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El desafío de avanzar hacia una psicología educacional crítica y

transformadora.

Gonzalo Salas, Katherine Morgado y Claudia Cornejo


Universidad Católica del Maule

La psicología educacional necesita transformarse y aplicar en su cotidianeidad un cambio


profundo que permita su desconexión de las prácticas médicas que siguen condicionando su
quehacer. En Chile, es posible avisorar como las cajas de metilfenidato (Ritalin®, Aradix®) caen
abruptamente en las escuelas chilenas para medicar a nuestros niños y niñas que previamente han
sido diagnosticados con aquellos trastornos categorizados como perturbadores del control de
impulso y la conducta (American Psychiatric Association, 2013). La psicología médica y la
psiquiatría tradicional han creado esta escena para diagnosticar cada vez a más estudiantes que
ingresan a los Programas de Integración Escolar, los cuales permiten el acceso de estudiantes
con Necesidades Educativas Especiales. Desde su diagnóstico se concita una serie de prácticas
estigmatizadoras y amenazantes para la salud mental. En otra publicación se hace referencia al
Síndrome de Necedad Escolar (Salas, 2015), para esgrimir que el contexto escolar hace perder la
lucidez a los miembros de la comunidad escolar y se crean infalibles doctrinas escolares burdas
que generan un malestar significativo repercutiendo así el ánimo de los estudiantes y de los
profesores mismos. En este contexto, el objetivo del presente capítulo es reflexionar sobre
algunos aspectos esenciales de la psicología educacional para así posibilitar nuevos análisis que
eviten concepciones formales rígidas, estigmas, pobreza expresiva y meros “contenidismos”
(Gutiérrez & Prieto, 1999) y así centrarnos en una psicología que revitalice el ethos y se deslinde
del pathos prevaleciente (Salas, Scholten & Rey, 2015). Solo de esta forma se podrá modificar
realmente la psicología educacional, para revitalizar los vínculos y generar nuevas posibilidades
desde dinámicas transformadoras, ecológicas y críticas.

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La institucionalización formal de la educación surge a través de la historia a la luz de
diversos cambios en los procesos sociales, políticos y económicos, sumado al auge del desarrollo
industrial y científico, la creciente valorización de los derechos humanos que desde finales de la
década de los 40´ pasan un ser un tema relevante de discusión en el mapa mundial (González,
1998) y el asumido valor de la educación que florece con énfasis en la época moderna a la par de
otros ideales progresistas que enaltecen el valor de la cultura. En este sentido, el valor de la
educación a través de las reivindicaciones progresistas permitió ampliar las oportunidades, lo cual
se reflejó en cambios que hicieron extensiva la masificación del rol de la escuela a través del
acceso para niños y niñas independiente de su condición social y origen (Gimeno, 1998).

En el siglo XIX la aparición de los sistemas nacionales de escolarización, ligados a la


escuela pública, se organizaron en el Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, España y otros
países europeos. Las nuevas naciones independientes de América Latina, especialmente
Argentina y Uruguay, miraron a Europa y Estados Unidos buscando modelos para sus escuelas.
Japón, que había abandonado su tradicional aislamiento, intentaba occidentalizar sus
instituciones, considerando las experiencias de los citados países para el establecimiento del
sistema escolar moderno (Redondo, 2001)1.

Sin embargo, en la actualidad la escuela moderna, entendida como aquel espacio formal
encargada de educar a los miembros de su sociedad, ha sido divisada como un lugar que por
momentos se vislumbra en una analogía con la fábrica, los hospitales y las cárceles, como los
principales engranajes y alicientes que sustentan el modelo económico capitalista amparado en
los valores de mercado; espacios de construcción social en donde se reproducen y perpetúan las
principales estructuras sociales de exclusión y desigualdad. Desde esta óptica en la experiencia
escolar “el encierro, la sujeción a normas limitantes y las jerarquías, son todas cuestiones
constitutivas” (Brailovsky, 2012, p. 15).

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Lo mismo hizo Chile a partir de la creación del Instituto Pedagógico desde el año 1889 en la Universidad de Chile,
cuando en gobierno de José Manuel Balmaceda y con el empuje de Valentín Letelier se trajo a relevantes maestros
alemanes a dictar ciencias. Posteriormente, en los años 20´ y 30´ el rol de Amanda Labarca fue importante para
generar el influjo norteamericano bajo los postulados de John Dewey y William James.
Presenciamos así, que el terreno educativo no está desprovisto de complejos y potentes
escenarios que se contradicen con los ideales humanistas (que ostenta en sus bases, espacios y
mecanismos de desarrollo integral tanto humano como social-cultural); y se atenta abiertamente a
los postulados emancipadores que se le atribuyen al campo educativo formal, como la gran
oportunidad de disminuir las brechas sociales producidas por las abismantes inequidades
económicas y de clase existentes en el mundo y con alarmas para Latinoamérica (United Nations
Children’s Fund, 2011). En este sentido la filosofía de la educación intenta promover y defender
el desarrollo de una sociedad en la que todos los individuos puedan ejercer sus capacidades de
pensamiento racional (Carr & Manzano, 1996), sin desmedro de la educación afectiva.

De esta forma, hay que ser ingenuo para no reconocer y asumir que la educación formal
está en crisis, no obstante ¿es realmente una crisis tal como es presentada y experimentada por los
denominados movimientos sociales?, o es más bien una concientización generalizada del status
quo que opera e impera en nuestra institucionalidad educativa, y que se encuentra a la base de
nuestra estructura social. La escuela no perpetúa su status quo, ni la estigmatización y la
exclusión social, ni está en crisis gracias al ya reconocido curriculum oculto, o mejor dicho no
únicamente por éste, sin embargo, hoy sí logramos advertir como la escuela sucumbe y agoniza
debido a su curriculum formal, plagado de prácticas carentes de sentido que priorizan el logro de
metas estandarizadas y el ya aludido “contenidismo” (Gutiérrez & Prieto, 1999), por sobre los
procesos de aprendizajes, el desarrollo de competencias para la vida, lo lúdico, lo socio-
emocional, lo valórico y ético.

Debemos reconocer ante esto, que lo obviamente ideológico en la educación de un país, es


justamente su curriculum educativo y las prácticas que de éste se desprenden, por lo tanto, han de
transparentarse los intereses inherentes que se persiguen. No hay ninguna duda, que el enfoque
curricular predominante en la mayoría de los países occidentales está basado en un modelo
tecnológico, funcional y eficientista, orientado a la hiper-exigencia y medición de los resultados
(Zabalza, 1987), aspectos que son coherentes, por cierto, con el modelo económico actual, que
protege por sobre todo y prácticamente a cualquier precio sus valores capitalistas.
El malestar individual y colectivo, al interior y en los límites externos de la institución
escolar, es el gran costo de aquello. El síndrome de la necedad escolar, implica entonces el
menoscabo del sentido común y la lucidez en los procesos de aprendizaje (Salas, 2015). Es
comprensible frente a esto, la repercusión anímica y motivacional negativa que se genera en los
diferentes actores, y la fragilidad que adquiere el proceso y espacio educativo frente a la pérdida
del sentido y significado de éste.

En éste contexto, no es raro entonces, que a la psicología en el ámbito educativo se le


haya asignado un rol fuertemente centrado en el pathos, como una necesidad imperiosa de ir a
remediar aquellas situaciones o sujetos que atentaran contra los criterios normalizadores y rígidos
impuestos por el curriculum. De este modo, el ingreso de los psicólogos a los establecimientos
educacionales estuvo teñido con el deseo casi inexorable de incorporar un clínico a la escuela,
una especie de “médico”que pudiese medir, diagnosticar,“curar”, y por lo demás, salvaguardar al
sistema educativo de objetivos normalizadores inmaculados, de aquellos estudiantes catalogados
como problemáticos o patológicos para el sistema.

Ante esta asimilación, incluso hasta el día de hoy no son pocos los psicólogos que asumen
dentro de los ámbitos educativos esta posición, sin más, los mismos lineamientos de los
programas de integración escolar, asignaron al rol del psicólogo una práctica casi eminentemente
clínica y un trabajo interventivo focalizado principalmente en los alumnos con necesidades
educativas especiales (NEE), todos ellos previamente diagnosticados y muchos otros medicados:
Según la escuela de Milán, en los años 70´2 la solicitud tipo de los docentes, en cambio, era
intervenir en un caso difícil, habitualmente un niño con síntomas de inadaptación, para hacer un
diagnóstico preciso y terapia directa, sumado a consejería pedagógica, lo cual forjaba y colocaba
el problema en el niño o en su familia, no cuestionando a la escuela y su estructura como parte
del problema (Selvini, et al., 1993). Con este contexto, los psicólogos deben estar muy atentos a
las señales simbólicas del lenguaje en donde inspectores de patio o algunos profesores señalan a
los “estudiantes problemas”, cuando muchas veces estos solo expresan con asiduidad sus puntos
de vista o cuando en otros casos sufren algún tipo de crisis o malestar.

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Se sugiere leer el capítulo 2 del libro de Selvini, et al (1993) para revisar la síntesis elaborada por un grupo de
trabajo de psicólogos sobre el “rol del psicólogo en la escuela” realizado por la administración provincial de Milán el
año 1974.
Actualmente no son pocos los establecimientos educacionales que siguen otorgando una
visión psicoterapéutica y clínica a la labor de los psicólogos al interior del establecimiento
educativo, en donde se desvían y debilitan las funciones que pueden resultar altamente necesarias
y consistentes en el plano de los procesos psicoeducativos, como la convivencia escolar y
mediación pedagógica.

Todo psicólogo que haya participado en instituciones educativas, sabe que las demandas
del sistema son, la mayoría de las veces, muy diferentes a las que resultan de la concepción real
del rol que cumple el psicólogo en la escuela. Lo anterior ocurre, porque las unidades educativas
y el sistema educativo en general, desconocen las necesidades reales que tienen en relación al
campo disciplinar de la psicología educacional. Como resultado de ello, le atribuyen una serie de
funciones respecto a problemas del sistema y plantean la expectativa de que se solucione en
forma aislada al mismo sistema y a través de capacidades que se supone el psicólogo debe poseer.
La concepción del colegio respecto al psicólogo es de esta forma la de “un mago sin magia”
(Selvini, et al, 1993), y el gran traspié de esto, es que no solo se entorpece, debilita y desfigura el
rol de la psicología educacional al interior de los establecimientos, sino que peor aún lacera
fuertemente un campo amplio de posibilidades relacionadas con el quehacer profesional, de la
cual la escuela debiese beneficiarse desde su complejidad y amplitud, y no necesariamente desde
la micro intervención subclínica. En el abordaje de la convivencia escolar, desde un modo
transversal la promoción y gestión de este ámbito en los establecimientos chilenos, estuvo ligada
en un inicio a los equipos profesionales psicosociales que daban atención a las NEE de los
estudiantes, de esta manera gran parte de las intervenciones en esta área se dieron en respuesta
directa y tardía a complejas situaciones de violencia escolar que llevaron a los psicólogos a actuar
desde la contención y la reparación como medidas paliativas a partir del modelo disciplinario
vigente, en un evidente desmedro por parte del sistema, de adjudicarse un enfoque formativo,
preventivo y mediador (Gallardo, 2010).

Frente a estas contingencias, el campo educativo se encuentra vivenciando una crisis de


paradigma, donde el viejo modelo conductista, el de objetivos operativos y que hoy en día no
logra explicar de manera suficiente el proceso educativo, está en quiebre, pero en la práctica
sigue vigente. “La escuela y la vida hoy han de entenderse desde un nuevo marco cultural (…),
pero ello exige profundas transformaciones a la escuela, que ha de ser entendida como
organización que aprende y por ello creadora (no solo trasmisora) de conocimiento” (Diez &
Román, 2001, p. 13). No hacemos alusión a todo el conductismo, sino al mal uso de este, ya que
si nos fijamos en el programa Walden II elaborado por el mismo Skinner en el año 1948 es
posible observar que hay argumentos importantes para la generación de un cambio social desde
un esquema útopico (Skinner, 1968).

Por otra parte, hablar de un nuevo paradigma en el ámbito educativo, es asumir la


relevancia que queremos entregar a nuestras reflexiones y practicas sobre la calidad de los
vínculos entre las personas como seres semejantes y a la vez diferentes (Sime, 2006). En esta
misma línea, la sociedad convivencial, es planteada como una alternativa a la sociedad
contemporánea productivista, la cual trazaba que la productividad se conjugaba en términos de
tener y la convivencialidad en términos de ser (Illich, 1985). Sin embargo, al interior de las
ciencias sociales los paradigmas tradicionales se resisten a ceder su lugar y parecen permanecer a
pesar de evidenciar su falta de eficiencia en la práctica (Maldonado, 2004).

Los postulados actuales proclaman dirigirnos más bien hacia una Pedagogía de la
Convivencia (Aristegui et al., 2005) lo que implicaría situarnos en una reflexión pedagógica y
sistemática sobre la educación, cuyo mayor énfasis esté puesto sobre la convivencia en la escuela,
entendiendo los problemas socioeducativos que se suceden en ella, así como sus efectos y
factores incidentes, desde una perspectiva dirigida a transformar la institución escolar
focalizándola en el ethos más que en el pathos.

Es aquí entonces, donde precisamente entra en juego al interior de la organización escolar


el rol transformador de la psicología educacional, para así generar practicas mediadoras que sean
capaces de movilizar al sistema, diluir resistencias, mejorar voluntades, cambiar expectativas,
optimizar la convivencia y todo aquello que pueda fortalecer las prácticas y los espacios de
crecimiento y desarrollo tanto individual como organizacional, que confluyen al interior de un
espacio escolar particular.
Esta visión y el rol transformador que le compete a la psicología educacional, nos
reencamina a una posición de “agentes de cambio” en los espacios educativos, propiciando la
asimilación de nuevas experiencias y aprendizajes, concepciones, esquemas y teorías subjetivas,
que se traducirían en un cambio de motivaciones, prácticas y cooperaciones mutuas.

Entonces, una de las formas de enfrentar los desafíos y demandas de la situación


educativa en los contextos actuales, es asumir una psicología educacional transformadora y
critica de los espacios, que promulgue desde la acción, reflexión y una transición de los rígidos
modelos de enseñanza a modelos más pluralistas, realmente inclusivos y por qué no, divergentes,
en donde el territorio escolar y sus agentes sean capaces de reconocer críticamente los
determinantes sociales y estructurales que operan a la base del sistema, las reconozcan, y no los
perpetúen en sus dinámicas internas y prácticas cotidianas como mecanismos de exclusión y
marginación, que únicamente tienden a reproducir guetos humanos al interior de nuestras
comunidades.

Diversos análisis, no hacen más que develar finalmente que los factores que intervienen
en los espacios educativos formales son tan variados como las realidades posibles y que su
compleja interacción está lejos de ser convertida en una receta mágica que pueda reproducirse de
manera autómata. El entender esto, significa comprender que no hay soluciones únicas a los
problemas, sino variadas y dinámicas, todas ellas susceptibles al contexto para ser mejoradas
(este principio, aplica a las personas como a las organizaciones). Las actividades que realizamos
en nuestra vida cotidiana pueden restablecerse para crear individuos e instituciones más sanas y
menos patologizantes. En el ámbito educativo, esto se traduciría en el apaciguamiento de la
obsesión casi neurótica por la medición, los resultados y el diagnóstico de los alumnos, como la
justificación valida de todo lo negativo que acontece al interior de los establecimientos
educacionales.

El desafío que nos queda por asumir entonces, es repensar, o disoñar la escuela (Calvo,
2008), para luego rediseñar el curriculum y reposicionar la psicología educacional que se practica
en ella, recobrando su esencia y sentido, transformándose, a la vez para innovar los espacios
educativos dejando de lado sus obsoletas y atareadas practicas, hacia miradas, criterios y
abordajes más ecológicos y sistémicos.

Referencias Bibliográficas

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