesidad de intervención judicial en la decisión de la incomunica-
ción durante el período inicial de detención gubernativa en las primeras 72 horas.
En sintonía con lo que precede, el Tribunal declara que el precepto cuestionado es
inconstitucional, “a no ser que se interprete que la incomunicación por parte de la
autoridad administrativa ha de ser objeto de simultánea solicitud de confirmación

84
Ibidem, fund. jur. 9º.
85
STC 199/1987, de 16 de diciembre, fund. jur. 11.
1368 EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL COMO LEGISLADOR POSITIVO

al órgano judicial competente”. Con ello, el Tribunal da un sentido por entero


diferente al que le diera en su redacción el legislador a la norma cuestionada.
La Sentencia 105/1988 se sitúa en la misma dirección que las dos que
preceden. A través de la misma, el Juez constitucional se pronuncia sobre varias
cuestiones de inconstitucionalidad acumuladas promovidas por diversos Juzgados
y Tribunales, por la supuesta inconstitucionalidad del Art. 509 del Código Penal,
de conformidad con cuyo párrafo primero: “El que tuviere en su poder ganzúas
u otros instrumentos destinados especialmente para ejecutar el delito de robo,
será castigado con la pena de arresto mayor”. El Tribunal rechaza que el precepto
pueda considerarse contrario al principio, y a la par derecho, de legalidad penal
del Art. 25 de la Constitución. Pero si se examina a la luz de los dictados del Art.
24.2 de la misma, y en particular del derecho a la presunción de inocencia, el
problema adquiere un cariz bien diferente, pues la disposición legal enjuiciada no
es en sí misma inconstitucional, pero sí que lo es alguna de las interpretaciones de
que ha sido y puede ser todavía objeto, lo que, a juicio del Tribunal86, impone la
conveniencia de llegar a una sentencia constitucional de carácter interpretativo,
que tome, sobre todo, en consideración el principio de conservación de las
disposiciones legales, en cuanto las mismas puedan ser interpretadas y aplicadas
de conformidad con la Constitución. Así las cosas, en el fallo, el Tribunal declara
la inconstitucionalidad del Art. 509 del Código Penal “en cuanto se interprete que
la posesión de instrumentos idóneos para ejecutar el delito de robo presume que
la finalidad y el destino que les da su poseedor es la ejecución de tal delito”.
En fin, la Sentencia 62/1990 acude a la técnica que venimos comentando
en relación a alguno de los preceptos impugnados. A través de tal decisión, el
Tribunal se pronuncia sobre cuatro recursos de inconstitucionalidad acumulados
presentados, entre otras instituciones, por el Consejo Ejecutivo de la Generalidad
de Cataluña y la Diputación General de Aragón, frente a diversos artículos de la Ley
38/1988, de 28 de diciembre, de Demarcación y de Planta Judicial. Será su Art. 8.2
el que propiciará un pronunciamiento interpretativo estimatorio. A su tenor: “Los
Juzgados de lo Penal, los Juzgados de lo Contencioso-Administrativo, los Juzgados
de lo Social y los Juzgados de Menores con jurisdicción de extensión territorial in-
ferior a la de una provincia tienen la sede donde se establece en los anexos VII, VIII,
IX y XI, respectivamente, de esta Ley, dentro de la misma Comunidad Autónoma
y toman el nombre del municipio correspondiente”. En las demandas se tacha de
inconstitucional este precepto por atribuir al Estado el ejercicio de competencias
autonómicas, en concreto, la relativa a la localización de la capitalidad de las de-
marcaciones judiciales. Admite el Tribunal que, efectivamente, al remitir el precepto
en cuestión a los mencionados anexos, está fijando la capitalidad de las respectivas
demarcaciones judiciales, invadiendo por lo mismo competencias autonómicas.
Bien es verdad que las competencias asumidas por las Comunidades Autónomas
para fijar la delimitación de las demarcaciones judiciales y, por necesaria conexión,
para localizar la capitalidad de las mismas, no pueden entenderse referidas a la

86
STC 105/1988, de 8 de junio, fund. jur. 3º, b).
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1369

demarcación Comunidad Autónoma, pues viene definida directamente en la Cons-


titución (Art. 152.1), ni a la provincia, pues sobre los límites provinciales no existe
posibilidad de disposición autonómica (Art. 141.1, in fine, de la Constitución). Ahora
bien, al margen de estas dos excepciones, el Tribunal entiende87, que no existe razón
alguna para negar o impedir el ejercicio de las competencias asumidas al respecto
por las Comunidades Autónomas, en virtud de lo dispuesto en el Art. 152.1, párrafo
segundo, de la Constitución, a través de sus Estatutos de Autonomía, ejercicio que,
de acuerdo con el sistema creado por la Ley Orgánica del Poder Judicial, habrá de
llevarse a cabo mediante ley de la Comunidad Autónoma que fije la capitalidad de
la correspondiente demarcación. Por todo lo expuesto, el precepto cuestionado,
en cuanto desconoce dichas competencias y no prevé su ejercicio por las Comu-
nidades Autónomas, ha de tacharse de inconstitucional “en lo que se refiere a las
demarcaciones judiciales diferentes de la provincia y que integren a varios partidos
judiciales”. Quedan así –añade el Tribunal– excluidas de tal inconstitucionalidad
la fijación de la capitalidad en demarcaciones coincidentes con la provincia, con
un partido judicial, o que no se localicen en una Comunidad Autónoma (casos de
Ceuta y Melilla)”. En el punto 1º del fallo, la disposición cuestionada es declarada
inconstitucional “en los términos contenidos en el fundamento jurídico 10, b)”.

III. Los ejemplos podrían multiplicarse, pero lógicamente es por entero


imposible referirnos a todos y cada uno de los casos en los que el Tribunal Cons-
titucional ha recurrido a esta técnica de la sentencia interpretativa, bien bajo su
modalidad de sentencia desestimatoria, bien bajo la más infrecuente de sentencia
estimatoria. En cualquier caso, lo que interesa retener es que tanto desde una
como desde otra perspectiva, el Juez constitucional ha actuado, en mayor o menor
grado, como legislador positivo, y ello es así incluso en las sentencias interpreta-
tivas estimatorias, pues aun declarando la inconstitucionalidad de la disposición,
lo que en realidad está haciendo el Juez constitucional es más bien declarar la
inconstitucionalidad de una o varias normas, esto es, interpretaciones, extraídas
de la disposición impugnada, que admite alguna interpretación conforme con la
Norma suprema, todo lo cual se traduce en el cambio real del significado de la
disposición respecto de la originaria dicción legal.

b´) El abuso y perversión del principio de interpretación


conforme: la STC 101/2008, de 24 de julio.

El 24 de julio de 2008, el Tribunal Constitucional, integrado por su presidente


y nueve magistrados, decidía desestimar el recurso de inconstitucionalidad
interpuesto por 51 Senadores del Grupo Parlamentario Popular en el Senado,
contra el nuevo apartado séptimo del Art. 184 del Reglamento del Senado (en

87
STC 62/1990, de 30 de marzo, fund. jur. 10, b).
1370 EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL COMO LEGISLADOR POSITIVO

adelante RS), introducido por el artículo único de la reforma de dicho Reglamento


aprobada el 21 de noviembre de 2007.
En la sentencia, que iba acompañada de tres votos particulares discrepantes,
se declara la conformidad constitucional del precepto impugnado en tanto en
cuanto se interprete en el sentido expresado en los fundamentos jurídicos noveno
y décimo de la decisión. Se trata, pues, de una típica sentencia interpretativa,
aunque ello, anticipémoslo ya, sólo desde una perspectiva formal, en la que se
subraya de modo específico la trascendencia de la interpretación dada al hacerse
una referencia expresa a la misma en el decisum.
Con esta resolución, el Tribunal rompe de modo brutal con los rasgos
propios de este tipo de sentencias, rasgos a los que ya hemos aludido, y que por
lo demás el propio Tribunal Constitucional, en su jurisprudencia anterior, se
había preocupado de delinear. Ejemplo paradigmático de ello lo encontramos
en su Sentencia 235/2007, en la que nuestro Juez constitucional compendiaba la
doctrina sentada por él mismo en diversas decisiones precedentes en torno a las
sentencias interpretativas. Su doctrina88 puede ser sistematizada, extrayendo de
ella los tres principios generales siguientes:
a) La efectividad del principio de conservación de las normas no alcanza
a ignorar o desfigurar el sentido de los enunciados legales meridianos, pues al
Tribunal le está vedado tratar de reconstruir una norma contra su sentido evidente
para concluir que esa reconstrucción es la norma constitucional.
b) La interpretación conforme no puede ser una interpretación contra legem,
pues ello implicaría desfigurar y manipular los enunciados legales.
c) No compete al Tribunal la reconstrucción de una norma explicitada
debidamente en el texto legal y, por ende, la creación de una norma nueva, con la
consiguiente asunción por el Tribunal Constitucional de una función de legislador
positivo que institucionalmente no le corresponde.
La sentencia 101/2008 ignorará justamente los tres principios precedentes,
desfigurando el sentido del enunciado normativo, operando verdaderamente
contra legem y conduciendo la interpretación llevada a cabo por el Tribunal a una
norma realmente nueva, que no solo convierte al Tribunal en legislador positivo,
sino que, en su actuación como tal, le lleva a oponer su voluntad a la del legislador
parlamentario.
Con la Sentencia de 24 de julio de 2008 se cerraba el complicado proceso jurí-
dico desencadenado por la reforma de la LOTC llevada a cabo por la Ley Orgánica
6/2007, de 24 de mayo89. Ésta había introducido una importante innovación en el
procedimiento de integración del Tribunal, al disponer el párrafo segundo del texto
reformado del Art. 16.1 de la LOTC: “Los Magistrados propuestos por el Senado

88
STC 235/2007, de 7 de noviembre, fund. jur. 7º.
89
Cfr. al respecto, Francisco FERNÁNDEZ SEGADO: La Justicia Constitucional: una visión de
Derecho Comparado, Editorial Dykinson, Madrid, 2009, tomo III, pp. 893 y ss.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1371

serán elegidos entre los candidatos presentados por las Asambleas Legislativas de
las Comunidades Autónomas en los términos que determine el Reglamento de la
Cámara”. Ello entrañaba, que mientras con anterioridad a la reforma de 2007, la
propia Cámara alta seleccionaba libremente los candidatos a proponer al Rey, para
su nombramiento como Magistrados constitucionales, de entre aquellas personas
que reunieran los requisitos exigidos por el Art. 159.2 de la Constitución, tras la
Ley Orgánica 6/2007, el Senado había de llevar a cabo su selección de entre los
candidatos formalmente propuestos por los órganos legislativos autonómicos. El
recurso de inconstitucionalidad planteado por más de 50 Diputados del Grupo
Parlamentario Popular del Congreso contra, entre otros preceptos de la Ley
Orgánica 6/2007, el anteriormente transcrito, fue resuelto por medio de la STC
49/2008, de 9 de abril, en la que el Tribunal desestimó el recurso.
La lógica remisión al Reglamento del Senado por parte del párrafo segundo del
Art. 16.1 de la LOTC conducía a la reforma reglamentaria formalizada finalmente
el 22 de noviembre de 2007, que se traducía en la adición de un nuevo apartado
séptimo al Art. 184 del Reglamento del Senado, norma que contemplaba las reglas
generales a las que se había de acomodar el procedimiento encaminado a las
propuestas de nombramiento encomendadas al Senado. El inciso final del punto
b) del nuevo apartado resolvía la polémica cuestión de si la alta Cámara se hallaba
vinculada por las propuestas formuladas por las sedes legislativas autonómicas.
La previsión, la única acorde por lo demás con la nueva fórmula de selección
de los candidatos a Magistrados constitucionales establecida en la reforma de
2007, venía a acoger la plena vinculación de las propuestas autonómicas, con
una única, y muy excepcional (por no decir que impensable), salvedad: que no
se hubieran presentado en plazo candidaturas suficientes. Piénsese, que en los
supuestos normales, el Senado propone al Rey cuatro miembros del Tribunal, y
el Reglamento del Senado, tras su reforma, habilita a cada Asamblea Legislativa
autonómica para proponer hasta dos candidatos, lo que, habida cuenta de la
existencia de 17 Asambleas legislativas, supone que éstas van a poder proponer
un total de 34 candidatos; así las cosas, pensar en que, transcurrido el plazo para
que se lleven a cabo tales propuestas, no haya candidatos suficientes para que, de
entre ellos, el Senado proponga al Rey los nombres de cuatro personas para sus
nombramientos como Magistrados del Tribunal Constitucional, más bien parece
un supuesto de ciencia ficción.
La totalidad de la Sentencia 101/2008 gira en torno a la necesidad de interpre-
tar la expresión del inciso final del apartado b) del Art. 184.7 RS, “candidaturas
suficientes”90, en un sentido no sólo literal, numérico o cuantitativo, sino también
en otro cualitativo o de mérito, de forma tal que solamente serán consideradas
“suficientes” las candidaturas de aquellas personas sobre las que pueda recaer el
apoyo de la Cámara, puesto de manifiesto en la exigencia de que obtengan el voto
favorable de los tres quintos de los Senadores. Dicho de otro modo, para el Tribu-
nal, la expresión “candidaturas suficientes” debe entenderse como “candidaturas

90
STC 101/2008, de 24 de julio, fund. jur. 9.
1372 EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL COMO LEGISLADOR POSITIVO

de mérito suficiente y en número bastante para proveer a las designaciones que


corresponda en cada caso realizar al Senado” (demás está decir que aunque el
Senado elige cuatro Magistrados, puede haber supuestos de vacancia que le exijan,
por ejemplo, proponer tan sólo a uno).
Para llegar a tal interpretación, la sentencia se detiene con carácter previo
en un examen innecesariamente casuístico y detallado de las diversas etapas del
procedimiento a seguir para la elección, y cuando (en el fundamento jurídico
noveno) llega a la conclusión expuesta, expresada en términos tan enrevesados y
poco claros como los que ahora transcribimos, vuelve a iniciar, reiterativamente,
el iter argumental, quizá porque el propio Tribunal tema, no sin razón, haber sido
bien poco claro y aún menos convincente. Como decimos, el fundamento jurídico
noveno se cierra con una conclusión tan alambicada como la que transcribimos
a renglón seguido:

“Así entendido, el supuesto reglamentario se referiría, no solamente a la


inexistencia de candidaturas en número suficiente en relación con los
Magistrados a designar, sino también a la eventual inidoneidad de los
candidatos presentados, entendido esto último relativo (sic) no ya al in-
cumplimiento de los requisitos formales, sino al juicio subjetivo que la
Cámara, a través del procedimiento reglamentariamente previsto, ha de
formarse sobre los candidatos presentados y que se expresará en términos
de aceptación o rechazo de los mismos”.

La sentencia está trufada de contradicciones. Sin ánimo exhaustivo91, aludi-


remos a la que consideramos como principal contradicción: la que conduce al
Tribunal a desnaturalizar la voluntad del legislador inequívocamente expresada.
La sentencia choca de modo frontal con la dicción clara e inequívoca del Art. 16.1
de la LOTC, convalidado constitucionalmente por la ya referida STC 49/2008.
Porque frente a la exigencia sin matices ni salvedades de este precepto, de que el
Senado seleccione las personas que ha de proponer al Rey para su nombramiento
como miembros del Tribunal Constitucional de entre los candidatos propuestos
por las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas, la STC 101/2008
interpreta el precepto reglamentario impugnado en un sentido tal, que sólo podrá
entenderse constitucionalmente conforme si se interpreta en contradicción con
el texto de ese Art. 16.1.
No hay exageración alguna en nuestra apreciación. Nos bastará para corro-
borarlo con transcribir algunas de las reflexiones finales que formula el Juez
constitucional en el fundamento jurídico décimo y último de la sentencia.
Admite el Tribunal, como no podía ser de otra manera, que, en principio,
los candidatos sobre los que la Comisión de Nombramientos del Senado ha
de verificar si resultan susceptibles de merecer la confianza institucional de la

91
Cfr. al efecto, para un análisis más detallado, Francisco FERNÁNDEZ SEGADO: La Justicia
Constitucional: una visión de Derecho comparado, op. cit., tomo III, pp. 1031 y ss.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1373

Cámara, a fin de, tras su preceptiva comparecencia ante la propia Comisión,


incluirlos en la debida propuesta al Pleno (que incluye tantos candidatos como
puestos a cubrir), serán los que hayan presentado las Asambleas Legislativas
autonómicas, “pero –precisa de inmediato el Tribunal– la libertad institucional,
insuprimible, del Senado y, en este trámite procedimental, de su Comisión de
Nombramientos, no puede llevar a la Cámara a la imposibilidad de cumplir con
su obligación constitucional de designar Magistrados del Tribunal Constitucional.
Imposibilidad que, como hemos examinado, podría darse tanto si las Asambleas
Legislativas no atendieran a la invitación del Senado para presentar candidatos,
como si los presentados no reunieran los requisitos necesarios o no resultaran, a
juicio de la Comisión de Nombramientos –cuya voluntad, en virtud de su propia
composición y funcionamiento, es legítimo trasunto de la del Pleno, al que, en
todo caso, compete la última palabra–, merecedores de la confianza institucional
del Senado. En esos casos se estaría ante el supuesto de que <no se hubiesen
presentado en plazo candidaturas suficientes>, contemplado por el art. 184.7 b)
RS y para el que se ha previsto que la Comisión presente otros candidatos, que
no serán ya propuestos por las Asambleas, sino por los Grupos Parlamentarios
del Senado con arreglo al procedimiento que se inicia con la fase de admisión
regulada en los apartado 3 y 4 del art. 184 RS”.
“Por ello, –puede leerse en el antepenúltimo párrafo del fundamento déci-
mo– ninguna objeción cabe formular a que la Cámara alta haya de limitarse,
en principio, a elegir, como indica el Art. 16.1 LOTC, entre los candidatos
previamente presentados por las Asambleas Legislativas autonómicas y en esa
forma lo establezca en su Reglamento, pues, en todo caso, interpretado el precepto
reglamentario en los términos expresados en la presente sentencia se garantiza
que la misma (la Cámara alta) pueda cumplir con la dicha función constitucional,
eligiendo a otros candidatos posibles surgidos de su propio seno, en el caso de que
no resulte posible cubrir todos o alguno de los puestos de Magistrados del Tribunal
Constitucional por no obtener la mayoría de tres quintos los presentados por las
Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas”92.
La interpretación del Tribunal es evidente que se asienta en una ficción: la
búsqueda de supuestos excepcionales para, a partir de ellos, justificar la quiebra
de la finalidad perseguida por el legislador orgánico con el Art. 16.1 LOTC, cuando
tales supuestos, además, se hallan lejos de haber sido contemplados por el Art.
184.7 RS, que sólo se refiere a una circunstancia tan extraña e imprevisible que,
razonablemente, está llamada a no producirse jamás. El carácter ficticio de toda
la argumentación del Tribunal se acentúa si se tiene presente, que el precepto
reglamentario impugnado no puede pretender otro fin más que el de viabilizar
el procedimiento a seguir para efectivizar el nuevo sistema de integración del
Tribunal Constitucional establecido por el Art. 16.1 LOTC, precepto, y ha de
insistirse en ello, cuya constitucionalidad fue confirmada sin reserva alguna

92
STC 101/2008, de 24 de julio, fund. jur. 10.
1374 EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL COMO LEGISLADOR POSITIVO

por otra sentencia constitucional, la ya citada STC 49/2008, tan sólo tres meses
anterior a la que ahora comentamos.
En definitiva, el Tribunal, a partir de esos supuestos ficticios que se inventa,
no obstante carecer los mismos de cualquier cobertura normativa, entiende
que la norma reglamentaria impugnada sólo será conforme con la Constitución
si se interpreta de modo tal, que en esos supuestos hipotéticos que el Tribunal
pergeña, que en último término quedan en dependencia del puro arbitrio del
Senado (bien podrían reconducirse tan sólo al hecho de que la Cámara no quiera
respaldar por los tres quintos de sus miembros a los candidatos propuestos por
las sedes autonómicas), se vacíe de contenido la disposición acogida por el Art.
16.1 LOTC, retornando en tales casos al sistema anterior a la reforma llevada a
cabo por la Ley Orgánica 6/2007, pasando a ser la propuesta de candidatos de la
competencia de los Grupos Parlamentarios de la Cámara. Dicho de otro modo, la
constitucionalidad de una norma puramente procedimental, llamada a desarrollar
una norma sustantiva, se supedita a una interpretación tal que entraña el vacia-
miento, la ignorancia –en realidad, habría que decir la flagrante vulneración– de la
norma sustantiva de la que trae su causa la norma procedimental. Tal es el dislate
mayúsculo que subyace a esta interpretación del Juez constitucional.

c´) Sentencias manipulativas

I. Las omisiones del legislador han propiciado que el Tribunal Constitucional,


en la estela de la Corte costituzionale, haya recurrido a una serie de decisiones a
través de las cuales ha intentado acomodar el contenido (o la falta de contenido)
de las disposiciones ante él impugnadas a las normas constitucionales mediante
su integración o modificación. La doctrina italiana, para identificar este tipo de
decisiones, acuñó la expresión sentenze manipolative o manipulatrici, debiéndose
la paternidad de la misma a Elia, quien formularía la expresión en 1965, en un
comentario a la sentencia nº 52 de ese mismo año de la Corte costituzionale93.
Dentro de esta genérica categoría se pueden distinguir dos tipos: el de aquellas
decisiones en las que la “manipulación” se produce a través de la declaración
de inconstitucionalidad de una disposición que tiene un alcance normativo
menor del que constitucionalmente debería tener, y el de aquellas otras en las
que la ley prevé una determinada cosa, mientras que el Juez constitucional
entiende que constitucionalmente debería de prever otra. Crisafulli, con notable
nitidez, compendiaría en muy pocas palabras estos dos tipos, señalando que las
decisiones manipulativas “hanno per effetto di <far dire> alla disposizione cui si

93
Leopoldo ELIA: “Divergenze e convergenze della Corte costituzionale con la magistratura
ordinaria in materia di garanzie difensive nell´istruzione sommaria”, en Rivista italiana di Diritto e
procedura penale, nuova serie, Anno VIII, 1965, pp. 537 y ss.; en concreto, p. 562.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1375

riferiscono qualcosa di diverso, e di solito qualcosa di più rispetto a quello che ne


era l´originario significato”94.

II. El Tribunal Constitucional español, desde el año 1983, ha venido utilizando


la técnica de las sentencias aditivas, que, sin duda, constituye la manifestación más
característica de esa categoría más amplia que son las sentencias manipulativas.
Es imposible, obviamente, pretender referirnos a todas las sentencias de este tipo
dictadas en los treinta años de vida del Tribunal. Tan sólo aludiremos a algunas,
en el bien entendido de que este tipo de decisiones reflejan, con particular nitidez,
cómo el Juez constitucional, abandonando el rol kelseniano de legislador negativo,
se ha convertido en un verdadero legislador positivo.
Las Sentencias 103/1983 y 104/1983 constituyen los primeros ejemplos de
decisiones aditivas. Aludiremos a la primera por cuanto la segunda se limita a
reiterar lo dicho por aquélla. En la primera de las citadas decisiones, el Tribunal
se pronuncia sobre la cuestión de inconstitucionalidad planteada por la Magis-
tratura de Trabajo nº 1 de Madrid en torno a la posible inconstitucionalidad del
Art. 160.2 de la Ley General de la Seguridad Social, de 30 de mayo de 1974, por
vulnerar el derecho a la igualdad de trato sin discriminación por razón de sexo,
consagrado por el Art. 14 de la Constitución. Según la citada norma de la Ley de la
Seguridad Social, la viuda de un trabajador tenía derecho a percibir una pensión
de viudedad si concurrían las dos siguientes condiciones: que hubiese convivido
habitualmente con el causante de la pensión o que, en caso de separación
conyugal, la sentencia firme la hubiera reconocido inocente; y que el cónyuge
causante de la pensión , siendo trabajador por cuenta ajena, hubiese completado
el período de cotizaciones reglamentariamente determinado, salvo que la causa de
la muerte fuese un accidente de trabajo o no laboral. El derecho del viudo de sexo
masculino estaba, sin embargo, sometido a un condicionamiento adicional por
el referido Art. 160.2. Para tener derecho a la pensión, se le exigía, además de las
condiciones precedentes, que al tiempo de fallecer la esposa causante de la pensión
se encontrara incapacitado para el trabajo y estuviera a cargo de ella. El Tribunal
iba a entender95, que falta de la necesaria fundamentación que la justificara, la
desigualdad de régimen jurídico expuesta se presentaba nítidamente contraria a
los dictados de la Constitución, considerando que para restablecer la igualdad se
hacía preciso declarar la inconstitucionalidad del Art. 160.2, pero también –y en
ello reside la naturaleza aditiva de la decisión– del inciso del apartado primero
del mismo artículo donde dice en femenino “la viuda”, “pues sólo de este modo
se consigue que los viudos de las trabajadoras afiliadas a la Seguridad Social
tengan el derecho a la pensión en las mismas condiciones que los titulares del
sexo femenino”.

94
Vezio CRISAFULLI: “Giustizia costituzionale e potere legislativo”, en la obra colectiva Aspetti
e Tendenze del Diritto Costituzionale. Scritti in onore di Costantino Mortati, Giuffrè Editore, Milano,
1977, vol. 4º, pp. 129 y ss.; en concreto, p. 141.
95
STC 103/1983, de 22 de noviembre, fund. jur. 7º.
1376 EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL COMO LEGISLADOR POSITIVO

Quizá convenga recordar una sentencia ya comentada, la STC 74/1987, que


aun siendo formalmente una decisión interpretativa desestimatoria, material-
mente tenía un inequívoco carácter aditivo, en cuanto reconocía a los ciudadanos
españoles que no conocieran el castellano el mismo derecho a ser asistidos de
intérprete que el texto legal tan sólo reconocía a los extranjeros desconocedores
de nuestra lengua.
También tuvimos oportunidad de referirnos precedentemente a la Sentencia
116/1987, otra decisión en parte aditiva, que venía a declarar, que el Art. 1º de la
Ley 37/1984, de 22 de octubre, de reconocimiento de derechos y servicios prestados
a quienes durante la Guerra Civil formaron parte de las Fuerzas Armadas, Fuerzas
de Orden Público y Cuerpo de Carabineros de la República, era parcialmente
inconstitucional, y por tanto nulo, en cuanto excluía del ámbito de aplicación
del Título I de la Ley a los militares profesionales que ingresaron en las Fuerzas
Armadas de la República después del 18 de julio de 1936, fecha de inicio de la
Guerra Civil. El Tribunal, a los efectos de valorar la posible quiebra del principio/
derecho a la igualdad, fija el tertium comparationis no en el trato legal otorgado
por la Ley 37/1984 a los militares incorporados con anterioridad al 18 de julio de
1936, cuanto en la situación y el trato dispensado por la legislación de amnistía
a los funcionarios civiles que consolidaron su empleo con posterioridad al 18
de julio de 1936. “Es esa última distinción de trato entre funcionarios civiles y
funcionarios militares, –aduce el Juez constitucional96– todos ellos posteriores
a la rebelión militar, –distinción ciertamente no creada por la Ley 37/1984, pero
sí mantenida por ella en su art. 1– la que requiere un enjuiciamiento desde los
postulados del art. 14 de la Constitución”. A partir de ahí, el Tribunal concluirá,
que “una vez que el legislador ha aplicado el criterio de la profesionalidad a los
funcionarios civiles de la República, para hacerles acreedores a la plenitud de los
derechos reconocidos por la legislación de amnistía, sin atender al momento de
su incorporación a la Administración o, lo que es igual, sin referencia alguna a si
dicha incorporación se produjo antes o después del comienzo de la guerra civil, el
principio de igualdad obliga a la aplicación de idéntico criterio a los funcionarios
militares profesionales, cualquiera que haya sido la fecha –anterior o posterior al
18 de julio de 1936– de sus nombramientos o de la consolidación de sus empleos
con carácter definitivo”97. Con el fallo precedentemente mencionado, el Tribunal
modificaba el ámbito subjetivo del texto legal, inicialmente circunscrito (por su
reenvío a otros textos legales) a los Oficiales, Suboficiales y clases (de tropa) que
se hubiesen incorporado a los Ejércitos antes del inicio de la Guerra Civil, y que
tras la sentencia pasa a incluir, a los efectos del reconocimiento de derechos y
servicios prestados, también a quienes se hubiesen incorporado a las Fuerzas
Armadas después del 18 de julio de 1936.
En la misma línea que las anteriores se ha de situar la Sentencia 154/1989,
con la que el Tribunal se pronuncia sobre un recurso de inconstitucionalidad

96
STC 116/1987, de 9 de julio, fund. jur. 8º.
97
Ibidem, fund. jur. 9º.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1377

presentado por el Presidente del Gobierno contra ciertas disposiciones de la


Ley del Parlamento de Canarias 8/1984, de 11 de diciembre, de Radiodifusión
y Televisión de la Comunidad Autónoma de Canarias. Uno de los preceptos
impugnados era el Art. 6.3, que regulaba las causas de incompatibilidad de los
miembros del Consejo de Administración del ente Radiotelevisión Canaria, lo que
se fundamentaba en la omisión de una de las causas de incompatibilidad que,
para ser miembro del Consejo de Administración de Radiotelevisión Española,
establecía el Art. 7.4 de la Ley 4/1980, del Estatuto de la Radio y Televisión, dado
que la competencia autonómica canaria en materia de radiodifusión y televisión
se circunscribe al desarrollo legislativo y ejecución en “los términos y casos
establecidos en la Ley reguladora del Estatuto Jurídico de la Radio y la Televisión”.
Para el Juez constitucional98, el principio de seguridad jurídica debe conducir a la
inconstitucionalidad postulada por el Gobierno de la Nación del citado Art. 6.3 de
la Ley canaria, si bien limitado a la omisión o exclusión en dicho precepto de la
causa de incompatibilidad omisa (incompatibilidad con todo tipo de prestación
de servicios o relación laboral en activo con Radiotelevisión y sus sociedades) y no
a la totalidad del artículo. En armonía con ello, en el punto 1º del fallo, se declara
“que es inconstitucional y, por tanto, nulo el art. 6.3 de la Ley impugnada, en
cuanto omite como causa de incompatibilidad para ser miembro del Consejo de
Administración de RTVC, <todo tipo de prestación de servicios o relación laboral
en activo> con RTVC y RTVE y sus respectivas sociedades”. Ello, innecesario es
decirlo, entraña adicionar tal causa de incompatibilidad al texto legal de Canarias,
actuando el Tribunal como auténtico legislador positivo.
La Sentencia 142/1990 puede tildarse como una decisión típicamente aditiva.
El Tribunal se pronuncia a través de ella sobre la cuestión de inconstitucionalidad
promovida por la Magistratura de Trabajo núm. 2 de Málaga, por la supuesta
inconstitucionalidad del Art. 3 del Decreto-ley de 2 de septiembre de 1955, sobre
ampliación de prestaciones en el régimen del Seguro Obligatorio de Vejez e
Invalidez (SOVI), lo que viene a fundamentarse en que, a la vista del precepto
cuestionado y de otros concordantes con él contenidos en el Decreto-ley, la
prestación de viudedad se establece únicamente en favor de las viudas y no de los
varones viudos, lo que constituye respecto de éstos un trato desigual. El Tribunal
entiende99, que no cabe ninguna duda acerca de la similitud de los supuestos
considerados en las SSTC 103/1983 y 104/1983 –de las que ya nos hemos hecho
eco– con el que suscita la presente cuestión, pues aunque en ésta se considera, cier-
tamente, un régimen especial, el del seguro de vejez e invalidez, eso no desdibuja
ni elimina la semejanza, teniendo en cuenta el elemento subjetivo determinante,
es decir, el tratarse de personas del mismo sexo las afectadas por las normas y la
consideración de esa cualidad como causante de la discriminación concreta que se
denuncia. Así las cosas, en el fallo, el Tribunal decide declarar inconstitucional, y
por tanto nulo, el inciso del apartado primero del Art. 3 del Decreto-ley “en cuanto
excluye a los viudos”.

98
STC 154/1989, de 5 de octubre, fund. jur. 6º.
99
STC 142/1990, de 20 de septiembre, fund. jur. 4º.
1378 EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL COMO LEGISLADOR POSITIVO

También puede considerarse como una decisión característicamente aditiva


la Sentencia 222/1992, por la que el Tribunal se pronuncia sobre la cuestión de
inconstitucionalidad planteada por el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción
núm. 4 de Fuengirola sobre la supuesta inconstitucionalidad del Art. 58 de la Ley
de Arrendamientos Urbanos, en cuanto que, para subrogarse en un arrendamiento
una vez fallecido el arrendatario, exige del vínculo matrimonial, por lo que sólo
la viuda del arrendatario puede subrogarse en el arrendamiento, no disponiendo
de tal facultad quien, no obstante mantener con el arrendatario fallecido una
dilatada situación de convivencia, carece de tal vínculo matrimonial. Aunque
el Juez constitucional recuerda algo que ya dejó dicho en la STC 184/1990: que
el matrimonio y la convivencia extramatrimonial no son a todos los efectos
“realidades equivalentes”100, más adelante, y ya en específica alusión a la norma
excluyente cuya constitucionalidad es aquí controvertida, considera que la misma
tiene una finalidad protectora de la familia, admitido lo cual precisa101, que “la
diferenciación que introduce entre el miembro supérstite de la pareja matri-
monial y el que lo sea de una unión de hecho no sólo carece de un fin aceptable
desde la perspectiva jurídico-constitucional que aquí importa, sino que entra
en contradicción, además, con fines o mandatos presentes en la propia Norma
fundamental”. El Tribunal, en fin, estima que la diferenciación contenida en el
Art. 58.1 de la Ley de Arrendamientos Urbanos entre el cónyuge supérstite de una
unión matrimonial y quien hubiere convivido more uxorio con la persona titular,
hasta su fallecimiento, del arrendamiento es inconstitucional por discriminatorio.
En armonía con ello, el Tribunal razona102, que en su fallo ha de declarar la
inconstitucionalidad sobrevenida de la exclusión enjuiciada, pero no la nulidad
de la regla legal que concede hoy al “cónyuge” el beneficio de la subrogación,
“resultado éste que, sobre no reparar en nada la discriminación apreciada,
dañaría, sin razón alguna, a quienes ostentan, en virtud del art. 58.1 de la L.A.U.,
un derecho que no merece, claro está, tacha alguna de inconstitucionalidad”. En
coherencia con tal argumento, el Tribunal declara en el fallo que el Art. 58.1 de la
vigente Ley de Arrendamientos Urbanos es inconstitucional “en la medida en que
excluye del beneficio de la subrogación mortis causa a quien hubiere convivido
de modo marital y estable con el arrendatario fallecido.
Otro ejemplo de decisiones aditivas lo encontramos en la Sentencia 3/1993, a
cuyo través resuelve el Tribunal la cuestión de inconstitucionalidad promovida por
la Magistratura de Trabajo núm. 5 de Málaga, por supuesta inconstitucionalidad
del Art. 162.2 de la Ley General de la Seguridad Social, aprobada por Decreto
2.065/1974, de 30 de mayo, por estimar que infringe el principio de igualdad ante
la ley y mantiene una discriminación por razón del sexo rechazada por el Art. 14
de la Constitución. La cuestión versa sobre el reconocimiento en exclusiva a
hijas o hermanas, y por tanto, la no atribución a hijos o hermanos , del derecho
al percibo de las llamadas prestaciones en favor de familiares por parte del

100
STC 222/1992, de 11 de diciembre, fund. jur. 5ª.
101
Ibidem, fund. jur. 6º.
102
Ibidem, fund. jur. 7º.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1379

Art. 162.2 de la Ley General de Seguridad Social. En sintonía con la doctrina


establecida en casos similares, el Juez constitucional estima103, que en tanto que
el precepto impugnado introduce el sexo como factor diferencial de la situación
jurídica que contempla, lleva a considerar que el tratamiento favorable a las hijas
y hermanas que en él se contiene está falto de fundamento racional, por lo que
no debería ampliarse el beneficio a los hijos y hermanos, ya que se configura
como un privilegio injustificado de las mujeres. Sin embargo, la norma dispensa
una protección frente a la pobreza al atribuir una pensión al que, al tiempo de
fallecer el padre o hermano causante, se queda sin auxilio económico. Es en este
sentido una específica manifestación de la garantía institucional de la Seguridad
Social que permite asegurar una cierta protección ante una situación de objetiva
necesidad. En atención a todo ello entiende el Tribunal que procede declarar
la inconstitucionalidad de la mención del Art. 162.2 de la Ley impugnada “en
cuanto excluye a hijos y hermanos”, lo que, innecesario es decirlo, se traduce en
la inclusión de estos últimos entre los beneficiarios de la protección otorgada por
la Seguridad Social.
La Sentencia 134/1996 puede incluirse de igual forma dentro de esta categoría
de decisiones. A través de ella, el Tribunal resuelve el recurso de inconstitucio-
nalidad interpuesto por más de cincuenta Diputados del Grupo Parlamentario
Popular, contra el Art. 62 de la Ley 21/1993, de 29 de diciembre, de Presupuestos
Generales del Estado para 1994, en relación a la nueva redacción dada a las letras
b) y c) del apartado 1 del Art. 9 de la Ley 18/1991, de 6 de junio, del Impuesto
sobre la Renta de las Personas Físicas. Las modificaciones introducidas por la
referida Ley 21/1993, en lo que al recurso interesa, son dos: en primer lugar, dejan
de estar exentas todas las pensiones por incapacidad permanente, al contrario de
lo que ocurría con anterioridad tanto con las reconocidas por la Seguridad Social
como con las causadas por funcionarios públicos. Pero, en segundo término, así
como en el caso de la Seguridad Social, las prestaciones que siguen exentas son
las correspondientes a incapacidad permanente absoluta y gran invalidez, en
el caso de los funcionarios públicos sólo permanecen exentas las causadas en
este último caso (gran invalidez), sin que se mencione para nada el supuesto de
incapacidad permanente absoluta. Los recurrentes consideran vulnerados el Art.
9.3 de la Constitución, en lo que se refiere al principio de seguridad jurídica, y,
especialmente y sobre todo, el Art. 14, al tratarse peyorativamente las pensiones
causadas por los funcionarios públicos en relación con las reconocidas por la
Seguridad Social. El Tribunal situa el recurso en el ámbito del principio de la
igualdad tributaria, constatando al respecto la existencia de una diferencia de
trato fijada por el legislador sin que éste aporte en la Exposición de Motivos de la
Ley 21/1993 ninguna justificación objetiva o razonable, lo que le lleva finalmente
a apreciar que la diferenciación introducida por la nueva redacción dada a la Ley
18/1991 entre las pensiones de invalidez permanente de la Seguridad Social y las
de los funcionarios públicos vulnera el principio de igualdad104. Por todo ello, el

103
STC 3/1993, de 14 de enero, fund. jur. 5º.
104
STC 134/1996, de 22 de julio, fund. jur.8º.
1380 EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL COMO LEGISLADOR POSITIVO

Tribunal decide declarar la disposición impugnada inconstitucional y nula “sólo


en la medida en que viene a suprimir, únicamente para los funcionarios de las
Administraciones Públicas que se hallen en situación de incapacidad permanente
absoluta, la exención de dicho Impuesto” (del Impuesto sobre la Renta de las
Personas Físicas).
La Sentencia 73/1997 ejemplifica otra decisión de naturaleza aditiva. A través
de la misma, el Tribunal se pronuncia sobre un recurso de inconstitucionalidad
interpuesto por el Presidente del Gobierno contra, entre otros preceptos, el Art.
3.1, a) de la Ley del Parlamento de Cataluña 21/1987, de 26 de noviembre, de In-
compatibilidades del Personal al Servicio de la Administración de la Generalidad.
El mencionado precepto supone, a juicio del recurrente, una infracción de la Ley
estatal 53/1984, de 26 de diciembre, de Incompatibilidades del Personal al Servicio
de las Administraciones Públicas, cuyas normas se consideran expresamente bases
del régimen estatutario de la función pública, dictadas al amparo del Art. 149.1.18ª
de la Constitución, y ello por cuanto omite el requisito fundamental exigido por
el Art. 5, a) de la indicada Ley estatal de que los miembros de las Asambleas
Legislativas de las Comunidades Autónomas sólo podrán gozar de dicha compa-
tibilidad cuando no perciban retribuciones periódicas por el desempeño de su
función parlamentaria. El Tribunal concluye su razonamiento considerando105,
que el silencio del texto legal catalán sobre esta condición básica para el sistema
de incompatibilidades “no puede calificarse como inocuo, indiferente o neutro...
La incorporación íntegra de la norma básica ha de exigirse aquí y ahora por
virtud del carácter esencial del requisito omitido. En consecuencia, no siendo
posible una interpretación conforme del precepto... resulta clara su invalidez”. Por
consiguiente, debe declararse la inconstitucionalidad del precepto impugnado,
en cuanto al omitir un requisito de incompatibilidad contradice lo dispuesto en
la legislación básica. Ello, innecesario es decirlo, presupone la adición al texto
legal que, por su incomplitud, contradice las previsiones constitucionales, de la
incompatibilidad comentada.

III. El Tribunal Constitucional ha tenido oportunidad también de dictar


algunas decisiones sustitutivas. La Sentencia 56/1990 podría ser, en una de sus
partes, un buen ejemplo de ello. A través de la misma, el Tribunal se pronunciaba
sobre cuatro recursos de inconstitucionalidad acumulados, presentados por el
Parlamento de la Generalidad de Cataluña, por el Consejo Ejecutivo de la Gene-
ralidad, por la Junta de Galicia y por el Gobierno Vasco, frente a determinados
preceptos de la Ley Orgánica 6/1985, de 1º de julio, del Poder Judicial (LOPJ). Una
de las disposiciones impugnadas sería el Art. 171.4 de la LOPJ, que se refería a la
capacidad del Ministerio de Justicia de instar la inspección del Consejo General
del Poder Judicial de cualquier Juzgado o Tribunal. Venía así a referirse a una
atribución de tipo ejecutivo, y que no aparece constitucionalmente reservada a la
competencia estatal, al no versar sobre el núcleo de la Administración de Justicia,

105
STC 73/1997, de 11 de abril, fund. jur. 4º.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1381

competencia exclusiva del Estado, ex Art. 149.1.5 de la Constitución, ni sobre el


estatuto del personal de la Administración de Justicia, reservado por la LOPJ
a la competencia del Estado. Por lo mismo, entiende el Tribunal106, que deben
entrar en juego aquí las cláusulas subrogatorias de los Estatutos de Autonomía,
al atribuir a las Comunidades Autónomas las facultades que la LOPJ reserve al
Gobierno. Según el Juez constitucional, “resulta de ello que el artículo en cuestión
ha de interpretarse en el sentido de que la facultad de instar la inspección de
Juzgados y Tribunales corresponderá al Ministerio de Justicia respecto de aquellas
Comunidades Autónomas que no hayan asumido competencias en este aspecto,
mientras que en aquéllas cuyos Estatutos contengan cláusulas subrogatorias
relativas a las facultades del Gobierno en materia de Administración de Justicia,
corresponderá tal facultad de instar la inspección solamente a las instituciones
autonómicas, excluyendo en estos casos la acción del Ministerio de Justicia”. En
coherencia con ello, en el punto 1º b) del fallo se declara que el Art. 171.4 de la
LOPJ no es inconstitucional, interpretado en el sentido del fundamento jurídico
13, b). Y parece indiscutible que esta interpretación presupone atribuir una
determinada facultad legal a un órgano diferente del que prevé el propio precepto.
Aunque con una perspectiva diferente, también la Sentencia 5/1981, una de
las primeras dictadas por el Tribunal, podría reconducirse a esta categoría. En
ella se pronunciaba sobre el recurso de inconstitucionalidad promovido por 64
Senadores socialistas, contra varios preceptos de la Ley Orgánica 5/1980, de 19
de junio, por la que se regulaba el Estatuto de Centros Escolares (LOECE). Entre
los preceptos impugnados se hallaban los Arts. 34.2 y 34.3 b) de la citada Ley,
considerados por los recurrentes contrarios al Art. 27.7 de la Constitución, porque
al remitir al reglamento de régimen interior de cada centro escolar el contenido
concreto del derecho de profesores, padres y, en su caso, alumnos a intervenir en el
control y gestión de todos los centros sostenidos por la Administración con fondos
públicos, “en los términos que la ley establezca”, se estaba infringiendo el principio
de reserva de ley establecido por el Art. 53 de la Norma suprema. Constata el
Tribunal107, que el Art. 34 de la LOECE establece un sistema único de intervención
de padres, profesores, personal no docente y, en su caso, alumnos en el control y
gestión de los centros docentes privados, con independencia de que éstos estén
sostenidos o no con fondos públicos. Admite el Tribunal que este tratamiento
indiferenciado de dos tipos de centros cuyas diferencias son relevantes desde
el punto de vista constitucional implica algunas dificultades en el tratamiento
y solución de la cuestión propuesta, pues, como es obvio, sólo en el caso de los
centros sostenidos con fondos públicos atribuye la Constitución un derecho a
intervenir en el control y la gestión. Diversos argumentos (entre otros, la ausencia
de toda precisión acerca de cuál haya de ser el procedimiento de elaboración y
aprobación de estos reglamentos de régimen interior y las atribuciones concretas
de los órganos colegiados en los que participan profesores y padres) llevan al
Tribunal a considerar que el precepto de remisión al reglamento de régimen

106
STC 56/1990, de 29 de marzo, fund. jur. 13, b).
107
STC 5/1981, de 13 de febrero, fund. jur. 14.
1382 EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL COMO LEGISLADOR POSITIVO

interior de materias reservadas a la ley (Art. 34.2 LOECE) es inconstitucional


y, por lo mismo, nulo, pues tal reenvío no permite considerar suficientemente
garantizado el ejercicio del derecho. Y en cuanto al apartado 3, b) del propio Art.
34 (que contempla el Consejo del centro, como órgano supremo de participación),
es considerado por el Tribunal108 constitucionalmente inobjetable en cuanto
referido a los centros privados no sostenidos por fondos públicos, pero no reúne,
en cambio, los requisitos mínimos indispensables para entenderlo adecuado a la
Constitución cuando ha de ser utilizado como regulación del derecho que ésta
otorga a los diversos estamentos componentes de la comunidad educativa para
intervenir en el control y gestión de los centros sostenidos con fondos públicos.
Esta argumentación conduce a que el Tribunal declare en el punto 2º B) del fallo
la inconstitucionalidad y consiguiente nulidad de los Arts. 34.3 b) y 34.2 de la Ley
Orgánica impugnada “en cuanto se refieren a centros sostenidos por la Adminis-
tración con fondos públicos, no siendo opuestos a la Constitución en cuanto se
refieren a centros privados no sostenidos con fondos públicos”. De esta forma, el
Tribunal declara primero la inconstitucionalidad del precepto, sustituyendo su
contenido después, en cuanto, tras la sentencia, tales disposiciones han pasado a
regir tan sólo los centros privados no sostenidos con fondos públicos.

IV. El Juez constitucional español ha dictado asimismo otro tipo de deci-


siones reconducibles, a nuestro juicio, a la genérica categoría de las sentencias
manipulativas, en las que esa “manipulación” se opera a través de la reducción
del contenido dado por el legislador a una determinada disposición, que, sin ser
anulada, ve reformulado en un sentido reductor su contenido.
Un primer ejemplo que podría traerse a colación viene dado por la Sentencia
113/1989, a cuyo través el Tribunal se pronuncia sobre la cuestión de inconsti-
tucionalidad promovida por la Sección Primera de la Audiencia Provincial de
Oviedo, respecto del Art. 22 del Texto Refundido de la Ley General de la Seguridad
Social. Es de interés recordar que la cuestión se planteaba porque la ejecución
de una sentencia, en la que se había condenado al autor de un delito de lesiones
graves a abonar una indemnización que se venía satisfaciendo a través de una
retención mensual de parte del salario del condenado, se vio interrumpida desde
que éste causó baja en el trabajo y pasó a percibir una prestación económica de la
Seguridad Social, siendo, precisamente, la inembargabilidad de estas prestaciones,
establecida en el Art. 22.1 de la mencionada Ley, lo que provocó la declaración
de insolvencia del condenado y la consiguiente interrupción del abono de la
indemnización. El Juez constitucional recuerda, que entre las variadas razones
que motivan las declaraciones legales de inembargabilidad destaca la social de
impedir que la ejecución forzosa destruya por completo la vida económica del
ejecutado y se ponga en peligro su subsistencia personal y la de su familia y, a tal
fin, la ley establece normas de inembargabilidad de salarios y pensiones que son,
en muchas ocasiones, la única fuente de ingresos de gran número de ciudadanos.

108
Ibidem, fund. jur. 17.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1383

Sin embargo, comprobada la justificación constitucional de la inembargabilidad


de bienes y derechos como límite del derecho a ejecutar sentencias firmes, el
Tribunal se centra en el examen de si la inembargabilidad establecida en la norma
legal cuestionada cumple la regla de proporcionalidad de los sacrificios, de
obligada observancia en toda limitación de un derecho fundamental109. Entiende
el Tribunal, que “para que dicha proporcionalidad se cumpla es preciso que
la declaración legal de inembargabilidad se desenvuelva dentro de los límites
cuantitativos que resulten imprescindibles para asegurar el mínimo económico
vital de sus beneficiarios y no los sobrepasen de manera tal que se extienda su
inmunidad frente a la acción ejecutiva de los acreedores en cuantía que resulte
excedente a ese mínimo vital, pues en este caso se estará sacrificando el derecho
fundamental de los acreedores a hacer efectivo el crédito judicialmente reconocido
más allá de lo que exige la protección de los valores constitucionales que legitima
la limitación de este derecho”. A partir de este razonamiento, el Tribunal declara
inconstitucional el precepto impugnado “en la medida en que, al no señalar límite
cuantitativo, constituye (un) sacrificio desproporcionado del derecho a que las
sentencias firmes se ejecuten, garantizado (...) por el Art. 24.1 de la Constitución”.
En definitiva, el precepto cuestionado sería inconstitucional no por establecer la
inembargabilidad de las prestaciones de la Seguridad Social, sino por hacerlo de
manera incondicionada y al margen de su cuantía, pronunciamiento que aún no
siendo en sentido estricto sustitutivo, sí viene a entrañar una cierta sustitución
de la voluntad expresada por el legislador en cuanto que el Tribunal entiende que
el Art. 22.1, disposición perteneciente a una ley preconstitucional, bien podría
ser considerado derogado por otras normas, como el Art. 1.449 de la Ley de
Enjuiciamiento Civil, que reduce la inembargabilidad de las pensiones a la cuantía
señalada para el salario mínimo interprofesional, y así lo podría haber constatado
el juez a quo. Ello, de facto, vendría a suponer la sustitución de una norma por
otra, ambas, ciertamente, emanadas del propio legislador.
La Sentencia 166/1998 también podría situarse en esta misma dirección. A
través de ella, el Tribunal se pronuncia sobre la cuestión de inconstitucionalidad
planteada por la Sección Segunda de la Audiencia Provincial de Burgos en relación
con los núms. 2 y 3 del Art. 154 de la Ley 39/1988, de 28 de diciembre, reguladora
de las Haciendas Locales. Será el primero de los preceptos el que propiciará la
estimación parcial de la cuestión. De conformidad con su redacción originaria (la
Ley 66/1997 lo modificaría), que es, por lo mismo, la que ha de ser contrastada con
la Constitución: “Los Tribunales, Jueces y autoridades administrativas no podrán
despachar mandamientos de ejecución ni dictar providencias de embargo contra
los derechos, fondos, valores y bienes en general de la Hacienda local, ni exigir
fianzas, depósitos y cauciones a las Entidades locales”. En lo que ahora interesa, la
duda de inconstitucionalidad suscitada ante el Tribunal se proyecta sobre uno de los
“privilegios que protegen a la Administración”, en este caso, la Administración local:
el de la inembargabilidad de los bienes de las Entidades locales. Tras un análisis
minucioso del régimen jurídico de los bienes patrimoniales de estas Entidades, el

109
STC 113/1989, de 22 de junio, fund. jur. 3º.
1384 EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL COMO LEGISLADOR POSITIVO

Tribunal va a concluir110 en el sentido de que, observado el procedimiento para la


válida realización del pago si el ente local deudor persistiera en el incumplimiento
de su obligación de satisfacer la deuda de cantidad líquida judicialmente declarada,
el privilegio de inembargabilidad de los “bienes en general” de las Entidades locales
que consagra el Art. 154.2 de la Ley cuestionada, “en la medida en que comprende
no sólo los bienes demaniales y comunales sino también los bienes patrimoniales
pertenecientes a las Entidades locales que no se hallan materialmente afectados a
un uso o servicio público, no resulta conforme con el derecho a la tutela judicial
efectiva que el art. 24.1 C.E. garantiza a todos, en su vertiente de derecho subjetivo a
la ejecución de las resoluciones judiciales firmes”. En sintonía con ello, la sentencia
declara la inconstitucionalidad y nulidad del inciso “y bienes en general” del Art.
154.2 de la Ley 39/1988 (...) en la medida en que no excluye de la inembargabilidad
los bienes patrimoniales no afectados a un uso o servicio público”. Tras la decla-
ración de la inconstitucionalidad, podría decirse que el Tribunal reconstruye el
precepto, manteniéndolo con un alcance más reducido.
También la Sentencia 11/1999 puede ejemplificar este tipo de decisiones. El
Tribunal resuelve a través de ella la cuestión de inconstitucionalidad promovida
por la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de
Asturias, en relación con diversos preceptos de la Ley 3/1987, de 8 de abril, del
Principado de Asturias, sobre Disciplina Urbanística. Es el Art. 6 de la citada ley el
que va a propiciar la decisión en cuestión. Una parte del Art. 5º puede considerarse
presupuesto del mismo. A tenor de ese otro precepto, que sirve como antecedente
inmediato del enjuiciado: “cuando los actos de edificación y uso del suelo a los
que se refiere el art. 1.2 de esta Ley se realicen sin licencia o al amparo de una
licencia incursa en nulidad de pleno derecho, el Alcalde dispondrá la paralización
de dichas actuaciones”. A su vez, el Art. 6º añade: “Cuando el Alcalde no adopte
y ejecute el acuerdo de suspensión, el Consejero de Ordenación del Territorio,
Vivienda y Medio Ambiente deberá advertirle en tal sentido y, si no se produce
la paralización de las obras en el plazo de un mes, contado a partir de la fecha
en que se hubiere formulado dicha advertencia, por el mero transcurso de dicho
plazo quedarán sin efecto las competencias de la Alcaldía sobre tal actuación y
pasarán a ser ejercitadas por el Consejero, que decretará y ejecutará la paralización
o, en su caso, dictará las medidas a aplicar en orden a la ejecución del acuerdo
adoptado por la Alcaldía”. El órgano judicial que plantea la cuestión considera
que la Comunidad Autónoma viola por exceso el contenido básico del régimen
jurídico de las Administraciones Públicas. En su análisis de la disposición
impugnada, el Tribunal aduce111, que aunque el mismo prevé una sustitución del
Alcalde cuando la Entidad Local no suspenda ciertos actos de edificación y uso
del suelo, hipótesis encuadrable a primera vista en la lógica del Art. 60 de la Ley
7/1985, de 2 de abril, reguladora de las Bases del Régimen Local112, la inactividad
110
STC 166/1998, de 15 de julio, fund. jur. 15.
111
STC 11/1999, de 11 de febrero, fund. jur. 4º.
112
Conviene, para su mejor comprensión, transcribir el texto del Art. 60 de la Ley de Bases del
Régimen Local: “Cuando una Entidad local –prescribe– incumpliera las obligaciones impuestas
directamente por la Ley de forma que tal incumplimiento afectara al ejercicio de competencias de
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1385

a la que quiere hacerse frente con la sustitución se da respecto de una eventual


suspensión que sólo vendría legalmente impuesta si los actos de edificación y
uso del suelo estuvieran amparados por una licencia nula de pleno derecho.
Ello –razona el Juez constitucional– “presupone un acto administrativo sobre
cuya corrección jurídica se proyectan dos valoraciones contradictorias. Por una
parte, la que hace la Administración autonómica, teniéndolo por nulo, a partir de
cuya calificación atrae para sí la competencia municipal. Por otra, la que late en la
inactividad municipal, cuya raíz puede responder no a desidia o abandono, sino
al convencimiento de que la licencia en cuestión no adolece de tacha alguna o de
aquella tacha extrema”. Tal planteamiento dialéctico, según siempre el Tribunal,
sólo puede encontrar solución en sede jurisdiccional, como disponen los Arts. 65 y
66 de la Ley de Bases de Régimen Local, cuyo carácter básico ha sido reconocido
por el propio Tribunal (en su Sentencia 214/1989). Y a menos de desfigurar
tal modelo de autonomía local, no se puede dar prevalencia a la opinión de la
Comunidad Autónoma frente a la de la Corporación Local. Consiguientemente,
ello lleva al Tribunal a la convicción de la inconstitucionalidad del referido Art.
6º de la Ley asturiana 3/1987, “en tanto hace jugar la asunción de competencias
municipales por la Administración autonómica cuando la Corporación Local
no suspenda los actos de edificación y uso del suelo realizados al amparo de
una sedicente licencia nula de pleno derecho, pues esa apreciación y, en su caso,
declaración de nulidad –presupuesto habilitante– se configura como un control de
legalidad ejercido por una Administración ajena con el consiguiente debilitamien-
to de la autonomía municipal”. En armonía con todo ello, el Tribunal declara la
inconstitucionalidad y nulidad de la disposición impugnada “en la medida en que
el Acuerdo de suspensión allí previsto se proyecte sobre los actos de edificación
y uso del suelo a los cuales se refiere el Art. 1.2 de esa Ley realizados con licencia
incursa en la nulidad de pleno derecho”. El efecto reductor del contenido de la
norma es, pues, bien evidente, por cuanto la inconstitucionalidad declarada se
circunscribe al único caso en que el acuerdo de suspensión se proyecte a aquellos
actos de edificación realizados con licencia incursa en nulidad de pleno derecho.

3. Reflexión final

La exposición que antecede creemos que revela que el Tribunal Constitucional


español, como la mayoría de los órganos de esta naturaleza, ha desbordado con
creces su supuesto rol de legislador negativo. Lo ha hecho de modos muy diversos,
como hemos intentado reflejar en nuestra exposición.

la Administración del Estado o de la Comunidad Autónoma, y cuya cobertura económica estuviere


legalmente o presupuestariamente garantizada, una u otra, según su respectivo ámbito competencial,
deberá recordarle su cumplimiento concediendo al efecto el plazo que fuere necesario. Si, transcurrido
dicho plazo, nunca inferior a un mes, el incumplimiento persistiera, se procederá a adoptar las medidas
necesarias para el cumplimiento de la obligación a costa y en sustitución de la Entidad Local”.
1386 EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL COMO LEGISLADOR POSITIVO

Ha modulado, cuando no lisa y llanamente ignorado, las previsiones de su


propia Ley Orgánica en aspectos referidos a los efectos de sus sentencias de
inconstitucionalidad, y a través de la técnica de la interpretación conforme a la
Constitución, ha actuado en muchos casos como un auténtico legislador positivo,
lo que se ha hecho especialmente patente en las llamadas sentencias aditivas,
aunque no sólo en ellas.
La modulación de algunos de los efectos legalmente previstos para las
sentencias de inconstitucionalidad no hace sino revelar la inconveniencia de una
aplicación rígida de estrictas categorías dogmáticas en lo que a tales efectos se
refiere. Los Tribunales Constitucionales, a nuestro juicio al menos, deben tener
siempre a su alcance la posibilidad de graduar los efectos de sus sentencias de
inconstitucionalidad a fin de poder acomodarlos a las consecuencias que extraigan
de las ponderaciones que deben en ocasiones realizar a la vista de los diferentes
principios, bienes y valores constitucionales. No cabe la más mínima duda de
que un Tribunal Constitucional no puede desinteresarse de los efectos de sus
sentencias.
En cuanto a su más visible actuación como legislador positivo, resultante de
cierto tipo de sentencias, como las interpretativas, manipulativas de muy diversa
especie, muy en particular aditivas..., en muchas ocasiones viene exigida por la
necesidad de restablecer lo más rápidamente posible la constitucionalidad violada,
y en otras muchas, porque es la forma más respetuosa de actuación con el propio
legislador, por paradójico que ello pueda parecer.
Y al margen ya de lo que hasta aquí se ha dicho, no se puede dejar en el olvido,
que a través de sus fundamentos jurídicos el Tribunal ha venido creando unos
precedentes vinculantes a los que bien puede anudarse un carácter asimismo
normativo.
En definitiva, son muy diversas las vías que fundamentan que pueda hablarse
del Tribunal Constitucional español como verdadero legislador positivo.

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TREVES, Giuseppino: “Il valore del precedente nella Giustizia costituzionale italiana”,
en La dottrina del precedente nella giurisprudenza della Corte costituzionale, a cura di
Giuseppino Treves, UTET, Torino, 1971, pp. 3 y ss.
VIGORITI, Vincenzo: “Italy: The Constitutional Court”, en The American Journal of
Comparative Law (Am. J. Comp. L.), Vol. 20, 1972, pp. 404 y ss.
WEBER, Albrecht: “Die Verfassungsgerichtsbarkeit in der Bundesrepublik Deutschland”, en
Christian Starck und Albrecht Weber (Hrsg.), Verfassungsgerichtsbarkeit in Westeuropa,
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WESSEL: “Die Rechtsprechung des Bundesverfassungsgerichts zur Verfassungsbeschwerde”,
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ZEIDLER, Wolfgang: “Cour constitutionnelle fédérale allemande” (Rapport. 7ème
Conférence des Cours constitutionnelles européennes), en Annuaire International de
Justice Constitutionnelle, III, 1987, pp. 37 y ss.
ZIPPELIUS, Reinhold: “Verfassungskonforme Auslegung von Gesetzen”, en
Bundesverfassungsgericht und Grundgesetz (Festgabe aus Anlas des 25 jährigen
Bestehens des Bundesverfassungsgerichts), Herausgegeben von Christian Starck,
Zweiter Band (Vol. II), J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), Tübingen, 1976, pp. 108 y ss.
SÉPTIMA PARTE

JUSTICIA CONSTITUCIONAL, ESTADO DE


DERECHO Y LIBERTAD
XIV. COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS *

COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

1. La aportación de la jurisdicción constitucional a la construcción


y perfeccionamiento del Estado de Derecho. Reflexiones en torno
al libro de Gilmar Ferreira Mendes, Estado de Direito e Jurisdiçâo
Constitucional 2002-2010 (Editora Saraiva / Instituto de Direito
Público. São Paulo, 2011, 1451 pp.)

I. Hemos de comenzar nuestro comentario a este libro, señalando que el


Prof. Gilmar Ferreira Mendes es, posiblemente, el más cualificado especialista
en materia de justicia constitucional de Brasil, y desde luego, uno de los más
destacados conocedores de la justicia constitucional de todo el mundo. No es
este el lugar oportuno para aludir a su extraordinario “curriculum”, que incluye
un elevado número de libros sobre la justicia constitucional, tanto de Brasil
como de Alemania, país donde en 1990 se doctoró en Derecho por la Westfäliche
Wilhelms-Universität Münster, y en el que ha publicado el libro Schriften zum
öffentlichen Recht (Duncker & Humblot, Berlin, 1991), como, más ampliamente,
con una perspectiva de Derecho comparado, hemos de recordar asimismo su
Jurisdiçâo Constitucional. O controle abstrato de normas no Brasil e na Alemanha,
obra de la que la Editora Saraiva ya publicó media docena de ediciones. Pero a
su cualificación científica, el Profesor Gilmar Mendes ha unido su experiencia
en la aplicación práctica de la normativa constitucional, fruto de las altas
responsabilidades públicas que, desde sus años jóvenes, ha tenido que asumir.
En la actualidad, y desde hace una decena de años, el Profesor Mendes ocupa
el cargo de Ministro (Magistrado diríamos desde nuestra óptica) del Supremo
Tribunal Federal del Brasil, del que ha sido Presidente durante varios años. No
ha de extrañar que el actual Presidente de ese mismo órgano, el Ministro Cezar
Peluso, lo haya calificado como “uno de los más eruditos constitucionalistas y
profesores universitarios brasileños”.

* Estos comentarios han sido publicados en el Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional


(AIbJC), nº 16, 2012, y en el nº 17, 2013.
1392 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

El libro que comento bien podría calificarse como un estudio del Derecho
constitucional brasileño desde la óptica de los case law books norteamericanos,
que se aproximan a ese ordenamiento desde el estudio de la jurisprudencia de
la Supreme Court, de tal forma que, por poner un ejemplo, analizar los derechos
individuales presupone acercarse a la doctrina sentada por la Corte, entre otros
ámbitos, en las contracts and takings clauses, en las due process and equal protection
clauses o, en fin, en las speech, press, and religion clauses de la Primera Enmienda.
Este planteamiento puede sorprender si uno se aproxima al mismo desde la óptica
de tópicos tan manidos como el de que no debe ser la misma la metodología de
estudio en un sistema de common law que la que se debe seguir en otro de civil
law. Pero sin negar las evidentes diferencias entre uno y otro sistema, tampoco
cabe soslayar su progresiva relativización y la cada vez mayor aproximación entre
los antaño opuestos sistemas jurídicos, lo que en gran medida creemos que puede
atribuirse a la existencia y rol desempeñado por los Tribunales Constitucionales.
Y no ha de olvidarse al respecto que el Supremo Tribunal Federal brasileño es,
de facto, un Tribunal Constitucional, aunque no sea ese su nombre, y en ello coin-
cide la mejor doctrina iuspublicística brasileña. También en Brasil, la “voluntad de
la Constitución” de que hablara Konrad Hesse, se expresa a través de las decisiones
del órgano que se sitúa en la cúpula del Poder Judicial brasileño.
El Ministro Gilmar Mendes (y optamos, en concordancia con lo que es práctica
común en Brasil, por priorizar el segundo apellido) recoge en la extensa obra que
nos ocupa las decisiones más relevantes que aprobó el Supremo Tribunal Federal
en el período que media entre los años 2002 y 2010, siendo él quien expresó el
parecer de este órgano en buen número de esos acuerdos, y por tanto quien
elaboró la decisión, en su condición bien de Ministro, bien de Presidente del
mismo órgano. Pero no pensemos que el libro se limita a una mera transcripción
cronológicamente ordenada de sentencias. Ni mucho menos.
La obra consta de dos partes diferentes, aunque íntimamente entrelazadas.
En la primera, por decirlo de alguna manera, el autor extrae la sustancia del
amplísimo acopio jurisprudencial que recoge en la segunda. En cierto modo,
estaríamos ante un estudio del Derecho constitucional jurisprudencial brasileño,
sustentado, como es normal en los libros del Profesor Gilmar Mendes, en un
riquísimo respaldo bibliográfico, pues su erudición nos atreveríamos a decir que
es casi ilimitada. En la segunda parte, el libro recoge un buen número de acuerdos
del Supremo Tribunal Federal. El autor no recurre para ello a la ordenación cro-
nológica, sino que, en perfecta armonía con la primera parte, sigue la sistemática
recogida en ésta.
La primera parte del libro ha sido subdividida en cinco grandes núcleos
temáticos, relativos a: 1) los derechos fundamentales; 2) los derechos políticos
fundamentales, partidos políticos y sistemas electorales; 3) el control de cons-
titucionalidad; 4) la Administración pública, y 5) las funciones esenciales a la
justicia. Encontramos aquí gran parte del ordenamiento constitucional, siendo
de constatar que el núcleo central de la obra se halla en lo que, a nuestro juicio al
menos, es la médula de la Constitución, los derechos fundamentales. Si se tiene en
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1393

cuenta que en un buen número de las decisiones y acuerdos recogidos, el Ministro


Gilmar Mendes fue el ponente, se adquiere plena consciencia de la magnitud de
su labor como Juez del Supremo Tribunal Federal.

II. Particular atención ha dedicado el autor a las garantías relacionadas con


la libertad personal, como sería el caso del habeas corpus o de la limitación del
plazo contemplado para la prisión provisional o cautelar (en los términos del
ordenamiento brasileño), como asimismo de la limitación de la prisión civil por
deudas, cuestión en cuya solución, según el autor, ha jugado un rol importante la
cada vez mayor apertura del Estado constitucional a los ordenamientos jurídicos
supranacionales de protección de los derechos humanos. A este respecto, el
Tribunal tuvo oportunidad de establecer la trascendental doctrina de que los
textos internacionales en materia de derechos humanos tienen reservado un lugar
específico en el ordenamiento jurídico, situándose inmediatamente por debajo
de la Constitución, pero por encima de la legislación interna, de tal modo que
este status normativo de supralegalidad de los tratados internacionales sobre
derechos humanos suscritos por Brasil convierte en inaplicable la legislación
infraconstitucional con ellos en conflicto, con independencia ya de que sea
anterior o posterior al acto de adhesión de Brasil al tratado internacional. Esa fue
la posición sustentada por el Ministro Gilmar Mendes en algún voto.
Protagonismo especial asumen asimismo los derechos conectados con el
proceso penal, destacando las que podrían tildarse de garantías del proceso
debido, como sería el caso del principio de contradicción o del que el autor
denomina derecho de amplia defensa, del principio de legalidad penal o de la
individualización de la pena. Particular interés presenta el que nuestro autor
llama “princípio da ampla defesa”, que ha sido considerado como el corolario de
la dignidad de la persona humana, que, como pusieran de relieve Maunz y Dürig,
en su Grundgesetz Kommentar, impide que el hombre sea convertido en objeto de
los procesos estatales. En sintonía con ello, Mendes ha considerado inadmisible el
empleo del proceso penal como sustitutivo de una pena que se revela técnicamente
inaplicable o la preservación de acciones penales cuya inviabilidad se contempla
de plano. Más aún, considera nuestro Juez del Tribunal Supremo, que cuando se
hacen denuncias infundadas, dando lugar con ello a una persecución penal injusta,
se está violando también el principio de la dignidad de la persona humana, y a tal
consideración han de reconducirse aquellas denuncias genéricas, imputaciones
vagas que no especifican conductas penalmente tipificadas, que, sin embargo,
muchas veces, como reconoce Mendes, motivan prisiones sólo tardíamente
superadas mediante la concesión del habeas corpus. El Ministro Gilmar Mendes
ha aducido en diversas oportunidades, a título de obiter dictum, que los casos de
admisión por los jueces y tribunales de “denúncias inequivocamente ineptas”
revelan un caso de “típica cobardía institucional”, doctrina que bien vale la pena
subrayar y elogiar.
1394 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

Gilmar Mendes ha destacado dentro de este ámbito material, los esfuerzos


realizados en relación a la protección del principio de seguridad jurídica,
considerado como elemento autónomo en relación a la categoría de los derechos
adquiridos, tema enormemente sugestivo y también discutido. Se subraya al
respecto, que como corolario de la seguridad jurídica, la garantía del derecho
adquirido marca la jurisprudencia del Supremo Tribunal Federal. Particularmente
relevante fue el pronunciamiento del supremo órgano jurisdiccional en el recurso
RE 141.190, con acuerdo del que fue ponente el Ministro Nelson Jobim. Se trataba
en el caso de verificar si podía ser invocado el “princípio do direito adquirido”
con vistas a mantener la estabilidad de contratos en vigor, cuando modificaciones
introducidas por leyes posteriores a tales contratos supusieran una alteración del
tipo monetario sobre el que fueron firmados. Ello entrañaba la discusión acerca de
la retroactividad (o no) de la ley monetaria. Lo que había de resolverse, en último
término, era si a partir de una ponderación entre la protección de los valores
patrimoniales afectados y la propia política económica, concebida como una
garantía institucional, había habido, o no, un exceso legislativo inconstitucional.
En su voto, el Ministro Gilmar Mendes iba a considerar que aunque la garantía
constitucional de la propiedad alcance a los valores patrimoniales traducidos en
dinero, esa garantía no les otorga una inmunidad frente a eventuales alteraciones
de la política económica, concluyendo así, que la opción por la congelación de
los precios y salarios, en cuanto decisión de política económica, no podía ser
ejecutada sin una alteración sustancial de las reglas del mercado. De esta forma,
el impacto de la regulación estatal de la economía no puede dejar de alcanzar a
los contratos que tengan un efecto financiero.
Las garantías constitucionales del extraditando, esto es, de quien ha de ser
extraditado, también han dado pie a una doctrina de interés. En el “caso Battisti” se
planteó una cuestión de notable trascendencia, la de si una decisión administrativa
del Comité Nacional para los Refugiados que conceda a una persona el estatuto
de refugiado impide de modo absoluto cualquier petición de extradición de esa
persona formalizada ante el Supremo Tribunal Federal. La respuesta de éste iba
a ser negativa, al admitir su competencia para apreciar la naturaleza política, o
no, del delito imputado al extraditando y la concesión de refugio a través de un
acto del poder ejecutivo. De acuerdo con la Ley núm. 6.815/1980, “Estatuto do
Estrangeiro”, en Brasil no debe ser concedida la extradición cuando se den las
siguientes circunstancias: 1) cuando el hecho que motivare la petición de la misma
no fuere considerado delito en Brasil; 2) cuando la ley brasileña impusiere al delito
en cuestión una pena de prisión por un período de tiempo igual o inferior a un año;
3) cuando el extraditando estuviere respondiendo por un proceso por el que ya
hubiere sido condenado o absuelto en Brasil por el mismo hecho en que se hallare
fundada la petición de extradición; 4) cuando se hubiere extinguido la punibilidad
de la conducta delictiva de resultas de la prescripción de la acción penal; 5) cuando
el hecho constituyere un delito político, o, en fin, 6) cuando el extraditando hubiere
de responder en el Estado que solicita la extradición ante un Tribunal o juicio de
excepción. En definitiva, el ordenamiento jurídico brasileño precisa que, a los
efectos de la extraditabilidad, la última palabra compete al Supremo Tribunal
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1395

Federal en cuanto a la configuración de la naturaleza política del delito imputado


al extraditando. En coherencia con ello, el Ministro Gilmar Mendes iba a entender
que la concesión a una persona por el Ministerio de Justicia del estatuto de refugiado
no podía impedir, de modo absoluto, cualquier petición de extradición presentada
ante la Corte Suprema. Esta tesis iba a prevalecer en la sesión del Tribunal de 18
de noviembre de 2009, cuando el mismo, con el voto en contra (voto de vencido) de
cuatro de sus miembros, sostuvo la posición del ponente, el Ministro Cezar Peluso,
en el sentido de considerar la ilegalidad del acto de concesión por el Ministerio de
Justicia del estatuto de refugiado al extraditando, con base en el reconocimiento de
que sus delitos eran de naturaleza común y no política.
En el ámbito de los derechos políticos, es de interés recordar el pronun-
ciamiento del Tribunal en la acción de inconstitucionalidad ADI 1.351-DF,
de la que sería ponente el Ministro Marco Aurélio. En ella se iba a abordar la
llamada “cláusula de barreira”, que se concibe como un requisito para el pleno
funcionamiento parlamentario de los partidos políticos, regla que encuentra su
fundamento en el art. 17, inciso IV, de la Constitución, que asegura a los partidos
políticos el funcionamiento parlamentario de acuerdo con la ley. Según el art. 13
de la Ley nº 9.096/1995, la no obtención por un partido político de los porcentajes
de voto requeridos por la propia norma, le priva del derecho a la formación de
grupo parlamentario (“bancadas”) con las consecuencias de muy diverso signo
que ello acarrea al partido. El Tribunal iba a declarar en el caso en cuestión
la inconstitucionalidad de la exigencia legal, no tanto por la naturaleza de la
restricción que la norma entrañaba para los partidos políticos, cuanto por razones
formales atinentes al alcance de la proporción de voto exigida por el legislador.

III. Otro núcleo temático relevante atañe al control de constitucionalidad,


para cuyo análisis el autor sistematiza la doctrina fijada en sede jurisprudencial
en cinco bloques bien diferenciados: 1) control concentrado; 2) control de
constitucionalidad de las enmiendas constitucionales; 3) control de las omisiones
inconstitucionales; 4) control incidental, y 5) efectos de las decisiones dictadas al
hilo del control de constitucionalidad.
Con carácter general, constata nuestro autor los significativos cambios verifi-
cados en el proceso constitucional en el ámbito del control concentrado, en buena
medida de resultas de la aplicación de las Leyes núms. 9.868/1999 y 9.882/1999.
La constatación de que en el proceso de control de constitucionalidad se hace
inevitable la verificación de los hechos y de las prognosis legislativas, conduce a
la necesidad de la adopción de un modelo procesal que otorgue al Tribunal las
condiciones necesarias para proceder a ese cotejo. Tal modelo presupone no sólo
la posibilidad de que la Corte se valga de todos los elementos técnicos disponibles
para la apreciación de la legitimidad del acto legal cuestionado, sino también
un amplio derecho de participación por parte de los terceros interesados. En tal
dirección, las mencionadas leyes dieron pasos significativos, como sería el caso
de la admisión del amicus curiae o de la celebración de audiencias públicas.
1396 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

Una interesante cuestión se iba a plantear en la ADI núm. 2.182, suscitada


por el ponente, el Ministro Marco Aurélio: la de si puede admitirse una causa
petendi aberta en el control abstracto de constitucionalidad. Dicho de otro modo,
si delimitada la causa petendi en la petición inicial de la acción directa de inconsti-
tucionalidad en torno a la inconstitucionalidad formal de la ley, podría el Tribunal,
superada esa argumentación, adentrarse en el examen de la inconstitucionalidad
material de la norma impugnada. El ponente y cuatro miembros del Tribunal
iban a responder negativamente a esa cuestión, mientras que el autor y otros
cuatro Ministros se mostraron en desacuerdo con los anteriores y, por lo mismo,
proclives a esa visión abierta de la causa petendi. Para Gilmar Mendes, tanto en
la acción directa de inconstitucionalidad cuanto en la acción declaratoria de
constitucionalidad, un peculiarísimo mecanismo procesal constitucional brasileño
en el que no nos podemos detener ahora, la causa petendi debe entenderse abierta.
El Tribunal tan sólo queda vinculado por la petición formulada por el demandante.
Particularísimo interés presenta en Brasil el control de las omisiones incons-
titucionales. Recuerda el autor al respecto, que en la ADI nº 3.682, presentada
a iniciativa de la Asamblea Legislativa del Estado de Mato Grosso, frente a la
inacción del Presidente de la República y del Congreso Nacional, se pretendía la
declaración por el Tribunal de la “mora legislativa” en virtud de la no elaboración
de la Ley complementaria a que se refiere el parágrafo 4º del art. 18 de la Constitu-
ción Federal (establecimiento por el legislador federal de los requisitos necesarios
para la creación de Municipios). La acción se fundamentaba en el perjuicio que
varios Estados estaban sufriendo de resultas de la ausencia de tal norma, en cuanto
que varias comunidades locales se veían imposibilitadas de emanciparse, cons-
tituyéndose formalmente en nuevos Municipios. El recurrente estimaba que tan
sólo en el Estado de Mato Grosso había más de 40 comunidades en tal situación.
Transcurridos diez años desde que se aprobara la Enmienda Constitucional nº
15/1996, la Ley complementaria federal aún no había sido aprobada.
Alude el autor a la imprecisa distinción entre la ofensa o violación consti-
tucional por acción o por omisión, entendiendo que dicha imprecisión parece
conducir a relativizar el significado procesal-constitucional de ese instrumento
especial destinado a la defensa del ordenamiento constitucional o de los derechos
individuales frente a la omisión legislativa. Cree Gilmar Mendes, si bien su
tesis en este punto nos parece como mínimo discutible, aunque no podamos
entrar aquí en las objeciones que podrían sostenerse al respecto, que existe una
relativa fungibilidad entre la acción directa de inconstitucionalidad y el proceso
de control abstracto de la omisión, una vez que los dos procesos (el control de
normas y el control de su omisión) acaban por tener, formal y sustancialmente, el
mismo objeto, esto es, la inconstitucionalidad de la norma en razón de su propia
incomplitud. Atendiendo a tal argumento, el Ministro Gilmar Mendes decantó su
voto en el sentido de declarar el “estado de mora” del Congreso Nacional, a fin
de que en el razonable plazo de 18 meses procediese a adoptar las providencias
legislativas necesarias con vistas al cumplimiento del deber constitucional que le
impone la Constitución.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1397

Notable importancia potencial presenta en el ordenamiento brasileño el muy


novedoso instituto procesal constitucional del mandado de injunçâo (para una
aproximación a este instituto, cfr. nuestra obra La Justicia Constitucional. Una
visión de Derecho Comparado, Editorial Dykinson, Madrid, 2009, tomo I, pp.
1009-1101). El Prof. Mendes aborda lógicamente en su libro el tratamiento dado a
este instituto en algunas decisiones del Tribunal, destacando la modulación que de
su doctrina iba a llevar a cabo el órgano jurisdiccional supremo en las decisiones
de 25 de octubre de 2007, al apreciar los mandados de injunçâo núms. 670-9-ES,
708-O-DF y 712-8-PA, todos ellos relativos al derecho de huelga de los funcionarios
públicos. En tales decisiones, el Tribunal admitió la falta de reglamentación de
la materia y decidió en el sentido de que, en tanto el Congreso no dictara una ley
específica reguladora del derecho de huelga de los “servidores públicos”, pudieran
éstos ejercer el derecho en cuestión en los términos de la legislación aplicable a
los trabajadores en general, separándose con tales decisiones de modo radical
de la jurisprudencia tradicional del Tribunal acerca del instituto del mandado de
injunçâo. Particularmente importante sería la aportación del Ministro Gilmar
Mendes en este auténtico leading case.
Gran interés presenta asimismo el tratamiento que el autor lleva a cabo de
los efectos de las decisiones dictadas al hilo del control de constitucionalidad.
Querríamos destacar al respecto su análisis acerca de la modulación de tales
efectos en materia tributaria, que casa, por lo demás, con la modulación general
que de los antaño tradicionales efectos de este tipo de sentencias podemos apreciar
hoy en día. Gilmar Mendes comienza constatando, que el dogma de la nulidad
de la ley inconstitucional pertenece a la tradición del Derecho brasileño, como,
añadiríamos por nuestra cuenta, a la del Derecho alemán. Fundada en la antigua
doctrina norteamericana de que una ley inconstitucional no es ley en absoluto,
pues a la inconstitucionalidad se anuda el efecto de que la ley afectada por tal
vicio es null and void, nulidad que tradicionalmente se entendió en su sentido
más radical, pudiéndose aplicar a la misma el conocido aforismo quo nullum est,
nullum produxit efectum, en Brasil, se iba a sostener en favor de esta tesis, que
el reconocimiento de cualquier efecto a una ley inconstitucional entrañaría la
suspensión provisional o parcial de la Constitución. Sin embargo, como aduce el
autor, razones de seguridad jurídica pueden revelarse aptas para justificar la no
aplicación del principio de nulidad de la ley inconstitucional.
Ejemplo de una corrección del anterior razonamiento se encuentra en el RE
560.626, resuelto el 11 de junio de 2008. En este recurso extraordinario la cuestión
suscitada era la de si había necesidad de acudir a una ley complementaria para
regular una materia relativa a la prescripción tributaria. Por unanimidad, el
Tribunal siguió la tesis sustentada por el Ministro Gilmar Mendes, en ese momento
Presidente del Tribunal, en el sentido de que la fijación de plazos de prescripción
era una cuestión que requería de un tratamiento uniforme en todo el ámbito
nacional, no justificándose el establecimiento por medio de la legislación ordinaria
de hipótesis de suspensión o interrupción, ni el incremento o reducción de esos
plazos, so pena de admitirse diferencias entre Estados y Municipios y para cada
1398 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

especie tributaria. Esta decisión suscitaba una serie de problemas temporales, que
también a instancias del entonces Presidente, Gilmar Mendes, iban a resolverse,
con el voto contrario del Ministro Marco Aurélio, en el sentido de aplicar unos
efectos ex nunc a la decisión.

IV. El libro se cierra con una perspectiva de ciertos temas abordados en sede
jurisprudencial en relación a la Administración pública y a las funciones esenciales
de la justicia. Respecto a las primeras, la pluralidad de aspectos abordados va de
los límites del poder reglamentario a la responsabilidad civil del Estado, pasando
por la moralidad administrativa y el proceso administrativo de demarcación de
las tierras indígenas. En cuanto a las cuestiones institucionales relativas a la
justicia, destacaríamos el tema del nombramiento de miembros del “Tribunal
Regional do Trabalho”, como asimismo el pronunciamiento del Tribunal sobre
la organización de esa importantísima institución de la Abogacía que es la OAB
(Ordem dos Advogados do Brasil).
Nos hallamos por todo lo dicho ante una obra de innegable interés práctico, pero
también teórico-dogmático, que contribuye a facilitar una visión clara de la siempre
relevante interpretación llevada a cabo en sede constitucional no sólo del ordena-
miento supremo del Estado, sino también de la interpretación dada al ordenamiento
jurídico ordinario en conformidad con los mandatos constitucionales. Sólo un autor
con tan vastos conocimientos teóricos y con muchos años ya de experiencia como
Juez (y también Presidente) del Supremo Tribunal Federal puede proporcionarnos
una visión tan omnicomprensiva como es la que esta excelente obra nos ofrece.

2. El controvertido control en sede constitucional de las propias normas


constitucionales. Reflexiones en torno a la obra de Otto Bachof,
¿Normas constitucionales inconstitucionales? (Presentación de
Domingo García Belunde y F. Javier Díaz Revorio, Palestra Editores,
Lima, 2010, 117 pp.)

I. El 20 de julio de 1951, el Prof. Otto Bachof pronunciaba la lección inaugural


en la Universidad de Heidelberg sobre el tema Verfassungswidrige Verfassungs-
normen? Poco tiempo después, se publicaba en la Revista Recht und Staat, y casi
treinta años más tarde, en un libro del propio autor con el genérico título de los
caminos del Estado de Derecho, en el que se englobaban una serie de estudios
seleccionados sobre el Derecho público (Wege zum Rechtstaat. Ausgewählte Studien
zum öffentlichen Recht, Athenaum Verlag, Königstein, 1979, pp. 1 y ss.). El trabajo
ha devenido un verdadero clásico, y por eso hemos de celebrar esta versión en
castellano del mismo, fruto de la traducción llevada a cabo por el Profesor de la
Universidad de Oviedo Leonardo Álvarez Álvarez, que ha visto la luz hace dos
años en Lima, aun cuando se trate de una 2ª edición que viene a corregir algunos
puntos de la 1ª, publicada en el año 2008. No es la primera vez, desde luego, que el
valioso estudio del Prof. Otto Bachof es traducido a otra lengua. Al menos, quien
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1399

esto escribe ha tenido la oportunidad de manejar una versión del mismo en lengua
portuguesa, llevada a cabo en 1977 por el Profesor portugués Cardoso da Costa,
quien fuera discípulo del Prof. Bachof (Normas constitucionais inconstitucionais?,
Almedina, Coimbra, 1977, con reimpresión en 1994).
Estamos, como bien hacen constar en su Presentación los Profesores García
Belaunde y Díaz Revorio, ante una obra de referencia, que si bien debe enmarcarse
en el contexto cultural de la Alemania de la segunda posguerra mundial, presenta
una indiscutible proyección intemporal, como también adquiriría esa misma
cualificación de “obra de referencia” el discurso que, sobre el tema Grundgesetz
und Richtermacht, pronunciaría Otto Bachof en mayo de 1959 al tomar posesión
de la dignidad rectoral en la Universidad de Tubinga, que entre nosotros vería
la luz con el rótulo de Jueces y Constitución (Cuadernos Civitas, Madrid, 1985).
Nacido en Bremen en 1914, y tras estudiar Derecho en varias Universidades,
Otto Bachof realizaría su examen de Estado en 1935 en la Universidad de Munich,
doctorándose tres años después en la de Friburgo. En 1950 quedaría habilitado
en la Universidad de Heidelberg. Desde 1955 iba a enseñar en la Universidad de
Tubinga, como es sobradamente conocido, una de las más antiguas (fundada en
1477) y prestigiosas de Europa, de la que, como se ha dicho, llegaría a ser Rector.
Tras una larga vida, fallecería en enero de 2006.
El autor justifica su estudio en el hecho de que los interrogantes sobre
la posibilidad de hablar de normas constitucionales inconstitucionales o, en
general, inválidas, así como sobre la competencia jurisdiccional para su control,
constituyen “un problema específicamente actual” del Derecho constitucional de
la República Federal alemana, lo que se ha puesto de manifiesto en el considerable
número de sentencias que debieron de ocuparse de esas cuestiones y en no pocas
opiniones difundidas, bien que de modo esporádico, por la literatura jurídica, no
obstante lo cual, hasta ese momento, Bachof constata la inexistencia de un estudio
de conjunto sobre el tema, ausencia a la que quizá pudo contribuir el hecho de
que el motivo de las disputas existentes hasta ese momento fuesen en gran parte
normas constitucionales políticamente muy discutidas, lo que con frecuencia
resultó contraproducente para una toma de posición objetiva.

II. El libro se vertebra a través de seis capítulos en los que el autor, sucesiva-
mente, aborda el problema constitucional de las normas constitucionales inválidas
y de la competencia jurisdiccional de su control (capítulo 1); las manifestaciones
existentes al respecto en la jurisprudencia y la doctrina (capítulo 2); el concepto
de Constitución y la relación existente entre la Constitución y el Derecho
metapositivo (capítulo 3); las distintas posibilidades de normas constitucionales
inconstitucionales (capítulo 4); la competencia jurisdiccional de control respecto
de las normas constitucionales (capítulo 5), y, a modo de excursus final, dos
cuestiones particulares: el monopolio de decisión por el Tribunal Constitucional
sobre la comprobación de la pérdida de vigencia de las normas constitucionales y
la inexistencia de un monopolio decisorio del Bundesverfassungsgericht (BVerfG)
1400 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

para constatar la adecuación del Derecho alemán con el Derecho de la ocupación


(capítulo 6).

A) Al abordar el problema constitucional subyacente a la problemática tratada,


Bachof admite, como no podía ser de otro modo, la incuestionable influencia
que los acontecimientos de Weimar tuvieron en el diseño del ordenamiento
constitucional de Bonn. “Que fuera precisamente un acto del poder legislativo (la
denominada “ley de plenos poderes”) la que suprimiera de manera definitiva la
Constitución de Weimar –escribe nuestro autor (p. 28)– bajo la aparente observan-
cia de la legalidad, puede haber contribuido a otorgar al Tribunal Constitucional,
en cuanto defensor de la Constitución, poderes extraordinarios, justamente frente
al legislador”. En coherencia con ello, determinadas normas constitucionales ha-
cen presuponer que el constituyente entendió por “examinar la constitucionalidad
de las normas”, ante todo, aunque no de manera exclusiva, constatar si las normas
inferiores a la Constitución –que opera como parámetro– resultan compatibles con
las normas constitucionales. Ello admitido, Bachof cree que es pensable asimismo
una “inconstitucionalidad” de las normas constitucionales, que tampoco puede
ser excluida del control en sede jurisdiccional. No otra conclusión se deriva del
hecho de que el art. 79.3 de la Grundgesetz declare intangibles algunas de sus
normas. Y a la discusión de si una norma de la Grundgesetz puede ser contraria
a la misma Constitución se vincula con frecuencia la pregunta sobre la invalidez
de esas mismas normas por su posible contradicción con un supuesto Derecho
supralegal, sea preestatal, supraestatal, metapositivo o natural, cuestión esta de
las normas constitucionales contrarias al Derecho metapositivo no sólo de gran
importancia práctica, a juicio del Profesor de Tubinga, sino relevante igualmente
por la “positivización del Derecho metapositivo, resultante de las nuevas Cons-
tituciones alemanas”, “que desvirtúa el límite entre la inconstitucionalidad y la
contradicción con el Derecho natural” (p. 33). Como es obvio, esta reflexión,
que hoy sería más que discutible, es estrictamente deudora de las peculiares
circunstancias de su tiempo.

B) Se ocupa a continuación nuestro autor de las manifestaciones existentes


en la jurisprudencia y en la doctrina en torno a la problemática por él tratada.
A Bachof, de entrada, le sorprende que las posiciones existentes hasta ese mo-
mento sobre el tema se hayan ocupado casi exclusivamente de la cuestión de la
correspondiente competencia jurisdiccional, y también le llama poderosamente la
atención, que se haya tomado como parámetro (para la valoración de la supuesta
inconstitucionalidad de una norma, como es obvio) la Constitución entendida
casi exclusivamente como Constitución escrita, o lo que es lo mismo, como
Constitución formal.
Constata el autor, a modo de regla general, que “la jurisprudencia parte predo-
minantemente de la equiparación ´´Constitución=ley constitucional=Constitución
escrita=documento constitucional``” (p. 36), y tal es el sentido, por ejemplo, que
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1401

se acoge en una Sentencia de 2 de noviembre de 1949 del Verfassungsgerichtshof


(VfGH) de Baden-Württenberg, aunque éste, en una decisión del año posterior,
modulará su doctrina. Sería el Tribunal Constitucional de Baviera el que con ma-
yor nitidez abandonaría la posición precedente. En su bien conocida Sentencia de
24 de abril de 1950, se podía leer: “El hecho de que una disposición constitucional
sea ella misma una parte de la Constitución no puede excluir conceptualmente
que sea inválida. Existen principios fundamentales constitucionales que son tan
elementales y constituyen una plasmación tan evidente de un Derecho precedente
a la Constitución, que vinculan por sí mismos al constituyente y otras disposicio-
nes constitucionales, que no se corresponden a ese rango, han de ser inválidas a
causa de su contradicción con aquéllos...” (pp. 40-41).
Las posiciones doctrinales se encuentran divididas en torno a esta sugestiva
cuestión. Un sector de la doctrina se apoya en una concepción estrictamente
formal de la Constitución. Es de destacar a Spanner, quien en 1951, en su obra
Die richterliche Prüfung von Gesetzen und Verordnungen, refiriéndose a la Carta de
Weimar, sostiene que el control judicial sólo resulta admisible bajo “el parámetro
de la Constitución”, y que una fiscalización basada en reglas metapositivas es
imposible porque el recurso a tales reglas pondría en peligro la función de la
jurisdicción constitucional.
Ipsen modularía un tanto esa posición, pues si bien considera que el control
en sede judicial no puede poner en duda ni la positividad de la Constitución ni su
obligatoriedad, admite que, como parámetro de constitucionalidad, a la Consti-
tución pertenecen también los denominados “principios constitutivos implícitos
del espíritu constitucional” (p. 47).
Otro sector doctrinal, en el que sobresalen autores tan relevantes como Grewe,
Krüger y Friesenhahn, se inclina por una posición proclive al control de consti-
tucionalidad de la Constitución. Para el primero, la objeción según la cual una
concreta disposición constitucional no es ninguna “ley” cuya “constitucionalidad”
pueda ser discutida, no puede reconocerse como por entero correcta en el contexto
de un sistema constitucional en el que la Constitución no vale por constituir la
expresión de un poder omnímodo de decisión exento de cualquier vínculo jurídico,
sino sólo en la medida en que se encuentra sometida a determinadas normas que
ocupan una posición superior a aquélla, normas, añadiríamos por nuestra cuenta,
que nos conducen a ese Derecho metapositivo al que ya hemos aludido en diversas
ocasiones. También Krüger sostendrá una competencia de control jurisdiccional
en lo que se refiere a la adecuación de una norma constitucional con otras normas
constitucionales de “superior rango”. Y Friesenhahn avalaría con carácter general
la tesis sustentada por el Tribunal Constitucional bávaro, a la que antes aludimos.

C) La cuestión acerca de la posibilidad de admitir la existencia de normas


constitucionales inconstitucionales, como es bastante obvio, presupone una
determinada comprensión del concepto de Constitución, verdadero prius para pro-
nunciarse sobre aquélla. De ahí que sobre ella se centre el Profesor de Tubinga en
1402 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

el capítulo 3 de su libro. Partiendo de la Constitución como un sistema de normas


jurídicas, Bachof asume (pp. 58-59) la clásica diferenciación entre Constitución en
sentido formal, en esencia, una ley caracterizada por ciertos elementos formales,
y Constitución en sentido material, aquel conjunto de normas que regulan la
constitución, las funciones y las competencias de los órganos superiores del
Estado. Es bastante evidente que el Derecho constitucional material puede existir
al margen del texto constitucional y, a la inversa, no cualquier norma formalmente
constitucional tiene la consideración de Derecho constitucional material con una
función integradora.
Particularísima trascendencia presenta la cuestión de la relación existente
entre la Constitución y ese Derecho metapositivo al que ya hemos aludido en
diferentes ocasiones. Entiende nuestro autor con una nítida clarividencia, que este
problema se encuentra solucionado por completo, aunque sólo aparentemente,
a través de la positivación del Derecho metapositivo en el texto constitucional.
Pensemos sin ir más lejos, en la consagración por la Grundgesetz de la dignidad
del hombre y de sus derechos inviolables e inalienables (artº 1º), del principio de
igualdad (art. 3º), del principio de la soberanía popular (art. 20.2), de la sujeción a
la ley, al Derecho de todos los poderes (art. 20.3), del reconocimiento del derecho
de resistencia (“recht zum Widerstand”) (art. 20.4) o, en fin, de la integración en el
Derecho federal, con primacía sobre la legislación federal, de las normas generales
del Derecho de gentes o Derecho internacional (Völkerrecht), normas todas ellas
que llevarían a Mallmann a poner de relieve, que el constituyente germano-federal
ha puesto el “mástil en las estrellas”, y ha incluido valores metafísicos en el sistema
constitucional, reconociéndolos como “Derecho constitucional válido, en el
sentido de su positividad”. El problema no queda, sin embargo, definitivamente
resuelto, pues es patente que esa positivación no demuestra suficientemente que
agote el contenido de ese Derecho metapositivo. Tal positivación, argumenta
nuestro autor (p. 61), “sería capaz de solventar, a lo sumo, la tensión existente
entre el Derecho positivo y el Derecho metapositivo de lege data, esto es, durante
la vigencia de tal positivación”
El Derecho, según la conocida expresión de Georg Jellinek, es sólo un “mi-
nimum ético”. Naturalmente, el “Derecho natural” que sobrepasa ese minimum
puede ser significativo como principio a ser tenido en cuenta por el legislador
o como máxima interpretativa en casos dudosos, pero, como el autor precisa,
ningún defensor del Derecho metapositivo que intente ser tomado en serio puede
pretender que todos los postulados que la razón, la naturaleza, la religión o la ley
moral reclaman al ordenamiento jurídico constituyan Derecho válido por el solo
hecho de ser postulados de ese tipo. Una cosa es el recurso a ese orden objetivo
metapositivo y otra muy diferente el recurso a la conciencia individual como
fundamento de validez o fuente de las decisiones judiciales.
Dentro del marco así delimitado, es evidente que el legislador, y aún más el
constituyente, gozan de un amplio margen para desarrollar con autonomía su
propio sistema axiológico. “!Pero sólo dentro de aquellos límites”, subraya Bachof
(p. 64), pues si la legitimidad de una Constitución se limitara a su positividad,
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1403

como von Hippel pondría de relieve convincentemente, según nuestro autor, lo


único que se estaría poniendo de manifiesto es la equiparación entre poder y
Derecho, lo que, utilizando una argumentación teológica, sería tanto como afirmar
que “lo que procede del poder del demonio, confirma la obligatoriedad religiosa
de las leyes infernales”.
De todo lo anterior se desprende que el concepto material de Constitución
exige una consideración del Derecho metapositivo. De esta forma, la supuesta
ilimitada autonomía del constituyente sólo existe en el marco de los mandatos
metapositivos. En consecuencia, para quien fuera Rector de Tubinga, “constitu-
ciones válidas en sentido material son (...) sólo aquéllas que expresan la pretensión
jurídico-positiva de un orden de integración” (pp. 66-67). Que el Derecho
metapositivo expresamente positivado pertenece a la Constitución, queda fuera de
toda duda. Cuestión distinta, desde luego, es la de si el Derecho metapositivo no
abarcado a través de la positivación puede ser considerado como parte, diríamos
hoy, del “bloque de constitucionalidad”, esto es, puede integrarse dentro de los
parámetros a los que atender llegado el caso de enjuiciar la constitucionalidad de
una norma, problema que Bachof trata más adelante.

D) Nuestro autor aborda a renglón seguido (en el capítulo 4) las distintas


posibilidades que pueden vislumbrarse de normas constitucionales inconsti-
tucionales. Parte para ello de una premisa: la distinción entre Constitución en
sentido formal y en sentido material, pues a ella se anuda la diferenciación entre
la inconstitucionalidad de las normas jurídicas por la infracción de la Constitución
escrita y por la contradicción con el Derecho constitucional material no escrito.
Bachof va desgranando, en primer término, los supuestos reconducibles a la
inconstitucionalidad de una norma constitucional por infracción de la Constitución
escrita, que cifra en un total de cinco: lº) La inconstitucionalidad de normas
constitucionales “ilegales”, supuesto que, en cuanto hace depender la validez de
una Constitución de su “legalidad”, en el sentido de su aprobación conforme a las
prescripciones de la Constitución anteriormente válida, lo considera, de hecho,
poco significativo. 2º) La inconstitucionalidad de las leyes de reforma constitucio-
nal, leyes que pueden contravenir desde un punto de vista formal o material las
disposiciones de la Constitución formal. El último supuesto, el de mayor interés
a nuestro juicio, se manifestaría en el caso de que una ley de reforma pretendiera
un cambio de las normas constitucionales no obstante su intangibilidad declarada
en el texto constitucional. 3º) La inconstitucionalidad de normas constitucionales
por su contradicción con normas constitucionales de rango superior acogidas por
el propio texto constitucional. Krüger sostiene esta posibilidad, de que una norma
del texto constitucional puede ser inconstitucional a causa de su contradicción con
otra norma de superior rango, pero aprobada como una norma autónoma por el
constituyente en el mismo texto constitucional. Bachof no se muestra conforme
con esa posición. Para nuestro autor (p. 78), en tanto el constituyente opera
autónomamente, aprobando normas que bien pueden no constituir la plasmación
1404 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

jurídico-positiva de un Derecho metapositivo, siendo tan sólo la expresión de la


libre voluntad del poder constituyente, éste, en base a su propia autonomía, puede
admitir excepciones al Derecho positivo aprobado; con ello no se hace ninguna
distinción en lo que se refiere a si aquellas normas constitucionales poseen un
superior o inferior rango, y Bachof no considera posible tachar de inconstitucional
una norma constitucional de inferior rango a causa de su supuesta no adecuación
con los que Giese llamara “contenidos fundamentales de la Constitución”, ya que
estos contenidos son también expresión de una aprobación autónoma. Aquí no cabe
hablar, como hace Krüger, de una “contradicción del constituyente consigo mismo”,
sino a lo sumo de una regla y de su excepción. 4º) Inconstitucionalidad a través de la
“mutación de la naturaleza” de las normas constitucionales, supuesto éste también
sustentado por Krüger, cuya argumentación no termina de ver clara nuestro autor,
aunque tampoco quiere negar de modo rotundo la posibilidad de una mutación de
la naturaleza de una norma constitucional a la que se anude el efecto de invalidez.
5º) Inconstitucionalidad por la infracción del Derecho constitucional metapositivo
positivado. Una norma constitucional que contraviniera el Derecho metapositivo así
positivado sería contraria al Derecho natural y, al mismo tiempo, inconstitucional.
Tres son a su vez los supuestos que Bachof contempla de inconstitucionalidad
por contradicción de la norma constitucional con el Derecho constitucional material
no escrito: 1º) Inconstitucionalidad por lesión de los que von Hippel llamara
“principios constitutivos subyacentes al texto constitucional”, entre los que, por
ejemplo, se incluiría en un Estado federal el “principio de comportamiento amistoso
entre sus miembros”, esto es, lo que en Alemania se conoce como bundesfreundliche
Verhalten, o comportamiento favorable hacia la Federación, que no es sino otro
modo de identificar el más comúnmente conocido como principio de lealtad federal
(Bundestreue). 2º) Inconstitucionalidad por contradecir el Derecho constitucional
consuetudinario. Bachof, sin embargo, es de la opinión de que esta posibilidad
se excluye, de hecho, en el caso de las normas constitucionales, pues el art. 79.1
GG, a cuyo tenor la Grundgesetz sólo podrá ser modificada por medio de otra ley
que expresamente altere el tenor de la Ley Fundamental o lo suplemente, excluye
abiertamente toda posibilidad de una reforma constitucional a través del Derecho
consuetudinario. Y 3º) Inconstitucionalidad por contradecir la norma constitucional
el Derecho metapositivo no positivado. Que el Derecho metapositivo no positivado
pueda considerarse como “Constitución” (no escrita) es algo que, como bien precisa
Bachof, debe ser cuestionado, al margen ya de que para el Derecho constitucional
alemán posterior a 1945 la cuestión carezca prácticamente de sentido a la vista de
la amplia recepción por la Grundgesetz de ese Derecho metapositivo. Con todo,
nuestro autor cree, que en favor de la inclusión en la Constitución de ese Derecho,
juega el hecho de que tal Derecho metapositivo es inmanente en todo ordenamiento
jurídico que pretenda llevar legítimamente tal nombre. Y en la misma dirección
operaría también el hecho de que la Ley Fundamental de Bonn, como ya se dijo,
reconoce la existencia de ese Derecho metapositivo, y ese reconocimiento no puede
ser parcial, sino que abarca la totalidad del Derecho metapositivo. Por lo demás,
entiende Bachof, que una norma constitucional que contravenga ese Derecho no
puede reclamar obligatoriedad jurídica, y desde esta perspectiva es poco relevante
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1405

si y en qué medida el Derecho metapositivo contradicho ha sido transformado en


Derecho constitucional escrito.

E) Llegados aquí, Bachof aborda la competencia jurisdiccional de control


en relación a las normas constitucionales (capítulo 5). Desde la óptica de la
Grundgesetz, nuestro autor admite que su art. 93, al aludir a que el BVerfG decidirá,
en caso de discrepancia o de dudas, sobre la compatibilidad de la adecuación
formal y material del Derecho del Bund o de un Land con “esta Ley Fundamental”,
ha contribuido a que bajo la Ley Fundamental y la Constitución se comprenda
sólo el texto constitucional escrito, pero esto, ¡sin fundamento alguno! (p. 95).
Debe tenerse cuidado, cree Bachof, con una sobrevaloración de determinadas
consecuencias terminológicas, pues también en el concepto de Ley Fundamental
puede subsumirse sin dificultad no sólo el Derecho material contenido en la
propia Constitución o el Derecho presupuesto por ella, sino también el Derecho
consuetudinario que complementa a esa misma Constitución. La conclusión de
Bachof es inequívoca: a tenor de la literalidad del mencionado art. 93 y también
del art. 100 GG (que contempla la cuestión de inconstitucionalidad planteada por
un juez o tribunal), “no tendría ninguna ninguna duda de que todo el Derecho
alemán, inclusive las normas constitucionales formales, serían capaces de ser
controlables por su adecuación con la ´´Constitución`` en el amplio sentido del
término, e incluso incluyendo el Derecho no escrito (no positivo) y, en cuanto
inescindible, también al Derecho metapositivo precedente” (p. 96).
Cree el autor, que la solución adecuada solo puede encontrarse en la esencia y
en el contenido de la competencia judicial de control, que no ha sido creada por el
constituyente, por cuanto ya era un instituto jurídico conocido en el orden jurídico
alemán, acogido incluso por la jurisprudencia desde la célebre Sentencia de 4 de
noviembre de 1925 del Reichsgericht. El Parlamento quiso centralizar y monopoli-
zar en las manos del Tribunal Constitucional esta competencia judicial de control,
y por eso dicho monopolio abarca todo aquello que corresponde conceptualmente
a la competencia judicial de fiscalización. Bachof aduce en apoyo de su posición
la conocida tesis kelseniana de que a una Constitución que carezca de una
competencia judicial de control de la constitucionalidad de las leyes y reglamentos
le falta la garantía de la anulación de los actos inconstitucionales, careciendo
en consecuencia de una plena obligatoriedad jurídica en el sentido técnico del
término, y por lo mismo, desde una óptica técnico-jurídica, significa que “no es
más que un desideratum no vinculante”. El Tribunal Constitucional ha de decidir si
la norma de cuya validez se duda es compatible o no con la Constitución, esto es,
con lo que el Tribunal Constitucional entiende por “Constitución”. Si no engloba
en la misma el Derecho metapositivo entonces no dirá nada en su decisión sobre la
adecuación de la norma cuestionada con tal Derecho, y la eventual sentencia que
confirme su validez sólo significará que será válida de acuerdo con el parámetro
de constitucionalidad basado en el texto constitucional.
1406 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

La conclusión final del autor en el punto que nos ocupa no va a ser sino la de
la competencia de los Tribunales Constitucionales para el control de constitucio-
nalidad (validez) de las normas constitucionales. A estos órganos les corresponde
también la fiscalización de la constitucionalidad de las mismas normas constitu-
cionales y, por cierto, de la constitucionalidad en el sentido amplio de la “validez”
de las normas constitucionales con arreglo a la totalidad de normas incluidas en
la Constitución (sea la Grundgesetz, sean las Constituciones de los Länder) o al
Derecho presupuesto por ella. Según Bachof, todo lo engloba la competencia de
control y en esto hay que adherirse a la interpretación sentada por el Tribunal
Constitucional de Baviera en los años cincuenta.

F) Nuestro autor concluye su libro (capítulo 6), abordando a modo de


excursus dos cuestiones particulares un tanto marginales al núcleo central de
su razonamiento: la del monopolio de decisión del Tribunal Constitucional
sobre la comprobación de la pérdida de vigencia de las normas constitucionales
y la relativa a la inexistencia de un monopolio decisorio por parte del Tribunal
Constitucional (BVerfG) para constatar la adecuación del Derecho alemán respecto
del Derecho de la ocupación.

III. El libro hasta aquí comentado se puede ubicar en el marco de las grandes
aportaciones de la dogmática iuspublicística alemana. Podrá o no estarse de
acuerdo con las posiciones sostenidas por el Profesor de Tubinga en este clásico
opúsculo, podrá incluso aducirse, no sin razón, que el mismo es directamente
tributario de una peculiar situación que entronca con las preocupaciones e
inquietudes que impactan de modo frontal sobre el Derecho público subsiguiente
a la segunda gran guerra, de resultas de la cual se tratarán de buscar nuevas
y convincentes respuestas ante los grandes destrozos que la guerra produjo
sobre buena parte de las concepciones jurídicas hasta ese momento plenamente
arraigadas. Pero la lógica de su discurso y su decidido posicionamiento ante estos
nuevos retos a los que el Derecho público se enfrentaba se halla fuera de toda
discusión. De ahí que una obra como ésta esté por encima de las circunstancias
coyunturales a las que pudo responder; se trata de una obra imperecedera, y de
ahí que hayamos de felicitarnos ante iniciativas como ésta, que tratan de revivir
los grandes clásicos del pensamiento iuspublicístico.

3. La evolución de la libertad. Reflexiones en torno al libro de Giuseppe


Franco Ferrari, Le libertà. Profili comparatistici (G. Giappichelli
Editore, Torino, 2011, 359 pp.)

I. El Profesor Giuseppe Franco Ferrari, catedrático de Derecho público compa-


rado en la Universidad comercial “L. Bocconi”, de Milán, en la que es responsable
de las enseñanzas de Derecho público, es uno de los más relevantes iuspublicistas
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1407

italianos. Su enorme capacidad y dinamismo le permite compaginar con la mayor


brillantez la dedicación académica, profesional y científica. Valga como punto
de referencia, en el plano científico, de lo que acabamos de decir, que en los
últimos cuatro años el Prof. Franco Ferrari ha sido el autor o el coordinador de
nueve libros. Y aquí nos vamos a encargar de comentar el décimo, algo realmente
excepcional. No queremos olvidar que el Prof. Franco Ferrari fundó hace ya un
buen número de años una de las más importantes Revistas europeas de Derecho
comparado, la Revista Diritto pubblico comparato ed europeo, una publicación
verdaderamente de referencia, que desde el primer número ha venido dirigiendo el
Profesor de la Universidad Bocconi, quizá, dicho sea al margen, la más importante
Universidad italiana en su especialidad.
El libro del Prof. Franco Ferrari nos conduce con verdadero rigor, a través de
una perfecta sistematización, por medio de una escritura clara, realmente nítida,
que hace posible una lectura amena, algo que no siempre se encuentra en las obras
científicas, por un largo recorrido histórico sobre el devenir de la libertad en la
historia de la civilización. Un recorrido que se inicia en la Antigüedad y se concluye
en la Carta Europea de Derechos Fundamentales. En los 21 capítulos en que
articula esa evolución, el autor aborda, de modo sucesivo, el sustrato intelectual de
la libertad, el diseño y régimen jurídico de las libertades, y las vicisitudes históricas
de las mismas, en la Antigüedad, la Edad Media, el período de transición entre lo
que el Profesor de Milán denomina los derechos de los antiguos, que visualiza en
el pensamiento inglés del siglo XVII, y la libertad de los modernos, ejemplificada
por el pensamiento francés del siglo XVIII, el período revolucionario inglés, que
encuentra su paradigma en la Glorious Revolution y, en lo que ahora interesa, en
el Bill of Rights, el pensamiento iusnaturalista europeo, en el que se acogen desde
Ockham hasta Grozio, Spinoza y Pufendorf, sin olvidar a la Escuela de Salamanca,
la Revolución americana, la Revolución francesa, la situación de los derechos y
libertades fuera de Francia en el período revolucionario europeo, la libertad en el
constitucionalismo de la Restauración, con particular referencia a Francia y Bél-
gica, los derechos y libertades en el 1848 europeo, el pensamiento iuspublicístico
alemán del siglo XIX y principios del XX, la situación de los derechos ante el reto
de la democratización del Estado liberal, la experiencia de Weimar, los derechos
en las Cartas constitucionales de la primera posguerra, al margen ya del texto
de Weimar, las vicisitudes constitucionales de los derechos en el ordenamiento
norteamericano, las experiencias totalitarias y su visión (más bien habría que
decir su negación) de los derechos, el constitucionalismo inmediato posterior a la
Segunda Guerra Mundial, las Constituciones europeas de los años setenta, donde
el autor se enfrenta a los códigos constitucionales griego, portugués y español,
la época de la internacionalización de los derechos, el ciclo constitucional de los
años noventa y su percepción de los nuevos derechos, y, en fin, la Carta Europea
de los Derechos Fundamentales del año 2000.
Esta sumaria enumeración creemos que es suficiente para darnos una idea
aproximada de la amplitud y complitud con que el autor enfoca su visión evolutiva
de la libertad, una visión en la que se conjuga de modo armónico la historia, la
1408 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

filosofía, el pensamiento político, el Derecho, e incluso la realidad política, lo que


ya por sí mismo es un buen reflejo del enorme bagaje intelectual, no digamos ya
jurídico, del Profesor Franco Ferrari.
La obra dedica sus dos últimos capítulos a tratar, primero, las garantías
jurisdiccionales de los derechos en el contexto europeo, prestando una especial
atención a las interacciones entre los Tribunales Constitucionales y la Corte de
Estrasburgo, como también a la interacción entre las instancias jurisdiccionales
que en Europa actúan en la tutela de los derechos, y que encuentra su punto de
referencia en lo que el autor considera como “delicada y enrarecida” (“delicato e
rarefatto”) relación existente entre los Tribunales de Luxemburgo y Estrasburgo.
Y después, algunas categorías generales o dogmáticas que pueden extraerse de
este estudio evolutivo de la libertad.

II. En esta larga y casuística evolución hallamos rasgos dignos de ser destaca-
dos, como también hitos especialmente significativos en el devenir de la libertad.
Nos detendremos a continuación en algunos de ellos, particularmente en los más
remotos en el tiempo, que por lo mismo son los menos conocidos, sin que con ello
pretendamos, desde luego, detenernos en todas y cada una de las etapas objeto
de la atención del autor.

A) La libertad griega, la que el autor denomina libertad de los sabios (“libertà


dei saggi”), la libertad romana y la libertad cristiana vertebran el tratamiento de
los derechos en la Antigüedad. La civilización griega en ningún caso reconocerá
la titularidad de derechos frente al poder público, entendidos en el sentido de
reivindicar espacios de autonomía del individuo, o bien de la familia o de los
grupos sociales. La estructura social, bien en los sistemas de organización
prevalentemente democrática, como sería el caso del ateniense, bien, con mayor
razón, en aquellos sistemas mixtos con una fuerte connotación colectivista, como
ocurriría con el espartano, no concede ámbitos de vida privada que impidan una
interferencia por la comunidad o por la opinión pública. Las libertades de los
ciudadanos pueden, pues, disfrutarse en el interior de la comunidad, pero no son
reivindicables frente a ella. La crisis del modelo político clásico, con la implanta-
ción del dominio macedonio, primero, y del romano más tarde, favorecerá en el
período helenístico el traspaso de la idea de libertad del terreno del goce social y
político al de la relación del individuo con la colectividad. Platón, recuerda nuestro
autor, ya se anticipó a este desarrollo, atribuyendo a Sócrates la aportación del
logos, de la razón, a la turbulencia de los sistemas democráticos.
En el Derecho romano, al menos en la etapa antigua y republicana, la con-
ceptualización de la libertad y de los derechos corresponde, en línea de principio,
aunque con algunas diferencias significativas, con la acuñada en la Grecia clásica.
No obstante la nitidez de la distinción entre ius publicum y ius privatum, no se
encuentra aún una separación entre la organización jurídico-política (la civitas)
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1409

y la voluntad colectiva del grupo, o lo que es lo mismo, entre Estado y sociedad.


Es bien sabido que la capacidad jurídica será inescindible de la cualidad de
ciudadano, de resultas de la ausencia de diferenciación entre sociedad civil y
comunidad política. La sagaz extensión de la ciudadanía que se llevará a cabo en
etapas progresivas puede interpretarse como un medio de ampliar la participación
y, de resultas, la propia legitimación del sistema político en su conjunto.
Es bien sabido que otra de las raíces antiguas de los derechos de la persona ha
de buscarse en la concepción de la libertad elaborada por el cristianismo de los
primeros años. Particular trascendencia tendrá el pensamiento de San Agustín,
a fines del siglo IV. Para el Obispo de Hipona, el libre arbitrio en la condición
humana posterior al pecado original no equivale a una verdadera libertas, pues la
genérica proyección hacia el bien y hacia Dios no es posible sin la aportación de
la gracia. En fin, al pensamiento cristiano de los primeros siglos se debe, como
acertadamente constata el autor, la formulación de la idea de libertas religionis
o libertas ecclesiae, que será un fruto de la reivindicación de la tolerancia en el
contexto de las persecuciones de los cristianos de la etapa anterior al Emperador
Constantino.

B) En el Medievo, será Inglaterra quien asuma el protagonismo en el ámbito


de la libertad. Las charters of liberties, y la Magna Charta libertatum constituyen
buena prueba de ello. La praxis consistente en la firma de aquellas charters es bien
antigua, remontándose en cuanto a la monarquía inglesa a los años subsiguientes
a la batalla de Hastings (acaecida el 14 de octubre de 1066, en ella murió el Rey
anglosajón Harold II, quedando Inglaterra bajo el dominio de Guillermo de
Normandía) y posterior conquista normanda. Destaca el Prof. Franco Ferrari el
hecho de que será también en la historia inglesa donde se encuentre el primer
ejemplo de derechos de participación en el gobierno de la cosa pública, derechos
que siglos después el pensamiento liberal definirá como políticos. Un proceso
evolutivo bastante lento, que se desarrolla entre el último cuarto del siglo XIII y
el primero del XV, un lapso, pues, de siglo y medio, conduce al establecimiento
de una conexión inescindible entre la exacción fiscal y la representación política,
que encuentra su feliz síntesis en el conocido brocardo no taxation without
representation.
Al margen de Inglaterra, es de destacar el hecho de que entre la población
germánica los hombres adultos adoptarán la costumbre de reunirse en asamblea
para tomar las decisiones determinantes de la vida colectiva, con particular refe-
rencia a la elección del jefe, que aunque caracterizada en base a reglas dinásticas,
se confirmará electivamente. Constata el autor, que el más antiguo testimonio
de tal praxis lo encontramos en un célebre pasaje de Tacito (en De origine et situ
Germanorum), evocado por Montesquieu y Blackstone, según el cual, el sistema
de gobierno inglés se habría encontrado “en los bosques”.
1410 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

C) Las antiguas concepciones de los derechos y de la libertad, a juicio del autor,


iban a ejercer a lo largo de los siglos, por lo menos a partir del Humanismo, pero
probablemente incluso antes, y al menos hasta el final del Primer Imperio francés,
quizá incluso también durante la Restauración, una incontenible fascinación
sobre juristas, filósofos, historiadores, politólogos, precursores de la sociología
y estadistas. Durante siglos, la polis griega y la libera civitas romana funcionaron
como parámetro para la construcción de los sistemas contemporáneos. Sin
embargo, hacia fines de los años setenta del siglo XVIII, la investigación arqueo-
lógica, que aparentemente se manifiesta como un fin en sí misma, pero que en los
decenios precedentes había conducido a la exaltación de los sistemas políticos de
la Antigüedad, en clave de comparación, en un contexto aparentemente destinado
al inmovilismo, iba a dar paso a la confianza en el cambio y, consiguientemente,
a una preferencia por lo moderno y, como mucho, a la valoración de ciertos
elementos de las antiguas experiencias republicanas recuperables en una perspec-
tiva de reforma de la monarquía absoluta. Las Enciclopedias y los Diccionarios
consagrarán el debilitamiento de esa fascinación de la que antes hablábamos
por las Repúblicas griega y romana, abriendo el camino a la exaltación de la
modernidad desde la óptica, sostenida diversamente por economistas y filósofos,
de una transformación del sistema contemporáneo que pueda sustentarse en la
recuperación de algunos elementos de las constituciones del pasado.
Para nuestro autor, la construcción teórica más perfecta será la llevada a cabo
por Benjamin Constant. Sólo con el escritor francés la contraposición entre la
libertad de los antiguos y la libertad de los modernos aparecerá destacada, subli-
mada como categoría del pensamiento político y constitucional, convirtiéndose
en un topos de la cultura occidental y colocándose en la base de una línea de
pensamiento que se conocerá como el liberalismo. Ciertamente, otros autores,
de diversas nacionalidades, como Hume o von Humbolt, que también pueden
incluirse entre los fundadores de la teoría liberal de los derechos, intuyeron las
diferencias de fondo entre las dos concepciones de los derechos, mientras que
filósofos como Hobbes y Rousseau percibieron la centralidad ética y política
de la libertad como valor. A su vez, los partidarios preliberales de la libertad se
esforzarían por construirla como seguridad en el interior del Estado, asegurada
por las leyes y asentada en bases contractuales o republicanas. Sin embargo, fue el
joven Bentham el primero en enunciar el concepto de libertad negativa, entendida
como ausencia de prohibiciones o coerciones.

D) El libro, lógicamente, otorga particular trascendencia a la Revolución


inglesa, no sólo por la aprobación en los años que la circundan de grandes cartas
de derechos, como la Petition of Rights (1628), el Habeas Corpus Amendment
Act (1679) y, por encima de todas ellas, el Bill of Rights (1689), al margen ya de
otros textos que también tendrán una incidencia positiva sobre la protección
de los derechos; piénsese en las Nineteen Propositions (1642), con la solicitud
de independencia de los jueces, que no habrían de ser removibles durante su
carrera salvo la existencia de una causa justa (“quam diu se bene gesserint”, “during
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1411

good behaviour”), en contraposición con la pauta que venía rigiendo: remoción


a capricho del Rey (“durante bene placito”), sino porque el siglo de la Glorious
Revolution, en lo que ahora interesa, va a caracterizarse asimismo, en paralelo
a lo que Franco Ferrari denomina “la parábola histórica de la positivación de
los derechos”, por la aparición y consolidación de la ideología liberal, en la que
Hobbes y Locke brillarán con luz propia. El Act of Settlement (1701) vendrá a
confirmar los enormes avances en relación a la tutela de los derechos alcanzados
en documentos anteriores.
Es una afirmación recurrente entre la doctrina filosófica, politológica, jurídica
e incluso económica, que la idea de los derechos naturales como fundamento de
la organización institucional de la sociedad se afirma en la historia constitucional
inglesa del siglo XVII como producto del individualismo que caracteriza a la
revolución burguesa, para radicarse después en la cultura occidental, propiciando
la apoteosis revolucionaria del siglo posterior. Sin embargo, tras ocuparse de
otros ámbitos doctrinales, como el pensamiento medieval con Ockham al frente;
el pensamiento neoescolástico, con Gerson, Summenhart y Francisco de Vitoria
y la Escuela tomista de los dominicos de Salamanca, y, en fin, el pensamiento de
un grupo de autores tan relevantes como Grozio, Spinoza, Pufendorf, Thomasius,
Leibniz y Wolff, nuestro autor llega a la conclusión de que este excursus histórico-
filosófico demuestra, al menos, que existen diversas claves de lectura de la génesis
y desarrollo de los derechos naturales. Es claro que su positivación en una versión
moderna se debe sin más a las revoluciones liberales, materializándose en el Bill
of Rights y en las grandes Declaraciones de Derechos norteamericanas y francesa,
pero su origen ideológico es bastante más complejo.

E) En un estudio sobre la evolución de la libertad no puede dejar de darse un


especial protagonismo a la Revolución americana y a los precedentes coloniales
que contribuyen a comprenderla, al pensamiento doctrinal subyacente en ella
y a los más que notables textos constitucionales en que la misma fructificará.
De ello se ocupa el capítulo 6 del libro. Es sabido que el Derecho aplicado en las
colonias, que difiere de una a otra, será una mixtura de institutos del common law,
de prácticas autóctonas y de componentes ideológicos derivados en gran medida
del planteamiento religioso de cada colonia, todo ello con la genérica intención de
mantener fuertemente bajo control la vida social. En este contexto se aprobarán
textos relevantes, como será el caso de las Laws and Liberties of Massachusetts
(1648), las Fundamental Orders de Connecticut o, durante el dominio holandés,
la Charter of freedoms and exemptions de Nueva York (1629).
Los escritos de James Otis, como The Rights of the British Colonies, en donde
el bostoniano consideraría radicalmente nula toda ley del Parlamento que vul-
nerara “natural laws”, que son verdades inmutables, con lo que estaría violando
“eternal truth, equity and justice”, o de Thomas Paine, de cuyo panfleto subversivo
Common Sense se venderían 150.000 ejemplares en los tres primeros meses
subsiguientes a su publicación, y en el que ya en su Introducción contrapondrá
1412 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

su ferviente creencia en la defensa de la libertad personal y de los derechos del


hombre frente a las normas basadas en el privilegio, la herencia y el rango. Paine
enfatizará, que aunque el asunto que ocupa su atención es la causa de América,
su argumentación se basa en principios que considera universales, y por lo mismo
aplicables en cualquier tiempo y lugar. “The cause of America –escribirá– is in a
great measure the cause of all mankind”.
La Declaración de Independencia irá precedida unas semanas antes por la
Declaración de Derechos de Virginia, de 12 de junio de 1776, que constituirá el
prototipo de todas las que le siguen. El ciclo de los derechos en Norteamérica no se
cerrará ni siquiera con la Constitución, sino con el subsiguiente Bill of Rights, que
englobará las diez primeras Enmiendas a la Constitución federal. Como escribe
nuestro autor, en el plano axiológico, el Bill of Rights representa la más cristalina
síntesis de los valores liberales de la tradición británica, visualizados de nuevo a
la luz de la experiencia de la soledad (“wilderness”) de las colonias y de los valores
propiamente americanos, característicos del republicanismo, como la seguridad
en el ámbito de la ley y la persecución de la felicidad, que simbolizan los fines de
la convivencia social. Por lo demás, el Bill of Rights pasará a formar parte de un
texto constitucional rígido que se visualiza como higher law y al que los jueces
darán prevalencia frente a la ley ordinaria.

F) La concepción de los derechos y libertades en la crucial etapa de la Revo-


lución Francesa, dentro y fuera de Francia, es objeto, como fácilmente se puede
comprender, de un detallado estudio. El contexto ideológico francés, dominado
por la cultura iluminista, con raíces diversas, encontrará su perfecta integración
en la Declaración de 4 de agosto de 1789, que antecede en tres semanas a la
Declaración de Derechos del 26 del mismo mes. Como escribe Franco Ferrari, la
Declaración marca un evento fundamental en la historia del pensamiento liberal
occidental, no sólo en el ámbito estricto de la historia de los derechos, y sublima
un modo de entender el liberalismo.
La disciplina de los derechos en las Constituciones francesas de 1791, 1793,
1795 y 1799, en las que el autor tilda de “primera y segunda generación de Cartas
italianas” y en los textos constitucionales que aún emulando el modelo francés,
pueden considerarse modelos atípicos, son objeto de un breve comentario, siendo
de destacar al respecto que para nuestro autor la Constitución de Cádiz no entra
en la categoría de las cartas revolucionarias, opinión ciertamente discutible.

G) La situación de los derechos en el constitucionalismo de la Restauración,


en el que se sitúa asimismo la Constitución belga de 1831, y la nueva situación
que propiciarán los acontecimientos revolucionarios de 1848 son sucesivamente
analizados. Particular atención se dedica, como es perfectamente comprensible,
a la Reichsverfassung, más conocida como la Paulskirche Verfassung (1849), cuyo
diseño general es tributario de la influencia norteamericana. En ella se insertará
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1413

la Declaración de derechos fundamentales del pueblo alemán, aprobada en


diciembre de 1848, un texto que el autor, en juicio que suscribimos por entero,
tilda de modernísimo, situándolo a la vanguardia en Europa y en el mundo, tanto
por la complitud del catálogo de derechos que acoge como por la eficacia de las
medidas de garantía que contempla. Ello va a contrastar con la construcción de los
derechos y libertades que desarrollará el pensamiento filosófico y iuspublicístico
alemán en el curso de ese mismo siglo XIX, cuestión en la que a continuación se
centra el Prof. Franco Ferrari.
El siglo XIX nos sitúa efectivamente ante una construcción de la temática de
la libertad por parte de los autores alemanes decididamente más cauta y menos
avanzada que la resultante de la doctrina francesa e inglesa. Para el Profesor
milanés, se puede sostener, en síntesis extrema, que el constitucionalismo liberal
alemán se desarrolla a lo largo del siglo XIX en torno a dos grandes directrices:
la primera, de carácter claramente conservador, es la dominante desde un punto
de vista cuantitativo; la segunda, más francamente liberal, parece hallarse en
un proceso de progresiva recesión, para volver a emerger en ese clima cultural
irrepetible de la época de Weimar.
Es bien conocida la trascendental importancia de la doctrina de los derechos
públicos subjetivos, que encuentra en Jellinek a su representante paradigmático,
aun cuando será Carl Friedrich von Gerber, fundador de la ciencia del Derecho
público alemán, quien formule por vez primera esa teoría. Para von Gerber, los
derechos de ámbito privado son reconducibles a la libre voluntad del individuo,
que dispondrá de una ilimitada capacidad de disposición, mientras que los de
ámbito público le pertenecen tan sólo en cuanto miembro de la colectividad,
atribuyéndoseles como facultades reconocidas dentro o hacia la organización
estatal. Si los primeros se configuran como meras facultades de hacer (agere
licere), los segundos operan como facultades funcionalizadas, que se vinculan
con obligaciones, y que deben ejercerse según la ratio objetiva que fundamenta su
existencia. A su vez, para Jellinek, mientras las relaciones que tienen lugar en el
ámbito del Derecho privado se configuran en términos de paridad, actuando cada
sujeto en condiciones de libertad natural (agere licere), las que se enmarcan en el
ámbito del Derecho público se sitúan en un contexto de supremacía del Estado,
titular de la potestad suprema. Consecuentemente, el individuo puede disfrutar
de espacios de libertad dejados abiertos residualmente por el Estado, que llegan
a ser jurídicamente relevantes cuando su utilización pone a los individuos en
relación con la esfera jurídica de otros particulares (status libertatis). Puede el
Estado igualmente conceder a los sujetos beneficios o prestaciones correlativos a
las obligaciones de la ciudadanía (status civitatis). En fin, el Estado también se vale
de los ciudadanos para alcanzar la formación de su propia voluntad y para obtener
la personificación de sus mismos órganos y el cumplimiento de sus funciones
institucionales, atribuyéndoles al efecto su facultad participativa (status activae
civitatis). La teoría de los derechos públicos subjetivos, según nuestro autor,
conduce a una racionalización de las concepciones estatales, que presuponen la
superioridad del Estado sobre el Derecho y la existencia de espacios de libertad tan
1414 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

sólo en presencia de concesiones del legislador o en cualesquiera tipos de ámbitos


residuales dejados abiertos por las disciplinas estatales.

H) La revolución industrial y los diversos ciclos a que va a dar lugar impac-


tarán masivamente sobre la organización social y, como no podía ser de otro
modo, harán necesaria una nueva concepción de los derechos adaptada a los
nuevos tiempos. Para nuestro autor, el resultado final será la transfiguración del
concepto mismo de derechos, que al final de este ciclo histórico habrá asumido
una configuración diversa, más compleja y articulada en relación al punto de
partida. De todo ello se ocupa el libro en varios de sus capítulos, en los que, de
modo sucesivo, se aborda el impacto que sobre los derechos tendrán las reformas
sociales en Alemania, Francia e Italia, para, tras ello, centrarse con bastante
detalle en el diseño de los derechos en la Carta de Weimar y en las Constituciones
próximas a ella en el tiempo, desde los textos autriaco y checoslovaco de 1920 a
la Constitución republicana española.

I) Las importantes vicisitudes constitucionales de los derechos en el orde-


namiento norteamericano, en las que jugará un rol decisivo la Supreme Court,
son asimismo objeto de un estudio particularizado. No puede ignorarse el brutal
cambio jurisprudencial que va desde el Dred Scott case (1857), o incluso desde
la Plessy v. Ferguson decision (1896), en la que al menos encontramos un rayo de
luz, el que proporciona uno de los más grandes dissents de la historia judicial
norteamericana, el del Juez John Marshall Harlan, hasta la decisión dictada en
1954 en el caso Brown v. Board of Education of Topeka, la primera de las grandes
sentencias de desegregación racial en las escuelas. La due process clause y la
equal protection clause se convertirán en instrumentos decisivos de protección de
los derechos en la jurisprudencia de la Corte. También los derechos sociales y la
situación del welfare State en Norteamérica son objeto de la atención del autor,
lo que en modo alguno nos debe extrañar. Piénsese en el duro enfrentamiento
que sostendrá el Presidente Roosevelt con la Corte, resuelto finalmente en 1937
a través de la célebre sentencia dictada en el caso West Coast Hotel Company v.
Parrish, que culminará la que se ha dado en llamar revolución constitucional. Ya
antes, la Corte había contado con la brillantez y combatividad de las dissenting
opinions del gran Oliver Wendell Holmes. Y no nos cabe duda tampoco de que
durante los años sesenta, la Warren Court (1953-1969), impactada por la creciente
interdependencia de la vida americana, así como por la persistencia de la pobreza
en gran cantidad de gente, se mostraría proclive al reconocimiento de un derecho
fundamental a, por lo menos, una asistencia gubernamental suficiente para
satisfacer las necesidades más simples de la vida. Sin embargo, la llegada a la Corte
de los Justices nombrados por el Presidente Nixon (Presidente entre 1969 y 1974)
cambiaría el panorama, deteniendo el ímpetu de la Warren Court. Y así, la Burger
Court (1969-1986) iba a declinar con firmeza declarar la existencia de un derecho
fundamental a la asistencia económica por el Estado exigible judicialmente.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1415

J) En su minucioso recorrido histórico, el autor se va a detener en la visión de


los derechos en las experiencias totalitarias, para, finalmente, dedicar los últimos
capítulos a la que bien podríamos tildar de vertiginosa evolución de los derechos
y de sus sistemas de garantías en el constitucionalismo de la segunda posguerra,
algo que resulta para la generalidad mucho más conocido. Particularmente impac-
tante será el cambio experimentado al respecto por el Derecho internacional, que
si en su configuración clásica, posterior a la paz de Westfalia (que, como es sabido,
puso fin a la guerra de los Treinta años, firmándose en las ciudades de Münster
y Osnabrück en 1648), se limitaba a disciplinar las relaciones entre los Estados,
tras la Segunda Guerra Mundial, y de resultas de las gravísimas violaciones de
derechos perpetradas en los años inmediatos al conflicto y, de modo aún más
brutal, durante la propia guerra, ha hecho acto de una destacadísima presencia
en el ámbito de las garantías de los derechos individuales. Con ello, como bien
dice nuestro autor, no sólo se han internacionalizado los derechos, reforzándose
su protección, sino que se ha creado un sistema de garantías a diversos niveles
(sistema multilivello) que redunda en una más sólida garantía de los derechos,
y este sistema se ha fortalecido aún más si cabe tras la caída de los dos grandes
bloques en 1989.

K) El último hito de esta evolución sin fin lo encontramos en la Carta Europea


de Derechos Fundamentales, objeto de un capítulo específico en el libro. Aunque
aprobada en el año 2000, no ha sido hasta la entrada en vigor del Tratado de
Lisboa, el 1 de diciembre de 2009, cuando la Carta ha adquirido su plena fuerza
jurídica, pues hasta ese momento no era, como significa el autor, sino un acuerdo
institucional dotado de un gran relieve político. Aunque pueda considerarse que
ninguno de los derechos en ella recepcionados sea realmente nuevo, la formulación
de los mismos es marginalmente más amplia, lo que se traduce en el incremento
progresivo de los espacios en torno a las figuras allí positivadas, y todo ello,
añadiríamos por nuestra cuenta, al margen ya de las innovaciones que incorpora
la Carta; piénsese, por ejemplo, en el capítulo cuarto, dedicado a la en cierto modo
novedosa categoría de los “derechos de solidaridad”, noción que acuñara por vez
primera Karel Vasak en un artículo publicado en la Revue des droits de l´homme
en 1972. Tras el Tratado de Lisboa, la Carta vincula a las instituciones de la Unión,
al igual que a los Estados miembros cuando apliquen el Derecho de la Unión.

III. El conjunto de fenómenos que se acoge bajo el omnicomprensivo rótulo


de la globalización no puede dejar de afectar a las libertades individuales, a su
realización y a su misma función. Como escribe el Profesor Franco Ferrari en el
último epígrafe de este espléndido libro, el predominio de la economía sobre la
política, el traslado a nivel supraestatal de partes cada vez más relevantes de la
soberanía estatal, la discrasia entre los mercados globales y las realidades políticas
locales, han conducido a debilitar fuertemente formas identitarias clásicas de la
modernidad, como la clase, la familia tradicional, la nación y el Estado, generando
1416 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

formidables tensiones y dejando al individuo turbado y desorientado. La nueva


individualización ya está institucionalizada y la búsqueda de mecanismos de
solidaridad –principio éste el de la solidaridad tan vinculado con el Estado social–
o de integración en intereses colectivos permanece un tanto frustrada.
Es cierto que la cultura de la libertad está tan arraigada que, como señala el
autor, la filosofía de los derechos humanos se nos presenta como una despolitización
de las ideologías, y parece haberse realizado la profecía de Tocqueville, según la
cual, combatir la libertad es tanto como blasfemar (“bestemmiare”). La libertad se
ha convertido en una suerte de religión secular universal, en un nuevo código de la
humanidad. Pero aún siendo cierto lo anterior, quedarnos con esta visión un tanto
idílica de la libertad en nuestros días no dejaría de encerrar una cierta ficción, pues,
como dice el autor, el predominio del mercado sobre los mecanismos democráticos
de nivel estatal encierra el grave riesgo de colocar a la libertad en una suerte de
vacío. Y si a ello añadimos, ya por nuestra cuenta, (y esto nos parece aún de mayor
gravedad, pues el progreso de la civilización humana se debe medir por la ayuda
dada por el más fuerte al más débil) que la tiranía de los mercados, en paralelo a la
gravísima crisis económica por la que al menos una gran parte de Europa atraviesa
hoy, está propiciando las más graves quiebras que quizá nunca haya sufrido el
Estado social, el supuesto idílico panorama de la libertad antes reseñado se trans-
muta de modo radical. Los mercados, en realidad las personas, organizaciones,
gobiernos incluso, que están detrás de ese entramado, podrían perfectamente ser
representados hoy como una reencarnación del dios Saturno devorando a sus
hijos, que tan crudamente reflejara en su óleo (pintado en 1678, justamente un año
antes de la muerte de Thomas Hobbes) el gran Rubens, y que reprodujera siglo y
medio después en sus pinturas negras (realizadas entre 1821 y 1823), de modo aún
más espeluznante, ese enorme genio que fue Goya, cuadros con cuya realización
esos dos grandes maestros de la pintura universal bien podrían haber pretendido
mostrar, a través de este episodio atribuido a Saturno, la divinidad itálica y romana,
identificada con el Cronos griego, que destronó a su padre, mutilándolo para que
no pudiera tener descendencia, y más tarde devoró a sus hijos para impedir que
se sublevaran contra él, esa situación de hobbesiana raíz en la que, en el conflicto
permanente que enfrenta a todos contra todos (bellum omnium contra omnes), no
hay peor enemigo para el ser humano que el propio hombre (homo homini lupus).

4. Poder y libertad en la Revolución americana. Reflexiones en torno


a la obra de Bernard Bailyn, Los orígenes ideológicos de la
Revolución norteamericana (Editorial Tecnos. Colección Clásicos
del Pensamiento, Madrid, 2012, 368 pp.)

I. La prestigiosa colección de “Clásicos del Pensamiento”, que dirige el Prof.


Eloy García, acaba de publicar la versión española de un auténtico clásico norte-
americano, The Ideological Origins of the American Revolution, obra que vio la luz
en 1967 y que en la edición de 1976, de la que dispone quien esto escribe, había
alcanzado ya la decimotercera impresión, lo que da una idea del enorme éxito
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1417

que desde el primer momento acompañó a esta obra, que hoy puede considerarse
un verdadero clásico del pensamiento norteamericano. La versión española parte
de la segunda edición de la obra, algo ampliada, publicada en 1992 bajo el sello
editorial de la “Harvard University Press”.
Catedrático de Historia de la Universidad de Harvard, de la que fue nom-
brado Profesor Emérito en 1992, el Prof. Bailyn es, sin duda, el más prestigioso
historiador del período de la Revolución americana. Baste como significativa
constatación, que fue a él a quien la Casa Blanca le encomendó la conferencia
conmemorativa del 200 aniversario de la Independencia de los Estados Unidos.
Antes de este libro su autor publicó Pamphlets of the American Revolution (2 vols.,
The Belknap Press of the Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1965) y
con posterioridad, por aludir tan sólo a obras relacionadas con el tema de la
que comentamos, The Debate on the Constitution (“Federalist and Antifederalist
Speeches, Articles, and Letters During the Struggle over Ratification”, 2 vols., 12th
printing, The Library of America, New York, 1993, datos éstos relativos a la edición
que obra en nuestro poder), en la que nuestro autor seleccionó los contenidos del
libro y escribió los títulos de los capítulos y las notas.
El libro surgió, como en su prólogo nos cuenta su autor, con ocasión del
encargo que el jefe de redacción de la “John Harvard Library” le hizo de preparar
una colección de folletos sobre la Revolución americana. Bailyn constató que la
bibliografía completa de los folletos publicados en las colonias durante el año 1776
alcanzaba los cuatrocientos títulos, llegando a la conclusión de que setenta y dos
de ellos debían ser publicados. Los folletos comprendían toda suerte de escritos,
desde tratados de teoría política hasta sermones, cartas y poemas, pasando por
ensayos históricos y alegatos políticos, presentando todos ellos, pese a su variedad,
un común denominador: todos son, en un grado inusitado, explicativos, pues
revelan no sólo las posiciones adoptadas, sino las razones por las que se adoptaron;
exponen los motivos y las interpretaciones... Revela el autor, que ante esta docu-
mentación, se encontró contemplando con asombro los orígenes de la Revolución
americana. Era una incitación muy fuerte como para no ponerse manos a la obra
de escribir el libro que finalmente salió de su pluma. Por lo demás, nos dice Bailyn,
que la lectura del material vino a confirmarle en su punto de vista, un tanto fuera
de moda, de que la Revolución norteamericana había sido ante todo una lucha
ideológica, constitucional y política, y no primordialmente una controversia
entre grupos sociales empeñados en forzar cambios en la organización social o
económica de su tiempo. Confirmaba también esa documentación, la creencia
del Profesor de Harvard de que el progreso intelectual en la década anterior a la
Independencia condujo a una radical idealización y conceptualización del siglo y
medio anterior de experiencia norteamericana, y de que esta íntima relación entre
el pensamiento revolucionario y las circunstancias de vida en la Norteamérica del
siglo XVIII era la que había infundido a la Revolución su fuerza particular y la
había convertido en un acontecimiento tan profundamente transformador.
Frente a la idea tradicional que considera el pensamiento de la Revolución
como una mera expresión de la filosofía del Derecho natural (las ideas del contrato
1418 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

social, los derechos inalienables, la ley natural y el fundamento contractual del


gobierno), Bailyn precisa, que los folletos demuestran realmente la influencia
del pensamiento de la Ilustración y la fuerza efectiva de ciertas ideas religiosas,
del common law y también de la literatura clásica, pero revelan asimismo, de
manera mucho más significativa, la ajustada integración de estos elementos en un
esquema de trazado sorprendente, por lo menos, a juicio del autor, sorprendente
por predominar en él otra tradición más, entretejida, aunque siempre distingui-
ble, con aquellas corrientes de pensamiento más familiares. Esta influencia se
propagó directamente en las colonias por un grupo de tratadistas radicales y de
políticos opositores de comienzos del siglo XVIII en Inglaterra, que durante ese
siglo promovieron y aplicaron a la política de la época de Walpole la peculiar
tendencia antiautoritaria engendrada durante las conmociones de la guerra civil
en Inglaterra.
No debe extrañar, a la vista de lo que se acaba de exponer, la observación que
en su “Estudio Preliminar” hace Méndez Baiges acerca de la particularidad de esta
obra en el marco de la global producción científica del Prof. Bernard Bailyn. Este
libro, el más conocido de los suyos con diferencia, se separa con claridad del resto
de su obra, lo que halla su razón de ser en que se trata de un libro de historia de las
ideas, una obra dedicada a relatar una serie de influencias intelectuales, cualidad
que la hace destacar con rotundidad en el seno de una obra de temprana vocación
social y con una tendencia más que evidente hacia lo demográfico y lo biográfico.
Estamos, en definitiva, ante un libro de historia de las ideas, tal y como se
plasman en la literatura política aparecida en América a partir del año 1763, fecha
en la que converge la doctrina en apreciar el inicio del período de subversión
que habrá de culminar trece años después con la Declaración de Independencia,
una etapa muy radicalizada, a la que no es en absoluto ajeno el pensamiento que
subyace a la misma.

II. El libro se estructura a lo largo de seis capítulos, en los que, sucesivamente,


se van contemplando: la literatura de la Revolución; las fuentes y tradiciones; la
teoría política acerca del poder y de la libertad; la lógica de la rebelión; la trans-
formación, y la propagación de la libertad. La obra se cierra con un postscriptum
(“Cumplimiento: un comentario a la Constitución”), incluido por el autor en la
edición aumentada de 1992.
En el primero de los capítulos, Bailyn analiza a grandes rasgos la literatura
de la Revolución. Las publicaciones protagonistas de la Revolución iban a ser, sin
lugar a dudas, los folletos, esto es, unos opúsculos que constaban de unas pocas
hojas impresas, dobladas de diferentes maneras como para obtener diversos
formatos y distintos números de páginas, y que se vendían generalmente por uno
o dos chelines. Según nuestro autor, bajo esta forma se dieron a conocer muchos
de los más importantes y característicos escritos de la Revolución norteamericana.
No ha de extrañar que fuera así, pues su mayor ventaja consistía, quizás, en la
variabilidad de su tamaño, pues de esta forma podía contener sólo unas pocas
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1419

páginas y servir, por lo tanto, para difundir breves sátiras, como también podía
dar cabida a un material mucho más extenso, serio y permanente. Por su gran
flexibilidad, su fácil manufactura y su bajo costo, los folletos se publicaban en
cualquier lugar de las colonias norteamericanas donde hubiera una imprenta,
aspiraciones intelectuales e inquietudes políticas.
Bailyn catalogaría los folletos en tres clases: 1) Los que respondían a los
grandes acontecimientos públicos; así, por ejemplo, la Ley del Timbre (Stamp Act)
levantó una densa ráfaga de publicaciones de ese tipo, como habría de suceder
asimismo con la Masacre de Boston, el Tea Party bostoniano (episodio acontecido
en 1773, en el que un grupo de patriotas disfrazados de indios arrojó al agua de
la bahía un cargamento de té, a modo de protesta contra los nuevos impuestos)
o la reunión del First Continental Congress. 2) Los folletos publicados en series
polémicas, esto es, como una reacción en cadena de polémicas personales, como
las series de intercambios individuales (argumentaciones, réplicas, refutaciones
y contrarrefutaciones) en los que pueden descubrirse fervorosas personifica-
ciones del conflicto general. 3) En fin, los folletos connotados por el carácter
ritualista de sus temas y de su lenguaje. Recuerda el autor, que en el transcurso
de la controversia revolucionaria, la publicación regular, generalmente anual, de
oraciones conmemorativas bajo la forma de folletos, llegó a constituir un sensible
aporte al conjunto de la literatura de la Revolución. En un período anterior tales
publicaciones habían reproducido sobre todo sermones pronunciados en días
de elecciones en Nueva Inglaterra. Pero desde mediados de la década de 1760 en
adelante se sumaron las celebraciones de aniversarios de carácter más profano,
como el aniversario de la derogación de la Stamp Act, de la Masacre de Boston,
del desembarco de los Peregrinos... Como fácilmente puede comprenderse, no
todos los folletos correspondían a este tríptico de categorías. Algunos, como el
denominado Votes and Proceedings the Freeholders... of... Boston (1772) constituían
en sí mismos hechos políticos a los que respondían otros folletistas.
Importantes, sobre todo, por ser expresión de las ideas, actitudes y motivacio-
nes que conformaban la médula de la Revolución, los folletos publicados en las dos
décadas que precedieron a la Independencia son primordialmente documentos
políticos y no literarios, si bien, como dice el autor, forma y sustancia nunca se
hallan totalmente separadas. Por lo demás, estos folletos forman parte del vasto
conjunto de la literatura inglesa polémica y periodística de los siglos XVII y XVIII,
al cual contribuyeron los más eminentes hombres de letras, como Milton, Halifax,
Locke, Swift, Defoe, Bolingbroke o Addison.
Innecesario es decir, que los folletistas norteamericanos, aunque integrados
en una gran tradición, no eran sino aficionados, frente a polemistas de la talla de
Swift o Defoe. En ningún lugar, en la relativamente indiferenciada sociedad colo-
nial norteamericana, se formó antes de 1776 un grupo de escritores profesionales
en el sentido en que podían serlo Jonathan Swift, Daniel Defoe o James Ralph, el
amigo de Franklin, capaces de ganarse la vida con su pluma. Piénsese, que sólo la
producción en prosa del irlandés Swift (1667-1745) llena catorce volúmenes, y en
ella encontramos la célebre novela Los viajes de Gulliver; que Defoe (1660-1731)
1420 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

escribió por lo menos 400 opúsculos, folletos y libros, entre ellos su celebérrima
Vida y extraordinarias y portentosas aventuras de Robinsón Crusoe de York, cuya
aparición lo elevó a la inmortalidad, sin olvidar su Moll Flanders, el paradigma de
la novela realista, y todo ello al margen ya de que sus colaboraciones en un solo
periódico durante un decenio alcanzaron las 5000 páginas impresas, y que Ralph,
que alcanzó notable éxito como escritor político pagado, luego de años de intentos
en poesía, teatro y crítica, publicó en sus últimos años una voluminosa Historia
de Inglaterra, cuya sola introducción crítica y bibliográfica ocupaba 1078 páginas.
Para nuestro autor, entre todos aquellos que escribieron folletos, sólo parece
haber habido tres (James Otis, Thomas Paine y John Allen) que tuvieron algo
parecido a ese furor concentrado que impulsaba el pensamiento y la fantasía de
Swift por las intensas tortuosidades de las formas literarias. El apasionamiento
de Otis, su extravagancia, que tanto sorprendió a sus contemporáneos, no tardó
en precipitarse en la incoherencia. El “atrevido descaro”, el “frenesí inusitado”
que, según el Profesor de Harvard, Paine comunicó a su Common Sense, dándole
una fuerza sin igual, había sido importado de Inglaterra por el propio Paine en
1774. Y Allen, sin igualar a Paine como folletista, adquirió sus medios de expresión
literaria en el extranjero.
El esfuerzo por concebir, expresar y concretar su destino fue sostenido de
modo permanente por toda la generación revolucionaria, no obstante lo cual
Bailyn cree que se pueden diferenciar tres fases de particular intensidad: l) el
período que abarca hasta 1776, inclusive, en el que la discusión se concentró sobre
las diferencias angloamericanas; 2) el establecimiento de los primeros gobiernos
estatales, sobre todo entre los años 1776 y 1780, y 3) la reconsideración de las
Constituciones de los Estados y la reorganización del gobierno nacional, en la
segunda mitad de la década de los ochenta y comienzos de la del noventa.

III. El segundo capítulo aborda lo que el autor llama las fuentes y tradiciones.
Se interroga al efecto acerca de cuáles eran las fuentes de la nueva concepción del
mundo sustentada por los revolucionarios. Las fuentes manejadas por aquéllos
nos revelan un eclecticismo general, aparentemente indiscriminado. A juzgar por
una mera apreciación de sus citas, los autores de las colonias tenían siempre a su
alcance, y hacían uso de ella, una gran porción de la herencia cultural de Occi-
dente, desde Aristóteles a Molière, desde Cicerón al “Philoleutherus Lipsiensis”
(Richard Bentley), desde Virgilio a Shakespeare, Pufendorf, Swift y Rousseau.
Estos escritores hacían alarde de su conocimiento del pensamiento occidental, en
su más amplio sentido, por lo que citaban y transcribían a esos (y muchos otros)
autores con total libertad.
Hay coincidencia entre la doctrina, y Bailyn no es una excepción, en que la
influencia más notoria en los textos del período revolucionario fue la de la Antigüe-
dad clásica. Homero, Sófocles, Platón, Eurípides, Herodoto, Tucídides, Jenofonte,
Aristóteles, Polibio, Plutarco, Estrabón, por citar sólo a algunos, entre los griegos,
y Cicerón, Horacio, Virgilio, Tácito, Lucano, Séneca. Tito Livio, Salustio Ovidio,
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1421

Lucrecio, Catón, Plinio, Juvenal, Marco Aurelio, Petronio, César y, entre otros
muchos, los jurisconsultos Ulpiano, Gayo y Justiniano, fueron mencionados, a
veces reiteradamente, por la literatura revolucionaria.
El pensamiento de la Ilustración iba a tener una muy relevante presencia entre
los colonos, como no podía ser de otra manera. Como aduce el autor, el pensamien-
to de la generación revolucionaria fue cobrando forma bajo la influencia mucho
más directa de las ideas y actitudes vinculadas a la literatura del racionalismo
de la Ilustración, cuyos escritos expresaban no solamente el racionalismo de
la reforma liberal, sino también el del conservadurismo ilustrado. Los grandes
virtuosos de la Ilustración norteamericana (Franklin, Adams y Jefferson), pero
no sólo ellos, se inspirarían y citarían con frecuencia las ideas y escritos de los
grandes pensadores seculares de la Ilustración europea: reformistas y críticos
sociales como Voltaire, Rousseau y Beccaria; analíticos conservadores como
Montesquieu; Locke en lo concerniente a los derechos naturales; De Lolme (y
también obviamente Montesquieu), en cuanto a la índole de las libertades inglesas;
y Grocio, Pufendorf, Burlamaqui y Vattel en lo referente al Derecho natural y
de gentes, pero también, añadiríamos por nuestra cuenta, los tres últimos en lo
referente a la idea de un Derecho fundamental, que impregnaría posteriormente
la Constitución y que tendría mucho que ver, siempre, insistimos, a nuestro juicio,
con el nacimiento de la judicial review. Bailyn considera asombrosas la fuerza
de tales citas, si bien matiza, que el conocimiento que las mismas revelan, como
sucedería con el pensamiento de la Antigüedad clásica, era en ocasiones un tanto
superficial.
El common law influyó manifiestamente en la formación de la conciencia de
la generación revolucionaria, pero no determinó por sí solo la índole de las con-
clusiones que los norteamericanos opondrían a las crisis de su tiempo. Destaca al
efecto nuestro autor, que Otis y Hutchinson (recordemos por nuestra cuenta, que
uno y otro se enfrentaron en el celebérrimo Writs of assistance Case) reverenciaban
a Coke, pero, por razones completamente ajenas al gran jurisconsulto, ambos
atribuyeron significativamente distinto sentido a su sentencia en el Bonham´s case.
Particular interés creemos que tiene la observación de nuestro autor, en el
sentido de que, para los colonos, el Derecho no era una ciencia que indicara lo
que debía de hacerse, sino que representaba más bien un caudal de experiencia
acerca de las relaciones humanas, en el que se corporeizaban los principios de
justicia y equidad, y sus derechos. El Derecho inglés, como autoridad, como
precedente legitimador, como corporeización de un principio y como armazón de
la comprensión histórica, actuó sobre el espíritu de la generación revolucionaria
estrechamente unida al racionalismo de la Ilustración.
Para Bailyn, los más importantes publicistas e intelectuales de las colonias
fueron los dos portavoces del extremismo liberal, John Trenchard (1662-1723) y
Thomas Gordon (muerto en 1750). Ambos aunaron sus fuerzas para la publicación
de un semanario, el Independent Whig, y para una de las obras más conocidas
de la época en las colonias, las “Cartas de Catón” (Cato´s Letters), una cáustica
1422 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

denuncia de la política y sociedad inglesas del siglo XVIII. Tan populares llegaron
a ser en las colonias, y de tal modo se hizo sentir su influencia, que gracias a su
denso contenido ideológico y reforzadas por la universalmente conocida pieza
dramática de Joseph Addison, Catón, publicada en 1713, y por el apoyo favorable
a la tendencia whig que de los escritos de los historiadores romanos circulaba
entre los colonos, que las famosas “Cartas” iban a dar origen a lo que bien se puede
llamar una imagen “catónica”, fundamental para la teoría política de la época y
en la que la trayectoria del casi mitológico romano se fusionó inextricablemente
con las palabras de los dos periodistas londinenses (Trenchard y Gordon). No debe
extrañar, por cuanto las obras de los dirigentes radicales de la metrópoli, en esta
época, se vieron como particularmente razonables y apropiadas, ejerciendo bien
pronto una notable influencia.

IV. El capítulo cuarto trata del poder y de la libertad, lo que es tanto como
decir, de la teoría política que se desprende de la literatura revolucionaria. Para
nuestro autor, la esencia de lo que los colonos entendían por poder fue revelada por
John Adams, quizá de modo no deliberado, mientras buscaba el vocablo adecuado
para redactar el borrador de su Dissertation on the Canon and Feudal Law. Por dos
veces eligió, y luego rechazó, la palabra “poder”, decidiéndose por último para
expresar el pensamiento que tenía en mente por el término “dominio”, y toda su
generación se mostró de acuerdo con esta asociación de palabras. De esta forma,
“poder” vino a significar para ellos el dominio de algunos hombres sobre otros, el
control humano de la vida humana.
Con frecuencia, las discusiones acerca del poder se centraban en su esencial
carácter de agresividad, en su permanente e impulsiva propensión a extenderse
más allá de sus legítimos límites. Hubo una clara conciencia, y no debe extrañar
que ese fuera el aspecto sobre el que más se insistió, acerca de la incapacidad de
la especie humana para dominar las tentaciones inspiradas por el poder. Samuel
Adams, dirigiéndose a la Asamblea de Ciudadanos de Boston, afirmaba que “la
perversión de la humanidad” era justamente tal incapacidad. “La ambición y
la voluptuosidad del poder por encima de la ley, –añadía Adams– son pasiones
predominantes en el corazón de la mayoría de los hombres”, palabras que
desgraciadamente, dos siglos y medio después, siguen conservando su vigencia
entre gran número de seres humanos detentadores de poder.
El término “constitución” y el concepto que implicaba iban a revestir una
capital importancia para el pensamiento político desarrollado en las colonias; más
aún, toda su comprensión de la crisis en las relaciones anglo-americanas se basó
en esta idea. El concepto de constitución, nos dirá Bailyn, se hallaba tan estraté-
gicamente ubicado en el espíritu de ingleses y americanos y sufrió tal presión a lo
largo de una década de insistentes debates, que terminó finalmente escindiéndose,
hasta desembocar en dos conceptos diferentes de constitucionalismo que, desde
entonces, han quedado como característicos de Inglaterra y de Norteamérica.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1423

Al inicio del conflicto, los colonos visualizaban la constitución en su sentido


más tradicional; no la entendían como se ve ahora, esto es, como un documento
escrito que incluía una declaración de derechos y cuya modificación trascendía las
facultades de la legislación ordinaria; pensaban más bien en ella, como el orden
constituido (es decir, existente) de instituciones de gobierno, leyes y costumbres,
junto con los principios y fines que le daban vida. Así, John Adams escribiría que
una constitución política era como “la constitución del cuerpo humano”, esto es,
“una cierta contextura de los nervios, fibras y músculos, o ciertas cualidades de la
sangre y las secreciones” que “podrían denominarse con toda propiedad stamina
vitae, o partes esenciales o fundamentales de la constitución, sin las cuales la vida
misma no podría perdurar un instante más”. Era destacable el énfasis con que se
enunciaban sus principios motores, su stamina vitae, aquellas “leyes y disposi-
ciones fundamentales de la constitución que no deben infringirse jamás”. Desde
luego, la convicción de que un sistema adecuado de leyes e instituciones debía
asentarse y ser la expresión de principios esenciales (derechos morales, la razón,
la justicia) siempre estuvo presente en el concepto que los ingleses tenían de su
constitución. Pero desde que los Levellers (Niveladores) elevaron su protesta contra
la supremacía del Parlamento a mediados del siglo XVII, estas consideraciones
no parecieron ser tan importantes como lo fueron para los norteamericanos a
mediados del siglo XVIII.
La célebre constitución “mixta” de Inglaterra se asentaba en la idea de
equilibrio. Los tres órdenes o sectores sociales de la sociedad inglesa (la realeza,
la nobleza y el pueblo) participaban simultáneamente en una equilibrada distri-
bución del poder. Como dice Bailyn, era una división de poderes que ante los ojos
de las colonias, como de la mayor parte de Europa, aparecía como “un sistema
de sabiduría y sagacidad consumadas”. El resultado de este equilibrio de fuerzas
sociales y políticas en la constitución británica consistió en la reducción de los
poderes de las esferas ejecutiva y parlamentaria a límites precisos. Los colonos
no dudarían en que este equilibrio de poderes imponía un freno eficaz frente a
las tendencias absolutistas del poder.
La misma idea de libertad encontraba sus límites en la preservación de este
equilibrio de fuerzas, pues la libertad política, como opuesta a la libertad teórica
que existía en el estado de naturaleza, se visualizaba tradicionalmente como “una
facultad natural de hacer o no hacer todo lo que queramos”, en la medida en que
esa acción sea “compatible con las reglas morales y las leyes establecidas de la
sociedad a la cual pertenecemos”. Era, en definitiva, una facultad de actuar de
conformidad con las leyes elaboradas con el consenso del pueblo y de ninguna ma-
nera en oposición a los derechos naturales de la persona o al bien de la sociedad.
Pero, ¿cuáles eran esos “derechos naturales” de tan fundamental importancia.
Tales derechos naturales, inalienables y otorgados por Dios, derivaban de la
razón y la justicia y se hallaban expresados en el common law de Inglaterra, en
las leyes sancionadas por el Parlamento y en los títulos de privilegios otorgados
por la Corona. En definitiva, la libertad venía a concebirse así como el ejercicio,
1424 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

dentro de los límites de la ley, de los derechos naturales, cuya naturaleza esencial
se hallaba enunciada sumariamente en las leyes y costumbres inglesas.

V. El capítulo cuarto de la obra está dedicado a la lógica de la rebelión. Para


el autor, el significado que el conjunto de ideas y actitudes que hemos tratado de
compendiar hasta aquí comunicó a los sucesos acaecidos a partir de 1763 es lo
que lo subyace tras la revolución de las colonias. En el contexto de estas ideas, las
cuestiones en controversia, que se centraban sobre el problema de la jurisdicción
del Parlamento británico en América, adquirieron en conjunto una nueva y
decisiva significación. Los colonos iban a ver en las disposiciones adoptadas por
el gobierno británico y en los actos realizados por sus agentes en las colonias no
sólo la aplicación de una política perniciosa que violaba los principios en que se
basa la libertad, sino lo que parecía ser la evidencia de un complot preparado
subrepticiamente en contra de la libertad.
Ello iba a ponerse de manifiesto con ocasión de la aprobación de la Stamp
Act, pues existían fundamentos para pensar que tras ella se escondía algo más que
un propósito recaudatorio, ya que las rentas que la misma iba a aportar al tesoro
inglés eran bastante exiguas. De ahí que se llegara a escribir, que una medida
tan ofensiva como la Ley del Timbre hacía pensar que los ingleses se proponían
precipitar a las colonias en la rebelión, con el fin de tener así un pretexto para
tratarlas con severidad y, mediante la fuerza militar, someterlas a la esclavitud.
James Wilson llegará a escribir que era una “regla general”, que “la Corona
aprovechará toda oportunidad que se le ofrezca para extender sus privilegios en
contra de las prerrogativas del pueblo”.
En estos mismos años, la independencia del judiciary, una parte esencial de la
constitución, se vio de improviso severamente amenazada; mediada la década de
1760, había sucumbido de hecho en diferentes lugares. En 1768, corrió el rumor
de que el gobierno inglés preveía que los salarios de los jueces fuesen asignados
por la Corona, sin ingerencia alguna del pueblo. Cuando este rumor comenzó a
convertirse en realidad, en la Asamblea de Ciudadanos de Boston se aseguró, que
si alguna vez ello llegaba a concretarse, significaría “nuestra total esclavitud”. A
ello se añadiría el que otro fundamental aspecto del sistema judicial, el trial jury,
o juicio por jurados, comenzó a ser blanco de algunos embates. Así, en Nueva
York, el mismo gobernante que había combatido la inamovilidad vitalicia de los
jueces defendió la legalidad de la apelación de las decisiones de los jurados, tanto
en cuestiones de hecho como de Derecho, ante el Gobernador y el Consejo. Este
recurso se consideró arbitrario y escandaloso al subvertir deliberadamente la
constitución inglesa.
A todo ello se uniría la llegada de tropas inglesas a Boston, el fracaso de John
Wilkes, un parlamentario británico radicalmente opuesto al gobierno británico
que había aprobado la Stamp Act y otros diversos aranceles impuestos a las
colonias. Wilkes fue arrestado y el 10 de mayo de 1768, una multitud reunida en
Londres en su apoyo fue tiroteada por el regimiento de Guardias de Infantería,
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1425

causando varios muertos. Pocas semanas después sobrevendría la Masacre de


Boston.
En definitiva, el establecimiento de impuestos inconstitucionales, la prolife-
ración de funcionarios ingleses, el debilitamiento del poder judicial, el fracaso de
John Wilkes, la llegada de nuevas tropas inglesas: tales eran, según nuestro autor,
las pruebas más palmarias para los colonos de un deliberado avasallamiento de
la libertad por el poder británico.
Es cierto que luego, durante un período de dos años, pareció abrirse un pa-
réntesis, con la revocación de algunos aranceles, la retirada de algunas tropas y la
suspensión de toda medida provocadora. Sin embargo, en el invierno de 1773, la si-
tuación volvió a experimentar un giro radical. La Ley del Té; las medidas represivas
adoptadas por el Parlamento británico en la primavera de 1774, como respuesta
al hundimiento de una cuantiosa partida de té en el puerto de Boston (diciembre
de 1773), en particular, la Ley del puerto de Boston, diseñada para estrangular
la vida económica de la capital de Massachusetts; la Ley de Administración de
Justicia, cuyo objetivo era desvirtuar el procedimiento judicial al permitir que los
procesos por actos ilícitos cometidos en Massachusetts se ventilaran en Inglaterra;
la Ley de Quebec, que extendía los límites de esa provincia hacia el Sur, dentro de
un territorio reclamado por Virginia, Connecticut y Massachusetts, y, sin ánimo
alguno de exhaustividad, la Ley de Acuartelamiento, de aplicación en todas las
colonias, que autorizaba la confiscación, para el uso de las tropas, de todo edificio
público o privado, abandonado u ocupado, que fuese necesario, mostraron a los
colonos que Inglaterra había abandonado con ellos toda pretensión de legalidad.
La lógica de la rebelión era inevitable.

VI. Bajo el rótulo de “Transformación”, el capítulo quinto alude a cómo un


pueblo nuevo, vigoroso, moralmente regenerado, iba a emerger de la oscuridad
para defender los baluartes de la libertad y proseguir luego triunfalmente hacia
adelante, alentando y defendiendo la causa de la libertad en todas partes. A la luz
de esta concepción, todo cuanto se refería a los colonias y a su controversia con
la madre patria iba a cobrar una nueva apariencia. Señala Bailyn, que las ideas
y las palabras de los colonos podían repetir las conocidas frases utópicas de la
Ilustración y del liberalismo inglés, resultando por lo mismo completamente
familiares a los reformistas e iluminados de todo el mundo occidental, pero no
eran lo mismo, pues esas ideas, e incluso las propias palabras que las expresaban,
habían sido remodeladas en las mentes de los colonos a lo largo de una década
de intensa controversia. Para verificar que ello iba a ser así, el libro se ocupa
sucesivamente de algunos conceptos tradicionales: representación y consenso,
constituciones y derechos, y soberanía, avanzando que el radicalismo que los
norteamericanos iban a transmitir al mundo en 1776 fue una fuerza transformada
a la par que transformadora.
1426 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

A) El cambio en el concepto de la representación es bien significativo. Mientras


en Inglaterra la noción medieval de la representación electiva en el Parlamento
(recurso mediante el cual los hombres del lugar se hallaban facultados, a título
de apoderados de sus electores, para obtener justicia ante el tribunal real del
Parlamento, en retribución de lo cual se esperaba de ellos que comprometieran
a sus electores a prestar ayuda financiera) había sufrido una notabilísima trans-
formación, pues ahora, representando simbólicamente al Estado, el Parlamento
encarnaba de hecho a la nación para los propósitos del gobierno, y sus miembros
representaban los intereses del reino, en las colonias, las circunstancias habían
obligado a los colonos a moverse justamente en la dirección opuesta. Así las
cosas, en los años que nos ocupan el debate sobre la representación iba a ser muy
profundo.
James Wilson, una de las mejores mentes jurídicas de la época, aducía que
los representantes debían ser considerados adecuadamente como las “criaturas”
de quienes los eligen, y juzgados como estrictamente “responsables del empleo
de ese poder que ha sido delegado en ellos”. El criterio de representación desa-
rrollado en Norteamérica, escribe Bailyn, implicaba que el consenso directo del
pueblo en cuanto al gobierno no debía limitarse, como pensaba Locke, a esos
momentos críticos en que el gobierno es derrocado por el pueblo en un último y
definitivo intento de defender sus derechos; bien al contrario, donde el gobierno
era fiel imagen del pueblo, reflejo sensible de sus sentimientos y aspiraciones, el
consentimiento era un proceso cotidiano, permanente. El pueblo se hacía presente
a través de sus representantes y, en cierto sentido, era el gobierno mismo, y no ya
sólo el encargado de fiscalizar en última instancia al gobierno.

B) Recuerda el autor, que en su réplica al Common Sense de Thomas Paine,


Charles Inglis, en su The True Interest of America (1776), refiriéndose al término
“constitución”, se preguntaba qué era esa palabra tan frecuentemente empleada,
tan poco comprendida y tan desvirtuada. Para Inglis, no era sino “ese conjunto de
leyes, costumbres e instituciones que forman el sistema general según el cual se
distribuyen los varios poderes del Estado y se les asegura a los distintos miembros
de la comunidad sus respectivos derechos”. Pero el pensamiento norteamericano
había modificado hasta tal punto su concepto de constitucionalismo entre 1765
y 1776, que en este año la tradicional definición de Inglis sólo podía expresarse
como el cri de coeur de alguien ya superado por la historia.
Las primeras manifestaciones de ese cambio conceptual comenzaron a
visualizarse cuando la mayor parte de los escritores vio la necesidad de destacar
los principios por encima de las instituciones. James Otis ejemplificaría esta
preocupación cuando en el Writs of assistance case (1761) se planteó hasta qué
punto podía concebirse la constitución como una limitación impuesta a los
cuerpos legislativos. Otis, siguiendo al suizo Emmerich de Vattel, se preguntaba
si el poder de los legisladores alcanzaba a las leyes fundamentales, siendo nega-
tiva la respuesta, bien que, según Bailyn, Otis no alcanzó a percibir las últimas
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1427

consecuencias de este pensamiento de Vattel, quizá porque se encontró frente


a posiciones que ni intelectual ni políticamente estaba preparado para aceptar.
Bailyn compendia en unas cuantas afirmaciones extraídas de los folletos que le
sirven de apoyo para su construcción la evolución del concepto de constitución: en
1770 se decía que la constitución era “una línea que marca el límite”; en 1773, era
“la medida permanente de los actos de gobierno”, y quienes lo ejercían “no podían
de ninguna manera tratar de introducir alteraciones (...) sin el consentimiento
público”; en 1774, un “modelo de gobierno”; en 1775, “un conjunto de ciertos
principios fundamentales” de los cuales “dependen de manera permanente e
inequívoca (...) los derechos tanto de los gobernantes como de los súbditos; y
estos principios no pueden ser modificados ni cambiados por el gobierno ni por
el pueblo, sino (tan sólo) por toda la colectividad (...) ni pueden tampoco ser
alterados por el legislador”. Por último, en 1776 los pronunciamientos fueron
definitivos. Dos folletos de ese año, brotados de los choques políticos acaecidos en
Pennsylvania, iluminaron los últimos tramos del sendero que había de conducir
directamente a las primeras constituciones estatales. “Frecuentemente, (escribía
el autor de Four Letters on Important Subjects) se confunde una constitución con
una forma de gobierno, y se habla de ellas como si fuesen sinónimos, siendo así
que no sólo se trata de cosas distintas, sino que responden a propósitos diferentes.
Todas las naciones poseen gobiernos, aunque pocas, o tal vez ninguna, cuentan
verdaderamente con una constitución”. La función primordial de una constitución
–se argumentaba– era señalar los límites de los poderes propios del gobierno; de
ahí que en Inglaterra, que carecía de constitución, la acción de la legislatura no
tenía límites (salvo los efectos del juicio por jurados). Ahora bien, –se argumentaba
a renglón seguido– para poder restringir las acciones ordinarias del gobierno, la
constitución debe sustentarse en alguna fuente de autoridad fundamental, una
“autoridad superior a las leyes proclamadas temporalmente”. Esta autoridad
especial podía conseguirse si la constitución se creaba por “un acto de todos”,
y adquiría permanencia si se corporeizaba “en un estatuto escrito”. Similares
ideas, elaboradas aun con mayor precisión, se encuentran en un segundo folleto
publicado también en Pennsylvania en 1776, The Genuine Principies of the Ancient
Saxon or English Constitution, compuesto en su mayor parte de extractos de
la obra de Obadiah Hulme, An Historical Essay on the English Constitution,
publicada en Londres en 1771, libro que Bailyn considera a la vez determinante
y representativo de la concepción histórica sobre la que se asienta el naciente
constitucionalismo norteamericano.
A la vista de lo expuesto, se comprende a la perfección que nuestro autor
considere, que no fue preciso ningún esfuerzo mental ni un salto atrevido para
aceptar en ese entonces la idea de una constitución escrita y fija que pusiera límites
a las acciones ordinarias del gobierno.

C) De todos los problemas intelectuales que los colonos debieron afrontar hubo
uno absolutamente decisivo, pues, en último término, la Revolución se disputó
1428 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

sobre ese terreno: la cuestión de la soberanía, esto es, la naturaleza y localización


de los poderes últimos del Estado.
El concepto de soberanía se había suscitado durante la guerra civil inglesa, a
inicios de la década de 1640. Se componía esencialmente de dos elementos. El pri-
mero, la idea de que en toda unidad política debe existir en alguna parte un poder
último, indiviso y singular, con mayor autoridad legal que cualquier otro poder,
no sometido a ninguna ley. El segundo se refería a su localización. ¿A quién o a
qué cuerpo correspondía tal poder? Para los absolutistas de la época de Jacobo I,
como más tarde para Filmer, la respuesta era clara: a la Corona. Pero otros, que
también creían con Hobbes, que “la preservación de la vida misma dependía esen-
cialmente de la fuerza y no de la ley”, temían que un rey con autoridad ilimitada
se convirtiera en un déspota absoluto, justamente lo que Carlos I había pretendido
ser. En la eclosión de teorizaciones políticas que se produjo en 1642, al precipitarse
la ruptura final con la Corona, se consideró que ningún inconveniente podía haber
en depositar este poder absoluto en manos del Parlamento, pues en éste, como
señalaba Henry Parker, que por primera vez elaboró una teoría de la soberanía
parlamentaria, los estados contribuían ordenadamente a su composición, por
lo que su poder absoluto y arbitrario no resultaba peligroso ni necesitaba ser
restringido. A mediados del siglo XVIII este concepto whig de un Parlamento
soberano se había consolidado, correspondiendo a Blackstone su formulación
clásica, el mismo año, curiosamente, que la Stamp Act.
Cómo atenuar, echar por tierra o reinterpretar este principio de la teoría
política inglesa fue, según Bailyn, el principal problema intelectual que debieron
abordar los líderes de la causa norteamericana, y difícilmente puede encontrarse
en la historia del pensamiento político norteamericano un espectáculo más fasci-
nante que el de los esfuerzos realizados para hallar una solución a este problema.
Estamos ante un ejemplo clásico del ajuste creativo de las ideas a la realidad. Pues
si en Inglaterra el concepto de soberanía era no sólo lógico sino también realista,
en las colonias había cobrado un sentido muy diferente.
En la América británica se daba una situación anómala: una extremada
descentralización de autoridad dentro de un imperio supuestamente gobernado
por un poder soberano único, absoluto e indiviso. De ahí que las razones que los
colonos opusieron a las pretensiones del Parlamento, que se atribuía el derecho
de ejercer en los territorios del otro lado del Atlántico un poder soberano, fueran
intentos de expresar en términos lógicos, de exponer en el lenguaje de la teoría
constitucional, la realidad del mundo que conocían. ¿Qué argumentos podían
emplearse para elevar a la categoría de principio constitucional las formas de
autoridad que habían perdurado durante tanto tiempo y que los colonos asociaban
con la libertad de que disfrutaban? Otis sería una vez más de los primeros en
pronunciarse. Decir que un Parlamento soberano es absoluto, argumentaba, no
significaba que pudiera ser arbitrario. Los pilares del Parlamento, escribirá, “se
afirman en el discernimiento, la rectitud y la verdad”. Al margen ya de sus ulte-
riores incongruencias (que le llevaron a sostener en 1765, en frontal contraste con
lo que había defendido cuatro años antes, que “nuestra obligación es obedecer”),
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1429

lo cierto es que él marcó el inicio de un debate acerca de la soberanía presidido


por el realismo y el pragmatismo, que se tradujo en admitir que la soberanía
del Parlamento era divisible, lo que a su vez condujo a tratar de precisar la línea
divisoria que podía dividir la estructura del poder, lo que al unísono presuponía
que los poderes de gobierno se hallaban separados y diferenciados, pudiendo
distribuirse entre distintas autoridades, cada una de ellas con su cuota de poder
y su diferente esfera de acción.
En un famoso folleto, Dickinson rechazaba que el Parlamento tuviera
derecho bajo ningún concepto a gravar impositivamente a las colonias. Sobre
las colonias el Parlamento tan sólo podía ejercer el poder imprescindible para
mantener las conexiones esenciales del imperio, lo que significaba el poder de
regular el comercio y otros aspectos de la economía “de la manera que Inglaterra
considere más conveniente para su mutuo beneficio y su propio bienestar”. Con
ello, Dickinson se estaba aproximando a un concepto de soberanía diferente al
mantenido hasta entonces, pues al dar por sentado que un imperio difería de una
nación unitaria, estaba sosteniendo que, en un imperio, su cuerpo soberano no
era necesariamente supremo en todas partes. Avanzando en la misma dirección,
James Wilson, en su célebre folleto Considerations on the Nature and the Extent of
the Legislative Authority of the British Parliament (1774), comenzaba expresando,
que aunque había intentado trazar un límite constitucional entre los casos en los
que los colonos debían, y aquellos otros en que no debían, reconocer la autoridad
del Parlamento, había llegado a la conclusión de que tal límite no existía. Como
dice Bailyn, Wilson llevó los principios de razón, libertad y justicia hasta su natural
conclusión, que no era otra sino la de que “la única dependencia que (las colonias)
deben reconocer es su dependencia de la Corona”.
En definitiva, el curso de los acontecimientos políticos y militares, como
también de los intelectuales, puso en tela de juicio todo el concepto de una
soberanía gubernamental unitaria, centralizada y absoluta, surgiendo en su lugar
el sentimiento de que la soberanía última, pero todavía real y efectiva, residía en
el pueblo, y de que no sólo era imaginable sino además, en ciertas circunstancias,
beneficioso, dividir y distribuir las atribuciones de un gobierno soberano entre
diferentes niveles institucionales. De esta forma, de los esfuerzos de los colonos
por enunciar en un lenguaje constitucional la restricción de la autoridad del
Parlamento que ellos habían conocido, iba a emanar la tradición federal, que
sobrevivió para justificar la distribución del poder absoluto entre gobiernos
situados entre distintos niveles, ninguno de los cuales podía aspirar al poder total.

VII. El capítulo sexto, y último, de la obra trata la propagación de la libertad.


Recuerda el autor, que en los momentos inmediatamente anteriores a la Revolu-
ción se intensificaron las discusiones acerca de la naturaleza ideal del gobierno;
en todas partes eran examinados los principios de la vida política, juzgadas las
instituciones y analizados sus procedimientos. La originalidad de estos debates
se intensificó, siendo las instituciones puestas en tela de juicio y aún reprobadas
1430 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

algunas de ellas, que parecían tener poca o ninguna relación con los conflictos
inmediatos de la contienda anglo-norteamericana. Inesperadamente, surgieron
nuevos y arduos problemas que trascendían el ámbito de los considerados hasta
entonces. El autor trata de compendiar esos nuevos problemas abordados en los
folletos en tres grandes tópicos: la esclavitud, el establecimiento de una religión
oficial, la democracia desencadenada. A ellos añade los cambios en la esfera de las
creencias y actitudes, en la concepción que los hombres tenían acerca de la rela-
ción mutua que los unía, en definitiva, acerca del orden social y de su estructura.

A) Hacia 1776, la institución de la esclavitud como propiedad personal


comenzó a ser objeto de severos ataques por parte de algunos autores que no iban
a hacer con ello otra cosa que desarrollar la lógica del pensamiento revolucionario.
La degradación de los esclavos –penosamente visible y ambiguamente establecida
por la ley– no era más que la concreción última de lo que la pérdida de la libertad
podía significar para todos, pues no existía tal cosa como la “libertad parcial”. Así
las cosas, la presencia en esos territorios de una población negra esclavizada se
transformó inevitablemente en una cuestión política. Tan corruptor era este mal
de la esclavitud, se podía leer, que “quienes diariamente comercian con la libertad
de otros hombres no han de tardar en dar muy poco valor a su propia libertad”,
lo que explicaba la “ferocidad, crueldad y brutal barbarie que desde hace mucho
tiempo distinguen el carácter general de los isleños cultivadores de azúcar”. Es
cierto que la institución de la esclavitud como propiedad personal no perecería, ni
siquiera en el Norte, hasta transcurridos un buen número de años. Ello dio pie a
muchos críticos de la Declaración de Independencia, como Thomas Hutchinson,
a condenar la aparente hipocresía de un pueblo que declaraba que todos los hom-
bres habían sido creados iguales y dotados de los mismos inalienables derechos, y
no obstante despojaba “a más de cien mil africanos de sus derechos a la libertad
y a la búsqueda de la felicidad, y en alguna medida a sus vidas”. Y desde luego, a
nuestro juicio, les asistía toda la razón para ello.

B) Recuerda el autor, que el establecimiento de una religión oficial había


representado un problema para los norteamericanos casi desde los años iniciales
de la colonización. Sin embargo, tan sólo en Pennsylvania la sistemática y fundada
oposición a una religión establecida sobrevivió. Los primeros embates contra la
oficialización de las instituciones religiosas se atisban en Virginia, en los años
1740, alegándose que la libertad de conciencia era un “derecho inalienable de
toda criatura racional”. Esos ataques iban a cobrar toda su intensidad en gran
parte de las colonias durante el período revolucionario. Particular relevancia
iban a tener al respecto dos célebres casos: el caso Camm v. Hansford and Moss,
conocido popularmente como la Parson´s Cause, en el que se iba a cuestionar la
virginiana Two Penny Act de 1758, y la llamada Causa de los Párrocos, en la que un
joven y brillante abogado, Patrick Henry, tendría una memorable intervención. En
Nueva Inglaterra, la conducción de la lucha contra la oficialización religiosa en las
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1431

décadas de 1760 y 1770 corrió a cargo de los baptistas separados. En definitiva, la


supresión del establecimiento oficial de una religión no fue ni un objetivo original
de la Revolución ni tampoco fue enteramente un producto de ésta. Para el autor,
sus causas se remontan al más lejano pasado colonial, pero lo cierto es que en los
años revolucionarios los embates en contra de una iglesia oficial se recrudecieron
hasta el extremo.

C) La idea de que la libertad constitucional dependía de la intermediación en


el poder político de un orden social privilegiado subsistió a través de la vorágine
de la crisis revolucionaria, pero se vio sometida a presiones cada vez mayores
y cuestionada por los más avanzados intelectuales de la época. Bailyn precisa,
que nadie llegó a proponer seriamente la creación de un nuevo orden social
destinado a llenar el nivel medio del gobierno. “Democracia” y “República” eran
términos íntimamente asociados al espíritu de los colonos; algunas veces eran
incluso empleadas como sinónimos, aunque suscitaban a la par sentimientos
de entusiasmo y de malos presagios, pues si “República” traía a la memoria de
muchos los rasgos más positivos de la era de la Commonwealth y significaba el
triunfo de la moral y de la razón, el término “democracia”, que aludía a las clases
inferiores de la sociedad como también a las formas de gobierno en que domina-
ban los “comunes”, se asociaba generalmente con los peligros del desorden civil
y las primeras usurpaciones del poder por parte de los tiranos. A lo largo de todo
el período colonial e incrementándose en los primeros años de la Revolución, el
temor al “despotismo democrático” se apoderó no sólo de los agentes de la Corona
y de otros defensores de los privilegios, sino también de intelectuales ilustrados.
Así, John Dickinson pensaba que “un pueblo no sabe hacer reformas con modera-
ción”. Innecesario es decir, que los cabecillas del movimiento revolucionario eran
radicales (radicales del siglo XVIII) movidos, como los radicales ingleses de ese
mismo siglo, no por la necesidad de reformar el orden social ni por los problemas
de la desigualdad económica y las injusticias de las sociedades estratificadas, sino
por la necesidad de depurar una constitución pervertida.
Se iba a plantear así el debate acerca del modo en que en una sociedad en la
que no existían distinciones de rango, y nadie gozaba de más derechos que aqué-
llos que eran comunes a todos, podía preservarse el equilibrio que salvaguardara
las libertades. En su espléndida obra Common Sense, Thomas Paine –al que Harold
Laski consideró, con la sola excepción de Marx, “el folletista de mayor influencia
de todos los tiempos”– abordaba la cuestión, atacando la concepción tradicional
que veía el equilibrio como un prerrequisito de la libertad, considerando una
falacia el entendimiento de que el equilibrio de fuerzas sociales de la Constitu-
ción inglesa garantizaba la libertad. “Cuanto más simple es una cosa, –escribía
Paine– menos propensa es al desorden y mucho más fácil de ordenar cuando se
desarregla”. Para Paine, la libertad existente en Inglaterra se debía por completo a
la constitución del pueblo, y no a la constitución del gobierno. Los escritores tories
iban a comenzar de inmediato a condenar los puntos de vista de Paine acerca de
la sociedad y la naturaleza humana, pero también lo iban a hacer, y aún en mayor
1432 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

medida, quienes coincidiendo con él en cuanto se refería a la independencia de


las colonias, no concordaban con sus proposiciones constitucionales, destacando
entre ellos John Adams.
Concluye el autor este punto de la “democracia desencadenada” con una
reflexión de amplias miras: el pensamiento constitucional, concentrado en la
apremiante necesidad de crear gobiernos republicanos que perduraran, iba a
abandonar el intento de perfeccionar los antiguos y tradicionales sistemas para
volverse hacia una comprensión más directa y viva de la realidad política, derivan-
do así hacia un consistente realismo político que se consumaría una década más
tarde con la formación del gobierno nacional y alcanzaría su expresión clásica en
The Federalist Papers.

D) La Revolución norteamericana de ningún modo se emprendió como una


revolución social. Nadie pretendía la transformación sustancial del orden social
tal como se lo conocía. No obstante, ese orden se vio alterado por efectos de la
Revolución y no tan sólo porque se confiscaran y redistribuyeran los bienes de
los realistas o porque la guerra destruyera las bases económicas de la existencia
de algunos. Para nuestro autor, lo que habría de afectar esencialmente a la
organización social –lo que con el tiempo contribuiría permanentemente a su
transformación– fueron los cambios en la esfera de las creencias y actitudes.
Los colonos de 1760 continuaban suponiendo, como lo habían hecho durante
generaciones sus antecesores, que una sociedad sana era una sociedad jerar-
quizada, en la que era natural que algunos fuesen ricos y otros pobres, algunos
eminentes y otros oscuros, algunos poderosos y otros débiles. Y se consideraba
que la superioridad era integral, por lo que la conducción política debía recaer, na-
turalmente, en manos de los dirigentes sociales. Las circunstancias iban a operar
poderosamente en contra de semejantes hipótesis. El desafío contra la autoridad
constituida saltó como una chispa de un área inflamable a otra, aumentando su
incandescencia sin cesar. En 1766, Richard Bland, en An Inquiry into the Rights
of the British Colonies, escribía, que “no debe considerarse a los hombres según
su nacimiento, siempre que sus aptitudes estén a la altura de sus circunstancias”.
La violencia del lenguaje frente a la autoridad establecida fue aumentando con-
forme la crisis se agravaba, incrementándose las voces en favor de la insurrección,
que suscitaban la réplica de otros autores. En 1775, Leonard Daniel escribía, que
“la insurrección es la más atroz ofensa que puede cometer un hombre”, salvo las
consumadas directamente contra Dios. La preocupación fundamental de quienes
se manifestaban radicalmente contrarios a la sedición no era tanto el reemplazo
de un conjunto de gobernantes por otro, como el triunfo de ideas y actitudes que
consideraban incompatibles con la estabilidad de cualquier orden social fijo, de
todo sistema establecido, en definitiva, incompatible con la sociedad misma, como
tradicionalmente se la había conocido. Así, mientras unos se interrogaban acerca
de qué orden social y político podía razonablemente construirse, y sostenerse, allí
donde la autoridad era cuestionada antes que obedecida, donde las diferencias
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1433

sociales eran consideradas incidentales y no esenciales al orden de la comunidad,


otros, inspirados por una visión del futuro, hallaron en el reto al orden tradicional
la base más firme para su esperanza en una vida más libre.

VIII. La espléndida obra del Profesor Bernard Bailyn, como escribe Méndez
Baiges en su “Estudio preliminar”, no sólo se halla lejos de poder ser considerada
una erudita aclaración de ciertos aspectos pertenecientes a la parte más altamente
retórica de una controversia histórica ya superada, una indagación de un mundo
intelectual muerto y enterrado, como en algún momento pudo considerarse por
algunos, sino que en ella se pueden ver planteados aspectos básicos de la expe-
riencia política occidental, y ello, añadiríamos ya por nuestra cuenta, por cuanto
algunas de las cuestiones de esa apasionante etapa revolucionaria, que primero
condujo a la Independencia, y más tarde a la vertebración jurídico-política de un
sistema completamente nuevo, están lejos de haber perdido su carga polémica.
La obra nos ofrece un verdadero fresco histórico de la historia del pensamiento de
esa etapa, de una riqueza de matices y originalidad difícil de encontrar en ningún
otro momento o país. El autor compatibiliza además su extraordinaria erudición
con la claridad, amenidad y facilidad de la lectura, algo nada fácil de conseguir.
Estamos ante un verdadero clásico intemporal, por lo que es de celebrar que haya
sido vertido a la lengua de Cervantes.

5. ¿Fue la judicial review fruto del mero activismo políticamente


manipulador de John Marshall? Reflexiones en torno al libro de
Lawrence Goldstone, The Activist. John Marshall, Marbury v. Madison,
and the Myth of Judicial Review (Walker & Company, New York, 2008,
294 pp.)

I. Es sobradamente conocido, que entre las numerosas decisiones trascen-


dentales que la Corte Suprema norteamericana ha pronunciado en sus más de
220 años de vida, ninguna ha tenido el eco y el impacto, dentro y fuera de los
Estados Unidos, que la dictada en el celebérrimo Marbury versus Madison case
(1803), que se ha convertido, como se afirma en el libro, en “a cornerstone of
American government itself”. La sentencia no concernía a un caso de especial
trascendencia, pues los cuatro demandantes que desencadenaron el proceso
(William Marbury, Dennis Ramsay, William Harper y Robert Townshend Hooe),
todos ellos nombrados por el Presidente Adams jueces de paz del distrito de
Columbia (en los condados de Washington y Alexandria), tan sólo pretendían que
la Supreme Court emitiera al Secretario de Estado de la nueva Administración
republicana, James Madison, un writ of mandamus a cuyo través se le ordenara
entregar a los cuatro frustrados jueces el despacho de nombramiento, sin el
que no podían ocupar su cargo, despacho o credencial que, al no haber podido
ser entregado por la Administración federalista en tiempo oportuno, dado que
estos nombramientos se ubican dentro de los llamados Midnight Judges, cargos
1434 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

judiciales que Adams, en las vísperas mismas de su cese y subsiguiente traspaso


de poderes a la nueva Administración jeffersoniana, proveyó con personas afines a
él y a su partido, el Presidente Jefferson se negó a entregar. La sentencia, en lo que
atañe al litigio concreto que la desencadenó, fue además, en cierto modo, inocua,
pues terminó negando la emisión del requerido mandamus, pero iba a pasar a
la posteridad al sentar la universalmente conocida doctrina de la judicial review.
Pocas decisiones han suscitado entre la doctrina norteamericana tanta polémica
como ésta, discusión que además es intemporal.
Es en el ámbito de esa discusión en donde se ha de ubicar el libro que comen-
tamos. En él, su autor, Lawrence Goldstone, Doctor en estudios constitucionales
americanos, historiador y autor, entre otras obras históricas, de la valorada Dark
Bargain: Slavery, Profits, and the Struggle for the Constitution, trata de mostrar que
la judicial review no sólo no está contemplada en ninguna parte de la Constitución,
sino que ni tan siquiera fue tomada en consideración por sus autores, que nunca
habrían otorgado tal facultad en un sistema de equilibrios (“a checks-and-balances
system”) a funcionarios no elegidos por el pueblo que habían además de desempe-
ñar su cargo con carácter vitalicio. De ahí que el instituto de la judicial review no
sea para el autor sino el fruto del activismo del Chief Justice John Marshall, quien,
a su entender, con su decisión abrió la puerta para la expansión de la autoridad
judicial en áreas no anticipadas, o pretendidas, por los Framers, esto es, por los
autores de la Constitución. Anticipemos ya desde este mismo momento, que no
compartimos en modo alguno las tesis de Goldstone, que, por supuesto, siguen
un buen número de autores, aunque, a nuestro juicio, ésa no deje de ser hoy una
posición minoritaria, pero ello, como es obvio, en nada obsta a que apreciemos el
interés subyacente en este libro y en los argumentos con los que el autor defiende
su posición, aunque sea tan solo por nuestra parte a efectos puramente dialécticos.
Añadamos, que no se trata tanto de un libro jurídico cuanto de una obra de
talante histórico-político. Y esto entraña un debe importante en el libro, pues el
posicionamiento ante la judicial review exige, como es obvio, atender con un cierto
detenimiento a la argumentación jurídica de la sentencia Marbury. Pero además,
exige asimismo tener presentes los antecedentes históricos de este instrumento
procesal, algo a lo que tampoco atiende en demasía el autor.
La obra se estructura en tres partes, cuyos enunciados no por genéricos dejan
de ser significativos: “creando un Judiciary” (parte I); “la más débil de las tres”
(parte II), y “construyendo la Corte Suprema” (parte III). El libro se cierra con dos
apéndices que incluyen la Marbury decision y la sentencia dictada el 2 de marzo
de 1803 (por tanto, seis días después de que se fallara, el 24 de febrero, el caso
Marbury) en el importante caso Stuart v. Laird. En la primera parte, se trata el
diseño de la Constitución por la Convención de Filadelfia y el posterior proceso
de su ratificación por las Convenciones estatales, prestándose una particularísima
atención a las Convenciones de Virginia y Nueva York. En la segunda, se aborda
la situación de la Corte en el período anterior a Marshall, en el que el supremo
órgano jurisdiccional se califica como el más débil de las tres grandes ramas,
departamentos o poderes federales (“the weakest of the three”), estableciendo un
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1435

paralelismo con la vida de John Marshall en esos años. En fin, la última parte, la
más extensa, circunscribiendo la investigación a los primeros años de la Marshall
Court, aborda el proceso a cuyo través Marshall sentará los cimientos del posterior
espectacular crecimiento del Tribunal.

II. El libro se abre con un primer capítulo que, bajo el título de “Law and
Politics”, se nos presenta como una suerte de Introducción. En él, el autor ironiza
acerca de la posición de un bien conocido Juez del sector más conservador de la
Corte Suprema, el Justice Antonin Scalia, nombrado por el Presidente Reagan
en 1986, y que todavía hoy desempeña el cargo. Recuerda Goldstone, que en una
conferencia pronunciada por Scalia en la Universidad Católica, con el título de
“A Theory of Constitutional Interpretation”, temática por cierto bien próxima a
las inquietudes intelectuales de este relevante Juez (recordemos el libro de Scalia,
A Matter of Interpretation. Federal Courts and the Law, Princeton University Press,
Princeton, New Jersey, 1997), observó: “Yo pertenezco a una escuela, una pequeña
pero resistente escuela, llamada “textualistas”, también “literalistas” (“textualists”)
u “originalistas” (“originalists”), afirmación con la que el Juez Scalia no revelaba
nada nuevo, pues su posición es bien conocida, por lo menos en los Estados
Unidos. Describiendo el significado de esos términos, Scalia observaba que para
un “originalista” no podía ser Derecho algo que no se hallara específicamente
enunciado por la Constitución. Pero el Justice Scalia admitía una relevante excep-
ción en los siguientes términos: “The Constitution of the United States nowhere
says that the Supreme Court shall be the last word on what the Constitution
means. Or that the Supreme Court shall have the authority to disregard statutes
enacted by the Congress of the United States on the ground that in its view they do
not comport with the Constitution. It doesn´t say that anywhere. We made it up”.
Scalia, en pocas palabras, entendía que la Constitución no contemplaba
la posibilidad de que la Supreme Court tuviera la última palabra acerca del
significado de la Constitución, no obstante lo cual la Corte había suplido esa
omisión, había inventado esa potestad y se la había atribuido para sí misma, y no
obstante su posición “textualista”, Scalia se estaba mostrando absolutamente de
acuerdo con esa interpretación de la Corte tan arraigada históricamente. Nuestro
autor no esconde una velada crítica (que no terminamos de ver justificada) al
posicionamiento de Scalia, que, por lo demás, le da pie para trasladarse a ese
“seminal case” de la jurisprudencia americana que es Marbury.
Goldstone, con carácter previo al desarrollo de su exposición, hace hincapié
en las consecuencias a que condujo la sentencia. Marbury tenía derecho al
nombramiento, pero su demanda fue desestimada por cuanto, tras declararse
inconstitucional la cláusula de la Judiciary Act en la que sustentaba la petición
del mandamus, ya no disponía de una norma legal válida en la que apoyar su
pretensión. De esta forma, escribe Goldstone, Marshall había tenido éxito en su
denuncia a Jefferson por la violación de los derechos civiles de Marbury sin verse
forzado a conceder un writ of mandamus que Jefferson, por supuesto, habría
1436 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

ignorado. Con ello, Jefferson estaba metido en un lío (“was in a bind”). Si no hacía
nada, estabá tácitamente otorgando a la Corte controlada por los Federalistas el
poder de supervisar la constitucionalidad de los actos legislativos, una alternativa
repulsiva (“a repugnant alternative”). El único modo de evitar el establecimiento
de tal precedente era entregar los despachos de nombramiento a Marbury y a los
otros jueces frustrados, socavando completamente a través de ello su autoridad.
En definitiva, tras estas reflexiones late implícitamente una crítica que otros
muchos autores, con unos u otros matices, han formulado desde hace al menos
un siglo: Marshall adoptó una decisión guiado por una maquiavélica estrategia
política antijeffersoniana, pues cualquier reacción del Presidente frente a la
sentencia tenía incuestionables costes políticos.
Jefferson optó por no entregar los nombramientos y, siempre según nuestro
autor, de esta forma “the power of judicial review was born”. De resultas, con su
decisión, Marshall expandió para siempre el rol del federal judiciary en la vida
americana. Con su dilatado servicio en la Corte (hasta 1835, en que falleció), se
convirtió en “the second father of the Constitution–the man who made the Court
supreme”.
Tras Marbury –escribe Goldstone– la Corte Suprema llegó a ser no simplemente
el instrumento para decidir cuestiones de “law and equity”, tal como se especifi-
caba en el Art. III, Sección 2ª de la Constitución, sino también la autoridad última
sobre el significado y aplicación de la propia Constitución. El derecho a interpretar
la ley, a decir lo que la Constitución significa, pasó de la legislatura al judiciary, y
esto no fue puramente accidental, sino algo planeado por el Chief Justice: “This
was no accident or unintended byproduct–in his Marbury opinion, Chief Justice
Marshall announced his intention of claiming that very role”.
De todo ello nuestro autor extrae una posterior conclusión. Sin el incruento
golpe de Marshall en Marbury, nos dice, términos tales como “originalism”, “tex-
tualism”, “strict construction”, “broad construction”, y “original intent” tendrían
que haber quedado simplemente como “pienso” (“fodder”) para los teóricos del
Derecho. Con Marbury, sin embargo, estos términos y los puntos de vista que los
mismos representan rebosan sobre las principales corrientes políticas y llegan a
ser una de las más acaloradamente discutidas cuestiones de gobierno.
Con este bien discutible sustrato argumental de fondo, el autor considera vital
aclarar las cualidades políticas y judiciales tanto de la Constitución como de la
Corte Suprema, y para ello, en el contexto histórico, cree necesario determinar en
qué medida Marbury v. Madison fue un acto judicial y en qué medida igualmente
proporciona una idea de hasta qué punto el “originalismo” es una doctrina judicial
o política. Y a partir de aquí, el autor pasa a dar su visión de los hechos históricos.

III. La creación del Judiciary lleva a nuestro autor a atender a la actuación


de la Convención reunida en Filadelfia entre el 25 de mayo y el 17 de septiembre
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1437

de 1787, al proceso de ratificación del texto por las Convenciones estatales y al


período, que él considera de transición, que se abre con el Primer Congreso.

A) Del repaso de los distintos posicionamientos de los delegados en Filadelfia,


Goldstone extrae la conclusión de que no puede percibirse de los debates si los
delegados aceptaron la judicial review como un principio. Sus discusiones vinieron
referidas no tanto a las facultades del judiciary cuanto al equilibrio de poder entre
el legislativo y el ejecutivo. Faltando datos específicos para demostrar que los
delegados en Filadelfia consideraron la judicial review como una obvia y aceptada
facultad de la Corte Suprema, ningún “textualista” puede correctamente extra-
polar tan impresionante (“awesome”) y prácticamente desenfrenado (“virtually
unchecked”) poder del Art. III de la Constitución.
No es este el lugar adecuado para esgrimir argumentos encaminados a contra-
rrestar la posición del autor. Nos limitaremos a recordar, que en un trabajo clásico
(“The Supreme Court–Usurper or Grantee?”, en Political Science Quarterly, Vol. 27,
No. 1, March 1912, pp. 1 y ss.), Charles Beard demostró que de los 55 miembros
de la Convención Federal que estuvieron presentes en sus reuniones, hubo 25 que,
por razón de su personalidad, su capacidad y la asiduidad de su asistencia, fueron
el elemento dominante en la Convención; pues bien, de ellos 17 se pronunciaron
directa o indirectamente a favor del judicial control, mientras que otros miembros
menos influyentes también parecieron entender y aprobar esta función judicial.
Por su parte, Wolfe (en The Rise of Modern Judicial Review, Basic Book, Inc.,
Publishers, New York, 1986) apostilla, que de entre quienes hablaron acerca de
la judicial review en la Convención, sólo dos delegados rechazaron claramente
que el judiciary pudiera disponer de tal facultad. Y todo ello al margen ya de la
consideración, de que aunque ciertamente la Constitución no contempla de modo
específico la facultad de revisión judicial de la constitucionalidad de las leyes, no
es menos cierto que la arquitectura del documento, de resultas especialmente de la
yuxtaposición de los artículo III y VI y del espíritu del rule of law que lo impregnó
en su totalidad, parecía conducir hacia algunas formas de control judicial.
B) Se centra el libro a continuación en la lucha por la ratificación que iba a
tener lugar a nivel estatal, deteniéndose especialmente en los Estados de Virginia
y Nueva York. Sin embargo, en su exposición el autor no ofrece ningún argumento
específico que revele que se explicitara en los Estados (tampoco en Virginia o
en Nueva York) una posición mayoritaria de rechazo de la judicial review. De
la exposición más bien parece entresacarse, que habría sido el gran influjo de
Blackstone sobre el pensamiento jurídico norteamericano de la época lo que
habría imposibilitado el reconocimiento de esa facultad de revisión judicial.
Aceptada que la Constitución era una ley superior (“a super law”, en los términos
del Justice Scalia), la legislatura quedaría vinculada por ella, y la cuestión a resol-
ver sería la de “which arm of government should be entitled to determine when
the legislature has overstepped its bounds”, por utilizar los términos del autor.
Éste nos conduce de inmediato a William Blackstone, a quien tilda de “spiritual
1438 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

godfather of conservative judges throughout the English-speaking world”, y por


quien Marshall sentía verdadera reverencia.
Son bien conocidos, por supuesto, los duros ataques que Blackstone, en sus
célebres Commentaries, dirigió a las tesis del Juez Coke, proclives a la función
de revisión judicial (“Though I know –escribía Blackstone en el vol. I de sus
Commentaries on the Laws of England– it is generally laid down more largely,
that acts of parliament contrary to reason are void. But if the parliament will
positively enact a thing to be done which is unreasonable, I know of no power
that can control it”), que a la postre resultarían determinantes en orden a la
postergación definitiva de la doctrina en Inglaterra. Pero no es menos sabido
que, en lo que ahora nos interesa, en las colonias fue la doctrina de Coke, y no la
de Blackstone, la que terminó imponiéndose. James Otis y el writs of assistance
case ejemplifican a la perfección este hecho. Y en cuanto a Marshall, su supuesta
admiración por Blackstone no se traduciría, ni mucho menos, en que siguiera su
doctrina en la Convención de ratificación de Virginia, de la que fue miembro. Todo
lo contrario, en las intervenciones que tuvo en ella anticipó la doctrina que unos
años después plasmaría en la Marbury opinion. El propio Madison confirmaría
ante los delegados que la Constitución autorizaba la facultad de revisión judicial.
Ni siquiera los anti-Federalistas más furibundos negaron la existencia de tal
facultad de revisión judicial de la legislación federal. Su ataque provino justamente
de la consideración de que este instrumento, que no cuestionaban, era ineficaz
para combatir los excesos del Congreso. Y si de Virginia pasamos a Nueva York,
uno de los debates más apasionantes, como el propio autor admite, no fue el que
tuvo lugar en Poughkeepsie, el pequeño lugar a orillas del río Hudson, 75 millas
arriba de Nueva York, en el que se celebró la Convención de ratificación entre el
17 de junio y el 28 de julio de 1788, sino el que se desarrolló por las mismas fechas
en algunos diarios, batalla literaria que iniciaría el Gobernador anti-Federalista
Clinton, pero en la que brillarían con luz propia Alexander Hamilton y Robert
Yates, dos de los delegados de Nueva York en la Convención de Filadelfia, aunque
con posturas radicalmente antagónicas. Pues bien, enormemente significativo
al respecto es el hecho de que tanto los comentarios del Federalista Alexander
Hamilton, particularmente los vertidos en el nº 78 de The Federalist Papers, como
las reflexiones plasmadas en sus escritos por “Brutus”, seudónimo, según todos
los indicios, del Antifederalista Robert Yates, concordaran en que la judicial review
estaba incluida en las disposiciones constitucionales. Por lo demás, la doctrina
(es el caso de Prakash y Yoo, en “The Origins of Judicial Review”, en University of
Chicago Law Review, Vol. 70, 2003, pp. 887 y ss.) ha recordado, que en al menos
siete de las Convenciones estatales, los líderes de los delegados declararon que la
Constitución autorizaba la judicial review de la legislación federal. En ninguna de
esas Convenciones negó nadie que los tribunales pudieran rehusar hacer cumplir
las leyes federales que consideraran inconstitucionales. Ni nadie admitió en ellas
en ningún momento que desconociera o ignorara el mecanismo de la revisión
judicial.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1439

C) Cierra la primera parte de la obra un capítulo en el que el autor se ocupa de


la actuación del First Congress, y de modo muy particular del debate y aprobación
del que posiblemente sería el más relevante texto legal aprobado por ese Congreso,
la Judiciary Act de 1789. Durante el arduo debate sobre el tema de la jurisdicción
–escribe– uno podría haber esperado que cualquier cláusula que expandiera el
ámbito jurisdiccional de los tribunales federales (como podría ser el caso de la
Sección 13) hubiere sido atacada, pero no sería este el caso, y la cláusula en cues-
tión no fue nunca mencionada, Aunque no existen actas completas de los debates
habidos en el Congreso en torno a la Judiciary Act, no consta ninguna indicación
de que el párrafo relativo al instituto del mandamus fuera cuestionado en ningún
momento. Que por lo visto, tan inocua cláusula (la relativa al mandamus) pasara
a ser fundamental (“pivotal”), no es sorprendente. Lo que debe sorprender, a juicio
de nuestro autor, es que tan flagrante violación de un corto y aparentemente claro
(“a short and seemingly straightforward”) Artículo III escapara a la atención de
las dos Cámaras del Congreso durante las seis semanas de frenético y a menudo
mezquino (“furious and often petty”) debate en el que no menos de ocho de los
principales delegados de la Convención de Filadelfia tomaron parte.
El autor, a nuestro entender, desvía un tanto la atención en torno a la cuestión
central, pues lo que debe abordarse, en coherencia con el hilo conductor del
libro, no es tanto cuál fue la posición del Congreso en torno a la Sección 13 de la
Judiciary Act, sino cuál fue su posicionamiento en torno a la judicial review. La
norma realmente clave del texto legal al respecto era su Sección 25, que contem-
plaba la jurisdicción de apelación de la Supreme Court, otorgándole a través del
llamado writ of error, competencia para conocer de las sentencias de los tribunales
superiores de los Estados y, por lo mismo, para revocarlas o confirmarlas, cuando
hubieren invalidado una ley federal o un tratado o rechazado demandas en que se
cuestionase la validez de una ley estatal o de cualquier acto adoptado en ejercicio
de la autoridad estatal, con fundamento en su contradicción con la Constitución
federal, con los tratados suscritos por los Estados Unidos o con las leyes federales.
Cuestión subyacente a la interpretación de esa Sección sería la de si en ella se
podía entender recepcionada la judicial review de la legislación federal. Para un
autor tan relevante como Corwin (Edward S. Corwin: “The Establishment of
Judicial Review” (II), en Michigan Law Review, Vol. IX, 1910-1911, pp. 283 y ss.),
la cuestión no admitía la más mínima duda: que la Judiciary Act –escribiría hace
un siglo– contemplaba, en el pensamiento de su autor, Oliver Ellsworth, el ejercicio
de un poder de revisión por los tribunales nacionales de las leyes del Congreso
es algo que apenas puede ser puesto en tela de juicio, pero hasta qué punto
otros aceptaron este punto de vista, es algo imposible de conjeturar. A juicio de
Corwin, lo que la Sección 25 venía a decir era que la Corte Suprema podía revisar
o reafirmar una decisión de un tribunal estatal considerando inconstitucional
una ley federal. Siendo así, no era irrazonable sostener, que quienes habían
establecido esa norma pensaban que la propia Supreme Court podía declarar
inconstitucionales leyes del Congreso, independientemente de las decisiones de los
tribunales estatales. Parecería absurdo entender que una ley del Congreso podía
ser anulada por un tribunal estatal con la aprobación de la Supreme Court, pero
1440 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

no por ésta directamente. En fin, hace tres cuartos de siglo, otro relevante autor,
Louis B. Boudin (en “Majority Rule and Constitutional Limitations”, en Lawyers
Guild Review, Vol. 4, 1944, pp. 1 y ss.), en similar dirección, consideraba que la
Sección 25 establecía las bases técnicas para el posterior desarrollo de la doctrina
de la judicial review. Que Marshall estuviera o no acertado en su consideración
como inconstitucional de la cláusula del mismo texto legal atinente al writ of
mandamus, es una cuestión puntual que en nada empece a la anterior.

IV. La segunda parte del libro contempla la situación y el rol de la Corte


Suprema anterior a Marshall, esto es, la que abarca el tracto temporal que va
desde el 1º de febrero de 1790, día en que la Corte se reunió por primera vez en
sesión pública en el Royal Exchange de Nueva York, hasta el 4 de febrero de 1801,
fecha en la que John Marshall prestaba juramento del cargo de Chief Justice.
Goldstone analiza algunas de las diversas vicisitudes por las que iban a atravesar
la Corte y algunos de sus miembros, y ciertos avatares de la vida del propio
Marshall. Nuestro autor se refiere, sucesivamente, al largo y frustrante caminar
de la Corte, bajo las riendas de su primer Presidente, John Jay, a la colisión entre
Jay y Marshall, colisión a nuestro juicio inexistente, pues no se puede tildar de tal
el hecho de que Marshall acudiera a la Corte a litigar en defensa de los intereses
de algunos deudores virginianos que, de conformidad con el Tratado de París de
1783, respaldado por el propio Marshall, venían obligados a pagar las deudas que
hubieren contraido con acreedores británicos de buena fe con anterioridad a la
guerra revolucionaria que condujo a la Independencia de las antiguas colonias.
Las ausencias del Chief Justice John Jay son asimismo analizadas. Por encargo
del Presidente Washington, Jay, sin renunciar a la ChiefJusticeship, aceptará su
nombramiento como enviado especial a Inglaterra para negociar el nuevo Tratado
firmado entre ambos países en 1795. Su ausencia le impedirá presidir la Corte
durante los períodos de sesiones de agosto de 1794 y febrero de 1795, renunciando
finalmente al cargo el 29 de junio de 1795. Estos hechos, ciertamente, redundaron
en el desprestigio de la Corte. También Marshall acaparó un notable protagonismo
en el ejercicio de misiones diplomáticas. Aunque en junio de 1797 Marshall
rechazó la propuesta de Washington de nombrarle Ministro para Francia, poco
tiempo después, no pudo declinar su incorporación, a instancias del Presidente
Adams, a la Comisión diplomática (conocida bajo el extraño nombre de “the XYZ
mission to France”) creada para intentar resolver las diferencias con Francia
(Comisión de la que también formarían parte C. Pinckney y Elbridge Gerry) en
los días de Talleyrand. Aunque la Comisión fracasaría en su objetivo de llegar a
un acuerdo con los franceses, Marshall sería aclamado a su retorno a los Estados
Unidos como una especie de héroe nacional.
No terminamos de ver que de estos acontecimientos históricos se pueda
extraer una conclusión válida para la cuestión fundamental que ocupa al autor
del libro, y si alguna se pretendiera extraer de la pre-Marshall Court, habría lógi-
camente de atender a los pronunciamientos de la Corte para ver si en ellos hubo
alguna toma de posición en torno a la judicial review. Haciéndolo así, veríamos
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1441

que algunas de sus decisiones permiten, sin género alguno de dudas, anticipar la
doctrina sentada por Marshall en 1803. Como ha escrito Schwartz (en A History
of the Supreme Court, Oxford University Press, New York/Oxford, 1993), la Corte
comenzó a asentar los fundamentos de la judicial review poco después de que
entrara en funcionamiento, siendo varios los casos de particular significado al
respecto. Recordemos, sin ánimo exhaustivo, los casos Hylton v. United States
(1796), Ware v. Hylton (1796) y Calder v. Bull (1798).

V. En la última parte, el libro se ocupa del acceso de John Marshall a la


Presidencia de la Corte y del impulso dado a la misma por el virginiano, prestando
lógicamente una particular atención a la Marbury decision.
Goldstone, bajo el sugerente rótulo de “Sunset at Midnight”, dedica un capítulo
a los hechos acontecidos en la noche del día 3 de marzo de 1801, que iban a estar
en la base del Marbury case: firma por Adams de los nombramientos de los 42
jueces de paz del distrito de Columbia creados por la Organic Act of the District of
Columbia, refrendo por su Secretario de Estado, el propio John Marshall, que has-
ta el último suspiro de la Administración federalista compaginó sus cargos de Chief
Justice y Secretario de Estado, estampado en las comisiones de nombramiento del
Gran Sello de los Estados Unidos y entrega a los interesados de tales comisiones
o despachos de nombramiento. A las 4 de la madrugada del 4 de marzo, día de
inicio de sus funciones por la nueva Administración Jeffersoniana, Adams, ya en
ese momento un ciudadano particular más, abandonaba su residencia presiden-
cial para dirigirse a su casa, pues sería uno de los dos Presidentes (el otro sería
curiosamente su propio hijo, John Quincy Adams) que no asistirían a la toma
de posesión de su sucesor en el cargo, Jefferson en este caso. Es sobradamente
conocido que no todos los despachos de nombramiento serían entregados y que,
cuando Jefferson tuvo conocimiento de ello, ordenó que bajo ningún concepto
fueran entregados los que aún no lo habían sido. Así surgiría el Marbury case.
El autor se ocupa en otro capítulo con detalle de la Repeal Act, de 8 de marzo de
1802, a cuyo través la nueva mayoría republicana del Congreso abrogó la Judiciary
Act de 1801, aprobada por el inmediato anterior Congreso de mayoría federalista,
en los estertores finales de su mandato, ley (la Repeal Act) a la que seguiría otra
de 29 de abril, que paralizaría el funcionamiento de la Corte durante catorce
meses, cambiando las fechas de sus sesiones y determinando que la próxima
convocatoria de la Supreme Court no tendría lugar hasta febrero de 1803, lo que
explica el sensible retraso con el que la Corte se pronunciaría en el Marbury case.
Goldstone se hace eco del juicio que Jean E. Smith (John Marshall. Definer of a
Nation, Henry Holt and Company, New York, 1996) da de la reacción de Marshall
a las dos leyes de la mayoría republicana, destacando la tranquila acogida que les
dio, sus posteriores comentarios acerca de que los textos legales suponían una
mejora (“an improvement”) del anterior sistema, la buena voluntad (“the willing-
ness”) con la que aceptó volver al circuit-riding, esto es, a que los Supreme Court
Justices integraran los tribunales de circuito. Esa reacción es para Smith la prueba
1442 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

fehaciente de que lo único que realmente interesaba a Marshall era mantener a la


Corte libre de la política partidista. No parece estar muy de acuerdo nuestro autor
con tal apreciación cuando, ante ella, se limita a formular un interrogante: “But
what choice did he (Marshall) have?”, para, unas líneas después, escribir: “That he
(Marshall) would say nothing about a situation in which he could do nothing was
the very essence of the man” (p. 200). El Chief Justice, desde luego, era un hombre
pragmático que sabía adaptarse a las circunstancias. Y para él, el fortalecimiento
de la Corte, al que iba inextricablemente unido el fortalecimiento de la Unión,
siempre marcó el norte a seguir. No vemos por tanto ninguna inconsistencia en
la referida reacción de Marshall.
A modo de proemio de la Marbury decision, el autor aborda bajo el llamativo,
aunque pensamos que injustificado, rótulo del “abrazo suicida” (“Suicide Squeeze:
Hamilton v. Marshall”) la estrategia urdida por los Hamiltonianos, el ala más
radical de los Federalistas, frente a la legislación aprobada por el Congreso de
mayoría republicana a que antes nos referíamos. A su juicio, los “High Federalists”
(como se conocía al ala hamiltoniana de los Federalistas) decidieron un plan que
consistía en tres entrelazadas estrategias encaminadas, en último término, a aislar
a la “renegada Corte” (renegada porque se había plegado a cumplir las previsiones
de las leyes aprobadas por el Congreso entre marzo y abril de 1802) para forzarla
a enfrentarse a las mismas cuestiones constitucionales que, supuestamente,
Marshall había con tanta habilidad eludido. De entrada, no compartimos este
planteamiento. Marshall y sus colegas, quizá con la siempre chirriante oposición
del Justice Samuel Chase, se limitaron a cumplir la ley que, entre otras previsiones,
dispuso la vuelta de los Justices a los tribunales de circuito, tarea de la que habían
quedado al margen con la Judiciary Act de 1801. Pero cuando el Chief Justice se vio
obligado, al hilo del ejercicio de su función judicial, a enfrentarse al problema de
fondo, ni mucho menos lo soslayó. No habría de pasar mucho tiempo para ello,
pues en los primeros días de diciembre de 1802, el 5º Tribunal de Circuito se reunía
en Richmond (Virginia) bajo la presidencia de John Marshall para, entre otros
asuntos, enfrentarse al caso Stuart v. Laird, en el que Charles Lee, antiguo Attorney
General y abogado asimismo de William Marbury, cuestionaba la autoridad del
Congreso para imponer a los Jueces de la Corte Suprema el cumplimiento de
deberes en los Circuit Courts. Marshall, lisa y llanamente, desestimó este alegato,
y Lee apeló su decisión ante la Corte Suprema a través de un writ of error. Como
en un momento anterior expusimos, la Corte, pocos días después de resolver el
Marbury case, se pronunció en el caso Stuart v. Laird, dictando una sentencia
ciertamente lacónica en la que el Juez William Paterson expuso la opinion of the
Court, convalidando la legitimidad constitucional de la Repeal Act. Ni Marshall ni
la Corte soslayaron el cumplimiento de sus funciones. Y en cuanto a que el Chief
Justice mantuviera en Richmond una posición contraria a su verdadero sentir,
pues, según Goldstone, nunca mantuvo en secreto su idea de que la “circuit-riding
provision” era inconstitucional, no deja de ser una mera especulación, que aún
siendo cierta, no daría pie sin más a la crítica, pues bajo ningún concepto se
puede ignorar, que los órganos que ejercen la justicia constitucional deben tener
siempre en cuenta las consecuencias de sus decisiones. Por lo demás, que Marshall
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1443

y Hamilton mantenían en determinadas cuestiones puntos de vista dispares, es


algo bien conocido, pues Marshall siempre militó junto a Adams, esto es, en el
sector más moderado de los Federalistas, enfrentado a veces con el ala de los
“High Federalists”. Pero no logramos ver qué consecuencia puede extraerse de
estas divergencias en relación al asunto que nos ocupa.
El autor se enfrenta finalmente a la Marbury v. Madison decision, sin desde
luego llevar a cabo un análisis jurídico en profundidad de los diversos argumentos
jurídicos vertidos en la sentencia, que ni mucho menos se iba a limitar a reconocer
la facultad de revisión judicial. Su enfoque es más político que jurídico, y desde
tal perspectiva no duda en calificar con dureza la decisión. Constata Goldstone,
que la sentencia ha sido calificada de muy diversos modos: desde brillante
hasta fraudulenta (“deceitful”), desde que fue concisa hasta que se trató de una
decisión tediosa, pero, añade el autor ya por su cuenta, lo que quizá también
resultó ser Marbury fue la más hábil exhibición de prestidigitación judicial
llevada a cabo por un juez en la historia de la nación (“the most adroit exhibition
of judicial legerdemain by any judge in the nation´s history”) (p. 216), juicio que
complementa haciendo suyo la opinión de algún autor, que no menciona, de
que no se trató en absoluto de una sentencia, sino más bien de un obiter dicta.
No cabe contraargumentar frente a tales juicios, de un componente político
indiscutible. Por nuestra parte, tan sólo queremos añadir que Marshall, desde
luego, pudo razonablemente conducir la decisión a través de otros vericuetos.
El Art. III de la Constitución era lo suficientemente impreciso como para no
propiciar una interpretación única y excluyente de cualquier otra. Pero ello no
es razón suficiente para descalificar el razonamiento seguido por el Chief Justice,
tildándolo de puramente político. Tal razonamiento, a lo largo y ancho de toda la
decisión, responde a una lógica incuestionable, si bien, en ocasiones, el poder de
su retórica podía llegar a ocultar la lógica del razonamiento, pero la lógica será
justamente una de las claves del modo característico de pensar y razonar sobre la
Constitución por parte de John Marshall.

6. Un nuevo instrumento procesal constitucional de combate frente a la


ineficacia de los derechos constitucionales dimanante de las omisiones
legislativas. Reflexiones en torno al libro coordinado por Gilmar
Ferreira Mendes, André Rufino do Vale y Fábio Lima Quintas, Mandado
de injunçâo. Estudos sobre sua regulamentaçâo (Editora Saraiva/
Instituto Brasiliense de Direito Público, Sâo Paulo, 2013, 575 pp.)

I. El artº 5º de la Constitución brasileña de1988 creó en su apartado XXI un


novedoso instituto procesal de garantía de los derechos, el mandado de injunçâo,
encaminado a impedir que un derecho constitucional pueda quedar sin eficacia
de resultas de no haber sido objeto del constitucionalmente obligado desarrollo
normativo por el legislador, aunque no sólo por él. A tenor del mencionado
precepto: “Conceder-se-á mandado de injunçâo sempre que a falta de norma re-
1444 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

gulamentadora torne inviável o exercício dos direitos e liberdades constitucionais


e das prerrogativas inerentes à nacionalidade, à soberania e à cidadania”.
Etimológicamente, la palabra injunçâo procede del latín injunctio-onis, que
significa “orden formal” o “imposición”, que a su vez deriva del verbo injungere
(mandar, imponer una obligación). En la Asamblea Constituyente brasileña, fue el
senador Virgílio Távora quien propuso la expresión, que más parece derivar de la
expresión inglesa writ of injunction que de la voz latina, aunque no se puede dejar
de destacar la paradoja de que el writ of injunction significa más bien lo contrario
de lo que se quiere identificar con el instituto brasileño, pues si el primero entraña
una orden prohibitiva, el último se aproxima mucho más al significado del writ of
mandamus, a cuyo través se trata de compeler a alguien para que ejecute un deber
impuesto por la ley. En definitiva, como ha aducido la mejor doctrina1, todo hace
creer, que la Constitución se inspiró en el Derecho anglo-americano, en el término
injunction2, no obstante la divergencia de significado del mismo.
El instituto procesal constitucional del mandado de injunçâo, a nuestro
modo de ver, es una prueba palmaria de la evolución del constitucionalismo y
de la propia justicia constitucional. Síntoma paradigmático de tal evolución es
el dinamismo de los mecanismos de garantía de los derechos, y el instituto que
nos ocupa bien podríamos considerarlo de última generación, pues responde
a la constatación, bien verificada históricamente en Brasil, de que no sólo una
actuación de un poder público puede conculcar un derecho constitucional, sino
que también de su inacción se puede derivar una constricción o incluso radical
negación del mismo, y frente a ello, en ocasiones, de poco vale que se recurra a
la aplicación directa de la norma que reconoce el derecho en cuestión. En ciertos
derechos, la aplicación judicial inmediata por los jueces de la norma constitu-
cional puede viabilizar el derecho carente de la necesaria regulación legislativa,
pero en otros derechos (particularmente en los de naturaleza socio-económica),
ello no siempre es posible.
Ha pasado prácticamente un cuarto de siglo desde que se aprobara la, por
muchas razones, muy relevante Constitución brasileña de 1988, no obstante
lo cual la necesaria ley reguladora de este instituto procesal aún brilla por su
ausencia. La paradoja es zahiriente: unos constituyentes tan preocupados por
controlar todo tipo de omisiones legislativas vulneradoras de la Constitución
no lograron sensibilizar a un legislador perezoso y escéptico ante los grandes
mandatos constitucionales, e insensible y despreocupado ante el sentir expresado

1
Celso AGRICOLA BARBI: “Protecçâo Processual dos Direitos Fundamentais na Constituiçâo de
1988”, en As Garantias do Cidadâo na Justiça, Coordenaçâo do Ministro Sálvio de Figueiredo Teixeira,
Editoral Saraiva, Sâo Paulo, 1993, pp. 93 y ss.; en concreto, p. 105.
2
También Afonso da Silva cree, que la fuente más próxima del mandado de injunçâo es el writ of
injunction del Derecho norteamericano, que progresivamente se ha ido aplicando cada vez más a la
protección de los derechos de la persona, hallándose en la base del célebre caso Brown vs. Board of
Education of Topeka (1954). José AFONSO DA SILVA: Comentário contextual à Constituiçâo, 4ª ediçâo
(de acordo com a Emenda Constitucional 53, de 19.12.2006), Malheiros Editores, Sâo Paulo, 2007,
p. 165.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1445

mayoritariamente en sede constituyente. La contradicción se acentúa aún más si


se advierte el control institucional desde hace ya muchos años que la izquierda
tiene de los órganos de poder. Pero en esto, no parece diferir mucho esta izquierda
de la tradicional derecha brasileña.
Esta inacción del legislativo brasileño, afortunadamente, no se ha traducido en
la absoluta inutilidad del instituto que nos ocupa, lo que se ha debido a la inquie-
tud y buen hacer del Supremo Tribunal Federal. Se ha dicho, que la primera gran
batalla de los operadores jurídicos brasileños en el campo del Derecho constitu-
cional fue la de “produzir a defesa intransigente da plena eficácia da Constituiçâo,
evidentemente defendendo, inclusive, a eficácia nos limites das possibilidades
das disposiçôes contidas na Constituiçâo”3. Ello significaba una interpretación
con una visión prospectiva y no retrospectiva, o dicho con otras palabras, una
interpretación con una mentalidad post-1988 y no con una mente propia de los
años previos a 1988, en la que la apatía y desgana de los legisladores brasileños iba
a terminar vaciando las Constituciones de sus preceptos más avanzados en temas
de derechos por el mero recurso a il dolce far niente. Ante este peligro, nada extraño
en Brasil, hubo autores como Bonavides, que consideraron como cuestión crucial
la autoaplicabilidad de la norma constitucional relativa al mandado de injunçâo4,
lo que, no obstante su evidencia, no dejó de suscitar controversia doctrinal,
asentada en posicionamientos políticos antes que en un debate jurídico, pues el
parágrafo primero del art. 5º de la Constitución (en el que se ubica el apartado
LXXI) prescribe con claridad meridiana: “As normas definidoras dos direitos e
garantias fundamentais têm aplicaçâo imediata”, previsión nada novedosa, pues
no hacía sino situarse en la dirección normativa común del constitucionalismo
de nuestro tiempo, de otorgar eficacia inmediata a los derechos constitucionales.
A mayor abundamiento, podía traerse a colación el apartado XXXV del mismo
art. 5º, a cuyo tenor: “A lei nâo excluirá da apreciaçâo do Poder Judiciário lesâo
ou ameaça a direito”. Como escribiera Afonso da Silva5, la aplicación inmediata
del instituto del mandado de injunçâo está íntimamente ligada a la idea de que
las normas jurídicas escritas no pueden preverlo todo y a la de que, incluso en
ausencia de norma expresa, no puede dejar el poder judicial de apreciar la lesión
o amenaza de un derecho. No obstante lo evidente de la cuestión no faltarían
autores que se mostrarían contrarios a esa autoaplicabilidad6. En cualquier caso,

3
Clémerson MÉRLIN CLÉVE: “O controle de constitucionalidade e a efetividade dos direitos
fundamentais”, en José Adércio Leite Sampaio (Coordenador), Jurisdiçâo Constitucional e Direitos
Fundamentais, Del Rey Editora, Belo Horizonte, 2003, pp. 385 y ss.; en concreeto, p. 390.
4
Paulo BONAVIDES y PAES DE ANDRADE: História Constitucional do Brasil, 3ª ediçâo, Editora
Paz e Terra, Rio de Janeiro, 1991, p. 501.
5
José AFONSO DA SILVA: Comentário Contextual à Constituiçâo, op. cit., p. 165.
6
Tal sería el caso de Mártires Coelho, a cuyo juicio, el problema a dilucidar se hallaba localizado,
esencialmente, en la determinación de la naturaleza de la decisión judicial que se ha de proferir en el
juicio a que da lugar la presentación del mandado de injunçâo, y al margen ya de tal problema, este
autor creía que faltaba prácticamente todo para que se pudiera convertir en aplicable el precepto
que instituía el mandado de injunçâo. Inocêncio MÁRTIRES COELHO: “Sobre a aplicabilidade da
norma constitucional que instituiu o mandado de injunçâo”, en Paulo Lopo Saraiva (Coordenador),
1446 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

estamos plenamente de acuerdo con Rothenburg cuando esgrime7, que una de las
más ridículas discusiones que se pretendió activar respecto del instituto que nos
ocupa fue la atinente a la autoaplicabilidad del art. 5º, LXXI de la Constitución,
que el propio autor tilda de verdadero despropósito, e incluso, dependiendo de
quien la sustentase, de una tesis mal intencionada, en cuanto destinada a mantener
el mandado de injunçâo desactivado durante el mayor tiempo posible.
El Supremo Tribunal Federal (STF) iba a suplir la quiescencia del legislador
al pronunciarse por primera vez sobre el instituto en cuestión en el Mandado de
Injunçâo (MI) nº. 107-3-DF, resuelto definitivamente a través de una decisión de
21 de noviembre de 1990, pero en el que, a modo de cuestión incidental (como una
“questâo de ordem”), el Tribunal hubo de abordar y resolver, el 23 de noviembre de
1989, el problema que ahora nos ocupa. Al abordar la cuestión de la aplicabilidad
inmediata de este instituto procesal-constitucional de garantía de los derechos,
el Tribunal partió del principio de que la solución que propugnaba la necesaria
elaboración de una norma general debía desecharse, por cuanto el mandado de
injunçâo, cuya competencia le encomendaba el art. 102.I, q) de la Constitución, era
autoejecutable, en cuanto que su utilización no dependía de norma jurídica que
lo regulara, ni tan siquiera en cuanto al procedimiento a seguir, que, por analogía,
no era otro sino el procedimiento del mandado de segurança, otro instrumento
constitucional de garantía de los derechos, en lo que le fuere aplicable (“Questâo
de Ordem no Mandando de Injunçâo nº 107-3-DF, relator Min. Moreira Alves,
decidida el 23 de noviembre de 1989).
Con posterioridad a la citada resolución de 1989, la Ley nº 8.038, de 28 de
mayo de 1990, que estableció las normas procedimentales para los procesos que
la propia ley especificaba, todos ellos ante el Superior Tribunal de Justiça y ante el
Supremo Tribunal Federal, vino a consolidar positivamente la solución adoptada
en sede jurisprudencial, al disponer en el parágrafo único de su art. 24, que “no
mandado de injunçâo e no habeas data, serâo observadas, no que couber, as
normas do mandado de segurança, enquanto nâo editada legislaçâo específica”.

II. Esta amplia introducción, con la que hemos querido mostrar una perspecti-
va amplia del instituto del mandado de injunçâo que ayude al mejor entendimiento
de las cuestiones tratadas en el libro y de las que nos vamos a hacer eco, viene a
cuento de la obra que vamos a comentar, Mandado de Injunçâo. Estudos sobre sua
regulamentaçâo, que este mismo año han editado de modo conjunto el “Instituto
Brasiliense de Direito Público” de Brasília D. F. y la “Editora Saraiva” de Sâo
Paulo. El libro ha sido coordinado por el Profesor Gilmar Ferreira Mendes,
Ministro del Supremo Tribunal Federal, órgano del que fue durante años atrás
su presidente, y Profesor de “Direito Constitucional” de la Facultad de Derecho

Antologia luso-brasileira de Direito Constitucional, Livraria e Editora Brasília Jurídica, Brasília, 1992,
pp. 138 y ss.; en concreto, p. 153.
7
Walter Claudius ROTHENBURG: “O Mandado de Injunçâo Finalmente terá sua Lei”, en la obra
que comentamos, pp. 119 y ss.; en concreto, p. 123.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1447

de la Universidad de Brasilia, quien, a juicio de quien esto suscribe, es el más


relevante conocedor de la justicia constitucional en el Brasil. Se unen a él en la
coordinación el Profesor de la prestigiosísima Universidad de Sâo Paulo (USP)
Fábio Lima Quintas y el Procurador Federal André Rufino do Vale, actualmente
en funciones de asesor del Supremo Tribunal Federal.
El libro es el fruto de un simposio organizado por el prestigioso “Instituto
Brasiliense de Direito Público” en torno al debate sobre la reglamentación del
mandado de injunçâo, lo que a su vez se explica por la discusión en sede del
Congreso del Proyecto de ley nº 6.128, de 2009, presentado por el Sr. Flávio Dino,
sobre “Disciplina o processo e julgamento do mandado de injunçâo individual e
coletivo e dá outras providências”. Vaya por delante que, no obstante haber sido
depositado el citado proyecto en la Cámara hace ya cuatro años, al día de hoy
(mayo 2013), aún no se ha convertido en ley, lo que muestra el poco nervio, la
apatía incluso, de los congresistas brasileños llegado el momento de desarrollar
las previsiones constitucionales.
El libro se vertebra en siete partes, en las que, sucesivamente, se van abor-
dando: el tratamiento constitucional del instituto en la Constitución de 1988,
su historia y perspectivas (parte I); la reglamentación del mandado de injunçâo,
atendiendo preferentemente, como es obvio, al Proyecto de ley nº 6.128/2009 (parte
II); el mandado de injunçâo y el principio de separación de poderes (parte III);
el mandado de injunçâo y la omisión inconstitucional (parte IV); la naturaleza y
efectos de las decisiones dictadas al hilo de este instituto procesal constitucional
(parte V), y, en fin, los aspectos procesales del mandado de injunçâo (parte VI).
La parte VII y última recoge los textos de diversos Proyectos de ley, entre ellos,
innecesario es decirlo, el que ha desencadenado el simposio, pero también otro
que se consideró muy importante, aunque al final tropezara con la inoperancia
del Congreso: el Proyecto de ley nº 6.002, de 1990.
Al margen ya de la Presentación, suscrita por los tres coordinadores, el libro
recoge 21 ponencias, presentadas por 23 relevantes autores, entre ellos una
del propio Ministro Gilmar Mendes, y otras suscritas, entre otros varios, por el
también Ministro del STF Teori Albino Zavascki, por el Profesor André Ramos
Tavares, por la Profesora Flávia Piovesan, ambos de la prestigiosa Pontifícia
Universidade Católica de Sâo Paulo, por el Profesor José Levi Mello do Amaral
Júnior, de la “Faculdade de Direito da USP de Sâo Paulo”, por el Dr. Walter
Claudius Rothenburg, Procurador Regional de la República, y por el Profesor de
la “Faculdade de Direito da Universidade de Lisboa” Carlos Blanco Morais, un
reconocidísimo especialista en la justicia constitucional, único extranjero presente
en el simposio.
En nuestro comentario del libro no pretendemos ni mucho menos referirnos
a todas las colaboraciones; ello exigiría de un espacio del que no disponemos, al
margen ya de que nos parece más útil para el que se aproxime a esta obra a través
de este breve comentario, esbozar los grandes problemas que suscita la regulación
de este sugestivo instituto de garantía de los derechos.
1448 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

III. La doctrina, por lo general, se muestra satisfecha de que, no obstante la


larga espera de más de cuatro lustros, en el año 2009, en conformidad con las
directrices del denominado II Pacto Republicano de Estado por un sistema de
justicia más accesible, ágil y efectivo, el diputado Flávio Dino presentara a la
Cámara de Diputados la nueva propuesta de reglamentación del mandado de
injunçâo, originada en la proposición suscrita por los Ministros Teori Zavascki
(entonces miembro del Superior Tribunal de Justiça y hoy integrante del STF) y
Gilmar Mendes (entonces y hoy en el STF). No falta, desde luego, quien como
Benvindo, se cuestiona (p. 260) la oportunidad de esta ley, en la medida en que ya
se considera pacífica la cuestión de la autoaplicabilidad del mandado de injunçâo,
siendo por lo tanto innecesaria esta regulación, aunque el propio autor por lo
menos admite, que la ley tal vez consolide de forma más legítima lo que se espera
de la actuación de los tribunales en sus decisiones referentes a este instrumento
constitucional8. Más drásticamente aún, algún otro prestigioso autor, al margen
ya de este libro, tiempo atrás consideró, que se podía prescindir de este instituto
procesal, que ya cumplió su ciclo histórico, pasando a convertirse en “Um com-
plicador desnecessário à realizaçâo dos direitos”9.
Es cierto, que la ausencia de la necesaria norma legal de desarrollo constitucio-
nal del instituto no ha conducido a la inanidad de éste. El STF lo ha impedido. Pero
ello no entraña que no sea necesario el texto legal, pues como apunta Rothenburg
(p. 125), la disciplina legal es bastante conveniente para facilitar, uniformizar
y potenciar el empleo de esta acción constitucional, además ya de ser muy
oportuna con vistas a la madurez del instituto. Por lo mismo, el debate acerca de
si la ley es o no necesaria nos parece a estas alturas absolutamente vacuo, siendo
la regulación del instituto diseñada por la ley lo que realmente debe suscitar la
atención preferente por parte de la doctrina científica.

IV. El primer aspecto a destacar del Proyecto de ley es que el mismo contempla
dos tipos posibles de omisiones legislativas que pueden inviabilizar el ejercicio
de los derechos y libertades constitucionales y de las prerrogativas inherentes
a la nacionalidad, la soberanía y la ciudadanía: la omisión de carácter total y
la omisión parcial (el art. 2º del Proyecto comienza diciendo: “Conceder-se-á
mandado de injunçâo sempre que a falta total ou parcial de norma regulamen-
tadora torne inviável o exercício dos direitos...”). El propio precepto, en su único
parágrafo, precisa lo siguiente: “Considera-se parcial a regulamentaçâo quando
forem insuficientes as normas editadas pelo órgâo legislador competente”. Esta
diferenciación entraña un paso adelante respecto a la previsión constitucional,
que para nada alude a ella. En cualquier caso, Ramos Tavares recuerda, que en
el inicio de la tramitación legislativa del Proyecto, en el seno de la Comisión

8
Juliano ZAIDEN BENVINDO: “Mandado de Injunçâo em Perigo: os riscos da abstraçâo de seis
efeitos no contexto do ativismo judicial brasileiro”, en la obra que comentamos, pp. 255 y ss.
9
Luís Roberto BARROSO: Curso de Direito Constitucional, 25º ediçâo, Editora Saraiva, Sâo
Paulo, 1999, p. 315.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1449

de Constitución, Justicia y Ciudadanía de la Cámara baja, se introdujo una


importante modificación en el texto del art. 2º, al eliminarse el término “parcial”,
hablándose tan sólo de “falta de norma regulamentadora”. Con toda razón, el
mencionado autor advierte, que la aceptación del mandado de injunçâo frente a
una inconstitucionalidad derivada de una omisión parcial requiere de un mayor
rigor y seguridad frente a la intrínseca complejidad de la misma10.
No le falta razón al Profesor de la PUCSP, por cuanto, a nuestro modo de ver,
la inicial previsión legal de lo que se ha de considerar inconstitucionalidad parcial
es harto defectuosa. El Proyecto, en su versión inicial, circunscribe la inconstitu-
cionalidad parcial a la insuficiencia de las normas dadas por el legislador. Pero
como bien dice de nuevo Ramos Tavares (p. 395), la inconstitucionalidad parcial es
más bien la nulidad subjetiva de la que hablaba Pontes de Miranda en sus célebres
Comentários à Constituiçâo de 1946, frente a la nulidad de la parte objetiva, de los
enunciados normativos, de sus contenidos.
Parece conveniente al respecto, recordar la tipología que en 1952 estableciera
el Juez del Tribunal Constitucional Federal alemán (Bundesverfassungsgericht,
BVerfG) Wessel, quien en un trabajo ya clásico, en el que abordó el estudio de la
jurisprudencia del BVerfG sobre el recurso de queja constitucional (Verfassungs-
beschwerde), equivalente al recurso de amparo constitucional español, sentó las
bases de la más conocida y reiterada tipología de las omisiones legislativas11.
Wessel iba a distinguir entre la omisión absoluta (absolutes Unterlassen des
Gesetzgebers), que innecesario es decir que se da cuando el poder legislativo ha
omiso la disposición legislativa constitucionalmente requerida, y la omisión
relativa (relatives Unterlassen), señalando que se reprocha al legislador una lesión
de derechos fundamentales a través de una omisión relativa, cuando se le imputa
haber regulado tan sólo ciertas pretensiones jurídicas de algún grupo, con lesión
del principio de igualdad (“unter Verletzung des Gleichheitsgrundsatzes”). Wessel
habla más adelante de que con la “omisión de participación de un determinado
grupo” (“durch Unterlassung der Beteiligung einer bestimmten Gruppe”) el
legislador lesiona el art. 3º de la Grundgesetz, que proclama el principio de igualdad
de todos los hombres ante la Ley (“Alle Menschen sind von dem Gesetz gleich”).
La doctrina brasileña participante en el simposio no parece identificar
la omisión parcial contemplada por el texto inicial del Proyecto de ley con la
caracterización que de ella diera hace sesenta años Wessel, quizá porque, con
carácter general, su visión de la omisión parcial es bastante más amplia. Sólo
Blanco de Morais recuerda indirectamente al autor alemán, concluyendo12, que
las omisiones relativas, como regla general, se producen en la medida en que una

10
André RAMOS TAVARES: “O Cabimento do Mandado de Injunçâo: a omissâo inconstitucional
e suas espécies”, en la obra que comentamos, pp. 383 y ss.; en concreto, p. 401.
11
WESSEL: “Die Rechtsprechung des Bundesverfassungsgerichts zur Verfassungsbeschwerde”,
en Deutsches Verwaltungsblatt (DVBl), 67. Jahrgang, , Heft 6, 15. März 1952, pp. 161 y ss.
12
Carlos BLANCO DE MORAIS: “As Omissôes Legislativas e os Efeitos Jurídicos do Mandado
de Injunçâo: um ângulo de visâo português”, en la obra que comentamos, pp. 334 y ss.; en concreto,
p. 354.
1450 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

ley ordinaria viola el principio de igualdad, o de universalidad, si así se prefiere,


al no incluir en su ámbito subjetivo una determinada categoría de sujetos, no
obstante encontrarse posicionados los mismos en una situación igual u homóloga
en relación a los destinatarios del régimen jurídico de que se trate. Gilmar Mendes
podría ejemplificar esa posición de la doctrina brasileña cuando entiende13, que
la omisión parcial concierne a la ejecución parcial o incompleta de un deber
constitucional de legislar, que se manifiesta tanto en razón de la consideración
incompleta de lo establecido en la norma constitucional como en un proceso de
cambio en las circunstancias fáctico-jurídicas que venga a afectar a la legitimidad
de la norma, o también, en razón de la concesión de un beneficio en forma
incompatible con el principio de igualdad. Mendes, un excelente conocedor de
la doctrina germana, pues no en vano se doctoró en Alemania, creemos que con
esa alusión a la omisión derivada de un proceso de cambio de las circunstancias
fácticas, lo que está haciendo, con excelente criterio, es hacer suya la doctrina
sentada por el BVerfG en su Sentencia de 8 de agosto de 1978, en la que identifi-
cará el “deber de adecuación del legislador”. En esa decisión, relativa al reactor
nuclear de Kalkar (“Kalkar-Beschluss”), el Tribunal reconoció, que en virtud de los
nuevos desarrollos científicos, el legislador estaba constitucionalmente obligado
a un reexamen del uso pacífico de la energía atómica, que se había de dirigir al
fortalecimiento de las medidas de seguridad en las centrales nucleares. Analizando
diversos recursos de queja constitucional interpuestos por habitantes de la región
próxima a las instalaciones nucleares, el BVerfG resolvía que: “En el supuesto de
que se constaten indicios de peligro provenientes de reactores nucleares del tipo
<Schneller Brüter> (...), el legislador está obligado a promulgar las nuevas medidas
que se requieran”. La doctrina nos parece impecable, pero en realidad, en un
supuesto fáctico de tal naturaleza, a nuestro entender, la inacción del legislador
se traduciría en una omisión absoluta, no relativa.
Muy posiblemente, tras la previsión del parágrafo único del art. 2º del texto
inicial del Proyecto late esta amplia visión de la omisión parcial sustentada por la
doctrina brasileña, pero nos parece que el criterio de “insuficiencia” que acuña el
texto legal, como requisito inexcusable para llevar a cabo un control con base en
la existencia de una omisión parcial , no deja de suscitar problemas. A algunos de
ellos alude Blanco de Morais (en pp. 360 y ss.) cuando escribe, que la noción de
“insuficiencia” puede asumir una dimensión híbrida (cuantitativa, pero también
asociada a un componente cualitativo) en la que la potencial facultad del STF de
poder fiscalizar la complitud horizontal de las políticas públicas del legislador
puede deslizarse fácilmente hacia un poder de complitud vertical, “transitando-se
de um control de validade para um juízo de optimizaçâo política, passível de
romper com o princípio da separaçâo de poderes” (p. 360). Es por todo ello por
lo que el Profesor de Lisboa, con excelente criterio, entiende, que el sistema de
garantías de los derechos y libertades públicas ganará con la posibilidad de que
el STF pueda reparar las omisiones relativas para el caso concreto a través de

13
Gilmar FERREIRA MENDES: “O Mandado de Injunçâo e a Necessidade de sua Regulaçâo
Legislativa”, en la obra que comentamos, pp. 16 y ss.; en concreto, p. 17.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1451

decisiones aditivas, tan frecuentes en la jurisprudencia de muchos Tribunales


Constitucionales europeos.

V. Destaca el Ministro del STF Zavascki14, uno de los dos autores (el otro, como
ya se dijo, fue el Ministro Gilmar Mendes) del proyecto del que trae su causa el
que desencadena el simposio que da lugar a este libro, esto es, el Proyecto de Ley
nº 6.128, de 2009, cómo este último ha incorporado en su art. 12 el mandado de
injunçâo coletivo, indicando los titulares de la legitimación activa: el Ministerio
Público, los partidos políticos con representación en el Congreso Nacional y
las organizaciones sindicales, entidades de clase o asociaciones legalmente
constituidas durante, al menos, un año, estableciendo asimismo los respectivos
límites para su actuación. El mencionado precepto positiva esta modalidad del
mandado de injunçâo, lo que no significa que ello suponga ninguna novedad. Y
ello, justamente, por lo que ya escribíamos hace cuatro años15.
Una importante novedad –decíamos– de la Constitución de 1988 fue la
entronización del mandado de segurança coletivo (en el apartado LXX del art. 5º),
instituto que se iba a asentar en un doble elemento: un elemento institucional,
caracterizado por la atribución de legitimación procesal a instituciones asociativas
para la defensa de los intereses de sus miembros o asociados, y un elemento
objetivo, que se identifica por el uso de la garantía para la defensa de los intereses
colectivos16. Como derivación inmediata del mencionado instituto, iba a admitirse
el mandado de injunçâo coletivo, cuya consagración jurisprudencial no iba a
suponer otra cosa que una aplicación analógica del art. 5º, LXX de la Constitución.
Más aún, en el caso del mandado de injunçâo, la admisión de su vertiente colectiva
iba a ser mucho más fácil que el mismo reconocimiento en el caso del mandado de
segurança, recepcionado constitucionalmente por vez primera en 1934. En aquel
momento, la aparición de este instrumento procesal de garantía suscitó la duda
de si se debía de permitir su empleo por personas jurídicas, dado que el mandado
de segurança se hallaba en un capítulo relativo a “dos direitos e das garantias
individuais”. En 1988, la recepción constitucional, justamente en el apartado
inmediato anterior al del mandado de injunçâo, del mandado de segurança coletivo
facilitaba en gran medida la vertiente “colectiva” del mandado de injunçâo. Se ha
llegado incluso a afirmar, quizá de modo un tanto exagerado, que el interés de
esta acción judicial “é coletivo, nunca individual”; por lo mismo, la legitimación
para interponer la acción debía de ser de entes colectivos, siempre interesados en
la defensa del interés público17.

14
Teori Albino ZAVASCKI: “Mandado de Injunçâo: anotaçôes sobre o PL n. 6.128/2009”, en la
obra que comentamos, pp. 96 y ss.; en concreto, p. 99.
15
Cfr. al respecto, Francisco FERNÁNDEZ SEGADO: La Justicia Constitucional: una visión de
Derecho Comparado, Tomo I, Editorial Dykinson, Madrid, 2009, en particular, pp. 1035-1044.
16
En análogo sentido, José AFONSO DA SILVA: Comentário Contextual..., op. cit., p. 163.
17
Carlos Frederico MARÉS DE SOUZA FILHO: “O Direito Constitucional e as Lacunas de Lei”,
en Revista da Faculdade de Direito, Curitiba, ano 28, nº 28, 1994-1995, pp. 149 y ss.; en concreto,
p. 168.
1452 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

La doctrina del Supremo Tribunal Federal (STF) corroboró la interpretación


que se acaba de exponer. En 1994, en el Mandado de Injunçâo nº 361-RJ, el Tribunal
reconocía la legitimidad, en el caso en cuestión, de una entidad sindical de peque-
ñas y medianas empresas que, notoriamente dependientes del crédito bancario,
tienen interés común en la eficacia del parágrafo 3º del art. 192 del texto inicial de
la Constitución (norma posteriormente derogada), que tras prever que la tasa de
interés real, incluida en ella las comisiones y cualesquiera otras remuneraciones
directa o indirectamente referidas a la concesión de un crédito, no podría ser
superior al 12 por 100 anual, establecía que el cobro superior a este límite sería
conceptuado como delito de usura, castigándose en todas sus modalidades en los
términos que la ley determinara.

VI. La problemática medular que plantea el instituto tratado en este libro no es


otra que la de determinar la naturaleza y efectos de la decisión. No ha de extrañar
por lo mismo, que sea ésta la cuestión que mayor debate ha desencadenado entre
los participantes en el evento. Para tener una visión más comprensiva del debate
doctrinal, quizá convenga hacer una breve mención previa a los posicionamientos
doctrinales anteriores al Proyecto y a la interpretación dada en sede jurispruden-
cial.
A modo de trasfondo de las respectivas posturas por parte de la doctrina, lo
que subyace es la visión que los autores tienen de la relación que pueda existir, si
es que existe alguna, entre el mandado de injunçâo y la açâo direta de inconstitu-
cionalidade por omissâo. Un sector doctrinal, desde luego minoritario, equiparó
los efectos de las decisiones que nos ocupan con los propios de la mencionada
acción de inconstitucionalidad por omisión. En ello coincidieron esos autores con
la más que discutible primera jurisprudencia del STF en torno al tema. Un segundo
bloque doctrinal, claramente mayoritario, con diversos matices y particularidades,
converge en rechazar que el mandado de injunçâo termine generando el efecto
propio de la mencionada acción, esto es, dar “ciência ao Poder competente para
a adoçâo das providências necessárias”. Como en la obra comentada escribe
Benvindo (p. 267), tras la decisión del MI-107, en 1989, en la que el Ministro Moreira
Alves defendió la autoaplicabilidad del instituto, a la par que lo restringía a una mera
declaración de mora del legislador en la reglamentación del derecho específicamente
examinado, hubo un sentimiento de vacío del potencial de este instituto.
En pura hipótesis, cabría pensar en tres posibles soluciones para las decisiones
que reconozcan la violación de un derecho constitucional generada por una omi-
sión de un poder público. Una primera, innecesario es decir que absolutamente
descabellada, sería la de que el propio órgano jurisdiccional dictara la norma
reguladora omisa, aunque fuera temporalmente. Una segunda opción sería la
de que el órgano judicial constatara la omisión, dirigiéndose a renglón seguido
al órgano quiescente, comunicándole la inconstitucionalidad de su omisión e
instándole, expresa o implícitamente, a que proceda a dictar la norma omisa.
Este es el efecto que se anuda en Brasil a la acción directa de inconstitucionalidad
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1453

por omisión. En fin, la tercera fórmula de solución es la de que el propio órgano


jurisdiccional, circunscribiéndose al caso concreto, posibilite con su resolución la
plena eficacia del derecho, que es, en definitiva, lo que por lógica debe pretender
la demanda. A nuestro entender, la última posición es la que consideramos más
correcta; más aún, la única que creemos coherente con la naturaleza propia de
una acción judicial del mandado de injunçâo.
Como acabamos de decir, en la primera oportunidad en que tuvo ocasión de
pronunciarse sobre este instituto, el STF dio un efecto a su decisión (en la que
constataba la violación del derecho de resultas de la omisión legislativa) análogo
al de la acción directa de inconstitucionalidad por omisión. En una decisión un
año posterior a la dictada en el MI-107, la proferida en el MI nº 168-5-RS, aún
con mayor nitidez, el Tribunal precisaba el sentido de sus decisiones en este tipo
de acciones, argumentando del siguiente modo: “O mandado de injunçâo nem
autoriza o Judiciário a suprir a omissâo legislativa ou regulamentar, editando
ato normativo omitido, nem, menos ainda, lhe permite ordenar, de imediato, ato
concreto de satisfaçâo do direito reclamado: mas, no pedido, posto que de atendi-
mento impossível, para que o Tribunal o faça, se contém o pedido de atendimento
possível para a declaraçâo de inconstitucionalidade da omissâo normativa, com
ciência ao órgâo competente para que a supra”.
En una decisión posterior, el MI nº 232-1-RJ, el Tribunal, conociendo por su
propia experiencia la insensibilidad constitucional del Congreso y el sistemático
incumplimiento de sus decisiones, señalaba que, transcurridos seis meses sin
que el Congreso Nacional dictase la ley requerida por el parágrafo 7º del art. 195
de la Constitución (que declara exentas de contribución para la seguridad social
aquellas entidades de beneficencia dedicadas a la asistencia social que cumplan
las exigencias establecidas por la ley), el demandante de injunçâo pasaría a gozar
de la inmunidad contemplada constitucionalmente. Esta decisión entrañaba un
significativo paso adelante, al margen ya de tratarse de la primera ocasión en que
esta acción judicial se presentó por una persona jurídica.
Un giro notabilísimo se iba a producir por la tríada de decisiones dictadas
por el STF el 25 de octubre de 2007, las tres en relación con el derecho a la huelga
por parte de los servidores o funcionarios públicos (MI nº 670-ES, cuyo ponente
originario sería el Ministro Maurício Corrêa, que posteriormente fue relevado por
el Ministro Gilmar Mendes; MI nº 708-DF, que tuvo también como ponente a Gil-
mar Mendes, y MI nº 712-8-PA, cuyo ponente fue el Ministro Eros Roberto Grau).
En estas decisiones, por primera vez, el Tribunal se aparta de forma significativa
de su orientación tradicional. De un “Relatório” previo a la aprobación de estas
decisiones elaborado por el Ministro Roberto Grau, se podían extraer estas tres
ideas básicas:
1ª) El Judiciário estaba vinculado en el mandado de injunçâo por el poder/
deber de “formular supletoriamente la norma reguladora ausente”. No se trata
de una simple facultad, sino también de un deber que recae sobre el órgano
jurisdiccional.
1454 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

2ª) Caso de conceder la injunçâo, al Supremo Tribunal Federal le incumbía


“remover el obstáculo dimanante de la omisión, definiendo la norma adecuada
para la regulación del caso concreto, norma enunciada como texto normativo,
sujeto con posterioridad a interpretación por su aplicador”.
3ª) En el mandado de injunçâo, el poder judicial no define una norma de
decisión, sino que enuncia una “norma regulamentadora”, que faltaba para, en
el caso en cuestión, hacer viable el ejercicio del derecho, que no era otro en la
tríada de decisiones que el derecho de huelga de los funcionarios públicos. Y nada
impide, –se añade– que en lo que atañe a las hipótesis de otras demandas en el
futuro, que versen sobre situaciones análogas, les sea extendida “por despacho
monocrático do relator” esa misma regulación.
En la tríada de decisiones mencionadas, el Tribunal, ante la inexistencia de
la ley reguladora del derecho de huelga de los funcionarios públicos, constitucio-
nalmente exigida, propuso como solución la aplicación, en lo que cupiese, de las
previsiones de la Ley nº 7.783/89, de 28 de junio de 1989, reguladora del derecho
de huelga en general.

VII. En este marco contextual previo, el Proyecto de Ley desencadenante de


este libro contempla los efectos de este tipo de decisiones en su art. 9º, a cuyo
tenor: “A decisâo terá eficácia subjetiva limitada às partes e produzirá efeitos
até o advento da norma regulamentadora”. El precepto se complementa con tres
parágrafos adicionales, de los que nos interesa particularmente el contenido de los
dos primeros, que vienen a extender la regla general de la eficacia inter partes de
la decisión. A tenor del primero de esos parágrafos: “Poderá ser conferida eficácia
ultra partes ou erga omnes à decisâo, quando isso for inerente ou indispensável ao
exercício do direito, liberdade ou prerrogativa objeto da impetraçâo”. De confor-
midad con el parágrafo segundo: “Transitada em julgado a decisâo, os seus efeitos
poderâo ser estendidos aos casos análogos por decisâo monocrática do relator”.
La previsión legal, parece bastante claro, es deudora de la última jurispru-
dencia sentada en torno a este instituto por el STF. Como escribe Gilmar Mendes
(pp. 18-19), lo que se evidencia con tal disposición es la posibilidad de que las
decisiones dictadas en mandados de injunçâo surtan efectos normativos no sólo
en razón del interés jurídico de quienes los plantean , sino también para aquellos
otros casos que guarden similitud. De esta forma, aunque la regla general sería la
del efecto subjetivo o inter partes de la decisión, ésta comportaría una dimensión
objetiva, con eficacia erga omnes, que serviría a tantos cuantos fuesen los casos que
demanden una concreción frente a una omisión general del poder público, sea en
relación a una determinada conducta, sea respecto de un determinado texto legal.
Benvindo (p. 277) concluye su exposición indicando, que el debate en torno
a este instituto debe permitir abrir la verdadera potencialidad que le es propia,
que no es sino la defensa de los derechos y libertades objeto de análisis en el caso
concreto. Dicho de otro modo, la intervención en sede judicial ha de pretender
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1455

efectivizar los derechos. Dicho esto, el propio autor añade, que no se puede
pretender utilizar “este bellísimo instrumento” como argumento estratégico
para el proceso de desnaturalización del control concreto de constitucionalidad
y, finalmente, para la concentración del debate constitucional en el Supremo
Tribunal Federal. El Profesor de Brasilia, como se suele decir, pone el dedo en la
llaga, por cuanto la lectura del precepto antes transcrito deja la impresión de que
las excepciones a la regla general del efecto subjetivo o inter partes de este tipo de
decisiones pueden terminar convirtiéndose en la pauta general, lo que entrañaría
la conversión del STF en un órgano con una fuerte capacidad normativa, algo que,
claramente, lo desnaturalizaría.
También Blanco de Morais constata (p. 376), que la solución del parágrafo 1º
art. 9º del Proyecto de conferir eficacia erga omnes a la decisión del STF le merece
diversos tipos de reservas. La primera de ellas es la de que si el STF decide imponer
con fuerza vinculante sobre la Administración y los tribunales los fundamentos
de una decisión que contenga una interpretación conforme, o dictar una “súmula
vinculante” que obligue a las actuaciones de esos mismos poderes, o en fin, proce-
de a sustituir al legislador a través de una decisión con fuerza obligatoria general,
tal Tribunal estará materialmente ejerciendo una función normativa equiparada
a la actividad legislativa, y ésta es una función que la Constitución no le atribuye
expresamente ni se puede deducir de sus facultades generales de control. Y las
excepciones a la regla que sienta el principio de separación de poderes, claramente
constatables cuando el Tribunal ejerce un poder normativo, sólo pueden ser el
fruto, diríamos por nuestra cuenta, de previsiones constitucionales explícitas. El
Profesor de Lisboa aduce asimismo (p. 378), que existe una ausencia de consenso
doctrinal sobre esta eficacia general del mandado de injunçâo, ya que un amplio
sector de constitucionalistas (incluyendo algunos Ministros del STF) continúan
defendiendo que este instituto debe circunscribir su eficacia a los efectos inter par-
tes. En fin, y en ello no le falta razón al Profesor portugués, la eficacia erga omnes
resulta ser algo no estrictamente necesario desde un punto de vista procesal, ya
que existen otros mecanismos que permiten alguna generalización de la decisión
o el refuerzo de su componente “mandamental” sobre el legislador moroso.
A la regulación expuesta han de añadirse algunas de las previsiones del art. 8º
del texto, que Mello do Amaral califica como el “corazón del Proyecto”18, de con-
formidad con el cual, reconocida la situación de mora legislativa, será concedida
la injunçâo requerida con el fin de: 1º) determinar el plazo razonable para que el
órgano quiescente dicte la norma constitucionalmente exigida, y 2º) establecer
las condiciones en las que se producirá el ejercicio de los derechos, libertades o
prerrogativas reclamados. Ambos efectos ya estaban previstos desde la “Questâo
de Ordem” resuelta en el MI-107-3-DF. Con todo, ambas determinaciones no han
dejado de suscitar observaciones críticas. En relación a la fijación del plazo, no

18
José Levi MELLO DO AMARAL JÚNIOR: “Regulamentaçâo do Mandado de Injunçâo”, en la
obra que comentamos, pp. 152 y ss.; en concreto, p. 155.
1456 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

sin razón, Rufino do Vale cree19, que tal previsión, además de no ser conforme
(“nâo ser consentânea”) con el principio de la división de poderes, pues implica
una clara y desmesurada ingerencia de un poder en otro, parece ser un tanto
ingenua, pues parte del presupuesto de que la actividad parlamentaria de carácter
eminentemente legislativo puede quedar sometida a mandatos judiciales de este
tipo, y de que el legislativo tenderá siempre a cumplir fielmente las decisiones de
los tribunales. Es por lo mismo, por lo que el propio autor entiende (p. 220), que
en vez de estipular la fijación de plazos para la actuación del órgano legislativo,
la ley reguladora de este instituto debería de prever una cláusula de apelación
al legislador, una suerte diríamos por nuestra cuenta, de Appellentscheidung,
incentivando las prácticas de diálogo institucional entre los poderes. A nuestro
modo de ver, quedarse en una mera apelación al legislador no sería suficiente, por
cuanto a través del mandado de injunçâo el Tribunal viene obligado a viabilizar
in casu la plena eficacia del derecho cuyo ejercicio ha quedado inviabilizado de
resultas de la omisión. En cuanto a la segunda previsión, según Andrade Barbosa20,
representa “per se” un desestímulo al debate legislativo de la cuestión. Como regla
general, políticamente, el Congreso tendrá pocas razones para enfrentarse de
nuevo a las disputas políticas que las decisiones adoptadas por el Judiciário en sede
de mandado de injunçâo pueden resolver con menos estruendo (“estardalhaço”).
Zavascki, uno de los autores de la propuesta de la que dimanó el Proyecto
de Ley que nos ocupa, no sólo admite que la opción de conferir al mandado de
injunçâo un perfil “normativo-concretizador” entraña la atribución al poder
judicial de una actividad típicamente legislativa, sino que, en coherencia con ello,
atribuye a la decisión del STF unas especialísimas características que, a nuestro
modo de ver, aún profundizan en mayor medida esa vertiente normativa. A juicio
del citado Ministro del STF, esos rasgos característicos de la decisión serían: a) una
decisión con eficacia prospectiva natural, o sea, con efectos normalmente aptos
para proyectarse también el futuro; b) una decisión que queda sujeta, cuando
ello se entienda necesario, a los ajustes exigidos por las modificaciones fácticas
o jurídicas sobrevenidas, y c) una decisión con natural vocación expansiva en
relación a las situaciones análogas, efecto que también dimana de las exigencias
del principio de igualdad.
No faltan juicios favorables a la regulación que el Proyecto establece en torno
a los efectos de estas decisiones. Es el caso, por ejemplo, de Silva Ramos, quien la
considera bastante razonable, teniendo a la vista las situaciones de viabilización
del ejercicio de los derechos colectivos a través de la injunçâo21. Más aún, tampoco
se hallan ausentes posiciones un tanto exóticas, por decirlo de alguna manera, que

19
André RUFINO DO VALE: “Mandado de Injunçâo: comentários ao projeto de regulamentaçâo”,
en la obra que comentamos, pp. 161 y ss.; en concreto, p. 214.
20
Leonardo Augusto de ANDRADE BARBOSA: “Armadilhas Constitucionais: estudo sobre a
regulamentaçâo do mandado de injunçâo sob a perspectiva das relaçôes entre Legislativo e Judiciário”,
en la obra que comentamos, pp. 281 y ss.; en concreto, p. 293.
21
Elival da SILVA RAMOS: “Mandado de Injunçâo e Separaçâo dos Poderees”, en la obra que
comentamos, pp. 230 y ss.; en concreto, p. 251.
FRANCISCO FERNÁNDEZ SEGADO 1457

en el fondo están propugnando algo tan descabellado como es convertir al poder


judicial en un verdadero legislador. Es el caso de Pires Rosa, para quien el manda-
do de injunçâo exige “una especie de reparto o división (“compartilhamentaçâo”)
de la función legislativa entre el legislativo y el judicial22, lo que trata de justificar
en que ambos poderes deben comprender que en situaciones excepcionales, como
sería el caso de aquéllas en las que cabe el recurso a este instituto procesal, los
dos poderes desempeñan, aunque sea parcialmente, funciones legislativas. En
sintonía con ello, este autor propone una fórmula por la que el STF dictaría las
“condiciones normativas” para el ejercicio del derecho con eficacia erga omnes
aunque no inmediata, por cuanto tal eficacia quedaría paralizada durante un año,
período que se sugiere con la finalidad de que en el mismo el legislativo tuviese la
oportunidad de dictar la norma omisa. Con ello, no sólo se habilita a un órgano
del poder judicial para que asuma una función que no le corresponde, sino que se
desnaturaliza el objetivo del mandado de injunçâo, que no es otro sino viabilizar
lo antes que sea posible la plena eficacia de un derecho. El despropósito de la
fórmula sugerida, a nuestro juicio, es monumental desde todos los puntos de vista.

VIII. Unas últimas reflexiones se imponen por nuestra parte. No cabe duda
de que uno de los más relevantes problemas dogmáticos que suscita la posible
declaración del “estado de mora legislativa” atañe a los efectos que se anudan a tal
decisión judicial. La misma puede oscilar desde una mera declaración platónica,
por utilizar los términos de Canotilho, aun cuando en referencia al específico
instituto portugués del control de las omisiones, que subyacería en las órdenes,
apelaciones o condenas del silencio legislativo23, hasta la conversión del Tribunal
en un verdadero legislador.
Principios constitucionales de la máxima relevancia, como el de la división de
poderes, el de la legitimidad democrática del legislador y el del pluralismo, cons-
tituyen a nuestro entender barreras infranqueables que impiden la conversión del
juez constitucional en legislador en ningún momento ni circunstancia. Piénsese,
por ejemplo, en que el respeto de la libertad configuradora del legislador adquiere
particularísima relevancia cuando la norma constitucional admite múltiples
posibilidades de desarrollo, algo bastante habitual en las disposiciones de la parte
dogmática de las constituciones; es el legislador quien queda habilitado por ese
principio poliédrico del pluralismo político para decantarse por una u otra opción.
Cierto es que, como ha argumentado Schlaich24, el principio de la división de
poderes prevé la complementariedad y el apoyo por parte de todas las instituciones
respecto de aquellos órganos que no se encuentre en condiciones de concluir
completamente sus funciones, pero claro está, una cosa es complementar y otra

22
André Vicente PIRES ROSA: “Mandado de Injunçâo sob a Perspectiva do Projeto de Lei n.
6.128, de 2009”, en la obra que comentamos, pp. 101 y ss.; en concreto, p. 105.
23
José Joaquim GOMES CANOTILHO: Constituiçâo dirigente e vinculaçâo do legislador. Contributo
para a compreensâo das normas constitucionais programáticas, Coimbra Editora, Coimbra, 1982, p. 350.
24
Klaus SCHLAICH: “Corte costituzionale e controllo sulle norme nella Repubblica Federale di
Germania”, en Quaderni Costituzionali, Anno II, nº 3, Dicembre 1982, pp. 557 y ss.; en concreto, p. 584.
1458 COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

bien diferente sustituir. Además, sería un grave error pensar, que el legislador
es un mero ejecutor de la constitución; en modo alguno puede equipararse su
relación con la Constitución con la que media entre el poder reglamentario y la
ley. En cuanto actualiza de modo permanente la voluntad soberana del pueblo, el
legislador se halla plenamente legitimado para precisar en una u otra dirección el
desarrollo que se ha de dar a esas cláusulas constitucionales abiertas que permiten
una diversidad de opciones de desarrollo. Y a nuestro entender, el poder judicial
carece de esa específica legitimidad.
En resumen, y por lo que al instituto que nos ocupa se refiere, el STF debe
viabilizar el derecho inviable de resultas de la omisión; ello, inevitablemente, le
acercará al ejercicio de una función normativa, pero creemos que sería fundamen-
tal que la misma opere in casu, esto es, que quede circunscrita al caso concreto.
Más tranquilizadora nos parece la fórmula de que, llegado el caso, el efecto ultra
partes provenga del precedente jurisprudencial, aún a sabiendas de que Brasil no
es un país con un sistema jurídico de common law, que de una específica habi-
litación legal para que el STF pueda otorgar a su decisión un efecto erga omnes.
Debemos felicitarnos, ante todo, por el hecho de que al fin parezca próxima
una ley reguladora de este novedoso e interesante instituto procesal constitucio-
nal. Pocas oportunidades habrá más adecuadas para la aprobación de un texto
legal como éste que el ya muy vecino 25º aniversario de esa, por tantas razones,
importantísima e innovadora carta jurídico-política que fue la Constitución de
1988. Y también hemos de congratularnos por la propia existencia de este libro,
que creemos se publica en un momento óptimo, y que en cuanto reflejo de múl-
tiples, y en ocasiones contrapuestas, interpretaciones del instituto del mandado
de injunçâo, debe contribuir a ilustrar a los legisladores brasileños en la no fácil
tarea de diseñar la ley que ha de regularlo. Estamos ante un instituto en verdad
novedoso, revelador de la evolución del constitucionalismo, del dinamismo de
las técnicas de protección de los derechos y también, desde luego, de la propia
justicia constitucional. Pero no es fácil imbricarlo en el siempre delicado marco
relacional entre el poder legislativo y el judicial.

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