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HISTORIA CONTEMPORANEA DE ESPAÑA, SIGLO XX


(UCM)

MANUAL HISTORIA DE ESPAÑA SIGLO XX. 1939-


1996. JESÚS A. MARTÍNEZ

MARTINEZ MARTIN, JESÚS


16-17
ANTONIO
2
HISTORIA DE ESPAÑA
SIGLO XX
1939-1996

3
4
Jesús A. Martínez (coord.)

HISTORIA DE ESPAÑA
SIGLO XX
1939-1996

Julio Aróstegui • Ángel Bahamonde


Carme Molinero • Luis Enrique Otero • Pere Ysàs

CATEDRA
HISTORIA. SERIE MAYOR

5
Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido
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© Julio Aróstegui, Ángel Bahamonde, Jesús A. Martínez,


Carme Molinero, Luis Enrique Otero y Pere Ysàs
© Ediciones Cátedra, S. A., 1999
Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid
Depósito legal: M. 6.324-1999
I.S.B.N.: 84-376-1703-0
Printed in Spain
Impreso en Gráficas Rógar, S. A.
Navalcarnero (Madrid)

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Índice
PRÓLOGO (JESÚS A. MARTÍNEZ) ……………………………………………………………….. 13
PRIMERA PARTE
LA CONSTRUCCIÓN DE LA DICTADURA (1939-1951)
(Ángel Bahamonde y Jesús A. Martínez)

CAPÍTULO PRIMERO. La configuración de la dictadura de Franco 19


1.1. Franco y la concentración del poder 19
1.2. La capacidad de adaptación a los tiempos 20
1.3. La bendición de la Iglesia 22

CAPÍTULO II. La vocación fascista y las luchas por el poder (1939-1945) 24


2.1. Los equilibrios gubernamentales ................................................................................. 24
2.2. El proyecto fascista y las pugnas por el modelo de Estado .......................................... 26
2.3. Las Cortes Orgánicas ...................................................................................................... 28
2.4. El discurso de la cultura oficial...................................................................................... 30
2.5. Tiempo de silencio ........................................................................................................ 32
2.6. Una oposición dividida, clandestina y exiliada ............................................................. 35
2.7. La guerra mundial. Entre la no beligerancia, la intervención y la neutralidad ........... 36

CAPÍTULO III. El nacionalcatolicismo, la monarquía de Franco y la nueva imagen del ré-


gimen (1945-1951) …………………………………………………… 39
3.1. El tercer gobierno de posguerra y el barniz católico 39
3.2. La imagen populista del régimen. Fuero de los Españoles y Referéndum 40
3.3. Las estrategias de la oposición 42
3.4. La alternativa monárquica 44
3.5. La monarquía de Franco 45
3.6. El aislamiento exterior y su ruptura 46

CAPÍTULO IV. La España de la autarquía 50


4.1. El debate sobre la política económica autárquica 50
4.2. Política y autarquía. Las nuevas fortunas y las redes del poder 51
4.3. Industria y reconstrucción. El INI 52
4.4. Estancamiento e inflación 54
4.5. La agricultura. Atraso y acumulación 55
4.6. El retroceso de la renta nacional 57
4.7. Las estrecheces de la vida cotidiana 59

CAPÍTULO V. Las relaciones laborales y los conflictos sociales 61


5.1. Encuadramiento laboral y nacionalsindicalismo 61
5.2. Relaciones laborales y Magistraturas de Trabajo 62
5.3. Las formas del conflicto. Conflicto latente y conflicto abierto 65
5.4. Las huelgas de 1951 66

7
SEGUNDA PARTE
LA CONSOLIDACIÓN DE LA DICTADURA (1951-1959)
(Jesús A. Martínez)

CAPÍTULO VI. La reordenación política 71


6.1. Perfil de una década 71
6.2. Los cambios gubernamentales de 1951 y el equilibrio calculado 72
6.3. Los militares de Franco y la reserva controlada del poder 74
6.4. Las tensiones entre católicos y falangistas. La Ley de Enseñanzas Medias 76
6.5. Renovación cultural e inconformismo universitario 80

CAPÍTULO VII. El agotamiento de la autarquía 82


7.1. La eliminación parcial de los obstáculos intervencionistas 82
7.2. Bajo el signo de la productividad 83
7.3. Las transformaciones agrarias 84
7.4. La vocación industrializadora y las limitaciones autárquicas 87

CAPÍTULO VIII. La salida del aislamiento exterior 89


8.1. El «centinela» de Occidente. Los Pactos con Estados Unidos 89
8.2. Una apertura exterior matizada 92
8.3. «La reserva espiritual de Occidente». El Concordato con la Santa Sede 93

CAPÍTULO IX. La sociedad española. Pautas tradicionales y síntomas de modernización 96


9.1. La religión católica: ritos colectivos y moral social 96
9.2. Una sociedad preindustrial en transformación. La emigración 98
9.3. Los cambios de la sociedad campesina y el modo de vida urbano. Los prime-
ros síntomas de la modernización 99
9.4. La década de la radio 101
9.5. La cultura crítica 104

CAPÍTULO X. Las tensiones del bienio 1956-1957 106


10.1. La protesta universitaria. La actitud contestataria de los «hijos del régimen» 106
10.2. Protesta ciudadana y protesta obrera 107
10.3. Las oposiciones políticas al régimen 111
10.4. Los apoyos sociales de la dictadura. Pasividad, inhibición y complicidad so-
ciológica. El mito del «buen dictador» 113
10.5. La crisis política de 1956-1957. La clausura de la «revolución pendiente» 114
10.6. Los tecnócratas. Pragmatismo económico, reformismo técnico y apuntalamien-
to de la dictadura 117
CAPÍTULO XI. La dictadura reforzada 119
11.1. El Movimiento y la ambigüedad institucional del régimen 119
11.2. El orden público 120
11.3. La inevitabilidad de Europa. La descolonización de Marruecos 121
11.4. La liberalización económica. El Plan de Estabilización 123
11.5. Veinte años de retraso. El «gigante con los pies de barro» 127
TERCERA PARTE

MODERNIZACIÓN ECONÓMICA
E INMOVILISMO POLÍTICO (1959-1975)
(Carme Molinero y Pere Ysàs)

CAPÍTULO XII. Los años dorados del régimen franquista 131


12.1. ¿Hacia una liberalización política? 131

8
12.2. Veinticinco años de paz 131
12.3. Después de Franco, ¿qué? 138
12.4. La Ley de Prensa y las elecciones sindicales 139
CAPÍTULO XIII. La culminación de la institucionalización del régimen y la cuestión su-
cesoria 142
13.1. La Ley Orgánica del Estado 142
13.2. Apertura y regresión 146
13.3. Juan Carlos, sucesor 149
CAPÍTULO XIV. La política exterior en los años 60 153
14.1. Mirando a Europa y a los Estados Unidos 153
14.2. Gibraltar y la descolonización 157
CAPÍTULO XV. El triunfo del inmovilismo 159
15.1. El gobierno «monocolor» 159
15.2. El endurecimiento de la represión 160
15.3. La deserción de la Iglesia 164
15.4. Las disensiones en la clase política franquista 165
15.5. Carrero, presidente del Gobierno 169
CAPÍTULO XVI. Una larga etapa de crecimiento económico 172
16.1. La política del «Desarrollo» 172
16.2. El impulso exterior del crecimiento económico 174
16.3. La configuración de una sociedad industrial 176
16.4. El poder económico y la cultura gerencial 178
16.5. La intervención estatal en el bienestar social 180
183
CAPÍTULO XVII. Una población en movimiento
17.1. Evolución de las magnitudes demográficas 183
17.2. Los movimientos migratorios 184
17.3. Despoblamiento y urbanización 187
17.4. Los cambios en la población activa 188
193
CAPÍTULO XVIII Una época de cambios sociales
18.1. Una nueva estructura social 193
18.2. De la educación clasista a la enseñanza masificada 196
18.3. El aumento del poder adquisitivo y la distribución de la renta 198
CAPÍTULO XIX. Las nuevas pautas socioculturales 202
19.1. Una sociedad de consumo privado 202
19.2. Una sociedad con carencias colectivas 204
19.3. Las condiciones de vida y las nuevas actitudes 206
19.4. El proceso de secularización 208
CAPÍTULO XX. Conflicfividad social y oposición política 210
20.1. Una ascendente conflictividad laboral 210
20.2. La revuelta estudiantil 215
20.3. La protesta vecinal 218
20.4. La oposición política: el PCE y la «nueva izquierda» 219
20.5. Los socialistas y la «oposición moderada» 222
20.6. El antifranquismo en el País Vasco y en Cataluña 224
CAPÍTULO XXI. La crisis de la dictadura franquista 227
21.1. Arias y el «espíritu del 12 de febrero» 227
21.2. El gobierno Arias entre dos crisis 231
21.3. Del aperturismo a la involución 234

9
21.4. El gobierno Arias entre dos crisis 236
21.5. Del aperturismo a la involución 240
CUARTA PARTE
LA TRANSICIÓN POLÍTICA Y LA CONSTRUCCIÓN
DE LA DEMOCRACIA (1975-1996)
(Julio Aróstegui)

CAPÍTULO XXII. Años de una historia nueva: la historia del presente 245
22.1. Historia del presente 245
22.2. Etapas y coyunturas del periodo 246
22.3. Historia del presente, historia de grandes cambios 247
CAPÍTULO XXIII. La crisis del franquismo y la transición desde la dictadura 251
23.1. La crisis del régimen 251
23.2. La transición a la democracia: un proceso nuevo 254
23.3. Las peculiaridades del caso español 257
CAPÍTULO XXIV. La construcción del nuevo régimen 261
24.1. La etapa del gobierno Arias (1975-1976) 261
24.2. La movilización popular 263
24.3. El gobierno Suárez. La Ley para la Reforma Política 264
24.4. El desarrollo de la Ley para la Reforma Política 267
24.5. La oposición antifranquista en la primera etapa de la transición 269
CAPÍTULO XXV. El nuevo sistema político 271
25.1. La profundización de la reforma 271
25.2. Los partidos políticos 273
25.3. Las elecciones de 1977 277
25.4. Los Pactos de la Moncloa 282
25.5. La elaboración de una Constitución 283
CAPÍTULO XXVI. El periodo de consolidación democrática (1979-1982) 287
26.1. El primer periodo constitucional desde 1979 y la reacomodación de los par
tidos 287
26.2. El modelo del Estado de las Autonomías. El periodo de las «Preautonomías» 293
26.3. La constitución estatutaria del mapa autonómico 295
26.4. La crisis de UCD 299
26.5. El intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 302
26.6. El gobierno de Calvo Sotelo y las elecciones de 1982 306
CAPÍTULO XXVII. El PSOE y el impulso reformista (1982-1986) 311
27.1. El gobierno largo del PSOE .......................................................................................... 311
27.2. La naturaleza generacional del reformismo socialista ................................................. 315
27.3. Política económica y social........................................................................................... 317
27.4. La consolidación del Estado y las políticas de gestión .................................................. 319
27.5. Evolución de la vida política 324
CAPÍTULO XXVIII. La integración: de la CEE a la OTAN 328
28.1. Las grandes líneas de la política exterior 328
28.2. La integración en la CEE 330
28.3. Un consenso menor, la OTAN 332
CAPÍTULO XXIX. El PSOE y el periodo social-liberal (1986-1993) 334
29.1. La política social-liberal, su sentido 334
29.2. Una nueva etapa política. Crisis y adaptación de los partidos 337

10
29.3 E terrorismo, su evolución y consecuencias políticas 342
29.4. Transformación social y deterioro del consenso. La huelga del 14-D 344
29.5. Europa, Maastricht y los problemas de convergencia 347
CAPÍTULO XXX. El declive del PSOE (1993-1996) 349
30.1. Diez años de reformismo 349
30.2. Una política en minoría 351
30.3. La corrupción y la crisis del partido gobernante 356
30.4. La agudización de las disidencias en el partido gobernante 358
30.5. Las elecciones de 1996. Fin del gobierno largo socialista 360

QUINTA PARTE
LA TRANSICIÓN ECONÓMICA.
DEL CAPITALISMO CORPORATIVO A LA UNIÓN EUROPEA
(Luis Enrique Otero)

CAPÍTULO XXXI. La larga crisis de los años 70 365


31.1. El impacto de la crisis económica. La primacía de lo político sobre lo econó-
mico (1973-1977) 365
31.2. El primer ajuste de la crisis. Los Pactos de la Moncloa (1977) 367
31.3. La crisis interminable. El segundo shock del petróleo (1979-1982) 370
31.4. Una crisis estructural de marcado carácter industrial 372
CAPÍTULO XXXII. El gobierno largo del PSOE. Primera etapa: la salida de la crisis 374
32.1. La política de ajuste económico (1983-1985). La salida de la crisis interminable. 374
32.2. La reconversión industrial (1983-1987). El ser o no ser de la industria española. 377
32.3. La crisis bancaria (1977-1985). Los costes de la modernización de un sistema
financiero anquilosado 381
CAPÍTULO XXXIII. El ingreso de España en la Comunidad Europea. La apuesta definiti-
va por la modernización de la economía española (1985-1996) 386
33.1. El ingreso de España en la Comunidad Económica Europea (12 de junio de
1985) 386
33.2. La expansión económica. Los felices años 80, 1986-1992 387
33.3. El nacimiento de la Unión Europea. El Tratado de Maastricht y los criterios
de convergencia (1992) 390
33.4. La crisis de 1992-1993. Del europesimismo a la recuperación. En la senda del
euro 396
33.5. Una economía abierta a Europa en el contexto de la globalización 398
33.6. España en el euro. Fin del gobierno largo del PSOE 406
CAPÍTULO XXXIV. La construcción del Estado del Bienestar 408
34.1. La configuración de las sociedades del Bienestar 408
34.2. El inicio del Estado del Bienestar, la etapa de la UCD (1977-1982) 409
34.3. La reforma fiscal de 1977. Instrumento básico para la redistribución de la Renta 413
34.4. El Estado del Bienestar en la etapa socialista (1983-1996) 415
34.5. La política fiscal (1983-1996). La financiación del Estado de Bienestar 425
34.6. La distribución territorial de la renta (1973-1996) 429
CAPÍTULO XXXV. El desempleo: el principal problema de la sociedad española 438
35.1. Un paro encubierto: el pleno empleo de los años 60 438
35.2. El sistema de relaciones laborales en la primera etapa de la transición 439

11
35.3. La aparición del desempleo masivo en España 440
35.4. El componente estructural del desempleo español 443
35.5. Mujeres, jóvenes y parados de larga duración: las víctimas del desempleo
masivo 447
35.6. Las razones del no estallido social de los desempleados 449

SEXTA PARTE
LAS INCERTIDUMBRES
DE LA SOCIEDAD INFORMACIONAL
(Julio Aróstegui [cap. XXXVI]
Luis Enrique Otero [caps. XXXVII-XXXIX])

CAPÍTULO XXXVI. Una sociedad en rápido cambio social y cultural 455


36.1. Las nuevas realidades estructurales 455
36.2. Nuevas orientaciones en las instituciones sociales 460
36.3. Las pautas de comportamiento 462
36.4. La difícil recuperación de la creación cultural 464
CAPÍTULO XXXVII. Globalización e innovación tecnológica. Una asignatura pendiente 467
37.1. El atraso de la ciencia en España 467
37.2. El despertar de la ciencia española. La constitución de un sistema de Ciencia-
Tecnología en España (1982-1996) 470
37.3. La contribución de la España Autonómica y la incorporación a Europa en la
creación del sistema de Ciencia-Tecnología español 472
CAPÍTULO XXXVIII. La revolución de las telecomunicaciones. La sociedad informacional 479
38.1. Telecomunicaciones y globalización. La sociedad informacional 479
38.2. La sociedad informacional en España 482
38.3. El problema de las identidades en la sociedad informacional 484
CAPÍTULO XXXIX. Nuevos valores y formas de articulación social en la sociedad infor-
macional. Feminismo, ecologismo y cooperación al desarrollo 487
39.1. Nuevos movimientos para una nueva sociedad 487
39.2. Las razones del retraso español en la emergencia de los nuevos movimientos
sociales 490
39.3. El movimiento feminista 492
39.4. El movimiento ecologista y la crisis ecológica 495
39.5. El movimiento pacifista. De la desnuclearización al antimilitarismo: la obje-
ción de conciencia y la insumisión 500
39.6. La cooperación al desarrollo. Una nueva forma de entender la solidaridad in- 503
ternacional. La explosión del movimiento de las ONG
39.7. Una nueva forma de pensar y actuar 505
BIBLIOGRAFÍA 509

12
Prólogo
Este texto ha seguido las pautas abiertas por anteriores volúmenes de la Historia
de España, destinados al manual universitario, con la puesta al día, en forma de sín-
tesis, de los conocimientos sobre nuestra historia reciente. La vocación con la que se
ha entendido este manual, lo mismo que la de los otros volúmenes de la historia con-
temporánea, ha sido la de presentar un marco interpretativo que diera lógica al tra-
sunto histórico más allá de recopilaciones ordenadas de datos. Ha pretendido ser,
pues, un ensayo, con la incorporación de monografías e investigaciones diversas.
Todo ello está en relación con el sentido de la didáctica universitaria: la estrecha vincula-
ción que debe existir entre docencia e investigación y su proyección en un instrumen-
to de trabajo como el manual, con los objetivos últimos del aprendizaje, la reflexión,
el planteamiento de problemas, y el debate sobre distintas perspectivas de análisis,
más que como el acopio de temas y datos. El método también ha perseguido integrar
en el tiempo las distintas variables de análisis de ámbito social, económico, cultural
o institucional, con el hilo conductor de la historia política, situando cada parcela de
análisis en su tiempo histórico preciso, tanto en procesos de larga duración como en
coyunturas de experiencia.
Este volumen abarca cronológicamente los últimos sesenta años de nuestro pasa-
do colectivo, en dos grandes etapas perfectamente diferenciadas: 1939-1975 y 1975-
1996. La historia de España entre 1939 y 1975, con señas de identidad propias verte-
bradas en la dictadura del general Franco, es cada vez más y mejor conocida. El «fran-
quismo», término utilizado para designar un modelo muy específico de régimen
ligado indefectiblemente a la figura misma del dictador, ha adquirido categorías his-
toriográficas. En los últimos tiempos se ha multiplicado el esfuerzo de muchos espe-
cialistas, la mayor parte de ellos de las nuevas generaciones de historiadores, que han
imprimido seriedad metodológica, documental e interpretativa. Se han aportado mu-
chos conocimientos sobre las instituciones, la economía, las relaciones internaciona-
les, la historia política, o la historia social y se han enriquecido los debates como la
naturaleza del régimen, las causas de su longevidad, la tipología y características de
sus apoyos sociales, las condiciones de vida... La dictadura no se mide ya sólo en cla-
ves de represión o de oposición política, sino de los fundamentos y evolución de su
lógica interna.
Más compleja es, metodológicamente, la historia de la transición política hacia la
estructuración y consolidación del Estado democrático, no sólo por la falta de mu-
chas fuentes documentales de interés a disposición de los historiadores o por la pro-
ximidad de los acontecimientos que se postulan más como análisis de dimensiones
periodísticas o sociológicas en su tratamiento, sino porque forma parte, aún abier-
xxxxx

13
ta, de la experiencia colectiva, y está atravesada por las coyunturas y debates de pre-
sente.
El régimen de Franco protagonizó una extraordinaria capacidad de adapatación a
los tiempos, una versatilidad que no alteró su fundamento principal, que fue la con-
centración del poder en el dictador, una parca y ambigua definición institucional, y
unos calculados equilibrios para ir readaptando los heterogéneos grupos que apoya-
ron la sublevación de 1936 y que se expresaron en «familias políticas». Más que pro-
yectos políticos definidos y de ideologías precisas, se establecieron prácticas clientela-
res, relaciones personales, servicios prestados y una trama de influencias en torno al
Estado, con unas redes de subordinación en cuya cúspide se situaba Franco, y que se
medían en términos de lealtad hacia el dictador.
Así, el franquismo tuvo varias etapas, sin que mutaran sus fundamentos esencia-
les. Una primera entre 1939 y 1951 marcada por la construcción de la dictadura y las
pugnas internas en la forma de definir el Estado, más vocacionalmente fascista en-
tre 1939 y 1945 y más ligada al discurso del nacionalcatolicismo entre 1945 y 1951.
Era la España de la proximidad a las potencias del Eje primero y del aislamiento in-
ternacional después, la España de la autarquía, de la escasez y de los temores proyec-
tados por la victoria y la represión. La década de los años cincuenta, en una segunda
etapa (1951-1959), está asociada a la consolidación de la dictadura en todos los terre-
nos, mutiladas a la largo de los años cuarenta todas las posibles alternativas o matiza-
ciones, desde dentro o desde fuera del régimen, que no fueran la dictadura personal
de Franco, que quedó reforzada por el lento, pero eficaz para la prolongación del ré-
gimen, ascenso de los tecnócratas. Era la España de las primeras transformaciones en
el terreno económico, de la eliminación de obstáculos autárquicos hacia la liberaliza-
ción económica, de la salida formal del aislamiento internacional, pero también del
nacimiento de actitudes críticas y contestatarias en la protesta ciudadana, laboral o
universitaria distinta en sus estrategias de la oposición clásica. Y la tercera (1959-
1975), la de los «años dorados», pero también la de sus crisis, precisamente por la asin-
tonía del proceso de modernización económica, de las transformaciones sociales y de
las pautas de comportamiento con el inmovilismo político. Era la España que despe-
gaba por la senda de la industrialización, del «desarrollismo» y de la elevación de los
niveles de vida, de la irrupción de nuevos valores y códigos de conducta, pero tam-
bién la época de una España que exigía mayores y diferentes cambios de los que po-
día proporcionar el modelo invariable de la dictadura.
Pero a lo largo de estas tres etapas el régimen labró el mito del «buen dictador»,
paternalista y populista que, por encima de la política, pretendía establecer una rela-
ción con la población en claves de lealtad. La memoria histórica de la guerra civil,
una especial valoración de la seguridad, un discurso nacionalista contra todo lo ex-
tranjerizante, un catolicismo entendido como esencia de la Patria y de la moral social,
con la coartada de la lucha contra los males de la civilización (el ateísmo, la masone-
ría y el comunismo), y una proyección maniquea de la España y la anti-España, per-
filaron los soportes del discurso central de la dictadura. De ello se derivaron las acep-
ciones de «Españoles ingobernables» y «Españoles diferentes» como fórmula de la
inevitabilidad de la dictadura y de la especificidad de España. Con el tiempo, cada
vez más el discurso tendió a asentarse más en el mito de la prosperidad y el bienestar
de un dictador que modernizaba el país. De ello se extendió y se ha proyectado en la
actualidad una conclusión perversa: la de que el franquismo adjudicó las dosis de au-
toridad y orden que el país necesitaba para generar la industrialización y las clases me-
xxxxxxxxxxxxx

14
dias, de lo que se ha deducido la conclusión, aún más perversa, de que la «dictadura
necesaria» estaba preparando al país para la democracia y, para colmo, el franquismo
hasta propició la vuelta de la monarquía. El crecimiento económico y la moderniza-
ción fueron posibles por el contexto de internacionalización de la economía mun-
dial, lejos de la iniciativa de los dirigentes del régimen hasta que los tecnocrátas apro-
vecharon esa inevitabilidad de la apertura económica para apuntalar la dictadura.
Y ello con varios lustros de retraso. La propia dictadura y las políticas económicas lo
habían retrasado, pues, veinte años, además de implicarse con carencias y desajustes
de todo tipo, cuya factura se encargaría de pasar la crisis internacional de los setenta.
La monarquía instaurada, no restaurada, por Franco, se entendía legitimada en los
principios del Movimiento Nacional y dependiente del propio dictador, muy alejada
del modelo de monarquía parlamentaria como base del estado democrático que
alumbró la transición.
El segundo gran bloque del libro, con entidad propia, abarca el periodo 1975-
1996, caracterizado por el proceso de transición política —objeto de un denso deba-
te sobre su naturaleza, especificidad, cronología y protagonistas— pero en todo caso
alumbrador de un nuevo Estado democrático, con una nuevas reglas de juego en las
relaciones entre los gobernantes y gobernados y entre éstos, caracterizado por el plu-
ralismo y las libertades políticas, la organización de la sociedad civil y la plena incor-
poración de España a las estructuras económicas y políticas de Occidente. También
es la España de los nuevos valores del consenso, el diálogo y la tolerancia en proceso
de construcción, y de la lenta sedimentación de la cultura democrática. Y del debate
sobre el modelo de organización territorial del Estado, del papel y futuro de las auto-
nomías y de los nacionalismos en el contexto de ese Estado. También es la España
que ha protagonizado un profundo proceso de transición y modernización económi-
ca orientada a la integración en la Unión Europea, y de transformaciones sociales y
culturales, en un sentido abierto y laico. Pero es, finalmente, la etapa de las incerti-
dumbres de la sociedad postindustrial y de la sociedad informacional, de los
márgenes del Estado del Bienestar, de las dimensiones sociales del desempleo, del lí-
mite de los recursos y de la degradación medioambiental, de los movimientos socia-
les alternativos, en un final de siglo donde la ciencia, la tecnología y la comunicación
se han desplegado socialmente y se han incrustado en las entrañas de la vida cotidia-
na. De estos temas se ocupa la última parte del libro.
Estos dos grandes territorios del manual (1939/1975 y 1975/1996) forman parte
de una racionalidad cronológica, convencionalmnete asentada por los imperativos
docentes y los planes editoriales. Convencional y, por tanto, discutible, porque son
dos etapas diferentes y con entidad propia, por mucho que interpretaciones nada in-
genuas traten de solaparlas, unirlas y hasta confundirlas, estableciendo vínculos más
que cuestionables entre franquismo y democracia, esto es, la equívoca consideración de
que el sistema democrático es la herencia lógica del franquismo o su prolongación na-
tural en una forma de continuismo. La dictadura está más ligada a la guerra civil
de 1936-1939, y a la memoria histórica que de ella se desprendió, en los términos de ven-
cedores y vencidos, que a la construcción del sistema democrático, por mucho que se in-
sista en que una de las variables de la instalación de la democracia procedía de los engra-
najes internos de la dictadura. Por ello, en un futuro, según creemos, la historia des-
de 1975 tendrá que considerarse como una asignatura aparte y en un manual diferente.
La elaboración de este manual ha continuado por la senda del trabajo en equipo,
como el centro nervioso del quehacer universitario, que ha permitido el debate, el
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contraste de pareceres y la colaboración con un grupo de investigadores formado
por Julio Aróstegui, Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Car-
los III, Ángel Bahamonde, Catedrático de Historia Contemporánea de la Universi-
dad Complutense de Madrid, Carme Molinero y Pere Ysàs, Profesores Titulares de His-
toria Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona, Luis E. Otero
Carvajal, Profesor Titular de Historia Contemporánea de la Universidad Compluten-
se, y por el autor de estas líneas y coordinador del volumen. En todo caso, cada au-
tor ha dispuesto de libertad de cátedra y ha proyectado dentro de la arquitectura glo-
bal del libro su propia originalidad en el planteamiento de los problemas y en el re-
sultado de su trabajo. Una experiencia colectiva enriquecedora que ha alimentado las
posibilidades de estudio de nuestro pasado más reciente.

JESÚS A. MARTÍNEZ MARTÍN (COORDINADOR)


UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID

16
PRIMERA PARTE
LA CONSTRUCCIÓN DE LA DICTADURA
(1939-1951)

ÁNGEL BAHAMONDE
JESÚS A. MARTÍNEZ MARTÍN
18
CAPÍTULO PRIMERO

La configuración de la dictadura de Franco

1.1. FRANCO Y LA CONCENTRACIÓN DEL PODER


El 1 de abril de 1939 el último parte de guerra de las tropas sublevadas tres años an-
tes clausuraba las operaciones militares certificando la derrota del ejército republicano.
Se abría así una larga etapa de la historia reciente de España que se prolongaría hasta la
muerte del general Franco en 1975. Un régimen político asociado a la figura del dicta-
dor que se desarticuló, en términos políticos e institucionales, poco tiempo después de
su muerte, pero que se había mantenido casi cuatro décadas en el poder. Los orígenes
de este régimen, construido sobre las ascuas de la guerra civil, no se remiten a la finali-
zación de las operaciones militares, sino que tienen sus fundamentos en el mismo año
del comienzo del conflicto y su articulación fue dibujada paralelamente y en conexión
con la propia guerra. El profundo debate que estalló entre los defensores de la repúbli-.
ca, y que aportaría importantes cotas de responsabilidad en su derrota, sobre la priori-
dad de la victoria en el campo militar, la revitalización y construcción del Estado o la
práctica revolucionaria, no existió en las filas sublevadas, lo que no quiere decir que
existiera unanimidad entre ellas. Las piezas maestras de la edificación del Estado y del
funcionamiento del régimen político, en términos de dictadura personal, se habían ido
levantando desde 1936, por lo que cuando se divulgó el último parte de guerra no que-
daba nada sujeto a improvisaciones siguiendo la inercia inaugurada con la guerra.
A lo largo de ésta, el poder personal del general Franco se fue consolidando pau-
latinamente. Una concentración de poder, que tipificará la dictadura a lo largo de su
existencia, que había comenzado con el decreto firmado en Burgos el 29 de septiem-
bre de 1936 por el que la Junta de Defensa Nacional nombraba a Francisco Franco
Bahamonde «Generalísimo de los Ejércitos» y «Jefe del Gobierno del Estado espa-
ñol». El 30 de enero de 1938, la ley de administración central del Estado establecía,
en su artículo 17, que correspondía al jefe del Estado «la suprema potestad de dictar
normas jurídicas de carácter general». En la inmediata posguerra, la ley de reorganiza-
ción de la administración central del Estado de 8 de agosto de 1939, matizaba que la
potestad de dictar las normas jurídicas no tenía por qué ir precedida de la delibera-
ción del Consejo de Ministros, cuando lo aconsejaran razones de urgencia.
La cronología es, en este aspecto, elocuente. Pero no lo es tanto la definición de los
contenidos del régimen ni las razones de su dilatada permanencia, sobre todo cuando se
huye de simplificaciones. Existe un debate abierto sobre la naturaleza política de la dic-
tadura de Franco que va más allá de un complicado juego de términos: ¿fascismo?, ¿dic-
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tadura militar?, ¿nacionalismo autoritario?, ¿dictadura no totalitaria?, ¿solución bonapar-
tista?, para acabar siendo definido a través de la especificidad del modelo: «franquismo»,
que recogería diversos ingredientes de las fórmulas expresadas y atravesándolas en distin-
tos tiempos, para desembocar en la singularidad de un régimen con extraordinaria capa-
cidad de adaptación a las circunstancias y con el sello invariable de la figura del dictador.
Otros dictadores contemporáneos representaban la expresión de un modelo político
—nazismo, fascismo, dictaduras militares— con una pautas marcadas que los hacían de
finibles más allá de la figura, eso sí importante, de los propios dictadores. Pero el caso del
«franquismo» es difícilmente homogable —aunque tuviera rasgos comunes con otros
modelos de dictadura—, sobre todo a través de los tiempos en que se mantuvo, y, en su
conjunto, supuso una experiencia histórica sin parangón, e imposible sin la figura mis-
ma de Franco. Mientras el fascismo italiano o el nazismo alemán, e incluso las dictadu-
ras militares en sentido estricto, tuvieron un concepto preconcebido de Estado basado
en formulaciones ideológicas con señas de identidad propias, el franquismo aglutinó en
sus orígenes a un heterogéneo combinado defensivo anudado por su negación al refor-
mismo republicano: falangistas, católicos, tradicionalistas, conservadores..., que com-
partían la idea del poder personal del dictador pero mantenían posiciones políticas dis-
pares aglutinadas solamente por su oposición a la democracia republicana.
En esta ambientación, una vez resueltos los problemas del liderazgo militar, per-
sonajes como Serrano Suñer elaboraron un cuerpo doctrinal mínimo, justificativo
del poder unipersonal de Franco, a base de presupuestos falangistas, del conservadu-
rismo antiparlamentario y del catolicismo tradicional. Con esta orientación los mili-
tares sublevados, con su cúspide en Franco, habían ido soldando las piezas para cons-
truir durante tres años de guerra el primer basamento del Estado coincidente con
otros régimenes contemporáneos en su carácter totalitario. Los propios discursos ofi-
ciales de la época se refieren con prolijidad al término «Estado totalitario», que lo aso-
ciaba con otras experiencias del momento con las que el régimen se consideraba pró-
ximo, al menos vocacionalmente.
Mientras el conjunto de la legislación republicana era desarticulada en todos los
terrenos, la configuración del nuevo Estado fue adquiriendo un ropaje corporativista
al abrigo de otros Estados totalitarios europeos y del inicial empuje que éstos prota-
gonizaron con el comienzo de la Segunda Guerra Mundial en 1939, hasta que
en 1943 empiece a adaptarse a otras realidades marcadas por el trasunto del conflicto
mundial. Entre 1945 y 1951, esa adaptación a las nuevas situaciones provocadas por
el contexto exterior no alteraron el poder de Franco, que reorientó el rumbo del régi-
men sin alterar sus fundamentos. Así, el periodo 1945-1951 puede entenderse como
la época en la que el régimen cambió su corteza política y sus matices proclives a las po-
tencias del Eje, comprendiendo lo que suponía la derrota de éstas, pero sin transformar
el núcleo del propio régimen. Las formas fascistas se abandonaron desde 1945 porque
convenía a la reproducción del sistema, con una querencia mayor para dotarse de bar-
nices aportados por los católicos, mientras la autarquía económica pasaría a mejor vida
cuando las condiciones de la política internacional permitieron su sustitución.

1.2. LA CAPACIDAD DE ADAPTACIÓN A LOS TIEMPOS


Esta camaleónica capacidad de adaptación a los tiempos, pues, hizo que el régi-
men, sobre todo en los años 40, evolucionara más al calor de las variables exteriores
que en función de los acontecimientos internos. La evolución institucional del régi-
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men desde 1939 formó parte de la lógica inaugurada ya en 1936, con su origen en
una sublevación militar contra la República, momento en que no estaba prefigurada
una idea de Estado, sino de planteamientos negativos vertebrados en el derrocamien-
to del gobierno del Frente Popular. A medida que se hizo visible el fracaso del golpe
de Estado en el verano de 1936 y su conversión en una guerra civil, los sublevados
empezaron a tejer una alternativa institucional a la República, amparada, más en la
forma que en los contenidos, en los presupuestos fascistas que se habían extendido
por Europa, bajo la retórica de un grupo hasta entonces marginal como era Falange
Española. Pero la evolución institucional del régimen también debe entenderse en el
papel que desempeñó el propio Franco como dictador en busca de la consolidación
de su poder unipersonal por encima, no ya de elementos civiles, sino de sus compa-
ñeros de armas, además de que los avatares internacionales posibilitaron que el entra-
mado institucional del régimen pudiera perpetuarse, hecho bien visible sobre todo a
finales de la década.
Hasta 1942 el régimen surgido de la guerra estuvo empapado de la retórica fascis-
ta, y su actuación estuvo presidida por una sistemática e inflexible represión de cual-
quier tipo de disidencias en el interior y por una política exterior vinculada al Eje.
Fueron los «años azules», más ligados al formulario fascista. Pero durante 1943, los vi-
rajes en la guerra mundial, junto a las tensiones en las cúspides del poder, contribu-
yeron a que se hicieran menos visibles las proclividades fascistas, al mismo tiempo
que empezó el distanciamiento, sin abandonar la colaboración, respecto a las poten-
cias del Eje. Con la victoria aliada de 1945 se intensificó esta evolución hacia el po-
der unipersonal hasta consolidarse con la Ley de Sucesión de junio de 1947, creando
una estructura duradera de poder, ambiguamente definida en una institucionaliza-
ción que no sería completada hasta la Ley Orgánica de 1967, pero que tenía en el po-
der unipersonal de Franco la línea de continuidad entre las aparentes mutaciones del
régimen.
Mientras que en los regímenes fascistas Estado y partido habían quedado confun-
didos, tejiéndose una red de militancia y encuadramiento articulada en los engrana-
jes mismos del Estado, el partido pretendidamente unificador en el régimen distó
mucho de confundirse con el Estado, y la heterogeneidad ideológica y política fue
una característica permanente. En abril de 1937, el nacimiento de FET de las JONS
(Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista),
tenía la vocación, al menos sobre el papel, de proporcionar cobertura política unifi-
cada al régimen, aglutinando en torno a Falange las distintas fuerzas políticas de apo-
yo, bajo la jefatura de Franco. A pesar de la hegemonía formal y externa de Falange
y el concurso unificador, el resto de organizaciones no falangistas nunca llegaron a
quedar sujetas a las directrices de Falange. Esa heterogeneidad calculada dotaba al ré-
gimen de Franco de su especificidad: la diversidad nunca se diluyó, pero el cordón
umbilical que daba coherencia al conjunto era el propio dictador actuando como el
referente inmutable, y dominando el haz de intereses vinculados a su figura para cul-
minar con la sumisión de la heterogeneidad de fuerzas en las que se apoyaba.
De hecho, las «familias políticas» —término convencional que hace referencia al
parentesco político para definir el modelo de grupos que apoyaron a la dictadura ale-
jados del concepto de unos partidos políticos inexistentes— eran el reflejo del con-
glomerado de fuerzas e intereses diversos que se habían sublevado contra la Repúbli-
ca. Y de ello, los gobiernos. Hasta 1945, en consonancia con la trayectoria del régi-
men, el predominio correspondió a los falangistas, mientras que desde esta fecha
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existió una mayor proclividad hacia el sector católico, sin que Falange perdiese peso
específico y sin que se alterasen los equilibrios marcados por el dictador, con la pre-
sencia de otros grupos y, sobre todo, con los militares leales a Franco.

1.3. LA BENDICIÓN DE LA IGLESIA


El nacionalcatolicismo venía a corregir los excesos verbales de la retórica falangis-
ta para intentar presentar al exterior, sobre todo desde 1945, un discurso más acépta-
ble. La Iglesia, que había colaborado activamente durante la guerra civil legitimando
e1 discurso de los sublevados con la idea de Cruzada, acuñando un trasfondo de gue-
rra de religión para la sublevación militar, se sintió enormemente aliviada por el triun-
fo final de las tropas de Franco, ya que ello suponía apartar el espectro republicano
definitivamente, además de recibir la compensación económica que supuso el resta-
blecimiento del presupuesto del clero en octubre de 1939. Sin embargo, este alivio
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Franco bajo palio.

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también estaba surcado de resquemores con respecto a las relaciones con el nuevo Es-
tado y el mantenimiento de sus parcelas de poder e influencia. Una excesiva deriva
del régimen hacia posiciones fascistas podía significar la pérdida de esta secular in-
fluencia. A ello se sumaron las relaciones con el Vaticano, en las que había puntos de
discrepancia, como el asunto de la elección de obispos, a pesar del exultante
documento Con inmenso gozo con el que Pío XII saludó el resultado de la guerra. La
provisión de obispos quedó regulada en 1941 por un convenio entre la Santa Sede y
el gobierno, por el que se puso en marcha un sistema de ternas, fijado en la práctica
por el Nuncio y el gobierno.
La Iglesia se había implicado hasta tal extremo con el régimen que su concurso es
inseparable de la propia evolución de la dictadura de los años 40 apoyando sus actua-
ciones. En términos institucionales, la capacidad de autonomía de la Iglesia se venti-
laba en asuntos como la educación, la prensa y las asociaciones católicas, atravesados
por la proyección intervencionista del falangismo, hasta que en 1945 los nuevos aires
del nacionalcatolicismo tranquilizaron a la Iglesia sobre la conservación de estas áreas
de influencia.

23
CAPÍTULO II
La vocación fascista y las luchas
por el poder (1939-1945)

2.1. LOS EQUILIBRIOS GUBERNAMENTALES

Finalizada la guerra civil, los rumbos que tomó el nuevo Estado parecían dirigir-
se, al menos por la vocación de muchos de sus dirigentes liderados por Serrano Su-
ñer, hacia una fascistización, próxima al modelo desplegado por Mussolini en Italia.
Así se puso de manifiesto después del viaje de Serrano a Italia en mayo de 1939, del
que volvió impregnado de la realidad fascista y trató de acoplarla al régimen español
todavía huérfano de una clara definición de los contenidos del Estado. Pero las aspi-
raciones de Serrano y su identificación con el régimen italiano no pueden entender-
se como una apuesta unidireccional de las fuerzas políticas de las que se nutría el ré-
gimen. Al contrario, los recelos, proyectados en el Consejo de Ministros, expresaban
la lógica de las tensiones de la lucha por el poder. Y como consecuencia, la remode-
lación gubernamental.
El 9 de agosto de 1939 quedó constituido el primer gobierno después de la gue-
rra. El predominio falangista estaba equilibrado con la representación de militares, ca-
tólicos, carlistas y antiguos miembros de la CEDA próximos a Franco. Este gobierno
sustituía al que se había formado en Burgos el 1 de febrero de 1938. Concluida la gue-
rra, era el momento en que Franco como jefe de Estado y de Gobierno, que había ra-
tificado sus poderes, debía arbitrar a las heterogéneas fuerzas que habían apoyado la
sublevación y que habían sido articuladas, pero sólo teóricamente, con la formación
de un partido único. Pero las fuerzas políticas no falangistas nunca se habían acopla-
do al organigrama del nuevo partido ni habían admitido la hegemonía de Falange.
Por el momento, la guerra había pospuesto una situación artificial. Y, sobre todo, por-
que los militares, que en algunos casos tenían sus propias simpatías políticas, tampo-
co estaban dispuestos sin más a la hegemonía falangista. Se imponía, pues, una
reordenación del poder. Pero más allá de filiaciones políticas precisas —falangis-
tas, carlistas, monárquicos de distinto signo, católicos, conservadores de la antigua
CEDA...—, las relaciones de poder quedaban atravesadas por relaciones personales,
clientelares y de fidelidad condicionadas por la guerra misma, y por encima, las rela-
ciones con Franco, teóricamente indiscutible. Pero a la altura de 1939-1940 su dicta-
dura personal no era un proceso irreversible ni inevitable porque se presentaban mu-
chas alternativas, y debía demostrar su capacidad de arbitraje más allá de unos plan-
teamientos condicionados por la guerra.

24
Franco preside una reunión de su segundo gobierno, constituido en agosto de 1939.

Las carteras ministeriales aumentaban y se hacían más complejas. Desaparecía la


vicepresidencia, hasta entonces compatibilizada con Exteriores por el general Jorda-
na, discrepante de las actitudes de Serrano y que quedaba apeado por el momento del
gobierno. El Ministerio de Defensa se desdoblaba entre Ejército, Marina y Aire; desapa-
recían los Ministerios de Orden Público y Organización y Acción Sindical, y se crea-
ban dos Ministerios sin cartera, mientras la Secretaría General del Movimiento adqui-
ría rango ministerial. El hombre clave en todo este entramado era el cuñado del dic-
tador, Ramón Serrano Suñer, desde el Ministerio de Gobernación, y más tarde —17
de octubre— desde Exteriores. Durante la guerra había contribuido notablemente al
proceso de unificación de las fuerzas políticas sublevadas. Adquirió un gran poder y
fue uno de los artífices del Estado surgido de la guerra, al mismo tiempo que repre-
sentaba la versión más proclive al Eje y al ideario fascista en su versión italiana. Con-
trolaba el partido único y los resortes de propaganda, prensa e información del régi-
men. De hecho, la composición del nuevo gabinete fue el resultado de esa preponde-
rancia de Serrano, siempre, aunque sólo por el momento, con la aquiescencia de
Franco. Además, pertenecían a FET los dos ministros sin cartera, Sánchez Mazas y
Gamero del Castillo, también Larraz —Hacienda—, antiguo miembro de CEDA
y próximo a Serrano, y era conocida la la filiación falangista de los generales Yagüe
—Aire— y Muñoz Grandes, quien ocupó la secretaría general del Movimiento. Tam-
bién figuraban los militares Beigbeder en Exteriores, Moreno en Marina, Alarcón en
Industria y Comercio, y Varela —Ejército—, próximo al carlismo pero vinculado du-
rante toda la guerra a Franco. De hecho, en este gobierno no aparecía ya ningún ge-
neral de los que llevaron la candidatura de Franco a jefe del Estado en 1936. Estaban
presentes los militares de Franco. Los monárquicos, por su parte, tenían una presen-
cia testimonial con Benjumea en Agricultura, o con el carlista Bilbao en Justicia, lo
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mismo que los católicos representados por Ibáñez Martín, aunque todos ellos reu-
nían las condiciones de técnicos y gozaban de la confianza de Franco, más que como
representantes de sus opciones en sentido estricto.

2.2. EL PROYECTO FASCISTA Y LAS PUGNAS POR EL MODELO DE ESTADO

La pugna por el poder y por el modelo de Estado no quedó resuelta con este cam-
bio de gobierno. El poder de Franco no se había resentido y por el momento había
dado confianza a las pretensiones de su cuñado, haciendo descansar sobre FET el
grueso del gobierno, pero con el peso de los militares vinculados a su persona, sin
apear otras opciones monárquicas y católicas. En ello también influyó un contexto
internacional que con el comienzo de la guerra en septiembre de 1939 inauguraba un
año de especial entusiasmo por las potencias totalitarias. FET de las JONS no sólo sa-
lía reforzada con el cambio de gobierno, sino que sus estatutos aprobados la dotaban
de perfiles fascistas y de instituciones con fuerza política. La retórica y los ademanes
fascistas se desplegaron entre la clase política, los gestos y la iconografía respondían
a esa vocación fascista de la época. Todo ello tuvo su momento álgido entre 1939
y 1942 —y se prolongaría al menos hasta 1945—, pero una cuestión eran las preten-
siones y otra que se plasmaran en una realidad institucional, ideológica y política si-
milar a los totalitarismos europeos y en particular a Italia. Franco lo había consenti-
do, pero con la cautela y la sagacidad política que serían habituales, o lo que es lo
mismo, la capacidad para extraer rentabilidad política de las situaciones en un mo-
mento de notable empuje de los proyectos fascistas como modelos políticos y de sus
victorias militares en la guerra mundial. Pero Franco no se comprometía hasta tal
punto de favorecer una institucionalización del régimen sobre fundamentos fascistas
y relegar otras opciones, porque esa identificación le habría implicado en la suerte del
partido y, sobre todo, porque la reserva de poder y la preponderancia política se en-
contraba en el ejército.
Hubo, pues, un proyecto fascista y de politización orgánica de la sociedad espa-
ñola a partir de FET de las JONS, con el lenguaje de la revolución y de los fundamen-
tos nacionalsindicalistas. Pero no hubo una verificación institucional y de organiza-
ción del Estado que respondiera al control del partido. De hecho, éste no dominó al
Estado, sino que con el tiempo ocurrió justamente lo contrario, una instrumentaliza-
ción política del partido y una burocratización que mediatizó sus posibilidades. Para
empezar, por la propia diversidad interna del partido, con la presencia de variantes
ideológicas reticentes a una unificación efectiva. Además, la militancia era reciente,
nutrida en la coyuntura de la guerra y por nuevas incorporaciones, pero nunca llegó
a ser un partido de masas que controlara los resortes de la Administración y del po-
der. Su proyección social fue exigua y los intentos de encuadramiento quedaron sal-
dados en fracaso, como puso de manifiesto por ejemplo la trayectoria del SEU (Sin-
dicato Español Universitario), el Frente de Juventudes, la Sección Femenina o los sin-
dicatos verticales. A partir de entonces, sectores del falangismo siempre hablarían de
la revolución pendiente.
Serrano Suñer todavía tendría más poder, pero también más oposición sobre
todo entre los militares. En octubre, ocupó además la cartera de Asuntos Exteriores,
una aspiración relacionada con su papel cada vez mayor en las relaciones del régimen
con las potencias del Eje y su proclividad a entrar en el conflicto al lado de ellas. Ade-
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Los falangistas aclaman a Franco en Cáceres en 1951.

27
más, las sustituciones del general Yagüe el 27 de junio y del general Muñoz Grandes
el 15 de noviembre de 1940, estaban salpicadas del deterioro de sus relaciones con Se-
rrano. Por otro lado, controló desde la sustitución de Muñoz Grandes la Secretaría
General de Movimiento a través de las funciones que pasaron a Gamero del Castillo.
El 16 de octubre de 1940, el falangista Carceller había sustituido al general Alarcón,
con lo que el poder de Falange en el gobierno era palpable.
Las luchas por el poder se ventilaron en torno a Serrano y todo lo que éste signi-
ficaba con sus proyectos de fascistización a la italiana y del monopolio falangista del
poder, pero también quedaron atravesadas por las posiciones discrepantes respecto a
la guerra mundial. Serrano era proclive a una estrecha colaboración con el Eje y par-
tidario de la entrada de España en el conflicto, haciendo uso del radicalismo verbal
en una complicada situación. Los principales opositores procedían del ejército, incó-
modos con el excesivo poder de Serrano y sus proyectos internos e internacionales.
Las disensiones hicieron crisis a lo largo de 1941, poniendo a prueba la capacidad de
Franco de arbitrar conflictos sin merma de su poder. La crisis tomó forma de cambios
de gobierno, y, así, se formó el segundo gabinete el 19 de mayo de 1941. Aparente-
mente, se había resuelto en la misma dirección, es decir, con primacía falangista al en-
trar tres importantes hombres del partido en el gobierno: Girón, Arrese y Miguel Pri-
mo de Rivera, y con la presencia de anteriores ministros relacionados con las otras fa-
milias políticas. Pero Serrano cada vez era más cuestionado, sobre todo en círculos
militares. De hecho, el nombramiento del general Galarza en Gobernación —expre-
sión de las discrepancias entre falangistas y militares— despojaba a Serrano y al parti-
do de una importante parcela de poder. La crisis se había cerrado en falso. Los enfren-
tamientos entre falangistas y militares continuaron durante 1941, sobre todo a finales
de este año, y estallaron nuevamente en forma de crisis gubernamental en 1942. El
poder de Serrano se había ido minando, y los enfrentamientos tomaron forma de de-
claraciones, gestos e incluso actitudes violentas de falangistas radicales, como el aten-
tado de Begoña contra el general Varela. El 3 de septiembre de 1942, Franco optó por
una de las decisiones más importantes de forma paradigmática: el cese del ministro
de Ejército Várela —beligerante contra Serrano y Falange— y de Serrano Suñer, sus-
tituidos respectivamente por los generales Jordana y Asensio. Arbitraje, compensa-
ción, equilibrio, pero ante todo preservación de su poder sin comprometerlo con na-
die. Nada más y nada menos que los cesados eran Várela y Serrano —que desde en-
tonces se apeó de la actividad política—, dos de sus más estrechos colaboradores
desde 1936, en el terreno militar y político. Pero mucho más allá de estas relaciones,
Franco las había sacrificado para impedir imposiciones de los distintos sectores. Bien
es verdad que la vuelta de Jordana podía ser entendida como la victoria sobre Serra-
no y Falange, pero al mismo tiempo Galarza era relevado en Gobernación por el fa-
langista Blas Pérez. Por encima de todo, lo cierto es que Franco había salido reforza-
do de la situación.

2.3. LAS CORTES ORGÁNICAS

En la teoría del caudillaje elaborada desde los comienzos de la sublevación mili-


tar, todos los poderes se concentraban en manos del Jefe del Estado, principio con-
vertido en ley, como se ha visto, el 30 de enero de 1938. Hasta 1942 el único órga-
no corporativo deliberante del régimen había sido el Consejo Nacional de FET de
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Franco acude a las Cortes para presidir la sesión de apertura (marzo, 1943).

las JONS, pero con funciones meramente consultivas, limitándose a escuchar y apro-
bar leyes sin ningún tipo de iniciativa legislativa, papel que quedó ratificado por el de-
creto de 31 de julio de 1939. Sin variar sus fundamentos, el régimen surgido de la gue-
rra civil en claves de poder personal de Franco tuvo en su secuencia institucionaliza-
dora un pieza de primera magnitud en la Ley de Cortes de 17 de julio de 1942,
expresión palpable de la representación orgánica. Segunda en el tiempo de las denomi-
nadas Leyes Fundamentales del régimen, después del Fuero del Trabajo de 1938, res-
pondía a la versión totalitaria de la representación, muy alejada en su naturaleza y
funciones de los regímenes parlamentarios. La representación, por tanto, no se esta-
blecía a partir de su elección por los ciudadanos mediante sufragio universal con las
candidaturas de partidos políticos libres. La representación era corporativa y por cau-
ces naturales de representación como la familia, el municipio y el sindicato. De hecho,
la publicación de esta ley coincidió con el momento de mayor empuje de los Estados
totalitarios y la proclividad del régimen hacia ellos, con el triunfalismo que represen-
tó el avance alemán en Rusia meridional con la caída de Sebastopol el 1 de julio y el
comienzo de la batalla de Stalingrado el 20 de agosto. Siguiendo la arquitectura tota-
litaria y corporativa de sus homólogos en Europa, el fundamento de la elección libre
era denostado y los procuradores —denominación de los individuos de la Cámara—
eran designados o procedentes de las instituciones o cuerpos según las premisas cor-
porativas. Sus funciones eran consultivas, con carácter deliberante, puesto que la ple-
na capacidad de legislar seguía en manos del jefe del Estado. No eran, por tanto, de-
positarias de soberanía nacional alguna ni existía la división de poderes, ni podían ser
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29
entendidas como un parlamento. En realidad, servían para ratificar las decisiones del
dictador.

2.4. EL DISCURSO DE LA CULTURA OFICIAL

El nacionalcatolicismo no era un producto ideológico de nuevo cuño, sino más


bien la adecuación a los nuevos tiempos de los postulados del conservadurismo anti-
parlamentario español, lo que no contradecía en absoluto la teoría del caudillaje. El
discurso nacionalcatólico, compatible con la fraseología edificada por el régimen, era
heredero de la idea castellanizante de la Historia de España y de la valoración de la
idea de Imperio, como piezas maestras de la propaganda de la época que asociaba
la idea de Imperio a la idea de «Imperio católico mundial», en palabras de García Mo-
rente. El nacionalcatolicismo encontró su principal instrumento de reproducción en
el control de la enseñanza que marcó a las generaciones de españoles nacidas después
de la guerra. Una educación en claves nacionalcatólicas que quedó estructurada por
la Ley de Educación Primaria de 17 de julio de 1945. Y también la Universidad, pre-
viamente reorientada por la Ley de Ordenación Universitaria de 27 de julio de 1943.
En el ámbito científico, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, creado
el 24 de noviembre de 1939, era el organismo que sustituía, en claves muy distintas,
a las personas y las instituciones, como la Junta de Ampliación de Estudios, que ha-
bían representado la riqueza intelectual, la cultura y la ciencia crítica, abierta y cosmo-
polita del primer cuarto de siglo, y que en su mayor parte habían nutrido la hemorra-
gia del exilio. En el preámbulo de la creación del nuevo organismo se decía: «En las
coyunturas más decisivas de su Historia concentró la Hispanidad sus energías espiri-
tuales para crear una cultura universal. Ésta ha de ser la ambición más noble de la Es-
paña del momento... Tal empeño ha de cimentarse, ante todo, en la restauración de
la clásica y cristiana unidad de las ciencias, destruida en el siglo XVIII.»
La cultura española había recibido un golpe traumático con la guerra civil. El fin
de ésta supuso el cierre de la «edad de plata» de la cultura española que había exten-
dido su esplendor a lo largo del primer cuarto del siglo XX. Al exilio exterior de mu-
chos de sus protagonistas se unió el exilio interior. Este trauma hay que entenderlo
no únicamente en términos literarios y humanísticos, sino también como la desapa-
rición de un tejido científico e investigador receptor de las innovaciones del exterior,
con una visión cosmopolita y un espíritu —en sus preocupaciones y en sus iniciati-
vas— de trabajo científico, que habían creado las condiciones necesarias para un ul-
terior despegue de la producción científica. Hubo un retraso general del saber en Es-
paña, en términos epistemológicos, conceptuales y prácticos, que mutiló las posibili-
dades de desarrollo cultural y científico. La concepción de saber quedaba apartada de
la tradición liberal y de la cultura crítica ligadas a la idea de formación integral del in-
dividuo, con sus instrumentos de debate y reflexión. Sin embargo, para el régimen la
socialización de la cultura se entendió como un aprendizaje memorístico y de cultu-
ra enciclopédica al servicio de las pautas marcadas desde el Estado, es decir, instru-
mentalizada con los valores que de la Patria, la religión y el Imperio se proyectaron
desde el régimen.
Así, intentó configurarse una cultura oficial que hasta 1945 pretendió tomar una
impronta de carácter fascista, pero que, de hecho, estaba más sustentada en valores de
un catolicismo tradicional y antiliberal que permitió posteriormente la preponderan-
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Glorias imperiales.

31
cia del nacionalcatolicismo. La propia visión de la historia de España, en la que se ha-
cía hincapié en las gestas de las glorias imperiales, en la misión civilizadora en claves
de un catolicismo inexpugnable, en el concepto de Hispanidad y en la crítica de cual-
quier heterodoxia, perfiló una idea de nación unilateral que de forma maniquea juga-
ba con el binomio España-anti-España. Todo ello, convenientemente regulado por
una férrea y burocratizada censura, cuya pieza maestra fue la ley de 22 de abril de 1938,
que actuó hasta límites de tal ortodoxia que rayaron a veces en lo esperpéntico. Las
revistas Vértice, Arbor o Escorial, esta última con un tono algo más abierto, fueron el
barómetro de la cultura oficial. Las revistas índice, fundada en 1945, o ínsula, en 1946,
actuaron como tímidos contactos con el exterior, aportando un balón de oxígeno en
el contexto de asfixia cultural. La familia de Pascual Duarte de Cela en 1942, Nada de
Carmen Laforet en 1945, La sombra del ciprés es alargada de Delibes en 1948 o Historia
de una escalera de Buero Vallejo en 1949, destacaron en la producción literaria de la
época. Estas obras tendían a describir las realidades de la posguerra y abrían nuevas lí-
neas expresivas y, con dificultades, se apartaban de las cánones marcados por el ofi-
cialismo cultural. También desde fuera de los circuitos oficiales, la labor de Ortega y
Gasset, Marañón, Zubiri o Marías, significaron los primeros pasos de lo que se ha de-
nominado reconstrucción de la razón y de la tradición liberal.

2.5. TIEMPO DE SILENCIO

La política de los vencedores estaba en las antípodas de un modelo de integración


nacional. Partió de una concepción de patria edificada en la victoria —los vencedo-
res eran los únicos depositarios de sus esencias— y de una situación entendida como
nueva y, por lo tanto, con la misión de estirpar todos aquellos elementos ajenos a las
premisas del bando vencedor. La retórica que exaltó al «hombre nuevo» no estaba
acoplada a la trilogía de «paz, piedad y perdón» como valores a los que Azaña había
apelado para la reconciliación nacional. Concluido el enfrentamiento militar, la vida
civil quedó atravesada por la acción de la victoria. Los años 40 fueron protagonistas
de la represión sistemática de cualquier tipo de disidencia. La persecución, más allá
de los campos de batalla, se desplegó con una política de actuación, en sus diversas
formas, que tenía como objetivos no sólo la represión de las disidencias expresas,
sino de las actitudes de falta de adhesión expresa. La eliminación física, los encarcela-
mientos, el exilio, las depuraciones, eran instrumentos que formaban parte de un
todo concebido como el absoluto control político-social de la población, con su mar-
co legal claramente determinado.
Este entramado legal empezó a tomar cuerpo en las postrimerías de la guerra ci-
vil con la Ley de responsabilidades políticas de 9 de febrero de 1939 y con la de de-
puración de funcionarios de 10 de febrero del mismo año. En la posguerra, destaca-
ron la Ley de represión de la masonería y el comunismo de 1 de marzo de 1940 y la
Ley para la seguridad del Estado de 29 de marzo de 1941. La ley de responsabilidades
políticas tenía como objetivo «liquidar las culpas de responsabilidades políticas por
quienes habían contribuido con actos u omisiones graves a forjar la subversión roja».
Estaba dotada de un carácter retroactivo en el que «ni el fallecimiento, ni la ausencia,
ni la incomparecencia del presunto responsable detendrá la tramitación y fallo del ex-
pediente». Un expediente de responsabilidad política, señala Encarna Nicolás, se ini-
ciaba de tres formas: «por haber sido condenado por la jurisdicción militar; por de
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nuncia escrita y firmada por cualquier persona natural o jurídica, y por iniciativa de
las autoridades militares, civiles, policiales y guardia civil». En cuanto a la depuración,
ésta fue minuciosa y la mera permanencia en la España republicana durante la guerra
civil bastó para que se iniciase el expediente. Aunque alcanzó a todas las ramas de la
Administración pública, la depuración fue especialmente intensa en todos los escalo-
nes de la enseñanza pública. Sobre todos los reprimidos pesó la acusación de «rebel-
des», invirtiéndose los términos de una realidad.
La represión tendió a perder intensidad a lo largo de la década, pero cualitativa-
mente se instaló en las entrañas del régimen. Ni siquiera la represión quedó estable-
cida en los límites de haber participado activa o indirectamente en el bando perde-
dor. Cualquier actitud era motivo de sospecha, como la falta de adhesión entusiasta,
la indiferencia o la inhibición. En el propio bando vencedor los elementos incómo-
dos fueron depurados o apartados, combatientes o militares no precisamente identi-
ficados con el rumbo que Franco había imprimido a la situación en la inmediata pos-
guerra. Pero, sobre todo, para la población —excepto para los entusiastas de la victo-
ria—, los años 40 quedaron impregnados de temores e incertidumbres. La vida
cotidiana quedó atravesada por el síndrome de la represión. No se trataba ya de una
búsqueda cualificada del activista, el militante o el excombatiente republicano, sino
que los términos en los que se instaló la represión provocaron el temor de gran parte
de la población. Las delaciones interesadas, las interpretaciones distorsionadas, la uti-
lización de los parentescos con combatientes republicanos, o el afán de búsqueda de
méritos por los conversos de la victoria, verificaron un ambiente de incertidumbres.
Así se fue edificando en la posguerra un complejo entramado de relaciones persona-
les y de subordinación, al socaire de las dificultades de supervivencia, y el permanen-
te temor a ser objeto de los procesos de depuración. Haz de relaciones personales del
que se beneficiaban la base de la pirámide social de los vencedores, para la que las es-
trecheces de lo cotidiano eran compensadas por la seguridad que les ofrecía sentirse
del bando que había triunfado. La fidelidad quedaba así garantizada. Otro sector de
la población se encontraba atenazado por el pánico derivado de su propio pasado po-
lítico sujeto a sospecha, por la tenencia de algún familiar en las cárceles, el exilio o muer-
to en el bando de los vencidos. Para ellos, era el tiempo de silencio y la búsqueda del aval,
con sus inevitables secuelas de servilismos y subordinaciones hacia los garantes.
El control político de las ciudades quedaba asegurado por una tríada significati-
va: el jefe de barrio, el jefe de calle y el jefe de casa, dependientes de Falange, como
un poder de hecho. En los medios rurales, la guardia civil revitalizó su papel de con-
trol político y social. Una minoría llevó adelante el arriesgado compromiso político,
resuelto en varias dimensiones: aquellos marcados por la existencia de un familiar en
las prisiones y que participaron en las redes clandestinas de ayuda a los presos; los
que, procedentes de pueblos y pequeñas ciudades, se escondieron en el anonimato
de la gran ciudad, y, por último, una ínfima minoría que mantuvo el compromiso
político hasta sus últimas consecuencias, al intentar reconstruir los aparatos políticos
para hacer frente a la dictadura.
Los balances provinciales de la represión realizados hasta ahora permiten situar el
número de fusilamientos en la posguerra en 40.000, cifra que aumentará cuando los
estudios alcancen al conjunto del país. A ello habría que añadir los encarcelamientos,
en torno a los 280.000 en 1940, para luego descender paulatinamente hasta
los 40.000 aproximadamente a la altura de 1945. Además, estas muertes privaban de
un importante capital humano. En efecto, si a ello unimos el exilio, el resultado será el
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déficit de personas preparadas que fueron apartadas del país. Guy Hermet ha estudia-
do el censo realizado por el Consulado general de México en Vichy en febrero
de 1942 sobre 13.400 españoles emigrados con título de enseñanza superior, entre los
cuales había 1.743 médicos, 1.224 abogados, 431 ingenieros y 163 profesores de Uni-
versidad sobre los 430 con que España contaba en 1936.
La estructura de un Estado fuertemente centralizado administrativa y territorial-
mente acabó con las aspiraciones de los territorios que durante la República habían
entrado en la senda de un reconocimiento específico —en términos institucionales,
normativos, culturales e históricos— en el contexto del «Estado integral» republica-
no. Apelando a la unión de la Patria, el centralismo de la dictadura acabó con cual-
quier atisbo de nacionalismo distinto al entendido por el régimen. Una de las obsesio-
nes de su discurso era precisamente el «separatismo», y se entendía por ello situaciones
muy diversas, que pasó a tener casi el mismo valor semántico que otros descalificati-
vos políticos en los que el régimen se apoyó.
Con la entrada de las tropas franquistas en Cataluña, por ley de 5 de abril de 1938
quedó explícitamente derogado el Estatuto de Cataluña «en mala hora concedido
por la República». En su preámbulo se hablaba de «restablecer un régimen de dere-
cho público, que de acuerdo con el principio de unidad de la Patria, devuelva a aque-
llas provincias el honor de ser gobernadas en pie de igualdad con sus hermanas del
resto de España». Compuesto por dos artículos, en el primero se establecía que la Ad-
ministración del Estado, la provincial y la municipal se regirían por las normas gene-
rales aplicables a las demás provincias, y en el segundo, se consideraban revertidas al
Estado la competencia de legislación y ejecución. A su vez, la ley de 8 de septiembre
de 1939 completaba las disposiciones de la ley derogadora de abril de 1938, dejando
sin efecto todas las leyes, disposiciones y doctrinas emanadas del Parlamento de Ca-
taluña y del Tribunal de Casación.
En cualquier orden de las cosas la represión no es que alcanzase en Cataluña un
nivel de mayor intensidad que en otros lugares. Pero sí se trató de un represión más
selectiva y estudiada, que incorporaba elementos culturales. Se prohibió el uso públi-
co del catalán en la Administración, la enseñanza y en los medios de difusión, ya fue-
ra la prensa, la radio o cualquier otro, incluida la publicidad. Así quedó rota la rela-
ción entre lengua doméstica y lengua pública. La depuración de los funcionarios de
las Administraciones públicas alcanzó unas cotas más altas que en otras partes. Apro-
ximadamente 25.000 personas fueron objeto de esta persecución. Además, la guerra
civil y la inmediata posguerra produjeron una fuerte fractura social en Cataluña. Un
sector del nacionalismo más conservador de preguerra había apoyado el alzamiento
militar, incluso personas que habían figurado en cargos directivos de la Lliga. A este
respecto, parece paradigmática la actuación de Cambó, muy importante en lo que se
refiere a la imagen exterior de los sublevados durante el conflicto bélico. Borja de Ri-
quer ha señalado que hubo diferentes tipos de apoyo al franquismo: desde el «mino-
ritario apoyo entusiasta» de quienes abdicaban explícitamente de su pasado catalanis-
ta, hasta quienes se alineaban en las filas del nuevo Estado por conveniencia econó-
mica, y porque aquél garantizaba una paz social en un territorio que había registrado
uno de los mayores índices de conflictividad social en el primer cuarto de siglo. Por
ello, antiguos miembros de la Lliga ocuparon cargos en el aparato institucional del
franquismo. Otra cuestión es que este apoyo se fuera enfriando paulatinamente con-
forme el régimen acentuaba su versión del nacionalismo español excluyendo cual-
quier alternativa por modesta que fuera.

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En el País Vasco no hubo lugar a una derogación explícita del Estatuto de Auto-
nomía que había sido aprobado por las Cortes republicanas el 1 de octubre de 1936,
ya que el franquismo nunca reconoció legitimidad y juridicidad a la producción le-
gislativa o de cualquier otros tipo emanada de las instituciones de la República duran-
te la guerra civil. Pero en la práctica, se aplicaron las mismas pautas de represión que
en Cataluña al prohibir cualquier atributo institucional, normativo o cultural especí-
fico, con el consiguiente retroceso de la cultura vasca y de sus señas de identidad.

2.6. UNA OPOSICIÓN DIVIDIDA, CLANDESTINA Y EXILIADA

Desde 1939, la oposición de las organizaciones políticas que habían apoyado a la


República se movió en un difícil marco de actuación condicionado por el propio
trauma de la derrota que diezmó y dispersó las heterogéneas fuerzas que habían com-
batido en la guerra. La intensa represión dificultó enormemente la reorganización
clandestina en el interior del país. La secuencia de detenciones a lo largo de la pos-
guerra supuso un continuo descabezamiento de dirigentes y el desmantelamiento de
organizaciones precariamente constituidas. Ejecutivas y comités dirigentes naciona-
les, provinciales o locales engrosaron las cárceles. Además, las posibilidades de una
plataforma opositora eficaz contra la dictadura se vieron mutiladas por la existencia
de distintos y contradictorios proyectos políticos y organizativos, al tiempo que las
divisiones internas hacían inviable cualquier estrategia conjunta. El clima de enfren-
tamientos, recelos y desconfianzas de la guerra civil continuó reproduciéndose en el
exilio. Los problemas de hegemonía y las luchas entre organizaciones no quedaron
resueltos con el fin de la guerra, sino que, incluso, se intensificaron al sumarse las mu-
tuas acusaciones y responsabilidades sobre las causas de la derrota. A ello se unió las
distintas visiones existentes, basadas en experiencias diferentes, entre la clandestini-
dad del interior y la diáspora del exterior, atravesada además por la evolución de la
guerra mundial, que hasta 1943 estuvo marcada por la superioridad en el conflicto de
las potencias del Eje. La caída del fascismo italiano en ese año alimentó las expectati-
vas de un cambio político en España.
Hasta el final de la guerra mundial, las distintas tácticas opositoras no supusieron
ninguna amenaza real para la dictadura. En Londres, Negrín presidiendo los restos de
un simbólico gobierno republicano se esforzó, sin éxito, por un reconocimiento bri-
tánico como gobierno legítimo de España en el exilio. Los comunistas, a su vez, crea-
ron la Junta Suprema de Unión Nacional con la frustrada pretensión de unir a toda
la oposición antifascista. En octubre de 1944 nació la Alianza Nacional de Fuerzas
Democráticas, que aglutinaba a militantes socialistas, republicanos y libertarios, que
apostaron por un entendimiento con grupos monárquicos del interior valorando la
posibilidad del restablecimiento de una monarquía constitucional en la persona de
Juan de Borbón, hijo de Alfonso XIII. En una opción aparentemente contradictoria,
la ANFD abrió las espitas de un posibilismo en cuanto a la forma de gobierno, siem-
pre que ello supusiera el retorno a la democracia.
Mientras tanto, el mundo del exilio ocupó buena parte de sus energías, sobre
todo en Francia, en la militancia dentro de las filas de la resistencia antinazi. El Parti-
do Comunista asentado en Moscú intensificó su referente soviético, después del sui-
cidio de su secretario general José Díaz en 1942, con la concentración de poderes en
Dolores Ibárruri, Pasionaria. Era la versión comunista que trató de imponerse sobre

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otras visiones de los comunistas en Sudamérica, Francia o el interior. Por su parte, re-
presentantes del partido socialista, Unión Republicana, Izquierda Republicana y Es-
querra Republicana de Catalunya, formaron en México el 20 de noviembre de 1943,
presidida por Martínez Barrio, la Junta Española de Liberación, que, desde una pers-
pectiva republicana, se alejaba de los planteamientos de los comunistas o de los mo-
nárquicos.

2.7. LA GUERRA MUNDIAL. ENTRE LA NO BELIGERANCIA,


LA INTERVENCIÓN Y LA NEUTRALIDAD

Los acontecimientos internos entre 1939 y 1942 no pueden —tampoco los pos-
teriores— desvincularse del contexto internacional, sobre todo por el comienzo de la
Segunda Guerra Mundial y las posiciones que fue tomando el nuevo régimen ante el
conflicto. Ambos aspectos —luchas por el poder y evolución política interna y la po-
sición española ante la guerra en distintos momentos— se alimentaron mutuamente.
Tusell ha desentrañado la complicada madeja de las relaciones del régimen con la
evolución del conflicto, en una situación cambiante a la que la dictadura respondió
con diversas redefiniciones de su postura. Entre 1939 y 1942, el nuevo régimen no se
situó en la neutralidad, sino en una vinculación a las potencias del Eje que, con la vi-
tola de no beligerancia, proporcionó ventajas a esos países y estimó en varias ocasiones
las posibilidades de intervención en el conflicto a su lado. A partir de 1942 —con el
cambio del panorama de la guerra y el giro de la política exterior representado por Jor-
dana— se inició un complicado camino hacia la neutralidad.
En 1939, los lazos con la Alemania nazi y la Italia de Mussolini se habían curtido
con la ayuda que estos países prestaron a los sublevados de 1936. Además, eran fuen-
tes de inspiración para los derroteros ideológicos por los que discurría el nuevo régi-
men, en sus fundamentos antiliberales, antiparlamentarios y en la articulación de un
orden nuevo de características totalitarias. La proclividad hacia estos países, sobre
todo hacia Italia, era, pues, manifiesta, y compartía además las veleidades expansio-
nistas. Cuando estalló la guerra mundial, la teórica neutralidad de la España de Fran-
co fue más bien un alineamiento con el Eje con el que estaba identificado, pero sin
un ánimo de intervención en la guerra. Pero desde abril de 1940, en que Italia deci-
dió entrar en el conflicto, y desde mayo, con la victoria alemana en Francia, el régi-
men —entusiasmado con la situación y muy próximo ideológicamente a las posicio-
nes italianas— se planteó, con el disfraz de la no beligerancia, la intervención en la
guerra. Era la misma prebeligerancia que había mantenido hasta entonces Italia. Ante
el paso arrollador de las tropas alemanas, la intervención italiana y la consideración
de la situación como irreversible hacia un orden nuevo, buena parte de la clase polí-
tica del régimen, guiada por Serrano, pensó en una intervención para la obtención de
ventajas territoriales con mínimo esfuerzo, sobre todo en el norte de África, que col-
maran las aspiraciones expansionistas en función de la idea de Imperio tan ardiente-
mente proclamada. Pero en la práctica, ni España estaba en condiciones de interve-
nir, después de las traumáticas secuelas de la guerra civil, ni existía unanimidad en el
asunto. Altos mandos militares discrepaban de la intervención —por las dificultades
que ello entrañaba— oponiéndose al entusiasmo imprudente de Serrano, lo que se
convirtió en uno de los aspectos de la lucha por el poder en el seno del régimen. Tu-
sell ha destacado que no fue precisamente alemana la iniciativa para una hipotética

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La entrevista de Bordighera. Serrano Súñer, Franco y Mussolini.

Franco se entrevista con Hitler en Hendaya.

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entrada de España en la guerra, ni sus episódicas presiones la clave esencial, sino que
fueron los dirigentes españoles, empezando por Franco, los que plantearon esa posi-
bilidad desde junio de 1940. Pero para la Alemania de Hitler, España era una pieza
muy secundaria, sin recursos y sin fuerza, que solicitaba desmesuradas compensacio-
nes en África, incluyendo Gibraltar. Además, Hitler estaba más preocupado en el cen-
tro y el este de Europa. En este contexto, la entrevista Hitler-Franco de Hendaya de
octubre de 1940, aireada por la propaganda del régimen como un éxito de Franco
que evitó las presiones alemanas para entrar en la guerra, demostró por el contrario el
escaso interés alemán, que obtuvo un protocolo de compromiso sin fecha para que
España se incorporara al conflicto. Las escasas compensaciones —en términos terri-
toriales y de ayuda militar y alimentaria— que Alemania ofrecía, dilataron una cues-
tión que fue clausurada por Alemania cuando a principios de 1941 Hitler pensaba
más en los Balcanes y en Rusia. Hasta junio de 1941, los italianos tampoco estaban
muy interesados en la intervención de España, a la que veían como un competidor
en un hipotético reparto del Mediterráneo, a pesar de la vocación intervencionista
que Franco confirmó a Mussolini en Bordiguera en febrero de 1941.
En junio de 1941, la ofensiva alemana contra Rusia alimentó el entusiasmo pro-
Eje de los dirigentes del régimen, toda vez que el sustento ideológico y el argumento
central de la sublevación de 1936 era el anticomunismo, asignando a Rusia la causa
de los males del país. El régimen aportó una División de Voluntarios —División
Azul— que operó con unos 18.000 hombres en la campaña de Rusia hasta 1944. Con
la División Azul marcharon los voluntarios más entusiastas y militantes, y en los hie-
los de Rusia quedaron buena parte de ellos, cuyo radicalismo y espíritu revoluciona-
rio en su versión totalitaria hubieran resultado muy incómodos a Franco.
En 1942, los cambios en el escenario de la guerra mundial y la evolución de la po-
lítica interna española orientaron la posición del régimen hacia la neutralidad, sin
abandonar la identificación con el Eje. Ello quería decir que ya no era prebeligeran-
te. El camino no fue lineal y estuvo sujeto a dificultades. Por un lado, Estados Uni-
dos había entrado en el conflicto y los aliados tomaban la iniciativa de la guerra, que
se trasladó en uno de sus focos principales al norte de África. Por otro, la caída de Se-
rrano significó la llegada al Ministerio de Exteriores de Jordana, partidario de una si-
tuación de neutralidad, y, con él, la lenta mutación de los dirigentes del régimen ha-
cia esas posiciones. Respecto a las potencias del Eje, España redujo las facilidades de
todo tipo que hasta entonces había concedido. Pero para Alemania, el papel de Espa-
ña seguía siendo irrelevante. En 1943 firmó un convenio por el que la mitad de las
importaciones españolas serían de armas para defenderse en el caso de invasión alia-
da, y a cambio obtenía mayores cantidades de volframio de notable importancia es-
tratégica. Italia, sin embargo, sí contempló entonces con mayor concreción la posibi-
lidad de la intervención española, sobre todo para utilizar su suelo en una hipotética
contraofensiva de Hitler, que nunca se produjo.
A lo largo de 1943, la evolución de la guerra fue plegando aún más las posiciones
españolas hacia la neutralidad, sobre todo después de la caída del régimen de Musso-
lini en julio, que había sido el modelo totalitario más venerado. La neutralidad había
sido lenta y escasamente convincente, y la excesiva proclividad al Eje le iba a pasar
factura al régimen. Desde 1944, los aliados orientaron su actitud hacia el aislamiento
de un país comprometido con el Eje y lento y ambiguo en recuperar la neutralidad.

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CAPÍTULO III

El nacionalcatolicismo, la monarquía de Franco


y la nueva imagen del régimen (1945-1951)

3.1. EL TERCER GOBIERNO DE POSGUERRA Y EL BARNIZ CATÓLICO

El tercer gobierno del régimen quedó constituido el 18 de julio de 1945. El final


de la guerra mundial, las incertidumbres que se abrían al régimen y las redobladas ex-
pectativas de la oposición, hicieron que Franco, sin abandonar la práctica del equili-
brio, intentara dotar al régimen de un barniz católico. Hasta esa fecha las disputas in-
ternas y el equilibrismo político de Franco se habían establecido sobre todo a dos
bandas: falangistas y militares, mientras que el resto de intereses monárquicos, tradi-
cionalistas o católicos, habían tenido una presencia testimonial. En 1945, la toma de
posiciones de los aliados y después la de la recién creada ONU presagiaban tiempos
difíciles para Franco, condenado formalmente a una situación de aislamiento. Al mis-
mo tiempo, sectores del régimen permanecían muy inquietos por la interinidad ins-
titucional y la monarquía cobraba enteros como alternativa organizativa del Estado,
aunque las diferencias sobre su contenido eran visibles. Así, Franco, sensible a una si-
tuación que podía alterar su dictadura, recurrió al núcleo de católicos que estaban dis-
puestos a colaborar en el remozamiento del régimen. Con ello trataba de proyectar
una nueva imagen hacia el mundo occidental que precisamente tenía en los católicos
—en su versión de la democracia cristiana— parte de los fundamentos ideológicos de
la edificación de sus Estados democráticos, sobre todo en los países que como Ale-
mania e Italia habían abandonado regímenes totalitarios. Imagen que supuestamente
suavizaba las proclividades totalitarias que el régimen había aireado hasta entonces.
Pero en el ámbito interno, Franco volvió a aprovechar una baza esencial: las «fa-
milias» políticas no eran grupos cerrados, ni compactos, ni con programas precisos, y
estaban atravesadas de relaciones clientelares y personales, en cuya cúspide se situaba
el dictador. Lo mismo que los militares habían sufrido un proceso de depuración,
cuyo resultado era la consolidación de los militares vinculados a Franco, pero no
como poder colegiado —y aún seguirían depurándose los elementos más incómo-
dos—, y los falangistas habían sido instrumentalizados mientras sus elementos radi-
cales quedaban en la marginación, los católicos contaron para el poder, pero en las
claves que el dictador contempló. En general, se trataba de aprovechar el capital po-
lítico del que eran herederos los círculos católicos y sus fórmulas asociativas —como
Acción Católica—, que arrastraban buena parte de las consignas del que fuera el par-
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tido de masas de la derecha durante la República, la CEDA. Al mismo tiempo, con
ello encajaban los atributos del nacionalcatolicismo, que servía de soporte universal
para un régimen proclamado ferviente defensor del catolicismo y que no dejaba de
abundar en las esencias católicas de la Patria. De derechas y católicos, precisamente
las dos vitolas que sociológicamente habían alimentado la España de la sublevación.
Sobre ellas, Franco proyectó una nacionalismo exacerbado vinculado a su persona y
aprovechó una querencia por la valoración de la seguridad, que aglutinaron en térmi-
nos de lealtad estas bases sociológicas. Para los católicos dispuestos a colaborar signi-
ficaba la posibilidad de limar algunos aspectos del régimen —en su política de pren-
sa, educación o sindical—, pero sin cuestionarlo, sobre todo apartando las claves fa-
langistas, además de una definición monárquica y una cierta tolerancia, aunque no
en el sentido de la democracia política. Sin embargo, significados líderes de la vieja
CEDA, como Gil Robles o Giménez Fernández, partidarios de una restauración mo-
nárquica o abanderados del catolicismo social, fueron críticos con esas posiciones. El
concurso que utilizó Franco de los católicos era la dosis y la versión de la fórmula ca-
tólica que el dictador necesitaba, lo mismo que había hecho con falangistas y milita-
res y lo haría dos años más tarde con los monárquicos.
De todas formas, ese barniz católico no puede medirse cuantitativamente por las
dos carteras ministeriales asignadas, sino por su significación y proyección en otros
niveles del poder. De hecho, Falange seguía con su cuota de representación —cuatro
ministerios: Gobernación, Agricultura, Justicia y Trabajo. Eso sí, desaparecía como
Ministerio la Secretaría General del Movimiento, siguiendo la lógica apuntada, sin su-
poner la pérdida real de las posiciones falangistas. Pero el mayor peso de los católicos
quedaba expresado en la cartera de Educación, en la que continuaba Ibáñez Martín
y, sobre todo, en el ministerio de Asuntos Exteriores, ocupado por Martín Artajo, re-
flejo de esa nueva imagen que el régimen pretendía trasladar al exterior en tiempos de
aislamiento, además del general Fernández Ladreda, de pasado cedista. Mientras, los
militares de Franco seguían ocupando sus carteras correspondientes, y se apreciaba
otro cambio de importancia: la ausencia de los monárquicos conservadores o carlis-
tas, salvo por la presencia del monárquico Benjumea, más por su perfil técnico, en un
momento en que personajes del régimen y sectores del exilio redoblaban las aspiracio-
nes de una solución monárquica y, sobre todo, del retorno del heredero borbónico.

3.2. LA IMAGEN POPULISTA DEL RÉGIMEN. FUERO DE LOS ESPAÑOLES Y REFERÉNDUM

El cambio de gobierno iba envuelto en una secuencia normativa —particular-


mente activa, que contrastaba con la costumbre de Franco de dilatar las cuestiones y
salpicar las decisiones en el tiempo— encaminada en la misma dirección de sortear
las dificultades abiertas en 1945, en las que se entremezclaban las cuestiones internas
con el panorama internacional.
El 16 de julio de 1945 fue publicado el Fuero de los Españoles, aprobado por acla-
mación de las Cortes Orgánicas. Tercera Ley Fundamental, pero esta vez elaborada en
un contexto exterior muy distinto. Era, pues, el momento más delicado para la super-
vivencia del régimen en términos internacionales, una vez derrotadas las potencias to-
talitarias y mientras la ONU había aprobado el mes anterior la exclusión de candida-
turas para ingresar en el organismo que tuvieran el carácter totalitario, y la conferen-
cia aliada de Potsdam, inaugurada el 17 de julio de aquel año, hacía lo propio. La
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textura fascista del régimen había ido matizándose desde 1943 y ahora trataba de pro-
yectar un alejamiento de las posturas mantenidas con el Eje, sin que eso variara los
fundamentos de una dictadura que se esforzaba, pues, por aligerarse de los ropajes
fascistas propios de su primera época. De hecho, más por su símbolo que por su con-
tenido, fue significativo el fin de la obligatoriedad del saludo fascista el 11 de septiem-
bre, hasta entonces propio de la iconografía del régimen. Aún había sido más signifi-
cativo, como se ha señalado, el cambio de gobierno de ese mismo mes de julio con
la vocación menos falangista, siempre en un calculado equilibrio, dando entrada a
una cualitativa representación del sector católico.
El Fuero de los Españoles consistía en un especie de tabla de derechos y deberes
que tamizaría el perfil netamente totalitario, pero muy alejados en su naturaleza y ga-
rantías de los establecidos en los países democráticos o en la Declaración de Derechos
Humanos realizada por la ONU meses más tarde. Para empezar, porque su relación
es muy limitada —faltan aspectos básicos como la abolición de la pena de muerte y
de la tortura, o está ausente cualquier referencia a la no discriminación por razones
de sexo, edad, o raza—, pero sobre todo por el origen de los derechos. Según la filo-
sofía expuesta no se trataba de derechos inherentes a los ciudadanos por el hecho de
serlo y, por tanto, ilegislables e imprescriptibles, sino de una concesión del dictador,
una especie de carta otorgada que tenía su origen en la expresión «vengo en disponer».
Y aunque se explicitaba que el texto era amparador de las garantías de los derechos y
deberes, en la práctica tales garantías eran inexistentes, por cuanto su ejercicio no po-
día cuestionar los principios de la dictadura. Se ponía de manifiesto, pues, el aspecto
cualitativo que diferenciaba los Estados totalitarios de los democráticos en cuanto a
derechos se refiere, ya que los poderes públicos en estos últimos tenían como función
esencial garantizarlos y no concederlos con múltiples cortapisas.
Se establecía la igualdad ante la ley, el derecho al honor personal y familiar, o el
derecho de educación, el trabajo o la propiedad, pero un conjunto de derechos que-
daban matizados hasta quedar desnaturalizados: libertad de creencias pero «no se per-
mitirán otras ceremonias ni manifestaciones externas que las de la religión católica»;
libertad de expresión «mientras no atenten a los principios fundamentales del Esta-
do»; inviolabilidad del domicilio «a no ser con mandato de la autoridad competen-
te» sin referencia a la autoridad judicial; libertad de reunión y asociación «para fines
lícitos y de acuerdo con lo establecido por las leyes». La libertad de expresión, la in-
violablidad de la correspondencia y del domicilio, la libertad de residencia, la liber-
tad de reunión y asociación y el artículo que fijaba un plazo máximo de detención de
setenta y dos horas, podían quedar explícitamente suspendidos por el gobierno total
o parcialmente mediante decreto-ley. Además, el ejercicio de los derechos no podría
atentar a la «unidad espiritual, nacional y social de España». De todas formas, la rela-
ción nominal de derechos contrastaba con la imposibilidad de su práctica. En todo
este conjunto tampoco se hacía referencia a la forma de Estado, siempre nombrado
de forma genérica y ambigua, evitando cualquier fisura en los equilibrios de las op-
ciones políticas que rodeaban al régimen sin imponerse ninguna sobre las otras. Por
el momento se consideraba prematura la adopción de la forma monárquica, en unas
circunstancias, 1945, en que las aspiraciones de Juan de Borbón y la plataforma del
exilio que se movía en torno suyo eran consideradas por las potencias aliadas como
alternativa pactada a la dictadura.
La secuencia legal que pretendía en 1945 dar una imagen institucionalizada más
lejana de los pesados lastres de la fascistización de la retórica del Fuero del Trabajo
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de 1938 o de los Principios de FET de las JONS de 1937, tuvo también su expresión
en la Ley de Referéndum de 22 de octubre de aquel año. Según esta ley, el jefe del Es-
tado podría someter a referéndum los proyectos de leyes elaborados por las Cortes,
«en todos aquellos casos en que, por la trascendencia de leyes o incertidumbres en la
opinión, el jefe del Estado estime la oportunidad y conveniencia de esta consulta». La
práctica de este tipo de consultas fue escasa, la primera con motivo de la Ley de Su-
cesión de 1947, pero sirvió al régimen de acto colectivo de exaltación y apoyo, con-
venientemente controlado, que proyectó unos índices artificiales de adhesión —por
las características de la consulta, de la participación y de la manipulación de resulta-
dos— más allá de los márgenes reales de apoyo social a la dictadura. Era entendido
como la consulta paternal del dictador que quería contar con la nación en los asun-
tos de trascendencia. Para la propaganda interna del régimen fue eficaz, pero para el
exterior esta secuencia legal apeada de anteriores retóricas no impidió la condena del
régimen ni la retirada de embajadores. Un momento difícil que la dictadura quiso
contrarrestar tratando de mostrar al exterior un apoyo incondicional y una supuesta
adhesión inquebrantable de la población, con la organización de una masiva concen-
tración patriótica en la plaza de Oriente de Madrid el 9 de diciembre de 1946, inau-
gurándose así el espacio simbólico por excelencia del franquismo que se reproducirá,
acudiendo a la mística del orgullo nacional, toda vez que la dictadura sea reprobada
desde el exterior.

3.3. LAS ESTRATEGIAS DE LA OPOSICIÓN

La finalización de la guerra mundial, con la derrota de las potencias totalitarias y


el nuevo orden diseñado por los aliados, abrió las esperanzas de la oposición al régi-
men franquista, que se vio aislado internacionalmente. Las expectativas se multiplica-
ron y con ellas las estrategias se diversificaron aún más y se hicieron más complejas.
Para el movimiento libertario español, el periodo 1945-1950 significó su definitivo
canto de cisne. La que había sido la organización de masas más poderosa en los años 30,
seguía presa de sus disensiones internas, no sólo en la práctica de la oposición, sino
en sus fundamentos ideológicos. Se perfilaron tres sectores: el apolítico, heredero de
una cultura anarquista de acción directa que realizaba su oposición a través del aten-
tado puntual o las de tácticas guerrilleras; los partidarios de crear un partido político
de corte sindicalista, y quienes plantearon una aproximación a los elementos más ra-
dicales del nacionalsindicalismo falangista. Esta ambientación facilitó la labor de la
represión con sucesivas caídas de sus activistas y militantes más significados. La falta
de cobertura internacional, como la poseían comunistas y socialistas, también propi-
ció el declive del anarcosindicalismo español.
Sin embargo, el sujeto principal de la represión fueron los militantes comunistas.
Su disciplina, grado de organización y la capacidad para proyectar sus actividades a
través de sus aparatos de propaganda y proselitismo constante, hicieron que la dicta-
dura los considerara sus principales enemigos. Para un régimen que había basado su
principal argumento en un visceral anticomunismo, la represión de los comunistas se
convirtió en un valor rentable en los comienzos de la guerra fría. Por otra parte, el
PCE, vinculado a Moscú, con pretensiones de hegemonía y con opciones propias,
quedó aislado del grueso de la oposición exterior, que igualmente valoró el anticomu-
nismo como capital político ante el nuevo contexto internacional de guerra fría. En
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todo ello, además subyacía la memoria reciente de la guerra civil en el bando republi-
cano. Los comunistas fueron los principales impulsores de la lucha guerrillera que ya
había existido desde 1939 de forma dispersa aprovechando la orografía del país. En
octubre de 1944, coincidiendo con la liberación de Francia, resistentes comunistas es-
pañoles invadieron el valle de Arán. La operación se saldó con un fracaso que no sig-
nificó el fin de esta táctica, cuya máximo de intensidad se dio entre 1946 y 1948, para
decaer progresivamente hasta convertirse en algo episódico a partir de 1952. Con los
últimos compases de la década, la acción guerrillera se hizo compatible con otras tác-
ticas, favorecidas por los primeros recambios de cuadros dirigentes, como el aprove-
chamiento de las estructuras sindicales franquistas con la práctica del entrismo y la
aproximación a otras fuerzas políticas en lo que se acabaría denominando política de
reconciliación nacional, puesta en marcha en la década siguiente.
En el exterior, el fin de la guerra mundial significó el intento de reorganizar insti-
tucionalmente la República en el exilio mexicano, tratando de presentarse ante las po-
tencias vencedoras como el régimen legítimo de España. Esta institucionalización se
verificó con la reunión de los restos de las Cortes republicanas en agosto de 1945, que
eligieron a Martínez Barrio presidente de la República. Pero este hecho no supuso ni
mucho menos la unidad en el campo republicano. Ya por estas fechas, el dirigente so-
cialista Prieto planteaba claramente la accidentalidad de la forma de gobierno de una
posible recuperación de la democracia en España, lo que suponía sólo un apoyo pre-
cario del partido socialista al restablecimiento de la República. De hecho, este inten-
to republicano se situaba más bien en claves emocionales, pero con una visión distor-
sionada de la realidad, carente de apoyos internacionales —excepto México— y con
escasísimas posibilidades de triunfar o al menos de tener eco en el contexto interna-
cional. Por eso los socialistas, sin desvincularse de esta situación, emprendieron una
vía posibilista que los llevó a aproximarse a Juan de Borbón. En noviembre de ese
año, Giral, encargado por Martínez Barrio, formó un gobierno en el exilio en el que
estaban presentes todas las fuerzas políticas del exilio, incluidos los comunistas. Pre-
tendida unidad más aparente que real, ya que los socialistas y los comunistas, con sus
respectivos referentes internacionales, planteaban otras opciones, mientras los repu-
blicanos quedaban arrinconados en la defensa nostálgica de unos símbolos sin peso
específico en la coyuntura internacional de la época. Aún más, en el interior, el go-
bierno de la República pasó casi desapercibido para la misma oposición. A Giral le
sucedió a comienzos de 1947 el socialista Rodolfo Llopis como jefe de Gobierno.
Fórmula igualmente transitoria hasta el mes de agosto, en que los socialistas se retira-
ron del gobierno, en un momento en que la carta monárquica cobraba enteros. Sin
los socialistas, el siguiente gobierno de la República, apoyado únicamente por repu-
blicanos, quedó definitivamente aparcado. El legitimismo republicano languideció
en México durante las décadas siguientes.
Apoyado por la Internacional Socialista, y aprovechando los vientos favorables
hacia el socialismo democrático en la posguerra europea, el PSOE ocupó un papel
significativo en la hipótesis del restablecimiento de la democracia en España desde 1946
hasta el final de la década. Prieto se convirtió en el líder indiscutible del partido. Su
labor organizativa, el relevo generacional y la atracción de militancia en el exilio, so-
bre todo en Francia, consiguió que el partido cerrara filas en torno suyo, y que los ne-
grinistas desaparecieran de sus cuadros dirigentes. Basado en un radical anticomunis-
mo, muy rentable en los albores de la guerra fría, y en un posibilismo en cuanto a las
formas de gobierno cada vez más acentuado, Prieto mantuvo una postura equidistan-
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te entre el restablecimiento de la república o el de la monarquía, que acabó por incli-
narse en esta última dirección.

3.4. LA ALTERNATIVA MONÁRQUICA

Se ha insistido en que si existió un peligro exterior para el régimen a la altura


de 1946 fue la hipótesis de una restauración de la monarquía en la persona de Juan de
Borbón, y de ello era consciente Franco, que, a partir de este momento, planteó su
estrategia más para controlar esta situación que para ocuparse de la República en el
exilio. Esta alternativa había tomado cuerpo con el manifiesto de Lausana de 1945 y
con el traslado del pretendiente borbónico a la ciudad portuguesa de Estoril en febre-
ro de 1946. Pero una restauración de la monarquía exigía la creación de un sólido en-
tramado político que le sirviera como base. Y quizás Juan de Borbón no era la perso-
na idónea para resolver esta cuestión. La búsqueda de apoyos se orientó hacia la de-
recha y hacia la izquierda no comunista. En el primero de los casos significaba la
aproximación de los carlistas, y a ello se ofreció el conde de Rodezno, que en febre-
ro de 1946 firmó las bases de Estoril, por las que una parte del carlismo reconocía la
legitimidad de Juan de Borbón. Pero también la atracción de las elites económicas,
sociales y militares del interior que se proclamaban monárquicas, pero que en última
instancia no estaban dispuestas a romper con el franquismo, ya que su modelo res-
tauracionista pasaba por un pacto, que cada vez se hizo menos posible, entre Franco
y D.Juan. Para estas elites pesó más la garantía de tranquilidad social que garantiza-
ba el general que una aventura política cuyos objetivos encerraban mucha incerti-
dumbre. Igualmente, la búsqueda de un sólido apoyo político para su alternativa pa-
saba por la aproximación a la izquierda no comunista, es decir, al sector moderado
de la CNT y, ante todo, al partido socialista. Ya hemos señalado el posibilismo de
Prieto, pero también su presencia en las instituciones republicanas de México. Prieto
tardó en definirse por entero a favor de una solución monárquica. Por su parte, la po-
sición de Juan de Borbón era posibilista con el objetivo central de la restauración de
la corona independientemente de sus contenidos políticos, esto es, restauración no
equivalía necesariamente a un régimen democrático. Lo principal era la institución,
lo que llevaba a una ambivalencia de posiciones, desde el acuerdo con los socialistas
basta el pacto con Franco, lo que restó posibilidades de una alternativa sólida. Tenien-
do en cuenta la conjunción de estos elementos, la alternativa juanista fue perdiendo
paulatinamente fuerza. Franco no perdió nunca el control de la situación. Su juego
era más simple: acentuar su poder personal, siempre y cuando encontrase una fórmu-
la política que pudiera ser aceptada por las potencias vencedoras de la guerra mundial
para que disminuyeran la presión sobre su régimen. Franco había ganado tiempo, las
cancillerías extranjeras le empezaban a contemplar en 1947 de forma diferente que
en 1945. Además, supo sacar provecho de la exaltación del nacionalismo, convirtien-
do ante la opinión pública española el rechazo a su persona en rechazo a España,
como demostró la concentración de diciembre de 1946 contra la resolución conde-
latoria de la ONU.
La causa monárquica había perdido su gran oportunidad. Era una solución bien
vista en los países europeos, sobre todo en Londres. Incluso la dictadura salazarista de
Portugal acogía en su territorio al heredero Borbón y sus consejeros. Estos se acogie-
ron a la idea de un pacto con Franco como un relevo controlado. Esta idea de cesión
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estaban dispuestas a aceptarla las elites monárquicas del país, pero no un enfrenta-
miento con Franco. Los monárquicos tenían como objetivo común el restablecimien-
to de la institución, pero no a costa de tal enfrentamiento. Fracasó, pues, la atracción
sociológica que desde Estoril se pretendía. La heterogeneidad de los monárquicos, la
doble estrategia de acercamiento hacia la derecha y la izquierda, el cambio de la situa-
ción internacional, hicieron que Franco tomara la iniciativa, si es que la había perdi-
do alguna vez. En 1947 Franco estableció, como se ha visto, la monarquía como for-
ma de gobierno a partir de la Ley de Sucesión. Pero no la restauración, sino la instau-
ración de su monarquía.

3.5. LA MONARQUÍA DE FRANCO

El 6 de julio de 1947 se puso en marcha la mecánica del referéndum para some-


ter a votación precisamente una pieza maestra de la dictadura, la Ley de Sucesión a
la Jefatura del Estado, convertida en una Ley Fundamental que declaraba a España
como Reino y determinaba las normas que regulaban la sucesión a la jefatura del Es-
tado. Todo un golpe de efecto y de sagacidad política, en pleno aislamiento interna-
cional y de incomodidad e incertidumbre de las familias políticas, que fijaba una for-
ma de Estado, pero con tales características de ambigüedad que contentaba a las dis-
tintas opciones de apoyo al régimen sin cuestionar la esencia de la dictadura, y
además se legitimaba con el populismo exhibido en el referéndum. Esta ley constitu-
yó un antes y un después en la evolución del régimen como un instrumento de con-
solidación interna.
En el referéndum participaron 14.145.163 votantes, y de ellos votaron afirmativa-
mente 12.628.983, equivalentes al 82,34% del censo electoral y el 93% de los votan-
tes, frente a 1.070.400 votos negativos, blancos y nulos. Todo un ejercicio plebiscita-
rio, alimentado por la propaganda del régimen, que vivía días de exaltación naciona-
lista como habían puesto de manifiesto las respuestas ante el boicot internacional. La
Ley de Sucesión, propuesta por las Cortes y consultada a la nación, pero dispuesta
por Franco, consolidaba institucionalmente y de forma vitalicia la estructura dictato-
rial de poder personal al exponer sin parquedad que «la jefatura del Estado correspon-
de al Caudillo de España y de la Cruzada, Generalísimo de los Ejércitos don Francis-
co Franco Bahamonde». El Estado quedaba definido como «católico, social y repre-
sentativo, que, de acuerdo con su tradición, se declara constituido en Reino». Con
estas ambiguas pero certeras premisas no colmaba expresamente las aspiraciones de
ninguno de los grupos políticos y clanes de apoyo a la dictadura —falangistas, católi-
cos, monárquicos, tradicionalistas...—, pero tampoco descartaba ninguna posibilidad
y animaba las expectativas de todos. No se hablaba de dinastías, incluso la sucesión
podía establecerse en una persona no vinculada a ninguna. De hecho, todos los me-
canismos sucesorios tenían un hilo conductor, la decisión de Franco, y una legitimi-
dad de nuevo cuño, los principios fundamentales, es decir la situación surgida por el
levantamiento militar de 1936, pero no derechos históricos previos de dinastía algu-
na. Un falangista, un Borbón, un carlista o un militar podrían ser titulares del Reino.
El atributo católico era bien recibido por el grupo que había adquirido notoriedad so-
bre todo desde 1945, y los términos social y representativo —en sus términos orgáni-
cos de representación natural de familia, municipio y sindicato—, acordes con el tono
populista del régimen o con los términos falangistas de la revolución pendiente.

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La ley inauguraba dos instituciones derivadas de la nueva situación: el Consejo de
Regencia y el Consejo del Reino. El primero tenía como cometido la asunción de po-
deres del jefe del Estado en caso de vacante, formado por el presidente de las Cortes,
el prelado de mayor jerarquía y el capitán general de mayor antigüedad. El segundo,
el Consejo del Reino, estaba encargado de asistir al jefe del Estado «en todos aquellos
asuntos y resoluciones trascendentales de su exclusiva competencia». Carácter consul-
tivo no vinculante para las decisiones de Franco, quien se reservaba el nombramien-
to de su heredero. Aunque se establecía que las Cortes debían aprobarlo, el dictador
disponía de la capacidad de revocar la designación, incluso después de su aprobación
en Cortes. En caso de la muerte del jefe del Estado sin haber sido designado sucesor,
prevalecía en la decisión del gobierno y del Consejo de Regencia «una persona de es-
tirpe regia», pero podría ser cualquier «personalidad que por su prestigio, capacidad y
posibles asistencias a la nación deba ocupar este cargo». En todo caso, el nuevo rey o
regente debía jurar las Leyes Fundamentales y lealtad a los Principios del Movimien-
to Nacional. Por el momento, todos los apoyos internos redoblaban sus aspiraciones,
mientras quedaba mutilada la posibilidad de una alternativa monárquica representa-
da por Juan de Borbón en las filas de la oposición. Franco había sellado aún más su
poder personal, hasta el punto de institucionalizar su sucesión, en un régimen que
iba depurando su vitola específica de «franquismo».

3.6. EL AISLAMIENTO EXTERIOR Y SU RUPTURA

A pesar de que la política de neutralidad había sido el horizonte teórico des-


de 1943 y de que el régimen proporcionó alguna ventaja estratégica a los aliados, en
mucha menor proporción desde luego que lo había hecho con el Eje, la dictadura se
encontró con una difícil situación de aislamiento incluso antes de la finalización de
la guerra. Su colaboración con el Eje y su lenta y ambigua mutación hacia la neutra-
lidad, con un sistema político inequívocamente dictatorial, hacía que todas las bazas
de su situación internacional se orientaran al acorralamiento.
Durante la reunión de San Francisco en junio de 1945, donde se gestaba el naci-
miento de la ONU, no se pudieron esbozar peores pronósticos para el régimen de
Franco a corto plazo. En aquella reunión prosperó la iniciativa de México —el país
que acogió la sede del gobierno republicano español en el exilio y que nunca recono-
cería al régimen de Franco—, por la que no serían admitidos en la ONU los países
que habían estado en la órbita del Eje. Acuerdo que tomó mayores dimensiones
cuando, en la misma dirección, los aliados en la Conferencia de Potsdam de agosto
del mismo año declararon su postura de no admitir una candidatura de España para
formar parte de la ONU. En esta lógica, durante 1946 el régimen estaba agobiado in-
ternacionalmente y, de hecho, parecía abocado a un callejón sin salida. En febrero de
ese año, la ONU materializó su opinión mayoritaria sobre el régimen con una reso-
lución de condena, y, por fin, el 12 de diciembre de 1946, la Asamblea del organis-
mo aprobó una nueva resolución —con la oposición sólo de 6 votos de un total
de 53— por la que recomendaba la prohibición de que España formara parte de los or-
ganismos internacionales —sobre todo las agencias de la ONU— y la retirada de em-
bajadores, además de amenazar con otras medidas en caso de que el régimen no alte-
rara sus fundamentos. Era la culminación simbólica de una situación de hecho. En
España sólo quedaron los embajadores de Portugal, Suiza e Irlanda, aparte del Nun-
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cio del Vaticano. Además, desde el 28 de febrero Francia había cerrado la frontera in-
terrumpiendo cualquier intercambio con España. Los aliados en su conjunto habían
etiquetado al régimen como fascista y todos en mayor o menor medida confluyeron
en 1945 y 1946 en esta dirección. Sobre todo, los países comunistas, y a la cabeza
la URSS y Polonia, proponiendo también la ruptura de relaciones comerciales. A prin-
cipios de diciembre de 1946, el gobierno de Franco entregó una nota al encargado de
negocios de Estados Unidos en Madrid, con motivo de la moción que este país pre-
sentó respecto a España en la ONU y que cuajaría en la citada resolución del día 12.
En ella se reflejan los argumentos que esgrimieron los aliados en la ONU y la respues-
ta que el régimen puso en boca del pueblo español, al decir que

el pueblo español rechaza el calificativo de fascista... pues el régimen no tiene nada


que ver con los sistemas totalitarios por ser un régimen que respeta las libertades fun-
damentales de la persona humana y en el cual el ejercicio de la autoridad se halla
ajustado a Derecho... El pueblo español sabe que el régimen implantado el 18 de ju-
lio de 1936 no le ha sido impuesto por la fuerza... El pueblo español niega que su ré-
gimen deba la existencia a la ayuda de los países del Eje... El pueblo español no ad-
mite la afirmación de que su régimen no le represente... El pueblo español niega que
el régimen estorbe la participación de España en Naciones Unidas... El pueblo es-
pañol rechaza la imputación de que su gobierno no respeta las libertades indivi-
duales...,

para culminar con el argumento central que tanto rentabilizará el régimen en su dis-
curso de exaltación del nacionalismo:

El pueblo español repele con energía la intromisión en sus asuntos internos; el


atacar desde fuera sus instituciones; el excitarle a la subversión y a la revuelta, y el dic-
tarle desde el extranjero el camino que debe seguir.

Era la demostración más palpable del inútil intento que desde 1943 hizo por des-
marcarse de las potencias del Eje y de proyectar una versión del régimen alejada de la
realidad. Difícil empresa de dar una nueva imagen de la dictadura. La ruptura del ais-
lamiento no pasaba por el estéril esfuerzo de las notas diplomáticas plagadas de ana-
cronismos para refutar las acusaciones contra el régimen.
Esta situación tan comprometida —en el momento en que una amenaza de opo-
sición conjunta en torno a D. Juan parecía tomar cuerpo— sin embargo empezó a
suavizarse desde 1947, desde varios planos, todos entremezclados. Para empezar por-
que las potencias occidentales estaba presas de un doble juego. Por un lado, estaban
las declaraciones críticas contra el régimen, la retirada de embajadores, y la posición
favorable al aislamiento fundamentada en el carácter dictatorial del régimen y en su
colaboración pasada con el Eje. Pero por otro, también pesaban los intereses econó-
micos y estratégicos, que limitaban la política de aislamiento. Particularmente com-
prometidos quedaron los intereses económicos franceses con el cierre de la frontera.
Gran Bretaña, por su parte, no veía con buenos ojos una hipotética inestabilidad en
la península que amenazara la columna vertebral estratégica y comercial de Gibraltar.
En términos económicos muchos países continuaron con relaciones comerciales a
través de sus encargados de negocios. Además, para los países occidentales, en una
política sintonizada por Gran Bretaña, les interesaba un retiro pactado de Franco,
cuyo relevo podría ser una monarquía constitucional. Pero una cosa era propiciar esa
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situación y otra comprometerse en una intervención de mayor alcance y en un en-
frentamiento con Franco capaz de provocar un marco de inestabilidad. Así, el prag-
matismo primó sobre las declaraciones de principios en un aislamiento que en reali-
dad no fue total.
En segundo lugar, a lo largo de 1947 las diferencias entre los vencedores de la gue-
rra mundial empezaron a mostrarse como antagónicas y a diseñarse lo que a partir de
esas fechas se etiquetó como guerra fría y política de bloques. Y ese nuevo marco de
las relaciones internacionales condicionó notablemente las posiciones respecto al ré-
gimen de Franco. Las cuestiones ideológicas empezaron a ceder terreno a las conside-
raciones geoestratégicas hasta que éstas se acabaron imponiendo en los últimos com-
pases de la década, para valorar a la dictadura como un régimen anticomunista. Fue
paradigmática la posición de Estados Unidos, que compartió el radicalismo verbal
contra la dictadura con una visión militar y estratégica que asignaba a España un pa-
pel notable en el flanco sur de Europa frente al bloque liderado por la URSS. Y con
esta visión fueron los Estados Unidos lo que iniciaron un lento relevo de la posición
respecto al régimen, para impulsar al final de la década la ruptura del aislamiento y
bendecirla con el tratado que firmarían con España en 1953. Se atribuye a Franco la
habilidad de un estratega que supo ver antes de tiempo la ruptura de los aliados, por
lo que su política fue la de ganar tiempo. Lo cierto es que estas circunstancias le favo-
recieron, pero entonces su política no hizo otra cosa que aguantar el temporal del re-
pudio internacional, no por una sutil lectura de las relaciones internacionales, sino
porque su práctica habitual era la de mantener largo tiempo sus posiciones, y en 1945
no podía hacer otra cosa que esperar. Otra cuestión es que estas nuevas circunstan-
cias le acabaran favoreciendo.
En tercer lugar, Franco tomó la iniciativa diplomática allí donde únicamente po-
día tomarla. Se arrimó a Portugal, a los países hispanoamericanos y a los países ára-
bes. Mantuvo una sintonía con el Portugal de la dictadura salazarista apelando al pac-
to ibérico, con la compensación de mantener su embajador. Pero sobre todo estrechó
vínculos con los países hispanoamericanos, que, si bien en el caso de Panamá o Mé-
xico habían manifestado una beligerancia diplomática hacia el régimen, en su mayo-
ría tendieron puentes a Franco con notable alivio para la dictadura. De hecho, los
únicos seis países que habían votado en contra de la resolución de la ONU habían
sido de este continente. Y desde 1947 un goteo de apoyos fueron sumándose de otros
países de la zona. El régimen entremezcló su diplomacia en términos de política cul-
tural, proyectando la idea de Hispanidad y de Madre patria, que institucionalmente
cobró impulso con la puesta en marcha del Instituto de Cultura Hispánica en 1945.
La España de Franco apeló a estos vínculos de comunidad espiritual y de tono paterna-
lista con los países hispanoamericanos para sacar una notable rentabilidad en época
de aislamiento. El caso más importante de tales apoyos fue el de la Argentina de Pe-
rón, que envió su embajador, proporcionó ayuda crediticia y un convenio comercial
a principios de 1947 que supuso una válvula de oxígeno para la España aislada y au-
tárquica con dificultades de abastecimiento. Todo ello culminó con la firma del pro-
tocolo Franco-Perón en abril de 1948. Por su parte, los jóvenes países árabes aliviaron
también la situación internacional del régimen, que invocó los vínculos históricos y
aprovechó su oposición a la creación del Estado de Israel.
Para terminar, ya se ha visto cómo no cuajó una alternativa sólida de oposición
interior articulada en torno a Juan de Borbón, y la iniciativa de Franco abortó esas po-
sibilidades y arbitró la fórmula de la Ley de Sucesión de 1947 dando un paso muy im-
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portante en su consolidación. Pero, además, el acoso internacional sirvió de revulsi-
vo —y de ello fueron conscientes las cancillerías aliadas— para la exaltación del na-
cionalismo que nutrió los apoyos sociológicos del régimen y labró una oposición vis-
ceral a lo que fue entendido como una injerencia del exterior. Franco desplazó así los
fantasmas hacia la conspiración internacional, en sintonía con el discurso de la cons-
tante amenaza internacional judeo-masónica y comunista.
Así, las medidas habían sido poco efectivas, y los criterios comerciales y estratégi-
cos de los países cada vez pesaron más en la consideración del régimen. A lo largo
de 1948 se intensificaron las relaciones comerciales, y se produjo la reapertura de la
frontera francesa. En 1949 más de una decena de países mantenían relaciones diplo-
máticas con el régimen, y Estados Unidos, ya en plena guerra fría, había aumentado
sus gestiones para el acercamiento y la normalización de relaciones. En noviembre
de 1950, una nueva resolución de la ONU revocó las recomendaciones de cuatro
años antes, con lo que se inició un proceso de ruptura formal del aislamiento a prin-
cipios de los años 50.

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CAPÍTULO IV

La España de la autarquía

4.1. EL DEBATE SOBRE LA POLÍTICA ECONÓMICA AUTÁRQUICA

Al terminar la guerra civil se consolidó un tipo de política económica, cuya origi-


nalidad ha sido a veces destacada de forma exagerada, la autarquía económica. Has-
ta 1951, al menos, el nuevo Estado persiguió con ahínco una política de autoabaste-
cimiento a cualquier nivel considerado, fuertemente dirigida por el poder político. Se
ha discutido hasta la saciedad el porqué de tal política. Cualquier análisis debe resol-
verse a la luz del entrecruzamiento de múltiples variables: ¿fue un fin en sí mismo, es
decir, objetivo consciente de una estrategia económica perfectamente diseñada?, ¿re-
presentó la plasmación práctica en economía de los principios ideológicos falangis-
tas?, ¿se trató de una política económica en función de una realidad heredada de la
guerra civil y por tanto inevitable?, o ¿fue la culminación comprensible de un pro-
ceso iniciado con los virajes nacionalistas de política económica desde finales del si-
glo XIX?
Podría argumentarse que la autarquía estuvo determinada por los desastres econó-
micos de la guerra. En tal caso, se trataría de una solución de emergencia obligada por
los acontecimientos y, por tanto, de naturaleza coyuntural, en función de la norma-
lización de la actividad económica una vez restañadas las heridas de la guerra. En
efecto, el desastre económico de la guerra fue evidente, pero quizá de menor intensi-
dad que lo que una primera valoración pueda hacer suponer. La guerra fue especial-
mente costosa en lo que se refiere al capital humano. Independientemente del juego
de cifras con respecto a muertos, desaparecidos y exiliados, unos 600.000 en total, lo
importante es el lado cualitativo de la cuestión. En los frentes de combate, en la reta-
guardia o en el exilio quedaron cientos de miles de españoles en su plena edad produc-
tiva, y decenas de millares de entre ellos, plenamente cualificados intelectual y técnica-
mente. No sólo se cerró la «edad de plata» de la cultura española en términos humanis-
tas, sino que quedaron encenegadas las condiciones para el despegue tecnológico y
científico del país. La enorme pérdida que representaron la desaparición de García
El sistema de transportes fue el sector más damnificado, con una pérdida muy
sensible en el parque automotriz que condujo a sustanciales estrangulamientos y dis-
torsiones en el mercado interior, cuestión más visible en lo referente a los ferrocarri-
les. Sin embargo, el patrimonio industrial y el agrario sufrieron con menor intensidad
las consecuencias del conflicto. A su vez, el reordenamiento monetario, a pesar de las
dificultades técnicas, llegó a su conclusión a finales de 1939.

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No obstante, el discurso del régimen legitimador del nacionalismo económico a
ultranza insistió en todo momento en que la política dirigista e intervencionista iba
encaminada a resolver los desequilibrios entre oferta y demanda inmediatamente he-
redados. De ahí su carácter temporal. Nuevas adiciones al discurso fueron producién-
dose a partir de 1943. Esta vez se hacía alusión a los estrangulamientos impuestos
desde el exterior como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial. Se continuó in-
sistiendo en la permanencia del dirigismo estatal una vez finalizado el conflicto mun-
dial y restablecidos los circuitos internacionales de intercambio. A partir de 1945 se
añadieron nuevos elementos al discurso, pero siempre de la misma índole. Ahora se
trataría del boicot internacional de los vencedores contra el régimen. La negativa del
mercado mundial a comerciar con España, según los promotores del discurso autár-
quico, obligaría a una nueva prórroga de la autarquía económica. Habrá que esperar
los nuevos aires de principios de los años 50 y el agotamiento propio del modelo,
para que la transformación de la política económica empiece a ser seriamente cues-
tionada y la apertura del capitalismo español su consecuencia.
Se pueden ampliar las explicaciones a la política económica de los años 40. En
primer lugar, el nacionalismo económico era un ideal para los régimenes políticos to-
talitarios. Existían modelos de referencia en la Italia de Mussolini, en la Alemania de
Hitler y en el corporativismo portugués. Pero más allá de los regímenes políticos dic-
tatoriales, el nacionalismo económico se había extendido por doquier como respues-
ta a la crisis de 1929. El viraje de la librecambista Gran Bretaña durante los años 30
ejemplificó una tendencia, un caldo de cultivo proclive al repliegue. Por otra parte, la
autarquía franquista de los años 40 puede ser considerada como un eslabón más de
la cadena iniciada a finales del siglo XIX. Del incremento del proteccionismo arance-
lario finisecular se avanzó progresivamente hacia un intervencionismo más complejo
del Estado durante el primer tercio del siglo XX, llegando a su máximo exponente con
las propuestas dirigistas de la dictadura de Primo de Rivera. En esta onda, la autarquía
de los años 40 marcaría una línea de continuidad enraizada en los decenios anterio-
res y ahora exacerbada sucesivamente por las consecuencias de la crisis de 1929, por
la guerra civil, por una ambientación internacional proclive a este tipo de fórmulas
económicas, por las repercusiones de la Segunda Guerra Mundial y la victoria del
campo aliado y, además, por la lógica de una férrea dictadura política que entendió
que el control de la economía era parte imprescindible de su cohesión y fortaleza.

4.2. POLÍTICA Y AUTARQUÍA. LAS NUEVAS FORTUNAS Y LAS REDES DEL PODER

El ideal autárquico pretendía lograr la autosuficiencia económica, es decir, en su


programa máximo, una sustitución total de importaciones. Un intervencionismo es-
tatal que iba mucho más lejos de la mera imposición de barreras aduaneras para plan-
tearse el control global del comercio exterior, que hizo arbitraria la concesión de di-
visas y licencias de importación. Y aquí surge otro fenómeno que ha de tenerse en
cuenta a la hora de valorar la autarquía, ya que el control de la economía por parte
del Estado generó una corrupción ilimitada y estructural en la que podían encontrar
acomodo los negociantes de los mecanismos autárquicos y, con ello, la creación de
nuevas fortunas y de clases de lujo vinculadas a la dictadura política. Así, en el desa-
rrollo de la política autárquica confluyeron variables económicas y políticas, y posi-
blemente estas últimas fueron determinantes. El poder indiscutible del dictador pro-
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pició una red de clientelas económicas labradas al calor de la autarquía con unos ni-
veles de intervención que fueron más allá de los deseables para otros sectores del
mundo empresarial, para los que los niveles extremos autárquicos comenzaron a ser
una losa insoportable a lo largo de la década. En esta dirección apuntaban a finales
de la década informes de las Cámaras de Comercio.
Y es que este tipo de política económica posibilitaba un incremento de la concen-
tración de poder en manos del dictador y en un círculo restringido de cortesanos. No
es de extrañar su correlato inmediato: la generalización de la corrupción, que en el
plano social encontraba su traducción en las prácticas estraperlistas del mercado ne-
gro. Un reducido número de personajes caracterizados de la dictadura encontró un
camino expedito para la realización de grandes fortunas. El pequeño estraperlo, vital
para la subsistencia de los sectores sociales más débiles, actuó de legitimador de las
grandes operaciones estraperlistas: desde el tráfico de divisas hasta el trasiego con
las licencias de importación, pasando por las facilidades, discrecionalmente concedi-
das, para reconstruir zonas devastadas y el mercado negro a gran escala de productos
alimentarios.
El dirigismo estatal acabó por desembocar en una economía altamente burocrati-
zada. Sus dos piezas básicas eran el Servicio Nacional del Trigo y la Comisaría de
Abastecimientos y Transportes. En torno suyo giraba toda una constelación institu-
cional en forma de espiral sin fin. Cada nueva institución creada tenía su contrapar-
tida en un paralelo aumento de la corrupción y del estraperlo. La creación en sep-
tiembre de 1940 de la Fiscalía de Tasas, a pesar de que configuró una abundante le-
gislación para reprimir al mercado negro, fracasó en su intento. En 1943, según datos
oficiales, un 30% de la cosecha era desviado hacia el mercado negro. Como símbolo
de todo el conjunto, las cartillas de racionamiento, instauradas en la primavera
de 1939, perduraron hasta 1951, ejemplificando el fracaso de uno de los lemas más
repetidos por la propaganda: «Que en ningún hogar falten la lumbre y el pan.»
La extensión del mercado negro afectaba a las economías familiares, pero también
a las pequeñas y medianas empresas que no estuvieran bien relacionadas con determi-
nados centros de poder. Los estrangulamientos en el suministro de materias primas y
energía estaban a la orden del día. La imposibilidad de obtener licencias de importación
obligaba al contrabando para obtener los recursos necesarios. Sólo una buena cobertu-
ra política aseguraba un buen funcionamiento empresarial. En este sentido, señalaba
J. B. Donges: «Para muchos empresarios resultaba más rentable gastar esfuerzos en ges-
tionar tratos preferenciales por parte de la Administración que en racionalizar su pro-
ducción.» En suma, en cualquier aspecto que lo consideremos, el mercado negro y el
estraperlo fueron excelentes instrumentos de control económico, social y político.

4.3. INDUSTRIA Y RECONSTRUCCIÓN. EL INI

La industria española continuó a lo largo de este periodo dependiendo del ciclo


agrario. El intervencionismo en política industrial giró en torno a un conjunto legis-
lativo que vio la luz en el segundo semestre de 1939. El decreto de 8 de septiembre
disponía que la instalación de cualquier industria necesitaba el permiso previo minis-
terial, de difícil, costosa y discrecional obtención. El 24 de octubre se declararon in-
dustrias de interés nacional todas las relacionadas con la defensa del país, lo que su-
pondría una situación de privilegio para los beneficiarios: protección financiera del
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Estado o ventajas a la hora de obtener licencias de importación. El 24 de noviembre,
la ley de protección de la industria nacional limitó la participación del capital extran-
jero al 25°/o del capital de la empresa. Conjunto legal que enraizaba a la perfección
con disposiciones legales de naturaleza similar de decenios anteriores, encontrando
ahora su máxima expresión.
El Instituto Nacional de Industria (INI), piedra angular del intervencionismo es-
tatal en materia industrial, se constituyó por la ley de 25 de septiembre de 1941, para
«dar forma y realización a los grandes programas de resurgimiento industrial de nues-
tra nación». En otras palabras, el INI tenía como objetivo llevar a su máximo expo-
nente la política de sustitución de importaciones, sin valorar sus elevados costes, so-
bre todo en el sector vinculado a la defensa nacional. Todo ello, desde el primer mo-
mento, con el lastre secular de la ausencia de una tecnología nacional. La valoración
del INI en los años 40 ha levantado un importante debate hasta conformar dos mar-
cos de comprensión divergentes. Uno de ellos insiste en la descoordinación existen-
te entre la actividad del INI y la acción privada, haciendo hincapié en la falta de ra-
cionalidad y coherencia de la política del Instituto, que a lo sumo lo que permitió fue
la prolongación agónica de la política autárquica. El otro marco explicativo insiste
más en la capacidad que tuvo el INI para crear, modelar y modernizar una infraes-
tructura básica, pilar sobre el que se edificó la política industrial de los años 60.
El INI se planteó una política industrial territorialmente diversificada, que si, por
un lado, aprovechaba los territorios y tejidos industriales tradicionales, por otro, sen-
taba las bases para el despegue futuro de nuevas regiones industriales. Este último
caso sería el de Madrid. Como nudo central de la red nacional de comunicaciones,
las ventajas locacionales de la región madrileña atrajeron la atención del INI. A ello
se unía el deseo del régimen de edificar una capital más poderosa acorde con el dis-
curso del nuevo Estado, capital en la que confluyeran poder político y económico
como símbolo de las directrices centralistas del régimen. Nueva valoración del fenó-
meno de la capitalidad, que ya fue definida en la reunión que mantuvo el primer
Ayuntamiento franquista con el ministro de la Gobernación Serrano Suñer el 20 de
mayo de 1939. El ministro esbozó la línea que había de seguirse:

Hay que hacer un Madrid nuevo, lo que no quiere decir precisamente el gran
Madrid en el sentido material y proletario de los ayuntamientos republicano-socialis-
tas, sino el Madrid con la grandeza moral que corresponde a la España heroica. Un
Madrid donde nunca más puedan cometerse las vilezas que aquí se cometieron en
el dominio rojo... Trabajen ustedes para que todos podamos acabar con la españole-
ría trágica del Madrid decadente y castizo, aunque hayan de desaparecer la Puerta del
Sol y ese edificio de Gobernación que es el caldo de cultivo de los peores gérmenes
políticos...

Este programa tomaba cuerpo en las palabras de Pedro Bigador, el urbanista en-
cargado de la reconstrucción de la ciudad: «La destrucción plantea vivamente dos
problemas fundamentales de la ciudad como ciudad y como la capital de la España
nueva..., la revalorización de la fachada, como símbolo real de la unidad de la jerar-
quía y de la misión del Estado.» En el organigrama político se creó el 7 de octubre
de 1939 la Junta de Reconstrucción Nacional, que sirvió de cobertura a la Junta de
Reconstrucción de Madrid, dependiente de la Dirección General de Regiones Devas-
tadas, presidida por José Moreno Torres, que años después sería alcalde de la ciudad.
El INI efectuó grandes inversiones en empresas industriales y de servicios de la capi-
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tal y de su entorno próximo. A la altura de 1951, las empresas madrileñas más diná-
micas poseían una participación mayoritaria del Instituto. El desarrollo industrial de
Madrid tuvo durante los años 60, pues, sus orígenes en la política de infraestructuras
esbozada en los 40.

4.4. ESTANCAMIENTO E INFLACIÓN


En el plano financiero, la política del nuevo Estado fue dirigida a consolidar la
plataforma bancaria existente, creando un marco no competitivo que cerraba el mer-
cado financiero a la banca extranjera, como puso de manifiesto la ley del statu quo
bancario de 1946, que, en sustancia, mantenía la misma filosofía de la ley de ordena-
miento bancario de Cambó de 1921. En gran medida, la frágil política monetaria del
periodo estuvo en manos de la banca privada gracias a los mecanismos de monetiza-
ción de la Deuda Pública. Una de las constantes de la época era un déficit público en
constante crecimiento. La insuficiencia de los ingresos ordinarios del Estado, proble-
ma no resuelto debido a la limitadísima reforma fiscal del ministro Larraz en 1940,
contrastaba con el incremento de los gastos ordinarios y extraordinarios. La solución
se encontró en un incremento desmesurado de la circulación fiduciaria, a través del
siguiente circuito: emisión de Deuda Pública-suscripción de la misma por la banca
privada-pignoración en el Banco de España-emisión de nuevos billetes. Es a partir
de 1947 cuando se produjo un cierto ordenamiento monetario y un mayor control
en la concesión de créditos bancarios.
Situación monetaria que se tradujo en un aumento considerable de las tendencias
especulativas e inflacionistas, según reconocía la Memoria del Banco de España de 1948.
La expansión de la circulación fiduciaria no tuvo su contrapartida en un aumento pa-
ralelo de la renta nacional. Se acentuó así el gap inflacionista que amenazaba con la
bancarrota a la renta nacional. Entre 1939 y 1950, la circulación fiduciaria pasó
de 6.000 millones de pesetas a 31.600, con su correlato en la elevación del índice ge-
neral de precios que, de base 100 en 1939, alcanzó el nivel de 570 en 1950.
Los años 40 estuvieron marcados, pues, de dificultades y estrangulamientos que
limitaron el crecimiento económico. Así, la reconstrucción posbélica se retrasó con-
siderablemente. Habrá que esperar a 1952 para que la renta per cápita en pesetas
constantes de 1935 alcance los valores de este último año. La evolución de esta mag-
nitud ofreció un desarrollo errático a lo largo de la década. Se dibujó una ligera recu-
peración entre 1940 y 1944 truncada en 1945, con una leve alza en 1946 y un descen-
so posterior que se extiende hasta 1950.
En definitiva, el asfixiante intervencionismo de los años 40 generó unos efectos
perversos que afectaron al conjunto de la estructura económica española y, en par-
ticular, a cada uno de los sectores que la componían. Ni siquiera resultó la propuesta
básica de todo modelo intervencionista: el Estado se convierte en el garante y en el
principal protagonista de la modernización y del crecimiento económicos. En el caso
español no se pudieron cumplir las mismas previsiones que en Alemania o en Italia.
Un Estado excesivamente burocratizado y provisto de recursos limitados no cumplió
el papel teórico que se había planteado. El gasto público español de la época estaba
comprometido para el pago de la enorme cantidad de gastos corrientes que suponía
esta lógica de burocratización. Si a ello se une la incapacidad para poner en marcha
una reforma fiscal y asegurar una mejor nutrición de las arcas públicas, completamos
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54
el cuadro negativo. El intento de ampliar los recursos a través de la pignoración de la
Deuda Pública, es decir, de su transformación automática en dinero, desembocó en
una inflación descontrolada que alteró sustancialmente la asignación de recursos y
cualquier planteamiento que se realizase a medio plazo. De ahí que las incoherencias
se sucedieran, bien al socaire de coyunturas muy precisas en función de la situación
internacional, o en lo que se refiere a las previsiones más a medio plazo.
La estructura económica española, considerada desde el lado de la oferta, no pue-
de ofrecer un balance más pobre a lo largo de los años 40. En el plano agrario, cabe
hablar de retroceso y de ausencia de cualquier atisbo de modernización, hasta el pun-
to de que se produjo la enorme paradoja de que un país esencialmente agrario acaba-
ra el periodo con una balanza agraria deficitaria, y tuviera que recurrir a las importa-
ciones para colmar las necesidades del mercado, dadas las escaseces de una oferta to-
talmente ineficiente. En el plano industrial, el estancamiento resulta igualmente
visible; el producto industrial español tuvo que esperar a los primeros años 50 para
recuperar su nivel de preguerra. Pero también desde el lado de la demanda se refuer-
za esta idea de fracaso. Tradicionalmente, la evolución de la economía española ha-
bía topado siempre con la insuficiencia, cuando no raquitismo, del mercado interior.
Las limitaciones de la demanda imponían trabas al crecimiento de la oferta. Esta si-
tuación se multiplicó por muchos enteros a lo largo de los años 40, cuya concreción
se manifestó en el retroceso del poder adquisitivo de la inmensa mayoría de la pobla-
ción española, salvo la estrecha franja de beneficiados en términos políticos por el
nuevo régimen. Esta disminución del poder adquisitivo ha sido suficientemente acla-
rada, con unos salarios reales que disminuyeron un 50% a lo largo de la década. La
situación consistió en un pronunciado descenso de los salarios reales, que se exten-
dió durante toda la década y que resultó más evidente todavía en el sector agrario.
En último término, la autarquía debe valorarse, para alcanzar una comprensión
total, tanto en su plano interior como en el exterior. Una de las características de la
época fue el hambre continuo de divisas y las dificultades derivadas, sobre todo en lo
que se refiere a la provisión de equipamiento, en la adquisición de inputs agrarios, in-
dustriales o energéticos en el mercado mundial. Durante la Segunda Guerra Mundial,
las dificultades resultaron evidentes, pero se agravaron por la política pro Eje del régi-
men sobre todo en el ámbito energético. Después de 1945, el bloqueo internacional,
que desde luego no puede ser considerado en términos absolutos, no resolvió la si-
tuación. La mayor parte de las divisas disponibles fueron destinadas a la compra de
alimentos. La burocratización, la inflación, el descenso de los salarios reales, la esca-
sez de divisas y la ineficiente asignación de recursos completan un panorama explica-
tivo del estancamiento sufrido por la economía española durante esta época.

4.5. LA AGRICULTURA. ATRASO Y ACUMULACIÓN


En el plano agrario, la situación ha sido calificada muy negativamente por la ma-
yoría de los especialistas. Téngase en cuenta que los resultados de la guerra civil no fue-
ron especialmente dañinos para el campo español. Posiblemente, fue el sector econó-
mico que menos sufrió las consecuencias del conflicto bélico. En todo caso, el gana-
do de labor fue el más afectado. Si comparamos los datos de 1939 y 1950 resalta una
doble realidad: la disminución de la producción agraria en términos absolutos y per
cápita, y la incapacidad para generar cualquier proceso de modernización. Algunos in-
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El lento desarrollo agrícola.

dicadores así lo atestiguan. La producción de trigo, que en el periodo 1931-1935 se ha-


bía elevado a 4.364 millones de toneladas, cayó en el quinquenio 1940-1944 a 3.206,
para alcanzar su mínimo en el quinquenio siguiente, 1945-1949, en 3.177 toneladas
métricas. La cebada tuvo una evolución similar. El índice 100 del quinquenio 1931-1935
descendió sucesivamente en los otros dos quinquenios considerados a 81 y 76. El res-
to de los cereales presentó la misma evolución. Todavía fue más pronunciado el des-
censo de posibles alternativas como fue el caso de la patata. El índice 100 del periodo
prerrepublicano se transformó en 54 para 1945-1949.
Este descenso de la producción agraria dibujó una crisis alimentaria de máxima
intensidad, y además perfiló el descenso de la capacidad adquisitiva global de la es-
tructura económica española de la época. Un descenso que tuvo su correlato en la pa-
ralela disminución de los rendimientos agrarios. Siguiendo una vez más los datos pro-
porcionados por Barciela, los rendimientos del trigo pasaron de 9,5 quintales mé-
tricos por hectárea en 1931-1935 a 8,7 y 8 en los dos quinquenios siguientes de
posguerra. Igual sucedió con el resto de los cereales. Pero si extendemos la visión a
otros productos agrarios, los resultados ofrecen un balance igualmente pobre tanto
en el viñedo, como en el olivar, en la remolacha o en la patata. Barciela atribuye esta
evolución a las consecuencias directas de la política económica, por mucho que el
discurso oficial del régimen aireara la inevitabilidad de tal política. En teoría, el inter-
vencionismo agrario perseguía buscar un equilibrio entre oferta y demanda. El resul-
tado fue la imposición de unos precios de tasa que los productores agrarios conside-
raron poco remunerativos. La consecuencia inmediata fue el florecimiento de un
mercado negro que ofrecía beneficios económicos más saludables. Así, el sector agra-
rio funcionó a través de un doble tipo de precios: el de tasa, dirigido a cumplir con
la necesidad de las cartillas de racionamiento, y el del mercado negro. El ingreso glo-
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bal del campo español fue mucho más elevado de lo que indican las estadísticas ofi-
ciales, gracias precisamente a ese mercado negro que el lenguaje popular bautizó con
el término de estraperlo.
Estamos ante un mecanismo considerable de acumulación, pero que se resolvió
de manera muy desigual en el campo. Existe práctica unanimidad en considerar que
los más beneficiados fueron los grandes propietarios. De esta situación se deriva una
pregunta: ¿los beneficios del mercado negro podrían haber puesto en marcha un pro-
ceso modernizador en el campo español? La mayor parte de los beneficios obtenidos
por esta vía fueron dirigidos a la compra de más tierra o de inmuebles urbanos, pero
desde luego no al remozamiento de las estructuras productivas del campo español.
Las causas deben localizarse tanto en la política económica en general, como en la
realidad salarial en particular, y en la situación internacional, para concluir en que no
se dieron las motivaciones suficientes para provocar una sustitución de factores en el
agro. Tradicionalmente, el nivel de mecanización del campo español había sido muy
limitado. El parque de maquinaria no sufrió de manera significativa los efectos de la
guerra civil. En cualquier caso, a la altura de 1940 el factor principal de producción
seguía siendo la fuerza del hombre. La ya aludida caída de los salarios reales, sobre
todo en el campo, unido a la incapacidad de los trabajadores para poder gestionar
mejoras salariales, abarató los costes de producción realizada por una mano de obra
abundante —todavía la migración era mínima— y barata. Además, la limitada pro-
ducción industrial interior no facilitaba la mecanización. Quedaba como posible la
compra de inputs industriales agrarios en el exterior, pero el hambre de divisas lo im-
pedía. Todo un ciclo que evitó las posibilidades de modernización. Esta situación co-
laboró a comprometer las posibilidades de desarrollo de otros sectores económicos,
sobre todo el industrial, dándose la paradoja de que el campo se convirtiera en un im-
portante foco de acumulación de capitales, pero que, dadas las limitaciones estructu-
rales para su modernización, no implicó ningún impulso del sector industrial.

4.6. EL RETROCESO DE LA RENTA NACIONAL


Según las elaboraciones realizadas por Julio Alcalde, el Producto Interior Bruto
español retrocedió a lo largo de la década de los años 40. Una evolución en la que
tuvo mucho que ver la situación industrial de la época. El índice de producción in-
dustrial español realizado por Carreras plantea que España tuvo que esperar a 1950
para recuperar los niveles de preguerra. Iguales resultados se obtienen en lo referente
a la producción industrial per cápita o a la productividad del trabajo industrial. Esta-
mos ante un esquema de estancamiento, cuando no de retroceso, en el que influyen
todos los elementos negativos que hemos considerado anteriormente, derivados de la
política económica en general, y algunos otros específicos del sector, como el capítu-
lo energético. Las investigaciones de Sudriá en este terreno desvelan los estrangula-
mientos energéticos de la época, tanto en lo que refiere al carbón como a la electrici-
dad o al petróleo. En la composición sectorial del abastecimiento energético, el car-
bón era el elemento predominante, que en su mayoría procedía de la cuenca minera
asturiana, pero un porcentaje apreciable de este abastecimiento procedía de las im-
portaciones. La ausencia de divisas disminuyó estas fuentes de aprovisionamiento y
también los embargos de petróleo provocados por la política pro Eje durante la gue-
rra mundial. La cuestión es que se produjo un fuerte desequilibrio entre oferta y de-
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Una imagen urbana de posguerra.

manda energética que afectó considerablemente al sector industrial, además de al


consumo doméstico. Las restricciones eléctricas, que fueron más apreciables a partir
de 1944, ponían de manifiesto la penuria del sector.
La renta per cápita solo alcanzó los niveles de preguerra a partir de 1952. De to-
das maneras, los indicadores de la renta esconden una realidad social de carácter dual,
dándose a lo largo de toda la década una redistribución negativa de la renta. Fueron
los grupos sociales menos pudientes los que soportaron el deterioro de la evolución
económica. Un marco dual en el que las figuras de los nuevos ricos, bien situados en
los haces de relaciones político-personales del franquismo, contrastaron vivamente
con situaciones de extrema pobreza. Si tomamos como ejemplo el caso de Madrid,
el desequilibrio entre salarios nominales y la evolución de los precios se intensificó
entre 1945 y 1951, dibujando una reducción del poder adquisitivo. En 1947 la sub-
sistencia básica diaria de una familia trabajadora con dos hijos se elevaba a 12,5 pese-
tas, mientras que en 1951 su coste se había incrementado en un 100%. Sin embargo,
los salarios no habían seguido el mismo ritmo. Algunos ejemplos lo confirman. En
el sector de la construcción, que ejemplifica a la perfección el conjunto del mercado
de trabajo, el salario diario de un capataz se situaba en 1947 en torno a las 27, 5 pese-
tas, mientras que en 1951 sólo había ascendido hasta las 34,5 pesetas. Con respecto
al peón especialista, el panorama no difería: 16,5 pesetas en 1947 y 21 en 1951.
Como resultado de todo ello, la contracción del consumo se hacía más palpable
entre los asalariados. En 1949, París Eguilaz calculaba que la disminución del consu-
mo había sido radical en determinados artículos básicos, comparando los quinque- xxxxxxxx

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nios 1943-1947 y el inmediatamente anterior a la guerra civil. Esta disminución se ha-
cía especialmente sensible en el consumo de trigo, patatas, azúcar y carne, aproxima-
damente el 50% del período 1931-1935. En parte, estas dificultades pudieron subsa-
narse por la mayor incorporación de la mujer al mercado de trabajo, sobre todo al ser-
vicio doméstico. A ello se unía el incremento de las horas trabajadas, dada la
situación de indefensión de los trabajadores. La documentación procedente de la Ma-
gistratura del Trabajo da sobradas muestras sobre el persistente incumplimiento de las
relaciones laborales.

4.7. LAS ESTRECHECES DE LA VIDA COTIDIANA


En los años 40 surgió una interesante publicística sobre los problemas de desnu-
trición y de salud de amplios sectores de la sociedad española. Investigaciones de afa-
mados médicos pusieron de manifiesto las carencias de los habitantes de las media-
nas y grandes ciudades. Para el bienio 1941-1942, un equipo bajo la dirección del doc-
tor Jiménez Díaz investigó la alimentación de una muestra de más de 700 familias del
Puente de Vallecas de Madrid. La conclusión fue que los niveles calóricos medios re-
presentaban entre el 57,3 y el 79,9% de las necesidades mínimas. Una alimentación
baja en calorías que llevaba a los investigadores a declarar:

Hemos supuesto que el pan era de composición normal, cosa que no siempre
ocurrió, y que la leche merecía el nombre de tal. La comprobación del consumo de
ciertos productos con los datos oficiales del abastecimiento fracasó por cuanto mu-
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Comida para niños en el Auxilio Social (1941).

59
chas de las familias de los grupos más pobres venden el pan, y, sobre todo, el aceite
y azúcar para comprar luego otros alimentos de menos valor.

En 1948, otro estudio, realizado por Vivanco, Palacios, Rodríguez Miño y otros
colaboradores en el barrio de Cuatro Caminos de Madrid, obtuvo unos resultados li-
geramente mejores que los anteriores en el número de calorías ingeridas, pero con
graves desequilibrios nutricionales por la monotonía y pobreza de la dieta. Las con-
clusiones sanitarias ofrecían resultados alarmantes: el 37,7% tenía escasez de panículo
adiposo, y el 21%, palidez en piel y mucosas; el 6% de los niños presentaba estigmas de
raquitismo, y el 20% del total, adelgazamientos graves y fatiga persistente.
La vida cotidiana en la España de los años 40 estuvo determinada por el sobrevi-
vir de cada día, al menos para la mayoría de la población no relacionada con los cir-
cuitos del poder político y económico del régimen. La mayor parte de los ingresos fa-
miliares iban dirigidos al consumo alimentario. Quedaban pocos remanentes para ser
destinados al ocio y a la diversión. El fútbol se convirtió en el espectáculo de masas
por excelencia. Los triunfos del Atlético de Aviación, Barcelona, Real Madrid o Atlé-
tico de Bilbao se vivían intensamente. Sus éxitos se personalizaban como antídoto
para una existencia mediocre. La construcción del Estadio Santiago Bernabéu en 1947
demostró la capacidad de convocatoria de este deporte.
El cine, igualmente, elevó su número de espectadores. La férrea censura de la épo-
ca llegaba a manipular escenas consideradas lesivas de la moral pública. Las produc-
ciones españolas recordaban los valores intrínsecos de la raza, las gestas imperiales, su
ideal de familia o la maldad consustancial a los vencidos en la guerra civil. Todo ello
transmitía una idea de patriotismo que se personalizaba en la figura del dictador y
que dejaba traslucir dosis de xenofobia, para coadyuvar a un discurso legitimador que
se movía en una dialéctica de rechazo, nosotros y ellos. Los dividendos políticos fueron
enormes para el régimen. La maldad procedente del exterior fue utilizada como ins-
trumento de cohesión interior. Al menos las grandes movilizaciones de la época tu-
vieron este elemento xenófobo en primer plano. El cine americano desvelaba un gé-
nero de vida de ensueño, inalcanzable, pero que durante hora y media hacía al espec-
tador copartícipe de un paraíso lejano. Por esta vía empezó la sociedad española a
aproximarse al modo de vida americano que el tardío Mr. Marshall empezó a impor-
tar desde 1953. Luego, la vuelta al hogar, con escasez de lumbre y pan, con la progra-
mación radiofónica que mantenía los sueños de los más afortunados poseedores del
aparato de Marconi, con concursos y canciones que remitían sistemáticamente a un
onírico mundo tan abundante como las ubres de la vaca lechera, letra de una célebre
canción de la época que narraba los placeres de un feliz poseedor de tal animal. Una
sociedad de carpantas —personaje de los tebeos de la época—, zarras, flechas y pelayos,
con el recurso en última instancia al Auxilio Social o a la beneficencia de la Sección
Femenina.

60
CAPÍTULO V
Las relaciones laborales
y los conflictos sociales

5.1. ENCUADRAMIENTO LABORAL Y NACIONALSINDICALISMO


Uno de los rasgos definidores de la ideología del nuevo Estado fue la negación de
la lucha de clases, entendiéndola en un amplio marco en el que se amalgamaban re-
pulsas teóricas propias de las doctrinas de los nacionalismos autoritarios, el recuerdo
histórico de altos niveles de conflictividad social del periodo republicano y el hecho
de que las organizaciones obreras de clase habían sido derrotadas en la reciente gue-
rra civil. El conflicto social, pues, dejaba de existir. En el plano teórico la noción fas-
cista y nacionalista del Estado, como crisol en el que se fundían los intereses de los
diferentes grupos sociales en un ideal común, pretendía negar la existencia de intere-
ses contrapuestos. En la práctica, el ideal común quedaba reforzado manu militari por
la violencia institucional del régimen. Así, las relaciones de trabajo quedaron regla-
mentadas e intervenidas por el Estado. Pieza básica de esta regulación extrema fue la
publicación el 9 de marzo de 1938 del Fuero o Carta del Trabajo, que establecía la or-
ganización corporativa de la producción y el carácter subsidiario del Estado como
empresario, a la par que se prohibían las huelgas. Reforzamiento de la figura del em-
presario, considerado expresivamente como «jefe de la empresa», que se entendía
como único responsable frente al Estado de su funcionamiento y de la subordinación
de la masa laboral. Los asalariados se veían sumidos en unas relaciones laborales con-
sistentes tanto en la prestación del trabajo y su remuneración, como en el recíproco
deber de lealtad, asistencia y protección en los empresarios, y la fidelidad y la subor-
dinación en lo personal.
Los trabajadores quedaban encuadrados obligatoriamente en los sindicatos verti-
cales, dirigidos por miembros de Falange. Cualquier veleidad de autonomía sindical
ante el Estado, aunque procediera de militantes falangistas, fue rápidamente yugula-
da por el régimen. Baste como ejemplo la destitución del delegado nacional de Sin-
dicatos en 1941, Gerardo Salvador Merino, porque se consideraba su discurso como
excesivamente populista. Su sucesor, Arrese, fue el encargado de diseñar la pirámide
sindical en consonancia con los deseos del dictador, siguiendo las directrices marca-
das por la Ley Bases de la Organización Sindical de 6 de diciembre de 1940, en cuyo
preámbulo se hacía hincapié en la necesidad de disciplinar la mano de obra como ta-
rea primera del nuevo sindicalismo.

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En la práctica política del todo el franquismo, la organización sindical no cumplió
las previsiones de dirigir corporativamente la economía, ya que esta función estaba en
manos de la política económica emanada directamente del Estado. Con ello, el térmi-
no nacionalsindicalismo se convirtió en una expresión carente de contenidos reales. La
teoría de la unidad sindical, en los términos en los que aglutinaría a trabajadores y em-
presarios, y del verticalismo —por ramas de la producción—, se diluyó en la práctica
por un sindicalismo burocratizado, y que se tradujo más bien en cantera de cuadros
para el Movimiento y el Estado, y sin posibilidad autónoma de dirigir la producción.

5.2. RELACIONES LABORALES Y MAGISTRATURAS DE TRABAJO


La disciplina, el encuadramiento ideológico y la represión, quedaban completados
por el paternalismo que informó a la política social del régimen. La experiencia del re-
formismo social desde principios de siglo y el discurso nacionalsindicalista del falangis-
mo confluyeron en la creación de la primera osamenta de la Seguridad Social, que ya
tenía algunos antecedentes dispersos durante la guerra como la Ley de Bases de 18 de
julio de 1938 sobre el subsidio familiar o la ley de 1 de septiembre de 1939 sobre subsi-
dio de vejez. Se estableció un marco superficial y fragmentado más teñido de intencio-
nalidad benéfica que de derechos sociales. La disposición más significativa fue la Ley
del Seguro Obligatorio, de 14 de diciembre de 1942, que a partir de septiembre de 1944
incorporó las primeras prestaciones de medicina general y de farmacia. También
de 1942 es la ley de Accidentes de Trabajo. En 1945 se organizó el régimen de subsidios
familiares, y en 1947 se fijó el seguro de enfermedades profesionales, que sólo contem-
plaba 16 casos concretos. A todo ello se unían los Montepíos y Mutualidades Labora-
les, que de manera atomizada contribuyeron a completar las insuficiencias de los em-
brionarios seguros sociales. Habrá que esperar a la Ley de Bases de la Seguridad Social
de diciembre 1963 para que se desarrolle un sistema más racional de prestaciones.
La reglamentación de las relaciones laborales por parte del Estado estaría, según
el título VII del Fuero del Trabajo, en manos de las Magistraturas de Trabajo, creadas
en junio de 1938, lo que suponía que el tema de los conflictos laborales iba a ser sus-
traído a los propios protagonistas, tanto patronos como obreros, para convertirse en
competencias del Estado. En este principio abundaba la ley de 30 de enero de 1938
que creaba el Ministerio de Organización y Acción Sindical, encargado de las com-
petencias sindicales y laborales. Los sindicatos de clase, como instrumentos de inte-
gración y defensa de los trabajadores, pasaban a mejor vida en aras de un sindicalis-
mo dependiente del Estado, de corte vertical, donde confluirían patronos y obreros
en una aparente relación de igualdad que la práctica y la sobreexplotación económi-
ca de los años 40 acabaría por desmentir.
En esta línea resulta comprensible el decreto de 13 de mayo de 1938 que estable-
cía la supresión de los jurados mixtos instaurados en 1931, por ser contrarios a los
principios que informaban al Movimiento, y cuyas competencias pasaron íntegras a
las Magistraturas de Trabajo. En realidad, estas instituciones desbordaron el mero ám-
bito de su competencia como tribunales laborales, para legitimar las depuraciones po-
líticas de las empresas realizadas a lo largo de los años 40. Se consideraban causas su-
ficientes de despido desde el impreciso insulto al Movimiento hasta el haber interve-
nido en la huelga de 1934 o haber militado en alguno de los desaparecidos sindicatos
de clase.

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Fuente: I. Álvarez y J. Marroquin, «La organización sindical española en organigramas», Archivo General
de la Administración.

63
Fuente: I. Álvarez y J. Marroquin, «La organización sindical española en organigramas», Archivo General
de la Administración.

64
5.3. LAS FORMAS DEL CONFLICTO. CONFLICTO LATENTE Y CONFLICTO ABIERTO
Maravall ha señalado que la manifestación abierta del conflicto se hace incompa-
tible con la actitud general de impotencia ante el propio destino. Se generaba así una
actitud fatalista que dificultaba la aparición de movimientos de oposición y el encua-
dramiento en esta dirección de los grupos sociales que consideraban lesionados sus
intereses. Resulta evidente que la afloración de los conflictos en un contexto organi-
zativo exige un mínimo de bienestar económico y un cierto nivel de libertad, algo
que contrastaba vivamente con la situación de los años 40.
Las organizaciones políticas y sindicales tradicionales habían quedado desmante-
ladas como consecuencia de la derrota y de la represión posterior. En estas condicio-
nes resultaba difícil la manifestación abierta del conflicto social, por mucho que el de-
terioro de la situación económica de la mayor parte de los trabajadores fuera constan-
te. Hasta 1945 al menos, el conflicto abierto quedó sustituido por el conflicto latente,
expresado en protestas individuales, desde el mantenimiento de unas bajas tasas de
productividad hasta diversas formas de resistencia pasiva. En los expedientes proce-
dentes de Magistratura de Trabajo se entremezclaban asiduamente como causas de
despido la falta de respeto al superior, indisciplina, desobediencia, fraude, deslealtad,
neglicencia, siendo el término «sabotaje» uno de los más repetidos, sobre todo en las
declaraciones de los patronos.
A partir de 1945 se observa un incremento de la conflictividad abierta, con la in-
tensificación de huelgas promovidas por el tejido clandestino de los sindicatos tradi-
cionales o de tipo espontáneo. Coincide la época con la victoria aliada en la guerra
mundial y la apertura de un nuevo horizonte de esperanzas para los vencidos en la
guerra civil. En el segundo semestre de 1945 estallaron huelgas aisladas en Barcelona,
preludio de la mayor actividad huelguística de 1946, sobre todo la huelga general de
Manresa, con repercusiones en el resto de Cataluña y en el País Vasco, donde resulta-
rá significativo el ensayo de huelga general para el primero de mayo de 1947.
Estas acciones fueron dirigidas, aunque no siempre, por las redes clandestinas de
la CNT y la UGT, con participación del Partido Socialista Unificado de Catalunya y
del Sindicato de Trabajadores Vascos en la ría de Bilbao. Sin embargo, las acciones
del 1.° de mayo en la capital vasca supusieron también el final del ambiente optimis-
ta abierto en 1945. Tengamos en cuenta que a finales de 1947, además del Referén-
dum de la Ley de Sucesión, el hecho de que la Asamblea General de la ONU no ra-
tificara las sanciones a la dictadura, unido a las divergencias y recelos en el seno de la
oposición obrera, propagaron un nuevo ambiente pesimista, con el consiguiente re-
flujo de la conflictividad social, que tendrá que esperar hasta el bienio 1950-1951 para
rebrotar con tácticas diferentes y nuevas formas de estrategia.
En el plano laboral, el silencio del periodo 1947-1950 tiene su correlato en el do-
ble fracaso político de la oposición democrática: el del proyecto socialista, vinculado
a ciertos grupos monárquicos del interior, tendente a la reinstauración en España de
una monarquía constitucional en la persona de Juan de Borbón, y la táctica guerrille-
ra auspiciada por el Partido Comunista, que prácticamente fue abandonada en 1948.
La acción directa fue paulatinamente sustituida por el entrismo, es decir, la penetra-
ción paulatina en el sindicalismo vertical. Fue visible la importancia que dio el PSUC
a esta nueva táctica en las elecciones a enlaces sindicales de octubre de 1950.

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5.4. LAS HUELGAS DE 1951
A finales de los años 40, la situación española ofrecía síntomas contradictorios.
En el terreno institucional, la dictadura se afianzaba a la par que las diversas conjuras
procedentes del exilio mostraban signos de agotamiento. Igualmente, la situación in-
ternacional mejoraba para el franquismo.
Este afianzamiento político del régimen tenía su reverso de la moneda en el ago-
tamiento económico. Resultaba evidente que desde 1945 el ideal autárquico comen-
zaba a ser inservible y era criticado no sólo desde el mundo del trabajo, sino también
por sectores del mismo régimen. Además existía un cierto nivel de desacuerdo proce-
dente del mundo empresarial, sobre todo de aquellos que estaban más lejanos de los
circuitos políticos privilegiados, como pone de manifiesto la documentación proce-
dente de las Cámaras de Comercio.
En este contexto surgen las movilizaciones de la primavera de 1951 en Barcelona,
País Vasco, Pamplona y Madrid. Estas movilizaciones pillaron por sorpresa tanto al
régimen como a la oposición. Su carácter espontáneo encontraba su justificación en
la insoportable situación económica que hundía los salarios por la inflación desata-
da. Estas movilizaciones revelaban un profundo malestar que sirvió de caldo de cul-
tivo para el nacimiento y desarrollo de una serie de organizaciones de carácter para-
sindical, como las Hermandades Obreras de Acción Católica (HOAC), constituida
en 1945, y la Juventud Obrera Católica (JOC), creada en 1946, bajo el paraguas pro-
tector de ciertos sectores de la Iglesia, que empezaban a romper amarras con el apo-
yo incondicional que el nacionalcatolicismo estaba prestando a la dictadura. Por otro
lado, los años 40 se habían saldado con la derrota y el agotamiento de las organiza-
ciones guerrilleras y de los focos de resistencia de las organizaciones obreras tradicio-
nales como la CNT y la UGT. Estas movilizaciones de 1951 han sido definidas por
Oliver y Páges como «un movimiento espontáneo carente de intencionalidad políti-
ca inmediata y surgido del estado de ánimo generalizado contra el incesante aumen-
to del coste de la vida».
Por otra parte, los movimientos de la primavera de 1951 son significativos porque
desvelaron el viraje que ya se observaba en el movimiento obrero español desde 1950.
Estamos ante una auténtica reconversión del movimiento obrero, es decir, una nue-
va orientación menos determinada por la política que por unos objetivos de tipo eco-
nómico y social más coyunturales.
Barcelona inició la marcha del descontento a principios de 1951, para desarrollar-
se con todo su vigor en la primera quincena de marzo. Las sucesivas caídas de los apa-
ratos clandestinos de la CNT habían agotado considerablemente a esta organización.
La otra versión opositora, el PSUC, ya había empezado a desarrollar con cierto éxito
su política de entrada en el sindicato vertical, aprovechando su estructura para desple-
gar su oposición desde dentro. Así, la fase de resistencia armada prácticamente había
concluido. La conflictividad en Barcelona dibujó en aquella primavera de 1951 un
crescendo que fue progresando desde el boicot a los tranvías, como protesta por el au-
mento de tarifas, hasta el ensayo de huelga general.
El Consejo de Ministros de 19 de diciembre de 1950 había decidido una subida
de 20 céntimos en los billetes del tranvía de Barcelona. Medida impopular de por sí,
pero se agravaron más sus consecuencias cuando llegaron noticias de que el mismo
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66
incremento había quedado en suspenso para Madrid. A principios de febrero empe-
zaron a circular profusamente unas octavillas redactadas en castellano y en catalán,
que quizás puedan atribuirse a la HOAC, llamando a los barceloneses a boicotear los
tranvías el primero de marzo. Que la ambientación era propicia al boicot lo demues-
tra la nota repleta de amenazas del gobernador civil de Barcelona publicada en la
prensa el 25 de febrero. No obstante, el boicot se realizó. Así lo confirma el descen-
so del número de viajeros entre el 1 y el 6 de marzo, día en que el gobierno civil re-
cibió una notificación del ministro de Obras Públicas, que ordenaba con carácter pro-
visional el restablecimiento de las antiguas tarifas. Paralelamente al asunto de los tran-
vías, la Asamblea de enlaces sindicales del Consejo Nacional de Sindicatos, donde ya
era evidente la presencia de militantes clandestinos del PSUC, convocó una huelga
general para el 12 de marzo. Aunque no tuvo un carácter masivo, sin embargo la mo-
vilización se dejó notar en Barcelona y su hinterland industrial. Como respuesta, las
detenciones de cenetistas y comunistas se multiplicaron. En semanas posteriores, la
policía política tuvo especial empeño en desarticular el aparato clandestino del
PSUC. A principios de mayo fue detenido Gregorio López Raimundo, junto con
otros dirigentes de ese partido acusados en consejo de guerra de haber organizado la
huelga.
Los sucesos de Barcelona tuvieron repercusión en el País Vasco los días 23 y 24
de abril. Las organizaciones tradicionales, UGT, CNT y STV, coincidieron con la
HOAC en la preparación del movimiento huelguístico. Al igual que en Barcelona,
también fue visible la presencia de algunos falangistas, más a título individual que
otra cosa, pero que, en todo caso, mostraba las fricciones en el interior de las familias
políticas del régimen. La huelga general se realizó, sobre todo en Vizcaya, aunque
con unas dimensiones limitadas. Como un apéndice de menor intensidad, el 4 de
mayo la huelga llegaba a Vitoria, y el 7, a Pamplona, una de las ciudades símbolo del
franquismo por su vital importancia en los orígenes de la rebelión militar de julio
de 1936.
El momento álgido del descontento popular en Madrid correspondió al mes de
mayo de 1951 en la denominada huelga blanca, traducida en el boicot a los tranvías y
autobuses siguiendo la estela de Barcelona. A primeros de mayo empezaron a circu-
lar en la ciudad, mediante el método del mano a mano, octavillas que invitaban a los
madrileños a protestar contra la carestía de la vida el 22 de mayo. La ausencia de coor-
dinación entre los distintos sectores de oposición, que dieron la sensación de estar su-
perados por los acontecimientos, se manifestó en la fijación de objetivos contradicto-
rios que iban desde la huelga a determinadas formas de resistencia pasiva. Paulatina-
mente, se fue concretando el objetivo de la protesta: el boicot a los medios de
transporte. Los archivos de la Empresa Municipal de Transportes nos han permitido
reconstruir la intensidad de la protesta ciudadana. Por término medio, tomaba diaria-
mente, el tranvía en Madrid un total de 570.000 viajeros. Concretamente, se vendie-
ron 569.575 billetes el día 21. Sin embargo, al día siguiente, el fijado para la protesta,
el número de billetes vendidos descendió drásticamente hasta los 266.811. El día 23,
recobrada la normalidad, el número de billetes vendidos se situó en los niveles habi-
tuales: 571.288. La cifra de viajeros había descendido, por tanto, el día 22 un 53,16%
en comparación con el día anterior y un 53,15% si se establece la comparación con
el promedio de los días laborables de la semana precedente.
En definitiva, la primavera de 1951 trajo a la palestra unas formas de conflictivi-
dad radicalmente diferentes a las de los años 40. Nuevas tácticas, nuevos objetivos es-
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67
tratégicos, preludio asimismo de una forma nueva de entender la oposición al fran-
quismo, que encontraría su máxima expresión con el posterior nacimiento de las Co-
misiones Obreras.
A corto plazo, si las movilizaciones de 1951 no fueron determinantes, al menos
aceleraron el cambio ministerial barruntado desde hacía casi un año. Fue significati-
vo sobre todo el nombramiento de Arburua como ministro de Industria y Comercio
en el nuevo gobierno del 18 de julio de 1951, dando comienzo al lento desmantela-
miento de la política económica autárquica. Se iniciaba un lento viraje cuyo punto
de no retorno lo constituirá el Plan de Estabilización de 1959.

68
SEGUNDA PARTE
LA CONSOLIDACIÓN DE LA DICTADURA
(1951-1959)

JESÚS A. MARTÍNEZ
70
CAPÍTULO VI
La reordenación política

6.1. EL PERFIL DE UNA DÉCADA


La década de los años 50 se ha explicado en claves del desarrollo económico y de
las transformaciones sociales de la década siguiente, valorándose como un periodo
de transición y, por tanto, de antesala de los nuevos rumbos que tomaría el régimen.
Sin embargo, la historia interna del franquismo exige que la medición de los hechos
de aquella década no se haga en función de los acontecimientos que se produjeron
después, que, obviamente, desconocían sus protagonistas, sino en las dimensiones de
su tiempo histórico, porque si no se estaría catalogando el devenir de los años 60
como el resultado lógico, previsto e inevitable de la evolución del régimen. En suma,
comprender los años 50 en términos de un proyecto calculado de transición hacia la
modernización económica resuelto años más tarde, es desdibujar un conjunto de ten-
siones que rodeaban de incertidumbre la evolución misma del régimen y prescindir
de las distintas alternativas que se abrían en 1951.
A lo largo de la década, varias fechas jalonan la historia del régimen y de la socie-
dad española al encerrar cuestiones de primera magnitud: 1951 y el estallido de las
tensiones sociales, económicas y políticas provocadas por el agotamiento de la autar-
quía; 1953 y la redefinición del régimen en el contexto internacional con el Concor-
dato con la Santa Sede y los Pactos con Estados Unidos; 1956-1957 y la crisis políti-
ca que marcó un antes y un después en el trasunto político interno del régimen y en
sus planteamientos económicos, y 1959 con el Plan de Estabilización que culminó el
cambio de rumbo del régimen en términos de apertura económica y relaciones con
el exterior. Entre 1951 y 1959, por tanto, se dibujó una etapa con entidad propia, lo
que no quiere decir que homogénea ni inmóvil, diferenciada de la España de la au-
tarquía de los años 40 y de la España del «desarrollismo» de los 60.
En 1951, el régimen parecía abocado a un callejón sin salida. La España aislada,
hambrienta y cansada, verificaba una secuencia de protestas que desvelaban el agota-
miento del modelo económico por el que hasta entonces había discurrido el régi-
men, mientras el aislamiento exterior y las diferentes formas de entender las alterna-
tivas al régimen hacían planear una crisis de envergadura y animaban a la oposición.
Y, sin embargo, en 1959 el régimen había mitigado, por el momento, las protestas so-
ciales, había diluido, también por el momento, el debate entre las familias políticas,
había puesto en marcha un proceso de importantes transformaciones en el terreno
económico, abriéndose al exterior y abandonando el modelo autárquico, y había

71
El gobierno de Franco de julio de 1951.

cambiado su posición en el contexto internacional. Y, sobre todo, en 1959 se abrían


nuevas expectativas, pero con un telón de fondo: la consolidación de la dictadura.
Por ello, la década de los años 50 abre un segundo franquismo, invariable en lo fun-
damental, que se aleja de la fisonomía de la posguerra —y sus fundamentos autárqui-
cos y nacionalsindicalistas— para consolidarse en el interior, disipando las dudas so-
bre una hipotética interinidad, y cambiar su signo en el terreno internacional.

6.2. LOS CAMBIOS GUBERNAMENTALES DE 1951 Y EL EQUILIBRIO CALCULADO


El 19 de julio de 1951 cambió el gobierno. Los signos visibles del agotamiento au-
tárquico, la secuencia de protestas sociales en forma de huelgas o boicot a los trans-
portes públicos y las nuevas pautas de las relaciones internacionales hicieron que
aquel año se convirtiera en una cesura en el trasunto del régimen. Para la dictadura
no quedó medido en términos de crisis, pero el rumbo inaugurado en 1951 acabaría
marcando su evolución, con el anuncio de cambios de mayor alcance que culmina-
rían con el final de la década. En la fisionomía del nuevo gobierno se recogían los dis-
tintos estados de opinión de apoyo político al régimen en términos de equilibrio. La
relativa proclividad al mayor peso del sector católico desde 1945 quedó compensada
también por un relativo aumento de la presencia de Falange. Aquéllos estaban repre-
sentados por el ministro de Exteriores Martín Artajo y por el joven embajador en el
Vaticano Ruiz Giménez, que pasaba a ocupar la cartera de Educación. Los falangistas
contaban con el ministro de Trabajo Girón y con Fernández Cuesta en la Secretaría
General del Movimiento, que recuperaba el rango ministerial clausurado en 1945,

72
además de Arias Salgado en Información y Turismo y de la filiación falangista de un
militar como Muñoz Grandes. Formaban parte del gobierno también otros sectores po-
líticos: los monárquicos, representados por el conde de Vallellano, y los tradicionalistas,
por Iturmendi. Engrosaba la lista un técnico como Arburúa en Comercio que inaugu-
raba la presencia cada vez más decisiva, con el devenir de la década, de los tecnócratas
que reorientarían la política económica, sobre todo desde 1957. Franco había sido sen-
sible a la sugerencia, que se reiteraría en 1957, de Carrero Blanco, ministro subsecreta-
rio de Presidencia que acabó consolidándose como el brazo derecho del general. Este
militar de carrera, lejos de representar una determinada familia política, tenía como
nexo principal la fidelidad al dictador, fórmula que por encima de tendencias caracteri-
zaría las relaciones de Franco con la clase política de apoyo al régimen, hecho bien vi-
sible sobre todo desde finales de esta década. La pluralidad y el equilibrio entre los dis-
tintos sectores que respaldaban el régimen, según la práctica habitual del dictador, evi-
taban cualquier predominio susceptible de alterar la esencia misma de la dictadura
personal. Pero quizá fuera la última vez en que el equilibrio fuera tan calculado, para
bascular desde 1957 en favor de los tecnócratas y en la consolidación de una red de cla-
nes y relaciones personales en claves de fidelidad al dictador más que de las tendencias
políticas precisas, que acabarían diluyéndose en el régimen sin imponerse ninguna so-
bre las demás. Esta filosofía de integración de 1951 estaba articulada en el Movimiento
Nacional, como una fórmula cualitativamente distinta de las opciones políticas y que
resumía la habilidad del dictador para contentar a todas las familias, manteniendo sus
expectativas, pero sin que los proyectos de ninguna se impusieran sobre el resto.
Fusi ha destacado el eje vertebrador del Movimiento, acentuando el discurso la-
brado la década anterior de democracia orgánica y los supuestos sobre los que había
edificado la forma de Estado en la Ley de Sucesión de 1947: «Estado católico, social
y representativo que, de acuerdo con su tradición, se declara constituido en reino.»
Esta fórmula inédita había verificado la naturaleza permanente del poder personal.
Con ello, había dado satisfacción calculada a todas las familias políticas, pero al mis-
mo tiempo sin colmar las expectativas de ninguna. Se instauraba una monarquía,
pero dependiendo de la designación de Franco y no una restauración de los Borbo-
nes o a favor de los tradicionalistas. La sucesión, así, se inscribía en la lógica del Mo-
vimiento, quedando las alternativas monárquicas dinásticas desactivadas. La mayoría
de los monárquicos fueron basculando hacia el colaboracionismo con el régimen,
mientras la naturaleza liberal de la recuperación de la monarquía quedaba reducida a
algunos sectores críticos. Se desvanecía, pues, por el momento una hipótesis de la res-
tauración borbónica, que no habría consentido Falange, ni tampoco los tradicionalis-
tas. Los contactos que Juan de Borbón mantuvo con Franco en 1950 y 1954 se orien-
taron a los aspectos relacionados con la educación del príncipe Juan Carlos, mientras
quedaba claro para el primero que la aparente recuperación de la forma monárquica
estaba planteada en claves de poder personal del dictador. Por su parte, Falange redo-
bló sus aspiraciones, sobre todo desde el gobierno de 1951, de controlar el Estado y
hegemonizar el Movimiento, además de que la fórmula de sucesión no excluía una
hipótesis de regencia en sintonía con Falange. Eso sí, con un cambio cualitativo que
apeaba la idea de partido único para robustecer la del Movimiento, donde Falange
era importante pero como una pieza más. Un excesivo poder de Falange hubiera es-
tado en contradicción con los monárquicos, los católicos y buena parte de los milita-
res. Los católicos, por su parte, valoraban la calificación de Estado social y católico, y
veían cómo su peso específico en los resortes del poder había crecido desde 1945 y se

73
confirmaba en 1951. Este diseño del poder, consolidando el autoritarismo personal
con una fórmula inacabada y lo suficientemente ambigua de Estado, acentuó el pa-
pel del dictador articulando los hilos de la trama y proyectó en la práctica política
una secuencia de tensiones que Franco se encargó de armonizar.

6.3. LOS MILITARES DE FRANCO Y LA RESERVA CONTROLADA DEL PODER


Los militares eran, y seguirían siendo, una pieza central en la estructura de poder
del régimen. El ejército era toda una reserva controlada de poder para Franco que,
una vez depurada en la década anterior de sus elementos proclives a la monarquía o
con síntomas liberales, se consolidó en términos de fidelidad. Así, el ejército como tal
no actuó autónomamente, no adquirió protagonismos políticos y estableció una re-
lación especial con Franco en términos de lealtad y disciplina, sintiéndose deposita-
rio, por encima de la sociedad civil, del mantenimiento de los valores del 18 de julio.
Eran los militares de Franco, que rodearon al dictador como colectivo y como perso-
nal político de confianza.
El ejército, como ha señalado Losada, lejos de representar un colectivo mudo y
apolítico, era una institución fuertemente ideologizada precisamente en su papel po-
lítico de defensa de los rasgos fundamentales del régimen. Por eso, fue impermeable
a cualquier cambio, sus códigos y sus conductas resultaron inmutables. Fue la pieza
maestra del régimen que menos evolucionó y se adaptó a los tiempos. Creyéndose ra-
dicalmente su misión de atento vigilante de los principios del régimen, se distanció
de la sociedad civil y mantuvo sus pautas de cohesión y su comunidad de valores:
culto místico de la nación, visión dogmática e intransigente de la religión católica,
proyección del orden, la jerarquía y la disciplina en la organización política y social, có-
digo del honor y una firme creencia en la superioridad de su misión salvadora de las
esencias de la patria. Estas creencias y esta actitud fueron la base de su papel político,
entendido como la preservación de los valores que habían alimentado el 18 de julio.
El personal militar desplegó importantes funciones políticas en los aparatos del
Estado, nutriendo desde los gobiernos civiles a los ministerios, también otros niveles
de la Administración, además de las labores policiales y judiciales que tenía asignadas.
Fue partícipe de las redes de privilegios y servicios prestados que tejió el régimen, al-
gunos privativos de la institución. Pero, como tal, apenas evolucionó organizativa y
técnicamente. El gusto por los valores espirituales contrastó con el crecimiento limi-
tado de los salarios, el atraso técnico y la ausencia de criterios de modernización. Los
equipamientos y las instalaciones fueron quedando obsoletos, y la tecnología, anti-
cuada, apenas mitigados por la ayuda americana. La reestructuración de su personal
y la reducción de plantilla se ensayó con las leyes de reserva de 1953 a las que se aco-
gieron el 20% de los 14.000 oficiales con mando en armas existentes en 1952. El atra-
so técnico no era sólo una cuestión de presupuestos; la propia mentalidad del ejérci-
to de la época quedó puesta de manifiesto con motivo del debate sobre la sustitución
de caballos por carros de combate y los argumentos que se esgrimieron sobre el des-
precio a las cuestiones materiales. La incapacidad para adaptarse a los nuevos tiempos
estuvo representada durante toda la década por Muñoz Grandes al frente del Minis-
terio, entre 1951 y 1957, insensible para impulsar una renovación del ejército, mien-
tras el desarrollo de la OTAN, los Pactos con Estados Unidos, la guerra fría o la des-
colonización del Sahara fueron cambiando notablemente el panorama del país.

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Franco inaugura la Escuela Superior del Ejército (1941).

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El inmovilismo ideológico y la defensa a ultranza y ferviente de su misión no sig-
nificó que el ejército fuera una familia política, en el sentido que se ha asignado al
término, para definir otros colectivos de apoyo al régimen, porque su parentesco iba
más allá de la ideología, al ser una institución en sentido estricto, cerrada, con sus có-
digos y sus valores. Con un aparente mutismo desplegó su papel político. Vinculados
al general Franco por esa relación de fidelidad y de proximidad durante la guerra, los
militares tenían canales privilegiados de comunicación con el dictador, y con su mis-
mo lenguaje, sobrio, castrense y eufemísticamente apolítico. Pero el ejército, por la
propia naturaleza de sus funciones, intervino en la política. Instalados en los ministe-
rios o desde sus puestos de mando, expresaban su opinión directamente, apenas fil-
trada públicamente, a su jefe natural, el «generalísimo». En la práctica, sus estados de
opinión formaron parte, eso sí con la aquiescencia de Franco, de los equilibrios gu-
bernamentales y de poder entre las distintas familias políticas.
Ahora bien, durante la década, y sobre todo desde 1957, el protagonismo que el
ejército había tenido durante los años 40 tendió a declinar. Su presencia directa en las
estructuras de poder empezó lentamente a ser sustituida, en términos relativos, por
personal civil alimentado por la tecnocracia. Los militares no fueron proclives a ma-
nifestar públicamente las tensiones con otras clases de poder político del régimen. La
hegemonía política hasta 1956-1957 se la disputó sobre todo con Falange, aunque al-
gunos militares compartían filiaciones o simpatías. Pero Falange nunca llegó a mono-
polizar el poder, según el calculado equilibrio del dictador. Sólo los militares mani-
festaron inquietud, con Carrero a la cabeza, con motivo del proyecto de Arrese de
1956, que significaba la hegemonía de los falangistas. Pero los militares tampoco
veían con buenos ojos su progresivo desplazamiento, sobre todo desde 1957, por los
pragmáticos de la tecnocracia que empezaban a inundar la maquinaria del Estado y
la Administración. La crítica hacia los tecnócratas se asentaba sobre su vocación re-
formista, en sentido técnico y administrativo, que los militares asociaban con traición
a los principios del 18 de julio, o con acusaciones de infiltración para desvirtuar el ré-
gimen. Tampoco era del agrado de los militares el activismo católico ligado al apos-
tolado social y la tolerancia de sus actividades.

6.4. LAS TENSIONES ENTRE CATÓLICOS Y FALANGISTAS.


LA LEY DE ENSEÑANZAS MEDIAS
Amortiguadas y fragmentadas las alternativas de los monárquicos, afincados los
militares en el inmovilismo y la fidelidad a Franco, el nudo central de los debates y
de las tensiones se estableció principalmente a dos bandas entre católicos y falangis-
tas, prolongándose durante toda la década. Dentro de los esquemas del régimen, los
representantes católicos, sobre todo el joven ministro Ruiz Giménez, apuntaron un
talante más abierto y permisivo que, sin cuestionar las pautas marcadas por el discur-
so del régimen, tomaron una serie de iniciativas de tolerancia matizada, para irrita-
ción falangista. Las discrepancias se manifestaron en el intento de regreso de algunos
exiliados que, de forma individual y desprovistos de pasados militantes, quisieran vol-
ver a España, pero sobre todo en aspectos como la iniciativa católica de una ley de
prensa o el tono crítico con que éstos se referían al sindicalismo vertical apartado
de la doctrina social de la Iglesia. El proyecto de una ley de prensa permanentemen-
te retrasada quedó vetado por los falangistas en 1952, en consonancia con el férreo

76
control que ejercía el ministro falangista de Información y Turismo, Arias Salgado,
que proyectó la versión más intransigente de la política de censura con argumentos
obsesivos sobre la moral de los españoles. Con ello, la prensa quedaba encorsetada
en márgenes muy estrechos de actuación, teniendo que esperar a los años 60 para que
una ley, ya en otro contexto, tuviera de forma inevitable que referirse a una apertura
matizada siempre en claves de censura. Seguía vigente, pues, la ley de prensa elabora-
da en plena guerra civil, en 1938, con una censura previa sistemática para todo tipo
de publicaciones. Los diarios que no pertenecían al Movimiento recibían puntuales
instrucciones sobre la información. Los 40 periódicos del Movimiento que había al
final de la década —entre el centenar de publicaciones existentes— recibían escritos
los editoriales. La principal coartada se situaba en el mantenimiento de la pureza es-
piritual y moral de los españoles, en esa especie de misión divina que se atribuyó el
ministro de Información.
Los católicos, además, exhibieron una actitud crítica con la burocracia sindical fa-
langista, a la que consideraban distante de los postulados sociales acuñados por la
doctrina vaticana. Los textos vaticanos aludían al derecho de reunión y asociación, a
la autonomía y fines específicos de los organismos o asociaciones, lo que, en térmi-
nos sindicales, se concretaba en el derecho fundamental de los obreros a crear libre-
mente asociaciones, y en el derecho a participar en sus actividades sin riesgo de repre-
salias. Doctrina que se remontaba a la Rerum Novarum, pero que actualizaban textos
de Pío XII en 1945 y 1952, entendiendo que la finalidad de las asociaciones de obre-
ros era representar y defender los intereses de los trabajadores, y que su objetivo pro-
pio era la tutela de los intereses del obrero asalariado. Principios doctrinales que con-
trastaban con el modelo de encuadramiento del sindicalismo oficial. Discrepancias
dilatadas en el tiempo sobre las distintas formas de entender el trabajo y los asuntos
sociales, y como telón de fondo, las divergencias entre las familias políticas.
Pero sobre todo las discrepancias tomaron cuerpo con la actitud de relativa per-
misividad introducida por Ruiz Giménez en el ámbito educativo, principalmente en
sus posiciones respecto a la ley de enseñanza secundaria y los sectores universitarios,
todo ello en un contexto de vocación aperturista en un sentido cultural más que una
hipotética tolerancia con las disidencias políticas.
La ley de enseñanzas medias —ley de ordenación de la enseñanza media de 26
de febrero de 1953— fue la culminación de un denso debate en 1953, que, a su vez,
formaba parte de las tensiones que, en un marco más amplio, protagonizaron el aper-
turismo católico y las respuestas radicales de falangistas o monárquicos reaccionarios
opuestos a cualquier síntoma liberal, aunque fuera en el terreno cultural. Esta ley sus-
tituía a la de 1938, que, en plena guerra civil, había desplegado todo el inventario de
principios del Nuevo Estado y su proyección educativa: pureza de la nación españo-
la, espíritu imperial, concepto de hispanidad asociado a la defensa de la civilización
y la cristiandad y sólida instrucción religiosa... que revalorizaran lo español frente a
lo extranjerizante, la rusofilia y el afeminamiento. El discurso de la nueva ley cambiaba
el tono. Aunque dejaba claro que la formación intelectual y moral estaba «al servicio
de los altos ideales de la Fe católica y de la Patria» y que la enseñanza secundaria se
ajustaba a «las normas del Dogma y de la Moral católicos y a los principios funda-
mentales del Movimiento», desaparecía la retórica de los primeros tiempos del régi-
men. La reordenación quedaba justificada apelando a la necesidad de adaptarla a los
nuevos tiempos, situando como argumento la evolución de los métodos pedagógicos
y la necesidad de perfeccionar procedimientos de tipo técnico, elevar el nivel cultural

77
Portada de la Enciclopedia.

78
y coordinar la labor de los educadores. Una filosofía técnica y racionalizadora que ar-
ticuló la enseñanza media a partir del bachillerato y que en la práctica tendría un no-
table alcance para las nuevas generaciones. Creaba el bachillerato elemental de cuatro
cursos y el superior de dos, ambos con una reválida, que, en el caso del superior, daba
acceso al Curso Preuniversitario. El título de bachillerato elemental, y con mayor mo-
tivo aún el superior, se convirtió en todo un símbolo y referencia social en el que se
centraron las aspiraciones de los hijos de las clases medias y modestas y en el instru-
mento para llegar a ser hombres de provecho. De hecho, la obtención del bachillerato
permitía el acceso a carreras de grado medio y era un salvoconducto privilegiado para
acceder a trabajos de la Administración o de la banca, que se convirtieron en los ob-
jetivos preferentes de esos colectivos sociales. En los principios pedagógicos de la ley
quedaba entretejida una formación moral, en el sentido de los valores proclamados
por el régimen, la formación intelectual, con el complemento de aprendizajes técni-
cos, y la educación física. En la práctica se desplegó sobre todo la memorización a tra-
vés de la Enciclopedia, como texto compendio que sistematizaba todas las materias.
Además, la enseñanza religiosa quedaba garantizada en todos los centros públicos o
privados —«El Estado protegerá la acción espiritual y moral de la Iglesia»—, así como
su derecho de inspección.
Sobre todo en el transcurso de la década siguiente, este modelo tendió a sociali-
zarse, pero las cifras indican que la generalización distaba mucho de hacerse efectiva.
En los años 50 eran todavía muy pocos alumnos los que pasaban de la escuela al ba-
chillerato, apenas un 10%, y de ellos aproximadamente un 15% lo hacía en los ins-
titutos de bachillerato, descansando el grueso de la educación en los colegios reli-
giosos. De hecho, a pesar del aumento de la escolarización respecto a los años 40,
la enseñanza oficial no había llegado en 1959 a los niveles de 1936 en número de
institutos. En 1959 existían 120, todavía una treintena menos que en la época repu-
blicana.
El régimen también impulsó, pero desde el Ministerio de Trabajo, un modelo que
trataba de vincular enseñanza con formación técnica y profesional en las Universida-
des Laborales. Escala de formación profesional que continuaba en estos centros con ca-
rreras técnicas de grado medio —peritos— para tratar de acoplar la mano de obra a
las nuevas condiciones económicas y al horizonte de la productividad. Durante los
años 50 y sobre todo 60 estas Universidades fueron creándose por todo el país —Za-
mora, Gijón, Sevilla, Zaragoza, Alcalá de Henares...—, para culminar en 1969 con el
Centro de Orientación de Cheste (Valencia). En teoría, iban destinadas a hijos de
obreros, a través de las Mutualidades Laborales, y formaban parte de la vocación de
encuadramiento y de la proyección del discurso del régimen en las nuevas generacio-
nes, además de estar, sobre todo en sus primeros pasos, regentadas por clérigos. En la
práctica, se desarrollaron en sintonía con las nuevas pautas de productividad y de los
nuevos rumbos de la economía española. Bien equipadas, actuaron de cantera de mu-
chas aplicaciones profesionales en el terreno técnico. Pero en ellas también fue germi-
nando una semilla crítica con el régimen, sobre todo a finales de la década siguiente.
Los hijos del régimen se reorientaría hacia un actitud contestataria.
Se dibujaron en el ámbito de la segunda enseñanza, por tanto, la enseñanza me-
dia y la enseñanza laboral. En la misma dirección y en consonancia con las transfor-
maciones de la década, la enseñanza técnica universitaria quedó reformulada en la
significativa fecha de 1957, con la ley de ordenación de las enseñanzas técnicas de 20
de julio. Su preámbulo expresaba con claridad los supuestos de los que partía:
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79
Un amplio programa de industrialización y una adecuada ordenación económi-
ca y social sitúan a nuestro país en una excepcional coyuntura de evolución y pro-
greso y exigen, para su realización, el concurso de aquel número de técnicos dotados
de la sólida formación profesional que el ejercicio de la moderna tecnología requie-
re. Ello obliga a revisar la organización y los métodos de enseñanza, con el fin de lo-
grar que un número mayor de técnicos pueda incorporarse en plazo breve a sus pues-
tos de trabajo para rendir allí el máximo esfuerzo para el bien común.

La ley se hacía eco de la excesiva vinculación a la Administración que hasta en-


tonces habían tenido las Escuelas, orientadas hacia la formación de funcionarios pú-
blicos y aisladas tecnológicamente unas de otras. Establecía dos grados escalonados
en la Enseñanza Técnica: las Escuelas Técnicas de Grado Medio para la formación es-
pecializada de carácter eminentemente práctico —título de perito o aparejador— y las
Escuelas Técnicas Superiores para la formación científica y la especialización tecno-
lógica —título de arquitecto o ingeniero. La ley concebía un tipo de técnicos con ma-
yor especialización y preparación práctica con la asistencia a talleres y laboratorios,
además de una mayor coordinación entre las distintas Escuelas especializadas. Así, ra-
cionalizaba y establecía sobre el papel los nuevos rumbos por los que empezaba a en-
trar la economía española y el acoplamiento de la mano de obra.

6.5. RENOVACIÓN CULTURAL E INCONFORMISMO UNIVERSITARIO


En el conjunto universitario, la actitud tolerante del aperturismo cultural de Ruiz
Giménez tuvo consecuencias políticas de envergadura, en un proceso que culminó
con el movimiento estudiantil de 1956 y la crisis política que estalló definitivamente
en 1957 con el cambio de gobierno. Los nuevos aires de renovación cultural de co-
mienzos de la década empezaron a rozar, y más tarde a chocar, con los estrechos már-
genes del encuadramiento obligatorio de los estudiantes universitarios en el sindica-
to oficial SEU. En los rectorados de varias Universidades se instalaron intelectuales
que, procedentes algunos de las propias filas de Falange, proyectaron un talante más
abierto, como Laín Entralgo, Tovar y Fernández Miranda. También desde la propia
cantera del régimen, jóvenes falangistas liderados por Dionisio Ridruejo adoptaron
posiciones críticas, para irritación de los sectores más recalcitrantes del SEU, y de sec-
tores monárquico-clericales liderados por Calvo Serer, opuestos a cualquier atisbo de
liberalismo aunque fuera cultural. Aquellas actitudes no cuestionaban el régimen mis-
mo, pero estaban empapadas de la tradición liberal en términos culturales más que
como proyecto político alternativo. Tributarias del sentido crítico, abierto, dialogan-
te y cosmopolita, chocaban con la doctrina oficial insistente en el dogma cristiano en
su aspecto inmovilista, en la exaltación de lo hispánico y en un discurso antiliberal
que despreciaba lo laico y lo extranjerizante. En esta ambientación, en la que a los
profesores se les exigía la firme adhesión a los principios del Movimiento, la univer-
sidad empezó a moverse con un estado de ánimo inconformista que acabaría mutan-
do hacia la disidencia política y convirtiéndose en la cantera de una oposición al ré-
gimen de nuevo cuño.
Desde 1954, la vida universitaria empezó a estar salpicada de enfrentamientos en-
tre estudiantes y falangistas. A principios de 1955, una serie de actividades culturales
al margen del oficialismo del SEU empezaron a cuajar como fruto de encuentros li-
terarios y debates. Un punto de referencia lo marcó la convocatoria del Congreso de
xxxxxxx

80
Escritores Jóvenes, así como la movilización estudiantil con motivo de la muerte de
Ortega y Gasset el 18 de octubre de 1955, emblema de la tradición liberal. El Con-
greso llegó a ser suspendido por la actitud del SEU el 7 de noviembre, pero su con-
vocatoria demostró que en la inquietud universitaria se habían dado cita grupos muy
dispares, muchos de ellos de las filas del régimen, pero que tenían en común la capa-
cidad de articular proyectos de envergadura para acabar con el monopolio del SEU.
La inquietud universitaria fue adoptando cauces de movilización política, en una am-
bigua mezcla en la que coincidían desde jóvenes falangistas hasta comunistas. El 1 de
febrero de 1956 se convocó un Congreso Libre de Estudiantes en la Universidad de
Madrid que significaba cuestionar la hegemonía del SEU. Los enfrentamientos entre
seuistas y estudiantes se trasladaron a la calle en una secuencia abierta en 1954 que cul-
minó en febrero de 1956 con un militante del SEU herido de bala. La virulencia de
la actitud falangista y el tono de las amenazas adoptó notables dimensiones, para
preocupación del gobierno. Los hechos en sí mismos quedaron frenados, pero no
fueron suficientes las detenciones, la suspensión de artículos del Fuero de los Españo-
les y la enérgica actuación del capital general de Madrid y del ministro de Guerra Mu-
ñoz Grandes. La crisis política estaba servida. Había sido el episodio culminante de
una larga trayectoria, de tensiones que se multiplicaban en el trasunto del régimen.
Las destituciones de Ruiz Giménez y Fernández Cuesta, en una aparente solución sa-
lomónica del dictador, abrían las espitas de la reordenación del poder entre los distin-
tos clanes políticos y del rumbo el régimen.

81
CAPÍTULO VII
El agotamiento de la autarquía

7.1. LA ELIMINACIÓN PARCIAL DE LOS OBSTÁCULOS INTERVENCIONISTAS


Entre 1951 y 1959 se operaron una serie de cambios en la orientación de la polí-
tica económica que representaron una lenta mutación desde el modelo intervencio-
nista de la autarquía hacia pautas liberalizadoras. Este periodo representa el agota-
miento del modelo autárquico y la transición hacia la liberalización de la economía
de los años 60, en un proceso jalonado por las primeras medidas del nuevo gobierno
de 1951 eliminando algunos obstáculos intervencionistas, los pactos con Estados
Unidos en 1953, las actuaciones liberalizadoras del gobierno de 1957 y el Plan de Es-
tabilización de 1959. Fue una secuencia muy dilatada que respondía a la lógica de la
liberalización, pero que estuvo sometida a fuertes debates y discrepancias en el seno
del régimen, por todo lo que significaba de abandonar las pautas económicas sobre
las que había descansado hasta entonces. No fue una vocación planeada, ni homogé-
nea, ni activa, sino la rendición a la evidencia del agotamiento del modelo autárqui-
co. De hecho, el crecimiento económico y las transformaciones respecto a la etapa
anterior no deben plantearse en términos exclusivos de política económica. En reali-
dad, la política económica de nuevo cuño, iniciada en 1951 y salpicada a lo largo de
la década, consistió más en eliminar las trabas intervencionistas que en aplicar nue-
vos criterios, actitud suficiente para aprovechar la onda de prosperidad de la econo-
mía occidental. El contexto internacional marcó la pauta con una etapa de crecimien-
to articulada en el nuevo orden económico internacional, desplegado después de la
guerra mundial con la hegemonía de Estados Unidos, sobre la base de la liberaliza-
ción de los intercambios, un sistema monetario de cambios fijos y la institucionaliza-
ción de la cooperación económica internacional, mientras se ponían en marcha polí-
ticas keynesianas que impulsaron el crecimiento de las economías occidentales.
Ya antes de 1951, con mucha cautela se habían dejado escuchar algunas voces de
sectores de comerciantes e industriales a través de las Cámaras de Comercio e Indus-
tria que, con un sentido pragmático, y sin cuestionar el régimen, veían en la salida de
la autarquía el impulso de la economía y la supervivencia del régimen mismo. En sus
debates internos apelaban al mismísimo Franco para que reparara las consecuencias
del intervencionismo autárquico que podría conducir, como llegó a señalarse, al «co-
munismo», invocando así la coartada política más querida por el régimen. El discur-
so de este organismo corporativo situaba la liberalización económica en la recupera-
ción de mecanismos de mercado y en la búsqueda de la productividad. Ahora bien,

82
tanto ésta como otras actitudes similares de las elites económicas del país eran más
bien fruto de la racionalidad que de la postulación inexistente de un ideario liberal
denostado por la dictadura. Racionalización de la política económica de la dictadura
no significaba, ni mucho menos, su cuestionamiento. La regulación de los precios, las
cartillas de racionamiento, los cupos y licencias de importación, el reparto anacróni-
co de las escasas divisas eran mecanismos intervencionistas que distorsionaban cual-
quier posibilidad de crecimiento económico. En suma, la mayor elites económicas
postulaban la clausura de un modelo autárquico muy incómodo y la recuperación
de los mecanismos de mercado con una mayor inserción de la economía española
en el mercado mundial. Las expectativas se situaban ahora en el crecimiento indus-
trial y el fin del predominio agrario. Claro está que las elites económicas vinculadas
a los procedimientos autárquicos, es decir, los negociantes de la autarquía, recelaban de
cualquier cambio que alterara la red de relaciones privilegiadas y el origen de sus for-
tunas.

7.2. BAJO EL SIGNO DE LA PRODUCTIVIDAD


En los inicios de la década, una palabra empezó a inundar la terminología econó-
mica: productividad. Bajo este signo se escondían los postulados que teóricamente ha-
brían de permitir el desarrollo y la salida del estancamiento. La incapacidad del mo-
delo autárquico para abastecer el mercado interno y asegurar la producción era
manifiesta. Era precisa una racionalización de la producción, el abastecimiento de
materias primas y maquinaria, y la productividad de la mano de obra apelando a la
formación técnica. La productividad era entendida por sectores empresariales como
la necesidad de abrir el mercado de trabajo en contradicción con el Estado corpora-
tivo y sindical.
A lo largo de la década, un contexto internacional favorable y el desmantelamien-
to pausado de barreras autárquicas posibilitaron un ritmo de crecimiento notable que
contrastaba con el estancamiento anterior. El Producto Interior Bruto expresa un tasa
media de crecimiento anual para la década del 5°/o aproximadamente, mientras la ren-
ta real por habitante creció más de un 30%; el sector que más impulsó el crecimien-
to fue el industrial, sensible a las importaciones de equipos y materias primas, con un
índice de producción que se duplicó. El caso español no era aislado, sino que forma-
ba parte de la trayectoria de las economías mediterráneas, con notables ritmos de cre-
cimiento estimulados por las variables externas. Había bastado una cierta relajación
de la ortodoxia intervencionista en la economía española para que se desvelara la im-
portancia del influjo exterior.
Para García Delgado, además de este ritmo de crecimiento apreciable, la década
está caracterizada por ese cambio de política económica, liberalizadora pero basada
sobre todo en la eliminación de obstáculos más que en el estímulo que proporcionó.
De hecho, la política autárquica en un contexto de librecambismo era un contrasen-
tido, por lo que el desbloqueo fue lo que liberó las posibilidades de la economía. En
segundo lugar, se trató de una política liberalizadora de carácter gradual que, con-
templada a largo plazo, tuvo profundidad, formando parte de un secuencia lógica
que tendría sus episodios principales en 1951, 1957 y 1959, pero no como resulta-
do de una estrategia calculada, sino como producto de la oposición de sectores
involucionistas a los intentos de apertura.

83
Los primeros síntomas de transformación se manifestaron con algunas medi-
das aisladas del nuevo gobierno, pero la perspectiva era la de conseguir un marco
que posibilitara el crecimiento industrial, la estabilidad monetaria y el control de
la inflación, la subida del nivel de exportaciones y la apertura a los canales de fi-
nanciación exterior. Y ello exigía una mayor integración de España en el mercado
mundial, cuestionando la filosofía autárquica e intervencionista tan querida en el
discurso del régimen. En tal sentido se situó la declaración programática del go-
bierno:

Se acordó concentrar los esfuerzos del gobierno en la estabilización de los pre-


cios continuando la política de aumento de la producción, la regularización de las
importaciones y la creación de una sólida base de reserva. [...] continuar los trabajos
de carácter industrial [...] propulsar en nuestra agricultura las obras de colonización
y de pequeños y grandes regadíos al mismo tiempo que incrementar la producción
y los rendimientos por todos los medios [...], frenar toda tendencia al exceso de di-
nero susceptible de elevar los precios. Para alcanzar este último objetivo, se acentua-
rá la más severa administración de los gastos públicos [...] Al mismo tiempo, serán
atentamente vigiladas, para atajar todo intento especulativo, las actividades del crédi-
to, con la cooperación de las entidades que lo conceden.

La limitación del intervencionismo estatal y la introducción de criterios de racio-


nalización de la producción y aumento de la productividad en la agricultura, signifi-
caron la supresión de las cartillas de racionamiento y la liberalización de la venta de
determinados productos. En 1950 se había producido la libertad de comercio de al-
gunos artículos como patatas, arroz, garbanzos o lana, aunque otros muchos seguían
racionados. Entre mayo y agosto de 1952, sucesivas disposiciones gubernamentales
declararon libre la venta de pan, huevos, carne, aceite, azúcar, almendras..., en un
contexto favorecido por las importaciones de choque. Era el aspecto más llamativo
de la relativa normalización de mercados, todavía afectados por la intervención, y so-
ciológicamente el más destacable, por todo lo que había simbolizado en la España de
los cuarenta. Sin embargo, ésta sólo era una entre las muchas transformaciones que
se empezaron a poner en marcha en el ámbito agrícola, en un marco que iba más allá
de una política ocupada sobre todo en aspectos técnicos y en restar medidas de inter-
vención.

7.3. LAS TRANSFORMACIONES AGRARIAS


En conjunto, la agricultura presentó cuantitativamente signos positivos, verifica-
dos, como ha señalado Barciela, en el incremento de las superficies cultivadas, de la
producción y de los rendimientos, aunque todavía en la segunda mitad de la década
no se habían superado producciones de la época republicana como las de algunos ce-
reales, aceite o patatas. Por ello, aunque cualitativamente la producción empezó a su-
perar el ciclo del estancamiento, es decir, la fragilidad del entramado agrario que la
fraseología del régimen había justificado con la pertinaz sequía, los resultados obteni-
dos en la agricultura fueron modestos, como demuestran las estimaciones de un au-
mento de la producción final agraria al pasar de un índice 100 en 1953 a 121 en 1959.
Así, los resultados en el terreno agrícola se remitían a la recuperación de los niveles
de los años 30, con la conclusión que apunta Barciela de que «la guerra civil y la

84
Cartel de inauguración de la Feria del campo (1951).

política de intervención significaron veinte años perdidos para la agricultura espa-


ñola».
La liberalización interna de la agricultura convivió con síntomas de privilegio clá-
sicos del intervencionismo, como la continuación del Servicio Nacional del Trigo,
que alimentó un proteccionismo al sector tradicional cerealero en detrimento de
otros sectores de futuro, con una anacrónica política de precios que provocó la per-
sistencia de un importante comercio clandestino de trigo.
El nudo central de la política agraria dirigida por un técnico como el ministro Ca-
vestany, crítico con la ineficacia de la intervención, consistió en elevar los precios y
difuminar las normas intervencionistas, como los cupos forzosos, las superficies obli-
gatorias y los bajos precios de tasa, junto con una política comercial más abierta

85
orientada a la compra de abonos, semillas y maquinaria, en claves de modernización
del sector. El aumento de la producción y del consumo se vio acompañado de una
secuencia de transformaciones estructurales de la agricultura, vinculadas a una visión
técnica de la modernización, que recordaban recetas ilustradas o regeneracionistas,
sin alterar la estructura social de la propiedad. Para empezar, la obra colonizadora se
concretó en cerca de 200.000 ha como resultado más palpable. Además, la política de
repoblación forestal tuvo un balance aproximado de un millón de ha, aunque con un
importante coste a medio y largo plazo al situar como criterio la rentabilidad inme-
diata de carácter privado, con el consiguiente repoblamiento a base de especies muy
rentables para el negocio maderero o de pasta de papel, pero anacrónicas con su en-
torno ecológico, y a base de expropiaciones encubiertas en la práctica de terrenos de
aprovechamiento comunal. Finalmente, la política de concentración parcelaria, ensa-
yada como antídoto para reciclar el minifundismo agrario, tuvo como episodios lega-
les más significativos la creación, el 20 de octubre de 1952, del Servicio Nacional de
Concentración Parcelaria y, dos meses más tarde, la puesta en marcha de la ley
de concentración. Pero en la práctica no permitió una estructura de explotaciones
más grandes.
Las señales liberalizadoras y de fomento agrario —apoyo financiero, estímulo de
compras de maquinaria y abonos— fueron captadas por los agricultores, que tendie-
ron al cultivo directo, a la mecanización auspiciada por el flujo migratorio y la oferta
de maquinaria, y a la intensificación de la producción agrícola.
Con ello, maduró una situación muy provechosa para el sistema de agricultura
tradicional, sobre todo para los grandes propietarios cerealeros, calificada como la
«edad de oro de la agricultura tradicional», con una mano de obra abundante y bara-
ta, sólo alterada por los primeros pasos de la emigración y las alzas salariales, un in-
cremento de inputs tradicionales, como el ganado de labor y los abonos —en un con-
texto de apertura de maquinaria, carburantes, semillas o abonos, duplicándose el nú-
mero de tractores entre 1955 y 1960—, y un aumento de producción de artículos
clásicos como el trigo, el aceite o el vino. Todo ello, en un marco de precios con ten-
dencia creciente y favorable, una hacienda muy tolerante, unos excedentes compra-
dos por el Estado a precios muy remunerados y una política de créditos y subvencio-
nes muy ventajosa.
Las transformaciones de mayor alcance fueron materializadas en la década si-
guiente, aunque empezaron a perfilarse, ya que la introducción pausada de criterios
de productividad con los primeros pasos de la mecanización, empezó con el trans-
curso de la década a situar a la agricultura en condiciones de abastecer los núcleos
urbanos y de liberalizar la mano de obra que iría a engrosar los mercados laborales
industriales y a desplazarse al exterior con el flujo migratorio que anunció el final
de la década. Además, la agricultura desempeñó un papel positivo en la industriali-
zación, en el que las disminuciones de las aportaciones de capital fueron simultá-
neas a la aportación de mano de obra y al aumento de la demanda de productos in-
dustriales. Este modelo de agricultura tradicional entrará en crisis en la década si-
guiente.
La dinamización del comercio exterior provocó cambios para las exportaciones,
la apertura de diversos cupos de importaciones y la liberalización de importaciones
básicas. De hecho, se inició un proceso de ruptura de la dependencia de las importa-
ciones con respecto al comercio exterior de cítricos o minerales. Además, se buscó la
financiación exterior, como los créditos para la compra de algodón.

86
7.4. LA VOCACIÓN INDUSTRIALIZADORA Y LAS LIMITACIONES AUTÁRQUICAS
La vocación industrializadora tenía como objetivo un crecimiento autosostenido
con incremento de la productividad. La desaparición de los estrangulamientos que-
dó verificada en los indicadores favorables que la década presentó en el terreno in-
dustrial. El porcentaje en la estructura ocupacional de la población activa tendió a
aumentar: 26,55% en 1950, para situarse en un 32,98% en 1960. Los índices de pro-
ducción industrial son todavía más significativos. Las estimaciones realizadas por Ca-
rreras se sitúan en un 6,6% entre 1951 y 1955 respecto al quinquenio anterior y en
un 7,4% para el periodo 1956-1960. De hecho, entre 1950 y 1960 el IPI se dobló
(1913=100,1950=169 y 1960=322), lo que representa un crecimiento muy activo res-
pecto a la situación anterior que adjudica al sector el protagonismo de la década. Para
el mismo autor, el gran ciclo de la expansión industrial se concretó entre 1953 y 1960
y durante cinco años se produjeron fases de crecimiento entre el 7 y el 10%. Consi-
derados a largo plazo, los índices de producción industrial desvelan los «costes del
franquismo», con una política económica que había retrasado el crecimiento.
Aunque el grueso de la ayuda norteamericana quedó vinculado a la construcción
de bases y al entramado económico que lo sustentó, permitió los primeros pasos en
el remozamiento del aparato industrial y el incremento de la oferta de productos ali-
mentarios. Independientemente de su cuantía, tuvo efectos amplios en la importa-
ción de bienes de consumo, bienes de inversión y materias primas.
El crecimiento industrial era la vertiente cuantitativa de un hecho cualitativo de
indudable magnitud: la estructura económica y el sector industrial ya no descansa-
rían en las fluctuaciones del sector agrario, es decir, la industria dejaba de ser depen-
diente de las crisis cíclicas de las cosechas, de su volumen y de su calendario. Así, el
valor añadido bruto industrial superó el agrario, además de que la industria se situa-
ba en una relación real de intercambio favorable, en detrimento de la agricultura.
Para terminar, la década registró como característica los avances en la sustitución de
importaciones industriales.
Desde el punto de vista energético, los estrangulamientos habían provocado des-
de 1939 importantes repercusiones en el crecimiento industrial y en los niveles de
vida. Los graves problemas energéticos se prolongaron hasta 1955, en que el fin
de las restricciones al consumo, la recuperación de la capacidad de compra al exte-
rior y el ritmo de incremento de consumo inauguraron lo que Sudriá ha denomina-
do la «era del petróleo». La potencia hidroeléctrica se dobló entre 1950 y 1956, pero
el salto cualitativo vino representado por el inicio de la dependencia del petróleo en
sustitución del carbón. En 1955 representaba el 21,9% de la oferta total de energía,
para situarse en un 65,3% en 1973, mientras el carbón bajaba del 61% al 16,2%, de-
mostrándose el cambio en la distribución del consumo entre las distintas fuentes pri-
marias.
Los cambios de la política económica habían sido insuficientes para el aprovecha-
miento óptimo del ciclo de expansión económica del mundo occidental. A la altura
de 1957 hacía falta algo más que una episódica ayuda económica, que no tenía como
plasmación directa la reconstrucción económica del país, y que una tímida y discon-
tinua política económica. Fue un periodo de transición, escasamente homogéneo, su-
jeto a múltiples tensiones que frenaron la liberalización, como las derivadas de la po-

87
lítica fiscal y salarial, las pervivencias de medidas intervencionistas, la inflación y las
limitaciones al comercio exterior. En 1953 y 1954 seguían reproduciéndose obstácu-
los como el régimen de licencias y permisos de importación, cupos o fijación dé pre-
cios de venta de artículos importados. En esta lenta transición intervinieron razones
políticas alimentadas por la oposición de la burocracia falangista, para la que cual-
quier desmantelamiento de los mecanismos intervencionistas suponía modificacio-
nes no deseadas.
Fueron sobre todo dos elementos los que, en estos años, limitaron el alcance de
los cambios económicos que se iban abriendo paso. En el mercado interior, las difi-
cultades de control de los precios en un marco económico y político muy sensible a
la inflación. El volumen de oferta monetaria por encima de la renta nacional no po-
día ser corregido ante la ausencia, en la práctica, de una política dependiente de la
pignoración de la deuda pública. El acusado déficit público, la inexistencia de una re-
forma fiscal y una política salarial irracional fueron variables que animaron la infla-
ción. En el caso de los salarios, hasta 1958 quedaron regulados con subidas espasmó-
dicas, elevadas, que alimentaron la espiral inflacionista y que a los pocos meses anu-
laron las ventajas adquisitivas obtenidas. En el capítulo exterior, la falta de divisas y
el déficit de la balanza de pagos volvieron a ser acuciantes, sólo coyunturalmente sua-
vizados por la ayuda americana. Las contradicciones entre la tendencia a las importa-
ciones —que eran el elemento dinamizador del proceso productivo— y las dificulta-
des de exportaciones —escasas, poco diversificadas y sujetas al cambio arbitrario de
la peseta— eran palpables.
En 1957, un informe de las Cámaras de Comercio insistía en la necesidad de una
reforma fiscal, en los efectos nocivos del aumento de salarios de 1956 que había ele-
vado el coste de la mano de obra en un 60%, y en las dificultades del abastecimiento
de materias primas, accesorios, repuestos y maquinaria, que seguía atrapado en las
prácticas de contrabando. Este informe era un resumen de la actitud de las elites
económicas ante la crítica situación de aquel bienio. Además, los desequilibrios en
la inflación animaron la protesta social, mientras las tensiones políticas hicieron cri-
sis en 1956-1957.

88
CAPÍTULO VIII

La salida del aislamiento exterior

8.1. EL «CENTINELA» DE OCCIDENTE. LOS PACTOS CON ESTADOS UNIDOS


El 23 de septiembre de 1953, culminando una larga e intensa secuencia de acer-
camientos hispano-norteamericanos, se firmaron los Pactos con Estados Unidos que
cambiarían la suerte del régimen. Para empezar, porque Franco conseguía el espalda-
razo político de la primera potencia mundial y abría nuevas perspectivas en su reco-
nocimiento internacional. La firma de los Pactos fue paseada por la propaganda del
régimen como un colosal éxito diplomático y político que situaba a España como un
aliado de primer orden en la defensa de Occidente contra el comunismo. Pero, como
ha desvelado Ángel Viñas, el entusiasmo oficial escondía una realidad bien distinta
que, con la vitola de secreto, alumbró unos pactos en los que España hacía concesio-
nes de tal naturaleza que implicaban la mayor alteración de la soberanía de su histo-
ria contemporánea.
Las aproximaciones a Estados Unidos no eran algo nuevo. Formaban parte de
una larga trayectoria desde finales de la década anterior, durante la que se habían ido
modificando las estrategias y las posiciones de Estados Unidos respecto al régimen en
el contexto de las nuevas coordenadas internacionales alimentadas por la guerra fría.
Mientras el régimen se había instalado en una paciente espera, convencido de su pa-
pel como baluarte de la civilización occidental frente el comunismo, el acercamiento
gradual de Estados Unidos formaba parte de un debate interno en el que estaban in-
teresados en la aproximación a España el Pentágono, círculos del Departamento de
Estado y parte del Congreso, además de la influencia que desplegó el spanish lobby
como grupo de presión muy plural en el que confluían intereses de muy diversa pro-
cedencia. El acercamiento se estrechó cuando el 28 de agosto de 1950 fue aprobado
el Proyecto de la Ley General de Asignaciones que incluía un crédito para España
de 62,5 millones de dólares, mientras quedaba más claro que, una vez obtenida la
ayuda económica, el respaldo político de Estados Unidos en una guerra fría recrude-
cida por el conflicto de Corea no pasaría por la exigencia más esgrimida en los años 40:
un cambio democratizador.
Estados Unidos acabó resolviendo su debate interno en claves de interés estraté-
gico frente a la naturaleza autoritaria del régimen. Cambió su consideración respecto
a la dictadura, contemplándola de otra forma: un baluarte del anticomunismo en un
contexto de guerra fría. La retórica que apelaba a la democracia y a las libertades que-
dó desdibujada por intereses estratégicos. De hecho, este cambio de actitud de Esta-

89
Firma de los acuerdos España-Estados Unidos (septiembre, 1953).

dos Unidos contribuyó a sustentar internacionalmente el régimen y a provocar de


forma indirecta su consolidación interna. Lo que unos años antes hubiera podido pa-
recer una contradicción con el bloqueo internacional a la dictadura, ahora se situaba
en toda la lógica de la guerra fría.
Durante el mes de junio de 1951, en plena guerra de Corea, Estados Unidos
optó por reorientar los acercamientos con España en términos de bilateralidad, sin
una consulta previa con sus aliados británicos y franceses y, por tanto, desligando
las negociaciones de una visión multilateral con los países occidentales. La misión
del almirante Sherman en Madrid en julio de aquel año disparó definitivamente las
negociaciones. Estados Unidos vinculó desde el principio los aspectos económicos
a las conversaciones relativas a las bases militares y su activación. De hecho, los
acuerdos quedaron retrasados porque las negociaciones sobre el establecimiento
de bases militares en España quedaron ligadas a la plasmación efectiva de una ayu-
da económica de 125 millones de dólares votada previamente por el Congreso
norteamericano. Las negociaciones quedaron atravesadas también por las reticen-
cias de las confesiones no católicas y su falta de tolerancia en España, aspecto muy
exhibido por el presidente Truman, pero quedaron finalmente impulsadas por la
victoria republicana de Eisenhower, aunque las coordenadas ya estaban claramente
dibujadas.

90
Los Pactos consistieron en las firma de tres Convenios: Convenio defensivo,
Convenio sobre ayuda para la mutua defensa y Convenio sobre ayuda económica. La
pieza maestra era el primero, es decir, los aspectos militares y de seguridad, mientras
los otros dos, de carácter económico, adquirían una importancia subordinada. El
Convenio defensivo fue presentado públicamente en términos de equilibrio y de mu-
tua ayuda, pero el carácter secreto escondía unas dimensiones ocultadas por la propa-
ganda oficial: Estados Unidos obtenía la iniciativa absoluta en la puesta en alerta y
uso de las bases e instalaciones militares que se construyeran en España. Además, la
autorización para el despliegue de fuerzas armadas norteamericanas gozaba de un es-
tatuto jurisdiccional secreto con régimen penal y procesal de excepción. La igualdad
de trato aireada por la propaganda significaba en realidad un desequilibrio en favor
de Estados Unidos, que podía aplicar los Pactos en condiciones tan unilaterales que
suponían un manifiesto recorte de soberanía para España. No se trataba de una alian-
za, ni de compromisos bilaterales de intervención, ya que las obligaciones de Estados
Unidos eran mínimas y dejaban fuera cualquier emergencia o ataque al territorio es-
pañol si no eran de su interés. Tampoco aseguraba suministros suficientes para la pre-
paración de las fuerzas armadas españolas. La aceptación secreta de estas condiciones
estaba motivada por el interés del régimen en lograr a toda costa el empuje político
de Estados Unidos, aunque fuera recortando la soberanía, piedra angular del discur-
so nacionalista del régimen. Como consecuencia del Convenio se construyeron las
bases militares de Torrejón de Ardoz, Zaragoza, Morón de la Frontera y la base aero-
naval de Rota, que engrosaron la nómina de instalaciones militares de Estados Uni-
dos fuera de su territorio, pero en unas condiciones de unilateralidad muy ventajosas.
La puesta en marcha de las bases dependía de la decisión estadounidense y sin que es-
tuvieran en juego intereses españoles. Además, en sentido contrario, era dudosa la
posible utilización de las bases por España en un hipotético conflicto con Marruecos
ante el que Estados Unidos se inhibiría, aspecto verificado con motivo del conflicto
de Ifni tres años más tarde.
El Convenio sobre ayuda para la mutua defensa tenía como objetivo arbitrar los re-
cursos necesarios para la defensa. No tenía contrapartida, a diferencia de la ayuda econó-
mica, y Estados Unidos prestaba ayuda militar en equipos, materiales, servicios y asisten-
cia. Pero la ambigüedad, como en el anterior Convenio, era manifiesta, al no definirse su
aplicación previa, ni establecerse la clase y cantidad, y además la ayuda dependía de una
serie de condiciones y valoraciones unilaterales de Estados Unidos y de pactos interna-
cionales que escapaban a cualquier opción española. De esta forma, el Convenio no ase-
guraba para España las posibilidades materiales de defensa de su territorio.
Finalmente, el Convenio de ayuda económica era inseparable de los Pactos, des-
de las mismas negociaciones hasta la naturaleza y objetivos de la ayuda. Ésta, utiliza-
da como contrapartida provechosamente por Estados Unidos, no se estableció en tér-
minos de reestructuración y empuje económico para España, tal y como había con-
cebido la reconstrucción económica de los aliados occidentales el Plan Marshall, sino
en claves subordinadas a la ayuda militar. La ayuda económica, igualmente rodeada
de confidencialidad, se entendía como donación pero con una contrapartida, la de
sufragar los gastos de las instalaciones militares previstas en el Convenio defensivo.
La condición era que sirviera para mejorar la economía española, mientras el régimen
aceptaba una serie de supuestos, como la estabilidad monetaria, el impulso de la com-
petencia, el equilibrio presupuestario y la apertura del comercio exterior, difícilmen-
te practicables en el contexto autárquico.

91
En parte, la ayuda económica contribuyó a aliviar episódicamente la balanza de
pagos española y a reorientar el rumbo de la economía en sentido liberalizador, pero
sus efectos fueron limitados. Para empezar, por su cuantía, que en la práctica de los
acuerdos durante diez años se elevó a 1.523 millones de dólares, de los que 610 eran
préstamos que exigían devolución, cifra mucho menor que la concedida a otros paí-
ses. Y además, porque los términos de la ayuda, al estar orientados a los aspectos mi-
litares, se desplegaron muy parcialmente sobre el tejido económico civil, teniendo es-
casos efectos. De hecho, el destino de los fondos, también secreto, estuvo enfocado
al sector militar de la economía, como las necesidades de construcción y manteni-
miento de instalaciones militares, la financiación del transporte interior y la produc-
ción de municiones y material militar, y no al desarrollo económico del país. En la
película de Berlanga Bienvenido Mr. Marshall, el retrato paradigmático de la llegada
prevista del «amigo americano» a un pueblecito del interior desveló los cánones de la
sociedad de la época, con sus miserias y sus expectativas, en claro contraste con
la proyección oficial que de los acuerdos realizó el régimen.

8.2. UNA APERTURA EXTERIOR MATIZADA


Los Pactos, por tanto, alimentaron la cobertura de las necesidades militares y es-
tratégicas de Estados Unidos, mientras la ayuda económica fue dependiente de las
cuestiones militares. En términos de política exterior, la bilateralidad con que fueron
entendidos los Pactos no implicaba que Estados Unidos tuviera como objetivo la
normalización exterior del régimen. Sí es verdad que las dimensiones políticas juga-
ron en su favor, pero su reconocimiento por la potencia hegemónica no formaba par-
te de una secuencia vinculada al ingreso en la ONU, ni al cambio de su status inter-
nacional que llevaba una dinámica propia, salpicada desde los inicios de la década
con la apertura de embajadas. De hecho, el régimen seguiría apartado todavía y para
siempre del nudo central de los procesos de integración económica y de las estructu-
ras militares de Occidente, esto es, del Mercado Común Europeo y de la OTAN. Sin
embargo, para la transición del régimen los Pactos habían supuesto un empuje polí-
tico que contribuyó a su consolidación.
La salida del aislamiento era, pues, matizada. El 4 de noviembre de 1950, la
Asamblea General de la ONU había retirado la resolución de 1946 por la que se ha-
bían aprobado sanciones diplomáticas contra España. En ello influyeron las posicio-
nes de un grupo de países hispanoamericanos y árabes cuyos guiños habían su-
puesto un balón de oxígeno en pleno aislamiento. Pero fueron sobre todo el nue-
vo panorama de la guerra, la política de bloques y las relaciones económicas
internacionales los aspectos que empujaron a muchos países occidentales a recuperar
contactos con el régimen. Sin existir una política global, desde 1950 un goteo de aper-
tura de relaciones y de embajadas fue moldeando un nuevo status internacional de la
dictadura: embajada del Reino Unido (diciembre de 1950), intercambio de creden-
ciales con Estados Unidos (enero y marzo de 1951), relaciones con Italia (febrero
de 1951), embajada de la República Federal de Alemania (mayo de 1951). Mientras
tanto, esta secuencia quedó salpicada también por la progresiva incorporación de Es-
paña a las agencias especializadas de la ONU y a organismos internacionales de ca-
rácter sectorial, como el ingreso en la Organización Metereológica Mundial (febrero
de 1951), en la Organización para la Agricultura y la Alimentación (abril de 1951), en

92
la Organización Mundial de la Salud y en la Unión Internacional de Telecomunica-
ciones (mayo de 1951), en la UNESCO (noviembre de 1952), para culminar con la
entrada en la ONU, como observador primero (en enero de 1955) y miembro de ple-
no derecho después (el 15 de diciembre del mismo año). En mayo de 1956 se incor-
poraría a la Organización Internacional del Trabajo, y en 1958 pasó a formar parte de
organismos económicos supranacionales articulados en la posguerra para institucio-
nalizar el nuevo orden económico internacional (OECE —Organización Europea
de Cooperación Económica— en enero, FMI —Fondo Monetario Internacional—
en mayo y BM —Banco Mundial— en julio), en consonancia con los nuevos rum-
bos de apertura de la economía española revitalizados con el nuevo gobierno de 1957.
Era, pues, en este último caso, la lógica de la liberalización de la economía española
y su vinculación más estrecha al mercado mundial. Pero la integración en la ONU,
impulsada por la reordenación de las relaciones internacionales, y en otros organis-
mos económicos, como fruto del pragmatismo y de la sintonía con el mercado mun-
dial en una red coincidente de intereses, era una cosa, y la incorporación del régimen
a un proyecto de futuro de la envergadura de la Comunidad Económica Europea,
otra. De hecho, España todavía se situaba muy lejos de los principios políticos y eco-
nómicos sobre los que se edificó la fórmula de integración europea de los años 50 y
que cuajó en el Tratado de Roma de 1957.

8.3. «LA RESERVA ESPIRITUAL DE OCCIDENTE». EL CONCORDATO CON LA SANTA SEDE


Otro de los aspectos en el terreno internacional en que con más esmero se empleó
el régimen fueron las relaciones con la Santa Sede. Se trataba más bien de una cues-
tión simbólica y de una consolidación formal de un conjunto de relaciones de hecho
anudadas desde los mismos orígenes del régimen. El carácter de cruzada asignado por
los sublevados en 1936 a la guerra civil y el integrismo desplegado por el régimen
bajo la denominación de nacionalcatolicismo, no eran sólo piezas de un discurso de
legitimación, sino que sobre ellas se edificó la naturaleza confesional del régimen. La
Iglesia no era sólo un soporte del régimen y de su coartada de legitimación, sino que
formaba parte del régimen mismo. La sintonía era evidente, pero faltaba entrelazarla
con un marco legal y una institucionalización de relaciones en las que estaba muy in-
teresada la dictadura como un nuevo instrumento de reconocimiento internacional.
La iniciativa partió del propio régimen en 1948, impulsada por el sector católico re-
presentado por el embajador en el Vaticano Joaquín Ruiz Jiménez. Las negociaciones,
continuadas por Castiella después de que su antecesor se ocupara en 1951 del Minis-
terio de Educación, se dilataron varios años, tiempo en que quedaron limadas las re-
ticencias de la jerarquía vaticana, para culminar con la firma del Concordato en
Roma por el ministro de Exteriores Martín Artajo y monseñor Tardini el 25 de agos-
to de 1953.
Las concesiones del Estado fueron muchas, con tal de lograr el apoyo explícito
del Vaticano al régimen. Su naturaleza confesional había hecho que éste estuviera
identificado con la Iglesia, pero faltaba delimitar los poderes y las relaciones. Para em-
pezar, se verificaba formalmente tal naturaleza y se establecía la unidad religiosa, es
decir, el reconocimiento de la religión católica como oficial del Estado. Además, éste
se comprometía a proporcionar una dotación oficial a la Iglesia, subvencionando el
culto y el clero, y se instituía un fuero eclesiástico que permitía la inmunidad judicial

93
Firma del Concordato entre España y la Santa Sede (1953).

de los religiosos, y un estatuto jurídico privilegiado para las órdenes religiosas en el


que se contemplaban exenciones fiscales. La Iglesia asumía competencias en causas
matrimoniales, lo que daba validez civil al matrimonio canónico, y se aseguraba la
obligatoriedad de la enseñanza religiosa, entre otras cuestiones. Mientras la Iglesia ob-
tenía formalmente este conjunto de privilegios, el régimen obtenía menos ventajas
tangibles pero una rentabilidad política de notables dimensiones. El sistema de nom-
bramiento de obispos se consolidaba, al permitir la presentación de propuestas para
las vacantes, y Franco obtenía privilegios y honores simbólicos como la obligatorie-
dad de elevar preces o la entrada en los lugares sacros bajo palio, aspecto que se con-
virtió en una de las claves de la imaginería del régimen. La cuestión más valorada por
éste fue su reconocimiento y legitimación oficial por parte de la Iglesia, que, por aña-
didura, pasaba a formar parte, como una pieza de primera magnitud, en la rehabilita-
ción internacional de la dictadura. Éxito diplomático que tuvo además una notable
proyección interna, verificando formalmente lo que en la práctica era un hecho: la
presencia de la Iglesia en la vida pública y su incrustación en el tejido social.
La vida pública estaba empapada de una presencia efectiva de la Iglesia. Los actos
oficiales estaban revestidos desde los orígenes del régimen por códigos eclesiásticos
como una coartada de legitimación del régimen mismo. Pero además, las importan-
tes competencias de la Iglesia consolidadas por el Concordato, como en el ámbito
educativo o en el control de los medios de comunicación y espectáculos, atravesaron
los comportamientos colectivos y la vida cotidiana de los españoles. Carácter oficial
que proyectó la religión en la sociedad española en términos de moral social, conti-

94
nuando con las prácticas de los años 40 y con todo el marco de valores con que la
Iglesia había abrazado la sublevación militar de 1936.
Tres años antes de la firma del Concordato, el 5 de agosto de 1950, un acuerdo
con la Santa Sede restableció la jurisdicción eclesiástica castrense y estableció normas
para la asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas. Había sido una de las cuestiones
previas del acercamiento que despejaban el camino hacia el Concordato, al igual que
la creación de nuevas sedes episcopales en España. En el asunto de la jurisdicción cas-
trense quedaban clarificados los ámbitos y normas de la jurisdicción eclesiástica en el
ejército, dos instituciones básicas y mutuamente alimentadas en la construcción del
régimen. Pero todo ello no era más que la expresión institucional y oficial, como así
culminaría el Concordato, de la notable influencia de la Iglesia en todos los órdenes.
El espectacular despliegue oficial del Congreso Eucarístico Nacional, celebrado en
Barcelona el 27 de mayo de 1952, actuó de caja de resonancia y de proyección públi-
ca de la aproximación cada vez más estrecha entre el régimen y la jerarquía eclesiásti-
ca. Fue entendido como un gran acto de legitimación, previo al Concordato, del pro-
pio régimen por el Vaticano. Espoleado por la autoridades para una masiva asistencia,
acudieron cerca de 400 obispos y 15.000 sacerdotes, con multitudinarias comuniones
que, en la clausura, los organizadores cifraron en medio millón de personas. Todo, en
un contexto de fervor y agitación cristiana por las calles de Barcelona, socializando
un discurso que ataba régimen, Iglesia y pueblo.

95
CAPÍTULO IX

La sociedad española. Pautas tradicionales


y síntomas de modernización

9.1. LA RELIGIÓN CATÓLICA: RITOS COLECTIVOS Y MORAL SOCIAL


Mientras la economía y la sociedad española habían expresado en los inicios de
la década los primeros indicios de movilidad orientados a la salida del letargo autár-
quico, las costumbres, los valores, y las representaciones mentales de la sociedad es-
pañola no solamente permanecieron relativamente inmóviles respecto a la década an-
terior, sino que se reafirmó el carácter integrista con el que la Iglesia atravesó la mo-
ral y las relaciones entre los individuos. No era algo nuevo, pero sí la constatación de
que el nacionalcatolicismo estaba firmemente instalado en las actitudes individuales
y colectivas. Este carácter integrista de la política oficial estaba muy bien representa-
do por el ministro de Información Arias Salgado, cuya política informativa quedó
empapada hasta la obsesión de un carácter clerical que debía salvar las almas, para lo
que no dudaba en aplicar una extrema censura, donde las consideraciones de tipo
moral en el sentido apuntado marcaban la pauta. Y la seguirían marcando mucho
tiempo. De hecho, la labor relativamente autónoma de los censores en esta década y
en la siguiente, respecto a libros, publicaciones o proyecciones cinematográficas te-
nía, sin embargo, una vertebración en argumentos morales y clericales mucho más
que en supuestos peligros de propaganda política.
Las relaciones de género quedaron atravesadas por las pautas morales fomentadas
por el régimen, desde una coeducación prohibida, pasando por el papel asignado a
los hombres y las mujeres en los ámbitos familiares y sociales, hasta las relaciones de
pareja atentamente vigiladas por una mentalidad colectiva impregnada de autocensu-
ra y de amenaza de reprobación pública. La honra femenina y la virilidad masculina
eran los valores sobre los que debían descansar las relaciones de pareja, sujetas siem-
pre a la idea de pecado. Para la mujer estaba destinada una tarea de sacrificio y abne-
gación asociada a las labores domésticas, pero sobre todo a un rol familiar que era en-
tendido como el complemento subordinado del papel central del hombre. Tampoco
era nada nuevo, pero sí la beligerancia con la que el régimen y la jerarquía eclesiásti-
ca lo proyectaron como consecuencia de un doble sentido: la sintonía exultante en-
tre ambos poderes, oficializada en 1953, y las primeras amenazas a esos códigos mo-
rales y de conducta que, en algunas zonas y localidades del país, empezaron a desper-
tar, como las vivencias de los primeros turistas, los primeros night-clubs, o la actitud de

96
El clero multiplicó su influencia en todos los órdenes de la vida social.

97
las nuevas generaciones más abiertas al exterior, vinculadas a la universidad y con
nuevas preocupaciones. En El Jarama de Sánchez Ferlosio, publicada en 1955, queda-
ron ejemplarmente retratados en una excursión los códigos, actitudes y conversacio-
nes de la juventud de la época.
Con la afluencia de turistas, convertida pronto en el maná externo del régimen,
que se disparó en 1951 —700.000 visitantes, aproximadamente— para duplicarse a
mediados de la década —un millón y medio de turistas—, llegaron ideas y costum-
bres que chocaron vivamente con el despliegue del pudor colectivo y de la moral ca-
tólica. Actitudes medidas en términos de pecado que provocaron todo tipo de pre-
venciones y de preocupaciones, como lo puso de manifiesto el I Congreso Nacional
de Moralidad en Playas y Piscinas celebrado en mayo de 1951.
Era una sociedad, pues, que recuperaba los símbolos externos más radicales de
una moral vinculada a contenidos religiosos. Una moral que hundía sus raíces en el
espíritu de la Contrarreforma y que rehabilitaba todos los signos externos de la pie-
dad barroca y del catolicismo más conservador, anulando los proyectos secularizado-
res impulsados sobre todo durante la Segunda República. La asistencia a misa como
acto de cumplimiento obligado, el rezo familiar del rosario, fomentado con la cam-
paña impulsada por los obispos en 1953, y las manifestaciones públicas de devoción
eran, sobre todo en los ámbitos rurales y en las pequeñas ciudades de provincias, sín-
tomas de que el nacionalcatolicismo había culminado un largo proceso por el que la
religión se había convertido en moral social y punto de referencia exigido en los com-
portamientos de los individuos. Y además, porque el púlpito había recuperado su pa-
pel estelar en la creación de los estados de opinión. Las alocuciones dominicales, más
que cualquier otro instrumento de difusión, proporcionaban los argumentos mayo-
res para buena parte de las actitudes colectivas y de sus relaciones con el régimen.

9.2. UNA SOCIEDAD PREINDUSTRIAL EN TRANSFORMACIÓN. LA EMIGRACIÓN


La sociedad de los años 50, sobre todo en sus inicios, estaba más cerca de las es-
trecheces autárquicas que de los horizontes abiertos por los primeros síntomas visi-
bles de modernización. Se trataba de una sociedad predominantemente agraria en
lenta transformación, mientras las ciudades conservaban todavía signos evidentes del
mundo preindustrial, de los oficios y talleres, y del pequeño comercio, con persona-
jes simbólicos como costureras, aguadores o afiladores. El censo de 1950 situaba la
población española en cifras muy próximas a los 28 millones de habitantes, de los
que el 40% era población agraria. La geografía propiamente industrial estaba muy lo-
calizada y la ruptura de la modernización estaba aún por llegar. La guerra civil y la au-
tarquía habían frenado un proceso de crecimiento a largo plazo impulsado sobre
todo desde los años interseculares. En 1960, la población española había ascendido
a 30.583.000 habitantes, con una tasa del crecimiento anual de 0,81%, como resulta-
do de la bajada de las tasas de mortalidad —9,8 %o de media entre 1951-1955 y 9,2 %o
en el segundo quinquenio— y del aumento de las de natalidad, cuya media del 21,5 %o
entre 1956-1960 sería superior a la de los años 60.
Todavía tenían una aparición muy pausada los espectaculares cambios en la vida
cotidiana y en las pautas de comportamiento que la sociedad industrial provocaría en
la década siguiente. Pero también se empezaban a hacer visibles las mutaciones pro-
pias de una sociedad que caminaba hacia la industrialización. A lo largo de la década

98
se disparó la movilidad espacial de la población, que, procedente del ámbito agrario
-sobre todo de las dos Castillas, Extremadura, Galicia y Andalucía—, pasó a engro-
sar los grandes núcleos urbanos, para alojarse en sus suburbios, y también en munici-
pios próximos a aquellos que, como Alcalá de Henares, Getafe, Hospitalet, Tarrasa o
Baracaldo, aumentaron notablemente su población. Más de un millón de personas
protagonizaron ese trasvase a lo largo de la década, formando parte de una corriente
migratoria que también se orientó en buena medida al extranjero. La emigración ex-
terior impulsó de nuevo el destino a América, con un saldo neto de 40.000 emigran-
tes anuales, pero nuevos lugares de oportunidad irrumpieron para consolidarse en la
década siguiente, como fueron los países europeos occidentales, que poco a poco sus-
tituyeron la tradicional emigración a tierras americanas. Este proceso migratorio se
inscribió en uno más amplio protagonizado por el conjunto de países del sur de Eu-
ropa excedentarios de mano de obra, para surtir a las economías embarcadas en un
excepcional periodo de crecimiento en el centro y norte de Europa. El goteo de emi-
grantes a Europa se disparó en 1960 —3.183 en 1950, 2.205 en 1955 y 19.610
en 1960—, para convertirse en una emigración masiva desde 1961. Este tipo de emi-
gración exterior, como ha señalado Fernández Asperilla, estaba vinculada a la expor-
tación de mano de obra, cambiando la imagen clásica del trauma de la emigración
para mutarla en un derecho y en una búsqueda de trabajo. Así, fue tolerada, impulsa-
da y controlada por el régimen, consciente de que la apertura de fronteras para la sa-
lida de la mano de obra aliviaría las tensiones provocadas por la incapacidad de la
economía española para absorber los excedentes, y de la importancia de la repatria-
ción de capitales. El organismo encargado de la gestión de las demandas de trabajo y
de la asistencia y control de los emigrados fue el Instituto Español de Emigración,
creado el 18 de julio de 1956. Se establecieron acuerdos bilaterales con varios países
europeos, en forma de convenios de Seguridad Social, para trabajadores emigrados
en Francia (1957), Alemania (1959) o Suiza (1959), que se aplicaron a contratos de tra-
bajo desde 1960. En 1956, el régimen suscribió un acuerdo bilateral con Bélgica para
surtir de mano de obra a las minas belgas. Los trabajadores emigrados, siempre con
la idea del retorno, crearon en sus lugares de destino vínculos de solidaridad estrecha-
dos por la confluencia de emigrantes relacionados por el paisanaje, el parentesco o la
amistad, siguiendo las pautas marcadas por procesos migratorios anteriores.

9.3. LOS CAMBIOS DE LA SOCIEDAD CAMPESINA Y EL MODO DE VIDA URBANO.


LOS PRIMEROS SÍNTOMAS DE LA MODERNIZACIÓN
En el interior, el trasvase masivo de población del campo a la ciudad transformó
las sociedades campesinas que, en dos décadas, protagonizaron cambios muy rápi-
dos. Se alteró la secular quietud campesina donde las generaciones nacían, vivían y
morían en el mismo lugar, desarticulándose el apego a la tierra para buscar el desea-
do espacio de oportunidades que representó la ciudad. Formaba parte de la lógica del
proceso de transformación económica de carácter industrial puesto en marcha.
Como ha señalado Sánchez Jiménez, con la emigración constante la ciudad conquis-
tó el mundo campesino, que se quedó sin la perspectiva de futuro labrada por sus ha-
bitantes durante generaciones. Alteró así las concepciones de la vida campesina liga-
da a pautas tradicionales, rompiéndose el papel de la educación familiar y sus proyec-
tos vinculados al mundo rural y a la profesión agrícola. Una emigración entendida
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como la búsqueda de un porvenir, una vez que se extendió la idea de una existencia
imposible en el campo y la pérdida de confianza. La fuga del campo, consentida y de-
seada, percibió la ciudad como espacio de oportunidades y expectativas de vida, no
siempre colmadas, y como sinónimo de bienestar y progreso. Y con ello se fue impo-
niendo el modo de vida urbano en la sociedad española.
El creciente volumen de nuevos pobladores urbanos desbordó la capacidad de
absorción de las ciudades y cualquier fórmula de planificación racional del espacio.
La construcción de nuevas viviendas y las necesidades crecientes suponían la expre-
sión más palpable de los desajustes económicos y sociales de un década de transfor-
maciones. Entre 1955 y 1960 se construyeron más de 400.000 viviendas, número a to-
das luces insuficiente para una demanda que al inicio de la década se había situado
en un millón. Las viviendas de protección oficial y la política de casas baratas amor-
tiguaron escasamente el problema. Nuevas barriadas fueron construidas a base de ma-
teriales de ínfima calidad y huérfanas de los servicios más elementales, y se levantaron
suburbios que crecían desordenadamente en la periferia o en las proximidades de la
ciudades a base de chabolas. El chabolismo, lejos de presentarse como un fenómeno
marginal y aislado, formó parte del paisaje en el entorno de las grandes ciudades.
En el interior de las casas predominó la austeridad del brasero y la fresquera como
símbolos domésticos preindustriales, pero las carencias se detectaban aún más cuan-
do en más de la mitad del inventario de hogares faltaba el cuarto de baño y el agua
corriente. Los hábitos alimenticios tendieron a olvidar el racionamiento autárquico
que se levantó en los inicios de la década, y las dietas empezaron a diversificarse y a
ser más cuantiosas, aunque bajas en calorías y proteínas por habitante y año. Las tien-
das comenzaron a poblarse con más productos, aunque todavía existían dificultades
para obtener algunos, como los yogures o el jamón york, asociados todavía durante
muchos años a comida especial para enfermos. La tendencia a la normalización de
los mercados contrastó con el mantenimiento de prácticas autárquicas y con la distri-
bución clandestina de trigo o el fraude en la comercialización del aceite y del vino.
Poco a poco se fueron restableciendo los niveles de alimentación de 1936, aunque to-
davía habrá que esperar a la recuperación de los niveles de consumo de algunos pro-
ductos como la carne o el azúcar hasta los años 60. A partir de noviembre de 1954 se
puso en marcha el «complemento alimenticio» en las escuelas, consistente en el repar-
to, sobre todo de leche en polvo, a través de Cáritas, que, actuando como «caridad or-
ganizada», según ha resaltado Sánchez Jiménez en su estudio de la institución, gestionó
y repartió desde los primeros años 50 la Ayuda Social Americana. Unas cifras de ayuda
que en más de diez años de existencia supusieron más de 37.500 millones de pesetas.
La familia, reivindicada como el centro neurálgico de los códigos morales que el
integrismo de la época proyectó sobre la sociedad española, actuó de elemento inte-
grador ante los desajustes económicos y sociales. La solidaridad familiar, nutrida tam-
bién de elementos colaterales y de más de dos generaciones, tendió a incorporar a tra-
vés de las relaciones de parentesco, o incluso de origen geográfico, a individuos que
fueron empujados a las ciudades en busca de un lugar de oportunidades. La familia
era además el fiel reflejo de la estructura jerárquica y de los roles bien fijados para sus
componentes masculinos y femeninos. En viviendas escasamente confortables y
poco espaciosas en relación con el número de sus habitantes, la mesa camilla, alrede-
dor del brasero, actuó como el espacio de sociabilidad familiar por antonomasia,
donde se hacían madejas, deberes, o se rezaba el rosario, pero también donde con-
fluían las experiencias de la vida cotidiana y se ejercitaba la memoria histórica, sobre

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todo por los abuelos, hasta que las calefacciones, los nuevos hábitos de vida y la tele-
visión empezaron a sustituirla en los años 60.
En efecto, ya a finales de esta década se empezaron a vislumbrar los primeros sín-
tomas de cambio que en todos estos aspectos se desplegarán en los años 60. Poco a
poco los avances tecnológicos de la mano de la liberalización económica fueron rom-
piendo el secular aislamiento y los usos y costumbres de la vida doméstica. Nuevos
materiales y productos como los plásticos y el nuevo menaje para los hogares —du-
ralex, olla exprés, primeros electrodomésticos—, aunque todavía escasos, se empeza-
ron a incorporar al paisaje doméstico, así como los tejidos de nailon que trastocaron
los atuendos y el vestido. El mundo laboral y su estructura horaria, transformados
por la dinámica fabril en términos de productividad, tendieron a modificar el conjun-
to de los horarios y a imprimir mayor ritmo a la vida cotidiana de las principales ciu-
dades, con los desplazamientos más largos, la prolongación de las jornadas o la habi-
litación de los comedores de empresa. Era también la antesala del acceso masivo a la
sociedad de consumo. Entre todos los cambios que se anunciaban, y que alterarían
el paisaje y la vida colectiva en la ciudad, destacó el automóvil y su modelo protago-
nista, el 600, convertido en todo un símbolo de las mutaciones en las costumbres y
los valores. A mediados de la década apenas el parque automovilístico llegaba
a 200.000 coches. El 9 de mayo de 1950 se había creado SEAT, con capital mayorita-
rio del INI y con licencia italiana, el 11 de noviembre de 1953 se fabricó el primer au-
tomóvil SEAT y cuatro años más tarde, el 27 de junio de 1957, se vendió el primer 600,
llamado a convertirse en el ejemplo de una época asociada a las transformaciones. Las
ventas se multiplicaron y, aunque no se popularizaría hasta los años 60, sus caracte-
rísticas se acoplaban bien a las expectativas que el final de la década alumbró. Toda-
vía las calles de las ciudades alojaban como excepción automóviles, muy lejos del po-
der adquisitivo de la mayoría de la población, pero el coche alimentó los horizontes
de una sociedad reorientada al consumo y a la modernización y se convirtió en el re-
ferente de las aspiraciones de las nuevas clases medias y modestas durante mucho
tiempo. La posesión del automóvil, inalcanzable para muchos, equivalía a bienestar
y era el símbolo de haber cambiado de peldaño en la pirámide social.

9.4. LA DÉCADA DE LA RADIO


Entre los medios de comunicación, la radio fue el emblema de la época, no por
su novedad, pero sí por sus contenidos y socialización. Se había convertido en la
prioridad de la compra familiar. Ciertamente, la radio había empezado a desempeñar
un papel social y político de primera magnitud antes de la guerra civil, pero ahora
tendía a instalarse en la mayoría de los hogares y a favorecer su plena socialización.
Conectó lugares lejanos y brindó un instrumento inmediato de distracción y evasión.
Los seriales, los concursos y los musicales llenaron las casas de la época. Los seriales
desataron pasiones, sobre todo en la rutina de la vida doméstica femenina, creando
personajes de ficción y trasladando a la comunicación oral el discurso narrativo clási-
co del folletín. Los concursos alimentaron expectativas, y los musicales llenaron los
hogares de sonido y de canciones dedicadas, entre ellas las primeras notas de rock and
roü. En el ámbito musical, a finales de la década, hizo su aparición en el mundo del
disco el «microsurco», que, a 33 revoluciones por minuto y a 45 con doble cara, trans-
formó la grabación y la difusión musical.

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Historias de la radio (José Luis Sáenz de Heredia, 1955).

Pero también la radio fue el espacio privilegiado para los espectáculos deportivos.
Las retransmisiones deportivas, sobre todo de fútbol, retratando con la voz lo que no
se veía, estimulaban las emociones con un timbre de voz calculado para desatar las
pasiones. Estas retransmisiones, que conectaban además varios campos de fútbol de
forma simultánea, como inauguró el programa Carrusel Deportivo, y las quinielas que-
daron vinculadas para construir un fenómeno sociológico de evasión colectiva de no-
tables dimensiones. La radio fue el medio de comunicación que narró el gol de Zarra
contra Inglaterra en los Mundiales de Fútbol de 1950, marcando un hito en las re-
transmisiones deportivas por su popularización, sobre todo porque fue el emblema
de un nacionalismo exaltado que instrumentalizó el fútbol inyectando los valores

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El famoso gol de Zarra en el Mundial de 1950.

más queridos por el régimen. Los jugadores eran los depositarios de la furia española
y de la raza hispana. La victoria contra Inglaterra adquirió dimensiones de gesta na-
cional. El fútbol, junto a los toros, se consolidó como el espectáculo de masas y un
privilegiado espacio de sociabilidad. Los estadios y los clubs, donde muchas veces
quedaba implicada toda la familia, alojaron cada vez más aficionados. La obtención
consecutiva de cinco copas de Europa por el Real Madrid desde 1956, también fue
instrumentalizada, esta vez como un signo de la apertura exterior del régimen y de su
nueva imagen.
El deporte en su conjunto era entendido como un ingrediente de la formación
del espíritu nacional y de revitalización de un nacionalismo que tenía como catego-
ría superior la raza hispana impregnada de «viril heroísmo». De hecho, la reforma
educativa había contemplado este aspecto de la formación. Pero no existió ninguna
planificación que permitiera acoplar el deporte como formación integral del indivi-
duo ni su socialización. En la práctica, como en el caso del fútbol, el deporte se valo-
raba no en términos de una cultura física imprescindible en la formación, sino en cla-
ves del empuje de la raza hispana y con una visión castrense. Por ello, los hitos del
deporte español eran gestas aisladas que, como la de Bahamontes ganando el Tour de
Francia en 1958, configuraron los héroes nacionales de la época. La prensa deportiva,
con un discurso bien trabado, animaba a la socialización de todos los valores de na-
cionalismo exaltado con tono castizo y grandilocuente. Y buena muestra de ello
fue el diario deportivo Marca, publicación del Movimiento, que alcanzó una tirada
de 200.000 ejemplares.
La hegemonía incuestionada de la radio entre los medios de comunicación tam-
bién sufrió al final de la década el primer aldabonazo del que sería uno de los prin-
cipales instrumentos de cambio de la sociedad española: las emisiones de televisión.
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Cartel de estreno de la película Muerte de un ciclista (Juan Antonio Bardem, 1955).

El 28 de octubre de 1956 se producía la primera emisión de Televisión Española, con


un programa regular. A principios de 1958 sólo existían 30.000 receptores, pero a par-
tir de esta fecha empezaron a multiplicarse, mientras los informativos y seriales esti-
mulaban la audiencia de un medio todavía inalcanzable para la mayor parte de la po-
blación. Con el final de la década se establecieron las conexiones con Eurovisión, y
se abrió un horizonte en el que la televisión estaba llamada a representar un papel es-
telar en los procesos de cambio.

9.5. LA CULTURA CRÍTICA


En términos culturales, aunque no se abandonó la retórica del nacionalismo exal-
tado de los años 40, el discurso tendió, no obstante, a perder intensidad a lo largo de
los años 50. Y aires de cambio soplaron en la producción cultural empapados de sen-
tido crítico frente a la cultura oficial. El cine, socializado, que rivalizó en el capítulo
del entretenimiento con la radio, el fútbol y los toros, estaba encorsetado en la cen-
sura, medida sobre todo en claves morales. El NODO, precediendo a los programas
dobles, era el santo y seña de la intervención del régimen en un medio que multipli-
caba la audiencia constantemente. El 21 de marzo de 1952 se creó la Junta de Califi-
cación y Censura de Películas, cuya actividad mutiló escenas, cambió sentidos y adul-
teró los doblajes, atendiendo a las recomendaciones sobre la pureza de la moral. El
gran éxito de la década fue El último cuplé de Juan de Orduña en 1957. Pero también
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el cine empezó a desplegar un sentido crítico, como otras expresiones culturales de la


época. Jóvenes directores retrataron la sociedad de la época. En mayo de 1953, Bien-
venido Mr. Marshall obtuvo el premio al mejor guión en el Festival de Cannes.
En 1955, Muerte de un ciclista, y en 1957, Calle Mayor, ambas de Bardem, representa-
ron el cine crítico con la realidad social, con melodramas que hablaban de miserias,
soledades e insatisfacciones.
En esta década confluyeron en la literatura las nuevas generaciones no implicadas
directamente en la guerra, e impulsaron una literatura realista y crítica con los cáno-
nes de una sociedad anclada en la desilusión y el inmovilismo. Una larga nómina de
novelistas contribuyeron a desperezar el ambiente cultural heredado de la década an-
terior y a alejarse del miserable ambiente narrado por Cela en La colmena: Sánchez
Ferlosio, Fernández Santos, Aldecoa, García Hortelano, Goytisolo... La poesía social,
tenazmente crítica, con un realismo poético entendido como instrumento de acción
social y política, se disculpó con Celaya, Blas de Otero, Hierro, Crémer, Nora... y la
nueva generación representada por Caballero Bonald, Ángel González, Barral, Gil de
Biedma, Valente o Claudio Rodríguez, con composiciones poéticas de denuncia y
protesta social, con toda la dimensión rebelde de la nueva intelectualidad. En la mis-
ma dirección, el teatro de Buero Vallejo o Alfonso Sastre reflejaron esa actitud acu-
diendo al realismo y la crítica de la sociedad inmóvil. Historia de una escalera, del pri-
mero, representaba todo el mundo de desesperanzas, falta de horizontes y personajes
frustrados incapaces de salir de su mundo anquilosado. Mientras, el teatro de evasión de
dimensiones intrascendentes escenificaba artificialmente una sociedad aparentemente
inmóvil.
Las nuevas generaciones inquietas, críticas, que reclamaban las novedades del ex-
terior, empezaron a incomodar al régimen. Los textos del exterior, los debates, el tono
reflexivo, la preocupación por la realidad social, el espíritu de rebeldía, eran las notas
de una juventud universitaria y de unos intelectuales madurados con el discurrir del
régimen. No se trataba de la oposición histórica y militante y de unos intelectuales
exiliados o amordazados, sino, para mayor preocupación de la dictadura, de unas ge-
neraciones nacidas en los años 20 y 30 inquietas e inteligentemente críticas con la rea-
lidad social y el régimen en que descansaba. Más que proyectos políticos precisos, re-
presentaban un estado de ánimo y una actitud ante la España de la época. Muchos,
hijos del régimen, vástagos de las clases acomodadas, estaban ligados a las aulas univer-
sitarias.

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CAPÍTULO X

Las tensiones del bienio 1956-1957

10.1. LA PROTESTA UNIVERSITARIA. LA ACTITUD CONTESTATARIA


DE LOS «HIJOS DEL RÉGIMEN»

Aunque Franco y las elites políticas nunca lo entendieron en términos de crisis, y


mucho menos se proyectó tal consideración a la opinión pública, lo cierto es que el
bienio 1956-1957 marcó un punto de inflexión en la evolución del régimen. El deto-
nante universitario había sido para el gobierno un leve episodio protagonizado por
infiltrados comunistas que habían causado desórdenes, pero todo se consideraba
completamente controlado. Sin embargo, estos sucesos habían desvelado el tejido de
lucha por el poder existente entre los clanes del régimen a lo largo de la década.
La marcha de la economía no era en modo alguno favorable, pasados los efectos
de las medidas liberalizadoras de 1951 y de las mayores dosis de integración en el
mercado mundial. Éstas habían sido insuficientes, porque la maquinaria autárquica
había sido desmontada sólo parcialmente. Los costes de la vocación industrializado-
ra empezaban a pasar factura. Además, los dólares americanos se habían ido agotan-
do. Se precisaban cambios estructurales de mayor envergadura que dieran el salto de-
finitivo en la dirección liberalizadora emprendida. Una secuencia de huelgas inicia-
das en Tarrasa en enero de 1956 inauguró un nuevo periodo de conflictividad laboral.
El descontento social llevaba camino de abrir las brechas para las distintas alternati-
vas políticas. La nueva edición del boicot a los tranvías en Barcelona en enero de 1957
y al transporte público en Madrid en febrero eran signos del malestar social azuzado
por la espiral inflacionista. Pero el motivo de mayor preocupación inmediata para el
gobierno había estallado en forma de movimiento estudiantil en 1956, con los enfren-
tamientos entre estudiantes y miembros del SEU. En teoría, la cuestión había quedado
saldada con el cese de Ruiz Giménez, sobre quien descansó la acusación de responsa-
bilidad por su política permisiva desde 1951, y de Fernández Cuesta, también hecho
responsable de la virulencia con la que Falange entendió el asunto, porque hasta enton-
ces había sido el encargado del control de los dirigentes falangistas disconformes.
Como ha señalado Tusell, el aperturismo de Ruiz Giménez no había sido inicialmente
conflictivo con Falange, pero al solaparse con actitudes incorformistas en el terreno po-
lítico habían terminado por ser incompatibles. De todas formas, la crisis universitaria y
las destituciones eran sólo el inicio de una crisis de mayor alcance que tomaría cuerpo
con el cambio de gobierno del 25 de febrero de 1957. Habían subido de tono las ten-
siones entre las familias políticas, sobre todo entre católicos y falangistas.

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Los desórdenes universitarios habían desvelado el inconformismo de las nuevas
generaciones, pero también una forma de oposición inédita, desde dentro, que ya no
cejaría hasta el final de la dictadura. Las universidades, y sobre todo la de Madrid con
sus efectos amplificadores, se habían convertido en foros contestatarios del régimen.
A la altura de 1956, su cobertura política era heterogénea y confusa, porque era más
bien un estado de ánimo que unas alternativas políticas sólidamente construidas. En
ellos se entremezclaban las respuestas de jóvenes de diferente procedencia ideológica
y en muchos casos todavía no articuladas como proyectos políticos. Estas posiciones
tendieron a ser instrumentalizadas por formaciones clásicas de la oposición, pero su
heterogeneidad era muy variada al confluir sectores disconformes independientes, fa-
langistas, monárquicos, liberales, etc. Fue precisamente a partir de 1956 cuando estos
discursos inconformistas empezaron a adoptar coberturas políticas más precisas,
aprovechando el notable caudal de oposición que llevaban, e influyeron en la redefi-
nición y origen de formaciones políticas de oposición. Pero la mayor preocupación
para las elites políticas se debía a que sus protagonistas eran los hijos del régimen, anti-
guos falangistas o hijos de prohombres del régimen, con apellidos insignes. La agita-
ción universitaria había despertado la sorpresa, primero, y el temor, después, en las fa-
milias fieles al régimen, al comprobar que sus hijos se situaban en la clandestinidad.
El peregrinaje por los centros de detención pidiendo la libertad de apellidos impor-
tantes de familias leales al régimen, situaba la evidencia de un peligro para la dictadu-
ra instalado en sus mismas entrañas.
Se trataba de una nueva forma de oposición que procedía del régimen mismo y
que estaba protagonizada por las nuevas generaciones, y no de una oposición que
hundía sus raíces en la guerra civil. Una oposición mutilada, reprimida y clandestina,
alejada de la realidad y con escasa capacidad de actuación y convocatoria, no era la
principal preocupación del régimen, aunque siguiera constituyendo la base de la re-
tórica oficial, sino las disensiones en el ámbito estudiantil e intelectual, por un lado,
y las posiciones de la ortodoxia falangista, por otro, cuyas bases exaltadas podían sa-
lirse del guión del Movimiento.

10.2. PROTESTA CIUDADANA Y PROTESTA OBRERA


Las enseñanzas de la secuencia de movilizaciones en forma de boicot o huelgas
en 1951 en los núcleos más populosos del país fueron madurando a lo largo de la dé-
cada. El descontento social, más que a un colectivo preciso, había tenido como prota-
gonista a la ciudadanía afectada por las consecuencias en la vida cotidiana de la losa
autárquica. El racionamiento prolongado más allá de lo humanamente soportable,
las dificultades domésticas y diarias provocadas por un poder adquisitivo raquítico
activaron la protesta, pero también contribuyó la respuesta social al estraperlo gene-
ralizado y a los abusos de un situación entendida como injusta por la economía moral
de la multitud. Había sido el caldo de cultivo para que la situación de protesta ciuda-
dana estallase con la subida de los precios de los tranvías y también para desperezar
una protesta hasta entonces casi siempre individual, privada y silenciosa en el marco
del miedo a la expresión pública del descontento o desactivada por la resignación.
Los objetivos se situaban en realidades concretas y tangibles como la subida de tari-
fas, los salarios o la escasez, pero no en reivindicaciones políticas genéricas de lucha
contra la dictadura. Así, los protagonistas, las formas de respuesta y los objetivos em-
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107
pezaron a ser distintos respecto a la etapa anterior. Y con ello, las movilizaciones en
forma de boicot o huelga dejaron descolocadas a las organizaciones clásicas de la
oposición, con formas de organización y objetivos escasamente acoplados a la nueva
realidad y con difíciles proyecciones en el tejido social. Atrapadas en la clandestini-
dad, el fraccionamiento de posiciones y ancladas en el pasado, fueron siempre a re-
molque de la protesta ciudadana y de la protesta obrera, aunque a lo largo de la dé-
cada intentaran moldear sus posiciones. En ellas participaron o se sumaron heterogé-
neos grupos u organizaciones políticas, desde falangistas o católicos de las HOAC
hasta comunistas o socialistas, pero nunca llegaron a actuar de cauces de la protesta.
Estas formas de protesta ciudadana inauguradas en 1951 estuvieron alimentadas por
el descontento de la realidad cotidiana, aunque su importancia debe situarse en el te-
rreno cualitativo más que en su dimensión cuantitativa en una población atenazada,
inhibida, resignada o en todo caso protagonista de un rechazo pasivo. Fueron movi-
lizaciones episódicas en los grandes núcleos urbanos del país, donde las consecuen-
cias del racionamiento eran más visibles y donde la socialización del descontento te-
nía más posibilidades.
Entre febrero y mayo de 1951, la protesta ciudadana había tenido su prolonga-
ción natural en el inicio de una secuencia de huelgas en Cataluña, Madrid y el País
Vasco, que se multiplicaron, aunque de forma irregular, a lo largo de toda la década,
sobre todo entre 1956 y 1958. Una protesta obrera que se fue redefiniendo y maduran-
do a los largo de estos años, y que tenía como centros neurálgicos la nueva geografía
industrial y obrera que se fue construyendo al calor de las transformaciones del perio-
do en un sentido industrializador. La afluencia de contingentes de mano de obra jo-
ven porcedente del ámbito rural hacia los cinturones industriales en formación de
Cataluña, Madrid, el País Vasco —además de la cuenca minera asturiana—, nutrió las
filas del asalariado industrial de nuevos obreros, huérfanos de tradición obrera en su
cultura y formas de organización y con escasas vinculaciones con la guerra civil. Los
viejos y nuevos protagonistas de los talleres y las fábricas confluyeron para cambiar el
rumbo de lo que hasta entonces había constituido la médula organizativa y reivindi-
cativa del movimiento obrero clásico, es decir, el anterior a 1936. Siguiendo la lógica
de la protesta ciudadana, los objetivos estaban empapados de reivindicaciones con-
cretas que afectaban a la vida cotidiana y doméstica del trabajador asalariado: la lu-
cha por el sustento, esto es, sobre todo los salarios y otras demandas relacionadas con
las condiciones de trabajo en las empresas. El instrumento de respuesta utilizado fue
la huelga y la práctica de formación espontánea de comisiones en las empresas como
vehículo de las reclamaciones, con distintas dimensiones espacio-temporales.
Fueron huelgas de envergadura, además de las de 1951 —sobre todo en el cintu-
rón industrial barcelonés el 1 de mayo—, la desarrollada en la empresa vizcaína Eus-
kalduna en 1953 y la secuencia de huelgas entre 1956 y 1958 en la cuenca minera as-
turiana, Vizcaya, Madrid, Pamplona y, sobre todo, Cataluña.
La huelga del cinturón industrial barcelonés de 1951 había estado vinculada al
movimiento ciudadano del boicot, lo que entrañaba aspectos políticos que supera-
ban reivindicaciones concretas. Las reclamaciones salariales y la respuesta a la carestía
y los precios fueron los argumentos del despertar huelguístico en el País Vasco, sobre
todo en Vizcaya en abril y mayo de ese año, pero además se trataba de huelgas rodea-
das de inquietud social manifestada por sectores católicos, toda vez que, como en el
resto del país, CNT y UGT habían quedado diezmadas, además del sindicato vasco
ELA. La huelga de Euskalduna en 1953 fue el eslabón de las protestas y de la for-
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mación de comisiones de obreros en el País Vasco que culminaron en el bienio
1956-1958. En Andalucía, la huelga de Sanlúcar de Barrameda en 1952 inició la se-
cuencia de la protesta extendida con la década a toda la comarca jerezana. Mientras,
desde esa fecha en Aragón las reivindicaciones concretas de los trabajadores iban
adoptando forma de comisiones. Pero quizá fue en la minería asturiana donde la ló-
gica de reivindicaciones moderadas y ampliamente compartidas sobre precios de des-
tajo, salarios y otras condiciones, y de la utilización de conductos participativos, actuó
de caldo de cultivo en la formación de comisiones de obreros, como en La Camocha
en 1955 y 1956, cuya comisión actuó de portavoz en la huelga de enero de 1957.
El bienio 1956-1958 marcó un periodo de especial agitación y sirvió de impulso
en un movimiento obrero cada vez más configurado con nuevos instrumentos de res-
puesta y organización. En la primavera de 1956 estalló una cadena de huelgas, liga-
das sobre todo a las dificultades de las economías obreras, en la minería asturiana,
Pamplona, País Vasco —principalmente los metalúrgicos de Vizcaya—, Madrid, y,
sobre todo, Barcelona, donde afectaron a empresas del metal de gran concentración
obrera como La Maquinista Terrestre y Marítima, ENASA, SEAT o Hispano Olivet-
ti, o del sector textil como Batlló. Estaban estimuladas por el escaso poder adquisiti-
vo provocado por la espiral inflacionista y la carestía, para lo que no habían servido
en absoluto las irracionales subidas decretadas por el ministro Girón, que contribuye-
ron a multiplicar la inflación. El clima de protesta se prolongó en 1957, y se reprodu-
jo en las mismas zonas en 1958, ya puesta en marcha la apertura económica del nue-
vo gobierno y antes de la ley de convenios colectivos. Las huelgas como instrumen-
tos, aunque tuvieran una finalidad laboral precisa, eran para el régimen, por definición,
políticas, y como tales fueron entendidas por el gobierno. De hecho, aunque directa-
mente no tuvieran objetivos políticos en su formulación, cuestionaban la armonía ca-
pital-trabajo apadrinada por el sindicalismo vertical y el corporativismo que negaba el
conflicto entre patronos y trabajadores. Pero, sobre todo, las huelgas estaban asocia-
das a la alteración del orden público y la seguridad, principal argumento sociológico
del discurso del régimen. La dimensión política estaba servida. Pero, por lo mismo,
la práctica de las huelgas por los trabajadores demostraba el fracaso del modelo de
la organización sindical por controlar el mundo del trabajo y por tratar de circuns-
cribir el conflicto a su naturaleza individual y no colectiva. Negar el conflicto colec-
tivo a la altura de mitad de la década era negar la evidencia. Por eso, la ley de con-
venios colectivos en la significativa fecha de 1958 trató de encauzar las protestas y si-
tuar la negociación por los salarios y las condiciones de trabajo en términos colecti-
vos bajo el control de la Organización Sindical Española, esto es, del sindicalismo
vertical.
Las estrategias de este movimiento obrero de nuevo cuño, por su propia dinámi-
ca, tendieron a hacer compatible la huelga con el aprovechamiento de los cauces le-
gales que brindaba la legislación laboral y sindical. La participación en los engranajes
sindicales de la dictadura fue recibida inicialmente por las organizaciones sindicales
clandestinas con desconfianza, cuando no con oposición, y en todo caso no era bien
entendida por su carácter efímero y ajeno a las formas tradicionales de organización.
Pero aquí también la práctica reivindicativa de los obreros en las empresas demostró
a la UGT, CNT o a la OSO (Organización Sindical Obrera, impulsada por el PCE)
la eficacia de sus planteamientos. Los enlaces sindicales o los jurados de empresa em-
pezaron a ser utilizados como instrumento reivindicativo y de lucha laboral, además
de que se formaban comisiones de trabajadores de forma espontánea para negociar
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aspectos concretos que luego tendían a disolverse. De ahí el éxito de las comisiones
de obreros que, sin una organización estable, fueron sumando a las reivindicaciones
concretas laborales alternativas de mayor alcance de tipo político. Estas comisiones,
como en el ejemplo de Cataluña o Madrid, estuvieron inicialmente impulsadas y li-
gadas a la acción de nuevos y jóvenes militantes comunistas y católicos, aunque no
por la práctica de los partidos, para extenderse después en un movimiento socio-po-
lítico de primera magnitud en la década siguiente. Las organizaciones tradicionales de
oposición tendieron a dar el visto bueno a las nuevas posibilidades al final de la dé-
cada en que empezaron a valorarlas, como el PCE, cenetistas o sectores socialistas
— en contraste con la negativa de UGT—, aportando más tarde infraestructuras y mi-
litantes a las comisiones obreras y a la utilización de enlaces sindicales con la prácti-
ca del entrismo, es decir, la infiltración en los niveles de representación sindical ofi-
cial como práctica de lucha política. Ésta había sido una de las estrategias del PCE
desde 1948, pero esto no significaba la defensa de la fórmula de comisiones, como lo
demostró el hecho de que siguió potenciando OSO hasta que a finales de la década
la eficacia de las comisiones había quedado demostrada. Además, el PCE no dejó de
utilizar el recurso a las convocatorias de huelga general política, como las realizadas
en mayo de 1958 o junio de 1959, que, por su carácter político genérico, se saldaron
en fracasos. Fueron, por tanto, los militantes de las empresas, sobre todo comunistas
y católicos de las HOAC y las JOC, más que los partidos, los que impulsaron esta
fórmula acoplada a las circunstancias.
Todo este conjunto fue configurando un nuevo movimiento obrero en sus prota-
gonistas, objetivos e instrumentos de acción, que cuajaría en los años 60. Sus caracte-
rísticas han sido sintetizadas por Carme Molinero y Pere Ysàs: reivindicaciones muy
elementales, sobre todo salarios, ampliamente compartidas, instrumentalización de
los sindicatos verticales con la ocupación de la figura del enlace sindical y el jurado
de empresa, con la consiguiente utilización de la legalidad pero sin descartar acciones
de mayor alcance como la huelga, y creación de «comisiones» elegidas por los traba-
jadores en función de demandas concretas. Se abría un horizonte distinto en el mo-
vimiento obrero. Así, las comisiones de obreros en las empresas para la reclamación
de salarios, horas extraordinarias y aspectos puntuales de las condiciones de trabajo,
la participación en las elecciones sindicales con el acceso a enlaces o jurados y la prác-
tica de la huelga quedaron entrelazadas para impulsar la configuración organizativa y
de lucha de ese nuevo movimiento. Como ha señalado David Ruiz, esos embriones
asociativos que fueron en los años 50 las dispersas, inestables y episódicas comisiones
de obreros tendieron a extenderse, coordinarse y consolidarse en la década siguiente,
sobre todo entre 1962 y 1964 en que adquirieron carta de organización, Comisiones
Obreras, en casi todo el país. Fue en esta década cuando se manifestó una oposición
sindical de masas. De hecho, Comisiones Obreras era un movimiento socio-político
más que un sindicato en sentido estricto, que había entretejido la resistencia al sindi-
calismo vertical con la defensa de intereses inmediatos de los trabajadores sin renun-
ciar como proyecto a la construcción de las libertades democráticas. Desarticulada
la CNT y con la débil presencia de UGT anclada en su negativa a la práctica de la
oposición desde dentro, las comisiones de obreros se encontraron con un amplio
espacio en el mundo del trabajo con escasas conexiones con el pasado sindical, con
jóvenes obreros sin referencias organizativas anteriores, para construir un movi-
miento de nuevo cuño moldeado más por las circunstancias precisas que como
producto teórico y político. Los cambios demográficos y económicos, la liberaliza-
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ción y los convenios colectivos acabaron por consolidar el movimiento que cuajaría
en los años 60.

10.3. LAS OPOSICIONES POLÍTICAS AL RÉGIMEN


Las oposiciones políticas al régimen durante la década de los 50 sufrieron nota-
bles mutaciones, en sus protagonistas, naturaleza, morfología y estrategias. La evolu-
ción del régimen no puede medirse exclusivamente en términos de oposición, por-
que ésta se fue moldeando y diversificando precisamente en función del trasunto in-
terno del régimen y de las circunstancias exteriores. No se puede hablar de la
oposición al régimen como algo homogéneo y monolítico, sino de varias oposicio-
nes en el tiempo, en su naturaleza y en sus características, desde las representadas por
monárquicos y liberales o católicos ambiguamente retratados con el régimen hasta las
fuerzas clásicas de la oposición —las que hundían sus raíces en la guerra civil—, con
distintas estrategias. En general, la consolidación de la dictadura acabó con las expec-
tativas de una oposición histórica que creía en una inminente caída del régimen, pero
al mismo tiempo, sobre todo desde 1956, se alimentaron otras expectativas de unas
oposiciones históricas redefinidas y otras de nuevo cuño en el seno del régimen. To-
das seguían compartiendo el deseo de una caída a corto plazo del dictador, pero se-
guían estando alimentadas por una interpretación distorsionada de la realidad espa-
ñola. Al contrario, el régimen fue madurando, en términos de consolidación a todos
los niveles, y fue dilatando las esperas y superando todos los pronósticos.
Durante toda la década, el régimen no se vio amenazado seriamente por las dis-
tintas oposiciones de muy diversa naturaleza y procedencia. Las huelgas en el País
Vasco, Asturias o Cataluña, los boicots a los transportes públicos en Madrid y Barce-
lona, y la subida de tono de la protesta social en 1951 y 1956, habían provocado ex-
pectativas en sectores de la oposición y cierta inquietud en el régimen, pero la valo-
ración excesivamente triunfalista de los opositores contrastaba con la estabilidad de
la dictadura, para la que eran más preocupantes las tensiones en el régimen mismo.
Para la oposición histórica —republicanos, socialistas, comunistas, anarquistas,
nacionalistas—, la guerra fría, la ayuda norteamericana al régimen y el reconocimien-
to internacional del mismo, disiparon las esperanzas de una pronta caída de la dicta-
dura, iniciándose un proceso de reconversión. Con la década desaparecían los últi-
mos residuos de los maquis y la finalización de la estrategia de la lucha armada impul-
sada por los comunistas. Éstos estaban atrapados en la derrota de la guerrilla y las
directrices estalinistas y con notables dificultades de diálogo con otros grupos de la
oposición. Además, la ilegalización del partido comunista en Francia en 1950 mutiló
su cobertura desde el exterior. Aunque seguían anclados en esa interpretación distor-
sionada de la realidad española, aires de renovación soplaron en 1954 cuando en no-
viembre el V Congreso del Partido Comunista aupó a una joven generación de co-
munistas, curtidos ya en la guerra, pero con menor proclividad estalinista y más dis-
puestos a estrechar lazos con otros grupos de la oposición y a practicar una oposición
desde el interior. Esta estrategia, liderada por Carrillo, Claudín, Gallego y otros, tuvo
un punto de inflexión cuando en abril de 1956 el Comité Ejecutivo del Partido Co-
munista proclamó en Bucarest la política de reconciliación nacional. Los comunistas
acentuaron sus actividades en el interior, intentaron aproximaciones con otros gru-
pos, y pusieron en práctica la política del entrismo proporcionada por la representa-
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ción sindical en el nuevo marco de relaciones laborales aprovechando la brecha abier-
ta por las comisiones de obreros. Los militantes comunistas fueron el blanco priorita-
rio de la represión del régimen, pero al mismo tiempo, al actuar de coartada de legi-
timación para el régimen mismo, el visceral anticomunismo revitalizado con la gue-
rra fría, magnificó las dimensiones reales de la amenaza comunista que el régimen
situó como una influyente cohorte de infiltrados. En la década de los 50, pues, re-
presentaban un peligro más percibido que real, pero que daba contenido al discur-
so anticomunista que el régimen paseó por las cancillerías extranjeras en plena gue-
rra fría.
Como el resto de la oposición histórica, los socialistas estaban presos de una se-
rie de tensiones internas y de dificultades en su actuación. La consolidación del régi-
men en el contexto internacional había estrechado, sobre todo en Francia, los márge-
nes de su actuación. El PSOE perdía fuerza. Opuesto a cualquier colaboración con
los comunistas, en 1951 rompía su pacto con los monárquicos, política ratificada en
el V Congreso de 1952, después de que su secretario general, Indalecio Prieto, hubie-
ra presentado su dimisión en septiembre del año anterior. Además, en el interior sur-
gieron voces discrepantes de las nuevas generaciones con la dirección exterior del par-
tido socialista, dirigido ahora por Llopis, férreamente anclado en la tradición y con la
idea principal de preservar la organización en el exilio. La mayor proclividad de aqué-
llos a colaborar con otras fuerzas de la oposición, en particular con monárquicos y
comunistas, chocaba con la actitud tradicional del partido en el exilio. La mayor opo-
sición del interior procedía de la Agrupación Socialista Universitaria, salida de la can-
tera de la revuelta estudiantil de 1956, más proclive a colaborar con los comunistas, y
con una serie de discrepancias estratégicas y organizativas con los líderes del exterior,
que también mostraron personajes de la dirección del partido en Madrid o el Movi-
miento Socialista de Cataluña. Por si fuera poco, la UGT empezó a perder terreno,
con su actitud de no presentarse a las elecciones del sindicalismo vertical, frente a
unas pujantes comisiones obreras, cuya espontaneidad y provisionalidad contrastaba
con el tradicional objetivo ugetista de reforzar la organización.
Los monárquicos en su mayoría habían optado por el colaboracionismo con el
régimen, animados por la definición monárquica del Estado y la Ley de Sucesión,
pero con expectativas escasamente colmadas en la práctica. Por su parte, las tensas re-
laciones entre Franco y Juan de Borbón desembocaron sobre todo al final de la déca-
da en claras disidencias. Con sede en Estoril, como centro de peregrinaje monár-
quico, los círculos juanistas desplegaron un posibilismo que los aproximó tanto a
los carlistas de Rodezno como a los grupos monárquicos liberales. Estos últimos
se multiplicaron en versiones liberales monárquicas, muy alejadas de las opciones tra-
dicionalistas o reaccionarias, y adoptaron diversas fórmulas organizativas y políticas,
como la Unión Liberal de Satrústegui, la Democracia Social Cristiana de Gil Robles
o la Unión Demócrata Cristiana de Giménez Fernández, de matiz democrático y em-
papadas de las doctrinas sociales vaticanas. También el grupo liderado por Ridruejo,
procedente de Falange, adoptó forma organizativa con Acción Democrática con un
ideario asentado en valores democráticos que, sin defender doctrinalmente la monar-
quía, consideró esta institución en claves accidentalistas como la fórmula más ade-
cuada. Todos estos grupos de talante liberal, moderado, no representaban una ame-
naza tangible para el régimen, pero sí eran depositarios de un salto cualitativo en las
formas de oposición. Se nutrían de hombres procedentes del régimen o de las nuevas
generaciones desvinculadas de las formas clásicas de oposición y estaban instalados
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en el propio régimen. Y eso causaba preocupación en las esferas del poder. Eran gru-
pos organizados sobre todo al calor de los acontecimientos universitarios de 1956.
También de las ascuas del 56 nacieron otros grupos de izquierda, críticos con las
direcciones de los partidos en el exilio, y organizaciones de nuevo cuño, nutridas de
diversos referentes políticos e intelectuales, pero que, reclutados de la cantera univer-
sitaria, tenían en común la valoración de la democracia con contenidos sociales. Ta-
les fueron el Frente de Liberación Popular (FELIPE) o el grupo liderado por Tierno
Galván.
Todos ellos constituían un tipo de oposición más difícilmente controlable que la
militancia comunista, socialista o anarquista, condenada a la clandestinidad o al exi-
lio. Sus posiciones críticas y su difusión en medios universitarios, intelectuales y pro-
fesionales, eran motivo de preocupación, a pesar de su escasa importancia numérica.
Y, sobre todo, porque habían nacido del régimen mismo sin vinculación con la gue-
rra civil. En esta misma dirección, sectores eclesiásticos, precisamente en el momen-
to de mayor asociación formal Iglesia-dictadura, evolucionaron hacia posiciones crí-
ticas a lo largo de la década. Si bien es verdad que se habían institucionalizado rela-
ciones, y que la Iglesia había legitimado y se había convertido en el oráculo del
régimen, también empezaron a desvelarse posturas críticas respecto a la libertad de
prensa o respecto a la cuestión social en artículos de Ecclesia (órgano de Acción Católi-
ca Española), o en actividades como las protagonizadas por las HOAC o las JOC im-
plicadas en movimientos huelguísticos, o en las intervenciones de Herrera Oria ape-
lando a la justicia social. Esta transformación de los años 50 tuvo su versión más crí-
tica en la actuación pastoral de sacerdotes alentados por la doctrina social de Pío XII
y Juan XXIII, que animaban a una actitud misionera en contacto con la realidad de
las zonas obreras más marginadas. Esto condujo a una mayor implicación con el te-
jido social, que se tradujo en las experiencias de curas inquietos que compartían preo-
cupaciones y estrecheces con los trabajadores y desheredados en los suburbios de las
ciudades. Un ejemplo paradigmático de esta actitud militante y comprometida lo re-
presentó el jesuita padre Llanos, que evolucionó desde la capellanía del Frente de Ju-
ventudes y el falangismo militante al contacto con la marginación del Pozo del Tío
Raimundo, que, en las proximidades de la capital, representaba la versión más extre-
ma de miseria. Estas actitudes fueron cuajando en movimientos apostólicos obreros
que adoptaron la fórmula del compromiso en la década siguiente como pauta de ac-
tuación y tendieron puentes de colaboración con organizaciones políticas de la opo-
sición. El malestar del régimen subió de tono, porque, sin ser una oposición política
en sentido estricto, sus protagonistas estaban vinculados al tejido social y las formas
clásicas de represión de las disidencias eran, en este caso, inoperantes.

10.4. LOS APOYOS SOCIALES DE LA DICTADURA. PASIVIDAD, INHIBICIÓN Y


COMPLICIDAD SOCIOLÓGICA. EL MITO DEL «BUEN DICTADOR»

Sin embargo, lejos de tambalearse, la dictadura fue tejiendo su consolidación


sobre todo después de la prueba política y económica que representó el bienio
1956-1957. En esta década se ensancharon los horizontes sociológicos del régimen.
El hastío de la guerra, los temores e incertidumbres de la posguerra, y las voces de los
entusiastas de la victoria con sus intentos de socialización política, fueron dejando
paso a un discurso desmovilizador de la población, basado en el eufemismo de la paz
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y los valores del orden y la religión. La configuración de unas bases sociológicas del ré-
gimen más amplias, más allá de la confluencia heterogénea de intereses en 1936, fue
planteada en términos de lealtad con el dictador, favorecida por las transformaciones
económicas internas y la situación exterior. Sin intermediarios, ni partidos, ni fórmu-
las asociativas. Discurso desmovilizador que recogía los argumentos de algunos inte-
lectuales de principios de siglo que, acoplados en su versión conservadora, situaban
los males del país en la perversidad de la política y de sus representantes y en su ape-
lación al cirujano de hierro. Pero, además, durante la década, la salida del aislamiento,
proyectada por el régimen como un éxito de su firmeza de posiciones ante el mundo
occidental que le daba la razón en su lucha contra el comunismo, la supresión del ra-
cionamiento, las primeras transformaciones en el terreno económico y la mejora de
los niveles de vida en términos genéricos, no hicieron sino crear el marco de consoli-
dación de los apoyos sociales al régimen que perpetuaron su existencia al calor de la
década siguiente. Si bien la memoria histórica de la guerra civil seguía estando presen-
te en la mentalidad colectiva, el mantenimiento y consolidación de la dictadura en
claves de sus apoyos sociales no puede explicarse exclusivamente a la sombra de la re-
presión. Ésta no perdió intensidad en sus métodos y en sus objetivos, pero el grueso
de disidentes activos procedentes de la guerra habían desaparecido, enmudecido o
estaban en el exilio. Por otro lado, y para las nuevas generaciones, el miedo era me-
nos tenso y las realidades cotidianas de la subsistencia o las aspiraciones democráticas
eran argumentos lo suficientemente sólidos como para tantear la suerte de la disiden-
cia y la protesta. Pero la mayor parte de la población no se opuso, o no se opuso de
forma activa, con una actitud en todo caso de rechazo pasivo o privado. Es difícil ha-
cer una valoración en términos cuantitativos, pero en esta etapa de los años 50, los
apoyos originales de las elites económicas y de las clases medias católicas y conserva-
doras se consolidaron. Pero tampoco es posible asociar la dictadura con colectivos so-
ciales específicos, porque también gozó de apoyos en sectores menos favorecidos. Es
necesario distinguir entre la oposición más activa de los focos urbanos industriales, y
las zonas rurales, sobre todo de la España interior, más proclives a la quietud y más
sensibles a los discursos del régimen con una importante apoyatura en los púlpitos.
Además, el tejido social de excombatientes del bando vencedor tendió a acoplarse en
los distintos niveles de la Administración o a obtener el salvoconducto para acceder
a otras ocupaciones, consolidándose las redes clientelares. Pero, en general, una espe-
cial valoración de la seguridad y del orden atravesó las clases sociales, con un discur-
so populista y paternal en términos de lealtad al dictador, incluso por encima de los
«políticos», proyectándose el mito del «buen dictador», barnizado con un carácter
mesiánico, y adobado de connotaciones nacionalistas y católicas. Y esas bases socio-
lógicas, lo mismo que las elites políticas o económicas, basaron su actitud en la leal-
tad al dictador manteniendo un régimen labrado en claves de poder unipersonal.

10.5. LA CRISIS POLÍTICA DE 1956-1957.


LA CLAUSURA DE LA «REVOLUCIÓN PENDIENTE»
La crisis política de 1956 que afectó a la composición del gobierno no quedó sal-
dada con las destituciones de Ruiz Giménez y Fernández Cuesta. Franco necesitaba
seguir contando con el apoyo de Falange, pero al mismo tiempo seguir instrumenta-
lizándola sin propiciar un proyecto autónomo o dotarla de excesivo poder. Mientras
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Jesús Rubio sustituía en Educación al cesado Ruiz Giménez, para la secretaría general
del Movimiento, de la que se apeaba Fernandez Cuesta, Franco echó mano de José
Luis de Arrese, falangista ortodoxo, o de los denominados puros, para redefinir las re-
laciones del partido único con el régimen, manteniendo la misma filosofía: cierta he-
gemonía de Falange respecto a otras fuerzas políticas, pero de forma controlada.
Arrese elaboró un proyecto de institucionalización del régimen, tarea siempre di-
latada por el dictador con calculada ambigüedad. Pero el proyecto iba más allá de las
pretensiones de Franco y de las posiciones de Carrero. Mientras Franco quería reno-
var Falange, Arrese pretendía institucionalizar el régimen sobre la base del poder casi
exclusivo del partido. Los instrumentos serían una ley del Movimiento y otras sobre
el gobierno que dotaban claramente a Falange de un notable poder de forma institu-
cionalizada. El Movimiento tendría autonomía respecto a un eventual sucesor, y con-
taría con un secretario general que podría vetar disposiciones ministeriales, que ten-
dría amplias competencias y estaría elegido por un Consejo Nacional con capacidad
para cesar al gobierno. El proyecto careció de apoyos, empezando por Franco, cuyas
observaciones lo acabaron mutilando. También se opusieron militares, católicos y
monárquicos. Y fundamental fue la posición de Carrero, a cuyos argumentos era
muy sensible el general. El proyecto de Arrese se saldó con un fracaso, ya que despla-
zaba al resto de familias políticas y amenazaba el poder del propio dictador.
La crisis de 1956 marcó un punto de inflexión en las relaciones de Falange con
el régimen y las tensiones culminaron con una amplia remodelación del gobierno
en 1957. Para los falangistas puros, en el sentido de su oposición a la difuminación de
Falange en el régimen abandonando los supuestos doctrinales joseantonianos, signi-
ficaba la última oportunidad de desarrollar la revolución pendiente. Atrás quedaban los
años azules y la hipótesis de articulación del régimen con el partido único. A partir de
entonces, Falange fue perdiendo parcelas reales de poder en el centro de la toma
de decisiones, aunque siguiera teniendo peso específico y formalmente continuara en
las mismas posiciones dentro del régimen. Pero lo que quedaba claro era que Falan-
ge no tendría la hegemonía del Movimiento. Su relevo sería lento. Además, las divi-
siones entre sus dirigentes se hicieron más visibles. Las contradicciones entre los diri-
gentes del partido único y los cuadros políticos intermedios —procuradores, alcaldes,
concejales— se hicieron todavía más evidentes, como ha desvelado Sánchez Recio.
En estos niveles intermedios se manifestó aún más la diversidad ideológica y política,
por la resistencia de las fuerzas políticas no falangistas, demostrándose la incapacidad
de la burocracia para homogeneizar el partido único. El proceso de unificación en un
partido único —FET de las JONS— realizado durante la guerra para dar cobertura
política a las heterogéneas fuerzas políticas que apoyaron los sublevados, hacía aguas
por todas partes. La diversidad política no había hecho sino aumentar, y en esas con-
diciones era impensable el predominio de Falange, además del interés por parte de
Franco y de los dirigentes del régimen por mantener la diversidad interna. El partido
único había quedado instrumentalizado y la hegemonía de Falange neutralizada, lo
que condujo a un ambiente de apatía política progresiva entre militantes falangistas y
del partido, sobre todo en esos niveles intermedios.
En términos gubernamentales, con la amplísima remodelación del 25 de febrero
de 1957, se produjo la significativa salida de Girón del Ministerio de Trabajo, con su
política anacrónica respecto a las vetas liberalizadoras de otros departamentos. La li-
beralización estaba reclamando un nuevo marco de relaciones laborales, alejado del
encorsetamiento que había imprimido desde su Ministerio y de los presupuestos na-
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115
El gobierno de Franco de 1957.

cionalsindicalistas. Por su parte, Arrese fue relegado al ministerio de la Vivienda,


como una salida digna —un puente de plata— en una cartera considerada secundaria
y muy alejada de los ambiciosos proyectos que había diseñado. El nuevo hombre
fuerte en la tarea de las relaciones entre Falange, el Movimiento y las instituciones del
régimen en su conjunto fue José Solís, encargado de reconducir las pretensiones he-
gemónicas e institucionalizadoras de Arrese por una instrumentalización de Falange,
controlada en la ambigüedad del régimen. La estructura de partido único quedó inu-
tilizada. Falange mantenía influencia en el régimen, pero la gestión de Solís se orien-
tó a la burocratización del partido y de los sindicatos —embarcados en una reforma
que cuajaría en una primera versión a principios de los sesenta—, desmantelando los
supuestos políticos y con ello los horizontes doctrinales de Falange y anulando la de
que ésta —descafeinada— vertebrara el Estado.
Además, Carrero se consolidó como el cerebro de la evolución del régimen a par-
tir de entonces. De hecho, lo reorientó de manera distinta a los proyectos de Falan-
ge. El ministro subsecretario se había opuesto a las proposiciones de Arrese, era rece-
loso de la veta fascista y de los recortes que podría suponer al poder de Franco el pro-
yecto falangista. Sus referentes ideológicos estaban empapados del discurso de la
derecha católica tradicional e integrista, y por eso sus máximas se acoplaban bien al
discurso preferido por el régimen en los años 50: un régimen tradicional, católico y
monárquico. Era partidario de una burocracia fiel al dictador, que él mismo fue te-
jiendo, apeándose del discurso movilizador y político de Falange. Además, era un mi-
litar de prestigio, con lo que reunía todos los ingredientes para convertirse en el hom-
bre de la situación que los nuevos rumbos del régimen necesitaban. Y sobre todo su
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iniciativa acabó pesando en Franco, que le otorgó el placet de hombre de confianza.
Partidario de un Estado burocrático promocionó la cantera de tecnócratas liderados
por López Rodó, desde la Secretaría General Técnica de la Presidencia del Gobierno.
En esta línea; los ministerios económicos quedaron ocupados por Navarro Rubio y
Ullastres, quienes abrieron las espitas de la tecnocracia y el cambio definitivo del
rumbo económico.
Por otro lado, cesaron veteranos ministros como el católico Martín Artajo, muy
crítico con Arrese, sustituido en Exteriores por Castiella, curtido en las relaciones con
la Santa Sede. También Blas Pérez, sobre el que había caído la sombra de los desór-
denes callejeros, fue sustituido en Gobernación por un militar de la confianza de
Franco como Alonso Vega para sujetar el orden público, amenazado por la protesta
social. Apertura económica, pero férreo control político y del orden público, era la
dualidad que el régimen quería hacer compatible.

10.6. LOS TECNÓCRATAS. PRAGMATISMO ECONÓMICO, REFORMISMO TÉCNICO


Y APUNTALAMIENTO DE LA DICTADURA

La extinción del último intento de Falange por monopolizar el poder y dar con-
tenido al régimen con la máxima de la revolución pendiente estaba en sintonía con
la llegada de los tecnócratas, apoyados en el pragmatismo y el abandono de la autar-
quía. Por eso, más allá de una crisis política coyuntural resuelta con el cambio de mi-
nistros, febrero de 1957 supuso un profundo giro que abandonaba la mística de la re-
volución nacional por la asepsia planificadora y tecnócrata. Todo un aliento para la
dictadura que una vez más se acoplaba a las circunstancias internas y externas. Tam-
bién significaba un cambio generacional, de personas no atrapadas en el protagonis-
mo de la contienda de 1936. Los tecnócratas incorporaban por encima de todo los
criterios de racionalidad y eficacia en el funcionamiento de la economía y del Esta-
do. Las facultades de Ciencias Económicas se convertirían en la cantera de las nuevas
generaciones que se desplegaron por el tejido del Estado en la década siguiente.
Los tecnócratas apostaban por un reformismo técnico inundando como expertos
las altas estancias de la Administración en sustitución lenta de la burocracia de los ser-
vicios prestados, pero no llevaban implícita ninguna reforma política, ni mucho menos
en su sentido liberalizador. Sin cuestionar la dictadura, formaban parte del discurso
que veía en los españoles una incapacidad manifiesta para gobernarse a sí mismos. De
hecho, se convirtieron en los fontaneros que repararon las fisuras que el modelo au-
tárquico había provocado y, engrasando la maquinaria del Estado, contribuyeron de-
cisivamente a la consolidación de la dictadura. Otra cosa muy distinta es que a me-
dio plazo las reformas, aunque fueran técnicas y económicas en su concepción, abrie-
ran las espitas de la modernización y la generación de alternativas sociales y políticas
de mayor alcance. Por ello, los sectores falangistas, monárquicos y militares más in-
transigentes se oponían a cualquier tipo de reforma por limitada y técnica que fuese.
Los expertos tecnócratas venían a demostrar que las cuestiones económicas se podían
resolver con planificación, contabilidad e instrumentos técnicos en sustitución del
imperativo de los genitales tan querido por el discurso de los años 40. Pero los tecnó-
cratas no eran un cuerpo cerrado, ni una familia política en sí misma, ni eran el fru-
to de un proyecto político preciso, sino una serie de personajes, que se fueron multi-
plicando desde las facultades de Económicas y las escuelas técnicas, que compartían
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el pragmatismo, la racionalidad, la preparación profesional y el gusto por una socie-
dad competitiva y tecnificada, en claves de catolicismo moderno. Eran incondiciona-
les del régimen que se desplegaron por la Administración, muchos de ellos vincula-
dos al Opus Dei. No todos formaban parte de la Obra, denominación al uso de sus
militantes, pero ésta sí tuvo una notable influencia con la tupida red de clientelas que
desplegó por el Estado, cuyo secretismo e influencias despertaron todo tipo de re-
celos.
Así, para la dictadura, una oposición compartimentada, clandestina o exiliada, y
en todo caso reprimida, no era el único, aunque la retórica oficial así lo divulgara, ni
aun el enemigo mayor, sino las tensiones entre las resistencias a ultranza, de los sec-
tores de Falange, a un remozamiento del régimen y una política reformista sin aper-
turas políticas, representada por católicos y tecnócratas, para cimentar el régimen so-
bre fundamentos más sólidos a la altura de los años 50. Estas tensiones y estos grupos
desde dentro, pues, nunca cuestionaron la dictadura, ni Franco fue sensible hacia un
reformismo que alterara los principios del régimen, pero el sector aperturista era par-
tidario de ciertas dosis de tolerancia y de racionalización, en cuanto a las cuestiones
económicas y administrativas para sanear la dictadura. Esto acabaría cuajando en la
apertura económica, pero no en la política, mientras se acentuaban las resistencias de
la burocracia falangista instalada en los centros de poder. Incluso sus elementos más
recalcitrantes podían alterar los nuevos rumbos del régimen y convertirse en elemen-
tos peligrosos saliéndose de las pautas de orden marcadas, que, sin cuestionar a Fran-
co, sí eran reticentes a cualquier fórmula reformista o tolerante o a cualquier apertu-
ra aunque fuese económica o administrativa.
El trasunto de la década consistió entre reformistas y resistentes en cómo conven-
cer a Franco en una u otra dirección en los círculos de El Pardo, lo que culminó en
la crisis de 1957 con una decisión aparentemente salomónica de equilibrio entre las
familias del régimen, pero que en la práctica suponía la pérdida de poder relativo de
la ortodoxia falangista y la orientación aperturista del régimen en su sentido técnico
y económico. Fueron precisamente los católicos y los tecnócratas los que encontra-
ron la fórmula de apuntalamiento de la dictadura, con sus gestiones para el reconoci-
miento internacional y sus proyectos de racionalización y liberalización económica.
En el discurso oficial del régimen el término crisis no existió, y la protesta social
y las tensiones universitarias o laborales de la década y con mayor intensidad en la
siguiente, eran fruto de infiltrados al servicio de la conjura comunista, de carácter
judeo-masónica, en expresión tan querida por el dictador. La conjura comunista y ju-
deo-masónica eran los términos que el régimen y sus partidarios militantes interiori-
zaron para definir todo aquello que se opusiera al sistema. Así, el régimen combinó
represión de las disidencias externas y mutilación de las resistencias internas junto a
un posibilismo sensible a la apertura económica, con el objetivo de mantener intac-
ta la dictadura en sus fundamentos esenciales.

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CAPÍTULO XI
La dictadura reforzada

11.1. EL MOVIMIENTO Y LA AMBIGÜEDAD INSTITUCIONAL DEL RÉGIMEN


Mutiladas las aspiraciones hegemónicas de Falange, admitido el discurso tecnó-
crata y reordenado el conjunto de clanes políticos, el régimen institucionalizó la fór-
mula del ambiguo equilibrio en una Ley de Principios del Movimiento Nacional.
Esto es, se prolongaba el Estado inacabado, porque era precisamente la indefini-
ción lo que mantenía las expectativas de los grupos políticos sin colmar ninguna de
ellas, lo que equivalía a consolidar la esencia del régimen en claves de dictadura per-
sonal. Esta ley de 17 de mayo de 1958 era lo suficientemente genérica en el campo
de los principios que evitaba cualquier matiz político. Tenía la vitola de Ley Funda-
mental, y quedaba entendido el Movimiento «como comunión de los españoles en
los ideales que dieron vida a la cruzada» para exponer doce principios básicos. Las ca-
tegorías iniciales eran la definición de España como «una unidad de destino en lo
universal» y sus fundamentos católicos: «La nación española considera como timbre
de honor el acatamiento a la Ley de Dios según la doctrina de la Santa Iglesia Cató-
lica, Apostólica y Romana, única, verdadera y fe inseparable de la conciencia nacio-
nal, que inspirará su legislación.» En la forma política venía a ser la plasmación escri-
ta del discurso del régimen al definir el Estado como monarquía tradicional, católica, so-
cial y representativa, es decir, todos los ingredientes que hacían mantener expectativas
a las familias políticas, pero dependientes de la idea de Movimiento como columna
vertebral del régimen. Así, la monarquía con todos los apellidos era una monarquía
legitimada en el 18 de julio y dependiente del Movimiento que el futuro rey tendría
que acatar. La sucesión formaba parte, pues, del Movimiento y estaba desprovista de
cualquier autonomía y legitimación distinta. La acepción de tradicional, tan querida
por los carlistas, tenía toda la vocación de satisfacer también a este grupo, pero impli-
caba además que el régimen era el garante de la continuidad histórica en la tradición.
Un Estado además confesional y fervientemente católico, que matizaba que «el ideal
cristiano de la justicia social... inspirará la política y las leyes». Estas premisas venían
acompañadas del concepto de representación orgánica, es decir, la representación natu-
ral de las células básicas de la comunidad: familia, municipio y sindicato, lo que a
continuación significaba invalidar los partidos como fórmulas de representación y el
liberalismo como sistema. Todo ello se alejaba de una posible identificación con Fa-
lange y con sus principios sustentados en los 26 puntos que daban contenido ideoló-
gico al partido. El Movimiento era la fórmula del Nuevo Estado, pero entendido en
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claves del 18 de julio, es decir, partiendo de una situación enteramente nueva y dis-
tinta de otros proyectos previos, ya fueran monárquicos o falangistas.
Lo que se consolidaba era una dictadura personal que atrapó con ambigüedad
calculada a las familias políticas, sin imponerse ninguna sobre las demás, ni llegar a
convertirse en iniciativas de poder. Ni Falange, ni los católicos, ni los monárquicos,
ni los tradicionalistas, ni los militares. La retórica de Falange tuvo que convivir con el
pragmatismo y el clericalismo de los tecnócratas, con las pretensiones monárquicas
en sus distintas variables o con los militares sujetos al poder del generalísimo. Fue en-
tonces cuando se consolidó el régimen, es decir, cuando la dictadura personal era ine-
quívocamente el régimen mismo, y no los proyectos del Estado nacionalsindicalista,
de una monarquía restaurada o de una dictadura militar colegiada.
Y en esas claves del 18 de julio y con el tamiz burocrático de los tecnócratas, se
puso en marcha la reforma administrativa, pero no la definitiva institucionalización
del régimen, que tendría que esperar hasta la Ley Orgánica de 1967. Los supuestos po-
líticos y cualquier definición más precisa de ellos fueron sustituidos por la burocracia
que ponía orden en el juego administrativo. Esto quedó plasmado en la Ley de régi-
men jurídico de la Administración civil del Estado de 20 de julio de 1957, que esta-
blecía los códigos de funcionamiento administrativo, en sus procedimientos, norma-
tiva y personal, pero sin atender a aspectos políticos. Respecto a la jefatura del Esta-
do, quedaba a salvo cualquier concreción al argumentar: «La ley no dedica ningún
precepto particular al Jefe del Estado, por entender que sus atribuciones y prerrogati-
vas, respetadas en su integridad y atendida su naturaleza esencialmente política, de-
ben ser objeto especial de una ley.» Se enumeraban las atribuciones y competencias
del Consejo de Ministros, de sus Comisiones Delegadas, de la presidencia del Gobier-
no y de los ministros. Después regulaba los procedimientos administrativos de dispo-
siciones y resoluciones, y finalizaba con la regulación de la responsabilidad del Esta-
do y de sus autoridades y funcionarios. Y en sintonía con la anterior se situó la Ley
de Procedimiento Administrativo, aprobada por las Cortes el 15 de julio de 1958.

11.2. EL ORDEN PÚBLICO


El nuevo gobierno había tenido que hacer frente a otro periodo de agitación en
el que se entremezclaban los problemas económicos ejemplificados en la inflación, la
pérdida de poder adquisitivo, la situación laboral, con la multiplicación de las expec-
tativas de la oposición y la inquietud universitaria. Sólo días después de la formación
del gobierno, el 7 de marzo de 1957, se había iniciado la huelga en la cuenca minera
asturiana, en un clima de conflicto latente que volvió a estallar al año siguiente con
extensión a otros núcleos como Cataluña y el País Vasco. La respuesta a las huelgas
con despidos y detenciones culminó a mediados de marzo de 1958 con la declara-
ción del estado de excepción en Asturias, mientras el 21 de marzo paraban varias Uni-
versidades, y el partido comunista redoblaba sus convocatorias en huelgas y manifes-
taciones. Para el gobierno, una cuestión era impulsar las transformaciones económicas y
emprender reformas administrativas y técnicas, y otra, permitir cualquier disidencia o al-
ternativa al régimen, o la alteración del orden público.
El 24 de enero se aprobaba una ley de procedimientos sumarísimos en Consejos
de Guerra y el 29 de julio de 1959 —una semana después de aprobarse el Plan de Es-
tabilización Económica— salía a la luz una significativa ley de orden público, con to-
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dos los antídotos posibles contra huelgas, reuniones y manifestaciones. Era la demos-
tración más palpable de que el régimen no estaba dispuesto a tolerar ningún tipo de
disidencias o alteraciones. Reforma administrativa y liberalización económica no te-
nían su equivalente en el terreno político; por tanto el gobierno apuntaló bien la
cuestión del orden público, santo y seña del régimen, consciente de que cualquier re-
forma o actitud tolerante podría abrir las espitas de reivindicaciones de mayor alcance.

11.3. LA INEVLTABILIDAD DE EUROPA. LA DESCOLONIZACIÓN DE MARRUECOS


En el contexto exterior, superado el aislamiento a ultranza y recién estrenada la
incorporación a la ONU, el nuevo gobierno de 1957 coincidió con la significativa fir-
ma del Tratado de Roma que creaba la Comunidad Económica Europea. La apertu-
ra económica que impulsaría definitivamente el nuevo gobierno no significaba la sin-
tonía del régimen con las estructuras políticas y económicas de Europa occidental. El
discurso del régimen siguió empapado de un nacionalismo que, con tono populista,
situaba el carácter específico de lo español frente a todo lo extranjerizante que aten-
taba contra los sacrosantos valores católicos y tradicionales de España. Premisas de
orgullo patrio y racial que se pretendían ajenas a la contaminación del exterior. Pero
la retórica oficial tuvo que convivir, a partir de entonces, con una realidad tangible y
un proyecto de futuro como la integración europea, a la que el régimen no podía dar
la espalda por la propia lógica emprendida de la liberalización y la modernización
económica. Huérfano de una vocación europeísta, el régimen y sus elites, sin embar-
go, vieron el proceso de acercamiento como inevitable. Las relaciones comerciales y
financieras, el trasvase de mano de obra o el turismo, empezaron a situar pragmática-
mente las ventajas de estrechar vínculos con Europa. Las encuestas realizadas entre
los empresarios españoles, a través del Consejo Superior de Cámaras de Comercio,
después de la firma del Tratado de Roma concluían con las ventajas —siempre en un
proceso cauto y controlado— del acercamiento y de su inevitabilidad en el tiempo.
Opinión extendida sobre todo después del Plan de Estabilización que acabó cuajan-
do en 1962 con la primera solicitud formal de España de incorporación al Tratado.
El pragmatismo fue cuestionando la retórica, no sólo respecto al mundo europeo oc-
cidental, sino incluso cuando en los años 50 se habían puesto en marcha contactos
comerciales con los mismísimos países socialistas del este europeo.
El interés de Europa y España en términos de mercado era mutuo. La potenciali-
dad del mercado español abría notables expectativas para comerciantes e inversores
extranjeros, siempre y cuando modificara sus estructuras económicas. Pero la posi-
ción de Europa occidental, abierta a las relaciones económicas, situó el techo en la
imposibilidad misma de la integración como salto cualitativo mientras España siguie-
ra regida por su sistema autoritario. Exigencia que había suavizado Estados Unidos
en el momento de los Pactos, y que había quedado aparcada cuando la visita de Ei-
senhower a Madrid en diciembre de 1958, y su multitudinario recibimiento, se con-
virtieron en el símbolo de la revitalización exterior del régimen y del respaldo nortea-
mericano. Pero la posición europea también era muy convencional e incluso actuó
de revulsivo para el propio discurso nacionalista del régimen. Se trataba más de un as-
pecto simbólico que de una condición precisa, puesto que en la práctica el posibilis-
mo de los países europeos contribuyó con sus hombres, sus máquinas y sus capitales
a la modernización económica, pero también al robustecimiento del régimen.

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En esta época también se abrió un sendero de actuación para las fuerzas políticas
de oposición al régimen, para las cuales el restablecimiento de la democracia en Es-
paña era sinónimo de europeísmo. O, dicho de otra forma, su vocación europeísta es-
taba medida en claves del fin de la dictadura, siendo un instrumento importante de
sus estrategias. Este horizonte fue precisado en la reunión que distintas fuerzas de la
oposición celebrarían en Múnich en 1962.
Sin embargo, en el aspecto exterior la cuestión más problemática que se presentó
al régimen en el crítico bienio de 1956-1957, coincidiendo con la crisis política, fue la
independencia de Marruecos y la guerra de Ifni. Fue uno de los asuntos más silencia-
dos a la opinión pública, y en él confluían variables y significados de muy diversa ín-
dole. En un contexto descolonizador, el régimen fue presa de las contradicciones en-
tre la amistad árabe y su presencia en forma de protectorado en África noroccidental.
Aspectos atravesados por un contexto más amplio como eran los intereses franceses
en la zona y la inhibición de Estados Unidos, que, una vez más, valoró por encima
de pactos sus intereses estratégicos. Para el radicalismo verbal del nacionalismo, tan
instrumentalizado por el régimen en términos de cohesión, y la valoración del espíri-
tu imperial, la descolonización de Marruecos y el ataque en Ifni se mostraban como
una gran contradicción a la que el régimen, a través de la información controlada, dio
la vuelta y proyectó como un acto de generosidad del dictador. La independencia de
Marruecos había sido entendida desde el propio régimen como inevitable en la pro-
pia lógica de la descolonización, pero no tan pronto, lo que la hizo más difícilmente
explicable a una opinión empapada de discursos imperiales.
Mientras la Francia de la IV República trataba de amortiguar en 1953 las activida-
des del nacionalismo marroquí en su zona de protectorado provocando la caída y el
confinamiento del sultán Mohamed V, el régimen proyectaba simpatías con ese na-
cionalismo y el sultán. Con ello, reforzaba su acercamiento y el reconocimiento por
el mundo árabe y perjudicaba a la IV República, pero entrañaba una posición contra-
dictoria al alimentar la independencia que se volvería igualmente contra la zona es-
pañola del protectorado. Con ello había acelerado un proceso de independencia de
la zona más querida entre las ascuas del viejo imperio y de tradicional proyección
de la política española en el norte de África, impulsada desde los tiempos de la Unión
Liberal a mediados del siglo anterior. Referente del nacionalismo español, además el
protectorado marroquí se había convertido durante el primer tercio del siglo en la
cantera de un sector del ejército curtido en el norte de África, en el que se encontra-
ba la generación de militares sublevados en 1936 y el propio Franco. Todo un símbo-
lo para el régimen y el estamento militar.
El proceso descolonizador se mostró imparable. El 13 de enero de 1956, España
acordaba otorgar la independencia siempre y cuando lo hiciera Francia. Tal aserto,
contemplado al menos a medio plazo, atrapó a la posición española, que se vio com-
prometida cuando sólo dos meses más tarde Francia reconoció la independencia en
su zona y el régimen tuvo que hacer lo propio el 7 de abril de 1956. La situación no
quedó resuelta, ya que el nacionalismo marroquí incluyó en sus pretensiones las zo-
nas de Ifni y el Sahara Occidental, que no habían sido contempladas en los proyec-
tos descolonizadores y sobre las que, además, España argumentaba derechos históri-
cos. Se inauguró un contencioso más complicado aún con la decisión marroquí de la
entrada de tropas irregulares en Ifni en el mes de noviembre de ese mismo año, para
extenderse al Sahara. La guerra, mediatizada para la opinión pública, era un hecho.
Los enfrentamientos con las tropas españolas se prolongaron hasta febrero de 1958.
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El cese de las hostilidades se saldó con la pérdida española de una franja de territorio
al norte de Ifni, pero había logrado taponar una sangría independentista y concluir
prudentemente una guerra que amenazaba unos territorios considerados parte de las
posesiones españolas. Pero también se había inaugurado un contencioso que tarde o
temprano, y así era entendido por el régimen, volvería a reproducirse. Marruecos se
había convertido en la principal cuestión irresuelta de la política exterior.

11.4. LA LIBERALIZACIÓN ECONÓMICA. EL PLAN DE ESTABILIZACIÓN


El nuevo gobierno de 1957 promocionó el salto definitivo para la eliminación de
obstáculos autárquicos con la aceleración de los cambios económicos durante el bie-
nio 1957-1959. La presencia de Alberto Ullastres en Comercio y de Mariano Navarro
Rubio en Hacienda, mientras López Rodó ocupaba la Oficina de Coordinación y
Programación Económica, era significativa. Estos cambios se situaban en la lógica de
la liberalización económica, la vocación industrializadora y la clausura de los resi-
duos autárquicos, y estaban asociados a una política económica que trataba de corre-
gir los desequilibrios internos y externos. Pero era una situación entendida como ine-
vitable, más que un programa político preciso. Las circunstancias de agotamiento
interno y el empuje de un contexto exterior favorable, que reclamaba cambios estruc-
turales en la economía española, pesaron en esta actitud. Muchos sectores del Movi-
miento eran reticentes, y el propio Franco no dejaba de proyectar recelos. En la prác-
tica, fueron medidas de racionalización que allanaron el camino al punto de infle-
xión que significaría el Plan de Estabilización. Es en este sentido en el que se ha
adjudicado a la política económica de 1957 el calificativo de preestabilizadora.
En primer lugar, se estableció la fijación de un cambio exterior único para la pe-
seta y su devaluación —42 pesetas/dólar— para estimular las exportaciones. En se-
gundo término, una secuencia de medidas antiinflacionistas: suspensión de la mone-
tización de la Deuda Pública que había disparado el aumento del volumen de circu-
lación monetaria, elevación de los tipos de descuento y control del gasto público.
Además, se ponía en marcha una reforma tributaria, entendida más como la puesta
en orden de los ingresos públicos y la limitación del fraude que como un cambio de
filosofía impositiva orientada a la progresividad del impuesto. Finalmente, se abrían
las posibilidades de entrada del capital extranjero en un marco favorable auspiciado
por los procesos de crecimiento e integración de las economías occidentales.
Además, la ley de 24 de abril de 1958 marcó en el terreno legal una nueva etapa
de las relaciones laborales, que restringió el papel desempeñado hasta entonces por
las reglamentaciones de trabajo. En efecto, el Fuero del Trabajo de 1938 y las regla-
mentaciones de trabajo de 1942 habían establecido una centralización absoluta del
Estado que, a través del Ministerio de Trabajo, fijaba las bases de regulación de las
condiciones de trabajo, aspecto reiterado por la ley de contrato de trabajo de 1944.
No existía como tal la negociación colectiva, pero en la práctica se multiplicaron cada
vez más los convenios tácitos e informales en las empresas entre los trabajadores y el
empleador sobre cuestiones prioritarias como los salarios, sobre todo desde 1956.
Era, pues, la respuesta a una práctica creciente, toda vez que las transformaciones de
la década hacían difícil la aplicación, en la realidad de las empresas, de las reglamen-
taciones de trabajo. Pero también la ley, tal y como señaló su preámbulo, se hacía en
claves de modernización, es decir, bajo «el signo de la productividad», para acoplar
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Fuente: E. Fuentes Quintana, «Tres decenios de economía española en perspectiva», en J. L. García
Delgado, España, economía, Madrid, Espasa-Calpe, 1989.

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una mayor flexibilidad y realismo en la fijación de los salarios y, en general, de las
condiciones de trabajo. No estuvo ausente tampoco la idea de que la negociación
colectiva podría servir de cauce para solución de crecientes conflictos laborales,
por mucho que la ley hubiera negado la existencia de conflictos colectivos siguien-
do la lógica de la armonía capital-trabajo y reconocido sólo los conflictos indivi-
duales.
La ley establecía que los convenios se firmarían siempre en términos de mejora de
las condiciones de trabajo, nunca en sentido contrario, y establecía cuatro tipos: gru-
po de trabajadores o sección de una empresa, trabajadores de una empresa, grupo de
empresas con características comunes de la localidad, provincia o comarca, y grupo
de empresas cubiertas por una misma reglamentación de trabajo en distintos ámbitos
territoriales hasta los de carácter interprovincial. Aunque el aspecto principal de las
negociaciones se centraba en los salarios, incentivos o rendimientos productivos, la
ley entendía un amplio abanico de condiciones de trabajo de carácter profesional
—ingresos, ascensos, clasificación profesional—, técnico —métodos de trabajo, ca-
lendarios, jornada, horarios—, social —higiene, seguridad, vacaciones, complemen-
tos por enfermedad o accidente—, etc.
Pero los convenios debían elaborarse en el marco del sindicalismo vertical, y en
todo caso bajo la dirección y vigilancia de la OSE, siguiendo una lógica en la que los
representantes estaban mediatizados por el esquema de la organización sindical, es
decir, por la intervención de las Juntas de Sección Económica y Social del Sindica-
to, para el nombramiento de vocales, y de la delegación provincial o jefe nacional
del sindicato en el nombramiento de presidentes, secretarios y asesores de la comi-
sión negociadora. En la práctica, sobre todo al principio, la representatividad de los
negociadores estuvo afectada por las autoridades sindicales y sus trámites burocrá-
ticos.
La posibilidad de la negociación colectiva significó un importante cambio cuali-
tativo en las relaciones laborales. Las reglamentaciones de trabajo tendieron, en mu-
chas de sus cláusulas, a ser reemplazadas por los convenios colectivos, que se convirtie
ron en el instrumento principal de regulación de las condiciones de trabajo. Entre 1958
y 1961, el número de convenios siguió un ritmo ascendente, pero se multiplicaron ex-
traordinariamente a partir de esta fecha. Según las estadísticas oficiales de la organiza-
ción sindical, entre 1958 y 1961 se firmaron 782 convenios que afectaron a 255.488
empresas y 1.511.086 trabajadores, cifras que en lo relativo al número de convenios
y empresas se duplicaron sólo durante el año 1962.
En sintonía con las mayores dosis de integración en el mercado mundial, se pro-
dujo un espaldarazo institucional que incorporaba a España en enero de 1958 a la
Organización Europea de Cooperación Económica, y en julio, al Fondo Monetario
Internacional y al Banco Mundial, lo que equivalía a aceptar las pautas marcadas por
la economía occidental después de la guerra mundial, y al mismo tiempo, a asegurar
un marco exterior de financiación. De hecho, la orientación de la política económi-
ca sería sensible a las recomendaciones de estos organismos, como quedó verificado
con el Plan de Estabilización.
El Plan de Estabilización se publicó en julio de 1959, y consistió en un paquete
de medidas entre el 17 de ese mes y el 5 de agosto. Técnicamente sólido, sus objeti-
vos eran conseguir un desarrollo económico saneado y una mejor integración en el
mercado mundial. Con estas premisas, el conjunto de medidas fue dirigido a conse-
guir la estabilidad de precios, como paso imprescindible para lograr el equilibrio in-
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terno y el externo. En el primer caso, se orientó a sanear el sector público y el priva-
do limitando las inversiones al ahorro realmente disponible y conteniendo así la de-
manda para estabilizar los precios. Para ello era preciso reducir el gasto público y pri-
vado y la oferta monetaria. En el sector público, se frenó la emisión de Deuda públi-
ca, se suprimieron los subsidios a empresas públicas, se contuvieron las inversiones
en organismos autónomos, y se limitó el gasto público total, medidas todas ellas que
habían alimentado la inflación. En el sector privado, se limitó el volumen total del
crédito, que no podía aumentar en más de 11.000 millones de pesetas, se elevaron los
tipos de interés para desanimar la demanda de nuevos créditos y se frenaron igual-
mente las operaciones activas de la banca. En el capítulo del comercio exterior, el
Plan contempló la reducción de las importaciones, la devaluación de la peseta para
aliviar el déficit exterior y el arancel protector del mercado interno, además de la fija-
ción de una paridad de la peseta. Para completarlo, se establecía un depósito previo
a la importación, se amnistiaba al capital en el exterior y se modificaba la ley de in-
versiones exteriores para permitir la importación del ahorro externo, al mismo tiem-
po que se aseguraba la ayuda exterior al Plan mediante créditos canalizados por la
OECE y el FMI. Todo ello iba enfocado a la convertibilidad de la peseta y a la libe-
ralización de la economía. Después de esta política de saneamiento, será el propio Es-
tado el que anime la reactivación económica, lo que equivalía a practicar algunos
aspectos del modelo keynesiano de comportamiento económico donde el Estado ac-
tuaba como principal impulsor de la demanda agregada. Finalmente, en julio de 1959
se publicaron las normas que regulaban las inversiones extranjeras en España, en con-
diciones de extrema generosidad para el capital extranjero.
Era la culminación de una secuencia, aunque no lineal, iniciada en los primeros
compases de la década y abierta con mayor determinación en 1957, pero que debe ser
entendida en términos de supervivencia del régimen más que de una vocación cohe-
rente y firmemente asentada en un proyecto. De todas formas, el alcance del Plan
de 1959 debe valorarse en lo que significó como premisa para el desarrollo económi-
co de la década siguiente. Como ha destacado Fuentes Quintana, el desarrollo de los
años 60 fue más un producto de la estabilización de 1959 que una consecuencia de
los Planes de Desarrollo iniciados en 1964, que en realidad mediatizaron el propio
avance económico. Más allá de cuestiones técnicas orientadas al equilibrio interno y
la liberalización exterior, el Plan de 1959 significó el reconocimiento de que el mode-
lo autárquico estaba definitivamente agotado y la apuesta por la adopción de un sis-
tema económico de mercado, rompiendo la trayectoria de una vocación intervencio-
nista que valoraba la industrialización hacia dentro. Ros Hombravella ha calificado el
Plan como «puerta de cierre de toda una época de la política económica y el umbral
de otra», sin el que no puede explicarse la trayectoria de la economía española de los
sesenta y principios de los setenta. Después de año y medio de consecuencias del rea-
juste estabilizador, con una parálisis de la actividad, la economía española inició un
proceso de crecimiento acelerado. Era el éxito del Plan, pero llegaba con un retraso
de veinte años.
Desde una perspectiva amplia, García Delgado ha valorado la década en los si-
guientes términos: «Sin la brillantez de la década siguiente, la de 1950 constituye un
capítulo de importancia difícilmente exagerable, y sólo considerándola unitariamen-
te y en relación siempre con la evolución de los países occidentales, se hace inteligi-
ble la operación estabilizadora y liberalizadora de 1959 como algo más que una afor-
tunada coincidencia de circunstancias o una improvisada receta salvadora.»

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11.5. VEINTE AÑOS DE RETRASO. EL «GIGANTE CON LOS PIES DE BARRO»
El proceso de transformación económica orientado a la industrialización del país
y que culminó con la modernización de los años 60 se hizo no gracias a sino a pesar
de la vocación del régimen. En realidad, el Plan de Estabilización de 1959 no puede
contemplarse como el inicio del proceso de modernización, sino como la fecha que
señalaba veinte años de retraso en un proceso de desarrollo iniciado en el primer ter-
cio del siglo e interrumpido en 1936 por la guerra y el nuevo régimen que surgió de
ella. El grueso de los países europeos que más directamente habían participado en la
guerra mundial, con sus economías devastadas, tardaron apenas un lustro en sentar
las bases firmes de la recuperación y de un desarrollo económico sólidamente estable-
cido. Y paradójicamente esta recuperación más rápida de un conflicto de mayores
consecuencias económicas fue la que, indirectamente primero y directamente des-
pués, favoreció el cambio de rumbo de la economía española aislada y con necesidad
de articularse en el mercado mundial. Para terminar, el trauma social que provoca el
tránsito de una sociedad agraria a otra industrial quedó resuelto con una fuerte co-
rriente migratoria que alimentó la mano de obra sobrante de una economía en pro-
ceso de reconversión, alivió las tensiones sociales en el interior del país y activó un
importante elemento de financiación del crecimiento económico a partir de las reme-
sas enviadas por los emigrantes.
El nuevo edificio económico se construyó con pautas liberalizadoras aconsejadas
e impuestas desde fuera en el caso de su piedra angular que fue el Plan de Estabiliza-
ción, pero no por una vocación de cambio, sino por la irreversibilidad de la situación,
ahogada en la autarquía y el intervencionismo. Eso sí, una política económica lidera-
da por un sector tecnócrata más pragmático que veía en la apertura económica la sa-
lida del callejón en que se encontraba el régimen. A pesar de ello, la nueva reorienta-
ción económica del régimen había tardado ocho años en prosperar hasta que las ten-
siones políticas entre las familias del régimen, las circunstancias económicas y las
imposiciones del exterior acabaron resolviéndose por la vía de la apertura económica
y cuajando en el Plan de Estabilización.
La industrialización y el crecimiento económico asociados a la década siguiente
presentaban otra cara del régimen, entendido como un éxito aupado en términos po-
pulistas que empezó a desbrozar un franquismo sociológico apoyado en la benigni-
dad y el paternalismo del dictador que, además de garantizar la seguridad, moderni-
zaba el país. De la España de posguerra, aterrada, aislada, cansada y con hambre se
pasaba a una España más dinámica, abierta económicamente al exterior, mejor col-
mada en sus necesidades básicas y con mayores expectativas. De hecho, la propia
coartada de legitimación de la dictadura empezó a descansar a partir de entonces en
el desarrollo económico y en los niveles de vida, en un mensaje de legitimación que,
junto al discurso de los veintincinco años de paz y de una supuesta tranquilidad del
eficaz orden público, alimentó ese franquismo sociológico que ayudó a sostener a un
régimen legitimado hasta entonces en la guerra, la represión, el temor y la incerti-
dumbre.
Pero el crecimiento económico estaba preñado de contradicciones para el régi-
men mismo. El edificio económico construido llevaba en sus cimientos una debili-
dad manifiesta propia de un gigante con los pies de barro, con un avance muy rápido y
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desordenado que provocó carencias y desequilibrios sectoriales y regionales, sobre
todo porque descansó sobre la dependencia financiera, tecnológica y energética del
exterior con un aparato productivo muy rígido e intervencionista, que hizo muy sen-
sible la economía española a los efectos de la crisis de principios de los setenta. Ade-
más, la industrialización y el crecimiento tenían una lógica social y política que el
franquismo no acopló. La configuración de las clases medias, la modificación de las
pautas de comportamiento y de los roles tradicionales, la secularización, los procesos
de urbanización, el nacimiento de nuevas generaciones con nuevos hábitos de vida,
respuestas culturales y más conectadas al exterior, desvelaron las contradicciones de
un régimen que se resistía a cualquier apertura política. Ello fue minando las bases so-
ciales del régimen y alimentando las oposiciones políticas a una dictadura que había
quedado empantanada precisamente en las consecuencias sociales y políticas de un
crecimiento económico que tanto instrumentalizó como supuesta seña de identidad.
Las transformaciones de los años 50 consolidaron el régimen, pero también lo embar-
caron en una espiral de contradicciones que acabaron socavándolo.

128
TERCERA PARTE
MODERNIZACIÓN ECONÓMICA E
INMOVILISMO POLÍTICO
(1959-1975)
 
CARME MOLINERO 
PERE YSÀS 
130
CAPÍTULO XII
Los años dorados del régimen franquista

12.1. ¿HACIA UNA LIBERALIZACIÓN POLÍTICA?


Los primeros años de la década de los 60 se caracterizan por un gran dinamismo
económico y social que contrasta intensamente con una vida política dominada por
el inmovilismo. Efectivamente, el régimen franquista inició la década de los 60 con
las mismas características esenciales de sus primeros veinte años: concentración de
poder en manos del generalísimo Franco; partido único, si bien con una posición aún
más subalterna en el sistema político; organizaciones de encuadramiento y control de
la población, aunque con un papel disminuido, incluso marginal en algunos casos, y
además con notables tensiones internas; un gran aparato represivo, que continuó ac-
tuando con gran contundencia contra toda forma de protesta y de oposición de los
«desafectos» al régimen, si bien incrementó la tolerancia hacia los considerados sola-
mente «discrepantes»; finalmente, un gran aparato propagandístico, eso sí, renovado
y con un nuevo y valioso instrumento: la televisión.
Aparentemente sólo los rumores sobre la salud de Franco podían agitar levemen-
te las mansas aguas de la vida política oficial. En diciembre de 1961, el dictador resul-
tó herido de gravedad en la mano izquierda al estallarle una escopeta de caza. Este ac-
cidente —que provocó la circulación de rumores sobre un atentado, facilitados por
la habitual opacidad y manipulación de la información características de un régimen
dictatorial—, la cercanía del Caudillo a los setenta años —que cumplió en 1962— y
la transformación socioeconómica que empezaba a experimentar la sociedad españo-
la, acentuaron la preocupación de la clase política franquista respecto a la denomina-
da «cuestión sucesoria» y, en definitiva, respecto al futuro del régimen. Para una par-
te de la clase política franquista era necesario clarificar la sucesión de Franco, así
como acometer algunas reformas para adaptar al régimen a unos tiempos nuevos.
listas dos cuestiones se mantuvieron abiertas y sujetas a discusión a lo largo de la
década.
En 1961 se había abierto sin pena ni gloria una nueva legislatura —la séptima—
de las Cortes orgánicas, y había culminado una nueva convocatoria de elecciones lo-
cales y provinciales que había mostrado, una vez más, la indiferencia de los «cabezas
eje familia» —los únicos ciudadanos que podían participar en el proceso electoral me-
diante la elección de los concejales del tercio de representación familiar— hacia la de-
mocracia orgánica franquista. El 1 de octubre de aquel mismo año, en el 25 aniversa-
rio de proclamación de Franco como «Jefe del Gobierno del Estado español», el Cau-
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dillo reafirmó los principios y las esencias del régimen ante el Consejo Nacional del
Movimiento reunido en el monasterio burgalés de Las Huelgas, y el acto acabó con
los consejeros entonando el «Cara al sol» con el brazo en alto.
En 1962, el régimen franquista tuvo que hacer frente a retos imprevistos; en fe-
brero, el gobierno español había presentado la solicitud oficial para la apertura de ne-
gociaciones con la Comunidad Económica Europea, y cuatro meses más tarde, la
oposición política interior y del exilio de signo demócrata-cristiano, liberal, socialde-
mócrata y socialista, reunida en Múnich en el marco del IV Congreso del Movimien-
to Europeo, propició la aprobación de una resolución que condicionaba la asocia-
ción o adhesión española a la CEE al establecimiento de instituciones democráticas.
La respuesta franquista ante el ataque de lo que percibió como una alianza entre «ene-
migos y traidores» fue fulminante; el día 8 de junio el gobierno suspendió en todo el
territorio español el artículo 14 del Fuero de los Españoles relativo a la libertad de re-
sidencia, y los participantes que regresaron a España fueron detenidos y desterrados;
otros optaron por el exilio. Paralelamente, los medios de comunicación, dirigidos
desde el Ministerio de Información, desencadenaron una virulenta campaña contra
los participantes en el denominado «contubernio de Múnich» en la que no faltaron
incluso insultos groseros a los congresistas. Ante los ojos de la opinión pública euro-
pea se manifestaba de nuevo con claridad la naturaleza del régimen español, lo que
constituía un obstáculo insalvable para la incorporación española a la CEE. La dicta-
dura obtuvo, en cambio, la asistencia de Juan de Borbón, en un momento de relati-
vamente plácidas relaciones entre el pretendiente al trono y Franco, al desaprobar
aquél la intervención de los monárquicos participantes en la reunión de Munich, lo
que determinó la exclusión de José M.ª Gil Robles del Consejo Privado.
La dictadura debió también hacer frente a una oleada huelguística de apreciable
intensidad que se desencadenó en la primavera en Asturias, País Vasco y Cataluña.
También ante este reto, al que respondió el 4 de mayo con la imposición del estado
de excepción en Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa, se manifestó la naturaleza esencial-
mente represiva del régimen franquista. En efecto, fueron suspendidos los artículos
del 12 al 16 y el artículo 18 del Fuero de los Españoles, relativos a las libertades de
expresión, reunión y asociación, secreto de la correspondencia, inviolabilidad del
domicilio, detención y presentación ante la autoridad judicial en el plazo de 72 ho-
ras, aunque el carácter meramente formal de muchos de los derechos reconocidos
por el Fuero debe llevar a considerar que las disposiciones excepcionales tenían en
parte una función disuasoria y atemorizadora. En las conversaciones con su primo
y secretario, el teniente general Francisco Franco Salgado-Araujo, el dictador comen-
tó, quejándose de la actuación del gobernador civil de Oviedo, que «nada de lo que
ocurra en una mina debe escapar a la vigilancia de la policía y de los agentes infor-
mativos», para así poder prevenir los problemas laborales y, si la protesta tiene carác-
ter político, «se averigua quiénes son los agentes provocadores para proceder contra
ellos».
En julio de 1962, Franco formó un nuevo gobierno, lo que fue interpretado
como un intento de recomponer la deteriorada imagen exterior del régimen y, al mis-
mo tiempo, de prepararse para hacer frente en mejores condiciones a nuevos retos.
En la gestación del gabinete tuvo otra vez una notable intervención el subsecretario
de la Presidencia, Luis Carrero Blanco, definido por Javier Tusell como la «eminencia
gris del régimen de Franco». Del nuevo gabinete destaca, en primer lugar, la creación
de la figura de vicepresidente, que sustituiría a Franco en su función de presidente del
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132
Gobierno «en caso de vacante, ausencia o enfermedad», y la designación para el car-
go del capitán general Agustín Muñoz Grandes —grado que solo compartía en el
Ejército español con Franco. Muñoz Grandes era al mismo tiempo jefe del Alto Es-
tado Mayor y fue encargado de la coordinación de los «departamentos afectos a la
Defensa Nacional». Su vinculación a Falange —recordemos que había sido secretario
general del partido único y comandante en jefe de la División Azul— contribuía al
equilibrio político del nuevo gobierno, si bien todos los datos apuntan a que su in-
fluencia en el ejecutivo no fue proporcional a la relevancia del cargo.
Si bien en el nuevo gobierno continuaban muchos de los ministros del anterior
gabinete —entre ellos, el teniente general Camilo Alonso Vega en Gobernación, el
católico Fernando María Castiella en Asuntos Exteriores, el falangista José Solís Ruiz,
en la Secretaría General del Movimiento y en la Delegación Nacional de Sindicatos,
y los tecnócratas miembros del Opus Dei Mariano Navarro Rubio, en Hacienda, y
Alberto Ullastres, en Comercio—, se produjeron también cambios significativos,
como la salida del falangista José Luis de Arrese del Ministerio de la Vivienda y la del
integrista Gabriel Arias Salgado del de Información y Turismo, desde donde había di-
rigido la furibunda campaña contra el «contubernio de Múnich». Por otra parte, des-
tacan las incorporaciones de Manuel Fraga Iribarne, considerado en aquel momento
un «falangista del ala liberal», al mismo tiempo bien relacionado con los sectores ca-
tólicos —había sido secretario general técnico del Ministerio de Educación Nacional
dirigido por Joaquín Ruiz Giménez—, en sustitución de Arias Salgado, del socio del
Opus Dei Gregorio López Bravo, nuevo titular de la cartera de Industria, y del falan-
gista también próximo al Opus Jesús Romeo Gorria, en Trabajo.
El nuevo gobierno reequilibraba la posición de las distintas «familias» políticas
del régimen: los tecnócratas vinculados al Opus Dei salían reforzados, con un cre-
ciente control sobre los ministerios económicos, pero los falangistas conservaban im-
portantes posiciones. Ello hizo posible la aparición y el desarrollo de una tensión, ha-
bitualmente soterrada, entre dos sectores del gobierno y de la clase política franquis-
ta, sobre todo a medida que fue indispensable formalizar propuestas y proyectos para
asegurar el futuro del régimen, es decir, la continuidad del franquismo más allá de la
vida de Franco. Estos dos sectores no eran, sin embargo, absolutamente impermea-
bles ni plenamente homogéneos internamente, y podían distinguirse en su seno po-
siciones más «inmovilistas» y más «aperturistas»; tampoco integraban a la totalidad de
la clase política franquista, aunque los sectores procedentes del tradicionalismo y
de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas quedaron relegados a un se-
gundo plano. Por otra parte, los militares continuaban presentes de forma notable en
el gobierno, generalmente alineados con las posiciones más conservadoras. También
cabe apuntar, por último, la aparición en la clase política franquista de diferencias im-
putables a factores generacionales.
Javier Tusell ha advertido del carácter equívoco del concepto «aperturismo», utili-
zado en la prensa y en general en la sociedad española de la época, como sinónimo
de cambio. En cierta manera, toda la clase política era aperturista, puesto que consi-
deraba necesarios algunos cambios: la definitiva institucionalización de la monarquía
unos; la modernización de las instituciones, otros; pero al mismo tiempo toda la cla-
se política era inmovilista, puesto que nadie quería sustituir al régimen vigente por
otro de naturaleza democrática.
En otoño de 1962, el nuevo gobierno tuvo que hacer frente a otra oleada de pro-
testas de los mineros asturianos. En 1963 se reprodujo una notable conflictividad la-
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133
Manifestación en París contra la ejecución de Julián Grimau.

boral, que tuvo otra vez uno de sus principales focos en la minería asturiana. La tor-
turas y vejaciones policiales a los mineros detenidos —una práctica contra los arres-
tados por actividades políticas y sindicales habitual y generalizada en las comisarías
de policía y cuarteles de la Guardia Civil— provocó una carta de denuncia de mas de
un centenar de intelectuales a Manuel Fraga, encabezada por José Bergamín, Vicente
Aleixandre, Pedro Laín Entralgo, José Luis Aranguren, Gabriel Celaya, Antonio Bue-
ro Vallejo, Juan y José Agustín Goytisolo y Fernando Fernán Gómez, entre otros. El
ministro de Información respondió sarcásticamente negando las denuncias, aunque
admitió que tal vez era cierto que se cometió la arbitrariedad de cortar el pelo al cero
a dos mujeres, «acto que de ser cierto sería realmente discutible, aunque las sistemáti-
cas provocaciones de estas damas a la fuerza pública la hacían más que explicable...».
La réplica de Fraga dio origen a una segunda carta firmada por 180 intelectuales que
ya no obtuvo respuesta.

134
En 1963 la represión franquista originó un episodio de notable repercusión públi-
ca, tanto en España como internacionalmente, el «caso Grimau». En noviembre
de 1962, fue detenido por la policía el dirigente del PCE Julián Grimau. Torturado
brutalmente, fue juzgado el 18 de abril de 1963 en un consejo de guerra que le con-
denó a la pena de muerte por hechos supuestamente acaecidos durante la guerra ci-
vil. El juicio, como tantos otros, fue una parodia de legalidad, incluso con un fiscal
que carecía de la titulación jurídica para ejercer tal función. El 20 de abril, Grimau fue
fusilado; Franco ignoró las peticiones de clemencia que le llegaron de todo el mun-
do y de personalidades tan dispares como Willy Brandt, Harold Wilson, Nikita Jrus-
chev, la reina Isabel II de Inglaterra —a quien respondió afirmando que «Grimau es
autor de crímenes horrendos, y por lo tanto no puedo conceder el indulto»— o el ar-
zobispo de Milán, cardenal Montini —que también había intercedido a favor del
anarquista Jordi Cunill, juzgado en octubre de 1962—, que dos meses más tarde, tras
la muerte de Juan XXIII, se convirtió en el nuevo Papa Pablo VI. Franco ignoró tam-
bién la opinión favorable a la clemencia del ministro Castiella, consciente de la reper-
cusión exterior de la ejecución del líder comunista, opinión que sin embargo no en-
contró otros apoyos en el gobierno. Dionisio Ridruejo, entonces exiliado en Francia,
escribió en Le Monde que «el fusilamiento de Grimau, condenado en un juicio suma-
rísimo por un Tribunal militar, es un acto de guerra». El ministro Fraga fue el encar-
gado de orquestar la justificación de la ejecución, llegando a declarar que Grimau era
un asesino repugnante. Sin embargo, la acción represiva gubernamental continuó;
pocos meses más tarde, dos anarquistas, Francisco Granados y Joaquín Delgado, fue-
ron ejecutados mediante el garrote vil por su supuesta implicación en dos atentados
contra dependencias de la Dirección General de Seguridad y de la Organización Sin-
dical Española.
Al inicio de los años 60 continuaban en vigor las leyes represivas más duras ela-
boradas en la década de los 40, a pesar de la promulgación en 1959 de una nueva Ley
de Orden Público que, según Manuel Ballbé, significó un intento de administrativi-
zación de la represión. Además, un decreto de septiembre de 1960 refundió las nor-
mas de 1943 y 1947 relativas a la «rebelión militar» y a los actos de «bandidaje y te-
rrorismo», dejando sin modificar sus tipificaciones delictivas. Así, por ejemplo, seguía
considerándose rebelión militar la participación en huelgas o en asociaciones, reunio-
nes o manifestaciones ilegales, o la difusión de noticias falsas y tendenciosas. Y la pe-
nalización de tales delitos continuaba obviamente en manos de la jurisdicción
militar.
En diciembre de 1963, el gobierno introdujo un sensible cambio en las institucio-
nes represivas con la creación del Juzgado y del Tribunal de Orden Público, dentro
de la jurisdicción ordinaria y con competencia en todo el territorio español, limitan-
do así de manera importante, y por primera vez, las atribuciones de la jurisdicción mi-
litar. La ley de 2 de diciembre suprimía el Tribunal Especial de represión de la maso-
nena y del comunismo, y derogaba el artículo segundo de decreto de septiembre
de 1960 que tipificaba como rebelión militar un amplio abanico de actitudes y accio-
nes de carácter pacífico, remitiendo al nuevo tribunal la represión de la mayor parte
de los «delitos políticos». Sin embargo, la creación del TOP no significó una dismi-
nución de la represión, sino una recomposición de las instituciones represivas como
consecuencia de una doble necesidad: por una parte, la de mejorar la imagen exterior
de la dictadura, maltrecha tras los consejos de guerra celebrados en los últimos años
y, singularmente, tras la ejecución de Julián Grimau; por otra, la de hacer frente a nue-
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135
vas formas de conflictividad social y política surgidas, en buena parte, con los cam-
bios que estaban produciéndose en la sociedad española. A lo anterior debe añadirse
el impacto del informe de la Comisión Internacional de Juristas titulado El Imperio de
la Ley en España, hecho público a finales de 1962, y en el que se criticaban duramen-
te las limitaciones en el ejercicio de derechos civiles básicos y las extensísimas compe-
tencias de la jurisdicción militar.

12.2. VEINTICINCO AÑOS DE PAZ


En 1964, la dictadura franquista quiso conmemorar el vigésimo quinto aniversa-
rio del final de la guerra civil, y para ello lanzó una gran campaña propagandística or-
questada y dirigida por el ministro de Información, Manuel Fraga, bajo el lema «Vein-
ticinco años de paz». A lo largo del año se organizaron numerosos actos públicos de
distinto carácter en todas las provincias españolas —celebraciones oficiales, conferen-
cias, exposiciones, programas radiofónicos y televisivos, amplios reportajes en las pu-
blicaciones periódicas—, utilizados para contrastar la paz y el orden de la España
franquista con las convulsiones sociales y políticas de épocas anteriores, especialmen-
te del periodo republicano, y con el «desorden», las tensiones y las crisis políticas de
las sociedades democráticas. Paralelamente, la campaña propagandística presentaba
los. primeros efectos de las transformaciones económicas y sociales como resultados
de la «paz franquista» y de la acción del régimen, dirigido por un caudillo providen-
cial. Incluso se realizó una película sobre la vida y la obra del dictador, Franco, ese hom-
bre, dirigida por José Luis Sáenz de Heredia.
A los veinticinco años del final de la guerra civil, el régimen franquista se sentía,
y realmente era, fuerte. Conservaba casi intactos sus apoyos iniciales, tanto sociales
como institucionales. Las Fuerzas Armadas se caracterizaban por una monolítica fi-
delidad a Franco y al régimen; la mayor parte de la jerarquía de la Iglesia católica es-
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Celebración de los 25 años de paz.

136
pañola, aunque desconcertada por los debates y resoluciones del Concilio Vatica-
no II, seguía apoyando a la dictadura y legitimándola en función de su carácter «ca-
tólico»; las clases burguesas, aunque con actitudes diferenciadas y con disidencias in-
dividuales, continuaban también apoyando al régimen y estaban especialmente satis-
fechas con el desarrollo económico; lo mismo sucedía entre amplias franjas de las
clases medias, aunque aumentara el rechazo a la dictadura en otras franjas más estre-
chas y en las generaciones más jóvenes. Las clases trabajadoras, por último, manifes-
taban mucha menor hostilidad hacia el régimen que en los primeros veinte años, con
amplios sectores instalados en la pasividad socio-política, y además empezaban a be-
neficiarse tímidamente del «milagro económico» y de la nueva sociedad de consumo.
En cuanto a las relaciones internacionales, si bien la petición a la CEE fue desatendi-
da, las relaciones bilaterales, políticas y especialmente económicas, entre España y los
países europeos se intensificaron. Por otra parte, España mantenía su relación especial
con los Estados Unidos y en 1963 fueron renovados los acuerdos entre los gobiernos
español y norteamericano.
Pero si los primeros sesenta pueden considerarse, sin duda, los años dorados del
franquismo al coincidir estabilidad política, crecimiento económico y mejora general
de los niveles de vida, también deben tenerse en cuenta los indicios que revelaban la
aparición en un futuro no muy lejano de serios problemas para la dictadura. Entre
ellos, deben destacarse el surgimiento de una conflictividad social, que será objeto de
atención más adelante, y el distanciamiento de la Iglesia católica.
El pontificado de Juan XXIII, el Concilio, y la llegada al sodio pontificio del car-
denal Montini, Pablo VI, constituyeron un conjunto de adversidades para el régimen
franquista. Además, los nuevos aires vaticanos reforzaron las actitudes críticas respec-
to a la dictadura de algunos sectores católicos, especialmente en el País Vasco y en Ca-
taluña. Al mismo tiempo, favorecieron la renovación de la jerarquía española.
A finales de 1963, a punto de iniciarse la conmemoración de los «Veinticinco
años de paz», el abad del monasterio de Montserrat, Aureli M. Escarré, declaraba
a Le Monde que «no tenemos tras de nosotros veinticinco años de paz, sino sólo vein-
ticinco años de victoria», y añadía que el franquismo era un «régimen que se dice cris-
tiano, pero en el que el Estado no obedece a los principios básicos del cristianismo».
El Ministerio de Información manifestó inmediatamente su estupor ante las declara-
ciones del abad Escarré «a un periódico extranjero de reconocida malevolencia hacia
España»; estupor, añadía, «ante el cúmulo de falsedades que contienen estas declara-
ciones que sólo a una ofuscación mental pueden atribuirse». El propio Caudillo co-
mentó a Franco Salgado-Araujo que la encíclica Pacem in terris «se emplea como arma
agresiva, atribuyendo a este pontífice intenciones que no tenía, y suponiendo que
pensaba en España al redactar tan interesante documento», añadiendo a continua-
ción que «no debe nunca haber libertad para el mal». Respecto a las declaraciones del
abad Escarré, Franco manifestaba que éste trabajaba «para el retorno de una política
que llevaba a España a toda velocidad al comunismo ateo». La elección de Pablo VI
fue recibida con preocupación por el gobierno y el propio Franco consideró la noti-
cia como «un jarro de agua fría», según el testimonio de Fraga. Cuando el Concilio
aprobó una resolución en la que se solicitaba que los Estados renunciaran a interve-
nir en el nombramiento de los obispos, Franco se negó tajantemente a renunciar al
derecho de presentación. En los años siguientes se confirmaría plenamente que la preo-
cupación de los ministros y el malhumor de Franco ante el nuevo rumbo de la Igle-
sia católica no eran infundados.

137
12.3. DESPUÉS DE FRANCO, ¿QUÉ?
A lo largo del primer quinquenio de los años 60 fueron perfilándose dos proyec-
tos diferenciados respecto al futuro del régimen: por una parte, el promovido por el
ministro secretario general, José Solís Ruiz, con el apoyo de una buena parte del apa-
rato del Movimiento y de la Organización Sindical, que a la recurrente pregunta de
después de Franco, ¿qué?, respondía: después de Franco, las instituciones; es decir, las
Cortes orgánicas, el Movimiento Nacional, la Organización Sindical, eventualmente
la Monarquía. Pero unas instituciones que era necesario preparar para el futuro, mo-
dernizándolas y flexibilizándolas para perpetuarlas. Por tanto, era necesario un «desa-
rrollo político» paralelo al desarrollo económico, un desarrollo político consistente
en potenciar la representación orgánica en las instituciones —es decir, la basada en la
trilogía «familia, municipio, sindicato»—, en establecer unas asociaciones políticas
dentro del Movimiento, para encauzar el lógico «contraste de pareceres», según el len-
guaje oficial de la época, en potenciar la Organización Sindical, con nuevas estructu-
ras horizontales para agrupar a empresarios y trabajadores potenciando al mismo
tiempo su participación, todo ello además con una cierta tolerancia informativa y
una flexibilización de la rígida censura cultural. Este proyecto tenía notables puntos
de contacto con los proyectos de Manuel Fraga, lo que hizo posible una fluida cola-
boración entre ambos ministros. En cambio, provocó rechazos de los tecnócratas y,
en general, de los sectores más alejados del falangismo, siempre recelosos del prota-
gonismo del aparato del Movimiento, así como de los más inmovilistas de todos los
sectores. Especial recelo provocaba entre los inmovilistas, con el propio Franco a la
cabeza, la cuestión del asociacionismo político, a pesar de que estaba claro que se tra-
taba de potenciar al propio Movimiento Nacional, mediante asociaciones fundamen-
tadas en el ideario sintetizado en la Ley de Principios Fundamentales; por tanto, el
objetivo era dar vida a asociaciones dentro del Movimiento, además sometidas al
control del Consejo Nacional.
Para los tecnócratas apadrinados por Carrero Blanco, la clave del futuro del régi-
men estaba en asegurar el crecimiento económico que aumentaría el bienestar, lo que
a su vez garantizaría la estabilidad social, al tiempo que el régimen sumaría una nue-
va legitimidad a la originaria, lo que facilitaría el continuismo en la forma de una mo-
narquía autoritaria, con un papel marginal de todo el entramado del Movimiento. Al-
gunos, sin embargo, no rechazaban la conveniencia de algunas reformas para flexibi-
íizar el régimen. Para asegurar la estabilidad y generar la máxima confianza, este
sector propugnó la designación de Juan Carlos de Borbón como sucesor de Franco.
Entre 1962 y 1965 fueron elaboradas y presentadas a Franco diversas propuestas
de reforma y de institucionalización —fundamentalmente por Carrero-López Rodó,
Solís, y Fraga—, sin que Franco tomara ninguna decisión importante. En este senti-
do, el balance del «desarrollo político» es realmente pobre. En 1964, el proyecto de
Castiella para ampliar la tolerancia religiosa, proyecto que incluso tenía la conformi-
dad de la jerarquía eclesiástica, y que debía contribuir a mejorar la imagen exterior del
régimen, fue rechazado por el Consejo de Ministros. Carrero Blanco elaboró un do-
cumento, que argumentaba la oposición frontal al proyecto del ministro de Asuntos
Exteriores, en el que afirmaba que «toda práctica que no sea la católica compromete
la unidad espiritual de España», y que el derecho de los no católicos no podía incluir
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138
el proselitismo. Para Carrero, la unidad católica era esencial para España, y cualquier
tentativa que la cuestionase resultaría un «mal servicio a Dios» y una afrenta a los
Principios del Movimiento. En cambio, sí fue aprobada ese año una ley de asociacio-
nes, aplicable solamente a actividades de carácter cultural, deportivo y recreativo. Ma-
yor trascendencia tuvieron algunas reformas sindicales, especialmente la creación de
distintas estructuras horizontales para intentar aproximar, al menos formalmente,
aunque muy groseramente, el sindicalismo español a los requisitos de la Organiza-
ción Internacional del Trabajo. Así, en noviembre de 1964, se crearon los Consejos
de Empresarios y los Consejos de Trabajadores como órganos de «expresión, repre-
sentación y coordinación intersindical de los intereses generales y comunes» de traba-
jadores y de empresarios, naturalmente dentro de la Organización Sindical y bajo el
control de los funcionarios de la denominada «línea de mando». Los nuevos órganos
no modificaron la radical desigualdad entre las posición de los patronos, que contro-
laban efectivamente los organismos de representación de los empresarios, y la de los
trabajadores, sometidos a todo tipo de controles y restricciones por el aparato ver-
ticalista.
El 7 de julio de 1965 se formó un nuevo gobierno, después de una laboriosa ges-
tación en la que Carrero Blanco desempeñó una vez más un papel esencial. Entre los
que dejaron el gabinete, destacan Mariano Navarro Rubio, Alberto Ullastres, Anto-
nio Iturmendi y el general Jorge Vigón; entre los incorporados, Laureano López
Rodó, ministro sin cartera y comisario del Plan de Desarrollo, los tecnócratas Fausti-
no García Moncó y Juan José Espinosa Sanmartín, en Comercio y en Hacienda res-
pectivamente, el miembro de la ACNP Federico Silva Muñoz, en Obras Públicas, y
el tradicionalista Antonio María de Oriol y Urquijo, en Justicia. Su antecesor, el tam-
bién tradicionalista Antonio Iturmendi, fue designado presidente de las Cortes, rele-
vando a Esteban Bilbao, procedente de la misma «familia» política. Continuó en el
gabinete el general José Lacalle Larraga, ministro del Aire, a pesar de la embarazosa
situación producida meses antes cuando su hijo, Daniel Lacalle, fue detenido acusa-
do de ser miembro del Partido Comunista.
El nuevo gobierno suponía un nuevo reforzamiento de los tecnócratas, en detri-
mento de las otras «familias» del régimen, además visualizado especialmente con la
incorporación al gabinete de López Rodó.

12.4. LA LEY DE PRENSA Y LAS ELECCIONES SINDICALES


La política de Manuel Fraga al frente del Ministerio de Información apostó clara-
mente por la flexibilización de la rígida censura y por una mayor tolerancia cultural;
ello hizo posible la creación de nuevas publicaciones periódicas, como Cuadernos
para el Diálogo, aparecida en 1963 y promovida por demócrata-cristianos críticos
como el ex ministro Joaquín Ruiz Giménez, la publicación de libros hasta aquel mo-
mento vetados, así como una mayor permisividad en los espectáculos teatrales y ci-
nematográficos.
En cuanto a la prensa, después de sucesivos intentos, Fraga logró finalmente la
aprobación de una nueva Ley de Prensa e Imprenta que sustituyera a la vigente
de 1938, ley inspirada en la legislación fascista italiana que en algunos puntos la so-
brepasaba en su carácter restrictivo. El proyecto de ley fue aprobado por el gobierno
en octubre de 1965 y ratificado por las Cortes el 15 de mayo de 1966. La nueva ley
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139
suprimía la censura previa, que se convertía en voluntaria, y las empresas editoras po-
dían designar libremente a los directores de las publicaciones. La ley reconocía, de
manera general, la libertad de expresión y el derecho a la difusión de la información,
aunque establecía claramente sus límites: «el respeto a la verdad y a la moral; el aca-
tamiento a la Ley de Principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamen-
tales; las exigencias de la defensa nacional, de la seguridad del Estado y del manteni-
miento del orden público interior y de la paz exterior; el debido respeto a las Institu-
ciones y a las personas en la crítica de la acción política y administrativa, la
independencia de los Tribunales y la salvaguardia de la intimidad y del honor perso-
nal y familiar». La denominada Ley Fraga fijaba, además, un completo cuadro sancio-
nador de carácter administrativo para ser aplicado a autores, directores y editores, adi-
cional a las responsabilidades exigibles penal y civilmente. Dicho cuadro sancionador
fue intensamente utilizado en los años siguientes, dando lugar a un gran número de
multas y suspensiones.
Franco había expresado claramente su recelo ante la nueva ley, aunque también
su inevitabilidad. Según el testimonio de Fraga, en el Consejo de Ministros que la
aprobó el Caudillo manifestó: «Yo no creo en esta libertad, pero es un paso al que nos
obligan muchas razones importantes. Y, por otra parte, pienso que si aquellos débiles
gobiernos de primeros de siglo podían gobernar con prensa libre, en medio de aque-
lla anarquía, nosotros también podremos.» Pero del recelo a la ley, manifestado espe-
cialmente por Carrero Blanco y Alonso Vega y compartido por sectores amplios de
la clase política del régimen, se pasó pronto a la queja de la ley y a la crítica al minis-
tro Fraga por no prever sus consecuencias. Porque, efectivamente, el nuevo régimen
de prensa fue inmediatamente utilizado por unos medios que se sentían encorsetados
por la rígida censura para empezar a expresarse más libremente, lo cual condujo a que
las autoridades franquistas consideraran con frecuencia que se transgredían los lími-
tes de la ley, lo que a su vez provocó una continuada acción sancionadora. Con ella,
quedaban en evidencia las limitaciones de una supuesta libertad de prensa e impren-
ta compatible con el régimen franquista; además, se generaba una conflictividad que
erosionaba a la dictadura. Así, la ley, su aplicación y la dinámica que fue generándo-
se, provocaron no poco malestar en una clase política acomodada a casi tres décadas
de rigurosa censura política y moral.
También en 1966 se convocaron elecciones sindicales, en primer lugar, para que
los trabajadores renovaran sus representantes directos en el seno de las empresas, los
enlaces sindicales y los vocales de los jurados de empresa. Desde la dirección de la
OSE, la preceptiva convocatoria electoral fue aprovechada para dar un nuevo impul-
so al «sindicalismo de participación», propugnado por el ministro del Movimiento y
delegado nacional de Sindicatos José Solís Ruiz, que debía dotar a la Organización
Sindical de mayor legitimidad, de un nuevo dinamismo y de renovada fuerza ante las
demás instituciones del régimen. Así, desde las estructuras oficiales se lanzó una gran
campaña dirigida a los trabajadores con el lema «votar al mejor», incitando a la máxi-
ma participación, pero también insinuando que se eliminaban las cortapisas y las res-
tricciones con que se habían encontrado hasta entonces los candidatos no oficialis-
tas. Los dirigentes verticalistas trataban también de encauzar la nueva contestación
obrera, incluso aprovechándose de ella para hacer avanzar sus proyectos. Se trataba,
indudablemente, de una operación arriesgada.
La participación electoral fue muy elevada, pero no tanto por la capacidad de
convicción y movilización de los dirigentes verticalistas como por la opción del acti-
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140
vismo sindical opositor, que tenía ya como principal instrumento a las Comisiones
Obreras, de aprovechar todas las oportunidades ofrecidas por la legalidad franquista.
Ello se tradujo en un notable éxito de las candidaturas opositoras en las empresas me-
dianas y grandes de los principales sectores productivos radicadas en las más impor-
tantes concentraciones industriales y urbanas, lo que determinó que en la segunda
fase electoral, en las elecciones indirectas para las Secciones Sociales de los Sindicatos
locales, provinciales y nacionales, el aparato verticalista maniobrara en la forma habi-
tual. Y, sobre todo, cuando en los meses siguientes se hizo evidente la imposibilidad
de integrar y mantener bajo control a los nuevos cargos sindicales, los dirigentes de
la OSE optaron por la tradicional vía represiva, aun a costa de hacer naufragar el re-
formismo sindical. En definitiva, tanto la Ley de Prensa como las elecciones sindica-
les mostraban las dificultades extremas para llevar a cabo una «apertura» que no im-
plicara una amenaza de desestabilización de la dictadura.

141
CAPÍTULO XIII
La culminación de la institucionalización del régimen
y la cuestión sucesoria

13.1. LA LEY ORGÁNICA DEL ESTADO


En 1966 fue presentada y aprobada la Ley Orgánica del Estado, ley fundamental
que pretendía coronar el edificio institucional del franquismo. La LOE reafirmaba los
principios del Movimiento Nacional, introducía retoques en algunas leyes funda-
mentales, modificando su lenguaje depurándolo de la retórica fascista de los años 40,
confirmaba la institucionalización monárquica del régimen, y pretendía dejarlo todo
«atado y bien atado», según la expresión reiteradamente utilizada por el propio Fran-
co, por ejemplo, mediante el recurso de «contrafuero» contra cualquier acto legislati-
vo o disposición gubernamental que vulnerara los inmutables principios del Movi-
miento.
La gestación de la ley fue extraordinariamente lenta. Un primer proyecto de Ca-
rrero databa de 1958, cuando ya para una parte considerable de la clase política fran-
quista era indispensable culminar la institucionalización para asegurar el futuro del
régimen, llenando los importantes vacíos legislativos respecto a la composición, fun-
ciones y relaciones de órganos e instituciones del Estado, vacíos hasta aquel momen-
to sólo encubiertos por los poderes excepcionales de Franco, que toda la clase políti-
ca consideraba imposibles de trasladar a su sucesor. Pero el dictador fue aplazando su
decisión, incluso cuando fue sometido a una considerable presión de sus ministros
en la primavera de 1965.
La LOE ha sido considerada un éxito de Carrero, quien consiguió además impo-
ner sus criterios a los del vicepresidente del gobierno Muñoz Grandes, defensor de un
mayor protagonismo del Movimiento. Sin embargo, pronto quedarían en evidencia
las limitaciones de la ley para provocar una respuesta unívoca a la recurrente pregun-
ta de después de Franco, ¿qué?
En el preámbulo de la ley se decía que había llegado el momento de «culminar la
institucionalización del Estado nacional», de «delimitar las atribuciones ordinarias de
la suprema magistratura del Estado al cumplirse las previsiones de la Ley de Sucesión»
—puesto que Franco conservaba íntegramente sus poderes—, así como las caracterís-
ticas definitivas de otros órganos e instituciones, entre los que reafirmaba su papel el
Consejo del Reino. Entre las disposiciones más relevantes de la LOE destacan: 1) la
separación de las funciones de jefe del Estado y jefe del Gobierno; este último sería
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142
Franco vota en el referéndum de la Ley Orgánica (1966).

designado por el jefe del Estado a partir de una terna elaborada por el Consejo del
Reino; 2) la modificación de la ley de Cortes para hacer posible la elección por los ca-
bezas de familia y mujeres casadas de dos procuradores de representación familiar por
cada provincia; 3) la reorganización del Consejo Nacional del Movimiento, al que se
asignaba particularmente la función de «defender la integridad de los Principios del
Movimiento Nacional y velar por que la transformación y desarrollo de las estructu-
ras económicas, sociales y culturales se ajusten a las exigencias de la justicia social», así
como «encauzar, dentro de los Principios del Movimiento, el contraste de pareceres
sobre la acción política».
La Ley Orgánica fue sometida a referéndum en diciembre del mismo año 1966.
Con tal motivo, Franco se dirigió a los españoles con un discurso de autoalabanza y
autosuficiencia difícilmente superable. Empezaba el Caudillo llamando a la compara-
ción entre «las desdichas de un triste pasado y los frutos venturosos de nuestro pre-
sente», destacaba a continuación el «resurgir español en todos los órdenes en estos
veintisiete años de paz y buen gobierno», y afirmaba que «los tres cauces —sindical,
municipal y familiar— están abiertos a la colaboración activa de los españoles a las
funciones públicas y logran que la práctica de la democracia haya llegado a ser una
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realidad hasta ahora desconocida en nuestra patria». No obstante tantas venturas, no
olvidaba que «no faltan en nuestro solar quienes se dejan impresionar por lo que en
el mundo todavía se lleva y sueñan con vestirse a la moda extranjera», pero justamen-
te la realidad exterior, y especialmente la acción de la subversión, hacían ineludible
«el fortalecimiento político del Estado que le permita enfrentarse con todos los peli-
gros». Franco pedía a los españoles la participación en el referéndum, aunque no se
ahorraba de recordarles sus prerrogativas: «Me bastaba el derecho del que salva a una
sociedad y la potestad que me conceden las leyes para la promulgación de la ley que
tantos beneficios ha de proporcionar a la nación; pero, en bien del futuro, creo nece-
sario que os responsabilicéis con su refrendo...» Por último, pedía el voto afirmativo
apelando a su dedicación a España: «Nunca me movió la ambición de mando. Des-
de muy joven echaron sobre mis hombros responsabilidades superiores a mi edad y
a mi empleo. Hubiera deseado disfrutar de la vida como tantos españoles, pero el
servicio de la patria embargó mis horas y ocupó mi vida. Llevo treinta años gobernan-
do la nave del Estado, librando a la nación de los temporales del mundo actual, pero,
pese a todo, aquí permanezco, al pie del cañón, con el mismo espíritu de servicio de
mis años mozos, empleando lo que me quede de vida útil en vuestro servicio. ¿Es
mucho exigir el que yo os pida, a mi vez, vuestro respaldo a las leyes que en vuestro
exclusivo beneficio y en el de la nación van a someterse a referéndum?»
En un discurso transmitido por radio y televisión, Carrero Blanco insistió en los
mismos argumentos, empezando por el carácter mesiánico del liderazgo de Franco.
Para el ministro subsecretario de la Presidencia, «la Bondad Divina, conmovida sin
duda por los merecimientos de tantos mártires, nos dio un Caudillo ejemplar, sobre
el que derramó con largueza la gracia de Estado, que no sólo nos condujo a la victo-
ria de la liberación de la Patria, sino que supo calar agudamente en el origen del mal
para corregirlo de raíz, asentando el futuro político de España sobre la fórmula salva-
dora de unir lo social con lo nacional bajo el imperio de lo espiritual». Para Carrero,
el principal valor de la Ley Orgánica era «el de asegurar la continuidad de la labor rea-
lizada al completar la obra institucional»; la LOE «perfecciona y completa las demás
Leyes Fundamentales en tres aspectos: institucionalizando el Movimiento a través de
su Consejo Nacional, estableciendo previsiones que no habían sido contempladas en
su primitiva redacción y aumentando el carácter representativo del pueblo tanto
en las Cortes, como en el Consejo del Reino». Pero lo más importante era que resol-
vía «el cabo suelto que tenían el conjunto de las demás Leyes Fundamentales, al esta-
blecer los poderes de quien en su día haya de suceder al Caudillo en la jefatura del
Estado, a título de rey o de regente, y al determinar la forma de designación del pre-
sidente de las Cortes, del de el Gobierno y demás miembros de éste, así como la de
los presidentes de los Altos Órganos del Estado». Para Carrero, la LOE «cierra toda
especulación sobre el futuro», y representa, por tanto, «un inapreciable bien para Es-
paña y un tremendo chasco para sus enemigos». Por ello, «votarán no, o no votarán,
los desarraigados de la Patria, porque conscientemente o inconscientemente [...] es-
tán bajo la obediencia de algunos de los totalitarismos extranacionales»; por contra,
«los que queremos una España unida, grande y libre, los que queremos para nues-
tros hijos y nuestros nietos una Patria en orden y en paz [...], con nuestra emociona-
da gratitud al Caudillo por este nuevo y trascendental servicio a España, votaremos
Sí».
Con los argumentos esgrimidos por los máximos representantes de la dictadura
era imprescindible que la participación electoral fuese muy elevada y el «sí», abruma-
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dor; de lo contrario, quedaría gravemente cuestionado el régimen. Para alcanzar los
resultados convenientes se organizó desde el Ministerio de Información una extraor-
dinaria campaña propagandística, que mereció el calificativo de «campaña a la ame-
ricana», que utilizó profusamente los medios de comunicación y las nuevas técnicas
publicitarias. Las calles se llenaron de grandes carteles con la imagen del dictador y
con lemas, también repetidos en la radio y la televisión, del estilo de «Votar sí es vo-
tar por nuestro Caudillo. Votar no es seguir las consignas de Moscú»; «La paz quiere
tu voto. ¡No se lo niegues!» o «Si dudas, vota Sí. La paz es el clima ideal para poder
dudar tranquilo». Además, el gobierno recordó el carácter obligatorio del voto; en
todo caso, se anunció que las empresas exigirían el certificado de votación a los tra-
bajadores a los que se les daban horas libres para acudir a las urnas. La Iglesia tuvo un
papel relativamente discreto en la campaña, aunque la propaganda oficial no dudó
en utilizar los sentimientos religiosos: «El Papa ha prometido orar por el éxito del re-
feréndum. Es una nueva manifestación del amor del Papa hacia nuestra Patria y sus
gobernantes. Caballeros españoles, no decepcionéis al Papa. Vota Sí.»
Naturalmente, no se admitió la propagación de ninguna otra opción, y se per-
siguió la propaganda de la oposición, que optó por promover la abstención. Los ar-
gumentos opositores eran simples pero claros: «votar sí, es votar por la continua-
ción de la dictadura, votar no, es votar también por la dictadura. No votar es con-
tribuir a la lucha por la democracia, es votar por la democracia»; o bien: «la
abstención masiva es una gran batalla por las libertades democráticas. No votar es
pronunciarse por la amnistía para los presos y exilados políticos y por un régimen
de convivencia para todos los españoles». La consigna final se resumió en «referén-
dum no; democracia sí».
Según las cifras oficiales, votó el 88,85% del censo electoral, con un 95,90% de
votos afirmativos y un 1,79% de votos negativos. El análisis detallado de las cifras ofi-
ciales permite apreciar comportamientos menos complacientes con el régimen en de-
terminadas circunscripciones; así, la suma de abstenciones, votos negativos y votos
en blanco fue sensiblemente más acusada en Vizcaya y Guipúzcoa, Barcelona, Ma-
drid, Navarra, Álava y Asturias que en el resto de las provincias españolas. Por otra
parte, fueron múltiples las irregularidades; por ejemplo, en algunas poblaciones los
votos emitidos superaron el censo electoral, lo que fue justificado con el argumento
de que era el voto de los «transeúntes», al parecer desplegados masivamente por el
país. El propio gobernador civil de Barcelona, en un informe confidencial relativo
al referéndum dirigido al ministro de la Gobernación, señalaba que «convendrá afi-
nar bien en los resultados definitivos», ya que circulaba el rumor que «han sobrado
dos millones de votos». Con todo, es indudable que la participación fue elevada y el
voto afirmativo masivo, producto del convencimiento, de la masiva propaganda, de
ja coacción y del miedo, todo ello en proporciones imposibles de establecer. El go-
bierno pudo presentar los resultados de la consulta popular como una masiva ratifi-
cación del régimen, como una renovación de su legitimidad.
Los resultados del referéndum contrastaban con la escasa participación de los «ca-
bezas de familia» en las elecciones municipales para el tercio de representación fa-
miliar celebradas aquel mismo año, con porcentajes que superaban con dificultades
el 10% del censo en muchos casos, amén de un elevadísimo número de municipios
donde ni siquiera se abrieron las urnas como consecuencia de la presentación de un
numero de candidatos igual al de cargos que habían de elegirse, lo que permitía su
proclamación automática.

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13.2. APERTURA Y REGRESIÓN
En la estela de la aprobación de la Ley Orgánica del Estado, de la nueva Ley de
Prensa, y de la tentativa de mayor protagonismo de trabajadores y empresarios en la
Organización Sindical, el régimen franquista pareció alejarse, limitada y contradicto-
riamente, del absoluto inmovilismo, iniciando el camino de la «apertura», aunque las
probablemente infundadas expectativas de liberalización que algunos sectores habían
alimentado quedaron frustradas.
En julio de 1967, Muñoz Grandes fue cesado —formalmente por incompatibili-
dad entre el cargo de vicepresidente del Gobierno y jefe del Alto Estado Mayor—, y
dos meses más tarde fue nombrado vicepresidente Carrero Blanco, que poco antes
había culminado su carrera militar al alcanzar el grado de almirante. De esta forma,
el peso político real de Carrero se ajustaba a sus responsabilidades formales.
A lo largo de 1967 fueron aprobadas tres leyes que provocaron algunas tensiones
internas en la clase política del régimen, como consecuencia de la gran fuerza de las
posiciones más conservadoras. La Ley de Libertad Religiosa, promulgada en junio, es-
tablecía que el Estado español reconocía el derecho a la libertad religiosa, según la
doctrina establecida por el Concilio Vaticano II, aunque el ejercicio de tal libertad de-
bía ser compatible «con la confesionalidad del Estado español proclamada en sus Le-
yes Fundamentales». Así, el derecho a la libertad religiosa tendría entre otras limita-
ciones el acatamiento a las leyes, el «respeto a la religión católica, que es la de la nación
española», así como «a la moral, a la paz y a la convivencia públicas y a los legítimos de-
rechos ajenos, como exigencias del orden público». La ley, en definitiva, establecía un
régimen de tolerancia religiosa restrictivo y vigilado, en el que incluso en la letra de
la ley se explicitaba el recelo hacía las confesiones no católicas.
La Ley de Representación Familiar establecía el procedimiento para la elección de
los 108 procuradores familiares. Este grupo de procuradores, elegidos directamente
por los cabezas de familia y mujeres casadas —una concesión a los aires en favor de
la igualdad de derechos entre hombres y mujeres—, no alcanzaba ni una quinta par-
te de la cámara; por otra parte, la presentación de candidaturas era extremadamente
restrictiva. Así, sólo podían ser proclamados candidatos quienes fueran o hubieran
sido procuradores, los que obtuvieran el aval de cinco procuradores o de miembros
de instituciones locales, o los que fueran apoyados por el 1% del censo electoral de
la provincia. Las primeras elecciones de procuradores familiares se celebraron en oto-
ño; con una presión mucho menor que en el referéndum del año anterior, la absten-
ción fue notablemente elevada, y se produjeron acusadas desigualdades de participa-
ción. También hay que señalar que allí donde se presentaron candidatos que destaca-
ron su «independencia» y pudieron efectuar una buena campaña propagandística
obtuvieron significativos apoyos, en detrimento de los candidatos con un perfil más
«oficialista». Ello levantó algunos temores, como el que expresaba un documento gu-
bernativo confidencial al apuntar «el riesgo que corren unas futuras elecciones a las
que concurran elementos contrarios al Régimen que dispongan de dinero en canti-
dad suficiente para realizar una eficaz propaganda».
Una de los características novedosas y destacables de la nueva legislatura de las
Cortes fue la formación de un pequeño grupo de procuradores familiares que preten-
dió dinamizar el papel de la cámara; con tal objetivo, estos procuradores promovie-
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ron reuniones que se celebraron en distintas ciudades, lo que les valió la calificación
de «trashumantes». Sin embargo, los límites del supuesto aperturismo los afectaron
rápidamente: en septiembre de 1968, el ministro de la Gobernación prohibió tales
reuniones.
La tercera ley del momento fue la Ley Orgánica del Movimiento y de su Conse-
jo Nacional. Como han señalado Raymond Carr y Juan Pablo Fusi, la ley dio lugar a
un debate apasionado en las Cortes, imponiéndose finalmente el concepto de «Mo-
vimiento-organización», que significaba dejar las cosas tal y como estaban, frente al
concepto de «Movimiento-comunión», que implicaba la creación y potenciación de
un asociacionismo político dentro del Movimiento. Ello no obstante, en diciembre
de 1968, el Consejo Nacional aprobó un Estatuto del Movimiento que hacía posible
la creación de asociaciones que contribuyesen a la «formación de la opinión pública»
y a promover «el legítimo contraste de pareceres», y en julio de 1969, el Consejo Na-
cional aprobó un Estatuto de Asociaciones, conocido como Estatuto Solís, presenta-
do como un triunfo de los aperturistas, pero que en realidad tenía un alcance muy li-
mitado. Las asociaciones que podrían formarse no tendrían ni la denominación de
asociaciones políticas, sino de «opinión pública», por tanto, no podrían participar en
los procesos electorales; por otra parte, los exigentes requisitos para ser reconocidas
restringían su creación, y por último, quedaban bajo el control del Consejo Nacional
del Movimiento. Al amparo del Estatuto se formaron algunas asociaciones, pero de
escasa relevancia, entre otras, Acción Política, promovida por aperturistas como Pío
Cabanillas, Reforma Social Española, por el falangista socializante Manuel Cantare-
ro del Castillo, y Fuerza Nueva, dirigida por el extremista ultraderechista Blas Piñar.
Pero más que el inacabable debate sobre el asociacionismo, dos problemas cen-
traron la mayor atención de los dirigentes franquistas entre 1967 y 1969: la resolución
de la cuestión sucesoria y la creciente conflictividad socio-política.
En primer lugar, desde 1967 se produjo un incremento de la conflictividad la-
boral, acompañada de un activismo sindical opositor, impulsado por el éxito de las
candidaturas promovidas fundamentalmente por las CC.OO. en las elecciones sin-
dicales de 1966. Ello provocó que aparecieran importantes situaciones conflictivas,
que en muchas ocasiones generaron graves tensiones en el interior de los propios
sindicatos oficiales, que llevaron a los dirigentes sindicales y políticos del régimen
a restablecer el «orden» laboral y sindical, lo que se tradujo en destituciones de car-
gos sindicales electos, detenciones y procesamientos. Pero la represión, que obvia-
mente no podía tener el carácter masivo e indiscriminado de otros tiempos, tendía
cada vez más a generar más tensiones y conflictos, que inevitablemente erosiona-
ban al régimen.
En segundo lugar, tras las protestas estudiantiles madrileñas de 1965 y la «capu-
chinada» barcelonesa de 1966, se abrió un periodo de gran agitación universitaria,
con la creación de sindicatos democráticos de estudiantes, que impulsaron la celebra-
ción de masivas asambleas y protestas académicas y políticas, replicadas por las auto-
ridades con medidas represivas que tendían muchas veces a agudizar la «anormali-
dad» y el «desorden», con constantes intervenciones policiales en los recintos univer-
sitarios, y el traslado de las protestas a las calles de las principales ciudades españolas.
El activismo estudiantil alcanzó una notable intensidad en estos años provocando
una creciente preocupación de las autoridades. Así, en 1968 fue cesado el ministro de
Educación, Manuel Lora Tamayo, sustituido por José Luis Villar Palasí con el encar-
go de diseñar una profunda reforma del sistema educativo.

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En las conversaciones con su primo Franco Salgado-Araujo, el Caudillo comentó
en numerosas ocasiones la situación de las universidades; a finales de 1967 y en los
primeros meses de 1968 manifestaba su convicción de que los estudiantes rebeldes es-
taban a las órdenes de elementos comunistas de España o del extranjero, y que «el go-
bierno no puede estar con los brazos cruzados ante la indisciplina colectiva de la uni-
versidad, que cada día se acentúa más». Por estas mismas fechas, también explicaba
que «hay mucho rojo que se disfraza de falangista, lo mismo que se hacen sacerdotes
para poder dar así más impunidad a la propaganda comunista», pero estaba seguro de
que «sin perder las riendas ni hacer víctimas inocentes, que es lo que los rojos desean,
restableceremos la legalidad y se castigará a los que resulten culpables». En enero
de 1968, Franco parecía inclinarse por la adopción de medidas excepcionales para
afrontar la protesta universitaria: «si se quiere que esta situación anárquica termine y
no sea un mal ejemplo para otros elementos del país», al tiempo que se quejaba de la
actuación de los tribunales: «hay que apretar en muchos aspectos para que la justicia
no se vea envuelta en un sinfín de formulismos y garantías que emplean los aboga-
dos en la defensa de sus clientes». Y en abril de 1968, después del cambio de minis-
tro de Educación, decía: «El gobierno está pendiente del desarrollo de la política del
nuevo ministro [...] pues si éste fracasa no quedará más remedio que poner a uno aje-
no a la carrera universitaria para que sin el menor prejuicio tome las medidas enérgi-
cas para conseguir el fin a que aspiramos.» Finalmente, la opción para acabar con las
protestas estudiantiles fue la declaración del estado de excepción en toda España en
enero de 1969, tras graves incidentes en las universidades de Barcelona y Madrid.
Impulsando las protestas obreras y universitarias las autoridades franquistas veían,
acertadamente pero muchas veces muy distorsionadamente, a la oposición antifran-
quista, a la «subversión», según la percepción y el lenguaje de la dictadura. Por si fue-
ra poco, las acciones violentas de la organización ETA y la presión cívica pero inten-
sa y continuada de un renacido catalanismo ponían en primer plano el «demonio»
del separatismo, dado por definitivamente aniquilado en 1939.
Además, en la conflictividad socio-política intervenían dos elementos que incre-
mentaban su impacto social y que alimentaban y agudizaban la preocupación de las
autoridades. Por una parte, el papel de sectores importantes de la Iglesia católica, que
ofrecían protección e incluso aliento a las acciones de obreros y estudiantes, y que de-
nunciaban cada vez con más frecuencia y dureza la ausencia de derechos civiles, las
prácticas represivas o la misma naturaleza dictatorial del régimen, lo que era visto por
los franquistas como una auténtica «traición» de la Iglesia. Por otra parte, la puerta
abierta por la Ley de Prensa permitía que la información sobre conflictos laborales,
protestas estudiantiles y actuaciones represivas circulara con cierta fluidez, así como
que aparecieran opiniones críticas hacia la actuación de las autoridades; ambas cosas
provocaron una creciente irritación a los máximos dirigentes del régimen. A lo ante-
rior, debe añadirse el malestar que les provocaba la mayor permisividad en la autori-
zación de libros y en los espectáculos. Todo ello además agudizaba las divisiones exis-
tentes en el gobierno y, en general, en la clase política franquista.
El vicepresidente Carrero estaba especialmente preocupado por la política infor-
mativa. En un informe reservado a Franco de julio de 1968, afirmaba que la prensa
estaba «totalmente desmandada», consideraba por tanto que «la situación de la pren-
sa y demás órganos de información debe ser corregida a fondo» porque estaba «pro-
duciendo un positivo deterioro moral, religioso y político». Carrero veía las librerías
«abarrotadas de obras marxistas y de las novelas de erotismo más desenfrenado». Al
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final, lanzaba un dardo directo a Fraga: «Mucho me temo que el actual titular de In-
formación no sea capaz de corregir ya el estado de cosas señalado.» Carrero, que
mantenía diferencias al mismo tiempo con Solís y con Castiella, propiciaba un cam-
bio gubernamental que, sin embargo, no se produjo hasta el otoño de 1969.
Expresión clara del deterioro del «orden público», de la «paz» franquista, la en-
contramos en la continuada adopción de medidas excepcionales mediante la suspen-
sión de artículos del Fuero de los Españoles: en abril de 1967 en Vizcaya, en agosto y
en octubre de 1968 en Guipúzcoa, en enero de 1969 en todo el territorio español,
además con la reintroducción de la censura previa en la prensa. El decreto-ley de ene-
ro de 1969 señalaba que «acciones minoritarias, pero sistemáticamente dirigidas a tur-
bar la paz de España y su orden público, han venido produciéndose en los últimos
meses, claramente en relación con una estrategia internacional que ha llegado a nu-
merosos países»; y el ministro Fraga añadía que «se trata de acciones claramente con-
certadas para meter al país en una ola de confusión y de subversión mundial». El mi-
nistro de Información denunciaba «una estrategia en la que se utiliza la generosidad
ingenua de la juventud para llevarla a una orgía de nihilismo, de anarquismo y de de-
sobediencia», y lanzaba una «seria advertencia a los incitadores y a quienes los sigan
a partir de este momento, porque caerá sobre ellos (y no son sólo palabras) todo el
peso de la ley». Efectivamente, las acciones policiales desencadenadas tras la declara-
ción del estado de excepción de 1969 no fueron solamente palabras.

13.3. JUAN CARLOS, SUCESOR


El problema de la sucesión le había sido planteado a Franco en numerosas oca-
siones, y, de manera muy directa y sincera, por personas que tenían una relación de
notable confianza con el Caudillo, como por ejemplo Camilo Alonso Vega, incluso
haciéndole notar los riesgos derivados de su eventual desaparición sin haber dejado
resuelta la cuestión sucesoria. Pero Franco había aplazado reiteradamente su decisión.
En aquellos momentos, sin embargo, las opciones del dictador eran ciertamente limi-
tadas. Desde luego, Juan de Borbón estaba absolutamente descartado; Franco lo con-
sideraba un liberal incorregible que destruiría su obra instaurando una monarquía li-
beral; en 1962 se había indignado ante la afirmación del pretendiente de querer ser
rey de todos los españoles, lo que suponía, según el Caudillo, serlo de «separatistas
vascos, separatistas catalanes, comunistas, anarquistas, socialistas, de la CNT, republi-
canos de varios matices y terroristas también, ¿por qué no?, todos son españoles»;
además, Franco no había olvidado las actitudes de Juan de Borbón en determinados
momentos críticos para el régimen. En junio de 1966 había dicho a Franco Salgado-
Araujo que no podía «entregar el régimen de la Cruzada a un príncipe que no ha rec-
tificado el manifiesto de 1945 y que está rodeado de personas enemigas políticas del
régimen y mías». En esa misma fecha manifestaba su opción a favor de Juan Carlos,
aunque dudaba si éste aceptaría la Corona, pero confiaba en que «el padre, que al fin
y al cabo es un buen patriota, reaccione y comprenda que debe abdicar sus derechos
en su hijo», y así «la dinastía legal se salve y tengamos un rey que no sea opuesto a los
Principios del Movimiento Nacional y a la ley de sucesión, que sigue siendo la única
legalidad política de España». Por otra parte, desde el inicio de la década de los 60,
para Carrero Blanco y los tecnócratas, con López Rodó a la cabeza, la decisión suce-
soria debía recaer en Juan Carlos.

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Proclamación de Juan Carlos de Borbón como príncipe de España en 1969.

Sin embargo, desde diversos círculos, entre ellos algunos muy próximos al propio
Franco, se alimentó la expectativa de una posible designación como sucesor de Al-
fonso de Borbón y Dampierre, hijo mayor del primogénito de Alfonso XIII, Jaime de
Borbón y Battemberg, que había renunciado a sus derechos dinásticos debido a su
sordomudez. Alfonso de Borbón se había instalado en España e ingresó en el cuerpo
diplomático, ganándose el aprecio de Franco, que llegó a afirmar que «podría ser una
solución si Juan Carlos no da resultado».
Estaba finalmente la rama carlista y su principal pretendiente Carlos Hugo de
Borbón-Parma, que lideró una sorprendente reconversión socialista de una parte del
carlismo, conduciéndolo incluso a las filas de la oposición democrática. Los preten-
dientes carlistas no fueron considerados seriamente en ningún momento por Franco
ni por ningún segmento significativo de la clase política del régimen. Carlos Hugo
fue expulsado de España en diciembre de 1968.
Todo, por tanto, favorecía a Juan Carlos, quien, sin embargo, tuvo que moverse
con extraordinaria prudencia para consolidar su posición. De ahí que, como ha afir-
mado Stanley G. Payne, se convirtiera en un «maestro en decir a cada uno más o me-
nos lo que deseaba oír». En octubre de 1968, Carrero presentó un largo informe a
Franco en el que se exponían todos los argumentos en torno a la cuestión sucesoria
y se ratificaba la completa idoneidad de Juan Carlos. Al fin, en julio de 1969, Franco
anunció la decisión de designar a Juan Carlos su sucesor; el día 22 presentó a las Cor-
tes la proposición, que fue votada públicamente, resultando 491 votos a favor, 19 en
contra y 9 abstenciones. Solís había intentado vanamente que la votación fuese secre-
ta. Al día siguiente, Juan Carlos aceptó oficialmente la designación, jurando ante las
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Cortes lealtad a Franco, a los Principios del Movimiento Nacional y a las Leyes Fun-
damentales. La ley aprobada establecía que en tanto no se produjera la sucesión, Juan
Carlos ostentaría el título de Príncipe de España, no el de Príncipe de Asturias, que
era el título tradicional de los herederos del trono; quedaba así explícita la ruptura
con la legitimidad dinástica. Con Juan Carlos no se restauraría la monarquía sobre la
base de la legitimidad dinástica, sino que se instauraría una nueva monarquía basada
en la legalidad franquista. Ante esta circunstancia, Juan de Borbón reafirmó que el rey
debía serlo de todos los españoles, presidiendo un Estado de Derecho, y garantizan-
do el respeto de las libertades individuales y colectivas, con lo que condenaba a una
monarquía basada en la legalidad de la dictadura, aunque sin enfrentarse radicalmen-
te con su hijo. Probablemente, ni Juan de Borbón ni Juan Carlos tenían otras opcio-
nes; el primero no podía renunciar a la legitimidad dinástica y a su discurso liberal, el
segundo no podía rechazar la designación después de haber estado preparándose para
esa eventualidad, una sucesión que inevitablemente se haría desde la legalidad y las ins-
tituciones franquistas. En una ocasión, Juan Carlos había planteado a su padre el dile-
ma de su permanencia en España: o era para aceptar la designación como sucesor cuan-
do se produjese o era mejor abandonar la escena inmediatamente. Pero a pesar de la ya
oficial y ratificada designación de Juan Carlos, en los años siguientes no desaparecerían
plenamente las dudas sobre el tema ni tentativas de modificar aquella decisión.
La designación de Juan Carlos había puesto de manifiesto una vez más, aunque
indirectamente, la división del gobierno, una división que había ido creciendo de ma-
nera continuada. Así, la política económica impulsada por los tecnócratas, siempre
amparados por Carrero, fue criticada cada vez más abiertamente por los políticos del
Movimiento liderados por Solís. En el antes citado informe de Carrero a Franco
de julio de 1968, el vicepresidente del Gobierno afirmaba que el principal órgano de
prensa de la Organización Sindical se había dedicado a oponerse a la política econó-
mica gubernamental, y añadía que «mientras los dirigentes de la Organización Sindi-
cal aspiren a dirigir ellos la política económica será físicamente imposible que el
gobierno pueda llevar a cabo una eficaz y constructiva». A su vez, los tecnócratas con-
tinuaron frenando toda tentativa de afirmar el papel del Movimiento y de la Organi-
zación Sindical en la vida política.
Así las cosas, el propio Franco tuvo que frenar las críticas de Solís al Segundo Plan
de Desarrollo; por otra parte, los proyectos para la elaboración de una nueva Ley Sin-
dical fueron seguidos con extraordinario recelo desde el sector tecnocrático, logrando
bloquearlos. El propio Carrero, en un informe a Franco de mayo de 1969, denuncia-
ba que la política de Solís era una tentativa para crear un poder autónomo capaz de
condicionar de manera notable la acción del gobierno; según el vicepresidente, los di-
rigentes de la OSE propugnaban un «sindicalismo independiente, totalmente desliga-
do de la autoridad del Estado», lo que significaría que nadie podría gobernar en Es-
paña contra aquella organización, especialmente en el futuro, con un presidente del
Gobierno que no fuese el Caudillo. En otro informe a Franco, fechado en octubre,
Carrero cargaba de nuevo contra la actuación de la OSE y alertaba del gran peligro
del «sindicalismo de participación», alineando en un mismo grupo a los «irresponsa-
bles por ignorancia» que se apoyaban en textos de la Iglesia y en informes de la OIT
«dominada por masones y marxistas»— y a «aquellos que saben demasiado lo que
quieren». Además, acentuaba su crítica a Solís, señalando que había sido incapaz de
evitar la aprobación de un estatuto de asociaciones «que abre, de hecho, la puerta a
los partidos, tan claramente proscritos en nuestras Leyes Fundamentales».

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El gobierno estaba también dividido respecto a otras cuestiones importantes,
como por ejemplo la política exterior dirigida por Castiella. Por otra parte, continua-
ba agudizándose el malestar de buena parte del gabinete con la gestión informativa
del ministro Fraga. Carrero, en su informe a Franco de octubre de 1969, afirmaba que
el «desenfreno» desencadenado con la Ley de Prensa se había agravado, calificándolo
incluso de «escalada contra el modo de ser español y la moralidad pública».
En este escenario se produjo el estallido del caso Matesa, el escándalo político-
económico más importante del periodo franquista. La empresa Maquinaria Textil del
Norte de España, S. A. creada en 1956 y dedicada a la fabricación y exportación de
maquinaria textil, había crecido especialmente desde 1962, creando incluso una red
de compañías subsidiarias en diversos países de América Latina. Su principal accio-
nista y director general era el miembro del Opus Dei Juan Vilá Reyes. Matesa logró
cuantiosos créditos para la exportación del Banco de Crédito Industrial, e importan-
tes desgravaciones fiscales para promover las exportaciones. Pero una parte de estas
exportaciones eran ficticias y se basaban en pedidos de las propias empresas subsidia-
rias. Cuando las irregularidades fueron denunciadas, el escándalo fue profusamente
aireado por la prensa, que señaló la implicación de los principales ministerios econó-
micos, en manos de tecnócratas vinculados al Opus. Si unos sectores gubernamenta-
les vieron en el caso la manera de proceder de los tecnócratas y la ocasión propicia
para que quedaran en evidencia, éstos consideraron que sus rivales estaban facilitan-
do la profusa información sobre el tema para sacar provecho político del escándalo.
Vilá, que en todo momento negó la existencia de un fraude, fue encarcelado; el Tri-
bunal Supremo designó un juez especial para instruir el sumario, y las Cortes crearon
una comisión especial para investigar el caso. La crisis gubernamental era inaplazable;
entre los procesados, figuraban el gobernador del Banco de España y ex ministro de
Hacienda, Mariano Navarro Rubio, y los ministros de Comercio y Hacienda, Juan
José Espinosa San Martín y Faustino García Moncó. Todos ellos se beneficiaron de
un indulto de octubre de 1971, en conmemoración del trigésimo quinto aniversario
de la proclamación de Franco como jefe del Estado.

152
CAPÍTULO XIV
La política exterior en los años 60

14.1. MIRANDO A EUROPA Y A LOS ESTADOS UNIDOS


La política exterior española inició la década de los 60 con dos importantes asun-
tos en su agenda: las relaciones con la Comunidad Económica Europea y con los Es-
tados Unidos. En 1961, Gran Bretaña, Irlanda y Dinamarca solicitaron el ingreso en
la Comunidad, en tanto que Grecia firmó un acuerdo de asociación, solicitado tam-
bién por Turquía. Paralelamente, la Comunidad aprobó medidas relativas a política
agrícola y tratados bilaterales con terceros países que afectaban a los intereses econó-
micos españoles, especialmente a las exportaciones agrarias. Ello precipitó la decisión
del gobierno español, pese a los recelos de Franco, de solicitar oficialmente la apertu-
ra de negociaciones para lograr, en primer lugar, una asociación con la Comunidad,
como primer paso en la dirección de la plena integración en el Mercado Común
cuando la economía española reuniera las condiciones necesarias. Para ello, el minis-
tro Castiella remitió, el 9 de febrero de 1962, una carta al presidente del Consejo de
Ministros de la CEE, Maurice Couve de Murville, en la que manifestaba que «la vo-
cación europea de España, repetidamente confirmada a lo largo de la historia, en-
cuentra de nuevo ocasión de manifestarse en este momento en que la marcha hacia
la integración va dando realidad al ideal de solidaridad europea».
Naturalmente, la petición española obviaba cualquier consideración política, y
parece que el propio Franco no consideraba que ésta fuera un obstáculo importante,
al contrario, confiaba en una respuesta positiva, pues, según su primo y secretario
Franco Salgado-Araujo, comentó que «hay presión de los sindicatos liberales de algu-
nas naciones para que no se nos admita, denegando la petición de ingreso. Yo no creo
que esto prevalezca, pues se trata de asuntos económicos que no tienen relación con
la política». Pero los obstáculos políticos aparecieron rápidamente; por una parte, el
contenido del informe Birkelbalch de la Comisión Política de la Asamblea Parlamen-
tana de la CEE, aprobado en diciembre de 1961, establecía las condiciones que de-
bían reunir los candidatos a integrarse en la Comunidad, condiciones tanto económi-
cas como políticas; aquellos países que no las reunieran podrían asociarse, pero siem-
pre y cuando adoptaran políticas destinadas a alcanzar las condiciones exigibles.
Pocos meses más tarde, el posicionamiento del Movimiento Europeo en el denomi-
nado por el régimen «contubernio de Múnich» explicitaba las exigencias democráti-
cas, provocando, como hemos visto, la irritación de las autoridades franquistas y su
torpe reacción represiva que aun empeoró su imagen, una imagen que todavía se de-
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terioraría más con la represión de los movimientos huelguísticos de 1962 y 1963, y la
ejecución en ese último año del dirigente comunista Julián Grimau. El camino hacia
Europa aparecía, pues, plagado de obstáculos.
En 1963 vencían los acuerdos entre España y los Estados Unidos firmados una
década antes, y el ministro Castiella, con el apoyo directo de Franco, se propuso lo-
grar una sensible mejora, consciente, que los beneficios obtenidos por España eran
claramente insuficientes, sobre todo si se consideraba la ayuda americana obtenida,
sin apenas contraprestaciones, por países como Yugoslavia. Así, la diplomacia españo-
la, con Antonio Garrigues ocupando la embajada en Washington, se propuso elevar
el nivel de la colaboración transformando los convenios en un tratado de coopera-
ción o de seguridad mutua; al mismo tiempo, solicitaba un incremento cuantioso de
las partidas en concepto de ayuda militar; además, se pedía el apoyo de los Estados
Unidos a las aspiraciones españolas de incorporación a la OTAN y a la CEE. Sin em-
bargo, la actitud norteamericana fue poco receptiva a los planteamientos españoles,
lo que dio lugar a unos meses de tensas negociaciones al adoptar las autoridades es-
pañolas una posición de firmeza. Sin embargo, cuando fue del todo evidente que los
Estados Unidos no modificarían sensiblemente sus ofertas y, además, que la actitud
española podía amenazar el indispensable apoyo norteamericano al régimen, el go-
bierno dio claras instrucciones para que se aceptaran las condiciones de los negocia-
dores americanos, de tal manera que en septiembre se renovaron los acuerdos por un
periodo de cinco años. España continuaría fuera de la Alianza Atlántica, pero conso-
lidaba su status de aliado de los Estados Unidos, aunque la debilidad española a efec-
tos negociadores se tradujo en una mejora de las ventajas para los norteamericanos
con sólo un incremento de la ayuda económica —150 millones de dólares frente a
los 300 pedidos. A cambio, en el texto del acuerdo se hacía constar que «una amena-
za a cualquiera de los dos países y a las instalaciones conjuntas que cada uno de ellos
proporciona para la defensa común afectaría conjuntamente a ambos países». Por
otra parte, continuaron en vigor las cláusulas secretas de los acuerdos de 1953.
La presencia de armamento nuclear norteamericano en territorio español no
pudo ocultarse por más tiempo cuando, el 17 de enero de 1966, un accidente en Pa-
lomares causado por el choque entre un bombardero B-52 y un avión cisterna provo-
có la caída de cuatro artefactos nucleares sin armar, uno de los cuales no fue recupe-
rado frente a las costas almerienses hasta pasados varios meses, lo que dio lugar a un
célebre baño en esas aguas del ministro Fraga y del embajador norteamericano para
demostrar la inexistencia de cualquier peligro.
En 1968, los acuerdos con los Estados Unidos volvieron a ocupar el centro de
atención de la política exterior española. En marzo se iniciaron unas conversaciones
que estuvieron condicionadas desde el primer momento por la radicalización de las
posiciones españolas bajo la dirección de Castiella. Para el responsable de la política
exterior española, como en 1963 pero con más contundencia, la renovación de los
acuerdos debía ser aprovechada para mejorar sustancialmente las contrapartidas obte-
nidas por España; por tanto, volvían a figurar entre las prioridades españolas la eleva-
ción de los pactos al nivel de tratado de alianza, en la perspectiva de la integración fu-
tura en la OTAN, y el incremento de las partidas en concepto de ayuda militar. Des-
de la óptica de una parte de los dirigentes franquistas, la situación en el Mediterráneo
y en Oriente Próximo revalorizaba las bases españolas; además, el accidente de Palo-
mares exigía poder neutralizar los temores presentes en la sociedad española deriva-
dos de los riesgos de las instalaciones militares norteamericanas. Pero las posiciones
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de la administración Johnson, en plena escalada de la guerra de Vietnam, fueron de
nuevo muy poco comprensivas con las aspiraciones españolas; ello determinó que en
septiembre el gobierno decidiera no proceder a la renovación de los acuerdos y utili-
zar la prórroga de seis meses para renegociar. En esta situación, Castiella tensó las re-
laciones; pero las bazas de la diplomacia española para negociar con los Estados
Unidos eran muy limitadas, puesto que, como han apuntado la mayoría de los estu-
diosos de la política exterior española durante la dictadura, era imposible que los di-
rigentes franquistas llegaran a arriesgarse a una cancelación de los acuerdos, ya que
ello hubiera afectado seriamente a la estabilidad política, privando al régimen de su
principal aliado y valedor en la comunidad internacional. Parece ser que Castiella, in-
merso en una política de afirmación nacionalista, menospreció las divergencias res-
pecto a su actuación de importantes sectores, destacadamente de los militares y del
vicepresidente Carrero. En un informe a Franco de mayo de 1969, Carrero criticaba
abiertamente la gestión del ministro de Asuntos Exteriores, críticas que renovó en
otro informe posterior en octubre, en puertas ya de la crisis gubernamental que apar-
tó a Castiella del gabinete. Para Carrero, «hoy tenemos la enemiga de Inglaterra por
el asunto de Gibraltar, sin que nos devuelva la plaza; están deterioradas nuestras rela-
ciones con el Vaticano, ¿es que vamos a romper también con Estados Unidos, que es
el único verdadero lazo que nos une con Occidente? ¿Es que es posible que vivamos
aislados? Si no cambiamos la orientación de nuestra política exterior, creo —y repito
que nada desearía más que estar totalmente equivocado— que nos podemos ver en
una situación muy grave».
El nuevo ministro de Asuntos Exteriores, Gregorio López Bravo, consciente de
las limitaciones de la política exterior española dadas las necesidades del régimen, re-
condujo las negociaciones con los Estados Unidos de acuerdo con las posiciones pre-
dominantes en el primer círculo de poder franquista. El 6 de agosto de 1970 se firmó
un acuerdo de amistad y cooperación entre España y los Estados Unidos, con vigen-
cia para cinco años, que supuso un incremento de la ayuda económica, en parte con-
siderable de carácter no militar, la incorporación al texto de referencias generales a la
seguridad e integridad de ambos países y a la conveniencia de armonizar sus políticas
de defensa, y la consideración de las bases como instalaciones militares españolas. Por
otra parte, fue suprimida la cláusula secreta de los acuerdos de 1953 relativa a la acti-
vación de las bases; en adelante, «en caso de amenaza o ataque extranjero contra la
seguridad de Occidente, el momento y el modo de utilización por los Estados Uni-
dos de las facilidades a las que se refiere este capítulo, para hacer frente a tal amena-
za o ataque, será objeto de consultas urgentes entre ambos gobiernos». Dos meses
mas tarde, como parte de su visita a diversos países europeos, el presidente Nixon rea-
lizó una breve estancia en Madrid para realzar la importancia de los acuerdos y de las
relaciones entre Estados Unidos y España.
En aquel mismo año, la diplomacia española consiguió su primer logro impor-
tante en relación con la Comunidad Europea, el Acuerdo Comercial Preferencial,
que equiparaba la vinculación española al Mercado Común a la que tenían Marrue-
cos o Túnez, sin alcanzar el nivel de Grecia o Turquía. El acuerdo establecía una dis-
minución parcial de los aranceles entre España y la Comunidad que inicialmente era
relativamente favorable a la economía española; en los bienes industriales, la rebaja
arancelaria media comunitaria era del orden del 63°/o, frente al 25 por parte españo-
la, lo que abría oportunidades para el sector exportador español que permitieron re-
ducir el déficit comercial con la Comunidad. En cuanto al sector agrícola, el acuerdo
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Madrid recibe al presidente Nixon en 1970.

evitaba que los productos españoles tuvieran mayores dificultades en los mercados
comunitarios. Pero los cambios derivados de los acuerdos arancelarios del GATT y la
incorporación de Gran Bretaña, Irlanda y Dinamarca a la CEE en 1973 perjudica-
ron a España y obligaron a una renegociación que dio lugar a la firma de un Proto-
colo Adicional. En todo caso, después de diez años de la petición del gobierno es-
pañol de apertura de negociaciones con la Comunidad, el acuerdo comercial era
muy poca cosa, y acuerdos de mayor nivel en la perspectiva de la integración no te-
nían ninguna posibilidad de prosperar mientras no cambiara el régimen político es-
pañol.

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Como novedad de la política exterior dirigida por López Bravo, hay que destacar
las relaciones con los países de la Europa Oriental, lo que significó el restablecimien-
to de relaciones consulares con Checoslovaquia, Hungría y Bulgaria, el pleno recono-
cimiento diplomático con la República Democrática Alemana; por otra parte, se fir-
maron acuerdos comerciales con los países citados y con la Unión Soviética, Polonia,
Rumania y Yugoslavia. También se normalizaron las relaciones con China.

14.2. GIBRALTAR Y LA DESCOLONIZACIÓN


A partir de 1963, estancada la propuesta de negociaciones con la CEE y resuelta
de manera muy insatisfactoria la renovación de los acuerdos con los Estados Unidos,
la política exterior española se centró en el relanzamiento de la histórica reivindica-
ción de Gibraltar, es decir, del fin de la presencia colonial británica y la recuperación
de la integridad territorial española. En 1963, el gobierno español logró un notable
éxito en las Naciones Unidas, gracias a la política de amistad con los países latinoa-
mericanos, árabes y con los nuevos Estados del Tercer Mundo, con la aprobación de
una resolución que aceptaba estudiar el caso de Gibraltar. Un año después, una nue-
va resolución instaba a la apertura de negociaciones bilaterales entre España y la Gran
Bretaña para resolver el contencioso. Dos años más tarde, España endurecía su reivin-
dicación sobre Gibraltar con la imposición de un conjunto de restricciones que afec-
taron al comercio gibraltareño, pero también a toda la comarca del Campo de Gibral-
tar, al tiempo que deterioraban las relaciones con la Gran Bretaña. Las conversacio-
nes hispano-británicas iniciadas en mayo 1966 derivaron pronto en un punto muerto
que determinó nuevas medidas españolas, como la prohibición de sobrevolar el espa-
cio aéreo español de vuelos con destino a Gibraltar. En septiembre de 1967, Gran Bre-
taña organizó un plebiscito en el que la población gibraltareña se manifestó abruma-
doramente partidaria —el 95,8% de los votantes— de permanecer bajo soberanía bri-
tánica; ello no obstante, la Asamblea General de la ONU se pronunció el 17 de
diciembre a favor de las tesis españolas; la resolución deploraba la celebración del re-
feréndum e instaba a la reanudación sin demora de las conversaciones bilaterales
«con miras a poner fin a la situación colonial en Gibraltar y a salvaguardar los intere-
ses de la población al término de esa situación colonial». Ignorada de nuevo la reso-
lución de la ONU por Gran Bretaña, el gobierno español aprobó, a instancias del mi-
nistro Castiella, que había convertido el problema de Gibraltar en eje de su actividad,
nuevas medidas de presión que culminaron con el cierre de la frontera y la suspen-
sión de las comunicaciones; se imponía así al Peñón una situación de casi bloqueo
que, sin embargo, no logró ningún resultado. Después del cese de Castiella, la cues-
tión de Gibraltar no volvió a polarizar la política exterior española.
La política con respecto a Gibraltar, pero también la ola descolonizadora en el
continente africano, forzó al gobierno franquista a aceptar el inicio de un proceso de
descolonización de las posesiones españolas en Guinea. Esta cuestión provocó una
continuada disputa entre el ministro de Exteriores, Castiella, y Carrero, que dedicó
siempre una especial atención a las colonias españolas, y que dilató tanto como estu-
vo en su mano el proceso descolonizador. En 1961, el ministro subsecretario de Pre-
sidencia había visitado Guinea, y en 1962, elaboró un informe sobre la situación afri-
cana en el que se ocupaba obsesivamente de la presencia y la influencia soviética;
para Carrero, la descolonización africana había sido prematura, impulsada por el an-
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ticolonialismo norteamericano y soviético, y por la acción de una limitada intelectua-
lidad influida por los partidos comunistas europeos. Pero a pesar de las resistencias,
la descolonización fue inevitable.
En agosto de 1963, el gobierno español hizo pública su voluntad descolonizado-
ra, expuesta en la Asamblea General de la ONU por Castiella. El ministro de Exterio-
res era partidario de una rápida descolonización de Guinea y del Sahara, asegurando
la influencia española sobre los futuros estados independientes. En primer lugar, se
trataba de crear un régimen autónomo, lo que fue sometido a referéndum y aproba-
do por la población de Río Muni y Fernando Poo. En 1964 fue promulgada la Ley
de Bases de Régimen Autónomo para Guinea, que condujo a la creación de un Con-
sejo de Gobierno y de una Asamblea General, que compartirían el poder con las au-
toridades coloniales españolas. A pesar de este primer paso, se mantuvo el forcejeo
entre Castiella y Carrero; éste protagonizó una actuación de continuado intervencio-
nismo buscando prolongar el dominio colonial español en Guinea, entre otras, por
la vía de fomentar las divisiones entre las fuerzas nacionalistas. Sin embargo, a pesar
de las actitudes dilatorias fomentadas desde la subsecretaría de la Presidencia, se celebró
finalmente una Conferencia Constitucional entre octubre de 1967 y julio de 1968.
Aprobada en referéndum una constitución democrática, Guinea Ecuatorial accedió a
la independencia el 12 de octubre de 1968, tras la elección de Francisco Macías como
presidente de la República, un oscuro personaje que al poco tiempo instauró un régi-
men dictatorial tras una fracasada tentativa de golpe de Estado que contó con apoyos
españoles, lo que determinó la ruptura con la antigua metrópolis.
Paralelamente, a principios de 1969, España cedía Ifni a Marruecos, en tanto que
continuaba abierta la cuestión del Sahara, fundamentalmente por la posición de Ca-
rrero, que en esta cuestión logró imponer sus posiciones contrarias al proceso desco-
lonizador. El bloqueo del proceso hacia la autodeterminación tendría graves conse-
cuencias tanto para el Sahara como para España, como se comprobaría en 1975.

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CAPÍTULO XV
El triunfo del inmovilismo

15.1. EL GOBIERNO «MONOCOLOR»


El 29 de octubre de 1969, tras unos días de continuados rumores que levantaron
una notable y relativamente insólita expectación, fue dada a conocer la composición
del nuevo gobierno. Contra la mayoría de las previsiones, puesto que los tecnócratas
habían sido los más afectados por el affaire Matesa, la resolución de la crisis guberna-
mental los reforzó, provocando un notable malestar en el resto de la clase política
franquista, incluso abriendo heridas que ya no serían restañadas. El éxito de los tec-
nócratas se producía, además, cuando empezaba a manifestarse con claridad el fraca-
so de algunas de sus previsiones, especialmente las relativas a que el crecimiento eco-
nómico garantizaría la tranquilidad social y la estabilidad política.
El nuevo gobierno fue calificado abusivamente de «monocolor», aunque sin
duda tenía un elevado grado de homogeneidad, en cualquier caso, muy superior a los
anteriores. También más que en cualquier ocasión anterior, el papel de Carrero Blan-
co fue decisivo en la composición del nuevo gabinete. De hecho, aunque Carrero
continuó como vicepresidente, se convirtió en el presidente de facto, por lo que en
buena medida formó «su» gobierno. Debe destacarse, en primer lugar, junto a la sali-
da de los ministros tocados por el escándalo Matesa, los ceses de Manuel Fraga, Fer-
nando M.a Castiella y José Solís, los tres ministros que por cuestiones diversas habían
sido objeto de la continuada crítica de Carrero. A la cartera de Información y Turis-
mo llegaba Alfredo Sánchez Bella, un integrista vinculado al Opus Dei, con la misión
de poner fin al «desenfreno» incontrolado por Fraga en la prensa y en los espectácu-
los; a Asuntos Exteriores accedía el tecnócrata opusdeísta Gregorio López Bravo, sus-
tituido en Industria por otro miembro de la Obra, José M.ª López de Letona, que des-
de 1966 era subcomisario del Plan de Desarrollo. Miembros o próximos a la Obra
ocuparían otros ministerios, especialmente los económicos, junto con Laureano Ló-
pez Rodó, quien continuó a la cabeza del Plan de Desarrollo. Otro cambio destaca-
ole se produjo en el Ministerio de la Gobernación, donde el anciano Camilo Alonso
Vega fue sustituido por Tomás Garicano Goñi, general del Cuerpo Jurídico del Ejér-
cito del Aire, ex gobernador de Guipúzcoa y desde 1966 gobernador civil de Barcelo-
na; también fueron sustituidos los militares encargados de los ministerios de las tres
armas. Siguiendo el criterio de Carrero, fue separado el cargo de secretario general del
Movimiento y el de delegado nacional de Sindicatos. Para el primero fue designado
Torcuato Fernández Miranda, un flexible hombre del Movimiento que había sido
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profesor del príncipe Juan Carlos; para el segundo, Enrique García Ramal, empresa-
no vinculado a la Organización Sindical desde sus orígenes. El nuevo ministro de
Trabajo, Licinio de la Fuente, procedía también del Movimiento. Finalmente, conti-
nuaban en el gobierno el tradicionalista Antonio M.a Oriol, y Federico Silva Muñoz,
procedente de la Acción Católica, aunque este último dimitió en abril de 1970, sien-
do sustituido por el tecnócrata, seudoideólogo del «crepúsculo de las ideologías»,
Gonzalo Fernández de la Mora.
La primera declaración del nuevo gobierno señalaba que su política se inspiraría
en «la unidad de poder y la coordinación de funciones», clara referencia a la volun-
tad de superar las divisiones que habían caracterizado al anterior gabinete. Para Ca-
rrero, era prioritario restablecer el orden y la autoridad en todos los planos, puesto
que los enemigos del régimen —los de siempre: el comunismo, la masonería, el libe-
ralismo— continuaban actuando sin descanso contra la «paz» española. Y, además, el
orden y la autoridad debían restablecerse sin complejos; así, en un largo informe con-
fidencial de marzo de 1970, se preguntaba: «Qué es peor, que nos critiquen nuestros
enemigos o que les dejemos, en nombre del aperturismo y de todas esas zarandajas, lo-
grar su objetivo de corromper la moral de nuestro pueblo, por lo que, además, Dios
nos habría de pedir un día estrecha cuenta?»
Con tales planteamientos, no debe extrañar que la represión fuera el principal ins-
trumento utilizado por el gobierno para hacer frente a una creciente y diversificada
conflictividad social y a una mayor agitación política; una represión que si bien con-
seguía neutralizar las protestas y mantener atemorizada y pasiva a una parte conside-
rable de la población, también provocaba el crecimiento del disenso en la sociedad y
en algunas instituciones, y con él, la creciente deslegitimación del régimen.

15.2. EL ENDURECIMIENTO DE LA REPRESIÓN


A finales de 1970, el Consejo de Guerra celebrado en Burgos contra miembros
de ETA provocó una oleada de repulsa interior e internacional. Concebido por el go-
bierno como un proceso ejemplar contra la organización vasca, que pondría en evi-
dencia sus métodos violentos y sus objetivos separatistas y revolucionarios, el juicio
se transformó en una acusación contra la dictadura por su misma naturaleza, y en es-
pecial, por su política respecto al País Vasco. El principal cargo contra los acusados
era el asesinato del jefe de la Brigada de Investigación Social de la Policía de San Se-
bastián, Melitón Manzanas, ocurrido en agosto de 1968, que fue el primer atentado
con victimas mortales de ETA. El fiscal pidió la pena de muerte para seis de los die-
ciséis acusados, dos de los cuales eran sacerdotes. El proceso de Burgos significó para
el gobierno la apertura de múltiples frentes: con la Iglesia católica, con una parte de
la sociedad española, singularmente con un amplio segmento de la sociedad vasca, y
con una parte notable de la opinión pública europea.
El 21 de noviembre, el obispo de San Sebastián, Jacinto Argaya, y el administra-
dor apostólico de Bilbao, José María Cirarda, dirigieron una carta conjunta a sus feli-
greses en la que comunicaban que habían solicitado a Franco y al gobierno que el jui-
cio se celebrara ante los tribunales ordinarios y no ante un consejo de guerra, argu-
mentando que el delito por el que se pedían las penas más graves fue cometido en un
momento en que no estaba en pleno vigor el que calificaban de «duro» decreto-ley
contra el bandidaje y el terrorismo, y «dado también que la jurisdicción ordinaria per-
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mite una más plena defensa de los inculpados, incluido un posible recurso ante tri-
bunales superiores»; además, los obispos reiteraban la condena «de toda clase de vio-
lencias, las estructurales, las subversivas y las represivas». Inmediatamente, el Ministe-
rio de Justicia replicó a los obispos señalando la plena legalidad del proceso, y mani-
festando que «resulta evidentemente grave dar igual tratamiento a la violencia del
delincuente que a la actitud de la Autoridad al aplicar la Ley de conformidad con un
ordenamiento preestablecido».
El día 3 de diciembre se inició el proceso, produciéndose desde el primer mo-
mento un constante forcejeo entre el tribunal y los abogados defensores, entre los
que se encontraban prestigiosos letrados vinculados a la oposición democrática,
como Gregorio Peces-Barba, Josep Solé Barberá o Juan María Bandrés, que perse-
guían demostrar las actuaciones contrarias a la ley a que fueron sometidos sus defen-
didos, entre ellas la práctica de torturas, así como numerosas irregularidades del pro-
ceso. Paralelamente, las protestas de obreros, estudiantes e intelectuales se extendie-
ron, alcanzando particular virulencia en el País Vasco. Un destacable impacto tuvo el
encierro en el monasterio de Montserrat de unos trescientos intelectuales, profesiona-
les y artistas catalanes, entre ellos cantantes como Joan Manuel Serrat y Raimon,
cineastas como Jaime Camino, actores como Núria Espert, novelistas como Ana
María Matute, Montserrat Roig y Terenci Moix, artistas como Antoni Tàpies e inte-
lectuales como Manuel Sacristán. En Madrid, la policía detuvo a miembros de la
oposición democrática que participaban en una reunión, entre ellos Enrique Tierno
Galván, Jaime Sartorius, Armando López Salinas, Juan Antonio Bardem y Pablo Cas-
tellanos. Por otra parte, ETA secuestró al cónsul de la República Federal de Alemania
en Bilbao, Eugenio Beihl, al que liberó el 27 de diciembre.
Ante la magnitud de las protestas, el 4 de diciembre el gobierno declaró el estado
de excepción en Guipúzcoa, y diez días más tarde, en todo el territorio español.
Mientras tanto, continuó el proceso con constantes incidentes. El régimen se vio
obligado a recurrir a una gran campaña propagandística para contrarrestar las protes-
tas interiores y exteriores, así como a promover la movilización de sus más leales se-
guidores, culminándola una vez más con una gran manifestación de masas en la ma-
drileña plaza de Oriente.
El 28 de diciembre se hicieron públicas las sentencias del tribunal de Burgos: nue-
ve penas de muerte a seis acusados —-Joaquín Gorostidi, Francisco Javier Izko de la
Iglesia, Eduardo Uriarte, Mario Onaindia, Francisco Javier Larena, José M.a Dorron-
soro—, más penas de largos años de cárcel a los demás encausados. En este momen-
to, la presión interior e internacional se centró en evitar las ejecuciones; Franco y el
gobierno recibieron múltiples peticiones de clemencia: del Papa Pablo VI, de la ma-
yona de gobiernos europeos, de instituciones y corporaciones de muy diverso carác-
ter. El 30 de diciembre, Franco, con el acuerdo unánime del gobierno, decidía ejercer
el derecho de gracia. Al día siguiente, la prensa loaba el gesto de magnanimidad del
Caudillo. Sin duda, en diciembre de 1970 el régimen franquista se sentía suficiente-
mente fuerte para ser clemente, pero la erosión sufrida como consecuencia del proce-
so fue muy profunda, especialmente en el País Vasco.
El proceso de Burgos fue un episodio desafortunado para el franquismo porque
se produjo en un momento de creciente tensión, provocada por el ascenso de la con-
flictividad social y de la agitación antifranquista, y porque la movilización contra el
consejo de guerra reforzó a la oposición. Pero, además, la tensión socio-política se in-
crementó por las políticas represivas del gobierno, que proseguía con su voluntad de
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161
restaurar el orden y la autoridad. Estas políticas represivas empezaron a producir de
forma sistemática y reiterada víctimas mortales, especialmente en conflictos obreros,
como en el mismo año 1970 en Granada, en 1971 en Barcelona, en 1972 en El Ferrol,
en 1973 en Sant Adrià del Besòs (Barcelona), lo que contribuyó a agravar la situación
política. También la actuación policial provocó víctimas mortales en manifestaciones
populares, como en Erandio en 1969 y en Eibar en 1970. Por otra parte, la conflicti-
vidad universitaria no cesaba e incluso amenazaba con extenderse a la enseñanza se-
cundaria, amén de no ser sólo estudiantil al sumarse el joven profesorado universita-
rio —los profesores no numerarios. Las oleadas de detenciones no lograban ya aca-
bar con la conflictividad ni con el activismo opositor. Y a veces, además, provocaban
campañas internacionales de solidaridad con los detenidos susceptibles incluso de
perjudicar la política exterior española; así, por ejemplo, con motivo de la detención
en 1972 de los principales dirigentes de las Comisiones Obreras, Marcelino Cama-
cho, Nicolás Sartorius, Eduardo Saborido, Fernando Soto, Francisco Acosta, Miguel
Ángel Zamora, Pedro Santiesteban, Juan Muñiz, Luis Fernández y el sacerdote Fran-
cisco García Salve.
No debe extrañar, pues, que el «orden público» se convirtiera en una de las preo-
cupaciones básicas del gobierno, aunque ya había aparecido anteriormente. Así, en
noviembre de 1968 se había formado una especie de comisión del gobierno para ocu-
parse de los asuntos de orden público, formada por el vicepresidente y los ministros
de Gobernación, Educación y Ciencia, Justicia, Movimiento, Ejército y Hacienda,
inicialmente para tratar el problema de la conflictividad universitaria, pero que más
adelante se ocupó también de otras protestas sociales y políticas. Por otra parte, tam-
bién desde 1968, una unidad militar colaboró con el Ministerio de Educación para
realizar tareas informativas en la lucha contra la «subversión» universitaria. Éste fue el
origen del «Servicio Especial», dirigido por el coronel José Ignacio San Martín, trans-
formado en marzo de 1972 en Servicio Central de Documentación de la Presidencia
del Gobierno —SECED—, a las órdenes directas de Carrero Blanco. El SECED te-
nía una parte pública, que se encargaba básicamente de la realización de estudios e
informes, y una parte oculta con doscientos miembros más unos cinco mil «colabo-
radores», organizados en dos grandes divisiones, la de información y la de operacio-
nes, y con tres campos de actividad: el educativo, el laboral y el religioso-intelectual.
También con anterioridad, el gobierno había reforzado la legislación represiva.
Según Manuel Ballbé, el periodo comprendido entre 1963 y 1968 fue el único del
franquismo en el que los españoles no estuvieron sometidos plenamente a los princi-
pios definidores de la Ley Marcial. El agosto de 1968, un decreto-ley relativo a los de-
litos de «bandidaje y terrorismo» ponía nuevamente en vigor el artículo segundo del
decreto de 1960, que consideraba rebelión militar un conjunto de acciones tales
como difundir «noticias falsas o tendenciosas con el fin de causar trastornos de orden
público interior, conflictos internacionales o desprestigio del Estado, sus institucio-
nes, Gobierno, Ejército o autoridades», unirse, conspirar o tomar parte en «reuniones,
conferencias o manifestaciones» con los fines antes citados; también, «los plantes,
huelgas, sabotajes y demás actos análogos cuando persigan un fin político o causen
trastornos graves al orden público». En la exposición de motivos, el decreto-ley argu-
mentaba que «la defensa de la unidad e integridad nacional y el mantenimiento del
orden público y de la paz social aconsejan arbitrar en cada momento los medios ne-
cesarios para salvaguardar aquellos valores intangibles solemnemente proclamados
por los principios del Movimiento Nacional». En correspondencia con lo anterior, se
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162
produjo un incremento del número de civiles condenados por consejos de guerra
en 1969 y 1970, aunque en 1971 disminuyó como consecuencia de la derogación de-
finitiva del decreto de 1960 por la promulgación de las leyes que modificaban el Có-
digo de Justicia Militar y el Código Penal. También en 1971 fue modificada la Ley de
Orden Público de 1959, aumentándose la cuantía de las multas gubernativas e intro-
duciendo el arresto sustitutorio en caso de impago.
La preocupación por el deterioro del orden público, a pesar de todos los esfuer-
zos realizados, quedó patente en el discurso de Carrero Blanco ante el Consejo Na-
cional del Movimiento en marzo de 1972; discurso en el que aparece su paranoica
percepción de la «amenaza comunista» y de la acción de la Masonería. Para Carrero,
el comunismo tenía tres vías para alcanzar sus objetivos: la guerra general, las guerras
limitadas y la guerra subversiva. La última era «la más peligrosa de todas, porque con
ella el comunismo puede ganar mucho sin arriesgar nada». Con la guerra subversiva
se intentaba «destruir a la vez la fortaleza moral y material de los pueblos, aniquilan-
do, con todo lo que puede ser corrosivo y dañino, los valores espirituales de todo or-
den de las gentes y la economía de las naciones mediante las huelgas en que se mani-
fiestan los conflictos laborales». Y se preguntaba Carrero: «¿se puede neutralizar efi-
cazmente una subversión, promovida, organizada y financiada desde el exterior, con
procedimientos exclusivamente liberales? Evidentemente, no», respondía, añadiendo
que «si no se corta la escalada de esta acción corrosiva que la sociedad padece y que
trabaja especialmente a la juventud mediante la pornografía, la droga, la negación de
los valores espirituales, el desarraigo de sentimientos religiosos, el desprecio a la auto-
ridad, empezando por la de los padres, la repulsa a todo sentimiento patriótico y de
cumplimiento del deber, ¿qué pueden llegar a ser dentro de unos años, sólo Dios
sabe cuántos, las poblaciones de los países no comunistas? Pues, lógicamente, po-
drían convertirse en unas pobres piltrafas humanas, incapaces de ninguna reacción,
que no creerían en nada, que no tendrían ninguna idea que defender y a las que el
comunismo se podría llevar por delante con un solo puntapié». Pero España no sólo
era víctima de la «ofensiva subversiva desencadenada por el comunismo», sino que «a
la vez somos atacados también por la propaganda liberal que la masonería patroci-
na». Por una lado, afirmaba Carrero, «se pretende degenerar moralmente y convertir
en marxista a nuestra juventud y a nuestras masas obreras», por otro, «en servicio
consciente o inconsciente de consignas liberales, se pretende convencernos de que si
el Régimen no evoluciona hacia fórmulas demoliberales nos veremos excluidos del
Edén europeo». Si bien la acción contra el régimen desde el exterior no era un fenó-
meno nuevo, estaba alcanzando una grave magnitud, por lo que el vicepresidente se
preguntaba, aunque sin dar respuesta: «¿es que nos hemos confiado y, por mimetis-
mo o por resabios demoliberales, nuestra legislación ordinaria, en algunos aspectos,
defiende más los intereses del individuo, aunque éste sea en realidad un servidor de
los enemigos de la Patria, que al interés del bien común de la Nación?».
Respecto a la conflictividad universitaria, y aun reconociendo problemas objeti-
vos, señalaba la responsabilidad de una minoría de profesores, que consciente o in-
conscientemente servían al comunismo y a la masonería, y de una minoría de estu-
diantes que no consideraba tales sino simples «agentes de la subversión según las mis-
mas dos modalidades». Para resolver el problema, creía «absolutamente indispensable
que salgan para siempre de la Universidad los profesores y alumnos que llevan a cabo
en ella la subversión». En relación con la conflictividad obrera, Carrero también ad-
mitía la existencia de problemas derivados de las relaciones laborales, pero considera-
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ba la huelga laboral «una arma de la subversión», por lo que proclamaba que «con las
huelgas hay que terminar a rajatabla».
Carrero acabó su intervención llamando a la resistencia contra los enemigos de
siempre, a la unidad, al «acatamiento sin reservas de la doctrina», y al rechazo a todo
cambio sustancial, pero al mismo tiempo no podía ocultar la creciente crisis de la dic-
tadura al admitir que la defensa a ultranza del régimen estaba mal vista: el «triunfalis-
mo» y el «inmovilismo», afirmaba, «estan mal vistos, porque triunfalista es el que se-
ñala todos los inmensos beneficios que a la Nación ha reportado el Régimen y ello
no interesa evidentemente a nuestros enemigos. El inmovilismo también es peyorati-
vo porque entraña el rechazar moverse hacia atrás para volver a las formas demolibe-
rales. En cambio, el aperturismo está en alza, pero siempre que se trate de abrirse ha-
cia esas fórmulas demoliberales». No debía caerse en la trampa de «preocuparnos por
parecemos a los que se mantienen en sistemas liberales, para que no nos critiquen,
porque las habilidades nunca engañan, y si nos ven serviles y vergonzantes nos des-
preciarán y harán muy bien; en cambio, si nos mantenemos firmes en nuestra doctri-
na y nos ven fuertes y unidos, nos respetarán, que es lo que importa a nuestra dig-
nidad».

15.3. LA DESERCIÓN DE LA IGLESIA


Pero al iniciarse la década de los 70 el régimen franquista empezaba a mostrar fi-
suras importantes. El primer lugar, las derivadas de la evolución de la Iglesia católica.
Por una parte, el régimen no logró distender las relaciones con el Vaticano. Al contra-
rio, cuando en 1968 el Papa Pablo VI pidió a Franco que renunciara a sus privilegios
en la designación de obispos, el Caudillo se negó nuevamente, y ello consolidó un
foco de continuada tensión. El Vaticano sorteó parcialmente la negativa de Franco
mediante el nombramiento de obispos auxiliares, que no requerían su aprobación;
también, presentando un solo nombre en lugar de la terna preceptiva.
En diez años, de 1964 a 1974, el episcopado español cambió notablemente; la
avanzada edad determinó la gradual desaparición de los máximos representantes del
nacionalcatolicismo —entre ellos, Pla y Deniel, Eijo y Garay, Modrego, Arriba y Cas-
tro—, y propició un rejuvenecimiento de casi diez años en la media de edad de los
obispos españoles, aunque continuaron en plena actividad beligerantes franquistas
como Morcillo y Guerra Campos. En 1971, a la muerte del primero, Vicente Enrique
y Tarancón, claramente comprometido con la renovación promovida por el Conci-
lio, que desde dos años antes ocupaba la sede primada de Toledo, fue nombrado ar-
zobispo de Madrid y elegido presidente de la Conferencia Episcopal, lo que consti-
tuyó un impulso decisivo en la renovación de la jerarquía española. Esta renovación
del episcopado fue paralela a la extensión en el clero regular y secular, especialmente
entre las generaciones más jóvenes, de actitudes de crítica a la dictadura, a sus políti-
cas, y especialmente a sus prácticas represivas, así como de opciones de participación
directa en movimientos sociales y políticos de carácter antifranquista. Signo claro de
la extensión de estas actitudes fue la insólita creación, en un Estado confesional cató-
lico, de una cárcel especial para sacerdotes, la cárcel concordataria de Zamora. Por
otra parte, se fue convirtiendo en habitual la imposición de multas a sacerdotes por
sus opiniones y actitudes. El compromiso antifranquista fue especialmente intenso
entre el clero vasco y entre el clero catalán, propiciado por las políticas franquistas de
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represión contra los signos de identidad de aquellas comunidades, pero en general
fue notable en todas las concentraciones industriales, como consecuencia de la op-
ción en favor de la defensa de los derechos de los trabajadores de un importante sec-
tor eclesiástico, incluida una parte de la jerarquía renovada. En este sentido, es espe-
cialmente revelador que uno de los campos de actividad de SECED fuera el religio-
so, y que las Brigadas de Investigación Social y de Información de la Policía, las
encargadas de la represión política, dedicaran una especial atención a la disidencia
eclesiástica. Para las autoridades policiales, una parte del clero vasco y catalán era con-
siderada claramente separatista, en tanto que les resultaba especialmente incompren-
sible la colaboración de sacerdotes con miembros del Partido Comunista.
Para los máximos dirigentes del régimen, con Franco y Carrero Blanco a la cabe-
za, las nuevas actitudes de una parte creciente de la Iglesia española, arropada por el
Vaticano, eran tan incomprensibles como irritantes. Especial animadversión suscitó
entre las autoridades franquistas y los sectores más intransigentes del régimen la
actuación del obispo administrador apostólico de Bilbao, José María Cirarda, que
en 1970 se negó a oficiar la misa conmemorativa de la ocupación de la ciudad
en 1937 por las tropas franquistas. Pero fueron cada vez más los obispos que se pro-
nunciaban públicamente contra la represión política y en defensa de derechos civiles
básicos. En 1971, la Asamblea Conjunta de Obispos y Sacerdotes aprobó un docu-
mento en el que la Iglesia pedía perdón por no haber desempeñado un papel recon-
ciliador durante y tras la guerra civil, lo que significaba una condena del mismo con-
cepto de cruzada. Dos años más tarde, en el documento «La Iglesia y la Comunidad
Política», los obispos se pronunciaron a favor de la revisión del Concordato, de que
la Iglesia y el Estado renunciaran a sus respectivos privilegios para asegurar su plena
independencia; también reclamaron el respeto al pluralismo ideológico y político.
Una año antes se había producido un incidente entre Carrero y Tarancón al propiciar
el vicepresidente la publicación en la prensa de su intervención ante Franco, con mo-
tivo del octogésimo cumpleaños del dictador, en la que recordaba el carácter de cru-
zada de la guerra civil, así como que «ningún gobernante en ninguna época de nues-
tra Historia ha hecho más por la Iglesia católica», lamentando que «con el transcurso
de los años, algunos, entre los que se cuentan quienes por su condición y carácter me-
nos debieran hacerlo, hayan olvidado esto».
Las actitudes de sacerdotes y obispos propiciaron que en los medios franquistas
más recalcitrantes, pero contando con la tolerancia de las autoridades, empezaran a
lanzarse denuncias y ataques contra los curas y obispos «rojos»; destacaron en este te-
rreno grupos violentos de falangistas «ultras», como los «Guerrilleros de Cristo Rey»,
apoyados por el SECED, o los extremistas de la asociación Fuerza Nueva, dirigida
por el consejero nacional Blas Piñar, pero también muchos órganos de prensa direc-
tamente controlados por el Movimiento Nacional.

15.4. LAS DISENSIONES EN LA CLASE POLÍTICA FRANQUISTA


Ciertamente, la evolución de la Iglesia católica fue privando a la dictadura de un
soporte esencial. Pero, además, la unidad y cohesión pedida por Carrero a la clase po-
lítica franquista resultó una inalcanzable ilusión. En primer lugar, por la actitud de
los sectores que se sintieron marginados con el cambio gubernamental de 1969 pero
que mantenían importantes posiciones en otras instituciones, como las Cortes y el
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Consejo del Reino —cuya presidencia fue ocupada por el falangista Alejandro Rodrí-
guez de Valcárcel—, además de en el Consejo Nacional del Movimiento. En segun-
do lugar, por la aparición de nuevas diferencias ante la acción gubernamental, tanto
en lo relativo a los problemas de orden público y a las relaciones con la Iglesia como,
sobre todo, ante las tentativas aperturistas y las actitudes inmovilistas del gabinete. En
este sentido, de nuevo el asociacionismo político dentro del Movimiento se conver-
tiría en punto central de debate.
El ministro del Movimiento, Torcuato Fernández Miranda, singularmente exper-
to en la retórica de la confusión, se pronunció tajantemente contra la introducción
del «pluralismo», que significaría inevitablemente un régimen de partidos políticos,
pero a favor de lo que denominó «plurimorfismo» dentro del Movimiento articulado
en torno a asociaciones políticas. El tema del asociacionismo seguía provocando re-
celos en los máximos dirigentes del régimen, Franco y Carrero, que, sin embargo, no
lo rechazaban de plano, probablemente conscientes de la necesidad de formalizar en
alguna forma el «contraste de pareceres». Según Payne, Fernández Miranda se perca-
tó de que la tarea que se le había encomendado consistía en aparentar que se iba de-
prisa yendo lo más lentamente posible; así, empezó por reorganizar la Secretaría Ge-
neral del Movimiento, aumentando sus atribuciones a costa del Consejo Nacional y
de algunas Delegaciones Nacionales.
No obstante, en mayo de 1970, Fernández Miranda presentó ante la comisión
permanente del Consejo Nacional un nuevo proyecto de Asociaciones Políticas, no
muy diferente al Estatuto de Solís. Las asociaciones de «acción política» deberían te-
ner un mínimo de 10.000 inscritos y estarían bajo el absoluto control de un nuevo
delegado nacional para la Acción Política, del secretario general y del Consejo Nacio-
nal del Movimiento. En el proyecto no se especificaban las formas previsibles de «ac-
ción política» de las asociaciones. Pero a pesar de su carácter tan restrictivo, el proyec-
tó quedó rápidamente paralizado. En 1972 se formó una comisión mixta Gobierno-
Consejo Nacional para ocuparse, entre otras, de esta cuestión, sin que ello significara
ningún avance en el tema.
Esta situación de aparente impasse generó posicionamientos públicos y actuacio-
nes privadas de dirigentes de los distintos sectores de la clase política franquista, así
como un debate público que si bien interesó intramuros del régimen, fue seguido con
absoluto escepticismo por la mayor parte de la sociedad española. Dirigentes como
López Rodó, con el apoyo de otros ministros, intentaron desde dentro del gobierno
favorecer la materialización de alguna forma de asociacionismo, también reclamada
por los dirigentes más jóvenes del aparato del Movimiento, como José Miguel Ortí
Bordas, Gabriel Cisneros o Rodolfo Martín Villa, o por personajes que habían desem-
peñado importantes cargos, como el ex ministro Federico Silva Muñoz. Por su parte,
Manuel Fraga propugnaba en 1971, en su libro El desarrollo político, un reformismo ca-
paz de adecuar las instituciones políticas franquistas a las características y necesidades
de una sociedad desarrollada. En el otro extremo del abanico franquista, José Anto-
nio Girón de Velasco se mostraba dispuesto a aceptar como mucho la existencia de
un cierto juego de tres tendencias dentro del Movimiento, la falangista, la conserva-
dora, tradicional y católica, y la moderada y tecnocrática. Pero, en definitiva, los po-
sicionamientos a favor del asociacionismo no quebraron la resistencia de los más in-
movilistas, que tenían un apoyo esencial: el propio Franco, que puede definirse con
exactitud como el primer inmovilista del régimen. Mientras tanto, Fernández Miran-
da prodigaba discursos, a veces difícilmente inteligibles; así, en una intervención en
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las Cortes en noviembre de 1972, afirmaba que «decir sí o no a las asociaciones es,
sencillamente, una trampa saducea», añadiendo que «el tema está en ver si diciendo
sí al asociacionismo político, se dice también sí o no, o no se dice sí sino no, a los
partidos políticos».
Y también, mientras tanto, seguían convocándose elecciones orgánicas. En 1970
y en 1973 se celebraron elecciones para renovar parcialmente las corporaciones loca-
les; en el tercio de representación familiar, donde se concentraban los esfuerzos de las
autoridades para presentar la cara más participativa de la democracia orgánica espa-
ñola, la apatía de los electores, «cabezas de familia y mujeres casadas», se tradujo en
unos elevados porcentajes de abstención, sólo atenuados allí donde algunos candida-
tos lograron generar una cierta dinámica competitiva, o cuando se materializaron ten-
tativas opositoras, como en un distrito de Barcelona con la candidatura de un dirigen-
te vecinal, Fernando Rodríguez Ocaña, que sin embargo, y pese a vencer en las urnas,
no fue proclamado concejal por una maniobra burocrática. En 1971 se celebraron las
segundas elecciones de procuradores familiares a Cortes, que fueron seguidas tam-
bién de forma mucho más apática que las primeras de 1967 y, en consecuencia, se de-
sarrollaron con una alta abstención. Ciertamente, la legitimación de la democracia
orgánica española seguía encontrando resistencias en la mayoría de la población.
En 1971 se celebraron también elecciones sindicales, aunque con una actitud de
los dirigentes de la Organización Sindical mucho menos propensa a promover la ma-
siva participación de los trabajadores, dada la experiencia de las anteriores de 1966 y
los éxitos de las Comisiones Obreras. Tampoco éstas lanzaron una campaña en toda
España a favor de la participación, como consecuencia de las disensiones internas res-
pecto a esta cuestión, aparecidas tras la represión que habían padecido los elegidos
en 1966, así como de planteamientos políticos divergentes de las fuerzas políticas pre-
sentes en CC.OO. El resultado de ambos factores fue una participación mucho me-
nor que en 1966 y con notables desigualdades entre empresas, ramas y territorios.
En ese mismo año 1971 fue aprobada finalmente una nueva Ley Sindical. Su ela-
boración había sido larga y difícil, y finalmente quedó muy por debajo de las expec-
tativas generadas. En torno a la Ley Sindical se produjeron notables tensiones y pre-
siones. Por una parte, el debate previo a la elaboración de la ley, propiciado por los
dirigentes de la OSE interesados aun en estimular alguna fórmula de «sindicalismo
de participación», fue aprovechado por los activistas sindicales antifranquistas para
exponer su defensa de un sindicalismo democrático y de los derechos de los trabaja-
dores, provocando una cierta agitación en las estructuras sindicales de base. Por su
parte, los dirigentes falangistas aprovecharon la elaboración de la ley para tratar de
afirmar el poder y la independencia de la OSE, aunque también se vieron obligados
a realizar algunas concesiones ante la presión a que fueron sometidos por los activis-
tas opositores. Por último, los tecnócratas y Carrero se opusieron a las pretensiones
de los dirigentes falangistas, y todos los inmovilistas miraron con recelo y temor la pe-
netración de antifranquistas en las estructuras de representación de los trabajadores.
La ley aprobada finalmente el 1971 introdujo sólo cambios menores en la legisla-
ción sindical, y no tenía en cuenta ni las pretensiones de los dirigentes falangistas, ni
la resoluciones del Congreso Sindical de Tarragona, ni las peticiones formalizadas por
millares de trabajadores, ni las recomendaciones de la OIT, ni la opinión de la jerar-
quía eclesiástica. En realidad, la Ley Sindical no fue más que la sistematización de la
normativa sindical dispersa que había ido apareciendo en los años anteriores. En los
meses siguientes a la promulgación de la ley fueron aprobados dos decretos, el prime-
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ro regulaba muy restrictivamente el derecho de reunión de los trabajadores, por lo
que fue escasamente utilizado, y el segundo ampliaba las garantías de los representan-
tes sindicales.
En cuanto a la prensa se fue configurando en estos años una situación dual. Por
una parte, los periódicos reflejaron las disensiones en torno al asociacionismo dentro
de la clase política franquista, las contradicciones entre el puro inmovilismo y las pro-
puestas reformistas, la difusión de moderados planteamientos de cambio democráti-
co, habitualmente de signo monárquico, con la participación incluso en debates pe-
riodísticos del propio Carrero con el seudónimo de Ginés de Buitrago. Pero por otra
parte, bajo el mandato de Sánchez Bella, se endureció la aplicación de la Ley de Pren-
sa; publicaciones como Cuadernos para el Diálogo y Triunfo sufrieron multas y suspen-
siones temporales, y Madrid, que se había convertido en el diario más crítico, fue ce-
rrado definitivamente.
La situación política acabó generando tensiones importantes dentro del propio
gobierno, como la que reflejó la dimisión del subsecretario de la Gobernación, San-
tiago de Cruylles, en febrero de 1973. Por otra parte, la acción del antifranquismo, la
conflictividad social y la extensión de las críticas al régimen radicalizaron a los secto-
res franquistas más extremistas. Apareció así una de las formas características de la
violencia fascista, habitualmente con una notable complicidad policial, contra perso-
nas y contra bienes identificados como «rojos» o simplemente demócratas; singular
objeto de estas acciones fueron determinadas librerías, también algunos espectáculos.
La actividad violenta de los miembros de las bandas «ultras» fue en aumento en los
años siguientes, actuando a veces paralelamente a las fuerzas policiales en la represión
de manifestaciones obreras y estudiantiles. Desde estos sectores se empezó también a
atacar al gobierno y, especialmente, a algunos de sus ministros, como al de Goberna-
ción, Galicano Goñi, por considerarlos blandos con la «subversión».
Todos los datos anteriores apuntan con claridad a la conformación de una crisis,
una crisis no tanto de gobierno como de régimen, aunque comenzara por provocar
un cambio gubernamental. La percepción de crisis la expresaba así el líder «ultra» Blas
Piñar en octubre de 1972: «En España estamos padeciendo una crisis de identidad de
nuestro propio Estado.» Y es que, como apuntaron Carr y Fusi, «España era un Esta-
do católico donde la Iglesia condenaba al régimen; un Estado que prohibía las huel-
gas y donde éstas se producían por miles; un Estado antiliberal que buscaba alguna
fórmula de legitimación democrática...».
En marzo 1972 un acontecimiento familiar de los Franco cobró una dimensión
política capaz de desatar nuevamente dudas en torno a la cuestión sucesoria: el ma-
trimonio entre la nieta mayor del dictador, María del Carmen Martínez Bordiu Fran-
co, con Alfonso de Borbón Dampierre, al que se concedió el título de duque de Cá-
diz. En torno a Alfonso de Borbón se hilaron burdas intrigas de opereta, propiciadas
por el entorno familiar de Franco, facilitadas por las posiciones políticas ultras de Al-
fonso y por una campaña contra Juan Carlos, presentado como un liberal. Alfonso
de Borbón fue nombrado primero embajador en Estocolmo, cargo del que dimitió al
poco tiempo; después intentó infructuosamente ser designado ministro de deportes,
y finalmente se le adjudicó la presidencia del Instituto de Cultura Hispánica. Alfon-
so de Borbón intentó, también sin éxito, ocupar el segundo puesto en el orden suce-
sorio.
La decadencia física de Franco era ya irreversible, y probablemente ello explica el
creciente papel de su entorno familiar. En las reuniones del Consejo de Ministros
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el Caudillo apenas intervenía y en sus escasas apariciones públicas debían adoptarse
medidas especiales para disimular su estado; así, en el desfile de la «victoria» del
año 1972, el dictador tuvo que usar una silla de golf plegable para dar la impresión
de que se mantenía de pie en posición de firmes durante todo el desfile; con todo
era imposible ocultar el debilitamiento de su voz, la rigidez del cuerpo, el andar inse-
guro y la expresión vacía y boquiabierta. En el mensaje televisado de fin del año 1972,
cuya grabación tuvo que ser interrumpida varias veces para que descansara, su ima-
gen era casi patética y su voz, en algunos momentos, inaudible. Todo ello influyó, sin
duda, en la formación de un nuevo gobierno que tendría, por primera vez, un presi-
dente distinto a Franco. La dimisión del responsable de Gobernación, Galicano
Goñi, tras el asesinato en Madrid de un policía en una manifestación el 1 de mayo
de 1973, un ministro con posiciones «aperturistas» y que había manifestado clara-
mente su preocupación por las actuaciones de los grupos ultras, respaldadas en cam-
bio por otros miembros del gabinete, precipitó finalmente el cambio gubernamental.

15.5. CARRERO, PRESIDENTE DEL GOBIERNO


Conforme a las previsiones legales, el Consejo del Reino presentó una terna a
Franco para que éste eligiera el nombre del presidente; fue, naturalmente, una forma-
lidad, porque Franco había decidido que el presidente debía ser Carrero Blanco, que
obviamente figuraba en la terna, acompañado de Manuel Fraga Iribarne y Raimundo
Fernández Cuesta. El nuevo gobierno formado en junio de 1973 tenía como vicepre-
sidente a Torcuato Fernández Miranda, que conservaba la secretaría general del Mo-
vimiento, y un beligerante falangista, José Utrera Molina, fue nombrado ministro de
la Vivienda; para la clave cartera de Gobernación fue designado, por indicación direc-
ta de Franco, Carlos Arias Navarro, un «duro» del régimen, con una larga experiencia
en aquel Ministerio como director general de Seguridad con Camilo Alonso Vega en-
tre 1957 y 1965, y que posteriormente había pasado por la alcaldía de Madrid; en la
cartera de Justicia fue colocado un viejo falangista, Francisco Ruiz Jarabo. El ministe-
rio de Asuntos Exteriores fue adjudicado a Laureano López Rodó, en tanto que Ló-
pez Bravo abandonaba el gobierno tras el malestar que su actuación había provoca-
do en determinados círculos, por ejemplo, su política de apertura de relaciones con
los países de la Europa Oriental, o sus actitudes ante el Vaticano. Discretos tecnócra-
tas, en ocasiones con posiciones muy independientes respecto a las antiguas «fami-
lias» del régimen, siguieron controlando los ministerios económicos. La cartera de In-
formación y Turismo, que inicialmente tenía como candidato a Adolfo Suárez, fue
asignada finalmente a Fernando de Liñán y Zofío, procedente de la burocracia del
Movimiento, y la de Educación, al extravagante «ultra» Julio Rodríguez, inventor de
un peculiar calendario académico universitario que fue anulado tras su cese, y que
anos más tarde se «exilió» en el Chile de Pinochet. Entre los ministros que continua-
ban del gabinete anterior, destacan López de Letona y Fernández de la Mora.
El gobierno Carrero presentaba un perfil sensiblemente distinto al anterior. En
este sentido, todo apunta a que el presidente buscó un equilibrio que disminuyera al-
gunas de las tensiones que se habían mantenido tras la crisis de 1969; así, el peso de
los ministros afines al Opus Dei había disminuido, en tanto que parecía aumentar
de nuevo el peso de los falangistas, aunque tal vez sea más significativa la difícil ads-
cripción de muchos ministros más allá de su condición de franquistas y, se ha señala-
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do también, de «juancarlistas». El gobierno tenía un perfil más duro que el anterior,
perfil que parecía querer tranquilizar más a los sectores inmovilistas, cada vez deno-
minados con más frecuencia el «búnker» del régimen, que generar expectativas en los
sectores más aperturistas. Muchos observadores interpretaron la composición del go-
bierno como un acto de «cierre de filas» ante una situación política cada vez más en-
rarecida internamente e incierta respecto al futuro, a pesar de la repetición constante
de Franco de que todo estaba «atado y bien atado».
Javier Tusell ha insistido en que uno de los propósitos de Carrero en sus seis me-
ses de presidencia fue reconstruir la unidad de la clase política franquista, o al menos
desactivar las oposiciones existentes; en este sentido ha sido interpretada la designa-
ción de Manuel Fraga como embajador en Londres. Por otra parte, Carrero mantuvo
una fluida relación con Blas Piñar, con quien, en el fondo, coincidía en muchos plan-
teamientos, como, por otra parte, ocurría entre el propio Franco y el líder de Fuerza
Nueva. Sin embargo, el gobierno Carrero no tuvo apenas tiempo de actuar. El 19 de
diciembre, el presidente del gobierno se entrevistó con el secretario de Estado nortea-
mericano, Henry Kissinger, a quien explicó su teoría de las tres guerras del comunis-
mo, insistiendo en la peligrosidad de la guerra subversiva; durante la entrevista su pa-
ranoia anticomunista le llevó a afirmar que «la crisis del petróleo es una trampa pre-
parada por la Unión Soviética en la que toman parte unos países de segunda que son
los que oficialmente plantean el problema». Para una reunión con sus ministros pre-
vista para el día siguiente, Carrero tenía preparada una intervención en la que mani-
festaba que el comunismo, con la colaboración de la masonería, se había infiltrado
en la Universidad, en las masas trabajadoras, en los órganos de información, en los
sectores intelectuales y en la Iglesia, y confiaba que aún no lo hubiera conseguido en
la policía y las Fuerzas Armadas. Ante ello, la única alternativa era la defensa a ultran-
za del régimen sin ningún tipo de concesiones, y para ello no encontraba otras armas
que la represión, el adoctrinamiento y la propaganda.
Pero el 20 de diciembre, un espectacular atentado de ETA acabó con la vida de
Carrero Blanco al volar su vehículo cuando circulaba desde la iglesia de San Francis-
co de Borja, donde asistía diariamente a misa, hacia la Presidencia del Gobierno, tras
estallar una potente carga explosiva debajo de la calle, para lo cual los etarras abrieron
un túnel desde el sótano de un edificio. El atentado provocó una gran conmoción en
la clase política del régimen y desconcertó a la oposición democrática, que había rea-
lizado una campaña propagandística contra el proceso a los principales dirigentes de
las Comisiones Obreras —el sumario 1.001— que aquel mismo día debía iniciarse en
el Tribunal de Orden Público.
Franco quedó gravemente afectado por la muerte de Carrero; dos días después,
comentaría que «me han cortado el último lazo que me unía al mundo». De lo que
no cabe duda, vistos los acontecimientos posteriores, es que la desaparición de Carre-
ro propició el aumento de la influencia sobre el Caudillo de su círculo familiar. El vi-
cepresidente Torcuato Fernández Miranda se hizo cargo inmediatamente de la presi-
dencia y logró imponer serenidad, anulando la orden cursada por el director general
de la Guardia Civil, el teniente general ultra Carlos Iniesta Cano, para que sus hom-
bres reprimieran cualquier desorden sin restringir «en lo más mínimo el uso de las ar-
mas de fuego». Sin embargo, en los círculos de la oposición democrática creció la
preocupación, e incluso se temió por los presos del sumario 1.001.
En el entierro de Carrero se produjeron algunos incidentes provocados por ele-
mentos ultras, que gritaron «Ejército al poder, y el arzobispo de Madrid y presiden-
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te de la Conferencia Episcopal, cardenal Tarancón, fue insultado e increpado con gri-
tos de «Tarancón al paredón». Franco no asistió al entierro, pero sí al funeral, celebra-
do al día siguiente. Las imágenes del acto muestran a Franco llorando irrefrenable-
mente ante la viuda de Carrero.
¿Qué significó para el régimen la desaparición de Carrero? Sin duda, Carrero fue
designado presidente del Gobierno ante la decrepitud de Franco pero, sobre todo,
para asegurar la sucesión en el marco de la legalidad y de las instituciones franquistas.
En este sentido, se ha especulado en torno a su papel de serio obstáculo para un pro-
ceso de cambio democratizador; aunque también se ha apuntado razonablemente
que Carrero, ya en la setentena, difícilmente hubiera resistido la presión del nuevo
jefe del Estado hacia un proceso indispensable para consolidar la monarquía, con lo
que su retirada de la escena aparece como una opción altamente probable. En cual-
quier caso, su deficiente percepción de la realidad socio-política, interpretando la cre-
ciente demanda de libertades de la sociedad española en clave de conspiración masó-
nica y de guerra subversiva comunista, le llevaban o a un endurecimiento represivo
de inciertas consecuencias a corto plazo y sin duda catastróficas a medio plazo, o a la
aceptación del inicio de un proceso de cambio limitado que, una vez abierto, hubie-
ra resultado difícilmente controlable. Por tanto, aun considerando como probable
que algunas características iniciales del proceso de transición hubieran sido distintas
con Carrero en la presidencia del Gobierno, parece insostenible considerar su desa-
parición casi como una condición indispensable para cualquier cambio democrati-
zador.

171
CAPÍTULO XVI
Una larga etapa de crecimiento económico

16.1. LA POLÍTICA DEL «DESARROLLO»


La economía española experimentó entre 1961 y 1973 un crecimiento espectacu-
lar, especialmente durante la década de los 60, años en los que su tasa de crecimien-
to fue la segunda más importante entre los países de la OCDE, sólo detrás de Japón.
En los quince años que van de 1961 a 1973, la tasa media de aumento del Producto
Interior Bruto fue del 7%. El crecimiento fue tan intenso porque el nivel de partida
era muy bajo, pudiéndose afirmar que, en términos europeos, el incremento era ex-
cepcional comparándolo con el de los países más desarrollados del norte, que habían
experimentado un gran crecimiento en la década anterior; pero no tanto si se coteja
con el de los países de la Europa mediterránea, países que en los años 60 también es-
taban creciendo intensamente, lo que les permitía reducir distancias en el nivel de de-
sarrollo respecto al alcanzado en el norte.
El crecimiento no fue uniforme cronológicamente, y en este periodo son clara-
mente distinguibles dos etapas: la primera llegó hasta 1966 y se caracterizó por la ex-
pansión de todas las magnitudes económicas, mientras que durante la segunda, que
se extendió hasta 1974, el crecimiento fue más moderado e irregular; así, durante el
bienio 1967-1968 se produjo un proceso de ajuste, que Enrique Fuentes Quintana ha
descrito como crisis de adaptación, y en 1970 tuvo lugar una crisis en la balanza de pa-
gos. Entre 1971 y 1973, la economía vivió nuevamente una etapa expansiva, que se vio
truncada al año siguiente; desde entonces se produjo una crisis de inversión que era al
mismo tiempo la manifestación de una crisis profunda de la estructura productiva.
Economistas e historiadores de la economía coinciden en señalar el Plan de Esta-
bilización como una medida imprescindible para el proceso de liberalización econó-
mica, y los planes de desarrollo como instrumentos encubridores de un reforzamien-
to de la intervención, aunque de rasgos evidentemente distintos a la característica del
primer franquismo. Tras el Plan de Estabilización, el gobierno decidió, por un lado,
elaborar un Plan de Desarrollo, para el que solicitó un informe del Banco Mundial,
y, por otro, crear un organismo centralizador y director de la política económica, de-
nominado Comisaría del Plan de Desarrollo. Desde su creación en febrero de 1962 y
hasta 1973, la Comisaría fue dirigida por Laureano López Rodó, quien dispuso de
una gran autonomía en la determinación de la programación económica, y, al mismo
tiempo, de una gran autoridad, actuando permanentemente como delegado del go-
bierno para la elaboración y vigilancia del plan.

172
Existe también un acuerdo generalizado sobre la periodización de la política gu-
bernamental. Se pueden distinguir dos etapas, separadas por 1965, aunque esta fecha
es convencional, pues se podrían señalar como años de transición entre ellas los que
van de 1964 a 1966. En la primera etapa existió la voluntad política de hacer consis-
tentes las reformas iniciadas con el Plan de Estabilización —liberalización del merca-
do interior y exterior, remoción de controles directos a la inversión industrial, libera-
lización de las inversiones extranjeras, reforma estructural del sistema financiero, con-
vertibilidad de la peseta para facilitar los intercambios internacionales. El impulso
conseguido después de años de estancamiento comportó que en estos años el Pro-
ducto Nacional Bruto aumentase un 8,6% anualmente, destacando el crecimiento de
la Formación Bruta de Capital, que aumentó en un 13,8%. Desde 1964, sin embar-
go, la persistencia de problemas coyunturales —inflación que alcanzó los dos dígitos
en 1965, déficit en la balanza de pagos— y las presiones de los grupos económicos
instalados para preservar el statu quo, por un lado, y, por otro, las resistencias a la libe-
ralización económica de buena parte de la clase política franquista, provocaron la in-
flexión en la voluntad reformadora y la adopción de medidas proteccionistas y res-
trictivas. La vacilación en la aplicación de la línea política prefijada se vio facilitada
además, desde finales de la década, por la progresiva crisis del régimen, que tuvo que
dedicar atención creciente a los problemas políticos y sociales, quedando el ámbito
económico en segundo término. Si al intervencionismo arbitrista añadimos que el im-
pacto más espectacular de las medidas liberalizadoras ya había pasado mediada la déca-
da, es fácilmente explicable que el aumento del PNB conespondiente a 1967-1972 dis-
minuyera sensiblemente respecto a la etapa anterior, situándose en el 5,9%.
El freno en la liberalización se arropó bajo los objetivos de los planes de desarro-
llo, sobre todo del segundo, que entró en vigor en 1968, y del tercero, de 1971 —el
primero se inició en 1964. Teóricamente, la planificación indicativa —copia del mo-
delo francés— tenía como objetivo dar mayor eficiencia al capitalismo español, al
programar la actividad del sector público y ofrecer información y previsión a los in-
versores particulares. En este marco, un objetivo esencial de los planes de desarrollo
era seleccionar determinadas actividades de gran incidencia en el desarrollo económi-
co en su conjunto —pero que no eran desarrolladas por la iniciativa privada—, al
mismo tiempo que tenían que servir para estimular el desarrollo de aquellas zonas del
país que tenían dificultades para iniciarlo por ellas mismas. Para alcanzar esos objeti-
vos, instrumentos esenciales habían de ser los «polos de desarrollo» y otras actuacio-
nes como la «acción concertada».
Contrariamente al discurso propagandístico, la planificación indicativa franquis-
ta fue un fracaso, en buena medida porque la ejecución de los planes de desarrollo es-
tuvo siempre condicionada por los intereses de los grupos dominantes en los círculos
del poder. En muchos casos, los proyectos del plan absorbieron recursos que eran in-
suficientes respecto a los objetivos teóricamente perseguidos, pero que dada su inefi-
cacia, derivaron en puro despilfarro y fuente de enriquecimiento particular. Respecto
A las acciones concertadas, que se traducían en subvenciones, exenciones tributarias,
inversiones públicas, etc., se puede señalar que la mayor parte fueron captadas por
sectores y empresas —la siderurgia, la construcción naval— controladas por grandes
grupos económicos donde existía una red indiferenciada de influencias económico-
Políticas.
La financiación privilegiada, la limitación de la competencia interna, un sistema
fiscal regresivo con su correlativa falta de inversiones públicas, y la especulación fue-
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173
ron algunos de los rasgos de la economía de estos años. El gobierno generó una exu-
berante legislación ordenancista e interventora que no consiguió esconder que el ré-
gimen actuó siempre de acuerdo con los intereses económicos de los grupos más po-
derosos. Los apologistas del franquismo han reivindicado el crecimiento económico
de los años 60 y primeros 70 —el «milagro español»—, presentándolo como una con-
secuencia directa de la acción gubernamental, cuando en realidad ésta sólo fue deter-
minante en la medida en que, para aprovechar la oleada de crecimiento económico
en Europa, era imprescindible la eliminación de todas aquellas leyes, ordenanzas e
instituciones que se habían creado en el periodo autárquico.
Al margen de esta indispensable labor, el protagonismo gubernamental en el cre-
cimiento económico fue indirecto. El régimen había convertido el crecimiento eco-
nómico en un objetivo esencial de su política, y en este sentido se podría destacar que
fue relevante la profusa utilización gubernamental de los medios de comunicación
para transmitir el nuevo rumbo de la economía española; el discurso mediático ace-
leró la percepción general de que las condiciones económicas estaban cambiando,
movilizándose muchas voluntades individuales. Para el gobierno, la mejora económi-
ca tenía al mismo tiempo una finalidad política; al poner el énfasis en el crecimiento
económico, a nivel interno, se intentaba generar unas expectativas que limitasen la
tensión social característica de los últimos años 50, malestar que explotó nuevamen-
te en 1962; al mismo tiempo, se pretendía crear una nueva imagen internacional que
hiciera fluir inversiones hacia España. La proyección de una nueva imagen también
intervino en la llegada masiva del turismo.
Pero, por lo demás, se puede afirmar que el crecimiento se dio «al margen de», no
«a causa de» la política franquista. Existe unanimidad al señalar que fueron tres los
elementos esenciales que intervinieron en la transformación global de la economía:
el desplazamiento del eje de la actividad económica desde la agricultura a la industria,
y en menor medida, a los servicios; el salto cualitativo en la producción, resultado de
la adquisición de tecnología avanzada; y el aumento del poder adquisitivo, que per-
mitió aumentar y después mantener altos niveles de demanda. El crecimiento econó-
mico se basó, por tanto, en el aprovechamiento del potencial interno bloqueado du-
rante veinte años; para ese proceso fue esencial el estímulo ofrecido por las econo-
mías occidentales al crecimiento español.

16.2. EL IMPULSO EXTERIOR DEL CRECIMIENTO ECONÓMICO


Desde principios de la década de los 50, la economía internacional experimenta-
ba una expansión extraordinaria de la que se pudo beneficiar la economía española
en los años 60 a través de tres componentes fundamentales: la demanda exterior de
mano de obra, que limitaba la presión sobre la ocupación interna que no podía ab-
sorber el conjunto del excedente agrario, la afluencia de capitales para la inversión, y
el flujo de divisas que generaba la actividad turística. La disponibilidad de divisas
comportaba un aumento de la capacidad importadora, con la que desaparecía uno de
los estrangulamientos que había sufrido la economía española en los primeros veinte
años del franquismo. Así, si las exportaciones se multiplicaron por 10 entre 1960 y
1975, las importaciones lo hicieron por 21, y eso sólo fue posible porque el déficit en
la balanza comercial era ampliamente compensado por la exportación de servicios
—turismo— y por las transferencias de emigrantes e inversiones extranjeras.

174
Fábrica de Ensidesa en Asturias.

Las transferencias de los emigrantes no fueron una partida despreciable para la


economía española; las remesas de emigrantes eran el componente esencial de las
transferencias privadas en la balanza española, y pasaron de los 58 millones de dóla-
res en 1960 a 319 en 1964, 562 en 1969 y 1.543 en 1973, lo que suponía entre una
quinta parte y la mitad de los ingresos proporcionados por el turismo. Desde 1959
a 1973, las remesas directas de emigrantes superaron los 4.100 millones de dólares, y
llegaron a financiar hasta el 50% del déficit comercial.
El turismo fue mucho más importante, porque no sólo comportaba ingresos, sino
que también generaba una importante actividad a su alrededor; desde la perspectiva
financiera, la actividad turística supuso una entrada constante, creciente y neta de
divisas, que pasaron de los 297 millones de dólares en 1960 a 1.157 en 1965, 1.681
en 1970 y 3.404 en 1975.
La llegada de inversiones extranjeras estuvo lógicamente vinculada a la gran ex-
pectativa de beneficios que generaba el potencial de crecimiento español, pero fue
sustancial para la economía española porque generalmente las inversiones de capital
iban acompañadas de innovación tecnológica y una nueva concepción de la gestión
empresarial; estas nuevas técnicas diseñadas en las economías más avanzadas permi-
tieron un salto hacia mayores rendimientos productivos. Sectorialmente, las inversio-
nes fueron a parar a las ramas de mayor capacidad de crecimiento; inicialmente, las
inversiones fueron muy concentradas, llegando a absorber las industrias químicas
el 59% del total en 1962, seguidas de la industria metalúrgica con un 17%, de los que
casi un 3% correspondía al automóvil. En 1973, la inversión extranjera se había diver-
sificado de forma destacada, y aunque las industrias químicas acaparaban el 26% del
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175
total, el 25,5% se destinaba a la metalurgia, del que un 9% correspondía a la automo-
ción. Alimentación y construcción eran otros capítulos destacables.
El capital extranjero no modificó el fuerte control que la banca tenía sobre la in-
dustria española, sino que penetró en ese modelo haciéndolo menos nacional y más
dependiente tecnológicamente, situación, por otra parte, secular. Juan Muñoz, San-
tiago Roldán y Ángel Serrano llegaron a esas conclusiones analizando la situación de
las 100 principales empresas industriales del país en 1971; al ampliar la muestra hasta
las 300, constataron una mayor presencia del capital extranjero; así, un 20% del total
estaba controlado directamente por éste, y en otro 20%, compartía intereses con la
banca privada, el Instituto Nacional de Industria o grupos familiares del capitalismo
español. De manera que se puede afirmar que el capital extranjero se articuló en la es-
tructura industrial española, pero sin dislocarla. En este sentido, también hay que re-
saltar que las inversiones extranjeras no tan sólo no actuaron como contrapeso del
modelo de industrialización español, basado en la concentración territorial, sino que
lo profundizaron: Madrid y Cataluña, fundamentalmente Barcelona, recibieron más
del 60% de las inversiones extranjeras —36 y 26% respectivamente.
Las inversiones extranjeras en España fueron muy cuantiosas: según dichos auto-
res, los ingresos netos de capital privado a largo plazo sumaron 579.214 millones de
pesetas entre 1960 y 1975; ahora bien, de ellos sólo 304.531,7 millones fueron entra-
das netas de capital, pues el 47,42 % de aquella cantidad salió del país en concepto de
beneficios y asistencia técnica y royalties, una proporción que fue superior al 50% en
la década de los 70, de manera que se puede afirmar que los beneficios de aquellas in-
versiones se fueron limitando exclusivamente a la actividad generada.
En definitiva, la reintegración en el mercado internacional y el aprovechamiento
de los efectos de la onda expansiva de las economías occidentales fue imprescindible
para el crecimiento español; pero el elemento determinante del crecimiento fueron
los cambios en la demanda interna.

16.3. LA CONFIGURACIÓN DE UNA SOCIEDAD INDUSTRIAL


En la década de los 60, España dejó de ser un país agrario y se convirtió en un país
industrial donde los servicios se expandían rápidamente, y fue la demanda interna la
que se convirtió en el motor del crecimiento económico. Así, considerando el perio-
do 1964-1974 —1964 es el año base de la nueva Contabilidad Nacional— se comprue-
ba que la industria experimentó un crecimiento del 10% anual, mientras que los otros
dos sectores en expansión —servicios y contrucción— crecieron un 6%, por debajo de
la media que se situó en el 6,4%. De manera que la estructura de la producción cambió
en una década de forma intensa. Si en 1964, agricultura, industria —con construc-
ción— y servicios representaban el 17,3, 38,3 y 44,4 del PIB, respectivamente, en 1974
esos porcentajes se habían convertido en 10,1, 40,8 y 49,1, respectivamente.
Desde 1960, el éxodo rural provocó la crisis de la agricultura tradicional, el sector
agrario redujo su peso en el PIB, que pasó del 21 al 11% entre 1960 y 1970, y la agri-
cultura fue la que registró las más bajas e irregulares tasas de crecimiento. Sin embar-
go, desde 1960 se abrió paso un rápido proceso de modernización que afectó tanto a
la forma de producir como a los alimentos producidos. La mecanización y el consu-
mo de fertilizantes se extendieron rápidamente y, para ello, los agricultores contaron
con financiación pública; del alcance de la mecanización es muestra la evolución de
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176
las cifras de máquinas disponibles; en 1960, según datos reproducidos por Carlos Bar-
ciela, el número de tractores era de 56.845, de motocultores 2.273, y de cosechadoras
de cereales 5.025; en 1975, su volumen había pasado a ser de 379.070, 148.201
y 39.674, respectivamente, lo que significa que el número de máquinas disponibles
en el campo se multiplicó entre siete y sesenta y cinco veces. Por otro lado, se modi-
ficó el tipo de producciones, que se fueron adecuando a la nueva composición de la
demanda urbana de alimentos, aumentando la producción de carne, lácteos y frutas,
en sustitución de los cereales. El resultado fue la progresiva implantación en el cam-
po de una agricultura más moderna, que, contando con nuevas técnicas, medios fi-
nancieros y precios estables de energía, conoció una etapa de expansión desde media-
dos de los sesenta hasta 1973.
Como hemos ya apuntado, la industria fue el motor del desarrollo español de los
años 60 y su peso económico aumentó más rápidamente que la población que ocu-
paba. El crecimiento de la industria fue, sin embargo, muy concentrado productiva y
territorialmente. Dado que las inversiones se dirigieron fundamentalmente a proyec-
tos industriales de rentabilidad inmediata, la actividad industrial creció sobre todo en
aquellas regiones que disponían de una previa actividad industrial. Así, si en 1960
el 46,8% del valor añadido neto de la industria —incluida la minería— se generaba
en Cataluña —25%—, País Vasco —12,2%— y Madrid —9,6%—, en 1971 esa pro-
porción había aumentado al 48,9% —24,7, 11,5 y 12,7% respectivamente. El dina-
mismo de la industria y la emergencia de sectores nuevos comportó que otras zonas
también vivieran un proceso de industrialización intenso, generando importantes en-
claves industriales como Valencia, El Ferrol y Vigo en Galicia, Sevilla y Cádiz en An-
dalucía, entre otros, aunque el peso de los grandes centros industriales no sólo no dis-
minuyó, sino que aumentó ligeramente.
Si la actividad industrial se expandió en su conjunto, determinados sectores se
convirtieron en sus propulsores. Los sectores que crecieron espectacularmente fueron
las ramas productoras de bienes de consumo, como automóviles y electrodomésti-
cos, y otras producciones metálicas, actividades destinadas a cubrir la necesidades de
un mercado interno en expansión. El segundo sector presente en el crecimiento
de los sesenta fue el químico; la industria química ofrecía nuevos productos que cam-
biaron las posibilidades y pautas de consumo tanto de las familias como de la indus-
tria: fibras sintéticas y artificiales, plásticos, detergentes. La siderurgia y las industrias
alimentarias también experimentaron un crecimiento extraordinario.
La industria, por tanto, además de experimentar un crecimiento sostenido de la
producción, sufrió un proceso de reestructuración y diversificación que supuso el
avance de las ramas que tenían niveles de productividad más elevados; la mayor par-
te de las inversiones se destinaron a actividades que generaban importantes benefi-
cios, para el desarrollo de las cuales fue esencial la incorporación de nueva tecnología
y técnicas de racionalización del trabajo. Hay que señalar, sin embargo, que aunque
la innovación tecnológica reducía la cantidad de mano de obra necesaria, la expan-
sión de la demanda fue tal que paralelamente todos los sectores en expansión ocupa-
ron un número creciente de trabajadores.
El cuarto sector puntero del crecimiento económico —el tercero fue el turismo,
del que se hablará a continuación— fue la construcción, que también forma parte del
sector secundario y que en ocasiones se incluye en la actividad industrial. El «boom»
de la construcción, aunque también se vio estimulado por el auge del turismo, estu-
vo relacionado con el desplazamiento de millones de personas desde el campo a la
xxxxxxxx
177
ciudad, inmigrantes que si bien en un primer momento cubrieron sus necesidades de
vivienda de forma infrahumana —barracas, hacinamiento en pisos compartidos por
varias familias, etc.—, posteriormente dedicaron una parte esencial de sus ingresos al
acceso a la vivienda, otro claro ejemplo —junto con la adquisición de bienes durade-
ros— de que un componente esencial del crecimiento industrial de estos años fue la
propia demanda generada por la mayor capacidad adquisitiva de los trabajadores, en-
tre ellos, los desplazados en cantidades ingentes desde el campo a la ciudad.
Si el sector secundario actuó como catalizador del crecimiento, la propia transfor-
mación económica y la urbanización provocaron el avance de las actividades tercia-
rias, que ampliaron su peso en la producción nacional paralelamente al número de
personas ocupadas en esas actividades, pues los incrementos de productividad fueron
reducidos y, también, difíciles de medir y comparar.
Dentro del sector servicios, destaca la importancia de la actividad turística, que
fue la tercera fuente de crecimiento de la economía española —los 6 millones de tu-
ristas de 1960 se convirtieron en 34 en 1973—; esa actividad, además de generar una
corriente de divisas con las que mantener y aumentar las importaciones imprescindi-
bles para el conjunto de la economía, proporcionó trabajo a miles de personas. El tu-
rismo que llegó a España estaba formado en una proporción muy elevada por euro-
peos de clase media y trabajadora, a los que el crecimiento de su poder adquisitivo
permitió ahorrar lo suficiente para viajar; era, por tanto, un turismo relativamente
modesto, que buscaba sobre todo el sol y la playa, pero muy numeroso. Esas caracte-
rísticas comportaron un crecimiento extensivo de la actividad turística, que se desa-
rrolló en buena medida en las zonas costeras mediterráneas en las que no había acti-
vidad industrial, de manera que una y otra se complementaban.
Paralelamente al turismo crecieron de forma importante otras actividades, como
el transporte y las comunicaciones en general; la modernización de la industria, igual-
mente, comportó una expansión de los servicios de intermediación que contribuye-
ron al mejor funcionamiento del sistema económico; también los servicios públicos,
entre los que destacan la educación y la sanidad, vivieron una expansión considera-
ble, aunque por debajo de las necesidades sociales.
En resumen, España vivió un intenso proceso de transformación hacia las activi-
dades propias de las sociedades industrializadas, impulsado por una fuerte demanda
interna —hundida durante más de veinte años como consecuencia, primero, de la
guerra civil y, después, de la política económica y social del régimen franquista—, y
por una demanda de servicios externa e interna. Esa transformación se pudo realizar
rápidamente porque el contexto general era muy favorable: precios bajos de materias
primas y energía, bienes intermedios más baratos, aumentos de productividad como
resultado de la aplicación de nuevas tecnologías y formas de organización producti-
va, disponibilidad de capitales, etc. Y el crecimiento económico, aunque también de-
sequilibrado y con grandes hipotecas respecto al futuro, coadyuvó al cambio profun-
do que experimentó la sociedad española.

16.4. EL PODER ECONÓMICO Y LA CULTURA GERENCIAL


La adopción de la planificación indicativa no provocó los recelos de los grandes
grupos económicos porque respondió a los intereses y características del capitalismo
español. Durante los primeros veinte años del régimen franquista, la banca privada
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178
había ampliado su influencia hasta convertirse en el eje del poder económico. Aun-
que el grupo social más claramente vinculado públicamente a los vencedores en la
guerra civil fuesen los terratenientes, desde los años 50 éstos se diluyeron como gru-
po social integrándose definitivamente en la burguesía financiera, un grupo social
mucho más opaco pero mucho más decisivo en su apoyo al Nuevo Estado e igual-
mente beneficiado por él. Los grandes beneficios acumulados por los terratenientes,
durante la autarquía fueron a engrosar los capitales bancarios, y sus titulares continua-
ron disfrutando de una posición social hegemónica, pero ya no tanto como terrate-
nientes, sino como consejeros en industrias o entidades bancarias, aunque bien es ver-
dad que algunos de sus signos distintivos, como propiedades rústicas, cacerías, etc.,
fueron adoptados por la gran burguesía industrial y comercial, de acuerdo también
con usos y costumbres del poder político franquista. Un buen ejemplo de la íntima
conexión entre oligarquía terrateniente y capital bancario e industrial es la presencia
de aquélla en los consejos de administración de las sociedades anónimas. Según da-
tos de Carlos Elordi, en 1972 en los consejos de administración de las sociedades anóni-
mas con un capital superior a los dos millones de pesetas había registrados más de 333 tí-
tulos nobiliarios, que ocupaban un total de 1.100 puestos en dichos consejos, mu-
chos de los cuales eran la presidencia.
La gran burguesía industrial y financiera fue la clase que menos cambios experi-
mentó durante la época del «Desarrollo»; su volumen creció poco y los nombres re-
presentativos de esta clase social continuaron siendo los mismos de las décadas ante-
riores con algunos añadidos, resultado de las grandes fortunas especulativas y, desde
los años 60, de algunos representantes del capital extranjero. Los consejos de adminis-
tración de los grandes bancos se convirtieron en el compendio del poder económico,
dado que en el desarrollo industrial la banca tuvo un protagonismo esencial.
Como puso de relieve Ramón Tamames ya en el año 1966, los siete grandes ban-
cos disponían de casi el 70% de los recursos generados por el ahorro privado, conta-
ban con una cartera de valores que representaban el 89% del total y concedían casi
el 60% del total de créditos, lo que suponía una dependencia de las empresas respecto
a la banca, dado el escaso desarrollo del mercado de valores en España. La penetra-
ción de la banca en la industria se producía a través de la configuración de agrupacio-
nes de empresas que, sin una formulación jurídica especial, se situaban en torno a un
gran banco que actuaba como cabeza de un grupo financiero. Esa red daba lugar a la
interconexión entre banca e industria, que se manifestaba en la tupida red de conse-
jeros comunes; un grupo relativamente reducido de tales consejeros comunes, no
mas de mil, constituían la máxima personificación de la oligarquía financiera, el es-
trato social más influyente; según el Informe FOESSA de 1983, tan sólo 51 familias
controlaban en 1974 la mitad de los consejos de administración de las grandes empre-
sas españolas, de manera que, como también ha estudiado Juan Muñoz, aunque el
capital financiero resultara impersonal, en realidad una tupida y poco extensa red de
consejeros comunes a las grandes entidades tenía una gran capacidad de decisión. Esa
situación intentó ser corregida por la ley de incompatibilidades de altos cargos en la
banca privada de 1968, pero sus consecuencias fueron limitadas, además de que no
afectaba a dos instituciones tan esenciales como el Consejo del Banco de España y el
Consejo Superior Bancario, que actuaba como grupo de presión institucionalizado
en conexión directa con el Ministerio de Hacienda.
Por último, para explicar la fuerte concentración del poder económico en Espa-
ña, hay que señalar que paralelamente también se dio una presencia muy significati-
xxxxxxx

179
va de miembros destacados de la burguesía financiera en la dirección de las empresas
públicas, siendo numerosos los consejeros comunes. No se ha de olvidar, por otra
parte, que el sector público español se fue nutriendo progresivamente de empresas
que ya no generaban beneficios para el sector privado, en algunos casos, empresas
con fuertes pérdidas que fueron socializadas pagando precios elevados, aumentando
sin embargo al mismo tiempo la posición social de los empresarios que hasta enton-
ces las habían dirigido.
La fuerte concentración del poder económico no fue óbice, no obstante, para que
el modo de hacer negocios cambiara radicalmente desde la década de los 60. Las con-
diciones sociales y económicas de la primera mitad de existencia del régimen fran-
quista habían comportado que el negocio por excelencia fuese el especulativo; el pro-
ceso de liberalización económica exigía, sin embargo, una nueva mentalidad empre-
sarial, ajena a los mecanismos generados por la política autárquica, porque, como
explicaban algunos dirigentes empresariales, ésta había comportado en el fondo una
«posición fácil» para los propietarios.
La etapa de crecimiento económico coincidió con la presencia de los sectores tec-
nocráticos vinculados al Opus Dei en los ámbitos gubernamentales de decisión econó-
mica. Así, se ha afirmado que el capital financiero encontró en los miembros del Opus
Dei una corriente identificada con los intereses del capitalismo español y una fuerza im-
pulsora de los cambios imprescindibles para el crecimiento: antiautarquismo, apertura
exterior, neoliberalismo, racionalidad «tecnoburocrática», en palabras de Jacinto Ros
Hombravella. Fue desde la Comisaría del Plan, como ha señalado Carlos Moya, desde
donde se lanzó el «empresarismo» como ideología impulsora del crecimiento. El discur-
so tecnocrático aportó a la cultura económica hispana los valores calvinistas extendidos
en otros países europeos: la preeminencia del éxito económico, de la profesionalidad,
de la competencia. Todo ello, combinado con el puritanismo moral aplicado al ámbi-
to privado y con una concepción ultraconservadora de la esfera política.
Existía, por tanto, una identidad, que no tenía por qué ser personal, entre los gru-
pos hegemónicos del capitalismo español y los nuevos dirigentes gubernamentales de
la economía. La política realizada demostraría, además, que cuando no se dio la coin-
cidencia entre ambos, las directivas oficiales no pasaron del papel.
Por otro lado, la dirección empresarial experimentó cambios destacables, pues au-
mentó el peso de las grandes empresas —en algunos casos vinculadas a empresas
transnacionales— y de las medianas, en las que la propiedad no coincidía con la di-
rección, extendiéndose los métodos gerenciales. Un conjunto de factores que com-
portó que la función empresarial adquiriera mayor relevancia pública.

16.5. LA INTERVENCIÓN ESTATAL EN EL BIENESTAR SOCIAL


Después de la Segunda Guerra Mundial la intervención del Estado en la provi-
sión de bienes y servicios para el conjunto de la población se convirtió en un elemen-
to esencial de la evolución de las sociedades europeas; se creó un consenso generali-
zado sobre la necesidad de que la Administración pública garantizara el acceso a la
educación, la sanidad, la protección social y todos aquellos factores que facilitaran el
bienestar individual y colectivo.
El sistema fiscal es uno de los instrumentos fundamentales que tiene la Adminis-
tración pública para intervenir en la redistribución de la riqueza generada por la acti-
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180
vidad económica. Un sistema fiscal progresivo es aquél en el que los ingresos proce-
dentes de los impuestos indirectos es menor que los percibidos por los directos, y
dentro de éstos los impuestos aumentan progresivamente con el nivel de renta y pa-
trimonio. Como queda bien reflejado en el cuadro, el sistema fiscal franquista era ex-
traordinariamente regresivo.

CUADRO 1. Estructura porcentual de los impuestos percibidos por el Estado.


Trabajo Renta Renta Renta Resto % indirectos
personal personal capital sociedades impuestos del total
directos de impuestos
1960 22,6 4,3 10,3 30,3 32,5 63,1
1965 21,1 4,8 10,7 32,7 30,7 68,3
1970 26,1 4,0 10,5 33,3 26,1 68,0
1975 37,7 3,2 10,6 26,0 22,5 61,8
Fuente: Instituto Nacional de Estadística, «La distribución de la Renta en 1976», en A. Espina, Ll. Fina
y F. Sáez (comps.), Estudios de Economía del Trabajo en España. II. Salarios y política de rentas, Madrid, Minis-
terio de Trabajo y Seguridad Social, 1987.

En la década de los 60 el peso de los impuestos directos disminuyó respecto al


conjunto de ingresos estatales, pasando del 37% en 1960 al 32% hasta 1973, año a
partir del cual el peso de la recaudación de las rentas del trabajo aumentó considera-
blemente. También hay que considerar que respecto al conjunto de impuestos direc-
tos, la partida más importante siempre fue la tributación de las rentas de trabajo, que
dobló ampliamente su peso en el total de esos ingresos fiscales entre 1964 y 1975;
evolución bien distinta fue la de los ingresos provinientes de la tributación de socie-
dades, que tan sólo aumentaron levemente, y los existentes sobre la renta de las per-
sonas físicas, que incluso disminuyeron unas décimas.
La regresividad del sistema fiscal aparece con mayor nitidez cuando se estu-
dian los tipos impositivos efectivos según el nivel de renta. Según L. Pérez Morales,
en 1970 el estrato de renta inferior, el que no alcanzaba las 60.000 pesetas anuales, te-
nía un tipo medio efectivo de imposición del 36%; al estrato que tenía unos ingresos
que oscilaban entre las 240 y las 500.000 pesetas le correspondía un tipo impositivo
en torno al 22%, y el estrato que superaba el medio millón de pesetas tenía un tipo
impositivo efectivo que oscilaba entre el 17 y el 18%. Además de la normativa fiscal,
hay que considerar los resultados de la tolerancia con el fraude fiscal y las exenciones
establecidas, de las que, en la práctica, sólo se beneficiaban los grupos sociales de ma-
yores ingresos.
En definitiva, la carga tributaria hasta 1975 fue muy reducida y recaía casi exclu-
sivamente sobre las rentas del trabajo y sobre el consumo. Según datos de Enrique
Fuentes Quintana, la carga fiscal media española en 1968-1970 —sin incluir las cuo-
tas de la Seguridad Social— era del 11,8% del Producto Nacional Bruto, cuando en
Gran Bretaña era del 31,8%, en Alemania del 23,2 y en Portugal del 16,5%. Dada la
exigüidad de los ingresos fiscales, el gasto social no podía alcanzar el nivel necesario
para cubrir las necesidades largamente acumuladas en las décadas anteriores, aunque
sí aumentó de forma muy notable.
El gasto público, entendido como el realizado por las Administraciones públicas,
Pasó entre 1960 y 1975 del 14,8% del PIB al 24,7%. Esta proporción era, como se de-
xxxxx
181
duce de lo explicado anteriormente, mucho más baja que la que destinaban los paí-
ses europeos de la OCDE, los cuales gastaban como media el 31,5% del PIB en 1960
y el 44,3% en 1975; es decir, que el gasto público español en 1960 no llegaba a la mitad
del que se producía en los países europeos de la OCDE, aunque entre 1960 y 1975
aumentó más rápidamente que éste, situándose, mediados los setenta, algo por enci-
ma de la mitad del existente como media en los países de la OCDE.
Si bien el gasto público aumentó, su estructura varió poco en los años 70. Según
los datos de la Contabilidad Nacional, la partida que acaparaba el mayor porcenta-
je de gasto eran los Servicios Económicos, que pasaron del 23,3% en 1970 al 22,9
en 1975; a continuación, aparecía Seguridad Social y Obras Sociales, que pasaron
del 20,1 al 16,1% del total, seguidas de los Gastos Diversos, Enseñanza, la cual
pasó del 13,3 al 15,5%, Defensa —del 12,5 al 13,6%— y Servicios Generales de la
Administración pública, que absorbían el 10% del gasto total; el resto de partidas
eran inferiores al 4%.
En definitiva, el Estado franquista intervino de forma limitada en la provisión de
bienes y servicios al conjunto de la población. Como se verá en los apartados siguien-
tes, los españoles experimentaron en los años 60 y 70 una mejora notable en sus con-
diciones materiales de vida y en el acceso a ese conjunto de bienes, pero a mucha dis-
tancia de los alcanzados en otros países europeos, y no tan sólo porque el desarrollo
económico todavía era menor y el punto de partida más bajo, sino también, porque
la política fiscal franquista era mucho más regresiva que la existente en el resto de Eu-
ropa, lo que favorecía a los sectores acomodados, pero limitaba de forma decisiva la
capacidad de generación de servicios públicos para el conjunto de la población.

182
CAPÍTULO XVII

Una población en movimiento

17.1. EVOLUCIÓN DE LAS MAGNITUDES DEMOGRÁFICAS


En la década de los 60 la población española experimentó la tasa de crecimiento
anual más importante de todo el siglo, un 1,12%, lo que permitió pasar de 30.430.698
habitantes en 1960 a 33.823.918 en 1970. En los años 70 la población española siguió
creciendo a buen ritmo, a diferencia de la trayectoria seguida en la mayor parte de los
países europeos, en los que la tasa de natalidad ya se había reducido notablemente;
en 1975, la población española había superado ya los 35 millones —35.833.103—,
pero desde entonces la curva alcista de la población se rompió, iniciándose una eta-
pa de reducción continuada de la tasa de crecimiento demográfico, caída que acabó
siendo la más abrupta de Europa.

CUADRO 2. Movimiento natural de la población española. Tasas por mil habitantes.


Natalidad Mortalidad Crecimiento vegetativo

1960 21,60 8,65 12,95


1970 19,50 8,33 11,17
1975 18,85 8,40 10,45
Fuente: INE, Movimiento natural de la población.

En el cuadro 2 se puede observar que al inicio de los sesenta el crecimiento vege-


tativo era muy elevado, tanto en términos europeos como respecto a la trayectoria
hispana anterior; ello era debido a que en las décadas anteriores la tasa de mortalidad
se había reducido más que la tasa de natalidad; así, desde mediados los cincuenta y
hasta los setenta el volumen de nacimientos fue creciente y la mortalidad infantil se
fue reduciendo, pasando entre 1950 y 1970 del 6,3 al 1,9% los nacidos que murieron
antes de cumplir un año. Aunque la tasa de crecimiento vegetativo fue disminuyen-
do lentamente, todavía en 1975 la tasa de fecundidad estaba situada en 2,8 hijos por
mujer, lo que aseguraba ampliamente el reemplazo generacional —2,1—; desde ese
momento se produjo una reducción importante del número de hijos que tenían las
españolas, situándose en el nivel de reemplazo equilibrado en 1980 y por debajo de
ese nivel desde esa fecha. El resultado del comportamiento anterior fue que una
de las características remarcables de la sociedad española en los setenta sea el peso de-
xxxxxxx

183
mográfico de los jóvenes. A lo largo del siglo XX y hasta 1950, los menores de 14 años
habían ido disminuyendo su porcentaje en la población; en aquel año los menores
de 14 años eran el 26,2 por 100 del total, pero desde entonces, el boom natalista hizo
que en 1970 alcanzaran el 27,8%, situándose en el 27% en 1975.
Paralelamente al aumento de jóvenes se produjo un incremento del número de
personas mayores de 65 años. La esperanza de vida al nacer entre 1960 y 1975 pasó
de 67 a 70 años para los hombres y de 72 a 76 para las mujeres, una de las más altas
de los países desarrollados; ese dato reflejaba la mejora de las condiciones materiales
que vivió la población en este periodo, y comportó que los mayores de 65 años pa-
saran de agrupar el 7,2% de la población en 1950 al 10,4% en 1975.

17.2. LOS MOVIMIENTOS MIGRATORIOS


El crecimiento demográfico, acelerado desde la segunda mitad de los años 50, hu-
biera sido mucho más elevado si el crecimiento natural no se hubiera visto compen-
sado por un saldo migratorio negativo. El cuadro 3 nos permite observar las pérdidas
demográficas de determinadas regiones, las ganancias de otras y cómo las pérdidas de
aquéllas fueron más voluminosas que las ganancias de éstas, lo que se explica por la
emigración al extranjero.

CUADRO 3. Saldos migratorios por Comunidades Autónomas 1950-1975 (miles de personas).


1950-1960 1960-1970 1970-1975
Andalucía -569 -844 -294
Extremadura -175 -378 -134
Galicia -227 -229 -38
Cantabria -26 -14 -3
Aragón -68 -34 -32
Murcia -71 -102 -18
Castilla-La Mancha -294 -458 -143
Castilla y León -349 -466 -202
La Rioja -21 -13 -3
Navarra -20 19 -5
Baleares 3 74 31
Asturias 2 -31 2
Canarias -6 19 63
País Vasco 152 256 60
Cataluña 470 720 199
País Valenciano 76 303 129
Madrid 412 687 209
Fuente: para 1950-1970, Albert Carreras, Estadísticas históricas de España, Madrid, Fundación Banco Exte-
rior, 1989; para 1970-1975, INE, Censos de población de España, 1981, Madrid, 1983.

Al analizar las características del crecimiento económico señalábamos que las re-
mesas de los emigrantes en el extranjero constituían una fuente de ingresos importan-
te para la economía española. La emigración exterior generalmente no tuvo carácter
indefinido: entre uno y dos millones de españoles vieron en la emigración exterior la

184
xxxxxxx

posibilidad de obtener unos ingresos que no podían conseguir en el país, al menos


en la misma medida, y poder acumular así unos ahorros, pero comúnmente con el
objetivo de volver y poder emprender una nueva vida. También influyeron en la tem-
poralidad de las migraciones al extranjero las restrictivas políticas de migración euro-
peas que hacían muy difícil el reagrupamiento familiar, si exceptuamos el caso de
Francia.
Es muy difícil cuantificar la emigración exterior, por cuanto se considera que los
emigrantes registrados por el Instituto Español de Emigración —emigración asisti-
da— tan sólo eran una parte del volumen total real. Desde 1962 y hasta 1975,
1.059.000 personas recibieron asistencia para la emigración al extranjero, y a éstos hay
que añadir la emigración indocumentada, que los estudiosos de esta materia calculan
que fue equivalente a la mitad de aquélla. El ritmo migratorio no fue regular a lo lar-
go de los años, siguiendo en intensidad las oscilaciones del crecimiento económico
tanto europeo como español; así, en los primeros años 60, la emigración aumentó rá-
pidamente, desacelerándose progresivamente hasta 1969, año en el que la tendencia
descendente se invirtió hasta el extremo de que 1970-1972 fueron los años de mayor
intensidad emigratoria, aunque la cifra cayó en picado desde 1973.
La emigración exterior entre 1962 y 1975 se dirigió a muy pocos países; las cifras
de emigración asistida señalan que el 95% de los emigrantes eligieron como destino:
Suiza —38%—, Alemania —35%— y Francia —21%. El destino de los emigrantes
tampoco fue regular a lo largo del periodo; en los años 60 el destino dominante fue
Alemania, pero al final de la década, en la República Federal Alemana se produjeron
restricciones a la inmigración, y a partir de entonces los emigrantes se dirigieron fun-
damentalmente a Suiza. Desde la perspectiva del origen territorial de la emigración
exterior, hay que destacar que éste fue parecido al de las corrientes internas dominan-
tes, con la excepción del País Valenciano; según Jaime Martín Moreno, el 55% de los
emigrantes procedían de Andalucía y Galicia —30 y 25% respectivamente—, regio-
nes a las que seguían León, País Valenciano, Castilla la Nueva y Murcia, cada una de
las cuales aportaba entre el 7 y el 6% de la emigración total. Que la emigración a Eu-
ropa para la mayoría se planteaba como una marcha temporal queda bien reflejado
en el hecho que los emigrantes eran fundamentalmente hombres, situándose la cifra
de mujeres en torno al 15% del total, y personas relativamente jóvenes, pues la edad
media del emigrante era de 30 años, y el grupo más numeroso, el comprendido entre
los 25 y los 30 años.
La emigración exterior en términos económicos fue beneficiosa para el país por-
que disminuyó la presión demográfica sobre la ocupación, y las remesas enviadas por
los emigrantes supusieron una fuente de ingresos adicionales con los que se pudo
compensar el déficit de la balanza comercial. Pero, para el cambio social en España,
muchísimo más relevantes fueron los desplazamientos internos de población desde
las zonas rurales a las urbanas, y entre éstas a las zonas industrializadas, tal como
se puede observar en el cuadro 3. Desde mitad de los cincuenta, de la España me-
ridional, que tenía un fuerte potencial demográfico, emigraron millones de perso-
nas, igual que lo hicieron desde ambas Castillas y desde zonas tradicionalmente
emigratorias como Galicia y Murcia. Se dirigieron a las áreas tradicionalmente in-
migratorias, como Cataluña y el País Vasco, pero también a Madrid, que fue la
Provincia que más inmigrantes recibió, y más tarde y con menos intensidad, al
País Valenciano. Así, las cinco provincias que recibieron mayor volumen de inmi-

185
grantes fueron:

1961-1970 1971-1975
Madrid 751.378 239.096
Barcelona 674.557 197.671
Valencia 166.329 72.935
Vizcaya 150.197 41.578
Alicante 101.024 71.766

Como había sido tradicional, se puede establecer una geografía de la emigra-


ción; así, los inmigrantes de Barcelona y Madrid —provincias que recibieron más
de un millón de inmigrantes cada una entre 1950 y 1975—, tenían una proceden-
cia bien distinta: en Barcelona eran muy escasos los inmigrantes procedentes de las
provincias comprendidas entre Asturias y Navarra, igual que de las provincias situa-
das en vertical desde Burgos a Toledo, mientras que en Madrid eran muy escasos
los inmigrantes procedentes del cuadrante nororiental, con la excepción de Zarago-
za, cuyos emigrantes se repartían en tres tercios, dos hacia Barcelona y uno hacia
Madrid.
Así, las corrientes migratorias reiniciadas en los años 50 e intensificadas durante
los 60 tuvieron un volumen incomparablemente mayor que las que se dieron en la
primera mitad del siglo; si en 1930 el 12,2% de la población española estaba censado
en una provincia distinta a la de su nacimiento, en 1950 ese porcentaje había pasado
al 15,3 y al 26,6% en 1975. Lógicamente, en los grandes polos de inmigración era
donde la población autóctona significaba una proporción menor de sus habitantes;
así, desde 1950 a 1975 los inmigrantes pasaron del 44 al 47% de los censados en Ma-
drid, en Barcelona del 38 al 46% y en Vizcaya del 26 al 38%.
Abandonando la perspectiva cuantitativa, hay que señalar que la decisión de
emigrar venía determinada por múltiples causas, heterogéneas entre sí. Evidente-
mente, el motivo fundamental fue huir de unas condiciones de vida miserables y
de la falta de expectativas. El caso paradigmático es el de los emigrantes meridio-
nales: el crecimiento demográfico sostenido, la falta secular de trabajo y unas rela-
ciones sociales polarizadas, que se hicieron más agobiantes para los jornaleros con
el régimen franquista, convenció a muchos de que no tenían nada que perder
abandonando su tierra de origen; así se explicaría que, desde los años 50, cuando
la información se hizo más fluida y fueron llegando noticias sobre la posibilidad
de encontrar trabajo rápidamente, un flujo continuado de emigrantes vació mu-
chos pueblos de Andalucía o Extremadura, que antes no habían tenido tradición
emigratoria.
A las personas que huían de la miseria y la desesperanza se unieron otros sectores
que querían evitar la irregularidad y la inseguridad del trabajo agrícola; cuando la ca-
dena emigratoria ya había empezado, y dado que los primeros en marchar eran los
más jóvenes, el estancamiento y la incertidumbre paralizó todavía más las áreas rura-
les; incluso las propias dificultades para contraer matrimonio se convirtieron en un
factor de emigración. En los años 60 a todos los factores anteriores también hay que
añadir la emigración para mejorar el nivel de vida, es decir, atraída por las oportuni-
dades de mejora social en los grandes centros urbanos, en los que la expansión de la
186
industria y los servicios ofrecían oportunidades que podían aprovechar los sectores re-
lativamente cualificados.

17.3. DESPOBLAMIENTO Y URBANIZACIÓN


La explicación de las cadenas migratorias es bastante clara, también los resultados.
Los movimientos migratorios condujeron a un desequilibrio territorial muy acusado:
mientras algunas áreas, las de mayor dinamismo económico, crecían rapidísimamen-
te, otras quedaban prácticamente despobladas o, como mínimo, estancadas. El cua-
dro 4 muestra la evolución de la densidad de población entre 1960 y 1970, y no debe
xxxxxx
CUADRO 4. Provincias de mayor y menor densidad demográfica (doble y mitad de la
densidad media 1970).

Media Barcelona Madrid Vizcaya Guipúzcoa Valencia Alicante


española
1960 60 372 326 341 239 133 121
1970 67 508 474 472 316 164 157

Badajoz Salamanca Lérida Ciudad Real Ávila Burgos Zamora Cáceres Albacete
1960 38 33 28 30 30 27 28 27 25
1970 32 30 29 26 25 25 24 23 23
Fuente: INE, España. Panorámica social 1974, Madrid, 1975.

CUADRO 5. Distribución porcentual de la población por Comunidades Autónomas.


1950 1960 1970 1980
Andalucía 20 19,4 17,6 17,1
Extremadura 4,9 4,5 3,4 2,8
Galicia 9,3 8,5 7,6 7,3
Asturias 3,2 3,2 3,1 3
Aragón 3,9 3,6 3,4 3,2
Cataluña 11,6 12,9 15,1 15,8
Valencia 8,3 8,2 9,1 9,7
Baleares 1,5 1,5 1,7 1,8
Canarias 2,8 3,1 3,5 3,9
Murcia 2,7 2,6 2,5 2,5
Madrid 6,9 8,6 11,2 12,6
Castilla-La Mancha 7,3 6,5 5,0 4,3
Castilla y León 10,2 9,4 7,8 6,9
Cantabria 1,4 1,4 1,4 1,4
La Rioja 0,8 0,8 0,7 0,7
País Vasco 3,8 4,5 5,5 5,7
Navarra 1,4 1,3 1,4 1,3
España 100 100 100 100

187
Fuente: Albert Carreras (comp.), Estadísticas históricas de España, Madrid, Fundación Banco Exterior, 1989.

olvidarse que en la década de los 50 los desequilibrios ya habían aumentado, dada la


intensidad de las corrientes migratorias de aquellos años. Seis provincias tenían una
densidad de población que, como mínimo, duplicaba la media, mientras que las que
no alcanzaban la mitad de la media eran muchas más; a las que aparecen en el cua-
dro hay que añadir Cuenca, Huesca, Guadalajara y Teruel, que en 1970 tenían una
densidad demográfica que oscilaba entre los 14 y los 11 habitantes por km2.
Las cifras anteriores nos confirman el desequilibrio existente en la ocupación del
territorio, sin olvidar, además, que son cifras provinciales, y aunque los desplazamien-
tos fueron sobre todo interregionales, también fueron muy importantes los intrarre-
gionales e interprovinciales.
El peso relativo de las distintas regiones en el conjunto español cambió de forma
significativa.
La concentración de la población fue además general, incluso en las regiones que
perdían habitantes, de manera que cambió el perfil poblacional español al disminuir
extraordinariamente la proporción de los habitantes de los núcleos rurales y aumen-
tar la de los urbanos y, dentro de éstos, la de las grandes ciudades. Así, podemos ob-
servar que en 1970 dos tercios de la población española habitaba en núcleos urbanos
de más de 10.000 habitantes.

CUADRO 6. Distribución de la población según el tamaño de los municipios.

Hasta 2.000 hab. De 2.001 a 10.000 De 10.001 a 100.000 Más de 100.000


1960 14,5 28,7 29,0 27,7
1970 11,0 22,5 29,7 36,8
Fuente: INE, España. Panorámica social 1974, Madrid, 1975.

En este periodo se agudizó el poblamiento típico español concentrado en las pro-


vincias costeras y en Madrid, y se desarrollaron al mismo tiempo procesos de metro-
politanización. En la costa mediterránea, la red urbana era continuada y densa desde
Gerona a Murcia y desde Granada a Málaga, en la costa atlántica de las provincias ga-
llegas y en el País Vasco. Contrariamente, el interior de la península se despobló, con-
centrándose la población exclusivamente en algunas capitales de provincia y, sobre
todo, en Madrid. Por tanto, la cadena inmigratoria reiniciada en los cincuenta, y el
crecimiento económico acelerado desde los sesenta, tuvieron como resultado el cre-
cimiento espectacular de las ciudades situadas en las áreas de mayor dinamismo eco-
nómico, aunque, dada la rapidez del proceso y la impunidad con que pudieron ac-
tuar los grupos económicos especulativos, aquél se produjo en las formas más desar-
ticuladas, como veremos más adelante.

17.4. LOS CAMBIOS EN LA POBLACIÓN ACTIVA


El crecimiento de la población española desde los años 50 repercutió en un au-
mento de la población activa a finales de los años 60 y principios de los 70, de mane-
ra que si en 1960 la cifra de activos giraba en torno a los 11.800.000, en 1975 había

188
superado la cifra de 13.300.000. Sin embargo, aunque la población activa aumentó,
la tasa de actividad se redujo, y si en 1960 la proporción de activos respecto a la po-
xxxxxxx

blación comprendida entre 14 y 65 años era del 40,4% en 1973, el porcentaje se ha-
bía reducido al 38,6%. Una tasa de actividad tan baja se explica, sobre todo, por el
bajo índice de actividad femenina.
Los derechos sociales de las mujeres se vieron duramente afectados por la instau-
ración del régimen franquista; el Nuevo Estado quiso recluir a las mujeres en el espa-
cio doméstico —afirmaba el Fuero del Trabajo que para «liberar a la mujer casada del
taller y de la fábrica»—, y para ello se revisaron tanto las condiciones de acceso de las
mujeres al trabajo extradoméstico como los textos legales que afectaban al matrimo-
nio, la familia, la educación, en definitiva, la posición social de la mujer. El conjunto
de cambios que se produjeron situaron a la mujer en una posición de absoluta subor-
dinación al hombre, lo que se plasmó en normas como las que obligaban a las muje-
res a abandonar su puesto de trabajo en el momento del matrimonio o la exigencia
de disponer de la licencia marital para trabajar; ambas normas no desaparecieron has-
ta 1961, año en el que se aprobó la Ley sobre Derechos de la Mujer, que aunque teó-
ricamente consagró la igualdad jurídica, mantuvo limitaciones al acceso femenino a
numerosas ocupaciones. Sin embargo, legalmente se trataba de un gran avance, por-
que la legislación anterior —y mucho más la práctica social— había prohibido la in-
corporación a ocupaciones como, por ejemplo, la de Notarios o la de Abogados del
Estado.
Aunque en los años 60 progresivamente se fue acceptando el trabajo femenino,
la presión social que cargaba toda la responsabilidad familiar sobre la mujer continua-
ba existiendo; así, un decreto de 1970, con el que se pretendía proteger a la mujer tra-
bajadora, proponía «armonizar el trabajo por cuenta ajena de la mujer con el cumpli-
miento de sus deberes familiares, singularmente como esposa y madre» (la cursiva es
nuestra). Esa presión más la discriminación laboral explican suficientemente las bajas
tasas de actividad femenina. En una Encuesta de 1977, elaborada por la Dirección Ge-
neral del Medio Ambiente, aparece que las mujeres que habiendo sido activas habían
dejado de trabajar, hubieran preferido seguir trabajando, y que el 40% de las inactivas
preferían no serlo.

CUADRO 7. Composición de la población activa (en miles).


Total Hombres Mujeres
Absol. % Absol. %
1964 11.612 8.833 77,1 2.779 22,9
1967 12.138 9.217 75,9 2.921 24,1
1970 12.430 9.430 75,9 3.000 24,9
1973 13.279 9.646 72,6 3.633 27,4
1976 13.300 9.457 71,1 3.843 28,9
Fuente: Francisco Mochón et al., La economía española: 1964-1987. Introducción al análisis económico,
Madrid, McGraw Hill, 1988. Elaboración propia.
Los cambios más significativos en este periodo respecto a las tasas de actividad se
pueden resumir de la siguiente manera: la tasa de actividad masculina se redujo en-

189
tre 1960 y 1975 porque se amplió la escolarización y, en consecuencia, se retrasó la
edad de incorporación al trabajo; así, entre 1950 y 1975 la tasa de actividad de los
hombres jóvenes comprendidos entre los 15 y los 19 años pasó del 79,9 al 53,1%. Al
xxxx

mismo tiempo, en este periodo la jubilación se hizo efectiva a los 65 años. Sin em-
bargo, en sentido inverso, el número de mujeres que se incorporó al trabajo remune-
rado creció continuadamente, y entre 1950 y 1975 la tasa de actividad femenina en la
franja de edad de los 15 a los 19 años pasó del 19,6 al 40,5%, y entre los 20 y 24 años
pasó del 21,3 al 57,4%. La caída de 20 puntos en la tasa de actividad femenina des-
pués de los 25 años señala claramente que el nacimiento de los hijos continuaba sien-
do en los años 60 y primeros 70 una barrera para el trabajo profesional femenino,
aunque a mitad de los 70 era casi diez puntos más alta en esa edad que quince años
antes; según datos de la Encuesta de Población Activa en 1960 el 51% del total de
inactivos correspondía al epígrafe «Sus labores», denominación empleada para cla-
sificar a las mujeres encargadas exclusivamente de la reproducción doméstica,
mientras que en 1970 ese porcentaje se había reducido en cinco puntos, habiendo
aumentado el de estudiantes y jubilados. En definitiva, se podría decir que los ín-
dices de actividad masculina y femenina evolucionaban en direcciones opuestas,
aunque el aumento de la segunda no era suficientemente fuerte para compensar la
reducción de la primera.
Para el análisis del cambio social en España, más significativo que la variación en
la composición interna de la población activa fue el cambio estructural, para el cual,
dada la concentración regional de la actividad industrial y terciaria, fue imprescindi-
ble el fenómeno migratorio que hemos analizado anteriormente. Como se puede ob-
servar en el cuadro 8, el peso relativo de los tres grandes sectores económicos se mo-
dificó radicalmente, situándose el peso de la agricultura en 1975 a menos de la mitad
del que tenía en 1960, cuando todavía era el sector mayoritario; en contrapartida, au-
mentó el porcentaje de los ocupados en la industria, que en 1970 era el sector que
concentraba el mayor porcentaje de ocupados, y también en los servicios, en clara ex-
pansión, sobre todo en los años 70.

CUADRO 8. Evolución de la estructura de la población activa.

Agricultura Industria Servicios


1940 51 24 25
1950 50 25 25
1960 42 32 26
1970 29 37 34
1975 21 38 41

Fuente: L. Enrique de la Villa y C. Palomeque, Introducción a la economía del trabajo, Madrid, Debate, 1977.

Las diferencias regionales eran muy importantes, y en 1970, mientras Galicia, Ex-
tremadura, La Mancha o Andalucía oriental tenían más del 40% de su población ac-
tiva en la agricultura, en Cataluña o Madrid no alcanzaban el 9%; en sentido contra-
rio, más de la mitad de la población activa era industrial en la región vasco-navarra y
en Cataluña, mientras que no llegaba al 25% en Extramadura, Andalucía oriental y
Galicia; el sector terciario tenía el mayor peso en Madrid, Canarias y Baleares, donde
alcanzaba entre el 55 al 47% de la población activa.
190
El cambio en la estructura fue acompañado, además, por un crecimiento signifi-
cativo de la población activa asalariada, un factor que tenía implicaciones tanto eco-
nómicas como sociales.

CUADRO 9. Evolución de la población asalariada.


Población activa Población asalariada Población asalariada ocupada
1940 9.219.700
1950 10.793.100
1960 11.816.600 7.345.600 7.169.900
1970 12.732.200 8.258.500 8.065.600
1975 13.324.900 9.390.700 8.797.900
Fuente: para 1940 y 1950, A. Carreras (comp.), Estadísticas históricas...; para 1960-1975, INE, Encuestas de po-
blación activa.

El cuadro 9 muestra que entre 1960 y 1975 la población asalariada creció de for-
ma notable respecto al total activo, pasando del 62 al 70%, un porcentaje menor, no
obstante, al de buena parte de los países desarrollados. Todos los sectores experimen-
taron un incremento relativo de asalariados en la población activa, aunque hay que
destacar que las diferencias en el nivel de salarización eran muy importantes según los
sectores productivos. Así, según las cifras del Banco de Bilbao, mientras que en la
agricultura la tasa de salarización era baja —pasó del 33 al 34% entre 1962 y 1973—,
en la industria era muy alta —del 84 y 90%, respectivamente—, y en los servicios se
situaba en torno a la media —del 70 al 72%.
El desplazamiento desde la agricultura a la industria y los servicios significó que
centenares de miles de personas cambiaron de actividad, y que las nuevas generacio-
nes se incorporaron a ocupaciones distintas a las de sus padres y a las que ellos mis-
xxxxxxx
CUADRO 10. Evolución de la población activa según la categoría socio-profesional (%).
1950 1960 1970 1975
Profesionales, técnicos y asimilados 3,3 4,1 5,5 7,6
Funcionarios públicos superiores
y directores de empresa 7,3* 1,0 0,7 1,2
Personal administrativo y asimilados 5,8 9,2 13,0
Comerciantes y vendedores 3,3 6,1 8,3 6,1
Trabajadores de los servicios 7,9 8,3 9,3 12,5
Trabajadores del campo 48,5 39,8 24,5 10,0
Trabajadores de la industria 27,4 32,1 39,8 48,4
Trabajadores sin clasificar 0,8 1,5 1,5 0,0
Fuerzas Armadas 1,3 1,3 1,2 1,2
* Incluye Personal administrativo y asimilados.
Nota: Las cifras de 1975 hacen referencia a la población asalariada y están basadas en la Encuesta de
Población Activa, mientras que las restantes corresponden a los Censos de población. En los epígrafes en
los que las diferencias son más importantes, el Censo de población de 1980 señala: Profesionales y técni-

191
cos —9,7—, Comerciantes y vendedores —9,7—, Trabajadores del campo —15,4— y Trabajadores de la
industria —37,5.
Fuente: para 1950-1970, J. F. Tezanos, «Modernización y cambio social en España», en J. F. Tezanos et
al. (eds.), La transición democrática española, Madrid, Sistema, 1989; para 1975, L. Enrique de la Villa y
C. Palomeque, op. cit.

mos hubieran tenido anteriormente. Una parte pudo acceder a ocupaciones más cua-
lificadas, porque en la industria y los servicios el abanico ocupacional era mucho más
amplio. En el cuadro 10 podemos observar con más detalle la distribución de la po-
blación activa según grandes categorías socio-profesionales; la caída radical del por-
centaje de personas dedicadas a las actividades agrarias se vio compensada con el au-
mento de obreros en la industria, que fue continuado hasta 1974, y las categorías no
cualificadas del sector de los servicios. Al mismo tiempo se produjo una significativa
ampliación del peso relativo de los sectores cualificados, que doblaron sus porcenta-
jes en este periodo, lo que se reflejó en el nuevo perfil de la sociedad urbana que ana-
lizaremos a continuación.

192
CAPÍTULO XVIII
Una época de cambios sociales

18.1. UNA NUEVA ESTRUCTURA SOCIAL


La evolución socio-profesional de la población activa es uno de los principales in-
dicadores de la transformación que experimentó la sociedad española en los años 60
y 70; de los datos del cuadro 10 se puede deducir que todos los grupos sociales se vie-
ron afectados por los cambios profesionales, aunque, lógicamente, los más importan-
tes fueron los que experimentaron las clases populares, que protagonizaron mayorita-
riamente los movimientos migratorios, y los menos significativos, en términos de di-
námica social, los experimentados por la alta burguesía, a la que ya se ha hecho
referencia en un apartado anterior.
El proceso de desruralización afectó en primer lugar a los jornaleros del campo
meridional. Después de la guerra civil se desvanecieron las expectativas de cambio so-
cial alimentadas en el campo durante el primer tercio del siglo por las organizaciones
revolucionarias o los movimientos reformistas; entre los jornaleros se extendió la con-
ciencia de su derrota social, y la política del nuevo régimen en los años 40 más el ini-
cio de la mecanización en los 50, no hizo más que profundizarla; desde los años 50,
la salida individual de la emigración se convirtió en una opción colectiva. El resulta-
do fue que durante los años 60 y 70 se produjo una reducción sustancial de los obre-
ros agrícolas, pasando de ser un 10% de la población activa en 1964 —en los años 50
se había reducido notabilísimamente— a un 6,6% en 1976. Se puede afirmar, como
ha hecho Santos Juliá, que desde los años 50 la emigración había diluido «la cuestión
social» agraria, presente en la sociedad española a lo largo de un siglo. Esos jornaleros
agrícolas en las ciudades engrosaron las filas de las capas menos cualificadas de la cla-
se obrera, dado que o bien eran analfabetos —un 13% en 1970— o bien carecían de
cualquier titulación —el 87%.
La clase obrera creció de forma importante en los años 60, superando en 1970 la
cifra de los cuatro millones de personas, de manera que englobaba un tercio de la po-
blación activa total, y la mitad de los activos asalariados. Además de crecer, se puede
afirmar que en los años 60 se formó en España una nueva clase obrera por una mul-
tiplicidad de factores. Junto a la demanda de mano de obra de la industria, hay que
considerar que la clase obrera vivió en esta etapa de expansión económica un proce-
so de diversificación profesional considerable, por cuanto a las actividades estricta-
193
mente industriales hay que añadir aquellas otras vinculadas al desarrollo industrial, la
expansión de los servicios y el propio proceso de urbanización. Así, se ha de conside-
xxxxxxx

rar como integrante de la nueva clase obrera una parte del sector terciario, formado
en buena medida por trabajadores sin cualificación que, con frecuencia, tenían unos
ingresos salariales y en muchos casos también unas condiciones de trabajo peores a
las de los obreros industriales. En términos sociales, también se podrían incluir den-
tro de la clase obrera las franjas menos cualificadas de los trabajadores de oficina, que
eran las más numerosas entre los administrativos, porque sus ingresos y condiciones
de vida eran semejantes a las de los obreros industriales —un porcentaje significativo
tenía ese origen familiar—; también las condiciones de trabajo de estos trabajadores
fueron evolucionando, y en los años 70, con el inicio de la informatización, cada vez
se hicieron más frecuentes las actividades repetitivas y mecanizadas. En definitiva,
a los obreros en sentido estricto es imprescindible añadir aquellos sectores no cualifi-
cados de la población activa urbana.
Sin embargo, contrariamente al fenómeno general de diversificación ocupacio-
nal, hay que señalar que entre los obreros industriales se produjo un proceso de ho-
mogeneización profesional que era resultado de las mutaciones que se estaban dan-
do en el proceso productivo; así, tanto la nueva tecnologia de producción masiva que
se implantó en la industria, como la organización del trabajo que la acompañaba, no
exigían una alta cualificación, y la estratificación obrera habitual en las décadas ante-
riores, caracterizada por una división precisa entre obreros no cualificados —los más
numerosos— y los obreros cualificados, se difuminó, apareciendo una categoría me-
dia, la de los especialistas, que agrupaba a buena parte de los obreros fabriles, quedan-
do porcentajes más reducidos de obreros cualificados y peones. Los datos estadísti-
cos, al simplificar la división interna entre obreros cualificados y no cualificados,
integran la categoría de especialistas entre los primeros, lo que repercute en la carac-
terización socio-profesional global; así se explica que, según el Instituto Nacional de
Estadística, en 1970 tan sólo el 20% del total obrero correspondía a obreros no cuali-
ficados, lo que no se aviene a las características de la clase obrera española.
Por tanto, a diferencia de lo que ocurría en el conjunto de la actividad económi-
ca, dentro de las fábricas se vivió un proceso de homogeneización que redujo la im-
portancia de la cualificación; los escasos conocimientos que requería la nueva tecno-
logía fueron especialmente beneficiosos para los empresarios, dado que en el contex-
to expansivo de los años 60 y 70 existía una gran disponibilidad de mano de obra no
cualificada procedente del campo, pero un número insuficiente de obreros cualifica-
dos, dado el crecimiento de la industria. Por otra parte, en las zonas de industrializa-
ción antigua, una parte de esos obreros pudo aprovechar la coyuntura expansiva y sus
conocimientos para optar a actividades de mayor remuneración, y abandonaron en
buena medida la condición fabril. Este mismo proceso de movilidad interna tuvo
como consecuencia que, en los grandes centros industriales, los trabajadores fabriles
fueran mayoritariamente inmigrantes recientes; si a la escasa heterogeneidad cultural
se añaden los condicionamientos derivados del marco institucional franquista, y los
consecuentes cambios en las formas de acción colectiva, se puede hablar en los seten-
ta de la aparición de una nueva cultura obrera.
Si importantes fueron los cambios experimentados por la clase obrera, igualmen-
te lo fueron los vividos por aquellos sectores generalmente agrupados bajo el epígra-

194
fe de clases medias, que es una denominación elástica en la que se incluyen los gru-
pos socioeconómicos que, por sus condiciones económicas y/o formas de vida, no
forman parte ni de la burguesía ni de las clases trabajadoras. Estos grupos sociales tan
heterogéneos también vivieron un proceso de diversificación extraordinario, que ha
xxxxxxx

llevado a los sociólogos a distinguir analíticamente entre la «vieja» y la «nueva» clase


media.
La «vieja clase media» o pequeña burguesía tradicional experimentó cambios in-
ternos destacables. En las zonas rurales, el número de pequeños propietarios agríco-
las se redujo notablemente, pasando de ser casi el 23% del total de la población acti-
va en 1964 al 14% en 1976. Entre éstos, los primeros en abandonar las tierras habían
sido aquellos propietarios más pobres y con mayores dificultades para adaptarse a
una agricultura más tecnificada, aunque a finales de los sesenta incluso algunos de los
que poseían propiedades de mayor viabilidad económica emigraron por las expecta-
tivas de mejora vital que generaban las ciudades.
En las áreas urbanas, no se redujo el número de los sectores englobables en la cla-
se media de corte tradicional, pero se produjeron cambios suficientemente significa-
tivos en su composición interna. Si bien las actividades artesanas sufrieron un retro-
ceso notable por el avance de la industrialización, con la consiguiente salarización de
una parte de los artesanos, en sentido contrario, las propias necesidades de las gran-
des empresas impulsaron la aparición de talleres que producían algunos componen-
tes para la gran industria, pequeñas empresas que estaban dirigidas por personas que
habían readaptado su producción o, con mucha frecuencia, por antiguos obreros cua-
lificados que, conociendo el proceso productivo, se habían instalado como autóno-
mos con pocos o ningún asalariado. También hay que destacar la extensión de las ac-
tividades vinculadas al transporte o la construcción, en las que el número de peque-
ños empresarios no era desdeñable. El desarrollo de estas nuevas actividades y el
retroceso de las tradicionales provocó que los límites de los perfiles de socialización
cultural —elemento fundamental en la caracterización de las clases medias— se dilu-
yeran en buena medida.
Por otra parte, un componente esencial de la pequeña burguesía tradicional eran
los comerciantes, que en 1970 representaban algo más de la mitad de los empresarios
sin asalariados y trabajadores independientes, si bien este porcentaje recogía la «ayu-
da familiar», es decir, los miembros de la familia que, sin ser titulares del negocio, tra-
bajaban en él sin cobrar un salario. Junto a los comerciantes, en el epígrafe estadísti-
co de clases medias también se incluye el personal administrativo; éste dobló su peso
relativo a lo largo del periodo, pero en su seno la diversificación era muy importan-
te, como se ha explicitado anteriormente.
Las capas sociales enumeradas hasta aquí responden a la estructura de clase me-
dia tradicional. Sin embargo, en el contexto del cambio social de los años 60 y 70 des-
taca la aparición de una «nueva» clase media, un fenómeno esencialmente urbano
vinculado al desarrollo del conjunto de actividades terciarias y a la tecnocratización
de la economía que se produjo durante este periodo; esta «nueva» clase media tam-
bién era muy diversificada. En el cuadro 10 se puede observar que los profesionales
altamente cualificados —profesionales, técnicos y directivos— doblaron su peso rela-
tivo en la población activa entre 1960 y 1975. La mayor parte de estos profesionales
eran asalariados: en 1970, el 77% de los profesionales y técnicos y el 98% de los di-
rectivos; eran asalariados que trabajaban tanto para la Administración pública como

195
para la empresa privada, y que con mucha frecuencia tenían un grado notable de movi-
lidad entre uno y otro sector, una movilidad que se acentuó desde el inicio los años 70.
Su origen social mayoritario era burgués o de la clase media tradicional y su número
era reducido en términos relativos, pero su influencia social y cultural fue muy desta-
cable, dado su mayor activismo social y cultural. Paralelamente al aumento de estos
xxxxxxx

profesionales, en esos años también se amplió el número de aquellos otros vincula-


dos a los servicios públicos, como la enseñanza y la sanidad, áreas que crecieron bajo
la presión de las exigencias populares de unos niveles mínimos de equipamientos y ser-
vicios colectivos. Considerados globalmente los asalariados del sector público, de 1966
a 1976 pasaron del 6,5 al 9,2% del total de la población activa, un porcentaje que, sin
embargo, se ampliaría mucho más en la etapa democrática.
En definitiva, la estructura social española experimentó cambios extraordinarios
durante los años 60 y 70, que supusieron la consolidación definitiva de una sociedad
capitalista industrializada, en la que los sectores obreros eran amplios y diversificados,
al tiempo que las clases medias vivían un proceso de transformación y diversificación
que influyó decisivamente en las nuevas pautas de socialización.
Una última cuestión que ha de considerarse respecto a la estructura social es el de
la movilidad social, uno de los aspectos que más ha interesado a los sociólogos. La
diversificación y cualificación profesional paralelas al crecimiento económico hicie-
ron posible cierta movilidad social; sin embargo, el estudio FOESSA de 1975, que es
el más completo respecto a esta cuestión y el más ampliamente utilizado, muestra
que el grado de movilidad vertical en la sociedad española fue particularmente redu-
cido. El proceso de crecimiento y modernización de la economía española compor-
tó la expansión de actividades de mayores ingresos y status social, pero éstas fueron
ocupadas en su mayor parte por aquellos que tenían cualificación para hacerlo: los
grupos más jóvenes de las clases medias y altas.
En los sectores populares, el paso de jornalero a obrero tenía implicaciones direc-
tas en los ingresos y calidad de vida —no es tan claro en el caso del pequeño propie-
tario agrícola—, pero ese paso de la agricultura a la industria no implicaba movilidad
social. En este sentido, hay que señalar que en esta etapa de intenso crecimiento eco-
nómico la movilidad fue reducida, porque el 80% aproximadamente de los nacidos
en familias obreras o campesinas tuvieron profesiones de este estrato socioeco-
nómico.
La percepción social, sin embargo, no coincidía con la observación estadística, y
la percepción extendida en aquellos años era que se estaba viviendo una mejora so-
cial amplia. Ello es explicable porque el cambio estructural permitió acceder a ocupa-
ciones de mayor cualificación o de mayores salarios, lo que influyó decisivamente en
el poder adquisitivo. Por otra parte, un 20% de movilidad no es una proporción des-
preciable, y el hecho de que un porcentaje de personas procedentes de familias obre-
ras o campesinas se convirtieran en empleados, y que otras procedentes de familias
de clase media pudieran acceder a profesiones altamente cualificadas, supuso un cam-
bio importante que extendió la percepción de mejora y favoreció la integración social
característica de los años 60 y 70.
En ese proceso de dinamización social la educación desempeñó un papel relevante.

18.2. DE LA EDUCACIÓN CLASISTA A LA ENSEÑANZA MASIFICADA

196
A la altura de 1970, la tasa de analfabetismo se había reducido de forma muy no-
table respecto al nivel de preguerra y tan sólo declaraba no saber leer ni escribir el 9%
de la población, concentrándose los mayores niveles de analfabetismo en los mayo-
res de 55 años, entre los que la tasa giraba en torno al 44%; también la diferenciación
por sexos era importante, pues mientras la tasa masculina en esas edades era del 27%,
xxxxxx
entre las mujeres era del 58%. Además, el nivel educativo de la población adulta en
su conjunto era todavía muy bajo: el 69% de la población tenía sólo estudios prima-
ños, el 12% estudios medios, y no llegaba al 2% la que había cursado estudios supe-
riores.
El desarrollo económico de la década anterior, sin embargo, había hecho posible
y a su vez exigido una mayor cualificación de la población; por otro lado, la deman-
da social de educación se extendía porque existía el convencimiento de que ésta era
la llave para alcanzar mayores remuneraciones y status social. Todo ello había hecho
obsoleto el sistema educativo tradicional; José Luis Villar Palasí, nombrado ministro
de Educación y Ciencia en 1968, intentó trasladar los conceptos tecnocráticos domi-
nantes en aquellos años en la esfera gubernamental al ámbito educativo. En 1969 se
publicó un Libro Blanco sobre la educación en España, en el que se presentaban las
propuestas de reforma educativas que en agosto de 1970 quedaron recogidas en la
Ley General de Educación y de Financiación de la Reforma Educativa.
Por primera vez en más de un siglo se diseñó una remodelación de todo el esque-
leto educativo, desde la enseñanza primaria hasta la superior. La ley, en su mismo
nombre, hacía referencia a las necesidades financieras de la reforma, dado que la par-
vedad del presupuesto educativo hasta entonces había supuesto la insuficiencia de
centros, el abandono de las instalaciones, la infradotación de profesorado, etc. Sin
embargo, a pesar del aumento en la asignación de recursos para la educación, todavía
en 1976 España destinaba una cantidad pequeña en relación con otros países euro-
peos; así, mientras los Países Bajos, Francia o Italia dedicaban a la educación más
del 5% de su PIB, en España el porcentaje era del 2,2%.
Respecto a las enseñanzas no universitarias, si las leyes de los años 40 tendían a
reproducir en el ámbito educativo la división social clasista, la nueva ley pretendía de-
mocratizar la enseñanza por distintas vías; la primera, prolongando la escolarización
obligatoria hasta los 14 años. Respecto a la enseñanza secundaria, por un lado, y aun-
que sólo fuera sobre el papel, se ponía mayor énfasis en el vínculo entre el mercado
de trabajo y la educación, afianzando la Formación Profesional, mientras que, por
otro, se unificaban las ramas de ciencias y letras con la creación del Bachillerato Uni-
ficado Polivalente.
La Ley de Educación reforzó el proceso de ampliación de la escolarización, sobre
todo en los niveles medios y superiores. Mientras la tasa de crecimiento de los alum-
nos de primaria aumentó en un 39% desde el curso 1961-1962 al de 1971-1972, la de
bachillerato lo hizo en un 159%, y la de estudios superiores en un 142%.
Aun así, en 1970 sólo el 56% de los jóvenes de sexo masculino continuaba en la
escuela a los 14 años, y la proporción de escolarizados era del 35% a los 16; en 1975,
la tasa de escolarización había avanzado notablemente, situándose en el 75 y 45% res-
pectivamente. También hay que destacar que las diferencias entre la escolarización
masculina y femenina todavía continuaban siendo notables, pues la tasa de jóvenes
escolarizadas era en 1970 bastante más baja que la masculina, el 45 y el 23% a los 14
y 16 años; cinco años después las diferencias se habían reducido, pasando la tasa de
escolarización al 64 y 37% respectivamente. Es decir, las adolescentes se incorpora-
ban a la enseñanza media a un ritmo más intenso que los adolescentes de sexo mas-
197
culino, pero en 1975 todavía existía una importante diferencia entre ellos, distancia
que no desapareció hasta el inicio de la década de los 80.
Por otra parte, a diferencia de lo que será característico de la etapa democrática
iniciada en 1977, durante los años 60, y en menor proporción los 70, el acceso a la en-
xxxxxx

señanza continuó vinculado a la procedencia social. El informe FOESSA de 1975 se-


ñala que en 1970 el 37% de los bachilleres superiores procedían de las familias de ma-
yores recursos, que significaban el 12% de la población, el 36% de los bachilleres pro-
cedían de los estratos medios, que representaban el 23% del total, y el 27% procedían
de los sectores obreros y asimilados que agrupaban al 65% de la población.
La enseñanza universitaria, por su parte, experimentó igualmente un crecimiento
muy importante, aunque durante este periodo el volumen de estudiantes distaba del
millón que alcanzaría a finales de la década de los 80. En el curso 1961-1962 cursa-
ban estudios superiores 95.000 universitarios, y en 1971-1972 lo hacían 255.000, que
se repartían entre facultades —188.000—, escuelas técnicas superiores —43.000— y
universidades privadas —7.000—; en 1975, los estudiantes universitarios habían supe-
rado la cifra del medio millón, 350.000 estaban matriculados en facultades, 50.000 en
escuelas técnicas superiores y 150.000 en escuelas universitarias. A partir de la Ley Ge-
neral de Educación, la política ministerial pretendía estimular el desarrollo de los es-
tudios superiores de ciclo corto, y las escuelas universitarias tuvieron un crecimiento
relativo más importante que el de facultades y escuelas técnicas superiores.
Todas las universidades aumentaron el volumen de matriculados, y además se
crearon varias nuevas por primera vez en la etapa franquista: en 1968 se aprobó la
creación de las universidades autónomas de Barcelona y Madrid, en 1972 las de Can-
tabria, Córdoba y Málaga, y al año siguiente la de Extremadura. Además, en todas las
universidades creció el número de titulaciones impartidas; así, si en el curso 1960-61
existían 20 facultades y 5 escuelas técnicas superiores, una década después funciona-
ban 50 facultades y 13 escuelas técnicas, y en el curso 1975-1976, el volumen de cen-
tros había pasado a 97 facultades, 14 escuelas técnicas y 45 escuelas universitarias.
Ha de destacarse que el aumento de matriculados fue paralelo a cambios en el
peso relativo de las diferentes carreras, en parte también por la creación de titulacio-
nes antes inexistentes; por ejemplo, el incremento de los estudiantes de Derecho o
Medicina fue menor que el de los estudiantes de Ciencias, Letras, Ciencias Políticas
y Económicas o Ingeniería; así, entre 1960 y 1970, los licenciados en las dos primeras
titulaciones pasaron del 26 al 11% y del 26 al 21% del total de licenciados, respecti-
vamente; contrariamente, los licenciados en Ciencias pasaron del 8 al 15% y en Inge-
niería del 12 al 18% del total de licenciados.
Por último, también es imprescindible resaltar que aunque en los años 70 ya se
produjo un proceso de democratización importante, los estudiantes universitarios
continuaban siendo mayoritariamente de clase media y alta. Así, el 32% de los uni-
versitarios procedían de familias en los que la categoría profesional del padre era cua-
dro superior o profesional liberal, y un 15% eran hijos de cuadros medios; es decir,
prácticamente la mitad de los universitarios procedían de familias que representaban
el 7% de la población activa; en sentido contrario, tan sólo el 13,5% de los universi-
tarios procedían de familias de menor cualificación profesional —obreros y trabaja-
dores del campo—, que, sin embargo, representaban el 64,5% de la población activa.

198
18.3. EL AUMENTO DEL PODER ADQUISITIVO Y LA DISTRIBUCIÓN DE LA RENTA
Una de las consecuencias más destacables del cambio económico y social de los
años 60 y 70 fue el aumento del poder adquisitivo que experimentó la mayor parte
de la población, y que fue consecuencia de la suma de un conjunto de factores: del
xxxxxxxx

propio desplazamiento de millones de personas desde las áreas rurales a las urbanas,
donde los salarios eran más elevados, de los incrementos salariales que se produjeron
en estos años, del proceso de cualificación de la población activa y del incremento
del tiempo y la intensidad del trabajo.

CUADRO 11. Crecimiento de los salarios reales (% anual).

1964 1965 1966 1967 1968 1969 1970 1971 1972 1973 1974 1975
5,5 2,1 10,1 8,6 4,0 9,3 8,0 5,4 8,1 7,5 9,5 12,0
Fuente: Felipe Sáez, «Consideraciones sobre el comportamiento sectorial de los salarios respecto a la pro-
ductividad y empleo en el mercado de trabajo español», Revista de Trabajo, núm. 59-60, 1980.

Esos incrementos salariales que en términos absolutos parecen tan importantes,


no lo son tanto si tenemos en cuenta el escenario en que se dieron. Por un lado, es
preciso hacer referencia a los bajos niveles de partida. Los trabajadores españoles no
recuperaron el nivel adquisitivo de 1935 hasta 1956; durante esos veinte años el nivel
de subconsumo había sido extremo, hasta convertirse en un obstáculo para la capaci-
dad de crecimiento de la economía española. Desde 1962, cuando ya se había inicia-
do el crecimiento y después de importantes movilizaciones obreras, los salarios ad-
quirieron un ritmo alcista pero moderado respecto a los aumentos de productividad
alcanzados en la industria; así, en la década de los 60 los índices de incremento sala-
rial estuvieron por debajo o igualaron los índices de aumento de la productividad, y
en los primeros 70 los superaron levemente, en un contexto de fuerte movilización
obrera. Por otro lado, se debe tener en cuenta que no tan sólo aumentó el producto
del trabajo obrero por la mecanización, sino que los trabajadores también necesita-
ron ampliar extensamente su jornada para reunir los ingresos mínimos para poder ad-
quirir los bienes que harían más confortable la vida cotidiana, consumo que, por otra
parte, era imprescindible para mantener el crecimiento económico, dado que la pro-
ducción a gran escala necesita una demanda masiva. Entre 1960 y 1975, la prolonga-
ción de la jornada de trabajo fue generalizada para todas las categorías socio-profesio-
nales, aunque adquiriera distintas formas; entre los titulados, administrativos y em-
pleados subalternos, fue más frecuente el recurso a una ocupación complementaria
—el pluriempleo—, y ese trabajo no quedó registrado en las estadísticas de horas ex-
traordinarias. Los obreros habitualmente prolongaron su jornada de trabajo en la pro-
pia fábrica o taller. Según la Encuesta de Población Activa, en 1965, el 54% de los asa-
lariados trabajaba entre 46 y 54 horas semanales y el 22,5% más de 55 horas a la se-
mana; en 1970, las proporciones eran del 55 y el 19%, y en 1975, el 41 y el 18%,
respectivamente. Pero los datos de la encuesta han de considerarse como mínimos;
en los últimos años 60 más de la mitad de los trabajadores barceloneses, por ejemplo,
tenía una jornada superior a las 55 horas semanales. En resumen, para amplios secto-
res de la población el aumento de la capacidad adquisitiva fue el resultado de la pro-
longación de la jornada laboral, que absorbía prácticamente toda la actividad perso-

199
nal diaria.
En conjunto, y en términos reales, la renta per cápita española se duplicó holga-
damente entre 1960 y 1977, y del crecimiento económico se pudo beneficiar el con-
junto de la sociedad; sin embargo, quienes más beneficios obtuvieron del crecimien-
to en esos años fueron los propietarios del capital, de manera que no se produjo una
xxxxxxxx

redistribución de la renta que compensara el retroceso sufrido por las clases popula-
res durante la primera mitad del franquismo. Según cálculos de L. Araujo y C. Mu-
ñoz, de 1960 a 1970 la remuneración neta de los asalariados creció menos que la ren-
ta nacional; en pesetas constantes, la primera pasó a un índice 201,4 en 1970 respec-
to a 1960, mientras que la segunda aumentó hasta el 207,9.
Un análisis superficial de la participación de las rentas salariales en el PIB puede
llevar a la conclusión de que los trabajadores absorbieron una parte creciente de la ri-
queza generada, pero si se tiene en cuenta el aumento en el número de ocupados se
comprueba que la participación de los asalariados en el PIB apenas aumentó, inclu-
so en la primera mitad de los años 70, cuando los trabajadores consiguieron mayores
retribuciones, dado el nivel de organización que habían adquirido y los efectos de la
crisis política. Por otro lado, una parte de la retribución de los asalariados correspon-
día a las cotizaciones de la Seguridad Social, que, según la Contabilidad Nacional,
en 1960 suponían el 12,5% de la remuneración de los asalariados, y en 1975, el 21,8%.

CUADRO 12. Participación de los salarios en la renta nacional.


1966 1968 1970 1972
Sueldos y salarios 51,3 48,2 50,0 50,1
Seguridad Social 4,1 8,3 8,6 10,3

Fuente: INE, La Renta Nacional en 1973 y su distribución, Madrid, 1974.

Las distintas fuentes abundan en la misma dirección, aunque cada una de ellas
utiliza conceptos y/o categorías diferentes. Así, el Informe FOESSA de 1975 —que
dividía el conjunto social en estratos— constataba que entre 1969 y 1974 la media de
ingresos del estrato alto y medio-alto de la sociedad se había multiplicado por 2,6 en
términos nominales, mientras que el de los estratos medio y obrero lo había hecho
por 1,7 y 1,8, respectivamente, y el del estrato pobre por 2.
Todos los datos disponibles sobre la distribución personal de la renta muestran
que se produjo un aumento de la desigualdad en la década de los 60 y una ligera dis-
minución de la desigualdad en la de los 70. Julio Alcaide, en su estudio sobre la
distribución de la renta en España publicado en 1984, muestra que incluso en 1974,
después de que se produjera cierto reequilibrio, la mitad de la población, la de menos
ingresos, percibía el 20,9% de la renta disponible, mientras que la otra mitad reunía
el 80%. En la sociedad española se daba una fuerte concentración de la riqueza en los
estratos más altos: el 10% de los hogares con renta más alta, después del pago de im-
puestos, absorbían el 40% de la renta disponible, una proporción más elevada que
la que se daba en otros países europeos que se caracterizaban también por una fuer-
te concentración de la renta en sus estratos más altos: Italia, Francia y Alemania,
donde el décil de mayores ingresos acaparaba entre el 31 y el 30% de la renta total. En

200
el extremo opuesto la situación española era parecida a la de otros países europeos:
el 10% con renta más baja tan sólo percibía el 1,8% de la renta nacional disponi-
ble, aunque evidentemente los ingresos españoles eran inferiores a los de aquellos
países.
Dado que la etapa de crecimiento de 1960 a 1973 se caracterizó por una elevada
concentración de la población y de la actividad económica, también se produjo en
xxxxxxxxx

esos años un fenómeno de concentración de la renta a nivel territorial. En ese perio-


do, las Comunidades de mayor crecimiento de la renta fueron Baleares, Canarias y
Madrid, seguidas de Cataluña. El País Valenciano, País Vasco, Murcia y Navarra
crecieron en torno a la media española; por debajo de la media crecieron Castilla-
La Mancha, Aragón y Andalucía y, sobre todo, Extremadura, Asturias, Cantabria, La
Rioja y Castilla y León.

CUADRO 13. Renta interior de España. Media española = 100.


Renta Renta familiar % particip.
per cápita disponible total española
1960 1973 1967 1973 1960 1973
Madrid 147,8 139,1 140,8 133,2 12,5 16,1
P. Vasco 175,1 138,7 145,9 128,3 7,8 7,8
Baleares 110,5 132,9 124,3 128,6 1,6 2,1
Cataluña 140,4 130,5 132,4 123,2 18,0 20,1
Navarra 117,6 111,6 113,6 109,6 1,6 1,5
La Rioja 116,9 104,4 111,4 103,3 0,9 0,7
Cantabria 127,4 102,5 112,8 100,1 1,8 1,4
P. Valenciano 115,7 102,3 100,1 103,0 9,4 9,5
Aragón 103,0 99,8 100,3 98,7 3,8 3,3
Asturias 114,2 92,8 104,0 93,3 3,7 2,9
Canarias 73,5 86,1 71,2 86,0 2,3 3,0
Castilla y León 80,1 80,7 90,8 84,3 7,5 6,0
Murcia 74,4 79,0 74,2 84,1 2,0 1,9
Galicia 70,7 71,4 77,1 78,6 6,1 5,5
Castilla-La Mancha 64,7 74,5 69,3 79,5 4,2 3,6
Andalucía 71,9 71,7 72,7 77,6 13,9 12,5
Extremadura 62,6 59,2 65,0 67,2 2,8 1,9
Fuente: Julio Alcaide, «La distribución de la renta en España», en J. Linz (ed.), España: un presente para el fu-
turo, Madrid, Instituto de Estudios Económicos, 1984. Elaboración propia.

El cuadro 13 refleja el importante desequilibrio existente en la distribución terri-


tonal de la renta, aunque también, que éste no aumentó durante la etapa de creci-
miento; así, se puede observar que no hay una correspondencia directa entre mayor
crecimiento económico y aumento de la renta per cápita y renta disponible. Toman-
do como referencia el año 1973 podemos comprobar que, en las regiones de mayor

201
crecimiento económico, la renta familiar disponible era menor que su renta per cápi-
ta, mientras que en las de menor crecimiento sucedía lo contrario. En este sentido es
necesario resaltar que, aunque en proporciones moderadas, los habitantes de las re-
giones de menor dinamismo económico no empeoraron su situación individual en
proporción a la evolución de la renta regional o provincial, dado que al reducirse la
población aumentaban los recursos disponibles, al mismo tiempo que las transferen-
cias de las Administraciones públicas acercaban la renta familiar disponible respecto
a las regiones más desarrolladas.

CAPÍTULO XIX
Las nuevas pautas socioculturales

19.1. UNA SOCIEDAD DE CONSUMO PRIVADO


El desequilibrio en la distribución de la riqueza no fue óbice para que la percep-
ción más extendida en los años 60 y primeros 70 fuera la de que la mayor parte de la
población estaba experimentando una mejora continuada de su nivel de vida, lo cual,
por otra parte, era cierto, dado que se partía de niveles bajísimos de consumo.

CUADRO 14. Evolución y distribución de los gastos medios por persona.


1958 1964 1968 1973
Total ptas. Corrientes 10.765 19.974 32.415 71.723
Total ptas. constantes 1958 10.765 14.168 17.701 26.238
Incremento 100 131,6 164,4 243,7
Distribución
Alimentación 55,5 48,6 44,4 38,0
Vestido y calzado 13,6 14,9 13,5 8,5
Vivienda 5,0 7,4 10,3 12,0
Gastos de casa 8,3 9,2 8,1 10,7
Gastos diversos 17,8 19,9 23,7 31,6
Fuente: Manuel García Ferrando, «Ocio, consumo y desigualdad social», en AA.DD., Política y sociedad, Es-
tudios en homenaje a Francisco Murillo, Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas, 1987.

El aumento del poder adquisitivo hizo posible cambios cualitativos en la distri-


bución del presupuesto familiar. El Instituto Nacional de Estadística realizó la prime-
ra encuesta de presupuestos familiares en 1958; en aquel año el 55% de los gastos fa-

202
miliares se destinaban a la alimentación, todavía en 1964-1965 el porcentaje que ab-
sorbían los alimentos giraba en torno al 50%, pero ya en 1968 esa proporción se
había reducido al 44% y al 38 en 1973. El aumento de los ingresos hizo posible la dis-
minución de la partida de subsistencia aumentando al mismo tiempo la calidad y va-
riedad de los alimentos consumidos; según datos del Instituto Nacional de Estadís-
tica, el presupuesto de alimentación en pesetas constantes creció en dos tercios en-
tre 1958 y 1973.

Una «sociedad de consumo» muy incipiente se extendió en España a finales de


los sesenta, como lo había hecho una década antes en el resto de Europa. Lo más ur-
gente para un segmento amplio de la población era acceder a una vivienda digna, en
especial para los inmigrantes de las áreas industriales que durante casi una década tu-
vieron que vivir en condiciones deplorables y hacinados. Los datos de la Encuesta
muestran que la partida dedicada a la vivienda dobló ampliamente su peso en el pre-
supuesto familiar, teniendo en cuenta además que en ese porcentaje no estaba inclui-
do el gasto por compra de vivienda, que se consideraba una inversión.
Después de la vivienda se adquirieron los electrodomésticos que harían los que-
haceres cotidianos más ligeros, y una vez cubiertas esas necesidades, el coche, símbo-
lo de la prosperidad social. Las estadísticas señalan que en 1963 tan sólo un 9% de la
población disponía de frigorífico, un 33 de lavadora, un 8% de televisión, igual que
de automóvil; en 1969, las proporciones se habían incrementado notablemente:
un 63 y 62% tenía ya frigorífico y televisión, y un 27% automóvil. A mediados de los
setenta, la disponibilidad de los principales electrodomésticos era generalizada, aun-
que tan sólo un 48% disponía de automóvil. A los electrodomésticos más necesarios
se habían añadido progresivamente otros que no lo eran tanto —aspirador, equipo de
música, etc.—, cuya compra estuvo vinculada a un mayor poder adquisitivo.
Se puede hablar de sociedad de consumo con más propiedad respecto a los años 70.
Se considera que existe sociedad de consumo cuando la parte del presupuesto fami-
liar destinado a los gastos indispensables es igual o menor a aquellos de los que se
puede prescindir. Y eso es lo que se produjo en España en los años 70. Los gastos di-
versos, que son en definitiva los que diferencian los estilos de vida de la población,
en 1958 absorbían el 18% de los gastos totales, pero en 1968 habían crecido has-
ta el 24% y hasta el 32% en 1973. Los gastos en alimentos continuarían reduciéndo-
se en los años siguientes y serían superados por los gastos diversos.
Esos gastos diversos ampliaron notablemente sus distintas partidas, al tiempo que
algunas de las preexistentes aumentaron o disminuyeron su importancia relativa. Es-
parcimiento y ocio, viajes, transporte y comunicaciones incrementaron su presencia
en los gastos totales.
Como siempre, el problema de las cifras estadísticas es que nos ofrecen medias
que no tienen correspondencia social. Los datos disponibles respecto a 1968 mues-
tran que mientras el consumo de bienes era muy alto entre las clases acomodadas, los
trabajadores urbanos sólo alcanzaban a poseer los electrodomésticos más elementa-
les, y menor aún era el consumo de los asalariados agrarios. La encuesta de presupues-
tos familiares de 1980 analiza la distribución del gasto según el nivel de estudios del
sustentador familiar principal, partiendo del supuesto de que existía una correlación
entre nivel de estudios y nivel de ingresos. De esa encuesta se deduce que mientras
los sectores de menor nivel académico —analfabetos, sin estudios y estudios prima-
nos dedicaban a la alimentación una proporción superior a la media nacional, los
grupos sociales de estudios medios y superiores no alcanzaban la media. Al mismo

203
tiempo, las diferencias presupuestarias aparecen con gran nitidez en la proporción
destinada a los gastos diversos; las familias del estrato superior destinaban a transpor-
te y comunicaciones, ocio, enseñanza y cultura el 25% de su presupuesto, mientras
que la población sin estudios destinaba a esas mismas partidas el 12% de su presu-
puesto, que era incomparablemente más reducido.
También las diferenciales territoriales eran significativas a principios de los seten-
ta. Manuel Navarro distingue tres grandes grupos regionales respecto al nivel de con-
xxxxxx

sumo; en primer lugar, las regiones de Madrid, la catalana costera y balear, levantina
y vasco-navarra, que disfrutaban de un mayor nivel de consumo; en segundo lugar,
aquellas de un nivel de consumo medio: Aragón y la zona interior de Cataluña, Cas-
tilla la Vieja, Asturias, Andalucía occidental y La Mancha; y en tercer lugar, un grupo
de regiones con un nivel de consumo muy bajo, y que estaba formado por Canarias,
Andalucía oriental, Extremadura y Galicia. Además del nivel de renta disponible, el
desequilibrio territorial respecto al consumo estaba relacionado con la proporción de
población agraria; por ejemplo, en los años 70, el frigorífico era un bien extendido en
las ciudades, sin embargo, tan sólo un 56% de los agricultores y un 25% de los jorna-
leros disponían de frigorífico.
En definitiva, durante los años 60 y 70 se produjo un salto cuantitativo en la capaci-
dad adquisitiva del conjunto de la población española de suficiente amplitud como para
implicar cambios cualitativos en el nivel de vida. Se extendió entonces en España la de
nominada «sociedad de consumo», que se vivió con gran intensidad porque se partía de
niveles muy bajos y porque se produjo en un corto espacio de tiempo, menos de una ge
neración. Sin embargo, la estandarización de las formas de vida fue muy reducida por-
que las diferencias sociales y territoriales continuaron siendo muy acusadas.

19.2. UNA SOCIEDAD CON CARENCIAS COLECTIVAS


El incremento del poder adquisitivo generó un aumento del bienestar privado,
pero la mejora del bienestar individual no fue acompañada de un desarrollo paralelo
de los servicios colectivos. En las grandes aglomeraciones industriales se crearon ba-
rrios enteros que en muchos casos crecieron sin planificación urbanística; los edifi-
cios se alzaban en cualquier rincón, sin urbanizar, sin equipamientos colectivos, mu-
chas veces sin transporte. La especulación dominó todo el proceso, y la falta de exi-
gencia respecto a los constructores y, también, la corrupción existente, se convirtieron
en una lacra para las ciudades.
Del mismo modo, la falta de inversiones públicas, característica de todo el perio-
do franquista y que se explica en buena medida por la fiscalidad regresiva que practi-
caba en beneficio de los sectores sociales de mayor capacidad económica, provocaba
una escolarización muy deficiente y unos prácticamente nulos servicios sanitarios en
los suburbios obreros. Las ciudades crecieron de forma desordenada, y la progresiva
especialización funcional que tuvo lugar dentro de ellas fue acompañada de una se-
gregación más radical de los grupos sociales que las habitaban, apareciendo barrios en
los que la calidad de vida era ínfima.
En los años 50 los barrios de barracas se extendieron en las periferias urbanas. Se-
gún el censo de viviendas de 1960, existían en España 127.899 barracas que estaban
ocupadas por 582.232 personas; en 1970, todavía se contabilizaban 111.826 chabolas
en las que habitaban 557.630 personas. Estas cifras han de ser consideradas como mí-

204
nimos, sobre todo en los primeros años de la década de los 60. El déficit de vivien-
das había llegado a ser tan importante y el descontrol urbanístico tan evidente que
en 1956 se aprobó la Ley del Suelo y al año siguiente se creó el Ministerio de la Vi-
vienda; en ese mismo año de 1957 se aprobó un Plan de Urgencia Social para Ma-
drid, que se amplió el año siguiente a Barcelona y Asturias y en 1959 a Vizcaya, pla-
nes que trataban de impulsar la construcción de viviendas de bajo coste mediante la
adquisición y urbanización de suelo y la creación de los polígonos de viviendas.

Así, en los años 60 la expansión del tejido urbano no se debió tanto a la ocupa-
ción del suelo con viviendas autoconstruidas como a la aparición de los polígonos de
viviendas; éstos tenían en común que eran conjuntos de construcciones de baja cali-
dad, con la ausencia de equipamientos, que cuando existían eran más que deficita-
rios, y localizados en la periferia, aislados del casco urbano, hasta el extremo de
que en algunos casos a los nuevos polígonos se les denominó «ciudades satélite».
Para 1970, Horacio Capel cifra el número de polígonos financiados por el Instituto
Nacional de la Vivienda en 180, con una superficie total de 15.000 ha. Por otra par-
te, dentro del apartado de la construcción de viviendas de promoción pública, hay
que destacar la creación de Unidades Vecinales de Absorción —UVA.—, encargadas
a la Obra Sindical del Hogar y que, como su nombre indica, tenían como objetivo
absorber a la población que habitaba en barracas. Sin embargo, este tipo de construc-
ciones dio lugar a lo que se conoce como barraquismo vertical, porque se trataba de
polígonos de ínfima calidad de edificación, sin atención a la urbanización, además de
reunir agudizados el conjunto de déficits característicos de la construcción en aque-
llos años. San Cosme, Pomar o Cinco Rosas en el cinturón barcelonés, o Fuencarral,
Vallecas y Canillejas en Madrid, fueron algunos de los exponentes. Los problemas ur-
banísticos habían llegado a ser tan graves que en 1970 se aprobó un plan de Actua-
ciones Urbanísticas Urgentes —ACTUR— en un intento de racionalizar la expan-
sión de las áreas metropolitanas.
No toda la construcción de polígonos fue de iniciativa pública, pues, dada la de-
manda de viviendas existente y las excelentes perspectivas de beneficios, los inversores
privados construyeron también grandes polígonos, de los que son ejemplos paradig-
máticos la Ciudad de los Ángeles o San José de Valderas en Madrid, o San Ildefonso
o Ciudad Meridiana en Barcelona. En realidad, el ordenamiento jurídico-urbanístico
favoreció, sobre todo, a los constructores privados, hasta el extremo de que el 90% de
las viviendas de protección oficial fueron construidas por la iniciativa privada en la
década de los 60, ya que buena parte de los recursos públicos fueron a parar a la sub-
vención de viviendas privadas en forma de préstamos o bonificaciones fiscales, e in-
cluso con subvenciones a fondo perdido.
Que el crecimiento urbano en la España de los años del «Desarrollo» fuera tan
caótico se debió en buena medida a que estuvo absolutamente mediatizado por los
intereses particulares de los propietarios del suelo, que contaron con la connivencia
de los poderes públicos, y en especial, del poder político municipal, en el que la pre-
sencia de propietarios inmobiliarios fue muy importante. Desde los años 40 el precio
del suelo había aumentado extraordinariamente por la demanda de solares en los que
invertir parte de las ganancias realizadas con el estraperlo, al margen de que la tierra
siempre había sido considerada una inversión segura. Ante la demanda generada en
los años 60, los propietarios de suelo urbano, que eran tanto particulares como socie-
dades, pudieron obtener grandes plusvalías especulando con los terrenos del casco
central o con los mucho más amplios que poseían en la periferia. Al mismo tiempo,
205
utilizaron los planes parciales de urbanismo para conseguir la recalificación de los te-
rrenos o una utilización más intensiva que la que estaba prevista en los planes urba-
nísticos, aumentando el volumen de edificación.
Con todo, los problemas de vivienda y urbanismo constituían sólo una parte de
los déficits de servicios característicos de las décadas de los 60 y 70. La insuficiencia
de centros escolares y sanitarios, así como de otros bienes colectivos, fueron el origen
de una importante movilización vecinal.

19.3. LAS CONDICIONES DE VIDA Y LAS NUEVAS ACTITUDES


La necesidad de prolongar la jornada de trabajo para obtener los ingresos suficien-
tes para adquirir los bienes de consumo necesarios comportó que, para la mayor par-
te de la población, el tiempo de ocio fuese muy reducido, si no incluimos en éste ac-
tividades esenciales para la vida humana como comer, dormir, etc. A diferencia de la
abundancia de datos disponibles sobre el tiempo de «no trabajo» existente desde
la década de los 80, no es posible cuantificar ni aproximativamente la distribución del
tiempo de ocio en las décadas anteriores. En general, se puede afirmar que se produ-
jo una mayor reclusión en el espacio doméstico, que se explica porque la comodidad
de las viviendas había aumentado, pero, sobre todo, por la irrupción de la televisión.
El ocio en este periodo se mercantilizó en buena medida, y para la mayoría de la po-
blación la falta de espacios colectivos donde desarrollar nuevas o antiguas formas de
sociabilidad influyó también en la reclusión en el espacio doméstico. Así, era más fre-
cuente la visión de la retransmisión de actividades deportivas que no la propia prác-
tica, que en 1975 realizaba poco más del 20% de la población adulta.
Contrariamente, la propia escasez de espacios de sociabilidad en las grandes ciu-
dades hizo que una práctica cada vez más extendida fuese la excursión campestre de
los domingos, o los más afortunados, el fin de semana. La creciente urbanización, la
congestión de las ciudades, las escasas ofertas lúdicas, la mejora de las carreteras y, so-
bre todo, la posesión del automóvil hizo posible el aumento de desplazamientos y
que la aglomeración de coches entrando y saliendo de las grandes urbes se convirtie-
ra en una de las imágenes más simbólicas de la nueva sociedad de consumo.
En los años 60 eran muy pocos los españoles que viajaban en su periodo de vaca-
ciones, ni siquiera relativamente cerca de su lugar de residencia; en los años 70 la pro-
porción fue mayor, pero el destino y la duración de las salidas era muy heterogéneo.
El Instituto Nacional de Estadística realizó la primera encuesta sobre las vacaciones
de los españoles en 1973. Según la elaboración realizada por Venancio Bote sobre
aquellas cifras, en ese año no llegó al 20% de los mayores de 14 años los que viajaron
durante las vacaciones, pernoctando más de un día fuera de casa; de ese 20%, tan
sólo un 3% viajó al extranjero. Las diferencias por nivel de renta eran lógicamente
acusadas; así, el 63% de los viajeros habían realizado estudios superiores, y sólo deja-
ron su residencia un 5,8% de los que tenían estudios primarios.
Otro dato que nos muestra la exigüidad de la sociedad de consumo para la mayo-
ría de la población al inicio de los setenta es que en 1973 el 51% de los veraneantes
se hospedó en casas de particulares, y a diferencia de los turistas extranjeros que se di-
rigían a la costa, su lugar de destino fue sobre todo las regiones del interior, es decir,
los lugares de origen de los inmigrantes de las grandes ciudades, que aprovechaban
las vacaciones para visitar a familiares y amigos. Tan sólo un 14% pasó sus vacaciones
en una residencia secundaria de su propiedad, y un 35% en alojamiento turístico
206
—16% en hotel, 12% en apartamento y 2% en camping.
Las nuevas pautas de consumo se extendieron paralelamente a nuevas actitudes
sociales, que como los valores y las ideas están relacionadas con las formas de vivir y
de trabajar, y responden a un proceso de socialización. El régimen franquista destru-
yó buena parte de los instrumentos de relación social y cultural de los que se habían
dotado especialmente las clases populares, ya fueran ateneos, casas del pueblo o pu-
xxxxxxxx

blicaciones periódicas, y en su lugar impuso un repertorio de manifestaciones cultu-


rales caracterizadas por la religiosidad y el casticismo, incluso en aquellas zonas don-
de la vida urbana las había diluido en el primer tercio del siglo. Esas exhibiciones ran-
cias en su mayoría, sufrieron un descrédito progresivo, pero la acción represiva del ré-
gimen impidió que fueran sustituidas por otras de carácter democrático.
La ausencia de libertad de expresión y la represión de cualquier manifestación cul-
tural que el régimen interpretara como contraria a sus principios impidió la libre cir-
culación de las ideas. El régimen tuvo siempre un control estricto sobre los medios
de comunicación de masas, aunque con el paso del tiempo su actuación se centró en
el control de la información y no tanto en el de la transmisión de pautas de compor-
tamiento. El peso de la censura fue también determinante para la desaparición del in-
terés por la prensa escrita aunque el nivel educativo fuera más elevado, y la desinfor-
mación se extendió, lo que tuvo graves consecuencias para la cultura política mayo-
ritaria, que sólo tuvo un antídoto extraoficial en la socialización promovida por los
movimientos sociales que crecieron en oposición al franquismo.
En los años 60 y 70, los cambios sociales, el peso de las grandes ciudades, la ma-
yor permisividad en los medios de comunicación, e incluso fenómenos como el tu-
rismo, comportaron nuevas actitudes y pautas de comportamiento de distinto signo.
Y aunque la prensa, la radio y, sobre todo, la televisión fueron instrumentos básicos
de control social, el poder político no pudo impedir, sin embargo, que a través del
cine, la publicidad o la música se filtraran nuevos valores relacionados con la socie-
dad de consumo y los nuevos aires de contestación que se desarrollaban en la mayor
parte de los países desarrollados.
La cotidianidad experimentó un cambio radical. Para una mayoría bastante am-
plia, después de dos décadas de escasez angustiosa, el eje vital se apoyó en la cadena
trabajo-ingresos-consumo; era necesario trabajar tanto como fuera posible para incre-
mentar los ingresos y así poder adquirir los bienes apetecidos, que por otro lado iban
en aumento porque, además de que se partía de grandes carencias, el sistema econó-
mico estaba generando nuevos productos de forma continuada. Para amplios secto-
res de la población, la cantidad de bienes disponibles se convirtió en la medida del
éxito y del status social.
La centralidad del consumo privado, acompañada de una extensión del indivi-
dualismo, creó un espejismo de homogeneización social, estimulado por la publici-
dad. La publicidad convertía el consumo en sinónimo de felicidad, armonía y pleni-
tud, un paraíso en definitiva al alcance de cualquiera. El discurso consumista fue efec-
tivo para la integración social, aunque las desequilibrios sociales fueran muy
importantes, tal como se ha señalado en páginas anteriores. Como a mediados de los
setenta tener coche era una aspiración satisfecha para una parte significativa de la po-
blación, la movilidad que el automóvil generaba permitía creer que las formas de vida
se habían homogeneizado, aunque el consumo de ocio, símbolo de éxito social, fuera
207
muy desigual. Así, la influencia cultural de las «nuevas clases medias» fue consolidándo-
se progresivamente hasta el extremo de convertirse en un punto de referencia social en
las formas de vida dominantes, aunque esas formas fueran en muchos casos tan sólo un
referente porque no pudieron ser imitadas por un amplio sector de la población por no
disponer ni de los recursos materiales ni culturales imprescindibles. El consumo cultu-
ral —a través del cual llegaba el influjo intelectual europeo— y determinadas prácticas
deportivas siguieron siendo exclusivas de las minorías cultas y acomodadas, y para la
mayoría, la televisión se convirtió en el principal instrumento de distracción.

Esa realidad no era incompatible con la aparición de un conjunto de fenómenos


que comportaron dinámicas diversas. Desde los años 60 los mismos cambios sociales
y generacionales contribuyeron a una renovación cultural, en la que hay que destacar
la importancia de la mejora del nivel educativo. Si el nivel educativo era considerado
sinónimo de status social y condición con frecuencia necesaria de altos ingresos, des-
de otra perspectiva también hay que resaltar que para muchos jóvenes la educación
supuso el aprendizaje de unos valores entre los que primaba la libertad. Como en los
años 60 y 70 la fluidez de la información no política era extraordinaria, muchos de
los jóvenes universitarios se impregnaron de los valores en alza en la Europa occiden-
tal, y por influjo de los universitarios llegaron a la mayoría de los jóvenes del país.
Por lo demás, los jóvenes protagonizaron en la segunda mitad de los años 60 y
primeros 70 una ruptura generacional de intensidad desconocida que tuvo múltiples
manifestaciones: se rebelaron contra una estructura familiar autoritaria y jerarquiza-
da, contra convenciones sociales que en buena medida procedían de la moral católi-
ca, contra los roles sexuales, en definitiva, contra el orden establecido. El cambio de
valores se inscribía en un proceso de creación de una cultura «joven» que tenía signos
de identificación distintiva: las formas de vestir —tejanos, faldas cortas, etc.—, o de
hablar. Una nueva cultura que, por otro lado, se extendía simultáneamente en todos
los países desarrollados porque los medios de comunicación eran los agentes funda-
mentales de difusión e incentivadores del proceso, que era al mismo tiempo un gran
negocio.
Si la educación desempeñó un papel esencial en la ocupación y en las actitudes
de los jóvenes, es igualmente relevante resaltar el cambio que experimentó la condi-
ción femenina. Como hemos señalado, en los años 60 el número de mujeres que se
incorporaba al trabajo remunerado creció continuadamente, sobre todo en las activi-
dades administrativas y en los servicios. Al margen del componente económico, es
importante destacar que el aumento de la proporción de mujeres activas supuso un
cambio cualitativo de gran trascendencia porque repercutió en el cambio del papel
social de la mujer y, por tanto, en los cambios sociales en su globalidad. La genera-
ción femenina que llegó a la edad adulta en la década de los 70 había reducido las di-
ferencias respecto el nivel educativo masculino, y era una generación que en franjas
significativas estaba imbuida de valores nuevos como la autorrealización personal y
la libertad, que contestaban las normas sociales tradicionales. El proceso, observado
desde la experiencia posterior, puede ser calificado de muy limitado, pero puso las ba-
ses para que pudiese continuar en los años siguientes.

19.4. EL PROCESO DE SECULARIZACIÓN


La renovación cultural del periodo fue acompañada de una disminución radical
de la influencia de la Iglesia en todos los ámbitos de la sociedad. La Iglesia católica
fue en algunos casos vehículo de los cambios que vivió España en los años 60 y 70,
208
al menos en parte, y en otros, fue la receptora principal de sus consecuencias. Las en-
cíclicas de Juan XXIII Mater et Magister, de 1961, y Pacem in Terris, de 1963, y, sobre
todo, el Concilio Vaticano II, clausurado por el nuevo papa Pablo VI en 1965, tuvie-
ron un gran impacto en España, donde la jerarquía católica era muy conservadora y
todavía mayoritariamente identificada con la dictadura franquista. La renovación va-
ticana dio fuerza a los sectores del clero y a los laicos católicos sensibles a los proble-
xxxxxx

mas socio-políticos y, en Cataluña y el País Vasco, a la defensa de la identidad na-


cional.
Algunas publicaciones vinculadas a sectores católicos como El Ciervo, Cuadernos
para el Diálogo, Mundo Social, o de ámbito más restringido como la catalana Serra d'Or,
fueron vehículo de expresión, pública y legal, de la disidencia católica, y canalizaron
también la difusión de las propuestas de otros sectores opuestos al régimen franquis-
ta, dado que su posición de privilegio en el contexto represivo del régimen las con-
vertía prácticamente en un refugio donde albergar el descontento.
Además de las nuevas actitudes que se fueron extendiendo entre una parte de los
católicos, hay que destacar la rápida radicalización de algunos sectores, tanto del cle-
ro como de los movimientos apostólicos, que en los años 60 se acercaron al pensa-
miento marxista, iniciando un proceso que a algunos finalmente los alejó de la Igle-
sia, y a otros los llevó a participar en el denominado diálogo entre marxismo y cris-
tianismo que conduciría a la creación del movimiento Cristianos por el Socialismo
en los años 60.
La crisis eclesiástica se reflejaba con toda nitidez en una encuesta realizada al cle-
ro entre 1969 y 1970 a instancias de la Conferencia Episcopal Española. Jaume Bara-
llat ha analizado la renovación que experimentó el clero en la década de los 60 por el
relevo generacional: el 54,4% de los encuestados era menor de 39 años, siendo la
muestra fiel a la composición del clero. La mayoría de los encuestados —un 66% a
nivel global y un 85% entre los más jóvenes— consideraba negativamente el vínculo
privilegiado con el régimen franquista y estaba en desacuerdo con la posición oficial
de la jerarquía eclesiástica respecto a las cuestiones sociales y políticas. Tan sólo
el 11% del clero era partidario de la «situación política de España en este momento»,
mientras que una cuarta parte —que alcanzaba el 47% de los sacerdotes jóvenes— se
manifestaba a favor del socialismo como opción socio-política.
La confrontación abierta entre los sectores católicos progresistas y la dictadura
franquista, y las fuertes tensiones entre aquellos sectores y la jerarquía eclesiástica más
inmovilista, mejoró la imagen del mundo católico entre los sectores populares, entre
los que estaba extendido el anticlericalismo. Pero los importantes cambios que sacu-
dieron el mundo católico se produjeron en un contexto de secularización profunda.
Como siempre había ocurrido, las diferencias regionales en cuanto a la influencia de
la religión en la vida colectiva eran muy importantes en España. Todavía en los años 70
cumplían el precepto católico de asistir a la misa dominicial una proporción muy im-
portante de los habitantes del País Vasco y Navarra, Castilla y León y Aragón. Las re-
glones centrales tenían una práctica religiosa menor que las anteriores pero relativa-
mente importante, mientras que en la España meridional y Cataluña era menor. Sin
embargo, la secularización de la sociedad no dejó de acrecentarse en toda España, dis-
minuyendo radicalmente la influencia social de la Iglesia en todos los ámbitos y pro-
vocando incluso una dramática y amenazadora «crisis de vocaciones», común por

209
otra parte a la que se estaba registrando en otros países europeos de cultura católica.
Se podría afirmar que justamente la radical diferencia entre el peso y la influencia
de la Iglesia católica en la sociedad española en los años 70, y el todavía abrumador
peso del nacionalcatolicismo al iniciarse la década de los 60, es una de las muestras
más claras de la profundidad de los cambios que había experimentado la sociedad es-
pañola, y que resultaron letales para la supervivencia de la dictadura franquista.

CAPÍTULO XX
Conflictividad social y oposición política

20.1. UNA ASCENDENTE CONFUCTIVIDAD LABORAL


Si el crecimiento económico y el cambio social fueron elementos distintivos de
los años 60 y 70, también lo fueron la existencia de una creciente conflictividad so-
cial y de una progresiva contestación al régimen. La conflictividad social alcanzó la
máxima intensidad a partir de 1970, momento en el que la confluencia de un conjun-
to de factores contribuyó a dinamizar la situación política hasta el extremo de erosio-
nar el régimen de forma irreversible. Ya antes de la muerte del dictador, era evidente
que el régimen era incapaz de sucederse a sí mismo, aunque, ciertamente, sus opo-
nentes no fueran capaces de derribarlo.
Desde el inicio de la década de los 60 las huelgas y otras formas de protesta y de
reivindicación obrera, que continuaban fuera de la legalidad, se convirtieron en una
realidad habitual en las relaciones laborales, aunque los trabajadores que las protago-
nizaron continuaron sufriendo la presión represiva ejercida por los patronos y por las
autoridades franquistas.
Los datos elaborados por el Ministerio de Trabajo y los de la Organización Sindi-
cal permiten hacer una primera aproximación al volumen de la conflictividad laboral
desde 1966. Las cifras deben ser utilizadas con suma prudencia, dadas las limitacio-
nes y contradicciones de las fuentes, lo que no es una característica exclusiva de las
estadísticas españolas sobre huelgas.
En el año 1962 se produjo un importantísimo movimiento huelguístico, en el
que participaron entre 200.000 y 400.000 trabajadores y que fue el resultado del ma-
lestar acumulado durante los años de la estabilización económica, al tiempo que se
vio propiciado por la negociación o renovación de los primeros convenios colectivos.
El movimiento huelguístico se inició en abril en las minas asturianas y se extendió
desde el mes de mayo al País Vasco y Barcelona. Entre 1964 y 1966 se produjo un

210
cierto reflujo, pero desde 1967 creció continuadamente, sólo con algunas fluctuacio-
nes y con especial intensidad a partir de 1973. Durante todos estos años los conflic-
tos tuvieron unas características parecidas, tanto respecto a las causas como a su evo-
lución y consecuencias.
A la altura de 1962, los trabajadores todavía no se habían beneficiado del crecimien-
to económico, pero eran conscientes de que se estaba produciendo. La nueva situación
económica, aireada además por la propaganda franquista, estimuló las expectativas de
mejoras sustanciales en las condiciones de vida, expectativas que adquirían carácter
xxxxxxx

CUADRO 15. Conflictos laborales en España 1963-1975.


Año Número de conflictos Trabajadores en conflicto Horas perdidas
MT* OSE MT OSE MT OSE
1963 777
1964 484
1965 236
1966 179 205 36.977 93.429 1.478.080 1.785.462
1967 567 402 366.228(1) 272.964 1.887.693 2.456.120
1968 351 236 130.742 144.355 1.925.278 2.114.140
1969 491 459 205.325 174.719 4.476.727 5.549.200
1970 1.595 817 460.902 366.146 8.738.916 6.750.900
1971 616 601 222.846 266.453 6.877.543 8.186.500
1972 853 688 277.806 304.725 4.692.925 7.469.400
1973 931 811 357.523 441.042 8.649.265 11.120.251
1974 2.290 1.193 685.170 625.971 13.989.557 18.188.895
1975 3.156 855 647.100 556.371 14.521.000 10.355.000
(1) Esta cifra aparece modificada en informes posteriores al año 1967 por la de 198.740.
* MT: Ministerio de Trabajo. OSE: Organización Sindical Española.

Fuente: Carme Molinero y Pere Ysàs, Trabajadores disciplinados y minorías subversivas. Clase obrera y conflictivi-
dadlaboral en la España franquista, Madrid, Siglo Veintiuno, 1998.

de urgencia por la comparación que los trabajadores realizaban con el nivel de vida de
los países europeos, cada vez mejor conocido por la información transmitida por fami-
liares y amigos emigrantes. Los informes confidenciales de la Organización Sindical Es-
pañola y de las autoridades gubernativas sobre las actitudes obreras coincidían en seña-
lar los deseos de mejoras tangibles e inmediatas. Por ejemplo, la Brigada de Información
de la policía de Barcelona indicaba en mayo de 1963 que «el afán por un mejoramiento
económico continúa siendo la inquietud más destacable en los medios laborales», y aler-
taba de la «aparición de una manifiesta impaciencia en los productores en general por
conseguir niveles de vida superiores, pero de forma rápida...», habiéndose «perdido el te
mor a adoptar posturas de indisciplina laboral, como medio de conseguir rápidamente
mejoras sociales», se afirmaba en otro informe del mes de julio.
Muchos conflictos laborales se produjeron en torno a la negociación de los con-
venios colectivos, pero también, y mucho más de lo que hasta ahora se había consi-
derado, al margen de ellos, como consecuencia de que la negociación se desarrollaba
a espaldas de los trabajadores directamente afectados, lo que provocaba que éstos no
se sintieran comprometidos con los acuerdos firmados por su nominales representan-
tes, y que aprovecharan las circunstancias más favorables para realizar acciones de
211
presión. La Ley de Convenios Colectivos no implantó un sistema de negociación co-
lectiva homologable al resto de países europeos; se asemejaba formalmente, pero su
naturaleza era completamente distinta, por cuanto la Organización Sindical, una es-
tructura del Estado franquista, suplantaba la representación obrera. Incluso en aque-
llos casos en que los conflictos aparecían en el momento de la discusión del conve-
nio, era habitual que la presión obrera se dirigiera hacia un doble objetivo: por una
Parte, hacia los empresarios, pero, por otra, hacia los negociadores verticalistas para
que tuvieran en cuenta las peticiones de los trabajadores.

Se puede afirmar que la mayoría de conflictos tuvo su origen en reivindicaciones


y reclamaciones de carácter laboral, aunque fue frecuente que se «politizaran» duran-
te su desarrollo. La politización era casi inevitable dadas las actitudes patronales y el
inmovilismo del marco institucional franquista, que hasta sus últimos días siguió de-
jando fuera de la legalidad todo instrumento reivindicativo y, particularmente, los
derechos de huelga, manifestación y asociación. La respuesta habitual de los patronos
ante las actitudes obreras reivindicativas que implicaran parar la producción, dismi-
nuir el rendimiento, o incluso ante formas más suaves de protesta, fue la aplicación
de la legislación laboral que les otorgaba amplios poderes sancionadores de la «indis-
ciplina» de los obreros; la inflexibilidad patronal podía acabar con el conflicto o, con-
trariamente, extenderlo y radicalizarlo. Por otro lado, puesto que para las autoridades
franquistas el conflicto laboral era un problema político y de orden público, su inter-
vención era inevitable. Por una parte, la de la OSE y de las autoridades laborales para
restaurar la «normalidad» laboral; por otra, de las autoridades gubernativas para man-
tener el orden público y para sancionar a los responsables de la protesta. Así, la repre-
sión patronal y policial significó con frecuencia la aparición de causas añadidas a la
conflictividad, que podían incluso desplazar a las originarias y determinar la exten-
sión y radicalización de los conflictos, convirtiendo la «solidaridad» en una de las cau-
sas destacables de las huelgas.
En los años 60, las protestas obreras se localizaron preferentemente en aquellas
zonas de mayor industrialización y, por tanto, de elevada población obrera, zonas en
las que existían arraigadas tradiciones sindicales y reivindicativas. Asturias, Barcelona,
Guipúzcoa y Vizcaya reunieron una parte muy sustancial de los conflictos, habitual-
mente entre el 50 y el 75% del total; en estos años, aunque de forma más irregular, en
la industria madrileña también se desarrolló una importante conflictividad. La diver-
sidad de estructuras productivas y las tradiciones sindicales y políticas también distin-
tas explican que, a pesar de que las reivindicaciones fueron muy parecidas, la conflic-
tividad presentó perfiles diferenciados en las distintas áreas industriales.
Otro rasgo de la conflictividad laboral es que estuvo muy concentrada sectorial-
mente. Más de la mitad de los conflictos laborales se desarrollaron en un solo sector,
el metalúrgico; si a éste se añaden la minería, las industrias textiles, la construcción y
las químicas, cada uno de ellos en proporción variable, quedan reunidas la mayor
parte de protestas laborales, entre el 85 y el 95%. También hay que destacar que la
conflictividad se desarrolló principalmente en las empresas de más de 100 trabajado-
res, y, en especial, en las que reunían entre 100 y 500 empleados, es decir, allí donde
los trabajadores podían tener menores dificultades para organizarse y actuar.
Así, la protesta laboral estuvo presente en la sociedad española desde 1962. Como
hemos señalado, la extensión de la movilización se explica porque un amplio seg-
mento de la clase obrera estuvo cada vez más convencido de que la única forma para

212
conseguir mejoras en sus condiciones de vida y de trabajo era la presión reivindicati-
va; pero la conflictividad laboral no puede explicarse sin la aparición de una militan-
cia obrera que estuvo nutrida sobre todo de jóvenes trabajadores, que fueron los que
aglutinaron la disponibilidad para la movilización.
La formación y extensión de esta militancia obrera desde mediados los años 60 se
polarizó fundamentalmente, aunque no exclusivamente, en las Comisiones Obreras.
Éstas eran producto de procesos diversos, con antecedentes en la década de los 50,
cuando se extendió la práctica de formar «comisiones» elegidas por los trabajadores
de una empresa para presentar reclamaciones o reivindicaciones a la dirección, unas
xxxxxxxx

comisiones que se disolvían cumplida la función para la que habían sido creadas. Es-
tas experiencias unitarias hicieron más evidente, si cabe, el fracaso de las organizacio-
nes o alianzas sindicales clandestinas, que nunca sobrepasaban el nivel grupuscular
de los que ya eran militantes antifranquistas.
Las CC.OO. se extendieron paralelamente al ciclo de conflictividad abierto en 1962
y se consolidaron con las elecciones sindicales de 1966. Ya las elecciones sindicales
de 1963 habían tenido una notable importancia en el proceso de formación de
CC.OO, y una proporción significativa de los trabajadores que se habían presenta-
do a las elecciones de enlaces sindicales respondían a la estrategia de utilizar los car-
gos del Sindicato Vertical para defender las reivindicaciones obreras. El aparato verti-
calista extremó el control sobre ellos, pero continuó la política aperturista desarro-
llada por José Solís. En las elecciones sindicales de 1966 la participación de los
trabajadores fue muy alta porque las CC.OO, que se habían formado en las zonas de
mayor conflictividad, se volcaron en el intento de ocupar con sus militantes y otros tra-
bajadores no politizados las estructuras verticalistas a las que podían tener acceso.
La actividad pública de los militantes obreros hizo ver a los dirigentes falangistas
la imposibilidad de compatibilizar una apertura sindical con la salvaguarda del régi-
men, por lo que pronto se acabó la tolerancia. En marzo de 1967 se produjo la ilega-
lización formal de las Comisiones Obreras, tras una sentencia del Tribunal Supremo
que las consideraba una organización «filial del Partido Comunista». Pero a pesar de
la implacable represión que se desencadenó en los meses siguientes, el movimiento
de las CC.OO. se extendió por toda España, impulsado por colectivos muy diversos.
El principal fue el de los militantes comunistas, pero junto a ellos, y de forma muy
destacada en los primeros momentos, estuvieron militantes antifranquistas de otras
tendencias y organizaciones —católicos de la HOAC y de la JOC, socialistas de di-
versos grupos y de la Unión Sindical Obrera, además de personas no comprometidas
con organizaciones políticas y sindicales clandestinas.
Las CC.OO, desde el primer momento, no se configuraron como un sindicato
sino como un movimiento socio-político de carácter unitario que se proponía la de-
fensa de los intereses de los trabajadores, los intereses materiales inmediatos vincula-
dos a la consecución de mejoras en las condiciones de vida y de trabajo, y los intere-
ses políticos, fundamentalmente la consecución de una gran central sindical en el
marco de un régimen democrático, para que los trabajadores pudieran defender de
forma unitaria e independiente sus intereses y disponer de sus derechos básicos, man-
teniendo como horizonte final la sociedad socialista. A ese entrelazamiento de reivin-
dicaciones laborales y políticas hay que añadir una acción que combinaba legalidad
actuación abierta y pública, participación en las elecciones sindicales, utilización
de todas las posibilidades legales— e ilegalidad —estructuras clandestinas, recurso a

213
la huelga y a la manifestación callejera.
Esas características se fueron imponiendo de forma generalizada, pero, siendo un
movimiento, sus estructuras eran muy flexibles e inestables, destacando en cualquier
caso el contraste entre la notable capacidad de movilización y la endeblez organiza-
uva. Si en las grandes empresas existió durante mucho tiempo una gran distancia en-
tre la capacidad movilizadora y la estructura organizativa, en muchas medianas y pe-
queñas empresas incluso la organización como tal aparecía y desaparecía con los con-
flictos. Por otro lado, las características de CC.OO. también presentaban notables
diferencias regionales e incluso comarcales, una diversidad asimismo vinculada a las
distintas estructuras industriales y tradiciones obreras.

No obstante el protagonismo de CC.OO., debe señalarse la presencia, más mo-


desta y con una implantación muy desigual, de núcleos organizados de la UGT, es-
pecialmente en aquellas regiones y zonas de mayor tradición socialista, así como del
Sindicato de Trabajadores Vascos, especialmente en Guipúzcoa. La Unión Sindical
Obrera (USO), que participó en el movimiento de Comisiones, con algunos sectores
ugetistas, se creó en 1960 a partir de algunos grupos de jóvenes trabajadores de Gui-
púzcoa vinculados a la JOC, extendiéndose posteriormente por Vizcaya, Asturias,
Madrid y Sevilla; en 1965 aprobó su Carta Fundacional inspirada en el humanismo
cristiano y el socialismo democrático y autogestionario, incorporando al mismo tiem-
po valores procedentes del anarcosindicalismo, corriente que por otra parte no con-
siguió recuperarse en estos años. La USO a partir de 1967 se apartó del movimiento
de CC.OO., consolidándose como organización sindical.
Se puede afirmar, por tanto, que en 1967 ya estaban puestas las bases del nuevo
activismo sindical. Entre ese año y hasta 1970, las posibilidades de organización fue-
ron muy limitadas porque las sucesivas oleadas represivas debilitaron la base del mo-
vimiento; aun así, como se puede observar en el cuadro 15, ello no significó un des-
censo de la conflictividad laboral, que mantuvo una trayectoria claramente alcista,
con especial intensidad desde 1973, y en la que los activistas sindicales tuvieron un
gran protagonismo.
En la década de los 70 se generó un circuito virtuoso entre el aumento de la con-
flictividad y el crecimiento y extensión de la organización obrera que, a su vez, im-
pulsó nuevas movilizaciones obreras. La conflictividad además se extendió, y con cre-
ciente intensidad, a las nuevas concentraciones industriales surgidas al calor de las
transformaciones económicas. Así, apareció con fuerza en Pamplona, Vitoria, El Fe-
rrol, Vigo, Sevilla, Valencia o Valladolid. Los conflictos continuaron desarrollándose
sobre todo en la industria, pero debe destacarse por su significación, y por sus consi-
derables repercusiones públicas en algunas ocasiones, el desarrollo de importantes
conflictos laborales en actividades del sector terciario como la banca, la sanidad y la
enseñanza.
La conflictividad laboral y el activismo militante tuvieron importantes conse-
cuencias en la vida socioeconómica y política española, aunque una parte de la his-
toriografía ha tendido a silenciarlas o minimizarlas. La acción reivindicativa de seg-
mentos significativos de la clase obrera española fue una condición necesaria para la
consecución de mejoras sustanciales en el nivel de vida y en las condiciones labora-
les de los trabajadores españoles. Por otra parte, la acción de una minoría «subversi-
va» de trabajadores erosionó de forma notable a la dictadura, especialmente a la OSE.
Efectivamente, la Organización Sindical sufrió el crecimiento de la militancia obrera
antifranquista, que no sólo la desgastó externamente, sino que le agudizó tensiones y

214
contradicciones internas.
Para el régimen franquista, cada conflicto era una quiebra de «su legalidad», un
cuestionamiento de su «orden» que era equivalente a su «paz»; ello explica su conti-
nuada atención hacia las actitudes de los trabajadores, materializada a través de una
constante vigilancia, y su intervención para reprimir los conflictos. Pero la represión
de las protestas obreras tuvo un elevado coste político para el franquismo, porque la
violencia policial se extremó al extenderse la conflictividad, ocasionando incluso víc-
timas mortales—Granada, 1970; Barcelona, 1971; El Ferrol, 1972; Barcelona, 1973—,
lo que generó tanto un rechazo interno como internacional, terreno en el que la dic-
tadura tuvo que soportar nuevas y continuadas condenas.

El nuevo movimiento obrero fue además un eficaz vehículo de socialización an-


tifranquista de sectores amplios de la clase obrera, un instrumento de acción oposito-
ra particularmente eficiente, y un marco de reclutamiento de activistas políticos. Para
los militantes de CC.OO. especialmente —con el tiempo, una gran parte también
militantes de organizaciones políticas, especialmente del PCE—, el objetivo princi-
pal de su acción era el derrocamiento de la dictadura franquista, que debía alcanzar-
se mediante una creciente movilización de masas. Así, para la minoría militante, la
conflictividad laboral no era sólo el único instrumento para mejorar las condiciones
de vida de los trabajadores, sino que, al mismo tiempo, era una de las pocas formas
relativamente eficaces de oposición política, una forma que al mismo tiempo facilita-
ba la «politización» antifranquista de sectores más amplios de trabajadores. Ello per-
mitía el incremento de la militancia, que a su vez repercutía en la conflictividad. Na-
turalmente, la mayoría de los trabajadores que protagonizaron acciones de protesta
no adquirieron nunca un compromiso militante; en este sentido, la debilidad de las
estructuras organizativas de las CC.OO. es reveladora. Pero, en cambio, muchos es-
tuvieron dispuestos a participar en muchas acciones promovidas por Comisiones, es-
pecialmente en aquellas que planteaban demandas de carácter laboral, o en aquellas
de carácter solidario, muchas veces desencadenadas en respuesta a actuaciones repre-
sivas de patronos y autoridades.

20.2. LA REVUELTA ESTUDIANTIL


Si importante fue la conflictividad obrera, la conflictividad estudiantil se convir-
tió en obsesiva para el régimen. Entre los cambios sociales de la España de los sesen-
ta y setenta se ha destacado la extensión de la enseñanza superior, lo que significó el
acceso a las universidades de más jóvenes y de procedencias sociales más diversas, y
tuvo como consecuencia, dados los escasos recursos que los gobiernos franquistas de-
dicaron al presupuesto de educación, una creciente masificación. Dadas la naturale-
za y las características del régimen político español, las actitudes de estas generaciones
jóvenes propiciaron una auténtica revuelta estudiantil contra la dictadura franquista.
Hasta mitad de los sesenta surgieron en las principales universidades españolas
núcleos de estudiantes antifranquistas, muchos vinculados a la oposición democráti-
ca, especialmente al PCE y a nuevos grupos como el Frente de Liberación Popular,
que, como los activistas obreros en la OSE, fueron utilizando las plataformas del
SEU para dinamizar la vida cultural y política en facultades y escuelas técnicas. Así,
fueron ocupando los cargos representativos de elección directa de los estudiantes e
impulsando un conjunto de actividades culturales que implicaban un creciente force-
jeo con los jerarcas falangistas.

215
El enfrentamiento abierto entre el incipiente movimiento estudiantil, impulsado
por pequeños sectores militantes que, sin embargo, tenían ya una notable capacidad
de movilización, y las autoridades se materializó en 1965 en la Universidad de Ma-
drid, cuando una serie de prohibiciones provocó una protesta estudiantil que se radi-
calizó con rapidez. La protesta estudiantil obtuvo el apoyo de algunos prestigiosos
profesores, lo que facilitó que las protestas se extendieran rápidamente a otros distri-
tos universitarios. La movilización madrileña culminó en una manifestación por las
calles de la capital el día 2 de marzo. Las autoridades franquistas optaron, como era
habitual, por la represión, que afectó a estudiantes y a los profesores que los habían
xxxxxxxx

Revueltas estudiantiles. Carga policial en Barcelona.

apoyado. Sin embargo, el SEU quedó herido de muerte, siendo sustituido por unas
inertes Asociaciones Profesionales de Estudiantes.
Las protestas universitarias iniciadas en Madrid dieron el impulso final a la crea-
ción de sindicatos democráticos de estudiantes abiertamente enfrentados a la dictadu-
ra, pero que, lejos de la radicalización posterior, pretendían desarrollar actividades
universitarias, asumibles por buena parte de los estudiantes. Especial relieve tuvo la
creación del Sindicato Democrático de Estudiantes de la Universidad de Barcelona,
en marzo de 1966, en el convento de los padres capuchinos de Sarriá, en el que par-
ticiparon 450 delegados estudiantiles y otras 50 personas, entre las que se contaban
conocidos intelectuales, además de profesores no numerarios y algunos periodistas.
216
El acontecimiento tuvo una notable repercusión, dado que el convento fue cercado
por la policía y, después de dos días, las fuerzas del orden penetraron en el recinto re-
ligioso, identificando a los participantes y trasladando a la Comisaría de Policía a una
parte de ellos. Los actos de solidaridad se sucedieron tanto en Madrid y Barcelona
como en algunas capitales europeas.
Los sindicatos democráticos de estudiantes fueron los dinamizadores de la agita-
ción estudiantil durante los siguientes cursos académicos, pero finalmente no pudie-
ron resistir ni la radicalización de una parte de la minoría politizada ni la embestida
de la represión franquista, que llegó a su punto culminante en enero de 1969. En ese
xxxxxxxx
mes, al volver de las vacaciones navideñas, los estudiantes barceloneses protagoniza-
ron graves incidentes en el rectorado de la Universidad, con agresiones al nuevo rec-
tor Manuel Albaladejo que, sin embargo, propugnaba una actitud más aperturista res-
pecto a las posiciones estudiantiles que el anterior rector García Valdecasas, caracteri-
zado por la utilización intensiva de la represión. La prensa de Barcelona y Madrid
calificó los acontecimientos del rectorado barcelonés de intolerables porque, además,
un grupo de estudiantes tiró un busto de Franco por la ventana.
Paralelamente, el mismo día 17, la policía madrileña detenía a un grupo de estu-
diantes, a los que acusaba de distribuir propaganda de Comisiones Obreras; entre
ellos estaba Enrique Ruano, un militante del FLP muy activo como delegado de cur-
so. El día 20, la policía publicaba una nota según la cual Ruano se había suicidado
lanzándose desde un séptimo piso, pero no admitió que se le hiciese la autopsia ni
que lo viera su familia, lo que hizo más intensas las protestas en la calle, pues se ex-
tendió la noticia de que había muerto a manos de la policía. La suma de todos los
acontecimientos provocó que cuatro días después el gobierno declarase el estado de
excepción por tres meses en todo el territorio, medida con la que pretendía no sólo
impedir más actos de contestación, sino, también, decapitar los grupos de oposición.
La represión que siguió acentuó la radicalización ideológica que ya había manifesta-
do la minoría politizada en los meses anteriores, abriendo una nueva etapa en el movi-
miento estudiantil claramente distinguible hasta 1972 y muy influida por los aconteci-
mientos internacionales. En estos años, las actividades unitarias disminuyeron y prácti-
camente desaparecieron las reivindicaciones relacionadas con la vida académica.
El PCE, o el PSUC en Cataluña, dejó de ser la organización hegemónica y experimentó
un goteo de escisiones de militantes que acusaban a sus anteriores compañeros de filas de
prácticas reformistas y ausencia de ideales revolucionarios. El Frente de Liberación Popu-
lar, que estaba compuesto fundamentalmente por jóvenes universitarios, se disgregó en
ese mismo proceso de radicalización, y buena parte de sus escasos militantes formaron
otros grupos de matriz revolucionaria, entre ellos la Liga Comunista Revolucionaria.
Las discusiones dogmáticas de buena parte de la minoría politizada la alejó del
conjunto de los estudiantes, pero ni esta evolución ni la represión —que logró acabar
con los sindicatos estudiantiles— consiguieron eliminar la conflictividad. Los centros
universitarios fueron focos permanentes de agitación, con asambleas, manifestacio-
nes y huelgas constantes, contestadas por las autoridades políticas y académicas con
el cierre de facultades y escuelas, la presencia y la actuación constante de fuerzas po-
liciales, y sanciones académicas y gubernativas.
Por otra parte, desde 1972 los profesores no numerarios —PNN— adquirieron
un protagonismo esencial en las movilizaciones universitarias. Las condiciones labo-
rales de este profesorado eran muy inestables y discriminatorias respecto a los profe-
sores numerarios; por otro lado, los profesores no numerarios eran en buena medida
jóvenes licenciados que habían participado en las movilizaciones estudiantiles en la
217
década anterior.
En definitiva, la conflictividad universitaria tuvo una especial relevancia en el ám-
bito político. La contestación estudiantil y la represión franquista generaron una si-
tuación de «desorden» permanente, de politización antifranquista, que mostraban el
fracaso definitivo de la política franquista de socialización de la juventud, convirtien-
do a los jóvenes universitarios en grandes protagonistas de la ruptura permanente de
la «paz» franquista. La protesta estudiantil fue también, por tanto, una forma relativa-
mente exitosa de expresión del antifranquismo y provocó una notable erosión al ré-
xxxxxxxx

gimen; no solo por la continuada alteración del orden público, sino por el rechazo
que las actuaciones represivas provocaban en amplios sectores de la sociedad españo-
la, lo que acentuó la deslegitimación de la dictadura. Además, como ha destacado
Francisco Fernández Buey, la aparición de un movimiento estudiantil en ciudades no
industriales, donde la vida universitaria era un elemento importante de la actividad
urbana, contribuyó a la difusión de las ideas democráticas entre sectores de las clases
medias.

20.3. LA PROTESTA VECINAL


En el ámbito de la conflictividad vecinal es donde más directamente se manifes-
tó la relación entre cambios socioeconómicos y conflictividad social en la España de
los años 60 y 70. Como ya se ha señalado, el crecimiento de las ciudades fue desor-
denado, y la carencia de infraestructuras, abrumadora. Ésta fue la causa de la apari-
ción a finales de los años 60 de movimientos de protesta y de reivindicación vecina-
les en las nuevas barriadas populares de las grandes urbes, siempre a partir de las nece-
sidades más elementales. Especialmente a partir de 1969, protestas y reivindicaciones
de carácter vecinal se extendieron, chocando inevitablememte con las autoridades
franquistas que, como sucedía con la conflictividad obrera, consideraban como pro-
blema político y de orden público toda protesta vecinal.
Paralelamente, los afectados por todo tipo de carencias —zonas mal o insuficien-
temente urbanizadas, con problemas de agua, luz, alcantarillado, pavimentación, se-
ñalización, etc.; ausencia de servicios sociales básicos, tales como escuelas, ambulato-
rios, transportes, así como de espacios públicos— se convencieron de que debían or-
ganizarse y actuar colectivamente para resolver esos graves problemas. Éste fue el
origen de un movimiento vecinal multiforme, que tuvo su principal expresión en las
asociaciones de vecinos, convertidas en las grandes ciudades españolas, y particular-
mente en Madrid y en Barcelona, en protagonistas de importantes movilizaciones ve-
cinales en los últimos años del franquismo.
El origen de la acción vecinal fue diverso; en algunos casos, las protestas o peti-
ciones vecinales surgieron de forma totalmente espontánea ante situaciones absoluta-
mente insostenibles; en otros, más frecuentes, fueron pequeños núcleos de vecinos
más o menos politizados los que dieron los primeros impulsos a la acción colectiva
de los vecinos. En cualquier caso, no hay duda de que los problemas eran tan acu-
ciantes y las necesidades tan obvias que existían todas las condiciones necesarias para
la aparición de situaciones conflictivas.
El movimiento vecinal intentó mantener de forma permanente su actuación den-
tro de la legalidad; sin embargo, poco a poco fue adquiriendo un nítido carácter an-
tifranquista porque la resistencia del poder franquista a satisfacer las reivindicaciones
218
populares y la falta de intrumentos legales lo obligó a enfrentarse al poder político lo-
cal. Así, más allá de respetuosas peticiones a las autoridades locales, poco podía ha-
cerse dentro de la legalidad franquista, aunque hay que señalar que se experimenta-
ron imaginativas formas de protesta. Así, ante, por ejemplo, la reivindicación pacífi-
ca de la instalación de un semáforo en una vía especialmente peligrosa, que no era
atendida y que provocaba una manifestación y el corte del tráfico, las autoridades res-
pondían con una actuación policial contra los vecinos concentrados; ello acrecenta-
ba la solidaridad vecinal y facilitaba, a su vez, un proceso de socialización antifran-
xxxxxxx

quista, que además podía reforzar los generados en otros ámbitos, principalmente el
laboral. Esta dinámica, además, facilitó el crecimiento del activismo vecinal y de la
militancia política antifranquista, así como la progresiva introducción de reivindica-
ciones de naturaleza democrática en la protesta vecinal.
Así, las asociaciones de vecinos, a pesar de tener que moverse fuera de la ley has-
ta el año 1976, lograron un notable desarrollo gracias a tres pilares fundamentales,
analizados por Manuel Castells en su estudio del movimiento ciudadano de Madrid:
la asociación abierta a todos los vecinos, utilizando todas las posibilidades legales o
la tolerancia obligada de la dictadura; la defensa continuada, seria y responsable de
los intereses de los vecinos; la ligazón estrecha al proceso de lucha general por la de-
mocracia, a partir de la necesidad de obtener la legalización de las propias asociacio-
nes y una administración democrática susceptible de ser receptiva a las aspiraciones
de la población. Debe destacarse también el importante papel desempeñado en el de-
sarrollo del movimiento vecinal por numerosos profesionales y técnicos —como los
abogados laboralistas en el movimiento obrero— y de algunos medios de comunica-
ción, que aprovecharon la crítica a la política local, más tolerada que la dirigida a la
política general, para informar de los problemas y de las protestas vecinales.
La conflictividad vecinal y el movimiento asociativo que con ella se desarrolló
contribuyeron decisivamente a la mejora de las condiciones de vida en las barriadas
populares de las grandes concentraciones urbanas y, al mismo tiempo, tuvieron im-
portantes efectos políticos: desgastaron singularmente a los poderes locales franquis-
tas llevándolos a una absoluta deslegitimación ante la mayoría de la población, exten-
dieron una cultura democrática, factores ambos decisivos para el cambio político, y
formaron activistas que se incorporaron al antifranquismo, muchos de los cuales se-
rían miembros de las primeras corporaciones locales democráticas elegidas en 1979.

20.4. LA OPOSICIÓN POLÍTICA: EL PCE Y LA «NUEVA IZQUIERDA»


La aparición y extensión en la España de los años 60 de una conflictividad social
desconocida desde el final de la guerra civil propició el crecimiento de la oposición
política a la dictadura y, al mismo tiempo, este crecimiento del antifranquismo facili-
tó la extensión de la conflictividad social impulsada por activistas políticos en tanto
que manifestación de rechazo al régimen franquista, que había llegado a identificar
«paz» con orden público y con ausencia de conflictos. Pero no fue todo el espectro
ideológica y políticamente antifranquista, sino que fue fundamentalmente la izquier-
da, y particularmente el PCE, aunque con complicidades más amplias, el que prota-
gonizó la recuperación de la actividad de la oposición al régimen. Efectivamente, en
las CC.OO., en los movimientos estudiantiles, en los grupos vecinales que darían lu-
gar a las asociaciones de vecinos, en los colectivos de profesionales que actuaron mu-

219
chas veces de apoyo a los movimientos anteriores pero también propiciaron actuacio-
nes a partir de problemas propios, encontramos una destacada presencia de militan-
tes comunistas o de activistas que acabarían vinculándose o colaborando con el PCE.
Junto a ellos encontramos también, de manera variable según el momento y el lugar,
a militantes de grupos izquierdistas más radicalizados, a veces desgajados del PCE,
para quienes la política impulsada por Santiago Carrillo significaba el abandono del
proyecto revolucionario socialista. De forma más limitada estaban también presentes,
especialmente en ámbitos profesionales y universitarios, militantes socialistas, algu-
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nos miembros del PSOE, pero otros vinculados a grupos formados al margen y aun
contra las posiciones oficiales del socialismo histórico dirigido en el exilio por Rodol-
fo Llopis.
En el estudio de la trayectoria de la oposición al franquismo, especialmente de la
más activa, no se ha tenido siempre en cuenta la necesidad de distinguir entre el dis-
curso político y el propagandístico y la acción militante efectiva, lo que ha llevado a
veces a visiones simples, distorsionadas, o incluso grotescas de aquellas formaciones
políticas. Ello es consecuencia de obviar excesivamente las condiciones bajo las cua-
les operaron los grupos activos de oposición a la dictadura. En este sentido, aparece
con bastante claridad la distancia existente entre las formulaciones aparecidas en la
propaganda o incluso en documentos políticos del PCE, frecuentemente desbordan-
tes de optimismo y de sobrevaloración de las expresiones de decontento y de protes-
ta, y la acción de la mayoría de militantes mucho más apegada a la realidad socio-
política.
El PCE celebró en Praga, en enero de 1960, su VI Congreso, en el que Santiago
Carrillo fue elegido secretario general, pasando Dolores Ibárruri Pasionaria a presidir
el partido. El Congreso ratificó y aun profundizó la política de «reconciliación nacio-
nal»; para los comunistas, el objetivo prioritario de toda la oposición debía ser la
unión para acabar con la dictadura, «con este fin, el Partido Comunista está dispues-
to a hacer todas las concesiones necesarias —que no impliquen dejación de sus prin-
cipios— para lograr de una u otra forma el entendimiento de todas las fuerzas anti-
franquistas de derecha e izquierda». Para el PCE, el camino para la consecución de la
democracia seguía pasando por la movilización popular, por la huelga general; aquí
aparecía de nuevo la valoración voluntarista que los dirigentes comunistas realizaban
de las posibilidades de esa movilización: «Todo clama en España exigiendo un cam-
bio político. Visiblemente el pueblo se encamina hacia nuevas y grandes acciones de
masas [...] contra la dictadura, acciones que deben culminar en una gran huelga na-
cional pacífica. Hoy la necesidad de una acción de esta naturaleza es reconocida por
millones de españoles.»
Cuando en la primavera de 1962 una ola de huelgas se extendió por Asturias, País
Vasco y Cataluña, los dirigentes del PCE vieron o quisieron ver en aquel fenómeno
la confirmación de sus previsiones. Pero aunque ello no era así, el movimiento huel-
guístico de 1962 y 1963 sí que manifestaba la aparición de nuevos fenómenos en la
sociedad española que crearían condiciones más favorables para la acción antifran-
quista, condiciones que fueron aprovechadas con éxito por el PCE. Al menos cuatro
factores explican el crecimiento de la organización comunista: en primer lugar, su de-
cidida participación en todos los movimientos susceptibles de transmitir reivindica-
ciones sociales y políticas de carácter democrático, impulsándolos resueltamente; en
segundo lugar, su discurso que propugnaba la «reconciliación nacional» y un frente
democrático unitario que, aunque no logró interlocutores, tuvo un notable atractivo
220
entre aquellos sectores más predispuestos al activismo político, lo que facilitó el cre-
cimiento de la militancia del partido; en tercer lugar, la escasa actividad de la mayor
parte de los grupos políticos y su debilidad organizativa, lo que determinó que aca-
baran militando en el PCE personas que en otras circunstancias se habrían integrado
en otras organizaciones; en cuarto lugar, la política franquista de responsabilizar a los
comunistas de todos los actos de protesta acabó favoreciendo su imagen ante aque-
llos sectores con actitudes de rechazo a la dictadura, aunque también supuso para los
militantes comunistas pagar un elevado precio en términos represivos. Además, a di-
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ferencia del PSOE y de los partidos republicanos, y como ya había hecho desde los
años 40, la dirección exiliada del PCE concentró todos sus esfuerzos en el exterior en
estimular y apoyar la acción antifranquista en España.
En cambio, el PCE tuvo poco éxito en sus llamadas a la unidad antifranquista,
como mostraría su exclusión de la reunión de distintos sectores de la oposición en
Munich, en el marco del IV Congreso del Movimiento Europeo en junio de 1962. La
mayoría de los grupos de la oposición moderada veía con notable hostilidad al Parti-
do Comunista, y con profunda desconfianza, su política. El recelo además no dismi-
nuyó ante el papel protagonista de los militantes comunistas en las manifestaciones
de conflictividad social y política. Tampoco se libró el PCE de tensiones internas e
incluso de rupturas de efectos muy desiguales, pero que en ningún caso llegaron a
amenazar su hegemonía en el antifranquismo. En 1963, a raíz de las divergencias que
creó en el movimiento comunista la ruptura entre la URSS y China, se produjo una
escisión de varios grupos pro-chinos que formarían el PCE (Marxista-Leninista);
en 1964 se produjo la separación de Fernando Claudín y Jorge Semprún del Comité
Ejecutivo del partido, que fue seguida de su expulsión, como consecuencia de su aná-
lisis de la realidad española que destacaba los profundos cambios socioeconómicos
que se estaban desarrollando y que, en consecuencia, consideraba erróneas políticas
como la de promover la huelga general política; además, denunciaban la visión «sub-
jetivista y voluntarista» que de la realidad española tenía la dirección exiliada del par-
tido. Sin embargo, hay que decir en relación con esta discusión, que la dirección
del PCE encabezada por Carrillo acabaría integrando una parte del análisis de Clau-
dín a sus propios análisis. Pero ambas crisis tuvieron efectos muy limitados en la ma-
yoría de la militancia. En julio de 1965, el VII Congreso, celebrado cerca de París, ra-
tificó las principales líneas de la política del PCE y a su dirección, acentuando su in-
dependencia en el seno del movimiento comunista internacional; ello llevó a la
adopción de posiciones cada vez más abiertamente críticas respecto al régimen sovié-
tico y a la política de la URSS, que tuvieron su máxima expresión con la condena de
la invasión de Checoslovaquia por fuerzas del Pacto de Varsovia en agosto de 1968.
Esta actitud provocó una nueva escisión de signo prosoviético, de limitados efectos
en España, pero mayores en el exterior. Poco antes, en 1967, se había producido en
Cataluña una escisión del PSUC de mayor impacto, la del grupo Unidad, del que
surgiría el denominado PCE (internacional).
Pero sería justamente en Cataluña donde la política comunista obtendría mayor
éxito. En diciembre de 1965, el II Congreso del PSUC, en el que fue elegido secreta-
no general Gregorio López Raimundo, aprobó una propuesta de política unitaria an-
tifranquista que logró abrirse camino en los años siguientes; el programa propuesto
al conjunto de fuerzas antifranquistas catalanas tenía como uno de sus ejes, junto a la
amnistía y al establecimiento de un régimen basado en el reconocimiento de las liber-
tades democráticas, la formación de un Consejo Provisional de la Generalitat, y el res-
221
tablecimiento provisional del Estatuto de Autonomía de 1932 para un periodo de
transición que debería culminar con la aprobación de un nuevo Estatuto, elaborado
por un Parlamento de Cataluña elegido paralelamente a unas Cortes Constituyentes
españolas. La creación al año siguiente de la Taula Rodona fue la primera manifesta-
ción importante de la materialización en Cataluña de una política realmente unitaria
contra la dictadura franquista.
La acción represiva afectó continuadamente a la oposición antifranquista. Los co-
munistas del PCE y del PSUC sufrieron numerosas detenciones, procesos y encarce-
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lamientos, especialmente durante los estados de excepción de 1962 y 1969. Así, en 1962
fueron detenidos y condenados a largos años de cárcel dirigentes y destacados mili-
tantes, como Jaime Ballesteros, Agustín Ibarrola, Ramón Ormazábal, secretario gene-
ral del PC de Euskadi, Pere Ardiaca y Antonio Gutiérrez Díaz, del PSUC.
También sufrió el acoso policial el Frente de Liberación Popular, especialmente
en 1962, con la detención, entre otros, de Nicolás Sartorius, Isidre Molas y Ramón
Recalde. El Felipe, con más presencia en sectores estudiantiles que en los obreros, con
la excepción de su organización catalana, el Front Obrer de Catalunya —FOC—, a
partir de 1962, y especialmente después de 1968, fue inclinándose hacia posiciones
de mayor radicalismo izquierdista, al tiempo que se manifestaban numerosas tensio-
nes internas que irían generando un rosario de rupturas. Ya ante la reunión de Mu-
nich, pese a la participación a título individual de uno de sus dirigentes, Ignacio Fer-
nández de Castro, el FLP hizo pública una dura declaración en la que afirmaba que
«en contraste con los movimientos huelguistas, el pueblo no estuvo presente en Mu-
nich», añadiendo que aquella reunión «representa un intento de buscar al régimen de
Franco una salida de tipo evolutivo que garantice, en definitiva, a las clases dominan-
tes el tranquilo disfrute del poder económico oponiendo esta "solución" a la necesi-
dad revolucionaria del pueblo que reclama para sí la totalidad del poder económico
y político, con la implantación de una democracia real. El Frente de Liberación Po-
pular no busca la violencia por la violencia, pero declara firmemente que mientras el
pueblo español sufra la violencia, es una traición la renuncia anticipada de la violen-
cia que libera frente a la violencia que oprime».
Muchos militantes del FLP acabarían incorporándose al PCE y, más tardíamente,
al PSOE, aunque la organización, que subsistiría hasta el final de la década, daría lu-
gar a una serie de nuevas organizaciones, genéricamente denominadas «nueva iz-
quierda», con influencias procedentes de diversos fenómenos característicos del fin
de la década de los 60: el antiimperialismo crecido con la guerra de Vietnam, el
maoísmo y la revolución cultural china, el mayo francés del 68, etc. Así, a partir del
grupo Comunismo, surgido del FOC, se formó la trotskista Liga Comunista Revolu-
cionaria; antiguos miembros del FLP se integraron también en la Organización Revo-
lucionaria de Trabajadores, ORT, surgida de la radicalización de sectores católicos
—Acción Sindical de Trabajadores, AST— evolucionados hacia el marxismo.

20.5. LOS SOCIALISTAS Y LA «OPOSICIÓN MODERADA»


Los militantes socialistas en España tuvieron que enfrentarse a dificultades espe-
cialmente notables; en un contexto de radicalización izquierdista, la dirección del
PSOE en el exilio estaba paralizada, anclada en el anticomunismo de guerra fría, y
con una estrategia que consideraba secundaria la movilización popular y la lucha

222
clandestina, primando, en cambio, acuerdos con grupos aún más inoperantes en de-
trimento del movimiento real que empezaba a desarrollarse en España. En abril de 1960,
la dirección del PSOE en el exilio constituyó la Unión de Fuerzas Democráticas, con
el PNV, Acción Nacionalista Vasca, Izquierda Demócrata Cristiana, Alianza Republi-
cana Democrática Española, UGT y STV. La UFD proponía la instauración de un ré-
gimen democrático a partir de la formación de un gobierno provisional sin signo ins-
titucional, que procedería a la convocatoria de una elecciones para que los españoles
decidieran sobre la forma de gobierno. La declaración de constitución rechazaba
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frontalmente toda colaboración con fuerzas «totalitarias», citándose explícitamente a


los comunistas junto a los falangistas. En el plano sindical, los socialistas impulsaron
la formación, también en 1960, de la Alianza Sindical, junto con STV y CNT.
Las difíciles relaciones con la dirección del PSOE en el exilio y con la propia or-
ganización socialista madrileña determinaron la formación en 1968 de un Partido So-
cialista en el Interior, en torno a Enrique Tierno Galván y otros intelectuales y profe-
sionales, que propugnó una política unitaria antifranquista y la participación en las
CC.OO., consideradas el «principal instrumento de lucha que tiene la clase trabaja-
dora para mejorar su nivel de vida, para reivindicar sus derechos y conseguir las liber-
tades democráticas sindicales». La política unitaria, y especialmente la colaboración
con los comunistas y la participación en las CC.OO, provocó una grave crisis inter-
na en 1966 en el Moviment Socialista de Catalunya, al enfrentarse los sectores social-
demócratas con posiciones anticomunistas predominantes en el exilio y la mayoría
de los sectores que participaban directamente en la acción clandestina antifranquista.
La actitud de la dirección del PSOE en el exilio acabó provocando un creciente
malestar en los pequeños grupos de militantes del interior, especialmente en los más
dinámicos de Madrid, Sevilla y Vizcaya. En 1970, en el XI Congreso celebrado en
Toulouse, se manifestaron claramente las diferencias entre los históricos dirigentes y
los jóvenes procedentes de la acción militante en España como Felipe González, Pa-
blo Castellanos y Enrique Múgica. Dos años mas tarde, el XIII Congreso provocó la
ruptura entre el sector histórico y el sector renovado del PSOE; este último fue el que
consiguió finalmente controlar la organización y ser reconocido internacionalmente,
ocupándose decididamente de impulsar el proceso de resurgimiento del partido.
La década de los 60 significó el definitivo declive del anarcosindicalismo, a pesar de
la reunificación en 1961 de los dos sectores escindidos en 1945, y del mantenimiento
de una cierta actividad en las agrupaciones del exilio. Factor decisivo de este proceso fue
la incapacidad de la CNT para comprender los profundos cambios socioeconómicos
que se estaban produciendo en la sociedad española y para renovar la militancia incor-
porando a las jóvenes generaciones obreras, lo que significó una organización cada vez
más envejecida y alejada del movimiento obrero real. La reaparición de divisiones inter-
nas, el mantenimiento de actitudes de colaboracionismo con la OSE en minoritarios
sectores de antiguos cenetistas, y las conversaciones en 1965 entre miembros de la CNT
y representantes de la OSE que darían lugar a un acuerdo provisional después rechaza-
do por las autoridades franquistas, acentuaron aún más la pérdida de imagen del anar-
cosindicalismo ante las jóvenes generaciones de trabajadores.
Frente al activismo izquierdista, la oposición de signo liberal y demócrata-cristiano,
en muchos casos monárquica, no pasó de ser un conglomerado de pequeños grupos
más o menos organizados en torno a personalidades destacadas, con escasa actividad

223
aunque beneficiándose de una creciente tolerancia gubernamental. Naturalmente, es-
tos grupos no tenían presencia militante en los movimientos obreros, estudiantiles y
vecinales, aunque profesionales vinculados a aquellas opciones colaboraran de distin-
tas formas con la oposición más activa, por ejemplo, asumiendo la defensa de proce-
sados por «delitos» políticos —así, Joaquín Ruiz-Giménez fue el abogado defensor,
entre otros casos, de Marcelino Camacho en el célebre proceso 1.001 contra los prin-
cipales dirigentes de CC.OO. Por otra parte, la escasa organización y militancia de es-
tos grupos no fue obstáculo para que algunos tuvieran un notable protagonismo en
el antifranquismo, especialmente a través de posicionamientos públicos o semipúbli-
cos de personalidades con una posición académica y profesional relevante que les
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permitía dar a conocer sus opiniones y propuestas, a veces a través de publicaciones


impulsadas por sus mismos grupos; también sus relaciones internacionales les permi-
tieron tener ocasionalmente un papel importante en la acción antifranquista.
Una especial trascendencia tuvo la reunión de la oposición «moderada» en Mú-
nich en 1962, en el marco del IV Congreso del Movimiento Europeo. Participaron
en el encuentro en la capital bávara 118 españoles, 80 del «interior», entre ellos los
demócrata-cristianos José M.a Gil Robles y Fernando Álvarez de Miranda, de Demo-
cracia Social Cristiana, y Carmelo Cembrero, de Izquierda Demócrata Cristiana, los
monárquicos liberales Joaquín Satrústegui y Jaime Miralles, de Unión Española, Dio-
nisio Ridruejo, de Acción Social Democrática, junto con personalidades indepen-
dientes; 38 de los asistentes eran exiliados, entre los que estaban Salvador de Mada-
riaga, el socialista Rodolfo Llopis, el nacionalista vasco Manuel de Irujo y el republi-
cano Fernando Valera.
El Congreso del Movimiento Europeo aprobó una resolución en la que se deta-
llaban las condiciones para que España pudiera adherirse o asociarse a la CEE: «1) El
establecimiento de instituciones auténticamente representativas y democráticas que
garanticen que el Gobierno esté fundado sobre el consentimiento de los ciudadanos.
2) La garantía efectiva de todos los derechos de la persona humana, particularmente
los de libertad individual y de opinión, con supresión de la censura gubernativa.
3) El reconocimiento de la personalidad de las diversas comunidades naturales.
4) El ejercicio sobre bases democráticas de las libertades sindicales y la defensa, por
los trabajadores, de sus derechos fundamentales, entre otros medios por el de huelga.
5) La posibilidad de organizar corrientes de opinión y partidos políticos, así como el
respeto de los derechos de la oposición.» El Congreso manifestó también su esperan-
za en una evolución de la situación política española que permitiera «la incorpora-
ción de España a Europa», al mismo tiempo que tomaba nota «de que todos los de-
legados españoles presentes en el Consejo expresan su firme convencimiento de que
la mayoría de los españoles desean que esta evolución se lleve a cabo de acuerdo con
las normas de prudencia política, con el ritmo más rápido que las circunstancias per-
mitan, con sinceridad por parte de todos y con el compromiso de renunciar a toda
violencia activa o pasiva antes, durante y después del proceso evolutivo». Como ya
hemos visto, la respuesta del régimen al «contubernio» fue rabiosa, forzando al exilio
a una parte de los participantes residentes en España y confinando a aquellos que op-
taron por quedarse en el país.
En diciembre de 1969, 131 personalidades de la vida pública española, entre las
que figuraban miembros destacados de la oposición «moderada», pero también algu-
nos nombres vinculados a la oposición izquierdista, se dirigieron públicamente a
Franco mediante una carta abierta en la que pedían una amnistía y el establecimien-
224
to de un régimen de libertades públicas análogo al de los países de Europa occiden-
tal, con mención expresa a la libertad sindical y a la participación de obreros y patro-
nos en los planes de desarrollo.

20.6. EL ANTIFRANQUISMO EN EL PAÍS VASCO Y EN CATALUÑA


El proceso de Burgos, en 1970, movilizó al conjunto de la oposición antifranquis-
ta y, como hemos visto, esta movilización tuvo una especial incidencia en el País Vas-
co. Como el catalán, el antifranquismo vasco tuvo siempre un perfil particular, por

una parte, por la presencia de una organización, el PNV, que logró una notable con-
tinuidad de identificaciones y de apoyos, aun cuando estos no comportaran muchas
veces actitudes activas, facilitada por su posición hegemónica en las instituciones vas-
cas en el exilio. En todo caso, debe destacarse una recuperación de la movilización
nacionalista desde 1964, que tuvo entre sus principales expresiones las conmemora-
ciones anuales del Aberri-Eguna (día de la patria). Pero no cabe duda que el rasgo dis-
tintivo esencial del antifranquismo vasco desde los años 60 fue ETA. Formada a par-
tir de sectores juveniles nacionalistas muy críticos ante la pasividad del PNV, que evo-
lucionaron rápidamente hacia planteamientos socialistas o socializantes, su opción a
favor de la lucha armada resultó determinante para la evolución de la situación polí-
tica en el País Vasco, generando una espiral acción-represión que tendría muy graves
consecuencias. En 1966-1967, la organización sufrió una grave crisis en su V Asam-
blea, como consecuencia de las tensiones entre los sectores nacionalistas y los obre-
ristas; estos últimos habían propiciado la acción de masas y la participación en las na-
cientes CC.OO. Un grupo apartado de ETA, ETA-Berri, transfomado después en Ko-
munistak, sería el origen del Movimiento Comunista, un nuevo partido izquierdista
formado en 1969, que se extendió posteriormente por toda España. ETA sufriría algo
más tarde una nueva escisión obrerista, la VI Asamblea, fusionada en 1973 con
la LCR.
Lo más destacable de las posiciones predominantes en ETA fue su inclinación ha-
cia un nacionalismo tercermundista que, como ha señalado Gurutz Jáuregui, basaba
su estrategia en un antagonismo radical y absoluto entre la metrópoli y la colonia, de
tal modo que la solución del conflicto debía pasar, imprescindiblemente, por la ex-
pulsión violenta del colonizador y la sustitución del viejo poder colonial por un nue-
vo poder autóctono. Para este autor, la estrategia tercermundista resultó efectiva, ya
que el franquismo hacía casi real el «espejismo colonial» de ETA. En agosto de 1968,
el atentado contra el jefe de la Brigada Social de San Sebastián, Melitón Manzanas,
supuso un salto cualitativo en la acción de ETA.
Ya en los años 70 la violencia etarra acabó condicionando decisivamente la vida
socio-política vasca: sus acciones violentas provocaron una durísima represión que,
con frecuencia, no golpeó solamente a ETA y a su entorno, sino que tuvo un carác-
ter indiscriminado, provocando una amplia solidaridad y un reforzamiento de la
identidad comunitaria.
La trayectoria del antifranquismo catalán fue sensiblemente distinta al vasco. En
primer lugar, debe destacarse la aparición y expansión, desde el inicio de la década de
los 60, de un movimiento cívico-cultural de signo catalanista que, forcejeando conti-
nuadamente con las autoridades franquistas, alcanzó una extraordinaria proyección
social. Las campañas en defensa de la cultura, la lengua y la identidad catalanas obtu-

225
vieron amplios apoyos, en tanto que la Nova Cançó se convertía en un fenómeno de
masas con un claro carácter antifranquista y catalanista. Este heterogéneo movimien-
to cívico-cultural, que fundía antifranquismo, catalanismo y progresismo, facilitó no-
tablemente el desarrollo de una política unitaria antifranquista que acabó convirtién-
dose en signo distintivo del antifranquismo catalán.
La formación de la Taula Rodona en 1966 significó un decisivo paso en el proce-
so unitario de la oposición catalana; tres años después se constituía la Comisión
Coordinadora de Fuerzas Políticas de Cataluña, integrada por comunistas, socialistas,
nacionalistas y demócrata-cristianos —PSUC, Moviment Socialista de Catalunya,
Front Nacional de Catalunya, Unió Democrática de Catalunya y un sector de Esque-
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rra Republicana—, a la que más tarde se añadirían el Partit Carli y el Partit Popular de
Catalunya. Y en noviembre de 1971, tras la experiencia de la Asamblea de Intelectua-
les durante el proceso de Burgos en diciembre de 1970, nacía la Assemblea de Catalun-
ya, una amplia plataforma unitaria que agruparía, junto a organizaciones políticas y
sindicales, a grupos y colectivos profesionales, culturales, cívicos, y personalidades in-
dependientes, y que fue configurada a partir de 4 puntos profusamente divulgados:
«1. La consecución de la amnistía general para los presos y exiliados políticos. 2. El
ejercicio de las libertades democráticas fundamentales: libertad de reunión, de expre-
sión, de asociación —incluida la sindical—, de manifestación y derecho de huelga,
que garanticen el acceso efectivo del pueblo al poder económico y político. 3. El es-
tablecimiento provisional de las instituciones y los principios configurados en el Es-
tatuto de 1932, como expresión concreta de estas libertades en Cataluña y como vía
para llegar al pleno ejercicio del derecho de autodeterminación. 4. La coordinación
de todos los pueblos peninsulares en la lucha por la democracia.» La Assemblea de Ca-
talunya lograría impulsar una notable movilización democrática en la sociedad cata-
lana, aunque también hay que señalar que provocó notables recelos entre los secto-
res democristianos más conservadores y entre los nacionalistas agrupados en torno a
Jordi Pujol, preocupados por el gran protagonismo de las organizaciones obreras.

226
CAPÍTULO XXI
La crisis de la dictadura franquista

21.1. ARIAS Y EL «ESPÍRITU DEL 12 DE FEBRERO»


En los dos años transcurridos desde el asesinato de Carrero a la muerte de Fran-
co, la crisis del régimen se manifestaría de forma creciente y continuada, agudizada
además desde que la crisis económica internacional empezó a golpear a la economía
española. Efectivamente, el régimen sufrió un profundo desgaste como consecuencia
de movimientos huelguísticos de notable magnitud, continuas protestas estudianti-
les, manifestaciones de distinto carácter que reivindican un régimen democrático,
con una especial presión en el País Vasco y Cataluña, nuevas y más graves tensiones
con la Iglesia católica, y el recrudecimiento de las acciones de grupos armados —ETA
y FRAP, Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico. Ante todo lo anterior, el re-
curso a la represión significó un desgaste adicional con efectos perversos para la dic-
tadura, tanto interior como internacionalmente. Por otra parte, la revolución de los
claveles en Portugal y el fin de la dictadura griega acentuaron la soledad del régimen
español. El reiterado fracaso de toda tentativa «aperturista» acabó provocando la frag-
mentación de la clase política franquista, con el inicio de deserciones significativas,
en tanto que los ultras, impresionados por la inesperada caída en abril de 1974 de la
dictadura portuguesa, estaban cada vez más alarmados por la evolución de la situa-
ción política española.
La designación del sucesor de Carrero puso de nuevo de manifiesto la crisis inter-
na del régimen. Torcuato Fernández Miranda, que aparecía como uno de los princi-
pales candidatos a la presidencia del Gobierno, y cuyo nombre fue sugerido a Fran-
co por el propio Juan Carlos, parece que no tuvo ninguna opción al inclinarse el Cau-
dillo por su viejo amigo el almirante Pedro Nieto Antúnez. Pero las presiones de lo
que Paul Preston ha denominado la «camarilla de El Pardo», que veía a Nieto Antú-
nez demasiado próximo a reformistas como Fraga, lograron que Franco se inclinara
227
finalmente por Carlos Arias Navarro; según ha sido relatado, la propia Carmen Polo
le dijo a Franco: «Nos van a matar a todos como a Carrero. Hace falta un presidente
duro. Tiene que ser Arias. No hay otro.» La terna preceptiva fue completada por José
Solís y José García Hernández.
En el gobierno formado por Arias Navarro continuaron algunos ministros del go-
bierno Carrero, en algunos casos en otra cartera, aunque fueron más numerosos los
cambios, y, sobre todo, destaca la exclusión de los tecnócratas opusdeístas con López
Rodó a la cabeza, un apartamiento que no se limitó al Consejo de Ministros, sino
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que afectó a los escalones superiores de la Administración del Estado, y que fue vivi-
do por los afectados como un auténtico ajuste de cuentas de los que se consideraron
marginados en 1969. Mezclando a aperturistas y a inmovilistas a ultranza, Arias de-
signó al falangista José García Hernández para la cartera de Gobernación, ministerio
en el que había sido colaborador de Camilo Alonso Vega, adjudicándole además la
vicepresidencia 1.a del Gobierno, en tanto que designó vicepresidente 2°, conservan-
do la cartera de Hacienda, al tecnócrata independiente y aperturista Antonio Barrera
de Irimo. Para la importante cartera de Información fue designado Pío Cabanillas, an-
tiguo colaborador de Fraga, y para la subsecretaria de Presidencia, el también apertu-
rista Antonio Carro Martínez. El falangista Licinio de la Fuente continuó en Trabajo
y además ocupó la vicepresidencia 3.a, y el belicoso José Utrera Molina, decidido par-
tidario del rearme ideológico del régimen, fue designado secretario general del Movi-
miento, en tanto que el ministerio de Relaciones Sindicales fue ocupado por un dis-
creto funcionario, Alejandro Fernández Sordo. El difícil ministerio de Educación fue
confiado al anterior responsable del Plan de Desarrollo, Cruz Martínez Esteruelas, y
el de Exteriores, al diplomático Pedro Cortina Mauri. Promovidos por el ministro Ca-
rro alcanzaron importantes responsabilidades en distintos ministerios miembros del
colectivo «Tácito» —por ejemplo, Marcelino Oreja fue nombrado subsecretario
del de Información, y Landelino Lavilla del de Industria. El grupo Tácito estaba for-
mado por jóvenes católicos aperturistas —vinculados a la ACNP—, que desde 1972
defendieron su propuestas mediante artículos publicados en el diario católico Ya, y
que en 1974 ampliaron sus actividades con la organización de almuerzos políticos y
coloquios.
La mezcla de aperturismo e inmovilismo del nuevo gobierno pareció inclinarse
claramente hacia la primera posición con el discurso que Arias pronunció en las Cor-
tes el 12 de febrero de 1974, estimulado por los miembros más aperturistas del gobier-
no, aquellos que consideraban indispensable e inaplazable realizar una efectiva aper-
tura política. Arias afirmó que sería tarea primordial del gobierno «acometer todas las
medidas de desarrollo político», de acuerdo con las leyes del régimen, señalando que
si bien, «en razón de circunstancias históricas de excepción, el consenso nacional en
torno a Franco se expresa en forma adhesión», «el consenso nacional en torno al Ré-
gimen en el futuro habrá de expresarse en forma de participación». Para el nuevo pre-
sidente, ni al gobierno ni a los españoles les era lícito por más tiempo «continuar
transfiriendo, inconscientemente, sobre los nobles hombros del jefe del Estado la res-
ponsabilidad de la innovación política»; por tanto, era necesario que todos asumie-
ran las «cuotas de responsabilidad comunitaria, cuotas que queremos invitar a que
suscriban treinta y cuatro millones de españoles». No se excluiría «sino a aquellos que
se autoexcluyan en maximalismos de uno u otro signo; por la invocación a la violen-
cia; por el resentimiento y el odio; por la pretensión bárbara de partir de cero; por la
228
elección de vías subversivas para postular la modificación de la legalidad». Ademas,
el deseo del gobierno era «que estas exclusiones resulten mínimas. Nuestro afán es su-
mar y no restar; aunar voluntades y no excluir; respetar opiniones y no forzarlas»; y
aunque era consciente de que el empeño era «arduo y difícil», el momento era propi-
cio «porque España cuenta en estos instantes con una sociedad mayoritariamente
sana, culta y desarrollada, sin prejuicios y con escasas minorías disolventes o pertur-
badoras». Pasando de los propósitos generales a medidas concretas, Arias anunciaba
una nueva ley de régimen local que establecería la elección de alcaldes y presidentes
de diputaciones, el desarrollo de la Ley Sindical, y un estatuto regulador del derecho
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de asociación, «para promover la ordenada concurrencia de criterios, conforme a los


principios y normas de nuestras Leyes Fundamentales».
El discurso de Arias Navarro, máximo exponente de lo que la prensa denominó
«el espíritu del 12 de febrero», provocó una notable expectación: fue recibido con
entusiasmo por todos los sectores aperturistas del régimen, aunque también con un
cierto distanciamiento en algunos casos, y fue propagado y glosado por los medios
de comunicación en general, y por los aperturistas en particular. Pero la literalidad de
muchas formulaciones del discurso no debe llamar a engaño: Arias planteaba una re-
forma limitada del franquismo y nada más; ello explica el escepticismo de la mayoría
de la oposición democrática aunque participara de una cierta actitud expectante. Por
otra parte, las propuestas del nuevo gobierno fueron recibidas con sorpresa y con una
desconfianza profunda por los inmovilistas de la dictadura, aunque una parte del go-
bierno les merecía crédito. Sin embargo, lo que irritó inmediatamente y profunda-
mente a estos sectores fue la tolerante política de información y espectáculos promo-
vida por el ministro Cabanillas.
Si se analiza detenidamente el discurso del presidente del Gobierno se encuen-
tran alusiones que aportan claves de algunos de los conflictos que aparecieron inme-
diatamente. Así, en el capítulo dedicado a las relaciones con la Iglesia, después de pro-
nunciarse a favor de la independencia mutua y la colaboración, afirmó que el gobier-
no «rechazará con la misma firmeza cualquier interferencia en las cuestiones que, por
estar enmarcadas en el horizonte temporal de la comunidad, están reservadas al jui-
cio y decisión de la Autoridad Civil». Y sería justamente un episodio de tensión en-
tre la Iglesia y el Gobierno el primero que provocaría un serio deterioro de Arias y de
su «espíritu del 12 de febrero».
El 24 de febrero, una homilía del obispo de Bilbao, Antonio Añoveros, leída en
la mayoría de las iglesias de la diócesis, aunque con algunas excepciones significati-
vas, desencadenó el episodio más tenso de la historia de las relaciones entre la Iglesia
y el régimen franquista. En la homilía, el obispo Añoveros realizaba una defensa de
los derechos de los pueblos y se pronunciaba a favor del uso de la lengua vasca, todo
ello de forma general y vaga. El gobierno consideró el texto como un grave ataque a
la «unidad nacional» y procedió al arresto domiciliario del obispo y del vicario gene-
ral de la diócesis, seguido de una orden de expulsión del país, para lo cual fue inclu-
so enviado un avión a Bilbao para trasladar al obispo fuera de España. Con el apoyo
de la mayoría de la jerarquía eclesiástica y de la comisión permanente de la Conferen-
cia Episcopal, Añoveros se negó a abandonar el país, colocando al gobierno ante la
alternativa de utilizar la fuerza; paralelamente, las autoridades eran amenazadas con
la excomunión si actuaban contra el prelado obligándolo a dejar su residencia. Arias,
presionado por los ministros aperturistas, y con una intervención del propio Franco,
se vio obligado a ceder, anulando toda sanción a Añoveros. El presidente de la Con-
229
ferencia Episcopal, el cardenal Tarancón, jugó claramente la carta de la firmeza ante
el gobierno, consolidando la imagen de una Iglesia española totalmente alejada de la
dictadura. Con la política informativa de Pío Cabanillas, el encontronazo entre las
autoridades franquistas y la jerarquía fue relatado con detalle en la prensa, lo que am-
Plió el deterioro del gobierno y, en particular, de su presidente, a escasos días de las
Promesas aperturistas.
Poco después, el 2 de marzo, fue ejecutado, mediante el procedimiento del garro-
te vil, el anarquista catalán Salvador Puig Antich, condenado por la muerte de un po-
licía en el forcejeo que precedió a su detención. Junto a Puig Antich fue ejecutado un
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preso común de origen polaco, Heinz Chez, que tuvo la desdicha de ser elegido para
enturbiar el carácter político de la ejecución del joven anarquista. En esta ocasión, las
peticiones de clemencia fueron infructuosas; Franco se negó a conmutar las penas de
muerte, lo que desencadenó una ola de protestas, tanto en España como en la mayor
parte de países europeos, que supuso un segundo y grave desgaste del nuevo gobier-
no cuando se cumplían sólo dos meses de su formación. El día 14 de marzo, el Par-
lamento Europeo condenaba a la dictadura franquista con una declaración en la que
afirmaba que «las repetidas violaciones por el Gobierno español de los derechos hu-
manos y civiles básicos, así como su falta de respeto ante los derechos de las minorías
en una Europa que está buscando su camino libre y democrático hacia la unidad, im-
piden la admisión de España en la Comunidad Europea». Para la oposición democrá-
tica, y para una parte de la sociedad española, el caso Añoveros y la ejecución de Puig
Antich confirmaban el carácter engañoso de la supuesta apertura promovida por
Arias Navarro.
Para contrarrestar los efectos de estos acontecimientos, y para relanzar el «espíri-
tu del 12 de febrero», se impulsó desde el gobierno una gran campaña propagandísti-
ca, con algunos gestos simbólicos, como la amplia difusión de las fotografías del mi-
nistro Cabanillas con la barretina catalana. Pero también los sectores más inmovilis-
tas, el denominado «búnker», quisieron hacer oír su voz. A finales de abril, bajo el
impacto de los acontecimientos portugueses, de los que la prensa informó detallada-
mente, José Antonio Girón de Velasco publicó en el diario falangista Arriba un ar-
tículo en el que denunciaba vehementemente al aperturismo, y especialmente a los
ministros que lo propiciaban, alertando sobre consecuencias catastróficas si no se co-
rregía inmediatamente el rumbo político; en la portada del periódico aparecía una fo-
tografía del autor y el titular decía: «Se pretende que los españoles pierdan la fe en
Franco y en la Revolución Nacional.» El llamado gironazo se produjo a espaldas del
ministro del Movimiento Utrera Molina, que tuvo noticia del manifiesto de Girón
cuando estaba a punto de pronunciar un discurso en un acto conmemorativo de
unos hechos de la guerra civil en Alcubierre. Utrera discrepaba de Girón en el estilo,
en el momento elegido, y lógicamente estaba molesto por no haber sido informado
y consultado, pero en cambio compartía todas las ideas sustanciales que aparecían en
el artículo. Meses más tarde, Girón fue elegido presidente de la Confederación Nacio-
nal de Ex Combatientes, en un clima de movilización del búnker franquista.
Por su parte, otros sectores «ultras» arreciaron también en su críticas contra los
que Blas Piñar denominó «enanos infiltrados» que propiciaban la destrucción del ré-
gimen, así como contra la denominada «prensa canallesca». Apareció, además, una
opinión «ultra» militar, representada por el general Tomás García Rebull. En estas fe-
chas, una maniobra de militares «ultras» intentó que Iniesta Cano, director de la
Guardia Civil, fuese nombrado jefe del Alto Estado Mayor, eludiendo su inminente
230
retiro, al tiempo que otro ultra accedería a la dirección del cuerpo. En esta ocasión,
Arias desactivó la maniobra e Iniesta Cano tuvo que retirarse en mayo.
El aperturismo únicamente era visible en la prensa y en los espectáculos, en tan-
to que en otras instancias aparecían constantemente signos contradictorios con
aquél. Así, el 20 de junio fue destituido el jefe del Alto Estado Mayor del Ejército, te-
niente general Manuel Díez Alegría, principal exponente de una visión profesional
de la función de las Fuerzas Armadas, y considerado por determinados sectores de la
sociedad como un posible Spinola español. Pocos días antes, Arias Navarro había
pronunciado en Barcelona un discurso en el que los acentos estaban más en el inmo-
xxxxxxxxxx

vilismo que en el aperturismo anunciado en febrero; así, destacó el protagonismo del


Movimiento llegando a afirmar que «el Movimiento y el pueblo español son una mis-
ma cosa». Paralelamente, la acción represiva contra la oposición se incrementó, pro-
duciéndose un elevado número de detenciones y procesamientos en estos meses.
En esta situación, Franco sufrió un ataque de flebitis que obligó a su internamien-
to hospitalario. El tratamiento se vio complicado por la medicación que tomaba para
mitigar los síntomas de la enfermedad de Parkinson. El día 18 de julio el estado de sa-
lud de Franco empeoró, lo que determinó que el dictador decidiera traspasar interi-
namente sus poderes a Juan Carlos. Éste no facilitó la operación, puesto que prefería
no comprometerse con una gestión política sobre la que tenía escasa capacidad de in-
fluencia, pero tuvo que aceptarla. La enfermedad de Franco generó todo tipo de espe-
culaciones y también algunas tensiones, entre ellas, las provocadas por su círculo fa-
miliar, que anticipaban lo que sucedería al año siguiente durante la larga agonía del
dictador. Algunos miembros del gobierno, especialmente Cabanillas, Carro y Barre-
ra de Irimo, vieron el momento de proceder inmediatamente a la sucesión, en tanto
Arias mantuvo una posición indefinida, pero las presiones en contra fueron muy in-
tensas. El día 2 de septiembre, Franco reasumió sus poderes, lo que fue comunicado
casi por sorpresa a Juan Carlos y a Arias.
El día 13 de septiembre tuvo lugar un grave atentado en Madrid; una bomba ex-
plotó en una cafetería situada junto a la Dirección General de Seguridad y frecuenta-
da por policías y personal administrativo del Ministerio de la Gobernación, ocasio-
nando 12 muertos y 80 heridos. La acción terrorista fue obra de un comando de ETA
que contó con la colaboración indirecta de algunos antiguos militantes comunistas
situados al margen del partido, lo que permitió a las autoridades intentar responsabi-
lizar al PCE del acto. El atentado de la calle del Correo permitió a los ultras redoblar
su campaña contra los aperturistas, así como sus críticas a la supuesta debilidad del
gobierno. Paralelamente, se maniobró contra algunos ministros desde el entorno de
la Secretaría General del Movimiento y, particularmente, desde los periódicos Arriba
y Pueblo, este último dirigido por Emilio Romero, uno de los periodistas más influ-
yentes del régimen.
El 29 de octubre, en el acto conmemorativo del aniversario de la fundación de la
Falange celebrado por el Consejo Nacional del Movimiento, presidido por Franco
acompañado por Juan Carlos, el consejero Francisco Labadie Otermín pronunció un
agresivo discurso en el que denunció que se intentaba destruir la legitimidad históri-
ca del 18 de Julio para erosionar al régimen desde sus raíces y proceder a una revisión
total de las leyes fundamentales; frente a ello, debía defenderse con uñas y dientes la
victoria de 1939.

231
21.2. EL GOBIERNO ARIAS ENTRE DOS CRISIS
La crisis gubernamental estalló a finales de octubre. Franco ordenó a Arias que ce-
sara al ministro de Información, Pío Cabanillas, impresionado por los informes sobre
el relajamiento de la censura que los «ultras» le hacían llegar, e irritado por las infor-
maciones de prensa relativas a un escándalo económico, el caso de la desaparición de
cuatro millones de litros de aceite de oliva, en el que estaba implicada una empresa,
Reace, en la que tenía participación su hermano Nicolás. Pero el cese de Cabanillas
provocó la dimisión del vicepresidente 2.° y ministro de Hacienda, Antonio Barrera
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de Irimo, a quien siguieron un grupo relevante de altos cargos, entre ellos Marcelino
Oreja, Ricardo de la Cierva, director general de Cultura Popular, y Francisco Fernán-
dez Ordóñez, presidente del INI. Para mantener un cierto equilibrio, Arias propuso
a Franco la sustitución de Utrera Molina y Ruiz Jarabo, pero el Caudillo se negó en re-
dondo. Para los miembros del grupo Tácito y para muchos observadores, la crisis gu-
bernamental significaba el fin del aperturismo anunciado el 12 de febrero.
Para dirigir el Ministerio de Información y corregir su rumbo fue designado León
Herrera, antiguo colaborador de Fraga, y la cartera de Hacienda fue confiada a un téc-
nico, Rafael Cabello de Alba. Para recuperar la iniciativa política, Arias Navarro deci-
dió impulsar el prometido estatuto de asociaciones políticas. El anteproyecto elabo-
rado en el Instituto de Estudios Administrativos por jóvenes aperturistas fue bloquea-
do por Franco; el proyecto que finalmente salió adelante fue el preparado desde la
Secretaría General del Movimiento por Utrera Molina y sus colaboradores. El Estatu-
to Jurídico del Derecho de Asociación Política fue aprobado en diciembre por el
Consejo Nacional del Movimiento, con la significativa abstención de tres aperturis-
tas —Marcelino Oreja, Tomás Garicano Goñi y Santiago de Cruylles— y fue defini-
do como el estatuto de los antiasociacionistas.
Según el nuevo estatuto, las asociaciones políticas debían acatar los Principios del
Movimiento y quedaban bajo el control del Consejo Nacional, que sería el encarga-
do de autorizarlas; entre los requisitos para su aprobación figuraban un mínimo
de 25.000 afiliados distribuidos en 15 provincias. La novedad más destacable de las
asociaciones políticas era que podrían participar en procesos electorales, pero en la
forma en que se regulase en el futuro. En definitiva, el estatuto de asociaciones con-
firmó de nuevo el fracaso de toda tentativa de reforma, aun limitada, de la dictadura
franquista. A pesar de ello, la nueva norma fue denunciada por los «ultras» como el
primer paso hacía la admisión de los partidos políticos, lo que significaría inevitable-
mente la disolución del régimen. Por su parte, la mayoría de sectores que habían pro-
pugnado una apertura acabaron por rechazar acogerse al estatuto. Algunos autores
consideran que fue este rechazo el que decidió finalmente el fracaso de la «apertura
de Arias»; sin embargo, para explicar las actitudes de los sectores más decididamente
aperturistas, debe tenerse también en cuenta el clima de conflictividad social y agita-
ción política, y el recrudecimiento de las acciones represivas, lo que los situaba con
frecuencia en posiciones muy incómodas y comprometidas, especialmente pensando
en su futuro político. En cualquier caso, en los meses siguientes, muchos «tácitos»
empezaron a manifestarse claramente en favor de una reforma inequívocamente de-
mocratizadora; por su parte, Manuel Fraga, referente claro de una parte notable de
los sectores reformistas, después de una tentativa fracasada de negociación con los
máximos responsables gubernamentales, decidió no participar en el nuevo marco
asociativo, constituyendo en cambio una sociedad de estudios políticos, Fedisa, jun-

232
to con Areilza, Cabanillas, Fernández Ordóñez y miembros del grupo Tácito.
Al cabo de un año del «espíritu del 12 de febrero» y con otra crisis gubernamen-
tal en ciernes, Arias Navarro, en una entrevista televisada, pretendió transmitir tran-
quilidad y confianza a los partidarios del régimen invitándolos a «que se acerquen al
palacio de El Pardo, que, aunque sea desde la lejanía, contemplen esa luz permanen-
temente encendida en el despacho del Caudillo, donde el hombre que ha consagra-
do toda su vida al servicio de España sigue, sin misericordia para consigo mismo, fir-
me al pie del timón, marcando el rumbo de la nave para que los españoles lleguen al
puerto seguro que él les desea».

Efectivamente, pocos meses después de la crisis gubernamental originada por el


cese de Pío Cabanillas, el gobierno Arias vivió una segunda crisis. En este ocasión,
el factor desencadenante fue la dimisión del ministro de Trabajo y vicepresidente ter-
cero del gobierno, Licinio de la Fuente, que había estado promoviendo una reforma
de la legislación laboral que contemplara una regulación, muy restrictiva por otra par-
te, del derecho de huelga. Así, para que una huelga fuera legal debía estar convocada
en una sola empresa, votada por el 60% de la plantilla, tener un carácter exclusiva-
mente laboral, y producirse cuando no tuviera vigencia el convenio colectivo. Pero a
pesar de sus evidentes limitaciones, el proyecto de Licinio de la Fuente generó una
gran oposición en la Organización Sindical, manifestada en el seno del gobierno por
el ministro Fernández Sordo, así como en sectores ultras y en el Ministerio de la Go-
bernación. La dimisión del ministro de Trabajo abrió una crisis que fue aprovechada
por Arias Navarro para reestructurar el gabinete, librándose además del para él moles-
to ministro secretario general del Movimiento Utrera Molina, a quien había tenido
que ordenar poco antes el cese del director del diario Arriba, el «ultra» Antonio Iz-
quierdo, orden a la que se había resistido apelando a Franco. El dictador se resistió al
cese de Utrera, por su probada fidelidad personal y política, así como al de Ruiz Jara-
bo, pero en esta ocasión tuvo que ceder finalmente ante la firmeza de Arias, que al
parecer incluso amenazó con dimitir. El 4 de marzo se anunciaron los cambios en el
gobierno: la secretaría general del Movimiento fue confiada a Fernando Herrero Te-
jedor, falangista y miembro del Opus Dei, además de persona próxima a Juan Carlos,
que había sido vicesecretario general con Solís y, posteriormente, fiscal del Tribunal
Supremo. Los nuevos ministros eran Fernando Suárez en la cartera de Trabajo, José
M.a Sánchez Ventura, en Justicia, José Luis Cerón Ayuso, en Comercio, y Alfonso Ál-
varez de Miranda, en Industria.
Fernando Herrero Tejedor llegó a la Secretaría General del Movimiento con el
propósito de impulsar el asociacionismo, ayudado por un grupo de políticos jóvenes,
entre los que destacaba Adolfo Suárez, que fue nombrado vicesecretario general, para
lo que propició contactos con los distintos sectores de la clase política del franquis-
mo. Con el nuevo ministro pareció que reaparecía un aperturismo, aunque con per-
files muy imprecisos. Desde el aparato del Movimiento dirigido por Fernando Herre-
ro Tejedor se promovió una asociación, Unión del Pueblo Español, UDPE, que sería
presidida por Adolfo Suárez, con vocación de convertirse en la pieza esencial del aso-
ciacionismo político y promotora de un continuismo matizado por un cierto refor-
mismo; fue la única asociación que, en septiembre de 1975, había logrado los 25.000
afiliados requeridos. Junto a la UDPE se formaron otras cinco asociaciones de origen
falangista, todas con posiciones continuistas, excepto Reforma Social Española de
Manuel Cantarero del Castillo, entre ellas Falange de las JONS, dirigida por Girón y
Fernández Cuesta; por su parte, Federico Silva Muñoz promovió Unión Democráti-
233
ca Española, una asociación de signo demócrata-cristiano conservador, y un grupo de
militantes monárquicos creó Unión Española.
Pero la actuación de Herrero fue muy breve: en junio un extraño accidente auto-
movilístico acabó con su vida. Para sustituirlo se incorporó de nuevo al gabinete José
Solís por decisión de Franco, cada vez más sometido a las presiones de la camarilla
de El Pardo, encabezada por Cristóbal Martínez Bordiu. Poco después, los inmovilis-
tas encabezados por el presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, Alejandro
Rodríguez de Valcárcel, y contra la opinión de buena parte del gobierno, lograron
que Franco prorrogase por seis meses la legislatura de las Cortes, primer paso de una
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operación que contemplaba desplazar a Arias de la presidencia del Gobierno para co-
locar a un franquista sin ningún tipo de veleidades aperturistas y decidido a aplicar
una política de defensa numantina del régimen. En todo caso, con la prórroga se ase-
guraba la permanencia en un puesto clave del entramado institucional franquista de
Rodríguez de Valcárcel.

21.3. DEL APERTURISMO A LA INVOLUCIÓN


Producto del aparente impulso aperturista del gobierno formado en marzo, en
mayo de 1975 se aprobó un decreto-ley que reconocía el derecho de huelga y lo regu-
laba muy restrictivamente, siguiendo muchos de los puntos del proyecto de Licinio
de la Fuente, lo que determinó que tuviera un escasísimo impacto en las relaciones
laborales y que la mayoría de conflictos continuaran desarrollándose al margen de la
legalidad. Según el preámbulo, «se ha aceptado ya en la filosofía política del Estado
español que los conflictos colectivos de trabajo, al igual que los conflictos individua-
les, forman parte de la realidad económica y social, y su número y complejidad au-
mentan cuando dicha realidad se somete a procesos de crecimiento y de cambio pro-
movidos por el propio Estado...».
Pero tanto el estatuto de asociaciones como la ley para regular las huelgas eran tar-
díos y absolutamente insuficientes. La sociedad española vivía desde comienzos
de 1974 una ola de conflictividad laboral de considerables dimensiones, las protestas
estudiantiles no cesaban, y la protesta antifranquista aparecía cada vez más abierta-
mente y en más escenarios. En la primavera de 1975, las preceptivas elecciones sindi-
cales, en las que CC.OO., USO y otros grupos propugnaron la participación presen-
tando «candidaturas unitarias y demócratas», que lograron un gran éxito, llevaron en
muchas zonas a la Organización Sindical al borde del colapso.
Por otra parte, los grupos violentos incrementaron sus acciones, provocando des-
de enero de 1974 a agosto de 1975 más de tres decenas de víctimas mortales, en su
mayor parte miembros de las fuerzas policiales. El 25 de abril de 1975, el gobierno im-
puso el estado de excepción en Guipúzcoa y Vizcaya, suspendiendo los artículos 12,
14, 15, 16 y 18 del Fuero de los Españoles ante «la necesidad de proteger la paz ciu-
dadana contra intentos perturbadores de carácter subversivo y terrorista», según reza-
ba el decreto-ley, lo que desencadenó una operación represiva de gran alcance con
centenares de detenidos, muchos de los cuales fueron torturados, registros masivos, y
controles e identificaciones en calles y carreteras. Un informe de Amnistía Internacio-
nal del mes de julio relataba con detalle la situación de represión intensa y generali-
zada que habían vivido las dos provincias vascas. Probablemente, la investigación de-
tallada de los efectos de este estado de excepción arrojaría más luz sobre las actitudes

234
políticas de una parte sustancial de la sociedad vasca en los años posteriores.
El verano de 1975 fue especialmente tenso. Con el creciente impacto de la crisis
económica como telón de fondo, crecía el desasosiego entre los sectores de la clase
política del régimen que habían propugnado algún tipo de aperturismo o de refor-
mismo, incluyendo aquellos más cercanos al príncipe Juan Carlos, al tiempo que al-
gunos se decantaban con aparente precipitación hacia posturas inequívocamente de-
mocráticas. Una cierta sensación de huida del barco encallado y hundiéndose se apo-
deró de determinados círculos. En mayo, el periodista del monárquico ABC, Luis
María Ansón, en un artículo titulado «Cobardía moral», había denunciado el «rumor
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de ratas que abandonan la nave del régimen», proclamando su admiración, sin com-
partir sus ideas, «por los franquistas y los falangistas que en la actualidad continúan
defendiendo [...] aquellos principios por los que pelearon bravamente en la guerra y
en la paz», en tanto sentía vergüenza «por esos otros franquistas y falangistas, por esos
hombres del Régimen, por esas gallinas del sistema que disimulan unas veces lo que
fueron, reniegan de sus convicciones otras veces, se ciscan en los principios y en los
símbolos con que medraron y se enriquecieron para apuntarse ahora al cambio y se-
guir en el futuro comiendo a dos carrillos».
A principios de julio se produjo un hecho de especial gravedad para el régimen:
la detención de oficiales de las Fuerzas Armadas miembros de la Unión Militar De-
mocrática, UMD, que a principios de año había hecho público un manifiesto. La
UMD pretendía promover una actitud favorable a la democracia y poder neutralizar
una eventual tentativa involucionista del búnker militar. Anteriormente ya se habían
producido algunas detenciones, pero las de julio provocaron inquietud y expec-
tación.
Por otra parte, la espiral represiva se agudizó con la aprobación de un decreto-ley
contra el terrorismo que significaba un estado de excepción permanente. Así, además
de limitar derechos y garantías en aras de una más eficiente actuación de la policía y
los tribunales, se reforzaba el papel de la jurisdicción militar y se establecía para mu-
chos delitos que las penas impuestas lo serían en su grado máximo; además, la nueva
norma afectaba directamente a una parte importante de la oposición antifranquista
totalmente ajena a la acción violenta. El decreto-ley del 27 de agosto afirmaba que «la
larga paz de que viene disfrutando España no podía ser totalmente inmune a la pla-
ga terrorista que padece el mundo», precisamente el «desarrollo pacífico y progresivo
que ha caracterizado a la vida española durante cerca de cuarenta años ha concitado
la irritación de las organizaciones, grupos o individuos que preconizan la violencia
como instrumento de sus propósitos políticos o de sus impulsos antisociales». El de-
creto-ley reiteraba «la ilegalidad de los grupos u organizaciones que están ya definidas
como ilegales en disposiciones anteriores de no derogada vigencia —decreto de 13 de
noviembre de 1936, ley de 9 de febrero de 1939, ley de 15 de noviembre de 1971, y
artículo 193 del Código Penal—», es decir, partidos y sindicatos como PSOE, PCE,
PSUC, UGT, STV, CNT, etc., y añadía que «se incluyen en el Decreto-ley por tratar-
se de organizaciones cuyas ideologías propugnan la utilización de la violencia y del
terrorismo como instrumentos de acción política». Afirmaba el texto legal que «nin-
gún ciudadano honrado y patriota va a sentirse afectado por la circunstancial dismi-
nución de sus garantías constitucionales» y, en todo caso, «ese pequeño sacrificio está
suficientemente compensado por la tranquilidad y seguridad que ha de proporcionar
a toda la comunidad nacional» la defensa de la paz social.

235
Según las disposiciones de este decreto-ley se celebraron en las semanas siguien-
tes varios consejos de guerra que concluyeron con la imposición de penas de muerte.
Ello provocó, una vez más, una amplia movilización contra las penas de muerte y en
demanda de su conmutación, aunque el clima represivo probablemente inmovilizó
a sectores que se sentían más vulnerables o que fueron atemorizados por la actuación
gubernamental. Sumando su voz a otras muchas, la comisión permanente de la Con-
ferencia Episcopal solicitó el indulto de los condenados a la pena capital en un largo
documento en el que se afirmaba que «la conciencia cristiana no puede admitir un
empleo legal de la fuerza que vaya más allá del necesario», porque «todo exceso en la
fuerza de la represión es también violencia»; además «una honesta y leal postura de
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oposición política o de crítica de gobierno, aun realizada asociativamente o por los


medios de comunicación social, no puede ser considerada legítimamente como acto
delictivo».
Pero a pesar de todas las peticiones, entre ellas y nuevamente dos del Papa Pa-
blo VI, la segunda la víspera de las ejecuciones, y de la gran movilización de la opi-
nión pública internacional, el gobierno dio el «enterado» preceptivo, al tiempo que
indultaba a seis condenados. Al amanecer del 27 de septiembre fueron fusilados los
miembros del FRAP Francisco Baena, Ramón García Sanz y José Luis Sánchez-Bra-
vo, y los de ETA Ángel Otaegui y Juan Paredes Manot. La involución represiva alcan-
zaba así una dimensión desconocida; pero las ejecuciones no eran signo de fortaleza
del régimen, sino, contrariamente, signo de su debilidad. Con ellas, Franco y los in-
movilistas mostraban que se veían aislados aunque decididos a defender al régimen
con uñas y dientes, con sangre. La indignación internacional fue mayúscula: masivas
manifestaciones contra la dictadura se sucedieron en la mayoría de capitales euro-
peas, en algunos casos destrozando instalaciones españolas, el incidente más grave se
produjo en Lisboa con el asalto a la propia embajada; duras condenas de organizacio-
nes e instituciones fueron hechas públicas, así como de dirigentes de muchos gobier-
nos. Y un hecho especialmente grave: la llamada por los gobiernos de la República
Federal Alemana, Gran Bretaña, Francia, Bélgica, Holanda, Dinamarca, Noruega,
Suecia, Italia, Austria y Suiza de sus embajadores en Madrid.
Ante esta situación, que recordaba los años más duros de la condena internacio-
nal del franquismo, y que no podía dejar de inquietar profundamente a los sectores
de las clases burguesas que habían apostado con claridad por un proceso de aproxi-
mación a la Europa comunitaria, por tanto ante una expectativa de futuro dramática-
mente incierta, la capacidad de reacción de la dictadura se limitó a la movilización de
los adictos y a la tradicional manifestación en la plaza de Oriente de Madrid. El alcal-
de de la capital llamó a los madrileños a «expresar nuestra indignación por las intole-
rables agresiones que se están cometiendo con nuestra Patria». Como la convocato-
ria, el discurso de Franco, del 1 de octubre, parecía un salto en el túnel del tiempo
para retroceder treinta años, hasta mitad de la década de los 40. Franco agradeció a la
multitud, que le aclamaba con el saludo fascista del brazo en alto, «la serena y viril
manifestación pública» en desagravio a los ataques sufridos «que nos demuestran,
una vez más, lo que podemos esperar de determinados países corrompidos, que acla-
ra perfectamente su política constante contra nuestros intereses». Para el dictador,
todo obedecía «a una conspiración masónica izquierdista en la clase política, en con-
tubernio con la subversión comunista-terrorista en lo social, que si a nosotros nos
honra, a ellos los envilece». Ese mismo día, cuatro policías fueron asesinados en Ma-
drid, obra de una nueva organización terrorista, los Grupos Revolucionarios Antifas-
236
cistas 1.° de Octubre, GRAPO. Pocos días más tarde, el 12 de octubre, Franco hizo
su última aparición pública. Los hechos de septiembre fueron reveladores de cuáles
podían ser las consecuencias del puro continuismo o de una involución ultra.

21.4. CONFLICTOS SOCIALES Y MOVILIZACIÓN ANTIFRANQUISTA


La agudización de la represión y la alarma de los «ultras» hay que explicarla con-
siderando el espectacular crecimiento de la conflictividad social y de la contestación
política. En 1974 se alcanzó una cifra sin precedentes de conflictos laborales, huel-

guistas y horas de trabajo perdidas, con una especial importancia en Barcelona, que
registró un muy duro conflicto en la empresa Seat y dos huelgas generales en la co-
marca del Bajo Llobregat, la primera en julio y la segunda en diciembre, ambas segui-
das masivamente. En Vizcaya, Guipúzcoa y Navarra se produjo también una elevada
conflictividad, además con expresiones de protesta política como la huelga general
convocada por ETA para los días 2 y 3 de diciembre, que tuvo especial incidencia en
Guipúzcoa, y la organizada por grupos radicales de izquierda —MCE, ORT y LCR-
ETA VI— el día 11 de diciembre. Madrid también tuvo en 1974 una notable conflic-
tividad laboral.
En 1975, los conflictos laborales descendieron levemente, aunque su número se
mantuvo elevado en las principales concentraciones industriales españolas. De nue-
vo en Guipúzcoa y Vizcaya se produjeron importantes movilizaciones obreras, algu-
nas de signo marcadamente político, en muchos casos en respuesta a actuaciones re-
presivas de las fuerzas policiales; el 20 de febrero diversas organizaciones sindicales y
políticas convocaron una huelga general en protesta por la muerte de un militante an-
tifranquista por disparos de la Guardia Civil. Como ya ha sido señalado, en abril el
gobierno impuso el estado de excepción en las dos provincias vascas. El 11 de junio
Ondarroa vivió una huelga general como consecuencia de la muerte de un joven
también por disparos de la Guardia Civil. Pero fue en agosto y septiembre cuando la
movilización alcanzó sus más altas cotas a raíz de los consejos de guerra; los días 11,12
y 29 de septiembre sendas convocatorias de huelga general tuvieron un notable segui-
miento. En este contexto, no debe extrañar que la Memoria anual de la Delegación
Provincial de Sindicatos de Guipúzcoa denunciara que la convivencia se había dete-
riorado «de manera alarmante», y que la elevada tensión laboral evidenciaba «muchas
veces los problemas extralaborales, dando como consecuencia una situación de dete-
rioro de la convivencia social». Pamplona fue también escenario de una huelga gene-
ral a mitad de enero, en respuesta a la represión policial contra los trabajadores con-
centrados en solidaridad con los mineros encerrados en el pozo de Esparza de Pota-
sa de Navarra. Por otra parte, la tendencia ya pronunciada a la diversificación de la
conflictividad, tanto en relación con los sectores productivos como en cuanto a su lo-
calización, se acentuó aún más, declarándose huelgas en actividades del sector servi-
cios con un gran impacto público. Debe destacarse, en este sentido, la espectacular
huelga de actores que cerró los teatros madrileños y algunos de Barcelona a princi-
pios de 1975.
La conflictividad laboral se vio favorecida por el aumento de la militancia sindi-
cal, fundamentalmente de las CC.OO, pero también de USO, e incluso avanzó la
reorganización de la UGT más allá de sus reductos en algunas zonas del País Vasco
aunque su definitivo relanzamiento no se produciría hasta 1976. Efectivamente,

237
desde 1973 se produjo un continuado crecimiento del número de activistas sindica-
les y de su influencia entre segmentos relativamente amplios de la clase obrera. Así,
un informe policial de enero de 1974 alertaba que «los grupos de oposición, aunque
en número muy reducido en comparación con la masa trabajadora, se encuentran día
a día más potenciados ante sus compañeros y hacen sentir cada vez más su influen-
cia...». Las elecciones sindicales de 1975 fueron planteadas por CC.OO., al menos en
las grandes concentraciones industriales, como un auténtico asalto a la Organización
Sindical; en un documento de las CC.OO. catalanas que proponía el objetivo de
«que los representantes a todos los niveles sean auténticamente elegidos por los tra-
bajadores y sean hombres dispuestos a defender nuestros intereses de clase», se afir-
xxxxxxx

maba que no se trataba solamente de «conquistar al máximo número de puestos que


permitan una mayor defensa de los trabajadores», sino también de «preparar y llevar
a cabo un verdadero asalto político y físico a través de las elecciones del Sindicato
Vertical, un asalto que pueda ser definitivo, destruyendo este sindicato vertical como
instrumento que ha sido y es de los intereses de la patronal y puntal del régimen fas-
cista en la explotación y opresión de la clase obrera».
Si la conflictividad obrera alcanzó altas cotas, con la consiguiente tensión políti-
ca, la conflictividad estudiantil mantuvo también una situación de tensión que podía
radicalizarse en función de la actitud de las autoridades académicas y gubernativas;
así, si éstas adoptaban posiciones permisivas, la tensión podía disminuir en el interior
de los recintos universitarios, generándose lo que en el lenguaje de la oposición se de-
nominó «zonas de libertad», con reuniones, asambleas, carteles murales, distribución
de publicaciones ilegales y actos de signo abiertamente antifranquista. Si la actitud de
las autoridades se inclinaba a la represión de aquellas manifestaciones, la suspensión
de clases, la intervención de la policía en facultades y escuelas y el cierre de centros,
aseguraba el «desorden» público. En cualquier caso, la universidad hacía de caja de re-
sonancia de cualquier situación conflictiva, lo que significaba una agitación perma-
nente, dada la tensa situación socio-política de los últimos años de la dictadura, una
agitación que alteraba el orden en las principales ciudades españolas.
La protesta universitaria trascendió la acción de los estudiantes y adoptó una nue-
va dimensión por el papel de los profesores no numerarios. En 1975, una larga huel-
ga de PNN paralizó muchos centros en las principales universidades españolas. En fe-
brero de ese mismo año, en respuesta a las protestas estudiantiles las autoridades de-
cidieron la clausura del curso en la Universidad de Valladolid desencadenado una ola
de huelgas y protestas en todos los centros de enseñanza superior; la situación en las
universidades alcanzaba así un punto insostenible. También a partir de 1973, los mo-
vimientos vecinales en las grandes ciudades españolas cobraron un nuevo impulso,
erosionando profundamente los poderes locales franquistas. Como en el movimien-
to obrero, se generó una dinámica de mutua alimentación entre la militancia vecinal
y la militancia política antifranquista.
En este marco de continuado crecimiento de la militancia antifranquista destaca,
en primer lugar, el auge del PCE y del PSUC, que, con la excepción del País Vasco y
Navarra, consolidaron su posición hegemónica en las CC.OO.; al mismo tiempo, te-
nían una destacada presencia en el movimiento vecinal y en el movimiento estudian-
til, así como entre los sectores más dinámicos de colectivos profesionales como ense-
ñantes, abogados, arquitectos, periodistas etc. Pero en estos años se produjo también
un notable crecimiento de otros grupos radicales de izquierda, presentes también en
los distintos movimientos sociales, la mayoría autodefinidos marxistas-leninistas, con
238
influencias maoístas como el PCE (internacional), transformado en 1974 en Partido
del Trabajo de España —PTE—, el Movimiento Comunista de España, la Organiza-
ción Revolucionaria de Trabajadores, la Organización Comunista Bandera Roja, la
trotskista Liga Comunista Revolucionaria, y otros grupos menores. A diferencia del
PCE, que propugnaba una alternativa democrática a la dictadura y una política de
alianzas amplia, muchos de estos grupos propugnaban como alternativa al franquis-
mo la revolución socialista.
La política unitaria antifranquista impulsada por los comunistas había tenido un
destacable, aunque excepcional, éxito en Cataluña, con la formación de la Assemblea
de Catalunya, que consiguió una notable capacidad movilizadora. Por otra parte, la re-
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presión, especialmente las detenciones de 113 participantes un una sesión de la comi-


sión permanente en octubre de 1973, y la de 67 en septiembre de 1974, en ambos ca-
sos en recintos religiosos, contribuyó a dar a conocer y a popularizar la Assemblea. En
la primavera de 1975, dirigentes de las principales formaciones políticas catalanas
—comunistas, socialistas, liberales, nacionalistas y democristianos— salían a la luz
pública en un ciclo de conferencias celebrado en el Colegio de Abogados de Barce-
lona para exponer sus proyectos políticos a partir del denominador común de la As-
semblea.
La unidad antifranquista catalana era excepcional, pero justamente a partir de 1974
iban a empezar a cristalizar los esfuerzos para crear organismos realmente unitarios a
escala española. En julio de 1974 se formó en París la Junta Democrática de España,
integrada por el PCE, Comisiones Obreras, personalidades independientes, algunas
vinculadas a Juan de Borbón, y a la que se incorporaron también el Partido Socialis-
ta Popular, dirigido por Enrique Tierno Galván y grupos socialistas regionales, el Par-
tido Carlista de Carlos Hugo, el PTE, y otros. El programa de la Junta propugnaba la
formación de un gobierno provisional que restableciera las libertades democráticas;
la promulgación de una amnistía para todas las responsabilidades de naturaleza polí-
tica; la legalización de todos los partidos políticos sin exclusiones; la libertad sindical
y el derecho de huelga; las libertades y derechos de reunión, manifestación, opinión
e información; «el reconocimiento, bajo la unidad del Estado español, de la persona-
lidad política de los pueblos catalán, vasco y gallego y de las comunidades regionales
que lo decidan democráticamente»; la celebración de una consulta popular «para ele-
gir la forma definitiva del Estado»; y la integración española en las Comunidades eu-
ropeas.
La Junta Democrática logró reunir a la mayor parte de los grupos más importan-
tes y más dinámicos del antifranquismo encabezados por el PCE, pero no logró inte-
grar organizaciones que aunque débiles orgánicamente podían representar una parte
notable de la sociedad española, como el PSOE y los demócrata-cristianos. Los rece-
los de estos grupos, especialmente del PSOE, procedían del claro liderazgo que de-
sempeñaba el PCE en toda plataforma unitaria, puesto que era la organización más
fuerte e implantada, así como de la presencia y el papel del PSP. Ello no obstante, la
formación de la Junta, que significó además la creación de numerosas Juntas Demo-
cráticas locales y regionales, fue un aldabonazo para el conjunto de la oposición y
provocó que aquellos grupos que no se integraron iniciaran contactos para formar
otra plataforma unitaria. En noviembre, la policía detuvo a dirigentes opositores aje-
nos a la Junta —entre ellos, Felipe González, Dionisio Ridruejo y Antonio García Ló-
pez— cuando celebraban una reunión para discutir la formación de una plataforma
al margen de la Junta, aunque fueron puestos rápidamente en libertad, lo que mostra-
239
ba muy claramente la represión diferencial que practicaba el régimen en plena crisis.
En julio de 1975 se formó la Plataforma de Convergencia Democrática, integrada
por el PSOE y la UGT, Izquierda Democrática, de Ruiz Giménez, la Unión Social-
Demócrata Española, dirigida por Dionisio Ridruejo, el PNV y otros partidos nacio-
nalistas y regionalistas, y otros grupos, entre ellos los marxistas-leninistas de la ORT.
El programa dado a conocer por la Plataforma de Convergencia era parecido al de la
Junta Democrática, por lo que no deben buscarse ahí las diferencias entre ambas, sino
en la antes apuntada hegemonía comunista en el antifranquismo y, tal vez, en una ac-
titud distinta respecto a las formas de actuación, más inclinadas a la movilización po-
pular en la Junta, y más posibilistas respecto a una eventual negociación con los re-
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formistas del régimen en la Plataforma. En el terrero del antifranquismo debe desta-


carse el proceso de reorganización del PSOE, que tuvo un importante hito en la ce-
lebración del XIII Congreso en Suresnes, en octubre de 1974, y en la elección de Fe-
lipe González como primer secretario. La nueva dirección socialista, encabezada por
Felipe González, combinando radicalismo retórico y práctica moderada, se lanzó a la
recuperación del terreno perdido tras décadas de limitada actividad.
Así pues, aun en plena crisis del régimen, la oposición antifranquista fue incapaz,
excepto en Cataluña, de crear una amplia plataforma unitaria que multiplicara las po-
sibilidades de movilización. Ello constituyó su principal debilidad, más allá incluso
de su limitada implantación y militancia. Ello sin embargo no debe llevar a conclu-
siones precipitadas; la oposición más activa tuvo un papel esencial en el desarrollo de
unos movimientos sociales —obreros, estudiantiles, vecinales— que erosionaron
profundamente la dictadura y que, si bien no lograron provocar su colapso, en cam-
bio contribuyeron decisivamente, tanto directa como indirectamente, a hacer invia-
bles las opciones continuistas o incluso las sólo limitadamente reformistas. Sin la
continuada acción de estos movimientos, en los que, por ejemplo, los trabajadores
reivindicaban el derecho de huelga ejerciéndolo, y su efectos, es difícil explicar los
cambios de actitudes políticas en instituciones, grupos e incluso en sectores de la cla-
se política franquista.
Al margen de las agrupaciones de la oposición democrática, la mayoría de monár-
quicos próximos a Juan de Borbón acentuaron también su campaña en favor de una
monarquía liberal y democrática. Destacaron en este sentido los artículos en la pren-
sa de José M.a de Areilza. En junio de 1974 se celebró en Estoril una reunión de des-
tacados monárquicos, entre los cuales estaba Joaquín Satrústegui, y en junio de 1975,
en una cena en Lisboa, Juan de Borbón, al que la Junta Democrática a través de Cal-
vo Serer había pedido repetidamente un posicionamiento público contra el régimen
y sus proyectos sucesorios y en defensa de un régimen democrático, volvió a reiterar
su defensa de la instauración de una monarquía legítima y democrática, lo que pro-
vocó que el gobierno le prohibiera la entrada a territorio español, algo que violenta-
ba especialmente la posición de Juan Carlos.
Como hemos visto, en los dos últimos años de la dictadura se produjo un recru-
decimiento de la violencia política. Por una parte, ETA fue incrementando sus accio-
nes; así, desde octubre de 1974 a octubre de 1975 asesinó a 22 miembros de las fuer-
zas de orden público y a 14 civiles. La represión contra, ETA, muchas veces masiva e
indiscriminada, despertó una amplia solidaridad comunitaria en el País Vasco, incre-
mentando no solamente el rechazo al franquismo, sino al conjunto de instituciones
estatales. Por otra parte, se produjo la aparición de un terrorismo ultraizquierdista que

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tuvo su principal expresión en el FRAP, que también realizó atentados contra miem-
bros de las fuerzas policiales, al igual que un grupo de igual signo surgido en octubre
de 1975, el GRAPO.

21.5. LA CRISIS DEL SAHARA Y LA AGONÍA DE FRANCO


Con una abierta crisis del régimen, el gobierno debió hacer frente además a un
nuevo foco desestabilizador, el Sahara. La política exterior conducida por Cortina in-
tentó afirmar un cierto protagonismo español en la Conferencia de Seguridad y Coo-
peración Europea, celebrada en Helsinki en la primavera de 1975, en la que Arias Na-
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varro pudo aparecer junto a los principales líderes europeos; pero, por otra parte, la
extrema debilidad política del régimen le obligó a firmar el 27 de septiembre un com-
promiso con los Estados Unidos para proceder a la renovación de los acuerdos. En
este contexto se produjo el estallido de la crisis del Sahara provocada por Marruecos.
En 1966, Carrero había impulsado un pronunciamiento de las asambleas tribales
a la ONU a favor de que el Sahara permaneciera unido a España, en tanto que Ma-
rruecos pasaba a defender la autodeterminación. En 1967, el gobierno español puso
en funcionamiento un régimen autónomo con la formación de la Asamblea General
del Sahara, al tiempo que jefes tribales eran nombrados procuradores a Cortes; para-
lelamente, propició la creación de una organización política defensora de la vincula-
ción con España, el Partido de Unión Nacional Saharaui (PUNS). En 1973, el proble-
ma sahariano se complicó para España con la aparición del Frente Polisario, forma-
ción política nacionalista y socializante que propugnaba la independencia de la
colonia. Por otra parte, el rey de Marruecos, Hassan II, con una grave crisis interna
que se manifestó en dos tentativas de golpe de Estado, optó por utilizar la reivindica-
ción del Sahara, olvidando su posición anterior favorable a la autodeterminación de
los saharauis, para desviar hacia la agitación nacionalista el profundo malestar que
estaba emergiendo en el país, aprovechando al mismo tiempo la creciente crisis del
régimen franquista.
El gobierno español, ante la relativamente exitosa campaña de Marruecos en bus-
ca de apoyos a su posición, optó por aceptar finalmente iniciar el proceso descoloni-
zador y permitir la expresión de la voluntad de los saharauis en un referéndum de au-
todeterminación; mientras tanto, elaboró un nuevo Estatuto del Sahara que no llegó
a ser aprobado. El referéndum tuvo una primera previsión de convocatoria para la
primavera de 1975, en tanto que Hassan planteaba el caso ante el Tribunal Interna-
cional de Justicia de La Haya, al mismo tiempo que, para incrementar la presión so-
bre España, reivindicaba también Ceuta y Melilla.
El 16 de octubre, el Tribunal de La Haya falló en contra de los argumentos de Ma-
rruecos; así, tanto la ONU como el Tribunal Internacional de Justicia defendían la
autodeterminación del Sahara, que era también la posición oficial española; a los paí-
ses colindantes no se les reconocían derechos sobre el territorio. En aquellos mismos
días, Franco iniciaba su larga agonía y la incertidumbre aumentaba entre la clase po-
lítica franquista. En este escenario, Hassan decidió dar un paso arriesgado pero que
resultó decisivo: anunció una invasión pacífica del Sahara —la denominada Marcha
Verde— en la que participarían decenas de miles de civiles llamados a recuperar para
Marruecos el territorio del Sahara. Para evitar a cualquier precio un conflicto en una
situación tan crítica para el régimen, viajaron a Rabat los ministros Solís y Carro para

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acordar con Hassan el inicio de conversaciones bilaterales que indudablemente signi-
ficarían el abandono por parte española de sus compromisos internacionales. Aun
así, el 6 de noviembre se inició la marcha marroquí para incrementar la presión, aun-
que fue suspendida tres días más tarde, antes que se produjera algún incidente grave.
Pocos días después, el 14 de noviembre, se firmó el Acuerdo de Madrid, que suponía
que España entregaba el Sahara a Marruecos y Mauritania; hasta febrero de 1976, fe-
cha en que España se retiraría de la colonia, actuaría una administración conjunta de
los tres países firmantes del pacto junto con la Asamblea que teóricamente represen-
taba a los saharauis. El vergonzante abandono del Sahara por parte española signifi-
có el inicio de un conflicto, aún abierto al cabo de más de veinte años, entre Marrue-
cos, con el apoyo esencial de los Estados Unidos, y el Frente Polisario, que procedió
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a la creación de la República Árabe Saharaui Democrática, ante la pasividad de los or-


ganismos internacionales que habían resuelto inequívocamente en favor del derecho
a la autodeterminación de los habitantes del Sahara.
Ciertamente, Hassan no pudo elegir mejor el momento. El 15 de octubre Franco
sufrió un ataque cardíaco al que siguieron otros dos; el 2 de noviembre fue traslada-
do a la Ciudad Sanitaria La Paz, y se le practicaron todo tipo de intervenciones para
mantenerlo con vida, lo que no dio otro resultado que prolongar su larga agonía. En
aquellos momentos parece que el principal objetivo de los sectores más inmovilistas
del régimen, con el apoyo del entorno familiar del dictador, era que Franco renovara
el mandado del presidente de las Cortes, Alejandro Rodríguez de Valcárcel, que fina-
lizaba el día 26, y que como presidente del Consejo del Reino tenía un papel clave
en la confección de la terna para designar presidente del Gobierno. Pero en la madru-
gada del día 20, Franco murió.
Con la desaparición de Franco se iniciaría una nueva etapa en la historia españo-
la que en pocos meses mostraría lo ilusorio del «atado y bien atado» futuro prepara-
do por el dictador, la inutilidad de tantas previsiones continuistas y de tantas discu-
siones estériles sobre el carácter del Movimiento o sobre las asociaciones. Aun con un
notable peso en las instituciones franquistas de los partidarios del puro continuismo,
una parte importante de las elites económicas y políticas llegó a la conclusión de su
absoluta inviabilidad, especialmente por los riesgos de una crisis social y política de
imprevisibles consecuencias, y porque significaría la definitiva marginación de Espa-
ña del proceso de unidad europea.
A menos de dos años de la muerte del Caudillo, unas elecciones generales libres
mostrarían la marginalidad en la sociedad española de los partidarios de un régimen
autoritario y el amplio apoyo de aquellas fuerzas identificadas con el ideario y los
proyectos de la oposición antifranquista.

242
243
CUARTA PARTE

LA TRANSICIÓN POLÍTICA Y LA CONSTRUCCIÓN


DE LA DEMOCRACIA
(1975-1996)

JULIO ARÓSTEGUI 
244
CAPÍTULO XXII

Años de una historia nueva:


la historia del presente

22.1. HISTORIA DEL PRESENTE


En el mes de noviembre de 1975 moría el general Francisco Franco, «Caudillo de
España», creador y sostén insustituible hasta su muerte de un régimen que el lengua-
je común ha acabado rotulando como «franquismo». Fue un periodo de difícil defi-
nición política, nacido de una guerra civil, situado entre el fascismo, la dictadura mi-
litar y el autoritarismo personal inspirado en doctrinas preliberales, y que perduró du-
rante 39 años. De haberse cumplido realmente las previsiones sucesorias que la
legislación había ido estableciendo, se habría producido la prolongación del régimen
dictatorial sin la persona de su fundador, en una situación institucionalmente más
confusa aún y alejada de las formas liberal-democráticas propias de los países desarro-
llados del siglo XX. Hubiera sido un «franquismo sin Franco», según se llamaba, en la
época final del régimen, a la propuesta continuista que se pretendía desde el poder.
Pero aquellas previsiones de continuidad de las instituciones creadas por el fran-
quismo, la pretensión de que todo estaba «atado y bien atado», no se cumplieron. La
historia fue por otro sitio y el indefinible régimen del general Franco desembocó en
pocos años en la instauración de un nuevo Estado liberal y democrático, regido por
una ley constitucional, mucho más acorde con la situación de la que disfrutaban des-
de decenios antes los países de nuestro entorno geopolítico e histórico. Hay que ex-
plicar, por tanto, cuál fue el mecanismo de este cambio, cómo se explica su desenvol-
vimiento, qué sociedad y qué dirigentes lo llevaron a término, qué factores lo hicie-
ron posible y qué dificultades hubo de vencer, entre otros muchos aspectos posibles.
Y determinar, en definitiva, a qué situación histórica ha llegado el país en el último
cuarto del siglo XX.
En principio, la historia de España en el último cuarto del siglo XX se identifica
ya, fundamentalmente, con dos procesos de especial trascendencia: primero, la recu-
peración del sistema político e institucional de la democracia y, segundo, la incorporación
al proceso de integración de Europa que se está viviendo en toda la segunda mitad de este
siglo y, consiguientemente, la integración de España en las instituciones supranacio-
nales de la Comunidad Económica Europea transformada hoy en la Unión Europea.
Estos son, por tanto, los dos ejes básicos sobre los que debe girar cualquier estudio
histórico de esta España del presente, pero, naturalmente, no son éstos los úni-
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245
cos asuntos que se han desarrollado en el país desde el fin del régimen del general
Franco.
Hace aún muy pocos años hubiera sido impensable que la historia se ocupase de
una realidad tan inmediata al hoy, que muchos ciudadanos han conocido personal-
mente y que puede ser recordada y contrastada por ellos mismos. En el momento ac-
tual, sin embargo, esa posibilidad está perfectamente asumida. Hoy los historiadores
trabajan también en la «historia de nuestro tiempo», de la que no sólo es posible, sino
inexcusable, ocuparse. En los años finales del siglo empieza a desarrollarse de mane-
ra autónoma un cierto tipo de historiografía que analiza la historia del presente, que en
el caso español es hoy por hoy precisamente la historia vivida por el país tras la desa-
parición del régimen de Franco y la instauración de las formas políticas de la demo-
cracia liberal, constitucional y parlamentaria, en una sociedad plenamente incorpora-
da a las formas económico-sociales del industrialismo. España ha realizado su integra-
ción plena en los medios geopolítico e histórico a los que pertenece, tras haber
atravesado un tercio de siglo —el del régimen de Franco, 1936-1975— con una histo-
ria alejada de la de sus vecinos, si exceptuamos el caso comparable de Portugal.

22.2. ETAPAS Y COYUNTURAS DEL PERIODO


Esta nueva historia de la España constitucional comienza, pues, en 1975, aunque
como en toda historia puedan rastrearse antecedentes de sus principales rasgos desde
mucho antes, y puede describirse bien hasta 1996, al menos, en que se produce un
cambio de partido en el gobierno con características particulares: la derecha democrá-
tica surgida en el posfranquismo gana unas elecciones en condiciones de absoluta
normalidad de las instituciones del régimen liberal y ocupa el poder. Son, por tanto,
hasta el día de hoy, casi veinticinco años de historia con rasgos propios. En las socie-
dades avanzadas, industrializadas, en las que el sistema político democrático está nor-
malizado, como es el caso español, la política no es ya la clave del cambio. Sin em-
bargo, el acontecer político sigue siendo lo más cómodo, y lo más claro, para estable-
cer periodos históricos. En nuestro caso, podemos decir que estamos ante una historia
en la que es posible distinguir nítidamente dos etapas bien distintas.
Una, la primera, ha adquirido una personalidad acrisolada ya históricamente por
su singularidad: es el periodo llamado de la transición democrática o transición posfran-
quista, como momento en que se transforman las antiguas instituciones en otras dis-
tintas; en su visión cronológicamente más breve, comprende los años 1975-1982. La
segunda etapa tiene también una personalidad clara desde el punto de vista político:
es el momento de gobierno del PSOE, o gobierno largo del PSOE, que ha permaneci-
do catorce años, entre 1982 y 1996, marcados por una política propia, con la particu-
laridad también de su falta de precedentes en la historia española.
Naturalmente, dentro de cada uno de estos dos grandes periodos es posible ver
algunos momentos históricos más limitados que tienen su propia personalidad. La
ciencia política y la historiografía hablan hoy de que en los procesos de transición a
la democracia desde regímenes dictatoriales hay, a su vez, dos momentos distingui-
bles: el de la transición propiamente y el de la consolidación. Podemos hablar en Espa-
ña de un momento propio de transición y de otro posterior de consolidación de la de-
mocracia.
El periodo global de la transición y consolidación democráticas, es decir, todo
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aquel lapso de tiempo en que se produce la instauración de un régimen político de-
mocrático, en que se colocan las bases de un nuevo Estado y en que se produce la ge-
neral convicción de que el proceso es irreversible, se extiende desde 1975 hasta el mo-
mento en que un partido histórico como el PSOE accede al poder a través unas elec-
ciones normalizadas en octubre de 1982. Desde entonces, el funcionamiento del nuevo
régimen puede considerarse normal. El periodo de consolidación del sistema liberal-
democrático empezaría propiamente después de aprobarse la constitución política de
1978 y cuando se celebran unas primeras elecciones legislativas normalizadas, las
de 1979.
Cuando en 1982, en las terceras elecciones generales legislativas —después de las
de 1977 y 1979—, triunfa el Partido Socialista Obrero Español liderado por Felipe
González con una abrumadora mayoría de los votos, puede decirse que comenzaba
un nuevo momento histórico. Se abre entonces un nuevo periodo de la vida españo-
la que no se cierra sino en mayo de 1996, cuando tras catorce años de gobierno
el PSOE es sustituido en el poder a través de nuevo de unas elecciones legislativas ge-
nerales por el Partido Popular, la cristalización política de la derecha española poste-
rior al régimen de Franco.
En resumen, la historia de la España del «posfranquismo», hasta el momento ac-
tual, se extiende ya en dos periodos fácilmente distinguibles: el de la transición pos-
franquista, 1975-1982, y el del gobierno del Partido Socialista, 1982-1996. A partir
de 1996 se ha entrado en una situación política nueva y, por los cambios operados en
la Unión Europea desde 1998, puede decirse que en una situación histórica nueva
también.

22.3. HISTORIA DEL PRESENTE, HISTORIA DE GRANDES CAMBIOS


¿Cuáles son los rasgos fundamentales, los caracteres más básicos que podrían de-
finir esta historia de nuestra coetaneidad? Estos últimos veinte años de la historia es-
pañola, hasta el momento actual, podrían caracterizarse diciendo que han ocurrido
en ella pocos acontecimientos y, sin embargo, se han producido importantísimos cam-
bios. ¿Cómo es esto posible? En España hubo al comienzo de la época del «posfran-
quismo» grandes cambios políticos, que fueron decisivos, precisamente la transición,
que pusieron en marcha un país nuevo en lo político, aunque las huellas del pasado
fueran visibles y poderosas. Y, sin embargo, tales cambios, aunque estuvieron acom-
pañados de momentos de gran tensión y de actividad muy decisiva de hombres y gru-
pos, no dieron lugar a grandes convulsiones políticas o de otro género.
A medida que las nuevas instituciones se han ido normalizando y la vida política
estabilizándose, son más normales, frecuentes y necesarios, justamente, los cambios
políticos que se operan en el contraste y confrontación permanente entre grupos de
intereses y grupos de presión, partidos, corrientes de opinión, grandes fuerzas econó-
micas, etc., entre los cuales se discute la labor de los gobernantes y la actitud de los
gobernados, los cambios de orientación en política económica, la mejora de las con-
diciones sociales, las perspectivas internacionales, la protección social, el equilibrio
entre los poderes del Estado y las fuerzas ideológicamente hegemónicas, etc., y, final-
mente, los contrastes entre poderes tan decisivamente importantes como los de los
medios de comunicación masiva —prensa, televisión, telefonía, circuitos digitales, et-
cétera.

247
Jura de Juan Carlos I de España ante las Cortes.

Son todas ellas cosas que cambian con frecuencia, pero que entran perfectamen-
te en la mecánica de una sociedad desarrollada a fines del siglo XX en la que no se pro-
ducen acontecimientos traumáticos. En todo caso, algunos acontecimientos, como
los que se derivan con frecuencia de las acciones del terrorismo, han seguido estando
presentes, por desgracia, en la vida española. La historia que vivimos no es ya la que
se forja en los grandes acontecimientos, salvo situaciones excepcionales, pero sí la
que se mueve en un cambio continuo cuyos efectos, a veces, no son tan perceptibles
como los que contemplamos en el pasado. Esa historia se confunde muchas veces
con la experiencia de cada día, con la vida cotidiana.
Una peculiaridad absolutamente esencial de esta historia española de la última
parte del siglo XX es su naturaleza de historia del presente, o, lo que es lo mismo, una
historia escrita que se refiere toda ella, o una gran parte, a lo que han vivido perso-
nalmente quienes la están escribiendo, leyendo y aprendiendo. Eso la separa de to-
das las demás historias. Es preciso advertir, no obstante, que esta historia de nuestro
presente, es decir, la vida vivida entre 1975 y los días que corren, no ha hecho sino
comenzar a escribirse. La escritura de tal historia no puede apoyarse todavía en un
suficiente número de escritos anteriores que nos orienten y, en ciertos casos, nos fa-
ciliten materiales indispensables. Como toda historia del presente, no puede inves-
tigar en los archivos por tratarse de hechos muy recientes, ni puede apoyarse en la
existencia de monografías sobre multitud de temas básicos que se refieren a ese pe-
riodo de veinte años lleno de acontecimientos y de procesos decisivos. Por el con-
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248
trario, estamos ante una historia con un amplio número de fuentes orales, auditivas
y visuales, en la que puede echarse mano de multitud de textos escritos de diversas
procedencias.
La España del último cuarto del siglo XX es, sin duda, una sociedad muy lejana en
sus realidades sociales de otros momentos anteriores de ella que, sin embargo, están
muy cercanos en el tiempo. Es una sociedad muy distinta de la de aquellos años del
desarrollismo, los de la década de 1960, aunque tenga sus raíces fundamentales en ella,
pues en esos años se produjo el salto histórico decisivo a las realidades actuales. En el
aspecto político, la nueva España constitucional tiene como precedente inmediato la
«crisis del franquismo» que culmina precisamente en noviembre de 1975, cuando
muere el general Franco. La transición que le siguió no terminó de conformar entera-
mente un nuevo Estado. En este sentido, los años 80 han sido decisivos, pues en
ellos, además de importantes transformaciones económicas y sociales, se han dado
los pasos fundamentales hacia un modelo de Estado como el autonómico, que inten-
taba superar definitivamente los problemas planteados por el diseño del Estado libe-
ral en el XIX, y se ha consumado la incorporación al proceso europeo.
En lo económico, un indudable progreso aparece separado en dos momentos dife-
rentes en el periodo. El punto de inflexión decisivo entre ellos se sitúa también en la
adhesión plena a la Comunidad Económica Europea, lo que tiene efecto el 1 de ene-
ro de 1986. Aunque ese cambio sustancial se encuentra matizado por la doble cir-
cunstancia de que, por una parte, bastantes de las condiciones económicas nuevas ha-
bían tenido ya algunos precedentes —tratados preferenciales, etc., saneamiento eco-
nómico y reconversión—, y de que, por otra, bastantes de las condiciones nuevas de
relación con la CEE serían de aplicación progresiva. En cualquier caso, a fines del si-
glo XX, la situación de la economía española en el marco de la Unión Europea y su
unidad de mercados y de moneda se aleja cada vez más de lo que apareció en la épo-
ca clave de la industrialización entre 1960 y la crisis de 1973.
En fin, en el terreno del cambio social, veinte años han modificado las estructuras
sociales españolas mucho más que cualquier periodo anterior, no sólo en el sentido
de hacerlas mucho más homologables —aunque aún a distancia— con las de los paí-
ses avanzados de la Unión Europea, sino también en el de colocar a la sociedad espa-
ñola ante problemas enteramente nuevos imprevisibles antes. La sociedad española
se convierte en una estructura cada vez más abierta, más receptiva a nuevas corrien-
tes, más crítica con las instituciones establecidas y más dispuesta a cambiarlas.
Nuevas tendencias y nuevos problemas se presentan también en la España de los
años 90. Algunos de los parámetros esenciales que fueron básicos en la transición po-
lítica han sufrido una transformación clara, que explica no sólo un cambio en el go-
bierno como el ocurrido en 1996, por más que fuera producto de una muy ajustada
victoria electoral, sino que obliga a plantear nuevas preguntas. Sobre todo, la de si, a
la vista también de las nuevas dimensiones de la confrontación política, no estarán
presentes en la sociedad española de la segunda mitad de los noventa ciertos sínto-
mas de agotamiento del modelo que trajo la transición, del modelo de Estado, de socie-
dad, de práctica política y de expresiones culturales.
La historia de esta nueva España constitucional después del paréntesis franquista,
con una sociedad industrial madura, parte, pues, de un hecho histórico excepcional
como fue la transición y acerca al país sostenidamente hacia su plena homologación
con la trayectoria de las sociedades del mundo occidental desarrollado y también, ob-
viamente, a los mismos problemas que tienen éstas. Los algo más de veinte años
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transcurridos desde el final del régimen de Franco han sido, sin ninguna duda, de in-
tensa historia. Tanto que algún autor ha dicho que España ha estado «puesta a prue-
ba». En los aspectos más básicos, institucionales y legislativos, puede decirse que la
democracia está consolidada, y lo está, sobre todo, en su vertiente sociológica. El fu-
turo español en la Unión Europea es también irreversible. El destino histórico futu-
ro de España está ligado a las instituciones europeas y ése es probablemente el rasgo
más decisivo y más cargado de consecuencias de esta historia de final del siglo XX. Se-
guramente, en ninguna época de su historia ha estado España tan integrada en las
condiciones internacionales en que ha de vivir como lo está hoy, después de aquella
muy negra en casi todos los órdenes que fue el régimen del general Franco.

250
CAPÍTULO XXIII
La crisis del franquismo
y la transición desde la dictadura

23.1. LA CRISIS DEL RÉGIMEN


En sus años finales, el régimen de Franco mostraba dificultades notables para
afrontar una nueva situación interna e internacional. El aparato político, institucional
e ideológico del franquismo era incapaz de adaptarse o de dirigir una sociedad pro-
fundamente cambiada. Por otra parte, la oposición, en el interior y en el exterior, y
desde todos los ángulos de las ideologías políticas, no hizo sino crecer y aumentar su
actividad. Frente a ello, el régimen emplea alternativamente dos procedimientos con-
trapuestos: o una tolerancia que muestra su debilidad, o unos golpes de dura repre-
sión, prueba de debilidad también.
El progreso socioeconómico de España en los años 60 favoreció la difusión entre
la población de un mejor conocimiento de lo que ocurría en el entorno europeo por
parte de muchos españoles y la aparición de una nueva cultura política que incluía la
aspiración a una mayor libertad. Bien es verdad que el progresivo aumento del grado
de bienestar conseguido por la población hacía que una gran masa de ésta prefiriera
el mantenimiento de una situación sin grandes conflictos, lo que producía una cier-
ta desmovilización política. Pero ese mismo mayor desarrollo promovía también, por
el contrario, el nacimiento de fuertes corrientes de oposición en los sectores más ins-
truidos, más concienciados y evolucionados: la universidad, el sistema educativo en
su conjunto, los profesionales urbanos, cuyo número crecía. A ello se sumaba una ac-
titud mucho más crítica también de la Iglesia desde la celebración del Concilio Vati-
cano II.
Entre los rasgos más importantes que destacan en este momento de la crisis del
Estado franquista hay dos que merecen destacarse: la aparición de ideas y de proyec-
tos para la «sucesión» o la «continuidad» del régimen, cuando se ve que su fin está
próximo por el envejecimiento mismo de su fundador y jefe, y la reagrupación de la
oposición y las nuevas estrategias que surgen en sus partidos y grupos con la creación
de organismos unitarios y la búsqueda de contactos, apoyos e influencias.
Las principales características de casi veinticinco años de historia española trans-
curridos ya desde la muerte de Franco, especialmente los del nuevo periodo constitu-
cional desde 1978, no se explican en su desarrollo sin tener en cuenta las condiciones
existentes en la España de finales del franquismo. El momento que suele señalarse
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como decisivo en el declive del régimen fue el de la desaparición, víctima de un aten-
tado de ETA, del almirante Luis Carrero Blanco, el 20 de diciembre de 1973. Pero el
régimen tenía otras debilidades: su ideología había envejecido extraordinariamente
las disidencias entre las «familias políticas» se habían hecho más agudas, la incapaci-
dad para promover la más mínima adaptación a las nuevas circunstancias sociales era
casi completa.
El conglomerado político que integraba el «Movimiento Nacional», como sopor-
te y única agrupación política permitida por el régimen, empezaba a disgregarse. De
ahí que los franquistas hablaran en los primeros años 70 de la necesidad del «rearme
ideológico del régimen», ya que la crisis de los fundamentos ideológicos y, especial-
mente, la clara incapacidad de renovación, amenazaban con llevar a una verdadera
crisis del Estado. Aquel conjunto de «familias políticas» era ya incapaz de acoger y de-
sarrollar ninguna idea capaz de promover de verdad la libertad política y la participa-
ción democrática. Los sectores más inmovilistas del régimen seguían predominando
y bloqueando la puesta en funcionamiento de nuevas leyes sobre los derechos de reu-
nión, asociación, creación de grupos políticos, libertad de expresión, etc.
La pretensión de los franquistas de que el régimen continuara vivo después de la
muerte de Franco no la compartía en absoluto la mayor parte de la población, so
bre todo la más joven y los nuevos grupos sociales nacidos o reforzados por el pro-
greso de los años 60. La existencia de un régimen como el de Franco bloqueaba
también en los años 70 la posibilidad de un avance en las relaciones internaciona-
les del país, sobre todo en el proceso de integración europea. La crisis misma, la
sensación de un próximo final, hacía que otra de las características del momento
fuese la proliferación de ideas, de escritos y de publicaciones que trataban del futu-
ro político español, del «posfranquismo», del destino del régimen cuando se cum-
plieran las previsiones sucesorias de Franco en la persona del Príncipe de España,
Juan Carlos. En definitiva, empieza a plantearse más o menos claramente el proble-
ma de cómo podría sobrevivir un régimen autoritario una vez muerto su creador y
esencial figura, Franco.
Mientras, el régimen no tenía más remedio que ceder algo en su más cerrada re-
presión y la oposición crecía dentro del país y fuera de él. A los partidos tradiciona-
les de la oposición, que son una herencia histórica de los años precedentes a la ins-
tauración del régimen, el PSOE y el PCE en lo fundamental, pues los partidos re-
publicanos han perdido su importancia histórica, se han ido sumando las nuevas
corrientes políticas: la democracia cristiana, el centrismo liberal, la socialdemocracia
no marxista. Los monárquicos que defendían la opción de Juan de Borbón, verdade-
ro heredero del trono, y no de su hijo Juan Carlos, forman también un grupo defini-
do. Igualmente actúan los sindicatos en la clandestinidad, las asociaciones universita-
rias, etc. Incluso empiezan a aparecer asociaciones que son, en definitiva, centros de
opinión política que van agrupando a los «independientes», gentes sin partido pero
de indudable posición antifranquista.
Y a todo ello había que sumar que en el interior del propio régimen, en la Admi-
nistración civil, en los sindicatos verticales, surgían focos de disidencia y tímidas ten-
dencias hacia una transformación, y empezaban a proliferar posiciones distintas acer-
ca de su pervivencia futura, al tiempo que la opinión internacional se volvía cada vez
más crítica respecto a una posible continuidad de un régimen como el de Franco sin
la presencia de Franco mismo. En la prensa se activa el debate sobre la sucesión con
la participación de escritores políticos que a veces forman colectivos con un seudóni-
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mo, como el que se llamó «Tácito», de inspiración democristiana, que escribía en el
diario Ya a partir de 1973 pidiendo la democratización del régimen.
En definitiva, en los años finales del régimen se apuntaban ya algunos de los ele-
mentos históricos básicos que tendrían una decisiva presencia a partir de noviembre
de 1975. Éstos eran fundamentalmente: una cierta disgregación de las posiciones po-
líticas en el interior mismo del régimen, lo que permitía diferenciar a unos «reformis-
tas» templados y un núcleo duro al que desde 1974 se empezó a llamar el «búnker»;
la incapacidad para encontrar alguna vía que permitiera realmente renovar el régimen
con algún resquicio de libertad política real; el fortalecimiento de la oposición en to-
dos su ámbitos, desde la derecha a la izquierda, incluida la oposición sindical; la nue-
va orientación más contraria al régimen emprendida por instituciones como la Igle-
sia e, incluso, la aparición tímida en el propio Ejército de núcleos clandestinos, aun-
que minúsculos, de oposición, como la UME. Todo ello, y algunos extremos más, se
desenvolvían sobre un fondo cada vez más amenazador de crisis económica y de crí-
tica en el extranjero.
En efecto, a la crisis política se sumaba la repercusión muy fuerte que tuvo en Es-
paña la crisis económica mundial, cuyos efectos empezaron a expandirse a comien-
zos de la década de 1970. La llamada «crisis del petróleo» empezó a endurecer las con-
diciones de vida de muchos ciudadanos al desencadenarse una fuerte inflación des-
pués de la expansión general de los años 60. El gobierno de Carlos Arias fue incapaz
de hacer frente a esta crisis que necesitaba enérgicas medidas de contención que eran
impopulares y hubieran colocado al régimen aún en peor situación.
Apareció también la búsqueda de acciones conjuntas contra el régimen de los di-
versos grupos de la oposición y la presentación también por parte de ellos de sus pro-
pias alternativas globales sobre el futuro del país. Hubo algunos organismos unitarios
de la oposición al régimen de carácter regional, de los que el más importante fue la
Asamblea de Cataluña. En el ámbito entero de España, el primero de los organismos
fue la Junta Democrática de España. Vino luego la Plataforma de Convergencia De-
mocrática y, en fin, de la unión de estas dos últimas con posterioridad a la muerte de
Franco nació la entidad llamada Coordinación Democrática. Estos organismos coor-
dinados sirvieron a partir de 1976 como gestores de la unidad de acción de la oposi-
ción, o de casi toda ella, y como interlocutores del gobierno de Suárez en cuestiones
de pactos y discusión o aceptación de estrategias.
El 26 de marzo de 1976 se publicaba el primer manifiesto de «Coordinación
Democrática», que se constituyó realmente en el organismo unitario de la oposi-
ción antifranquista, capaz de entrar en diálogo con los gobiernos de la monarquía
y en la que se agrupaban prácticamente todas las fuerzas políticas y sindicales y un
numeroso grupo de Independientes. Las conversaciones con enviados del gobierno
serían una realidad en el otoño de 1976 y la primavera de 1977. Estos grupos unita-
rios tuvieron también su razón de ser en el hecho de que los acontecimientos polí-
ticos en España se precipitaron en la fase final del régimen. En todo caso, la vida
de estos organismos estuvo siempre salpicada de las dificultades derivadas de que
los grupos políticos, sobre todo los partidos más consolidados, tendían a actuar de
manera independiente más que conforme a intereses comunes de la oposición, y
Coordinación Democrática —a la que la jerga del momento llamó la Platajunta—
empezó a dejar de tener efectividad en cuanto el gobierno de Adolfo Suárez puso
en marcha, en la primavera de 1977, un mecanismo efectivo de legalización de los
partidos políticos.

253
23.2. LA TRANSICIÓN A LA DEMOCRACIA: UN PROCESO NUEVO
Aun cuando sea de forma simbólica, 1975 es una fecha que podría parangonarse
perfectamente con otras que han marcado igualmente hitos en nuestra agitada histo-
ria contemporánea. Así, podríamos hacer un parangón con la de un siglo antes exac-
tamente, la de 1875, en que se «restaura» la Monarquía constitucional, aunque no de-
mocrática, tras un agitado periodo de seis años, el «sexenio revolucionario». Pero es
un craso error histórico pretender que hay una similitud, más allá de la simbólica, en-
tre dos «restauraciones», la de 1875 y la de 1975. También es parangonable en su im-
portancia con la de 1931, en que se instaura una República por segunda vez en la his-
toria contemporánea española, hecho que a la larga daría lugar a todo un periodo
como el franquista de tan acusados rasgos y tan excepcional en la historia española
de los últimos doscientos años.
Se ha hablado también de otras transiciones en la historia de España; de momen-
tos transicionales como serían los de 1833, 1868, 1875 o 1931. Rigurosamente ha-
blando no se puede establecer en modo alguno la analogía entre esas situaciones his-
tóricas. Se trata siempre, es verdad, de transformaciones de las configuraciones políti-
cas de una determinada época, pero en todas ellas pueden apreciarse precedentes
distintos, desarrollos históricos, protagonistas y consecuencias inmediatas diferentes
también.
Lo decisivo ahora es que el año 1975 no representó sólo el final de un periodo y
de un régimen que había apartado claramente la trayectoria española de la de los paí-
ses de su esfera, sino el hecho de que la apertura de una nueva época se realizara de
una especial forma para la que se ha consagrado el nombre de transición democrática.
Entre las transiciones de la historia española contemporánea, ésta es la que se ha de-
sarrollado de forma menos traumática y con más amplio apoyo, lo que, entre otras
cosas, muestra el profundo cambio operado en el país. El caso español de transición
a la democracia desde un régimen de tipo dictatorial no fue, en verdad, una situación
única en la Europa ni en el mundo de los años 70 y 80. Otros países de la Europa del
sur, América del Sur y algo después los países del este de Europa tras los regímenes
«socialistas», experimentaron fenómenos que tenían algunas similitudes con el espa-
ñol. De ahí que las «transiciones a la democracia» se hayan convertido en una espe-
cie de modelo histórico-político de paso de unas situaciones políticas a otras, especial-
mente desde regímenes políticos autoritarios y opresivos a otros de libertades.
En España es posible establecer un periodo central del proceso de transición que
transcurriría entre 1976 y 1978, es decir, un momento de máximo cambio, de mayor
densidad histórica, en el que se cambia del régimen dictatorial al constitucional, pa-
sando por la elaboración y aprobación de dos leyes de excepcional importancia, aun-
que de distinto signo y origen, la Ley para la Reforma Política de 1976 y la Constitu-
ción de 1978. De esta forma, algunos autores consideran que el periodo exacto de la
transición está comprendido entre la muerte del general Franco en 1975 y marzo
de 1979, fecha esta última en la que se celebran las primeras elecciones generales con
un sistema democrático ya normalizado. A partir de ese momento habría comenza-
do el periodo de la consolidación de la democracia, no menos importante que el anterior,
sin duda. Si bien hay razones para considerar que esta distribución de periodos po-
dría ser hecha con arreglo a otros criterios, y que al fijar uno desde 1979 no se tiene
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en cuenta el gran trauma que significó el intento regresivo golpista de febrero de 1981,
no parece dudoso que el periodo 1975-1979 tiene una unidad e inteligibilidad políti-
cas indudables.
Las transiciones a la democracia, más allá de su contenido como procesos histó-
ricos concretos que han tenido lugar en diversos lugares del mundo en las décadas de
los 60 a 90, entre ellos España, se han convertido en una categoría de análisis relacio-
nada con cierto tipo o modelo de cambio político. Transición viene a ser así una cate-
goría histórico-política alineada junto a las de revolución, evolución, ruptura, etc. En el
último cuarto del siglo XX estas transiciones a la democracia se han producido en par-
tes diversas del mundo, en áreas geopolíticas distintas. En la Europa mediterránea, en
concreto, han tenido lugar algunos de estos típicos procesos en los años 60, aunque
nunca han sido enteramente coincidentes en sus mecanismos y resultados, como es
natural, en Portugal, Grecia y España.
Lo ocurrido en España no es, por tanto, en modo alguno «atípico» ni menos aún
«sorprendente», como se ha dicho, aunque represente una novedad en la historia es-
pañola en su mismo desarrollo. Se produce aquí un mecanismo específico de des-
mantelamiento final del régimen del general Franco, desencadenado a la muerte de
éste, desde el momento mismo de la transmisión de sus poderes a Juan Carlos de Bor-
bón, con el título de rey según las previsiones sucesorias establecidas por el régimen
mismo, y consideramos que su desenvolvimiento culminó con el advenimiento de
un sistema político de democracia de partidos.
Por transición política, en términos estrictos, se entiende el proceso, que se opera
en ciertas sociedades en una determinada coyuntura histórica, de paso controlado de
un sistema político a otro, sin que exista un momento identificable de ruptura entre
el régimen precedente y el consecuente, produciéndose un cambio paulatino en el
curso del cual se alteran las reglas del juego para el acceso y conservación del poder
sin que durante el proceso mismo cambie el titular del poder de hecho existente... Las
transiciones son un proceso enteramente asimétrico: van desde regímenes de poder
autoritario a otros de poder compartido, contrapesado, y de régimen abierto, o sea,
de democracia.
Existe el riesgo de errar al considerar las transiciones de manera puramente forma-
lista, haciendo de ellas más que nada un momento cronológico y convirtiéndolas sin
más en un nuevo periodo histórico. Y es que las transiciones, como las revoluciones,
tienen un principio y un final no fácilmente definibles y no se pueden estudiar como
una simple sucesión de «acontecimientos» que parecen predeterminados. La salida de
un régimen de dictadura, de poder no representativo sino impuesto, hacia regímenes
de democracia puede empezar y acabar de distintas maneras y puede culminarse real-
mente o no.
Las condiciones históricas en que puede desencadenarse una transición política
como forma de salida de regímenes dictatoriales han sido interpretadas de forma di-
versa según los autores. Se ha dicho por unos que las transiciones desde regímenes
dictatoriales son posibles y probables cuando se han conseguido previamente ciertos
estados sociales de madurez en un país y cuando las estructuras han cambiado pro-
fundamente. Otros creen que las transiciones son sobre todo el producto de la deci-
sión y la acción de ciertos actores sociales. En otros casos se ha hablado de que son el
resultado de ciertas estrategias racionalmente desarrolladas. Y hay quienes creen que
estas visiones son complementarias y perfectamente conjugables entre sí y que, de he-
cho, es obligatorio conjugarlas para entender cabalmente el fenómeno.

255
Pero para captar bien el sentido que tiene un proceso de transición de un régimen
a otro, su diferencia con hechos revolucionarios, constituyentes o rupturistas, lo básico es
observar algunas determinaciones fundamentales de su momento histórico. Primero
en el proceso transicional lo básico es, seguramente, el mantenimiento inalterado en
lo esencial de la estructura social existente, un mantenimiento previamente garantiza-
do por quienes emprenden la reforma. Lo segundo es que las transiciones son em-
prendidas normalmente por miembros de la clase dirigente misma del régimen de
partida, los «reformistas», que pretenden un cambio controlado del sistema político
el cambio de los sistemas de acceso al poder. Lo tercero es que han de controlar a las
fuerzas de la oposición y a todo tipo de movimientos sociales surgidos durante el pro-
ceso transicional.
Cuando las fuerzas que eran dominantes en el periodo predemocrático son las
que llevan la voz cantante en el cambio político y las que aceptan el riesgo del con-
trol de ese cambio, es preciso hacerse y responder la pregunta de por qué esas elites co-
rren tal riesgo en un momento dado. ¿No es preferible mantener el sistema de poder
establecido? La respuesta, en principio, es sencilla: el régimen existente es inmanteni-
ble. Puede tratarse de un régimen en profunda crisis interna aunque controle aún los
aparatos del poder —ejército, policía, fuerzas económicas—; de que sea objeto de
una presión internacional fuerte que obligue a emprender el cambio; o de que la pro-
pia clase dominante piense que obtiene mayores beneficios con otro tipo de régimen;
o puede tratarse, en definitiva, de la existencia de una presión desde la base del entra-
mado social que resulta irresistible para un régimen debilitado o en crisis.
Pero junto a todo esto, es preciso tener en cuenta que la transición a la democra-
cia llevada adelante por los reformistas no es posible sin una interacción con las fuer-
zas de la oposición que pretenden un cambio más profundo y definitivo. Una transi-
ción real no es posible sin alguna forma de consenso con las fuerzas rupturistas: no
puede hacerse contra ellas, porque eso no sería una transición sino un enfrentamien-
to, y no puede hacerse sin ellas, porque entonces se carecería de legitimidad. La tran-
sición es así una confrontación muy difícil entre permanencia y cambio, entre conti-
nuidad y ruptura, entre lucha y acuerdo político.
Ese proceso no es, pues, una revolución, pero no es tampoco una reforma típica,
sino algo distinto de esas dos cosas. Su desarrollo se ha mostrado en todo los casos
como una situación abierta cuyo resultado final puede ser variado, e históricamente
lo ha sido en diversas partes del mundo en los años 70 y 80 —Portugal, Grecia, diver-
sos países hispanoamericanos y luego en el este de Europa en países antes sujetos al
dominio de la URSS. Un buen procedimiento que ayuda a clarificar mejor lo ocurri-
do es tener en cuenta siempre los puntos de vista comparativos. Así, en América del
Sur y en el suroeste de Europa, y de manera algo distinta en la Europa central y orien-
tal posteriormente, se producen en los años 70 y 80 un conjunto de tránsitos ala de-
mocracia. En el caso de la Europa centro-oriental, al final mismo de la década de
los 80 y en los 90, el modelo tiene desde luego notables diferencias y una de ellas es
el contexto internacional en que se realizan. Entre todos ellos ha llegado a individua-
lizarse un «modelo español» de transición que a veces se ha propuesto como ejemplo
para otros casos.
A mediados de los años 70 en Europa y de los 80 en América se van preparando
y produciendo los regresos de los regímenes democráticos. Es cierto que en muchos
de esos países tal regreso se ha hecho a través de la fuerza de las armas, en cruentas lu-
chas y con difíciles pactos. En otros, puede hablarse de «transiciones a la demócra-

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cia». Así, Argentina, Uruguay, Chile y Paraguay, los países llamados del cono sur, que
sufrieron en la década de los 70 feroces dictaduras militares fundadas en la doctrina
que ponía por encima de todo la «seguridad nacional», lo que equivalía a decir la se-
guridad de sus oligarquías, de sus clases tradicionalmente dominantes.
Estos episodios americanos fueron más tardíos y no ocultan que el proceso de
transición de la dictadura a la democracia ha tenido en la España de los años 70 su
mejor ejemplo, el más singular y el más importante. Es verdad que la transición polí-
tica posfranquista española fue un espectáculo y se creyó que podría ser un modelo
para el mundo. Es verdad, también, que han cambiado muchas ideas sobre política,
sociología e historia. Pero ello no equivale a decir que fuese «exportable», o lo que es
lo mismo, que su desarrollo pudiese ser imitado en otros sitios aunque existieran mu-
chas características comunes.

23.3. LAS PECULIARIDADES DEL CASO ESPAÑOL


Se ha repetido muchas veces que el hecho de que la desaparición del régimen de
Franco, una vez muerto éste, se produjese mediante un proceso de transición política,
y no de otra manera más traumática, es lo que hace espectacular, sorprendente, ines-
perada, la historia española de este tramo final del siglo XX. La «transición a la demo-
cracia» debe tenerse ya, desde luego, por un proceso con su propia personalidad his-
tórica. Dada la propia forma en que el régimen de Franco nació, como producto de
la mayor guerra civil, del enfrentamiento social más profundo que España había su-
frido, no ya en la edad contemporánea, sino seguramente en toda su historia, es com-
prensible la suposición de que el final de tal régimen hubiese provocado de nuevo en
alguna manera un trauma social y político, una tremenda convulsión como la de sus
orígenes. Sin embargo, pensar que en casi 40 años de historia, 1936-1975, los que
duró el régimen de Franco, no había cambiado nada en la sociedad española, en un
mundo pleno de decisivos cambios, y que podía darse un retroceso a las circunstan-
cias de los años 30, era producto más bien de una falta de buen conocimiento de la
realidad española de los años 70. El temor de un final catastrófico del franquismo se
tenía, en efecto, más fuera de España que dentro.
En cualquier caso, lo que ha marcado un modelo de paso de un régimen a otro en
España ha sido esa eliminación del Estado que existía mediante una transición políti-
ca de forma evolutiva y sin profundos traumas, y no a través de un desarrollo ruptu-
rista, o constituyente, o a través de algún tipo de proceso revolucionario. Una forma que
no hubiese sido la transición hubiese llevado a la petición de responsabilidades políti-
cas y sociales a los antiguos dirigentes y sus apoyos y al procesamiento y condena de
todos los responsables políticos del régimen que desaparecía —el mismo tratamien-
to que había empleado el propio Franco con los dirigentes y apoyos de la República
española en 1939— y a la elección por todo el pueblo del nuevo régimen que quería
otorgarse —sobre todo, la opción entre monarquía o república. Para ello han tenido
que concurrir unas circunstancias históricas particulares.
La transición española fue verdaderamente un proceso que se encuentra tan lejos
de representar «el auge de la lucha de masas» o la «ofensiva popular», como ha inter-
pretado a veces la izquierda, especialmente la izquierda radical, como también de ser
el producto no más que de una «transacción o mercadeo», un conjunto de pactos casi
secretos entre dirigentes, un intercambio de opciones de poder entre elites políticas y
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grupos de interés económico, ante la pasividad fundamental de la masa de la pobla-
ción, como han pretendido, por su parte, las posiciones ideológicas ligadas a la dere-
cha sociológica y política. Ni la transición fue, ciertamente, el resultado de acciones
y presiones «populares», ni tampoco estrictamente un pacto o negociación oscura en-
tre dirigentes políticos y grupos de poder. De ahí, su singularidad. Pero lo que resul-
ta absolutamente indiscutible es que toda transición, por definición, significa un pac-
to y, por ello, es precisamente una transición y no otra cosa.
La transición posfranquista española fue un amplio itinerario político de gobier-
no y de acciones de oposición recorrido en su momento álgido a lo largo de tres
años, 1975-1978, que no fue simplemente una operación política de «personalidades»
importantes y de políticos, o de la Corona. Existía una sociedad que respondió de
maneras diversas, aunque de forma muy mayoritaria a favor del cambio, del abando-
no de la situación política anterior, que los políticos hubieron de tener en cuenta. En
líneas generales, es posible decir que el ritmo histórico se orientó hacia el manteni-
miento de unas continuidades de base más que a las rupturas políticas y sociales, pero
con una voluntad decidida de establecer un nuevo juego político de libertades.
Las etapas de este proceso fueron varias y complicadas. En los seis meses que van
de diciembre a julio de 1975-1976, algunos políticos y grupos intentaron consolidar
una «monarquía franquista» con unos retoques mínimos de las viejas Leyes Funda-
mentales. Fue una especie de fase preparatoria que acabó en una frustración. El pre-
sidente del Gobierno en ese periodo, un franquista irreformable como Arias Navarro,
intentó imponer una pseudodemocracia sin verdadero contenido nuevo, modelada
dentro de los límites del régimen anterior. La oposición, desde la muy moderada que
se había generado dentro del propio régimen hasta la antifranquista más radical, des-
de la derecha a la extrema izquierda, empezó a efectuar sus definitivas maniobras de
presión desde abajo, sobre todo las organizaciones de la izquierda de tradición obre-
ra. La Corona era también proclive sin titubeos a un cambio inequívoco hacia un ré-
gimen plenamente democrático.
En un segundo momento, desde el verano de 1976, el reformismo generado en el
propio aparato del franquismo se decidió a tomar las riendas para cambiar el régimen,
pero sin romper la legalidad vigente en ningún momento yendo, como se dijo, «de
la ley a la ley». Esto es lo que presentó como solución el gobierno de Adolfo Suárez.
Y vino entonces el momento más difícil de la dialéctica entre los «transicionistas», de
una parte, el inmovilismo franquista, de otra, y la oposición antifranquista «rupturis-
ta», desde fuera del sistema. Fue el momento de la confrontación cambiante entre las
posiciones que proponían la ruptura con lo anterior, frente a las que deseaban una re-
forma, permaneciendo en segundo plano, por ahora, la posibilidad de arbitrar una re-
solución pactada. El viejo aparato ideológico del franquismo no estaba dispuesto a
cambio real alguno. Las circunstancias fueron cambiando progresivamente en el cur-
so de un año decisivo, de julio de 1976 a junio de 1977.
La crisis del régimen de Franco tenía bastante que ver con el cambio social de
enorme trascendencia que se había producido en el decenio anterior, ante el que las
estructuras políticas del régimen quedaron enteramente desfasadas, sin respuestas y
casi inermes en el terreno de las ideologías. O, como se ha dicho también, con el he-
cho de que en la última época del régimen y en función de ese enorme cambio eco-
nómico y social de los años 60 se había creado una «nueva cultura política», ligada a
los valores de la democracia. La inadecuación entre la situación social y el aparato po-
lítico fue en las postrimerías del régimen franquista y en su crisis final una realidad
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clave para impulsar el cambio. En ese sentido, y sólo en ése, la crisis del régimen de
Franco puede parecerse a la crisis de la Monarquía constitucional en los años 20
de nuestro siglo que llevaría a la instauración de la República en la década siguiente.
Dada la presencia de ese cambio económico y social y la transformación experi-
mentada por la cultura política en la España de los años 60 y 70, es muy difícil que
puedan señalarse unos protagonistas exclusivos de la transición, sean los políticos, o
sea la masa social. La transición no se puso en marcha por un cambio alguno en la
«distribución social del poder». Tanto las capas sociales que tenían el poder en el fran-
quismo, las nuevas elites financieras y empresariales, las instituciones básicas y el
grueso de la población, con la única posible excepción del Ejército y algunos cente-
nares de sobrevivientes de la «vieja guardia», eran conscientes de que el anterior régi-
men era insostenible sin la figura de Franco, y cerraba a España cualquier posibilidad
de cambio en su situación en el concierto europeo. La oposición antifranquista esta-
ba convencida en principio de que el cambio no era posible si se respetaban las pre-
visiones sucesorias de Franco. Por ello, no creían en la posibilidad de que una Monar-
quía con Juan Carlos se separara del régimen anterior.
Hay otro detalle importante en este cambio histórico, y es el del carácter mismo
de cohorte generacional que presentan los protagonistas políticos de la transición. Todos
ellos, en su mayoría, pertenecen a una misma unidad generacional con independen-
cia de sus adscripciones políticas e ideológicas. Mayoritariamente, aunque no de for-
ma absoluta, los líderes políticos de la transición fueron gentes pertenecientes a la ge-
neración que se había incorporado a la política precisamente en los años 60, bien en
puestos del régimen, bien en una oposición cada vez más activa. Habían vivido la
guerra civil en la infancia o ni siquiera la habían conocido. De todas formas, había
también, en todo el espectro político, y significativamente tanto en el franquismo
más extremista como en el comunismo, sobrevivientes de la guerra civil. Pero parece
como si lo fundamental de la transición hubiese sido hecha por una «cohorte» demo-
gráfica (en el sentido técnico de la palabra) comprendida en límites de edades entre
los treinta y cinco y los cincuenta años, cuya biografía pública había empezado con
los grandes cambios, y las primeras luchas políticas, de los años 60.
En la transición española a la democracia la iniciativa acabó llevándola el conjun-
to de reformistas, más o menos avanzados, que se había desarrollado dentro del pro-
pio régimen después de los años 60 y, sobre todo, en su fase de declive y de aumen-
to espectacular de los movimientos de oposición. Lo fundamental es que ese tipo de
dirigentes es el que desarrolla las acciones esenciales, pero no bastaba con su sola vo-
luntad. Había que contar con un pueblo maduro y la Corona, en la persona del rey
Juan Carlos y algunos de sus mentores más allegados —más el propio padre del rey,
Juan de Borbón—, tuvo también un fundamental papel al haber impulsado, con cau-
tela pero con constancia, una salida no traumática del Estado franquista y, para ello,
se apoyó especialmente en ese estrato reformista, aunque nunca rehusó los contactos,
si bien fuesen subterráneos, con elementos clave de la oposición.
Las discrepancias entre los grupos y partidos dispuestos a salir del régimen, la di-
cotomía reforma/ruptura, se basaba más en las diferencias sobre cómo atribuir la so-
beranía al pueblo, y cuándo, que en discrepancia alguna acerca de que tal soberanía
tuviese ineludiblemente que ser devuelta al pueblo. Por fin, es preciso tener en cuen-
ta que al periodo de transformación del régimen dictatorial en otro representativo,
constitucional y democrático, habría de seguir, y en todas las transiciones ocurre así,
uno de consolidación del nuevo sistema. En el caso español hay, pues, tres fases claras:
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259
crisis del régimen de Franco / transición política / consolidación democrática. El de-
sarrollo de la transición en sentido estricto queda concluido en sus líneas esenciales
cuando se celebra el referéndum popular que apoya la nueva Constitución, es decir,
en diciembre de 1978, tres años después de comenzar el proceso. Y a partir de ahí, in-
tervienen los mecanismos de la consolidación.
Pero hay que considerar igualmente que los sucesos del mes de febrero de 1981,
con un intento de golpe de Estado, y todos los acontecimientos que lo prepararon,
parecen indicar que esa consolidación se retrasó significativamente, sobre todo por la
falta de estabilidad del nuevo sistema de partidos creado, con uno fundamental,
la UCD, que nunca fue un verdadero partido consolidado, y por la falta de normali-
zación de nuevas instituciones capaces de superar definitivamente las antiguas, una
sustitución que tardaría aún años, ya bajo el gobierno del PSOE, en llevarse a cabo.

260
CAPÍTULO XXIV
La construcción del nuevo régimen

24.1. LA ETAPA DEL GOBIERNO ARIAS (1975-1976)


A la muerte del general Franco, la situación española era difícil y, al mismo tiem-
po, abierta. Las opciones posibles para mantener el régimen dictatorial existente o
para eliminarlo eran varias y en el país existían grupos de opinión proclives a una u
otra de esas opciones. Seguramente, lo que más atraía a los dirigentes franquistas más
inmovilistas era perpetuarse en el poder transformando el régimen en un híbrido po-
lítico aún mayor de lo que era ya, a base de retocar sus Leyes Fundamentales para aco-
modarlas a la «democracia», una democracia ficticia, disfrazándolas de una u otra ma-
nera. Otros sectores, no propiamente enemigos del régimen pero menos comprome-
tidos con él, abogaban por poner en marcha un mecanismo que fuese ajustándose
por etapas, de manera lenta, a un cambio real que aseguraría mejor el mantenimien-
to intacto del orden social existente, al tiempo que garantizaría al final el estableci-
miento de un régimen democrático homologable a los europeos occidentales. El ar-
quetipo de esta postura tal vez era la de Manuel Fraga y otros «reformistas». En fin,
los sectores de la oposición real abogaban por una «ruptura» sin ambages y la marcha
hacia un proceso constituyente.
Para cumplir las disposiciones legales previstas en la sucesión de la jefatura del Es-
tado, el Príncipe de España, Juan Carlos de Borbón, juró como nuevo jefe del Esta-
do «a título de rey» ante las Cortes el 22 de noviembre de 1975. El problema ya ante-
rior de quién presidiría un gobierno nuevo se resolvió al menos de forma provisional
con la confirmación, que el interesado se empeñó en considerar que era continuidad
obligatoria, de Carlos Arias Navarro en el puesto de presidente. Pero la «confirma-
ción» y no la continuidad, en lo que el rey insistió de forma pública, significaba que
no se aceptaba la mera continuación de un mandato originado en el régimen anterior
y, por tanto, que debía procederse a la dimisión y nueva formación de un gabinete.
Anas aceptó en general los deseos del monarca sobre algunos de los ministros y el
nuevo gabinete tomó posesión el 13 de diciembre de 1975.
Con anterioridad al fallecimiento de Franco, había habido movimientos en rela-
ción con la figura que habría de presidir el primer gobierno de la Monarquía. En tor-
no a este asunto se desarrolló una llamada «operación Lolita», un conjunto de con-
versaciones y presiones que perseguían elevar a presidente del Gobierno a una perso-
na distinta, José María López de Letona, ministro del régimen anterior pero de talante
aperturista, lo que contaba con el beneplácito del rey, que nunca sintonizó con Arias.
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Pero esa operación acabó considerándose políticamente inviable por las resistencias
que levantaría en el aparato de poder, aún intacto, del régimen. El rey hubo de ceder
a la permanencia de Arias Navarro.
Arias constituyó un gabinete con tres vicepresidencias, las de Defensa, Goberna-
ción y Hacienda, desempeñadas respectivamente por el general De Santiago, Manuel
Fraga y Juan M. Villar Mir. Estaban también en el gabinete José María de Areilza en
la cartera de Asuntos Exteriores, Alfonso Osorio en el ministerio de la Presidencia, se-
guían existiendo los ministerios de la Secretaría General del Movimiento y de Rela-
ciones Sindicales, ocupados respectivamente por Adolfo Suárez y Rodolfo Martín Vi-
lla, y en el ministerio del Trabajo continuaba el sempiterno José Solís Ruiz, que fue
destinado a este ministerio, por influencia de Torcuato Fernández Miranda, para que
Suárez ocupase la secretaría general del Movimiento.
Se trataba de una gabinete en el que se amalgamaban viejas figuras del franquis-
mo inmovilista, militares duros y algunos «reformistas» del régimen anterior, todos
los cuales jamás constituyeron un verdadero equipo de gobierno. Del gabinete de
Carlos Arias primero de la Monarquía se esperaba que, cuando menos, siguiese acti-
vando las reformas que se habían propuesto en etapas anteriores en un ambiente po-
lítico «oficial» dividido entre los inmovilistas a ultranza y algunos sectores que pensa-
ban que había de irse más lejos y más aprisa. El rey Juan Carlos y Carlos Arias eviden-
temente no se entendían. Éste se consideraba, ante todo, un hombre de Franco, y
tenía al rey por mero sucesor de aquél. La prueba de la mezcolanza política existente
la daba la presencia de un joven cargo falangista como Adolfo Suárez González en el
gabinete. Torcuato Fernández Miranda, antiguo vicepresidente del Gobierno, falan-
gista y profesor y consejero del príncipe Juan Carlos, se perfilaba como una eminen-
cia en la sombra desde su nuevo puesto de presidente de dos instituciones clave, las
Cortes y el Consejo del Reino, para lo que fue nombrado por el rey, el 3 de diciem-
bre de 1975, una vez finalizado el mandato, el 26 de noviembre, del anterior presi-
dente, el falangista inmovilista Alejandro Rodríguez de Valcárcel.
Los hombres fuertes del gabinete eran, sin duda, Fraga, Areilza, Osorio, más los
ministros militares. El talante y el procedimiento posibles para cualquier reforma real
del sistema político eran en aquel momento problemáticos. De ahí que el presidente
de las Cortes, Fernández Miranda, hombre claramente decidido a una reforma con-
trolada, emprendiera operaciones para dar cierto protagonismo a las Cortes hereda-
das del franquismo en tal reforma, si se conseguía tenerlas en posición favorable. El
día 28 de enero de 1976 volvía Carlos Arias a exponer ante esas Cortes un programa
de gobierno que no iba más allá de lo expuesto dos años antes en su célebre discurso
de 12 de febrero, el que configuró aquel «espíritu de febrero». Todo se reducía a la re-
tórica de la «participación» en lugar de la «adhesión» al régimen, a pintar las caracte-
rísticas de una supuesta democracia «a la española», en la reforma del derecho de aso-
ciación política pero excluyendo los partidos. Y otros tópicos igual de ineficientes.
Los reformistas del gobierno no podían actuar con eficacia y, por ello, algunos
pensaban que la única vía posible para reformar era la del decreto-ley que evitaría la
intervención de las Cortes. En las Cortes estaba precisamente el grueso completo de
todos los apoyos del régimen del general Franco, tanto en los procuradores que las
formaban como en los consejeros del Consejo Nacional del Movimiento —especie
de cámara alta—, además de en los sindicatos verticales. Toda la «vieja guardia» de los
franquistas se agrupaba allí en lo que en el lenguaje de la calle se llamaba ya desde an-
tes el «búnker».

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Fernández Miranda intentó por todos los medios activar las Cortes en función de
lo que permitían las propias leyes existentes y los reglamentos, es decir, promovió «su-
marlas a una reforma», permitiendo la creación de grupos parlamentarios, por ejem-
plo, para adaptarlas a una función de reforma aunque fuese preliminar. Se propuso
introducir igualmente un «Procedimiento de Urgencia» (la disposición se publicó
el 23 de abril de 1976) para la tramitación de las leyes, que evitaría que éstas se atas-
casen en Comisiones de estudio previo (como la de Leyes Fundamentales), que se sa-
bía que sería la que mayor resistencia opondría al cambio. Activó igualmente el pa-
pel del Consejo del Reino, que presidía, haciéndolo reunirse cada quince días y espe-
rando que desempeñase también un papel importante en el futuro. Estas decisiones
se mostrarían luego claves en el proceso.
En febrero de 1976 se creó la comisión mixta entre gobierno y Consejo Nacional
del Movimiento para avanzar en la reforma política. Pero a la altura de abril, se había
extendido en la opinión pública la sensación de que el gobierno presidido por Car-
los Arias, dada además la significación de este mismo, era incapaz de emprender un
verdadero camino de cambio. La situación empezaba a hacerse difícil. En efecto, la
reforma que anunció Arias en abril de 1976 era un despropósito: la creación de un sis-
tema político de representación bicameral, pero que se compondría de representan-
tes por sufragio junto a otros de representación corporativa, más un jefe de Gobierno
designado por un consejo que no estaría obligado por los resultados electorales. Se-
mejante propuesta era tan retrógrada que sólo significaba ligeras modificaciones en
las leyes existentes. Por ello, resultaba más significativa la aprobación del «Procedi-
miento de Urgencia» en las Cortes y las protestas de los inmovilistas que despertó.
Aun así, el búnker franquista rechazaría en las Cortes un primer tímido proyecto de
ampliación de la ley de asociaciones. El 26 de mayo de 1976, las Cortes aprobaron,
sin embargo, una Ley Reguladora del Derecho de Reunión, y el 9 de junio, otra Ley
Reguladora del Derecho de Asociación. Ambas leyes fueron defendidas en las Cortes
por Adolfo Suárez.

24.2. LA MOVILIZACIÓN POPULAR


Mientras en las alturas del gobierno se producían estas dificultades y embarranca-
ba la reforma, se daban síntomas de un movimiento popular más decidido. En el cur-
so de la transición hubo indudables movilizaciones populares, de orientaciones más
o menos radicales, que desempeñaron un papel relevante en las decisiones políticas
adoptadas por los gobernantes. La transición no fue en modo alguno el resultado
sólo de negociaciones y pactos entre elites.
Aumentó espectacularmente el nivel de politización de la vida pública y de las ma-
nifestaciones culturales, lo que se reflejó, entre otras cosas, en el aumento del índice
de lectura de los ciudadanos, en la aparición de periódicos, de revistas políticas y en
el renovado interés por la historia y la economía. Hubo una alta identificación e in-
terés de la juventud en la marcha de la política. Proliferó el asociacionismo. Movili-
zación popular no puede ser groseramente identificada de forma estricta con las ma-
nifestaciones en la calle de grandes masas de ciudadanos, que también las hubo. La
movilización social fue un hecho, y la llegada posterior del desencanto, también. No
es menos cierto que la opción pactista de los líderes limitó en definitiva la manifesta-
ción popular en masa.

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Las primeras manifestaciones de esta movilización tienen efecto en la primavera
de 1976, cuando se expanden los organismos de oposición, más o menos clandestina
puesto que el «orden público» sigue siendo una de las obsesiones de un ministro
como Manuel Fraga. Esta agitación toma a veces las características de los conflictos
laborales en los que el contenido político era evidente. Uno de los casos más palma-
rios fue la huelga general de Vitoria, en marzo de este año, duramente reprimida a
costa de varios muertos. Otro fue el de los sucesos de Montejurra, en mayo, en el cur-
so de una tradicional concentración carlista donde se enfrentaron facciones de esa
misma ideología, con armas de fuego y resultado de dos muertos, no sin ciertos ma-
nejos del propio gobierno. La respuesta del ministro de la Gobernación a todos los
intentos de movilización callejera hizo célebre la frase de Fraga «la calle es mía».
La falta de progresos en la política de sustitución del régimen de Franco era muy
patente en la primavera de 1976. Las disensiones dentro del gobierno se acusaban y
la confianza entre el rey y el presidente del Gobierno se hacía cada vez más difícil.
Dos acciones en las que estaba implicado el rey fueron muestra clara de esto último.
Las declaraciones a la revista Newsweek, en las que el rey decía que la acción política
de Arias era un «desastre», aunque esas palabras fuesen luego muy suavizadas en una
rectificación. Pero sobre todo la acción más decisiva fue el viaje del rey a los Estados
Unidos y las declaraciones hechas allí, entre otros sitios en el Congreso, en Washing-
ton, en las que aseguró que en España se implantaría una democracia plena.
La política seguida por la Corona sería entonces conseguir una dimisión del pre-
sidente Arias presentada por él mismo. Pero esto no fue fácil en principio. Al fin, las
presiones, la convicción del propio Arias de que sus apoyos eran mínimos, y la deci-
sión de la Corona, hicieron que el 30 de junio de 1976, Arias comunicara a su gobier-
no la decisión de dimitir. La dimisión fue presentada el 1 de julio, y entonces se puso
en marcha el mecanismo para la designación de un nuevo presidente que tenía que
pasar por el trámite de la propuesta de una terna de nombres por el Consejo del Rei-
no al rey.

24.3. EL GOBIERNO SUÁREZ. LA LEY PARA LA REFORMA POLÍTICA


Se abriría entonces el periodo culminante de la transición que se extendió entre
el 3 de julio de 1976 y el 15 de junio de 1977. Un año en el que se avanzaría desde la
operación para desmantelar el poder institucional del régimen anterior, esencialmen-
te las Cortes, hasta la celebración de unas elecciones generales a diputados para unas
Cortes normalizadas en dos Cámaras representativas, Congreso y Senado.
En los primeros días del mes de julio de 1976, se vivió uno de los momentos de-
cisivos del proceso de la transición: el del nombramiento de un nuevo presidente. Las
impresiones en los círculos políticos y en la opinión pública apuntaban hacia alguna
de las personas que eran más conocidas por su disposición al cambio. Probablemen-
te era José María de Areilza el mejor calificado. El propio Areilza lo creía así. La cues-
tión era que cualquier nombre tenía que pasar por el filtro de esa terna propuesta por
el Consejo del Reino. Este organismo no se caracterizaba tampoco, precisamente,
por su aperturismo.
El Consejo del Reino empezó de inmediato sus sesiones bajo la presidencia de
Torcuato Fernández Miranda, pues en 48 horas tenía que presentar su terna al rey. Pa-
rece claro que el propio Fernández Miranda tenía su candidato en un joven político
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264
Adolfo Suárez ante el Congreso.

como Adolfo Suárez, aunque éste no tuviese ningún pasado político reformista, sino
discretamente acomodaticio. Tras un difícil trabajo, el Consejo presentó una terna fi-
nal en la que figuraban Federico Silva Muñoz, Gregorio López Bravo y Adolfo Suá-
rez. Si el preferido de Fernández Miranda y del rey era Suárez, ya no había obstácu-
lo para designarlo.
El 3 de julio de 1976 se publicó la designación de Adolfo Suárez González para
presidir un nuevo gobierno. El nombramiento desconcertó prácticamente a todo el
mundo dentro y fuera de España, a la opinión política y a la prensa. Suárez era teni-
do por un hombre del «Movimiento» sin más méritos. Hubo sectores que pensaron
que lo que se intentaba era no avanzar en forma alguna en la reforma. Estaba claro
que las previsiones y esperanzas puestas en hombres más aperturistas aparecían frus-
tradas.
Adolfo Suárez era tenido por la opinión reformista en general como un hombre
del régimen anterior incapaz de llevar adelante un cambio real. Para los propios resis-
tentes del franquismo se trataba de un político carente de peso y de trayectoria para
mantener el régimen con mínimos retoques. De inmediato, desde todos los ángulos
de la opinión, el nombramiento de Suárez fue atribuido a una maniobra en el Con-
sejo del Reino de su presidente Fernández Miranda, que al salir de la reunión que de-
signó la terna hizo unas ambiguas declaraciones en las que señaló que estaba en condi-
ciones de ofrecer «lo que el rey me ha pedido». Una operación, pues, en la que queda-
ba comprometida y desdibujada la propia intención de la Corona —¿quería o no
quería el rey el cambio?... Los acontecimientos subsiguientes aclararon esta incógnita.

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La razón de que otros políticos de más antigua y clara trayectoria y prestigio, de
mayor personalidad pública, fuesen descartados estribaría justamente en que ellos te-
nían sus propios planes de reforma que podrían no coincidir plenamente con los di-
señados desde el entorno del rey. Ése era el caso, por ejemplo, de Areilza o de Fraga
y también de Silva Muñoz. Los obstáculos que éstos podrían encontrar en las aún vi-
vas instituciones del régimen —Consejo del Reino, Cortes— podrían ser fuertes. Lo
que se buscaba desde el entorno del rey para el nuevo candidato era, por tanto, «dis-
ponibilidad». Fraga comentaría además que con la designación de Suárez lo preten-
dido era apartar de la reforma a hombres de su misma generación para entregarla a
otros más jóvenes.
Suárez había ascendido con cierta rapidez entre los políticos del Movimiento de
la última hora, desde los años 60. Había ocupado puestos de gobernador civil de pro-
vincia y otros de segunda fila en el aparato central de la Secretaría General del Movi-
miento. Hombre ideológicamente poco comprometido, tuvo como protector a un
personaje fuerte, Herrero Tejedor, ministro secretario general del Movimiento. De-
sempeñó también el cargo de director de Televisión Española, cuando este organismo
se había convertido ya en el mejor aparato de propaganda existente. Heredó de He-
rrero Tejedor la presidencia de una de las «asociaciones del movimiento» más conoci-
da y viable, la Unión del Pueblo Español (UPDE), surgida del asociacionismo limita-
do y domesticado que el régimen permitió en sus últimos momentos.
Adolfo Suárez tuvo muy notables dificultades para constituir un gobierno por la
negativa de integrarse en él de la práctica totalidad de los políticos importantes del
momento. En el nuevo gabinete, cuya composición se hizo pública el 8 de agosto
de 1976, había veinte carteras. En él continuaban algunas personas del anterior, pero
había cambios significativos. Aparecían diez nuevos ministros. Martín Villa pasaría
de Relaciones Sindicales a Gobernación, llamado ahora Interior. De Exteriores se en-
cargaba a Marcelino Oreja Aguirre, y continuaba con importante influencia Alfonso
Osorio.
Ninguno de los grandes personajes de la política del momento se integró en aquel
gobierno: Fraga, Areilza, Silva Muñoz, etc. Existía también, en consecuencia, una
cierta forma de relevo generacional. Predominaban políticos jóvenes procedentes en
general de las huestes demócrata-cristianas, oposición moderada al franquismo, jun-
to a un grupo de los que luego se llamarían «azules», los reformistas procedentes del
aparato anterior, del Movimiento, hombres de la generación de los sesenta.
El día 16 de julio se presentó públicamente el gabinete exponiendo un programa
de actuaciones. El gobierno tenía que asumir de inmediato iniciativas concretas para
institucionalizar un nuevo régimen en lo jurídico y en lo político. El mecanismo pen-
sado desde antes por los reformistas más moderados del interior del régimen de Fran-
co para pasar desde la situación autoritaria a otra liberal, representativa y democráti-
ca, tenía como base la idea de ir con gran cautela «de la ley a la ley» (de las leyes de
Franco a las liberal-democráticas), como se diría textualmente. Se trataba, por tanto,
de utilizar los propios mecanismos del régimen para acabar con él. Y aquí reside real-
mente toda la clave de la transición española: desmantelar el régimen desde su inte-
rior mismo y buscar el consenso para ello de las fuerzas de la oposición externa, efec-
tuando un paso político que evitase toda ruptura real, todo interregno, revoluciona-
rio o no, y toda confrontación previa de las opciones existentes.
La reforma sería imposible, no tendría credibilidad alguna, si no era aceptada por
todas las fuerzas políticas que desde siempre se habían opuesto al franquismo. Y la
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confrontación con esas fuerzas era no menos determinante y se formuló atendiendo
sucesivamente a varias estrategias posibles: desde la ruptura (se entiende que con el ré-
gimen anterior), pasando a la ruptura pactada, después a la reforma, hasta llegar a la
reforma pactada. La posición de Suárez, que era, en realidad, la de Fernández Miran-
da, representaba de hecho un verdadero plan de transición: las propias leyes del régi-
men anterior podrían prestar mecanismos para forzar su real desaparición. Todo ello,
sin llegar a un auténtico proceso constituyente, con ruptura, que no deseaban ni la
Corona, ni la masa sociológica ni la opinión política que había mejorado su posición
y prosperado en el régimen anterior.

24.4. EL DESARROLLO DE LA LEY PARA LA REFORMA POLÍTICA


La pieza clave en toda la política de la transición posfranquista española se en-
cuentra en ese documento legal que se llamó finalmente «Ley para la Reforma Políti-
ca». El documento se produjo, sin ninguna duda, en el entorno del presidente de las
Cortes, Fernández Miranda, y el primer borrador parece que fue redactado por él mis-
mo. Pero ni Torcuato Fernández Miranda ni Adolfo Suárez dijeron nunca, ni a los
miembros del Consejo de Ministros ni a la opinión pública, quién había sido el au-
tor. El anteproyecto se presentó al Consejo de Ministros el 24 de agosto de 1976.
El texto original de ese peculiar proyecto de Ley Fundamental contenía primero
un Preámbulo que resultó muy polémico y que acabó siendo suprimido. El articulado
era muy breve: cuatro artículos, con varios apartados cada uno, y una disposición
transitoria. Después de declarar con contundencia que «la democracia es la organiza-
ción política del Estado español», establecía unas Cortes elegidas por sufragio univer-
sal y compuestas de dos cámaras, Congreso y Senado: la primera, de 350 miembros
elegidos por sufragio, mientras que el Senado tenía más bien un tinte corporativo,
pues se componía de 250 miembros, de los que 102 eran electivos pero el resto desig-
nados. Antes de aprobar la reforma, el rey podría someterla a referéndum del pueblo.
En estas disposiciones breves y directas se comprendía todo el meollo de la reforma.
Luego se decía que la iniciativa para cualquier reforma correspondía al gobierno,
las Cámaras o la Corona, pero en este último caso la iniciativa tendría que someterse
a un plebiscito. La disposición transitoria era también clave, pues en ella se facultaba
al gobierno para organizar por decreto-ley las primeras elecciones que habrían de ce-
lebrarse, y se mencionaba explícitamente con la palabra «partido» a los organismos
que habrían de recibir los votos. El texto primitivo fue objeto de estudio por el con-
junto del gobierno y lo trató más a fondo una comisión que se creó en su seno, pre-
sidida por Adolfo Suárez. El día 6 de septiembre se dio el visto bueno a un texto li-
geramente retocado, y el día 10 se aprobaba definitivamente con el nuevo nombre de
Ley para la Reforma Política (LRP). El día 11 se la dio a conocer al Consejo Nacional
del Movimiento y se anunció por televisión su existencia a todo el país.
El texto del gobierno diluía algunas expresiones del borrador primitivo y más que
insistir en la democracia lo hacía en la «supremacía de la ley», añadía un artículo y
ampliaba las disposiciones transitorias. No hablaba ya del número de diputados y se-
nadores, cosa que pasaba a una disposición transitoria, y hacía a los senadores electi-
vos o «en representación de las entidades territoriales», suprimiendo todo resabio cor-
porativo. El rey podría nombrar directamente no más de un quinto del total de ellos.
La iniciativa de la reforma de las leyes se limitaba al gobierno y al Congreso de los Di-
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putados. El rey sólo tendría el derecho de someter a referéndum el proyecto de refor-
ma que se le presentara, pero siempre tenía la posibilidad de promover refrendos de
iniciativas suyas. El gobierno organizaría las primeras elecciones. Se decía que aque-
lla ley tenía rango de Ley Fundamental. Se suprimía la palabra «partido».
El primer examen que el anteproyecto tuvo que pasar fue el del Consejo Nacional
del Movimiento. En menos de un mes —la tramitación había empezado el día 8—
aquel organismo llegó a un dictamen que se publicó el 21 de octubre. El informe del
Consejo fue aceptado por 80 votos contra 13 y 6 abstenciones. Después, las Cortes
nombraron una Ponencia para hacer un dictamen cuya composición fue estrecha-
mente vigilada por el presidente Fernández Miranda. Era una ponencia de gentes
adictas a la reforma —Fernando Suárez, Miguel Primo de Rivera, Noel Zapico, Belén
Landáburu, Lorenzo Olarte. Las normas establecidas para la tramitación de aquel
esencial proyecto habían sido pensadas y sopesadas por los reformistas desde antes.
Procedimiento de Urgencia, votaciones nominales, no votación previa de las enmien-
das, debates con tiempo tasado.
El informe de la Ponencia de las Cortes fue el primer episodio. Adolfo Suárez co-
municó al presidente de la Comisión de Leyes Fundamentales, en cuyo seno funcio-
naba la Ponencia, qué aspectos de la ley estaba el gobierno dispuesto a negociar. La
Ponencia empezó desestimando la mayoría de las enmiendas. El Pleno de las Cor-
tes que debatió acto seguido la Ley para la Reforma Política se extendió durante los
días 16, 17 y 18 de noviembre. Aquellas sesiones se desarrollaron en un clima expec-
tante, pero no se produjo ninguna alteración significativa. El orden de los debates fue
perfecto. Todo el aparato del llamado «búnker» actuó como se esperaba, oponiéndo-
se a la reforma. Pero su fuerza era ya pequeña. Al final, lo que hubo fue un pacto fue-
ra de las propias Cortes. Martín Villa en sus Memorias es muy explícito: «los distintos
miembros del gobierno y personalidades afines habíamos tenido buen cuidado en los
días anteriores [a la votación] de convencer personalmente a un buen número de pro-
curadores». La enmienda sobre el sistema electoral para los diputados dejó estableci-
do que sería proporcional con correcciones o mayoritario hasta un límite. El texto fi-
nal de la ley resultó aprobado por 425 votos afirmativos, 59 votos negativos y 13 abs-
tenciones. La votación fue nominal, forma impuesta por el presidente. Nadie hubiera
podido suponer un éxito semejante.
Se ha formulado muchas veces la pregunta de cómo fue posible que la más alta
representación política de las fuerzas que apoyaron el régimen de Franco votara, y
con esa mayoría además, una Ley para la Reforma Política que era el principio del fin
de todo el aparato institucional existente y de la hegemonía de quienes representaban
el bando de los vencedores en una guerra civil. En efecto, aceptar una votación por
sufragio universal sin exclusiones parecía que apuntaba a la destrucción del poder au-
toritario. Pero, aunque lo parezca, no está nada claro que los franquistas que asintie-
ron a la ley lo viesen así. Con seguridad, se les había asegurado una transición sin pe-
ligros: la conservación de su status, el predominio de la derecha, la inexistencia de
petición de responsabilidades al régimen anterior, el mantenimiento en la ilegalidad
de la izquierda más agresiva. El franquismo residual sabía que contaba ya con pocas
bazas efectivas: internacionalmente no había otra solución, el Ejército —que no te-
nía un líder indiscutible ni con el prestigio suficiente— no se levantaría contra los de-
seos del rey. El franquismo residual creyó que salvaba en lo esencial sus posiciones y
privilegios en la nueva situación. Y ello fue lo que realmente ocurrió en el plano
social.

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En el triunfo de la Ley para la Reforma Política confluyeron muchos factores po-
líticos, sociales, históricos en el fondo, la existencia de un profundo cambio social y,
sin duda, la habilidad política y capacidad de negociación de un conjunto de políti-
cos procedentes por lo general del propio régimen anterior, que habían ido adoptan-
do posiciones reformistas más o menos explícitas y sinceras, convencidos de que el
futuro no podía estar sino en una democracia parlamentaria. Es decir, en un cambio,
cuando menos, de las condiciones formales del juego político. Y al fondo estaba
siempre la decisión inequívoca de la Corona a favor de ese cambio.

24.5. LA OPOSICIÓN ANTIFRANQUISTA EN LA PRIMERA ETAPA DE LA TRANSICIÓN


Por su parte, la oposición exterior al aparato franquista, agrupada en Coordina-
ción Democrática, presionaba para la adopción de medidas políticas inmediatas ya
en el mes de septiembre de 1976. Y es que las iniciativas del gobierno fueron, efecti-
vamente, rápidas pero nada espectaculares. El día 10 de este mes, se había dirigido
Adolfo Suárez a la nación exponiendo sus proyectos. Un poco antes, el día 8, había
reunido sin publicidad a lo que empezó a conocerse como la «cúpula militar», capi-
tanes generales y generales con cargos importantes, a los que explicó el alcance de la
reforma. Era una hábil manera de tranquilizar a las cabezas de uno de los más peli-
grosos escollos para cualquier cambio. Suárez aseguró a los reunidos que el PCE no
sería legalizado y que no había peligro de perder unas elecciones.
La oposición reclamaba también como medida inexcusable la concesión de una
amnistía general para los delitos políticos que había inventado el franquismo, pero
esto no era posible sin modificar el Código Penal. Esa modificación que había fraca-
sado en junio se aprobó por las Cortes el 14 de julio, y se concedió una primera y
muy parcial amnistía. El problema que subyacía también era el de la aprobación de
asociaciones que pudieran tener la forma de partidos políticos y, en especial, admitir
la posibilidad de un Partido Comunista legal.
El organismo unitario Coordinación Democrática estuvo siempre enfrentado a
una fórmula de reforma que no le parecía sino la consagración de la continuidad del
régimen con un ligero retoque. En aquellos momentos, la propuesta política de la
oposición se expresaba en la fórmula ruptura democrática, es decir, un procedimiento
constituyente que a través de un gobierno provisional y unas elecciones generales pu-
siera las bases de un nuevo sistema político y un nuevo Estado. Sin embargo, desde
muy temprana fecha después de la designación de Suárez, los contactos en secreto en-
tre el gobierno y miembros de la oposición se produjeron con alguna frecuencia.
El 10 de agosto Suárez recibe por vez primera a Felipe González. Y poco después, el
ministro del Interior Martín Villa se entrevista con el líder nacionalista catalán Jordi
Pujol. Los comunistas no son tenidos en cuenta en este momento.
El 4 de septiembre de 1976 tuvo lugar la importante reunión de todos los parti-
dos de la oposición en el hotel Eurobuilding de Madrid. Allí prevaleció el acuerdo
político de mantener la opción de la ruptura democrática con todo lo que significa-
ba el régimen anterior y se rechaza cualquier otro proyecto. En todo el periodo de 1976,
al menos treinta partidos y grupos políticos no legales firmaron manifiestos que ha-
blarían de ruptura a veces, pero que coinciden siempre en pedir un periodo constitu-
yente que marcaría esa ruptura. Pocos días después, Suárez se reunía con la cúpula
militar y exponía luego el proyecto de reforma política en Televisión.

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Varias veces más, Suárez se reuniría con líderes de la oposición como Enrique
Tierno Galván, presidente del PSP, y de nuevo, con Felipe González. En noviembre,
los partidos de la oposición hacen públicas sus propuestas para avanzar en la ruptura
con una serie de condiciones: legalizaciones de partidos, supresión del Movimiento
y los Sindicatos Verticales, libertades totales y consulta popular controlada. Como
muestra de que en absoluto creía en el camino emprendido, en este mismo mes de
noviembre los partidos reunidos en Coordinación Democrática presentan ante el Par-
lamento Europeo una petición de Resolución para que se declarase que el procedi-
miento seguido en España para cambiar el régimen no contaba con apoyos en la
CEE. Pero ese documento no prosperó.
El 28 de noviembre se celebraría en Aravaca (Madrid), en casa de José María de
Areilza, una entrevista entre éste y cuatro importantes líderes: Joaquín Ruiz Jiménez,
Enrique Tierno Galván, Santiago Carrillo (entrado clandestinamente) y Felipe Gon-
zález. El objeto sería coordinar la acción ante Adolfo Suárez. La legalización del Par-
tido Comunista era una de las cuestiones clave. González dudaba de que ello fuese
posible. Los partidos estaban más preocupados de sus ventajas en una negociación
con el poder que de conseguir una igualdad para todos. Santiago Carrillo y Adolfo
Suárez, que ya tenían contactos anteriores, se reunirían secretamente después, el 27
de febrero de 1977, en casa del abogado José Mario Armero. Suárez y quien era con-
siderado un líder ineludible en la oposición, Santiago Carrillo, encontraron que esta-
ban de acuerdo en bastantes puntos.
Si la oposición rechazaba el procedimiento de la reforma política, los reformistas
en el poder no querían saber absolutamente nada de una ruptura. Suárez intentaba
convencer a todos de que la reforma pretendía contar con todas las fuerzas políticas,
mostrando sólo ciertas ambigüedades en el caso de los comunistas. Había quienes
creían que la legalización del PCE sólo podría hacerse en una fase posterior a la re-
forma. Pero estaba claro que la reforma no podía hacerse sin contar de alguna mane-
ra con la oposición. Sólo la participación de ésta podría dar legitimidad a un cambio
de régimen. Y esa participación no podría manifestarse sino tomando parte en unas
elecciones generales. Llevar a la oposición a esas elecciones era la segunda clave para
el éxito del proceso, tras la primera que había sido el asentimiento del franquismo.

270
CAPÍTULO XXV
El nuevo sistema político

25.1. LA PROFUNDIZACIÓN DE LA REFORMA


La LRP aprobada por las Cortes del viejo régimen fue sometida a referéndum po-
pular el 15 de diciembre de 1976. Por las razones ya dichas, toda la oposición que no
creía en aquella reforma no estaba dispuesta a apoyarla, pero tampoco se opuso de
manera frontal y la llamada que hizo fue a la abstención. Ésa llamada tuvo escaso éxi-
to, porque la abstención realmente registrada en la votación rozó el 30% del electo-
rado, salvo en el País Vasco, donde fue superior, mientras los votos afirmativos entre
los votantes subieron al 81%. Aquel resultado significaba, en cualquier caso, un for-
talecimiento significativo del camino emprendido. Oscuras y, sin duda, minoritarias,
fuerzas políticas de la extrema izquierda y de la extrema derecha se oponían al proce-
so de cambio por métodos terroristas que practicaron durante todo el desarrollo del
cambio. En las fechas en que había de celebrarse el referéndum de la LRP, el GRAPO
(Grupos Revolucionarios Antifascistas Primero de Octubre) secuestró al presidente
del Consejo de Estado, Antonio María de Oriol y Urquijo. El 24 de enero de 1977 se
produciría la matanza de los abogados de un despacho laboralista de la calle de Ato-
cha, en Madrid, conocidos por su ligazón con el PCE, a manos de la extrema dere-
cha, en un intento evidente de producir una convulsión en la izquierda. Los asesina-
tos terroristas continuaron aún.
Aprobada la Ley para la Reforma Política en referéndum popular y con una am-
plia mayoría, la situación española posfranquista entró en una nueva etapa. El esco-
llo fundamental para un cambio político de gran calado estaba salvado. Se trataba
ahora de poner en ejecución las previsiones de la ley y poner en marcha otros muchos
mecanismos. El objetivo era crear el sistema de partidos necesario para que en las
elecciones previstas pudiese aflorar el panorama de las opciones políticas que se ofre-
cían al país y las que éste prefería. Había que atraer a la reforma a toda la oposición,
facilitar la presencia de partidos políticos y controlar aún fuertes resistencias de los
mecanismos y poderes ocultos que pretendían impedir la reforma a toda costa. Entre
enero y junio de 1977 transcurrió, pues, otra etapa de vital importancia en el proceso
de la transición.
Para la oposición al gobierno de Suárez, el triunfo de la LRP obligaba necesaria-
mente a un cambio de estrategia. Se alejaba la posibilidad de una ruptura y había que
entrar en la línea de la participación máxima en un proceso de reforma por la vía que
marcaba la LRP. La negociación seguiría siendo un camino empleado, pero la vigen-
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cia de los organismos unitarios de oposición se hacía cada vez más precaria, pues ha-
bía llegado el momento para los grupos políticos de pasar a la acción autónoma. En
el caso catalán se producía el mismo fenómeno: el protagonismo de la Asamblea de
Cataluña iba a dar paso al de los partidos. En definitiva, la consolidación del gobier-
no y de la reforma política que había protagonizado Adolfo Suárez abrió varios fren-
tes nuevos en el año 1977.
La actividad política entre enero y mayo de 1977 se orientó en lo esencial hacia la
preparación de las elecciones generales y la profundización legislativa de varios tipos
de reformas liberalizadoras. Hubo otras novedades políticas, entre ellas el oscureci-
miento inevitable de la labor desempeñada por el presidente de las Cortes franquis-
tas aún existentes, Torcuato Fernández Miranda, y el progresivo alejamiento entre él
y el presidente del Gobierno ahora que la esencial función de conseguir el arranque
de la reforma en las Cortes había sido cumplida y había que entrar en otros campos,
el de la oposición fundamentalmente. El desacuerdo entre ambos personajes parece
acusarse a propósito de la legalización del Partido Comunista y la concesión de una
ampliación de la amnistía. La labor de Fernández Miranda sería también menos esen-
cial desde el momento en que Don Juán de Borbón abdicó formalmente de sus dere-
chos a la corona, en el mes de mayo, reconociendo la Monarquía de su hijo Don Juan
Carlos.
La Ley para la Reforma Política se publicó en el BOE el 4 de enero de 1977. El de-
sarrollo legislativo subsiguiente tendió a ajustar a ella el cambio y, en especial, el me-
canismo de las elecciones previstas. Tres meses después, el gobierno aprueba el Real
Decreto-Ley 23/1977, con fecha de 1 de abril, por el que se estructuraban los órganos
dependientes del «Movimiento», es decir, el partido único anterior, y se regulaba el ré-
gimen político de las asociaciones, los funcionarios y el patrimonio dependiente de
él. Ya anteriormente, el 8 de octubre de 1976, se había dado la primera disposición re-
ferente a un organismo central del régimen anterior, la Organización Sindical, que
era conocida comúnmente como Sindicato Vertical. Se creó entonces la Administra-
ción Institucional de Servicios Sindicales (AISS), organismo que sería clave en la di-
solución del aparato sindical existente. Aún existía en el gobierno Suárez un ministro
de Relaciones Sindicales, De la Mata Gorostizaga, que se mostró abierto al diálogo
con los sindicatos de clase, clandestinos en aquel momento.
A pesar del relativo fracaso en la llamada a la abstención en el referéndum expe-
rimentado por Coordinación Democrática, a comienzos del año 1977 este organismo
y las fuerzas integradas en él seguirían manteniendo la fórmula de ruptura democrá-
tica frente a la de reforma. No obstante, la apertura de nuevas perspectivas era inevi-
table. La coherencia del organismo empieza a resquebrajarse, cuando determinados
partidos, el PSOE fundamentalmente, entienden que la vía de la legalización y parti-
cipación en las elecciones es la que tiene menores obstáculos. Suárez emplea la polí-
tica de negociación con fuerzas concretas porque piensa que así es más fácil conven-
cerlas. Se abre el camino dialéctico hacia una ruptura, pero «pactada», que pronto se
convertirá en una «reforma pactada», es decir, con intervención de la oposición una
vez legalizada.
Entre los problemas que suscitaba el establecimiento de un nuevo sistema de par-
tidos figuraba justamente la amplitud misma del espectro de ellos. Una de las carac-
terísticas más peculiares del periodo de la transición fue la inmensa proliferación de
grupos políticos que aparecieron al calor de la posibilidad de participar en un proce-
so electoral. El número de siglas fue inmenso, desde la extrema izquierda a la extre-
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ma derecha. Se han contabilizado más de un centenar de grupos políticos en el
año 1997, de todas las ideologías, de ámbito estatal o regional, además de los grupos
sindicales y otros de caracterización más compleja aún —culturales, corporativos, etc.
Los grandes grupos políticos con alguna opción a representación viable en las institu-
ciones eran, naturalmente, muchos menos, pero aun así, el espectro político se pre-
sentaba sumamente fragmentado.

25.2. LOS PARTIDOS POLÍTICOS


La constitución y consolidación de partidos era seguramente más fácil, en princi-
pio, para la izquierda, con señas de identidad delimitadas y perfiladas por una larga
oposición al régimen de Franco, e incluso para lo que empezaba a perfilarse ya como
«centrismo», donde confluyen muy diversas fuerzas procedentes de la oposición mo-
derada. Por la correlación de fuerzas existente en la primavera de 1977, un punto cla-
ve era la presencia del Partido Comunista y, subsidiariamente, de la extrema izquier-
da en su conjunto. La construcción de partidos en la zona de la derecha democrática
tenía otras dificultades, entre las que la más evidente era cómo distinguir una nueva
derecha de la pura herencia del franquismo que por sí mismo representaba la más ex-
trema y antidemocrática reacción derechista. Por ello, en todo este periodo la inesta-
bilidad política afectó bastante más a la derecha y al centro que a la antigua izquier-
da de tradición obrera.
En realidad, los orígenes de los partidos que surgirían de ese magma común de la
oposición moderada y de los reformismos dentro del franquismo se encuentran ya en
el verano de 1976. Políticos como Manuel Fraga, Pío Cabanillas, José María de Areil-
za, entre otros muchos, comenzaron a constituir grupos políticos. En el entorno del
propio Suárez se movían otros personajes como el ministro Alfonso Osorio o Lande-
lino Lavilla que procedían en general de los grupos democristianos. Cabanillas y
Areilza constituyen en noviembre de 1976 el Partido Popular, que celebraría su pri-
mer congreso en febrero de 1977. Fraga evolucionaría muy nítidamente hacia la dere-
cha con su proyecto de Alianza Popular. Se constituyen la Federación de Partidos De-
mócratas y Liberales —-Joaquín Garrigues—, el Partido Demócrata Liberal —Ignacio
Camuñas—, Partido Liberal —Enrique Larroque—, Partido Progresista Liberal
Juan García Madariaga. El núcleo de la socialdemocracia es más complejo y disper-
so. Francisco Fernández Ordoñez constituye un Partido Socialdemócrata, Eurico de
la Peña es el sucesor de Dionisio Ridruejo en la Unión Socialdemócrata, Gonzalo Ca-
sado crea el Partido Socialdemócrata Independiente, y José Ramón Lasuén, la Fede-
ración Socialdemócrata.
Los partidos de tipo centrista irán estrechado cada vez sus contactos con el equi-
po del gobierno persiguiendo la estrategia de componer una coalición que pudiese
prosperar al amparo del poder. Los contactos con el Palacio de la Moncloa, que se ha-
bía convertido en la residencia oficial del jefe del Gobierno, tomarían cuerpo en mar-
zo de 1977. El primer intento, a partir de marzo de 1977, fue el de crear un «centro de-
mocrático». La operación tuvo como personajes fundamentales a Fernando Álvarez
de Miranda e Íñigo Cavero, y la participación del Partido Popular —Cabanillas,
Areilza. A ellos se acercarían los que acabarían conociéndose como «azules» por su
Procedencia del franquismo, cuyo personaje más conocido es quizás Rodolfo Martín
Villa, pero donde figuran también Jesús Sancho Rof, Fernando Suárez, Gabriel Cis-
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neros, Manuel Ortí Bordás, José María Socías Umbert, Juan José Rosón, más Suárez
mismo.
Suárez se entendería también con la coalición previa que estaba preparando Areil-
za. Pero la incompatibilidad de los dos personajes se evidenció pronto. A Suárez se
acercaron también partidos de ámbito regional: Social Liberal Andaluz, de Clavero
Arévalo, Gallego Independiente, de José Luis Meilán, Acción Regional Extremeña,
con Sánchez de León, Unión Canaria, con Lorenzo Olarte, Unión Demócrata de
Murcia, con Antonio Pérez-Crespo. Este altamente heterogéneo conjunto de grupos
políticos, de ideologías con alcance social y regional diverso, a los que no unía de he-
cho sino un tinte general de «centrismo», entre los que se incluirían los socialdemó-
cratas de Fernández Ordoñez, acabó constituyendo una federación de partidos, la
Unión de Centro Democrático, en la última decena de marzo de 1977, que sólo más
tarde se transformaría formalmente en un partido político. UCD recogió entre sus
militantes y votantes una buena parte del franquismo sociológico. Para dirigir la coa-
lición se eligió a Leopoldo Calvo Sotelo, quien dejó el Ministerio de Obras Públicas
para dedicarse a la nueva tarea. El trabajo más duro que le esperaba sería el de la con-
fección de las listas electorales.
La construcción de grupos políticos de la derecha más militante se vertebró en
torno a un proyecto que empezó llamándose Alianza Popular y acabaría en este pe-
riodo con el nombre de Coalición Popular, habiendo pasado por el de Coalición De-
mocrática. El hombre clave en esta empresa fue el veterano y destacado político fran-
quista Manuel Fraga Iribarne. La primera idea para la creación de un partido de Alian-
za Popular la expone Manuel Fraga en septiembre de 1976 contando con personajes
como Areilza y Cabanillas. El 10 de octubre aparecen en público unidos los «siete
magníficos», que eran Fraga y seis conocidos franquistas, entre los que estaban López
Rodó, Silva Muñoz, Fernández de la Mora y Licinio de la Fuente, que el día 21 de
octubre se presentaron como el grupo «Alianza Popular» en un hotel de Madrid. In-
cluso más aún que Adolfo Suárez, Fraga representa la reconversión de la clase dirigen-
te del franquismo a un nuevo modelo de supervivencia sociológica y política.
Fue a comienzos de 1979 y con vistas a participar en la nueva convocatoria elec-
toral cuando nació Coalición Democrática, AP-CD, compuesta por la propia AP y al-
gunas figuras procedentes de la UCD —Areilza, Ossorio. Pero esta nueva formación
fracasó en las elecciones de 1979. Los votos de todo el derechismo moderado se tras-
vasaron de CD a UCD. La nueva derecha no conseguía despegar, al tiempo que otra
pequeña parte de su electorado optaba entonces por la ultraderecha. El conglomera-
do de fuerzas de la derecha que se aglutinaron en torno a Fraga podría interpretarse
como el resultado del conservadurismo heredero del franquismo que había captado
con claridad ahora la necesidad de acomodación al nuevo juego político de la demo-
cracia. Esto es lo que representó AP durante la mayor parte del tiempo de su existen-
cia: el vehículo de adaptación a nuevos tiempos de aspiraciones y contenidos ideoló-
gicos, políticos y sociales, de gentes realmente comprometidas en su apoyo al fran-
quismo. Sociológicamente, ésta era su diferencia esencial con la UCD, que, a su vez,
representaba más bien la herencia del moderado reformismo nacido también dentro
del régimen.
En el espectro general de la izquierda, que en estas fechas se identificaba sobre
todo con los partidos de tradición obrerista y de inspiración más o menos inmediata
en el marxismo, destacaban dos partidos históricos, el Partido Socialista Obrero Espa-
ñol (PSOE) y el Partido Comunista de España (PCE). Pero en los años 60 habían apa-
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recido en España una importante constelación de grupos y grupúsculos que preten-
dían una renovación del marxismo desde influencias notables del maoísmo y de las
luchas anticoloniales en zonas del tercer mundo y que representaban un rechazo de
los grupos históricos de la izquierda. Constituían lo que se llamaría una «nueva iz-
quierda», producto de las nuevas condiciones españolas y de las transformaciones en
los movimientos marxistas, leninistas y maoístas en el mundo. Las trayectoria de es-
tos grupos en España sería muy problemática.
El viejo Partido Socialista español llegó a una encrucijada de su historia reciente
en el comienzo de los años 60 en que se produciría la renovación de las viejas estruc-
turas heredadas de los años 30, algunos de cuyos líderes de entonces vivían aún. En
el partido se iba a operar un profundo cambio generacional y un paso al primer pla-
no de la dirección de la militancia del interior de España frente al exilio, a costa de
una escisión. En el XII Congreso en el exilio, en 1972, se puso en marcha la renova-
ción nombrando una dirección colegiada. La Internacional socialista apoyó a esa
fracción de los renovadores, frente al viejo dirigente Rodolfo Llopis. En el XIII Con-
greso del PSOE en el exilio, celebrado en Suresnes (París), en octubre de 1974, fue
donde se produjo la elección de un nuevo secretario general, puesto para el que se
pensaba, en principio, en Nicolás Redondo, el sindicalista, pero ante su negativa, las
expectativas se dirigieron hacia Felipe González Márquez, un joven político que for-
maba justamente parte del «grupo sevillano» del socialismo clandestino en España,
que fue elegido finalmente secretario general.
El PSOE renovado era en el año 1977 una pieza esencial para culminar la transi-
ción. Le fue permitido celebrar de forma subrepticia su XXVII Congreso —en la lis-
ta general de ellos— en tierra española después de 45 años, y tuvo lugar entre el 5 y
el 8 de octubre de 1976. El nuevo partido nacido en Suresnes se presentó en princi-
pio con un lenguaje radical y hasta «revolucionario». Sus dirigentes, Felipe González,
Alfonso Guerra, Nicolás Redondo, Enrique Múgica, Pablo Castellano, Luis Gómez
Llorente y otros más, pertenecían a la generación de 1968 y sabían bien el papel que
el socialismo democrático podría y debería representar en el nuevo régimen como en-
carnación o poco menos de la izquierda clásica.
Mientras el PSOE se había mantenido en un plano más secundario en la oposi-
ción al franqusimo desde 1939, el verdadero bastión de ella había sido toda la orga-
nización clandestina del PCE, a la que la policía franquista persiguió con mayor in-
tensidad. Por ello, la opinión general era que la fortaleza de la organización de este
partido no tenía rival. Pero la ideología del PCE y también su significación en la dé-
cada de los años 30 y en la guerra civil, la persistencia de la imagen de su dependen-
cia de la política del la URSS y otros tópicos históricamente muy arraigados, hacía
que el reformismo general inspirador de la transición mediante la reforma pactada
viera muy difícil, cuando no rechazara abiertamente, la participación del comunismo
en el proceso hacia la democracia. Otras fuerzas, sin embargo, y entre ellas se conta-
ba el propio Adolfo Suárez, veían que el camino de la legitimación del nuevo régi-
men, que debería culminarse en las urnas, no era válido ni posible sin la concurren-
cia de todos los partidos, y en ese punto el PCE era inevitable.
El problema del PCE en los años decisivos de la transición era de hecho de otra
índole. Estribaba, más bien, en su persistencia en una trayectoria interna inversa a la
del PSOE: en él no se produjo un relevo generacional de ningún tipo. Sus dirigentes
eran exactamente los mismos de los años 30 o fieles continuadores de ellos: Santiago
Carrillo, Dolores Ibárruri «Pasionaria», Simón Sánchez Montero, Ignacio Gallego,
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Francisco Romero Marín, José Saborido, etc. Lo cual no excluía, desde luego, la pre-
sencia de algunos dirigentes más jóvenes como Ramón Tamames y la militancia o el
apoyo de un numeroso conjunto de intelectuales, profesionales, artistas, profesores,
etc., en mayor grado que a ningún otro partido. Se suponía que el PCE tenía un alto
número de militantes clandestinos, mayor que el de cualquier otro partido.
Las tácticas políticas del PCE no dejarían en todo caso de evolucionar, y ello tuvo
su representación más importante en la nueva doctrina del eurocomunismo, de la que
Santiago Carrillo, el secretario general, aparecía como paladín junto al brillante diri-
gente italiano Enrico Berlinguer y al francés George Marchais. El viejo pleito, arrastra-
do desde los años 30, entre socialistas y comunistas hacía más borroso el panorama
de la izqueirda de tradición obrerista y marxista. Era un pleito derivado de la trayec-
toria y vicisitudes en la República durante la guerra civil de 1936-1939 que no estaba
resuelto y por el que el panorama de colaboración se mostraba oscuro.
En la izquierda había todavía otros grupos políticos relevantes, y algunos, de una
fuerza regional indudable. En el primer caso tenemos al Partido Socialista Popular, la
creación del profesor Enrique Tierno Galván, que tenía como segundo a Raúl Moro-
do, y que procedía del anterior Partido Socialista del Interior, una alternativa al PSOE
en el exilio surgida en los años del franquismo. Un caso notable por su ascenso era el
de la Organización Revolucionaria de Trabajadores (ORT), partido de inspiración maoís-
ta, que formaba parte de los grupos de la nueva izquierda marxista-leninista-maoísta
aparecidos en los años 60, entre los que se encontraban también el Partido de los Tra-
bajadores de España (PTE), el Movimiento Comunista o la Liga Comunista Revolu-
cionaria, ésta de inspiración trotskista, entre otros muchos. Pero ningún partido de
los situados a la izquierda del PCE consiguió nunca un escaño de diputado, aunque
la ORT y el PTE estuvieron cerca de ello, seguramente a causa de la propia naturale-
za de la ley electoral.
Todo el amplio espectro de grupos políticos, en la derecha, el centro y la izquier-
da, experimentó la misma tendencia hacia la concentración en pocos partidos. Ello
afectó especialmente a la derecha, al aglutinarse en torno a la UCD y a AP, mientras
la izquierda se presentaba siempre más diferenciada por la permanencia de grupos a la
izquierda del PCE que éste no consigue nunca atraer a su órbita. La derecha se en-
cuentra flanqueada, a su vez, por una extrema derecha —especialmente la militancia
que se aglutina en torno a Fuerza Nueva, de Blas Piñar, a grupos que no son propia-
mente partidos, como la Federación de Excombatientes o a grupúsculos residuales de
la vieja ideología falangista cuyas siglas estaban casi siempre relacionadas con Falan-
ge Española— que nunca tuvo verdadera fuerza, en la que pretendía encuadrarse una
tan irreductible como minúscula opinión partidaria del régimen anterior, mientras la
mayor parte de ella, más pragmática, se integraba en Alianza Popular. Las elecciones
de 1977, y sus resultados sorprendentes en cierto sentido, empezaron a clarificar este
panorama. Los grupos y partidos regionales empezaron a entrar en crisis.
Pero entre esas agrupaciones de carácter regional, habría que hacer una excepción
con la trayectoria de los grupos nacionalistas. Estos no hicieron sino aumentar en im-
portancia a medida que fue transcurriendo el tiempo y el cambio en dirección a una
sociedad democrática. Entre los grupos nacionalistas los había muy antiguos, como
el Partido Nacionalista Vasco (PNV) o Ezquerra Republicana de Cataluña. Pero la
época de la transición dio forma a nuevos partidos de carácter nacionalista, no sólo
en las regiones o nacionalidades históricas, según las definiría la constitución de 1978,
es decir, Cataluña, País Vasco y Galicia, sino en regiones que no habían tenido sino
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atisbos de nacionalismo anterior o no lo habían conocido de hecho. Así pudo verse
en el caso de Valencia o de Andalucía.
La cercanía de las elecciones de 1977 fue haciendo dibujarse un nuevo panorama
En Cataluña, como vimos, desde la época final del régimen de Franco se fueron per-
filando nuevas fuerzas políticas que tuvieron un lugar de encuentro en la Asamblea
de Cataluña. El nacionalismo de derechas se iría aglutinando en torno a la formación
Convergencia Democrática de Cataluña que lideraría Jordi Pujol y a la formación de-
mocristiana Unió Democrática de Cataluña. A las elecciones de junio de 1977 con-
curriría un «Pacte Democràtic per Catalunya» que encabezaba justamente esa CDC
de Pujol y donde estaba también la UDC, dos grupos políticos cuya coalición acaba-
ría dando lugar al grupo de «Convergencia i Unió» (CiU), eje de la derecha naciona-
lista catalana hasta hoy.
En el caso vasco, el fenómeno fue el contrario, el de la ampliación del espectro,
con la aparición de numerosos grupos que se reclamaban de un nacionalismo de iz-
quierdas, aunque esta adscripción fuese dudosa. Así EIA, ESB, HASI, ES, EHAS, que
acabarían luego confluyendo en la coalición Herri Batasuna, bajo el influjo de ETA.
En Andalucía, apareció en esta línea nacionalista el Partido Socialista de Andalucía-
Partido Andaluz (PSA-PA), y en Valencia, el grupo derechista de menor contenido na-
cionalista de Unión Valenciana. En Galicia, diferentes grupos nacionalistas acabarían
convergiendo en un Bloque Nacionalista Gallego. En Navarra o en Aragón, persistie-
ron partidos de carácter regional no estrictamente nacionalistas, como fueron Unión
del Pueblo Navarro (UPN) o el Partido Aragonés Regionalista (PAR), respectiva-
mente.

25.3. LAS ELECCIONES DE 1977


El triunfo del proyecto reformista de la LRP y la acelerada marcha hacia la cons-
titución de partidos políticos, aun antes de que estuvieran permitidos, no significó,
en todo caso, la desaparición de todos los obstáculos. Una amenaza seguía activa y
provenía de la práctica terrorista, que alcanzaría especial significación entre diciembre
de 1976 y enero de 1977, por obra de grupos como los GRAPO o el FRAP (Frente Re-
volucionario Antifascista y Patriota), ligado éste a la extrema izquierda marxista. Pero
junto a ellos, la amenaza sustancial seguía proviniendo de ETA, el terrorismo nacio-
nalista vasco, que lejos de disminuir su actividad una vez el régimen franquista se en-
contraba en vías de disolución, la aumentó mostrando la verdadera cara de su estra-
tegia y objetivos, que no era, desde luego, el fin del régimen de dictadura.
Suárez continuaría sus contactos con la oposición a través ahora de una comisión
de negociación creada por ésta, compuesta de diez miembros —la «Comisión de los
Diez»— a los que presidía un viejo monárquico opositor al franquismo, Joaquín Sa-
trustegui, y de la que formaban ya parte representantes específicos de regiones, como
era el caso de Jordi Pujol por Cataluña, Julio Jáuregui por el País Vasco y Valentín Paz
Andrade por Galicia. Uno de los objetivos fundamentales de estas conversaciones fue
el acuerdo sobre las características de las elecciones previstas para junio. Precisamen-
te, el mecanismo de la legalización de partidos fue uno de los puntos conflictivos y
sufrió modificaciones significativas a lo largo de estos meses. De hecho, otros tipos de
libertades adquirirían ya una materialización razonable, aunque había muchas impre-
cisiones y discrecionalidades para el gobierno.

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El 4 de marzo de este año, un decreto establecía la legalidad de las huelgas con
ciertas restricciones, y el 1 de abril se decretaba igualmente el derecho de asociación
sindical. El gobierno de Adolfo Suárez estableció un sistema de legalización de los
grupos políticos al que se pretendió dar un alto componente judicial, y en el curso de
su aplicación se produjeron episodios de mucha tensión política en la primavera
de 1977. Con objeto de liberar al gobierno del compromiso de legalizar los grupos
políticos, según la ley que había sido aprobada en junio de 1976, el gobierno Suárez
dictó el Decreto-Ley de 8 de febrero de 1977 por el que la inscripción era automática
al ser solicitada en el Ministerio el Interior. Si se estimaba que los documentos pre-
sentados contenían alguna ilegalidad, el Ministerio los remitía para que resolviese al
Tribunal Supremo. La responsabilidad última era así de los tribunales de justicia.
El mecanismo funcionó bien hasta tropezar con el problema del PCE. A la lega-
lización de este partido se oponían, como cabía esperar, el grueso del Ejército, toda
la extrema derecha franquista, buena parte de la derecha más pragmática con Fraga a
la cabeza y una parte difusa de la opinión popular que veía en ello un peligro de re-
petición de viejos enfrentamientos. Había quienes expusieron, como Fraga, la opi-
nión de que esa legalización no debería hacerse sino más adelante, con la democra-
cia ya consolidada. Cuando el PCE presentó los documentos para su legalización, el
gobierno los remitió al Tribunal Supremo, pero éste dictaminó que no había ningún
motivo penal de retención de la legalización. Devolvía, pues, la pelota al gobierno.
Suárez, convencido de que la legalización era ineludible, hizo una preparación de
ella muy sigilosa. No comunicó su intención a los ministros, especialmente a los mi-
litares, y preparó y emitió el decreto de legalización en plenas vacaciones de Semana
Santa, cuando la actividad administrativa y política era mínima. Fue hecha pública
esa legalización el Sábado Santo «rojo», 9 de abril de 1977, cuando los cuarteles esta-
ban prácticamente vacíos. La legalización levantó un considerable revuelo; el alto
mando militar, el Consejo Superior del Ejército, publicó una nota de repulsa y dimi-
tió como ministro el almirante Pita da Veiga y algunos otros cargos militares. Pero las
reacciones no pasaron de ahí. El último gran obstáculo para una reforma pactada es-
taba levantado. Para el propio PCE, el coste de la legalización no sería tampoco pe-
queño: significaba considerar que la forma del régimen no sería discutida, que el ca-
mino de la reforma no sería otro sino el de unas elecciones que no cuestionarían la
monarquía y la aceptación de la bandera vigente frente a la republicana. Viejos opo-
nentes internos, como Líster y otros, entendían que ello era una traición.
De otra parte, empezaba también a ser prioritario un asunto como el de las auto-
nomías de las dos regiones con opinión nacionalista arraigada y que ya habían dis-
puesto en los años 30 de Estatuto, es decir, Cataluña y el País Vasco, y sobre ello se
empezaron a tomar también decisiones políticas. En el caso de Cataluña, comenza-
ron en el otoño de 1976, en noviembre, y en ellas Suárez jugó hábilmente la baza de
un viejo personaje histórico, figura de la Ezquerra Republicana de Cataluña y Conse-
jero de la Generalidad en la época republicana, Josep Tarradellas, al que envió emisa-
rios a su exilio de Francia. Tarradellas vendría luego a Madrid a entrevistarse con Suá-
rez y con el rey a finales de junio de 1977. La negociación con Tarradellas hizo que
perdiera protagonismo la Asamblea de Parlamentarios catalanes que se había consti-
tuido después del 15 de junio. El 29 de septiembre de 1977 se restablecía la Generali-
tatáe. Cataluña, y el 23 de octubre se nombraba a Tarradellas su presidente, encargán-
dole el gobierno la presidencia de un Consejo Ejecutivo de la Generalidad. Tarrade-
llas hacía esto sin el consenso de las nuevas fuerzas políticas de Cataluña. El caso

278
vasco tuvo que esperar hasta febrero de 1978, estando ya aprobada la Constitución.
Se concedieron también preautonomías a Aragón, Asturias, Canarias y Valencia.
Un último periodo en el desenvolvimiento de la transición posfranquista fue el
que se abrió con la efectiva celebración de las elecciones previstas para junio de 1977.
La elección de un Congreso y un Senado permitió acelerar la institucionalización del
régimen nuevo que, en cualquier caso, tardaría aún dos años, hasta marzo de 1979,
en quedar articulado en lo esencial. Tras la elección de esas Cortes, la normalización
del poder legislativo y la clarificación del panorama de los grupos políticos, se produ-
jeron dos hechos de excepcional importancia. Uno, los Pactos de la Moncloa, una ac-
ción política que ponía las bases del acuerdo general para la gobernación del país en
una coyuntura de extrema dificultad. El otro gran acontecimiento fue la elaboración,
aprobación y promulgación de una Constitución, pieza angular de un nuevo Estado.
El periodo de junio de 1977 a febrero de 1979 tuvo de hecho carácter constituyente.
Y sólo se pasó a una nueva etapa, la de la consolidación de la democracia, con las
elecciones legislativas de marzo de 1979.
Las elecciones generales fueron convocadas el 15 de abril de 1977. El sistema electo-
ral que se aplicaría se estableció definitivamente por decreto-ley de 23 de marzo de 1977,
donde se recogía todo lo dispuesto por la LRP y se introducía el mecanismo de atri-
bución de escaños de la Ley d'Hondt. Se trataba de un sistema de traducción de los
votos en escaños que establecía el número mínimo de votos que habrían de obtener-
se para alcanzar un escaño en cada circunscripción a través de un sistema de «restos»,
dividiendo el número de votantes por el de escaños en juego y que los repartía de
acuerdo con ese mínimo. Se establecía un número básico de diputados por provincia
—cuatro— y un número igual para todas —tres— de senadores. Presiones de la opo-
sición consiguieron que los políticos en el poder no pudieran presentarse a las elec-
ciones si no dimitían, con la excepción del propio presidente del Gobierno. Suárez
anunció que se presentaba a las elecciones el día 3 de mayo.
Cuando iban a empezar los procesos electorales en la transición, es decir, en la
primavera de 1977, casi todos los grupos políticos españoles existentes carecían de in-
fraestructuras y de aparatos electorales. Quienes únicamente tenían cierta tradición
en este sentido eran socialistas y comunistas. Un grupo como el recién creado de la
UCD hizo su inscripción para participar en las elecciones a última hora. Pero la par-
ticipación de grupos políticos fue amplísima. No sólo auténticos partidos políticos
más o menos numerosos hicieron su inscripción, sino que participaron y presentaron
candidatos agrupaciones algo peregrinas, de tipo cultural o social. Entre el atomismo
generalizado destacaban grupos de entidad como el PSOE, PCE, PSP, a la izquierda,
UCD, AP, FN, hacia la derecha, además de Izquierda Demócrata Cristiana, de Ruiz
Jiménez, o la Federación Popular Democrática, de Gil Robles, que representaban los
intentos españoles más genuinos de democracia cristiana y que fueron barridos elec-
toralmente. A ello habría que sumar la intrincada selva de los partidos de ámbito re-
gional y hasta local y los grupos nacionalistas más arraigados.
Cabría calificar aquella campaña electoral de «espectacular», sobre todo por su
novedad. A pesar del influjo ya patente de los medios de comunicación social, espe-
cialmente de la televisión, aquélla fue todavía una campaña clásica en cierta forma
donde prevalecía el mitin y la generalizada asistencia de los ciudadanos a los actos de
propaganda. El hálito nuevo de la libertad, y de la libertad de expresión especialmen-
te, le dio a aquella campaña un especial tinte de euforia política. Se pudo escuchar en-
tonces a viejos políticos con trayectoria anterior al régimen de Franco, como José Ma-
xxxxx
279
ría Gil Robles, Santiago Carrillo, Leizaola o Raimundo Fernández Cuesta, junto a
nuevos como Felipe González, Jordi Pujol, Tamames o Rojas Marcos. Se contabilizan
cerca de 22.000 mítines en aquella campaña.
Los resultados electorales fueron decisivos, significativos del conjunto social y, en
alguna manera, sorprendentes. Dibujaban un espectro político de los votantes espa-
ñoles que en sus líneas básicas sigue siendo válido hoy día, en el aspecto territorial y
en el aspecto cuantitativo, aun cuando los votos de derecha, centro o izquierda se
han trasvasado de unos grupos a otros —por ejemplo, los de UCD a CD o al PSOE
al desaparecer aquel partido. Las elecciones, sobre un censo electoral de algo más
de 23,5 millones de votantes, arrojaron la participación de 18,2 millones y la absten-
ción de 5,4 millones, es decir, un 79,92% de participación, una cifra que resulta nor-
mal, siendo ya desde entonces Galicia el sitio clásico de la abstención. Los votos nu-
los y en blanco fueron escasos.

Censo electoral 23.616.421 electores


Electores participantes 18.257.014 (72,92%)
Votos válidos 17.952.423 (77,89%)
Votos nulos 50.893 (0,30%)
Votos en blanco 263.926 (1,45%)
Abstenciones 5.401.383 (20,78%)

Congreso de los Diputados

Partido Votos Escaños % del


obtenidos obtenidos cuerpo
electoral
Fuerza Nueva 5.516 0,03
Alianza Nacional «18 de julio» 65.001 — 0,36
Falange Española y de la JONS 24.431 — 0,21
Alianza Popular 1.503.376 16 4,57
Falange Española Independiente 881 — 0,005
Círculos José Antonio 14.821 — 0,08
Asociación Nacional para el Estudio de los Problemas 44.855 — 0,25
Actuales
Partido Popular 3.708 — 0,02
Unión de Centro Democrático 6.309.517 165 47,14
Reforma Social Española 63.371 — 0,35
Izquierda Demócrata Cristiana 250.902 — 1,40
Partido Nacionalista Vasco 304.244 8 1,29
Pacte Democràtic de Catalunya-Unió Demócrata Cristiana 666.398 13 3,71
Catalana
Alianza Socialdemócrata 134.747 — 0,75
Falange Española Auténtica 40.978 — 0,22
Unión Socialista (Partido Socialista Popular y grupos afines) 804.382 6 1,71
PSOE-Partit Socialista de Catalunya (PSC) 5.240.464 118 33,71
PCE-PSUC 1.655.744 20 5,71
Frente Democrático de Izquierdas-Esquerra Catalana 259.840 1 1,45
Organización Revolucionaria de Trabajadores 80.121 — 0,44
Euzkadiko Eskerra y Candidatura de Unidad Popular 169.442 1 0,94
Frente Unido de los Trabajadores 37.992 — 0,21
Varios 26.288 — 0,14

280
Ningún partido obtuvo la mayoría absoluta de los 350 escaños de diputados y de
los 201 senadores. El partido más votado fue la UCD, resultado previsible, con más
de 6 millones de votos, el 35% de los votantes, obteniendo 165 diputados. Le siguió
el PSOE con 5,2 millones de votantes, el 29%, y 118 escaños. Se dibujaba a escala de
España entera un mapa básicamente bipartidista, con correcciones, pero en las regio-
nes de fuerte personalidad histórica y presencia del nacionalismo, como Cataluña y
País Vasco, se dibuja ya un sistema de partidos particular: triunfo de la izquierda en
Cataluña y del nacionalismo del PNV en el País Vasco. La gran sorpresa fue el PCE
y el PSUC (Partido Socialista Unificado de Cataluña, que equivalía en esa región al
PCE y que constituían listas únicas), que con 1,6 millones de votantes, no llegando
al 10% del censo, conseguía 20 diputados y quedaba como un partido de segunda
fila, demostrando que su fuerza electoral no equivalía en absoluto a su organización
y colocándose en una situación de la que no ha salido nunca. El grueso de los dipu-
tados comunistas eran los obtenidos por el PSUC en Cataluña. El comunismo en
modo alguno podría ser ya en la España nueva una fuerza equiparable a la del PCI
en Italia o, incluso, a la del PCF en Francia.
Otro fracaso notable era el del franquismo reciclado en AP. Obtenía 16 escaños
con 1,5 millones de votos. El destino de esta derecha sería, sin embargo, más agitado
en el futuro. Junto a estos cuatro grupos principales, resultaban destacables los esca-
sos 6 diputados obtenidos por el PSP de Tierno Galván, y los resultados de partidos
nacionalistas, el PNV con 8 diputados en el País Vasco, los 13 obtenidos por el Pacte
Democràtic en Cataluña, la futura CiU de Pujol, empatando allí con la UCD pero
detrás de la alianza de los socialistas. Casos ya extremos eran los de ERC en Catalu-
ña y Euskadiko Esquerra en el País Vasco, con un diputado cada uno. Las extrema de-
recha e izquierda no obtenían representación, abriendo con ello una situación que se
mantendría también normalmente en el futuro.
A la vista de los resultados electorales, el partido gobernante sería la UCD, como
minoría mayoritaria, desaparecían definitivamente las Cortes heredadas del franquis-
mo, y pasaban a presidir el Congreso de los Diputados Fernando Álvarez de Miran-
da y el Senado, Antonio Fontán. Adolfo Suárez constituiría un primer gobierno de
partido propiamente dicho el día 4 de julio de 1977, pero en él se practicaba también
la idea de reunir a un núcleo de personalidades importantes. Se constituían tres vice-
presidencias, la de Defensa, en la que continuaba el general Gutiérrez Mellado, que
se había convertido ya en un colaborador insustituible; la de Asuntos Económicos, a
cuyo frente aparece un prestigioso economista, Enrique Fuentes Quintana, que ten-
dría un especial protagonismo en el diseño de la política económica y de la global de
los primeros meses del régimen, y la de Asuntos Políticos, donde aparece otro hom-
bre fuerte, Fernando Abril Martorell.
El resto del gobierno tiene la característica de intentar incluir en él a todas las per-
sonalidades importantes de la coalición de UCD y a todas sus «familias»: Oreja
(Asuntos Exteriores), Lavilla (Justicia), Cavero (Educación), por los democristianos,
Fernández Ordóñez (Hacienda), García Díez (Comercio), por los socialdemócratas,
los liberales están representados por Pío Cabanillas (Cultura), Joaquín Garrigues (Obras
Públicas), Jiménez de Parga (Trabajo), Camuñas (Relaciones con las Cortes), había diri-
gentes regionales, como Sánchez de León y el andaluz Clavero, que se encargaría del
importante asunto de las autonomías, y «azules», como Martín Villa en el nada fácil mi-
nisterio de Interior, nombre nuevo del antiguo de Gobernación. Este gobierno se man-
tendría hasta febrero de 1978, salvo Camuñas, que dimitiría en septiembre.

281
25.4. LOS PACTOS DE LA MONCLOA
A lo largo de 1977, y una vez que las resoluciones políticas de gran urgencia esta-
ban en marcha, la acción gubernamental y la de los partidos pudieron prestar aten-
ción a la gravedad de la situación económica, a la necesidad de introducir reformas
profundas en las instituciones sociales y laborales del país y, en especial, pudo pres-
tarse atención a la necesidad de una estrategia de gobierno que contara con un am-
plio respaldo para tomar decisiones difíciles con un gobierno que no tenía mayoría
absoluta. Los Pactos de la Moncloa fueron una negociación y un acuerdo tomado en
octubre de 1977 por todos los grupos políticos parlamentarios en los que se diseña-
ron unas medidas y se acordó el apoyo de todos los grupos al gobierno para ponerlas
en ejecución. Es posible que los Pactos de la Moncloa fueran efectivamente el más
grande acuerdo reformista que se hizo en veinte años; el más grande esfuerzo global
por cambiar estructuras activas en el país arraigadas y muy paralizantes. Otra cuestión
sería la propia ejecución de tales medidas, que no alcanzó los objetivos previstos.
Las negociaciones se desarrollaron entre los días 8 y 21 de octubre de 1977 en el
Palacio de la Moncloa, sede del presidente del Gobierno. Se firmaron los acuerdos en
esta sede el 25 de octubre y fueron aprobados por el Congreso de los Diputados el 27
de octubre. Los documentos en los que se concretó el acuerdo eran extensos y, des-
de luego, tuvieron su mentor principal en el economista Enrique Fuentes Quintana,
vicepresidente del Gobierno. Hubo primero una redacción de los puntos fundamen-
tales del acuerdo, como una especie de declaración de intenciones. Luego vino el do-
cumento extenso, que firmaban diez personas, presididas por Fuentes Quintana.
Los pactos contenían bloques de medidas monetarias, financieras, fiscales, de
producción y laborales o de empleo, a corto plazo. La situación del desempleo era ya
grave. El sistema tributario era escasamente progresivo y estaba por completo desfa-
sado con respecto a la verdadera riqueza generada. La inflación era también un pro-
blema de gran gravedad, pues estaba por encima del 20% y en el centro del año ha-
bía llegado incluso al 40%. De hecho, se consideraba entonces que una cifra acepta-
ble para 1978 sería la del 22%. Se establecían criterios para elaborar los presupuestos
del Estado y para una política general de saneamiento económico incluyendo las em-
presas públicas.
Pero los pactos no se limitaban en forma alguna a los aspectos económicos, sino
que se ampliaban a todo tipo de medidas de gobierno, hasta convertirse en una ex-
presión arquetípica del consenso. Se contenían en él medidas políticas y sociales pro-
piamente dichas. Los Pactos abordaban asuntos como el de la reforma del sistema
educativo (progresiva gratuidad de la enseñanza), la función de los sindicatos, la re-
forma de la Seguridad Social y la política de rentas y salarios. Se diseñaba un «Progra-
ma de Actuación Jurídica y Política» en el que se hablaba de la libertad de expresión,
los medios de comunicación social y la reforma de los códigos legales —penal, justi-
cia militar, leyes de orden público, etc. Y otros muchos asuntos.
Los Pactos fueron aceptados con entusiasmo por grupos políticos como el comu-
nista que veían en ellos una forma de participación muy positiva, pero eran mirados
con mayor escepticismo por grupos como el PSOE por lo que tenían de límite a la
oposición. Como diría Fuentes Quintana, los Pactos eran una ocasión de convergen-
cia entre crisis general y oportunidad democrática y eran prueba de la legitimación
xxxxxxxx

282
del nuevo régimen cuando aún no existía una Constitución. En lo inmediato, contri-
buyeron a mejorar el equilibrio de la economía. Se consiguió bajar la inflación hasta
el 16% y mejorar el déficit con el exterior. Mucho más dudosos fueron los aspectos
no económicos, aunque se puso en marcha la reforma fiscal. No parece discutible
que los Pactos fueron, en todo caso, pese a su progresivo incumplimiento, una pieza
más en el camino que ya estaba abriendo la redacción de una Constitución. Pero la
dimisión de Fuentes Quintana, en febrero de 1978, aceleró aún más el proceso del in-
cumplimiento.

25.5. LA ELABORACIÓN DE UNA CONSTITUCIÓN


Las Cortes elegidas el 15 de junio de 1977 no tenían formalmente el carácter de
constituyentes. Nada decía de ello la Ley para la Reforma Política. En cualquier caso,
se desarrolló cuando menos un periodo constituyente anormal, y toda la transición
política tuvo ese mismo carácter. De lo que nadie dudaba era de que la primera fun-
ción que aquellas Cortes habían de desarrollar era la elaboración de un documento
constitucional en el que se basara un nuevo régimen liberal democrático. De forma
que el primer trabajo de las Cortes fue precisamente ése y, para acentuar aún más el
verdadero carácter constituyente que se les había atribuido, el gobierno de Suárez
procedió a disolverlas en 1979, una vez que se hubo aprobado, refrendado y promul-
gado la Constitución Española de 1978.
El proceso de elaboración de esa Constitución resulta, por ello, ejemplar y singu-
lar en la historia constitucional española, con independencia del propio contenido
político de la Ley Fundamental. Frente al general sesgo partidista que los textos cons-
titucionales españoles presentan entre 1837 y 1931, dejando, desde luego, aparte el
caso de la Constitución inaugural, la de 1812, que es un documento excepcional por-
que es obra de todo el pensamiento liberal español de comienzos del siglo XIX, la
Constitución de 1978 se caracteriza por una elaboración a la que presidió el célebre
consenso de los partidos. Se pretendió producir una Ley Fundamental que pudiera ser
aceptada por todas las fuerzas que querían un régimen nuevo democrático, sin impo-
siciones doctrinales de nadie y que señalara los mínimos políticos aceptables por
todos.
A cambio de ello, o como precio o coste de ese consenso, la Constitución de 1978
es un documento poco preciso en algunos aspectos, incluso ambiguo en otros, como
todo el importante Título VIII que perfila el Estado de las Autonomías. Es un texto
que deja pendientes o no resueltas del todo algunas cuestiones delicadas, como la del
papel de la Iglesia católica, la función última de las Fuerzas Armadas o algunos dere-
chos como el del aborto. No obstante, a pesar de ello o como consecuencia misma
de esta amplitud y falta de definición, la Constitución se ha mostrado plenamente vá-
lida y funcional en los veinte años de su vigencia hasta hoy. Los únicos problemas de
cierta entidad presentados son los referentes a la naturaleza, extensión y límites del
Estado de las Autonomías.
Las Cortes empezaron designando una Comisión Constitucional, el 26 de julio
de 1977, y, en su seno, se designó una Ponencia, el 2 de agosto, formada por diputa-
dos y encargada de redactar el texto de la Constitución. No tuvo el auxilio de exper-
tos jurídicos y su composición era altamente significativa. Pretendía ser, una vez más,
de consenso y estuvo constituida por tres miembros de la UCD (el partido mayorita-
xxxxxxx

283
rio), Miguel Herrero Rodríguez de Miñón, Gabriel Cisneros y José Pedro Pérez Llor-
ca, y uno por cada uno de los partidos: PSOE, Gegrorio Peces-Barba, AP, Manuel Fra-
ga, PCE-PSUC, Jordi Solé Tura, y la Minoría Catalana, Miguel Roca Junyent. Siete
miembros entre los que no figuraban ninguno del grupo vasco ni del grupo mixto de
las Cortes, pero que eran, desde luego, ampliamente representativos. La Ponencia tra-
bajaría sin publicidad, aunque hubo alguna filtración del texto, y tardaría mucho
tiempo, casi siete meses, en consensuar una primera redacción.
El Anteproyecto de la Constitución redactado por la Ponencia no apareció hasta
enero de 1978. Tras la presentación de enmiendas, ese texto fue discutido en la Co-
misión y en el Pleno del Congreso entre los meses de mayo y julio de 1978. El Con-
greso lo aprobó por 258 votos a favor, 2 en contra y 14 abstenciones. El Senado lo
discutió en agosto y septiembre y lo aprobó en octubre de 1978. La Comisión Mixta
Congreso-Senado aprobó un texto final el 20 de octubre de 1978. El 31 de octubre
fue la votación definitiva en ambas Cámaras por separado. El texto definitivo fue pu-
blicado el 6 de noviembre. Quedaba el sometimiento a referéndum popular que se
efectuó el día 6 de diciembre de 1978. Luego el rey sancionó la Constitución y fue
promulgada el 29 de diciembre de 1978.
En las Cámaras el texto fue rechazado sólo por algunos diputados en la línea de
la extrema derecha de AP (por ejemplo, Fernández de la Mora o Martínez Empera-
dor) y de los radicales vascos. El PNV se ausentó de la votación y se abstuvieron el di-
putado republicano catalanista Heribert Barrera, de ERC, y algún otro. Hubo un to-
tal de 25 votos no positivos. En el referéndum popular del 6 de diciembre, de un
total de casi 18 millones de votantes, 15.706.078 votaron «sí», según los datos oficia-
les, 1.400.505 votaron «no» y 133.786 se abstuvieron. La abstención rondó el 30% de
los votantes y llegó a casi el 50% en el País Vasco, y sólo el PNV y algunas fuerzas
de extrema izquierda plantearon la opción negativa. Fue aprobada por un 87% de los
votantes, y sólo en el País Vasco, seguramente a causa de la propaganda nacionalista,
el resultado fue menos contundente, pues allí los votos negativos más la abstención
superaban a los positivos.
La Constitución española de 1978, cuya glosa detenida sería aquí demasiado ex-
tensa, no es ningún prodigio de perfección técnica, pero es, indudablemente, la más
progresiva que ha tenido el país —si se prescinde de algunos detalles en que es supe-
rada por la de 1931, como en la aconfesionalidad del Estado, por ejemplo— y sinto-
nizaba con bastante perfección con el estado de la sociedad española. Sus redactores
tuvieron a la vista la de 1931 y las constituciones europeas, especialmente la alemana.
Constaba de un Título Preliminar y diez Títulos más donde se establecían los extre-
mos habituales de estos grandes textos políticos. En el conjunto de las constituciones
españolas es de las breves, con 169 artículos. Contiene al final disposiciones adicio-
nales, transitorias y una Disposición Derogatoria en la que declaraba derogadas todas
las Leyes Fundamentales anteriores, incluida la de Reforma Política, lo que prueba el
anormal carácter constituyente con que se hizo, pues las constituciones anteriores
nunca contuvieron cláusulas derogatorias, que en derecho constitucional se suponen
implícitas.
La Constitución de 1978 es notable, en general, por lo avanzado de su lenguaje y
sus declaraciones de derechos. Declaraba a España en «Estado social y democrático
de Derecho» y fundamentaba la Constitución en la «indisoluble unidad de la nación
española», que estaba, si bien, integrada por «nacionalidades y regiones» a las que se
garantizaba el «derecho a la autonomía». Se reconocía una lengua oficial del Estado,
xxxxxx
284
Primera página del original de la Constitución española de 1978.

el castellano, cosa también novedosa, y se reconocían como co-oficiales en sus res-


pectivas Comunidades Autónomas a «las demás lenguas españolas». Las declaracio-
nes de derechos y libertades eran amplias y se aludía a la Declaración Universal de
Derechos Humanos, dedicándose a ello todo el amplio Título Primero y, en especial,
el Capítulo Segundo de éste. En los aspectos sociales y económicos se reconocía la li-
bertad del mercado, pero también la posibilidad de planificación económica, y se
preveía la intervención del Estado en la propiedad por motivos de interés colectivo.
En definitiva, los Títulos de la Constitución diseñaban un Estado, en general,
moderno, salvo en detalles donde la necesidad de consenso se impuso —la coopera-
ción con la Iglesia católica, entre otros—, pero entre ellos el más llamativo era el VIII,
«De la Organización Territorial del Estado», donde se diseñaba lo que ha pasado a lla-
xxxxxxx

285
marse el Estado de las Autonomías, cosa que no se apunta en los Títulos Preliminar
y Primero. El Título IX establecía un Tribunal Constitucional.
La Constitución establecía en el Título X y último unos mecanismos normaliza-
dos de reforma. Cuando con posterioridad se ha planteado en algún sentido una mo-
ción de reforma constitucional, lo ha sido siempre en relación con el Título VIII, el
de las Autonomías, el aspecto de la construcción del nuevo Estado español que más
problemático se ha mostrado siempre. En los demás asuntos, el texto constitucional
tiene efectivamente la virtud de su amplitud y la posibilidad de su prolongación en
leyes orgánicas que han permitido matizaciones, como la introducida para la elección
de los miembros del Consejo del Poder Judicial —artículo 122— encomendándola
toda a las Cortes. Durante veinte años no se ha presentado ninguna propuesta en fir-
me de reforma de la Constitución, aunque hoy empiezan a alzarse opiniones en otro
sentido.

286
CAPÍTULO XXVI
El periodo de consolidación democrática
(1979-1982)

26.1. EL PRIMER PERIODO CONSTITUCIONAL DESDE 1979


Y LA REACOMODACIÓN DE LOS PARTIDOS

La prueba de que el periodo de consolidación de un régimen democrático es de


tanta importancia y comporta casi los mismos riesgos y problemas que el momento
de la implantación de tal régimen es el hecho de que en España, a los algo más de dos
años de haberse aprobado y refrendado una Constitución, se producían una o varias
conspiraciones entrelazadas que desembocarían en un intento de golpe de Estado
con el objetivo de alterar profundamente las instituciones y el funcionamiento de la
Monarquía parlamentaria. El camino hacia la normalización definitiva de un régi-
men representativo en España puede decirse que arranca de las elecciones celebradas
en marzo de 1979, que tenían todo el carácter de final del periodo constituyente que
transcurre entre junio de 1977 y febrero de 1979.
Las elecciones de 1979 fueron las primeras que se celebraban con la concurrencia
de todos los elementos que comporta un sistema político liberal democrático. Parti-
dos normalizados, Constitución y ley electoral, garantías jurídicas y políticas de trans-
parencia en los resultados. 1979 fue, por tanto, un año clave, año bisagra, en el que
hubo importantes convocatorias electorales (las municipales, además de las legislati-
vas) y en el que nació un gobierno continuado de la UCD durante casi cuatro años
más. El periodo vivió también crisis notorias y, sobre todo, una de graves consecuen-
cias como fue el golpe de Estado fracasado del 23 de febrero de 1981. La consolida-
ción, por tanto, no fue fácil y se vio alterada también por la inestabilidad política de-
rivada de la naturaleza misma del principal partido existente, UCD.
La superación de la crisis de 1981 fortaleció al sistema, sin embargo, a medio pla-
zo, aunque determinó definitivamente la crisis final y la práctica desaparición de la
UCD como partido político. Cuando en 1982 accedió al poder un nuevo partido, el
PSOE, tras un espectacular triunfo electoral, el proceso de consolidación no estaba
seguramente terminado aún. Pero la democracia había hecho posible y había supera-
do una prueba decisiva: la alternancia en el poder entre dos partidos. En octubre
de 1982, los socialistas triunfantes en las elecciones heredarían un sistema político
que ya estaba realmente en funcionamiento.
Puede pensarse que la consolidación había avanzado poco si pudieron producir-
xxxxxxxx

287
se hechos tan graves como los de febrero de 1981. Sin embargo, es posible pensar
también que la circunstancia de que el intento de golpe de Estado acabase en fracaso
prueba que hubo algún funcionamiento de las instituciones. Por ello, se ha dicho que
no puede hablarse de una consolidación efectiva de la democracia en España antes
de 1985 o 1986, es decir, después de bien avanzado el gobierno del PSOE y, en rea-
lidad, cuando España ingresa ya en la CEE. Pero no puede negarse tampoco que, al
menos formalmente, el PSOE accedía en 1982 a un sistema de poder establecido ya
de forma precisa en sus instituciones. ¿Dónde podría situarse la terminación de la
transición? Teniendo en cuenta que, de todas formas, la fijación de una fecha no es
cuestión decisiva, puede decirse que en 1979 el proceso de la transición española en-
tra en una problemática bien distinta de la anterior.
El 29 de diciembre de 1978, al tiempo que aparecían las primeras ediciones del
texto de la Constitución, Adolfo Suárez anunciaba la disolución de las Cámaras y fi-
jaba las elecciones legislativas para el 1 de marzo de 1979. Las elecciones locales se
convocaban, a su vez, para el 3 de abril. Fue una decisión que el partido en el gobier-
no tomó tras alguna duda, pero al aceptarla se daba por concluido realmente el pe-
riodo constituyente para pasar al periodo constitucional. La inmediata preocupación se-
ría entonces la de consolidar o abrir nuevas posiciones para los grupos políticos espa-
ñoles.
Los resultados de las legislativas del 1 marzo de 1979, en cierto modo, confirma-
ban las tendencias fundamentales vistas ya en 1977 y, en otro sentido, hacían aflorar
orientaciones nuevas que serían persistentes. Entre éstas, el ascenso de los partidos na-
cionalistas y regionalistas. El número de diputados al Congreso se mantenía en 350,
los senadores eran ahora 208, teniendo en cuenta la desaparición de la facultad regia
de designar una parte de ellos. A estas elecciones los partidos acudieron ya con sus
aparatos electorales mejor preparados y los programas electorales tenían perfiladas las
posiciones y ofertas a los votantes. Todos ellos pidieron créditos bancarios para sufra-
gar los gastos de la campaña, abriendo el persistente problema de la financiación de
los partidos. La ley establecería la entrega a los partidos de un millón de pesetas por
escaño obtenido.
La campaña electoral de 1979 fue la primera en la que se hizo un uso amplio de
los medios modernos: televisión pública, con spots publicitarios y espacios de inter-
vención, radio con las mismas condiciones, importante despliegue de propaganda
por correo, labor personal de los candidatos para ganar electores, mientras decaía el
sistema de mítines. Se dice que el espacio televisivo final de la campaña de UCD, en
el que intervino con un discurso de cierre Adolfo Suárez, en tonos muy catastrofis-
tas, le significó al partido un millón de votos de indecisos.
Naturalmente, en los dos grandes partidos, UCD y PSOE, la intención y el es-
fuerzo se dirige a conseguir una mayoría absoluta de diputados que permitiera apli-
car un programa de gobierno sin interferencias. El sistema mantenía su tendencia al
bipartidismo. La época del consenso había quedado ya atrás. En UCD, fue Suárez mis-
mo el que controló la elaboración de las listas electorales, aunque se dijo que no con
toda la dedicación debida, dada la heterogeneidad del partido y las aspiraciones de
los notables a colocar a sus seguidores. Entre los socialistas, es claro que se abre una
época de liderazgo personal de Felipe González formando un equipo perfecto con
Alfonso Guerra, que es quien realmente elabora las listas. La formación principal de
la derecha, Alianza Popular, había ido engrosando con algunos disidentes de UCD y
otros pequeños grupos, y el 15 de enero de 1979 adoptaba el nombre de Coalición
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288
Democrática. En el caso del PCE, la figura de Santiago Carrillo y su aureola de astu-
cia y versatilidad política eran aún su principal activo.
La participación electoral fue del 68% y la abstención del 32%, en porcentaje más
elevado que en 1977, que había sido del 21,5%. Los resultados fueron una amplifica-
ción de los de 1977 y ciertas expectativas que se habían vaticinado de triunfo socialis-
ta quedaron desmentidas. 168 escaños de UCD frente a 121 del PSOE mostraban de
hecho un avance de este último, con el que se había fusionado el PSP de Tierno Gal-
ván en 1978. El PCE quedaba definitivamente distanciado, aunque aumentaba sus es-
caños a 23. La derecha dura de Fraga, CD, tuvo un nuevo y sonoro fracaso al quedar
con sólo 9 escaños, mientras se mantenían en general los nacionalistas y regionalistas
de CiU y el PNV y avanzaban los andalucistas del PSA, que podrían constituir gru-
po parlamentario, mientras nacía la coalición vasca nacionalista radical Herri Batasu-
na, que obtenía 3 escaños, y un escaño también algunas otras fuerzas menores. La ex-
trema derecha conseguía por vez primera un escaño para Unión Nacional en la per-
sona de su jefe Blas Piñar.
Aparecían o se consolidaban tendencias generales como la del electorado español
a votar al centro con ligera deriva a la izquierda, lo que va a ser una constante en toda
la historia electoral y política desde entonces. El hecho es que los dos grandes parti-
dos habían pretendido con ahínco dar una imagen de moderación para atraer a este
electorado de centro. Abstencionismo alto, que mostraba la falta de una moviliza-
ción profunda de la sociedad. Y de nuevo, ningún grupo obtenía la mayoría absolu-
ta. La sostenida fuerza de los grupos regional-nacionalistas propiciaba un mapa elec-
toral diferenciado en ámbitos como Cataluña y el País Vasco. El nuevo presidente del
Congreso sería el ucedista Landelino Lavilla, y el del Senado, Cecilio Valverde, am-
bos de UCD.
Los comicios municipales, celebrados el día 3 de abril, primeros que se celebra-
ban con el nuevo régimen, no tendrían menor importancia, pero sus resultados ma-
nifestaron una tendencia distinta: el triunfo selectivo de la izquierda. Las campaña
electoral de la municipales vivió menor enfrentamiento que la de las legislativas. En
el conjunto de España, UCD obtenía 29.614 concejales, frente a 12.220 del PSOE.
Sin embargo, los grandes núcleos urbanos españoles pasan a ser regidos por la iz-
quierda, el PSOE o la coalición PSOE-PCE, como es el caso de Madrid, con el triun-
fo emblemático de Enrique Tierno Galván. En las capitales de provincia, UCD y
PSOE están prácticamente empatados en concejales, mientras que en los núcleos de
más de 50.000 habitantes, gana el PSOE. La gran ventaja de UCD está en los núcleos
rurales. Veintitrés capitales tendrán alcaldes de UCD y veintisiete, las más populo-
sas, de los socialistas. Los resultados no ofrecían un triunfo para UCD, pese a las
apariencias.
El día 30 de marzo tenía lugar en las Cortes el acto de investidura como presiden-
te del triunfador de las elecciones, Adolfo Suárez. Aquel acto fue significativo porque
Suárez se negó a que tuviera lugar el acostumbrado debate después del discurso pro-
gramático del candidato, en medio de la indignación de la oposición. El presidente
de las Cortes, Lavilla, tuvo que hacer uso arbitrario de su potestad reglamentaria para
satisfacer a Suárez. Ello mostraba a un nuevo Suárez, con su aversión al debate parla-
mentario en el que se sentía incómodo y mostrando carencias que antes, en el perio-
do álgido de la transición, habían quedado menos evidentes. En su discurso progra-
mático Suárez diría explícitamente que «el consenso ha terminado». UCD había pac-
tado los votos necesarios y eso permitió la investidura en primera vuelta por 183
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289
1 marzo de 1979
Votos Porcentaje Escaños Porcentaje
Partidos obtenidos sobre el parlamentarios
censo

Partidos de ámbito nacional


Unión de Centro Democrático (UCD) ……………………. 6.268.593 23,26 268 48
Partido Socialista Obrero Español (PSOE) ……………… 5.469.813 20,38 121 34,57
Partido Comunista de España y su filial catalana Partit So-
cialista Unificat de Catalunya (PCE + PSUC) …………… 1.911.217 7,12 23 6,57
Coalición Democrática (CD) …………………………….. 1.067.732 3,98 9 2,57
Unión Nacional (UN) ………………………………….. 370.740 1,38 1 0,29
Partidos de ámbito regional

Cataluña

Convergència i Unió ………………………………….. 11,27* 8 2,29


483.353 1,87**
Ezquerra Republicana …………………………………. 123.452 2,88* 1 0,29
0,46**
Euskadi

Partido Nacionalista Vasco (PNV) ………………….. 18* 7 2


275.292 1,03**
Herri Batasuna (HB) …………………………..………. 172.110 11,12* 3 0,86
0,64**
Euskadiko Eskerra (EE) …………………………….. 85.677 5,54* 1 0,29
0,32**

Navarra

Unión del Pueblo Navarro (UPN) ……………. 7,77* 1 0,29


28.248 0,11**
Andalucía

Partido Socialista Andaluz (PSA) ……………. 7,51* 5 1,43


325.842 1,21**
Aragón

Partido Aragonés Regionalista (PAR) …………. 4,23* 1 0,29


38.042 0,14**
Canarias

Unión del Pueblo Canario (UPC) ……………….. 0,67* 1 0,29


58.953 0,22**
Algunos partidos que no obtuvieron escaño parlamentario,
pero cierta cantidad de votos

Partido del Trabajo (PT) ……………………………… _ _ _


192.798
Partido Socialista Obrero Español-Histórico (PSOE-H) .. 133.869
_ _ _
Organización Revolucionaria de Trabajadores (ORT) 127.517 _ _ _ 

* Ámbito regional
** Ámbito estatal.

290
votos, con el apoyo de CD, del PSA y otros regionalistas, pero no de la Minoría ca-
talana.
El 5 de abril quedó constituido el nuevo gabinete. Ya en febrero de 1978 había
habido una pequeña remodelación del formado el 6 de julio de 1977, al presentar sus
dimisiones Fuentes Quintana, Jiménez de Parga, Oliart y Lladó. Ahora se producían
algunas novedades de interés. Se consolidaba la importancia de Abril Martorell en el
gabinete al ocupar el cargo de vicepresidente para Asuntos Económicos, de los que
ya se encargaba desde febrero de 1978. En este gabinete, Suárez prescindía de algunos
barones importantes: Fernández Ordóñez, Martín Villa, Cabanillas y Sánchez de
León. Suárez parecía querer rodearse de hombres más técnicos y más cercanos a sus
posiciones. Añoveros en Hacienda, Rodríguez Sahagún en Defensa, el general Ibáñez
Freire en Interior, José Luis Leal en Economía, Carlos Bustelo en Industria, eran los
más importantes. Se desdoblaba el Ministerio de Educación creando uno de Univer-
sidades e Investigación, que desempeñaría Luis González Seara.
Durante un año, de primavera a primavera entre 1979 y 1980, momento este úl-
timo en que las dificultades y debates políticos adquieren un tono nuevo, se extien-
de un periodo de gobierno con bastante actividad de carácter reformista en gene-
ral. Los problemas económicos, que no eran una dedicación preferente de Suárez,
pasarían ahora a la dirección principal de Abril Martorell y a un equipo de minis-
tros del ramo económico y de asuntos sociales de perfil más bien socialdemócrata.
Se intentan abordar los problemas del déficit público, mal crónico, y en el terreno
social la gran cuestión es la nueva ordenación de las relaciones laborales, para lo
que se trabajaría en la redacción de un Estatuto de los Trabajadores. El gobierno
anunció el desarrollo de 54 nuevas leyes en junio de 1979, lo que representaba un
intento de abordar una inmensa obra del desarrollo legislativo de la Constitución.
En 1980 se aprobaría el Estatuto de los Trabajadores y en 1981 el Acuerdo Nacio-
nal de Empleo.
De otra parte, la consolidación de la democracia iniciada a comienzos de 1979
implicaba también una reacomodación de los partidos, proceso que iba a tener signi-
ficados dispares según los casos. En principio, dos convocatorias electorales genera-
les, más las municipales, habían servido para clarificar bastante el espectro de los gru-
pos políticos. La algarabía de diminutos y pintorescos grupos políticos se redujo drás-
ticamente, dejando el panorama reducido a una veintena de ellos y a menos de diez
con verdadera actividad. Había tendencia a un mapa político de España en el que los
partidos nacionalistas tenían cada vez más espacio. Y se producirían crisis de dos ti-
pos especialmente; la del modelo de partido, como la del PCE, con crisis de lideraz-
go de Carrillo, paso al eurocomunismo, falta de profundidad en la renovación; y la
crisis estructural, además de la de liderazgo, de un partido tipo all-catch (donde caben
todos) como UCD, de tal manera que la consolidación significaría su progresiva de-
sintegración.
La materialización de UCD como partido unificado tuvo su punto clave en la
celebración de su 1.er Congreso, abierto el 19 de octubre de 1978, donde el asunto
central era esa constitución como partido y la designación de sus órganos de direc-
ción. Pero en modo alguno la opinión de los prohombres o «barones» era unánime
a este respecto. El proyecto de Estatutos no fue aprobado por unanimidad, sino
con la alta cifra de veintiséis abstenciones. En la elección de los cargos, salvo en la
de Suárez como presidente, hubo ya la primera batalla entre «familias», en la que
se registró, sin embargo, una notable abstención también. De todas formas, Suárez
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291
podía empezar la nueva andadura apoyado en un instrumento como un partido
unificado.
En Alianza Popular, la reconversión no fue menos acusada. Entre 1979 y la si-
guiente confrontación electoral en 1982, la reorganización de esta derecha fue
completa, y el partido, prácticamente refundado. La propaganda de la que se es-
forzaba en ser nueva derecha insistiría en su definición liberal-conservadora, refor-
mista, popular y democrática. Una nueva derecha parecía estar en marcha, en efec-
to, capitaneada sempiternamente por Fraga. Predicaba el bipartidismo y pretendía
avanzar hacia lo que desde entonces se conoció machaconamente en el lenguaje
de esta derecha como «mayoría natural». Semejante mayoría de los españoles, ine-
xistente por lo demás, fue otro de los pretendidos grandes hallazgos del fraguismo:
la creencia de que en la España del momento era mayoritaria una posición de de-
rechas o, al menos, de centro y derecha. La historia de la democracia española ha
mostrado, efectivamente, que el grueso de la opinión política española es efectiva-
mente el centro. Pero vertido hacia la izquierda y no con las connotaciones supues-
tas por Fraga.
Otra de las grandes y espectaculares reconversiones fue la del PSOE, que atrave-
só una notable crisis en 1979 y hubo de recurrir a un Congreso extraordinario. La ba-
talla se libraría por la pretensión de algunos nuevos socialistas, entre los que destaca-
ba el «grupo sevillano» capitaneado por el propio secretario general, Felipe González,
de diluir la ortodoxia marxista y las rigideces del lenguaje «revolucionario» a fin de es-
tablecer una doctrina y un lenguaje más apto para atraer votantes fuera de las cliente-
las obreristas clásicas, situándose mucho más a la derecha, sin duda. Se trataba, en
suma, de una especie de repetición de lo hecho por el SPD alemán en Bad-Godesberg
en 1959: el «abandono del marxismo», dicho en lenguaje llano, aunque la propuesta
pretendiera enmascararlo de alguna manera.
La propuesta de eliminar del programa y estatutos del partido la referencia mar-
xista como cuestión central ocupó al XXVIII Congreso del partido en mayo de 1979.
Las resistencias encontradas fueron tales que la propuesta fue rechazada, lo que aca-
rreó la dimisión de González y el nombramiento de una Comisión Gestora hasta un
Congreso extraordinario. Entre los «críticos» destacaban Luis Gómez Llorente, Pablo
Castellano, Francisco Bustelo y el ya alcalde de Madrid y antiguo presidente del PSP,
Enrique Tierno Galván. Pero estos críticos no se atrevieron a proponer una secretaría
general alternativa.
Era evidente que el PSOE evolucionaba ya hacia un asfixiante personalismo que
no podía prescindir de la figura de Felipe González, que se acusaría en el futuro, una
vez abortados los intentos de aupar al liderazgo a Tierno Galván. En el Congreso ex-
traordinario de los días 28 y 29 de septiembre del mismo año, la propuesta anterior
ganaría ampliamente y González volvería fortalecido a la secretaría general. Los «crí-
ticos» estaban sentenciados —bastantes de ellos abandonarían el partido o la política
después— y comenzaba la era del «felipismo».
La crisis del PCE tenía también sus propias connotaciones, pero se orientaba
igualmente hacia cuestiones doctrinales y de liderazgo. El giro hacia el eurocomu-
nismo, que tuvo su momento fundamental en el IX Congreso, y hacia la adopción
de un lenguaje político más flexible que la vieja ortodoxia comunista, abandonan-
do el leninismo, llevó, sin duda, al relativo éxito de las elecciones de 1979. Pero, al
mismo tiempo, demostró algunas insuficiencias e incapacidad para penetrar seria-
mente en las rígidas estructuras de dirección donde la «vieja guardia» carrillista se
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292
negaba a ceder un paso. Hubo algunas disidencias con el PSUC. La aparición de
los «renovadores» en 1980 fue un hito fundamental, con una orientación que pre-
tendía abrir el partido hacia nuevas propuestas. Entre ellos estaban Ramón Tama-
mes, Jordi Solé Tura, Manuel Azcárate y buena parte de los dirigentes vascos. Ca-
rrillo se opuso a tales aperturas, como la pretendida en el País Vasco hacia grupos
nacionalistas de izquierda. En 1981, las disidencias eran patentes y abandonan el
partido buena parte de sus numerosos intelectuales. También se produjeron expul-
siones de disidentes. El fraccionamiento del partido pasaría su factura en las elec-
ciones de 1982.

26.2. EL MODELO DEL ESTADO DE LAS AUTONOMÍAS.


EL PERIODO DE LAS «PREAUTONOMÍAS»
El diseño y construcción de un Estado distinto del centralizado, el de las Autono-
mías territoriales establecidas en la Constitución de 1978, fue una de las tareas em-
prendidas desde que se pone en marcha la reforma pactada en 1977, pero se aceleró
de forma decisiva tras las elecciones de junio de ese año, aun antes de que la Consti-
tución formulara un modelo de Estado de las Autonomías que venía a ser un híbrido o
un intermedio entre el Estado centralizado y el federal. La tarea era de primera mag-
nitud, porque la reclamación de un reparto distinto del poder político era casi unáni-
me, con la excepción del más recalcitrante franquismo. Pero era una tarea de tal com-
plejidad y dificultad que puede decirse que aún hoy permanece inacabada porque
existe un renovado debate sobre el nivel del «cierre», es decir, la definitiva conclusión
de esta distribución autonómica y su punto final de llegada.
Las ideas, los proyectos y los programas sobre el alcance, sentido y camino hacia
un Estado de poder descentralizado eran variados. Incluso entre los propios grupos
nacionalistas de regiones como Cataluña, Vasconia o Galicia había diferencias de in-
terpretación. Por su parte, el centralismo tradicional no deseaba sino ceder en lo im-
prescindible, conceder un determinado régimen autonómico a territorios muy dife-
renciados como Cataluña o Vasconia, en los que había una vieja reclamación de ello.
De hecho, los nacionalismos de estas regiones coincidían en esa idea de limitar las au-
tonomías a la de algunas de ellas. Otra posición, que acabaría triunfando en el seno
del partido en el poder, era la proclive a hacer del proceso autonómico una política
general del nuevo régimen, pensando, sin duda, que ello era el mejor antídoto con-
tra los nacionalismos exacerbados y que el proceso podría ser mejor manejado. Espa-
ña es hoy un caso único por la amplitud en la distribución de los poderes territoria-
les del Estado, con diecisiete Autonomías que disponen de grados diferentes de auto-
gobierno, pero en todos los casos, muy altos.
La marcha hacia el Estado de las Autonomías estuvo precedida por una primera
fase, la anterior a la promulgación de la Constitución, que fue llamada de las «Preau-
tonomías». Se trataba de que de manera provisional las regiones fueran obteniendo
una serie de transferencias de funciones desde el Estado, en un movimiento que fue
empujado por las «asambleas de parlamentarios» que fueron apareciendo en múlti-
ples regiones históricas españolas y no sólo en aquellas que ya habían dispuesto de es-
tatutos de autonomía con anterioridad al régimen de Franco, es decir, Cataluña y el
País Vasco, y las que disponían de una reconocida personalidad histórica, como Ga-
licia. El momento de las preautonomías se extendió por los años 1977 y 1978. Su du-
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293
ración fue exactamente de un año, de septiembre a septiembre. Luego, una vez deter-
minado el sistema por la Constitución, el año 1979 fue también decisivo para el pro-
ceso de la nueva territorialización del Estado, pues en él quedó plasmado, con algu-
nas excepciones, el mapa preautonómico de España.
A través de las preautonomías, que fueron establecidas mediante Reales Decre-
tos a lo largo de 1978, y que derivaban también del cumplimiento de pactos entre
fuerzas políticas que se habían establecido con anterioridad a las elecciones de ju-
nio de 1977, se delimitaba una determinada territorialización de cada «Autono-
mía» y se la dotaba de organismos provisionales de gobierno, que regentaban por
lo común los parlamentarios de la región, y luego se establecían comisiones mix-
tas de transferencias entre el gobierno central y esos órganos de gobierno preauto-
nómico. Todo ello con la cautela de que nada de los establecido ni prejuzgara ni
estuviera en contradicción con lo que pudiera disponer el texto constitucional.
Desde el gobierno, el máximo responsable de este proceso y de su diseño fue el
ministro para las Regiones, Manuel Clavero Arévalo, que procedía del centrismo
andaluz.
La preautonomía primera concedida y de una forma peculiar fue la catalana,
convirtiendo la figura del viejo político republicano Josep Tarradellas, que había
sido presidente de la Generalitat en el exilio, en presidente de la Generalidad pro-
visional. Pero Tarradellas en manera alguna era bien visto por todas las fuerzas y
personalidades políticas de Cataluña. El caso vasco tenía otras implicaciones: una
larga trayectoria autonómica anterior, la presencia de un fuerte partido nacionalis-
ta histórico como el PNV, la importancia allí del PSOE más la cuestión de Nava-
rra en relación con la creación de una amplia Comunidad Autónoma Vasca que la
incluyese, eran los principales factores. Las negociaciones se emprendieron entre
el gobierno y la asamblea de parlamentarios vascos, a la que no quisieron sumar-
se los navarros, pertenecientes predominantemente a UCD. La preautonomía vas-
ca, sin Navarra, se materializó en un Consejo General Vasco aprobado el 6 de ene-
ro de 1978.
El tercer caso en urgencia era el gallego. Aquí la UCD intentó ya aplicar la ten-
dencia restrictiva que predominaba en sus filas. Se prefirió entonces obviar cual-
quier problema de fondo creando un Xunta de Galicia provisional en marzo
de 1978. Luego se constituyó la Diputación General de Aragón, una región donde
la única cuestión era el temor de las provincias de Huesca y Teruel al excesivo peso
demográfico y político de Zaragoza. En la región valenciana se produjo desde el
principio un problema de símbolos, debate entre la idea de una Valencia peculiar
o su adscripción más clara al ámbito de los países catalanes, con los que había una
evidente afinidad de lengua y de historia. Se constituyó el Consell del País Valen-
cià, con una Comunidad Autónoma de tres provincias —Valencia, Castellón y
Alicante.
En Baleares y, sobre todo, Canarias, se presentaban los problemas añadidos de la
idiosincrasia derivada de la insularidad, donde cada isla pretende constituir un uni-
verso político y adminsitrativo propio. Mientras en Baleares no hubo mayores con-
tratiempos para crear un Consejo General Interinsular en junio de 1978, en Canarias
la tradicional rivalidad entre las dos provincias produjo mayores dificultades. En todo
caso, el contencioso estaba resuelto en marzo de 1978 con una provisional Junta de
Canarias que pasaría a llamarse Gobierno de Canarias con la autonomía definitiva.
En Extremadura, con vieja rivalidad provincial, también acabaría adoptándose una
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294
inteligente solución de compromiso al establecer los órganos autonómicos en una
nueva ciudad no capital de provincia, Mérida.
Mucho más complejo, inesperadamente, resultó el caso andaluz, que sería tam-
bién problemático después de aprobada la Constitución. Seguramente no resultó aje-
no a ello la circunstancia de que el propio ministro, Clavero, fuese natural de allí. En
la fase preautonómica las discusiones duraron desde septiembre de 1977 a abril de 1978,
en que se creó una Junta de Andalucía. Las dificultades graves vendrían a la hora de
decidir la vía constitucional para la autonomía definitiva.
No parece raro, en fin, que las dos Castillas presentaran no pocas dudas a la hora
de plantearse qué regiones autónomas podrían establecerse en este amplio territorio.
Había el problema, además, de qué hacer con Madrid. Serían los propios parlamen-
tarios de las provincias de Castilla los que fueran dando las pautas que habría que se-
guir. El 30 de junio de 1978 se publicó el decreto-ley de constitución del Consejo Ge-
neral de Castilla-León. Las provincias de Santander y Logroño presentarían posterior-
mente a las Cortes sus estatutos uniprovinciales.
Si en la Castilla del Norte el asunto era el de territorios que habían de separarse,
el de Castilla la Nueva o Castilla-La Mancha era el contrario, el del deseo de incorpo-
rarse a ella territorios que se consideraban ligados a esta región natural. Ése era el caso
planteado por los diputados de Albacete, que se mostraron distantes de la región a la
que pertenecían tradicionalmente, Murcia. El órgano de gobierno castellano-manche-
go se llamaría la Junta de Comunidades. Madrid planteaba un escollo serio de otra
índole, pues los parlamentarios castellanos no querían su incorporación a esta Comu-
nidad, dado su inmenso peso. Entre los parlamentarios madrileños mismos había di-
visión de opiniones. Así, se acordó dejar pendiente el caso hasta la elaboración de la
Constitución.

26.3. LA CONSTITUCIÓN ESTATUTARIA DEL MAPA AUTONÓMICO


Las Autonomías definitivas quedaron reguladas por el Título VIII de la Constitu-
ción, aunque con problemas de ambigüedad. La posición política a que se ajustó fue
que el territorio completo del Estado quedase dividido en Comunidades Autónomas.
El camino hacia el régimen autonómico, el tiempo necesario y los órganos autonó-
micos finales no se regulaban de forma única, sino que se establecían posibilidades
diversas en el articulado del Título VIII. El mapa autonómico fue así completándose
poco a poco y según niveles diversos, establecidos por la Constitución, de competen-
cias transferidas.
Como cuestión central, el Título VIII presentaba la posibilidad de que las Auto-
nomías se constituyesen por diversas vías, lo que se plasmó en las dos fundamentales
llamadas del artículo 143 y del artículo 151, esta segunda de mayor nivel y con nece-
sidad de someter el acuerdo de autonomía adoptado por los municipios a un referén-
dum. Estas Autonomías de mayor nivel eran las que tendrían necesariamente Asam-
blea Legislativa, Consejo de Gobierno y Tribunal Superior de Justicia. De otra parte,
el artículo 144 daba una tercera posibilidad mediante iniciativa estatal. Se prohibía la
federación de Comunidades Autónomas. Entre las disposiciones adicionales de la
Constitución figuraba la de la devolución «de los derechos históricos de los territo-
rios forales», lo que afectaba a las provincias vascas y a Navarra, en especial a Vizcaya
y Guipúzcoa.

295
Las dos primeras Autonomías efectivamente constituidas fueron las de Catalu-
ña y el País Vasco. Sus Estatutos fueron aprobados y sometidos a referéndum en
octubre de 1979. A ellos siguió el de Galicia, de forma que esas tres Comunidades,
que eran las «históricas», accedieron a la autonomía por el artículo 151 de la Cons-
titución. En la política de UCD, que nunca llegó a tener un programa definido so-
bre las autonomías, la previsión era que el resto de las Comunidades se gestiona-
ran por lo dispuesto en el artículo 143, la vía más lenta. Pero el caso andaluz fue
especial.
En abril de 1979, algunos municipios andaluces habían puesto en marcha la au-
tonomía definitiva proponiendo para ello el artículo 151 de la Constitución, el de las
Comunidades históricas. En septiembre de 1979, UCD decidió, por acuerdo con el
que era ya presidente de la preautonomía andaluza, Rafael Escuredo, la celebración
del referéndum autonómico para el 28 de febrero de 1980. Casi la totalidad de los
municipios andaluces y todas las Diputaciones Provinciales habían aceptado la vía
del artículo 151. Fue entonces cuando, tras las consultas en referéndum en Cataluña
y el País Vasco de sus respectivos Estatutos, y dada la abstención producida, superior
al 30%, el partido en el gobierno creyó llegado el momento de «frenar» el proceso,
hablando de una «racionalización». La vía del artículo 151 para Andalucía quedaría
bloqueada. También se intentó limitar el alcance del Estatuto de Galicia, aun cuando
en aquella región era mayoritaria la UCD.
UCD emprendió entonces una política en Andalucía cuya irracionalidad era
manifiesta: con la pretensión de hacer fracasar el referéndum inició una campaña
pidiendo a los electores la abstención, puesto que una decisión positiva necesitaba
una mayoría del 50% de los votantes en cada provincia. El ministro Clavero pre-
sentó de inmediato su dimisión. El 28 de enero se celebró la consulta autonómica
en Andalucía, donde se proponía a los electores una pregunta confusa sobre si se
deseaba la autonomía al nivel más completo que permitía la Constitución. Esto in-
dignó a casi todo el mundo. El resultado fue un descalabro para la política de
UCD. El referéndum fue positivo en todas las provincias, menos en Almería, por
escaso margen. El problema constitucional que ello representaba fue posteriormen-
te resuelto mediante pacto y la autonomía andaluza se hizo por el artículo 151 con
un coste político irremediable para la UCD, que se hundió prácticamente en aque-
lla región.
La Constitución, en el artículo 144, reconocía la posibilidad de constituirse en
Comunidades uniprovinciales a aquellas provincias que fueran autorizadas por las
Cortes y que no reunieran las condiciones que se exigían en el artículo 143. La si-
tuación afectaba ahora a Baleares, Navarra, Asturias, como regiones anteriores, y a
Murcia, Santander y Logroño, a causa de la evolución política de las asambleas de
parlamentarios respectivas. En el caso navarro, la cuestión se relacionaba con su
inclusión en una Comunidad Vasca o no. Los Estatutos uniprovinciales fueron
presentados de inmediato tras la aprobación de la Constitución. El caso afecto a
Cantabria (Santander) y La Rioja (Logroño). Navarra, una vez rechazada allí la po-
sibilidad de incorporarse a la Comunidad Vasca, incluso con los nuevos poderes
locales ya constituidos, tuvo una manera singular de acceder a la autonomía, pues
fue el único sitio donde la antigua foralidad tuvo un papel efectivo a la hora de re-
gular el Estatuto. Las viejas instituciones forales navarras, que habían sido objeto
de una ley en 1841, fueron remozadas, mediante una Ley de Amejoramiento del
Fuero.

296
Madrid constituía también un caso muy peculiar, como lo serían por otras razo-
nes las plazas africanas de Ceuta y Melilla. El peso de Madrid era de tal importancia
que hacía muy difícil su integración en una Comunidad sin distorsionar completa-
mente la presencia de las otras provincias. En Madrid, por lo demás, no había espíri-
tu autonómico alguno. La idea de Madrid como otra Comunidad uniprovincial se
fue abriendo camino, aunque su Estatuto no llegó a ser aprobado antes de la disolu-
ción de las Cortes en 1982. En el caso de Ceuta y Melilla, se descartó la posibilidad
de su incorporación a Andalucía; por tanto, hubo de concedérseles la posibilidad de
constituirse como Autonomías independientes con características peculiares. Su ca-
mino hacia esa situación ha sido el más largo de todos.
Como visión general del proceso podrían hacerse algunas consideraciones finales.
En principio, la masa de la población, incluso en aquellas zonas donde había nacio-
nalismo y una tradición autonómica, no parecía considerar la autonomía una cues-
tión esencial. La estructuración autonómica se hizo, en general, de forma rápida y po-
siblemente precipitada, lo que no dejó de dar lugar a importantes disfunciones, du-
plicidades y roces. Se presentaron, en consecuencia, diversos intentos de «armonizar»
el proceso autonómico, cosa que la Constitución preveía. Un primer intento promo-
vido por el ministro Martín Villa fue rechazado en abril de 1981. Antes, también, el
PNV había tenido una iniciativa semejante. La idea de llegar a un «pacto autonómi-
co», una especie de «Pactos de la Moncloa autonómicos», dijo el ministro Martín Vi-
lla, que estableciera la grandes directrices a las que hubiese de someterse el proceso de
estructuración autonómica continuó adelante y dio lugar a la creación, el 3 de abril
de 1981, de una comisión de los partidos estatales, auxiliada por expertos, presididos
éstos por Eduardo García de Enterría, para estudiar esa armonización en el aspecto
político y en el económico.
El «pacto autonómico» se firmó el 31 de julio de 1981, entre el ya presidente Cal-
vo Sotelo y Felipe González. AP y PCE se habían retirado en el último momento de
esa idea de la armonización por motivos particulares en cada caso. El resultado de
aquel pacto fue la elaboración de la LOAPA (Ley de Armonización del Proceso Au-
tonómico), que llegó al Parlamento en octubre de 1981. Pero la ley fue objeto de
un recurso de inconstitucionalidad por parte de algunas Comunidades Autónomas,
como Cataluña y el País Vasco, y la sentencia definitiva del Tribunal Constitucional
en 1983 dejó sin efecto alguno de sus artículos y prácticamente inviable, en conse-
cuencia, su aplicación.
La UCD, el partido propulsor de las Autonomías, nunca llegó a tener una doctri-
na programática sobre el Estado de las Autonomías. Las posturas más reticentes ante
ellas estuvieron personificadas por políticos como Abril Martorell, Martín Villa, Pé-
rez Llorca o Cabanillas. Se debe tener a Clavero Arévalo como artífice en la generali-
zación a todo el Estado de la política autonómica. Fue significativo su apartamiento
de la cuestión autonómica y su paso al ministerio de Cultura en el gobierno de abril
de 1979, hasta su dimisión en enero de 1980 y su posterior abandono del partido.
Parece claro que en el cúmulo de disensiones internas entre los líderes del partido,
acabó predominando la idea de que la expansión de las Autonomías debía ser con-
trolada, como si de verdad se temiese su desarrollo pleno. Donde la incoherencia de
la política autonómica ucedista alcanzó su cenit fue en el caso andaluz. Esas vacila-
ciones se presentaron también en el PSOE, pero este partido entendió mejor el pro-
yecto y lo utilizó mucho más en su favor, mientras el desgaste era para el gobierno
y la UCD.

297
Datos básicos de las comunidades autónomas españolas
Comunidad Superficie Población Renta Art. Sistema de Composición
Autónoma (en km2) 1986 per cápita constitucional financiación provincial
(en miles) 1985 de acceso a la
(en pesetas) autonomía

Andalucía 87.278 6.832 460.446 151 Común 8 provincias


Aragón 47.679 1.184 683.381 143 Común 3 provincias
Asturias 10.565 1.112 604.634 143 Común 1 provincias
Baleares 5.014 681 867.997 143 Común 1 provincias
Canarias 7.273 1.443 552.929 143 Común 2 provincias
Cantabria 5.289 523 680.944 143 Común 1 provincias
Castilla-La Mancha 79.226 1.676 471.735 143 Común 5 provincias
Castilla y León 94.147 2.583 560.670 143 Común 9 provincias
Cataluña 31.930 5.936 790.883 151 Común 4 provincias
Comunidad Valenciana 23.305 3.732 670.657 143 Común 3 provincias
Extremadura 41.602 1.086 415.976 143 Común 2 provincias
Galicia 29.434 2.843 500.622 151 Común 4 provincias
Madrid 7.995 4.731 887.536 143 Común 1 provincias
Murcia 11.317 1.007 519.350 143 Común 1 provincias
Navarra 10.421 515 690.401 * Concierto 1 provincias
País Vasco 7.261 2.135 693.998 151 Concierto 3 provincias
Rioja (La) 5.034 260 698.057 143 Común 1 provincias
España 504.750 38.398 638.772 — — —
* Disposición adicional primera.
Fuente:: INE y Banco de Bilbao.

298
26.4. LA CRISIS DE UCD
El desastre político que significó para UCD el resultado del referéndum autonó-
mico en Andalucía marca un punto de no retorno en la marcha descendente del par-
tido y, también, en la creciente inestabilidad de la política española. Los precedentes
de ese declive, desde la sesión misma de investidura de Suárez, el 30 de marzo de 1979,
en la que el presidente se había negado al debate, eran también patentes. Suárez ha-
bía sido un extraordinario político llevando adelante el cambio de régimen, pero sus
carencias eran mucho más notorias a la hora de desenvolverse en el régimen represen-
tativo normalizado. De otra parte, la estructura de un partido como la UCD era, in-
cuestionablemente, una rémora fundamental.
Nuevos procesos electorales autonómicos, como el del 9 de marzo de 1980 en el
País Vasco y el de finales de ese mismo mes en Cataluña, mostraron, junto al ascen-
so considerable de los partidos nacionalistas, colocándose ya el PNV como el parti-
do más votado, lo mismo que CiU en Cataluña, el descenso imparable de UCD, que
en ambos casos perdía más de la mitad de los votos cosechados en las elecciones ge-
nerales de 1979. Pero las elecciones autonómicas empezarían ya a mostrar también
otra carácterística: la del voto diferencial, que persistiría en el futuro. El elector se incli-
naba en las elecciones autonómicas por los partidos nacionalistas, pero lo hacía me-
nos en las legislativas.
Suárez remodeló de nuevo su gobierno, «gobierno de crisis» diría Martín Villa,
el 2 de mayo de 1980. Algunos cambios significativos eran la aparición de Juan José
Rosón, de los «azules», al frente de Interior, al fracasar la experiencia de colocar a un
militar a su frente, y la continuación de Ricardo de la Cierva (Cultura), que había sus-
tituido en enero al dimitido Clavero Arévalo. En puestos claves continuaban Gutié-
rrez Mellado y Abril Martorell. Rafael Calvo Ortega dejaba el gabinete para pasar a
ser el nuevo secretario general de la UCD, en cuyo seno la crisis se ahondaba. La pre-
sentación del nuevo gobierno de Suárez en el Parlamento iba a coincidir práctica-
mente con otro acontecimiento político de importancia: la presentación y el debate
de una moción de censura contra el gobierno presentada por el Partido Socialista con
propuesta de un candidato alternativo, Felipe González.
La presentación de la moción de censura fue anunciada el 21 de mayo por Felipe
González. El 28 de mayo fue el gran debate. La cuestión autonómica fue la que cen-
tró los discursos y Suárez impidió que la UCD se pusiera en serio peligro de escisión,
pero no consiguió más votos de apoyo que los del propio partido. La moción se su-
peró por 166 votos frente a 152, una ventaja mínima, ya que Suárez fue incapaz de
arrastrar votos fuera de UCD. CD y la Minoría Catalana se abstuvieron. Aquel deba-
te dejó al presidente muy tocado. La pérdida de iniciativa política se acusaría aún más
desde comienzos del verano de 1980, y la moción de censura puede considerarse,
pues, como el punto de no retorno en la trayectoria de decadencia.
En estas fechas, era ya la propia política que había de practicarse por el partido en
el poder la que creaba disidencias en su seno, entre Suárez, los «barones» y las «fami-
lias» del partido. Los proyectos de leyes que incidirían primordialmente en esas dis-
cordias serían el de Incompatibilidades en cargos públicos remunerados, el que afec-
taba a una parte esencial del sistema educativo, la Ley de Autonomía Universitaria,
que acabaría siendo retirada del Parlamento bajo la presidencia de Calvo Sotelo, y el
xxxxxxx

299
del Estatuto de Centros Docentes, donde se debatía sobre el ideario de los centros
las subvenciones y el papel de la enseñanza pública y privada. El enfrentamiento ha-
bitual se producía entre conservadores de matiz democristiano y liberales o socialde-
mócratas, cuyos personajes más representativos podían ser Abril Martorell y Fernán-
dez Ordóñez.
Por entonces tuvo gran repercusión en la vida del partido la reunión que sus altos
dirigentes celebraron el 7 de julio de 1980. Allí se acusó a Suárez de personalismo por
parte de los prohombres del partido; Suárez llegó a abandonar la reunión, y de en-
tonces arrancó la crisis de liderazgo efectivo en UCD. Se planteó la posibilidad de
sustitución del presidente. El apoyo a Suárez provino sobre todo de Abril Martorell,
Arias Salgado y Calvo Sotelo. A partir de ese fecha se acusa igualmente el aumento
de la influencia del vicepresidente Abril Martorell, pero esa situación cambia brusca-
mente cuando éste dimite el 22 de julio. Se rompe definitivamente el tándem forma-
do por él y el presidente.
En consecuencia, el 8 de septiembre se produce una nueva remodelación del ga-
binete con la vuelta de los principales «barones» centristas y la subida del número de
ministros a veintiuno más el presidente. Calvo Sotelo se encumbra a una de las vice-
presidencias, la de Asuntos Económicos, junto a la otra en la que sigue Gutiérrez Me-
llado con la adscripción de Seguridad y Defensa. Fue éste el definido por Suárez
como «el mejor gobierno posible» de la UCD. El 15 de septiembre ese gabinete se so-
metía a una moción de confianza en el Congreso. En el acto del debate volvió a ser
importante el tema autonómico. El gobierno prometió rectificar algunos de los erro-
res políticos anteriores, como el autonómico andaluz, posición nueva que le permi-
tió atraer más votos de los parlamentarios, hasta los 180 conseguidos al contar con el
apoyo del partido andalucista y de la Minoría catalana.
Aun ganada los moción de confianza de forma amplia, como una rectificación
frente al desgaste de la moción de censura en el mes de mayo, el punto débil seguía
estando en el partido. Desde octubre de 1980, los movimientos en el interior de
UCD apuntan a disidencias ya casi irreversibles. Asciende en su protagonismo opo-
sitor desde la derecha la figura de Miguel Herrero Rodríguez de Miñón, que se con-
vierte en portavoz parlamentario del grupo ucedista, ante la renuncia de Antonio Ji-
ménez Blanco. El grupo parlamentario cae con ello en manos de los «críticos». Pero
seguramente el fenómeno de mayor trascendencia para el futuro es el comienzo de la
circulación de propuestas para acabar con la parálisis política mediante soluciones de
emergencia, propuestas en las que tiene un papel relevante la propia UCD, además
de la oposición. Es a fines de 1980 cuando empieza a hablarse de gobierno de gestión,
e, incluso, el rey llega a comentar con Manuel Fraga la crisis de gobierno existente.
El 21 de diciembre de 1980 aparecía un manifiesto de los «críticos». En él se in-
sistía en la necesidad de «democratizar» UCD, de distinguir en el liderazgo entre el
gobierno y el partido, de forma que Suárez ostentase menos poder. Landelino Lavi-
lla, otro de los más destacados críticos del ala derecha del partido, publicaba el 12 de
enero en la prensa un texto en el que asume las críticas y realmente se pone a la ca-
beza del grupo. En la crisis de UCD y en la parálisis del gobierno se acusa cada vez
más una pugna entre el sector del partido que desea practicar una política tendida ha-
cia un moderado centro-izquierda, en el que figura evidentemente Suárez, y la fami-
lia, inspirada esencialmente por democristianos, algunos liberales y sectores del viejo
reformismo del franquismo, que desean colocar al partido claramente a la derecha,
pensando que en ese espectro se encuentra el real electorado de UCD.

300
En este contexto de parálisis, de presiones y de profunda pugna por la ideología
y las posiciones de poder se produciría la dimisión de Adolfo Suárez de la presiden-
cia del gobierno y del partido. Aún hoy siguen ignorados los acontecimientos o ex-
tremos concretos en el interior del gobierno y del partido que llevaron a Suárez a to-
mar la iniciativa de dimitir, si es que hubo algún hecho puntual desencadenante. Pú-
blicamente, Suárez se refirió sólo al desgaste sufrido tras cinco años de gobierno.
Y ese desgaste político en todos los sentidos, en el gobierno y en el partido, era in-
cuestionable, aunque es cierto que existían presiones y manejos que pretendían for-
zar una solución traumática.
No puede descartarse la influencia en esta decisión del conocimiento que el
presidente tenía de las acciones emprendidas por militares y políticos, algunos de
ellos del PSOE, buscando un gobierno de concentración sin Suárez, a la vista de la
debilidad persistente del partido y del gobierno. Esta situación ha sido relacionada
con el inmediato intento posterior de golpe militar. No parece, por el contrario,
que en el hecho interviniese ninguna insinuación regia. La oposición esencial era
democristiana y conservadora, y su formulación más incisiva, la de que Suárez «es-
taba haciendo política de izquierda con votos de la derecha», mientras los socialde-
mócratas mostraban tendencia a acercarse al PSOE. El presidente Suárez conoció
que había propuestas de solución —de Osorio, por ejemplo, pero también del co-
munista Tamames— mediante un gobierno con presidente militar para deshacerse
de él y que políticos del PSOE tenían conversaciones con militares como Alfonso
Armada, antiguo secretario del rey, en ese sentido. Suárez consideró el asunto des-
cabellado. La ausencia de Abril Martorell pudo ser otra causa de desestabilización
para él.
El día 26 de enero de 1981, Suárez expuso su propósito de dimitir ante lo que
se llamaba informalmente el «sanedrín» del partido, el conjunto de los ocho diri-
gentes más importantes que representaban las «familias». El 27 se lo hace saber al
rey, y el 29 el propio Suárez anunció en televisión su dimisión. La decisión causó
sorpresa en el país. El 28 de enero, Suárez había convocado de nuevo a los más im-
portantes líderes del partido para proceder a la búsqueda de un sucesor que él se ne-
gaba a designar directamente. El comité permanente reunido consiguió consensuar
la persona de Leopoldo Calvo Sotelo, entonces vicepresidente, como candidato a
la presidencia del Gobierno, pero el propio candidato se opuso a que la candidatu-
ra llevase aparejada también la presidencia del partido. El comité ejecutivo acabaría
aceptando esa candidatura, que sería definitivamente ratificada en el próximo con-
greso del partido.
El siguiente episodio de la crisis fue la celebración del 2.° Congreso de UCD, pre-
visto para fechas anteriores pero que a causa de la crisis política hubo de ser pospues-
to, que tendría lugar en Palma de Mallorca entre los días 6 y 8 de febrero de 1981,
cuando había un gobierno en funciones. En la preparación del Congreso se agudiza-
ron aún más todas las contradicciones internas del partido. Frente al grupo «crítico»
—Lavilla, Fontán, Alzaga, Camuñas, Luis de Grandes, Álvarez de Miranda, Herrero
de Miñón, etc.—, la cabeza de los «oficialistas» era Agustín Rodríguez Sahagún, con
los apoyos de Suárez, Calvo Ortega, los socialdemócratas y algunos «azules». El com-
bate iba a enfrentar a los dos grupos. El resultado más importante del Congreso, que
apenas si cerró en falso la disputa, fue el triunfo de los suaristas para los puestos más
importantes. Agustín Rodríguez Sahagún sería elegido presidente y como secretario
general se situaría Rafael Calvo Ortega.

301
26.5. EL INTENTO DE GOLPE DE ESTADO DEL 23 DE FEBRERO DE 1981
La actitud del Ejército frente al proceso político abierto con la muerte de Franco,
las posiciones que se sabía que había en su seno mayoritariamente contrarias a un
desmantelamiento del régimen anterior, la presión aplastante en sus filas de una men-
talidad coincidente con la de los vencedores en la guerra civil, sobreviviendo todavía
muchos militares que habían luchado en ella, eran cosas que preocuparon a la socie-
dad y a los políticos en todo el tiempo de la transición. Los sucesos que se desenca-
denaron en Madrid y Valencia el 23 de febrero de 1981 tienen bastante que ver con
este problema general, aunque no exclusivamente con él, pero tienen más importan-
cia aún por sus consecuencias para la futura marcha de la consolidación democrática
en España, con efectos que influyen en el cambio de situación política de 1982 y que
llegan hasta mediados de la década de los 80.
Había habido desde 1976 algunos incidentes políticos con intervención de mili-
tares que eran significativos por su discordancia con el espíritu de la democracia: dis-
cursos en actos solemnes, declaraciones, insubordinaciones, resistencias a cambios
—es bien conocida la resistencia a quitar las imágenes del general Franco de los sitios
presidenciales en cuarteles y otros edificios. El más importante de todos ellos, desde
luego, fue la conspiración urdida a fines de octubre de 1978, a la que la prensa llama-
ría luego «Operación Galaxia», que pretendía llevar a cabo una acción militar ocupan-
do el Palacio de la Moncloa para detener el proceso constitucional reponiendo un ré-
gimen dictatorial. En esta trama estaba ya implicado, entre otros, el teniente coronel
de la Guardia Civil Antonio Tejero, que se haría más célebre después.
Algunos discursos de altos mandos militares daban a entender la desconfianza
que sentía una parte amplia del Ejército hacia el nuevo régimen constitucional y la
preocupación por lo que ellos creían peligros que se cernían sobre España, los más tó-
picamente esgrimidos: comunismo, separatismo, relajación moral, delincuencia, etc.,
es decir, el repertorio típico del Ejército español en el siglo xx y especialmente desde
la dictadura de Primo de Rivera en 1923. Fue sonado el enfrentamiento dialéctico del
general Atarés, alto mando de la Guardia Civil, en Cartagena, con el vicepresidente
del Gobierno general Gutiérrez Mellado, que, por cierto, era profundamente rechaza-
do por el sector más ultra de los militares. Atarés fue absuelto de su insubordinación
por un tribunal militar, lo que era también significativo. Una última cuestión pudo
tener también influencia en esta persistencia de la mentalidad involucionista: la afren-
ta de que fue objeto el rey en su visita al País Vasco en el mes de enero, cuando su dis-
curso en la Casa de Juntas de Guernica fue interrumpido por gritos y desmanes de los
miembros presentes de la coalición, voz política de ETA, Herri Batasuna.
El intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 está, sin duda, imbrica-
do con toda esta situación, pero se trata, en todo caso, de un asunto mucho más com-
plejo, cuyos orígenes y desarrollo como conspiración militar y civil permanecen bas-
tante oscuros. Fue, desde luego, un hecho en el que no sólo intervinieron militares.
Faltan testimonios personales fundamentales y conocimiento de documentación se-
creta aún sobre el caso, a pesar de existir una amplia literatura periodística y otra su-
puestamente testimonial que testimonia bien poca cosa. Los relatos de los hechos
existentes hoy incurren en notables contradicciones entre ellos y dan menos informa-
ción de la que prometen. El juicio militar al que 33 implicados fueron sometidos un
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302
Golpe de Estado del 23 de febrero.

año después no aclaró en forma alguna la trama real de la preparación del golpe, y sir-
vió sólo para condenar a los intervinientes probados en los sucesos del día 23 que ha-
bían tenido responsabilidad decisoria, no así a la tropa actuante ni a algunos mandos
intermedios.
Los episodios que llevan al 23-F (forma periodística de denominar el suceso)
arrancan en lo inmediato de la dimisión del presidente Suárez a fines de enero de 1981.
Sin embargo, desde muchos meses antes había un clima político enrarecido en el que
se hacían cábalas, por ejemplo, acerca de la necesidad y posibilidad de formación de
un gobierno de concentración presidido por un militar, idea de la que parecían parti-
cipar no pocos políticos de diversos partidos, incluida la izquierda. Un colectivo con
el seudónimo de Almendros empieza a publicar en 1980 en el diario ultraderechista El
Alcázar una serie de artículos, de espíritu claramente involucionista, y hasta golpista,
en los que se pedía ese gobierno militar y una rectificación del régimen democrático.
Aunque había firme sospecha de que sus autores eran militares, y de que entre ellos
se encontraba un conocido «ultra» como el general De Santiago y Díaz de Mendívil,
antiguo vicepresidente, nunca se aclaró la identidad de los articulistas.
La maduración de los planes golpistas no parece que llegara nunca a estar a pun-
to. Sobre los participantes, o sobre una buena cantidad de ellos en actitud borrosa, se
sabe poco y poco, también, sobre el tiempo que ocupó la preparación, aunque se
considera que comenzó en el verano anterior. En definitiva, el intento de golpe de Es-
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303
tado se materializó con la entrada en el Congreso de los Diputados en Madrid, mi-
nutos después de las seis de la tarde del lunes 23 de febrero, de una tropa de casi dos
centenares de guardias civiles armados para combate, oficiales, suboficiales y núme-
ros, al mando del teniente coronel Antonio Tejero, un exaltado ultraderechista desig-
nado por los conspiradores como ejecutor del golpe, en el momento en que se esta-
ba llevando a cabo la votación en la segunda sesión de investidura del candidato a
presidente del gobierno, Leopoldo Calvo Sotelo, de UCD.
La primera votación de investidura había tenido lugar el día 20 de febrero en el
Congreso, pero Calvo Sotelo no alcanzó la mayoría absoluta (que se establecía en 169
votos). Hubo, por tanto, que convocar una segunda votación, en la que bastaría ya
con una mayoría relativa, para el lunes 23 de febrero. La votación fue interrumpida
por la fuerza, se realizaron disparos de intimidación y se humilló a los diputados y al
gobierno en pleno, a los que se hizo arrojarse al suelo, acción a la que sólo se resistie-
ron Gutiérrez Mellado, Carrillo y Suárez. Todos ellos quedaron a merced de los asal-
tantes, en espera de la llegada de una «autoridad», «militar, por supuesto», les comu-
nicó un oficial golpista, que habría de dar a conocer las decisiones y medidas que ha-
brían de adoptarse. Lo más increíble del caso es que como la sesión estaba siendo
retransmitida por radio, y grabada en televisión para emitirla en diferido, y los golpis-
tas ni se preocuparon de desactivar estos medios, el golpe fue conocido en directo por
buena parte del país a través de la radio. Las imágenes televisivas, proyectadas des-
pués, constituyen un documento histórico sin precedentes que dio la vuelta al
mundo.
La conspiración había definido, además, acciones paralelas, dentro de Madrid y
en todo el territorio, para asegurar el orden en las calles y el control inmediato de los
centros neurálgicos de poder. La única acción de sublevación que se materializó fue
la del capitán general de Valencia, general Jaime Milans del Bosch, uno de los cons-
piradores, que ordenó la salida a las calles de Valencia de vehículos militares acoraza-
dos y publicó un bando de militarización, tomando todos los poderes. Milans instó
a los demás capitanes generales a seguir su ejemplo, pero no fue secundado. En Ma-
drid, el alto mando de la más poderosa unidad del Ejército, la División Acorazada
Brunete, permaneció deliberando y con las opiniones divididas, a pesar de que en la
reunión se encontraba un golpista convencido: el general Torres Rojas, anterior jefe
de la unidad. Su general jefe, José Juste, no se decidió por la acción, tras intentar co-
nectar con el general Alfonso Armada, principal conspirador comprometido y el que
empleaba el nombre del rey para justificar sus acciones. Juste intentó hablar con Ar-
mada telefoneándole a la residencia del rey en la Zarzuela, cosa que puso sobre aviso
a los servicios de la Casa Real. Un destacamento tomó las instalaciones de Televisión
Española y de Radio Nacional, aunque después las abandonaría.
La persona a la que se esperaba en el Congreso de los Diputados, un militar para
comunicar la formación precisamente de un gobierno militar, a la que en clave se lla-
maba «El Elefante Blanco», no se presentó. ¿Quién era tal persona? Ésa es otra de las
incógnitas sin aclarar. Las cabezas visibles de más rango de la conspiración militar
eran Alfonso Armada Comín, segundo jefe de Estado Mayor a la sazón y antiguo pre-
ceptor y secretario militar del rey, y el citado Milans del Bosch. Pero había bastantes
generales más comprometidos, y otros que lo estaban cuando menos por omisión, es
decir, mostrándose indecisos o no claramente opuestos, entre ellos, la mayoría de los
capitanes generales. Quien realmente acudió al Congreso fue el general Armada, para
entrevistarse con Tejero y dirigirse a los diputados. Su propuesta era la formación de
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304
un gobierno de concentración, de militares y civiles, presidido por él mismo. Tejero
rechazó de plano la propuesta y no le dejó hablar con los diputados porque, a su jui-
cio, ello suponía pasar a una situación que no cambiaba nada.
En estas condiciones, las decisiones que adoptaran los altos mandos militares que
estaban al frente de unidades en diversas partes de España y, sobre todo, la actitud del
rey eran, en aquella tarde y noche del día 23, esenciales para el futuro del país y del
régimen. Al estar el gobierno secuestrado, se formó un gabinete de subsecretarios,
presidido por Francisco Laína, subsecretario para la Seguridad del Estado, que se
mantuvo en contacto con el rey. Se vivieron horas de inmensa tensión, de indecisión,
de negociaciones de todo tipo, mientras los medios de comunicación, radio, televi-
sión, etc., parecían poder actuar en libertad, en manos de sus directivos y técnicos ha-
bituales, y transmitían noticias y rumores, concentrándose, sobre todo, en lo que ocu-
rría en el Congreso de los Diputados y en Valencia. Periódicos diarios, como El País o
Diario 16 pudieron sacar a la calle ediciones especiales en aquella madrugada estando se-
cuestrados los diputados en el Congreso. Se estaba, pues, curiosamente, ante el primer
hecho de violencia política de gran gravedad que era «retransmitido» en directo.
En definitiva, la posición y acción de la Corona, en cuyo nombre y servicio de-
cían actuar los golpistas, resultaron decisivas. El rey no se dirigió a la nación, sin em-
bargo, con prontitud, sino a la 1.14 de la madrugada por televisión. Con anteriori-
dad, su actividad se había dirigido a realizar una gran cantidad de gestiones para con-
vencer a los altos mandos militares de que la acción no contaba en modo alguno con
su aquiescencia. El rey, en un breve parlamento por televisión, desautorizó comple-
tamente el intento anticonstitucional diciendo que la Corona no podía en absoluto
tolerarlo por oponerse a los deseos manifestados por los españoles. Los conspirado-
res habían difundido la afirmación de que el rey estaba de acuerdo con un «golpe de
timón». Armada, hombre cercano al rey, era el valedor principal de esa afirmación,
que los hechos desmintieron rotundamente.
Desde ese momento en que la Corona manifestó al país su rechazo frontal, la cues-
tión era conseguir que todos los militares obedeciesen. Milans del Bosch acabó revo-
cando sus decisiones tras alguna resistencia, pero aún se tardó en volver a la normali-
dad, dada sobre todo la terca actitud de Tejero, que se creía traicionado, en el Congre-
so de los Diputados, negándose a abandonarlo con su tropa. Ese abandono no se
realizó de hecho sino después de abundantes negociaciones, en las que Tejero obtuvo
en un «pacto» la impunidad para los hombres que le habían seguido, que de hecho no
conocían en su totalidad de antemano el destino de la operación. Ninguna fuerza se
ejerció sobre ellos, y a mediodía del 24 fueron liberados el gobierno y los diputados.
El rey convocó de inmediato a las altas instituciones militares y después a todos
los líderes políticos para advertir de la trascendencia negativa de aquellos hechos, ha-
cer una velada reconvención y pedir una «reconsideración de posiciones» y un refor-
zamiento de la acción política, «puesto que el rey no puede ni debe enfrentar reitera-
damente, con su responsabilidad directa, circunstancias de tan considerable tensión
y gravedad». Es indudable que la inmensa mayoría del país rechazó abiertamente el
intento, aunque durante su desarrollo no se concitó oposición popular alguna inme-
diata, o no dio tiempo a ello, sintiéndose más bien una sensación de estupor, incre-
dulidad y dependencia de los medios de comunicación. El 27 de febrero hubo gran-
des manifestaciones en toda España de repulsa de la intentona.
Los que incuestionablemente habían participado en los hechos fueron detenidos.
Sin embargo, una verdadera investigación sobre la trama del golpe no se ha empren-
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dido nunca. Tal vez porque sus implicaciones alcanzarían a una desmesurada canti-
dad de personas. Los procesados fueron sólo 33, con un solo civil, Juan García Ca-
rrés, antiguo dirigente de los sindicatos verticales. El juicio hizo revivir tensiones y la
sensación de que las fuerzas involucionistas seguían siendo poderosas. Con un Tribu-
nal Militar que en todo momento se mostró indulgente con los acusados y con sus
defensas, las penas impuestas fueron bastante menores de lo esperado. Milans del
Bosch y Tejero recibieron las mayores, treinta años de reclusión. Las demás fueron tan
leves que a Armada sólo se le impusieron seis años. Una prueba más de que el pro-
blema militar estaba lejos aún de ser resuelto. Un recurso del gobierno al Tribunal Su-
premo hizo que esas penas fueran aumentadas, sobre todo en el caso de Armada,
condenado ahora a treinta años también. Las condenas, por lo demás, en modo algu-
no depuraban todas las responsabilidades. Algunos militares condenados levemente
y otros implicados o no opuestos al golpe continuaron con sus carreras sin contra-
tiempos.
El intento de golpe de Estado del 23-F plantea dos tipos de cuestiones. Una, el de
su origen y preparación, y otra, el de la explicación de su fracaso. Con toda eviden-
cia, el golpe se gestó sobre un trasfondo de intranquilidad militar que ya era antiguo,
pero no se explica sin la existencia de unas condiciones políticas para ello. Habían
empezado a proponerse por gentes diversas soluciones extraconstitucionales y algu-
nos supusieron que el propio rey pensaba en ellas. La cuestión clave es el cúmulo de
dificultades que llevaron a Suárez a dimitir, dando la impresión de un cierto vacío de
poder. Pero el propio presidente ni explicó entonces ni ha explicado después las razo-
nes profundas y concretas de su dimisión.
De hecho, los analistas coinciden en que el 23-F no fue el resultado de una sola
conspiración, sino de varias convergentes —altos mandos militares, conjunción de
militares y civiles, militares de los servicios de información— que se engarzaron con
dificultad y torpeza, aprovechando el pleno de las Cortes, dando lugar a una ejecu-
ción del golpe inadecuada. Es cierto que mandos militares muy importantes, como
el Capitán General de Madrid, estuvieron en contra, y que la política militar llevada
adelante por Gutiérrez Mellado y Rodríguez Sahagún había alejado a algunas perso-
nas no fiables de puestos clave. El golpe carecía de coherencia y no tenía unanimidad
en la solución propuesta, como muestra la entrevista Tejero-Armada. Se apoyaba más
bien en muchas pasividades que en decisiones activas. Si bien es cierto que en los úl-
timos meses anteriores al golpe la política española había entrado en una fase de ines-
tabilidad y dificultades, las soluciones militares mostraron que eran inviables, aunque
el problema militar pervivía.

26.6. EL GOBIERNO DE CALVO SOTELO Y LAS ELECCIONES DE 1982


El fracaso del golpe de Estado del 23-F marcó el principio del fin de la permanen-
te amenaza militar sobre la sociedad civil que había sido constante en España des-
de 1932 al menos. El Ejército había demostrado, además, que no tenía cabezas indis-
cutibles y que la división en él, al menos en su recalcitrante ala anticonstitucional, era
notable. El poder civil salía muy fortalecido del golpe y el prestigio y primacía de la
Corona aún más. Pero ello no quería decir, en manera alguna, que no tuviera conse-
cuencias negativas, que el peligro de involucionismo estuviera alejado del todo ni que
la situación política no siguiera presentando problemas, centrados especialmente en
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306
el gobierno y el partido de UCD y en otros extremos graves del país: economía, paro,
construcción autonómica, terrorismo, etc.
El golpe del 23-F tuvo, además, el efecto inmediato de producir una derechiza-
ción general de la política, deteniendo algo el ritmo de las reformas. De esa manera
fue por lo común enfocada la política de Calvo Sotelo en su momento. Pero la dere-
chización no fue sólo de la UCD. El PSOE, que ya había consumado una política de
moderación en sus propuestas, la acentuó hasta parecer renunciar a todo ánimo de
reformas profundas.
El 25 de febrero se procedió a la repetición de la votación interrumpida por el gol-
pe, y después, al acto de investidura de Calvo Sotelo. El nuevo gobierno de Leopol-
do Calvo Sotelo prácticamente no se diferenciaba del anterior de Suárez. Fueron eli-
minadas las vicepresidencias y salió definitivamente del gabinete el general Gutiérrez
Mellado, lo que fue, sin duda, uno de los efectos, y triunfos, del golpe. Se redujo el
número de carteras ministeriales de veintidós a quince. En cuanto al partido de
UCD, las consecuencias del Congreso de Palma de Mallorca fueron, en principio, pa-
cificadoras, con la presidencia de Rodríguez Sahagún y la secretaría de Calvo Ortega.
Pero las diferencias estaban sólo acalladas, no eliminadas.
La primera etapa de la presidencia de Calvo Sotelo en el gobierno se extiende has-
ta los cambios ministeriales de diciembre de este mismo año, aunque en el verano
hay ya una pequeña crisis. De hecho, la política propuesta por Calvo Sotelo en su dis-
curso de investidura no excluía, desde luego, la continuación de la labor legislativa re-
formista emprendida. El primer toque de prueba sería la Ley de Divorcio que promo-
vía el grupo socialdemócrata por obra de Fernández Ordóñez desde el Ministerio de
Justicia, a la que se oponían los grupos democristianos. Una ley que, a decir de Cal-
vo Sotelo, «tanto contribuyó a romper el grupo parlamentario de UCD». La aproba-
ción, tras un trámite con gran debate, se hizo el 7 de abril de 1981, con el coste de
una fractura en el grupo de UCD entre socialdemócratas y democristianos. Otra de
las iniciativas legislativas de importancia es la que lleva en el verano de este año a la
aprobación de la LOARA, la ley autonómica de armonización.
Junto a la actividad legislativa, apareció en la política del país otro asunto que aca-
bó en consecuencias políticas graves, como fue la extensión de una epidemia incon-
trolable en la zona centro del país que se conoció como «síndrome tóxico», en mayo
de este año, que el gobierno no acertó a detener, ni los medios técnicos a diagnosti-
car su origen. Acabó estableciéndose que se trataba de una intoxicación digestiva por
consumo de aceite adulterado, que demostraba negligencia del gobierno en la inspec-
ción del mercado y que produjo una secuela de varios centenares de afectados con al-
gunas muertes que pusieron en evidencia la existencia de un importante fraude ali-
menticio, con el consiguiente escándalo político de consecuencias duraderas.
El verano de 1981 fue especialmente activo políticamente y nada favorable para
el partido del gobierno. El 23 de julio se constituye en el seno de UCD, aunque sus
disposiciones lo prohibían, una tendencia llamada «plataforma moderada» de 39 dipu-
tados democristianos. Sus cabezas eran Herrero Rodríguez de Miñón, Alzaga, Álva-
rez de Miranda y Attard. Ello provoca, por reacción, el endurecimiento de posturas
como la de los socialdemócratas de Fernández Ordóñez y los alineamientos más ní-
tidos de «suaristas» y «martinvillistas» o «azules». La lucha en el interior del partido se
desliza ahora al enfrentamiento entre tendencias organizadas, aun cuando la direc-
ción intenta evitarlo. Las diversas reuniones de la ejecutiva en julio y agosto no con-
siguen detener el proceso. Y el problema se agrava cuando entra en cuestión la acti-
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307
tud que había de adoptarse ante el ingreso de España en la OTAN, asunto sobre el
que también existían diferencias.
Un chispazo más se produce con la dimisión de su ministerio de Fernández Or-
dóñez, al final de agosto. Ello obliga a un pequeño reajuste en el gobierno y la ines-
tabilidad empieza de nuevo a preocupar grandemente en el panorama político. El 20
de octubre, UCD vuelve a experimentar un descalabro político en las elecciones au-
tonómicas gallegas. Coalición Democrática, de Fraga, resulta vencedora en una es-
pectacular remontada que le lleva a obtener 26 escaños, mientras UCD, cuyos votos
descienden en picado, se queda en 24 con sólo el 27,4% de los sufragios. El partido
de Fraga iniciaba la carrera hacia la presidencia de la Xunta que alcanzaría luego en la
persona de Fernández Albor. Una de las consecuencias de este fracaso es la salida del
partido de Fernández Ordóñez, en el mes de noviembre, del que se marcha junto a
nueve diputados y seis senadores. Calvo Sotelo no consigue tampoco un entendi-
miento razonable con Adolfo Suárez y sus seguidores.
Las propuestas que se hacen en la propia UCD de disolver las Cortes y convocar
elecciones no son aceptadas por Calvo Sotelo, que el 21 de noviembre decide asumir
la presidencia del partido, mientras se instala a Íñigo Cavero en la secretaría, y des-
pués procederá a remodelar el gobierno. En la portavocía del grupo parlamentario,
Miguel Herrero de Miñón, que se orienta claramente ya hacia el partido de la dere-
cha, de Fraga, es sustituido por Jaime Lamo de Espinosa. La remodelación ministerial
intenta de nuevo encontrar un equilibrio, el 1 de diciembre. Vuelve a haber dos vice-
presidencias, desempeñadas por Martín Villa y García Díez, que se ocupa también de
la cartera de Economía. En Asuntos Exteriores estaría Pérez Llorca y continuaba Ro-
són en Interior, entre otros cambios.
Un nuevo incidente daría muestras de la vigencia del problema militar. El 5 de di-
ciembre un «Manifiesto de los 100», que firman oficiales y suboficiales, pide la «auto-
nomía del Ejército», interpretando torcidamente la Constitución. Ello probaba que
aún continuaba ese «desafío a la democracia» que hacía intuir a la opinión pública un
«peligro militar» y que evidenciaba aún más la debilidad del gobierno. Estaba claro
que nada parecía ir ahora contra la Corona tampoco, pero parece que en el Ejército
muchos siguieron creyendo hasta muy tarde, finales de 1981 por lo menos, que el rey
era partidario en el fondo de una solución militar. Este manifiesto, de cuyo conteni-
do participaban, sin duda, más altas jerarquías, parecía contener un cierto intento de
renovar la situación que existió bajo Alfonso XIII: la del entendimiento directo de los
militares con el rey, puesto que éste era constitucionalmente Jefe Supremo de las
Fuerzas Armadas. Tendría que llegar la década de los 80 y un nuevo gobierno para
que el cambio de rumbo de los militares fuese siendo un hecho.
En enero de 1982, Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, otro de los más acti-
vos disidentes de UCD, abandona el partido, pasando a CD y dedicándose a conti-
nuación a escribir contra Suárez. Pero el éxodo de miembros del partido se convierte
ya en una constante en todo el año 1982. Un nuevo desastre electoral, y éste más sig-
nificativo aún por la anterior política del partido, adviene en las autonómicas anda-
luzas de febrero de 1982. A pesar del esfuerzo de los líderes en la campaña, el PSOE
se convierte en el partido hegemónico con 68 escaños, mayoría absoluta. CD obtie-
ne 17; UCD, 15; PCA, 8, y PSA, 3. UCD había perdido el 60% de los votos anterio-
res y consigue ahora un 12,9%.
La culminación de este hundimiento progresivo se alcanza cuando Adolfo Suá-
rez mismo abandona UCD para crear su propio partido, el Centro Democrático y
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308
Social (CDS), en el mes de julio. Ello ocurriría a pesar de los grandes esfuerzos de
Calvo Sotelo por recomponer el liderazgo en UCD, intentando siempre atraer a Suá-
rez a la dirección. El intento de crear un triunvirato Lavilla, Suárez, Calvo Sotelo, ce-
diendo la presidencia a Lavilla, es deshecho por el propio Suárez. La última remode-
lación del gobierno de Calvo Sotelo se lleva a cabo el 28 de julio, reduciéndose las vi-
cepresidencias a una sola, la de García Díez, saliendo del gobierno Martín Villa. El 28
de agosto, el presidente Calvo Sotelo decidía disolver las Cortes.
Las elecciones generales celebradas el 28 de octubre de 1982 dieron el más pro-
fundo vuelco hasta el momento de la situación política española, al producirse una
aplastante victoria del PSOE, el hundimiento de dos partidos, UCD y PCE, y el as-
censo como primera fuerza de la oposición de una nítida derecha, la representada por
Coalición Popular, nombre nuevo adoptado por la vieja AP, coaligada a su vez con
grupos procedentes de la dispersión de la UCD, como el PDP de Óscar Alzaga. La
nueva coalición política presidida por Fraga se convierte tras las elecciones de octu-
bre de 1982 en el referente indudable de la derecha española, erigiéndose en la opo-
sición real al PSOE en el poder, y todo ello reforzaría la creencia —potenciada tam-
bién por el hundimiento del PCE de Carrillo— en la facilidad del camino hacia una

Censo electoral ……………………..……….….. 26.853.909


Votos emitidos ………….…………..……..……. 21.441.673 (79,85% censo)
Abstenciones ………………………...…..…..….. 5.412.236 (20,15% censo)
Votos válidos ………….……………………..…. 20.923.976 (97,58% votos emitidos)
Votos nulos ………………………….…………. 417.404 (1,95% votos emitidos)
Votos en blanco ……………………………….. 100.291 (0,47 % votos emitidos)

Partidos Votos obtenidos Congreso Senado


Votos % Escaños % Escaños %
1. Partido Socialista Obrero Español (PSOE) 10.127.392 48,40 202 57,71 134 64,73
2. Alianza Popular (AP) (1) (2) 5.478.533 26,18 106 30,28 54 26,09
3. Unión de Centro Democrático (UCD) (1) 1.494.667 7,14 12 3,43 4 1,93
4. Partido Comunista de España (PCE) 865.267 4,13 4 1,14 - -
5. Convergencia i Unió (CIU) 772.726 3,69 12 3,43 7(3) 3,38
6. Centro Democrático y Social (CDS) 604.309 2,89 2 0,57 - -
7. Partido Nacionalista Vasco (PNV) 395.656 1,89 8 2,29 7 3,38
8. Herri Batasuna (HB) 210.601 1,01 2 0,57 - -
9. Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) 138.116 0,66 1 0,29 - -
10. Euskadiko Ezkerra (EE) 100.326 0,48 1 0,29 - -
11. Otros 736.385 3,53 - - 2(4) 1,45
Total 20.923.978 100,00 350 100,00 208 100,00
1. Los votos obtenidos por la coalición AP-UCD-PDP-PDL en el País Vasco se han repartido en un 50%
entre AP y UCD. 2. En coalición electoral con PDP. 3. Elegidos con el apoyo de Esquerra Republicana
de Catalunya. 4. Uno de la Asamblea Majorera (Fuerteventura); otro, de la Asamblea Canaria; otro, inde-
pendiente por Soria.

Fuente: Anuario El País, 1983.

309
estructura bipartidista. En todo caso, la disputa electoral decisiva para los grandes par-
tidos españoles era la que se volcaba en la conquista del voto centrista.
En las elecciones de 1982, la realidad espectacular fue la distribución de los votos
que otorgó al PSOE una elevada cantidad de votantes nuevos. La cifra de 10.127.392
votantes era algo excepcional, un 48,4% del censo. Coalición Popular (AP-PDP-UL)
obtendría 5.478.533 votos, un 26,1%, un aumento extraordinario también. Ello se
traducía en 202 escaños para el PSOE, frente a 106 para CP. Se conseguía por vez pri-
mera la mayoría absoluta para un partido, el PSOE. El descalabro del Partido Comu-
nista, y del PSUC catalán, a causa de la política de Santiago Carrillo y las grandes di-
sidencias internas, se manifiestaría en la reducción a 4 diputados desde los 23 anterio-
res. El de UCD, con su reducción a 12 diputados, el 7,1% de los votantes y 1.194.000
votos. El PCE disminuía desde los algo más del millón y medio anteriores a 865.000.
Los nacionalistas de CiU y PNV cambiaban algo sus posiciones, 12 y 8 diputa-
dos. El PSA andaluz perdía todos, mientras Herri Batasuna conservaba dos, Euzkadi-
ko Ezquerra mantenía uno, y Esquerra Republicana de Cataluña, otro. Desaparecía
la extrema derecha del Parlamento y Suárez obtenía el muy magro resultado para el
CDS de dos escaños, lo que salvaba su propia presencia en el Parlamento. La conmo-
ción, pues, afectaba sobre todo a los grandes partidos nacionales y el nuevo mapa que
se dibujaba tendía de nuevo con más fuerza hacia el «bipartidismo imperfecto». Para
nadie cabía duda de que se iniciaba una nueva época de la política española en la eta-
pa constitucional posterior al franquismo.

310
CAPÍTULO XXVII

El PSOE y el impulso reformista (1982-1986)

27.1. EL GOBIERNO LARGO DEL PSOE


Durante cuatro legislaturas, desde la de 1982 a la de 1996, casi catorce años, Es-
paña estuvo gobernada por el Partido Socialista Obrero Español con un gobierno
presidido siempre por Felipe González, secretario general de ese partido. En toda la
historia constitucional española desde el siglo XIX no se había producido nunca una
situación de gobierno de un solo partido durante un periodo tan prolongado. Tam-
poco tenía precedentes tan larga permanencia en el poder de un partido de la izquier-
da parlamentaria y de tradición obrerista. El PSOE había participado del gobierno en
la Segunda República y en la guerra civil de 1936-1939, pero de forma mucho más
breve. Por tanto, la personalidad de ese periodo es ya indiscutible en la historia de la
España más reciente.
En década y media de gobierno socialista, España experimentó otro importante
impulso hacia el cambio. Ello fue notable especialmente en el terreno internacional
—ingreso de España en la CEE y en la OTAN—, en la economía, aunque con alti-
bajos, en el nivel de vida de la población, el bienestar y la legislación social y en la es-
tabilidad política. La sociedad española evolucionó en la década de los 80 y en la pri-
mera mitad de los 90 de forma indudable, en todos los parámetros de la «moderni-
dad», hacia el modelo de los países europeos más desarrollados.
La primera década del gobierno socialista fue llamada ya por la propaganda ofi-
cial «década del cambio». Pero junto a cambios y adelantos evidentes había también
aspectos en los que no se había progresado apenas: en la reforma de la Administra-
ción central del Estado y la eficacia de los servicios públicos, el problema endémico
del desempleo o las diferencias de riqueza interregional. Al salir del poder los socia-
listas en 1996, la sensación generalizada en España era la de que, habiéndose recorri-
do un gran camino de «modernización», sin duda, se había avanzado mucho menos
de lo que habría sido posible, con la particularidad añadida de que el progreso no ha-
bía tenido un ritmo uniforme y de que la última época del gobierno de los socialis-
tas, desde 1989, manchada por los efectos de la corrupción, había sido negativa. Por
tanto, era también general la sensación de que, en cualquier caso, con el gobierno del
Partido Popular en mayo de 1996 y las nuevas condiciones que se vislumbraban en
la Unión Europea y en el mundo, se abría un periodo nuevo.
El PSOE ganó las elecciones en cuatro convocatorias sucesivas. En los tres prime-
ros procesos electorales —1982, 1986 y 1989— con mayoría absoluta de los escaños
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311
Felipe González.

parlamentarios y en uno más, el de 1993, con mayoría relativa. Los diez primeros
años de mayoría absoluta del PSOE en el poder fueron los más activos en su políti-
ca, pero después hubo un perceptible declive. El PSOE formó en 1982 el primer go-
bierno de un solo partido de la izquierda democrática obrerista que ha habido en Espa-
ña. A partir de 1993 tuvo ya que gobernar apoyado por otras fuerzas políticas, al no te-
ner mayoría absoluta parlamentaria, y tal apoyo le fue dado, siempre a cambio de
grandes ventajas, especialmente económicas, por los nacionalistas catalanes de CiU.
En 1982, el PSOE ganó el poder con un eslogan nuevo y significativo: «Por el
cambio». El deseo de adentrarse en otra fase distinta de la política española después
de los esfuerzos por implantar un régimen democrático fue lo que llevó a la pobla-
ción a votar masivamente a ese partido. Aun cuando la socialdemocracia se encontra-
ba entonces en un momento de reflujo en Europa, era una solución inédita y espe-
ranzadora en España. Que se hubiese producido ya un proceso de consolidación de
la democracia tras la aprobación de la Constitución de 1978, no quiere decir que la
transformación del viejo Estado franquista estuviese concluida, y uno, precisamente,
de los objetivos fundamentales de la política española tras el cambio de gobierno
en 1982 sería el de desarrollar mediante el despliegue de una intensa labor legislativa
todos los elementos legales que podían dar cumplimiento a la Constitución. Por ello,
esta segunda legislatura completa desde la implantación del régimen constitucional,
la de 1982-1986, se caracterizó por una amplia tarea legisladora. Que no fue tampo-
co todo lo amplia que se esperaba.
Catorce años de «gobierno socialista», o de un partido socialista, no equivalen en
modo alguno a catorce años de socialismo. La palabra socialismo en la Europa y la Es-
paña de los años 80 no tenía ya sus significados clásicos del siglo XIX y el primer ter-
xxxxxx

312
cio del XX. No se abrió, pues, una «era del socialismo» en España ni nada parecido. El
socialismo español en modo alguno hizo política socialista en el sentido clásico del
término, ni en el moderno tampoco si se compara con el socialismo coetáneo practi-
cado en Francia o, incluso, en la Gran Bretaña de décadas anteriores (por el Partido
Laborista). Esto descolocó, además, en España la ubicación de la oposición, porque
los socialistas pretendieron siempre ganar el espacio de la opinión de «centro», que se
disputaban diversas fuerzas políticas.
De todas formas, la política del PSOE, sobre todo en su primera época, mantuvo
un alto nivel de estatismo, en economía y en política, un desarrollo amplio de las fun-
ciones del Estado compatibles con las Autonomías, lo que era un problema añadido
para la propia Administración. El gobierno del PSOE no transformó de ninguna ma-
nera ni el orden social ni la mayor parte de las estructuras socioeconómicas hereda-
das. Más bien las consolidó haciendo una política que, desde luego, pasó por mo-
mentos y orientaciones distintos. Se observa la ausencia absoluta desde el principio
de cualquier designio de modificar de forma notoria el régimen de dominación eco-
nómica. Pero el país experimentó, a pesar de ello, un cambio por efecto de su nueva
situación internacional, por la evolución de las mentalidades sociales y de las formas
culturales y por las consecuencias derivadas de una legislación nueva.
Lo que los años socialistas significaron, eso sí, fue una «era González», lo que, al
menos por la duración misma de ella, es también nuevo en la España contemporá-
nea. Felipe González presidió todos los gobiernos y gobernó con un estilo muy per-
sonal y hasta personalista. Desde su puesto de secretario general del PSOE tendió a
mantener para sí una alta cuota de poder, lo que fue posible mientras el partido se
mantuvo unido y lo fue menos cuando comenzaron las disensiones y cuando hubo
que gobernar en minoría. La renuncia a un «programa socialista» de corte clásico en
algún sentido, como el que pretendió el socialismo francés al principio de su manda-
to en esta misma época, estaba ya clara desde 1979 cuando se renuncia a las señas
marxistas del PSOE. Pero sí se practicó un reformismo social, cultural y educativo,
enraizado en el reformismo burgués español del primer tercio del siglo XX, europei-
zante, que insistió en la idea de «modernización» y que se volcó en cuestiones como
la enseñanza pública y laica, las obras de infraestructura, la primacía de lo civil sobre
lo militar, la libertad en las conductas sociales, etc.
La era de gobierno del PSOE, larga y llena de acontecimientos y decisiones im-
portantes, no puede ser llamada, pues, socialista, pero ha introducido un cambio no-
table en España. Esta época ha tenido, en principio, algunas bien determinadas fases
o momentos diferentes marcados por la política desarrollada, la coyuntura económi-
ca y la situación internacional. De entrada, es observable que en los años ochenta, en
general, el apoyo electoral que tuvo el PSOE fue muy sólido y, de alguna manera, ex-
cepcional, mientras que la oposición a la derecha, que acabaría teniendo su eje en el
Partido Popular, no acababa de encontrar del todo su sitio político ni un programa
claro, a pesar de haber ido creciendo en el número de diputados, ni la izquierda am-
pliaba su espectro más allá de la población que era su clientela habitual.
En los años 80, los proyectos reformistas tuvieron primacía, la consolidación de
las formas democráticas se hizo de forma firme y acelerada y, sobre todo, el proceso
de integración española en las instituciones supranacionales europeas es la dominan-
te de todo el panorama político. Los años 80 tuvieron un claro matiz de progreso en
general, no sin altos costes, que se corresponde con un gobierno de los socialistas que
no tenía precedentes, con un proyecto histórico propio de una generación nueva, en
313
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el que participaban la burguesía progresista y el obrerismo sindical. Pero parece corno
si las elecciones de 1989 marcaran una divisoria en el apoyo, pese a que el PSOE con-
sigue aún la mayoría absoluta. Desde entonces hasta 1996 se manifiesta un claro y
progresivo agotamiento del proyecto político de los socialistas, con un gobierno sal-
picado además por las irregularidades y por la pérdida de credibilidad.
El apoyo electoral va declinando, algunas grandes carencias se hacen visibles y el
comportamiento político caracterizado por una expresión clave, «corrupción», im-
pacta de manera visible en la confianza de los ciudadanos en el sistema. La situación
de irregularidad desde fines de los años 80 es empleada también como arma política
por unos grupos contra otros. El proyecto del PSOE, por diversas razones, fue per-
diendo fuerza y en él se fue manifestando poco a poco una pérdida de eficacia y de
credibilidad, de lo que podría ser un primer síntoma inequívoco la huelga general
promovida y llevada adelante con gran éxito por los sindicatos en diciembre de 1988.
Pero si en vez de atender a los rasgos de lo ocurrido en la sociedad española en
esos catorce años, se atiende a las políticas concretas que el partido en el gobierno de-
sarrolló, entonces se podrían distinguir tres periodos de gobierno muy claramente dife-
renciados, los dos primeros de los cuales corresponden sobre todo al primer decenio
de gobierno socialista, y el último, a los cuatro años finales. Hubo así, por tanto, tres
momentos concretos, tres periodos, en los que la política general, la economía, la po-
lítica social y la internacional, el desarrollo legislativo y el estado de la opinión públi-
ca, han tenido un desarrollo y expresión particulares.
Primero se desarrolló un periodo de fuerte impulso reformista (1982-1986); segun-
do, un periodo de orientación social-liberal más conservadora (1987-1992), y un tercero,
de declive y estancamiento de la política socialista (1993-1996), que acabó con la sali-
da del PSOE del gobierno en las elecciones de 1996, las que, sin embargo, perdió por
un estrecho margen de votos y de número de diputados conseguidos. No hubo ma-
yoría absoluta de los nuevos vencedores.
El primero de estos periodos, 1982-1986, coincide plenamente con los años de
mayor impulso reformista y de reorientación de la política del país, con una visión
puesta en su incorporación plena a las instituciones supranacionales europeas. Fue,
sin embargo, el periodo en que las consecuencias de la crisis de los años 70 no se ha-
bían superado aún. El segundo gran momento, 1986-1993, es el que transcurre entre
las elecciones generales de junio de 1986 y las del mismo mes de 1993. Es el momen-
to más largo, siete años, y también el más complejo. Ocupa la parte central del largo
gobierno del socialismo español, que en el terreno económico se inclinó ahora fuer-
temente hacia soluciones cada vez más ligadas a ideas y corrientes internacionales de
cuño liberal y neoliberal más que propiamente socialdemócrata, y a una progresiva
pérdida de fuerza de cualquier política de reformismo efectivo, económico o social.
La misma idea de Estado del Bienestar empieza a ser contestada. El periodo va pasan-
do de la bonanza económica de la segunda mitad de los ochenta a la crisis de los pri-
meros noventa y concluye con acontecimientos de fuerte contenido político y pro-
pagandístico en las celebraciones o fastos del emblemático año 1992.
El tercer periodo, 1993-1996, es de dificultades y de evidente declive, arranca de
las elecciones que el PSOE gana sin mayoría absoluta y muestra las consecuencias de
un fuerte desgaste en el poder que ya venían manifestándose desde antes, desde 1988,
en sentido lato, y desde el comienzo de los noventa, de forma más estricta. La nueva
situación hace aflorar los males que se enquistaban en una política a largo plazo ba-
sada en la mayoría absoluta y descubre fenómenos, como el de la «corrupción», que

314
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hacen perder credibilidad a una política ya muy carente de iniciativas. Este periodo
último acaba con el cambio de gobierno que traen las elecciones de 1996.

27.2. LA NATURALEZA GENERACIONAL DEL REFORMISMO SOCIALISTA


La extraordinaria mayoría de votos con la que el PSOE llegó al poder en 1982 (10
millones de votantes, el 48,4% de los votos) condicionó su forma de gobernar duran-
te los diez años siguientes —mientras tuvo mayoría absoluta— y le permitió poner
en marcha sin problemas un programa preciso de gobierno. El programa político
de 1982 contenía una gran propuesta reformista en casi todos los órdenes de la vida
española y algunas promesas muy importantes, incluso espectaculares, como la de
crear 800.000 puestos de trabajo, siendo el paro el mayor problema del país. El parti-
do en el gobierno pudo ignorar completamente muchas veces el criterio de la oposi-
ción, y así se hizo común en los medios de la oposición hablar del «rodillo socialis-
ta» cuando el partido en el poder promovía iniciativas o decisiones y las imponía sin
aceptar enmiendas o se oponía a tomar alguna determinación poniendo todo el peso
de su mayoría al servicio de la decisión adoptada.
Se impuso durante diez años un estilo de gobernar en mayoría absoluta que sig-
nificó una cierta devaluación del Parlamento y la vida parlamentaria de la que el
partido podía prescindir. Muchas promesas podían quedar incumplidas, porque el
PSOE tenía, además, un líder como Felipe González con evidente carisma, hombre
con atractivo para las masas, buen orador, de gran capacidad retórica y facilidad para
la maniobra política, al que acompañaban unos gobernantes jóvenes en general, pro-
cedentes de la generación que en los años 60 se había opuesto al franquismo.
El programa reformista del PSOE abarcaba casi todos los aspectos de la vida eco-
nómica, política y social del país. La reconversión del aparato productivo, la reforma
de las relaciones laborales y la protección social, la seguridad social y la sanidad, el sis-
tema educativo, el papel de las Fuerzas Armadas, el orden público y la seguridad, la
Justicia, la Administración del Estado y las Autonomías y, por encima de todo, la in-
tegración plena en la Comunidad Europea, eran cuestiones sobre las que los socialis-
tas tenían proyectos concretos y de alcance. El conjunto de tales proyectos se expre-
só siempre a través del rótulo de promover la verdadera «modernización» del país.
Pero el gran hecho fue que, una vez en el gobierno, el radicalismo verbal anterior con
el que se expresaban estos objetivos de cambio se atemperó de forma muy notable y
se impuso la realidad desnuda de las consecuencias de las transacciones que había
traído la transición. La utopía reformista hubo de llevarse a cabo con mucho menor
ritmo y mucha menos profundidad. Ya desde su éxito electoral en 1977, el PSOE ha-
bía ido moderando su lenguaje y sus propósitos de cambio, y desde 1981, la vida po-
lítica española, además, se había hecho más conservadora.
Felipe González constituyó su primer gobierno el 3 de diciembre de 1982 y en él
no incluyó sino a hombres del ala moderada del partido, la menos ortodoxamente so-
cialista. Una constante hasta 1991 fue la presencia en la única vicepresidencia existen-
te de Alfonso Guerra, vicesecretario del partido. La cartera de Economía y Hacienda
fue entregada ahora a un hombre tan poco socialista como Miguel Boyer, que la de-
sempeñó hasta el verano de 1985. Hasta esa misma fecha también llegaría en el mi-
nisterio de Asuntos Exteriores Fernando Morán (hombre procedente del viejo PSP de
Tierno Galván), sustituido luego por el polifacético Francisco Fernández Ordóñez.

315
En el Partido Socialista había dirigentes muy decididos a llevar adelante reformas
reales de las estructuras socieconómicas y otros aspectos fundamentales españoles
porque la propia cultura política socialista heredada del histórico partido obrerista es-
pañol se nutría desde los años 30 de contenidos intelectuales de la izquierda burgue-
sa que desde entonces había insistido en la necesidad de la «modernización» y de una
tradición obrerista que siempre había sido reformista. El discurso de la moderniza-
ción fue una de las constantes del lenguaje político socialista y uno de los mejores
ejemplos de su formulación y realización lo daba el ministro de Educación y Cien-
cia, José María Maravall.
El reformismo que figuraba en el programa político del PSOE en los años 80, así
como su progresiva y real desconexión con el pensamiento clásico fundacional del
socialismo español, que también fue siempre no más que reformista —es decir, nun-
ca revolucionario— pero mucho más anticapitalista y pro-obrero, era más que nada
el resultado de un gran cambio generacional en sus dirigentes y en su militancia. La
transición posfranquista en su conjunto fue llevada adelante de manera casi general
por una nueva generación de políticos, la generación activa aparecida en los años 60,
como señaló el ministro ucedista Martín Villa. Pero mientras parte de esa generación
se había integrado en el franquismo, si bien constituyendo su ala «reformista», en el
PSOE acabó, después de 1975, una parte del sector enfrentado abiertamente con
el sistema del franquismo. El carácter reformista generacional era más evidente en el
PSOE porque se trataba de un viejo partido, profundamente renovado en los años 70,
y no de un «partido aluvión» como UCD. Se trataba de la parte de una nueva gene-
ración que no había colaborado con el franquismo, que se encontraba entonces en-
tre los treinta y cinco y los cincuenta años.
La situación de 1982 se parecía algo a la de 1931, cuando se instauró la Segunda
República. Pero ahora actuaban políticos que llevaban mucho menos tiempo en las
filas del socialismo y que tenían procedencias sociales e ideológicas diversas. El parti-
do no tenía como antiguamente líderes obreros en puestos clave. El PSOE tenía aho-
ra mucho más contenido de militancia no obrera, burguesa baja o media. Era más un
instrumento político de una generación nueva que otra cosa. Llegaba al poder más
bien una nueva generación que una nueva ideología, aunque había desde luego un
nuevo programa político con respecto al de la UCD. Esta nueva generación de socia-
listas antes de llegar al poder tenía un lenguaje mucho más radical, «revolucionario»,
anticapitalista y republicano. El secretario del partido, Felipe González, era un perfec-
to ejemplo de ello entre 1974 y 1977, como también lo era Alfonso Guerra, el vicese-
cretario general.
Pero la experiencia política al frente desde 1977 del segundo partido en importan-
cia en España, primero, y luego la experiencia del poder cambiaron rotundamente es-
tos comportamientos. La generación que lideró el PSOE hizo en los años 80 el ma-
yor movimiento de reconversión política e ideológica que se recuerda en la España del
siglo XX. Desde el poder, el discurso de la transformación de España —el que se expresa
bien en la castiza frase de Felipe González de la necesidad de una «pasada por la iz-
quierda»— se transfiere al mucho más ambiguo y menos comprometido de la moder-
nización. Es una nueva versión del discurso del republicanismo burgués, no del socia-
lista, de los años 30. De ahí, la insistencia en la estrategia del cambio, en que se resu-
miría el lenguaje electoral del PSOE.
El reformismo que se pone en marcha entre 1982 y 1986 tenía dos limitaciones
básicas. La más sencilla era simplemente la significación sociológica misma del
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PSOE. No se trataba ya de un partido obrero, sino de un partido burgués «de centro»,


ilustrado, apoyado por un obrerismo reformista tradicional, el «ugetismo», que había
atravesado la recomposición de la clase obrera española en los años 60 también. La
otra dimensión era más difusa y, tal vez más potente: el poder intacto que aún tenían
las instituciones sociales y corporativas salidas del franquismo muy poco evoluciona-
das o claramente inmovilistas: la Iglesia, el Ejército, la Banca, el grueso del funciona-
riado de la Administración, las fuerzas de seguridad casi en bloque, buena parte de
la Magistratura, etc. Es decir, todo el complejo de lo que durante años se llamó el
«franquismo sociológico». La persistencia de estos poderes explica la dirección de
bastantes de las políticas reformistas del PSOE, pero también algunas de sus limita-
ciones.
El programa de reformas del PSOE en el poder nunca llegó al extremo de rom-
per un fundamental entendimiento con lo que se llamaban los «poderes fácticos»
—«poderes de hecho»— en la sociedad española. El PSOE llevó adelante con extre-
ma cautela aquellas acciones reformistas que rozaban a la Banca, la Iglesia o el Ejérci-
to. Ninguna de las grandes decisiones se tomó sin la aquiescencia de esas fuerzas, so-
bre todo en aquello que las afectaba directamente. Ello no quiere decir, no obstante,
que las reformas no fueran reales. El reformismo de la primera parte de los años 80
fue el más señalado de todo el gobierno del PSOE y teniendo un fuerte coste social,
sobre todo las reconversiones en el aparato productivo, permitió preparar mejor al
país para llegar al ingreso en la Comunidad Europea con un sistema productivo más
saneado. Algunos de los grandes problemas, sin embargo, no fueron corregidos ni
luego cuando llegó un mejor tiempo de bonanza económica y se practicó una políti-
ca más parecida al neoliberalismo económico con algún toque social.

27.3. POLÍTICA ECONÓMICA Y SOCIAL


Miguel Boyer, un neosocialista, aplicó recetas económicas buscando el gran ajus-
te que los Pactos de la Moncloa de 1977 no habían conseguido. Otro ministerio cla-
ve, el de Industria, sería desempeñado por Carlos Solchaga, cuya sintonía con Boyer
era total. Boyer practicó un intervencionismo estatal moderado buscando equilibrios
de la economía y de los gastos del Estado y procurando controlar la inflación. Se con-
tinuó con la reforma fiscal y se atacó decididamente la cuestión de la reconversión in-
dustrial. Pero los gastos del Estado seguirían siendo un gran problema que se conver-
tiría en el detonante de la salida de Boyer del ministerio en 1985. En realidad, duran-
te todo el periodo socialista no se logró, por diversos motivos, una reforma tributaria
que diera ingresos suficientes al Estado, de forma que continuó un endeudamiento
formidable, mientras no se hizo un esfuerzo verdadero hasta los años 90 por reducir
el gasto público.
Las reformas del ministro Fernández Ordoñez con el anterior gobierno de la UCD,
nacidas también de los acuerdos de La Moncloa, habían procurado modernizar el sis-
tema de impuestos en España, que era arcaico, ineficaz, profundamente injusto y con
un alto grado de fraude. Tales reformas se profundizaron en el periodo socialista, de for-
ma que la presión fiscal en España no dejó de crecer en toda la década de los 80. En Es-
paña, la presión fiscal era bastante menor que en los países de la CEE. En diez años, los
socialistas, sustancialmente por el incremento del impuesto sobre la renta de las perso-
nas físicas, consiguieron pasar de una presión del 28% (la relación del impuesto con el

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PIB) al 35%, que aun así era bastante inferior a la europea, que se elevaba hasta el 41%.
Pero los ingresos fiscales españoles seguían y han seguido gravitando sobre las rentas del
trabajo (el 21% de la fiscalidad) mucho más que sobre las del capital, y más, proporcio-
nalmente, sobre las pequeñas empresas que sobre las grandes.
La preocupación de los socialistas por la intervención del Estado en un mercado
y un mundo financiero en crisis como los de los primeros años 80 tuvo una primera
demostración en la expropiación de Rumasa, el holding de empresas que dirigía el tru-
culento empresario jerezano José María Ruiz Mateos, en una acción llevada a cabo
el 23 de febrero de 1983. El ministro Boyer practicó una acción documentada y rápi-
da al conocer que ese grupo estaba en realidad al borde de la quiebra y con la conta-
bilidad falseada, por lo que no quería facilitar al Banco de España las auditorías prac-
ticadas. Ruiz Mateos, para ocultar la crisis, había estado practicando una política de
expansión continua del grupo —compró Galerías Preciados, en franca crisis.
En términos económicos generales, la gran característica de este periodo fue la de
su orientación hacia un fuerte ajuste económico, hacia una amplia reconversión de la
economía. El discurso del gobierno insistió durante este periodo y el siguiente en que
semejante ajuste era imprescindible para reanudar el crecimiento y poder aumentar el
nivel de vida. En cierta forma, como objetivo macroeconómico, esa visión era correc-
ta. Lo que ocurre es que la mejor distribución de la riqueza no llegó a ponerse en
práctica nunca.
La reconversión industrial fue seguramente la parte esencial y más dura de la po-
lítica económica del periodo reformista del gobierno del PSOE. Esta reconversión de
la industria española se hacía necesaria e inaplazable tanto porque el aparato produc-
tivo industrial se había quedado anticuado, como porque habían cambiado las con-
diciones del mercado internacional y era inadecuado el papel del Estado en el proce-
so productivo. Esto era evidente en sectores como el energético, especialmente en la
minería del carbón, en la siderurgia y en la construcción naval. También había pro-
blemas en el sector metalúrgico en general y en otros como el textil. La política de re-
conversión industrial se presentaba como previa a cualquier posibilidad de integra-
ción en Europa. En el sector naval, el proceso afectó a los astilleros desde Vigo a Cá-
diz, El Ferrol y Bilbao. La siderurgia más afectada fue la de Altos Hornos del
Mediterráneo, cuya planta de Sagunto fue desmantelada.
En 1983 se procedería también al intento de un ajuste energético y se elabora un
Plan Energético Nacional (PEN) que tendría ya las características básicas de las polí-
ticas ulteriores: resolver el problema del carbón español, que era inmensamente defi-
citario en sus costes de extracción, insistir en las energías renovables —hidroeléctrica,
eólica—, incrementar las centrales hidroeléctricas e intentar reducir el consumo de
petróleo. Ese plan llevó también a la moratoria nuclear, a la detención de cualquier
construcción de centrales nucleares.
Otro de los procedimientos de ajuste hubo de aplicarse al sistema financiero y, en
especial, a la Banca. Una crisis bancaria profunda era en estos años otro de los sínto-
mas de la necesidad de readaptación después de la crisis de 1973. Pero, además, se tra-
taba de una crisis inducida por una amplia liberalización del sector financiero que au-
mentó la competencia e hizo difícil la vida de las empresas de menor volumen. 58 ban-
cos se vieron afectados por crisis. Algunos bancos pequeños desaparecieron, otros fueron
absorbidos y se planteó ya un primer proceso de fusiones entre grandes entidades.
La necesidad de que el Estado interviniera de una manera nueva en la conforma-
ción y mantenimiento de un Estado del Bienestar era considerada también como

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prioritaria en el programa reformista del PSOE. La política social tenía como objeti-
vo favorecer un mejor «reparto de la renta» entre las clases y sectores sociales del país.
La política social comprendía, por tanto, todas aquellas acciones de gobierno dirigi-
das a organizar mejor las relaciones sociales con referencia al producto económico,
tanto políticas de ordenación de sectores, el mercado del trabajo, entre otros, como
de protección social. El presupuesto a disposición de Estado para protección social y
seguridad social es el comprendido en el epígrafe «gasto social».
El fuerte ajuste al que el primer gobierno del PSOE sometió a la economía tuvo
como contrapartida una política social de cierto vigor, y ello se reflejó en el esfuerzo
por la mejora de los grandes servicios públicos —sanidad, educación, protección y
previsión social, vigilancia del mercado laboral— y, en definitiva, en un aumento de
la «protección social». Pero el gasto público en materia social tardó mucho en aumen-
tar y aumentó poco a poco hasta 1986. Al final del mandato socialista, en 1996, el
gasto social completo en España era el 46,5% de todo el gasto público, mientras en
la UE era del 50,6%.
En la primera época, la política económica de ajuste y reconversiones tuvo un im-
pacto potente y negativo sobre las políticas sociales y de relaciones laborales. El es-
fuerzo de protección no fue entonces superior al que habían desarrollado los gobier-
nos de Adolfo Suárez hasta 1981. El coste de las reconversiones había recaído sobre
el dinero público y sobre el nivel de vida de los trabajadores. Se entiende bien que el
sindicalismo, fundamentalmente CC.OO. y también cada vez más UGT, la central
ligada históricamente al socialismo, después de haber asistido de forma constructiva
a las reconversiones con una pérdida brutal de puestos de trabajo, acabara rechazan-
do la falta de beneficios visibles para los trabajadores, dada la práctica por el gobier-
no de una política que siempre aplazaba «el reparto de la riqueza» de que hablaba. La
disensión acabaría después en la huelga general de 1988.
Pero como una de las consecuencias de la reconversión industrial, comenzó una
política social que adoptó, primero, diversas fórmulas para el fomento del empleo,
aunque es cierto que la política de los socialistas tendió más a la protección del de-
sempleo que a la práctica de políticas activas de empleo. Primero se puso en marcha
el ANE o Acuerdo Nacional de Empleo, un documento que firman, el 9 de octubre
de 1984, el gobierno, la patronal CEOE (Confederación Española de Organizaciones
Empresariales) y los sindicatos reducidos a UGT, porque CC.OO. no aceptaría los
términos negociados. En 1984 se procede también a una reforma del Estatuto de los
Trabajadores cuya intención era introducir alguna mayor flexibilidad en las formas de
contratación, una batalla que llegaría a los años 90. Al tiempo, se reformaba en pro-
fundidad la ley de prestaciones por desempleo, ampliándolas y fijando unas condi-
ciones mínimas más favorables a los trabajadores para su percepción. Pero la gran
protección del desempleo no dejaba de tener algunos efectos nocivos, como era el fo-
mento de la economía sumergida o el fraude en las condiciones mínimas para tener
derecho a las prestaciones.

27.4. LA CONSOLIDACIÓN DEL ESTADO Y LAS POLÍTICAS DE GESTIÓN


En 1982, la cuestión esencial era, indudablemente, la consolidación del nuevo
modelo de Estado basado en las Autonomías. Cuando los socialistas llegaron al po-
der, el primer diseño y puesta en marcha del Estado de las Autonomías estaba ya casi

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concluido. Aun así, la continuación y aceleración en la adaptación de las estructuras
estatales dio un paso importante en esta primera época de gobierno. La legislación
política proliferó a través de Leyes Orgánicas y de traspaso de competencias a las Au-
tonomías. Pero la LOAPA, o ley de armonización autonómica, fue declarada incons-
titucional en algunos artículos en 1983, con lo que quedó inservible y el proceso de
las transferencias resultó menos sujeto a un orden previo.
El gran año de la generalización de las elecciones autonómicas fue 1983, una vez
que los Estatutos de las Autonomías estaban prácticamente aprobados en su totali-
dad. Las convocatorias tuvieron lugar en mayo de 1983 para todas las Autonomías,
excepto Cataluña, País Vasco, Galicia y Andalucía, cuyos Estatutos les concedían el
máximo de competencias y habían celebrado sus elecciones autonómicas entre 1980
y 1982 con arreglo a sus propios calendarios. En cada caso, las elecciones autonómi-
cas coincidían con las municipales. Los procesos electorales autonómicos y locales
celebrados por vez primera bajo el gobierno del PSOE no hicieron sino repetir las
tendencias anteriores en las elecciones municipales, con unos resultados que favore-
cían a la izquierda en todo el país, mientras que en las Comunidades Autonómicas
se daba un voto más diferenciado. El voto nacionalista era ya mayoritario en el País
Vasco y en Cataluña.
De hecho, en las Autonomías gobernadas por los nacionalistas se dieron resulta-
dos diferentes. En Cataluña, desde el triunfo por mayoría absoluta del CiU, el gobier-
no ha estado en manos de ese grupo y la presidencia había sido desempeñada por Jor-
di Pujol. Pero en el País Vasco, la mayoría del PNV no tuvo nunca ese carácter abso-
luto, aun siendo el partido más votado. Por ello, el gobierno vasco se desenvolvió casi
siempre en un diálogo con altibajos con la otra gran fuerza política de la Comunidad,
el PSOE. El primer lehendakari estatutario fue Carlos Garaicoechea, del PNV. Pero sus
diferencias con otros sectores del partido, a causa sobre todo de la Ley de Territorios
Históricos, llevaron a su caída y sustitución por José Antonio Ardanza en enero de 1985.
Garaicoechea acabaría fundando su propio partido, Eusko Alkartasuna, en septiem-
bre de 1986.
Las Autonomías, que constituían el mayor proceso de descentralización de toda
la historia de España, suponían, por otra parte, un gran esfuerzo de adaptación de la
antigua Administración. A mediados de los años 80 habían pasado tantas competen-
cias a los gobiernos autonómicos que éstos administraban un 17% aproximadamen-
te del gasto público. En 1990 era el 24%. Existían en este orden tres tipos o niveles
de la Administración: el estatal, el autonómico y el local (Diputaciones y ayunta-
mientos). Pero la Administración, lejos de simplificarse, se hacía más compleja, por lo
que empezaría a hablarse de la conveniencia de establecer una «Administración úni-
ca». El número de funcionarios crecía sin cesar y ello enmascaraba las estadísticas de
empleo, además, porque mucha parte del empleo creado era en la Administración
pública a expensas del gasto del Estado. Los funcionarios eran 1,1 millones en 1982,
mientras que en 1991 la Administración central tenía aún 900.000, pero las Autono-
mías tenían 565.000, y las Administraciones locales, 360.000.
La financiación del conjunto del Estado se complicaba así también, puesto que
reformar el conjunto del aparato fiscal era aún más complicado al existir Haciendas
autonómicas. La mayor parte del dinero de las Autonomías procedía del que el Esta-
do central, que era el que fijaba el gasto, les transfería.
El primer gobierno de Felipe González emprendió políticas reformistas práctica-
mente en todos los ámbitos de la Administración del Estado. Pero ello fue más evi-

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dente aún en la gestión de los grandes servicios: sanidad, educación, seguridad, fuer-
zas armadas, infraestructuras, si bien los ritmos y la profundidad de las reformas fue-
ron diferentes. La amplitud de las reformas emprendidas es preciso contrastarla tam-
bién con los obstáculos que se oponían a ellas y la forma en que fueron enfrentados.
El principal obstáculo al cambio en la España de los años 80 provenía no tanto
de determinadas clases o grupos sociales como de la resistencia de las más arraigadas
instituciones corporativas, algunas de ellas del propio cuerpo del Estado, las menos
proclives a la modernización, con las que el partido en el poder tuvo que llegar a di-
versas formas de entendimiento. Así, durante la primera etapa del gobierno socialis-
ta, trece disposiciones legales fueron objeto de Recurso Previo de Inconstitucionali-
dad por parte de instituciones o partidos. Pero, de hecho, ninguna de las grandes ins-
tituciones o ramas del Estado quedó fuera de esa política de profundización en la
creación del Estado democrático.
Los obstáculos en la relación con la Iglesia católica, una institución con gran in-
fluencia, fueron salvados en general mediante concesiones mutuas, y en el conflicto
potencial desempeñaba el papel central la concepción de sistema educativo, además
de las legislaciones sociales que tenían un alcance efectivo en la libertad de concien-
cia: divorcio, aborto, comunicación social. El ministro Maravall, por ejemplo, que
permaneció al frente del Ministerio de Educación siete años, acabó saliendo de él por
diferencias con los intereses de la enseñanza privada, representada fundamentalmen-
te por la Iglesia, cosa que ya había provocado protestas y algaradas frente a la LODE
(Ley Orgánica del Derecho a la Educación) desde 1984, detrás de las cuales estaban
los intereses de la enseñanza religiosa. La Iglesia se resistió también con fuerza a cual-
quier forma de regulación del aborto, que sólo pudo ser introducida en una legisla-
ción tímida y, muchas veces, incumplida. Para procurar el entendimiento con la Igle-
sia, Felipe González llegó a enviar a un emisario al Vaticano, el empresario Enrique
Sarasola, prescindiendo de los canales diplomáticos habituales.
Respecto al Ejército, el obstáculo más tradicional, la política del PSOE fue pru-
dente, indudablemente hábil y eficaz a medio plazo. Su artífice fue el ministro Nar-
cís Serra, procedente del socialismo catalán. El problema que las Fuerzas Armadas es-
pañolas presentaban desde muy antiguo, desde el primer tercio del siglo XX, era su
tendencia a la intervención en la política, a partir del momento en que la Monarquía
constitucional española creada en el siglo XIX entró en crisis desde finales de la Gran
Guerra, en 1917. Los problemas en los años 30 fueron determinantes en la tragedia fi-
nal de aquella década, la guerra civil. El régimen de Franco estuvo sostenido esencial-
mente por el Ejército, y el último ejemplo de esa tendencia a la intervención había
sido el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981.
Había que intentar hacer un política muy firme y muy constante para que las
Fuerzas Armadas españolas aceptaran reducir su papel al propiamente constitucional,
aceptando la supremacía civil, prescindiendo de las leyes y fueros especiales en tiem-
po de paz, reduciéndose a su función de defensa militar del país y, además, disminu-
yendo el número de sus efectivos, que estaban claramente sobredimensionados. Los
oficiales y suboficiales quedaron reducidos en una década a 58.000 y los soldados ba-
jaron de 270.000 a 200.000. En enero de 1984 se ponía en marcha la ley clave para
todo este proceso: la de Criterios Básicos de la Defensa Nacional.
Un Ministerio de Defensa único sustituyó a los tres ministerios militares de la
época de Franco y fue siempre desempeñado por un civil. La Ley de Personal Militar
de 1989 reguló la carrera militar admitiendo a las mujeres. Desaparecieron los tribu-

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xxxxxxx

nales militares especiales, la división del territorio en Capitanías Generales, el grado


de capitán general, mientras se reorganizaba el despliegue táctico de las fuerzas en el
territorio, el proceso más lento de todos. Se reformaron las enseñanzas militares, aun-
que tal vez no todo lo necesario, y se emprendió una política de modernización téc-
nica. La entrada en la OTAN facilitó y potenció esta política.
La seguridad pública, incluida la antiterrorista, fue una cuestión que preocupó
siempre en gran manera a los gobiernos del PSOE. En conjunto, estos gobiernos es-
tuvieron más pendientes de asegurar la protección de la seguridad que la salvaguarda
de las libertades, quizás por influencia del problema terrorista. Felipe González seña-
ló en 1985 su interés por reforzar la seguridad. Leyes como las de Asilo y la de Extran-
jería de abril 1986 tuvieron orientación restrictiva. La Ley de Objeción de Concien-
cia, la Ley Antiterrorista de enero de 1985 y la de Extranjería fueron declaradas in-
constitucionales en algunos de sus artículos.
Pero seguramente la más sonada de estas disposiciones fue la Ley de Seguridad Ciu-
dadana, llamada «ley Corcuera», de 1992, por el ministro del Interior que la llevó ade-
lante, cuyo nombre completo era Ley Orgánica 1/92 de Protección de la Seguridad
Ciudadana, que, entre otras cosas, eliminaba la necesidad de un mandamiento judicial
explícito para que la policía en casos en los que se perseguía un delito pudieran allanar
domicilios privados. Por eso se la llamó jocosamente la «ley de la patada en la puerta».
Estaba, sin duda, pensada contra el narcotráfico y concedía unos excepcionales poderes
a la policía mientras dejaba sin proteger debidamente algunos derechos fundamentales
como el de la inviolabilidad del domicilio. La Ley de Seguridad Ciudadana se aplicó
hasta diciembre de 1993, en que el Tribunal Constitucional declaró inconstitucionales
también aquellos artículos que permitían la «retención» de una persona o la entrada en
el domicilio prescindiendo de la autorización judicial. Corcuera dimitió.
Capítulo también de importancia fundamental en la seguridad ciudadana fue el
del narcotráfico, una actividad ilegal que encontraba en España un territorio especial-
mente bien situado y propicio como puerta de la droga sudamericana o africana ha-
cia Europa y que encontró sus bases fundamentales en las rías gallegas o en la Costa
del Sol andaluza. En la lucha contra el narcotráfico, para la que se crearon organis-
mos especiales, como una fiscalía antidroga, nunca excesivamente útiles, destacaron
jueces como Baltasar Garzón. Pero hubieron de llegar los años 90 para que el Estado
tomara verdadera conciencia de la gravedad del problema que movía miles de millo-
nes de pesetas y era uno de los fundamentales orígenes del «dinero negro».
La Ley de Objeción de Conciencia al uso de las armas, que planteaba la exención
del servicio militar por esa causa, se gestionó eludiendo considerar la «objeción sobre-
venida» y se convertía en la más restrictiva de Europa. Las leyes que protegían los de-
rechos fundamentales fueron las que más retraso sufrieron, paradójicamente en un
gobierno de izquierda. Una ley de protección de los derechos fundamentales no se
hizo, mientras la del Jurado y la de Huelga sólo se hicieron al final del periodo y de
manera insatisfactoria.
Otro problema espinoso que ya se había presentado a los gobiernos anteriores era
el de la reconversión general de unas fuerzas de seguridad heredadas del régimen de
Franco para que pudieran servir en un régimen de libertades públicas. Esa reconver-
sión no fue sencilla ni rápida y encontró serias resistencias. La UCD comenzó ya la
tarea, pero los ministros del Interior socialista la continuaron, siempre con prudencia.
Los cargos políticos a los que se encomendaba el mando de la policía o la Guardia

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Civil empezaron a ser civiles y no militares.

Ligado a los problemas de libertades y de seguridad se encontraba, sin duda, el de


la Administración de Justicia, que ha atravesado toda la época sin llegar a resolverse
satisfactoriamente. En una sociedad más desarrollada y con un régimen de libertades
básicas, la litigiosidad, es decir, el recurso de los ciudadanos a la Justicia, aumenta. La
delincuencia aumentó también en España de manera muy notable desde 1976 en
adelante y, con ello, el número de reclusos preventivos en las cárceles, que desborda-
ron la capacidad de éstas. Entre 1982 y 1992, el número anual de delitos se duplicó
después de crecer sistemáticamente. En 1991 se contabilizaron 987.977 delitos. Toda
esta problemática incidía en hacer al aparato de la Justicia absolutamente insuficente.
Una Justicia con insuficiente personal y medios, con procedimientos lentos, cara,
sin leyes procesales ágiles y modernas, quedó tan desbordada que los juristas más des-
tacados han dicho que prácticamente no puede llamarse justicia a la resolución de asun-
tos con muchos años de demora y con las cárceles llenas de presos preventivos. En 1992
el Tribunal Supremo tenía 30.000 recursos sin resolver. La Audiencia Nacional, que era
el tribunal encargado de aquellos delitos que excedían las jurisdicciones territoriales
para afectar a todo el Estado —terrorismo, narcotráfico, delitos económicos graves—
cumplía una gran función, pero a veces con excesivo protagonismo. Ciertamente, los
políticos prestaron muy escaso interés a la resolución del problema de la Justicia, y aún
menos cuando ésta se vio obligada a entrar cada vez más en el terreno de las acciones
políticas desde que empezaron a delatarse escándalos de corrupción. La Administración
de Justicia ha sido, en definitiva, en los tiempos posteriores a la transición, uno de los
más graves problemas para la consecución de un efectivo Estado de Derecho.
La política educativa, por el contrario, ha constituido, aun con sus insuficiencias,
uno de los más evidentes logros del reformismo socialista. El primer gran proyecto en
educación fue la LRU, o Ley de Reforma Universitaria, propuesta ya en 1983, un pro-
yecto que venía a sustituir al antiguo de la LAU o Ley de Autonomía Universitaria
que propuso y acabó retirando la UCD en el periodo anterior. La LODE o Ley Or-
gánica Reguladora del Derecho a la Educación como ley básica para la reforma del
sistema educativo se propuso en 1985. El PSOE, y el ministro José María Maravall es-
pecialmente, quiso llevar a término una profunda reforma en la educación orientada
por el laicismo y la predominancia del Estado, propuestas inspiradoras de las mejores
tradiciones del reformismo laico escolar. El problema de la educación tenía como
cuestiones más debatidas el dilema educación pública/educación privada, la gratui-
dad de una y la subvención de la otra, el laicismo, la neutralidad religiosa (el asunto
de las clases de Religión) y la hegemonía ideológica.
La LODE atendía sobre todo a una gran regulación de las enseñanzas pública y
privada y su financiación, y fue la que levantó el conflicto más serio con la Iglesia,
acostumbrada a una enseñanza minoritaria pero privilegiada. La enseñanza privada y
sus privilegios fue defendida sobre todo por las órdenes religiosas con argumentos tan
demagógicos como la lucha por la «libertad» de enseñanza. La solución propuesta
por el gobierno era la de subvencionar la enseñanza privada a cambio de unos crite-
nos mucho más abiertos de admisión y orientación, equiparables a la pública. La sub-
vención a los centros privados pasó de 79.000 millones a 220.000 en diez años. La
LOGSE (Ley Orgánica General de Ordenación del Sistema Educativo), de 1990, pre-
veía entre las reformas importantes del sistema educativo preuniversitario el aumen-
to de la edad obligatoria de escolaridad en dos cursos más. Cosa que se instituyó al
fijar en 16 años la edad hasta la que llegaría la enseñanza obligatoria, que abarcaba ya

323
todo el ciclo de la ESO o Enseñanza Secundaria Obligatoria.

La ofensiva contra las reformas del sistema y especialmente contra la LODE sería
desencadenada principalmente por la Confederación Católica Nacional de Padres de
Alumnos (CONCAPA), capitaneada por Carmen Alvear, por la FERE (Federación
Española de Religiosos de la Enseñanza) y por la CECE (Confederación de Centros
de Enseñanza), entidades tras las que siempre estaba la Iglesia. La CONCAPA logra-
ría sacar millares de manifestantes a la calle el 18 de noviembre de 1984.
Los gastos en Educación se incrementaron desde pronto, pero las estimaciones
son contradictorias en la cuantía. En 1982, esos gastos eran el 2,5% del PIB, cifra ri-
dicula comparada con la de los países desarrollados. Subió en una proporción que al-
canzaría entre 3,3% y el 4%, lo que era todavía muy poco. En resumen, el proceso de
transformación legislativa y estructural del sistema educativo fue muy amplio en toda
la época de gobierno socialista. La «reforma» de la enseñanza fue prácticamente una
constante a través de grandes leyes orgánicas. Los ministros de Educación sucesivos,
Maravall, Solana, Pérez Rubalcaba, no dejaron el asunto de la mano, no siempre con
tacto y con el suficiente consenso entre los cooperantes del sistema —profesionales
de la enseñanza, fuerzas sociales, poderes políticos, familias—, y muchas veces el dog-
matismo y la falta de medios provocó gran desmovilización entre el profesorado.
Los estudiantes ya se lanzaron a las huelgas a fines del año 1986. Maravall ofreció
entonces la dimisión, que González no le aceptó. Poco más de un año después, al su-
marse el profesorado de las Enseñanzas Medias al conflicto, a consecuencia de una
reforma educativa hecha con insuficiente preparación y en contra del propio profeso-
rado, esa dimisión se hizo efectiva.
En la Sanidad pública, las reformas acometidas hicieron llegar la cobertura sani-
taria del Estado a prácticamente el cien por cien de la población. La ley que hacía ex-
tensivo el sistema sanitario de la Seguridad Social a todo el país no se promulgó has-
ta 1986, pero antes de esa fecha la protección llegaba ya el 95% de la población, con
un aumento de 4,5 millones de beneficiarios. En los primeros años del nuevo gobier-
no, lo que creció enormemente fue el número de personas nuevas atendidas, mien-
tras los recursos crecían poco. Ello ocasionó que durante casi toda la década de los 80
la asistencia sanitaria perdiese calidad. Paradójicamente, España posee el más alto ín-
dice de la Unión Europea de médicos por mil habitantes, pero uno de los más bajos
en camas hospitalarias por mil habitantes, 4,4 ‰.

27.5. EVOLUCIÓN DE LA VIDA POLÍTICA


A lo largo de la década de los 80, el sistema de partidos políticos en España, sus
relaciones y manifestaciones, no dejó de experimentar reacomodaciones casi conti-
nuas. Salvo el PSOE en el poder y algunos partidos nacionalistas, todos los demás ex-
perimentaron cambios y problemas en la década —como los experimentaría el
PSOE también en los años 90. Ello probaba que el sistema de partidos español, su
capacidad representativa y funcional, no estaba aún consolidada. Lo que ocurría con
las organizaciones de partido tenía también reflejo en la propia imagen de los políti-
cos, dirigentes y gobernantes. La estabilidad como organizaciones de la vida pública
era más alta por entonces en los sindicatos.
A comienzos de la década existía un alto aprecio de la opinión pública por la ta-
rea de los políticos, algunos de los cuales gozaban de gran popularidad. Pero esa ima-
324
gen se fue deteriorando a causa, especialmente, de los ejemplos de disparidad entre
xxxxxxxx

discursos y acciones. La «clase política» empezó a ser paulatinamente peor valorada,


mientras la política se profesionalizaba cada vez más. No siempre los políticos espa-
ñoles, de cualquier partido, estaban bien cualificados para su función. Muchos de es-
tos políticos lo eran desde hacía poco tiempo y adolecían de falta de preparación.
A veces sólo eran, realmente, piezas en los engranajes de los partidos. Los cargos po-
líticos electivos proliferaron en el país, desde senadores y diputados hasta los conce-
jales de los ayuntamientos.
Otro fenómeno fue la aparición de una clase política autonómica. La construc-
ción del Estado de las Autonomías trajo consigo la profesionalización de ciertos
políticos, en los gobiernos y parlamentos autonómicos u otros cargos, que forma-
ban una especie de «segundo nivel» dentro de la jerarquía de los partidos. Éstos,
con los políticos municipales, formaban una clase política subalterna. Sólo era de
forma distinta en el caso de los partidos nacionalistas que tenían implantación me-
ramente regional. Ese tipo de acción política y sus actores han desarrollado su pro-
pia dinámica y han creado redes de intereses de alcance ceñido al propio territorio
de su actuación, redes que algunas veces entraban en contradicción con los intere-
ses de sus grupos a escala del Estado o con los de otros grupos dentro de su propio
partido pero que ejercían su acción en otro territorio. Apareció el mundo político
de los llamados barones de los partidos, dirigentes regionales con gran poder, y de
sus propias clientelas políticas. Todo ello, más la nueva burocracia, hizo mucho
más caro el sostenimiento del Estado.
El PSOE aparecía desde 1982 como el componente esencial del sector centro-
izquierda del espectro político. Los socialistas constituían durante aquellos primeros
años de su gobierno un bloque compacto, con un firme liderazgo en la persona de
Felipe González, en estrecha colaboración siempre con su segundo, Alfonso Guerra.
Ese liderazgo se afianzó definitivamente tras la vuelta clamorosa de González a la se-
cretaría general en el Congreso Extraordinario de septiembre de 1979, habiendo con-
seguido que el partido renunciara a considerar el marxismo la clave de su doctrina.
Del partido sólo se apartaron algunos que habían pretendido una política socialista
más ortodoxa y más de acuerdo con las tradiciones y la doctrina de la izquierda obre-
ra marxista. El ejemplo arquetípico de esa posición fue el de Luis Gómez Llorente,
pero no fue el único caso. En diciembre de 1984 celebraría el PSOE su XXX Congre-
so, en el que como prueba de los cambios que se estaban produciendo sería aproba-
da la permanencia de España en la OTAN.
En el centro-derecha se ubicaban tanto la casi desarticulada UCD como el nuevo
partido de Adolfo Suárez, el Centro Democrático y Social. Ambas formaciones polí-
ticas tenían escasa entidad y en el caso de UCD la perdería poco después enteramen-
te al desaparecer en 1983, mientras el CDS nunca se convertiría en un gran partido,
por lo que la imagen del centrismo español era asimétrica. Por esa circunstancia, fue
en 1984 cuando empezó a fraguarse una gran coalición de centro que pretendía ocu-
par ampliamente tal espacio político. La operación se basaría en la unión de fuerzas
procedentes del grupo de Antonio Garrigues Walker, el Partido Demócrata Liberal,
un hombre del nacionalismo templado catalán, de CiU, Miguel Roca i Junyent, que
sería el líder del nuevo grupo y por el cual aquella maniobra se llamaría «operación
Roca», más algunos otros grupos regionales. La operación consistía en la creación de
un partido, el Partido Reformista Democrático, PDR, para las elecciones próximas
que presentaría la candidatura a la presidencia de Roca i Junyent, naturalmente con
325
el fuerte apoyo del centro-derecha catalán y con abundancia de recursos financieros
xxxxxxx
que proporcionó la gran Banca. Se trataba de un serio intento de alternativa al PSOE,
pero acabaría en un descalabro electoral sin paliativos.
La derecha y la izquierda estrictas del espectro político español eran las que más
problemas afrontaban y en ambas se producirían cambios en el periodo. A partir
de 1982, la historia de las derechas españolas toma un rumbo nuevo. Existía la incóg-
nita de si la derecha sería capaz de superar ese «techo electoral» alcanzado por Manuel
Fraga en 1982, entre el 25 y el 30% de los votos del censo electoral. Mientras ese te-
cho no fuera superado, difícilmente podía pensarse en llegar al poder a través de las
elecciones. No obstante, AP obtenía la mitad de sus votos aproximadamente en nú-
cleos de más de 100.000 habitantes, lo que indicaba un desplazamiento modernizan-
te del voto de la derecha. Pero pese a que Fraga aparecía con un cierto aire de refor-
mador, en las filas de AP había aún excesivo viejo franquismo. La derecha española
tardaría en consolidarse en un partido potente.
En cuanto a la izquierda, el problema era, si cabe, más complejo. Tras las eleccio-
nes de 1977 y el desencanto que trajeron para las expectativas del PCE, se abrió un
periodo de disensiones dentro del partido y la jefatura de Santiago Carrillo pasó a ser
discutida, al tiempo que se abrían las opciones apareciendo grupos diversos de opi-
nión —prosoviéticos, renovadores, carrillistas. En 1979 mejoraron algo los resultados
electorales, pero en el comunismo español no acababa de romperse el círculo de la
necesidad de modernización confrontada con la permanencia en la dirección de una
vieja generación. Carrillo practicó una política de disciplina férrea y hubo expulsio-
nes y abandonos del partido por militantes destacados, lo que acabó plasmándose en
el X Congreso del partido en 1981.
Las cosas vinieron a complicarse con el estrepitoso fracaso del PCE en las eleccio-
nes de 1982 que disminuyó a menos de una quinta parte su fuerza parlamentaria y
no le permitió formar su propio grupo parlamentario. Carrillo dimitió en noviembre
de 1982 y su puesto pasó a ser ocupado por un dirigente procedente del mundo obre-
ro, el asturiano Gerardo Iglesias. Si Carrillo pensaba que a través de un hombre joven
y que le era adicto en la secretaría general del partido podría seguir dirigiendo el co-
munismo español, se equivocó. La era Carrillo había concluido y la trayectoria del
PCE estaba obligada a cambiar profundamente. La expresión más determinante de
ese cambio y, en realidad, la única fue la decisión de constituir una federación de gru-
pos de izquierda para adoptar un nuevo marchamo electoral, pero donde el PCE se-
guiría manteniendo la inciativa. Esa federación se llamaría Izquierda Unida y apare-
cería ya en las elecciones de 1986.
Los nacionalismos regionales, en especial en Cataluña, Vasconia y Galicia, no ha-
rían sino ganar terreno en toda la década. En Cataluña, el catalanismo de la derecha
pasaría a estar representado en exclusiva por la alianza de Convergencia Democrática
de Cataluña y Unión Democrática, con el liderazgo indiscutible de Jordi Pujol. La iz-
quierda catalanista la representaba Ezquerra Republicana de Cataluña, liderada por
Heribert Barrera y mucho más cercana a las ideas independentistas, pero su presencia
parlamentaria en las Cortes era pequeña y no lo era tampoco muy grande en el Par-
lamento catalán.
En el PNV se fraguó la escisión capitaneada por Carlos Garaicoechea, después de-
sempeñar el puesto de lehendakari de la Autonomía, para crear el partido Eusko Alkar-
tasuna. Las señas de identidad política de este partido, que llegó a tener cierta fuerza
en Guipúzcoa, no diferían grandemente de las del PNV tradicional, si bien propug-
naban una estructura más moderna en la vertebración de las instituciones del país,
326
xxxxxxxxx

apostaban claramente por la autodeterminación y se manifestaban en una línea seme-


jante a la socialdemocracia. Fuera de estas agrupaciones, el nacionalismo de signo
radical y de ciertas connotaciones fascistas se agrupaba en Herri Batasuna. En Galicia,
un conjunto de fuerzas nacionalistas de diverso signo confluirían en el BNG (Bloque
Nacionalista Galego) con tendencia izquierdista. Menor fuerza tenían los nacionalis-
mos en ámbitos como Andalucía, Aragón o Valencia, aunque existían en ellos forma-
ciones nacionalistas.
El PSOE en el poder no cambió en estos cuatro años de forma sensible la mecá-
nica de la vida política y especialmente la parlamentaria, que tendió por el contrario
a languidecer en función de la mayoría absoluta y de la dispersión de la oposición. La
ley electoral, de la que se hicieron promesas de reforma, no fue alterada. La polémi-
ca ideológica que acompañó a la subida al poder de la izquierda fue apagándose ante
la falta misma de interés en ella de una izquierda que tan poco se parecía a la clásica.
Contrariamente, el partido en el poder pretendía hacer aún más expedita la vía de
imponer la voluntad política sin grandes obstáculos. La labor de control parlamenta-
rio apenas si se ejercía, y se dio un hecho significativo como muestra de un talante de
gobernar en mayoría absoluta y la tendencia a imponer determinadas concepciones
relacionadas con la voluntad de reforma. Tal fue la modificación de la Ley Orgánica
del Tribunal Constitucional para suprimir el Recurso Previo de Inconstitucionalidad.
Ese recurso había conseguido detener o anular algunas leyes. La LOAPA fue declara-
da inconstitucional en algunos preceptos, en 1983, fue anulada la primera forma de
Ley del Aborto, al anular la reforma del Código Penal en la que se despenalizaba
como delito, y parte de la LODE, ambas en 1985. El Parlamento suprimió la potes-
tad de un dictamen previo de las leyes por el Tribunal Constitucional por Ley Orgá-
nica de 7 de junio de 1985. Las reformas no serían detenidas, aunque se abría la puer-
ta a un no menor problema como el de la derogación de leyes cuando ya estuviesen
en funcionamiento.

327
CAPÍTULO XXVIII

La integración: de la CEE a la OTAN

28.1. LAS GRANDES LÍNEAS DE LA POLÍTICA EXTERIOR


Con el final del régimen de Franco, se creaban en España unas condiciones ente-
ramente nuevas para diseñar una política exterior distinta, para emprender la integra-
ción en el sistema de relaciones internacionales existente desde posiciones de plena
igualdad en un régimen de democracia y de ejercicio y protección de los derechos hu-
manos. Un régimen de las mismas características de aquellos de los países del mun-
do occidental. Esto era lo verdaderamente nuevo para la política española, porque en
cuanto a orientaciones e intereses, había indudables continuidades con lo anterior,
por razones de historia, geografía, economía y estrategia.
El proceso de transición posfranquista llamó poderosamente la atención en el
mundo y no sólo en el mundo occidental, y ello contribuyó mucho a situar al país
en una nueva posición internacional. En efecto, en algunos Estados se temía que en
España al final de la dictadura pudiera desencadenarse un grave proceso de desestabi-
lización y violencia. Al irse desenvolviendo una situación enteramente distinta, em-
pezó a aparecer un cierto movimiento de admiración hacia el caso español y su «mo-
delo» de transición a la democracia y se desarrolló una política internacional en Eu-
ropa occidental y Estados Unidos de ayuda a la consolidación de la «joven» democracia
española. Las condiciones para ello se dieron especialmente a partir de junio de 1977
cuando, después de las primeras elecciones libres y democráticas tras 41 años (des-
de 1936), podía hablarse de la existencia de un régimen representativo. Esa fecha es
significativa en el nacimiento de una nueva relación internacional de España.
En política exterior hubo también una especie, si no de «consenso», sí de «pacto
tácito», como dijo Felipe González, entre los partidos sobre lo que convenía a Espa-
ña en el terreno internacional a partir de 1975. Había diferencias de matiz, opiniones
diversas sobre lo que convenía hacer en cada una de las grandes áreas del mundo
—Asia, el mundo comunista, Iberoamérica o el hemisferio norte euroamericano—,
pero la idea de que había que sacar a España del aislamiento internacional era com-
partida sin excepciones. Siempre estuvo claro, por tanto, que el nuevo objetivo prio-
ritario era el de hacer participar a España con plenitud de la vida internacional, inte-
grándose en las organizaciones supranacionales del mundo occidental y demás foros
internacionales, dando fin al aislacionismo que había sido uno de los males de la po-
lítica exterior española desde antiguo.

328
En todo caso, además de esas diferencias de juicio entre los grupos políticos y en
la opinión pública acerca de cuáles eran, dentro de esta participación mundial, las
mejores opciones para España, existían también algunas corrientes neutralistas, aun-
que fueran minoritarias, que enfocaban la política exterior en su conjunto, y no sólo
la política de seguridad, prefiriendo mantenerse fuera de los grandes bloques del mo-
mento. Algunas otras de cierta entidad rechazaban la participación de España en
alianzas militares de cualquier tipo. Había consenso, por el contrario, en que las vías
de actuación incluían el mundo iberoamericano muy prioritarimente, el entorno ára-
be del sur y una política mediterránea activa.
La política exterior española desde 1975 volvió a tener el inconveniente de que
los principales políticos no estaban especialmente interesados en ella, lo que había
sido muy común también en el pasado, en todo el siglo xix y la primera mitad del xx,
en que España tuvo un escaso papel que representar. Éste era el caso de Adolfo Suá-
rez, hombre con poca o ninguna experiencia exterior y cuyo sentimiento fluctuó en-
tre el occidentalismo o una mayor cercanía a países neutralistas y tercermundistas. El
primer ministro de Asuntos Exteriores después de 1975 fue José María de Areilza,
pero ejerció muy poco tiempo. Suárez encargó la política exterior a Marcelino Oreja,
un democristiano, que tenía más experiencia internacional y que era decidido occi-
dentalista. Pero en su tiempo la política exterior no fue tampoco una de las priorida-
des del gobierno; había cosas más urgentes. No obstante, en el verano de 1977 se pi-
dió formalmente a la CEE la apertura de negociaciones para la integración.
El siguiente ministro fue José Pedro Pérez-Llorca, desde septiembre de 1980, que
se mostró luego en el gobierno presidido por Leopoldo Calvo Sotelo más interesa-
do que Suárez en política exterior y con mayor experiencia. Se atravesaba, sin em-
bargo, una época políticamente agitada donde el consenso entre los partidos había
ya desaparecido y donde la preocupación máxima fue el problema de la integración
o no de España en la OTAN. La integración de España en la OTAN producía una
profunda división de la opinión. Mientras tanto, las negociaciones con la CEE atra-
vesaban una época difícil, dada la actitud del presidente francés Valery Giscard d'Es-
taing y de los agricultores franceses, que querían aplazar a toda costa la integración
española.
Sólo con la llegada al poder de los socialistas en 1982 pudo ya España disponer
de un gobierno fuerte que retomó los temas internacionales en un sentido plena-
mente integracionista en Occidente que llevó a un espectacular cambio de posicio-
nes socialistas en relación con las expuestas cuando estaban en la oposición. No
obstante, había también una realidad nueva: Felipe González era un político inte-
resado en política internacional, que fue abriendo sus relaciones en Europa y afian-
zando su prestigio, que le gustaba llevar personalmente los asuntos por lo cual no
se entendió bien nunca con su primer ministro de Asuntos Exteriores, Fernando
Morán.
En todo momento, González tuvo claro que no había otra dirección alternativa
a la posición occidentalista, pensando que ello, además, era una forma poderosa de
estabilizar la democracia interior. Hizo, por tanto, una política exterior de refuerzo de
las relaciones con los Estados Unidos, cuya alianza militar fue reformada, mientras se
mostraba sistemáticamente crítico con las dictaduras latinoamericanas y también mu-
cho con Fidel Castro. Fue durante el gobierno socialista, en efecto, cuando España re-
definió plenamente su posición internacional, entrando en el concierto europeo y oc-

329
cidental y adquiriendo la posición que se ha mantenido desde entonces.

28.2. LA INTEGRACIÓN EN LA CEE


El mayor éxito de la política socialista en toda la década de los 80, y uno de los
hitos, sin duda, de la historia española reciente, es la integración plena del país en la
Comunidad Económica Europea. En el programa socialista, este objetivo era funda-
mental. Pero la historia de las pretensiones españolas arranca de mucho más atrás,
desde que en 1960, en pleno régimen de Franco, se designa un embajador ante la
CEE, tres años después de que ésta se constituyera. En 1962 se pidió ya la apertura
de negociaciones para la adhesión, lo que era más bien un gesto propagandístico,
puesto que un régimen como el español de Franco, no democrático, no podía aspi-
rar a integrarse en la Comunidad. El régimen de Franco, desde luego, nunca desco-
noció la importancia económica y política de la nueva realidad europea. El 29 de ju-
nio de 1970 se consiguió la firma de un Acuerdo Preferencial en el comercio entre Es-
paña y la CEE cuyos efectos beneficiosos no tardaron en notarse. El artífice de ese
acuerdo fue Alberto Ullastres, ministro de Comercio entonces.
La normalización del sistema liberal-democrático en España a partir de 1977 cam-
bió las cosas, en lo político, de una manera radical. Pero la influencia directa de la
nueva situación sobre los aspectos económicos implicados en la integración fue me-
nos automática de lo que en un principio llegó a pensarse por los dirigentes y los me-
dios económicos españoles. El 26 de julio de 1977, Adolfo Suárez pedía la apertura
de negociaciones para llegar a un tratado de adhesión en regla. Tales negociaciones
duraron prácticamente siete años, cuando se creyó en principio que para 1982 o 1983
se habría concluido el Tratado, y la entrada efectiva de España en la Comunidad se
demoró hasta enero de 1986. El gobierno de UCD creó un Ministerio de Relaciones
con las Comunidades Europeas, donde se concentraron todas las acciones derivadas
de las negociaciones, y el político que las desempeñó fue Leopoldo Calvo Sotelo.
Se intercambiaron, en primer lugar, informes y documentos entre el gobierno es-
pañol y las instituciones comunitarias referentes al estado económico español y a las
perspectivas que la CEE ofrecía. La Comisión Europea presentó un primer dictamen
el 20 de abril de 1978. Las que pudieron parecer en principio unas negociaciones que
sólo tendrían que superar aspectos técnicos, aunque esenciales y difíciles, se compli-
caron claramente con los aspectos políticos. Francia, sobre todo bajo la presidencia
de Giscard D'Estaing, fue el país comunitario que más resistencias opuso y el que ma-
yores dificultades económicas planteó con la exigencia y el objetivo de desmantelar
ciertas partes de la economía española que competían claramente con la suya, espe-
cialmente en los sectores agrario y pesquero.
El presidente Giscard d'Estaing empleó ya estos problemas como arma electoral
a su favor en 1980, frente a la opinión interna, en su importante discurso de junio de
ese año, con la declaración general de que la CEE necesitaba arreglar sus desajustes
económicos internos antes de admitir nuevos socios. El problema central era la Polí-
tica Agraria Comunitaria. En 1981, las negociaciones se aceleraron a la vista de los
problemas de estabilidad de la democracia española que descubrían los sucesos
del 23 de febrero. Pero en 1982, el nuevo presidente francés Mitterand volvió al argu-
mento de la dificultad de ampliación de la CEE hacia el sur, a la vista de los proble-
mas internos. Las cumbres comunitarias de Copenhague, Stuttgart y Dublín, entre 1982
y 1984, marcaron otros tantos momentos en estas dificultades negociadoras. A partir

330
xxxxxxx

Firma del Tratado de Adhesión de España y Portugal a la CEE

de la de Copenhague, con el PSOE ya en el gobierno español, las negociaciones to-


maron, sin duda, un rumbo nuevo y por parte española tuvo un destacado papel en
ellas Manuel Marín, nuevo secretario de Estado para las Comunidades Europeas.
La negociación con la CEE estuvo ligada e interferida por la perspectiva de la en-
trada de España en otros grandes organismos internacionales, fundamentalmente en
la OTAN. Los gobernantes españoles presentaron el problema bajo la imagen, no en-
teramente real, de que esta segunda adhesión era casi obligatoria para conseguir la pri-
mera. La primera versión de esta idea la expuso el ministro Marcelino Oreja durante
el gobierno de UCD. Se presentó la integración plena en la OTAN como paso obli-
gado para el ingreso en la CEE. Esto hizo que se acentuara el apoyo de la Alemania
gobernada por Helmuth Kohl. Desde 1984, las negociaciones se aceleraron.
Los intereses de otros países mediterráneos, como Grecia, interfirieron también
en la necesidad de que la agricultura y la ganadería españolas tuvieran que sufrir du-
ros ajustes. A principios de 1985 se habían celebrado ya 57 sesiones de negociación,
26 de ellas a nivel ministerial. Los asuntos fundamentales por negociar eran la agricul-
tura en su totalidad, la pesca, la movilidad de personas entre países, la legislación so-
cial y el estatuto de Canarias. Estaba además el asunto de la relación recíproca con la
entrada de Portugal. Se pensó que las negociaciones se alargarían aún mucho más.
Pero en marzo de 1985, la negociación entró en un proceso de trabajo sin pausa, en
el que el presidente del Consejo de Ministros de Europa bajo la presidencia de Italia,
Giulio Andreotti, tuvo un gran papel.
Las conversaciones llegaron a acuerdos finales en París y en Bruselas a fines del
mes de marzo de 1985, y el 12 de junio de 1985 se celebró la firma de los Tratados de

331
Adhesión de España y Portugal, que entraron en vigor el 1 de enero de 1986. El con-
xxxxxxx

tenido del tratado de adhesión refleja los términos difíciles de la negociación a través
de los cuales la adhesión española se hizo en condiciones de cesiones importantes en
el terreno económico y con desventajas que no dejaron ya de señalarse entonces. El
desarme de la agricultura era notable en ramas como la producción lechera o la oleí-
cola. Pero las ventajas, que se fueron evidenciando con el paso del tiempo, eran tam-
bién indiscutibles. Evidentemente, nuestro mercado exterior básico era la Europa co-
munitaria. Con independencia de los estrictos términos económicos, también políti-
camente España entraba en otra era de su historia en su relación con el resto del
mundo.
Después de enero de 1986, España ha seguido las vicisitudes de la propia CEE,
ostentado su presidencia semestral por vez primera en 1989, y figurando entre los Es-
tados más decididos a la profundización de la integración y a la adopción de una ver-
dadera unidad europea en lo político que incluyera la existencia de una política exte-
rior y una política de seguridad común. España figuraba como una potencia media
en la CEE, sin el rango de los países principales como Alemania, Francia o el Reino
Unido, pero por encima de otros más desarrollados, por su demografía, su decisión
europeísta y su acelerado proceso de crecimiento. En los años 90, después de la crea-
ción de la Unión Europea, estas perspectivas de éxito se han visto confirmadas.

28.3. UN CONSENSO MENOR, LA OTAN


El occidentalismo de la política española desde 1975 tendría su piedra de toque
en el atlantismo, es decir, en la decisión de alinearse inequívocamente con el bloque
militar occidental, presidido por los Estados Unidos, frente al otro gran bloque, el so-
viético. La opinión del país y de los grupos políticos estaba muy dividida y fue obje-
to de gran debate desde 1981 a 1986. Una parte importante de la opinión no desea-
ba integrase en alianzas militares, ni en uno ni en otro bloque, que comprometieran
a España y que obligaran presumiblemente a una opción en cuanto al armamento
nuclear. Había posiciones neutralistas y otras aislacionistas que tenían como ejemplo
el caso nórdico, de Suecia en concreto, o de otros grandes países fuera del continen-
te europeo. Esa opinión era mayoritaria en la izquierda y el PSOE participaba, en los
primeros tiempos de la transición, de ella.
Con el gobierno de Suárez y con Marcelino Oreja, la necesidad de pronunciarse
sobre la integración en la Alianza se dejó sentir, pero se consideró que era una opción
no urgente que debía ser madurada. La integración figuraba en el programa de UCD
desde 1979. Pero el paso decisivo no se dio hasta el gobierno de Calvo Sotelo comen-
zado en febrero de 1981. Entonces hubo algunas circunstancias especiales que influ-
yeron para que se tomara una decisión rápida en un gobierno que era políticamente
débil. La primera fue el estancamiento de las negociaciones con la CEE, que iba a re-
trasar grandemente el ingreso de España y que hacía preciso una iniciativa en otro
frente. El ministro Pérez Llorca señaló de nuevo la relación de este hecho con la en-
trada en la OTAN. Y era preciso disipar cierta impresión de neutralismo que había
dado Adolfo Suárez yendo a la cumbre de No-Alineados a La Habana y criticando a
las superpotencias.
Felipe González dijo en el Parlamento en 1981 que si el gobierno integraba a Es-
paña en la OTAN sin consenso popular, si llegaba al poder el PSOE, convocaría un

332
referéndum sobre el caso. Y éste es el origen de lo que se hizo efectivamente en 1986.
xxxxx

Con el asunto se mezclaba también el problema de la renegociación del Tratado Bi-


lateral en materia militar con los Estados Unidos por el cual tenían arrendadas bases
militares en el territorio español. En agosto de 1981, Calvo Sotelo pidió la autoriza-
ción del Parlamento para integrar a España en la OTAN. Después de un fuerte deba-
te, la autorización fue dada el 20 de octubre de 1981 por 186 votos contra 146. El 10
de diciembre de 1981 se firmaba en Bruselas el Protocolo de Adhesión de España a
la OTAN. El 43% de la opinión española era entonces contraria a esa decisión. El 30
de mayo de 1982 se ingresaba formalmente en la Alianza.
El PSOE había prometido un referéndum y lo reiteró en su campaña electoral
de 1982. Mantuvo su oposición durante un tiempo, pero las cosas empezaron a cam-
biar seriamente cuando llegó al poder y tomó contacto con la política internacional.
La opinión de Felipe González se fue tornando atlantista en su contacto con otros
políticos europeos y se pronunció a favor del despliegue de misiles en Europa. Por
fin, en octubre de 1984, el PSOE publicó un documento, «Decálogo de Paz y Segu-
ridad», donde proponía ya un diálogo con otros partidos sobre la cuestión. En el
XXX Congreso del PSOE, de diciembre de 1984, se autorizó al gobierno a que con-
vocara el referéndum siendo ya la opinión del partido la de permanecer en la OTAN,
aunque sin integrarse en su estructura militar. El cambio de opinión había sido notable.
La derecha empezó entonces a pronunciarse sobre la conveniencia de permane-
cer en la OTAN, como fue el caso de CiU. El CDS de Suárez carecía de opinión cla-
ra y la Coalición Popular de Fraga no quería dar su apoyo al gobierno socialista.
El 23 de febrero de 1986, las organizaciones partidarias del no organizarían una gran
manifestación que reunió a más de cien mil personas en Madrid. Fue después de ello
cuando Felipe González hace la declaración al país preguntando: «¿Y quién adminis-
tra un no?», dando a entender claramente que un resultado negativo en el referéndum
colocaría a España en una difícil situación internacional. Por tanto, el gobierno del
PSOE empezó a pedir claramente el voto al sí en un referéndum. El ministro Fernan-
do Morán fue sustituido por Francisco Fernández Ordóñez, mucho más favorable.
El referéndum se celebró en marzo de 1986, cuando ya era un hecho el ingreso
en la CEE. Los resultados dieron una mayoría al sí partidario de la permanencia más
holgada de lo que se esperaba, el 52,5% frente al 39,5%, siendo el resto de los votos
nulos y en blanco, una proporción alta de ellos para lo habitual. El PSOE se empleó
a fondo en Andalucía, donde le favorecía ampliamente el voto rural hasta conseguir
que en esa región —donde la oposición empleó el argumento de la peligrosidad de
las bases militares extranjeras— el sí triunfase por el 60% frente al 30%. La integración
se hacía sin entrar en la estructura militar.
En diciembre de 1988 se resolvió la renegociación del Tratado Bilateral con los
Estados Unidos, que ahora podía hacerse en otro contexto, después de que en 1982
se había limitado la cuestión a la prórroga del tratado existente. España impuso el
abandono de la base de Torrejón de Ardoz por Estados Unidos, la separación del con-
venio de todos aquellos acuerdos que no fueran militares, la redefinición del uso del
territorio y el espacio aéreo español en tiempos de paz y de guerra, estableciendo un
nuevo tratado defensivo. La primera prueba para esta forma de colaboración tendría
lugar con la guerra contra Irak o «guerra del Golfo» en 1991.

333
CAPÍTULO XXIX

El PSOE y el periodo social-liberal (1986-1993)

29.1. LA POLÍTICA SOCIAL-LIBERAL, SU SENTIDO


Entre las elecciones de junio de 1986 y las de 1993, una segunda etapa de gobier-
no del PSOE estuvo marcada fundamentalmente por la bonanza económica genera-
lizada en Europa, y de la que disfrutó España en sus primeros años de pertenencia a
la CEE, y por la práctica por los socialistas de una política general mucho más cerca-
na a los postulados liberales que a los propiamente socialdemócratas, además de que
las doctrinas sobre el Estado del Bienestar fueron cediendo terreno ante nuevas ma-
neras de entender el papel del Estado y la liberalización de la economía. Se empren-
dió una política de permanente derechización en términos sociales y de decaimiento
de las grandes reformas. La mejoría económica en la segunda mitad de los ochenta
permitió, con la complacencia del gobierno, el enriquecimiento rápido y a veces ilí-
cito de algunos empresarios, banqueros y especuladores, fenómeno que hizo común
para designarlo la expresión «pelotazo».
El periodo duró dos legislaturas completas, las de 1986 y 1989, y tiene coheren-
cia interna indudable desde el punto de vista de la política practicada, de los proce-
sos continuados que se dieron, y señala asimismo el camino hacia el agotamiento de
los programas del PSOE en el poder. El PSOE mantiene su mayoría absoluta en el
Parlamento, aunque cada vez más mermada. Precisamente, la política de mayorías ab-
solutas agudizó la «patrimonialización» del Estado por el partido en el poder. El cre-
cimiento económico mundial arrastró el de España perdiéndose de vista la necesidad
de reformas estructurales en el sistema productivo y financiero. La política monetaria
fue el principal instrumento de regulación del mercado y España solicitó antes de lo
previsto la entrada en el Sistema Monetario Europeo.
La nueva legislatura comenzó con las elecciones celebradas el 22 de junio de 1986.
Una nueva victoria del PSOE por mayoría absoluta que no fue ya, sin embargo, de
la contundencia de la de 1982. Su eslogan electoral fue en esta ocasión «para seguir
avanzando». Pierde el PSOE algo más de un millón de votos y obtiene 184 escaños.
El principal partido de la oposición, Coalición Popular, no aumentó sus votos, sino
que perdió también algunos, alcanzando 105 escaños. Se empezaba a creer que la de-
recha liderada por Manuel Fraga nunca podría superar estas cifras, «romper ese techo»
electoral. Un avance importante experimentó ahora el partido de Adolfo Suárez, el
CDS, que recogía los votos que ya no fueron a la desaparecida UCD; obtenía 1,8 mi-
llones de votos y 19 escaños. Era la tercera fuerza política, pero la enorme distancia

334
xxxxxxxx

de los dos principales partidos con respecto al tercero y siguientes hacía que se man-
tuviera en España un «bipartidismo imperfecto». El Partido Reformista Democrático,
la llamada «operación Roca» que pretendía convertirse en el gran centrismo español,
fracasó completamente y no obtuvo ningún escaño.
La izquierda clásica, es decir, el Partido Comunista de España, concurrió por vez
primera a las elecciones habiendo formado ya una coalición de partidos de izquierda
en la que entraron el PCE, Izquierda Republicana, ciertos grupos de los Verdes (los
ecologistas), y más tarde los socialistas disidentes de Alonso Puerta y Pablo Castella-
no con el PASOC y algunos otros. Esa coalición se llamaría Izquierda Unida y obtu-
vo un pequeño aumento de escaños al pasar de los 4 del PCE anteriores a los 7 de
IU. Los nacionalistas CiU y PNV tuvieron resultados contrarios a los de 1982: los pri-
meros aumentaron a 18, mientras los vascos, aquejados de divisiones internas, baja-
ron de 8 a 6. Otros pequeños grupos nacionalistas de distintas regiones no llegaban a
la decena de escaños. En el Senado, el predominio del PSOE era asimismo aplastan-
te, con 124 puestos, por 63 de Coalición Popular.
Congreso de los diputados

Llamar a este periodo de siete años, el más largo que puede identificarse en el go-
bierno del PSOE, «social-liberal» no es una arbitrariedad, sino que tiene fundamen-
tos indudables. El PSOE había llegado al poder con un impulso reformista cierto,
pero renunciando ya a hacer una verdadera política socialdemócrata.
En junio de 1985, Miguel Boyer saldría del gabinete por una cuestión de compe-
tencias. Su pretensión era controlar desde una vicepresidencia la totalidad de la polí-
tica económica del gobierno. Al no serle concedido ese poder decidió renunciar. El
promotor de la nueva política fue en lo fundamental Carlos Solchaga, ministro de
Hacienda, hombre procedente también de la derecha del partido, que pasó desde In-
335
xxxxxxxx

Senado

dustria a Economía y Hacienda, aunque coincidía con el sentir general del equipo de
gobierno y con su presidente González. Por lo demás, este tipo de política no se in-
troducía ahora en frío; sus precedentes estaban ya en el periodo anterior y su inspira-
dor fue el propio Miguel Boyer.
Los socialistas llegaron al poder en 1982 bajo la impresión del fracaso de las rece-
tas económicas de los socialistas franceses: métodos keynesianos, socialización y esta-
talización de grandes empresas, grandes inversiones públicas y fomento del consumo
para activar la economía y aumentar el empleo. En contra de ello, la política de Bo-
yer y Solchaga fue esencialmente monetarista, restrictiva, pendiente de controlar la
inflación, considerándola más como producto de la circulación monetaria que de
fallos estructurales del mercado, manteniendo los tipos de interés altos. Cuando lle-
garon al poder la inflación era del 14%, el desempleo del 17% y el déficit público
del 5,5% del PIB. Al ajuste económico siguió una política de procurar beneficios a
las empresas, con el argumento de que era preciso crear primero la riqueza para re-
partirla después. Esa política en dos tiempos no se practicó nunca de hecho, pero
es cierto que a partir de la huelga de 1988 la política del PSOE hubo de rectificar-
se en parte.
La nueva época coincidió, sin embargo, afortunadamente, con un crecimiento
económico generalizado en el mundo y con los primeros beneficios, aunque también
las dificultades, de la adaptación española a la CEE. Un crecimiento que sólo empe-
zó a cambiar de signo a partir de 1992. Llegada la hora de que, según el discurso so-
cialista desde el poder, se procediera a un mejor reparto de la renta, el partido practi-
có una política más cercana al fomento de una economía de libre mercado sin trabas,
de desregulación, de desmantelamiento del sector público y de integración cada vez
336
mayor en los circuitos internacionales a través de la CEE. Estas orientaciones tuvie-
xxxxxxxxxxx

ron un momento de inflexión después de la huelga general del 14 de diciembre de


1988, que si bien no tuvo efectos políticos, sí procuró a medio plazo una cierta reo-
rientación en la política social del PSOE.
La política cercana a la neoliberal llevó también a la aparición de corrientes con-
trarias a ella en el mismo seno del partido. A mediados del periodo comienzan las di-
sidencias en las que los sucesos de 1988 fueron un hito fundamental. Contra lo que
en alguna ocasión se manifestó, el ala socialista liderada después en los años 90 por
Alfonso Guerra, el «guerrismo», nunca representó dentro del PSOE una propuesta al-
ternativa clara a la política de signo neoliberal que caracterizó entonces al gobierno,
mientras había posiciones de expertos económicos como, entre otros, José Borrell, se-
cretario de Estado de Hacienda y luego ministro de Obras Públicas, que sí predicaban
una política práctica de menor favor a los grandes poderes económicos.
Es cierto, no obstante, que esta política se complementó o se contrapesó, tam-
bién después de 1988, con una aceleración de políticas de protección social que afec-
tarían a sectores o colectivos, como parados o pensionistas, lo que indicaba que el
PSOE no renunció nunca programáticamente al Estado del Bienestar, si bien el man-
tenimiento de éste se hacía a costa de continuas concesiones al gran capital y a costa
del endeudamiento progresivo y peligroso del Estado. En el comienzo de los años 90
esta doctrina social-liberal pilotada por Carlos Solchaga estaba en su apogeo. Pronto
vendrían los desvelamientos de escándalos económicos con fuertes implicaciones po-
líticas. El PSOE profundizaría entonces en una política de mayor liberalización de
los sectores económicos y de liquidación del sector público, procurando empequeñe-
cer el papel del Estado en la economía.

29.2. UNA NUEVA ETAPA POLÍTICA. CRISIS Y ADAPTACIÓN DE LOS PARTIDOS


Por muchos conceptos, 1986 fue un año de triunfos políticos para el PSOE. Feli-
pe González reestructuró desde entonces escasamente su gobierno hasta 1993. Lo
hizo en julio de 1988, diciembre de 1989, después de unas elecciones, y en marzo
de 1991. El gobierno de Felipe González sólo había experimentado los retoques de
los ministros Boyer y Morán, sustituidos por Solchaga y Fernández Ordóñez. El for-
mado en julio de 1986 tras las elecciones generales no tuvo tampoco sino leves varia-
ciones y ninguna en puestos clave. Sólo se creó un ministerio nuevo, el de Relacio-
nes con las Cortes, desempeñado por Virgilio Zapatero. En julio de 1988 hubo de
nuevo algunas modificaciones. Dejó el gobierno el ministro de Educación, José Ma-
ría Maravall, y pasó a desempeñarlo Javier Solana. En el Ministerio del Interior un
hombre nuevo, José Luis Corcuera, sustituyó a José Barrionuevo. En Cultura entró
también un conocido en la vida cultural y política pero no militante socialista, Jorge
Semprún, y se creó el ministerio de Asuntos Sociales, que se entregó a una sindicalis-
ta, Matilde Fernández. En 1991 pasó a ser vicepresidente del Gobierno Narcís Serra,
después de la «crisis Guerra», y salió Semprún del gobierno.
Las segundas elecciones del periodo fueron las de 1989 y tuvieron importantes
consecuencias políticas. Si bien mostraron la continuidad de las tendencias que se ha-
bían manifestado ya en las de 1986, había cambiado la relación del PSOE con el sin-
dicato UGT, que no pediría ya el voto para los socialistas —el partido declaró tam-
bién no obligatoria la afiliación de sus militantes a la UGT—, y su programa electo-

337
ral tenía ahora un eslogan aún más desideologizado que decía «España en progreso».
xxxxxxx

Del programa se habían eliminado los extremos referentes a objetivos sindicales de la


política social. Había sido redactado, justamente, por un «guerrista», supuestamente
situado a la izquierda, Francisco Fernández Marugán.
El PSOE seguía siendo indiscutiblemente el partido más votado en España
pero tendía sistemáticamente a perder votos, si bien ese fenómeno era normal
como ocurre siempre con todo grupo en el poder. El resultado en esta ocasión fue
de una nueva mayoría absoluta, pero con reducción de los escaños a 175. La mitad
del número total, pero que permitía mayoría absoluta por la ausencia parlamenta-
ria del grupo vasco de Herri Batasuna. El nuevo Partido Popular obtiene 107, dos
más que en las elecciones de 1986, lo que significaba que la candidatura de José
María Aznar, nuevo presidente del partido, podía superar ligeramente «el techo» de
Manuel Fraga. La izquierda volvía a remontar de nuevo al obtener Izquierda Uni-
da hasta 17 escaños, si bien se esperaba mucho más. El CDS de Suárez se estanca-
ba y descendía a 14.
El nacionalismo mostraba que CiU seguía siendo fuerte, con 18 escaños, mien-
tras que en el nacionalismo moderado vasco los escaños se repartían, 5 para el PNV
y 2 para Eusko Alkartasuna. Los demás grupos nacionalistas (Partido Andalucista,
Unión Valenciana, Euskadiko Esquerra, Partido Aragonés Regionalista y Agrupacio-
nes Independientes Canarias) obtenían resultados que no sobrepasaban los dos esca-
ños, salvo Herri Batasuna que obtenía 4. Todo esto significaba que el PSOE seguía re-
teniendo el 39,8% de los votos, catorce puntos por encima del PP. 8 millones de vo-
tos para el primero y 5 para el segundo. El bipartidismo imperfecto continuaba. Pero
el PP ganaba significativamente en Madrid y en Castilla y León.

Congreso de los diputados

338
Senado

En la vida política de las Autonomías no hubo tampoco cambios espectaculares.


Las segundas elecciones autonómicas globales se celebraron en 1987, aunque las Au-

339
tonomías de mayores techos competenciales las habían tenido antes. Tras casi diez
años, pues, de Estado Autonómico, ya podían verse algunos primeros resultados y
tendencias y algunos problemas también. La hegemonía política en las Comunidades
Autónomas seguía siendo variada. En algunas había una clara y única predominancia
desde el principio. Andalucía, Extramadura o Castilla-La Mancha eran bastiones so-
cialistas. Galicia y Cantabria lo eran de la derecha. En el País Vasco y Cataluña la he-
gemonía era nacionalista. En otras, Valencia, Castilla y León, Madrid, Aragón o Na-
varra, habría alternancia y el PSOE iría cediendo presidencias autonómicas ante el
avance del PP (Castilla y León; más tarde, Valencia, Murcia y Aragón).
Al llegar 1992 era claro que el Estado Autonómico había servido en general para
mejorar la administración de los servicios, para disminuir tensiones políticas en Espa-
ña producidas por el excesivo centralismo del antiguo Estado, exacerbado por el régi-
men franquista, y había permitido un mejor ajuste del poder regional. Pero resultaba
ya dudoso que las Autonomías favorecieran la cohesión política y la redistribución
interregional de la riqueza. Los nacionalismos periféricos no habían hecho sino cre-
cer y, con ellos, el sentido de la insolidaridad. En el País Vasco, el voto nacionalista
había pasado del 34,5% de los votantes en 1977 al 67,2% en 1991, y en Cataluña, del
20% de los votos para los diversos partidos nacionalistas en 1977 al 54,4% en 1991.
comienzo de los años 90 llegó a su cenit, pues, la influencia de los nacionalismos
históricos, mientras en Galicia aumentaba continuamente y se reagrupaba el voto na-
cionalista sin tener aún mayoría. El sentimiento independentista en el País Vasco reu-
nía el 32% de la opinión y algo más del 15% en Cataluña. Estas altas cotas de influen-
cia nacionalista parecieron haberse estabilizado en los años 90 en esas altas cifras,
xxxxxxxxx
pero los nacionalistas han empezado a proponer nuevas formas de estructurar el Es-
tado, que no van precisamente en el sentido de la integración.
En el conjunto del Estado, otro problema importante era el de la financiación de
los gastos autonómicos. La política autonómica era, sobre todo, cara, por el aumen-
to del gasto de sostenimiento de las instituciones, pero el problema más grave era el
de las vías de financiación. Prácticamente todas las Autonomías tenían un importan-
te déficit, procedían a endeudarse y la parte fundamental de sus ingresos eran las ce-
siones del Estado. El problema de la deuda era más grave aún si cabe en los munici-
pios, por lo que éstos pidieron repetidamente, apoyados en la federación que habían
constituido, unos nuevos sistemas de financiación. La creación de las regiones autó-
nomas no significó pareja autonomía ni mejora para los entes locales.
Si entre 1982 y 1986 hubo forzosas reacomodaciones de partidos a una nueva si-
tuación política, siendo más visible el proceso en la izquierda, el periodo 1986-1992
fue tan activo o más en los cambios y renovaciones de los partidos políticos. Desapa-
recida la UCD, tanto a la derecha como a la izquierda del espectro se producirían
conmociones, pero las más profundas afectaron ahora sobre todo a la derecha. Por su
parte, empezaban a operarse movimientos también en el interior del PSOE, acusan-
do una crisis en el partido.
La reestructuración de la derecha era el producto de dos órdenes de factores, que,
en realidad, convergían en uno: la necesidad de separarse del pasado franquista, lo
que redundaría en una superación de los resultados electorales, lo cual no era posible
tampoco sin un cambio de personas. A las elecciones de 1986 el principal grupo de
la derecha española había acudido ya con el nombre de Coalición Popular. Se trata-
ba de un grupo compuesto por las formaciones Alianza Popular, Partido Demócrata
Popular y Unión Liberal. En 1986 hay también, por tanto, un punto de ruptura en el
intento de reformular el conservadurismo. Pero la nueva derrota electoral ante el
340
PSOE y el estancamiento en el número de votantes arrastró con ella incluso la exis-
tencia de la propia Coalición, en cuyo seno se desencadenó una crisis que acabó con
la salida de los partidos más pequeños y la discusión del liderazgo en Alianza Popu-
lar. Manuel Fraga presentó su dimisión como presidente de este partido en diciembre
de 1986.
Todo el síndrome de la incapacidad crónica de la derecha para crear organizacio-
nes estables volvió a presentarse con crudeza. En el Congreso extraordinario de la
agrupación en 1987 se alzó con el liderazgo un joven político, Antonio Hernández
Mancha, que no tardó en mostrar su inadecuación e inmadurez para la tarea nada fá-
cil de vertebrar esa derecha, mientras que aparecía como gran derrotado Miguel He-
rrero y Rodríguez de Miñón. Fraga acabaría volviendo a la presidencia del partido.
Las cosas sólo empezaron a cambiar cuando se presentó como recambio un joven po-
lítico que se había hecho con la presidencia de Castilla y León, José María Aznar,
donde había triunfado la Coalición después del complicado proceso que se desenca-
denó con la dimisión del presidente Demetrio Madrid, del PSOE, acusado de irregu-
laridades económicas de las que luego fue absuelto.
Pocos meses antes de las elecciones de 1989, Fraga cedió a las presiones del ala jo-
ven de partido que se inclinaban por el liderazgo de Aznar, quien fue elevado a la pre-
sidencia, y la agrupación pasó a llamarse Partido Popular, como reminiscencia de los
popolari italianos de principios de siglo. Se pretendió refundar un partido de senti-
miento católico pero no confesional, que fuese de derecha con vocación centrista y
con un cambio generacional amplio en su cúspide de dirigentes. La derecha clásica,
xxxxxxx
insistiendo en su «viaje al centro», superaría el techo electoral de Fraga, renovando en
su mayor parte el conjunto de dirigentes que colaboró con Fraga —con el abandono
del partido, incluso, de algunos de ellos.
Pero de mayor significación, incluso, fue el proceso operado en el principal parti-
do de la izquierda del espectro, el PSOE en el poder, en el que aparece una cierta cri-
sis, o síntomas de un principio de ella, que marcaría un futuro cambio de la situación.
Seguramente, el punto de partida estaba en los problemas de 1988 que mostraron el
impacto en las filas socialistas de un cambio profundo como el experimentado en la
identidad ideológica. Los personalismos, que abren un cierto duelo felipismo/guerrismo,
el desgaste del poder y las irregularidades que se descubren en forma de corrupción,
que el partido no acierta a atajar, potenciaron esa crisis. La división en su seno se in-
sinúa desde la dicotomía, artificial en buena parte en el terreno ideológico, entre el fe-
lipismo y el guerrismo.
Felipismo sería un término periodístico que acabó designando sobre todo no una
ideología, sino un cierto talante de hacer política y un personalismo absorbente en la
figura de Felipe González. Va naciendo el felipismo, término rechazado por el partido,
mientras el de guerrismo es más aceptado, a la vista del desgaste y del estilo de gober-
nar de González. La propia estructura del PSOE con un comité federal en el que
pronto van destacándose los barones, los secretarios del partido en las regiones o Au-
tonomías que coincidían muchas veces con el cargo de presidente de tales Autono-
mías, facilitaba esa concentración de poder en el secretario, elegido por muy pocas
personas. El felipismo consistía en una forma de dirigir la política y el gobierno por
parte de González que no coincidía con el propio programa del partido, de un ex-
traordinario pragmatismo y al borde de la completa desideologización, que fue lo
que sorprendió ya años antes a viejos militantes del partido: Luis Gómez Llorente,
Nicolás Redondo, Ignacio Sotelo.
Esa tendencia a la política personalista, pragmática, desideologizada, que emplea
341
el partido como instrumento y se basa en buena parte en el carisma personal de un
dirigente y no en la solidez y consecuencia de sus acciones, caracteriza claramente al
felipismo. Tal vez, los mejores propangandistas y «teóricos» de esa forma de entender
la política se ubicaban fuera del partido, en los medios de comunicación influyentes
y en algunos periodistas que crearon el término.
El XXXI y el XXXII Congresos del PSOE, que se celebraron en 1988 y 1990, se-
ñalan ya la presencia de diferencias, pero el dúo González/Guerra es aún efectivo.
Del XXXII Congreso, en noviembre de 1990, Guerra y el guerrismo salen muy forta-
lecidos, como principales elementos del «aparato» y dueños de sus listas electorales.
Sólo en 1991 se consuma la «crisis Guerra» y desde 1992 el inmenso peso político de
González actúa como contención de cualquier disidencia. Salvo eso, la tendencia del
partido hacia posiciones cada vez más tecnocráticas y pragmáticas es clara, y aún más,
ahora que se había desencadenado la disidencia entre partido y sindicato. El 1 de fe-
brero de 1990 el vicepresidente del Gobierno y vicesecretario del partido hubo de ha-
cer una declaración en el Parlamento explicando lo ocurrido en los locales del gobier-
no en Sevilla utilizados por su hermano Juan Guerra para muñir negocios. La brecha
abierta entre los gobernantes fue profunda, aunque entonces no lo pareciese. Aproxi-
madamente un año después, el 12 de febrero de 1991, en el Congreso del PSOE en
Extremadura, Guerra anunció que dejaba la vicepresidencia.
La evolución del panorama internacional y de la CEE hacia cotas de mayor inte-
gración tienen influencia sobre la marcha de los partidos en España y, en particular,
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del PSOE. La política se vuelca hacia los retos internacionales, ante los que, eviden-
teniente, Felipe González se mueve con gran soltura en el terreno político, aunque
no le acompañaba la política económica. El debate político se centraba cada vez más
a comienzos de los años 90 en las perspectivas de la gobernación de España en esta
década y ante nuevos retos europeos. La oposición que practica el Partido Popular
presidido por Aznar se hace cada vez más enérgica, utilizando todo tipo de estrate-
gias de desgaste.
En la izquierda, la coalición Izquierda Unida se debatía en un problema casi sem-
piterno. O el mantenimiento de los postulados más clásicos, y menos realistas, de la
política de clase inspirados en el marxismo ortodoxo o la apertura hacia nuevas for-
mas de izquierdismo como la que ejemplificaba en Italia la evolución del PCI hacia
el Partido Democrático de la Izquierda. El PCE, dirigido ahora por un nuevo secre-
tario, Julio Anguita, el único alcalde comunista en una capital española, Córdoba,
que llega a la secretaría del partido en febrero de 1988, no ensayaba apertura doctri-
nal alguna y su discurso insistía sobre todo en la limpieza del juego político y la fide-
lidad a los programas —el célebre «programa, programa, programa», de Anguita. El
peso del PCE en la coalición IU era determinante, y aunque se incorporan ahora gru-
pos como el PASOC, pronto vendrían nuevas escisiones dentro del partido.

29.3. EL TERRORISMO, SU EVOLUCIÓN Y CONSECUENCIAS POLÍTICAS


Como fenómeno político, con independencia de sus también enormes repercu-
siones sociales y culturales, el terrorismo fue una forma de comportamiento que estu-
vo presente en todo el periodo de la España constitucional hasta el final de los años 90
y que condicionó la política española en grado bien visible. Se trata de una situación
que desborda las etapas que hemos fijado aquí, pues afecta a todas ellas. No obstan-

342
te, pueden señalarse también momentos distintos en la propia actividad terrorista, y
su ideología, en la actitud del Estado y en la virulencia de los daños. Sólo a fines
de 1998 se produjo un cese real, aunque de duración indeterminada, de los actos te-
rroristas de la principal banda, ETA.
La política de seguridad del Estado en los años que van de 1975 en adelante, y es-
pecialmente en el periodo que arranca de 1982, estuvo siempre presidida por la nece-
sidad de la lucha antiterrorista más que por ninguna otra consideración. En esa lucha,
las fuerzas de seguridad progresaron y mejoraron sus medios y eficacia, pero el pro-
blema para los ministros socialistas fue la reorganización de unas fuerzas de segundad
con otros métodos y talante distintos de los franquistas. El terrorismo, como mani-
festación exclusiva y anacrónica de la violencia política, ha acompañado la historia
española en los años del nuevo régimen democrático, pero no fue fenómeno nacía
ahora. Con independencia de la historia anterior del terrorismo en la España contem-
poránea que no nos afecta aquí, el fenómeno actual tiene sus raíces en la época
Franco, en relación con el nacimiento de actividades terroristas en el entorno del na
cionalismo vasco (ETA) y otros nacionalismos (Terra Lliure, Exercito Guerrilleiro Do
Povo Galego Ceibe) y algunas otras derivadas de la presencia de una nueva izquierda
radical (GRAPO, FRAP). Indudablemente, la importancia de ETA desborda la de
cualquier otra organización.
Durante el régimen de Franco, ETA asesinó a 54 personas, en la época de UCD
a 337, y en la socialista a 377. El total de muertes provocadas por los terroristas de ETA
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desde la fundación de la organización hasta 1996 fue de 768 en más de 2.600 atenta-
dos, de los que se dedujeron además muchos heridos y daños. Se añadirían 109 se-
cuestros. Las fuerzas de seguridad produjeron en la lucha contra el terrorismo 151
muertos y efectuaron 1.457 detenciones. El balance es, por tanto, trágico.
ETA en el País Vasco y algunas otras pequeñas organizaciones en Cataluña y Ga-
licia practicaron el terrorismo desde posiciones nacionalistas, en modo alguno de iz-
quierda como pretendía su propio discurso, sino mucho más relacionables con la
ideología fascista o nacionalsocialista. Sin embargo, existió también un terrorismo de
extrema derecha formal, que produjo asesinatos como el de los abogados laboralistas
de la calle Atocha, de Madrid, o el de los dirigentes de Herri Batasuna en el Hotel Al-
calá, menos organizado en bandas identificables, y que tenía relación con la ideolo-
gía franquista y sospechas de connivencia con fuerzas del propio Estado.
El terrorismo, al menos el nacionalista, no era sin más lucha contra la dictadura
de Franco, como demuestra el mero repaso a la extensión de sus acciones en el tiem-
po. Las acciones terroristas de ETA se recrudecieron con la llegada del régimen cons-
titucional, aprovechando las ventajas transitorias de la dificultad de adaptación de la
lucha antiterrorista a los principios del Estado de Derecho. Otros pequeños grupos de
la extrema izquierda sí utilizaron el terrorismo como arma de lucha revolucionaria,
política y social, en función de las características de la nueva izquierda surgida en los
años 60. Pero la acción de estos grupos tuvo mucha menos importancia.
Las estrategias de una organización como ETA han sido cambiantes a lo largo de
sus prácticamente treinta años de existencia. Ha pasado desde la práctica de lucha
contra la dictadura mediante la estrategia acción/reacción/acción hasta la de intentar
doblegar al Estado a una negociación política. Este objetivo de negociar políticamen-
te con el Estado, y con un supuesto «poder militar, a pesar de la existencia de nego-
ciaciones, como las sostenidas en Argel en 1989, sin éxito, nunca fue conseguido por
la banda y sus apoyos políticos, con un programa de reivindicaciones nacionalistas fi-
jado por la Alternativa KAS y con un brazo político visible que fue la coalición Herri
343
Batasuna. En el País Vasco, las estrategias de los grupos políticos frente al terrorismo
han cambiado también a lo largo de este tiempo. No todos los partidos han denun-
ciado con igual énfasis y sin ambigüedades la violencia política, en especial los nacio-
nalistas, pero del intento de coordinación frente a ella nació el acuerdo llamado Mesa
de Ajuria Enea, en la capital vasca, Vitoria, de resultados nada convincentes.
En los años 80, la actividad asesina etarra se dirigió hacia militares, miembros de
las fuerzas de seguridad o políticos (generales Lago y Quintana Lacaci, entre otros
muchos, el senador Enrique Casas, la fiscal Carmen Tagle o el militar golpista Sáenz
de Ynestrillas). Hubo un momento en que el método del asesinato de personas indi-
viduales por pistoleros fue sustituido, por decisión del grupo dirigente conocido
como «Artapalo», por el del coche bomba con estragos multitudinarios (casa cuartel
de la Guardia Civil en Sabadell, Hipercor de Barcelona o los reiterados cometidos en
Madrid contra vehículos militares o de la Guardia Civil). Por el contrario, caían ase-
sinados también por autores de identidad no aclarada algún etarra destacado, como
Beñarán Ordeñana, Argala, o el dirigente de HB Santiago Brouard, mientras Moreno
Bergareche, Pertur, lo era muy probablemente a manos de la propia banda, como
también Dolores G. Cataraín, Yoyes, por intentar acogerse a las medidas de reinser-
ción.
En el objetivo antiterrorista del Estado la colaboración de Francia fue esencial,
Pues los terroristas tenían realmente sus bases en territorio francés. Esta colaboración
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no fue, en principio, fácil y sólo empezó a ser operativa a mediados de la década de


los 80, con los gobiernos socialistas en Francia y España. Tales dificultades de colabo-
ración explican la aparición de organizaciones más o menos formales clandestinas de
lucha contra el terrorismo, de las que se sospechaba una relación muy cercana con el
aparato policial del Estado y con la extrema derecha. Organizaciones que empezaron
siendo el «Batallón Vasco-Español» y ATE (Antiterrorismo ETA) hasta llegar a la más
importante de todas, ya en la época socialista, los GAL (Grupos Antiterroristas de Li-
beración). A este último se le atribuyen 29 asesinatos y algunos secuestros entre 1983
y 1987. La colaboración francesa cambió los métodos, y con ella pudo lograrse la ex-
tradición de bastantes criminales y éxitos operativos importantes, como los de apre-
hensión documental en Sokoa, o la detención del grupo dirigente terrorista en Bidart.
Los grupos de terrorismo antiETA dieron lugar a cuestiones de mucha importan-
cia y repercusión política por la sospechada intervención en ellos desde el propio apa-
rato del Estado, el Ministerio del Interior, según ha sido demostrado judicialmente en
el caso de los GAL, con participación no sólo de funcionarios, como el caso arquetí-
pico de los policías José Amedo y Miguel Domínguez, sino de políticos como José
Barrionuevo, ministro del Interior, Rafael Vera, subsecretario, y otros como Julián
Sancristóbal y dirigentes del PSOE como Eduardo García Damborenea. El caso del
secuestro por error de un ciudadano vasco, Segundo Marey en 1983, que instruyó el
juez Baltasar Garzón, fue desencadenante de todo el proceso judicial donde se impli-
caba la política de seguridad antiterrorista seguida por el PSOE y que llevó a la con-
dena de varias personas, desde un ministro a funcionarios de policía.
Con la cuestión de la lucha contra el terrorismo a través de medios ilegales apli-
cada desde el propio Estado, se relacionó el uso indebido de los fondos reservados
que un Ministerio como Interior recibía cada año para aplicar a operaciones necesa-
riamente secretas u opacas. El hecho de que los fondos reservados, siendo ministros
Barrionuevo y Corcuera, fueran destinados, bien a financiar operaciones ilegales,

344
bien a ser repartidos de forma ilegal también entre altos cargos u otras personas como
remuneración especial, formó parte de la amplia nómina de la corrupción destapada
desde finales de los 80.

29.4. TRANSFORMACIÓN SOCIAL Y DETERIORO DEL CONSENSO. LA HUELGA DEL 14-D


En 1986 comenzó una nueva fase de crecimiento económico. Afluían los capita-
les extranjeros, las empresas aumentaban sus beneficios, el mercado financiero y la
Bolsa se adentraron en momentos de euforia, advino un auge inmobiliario, con subi-
das de los precios sin precedentes. Entre 1989 y 1991, la banca hizo negocios excep-
cionales. Toda la segunda parte de la década de los 80 fue de auge. El gobierno siguió
a partir de 1986 una política de apoyo al crecimiento mediante liberalizaciones y li-
quidación de activos del Estado, reduciendo el sector público en 40 empresas del INI
—algunas de gran volumen, Gesa, Endesa, Repsol, entre otras— que fueron privati-
zadas. El INI había perdido 500.000 millones de pesetas entre 1983 y 1987. SEAT fue
también vendida, pero a costa de un saneamiento previo que costó 350.000 millones
de pesetas, aunque salvando 35.000 empleos.
La marcha de las empresas y el auge económico promovió una política de con-
centración capitalista, a cuya cabeza se encontraba la banca con una oleada de fusio-
nes —Banco de Bilbao y Banco de Vizcaya se fusionan en el BBV, Central e Hispa-
xxxxxxxx

noamericano, en 1991, formando el Central Hispano, el Banco de Santander acaba-


ría después comprando el intervenido Banesto ya en los noventa— y también las Ca-
jas de Ahorros. Bastantes empresas españolas de sectores clave serían compradas por
multinacionales de la alimentación, comunicaciones, finanzas, etc. Las grandes fusio-
nes dieron lugar a grandes plusvalías también cuyo pago el Estado condonó en gran
parte, como ocurrió en la banca. La época de los grandes negocios llegó a España. Sin
embargo, el crecimiento no sirvió para profundizar en los cambios estructurales.
La Hacienda del Estado vivía igualmente un periodo de abundancia relativa. La
recaudación fiscal del Estado aumentó enormemente, aunque sus gastos lo habían
hecho igualmente de manera imparable. El déficit se consiguió rebajar hasta un 3,5%
del PIB, el más bajo habido hasta entonces desde 1975. La inflación se situó un poco
por encima del 3% y el crecimiento económico español de esos años fue bastante su-
perior al de la media europea, situándose en el 5,6% en 1987, 5,2% en 1988 y 4,7%
en 1989.
En estas condiciones, pues, parecía haber llegado ya el momento del «reparto de
la tarta» de la nueva riqueza generada y una de las primeras pruebas para ello sería la
política salarial. Ahora bien, el gobierno socialista insistió reiteradamente ante empre-
sarios y sindicatos en que había que practicar la «moderación salarial». No hubo otra
doctrina frente a los grandes negocios empresariales, algunos de ellos simples y muy
productivos «pelotazos». En 1987, Solchaga proponía una subida de salarios no ma-
yor del 5%. Los sindicatos lo rechazaron. La conflictividad se desató de manera ex-
pansiva a la hora de firmar los convenios colectivos. Las perspectivas de ampliar el Es-
tado del Bienestar parecían favorables y en esa tesitura Felipe González propuso una
concertación de empresarios, sindicatos y gobierno para 1988 que fue imposible
como se mostró al discutir los presupuestos del Estado. Fue así como se llegó a la
huelga general de diciembre de ese año.
En cuanto al mundo obrero, el poder salarial había subido entre 1983 y 1991 dos
345
puntos, bastante menos que los beneficios empresariales y menos que en la Comuni-
dad Europea. La remuneración de asalariados suponía en 1982 el 52% del PIB y
en 1991 había bajado al 49%. La cifras respectivas del excedente bruto de capital
eran, por el contrario, del 48% y el 50%, respectivamente. El beneficio económico de
la década estaba claro a favor de esta última magnitud y no en la remuneración del
trabajo. Las diferencias sociales se habían acrecentado aunque el nivel de vida general
hubiese subido. Fue entonces cuando UGT negó enfáticamente, por boca de su secre-
tario general, Nicolás Redondo, que aquello pudiese ser llamado política socialista.
La ruptura de los sindicatos con el gobierno socialista se venía gestando desde la
Ley de Pensiones de 1985 que limitó el aumento de éstas y estrechó las condiciones
para poder percibirlas, con gran oposición sindical. La tradicional hermandad y uni-
dad de objetivos ideológicos, políticos y sociales, entre el PSOE y la UGT, que era
una situación básica desde el origen histórico de ambas organizaciones, empezó a res-
quebrajarse. El sindicato socialista no podía secundar ya la política del PSOE, que ha-
bía dejado hacía tiempo de ser un partido obrero y obrerista. Nicolás Redondo, secre-
tario general de la UGT, abandonó entonces su escaño de diputado. Mientras, José
Luis Corcuera, segundo de Redondo y futuro ministro de Interior, abandonaba la
UGT para integrarse en el gobierno, como pasaría después también con Manuel Chá-
vez. Al final de la década de los 80 ocurría un fenómeno de indudable alcance histó-
rico en la sociedad española: la ruptura de un cierto consenso social interclasista que
parecía simbolizar y representar la identidad PSOE/UGT, con raíces históricas fuer-
xxxxxxx

tes, a causa del viraje del socialismo hacía el apoyo a los intereses del empresariado.
Obviamente, la discrepancia del otro gran sindicato, Comisiones Obreras, era aún
más temprana y contundente. Las consecuencias fueron duraderas.
En 1988, el presidente del gobierno intentó maniobras de acercamiento a los sin-
dicatos, muy encrespados por la cuestión salarial, las pensiones, la cobertura del de-
sempleo, la política social en general y el Plan de Empleo Juvenil aprobado por el go-
bierno. El acuerdo fue imposible, al tiempo que se producía también una situación
inédita preñada de consecuencias futuras: la concertación de acciones entre las gran-
des centrales sindicales. Concertadas, pues, las centrales convocaron una huelga gene-
ral para el 14 de diciembre. La huelga fue un rotundo éxito, y su seguimiento, casi ab-
soluto. Los huelguistas consiguieron paralizar la vida pública, controlar los medios de
comunicaciones del Estado, como la radio y la televisión, el cierre de los comercios
e industrias y la paralización de la enseñanza. Las calles de las ciudades aparecían de-
siertas. No hubo incidentes notables, constituyendo un fenómeno sin precedentes,
con la paradoja sensacional de tratarse de una huelga de trabajadores contra un go-
bierno socialista precisamente. El desconcierto entre muchos de sus dirigentes y
gobernantes fue notable.
Aun si lo pretendía, lo que no parece que fuera el caso, la huelga no tuvo conse-
cuencias políticas apreciables ni las sociales fueron inmediatas. Curiosamente, en el
sector del PSOE donde la huelga fue menos entendida, más denostada, más descali-
ficada con toda clase de dicterios y manifestaciones contrarias, fue en el sector su-
puestamente más izquierdista, el que controlaba Alfonso Guerra. Al otro lado, el nú-
cleo de los futuros «renovadores», con Solchaga, daban ya por descontado que el
PSOE no era un partido obrero y no tenía por qué coincidir con la visión del sindi-
cato. Pero el partido, y sobre todo su núcleo dirigente, se repuso pronto de aquel cho-
que. Por ello, se pudo decir que la huelga había desperdiciado una gran ocasión de
hacer cambiar rotundamente la actitud del gobierno y, de paso, dar un gran salto ade-
346
lante en la construcción de un Estado del Bienestar, dadas las muy favorables condi-
ciones españolas e internacionales. La huelga era, en cualquier caso, un síntoma de la
ruptura social introducida por el cambio operado en la posición socialista y su aban-
dono total de una política en interés de la clase trabajadora. Los sindicatos inaugura-
rían una época de acción concertada que, en sus líneas generales, no se ha roto ya.
Lo cierto era que los mecanismos puestos en marcha por el gobierno para recupe-
rar el consenso eran siempre los mismos: intento de pactos o concertaciones «a tres
bandas» —sindicatos/patronal/gobierno— sobre políticas de rentas en un país en
que los obreros en diez años habían perdido poder adquisitivo neto, lo mismo que
el funcionariado, mientras crecía la desigualdad y la clase patronal era cada vez mas
próspera. El único interés del gobierno y empresariado era reducir los costes labora-
les para aumentar los beneficios con la coartada de que así se generaría inversión.
Pero el mercado español muy difícilmente generaba nuevos puestos de trabajo.
Aun así, la realidad fue que la huelga de diciembre de 1988 incidió, a medio pla-
zo, en una modificación de la política social del gobierno del PSOE, de forma que a
partir de 1989, después de que la economía había crecido bastante en los cuatro años
anteriores, fue cuando verdaderamente creció el gasto social y se intentó negociar de
cerca con los sindicatos. En 1990, el gobierno accedió a pactar con ellos un plan de
estabilidad para impedir el deterioro de las pensiones, pero al tiempo las condiciones
económicas empezaban a empeorar de nuevo, la inflación a subir y, con ello, la espi-
ral del desempleo crecía con cierto vértigo.

29.5. EUROPA, MAASTRICHT Y LOS PROBLEMAS DE CONVERGENCIA


Con independencia de las dimensiones puramente económicas, la evolución de
la unificación europea desde una Comunidad Económica hasta llegar a una Unión
Europea tiene una importancia política para España de la que no es exagerado decir
que abre una etapa nueva en la historia de las relaciones exteriores españolas al co-
mienzo de los años 90. Lo cual no era, desde luego, sino un paso más en las perspec-
tivas que se abrieron en 1986 con la integración plena en la CEE. Es cierto que, al
convertirse en un miembro más de una gran unidad supraestatal, España y su políti-
ca exterior perdían una parte de su autonomía, pero ello no disminuía lo más míni-
mo la fundamental importancia de entrar en una situación europea que reconciliaba
definitivamente a España con su historia y con su entorno.
Otra cosa era que la Unión Europea siguiese siendo sobre todo un «mercado», se-
gún decían posturas muy críticas hacia ella, como la mantenida siempre por la coali-
ción Izquierda Unida. Era preciso crear una Europa social y una Europa como ideal
político. La CEE y luego la Unión Europea no han significado la aparición de una
nueva potencia política, pues la UE no tiene una política exterior común y ha fraca-
sado en ciertos problemas internacionales que la afectaban directamente, como el
gran conflicto de la ruptura de la antigua Yugoslavia. No obstante, los pasos dados en
la década de los 90, teniendo a España como socio de pleno derecho, constituyen un
hito histórico definitivo, seguramente único.
En 1985, antes de que España fuera miembro de pleno derecho de la CEE, se fir-
mó el Acta Única Europea, ratificada en 1987, por la que se creaba el mercado unifi-
cado que comenzaría a funcionar en 1993. En la reunión de Hannover de junio
de 1988, el Consejo Europeo encargaba al presidente de la Comisión de la CEE, Jac-
ques Delors, un informe acerca de cómo se podría ir progresando hacia la unión eco-

347
nómica y monetaria. Ese informe estaba preparado para ser discutido en la reunión
de Madrid de junio de 1989 con la que se cerraba la etapa de la primera presidencia
española de la CEE. La primera etapa de la UEM (Unión Económica y Monetaria)
se fijaba para comenzar el 1 de julio de 1990 y se ratificaría en la cumbre de Roma de
diciembre de 1990.
En la historia de la Comunidad Europea, la integración de España coincidió con
el desenvolvimiento de una etapa frenética de paso hacia una mayor y definitiva in-
tegración económica en la que el país desempeñó siempre, de la mano de Felipe Gon-
zález, en lo más positivo de su acción política, un gran papel europeísta. En mayo
de 1991 se produce otro hecho crucial: la reunión de los ministros de Hacienda de la
CEE en Luxemburgo donde se acuerda que los Estados pongan en marcha progra-
mas de convergencia económica para preparar la implantación de la moneda única euro-
pea. El plan genérico presentado en Luxemburgo era algo oscuro y suponía un feno-
menal reto para España.
Los acontecimientos decisivos tendrían lugar poco después bajo la presidencia
holandesa y se plasmarían en la reunión en la ciudad de Maastricht, los días 9 y 10
de diciembre de 1991, en que se preparó el Acuerdo de la Unión Europea o Acuerdo
de Maastricht. El Tratado se firmó el 7 de febrero de 1992, por los ministros de Asun-
tos Exteriores y de Economía y Finanzas de los doce países miembros y se ratificó en
París en el mes de septiembre. El Acuerdo de la Unión Europea se concebía como
xxxxxxxxx

una reforma del Tratado de Roma, creador de la CEE, y estaba dirigido esencialmen-
te al establecimiento de una moneda única con las instituciones necesarias para ello
como un Banco Central Europeo. Pero se trataba de un acuerdo tan ambicioso que
los obstáculos políticos que surgieron en el proceso de ratificación fueron señalada-
mente grandes.
El Tratado contaba ya con que países como Gran Bretaña quedasen fuera, pero la
resistencias en Francia o Dinamarca fueron inesperadas. En España, la opinión euro-
peísta fue siempre ampliamente mayoritaria, con sólo limitados núcleos de oposi-
ción, como la de Izquierda Unida, que veían una Europa meramente económica y
construida sin un consentimiento explícito de los pueblos, obra sólo de la elites polí-
ticas. En 1992 proliferaron los pronunciamientos claramente pesimistas sobre el futu-
ro del Tratado de Maastricht. La unión monetaria se preveía para 1999, con la puesta
en circulación de la moneda única como valor de cuenta y cambio.
El proceso de convergencia española con las economías europeas para ponerse en
situación de entrar en el grupo de países que adoptarían la moneda única fue enor-
memente problemático en toda la primera mitad de los años 90. Nunca llegó a alcan-
zar los requisitos necesarios bajo el gobierno socialista, concluido en mayo de 1996,
con la economía dirigida por Solchaga y luego por Pedro Solbes. Solchaga practicó
una política errática y poco clara con una economía mundial en franca recesión, que
tampoco favorecía al caso español, y con paro que alcanzaba el 24%.
Los requisitos para la integración afectaban a cinco magnitudes: inflación, tipos de
interés a largo plazo, déficit público, deuda pública y tipo de cambio. Todavía en 1996,
España no cumplía el mínimo exigido en ninguno de ellos, junto a Grecia, Italia y
Portugal, y el único país de la UE que cumplía todos era Alemania. La inflación mí-
nima era del 3,1% y España tenía el 4,7%; los tipos de interés no podían subir del 10,8%
y en España estaban al 11,4%; el déficit público no podía desbordar el 3% del PIB y
la deuda pública el 60%, siendo las magnitudes españolas respectivamente del 6,7%

348
y el 63,5%. Tampoco se cubría el tipo de cambio de referencia de la moneda en el
SME. En los últimos tiempos de gobierno socialista se pensaba que España no po-
dría estar entre los países que adoptaran en un primer momento el euro, o moneda
única, sino entre los de «segunda velocidad».

CAPÍTULO XXX

El declive del PSOE (1993-1996)

30.1. DIEZ AÑOS DE REFORMISMO


Entrados ya en la década de los 90, era notorio el agotamiento del programa so-
cialista de 1982, en materia económica, social y autonómica, sobre todo. Esto había
venido haciéndose notar más desde que se produjo la ruptura ejemplificada por la
huelga de 1988. Además, poco después de la llegada de los años 90, la economía en-
traba en fase recesiva sin que hubiera recetas nuevas para enfrentarla. Los fastos del
año 1992, detuvieron esa sensación de agotamiento, pero transcurridos éstos, la anti-
gua realidad renació con fuerza. A los problemas económicos y sociales ya desenca-
denados, desempleo, inflación creciente, detención del crecimiento, vinieron a su-
marse algunos nuevos fenómenos políticos, como el que pronto se llamó de la «co-
rrupción», que incidirían en esa imagen de un partido en el poder que tenía que
practicar una política a la defensiva.
A finales de 1992, por tanto, después de los acontecimientos conmemorativos e
internacionales que habían tenido lugar en España —Expo de Sevilla, Olimpiada de
349
Barcelona, y antes, el final de la presidencia semestral de la CEE y otros éxitos de po-
lítica internacional—, parecía agotado un ciclo de diez años. Desafortunadamente, la
década de gobierno socialista se alcanzaba en medio de una crisis económica: deva-
luación monetaria, reducción de la producción y del gasto, y de una crisis social.
Pronto se sumarían a ellas la crisis política. Está justificado hablar, por consiguiente,
de un cierto declive del programa de gobierno del partido socialista. El PSOE había
abandonado cualquier política con mínimas señas de identidad tradicionales en la or-
todoxia socialista y había roto con el sindicato. El declive del gobierno socialista te-
nia, a su vez, dos manifestaciones principales: la práctica de una política sin nuevas
ideas, sin tomar grandes y graves decisiones que eran precisas, y la pérdida creciente
de credibilidad ante la opinión.
No obstante este panorama, al llegar el año 1992 el partido en el poder se ocupó
ya de presentar ante la opinión pública, gracias al dominio de los medios de comuni-
cación y de una activa campaña de propaganda escrita, su visión de los diez años de
gobierno socialista como «década del cambio». Esa visión muy en positivo y hasta
triunfalista del gobierno socialista no tenía en cuenta los problemas que habían ido
apareciendo especialmente desde el comienzo de los noventa. La propaganda guber-
namental, siempre hábil en encontrar fórmulas penetrantes, designó sintéticamente
las décadas de la historia española transcurridas desde la guerra civil con los nombres
xxxxxxx
para cada una de autarquía, estabilización, «desarrollismo», transición y cambio, sucesiva-
mente. Esta última, como es obvio, sería la primera de gobierno del PSOE. ¿Fueron
realmente esos diez años, 1982-1992, una época de cambio y, sobre todo, de progre-
so? La respuesta es positiva, desde luego, pero tiene que ser matizada.
Como han dicho algunos destacados militantes socialistas, la obra realizada por
el PSOE en los diez años primeros de gobierno poco o nada tenía que ver con la so-
cialdemocracia. Lo cual es indudablemente cierto. Pero lo es también que la propia
socialdemocracia a escala europea había cambiado también mucho, especialmente en
la década de los 90, de lo que son muestra sobre todo el caso británico y el germano.
El intento del Partido Socialista español fue siempre colocar su imagen ideológica y
política en el «centro», y en tal pretensión coincidían prácticamente las dos grandes
alas del partido. Disentía de ello la única corriente oficialmente admitida como tal,
Izquierda Socialista.
En cualquier caso, la obra de gobierno socialista fue duradera y los cambios intro-
ducidos en el país fueron tangibles. Se llevaron a cabo importantísimos cambios le-
gislativos, en materias sociales, económicas, referentes a las Fuerzas Armadas o a la se-
guridad pública, la sanidad, educación y demás. Se acometieron importantes obras
de infraestructura en todo el país: autovías, aeropuertos, ferrocarril moderno de alta
velocidad (AVE), aunque se cerraron bastantes líneas antiguas. Fallaron, sin embargo,
cometidos como el de conseguir un real cambio en el panorama laboral incidiendo
en los problemas del empleo o el de la reforma de la Administración y el «cierre» del
Estado Autonómico.
La Función Pública seguiría siendo un problema en España y la prueba de ello es
la reiterada legislación sobre el asunto. No hubo una verdadera reforma de la Admi-
nistración, de las escalas y cuerpos de funcionarios y las formas de acceso. No se con-
siguió mayor simplificación, racionalización y rentabilidad —eficacia en función del
costo— de la Administración pública, haciendo desaparecer privilegios y corruptelas.
Se introdujeron peligrosamente principios de arbitrariedad en la designación de fun-
cionarios para puestos específicos, puestos de libre designación, o desactivaron las
funciones como la de los interventores en los grandes organismos públicos.
350
La vida política se estabilizó en la década pasando el sistema democrático a ser
una realidad prácticamente no discutida más que por los grupos que apoyaban el te-
rrorismo o por algunas organizaciones marginales. En España, sin embargo, no flore-
ció nunca una extrema derecha potente enemiga del sistema. Se activó la labor legis-
lativa, aunque el Parlamento no fue una verdadera caja de resonancia de la vida del
país, tal vez porque la continua mayoría absoluta socialista fue un freno para ello.
Cada vez se hacía más impensable, a medida, sobre todo, que se producía la incorpo-
ración de España a las grandes organizaciones supraestatales, una vuelta atrás, con
procesos involutivos significativos. La amenaza del terrorismo para la democracia se
vio cada vez más que era incapaz de materializarse, pese a sus estragos sociales, en
movimientos involutivos.
En 1992 quedaban todavía incumplidas algunas promesas electorales que iban
desde una Ley de Jurado, en materia de Justicia, hasta una Ley de Huelga, pasando
por los Estatutos definitivos de Ceuta y Melilla, la regulación del Consejo Económi-
co y Social del Estado, la Ley de Objeción de Conciencia para asuntos militares o la
de Colegios Profesionales. Y, además, terminaba con crisis. Crisis que se materializa-
ba, entre otras cosas, en lo que parecían dificultades difícilmente superables para in-
tegrarse plenamente en las nuevas metas que se avecinaban a comienzos de los 90 en
xxxxxx

la Unión Europea, como la de la moneda única. Éste era el problema de la «conver-


gencia».
La transformación de las propias realidades sociales del país fue y evidentes rea-
lidades sociales que evolucionaron al ritmo del crecimiento económico o que fue-
ron objeto de acciones políticas. Las leyes sobre divorcio —anterior a la etapa so-
cialista— y el aborto, entre otras, eran prueba de la presencia de nuevas mentali-
dades. Evolucionó la familia en su composición, papel y permanencia. La
incorporación femenina al mercado de trabajo se amplió, aunque en límites aún
bastantes inferiores a los de la Unión Europea. Se expandieron decisivamente tam-
bién las coberturas del sistema educativo y el sanitario. Una de las grandes transfor-
maciones de la vida pública fue la creciente importancia e influencia de los medios
de comunicación: la televisión, sobre todo por su audiencia masiva, y la prensa,
por su capacidad para crear opinión en círculos algo más restringidos. La prensa ha
levantado escándalos o los ha creado ella misma y ha participado plenamente de la
lucha política.
Entre 1982 y 1993, el PSOE perdió votantes, aunque en 1996 los recuperó en par-
te hasta superar los nueve millones. Pero también lo hizo el PP. Su credibilidad polí-
tica sufrió un retroceso con la aparición de los escándalos de corrupción y con las di-
ficultades para la concertación social con sectores como los sindicatos. El prestigio
del presidente del Gobierno se mantenía, no obstante, todavía alto. Todas las encues-
tas de opinión destacaban siempre a Felipe González como el político más valorado.
Había transcurrido una década de gobierno socialista y la opinión que reflejaban las
variadas encuestas en la población era la de una mayoría que juzgaba positivamente
lo hecho en ese tiempo, pero había altos porcentajes de otras opiniones menos favo-
rables.

30.2. UNA POLÍTICA EN MINORÍA


Una situación inédita en la vida política española desde 1982 se presentó ahora:

351
la de un gobierno sustentado por un partido en minoría en el Parlamento. La cues-
tión era que ante la crisis que ganaba en profundidad, ante el cúmulo de problemas,
el desvelamiento ante la opinión de nuevos casos de corrupción y la presión de la
opinión pública (por ejemplo, el abucheo por estudiantes en la Universidad Autóno-
ma de Madrid que sufre el presidente cuando iba a dar una conferencia), Felipe Gon-
zález anuncia el 12 de abril de 1993 la disolución del Parlamento y la convocatoria
de elecciones generales para el 6 de junio del mismo año.
El PSOE ganó una vez más las elecciones en 1993, pero lo fue por vez primera
sin mayoría absoluta. Estas elecciones se celebraron en un clima en el que, por vez
primera también, el pronóstico sobre el ganador no era claro, cosa que no había
ocurrido en ninguna de las convocatorias anteriores. En la campaña electoral pre-
via a la votación, tuvieron lugar, por vez primera, debates públicos televisados de
líderes políticos. Los vencedores de estos debates fueron alternativos. La opinión se
inclinó primero por José María Aznar, líder del Partido Popular, pero la superior ha-
bilidad y flexibilidad dialéctica de González se impuso después. En todo caso, las
encuestas de opinión mostraban un gran avance del Partido Popular en la intención
de voto, mientras el partido en el poder, el PSOE, acusaba visiblemente la crisis in-
terna.

La campaña electoral de los socialistas, y del jefe del Gobierno en particular, ha-
bía realizado un esfuerzo por recuperar la iniciativa política. Esta vez la campaña fue
dirigida personalmente por González y no por Guerra. González había hablado de la
unidad de la izquierda y de un cambio de rumbo. Se acudió al gesto, para demostrar
la disposición a atajar los males de la corrupción y la falta de transparencia, de atraer
al juego político a jueces destacados por su trabajo en cuestiones graves como el
narcotráfico o la corrupción, así Baltasar Garzón, puesto en la cabecera, detrás de
González, de las listas por Madrid y Ventura Pérez Mariño. González declararía
querer unir a la izquierda, pero los sindicatos e Izquierda Unida se mostraban es-
cépticos.
Las elecciones tuvieron una alta participación, el 77% del electorado. El PSOE
acabó obteniendo alrededor de un millón de votos más que el PP, nueve millones
frente a ocho. Con 159 escaños, el partido en el poder perdía por vez primera la ma-
yoría absoluta, mientras el PP subía a 141, el mayor número alcanzado nunca. La lle-
gada de José María Aznar a la jefatura del partido mostraba ya el cambio operado. La
polarización de la opinión perjudicó a Izquierda Unida, que aun así elevó su núme-
ro de diputados hasta 18 con 2,1 millones de votos. CiU, 17 escaños; PNV, 5; Coali-
ción Canaria, 4; Herri Batasuna, 2, eran otros resultados destacables que mostraban
la estabilidad del nacionalismo y la persistencia de nacionalismos minoritarios como
el PAR aragonés, la UV valenciana o EA vasca que, junto a Esquerra Republicana de
Cataluña, obtenían un escaño cada uno. Se quedaban sin representación el CDS
de Suárez, que sería disuelto poco después, y el Partido Andalucista, en clara deca-
dencia.

Congreso de los diputados

352
Senado

Al perder la mayoría absoluta, el PSOE se veía obligado después de diez años a


buscar apoyos políticos para poder gobernar, intentando una coalición de gobierno
o un apoyo parlamentario pactado. Lejos de dar cumplimiento a las ideas sobre uni-
dad de la izquierda y dadas las condiciones drásticas de cambio de política que IU
imponía para apoyar a Felipe González, el PSOE buscó aliarse con las fuerzas nacio-
353
nalistas. Se abrió un periodo de alianzas tácticas con el nacionalismo catalán, situa-
ción que seguiría dándose también después de la salida del PSOE del poder en 1996.
CiU, liderada por Jordi Pujol, dominante en Cataluña, prestó ese apoyo al PSOE en
la legislatura de 1993, bajo el lema siempre de una contribución «a la gobernabilidad
de España», que traslucía en realidad un pacto con grandes ventajas económicas y de
transferencias de competencias para los conservadores catalanes. La política del
PSOE se basaría, pues, en la alianza con la derecha nacionalista, lejos de hacerlo con
la izquierda a la que manifestaba querer unir. Y es que el programa de Izquierda Uni-
da era mucho más radical en economía, políticas sociales y actitudes en la Unión Eu-
ropea que el que propugnaba el PSOE.
El 12 de julio se constituyó un nuevo gobierno que tenía como vicepresidente a
Narcís Serra, con algunos hombres nuevos como el fiscal Juan Alberto Belloch en Jus-
ticia, y con un equipo económico presidido por Pedro Solbes, al salir definitivamen-
te del gobierno Carlos Solchaga. Javier Solana pasaba a Asuntos Exteriores, y había
dos nuevas mujeres ministras, Carmen Alborch en Cultura y Cristina Alberdi en
Asuntos Sociales. El ministro del Interior José Luis Corcuera dimitiría en noviembre
de este año, cumpliendo el emplazamiento que se había hecho a sí mismo previa-
mente de hacerlo si el Tribunal Constitucional declaraba inconstitucionales algunos
artículos de la Ley de Orden Público aprobada bajo su impulso ministerial. Fue sus-
tituido por Antonio Asunción, dimitido, a su vez, a causa del «asunto Roldán», en
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abril de 1994, haciéndose cargo entonces del ministerio Juan Alberto Belloch, que
rige así conjuntamente Justicia e Interior.
En el periodo 1993-1996, la movilidad de los gobiernos fue mayor, pero no por
voluntad del presidente, sino por las circunstancias políticas desfavorables para el par-
tido en el poder que dan lugar a dimisiones en número desusado. El vicepresidente
del Gobierno, Narcís Serra, y el ministro de Defensa, Julián García Vargas, han de di-
mitir en junio de 1995 a causa del asunto de las escuchas telefónicas ilegales en las
que estaba implicado el CESID (Servicio de Información de la Defensa), dirigido por
el general Alonso Manglano. Antes, había dimitido el ministro de Agricultura, Vicen-
te Albero, al descubrirse que había defraudado a Hacienda. El último gobierno de Fe-
lipe González en el periodo se constituye a fines de junio de 1995 y duraría aproxi-
madamente un año. No tuvo ya vicepresidencia y se mantuvo estable, salvo por la sa-
lida del ministro de Asuntos Exteriores, Javier Solana, que ocuparía entonces la secretaría
general de la OTAN en Bruselas.
La política explícita de Felipe González se orientaría ahora hacia las cuestiones
internas como el saneamiento de la vida pública tras los episodios más sonados de
corrupción en la etapa anterior y hacia una política económica, dirigida por un ex-
perto en temas europeos como Solbes, que buscaría no perder el tren de la integra-
ción económica y no reducir al país a un segundo plano en Europa. Desde 1991 ha-
bían empezado a darse los síntomas de un nuevo cambio de fase económica que
tomaron cuerpo cuando pasaron los efectos del año 1992. Así lo mostraba, por
ejemplo, el problema monetario. En 1992 hay que proceder a devaluar la peseta,
con las implicaciones que ello tenía estando ya España dentro del Sistema Mone-
tario Europeo (la «serpiente monetaria»). La peseta fue devaluada, al tiempo que
Italia y Gran Bretaña sacaron sus monedas del Sistema Monetario Europeo. Mien-
tras, los sindicatos volvían a plantear huelgas concertadas, aunque ya sin el éxito de
la de 1988.

354
A partir de 1992, toda la situación internacional se deterioraba al sumarse tres ele-
mentos negativos contra el efecto «locomotora» en los mercados mundiales: el sanea-
miento financiero en los Estados Unidos, el gasto de la reunificación en Alemania,
que llevó a una política muy restrictiva del Bundesbank, y los problemas de requebra-
jamiento financiero en Japón. Los indicadores económicos españoles se presentaban
francamente desfavorables. Muchos expertos económicos señalaban, aún en estas fe-
chas, después de diez años de una nueva política, la rigidez de la economía española,
todavía notablemente alejada de los estándares europeos.
La inflación vuelve a ser alta, el déficit público no se rebaja pese a presupuestos
claramente restrictivos, aumenta el desequilibrio exterior por una política de mante-
nimiento alto de la cotización de la peseta y el nivel de ahorro interior es insuficien-
te. Todo ello, más la rigidez del mercado de trabajo. Desde 1992, la política económi-
ca se convierte en el interior del PSOE en un motivo grave de división y de en-
frentamiento entre el sector guerrista y Carlos Solchaga. Todo esto, además de los
problemas de la política de convergencia y la oscuridad de ciertas indulgencias del
ministro en algunos de los escándalos financieros del momento, fuerzan su salida tras
las elecciones de 1993.
Por añadidura, uno de los problemas económicos fundamentales y de los obs-
táculos para la convergencia española en la UE era, sin duda, el del volumen de los
gastos del Estado, que daba lugar al elevado déficit público. La política económica
y social del PSOE, así como el continuo aumento del funcionariado y de los gas-
xxxxxxxxxx

tos consuntivos, arrastró progresivamente hacia un aumento muy importante del


gasto público y con ello, dadas también las imperfecciones del sistema fiscal, a un
aumento del déficit público imparable. La economía sumergida, por ejemplo, se
calculaba en 1992 en el 10% del PIB. Ese déficit no podía ser resuelto sino con Pre-
supuestos de Estado muy restrictivos en gastos y por una decidida lucha contra el
fraude fiscal. Ambas políticas fueron emprendidas ya por Solchaga y continuadas
por Solbes.
Consecuencia de una política económica anterior expansiva y permisiva fue el re-
punte de la crisis bancaria, ahora por motivos especulativos, como mostró el caso del
Banco Español de Crédito, gobernado por Mario Conde, que fue intervenido por
el Banco de España el 28 de diciembre de 1993, sus altos cargos destituidos y poste-
riormente procesados y en su lugar colocado un gestor oficial, Alfredo Sáenz, proce-
dente del Banco de Santander. Pero éste no sería ni mucho menos el único escánda-
lo. Le acompañó el de la Banca Ibercorp, con implicaciones del propio gobernador
del Banco de España, los del empresario Javier de la Rosa y otros menores que salpi-
caban a muchos importantes personajes. En el caso de Banesto, no faltó en los me-
dios de comunicación y en la vida política quienes vieran en la intervención una ma-
niobra política contra las veleidades también políticas de Conde. Los procesos judi-
ciales continuaban todavía al final de la década.
En el terreno laboral y de concertación, la situación de estos tres últimos años de
gobierno no fue menos complicada. La principal cuestión, el desempleo, volvió a
agravarse. Y ya no era sólo el problema de su nivel altísimo, sino que, como diría el
ministro Solbes, se destruía muchísimo empleo del existente. Quizás 500.000 puestos
en 1992. El entendimiento con los sindicatos fue imposible y las relaciones con la
UGT empeoraron, incluso, cuando el partido desde el poder intentó agudizar la cri-
sis del sindicato y de su secretario general, Nicolás Redondo, a raíz del oscuro asun-

355
to del Patronato Sindical de Viviendas (PSV), donde se produjeron irregularidades
económicas y financiación ilegal del sindicato, lo que llevó a una clara desestabiliza-
ción de la UGT, con el procesamiento y encarcelamiento del gerente de PSV, Carlos
Sotos, y la entrada en prisión también de Paulino Barrabés, antiguo secretario de Fi-
nanzas de UGT, junto al procesamiento de otros dirigentes por problemas de finan-
ciación irregular del sindicato.
De hecho, el apartamiento de UGT con respecto al PSOE y su política social ha-
bía sido casi obra personal exclusiva de Nicolás Redondo, a quien el PSOE no per-
donó su actitud y por ello no hizo absolutamente nada para paliar la crisis sindical,
sino más bien todo lo contrario. Tras atravesar momentos de intenso desprestigio, Ni-
colás Redondo dejó la secretaría del sindicato en 1994, con aureola de hombre hones-
to, y en las elecciones para la sucesión triunfó el andaluz Cándido Méndez. El rele-
vo en CC.OO. en la secretaría general se había producido antes, y allí el histórico
Marcelino Camacho, hombre neto del PCE, fue sucedido por el mucho más pragmá-
tico Antonio Gutiérrez.
La política del PSOE se encontraba ahora, también, ante una dimensión nueva y
muy determinante: la necesidad de tener que concertarse con los intereses del nacio-
nalismo catalán. Ello es una de las causas, desde luego, de la reapertura en los años 90
de un vigoroso debate en ambientes políticos y de opinión acerca del modelo de Es-
tado Autonómico, recusado desde instancias nacionalistas, debate que no ha cesado
hasta la actualidad. Los grupos nacionalistas destacaban especialmente en sus alega-
ciones los problemas de autonomía por creer escasa su capacidad de autogobierno,
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reclamando siempre mayores cotas de competencias, junto al problema de la finan-


ciación, lo que les llevaba hasta el planteamiento y la exigencia de un nuevo diseño
de la recaudación fiscal del Estado y su reparto entre las Autonomías. En este contex-
to se sitúa la petición explícita del nacionalismo catalán de la cesión a las Comunida-
des Autónomas del 15% de la recaudación de la Hacienda del Estado en los respecti-
vos territorios.
Este problema en especial y otros del Estado Autonómico dieron lugar a confron-
taciones políticas de importancia. No todos los gobiernos autonómicos compartían
esa opinión sobre el reparto fiscal propuesto, del que disentían Autonomías como
Andalucía, Extremadura o Galicia. Para Cataluña, pesaba mucho el modelo vasco de
Concierto Económico con el Estado, que también reclamaron en algún momento.
Por otra parte, el presidente de Galicia, Manuel Fraga, era el promotor de la idea de
una Administración Única, es decir, una reforma de la administración del Estado que
evitara duplicidades, muy frecuentes, y que hiciera responsables a las propias Autono-
mías con sus burocracias de los servicios del Estado en sus territorios. La idea fue re-
chazada por el Estado, pero nunca ha dejado de estar presente. En cualquier caso, los
conflictos entre el Estado y las Comunidades aumentaron y también los litigios entre
ambos en el Tribunal Constitucional.

30.3. LA CORRUPCIÓN Y LA CRISIS DEL PARTIDO GOBERNANTE


Al final de la década de los 80 y, sobre todo, en la primera mitad de los 90, em-
pieza a trascender ampliamente a la opinión pública la existencia de casos de corrup-
ción administrativa y política en diversas esferas del poder y de irregularidades en el
mercado empresarial que implicaban también a políticos. La prensa desempeñaría un

356
papel principal para el conocimiento público de estas irregularidades de la política es-
pañola. El uso desviado de los caudales públicos o el enriquecimiento de personas
amparadas en el poder político fueron las primeras y más importantes manifestacio-
nes del fenómeno. La revelación de estos hechos al dominio publico se abrió con el
llamado en su origen «caso Juan Guerra», a las pocas semanas de que el PSOE gana-
ra las elecciones en la convocatoria de octubre de 1989, denunciado por la prensa
después de las revelaciones de algunas personas.
La corrupción administrativa y política no era, desde luego, una cosa nueva en
la política. La cuestión ahora era que se producía tras una larga permanencia en el
poder de un mismo partido, amparado en la mayoría absoluta y en cuyo discurso
figuraba siempre la honradez y el reformismo. Juan Guerra, hermano del vicepresi-
dente del Gobierno, Alfonso Guerra, había hecho uso en Sevilla de dependencias
oficiales para realizar negocios privados en los que intervenían algunas autoridades
municipales, evidentemente con conocimiento del vicepresidente. El descubri-
miento público de este hecho no fue sino el comienzo de una gran oleada de «es-
cándalos» que afectaron a muy diversos personajes de la vida pública, y no sólo del
partido en el poder, sino también del de oposición, el Partido Popular, y otros
como CiU.
Desde 1989 hasta 1996 —y las prolongaciones judiciales desde esa fecha hasta
hoy—, una lista de escándalos de corrupción recorrió la vida pública española. Se tra-
taba de asuntos tan variados, entre otros, como la existencia de empresas dedicadas a
recaudar fondos para partidos —Filesa, mayo de 1991, y otras—, de un tesorero del
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PP, Rosendo Naseiro, que obtenía fondos para el partido por medios irregulares,
en 1990, de políticos como Luis Roldán o el que fue presidente de la Comunidad Na-
varra, Pedro Urralburu, y algunos otros más, que cobraban comisiones de concesio-
narios del Estado. Del caso del gobernador del Banco de España, Mariano Rubio,
en 1992, que utilizaba información privilegiada para sus negocios privados, que fue-
ron los más espectaculares. O de los negocios de Antón Cañellas, presidente de la
Comunidad Balear y la financiación mediante comisiones cobradas a los casinos para
la financiación de CiU y, en fin, de la obtención de comisiones por parte de las em-
presas que consiguieron contratos para la construcción del AVE, en 1992.
La corrupción, en efecto, se relacionaba fundamentalmente con cuatro tipos de
actividades. La financiación ilegal de los partidos políticos (cuyo ejemplo fue el
«caso Filesa» en el PSOE, el «caso Naseiro» en el PP o el «caso de los casinos de Ca-
taluña» en CiU); el despilfarro presupuestario (privilegios para los políticos, uso in-
debido de los caudales públicos o cuentas como las de la Expo de Sevilla); el clien-
telismo en la Administración que propiciaba el encargo de servicios a entidades o
personas amigas o familiares y el cobro de comisiones por la concesión de servicios
a determinadas empresas (Guardia Civil, los contratos para construcciones y de-
más, el AVE, etc.), y, en fin, el uso del cargo público para enriquecerse de cualquier
forma, cuyo arquetipo fue Luis Roldán, durante años director general de la Guar-
dia Civil.
Lo cierto era que muchas de estas irregularidades, de las que en forma alguna
participaban sólo los políticos y, por lo demás, no todas demostradas judicialmen-
te, reflejaban lo que el periodo de euforia económica de la segunda mitad de los 80
había traído para la expansión de los negocios, en conexión siempre también con
una política de permisividad y el auge del mundo social de la beautiful people, o de

357
ciertas elites sociales de vida frivola conectadas con círculos del poder. Personajes
como Boyer, Solchaga o Rubio se mezclaron en esas elites de los negocios fáciles
con empresarios de éxito o especuladores, de los que podrían ser ejemplo «los Al-
bertos», De la Rosa, Conde y demás, o personajes de más alta alcurnia como Prado
y Colón de Carvajal.
Dos de estos casos de corrupción tuvieron máximas consecuencias políticas, el de
Juan Guerra y el de Luis Roldán. Alfonso Guerra se vio obligado a explicar en el par-
lamento, el 1 de febrero de 1990, las actividades de su hermano e intentó justificar-
las, mientras el asunto adquiría estado judicial. La situación acarreó una crisis de con-
fianza en el seno de la dirección del partido y desembocó en la dimisión del vicepre-
sidente en enero de 1992. Desde entonces se exacerbó el asunto del «guerrismo» y de
su influencia en el seno del PSOE.
El «caso Luis Roldán» era de otra especie y aún más grave. Durante su mandato
como director general de la Guardia Civil desde 1986, había aprovechado todas las
concesiones de obras para edificios de la Guardia Civil y todos los servicios necesa-
rios para abastecer a la entidad —vehículos, medios electrónicos, etc.— para enrique-
cerse personalmente con comisiones cobradas a los concesionarios, de las que parti-
cipaban también otros mandos. Las primeras denuncias aparecieron en la prensa en
noviembre de 1993 y, después de intentar defenderse, Roldán dimitió en diciembre
del mismo año. En este caso, por su gravedad, no sólo hubo un proceso judicial, sino
también una comisión parlamentaria de investigación. Acosado judicialmente, Rol-
dan decide huir del país el 29 de abril de 1994, y ello acarreó la dimisión del minis-
tro del Interior Antonio Asunción, sucesor de José Luis Corcuera, a quien en un mo-
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mento estuvo a punto de suceder el propio Roldán. En febrero de 1995, Roldán es


localizado en Laos y traído a España en condiciones no del todo claras. Los procesos
judiciales se acumulan desde entonces con acusaciones múltiples, siendo evaluado el
dinero retenido sólo de la Guardia Civil —sin la apropiación de fondos reservados—
en casi 1.500 millones de pesetas.
De cualquier forma, el problema en el mundo de la política era reflejo de la exis-
tencia habitual de ciertas prácticas extendidas de corrupción y amoralidad en el mun-
do de los negocios, especialmente en los de construcción, financieros o financiero-
especulativos sin más. El fraude fiscal ha sido otra práctica comúnmente desarrollada
a través de la economía sumergida, el impago del IVA, el uso de información privile-
giada, la exportación ilegal de capitales o la ocultación de fondos obtenidos ilegal-
mente en comercios ilícitos —«dinero negro».
En la época hubo, además, dos grandes escándalos y otros menores protagoniza-
dos por financieros muy conocidos: el de Mario Conde con el uso fraudulento del
capital del Banco Español de Crédito para su enriquecimiento y el de sus colabora-
dores, aún hoy en proceso judicial, y el de Javier de la Rosa y sus manejos al frente
del gran holding de KIO (Kuwait Investiment Office), o su estafa en la empresa semi-
pública Grand Tibidabo. Ambos empresarios han pasado por la prisión.
La mayor parte de estos acontecimientos o quedaron sujetos a procesos judiciales
o era muy difícil obtener pruebas inculpatorias de ellos. Bastantes personajes de la po-
lítica acabaron en prisión —Roldán, Urralburu, Sala, Navarro, etc. La fiscalización de
la acción administrativa y política no es siempre fácil, y menos, en un Parlamento do-
minado absolutamente por un partido. Desde muy pronto empezó la práctica de pa-
gar comisiones a políticos por obtener concesiones públicas, y ello ocurrió a partir de

358
la expansión económica advenida desde 1986. El asunto tenía realidad en el ámbito
del Estado central y en el de las Comunidades Autónomas.
La prensa se convirtió en un participante más en el juego político, en apoyo al go-
bierno o a la oposición. Un fenómeno que todavía no había aparecido en los tiem-
pos de la transición. Desde las esferas del poder se argumentó que esta oleada de in-
formaciones de prensa sobre negocios de políticos y de partidos, sobre malversación,
era inútil y perjudicaba a la democracia. Pero la verdad era más bien lo contrario. Fue-
ron los políticos quienes perjudicaron a la democracia y el paso a la opinión públi-
ca era una primera oportunidad de saneamiento. Ningún partido, pero de manera
más notable el que estaba en el poder, hizo una política coherente contra la corrup-
ción, orientándose más bien a negarlo todo y a intentar salvar de la acción de la jus-
ticia y del descrédito político a los responsables. Pero además se convirtió en una
poderosa arma política que unos grupos lanzaban contra otros y que ha llevado a
la «judicialización de la política», es decir, a que muchas acciones políticas se con-
virtieran en asuntos judiciales, al ser denunciadas como hechos presuntamente de-
lictivos.

30.4. LA AGUDIZACIÓN DE LAS DISIDENCIAS EN EL PARTIDO GOBERNANTE


El declive final del gobierno socialista era claramente, en buena manera, un resul-
tado de la trayectoria propia del partido, un reflejo de las disidencias internas y del in-
tenso desgaste de una larga labor de gobierno en momentos cruciales para España, en
que hubieron de tomarse muy importantes decisiones. Los problemas a que había
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dado lugar el progresivo abandono por el PSOE de sus viejas señas de identidad eran
también antiguos y tenían incidencia en ese declive. Se agudizaron cuando empezó
a producirse la disidencia de los sindicalistas, y más, cuando se fue abriendo la con-
frontación felipismo-guerrismo, o renovadores-guerristas. Desde el comienzo de la década
de los 90 el problema del partido era innegable.
La crisis del PSOE había entrado claramente ya en el terreno de la disputa entre
tendencias, los renovadores y los guerristas. El significado de cada una de ellas distaba
de ser nítido. Los primeros representaban, a pesar de su nombre, la continuidad de la
política social-liberal de Felipe González. Los segundos se mostraban más proclives a
las orientaciones socialdemócratas más arraigadas en la tradición del partido. Pero ha-
bía, además, un problema de distanciamiento entre los anteriormente unidos líderes,
González y Guerra. González seguía siendo la figura más valorada del partido y de la
política española, mientras Guerra era mucho más discutido. La pérdida de credibili-
dad de la política socialista, en función sobre todo del fenómeno de la corrupción en
la Administración, era otro de los elementos de la crisis.
El germen del grupo de los renovadores estaba en los ministros que salieron de la
Ejecutiva del partido en 1984: Solana, Maravall y Almunia. En 1990, el guerrismo era
todavía fuerte e impidió que ese ala volviese a la ejecutiva, como hizo también con
Solchaga. En cualquier caso, las diferencias en el interior del PSOE recordaban bas-
tante poco otras divisiones históricas que habían creado en el partido hasta tres alas,
las izquierdista, derechista y centrista —de Largo Caballero, Besteiro y Prieto— de los
años 30. Esta división de ahora era bastante más doméstica y pedestre. Reunía cues-
tiones de personalismos y pugnas por el control del «aparato» mucho más que dife-
rencias ideológicas.
La disensión Gonzalez-Guerra era el origen de la dicotomía en el partido entre re-

359
novadores y guerristas, seguidores de uno u otro. Se había ido calentando también al
socaire de los escándalos de las entidades de financiación del partido, las empresas Fi-
lesa, Malesa y Time Export, tipo de corrupción a la que los guerristas decían ser aje-
nos. La campaña de las elecciones de 1989 y su financiación con Alfonso Guerra a la
cabeza fue objeto, sin embargo, de una difícil investigación judicial llevada adelante
por el juez Marino Barbero, entorpecida por el gobierno a todos los niveles. Barbero
acabó dimitiendo.
Nunca unas denominaciones han dado una idea tan falsa de la realidad escondi-
da bajo una división en sectores del partido: ni el guerrismo era un legítimo izquierdis-
mo ni la renovación era algo más que renovación de imagen. Sencillamente, el guerris-
mo agrupaba a las gentes que se decían más contrarias a la política liberal, es cierto,
pero no por ello parecían más socialistas. Su postura ante la corrupción, de la que no
estaba limpio su propio líder, no podía ser más inane. La disputa lo era, sobre todo,
dentro del aparato burocrático del partido. Ninguno de los dos sectores quería saber
nada de los comunistas.
Tras la dimisión de Alfonso Guerra el 12 de enero de 1991, perdido el apoyo de
González, éste recompuso el gobierno el 31 de marzo con Narcís Serra de vicepresi-
dente. La salida de Guerra de la vicepresidencia dio un vuelco a la situación. La in-
fluencia de los guerristas empezaría a declinar. De hecho, en el XXXIII Congreso del
partido en 1994, el guerrismo perdería el control de la organización. La lucha en el in-
terior del partido sale del aparato y se expande en prolongaciones regionales a través
de los dirigentes autonómicos y las federaciones regionales. Las luchas centrales se
trasladan al terreno autonómico. Hay Autonomías en manos de uno u otro sector u
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otras donde la lucha es fuerte: Andalucía, Aragón, Madrid. Algunos dirigentes mon-
tan sus propias plataformas, como Joaquín Leguina en Madrid, o fluctúan entre una
y otra tendencia.
La división afectó a muchos sectores del partido y no pocos intelectuales se ma-
nifestaron en contra de la línea oficial felipista. Un fenómeno notable también fue el
abandono de las filas socialistas en el Parlamento por parte de los jueces incorpora-
dos, aunque las razones políticas de ello no fueran absolutamente transparentes. Gar-
zón dimitiría en 1994 y Pérez Mariño en 1995. En 1995 también, aparece el Manifies-
to de los Diecinueve, que aboga por una verdadera depuración moral del partido y
un nuevo liderazgo, firmado, entre otros, por Peces-Barba, Elias Díaz, Victoria Camps
y Andrés de Blas.

30.5. LAS ELECCIONES DE 1996. FIN DEL GOBIERNO LARGO SOCIALISTA


Sólo después de 1993, las encuestas y barómetros de opinión empezaron a regis-
trar con alguna insistencia la posibilidad de una victoria en las urnas del Partido Po-
pular. Y a medida que ello se iba produciendo, la oposición se mostraba más dura.
No desaprovecharía ni un solo medio para desgastar y desprestigiar al gobierno: des-
de los casos de corrupción hasta el fracaso de los planes de convergencia con Euro-
pa. El Partido Popular batió claramente por vez primera al PSOE en las elecciones eu-
ropeas de 1994, lo que era todo un vaticinio. Las dificultades políticas generales y las
de la coalición con los catalanes en particular, llevaron al presidente González a ade-
lantar en un año el fin de la legislatura.
Las elecciones de 1996 fueron de las que muestran la fragilidad de las previsio-
360
nes electorales hechas a través de sondeos sociométricos en su diversas variables
—intención de voto, preferencias o voto efectivo a pie de urna—, evidenciando
que el hecho efectivo del voto no siempre es exactamente correlativo de lo mani-
festado por el votante encuestado. Todas las encuestas vaticinaban un amplio
triunfo del Partido Popular, cuya campaña electoral insistía en la necesidad de una
mayoría absoluta para poder desarrollar íntegramente un programa de gobierno
que tenía ahora más credibilidad para los electores, junto al hecho del relativo des-
prestigio socialista.
Las previsiones que concedían esa mayoría al PP, o señalaban las «horquillas» en-
tre el número máximo y mínimo de escaños por partido dando siempre un amplio
margen de ventaja al partido de la oposición, erraron ante el hecho de que la victoria
del Partido Popular fue escasa, sin posibilidad de mayoría absoluta, y sorprendente
por el inesperado vuelco de los resultados.
Las elecciones del 3 de marzo de 1996 arrojaron una participación del 77,38% del
censo, con una abstención del 22,62%, es decir, una participación normal tirando a
alta. El número de votos arrojó una apretada diferencia entre los dos grandes parti-
dos: 9,7 millones para el PP, frente a 9,4 millones para el PSOE. Las disposicio-
nes electorales los convertían en 156 escaños, frente a 141. El tercer partido era IU,
con 21 escaños. Después venía el conjunto de los partidos regionales o nacionalistas:
CiU, con 16; PNV, con 5; Coalición Canaria, con 4; BNG y HB, con 2 cada uno, y
EA, ERC y UV, con 1 cada uno. En el Senado, los dos grupos mayoritarios, PP
y PSOE, obtenían 112 y 81, respectivamente, y tras ellos, CiU, 8.

Congreso de los diputados

Senado

361
Ciertamente, el análisis de estos resultados presentaba la incógnita fundamental
de la interpretación de la pequeña ventaja de un partido que se vaticinaba como cla-
ro vencedor. Con independencia de los errores técnicos de las encuestas, parece cla-
ro que debía introducirse el factor de la ocultación de la intención de voto, eficacia
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final de la campaña extraordinariamente agresiva y sectaria que desarrolló el PSOE


—las imágenes televisivas del perro doberman personificando al PP o la asimilación con-
tinua del PP con el franquismo— y mayor favor de su líderes entre la opinión, mien-
tras el mucho más frío Aznar despertaba bastante menos entusiasmo. Era evidente que
una masa de la población, especialmente en zonas rurales que se habían hecho votan-
tes habituales del PSOE, veía con aprensión y dudas un triunfo amplio de la derecha.
Cabría decir que el PSOE perdía muy pocos votos en relación con elecciones ante-
riores, y que los casi dos millones que ganaba el PP procedían de grupos regionalistas y
del desaparecido CDS. El espectro de grupos se reducía aún más y los grandes partidos
nacionalistas perdían algún escaño en provecho del PP. El caso es que el PP reunió prác-
ticamente los votos que las encuestas preveían, pero muchos votantes del PSOE debie-
ron de ocultar su intención. El PP estuvo cerca del número de votos del PSOE en 1982,
pero éste se mantenía en un listón muy alto. En definitiva, era el espectro político el
que se estrechaba, al desaparecer grupos y ser menos votados otros, porque la lucha era
muy enconada, y la gran derrotada era también Izquierda Unida, con 2,6 millones de
votos, aunque la coalición hablase de «tímido avance» con respecto a 1993.
Las últimas elecciones autonómicas y locales habían tenido lugar entre 1993 para
Galicia, 1994 para Andalucía y el País Vasco y 1995 para el resto. El mapa autonómico
reflejaba igualmente un notable avance del PP, que controlaba diez Comunidades; el
PSOE, tres —Andalucía, Extremadura, Castilla-La Mancha—, mientras los nacionalis-
tas o coaliciones de ellos gobernaban en tres —País Vasco, Cataluña y Canarias.
En 1995 se celebraban también por vez primera elecciones para las asambleas autonó-
micas de Ceuta y Melilla, en las que triunfó el PP. El predominio de los populares era

362
igualmente cierto en los grandes ayuntamientos del país. En la segunda mitad de los
años 90, en definitiva, el Partido Popular dominaba con amplitud en los gobiernos es-
pañoles tanto del Estado central como de las Autonomías. Galicia o Castilla y León
eran ya serios reductos populares, pero Andalucía y Extremadura lo eran socialistas.
España tenía que seguir siendo gobernada con el auxilio de un partido bisagra. De
nuevo, ese partido fue CiU, la agrupación de los catalanistas de derechas. El partido
vencedor propuso su entrada en el gobierno, pero éstos prefirieron como antes un apo-
yo extemo, un apoyo de legislatura aunque con pacto previo. El PNV apoyaría también
desde fuera el gobierno de la derecha, aunque con apoyo más frágil, que ha sido roto
en algún momento de la candidatura, e igualmente lo hizo Coalición Canaria.
El gobierno que constituyó Aznar el 7 de mayo de 1996, después de arduas nego-
ciaciones con los catalanes para conseguir su apoyo a la investidura, era una amalga-
ma de nuevos políticos, sus compañeros en la dirección del partido, generacional-
mente más jóvenes que los que hicieron la transición, y de otros veteranos, algunos
de los cuales procedían de la antigua UCD. Había dos vicepresidentes, uno político y
otro económico, Francisco Álvarez Cascos y Rodrigo Rato. Rafael Arias Salgado (Fo-
mento) procedía de UCD y Eduardo Serra (Defensa) había colaborado antes con el
PSOE. Él hombre mejor valorado del equipo por la opinión, Jaime Mayor Oreja (Inte-
rior), había sido de UCD también. Había cuatro mujeres ministras, y el ministro de
Asuntos Exteriores era un hombre gris, Abel Matates, empresario mallorquín.
Con la victoria del Partido Popular en marzo de 1996, aun con escaso margen, se
produce un cambio importante en algunas de las dimensiones de la política del país,
pero no existe ningún indicio de cambio sustancial en el sistema y régimen políticos.

363
QUINTA PARTE
LA TRANSICIÓN ECONÓMICA.
DEL CAPITALISMO CORPORATIVO A LA UNIÓN EUROPEA
 
LUIS ENRIQUE OTERO 
364
CAPÍTULO XXXI

La larga crisis de los años 70

31.1. EL IMPACTO DE LA CRISIS ECONÓMICA.


LA PRIMACÍA DE LO POLÍTICO SOBRE LO ECONÓMICO (1973-1977)
La economía española de la democracia se enfrentaba a una doble encrucijada: ac-
tuar urgentemente sobre los graves desequilibrios provocados por el impacto de la cri-
sis de la primera mitad de los setenta y proceder a la transformación de la estructura eco-
nómica del insostenible modelo del capitalismo corporativo español. De hecho, el gran
proyecto de la sociedad española de los años 70 y 80, la incorporación a Europa, en los
planos político, económico, social y cultural, obligaban en el terreno de la economía a
emprender la correspondiente transición económica para su homologación con el resto de
las economías europeas, requisito imprescindible para culminar con éxito las negocia-
ciones de adhesión a la Comunidad Europea. A la hora de contemplar la transición es-
pañola, por tanto, debe prestarse atención a la dimensión política, pero también a la
económica. Podríamos decir que la transición española está constituida por una doble
transición política y económica que acontece sucesivamente en el tiempo. En efecto, los
problemas políticos de la construcción y consolidación de un sistema democrático con-
sumieron la primera etapa de la transición, desde la muerte del dictador hasta octubre
de 1982 con el triunfo del Partido Socialista, mientras que la transición económica ini-
ció su andadura con la firma de los Pactos de la Moncloa en 1977 y adquirió velocidad
de crucero con la llegada de los socialistas al poder y la culminación de las negociacio-
nes y firma del Tratado de Adhesión a la Comunidad Europea el 12 de junio de 1985.
Las repercusiones de la crisis mundial de los setenta se proyectaron intensivamen-
te en una economía española que arrastraba graves problemas en su modelo de creci-
miento de los sesenta, agravados por la inestabilidad política de un régimen dictato-
rial que agonizaba, progresivamente deslegitimado política y socialmente, y el inicio
de una transición política plagada de incertidumbres sobre los derroteros que debía
seguir. Así, la situación inflacionista de la economía mundial al inicio del decenio de
los setenta, alimentada por los recurrentes déficits de la balanza de pagos de los Esta-
dos Unidos, con el consiguiente crecimiento desbocado de los dólares en circulación,
disparó el gasto reforzando las tendencias inflacionistas. La ruptura del vínculo oro-
dólar en 1971 y las sucesivas devaluaciones del dólar supusieron la quiebra del sis-
tema monetario internacional, inaugurado en la conferencia de Bretton Word
de 1944, sobre el que se había asentado el crecimiento y la estabilidad de la econo-
mía internacional desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

365
En este escenario de inestabilidad, la subida de los precios del petróleo en 1973,
el conocido como primer shock del petróleo, representó la quiebra del modelo econó-
mico vigente desde 1945. Sus efectos se manifestaron de inmediato en la economía
española. La crisis de los años 70 significó un cambio radical en la relación real de in-
tercambio, la elevación de los precios del petróleo y de las materias primas respecto
de los productos industriales golpeó con fuerza a la economía española, provocando
una disminución significativa de la renta nacional, dando lugar a la caída sostenida
de las tasas de crecimiento. El milagro español del crecimiento de los años 60 tocaba a
su fin y comenzaba a poner de manifiesto las frágiles bases sobre las que se sustenta-
ba. Los siguientes años no hicieron sino evidenciar los problemas estructurales del
crecimiento económico español, agravados por los estertores de una dictadura agoni-
zante que, en la búsqueda desesperada de su continuidad, trató de comprar la paz so-
cial con una política económica que acentuó hasta límites difícilmente soportables
las repercusiones de la crisis económica de los años 70, legando una pesada herencia
a la transición política iniciada tras la muerte del dictador en 1975.
Desde 1972, los efectos de la crisis económica internacional, manifestados en la
combinación de elevadas tasas inflacionistas con estancamiento económico, fenóme-
no novedoso respecto de la crisis inaugurada en 1929, conocido como estanflación, sa-
cudieron con dureza a la economía española. Los datos del cuadro macroeconómico
se deterioraron con rapidez: la inflación se desbocó hasta registrar en 1977 la cifra del
24,5%; las tasas de crecimiento del PIB disminuyeron por debajo del 2% y la balan-
za de pagos pasó a registrar saldos negativos desde 1974. La economía española había
entrado en recesión a la altura de 1975. Sin embargo, mientras los países europeos
adoptaban políticas de ajuste desde los inicios de la crisis, que permitieron controlar
los procesos inflacionistas y poner en marcha procesos de reconversión industrial, en
España las decisiones económicas marcharon en la dirección contraria.
En 1974, el ministro de Hacienda, Barrera de Irimo, puso en marcha, en palabras
de Fuentes Quintana, una delirante política compensatoria, que no hizo sino agudizar
los efectos de la crisis mediante el mantenimiento artificial de los precios de la ener-
gía, la sustitución de la demanda exterior por la demanda interna, a través del control
de determinados precios, y la sobreindiciación de los salarios, continuando la políti-
ca anterior de fijar las subidas salariales dos o tres puntos por encima de la inflación,
con el fin de evitar el incremento de la conflictividad social. Las consecuencias de
esta política delirante no se hicieron esperar, aceleración de los déficits de la balanza de
pagos y de la inflación y aparición de un déficit presupuestario que no hizo sino cre-
cer en los años posteriores como consecuencia de la agudización de la crisis. La muer-
te de Franco en noviembre de 1975 y el incremento de la conflictividad social y polí-
tica en los balbuceantes inicios de la transición, manifestada en la huelga de enero
de 1976, impidieron la adopción de una política de ajuste económico consecuente
con la gravedad de la crisis económica. De hecho, las medidas restrictivas impulsadas
por Villar Mir desde el Ministerio de Hacienda, representadas por la adopción de to-
pes salariales que frenasen el crecimiento de los costes laborales, saltaron por los aires.
El gobierno de Arias Navarro adoptó una política económica permisiva que se prolongo
hasta la firma de los Pactos de la Moncloa en 1977, tras las primeras elecciones demo-
cráticas del 15 de junio de 1977.
La naciente democracia española se encontraba en términos económicos frente a
un cuadro desolador: una inflación galopante, una balanza de pagos por cuenta co-
rriente deficitaria, una deuda exterior de 12.000 millones de dólares y una estructura
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366
económica aquejada de graves problemas estructurales. Desde luego, la herencia de la
dictadura, en términos económicos, puede ser calificada de todo menos brillante.
Así pues, la economía española en los inicios del proceso democrático se enfren-
taba a retos de considerable magnitud. De una parte, hacer frente a los efectos de la
crisis económica internacional, agravados por las decisiones económicas de los últi-
mos gobiernos de la dictadura; de otra, proceder, tarde o temprano, a un profundo
reajuste de los parámetros sobre los que se había desenvuelto el crecimiento econó-
mico anterior, lastrado de múltiples problemas, desajustes e ineficacias. Un sistema
económico en el que se combinaban una corrupción generalizada, a través de las pre-
bendas y los favores políticos, favorecida por la existencia de mercados cautivos que es-
capaban a la lógica del mercado y distorsionaban la asignación de recursos, junto con
un grosero remedo de los Estados del Bienestar que se habían construido en Europa oc-
cidental tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial, a través de prácticas pater-
nalistas que beneficiaban a determinados sectores de la sociedad española, incluidos
segmentos protegidos de la población asalariada empleada en el sector público, tanto
funcionarial como empresarial. Ambos elementos constituían el anverso y el reverso
de ese capitalismo corporativo español que a la altura de 1977 era incapaz de continuar
su reproducción.

31.2. EL PRIMER AJUSTE DE LA CRISIS. LOS PACTOS DE LA MONCLOA (1977)


La transición económica resultó una empresa de enorme envergadura, no sólo por
la magnitud de los problemas a los que se enfrentaba, sino también por el impacto
del segundo shock petrolífero, en 1979, que sacudió con fuerza a la economía interna-
cional y golpeó con dureza a la frágil economía española, que acababa de poner en
marcha la primera política de ajuste económico con los Pactos de la Moncloa, firma-
dos el 25 de octubre de 1977. La política de ajuste de los Pactos de la Moncloa perse-
guía dos grandes objetivos: corregir los grandes desequilibrios provocados por los
efectos de la crisis económica a través de una política de saneamiento que controlase la
inflación —en el verano de 1977 alcanzaba tasas mensuales de crecimiento del
44,7%— y mejorase la relación de intercambio con el exterior —el déficit de la balan-
za de pagos por cuenta corriente superaba los 5.000 millones de dólares—, y una po-
lítica de reforma que abordase la reestructuración de los sectores productivos afectados
por la crisis y la corrección de los problemas estructurales que distorsionaban el fun-
cionamiento de una economía de mercado heredados del capitalismo corporativo es-
pañol.
Por lo que respecta a la política de saneamiento contemplada en los Pactos de la
Moncloa, sus efectos se dejaron sentir con rapidez en la economía española. El nue-
vo marco político surgido tras las elecciones del 15 de junio de 1977 otorgó al gobier-
no de UCD la necesaria legitimidad democrática para emprender la senda del ajuste
económico tanto tiempo demorado. Nada más constituirse el gobierno en julio, se
procedió a la devaluación de la peseta respecto del dólar en un 20%, favoreciendo las
exportaciones —en un contexto favorable por la evolución positiva de las economías
de los países de la OCDE— y dificultando las importaciones, posibilitando el cam-
bio de tendencia en la balanza por cuenta corriente, que aunque no llevó a eliminar
el déficit frenó su crecimiento y permitió obtener un superávit en 1978. La devalua-
ción de la peseta fue acompañada de una política monetaria restrictiva, la escasez de
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367
Políticas de ajuste a la crisis económica

I. a) Un mejor equilibrio interno reduciendo la inflación, lo que re-


POLÍTICAS clama la práctica de tres políticas:
DE SANEAMIENTO
(AJUSTE GLOBAL) — Política monetaria: activa, continuada, estabilizadora, pre-
visible, dirigida a controlar el crecimiento en la cantidad
de dinero y vigilancia de los tipos de interés.
— Política presupuestaria (orientada a reducir el componente
estructural del déficit público): Reducir el ritmo de ex-
TENDENTES
pansión del gasto público (limitar los aumentos estructu-
A CONSEGUIR: rales).
— Política de ingresos: aplicación del sistema tributario euro-
peo con resolución del fraude fiscal, revisión de incenti-
vos y tarifas.
— Política de rentas: moderación en el crecimiento de los cos-
tes-trabajo y costes financieros.

b) Equilibrio exterior (reducir el déficit de la balanza corriente):


basado en la necesaria reducción de la inflación, fijación de
un tipo de cambio realista de la peseta que responda a las
tensiones del mercado, articulación de una política de pro-
moción de exportaciones y existencia de una protección
arancelaria racional.

II. — Mercado de trabajo: asegurar mayor flexibilidad en las condi-


ciones de contratación y movilidad de la mano de obra (evi-
POLÍTICAS tar rigidez en mercado de trabajo).
DE REFORMAS
— Mercados financieros: introducir una mayor competencia que
(AJUSTE POSITIVO) reduzca los costes de intermediación, así como asegurar la
movilidad en la utilización de los recursos del ahorro, con la
eliminación progresiva de los coeficientes de utilización
obligatoria de fondos, y procurar la moderación de los tipos
TENDENTES
de interés, lo que reclama una drástica limitación del déficit
público.
A LA REFORMA
DE MERCADOS
DE FACTORES
PRODUCTIVOS:
— Energía: asegurar la racionalización y nacionalización máxi-
ma de la energía consumida mediante la aplicación conti-
nuada del PEN.
TENDENTES A PRACTICAR — Producción industrial: reajustar la producción industrial a las
UNA POLÍTICA nuevas condiciones de coste y demanda mediante la practi-
DE AJUSTES ca de las políticas de reconversión y promoción.
PRODUCTIVOS
EN TRES SECTORES — Producción rural: orientar la producción interna en función
BÁSICOS:
de la demanda, reduciendo los costes y elevando la produc-
tividad y ganar valor añadido a través de la comercialización
e industrialización de los distintos productos agrarios.
— Transportes: importante por sus vinculaciones productivas.
Falta de ajuste en las empresas del sector (RENFE e IBERIA)

368
dinero a corto plazo elevó los tipos de interés de los préstamos. Estas medidas perde-
rían todo su sentido si no eran acompañadas de la moderación en el crecimiento de
los salarios. Los Pactos de la Moncloa favorecieron dicho compromiso. El acuerdo
político alcanzado por los partidos parlamentarios generó el suficiente consenso po-
lítico y social para que en la negociación de los convenios colectivos los sindicatos,
recientemente legalizados, aceptasen establecer las subidas salariales en función del
objetivo de inflación prevista por el gobierno para el año siguiente y no en función
de la inflación registrada en ese año de 1977. Los asalariados comprometieron su es-
fuerzo, a través de la pérdida de poder adquisitivo, con la consolidación de la nacien-
te democracia, mediante su contribución al saneamiento del deteriorado cuadro ma-
croeconómico que presentaba la economía española en 1977.
Si bien la política de saneamiento de los Pactos de la Moncloa obtuvo resultados
apreciables en la estabilización del cuadro macroeconómico, no sucedió lo mismo
con la política de reforma. Varios fueron los factores que ayudan a explicar la escasez de
resultados: el segundo shock petrolífero de 1979 —que abrió la senda a una nueva re-
cesión de la economía mundial—; la crisis de la UCD tras la aprobación de la Cons-
titución en diciembre de 1978, en un contexto de creciente inestabilidad política que
alcanzó su climax con el fallido intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981,
y, finalmente, la falta de apoyo social para imponer o consensuar con los sindicatos
las duras medidas de reconversión que exigían los sectores industriales en crisis, a lo
que hay que añadir la debilidad frente a los grupos de presión económica y social
para emprender determinadas reformas que terminasen con los mercados cautivos y pri-
vilegiados heredados del modelo económico de la dictadura. En el campo de la im-
prescindible reforma fiscal, se avanzó con la aprobación del proyecto de ley de medi-
das urgentes de julio de 1977, que desembocó en la aprobación de la Ley del Impues-
to Progresivo sobre la Renta de las Personas Físicas —IRPF— y la Ley sobre el
beneficio de las sociedades. Medidas imprescindibles para modernizar el obsoleto e
injusto sistema fiscal del franquismo y acercar la economía española a los parámetros
tributarios de la Comunidad Europea, que años después fue complementado con la
aprobación del Impuesto sobre el Valor Añadido (IVA).
El mercado de capitales se encontraba atrapado en un círculo perverso cuyas con-
secuencias se hicieron notar algunos meses después cuando el control de la inflación
a través de una política monetaria restrictiva, con la consecuente subida de los tipos
de interés, elevó hasta niveles difícilmente soportables los costes de los pasivos finan-
cieros. La situación se tornó insostenible para numerosas empresas, cuyos costos fi-
nancieros se dispararon mientras sus ventas aparecían estancadas, cuando no en fran-
co retroceso, producto de la contracción de la demanda. Por otra parte, la necesidad
de liberalizar el sistema financiero español —por razones de eficacia económica, pero
también por el imperativo de acercar las reglas de juego a las existentes en la Comu-
nidad Europea a la que se aspiraba ingresar— terminó por desembocar en una agudí-
sima crisis del estancado sistema financiero, cuyo saneamiento tuvo que ser soporta-
do por el conjunto de la economía española.
A la hora de hacer balance de la política de reforma contenida en los Pactos de la
Moncloa, podríamos concluir que en el único campo donde se registraron resultados
significativos respecto de los objetivos planteados fue en el ámbito de las relaciones
laborales. Los sindicatos aceptaron importantes sacrificios en aras de estabilizar la
economía con el fin de tratar de hacer frente al creciente problema del desempleo.
La aprobación del Estatuto de los Trabajadores en marzo de 1980 así lo atestigua.
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369
Evolución de la inflación en España, 1970-1997.

Como contrapartida, se mejoró la cobertura al desempleo y la Hacienda Pública pasó


a cubrir una parte de los gastos generados por el sistema de Seguridad Social. En el
caso de la empresa pública, en la política energética y, en general, en las reformas es-
tructurales, poco se avanzó en esos años. Así pues, si en 1978 se había logrado frenar
la espiral inflacionista y cambiar el signo de la balanza de pagos por cuenta corriente,
los datos del cuadro macroeconómico informaban de la persistencia y gravedad de la
crisis y de la necesidad de emprender reformas urgentes en la estructura económica
española.

31.3. LA CRISIS INTERMINABLE. EL SEGUNDO «SHOCK» DEL PETRÓLEO (1979-1982)


La evolución del calendario político del restablecimiento del sistema democráti-
co influyó en la marcha de la coyuntura económica. La aprobación de la Constitu-
ción el 8 de diciembre de 1978 y la consecuente disolución del Parlamento, con la
convocatoria de elecciones para el 1 de marzo de 1979, obligó a la prórroga de los res-
trictivos presupuestos de 1978, imposibilitando los planes de relanzamiento de la eco-
nomía a través de la inversión pública. Cuando se quiso actuar, el escenario econó-
mico internacional había cambiado de signo, fruto del segundo shock petrolífero tras
la revolución iraní. La escalada de precios se prolongó en los años siguientes, hasta 1982,
a resultas del estallido de la guerra irano-iraquí. Para la frágil economía española, el

370
impacto de la segunda crisis del petróleo tuvo una repercusión más aguda que para
otras economías de la OCDE. España no había puesto en marcha una política ener-
gética eficaz que disminuyera la dependencia petrolífera: en 1980 el 75,2% de la ener-
gía final consumida procedía del petróleo; además, la factura petrolífera se vio incre-
mentada como consecuencia de la escalada del dólar. Finalmente, el cambio de esce-
nario de la economía internacional incidió con fuerza en el sector exterior de la
economía española, sobre el que había descansado buena parte de la estabilización
del cuadro macroeconómico de 1978, dada la debilidad de la demanda interna.
Los efectos del cambio de escenario económico provocados por el segundo shock
petrolífero se dejaron sentir con rapidez y sumieron a la economía en una agudísima
crisis, que actuaba sobre una ya de por sí frágil estructura económica —de hecho, Es-
paña no participó en la fase de expansión de 1976-1979. Su tasa de crecimiento del
PIB rondó el 2% frente al 4% de los países de la OCDE. Una crisis que se proyectó
en los años siguientes hasta más allá de 1982, y de mayor intensidad que la recesión
registrada por las economías de los países industrializados. Además, la inestabilidad
política del periodo —crisis de la UCD e intento de golpe de Estado— actuó negati-
vamente sobre la economía al incapacitar a los sucesivos gobiernos de la UCD para
adoptar las medidas necesarias con las que afrontar los desequilibrios y los ajustes es-
tructurales que la situación demandaba. Entre 1979 y 1982, la inflación quedó estan-
cada entre un 16 y un 14%, otro tanto ocurrió con el déficit exterior. El déficit de la
balanza por cuenta corriente se situó en torno al 2% del PIB —diluyéndose el impac-
to positivo de la política de saneamiento de los Pactos de la Moncloa—, mientras
el déficit presupuestario se disparaba a la vez que el desempleo, que superó la tasa
del 16% en 1982, se convirtió en el principal problema de la sociedad española.
En este contexto, el gasto público pasó del 26% del PIB en 1975 al 38% en 1982.
Crecimiento del gasto impulsado por los efectos de la crisis, puesto que el grueso del
mismo correspondió a las prestaciones sociales —pago de pensiones y subsidio de de-
sempleo fundamentalmente— y a las transferencias de capital y subvenciones de ex-
plotación —consecuencia de la nacionalización de empresas en quiebra o inviables y
de las ayudas públicas a las mismas—, a la vez que perdían peso la inversión pública,
las compras de bienes y servicios y las retribuciones de los funcionarios.
Por otra parte, la viciada estructura de la economía, heredada del capitalismo cor-
porativo de la dictadura, puso al descubierto todos sus defectos e ineficiencias con la
agudización de la crisis desde 1979. Si desde la perspectiva internacional la crisis de
los años 70 puede ser calificada de una crisis estructural, queriendo indicar con ello
que significó el fin del modelo de desarrollo económico que caracterizó a las econo-
mías de los países industrializados desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, en el
caso español está aún más justificado hablar de crisis estructural.

31.4. UNA CRISIS ESTRUCTURAL DE MARCADO CARÁCTER INDUSTRIAL


Al inicio del decenio de los años 70, antes incluso de que estallara la crisis econó-
mica, los primeros síntomas de agotamiento de la industria sobre la que se había asen-
tado el crecimiento posterior a la Segunda Guerra Mundial, la llamada edad dorada,
comenzaban a ser evidentes, debido a su madurez y a la saturación de los mercados.
La crisis de los años 70 no hizo sino consolidar e incluso acelerar este proceso a esca-
la internacional. Siderometalurgia, productos metálicos, textil, minerales y productos
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371
no metálicos... entraron en una aguda depresión debido a las bruscas y sostenidas caí-
das de la demanda internacional, provocando una situación de sobreproducción di-
fícilmente solventable por la saturación de los mercados. La drástica elevación de los
precios de la energía —fundamentalmente el petróleo— no hizo sino agravar la ya de
por sí delicada situación, dado el consumo intensivo de energía de estos sectores de-
sarrollados en una época de energía barata y abundante.
En los años 70, los procesos de automatización y el desarrollo de las redes comu-
nicacionales —tanto de transporte de mercancías y personas como de la informa-
ción— dieron lugar a una recomposición de los mercados productivos, a través de es-
trategias de deslocalización y reubicación de amplios segmentos de la industria tra-
dicional a escala internacional, mediante transferencias tecnológicas hacia áreas
geográficas donde la mano de obra resultaba sensiblemente más barata que en los paí-
ses industrialmente desarrollados. Países latinoamericanos o del Sudeste asiático pre-
sentaban claras ventajas comparativas en los sectores tradicionales sobre los que se ha-
bía asentado el crecimiento de los años 50 y 60, hasta el punto de poder hablarse de
una nueva división internacional del trabajo, en el que nuevas áreas geográficas iniciaron
una dura competencia industrial con los países desarrollados, hasta entonces mono-
polizadores de los mercados internacionales de productos manufacturados. Esta cri-
sis estructural de la industrial tradicional obligó a los países desarrollados a embarcar-
se en duras políticas de reconversión industrial, que redujeron las dimensiones de es-
tos sectores en sus economías, tanto en términos de producción como de empleo, a
la vez que apostaban por los nuevos sectores productivos, especialmente la micro-
electrónica, la industria militar y aeroespacial, la informática, las tecnologías de la in-
formación o la biotecnología, consumidoras intensivas de capital, debido al alto com-
ponente tecnológico que implicaban.
En este contexto internacional, la industria española por su composición y com-
portamiento iba a sufrir duramente las consecuencias del componente industrial de
la crisis de los años 70. La industria española a principios de la década se caracteriza-
ba por la hegemonía de los sectores maduros: siderurgia, productos metálicos, minera-
les y productos no metálicos, textil, calzado, juguetes... Además, el espectacular creci-
miento industrial registrado en los años 60 se había realizado bajo una fuerte depen-
dencia exterior, dada la escasa, sería más exacto decir nula, tradición de innovación
tecnológica, resultando la industria española ajena por completo a lo que significaba
el I+D —Investigación y Desarrollo—, todavía atrapada por el que inventen ellos culti-
vado por la pesada y espesa herencia de la tradición ultramontana y antimoderna del
pensamiento conservador español, santo y seña de la dictadura del general Franco. Si
a ello le añadimos que el crecimiento de los años 60 se realizó bajo el manto protector
del capitalismo corporativo de la dictadura, por el cual numerosos sectores de la eco-
nomía española quedaron al margen de la competencia, a través de la creación de
mercados protegidos en los que se desenvolvían como pez en el agua los grupos de
presión, económica y política, en un sistema de corrupción generalizado, sostenido
por el estraperlista mercado de las licencias de importación y exportación, tendremos
el cuadro completo de la comprometida situación en la que se encontró la industria
española cuando estalló la crisis de los años 60.
En 1975, la estructura de la industria española presentaba el siguiente cuadro:
el 46,1% de la producción industrial procedía de los sectores del automóvil, caucho
y plástico, maquinaria y equipo mecánico, material de transporte, alimentación, refi-
no y papel pertenecientes al sector de demanda media establecido por la Comunidad
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372
Europea en función de las tasas de crecimiento por sectores manufactureros registra-
das entre 1972 y 1982 en la Comunidad Europea, los Estados Unidos y Japón; el
40,2% procedía de la siderurgia, construcción naval, productos metálicos, minerales
no metálicos, madera y corcho, textil, confección, cuero y calzado, pertenecientes al
sector de demanda débil, y sólo el 13,7% lo representaban el material eléctrico y elec-
trónico, informática, instrumentos de precisión, aeronaútica, química y farmacia, co-
rrespondientes a los sectores de demanda fuerte. Una estructura industrial concentrada
en los sectores industriales maduros, los más golpeados por la crisis de los años 70.
La agonía de la dictadura del general Franco demoró la adopción de medidas sig-
nificativas para hacer frente a la crisis económica. Se produjo así la paradójica situa-
ción de que la industria española registró hasta 1976 tasas de crecimiento positivo, a
diferencia de lo que ocurría en los países de la OCDE. Tal milagro fue posible por la
no repercusión de la subida de los precios del petróleo de 1973, por lo que la eleva-
ción de los costes productivos fue financiada por el conjunto de la sociedad españo-
la, una política suicida a corto plazo. Los efectos de la crisis hicieron su aparición
en 1977, cuando los países de la OCDE iniciaban su recuperación tras los ajustes in-
ducidos por el primer shock petrolífero. Se inauguraba una etapa de estancamiento y
recesión industrial que se prolongaría hasta 1984. En este año se habían perdido
el 24% de los empleos en la industria española respecto de las cifras de 1976, último
año en el que se registraron tasas de crecimiento significativas. Igualmente esclarece-
doras resultan las cifras de la compra de bienes de capital, que disminuyeron a un rit-
mo del 7% anual entre 1978 y 1983, lo que nos informa de la incapacidad de la in-
dustria española para renovar sus equipos, fruto de la caída de la demanda y del incremen-
to de los costes —laborales, entre 1970 y 1977, y financieros, entre 1977 y 1984—, pero
también consecuencia de su dependencia tecnológica y escaso afán innovador.
La coincidencia con la transición política y la debilidad de los gobiernos de UCD
entre 1979 y 1982 hicieron que salvo algunas medidas puntuales, en 1980 y 1981, no
se abordase una política rigurosa de reconversión industrial capaz de enfrentarse con
garantías de éxito a los problemas estructurales del sector: sobredimensionamiento,
obsolescencia, falta de competitividad... En junio de 1981 se aprobó el decreto-ley de
Reconversión Industrial, más tarde elevado a rango de ley, por el que se regulaba la
reconversión de los sectores textil, construcción naval, acero común, forja pesada, se-
mitransformados del cobre, equipo eléctrico para automoción, componentes electró-
nicos y calzado. Los resultados fueron claramente insatisfactorios, puesto que las me-
didas adoptadas se limitaron a la concesión de fondos públicos para reducir las sobre-
dimensionadas plantillas y el elevado endeudamiento de las empresas. En fin, unas
medidas que obviaban las cuestiones centrales de la crisis industrial española y sobre-
cargaban un gasto público en expansión que empezaba a gravitar en demasía sobre el
creciente déficit público.
Las primeras medidas de reconversión industrial llegaban con notable retraso, res-
pecto del resto de las economías de la OCDE, a la vez que eran excesivamente tími-
das, dada la gravedad del problema. Habrá que esperar al triunfo del PSOE a finales
de 1982 para que podamos hablar de una continuada y, más o menos, rigurosa, polí-
tica de reconversión industrial.

373
CAPÍTULO XXXII

El gobierno largo del PSOE.


Primera etapa: la salida de la crisis (1983-1986)

32.1. LA POLÍTICA DE AJUSTE ECONÓMICO (1983-1985).


LA SALIDA DE LA CRISIS INTERMINABLE
Las elecciones del 28 de octubre de 1982 cambiaron el escenario político de la de-
mocracia española. La mayoría absoluta alcanzada por el PSOE garantizaba un hori-
zonte de estabilidad política del que habían carecido los gobiernos anteriores de la
UCD; además, la transición política estaba culminada en sus aspectos básicos, aun-
que aún planeaban las sombras del intento de golpe de Estado de febrero de 1981.
Sin embargo, en el caso de la economía, la situación era bien distinta. De una parte,
los ajustes a la crisis, más allá de los acuerdos de la Moncloa de 1977, habían resultado
claramente insuficientes, sobre todo tras la nueva fase recesiva inaugurada con el se-
gundo shock petrolífero en 1979. Los desequilibrios del cuadro macroeconómico en
diciembre de 1982 así lo atestiguaban. España había atravesado el decenio de los 70
y el inicio de los años 80 sin adoptar las medidas necesarias para acomodar el funcio-
namiento de su economía a los nuevos parámetros de la economía internacional.
Apenas se habían iniciado las reformas estructurales que el obsoleto e ineficiente capita-
lismo corporativo heredado de la dictadura exigía para insertarse con éxito en el nuevo
escenano económico internacional surgido de la crisis de los años 70, situación agra-
vada por la necesidad de incorporar en un lapso de tiempo reducido las normas, le-
gislación y reglas de juego vigentes en las economías de la Comunidad Europea a la
que se aspiraba pertenecer. Finalmente, un tercer elemento entraba en juego, más si
cabe aún desde la perspectiva socialdemócrata del nuevo gobierno surgido de las elec-
ciones de 1982: la necesidad, por razones de justicia social pero también de conver-
gencia política, económica y social con los países de la Comunidad Económica, de
construir un Estado del Bienestar que sustituyera el injusto social y económicamente
Estado paternalista de la dictadura.
La inflación se situaba en el 14,4% —alrededor del doble de los países de la
OCDE—, el déficit de la balanza por cuenta corriente no era capaz de bajar del 2%
del PIB —cuando los países de la OCDE se situaban en torno al 0,5%—, el déficit
público alcanzaba el 5,4% del PIB, mientras el PIB se encontraba estancado en el
0,5% y el desempleo sobrepasaba los dos millones de personas —el 16,5%. Ante esta
comprometida situación, el gobierno del PSOE optó por la adopción de una riguro-
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374
sa política de ajuste económico que corrigiese los principales desequilibrios macro-
económicos. En la definición de la política de ajuste elegida influyó el fracaso de la
política expansiva puesta en marcha en Francia por el primer gobierno del socialista
François Mitterrand, recién elegido Presidente de la República. En diciembre de 1982,
a los pocos días de constituido el primer gobierno socialista, se devaluó la peseta, me-
dida acompañada de una política monetaria fuertemente restrictiva, con el fin de
controlar la inflación y mejorar el saldo exterior, es decir, se optó por retomar con re-
novadas energías la senda del ajuste abierta por los Pactos de la Moncloa. Los resulta-
dos se vieron favorecidos por el cambio de escenario de la economía internacional:
la reactivación de la economía mundial y la caída de los precios del petróleo, sobre
todo desde 1985, favorecieron el éxito de las medidas de ajuste adoptadas.
Así, del deficitario saldo exterior de principios de los 80 se pasó al superávit de
1984 —más relevante aún si tenemos en cuenta que la media de los países de la
OCDE era en ese año negativo—, el cambio de signo de la balanza de pagos se man-
tuvo y proyectó en los años siguientes, llegando a superar las reservas de divisas el
montante de la deuda externa al inicio de la segunda mitad de la década de los 80,
algo que no sucedía desde 1974. Respecto de la inflación, la combinación de la polí-
tica monetaria restrictiva —con elevados tipos de interés— con la moderación sala-
rial permitió situar las tasas por debajo del 10% a partir de 1984, algo que no ocurría
desde 1972 —disminuyendo a su vez el diferencial respecto de los países de la
OCDE. La política antiinflacionista fue sostenida fundamentalmente por la pobla-
ción asalariada. De una parte, como consecuencia del incremento del desempleo en-
tre 1983 y 1985 —del 16,8% de 1982 se pasó a una tasa de paro del 21,7% en 1985—,
y, de otra, mediante la moderación salarial que hizo que durante esos tres años la par-
ticipación de las rentas salariales cayeran 5 puntos porcentuales en la Renta Nacional,
en paralelo a la recuperación registrada por los excedentes empresariales.
En 1985, el año inmediatamente anterior a la incorporación de España a la Co-
munidad Europea, la persistencia de la política de ajuste había encauzado dos de los
graves desequilibrios que la economía española venía arrastrando desde el inicio de
la crisis económica: el control de la inflación —en 1985 fue del 8,8—y el déficit del
sector exterior —el saldo de la balanza por cuenta corriente registró un superávit
del 1,8% del PIB en 1985. Sin embargo, la política de ajuste unida a la adopción de
las primeras medidas efectivas de reforma estructural y el incremento del gasto públi-
co destinado a la construcción del Estado del Bienestar provocaron el crecimiento
del desempleo y del déficit público.
La crisis industrial —con la consecuente reducción de plantillas y cierre de em-
presas— unida a la incorporación de la nuevas generaciones al mercado laboral en
un contexto recesivo con destrucción neta de empleo— y la incorporación de la mu-
jer al trabajo —expresión de las transformaciones sociales y culturales que desde fina-
les de los sesenta venían produciéndose en la sociedad española— elevaron las tasas
de desempleo hasta cerca de los tres millones de personas en 1985 —2.961.470 per-
sonas—, el 21,7% de la población activa. A pesar de todo, el ritmo de la destrucción
de empleo se redujo entre 1982 y 1985, frente al periodo inmediatamente anterior.
El déficit público continuó su crecimiento en los primeros años de gobierno del
PSOE, desde el 5,4% del PIB de 1982 hasta el 6,2% de 1985. Las razones de este cre-
cimiento son varias: el incremento del gasto público en el capítulo de las prestacio-
nes sociales, consecuencia del incremento del desempleo —aumento de los gastos
del subsidio de paro— y de las jubilaciones anticipadas —fruto de la reducción de
xxxxxxxxx
375
plantillas— provocada por la crisis industrial; pero también debido a la política social
destinada a crear las bases de una sociedad del bienestar mediante el incremento de los
gastos en educación, sanidad y pensiones, en consonancia con los presupuestos so-
cialdemócratas del gobierno y de los modelos europeos del bienestar a los que Espa-
ña pretendía incorporarse a través de la adhesión a la Comunidad Europea. Además
el crecimiento del déficit público se vio alimentado por la adopción de una política
monetaria ortodoxa destinada a combatir la inflación, por lo que se renunció a finan-
ciar el déficit a través del recurso al Banco de España, como había ocurrido en años
anteriores; ello significó acudir a los mercados de capitales mediante la emisión de
Deuda Pública.
El año 1985 marcó el inicio de la tan demorada recuperación económica. La de-
manda interior comenzó a recuperarse, tanto desde el lado de la inversión como des-
de el consumo; otro tanto sucedió con las importaciones, dando lugar al cambio de
tendencia desde el sector exterior a la demanda interna como factor de crecimiento,
mientras la industria afianzaba su recuperación. El cambio de escenario económico
coincidió con la incorporación de España a la Comunidad Europea. La recuperación
económica se benefició de este hecho y de la continuidad de la expansión de la eco-
nomía internacional iniciada en 1982, a la que España se incorporó con fuerza tras el
ajuste continuado aplicado entre 1983 y 1985. Sin embargo, quedaban todavía im-
portantes problemas estructurales por resolver. Las deficiencias en infraestructuras, las
rigideces de determinados mercados —históricamente alérgicos a la competencia—,
la reforma de la Administración pública y los problemas de una empresa pública
—viciada por los comportamientos heredados de la dictadura— eran lastres que de-
bían ser corregidos. Así pues, la transición económica había iniciado su andadura, pero
a la altura del 1 de enero de 1986, fecha de la incorporación efectiva de España a la
Comunidad Europea, no había concluido.

Evolución anual del producto Interior Bruto (PIB). Tasas de variación.


En pesetas constantes. Año base 1986.

376
32.2. LA RECONVERSIÓN INDUSTRIAL (1983-1987). EL SER O NO SER DE LA INDUSTRIA ESPAÑOLA
El PSOE se tuvo que enfrentar a la aguda crisis que atravesaba la industria espa-
ñola sin más dilación en el tiempo. Su amplia mayoría absoluta y su predicamento
entre los trabajadores industriales le permitieron afrontar con un amplio margen de
maniobra el espinoso tema de la reconversión industrial. La gravedad de la situación
hacía inviable la simple prolongación de las medidas adoptadas en 1981 con el decreto-
ley de Reconversión Industrial, esto es, la mera continuidad de las ayudas públicas
para reducir plantillas y sanear el excesivo endeudamiento de las empresas. Resultaba
imprescindible una amplia reestructuración de la industria española, sectores enteros
como la siderurgia y la construcción naval estaban absolutamente sobredimensiona-
dos, sus costes eran insostenibles y su producción desbordaba las posibilidades de la
demanda interna y externa; además, tecnológicamente habían quedado obsoletos, in-
capaces de competir en las nuevas condiciones del mercado mundial. Otro tanto ocu-
rría con el sector textil, la automoción, las industrias extractivas —sobre todo la mi-
nería del carbón—, los electrodomésticos —tanto los de la línea blanca (lavadoras, fri-
goríficos, etc.) o la electrónica de consumo, como la denominada línea marrón
(televisores, equipos de audio, etc.)— o la industria químico-farmaceútica.
En suma, el conjunto de la industria española estaba aquejada de una profundí-
sima crisis estructural que no admitía más paños calientes. Asimismo, la creciente
mundialización de la economía, que ya se afirmaba en los inicios de la década de
los 80, y la previsible entrada en un corto espacio de tiempo en la Comunidad Euro-
pea —con la consecuente adopción de la legislación comunitaria—, impedían el re-
curso tradicional de las ayudas públicas a fondo perdido o la reserva del mercado in-
terior para la industria española, con la contrapartida que estas políticas habían teni-
do en etapas anteriores de subvencionar la ineficiencia y la ineficacia por el resto de la
sociedad española, a través de unos precios directos o indirectos —mediante las subven-
ciones— sensiblemente más elevados que en el resto del mundo. El modelo del capita-
lismo corporativo de la dictadura no sólo era socialmente injusto y económicamente cos-
toso, también resultaba inviable en las nuevas condiciones de la economía mundial.
Los efectos de la crisis económica sobre el sector industrial se manifestaron con
toda su crudeza en los años comprendidos entre 1978 y 1984, cuando las tasas de ac-
tividad industrial anotaron sus peores registros. Crisis industrial de carácter estructu-
ral, que puso en evidencia la fragilidad del tejido industrial construido durante los
años del desarrollismo, dado el peso de la industria tradicional, la dependencia tecno-
lógica y las carencias competitivas de la industria española, reflejado en la caída de las
tasas de crecimiento, de la producción, la demanda, las plantillas, los excedentes y las
expectativas, a la vez que en la elevación de los costes. Entre 1975 y 1985, la industria
perdió un millón de empleos —de las 3.583.000 personas empleadas en 1975 se pasó a
las 2.590.000 de 1985—, una reducción del 27,71% del empleo industrial existente
en 1975. Esta brutal caída del empleo en el sector se vio acompañada por un paralelo
incremento exponencial de los costes, con la consecuente pérdida de competitividad.
En el incremento sostenido de los costes del sector, los salarios comenzaron a mo-
derar su impacto a partir de los Pactos de la Moncloa. La moderación salarial y la susti-
tución de trabajo por capital —mediante la reducción de plantillas— encontró su pro-
yección en los años siguientes a través de los distintos acuerdos suscritos por los princi-
xxxxxxx

377
pales sindicatos dentro de la política de concertación social que se prolongó a lo largo
de los años 80 y 90, una vez superado el enfrentamiento gobierno-sindicatos que de-
sembocó en la huelga general del 14 de diciembre de 1988. En el corto plazo, la mode-
ración en el crecimiento de los costes laborales iniciada a partir de los Pactos de la Mon-
cloa fue sustituida por el encarecimiento de los costes financieros, fruto de las altas ta-
sas de endeudamiento del sector industrial y la elevación sostenida de los tipos de
interés que acompañó a la política antiinflacionista puesta en marcha en dichos Pactos.
A la hora de hablar de la reconversión industrial no puede obviarse la situación de
la empresa pública española. Entre 1983 y 1985 se frenó la perversa y costosa tradición
de la estatalización de las empresas privadas en quiebra, que tendía a socializar los costes
de la mala gestión empresarial. Un proceso que se acentuó durante los años de la tran-
sición política como consecuencia de los efectos combinados del comportamiento del
sector público durante la dictadura y las presiones políticas y sindicales para garantizar
el empleo a toda costa, sin reparar en los costes económicos y sociales que ello implica-
ba. De hecho, en 1983 el 70% del déficit del grupo INI —Instituto Nacional de Indus-
tria— procedía de las empresas estatalizadas entre 1977 y 1982. La reconversión indus-
trial se realizó sin acudir al sempiterno y costoso recurso de socializar las pérdidas a tra-
vés de la estatalización de las empresas industriales en crisis. La excepción a este cambio
en la orientación del tratamiento de las empresas y sectores en crisis la constituyó la ex-
propiación del grupo Rumasa, caracterizado por una gestión heterodoxa en la que las
pérdidas del grupo eran encubiertas mediante ingeniería financiera, a través de la con-
cesión de múltiples créditos cruzados sin respaldo entre los bancos y las empresas del
holding. Rumasa se encontraba a finales de 1982 en una situación de quiebra técnica que
llevó al gobierno a optar por su expropiación. Los costes de la expropiación fueron ex-
cesivos y es posible que ello contribuyera al cambio en la orientación de la gestión de
la política de reconversión industrial por el gobierno socialista.
El primer gobierno del PSOE fijó como una de sus prioridades la política de re-
conversión industrial. El Real Decreto de 30 de noviembre de 1983 y la Ley del 26 de
julio 1986 establecieron el marco legal desde el que se actuó. Las medidas adoptadas
perseguían un doble objetivo: reconvertir la industria tradicional en crisis y potenciar
los nuevos sectores productivos con el fin de modernizar y asegurar el futuro del sec-
tor industrial de la economía española. En el caso de los sectores maduros la sobrepro-
ducción, la obsolescencia de los procesos productivos y el exceso de las plantillas
obligaban a tratar globalmente a los distintos sectores afectados por la crisis.
La eliminación de la sobreproducción y la modernización de las instalaciones indus-
triales pasaba por el cierre de numerosas empresas y la reducción significativa de otras
muchas, con el consecuente incremento del desempleo industrial. El problema resulta-
ba agravado por la concentración de determinados sectores industriales en crisis en de-
terminadas áreas de la geografía española, en algunos casos en situación de monocultivo
industrial, por lo que el cierre de determinadas industrias significó el declive de determi-
nadas zonas y comarcas, sobre todo en los casos de la siderurgia, la construcción naval o
el sector del metal. Zonas como la cornisa cantábrica —sobre todo Asturias y el País Vas-
co—, pero también El Fenol en Galicia, Sagunto en el Levante mediterráneo, la bahía
de Cádiz en Andalucía, la zona sur de Madrid o el cinturón industrial de Barcelona su-
frieron un auténtico proceso de desertización industrial, con los problemas añadidos de de-
sempleo, o en el mejor de los casos, de jubilaciones anticipadas, con graves repercusio-
nes en la economía global de dichas zonas, dada su dependencia económica de los en-
tramados industriales levantados alrededor de las grandes empresas condenadas al cierre.

378
La desaparición de estas grandes industrias dejaba tras de sí un panorama desola-
dor no sólo en términos sociales y económicos, sino también medioambientales, de-
bido al elevado carácter contaminante de muchas de estas industrias —agravado por
la ausencia de cualquier tipo de control en el que habían desarrollado su actividad en
los decenios anteriores. Ríos y bahías destruidos por los vertidos tóxicos, suelos con-
taminados de metales pesados dibujaban un paisaje degradado en el que difícilmen-
te encontraban alicientes para instalarse nuevas industrias. Un panorama que generó
importantes movilizaciones por parte de los trabajadores afectados, que contaron con
el apoyo o la simpatía del resto de la población de las comarcas afectadas, conscien-
tes de que el fin de la actividad de las industrias en crisis planteaba un oscuro hori-
zonte laboral y económico-social para dichas zonas.
A pesar del coste social y político, el gobierno socialista, convencido de que era
la única apuesta de futuro para la supervivencia de la industria española, llevó a cabo
la tan demorada reconversión industrial. Se cerraron empresas, se redujeron las di-
mensiones de otras y se impulsó la reordenación de los sectores industriales en crisis
mediante la modernización tecnológica de los procesos productivos, bien directa-
mente desde el sector público o a través de ayudas públicas en planes concertados
con el sector privado. Paralelamente, se adoptaron medidas complementarias que tra-
taron de ofrecer alternativas a las zonas más duramente castigadas por la crisis indus-
trial. Fueron los Fondos de Promoción de Empleo y las Zonas de Urgente Reindus-
trialización —ZUR—, que pretendían recuperar el tejido social y productivo, me-
diante ayudas para la implantación de nuevas industrias en las zonas afectadas y la
recuperación de los viejos espacios industriales, a través de inversiones en infraestruc-
turas y la regeneración de los ecosistemas industriales dañados por la intensa conta-
minación de la actividad industrial pretérita.
Los resultados no fueron espectaculares, el nivel de deterioro alcanzado hizo que
las nuevas localizaciones industriales buscasen otras zonas menos dañadas. Finalmen-
te, la política de reestructuración industrial persiguió un segundo gran objetivo, ade-
más de la reconversión de la industria tradicional en crisis, el impulso al desarrollo de
los sectores productivos de demanda fuerte: aeroespacial, electrónica e informática, ins-
trumentos de precisión, productos farmacéuticos...
A la altura de 1986, la política de reconversión industrial había cubierto buena par-
te de los objetivos fijados. La reducción de plantillas afectó a 83.000 personas en los sec-
tores en reconversión —cerca de 800 empresas—, un 80% de los objetivos previstos,
mediante las jubilaciones anticipadas, las bajas incentivadas y la incorporación del res-
to de los trabajadores afectados a los Fondos de Promoción de Empleo. A pesar de la
importancia de las cifras, la pérdida de empleo a través de los planes de reconversión
sólo afectó a menos del 10% del total del empleo industrial destruido entre 1975 y 1985
—cerca de un millón de personas. El esfuerzo inversor comprometido en la moderni-
zación de las instalaciones y remodelación del aparato productivo sobrepasó en 1987
los 500.000 millones de pesetas, fundamentalmente concentrados en el sector textil
—37,5%— y la siderurgia integral —34,4% del total—, cantidad que se elevó hasta los
cerca de un billón y medio de pesetas por las ayudas a las empresas públicas del grupo
INI, en forma de créditos, avales, ampliaciones de capital y reposición de pérdidas.
La política de reconversión industrial permitió frenar el deterioro del tejido indus-
trial, impidiendo la desaparición completa de sectores inviables a principios de los
años 80 y generó las condiciones para su viabilidad en el inmediato futuro. El redi-
mensionamiento en las plantillas y en la producción de sectores como la siderurgia,
xxxxxxxx
379
aceros especiales, grandes astilleros y fertilizantes los salvaron del peligro de extin-
ción. Lo mismo ocurrió con la recuperación de los pequeños y medianos astilleros
los electrodomésticos y el textil. Se redujeron significativamente las pérdidas en ace-
ros especiales, siderurgia, grandes astilleros y fertilizantes, y entraron en beneficios
electrodomésticos, textil, equipos de automoción y componentes electrónicos. La po-
lítica de reconversión industrial dejó sentir sus efectos positivos sobre la empresa pu-
blica, que mejoró en racionalización, organización, gestión y rentabilidad.
Si en 1975 el 45,1% de la producción industrial correspondía a los sectores de de-
manda media, según la calificación de la Comunidad Europea, el 40,2% procedía de los
sectores de demanda débil y sólo el 13,7% se situaba en los de demanda fuerte, diez años
después, en 1985, la situación había registrado algunos cambios significativos: el 53,2%
de la producción industrial procedía de los sectores de demanda media, el 32,9% de los
de demanda débil y sólo el 13,9% correspondía a los de demanda fuerte. De todas formas,
estos cambios en la composición de la producción industrial revelaban los problemas
estructurales de la industria española. El peso de los sectores punta, aquellos que incor-
poran un mayor dinamismo y capacidad tecnológica, continuaban estancados en el
14% de la producción industrial, manifestación de la debilidad de la industria españo-
la, incapaz de incorporarse a los nuevos rumbos que en dicho ámbito estaban aconte-
ciendo en el escenario internacional. Esta apreciación se ve confirmada si tomamos en
consideración el peso de la innovación tecnológica —más bien habría que decir para
ser precisos la ausencia de peso de la innovación tecnológica— en la industria españo-
la; los datos comparativos del periodo 1975-1985 así lo confirman.
Encuesta industrial de productos, 1995
Valor de la producción industrial por agrupaciones de actividad

Fuente: Contabilidad Nacional de España (CNAE). Instituto Nacional de Estadística (INE)

380
A este respecto, la industria española continuaba mostrando una clara dependen-
cia tecnológica del exterior, uno de los factores que explican, conforme se fue libera-
lizando la economía por proceso de integración en la Comunidad Europea, la trans-
ferencia en la propiedad de numerosas empresas de capital español a empresas extran-
jeras, dada la consustancial incapacidad del empresario español para competir en
condiciones de igualdad en los mercados nacional y exterior. Al menos ello supuso
una limpieza de un empresariado incompetente, aunque con la consiguiente contra-
partida de una mayor dependencia exterior de la industria radicada en la geografía es-
pañola. Podríamos decir que como consecuencia de la crisis de los años 70 y prime-
ra mitad de los 80, la permanencia del devastador que inventen ellos se veía comple-
mentado por una aceleración de su correspondiente correlato que podríamos
resumir en el que produzcan ellos en lo referente a significados sectores del empresa-
riado español.

32.3. LA CRISIS BANCARIA (1977-1985).


LOS COSTES DE LA MODERNIZACIÓN
DE UN SISTEMA FINANCIERO ANQUILOSADO

La crisis económica española también afectó de manera aguda al sistema finan-


ciero. Es verdad que en el escenario internacional el sector financiero atravesó di-
ficultades durante los años 70. Pero la gravedad y características de la crisis del sis-
tema financiero en España fueron mayores. Dicha crisis fue producto no sólo de
los efectos de la crisis económica y las tardías respuestas adoptadas para hacer fren-
te a la misma, sino también, y de manera fundamental, debido a la estructura he-
redada del capitalismo corporativo de la dictadura, que en el sector financiero encon-
tró una de sus más acabadas y perversas expresiones. La crisis del sector financie-
ro abarcó al conjunto del mismo, desde las aseguradoras a la banca. Varias fueron
las razones que explican la magnitud del problema, unas de carácter coyuntural,
vinculadas a la evolución de la crisis económica, y otras de carácter estructural,
producto del sistema financiero cristalizado por la Ley de Ordenación Bancaria
de 1962.
Respecto de las primeras, el impacto de la crisis económica se dejó sentir en
el sistema bancario. De una parte, el elevado endeudamiento empresarial adqui-
rido durante la primera etapa de la crisis colocó a numerosas empresas en una po-
sición financiera insostenible cuando cambió la relación entre tipos de interés e
inflación a partir de 1977. El crecimiento desmesurado de los costes financieros
llevó a numerosas empresas hasta la insolvencia, incrementándose espectacular-
mente la cartera de morosos y créditos fallidos en manos del sistema bancario.
Por otra parte, las elevadas carteras industriales de la banca española colocaron a
las instituciones con un mayor compromiso industrial en una posición delicada
dada la gravedad de la crisis industrial. Las pérdidas acumuladas en las inversio-
nes industriales pivotaron negativamente sobre sus cuentas de resultados. Final-
mente, el encarecimiento de los costos de explotación y la mala gestión, en algu-
nos casos claramente fraudulenta, terminaron por complicar definitivamente la
situación.

381
A ello debemos añadir los problemas estructurales del sector, derivados de una
legislación bancaria procedente de la dictadura. Un mercado claramente interveni-
do, en el que la geografía española quedaba repartida en áreas de negocio acotadas
para las operaciones de las distintas instituciones bancarias, desembocó en la cons-
titución de mercados cautivos que encubrían las deficiencias en la gestión y alteraban
radicalmente las condiciones del mercado financiero; de forma que la mala gestión,
cuando no simple y llanamente el fraude, eran repercutidos directamente sobre los
clientes, particularmente los pequeños ahorradores alejados de los circuitos privile-
giados de financiación, y consecuentemente los elevados costes de explotación, en
ocasiones verdaderamente abusivos, eran trasladados al conjunto de la economía.
Esta situación ventajista comenzó a resquebrajarse a partir de 1977 con el inicio del
proceso de liberalización del sistema financiero español, por el que las institucio-
nes bancarias vieron eliminadas las cortapisas para operar sin restricciones a lo lar-
go y ancho de toda la geografía española, a la vez que se permitía la entrada de la
banca internacional; con ello, cambiaban las reglas del juego y paulatinamente el
principio de competitividad empezaba a sentirse en las cuentas de resultados de la
banca.
La primera respuesta al inicio de la liberalización del sistema financiero fue una
alocada carrera de apertura de sucursales para captar nuevos clientes. Entre 1973 y 1983
se triplicó el número de oficinas bancarias, lo que significó un considerable incre-
mento de los costes de explotación, con la consiguiente disminución de los márgenes
de beneficios y, consecuentemente, el incremento del riesgo, ya de por si elevado,
contraído por las instituciones bancarias. Fue una especie de fuga hacia delante que
para algunas instituciones significó su bancarrota definitiva.
Álvaro Cuervo ha estimado el coste de la crisis bancaria española entre 1977
y 1985 en cerca de dos billones de pesetas —1.911.674 millones de pesetas—,
cantidad a la que hay que agregar los costes de años posteriores. Dada la magni-
tud de la crisis bancaria, la sociedad española tuvo que asumir en su conjunto el
grueso de los costes de la misma. El riesgo de una bancarrota del conjunto del sis-
tema bancario era muy elevado. El Banco de España, mediante la creación del
Fondo de Garantía de Depósitos (FGD) en noviembre de 1977, aportó hasta 1985
la cifra de 701.225 millones de pesetas, a esta cifra hay que agregarle los 561.197
millones de pesetas que costó la crisis del Grupo Rumasa, del que se hizo cargo
directamente el Estado mediante su expropiación. El FGD intervino 29 bancos
hasta 1985, lo que significaba el 51,6% de los recursos ajenos de los bancos en
crisis.
Los casos Rumasa, Banca Catalana y Banesto fueron los ejemplos más significa-
tivos y relevantes de una crisis bancaria que puso al sistema financiero español al
borde de la bancarrota, ejemplos paradigmáticos de una crisis estructural en la que
se combinaron las consecuencias del perverso capitalismo corporativo español, los efec-
tos de la crisis económica y la mala gestión que en numerosas ocasiones encubría
prácticas fraudulentas, cuando no lisa y llanamente el fraude. La crisis del sistema
financiero no se agotó en la banca, también alcanzó al sistema de las cajas rurales
—aunque sus efectos sobre el conjunto de la economía fueron menores debido a
la escasa dimensión de las mismas, su cuota de mercado sólo representaba el 3,5%
del sistema bancario al inicio de la crisis—, que fueron agrupadas y tuteladas por el
Banco de Crédito Agrícola —perteneciente al sector público— para proceder a su
saneamiento.

382
32.4. LA CRISIS DEL SECTOR ENERGÉTICO (1975-1985)
No menos importante por sus costos y repercusiones fue la reordenación del
sector energético español. Un sector que arrastraba dos graves problemas que esta-
ban lastrando seriamente el funcionamiento de la economía española: la fuerte de-
pendencia del petróleo y los excesos de capacidad del sector eléctrico, agravados
por la aprobación el 28 de julio de 1979 del II Plan Energético Nacional (PEN),
que contemplaba un horizonte de incremento del consumo eléctrico absoluta-
mente irreal y que supuso una fuerte apuesta por el desarrollo de la energía nu-
clear.
En 1975 se aprobó el primer Plan Energético Nacional, que fijaba unas tasas de
crecimiento del consumo energético para el decenio siguiente absolutamente dispa-
ratadas y en el que la reducción de la dependencia petrolífera se fundamentaba en la
apuesta por el desarrollo de la energía nuclear, la gran protagonista del Plan de 1975
al contemplar la construcción de 24 nuevos grupos con una potencia eléctrica total
de 23,8 Gw, que debían cubrir la mitad de la producción eléctrica prevista para 1985.
Un plan que por sus desmesuradas previsiones y su apuesta por la energía nuclear es-
tuvo en la base de los graves problemas que el sector eléctrico atravesó en los siguien-
tes años.
Consumo de energía primaria. Miles de ktep.

383
Evolución del consumo de energía primaria en España, 1980-1996
1
Año Carbón Petróleo Gas natural Hidráulica Nuclear Saldo Total
o/o o/o o/o o/o o/o o/o o/o
1980 19,4 72,8 2,3 3,7 2 -0,2 100
1981 22,4 68,7 2,6 2,8 3,7 -0,2 100
1982 25,4 65,5 2,8 3,3 3,4 -0,4 100
1983 26,1 63 3,3 3,5 4,1 0 100
1984 25,9 58,6 2,7 3,9 8,6 0,3 100
1985 27 55,9 3,1 3,8 10,3 -0,1 100
1986 25,4 55,2 3,2 3,1 13,3 -0,1 100
1987 23,6 55,8 3,5 3,1 14,1 -0,2 100
1988 19,3 56 4,4 3,8 16,6 -0,1 100
1989 22,3 53,6 5,2 1,9 17 -0,2 100
1990 21,7 54,2 5,7 2,5 16 0 100
1991 21,1 54,4 6,1 2,6 16 -0,1 100
1992 21,2 55,7 6,4 1,9 15,9 0,1 100
1993 20,2 55,7 6,4 2,4 16 0,1 100
1994 19,3 54,9 6,9 2,6 15,3 0,2 100
1995 19,1 55,2 7,5 2 14,7 0,4 100
1996 16,1 56,6 8,6 3,6 15 0,1 100
1
Incluye RSU y otros combustibles sólidos consumidos en generación eléctrica.
Fuente: Ministerio de Industria y Energía.
Procedencia: Anuario de El País, 1998.

Respecto de la dependencia petrolífera, los avances registrados en la diversifica-


ción de las fuentes de energía y de ahorro en el consumo habían sido inapreciables a
la altura de 1983, a pesar del impacto que los dos shocks del petróleo —de 1973
y 1979— habían tenido en la profundización de la crisis económica internacional
—en 1973 el 75,4% del consumo final de energía procedía del petróleo, en 1982 to-
davía representaba el 70,3% del consumo final, frente al 56,1% de la Comunidad Eu-
ropea. Entre 1983 y 1985, las políticas de ahorro energético fueron claramente insu-
ficientes; sin embargo, la situación mejoró a partir de 1984-1985 por los efectos com-
binados de la reducción de los precios del petróleo en los mercados internacionales
y el fin de la escalada del dólar, moneda en la que se realizan los pagos en el merca-
do petrolífero.
El otro gran problema del sector energético español estribaba en la estructura del
sector eléctrico español y en la equivocada planificación de las previsiones contem-
pladas en el II Plan Energético Nacional. En primer lugar, el sector eléctrico privado
español ha constituido históricamente, desde su configuración en el primer tercio del
siglo XX, uno de los grupos de presión económica y política más importantes del país,
junto con el de la banca privada, al que por otra parte estaba estrechamente ligado.
Sus intereses corporativos hicieron fracasar el intento de reconversión y racionaliza-
ción del sector eléctrico contemplado en los Pactos de la Moncloa, para posterior-
mente en 1979 imponer sus intereses en la concepción, elaboración y aprobación de
los desmesurados, por irreales, objetivos contenidos en el II PEN. Un Plan que con-
templaba un crecimiento del consumo eléctrico neto para la década de los años 80
xxxxxxxxx

384
que no llegó a cumplir siquiera la mitad de las previsiones establecidas. Su puesta en
marcha significó una apuesta ruinosa a favor de la energía nuclear, en la que se con-
citaron los intereses de las eléctricas, la banca y las grandes constructoras privadas,
que supuso desembolsos multimillonarios en la construcción de nuevas centrales nu-
cleares.
La envergadura de los capitales comprometidos no se vieron acompañados del
previsto incremento del consumo eléctrico, debido a la combinación de las irreales
previsiones, la agudización y persistencia de la crisis económica entre 1979 y 1985 y
la mala gestión empresarial, que terminó por generar un gigantesco endeudamiento
que colocó al sector eléctrico al borde de la bancarrota. Ante esta crítica situación, el
gobierno socialista emprendió la reordenación del sector eléctrico mediante la nacio-
nalización de la red de alta tensión, gestionada desde entonces como un servicio pú-
blico a cargo de la empresa pública REDESA—4 de mayo de 1983—, la paralización
del programa nuclear, el intercambio de activos empresariales con el fin de racionali-
zar y redimensionar las empresas eléctricas y la corrección de los graves desequilibrios
financieros contraídos. En diciembre de 1985 el trasvase de activos superó los 900.000
millones de pesetas. La reorganización del sector eléctrico emprendida en 1983 creó un
nuevo mapa del mismo. Los costes de dicha reorganización fueron asumidos en bue-
na medida por el sector público y el conjunto de la sociedad española, mediante la
incorporación a la factura eléctrica de un canon para financiar las multimillonarias in-
versiones fallidas en el programa nuclear.

385
CAPÍTULO XXXIII

El ingreso de España en la Comunidad Europea.


La apuesta definitiva por la modernización
de la economía española (1985-1996)

33.1. EL INGRESO DE ESPAÑA EN LA COMUNIDAD ECONÓMICA EUROPEA


(12 DE JUNIO DE 1985)
La firma del Tratado de Adhesión de España a la Comunidad Europea el 12 de
junio de 1985 y su incorporación efectiva desde el 1 de enero de 1986 marcó un hito
en la historia contemporánea de España. Al fin, la gran aspiración de la mayoría de
la sociedad española, la incorporación a Europa, se hacía realidad. La normalización
democrática de España, tras el fin de la dictadura, había hecho posible el reto de va-
rias generaciones de españoles. Desde el punto de vista económico, las conversacio-
nes para la adhesión a la CEE, abiertas el 28 de julio de 1977, y las negociaciones para
la firma del Tratado de Adhesión, iniciadas el 5 de febrero de 1979, obligaban a em-
prender una profunda reforma del ordenamiento y de las bases de funcionamiento
de la economía española, cuya legislación debía armonizarse con la vigente en la Co-
munidad Europea.
Con la integración de España en la CEE, el tradicional carácter proteccionista de
la economía y las políticas económicas dominantes a lo largo del siglo XX pasaban al
baúl de la historia. Desde la aceleración de las negociaciones de adhesión a la CEE
con la llegada del PSOE al gobierno y con la entrada de España en la CEE desde
el 1 de enero de 1986, el modelo corporativo del capitalismo español entró definitivamen-
te en bancarrota, aunque todavía permaneciesen importantes resabios del mismo en-
quistados en determinados y significados sectores de la economía. De todas formas,
a partir de 1986 España se introducía por la senda de una economía abierta, cuya tra-
yectoria escapaba a los vaivenes de la coyuntura política. La legislación comunitaria
en materia económica marcó desde entonces los límites de la acción de los gobiernos.
El acuerdo preferencial con la CEE firmado en 1970 había acelerado el proceso de in-
tegración de la economía española en el área económica de la CEE; de hecho, las
relaciones económicas con la CEE amortiguaron los efectos de la crisis de los 70 y
primera mitad de los 80, mediante los acuerdos arancelarios suscritos que permitie-
ron incrementar las exportaciones con destino a la CEE. De una situación defici-
taria en 1970 en la balanza comercial España-CEE se pasó a una excedentaria en la
segunda mitad de los 70, con superávits del 20% en 1984 y de más del 12%
xxxxxxxxxxxxxxxx

386
en 1985, que paliaron en cierta medida la atonía de la demanda interna durante los
años de la crisis.
El tramo final de las negociaciones para la Adhesión coincidió con la crisis inicia-
da en 1979. Con el segundo shock petrolífero, las dificultades económicas que atrave-
saba la economía internacional endurecieron las posiciones de partida de los países
de la CEE en la fijación de las condiciones de ingreso de España. El acuerdo final-
mente alcanzado fijó un calendario de desarme arancelario industrial que debía que-
dar completado en 1992 mediante ocho reducciones; los mismos plazos fueron esta-
blecidos para la aplicación de la tarifa exterior frente a terceros países. Asimismo, la
entrada en vigor del Impuesto sobre el Valor Añadido eliminaba el proteccionismo
que representaban los impuestos compensatorios de gravámenes interiores. Igual-
mente, en la agricultura se impusieron importantes medidas cautelares por parte de
los países de la CEE, temerosos del impacto negativo que suponía el ingreso de la
agricultura española en la Política Agraria Común (PAC), sobre todo en los sectores
más competitivos, como frutas y verduras, con unos elevados plazos de integración
—diez años—, y los cuatro primeros años de práctica no integración. En líneas gene-
rales, se estableció un periodo de siete años para la plena armonización e integración
de todos los sectores de la economía española en el acervo comunitario.
En cualquier caso, y a pesar de que la CEE logró imponer en las negociaciones
del Tratado una posición más favorable para los países miembros, dada su posición
de fortaleza, era España la que deseaba integrarse en la CEE y no la CEE en España.
La entrada en la Comunidad Europea significó el fin de las tentaciones proteccionis-
tas, tan caras al capitalismo español y al nacionalismo económico de corto vuelo de
la derecha española practicado a lo largo del siglo XX. La integración de la econo-
mía española en la unión aduanera de la CEE significó la definitiva apuesta por la
internacionalización de la economía, tanto en el ámbito europeo como con el res-
to del mundo —merced a la aplicación de la tarifa exterior comunitaria. Un proce-
so de internacionalización que se vio acelerado por la aprobación el 14 de junio
de 1985 del programa y calendario para la puesta en marcha del Mercado Único
—que entró en vigor el 1 de enero de 1993—, que sancionaba la libre circulación
de mercancías, servicios, trabajadores y capitales entre los países miembros de la
Comunidad Europea.

33.2. LA EXPANSIÓN ECONÓMICA. LOS FELICES AÑOS 80 (1986-1992)


El ingreso de España en la Comunidad Europea, junto con el ciclo alcista de la
economía mundial, favoreció la recuperación económica iniciada en 1985, inaugu-
rando un periodo de crecimiento económico que se mantuvo hasta 1991, año en el
que se ralentizó, para entrar en una nueva fase recesiva en la segunda mitad de 1992.
Entre 1985 y 1991 se registraron tasas de crecimiento superiores a las de la media de
la Comunidad Europea, alcanzando su máximo entre 1987 y 1990, que se proyecta-
ron hasta el segundo trimestre de 1992, cuando la recesión económica de 1992-1993
golpeó con particular intensidad a la economía española. El ciclo expansivo de 1985-
1991 fue compatible, merced a la continuidad de la política antiinflacionista, con la
reducción de la tasa de inflación, que del 8,2% de 1985 pasó al 5,5% de 1991 —cifra
desconocida desde 1969—, y lo que no es menos importante, posibilitó la continui-
dad de la reducción del diferencial con la Comunidad Europea.

387
Evolución de la inflación en los países de la Unión Europea

Países 1961-1973 1974-1985 1986-1990 1991-1995 1993 1994 1995 1996 1997

Alemania 3,5 4,3 1,5 3,4 3,9 2,7 1,9 1,8 2,1
Austria 4,1 5,8 2 2,9 3,3 2,9 1,4 2,5 1,9
Bélgica 3,7 7,4 2,3 2,7 3,5 2,8 1,7 2,3 1,7
Dinamarca 6,6 9,6 3,7 1,7 0,6 1,6 2 2,1 2,1
ESPAÑA 6,5 15,4 6,6 5,6 5,6 4,8 4,7 3,4 2,1
Finlandia 5,7 10,8 4,5 3,1 4,2 1,4 0,3 1,6 1,3
Francia 4,8 10,5 2,9 2,3 2,2 2,1 1,6 1,9 1,3
Grecia 3,5 17,5 17 13,7 13,8 10,8 9,3 8,5 6
Holanda 5,1 5,7 0,9 2,5 2,1 2,8 1,5 1,3 2,1
Irlanda 6,3 13,8 3,2 2,4 1,9 2,7 2 1,1 1,4
Italia 4,9 15,9 6,1 5,7 5,4 4,6 5,8 4,3 2,2
Luxemburgo 3 7,4 2,4 2,7 4,1 2,3 0,7 1,4 1,6
Portugal 3,9 22,2 12,2 7,4 6,6 5,1 4,2 3,3 2,2
Reino Unido 4,8 12 5 4,2 3,4 2,5 2,6 2,6 2,4
Suecia 4,8 10,3 6,7 4,7 5,7 3 2,4 1,2 1,8
Unión Europea 4,7 10,7 4,3 4,1 4 3,3 3 2,6 2,1
Estados Unidos 3,1 7 4,1 2,9 2,7 2,3 2,2 2,4 2,1
Japón 6,1 6,5 1,2 1,2 1,2 0,7 -0,5 0,2 1,5
Fuente: «Informe de Otoño de 1997», Comisión Europea.
Procedencia: Anuario de El País, 1998.

La expansión económica registrada entre 1986 y 1991 fue el resultado combina-


do del despegue de la inversión, tanto nacional como extranjera, y del consumo pri-
vado, dos variables que durante los años anteriores habían dado muestras de profun-
da debilidad, cuando no registrado tasas de crecimiento negativas. La recuperación
de la demanda nacional fue uno de los motores principales del crecimiento registra-
do durante esos años de boom económico, que permitió crear empleo de manera sig-
nificativa por vez primera desde el inicio de la transición —más de dos millones de
puestos de trabajo. El alto ritmo del crecimiento, combinado con el tirón de la de-
manda interna, provocó una ralentización de los resultados de la política antiinflacio-
nista —del 8,8% de 1985 se pasó al 5,9 de 1991—, a pesar de lo cual la tendencia des-
cendente de la inflación se mantuvo, favorecida por la apertura exterior provocada
por el ingreso de España en la Comunidad Europea —rompiendo con una secuencia
estructural de la economía española por la que las fases expansivas del ciclo económi-
co venían acompañadas por la aparición de tensiones inflacionistas—; asimismo, los
efectos combinados del despegue de la inversión, el tirón de la demanda interna y la
apertura exterior tendieron a incrementar el déficit exterior.
El comportamiento de la inflación española tras el ingreso en la Comunidad Eu-
ropea acentuó las diferencias en la evolución de los precios. Mientras los sectores so-
metidos a la competencia internacional mostraban una tendencia a la baja, particular-
mente en el sector industrial, aquellos sectores no sometidos a la competencia exte-
rior, por sus características específicas o por la permanencia de situaciones de
monopolio legal o efectivo, especialmente en el sector servicios, mantuvieron la pre-
sión alcista sobre los precios, favorecida por el empuje de la demanda interna. Este
comportamiento diferencial de la inflación ponía de manifiesto los problemas estruc-
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388
turales que todavía aquejaban a la economía española, acentuando la necesidad de
emprender reformas estructurales que, por otra parte, se hacían inevitables en el cor-
to y medio plazos, por la incorporación a la Comunidad Europea y, consecuente-
mente, la obligación de introducir criterios de competencia en algunos de los tradi-
cionales mercados cautivos de la economía española. Las altas tasas de crecimiento re-
gistradas permitieron la mejora de las cuentas públicas, los mayores ingresos públicos
a ellas asociadas hicieron posible el mantenimiento del ritmo de crecimiento del gas-
to público con la reducción del peso de su participación en el PIB hasta 1987.
A principios de 1988 comenzaron a manifestarse los primeros síntomas del recalenta-
miento de la economía, debido al fuerte dinamismo que se estaba registrando —la tasa de
crecimiento del PIB en 1987 fue del 5,6—, manifestados especialmente en el fuerte incre-
mentó del déficit exterior. Con el fin de evitar los efectos perniciosos del recalentamiento
de la economía, el gobierno socialista optó por endurecer la política monetaria, lo que
provocó una fuerte elevación de los tipos de interés. Para que las medidas monetarias hu-
biesen tenido el efecto perseguido por el gobierno —mantener el crecimiento económi-
co sin desequilibrios que amenazasen su continuidad— debían haber sido acompañadas
por una política presupuestaria restrictiva, con el fin de mantener en el tiempo la reduc-
ción del déficit público —en 1989 se situó en el 3,2% del PIB, frente al 7,4 de 1985. Sin
embargo, esto no ocurrió. Las crecientes tensiones entre el gobierno socialista y los sindi-
catos, que alcanzaron su expresión más paradigmática en el enfrentamiento protagoniza-
do con la UGT, desembocaron en la huelga general del 14 de diciembre de 1988. Las con-
secuencias de este enfrentamiento se manifestaron en el incremento del gasto público, so-
bre todo en dos grandes partidas: la inversión pública —que en dos años se duplicó— y
las prestaciones sociales —que incrementaron su participación en el PIB en tres puntos
entre 1988 y 1993—, por lo que el déficit público inició una nueva fase ascendente que
se incrementó con el estallido de la recesión de 1992-1993.
Las consecuencias de una política monetaria restrictiva, con altos tipos de interés,
y una política presupuestaria expansiva, con el crecimiento del déficit público, se ma-
nifestaron en el creciente deterioro de la balanza por cuenta corriente, financiado por
la entrada de capitales extranjeros, atraídos por los altos tipos de interés, que presio-
naron al alza a la peseta, deteriorando aún más la balanza comercial, al encarecer las
exportaciones y abaratar las importaciones, con la consiguiente pérdida de competi-
tividad de la economía española en el escenario internacional. En este contexto, de
una peseta fuerte, la incorporación en junio de 1989 al Sistema Monetario Europeo,
que obligaba a la defensa del tipo de cambio establecido, convirtiéndose en el eje de
la política monetaria, agravó los problemas de un crecimiento económico con impor-
tantes desequilibrios, que la crisis de 1992-1993 pondría de manifiesto.
A pesar de todo, la fase expansiva de 1986-1991, los felices ochenta, marcados por la
euforia económica y un cierto exhibicionismo de nuevos ricos, ejemplificado en los
comportamientos de determinados sectores identificados con una expresión que
hizo fortuna en esos años: la beautiful people —que ocuparon sin pudor las páginas y
espacios de sociedad de los mass-media—, y expandieron la cultura del pelotazo —repre-
sentada por la irresistible ascensión de Mario Conde, Javier de la Rosa y los Albertos—,
significó un importante avance en la convergencia real y nominal de España con el
resto de los países de la Comunidad Europea, convergencia en la que se combinaron
creación y redistribución de riqueza. En este sentido, el esfuerzo inversor del Estado,
favorecido por el impulso de los acontecimientos de 1992 —Juegos Olímpicos de
Barcelona y Exposición Universal de Sevilla—, permitió modernizar las deterioradas
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389
y obsoletas infraestructuras del país, sobre todo en el sector de las comunicaciones
—tanto de transportes, carreteras, ferrocarril, puertos y aeropuertos, como de la infor-
mación— y de las grandes zonas urbanas y metropolitanas —particularmente Barce-
lona, Sevilla y Madrid—, cuyo retraso y deterioro estaban provocando importantes
estrangulamientos para la capacidad de crecimiento de la economía y la mejora del
nivel y calidad de vida de los ciudadanos.
Paralelamente, en esos años de bonanza económica, se avanzó en el proceso de
construcción europea, en el que España participó por primera vez como un miembro
más. Fue el tránsito de la Comunidad Europea a la Unión Europea, cuyos hitos más
relevantes fueron la entrada en vigor el 1 de julio de 1987 del Acta Única Europea
—que fijaba para el 1 de enero de 1993 la creación del mercado único—, la firma en
Madrid, el 27 de junio de 1989, del compromiso de crear la Unión Económica y Mo-
netaria —UEM—, cuya primera manifestación se materializó el 1 de julio de 1990
con la liberalización de los movimientos de capitales, y la firma del nuevo Tratado de
la Unión Europea —que sustituyó al Tratado de Roma por el que se fundó la Comu-
nidad Europea— en Maastricht —Holanda— el 7 de febrero de 1992, que planteaba
la convergencia de las políticas económicas de los miembros de la Unión Europea y
la creación de una moneda común, el euro, para el 1 de enero de 1999.

33.3. EL NACIMIENTO DE LA UNIÓN EUROPEA.


EL TRATADO DE MAASTRICHT Y LOS CRITERIOS DE CONVERGENCIA (1992)
La aceleración del proceso de integración económica de la Unión Europea, con
la entrada en vigor del Acta Única y el horizonte inmediato de la Unión Económica
y Monetaria —UEM— representó un importante trasvase de soberanía de los Esta-
dos miembros hacia la nueva Unión Europea. La aprobación de los criterios de con-
vergencia económica estipulados en Maastricht, con el fin de crear la moneda única,
y la entrada en vigor el 1 de enero de 1993 del Mercado Único significó que las gran-
des variables de las políticas económicas en manos de los gobiernos quedaron fuerte-
mente limitadas por los compromisos contraídos en el seno de la Unión Europea. En
el caso español, supuso el fin de las tentaciones por parte de los gobiernos a recurrir
a formas, más o menos heterodoxas, para impulsar el crecimiento, paliar las conse-
cuencias de las crisis o proteger la economía de la competencia exterior.
La política monetaria quedó en una primera fase fuertemente condicionada al man-
tenimiento del tipo de cambio de la peseta, una vez incorporada al Sistema Monetario
Europeo —SME— en junio de 1989. La Ley de Autonomía del Banco de España
de 1994 reforzó esta tendencia. La aprobación de los criterios de convergencia de Maas-
tricht estableció un rígido marco para la política monetaria de la década de los 90. Asi-
mismo, el horizonte planteado por el Tratado de la Unión aprobado en Maastricht im-
plicaba la adopción de una rigurosa política presupuestaria si se quería pertenecer al club
de los países fundadores del euro, al establecer un límite no superior al 3% del PIB en el
capítulo del déficit presupuestario y del 60% en la proporción de Deuda Pública respec-
to del PIB. Unas rigurosas exigencias a las que la economía española debía hacer frente
si no quería verse descolgada del grupo de cabeza de los países integrantes de la Unión
Europea. Un reto de considerable envergadura, si tenemos en cuenta el punto de parti-
da y el tradicional comportamiento desequilibrado de la economía española, tanto en las
fases expansivas como recesivas del ciclo económico.

390
Tipos de interés a largo plazo en los países de la Unión Europea, 1961-1997
Países 1961-1973 1974-1985 1986-1990 1991-1995 1993 1994 1995 1996 1997
Alemania 7,2 8 6,8 7,3 6,4 6,9 6,8 6,2 5,9
Austria — 8,9 7,4 7,5 6,6 6,7 7,2 6,3 5,9
Bélgica 6,5 10,6 8,5 8,1 7,2 7,8 7,5 6,5 6
Dinamarca 9 16 10,8 8,7 7,2 7,9 8,3 7,2 6,6
ESPAÑA — — 12,9 11,2 10,1 10,1 11,3 8,7 6,9
Finlandia 8 11,2 11,7 9,8 8,2 8,4 8,8 7,1 6,3
Francia 6,9 12,2 9,1 7,8 6,7 7,3 7,5 6,3 5,8
Grecia — 13,6 — — — — — — —
Holanda 5,9 9,4 7,1 7,4 6,3 6,9 6,9 6,2 5,7
Irlanda — 14,6 10,2 8,5 7,8 8,1 8,3 7,3 6,7
Italia 7 15,1 12,3 12 11,1 10,4 11,9 9,2 7,5
Luxemburgo — 8,1 8 7,5 6,8 7,2 7,2 6,3 —
Portugal — — 17,1 13 9,5 10,4 11,5 8,6 6,8
Reino Unido 7,6 13 9,9 8,5 7,3 8,1 8,2 7,8 7,6
Suecia 6,3 11 11,7 10 8,6 9,5 10,2 8,1 7,2
Unión Europea 7,1 11,6 9,8 8,9 7,8 8,2 8,6 7,3 6,5
Fuente: «Informe de Otoño de 1997», Comisión Europea.
Procedencia: Anuario de El País, 1998.

Convergencia en tipos de interés a largo plazo.

391
Diferenciales de inflación y tipos a largo plazo entre España y Alemania.

Fuente: Banco de España.


(a) Tipos medios anuales de los tipos de interés a largo plazo.
(b) Media de las tres economías menos inflacionistas, más dos puntos. En enero de 1998, Austria, Fran-
cia e Irlanda.
(c) Hasta 1996, tasa media interanual de los IPC nacionales; a partir de 1996, IPC armonizados.
Procedencia: Banco de España. Informe sobre la Convergencia, marzo de 1998

Los criterios de convergencia de Maastricht: inflación —la tasa de inflación no


podría superar en más de un punto y medio la media de los tres países de la Unión
con menor inflación—, déficit público —con un límite máximo del 3% del PIB—,
tipos de interés —que no debían superar los dos puntos por encima de los tres países
con menores tipos—, volumen de Deuda Pública —no podría superarse el 60% del
PIB— y volatilidad de los tipos de cambio —mantenimiento de un tipo de cambio
estable—, unido a un corto horizonte temporal definido por dos fechas emblemáti-
cas, 1997 y 1999, para cumplir los requisitos exigidos y poder entrar a formar parte de
los países participantes en la moneda única, planteaba un considerable esfuerzo para
el conjunto de la sociedad española, que se vio agravado por la virulencia de la crisis
de 1992-1993.
Cuando se aprobó en marzo de 1992 el primer Programa de Convergencia por el
gobierno socialista, los objetivos parecían estar razonablemente al alcance de la mano
en el caso de mantenerse una política económica equilibrada y razonablemente rigu-
rosa. Los datos del cuadro macroeconómico de 1991, sobre los que se construyó di-
xxxxxxxx

392
Convergencia en inflación.

Fuentes: Banco de España, Instituto Nacional de Estadística y OCDE.


(a) Tasas medias anuales de variación del índice de precios de consumo. Desde diciembre de 1995 has-
te noviembre de 1996 índices transitónos de precios de consumo. Desde diciembre de 1996, índices ar-
monizados de precios de consumo.
(b) Área de cumplimiento del Criterio de Maastricht. Límite: media de las tres economías menos in-
flacionistas + 1,5%.
Procedencia: Banco de España. Informe sobre la Convergencia, marzo de 1998.

Convergencias en las finanzas públicas.


Déficit de las administraciones públicas.

393
Ingresos y gastos públicos

Deuda de las administraciones públicas

Fuentes: Intervención General de la Administración del Estado y Banco de España.


Procedencia: Banco de España. Informe sobre la Convergencia, marzo de 1998.

394
Evolución del Déficit Público en los países de la Unión Europea, 1961-1997.

Países 1961-1973 1974-1985 1986-1990 1991-1995 1993 1994 1995 1996 1997

Alemania 0,2 -2,8 -1,5 -3 -3,2 -2,4 -3,3 -3,4 -3


Austria 1,5 -2,3 -3,2 -3,7 -4,1 -4,8 -5 -3,8 -2,8
Bélgica -3,4 -7,8 -7,1 -5,8 -7,1 -4,9 -3,9 -3,2 -2,6
Dinamarca 4,3 -2,8 0,9 -2,5 -2,7 -2,6 -2,4 -0,8 1,3
ESPAÑA 0,4 -2,8 -3,6 -5,7 -6,9 -6,3 -7,3 -4,7 -2,9
Finlandia 4,6 3,7 4 -5,3 -8 -6,1 -5 -3,1 -1,4
Francia 0,7 -1,7 -1,8 -4,5 -5,8 -5,7 -5 -4,1 -3,1
Grecia — — -12,4 -11,6 -13,8 -10,3 -9,8 -7,6 -4,2
Holanda -0,5 -2,1 -5,1 -3,6 -3,2 -3,8 -4 -2,3 -2,1
Irlanda -4,1 -10,4 -5,5 -2,2 -2,4 -1,7 -2,1 -0,4 0,6
Italia -5,4 -9,6 -10,9 -9,3 -9,6 -9,3 -8 -6,8 -3
Luxemburgo 2,7 1,9 — — 1,7 2,6 2 2,6 1,6
Portugal 1,6 -5,8 -4,7 -5,6 -6,1 -6 -5,8 -3,2 -2,7
Reino Unido 0,1 -3,6 -0,7 -5,8 -7,9 -6,8 -5,5 -4,9 -2
Suecia 4,5 -1,7 3,2 -7,7 -12,3 -10,3 -7,1 -3,7 -1,9
Unión Europea -0,6 -4 -3,6 -5,3 -6,4 -5,4 -5,1 -4,3 -2,7
Estados Unidos -0,8 -2,3 -2,9 -3,5 -4 -2,6 -2,3 -1,4 -0,3
Japón 0,8 -3,2 1,3 -0,7 -1,6 -2,3 -3,7 -4,4 -3,4
Fuente: «Informe de Otoño de 1997», Comisión Europea.
Procedencia: Anuario de El País, 1998.

Deuda Pública de los países de la Unión Europea, 1961-1997*.

Países 1961-1973 1974-1985 1986-1990 1991-1995 1993 1994 1995 1996 1997

Alemania 31,7 41,7 43,8 44,1 48 50,2 58 60,4 61,8


Austria 36,6 49,8 57,9 58 62,7 65,4 69,3 69,5 66,1
Bélgica 77,5 120,7 128,2 129,2 135,1 133,5 131,2 126,9 124,7
Dinamarca 38,5 72 60,8 70,2 82,1 78,4 73,8 71,6 67
ESPAÑA 17,5 43,7 44,8 48 60 62,5 65,3 70,1 68,1
Finlandia 11,8 16,5 14,5 41,5 58 59,6 58,1 58 59
Francia 20,1 31 35,4 39,7 45,3 48,2 52,5 55,7 57,3
Grecia 23,8 51,6 90,1 98,8 111,6 109,6 111,3 112,6 109,3
Holanda 46,9 71,5 78,8 79,6 81,2 77,9 79,1 77,2 73,4
Irlanda 70,4 102,5 95,3 92,3 96,3 89,1 82,2 72,7 65,8
Italia 58,1 82,3 98 108,7 119,1 124,9 124,4 123,8 123,2
Luxemburgo 12,5 13 4,7 51 6,1 5,7 5,9 6,6 6,7
Portugal 32,4 61,9 66,9 60,7 63,1 63,8 66,5 65,6 66,2
Reino Unido 54,3 53,8 35,5 41,8 48,5 50,4 53,8 54,4 52,9
Suecia 41 63,8 43,5 67,1 76 79,3 78,2 77,8 77,4
Unión Europea 38,4 53,6 55,3 60,4 66 67,9 71 73 72,4
* En porcentaje sobre el Producto Interior Bruto (PIB).
Fuente: «Informe de Otoño de 1997», Comisión Europea.
Procedencia: Anuario de El País, 1998.

395
cho primer Programa de Convergencia, así parecían sugerirlo. La inflación había ter-
minado en 1991 en el 5,9% y con una tendencia descendente —con un diferencial
de 3,3 puntos respecto de los tres mejores países—, el déficit público se simó en el 4,4%
del PIB, la Deuda Pública representaba el 45% del mismo y un crecimiento del PIB
del 2,7%. Con estos datos en la mano, el gobierno socialista presentó un ambicioso Pro-
grama de Convergencia que pretendía cumplir, e incluso sobrepasar, los criterios de
convergencia uno o dos años antes de la primera fecha establecida por el Tratado de la
Unión: 1996, con una previsión de crecimiento del PIB situada en torno al 3%.

33.4. LA CRISIS DE 1992-1993. DEL EUROPESIMISMO A LA RECUPERACIÓN.


EN LA SENDA DEL EURO
El escenario económico previsto cambió radicalmente de signo unos meses más
tarde. En septiembre de 1992 hicieron su aparición las primeras turbulencias en el Sis-
tema Monetario Europeo, que en seguida se vieron agravadas por el estallido de una
aguda crisis económica internacional que golpeó con fuerza a los países de la Unión
Europea. El boom económico de la segunda mitad de los ochenta terminó abrupta-
mente. En España la crisis se manifestó con una fuerte virulencia. No fue una excep-
ción. Los países de la Unión venían registrando una ralentización de su crecimiento
desde 1989. En ese año, el PIB de la Unión Europea había tenido un crecimiento del
3,5%, en 1991 era tan sólo el 1,5%. En 1992, la crisis había tomado carta de natura-
leza al producirse un crecimiento de un 0,9% del PIB de la Unión Europea, que se
tornó en recesión un año más tarde al registrar una tasa de crecimiento negativo:
el -0,5 por ciento en 1993. La intensidad de la crisis obligó a los gobiernos de los
países de la Unión a abandonar los objetivos de los recientemente aprobados Progra-
mas de Convergencia. Los déficits públicos se desbocaron, pasando del 3,6% del PIB
de media en 1990 al 6,2% en 1993, a la vez que los niveles de endeudamiento públi-
co se incrementaron en diez puntos porcentuales en el mismo periodo y el desem-
pleo se disparó. Entre 1991 y 1994 se destruyeron cinco millones y medio de empleos
en los países de la Unión Europea.
La situación se vio complicada por la tendencia alcista de los tipos de interés, en
la que los problemas de la unificación alemana desempeñaron un importante papel,
dada la posición dominante del Bundesbank dentro del Sistema Monetario Europeo.
La subida de tipos alemanes empujó al alza a los tipos del conjunto del SME, que se
vio agravada desde septiembre de 1992 con las tormentas monetarias que se sucedie-
ron, en las que desempeñaron un papel de primer orden los movimientos especulati-
vos de capitales, que terminaron provocando la crisis del Sistema Monetario Euro-
peo. El 16 de septiembre de 1992, la libra esterlina y la lira italiana abandonaban el
SME y la peseta registraba la primera devaluación desde su entrada, que puso fin a
los años de la peseta fuerte. Finalmente, el 2 de agosto de 1993 los doce países de la
Unión Europea decidieron ampliar las bandas del fluctuación de sus divisas al 15%
para poner fin a los movimientos especulativos.
En esos meses, el llamado euroescepticismo se adueñó del escenario europeo, la cri-
sis económica, el estallido del Sistema Monetario Europeo y el alejamiento generali-
zado de los criterios de Maastricht llevaron a muchos a pensar que los proyectos para
la creación de la Unión Económica y Monetaria y el nacimiento de la moneda única
eran objetivos irrealizables; además, las reticencias de amplios sectores de las opinio-
xxxxxx

396
Anverso de un billete de 100 euros.

nes públicas de los países de la Unión a los acuerdos alcanzados en Maastricht —a


los que atribuían las consecuencias más negativas de la crisis económica—, par-
ticularmente en Dinamarca —el 2 de junio de 1992 se rechazó en referéndum la
adhesión al Tratado de la Unión, sólo solventado mediante la aceptación de cua-
tro excepciones en la cumbre de Edimburgo de diciembre de ese año, que permi-
tieron la ratificación del Tratado en otro referéndum el 18 de mayo de 1993—,
Francia, Alemania y la tradicionalmente reticente Gran Bretaña, no invitaban al
optimismo.
España no vivió ajena a esta situación. La ralentización del crecimiento, aunque
menor que en el resto de los países de la Unión, era perceptible al finalizar 1991, pero
el impulso de los acontecimientos de 1992 demoraron algunos meses el inicio de la
crisis. En el segundo semestre, la crisis se había instalado, aunque todavía sus sínto-
mas no fueran evidentes, 1992 finalizó con un escaso 0,7% de crecimiento del PIB,
que en 1993 se transformó en crecimiento negativo —el -1,2%. La recesión se había
instalado con fuerza.
Los efectos de la recesión se reflejaron en el incremento del desempleo —que
pasó del 16,97% de la población activa en diciembre de 1991 al 23,90% en el mismo
mes de 1993, según datos de la EPA— y del déficit público —que del 4,4% del PIB
en 1991 pasó al 6,9% en 1993—; también se dejaron sentir con rapidez sobre la de-
manda interna, que registró un crecimiento negativo —del -4,2% en 1993. Las tor-
mentas monetarias desencadenadas desde el 16 de septiembre de 1992 provocaron
dos devaluaciones consecutivas de la peseta, que se depreció en un 7,3%, terminando
con la política de la peseta fuerte practicada en años anteriores. La ampliación de las
bandas de fluctuación del SME, acordadas en agosto de 1993, evitaron su exclusión
del mismo.

397
La crisis económica de 1992-1993 coincidió con el inicio del declive electoral del
PSOE, acosado por la sucesión de escándalos que desde 1993 fueron minando su só-
lida base electoral. Las elecciones de junio de 1993 revalidaron la mayoría parlamen-
taria del PSOE, pero éste perdió la mayoría absoluta y la estabilidad gubernamental
dependió del apoyo de los nacionalistas catalanes de Convergencia i Unió. Se inició
una etapa de fuerte crispación política provocada por la estrategia de acoso y derribo
emprendida por un Partido Popular frustrado por la nueva derrota electoral, orques-
tada por una heterogénea coalición mediática y alimentada por una interminable su-
cesión de escándalos en los que estaban implicados importantes personajes del
PSOE, que erosionó la capacidad de actuación del gobierno. Sin embargo, en el cam-
po de la política económica ello no fue óbice para, a pesar de las dificultades políti-
cas y económicas, articular un programa coherente con los objetivos fijados por los
criterios de Maastricht destinado a incorporarse al grupo de países fundadores de la
moneda única, merced al apoyo parlamentario de Convergencia i Unió.
Los efectos de la incorporación de España a la Unión Europea se dejaron sentir
en el rápido inicio de la recuperación económica. El mayor grado de apertura y dina-
mismo de la economía española consecuencia de su incorporación a Europa y la eli-
minación de las posibles tentaciones a practicar políticas heterodoxas para hacer fren-
te a las dificultades económicas, debido a las reglas comunitarias, dejaron sentir sus
influjos benéficos. La crisis fue tan aguda como corta en el tiempo, a diferencia de lo
ocurrido en años anteriores. El año 1994 registró un crecimiento del 2,3% del PIB,
para alcanzar el 2,7 en 1995 y cerrar 1996 con un crecimiento del PIB del 2,4%.
El empleo comenzó a recuperarse —aunque las altas tasas de desempleo se man-
tuvieron, en diciembre de 1996 el desempleo alcanzaba al 21,77% de la población ac-
tiva, frente al 23,9 de 1993— y la inflación continuó su senda descendente, hasta al-
canzar mínimos históricos, 1996 se cerró con una inflación de sólo el 3,6%, a la vez
que el déficit público frenó su crecimiento para a continuación pasar a reducir sus
magnitudes —del 6,9 de 1993 al 4,7 de 1996— y el saldo exterior registraba por se-
gundo año consecutivo un superávit, mientras que los tipos de interés continuaban
descendiendo de manera significativa —del 13,19 de 1991 al 8,7 de 1996.
En suma, un crecimiento económico que por primera vez en la historia económi-
ca de España se realizaba de forma equilibrada y acercaba a España de manera deci-
dida al cumplimiento de los requisitos de Maastricht. La Actualización del Programa
de Convergencia realizada en julio de 1994 reajustaba de forma más realista la políti-
ca económica con las previsiones económicas. Las elecciones de marzo de 1996 su-
pusieron el fin de la etapa de gobiernos socialistas con el triunfo del Partido Popular.
Se iniciaba un nuevo ciclo político de la democracia española. En el terreno econó-
mico, la política del Partido Popular continuó los grandes trazos de la política del úl-
timo gobierno socialista respecto del acercamiento al cumplimiento de los requisitos
de Maastricht que permitieron a España incorporarse como uno de los países miem-
bros del euro, la moneda única que entró en funcionamiento el 1 de enero de 1999.

33.5. UNA ECONOMÍA ABIERTA A EUROPA EN EL CONTEXTO DE LA GLOBALIZACIÓN


El proceso de apertura exterior de la economía española, tras los primeros eslabo-
nes representados por el Plan de Estabilización de 1959, posteriormente matizados por
las medidas proteccionistas ejemplificadas en el arancel de 1960, y la firma en 1970 del
xxxx

398
Acuerdo Preferencial con la Comunidad Europea, prosiguió durante la transición
acelerando su marcha durante el proceso negociador del Tratado de Adhesión a la
Comunidad Europea firmado el 12 de junio de 1985. La entrada de España en la Co-
munidad Europea, efectiva desde el 1 de enero de 1986, y la puesta en marcha del
Mercado Único en 1993, con la aprobación del Acta Única Europea el 1 de julio
de 1987, marcaron un punto de inflexión en el proceso de apertura de la economía
española al exterior. La tradicional tentación proteccionista del capitalismo español
pasaba a la historia. Durante los años de la transición y en la fase más aguda de la cri-
sis económica en España, el comportamiento del sector exterior sirvió de amortigua-
dor de los efectos más graves de la crisis, dada la atonía de la demanda interna, con
crecimientos negativos durante esos años. De hecho, el saldo de la demanda externa
—exportaciones menos importaciones— representó un tercio del crecimiento del
Producto Interior Bruto entre 1973 y 1985.
La debilidad de la demanda interna obligó a las empresas españolas a buscar sa-
lida a sus productos en los mercados exteriores, a la vez que se reducía significati-
vamente el peso de las importaciones, generando un saldo comercial favorable con
el exterior. Ésta evolución excedentaria de la balanza comercial se vio acompañada
por un paralelo proceso de apertura comercial, manifestado en el mayor peso de las
exportaciones e importaciones en el PIB: en 1973, la suma de exportaciones e im-
portaciones representaba el 20,6% del PIB, que se elevó en 1985 al 33%. Esta ma-
yor apertura al exterior y el protagonismo alcanzado por las exportaciones elevó du-
rante el periodo la tasa de cobertura —porcentaje del valor de las exportaciones que
es capaz de pagar del valor de las importaciones— del 47,4% de 1975 al 80,9%
de 1985.
El ingreso de España en la Comunidad Europea significó un impulso decisivo e
irreversible en el proceso de apertura de la economía española. La incorporación de
la legislación comunitaria y la adaptación a las reglas de funcionamiento europeas re-
presentaron el fin de la tradicional tendencia del capitalismo español en favor de op-
ciones de marcado carácter proteccionista tendentes a reservar el mercado nacional,
dificultando la competencia procedente del exterior mediante la creación de mercados
cautivos, por medio de la intrumentalización de la política arancelaria. A la vez que se
abrían las puertas a la inversión extranjera para sostener y alimentar un crecimiento
que de otra forma resultaba inviable, dada la debilidad del entramado industrial espa-
ñol. De esta forma, la balanza comercial española ha resultado históricamente defici-
taria.
Hasta 1985, la dependencia energética —dado el peso del petróleo en la produc-
ción y consumo de energía— y la importación de bienes de capital de alta tecnología
—debida a la escasa capacidad tecnológica de la empresa española— constituyeron
las dos principales fuentes del desequilibrio de la balanza comercial. Tras el ingreso
de España en la Comunidad Europea, el déficit de la balanza comercial tendió a
acentuarse como consecuencia de la reducción progresiva, hasta su eliminación, de
las barreras arancelarias con Europa, proceso acelerado como consecuencia de la crea-
ción del Mercado Único y de la firma del Tratado de Maastricht que introdujo el ob-
jetivo de la puesta en marcha de la Unión Económica y Monetaria. Así, el déficit co-
mercial que en 1985 representaba el 2,7% del PIB alcanzó su máximo en 1989 con
el 6,5%. El déficit comercial se incrementó de la mano de la mayor apertura de la eco-
nomía española entre 1985 y 1992; a pesar de la reducción del peso de la factura ener-
gética —fruto de la caída de los precios del petróleo y del descenso del dólar—, en
xxxxxxxxx

399
Balanza comercial española, 1975-1997.

Millones de pesetas
Importaciones Exportaciones Saldo Cobertura
1975 932.202 441.492 -490.710 47,4
1976 1.170.350 583.542 -586.808 49,9
1977 1.350.525 775.307 -575.218 57,4
1978 1.432.538 1.001.599 -429.939 70
1979 1.704.007 1.221.237 -482.770 71,7
1980 2.450.652 1.493.187 -957.465 60,9
1981 2.970.435 1.888.422 -1.082.013 63,6
1982 3.473.207 2.260.198 -1.213.009 65,1
1983 4.176.470 2.838.600 -1.337.870 68
1984 4.628.991 3.730.776 -898.215 80,6
1985 5.073.239 4.104.143 -969.096 80,9
1986 4.890.768 3.800.225 -1.090.543 77,7
1987 6.029.838 4.195.623 -1.834.215 69,6
1988 7.039.516 4.686.376 -2.353.140 66,5
1989 8.458.361 5.257.628 -3.200.733 62,2
1990 8.914.741 5.642.791 -3.271.950 63,3
1991 9.672.149 6.225.670 -3.446.479 64,4
1992 10.205.013 6.605.667 -3.599.346 64,7
1993 10.482.688 7.982.702 -2.499.986 76,2
1994 12.348.734 9.796.340 -2.552.394 79,3
1995 14.318.256 11.423.081 -2.895.175 79,8
1996 15.435.698 12.931.008 -2.504.690 83,8
1997 12.859.416 10.903.452 -1.955.964 84,8

Fuente: Departamento de Aduanas e Impuestos Especiales.


Procedencia: Anuarios de El País, 1982-1998.
Elaboración propia.

este periodo fueron las importaciones de bienes las que impulsaron los crecientes dé-
ficits comerciales.
Déficit comercial que fue compensado tradicionalmente por los superávits de la
balanza de servicios y transferencias —debido fundamentalmente a los ingresos pro-
cedentes del turismo y a las transferencias procedentes de la Unión Europea des-
de 1986, que han compensado la disminución y pérdida de importancia de las trans-
ferencias procedentes de las remesas de los emigrantes, dado el fin de la emigración a
partir de los años 70.
Los saldos entre la balanza comercial y la balanza de servicios y transferencias
continuaron siendo negativos, dando lugar a considerables déficits de la balanza por
cuenta corriente.
Los déficits por cuenta corriente fueron compensados por las entradas de capital,
que vieron acelerado su ritmo, hasta el punto de que la inversión extranjera —direc-
ta, en cartera y en inmuebles— compensó los déficits de la balanza por cuenta co-
rriente. De hecho, la inversión directa extranjera registró entre 1985 y 1990 la fase de
crecimiento más importante de la historia de la economía española, al multiplicarse
por cinco en pesetas constantes.

400
401
Balanza de Pagos española, 1970-1997 (en miles de millones de pesetas).

1 2 3 4 5 = 1+2+3+4 6 7 = 5+6 8
Mercancías Servicios Transferencias Rentas Cuenta Cuenta Balanza Variación
Corriente de Capital Básica Reservas

1970 -132,1 100,7 46,7 15,3 39,7 55 60,3


1975 -411,2 174,4 65,6 -171,2 106,3 -64,9 -11,5
1976 -486,7 146,6 76,4 -263,7 -144,7 -119 -65,2
1977 -514,7 222,5 89,3 -202,9 245,7 42,8 110,2
1978 -301,2 314,5 110,9 124,2 163,8 288 289,7
1979 -489,1 330,2 101,4 -57,5 231,1 173,6 181,7
1980 -910,5 335,1 143,5 -431,9 338 -93,9 -53
1981 -1.035,6 335,2 155,8 -544,6 438,6 -106 -53,1
1982 -1.149,9 357,4 172,2 -620,3 300,2 -320,1 -369,7
1983 -1.201,6 542,6 168,1 -490,9 479,6 -11,3 8,8
1984 -761,9 784,6 156,6 179,3 513,6 692,9 766,5
1985 -992 1.064,2 187,9 260,1 -249,8 10,3 -371,1
1986 -770,2 1.323,9 138,5 692,2 -198,8 493,4 318,6
1987 -1.393,5 1.275,3 299,4 181,2 1.189,7 1.370,9 1.593,2
1988 -1.864,9 1.096,1 435,3 -333,5 1.171,4 837,9 961,8
1989 -7.985 429,2 374,2 -7.010,2 2.064,4 -4.945,9 581,8
1990 -2.963,8 1.200,6 439,4 -359 -1.682,8 151,6 -1.531,2 -709,8
1991 -3.159,2 1.252,6 627,8 -444,9 -1.723,7 352,7 -1.371 -1.489,1
1992 -3.088,5 1.264,2 -587,6 608,8 -1.803,1 382,4 -1.420,7 1.777,9
1993 -1.896,7 1.435,4 599,7 -447,6 -309,2 418,2 109 573,8
1994 -1.966,7 1.951,1 197,8 -1.094,7 -912,6 361,5 -551,1 7,1
1995 -2.200,6 2.215,4 639,7 -496,6 157,9 780 937,9 855,5
1996 -1.886,3 2.537,8 323,9 -751,9 223,7 806,7 1.030,4 -3.071,7
1997 -1.960,6 2.832,6 422 -918,9 380,8 -1.722,3

Procedencia:J. L. García Delgado (dir.), España, economía, Madrid, Espasa Calpe, 1989 y Anuario de El País,
1998 y Anuario de Economía y Finanzas de El País, 1998.
Elaboración propia.
Esta situación cambió como consecuencia de la suma de varios factores: la crisis
económica de 1992-1993, las turbulencias monetarias que provocaron la deprecia-
ción de la peseta entre septiembre de 1992 y mayo de 1993 en más de un 20%, la ba-
jada de los tipos de interés españoles y la elevación de los alemanes —derivada de las
dificultades de la reunificación—, que provocaron un descenso acusado de las entra-
das de capital parcialmente compensadas por la reducción de las importaciones de
bienes debidas a los efectos de la crisis económica y el incremento del precio de las
mismas por la devaluación de la peseta. Así, el déficit de la balanza por cuenta co-
rriente se redujo sensiblemente entre 1992 y 1994, para entrar en una situación exce-
dentaria a partir de ese año, alcanzándose un superávit de la balanza por cuenta co-
rriente de 223.700 millones de pesetas en 1996.
Como consecuencia del fuerte impulso registrado por el capítulo de las importa-
ciones de bienes, la tasa de cobertura descendió sensiblemente entre 1986 y 1992,
para situarse desde el 80,9% de 1985 al 64,7% de 1992. España era una economía más
abierta y mostraba sus debilidades competitivas frente al exterior. Sin embargo, este
mayor grado de apertura dejó sentir pronto sus efectos beneficiosos, por las mejoras
xxxxxxxx

402
de competitividad registradas y los efectos favorables de la combinación de la bajada
de los tipos de interés y de un tipo de cambio de la peseta más favorable —con las
devaluaciones de 1992-1993—, que permitieron elevar la tasa de cobertura hasta
el 83,8% en 1996. En esta mejora de la competitividad y mayor dinamismo de la
economía española siguió desempeñando un papel preponderante la inversión ex-
tranjera.
El comportamiento de la inversión directa extranjera respondió a cuatro gran-
des parámetros: la evolución mundial de la inversión directa extranjera —que re-
gistró una gran expansión en la segunda mitad de los años 80, fruto de la acelera-
ción de los procesos de globalización—, la incorporación de España a la Comuni-
dad Europea —con el incremento de las inversiones directas procedentes de los
países de la CEE y el mayor atractivo que España representaba para el resto del ca-
pital extranjero con su plena integración al mercado europeo—, el mayor dinamis-
mo de la economía española registrado tras la superación de la larga crisis econó-
mica de los setenta y primera mitad de los ochenta y, finalmente, en cuanto a su
composición, el creciente atractivo del sector servicios de una economía cada vez
más terciarizada.
En 1993 la inversión directa extranjera con destino a España representó más
del 7% del total mundial, cuando en el periodo 1981-1986 sólo fue del 3,72%.
Asimismo, su comportamiento se acompasó a las transformaciones registradas en
el escenario internacional, producidas por los cambios en el escenario productivo,
con el mayor protagonismo de las nuevas tecnologías de la información y la libe-
ralización de las actividades productivas del sector terciario —telecomunicacio-
nes, servicios financieros... En 1980, el sector secundario acaparaba el 55,2% de la
inversión de destino directa extranjera en el mundo, para disminuir al 42,5%
en 1990, mientras el sector terciario se elevaba hasta el 48,4%. Estos cambios tam-
bién se dieron en la economía española. Entre 1960 y 1981, la industria manufac-
turera en España recibió el 71,46% del total de la inversión directa extranjera, y el
sector servicios, el 24,97%; la tendencia cambió drásticamente entre 1986 y 1990,
cuando el sector servicios recibió el 56,47% del total de la inversión directa ex-
tranjera, y la industria manufacturera, el 39,63%. Claro reflejo de las transforma-
ciones acaecidas por la estructura económica española durante la transición y la
democracia.
Tendencia que se vio atemperada en los años siguientes. Los retrocesos registrados
en el sector servicios eran reveladores de las importantes restricciones y rigideces que
persistían en el mismo, reflejados en su escasa apertura y menor competitividad y ma-
nifestados en la presión inflacionista de este sector en España, principal responsable
de la resistencia a la baja de la inflación estructural.
La importancia de la inversión directa extranjera en la economía española fue una
constante desde el Plan de Estabilización de 1959, sobre todo en el ámbito industrial,
hasta el punto de que en 1988 el 27,67% del valor añadido industrial procedía de las
empresas controladas por capital extranjero, cuando la media general de la economía
se situaba en el 8,96%. Un proceso que se vio reforzado desde 1985 a impulsos del
mayor grado de apertura de la economía española. La cuota de las exportaciones es-
pañolas en las de la OCDE pasó del 1,85% de 1985 al 2,37% de 1994. Una tenden-
cia que se vio acelerada con la expansión económica, puesto que la recuperación del
ritmo de las importaciones y de la demanda interna no significaron un retroceso de la
capacidad exportadora.

403
Reparto de los intercambios comerciales entre España.

Procedencia: Instituto Nacional de Estadística. INE.

En los años 90 la penetración de las empresas españolas en los mercados mundia-


les ha sido ascendente, no sólo la destinada hacia los países de la Unión Europea,
sino también y, especialmente, hacia Latinoamérica. A ello debe añadirse el mayor di-
namismo de la inversión española en el exterior, con dos áreas privilegiadas de loca-
lización: la Unión Europea y Latinoamérica —sobre todo a partir de 1994. La mayor
apertura de la economía española desde 1985 se reflejó en el mayor peso de los flujos
comerciales —importaciones más exportaciones— en el PIB, así la tasa de apertura
comercial pasó del 32,8% del PIB entre 1980-1985 al 36,9% en 1990-1995.

404
Inversiones directas españolas en el exterior, 1982-1997 (en millones de pesetas)
1982 1986 1990
Grupos Millones % Millones % Millones de %
de pts. de pts. pts.
Personas físicas — — — — — —
1 Agricultura, ganadería, caza,
selvicultura y pesca 3.346 5,11 4.403 6,59 4.700 0,95
2 Producción y distribución
de energía eléctrica, gas y agua 5.104 7,79 3.342 5 22.754 4,72
3 Industrias extractivas, refino de
petróleo y t. c. 4.462 6,81 1.432 2,14 47.886 7,2
2 — — — — — —
4 Alimentación, bebidas y tabaco
2 — — — — — —
5 Industria textil y de la confección
2 — — — — — —
6 Industria papel, edición, artes gráficas
3 — — — — — —
7 Industria química
8 Otras manufacturas 9.059 13,84 12.596 18,84 119.700 11,08
9 Construcción 1.133 1,73 391 0,58 3.382 0,43
10 Comercio 6.440 9,83 11.119 16,63 19451 6,78
4 — — — — — —
11 Hostelería
12 Transporte y comunicaciones 578 0,89 640 0,96 33.447 1,45
13 Intermediación financiera,
banca y seguros 35.159 53,66 32.552 48,69 191.352 67
14 Otros 244 0,38 382 0,57 1.553 0,39
Total 65.525 100 66.858 100 454.814 100

1994 1995 1996 1997


Grupos Millones % Millones % Millones Millones %
de pts. de pts. de pts de pts
Personas físicas 12.461 1,74 — — — — 5.002 0,36
1 Agricultura, ganadería, caza,
selvicultura y pesca 579 0,08 3.974 0,42 3.100 0,25 9.031 0,65
2 Producción y distribución
de energía eléctrica, gas y agua 8.105 1,13 37.316 3,94 28.977 2,35 352.478 25,37
3 Industrias extractivas, refino de
petróleo y t. c. 2.046 0,29 14.262 1,5 64.726 5,25 20.284 1,46
2 5.739 0,8 8.540 0,9 5.762 0,47 43.487 3,13
4 Alimentación, bebidas y tabaco
2 109 0,02 260 0,03 0 0 1.806 0,13
5 Industria textil y de la confección
2 11.721 1,63 17.649 1,86 25.814 2,09 3.473 0,25
6 Industria papel, edición, artes gráficas
3 10.630 1,48 9.578 1,01 14.559 1,18 9.587 0,69
7 Industria química
8 Otras manufacturas 40.179 5,6 214.616 22,63 46.170 3,74 50.711 3,65
9 Construcción 7.315 1,02 21.977 2,32 9.111 0,74 16.672 1,2
10 Comercio 15.129 2,11 24.250 2,56 28.995 2,35 14.588 1,05
4 4.204 0,59 6.630 0,70 11.357 0,92 9.170 0,66
11 Hostelería
12 Transporte y comunicaciones 370.590 51,63 89.146 9,40 47.611 3,86 221.601 15,95
13 Intermediación financiera,
banca y seguros 161.571 22,51 423.013 44,61 341.058 27,65 194.648 14,01
14 Otros 67.362 9,39 76.967 8,12 606.413 49,16 437.089 31,46
Total 717.740 100 948.178 100 1.233.654 100 1.389.349 100
1 Enero-septiembre.
2 Los datos aparecen agregados en otras manufacturas para los años 1982, 1986 y 1990.
3 Los datos aparecen agregados en industrias extractivas, refino de petróleo y t. c. para los años 1982, 1986
y 1990.
4 Los datos aparecen agregados en comercio para los años 1982, 1986 y 1990.
Fuente: Secretaría de Estado de Comercio
Procedencia: Anuarios de El País, 1982-1998.
Elaboración propia.

405
El ingreso de España en la Comunidad Europea alteró la estructura de las co-
rrientes comerciales españolas. La Unión Europea incrementó su peso dentro del
sector exterior de la economía. Así, las exportaciones hacia la Unión Europea pasa-
ron del 52% en 1985 al 72% en 1995, y las importaciones, del 37% al 65%, respec-
tivamente, del comercio exterior. Donde se registraron avances más notables por
parte de la empresa española en la década de los 90 fue en su presencia en los mer-
cados exteriores, tanto europeo como extraeuropeo, especialmente por parte de la
banca, la industria eléctrica y el sector de las comunicaciones —con Telefónica—
sobre todo en los mercados latinoamericanos. Esta mayor internacionalización de
la empresa española fue posible, en buena medida, por la mayor apertura exterior
de la economía desde el ingreso de España en Europa, que obligó a competir en
una economía crecientemente abierta. En definitiva, la apertura al exterior de la
economía española acelerada con el ingreso de España en la Unión Europea gene-
ró un creciente dinamismo al sector exterior, que se tradujo en los años 90 en un
mejor comportamiento de las exportaciones y de la inversión directa española en el
exterior.

33.6. ESPAÑA EN EL EURO. FIN DEL GOBIERNO LARGO DEL PSOE


Las elecciones de marzo de 1996 pusieron fin a la larga etapa de gobiernos socia-
listas iniciada en octubre de 1982. La política económica desarrollada por el Partido
Popular continuó la senda abierta por el Partido Socialista, con la aprobación el 17 de
julio de 1994 del Programa de Actualización del Programa de Convergencia. El proceso de
consolidación presupuestaria se vio acentuado a lo largo de 1996, por los recortes del
gasto aprobados por los gobiernos del PSOE y posteriormente del Partido Popular,
que permitieron situar el déficit público en el 4,4% del PIB.
El mantenimiento de la expansión económica facilitó el cumplimiento de los ob-
jetivos del Programa de Convergencia. La reducción del gasto público, la aceleración
de la política de privatizaciones y el incremento de los ingresos derivados del creci-
miento económico, junto con el mantenimiento de la reducción de la tasa de infla-
ción y de los tipos de interés, permitieron cumplir los criterios de convergencia
en 1997, la inflación se situó en el 2%, los tipos de interés en el 6,9%, el Déficit Pú-
blico en el 2,9% y la Deuda Pública en el 68,1% del PIB.
España se incorporó el 1 de enero de 1999 al grupo de países fundadores de la
moneda única, el euro. Manifestación paradigmática de las profundas transforma-
ciones desarrolladas por la economía española entre 1975 y 1999. Veinticinco años
que cambiaron radicalmente a la sociedad española y, por ende, a la economía es-
pañola. Con la participación de España en la creación de la moneda única se cul-
minaba la transición económica española. Una transición económica que desde el
capitalismo corporativo de la dictadura desembocó en una economía abierta, cre-
cientemente integrada en la economía mundial, donde la incorporación a la Co-
munidad Europea en 1985 constituyó un hito de relevancia histórica. La participa-
ción desde 1986 en la creación del Mercado Único y en la Unión Económica y Mo-
netaria hizo a España por primera vez coprotagonista del proceso de construcción
europea.
Una aspiración de generaciones de españoles fue culminada con éxito con el
restablecimiento de la democracia. Desde el punto de vista económico, el esfuerzo
xxxxxxxx

406
realizado fue de enorme magnitud. La sociedad española tuvo que enfrentarse si-
multáneamente a cuatro grandes transformaciones: la reestructuración de la econo-
mía como consecuencia de los cambios asociados a la larga crisis económica de
1973-1985, la construcción del Estado del Bienestar, el desmantelamiento del inefi-
caz e injusto capitalismo corporativo de la dictadura y la incorporación a la Comu-
nidad Europea.

407
CAPÍTULO XXXIV

La construcción del Estado del Bienestar

34.1. LA CONFIGURACIÓN DE LAS SOCIEDADES DEL BIENESTAR


Antes de analizar y describir el proceso de la construcción del Estado del Bienes-
tar en España conviene que situemos el contexto histórico-social en el que surgieron:
las sociedades del bienestar del decenio de los 60. El largo ciclo alcista registrado por
la economía internacional tras la Segunda Guerra Mundial, que permitió la rápida re-
construcción de las economías y sociedades europeo-occidentales, alimentada por el
Plan Marshall, generó un contexto económico favorable para el rápido desarrollo de
las sociedades del bienestar. Junto al excepcional ciclo económico de las décadas de
los 50 y 60, los Estados del Bienestar fueron posibles por el cambio de los postulados
teóricos y prácticos de las políticas económicas puestas en marcha tras la guerra: el
Keynesianismo, cuyo acento en las políticas de demanda, impulsadas por el Estado,
pretendía garantizar un crecimiento económico sostenido. Ello fue factible por la
combinación de dos grandes factores sociopolíticos en la postguerra: el espíritu de la
resistencia en los países aliados y en la Italia postfascista y el estallido de la guerra fría.
Esta constelación impulsó la creación de las sociedades del bienestar en los países
occidentales. La combinación de los mismos sentó las bases de un amplio y sosteni-
do consenso social. El período de entreguerras marco el cenit de la polarización so-
cial de la mano de los desajustes de la economía internacional, el impulso represen-
tado por la revolución de Octubre y el auge y ascenso de los movimientos naciona-
listas totalitarios: fascismo y nacionalsocialismo, evidenciaron las profundas y, a
veces, traumáticas, transformaciones que se estaban produciendo en los países euro-
peos como consecuencia del desarrollo de los procesos de industrialización. La com-
binación de las transformaciones económicas, la fractura en el movimiento obrero
entre socialdemocracia y comunismo tras el Octubre soviético y la oleada de pánico
al peligro rojo tras el fin de la Gran Guerra, favorecieron, aunque de forma inestable
todavía, el nacimiento de un marco de relaciones laborales canalizador del conflicto
social, mediante los acuerdos entre organizaciones patronales y sindicatos con el con-
curso en muchas ocasiones de los gobiernos. Los casos de Alemania, Francia e inclu-
so Gran Bretaña señalaban una tendencia, que se confirmaría tras la Segunda Guerra
Mundial, hacia la institucionalización y normalización del conflicto entre capital y
trabajo. Es lo que algunos autores han denominado como procesos de neocorporati-
vismo, que, a diferencia de los sucedido en la Italia fascista y la Alemania nazi, se ba-
san en la búsqueda del consenso social mediante el reconocimiento mutuo de los di-
xxxxxxxx

408
ferentes agentes sociales y económicos y la aceptación sin reservas del marco institu-
cional democrático.
Crecimiento económico, sistemas democráticos y paz social terminaron por cris-
talizar un amplísimo consenso social en torno a los Estados del Bienestar, que per-
mitieron la extensión y consolidación de la sociedad de consumo que había iniciado
sus despegue en los Estados Unidos en el período de entreguerras. En las sociedades
industrialmente avanzadas el pleno empleo y la elevación de los niveles materiales de
vida transformaron radicalmente los modos y las costumbres. Frente a las prediccio-
nes marxistas de una creciente polarización social ligada a las leyes del desarrollo del
capitalismo surgió y se consolidó una sociedad de clases medias, de la mano de los
procesos de terciarización y del crecimiento sostenido de los ingresos, tanto directos
como indirectos, de los trabajadores asalariados, a través de la cualificación de la
mano de obra y la acción de los sindicatos. La sociedad de consumo desactivó el ca-
rácter revolucionario del conflicto entre capital y trabajo que había acompañado a las
anteriores etapas del desarrollo de la sociedad industrial.
En España estos procesos se retrasaron hasta el inicio de la transición democrática.
La dictadura del general Franco resultaba incompatible con los postulados ideológicos,
culturales, políticos y económicos de las sociedades del bienestar europeas. Todo lo más
que fue capaz de ofrecer el franquismo fueron unas prácticas asistenciales de marcado ca-
rácter paternalista, escasas en sus recursos y socialmente discriminatorias. Con la transi-
ción y la llegada de la democracia, la sociedad española se enfrentó al reto de construir
un Estado del Bienestar acorde con las realidades y realizaciones de los cambios produ-
cidos durante los años del desarrollismo, y homologable a las sociedades del bienestar
europeas a las cuales se aspiraba pertenecer. No fue una tarea fácil, amén de los proble-
mas y carencias estructurales que arrastraban la economía y la sociedad españolas a me
diados de los años 70; tal objetivo tuvo que realizarse en un contexto económico suma-
mente desfavorable; el ciclo alcista de la economía mundial iniciado tras el fin de la Se
gunda Guerra Mundial se había agotado en 1973 y los cambios productivos asociados a
la crisis económica internacional de los años 70 cuestionaban algunos de los pilares bá-
sicos sobre los que se habían edificado las sociedades del bienestar. Así, mientras en los
países de la Comunidad Europea se iniciaba un recorte de las políticas de gasto público,
aquejadas por la llamada crisis fiscal del Estado que pusieron fin a las tradicionales polí-
ticas económicas de corte Keynesiano dominantes desde los años 50, y se elevaban cre-
cientes voces contra el Estado del Bienestar de la mano del pensamiento económico neo-
liberal, España tenía que recorrer todavía el camino de ida, el crecimiento del gasto pú-
blico para hacer efectiva una sociedad del bienestar, antes de emprender el camino de
vuelta de repensar y reorientar el Estado del Bienestar.

34.2. EL INICIO DEL ESTADO DEL BIENESTAR, LA ETAPA DE LA UCD (1977-1982)


La transición política y la democracia se enfrentaron no sólo a una gravísima cri-
sis económica, también tuvieron que edificar, desde unas bases de partida enorme-
mente frágiles y socialmente injustas, el inexistente Estado del Bienestar, que en Espa-
ña había sido sustituido por unas prácticas paternalistas asociadas al capitalismo corpora-
tivo de la dictadura, acumulando un retraso de varios decenios respecto de lo sucedido
en las economías europeas a las que se aspiraba pertenecer. La construcción del Esta-
do del Bienestar tuvo que realizarse en un contexto económico sumamente desfavo-
xxxxxxx

409
rable, como consecuencia de la crisis de los años 70. Además, el propio desarrollo
económico de la etapa del desarrollismo había incrementado las demandas de la socie-
dad española, tanto en servicios como en infraestructuras, y la continuidad del creci-
miento exigía una mayor intervención del sector público.
Esa demanda social se complementaba con la creciente movilización social a fa-
vor de una mejora de las condiciones y calidad de vida que, dado el carácter dictato-
rial del régimen del general Franco, pronto adquirió, por la propia naturaleza de las
demandas y por las respuestas represivas de la dictadura, un acusado componente po-
lítico, que se aceleró en los años finales de la dictadura. El nacimiento de una incipien-
te sociedad de consumo en la segunda mitad de los años 60 indujo a un acelerado pro-
ceso de laicización que casaba mal con los postulados ideológicos de la dictadura, su
fuerte carácter tradicionalista y conservador, anclado en un catolicismo preconciliar,
era crecientemente incompatible con los nuevos valores que se abrían paso frente a
la moral represiva de la dictadura.
Además de las reducidas dimensiones del gasto público durante la dictadura —en
1976 representaba el 63°/o de los niveles del gasto público vigentes en la CEE—, su es-
tructura revelaba su carácter anquilosado, paternalista y socialmente injusto. Así, los gas-
tos de servicios generales se situaban por encima de la media comunitaria, debido al ele
vado costo de la ineficiente burocracia del Estado —espacio privilegiado de las preben-
das y los favores políticos—, mientras en educación, vivienda y desarrollo comunitario,
seguridad social y sanidad quedaban por debajo de la media comunitaria. Entre 1973
y 1982, el incremento sostenido del gasto público generó, a pesar del aumento de la pre-
sión fiscal producto de la reforma fiscal de 1977-1978, un déficit de 5,7 puntos del PIB,
cuando en 1973 existía un superávit de 1,1 del PIB. La evolución del gasto público fue
en aumento durante la transición política, derivado de la combinación de las necesida-
des de financiación de los costes de la crisis económica y del inicio de la construcción
del Estado del Bienestar en España. Si en 1970 el gasto público alcanzaba sólo el 22,1%
del PIB, en 1975, a la muerte del dictador, sólo representaba el 26,1%, elevándose
al 38,2% en 1982. Un crecimiento espectacular pero todavía alejado de los parámetros
del gasto público de las sociedades del bienestar europeas, aunque es preciso resaltar que
durante estos años se acortaron las distancias, pasándose de los 14,5 puntos de diferen-
cia entre España y la Comunidad Europea de 1973 a los 11,4 puntos de 1981.
La gran expansión del gasto público fue protagonizada por los gastos sociales. Las
partidas presupuestarias que mayor crecimiento registraron fueron las de educación, vi-
vienda, y sanidad. Mientras que en el capítulo de mantenimiento o sustitución de ren-
tas el crecimiento aún fue mayor, fruto de la extensión y mejora de la insuficiente co-
bertura social heredada de la dictadura —en pensiones y cobertura del desempleo— y
de los efectos de la crisis económica. En el incremento del gasto en los capítulos de pen-
siones y de desempleo no sólo influyeron los efectos de la crisis —por el aumento del
paro o las jubilaciones anticipadas—, sino también la mejora de los sistemas de cober-
tura y la subida en términos reales de las pensiones —en 1970 la pensión media de ju-
bilación representaba el 61% del salario interprofesional, en 1980 era del 74%.
Otros dos capítulos del gasto público crecieron durante la transición política,
contribuyendo a su vez a amortiguar los efectos de la crisis económica. En primer lu-
gar, la nueva configuración del Estado con la aprobación de la Constitución en 1978.
La consagración del Estado de las Autonomías significó el inicio de un proceso sos-
tenido de crecimiento del empleo público con la construcción de las Administracio-
nes públicas autonómicas. Igualmente, la constitución de los Ayuntamientos demo-
xxxxxxxx
410
cráticos, tras las elecciones de 1979, incrementaron también el empleo en las Admi-
nistraciones locales —dadas las nuevas competencias y servicios de los municipios—.
Un crecimiento que se inició a partir de 1979-1981 y que adquirió su máxima signifi-
cación en los decenios siguientes. Así, el capítulo del gasto en servicios públicos ge-
nerales, que engloba los gastos de la burocracia de la Administración, pasó del 2,9% del
PIB de 1975 al 3,6 de 1982. A su vez, el impacto de la crisis económica también se dejó
sentir en el capítulo de subsidios y transferencias a empresas públicas y privadas.
El crecimiento del gasto público en los primeros años de la transición democráti-
ca se concentró fundamentalmente, como acabamos de ver, en los gastos sociales,
particularmente en pensiones, sanidad, educación, desempleo y vivienda. Estructura
del gasto público que nos informa del inicio del proceso de construcción del Estado
del Bienestar en España, superando las enormes carencias y desigualdades del Estado
paternalista de la dictadura. Un esfuerzo que exigió el establecimiento de un sistema de
prioridades en el que la gran sacrificada fue la inversión pública: del escaso 2,7% del
PIB de 1975 sólo se pasó al 3,1 de 1982, particularmente en la esfera de las infraes-
tructuras, acumulando e incrementando el retraso que España arrastraba respecto de
los países de la Comunidad Europea, con los costos que para el crecimiento econó-
mico suponía, sobre todo en el sector de las comunicaciones. De manera que a pesar
del crecimiento de los gastos, en las partidas de educación, sanidad y vivienda, la in-
versión pública en educación, transportes y comunicaciones se mantuvo estancada
entre 1976 y 1981, mientras se reducía en sanidad y vivienda.
Evolución de los gastos e ingresos públicos en España, 1975-1995
(en miles de millones de pesetas)
Gastos totales
Transferencias Consumo Público Inversión Pública Total
corrientes Total Total
Prestaciones sociales Total
1975 558,2 718,1 630,8 164,2 1.574,3
1976 723,9 935,3 820 171,1 1.998,2
1977 954,1 1.255,3 1.059,4 248,8 2.675
1978 1.345,7 1.770,3 1.344,4 241,3 3.484,7
1979 1.715,6 2.214 1.638,9 240,9 4.254,7
1980 1.926,3 2.582,3 2.007,6 295,3 5.118,9
1981 2.401,6 3.131,2 2.369,9 390 6.216
1982 2.747,5 3.725 2.783,7 601,7 7.543,8
1983 3.232,1 4.463,1 3.280,2 631,9 8.866,8
1984 3.520,3 5.415,5 3.646,5 659 10.221,6
1985 4.039,4 6.173,1 4.151,6 1.044,5 12.010,1
1986 4.512,0 6.964,2 4.740,3 1.179,2 13.620,8
1987 4.990,4 7.471,6 5.451,8 1.245,4 14.802,7
1988 5.567,2 8.333,7 5.924,4 1.541,0 16.496,8
1989 6.276,5 9.465,8 6.831,3 1.998,3 19.170,1
1990 7.221,2 10.810,7 7.814,7 2.524 21.888,9
1991 8.370,6 12.456,2 8.875,8 2.706,7 24.857,7
1992 9.508,9 13.953,5 10.093,2 2.446,7 27.371,2
1993 10.295,8 15.827,5 10.699,7 2.594,7 30.247,2
1994 10.670,8 16.656 10.900,2 2.491,1 31.074,8
1995 11.047,9 17.465 11.517 2.548,7 32.964,1

411
Ingresos totales
Ingresos corrientes Ingresos de capital Total

Impuestos sobre Impuestos sobre la Cotizaciones Total


producción e Renta y Patrimonio sociales Total
importación
1975 389,5 264,3 620,7 1.537,8 14,8 1.552,6
1976 480,4 339 796,1 1.929,2 15,4 1.944,6
1977 613,2 448,3 1.084,8 2.558,9 18,8 2.577,7
1978 693,4 619,6 1.409,6 3.214,5 21,5 3.236
1979 824 794 1.717 3.937,9 23,9 3.961,8
1980 1.009,5 1.059 1.991,9 4.598,3 32,6 4.630,9
1981 1.243 1.221,1 2.273,2 5.383,9 39,8 5.423,7
1982 1.522,3 1.332,6 2.611,1 6.242,7 37,1 6.279,8
1983 1.900,1 1.748 3.054,6 7.565,2 45,4 7.610,6
1984 2.271,4 2.085,5 3.282,2 8.603,5 63,2 8.666,7
1985 2.668,7 2.394,4 3.660,5 9.935,2 118,2 10.053,4
1986 3.401,3 2.655 4.129,3 11.542,8 148,1 11.690,9
1987 3.773,8 3.705,3 4.617,4 13.523,2 149,5 13.672,7
1988 4.162 4.196,5 5.027,9 14.965,9 224,9 15.190,8
1989 4.657,3 5.430,6 5.760,9 17.602,8 308,1 17.910,9
1990 4.976,3 6.018,1 6.536,9 19.510,7 323,7 19.834,4
1991 5.400,4 6.604,3 7.256 21.745,8 426,5 22.172,3
1992 6.092,4 7.344,1 8.281,5 24.448,6 485,8 24.934,4
1993 5.838,3 7.280 8.659,3 25.150,8 556,5 25.707,3
1994 6.563,2 7.407,7 9.090,4 26.042,5 554,7 26.597,2
1995 7.028,1 7.951 9.514,3 27.533,6 779,4 28.333

Ingresos fiscales Capacidad (+) o Necesidad (-)


Total de Financiación (A-B)
1975 1.289,3 -21,7
1976 1.630,9 -53,6
1977 2.164,7 -97,3
1978 2.744,1 -248,7
1979 3.358,4 -292,9
1980 4.088,6 -488
1981 4.772,3 -792,3
1982 5.498,4 -1.264
1983 6.736,9 -1.256,2
1984 7.684,8 -1.554,9
1985 8.782 -1.956,7
1986 10.246,1 -1.929,9
1987 12.168,9 -1.130
1988 13.484,9 -1.306
1989 15.953,6 -1.259,2
1990 17.648,3 -2.054,5
1991 19.367,3 -2.685,4
1992 21.846,9 -2.436,8
1993 21.927,5 -4.539,9
1994 23.235,4 -4.477,6
1995 24.661,6 -4.631,1
Fuente: Contabilidad Nacional de España (INE) hasta 1994. Cuentas Financieras del Banco de España para
el año 1995.
Procedencia: Departamento de Estadística y Coyuntura de la Fundación FIES. Papeles de Economía Española:
El sector público de la democracia española, 2 vols., núm. 68, 1996.
Elaboración propia.

412
34.3. LA REFORMA FISCAL DE 1977.
INSTRUMENTO BÁSICO PARA LA REDISTRIBUCIÓN DE LA RENTA
Es evidente que la elevación del gasto público durante los años de la transición
política no podía realizarse sin una reforma fiscal que incrementase el nivel de los in-
gresos públicos. El sistema tributario heredado de la dictadura era una de las manifes-
taciones más paradigmáticas del carácter regresivo y socialmente injusto del modelo
económico del capitalismo corporativo español. Así pues, por razones de eficiencia eco-
nómica y de justicia social el problema del incremento de los ingresos públicos, con
el fin de allegar los fondos necesarios para financiar la construcción del Estado del
Bienestar, no podía consistir exclusivamente en proceder al incremento de la presión
impositiva, sino que se hacía imprescindible una profunda reforma fiscal que acabase
con los tradicionales privilegios que habían gozado las rentas más elevadas. La pre-
sión fiscal en España era alrededor de un 40% inferior a la media de los países de la
Comunidad Europea; además, la escasa atención presupuestaria a los gastos públicos
vinculados a las políticas de redistribución de la renta características de las sociedades del
bienestar —en sanidad, educación y pensiones— y en infraestructuras —imprescindi-
bles para el eficaz funcionamiento de una economía desarrollada— hicieron que, a
pesar de la escasez de los ingresos, los presupuestos públicos se saldasen durante esos
años finales de la dictadura con superávit o, al menos, registrasen una situación equi-
librada entre ingresos y gastos.
La escasez y deficiencias del gasto público revelaban una creciente e insostenible ca-
rencia en bienes y servicios públicos y comprometían el crecimiento de una economía
desarrollada. Las deficiencias en infraestructuras representaban desventajas comparativas
para la economía española, al incrementar los costos y disminuir la competitividad es-
pañola —particularmente apreciables en el lamentable estado de las infraestructuras y
red de transportes, tanto por carretera como por ferrocarril, amén de las deficiencias en
puertos y aeropuertos. Por otra parte, las deficiencias en el gasto público en educación
se saldaban con una deficiente formación de la población activa y de las nuevas gene-
raciones, que incidía negativamente en la cualificación profesional incrementando los
problemas de competitividad de la economía española. La injusticia y el carácter regre-
sivo del sistema tributario de la dictadura quedaban de manifiesto en el hecho de que
los impuestos sobre el consumo superaban en magnitud recaudatoria a la tributación
directa sobre la renta y el patrimonio; además, los impuestos indirectos eran claramen-
te regresivos, por la propia estructura del ITE —Impuesto sobre Tráfico de Empresas—
y la existencia de numerosos impuestos especiales, en los que la subvención a la expor-
tación encubría importantes desgravaciones fiscales, en la ya de por sí escasa presión fis-
cal sobre las empresas, que favorecían las prácticas fraudulentas.
La estructura de los ingresos fiscales de 1975 es sumamente reveladora: el 46,1%
correspondía a las cotizaciones sociales, el 27,7% a los impuestos sobre el consumo y
sólo el 18,5% a los impuestos sobre la renta —12,6% al impuesto sobre las personas
físicas y 5,9% al impuesto de sociedades. Es decir, que las cotizaciones sociales y los
impuestos sobre el consumo representaban en 1975 el 73,8 del total de los ingresos
fiscales. Si a ello le añadimos las importantes bolsas de fraude fiscal entre las rentas
más elevadas, hasta el punto de constituir casi un componente estructural del siste-
ma, tenemos un cuadro bastante completo de lo que la dictadura podía entender por
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413
justicia social en términos de recaudación tributaria. Tal como ha señalado Fuentes
Quintana, el equilibrio presupuestario, e incluso el superávit presupuestario alcanza-
do en 1973,
no descansaba sobre los rendimientos recaudatorios de un sistema tributario sufi-
ciente y actualizado adaptado a los impuestos componentes de las Haciendas desa-
rrolladas de Europa. Precisamente, el sistema tributario heredado por nuestra demo-
cracia respondía a una estructura anticuada, asentada en el dominio de los viejos tri-
butos de producto, en los gravámenes múltiples sobre el gasto y en la proliferación
de los impuestos sobre consumos específicos. Sistema fiscal corto y rígido en su re-
caudación, injusto en su distribución y obstaculizador del desarrollo al bloquear la
provisión de bienes y servicios públicos que el crecimiento del país demandaba.
La naciente democracia española puso en marcha una profunda reforma del sis-
tema tributario que se prolongó por espacio de un decenio. El primer gobierno de-
mocrático de la UCD, surgido tras las elecciones del 15 de junio de 1977, emprendió
una reforma fiscal que se articuló sobre la base de dos impuestos directos: el impues-
to sobre la renta personal y el impuesto sobre el beneficio de las sociedades, que en-
traron en vigor en enero de 1979; el tercer impuesto que debía completar la reforma
fiscal, el impuesto sobre el valor añadido, se demoró hasta enero de 1986, cuando el
ingreso en la Comunidad Europea lo convirtió en imprescindible. Además, se refor-
maron los impuestos sobre las transmisiones patrimoniales, las sucesiones y donacio-
nes, el gravamen del patrimonio neto y los impuestos sobre alcohol, hidrocarburos,
cerveza, vino y tabaco. Del 21,6% del PIB que representaban los ingresos públicos en
1975 se pasó en 1982 al 32,1%, que se traducía en una presión fiscal del 25,6% del
PIB, todavía alejada de los parámetros europeos.
La estructura de los ingresos públicos en 1982 revelaba los primeros efectos, aun-
que todavía insuficientes, de la reforma fiscal puesta en marcha en 1979. Del total de
los ingresos públicos, el 41,43% lo representaban las cotizaciones sociales, el 24,3%
los impuestos indirectos, mientras los impuestos directos representaban el 21,2% de
los ingresos públicos —el impuesto sobre la renta de las personas físicas ascendía
al 14% y el impuesto de sociedades representaba el 4,1%. En 1982, el 65,73% de los
ingresos públicos procedía de la suma de las cotizaciones sociales y los impuestos in-
directos, frente al 73,8% de 1975.
En el periodo comprendido entre 1975 y 1982, el crecimiento de la recaudación
fiscal fue debido sobre todo al incremento de las cotizaciones sociales, especialmen-
te en la segunda mitad de los años 70, y a partir de 1979, al impuesto sobre la renta
de las personas físicas. Con la reforma fiscal de 1979 se iniciaba un proceso de cam-
bio estructural del sistema tributario español que sería completado en la década de
los años 80, bajo los gobiernos del PSOE, en la dirección de los sistemas fiscales eu-
ropeos. Un nuevo sistema tributario caracterizado por una mayor progresividad que
permitió hacer efectivas las políticas de redistribución de la renta características de las
sociedades del bienestar europeas, introduciendo criterios de justicia social y eficacia
económica en el reparto de las cargas tributarias. Tras la reforma fiscal de 1979, el gran
problema del sistema español, una vez sentadas las bases de una fiscalidad moderna
y socialmente equitativa, fue la lucha contra el fraude fiscal, cuya magnitud adultera-
ba los principios de progresividad y equidad establecidos, puesto que las grandes bol-
sas del fraude se concentraban en los segmentos altos de las rentas, sobre todo en lo
referente a los ingresos no procedentes de la remuneración del trabajo asalariado.

414
34.4. EL ESTADO DEL BIENESTAR EN LA ETAPA SOCIALISTA (1983-1996)
Con la llegada del Partido Socialista al poder, la tendencia de crecimiento de gas-
to público se mantuvo e incluso se incrementó, acercándose a los parámetros de las
sociedades europeas. A lo largo de la gestión socialista, la evolución del gasto públi-
co no fue homogénea. Entre 1983 y 1985, durante la fase de ajuste económico, el gas-
to público continuó por la senda del crecimiento, debido a la combinación de los
efectos de la persistencia de la crisis en la economía española y al incremento de los
gastos sociales, observándose una reducción en el periodo central de la expansión
económica —entre 1985 y 1988—, para volver a retomar la senda ascendente a par-
tir de ese último año. En la etapa del ajuste económico, los capítulos del gasto públi-
co que más crecieron fueron los gastos corrientes —sobre todo los gastos por pensio-
nes— y el pago de los intereses de la Deuda Pública —por la financiación ortodoxa
del déficit público acumulado, tras la renuncia a la monetarización del mismo vía re-
curso al Banco de España, mediante la emisión de Deuda Pública. Ello no fue óbice
para que otras partidas del gasto público creciesen, como los gastos en servicios gene-
rales de la Administración —en buena medida debido a la construcción del Estado
de las Autonomías, con la creación de las Administraciones públicas autonómicas—,
e incluso viese incrementado su peso la partida de inversiones. A pesar de los costes
de financiación del ajuste de la crisis sobre la política redistributiva, el gobierno socia-
lista no obvió la continuidad y el avance en la construcción del Estado del Bienestar
a través del crecimiento del peso de las partidas de pensiones, sanidad, vivienda y
educación en el PIB.
La comparación con la estructura del gasto público según la norma comunitaria
nos permite observar la importancia de los cambios realizados: en 1976 el gasto pú-
blico total representaba el 63% de la norma comunitaria, en 1985 se situaba en el 86%.
Más significativo resulta aún el análisis de la estructura del gasto público, mientras
los Servicios Públicos Generales representaban el 130,7% de la norma comunita-
ria en 1976, éstos habían descendido al 111,9% en 1985, mientras se registraban
sustanciales incrementos en educación, Seguridad Social, vivienda y otros Servi-
cios Sociales, mientras en sanidad el acercamiento a la norma comunitaria fue más
moderado.
Durante los dos primeros años de la expansión económica iniciada en 1985, el
gasto público contuvo su crecimiento, incluso disminuyó su peso en el PIB al pa-
sar del 42,6% de 1985 al 41% de 1987. Esta reducción fue fundamentalmente debi-
da a las partidas correspondientes a servicios generales —perteneciente a la partida
de gastos comunes—, pensiones y subvenciones de explotación, mientras que los
gastos de educación continuaron creciendo a pesar de la reducción general del gas-
to público.
En la segunda etapa del ciclo expansivo, entre 1987 y 1991, el gasto público vol-
vió a conocer un crecimiento sostenido, para situarse en el 45,3% del PIB. Esta ex-
pansión del gasto público fue debida fundamentalmente al crecimiento de los gastos
de distribución, la inversión pública y el servicio de la Deuda Pública. Dentro de la es-
tructura del gasto público, las pensiones representaban la mayor partida consumiendo
el 23,95% del gasto público total en 1991 —aunque su peso se había mantenido esta-
ble desde 1982, merced a la reforma del sistema de pensiones introducida en 1985—,
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415
Evolución de los gastos e ingresos públicos en España, 1975-1995.
Porcentaje sobre el Producto Interior Bruto (PIB)
Gastos totales
Transferencias corrientes Consumo Público Inversión Pública Total
Prestaciones Total Total Total
sociales
1975 9,24 11,89 10,45 2,72 26,07
1976 9,96 12,87 11,28 2,36 27,5
1977 10,35 13,61 11,49 2,72 9,01
1978 11,92 15,68 11,92 2,14 30,88
1979 13 16,78 12,42 1,83 32,25
1980 12,7 17,03 13,24 1,95 33,76
1981 14,09 18,37 13,9 2,29 36,47
1982 13,93 18,88 14,11 3,05 38,24
1983 14,34 19,8 14,55 2,81 39,34
1984 13,79 21,22 14,29 2,58 40,05
1985 14,32 21,89 14,71 3,71 42,58
1986 13,95 21,53 14,67 3,64 42,12
1987 13,81 20,67 15,08 3,45 40,95
1988 13,86 20,75 14,75 3,84 41,08
1989 13,93 21 15,17 4,44 42,55
1990 14,4 21,56 15,58 5,04 43,65
1991 15,25 22,69 16,16 4,93 45,27
1992 16,12 23,65 17,11 4,15 46,4
1993 16,9 25,98 17,58 4,26 49,67
1994 16,49 25,74 16,85 3,85 48,03
1995 15,83 25,03 16,51 3,66 47,25

Ingresos totales

Ingresos corrientes Total


Ingresos de capital
Impuestos sobre Impuestos sobre la Cotizaciones Total
producción e importación Renta y Patrimonio sociales Total
1975 6,45 4,38 10,28 25,47 0,25 25,72
1976 6,61 4,67 10,96 26,56 0,21 26,77
1977 6,65 4,86 11,77 27,75 0,2 27,95
1978 6,14 5,49 12,49 28,47 0,19 28,66
1979 6,24 6,01 13,01 29,83 0,18 30,01
1980 6,66 6,98 13,13 30,31 0,22 30,53
1981 7,29 7,16 13,34 31,59 0,24 31,83
1982 7,72 6,76 13,24 31,66 0,18 31,84
1983 8,43 7,76 13,56 33,58 0,2 33,78
1984 8,9 8,17 12,86 33,71 0,25 33,96
1985 9,46 8,49 12,98 35,23 0,42 35,65
1986 10,52 8,21 12,77 35,7 0,46 36,16
1987 10,44 10,25 12,78 37,42 0,41 37,83
1988 10,36 10,45 12,52 37,26 0,56 37,82
1989 10,34 12,06 12,79 39,08 0,68 39,76
1990 9,92 12 13,04 38,9 0,64 39,54
1991 9,84 12,03 13,22 39,61 0,77 40,38
1992 10,33 12,45 14,04 41,45 0,82 42,27
1993 9,59 11,95 14,22 41,3 0,92 42,22
1994 10,14 11,45 14,05 40,24 0,86 41,1
1995 10,07 11,39 13,63 39,47 1,12 40,59

416
Ingresos fiscales Capacidad (+) o Necesidad (-)
Total de Financiación (A-B)
1975 21,36 -0,35
1976 22,45 -0,73
1977 23,48 -1,06
1978 24,31 -2,22
1979 25,44 -2,24
1980 26,96 -3,23
1981 28 -4,64
1982 27,88 -6,4
1983 29,9 -5,56
1984 30,11 -6,09
1985 31,14 -6,93
1986 31,69 -5,96
1987 33,67 -3,12
1988 33,58 -3,26
1989 35,42 -2,79
1990 35,19 -4,11
1991 35,28 -4,89
1992 37,04 -4,13
1993 36,01 -7,45
1994 35,91 -6,93
1995 35,33 -6,66
Fuente: Contabilidad Nacional de España (INE) hasta 1994. Cuentas Financieras del Banco de España para
el año 1995.
Procedencia: Departamento de Estadística y Coyuntura de la Fundación FIES. Papeles de Economía Española:
El sector público de la democracia española, 2 vols., núm. 68, 1996.
Elaboración propia.

seguidas por sanidad e inversiones —que había experimentado un sensible incremen-


to desde 1982—, servicios generales, educación —también experimentó un impor-
tante crecimiento— y el pago de los intereses de la Deuda Pública —la partida que
más había crecido desde 1982—, y a mayor distancia se situaban los gastos por de-
sempleo —que habían disminuido su participación como consecuencia de la reduc-
ción del desempleo.
La gestión del gobierno socialista en la política del gasto público entre 1982 y 1991,
año en el que finalizó el ciclo expansivo de la segunda mitad de los ochenta, incre-
mentó los niveles de las prestaciones sociales alcanzados en 1982, mientras profundi-
zó en la política de la construcción del Estado del Bienestar respecto de la etapa de
los gobiernos de UCD, sobre todo en el capítulo de la educación, a la vez que se em-
barcaba en una política de inversiones públicas dirigida a mejorar las precarias infraes-
tructuras del país, no sólo como consecuencia de los acontecimientos de 1992 —-Jue-
gos Olímpicos de Barcelona y Exposición Universal de Sevilla—, fundamentalmen-
te en el sector de las comunicaciones, prestando particular atención al transporte por
carretera —programa de construcción de la red de autovías— y ferrocarril —inversio-
nes en cercanías, tren de alta velocidad Madrid-Sevilla y mejoras en el conjunto de la
red ferroviaria. Política de inversiones públicas que durante la etapa de la transición
se había resentido por los efectos combinados de la crisis económica y la ausencia de
un Estado del Bienestar en el estricto sentido del término. El incremento del peso
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417
418
de los intereses de la Deuda Pública se debió a los efectos combinados del crecimien-
to del déficit público registrado durante estos años —consecuencia del incremento
del gasto público—, de la financiación ortodoxa del mismo —a través de la emi-
sión de Deuda Pública—, y de los elevados tipos de interés vigentes durante el pe-
riodo.
El Presupuesto de 1992 se realizó sobre la base de los parámetros introducidos
por el doble objetivo de la entrada en vigor del Mercado Único Europeo, previsto
para el 1 de enero de 1993, y los criterios de convergencia contemplados en el Tra-
tado de la Unión Europea, firmado en Maastricht el 12 de febrero de 1992, desti-
nados a crear la moneda única en el doble horizonte de 1997 y 1999. En un corto
horizonte temporal, la economía española se enfrentaba al reto más importante
desde su ingreso en la Comunidad Europea: integrarse en el grupo de países llama-
dos de la primera velocidad, es decir, aquellos que cumpliendo las exigentes condi-
ciones de los criterios de convergencia formasen parte de los países participantes de
la moneda única, lo que obligaba a un crecimiento equilibrado y sostenido, algo
no habitual dados los problemas estructurales que históricamente la aquejaban. En
un marco crecientemente abierto al exterior, acentuado por la entrada en vigor del
Mercado Único, España se encontraba ante la necesidad de avanzar en la llamada
convergencia nominal, es decir, en el cumplimiento de los criterios de convergencia
de Maastricht, y en la denominada convergencia real, es decir, en el acortamiento de
los diferenciales existentes respecto de la media europea en niveles de renta, infraes-
tructuras, productividad o competitividad, si no quería verse condenada a una po-
sición subordinada y dependiente, con graves peligros de estancamiento, cuando
no de alejamiento, respecto de los parámetros de la media de los países de la Unión
Europea.
En este contexto, el crecimiento del gasto público, registrado de forma sostenida
desde los inicios de la transición, provocados por la acción combinada de los efectos
de la larga crisis económica de 1973-1985 y la construcción del Estado del Bienestar,
debería efectuarse de manera equilibrada, es decir, sin incrementar los niveles de dé-
ficit público, cuestión por otra parte imprescindible, con independencia del objetivo
de un déficit público no superior al 3% del PIB fijado en Maastricht, para garantizar
un crecimiento saneado, equilibrado y sostenido de la economía. La situación al ini-
cio de 1992 parecía razonablemente alcanzable sobre la base del mantenimiento de
la expansión económica iniciada en 1986 y el nivel de déficit público existente
en 1991, el 5% del PIB, aunque desde la huelga general del 14 de diciembre
de 1988 éste había reiniciado una senda ascendente desde el 3,2% del PIB con el
que finalizó ese año.
El mayor problema para continuar avanzando en el desarrollo del Estado del Bie-
nestar e incrementando las inversiones en infraestructuras sin disparar el déficit públi-
co venía de los crecientes costes de la financiación de la Deuda Pública, fruto de los
altos tipos de interés vigentes provocados por el mantenimiento de un tipo de cam-
bio fuerte de la peseta y del compromiso de estabilidad del tipo de cambio contraído
con la incorporación de la moneda en el Sistema Monetario Europeo, producido
en 1989.
Así pues, el horizonte de alcanzar los objetivos de Maastricht parecía en 1992 rea-
lizable, siempre y cuando se mantuviera el crecimiento económico y los tipos de in-
terés no continuaran presionando al alza los costes de financiación del nivel de en-
deudamiento alcanzado. Sin embargo, el horizonte económico cambió abruptamen-
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419
te en 1992, cuando estalló una agudísima crisis económica internacional que afectó
duramente a la economía española desde el segundo semestre de ese año. Un cambio
de escenario económico que trastocó todas las previsiones de los gobiernos europeos,
incluido el español.
En 1992, una vez finalizada la fase expansiva de la segunda mitad de los ochen-
ta e iniciada la aguda crisis de 1992-1993, los gastos de las Administraciones públi-
cas se situaron en el 46,4% del PIB. Una senda ascendente que, con la crisis, vería
acelerado su ritmo de crecimiento. Fueron las partidas dedicadas a las prestaciones
sociales, junto con el servicio de la Deuda, las que experimentaron un mayor creci-
miento, debido a los efectos combinados de la crisis económica, que no iniciaría su
corrección hasta 1994, y a los altos tipos de interés vigentes, cuya senda descenden-
te comenzaría a manifestarse de forma significativa a partir de 1995. El deterioro de
la situación económica obligó al gobierno a adoptar en julio de 1992 una politica de
ajuste global con el fin de detener el deterioro de las cuentas públicas, mediante el
incremento de los ingresos y la reducción del crecimiento del gasto público; a pe-
sar de ello y del carácter restrictivo que presidió la elaboración del Presupuesto de 1993,
los efectos de la crisis ejercieron una fuerte presión sobre el gasto público, que con-
tinuó su crecimiento, a la vez que incidían negativamente sobre los ingresos públi-
cos, al disminuir la recaudación fiscal por el descenso acusado de la actividad eco-
nómica.
Con el inicio de la recuperación económica en 1994, el escenario comenzó a
cambiar lentamente. La acción combinada de la recuperación económica y la nece-
sidad de adaptación presupuestaria y macroeconómica al ámbito dibujado por los
criterios de convergencia de Maastricht permitieron el inicio de la corrección de dos
graves desequilibrios: el crecimiento del déficit público y los elevados tipos de inte-
rés. A ello contribuyó la firma del Pacto de Toledo, en abril de 1995, destinado a ga-
rantizar el sistema público de pensiones, mediante la contención del crecimiento
del gasto en pensiones sin obviar su carácter redistributivo —por el que se endure-
cían las condiciones para establecer el nivel de ingresos del nuevo pensionista: am-
pliación de los años de la base reguladora de los ocho años vigentes a quince años
en el año 2002, incremento de la proporcionalidad de los años de cotización...—;
a la vez que se garantizaba el mantenimiento del poder adquisitivo de las pensiones
y se favorecía a las pensiones más bajas a través de crecimientos superiores a la in-
flación, con el fin de acercarlas progresivamente al valor del salario mínimo. Asi-
mismo, el inicio de la recuperación del empleo y el endurecimiento de las condicio-
nes de prestación del desempleo frenaron el ritmo de crecimiento que venía regis-
trando esta partida del gasto público. A la vez que se congelaban los salarios de los
funcionarios y la oferta de empleo público. De esta forma, el crecimiento del gasto
público ralentizó su crecimiento, situándose en 1995 en el 47,25% del PIB, redu-
ciéndose significativamente el diferencial que separaba a España de la media euro-
pea, situada en ese año en torno al 51%. Las principales partidas correspondían a
las pensiones, sanidad, intereses de la Deuda Pública, educación, inversiones y de-
sempleo.
Al finalizar la etapa socialista, el gasto público en pensiones y educación se había
más que duplicado respecto de 1975; casi se había duplicado en sanidad, la inversión
pública lo hacía en una vez y media y los gastos de desempleo e intereses de la Deu-
da se habían multiplicado por cinco. La etapa de gobierno del PSOE se caracterizó,
pues, por la consolidación del Estado del Bienestar en España, como lo demuestra el.
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420
crecimiento y la distribución del gasto público. Fueron las partidas de la Seguridad
Social, sanidad, educación y desempleo —además de la Deuda— las que registraron
mayores crecimientos, aumentando sustancialmente la cantidad y calidad de los servi-
cios y prestaciones ofrecidas por el Estado a los ciudadanos. El incremento del gasto
en pensiones significó que la pensión media del sistema de Seguridad Social pasase
del 33% de la renta per cápita en 1975 a un 43% en 1993, mejorando su relación res-
pecto del salario medio desde 1990, es decir, que las pensiones crecieron desde 1985
más que la renta per cápita y desde 1990 también más que el salario medio, lo que re-
presentó una mejora del poder adquisitivo de los pensionistas. Además, no debe ob-
viarse por su importancia no sólo cuantitativa sino también por razones de justicia so-
cial, política redistributiva y solidaridad, la generalización del sistema de pensiones,
con la aparición desde 1990 de las pensiones no contributivas —sustitutivas de las
asistenciales—, para aquellos jubilados que aunque no hubiesen cotizado careciesen
de rentas o ingresos; a mediados de los años 90 existían alrededor de 700.000 benefi-
ciarios. La firma del Pacto de Toledo en abril de 1995 garantizaba y estabilizaba el sis-
tema público de pensiones, por lo que se despejaban las incertidumbres respecto de
su futuro.

Clasificación funcional del gasto público.


La construcción del Estado del Bienestar, 1975-1995 (en miles de millones de pesetas)

Prestaciones Sociales Educación Sanidad Vivienda y Inversiones


Pensiones Desempleo Total servicios colectivos

1975 339,3 28,7 558,2 125,9 227,5 62,5 164,2


1976 489,3 41,5 723,9 169 284,2 79,6 171,1
1977 681 77 954,1 225,6 337,3 99,3 248,8
1978 994,3 137,8 1.345,7 331,7 462,6 102,8 241,3
1979 1.244 216,2 1.715,6 410 528,3 117 240,9
1980 1.301,5 338,4 1.926,3 496,7 687 174,6 284
1981 1.552,9 468,7 2.401,6 532 774,1 223,8 390
1982 1.794,7 510,2 2.747,5 592,9 846,6 275,3 601,7
1983 2.154,4 556,3 3.232,1 722,4 937,2 360,6 632
1984 2.447,1 611,8 3.642,9 842,4 1.005,8 445 759,9
1985 2.878,6 783,2 4.039,5 1.058,8 1.315,8 565,7 1.044,5
1986 3.241 872,5 4.512 1.224,4 1.472,9 594,9 1.179,3
1987 3.507 980,5 4.990,4 1.435,5 1.654,8 663,3 1.245,4
1988 3.874,5 1.085 5.567,2 1.557 1.902,3 701,1 1.541,1
1989 4.364,6 1.219,3 6.276,6 1.849,1 2.163,2 725,9 1.998,2
1990 4.972 1.418,2 7.221,2 2.090,1 2.452,6 789,4 2.524
1991 5.630,1 1.752,6 8.370,4 2.273,9 2.770,2 839,7 2.706,7
1992 6.469,8 1.988,8 9.528 2.516,5 3.401,9 980,5 2.465
1993 7.031,3 2.285 10.341,6 2.762,5 3.594,7 1.029,3 2.574,4
1994 7.537,8 2.137,6 10.781,2 2.821,9 3.779 1.104,8 2.506,7
1995 8.114,9 1.810 11.162,4 3.011,6 4.133,4 1.063,2 2.587,3
Fuente: Contabilidad Nacional de España (INE) hasta 1994. Cuentas Financieras del Banco de España para
el año 1995.
Procedencia: Departamento de Estadística y Coyuntura de la Fundación FIES. Papeles de Economía Española:
El sector público de la democracia española, 2 vols., núm. 68, 1996.
Elaboración propia.

421
422
La sanidad fue otro de los grandes capítulos en la construcción del Estado del Bie-
nestar en España. En 1975, los gastos sanitarios alcanzaron los 230.000 millones,
el 3,8 del PIB, en 1995 superaban los 4 billones de pesetas, el 6% del PIB. La Ley Ge-
neral de Sanidad, aprobada en abril de 1986, fue el marco legal que implantó un sis-
tema sanitario público de carácter universal: el Sistema Nacional de Salud —SNS.
Una Ley que supuso el tránsito de un modelo sanitario basado en la cobertura de los
seguros sociales a una concepción universalista de la sanidad haciendo efectivo el de-
recho a la salud contenido en la Constitución de 1978 —artículos 41 y 43—, median-
te la consolidación del sistema sanitario público como garante de su prestación gra-
tuita y universal.
Desde entonces, la cobertura sanitaria ha alcanzado a prácticamente toda la po-
blación —en 1997 el 98,7% estaba cubierta por el SNS—, lo que representó un cre-
cimiento sostenido del gasto sanitario, con incrementos muy importantes en las par-
tidas del gasto farmacéutico —de los 151.066 millones de pesetas de 1982 a los
717.972 millones de pesetas de 1995—, que obligó a su regulación mediante la Ley
del Medicamento de 1990. La concepción de la sanidad como un derecho básico de
los ciudadanos, reconocido en la Constitución como el derecho a la salud, introdu-
cida por la Ley General de Sanidad, implicó un replanteamiento de los mecanismos
de financiación del Sistema Nacional de Salud, desde los presupuestos de la Seguri-
dad Social nutridos por las aportaciones de sus cotizantes hacia los Presupuestos Ge-
nerales del Estado. Un cambio que se fue produciendo progresivamente desde 1986,
cuando todavía el 74,27% de la financiación del gasto público sanitario se realizaba
mediante las cuotas de la Seguridad Social y sólo el 23,77% procedía de las aportacio-
nes estatales. En 1997, la situación había cambiado radicalmente, el 91,85 del gasto
público sanitario procedía de las aportaciones estatales, y sólo el 5,98%, de las cuotas
de la Seguridad Social.
El crecimiento sostenido del gasto sanitario desde 1986 llevó en 1991 a la crea-
ción de una Comisión de expertos a instancias del Parlamento para estudiar la viabi-
lidad y futuro del sistema público de salud. Sus trabajos dieron lugar al conocido In-
forme Abril—por haber sido presidida la Comisión por Fernando Abril Martorell, ex
vicepresidente del Gobierno con la UCD. Con el fin de racionalizar y contener el
crecimiento del gasto sanitario sin afectar el carácter universal de la asistencia sanita-
ria, proponía la separación de las funciones de financiación —pública— de las de
provisión de servicios —pública y privada—, con el fin de introducir criterios de
competencia entre los proveedores, introduciendo el principio de autonomía de ges-
tión de los centros sanitarios mediante su transformación en sociedades públicas su-
jetas a controles económicos y financieros.
En suma, las reformas emprendidas durante la etapa socialista permitieron crear
un Sistema Nacional de Salud acorde con los presupuestos de las sociedades del bie-
nestar europeas, universalizando y mejorando las prestaciones sanitarias y haciendo
efectivo el derecho a la salud reconocido por la Constitución. La envergadura de la
reforma sanitaria emprendida por el PSOE explica el incremento del peso de las par-
tidas del gasto público sanitario sobre el conjunto del gasto público total.
El tercer gran pilar del desarrollo del Estado del Bienestar se localizó en la educa-
ción. El gasto en educación durante la gestión socialista creció un 120% en pesetas
constantes entre 1982 y 1995, ganando casi dos puntos en su participación en el PIB,
situándose en el 4,32% del PIB en 1995 —la media europea estaba en ese año en
el 5,2—, alcanzando el gasto público en educación en 1995 la cifra de 3.011.600 millo-
xxxxx
423
Clasificación funcional del gasto público.
La construcción del Estado del Bienestar, 1975-1995 (en porcentaje sobre el PIB)
Prestaciones Sociales Educación Sanidad Vivienda y Inversiones
servicios colectivos
Pensiones Desempleo Total
1975 5,62 0,48 9,25 2,09 3,77 1,04 2,72
1976 6,73 0,57 9,96 2,33 3,91 1,1 2,35
1977 7,39 0,84 10,36 2,45 3,66 1,08 2,7
1978 8,81 1,22 11,92 2,94 4,1 0,91 2,14
1979 9,42 1,64 12,99 3,11 4 0,89 1,82
1980 8,58 2,23 12,7 3,27 4,53 1,15 1,87
1981 9,11 2,75 14,09 3,12 4,54 1,31 2,29
1982 9,1 2,59 13,93 3,01 4,29 1,4 3,05
1983 9,56 2,47 14,34 3,21 4,16 1,6 2,8
1984 9,59 2,4 14,28 3,3 3,94 1,74 2,98
1985 10,21 2,78 14,33 3,75 4,67 2,01 3,7
1986 10,02 2,7 13,95 3,79 4,56 1,84 3,65
1987 9,7 2,71 13,8 3,97 4,58 1,84 3,45
1988 9,65 2,7 13,86 3,88 4,74 1,75 3,84
1989 9,69 2,71 13,94 4,11 4,8 1,61 4,44
1990 9,92 2,83 14,41 4,17 4,89 1,57 5,03
1991 10,26 3,19 15,25 4,14 5,05 1,53 4,93
1992 10,97 3,37 16,15 4,27 5,77 1,66 4,18
1993 11,54 3,75 16,97 4,54 5,9 1,69 4,23
1994 11,65 3,3 16,66 4,36 5,84 1,71 3,87
1995 11,63 2,59 15,99 4,32 5,92 1,52 3,71
Fuente: Contabilidad Nacional de España (INE) hasta 1994. Cuentas Financieras del Banco de España para
el año 1995.
Procedencia: Departamento de Estadística y Coyuntura de la Fundación FIES. Papeles de Economía Española:
El sector público de la democracia española, 2 vols., núm. 68, 1996.
Elaboración propia.

nes de pesetas cuando en 1982 era de sólo 592.900 millones de pesetas. En 1981, la
tasa de escolarización de la población española comprendida entre los 4 y los 24 anos
era del 71,3%. En el curso 1995-1996, las tasas de escolaridad se habían elevado sen-
siblemente. Un esfuerzo educativo que se centró en el impulso de la educación prees-
colar —el 61,2% de los niños y niñas de 3 años estaba escolarizado en 1995-1996—,
la enseñanza secundaria —con la introducción de la obligatoriedad de la escolariza-
ción hasta los 16 años— y la enseñanza universitaria —de 692.152 universitarios del
curso 1981-1982 se pasó a 1.544.162 del curso 1996-97.
Además del incremento sustancial de las tasas de escolarización, la etapa socialis-
ta se caracterizó por una profunda reforma educativa que afectó a todos los niveles,
cuyos hitos más destacables fueron la Ley Orgánica Reguladora del Derecho a la Edu-
cación —LODE— que entró en vigor en julio de 1985, la Ley Orgánica de Ordena-
ción del Sistema Educativo —LOGSE— de 1990 y la Ley Orgánica de Reforma
Universitaria —LRU— de 1983. Una reforma educativa que se guió por dos grandes
objetivos: garantizar el derecho a la educación y la elevación de la calidad de la ense-
ñanza. Un esfuerzo inversor que se materializó en la multiplicación de los centros
educativos, especialmente en el ámbito de la enseñanza secundaria y universitaria, y
xxxxxxx

424
en el crecimiento del profesorado no universitario —de los 222.857 profesores en el
curso 1982-83 se pasó a los 483.037 del curso 1996-97— y universitario —de los 34.449
profesores del curso 1982-1983 a los 70.600 del curso 1996-1997.
Asimismo, la política en favor de la igualdad de oportunidades en materia educa-
tiva incrementó considerablemente los recursos dedicados a las becas, que pasaron de
los 6.879 millones de pesetas del curso 1982-1983 a los 99.836 millones del curso 1995-
1996, aumentando igualmente el número de beneficiarios de los 162.269 becarios del
curso 1982-1983 a los 882.778 becarios del curso 1995-1996 en los niveles de enseñan-
zas medias y universitaria.
En definitiva, el crecimiento del gasto público durante la etapa socialista hizo po-
sible la construcción y consolidación del Estado del Bienestar en España, registrándo-
se cambios significativos y de enorme relevancia social y económica en tres de los
grandes pilares sobre los que se asienta: en prestaciones sociales —sobre todo en pen-
siones y desempleo—, sanidad y educación, haciendo efectivos algunos de los dere-
chos básicos reconocidos por la Constitución de 1978, como el derecho a la salud, el
derecho a la educación y el derecho a una pensión digna para todos los ciudadanos
españoles.

34.5. LA POLÍTICA FISCAL (1983-1996).


LA FINANCIACIÓN DEL ESTADO DEL BIENESTAR
El crecimiento del gasto público registrado entre 1983 y 1996 fue acompañado
del consecuente crecimiento de los ingresos públicos, fruto de la continuidad y cul-
minación de la reforma fiscal iniciada en 1977-1979. En 1982, los ingresos públicos re-
presentaban el 31,8% del PIB —con una presión fiscal del 25,6%—, una cifra que se
elevó hasta el 40,4% del PIB en 1991 —con una presión fiscal del 34,7—, y que
en 1995 alcanzó el 40,6% del PIB —con una presión fiscal del 34%. El crecimiento
de los ingresos públicos se realizó fundamentalmente por el mayor protagonismo
que adquirieron los impuestos directos —Impuesto sobre la Renta de las Personas Fí-
sicas (IRPF) y el Impuesto sobre Sociedades (IGS).
Recordemos la secuencia de la reforma del sistema tributario español. En 1975,
los ingresos públicos representaban el 25,7% del PIB, en 1982 habían ascendido has-
ta el 31,8, en 1991 se situaban en el 40,4 y en 1995 suponían el 40,6% del PIB. Fue-
ron los impuestos directos los que vieron crecer su participación de forma destacable
en el conjunto de los ingresos públicos. En 1975, la suma de las cotizaciones sociales
y los impuestos indirectos llegaba hasta el 73,8% del total de los ingresos públicos,
en 1982 se situaban en el 67,73% del total y de los ingresos públicos, en 1991 habían
descendido hasta el 57,36% del total, y en 1995 la suma de las cotizaciones sociales y
de los impuestos indirectos significaron el 59,1% del total de los ingresos públicos.
La evolución de las cifras es elocuente de los cambios sufridos por el sistema tri-
butario español durante la transición y la democracia, en la dirección de un sistema
fiscal más moderno y acorde con los parámetros de las sociedades del bienestar euro-
peas, con una mayor dosis de progresividad en los impuestos y un mayor protagonis-
mo de los ingresos públicos en la economía concordante con la política redistributi-
va de la renta asociada a la construcción del Estado del Bienestar. En este terreno, la
política reformista de los gobiernos socialistas se dejó sentir por las mayores dosis de
progresividad introducidas en el sistema tributario español.

425
Evolución de las relaciones económico-financieras entre España
y la Unión Europea, 1986-1997. En millones de pesetas.

El ingreso en la Comunidad Europea significó también una mejora de los ingre-


sos públicos, dado el saldo favorable para España entre los recursos aportados y los
recursos recibidos, a través de las transferencias corrientes —subsidios del FEOGA y
del FSE— y las transferencias de capital de los fondos FEDER. Transferencias que
vieron incrementada sustancialmente su importancia con la aprobación de los Fon-
dos de Cohesión en la cumbre de Edimburgo del 12 de diciembre de 1992 a iniciativa
del gobierno español. En 1986, primer año del ingreso en la Comunidad Europea, Es-
paña presentó un saldo financiero negativo por valor de 8.405 millones de pesetas es
decir, los pagos superaron los ingresos—, situación que cambió al año siguiente al pre-
sentar un saldo favorable que se mantuvo e incrementó en los años siguientes hasta al-
canzar en 1996 la cifra de los 914.069 millones de pesetas de saldo financiero favorable
para España, de los que 210.508,4 millones correspondieron al Fondo de Cohesión
y 419.514,1 millones procedieron de los fondos FEDER, aportaciones que contribuye-
ron de manera sustancial a la renovación y mejora de las infraestructuras españolas.

426
Transferencias recibidas por España desde los Fondos de la Unión Europea, 1986-1997
(en millones de Pesetas)
Transferencias recibidas
1986 1987 1989¹ 1990¹ 1991¹ 1992¹
de los fondos europeos
FEOGA-Garantía 37.898 87.332 250.680,8 274.529,8 428.725,3 462.670,5
FEOGA-Orientación, IFOP y otros − 2.850 36.353,2 26.627,2 82.055,4 84.642,5
FEDER 40.458 48.277 115.659,6 138.184,4 283.234,7 313.371,2
FSE 23.918 37.593 64.328,1 53.078,5 134.292,8 106.965,4
Fondo de Cohesión − − − − − −
Otros 2.826 4.443 16.971,1 17.705,3 24.979,3 22.679,8
Total 105.100 180.495 483.992,8 510.125,2 953.287,5 990.329,4

Transferencias recibidas
1993 1994 1995¹ 1996¹ 1997²
de los fondos europeos
FEOGA-Garantía 602.077,4 700.307,2 740.380 646.726,1 759.667
FEOGA-Orientación, IFOP y 111.662,8 51.843,8 143.382,9 156.796,8 147.000
otros
FEDER 279.988,4 259.630,4 447.695,4 419.514,1 350.000
FSE 105.544,8 77.262,4 244.894,4 211.360,4 286.373,6
Fondo de Cohesión 32.448,9 60.566,5 170.269,1 210.508,4 129.606,7
Otros 14.663 15.990,3 22.496,3 19.518,8 17.875,1
Total 1.146.385,3 1.165.600,6 1.769.118,1 1.664.424,6 1.690.522,4
1 Criterio de caja.
2 Previsión de caja.
Fuente: «Proyecto de Presupuestos Generales del Estado 1998», Ministerio de Economía y Hacienda.
Procedencia: Anuario de El País, 1998 y revista Economistas: 10 años con Europa, núms. 66-67, 1995.

El sostenido crecimiento de los ingresos públicos resultó insuficiente frente al rit-


mo del crecimiento del gasto público. La secuencia temporal de la evolución del dé-
ficit público entre 1982 y 1991 revela que éste mantuvo su ritmo de crecimiento des-
de el 4,5% del PIB de 1982 hasta 1985, donde alcanzó un máximo del 7,4%, para ini-
ciar una curva descendente que situó el déficit público en el mínimo del 3,2% del
PIB en 1989, para reiniciar la línea ascendente a partir de esa fecha, como consecuen-
cia del incremento del crecimiento del gasto público, en buena medida fruto de los
efectos de la huelga general del 14 de diciembre de 1988. Línea ascendente del creci-
miento del déficit público que se vio confirmada y agravada como consecuencia de
la recesión de 1992-1993. Asimismo, la financiación ortodoxa del mismo, mediante
la emisión de Deuda Pública combinada con los altos tipos de interés vigentes en los
años 80 y principios de los 90, presionó al alza sobre el déficit, al incrementarse sig-
nificativamente la partida correspondiente al pago de los intereses de la Deuda, que
en 1995 representó el 5,3% del PIB.
En 1975, el volumen de la Deuda Pública representaba el 13,2% del PIB, que se
elevó al 31,3% en 1982, para alcanzar en 1995 el 65,8% del PIB. Un crecimiento que
combinado con el incremento del gasto público provocó una escalada del déficit des-
de el 0,3% del PIB existente en 1975 al 6,4% de 1982 y al 6,8 de 1993.
427
428
El peso del pago de los intereses y del nivel de la Deuda Pública no habían hecho
sino crecer desde 1982. El problema no estribaba tanto en el volumen total de Deu-
da, sensiblemente inferior al de la media europea, existiendo además un amplio mar-
gen de maniobra respecto del criterio de Maastricht —que estipulaba un techo máxi-
mo del 60% del volumen de la Deuda Publica sobre el PIB— como de la tendencia
sostenida al alza de los costes de financiación de la misma por la escalada de los tipos
de interés. Esa era la situación que empezaba a alcanzarse en 1991 y que se prolongó
hasta 1993.
Desde entonces, en buena medida como consecuencia de los criterios de Maas-
tricht, el gobierno inició una política de consolidación presupuestaria destinada a re-
ducir los niveles de déficit público —basada en la contención del gasto y el manteni-
miento de la presión fisca—, con el fin de alcanzar el 3% definido en el Programa de
Convergencia para acceder a la moneda única. Un proceso sostenido de reducción
del déficit público que llevó, tras los recortes presupuestarios de 1996 de los gobier-
nos del PSOE y del Partido Popular, a situar el déficit público en el 4,4% del PIB,
a lo que contribuyó la reducción de los tipos de interés iniciada de forma sostenida
en 1992, al aligerar la carga de los intereses de la Deuda y los recursos allegados por
el proceso de privatizaciones de las empresas del sector público. Reducción del défi-
cit que permitió cumplir sobradamente el criterio de Maastricht del 3% en la fecha fi-
jada: 1997.

34.6. LA DISTRIBUCIÓN TERRITORIAL DE LA RENTA (1973-1996)


La distribución sectorial del PIB revela la continuidad en el proceso de trans-
formación de la estructura económica española. La reducción del peso del sector
agrario y pesquero y el incremento del sector servicios, en un proceso de terciari-
zación de la economía que hundía sus raíces en el crecimiento económico del de-
cenio anterior. Además, el sector servicios ejerció un papel amortiguador, que se
tradujo en su mayor participación en el PIB durante los años de la crisis. Transfor-
maciones que encontraron expresión en los niveles de empleo por sectores. El em-
pleo disminuyó en agricultura y pesca, en industria y construcción en términos ab-
solutos y relativos durante el periodo que media entre 1973 y 1982, mientras que
en el sector servicios el nivel del empleo creció tanto en valores absolutos como
relativos, sirviendo de colchón amortiguador de un desempleo galopante —la tasa
de paro sobre el total de la población activa pasó del 2,70 de 1973 al 16,54 de 1982.
La terciarización de la economía española durante estos años de la transición po-
lítica se concentró en los servicios públicos, sanitarios y educativos, consecuencia
del inicio de la construcción del Estado del Bienestar, y en el sector financiero, fru-
to de la expansión territorial de las instituciones bancarias provocada por la libe-
ralización emprendida a partir de 1977; mientras que el sector servicios más vincu-
lado al proceso productivo registró unas tasas de crecimiento menores, afectado
en mayor medida por la crisis y la caída de la demanda a ella asociada: fueron los
casos de transportes y comunicaciones, comercio, propiedad de viviendas y hos-
telería.
La distribución funcional de la renta produjo en el periodo de 1973-1981 un
crecimiento del peso de la remuneración del trabajo asalariado, una tendencia que
xxxxxxxxx

429
se quebró en 1982. Un crecimiento que se realizó a pesar del espectacular incre-
mento del desempleo en esos años y que se saldó en ganancias reales de los salarios
a pesar de la crisis económica, el desempleo y la reducción del número de horas tra-
bajadas. Las razones que explican esta aparente paradoja se despejan si considera-
mos que la deslegitimación social de la dictadura durante sus últimos años y el in-
cremento de la contestación social multiplicó la capacidad reivindicativa de los tra-
bajadores, favorecida por la sobreindiciación de los salarios vigente durante los
últimos años del franquismo; de hecho, las mayores alzas se registraron entre 1973
y 1977. Las rentas de los agricultores continuaron disminuyendo en estos años en
su participación en el PIB, coherente con la disminución del peso del sector agra-
rio en la economía española. Disminución de rentas que fue compensada en parte
por la emigración rural hacia las ciudades y el incremento de las prestaciones socia-
les. Por otra parte, como consecuencia de la crisis, se produjo un deterioro en las
rentas de capital.
Del conjunto del análisis de la estructura funcional de la distribución de la renta,
durante el periodo contemplado, se deduce una ganancia de once puntos en la Ren-
ta Nacional para el colectivo representado por los asalariados, parados y jubilados
—estos últimos debido al incremento de las prestaciones sociales, fruto del aumento
del gasto social registrado en estos años. Así pues, a pesar de la crisis económica, la
transición política y el restablecimiento de la democracia permitieron corregir en al-
guna medida las profundas desigualdades existentes en la sociedad española produc-
to del sistema económico y social de la dictadura. Algo que se observa con mayor ni-
tidez si analizamos la distribución personal de la Renta Nacional. Según la encuesta
sobre presupuestos familiares del INE —Instituto Nacional de Estadística— en 1974
el 10% de mayor nivel de renta acaparaba el 39,6% de la renta disponible por las fa-
milias españolas. Un fenómeno que no había hecho sino crecer en los años del desa-
rollismo, en los que las familias con mayores niveles de renta habían aumentado de
forma sostenida su participación en la Renta Nacional, en detrimento de los secto-
es con menores niveles de renta, poniendo de manifiesto el desigual reparto de los
beneficios del crecimiento de los años 60 y principios de los 70 en la sociedad es-
pañola.
En el análisis de la distribución de la renta es preciso que no olvidemos su distri-
bución espacial, pues nos permite acercarnos al problema de las desigualdades regio-
nales y valorar el impacto que ha tenido la construcción del Estado de las Autono-
mías. Durante la etapa del desarrollismo se produjo un importantísimo proceso de
concentración de la población, la riqueza y la renta en un reducido grupo de provin-
cias españolas donde tendieron a concentrarse la producción del sector industrial y
del sector servicios, mientras que aquellas provincias con un marcado componente
agrario registraron un acelerado proceso de despoblamiento y empobrecimiento, re-
flejado en la importantísima reducción de su participación en el PIB. Este proceso
de empobrecimiento espacial fue compensado en parte por la disminución de la po-
blación residente que ante la falta de expectativas se vio obligada a emprender el ca-
mino de la emigración hacia los grandes núcleos urbanos en expansión o al extran-
jero, por lo que las desigualdades en la distribución personal de la renta en estas áreas
geográficas deprimidas fueron atenuadas por el fenómeno de la emigración, no por
un mejor reparto de la menguante renta disponible. Sobre esta desigual situación en
el reparto espacial de la Renta Nacional, la crisis de los años 70 actuó con fuerza. La
tradicional espita de la emigración fue frenada en seco como consecuencia de la cri-
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430
sis; la emigración al extranjero se detuvo bruscamente, iniciándose incluso el proce-
so inverso: el retorno de los emigrantes al perder su empleo o ver reducidas sus ex-
pectativas en el exterior. Otro tanto sucedió con la emigración a las áreas industria-
les del interior; la caída del empleo en la construcción y en la industria frenó el pro-
ceso migratorio, incluso se produjo un movimiento de retorno a las regiones de
origen.
El crecimiento económico de los años del desarrollismo de la dictadura fue desde
el punto de vista espacial muy desigual en su distribución, generando importantes de-
sequilibrios regionales. El impacto de la crisis se hizo sentir con desigual intensidad
sobre el territorio español. Entre 1973 y 1981 mantuvieron o incrementaron su parti-
cipación en la Renta Interior las siguientes regiones: Madrid, Canarias, Galicia, Balea-
res, Cantabria; mantuvieron su participación: Valencia, Asturias, Murcia, Cataluña,
Andalucía y La Rioja, mientras que vieron disminuir su peso en la distribución de la
Renta Interior: País Vasco, Castilla-La Mancha, Extremadura, Castilla y León, Nava-
rra y Aragón.

Renta interior per cápita por Comunidades Autónomas, 1960-1996.


índice: media española = 100

1960 1973 1981 1985 1996


Baleares 110,5 132,9 128 141,4 147,7
Madrid 147,8 139,1 143,9 130 127,5
Cataluña 140,4 130,5 126,4 123,5 122,5
La Rioja 116,9 104,4 104,1 107,6 118,8
Navarra 117,6 111,6 105,4 109,1 115,7
País Vasco 175,1 138,7 112,9 113,6 112,4
Aragón 103 99,8 100,6 110,2 107,5
Canarias 73,5 86,1 87,3 93,3 100,3
C. Valenciana 115,7 102,3 100,6 102,4 99,1
Castilla-León 80,1 80,7 80,9 90,9 94,7
Cantabria 127,4 102,5 107,1 97,4 90,7
Castilla-La Mancha 64,7 74,5 70,8 78,3 86,6
Asturias 114,2 92,8 100,6 96,5 86
Galicia 70,7 71,4 79 82 83,2
Murcia 74,4 79 76,6 83 78,7
Extremadura 62,6 59,2 61,7 67,6 72,7
Andalucía 71,9 71,7 72,2 70,9 71,4
Procedencia: Anuario de El País, 1998 y J. L. García Delgado (dir.), España, economía, Madrid, Espasa-Calpe,
1989. Elaboración propia.

Si consideramos los factores de producción, extensión geográfica y población, la


situación varía sensiblemente.
Así, las regiones que aparecen por encima de la media española en 1981 eran Ma-
drid, Baleares, que desplazó al País Vasco de la segunda posición que ostentaba en 1973,
Cataluña, País Vasco, Cantabria, que desplazó a Navarra de la quinta plaza. Navarra
y La Rioja; mientras que se situaban en 1981 en la media española Valencia, Asturias
y Aragón y, por debajo, Canarias, Castilla y León, Galicia, Murcia, Andalucía, Casti-
lla-La Mancha y Extremadura. Entre la primera región por renta per cápita y la últi-
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431
432
ma, Madrid multiplicaba en 1981 por 2,33 la renta per cápita de Extremadura, prác-
ticamente la misma diferencia que existía en 1973 antes del estallido de la crisis —era
2,35 veces superior. El impacto de la crisis se dejó sentir en el desplazamiento del se-
gundo lugar de las industriales País Vasco y Cataluña por la turística Baleares; la cri-
sis fue sentida con mayor intensidad por el País Vasco, que pasó del segundo puesto
que ocupaba en 1973 al cuarto puesto.
La nueva realidad autonómica encontró su reflejo en el ámbito económico.
No sólo por la aparición de un nuevo nivel de la Administración pública, las Ad-
ministraciones de las Comunidades Autónomas, sino también por el traspaso de
competencias desde la Administración central del Estado hacia las Comunidades
Autónomas. Importantes capítulos del gasto público pasaron a ser gestionados
por las Autonomías, en un proceso continuado de transferencias. Partidas tan im-
portantes como la sanidad o la educación fueron, o están en vías de serlo, traspa-
sadas a las Autonomías. Además, el creciente peso de los recursos gestionados por
los gobiernos autonómicos también incidió en otros capítulos del gasto público
como las infraestructuras, a través del creciente papel de la inversión pública auto-
nómica.
Los efectos de la larga crisis económica dejaron su impronta sobre el territorio.
En 1985, las zonas y ejes más dinámicos de España se concentraban en la costa me-
diterránea, el valle del Ebro, Madrid, Baleares y Canarias. Los efectos de la crisis,
dado su marcado componente industrial, se manifestaron de forma más acusada en
las antiguas zonas industriales, que registraron un claro retroceso; fueron los casos
de la cornisa cantábrica —Asturias, Cantabria y País Vasco. Por otra parte, dada la
continuidad de la pérdida de peso en la economía española de la agricultura perma-
necieron estancadas amplias zonas de la Meseta, el Macizo Ibérico y algunas zonas
del sur peninsular. Estos cambios dieron lugar a una recomposición del mapa regio-
nal español desde el punto de vista económico. Se produjo una basculación desde
el eje cantábrico hacia el eje mediterráneo y el valle del Ebro —desde Tarragona
hasta Navarra y Álava—, a la vez que Madrid conservaba su posición y las islas
—Baleares y Canarias— mostraban un importante dinamismo vinculado al sector
turístico.
La crisis de 1973-1985 generó también importantes modificaciones desde el pun-
to de vista demográfico. Los movimientos interregionales de población y la deten-
ción de la emigración al extranjero se frenaron hasta detener el proceso de concentra-
ción geográfica de la población.
Desde el punto de vista de la renta familiar disponible, las diferencias relativas de
renta entre las distintas provincias españolas se redujeron apreciablemente entre 1973
y 1985 como consecuencia del papel redistributivo del sector público, manifestación
de los primeros efectos de la construcción del Estado del Bienestar. Las Comunida-
des Autónomas de Extremadura, Andalucía, Galicia, Murcia y Castilla-La Mancha
fueron receptoras netas de rentas transferidas desde el sector público y el sector exte-
rior, mientras País Vasco, Madrid, Baleares, Navarra, Aragón y Cataluña fueron con-
tribuyentes netas.
En 1996, al finalizar la etapa socialista y cuando el proceso de construcción de la
España de las Autonomías estaba considerablemente avanzado, la situación de las
Comunidades Autónomas según su Producto Interior Bruto per cápita respecto de la
media española había registrado algunas variaciones significativas respecto de los ini-
cios del proceso autonómico, entre 1978 y 1983. Por encima de la media se encontra-
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433
Distribución del valor de los productos industriales, 1995.

Procedencia: Contabilidad Nacional de España (CNAE). Instituto Nacional de Estadística (INE).

ban por orden decreciente Baleares —con un 147,1%—, Madrid, Cataluña, La Rioja,
Navarra, País Vasco, Aragón y Canarias —con un 100,2%—, mientras que por deba-
jo de la media se situaban la Comunidad Valenciana —con un 99%—, Castilla y
León, Cantabria, Asturias, Castilla-La Mancha, Galicia, Murcia, Extremadura y Anda-
lucía —con un 71,4%.
El primer hecho que merece la pena ser destacado es la aproximación a la media
española de las Comunidades Autónomas que en 1975 aparecían más retrasadas: Cas-
tilla y León, Castilla-La Mancha, Galicia y Extremadura, manifestación espacial de los
efectos redistributivos de las políticas del Estado del Bienestar. En segundo lugar, el
declive de la cornisa cantábrica por el impacto de la larga crisis de los años 70 toda-
vía se manifestaba en 1996, con la pérdida de posiciones de Asturias, Cantabria y País
Vasco: en el caso de las dos primeras, descendieron por debajo de la media española,
mientras el País Vasco era la Comunidad que sufrió un descenso más acusado, per-
diendo 23,4 puntos porcentuales. Por el contrario, Baleares y Canarias fueron las Co-
nunidades que vieron incrementado en más de 20 puntos su PIB per cápita, merced
al impulso del sector turístico, seguidas por La Rioja. Mientras Madrid y Cataluña,
aunque con ligeros retrocesos, mantenían sus posiciones.
Los efectos correctores de las desigualdades territoriales de las políticas redistribu-
tivas del Estado del Bienestar se evidencian de forma aún más clara si consideramos
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434
Renta familiar disponible por Comunidades Autónomas, 1973-1996.
índice: media española = 100. Diferencias relativas en la renta per cápita disponible

1973 1981 1985 1996


Baleares 128,6 129,4 129,7 132,9
Cataluña 123,2 121,7 119 117,8
La Rioja 103,3 104,3 109,2 117
Navarra 109,6 101,9 102,9 116
País Vasco 128,3 104,1 101,9 114,5
Madrid 133,2 123 120 110,9
Aragón 98,7 101,5 105,6 108,2
Castilla- León 84,3 85,7 92,6 101,9
C. Valenciana 103 104 106,3 99,6
Cantabria 100,1 101,6 98,2 97,4
Asturias 93,3 104,7 96,3 95,8
Castilla-La Mancha 79,5 77,4 82 93
Galicia 78,6 87 88,3 91,1
Canarias 86 88,6 89,4 90,1
Extremadura 67,2 71,7 78,8 80,4
Andalucía 77,6 81,6 80,2 79,7
Murcia 84,1 85 89 79,2
Fuente: Anuarios de El País y J. L. García Delgado (dir.), España, economía, Madrid, Espasa-Calpe, 1989. Ela-
boración propia.

PIB por habitante, 1995. Millones de pesetas.

Procedencia: Instituto Nacional de Estadística (INE).

435
436
la renta familiar disponible. En 1996, Baleares con un índice 147,7 sobre la media es-
pañola del PIB por habitante y de 132,8 en términos de renta familiar disponible, era
la primera Comunidad por nivel de desarrollo y renta familiar, mientras que Andalu-
cía ocupaba la posición más retrasada con unos índices del 71,4 y 79,7 respectivamen-
te. A pesar de las diferencias, las distancias entre la Comunidad más rica y la menos
rica se acortaron sensiblemente. La diferencia entre Baleares y Andalucía en términos
de PIB por habitante se situaba en 1996 en el 107%, que se reduce al 66% en térmi-
nos de la renta familiar disponible.
Una de las manifestaciones más claras de la solidaridad interregional fue el papel
desempeñado por la política fiscal. Madrid, Cataluña, Baleares, Aragón, Cantabria y
La Rioja experimentaron reducciones de su renta familiar disponible per cápita por
la existencia de flujos fiscales negativos, destacando Madrid con una reducción
del 23,4%. Mientras que Extremadura, Andalucía, Castilla-La Mancha, Galicia, Cas-
tilla y León, Asturias, Murcia, Comunidad Valenciana y Canarias registraron flujos
fiscales positivos, especialmente Extremadura, con un incremento del 42,7%, y Anda-
lucía, con un 24%.
En suma, el Estado de las Autonomías ligado a la construcción del Estado del Bie-
nestar, con su carácter redistributivo de la renta, y a las ayudas procedentes de los fon-
dos estructurales y de cohesión procedentes de la Unión Europea, ha generado efec-
tos correctores de las desigualdades territoriales medidos en términos de renta per cá-
pita y renta familiar disponible; a pesar de todo, las diferencias históricas en el grado
de desarrollo económico, aunque se han atenuado en los últimos lustros, aún persis-
ten entre unas Comunidades Autónomas y otras.
En términos globales, los análisis sobre la distribución personal de la renta en Es-
paña indican una disminución de las desigualdades entre 1980 y la primera mitad de
los años 90, considerado desde los distintos índices de medición —índices de Gini y
Theil y tasa de pobreza. En este periodo, el 10% de la población con rentas más ba-
jas fue la que registró unas mayores tasas de crecimiento; asimismo crecieron, aunque
en menor medida, las rentas de la población situadas en los tramos intermedios,
mientras que el 20% de la población con las rentas más altas vio disminuida su parti-
cipación.

437
CAPÍTULO XXXV

El desempleo: el principal problema


de la sociedad española

35.1. UN PARO ENCUBIERTO: EL PLENO EMPLEO DE LOS AÑOS 60


El crecimiento económico registrado durante los años del desarrollismo franquis-
ta se caracterizó por su escasa capacidad de crear empleo, incapaz de absorber las re-
mesas de población expulsadas de un sector agrícola en rápida transformación, exce-
dentes de mano de obra cuya única salida era la tradicional emigración al extranjero
—ahora con destino mayoritario hacia la Comunidad Europea, frente a la tradicional
emigración americana. Por otra parte, las bajas tasas de ocupación femenina durante
la dictadura, debidas a los roles dominantes de la ideología franquista asignados a la
mujer como esposa, madre y ama de casa, favorecieron, junto con la emigración
al extranjero, una situación de pleno empleo que con la llegada de la crisis de los
años 70 terminó abruptamente por el fin de la espita de la emigración, el retorno ma-
sivo de la población emigrada, el cambio de valores en la sociedad española —con la
incorporación de la mujer al mercado de trabajo—, y el inicio de la llegada de las ge-
neraciones del baby boom al mercado laboral. A partir de finales de los años 70 las ta-
sas de desempleo se dispararon hasta situarse en el primer puesto de los países desa-
rrollados. En 1985, el 21,7% de la población activa estaba desempleada, convirtién-
dose en el primer problema de la economía española del último cuarto del siglo XX.
Sobre esta ya de por sí muy problemática situación, el sistema de relaciones laborales
heredado de la dictadura acentuó los efectos negativos sobre el empleo.
El franquismo, con el fin de garantizar la paz social y como contrapartida a la ausen-
cia de libertades, generó un sistema de relaciones laborales intervencionista en el que la
rigidez era la norma. Las relaciones laborales durante la dictadura se caracterizaban por
un sistema de negociación colectiva distorsionado por la falta de sindicatos libres y limi-
tado por las restricciones de las ordenanzas laborales, donde el gobierno mantenía una
fuerte capacidad de intervención en la fijación de los salarios. Igualmente, el sistema de
contratación laboral combinaba un marco muy permisivo para el despido por causas
disciplinarias, políticas o derivadas de la perseguida conflictividad laboral, con una con-
tratación indefinida y elevados costes de despido —en aquellos casos que no fuesen por
razones políticas o disciplinarias, claro está— y la práctica inexistencia de una cobertura
del desempleo digna de tal nombre. La rigidez del sistema de contratación laboral que-
daba compensada por el bajo nivel de los salarios y su enorme flexibilidad, en un con-
texto expansivo con una situación de pleno empleo encubierta —dado que los exceden-
xxxx

438
tes de mano de obra partían hacia la emigración— donde la rigidez de las formas de con-
tratación eran de escasa relevancia. El modelo mostró su ineficacia en los años finales de
la dictadura, cuando la conflictividad social registró un sostenido crecimiento.

35.2. EL SISTEMA DE RELACIONES LABORALES EN LA PRIMERA ETAPA DE LA TRANSICIÓN


Las demandas sociales acumuladas durante los años finales de la dictadura, las in-
certidumbres políticas de los primeros años de la transición y la presión reivindicati-
va de una clase trabajadora movilizada tras las organizaciones sindicales, que emer-
gían desde la clandestinidad a su reconocimiento legal, actuaron sobre los últimos
gobiernos del franquismo y los primeros de la transición política y sobre el empresa-
riado para incrementar los ingresos de los asalariados y mantener los niveles de pro-
tección del sistema de contratación.
Los sindicatos aceptaron la moderación salarial fijada en los Pactos de la Moncloa
para hacer frente a los efectos más perniciosos de la crisis económica, particularmen-
te para contener la espiral inflacionista, pero se mostraron enormemente reticentes a
la hora de aceptar el cambio del sistema de contratación —es decir, la flexibilización
del mismo y el abaratamiento del despido—, en virtud de tres grandes consideracio-
nes: su interpretación del contrato fijo como una conquista social a la que no estaban
dispuestos a renunciar por principio, su carácter defensivo frente a los embates de la
crisis económica, en unos años de destrucción masiva del empleo, y la desconfianza
ante un empresariado escasamente dinámico. De tal manera que, en las negociacio-
nes que desembocaron en la aprobación del Estatuto de los Trabajadores el 26 de mar-
zo de 1980, los sindicatos aceptaron un nuevo sistema de relaciones laborales que
mantenía importantes elementos de protección en el sistema de contratación. Actitud
que podríamos simplificar bajo la fórmula de moderación salarial, sí, y despido libre, no.
La elevación de los costes reales laborales incidió en la destrucción de empleo en-
tre 1975 y 1985, particularmente en el sector industrial —el más afectado por la cri-
sis—, pero no podemos obviar el carácter estructural de la crisis de los años 70, en el
que la nueva división internacional del trabajo que empezó a configurarse en la dé-
cada de los 70 —con la emergencia de nuevas áreas industriales—, la pérdida de fue-
lle de los sectores industriales clásicos —sobre los que se había edificado el crecimien-
to económico y del empleo en los decenios anteriores— y la menor intensidad de la
utilización de mano de obra en las nuevas ramas productivas y en las clásicas —mer-
ced a los procesos de automatización, robotización y computerización—, lo que en
términos clásicos se denomina la intensificación de la relación capital-trabajo, hizo
que en las economías industrializadas y, por tanto, en la economía española, la recu-
peración y expansión de la actividad económica no se viese acompañada de una si-
milar expansión de los niveles de empleo, por lo que numerosos autores han defini-
do las altas tasas de desempleo que registraron las economías industrializadas en los
años 70 y 80 como paro estructural.
Con ello se quiere hacer referencia no sólo a las dificultades para retornar a las si-
tuaciones de pleno empleo de los años 60, consecuencia de un desequilibrio estruc-
tural entre crecimiento económico y creación de empleo, sino también a la aparición
de un paro de larga duración que termina por expulsar del mercado laboral de forma
prácticamente definitiva a importantes segmentos de la población activa —sobre
todo a los trabajadores en edad madura que una vez perdido su trabajo quedan mar-
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439
ginados del mercado laboral. Un paro de larga duración que golpea asimismo con
fuerza a las mujeres y a amplios segmentos de la juventud.

35.3. LA APARICIÓN DEL DESEMPLEO MASIVO EN ESPAÑA


El desempleo se ha convertido en el principal problema de la sociedad española,
pues aunque el paro ha sido un problema generalizado en las economías industriali-
zadas desde el estallido de la crisis de los años 70, la magnitud de las cifras y su per-
sistencia en el tiempo convierten al desempleo en un hecho diferencial de la econo-
mía española, debido a la considerable mayor incidencia del mismo respecto del res-
to de los países desarrollados. Hemos apuntado ya algunas características específicas
del caso español, como la debilidad congénita de la economía española para emplear
los recursos humanos disponibles, incluso en las épocas de expansión económica.

Total de parados en España, según la Encuesta de Población Activa (EPA), 1976-1997.

Años IV Trimestre IV Trimestre IV Trimestre


Total Varones Mujeres
dic. 76 615.240 428.620 186.620
dic. 77 744.410 508.680 235.730
dic. 78 994.280 659.220 335.060
dic. 79 1.235.400 826.220 409.170
dic. 80 1.625.090 1.086.980 538.110
dic. 81 1.991.370 1.315.540 675.840
dic. 82 2.240.690 1.440.810 799.870
dic. 83 2.436.710 1.580.670 856.040
dic. 84 2.881.420 1.883.650 997.780
dic. 85 2.961.470 1.897.610 1.063.860
dic. 86 2.917.140 1.797.270 1.119.870
dic. 87 2.903.930 1.539.770 1.364.160
dic. 88 2.701.190 1.361.270 1.339.920
dic. 89 2.521.770 1.239.600 1.282.160
dic. 90 2.424.320 1.157.590 1.266.730
dic. 91 2.566.200 1.248.040 1.318.160
dic. 92 3.047.120 1.552.970 1.494.150
dic. 93 3.682.330 1.937.380 1.744.950
dic. 94 3.698.430 1.840.910 1.857.530
dic. 95 3.579.340 1.750.890 1.828.460
dic. 96 3.491.790 1.686.520 1.805.270
dic. 97 3.292.670 1.519.510 1.773.160
Fuente: Instituto Nacional de Estadística. Encuesta de Población Activa (EPA).
Elaboración propia.

Detengámonos en su evolución y caracterización. El desempleo masivo hizo su apa-


rición en España entre 1975 y 1980, cuando la crisis de los setenta cenó las puertas de la
emigración y dejó sentir con fuerza sus efectos en la economía española. De las 470.000
personas desempleadas en 1975 se pasó a 1.625.090 en diciembre de 1980, el 12,44% de
la población activa. Desde esa fecha, el desempleo no hizo sino aumentar hasta 1985,
año de finalización del ajuste de la larga crisis económica que atravesó el país desde los
xxxx

440
inicios de la transición, hasta alcanzar las 2.961.470 personas desempleadas, el 21,67% de
la población activa, en diciembre de 1985. Durante los años de la expansión económica
de la segunda mitad de los 80, el desempleo descendió de forma significativa, aunque las
tasas de paro españolas continuaron siendo sensiblemente más elevadas que las registra-
das en los países de la Comunidad Europea: en diciembre de 1990 eran 2.424.320 las
personas desempleadas, el 16,11% de la población activa, para volver a elevarse hasta
las 3.491.790 en diciembre de 1996, el 21,77% de la población activa.
En los años de la prolongada crisis económica, entre 1976 y 1985, se destruyeron en
España 1.700.000 empleos: 881.000 en el sector agrícola, 772.000 en la industria, 417.000
en la construcción y 250.000 en el sector servicios, excluida la Administración pública,
que permitió un crecimiento positivo para el conjunto del sector de 356.000 empleos.
La fase expansiva registrada entre 1985 y 1991 se saldó con una fuerte creación de
empleo, cerca de dos millones, fundamentalmente en el sector servicios, aunque tam-
bién creció el empleo, aunque de forma sensiblemente más moderada, en la industria
y la construcción, continuando la destrucción de empleo en el sector agrícola. El cre-
cimiento sostenido de la población activa explica que la tasa de paro continuara sien-
do elevada, el 16,11%, como hemos visto.
El fuerte dinamismo de la economía hizo que el 80% del empleo generado en
esta fase de crecimiento fuese realizado por el sector privado. La intensidad de la cri-
sis de 1992-1993 disparó de nuevo las tasas de paro, entre diciembre de 1990 y di-
ciembre de 1994 el número de desempleados se incrementó en 1.274.110 personas
—para alcanzar la cifra de 3.698.430 personas, el 23,91% de la población activa—, fe-
cha en la que se inició una lenta pero sostenida recuperación del empleo —entre di-
ciembre de 1994 y diciembre de 1996 el paro descendió en 206.640 personas, situán-
dose la tasa de paro en el 21,77% de la población activa.

Tasas de paro según la Encuesta de Población Activa (EPA), 1976-1997.

441
En España, dos efectos combinados explican la magnitud del desempleo desde el
inicio de la crisis económica de los años 70. Por una parte, el crecimiento sostenido
desde 1975 de la población activa —aquella situada entre los 15 y 64 años—, fruto
del crecimiento vegetativo de la población —consecuencia de la incorporación de las
nuevas generaciones nacidas durante el boom de la natalidad iniciado en la década de
los 60— y de la masiva incorporación de las mujeres al mundo laboral a partir de la
década de los 70. De otra, las tradicionales bajas tasas de actividad de la economía es-
pañola respecto de los países industrializados, manifestación de su debilidad congé-
nita para generar el suficiente empleo, incluso en las fases expansivas del ciclo econó-
mico.
Ambos elementos están en la base del comportamiento diferencial en materia de
empleo de la economía española respecto de los estándares existentes en los países
de la Unión Europea. Reparemos en los siguientes datos: en 1986, la población acti-
va en España era del 36,8%, frente al 44,8% de media en los países de la Unión Eu-
ropea, diferencial que se redujo sensiblemente en los siguientes diez años: en 1996, la
población activa representaba en España el 41,1%, frente al 45,1% de la Unión Europea,
una reducción de cuatro puntos porcentuales, que nos informa de la presión que han
ejercido en el mercado laboral las nuevas generaciones y la incorporación masiva de
la mujer. El fuerte incremento del empleo en dicho decenio —creció entre 1986
y 1996 un 12%—, resultó insuficiente para reducir significativamente el nivel de de-
sempleo de la población activa española.

Tasas de ocupación según la Encuesta de Población Activa (EPA), 1976-1997.

442
A pesar de la intensa creación de puestos de trabajo entre 1986 y 1996 —con la
salvedad de la brusca caída del empleo como consecuencia de la crisis de 1992-1993—,
la tasa de paro en España continuó siendo la más elevada de la Unión Europea:
en 1986, el 20,9% de la población activa estaba en el paro —en la Unión Europea la
tasa era del 10%—, diez años después el paro se situaba en el 21,8% de la población
activa, dejándose sentir todavía los efectos de la crisis de 1992-1993, mientras que en
la Unión Europea era del 10,9%, manteniéndose el diferencial de más de diez pun-
tos. En 1986 el porcentaje de ocupados sobre el total de la población era en España
el más bajo de todos los países de la Unión Europea —incluidos Grecia y Portugal—,
diez años más tarde seguía ocurriendo lo mismo.

35.4. EL COMPONENTE ESTRUCTURAL DEL DESEMPLEO ESPAÑOL


El fuerte diferencial de las tasas de desempleo y su persistencia en el tiempo nos
indican que la economía española se enfrenta a un problema estructural que va más
allá del denominado paro estructural que aqueja a las economías europeas frente a la
situación de Estados Unidos y Japón. Apreciación que se ve reafirmada si tenemos en
consideración que en el decenio 1986-1996 los costes laborales mantuvieron una ten-
dencia hacia la moderación en su crecimiento y la reforma del mercado de trabajo
de 1994 introdujo una fuerte flexibilización de los sistemas de contratación, termi-
xxxxxxxx
Empleo y desempleo en la Unión Europea, 1996
Tasa Parados de Tasa de Tasa de empleo Contratos d Empleo
de paro larga duración paro juvenil a tiempoc temporales
a b
parcial % Total
Total % 1996 Total Total
Bélgica 9,6 61 9,8 7,9 5,9 56,6
Dinamarca 5,6 27 6,9 15,7 11,2 75,5
Alemania 9,1 48 9 10,4 11 62,9
Grecia 9,1 56 9,6 2,6 11 56,9
ESPAÑA 22,3 53 22,1 3,6 33,6 47,2
Francia 12,5 38 12,4 9,5 12,5 59,7
Irlanda 12,1 59 11,8 6,3 9,2 56,3
Italia 12,2 65 12 3,3 7,5 51,4
Luxemburgo 3,2 28 3,3 4,5 2,6 59,6
Holanda 6,7 45 6,3 24,7 12 65,1
Austria 4,1 26 4,4 9,7 8 69,8
Portugal 7,1 50 7,3 4,4 10,4 66
Finlandia 15 33 15,7 6,8 17,3 61,7
Suecia 9,9 19 10 16,2 11,6 70,3
Reino Unido 7,9 40 8,2 16,3 6,9 69,8
Media UE 10,9 48 10,9 — — 60,4
a Personas en paro desde hace un año o más. En porcentaje sobre el total de parados.
b Sobre el total de la población activa.
c Personas de 15 a 64 años que tienen empleo.
d En porcentaje sobre el total de trabajadores que tienen un contrato.
Procedencia: Anuario de El País, 1998.
Elaboración propia.

443
nando con las rigideces existentes y homologándolos a los del resto de los países in-
dustrializados —incluso los nuevos modelos de contratación fueron más allá de la
flexibilización para introducirse por la senda de la precarización del empleo.
El empleo temporal creció espectacularmente a partir de la reforma de 1994, situán-
dose en el primer puesto de los países industrializados: en 1986 el empleo temporal
sobre el total de los asalariados representaba en España el 15,6%, frente al 9,1% de
media de la Unión Europea —sólo Grecia estaba por delante, con el 19%—, mien-
tras que en 1996 el empleo temporal alcanzaba al 33,6% de la población asalariada
en España, frente al 11,6% de la Unión Europea.
Este exponencial crecimiento del empleo temporal registrado en España en la
década de los 90 introdujo una fuerte segmentación y dualización del mercado de tra-
bajo entre los trabajadores con empleo indefinido y los acogidos a las nuevas formas
de contratación, los trabajadores precarios —con empleos discontinuos, bajos salarios,
sistemas de protección menores y menor seguridad en el trabajo, una de las princi-
pales causas de la alta siniestralidad laboral española—, que dada su magnitud —un ter-
cio de la población asalariada de 1996— revelan un intenso proceso de dualización de
la sociedad española que pone en peligro las posibilidades de un crecimiento sostenido
y equilibrado en el futuro. Las reformas laborales introducidas por los gobiernos socia-
listas en 1984 y 1994, y luego continuadas por el gobierno del Partido Popular en 1996
y 1998, han flexibilizado considerablemente el marco de relaciones laborales. El proble-
ma del elevado desempleo en España no puede ser, por tanto, achacable al finalizar la
década de los 90 a la rigidez del sistema de relaciones laborales.
La influencia de la evolución de los costes laborales sobre el nivel de desempleo
en España ha sido esgrimida con frecuencia, junto con la rigidez del sistema de rela-
ciones laborales, como otra de las razones principales del mismo. Este argumento es
plausible para el periodo situado entre 1973 y 1979, cuando los costes laborales se in-
crementaron en un 42%, coincidiendo con la etapa de la transición política, en la que
la movilización social y las incertidumbres sobre el modelo político que había de im-
ponerse tras el fin de la dictadura permitieron importantes ganancias reales de los sa-
larios, elevando sensiblemente los costes laborales; tras la firma de los Pactos de la
Moncloa y la tendencia sostenida a la moderación salarial practicada desde entonces,
cambió la tendencia, sobre todo desde el fin del ajuste económico en 1985. A partir
de entonces, un análisis detallado de la evolución de los costes laborales entre 1986
y 1996 no parecen avalar esta difundida opinión.
En 1986, el coste laboral por hora trabajada se situaba en el 70,99 de la media de
los países de la Unión Europea, diez años después se elevaba al 76,71%, un crecimien-
to que estaba en consonancia con la posición de la economía española respecto de la
media europea. Si analizamos la evolución del coste laboral unitario, esto es, incor-
porando la evolución de la productividad, se observa una ganancia de la productivi-
dad en España respecto de la Unión Europea entre 1986 y 1988, para perder compe-
titividad entre ese año y 1993 —fruto de los efectos de la euforia económica de la se-
gunda mitad de los años 80, cuya onda expansiva se prolongó hasta 1993— y volver
a recuperarla entre ese año y 1996. La variación de las tasas anuales del coste laboral
unitario así lo confirman, hasta el punto de que en 1996 el crecimiento del coste uni-
tario laboral se situó por debajo de la media europea, acentuando la ganancia neta de
la productividad del trabajo en España respecto de la Unión Europea.
El análisis sectorial del comportamiento del empleo es clarificador sobre los proble-
mas de la economía española a la hora de generar puestos de trabajo. A lo largo del de-
xxxxxx

444
Precios de importación y costes laborales unitarios

Fuentes: Banco de España, INE y OCDE.

cenio 1986-1996 se mantuvo la tendencia procedente desde el estallido de la crisis de


los setenta, cuyas raíces se hundían en los años del desarrollismo, de pérdida de peso re-
lativo de la agricultura y de la industria e incremento del sector servicios, en un proce-
so de terciarización de la economía común al registrado en los países de la Unión Eu-
ropea, que se tradujo en pérdidas de empleo en los dos primeros y en ganancias en la
construcción y, sobre todo, el sector servicios. Aunque la estructura sectorial de la eco-
nomía española es similar a la de la Unión Europea, el empleo en el sector manufactu-
rero era inferior a la media europea, tanto en 1986 como en 1996. Por otra parte, en el
crecimiento del empleo registrado por el sector servicios en España, fue mayor el peso
del empleo público frente al sector servicios privado —consecuencia de los avances en
la construcción del Estado del Bienestar y del Estado de las Autonomías, que actuaron
como colchones amortiguadores en los elevados niveles de desempleo españoles.
Además, del peor comportamiento del empleo industrial en España respecto de
la Unión Europea, merece ser destacado otro factor relevante, que ya se apuntaba du-
rante el proceso de reconversión industrial de 1983-1985, la pérdida de peso y, conse-
cuentemente, del empleo de los sectores de demanda débil y bajo nivel tecnológico,
a favor de los sectores de demanda y tecnología media —27,6% en 1986 y 29,3 en
1996, frente al 31,2 y 32,5%, respectivamente, de la Unión Europea—, a la vez que
se mantenían, con un ligero descenso, los niveles de los sectores de demanda fuerte
y mayor componente tecnológico. Lo que nos informa de la persistencia de las caren-
cias de la industria española, dado el estancamiento de los sectores más dinámicos y
competitivos, aquellos que incorporan unas mayores dosis de innovación tecnológi-
ca y con mayor capacidad de crecimiento —12,8% en 1986 y 12,1 en 1996, frente
al 18,5% de la Unión Europea.
Así pues, las razones fundamentales del diferencial existente en el nivel de desem-
pleo en España respecto de los países de la Unión Europea deben buscarse principal-
xxxxxxxxx

445
Distribución de la población ocupada por sectores de actividad, 1996.

Procedencia: Encuesta Población Activa (EPA). Instituto Nacional de Estadística (INE).

Ocupados por tipo de jornada y sector económico. EPA 1996.

Procedencia: Encuesta Población Activa (EPA). Instituto Nacional de Estadística (INE).

mente en los problemas estructurales que aún subsisten en la economía española, a


pesar de la magnitud de los cambios producidos desde la incorporación de España a
Europa, con las consiguientes mayores dosis de apertura y dinamismo introducidos,
que ponen en evidencia una vez más la tradicional endeblez del sector privado de la
economía española. Aunque en estos años se ha avanzado sensiblemente en un ma-
yor dinamismo de la empresa radicada en España, todavía persisten importantes dé-
xxxxxxxxxxxxx

446
ficits respecto de los países de la Unión Europea, especialmente en los ámbitos aso-
ciados a la innovación tecnológica, donde aún es bastante raquítica la inversión en
Investigación y Desarrollo —I+D— por parte de la empresa española. Un problema
más vinculado a la ausencia de una verdadera cultura empresarial que a la falta de
mano de obra cualificada, dado el enorme salto dado en este terreno como conse-
cuencia del esfuerzo educativo realizado durante la etapa de los gobiernos socialistas,
hasta el punto de que en la década de los 90 no faltaban técnicos e investigadores,
sino empresas dispuestas a emplear un capital humano cualificado capaz de compe-
tir en los exigentes mercados internacionales.

35.5. MUJERES, JÓVENES Y PARADOS DE LARGA DURACIÓN:


LAS VÍCTIMAS DEL DESEMPLEO MASIVO

Finalmente, para terminar de comprender el problema del desempleo en España


es preciso detenerse en el análisis de su composición. Tres grandes colectivos son los
principales afectados por el desempleo en la Unión Europea y en España, sólo que
en esta última con mayor intensidad: las mujeres, los jóvenes y los parados de larga
duración.
En primer lugar, destaca por su envergadura el desempleo femenino, pues aun-
que la tasa de actividad de la mujer es sensiblemente inferior a la del hombre en Es-
paña, a pesar de la incorporación masiva de la mujer a la población activa desde la
década de los 70 —en 1986 la tasa de mujeres activas era del 28,91 frente al 68,57 de
activos varones, y en 1996 la proporción era del 37,24 y el 63,2 respectivamente—,
la tasa de paro femenino era sensiblemente superior a la de los hombres: en 1986,
25,68 frente al 18,76, y en 1996 la tasa de paro femenino era del 29,11 frente al 17,15
de los varones. Así, de las 2.917.140 personas paradas en diciembre de 1986,
1.797.270 eran hombres y 1.119.870 mujeres, mientras en 1996 las personas paradas
ascendían a 3.491.790, de las que 1.686.520 eran varones y 1.805.270 mujeres. Es
decir, que en 1986 el 38,39% de las personas paradas eran mujeres, diez años des-
pués se elevaba al 51,7%, cuando sólo el 38,67% del total de la población activa
eran mujeres en 1996.
La evolución de la composición de la población activa por sexos y la magnitud
del paro femenino hablan con claridad de la intensidad del proceso de incorporación
de la mujer al sector activo de la economía, una de las grandes transformaciones que
se han operado en España desde los inicios de la transición, aunque todavía las tasas
de actividad femenina se mantienen por debajo de la media europea, a la vez que las
tasas de paro femenino son sensiblemente superiores a las registradas en la Unión Eu-
ropea.
El segundo grupo social en el que el desempleo es más elevado es la juventud
—entre 16 y 24 años. En 1986, el porcentaje de parados de los jóvenes entre 16 y 19
años sobre la población activa era del 52,3% y entre los jóvenes de 20 a 24 años al-
canzaba la cifra del 42,2%. Diez años después, el problema del desempleo juvenil no
había mejorado sustancialmente: en 1996, el porcentaje del paro sobre la población
activa se situaba para el grupo de edad comprendido entre los 16 y 19 años en el
52,1% y en el grupo de entre los 20 y 24 años en el 38%. Cifras sensiblemente supe-
riores a la media registrada en la Unión Europea, donde el desempleo juvenil se situa-
ba en 1996 en torno al 26%.

447
Pirámide de la población según su relación con la actividad económica, 1996.

Procedencia: Cuentas Nacionales (CNAE). Ministerio de Economía y Hacienda.

Finalmente, el tercer gran colectivo social afectado por el desempleo es el deno-


minado paro de larga duración —constituido por las personas que llevan más de un
año sin empleo—, que en 1986 representaba el 57,6% del total de las personas desem-
pleadas y en 1996 todavía representaba el 55%, con las graves consecuencias que lle-
va aparejado de obsolescencia de su cualificación profesional y desmoralización que
dificultan su reinserción en el mercado laboral.
De estos datos se desprende la gravedad, magnitud e intensidad del desempleo en
España, configurándolo como una de las variables diferenciales más negativas de la eco-
nomía española en el contexto de la Unión Europea. El problema del desempleo,
dada la incapacidad congénita de la economía española de crear suficientes puestos
de trabajo incluso en las épocas de más intenso crecimiento, habla por sí misma de
las debilidades de la misma a lo largo del siglo XX, configurándolo como el principal
problema estructural de la misma, agravado desde la crisis de los años 70 por las trans-
formaciones acaecidas en el sistema productivo y por los efectos combinados de la
irrupción de las nuevas generaciones nacidas con el baby boom de los años 60 y de la
masiva incorporación de la mujer al mercado laboral.
El cambio del modelo demográfico, con bajísimas tasas de fecundidad, del 1,2
para el quinquenio 1995-2000 —desde 1981 las tasas de natalidad en España han
caído por debajo del denominado nivel de reemplazo (2,1 hijos por mujer)—, está sig-
nificando desde los años finales de la década de los 90 una disminución de la presión
de las nuevas generaciones sobre el mercado de trabajo, que se proyectará en los pri-
meros decenios del siglo XXI. Aunque dada la menor tasa de actividad de la economía
española respecto de la existente en la Unión Europea y la menor participación de las
mujeres en la población activa, la solución del desempleo en el corto y medio plazo
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448
Número medio de hijos por mujer..

Procedencia: Instituto Nacional de Estadística (INE).

en España no vendrá exclusivamente como consecuencia de la caída de las tasas de


natalidad, constituyendo uno de los principales problemas que la sociedad española
tendrá que afrontar para avanzar en la convergencia real dentro del marco de la Unión
Europea, es decir, en el acercamiento a los niveles de la media europea.

35.6. LAS RAZONES DEL NO ESTALLIDO SOCIAL DE LOS DESEMPLEADOS


Cabría preguntarse por las razones de la ausencia de una respuesta social contun-
dente ante el elevadísimo nivel de desempleo en España en el último cuarto del si-
glo XX. Las razones son variadas y de distinto orden.

449
En primer lugar, la falta de articulación social y política de los parados se ha reve-
lado una constante en todos los países, incidiendo negativamente en su capacidad de
influencia sobre el sistema político frente a otros grupos y colectivos sociales con un
mayor grado de organización y presión socio-política. La incapacidad de los sindica-
tos para encontrar formulas de organización y movilización de los desempleados han
hecho que su lucha contra el paro se centrase en el mantenimiento de los puestos de
trabajo existentes, pues es entre los trabajadores fijos donde la presencia sindical es
más relevante y consistente. Asimismo, los propios desempleados han sido incapaces
de desarrollar organizaciones específicas en defensa de unas políticas más activas y
efectivas de empleo, fruto de la heterogeneidad de su composición socio-profesional
y su dispersión y dilución en el conjunto del tejido social —el paro se percibe como
una amenaza y un problema social, pero se vive individualmente.
En segundo lugar, el desarrollo de las prestaciones sociales, consecuencia de la
construcción del Estado del Bienestar desde la transición y especialmente durante la
etapa socialista —creación y mejora de la cobertura al desempleo, pensiones y ayudas
no contributivas, jubilaciones anticipadas, plan de empleo rural (PER)...—, han ac-
tuado como colchón amortiguador de los efectos más negativos del desempleo —la
pérdida de toda fuente de ingresos.
En tercer lugar, particularmente en el caso español, la familia ha actuado como
una amplia red de solidaridad que ha reducido considerablemente el impacto del de-
sempleo sobre las personas. Una de las manifestaciones más claras ha sido la prolon-
gación de la permanencia de los hijos en el hogar familiar ante la magnitud del de-
sempleo juvenil y la precariedad de los contratos ofrecidos a los jóvenes, que ha en-
contrado reflejo en la extensión del periodo educativo de la juventud española ante
la falta de expectativas laborales, a lo que ha contribuido la fuerte inversión en edu-
cación desarrollada por los gobiernos socialistas. Así, la edad de emancipación de los
jóvenes del hogar familiar se ha venido retrasando desde los años 70 de manera con-
tinuada hasta situarse la media en cerca de los treinta años.
Finalmente, no puede obviarse el papel desempeñado por la economía sumergi-
da a la hora de allegar recursos económicos hacia las familias afectadas por el paro so-
bre todo entre los tres principales colectivos afectados por el desempleo: mujeres, jó-
venes y parados de larga duración, a través de esa figura tan española como son las
chapuzas, el trabajo doméstico para las mujeres y la economía informal para los jóve-
nes —trabajos esporádicos y mal pagados que les proporcionaban al menos el dine-
ro de bolsillo para pequeños gastos.
Todos estos factores contribuyen a explicar la escasa respuesta social ante el fenó-
meno del desempleo por parte de las personas y colectivos afectados, instalándose
una especie de fatalismo ante un problema con el que la sociedad española ha apren-
dido a convivir antes que expresarse en una creciente y sostenida contestación social
que obligara a los gobiernos y al sistema de partidos políticos a actuar de manera más
enérgica sobre el problema, mediante políticas activas de empleo.
En fin, parece claro que la construcción del Estado de Bienestar, acentuada du-
rante la etapa socialista, actuó como una eficaz válvula de escape de la presión que el
elevado desempleo podía haber ejercido sobre la viabilidad y estabilidad del sistema
democrático en España. Los crecimientos del gasto público registrados, tanto en sus
partidas de prestaciones sociales —pensiones, prestaciones por desempleo...— como
los gastos sociales —educación, sanidad y vivienda— y las inversiones públicas —en
infraestructuras, educación, sanidad y vivienda— actuaron de colchón sobre los efec-
xxxxxxxxxx

450
tos más nocivos del desempleo, aunque no lograron atajar las causas de sus elevadas
tasas.
Una situación compartida por la generalidad de los países europeos y manifesta-
da en el escaso eco y seguimiento que el Libro Blanco sobre crecimiento, competitividad y
empleo, aprobado en el Consejo Europeo de Corfú del 25 de junio de 1994, ha teni-
do en la agenda y política de la Unión Europea, fruto del protagonismo excluyeme
que la creación de la Unión Económica y Monetaria y la moneda única ha tenido en
la gestión económica de los gobiernos de los países de la Unión Europea. Una vez lo-
grada la unión monetaria en 1998 y puesto en marcha el euro el 1 de enero de 1999,
la agenda de los países de la Unión se encuentra polarizada por el Plan de Estabilidad,
introducido por la influencia e insistencia de Alemania, para garantizar la estabilidad
y fortaleza del euro, mediante la prolongación en el tiempo de los objetivos introdu-
cidos por el Programa de Convergencia de Maastricht —continuidad en la reducción
de los déficits públicos hasta su práctica eliminación, bajas tasas de inflación, reduci-
dos tipos de interés— y la pugna entre países contribuyentes netos —los países ricos,
liderados por Alemania— y receptores netos —países con una renta nacional inferior
a la media comunitaria receptores de los Fondos de Cohesión— sobre el manteni-
miento o reducción del Presupuesto Europeo dentro de los debates sobre la Agenda
2000, materializado en la batalla por la permanencia o eliminación de los Fondos de
Cohesión, mientras que las políticas activas de empleo quedaban circunscritas a la
responsabilidad de los gobiernos de los distintos países de la Unión Europea, muy
alejado ello de las pretensiones del Plan Delors sobre el empleo, que pretendía introducir
una política activa de empleo europea, con la fijación de objetivos y la dotación de
recursos para combatir las altas tasas de desempleo existentes en la Unión Europea
frente a la situación de prácticamente pleno empleo de los Estados Unidos y Japón.

451
452
SEXTA PARTE

LAS INCERTIDUMBRES
DE LA SOCIEDAD INFORMACIONAL
JULIO ARÓSTEGUI (CAP. XXXVI) 
LUIS ENRIQUE OTERO (CAPS. XXXVII‐XXXIX) 
454
CAPÍTULO XXXVI

Una sociedad
en rápido cambio social y cultural

36.1. LAS NUEVAS REALIDADES ESTRUCTURALES


La segunda mitad el siglo XX ha sido el periodo de los cambios más profundos y
decisivos experimentados por la sociedad española en la edad contemporánea y qui-
zás en toda su historia. Esos cambios tienen también como peculiaridad su rapidez y
concentración en poco tiempo. En efecto, en ese medio siglo la mayor cantidad de
cambio se concentra en dos coyunturas: la década de los 60, en que España da el sal-
to a la sociedad industrial, y la década de los 80 en que los cambios se profundizan,
se hacen más cualitativos y se orientan hacia una efectiva convergencia con la realida-
des de la Europa occidental. Los grandes procesos sociales españoles del último cuar-
to de siglo, desde 1975, no serían inteligibles sin la transformación que produjo la
apertura de los años 60 al entorno capitalista mundial. Tampoco el gran camino re-
corrido en los años 80 se entendería sin el cambio de régimen que se impuso tras la
muerte del general Franco.
Los cambios afectaron a todos los sectores y niveles que pueden constatarse al es-
tudiar una estructura social. Desde 1975 también, la sociedad española ha sido mu-
cho más estudiada que en todos los periodos anteriores: encuestas, informes, trabajos
sociológicos, etc. Los informes periódicos sobre la composición, cambio y opinión
en la sociedad española se han hecho habituales. Los cambios se produjeron tanto en
las estructuras sociales propiamente —población, ocupación, renta, vivienda, familia,
etcétera—, como en la naturaleza de las instituciones sociales —sistema educativo, li-
bertades y garantías, medios de comunicación, tecnologías, etc.—, como, en fin, en
las propias pautas de comportamiento, es decir, en los aspectos culturales.
Dicho esto, todos los análisis históricos que se hagan ya de los cambios de la so-
ciedad española tienen que utilizar siempre la referencia a lo que ha ocurrido en el
entorno europeo, porque ello es el término de comparación para calibrar la impor-
tancia de los cambios reales si se parte de la situación existente al final del régimen de
Franco. Esos cambios han sido ya siempre más cualitativos que cuantitativos, más ha-
cia una madurez de la sociedad industrial y posindustrial que hacia transformaciones
espectaculares en las formas de vida. Esa comparación demuestra que el largo cami-
no recorrido para acercar los indicadores de la vida social española a la europea occi-
dental ha conseguido acortar en buena manera las distancias, pero no eliminarlas. En
xxxxxxx

455
456
la Europa de la Comunidad Económica o de la Unión Europea se ha crecido tam-
bién, naturalmente, y el cambio español no ha sido igual de eficiente en todos los te-
rrenos.
Si los años 60 y el auge económico que se produjo entonces tuvieron una influen-
cia notable sobre el crecimiento de la población, lo característico del último cuarto
de siglo no ha sido el crecimiento, que más bien se hecho más lento, sino las pautas
con que la población ha adaptado su régimen de reproducción a otro tipo de reali-
dad y la ha acercado a modelos conocidos de desarrollo. La población tiende a enve-
jecer, a disminuir el índice de fertilidad y natalidad y a disminuir el tamaño de las fa-
milias, mientras se afana por mejorar las condiciones de vida. La disminución del rit-
mo de crecimiento de la población tiene una estrecha relación con las pautas
culturales derivadas de un mayor nivel de vida, pero también, de manera no menos
directa, con la situación de la mujer en el mundo laboral y con la concepción de la
familia como unidad económica, entre otras cosas. Durante este periodo, la protec-
ción a la familia ha sido escasa o nula, no se ha añadido nada a lo que ya existía; los
servicios de apoyo a la familia —guarderías, subvenciones— serían mínimos. Todo
ello contribuye a explicar la escasez de nacimientos, el declive poblacional. Por el
contrario, la esperanza de vida en España está entre las más altas, 76 y 73 años para
mujeres y hombres, respectivamente.

Evolución de los nacimientos, defunciones, saldo vegetativo y saldo migratorio.

Procedencia: Instituto Nacional de Estadística (INE).

La familia sigue desempeñando un papel central, de extraordinaria importancia


en la vida española, lo que en modo alguno quiere decir que sea una institución sin
cambios; por el contrario, los ha experimentado y notabilísimos. Sobre todo, en el
número de sus componentes, en su concepción como núcleo primario, cada vez
más reducido a la familia nuclear y en el papel de la mujer. La vieja familia con es-
tructura aún patriarcal prácticamente ha desaparecido. La familia se compone hoy
xxxxxxxxx

457
Cuerpo social-cuerpo electoral de España en 1996
Ciudadanos Electores
Censos 40.000.000 100 33.000.000 100
I. Población potencialmente productiva 16.000.000 40 15.000.000 45,45
1.Población activa agraria 1.100.000 2,75 1.000.000 3,03
2.Población activa industrial 2.500.000 6,25 2.400.000 7,27
3.Población activa en construcción 1.100.000 2,75 1.000.000 3,03
4.Población activa en servicios privados 5.500.000 13,75 5.200.000 15,75
5.Población activa en Administraciones 2.500.000 6,25 2.500.000 7,57
Públicas
6.En paro registrado o calculado 3.500.000 7,75 3.200.000 9,7
En trabajo sumergido 1.500.000 3,75 1.300.000 3,94
En paro de larga duración 2.000.000 5 1.800.000 5,45
Paro juvenil de larga duración 700.000
Paro de larga duración 1.300.000
II. Jubilados y pensionistas 7/7.500.000 18,7 7.500.000 22,73
III. Sistema educativo
Estudiantes 9.000.000 22,5 2.500.000 7,57
IV. Amas de casa. Otra población 7.500.000 18,75 7.000.000 21,2
V. Cera, Censo de Residentes Ausentes 500.000 1.000.000 3,03

Fuente: M. Martínez Cuadrado, sobre fuentes INE, EPA, Junta Electoral Central.

casi sólo de padres e hijos. Tiende a aumentar el número de familias monoparenta-


les —en las que conviven sólo uno de los padres y los hijos—, y tiende a ser más
frecuente la ruptura y recomposición. Pero sigue siendo la institución básica de la
socialización y la unidad económica. El salario del cabeza de familia, que muchas
veces puede ser único, ha hecho soportable la situación de paro de los otros miem-
bros. Sin embargo, lo normal ha sido la extensión de las familias con dos sueldos,
los de ambos cónyuges, dada la creciente incorporación de la mujer al trabajo fue-
ra de casa.
Un conjunto de indicadores del cambio que están entre los más significativos son
los que recogen la actividad económico-laboral, ocupación, desempleo y actividades
productivas en general. Es en este conjunto de realidades donde la población españo-
la, como la europea en su conjunto, ha evolucionado más. La distribución de la po-
blación española en sectores de actividad económica tiene ya una estructura propia
de país industrial maduro, pero con algunos matices específicos, como, por ejemplo,
la diferencia de situación entre hombres y mujeres. Los sectores primario, secundario
y terciario o de servicios ocupan, respectivamente, al 11%, 33,5% y 55,4% de la po-
blación activa en 1991. En el mundo del trabajo hay dos realidades sociales nuevas e
importantes: una, el cambio de estructura del mercado de trabajo, y otra, las fluctua-
ciones y cambios en la población activa.

458
Los grandes cambios estructurales han hecho que la sociedad española altere mu-
cho su composición profesional y de clases. Las relativas importancias de obreros,
asalariados, asalariados del Estado, profesionales independientes, empresarios o ren-
tistas se han alterado. El mundo obrero moderno nacido en España en los años 60
ha evolucionado rápidamente hacia una tecnificación creciente, una diferenciación
de situaciones y una pérdida de la conciencia de clase. El mundo campesino ha per-
dido su peso y homogeneidad. La clases medias urbanas se han ampliado enorme-
mente y son la espina dorsal de la sociedad. Los asalariados constituyen el núcleo
esencial en la obtención de rentas. Son el 80,8% de los ocupados. Pero en la UE lle-
gan al 90%.
Otro de los factores determinantes del cambio en el mundo laboral fue la incor-
poración casi masiva de la mujer al trabajo, con repercusiones en otros ámbitos socia-
les. A fines de la década de los 80 la población activa se componía de 8,5 millones de
hombres y 4 millones de mujeres. De manera paralela, puede decirse que el desem-
pleo afectaba también más a la mujer que al hombre y, en el mismo sentido, el de-
sempleo era inversamente proporcional al grado de cualificación de los incorporados.
Al comenzar la década de los 90 el desempleo afectaba en un 23,1% a las mujeres y
sólo en un 11,9% a los hombres. En todos los niveles de edades inferiores a los 55
años, el paro femenino era superior al masculino, cambiando a partir de entonces,
pero por el hecho de que las mujeres de esa edad no se habían incorporado ya al tra-
bajo siguiendo tradiciones anteriores y no entran en las estadísticas.
La cuestión es cómo ha podido pervivir en España una situación de muy alto ni-
vel de desempleo que ha producido conflictos a veces graves, pero siempre puntuales
—los años de la reconversión, los primeros noventa—, que afectaban sobre todo a las
decisiones de disminución de plantillas o de cierres de industrias. El desempleo de
más de 3 millones de personas en la segunda mitad de los años 80 no ha producido
graves alteraciones del orden social. La explicación es múltiple. Primero, porque la si-
tuación de los desempleados era muy distinta. En los parados de largo plazo, el siste-
ma de protección consiguió una cobertura se subsidios no total, pero sí aceptable.
En 1991, los perceptores del seguro eran 1,42 millones con un gasto de 1,6 billones
de pesetas.
El paro juvenil tenía su propia dinámica, más grave, pero en ese terreno la fami-
lia ha desempeñado un papel crucial. Los jóvenes han permanecido más tiempo en
familia, donde los ingresos paternos podían sostener la situación. El paro juvenil ha
sido también hasta un cierto nivel de edad inversamente proporcional a la cualifica-
ción de los desempleados. El subempleo o «empleo basura» ha sido una situación fre-
cuente entre los jóvenes. La economía sumergida ha desempeñado también, incues-
tionablemente, un notable papel.
Como rasgo todavía arcaizante es preciso destacar la dificultad con que la socie-
dad española va limando las grandes desigualdades sociales y la desigual de oportuni-
dades en una sociedad libre. Las desigualdades sociales no son sólo las económicas,
aunque éstas estén en el origen de muchas otras. Y todas ellas perviven con fuerza en
España aunque hayan disminuido. El crecimiento desde el final de la crisis de los se-
tenta no ha distribuido sus beneficios de forma proporcional. La relación en la distri-
bución de la renta entre los más ricos y los más pobres era en España en 1991 de 4,04.
En Finlandia, era del 2,75, y en Francia, el país más semejante a nosotros, del 3,48.
Los asalariados han aumentado menos su participación que los empresarios y los pro-
fesionales libres.

459
36.2. NUEVAS ORIENTACIONES EN LAS INSTITUCIONES SOCIALES
Una nueva situación política, la reactivación misma de la política que se produjo
en los primeros tiempos de la transición y luego las políticas reformistas que han in-
cidido seriamente sobre los indicadores sociales, han hecho también que determina-
das instituciones sociales se vieran afectadas por cambios modernizadores profundos
o se hayan opuesto a ellos. Ése sería el caso del sistema educativo, de la actividad de
la Iglesia, de los medios de comunicación, de la función de las Fuerzas Armadas y los
servicios sociales, todos ellos afectados por nuevas concepciones sociales e intelectua-
les. Las mismas formas comunes de la reproducción social, la transmisión de valores,
la laicización, la concepción más móvil de la familia, los niveles de profesionali-
zación, están siendo afectadas por decisiones tomadas en el plano político. Y la in-
fluencia inversa es igualmente cierta.
Es sabido que la Iglesia desempeñó un destacado papel político en el momento
de la transición con una actitud, de la que sería paradigma la del presidente de la
Conferencia Episcopal, cardenal Vicente Enrique y Tarancón, de apoyo al cambio, de
alejamiento de la connivencia con la dictadura y de progresiva renuncia a la interven-
ción en política. La Iglesia española de los años 70 estaba impregnada del espíritu del
Concilio Vaticano II y ello constituyó una extraordinaria ayuda en momentos difíci-
les. Pero ni había eliminado en su seno viejos reflejos que el régimen de Franco había
consolidado y privilegiado, ni el espíritu conciliar se mantuvo incólume ante la olea-
da de actitudes conservadoras que se sucedieron después, sobre todo con el pontifi-
cado de Juan Pablo II.
La Iglesia española, con su indudable y poderosa influencia sobre una parte muy
mayoritaria de la población, adoptó en los años 80 una actitud normalmente opues-
ta a las medidas modernizadoras. Desde la admisión del matrimonio civil, el divor-
cio, la enseñanza laica, el fin de los privilegios de la enseñanza en centros de la Igle-
sia, la admisión de otras religiones, hasta la oposición más tenaz aún a la ley del abor-
to, la reticencia ante libertades en la juventud, la educación sexual o la emancipación
femenina, la resistencia de la Iglesia fue activa. Existía una larga lista de pautas de
comportamiento o de medidas legislativas que dejaban reducido lo religioso a una
opción personal a las que la Iglesia se ha opuesto con mayor o menor tenacidad. Las
leyes sobre el aborto han quedado detenidas en una primera etapa porque la oposi-
ción de la Iglesia ha conseguido bloquear una legislación más amplia.
La laicización de la sociedad es, sin embargo, un hecho, aunque no sea comple-
to. Algunos de los indicadores significativos podrían ser el número de matrimonios
civiles, que aumentó de 7.200 en 1981 a 34.000 en 1991; los divorcios y separaciones,
de 16.400 a 47.500 en el mismo periodo, mientras que las personas divorciadas o se-
paradas pasaban de 241.000 a 399.000. Las estadísticas sobre asistencia a servicios re-
ligiosos muestran que los practicantes no llegan a un tercio de la población que de-
clara pertenecer a una religión, fundamentalmente la católica. La crisis de las vocacio-
nes para la profesión en la vida religiosa es también altamente significativa, pero se
trata de un proceso que viene de antes. La propensión a considerar la religión una
cuestión privada, o la conversión de algunas de sus ceremonias en meros espectácu-
los son también indicadores de interés. Sin embargo, ha dejado de existir práctica-
mente el anticlericalismo.

460
El papel medular que en la conformación social desempeña el sistema educativo
se refleja en el hecho de que su reforma, su extensión universal, su ampliación tem-
poral, su calidad y su financiación, hayan sido un debate constante en la historia es-
pañola de este último cuarto de siglo. En el sistema educativo se han visto reflejadas
todas las ideologías y acciones políticas hasta hoy mismo. El sistema educativo espa-
ñol, siempre problemático desde que a finales del régimen de Franco, en 1970, se pu-
blicase un primer Libro Blanco de la Educación, no sólo fue objeto a lo largo de la
transición y posteriormente de cambios importantes en lo legislativo, lo técnico y lo
organizativo, sino que uno de los cambios más definitivos fue la extensión casi uni-
versal del sistema, el extraordinario aumento de su volumen y los cambios sociológi-
cos que de ello se derivaron.
El incremento de la escolarización fue espectacular, y el del número de enseñan-
tes, también. En 1980, España tenía escolarizada un 65°/o de la población entre 5 y 24
años. En 1990, ese nivel era del 74%. En este caso España estaba por delante de mu-
chos de los países más desarrollados. Las consideraciones sobre la calidad de la ense-
ñanza tendrían que ser más matizadas, pues no ha crecido en el mismo sentido. El
número de alumnos por profesor aumentó, la calidad de los instrumentos y medios,
desde instalaciones y locales a medios técnicos, no mejoró en la proporción debida.
Una prueba más de los cambios sociales es el hecho de que la enseñanza ha sido
objeto de casi continuo debate ideológico, centrado en su control y su capacidad de
igualar o de discriminar. El asunto de las clases obligatorias de Religión, por ejemplo,
fue uno de los más espinosos, pues la Iglesia siempre favoreció la obligatoriedad y la
validez de esos estudios. Las disposiciones en contrario del gobierno del PSOE fue-
ron recurridas por la Conferencia Episcopal. El momento cumbre del debate fue, sin
duda, el de la primera época del gobierno del PSOE y el ministerio de José María Ma-
ravall. Pero ya la UCD tuvo problemas ideológicos en el interior del partido con su
Ley de Centros Escolares de 1980. La LODE (Ley Orgánica del Derecho a la Educa-
ción) de 1984 fue recurrida por la todavía Coalición Democrática. Las reformas de la
educación en España no han debilitado la enseñanza privada, sobre todo la de la Igle-
sia, que ha salido beneficiada, pero ha prevalecido el principio público y el protago-
nismo del Estado.
Otro de los grandes caballos de batalla fue la enseñanza superior, su extensión y
calidad. La política del PSOE fue la de favorecer una espectacular ampliación del nú-
mero de universidades públicas, cercano ya al de una por provincia. La financiación
de la universidades ha acabado prácticamente en manos de las Comunidades Autó-
nomas. Pero aquí era aún más grave el problema de la calidad. Ni la estructura, ni la
calidad, ni la financiación, ni la adecuación de las universidades españolas es acorde
con las necesidades de los tiempos. Pero el número de universitarios españoles com-
pite ventajosamente con el de otros países desarrollados. También se dio vía libre a la
creación de universidades privadas, que han proliferado poco por la dificultad de su
financiación, sólo asequible para la Iglesia y algunas otras entidades poderosas.
Con la cuestión universitaria ha estado ligada la de la ciencia y la tecnología en
España, su investigación y enseñanza, el papel de la financiación pública y la colabo-
ración de los grupos económicos. Es cierto que la consideración de la ciencia y la tec-
nología como elementos esenciales del aparato productivo, imprescindibles para el
progreso y que deben ser objeto de grandes inversiones, se ha abierto paso. Pero la si-
tuación de la ciencia en España es absolutamente inadecuada, la inversión, aun con
el importante aumento de gasto que realizó el gobierno socialista, es claramente in-
xxxxxxxx
461
suficiente, y las oportunidades de los profesionales de la investigación, formados mu-
chas veces en el extranjero con una notable inversión económica, siguen siendo mí-
nimas. España se asoma con cierta timidez y retraso a la revolución tecnológica pro-
ducida en el mundo entre 1975 y 1990 centrada en las tecnologías de la información.

36.3. LAS PAUTAS DE COMPORTAMIENTO


En el último cuarto de siglo, la sociedad española ha ido evolucionando visible-
mente hacia el desarrollo en ella de opiniones, pautas de conducta, costumbres, men-
talidades y juicios que son las que en lo positivo o negativo conforman las socieda-
des desarrolladas de hoy. Así, junto a la liberalización de los comportamientos éticos,
la libertad de juicio o la tolerancia como virtud, se desarrollan también efectos noci-
vos como el aumento de la delincuencia, el culto a la violencia, la sensación de inse-
guridad, la desprotección frente a la manipulación de la información o la ausencia de
ella, etc. Tanto los efectos positivos como los negativos de esa conformación social
desarrollada se han visto en la España del último cuarto de siglo.
La «modernización» de los comportamientos de la sociedad española desde los
años 70 tiene algunos indicadores expresivos. Entre ellos están la progresiva, aunque
no completa, equiparación en todos los órdenes de la vida social entre los dos géne-
ros, hombres y mujeres. El desprestigio de la educación diferencial sexista niños/ni-
ñas es creciente. Las posibilidades de integración y desarrollo con equiparación de
hombres y mujeres han tendido a aumentar insoslayablemente. Ello no quiere decir
que a fines de la década de los 90 la equiparación sea un hecho sin problemas. Las di-
ficultades persisten en el mundo laboral, con diferencias de salarios según sexo, y per-
manecen reflejos de ello en la vida familiar, pero casi han desaparecido del sistema
educativo. En 1991, exactamente el 50% del alumnado universitario eran mujeres,
pero su proporción disminuía vertiginosamente en las escuelas técnicas. Un fenóme-
no del mismo tipo se daba en la vida empresarial, en las profesiones más cualificadas,
públicas o privadas, en los altos cargos directivos o en la política. El predominio mas-
culino era absoluto, pero se observaba un constante incremento de la presencia de la
mujer. En la enseñanza, los puestos de profesorado tienen ya un nivel de casi equipa-
ración entre ambos sexos.
De otra parte, la sociedad española ha seguido en sus pautas de comportamiento
y el cambio de mentalidad los mismos derroteros experimentados ya por otras socie-
dades con anterioridad. La gente se hace más sensible a los bienes materiales y su po-
sesión, se hace consumista, enemiga de utopías y cambios con riesgo, pero fomenta
también valores como la tolerancia para todo tipo de ideas, la defensa de la libertad,
determinadas formas de solidaridad, el rechazo del racismo o la xenofobia y agudiza
su sentido de la justicia y de exigencia a los gobernantes.
Se han conseguido unos niveles de confort de la vida cotidiana desconocidos an-
tes y que aumentan sistemáticamente desde los años 70. El gasto anual medio por
persona se elevó desde las 238.000 pesetas en 1980 a las 645.000 en 1990. Y el gasto
ha evolucionado hacia la mayor inversión en bienes cualificados —educación, cultu-
ra, ocio, bienes suntuarios— que en necesidades básicas de comida, vestido y vivien-
da. La estructura del consumo ha evolucionado profundamente hasta hacerse entera-
mente semejante a la europea, en la que domina el gasto alimenticio de calidad y la
adquisición de bienes diversos.

462
El nivel de consumo en crecimiento ha conseguido que la inmensa mayoría de la
población tenga en general un «hogar electrónico»: TV y radio (con creciente codifi-
cación, cable y suscripciones de pago a medios de ocio), equipo de música, menaje
doméstico electrónico, teléfono y, progresivamente, ordenador y otros tipos de equi-
pamiento. La digitalización de los instrumentos de información y relación se produ-
ce a buen ritmo. El ingreso de España en la «sociedad informacional» es más lento,
sin duda, que en otros ámbitos, pero se produce de manera constante. El hecho es
que, como en otros muchos sectores, el progreso español actual ha arrancado de ni-
veles inferiores a los de los países más desarrollados y en este campo no parece posi-
ble el salto de etapas.
Por otra parte, el desarrollo económico de la segunda mitad de los años 80 fo-
mentó especialmente la cultura del rápido enriquecimiento personal que se conoció
como «cultura del pelotazo», coincidiendo con el desarrollo en los medios de comu-
nicación de una cultura del éxito personal, de los «famosos», con un tipo de valores
muy cargados en los meros atributos externos. Era la cultura de la «gente guapa». Un
nuevo elitismo que no se basaba en los méritos personales, sino en las relaciones, la
información privilegiada, la cercanía al poder y otras circunstancias carentes de ética,
se hizo patente y gozó de admiración pública.
Por lo mismo que esa sociedad desarrollada exige mayor eficacia a las institucio-
nes, es evidente que ante la falta de repuesta se debilita la confianza en ellas. Entre los
nuevos comportamientos, figura la crítica activa de las instituciones. El caso de la Jus-
ticia en España es arquetípico. En todas las encuestas de opinión, la Administración
de la Justicia en España aparece como la peor valorada de las instituciones sociales y
la que menos confianza inspira. La siguen los políticos, el Ejército y los funcionarios,
mientras ocupan los primeros lugares la prensa o la Corona.
Uno de los sectores poblacionales donde el cambio de pautas es más activo y ante
las cuales es mucho más receptivo es la juventud. Los comportamientos juveniles han
cambiado ampliamente en España desde los años 60. La juventud tiende a hacerse
cada vez más independiente, pero también más conservadora. Las causas de ello hay
que buscarlas en la dificultad de las oportunidades de empleo y la alta competitividad
de la sociedad, junto a la mejora del nivel de vida. El cambio de comportamiento po-
lítico, por ejemplo, ha sido notable. Un alto porcentaje del voto juvenil actual va a
partidos conservadores.
La actitud de la juventud ha cambiado bastante con respecto a los años 60 y, más
aún, a los años de la transición. La rebeldía social no es ya una actitud normal en la
juventud, pero sí lo es la transgresión, la ignorancia de las normas. La juventud está
más expuesta al aumentar el nivel de vida a costumbres de ocio que no excluyen la
inmoderación absoluta en el alcohol, la droga o el uso abusivo de los vehículos. Sus
actitudes sexuales y sentimentales son mucho más libres y sinceras. En España se
mantienen la apreciación de la familia y los lazos familiares con más fuerza que en el
resto de Europa. Los jóvenes tardan mucho más en abandonar la casa paterna que en
épocas anteriores por las dificultades del establecimiento independiente. Hay un ac-
ceso generalizado a los estudios superiores, que a veces se interpretan no como una
etapa básica de formación, sino como un periodo más de la vida sin especiales con-
notaciones.
Algunos momentos brillantes de la cultura juvenil y popular española como la
época de la «movida» madrileña, en la primera parte de la alcaldía de Tierno Galván,
a partir de 1979, tuvieron eco internacional y se caracterizaron por una amplia activi-
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463
dad y participación en la creación de nuevas formas de ocio popular, una «cultura de
la calle», de la relación y el espectáculo que impregnó Madrid de nuevas vías de crea-
ción artística y de diversión, en una actitud a la que en alguna manera no era ajena la
propia personalidad del alcalde Tierno y sus famosos «Bandos».
La actitud de los jóvenes ante el servicio militar ha sido determinante para la in-
troducción de un profundo cambio en la concepción sobre las Fuerzas Armadas y su
papel. Las mentalidades nuevas que han hecho desarrollar la objeción de conciencia,
reconocida por la legislación y la negativa a prestar un servicio militar considerado
entre las obligaciones del ciudadano, han ido introduciendo la idea de lo militar co-
mo un servicio social más que ha de financiarse por el Estado y profesionalizarse con
personal voluntario. En 1994 se produjo el más alto número de solicitudes de exen-
ción por objeción de conciencia, 77.121, pero el reconocimiento de ella al liberar de
filas exigía la prestación de un servicio social sustitutorio que ha seguido siendo dis-
cutido también. El tiempo de servicio militar obligatorio fue progresivamente dismi-
nuido hasta los nueve meses y hasta contemplar en el horizonte del año 2000 la com-
pleta profesionalización de las Fuerzas Armadas.

36.4. LA DIFÍCIL RECUPERACIÓN DE LA CREACIÓN CULTURAL


Las creaciones artísticas, en todo tipo de artes, plásticas o audiovisuales, literarias,
el desarrollo intelectual en general, la producción de espectáculos, la industria del
ocio, el turismo y los viajes, han dado un considerable salto, como cabía esperar, en
España desde los setenta. Bienes culturales son un nuevo concepto que ha experi-
mentado un proceso de expansión y la población ha tenido mayor acceso a ellos.
Pero ello ha tenido un precio: la generalización de la cultura ha producido una cier-
ta degradación de ella en líneas generales, mientras la «alta cultura» sigue siendo cues-
tión de elites. En España se ha alcanzado plenamente la era de la cultura de masas, la
cultura-espectáculo y el espectáculo de masas. También, la de la «cultura basura» y la
degradación del gusto.
Por otra parte, en la vida española se han manifestado ciertos obstáculos a la re-
cuperación plena de la vida intelectual, incluida la científica, y de la vida artística.
En algún tiempo, a comienzos de la transición, la atonía cultural y científica del
país se podía achacar a los efectos devastadores del dirigismo, la censura y el aisla-
miento cultural que supuso la larga etapa del régimen de Franco. Luego se consta-
tó que la libertad sin más no es un vivero de creadores, sino una condición que, si
bien necesaria, no es una garantía. Las libertades en España han llegado obviamen-
te al mundo de la cultura, pero el país no está libre en modo alguno de procesos de
degradación cultural que han sido y son comunes, por lo demás, en todo el ámbi-
to de Occidente.
Un elemento determinante del cambio lo han constituido los medios de comu-
nicación, prensa, radio, televisión. La liberalización y proliferación de estos medios,
el contraste de influencias y tendencias y un aumento de la difusión son los caracte-
res más positivos del nuevo mundo de la comunicación en España. Pero la extraordi-
naria influencia de la televisión tiene muchos más aspectos negativos que positivos.
Una realidad común es la «televisión basura». Las televisiones privadas, elemento cla-
ve en la ampliación de los medios de comunicación y la libertad de información, se-
rían autorizadas por Ley en 1988 después de que mucho antes, en 1980, la empresa
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Antena 3 Radio pidiera una concesión cuya licitud tuvo que determinar el Tribunal
Constitucional. Las concesiones se hicieron en 1989 a tres canales, Antena 3, Tele 5
y Canal Plus, ésta de pago. También fue muy ampliado el número de concesiones de
emisoras de radio.
En la prensa, la difusión alcanza 2,2 millones de ejemplares en 1980 y 3,4 millo-
nes en 1990. El periodismo político vive un desarrollo creciente desde 1976. Los me-
dios escritos tienen un extraordinario poder de influencia, de creación y de tergiver-
sación de la opinión. Un gobernante como González hizo célebre la frase de que no
era lo mismo «la opinión pública que la opinión publicada». Actitudes políticas
como el felipismo pudieron prosperar gracias a su gran apoyo mediático. Pero la posi-
ción contraria ha podido sostenerse también en medios importantes. La televisión
pública presenta un problema distinto: su control por el poder, en lo que la capaci-
dad de maniobra del partido mayoritario y del gobierno es muy amplia. La televisión
ha estado sistemáticamente desde 1977 al servicio del grupo en el poder, fuese este
cual fuese.
Una de las cuestiones culturales, en estrecho contacto con sus dimensiones polí-
ticas, planteadas desde 1975, es la de las lenguas que se hablan en España además del
castellano, cuyo uso y derechos, que el régimen nunca ha discutido, son especialmen-
te reivindicados por los grupos nacionalistas concernidos. Es el caso del catalán, el
euskera y el gallego. La «normalización» de estas lenguas en sus territorios respectivo
en confrontación con la lengua oficial castellana ha sido convertida en un problema
político por los nacionalistas. Pero se trata de un problema anterior, sin duda. Las len-
guas vernáculas han pasado al sistema educativo, a la Administración, a los medios
de comunicación, y se pugna por que pasen a la Administración de Justicia. La ley vi-
gente en Cataluña ha sido acusada de inconstitucional.
El conflicto lingüístico, ha dicho Juan J. Linz, es uno de los más aptos para con-
vertirse en grave. Políticas como la catalana pretenden con éxito desalojar a los no ca-
talanohablantes de espacios como la universidad y ahora pretenden hacer lo mismo
con la Administración y demás puestos públicos. La diversidad de lenguas es en estos
momentos una de las constantes de la cultura española con su especial proyección al
futuro. La edición de libros, por otra parte, hace de España una potencia mundial
con más de cuarenta mil títulos anuales, aunque, por lo general, en cortas tiradas. Y
crecen las ediciones de libros en lenguas no castellana.
La creación artística se ha beneficiado de las mucho más amplias posibilidades de
difusión y de mercado. La cultura artística se ha ido haciendo cada vez más ligada y
hasta dependiente de impulsos de mercado. Pero también el dinero público ha aflui-
do a ella. Apenas si hay instituciones públicas, desde los ayuntamientos al Estado,
que no practiquen el mecenazgo cultural, casi nunca desinteresado, pero provecho-
so. Centros culturales, museos, ciclos, edición, son objetivo de los poderes públicos.
Por otro lado, ello ha dado lugar a una cultura de la subvención, practicada desde me-
dios oficiales desde que se creó un Ministerio de Cultura independiente, cosa que
siempre resultó discutible. El Ministerio de Cultura ha concedido subvenciones, en
las que es casi imposible evitar la discriminación, a la creación, a la edición, particu-
larmente al cine y a la música.
Un cine español que, por cierto, es una de las creaciones artísticas recientes más
prósperas y difundidas internacionalmente en la huella de grandes maestros como
Buñuel, Bardem, Berlanga y Saura, seguidos de otros posteriores. El cine español ha
atravesado una época de esplendor e impacto, aunque su producción es aún limitada
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y no puede competir con otros cines europeos y menos aún con el americano. La
producción de series de valor para la televisión es limitada. En cualquier caso, las ar-
tes españolas en los años 90 tienden a estabilizarse en una alta producción, casi infla-
cionaria, como ocurre con la narración literaria, mientras la ciencia progresa lenta y
trabajosamente.

466
CAPÍTULO XXXVII

Globalización e innovación tecnológica.


Una asignatura pendiente

37.1. EL ATRASO DE LA CIENCIA EN ESPAÑA


Las amplias transformaciones acontecidas durante la transición económica desde
el modelo del capitalismo corporativo de la dictadura hacia una economía abierta
han colocado a España ante el reto de la innovación tecnológica. Las nuevas reglas
de juego instauradas con la incorporación a la Unión Europea y el creciente proceso
de globalización mundial, acelerado desde la década de los 80 del siglo XX, hacen in-
viable un crecimiento sostenible equilibrado y duradero en el tiempo, más allá de los
vaivenes del ciclo económico, sobre la base de la tradicional dependencia tecnológi-
ca española. El crecimiento económico español hasta 1975 había descansado sobre
dos grandes pilares: la reserva del mercado interior, a través de una política de marca-
do carácter proteccionista, y la dependencia tecnológica exterior.
El fracaso de la política autárquica, la liberalización económica y la dependencia
tecnológica del exterior asociada a ella, unido a los escasos resultados tecnológicos al-
canzados, llevaron a una reorganización del frágil entramado científico-tecnológico
de la mano de los tecnócratas del Opus Dei. El 7 de febrero de 1958 se creó la Comi-
sión Asesora de Investigación Científica Técnica —CAICYT. Se trataba de poner or-
den al caótico panorama de la ciencia y tecnología españolas. Comisión Asesora de-
pendiente de la Presidencia del Gobierno y donde el CSIC —Consejo Superior de
Investigaciones Científicas— se ocupaba de la infraestructura administrativa para la
toma de decisiones. Además, a finales de los años 50, numerosos ministerios, siguien-
do la senda abierta por el INI, habían creado o reorganizado centros de investigación
propios, entre los que destacaron el INIA, el INTA o la JEN —Junta de Energía Nu-
clear. Otro hecho significativo que tuvo relevancia durante los años 60 fue la funda-
ción en 1962 de la Comisaría del Plan de Desarrollo, que adquirió competencias en
los ámbitos de creación y diseño de la política científica.
A pesar de estos esfuerzos por racionalizar los intentos de desarrollo científico y
tecnológico, la realidad era bastante poco halagüeña. En 1964, las estimaciones más
favorables del gasto en I+D, con relación al PIB, no alcanzaban el 0,19%. El espíritu
tecnocrático de los años 60 llevó a la creación del Fondo Nacional para la Creación
Científica, el 16 de octubre de 1964, influida por el informe de la ÓCDE sobre Es-
paña publicado en ese año. En esas fechas, el protagonismo de los militares alcanza-
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467
Fachada del edificio central del CSIC.

do en los años 40 fue sustituido por el de los tecnócratas amparados o pertenecientes


al Opus Dei. El ejemplo más representativo de esta sustitución fue la constitución del
nuevo gobierno en julio de 1962, donde Lora Tamayo ocupó la cartera de Educación,
López Bravo, la de Industria, y López Rodó fue nombrado primer presidente de la
Comisaría del Plan de Desarrollo. Entre 1964 y 1967, años de vigencia del Primer Plan
de Desarrollo, el esfuerzo por impulsar el tejido científico-tecnológico obtuvo magros
resultados, los gastos de I+D sólo alcanzaron el 0,29% del PIB, cifra que significaba
un avance con respecto a la situación de diez años antes, pero muy alejada de los pa-
rámetros de la OCDE, institución que consideró exagerados estos datos.
El Segundo Plan de Desarrollo trató de provocar un salto adelante en la situación
de la ciencia española. Se incrementaron las dotaciones del Fondo Nacional para la
Investigación Científica, con los objetivos de mejorar la infraestructura de personal e
instalaciones, de impulsar la investigación a través de un programa de financiación de
proyectos y becas y favorecer la investigación en la industria. El protagonismo alcan-
zado por los tecnócratas vinculados a la Comisaría del Plan de Desarrollo generó un
creciente malestar y latente conflicto en los medios académicos y en el personal de
las instituciones científicas, particularmente el CSIC, que veían relegado su papel a la
hora de la fijación de los objetivos y la asignación de los escasos recursos frente al li-
derazgo de los tecnócratas.
La sempiterna escasez de recursos en el capítulo de Investigación y Desarrollo en
la España de Franco estaba íntimamente asociada a la menguada magnitud de los in-
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468
gresos públicos, debido a una política fiscal profundamente regresiva. El Informe de
la OCDE de 1971 estimaba que para acortar la abismal diferencia acumulada por Es-
paña respecto del resto de los países desarrollados, en términos de I+D, sería precisa
una asignación de 5.000 millones de pesetas anuales para aproximarse al umbral
del 1% del PIB, que representaba la media de los países desarrollados. El anquilosa-
miento del sistema tributario hacía inviable tal objetivo. El Tercer Plan de Desarrollo
hizo patente esta realidad. De los 50.866.600 de pesetas en gasto de I+D propuestos
durante la vigencia del Plan (1972-1975), sólo fueron concedidos 15.702.200 de pese-
tas, cifra claramente insuficiente respecto de los objetivos planteados por la OCDE.
El fin de la dictadura y la crisis económica de los años 70 significaron el estanca-
miento del tímido esfuerzo anterior. La transición política se iniciaba, pues, con un
frágil sistema de ciencia y tecnología en España. Los gastos en I+D en 1975 represen-
taban solamente el 0,3% del PIB, uno de los más bajos de todos los países de la
OCDE. Los problemas políticos y económicos de la transición relegaron a un segun-
do plano la política científica en España.
Es verdad que en la última etapa de los gobiernos de la Unión de Centro Demo-
crático —UCD— se sentaron las bases para la racionalización y coordinación de es-
tas políticas. El 6 de abril de 1979, nació el efímero Ministerio de Universidades e In-
vestigación, a cuyo frente estuvo Luis González Seara hasta su desaparición el 26 de
febrero de 1981. En el Ministerio de Industria y Energía, se creó, el 5 de agosto de
1977, el Centro para el Desarrollo Tecnológico Industrial —CEDTI—, que con la
ayuda financiera del Banco Mundial pretendió impulsar la investigación tecnológica
industrial, verdadero talón de Aquiles de la industria española, dada la importación
masiva de tecnología que caracterizó la etapa del desarrollismo de los años 60, causa y
consecuencia de la ausencia de una base científico-tecnológica autóctona.
En noviembre de 1977, el Senado debatió la situación de la ciencia española. Sus
conclusiones fueron: dispersión y falta de coordinación de los centros de investiga-
ción científica y de los organismos de la Administración afectados, carencia de una
infraestructura adecuada, escasa conexión de la actividad investigadora con la activi-
dad empresarial e insuficiencia de los recursos destinados a I+D.
La radiografía era ajustada a la realidad. La balanza de pagos tecnológica —pagos
e ingresos por asistencia técnica y royalties— era una de las más deficitarias de los paí-
ses de la OCDE. En 1976 el déficit alcanzaba los 27.000 millones, cantidad que supe-
raba el volumen total de gastos de investigación. Aunque los planes y proyectos de
leyes impulsados por Luis González Seara desde el Ministerio de Universidades e In-
vestigación no llegaron a ser aprobados, entre 1979 y 1980 se produjo una primera
reactivación del frágil sistema científico español con el incremento presupuestario
que registró el Fondo Nacional para el Desarrollo de la Investigación Científica y Téc-
nica, administrado por la CAICYT, que pasó de los 1.100 millones de pesetas de 1979
a los 3.600 millones en 1980. Esfuerzo claramente insuficiente para levantar un siste-
ma consistente de Ciencia y Tecnología.
El dictamen de la Comisión Especial para el estudio de los problemas que afectan a la in-
vestigación científica española del Senado, publicado el 25 de junio de 1982, abundaba
en el diagnóstico de 1977: escasez de recursos, alta concentración en Madrid y muy
escasa participación de la empresa privada. Un sistema de Ciencia y Tecnología carac-
terizado por su fragilidad y subdesarrollo. En 1981, el gasto bruto en I+D estaba es-
tancado en el 0,39% del PIB, los efectos de la larga crisis económica se habían deja-
do sentir con fuerza en su raquítica participación en el PIB. Las actividades de I+D
xxxxxxxx

469
en ese año se distribuían entre el 52% de las empresas —abrumadoramente públi-
cas—, el 17% procedía de la Universidad y el 31% restante correspondía a centros de
investigación estatales como el CSIC, la JEN, el INIA o el INTA. En cuanto al nú-
mero de investigadores, los ocupados en actividades de I+D apenas llegaba al 2‰ de
la población activa. España continuaba en los lugares de cola de los países de la
OCDE en términos de I+D.

37.2. EL DESPERTAR DE LA CIENCIA ESPAÑOLA. LA CONSTITUCIÓN DE UN SISTEMA


DE CIENCIA-TECNOLOGÍA EN ESPAÑA (1982-1996)

La llegada del PSOE al poder en octubre de 1982 marcó un punto de inflexión


para el despegue del sistema científico español.
A la espera de una ley sobre la ciencia, las primeras medidas consistieron en la
reincorporación de España al CERN, la creación del Centro Nacional de Microelec-
trónica y del Centro Nacional de Biotecnología, el incremento de los fondos del CSIC
y del CDTI y la ampliación de las plantillas de personal investigador. Desde el Ministe-
rio de Industria se impulsó el Plan Electrónico e Informático Nacional —PEIN—, con
el objetivo de favorecer el despegue industrial de las nuevas tecnologías de la infor-
mación. Otros ministerios también tenían importantes competencias en I+D. En el
Ministerio de Defensa, destacaba el Instituto Nacional de Técnica Aerospacial
—INTA— o los acuerdos suscritos para la modernización del material de las Fuerzas
Armadas. Las bases de contratación contemplaban contrapartidas en transferencias y
participaciones tecnológicas de la industria de defensa española —mayoritariamente
en el sector público—, como CASA, Santa Bárbara, los Astilleros Bazán o el propio
INTA. Del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación dependía el Instituto Na-
cional de Investigaciones Agrarias —INIA—, que además desarrollaba una política
investigadora propia plasmada en el Plan de Investigaciones Agrarias. El Ministerio
de Sanidad y Consumo tenía a su cargo el Instituto de Salud Carlos III, así como
la labor investigadora producida en los grandes centros hospitalarios y el Fondo de
Investigaciones Sanitarias —FIS. Igualmente, algunas grandes empresas públicas,
como Telefónica, desarrollaban una labor de I+D propia. Por otra parte, desde la
Presidencia del Gobierno se lanzó la iniciativa, a finales de 1984, sobre Nuevas Tec-
nologías, Economía y Sociedad en España, bajo la dirección del sociólogo Manuel Cas-
tells.
El 14 de abril de 1986 se aprobó la Ley de Fomento y Coordinación General de
la Investigación Científica y Técnica, cuando era José María Maravall ministro de
Educación y Ciencia, más popularmente conocida como ley de la ciencia, marco legal
que pretendía organizar un sistema científico y tecnológico consistente en España,
que permitiera solventar el secular retraso del país. A resultas de la misma se creó la
Comisión Interministerial de Ciencia y Tecnología —CICYT—, encargada de gestio-
nar el Plan Nacional de I+D, y el Consejo General de la Ciencia y la Tecnología, res-
ponsable de la coordinación con las Comunidades Autónomas —de carácter consul-
tivo, tuvo poca eficacia. La ley de la ciencia trató de establecer una coordinación efecti-
va entre los principales centros de investigación del Estado. Bajo un marco común
quedaron agrupados el CSIC, el Centro de Investigaciones Energéticas, Medioam-
bientales y Tecnológicas —CIEMAT, antes JEN, Junta de Energía Nuclear—, el Ins-
tituto Geológico y Minero de España, el Instituto Nacional de Técnica Aerospacial
xxxxxxxxx

470
Gastos internos y personal dedicados a actividades de I + D, 1996
Miles de pesetas y personas en equivalencia a dedicación plena
Sector Gastos en I + D Personal (EDP)

Total Total Investigadores

TOTAL 641.024.349 87.264 51.633

EMPRESAS 309.913.974 29.431 11.100

Aeroespacial 26.209.603 2.118 940

Maquinaria eléctrica y equipo electrónico 47.683.699 4.200 1.893

Máquinas de oficina y ordenadores 5.864.664 394 166

Industria farmacéutica 36.950.173 3.008 1.270

Otras industrias manufactureras 138.596.376 14.988 4.631

Industrias no manufactureras 54.609.459 4.723 2.200

ADMINISTRACIÓN PÚBLICA 117.290.837 17.866 9.126

ENSEÑANZA SUPERIOR 206.768.270 38.956 30.858

INST. PRIVADAS SIN FINES DE LUCRO 7.051.268 1.011 549

¹ Personal en equivalencia a dedicación plena (EDP) es la suma del personal que trabaja en régimen de de-
dicación plena más la equivalencia a dicha dedicación del personal que trabaja a dedicación parcial.
Procedencia: Instituto Nacional de Estadística.

Evolución de los gastos internos en I+D.

Procedencia: Instituto Nacional de Estadística (INE).

471
—INTA—, el Instituto Español de Oceanografía y el Instituto Nacional de Investiga-
ciones Agrarias —INIA—; algunos años después, el Instituto de Salud Carlos III
también quedó adscrito. Tras la aprobación de la ley de la ciencia y la puesta en mar-
cha del Primer Plan Nacional de I+D, el esfuerzo inversor creció de forma sostenida
hasta 1991. En ese periodo el Ministerio de Industria puso en marcha un sistema de
incentivos a la I+D empresarial, articulados desde 1990 por el Plan de Actuación Tec-
nológica Industrial —PATI—, que agrupó los programas existentes de innovación tec-
nológica —PEIN, PAUTA, el Programa de Nuevos Materiales, el Programa BQM...—,
fue transformado en 1997 en la Iniciativa de Apoyo a la Tecnología, la Seguridad y la
Calidad Industrial —ATYCA.
La crisis de 1992-1993 representó un importante freno del esfuerzo inversor, pro-
duciéndose una contracción del gasto en I+D, que unido al proceso de consolida-
ción presupuestaria puesta en marcha desde 1994 con el fin de cumplir los objetivos
del Programa de Convergencia, con la consiguiente reducción del gasto público, hizo
que a la altura de 1995 no se hubiese igualado el nivel alcanzado en 1991. En 1985 el
gasto total en I+D representó el 0,55% del PIB, para elevarse hasta el 0,97 en 1993 y
descender al 0,87% en 1996. En 1994 el número de investigadores llegó a los 3,l%o
de la población activa. A pesar del esfuerzo realizado en la segunda mitad de los
años 80 la distancia era todavía considerable en relación con los países de la Unión
Europea. En 1985 el gasto total en I+D alcanzaba de media en la Comunidad Eu-
ropea el 1,91% del PIB, que en 1993 se había elevado en la Unión Europea al 1,97
y en 1996 había descendido al 1,84%, por los efectos de los programas de conver-
gencia.

37.3. LA CONTRIBUCIÓN DE LA ESPAÑA AUTONÓMICA Y LA INCORPORACIÓN


A EUROPA EN LA CREACIÓN DEL SISTEMA DE CIENCIA-TECNOLOGÍA ESPAÑOL

Finalmente, es preciso referirse a dos aspectos relevantes para completar el cuadro


del sistema de Ciencia-Tecnología español. En primer lugar, el papel creciente del Es-
tado de las Autonomías. Desde 1985, la construcción y consolidación de la España
Autonómica ha tenido un papel cada vez más dinámico y significativo en el impulso
del sistema científico español.
Numerosas Comunidades Autónomas han dedicado mayores recursos públicos
al impulso y desarrollo de la investigación y la ciencia en sus territorios. Desde el lado
de la formación, con activas políticas de becas para la formación de personal investi-
gador. Pero también desde el lado del impulso y creación de centros de investigación
autonómicos; los casos más significativos son, en el País Vasco, la Sociedad para la
Promoción de la Reconversión Industrial —SPRI—, con programas como el IMI
—Introducción de la Microelectrónica en la Industria— o numerosos centros como
el CADEM, LABEIN, IKERLAN... En Cataluña, el CIRIT, encargado de la gestión
y coordinación de las actividades de I+D impulsadas por la Generalitat, o el CI-
DEM, agencia pública de promoción de la innovación tecnológica. En Madrid, el
IMADE —Instituto Madrileño de Desarrollo. En Andalucía, la puesta en marcha en
1986 del Primer Plan Andaluz de I+D, o, en la Comunidad Valenciana, el IMPIVA
—Instituto de la Mediana y Pequeña Industria Valenciana. En los años 90, la aporta-
ción de las Comunidades Autónomas a los gastos públicos en I+D se situaba en tor-
no al 10% del total del gasto en España.

472
Investigación científica y desarrollo tecnológico (I+D).
Gastos internos totales y personal en I+D por Comunidades Autónomas, 1995.
Gastos internos totales Personal en equivalencia a
Comunidades Autónomas (Miles de pesetas) dedicación plena (EDP)
Total % VABcf Total Investigadores
Total 590.688.470 0,92 79.986,6 47.341,5
Andalucía 57.350.064 0,67 9.034,6 5.870,3
Aragón 14.557.700 0,65 2.247,4 1.458,7
Asturias (Principado de) 9.599.872 0,58 1.534,8 1.032,6
Baleares (Islas) 2.781.126 0,18 463,8 293,9
Canarias 11.922.027 0,48 1.896,9 1.278,4
Cantabria 5.023.245 0,6 658,2 438,5
Castilla-León 22.332.907 0,59 3.268,1 2.151,8
Castilla-La Mancha 11.081.418 0,48 941,2 517,6
Cataluña 124.307.766 1 16.392,9 8.813,7
Comunidad Valenciana 34.757.044 0,55 5.391,3 3.552,7
Extremadura 3.557.987 0,29 644,6 401,7
Galicia 19.660.673 0,57 3.160,4 1.962,5
Madrid (Comunidad de) 200.716.370 1,96 25.582,6 14.603
Murcia (Región de) 8.450.889 0,54 1.440,6 900,8
Navarra (Comunidad Foral) 9.219.066 0,88 1.360,2 761,2
País Vasco 53.412.283 1,31 5.677,1 3.108
Rioja (La) 1.958.032 0,4 291,9 196,1
VABcf = Valor añadido bruto al coste de los factores.
Procedencia: Instituto Nacional de Estadística (INE), octubre 1997.

Evolución de los gastos internos en I+D respecto al PIB a precios de mercado, 1996.

Procedencia: Instituto Nacional de Estadística (INE).

473
Gastos en I+D en los países de la Unión Europea, 1996
(en porcentaje sobre el PIB)
Países Gastos I+D
% PIB
Alemania 2,28
Austria 1,5
Bélgica 1,59
Dinamarca 2,01
ESPAÑA 0,87
Finlandia 2,59
Francia 2,32
Grecia
Irlanda 1,4
Italia 1,03
Países Bajos 2,08
Portugal 0,61
Reino Unido 1,94
Suecia 3,59
Unión Europea 1,84
Los datos de Bélgica, Irlanda, Países Bajos, Portugal y Suecia corresponden al año 1995.
Procedencia: Instituto Nacional de Estadística (INE).

En segundo lugar, la incorporación a la Comunidad Europea en 1986 significó la


participación de España en los programas de formación científica e I+D desarrolla-
dos por la Unión Europea, desde los programas de intercambio de alumnos universi-
tarios Erasmus y Sócrates a los proyectos de investigación comunitarios impulsados
con la aprobación del Primer Programa Marco de I+D —vigente entre 1984 y 1987—
y el programa Eureka de 1985. La firma del Acta Única Europea, el 17 de febrero de
1986, introdujo el Título VI —Investigación y Desarrollo Tecnológico— en el Trata-
do de la CEE. Con el Tratado de Maastricht de 1992, por el que nació la Unión Eu-
ropea, la actividad de I+D veía reforzado su papel al establecer que: «la Comunidad
se fija como objetivo fortalecer las bases científicas internacionales de la industria eu-
ropea y favorecer el desarrollo de su competitividad internacional», aunque, desde el
punto de vista presupuestario, las políticas europeas de I+D descansen sobre todo en
los presupuestos nacionales, por el llamado principio de subsidiariedad.
En cualquier caso, los programas de I+D intereuropeos tienen particular relevan-
cia en el ámbito aeroespacial, física básica, astrofísica, aeronáutica..., favoreciendo y
promocionando la colaboración entre los Estados miembros y las empresas europeas,
El CERN y la Agencia Espacial Europea son algunos de los ejemplos más relevantes.
A la altura de 1996 el sistema de Ciencia-Tecnología en España había consolida-
do una estructura organizativa y funcional articulada en tres grandes núcleos de in-
vestigación e innovación científico-tecnológica: la universidad, el CSIC y los centros
públicos vinculados a los ministerios y empresas públicas. Se había avanzado en la
coordinación de los objetivos en I+D a través del papel de la CICYT y los Planes
Nacionales de I+D —en 1996 se aprobaba el III Plan Nacional, con vigencia has-
ta 1999—, aunque persistían disfuncionalidades en el diseño de las estrategias en-
xxxxxxxxx

474
tre los centros dependientes de los ministerios y las empresas públicas y la universi-
dad y el CSIC.
Asimismo, el esfuerzo inversor en el desarrollo de la educación universitaria ha-
bía elevado considerablemente la cualificación técnica y profesional de las nuevas ge-
neraciones que accedían al mercado de trabajo, a la vez que la política de becas doc-
torales y posdoctorales había permitido formar a toda una generación de científicos
e investigadores que, con sus estancias en centros de investigación internacionales,
habían elevado sustancialmente el nivel de la ciencia española. Salto adelante refleja-
do en el incremento del número y calidad de las publicaciones científicas españolas
xxxxxxx
Innovación tecnológica de las empresas, 1994
Porcentaje Gastos en Gastos en I+D Gastos en otras
Rama de actividad de empresas innovación (internos y actividades
innovadoras
(mill. de pts.) externos) innovadoras
Total 10,7 620.238 42,9 57,2
Extractivas 9,6 11.505 10,4 89,6
Alimentación, bebidas 15,5 99.256 7,6 92,4
Tabaco 31,8 2.673 46 54
Textiles 7,3 11.664 23,6 76,4
Prendas de vestir y peletería 6,2 8.892 20,1 80
Cuero y calzado 2,8 2.512 20,2 79,9
Madera y corcho (excepto muebles) 4,8 9.741 1,9 98,1
Cartón y papel 12,2 7.317 20,6 79,4
Edición, impresión y reproducción 9,5 16.175 8,1 91,9
Coque, refinado de petróleo
y combustible nuclear 41,2 5.979 83 17
Química (excepto farmacia) 28,1 36.026 63 37,1
Farmacia 43,4 42.213 74,4 25,6
Caucho y plástico 18,2 19.214 36,4 63,6
Minerales no metálicos 13,5 29.998 19,5 80,5
Metales férreos 10,7 11.760 37,5 62,5
Metales no férreos 15,8 2.995 31,1 68,9
Manufacturas metálicas 8,6 21.448 22,7 77,4
Maquinaria (N.C.O.P) 12,4 31.069 61,7 38,3
Máquinas de oficina, cálculo
y ordenadores 24,4 4.130 82 18
Máquinas eléctricas 17,4 21.169 45,7 54,3
Componentes electrónicos 30,9 3.778 72 28,1
Aparatos de radio, TV
y ordenadores 45,8 39.517 86,5 13,6
Instrumentos óptica y relojería 21,2 9.280 59,8 40,2
Automóviles 21,7 103.217 40,2 59,8
Naval 6,4 6.560 70,8 29,2
Aeroespacial 34,7 31.543 79 21
Otro material de transporte 28,7 4.955 59,2 40,8
Muebles 6,3 6.163 22,5 77,5
Otras manufacturas 5 4.362 51,4 48,6
Reciclaje 5,2 128 47,9 52,1
Electricidad, gas y agua 7,9 15.001 88,9 11,1
Procedencia: Instituto Nacional de Estadística (INE).

475
Innovación tecnológica de las empresas, 1996

Menos de 20 20 y más Total


Principales variables empleados empleados 1996
Empresas innovadoras 11.277 5.558 16.835
De producto 7.733 4.478 12.210
De proceso 9.340 4.741 14.081
De producto y de proceso 5.795 3.661 9.456
% de empresas innovadoras 7,19 28,84 9,56
Gastos totales en innovación (miles de pesetas) 75.103.139 719.093.313 794.196.451
Distribución porcentual por actividades innovadoras
Gastos internos en I+D 16,7 35,89 34,07
Gastos externos en I+D 2,69 8,72 8,15
Adquisición de tecnología inmaterial 1,03 7,02 6,45
Adquisición de maquinaria y equipo 70,94 32,29 35,94
Gastos en diseño, ingeniería industrial, preproducción 5,01 11,89 11,24
Comercialización 2,88 3,18 3,15
Formación 0,75 1,01 0,99
Gastos totales en innovación por
Comunidades Autónomas (miles de pesetas)
Andalucía 7.941.689 30.130.299 38.071.987
Aragón 3.418.070 53.492.813 56.910.883
Asturias (Principado de) 443.409 6.709.533 7.152.942
Baleares 383.823 2.467.476 2.851.299
Canarias 423.072 4.366.344 4.789.416
Cantabria 157.858 8.839.316 8.997.174
Castilla-León 3.117.051 38.963.114 42.080.164
Castilla-La Mancha 3.899.757 18.950.683 22.850.440
Cataluña 17.059.926 184.169.058 201.228.984
Comunidad Valenciana 8.917.254 44.201.671 53.118.926
Extremadura 602.532 1.227.106 1.829.638
Galicia 1.376.161 48.629.765 50.005.926
Madrid (Comunidad de) 10.073.727 168.155.993 178.229.720
Murcia (Región de) 9.458.467 13.657.652 23.116.119
Navarra (Comunidad foral de) 814.843 12.574.292 13.389.136
País Vasco 6.657.329 75.441.509 82.098.838
Rioja (La) 358.170 7.116.690 7.474.859
Porcentaje de cifra de negocios debida a:
Nuevos productos 9,24 13,46 13,26
Productos sensiblemente mejorados 26,18 23,07 23,21
Productos ligeramente modificados o sin alterar 45,25 51,2 50,92
Otros conceptos 19,33 12,28 12,61
Porcentaje de la. cifra de negocios debida a
productos nuevos o mejorados
Son novedad para la empresa 24,65 23,78 23,82
Son novedad en el mercado en el que opera 10,77 12,74 12,65

476
en las principales revistas científicas internacionales y en la participación de científi-
cos y grupos españoles en programas y grupos de investigación de primera línea in-
ternacional. Mientras la Universidad incrementaba sustancialmente su labor investi-
gadora. El 45% de los recursos canalizados por el Fondo Nacional para el Desarrollo
de la Investigación Científica y Técnica —FNDICYT— fueron destinados a las uni-
versidades, el 25% al CSIC, el 15% a otros centros públicos de investigación y el 20%
restante a las empresas al finalizar el I Plan Nacional de I+D en 1991.
Los Planes Nacionales de I+D habían introducido criterios de selección de áreas
de investigación prioritaria con el objetivo declarado de optimizar los todavía escasos
recursos disponibles y potenciar las áreas de investigación preferentes. Sin embargo,
los avances resultaban en 1996 todavía insuficientes para consolidar definitivamente
un dinámico y competitivo sistema de Ciencia-Tecnología en España.

Distribución porcentual de la cifra de negocios de las empresas innovadoras según tipo de


producto, 1994.

Procedencia: Instituto Nacional de Estadística (INE).

Dos razones explican esta situación: la todavía escasa inversión en I+D respecto
de la media de los países de la Unión Europea, agravada por los efectos contractivos
de la crisis de 1992-1993, y la reducción del crecimiento del gasto público obligada
para disminuir los niveles de déficit público contenidos en el Programa de Conver-
gencia y la escasa presencia de la I+D en la empresa privada española, todavía atrapa-
da en el círculo vicioso de la dependencia tecnológica del exterior. Buen ejemplo de
ello es el crónico déficit en el capítulo de royalties y rentas de la propiedad inmaterial
de la balanza de pagos, en 1996, se situaba en 150.000 millones de pesetas, o el im-
portante componente tecnológico presente en el recurrente déficit de la balanza co-
mercial.
Los datos de la Encuesta sobre Innovación del INE de 1994 eran reveladores de
la debilidad empresarial española en investigación e innovación tecnológica. Sólo
unas 1.800 empresas desarrollaban la manera sistemática una política de I+D y otras
2.600 de forma ocasional. Entre las primeras el liderazgo era ocupado por las empre-
sas de menos de 100 trabajadores con más del 50% del total, la mediana empresa in-
novadora representaba un tercio y la gran empresa algo más del20% restante. Más re-
levante aún era la fuerte presencia de empresas jóvenes, nacidas alrededor de la déca-
da de los 80, reflejo del mayor dinamismo de los nuevos empresarios respecto de las
anquisoladas prácticas de la tradicional empresa española. El análisis del gasto em-
presarial en I+D reafirmaba la fragilidad innovadora de la empresa privada española.

477
En 1994 el 71% de las empresas que invertían en I+D eran de capital privado espa-
ñol, pero sólo representaban el 37, 4% del gasto total empresarial. Mientras que
el 25% correspondía a filiales de multinacionales instaladas en España, pero acaparan
el 440/0 del gasto total empresarial en I+D. Finalmente, el 4°/o restante procedía de la
empresa pública, que sin embargo acaparaba el 18,6% del gasto empresarial total en
I+D. Además, la mayor parte del gasto empresarial en I+D se destinaba a desarrollo
tecnológico, y sólo alrededor de la mitad de las empresas innovadoras destinaban re-
cursos a investigaciones aplicadas y, en mucha menor medida, a investigación básica.
Los datos de 1995 y 1996 abundaban en la misma dirección.
Una de las manifestaciones más sangrantes de esta debilidad se encontró en las di-
ficultades en la década de los 90 de facilitar el retorno y la incorporación de los jóve-
nes científicos e investigadores formados en el extranjero, debido a la combinación
de la restricción de los gastos presupuestarios —que impedía su reincorporación a los
centros públicos de I+D, por la ausencia de nuevas plazas— y a la escasísima presen-
cia de la empresa privada española en actividades de I+D.
La sociedad y la economía españolas se enfrentan a un reto de considerables di-
mensiones: consolidar el despegue de la ciencia española, requisito imprescindible
para garantizar la viabilidad de un crecimiento sostenido y perdurable en el tiempo
en el contexto de una economía abierta y crecientemente globalizada, donde la com-
petitividad se resuelve cada vez más por la capacidad de generar inputs tecnológicos.

478
CAPÍTULO XXXVIII

La revolución de las telecomunicaciones.


La sociedad informacional

38.1. TELECOMUNICACIONES Y GLOBALIZACIÓN. LA SOCIEDAD INFORMACIONAL


Los cambios acontecidos en la sociedad y en la economía españolas entre 1975
y 1996, aparte de la transición de la dictadura a la democracia, se produjeron en el
contexto de la transformación de la sociedad industrial a la sociedad informacional. Las
transformaciones sucedidas en la economía mundial en el último tercio del siglo xx
han modificado sustancialmente los parámetros de funcionamiento y regulación de
los sistemas económicos surgidos tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Contem-
plados desde una perspectiva global, más allá de los avatares del ciclo económico, se
puede afirmar que dichos cambios son de tal envergadura y alcance que nos encon-
traríamos ante lo que algunos autores han denominado tercera revolución industrial, y
otros, el nacimiento de la sociedad posindustrial. Los nuevos sectores productivos
vinculados a las telecomunicaciones, la microelectrónica, la informática, la robótica,
la biotecnología y la genética, con la consecuente creación de nuevos productos y
mercados, están generando un nuevo espacio productivo a escala mundial con evi-
dentes repercusiones en las economías nacionales cada vez más transnacionalizadas
por los efectos de la globalización.
Los efectos combinados de la microelectrónica y la informática han revoluciona-
do el mundo de las comunicaciones. Las nuevas tecnologías de la información, a tra-
vés de las redes integradas de ordenadores, fibra óptica y satélites, han favorecido la
expansión de los mercados, en especial de los financieros y bursátiles, hasta desembo-
car en un mercado global en tiempo real por el que transitan cientos de miles de mi-
llones de dólares a velocidades de vértigo. Merced a la revolución de las telecomuni-
caciones, numerosas empresas han transnacionalizado su producción, generando un
espacio productivo global en el que el proceso de producción se integra a escala pla-
netaria, de tal manera que investigación, desarrollo, administración, gestión, produc-
ción, marketing, distribución y comercialización se integran en tiempo real —instan-
táneamente— mediante las redes de comunicación aunque sus centros se encuentren
fragmentados espacialmente, separados por distancias de miles de kilómetros.
El paso de una economía-mundo articulada sobre la base de los intercambios reali-
zados por las economías nacionales a una economía-mundo globalizada, en la que los
mercados globales marcan las pautas, ha reducido los márgenes de actuación de los
xxxxxxxx

479
espacios nacionales, tanto en el plano del diseño de las políticas económicas —con
la reducción drástica de los márgenes de discrecionalidad de la acción de los gobier-
nos— como en la acción y estrategias de los agentes económicos y sociales.
Otro tanto ha ocurrido con los medios de comunicación de masas y la circula-
ción de la información. Las comunicaciones por satélite, la tecnología digital y las re-
des informáticas y por cable han creado un mercado global de la información en el
que operan grandes conglomerados empresariales multimedia, con un claro liderazgo
estadounidense. La revolución de las telecomunicaciones del último tercio del si-
glo XX no tiene sólo una dimensión tecnológica, sino también empresarial. Los saté-
lites, la fibra óptica y la tecnología digital han propiciado la formación de grandes gi-
gantes de la comunicación, sectores antes segregados ahora se unifican, mediante
compras, absorciones, intercambios accionariales..., en los que se funden empresas de
telecomunicación, cadenas audiovisuales y estudios y productoras cinematográficas,
de televisión y musicales, como los grupos Time-Warner, Disney o Murdoch. Uno de
los ejemplos más paradigmáticos de la nueva revolución de las comunicaciones son
las autopistas de comunicación, con la red de redes Internet, cuya estructura horizontal
permite la conexión en tiempo real de todos los usuarios de forma interactiva, esto es
para recibir o transmitir información, en una red global que abre un universo de nue-
vas dimensiones culturales, sociales, económicas y políticas de un futuro inmediato
que ya es realidad presente.
Desde principios de la década de los 80 del siglo XX se ha asistido a la mayor trans-
formación, cuantitativa y cualitativa, de las telecomunicaciones desde su nacimiento.
De ser una actividad centrada exclusivamente en la transmisión de imágenes, voces o
textos, a través de la televisión, la radio o la telegrafía, protagonizada, cuando no mo-
nopolizada, por los sectores públicos y articulada espacialmente sobre la base de los
Estados nacionales ha pasado, en un cortísimo lapso de tiempo, a ser el espacio de la
comunicación interactiva en el contexto del espacio-mundo. Los satélites, la cibernéti-
ca y la tecnología digital, han destruido las barreras económicas, políticas y cultura-
les, a lo largo y ancho del planeta.
En 1993 el sector de las telecomunicaciones movilizaba unos recursos, a escala in-
ternacional, superiores a los 580.000 millones de dólares, que cálculos conservadores
estiman que se elevarán hasta los 850.000 millones en el año 2000. Lo relevante no
es lo espectacular de las cifras, sino las transformaciones internas de las partidas mo-
vilizadas. Hasta hace unos años, el parámetro de medida que se utilizaba para com-
parar las redes telefónicas era su densidad por habitante, a finales del siglo XX se co-
menzaban a manejar indicadores sobre el grado de digitalización de la red, nivel de
inteligencia, densidad de teléfonos móviles..., es decir, la capacidad de ofrecer servi-
cios múltiples en un contexto mundial; el sistema GSM de telefonía móvil es un
buen ejemplo de ello.
La Unión Europea no ha escapado a estas transformaciones. La creación de la
Unión Económica y Monetaria y de la moneda única es una respuesta inducida y
frente a la globalización. En el nuevo escenario económico internacional, las econo-
mías de los países europeos, por sí solas, se encontraban inermes ante los retos y ava-
tares de una economía crecientemente transnacionalizada. La supervivencia de secto-
res básicos de la industria sólo era factible desde una dimensión europea. El caso de
la industria aeronáutica y espacial es el más representativo.
La viabilidad y competencia con los grandes colosos norteamericanos, como la
Boeing y la NASA, sólo era posible a escala europea, como lo demostraron los pro-
xxxxxxx

480
Satélite de comunicaciones Hispasat

yectos Airbus y Arianne. Los incipientes pasos dados desde la década de los 80 diri-
gidos a construir un sistema de Investigación y Desarrollo europeo fueron en esa di-
rección. El CERN y la ESA —Agencia Espacial Europea— han sido las primeras rea-
lizaciones significativas en este terreno. La Unión Europea se desenvuelve en el mar-
co de una economía global en el que las estrategias inversoras, los sistemas
productivos y los mercados se realizan a escalas planetarias.
Lo mismo ha ocurrido en el ámbito de las telecomunicaciones. Las tradicionales
divisorias entre empresas-soporte de la transmisión de la información, tanto de tele-
fonía como audiovisual, y las empresas dedicadas a llenar de contenidos dichas redes
que se resolvían hasta la década de los 90 en escalas nacionales, han roto las barreras
espaciales y han difuminado las divisorias existentes. La legislación comunitaria en
este terreno ha servido de acicate en la ruptura de los monopolios y de las barreras es-
paciales. Grandes grupos de telecomunicaciones han establecido acuerdos estratégi-
cos, a través de la toma de participaciones, fusiones o adquisiciones para operar en los
mercados europeo y mundial. Son los casos de British Telecom, France Telecom,
Deustche Telecom, Telefónica o Retevisión. Igualmente, se han constituido grandes
grupos multimedia, que integran áreas de negocio anteriormente separadas, como la
prensa escrita, el mundo editorial, la radio y la televisión. Son los casos a escala euro-
pea de la Sociedad Canal Plus, Bertelsmann, Murdoch... Telefonía, básica y móvil, ra-
diodifusión o televisión constituyen áreas de negocios de conglomerados transnacio-
nales que operan en el espacio europeo y que tratan de competir en el mercado mun-
dial frente a los colosos norteamericanos representados por Time-Warner, Disney-
Conglomerados que han establecido estrategias de colaboración o participación con
xxxxxxx

481
las grandes compañías transnacionales de la electrónica, el hardware o software, como
Philips, Nokia, IBM, Intel, Microsoft...

38.2. LA SOCIEDAD INFORMACIONAL EN ESPAÑA


España, sobre todo desde su incorporación a la Unión Europea, no ha sido ajena
a la revolución de las telecomunicaciones, tanto en la dimensión de los soportes
como en la de las empresas de contenidos. Las transformaciones experimentadas en-
tre 1975 y 1996 nos hablan del cambio de una incipiente sociedad de consumo a una
sociedad de consumo desarrollada. Para expresarlo gráficamente, fue el paso de los
Almacenes Arias y la televisión en blanco y negro a El Corte Inglés, las boutiques de
las grandes marcas y la televisión en color y digital, con una pluralidad de ofertas en
las que el consumidor es el pretendido rey soberano.
La magnitud del cambio experimentado se hace evidente si consideramos que en
fecha tan tardía como 1985 en España había 9.340.500 líneas telefónicas, que en ape-
nas diez años se convirtieron en 15.342.100, un crecimiento del 64% a finales
de 1994. Así, mientras que en 1982 había 21,02 teléfonos por 100 habitantes y en
1985 había 24 líneas por 100 habitantes, el 68,4% de la media europea, en 1993 Es-
paña contaba con 38 líneas por 100 habitantes, el 83,3% de esa media europea, que
en 1996 alcanzó la cifra de 16.304.700 líneas, equivalentes a 41 teléfonos por 100 ha-
bitantes.
La irrupción en España de la revolución de las telecomunicaciones se produjo en
la segunda mitad de la década de los 80. A principios de los años 80, España acumu-
laba un importante retraso en el sector tanto desde el punto de vista de las instala-
ciones como desde el prisma industrial. En 1982 la industria de las telecomunicacio-
nes sólo alcanzaba el 0,35% del PIB, frente al 0,47% de Alemania o el 0,57 de Fran-
cia. Mayor retraso acumulaba la industria informática, con el 0,16% del PIB frente
al 0,73% de Italia, el 0,68% de Alemania o el 0,57% de Francia. Otro tanto sucedía
con el grado de informatización. En el sector industrial el índice de penetración in-
formática era del 18,3% y en el sector servicios del 20,1% frente al 33,3% y el 36,8%
de la media europea en 1982. El esfuerzo inversor en I+D realizado durante los años 80
tuvo especial incidencia en el sector de las telecomunicaciones, pieza básica para el
desarrollo de las tecnologías de la información y requisito imprescindible para la in-
corporación de España a la sociedad informacional.
El salto adelante fue protagonizado desde el sector público. Telefónica lideró el
proceso entre 1987 y 1990. Tres fueron las grandes líneas de actuación que cambiaron
significativamente el panorama de las telecomunicaciones en España: la extensión de
la red básica de telefonía, medida por el incremento del número de líneas; la moder-
nización de la red, con la puesta en marcha de los planes de digitalización de las cen-
trales, y finalmente la inversión en I+D. Tres líneas de actuación estratégica que per-
mitieron recortar el importante retraso acumulado y acortar distancias respecto de
la media europea. En los años 90 el esfuerzo inversor de Telefónica disminuyó sen-
siblemente; el espectacular incremento de los ingresos, favorecido por la mejora y
modernización de los servicios, se concentró en los 90 en la internacionalización del
grupo, con las inversiones en Latinoamérica. La Ley de Ordenación de las Teleco-
municaciones de 1992 sancionó un cambio radical con el inicio de la liberalización
del sector.

482
Desde el punto de vista tecnológico, la telefonía móvil fue la gran protagonista
—en 1994 sólo había 3 móviles por cada mil habitantes—, sin olvidar las comunica-
ciones por satélite, con la puesta en órbita del sistema español Hispasat en 1992, o los
primeros pasos en la organización de los sistemas de transmisión por cable y por pa-
quetes de banda ancha. Todas estas acciones repercutieron en el desarrollo de la in-
dustria electrónica, con las nuevas inversiones realizadas por las multinacionales ya
instaladas en España como IBM, Ericsson, Siemens o Philips y la nueva implanta-
ción de otras grandes empresas del sector como Hewlett Packard, ATT Neworks Sys-
tems o Motorola. Aunque desde el punto de vista de la I+D los resultados continua-
ron siendo magros. El dinamismo de la industria electrónica en la segunda mitad de
los años 80 se fundamentó en el importante tirón de la demanda interna. La tasa me-
dia interanual de consumo electrónico se duplicó entre 1985 y 1989. Los hogares se
llenaron de nuevos productos electrónicos, sobre todo televisores en color y vídeos.
En los 90 los protagonistas, tras el bache sufrido por la crisis de 1992-1993, fueron los
teléfonos móviles y la lenta pero sostenida irrupción de la informática.
El despegue de Internet en España desde 1996 fue una demostración palmaria de
la introducción en España en la sociedad informacional; a finales de 1998, más de dos
millones y medio de personas se conectaron a Internet, bien desde sus domicilios o
desde las empresas e instituciones públicas. Según la Encuesta General de Medios, en-
tre febrero de 1996 y mayo de 1998 el índice de penetración de Internet pasó del 0,7%
al 4,8%. En mayo de 1996 se sobrepasó la cifra de 500.000 usuarios de Internet, que
dos años después, en mayo de 1998, alcanzaba los dos millones de usuarios. De to-
das formas, España todavía permanecía alejada de la media europea en gasto infor-
mático per cápita. En 1997, la media europea se situaba en 405 euros (67.386,3 pese-
tas) mientras que en España sólo alcanzaba los 157 euros (26.122,6 pesetas).
La liberalización del sector de las telecomunicaciones, a impulsos de la Unión Eu-
ropea, significó la ruptura del monopolio telefónico, con la entrada de nuevos opera-
dores tanto en telefonía básica como móvil, Retevisión, Uni 2, Airtel y Amena. La te-
lefonía móvil es un fiel reflejo de la rapidísima difusión de las innovaciones tecnoló-
gicas en la sociedad de consumo de masas desarrollada. En 1985 existían 800 conexiones
de telefonía móvil, que en octubre de 1997 habían pasado a 3.931.000 abonados. La
liberalización del sector de la telefonía en España ha significado, además de la apari-
ción de nuevos operadores, la cristalización de alianzas transnacionales de las empre-
sas del ramo, que ya están operando sobre la base del mercado mundial y no exclusi-
vamente del nacional. Telefónica suscribió una alianza con la transnacional anglosa-
jona MCI-WorldCom; Endesa, socio de referencia de Retevisión, se alió con la
italiana STET-Telecom; Airtel, desde sus orígenes, ha estado vinculada a British-
Telecom.
En el campo de los medios audiovisuales con el inicio de la liberalización del sec-
tor, por la Ley de Televisión Privada de 14 de marzo de 1988, se rompió el monopo-
lio televisivo público. La oferta televisiva se amplificó con la aparición de las cadenas
públicas autonómicas y de las empresas televisivas privadas, Antena 3, Tele 5 y Canal
Plus. Una oferta que en 1996 se ensanchó con el surgimiento de la televisión por sa-
télite, Canal Satélite Digital y Vía Digital. En 1998, la aprobación de las licencias de
la televisión por cable introdujo un futuro inmediato de radical transformación del
mercado televisivo.
En 1996, el 99,3% de los hogares españoles poseía al menos un aparato de televi-
sión en color, y el 63%, un aparato de vídeo; diez años antes, en 1985, del 96% de los
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483
hogares que tenían un aparato de televisión sólo el 62% era en color, y sólo el 10%
de los hogares poseía vídeo. Lo relevante no es tanto la televisización de los hogares es-
pañoles, sino la creciente presencia de más de un aparato por hogar. La guerra por el
mando se ha transformado en un mando para cada uno. Numerosos sociólogos y co-
municólogos hablaron en los años 80 de la televisión como principal responsable de
la ruptura de los canales de comunicación en el seno familiar, al congregarse todos
delante del tótem de la sociedad informacional, el televisor. Los últimos estudios so-
ciológicos hablan de que la guerra familiar por el control del mando a distancia ha
sido sustituida por la emancipación de todos los miembros, cada uno con su aparato y
su mando a distancia. El 31,5% de los niños españoles tenían en 1997 un televisor en
su habitación. El 42,1% de los niños y niñas pasaban más de tres horas diarias delan-
te del televisor, y otro 36,8%, unas dos horas diarias.
Con estos datos no es excesivo hablar de la sociedad informacional. Ni minimizar
el papel de la publicidad en la sociedad. El mercado publicitario movió en España
en el año 1996 la cifra de 1.251.962 millones de pesetas. Al cabo del año un niño
veía en España en 1997 más de 18.000 anuncios. Estamos en una sociedad de con-
sumo de masas desarrollada dirigida a través de los mass-media, donde el marquismo
ha conquistado el imaginario colectivo de la población, incluidos los niños más pe-
queños, que desde los cuatro años solicitan sus juguetes por la marca del producto
y no por su función.
El mercado televisivo español está hegemonizado por tres grandes grupos multi-
media, con intereses en el mercado audiovisual, la radiodifusión y la prensa, los gru-
pos Prisa, Telefónica y Correo. Grupos multimedia que también hegemonizan el
mercado de la distribución; en la medida en que a finales de los años 90 lo trascen-
dente comenzó a ser el control sobre los contenidos más que sobre los soportes, las
garantías del éxito del negocio audiovisual se sitúan en la compra de los derechos de
distribución de los eventos deportivos, las producciones cinematográficas o las ofer-
tas culturales. El grupo español con una dimensión más transnacional es el grupo Pri-
sa, a través de su asociación con la empresa audiovisual europea Canal Plus y los de-
rechos en exclusiva de las producciones del gran conglomerado audiovisual nortea-
mericano Time-Warner. Igualmente, el grupo Prisa es uno de los líderes en el mercado
editorial español, con su buque insignia el grupo Santillana. En el mercado editorial,
además de Prisa, funcionan otros dos grandes grupos multimedia, Planeta y Havas,
que en 1998 compró el grupo Anaya.

38.3. EL PROBLEMA DE LAS IDENTIDADES EN LA SOCIEDAD INFORMACIONAL


La aceleración en la transmisión de la información y su globalización plantean un
nuevo escenario que modifica las pautas sobre las que las sociedades y las personas
habían construido tradicionalmente sus identidades. Los acontecimientos han entra-
do en una vorágine en la que son consumidos a velocidades de vértigo, en correspon-
dencia con las nuevas estructuras mediáticas instaladas en una voraz carrera por la no-
vedad y la espectacularidad destinadas a atrapar el interés de unas audiencias cada vez
más saturadas de información y con menor capacidad de sorpresa. La espectaculariza-
ción de la información termina por embotar los sentidos en un acelerado proceso de
asimilación, banalización y aculturación. Asistimos a una auténtica paradoja: en el
momento de la historia de la humanidad en el que las personas manejan un mayor
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484
volumen de información, los individuos se muestran incapaces de asimilarla y proce-
sarla para reafirmar, reconstruir o edificar sus identidades; los acontecimientos pier-
den significado más allá del impacto puntual que son capaces de generar los mass-me-
dia, es lo que los comunicólogos conocen como ruido. La información ha entrado de
lleno en los circuitos de la lógica del consumo fragilizando los procesos de construc-
ción de las identidades colectivas y personales. Nos encontramos en una sociedad me-
diática que se rige por el principio consumista del usar y tirar.
La homogeneización de las costumbres y los sistemas de valores propiciados
por el sistema mediático global actúa de disolvente de las identidades nacionales y
locales. Los referentes culturales y sociales sobre los que las personas construían sus
identidades y permitían su posicionamiento en el mundo al proveer un sentido a
sus vidas han perdido buena parte de su fuerza cohesionadora en el ámbito indivi-
dual y social. La mercantilización de los usos y costumbres ha invadido las esferas
privadas, afectando no sólo a las relaciones sociales, sino también a las personales,
incluidas las familiares. La fragilización de las relaciones familiares entre los cónyu-
ges y entre padres e hijos es una muestra palmaria de ello. Ante esta pérdida de
identidad y de referentes sectores importantes de la sociedad occidental buscan re-
fugio en un pasado mitificado con el que construir nuevas identidades con fuertes
lazos cohesionadores, a través de la recuperación de los discursos nacionalistas, ge-
neralmente en dimensiones menores a los espacios nacionales construidos durante
los siglos XIX y XX, dada la pérdida de peso específico de los Estados nacionales
como consecuencia de los procesos de mundialización; o mediante la fascinación
ejercida por todo tipo de sectas y movimientos, más o menos esotéricos, capaces de
proveer un sentido de pertenencia en la que el individuo puede sentirse acogido y
reconocido.
A finales del siglo XX, la sociedad occidental se encuentra caracterizada por una
fuerte ambivalencia. Por una parte, los procesos de globalización tienden a la ho-
mogeneización de las costumbres y las identidades, sobre unos parámetros planeta-
riamente comunes; por otra, aparecen marcadas tendencias hacia la afirmación de
las diferencias, mediante la construcción de identidades locales, bien territorial-
mente o de sistemas de creencias, en muchos casos, con un señalado componente
irracional.
El desarrollo de la ciencia y sus aplicaciones tecnológicas durante el último ter-
cio del siglo XX plantean nuevos retos a la humanidad. Particularmente, en el ámbi-
to de la biotecnología y la genética. Las nuevas técnicas de reproducción asistida, la
manipulación genética de las especies, tanto vegetales como animales, las técnicas
de clonación abren nuevas perspectivas para la solución de determinados proble-
mas hasta entonces irresolubles en una multiplicidad de campos, desde la salud a
la alimentación, pasando por la creación de nuevos materiales. Estos nuevos hori-
zontes vienen acompañados de nuevos interrogantes sobre las posibles consecuen-
cias de determinados avances para el equilibrio ecológico del planeta y para el fu-
turo de la especie humana. La ética y los sistemas de valores tradicionales se mues-
tran incapaces de ofrecer soluciones convincentes a los nuevos retos planteados,
generando incertidumbres respecto de las decisiones y direcciones que han de
adoptarse ante las desconocidas consecuencias que para el futuro pueden tener
determinadas acciones.
El debate abierto en la comunidad científica, en la sociedad política y en los mass-
media se encuentra ante el problema de la aceleración del tiempo en el ámbito de la
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485
investigación; los nuevos adelantos y descubrimientos van muy por delante del posi-
ble establecimiento de unas reglas y normas que sean capaces de gobernar las nuevas
realidades que surgen y sus posibles consecuencias. La dinámica no es nueva, así ha
realidades a lo largo de la historia de la humanidad; el problema surge por el impacto
global que algunas de estas nuevas realidades pueden tener, generando procesos irre-
versibles a escala regional o planetaria.

486
CAPÍTULO XXXIX

Nuevos valores y formas de articulación social


en la sociedad informacional.
Feminismo, ecologismo y cooperación al desarrollo

39.1. NUEVOS MOVIMIENTOS PARA UNA NUEVA SOCIEDAD


En los últimos veinticinco años toda una serie de fenómenos sociales y políticos
han llamado la atención de los medios de comunicación, de politólogos y sociólo-
gos: la irrupción en la escena pública de las sociedades industrialmente avanzadas de
los llamados nuevos movimientos sociales, en referencia a los movimientos feminis-
ta, ecologista y pacifista, así como de nuevas organizaciones políticas cuyo espectro
abarca los denominados partidos de nueva izquierda y los partidos verdes. Con el ca-
lificativo de nuevos movimientos y nuevos partidos se ha querido poner de manifies-
to, desde los propios actores sociales y desde los investigadores, la distancia que los
separa de las formas, métodos y objetivos de los movimientos sociales tradicionales y
partidos surgidos al calor del desarrollo de las sociedades industriales, particularmen-
te respecto del movimiento obrero y de la izquierda en su doble vertiente socialde-
mócrata y comunista. En cualquier caso, las posiciones distan de ser uniformes sobre
el alcance, dimensión y continuidad de dichos fenómenos.
En el último tercio del siglo XX un conjunto de fenómenos y procesos, que han
discurrido por cauces paralelos y en ocasiones concurrentes, han puesto en cuestión
los pilares sobre los que se ha asentado la civilización occidental, generando un am-
plio consenso social e intelectual a la hora de definir las problemáticas sociales, polí-
ticas, económicas, culturales y ecológicas con las que se enfrenta la humanidad en
este fin de milenio. Las páginas, las pantallas y las ondas de los medios de comunica-
ción se han referido hasta la saturación a la crisis social, la crisis política, la crisis eco-
nómica, la crisis cultural o la crisis ecológica para explicar las transformaciones y alte-
raciones que han sacudido los diferentes escenarios de las sociedades y el ecosistema
planetario en los últimos treinta años del siglo XX. Sin embargo, a la hora de caracte-
rizar el alcance y significado de la crisis, o las crisis, los analistas han mostrado impor-
tantes divergencias y desacuerdos. A pesar de ello, se puede hablar con propiedad de
la existencia de una crisis fin de siglo, constituida por una multiplicidad de manifes-
taciones que han cuestionado los fundamentos sobre los que parecía asentarse con
firmeza la civilización occidental en las primeras décadas de la segunda mitad del
siglo XX.

487
Los movimientos sociales tradicionales surgidos con la sociedad industrial, en
particular el movimiento obrero, nacieron y se desarrollaron sobre una base clasista,
que respondía a la estructura social característica de las sociedades industriales desde
su nacimiento hasta mediados del siglo XX. Dicha estructura social se caracterizaba
por una clara polarización en función de las posiciones económicas y sociales que
ocupaban los distintos grupos. Las transformaciones en los modos, las costumbres y
las cosmovisiones asociadas al nacimiento de la sociedad industrial coadyuvaron a la
formación de los distintos movimientos sociales a lo largo del siglo XIX. Resistencias
e innovaciones contribuyeron a configurar las formas de respuesta social del conflic-
to. El proceso histórico de conformación de las sociedades liberales contribuyó a do-
tar de contenido político las reivindicaciones y las identidades de los diferentes gru-
pos sociales.
Surgieron así nuevas identidades, nuevas cosmovisiones y representaciones que
dotaron de cohesión interna a los distintos grupos sociales en pugna. El marxismo ac-
tuó de cimentador de las señas de identidad del movimiento obrero, dotándole de un
discurso, un modelo organizativo, una práctica política y social y un horizonte que
hizo posible la cristalización de dicho movimiento como clase obrera, transformando
al proletariado en uno de los principales agentes de la sociedad industrial. Los nacio-
nalismos populistas surgidos en el último tercio del siglo XIX, particularmente en Cen-
troeuropa, actuaron de manera similar entre aquellos grupos sociales que se sentían
amenazados por el avance de los procesos de industrialización, sus discursos se fun-
damentaron y edificaron en contraposición con los valores y los grupos que encarna-
ban la sociedad industrial, tanto el capitalismo, identificado míticamente con el capi-
talista financiero simbolizado por el judío, —reelaborando sobre nuevas bases el
secular antisemitismo de la civilización occidental—, como el proletario revoluciona-
rio, construyendo unas mitologías basadas en una serie de contraposiciones: taller
frente a fábrica, tierra y propiedad frente a especulación, familia frente a individualis-
mo, nación frente a internacionalismo, tradición frente a revolución, raza frente a cla-
se, comunidad frente a socialismo...
En contraposición, los nuevos movimientos sociales se nutren de activistas y sim-
patías de todos los sectores de la estructura de las sociedades industrialmente avanza-
das. Sus discursos, mensajes y demandas van dirigidas al conjunto de la sociedad y no
a ningún grupo particular en función de la posición que ocupe social o económica-
mente. Se caracterizan por el carácter global de sus reivindicaciones y, a la vez, por el
carácter particular de los objetivos y propuestas. Actúan más en la dirección de pro-
vocar cambios globales en la escala de valores que de provocar alteraciones en las ba-
ses funcionales del sistema político. Los movimientos ecologistas y por la paz reclu-
tan efectivos y simpatías de un arco difuso de la estructura social. El movimiento fe-
minista obtiene apoyos sobre la base de la desigualdad de las mujeres como género,
obteniendo apoyo de las mujeres independientemente de su posición en la sociedad.
El sistema social de los países industrialmente avanzados ha mostrado una gran
flexibilidad a la hora de incorporar algunas de las demandas de estos movimientos.
A ello ha contribuido la cristalización de la democracia como el sistema político aso-
ciado a las sociedades del bienestar. El juego político del sistema de partidos se fun-
damenta en la conquista de mayorías sociales, obligando a los partidos a presentar
programas y actuar en conformidad con los valores y reivindicaciones predominan-
tes en la sociedad. De tal manera que, cuando un determinado valor o demanda es
asumida por un amplio sector de la población, este nuevo valor o demanda es incor-
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488
porada por el sistema político. Este carácter magmático de las sociedades del bienes-
tar ha permitido incorporar progresivamente reivindicaciones y valores de los movi-
mientos sociales, ofreciendo salidas consensuales a las contradicciones presentes en la
estructura social, imposibilitando o, al menos, debilitando la confrontación radical
entre grupos en favor de procesos de ósmosis social.
Esta porosidad de la sociedad ha influido en la dinámica de los nuevos movi-
mientos sociales. El pluralismo de la sociedad ha encontrado traducción en dichos
movimientos y la herencia antiautoritaria de las revueltas del sesentayocho ha empu-
jado en la misma dirección. Por ello la cohesión se ha centrado en la asunción y de-
fensa de nuevos valores y no en el ámbito organizativo, donde han primado los me-
canismos de democracia de base y descentralización, mostrando los grupos dinami-
zadores una fuerte inestabilidad compatible con la permanencia de los nuevos
movimientos sociales. La flexibilidad organizativa, con la consiguiente entrada y sali-
da permanente de activistas, responde al carácter difuso del apoyo social que obtie-
nen, en concordancia con los ciclos de movilización y desmovilización que les carac-
terizan. Sus formas de actuación tratan de optimizar los mecanismos de las socieda-
des mediáticas. Las campañas están pensadas y organizadas para obtener la mayor
repercusión en los mass-media e influir desde ahí en la opinión pública. El espacio del
conflicto se desplaza desde el centro de trabajo —la fábrica— a la calle y a los medios
de comunicación, en función del carácter global de sus reivindicaciones y de las trans-
formaciones socioculturales asociadas al papel dominante de los mass-media.
El radicalismo político que proliferaba en los campus universitarios durante los
años 60 no resultaba la única manifestación de las transformaciones que se estaban
produciendo entre las jóvenes generaciones de las sociedades del bienestar. Antes del
mayo del 68, el cambio de valores mostraba evidencias en la liberalización de las cos-
tumbres, especialmente en las relaciones entre los sexos, que dio lugar a lo que se ha
dado en llamar la liberación sexual, en paralelo al nuevo papel que las mujeres reivin-
dicaban en la sociedad, al calor de su incorporación masiva al mundo del trabajo, po-
niendo en cuestión los tradicionales roles asignados a la mujer como esposa y madre
de familia. Autonomía e independencia de la mujer y, por tanto, reivindicación de su
propio cuerpo y de su sexualidad. De esta forma, el movimiento de liberación sexual
engarzó de forma natural con las otras manifestaciones de la rebeldía juvenil que
eclosionaron en los mayos del 68.
Fue el momento del esplendor de la antipsiquiatría, del triunfo de la escuela de
Frankfurt de la mano de Herbert Marcuse y su crítica del hombre unidimensional de la
sociedad de consumo. Movimiento intelectual que floreció de la mano del mayo
del 68, donde nuevos actores sociales emergieron al primer plano de la actualidad: los
jóvenes rebeldes, el feminismo, el ecologismo, el pacifismo, el hippismo, la contracul-
tura, lo underground, el rock and roll y el culto a los nuevos paraísos escapistas ofreci-
dos por la droga. Revolución de las costumbres y de los valores, que con el estallido
de la crisis de los setenta se conjugó con la crisis de la ideología del Progreso. El mayo
del 68 actuó como el crisol en el que se fundieron todos los síntomas del malestar
que arrastraban las sociedades desarrolladas.
Los nuevos valores asociados a la sociedad del bienestar, representados por las de-
mandas de aspiraciones de unos universitarios masificados, hijos de las clases medias,
que habían nacido y crecido en la floreciente sociedad de consumo, representaban
una ruptura generacional que cuestionaba no sólo el orden social sino también el dis-
curso y la práctica de la izquierda tradicional. El mayo del 68 fracasó como revolu-
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489
ción, pero transformó la sociedad. Fracasó como revolución desde los cánones clási-
cos de la izquierda, puesto que no se produjo la sustitución radical del viejo orden
político. Sin embargo, cambio pautas de comportamiento e introdujo nuevos valo-
res. Cuestiones tales como el reconocimiento de los derechos de la mujer, la liberali-
zación de las costumbres, la democratización de las relaciones sociales y generaciona-
les, la destrucción del autoritarismo en la enseñanza... cristalizaron simbólicamente
en las calles de París.

39.2. LAS RAZONES DEL RETRASO ESPAÑOL EN LA EMERGENCIA


DE LOS NUEVOS MOVIMIENTOS SOCIALES
En los años 60 y 70 la oposición a la dictadura franquista y la transición política
polarizó el compromiso social y político de las nuevas generaciones, que en los paí-
ses europeos estaban alimentando los nuevos movimientos sociales. Aunque El Fren-
te de Liberación Popular —FLP—, más conocido popularmente como felipe, en la Es-
paña de los años 60 podía encuadrarse dentro de los postulados de la incipiente nue-
va izquierda, y tras su autodisolución en 1969, las formaciones políticas surgidas a la
izquierda del PCE entroncaban con lo que ocurría en el resto de Europa durante los
años 70, sus postulados y su práctica política estuvieron mediatizados por la lucha
contra la dictadura, que retrasó sensiblemente la aparición de los llamados nuevos
movimientos sociales, más acordes con las problemáticas de las sociedades democrá-
ticas del bienestar europeas.
Los nuevos grupos surgidos a la izquierda del PCE se decantaron hacia los postu-
lados marxistas-leninistas, como el FRAP —Frente Revolucionario Antifascista Pa-
triótico—, que prácticamente desapareció en 1973-1974 por la combinación de su ra-
dicalización y de la dura represión desencadenada a raíz de la muerte de un policía
en una manifestación del FRAP, los maoístas Partido del Trabajo de España —PTE,
antes Partido Comunista de España internacional—, Organización Revolucionaria
de Trabajadores —ORT—, Movimiento Comunista —MC— y los trosquistas Liga
Comunista y Liga Comunista Revolucionaria. Entre 1973 y 1976 desempeñaron un
destacado papel en las movilizaciones de los estudiantes universitarios y en algunas
zonas localizadas del país, especialmente el Partido del Trabajo y su organización ju-
venil la Joven Guardia Roja, la ORT y la Liga Comunista Revolucionaria. No fueron
legalizados hasta después de las elecciones, y su precaria y reciente implantación les
dejo fuera del Parlamento. Su situación extraparlamentaria provocó su crisis y progre-
siva desaparición.
La nueva izquierda a pesar de su marginalidad animó en España, como ya había
sucedido antes en el resto de Europa, el despertar de los nuevos movimientos socia-
les de los años 70 y 80, como el feminismo, el ecologismo y el pacifismo. A medio
plazo, el izquierdismo se reveló como un camino que miraba más hacia el pasado
que hacia el futuro. Su fracaso se manifestó en la permanente fragmentación de unos
grupos que difícilmente salían de la marginalidad política y social. Su influjo también
se dejó sentir en la fragilidad que algunos de los nuevos movimientos sociales mos-
traron o en el unilateralismo de sus planteamientos iniciales, como fue el caso del
movimiento anti-Otan.
Con la transición a la democracia una parte sustancial de los líderes sociales que
había surgido de la oposición a la dictadura canalizó su compromiso político y
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social hacia la construcción y consolidación del sistema democrático, tanto en su ver-
tiente institucional como funcional, partidos políticos y sindicatos fundamentalmente.
Entre 1975 y 1983 tuvieron que cubrirse los miles de puestos que reclamaba el nuevo
sistema político democrático. En primer lugar, los partidos políticos y los sindicatos que
emergían de la clandestinidad o que nacieron con la democracia exigían para su buen
funcionamiento la dedicación exclusiva de miles de cuadros y militantes. En segundo
lugar, la construcción de las instituciones democráticas demandó nuevas incorporacio-
nes y las primeras elecciones municipales democráticas, celebradas en 1979, implicaron
la creación de decenas de miles de cargos electos y de técnicos, debido a las nuevas
competencias y funciones de los Ayuntamientos democráticos. Igualmente la creación
del Estado de las Autonomías exigió miles de nuevos cuadros, desde parlamentarios a
miembros de las nuevas Administraciones autonómicas. En el corto lapso de tiempo de
un decenio, entre 1975 y 1985, una parte muy significativa de los militantes de la opo-
sición antifranquista pasaron desde la sociedad civil al sistema institucional, descapita-
lizando en recursos humanos a la multiplicidad de organismos que habían proliferado
en los años finales de la dictadura y los inicios de la transición democrática, dando lu-
gar a la desaparición o al aletargamiento de numerosas organizaciones y colectivos so-
ciales, desde asociaciones de vecinos a colectivos profesionales.
Además, el tejido social de la oposición democrática se caracterizó por su fragili-
dad; muchas de las organizaciones habían surgido a finales de los años 60 o princi-
pios de los 70, por lo que sus estructuras y tradiciones estaban aquejadas de una do-
ble debilidad: su reciente aparición y, no debe ser olvidado, las dificultades anejas a
su clandestinidad forzosa, por la persecución de la dictadura. Por otra parte, el núme-
ro de militantes que nutrían las filas de la oposición democrática en los años finales
del franquismo y los inicios de la transición no superaba unas cuantas decenas de mi-
les de personas, lo que se explicaba por la clandestinidad, la persecución y la repre-
sión. Pero también por los efectos anestesiadores que los años de crecimiento econó-
mico de los sesenta habían generado en amplios sectores de la sociedad española de la
época, provocando un marcado conformismo, que algunos autores han denominado
franquismo sociológico, por el que la amplia mayoría silenciosa, en aquellos años particu-
larmente silenciosa, aceptó los últimos años de la dictadura en la esperanza, que luego
se revelaría fundada, de que a la muerte de Franco el régimen político evolucionase en
una dirección más o menos democrática que lo homologase con las sociedades euro-
peas. El recuerdo temeroso de la guerra civil fue un potente aliado del marcado inmovi-
lismo sociopolítico de una mayoría de la sociedad española que primó la estabilidad polí-
tica por el miedo a poner en peligro la recién conocida prosperidad económica.
Finalmente, el tránsito de la dictadura a la democracia cambió radicalmente los
parámetros del compromiso político y social. Desde junio de 1977 no se trataba de
luchar por la democracia sino de construir desde las instituciones el sistema democrá-
tico, con el consiguiente cambio de las estrategias y de las prácticas sociopolíticas.
Muchos se incorporaron al sistema de partidos y organizaciones sindicales y sociales
con la democracia, profesionalizando sus funciones y compromisos sociopolíticos;
otros tantos retomaron o reiniciaron sus carreras profesionales o sus estudios inte-
rrumpidos durante los años finales de la dictadura tras años de intensa militancia
clandestina o de estancia en las cárceles franquistas. La sociedad civil se resintió de ese
tránsito de la dictadura a la democracia.
Fueron los años del desencanto, caracterizados por una fuerte desmovilización y
desmotivación social, en los que el espíritu orteguiano del «no es esto, no es esto», se ins-
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taló en la conciencia y la actitud social de numerosos militantes antifranquistas, de-
cepcionados por el fracaso de la ruptura democrática e influidos por un marxismo de
catecismo que identificaba el restablecimiento de la democracia en España con la pe-
yorativamente devaluada democracia burguesa. En amplios sectores de las nuevas ge-
neraciones llegadas a la madurez con la democracia el desencanto se manifestó en un
fuerte alejamiento de los asuntos públicos, cuya expresión más acabada encontró tra-
ducción en el nuevo concepto del pasotismo. En cualquier caso, el final de la década
de los años 70 y el decenio de los 80 fue protagonizado por un marcado individualis-
mo, por la primacía de lo privado sobre lo social. Las movilizaciones contra el ingre-
so y la permanencia de España en la OTAN fueron el gozne de transición desde las
motivaciones fuertemente ideologizadas de la militancia antifranquista hacia las nue-
vas formas de compromiso social encarnadas fundamentalmente por el espíritu soli-
dario que representa el movimiento de las ONG del decenio de los años 90.
En el triunfo de lo privado sobre lo social desempeñaron un importante papel
dos grandes fenómenos. En primer lugar, la adaptación de la democracia española y
el sistema de partidos a la sociedad mediática, que alteró radicalmente las pautas de
transmisión de los sistemas de valores y de ideas, de la construcción de identidades y
de articulación de los distintos grupos sociales desde el tejido social, a través de los
partidos y las organizaciones sociales, hacia los medios de comunicación de masas,
prensa, radio y, sobre todo, televisión. En la democracia mediática el juego político
se desenvuelve fundamentalmente desde los mass-media, de arriba-abajo, donde los
gabinetes de comunicación y marketing político roban el protagonismo a la tradicio-
nal militancia, convirtiendo a los partidos políticos en máquinas electorales pendien-
tes de los sondeos de opinión y de la capacidad de transmisión de sus mensajes por
medio del entramado mediático, cada vez más vehiculizados por los eslóganes publi-
citarios —las ideas-fuerza de las campañas electorales. Todo esto da lugar a una cre-
ciente desconexión entre los partidos políticos y el tejido social, que se materializa en
el progresivo descrédito de lo político y de la política, sintetizado en la peyorativa ex-
presión de la clase política. En segundo lugar, el desarrollo de la sociedad de consu-
mo desarrollada coadyuvó el triunfo de esta tendencia, al poner el acento hasta el pa-
roxismo en el culto al individuo, fomentando un exacerbado individualismo destruc-
tivo de la sociedad civil, a través de la asfixiante presencia del universo publicitario y
la tiranía de la moda, en un permanente canto de la novedad y del imperio de lo efíme-
ro. Fue en los «felices ochenta» cuando en España se impuso socialmente la cultura de
la apariencia, que conquistó el imaginario social de amplios sectores de la sociedad.
Fueron los años dorados de la prensa especializada como Cosmopolitan, Elle, Man o del
retorno triunfal de la prensa del corazón, cuyo irresistible influjo llenó las televisiones
de programas rosas e invadió las revistas y la prensa de información, donde las páginas
de sociedad —de una sociedad bastante rosa— adquirieron mayor protagonismo.

39.3. EL MOVIMIENTO FEMINISTA


La incorporación masiva de las mujeres al mundo laboral, a partir de los años 50,
la universalización de la enseñanza secundaria con la aparición de los estados del bie-
nestar y la masificación de la universidad en los años 60 provocaron una transforma-
ción radical en el papel y los roles de la mujer en las sociedades industrialmente avan-
zadas. La independencia económica adquirida por las mujeres y la elevación de sus
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niveles educativos contribuyeron de manera decisiva a la ampliación del apoyo social
de los movimientos en pro de la igualdad de los derechos de la mujer, nacidos en los
lustros finales del siglo XIX y representados paradigmáticamente por las sufragistas.
El movimiento feminista actuó en un doble plano. Por un lado, protagonizó la
demanda de la igualdad entre los sexos, mediante modificaciones en el orden jurídi-
co y político que hicieron factible dicha igualdad, a través de las campañas en favor
del divorcio, del derecho de aborto, de la igualdad de salarios, de la no-discrimina-
ción por razones de sexo..., que desembocaron en los años 80 en la reivindicación de
políticas de discriminación positiva —establecimiento de cuotas para las mujeres en
todos los planos de la vida social— destinadas a corregir en la práctica el tradicional
descrédito de la mujer, progresivamente eliminada en el orden jurídico. Por otro lado,
el discurso feminista, al desarrollar una crítica global a la sociedad patriarcal, se diri-
gió desde la reivindicación de la autonomía e independencia de las mujeres —del
control sobre su cuerpo y de la maternidad pasando por la igualdad de derechos— a
la defensa de nuevos valores asociados a la feminidad para plantear un cambio sus-
tantivo en las formas de organización y relación social.
La igualdad de derechos entre los sexos fue el caballo de batalla del feminismo de
los años 70. La reivindicación de la legalización del aborto polarizó en esos años las
movilizaciones del movimiento feminista. En julio de 1967 se legalizó el aborto en
Gran Bretaña, en diciembre se presentó públicamente el Women's Liberation Move-
ment británico. En febrero de 1970 se fundó en Italia el Movimento di Liberazione
della Donna, en diciembre el Parlamento aprobó la ley de divorcio, por las mismas
fechas nació el Mouvement de Libération des Femmes en Francia. En marzo de 1971
tuvo lugar la primera de las grandes manifestaciones del movimiento feminista britá-
nico en Londres, bajo los lemas: a igual trabajo igual salario; igualdad de oportunida-
des en la enseñanza y en el mundo laboral; libre circulación de los métodos anticon-
ceptivos y liberalización del aborto; guarderías gratuitas y públicas. Un programa que
resumía el conjunto de revindicaciones del movimiento feminista de los años 70 en
los países occidentales. En 1979 tuvo lugar en Copenhague la importante Conven-
ción internacional sobre la eliminación de todas las formas de discriminación sobre
la mujer. La IV Conferencia Mundial sobre la Mujer, organizada por la ONU en Pe-
kín, en 1995, fue la expresión del alcance internacional de las reivindicaciones impul-
sadas por el movimiento feminista desde los años 60.
Del 6 al 9 de diciembre de 1975 se celebraron en Madrid las Primeras Jomadas
Nacionales por la liberación de la Mujer, presentación pública del movimiento femi-
nista en España, que desde entonces mantuvo un creciente protagonismo. Entre 1976
y 1979 se publicó la revista Vindicación Feminista, dirigida por Lidia Falcón. La Cons-
titución de 1978 reconoció la igualdad de hombres y mujeres, condenando toda for-
ma de discriminación por razones de sexo y poniendo fin a la situación de inferiori-
dad legal que habían padecido las mujeres durante el régimen franquista. En mayo
de 1979 se celebraron las Jomadas Feministas de Granada, punto culminante de la ex-
pansión de las organizaciones feministas en España. El 12 de abril de 1981 se aprobó
en España la ley de divorcio y en febrero de 1983 el gobierno socialista presentó al
Parlamento la ley de despenalización del aborto, que fue aprobada en 1985. La crea-
ción del Instituto de la Mujer en 1983 fue un paso importante desde el punto de vis-
ta institucional en la defensa de la igualdad y promoción de las mujeres en España, ar-
ticuladas en los sucesivos Planes por la Igualdad. Asimismo, las Comunidades Autóno-
mas crearon sus respectivos Departamentos de la Mujer, que pusieron en marcha
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políticas activas a través de sus correspondientes Planes de Igualdad, que contribuye-
ron a la promoción y a la mejora de la situación de las mujeres. Tras la incorporación
al ordenamiento jurídico de las principales reivindicaciones del movimiento feminis-
ta de los años 70 —ley de divorcio, despenalización del aborto en tres supuestos,
igualdad legal...— disminuyó la ocupación de la calle por el movimiento feminista.
Una nueva estrategia se impuso. La reivindicación de la igualdad efectiva de los
sexos, tras su reconocimiento jurídico. Las campañas fueron dirigidas hacia los mass-
media, con el fin de generar corrientes de opinión favorables, que elevaran la presen-
cia de las mujeres en todas las áreas de la sociedad, especialmente en el sector públi-
co. Se crearon asociaciones o plataformas transversales que agrupaban a numerosas
mujeres de los distintos ámbitos de la sociedad; especialmente dinámicas fueron las
mujeres profesionales, como periodistas, profesoras de universidad, políticas, empre-
sarias, abogadas. Dos campañas tuvieron especial repercusión. La de 1987, «Mujeres
al poder», introdujo la cuestión de la discriminación positiva —mediante el estable-
cimiento de cuotas de participación de la mujer en las esferas públicas—, cuyo pri-
mer éxito relevante fue la reserva del 25% de los puestos de las listas electorales apro-
bado por el PSOE en 1988, inaugurando una tendencia que luego fue seguida por la
mayoría de los partidos políticos con el fin de conquistar el voto de las mujeres, que
se proyectó en la campaña de 1989 «mujer vota mujer».
La elevación de la presencia pública de las mujeres en España creció espectacular-
mente desde la aprobación de la Constitución de 1978. La socialización del mensaje
igualitario propugnado por el movimiento feminista en la sociedad cambió sustan-
cialmente el sistema de valores de los españoles, hasta el punto de que el conservador
Partido Popular aceptó en su programa electoral de 1996 la no derogación de la ley
de despenalización del aborto, con el fin de no enajenarse el voto femenino. Un cam-
bio en el sistema de valores y en las relaciones sociales particularmente intenso entre las
nuevas generaciones, donde las mujeres jóvenes reivindican como algo natural la
igualdad entre los sexos, y su irrupción masiva en la universidad en los años 80, es un
claro indicador de los cambios producidos. En los años 90 las estudiantes universita-
rias superaban el 50% del alumnado universitario. El control de la sexualidad por par-
te de las mujeres se evidenció en la drástica caída de las tasas de natalidad y el retraso
de la maternidad. Las nuevas generaciones de mujeres habían conquistado su autono-
mía personal y no estaban dispuestas a resignarse al tradicional, dependiente y subor-
dinado papel de esposa y ama de casa que había predominado veinte años antes.
En 1997 el problema de los malos tratos ocupó la atención de los mass-media y la
opinión pública. Las mujeres maltratadas salieron del armario, las denuncias por agre-
siones y malos tratos se multiplicaron en los años 90, símbolo de la pérdida del mie-
do de las mujeres al ejercicio del terror físico y psíquico de sus desalmados compañe-
ros. Aunque a la altura de 1997 las instituciones públicas, sobre todo la Administra-
ción de Justicia, no habían demostrado la suficiente sensibilidad y eficacia para atajar
los abusos y maltratos provocados por la violencia doméstica, que en numerosas oca-
siones acabaron con la muerte de las víctimas.
En suma, los cambios introducidos en la sociedad española con el restablecimien-
to de la democracia a impulsos del movimiento feminista, tanto en el ámbito jurídi-
co e institucional como en los sistemas de valores y prácticas sociales, significaron
una de las mayores y más profundas transformaciones registradas por la sociedad es-
pañola del último tercio del siglo XX. La difusión y asunción de los valores y reivindi-
caciones del movimiento feminista redujeron la reivindicación callejera del movi-
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miento feminista español, como sucedió en el resto de los países occidentales. Otros
canales y cauces fueron los empleados, tanto institucionales como mediáticos, en pa-
ralelo al desarrollo de la sociedad mediática. Nuevos agentes y sectores se incorporaron
a la defensa y demandas enarboladas por el movimiento feminista, expresión de su
triunfo social.

39.4. EL MOVIMIENTO ECOLOGISTA Y LA CRISIS ECOLÓGICA


La crisis de los años 70, los crecientes problemas de contaminación medioam-
biental, la quiebra de la ideología del Progreso, la masificación urbana y el consi-
guiente empeoramiento de la calidad de vida dieron alas y argumentos al movimien-
to ecologista, que desde posiciones marginales fue ampliando su base social, desper-
tando una nueva sensibilidad en los países industrializados, hasta el punto de llegar a
condicionar la acción de los gobiernos. Los inicios del movimiento ecologista en Es-
tados Unidos tuvieron lugar con el gran apagón, noviembre de 1963, que dejó sin
electricidad a gran parte del norte de los Estados Unidos y del sur de Canadá, sobre
el que Barry Commoner basó su obra Ciencia y Supervivencia, aparecida en 1966, uno
de los primeros textos en los que se denuncia la espiral productivista asociada al opti-
mismo tecnológico.
Ese mismo año, 1969, la National Academy of Sciences de los Estados Unidos
publicaba el informe Resources and Man —los recursos y el hombre—, primero de los
estudios procedentes de la comunidad científica que alertaba sobre la limitación de
los recursos y la explosión demográfica. En febrero de 1970 los matrimonios Bohlen
y Stowe trataron de impedir una explosión nuclear estadounidense en Amchitka
—Alaska— prevista para 1971, y fundaron para ello el grupo No Hagáis Olas, que
botó un barco bajo el nombre de Greenpeace el 15 de septiembre de 1971. Con ello
nació la organización ecologista Greenpeace.
El 22 de marzo de 1975 se produjo el primer accidente grave —conocido— en
una central nuclear, en Browns Ferry —Alabama, Estados Unidos. Desde ese año el
carácter antinuclear del movimiento ecologista tendió a cobrar un creciente protago-
nismo hasta lograr la paralización de los programas nucleares en la mayoría de los paí-
ses industrializados tras los accidentes de Harrisburg y Chernóbil. La sensibilidad me-
dioambiental se extendió como una mancha de aceite entre las poblaciones de los
países industrialmente avanzados. La ecología y el conservacionismo dejaron de ser
patrimonio exclusivo del movimiento ecologista, sus demandas empezaron a encon-
trar eco en los partidos tradicionales, que barnizaron sus programas y discursos de un
tenue color verde con el que atraer a un electorado cada vez más sensibilizado por la
degradación del medio ambiente.
En 1981 se anunció por científicos británicos que desde 1970 se reproducía cada
primavera un agujero en la capa de ozono en la Antártida, provocado por la acción
de los CFC —gases clorofluorocarbonados—; en 1990 se confirmó que otro agujero
en la capa de ozono se producía en el Polo Norte. En mayo de 1984, la conferencia
de Nairobi, convocada por el PNUMA, alertaba sobre los procesos de desertización
provocados por la acción humana. Ese año se reunió por primera vez la Comisión
Mundial sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, creada por la Asamblea General
de la ONU de 1983, bajo la presidencia de la primera ministra noruega Gro Harlem
Brundtland, y sus trabajos desembocaron en 1987 en el informe Nuestro futuro común,
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Aumento de la temperatura media. La temperatura media del planeta se registra
de manera fiable desde hace más de un siglo.

Catástrofes naturales. El coste económico de las catástrofes naturales es cada vez mayor

Avance de los desiertos.

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que proponía la adopción de un programa mundial para hacer posible un desarrollo
sostenible.
En marzo de 1985 se celebró en París una conferencia mundial sobre la desfores-
tación. Cada año desaparecen más diez millones de hectáreas de superficie arbolada.
Nadie podía ya negar los efectos de la lluvia ácida en los países industrializados. En
junio de 1988 la NASA presentó pruebas sobre los primeros síntomas del efecto inver-
nadero —recalentamiento del planeta a consecuencia de las emisiones de gases a la at-
mósfera, principalmente CO2. El 5 de junio de 1989 se celebró el Día Mundial del
Medio Ambiente bajo el lema «Alerta mundial, la Tierra se calienta», propuesto por
la ONU para llamar la atención sobre el efecto invernadero. La Conferencia Mundial
sobre el Medio Ambiente celebrada en Japón en 1996 fue protagonizada por el pro-
blema del cambio climático, en ese año pocos científicos dudaban de los efectos de la
acción de la civilización humana sobre el clima terrestre. La preocupación internacio-
nal sobre el Medio Ambiente ocupaba la agenda de los gobiernos y de la opinión pú-
blica. En Europa esta mayor sensibilidad se tradujo en la aparición de los partidos ver-
des, que alcanzaron representación paralementaria en numerosos países, llegando a
formar parte de los gobiernos europeos en coalición con la socialdemocracia.
En 1997 partidos verdes estaban en los gobiernos de coalición con la socialdemocra-
cia en Francia, Italia y Alemania. Ejemplo paradigmático de la influencia social y po-
lítica alcanzada por el movimiento y las reivindicaciones ecologistas.
En España el movimiento ecologista tuvo un desarrollo más tardío que comenzó
a alcanzar visibilidad sólo tras el fin de la transición política. El primer grupo conser-
vacionista fundado en España fue ADENA en 1968, vinculado al WWF. En la difu-
sión del conservacionismo en España desempeñó un papel de primer orden la figura
de Felix Rodríguez de la Fuente, a través de sus documentales y programas divulgati-
vos en televisión. En 1970 se creó AEORMA —Asociación Española para la Ordena-
ción y Defensa del Medio Ambiente— pero habrá que esperar a los inicios de la tran-
sición para poder hablar en España de la aparición de los primeros embriones signi-
ficativos del movimiento ecologista, que arrancaron en el encuentro de Pamplona de
1974. Como sucedió en la mayoría de los países europeos el componente antinuclear
fue uno de los elementos centrales en su consolidación. La oposición a las centrales
nucleares articuló sucesivas campañas bajo el lema «nucleares no, gracias». Las protes-
tas contra la construcción o por la inseguridad de las centrales y el secretismo de la
industria nuclear se sucedieron. Destacaron las movilizaciones contra la construcción
de Lemóniz, que concentraron a miles de personas desde 1977 hasta su paralización
definitiva el 12 de mayo de 1982. Este movimiento quedó profundamente alterado
por la intromisión del terrorismo de ETA, con el asesinato del ingeniero José María
Ryan el 6 de febrero de 1981, en un intento de apropiación del movimiento antinu-
clear vasco, que condujó a su declive. En otros puntos del país se desarrollaron sobre
todo desde 1977 y a lo largo de los años 80 protestas contra la instalación o funcio-
namiento de las centrales nucleares como las de Ascò —Ascò 2 paralizada el 25 de
agosto de 1986—, Valdecaballeros, Vandellòs —el 26 de noviembre de 1989 se decre-
tó el cierre provisional de Vandellòs 1—, Garoña o Trillo. La moratoria nuclear apro-
bada con el Plan Energético Nacional de 1984-1992, con la consiguiente paralización
de las centrales en diseño o construcción marcó el inicio del declive del movimiento
antinuclear.
El movimiento ecologista participó de forma activa, impulsando en numerosos
ocasiones, el movimiento anti-Otan de los años 80, esta ligazón favoreció inicialmen-
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te su expansión con las marchas a las bases norteamericanas de Torrejón de Ardoz
Zaragoza o Rota, pero tras el referéndum de 1986 sobre la OTAN y la negociación del
nuevo acuerdo con los Estados Unidos que llevó al abandono de las bases de Zara-
goza y Torrejón el declive del movimiento anti-Otan también afectó negativamente
al movimiento ecologista. Otra de sus señas de identidad en los años 80 fue su opo-
sición a los campos de tiro militares de Cabañeros, Anchuras, el Teleno o la isla de la
Cabrera, o las movilizaciones contra la construcción del embalse de Riaño. Un mo-
vimiento ecologista fuertemente deudor de los postulados ideológicos de los restos
de la izquierda del PCE, que tras su fracaso electoral en las primeras elecciones demo-
cráticas de 1977 tendió a refugiarse en los nuevos movimientos sociales, imprimién-
dole un excesivo carácter antiotanista que terminó por pasar factura. La fragmenta-
ción de las organizaciones y colectivos ecologistas en España y su fascinación y mi-
metismo mecanicista respecto de la experiencia de los verdes alemanes dividió y
debilitó aún más al movimiento ecologista. Surgieron varias y enfrentadas tentativas
de partidos verdes en España en los años 80 que se saldaron con sonoros y recurren-
tes fracasos, faltos de credibilidad y de recursos humanos y económicos. Revistas
como El Viejo topo, Transición, Ajoblanco, Integral, Mientras tanto —dirigida por el filó-
sofo marxista hetedoroxo Manuel Sacristán— o la más científica y conservacionista
Quercus difundieron el ideario ecologista, su desigual suerte, muchas desaparecieron,
era fiel reflejo de las dificultades de consolidación del movimiento ecologista y de la
nueva izquierda en España.
La constitución de Izquierda Unida en 1986 también contribuyó a ello, al ocupar
una parte del espacio político que una posible oferta verde hubiera podido tener en
España en la segunda mitad de los años 80. La incorporación subordinada y anecdó-
tica de algunos colectivos y organizaciones ecologistas en las filas de Izquierda Uni-
da no solventó el problema, sobre todo tras la deriva hacia la comunistización —con-
trol absoluto por parte del PCE— iniciada a partir de la III Asamblea de Izquierda
Unida. En los años 90 además de la conservacionista ADENA, destacaba la presen-
cia de Greenpeace, la principal y más potente organización ecologista en España, con
miles de socios, y dentro de la multiplicidad de pequeños colectivos ecologistas su-
pervivientes, pero con escasa presencia, influencia y militantes, destacaba Aedenat. El
ecologismo encontró acomodo organizativo en numerosas asociaciones de carácter
conservacionista dedicadas a la protección y salvación de especies en peligro de extin-
ción de la fauna ibérica, con una marcada competencia biológica. Un cierto conser-
vacionismo y difuso ecologismo se instaló en la sociedad española, sin alcanzar los
niveles de otros países como Alemania o los países del norte de la Unión Europea.
Ejemplo de ello fue la débil respuesta social ante el desastre de la ruptura de la balsa
de la mina de Aználcollar en 1998, que contaminó gravemente las proximidades del
Parque Natural de Doñana.
Los resultados de las elecciones al Parlamento europeo de junio de 1994 permi-
ten realizar algunas interesantes apreciaciones. Es en los países más avanzados indus-
trialmente y con sociedades del bienestar más desarrolladas donde los partidos verdes
han logrado una mayor implantación. El grupo parlamentario verde en Bruselas se
nutre de miembros procedentes de Alemania, Holanda, Bélgica, Dinamarca, Luxem-
burgo, Italia e Irlanda. Mientras que en aquellos países europeo-occidentales con pro-
cesos de industrialización más tardía y con estados del bienestar menos desarrollados
son todavía los partidos comunistas, algunos de ellos sometidos a fuertes procesos de
reconversión, los que ocupan el espacio político de la nueva izquierda representada
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por los partidos verdes, alejada de tradicional divisoria ideológica cristalizada por la
sociedad industrial. Así el grupo confederal de la Izquierda Unitaria Europea, forma-
do por 28 eurodiputados, estaba integrado por miembros de España, Grecia, Portu-
gal, Italia —Refundación Comunista— y Francia —PCF. La anomalía estaba repre-
sentada por Francia, no tanto por la presencia del PCF como por la debilidad de los
verdes, motivada por las divisiones internas de los verdes franceses que les llevaron a
presentar dos candidaturas y al desastre electoral. Las elecciones de 1996 que llevaron
al triunfo electoral de Lionel Jospin corrigieron en cierta medida esta situación con la
incorporación de varios representantes verdes en el gobierno de la izquierda plural.
En otras palabras, la persistencia de la tradicional divisoria ideológica procedente de
la sociedad industrial era todavía fuerte en estas sociedades. Además, en los casos de
España, Grecia y Portugal la existencia de regímenes dictatoriales tras la segunda gue-
rra mundial marcaron pautas diferenciales respecto de la evolución de los países eu-
ropeo-occidentales, dado el compromiso con la lucha democrática de los respectivos
partidos comunistas. Si consideramos el caso de Alemania oriental y los resultados
cosechados por el PDS, el partido heredero de la tradición comunista en la Alemania
unificada, con un voto fuertemente concentrado en el territorio oriental, donde lle-
gaba a superar en numerosas circunscripciones el 20 por ciento de los votos, dicha
apreciación cobra un nuevo valor.

39.5. EL MOVIMIENTO PACIFISTA. DE LA DESNUCLEARIZACIÓN AL ANTIMILITARISMO:


LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA Y LA INSUMISIÓN

El nuevo movimiento por la paz que recorrió Europa en el decenio de los ochen-
ta se fundamentó en el peligro de una guerra nuclear limitada, con escenario en Eu-
ropa, a raíz de la doble decisión de la Unión Soviética y los Estados Unidos de fabri-
car misiles de alcance medio, con un radio de acción comprendido entre los 500
y 2000 kms., los SS-20 y los Pershing 2 y Cruise: los euromisiles. En 1976 se iniciaba
por parte de la Unión Soviética la producción de misiles SS-20. En junio de 1979 Es-
tados Unidos aprobaba el programa de construcción de los sistemas móviles de misi-
les MX. El 9 de diciembre de ese año se celebró en Bruselas la primera manifestación ma-
siva en contra de la instalación de misiles de alcance medio en Europa Occidental. Tres
días después, el 12 de diciembre, la OTAN adoptó la llamada doble decisión por la que
se acordó la instalación en Europa occidental de los misiles de alcance medio.
En abril de 1980 se fundó la END —European Nuclear Disarmament, Desarme
Nuclear Europeo—, la coordinadora que aglutinó al movimiento por la paz europeo
de los años 80. Dos objetivos marcaron su trayectoria: la desnuclearización de Euro-
pa, tanto occidental como oriental, y el respeto de los derechos civiles y humanos en
los países del Este. Dos elementos diferenciaban el movimiento por la paz de los
ochenta de las movilizaciones de los años 50 y primeros 60. De un lado, su carácter in-
ternacional, la constitución de la END hizo del movimiento por la paz un movi-
miento transnacional, donde las actividades y movilizaciones se desarrollaban en un
triple escenario: el local, el nacional y el internacional. La estructura de la END se ca-
racterizaba por su flexibilidad. Una Convención anual reunía a todas aquellas perso-
nas y grupos, independientemente de su tamaño e influencia, que desearan asistir. La
larga sombra del mayo del 68 se dejaba sentir en el carácter asambleario, pluralista y
antiautoritario de la END. Esta estructura flexible y horizontal no restó operatividad
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500
ni capacidad movilizadora a la END, antes al contrario permitió la colaboración de
corrientes muy dispares, ideológica y políticamente —de las iglesias nórdicas y cristia-
nos de base a la extrema izquierda, pasando por la socialdemocracia, los comunistas
occidentales o los defensores de los derechos civiles del Este, de Solidarnosc a Car-
ta 77 de Checoslovaquia.
En España el movimiento pacifista fue en los años 80 sobre todo un movimien-
to antiOtan, que se alimentó del marcado antinorteamericanismo de la izquierda so-
cial y política. El ingreso de España en la OTAN, decidido por el último gobierno de
la UCD presidido por Leopoldo Calvo Sotelo en 1981, y la inicial oposición del
PSOE a la misma favorecieron el despegue del movimiento. El 5 de julio de ese año
se celebró en Madrid el primer gran festival anti-Otan que concentró a decenas de mi-
les de personas. Durante la campaña electoral de 1982 el PSOE se manifestó en con-
tra de la forma en que el gobierno de Calvo-Sotelo —UCD— había decidido la en-
trada de España en la OTAN, comprometiéndose a celebrar un referéndum sobre el
tema. El compromiso electoral del PSOE marcó el despegue del movimiento por la
paz en España, polarizado en torno al desmantelamiento de las bases norteamerica-
nas en territorio español y el No a la OTAN. Las marchas a las bases hispano-nortea-
mericanas de Torrejón de Ardoz, sobre todo, Zaragoza y Rota se convirtieron en pun-
to de referencia obligado de la trayectoria del movimiento por la paz en España des-
de principios de los años 80.
El movimiento por la paz que pivotó en torno a tres grandes corrientes: la repre-
sentada por las Comisiones Anti-Otan, impulsadas por el Movimiento Comunista y
la Liga Comunista Revolucionaria —prácticamente las dos únicas organizaciones de
la izquierda del PCE sobrevivientes de los años 70—; los grupos pacifistas y antimi-
litaristas no simplemente anti-Otan, como el Movimiento de Objeción de Concien-
cia y los grupos aglutinados alrededor de la revista En pie de paz, nacida en 1986; y, fi-
nalmente, el polo articulado en torno al Partido Comunista de España, cuya activi-
dad se inicio más tardíamente debido a la aguda crisis interna en la que se encontraba
sumido el PCE desde 1981, y materializado en la Mesa por el Referéndum en julio
de 1984, reconvertida, una vez convocada por el gobierno socialista, en Plataforma
Cívica por la Salida de la OTAN, que representó el inicio de la recuperación del PCE
y su nueva orientación, con la llegada a la Secretaría General de Gerardo Iglesias, cul-
minada tras el referéndum de marzo de 1986 en la constitución de Izquierda Unida.
Estos tres polos se coordinaron, no sin problemas y desavenencias, en la Coordina-
dora Estatal de Organizaciones Pacifistas (CEOP).
El 12 de marzo de 1986 triunfó en el referéndum la permanencia de España en la
OTAN, pero a pesar de ello 6.829.329 personas —39,84%— votaron por la salida de
la Alianza Atlántica. La actividad del movimiento por la salida de la OTAN en los
meses previos al referéndum logró revitalizar al tejido social, miles de personas se in-
corporaron a cientos de grupos, decenas de miles participaron en manifestaciones en
las principales ciudades españolas entre 1984 y marzo de 1986 —como la del 3 de ju-
nio de 1984 en Madrid o las del 10 de noviembre de 1985 en las principales ciudades
españolas y del 9 de marzo de 1986 en Madrid. El 12 de marzo marcó el punto de in-
flexión de la influencia, apoyo social y capacidad movilizadora del movimiento por
la paz en España. El triunfo del SI inició el declive del movimiento, evidenciando su
marcado carácter antiatlantista. La firma en mayo de 1989 del nuevo convenio de de-
fensa con los Estados Unidos en el que se estableció el abandono por parte del ejér-
cito norteamericano de las bases de Torrejón de Ardoz y Zaragoza fue la puntilla para
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501
el definitivo declive del movimiento anti-Otan. En cualquier caso, la campaña por la
salida de la OTAN impulsó el proceso de renovación de la izquierda del PSOE con
el nacimiento de Izquierda Unida y, además, dejó un rescoldo que se avivó fugaz-
mente con el estallido de la guerra del Golfo Pérsico, constituyendo el antecedente
inmediato desde el que ha progresado de manera imparable la objeción de concien-
cia y la insumisión.

Evolución de la Objeción de Conciencia en España, 1985-1997.

En 1977 la cifra es hasta el 30 de noviembre.

La objeción de conciencia en España se convirtió en la segunda mitad de los años 80


en potente fenómeno. A ello contribuyó el profundo descrédito del servicio militar
obligatorio entre los jóvenes. Es verdad que no todos los objetores eran militantes de
las tesis antimilitaristas del Movimiento de Objeción de Conciencia —MOC—, ni
compartían su estrategia a favor de la insumisión, pero el número de objetores creció
como la espuma entre 1985 y 1997. En 1985 hubo 12.170 solicitudes de objeción de
conciencia al servicio militar, en 1990 se elevaron a 27.398, que en sólo once meses
de 1997 ascendieron a 118.099. En ese mismo período los insumisos al servicio militar
pasaron de los 3.000. El modelo del ejército basado en el servicio militar obligatorio re-
sultó inviable. Muchos de los objetores simplemente rechazaban el servicio militar obli-
gatorio y confiaron, con bastante acierto, en que la Prestación Social Sustitutoria
—PSS — sería incapaz de absorber el desmesurado crecimiento de solicitudes, librándo-
se muchos de ellos de la denostada mili y de la prestación social, como así ocurrió. In-
viabilidad de un ejército de leva obligatoria que llevó al Partido Popular a defender la
completa profesionalización de las Fuerzas Armadas y la eliminación del servicio mili-
tar obligatorio. Tras su llegada al gobierno en 1996 la realización completa de esta pro-
funda transformación del ejército español habrá culminado en el año 2002.

502
Finalmente, es necesario referirse al movimiento pacifista vasco, que desde los
años 80 fue consolidándose en una situación enormemente difícil debido al acoso de
Herri Batasuna y Jarrai, por su rechazo sistemático de la violencia terrorista. Sus de-
nuncias permanentes de los atentados terroristas de ETA y de los GAL, le granjearon
una creciente credibilidad en la sociedad vasca. Gesto por la Paz, fundada en 1986,
inició una campaña de concentraciones silenciosas tras cada atentado terrorista en los
municipios vascos. A pesar del acoso del radicalismo abertzale próximo a ETA man-
tuvieron las convocatorias. Desde las escasas decenas de personas de los primeros
tiempos fueron creciendo en magnitud, hasta generar una respuesta cada vez más ac-
tiva contra el terrorismo y la violencia por parte de la sociedad vasca. En 1990, De-
non Artean, escindida de Gesto por la Paz, también se sumó dicha iniciativa. El se-
cuestro de Julio Iglesias Zamora llevó a Gesto por la Paz a lanzar la iniciativa del lazo
azul y provocó una de las más grandes manifestaciones celebradas en Euskadi el 11
de septiembre de 1993. El asesinato del catedrático de Derecho Constitucional y ex
Presidente del Tribunal Constitucional, Francisco Tomás y Valiente, en su despacho
de la Universidad Autónoma de Madrid el 14 de febrero de 1996, movilizó a cientos
de miles de ciudadanos en toda España. En Madrid la manifestación sobrepasó
las 800.000 personas, siendo la más numerosa desde la transición después de la habi-
da tras el intento del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Los estudiantes de la
Universidad Autónoma de Madrid pusieron en marcha la iniciativa «manos blancas»
en repudio por el asesinato de Tomás y Valiente, que a través de internet contó con
miles de adhesiones, ejemplo de los nuevos tiempos y nuevas formas de acción y di-
fusión que caracterizan a los nuevos movimientos sociales. El secuestro y asesinato
del concejal popular del municipio de Ermua, Miguel Ángel Blanco, sucedido entre
el 10 y el 12 de julio de 1997, marcó un punto de inflexión de la condena del terro-
rismo por la sociedad vasca y cientos de miles de personas se manifestaron en las
principales ciudades de Euskadi. En los años 90 la acción continuada de Gesto por
la Paz y Denon Artean generó una dinámica imparable contra la violencia terroris-
ta. Las decenas de personas se convirtieron en cientos y, en los momentos álgidos,
en miles que tras cada atentado terrorista se concentraban en las plazas de un nú-
mero cada vez mayor de municipios vascos. Hasta el punto de ser en Euskadi don-
de el movimiento pacifista representado por ambas organizaciones ha encontrado
mayor eco social.

39.6. LA COOPERACIÓN AL DESARROLLO. UNA NUEVA FORMA DE ENTENDER


LA SOLIDARIDAD INTERNACIONAL. LA EXPLOSIÓN DEL MOVIMIENTO DE LAS ONG

En los años 50 y 60 la solidaridad con los países del Tercer Mundo se articuló a
través de la movilización política de la izquierda. Era el momento en el que las anti-
guas colonias estaban accediendo a la independencia política. Sucesos como la gue-
rra de Argelia, la revolución cubana o la guerra del Vietnam generaron importantes
movilizaciones y unos estados de opinión en favor de lo que se denominó el tercer-
mundismo.
Estos movimientos de solidaridad se caracterizaban por su fuerte componente
político. El antiimperialismo era el común denominador de todos ellos. Se identifi-
caba la solución de los problemas del Tercer Mundo con el triunfo de las luchas gue-
rrilleras para imponer un nuevo orden social, económico y político en los nuevos paí-
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503
ses independizados. En el Tercer Mundo el protagonismo corría de la mano de di-
chos movimientos guerrilleros. En el Primer Mundo la solidaridad se expresaba en la
sucesión de manifestaciones contra el intervencionismo de las grandes potencias y
particularmente de Estados Unidos, a la par que proliferaban los discursos contra la
rapiña económica de estos países en las áreas subdesarrolladas. Se crearon nuevos mi-
tos como los del Che Guevara o Ho chi Minh. Sus posters convivían con los de los
Beatles y los Rolling Stones en las habitaciones de los jóvenes europeos y norteame-
ricanos.
En los años 70 y 80 esta solidaridad política fue erosionándose. En primer lugar,
porque el mensaje fundamentalmente antinorteamericano que los caracterizaba se
demostraba fuertemente unilateral. La Unión Soviética demostraba comportamien-
tos similares en sus zonas de influencia. Fue especialmente significativa la guerra de
Afganistán o el caso de Etiopía. La República Popular China no fue una excepción.
El desengaño fue enorme por su apoyo a la dictadura del general Pinochet en Chile.
En segundo lugar, los movimientos revolucionarios que se hicieron con el poder en
este período defraudaron las expectativas de emancipación y liberación que procla-
maban. Se instalaron regímenes autoritarios o que reproducían el modelo económi-
co y político de los desacreditados países del socialismo real.
La crisis de la solidaridad política no significó el fin de los movimientos de soli-
daridad. Ocuparon su lugar de forma progresiva las Organizaciones No Guberna-
mentales —ONG. Coincidiendo con el fin de la guerra fría y el desmoronamiento de
los regímenes de socialismo real, surgió una nueva conciencia de la globalidad de los
problemas de la humanidad. A la par se demostró el fracaso de las políticas de desa-
rrollo impulsadas por los países occidentales en el Tercer Mundo. El hambre, la po-
breza, las epidemias, el analfabetismo, la desigualdad de la mujer, lejos de solucionar-
se se vieron agravados por la explosión demográfica. En amplios sectores de la opi-
nión pública de los países desarrollados resultaba insoportable aceptar que el 20 por
ciento de la población mundial disfrutara de más del 80 por ciento de la renta mun-
dial. Frente al egoismo de las sociedades del despilfarro emergió una nueva concien-
cia solidaria: el movimiento de las ONG.
En España el movimiento de las ONG fue de más tardío desarrollo que en el res-
to de Europa. La politización y el compromiso social en la primera mitad de los años 70
se canalizó hacia la lucha antifranquista. Por otra parte, el menor grado de desarrollo
económico y social de España en aquellos años convertía el problema de la solidari-
dad internacional en algo lejano y distante, más propio de las sociedades del bienes-
tar a las que se aspiraba a pertenecer. Tuvieron que pasar los años para que el movi-
miento de las ONG en España despegara.
Fue en el decenio de los años 90 cuando el movimiento de las ONG se puso en
marcha en territorio español. Un acontecimiento marcó su espectacular irrupción: el
impacto y la solidaridad social que despertó en la sociedad española el genocidio de
Ruanda, por las matanzas indiscriminadas de la población tutsi a manos del ejército
ruandés controlado por un gobierno de mayoría hutu, en la primavera y el verano
de 1991. Miles de personas dieron su apoyo económico a las ONG españolas, espe-
cialmente a Médicos sin fronteras que en el lapso de meses pasó a contar con miles
de socios. Desde entonces el movimiento de las ONGs no hizo sino crecer. Miles
de personas se incorporaron a las mismas y el voluntariado ha ocupado de forma al-
truista el tiempo de decenas de miles de ciudadanos, especialmente jóvenes. Otro
hito significativo fue la acampada en 1994 delante del ministerio de Economía y Ha-
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504
cienda en demanda del 0,7 por ciento, para que el gobierno destinara el 0,7 por cien-
to del PIB a ayuda al desarrollo, hecho que sensibilizó a miles de personas en las prin-
cipales ciudades españolas.
El conflicto bélico en Bosnia fue otro puntal destacable en la extensión de la
conciencia solidaria de la sociedad española. La participación de soldados españo-
les como cascos azules en la misión de la ONU —UNPROFOR— contribuyó a ello
y representó un fuerte reconocimiento y una importante legitimación social para
las Fuerzas Armadas, hasta entonces todavía dañadas por el impacto del fallido gol-
pe de Estado del 23 de febrero de 1981. Las imágenes de las atrocidades cometidas
por los serbobosnios retransmitidas por las televisiones despertaron la indignación
y movilizaron la solidaridad con Bosnia. España abrió sus puertas a las mujeres y
niños refugiados, cientos de millones se recaudaron para la ayuda humanitaria. La
labor de José María Mendiluce al frente del ACNUR en Bosnia, con sus permanen-
tes denuncias del genocidio que se estaba cometiendo, conmovió las conciencias
de cientos de miles de españoles. Sarajevo se convirtió en un símbolo de la solida-
ridad española y europea. El asedio y matanzas de la población bosnia de Srebreni-
ca en el verano de 1995 llevó a la constitución de la campaña Europa por Bosnia.
Impulsada por Mendiluce dio lugar a movilizaciones durante todo ese verano, so-
bre todo en Cataluña, en demanda de una intervención militar de la OTAN en Bos-
nia para poner fin a la guerra y terminar con el genocidio de la población civil. Un
hecho significativo, pues en Europa por Bosnia participaron algunas ONG, como
la Asamblea de Cooperación por la Paz, cuyos orígenes se remontaban a la campa-
ña por la salida de España de la OTAN. Esta iniciativa fue una muestra de la evo-
lución del pensamiento de amplios sectores de la sociedad a favor del derecho de
injerencia internacional, canalizado y protagonizado por la ONU, para garantizar
el respeto de los derechos humanos e impedir la repetición de genocidios como los
de Ruanda o Bosnia. Igualmente, Europa por Bosnia fue un buen ejemplo del nue-
vo concepto de solidaridad representado por las ONG, pues dicha campaña no se
quedó sólo en la reivindicación callejera y mediática de la intervención militar, sino
que organizó también un corredor humanitario que recogió cientos de millones de
pesetas y envió miles de toneladas de ayuda humanitaria a la población civil
de Bosnia.
Derecho de injerencia humanitaria que en la segunda mitad de los años 90 encon-
tró su traducción en las exigencias del establecimiento de un tribunal de justicia in-
ternacional encargado de velar por el respeto de los derechos humanos y de perseguir
los crímenes de guerra y contra la humanidad. Evolución del derecho internacional
que se tradujo en la creciente adhesión de las naciones al Convenio contra la Tortu-
ra auspiciado en 1984 por la ONU, en la firma del Tratado para la eliminación de las
minas personales de 1997, o en la causa contra los crímenes cometidos por las dicta-
duras militares de Chile y Argentina impulsadas por el juez de la Audiencia Nacional
Baltasar Garzón, que condujeron a la detención en Londres del general Pinochet en
octubre de 1998 y a la solicitud de su extradición a España para responder de los de-
litos de genocidio, asesinato, desaparición de personas y torturas durante la dictadu-
ra chilena.
El amplio eco alcanzado por el movimiento de las ONG en España y la labor de
sensibillización social desarrollada en apenas un decenio han logrado amplias e inme-
diatas respuestas de la sociedad española. Una de sus demostraciones más expresivas
fueron los miles de millones de pesetas recogidos en apenas unas semanas en apoyo
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505
de las víctimas del huracán Mitch en Centroamérica en diciembre de 1998. Un mo-
vimiento constituido por cientos de ONG, con decenas de miles de socios —con
aportaciones regulares de dinero— y que en las grandes campañas de solidaridad mo-
viliza la conciencia y la colaboración de cientos de miles de personas, claramente
consolidado y una de las más relevantes expresiones de la nueva sociedad civil demo-
crática que en España se fue contruyendo tras la consolidación de la democracia. Mo-
vimiento de ONG que en la segunda mitad de los 90 alcanzó su madurez organiza-
tiva, con la creciente eficacia y profesionalización en las tareas de cooperación al de-
sarrollo y ayuda humanitaria, ganando una creciente credibilidad en la sociedad hasta
el punto de ser objeto de una mayor atención por los mass-media.
El espectacular desarrollo de la conciencia solidaria en la opinión pública españo-
la no condujo a la altura de 1998 al cumplimiento del gran objetivo del movimiento
de las ONG de destinar el 0,7 por ciento del PIB español a la cooperación al desarro-
llo, aunque la implicación de las distintas administraciones, municipales, autonómi-
cas y estatales, en la dotación de recursos para la cooperación creció a lo largo del de-
cenio de los noventa. Movimiento de ONG de marcado carácter plural, que recoge
el amplio espectro de las sensibilidades e ideologías presentes en la sociedad españo-
la, desde las laicas e independientes como la Asamblea de Cooperación por la Paz, Ie-
pala, o Paz y Tercer Mundo a las vinculadas a la Iglesia católica, como Manos Unidas
o la más conservadora Codespa —vinculada al Opus Dei—, pasando por las ONG
impulsadas por militantes de los partidos y sindicatos como Solidaridad Internacio-
nal o el MPDL —vinculadas al PSOE—, Humanismo y Democracia —vinculada al
Partido Popular—, Sodepaz —vinculada a Izquierda Unida— Paz y Solidaridad —de
Comisiones Obreras— e Iscod —de UGT— para llegar a las grandes ONG con mi-
les de socios como Médicos sin fronteras, Intermón, Ayuda en Acción o en menor
medida Médicos del Mundo.

39.7. UNA NUEVA FORMA DE PENSAR Y ACTUAR


Los estudios sociológicos realizados sobre la base social de los nuevos movimien-
tos sociales han revelado que su composición se alimenta fundamentalmente de las
nuevas clases medias urbanas: jóvenes, mujeres, universitarios, profesionales del sec-
tor público —en especial del mundo de la enseñanza y de los servicios sociales. Una
base social con un nivel educativo sensiblemente superior a la media de las socieda-
des industrialmente avanzadas. Dichos resultados no deben extrañar si consideramos
los nuevos valores enarbolados por los nuevos movimientos sociales. Nuevos valo-
res asociados a lo que se ha dado en llamar valores postmaterialistas, queriendo sig-
nificar con ello que las preocupaciones y motivaciones de los activistas, simpatizan-
tes y votantes se deslizan más hacia las problemáticas asociadas a la calidad de vida,
la igualdad en los comportamientos entre sexos, la degradación del medio ambien-
te, la democratización de las relaciones sociales y el pacifismo que hacia la proble-
mática relacionada con los niveles de ingreso, motor tradicional del movimiento
obrero.
Los nuevos movimientos sociales representan una crítica ilustrada y universa-
lista de la modernidad, tal como se ha configurado en la civilización occidental a
lo largo de los siglos XIX y XX, articulada en torno a la ideología del progreso, aso-

506
ciada a los procesos de racionalización técnica, económica, política y cultural. Ge-
neran nuevas cosmovisiones que tratan de superar sin renunciar a algunos de los
valores centrales de la tradición liberal, que polarizó el conflicto sociopolítico de
los siglos xviii y xix, y del movimiento obrero, que paulatinamente hegemonizó el
conflicto social entre 1871 y 1939. Esbozan un nuevo esquema de racionalidad
que pretende superar los efectos perversos de los procesos de modernización, asu-
miendo los mensajes emancipatorios y liberadores de las tradiciones liberal —li-
bertad y derechos humanos— y socialista —igualdad y solidaridad— en un nuevo
contexto universalista que comprende el conjunto de la humanidad —de ahí el
hincapié en la eliminación de las desigualdades Norte-Sur, la demanda de un nue-
vo orden económico internacional—, las relaciones entre la humanidad y el plane-
ta —respeto del medio ambiente, políticas ecológicas, anticonsumismo, solidari-
dad intergeneracional— y la relación entre hombres y mujeres —igualdad jurídica
y de oportunidades, control de la natalidad y derecho a la libre realización perso-
nal— mediante los nuevos valores incorporados por el feminismo, el ecologismo
y el pacifismo.
Esta nueva cosmovisión trata de evitar el carácter omnicomprensivo de las ante-
riores racionalizaciones de la civilización occidental, que derivaban en un marcado
etnocentrismo, tanto en sus versiones revolucionarias como reformistas, mediante
la construcción de sistemas totalizadores y cerrados que hacían de Occidente la
pauta y vanguardia del progreso de la humanidad, legitimando sus pretensiones de
dominio mundial. La ausencia de una alternativa global, sistemática y totalizadora
no sería, pues, una manifestación de la inmadurez y juventud de los nuevos movi-
mientos, sino de la asunción consciente de un pluralismo en el que los valores y
aportaciones de las diversas civilizaciones y cosmovisiones actuarían en igualdad de
condiciones sobre la base del reconocimiento mutuo y no sobre la base de la dia-
léctica del dominio.
La segunda mitad del siglo XX nos ofrece algunos ejemplos, a escala reducida, de
los efectos de la acción del hombre sobre el planeta, desde el agujero de la capa
de ozono a los procesos de desertización o de calentamiento de la atmósfera. La bio-
tecnología y la genética plantean de una forma ampliada el problema de la responsa-
bilidad del género humano respecto del futuro del planeta y de la propia especie,
puesto que las decisiones del presente pueden condicionar irreversiblemente el futu-
ro. Se impone una nueva ética de la responsabilidad, en la que deberán cuestionarse
determinados valores que han primado la acción de la civilización occidental en los
últimos tres siglos, sin por ello renunciar al avance de la ciencia y de la innovación
tecnológica, pero sustituyendo el inocente optimismo de la ideología del progreso en
vigor desde la Ilustración por una nueva actitud que tome en consideración las con-
secuencias para el futuro de los actos y decisiones del presente, reactualizando la re-
flexión weberiana sobre la ética de la responsabilidad.
En fin, la realidad se ha demostrado más compleja de lo pensado por el hombre
de ciencia de principios del siglo XX. Procesos reversibles e irreversibles conviven y
conforman la Naturaleza. Leyes deterministas e indeterministas configuran la reali-
dad de la ciencia de finales del siglo XX. Caos y causalidad, orden y desorden consti-
tuyen un entramado indisociable de la realidad de los fenómenos físicos, biológicos
y sociales. La vieja pretensión cientifista de considerar la realidad como algo perfecta-
mente previsible y determinable tiene que ceder el paso a una nueva concepción de
la realidad.

507
Una nueva realidad a la que la sociedad española se ha incorporado acelerada-
mente durante el último tercio del siglo XX. A las puertas del nuevo milenio que inau-
gura el siglo XXI, los logros de la sociedad informacional y las problemáticas abiertas
por las profundas transformaciones acontecidas forman parte de la realidad españo-
la, que ha dejado de ser aquel país que durante la dictadura de Franco veía los acon-
tecimientos desde la pasiva barrera de los excluidos, expresada en aquel eslogan pu-
blicitario de «España es diferente» para atraer las imperiosas divisas de los turistas de
las envidiadas sociedades del bienestar europeas.

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