transformadora.
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La institucionalización formal de la educación surge a través de la historia a la luz de
diversos cambios en los procesos sociales, políticos y económicos, sumado al auge del desarrollo
industrial y científico, la creciente valorización de los derechos humanos que desde finales de la
década de los 40´ pasan un ser un tema relevante de discusión en el mapa mundial (González,
1998) y el asumido valor de la educación que florece con énfasis en la época moderna a la par de
otros ideales progresistas que enaltecen el valor de la cultura. En este sentido, el valor de la
educación a través de las reivindicaciones progresistas permitió ampliar las oportunidades, lo cual
se reflejó en cambios que hicieron extensiva la masificación del rol de la escuela a través del
acceso para niños y niñas independiente de su condición social y origen (Gimeno, 1998).
Sin embargo, en la actualidad la escuela moderna, entendida como aquel espacio formal
encargada de educar a los miembros de su sociedad, ha sido divisada como un lugar que por
momentos se vislumbra en una analogía con la fábrica, los hospitales y las cárceles, como los
principales engranajes y alicientes que sustentan el modelo económico capitalista amparado en
los valores de mercado; espacios de construcción social en donde se reproducen y perpetúan las
principales estructuras sociales de exclusión y desigualdad. Desde esta óptica en la experiencia
escolar “el encierro, la sujeción a normas limitantes y las jerarquías, son todas cuestiones
constitutivas” (Brailovsky, 2012, p. 15).
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Lo mismo hizo Chile a partir de la creación del Instituto Pedagógico desde el año 1889 en la Universidad de Chile,
cuando en gobierno de José Manuel Balmaceda y con el empuje de Valentín Letelier se trajo a relevantes maestros
alemanes a dictar ciencias. Posteriormente, en los años 20´ y 30´ el rol de Amanda Labarca fue importante para
generar el influjo norteamericano bajo los postulados de John Dewey y William James.
Presenciamos así, que el terreno educativo no está desprovisto de complejos y potentes
escenarios que se contradicen con los ideales humanistas (que ostenta en sus bases, espacios y
mecanismos de desarrollo integral tanto humano como social-cultural); y se atenta abiertamente a
los postulados emancipadores que se le atribuyen al campo educativo formal, como la gran
oportunidad de disminuir las brechas sociales producidas por las abismantes inequidades
económicas y de clase existentes en el mundo y con alarmas para Latinoamérica (United Nations
Children’s Fund, 2011). En este sentido la filosofía de la educación intenta promover y defender
el desarrollo de una sociedad en la que todos los individuos puedan ejercer sus capacidades de
pensamiento racional (Carr & Manzano, 1996), sin desmedro de la educación afectiva.
De esta forma, hay que ser ingenuo para no reconocer y asumir que la educación formal
está en crisis, no obstante ¿es realmente una crisis tal como es presentada y experimentada por los
denominados movimientos sociales?, o es más bien una concientización generalizada del status
quo que opera e impera en nuestra institucionalidad educativa, y que se encuentra a la base de
nuestra estructura social. La escuela no perpetúa su status quo, ni la estigmatización y la
exclusión social, ni está en crisis gracias al ya reconocido curriculum oculto, o mejor dicho no
únicamente por éste, sin embargo, hoy sí logramos advertir como la escuela sucumbe y agoniza
debido a su curriculum formal, plagado de prácticas carentes de sentido que priorizan el logro de
metas estandarizadas y el ya aludido “contenidismo” (Gutiérrez & Prieto, 1999), por sobre los
procesos de aprendizajes, el desarrollo de competencias para la vida, lo lúdico, lo socio-
emocional, lo valórico y ético.
Ante esta asimilación, incluso hasta el día de hoy no son pocos los psicólogos que asumen
dentro de los ámbitos educativos esta posición, sin más, los mismos lineamientos de los
programas de integración escolar, asignaron al rol del psicólogo una práctica casi eminentemente
clínica y un trabajo interventivo focalizado principalmente en los alumnos con necesidades
educativas especiales (NEE), todos ellos previamente diagnosticados y muchos otros medicados:
Según la escuela de Milán, en los años 70´2 la solicitud tipo de los docentes, en cambio, era
intervenir en un caso difícil, habitualmente un niño con síntomas de inadaptación, para hacer un
diagnóstico preciso y terapia directa, sumado a consejería pedagógica, lo cual forjaba y colocaba
el problema en el niño o en su familia, no cuestionando a la escuela y su estructura como parte
del problema (Selvini, et al., 1993). Con este contexto, los psicólogos deben estar muy atentos a
las señales simbólicas del lenguaje en donde inspectores de patio o algunos profesores señalan a
los “estudiantes problemas”, cuando muchas veces estos solo expresan con asiduidad sus puntos
de vista o cuando en otros casos sufren algún tipo de crisis o malestar.
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Se sugiere leer el capítulo 2 del libro de Selvini, et al (1993) para revisar la síntesis elaborada por un grupo de
trabajo de psicólogos sobre el “rol del psicólogo en la escuela” realizado por la administración provincial de Milán el
año 1974.
Actualmente no son pocos los establecimientos educacionales que siguen otorgando una
visión psicoterapéutica y clínica a la labor de los psicólogos al interior del establecimiento
educativo, en donde se desvían y debilitan las funciones que pueden resultar altamente necesarias
y consistentes en el plano de los procesos psicoeducativos, como la convivencia escolar y
mediación pedagógica.
Todo psicólogo que haya participado en instituciones educativas, sabe que las demandas
del sistema son, la mayoría de las veces, muy diferentes a las que resultan de la concepción real
del rol que cumple el psicólogo en la escuela. Lo anterior ocurre, porque las unidades educativas
y el sistema educativo en general, desconocen las necesidades reales que tienen en relación al
campo disciplinar de la psicología educacional. Como resultado de ello, le atribuyen una serie de
funciones respecto a problemas del sistema y plantean la expectativa de que se solucione en
forma aislada al mismo sistema y a través de capacidades que se supone el psicólogo debe poseer.
La concepción del colegio respecto al psicólogo es de esta forma la de “un mago sin magia”
(Selvini, et al, 1993), y el gran traspié de esto, es que no solo se entorpece, debilita y desfigura el
rol de la psicología educacional al interior de los establecimientos, sino que peor aún lacera
fuertemente un campo amplio de posibilidades relacionadas con el quehacer profesional, de la
cual la escuela debiese beneficiarse desde su complejidad y amplitud, y no necesariamente desde
la micro intervención subclínica. En el abordaje de la convivencia escolar, desde un modo
transversal la promoción y gestión de este ámbito en los establecimientos chilenos, estuvo ligada
en un inicio a los equipos profesionales psicosociales que daban atención a las NEE de los
estudiantes, de esta manera gran parte de las intervenciones en esta área se dieron en respuesta
directa y tardía a complejas situaciones de violencia escolar que llevaron a los psicólogos a actuar
desde la contención y la reparación como medidas paliativas a partir del modelo disciplinario
vigente, en un evidente desmedro por parte del sistema, de adjudicarse un enfoque formativo,
preventivo y mediador (Gallardo, 2010).
Los postulados actuales proclaman dirigirnos más bien hacia una Pedagogía de la
Convivencia (Aristegui et al., 2005) lo que implicaría situarnos en una reflexión pedagógica y
sistemática sobre la educación, cuyo mayor énfasis esté puesto sobre la convivencia en la escuela,
entendiendo los problemas socioeducativos que se suceden en ella, así como sus efectos y
factores incidentes, desde una perspectiva dirigida a transformar la institución escolar
focalizándola en el ethos más que en el pathos.
Diversos análisis, no hacen más que develar finalmente que los factores que intervienen
en los espacios educativos formales son tan variados como las realidades posibles y que su
compleja interacción está lejos de ser convertida en una receta mágica que pueda reproducirse de
manera autómata. El entender esto, significa comprender que no hay soluciones únicas a los
problemas, sino variadas y dinámicas, todas ellas susceptibles al contexto para ser mejoradas
(este principio, aplica a las personas como a las organizaciones). Las actividades que realizamos
en nuestra vida cotidiana pueden restablecerse para crear individuos e instituciones más sanas y
menos patologizantes. En el ámbito educativo, esto se traduciría en el apaciguamiento de la
obsesión casi neurótica por la medición, los resultados y el diagnóstico de los alumnos, como la
justificación valida de todo lo negativo que acontece al interior de los establecimientos
educacionales.
El desafío que nos queda por asumir entonces, es repensar, o disoñar la escuela (Calvo,
2008), para luego rediseñar el curriculum y reposicionar la psicología educacional que se practica
en ella, recobrando su esencia y sentido, transformándose, a la vez para innovar los espacios
educativos dejando de lado sus obsoletas y atareadas practicas, hacia miradas, criterios y
abordajes más ecológicos y sistémicos.
Referencias Bibliográficas