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CONSEJO GENERAL DEL PODER JUDICIAL

Estudios sobre Derecho documental

López Burniol, Juan José


Notario

LA ESCRITURA PÚBLICA

Ponencia

Serie: Civil

VOCES: ESCRITURA PUBLICA. NOTARIOS. DOCUMENTACION JURIDICA.

ÍNDICE

I. Introducción
A) La seguridad jurídica como presupuesto necesario del progreso económico
B) La protección preventiva de la seguridad jurídica privada: El sistema cautelar
C) La función notarial
D) El documento notarial
1. El punto de partida: La articulación documental de la vida jurídica extrajudicial
2. La naturaleza del documento notarial
3. Breve referencia a los efectos de las escrituras
II. Los presupuestos de la función notarial y, consecuentemente, del documento
notarial
A) El notario "redacta": No es, por tanto, un "autenticador", lo que implica que el
notario debe desarrollar una serie compleja de actuaciones
1. El notario debe asesorar a las partes
2. El notario debe "conformar" la voluntad de las partes
3. El notario debe prestar su función en igualdad de condiciones para todas las
partes que intervienen en el documento
B) El notario controla la legalidad
1. Dialéctica entre autonomía y control. Alcance e importancia creciente del control
de legalidad dentro del marco de un Estado intervencionista
2. El control de legalidad notarial
3. Manifestaciones del control de legalidad notarial
4. El doble control de legalidad del documento notarial susceptible de inscripción
en los registros
C) El notario autentica
1. El notario da fe de aquello que ve, oye o percibe por los sentidos
2. El documento notarial hace fe
3. Una insistencia final

TEXTO

I. INTRODUCCIÓN
Soy consciente de que la materia que me corresponde tratar dentro del marco de
estas Jornadas -«La escritura pública»- es puramente descriptiva. Se trata de examinar
la «confección» y el contenido de un tipo concreto de documento público: la escritura.
El encuadramiento de ésta dentro de la clasificación de los distintos tipos de
documento, así como en uno de los sistemas documentales existentes en el ámbito de
nuestra cultura, ha sido ya contemplado, esta misma mañana, por José-María DE
PRADA. El valor y los efectos de la escritura, esto es, «para qué sirve», serán objeto
de estudio pormenorizado esta tarde, por Antonio RODRÍGUEZ ADRADOS.
No obstante, resulta imprescindible, para encuadrar mínimamente mi intervención,
hacer una brevísima referencia a la función que desarrolla la escritura en la
organización jurídica de la vida económica. Pues sólo con esta referencia pueden
valorarse en sus justos términos la elaboración y el contenido propio e imprescindible
de la escritura.

A) La seguridad jurídica como presupuesto necesario del progreso económico

Es ya un tópico de la historia económica y social que, en la Europa moderna, hubo


progreso porque hubo mercado y que hubo mercado porque hubo seguridad jurídica.
Y fue la misma sociedad la que autogeneró, en gran parte de Europa, un sistema
de seguridad contractual destinado a evitar, en la medida de lo posible, la existencia y
eventual eficacia de negocios ilegales, fraudulentos, realizados en perjuicio de
terceros, injustos o simplemente defectuosos.
Dicho sistema, que es, en realidad, el único que se ha ideado y que con mayor o
menor intensidad se ha llevado a la práctica para conseguir la seguridad jurídica
sustancial, consiste -según expone RODRÍGUEZ ADRADOS- «en no dejar solas a las
partes, con sus egoísmos -una frente a la otra-, con sus confabulaciones -ambas contra
los terceros-, y en todo caso con sus ignorancias; (y) en colocar junto a las partes, y
entre las partes, a un tercero imparcial»:
- Que se encargue de la redacción del documento, incluida la del negocio contenido
en él; es decir, de la documentación del negocio.
- Que sea, además, consejero legal de las partes.
- Que vele, al mismo tiempo, por los intereses públicos, por los intereses de los
terceros y por los intereses menos protegidos de una de las partes frente a los de la
otra.
- Y que «dé fe» del documento.
Surgió así, de aquel tercero imparcial, el notario: Autor del documento, con el doble
carácter de profesional del derecho y de funcionario público.
Y ahí radica la altísima eficacia de su intervención. Y éste es el «valor añadido» de
la autorización notarial. Por lo que, cuando el notario deja de ser un «documentador»,
es decir, deja de prestar a las partes un servicio jurídico personalizado y equilibrador,
así como deja de intervenir activamente en, la redacción del documento, está iniciando
el camino que conduce inevitablemente a la desaparición de su presencia.

B) La protección preventiva de la seguridad jurídica privada: El sistema cautelar

La realidad económica actual implica una acentuación de la virtualidad operativa


de este sistema de seguridad jurídica privada que surgió espontáneamente en la
Europa bajomedieval. Así, la nueva filosofía dinamista que introducen históricamente
los factores impulsores del sistema económico de mercado capitalista, comporta -a
juicio de José-Luis MEZQUITA DEL CACHO- un estilo fundado en el «sentido de
anticipación» o «de preservación» para promover la seguridad perseguida. Esta
orientación preventista de los mecanismos dispuestos contrasta con el tipo de medidas
de protección ex post facto características del tratamiento «estático» de la seguridad.
Ahora se acusa un predominio neto de los recursos apriorísticos, puestos en juego en
la ocasión misma de realizarse el acto de tráfico (el momento de la verdad), relegando
a segundo plano los remedios a posteriori. Ello fundamenta la opinión de que los
Ordenamientos se encaminan progresivamente hacia un despliegue normativo e
institucional acomodado a coordenadas de «filosofía preventiva» en la acción de
seguridad jurídica. Es decir: «hay que estar allí», en el preciso momento en que el
contrato se perfecciona.
Esta idea, tal y como destaca MEZQUITA, ya fue claramente percibida, con su
habitual sentido de la anticipación, por José GONZÁLEZ PALOMINO, quien propuso la
noción de «forma pública» como plataforma conceptual unitaria, capaz de englobar las
actividades judiciales de «jurisdicción voluntaria», las notariales y las registrales,
impugnando al propio tiempo la catalogación de la función notarial como una especie
de la jurisdicción voluntaria. Para GONZÁLEZ PALOMINO, las tres ramas (función
notarial, registros y alguna parte de la función extrajudicial del juez) reflejan finalidades
homogéneas que deberían estudiarse en un «Sistema General de las Formas
Públicas»; formas éstas -añadía- no determinantes, por sí mismas, de una competencia
de órganos comunes indistintos; pues su unificación o su dispersión distributiva sólo
puede venir causada por razones circunstanciales que no serán de Derecho -
«estricto»-, sino de política -«jurídica»- Debe, no obstante, matizarse que el concepto
de «Forma» manejado por GONZÁLEZ PALOMINO, quedaba restringido al plano
estricto de lo «formal», sin proyectarlo -por lo menos de forma explícita, aunque tal vez
sí subyacente- a la faceta de la «seguridad sustantiva», aportada por la «Forma» como
ocasión o «pretexto» para una revisión del fondo jurídico de los actos, a través de las
homologaciones y controles de legalidad, la función de consejo y la función adecuadora
que, con mayor o menor extensión, según los casos, se desarrolla en dichas áreas.
Se sostiene, por tanto -como escribe MEZQUITA-, que «la Forma sirve al fondo de
las relaciones jurídicas», ya que constituye la ocasión de control de sus circunstancias
y permite proyectar sobre ellas la luz de la libertad y de la equidad, alcanzándose
«seguridad sustancial» a través de la «certeza formal».

C) La función notarial

Tal vez sea posible resumir lo dicho, sosteniendo que la historia ha configurado al
Notariado como elemento clave del sistema de seguridad preventiva, para que esté
presente («esté allí») en el momento de la perfección del contrato, «dándole forma»,
en beneficio de las partes, de los terceros y del interés público; es decir, poniendo los
presupuestos necesarios (asesoramiento, control de legalidad y redacción) para que el
documento -la escritura- goce no sólo de «autenticidad formal», sino que -sobre todo-
haga fe de su contenido, y pueda alcanzar precisamente por esta «autenticidad de
fondo», la plena eficacia frente a terceros, mediante su inscripción en un Registro
público de seguridad jurídica. De lo que resulta:
1. Que la esencia de la función notarial radica en poner los presupuestos
necesarios (asesoramiento, control de legalidad y redacción) para la eficacia sustantiva
de la escritura, para que la escritura «haga fe» de su contenido.
2. Que la escritura alcanza, en su caso, la plena eficacia frente a terceros, mediante
su inscripción en un Registro público de seguridad jurídica.
3. Que escritura pública dotada de eficacia sustantiva -Notaría- e inscripción -
Registro- son dos piezas complementarias e indisociables de un mismo sistema.
4. Que no es pensable, en una sociedad masificada, la plena eficacia de una
escritura (por mucha autenticidad sustantiva de la que esté dotada) sin su inscripción
en un Registro público de seguridad.
5. Y que no es tampoco pensable, en modo alguno, la existencia de un Registro
público de seguridad, estructurado como ejercicio profesional de una función pública,
que no se articule fundamentalmente sobre la base de la inscripción de títulos (la
escritura) dotados de autenticidad de fondo.

D) El documento notarial

1. El punto de partida: La articulación documental de la vida jurídica extrajudicial

El sistema documental vigente está regulado por el Código Civil, y completado, en


virtud de la remisión de éste, por la Ley del Notariado (régimen del documento público)
y por la Ley Hipotecaria (modalización de algunos de los efectos de aquél).
El Código Civil parte de una premisa: La articulación documental de la vida jurídica
extrajudicial. Los supuestos de exigencia de forma del artículo 1.280 son explícitos al
efecto y nos eximen de una mayor fundamentación del aserto.
La opción del Código por un sistema documental se explica fácilmente si
consideramos que, con referencia a las declaraciones humanas de ciencia y voluntad,
que son los hechos jurídicamente más trascendentes, el lenguaje escrito tiene
preeminencia sobre el oral; es decir, los documentos escritos son más adecuados
porque en ellos «cristalizan» el pensamiento y la voluntad con mayor perfección:
consolidados por la reflexión en el tiempo, depurados por la crítica y tamizados por las
sucesivas revisiones. Un ejemplo puede resultar ilustrativo: dice VALLET DE
GOYTISOLO que la exigencia de forma pública para la donación de inmuebles viene
justificada por la necesidad social de deslindar claramente el incierto «te daré» del
efectivo «te doy».

2. La naturaleza del documento notarial

El Código Civil no da un concepto del documento, ya que no es su función definir;


e incluso utiliza como sinónimas las palabras «documento» y «escritura». Pero sí
distingue entre documento público y documento privado, y perfila la naturaleza del
documento público, configurándolo no sólo como un medio de prueba, sino también
como cristalización de las declaraciones de voluntad que contiene, y originador, por
consiguiente, de unos efectos sustantivos. Es decir, según el Código, el documento
público no sólo «hace prueba», sino que también «hace fe» de su contenido, del
negocio que contiene, en virtud de cuya autenticidad de fondo no solamente se
presume que el negocio existe, sino que es válido y eficaz, con mayor o menor
intensidad según las diversas esferas y supuestos de aplicación (RODRÍGUEZ
ADRADOS).
Puede objetarse a cuanto antecede que la mayor parte de las normas sobre el
documento se encuentran dentro del capítulo «De la prueba de las obligaciones», así
como que en la edición reformada del Código se sustituyó la expresión tradicional
«hacer fe» por la novedosa de «hacer prueba». Pero frente a ello hay que alegar,
siguiendo a RODRÍGUEZ ADRADOS:
- Que la opción por la articulación documental de la vida jurídica extrajudicial (que
no es otra cosa que el reconocimiento y la aceptación por el Derecho de la realidad
social de que la expresión escrita es la preponderante en los negocios jurídicos),
carecería de base si el documento público fuese un mero medio de prueba, ya que
entonces habría que concluir que los negocios son primordialmente orales, y el escrito
no puede ser otra cosa que la prueba de un negocio verbal anterior.
- Que el Código exige, en algunos supuestos, la forma ad solemnitatem y que, en
todo caso, al tratar «De la eficacia de los contratos», queda claro que no considera a
los documentos como meros medios de prueba, ya que el artículo 1.279 dispone que
«para hacer efectivas las obligaciones propias de un contrato», lo que es tanto corno
decir que el documento es originador de unos efectos.
- Y que la distinción que hace el Código entre documentos públicos y documentos
privados, regulándolos en rúbricas separadas, gira precisamente en torno al autor de
los mismos, especificando que «son documentos públicos los autorizados por un
notario o empleado público competente, con las solemnidades requeridas por la ley»
(art. 1.216). Por lo que, habida cuenta de que la ley no distingue innecesariamente, es
preciso concretar los distintos efectos que atribuye a cada tipo de documentos, lo que
justifica y explica la distinción que efectúa. Y así tenemos:

1. Documentos públicos:

a) Notariales (instrumentos públicos):


- Escrituras: contienen hechos propios del notario; pero recogen también hechos
ajenos, y tiene, como ya se ha indicado, autenticidad de fondo.
- Actas: son simples medios de prueba «documentada» y no «documental», cuyo
uso y abuso ha erosionado en la jurisprudencia y la doctrina la imagen de eficacia del
instrumento público en general...
b) Administrativos (documentos auténticos): contienen un hecho privativo (propio,
no pueden contener un hecho ajeno) de la autoridad o funcionario que lo hizo.

2. Documentos privados:

Su eficacia no depende de sí mismos, sino de su reconocimiento legal, bajo


juramento en presencia judicial, por la parte a quien perjudiquen, por lo que dicho
reconocimiento tiene una naturaleza confesoria de la firma, es decir, de la autoría del
documento, pero no comprende al contenido de éste, de modo que quien haya
reconocido como propia la firma de un documento privado todavía podrá alegar, y
probar, que firmó en blanco, sin leerlo, con violencia e intimidación, etc., conservando
así un abanico de defensas que ante la escritura pública tienen que pasar por la tacha
de falsedad.

3. Breve referencia a los efectos de las escrituras

En las escrituras, y a diferencia de lo que ocurre en las actas, la función notarial no


consiste propiamente en «dar fe», sino en poner los presupuestos documentales
precisos para que el ordenamiento jurídico imponga la fehaciencia con relación a una
determinada materia jurídica (MOLLEDA), por lo que es la Ley la que atribuye fe pública
al documento notarial, y no el notario por medio de una delegación del poder ejecutivo
o de cualquier otro de los poderes del Estado (RODRÍGUEZ ADRADOS).
La mera dación de fe puede explicar el acta notarial (y este es el sentido de
expresiones periodísticas tales como «notario de la actualidad», «limitarse a hacer de
notario», etc.), pero es insuficiente para explicar la escritura pública, ya que el notario
interviene de forma activa, tal y como veremos, en las escrituras que autoriza. No
desarrolla, consecuentemente, una actividad meramente reproductora, sino que
recorre desde fase muy temprana el iter negocial, actuando «en la zona de los hechos
ANTES de que ocurran» (GONZÁLEZ PALOMINO), ya que los notarios «no sólo son
los más próximos a los hechos, sino que, frecuentemente, intervienen en esos hechos
y aun los dirigen... el notario "conforma" jurídicamente los actos humanos».
En esta línea, dicen los estatutos de la UINL que «el Notariado latino trabaja con
hechos», por lo que esta naturaleza de su actuación profesional ha de modalizar
necesariamente la fe pública del notario, que no puede ser calificada de una pura y
simple función pública, ya que la esencia de la función es «crear» el documento que
ha de hacer fe. Sin esta función de creación la fe pública quedaría totalmente
desvirtuada. Según RODRÍGUEZ ADRADOS: «Sólo sería una sarcástica caricatura.
Supongamos, en efecto, que el notario se redujera a recibir las declaraciones de las
partes como hechos que tienen lugar a su presencia, recogiéndolas en el documento
en su ser natural, como podría hacer con un hecho físico, por definición inalterable; qué
es lo que se habría llevado al documento: (una) voluntad empírica, deforme y
deformada, errónea, incompleta e imprevisora y hasta ilegal y discorde.... que de
ninguna manera puede reputarse como la voluntad "verdadera" de los otorgantes; la
exactitud de la fe pública habría fallado escandalosamente y, como decía el Tribunal
de Casación francés, "la solemne introducción del notario en la confección de los
contratos se convertiría en una trampa tendida a la buena fe de las partes",
especialmente, claro es, a la buena fe de la parte inexperimentada».
Dicho lo cual, hay que comenzar a concretar afirmando que hablar de efectos de la
escritura es tanto como hablar de autenticidad de la misma; por lo que puede resultar
útil acudir, para su consideración desde la perspectiva de la seguridad jurídica, que es
la que aquí nos interesa, a la ya vieja distinción de NÚÑEZ-LAGOS entre los dos planos
del documento notarial: el plano del instrumentum y el plano del negotium en el
contenido, que da lugar a la distinción entre dos tipos de autenticidades:

- La autenticidad formal, que es la autenticidad del instrumentum, es decir, de la


forma, del documento en sí mismo considerado, Esta autenticidad es objeto de general
aceptación, pues, dado que todo documento -según escribió CARNELUTTI- merece la
fe de su autor, las declaraciones estrictamente documentales del notario (acerca de lo
que ve y oye, y acerca de sus propias actuaciones en el documento) HACEN fe.
- La autenticidad del negotium, es decir, del fondo, interna o de contenido, sin la
cual la autenticidad formal resultaría inoperante. A ella se refirió NÚÑEZ-LAGOS con
el conocido ejemplo del cañón: «El documento público, en la teoría de las formas, se
parece a la célebre definición del cañón: un agujero forrado de bronce»; de nada
serviría reconocer la máxima eficacia a todo el esqueleto formal del documento si por
dentro estuviera vacío; si dejara «hueco de fe pública el contenido»; hasta el punto de
que «la historia del documento notarial es la lucha por la autenticidad interna, por la
autenticidad de su contenido».
Sobre la base de esta distinción, y siguiendo a RODRÍGUEZ ADRADOS, resulta
que la autenticidad de fondo aparece claramente proclamada en el artículo 1.º del
Reglamento Notarial; los notarios -dispone- «como funcionarios ejercen la fe pública
notarial, que tiene y ampara un doble contenido: a) En la esfera de los hechos, la
exactitud de los que el notario ve, oye o percibe por sus sentidos. b) Y en la esfera del
Derecho, la autenticidad y fuerza probatoria de las declaraciones de voluntad de las
partes en el instrumento público redactado con arreglo a las Leyes». El Reglamento,
con ello, no se extralimita, sino que se adapta a lo dispuesto por el artículo 1.º de la
Ley orgánica y por el artículo 1.218 del Código Civil, a cuyo tenor «Los documentos
públicos hacen prueba, aun contra tercero, del hecho que motiva su otorgamiento y de
la fecha de éste. También harán prueba contra los contratantes y sus causahabientes,
en cuanto a las declaraciones que en ellos hubiesen hecho los primeros».
Pues bien, en una escritura pública, el «hecho que motiva su otorgamiento» no es
la comparecencia ante el notario, ni el propio hecho del otorgamiento, sino la razón por
la que se otorga, esto es, el ACTO O CONTRATO DE ESCRITURAR.
En resumen, en virtud de la autenticidad de fondo no solamente se presume que el
negocio existe, sino que es válido y eficaz, con mayor o menor intensidad según las
diversas esferas y supuestos de aplicación (RODRÍGUEZ ADRADOS).
Por consiguiente, la fe pública de la escritura abarca, en principio, tanto la
autenticidad formal como la sustancial, ya que la unión entre negocio e instrumento es
tan íntima que, respecto de determinados efectos es imposible determinar el tipo de
autenticidad de que derivan.
El estudio detallado de esta materia será abordado esta tarde. Nos basta ahora, a
nuestros efectos, con lo dicho.
II. LOS PRESUPUESTOS DE LA FUNCIÓN NOTARIAL Y,
CONSECUENTEMENTE,
DEL DOCUMENTO NOTARIAL

Acabamos de considerar cuál es la razón por la que el documento público notarial


por antonomasia -«la escritura»- está tan fuertemente singularizado en cuanto a sus
efectos.

Y dicha razón estriba en los presupuestos que la Ley impone a la actuación notarial:
El notario ha de «redactar», «controlar la legalidad» y, por último, «autenticar». Puede
por ello afirmarse que tales presupuestos actúan como unos auténticos requisitos del
quehacer del notario, que vienen exigidos, con carácter inescindible, por la naturaleza
compleja de su función. Vamos a examinarlos a continuación respetando,
aproximadamente, el proceso que normalmente sigue en la práctica la actuación del
notario: recepción de la voluntad de los otorgantes, control de legalidad y autenticación.

A) El notario «redacta»: No es, por tanto, un «autenticador», lo que implica que el


notario debe desarrollar una serie compleja de actuaciones

El artículo 1.º de la Ley orgánica no define al notario, sino que delimita el campo de
su actuación funcional, en razón de las circunstancias históricas que motivaron la
reforma: la separación entre la fe pública extrajudicial y la judicial (GONZÁLEZ
PALOMINO). Pero este aspecto «creador» de la función notarial resulta del artículo 17-
1 de la propia Ley: «El notario redactará escrituras matrices». El notario, para la Ley
orgánica, no es, pues, un dador de fe; no es un autenticador; es un documentador; un
documentador de documentos propios, de documentos que él mismo ha redactado, lo
que sería absurdo entender limitado a las cláusulas formularias; también el tenor negotii
es redactado por el notario (RODRÍGUEZ ADRADOS). La escritura notarial tiene como
autor al notario, pues el hecho de que haya en ella declaraciones de éste y
declaraciones de las partes no empece la realidad de que el autor del documento
completo es el notario. Lo que conlleva que:

1. El notario debe asesorar a las partes

a) Manifestaciones de este deber:

El notario debe asesorar a las partes que acuden a reclamar su ministerio. Junto a
su función de autenticidad, el notario tiene un papel más digno y más elevado, que
deriva de la esencia misma de sus funciones, y que es independiente del mandato más
o menos extenso que las partes, o una de ellas, hayan podido confiarle; tal es la misión
de consejo (RODRÍGUEZ ADRADOS). Consecuentemente, si infringe esta obligación
legal de consejo, exigida por la norma al configurar la función notarial, su
responsabilidad es extracontractual o aquiliana. Así, ha escrito SAPENA que «Nuestro
deber de consejo es ineludible; se debe prestar aunque no se pida». Y ROÁN y
CÁMARA han matizado, a estos efectos, que «el notario no sólo tiene que asesorar,
sino que en la mayoría de los casos debe dar consejo cuando se le pida. El
asesoramiento es más frío que el consejo, el consejo trata de comprometerse en la
decisión de las partes».
Cabe distinguir, en esta genérica obligación de asesoramiento, tres niveles:

a') La información: El notario ha de poner de manifiesto siempre a las partes el


alcance y consecuencias de sus actos, para que aquéllas puedan «formar»
correctamente su consentimiento. Así, por ejemplo, el notario ha de advertir al
otorgante los tremendos resultados que para él pueden irrogarse de un poder general
o de un aval. Sin esta «información», no puede luego hablarse de autenticidad
sustantiva o de fondo; sería un escarnio.
b') El asesoramiento propiamente dicho: Es el que el notario ha de prestar de oficio
a aquella de las partes que lo precise y que aparezca en situación de desequilibrio
respecto a la otra, más poderosa, más culta o con asistencia jurídica propia.
Asesoramiento específico que -Como dice MEZQUITA- no choca con el deber de
imparcialidad del notario, sino que constituye precisamente una manifestación del
mismo, «la imparcialidad compensadora». Así, en esa «compensación» no habrá
nunca parcialidad del notario; sino que cuando la habría es precisamente cuando no
existiera, manteniéndose así el desequilibrio o desigualdad por la omisión o pasividad
del notario. Y esta pasividad no sería imparcialidad, sino «neutralidad», y no se puede
ser neutral ante el riesgo de injusticia, fraude o abuso, ni ante la falta de libertad civil
en la emisión de voluntad. Piénsese en el amplio campo que brinda -para este
asesoramiento- la contratación en masa, con «minuta» impuesta, en el ámbito de un
mercado, como es el financiero, tantas veces distorsionado por una publicidad
sesgada.
c') El consejo: Un paso más en la labor de asesoramiento es el «consejo», que sólo
ha de darse cuando es pedido. Ha escrito PÉREZ SANZ que los particulares requieren
del notario un consejo, una orientación, y ello es una muestra de confianza que la
sociedad ha depositado en nuestra profesión, en base no sólo a los conocimientos
técnicos que tiene acreditados, sino, sobre todo, a su constante servicio a la verdad y
a la prudencia que acompaña su intervención. Con el «consejo», el notario deja de
«prevenir» simplemente, y pasa a «intervenir» en la configuración definitiva del
negocio. Es un desideratum, muchas veces inalcanzable, y sólo posible sobre la base
de una «confianza» en el notario como profesional, cuya base previa es el conocimiento
del notario como persona: de su saber, de su honestidad y de su prudencia. Y este
conocimiento requiere tiempo.

b) El último reducto de este deber: La lectura explicativa de la escritura:

Esta básica y amplia obligación del notario tiene, como ya se ha indicado, un último
núcleo que jamás puede obviarse sin atentar a la esencia misma de la función notarial:
el deber de información; los demás aspectos de la asistencia y el consejo cobrarán
mayor o menor relevancia en cada caso concreto, según las características,
circunstancias y experiencia del cliente de que se trate. Y dicho deber de información
implica, a mi juicio, que la lectura de la escritura, momento cenital de la actuación
notarial, no pueda concebirse como una mera declamación, rutinaria y aséptica, del
texto escrito, sino como una «comunicación», comprensible y operativa (que permita
decidir con suficiente conocimiento de causa), del contenido íntegro de dicho texto.
Para ello, esta «lectura comunicativa» ha de adaptarse cuidadosamente a la capacidad
y cultura de los otorgantes, de modo y manera que éstos sepan al tiempo de la firma,
que -no debemos cansarnos nunca de repetirlo- es el momento de la verdad, aquello
a lo que van a obligarse.
En este mismo sentido, observa con razón ARANGUREN URRIZA que la «lectura
explicativa de la escritura» es una necesidad mayor cuanto que en muchas notarías es
el de la lectura, otorgamiento y autorización, el único momento en que los otorgantes
ven físicamente al notario; y añade que la lectura explicativa podría sustituir a la lectura
del texto íntegro.
A este respecto, creo que son dos los puntos intangibles, dejando a salvo los
cuales, todo es posible: 1 . El notario ha de «comunicar» a los otorgantes el contenido
íntegro del documento, «asegurándose de que lo entienden plenamente»; y 2. Los
otorgantes han de tener la posibilidad de constatar, mediante su examen y lectura
personal -total o parcial-, que el contenido «comunicado» coincide con el texto escrito
del documento, íntegramente redactado antes de su otorgamiento.
2. El notario debe «conformar» la voluntad de las partes

a) Naturaleza jurídica de esta función y carácter central de la misma.

El notario debe «conformar» la voluntad de las partes, explorando su querer y


siguiendo sus instrucciones, para que aquéllas ratifiquen como «suya» la voluntad así
configurada, prestando su consentimiento al documento extendido con arreglo a ella.
El notario debe, en palabras de D'ORAZI, adecuar el supuesto de hecho concreto
querido por las partes a uno de los posibles paradigmas abstractos previstos en las
normas positivas (adecuación necesaria), verificando el efectivo propósito de aquéllas,
controlando su alcance y determinando si es compatible con los principios que
condicionan la autonomía negocial. Se trata de una función jurídica, no económica, que
redunda en interés de las mismas partes y en interés de la comunidad: «A través de la
institución del notariado, y de su máxima expresión concreta que es el documento
notarial, se mira a una finalidad de interés colectivo: el negocio perfecto en el
documento perfecto. La perfección del documento es vana si el documento está viciado
en su sustancia». A esta adecuación se refiere el artículo 147-1 del Reglamento
Notarial: «Los notarios redactarán los instrumentos públicos interpretando la voluntad
de los otorgantes, adaptándola a las formalidades jurídicas necesarias para su
eficacia».
Intentemos puntualizar, a continuación, algunas cuestiones:

a') ¿Quién conforma?:


El notario recibe las manifestaciones de voluntad de los otorgantes, y las adapta a
las formalidades jurídicas necesarias para su eficacia, es decir, les «da forma»
redactando un documento que las partes, al otorgarlo, «hacen suyo», por ser expresión
fiel de su voluntad, autorizándolo posteriormente el mismo notario.
Resulta obvio, por consiguiente, que es el notario quien conforma la voluntad de
las partes: y que es el único que puede hacerlo, por ser absolutamente preciso que
dicha «conformación» preceda al otorgamiento, ya que aquélla ha de ser consentida
(«hecha suya») por los otorgantes, y es el notario el único que «está allí» en aquel
momento. No cabe, por el contrario, limitar la función notarial a la simple autenticación,
dejando al trámite ulterior de la inscripción -en ausencia de los otorgantes-, el intento
de encajar «los títulos notariales con la legalidad vigente». El registrador no
«conforma», sino que «constata» los extremos a los que se refiere el artículo 18 LH e
inscribe lo que proceda, modalizando así la eficacia del título, que, con independencia
de que se inscriba o no, es la ÚNICA ex presión de la voluntad de los otorgantes (lex
inter partes).
El caso contemplado por la Resolución de la DGRN de 18 de octubre de 1991
puede resultar más expresivo, a los efectos que venimos comentando, que cualquier
reflexión teórica sobre el tema. Veamos el supuesto: Cuatro hermanos, dos varones y
dos mujeres, eran dueños -por iguales cuartas partes indivisas- de dos fincas
registrales sitas en el término de Castejón del Puente. A fines de 1985, procedieron -
en escritura pública- a la disolución parcial de la comunidad constituida sobre dichas
dos fincas, efectuando las necesarias segregaciones de las porciones que habían de
adjudicarse a uno de los hermanos, que deseaba separarse de la comunidad, y
estableciendo las servidumbres necesarias para que, con carácter indefinido, el resto
de una de las fincas matrices, que seguía permaneciendo en indivisión y en poder de
los otros tres hermanos, pudiera seguir teniendo acceso a la fuente de riego en una de
las porciones de finca que fueron segregadas y adjudicadas al hermano. Presentada
la escritura en el Registro, se inscribieron la disolución parcial de comunidad, las
segregaciones y las respectivas adjudicaciones, si bien «no se ha practicado operación
(sic) de las cinco servidumbres que comprende por falta de concreción en su
constitución y su ubicación». El recurso contra la calificación del registrador sostiene
que «a la vista de la escritura presentada se evidencia la existencia de un solo negocio
jurídico con una sola causa, que vincula inseparablemente y condiciona las
adjudicaciones motivadas por la disolución parcial de comunidad, con el
establecimiento de servidumbres reales que se constituyen mediante aquélla; por
tanto, no cabe practicar la inscripción de las adjudicaciones de fincas efectuadas sin la
simultánea inscripción de las referidas servidumbres; y el señor registrador, al inscribir
la adjudicación, ha roto «la continencia de la causa», y de este modo ha infringido el
artículo 18 LH». El registrador informó que «en la escritura calificada no aparece
reflejada... la hipotética voluntad de constituir un negocio jurídico complejo», y que «de
la escritura no resulta que se haya querido que la constitución de servidumbre sea
condición indispensable de las adjudicaciones, y aún menos que sea una condición
sine que non de carácter tácito». La DGRN, habida cuenta de la realidad de los hechos
y -me imagino- del concluyente texto de la misma escritura (cuyo expositivo «Sexto»
dice así: «Teniendo en cuenta las adjudicaciones que se verificarán en esta escritura,
como consecuencia de la extinción parcial de comunidad, se establecen las siguientes
servidumbres: ... »), afirmó lo siguiente: «Debe señalarse de modo previo, que si bien
la innegable unidad de la operación realizada, así como la interdependencia y mutuo
condicionamiento existente entre sus varios resultados jurídicos, determinan la
necesidad de un tratamiento registral común para todos ellos, a fin de evitar que un
acceso registral parcial, en conexión con la fuerza protectora de los asientos en el
Registro de la Propiedad (art. 34 LH), pueda ROMPER EL EQUILIBRIO
CONTRACTUAL (las mayúsculas son mías) pretendido por los otorgantes», hay que
concluir que no cabe «por esta vía del recurso gubernativo, decidir sobre la cancelación
de los asientos ya extendidos, que quedan bajo la salvaguarda de los Tribunales (art.
1 LH), y que no podrán ser rectificadas sino con el consentimiento del titular registral o,
en su defecto, mediante la oportuna resolución judicial». Total: Que tres hermanos se
han quedado sin servidumbres inscritas, y a merced de que su hermano se avenga a
otorgar la subsanación precisa, o de los avatares de un procedimiento judicial, con el
tiempo y los gastos que comporta.
En pocas palabras: La voluntad de las partes queda «conformada» en el
documento (tanto si es público como si es privado). Y este es lex inter partes. Y no lo
toca nadie, bajo ningún pretexto. Salvo el juez.
Puede concluirse que, como ha escrito FIGA FAURA, el Derecho patrimonial
participa de la totalidad de los principios que informan al Derecho civil, y, entre ellos, el
reconocimiento del PODER AUTÓNOMO DE LA VOLUNTAD HUMANA, como fuerza
configuradora de las relaciones jurídicas y de su propia normativa. Es decir, que, en un
sistema de economía de mercado que acepta el principio de autonomía de la voluntad,
ésta constituye -a través de su expresión documental- la base de la vida jurídica
extrajudicial. Resulta por ello que, EN UN PRINCIPIO, SIEMPRE ESTÁ EL
DOCUMENTO. Sea público o privado.
Si el documento es público, y por ello dotado de doble autenticidad, formal y de
fondo, es posible articular su plena eficacia erga omnes, mediante su inscripción en
Registros públicos de seguridad jurídica, sin necesidad de un previo control judicial.
Por el contrario, si el documento es privado, no podrá acceder a un Registro de
seguridad jurídica sin un previo control íntegro de su contenido, efectuado por un
funcionario investido -a TODOS los efectos- de la cualidad de juez; es decir,
desprovisto de cualquier rasgo de «profesionalidad».
b') ¿Dónde está el título? La escritura o el asiento.
Dada la articulación documental de la vida jurídica extrajudicial, entendida en el
sentido de que es la voluntad privada plasmada en un documento el elemento motor
de toda la realidad, resulta claro que -como ha escrito RODRÍGUEZ ADRADOS- la
copia autorizada de la escritura pública tiene el carácter de título, cuando haya que
acreditar la propiedad de una cosa, la existencia de un poder, etc.; acompañada, en su
caso, de los documentos complementarios que procedan (certificaciones de defunción,
de últimas voluntades).
El título es, por tanto, el documento; no el asiento que éste provoca. La escritura
es el «título de tráfico» por antonomasia. Es el título el que preexiste, existe y subsiste
debidamente contabilizado en los libros del Registro. Como ya se ha indicado, son los
títulos sujetos a inscripción e inscritos los que producen efecto contra tercero, y son los
títulos sujetos a inscripción y no inscritos los que no perjudican tercero.
No obstante, recordemos que, frente a este sistema originario, ha ido surgiendo
una corriente desnaturalizadora que -propugnando la configuración del asiento como
un documento autónomo, con fe pública originaria, que absorbe enteramente los
principios de legitimación y de fe pública, y que tiene efecto constitutivo respecto a
terceros- sostiene que la escritura no puede, en modo alguno, ser «título de tráfico».
Pues bien, hay que advertir que esta hipertrofia de una de las piezas del sistema
(la inscripción), en detrimento de la otra (el documento), acarreará -de seguir- la
desvirtuación y el colapso de TODO el sistema, ya que conducirá inevitablemente a la
conversión de la inscripción en la addictio (acto de atribución formal) de un magistrado
revestido de imperium.
Pero ésta sería ya otra historia: ¿más eficaz?, ¿más barata? Seguro que no. Vale
la pena, por consiguiente, potenciar el sistema actual, buscando un inteligente
equilibrio entre sus piezas, que redunde en el mejor servicio a la sociedad, única
justificación posible para todos.

c') El momento de la verdad: el de la consumación de las prestaciones del negocio.


Si en un principio está la voluntad privada y ésta se plasma en un documento, es
evidente que el momento central de un negocio es el de su otorgamiento, que coincide
normalmente con el de la consumación, cuanto menos parcial, de las recíprocas
prestaciones pactadas. Y es precisamente en este momento cuando las partes han de
ser asesoradas, y es en este instante cuando procede el control de legalidad. Y, para
ello, es necesario «ESTAR ALLÍ». Y en este «ESTAR ALLÍ» radica la razón de ser de
la existencia histórica del notario, la esencia de su función y LA VENTAJA
IRREBATIBLE de su intervención en la particular «historia» de cada documento.
«ESTAR ALLÍ» de forma activa, asesorando y controlando la legalidad, poniendo los
presupuestos necesarios para que la escritura merezca este crédito social sancionado
por el ordenamiento, que constituye su autenticidad de fondo.

b) Aspectos de esta función.

a') El control de la regularidad del negocio.


El notario ha de ejercer un efectivo control de la regularidad del negocio
(legitimación, titularidad y situación registral), y cuidar de que el documento sea
«completo» (reflejando fielmente la titularidad y el estado de cargas, e incorporando
todos los documentos que lo complementan).

a") La comprobación de la legitimación:


En primer lugar, el notario debe comprobar la capacidad natural de los
comparecientes con todo rigor, extremado si cabe en determinados actos -
testamentos, donaciones, etc.-, por las especiales circunstancias que en ellos suelen
concurrir, entre las que figura la prolongación creciente de la vida humana, que provoca
la aparición de «zonas» de incertidumbre cada vez más frecuentes.
Y, acto seguido, el notario debe calificar si los comparecientes están legitimados
para actuar en el tráfico jurídico, en el sentido en que quiere hacerlo; es decir, si
«pueden» hacer lo que pretenden. Para lo cual debe proceder, en su caso, a la
comprobación de la representación alegada, exigiendo al efecto la exhibición -para su
testimonio suficiente- de la copia auténtica (no testimonio) del poder correspondiente,
y sin que sea en modo alguno admisible la exigencia de que dicha copia se
complemente con una certificación del Registro Mercantil, ya que -como se ha dicho-
la copia auténtica de la escritura es título suficiente para el tráfico. Y, aunque sea con
el cansancio que provocan algunas resoluciones de la DGRN, hay que insistir en lo
contrario que resulta al espíritu del sistema, tal y como fue inicialmente diseñado, el
sobreponer a la calificación notarial de la representación otra calificación -la registral-,
que constituye -en este punto concreto- un ejemplo claro de aquellos casos de doble
calificación no justificados que, a no tardar mucho, la vida práctica rechazará,
provocando una situación de crisis que -y sobre esto que no haya duda- a todos
afectará, por entender quizá la sociedad que el conflicto se ha producido, no por un
afán extremado de servicio, sino por una exacerbación del celo puesto al servicio de
los intereses corporativos.
Dos ejemplos: 1. Escrituras otorgadas en base a un poder que el notario califica de
suficiente, testimoniándolo total o parcialmente; presentada la copia en el Registro de
la Propiedad, el registrador estima que la calificación del notario, que ha testimoniado
las facultades, no es suficiente y pide que se le aporte la copia del poder; este criterio
del registrador es, sin duda, depresivo para la calificación del notario autorizante. 2. El
caso de poderes otorgados por entidades que no están inscritas en el Registro
Mercantil, en el que el registrador invoca que, al no estar inscrito el poder en dicho
Registro Mercantil, le corresponde calificar no sólo las facultades, sino además la
competencia del órgano que lo confirió, como si el notario no hubiese hecho esta
calificación, bajo su responsabilidad, con lo que se atribuye a la calificación registral un
valor que se niega a la notarial.

b'') La comprobación de la titulación: El notario ha de ejercer, a continuación, un


efectivo control de la titulación de los derechos a transmitir y de su situación registral
en cuanto a la titularidad de los mismos, es decir, debe comprobar que el
compareciente sea el efectivo titular del derecho objeto del negocio jurídico que se
propone otorgar, requiriendo para ello la presentación de la titulación pertinente. Esta
titulación será, las más de las veces, la copia auténtica de la escritura pública; sin que
lo sea, en ningún caso, la certificación registral, que no recoge el contenido íntegro del
título inscrito, por excluir los pactos carentes de trascendencia real.
El notario ha de cuidar de reflejar con detalle la falta de titulación «auténtica»
suficiente; así como de consignar en la copia exhibida el acto o negocio realizado,
mediante la oportuna nota.

c") La comprobación de cargas: El notario ha de ejercer también un efectivo control


respecto al estado de cargas de los derechos a transmitir y su situación registral.
La comprobación de titularidad y cargas, así como la de la descripción de la finca
objeto de la escritura, se ha planteado en términos más exigentes en los últimos años,
a consecuencia de algunas disfunciones del sistema notarial -registral puestas de
relieve por ciertas denuncias, más o menos fundadas, de usuarios extranjeros, que se
produjeron a fines de la década de los ochenta. La respuesta normativa ha sido
inmediata y se ha desarrollado en dos fases: La primera, concretada en el Real-Decreto
1558/1992, de 18 de diciembre; y la segunda, plasmada en el Real-Decreto 2537/1994.
Ambas normas han intentado abordar el tema en su conjunto, definiéndolo como
«colaboración entre las Notarías y los Registros de la Propiedad para la seguridad del
tráfico inmobiliario». El sistema de coordinación elegido es discutible por el margen de
error que admite y al que otro sistema posible -el de reserva de rango- no hubiese dado
lugar. Pero razones de política legislativa han impuesto el hoy vigente, cuyas líneas
generales son como sigue:

- Solicitud: Forma y contenido.


Antes de autorizar cualquier escritura de transmisión o gravamen de bienes
inmuebles, el notario deberá haber obtenido, dentro de los diez días hábiles anteriores
al otorgamiento, información del Registro de la Propiedad sobre la descripción de la
finca, su titular y las cargas, gravámenes o limitaciones vigentes, incluidas las que
afecten a las viviendas ,de protección oficial.
Esta información podrá obtenerla el notario por cualquiera de los medios de
publicidad formal -incluido el telefax- y su resultado, el medio utilizado y su fecha se
hará saber a los otorgantes y se reflejará en la parte expositiva de la escritura, sin
perjuicio de las manifestaciones del transmitente o constituyente sobre la titularidad y
cargas, que se harán constar, en su caso, a continuación.
La información (normalmente una nota expedida por el registrador bajo su
responsabilidad) será remitida dentro de los tres días hábiles siguientes al de la
recepción de la solicitud, salvo casos de especial complejidad en que el plazo se alarga
hasta cinco días. El plazo de vigencia de la información es el de diez días naturales
siguientes a su recepción por el notario. Durante este plazo de vigencia, el registrador
deberá comunicar al notario que hubiera solicitado la información, dentro de las
veinticuatro horas siguientes a que se produzca (a partir del 1 de marzo de 1996, el
mismo día en que se produzca), la circunstancia de haberse presentado en el diario
otros títulos que afecten o modifiquen la información, así como el hecho de haber
recibido solicitudes posteriores de información registral respecto de la misma finca
procedentes de otras Notarías.
- Excepciones.
Lo dicho no será de aplicación en los casos siguientes:
a) Cuando la escritura sólo contenga actos a título gratuito.
b) Cuando el adquirente declare su voluntad de prescindir de la información
registral por su conocimiento de la situación jurídica del inmueble. Esta manifestación
se hará constar expresamente en la exposición de la escritura.
c) Cuando el disponente sea el Estado, una Comunidad Autónoma, una entidad
local y, en general, cualquier entidad de Derecho Público.
En estos casos y en los supuestos en que de la información del Registro resulte
que el inmueble no está inmatriculado, o no se halla inscrito el título acreditativo de la
titularidad del disponente al tiempo del otorgamiento, las cargas y gravámenes que
recaigan sobre el inmueble se harán constar por lo que resulte de la manifestación de
la parte transmitente o constituyente del gravamen y por lo que aparezca en los títulos
que se exhiban al notario.
- Eficacia.
En todo caso, el notario hará advertencia expresa en la parte expositiva de la
escritura de que prevalece sobre la información, o sobre la manifestación a que se
refiere el apartado anterior, la situación registral existente con anterioridad a la
presentación en el Registro de la copia de la escritura autorizada. No puede negarse
que resulta desalentador llegar a esta conclusión. Bien es cierto que, en la mayoría de
los casos, el sistema funcionará. Pero no es menos cierto que la posibilidad de
disfunción resulta potencialmente real, ya a priori, por la misma mecánica prevista.
- Presentación en el Registro por medio de telefax.
Precisamente para obviar la falla del sistema que resulta del apartado anterior, el
notario podrá presentar la escritura en el Registro por medio de telefax, a efectos del
asiento de presentación, tanto por voluntad propia como a solicitud del interesado. Esta
presentación por telefax puede hacerse ahora en cualquier Registro (no sólo, como
antes, en los Registros situados en población distinta de la residencia del notario), el
mismo día del otorgamiento; y este mismo día o el siguiente, el registrador confirmará
al notario la recepción también por telefax. Una vez producido el asiento, se deberá
presentar en el Registro copia autorizada de la escritura dentro de los diez días
siguientes; transcurrido dicho plazo sin que se presente la copia, caducará el mismo.

b') La valoración de los fines: Los negocios simulados y fraudulentos.


Especial preocupación suscita en el ámbito notarial el negocio fraudulento o
simulado, que se encuadra en lo que José-Javier CUEVAS CASTAÑO llama «el difícil
equilibrio entre asesoramiento y control de legalidad», ya que «cuando asesoramos,
estamos anticipando -por pura congruencia- el control de legalidad; y, cuando
controlamos la legalidad, estamos asesorando, al procurar coordinar las voluntades
diversas de los particulares, y encuadrarlas en la voluntad general de la que la norma
es expresión».
Debe recordarse al respecto que la calificación del notario abarca, como ha escrito
RODRÍGUEZ ADRADOS, «todos los tipos de ineficacia; ante todo, la nulidad radical o
absoluta, pero también la anulabilidad y rescindibilidad por causas coetáneas al
negocio; y los actos fraudulentos, en fraude de ley y en fraude de los derechos de los
terceros».
Consecuentemente, el notario debe ser especialmente escrupuloso para evitar que
el documento público ampare negocios simulados o fraudulentos, atribuyéndoles,
mediante la «autorización» una apariencia de respetabilidad. Y, por supuesto, jamás
puede llevar su «asesoramiento o consejo» al extremo de sugerir fórmulas
fraudulentas. Y, en caso de duda, debe negar su intervención.
Vale la pena insistir en una idea: No existe una posición personal más indecente
que aquella que distingue, en beneficio propio, entre «verdad material» y «verdad
formal». La recta conducta impide siempre utilizar a ésta, con el fin de ocultar a aquélla.
Y si esto puede predicarse, en general, respecto a toda persona, con mucho mayor
motivo puede exigirse al notario, al que la sociedad ha dotado históricamente de un
"plus" de «credibilidad». El notario ESTÁ AHÍ para algo que no es precisamente para
contribuir a la utilización de las instituciones jurídicas como «burladero» o como
«paraguas».
MEZQUITA, por su parte, relaciona este tema con el deber de imparcialidad, y
escribe que no hay que «encerrar la imparcialidad notarial en el marco de las relaciones
inter partes establecidas por contratos bio multilaterales... Es necesario añadir que la
"imparcialidad" es un término convencional que en modo alguno debe limitarse a las
"partes" de un contrato, sino a cualquier "partícipe" actual o potencial en un interés
puesto en juego en un acto jurídico formalizado o por formalizar con intervención de
notario... Ello se manifiesta... en lo relativo a la proyección externa de los contratos: su
repercusión en terceros. También el notario debe ser "imparcial" con respecto a ellos;
y en aras de esa imparcialidad debe denegar su ministerio si conoce o colige
fundadamente que el contrato se concierta en daño directo, o fraude, de terceros
(acreedores, titulares de derechos legales de preferencia adquisitiva, etc.)¶¶

c') La adecuación del negocio al ordenamiento jurídico:


El notario, al desarrollar su labor de «conformación», ha de perseguir la plena
adecuación del negocio al ordenamiento jurídico, tanto a la norma concreta, como a los
superiores valores que lo informan de libertad, igualdad y justicia.
Es preciso, por ello, que el notario vele no sólo por los intereses de la menos
protegida de las partes, sino también por los intereses de los terceros y por los intereses
públicos. Pudo así escribir un viejo e ilustre notario: «Existe un límite que un notario no
puede jamás traspasar: el perjuicio de tercero». Y debe añadirse que, a estos efectos,
el Estado es un tercero. Las consecuencias que de ello cabe extraer son obvias; por
ejemplo, en materia fiscal. Porque una cosa es asesorar a las partes para que consigan
los fines lícitos que se propongan alcanzar, y otra cosa muy distinta, la utilización
oblicua de las instituciones.
Porque es cierto que el notario no puede entrar en las intenciones y móviles últimos
de las partes, entre otras razones, porque no es Dios; pero también es verdad que el
notario no es un reproductor aséptico de declaraciones ajenas, que ni siente ni padece.
El notario -para serlo- ha de «mojarse», ha de «comprometerse en el negocio»; es
decir, intentar averiguar, en la medida de sus posibilidades, lo que hay detrás del
negocio propuesto, y actuar luego en consecuencia. Una vez Más, ESTAR ALLÍ de
forma activa, no como una estatua de sal. Y utilizar la cine constituye la virtud jurídica
por excelencia, que es la prudencia.

c) Especial referencia a la contratación mercantil: Su «estandarización».


La reciente reforma del Derecho de sociedades brinda la ocasión para una reflexión
en tomo al sentido de la función notarial en este campo, que debe partir de la
constatación de un hecho: el de que, como consecuencia del doble proceso de
adaptación de los estatutos de las sociedades anónimas a la nueva ley y de la
transformación de éstas a sociedades de responsabilidad limitada, se ha producido una
tremenda «estandarización» de los estatutos, de modo y manera que, por lo general,
el mismo ropaje estatutario visten las grandes empresas industriales que las pequeñas
compañías comerciales, las corporaciones con capital de múltiple procedencia que las
sociedades familiares.
Puede achacarse parte de la culpa al rigorismo de una calificación registral, dispar
y, en ocasiones, desorbitada y arbitraria, que ha disuadido de cualquier «aventura»
innovadora, por el temor a la pérdida de tiempo que provocan las iniciales denegación
o suspensión de la inscripción, aunque posteriormente se gane el eventual recurso.
Prueba de ello radica en que el temor a cualquier «cambio» no es achaque exclusivo
de los despachos notariales, sino también de los bufetes de abogados, grandes y
pequeños, que prefieren apostar por lo seguro: el texto estatutario estereotipado.
Buena prueba del desorbitado alcance del que, a veces, se reviste la calificación
registral, lo constituyen dos recientes resoluciones de la DGRN.
En una de ellas (la de 22 de junio de 1993), el registrador suspendió la inscripción
de una constitución de sociedad limitada «por existir una desproporción absoluta entre
la cifra del capital y las actividades integrantes del objeto, que hace imposible la
consecución del mismo»; y mantuvo su Nota en el Acuerdo, alegando que «la
denominada infracapitalización... no es materia reservada al legislador y por ello puede
ser objeto de calificación». La DGRN estimó el recurso interpuesto, revocando el
acuerdo y la nota del registrador, con el argumento de que al requisito legal de las
500.000 pesetas «ha de ajustarse el registrador en su labor de calificación»; pero
desaprovechó una vez más la ocasión de salir al paso y cortar esta hipertrofia
calificadora, que excede los límites del «acto de constatación», para infringir
frontalmente dos principios: el de la libertad civil (libertad de acción de los particulares
dentro de los límites legales; arts. 1.255 CC y 10 LSA) y el de unidad de jurisdicción.
Porque hay que decirlo: el registrador no es quién para entrar en el ámbito de la libertad
privada, sometido únicamente a la jurisdicción de los jueces y tribunales. ¿Quién es el
registrador para estimar qué capital es o no suficiente para la consecución del objeto
social?
En la otra (de 29 de junio de 1993), la registradora denegó la inscripción de un
aumento de capital porque «no se acredita la aportación dineraria de los accionistas
que suscriben el aumento de capital, ya que precisamente lo que resulta de los
resguardos del banco es que el ingreso del efectivo se ha efectuado por la propia
sociedad, lo cual puede corresponder a cualquier operación ordinaria de la misma»,
pese a que dichos certificados son expresivos del ingreso en concepto de ampliación
de capital. En este caso, la DGRN, al revocar -como no podía ser menos- el Acuerdo y
la Nota de la registradora, afirma que «se trata de una cuestión... sin entidad suficiente
para entorpecer la inscripción».
Ahora bien, lo dicho no obsta para que deba reconocerse que buena parte de la
responsabilidad por esta «estandarización» de la contratación mercantil corresponde
también a los notarios, que llevados por la facilidad, las prisas... y el ordenador,
tendemos en muchas ocasiones a igualar a todo tipo de compañías, sometiéndolas al
mismo ordenamiento estatutario, con menoscabo de la función de asesoramiento a que
antes nos hemos referido, y que tan amplio campo brinda aún en el ámbito de la
pequeña y mediana empresa. Sólo así se explica, por ejemplo, esta proliferación de
administradores solidarios con facultades omnímodas que, si tienen sentido en
sociedades familiares, carecen de la más mínima razón de ser en otro tipo de
sociedades. El notario no puede olvidar que su labor de «conformación» alcanza
también a la contratación mercantil, ya que, en caso de preterirlo y convertir la
redacción de la escritura de constitución en poco más que el «rellenado» de un
formulario fijo preexistente, su labor comienza a carecer de sentido.
Cabe concluir este apartado sosteniendo que la virtualidad del sistema pasa
también, en el ámbito mercantil, por una escritura dotada de «autenticidad de fondo»,
por haberse puesto en su redacción todos los presupuestos necesarios para ello; así
como, por una calificación registral rigurosa, pero que no desborde sus límites naturales
de «acto de constatación», mermando la libertad civil e invadiendo el ámbito de
actuación reservado a los jueces. De no ser así, el sistema degenerará en burocracia
estéril, obstáculo al espíritu de empresa y a la libertad, consustanciales a la economía
de mercado. Vale la pena no olvidarlo.

3. El notario debe prestar su función en igualdad de condiciones para todas las


partes que intervienen en el documento

a) El deber de imparcialidad.
El notario, tal y como históricamente ha sido configurado en España, debe prestar
su función en igualdad de condiciones para todas las partes que intervienen en el
documento, de modo y manera que todas lleguen a tener un cabal conocimiento de su
contenido y de sus respectivas posiciones, gozando del asesoramiento que precisen
según sus respectivas necesidades. Hay que hablar así de imparcialidad del notario,
no en el sentido de una actitud psicológica propia de quien no toma partido, sino como
una imparcialidad activa, orientada a favorecer al contratante más débil, menos experto
en Derecho, más desprovisto (MOLLEDA). En este sentido, la reforma del Reglamento
de 1984 introdujo el párrafo 3.º del artículo 147, según el cual el notario insistirá en
informar a una de las partes respecto de las cláusulas propuestas por la otra y prestará
asistencia especial al otorgante necesitado de ella.
José-Luis MEZQUITA se ha ocupado extensamente de esta materia. Parte de la
no explicitud legal del principio de imparcialidad, ya que no hay base suficiente, en la
Ley Orgánica, para fundarlo; si bien puede deducirse del carácter «público» con que
es diseñada en la misma la función notarial. Y añade que las carencias de la Ley se
han intentado suplir en el Reglamento Notarial, que configura también la función de
«consejo» con el carácter de objetivo e imparcial, por ser un deber del notario como
funcionario público. Y así se ha vivido en tiempos menos expuestos que los presentes,
cuando los desequilibrios de posición contractual entre las partes eran raros y menos
acusados que ahora. Pero ha sido la reforma reglamentaria de 8 de junio de 1984, una
vez promulgada la Constitución, la que ha expresado el deber de imparcialidad con el
alcance de presupuesto o principio general, a través de sendas referencias en los
artículos 142 y 147, que configuran al notario -aparte del juez- como el único detentador
de una función pública de naturaleza jurídica intrínseca al que la norma exige
explícitamente esa condición de imparcialidad en su servicio. Ello supone configurar al
notario como dispensador de lo que RODRÍGUEZ ADRADOS llama «justicia
preventiva», y MEZQUITA, «seguridad preventiva».
El artículo 142 afronta el tema de la «imparcialidad» desde la perspectiva de libre
elección del notario, y -en su párrafo 3.'º- aborda el verdadero problema de los
contratos entre desiguales, asignando al contratante débil -individuo entre la masa- el
derecho de libre elección, y prescindiendo tanto del criterio del libre pacto como del de
la obligación de pago de los aranceles. No obstante, se limita el ámbito del precepto a
los contratos onerosos de transmisión de bienes o derechos, dejando fuera a los
contratos de financiación (préstamos y créditos), que condicionan de facto en la
realidad económica actual la realización de los de objeto traslativo. Así, el precepto ha
resultado tarado por su cortedad.
El artículo 147, párrafo 3.º, del propio Reglamento, pone de relieve la función
equilibradora o compensadora del notario en el plano de conocimiento o consciencia
de las partes, cuando ésta fuere, por la relación entre ellas, desigual como
consecuencia de su notoria diferencia de poder e información. Y plantea el tema de la
imparcialidad, no en el plano de la «redacción» del documento, que -a juicio de
MEZQUITA- no es cuestión de «imparcialidad», sino de «veracidad», sino en el plano
de la compensación en la información y asesoramiento, y del equilibrio en el análisis
de la legalidad y juridicidad del supuesto a documentar. Es decir, se sitúa el tema de la
imparcialidad en el plano de la función de asistencia, que ha de llegar, incluso, a insistir
en informar a una de las partes respecto de las cláusulas propuestas por la otra, y
prestar asistencia especial al otorgante necesitado de ella.
Destaca también MEZQUITA cómo esta «imparcialidad compensadora» resulta
clave para el Derecho de los Consumidores, cuyo fundamento es constitucional, ya que
el artículo 51-1 CE ordena a los poderes públicos garantizar la defensa de los
consumidores y usuarios.
De la interrelación de ambos planteamientos, y de la interpretación integradora de
ambos preceptos, deduce el mismo autor que A QUIEN CORRESPONDE LA
ELECCIÓN DEL NOTARIO OBLIGADO A REDUCIR CON SU INFORMACIÓN Y SU
ASISTENCIA ASESORA LA INFERIORIDAD DE UNA PARTE CONTRATANTE, ES
«SIEMPRE» AL OTORGANTE QUE PADECE ESTA SITUACIÓN.

b) Los problemas que al efecto plantea la existencia del «cliente poderoso».

a') La eventual pérdida de independencia del notario.


Luis FIGA FAURA ha escrito, con su habitual agudeza, que la característica
fundamental de la denominada contratación masiva se encuentra en el hecho de que
uno de los contratantes lo es «profesionalmente» y, por tanto, contrata con muchos.
Para una de las partes, el contrato es una operación mercantil, acostumbrada, repetida,
conocida, rutinaria; para la otra parte es una operación civil desacostumbrada, única,
desconocida, importante -y a veces decisiva- para su existencia personal o familiar. ¿Y
el notario? El notario se encuentra entonces ante el denominado «cliente poderoso» -
poderoso económicamente, poderoso en conocimientos jurídicos y en asesorías de
toda clase, poderoso en capacidad negociadora-, que produce y negocia bienes
seriados y estandarizados, para colocarlos en forma masiva a consumidores, exigente,
reclamador de facilidades -para él-, deseoso de concluir rápidamente con cada asunto,
de allanar cualquier singularidad molesta o entorpecedora, de concertar contratos
«hechos en serie», y de entendérselas con clientes tratados también «en serie». Pero,
simultáneamente, el notario se encuentra con el cliente «a secas», con el cliente
jurídicamente -y muchas veces no sólo jurídicamente- indigente, con el cliente que
quizá por primera vez pisa una Notaría, que quizá por primera vez entra como sujeto
activo en el mundo del Derecho privado.
Este es -concluye FIGA- el reflejo en nuestros despachos de la forma actual de
contratación. Y su peligro es evidente: el de que el notario, por primera vez en su
historia, falte a su fundamental deber de imparcialidad, y se adscriba al servicio de
cualquier gran empresa como asesor de la parte más fuerte, convirtiendo a los seres
humanos incluidos en la otra parte en meros consumidores, que deben tomarlo o
dejarlo, en las condiciones que más favorezcan a aquellos que las imponen. Pero
también constituye la ocasión de que el Notariado ponga de relieve de forma más
acusada la «función social» que le corresponde: el ejercicio de la «imparcialidad
compensadora», difícil -y a veces heroica- para el notario aislado; pero sin duda más
fácilmente practicable para el Notariado como institución, siempre que ejercite sus
facultades en la materia -no desdeñables-, a través de sus órganos de representación
(Juntas Directivas y Junta de Decanos), que tienen que asumir ya sin más demora el
protagonismo que en este campo les corresponde, lo que requiere sin duda en las
personas que ostenten tan honrosa carga, no sólo conocimientos suficientes -que se
dan por descontados-, sino coraje y generosidad, que a nadie se le suponen y que hay
que acreditar.

b') Posibilidades de actuación corporativa.


a") La libre elección del notario.
De la interpretación integradora de los artículos 142 y 147 del RN antes expuesta,
así como del mandato del artículo 103 in fine de la CE, deduce MEZQUITA la obligación
del Consejo General del Notariado y de las Juntas Directivas de corregir
disciplinariamente la infracción del artículo 142, párrafo final. Dice literalmente así: «Si
la Constitución exige a los poderes públicos garantías de imparcialidad para las
funciones públicas; si las notariales lo son; y si los órganos corporativos ejercen por
delegación de la Administración el control y promoción de esas garantías a través de
sus competencias de organización del servicio y de disciplina, estos órganos incurren
respecto al mandato constitucional en soslayo o desacato si no proceden o ordenar,
prevenir y corregir con la mayor diligencia y rigor cualquier disfunción real o demasiado
aparente que comprometa la convicción social de la imparcialidad del notario, muy
especialmente en los contratos de adhesión y en general en cuantos se celebran entre
partes distanciadas por una fuerte desigualdad».
Y añade: «Es por ello que... resulta necesario formular otras proposiciones,
requiriendo a la Administración a que haga lo que los órganos corporativos delegados
no han querido o sabido hacer: garantizar al grado máximo a los adquirentes
inmobiliarios, consumidores o no, conforme a los artículos 5.º, 4, c), del RDL de 21 de
abril de 1989, 142, párrafos tercero y final, y 147, párrafo tercero, del Reglamento
Notarial vigente, y desarrollando debidamente el superior mandato de la Constitución,
en su artículo 103,3, in fine, en la línea ya iniciada por la Disposición Adicional 10 de la
Ley 33/1987, de 23 de diciembre, las garantías absolutas de imparcialidad en el
ejercicio de las funciones públicas notariales que reclaman, con particular empeño, las
organizaciones de consumidores y usuarios, en relación con la documentación de los
contratos de crédito y préstamo financieros y los de transmisión de inmuebles a que tal
financiación se aplica».

b") La minuta impuesta uni lateralmente.


En este caso, el quehacer del notario aislado se ha de limitar necesariamente a la
«lectura explicativa» de la escritura redactada con arreglo a minuta, ya que ello
constituye el único resquicio a través del que puede penetrar y desarrollarse la función
notarial, entendida en su amplia concepción tradicional. Pues, en todos aquellos
numerosísimos supuestos en los que las escrituras se redactan con arreglo a minutas
«impuestas» por una de las partes -generalmente un gran agente financiero-
tratándose como se trata de auténticos contratos de adhesión (en ocasiones
redactados de forma deliberadamente «kafkiana»), lo único que puede hacer el notario,
para ser fiel a su condición de tal, es hacer explícito y diáfano al contratante débil el
contenido del contrato que se dispone a firmar. Parece tarea modesta, y,
efectivamente, lo es; pero no de escasa trascendencia, si el notario la desarrolla con la
pulcritud que exigen al mismo tiempo su obligación y su propio sentido de autoestima,
que lo libere de la condición de paniaguado de un cliente poderoso.
Pero, afortunadamente, mucho más amplias son las posibilidades de actuación
corporativa, ya que -por una parte- cabe la revisión institucional de las minutas
«impuestas» por los «clientes poderosos», y su subsiguiente publicación, así como la
información específica al respecto, tanto a la Administración como a las asociaciones
de consumidores, con las que convendría el establecimiento de relaciones estables y
normalizadas al efecto.

B) El notario controla la legalidad

1. Dialéctica entre autonomía y control. Alcance e importancia creciente del control


de legalidad dentro del marco de un Estado intervencionista

a) Su justificación.
Ha escrito ULRICH KLUG que la suposición de que la autonomía, el derecho de
autodeterminación de la persona, es uno de los valores jurídicos supremos en el Estado
de Derecho democrático y liberal, puede ser postulada como prácticamente
incontrovertida. Así, el derecho individual de autodeterminación se ha ido imponiendo
cada vez más a nivel jurídico mundial, como lo demuestra la creación internacional de
posibilidades de interponer recursos individuales en caso de violación de los derechos
humanos, tanto por la Convención Europea para la Protección de derechos humanos
y libertades fundamentales de 1950 como por el Pacto Internacional sobre derechos
civiles y políticos de 1966.
En tanto derecho humano, el derecho de autodeterminación está estrechamente
vinculado a la dignidad humana como base de todos los derechos humanos. Un
presupuesto indispensable para el aseguramiento de la dignidad humana es el derecho
de autodeterminación (PRINCIPIO DE AUTONOMÍA), y toda violación del mismo es
también una violación de la dignidad humana.
Por otra parte, es evidente que para la autonomía existen y tienen que existir límites
jurídicos de validez, porque de otra manera no serían realizables los derechos y
deberes humanos que resultan de los principios de igualdad y de solidaridad. Son
necesarias, por tanto, medidas de conducción y éstas, a su vez, no pueden prescindir
de mecanismos de control si es que ha de lograrse una estructura lo más libre posible
de dominación. Resulta de todo ello que la dialéctica entre autonomía y controles se
presenta como un grave problema filosófico y jurídico. Dentro del marco de esta
dialéctica es especialmente difícil determinar los límites de la competencia de control
frente a la autonomía privada.
Y es que la justificación del intervencionismo estatal y de su plasmación en diversos
controles de legalidad, no puede tampoco ocultar la realidad de los eventuales excesos
de los Estados actuales, que, absorbiendo como propio cuanto sirve al bien común -
servicio público-, tienden a funcionarizar todas las estructuras de aplicación del
Derecho, insertándolas en el marco de una democracia «hegemónica» y «no
participativa».
Conviene, por ello, recordar continuamente a todas las instituciones del Estado -
con su generalizada tendencia a la jerarquía y a las actuaciones propias del Estado de
autoridad- que la autonomía privada es uno de los principios fundamentales del Estado
de derecho liberal. Y, en consecuencia, hay que reivindicar la primacía de la autonomía
de la voluntad privada ajustada a la Ley, afirmando que ésta sólo está sometida -en
principio- al control judicial; y, si bien es cierto que necesita en ciertas ocasiones ser
«conformada» -en orden a su eficacia y en aras de la seguridad- mediante su sujeción
a unos eventuales controles de legalidad no judiciales, éstos han de estar estrictamente
tipificados en cuanto a su alcance y contenido, limitándose a una mera aplicación
«silogística» de los preceptos y a una aséptica valoración requisital de los supuestos,
y sin que pueda jamás entrar en el terreno de la declaración de derechos, ámbito
reservado al poder judicial.

b) Los límites del control de legalidad no judicial en un Estado de Derecho.

Francisco-José ARANGUREN URRIZA plantea este tema con un ejemplo que toma
de una reciente polémica provocada por un estudio de ANDRINO HERNÁNDEZ acerca
del acta notarial de la junta de una sociedad anónima. ANDRINO entiende que el
notario, al controlar (conforme al art. 101-1 RRM) sobre el cumplimiento de los
requisitos legales y estatutarios de convocatoria, debe negar su autorización si su
criterio es contrario no sólo en aspectos formales, sino también en cuanto al contenido
del orden del día, en cuanto a asuntos a tratar, etc. Por el contrario, autores ajenos al
Notariado, como NEILA NEILA, ven un peligro en la calificación notarial -sustraer al
Juzgado contiendas que sólo en él deben ser resueltas- y entienden que la norma
reglamentaria es ilegal. VICENT CHULIÁ, por su parte, admite el control de legalidad,
pero lo circunscribe sobre la mera convocatoria. Y en este mismo sentido restrictivo se
manifiestan URÍA-MENÉNDEZ-MUÑOZ PLANAS.
El supuesto planteado no es sino una manifestación concreta del amplio problema
al que se refiere el epígrafe de este apartado: los límites del control de legalidad no
judicial. En este punto hay que partir de una doble consideración:
- La función pública está atribuida al notario sin la correspondiente matriz del poder
público: él es un oficial público quod officium, pero no también quod potestatem, que
es lo que provoca la diferencia entre el documento notarial y el documento judicial.
Consecuentemente, hay que impedir que el notario pueda erigirse en juez único e
inapelable, atribuyendo un desmedido y discrecional alcance a su control de legalidad,
en contraste totalmente con el sistema de garantías aseguradas a las partes en sede
procesal (GIULIANI, citado por RODRÍGUEZ ADRADOS).
- El control notarial de legalidad se lleva, pues, a cabo por la vía negativa del control-
rechazo, del control denegación, cuando el notario «constata de manera directa» -es
decir: sin ir más allá de los hechos, sin hacer conjeturas, ni verificar juicios de valor-
que el acto o contrato es, en todo o en parte, contrario a la ley, a la moral o a las buenas
costumbres, o se prescinde por los interesados de los requisitos necesarios para la
plena validez de los mismos. Para emitir juicios -e interpretar las normas, más allá de
la aplicación directa de los preceptos legales atinentes al caso-, están los jueces. Y
sólo ellos.
Puede concluirse, por tanto, utilizando la ajustada expresión de ARANGUREN
URRIZA, que dejar la «interpretación normativa» en manos del notario, supondría
hacer discrecional la prestación de su función. Lo que no es admisible, pues supondría
un atentado frontal a la seguridad jurídica, so pretexto de velar por ella.
Obviamente, lo dicho para los notarios vale también para todos cuantos no sean
jueces, y estoy pensando, obviamente, en los registradores. Máxime cuando un
eventual exceso de escrúpulo, introduciendo excesivos obstáculos en cualquier estadio
del iter negocial, puede traducirse en una grave parálisis del comercio y, por
consiguiente, en una injustificada lesión del mismo interés general (GIULIANI).

2. El control de legalidad notarial

a) Sus ventajas: Preceder a la consumación del negocio.


El notario, al autorizar un documento público, debe comprobar que éste reúne todos
los requisitos exigidos por la legislación para que el negocio documentado produzca
todos sus efectos. Este aspecto de la actividad notarial ha incrementado enormemente
su importancia en los últimos tiempos, debido a la concurrencia de dos tipos de
razones:
- Por una parte, el Estado utiliza a la institución notarial para el desarrollo de las
concretas políticas de fomento, adoptadas en cada momento por sus órganos de
gobierno; cabe incluir aquí, por ejemplo, todos los requisitos exigidos por la legislación
del suelo (así, las licencias de parcelación), la reguladora de las inversiones extranjeras
(así, las autorizaciones y verificaciones administrativas, y las certificaciones
acreditativas de la aportación dineraria exterior), y la reciente reforma del Derecho de
sociedades (así, el control de la realidad de las aportaciones realizadas a las
sociedades anónimas).
- Y, por otra, por la creciente importancia que ha cobrado, en estos tiempos, toda
la problemática derivada de la existencia de fraudes inmobiliarios, que han provocado
ya una reforma de la normativa urbanística tendente a controlar el ingreso en el
mercado de los locales y viviendas, mediante la exigencia de la aportación de la licencia
de obras y del certificado de terminación de éstas para el otorgamiento e inscripción de
las declaraciones de obra nueva.
Con este control de la legalidad se cumple, al decir de PRADA, una doble misión:
«Para el Estado se consigue, a través de la colaboración notarial, la obtención de
determinados fines de interés público. Para las partes es la seguridad de que en el acto
que realizan están cumplidos todos los requisitos precisos para que desarrolle la
plenitud de sus efectos».
La trascendencia del control notarial de legalidad radica en que la intervención
notarial es anterior al momento en que el negocio va a tener lugar, y el notario puede
llevar a cabo, en consecuencia, su labor cautelar a fin de conseguir, en palabras de
MORO, «el resultado óptimo para el sujeto que ha requerido su obra», resultado que
sería «pésimo» si no alcanzara la tutela del ordenamiento jurídico (RODRÍGUEZ
ADRADOS).
La misión esencial del notario no es, por consiguiente, la negativa de controlar o
calificar, aunque tenga que hacerlo -dentro de los límites vistos-. Su función primordial
es la positiva de guiar a los particulares por los caminos del Derecho y de lograr, al
mismo tiempo, la aplicación de las normas jurídicas a ciertas relaciones de la vida, en
el momento en que se formalizan, y de forma por ello mucho más profunda que la que
el Estado podría pretender por medio de sus propios funcionarios.

b) Sus eventuales dificultades: La vinculación profesional con el cliente.


Hay que repetir aquí la idea, ya antes expuesta, de que el tema de la
«imparcialidad» notarial no se ha planteado nunca, de forma grave y más allá de los
inevitables casos aislados, durante toda la larga etapa histórica en la que el notario ha
venido mediando entre dos partes contratantes, en análogas situaciones de
información e instalación social, pese a sus circunstanciales desequilibrios
económicos.
El problema ha surgido -al igual que ocurre en materia de asesoramiento- al
acceder el notario a la autorización de contratos en serie, otorgados -de una parte- por
un empresario que produce, y -de otra- por un consumidor que adquiere.
Y las pautas de actuación son también las mismas. En primer lugar, el
reconocimiento del desafío que supone, y su asunción como un acicate para potenciar
la función notarial, precisamente por ello, más necesaria. Y, en segundo término, una
decidida actuación corporativa que, sobre la base que proporciona a las Juntas
Directivas la facultad que les atribuye el artículo 327-2-2.ª del RN («Disponer lo
conveniente para la práctica documental a fin de que, sin menoscabar la libertad de los
notarios, se procure alcanzar la mayor seguridad jurídica y el más correcto equilibrio
contractual»), fije a los notarios unas pautas de actuación concretas y detalladas
(vedando, por ejemplo, la utilización de «condiciones suspensivas» como formas de
eludir la presentación, en el acto de la firma, de las licencias, autorizaciones o
certificaciones precisas); y corrigiendo, posteriormente, en su caso, la eventual
infracción.
Anteriormente -al tratar del deber de imparcialidad del notario- ya se han recogido
extensamente las reflexiones de MEZQUITA sobre este punto.

3. Manifestaciones del control de legalidad notarial

a) El deber de colaboración del notario con la Administración: La exigencia de las


licencias, autorizaciones, verificaciones o acuerdos previos exigidos por la Ley.
El control de legalidad cobra especial importancia en la normativa administrativa
que regula determinados aspectos negociales, en atención al superior interés
comunitario. Se trata, en concreto, del sistema de licencias establecido por las normas
estatales, autonómicas y locales sobre el suelo, urbanismo y construcción, así como
por la legislación específica sobre viviendas de protección oficial, y sobre inversiones
extranjeras...
El control de legalidad notarial supone, para el Estado, una eficaz colaboración para
el logro de los fines de interés público que persigue la normativa administrativa. Y, para
los particulares, supone la seguridad de que su negocio va a perfeccionarse con
estricto cumplimiento de toda la normativa aplicable, sin temor a ulteriores problemas
ni sanciones.
Este sistema de licencias y autorizaciones administrativas ha de cumplirse sin
reserva ni subterfugio alguno, por arbitrario que pueda jurídicamente llegar a ser, por
absurdo en que pueda racionalmente devenir, y por ineficaz que pueda operativamente
resultar, como medida de fomento. Debe, por tanto, informarse a los particulares de su
necesidad, cuando proceda; facilitarse al cliente su obtención, incluso prestando este
servicio, si es posible, y exigirse, en todo caso, su aportación, incorporándolos a la
escritura, para que ésta sea un documento completo y autónomo.
La SISTEMÁTICA (no la ocasional y ponderadamente justificada) conculcación de
este deber, haciendo constar y advirtiendo en la escritura la falta de la licencia o de la
autorización precisas, que se afirma piadosa mente «serán presentadas», en un
incierto momento ulterior, «donde proceda» (que ya se sabe dónde va a ser), no es
una habilidad operativa, ni constituye un lícito recurso técnico, sino que viene a ser un
hábito de ligeros y un expediente de ganapanes. Así autorizado, el documento notarial
no es completo, la intervención notarial crea una apariencia de regularidad del negocio
ajena a la realidad, y propicia un eventual perjuicio ulterior -en caso de inobtención del
requisito pendiente-, tanto de los otorgantes como de los terceros y de la misma
comunidad.

b) El control de legalidad de la propia actuación del notario: La adecuación del


documento a los requisitos formales exigidos por el ordenamiento y propios de la
intervención notarial.
La redacción del documento debe efectuarla el notario, en lo formal, con sujeción
a las formalidades reglamentadas en cuanto al otorgamiento y al formato mismo del
documento; pues es sabido que el mayor rigor formal se corresponde con el mayor
valor que le atribuye 'el ordenamiento jurídico.

4. El doble control de legalidad del documento notarial susceptible de inscripción


en los registros

Es preciso considerar, de entrada, con MEZQUITA y LÓPEZ MEDEL:

a) Que el «doble control» es un sistema prácticamente universal, pues incluso en


ordenamientos como el inglés, desconocedores de la función notarial propiamente
dicha, existe previamente al registral, en los actos de «conveyance», el control de la
«legal profession liberal»; y que el costo de este servicio de control, condicionante para
el acceso a las formas procesales más favorables, es, tanto por su polaridad entre las
partes como por su régimen retributivo libre, muy superior al del sistema latino.
b) Que esa misma polaridad es mucho más dilatoria que nuestro sistema; pues sin
el acuerdo entre los profesionales libres no se produce contrato entre las partes, a
diferencia de lo que puede ocurrir en nuestro sistema, que permite la contratación
directa ante asesor único e imparcial.
c) Que el riesgo de contradicción de calificaciones, además de producirse igual
cuando la previa emana de un profesional liberal, no sólo no crea inseguridad en el
caso del sistema latino, sino que la despeja, ya que implica un instrumento
perfeccionador de los criterios calificadores a partir de supuestos dudosos, sentando
una doctrina institucional estable: la doctrina de la DGRN.
Ahora bien, para que el sistema notarial -registral español funcione, con su «doble
calificación», es preciso:
1.º Que el control notarial SE EJERZA «conformando» con rigor el negocio, tras
depurar escrupulosamente su legalidad. Sin que pueda admitirse que el notario, con
escarnio de su función y desprecio de sí mismo, se limite a añadir «otra» escritura más
a su protocolo, lavándose las manos respecto a su contenido y -lo que sería aún más
grave- sin velar de forma especial por los intereses de la parte más desprotegida.
2.º Que la calificación registral no se desorbite, desviándola de su función esencial,
consistente -según GONZÁLEZ PALOMINO- en «seleccionar del título lo que es título
(causa de adquisición) y lo que son obligaciones y pactos y declaraciones y cuentos»;
y -según LACRUZ Y SANCHO REBULLIDA- «en un juicio de valor, NO PARA
DECLARAR UN DERECHO dudoso o controvertido, sino para incorporar o no al
Registro una nueva situación jurídica inmobiliaria» (las mayúsculas son del ponente).
3.º Y que la DGRN mantenga el prestigio de su doctrina, que, como el de toda
jurisprudencia, descansa en el cuidadoso equilibrio de la percepción (idéntica para
ambas partes), en la buena técnica del razonamiento (despegado de la «letra» de la
Ley), y en la prudencia del pronunciamiento (tendente a la ponderada solución del caso
controvertido).
Dado que esta ponencia no es otra cosa que una reflexión sobre el primer apartado,
tal vez sea este el lugar de añadir algunas consideraciones sobre los otros dos puntos.
arRespecto a la calificación registral. Debe delimitarse cuidadosamente su ámbito,
hoy absolutamente hipertrofiado, pues, de mantenerse la actual situación, la «doble
calificación» constituirá una fuente creciente de inseguridad jurídica. Y debe, para ello,
retrotraerse a su significado originario de:

- «Acto de constatación» de:


- Las «formalidades extrínsecas» de las escrituras.
- Y de la «capacidad» de los otorgantes y la «validez de los actos dispositivos»
contenidos en dichas escrituras, POR LO QUE RESULTE DE ELLAS Y DE LOS
ASIENTOS DEL REGISTRO, con el fin de calibrar los obstáculos que surjan del propio
Registro, como sistema de publicidad estructuralmente organizado por la Ley, y al que
ésta dota de eficacia sustantiva, poniendo sus asientos bajo la salvaguarda de los
Tribunales, por lo que es lógico que no pueda acceder al Registro ningún documento
que quebrante las reglas de funcionamiento del sistema o enerve su eficacia (es decir:
«conexión con los asientos registrales precedentes»).
- Y «acto de selección» de lo que tenga o pueda tener eficacia real, es decir, de lo
determinante y constitutivo del derecho real.
Respecto al procedimiento registral. Es insostenible el mantenimiento de la vigente
normativa propiciadora de su «opacidad». El registrador ha de dejar rastro -«de oficio»-
de todas sus actuaciones, y no sólo a instancia de parte, sino dando recibo siempre de
la presentación de documento, y extendiendo en todo caso -y dentro de plazo- la
correspondiente nota de despacho. A tal fin, han de quedar erradicadas las
calificaciones verbales y «a lápiz».
Respecto a la doctrina de la DGRN. Es obligado traer en este punto a colación una
gravísima resolución (la de 4 de febrero de 1993), que declara no inscribible la escritura
de compraventa de un bien inmueble sito en España, otorgada por no residentes ante
notario británico, no por omisión de ningún requisito sustantivo de la legislación
española, sino por inobservancia de un mero requisito administrativo derivado de la
legislación de inversiones extranjeras. Ha escrito agudamente al respecto Tomás
GIMÉNEZ DUART:
«Con esta resolución en la mano parece, sólo parece, que no hay ningún problema
para otorgar en las Islas del Canal operaciones entre residentes e inscribirlas en los
Registros españoles, puesto que la DG parte del presupuesto de que se cumplen los
requisitos formales ex artículo 3 LH. Me apresuraré a decir que no estoy de acuerdo
con dicha doctrina por una sencilla razón: nunca un documento otorgado en el
extranjero podrá tener en España más eficacia que la que se le reconozca en su propio
país. El documento autorizado por el notario anglonormando será documento público
o auténtico, y como tal habrá de ser reconocido en España si lleva la correspondiente
«apostilla», ello no se lo niega nadie, pero no será «escritura pública», pues en Gran
Bretaña el documento autorizado por un notario no tiene la fuerza que en los sistemas
latinos se reconoce a la escritura.»
La opinión transcrita es certera. Para que exista una «escritura pública» es preciso
que el documento de que se trata esté investido no sólo de «autenticidad formal»
(documento auténtico), sino que esté investido también de «autenticidad de fondo», y
de ésta sólo gozan aquellos documentos en los que el notario ha puesto los
presupuestos que la ley exige para que dicho documento HAGA FE de su contenido
(en esencia: asesoramiento y control de legalidad).
El tema es tan grave y afecta de tal modo a la línea de flotación del Notariado
español, es decir, al contenido y alcance de su función, tal y como ha sido
históricamente configurada y legal y reglamentariamente refrendada, que el primer
sentimiento es de perplejidad. ¿Cómo es posible que sea precisamente el Centro del
que el Notariado depende administrativamente, el que relativice de un modo tan
simplista y brutal la eficacia del documento público notarial -de la escritura- haciendo
caso omiso de su autenticidad sustantiva o de fondo? ¿Ha sido un simple desliz fruto
del descuido y de la mala técnica, siempre humanamente explicable, aunque
jurídicamente injustificable?; ¿o -lo que sería infinitamente peor- responde a la
convicción arraigada e implícita de que, al fin y al cabo, el documento notarial no es
otra cosa que un vehículo formal -eso sí, «auténtico»- de acarreo de materiales, para
que éstos sean controlados y conformados por una instancia superior, que, a través de
la inscripción, los dotará -esta vez sí- de una auténtica eficacia sustantiva?
Y no vale alegar unas pretendidas «exigencias comunitarias», pues -como señala
GIMÉNEZ DUART- «no es cierto que el principio de equivalencia de las formas, unido
a los compromisos asumidos por nuestra integración en la CEE, "obligue" a admitir...
en los Registros españoles», ni siquiera las escrituras autorizadas por otros notarios
de tipo latino, ya que «el artículo 55 del Tratado de la CEE singulariza entre las
profesiones a aquellas que se relacionen con el ejercicio de la autoridad pública, entre
las cuales, sin ningún género de duda, está la nuestra».

C) El notario autentica

1. El notario da fe de aquello que ve, oye o percibe por los sentidos

El notario da fe de aquello que ve, oye o percibe por sus sentidos; es decir, da fe
de aquello que ocurre en su presencia. Ahora bien, esta «fe», es decir, esta
autenticidad o irrecusabilidad de lo que el notario dice que procede genéticamente
nunca del propio notario, sino siempre del ordenamiento jurídico (MOLLEDA).
No obstante, la fe pública no es una creación arbitraria del legislador, sino la
consagración legal de una realidad que los notarios han ido conquistando y tienen que
seguir conquistando día a día (RODRÍGUEZ ADRADOS), pues el Estado los seguirá
haciendo depositarios de la «pública fe» en la medida en que los ciudadanos sigan
poniendo en ellos la confianza.

2. El documento notarial hace fe

Dicho esto, hay que dejar sentado ya de entrada que, si bien es el notario el que
DA FE, el que HACE FE es el documento por él autorizado, que se independiza ab
initio de su autor y cobra una existencia plenamente autónoma, desarrollando por sí
solo toda su virtualidad.
De no ser así, el notario quedaría reducido a la mera condición de testigo, todo lo
público, cualificado o privilegiado que se quiera, pero simple testigo al fin y al cabo; y
no olvidemos que, como dice BARALIS, la individualización del notario como «testigo
privilegiado» es una puntualización muy reductora de las funciones notariales.
El documento notarial hace fe porque el notario ha puesto los presupuestos
documentales precisos (redacción y control de legalidad) para que el ordenamiento
jurídico imponga su fehaciencia.

3. Una insistencia final


El oficio de notario (ejercicio profesional de una función pública) es -Como toda
creación histórica- de naturaleza compleja, por lo que su cabal comprensión requiere
equilibrio. Y este equilibrio se rompe tanto si se menoscaba el carácter profesional de
su ejercicio (libre elección basada en la confianza), como si se incurre en preterición
de la raíz última de su existencia: la función autenticadora, en el doble sentido expuesto
(formal y de fondo).
O sea: La autenticación es función pública. Y sin autenticación, no hay notario.

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