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ALBERTO RUIZ DE LOS PAÑOS BRUSI

LA PROHIBICION DEL USO DE LA FUERZA: SISTEMA


INSTITUCIONALIZADO DE SEGURIDAD COLECTIVA

I. El uso de la fuerza, entendido como fuerza armada, ha sido considerado durante toda
la historia de las relaciones internacionales como un instrumento legítimo de la política
internacional del Estado, en la medida en que el principio de equilibro de poderes imponía
una compensación ante cada nueva potencia emergente. De este modo, cuando un Estado o
grupo de Estados comenzaba a tener un protagonismo que podía amenazar el equilibrio
internacional, se aceptaban todas las medidas que se consideraban oportunas para su
restauración o para la implantación de uno nuevo. Así ocurrió con motivo de los sucesivos
predominios de España, de Francia o del Reino Unido de la Gran Bretaña a lo largo de la
historia europea. Todo ello no quiere decir que el uso de la fuerza armada fuese considerado
como el único o mejor medio, antes bien, los medios pacíficos de solución de controversias
eran igualmente habituales, siendo a menudo aplicada la fuerza cuando el fin no se podía
lograr de otro manera.

Es en el art. 2.4 de la Carta de las Naciones Unidas donde por primera vez se establece
de forma jurídico-vinculante el principio de prohibición de la amenaza o el uso de la fuerza
"contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, o en cualquier
otra forma incompatible con los Propósitos de las Naciones Unidas".

La introducción de un principio prohibitivo de carácter general como éste (al que, por
otro lado, se le concede la naturaleza de principio ius congens en la medida en que su respeto
es considerado como indispensable para la supervivencia de la comunidad internacional), fue
complementado con el reconocimiento del monopolio de la utilización de la fuerza en la
Organización de las Naciones Unidas, salvo en los supuestos de legítima defensa recogidos en

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el art. 51 de la Carta para aquellos casos en que, con motivo de un ataque armado contra un
Estado, el Consejo de Seguridad se encontrase incapacitado para tomar las medidas necesarias
para mantener la paz y seguridad internacionales, y siempre con la obligación por parte del
Estado que la utilice de comunicárselo inmediatamente a aquél. La legítima defensa
únicamente se les concede con carácter de medida de urgencia, hasta que el Consejo pueda
actuar sobre la situación conflictiva en cuestión. Por otro lado, la adopción de medidas
coercitivas no excluye el derecho de legítima defensa en los momentos en que, pese a haberse
adoptado, no puedan efectivamente proteger a los Estados de la agresión inmediata de
terceros, aunque éstos sean los mismos contra los cuales se están adoptando las medidas
coercitivas en cuestión.

El sistema de seguridad colectiva aparece regulado en el Capítulo VII de la Carta de


las Naciones Unidas bajo el Título "Acción en caso de amenaza a la paz, quebrantamientos de
la paz o acto de agresión", encomendándose tal tarea de manera exclusiva al Consejo de
Seguridad.

Su aplicación por la Organización de las Naciones Unidas se ha visto paralizada


durante la denominada “Guerra fría” a causa del derecho de veto de los miembros
permanentes del Consejo de Seguridad (EEUU, Rusia y antes la URRSS, El Reino Unido de
la Gran Bretaña, Francia y China). La existencia de este derecho, que impide al Consejo
adoptar una resolución (y por lo tanto, ejercer las potestades que le concede el Capítulo VII)
ha sido criticada, ya sea por el privilegio que concede a unos Estados sobre otros, ya sea
porque no representa exactamente el equilibrio de poderes actualmente existente en la
comunidad internacional (debe tenerse presente que lo poseen las potencias en su día
vencedoras en la II Guerra Mundial), ya sea porque, en definitiva, trae consigo el
incumplimiento por parte del Consejo de Seguridad de lo que en realidad es una obligación y
no un derecho: su intervención en el mantenimiento de la paz y seguridad internacionales.

Debe, no obstante, tenerse presente que, si bien es cierta e indudable esta paralización,
sí hubo (como se apreciará a lo largo de las sucesivas enumeraciones efectuadas en esta
exposición) intervenciones de las Naciones Unidas en aquellos asuntos que no enfrentaban a
los dos bloques políticos mundiales entonces existentes, como es el caso del Apharteid de
Sudáfrica, el de la ilícita declaración de independencia por parte de la comunidad blanca de

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Rhodesia, el del apoyo a los Estados africanos recientemente independizados frente a las
agresiones de Sudáfrica, o el del apoyo a la independencia de Angola. Asimismo, es necesario
recoger que el modo de aplicar el sistema de seguridad colectiva que surge con la caída del
llamado “telón de acero”, si bien llamativo frente a la situación inmediatamente anterior, no
es novedoso en el comportamiento que ha tenido el Consejo de Seguridad desde la creación
de la ONU, al entroncar con la visión de su papel que empezó a tener durante los primeros
años de funcionamiento de aquélla.

De hecho, muchos de los conflictos internacionales recientemente planteados en la


realidad internacional tuvieron su origen y fueron tratados por el Consejo durante la
denominada “guerra fría”. Tal es el caso del mencionado Apharteid, de la independencia de
Namibia, del problema de los colonos de Rhodesia, del asunto de la independencia del Timor
Oriental, o del problema de la Guerra civil de Angola (en la que UNITA ha pasado de ser un
Movimiento de Liberación Nacional protegido por Naciones Unidas frente a la potencia
colonial portuguesa, a convertirse, por resistirse a aceptar el resultado de unas elecciones
democráticas, en el primer sujeto de Derecho internacional de este tipo que recibe medidas
coercitivas por parte del Consejo de Seguridad).

II. El Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas posee una regulación propia,
diferente al resto de sus capítulos, de manera que en él pueden encontrarse principios e
instituciones propias del poder de coerción forzosa que se concede a las Administraciones
públicas en los ordenamientos jurídicos internos de los Estados del llamado "sistema
continental". En este sentido, el análisis de los preceptos del Capítulo VII nos permite
apreciar la existencia de límites precisos a la potestad que el Consejo de Seguridad tiene para
aplicar el sistema de seguridad colectiva.

La cuestión de la determinación de los límites antes mencionados surge con motivo


del denominado “asunto Lockerbie", relativo a la explosión el 21 de diciembre de 1988 de un
aeronave de la PAN-AM sobre el pueblo escocés del mismo nombre a causa de un artefacto
instalado por presuntos agentes libios. Requerida Libia para que entregara los supuestos
autores al Reino Unido de la Gran Bretaña y a los Estados Unidos para su enjuiciamiento, y
tras su oposición alegando que en virtud de la Convención de Montreal de 1971 no estaba

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obligada a extraditarlos sino sólo a enjuiciarlos dentro de su propio territorio, el Consejo de
Seguridad, a instancias de los Estados primeramente mencionados, declaró que la tensión
creada por este asunto constituía una "amenaza para la paz", ordenando al Estado libio la
entrega de los sospechosos.

La adopción por el propio Consejo, mediante las resoluciones 731 (1991) y 748
(1991), de medidas coercitivas contra Libia (ante su negativa a realizar lo que había
decretado), supuso la interposición, por parte de ésta, de una demanda ante el Tribunal
Internacional de Justicia, alegando su antijuridicidad. El planteamiento de esta demanda llevó
al ámbito del Derecho Internacional la cuestión de la naturaleza de las Resoluciones
adoptadas por el Consejo de Seguridad en el marco del Capítulo VII de la Carta y la
existencia o no de límites al respecto.

Frente a las primeras tesis que surgieron afirmando la imposibilidad de controlar las
resoluciones adoptadas por el Consejo cuando ejercitaba el sistema de seguridad colectiva en
aplicación del Capítulo VII de la Carta (dada la no sujeción a Derecho que su carácter de
órgano político concedía a las resoluciones que adoptase, cualesquiera que fuese su origen),
fueron contrapuestas seguidamente por la afirmación de que, si bien ciertamente nos
encontramos ante un órgano de naturaleza política, éste adopta medidas sujetas a Derecho
cuando actúa en aplicación de las reglas previstas en el Capítulo VII, por lo que el
incumplimiento de las mismas trae necesariamente consigo la ilicitud de las medidas
adoptadas. Esta cuestión de fondo se entronca (y a menudo se confunde) con la relativa a si es
competente el Tribunal Internacional de Justicia para controlar las resoluciones del Consejo
de Seguridad, cuestiones diferentes que, si bien guardan relación, deben separarse en su
análisis.

La segunda posición es la que ha de estimarse como válida, sin perjuicio de reconocer


que actualmente ningún órgano (ni siquiera el Tribunal Internacional de Justicia) tiene
atribuida competencia para controlar la conformidad o no conformidad a Derecho de las
resoluciones adoptadas por el Consejo cuando ejerce las potestades del Capítulo VII. Su
naturaleza de órgano político y el equilibrio de competencias inmanente en el espíritu de la
Carta (que pretende garantizar la complementariedad e independencia de las tareas atribuidas
a los órganos de las Naciones Unidas, sin conflictos que supongan interferencias recíprocas

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entre ellos), impiden reconocer su sujeción a la jurisdicción del referido Tribunal, el cual, por
otra parte, sólo puede resolver controversias jurídicas surgidas entre Estados y no entre
organizaciones internacionales ni, obviamente, entre órganos de éstas.

La posibilidad de control de las resoluciones adoptadas en el marco del sistema de


seguridad colectiva queda, y esta es una cuestión a resolver en Derecho internacional público,
solamente en manos de una revisión meramente política por parte de la Asamblea General de
las Naciones Unidas, revisión que no debe considerarse carente de toda eficacia práctica,
aunque sí dependiente de la situación de equilibrio de poderes del momento. Asimismo,
queda la posibilidad de que la resolución cuestionada sea incumplida por los Estados a
quienes el Consejo haya encargado su imposición, posibilidad que es considerada peligrosa
por muchos autores, pero que sin duda debe defenderse ante la inexistencia de un órgano
preciso de control jurídico, si bien matizada con la necesidad de que concurra una infracción
“manifiesta” del Derecho internacional, es decir, deducible con un análisis sencillo de la
juridicidad por el Estado que la cuestiona, y apreciable por cualquier Estado de la comunidad
internacional.

III. Siguiendo esta segunda posición, debe recogerse en primer lugar que el Consejo de
Seguridad solamente puede adoptar medidas incluidas en el Capítulo VII cuando se encuentra
ante la existencia de una amenaza a la paz, un quebrantamiento de la paz o un acto de
agresión. Estos tres conceptos, recogidos en el art. 39 de la Carta de las Naciones Unidas, son
"conceptos jurídicos indeterminados", en la medida en que por razones gramaticales no
pueden precisar detalladamente el ámbito al que se aplican pero que, en cuanto conceptos de
experiencia configurados por la comunidad internacional a lo largo del desarrollo de las
relaciones internacionales, permiten afirmar de manera concreta y precisa, ante un concreto
supuesto controvertido que surga en la vida internacional, si efectivamente nos encontramos
dentro de su ámbito de aplicación o no.

De este modo, la comunidad internacional, en un estadio de evolución concreto, puede


afirmar si cierta situación de tensión supone o no una amenaza para la paz, pues la
“inseguridad” se siente fácilmente por los Estados y se sabe de forma rápida si concurre o no,
aunque a priori el concepto a aplicar (“amenaza a la paz”) sea, visto de forma abstracta en el

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precepto, difícil de precisar. Lo usual es que se considere que concurre una “amenaza para la
paz” no sólo cuando se quebranta el principio de prohibición del uso o amenaza de la fuerza
(recogido por el Consejo en numerosas ocasiones como fundamento de su intervención en
conflictos entre Estados) sino, en general, cuando se ponen en peligro los demás principios
ius cogens, valores que la comunidad internacional considera primarios e indispensables. De
este modo, se ha vinculado la paz y seguridad internacional con otros principios de este tipo:

- Con el principio de libre determinación de los pueblos, con motivo del periodo
descolonizador posterior a la II Guerra Mundial, y en concreto, con: la independenecia de
Angola (1961), las denuncias contra Portugal por parte de Senegal (1972) y Guinea (1969), el
asunto de los territorios administrados por Portugal (1963-1972), el asunto de la indebida
declaración de independencia de Rhodesia, las denuncias contra Rhodesia por parte de
Mozambique (1977) y Botswana (1977), la negativa de Sudáfrica a declarar la independencia
de Namibia (1968-1989), la independencia del ex-Sáhara español (1975-), independencia de
Timor oriental (1975-), o la independencia de las islas Palau (1994).

- Con el principio de cumplimiento de buena fe de las obligaciones contraídas por los


Estados, y en concreto, con motivo del asunto de Oriente Medio (1967-), del asunto de
Nicaragua (1985), del conflicto en la ex-Yugoeslavia o del asunto de la situación interna en
Somalia.

- Con el principio de igualdad soberana de los Estados y no intervención en asuntos


de su jurisdicción interna, con motivo de las intervenciones extranjeras en otros Estados, y en
concreto: durante el asunto del Congo (1964-1967), de Benin (1977), de América Central
(1973), de Nicaragua (1983), del conflicto entre Irán e Irak (1982), del conflicto entre Irak y
Kuwait (1997), de la exÝugoeslavia, de Afhanistán (1996), de Georgia (1997-1998), de
Tayikistán (1997-1998), de Albania (1997), de Macedonia (1997) o de la Región de los
Grandes Lagos (1997-1998).

- Con el principio de arreglo pacífico de las controversias por parte de los Estados,
con motivo del asunto del conflicto de las islas Malvinas (1982), de la denuncia de EEUU
contra Irán a causa del secuestro de su personal diplomático en la Embajada de Teherán
(1979), del asunto del conflicto interno del Líbano (1983), de la denuncia de Nicaragua contra

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EEUU (1983), del conflicto entre Etiopía y Eritrea (1998) o de la situación en los Grandes
Lagos (1998).

- Con el principio del respeto y protección de los derechos humanos (tomados


individualmente o colectivamente a través de las llamadas “minorías nacionales”), con
ocasión de diversos asuntos: el del Apharteid en Sudafrica (1972-1986), el del Congo (1961),
el de la independencia de Angola (1961), el de la indebida independencia de Rhodesia del Sur
(1965-1978), el de Namibia (1970-1974), el de la situación en Oriente Medio (1967-), el del
Líbano (1982-1985), el del conflicto entre Irán e Irak (1983-1988), el del asunto del Africa
Austral (1986), el de América Central (1989); y ya, más frecuentemente en los años noventa,
durante los asuntos del conflicto entre Irak y Kuwait, de Somalia, del conflicto en la
exÝugoeslavia, de Ruanda, de la población del Kurdistán iraquí, de Liberia, de Burundi, de
Haití, de Georgia, de Afghanistán, de Sierra Leona, de Angola, entre otros. En todos ellos se
ha considerado como determinante para considerar en peligro la paz internacional la
existencia de un régimen de discriminación racial, de un catástrofe humanitaria, de una crisis
o mala situación humanitaria, de ataques a la población civil, de la realización de una
limpieza étnica o genocidio, o del desplazamiento masivo de refugiados.

IV. De los tres conceptos recogidos en el punto anterior, es el de amenaza para la paz
el que ha sido más utilizado por el Consejo de Seguridad, debido a que compromete menos
políticamente, tanto a él como a los Estados que se encuentren inmersos en una controversia,
ya que la determinación de la existencia de un acto de agresión o de un quebrantamiento de la
paz internacional supone la mención de un culpable, cuestión a veces no recomendable si se
desea un arreglo pacífico de la controversia, fin supremo del Consejo y de toda la
Organización de las Naciones Unidas.

Es necesario recoger que el Consejo de Seguridad no ha aplicado el concepto de


“agresión” en numerosas ocasiones, sino que sólo lo ha hecho en el asunto de Benin (1977),
en el asunto de las denuncias de Túnez contra Israel (1985-1988), en el asunto de Rhodesia
del Sur (1978), en el asunto de la denuncia de Mozambique contra Rhodesia del Sur (1977),
en los asuntos de las denuncias de Zambia contra Sudáfrica (1980) y contra Rhodesia (1973),

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en los asuntos de las denuncias contra Sudáfrica por parte de Lesotho (1982), Kenia (1976),
Angola (1978) y Botswana (1985), así como en el asunto de las islas Seychelles (1979).

Sin embargo, en el asunto de la invasión de Corea del Sur por Corea del Norte en
1950, en el asunto de las Islas Malvinas (1982) o en los primeros momentos de la ocupación
de Kuwait por Irak no se ha dado una calificación en tal sentido, con intención sin duda de
eludir las consecuencias jurídicas que ello tendría en el ámbito de la legítima defensa del
artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas. Llama especialmente la atención el último
supuesto, al tratarse de una época en la que el veto no dominaba en el Consejo, limitándose a
calificarla en la Res.660 (1990), de 2 de agosto, como una “amenaza para la paz” cuando
encajaba perfectamente en la definición recogida en la Resolución 3314 (XXIX) antes
referida. Sin embargo, posteriormente, en el momento en que el Consejo de Seguridad pierde
toda esperanza de que se alcance una solución pacífica del conflicto, abandona el tono
moderado y conciliador y no duda en calificar la situación como “agresiva” en la Res.667
(1990) de 16 de septiembre.

El concepto de agresión ha sido definido, dada su trascendencia para la aplicación del


sistema de seguridad colectiva y de la legítima defensa, en la Resolución 3314 (XXIX), de 23
de diciembre de 1974, de la Asamblea General; y se ha hecho de una forma enunciativa,
respetando la discrecionalidad que posee siempre al respecto el Consejo de Seguridad en
virtud del Capítulo VII. Puede consistir directamente en el empleo de la fuerza armada, con
mayor o menor intensidad, o simplemente en una “agresión indirecta” o apoyo de cualquier
tipo (económico o material) a grupos que actúen dentro del territorio de un Estado frente al
poder político establecido, quedando excluida cualquier otro tipo de coerción no armada -
económica, diplomática o de otro tipo- empleada por un Estado contra otro.

V. La existencia de una amenaza a la paz, de un quebrantamiento de la paz o de un


acto de agresión puede ser apreciada por el Consejo de Seguridad por sí mismo, mediante la
comunicación de otro órgano de Naciones Unidas con funciones en el mantenimiento de la
paz y seguridad, o también a través de la denuncia de un Estado miembro, implicado o no en
la controversia concreta de que se trate (en la medida en que se considera que un asunto es de
interés para toda la comunidad internacional cualquiera que sea el miembro de ella que se

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encuentre afectado). El Consejo podrá, conforme al conocido y muy estudiado artículo 34 de
la Carta, “investigar toda controversia o toda situación susceptible de conducir a fricción
internacional o dar origen a una controversia, a fin de determinar si la prolongación puede
poner en peligro el mantenimiento de la paz y seguridad internacionales”.

Esta capacidad de investigación ha sido muy potenciada por la ONU, habiéndola


ejercido el Consejo de Seguridad en numerosas ocasiones. Con ella se pretende que éste
conozca la existencia de una situación de cualquier naturaleza susceptible de poner en peligro
la paz y seguridad internacionales, y pueda así adoptar una resolución efectiva, acorde con la
circunstancias y con la finalidad del mantenimiento de la paz, garantizando los intereses de
los afectados y los de toda la comunidad internacional. De hecho, del contenido normativo
del Capítulo VII puede deducirse que la Carta de las Naciones Unidas obliga al Consejo de
Seguridad a que conozca información suficiente antes de adoptar su resolución, teniendo
discrecionalidad a la hora de elegir qué tipo de información desea obtener y el medio de
obtenerla, pudiendo incluso abstenerse de emplear medio alguno si considera que ya están lo
suficientemente claros.

El Consejo de Seguridad ha utilizado esta capacidad que le otorga el artículo 34 de la


Carta a lo largo de su práctica, eligiendo al Secretario General de las Naciones Unidas para
realizar esta función, creando órganos subsidiarios (Comisiones) al efecto, reclamando
directamente a los Estados la presentación y obtención de las pruebas que acreditasen hechos
determinantes, o, incluso, acudiendo a otros sujetos de Derecho internacional (a UNICEF,
durante el asunto del conflicto en la ex-Yugoeslavia, a la CEDEAO, durante el Asunto de
Sierra Leona, o al Comité Internacional de la Cruz Roja, en el asunto del conflicto entre Irak y
Kuwait). De hecho, ha concedido una gran relevancia a los informes emitidos por el
Secretario General, remitiéndose expresamente a ellos en el preámbulo o articulado de sus
resoluciones, con el fin de que le sirvieran de fundamento de las mismas.

La labor de investigación del Consejo de Seguridad se suele prolongar durante todo el


tiempo que dura la situación de amenaza o quebrantamiento de la paz, pudiendo tener
objetivos diversos, si bien suele recaer sobre el cumplimiento por los Estados de los
comportamientos prescritos en sus resoluciones, sobre las circunstancias de hecho que afectan
a las medidas decretadas o suponen una agravación de la situación sobre la que se actúa.

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En este punto es necesario precisar que los Estados parte en una controversia vienen
obligados (como principio ius cogens complementario del principio de prohibición del uso de
la fuerza) a arreglar sus controversias internacionales por medios pacíficos, de tal manera que
no pongan en peligro ni la paz ni la seguridad internacionales (artículo 2.3 de la Carta de las
Naciones Unidas), debiendo, si no logran arreglarla por estos medios, someterla al Consejo de
Seguridad. Pero no tienen solamente el deber, sino que como Estados “parte” en una
controversia tienen el derecho de ser consultados por el Consejo con carácter previo a la
adopción de su resolución (art.32 de la Carta). Derecho a acudir ante el Consejo con carácter
previo a su intervención en un asunto (aunque no derecho a que sea el propio Consejo quien
les llame de oficio) tienen los Estados que, sin ser parte en una controversia, acrediten que se
encuentran “afectados de manera especial” por ella y, por lo tanto, tienen la condición de
“interesados” en el asunto.

A lo largo de su práctica, el Consejo de Seguridad ha ofrecido con asiduidad a los


Estados afectados por una determinada situación la posibilidad de expresarle cuales son sus
intereses al respecto. No obstante lo anterior, la petición del Estado interesado no vincula al
Consejo, pues éste realiza una función de interés para toda la comunidad internacional que no
puede depender únicamente de los particulares intereses de los Estados, ni siquiera de los que
están directamente implicados. Es más, si se decide a intervenir en una situación concreta,
puede ir aún más allá de los solicitado por el Estados afectados si así lo requieren la paz y
seguridad internacionales. La práctica del Consejo demuestra que procura dar cumplimiento
adecuado a los postulados anteriores, bastando para ello realizar un análisis de los preámbulos
y partes dispositivas de las resoluciones que ha venido adoptando en los diferentes asuntos.

VI. El Consejo de Seguridad no puede utilizar el sistema de seguridad colectiva más


que para un exclusivo fin: el mantenimiento de la paz y seguridad de la comunidad
internacional, evitando emplear los poderes del Capítulo VII para atender los intereses
particulares y exclusivos de alguno de sus Estados miembros. Dos factores facilitan en la
práctica la apreciación de la “desviación de poder” en el Consejo: los intereses privativos de
algún Estado miembro objetivamente satisfechos en alto grado por la resolución cuestionada

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y la incapacidad de ésta de acreditar necesidades reales de mantenimiento de la paz como
razón de su adopción.

En esta línea, la intervención del Consejo de Seguridad en el asunto de Haití


constituye un supuesto controvertido de posible desviación de poder, en la medida en que las
circunstancias alegadas por él como causa de su intervención no afectaban a la paz y
seguridad internacionales, sino que el fin que se perseguía era la paz y seguridad interior de
este Estado, con escasa trascendencia para el ámbito de la paz internacional. La intervención
en el asunto del conflicto entre Irán e Irak es otro supuesto objeto de controversia. Desde la
primera resolución adoptada por el Consejo de Seguridad (Res.479, de 28 de septiembre de
1980) hasta la Res. 514 de 12 de julio de 1982, se abstuvo de hacer toda referencia a la
existencia de una “amenaza o quebrantamiento de la paz internacional”, estableciéndo
solamente en ésta última que la situación “ponía en peligro” la paz y seguridad, y solicitando
por primera vez el establecimiento de un cese del fuego y la retirada de las fuerzas de las
fronteras internacionalmente reconocidas. Pudiera mantenerse que esta actitud “pasiva”
adolecía de cierta intencionalidad, partiendo de la conducta que la República Islámica había
tenido desde su nacimiento (en concreto, el asunto de la toma de rehenes de la embajada de
EEUU en Teherán). Esta tesis vendría avalada por el hecho de que cuando se adopta la
referida Res.514 (1982) es precisamente cuando Irán inicia una contraofensiva con éxito.

Quedarían asimismo en entredicho determinadas actuaciones del Consejo de


Seguridad que exceden de la función policial que tiene atribuida, encargado simplemente de
terminar con una situación de amenaza a la paz o quebrantamiento de la misma, sin que pueda
actuar en funciones más propias de un órgano jurisdiccional. Es el caso de la determinación
de la frontera entre Irak y Kuwait o de la exigencia de compensaciones a Irak como
consecuencia de la denominada “Guerra del Golfo” con el consiguiente establecimiento de
una Comisión de Indemnización encargada de determinar su importe, los beneficiarios, y la
cantidad que ha de pagar Irak anualmente (30% del valor anual de las exportaciones de
petróleo). También ha sido el caso del requerimiento a Israel para que procediese a una
adecuada reparación conforme a las normas de Derecho internacional de los perjuicios
causados a las víctimas como resultado del asesinato por colonos judíos de tres alcaldes
palestinos (1980) o derivados de su ataque a Túnez (1985), del requerimiento similar
efectuado a Vietnam para que procediera a una “compensación justa y equitativa” a Camboya

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(1964), del realizado a Portugal para compensar a la República de Guinea por los daños
ocasionados a la vida y a la propiedad por su ataque armado e invasión (1970), pidiendo al
Secretario general de la ONU que ayudara a Guinea a la evaluación de los mismos, o de los
requerimientos efectuados a Sudáfrica para “compensar plena y suficientemente” a Angola
(1980), a Botswana (1985) o a Lesotho (1985) por las pérdidas de vidas y propiedades
ocasionadas por su agresión, afirmando que “tenia derecho a una reparación y indemnización
apropiadas por todos los daños materiales”.

No obstante todo lo anterior, es cierto que el fin genérico de mantener la paz y


seguridad internacionales se materializa en el caso concreto en otros fines más precisos e
inmediatos. En este sentido, por ejemplo, el Consejo de Seguridad ha declarado que
interviene con el fin de impedir la consolidación de una guerra civil en el conflicto del Congo
(1961), en el conflicto de Angola (1998), en el conflicto de Tayikistán (1993), en el conflicto
de Ruanda (1998), en conflicto de Liberia (1997), en el de Georgia (1998), o en el conflicto
de Afghanistán (1998). También ha intervenido declarando que su fin es el de prestar ayuda
humanitaria en el asunto de Somalia, en el asunto de la guerra de la ex Yugoeslavia, en el
asunto de Ruanda, en el asunto de Albania, en el asunto de la población kurda en el norte de
Irak, o en el asunto del conflicto entre Kuwait e Irak. Ha intervenido asimismo declarando
expresamente que busca facilitar la partida de dirigentes políticos y militares en el asunto de
Haití (1994), o garantizar el establecimiento de un régimen democrático en Rhodesia del Sur
(1965-1978), en Haití (1997) o en Liberia (1997).

También ha declarado que su pretensión era facilitar la consecución de un acuerdo


político global en la zona durante el asunto de Camboya (1991-1992) y de Mozambique
(1994); garantizar la libre determinación de un pueblo en el asunto de Rhodesia (1965-1980)
y del Sáhara Occidental (1994-1998) o evitar la represión de un pueblo en el asunto de la
población kurda en Irak o en el asunto de Afhanistán (1998). Igualmente, en ocasiones ha
comunicado que su intervención era para eliminar el terrorismo internacional (asunto de
Lockerbie y de Sudán -1996-), para conseguir la eliminación de armas de destrucción masiva
(asunto del conflicto del Golfo y asunto de la no proliferación de armas nucleares), para
garantizar el respeto de los derechos humanos (asuntos de Liberia, de Ruanda o del conflicto
en la exYugoeslavia), o para suspender las ejecuciones decretadas por delitos políticos y
obtener la amnistía (asunto del apharteid en Sudáfrica-1964 y 1982-1984).

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VII. En ejercicio del sistema de seguridad colectiva, el Consejo de Seguridad, debe, si
la situación internacional así lo exige, proceder a declarar, conforme al artículo 39 de la Carta
de las Naciones Unidas, la existencia de una amenaza a la paz, quebrantamiento de la paz o
acto de agresión. Dicha declaración tiene por sí sola funcionalidad práctica, como lo
corroboran las numerosísimas ocasiones en que la ha utilizado durante el periodo de la
denominada “guerra fría”, y ello a pesar del conocido obstáculo del abuso del ejercicio del
derecho de veto. Con la calificación como amenaza para la paz manifestaba su desacuerdo
con una situación determinada, y “amenazaba” (habilitado el camino con semejante
calificación) con la adopción de medidas coercitivas del Capítulo VII de la Carta si la
situación seguía poniendo en peligro la paz y seguridad internacionales. Es el caso de la
condena a Indonesia por su intervención en Timor Oriental (1976), de la condena de la
política de un sólo territorio estatal llevada a cabo por Portugal en sus colonias (1963), de la
condena de la invasión de Angola por parte de Sudáfrica (1976-1979), de la declaración como
inaceptable de la independencia unilateral de Rhodesia del Sur, de las sucesivas condenas de
las intervenciones de Israel en el Sur del Líbano (1962-1982), o de la condena de las
intervenciones armadas de Portugal en Senegal (1963-1965) y en Guinea (1970).

Con posterioridad a la “Guerra fría”, el Consejo de Seguridad ha seguido adoptando


declaraciones condenatorias similares: el incumplimiento sistemático de las normas de
Derecho internacional humanitario durante el conflicto en la ex-Yugoeslavia, el
incumplimiento por Corea del Norte del acuerdo de no proliferación nuclear (1993), la
deportación de palestinos del sur del Líbano por Israel (1998), el incumplimiento por UNITA
del Protocolo de Lusaka (1997), el incumplimiento del Acuerdo de Paz en el territorio de la
ex -Ýugoeslavia y del Acuerdo de Dayton (1998), o la realización de ensayos nucleares
(1998).

Tras la determinación previa, puede, si son necesarias, adoptar resoluciones en las que
“recomiende” a los Estados determinados comportamientos para evitar que se agrave o
empeore, o puede también que establezca directamente “obligaciones” o “prohibiciones” a
seguir por los Estados afectados con la posibilidad, en caso de oposición, de reaccionar

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adoptando las medidas coercitivas previstas en los artículos 41 y 42 de la Carta para
conseguir dicho cumplimiento.

Las “recomendaciones” expresan un tipo de conducta que el Consejo de Seguridad


considera como “aconsejable” para el logro del mantenimiento de la paz y segruidad
internacionales, constituyendo una invitación para comportarse en determinado sentido. No
suponen una obligación directa de cumplimiento, aunque sí obligan al Estado destinatario a
tomarla en consideración y a examinar de buena fe si puede o no llevarla a cabo, consultando
al Consejo sobre si hay alguna manera alternativa de lograr el objetivo trazado. Esta exigencia
de buena fe no supone una mera obligación moral, sino que impone jurídicamente un límite a
la libre apreciación del Estado respecto del cumplimiento: al incorporarse a las Naciones
Unidas han manifestado su compromiso de llevar a cabo una cooperación internacional en el
mantenimiento de la paz y seguridad internacionales, y las recomendaciones del Consejo
persiguen este fin. Por lo tanto, la negativa reiterada e injustificada a aceptar las
recomendaciones adoptadas conforme al artículo 39 sería contraria a estas exigencias de
cooperación política, trayendo consigo la responsabilidad internacional para sus autores. En
definitiva, los destinatarios no pueden permanecer indiferentes.

La resoluciones obligatorias adoptadas conforme al artículo 25 de la Carta de las


Naciones Unidas, tienen una imperatividad de la que, ciertamente, carecen las
recomendaciones, obligando inmediatamente a su cumplimiento aunque el Estado afectado
discrepe sobre ellas, y prevaleciendo sobre cualesquiera otras obligaciones internacionales
asumidas por los destinatarios, ya procedan de la costumbre o de cualquier otro tratado
internacional (artículo 103 de la Carta de las Naciones Unidas). Esta prevalencia de las
resoluciones del Consejo sobre, por ejemplo, la Convención de Montreal de 1971, es la que
movió al Tribunal Internacional de Justicia a desestimar la solicitud de Libia, (efectuada en su
demanda cuestionando la legalidad y conformidad a Derecho de la Res.784), de que se
procediese a la suspensión provisional y cautelar (a la espera de que se dictase sentencia, y
para evitar daños de difícil reparación) de las medidas coercitivas decretadas contra ella.

VIII. El Consejo de Seguridad tiene asimismo la capacidad de proceder, en el


supuesto de incumplimiento de las resoluciones obligatorias que adopte, a su ejecución

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forzosa mediante el ejercicio de sus poderes de coerción, de manera que se pueda así
satisfacer rápidamente el interés de la comunidad internacional de mantener la paz y
seguridad. Dichas medidas coercitivas, como su propio nombre indica, no tiene una
naturaleza jurídica de sanción, sino sólo de medidas de coerción encaminadas exclusivamente
al cumplimiento de las obligaciones previamente decretadas, de manera que, una vez llevado
a cabo este cumplimiento, deben desaparecer. Estas medidas pueden consistir en el
empleo de la fuerza armada (por medio de fuerzas aéreas, navales o terrestres) o comprender
simplemente la interrupción total o parcial de las relaciones económicas, de las
comunicaciones ferroviarias, marítimas, aéreas, postales, telegráficas, radioeléctricas, y otros
medios de comunicación, así como la ruptura de relaciones diplomáticas.

Hasta la década de los noventa, el Consejo de Seguridad ha realizado una escasa


aplicación del artículo 41, pudiendo mencionarse tan sólo las adoptadas durante el asunto de
Rhodesia, el asunto del apharteid en Sudáfrica, el asunto de Namibia, el asunto de la
denuncia de Angola contra Sudáfrica, o el asunto de los territorios administrados por
Portugal. Con posterioridad ha decretado este tipo de medidas con mayor asiduidad: en el
conflicto entre Irak y Kuwait, en el conflicto de la ex-Yugoeslavia, en Somalia, en Ruanda, en
Liberia, en el asunto de Lockerbie, en Angola, en Haití, o en el asunto de Sudán.

La aplicación del artículo 42 ha sido aún más limitada con anterioridad a los años
noventa. Tienen como precedente la Res.83 (1950) de 27 de junio y la Res.84 (1950) de 7 de
julio, adoptadas durante el asunto de Corea, en virtud de las cuales recomendó a los Estados
mimbros de Naciones Unidas para que proporcionaran a la República de Corea toda la ayuda
necesaria para repeler el ataque armado de Corea del Norte y restablecer en esta región la paz
y seguridad internacionales, así como delegó a las tropas de determinados Estados, bajo el
mando unificado de los EEUU, la competencia de emprender una acción militar en nombre de
las Naciones Unidas. Seguidamente tuvo su protagonismo la Res,221 (1996), de 9 de abril,
en la que se requería al Reino Unido para que impidiera, mediante el empleo de la fuerza
armada, la llegada al puerto de Beira (Mozambique) de buques sospechosos de quebrantar el
embargo de petróleo decretado contra Rhodesia.

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Tras el comienzo de los años noventa, la Res.665 (1990) y la Res.678 (1990)
autorizaron a los Estados a adoptar “medidas proporcionadas” para asegurar el cumplimiento
de las medidas coercitivas que habían sido impuestas a Irak, y a recurrir a “los medios
necesarios”, a partir de 15 de enero de 1990, si Irak persistía en su actitud. Con posterioridad,
se han venido concediendo autorizaciones similares para garantizar el respeto de los derechos
humanos en Somalia, para asegurar el respeto de la interdicción de vuelos en el espacio aéreo
de la República de Nosnia-Herzegovina, para proteger la labor efectuada por la Fuerza de
Naciones Unidas en Bosnia Herzegovina y en Croacia, para reinstaurar la democracia en
Haití, para garantizar la seguridad y libertad de circulación del personal de la misión de
Naciones Unidas en la República Centroafricana, para salvaguardar la seguridad y libertad de
circulación del personal de la Fuerza de protección multinacional en Albania, o para la
defensa de la zona de seguridad de la misión de Naciones Unidas establecida en Gorazde.

El Consejo de Seguridad tiene discrecionalidad para elegir este tipo de medidas, sin
perjuicio de tener presente que deben guarda proporcionalidad con la gravedad de la
situación, buscando el menor detrimento posible de la soberanía de los Estados (sobre la que
inciden, restringiéndola), así como su neutralidad (no deben perjudicar los derechos,
reclamaciones o la posición de las partes interesadas). El principio de mínima restricción de la
soberanía adquiere especial importancia en los supuestos en los cuales se considera por el
Consejo que un conflicto o situación interna de un Estado constituye una amenaza para la paz
y seguridad internacionales.

De hecho, esta interdependencia entre paz y seguridad interna de un Estado y paz y


seguridad internacionales no es tan reciente como pudiera pensarse, pues desde hace tiempo
viene siendo recogida por el Consejo de Seguridad en el texto de sus resoluciones. Es el
supuesto del conflicto de la independencia de la India y Pakistán (1948), de la independencia
del Congo (1960), del conflicto interno de Chipre (1964-1974), del asunto del subcontinente
indo-paquistaní (1971), del asunto de Rhodesia (1978) o del asunto de los territorios árabes
ocupados (1979-1980). No obstante, es en la década de los noventa cuando esta asociación ha
sido, en proporción, más frecuente. Así ha sido con motivo de las situación en Somalia, en la
ex-Yugoeslavia, en el Kurdistán iraquí, en Camboya, en Mozambique, en Ruanda, en
Burundi, en Afghanistán, en el Zaire, en Angola, en la República Centroafricana, en Sierra
Leona, o en Albania.

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La realización física, material, de estas medidas coercitivas no puede ser llevada a
cabo por el Consejo de Seguridad, ni siquiera por otro órgano de las Naciones Unidas, toda
vez que, aunque sí está previsto en la Carta, no posee actualmente medios materiales
permanentes propios. De este modo, son los Estados miembros lo que deben aportarlos,
pudiendo ser obligados a ello cuando se trata de medidas de coerción no consistentes en el
empleo de la fuerza armada, siendo únicamente voluntaria su participación cuando las
medidas precisamente consisten en esto último.

En este sentido, la Carta establece que todos los Miembros de las Naciones Unidas,
con el fin de contribuir al mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, se
comprometen a poner a disposición del Consejo de Seguridad, cuando éste lo solicite, la
ayuda y las facilidades que sean necesarias para el propósito de mantener la paz y seguridad
referidas, de manera que, como afirma el artículo 48 “La acción requerida para llevar a cabo
las decisiones del Consejo de Seguridad…será ejercida por todos los miembros de las
Naciones Unidas o por algunos de ellos, según lo determine el Consejo de Seguridad”, siendo
realizadas “directamente y mediante su acción en los organismos internacionales apropiados
de que formen parte”.

Más aún, la Carta establece que los miembros de las Naciones Unidas deberán
prestarse ayuda mutua para llevar a cabo las medidas así dispuestas, teniendo presente que, si
con motivo de la adopción de medidas coercitivas, un Estado tuviese problemas económicos
especiales originados por su ejecución, tendrá el derecho de consultar al Consejo de
Seguridad acerca de la solución de esos problemas. Dicha consulta se ha efectuado en algunas
ocasiones pero no ha tenido mucha eficacia práctica, en la medida en que no garantiza recibir
compensación alguna, dados los problemas presupuestarios de la ONU. Sin embargo, lo que
sí puede hacer el Consejo de Seguridad es eximir al Estado afectadon de seguir con la
ejecución de las medidas coercitivas adoptadas.

El derecho del artículo 50 de la Carta fue aplicado por primera vez durante el asunto
de Rhodesia. En este caso, los Estados fronterizos con Rhodesia alegaron durante los años
1967 y 1968 dificultades económicas para cumplir con el embargo decretado por el Consejo.
Nunca hubo suficientes fondos para solventar debidamente la situación. Posteriormente, las

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resoluciones adoptadas durante el asunto de Lockerbie y el conflicto en la ex-Yugoeslavia
recogen expresamente esta cuestión pero, salvo en el primer caso, su eficacia ha sido dudosa.

Pero no sólo los Estados pueden sufrir perjuicios, sino también las personas físicas. El
Consejo de Seguridad, en consecuencia con el reconocimiento que en la propia Carta se hace
de los derechos humanos, se ha preocupado de solventar los efectos negativos que sus
medidas coercitivas pueden producir en la población de los Estados afectados, sobre todo
cuando éstas tiene un carácter económico. Es el supuesto de la resolución adoptada durante el
asunto de Haití (1993), en la que se excepciona su aplicación cuando se trata de asistencia
humanitaria o entrega de medicamentos. Es igualmente el caso de la resolución adoptada
durante el asunto del conflicto entre Irak y Kuwair, en la que se establece la fórmula “petróleo
a cambio de alimentos” como excepción al embargo que se impone a Irak. Puede también
mencionarse la indemnización a los ciudadanos iraquíes de los perjuicios derivados de su
traslado forzoso a causa de la demarcación de la frontera, o la excepción de vuelos efectuados
por razones humanitarias del embargo decretado contra Libia en el asunto de Lockerbie, o la
autorización de exportación de medicinas que a petición de UNICEF se realizó con motivo
del embargo decretado contra las Repúblicas de Servia y Montenegro.

Desde la creación de las Naciones Unidas, el Consejo ha acudido a menudo a la


participación de los Estados miembros en el ejercicio de las medidas acordadas conforme al
Capítulo VII. Es el caso del asunto de Corea (1956), del Congo (1960-1961), de Rhodesia
(1966-1979), de Namibia (1985), de Sudáfrica (1963-1994), del conflicto en la ex
Yugoeslavia (1991-), del asunto de Lockerbie (1992), de Somalia (1992-1994), del conflicto
entre Irak y Kuwait (1990-), del asunto de Haití (1994), de Ruanda (1994-1996), de Liberia
(1994-1996), de Sudán (1996), de Burundi (1996), o de Sierra Leona (1997-1998).

Normalmente, el Consejo hace un llamamiento a los Estados de forma genérica, sin


especificación alguna, sin perjuicio de que implícitamente se pueda deducir cierta
determinación de los Estados más directamente obligados de los mismos hechos que se
recogen en la resolución, del conflicto de que se trate y del contenido de las medidas
adoptadas. Sin embargo, en ciertas ocasiones sí individualiza quienes son los Estados
obligados. Así ocurrió en el asunto de Rhodesia, cuando el Estado directamente obligado era

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el Reino Unido de la Gran Bretaña, y también ocurrió durante el asunto del conflicto en la ex-
Ýugoeslavia, cuando algunas resoluciones obligaron directamente a Rumanía o Turquía.

La participación de los Estados carece de toda autonomía, en la medida en que están


actuando como “agentes” del Consejo, ejecutando una actividad que es de las Naciones
Unidas y no particular suya, de manera que deben efectuarla siempre y en todo momento bajo
la autoridad y dirección del Consejo, sin que sea suficiente el mantenerle informado. Esto
supone una obligación para los Estados miembros y también un deber para el Consejo, que no
puede limitarse a autorizar su ejecución y desentenderse después de llevar a cabo su
dirección.

IX. En definitiva, el tema aquí planteado tiene trascendencia práctica, en la medida en


que el Estado español puede venir obligado a cumplir las resoluciones obligatorias adoptadas
conforme al Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas (incluyendo la adopción de
medidas coercitivas de su artículo 41, no consistentes en el empleo de la fuerza armada), o
capacitado para llevar a cabo las “recomendaciones” que éste efectúe (entre ellas, las medidas
consistentes en el empleo de la fuerza armada previstas en el artículo 42). Debe tenerse
presente que en ambos casos sólo se verán amparado si las resoluciones a seguir son
conformes a Derecho internacional público, incurriendo en caso contrario en un acto ilícito
internacional del que se puede derivar responsabilidad internacional frente a terceros
perjudicados. De hecho, los actos del Gobierno adoptados en el marco de las relaciones
internacionales han dejado, tras la nueva Ley de Jurisdicción Contencioso Administrativa, de
ser considerados como actos de naturaleza política (excluidos del control jurisdiccional),
pudiendo ser recurridos ante los órganos de lo contencioso administrativo (lo cual, por otro
lado, coincide con la línea seguida en el resto de los ordenamientos internos europeos).

Debe tenerse en cuenta, a estos efectos, que el Consejo de Seguridad no utiliza


siempre las potestades del Capítulo VII con la misma claridad ni en situaciones similares. Así,
se puede cuestionar el comportamiento del Consejo de Seguridad en los asuntos de
Mozambique y Ruanda durante el año 1993, en la medida en que las resoluciones que adoptó
no revelan una actitud equivalente a la que en esos mismos momentos llevaba a cabo en la ex
Yugoeslavia, en Angola o en Somalia. La concurrencia de circunstancias como problemas

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humanitarios o inseguridad en la región no provocaron una declaración de amenaza a la paz y
seguridad internacionales, ni se adoptaron medidas adecuadas al respecto, tal y como sí
ocurrió en los otros asuntos. Los mismo puede afirmarse de la actitud del Consejo de
Seguridad durante el conflicto entre Armenia y Azerbayán (1993): a tenor de los hechos que
recogen expresamente las resoluciones que él mismo adopta al efecto (entre los que se pueden
apreciar ocupaciones del territorio ilícitas, uso ilícito de la fuerza y grave situación
humanitaria de la población), podría haberse adoptado, al igual que en otras situaciones
contemporáneas similares, algún tipo de medida que no fuera la adoptada de limitarse a
declarar expresamente que concurría una amenaza para la paz y pedir conforme al artículo 40
de la Carta un alto el fuego. Lo mismo puede afirmarse de su intervención durante el asunto
de Camboya, en el cual el comportamiento obstaculizador del partido de los Jemeres Rojos no
motivó al Consejo para aplicar alguna medida del Capítulo VII, cosa que sí hizo ante una
situación similar en Angola, donde consideró que el comportamiento de UNITA exigía la
aplicación de medidas coercitivas del artículo 41 (1993).

El control de los actos de ejecución forzosa efectuados por los Estados, por otro lado,
pueden referirse a la validez de la resolución del Consejo que se ejecuta, como a la validez de
la ejecución forzosa en sí misma considerada y la observancia de sus límites. Así, debemos
incluir los supuestos en que, en el cumplimiento de la ejecución forzosa de una resolución que
es conforme a Derecho, se comete una grave irregularidad o exceso; en estos casos, el uso de
la coerción pierde toda legitimidad y se presenta como una actuación antijurídica susceptible
de originar responsabilidad internacional.

Este supuesto de ilicitud ha sido subrayado como consecuencia de actuaciones de


coerción cuya conformidad con las normas del Derecho de la Guerra y del Derecho
Internacional Humanitario ha sido cuestionada. Es el caso del bombardeo efectuado sobre
Bagdad el 13 de febrero de 1991, en el que fallecieron numerosos civiles, así como el de otras
operaciones militares que, encaminadas a la destrucción de objetivos no estrictamente
militares, han ocasionado sufrimientos a la población civil (instalaciones eléctricas, de agua
potable...). También se alegó coerción ilegítima en relación a la Res.837 (1993), de 6 de
junio, en la que el Consejo autorizó a ONUSOM II a mantener el orden público en Somalia
tras el ataque armado al contingente paquistaní. Los excesos cometidos en cumplimiento de
esta función el día 12 de junio de 1993 trajeron como consecuencia la Res.885 (1993), que

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suspende la autorización concedida para realizar arrestos personales y constituye una
Comisión de investigación de los hechos.

Finalmente, es necesario hacer notar que, si bien el Consejo de Seguridad debe


abstenerse de oficio de proceder a la aplicación de una resolución cuando los destinatarios de
una obligación incumplida o los Estados requeridos para llevar a cabo su ejecución forzosa,
aleguen y demuestren la ausencia en la resolución de las condiciones mínimas externas de
conformidad al Derecho internacional, sin embargo esta abstención no se dará siempre. La
facilidad de intervención en la realidad internacional que conlleva los poderes que el Capítulo
VII concede al Consejo, constituye sin duda una contínua tentación para las grandes potencias
(miembros permanentes del Consejo), ante la posibilidad de aplicarla como medio para
imponer su exlusiva voluntad, fuera de los supuestos concretos en los que el referido Capítulo
VII permite actuar a este órgano.

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