EL USUFRUCTO LEGAL DE
FIDELIDAD COMO LIMITACIÓN
A LA FACULTAD DE DISPOSICIÓN
MORTIS CAUSA
SUMARIO
I. IDEAS INTRODUCTORIAS
II. CONCEPTO Y CARACTERES DEL USUFRUCTO DE FIDELIDAD
III. LOS SUJETOS DE LA RELACIÓN
IV. OBJETO DEL DERECHO
V. LA OBLIGACIÓN DE INVENTARIO Y SU DISPENSA
VI. ESTATUTO JURÍDICO DEL USUFRUCTO DE FIDELIDAD
VII. EN ESPECIAL, LA REGLA DE LA LEY 260
VIII.EXTINCIÓN DEL USUFRUCTO DE FIDELIDAD
IX. CAUSAS DE PRIVACIÓN DEL USUFRUCTO DE FIDELIDAD
X. EL IMPACTO DE LA CONVIVENCIA MARITAL EN LA CONCLU-
SIÓN DEL USUFRUCTO DE FIDELIDAD
XI. CONCLUSIONES
I. IDEAS INTRODUCTORIAS
La nota fundamental del sistema jurídico navarro –su carácter abierto– no contri-
buye precisamente a facilitar el estudio de su ordenamiento, puesto que éste es, en prin-
cipio, dispositivo (ley 8). Parece, pues, que, también en principio, sólo puede explicarse
desde una peculiar perspectiva metodológica: aquella que lo considera no como un ele-
mento configurador, sino como una mera herramienta supletoria de los olvidos u omi-
siones de los sujetos interesados, con algún correctivo puntual de naturaleza imperativa.
Ésta es la razón de que, de entrada, el título X del libro II del FN lleve un ladillo
por lo menos sorprendente: “De las limitaciones a la libertad de disponer”. En este títu-
lo aparecen, junto a la que constituye el objeto de estas páginas, el usufructo de fideli-
dad, varias limitaciones más: las legítimas, los derechos de los hijos de anterior matri-
monio, la reserva del bínubo y la reversión de bienes. Esta pluralidad de instituciones
tienen de común su problemática convergencia con las piedras angulares del sistema
jurídico de Navarra, es decir, con aquellas normas que reconocen los principios que las
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instituciones referidas vienen a modificar. Me refiero, claro está, a las reglas que esta-
blecen el orden de prelación de fuentes, la primacía de la libertad civil y la excepciona-
lidad de las limitaciones que se impongan a la misma (leyes 2, 3, 7, 8 y 149 del FN).
El usufructo de fidelidad constituye en Derecho navarro la comunmente llamada
legítima vidual. De ahí, su calificación como limitación a la libertad de disponer. Es
más; puede observarse de inicio que, en cuanto limitación, el usufructo de fidelidad
presenta una mayor intensidad que la legítima foral. Ésta se reduce en la práctica a evi-
tar la preterición, puesto que su contenido material no sólo es simbólico, sino que no es
exigible (ley 267 del FN). Por el contrario, el usufructo del viudo en Navarra ofrece de
entrada unas exigencias y un contenido mínimo de mayor enjundia. Ciertamente, la
autonomía privada puede modificar hondamente el régimen legal, pero, como digo, de
entrada, éste se presenta con una entidad y consistencia mayores.
Por otro lado, no puede olvidarse la aparición de una figura que ha penetrado
abruptamente en el sistema resquebrajando su carácter originario. Me refiero, claro
está, al convivente o pareja estable. La Ley foral 6/2000, de 3 de julio, para la igualdad
jurídica de las parejas estables, ha equiparado a los miembros de la misma con la posi-
ción jurídica del viudo. Lo ha hecho mediante una solución técnica plausible, como ha
sido la de proceder a la reforma de la ley 253 del FN. Sin embargo, la introducción de
esta nueva figura en un ámbito –el familiar-sucesorio– tan nítidamente delineado por el
usufructo de fidelidad ha sido realizada de forma poco reflexiva, sin calibrar el alcance
que tal equiparación tenía. El resultado, como no podía ser de otra manera, ha generado
una zona de fricción, de tensión, puesto que la consideración del convivente supérstite
como titular del usufructo de fidelidad además del viudo, ha supuesto el ingreso en el
sistema de una rueda loca que ataca frontalmente la coherencia del mismo, comenzan-
do por el mismo diseño del ámbito de aplicación y del punto de conexión que lo deter-
mina.
Es precisamente el tema que acaba de esbozarse una cuestión previa que debe
abordarse en este momento con carácter general. Como es lógico, el ámbito de aplica-
ción del usufructo de fidelidad –como el de cualquier otra institución de Derecho nava-
rro– está determinado por las reglas generales de aplicación del FN y, para el caso, por
las específicas contenidas en el párrafo tercero de la Ley 253, bajo el ladillo “Ley per-
sonal”. En su redacción primitiva, la norma era claramente discriminatoria para la
mujer, puesto que establecía como punto de conexión la vecindad civil del marido. La
inconstitucionalidad sobrevenida de la misma era evidente. Por esta razón, el tenor lite-
ral de la ley 253 fue modificado por la Ley foral 5/1987, de 1 de abril, y su redacción es
ahora la siguiente: “El usufructo de fidelidad se dará a favor del cónyuge sobreviviente
cuando el premuerto tuviera la condición foral de navarro al tiempo de su fallecimien-
to”. Como acabo de exponer, la Ley foral 6/2000 ha introducido en esta misma ley un
párrafo segundo para equiparar a la situación del cónyuge viudota la del miembro
sobreviviente de una pareja estable reconocida por la Ley. Olvidó, sin embargo, modifi-
car este párrafo tercero para incluir expresamente al miembro sobreviviente de tal pare-
ja estable. Hay que salvar, sin embargo, el error del legislador, pues la ratio legis es ine-
quívoca. Por consiguiente, debe entenderse que, si el miembro premuerto de una pareja
estable ostenta la vecindad civil navarra, el sobreviviente tendrá derecho al usufructo de
fidelidad.
Queda, finalmente, por solucionar el problema de las fuentes del sistema, es
decir, de su relación con los principios fundamentales en cuyo rededor gira el sistema
navarro. La principal cuestión que hay que resolver en este punto es la de si nos encon-
tramos ante una alteración –cabalmente una inversión– de la ley 2 del FN, la que esta-
blece el orden de prelación de las fuentes del Derecho civil navarro. En apariencia, así
es. Ello no sólo por el rotundo ladillo del Título X del Libro II, sino también por la
norma que contiene la ley 149, bajo el ladillo “Libertad de disposición”. Según el párra-
fo primero de dicha ley, “los navarros pueden disponer libremente de sus bienes, sin
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más restricciones que las establecidas en el título X de este libro”. El aparente carácter
incompleto de la norma debe integrarse con la anterior y, en general, con el enunciado
del libro II, “De las donaciones y sucesiones”; se completa así la proposición normativa
y así resulta que la libertad de disposición que la ley 149 proclama se ciñe a la disposi-
ción a título gratuito, tanto inter vivos –donaciones–, como mortis causa.
Lo que sí queda claro es que la regla general es la plena libertad de disposición.
Por tanto las limitaciones de la misma constituyen excepciones que, como tales, han de
ser interpretadas restrictivamente. Desde esta perspectiva, la ponderación conjunta de
las leyes que integran el capítulo I del título X de este libro, es decir, las referidas al
usufructo de fidelidad, invierte la conclusión que provisionalmente he dejado asentada
al comienzo de este epígrafe.
En efecto; aparentemente, el régimen establecido por el FN se superpone y se
impone al juego de la voluntad del causante. Así parece resultar del tenor de las propo-
siciones normativas que lo integran y que configuran un sistema coherente con el enun-
ciado de la ley 149, de acuerdo con el cual, la limitación legalmente establecida susti-
tuiría al juego de la autonomía privada del causante si ésta es contraria a aquella. De
esta manera, surgiría un régimen similar al que respecto a esta misma materia establece
el CC dentro de su propio ámbito por medio del art. 834, sus concordantes y jurispru-
dencia que lo ha interpretado. Como digo, una primera ojeada a una serie de normas
básicas induce a sentar esta primera impresión: así, por ejemplo, la ley 254 (causas de
exclusión), el párrafo cuarto de la ley 253 (inalienabilidad del objeto por el usufructua-
rio), la ley 257 (obligación de realizar inventario) o la ley 261.3 (la extinción por matri-
monio). Sin embargo, una reflexión más detenida permite apreciar que realmente son la
autonomía privada del causante o la del propio usufructuario los verdaderos vectores
del sistema. Se verá en su momento con mayor profundidad. Cabe, sin embargo, antici-
par ya aquí que el derecho es renunciable, incluso anticipadamente (ley 253) o que es
posible dispensar de la obligación de realizar inventario, de la prohibición de enajenar
el objeto del usufructo o incluso de su extinción por matrimonio posterior del usufruc-
tuario (ley 264), todo ello, bien por voluntad del disponente o por pacto.
Resulta así que la inversión del sistema es más aparente que real. En efecto; el
análisis integral de la regulación revela un suave matiz imperativo, pero tan suave que
cabalmente subordina la letra de la ley a la eficacia configuradora de la autonomía pri-
vada. Es, por tanto, respetuoso con el funcionamiento normal de dicho sistema.
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la única que la ley 254 contempla. No se refiere al divorcio porque la disolución del
vínculo hace desaparecer la condición de cónyuge; pero tampoco contempla la pareja
estable legalmente reconocida que puede persistir –siquiera sea de manera muy tenue–
cuando la convivencia ha cesado si no ha transcurrido un año desde dicho cese (art.
4.1.e de la Ley foral 6/2000). La norma resulta, así, confusa y confundida puesto que
exige la integración en el enunciado del FN de un supuesto no previsto y hasta cierto
punto contradictorio con su ratio, que no es otra que la de constituir el usufructo tan
sólo en los casos de normalidad matrimonial.
De esta manera, el cuadro podría ser el siguiente.
a) Tiene derecho al usufructo:
–El cónyuge que no hubiese consentido la separación de hecho y así lo hubiere
manifestado si hubiese sido requerido en los términos del núm. 1.a de la ley (los mis-
mos que los previstos en el art. 82.4 del CC).
–El miembro de la pareja estable cuya convivencia hubiese cesado sin que
hubiere transcurrido un año desde la cesación, con idéntica respuesta que en el caso
anterior al requerimiento eventualmente formulado.
b) No ostentan el usufructo el cónyuge o miembro de pareja estable que:
–Hubiesen incurrido en causa de separación judicial con independencia de que,
en el caso del cónyuge, la hubiese solicitado o no (núms.. 1.b y 2.b);
–Hubiesen sido ejecutoriamente condenados por haber atentado contra a vida del
otro (núm. 3);
–Hubiesen sido privados por sentencia firme de la patria potestad sobre los hijos
comunes (núm 3).
c) No ostenta el usufructo el cónyuge que hubiese solicitado la separación judi-
cial tras haber originado la separación de hecho no consentida por el otro (núm. 2.c),
supuesto que por razones obvias no es aplicable al miembro de una pareja estable.
d) No existe el usufructo para ninguno de los cónyuges o miembros de una pare-
ja estable
–Cuando la separación –por supuesto, de hecho– haya sido convenida por ambos
(núm 1.a);
–Cuando la separación se base en las causas 3 y 4 del art. 82 del CC (núm. 2.b);
e) No existe usufructo para ninguno de los cónyuges (es decir, sólo cuando exis-
te matrimonio):
–Cuando la separación judicial haya sido convenida (núm. 2.a);
–Cuando la separación judicial se base en las causas 3, 4, 6 y 7 del art. 82 del
CC.
La inaplicabilidad del art. 82 del CC, núms. 6 y 7, éste último, en relación con el
86, a la situación de convivencia estable de pareja es, a mi juicio, obvia, puesto que los
plazos que en estas normas se establecen son iguales o superiores al establecido por el
art. 4.1.e de la Ley foral 6/2000, lo que supone la extinción de la pareja estable (disolu-
ción, en la terminología legal). En cualquier caso, ya habrá podido comenzar a apre-
ciarse la constante falta de sintonía entre la regulación del FN y la Ley foral 6/2000.
Por otra parte, el usufructo de fidelidad, como verdadero usufructo que es –aun-
que lo sea sui generis–, participa de los caracteres inherentes a todo usufructo. Así
resulta de la remisión que en este sentido realiza la ley 266 al cap. I, del tít. IV, del libro
III del FN. Es la ley 408, que abre el capítulo, la que contiene la caracterización genéri-
ca de la figura, de la que el usufructo de fidelidad también participa.
ESTUDIOS 15
En primer lugar, se trata de un ius in re aliena, derecho real que otorga a su titu-
lar, como expresa la ley 408, “las facultades dominicales con exclusión de la de dispo-
ner de la cosa objeto del usufructo”. La fórmula es poco afortunada pues existen facul-
tades dominicales diferentes de la de disposición que tampoco se atribuyen al
usufructuario (vg., las de accesión), pero expresa con la claridad suficiente el principio
salva rerum substantia, esencial, en principio, a esta figura. Sin embargo, esta regla
queda modificada por la regulación especial contenida en las leyes 253 y 264.2. La pri-
mera autoriza a enajenar el objeto del usufructo mediante la actuación conjunta de
nudo propietario y usufructuario; la segunda, recoge la facultad del disponente para
autorizar la enajenación y el gravamen de los bienes.
En segundo lugar, se trata de un derecho temporal (ley 408), temporalidad que
en el régimen general se anuda principal aunque no exclusivamente a la vida del titular
(ley 421). El usufructo de fidelidad dispone a este respecto de un régimen especial pro-
pio y, por tanto, de aplicación preferente establecido en las leyes 261 y 264.
En tercer lugar, es un derecho personalísimo, carácter que deriva de su especial
naturaleza y que comparten ambas modalidades de usufructo, el general y el de fideli-
dad. Consecuencia directa de este especial carácter es la concurrencia de otras dos
notas, la inalienabilidad y la inembargabilidad..
La inalienabilidad es nota común a ambas modalidades de usufructo. Así resulta
del tenor del párrafo segundo de la ley 408 y del cuarto de la 253. El régimen general
sigue la tradición romana y se separa en este punto del sistema del CC (art. 480), prohi-
biendo la cesión del derecho en sí, pero no de su ejercicio durante el tiempo que dure el
usufructo. El fundamento de la prohibición radica en su originaria finalidad económica,
de manutención del titular (BARBER CÁRCAMO), pero las consecuencias son impor-
tantes, puesto que la cesión tan solo del ejercicio mantiene como titular del derecho al
primitivo usufructuario. El citado párrafo cuarto de la ley 253 se limita a afirmar que
“este derecho es inalienable”. El resto de la norma, pese a ir enlazada a esta proposi-
ción inicial, no se refiere a ella y es reveladora de una grave deficiencia técnica puesto
que confunde la cesión de derecho en sí con la de su objeto. La inalienabilidad del
derecho se ha justificado como una vinculación de los bienes del fallecido en atención
a la relación conyugal extinguida (Auto de la Audiencia de 1 de diciembre de 1998).
Sin embargo, entiendo que sí es admisible la hipótesis permitida por la ley 408 de
cesión del ejercicio del derecho, manteniendo el usufructuario de fidelidad tal condi-
ción por todo el tiempo que dure el usufructo. Es más; esta posibilidad –que no se dife-
rencia mucho de la conmutación (art. 839 del CC)—.puede flexibilizar la relación, per-
mitiendo abonar al titular del derecho un capital o una renta periódica que le liberase de
la obligación, engorrosa y a veces excesiva, de proceder personalmente a la explotación
económíca de los bienes usufructuados.
La inembargabilidad es consecuencia de la inalienabilidad. Así lo ha afirmado
otro Auto de la Audiencia, éste de 19 de junio de 2000, aunque admite el embargo de
“una concreta manifestación del mismo”, en el caso de las facultades de disfrute sobre
un bien concreto. La doctrina sentada por la Audiencia podría ser discutible. Sin
embargo, ha quedado corroborada por la nueva LEC. Su art. 605 dispone que “no serán
en absoluto embargables: 1º. Los bienes que hayan sido declarados inalienables”. Cier-
tamente, cabe poner en cuestión que la LEC estuviera pensando en el supuesto que
ahora nos ocupa, pero hay que reconocer que el tenor de ambas normas –tanto la ley
253 como el art. 605– es tan contundente y expresivo que deja poco margen para la
duda.
Asimismo, y contra lo que pudiera pensarse, el usufructo de fidelidad es renun-
ciable anticipadamente. Así lo establece de forma expresa el párrafo quinto de la ley
253, en claro contraste con la radical prohibición contenida en el art. 816 del CC. La
renunciabilidad anticipada constituye, sin duda, un carácter propio y específico de la
figura, expresivo de la fuerza del principio de libertad civil, capaz de eludir la eficacia
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ter a revisión ambas notas: el usufructuario de fidelidad ni tiene por qué ser cónyuge ni
tiene por qué ser supérstite.
El tenor literal originario de la ley 253 atribuía el usufructo de fidelidad únicamen-
te al cónyuge viudo. De ahí que titular del mismo sólo pudiera serlo una persona física,
como ya ha quedado expuesto. La propia condición de cónyuge viudo implica, evidente-
mente, la preexistencia de un vínculo matrimonial, tema éste sobre el que hace tiempo se
suscitó la cuestión del tipo de matrimonio requerido para que el usufructo llegase a nacer.
Hoy día, el vigente sistema matrimonial español ha simplificado la respuesta: basta que
se trate de un matrimonio reconocido por el ordenamiento civil. Pero incluso esta exigen-
cia ha quedado notablemente suavizada por la introducción, llevada a cabo por la Ley
foral 6/200, de un párrafo segundo en la ley 253 que equipara al cónyuge y al miembro
sobreviviente de una pareja estable reconocida por la Ley. Al hilo de esta reforma parece
fuera de duda que pueden adquirir el usufructo de fidelidad personas unidas por un víncu-
lo matrimonial no reconocido e incluso no reconocible por el ordenamiento español. No
hay que olvidar, en efecto, que la Ley foral 6/2000, reguladora de las parejas estables, se
muestra particularmente flexible en materia de reconocimiento de las mismas, flexibili-
dad que, en este punto, resulta especialmente distorsionadora de la institución a la que se
acopla. Lo veremos con mayor detenimiento al final de este mismo epígrafe.
Respecto a la exigencia de premoriencia, hay que recordar que el sistema no sólo se
basaba en la preexistencia de vínculo matrimonial entre el fallecido y el usufructuario, sino
que requería también la indisolubilidad del matrimonio. De esta manera, sólo la muerte de
un cónyuge otorgaba al supérstite la condición de usufructuario, porque sólo la muerte de
un cónyuge disolvía el matrimonio. Por eso, la ley 253 se refiere expresamente al “cónyuge
premuerto”, porque tanto el vínculo matrimonial como la premoriencia constituían los dos
presupuestos insoslayables a los que se anudaba el nacimiento de la figura. El diseño fue
alterado sustancialmente por la reforma operada por Ley de 7 de julio de 1981. La introduc-
ción del divorcio como causa de disolución del matrimonio implicaba la extinción de la
cualidad de cónyuge y correlativamente, de la de legitimario. Pero además la introducción,
también como causa de disolución del matrimonio, de la declaración de fallecimiento ponía
en tela de juicio la supervivencia requerida hasta entonces como presupuesto de la legítima
vidual, tanto en el régimen del CC como en el Derecho navarro. La reforma operada en el
Derecho navarro por la Ley foral 5/1987, de 1 de abril, no tuvo en cuenta este extremo. No
hay, pues, al respecto ni norma específica del Derecho navarro, ni –que yo sepa– tradición
jurídica alguna. Ello conduce a entender aplicable en Navarra el art. 196 del CC que, aun-
que con especiales cautelas, ordena la apertura de la sucesión del declarado fallecido. ¿Nace
en ese momento el derecho a la legítima vidual? En el CC no hay duda de que sí. Tampoco
debe haberla, según entiendo, en Derecho navarro, puesto que la situación es análoga a la
creada por el fallecimiento del cónyuge –y ahora también, de la pareja estable, como ya se
ha visto–: cese de la convivencia y eventual falta de asistencia económica.
Finalmente, dos palabras ya anunciadas sobre la distorsión que la equiparación
del miembro superviviente de una pareja estable con el cónyuge viudo supone para el
sistema creado por el FN. Para empezar, puede darse el caso, desde luego no previsto ni
querido por el FN, de que premuerto y usufructuario de fidelidad sean del mismo sexo.
La admisión de la pareja estable entre personas del mismo sexo llevada a cabo por los
arts. 1 y 2.1 de la Ley foral 6/2000 así lo autoriza.
Pero cabe incluso pensar malévolamente en la hipótesis –no por excepcional,
anómala– de la existencia de una pluralidad de usufructuarios de fidelidad, hipótesis
originada por una grave deficiencia técnica de la Ley foral 6/2000. El tema merece,
según creo, una breve explicación. Con anterioridad a la Ley foral 6/2000, la hipótesis
planteada era de todo punto imposible puesto que sólo podía haber un cónyuge viudo.
La Ley foral, al igual que alguna otra, pero no todas, intenta impedir la concurrencia de
situaciones de pareja, bien entre ellas, bien respecto a una situación matrimonial. Por
eso exige que ninguno de los miembros de la pareja esté ligado por vínculo matrimo-
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nial o mantenga una relación de pareja con otra persona. Sin embargo, lo que se ha
intentado ha sido poner puertas al campo. Por eso, la propia imperfección del sistema
propicia las fugas del mismo. Veámoslo más despacio.
A diferencia de otras normas reguladoras de esta misma materia, la Ley foral
6/2000 configura con gran amplitud y flexibilidad las normas de reconocimiento de la
pareja estable; acabo de indicarlo más arriba. La Ley navarra no exige ningún requisito
supuestamente constitutivo de la situación, tales como manifestación o inscripción en un
Registro administrativo. En coherencia con esta flexibilidad –que admite incluso la convi-
vencia durante un año como presupuesto configurador (art. 2.2, párrafo segundo)– indica
en su art. 3, bajo el ladillo “Acreditación”, que “la existencia de pareja estable y el trans-
curso del año de convivencia podrán a través de cualquier medio de prueba admitido en
Derecho”. De aquí puede deducirse que el único requisito para que la Ley navarra sea
aplicable es el punto de conexión establecido por el art. 2.3, sobre el que pende un recur-
so de inconstitucionalidad, es decir, la vecindad civil navarra de al menos uno de los
miembros de la pareja. Pero, obviamente, la Ley foral sólo podrá aplicarse cuando la
pareja cumpla los presupuestos exigidos legalmente exigidos, señalados en los arts. 1 y 2.
Por otro lado, en las referencias que la norma realiza hacia sí misma, tanto en su
texto como en su Exposición de motivos se autodenomina siempre como “Ley foral”
(párrafo quinto de la E. de M., arts. 2.1, 2.3, 5.1, etc.). Sin embargo, el párrafo segundo
introducido en la Ley 253 del FN por el art. 11.1 de la Ley foral prescinde de esta cali-
ficación para equiparar con el cónyuge viudo al miembro de una pareja estable “reco-
nocida por la Ley”. A mi juicio, esta omisión tiene una transcendencia jurídica que no
puede negarse ni desconocerse, puesto que conduce a trascender el ámbito del ordena-
miento civil navarro, en sintonía con el grado de aperturismo y flexibilidad de que
constantemente hace gala la Ley foral.
Y, por último, hay que tener también en cuenta que la adquisición de la cualidad
de usufructuario de fidelidad tiene asimismo su propio punto de conexión, establecido
por el párrafo tercero de la Ley 253 del FN, bajo el ladillo “Ley personal”: “El usufruc-
to de fidelidad se dará a favor del cónyuge sobreviviente cuando el premuerto tuviera la
condición foral de navarro al tiempo de su fallecimiento”. Aunque el texto no ha sido
modificado, la equiparación realizada por el párrafo anterior obliga a extender la apli-
cación de la norma a los miembros de una pareja estable.
De esta suerte bastará con que el miembro premuerto de una pareja configurada al
amparo de cualquier otra Ley autonómica ostente la vecindad civil navarra, para que el
otro miembro superviviente pueda adquirir el usufructo de fidelidad. Y ello, aunque el
premuerto tuviese pareja estable sometida a la Ley foral navarra, cuyo miembro supérstite
también lo ostentaría. Y más todavía. Este mismo supuesto de concurrencia podría exten-
derse a los casos en que, pese a la separación, el cónyuge viudo conservase el derecho al
usufructo de acuerdo con lo establecido en el complejo texto de la ley 254: cónyuge aban-
donado que no hubiese consentido la separación, en el supuesto de la de hecho, y cónyu-
ge que no hubiese incurrido en causa de separación, en el supuesto de la judicial. En tal
caso ocurriría algo que el legislador nunca previó ni podía haber previsto: existirían dos
–¡o más!– usufructuarios de fidelidad.
Como he dicho, el supuesto será insólito, pero no anómalo. Sin embargo, el
juego normal del sistema organizado respecto a las parejas de hecho constituye una
subversión particularmente intensa del articulado en torno al usufructo de fidelidad.
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20 JOSÉ ÁNGEL TORRES LANA
Tampoco tienen una justificación coherente los tres últimos números de la rela-
ción. ¿A qué bienes se refiere? ¿A los que el premuerto ha legado o a los que le han
sido legados a él? Si lo primero, hay que dudar de que al morir el causante tales bienes
sigan formando parte de su patrimonio a los efectos que ahora nos ocupan; si lo segun-
do habría que recriminarle su tardanza en cumplir la voluntad de un causante anterior.
La norma parece pensar en el primer caso. Podría justificarse en la prevalencia del
interés de los legatarios sobre el del viudo o pareja sobreviviente; pero más lógico es
considerarla tan prescindible como la contenida en el nº 2.
Esta, según entiendo, ha de ser la solución que, desde luego, se augura nada
pacífica y harto conflictiva dada la situación desde la que surge.
Los párrafos tercero y cuarto de la ley 410 del FN se refieren a la clásica obliga-
ción del usufructuario de proceder al inventario de los bienes usufructuados. En Dere-
cho navarro, como se desprende de la lectura de las normas referidas, el régimen gene-
ral es más suave que el establecido por el CC. La formación de inventario sigue siendo,
ciertamente, una garantía en favor del nudo propietario, pero la ley 410 no establece
una obligación legal de realizarlo, sino que concede al nudo propietario la facultad de
exigirlo en cualquier momento; entrega, pues, de la tutela a la voluntad del titular de la
garantía.
La ley 257 es reflejo de esta misma norma en sede de usufructo de fidelidad,
pero su contenido es mucho más contundente: en principio, la formación de inventario
es más que una facultad del nudo propietario y más que una obligación del usufructua-
rio, pues parece constituir un presupuesto de adquisición del derecho. El problema que
se plantea en este punto es si la palabra adquisición significa “constitución” del dere-
cho o puesta en posesión de los bienes en poder del usufructuario. Si no concurre causa
de privación posiblemente haya que entender que el usufructo se constituye en el
mismo momento de fallecer el causante, es decir, que en ese instante se produce la
disociación de titularidades. Es cierto que el ordenamiento navarro no es tan expresivo
como el art. 834 del CC, más revelador del automatismo con que nace la legítima
vidual. Si esto es así, a pesar del tenor legal habrá que entender que lo que se subordina
a la formación de inventario no es tanto el nacimiento del derecho cuanto la entrega al
usufructuario de los bienes objeto del mismo, es decir, el comienzo de su ejercicio. Esta
interpretación es coherente con la distinción que con carácter general establece la ley
408 entre la titularidad del derecho, que es intransmisible, y su ejercicio, que sí lo es y
encuentra base positiva –bien que no muy rotunda– en el párrafo segundo de la ley 257.
La SA de 19 de noviembre de 2002 se ha referido a este tema, pero de forma incidental
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tuada no sólo como límite del usufructuario (art. 467), sino también del nudo propieta-
rio (art. 489). De esta manera, quedaron establecidos dentro del ámbito de aplicación
del CC los límites generales –para usufructuario y para nudo propietario– que configu-
ran el marco jurídico básico del estatuto de concurrencia. En Derecho navarro se echa
en falta una norma equivalente; pero, según pienso, la nuda propiedad no se aparta
mucho del diseño del CC y ofrece un concreto contenido positivo de facultades activas
que puede reconstruirse sobre los parámetros que a continuación paso a exponer.
En primer lugar, corresponden al nudo propietario las facultades dominicales de
disposición. Así resulta del tenor de la ley 408, aplicable también al usufructo de fideli-
dad. Las mismas se desglosan en las de enajenación, gravamen y defensa de la cosa
usufructuada. El nudo propietario ostenta, pues, la titularidad y el ejercicio de las accio-
nes reivindicatoria y declarativa de dominio. Puede también determinar e identificar el
objeto del derecho, mediante el ejercicio de las acciones de deslinde y cerramiento
(leyes 349 y 348); conviene señalar que estas facultades no las ostenta en exclusiva,
sino que las comparte con otros titulares de derechos reales limitados. Tiene asimismo
derecho a exigir al usufructuario la formación del inventario con carácter previo a la
entrega de los bienes o a la “adquisición” del derecho (ley 410 en relación con la 257) y
la constitución de fianza o garantía (asimismo, ley 410). Ostenta también las facultades
de accesión (ley 355) por más que el incremento entre simultáneamente a formar parte
del objeto del usufructo.
Concretamente para el usufructo de fidelidad, el nudo propietario ostenta tres
facultades específicas: en primer lugar, puede solicitar la transformación del usufructo ex
ley 260, tema éste del que me ocuparé con mayor detalle en el epígrafe siguiente; En
segundo lugar, está legitimado para solicitar la privación del mismo en los supuestos y
dentro de los límites previstos en el FN (ley 262); y, en tercer lugar, puede acceder a la
posesión de la cosa usufructuada mediante interdicto, expresión que todavía emplea la ley
263 respecto de la que me detendré con mayor detalle en el epígrafe 8. Baste anticipar,
por ahora, que la referencia al interdicto ha quedado desfasada y resulta inadecuada.
Por último, el nudo propietario ostenta un derecho general absolutamente lógi-
co, como es el de exigir el cumplimiento de todas las obligaciones impuestas al usu-
fructuario. Derecho recíproco que corresponde asimismo al usufructuario respecto a las
obligaciones y deberes impuestos al nudo propietario. Ambos derechos constituyen la
línea máxima de cerramiento, derivada genéricamente del respeto a las situaciones de
poder de otros.
Todo lo anterior confirma que la consideración de la nuda propiedad como un
derecho sin contenido y residual no es correcta. La ausencia de facultades de uso y dis-
frute no implica ni siquiera la pérdida de todo valor económico de la nuda propiedad:
permanece en la titularidad del nudo propietario el valor en cambio y, desde luego, la
expectativa de consolidación del pleno dominio.
Finalmente, no he incluido aquí el singular supuesto previsto en la ley 260 por-
que entiendo que merece un tratamiento especial, que llevaré a cabo en el epígrafe
siguiente. Cabe anticipar que en la referida norma se configuran consecuencias al
incumplimiento de una hipotética obligación del usufructuario que no le ha sido expre-
samente impuesta. Sin embargo, la claridad del enunciado obliga, como he dicho, a una
reflexión más detenida.
gramente a regular los efectos del incumplimiento por el usufructuario de ese hipotéti-
co deber de obediencia. La ley configura una norma extravagante dentro del sistema:
carece de precedentes y hasta de justificación, salvo que se considere como tal mera-
mente la buena intención que la inspira.
Conviene tener presente para proceder a su análisis el tenor literal de la ley, que
es el siguiente, bajo el sorprendente ladillo Transformación: “Si el usufructuario desa-
tendiere las indicaciones o advertencias que respecto a la administración y explotación
de los bienes le hicieran los nudo propietarios, éstos podrán acudir al juez. – –Si el
viudo usufructuario no pudiera o no se aviniera a cumplir la decisión judicial, los nudo
propietarios podrán pedir la entrega de los bienes y la sustitución del usufructo por una
renta a su cargo no inferior al rendimiento medio obtenido en los cinco últimos años y
revisable cuando varíen las circunstancias objetivas”.
El desafortunado texto sugiere una serie de consideraciones sobre el carácter y la
naturaleza de este deber, que paso a exponer.
Este deber u obligación impuesto al usufructuario no es, según creo, una sexta
obligación del usufructuario de fidelidad diferente y añadidas a las cinco enumeradas
en la ley 259. Creo que más bien se trata de una suerte de corolario anudado a la prime-
ra de ellas, aquella que impone al usufructuario la obligación de administrar y explotar
los bienes con la diligencia de un buen padre de familia. Este enlace se deduce con
facilidad, puesto que el inciso inicial de la ley 260 reitera la misma expresión que utili-
za la ley 259.1. Uno y otro parecen enlazar, además, de alguna forma con el art. 497 del
CC. Es en este artículo donde el CC impone el standard de conducta que no aparece ni
el art. 467, ni en el 489.
En segundo lugar, y como acabo de dejar señalado, la norma tiene muy difícil
encaje y justificación. Puede defenderse su existencia argumentando que trata de defen-
der los intereses del nudo propietario para evitar que éstos resulten perjudicados por un
gestión deficiente, descuidada o dolosa del usufructuario. Pero en contra de esta tesis
cabe oponer otros dos sólidos razonamientos: el primero –y principal– consiste en que
la defensa frente a la gestión mala o negligente del usufructuario se encuentra asentada
en los núms. 4 y 5 de la ley 262 y consiste sencillamente en la privación del usufructo y
no en su mera transformación; el segundo, que el deber cuya infracción se regula aquí
no tiene que ver con la gestión ni con sus resultados buenos o malos, sino con la aten-
ción que el usufructuario haya o no prestado a unas evanescentes “indicaciones o
advertencias”, que ni son órdenes, ni son requerimiento, ni son instrucciones ni se sabe
qué son. Lo que sí puede imaginarse con cierta facilidad es que las indicaciones no tie-
nen por qué ser más acertadas para el resultado de la gestión de los bienes usufructua-
dos que los actos que esté realizando el usufructuario. Pueden ser incluso más perjudi-
ciales. Sin embargo, parece que el tenor de la ley no deja al usufructuario otra
posibilidad que la de atender en todo caso las indicaciones que se le hagan, con inde-
pendencia del mayor o menor acierto económico de éstas. Volveré de nuevo sobre este
tema más abajo.
Desde otro punto de vista ha tratado de justificarse la existencia de la norma de
la ley 260 considerándola como “norma de equidad con la que se pretende paliar situa-
ciones de abuso sin llegar a remedios extremos como pudieran ser –entre otros– la pri-
vación de todo derecho” (SALINAS QUIJADA). La postura me parece difícilmente admisi-
ble. La conducta abusiva del usufructuario puede ser reprimida mediante los
mecanismos generales de represión del abuso del derecho y de las conductas contrarias
a la buena fe. En este punto, el juego de las leyes 17 y 22 del FN será suficiente para
corregir la conducta desviada, corrección en la que evidentemente puede incluirse la
solución prevista en la ley 260. Tampoco me parece que la norma sea de equidad. En la
práctica, la solución prevista en última instancia por la ley 260 es la misma que la que
se prevé en la ley 262, es decir, la privación del usufructo o, mejor dicho, su conmuta-
ción y sustitución por el pago de una renta; pero, en todo, caso, la desposesión del usu-
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mismo si se produce el caso –que puede augurarse como muy infrecuente– de que cese
o desaparezca la causa de privación invocada. La fricción entre ambos conceptos se
presenta con sus aristas más agudas de nuevo respecto a la convivencia marital y a su
verdadera carácter respecto a la terminación del usufructo, lo que será analizado con
más detalle, como he indicado, en el epígrafe 10.
Corresponde, pues, abordar ahora la otra cuestión, aquella que se refiere a la rela-
ción entre las causas previstas en la ley 262 y las que con carácter general establece la ley
421 para el usufructo voluntario. La ley 262 –como en general toda la regulación sobre el
usufructo de fidelidad– ha optado por insularizar esta materia, es decir, por prescindir de
remisiones concretas al régimen general o común de la institución; tan sólo ha realizado
una y muy genérica desde la ley 266 a las disposiciones generales sobre el usufructo (leyes
408 a 422). Esta es la razón de que se haya producido un solapamiento entre las dos regu-
laciones que ha tenido como consecuencia la duplicación en ambas sedes de dos de las
causas de extinción, en concreto, la muerte del usufructuario y su renuncia al derecho.
Por otro lado, resulta incuestionable que, aunque la ley 262 no lo diga, el usu-
fructo de fidelidad se extingue también por el resto de las causas establecidas con
carácter general por la ley 421. No parece haber ninguna duda sobre la operatividad y
eficacia extintiva de la falta de ejercicio del derecho por el plazo ordinario de usuca-
pión del dominio, de la consolidación con la nuda propiedad o de la pérdida del objeto
usufructuado. Tan sólo conviene precisar, en relación a esta última causa, que el usu-
fructo de fidelidad es un usufructo universal que recaerá normalmente sobre una plura-
lidad de bienes. Por consiguiente, la extinción por destrucción del objeto sólo podrá
producirse cuando se hayan perdido o destruido todos los bienes o el último de ellos;
las pérdidas singulares sólo producirán el efecto relativo de reducir el objeto a los bie-
nes que continúen existiendo. Todo ello, como es lógico, sin mengua de las posibles
pretensiones indemnizatorias que correspondan a usufructuario o nudo propietario.
La regulación específica de estas causas generales que el FN ha realizado en
sede de usufructo de fidelidad añade muy poco, o nada, a dicho régimen. Conviene
tener presente que además de la muerte del usufructuario hay que entender incluida
como causa extintiva del derecho también la declaración de fallecimiento del mismo.
Así resulta de las consecuencias que dicha declaración genera en el orden sucesorio.
Por lo demás, en este punto, la ley 261 no añade nada a la regulación general contenida
en la ley 421.
La segunda de las causas extintivas, la renuncia, sí presenta caracteres propios
que la diferencian, tanto de la prevista en el régimen general de la ley 421, como de la
renuncia anticipada, admitida por el párrafo quinto de la ley 253.
Las leyes 261.2 y 253, párrafo quinto, son claramente complementarias y consa-
gran, como el haz y el envés, la renunciabilidad general del usufructo de fidelidad,
tanto a priori, como a posteriori. La renuncia previa exige, por principio, que el dere-
cho no haya nacido todavía, es decir, que no se haya producido la premoriencia –o
declaración de fallecimiento– del cónyuge o pareja. La renuncia admitida por la ley
261 se inscribe dentro de la renunciabilidad general de todo derecho una vez que ha
ingresado en el patrimonio de su titular, es decir, cuando el derecho ya ha nacido y, en
este caso, cuando ha fallecido –o ha sido declarado fallecido– el cónyuge o pareja.
Las diferencias entre la ley 262 y las otras dos son las siguientes: la ley 421 no
exige ningún requisito adicional a la renuncia, sino que se limita a admitirla como
causa extintiva del usufructo voluntario; el párrafo quinto de la ley 253, añade que la
renuncia ha de constar en escritura pública; y la 261 exige, además, que sea expresa. En
este sentido, la ley 262 se distancia de las otras dos en su mayor rigor respecto a los
caracteres adicionales requeridos a la renuncia posterior para que tenga eficacia: no
sólo ha de constar en escritura pública, sino que ha de ser expresa. La precisión tiene
sentido porque el sistema jurídico navarro admite la renuncia tácita (ARREGUI GIL; ley 9
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incluirse en el concepto de vida licenciosa, tales como las adicciones patológicas o las
toxicomanías. Podría argüirse en contra de esta inclusión que propiamente tales con-
ductas no implican de suyo un quebrantamiento de la fidelidad. Ello es cierto, pero
tampoco lo quebranta propiamente la corrupción de los hijos que figura en el mismo
número entre las causas de privación. Lo veremos enseguida.
La ley 262 exige que la vida licenciosa sea notoria. Ello obliga a indagar sobre
lo que pueda ser esta idea de notoriedad. Hay que recordar en este punto que, en otra
sede, el FN otorga una importante consecuencia a la notoriedad cuando la predica de la
costumbre: la incluye en el ámbito de la regla iura novit curia. Respecto a este último
tema SANCHO REBULLIDA ha propuesto equiparar notoriedad con ostensibilidad y con
cognoscibilidad. La idea es acertada y plenamente trasladable al supuesto que ahora
nos ocupa- Debe recalcarse que la notoriedad no es un atributo objetivo de la situación
en sí, sino de un estado intelectual de los sujetos, de la sociedad en general.
Finalmente, ¿qué debe entenderse por corrupción de los hijos? Hay que hacer
notar que antes de la Ley foral 5/1987 el tenor de la causa ahora analizada era ligera-
mente distinto: “Corrompiera [el viudo] la honestidad de los hijos”. De nuevo una con-
notación sexual –¿acaso inducción a la prostitución?—, afortunadamente desaparecida.
Como acabo de indicar, la corrupción de los hijos no supone propiamente un quebran-
tamiento de la fidelidad. Su justificación como causa de privación parece apoyarse
tanto en la profunda interpenetración familiar-sucesoria de la institución como en con-
sideraciones éticas generalmente admitidas. Con carácter general, por corrupción ha
den entenderse el apartamiento o rechazo de valores socialmente aceptados y, por con-
siguiente, la adopción de valores o pautas de conducta que sean objeto de un mayorita-
rio rechazo social: la prostitución, desde luego, pero también de nuevo la iniciación a
adicciones, toxicomanías, actividades delictivas y, en suma, la conducción de los hijos
por el progenitor hacia una vida licenciosa. No vale para llenar el concepto la remisión
hacia el art. 756, nº 1, del CC, en sede de indignidad para suceder, que realiza la ley
153, 1º, del FN porque es estática y no dinámica. Esta indefinición obliga a la solución
casuística de los problemas que se planteen respecto a esta materia, ponderando cuida-
dosamente las circunstancias concurrentes.
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fructo permite dudar con fundamento del arraigo práctico de estos dos supuestos nor-
mativos.
Los efectos de la privación del usufructo son los mismos que los de la extinción
relatados en el epígrafe anterior: consolidación del pleno dominio en la persona del
nudo propietario, adquisición de la posesión y liquidación en su caso de la gestión
posesoria de acuerdo con el régimen general previsto para esta cuestión. Conviene indi-
car, aunque probablemente resulte innecesario, que, en orden a la adquisición de la
posesión por parte del nudo propietario, el régimen aplicable es el mismo que aparece
establecido por la ley 263, cuyo ámbito es muy amplio, puesto que se limita a estable-
cer como presupuesto la “terminación” del usufructo, sin prejuzgar cual sea la forma en
que ésta se haya producido. Vale, pues, en este punto lo dicho al respecto en el epígrafe
anterior al tratar de la extinción.
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Por esta razón, incluso al margen de la reforma operada por la Ley foral 6/2000,
parecía más ajustado al espíritu tradicional del Derecho navarro considerar la vida
marital del usufructuario de fidelidad con otra persona como causa de extinción y no de
privación del usufructo. Lo contrario implicaría situar la convivencia marital en mejor
posición que el matrimonio, porque aquella no opera automáticamente como causa
extintiva del usufructo y éste sí. Lo mismo ha venido ocurriendo respecto a las pensio-
nes de viudedad.
La Ley foral 6/2000, sobre la igualdad jurídica de las parejas estables, ha tratado
de resolver definitivamente el problema y disipar cualquier duda al respecto. Pero, en
honor a la verdad, ha de reconocerse que no lo ha conseguido por completo. En efecto;
la equiparación entre cónyuge viudo y sobreviviente de la pareja estable realizada por
el nuevo párrafo segundo de la ley 253 no zanja del todo la problemática porque el
legislador foral no ha modificado otras leyes del FN que hubieran debido serlo y que
han permanecido con su texto inalterado. Podría decirse que ha seguido una perniciosa
costumbre de la moderna política legislativa y se ha apartado a la vez de un conjunto de
buenos ejemplos proporcionados en este punto por otras leyes autonómicas reguladoras
de la misma materia, como la aragonesa, la Ley de Derecho civil foral del País Vasco o
el Código catalán de sucesiones. Todas ellas han considerado expresamente la vida
marital del usufructuario como causa de extinción del usufructo vidual.
El Derecho navarro no lo ha hecho así, pero, en tesis de principio, la introduc-
ción del miembro sobreviviente de la pareja estable dentro del régimen del usufructo de
fidelidad debería aparejar la extinción del usufructo tan pronto como se inicie una rela-
ción de convivencia por el usufructuario, simili modo a lo previsto por la ley 261, nº 3
para el matrimonio. Sin embargo, la falta de adecuación del resto de las normas a la
nueva regulación plantea algún problema sobre el que se hace necesaria una reflexión
algo más detenida.
Para empezar, se echa en falta la derogación expresa del nº 1 de la ley 262. Al
respecto puede alegarse, y con razón, que el contrario imperio emanado del conjunto de
la Ley foral 6/2000 y del nuevo segundo párrafo de la ley 253 resulta suficientemente
explícito. Sin embargo, una norma explícitamente derogatoria no hubiera sido redun-
dante. Para seguir, también se echa en falta la modificación de la ley 261 para incluir
esta cuestión en el texto de la ley de forma expresa, bien como nº 4 o, mejor todavía,
como adición al texto del nº 3. Sólo de esta manera se evita tener que forzar el tenor
literal de la ley mediante una interpretación extensiva, casi abiertamente correctora, por
más que se base en el párrafo segundo de la ley 253 y en la Ley foral 6/2000. Y, para
terminar, también es preciso averiguar si las expresiones “vida marital”, empleada por
la ley 262, nº 1, y “pareja estable” significan o no lo mismo, cuestión que merece una
reflexión algo más detenida.
Creo que el concepto de vida marital no coincide exactamente con el de pareja
estable. Aquel consiste en una recreación, bien que sea meramente fáctica, del esquema
matrimonial típico al menos respecto a tres de sus elementos más característicos: esta-
bilidad, monogamia y heterosexualidad. La unión entre dos personas del mismo sexo
no sería, pues, vida marital, a los efectos previstos en la ley 261, por contradecir el pre-
supuesto de la heterosexualidad; podría, acaso, haberse incluido en el concepto de vida
licenciosa. Sin embargo, el concepto de pareja estable que suministra el art. 2 de la Ley
foral 6/2000 es diferente del anterior y se extiende a supuestos y casos que no encajan
en aquel y lo desbordan. Respeta el número de los integrantes de la relación, pues
expresamente exige que sean dos, lo cual es coherente con la propia idea de pareja. La
regulación deja traslucir también una cierta idea de estabilidad (véase, como ejemplo,
el art. 2.2 de la Ley foral). Pero no sólo no se exige la heterosexualidad, sino que la Ley
foral en su art. 2.1 la excluye o elimina de forma expresa del concepto de pareja estable
pues considera configurada la misma “con independencia de su orientación sexual” de
sus miembros. Este concepto amplio es el que debe prevalecer. Por tanto, la conclusión
ESTUDIOS 41
sólo puede ser que la relación afectiva del usufructuario de fidelidad con otra persona
de su mismo sexo extingue el derecho de usufructo desde el momento mismo en que se
inicia tal unión.
Hay que tener además en cuenta que, a este respecto, el nuevo párrafo segundo
de la Ley 253 ha incurrido en un evidente error: la equiparación general entre matrimo-
nio y unión estable que el mismo contiene no exige la sujeción de ésta última al ámbito
de la Ley foral 6/2000, sino que se limita a establecer que la pareja debe estar “recono-
cida por la Ley”. El lapsus puede salvarse con facilidad, pues parece claro que la Ley
foral 6/2000, que es la norma que introduce la modificación en la ley 253 del FN, esta-
ba pensando en ella misma y no en otras leyes de Comunidades Autónomas distintas.
Constituye, pues, una muestra de lo que podría llamarse “egocentrismo legislativo”. Si
embargo, si el inciso final del párrafo segundo de la ley 253 se entiende literalmente, se
propicia el fraude, con el consiguiente perjuicio para el nudo propietario. Basta, en
efecto, no ya con no convivir aunque se tenga una relación afectiva, sino con acogerse a
otra ley reguladora de esta clase de uniones –de momento, sólo autonómicas–, para
poder continuar la titularidad del usufructo.
La última cuestión que hay que abordar ahora es la referente a la dispensabilidad
de esta causa de extinción. Existe, al respecto, alguna opinión contraria (DE PABLO
CONTRERAS), que ha entendido que la excepción de la ley 261, nº 3, traspasa los límites
genéricos impuestos a la autonomía privada –unilateral o contractual– por la ley 7. Sin
decirlo expresamente, parece entender que una dispensa de esta clase iría contra la
moral. La opinión, que probablemente en el momento en que se emitió (1989) era
correcta o, al menos, defendible, debe revisarse al hilo del tiempo transcurrido. Actual-
mente creo que debe prevalecer la tesis contraria, por estas dos razones, a mi juicio
suficientes: la primera es que ya no puede considerarse la unión estable no matrimonial
como contraria al ordenamiento jurídico o a la moral navarros, desde el momento en
que existe una Ley foral que la regula; la segunda, es que así lo exige la equiparación
genérica entre la pareja estable y el matrimonio en sede de usufructo de fidelidad (de
nuevo, el párrafo segundo de la ley 253). Si son dispensables las nuevas nupcias del
usufructuario, también debe poder serlo la nueva convivencia en pareja. Una vez más la
voluntad del causante debe revelarse como decisiva en este punto, aunque puede aven-
turarse, desde luego, que la dispensa no será muy frecuente.
Tampoco es aventurado augurar a esta causa de extinción una mayor litigiosidad
que en el supuesto de nuevo matrimonio. Como acaba de verse, las vías de escape del
usufructuario en este punto –y, correlativamente, las de defraudar al nudo propietario–
son numerosas: desde luego, mucho más que en el caso del matrimonio. La negativa
del usufructuario a reconocer la existencia de una relación suya estable con otra perso-
na obligará de forma ineludible al nudo propietario a entablar un litigio de resultado
mucho más incierto que en el caso del matrimonio.
Esto es consecuencia de la necesidad de acreditar la existencia de una situación
fáctica, no formalizada y en ocasiones ni siquiera formal, lo que favorece su ocultación
y dificulta la prueba; dificultad que se extiende también y por las mismas razones al
momento en que hay que considerar extinguido el usufructo, puesto que en ocasiones la
nueva relación sólo podrá acreditarse a partir de una fecha posterior a aquella en la que
comenzó verdaderamente, con la incidencia que ello tiene en el caso del usufructo res-
pecto a la liquidación posesoria y restitución de frutos.
Todo lo anterior no altera, sin embargo, los requisitos y presupuestos procesales,
que son los mismos que en el caso del matrimonio: legitimación activa del nudo propie-
tario, pasiva del usufructuario, carácter meramente declarativo de la acción y plazo de
prescripción de la misma de treinta años. Respecto a la naturaleza declarativa de la
acción, ha de hacerse observar que la sentencia que declare la extinción del usufructo
por esta causa tendrá eficacia ex tunc, desde el momento en que se inició la relación
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XI. CONCLUSIONES
fructo. Finalmente, la impresión general que se obtiene desde la lectura atenta de las
leyes 253 a 266 del FN, es que buena parte de la regulación que se contiene en ellas se
ha diseñado ex novo, con pocas o ninguna raíces en la disciplina tradicional de la insti-
tución. Ello, de suyo, no es un óbice ni un reproche, puesto que precisamente el gran
objetivo del FN es haber pretendido recoger el Derecho efectivamente vivido en Nava-
rra, pero en ocasiones produce impresión de artificiosidad.
Finalmente, y por si lo anterior fuera poco, la Ley foral 6/2000, sobre la igualdad
jurídica de las parejas estables, ha terminado de dislocar por completo la regulación
preexistente. De hecho, la introducción del divorcio en el Derecho español y navarro ya
supuso una fuerte sacudida en el núcleo de una institución como la que acaba de estu-
diarse, pensada seguramente en clave de matrimonio indisoluble. Pero, desde luego, la
equiparación de la pareja estable al matrimonio para todos los efectos, tanto configura-
dores de la situación como extintivos de la misma, distorsiona a mi juicio gravemente
el sistema. Es cierto que, seguramente, el legislador foral no ha podido ni debido hacer
otra cosa que proceder a esta equiparación. Pero, en tal caso, hubiese debido también
modificar la regulación del usufructo de fidelidad en aquellos otros extremos que resul-
tasen imprescindibles para armonizar la regulación de la institución clásica y tradicio-
nal con la del fenómeno moderno.
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