De repente nos damos cuenta de que los tiempos han cambiado. Los contornos del paisaje ya
no son los mismos. El clima en el cual, hace quince años, el movimiento de las muejres cobró
vida, se ha modificado.
Tras la prosperidad ha venido la crisis ; tras la abundancia, una relativa penuria. Los
gobiernos andan a tientas, cubren las fallas con medidas neo-liberales de derecha o de
izquierda. El control sobre la economía, concebida como un sistema coherente, vacila. Los
planes de reajuste, que se aplican por el sistema de prueba y error, han reajustado poco hasta
ahora. La era de la expansión industrial y del pleno empleo probablemente está llegando a su
fin, al menos en Europa, donde trabajamos y pensamos.
No podemos analizar aquí las múltiples causas de este cambio que todo el mundo
constata y que unos interpretan como una transición, otros como una catástrofe. Repasaremos
sólo dos de las más relevantes: por un lado, el desarrollo científico y tecnológico que altera las
condiciones de producción, de comunicación y también de reproducción; por otro, la recesión
económica, que hace que Europa esté perdiendo su posición privilegiada.
¿Cómo, dónde y por quiénes van a ser decididas las modalidades de la reproducción y
de la selección de la especie humana ?
Por lo demás, en este terreno, como en el de la producción, del que aquí nos interesa
partir para nuestra reflexión, el feminismo ha adoptado posturas diversas y en ocasiones
ambivalentes, que hoy precisan ser contrastadas con hechos nuevos.
Por un lado, la voluntad de librar a las mujeres del peso exclusivo de la reproducción y
de la crianza, compartiéndolo con los hombres o con la colectividad, por otro, la voluntad de
no perder el único ámbito, indiscutible, de poder, haciéndolo por el contrario valer tanto en el
plano biológico (elección de los nacimientos) como en el simbólico (transmisión a través de la
educación de valores femeninos o feministas).
Esta ambigüedad responde al hecho de que las muejres, les gustase o no, han sido
simpre trabajadoras y al tiempo « madres » (reales o potenciales), divididas entre el producto
y el ser vivo, que, digan lo que digan algunas, no se deja asimilar a un producto. Y esto las
obligaba no sólo al trabajo doble –hecho en sí mismo escandaloso- sino que además las
llevaba a concebir en otros términos la relación entre la producción y reproducción, y el
puesto de trabajo en el conjunto de la vida individual y social. Víctimas en cierto modo de la
fractura entre la producción y la reproducción, entre lo privado y lo público, atrapadas por su
propia contradicción, las mujeres se han opuesto siempre a la concepción del trabajo
manejada y defendida por el capitalismo industrial.
Los analistas del presente nos proponen una alternativa entre una sociedad dual (o sociedad
de las velocidades) y una sociedad en la que habría una redistribución general del tiempo de
trabajo.
La sociedad dual, algunos de cuyos efectos se pueden ver en los países en pleno
desarrollo, como Japón, pero también en países en fase de depresión, como Francia, tiende a
crear dos categorías de ciudadanos : unos destinados a la producción a tiempo pleno, y otros
marginados en el trabajo accesorio, en el bricolage, o bien, en periodo de depresión, situados
en una zona de exlusión, « los nuevos pobres » de acuerdo con una reciente clasificación.
Hoy se habla de la sociedad dual como de un espectro reciente. Pero la sociedad dual
ha existido siempre : nadie pensaba en el tiempo que las mujeres dedicaban a hacer la compra,
en las mujeres relegadas al trabajo accesorio o al trabajo doméstico. Parodiando unas viñetas
de Wolinski aparecidas en Le Nouvel Observateur podríamos decir : « Somos pobres de
madre a hija desde las Cruzadas ».
El hecho de que las mujeres hayamos sido siempre víctimas de este dualismo social
explica que seamos más favorables a una redistribución generalizada del tiempo de trabajo en
aras de lograr la ruptura de la barrera entre los sexos. Ahora bien, sería utópico pensar que la
redistribución garantizaría por sí sola la igualdad de todos en el proceso económico y social.
Toda sociedad, capitalista o comunista, industrial o informatizada, tiene dos, tres o cuatro
velocidades y tolera la coexistencia de capas, muchas veces dispares entre sí, de vida
económica y social. La industria no ha eliminado los pequeños oficios, los hipermercados
conviven con el mercadillo de los domingos y con la tienda del barrio y, en algunos países,
como Italia, el trabajo negro se sobrepone al trabajo oficialmente reconocido. Los gobiernos
están tan convencidos del interés que ofrece este polimorfismo –el cual, según los analistas,
podría afirmarse todavía más en la sociedad informatizada-, que llegan a patrocinar, junto a
las grandes empresas industriales, iniciativas más locales y limitadas, tal vez con la esperanza
de favorecer una dinámica general. Por otra parte, existe permeabilidad entre unas y otra,
como ocurre en la sociedad norteamericana.
Para reconsiderar el tiempo hace falta remontarse a los principios de la división (industrial) y
al de la oposición trabajo/tiempo libre. El asunto no es tanto qué hacer, sino cómo vivir.
Hannah Arendt postula una distinción conceptual básica entre el trabajo –propio del
animal laborans- y la labor –propia del homo faber. Así, el trabajo abarca el circuito
biológico de la restauración de las fuerzas, mientras que la labor implica la producción de
objetos duraderos y « transformación de la naturaleza ». No vamos a detenernos en las
sutilezas de esta distinción porque, según Hannah Arendt, ni el trabajo ni la labor permiten el
acceso a la vida política, que es la única vida realmente humana. Por « vida política » hay que
entender la instauración de una polis en el sentido griego, la instauración de un espacio en el
que los hombres constituyan un mundo común que sin embargo permita su heterogeneidad.
La única actividad real es « la organización de la gente tal como surge del actuar y hablar
juntos, y su verdadero espacio se extiende entre las personas que viven juntas para este
propósito, sin importar dónde estén… Se trata del espacio de aparición en el más amplio
sentido de la palabra, es decir, el espacio donde yo aparezco ante otros como otros aparecen
ante mí, donde los hombres no existen meramente como otras cosas vivas o inanimadas sino
que hacen su aparición de manera explícita. Este espacio no siempre existe, y aunque todos
los hombres son capaces de actos y palabras, la mayoría de ellos… no vive en él. Más aún,
ningún hombre puede vivir en él todo el tiempo. Estar privado de esto significa estar privado
de la realidad, que, humana y políticamente hablando, es lo mismo que la aparición » (1).
La vida política, como la entiende Arendt, suscita y permite la manifestación del quién
y no del qué, dando origen al respeto. El respeto « no diferente de la aristotélica philia
politike », es una especie de amistad sin intimidad no proximidad; es una consideración hacia
la persona desde la distancia que pone entre nosotros el espacio del mundo, y esta
consideración es independiente de las cualidades que admiremos o de los logros que
estimemos grandemente » (2).
Con todo, lo básico en el pensamiento de Arendt es que este tipo de relación aparece
como fundamento de lo político. Así, sobre el movimiento obrero afirma « que era la única
organización en la que los hombres actuaban y hablaban en cuanto hombres y no en cuanto
miembros de la sociedad ». Con las mismas distinciones y la misma desconfianza se refiere
también al movimiento hebreo y a su propia condición de judía, con el miedo y el sufrimiento
perennes de que el mismo sea una categoría social y no un espacio político.
Sin embargo, todo indica que las feministas presintieron la importancia primordial de
la polis, ya que su primer esfuerzo consistió en sentar las condiciones con la creación de un
espacio real y simbólico : trataron de construirse un mundo donde inter-esse, o estar juntas.
Este es el efecto más profundo de sus luchas : aquellas que no hablaban y no se hablaban, han
empezado a hablarse.
Desde luego, se diría que esta polis ha permanecido por lo general homosexuada, a la
manera, por lo demás, de la polis griega: elección deliberada y/o fruto de una exclusión sin
más.
Sin embargo, cabe afirmar que la homosexualidad de las mujeres está siempre referida
culturalmente a los dos sexos, que es heterónoma y heterogénea, mientras que la
homosexualidad de los hombres es homogénea, radicalmente monosexual.
Llevando más lejos la interpretación, cabe decir que nuestro tiempo está marcado por
el olvido, tanto de la muerte como del nacimiento, en cuanto que irrupción de lo inesperado.
Es probable que ahora las mujeres sean las depositarias de la natalidad, mucho más que de la
reproducción, en cuanto opuesta pero agente en el mismo espacio que la producción. Siempre
que se opongan a la obligación de elegir entre el hogar y la fábrica, entre la reproducción
biológica y la producción, o a tener que ocuparse de ambas cosas. Empujadas de un lado a
otro, las mujeres nunca podrán encontrar una vía de escape.
Datos nuevos para un viejo problema
Esta sociedad permite y requiere, a un plazo más o menos breve, una restructuración
del tiempo y de los valores capaz de eliminar la fractura, radicalizada en la era industrial,
entre producción y reproducción, lo privado y lo público, y, como correlato, entre hombres y
mujeres. La misma, por principio, tendría que favorecer el derrumbe de las barreras entre los
sexos y sus papeles. Hombres más disponibles, mujeres que puedan trabajar sin renunciar a
aquello que las hace vivir, hombres-mujeres, mujeres-hombres, a través de complejos
procesos de identificación que puedan liberar a ambos sexos de su destino histórico… ¿por
qué no?
Pero si nada se opone a esta transformación – a la que el cambio actual ofrece una
oportunidad-, no hay tampoco nada que la pueda garantizar. La oportunidad tiene todavía que
ser aprovechada.
Al observar los nuevos núcleos de poder se comprueba que los mismos permanecen
primordialmente en manos de los hombres, tanto en el terreno de la informática como en el
dominio de la manipulación de los seres vivos. La conquista de la igualdad salarial, o el
derecho al aborto (por lo demás, siempre en cuestión), resultan insuficientes ante el
desplazamiento de la apuesta en juego.
La « palabra de las mujeres » que accede a los periódicos, a las revistas, a las
publicaciones, o que se asienta sobre terrenos propios, se enfrenta al imperio de los bancos de
datos, que ofrecen de manera masiva una información que se ha elaborado sin las mujeres.
Hasta este momento, no obstante cierta evolución de la relación entre los sexos bajo el
impulso de la historia y del feminismo, todavía no se ha producido lo que marcaría de verdad
el surgimiento de un nuevo mundo: el reconocimiento de que existe algo más, de que existe
una Otra. Con frecuencia sorprende constatar que los hombres más sensibles a la importancia
del feminismo hallan el modo de hacer caso omiso de quienes detentan la titularidad, de las
que son el quien de lo femenino, para no tener en cuenta sino el qué.
Cualquier cosa que haga, la mujer debe hacerla el doble de bien que el hombre para que
se la considere igual de bien hecha; por suerte, no es difícil.
(Charlotte Whitton, escritora)
Versión abreviada del ensayo « Temps natale » publicado originariamente en Les Cahiers du
Grif en 1985.
(1) Hannah Arendt, The Human Condition, Londres, Chicago, The University of Chicago
Press, 1985. Las citas están tomadas de la edición española, La condición humana,
Barcelona, Seix Barral, 1974, traducción de Ramón Gil Novales, p. 262.