Adam Smith considera el crecimiento económico como el fin básico de todo su sistema. La mejor
política, entonces, será aquélla que logre el mayor crecimiento posible.
Para él, lo mejor que puede hacer el Estado por la economía nacional es dejar que ésta funcione
según sus reglas naturales, que son las de la oferta y la demanda. Como vimos, piensa que un
mercado no dirigido más que por sus agentes naturales individuales tiene como consecuencia
la maximización de la riqueza, gracias a la acción de esa “mano invisible” ya referida. Que el
Estado pretenda dirigir la economía del modo que los gobernantes crean más conveniente para
la prosperidad general es, sencillamente, contraproducente: “El gobernante que intentase
dirigir a los particulares respecto de la forma de emplear sus respectivos capitales, tomaría a su
cargo una empresa imposible, y se arrogaría una autoridad que no puede confiarse
prudentemente ni a una sola persona, ni a un senado o consejo, y nunca sería más peligroso ese
empeño que en manos de una persona lo suficientemente presuntuosa e insensata como para
considerarse capaz de tal cometido”. En definitiva, según Smith, ningún individuo posee los
conocimientos necesarios para asignar los recursos económicos del país y garantizar que su
asignación será beneficiosa para la prosperidad de la nación. Afirma incluso, en razón de sus
estudios históricos, que “las grandes naciones nunca se empobrecen por la prodigalidad o la
conducta errónea de algunos de sus individuos, pero sí caen en esa situación debido a la
prodigalidad y disipación de los gobiernos”.
En este sentido, Smith es contrario, en general, a toda medida política que suponga el control y
la regulación estatal de la economía: subvenciones, derechos de aduana, las prohibiciones
respecto al comercio exterior, las leyes de aprendizaje y establecimiento, los monopolios
legales, las leyes de sucesión (que obstaculizaban el libre comercio de la tierra), etc. El efecto
final de todas ellas era impedir la ampliación del mercado, y con ella, la división del trabajo y el
consiguiente enriquecimiento de todos.
De esta manera, la función del Estado debía limitarse básicamente a cuatro funciones: la defensa
de la propiedad privada, la defensa contra cualquier agresión extranjera, la administración de
justicia y el sostenimiento de algunas obras e instituciones públicas que, por su escasa
rentabilidad directa, ningún individuo querría mantener. Éste último es el caso de la educación,
necesaria tanto para contrarrestar las deficiencias en la vida moral que conlleva la división del
trabajo como para contribuir a la mejora de la industria a través del conocimiento.
No obstante, a pesar de lo que muchos creen, Adam Smith no afirma que la acción de la “mano
invisible” conlleve en todos los casos el bien común, que es su objetivo último. Es por ello que
hablar también de la necesidad de legislar para “habilitar a sus individuos y ponerles en estado
de poder surtirse por sí mismos de todo lo necesario”. Manifiesta incluso más temor por la
ambición privada que por la tiranía pública (“puede decirse que la caprichosa ambición de
algunos tiranos y ministros, que en algunas épocas ha tenido el mundo, no ha sido tan fatal al
reposo universal de Europa como el impertinente celo y envidia de los comerciantes y
fabricantes”) y advierte también de que la codicia de algunos individuos puedes juntarlos en
conspiración contra el bien común (“Rara vez se verán juntarse los de la misma profesión u
oficio, aunque sea con motivo de diversión o de otro accidente extraordinario, que no concluyan
sus juntas y sus conversaciones en alguna combinación o concierto contra el beneficio común,
conviniéndose en levantar los precios de sus artefactos o mercaderías”).
Adam Smith no fue, por tanto, ningún defensor del capitalismo salvaje, el cual ni siquiera llegó
a conocer, ni el consciente defensor de los intereses de la burguesía como clase social en
particular. Hizo importantes concesiones a la posibilidad de que el gobierno promoviera el
bienestar general mediante obras e instituciones públicas, e incluso, en muchas ocasiones,
apoyó las restricciones gubernativas sobre la iniciativa privada cuando ésta se mostraba
perniciosa para el interés general. Por todo ello, hay que afirmar que el hecho de que Smith
dedicara más esfuerzos a la exposición de su doctrina económica, que se basa en la libertad
individual, que a explorar las posibilidades del gobierno no debe oscurecer su visión benefactora
de la política.
SCHUMPETER
La democracia de las élites (método democrático clásico)
En consecuencia, los partidos son la respuesta al hecho de que la masa electoral solo es
capaz de actuar de forma cruenta. Los partidos son un intento de regular la competencia
política, exactamente igual que pasaría con una asociación de comerciantes. Son como
empresas que ponen orden en la provisión de bienes y servicios. De ahí que para él las
técnicas de sugestión psicológica, la propaganda, los eslóganes y las melodías
características de las organizaciones no sean complementos accesorios. Para él son la
esencia misma de la política partidista. Al igual que lo es el jefe político, que proporciona
orden y la capacidad de gobernar la complejidad.
Eso sí, deben quedar bien claros los roles de líderes y votantes. Los electores no solo
deben abstenerse de tratar de instruir a sus representantes acerca de lo que deben hacer,
sino que deben desistir de cualquier intento de influir en su opinión. ¡Hasta llegó a pedir
que se acabara por ley con la práctica de bombardear a los representantes con cartas y
telegramas! La única forma de participación política abierta a los ciudadanos en la teoría
de Schumpeter es la discusión y el voto ocasional.
En sus obras, Schumpeter señala que la democracia puede ser un campo abonado para la
ineficiencia. Entre otras cosas por lo mismo con lo que él la caracteriza; la lucha incesante
por la ventaja política y la toma de decisiones basadas en los intereses a corto plazo de
los políticos. Sin embargo, considera que los problemas pueden minimizarse si se
cumplen determinadas condiciones.