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Tema 1

Figuras y promesas en el Antiguo Testamento

El bautismo como rito de purificación y de ingreso en la comunidad del nuevo


Israel tiene su contexto religioso y cultural en el judaísmo. El propósito de este
tema es conocer los orígenes del rito bautismal enmarcándolos dentro de la
historia de la salvación. Los acontecimientos salvíficos del pueblo elegido
forman una preparación para la Buena Nueva de Cristo: en esos relatos el
agua cobra un protagonismo que vamos a explicar.

1.- Historia de la salvación: alianza y prefiguraciones.

El argumento religioso de la biblia es una historia de salvación. Es el


relato de Yahwéh, un Dios personal, creador y gobernador del mundo, lleno de
misericordia que elige un pueblo (elección) para establecer con él un pacto
(alianza) y servirse de él como instrumento para salvar a todas las naciones
(misión). Para ello acompaña su caminar –a veces con intervenciones
portentosas–, les envía hombres escogidos –profetas, jueces, reyes y
sacerdotes– que les guíen en su nombre y puedan cumplir la voluntad divina y
recibir las promesas de Yahwéh.

Los hombres no siempre fueron fieles a la Alianza; reciben entonces un


castigo medicinal por parte de Dios para purificarlos de sus descaminos. Esto
explica la renovación de las alianzas: con Noé después del Diluvio (Gn 9,1-17);
con Abraham (Gn 15,7-20) y renovada con su hijo Isaac (Gn 22,1-19) y Jacob
(Gn 28,10-22); después vendrá Moisés, en la Pascua y en el Sinaí tras la
liberación de Egipto (Ex 24,1-8); la alianza con Josué en Siquem (Jos 24,25-28),
con el rey David (2 S 7,4-16) y con su hijo Salomón en el Templo (1 R 8,1-13); y
la alianza con todo el pueblo después del destierro en Babilonia (Ne 8,1-10.40).
Estas alianzas preparan a la nueva y definitiva a partir del sacrificio de Jesús y
del envío del Espíritu en la fiesta de Pentecostés.

El modo en que se sellan tales alianzas contiene algunos elementos


comunes.

- La iniciativa parte de Dios que escoge a un hombre del pueblo y al


que constituye como interlocutor inmediato o en su mediador.
- El mediador propone al pueblo un cambio de vida y le promete
bienes futuros a cambio de la conversión de sus costumbres y de su culto.
- La ratificación suele materializarse en un sacrificio (de comunión,
holocausto o de purificación) que establece un pacto estable.

Serán sobre todo los profetas quienes denuncien la insuficiencia de las


alianzas antiguas por parte de los hombres y los mismos que auguran una
restauración radical de Israel mediante una Nueva Alianza (Jr 31,31-34; Ez
18,31) y una ampliación de las promesas divinas: Dios reinará directamente
sobre su pueblo, enviará al Mesías y derramará su Espíritu sobre todo el pueblo
mesiánico.

En esta historia de salvación, Dios ha ido otorgando sus dones y ha


animado al pueblo con sus promesas. Las tribus salidas de Egipto entienden
poco a poco su condición de pueblo escogido, se ven liberados de sus enemigos y
esperan la llegada a la tierra que mana leche y miel. Con pedagogía divina les
enseña a confiar sólo en Yahwéh y no en sus fuerzas en medio del desierto; a no
ansiar exclusivamente el alimento corporal, que también reciben de Él (el
maná); a cultivar la monolatría y rechazar el culto a los ídolos...

En el relato del Éxodo y en las sucesivas etapas de la llegada y de la


posesión de la tierra prometida, así como en el afianzamiento del reino de Israel
en medio de poderosas naciones enemigas, el agua tiene un protagonismo
especial como elemento de la creación al servicio del plan divino. Sin embargo,
cualquier relato donde aparezca agua no puede leerse como figura del bautismo,
porque a la semejanza material la debe acompañar una semejanza teológica. Por
eso podemos decir que el NT tal como lo leen los Padres (intérpretes auténticos)
ofrece una teología bíblico-sacramental. Así por ejemplo, en algunas epístolas
paulinas existen referencias bautismales sobre el Mar Rojo o la Roca de Horeb
(1 Co 10,1-6); en la carta de Pedro aparece el Diluvio (1 Pe 3,18-21).

Los Padres de la Iglesia y la liturgia desarrollan estas prefiguraciones y


las proponen como una tradición antigua que autoriza y explica el bautismo; la
primera enumeración de las figuras bautismales pertenece a Tertuliano; existe
otra, con ligeras variaciones, en Cirilo de Jerusalén. Es tal la coincidencia entre
las catequesis de los Padres que podemos afirmar que estamos ante una
enseñanza de los orígenes de la Iglesia. Su número es elevado, vista la presencia
del agua en tantas situaciones y vicisitudes; no obstante, es posible individuar
dos líneas esenciales de interpretación: el agua como principio de vida y como
principio de destrucción o purificación.

1.2.- El agua como principio de vida.

Las aguas primitivas o primordiales aparecen en las catequesis patrísticas


más antiguas. El agua es creada al inicio y de ella emergió la tierra. Sobre el
agua se cernía el Espíritu de Dios y de ella se producen los seres vivientes (Gn
1,20). También hay corrientes de agua en el Paraíso donde vive y trabaja el
hombre (Gn 2,10-14). Todos los seres vivos (especialmente el hombre) están
animados por un principio vital o aliento (ruah) que procede de Yahwéh: de Él
depende, en último término, que todo viva o muera. En la mentalidad hebrea se
representa a Dios soplando y dando la vida el hombre (Gn 2,7) y a las demás
criaturas (Sal 104, 29-30). Por contraste, los ídolos carecen de ruah, son inertes
(Jr 10,14).

Cuando el AT habla del Espíritu de Dios (Ruah Yahwéh) está refiriéndose


a la vitalidad de Dios, como a una fuerza interior divina; en el NT sabemos que
se trata de una Persona de la Trinidad. La presencia del Espíritu sobre las aguas
debe leerse con este sentido de vivificar. Así lo entiende entre otros Tertuliano
cuando comenta la costumbre cristiana de invocar el nombre de Dios sobre la
fuente bautismal: «(...) todas las aguas, por el hecho de su antigua prerrogativa
original [dar vida], se convierten, mediante la invocación de Dios, en el
sacramento de santificación» (De Baptismo, 2). Esta santificación es una nueva
creación.

Existe otra figura relacionada con este ambiente sereno del Paraíso y de
la que se suele hablar menos: el catecumenado y el bautismo como regreso a la
condición originaria. En efecto, desde la inscripción del nombre en el libro de
los catecúmenos hasta el baño bautismal, comienza una lucha contra Satanás y
un paulatino proceso de liberación de su dominio y de sus tentaciones. El
ejemplo de Cristo tentado es el evangelio que se lee en el Domingo I de
Cuaresma, día de la inscripción del nombre. A partir de ese momento, los
exorcismos diarios tienen como fin afianzar al catecúmeno frente a Satanás, que
lucha contra Cristo. También en los encuentros diarios de catequesis el obispo
explicará la Escritura partiendo del libro del Génesis. Llegados a la noche del
Sábado Santo, el candidato proferirá su renuncia formal a Satanás vuelto hacia
Occidente, región de las tinieblas y donde el Hades tiene sus puertas: «Cuando
hayas renunciado a Satán y roto el antiguo pacto con el Hades, entonces se
abrirá ante ti el Paraíso de Dios: el mismo que Él plantó en Oriente y de donde
fue arrojado nuestro primer padre a causa de su desobediencia. Y tú, para
simbolizar esto, te vuelves de Occidente a Oriente, que es la región de la luz»
(Cirilo de Jerusalén, Catequesis XXXIII, 1073 B)

Incluso hay huellas de esta simbología en la decoración de los


baptisterios testimonia esta interpretación: en un marco de árboles, flores y
fuentes, la figura de Cristo como Buen Pastor está rodeado de su rebaño;
comparecen también algunos ciervos que beben de las aguas (Sal 41) y que, en
ocasiones, llevan serpientes en sus bocas. Simbolizan la creencia de que estos
animales eran devorados por aquéllos, y de ahí su sed. Este escenario
paradisíaco abre sus puertas para que el catecúmeno pueda entrar en él por
primera vez; entonces se despoja de sus vestiduras –las vestiduras del hombre
viejo, en la teología de san Pablo– expresando así la liberación del dominio de
Satanás y de su condición mortal (Gregorio de Nisa, XLVI, 521 (citado en
Danielou, 501). Su desnudez recuerda la inocencia primitiva y la recuperación
de la confianza filial frente a Yahwéh, que con su pecado Adán y Eva habían
perdido.

1.3.- El agua como principio de destrucción o purificación.

1.2.1.- La figura del Diluvio es la más citada por los Padres. Sus
elementos esenciales pueden resumirse así: el mundo está bajo el dominio del
pecado; el agua actúa como juicio de condenación de la que el justo es salvado,
para que de él surja una nueva creación y una humanidad nueva. San Pedro es
explícito en esta correlación: «Esto [Noé en el arca con ocho personas que
fueron salvadas por medio del agua] era figura del bautismo, que ahora os
salva» (1 Pe 3,21). Del mismo modo que fue destruida la humanidad pecadora,
se destruye en el bautismo el hombre viejo: de la piscina bautismal sale una
nueva criatura. De Noé se dice también que fue «el octavo» (2 Pe 2,5). Con esto
no se insiste tanto en el número de personas que subieron al arca, sino a las
generaciones de hombres antes del diluvio.

El simbolismo del número ocho tenía además una connotación precisa


para el cristianismo antiguo: es el día de la resurrección de Cristo. Los siete días
indican la figura del tiempo del mundo caduco, el ocho la figura de la vida
eterna. El cristiano recibe el bautismo durante la Vigilia Pascual, el día octavo
por excelencia.

Hay otros elementos relevantes en esta figura.


- la paloma
- la madera del arca

La dimensión eclesial y el poder destructor-vivificante del agua y del


Espíritu quedan suficientemente resaltados. Queda pendiente la referencia a
Cristo, de la nos ocuparemos al analizar su bautismo en el Jordán.

1.2.2.- La segunda figura bautismal citada en la lista de Tertuliano es el


paso del Mar Rojo.
1.2.3.- Otros acontecimientos decisivos para Israel tuvieron lugar en las
inmediaciones del río Jordán. Aquí el agua lava y purifica, mientras que en el
Mar Rojo destruye y crea. Atravesar el Jordán era un gesto de enorme
trascendencia.

1.4.- Otras figuras bíblicas sobre la confirmación y la Eucaristía.

En el caso del sacramento de la confirmación no conocemos figuras


bíblicas en el sentido que venimos utilizando. El AT más bien presenta las
promesas de algunos profetas de que el Espíritu de Yahwéh descendería
sobre el Mesías (Is 11,2) y sobre el pueblo mesiánico (Jl 3,1-2). Su
cumplimiento, tal como afirma el Catecismo (nn. 1286-1287), se verificó en el
Bautismo de Jesús, el Ungido, y en Pentecostés sobre los apóstoles con María,
nuevo pueblo de Dios. De las promesas ya hemos hablado más arriba; ahora
conviene hablar de su cumplimiento. El NT confiesa sin ambages que Jesús
de Nazaret es el Mesías, el Hijo de Dios (Mc 1,1), lleno del Espíritu (Lc 4,14).
Con toda su autoridad divina, Jesús mismo acepta ese nombre –Cristo– ante
Pilato (Mt 27,12); al inicio de su vida pública, en la sinagoga de Nazaret, se
había aplicado la profecía de Isaías (11,1) que describe la efusión de Espíritu
sobre el futuro Mesías (Lc 4,18). También el discurso de Pedro en Pentecostés
(cfr. Cap. 1) emplea el esquema de profecía-cumplimiento en Jesús aplicándole
dos salmos mesiánicos (Sal 2,1; 109,1).

Hay otros vestigios en el AT relacionados con el gesto de la unción y las


funciones que asumía el ungido: la consagración de reyes y sacerdotes. Los
profetas anunciaron que tanto el Rey davídico como el Sumo Sacerdote eran
simples figuras del Mesías (Ambrosio, De Mysteriis, 29-30). El rey Salomón y el
Sumo Sacerdote Aarón fueron ungidos después de haber sido lavados; pero su
unción fue hecha por mano de hombres (el sacerdote Sadoc y Moisés,
respectivamente); pero en el caso de Jesús, a éste «lo ungió [el Padre] con el
Espíritu Santo» (Cirilo de Jerusalén, Catequesis XXXIII, 1089 A). De estas
unciones participa el cristiano cuando recibe el sacramento.

Durante su vida pública Jesús invita a pedir el don del Espíritu Santo (Lc
11,13), describe su acción eficaz para entender y recordar el mensaje de Jesús
aún en medio de las persecuciones (Mt 10, 17-20) y lo promete a sus discípulos
para la misión que les va a encomendar (Lc 24,49; Hch 1,4-5.8). El Bautista
había presentado a Jesús como quien bautiza con el Espíritu Santo (Lc 3,16);
después Jesús lo promete y es efectivamente donado a los Once (Jn 20,22-23) y
enviado en Pentecostés. El evangelio de Juan pone en labios de Jesús una
descripción de cómo será su acción en ellos y en aquellos que vendrán: estará
siempre con ellos, les recordará todas las enseñanzas, dará testimonio de Él [de
Jesús], les explicará la verdad completa... (cfr. Jn 14-16). El Espíritu es la
promesa del Padre, la nueva Ley grabada en los corazones, realidad interior del
Reino de Dios en el hombre y principio de comunión de la Iglesia, nuevo Pueblo
de Dios. Así se lleva a plenitud la antigua alianza y la historia de la salvación se
concreta en la misión de Cristo que la Iglesia continua, con la compañía del
Espíritu.

Con la Eucaristía la exposición es más compleja, pues hay


prefiguraciones del sacrificio de Cristo en la figura de Abel (que ofrecía las
primicias del ganado), de Isaac (el hijo de la promesa que Abraham está
dispuesto a ofrecer y que es sustituido por un cordero) y especialmente de
Melquisedec (rey de Salem, sumo sacerdote sin genealogía, que ofreció pan y
vino). Este último personaje forma parte de la catequesis común de los Padres, y
en él son detenemos.

Anterior a Abraham, Melquisedec es considerado como figura esencial de


la Eucaristía por san Ambrosio (De sacramentis V,1.10), entre otros. En efecto,
su sacerdocio es universal (no depende de una tribu, como la de los
descendientes de Aarón), su sacrificio puede ofrecerse en cualquier lugar (no
sólo en el Templo) y tiene mayor semejanza con el que ofreció Cristo (pan y
vino). Cuando el NT, especialmente la Carta a los Hebreos (7,10), relaciona a
Melquisedec con Cristo Sacerdote está expresando el carácter universal de su
sacrificio que asume todos los sacrificios de todas las religiones.

De acuerdo con el libro del Éxodo, el sacrificio de Israel asume otro


significado: hacer memoria de la salida apresurada de Egipto. La
materialidad del sacrificio es evocadora: no sólo el cordero, cuya sangre libró a
los primogénitos de los judíos, sino también los panes ácimos y las hierbas
amargas… Dejamos al Tratado de Eucaristía otras figuras y consideraciones,
para centrarnos en el maná que es tomada como figura principal por una
buena parte de los Padres.

1.5.- La iniciación en Israel

El bautismo como rito de purificación y de ingreso en la comunidad del


nuevo Israel tiene su contexto religioso y cultural en el judaísmo. En efecto, los
sacramentos cristianos resultan incomprensibles sin considerar las instituciones
y el culto de Israel. Dios ha ido estableciendo sucesivas alianzas con los hombres
(Noé, Abraham, Moisés) hasta la definitiva y eterna alianza que selló el sacrificio
de Cristo. Gracias a la pedagogía divina, el pueblo judío va comprendiendo su
identidad (propiedad de Dios) y aprende a ordenar su culto y su vida personal y
social en torno a Yahwéh. Los ritos de purificación y de incorporación al Pueblo
Elegido se entienden dentro de este marco de la alianza que exige la
monolatría (Dt 20,2-5) y la santidad (Lv 11,44; 21,3).

En el judaísmo encontramos tres ritos que expresan esta idea: las


purificaciones legales, la circuncisión de los judíos y el bautismo de los esenios.
Veamos algunos detalles sobre cada uno de ellos.

a.- Las purificaciones legales.

b.- La circuncisión.

c.- El bautismo de los esenios.


TEXTOS PARA EL COMENTARIO

Tertuliano, Sobre el bautismo, IV, 1-4

Una de las primeras monografías sobre el bautismo fue escrita por Tertuliano. Aunque
hablaremos de él en el capítulo 3, este texto muestra cómo actúan inseparablemente el agua y el
Espíritu.

“Pero será suficiente adelantar en seguida –y así se entenderá la esencia del


bautismo– los acontecimientos primeros que prefiguran el bautismo: el espíritu
que ya desde el principio aleteaba sobre las aguas, habitando sobre ellas para
inspirarles vida (…). Por la santidad del Espíritu queda santificada la naturaleza
de las aguas (…). Por tanto, no hay distinción entre el que se lava en un mar o en
un estanque, en un río o en una fuente, en un lago o en el lecho de un río (…).
Todas las aguas se convierten, al invocar a Dios, en sacramento de santificación:
desciende del cielo inmediatamente el Espíritu y queda sobre las aguas
santificándolas por sí mismo, y santificadas de ese modo, reciben la fuerza de
santificar”.

Misal Romano, Bendición del agua durante la Vigilia pascual

Después de la liturgia de la luz, toda la atención de la asamblea se dirige a los que van a renacer
del agua y del Espíritu. Esta oración expresa bien cómo la Iglesia expresa su fe en el Dios que
salva a través del agua. El recorrido por la historia de la salvación (anamnesis o memoria, en las
primeras estrofas) termina en la invocación del Espíritu (epíclesis, en griego) del que se esperan
los efectos salutíferos (intercesiones, en las últimas líneas).

“Oh Dios, que realizas en tus sacramentos obras admirables con tu poder
invisible, y de diversos modos te has servido de tu criatura, el agua, para
significar la gracia del bautismo. Oh Dios, cuyo Espíritu, en los orígenes del
mundo, se cernía sobre las aguas, para que ya desde entonces concibieran el
poder de santificar. Oh Dios, que incluso en las aguas torrenciales del diluvio
prefiguraste el nuevo nacimiento, de modo que una misma agua,
misteriosamente, pusiera fin al pecado y diera origen a la santidad. Oh Dios que
hiciste pasar a pie enjuto por el mar Rojo a los hijos de Abrahán, para que el
pueblo liberado de la esclavitud del Faraón fuera imagen de la familia de los
bautizados. Oh Dios, cuyo Hijo, al ser bautizado por Juan en el agua del Jordán,
fue ungido por el Espíritu Santo; colgado en la cruz vertió de su costado agua,
junto con la sangre; y después de su resurrección mandó a sus apóstoles: «Id y
haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y
del Hijo, y del Espíritu Santo», mira el rostro de tu Iglesia y dígnate abrir para
ella la fuente del Bautismo:
Que este agua reciba, por el Espíritu Santo, la gracia de tu Unigénito,
para que el hombre, creado a tu imagen, lavado, por el sacramento del
bautismo, de todas las manchas de su vieja condición, renazca como niño, a
nueva vida por el agua y el Espíritu.
Te pedimos, Señor, que el poder del Espíritu Santo, por tu Hijo,
descienda hasta el fondo de esta fuente, para que todos los sepultados con Cristo
en su muerte, por el bautismo, resuciten a la vida con él. Que vive y reina
contigo”.

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