LA ESCRITURA PÚBLICA
Ponencia
Serie: Civil
ÍNDICE
I. Introducción
A) La seguridad jurídica como presupuesto necesario del progreso económico
B) La protección preventiva de la seguridad jurídica privada: El sistema cautelar
C) La función notarial
D) El documento notarial
1. El punto de partida: La articulación documental de la vida jurídica extrajudicial
2. La naturaleza del documento notarial
3. Breve referencia a los efectos de las escrituras
II. Los presupuestos de la función notarial y, consecuentemente, del documento
notarial
A) El notario "redacta": No es, por tanto, un "autenticador", lo que implica que el
notario debe desarrollar una serie compleja de actuaciones
1. El notario debe asesorar a las partes
2. El notario debe "conformar" la voluntad de las partes
3. El notario debe prestar su función en igualdad de condiciones para todas las
partes que intervienen en el documento
B) El notario controla la legalidad
1. Dialéctica entre autonomía y control. Alcance e importancia creciente del control
de legalidad dentro del marco de un Estado intervencionista
2. El control de legalidad notarial
3. Manifestaciones del control de legalidad notarial
4. El doble control de legalidad del documento notarial susceptible de inscripción
en los registros
C) El notario autentica
1. El notario da fe de aquello que ve, oye o percibe por los sentidos
2. El documento notarial hace fe
3. Una insistencia final
TEXTO
I. INTRODUCCIÓN
Soy consciente de que la materia que me corresponde tratar dentro del marco de
estas Jornadas -«La escritura pública»- es puramente descriptiva. Se trata de examinar
la «confección» y el contenido de un tipo concreto de documento público: la escritura.
El encuadramiento de ésta dentro de la clasificación de los distintos tipos de
documento, así como en uno de los sistemas documentales existentes en el ámbito de
nuestra cultura, ha sido ya contemplado, esta misma mañana, por José-María DE
PRADA. El valor y los efectos de la escritura, esto es, «para qué sirve», serán objeto
de estudio pormenorizado esta tarde, por Antonio RODRÍGUEZ ADRADOS.
No obstante, resulta imprescindible, para encuadrar mínimamente mi intervención,
hacer una brevísima referencia a la función que desarrolla la escritura en la
organización jurídica de la vida económica. Pues sólo con esta referencia pueden
valorarse en sus justos términos la elaboración y el contenido propio e imprescindible
de la escritura.
C) La función notarial
Tal vez sea posible resumir lo dicho, sosteniendo que la historia ha configurado al
Notariado como elemento clave del sistema de seguridad preventiva, para que esté
presente («esté allí») en el momento de la perfección del contrato, «dándole forma»,
en beneficio de las partes, de los terceros y del interés público; es decir, poniendo los
presupuestos necesarios (asesoramiento, control de legalidad y redacción) para que el
documento -la escritura- goce no sólo de «autenticidad formal», sino que -sobre todo-
haga fe de su contenido, y pueda alcanzar precisamente por esta «autenticidad de
fondo», la plena eficacia frente a terceros, mediante su inscripción en un Registro
público de seguridad jurídica. De lo que resulta:
1. Que la esencia de la función notarial radica en poner los presupuestos
necesarios (asesoramiento, control de legalidad y redacción) para la eficacia sustantiva
de la escritura, para que la escritura «haga fe» de su contenido.
2. Que la escritura alcanza, en su caso, la plena eficacia frente a terceros, mediante
su inscripción en un Registro público de seguridad jurídica.
3. Que escritura pública dotada de eficacia sustantiva -Notaría- e inscripción -
Registro- son dos piezas complementarias e indisociables de un mismo sistema.
4. Que no es pensable, en una sociedad masificada, la plena eficacia de una
escritura (por mucha autenticidad sustantiva de la que esté dotada) sin su inscripción
en un Registro público de seguridad.
5. Y que no es tampoco pensable, en modo alguno, la existencia de un Registro
público de seguridad, estructurado como ejercicio profesional de una función pública,
que no se articule fundamentalmente sobre la base de la inscripción de títulos (la
escritura) dotados de autenticidad de fondo.
D) El documento notarial
1. Documentos públicos:
2. Documentos privados:
Y dicha razón estriba en los presupuestos que la Ley impone a la actuación notarial:
El notario ha de «redactar», «controlar la legalidad» y, por último, «autenticar». Puede
por ello afirmarse que tales presupuestos actúan como unos auténticos requisitos del
quehacer del notario, que vienen exigidos, con carácter inescindible, por la naturaleza
compleja de su función. Vamos a examinarlos a continuación respetando,
aproximadamente, el proceso que normalmente sigue en la práctica la actuación del
notario: recepción de la voluntad de los otorgantes, control de legalidad y autenticación.
El artículo 1.º de la Ley orgánica no define al notario, sino que delimita el campo de
su actuación funcional, en razón de las circunstancias históricas que motivaron la
reforma: la separación entre la fe pública extrajudicial y la judicial (GONZÁLEZ
PALOMINO). Pero este aspecto «creador» de la función notarial resulta del artículo 17-
1 de la propia Ley: «El notario redactará escrituras matrices». El notario, para la Ley
orgánica, no es, pues, un dador de fe; no es un autenticador; es un documentador; un
documentador de documentos propios, de documentos que él mismo ha redactado, lo
que sería absurdo entender limitado a las cláusulas formularias; también el tenor negotii
es redactado por el notario (RODRÍGUEZ ADRADOS). La escritura notarial tiene como
autor al notario, pues el hecho de que haya en ella declaraciones de éste y
declaraciones de las partes no empece la realidad de que el autor del documento
completo es el notario. Lo que conlleva que:
El notario debe asesorar a las partes que acuden a reclamar su ministerio. Junto a
su función de autenticidad, el notario tiene un papel más digno y más elevado, que
deriva de la esencia misma de sus funciones, y que es independiente del mandato más
o menos extenso que las partes, o una de ellas, hayan podido confiarle; tal es la misión
de consejo (RODRÍGUEZ ADRADOS). Consecuentemente, si infringe esta obligación
legal de consejo, exigida por la norma al configurar la función notarial, su
responsabilidad es extracontractual o aquiliana. Así, ha escrito SAPENA que «Nuestro
deber de consejo es ineludible; se debe prestar aunque no se pida». Y ROÁN y
CÁMARA han matizado, a estos efectos, que «el notario no sólo tiene que asesorar,
sino que en la mayoría de los casos debe dar consejo cuando se le pida. El
asesoramiento es más frío que el consejo, el consejo trata de comprometerse en la
decisión de las partes».
Cabe distinguir, en esta genérica obligación de asesoramiento, tres niveles:
Esta básica y amplia obligación del notario tiene, como ya se ha indicado, un último
núcleo que jamás puede obviarse sin atentar a la esencia misma de la función notarial:
el deber de información; los demás aspectos de la asistencia y el consejo cobrarán
mayor o menor relevancia en cada caso concreto, según las características,
circunstancias y experiencia del cliente de que se trate. Y dicho deber de información
implica, a mi juicio, que la lectura de la escritura, momento cenital de la actuación
notarial, no pueda concebirse como una mera declamación, rutinaria y aséptica, del
texto escrito, sino como una «comunicación», comprensible y operativa (que permita
decidir con suficiente conocimiento de causa), del contenido íntegro de dicho texto.
Para ello, esta «lectura comunicativa» ha de adaptarse cuidadosamente a la capacidad
y cultura de los otorgantes, de modo y manera que éstos sepan al tiempo de la firma,
que -no debemos cansarnos nunca de repetirlo- es el momento de la verdad, aquello
a lo que van a obligarse.
En este mismo sentido, observa con razón ARANGUREN URRIZA que la «lectura
explicativa de la escritura» es una necesidad mayor cuanto que en muchas notarías es
el de la lectura, otorgamiento y autorización, el único momento en que los otorgantes
ven físicamente al notario; y añade que la lectura explicativa podría sustituir a la lectura
del texto íntegro.
A este respecto, creo que son dos los puntos intangibles, dejando a salvo los
cuales, todo es posible: 1 . El notario ha de «comunicar» a los otorgantes el contenido
íntegro del documento, «asegurándose de que lo entienden plenamente»; y 2. Los
otorgantes han de tener la posibilidad de constatar, mediante su examen y lectura
personal -total o parcial-, que el contenido «comunicado» coincide con el texto escrito
del documento, íntegramente redactado antes de su otorgamiento.
2. El notario debe «conformar» la voluntad de las partes
a) El deber de imparcialidad.
El notario, tal y como históricamente ha sido configurado en España, debe prestar
su función en igualdad de condiciones para todas las partes que intervienen en el
documento, de modo y manera que todas lleguen a tener un cabal conocimiento de su
contenido y de sus respectivas posiciones, gozando del asesoramiento que precisen
según sus respectivas necesidades. Hay que hablar así de imparcialidad del notario,
no en el sentido de una actitud psicológica propia de quien no toma partido, sino como
una imparcialidad activa, orientada a favorecer al contratante más débil, menos experto
en Derecho, más desprovisto (MOLLEDA). En este sentido, la reforma del Reglamento
de 1984 introdujo el párrafo 3.º del artículo 147, según el cual el notario insistirá en
informar a una de las partes respecto de las cláusulas propuestas por la otra y prestará
asistencia especial al otorgante necesitado de ella.
José-Luis MEZQUITA se ha ocupado extensamente de esta materia. Parte de la
no explicitud legal del principio de imparcialidad, ya que no hay base suficiente, en la
Ley Orgánica, para fundarlo; si bien puede deducirse del carácter «público» con que
es diseñada en la misma la función notarial. Y añade que las carencias de la Ley se
han intentado suplir en el Reglamento Notarial, que configura también la función de
«consejo» con el carácter de objetivo e imparcial, por ser un deber del notario como
funcionario público. Y así se ha vivido en tiempos menos expuestos que los presentes,
cuando los desequilibrios de posición contractual entre las partes eran raros y menos
acusados que ahora. Pero ha sido la reforma reglamentaria de 8 de junio de 1984, una
vez promulgada la Constitución, la que ha expresado el deber de imparcialidad con el
alcance de presupuesto o principio general, a través de sendas referencias en los
artículos 142 y 147, que configuran al notario -aparte del juez- como el único detentador
de una función pública de naturaleza jurídica intrínseca al que la norma exige
explícitamente esa condición de imparcialidad en su servicio. Ello supone configurar al
notario como dispensador de lo que RODRÍGUEZ ADRADOS llama «justicia
preventiva», y MEZQUITA, «seguridad preventiva».
El artículo 142 afronta el tema de la «imparcialidad» desde la perspectiva de libre
elección del notario, y -en su párrafo 3.'º- aborda el verdadero problema de los
contratos entre desiguales, asignando al contratante débil -individuo entre la masa- el
derecho de libre elección, y prescindiendo tanto del criterio del libre pacto como del de
la obligación de pago de los aranceles. No obstante, se limita el ámbito del precepto a
los contratos onerosos de transmisión de bienes o derechos, dejando fuera a los
contratos de financiación (préstamos y créditos), que condicionan de facto en la
realidad económica actual la realización de los de objeto traslativo. Así, el precepto ha
resultado tarado por su cortedad.
El artículo 147, párrafo 3.º, del propio Reglamento, pone de relieve la función
equilibradora o compensadora del notario en el plano de conocimiento o consciencia
de las partes, cuando ésta fuere, por la relación entre ellas, desigual como
consecuencia de su notoria diferencia de poder e información. Y plantea el tema de la
imparcialidad, no en el plano de la «redacción» del documento, que -a juicio de
MEZQUITA- no es cuestión de «imparcialidad», sino de «veracidad», sino en el plano
de la compensación en la información y asesoramiento, y del equilibrio en el análisis
de la legalidad y juridicidad del supuesto a documentar. Es decir, se sitúa el tema de la
imparcialidad en el plano de la función de asistencia, que ha de llegar, incluso, a insistir
en informar a una de las partes respecto de las cláusulas propuestas por la otra, y
prestar asistencia especial al otorgante necesitado de ella.
Destaca también MEZQUITA cómo esta «imparcialidad compensadora» resulta
clave para el Derecho de los Consumidores, cuyo fundamento es constitucional, ya que
el artículo 51-1 CE ordena a los poderes públicos garantizar la defensa de los
consumidores y usuarios.
De la interrelación de ambos planteamientos, y de la interpretación integradora de
ambos preceptos, deduce el mismo autor que A QUIEN CORRESPONDE LA
ELECCIÓN DEL NOTARIO OBLIGADO A REDUCIR CON SU INFORMACIÓN Y SU
ASISTENCIA ASESORA LA INFERIORIDAD DE UNA PARTE CONTRATANTE, ES
«SIEMPRE» AL OTORGANTE QUE PADECE ESTA SITUACIÓN.
a) Su justificación.
Ha escrito ULRICH KLUG que la suposición de que la autonomía, el derecho de
autodeterminación de la persona, es uno de los valores jurídicos supremos en el Estado
de Derecho democrático y liberal, puede ser postulada como prácticamente
incontrovertida. Así, el derecho individual de autodeterminación se ha ido imponiendo
cada vez más a nivel jurídico mundial, como lo demuestra la creación internacional de
posibilidades de interponer recursos individuales en caso de violación de los derechos
humanos, tanto por la Convención Europea para la Protección de derechos humanos
y libertades fundamentales de 1950 como por el Pacto Internacional sobre derechos
civiles y políticos de 1966.
En tanto derecho humano, el derecho de autodeterminación está estrechamente
vinculado a la dignidad humana como base de todos los derechos humanos. Un
presupuesto indispensable para el aseguramiento de la dignidad humana es el derecho
de autodeterminación (PRINCIPIO DE AUTONOMÍA), y toda violación del mismo es
también una violación de la dignidad humana.
Por otra parte, es evidente que para la autonomía existen y tienen que existir límites
jurídicos de validez, porque de otra manera no serían realizables los derechos y
deberes humanos que resultan de los principios de igualdad y de solidaridad. Son
necesarias, por tanto, medidas de conducción y éstas, a su vez, no pueden prescindir
de mecanismos de control si es que ha de lograrse una estructura lo más libre posible
de dominación. Resulta de todo ello que la dialéctica entre autonomía y controles se
presenta como un grave problema filosófico y jurídico. Dentro del marco de esta
dialéctica es especialmente difícil determinar los límites de la competencia de control
frente a la autonomía privada.
Y es que la justificación del intervencionismo estatal y de su plasmación en diversos
controles de legalidad, no puede tampoco ocultar la realidad de los eventuales excesos
de los Estados actuales, que, absorbiendo como propio cuanto sirve al bien común -
servicio público-, tienden a funcionarizar todas las estructuras de aplicación del
Derecho, insertándolas en el marco de una democracia «hegemónica» y «no
participativa».
Conviene, por ello, recordar continuamente a todas las instituciones del Estado -
con su generalizada tendencia a la jerarquía y a las actuaciones propias del Estado de
autoridad- que la autonomía privada es uno de los principios fundamentales del Estado
de derecho liberal. Y, en consecuencia, hay que reivindicar la primacía de la autonomía
de la voluntad privada ajustada a la Ley, afirmando que ésta sólo está sometida -en
principio- al control judicial; y, si bien es cierto que necesita en ciertas ocasiones ser
«conformada» -en orden a su eficacia y en aras de la seguridad- mediante su sujeción
a unos eventuales controles de legalidad no judiciales, éstos han de estar estrictamente
tipificados en cuanto a su alcance y contenido, limitándose a una mera aplicación
«silogística» de los preceptos y a una aséptica valoración requisital de los supuestos,
y sin que pueda jamás entrar en el terreno de la declaración de derechos, ámbito
reservado al poder judicial.
Francisco-José ARANGUREN URRIZA plantea este tema con un ejemplo que toma
de una reciente polémica provocada por un estudio de ANDRINO HERNÁNDEZ acerca
del acta notarial de la junta de una sociedad anónima. ANDRINO entiende que el
notario, al controlar (conforme al art. 101-1 RRM) sobre el cumplimiento de los
requisitos legales y estatutarios de convocatoria, debe negar su autorización si su
criterio es contrario no sólo en aspectos formales, sino también en cuanto al contenido
del orden del día, en cuanto a asuntos a tratar, etc. Por el contrario, autores ajenos al
Notariado, como NEILA NEILA, ven un peligro en la calificación notarial -sustraer al
Juzgado contiendas que sólo en él deben ser resueltas- y entienden que la norma
reglamentaria es ilegal. VICENT CHULIÁ, por su parte, admite el control de legalidad,
pero lo circunscribe sobre la mera convocatoria. Y en este mismo sentido restrictivo se
manifiestan URÍA-MENÉNDEZ-MUÑOZ PLANAS.
El supuesto planteado no es sino una manifestación concreta del amplio problema
al que se refiere el epígrafe de este apartado: los límites del control de legalidad no
judicial. En este punto hay que partir de una doble consideración:
- La función pública está atribuida al notario sin la correspondiente matriz del poder
público: él es un oficial público quod officium, pero no también quod potestatem, que
es lo que provoca la diferencia entre el documento notarial y el documento judicial.
Consecuentemente, hay que impedir que el notario pueda erigirse en juez único e
inapelable, atribuyendo un desmedido y discrecional alcance a su control de legalidad,
en contraste totalmente con el sistema de garantías aseguradas a las partes en sede
procesal (GIULIANI, citado por RODRÍGUEZ ADRADOS).
- El control notarial de legalidad se lleva, pues, a cabo por la vía negativa del control-
rechazo, del control denegación, cuando el notario «constata de manera directa» -es
decir: sin ir más allá de los hechos, sin hacer conjeturas, ni verificar juicios de valor-
que el acto o contrato es, en todo o en parte, contrario a la ley, a la moral o a las buenas
costumbres, o se prescinde por los interesados de los requisitos necesarios para la
plena validez de los mismos. Para emitir juicios -e interpretar las normas, más allá de
la aplicación directa de los preceptos legales atinentes al caso-, están los jueces. Y
sólo ellos.
Puede concluirse, por tanto, utilizando la ajustada expresión de ARANGUREN
URRIZA, que dejar la «interpretación normativa» en manos del notario, supondría
hacer discrecional la prestación de su función. Lo que no es admisible, pues supondría
un atentado frontal a la seguridad jurídica, so pretexto de velar por ella.
Obviamente, lo dicho para los notarios vale también para todos cuantos no sean
jueces, y estoy pensando, obviamente, en los registradores. Máxime cuando un
eventual exceso de escrúpulo, introduciendo excesivos obstáculos en cualquier estadio
del iter negocial, puede traducirse en una grave parálisis del comercio y, por
consiguiente, en una injustificada lesión del mismo interés general (GIULIANI).
C) El notario autentica
El notario da fe de aquello que ve, oye o percibe por sus sentidos; es decir, da fe
de aquello que ocurre en su presencia. Ahora bien, esta «fe», es decir, esta
autenticidad o irrecusabilidad de lo que el notario dice que procede genéticamente
nunca del propio notario, sino siempre del ordenamiento jurídico (MOLLEDA).
No obstante, la fe pública no es una creación arbitraria del legislador, sino la
consagración legal de una realidad que los notarios han ido conquistando y tienen que
seguir conquistando día a día (RODRÍGUEZ ADRADOS), pues el Estado los seguirá
haciendo depositarios de la «pública fe» en la medida en que los ciudadanos sigan
poniendo en ellos la confianza.
Dicho esto, hay que dejar sentado ya de entrada que, si bien es el notario el que
DA FE, el que HACE FE es el documento por él autorizado, que se independiza ab
initio de su autor y cobra una existencia plenamente autónoma, desarrollando por sí
solo toda su virtualidad.
De no ser así, el notario quedaría reducido a la mera condición de testigo, todo lo
público, cualificado o privilegiado que se quiera, pero simple testigo al fin y al cabo; y
no olvidemos que, como dice BARALIS, la individualización del notario como «testigo
privilegiado» es una puntualización muy reductora de las funciones notariales.
El documento notarial hace fe porque el notario ha puesto los presupuestos
documentales precisos (redacción y control de legalidad) para que el ordenamiento
jurídico imponga su fehaciencia.