(1665-1700)
A estas atenciones unía el virrey el cuidado de proteger a los indios que deseó
libertar de la mita, el fomento de las misiones, el castigo de los gobernadores
inicuos, y sobre todo, las fundaciones piadosas. Multiplicó los templos, estableció la
devoción de las tres horas y otras prácticas religiosas, ayudó a los betlemitas,
hospitalarios recién venidos de Guatemala, y secundó eficazmente al padre Castillo
que era su confesor, para el recogimiento de arrepentidas, la magnífica iglesia de
los Desamparados y la represión de los escándalos. No faltándole sino la sotana
para ser un perfecto jesuita, practicaba en obsequio de la Virgen y aun de los
varones piadosos oficios muy humildes. Mas desplegaba un carácter muy enérgico
contra la iniquidad de los poderosos, la mayor actividad en el servicio público y la
magnificencia de un grande de España, a cuya clase pertenecía, siempre que se
trataba del culto divino. Las fiestas con que solemnizó la beatificación de su abuelo
San Francisco de Borja y de Santa Rosa, y sobre todo, la inauguración del templo
de los Desamparados, excedieron a las más espléndidas pompas de los Incas y a
los cuadros de la más rica fantasía. A la vista de los carros, arcos triunfales, altares,
colgaduras, tapices y comparsas decían los hombres entusiastas que los
desperdicios de Lima podían formar la opulencia de las mayores ciudades.
Para disipar la alarma producida por el falso rumor de que los ingleses estaban
poblando las costas de Patagonia, se envió una expedición que exploró prolijamente
hasta los 52° de latitud, y que lejos de grabar al fisco dejó un sobrante, habiéndose
gastado sólo 84 152 pesos con cuatro reales de 87 793 suministrados por el público
para tan honrosa empresa.
La hacienda, que ofrecía un déficit anual de 214 446 pesos, fue por el celo
inteligente del virrey mejorada de modo que en menos de cuatro años entraron en
las cajas de Lima más de 12 millones de pesos y pudieron remitirse a España cerca
de siete millones.
En medio de estas alarmas las disensiones del clero, que trascendían a todas las
clases, traían muy divididos los ánimos de los colonos. Los capítulos de los
conventos presentaban toda la agitación de las contiendas populares. La
introducción de la alternativa entre los franciscanos produjo choques gravísimos. El
P. Terán, comisario general de San Francisco, que debía establecerla, fue
amenazado de muerte por los religiosos de Lima, hubo de refugiarse en palacio, y
habiendo vuelto al convento por súplicas de la comunidad, estuvo cerca de perecer
entre las llamas que habían puesto en su celda, y con las piedras, palos y armas de
fuego con que trataron de impedirle la salida. Habiendo acudido la fuerza armada al
toque de arrebato, pudo contenerse el incendio; días después, al prender a los
frailes más turbulentos, hubo un choque en que murió un religioso, y en la plebe se
anunció un motín que se cortó con bandos severos.
En Quito se turbó también la tranquilidad porque las monjas de Santa Catalina, cuya
elección quería violentar el provincial de Santo Domingo, se pusieron bajo las
órdenes del obispo y se dividió la ciudad en partidarios exaltados de una y otra
autoridad. Los canónigos del Cuzco entraron en reñidos debates con el obispo.
Por su doble carácter pudo el virrey arzobispo conservar la buena inteligencia con
las demás autoridades eclesiásticas y allanar las principales dificultades. Los
jesuitas le auxiliaron para el gobierno político enviando contra los portugueses de la
colonia del Sacramento a los indios de sus reducciones, quienes pelearon con gran
denuedo. En los establecimientos de piedad contó con la cooperación de varones
santos, tales como el venerable Camacho, el indio Nicolás de Dios, el presbítero
Riera fundador de la congregación de San Pedro y otros muchos del siglo o del
clero.
Aún estaban los piratas en el Pacífico, cuando fue arruinada Lima por un espantoso
terremoto el 20 de octubre de 1687. Un primer estremecimiento, que quebrantó
todos los edificios e hizo algunas víctimas, permitió que la mayoría de los habitantes
se salvara del estrago de una segunda y más violenta sacudida. El terror producido
por falsas revelaciones y por indiscretos predicadores se unió a las privaciones e
influjo de la inclemencia para causar graves dolencias. Mas el celo inteligente y
sereno del virrey logró restablecer la confianza y el orden habitual, aunque
ocurrieron graves desavenencias con el clero.
Con mejor éxito se sostuvieron las regalías de la Corona en otras competencias con
la inquisición y algunos prelados. Los conventos de monjas, que a veces formaban
repúblicas desordenadas, no pudieron reformarse. Las misiones de Maynas;
aunque habían sufrido mucho por el azote de las viruelas, invasiones de
portugueses y alzamiento de los neófitos, se repararon por el celo del padre Samuel
Fritz, apóstol de los omaguas. La universidad, que había decaído, recibió nuevo
lustre. Se estableció en Lima una casa de moneda. La audiencia pudo funcionar con
mayor desembarazo. En el despacho de los asuntos generales reinó la mayor
actividad. Los intereses de la hacienda fueron tan bien atendidos, que sin nuevo
gravamen pudieron cubrirse enormes gastos extraordinarios, a los que contribuyó
generosamente el pueblo.
La inteligencia del virrey, no bien inspirada por las órdenes vigentes, ni por los
consejos de sus antecesores, se estrelló en la reintegración de la mita que pretendió
hacer a Huancavelica y Potosí y que él consideraba sin razón como la obra grande
de su gobierno. Superando inmensos obstáculos hizo la numeración general de los
indios, que muchos tenían interés en ocultar y que quedó tan incierta como antes.
Los naturales estaban muy alarmados y principiaban a huir de las reducciones
previendo un aumento de mitas y tributos.