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Boris Groys

Selección de textos

Poética  vs.  Estética  (2010)  


Las  políticas  de  la  instalación  (2008)  
Los  trabajadores  del  arte:  entre  la  utopía  y  el  archivo  (2013)  
La  producción  de  sinceridad  (2008)  
Sobre  el  activismo  en  el  arte  (2014)  
Bajo  la  mirada  de  la  teoría  (2012)  
Arte  y  dinero  (2011)  
El  universalismo  débil  (2010)  
Poética vs. Estética
Boris Groys (2010)
Introducción al libro Volverse Público (Going Public)

El tópico central de los ensayos incluidos en este libro es el arte. En el periodo de


la modernidad - el periodo en el que aun vivimos- todo discurso sobre arte es
automáticamente subsumido bajo la noción general de la estética. Desde la Crítica
del juicio de Kant en 1790, se volvió extremadamente difícil para cualquiera que
escribiera sobre arte escapar a la gran tradición de la reflexión estética y escapar a
ser juzgado de acuerdo a los criterios y expectaciones formados por esta tradición.
Ese es precisamente la tarea que persigo en estos ensayos: escribir sobre arte de
manera no-estética. Esto no significa que deseo desarrollar algo como una “anti–
estética”, porque toda anti–estética es obviamente sólo una forma más específica
de la estética. Más bien, mis ensayos evitan del todo la actitud estética, en todas
sus variaciones. En cambio, están escritos desde otra perspectiva: aquella de la
poética. Pero antes de caracterizar esta otra perspectiva con mayor detalle, quiero
explicar por qué tiendo a evitar la actitud estética tradicional. La actitud estética es
la actitud del espectador. Como tradición filosófica y disciplina universitaria, la
estética se relaciona y reflexiona sobre arte desde la perspectiva del espectador, del
consumidor de arte – quien demanda del arte la así llamada experiencia estética.
Por lo menos desde Kant sabemos que la experiencia estética puede ser una
experiencia de la belleza o de lo sublime. También puede ser una experiencia de
placer sensual. Pero también puede ser una experiencia desagradable “anti–
estética”, de frustración provocada por la obra de arte que carece de todas las
cualidades o atributos que la estética “afirmativa” espera que posea. Puede ser la
experiencia de una visión utópica que conduzca a la humanidad fuera de su
condición actual a una nueva sociedad en la cual reina la belleza; o, en términos de
alguna manera distintos, puede redistribuir lo sensible de una manera que refigura
el campo de visión del espectador al mostrarle ciertas cosas y dándole entrada a
ciertas voces que en su momento estaban ocultas o en la oscuridad. Pero también
puede demostrar la imposibilidad de proveer experiencia estéticas en el seno de
una sociedad basada en la opresión y explotación sobre la comercialización y
mercantilización del arte, que desde un comienzo, socava la posibilidad de una
perspectiva utópica. Como sabemos, estas dos experiencias estéticas
aparentemente contradictorias son capaces de proveer un goce estético
equivalente. Sin embargo, para experimentar goce estético de cualquier tipo, el
espectador debe ser educado estéticamente, y esta educación necesariamente refleja
el medio social y cultural en el cual el espectador nació y en el cual él o ella viven.
En otras palabras, la actitud estética presupone la subordinación de la producción
del arte al consumo del arte y así la subordinación de la teoría del arte a la
sociología.

La actitud estética es la actitud del espectador. En tanto tradición filosófica y


disciplina universitaria, la estética se vincula al arte y lo concibe desde la
perspectiva del espectador, del consumidor de arte, que le exige al arte la así
llamada experiencia estética. Al menos desde Kant, sabemos que la experiencia
estética puede ser una experiencia de lo bello o de lo sublime. Puede ser una
experiencia del placer sensual. Pero también puede ser una experiencia “anti-
estética” del displacer, de la frustración provocada por la obra de arte que carece de
todas las cualidades que la estética “afirmativa” espera que tenga. Puede ser una
experiencia de una visión utópica que guíe a la humanidad desde su condición
actual hacia una nueva sociedad en la que reine la belleza; o, en términos un poco
diferentes, que redistribuya lo sensible de modo tal que reconfigure el campo de
visión del espectador, mostrándole ciertas cosas y dándole acceso a ciertas voces
que permanecían ocultas o inaccesibles. Pero también puede demostrar la
imposibilidad de proveer experiencias de una estética afirmativa en medio de una
sociedad basada en la opresión y la explotación, basada en la absoluta
comercialización y mercantilización del arte que, en principio, atenta contra la
posibilidad de una perspectiva utópica. Como sabemos, estas experiencias estéticas
a primera vista contradictorias pueden proveer el mismo goce estético. Sin
embargo, con el objeto de experimentar algún tipo de placer estético, el espectador
debe estar educado estéticamente, y esta educación necesariamente refleja el milieu
social y cultural en el que nació o en el que vive. En otras palabras, la actitud
estética presupone la subordinación de la producción artística al consumo artístico
y, por lo tanto, la subordinación de la teoría estética a la sociología.

Es más, desde un punto de vista estético, el artista es un proveedor de experiencias


estéticas, incluyendo aquellas producidas con la intención de frustrar o alterar la
sensibilidad estética del espectador. El sujeto de la actitud estética es un amo
mientras que el artista es un esclavo. Por supuesto, como demuestra Hegel, el
esclavo puede manipular al amo –y de hecho lo hace– aunque, sin embargo, sigue
siendo esclavo. Esta situación cambió un poco cuando el artista empezó a servir a
un gran público en lugar de servir al régimen de mecenazgo representado por la
iglesia o los poderes autocráticos tradicionales. En ese momento, el artista estaba
obligado a presentar los “contenidos” –temas, motivos, narrativas y demás–
dictados por la fe religiosa o por los intereses del poder político. Hoy, se le pide al
artista que aborde temas de interés público. En la actualidad, el público
democrático quiere encontrar en el arte las representaciones de asuntos, temas,
controversias políticas y aspiraciones sociales que activan su vida cotidiana. Con
frecuencia, se considera a la politización del arte como un antídoto contra una
actitud puramente estética que supuestamente le pide al arte que sea simplemente
bello. Pero, de hecho, esta politización del arte puede ser fácilmente combinada
con su estetización, en la medida en que se las considere desde la perspectiva del
espectador, del consumidor. Clement Greenberg señala que un artista es libre y
capaz de demostrar su maestría y gusto, precisamente cuando una autoridad
externa le regula al artista el contexto de la obra. Al liberarse del problema de qué
hacer, el artista puede entonces concentrarse en el aspecto puramente formal del
arte, en la cuestión de cómo hacerlo, es decir, en cómo hacerlo de modo tal que
sus contenidos sean atractivos y seductores (o desagradables y repulsivos) para la
sensibilidad estética del público. Si, como ocurre generalmente, se concibe la
politización del arte como un hacer que ciertas actitudes políticas resulten
atractivas (o repulsivas) para el público, la politización del arte se vuelve algo
totalmente supeditado a la actitud estética. Y finalmente, la aspiración es
formatear ciertos contenidos políticos en una forma atractiva estéticamente. Pero,
por supuesto, a través de un acto de compromiso político real, la forma estética
pierde su relevancia y puede ser descartada en nombre de la práctica política
directa. Aquí el arte funciona como propaganda política que se vuelve superflua en
cuanto alcanza su cometido.

Este es solo uno de muchos ejemplos sobre cómo la actitud estética se vuelve
problemática cuando se aplica a las artes. Y de hecho, la actitud estética no
necesita del arte ya que funciona mucho mejor sin él. Habitualmente se dice que
todas las maravillas del arte palidecen en comparación con las maravillas de la
naturaleza. En términos de experiencia estética, ninguna obra de arte puede
compararse a una sencilla y bella puesta de sol. Y por supuesto, el aspecto sublime
de la naturaleza y de la política puede ser experimentado por completo solo
cuando se es testigo de una verdadera catástrofe natural, una revolución, o una
guerra, no al leer una novela o mirar una imagen. De hecho, esta era la opinión
compartida por Kant y los poetas y artistas románticos, por aquellos que fundaron
el primer discurso estético influyente: el mundo real, no el arte, es el objeto
legítimo de la actitud estética y también de las actitudes científicas y éticas. Según
Kant, el arte puede convertirse en un objeto legítimo de contemplación estética
solo si es creado por un genio, entendido como una encarnación de la fuerza
natural. El arte profesional solo sirve como herramienta para la educación del
gusto y el juicio estético. Una vez que esta educación se ha completado, el arte
puede dejarse de lado como la escalera de Wittgenstein, y el sujeto confrontarse
con la experiencia estética de la vida misma. Visto desde una perspectiva estética,
el arte se revela como algo que puede y debe ser superado. Todo puede ser visto
desde una perspectiva estética; todo puede servir como fuente de la experiencia
estética y convertirse en objeto del juicio estético. Desde la perspectiva de la
estética, el arte no ocupa una posición privilegiada sino que se ubica entre el sujeto
de la actitud estética y el mundo. Una persona adulta no necesita de la tutela
estética del arte, puede simplemente confiar en su propio gusto y sensibilidad. El
uso del discurso estético para legitimar al arte, en verdad, sirve para desvalorizarlo.

Pero entonces, ¿cómo explicar el dominio del discurso estético durante la


modernidad? La razón principal es estadística: en los siglos XVIII y XIX, cuando
se inició y desarrolló la reflexión sobre el arte, los artistas eran minoría y los
espectadores, mayoría. La pregunta acerca de por qué alguien debe producir arte
resultaba irrelevante ya que, sencillamente, los artistas producían arte para ganarse
la vida. Y esta era una explicación suficiente para la existencia del arte. La
verdadera pregunta era por qué la otra gente debía contemplar ese arte. Y la
respuesta era: el arte debía formar el gusto y desarrollar la sensibilidad estética, el
arte como educación de la mirada y demás sentidos. La división entre artistas y
espectadores parecía clara y socialmente establecida: los espectadores eran los
sujetos de la actitud estética, y las obras producidas por los artistas eran los objetos
de la contemplación estética. Pero al menos desde comienzos del siglo XX esta
sencilla dicotomía comenzó a colapsar. Los ensayos que siguen describen diversos
aspectos de estos cambios. Entre ellos, la emergencia y el rápido desarrollo de los
medios visuales que, a lo largo del siglo xx, convirtieron a un inmenso número de
personas en objetos de vigilancia, atención y observación, a un nivel que era
impensable en cualquier otro período de la historia humana. Al mismo tiempo,
estos medios visuales se volvieron una nueva ágora para el público internacional y,
en especial, para la discusión política.

El debate político que tenía lugar en la antigua ágora griega presuponía la


presencia inmediata y en vivo, así como la visibilidad de los participantes.
Actualmente, cada persona debe establecer su propia imagen en el contexto de los
medios visuales. Y no es solo en el famoso mundo virtual de Second Life donde uno
crea un “avatar” virtual como un doble artificial con el que comunicarse y actuar.
La “primera vida” de los medios contemporáneos funciona del mismo modo.
Cualquiera que quiera ser una persona pública e interactuar en el ágora política
internacional contemporánea debe crear una persona pública e individualizable
que sea relevante no solo para las élites políticas y culturales. El acceso
relativamente fácil a las cámaras digitales de fotografía y video combinado con
Internet –una plataforma de distribución global– ha alterado la relación numérica
tradicional entre los productores de imágenes y los consumidores. Hoy en día, hay
más gente interesada en producir imágenes que en mirarlas.

En estas nuevas condiciones, la actitud estética obviamente pierde su antigua


relevancia social. Según Kant, la contemplación estética era desinteresada ya que el
sujeto no estaba preocupado por la existencia del objeto de contemplación. De
hecho, como ya ha sido mencionado, la actitud estética no solo acepta la no-
existencia de su objeto, además presupone su eventual desaparición, cuando ese
objeto es una obra de arte. Sin embargo, el que produce su persona pública e
individualizable, obviamente está interesado en su existencia y en su capacidad
para llegar a sustituir el cuerpo “natural” y biológico de su productor. Hoy en día,
no son solo los artistas profesionales, sino también todos nosotros los que tenemos
que aprender a vivir en un estado de exposición mediática, produciendo personas
artificiales, dobles o avatares con un doble propósito: por un lado, situarnos en los
medios visuales, y por otro, proteger nuestros cuerpos biológicos de la mirada
mediática. Es claro que una persona pública no puede ser resultado de fuerzas
inconscientes y cuasi naturales del ser humano –como ocurría en el caso del genio
kantiano. Por el contrario, tiene que ver con decisiones técnicas y políticas por las
cuales el sujeto es ética y políticamente responsable. Así, la dimensión política del
arte tiene menos que ver con el impacto en el espectador y más con las decisiones
que conducen, en primer lugar, a su emergencia.
Esto implica que el arte contemporáneo debe ser analizado, no en términos
estéticos, sino en términos de poética. No desde la perspectiva del consumidor de
arte, sino desde la del productor. De hecho, la tradición que piensa al arte como
poiesis o techné es más extensa que la que lo piensa como aisthesis o en términos de
hermenéutica. El deslizamiento desde una noción poética y técnica del arte hacia
un análisis estético o hermenéutico fue relativamente reciente, y ahora llegó el
momento de revertir ese cambio de perspectiva. De hecho, esta inversión ya
empezó con la vanguardia histórica, con artistas como Wassily Kandinsky,
Kazimir Malevich, Hugo Ball o Marcel Duchamp, que crearon narrativas públicas
en las que actuaron como personas públicas colocando al mismo nivel artículos
periodísticos, docencia, escritura, performance y producción visual. Vistas y
juzgadas desde una perspectiva estética, sus obras se interpretaron,
fundamentalmente, como una reacción artística a la revolución industrial y a la
agitación política de la época. Claro que esta interpretación es legítima. Al mismo
tiempo, parece incluso más legítimo pensar estas prácticas artísticas como
transformaciones radicales desde la estética a la poética, más específicamente hacia
la autopoética, hacia la producción del propio Yo público.

Es evidente que estos artistas no buscaban complacer al público o satisfacer sus


deseos estéticos. Pero los artistas de vanguardia tampoco buscaban poner al
público en estado de shock y producir imágenes desagradables de lo sublime. En
nuestra cultura, la noción de shock está ligada fundamentalmente a las imágenes
de la violencia y la sexualidad. Pero ni el Cuadrado negro (1915) de Malevich, ni
los poemas fonéticos de Hugo Ball o el Anémic Cinéma (1926) de Marcel
Duchamp exhiben violencia o sexualidad de un modo explícito. Estos artistas de
vanguardia tampoco infringieron un tabú porque nunca existió un tabú que
prohibiera los cuadrados o los monótonos discos rotatorios. Y no sorprendieron,
porque los discos y los cuadrados no sorprenden. En su lugar, demostraron las
condiciones mínimas para producir un efecto de visibilidad, a partir del grado cero
de la forma y el sentido. Estas obras son la encarnación visible de la nada o, lo que
es lo mismo, de la pura subjetividad. Y en este sentido son obras puramente
autopoéticas, que le otorgan forma visible a una subjetividad que ha sido vaciada,
purificada de todo contenido específico. La tematización de la nada y de la
negatividad en manos de la vanguardia no es, por lo tanto, un signo de su
“nihilismo” ni una protesta contra la “anulación” de la vida en el capitalismo
industrial. Es simplemente signo de un nuevo comienzo, de una metanoia que
mueve al artista desde cierto interés por el mundo externo hacia la construcción
autopoética de su propio Yo.

Hoy en día, esta práctica autopoética puede ser fácilmente interpretada como un
tipo de producción comercial de la imagen, como el desarrollo de una marca o el
trazado de una tendencia. No hay duda de que toda persona pública es también
una mercancía y de que cada gesto hacia lo público sirve a los intereses de
numerosos inversores y potenciales accionistas. Es claro que los artistas de
vanguardia se convirtieron en una marca comercial hace tiempo. Siguiendo esta
línea de argumentación, es fácil percibir cualquier gesto autopoético como un
gesto de mercantilización del Yo y por lo tanto, iniciar una crítica a la práctica
autopoética como una operación encubierta, diseñada para ocultar las ambiciones
sociales y la avidez por el dinero. Aunque a primera vista parece convincente, surge
otra cuestión. ¿A qué intereses responde esta crítica?

No hay dudas de que, en el contexto de la civilización contemporánea casi


completamente dominada por el mercado, todo puede ser interpretado, de un
modo u otro, como un efecto de las fuerzas del mercado. Por este motivo, el valor
de tal interpretación es casi nulo ya que lo que sirve como explicación para todo,
deja de explicar lo particular. Mientras la autopoiesis puede ser usada –y lo es–
como un medio de comodificación del Yo, la búsqueda de intereses privados
detrás de cada persona pública implica proyectar las realidades actuales del
capitalismo y el mercado más allá de sus fronteras históricas. Se producía arte
antes de la emergencia del capitalismo y del mercado del arte, y cuando
desaparezcan, el arte continuará. Se produjo arte durante la época moderna en
lugares que no eran capitalistas y en los que no había un mercado de arte, como es
el caso de los países socialistas. Es decir que el acto de producir arte se ubica en
una tradición que no está totalmente definida por el mercado del arte y, por lo
tanto, no puede ser explicado exclusivamente en términos de crítica del mercado y
de las instituciones del arte capitalista.

Aquí surge una pregunta más amplia que concierne al valor del análisis sociológico
en la teoría general del arte. El análisis sociológico considera cualquier arte
concreto como algo que emerge de cierto contexto social concreto –presente o
pasado– y manifiesta ese contexto. Pero esta comprensión del arte nunca ha
aceptado completamente el giro moderno desde el arte mimético al arte no-
mimético, constructivista. El análisis sociológico todavía considera al arte como un
reflejo de cierta realidad dada de antemano, que es el campo social “real” en el que
el arte se produce y distribuye. Sin embargo, el arte no puede explicarse
completamente como una manifestación del campo cultural y social “real”, porque
los campos de los que emerge y en los que circula son también artificiales. Están
formados por personas públicas diseñadas artísticamente y que, por lo tanto, son
ellas mismas creaciones artísticas.

Las sociedades “reales” están integradas por personas reales y vivas. Y por lo tanto,
los sujetos de la actitud estética también son personas reales, vivas, y capaces de
tener experiencias estéticas reales. Es más, es en este sentido que la actitud estética
cierra el abordaje sociológico del arte. Pero si alguien aborda el arte desde una
posición poética, técnica y autoral, la situación cambia drásticamente porque,
como sabemos, el autor está siempre muerto o, al menos, ausente. Como
productor visual, uno opera en un espacio mediático en el que no hay una
diferencia clara entre los vivos y los muertos ya que ambos están representados por
personas igualmente artificiales. Por ejemplo, las obras producidas por los artistas
vivos y las producidas por los muertos habitualmente comparten los mismos
espacios en los museos –el museo es, históricamente, el primer contexto del arte
construido artificialmente. Lo mismo puede decirse sobre Internet como espacio
que tampoco diferencia claramente entre vivos y muertos. Por otra parte, los
artistas habitualmente rechazan la sociedad de sus contemporáneos, así como la
aceptación del museo o los sistemas mediáticos, y prefieren, en cambio, proyectar
sus personalidades en el mundo imaginario de las futuras generaciones. Y es en
este sentido que el campo del arte representa y expande la noción de sociedad,
porque incluye no solo a los vivos sino también a los muertos e incluso a los que
todavía no nacieron. Este es el verdadero motivo de las insuficiencias del análisis
sociológico del arte: la sociología es una ciencia de lo viviente, con una preferencia
instintiva por los vivos por sobre los muertos. El arte, en cambio, constituye un
modo moderno de sobrellevar esta preferencia y establecer cierta igualdad entre
vivos y muertos.

Volverse Público, Caja Negra Editora


Traducción de: Paola Cortes Rocca
http://www.cajanegraeditora.com.ar/libros/volverse-p%C3%BAblico-0

Tomado del blog de Eterna Cadencia:


http://blog.eternacadencia.com.ar/archives/39846

Going Public, Sternberg Press


http://www.sternberg-press.com/index.php?pageId=1296
Las políticas de la instalación
Boris Groys (2008)

El campo del arte hoy en día es frecuentemente equiparado con el mercado del
arte, y la obra de arte se identifica primordialmente como una mercancía. Que el
arte funciona en el contexto del mercado del arte, y que toda obra de arte es una
mercancía, no cabe duda; aun así, también se hace y exhibe arte para aquellos que
no quieren ser coleccionistas de arte, y son en efecto estas personas las que
constituyen la mayoría del público del arte. El típico visitante de exhibiciones rara
vez mira a la obra exhibida como mercancía. Al mismo tiempo, un número de
exhibiciones de gran escala –bienales, trienales, documentas, manifestas—está en
constante crecimiento. A pesar de las grandes cantidades de dinero y energía
invertidos en estas exhibiciones, no existen primordialmente para los compradores
de arte, sino para el público –para un anónimo visitante que quizás jamás
comprará una obra de arte. Del mismo modo, las ferias de arte, aunque en
apariencia existe para servir a los compradores de arte, se encuentran ahora cada
vez más transformados en eventos públicos, atrayendo a una población con poco
interés por comprar arte, o sin la capacidad financiera para hacerlo. El sistema del
arte se encuentra por lo tanto en vías se formar parte de la misma cultura de masas
que por tanto tiempo había buscado observar y analizar a la distancia. El arte se
está volviendo parte de la cultura de masas, no como una fuente de obras
individuales que se intercambian en el mercado del arte, sino como una práctica de
exhibición, combinada con la arquitectura, el diseño y la moda –así como se
visualizaba por las mentes pioneras de la vanguardia, por los artistas de la Bauhaus,
los Vkhutemas, y otros que datan desde la década de los veinte. Por lo tanto, el arte
contemporáneo puede entenderse sobre todo como una práctica de exhibición.
Esto quiere decir, entre otras cosas, que se está volviendo cada vez más difícil hoy
en día, diferenciar entre dos principales figuras del mundo del arte
contemporáneo: el artista y el curador.

La división del trabajo tradicional dentro del sistema del arte era claro. Las obras
serían producidas por los artistas y luego seleccionadas y exhibidas por los
curadores. Sin embargo, por lo menos desde Duchamp, esta división del trabajo ha
colapsado. Hoy en día, ya no hay una diferencia “ontológica” entre hacer y
presentar arte. en el contexto del arte contemporáneo, hacer arte es mostrar cosas
como arte. de modo que surge la pregunta: ¿es posible, y si es así, cómo es posible
diferenciar entre el papel del artista y el del curador, cuando no existe diferencia
entre la producción de arte y la exhibición de arte? Ahora bien, yo argumentaría
que esta distinción sigue siendo posible. Y me gustaría hacerlo, analizando la
diferencia entre la exhibición estándar y la instalación artística. Una exhibición
convencional como una acumulación de objetos de arte se coloca una enseguida de
la otra en un espacio de exhibición para ser visto en sucesión. En este caso, el
espacio de exhibición funciona como una extensión del espacio urbano neutral y
público –algo como un callejón al lado, para el cual el transeúnte puede ingresar
una vez que pague la cuota de admisión. El movimiento de un visitante por el
espacio de exhibición sigue siendo similar al de aquel que camina por la calle y
observa la arquitectura de las casas a la izquierda y la derecha. No es coincidencia
que Walter Benjamin construyó su “Arcades Project” alrededor de esta analogía
entre un paseante urbano y el visitante de una exhibición. El cuerpo del espectador
en este escenario sigue por fuera del arte: el arte ocurre frente a los ojos del
espectador –como un objeto de arte, un performance, o una película. Del mismo
modo, el espacio de exhibición se entiende aquí como un espacio público vacío,
neutral –una propiedad simbólica del público. La única función de dicho espacio
es hacer que los objetos de arte que se colocan en su interior sean fácilmente
accesibles a la mirada de los visitantes.

El curador administra su espacio de exhibición en nombre del público –como


representante del público. Del mismo modo, el papel del curador consiste en
asegurar su carácter público, mientras lleva a las obras a este espacio público,
haciéndolas accesibles al público, publicitándolas. Es obvio que una obra
individual no puede asegurar su presencia por sí sola, obligando al espectador a
verla. Carece de la vitalidad, la energía y la salud para hacerlo. En su origen, tal
parece, la obra de arte está enferma, indefensa; para poder verla, los espectadores
deben ser llevados a ella, como los visitantes son llevados hacia el paciente
encamado por medio del staff del hospital. No es casualidad que la palabra
“curador” está etimológicamente relacionada con “curar.” Curando curas la
impotencia de la imagen, su inhabilidad para mostrarse a sí misma por sí misma.
La práctica de la exhibición es, por lo tanto, la cura que sana a la imagen,
originalmente enferma, la que le otorga su presencia, su visibilidad; la lleva a la
vista del público y la convierte en el objeto del juicio público. Sin embargo, uno
puede decir que la curaduría funciona como un suplemento, como un pharmakon,
en el sentido derrideano: tanto cura a la imagen como contribuye a su enfermedad.
El potencial iconoclasta de la curación se aplicaba inicialmente a los objetos
sagrados del pasado, presentándolos como simples objetos de arte en los espacios
neutrales y vacíos del museo moderno o la sala de arte. Son los curadores, de
hecho, incluyendo curadores de museos, quienes originalmente produjeron arte en
el sentido moderno de la palabra. Los primeros museos de arte –fundados a finales
del siglo XVIII y principios del XIX y se expandieron en el transcurso del siglo
XIX debido a conquistas imperiales y el pillaje de las culturas no-europeas—
recolectaron todo tipo de objetos funcionales “bellos” previamente usados para
ritos religiosos, decoración de interiores, o manifestaciones de riqueza personal, y
las exhibieron como obras de arte, esto es, como objetos autónomos
desfuncionalizados, montados con el simple propósito de ser vistos. Todo arte se
origina como diseño, sea éste diseño religioso o el diseño del poder. En el periodo
moderno, igualmente, el diseño precede al arte. Al ver el arte moderno en los
museos de la actualidad, uno debe darse cuenta que lo que está siendo visto ahí
como arte es, por encima de todo, fragmentos de diseño desfuncionalizados, sean
estos diseños de la cultura de masas, desde el urinario de Duchamp hasta las cajas
Brillo de Warhol, o diseño utópico –desde Jugendstill hasta Bauhaus, desde la
vanguardia rusa hasta Donald Judd—buscaban darle forma a la “nueva vida” del
futuro. El arte es diseño que se ha vuelto disfuncional porque la sociedad que
proporcionó la base para ello sufrió un colapso histórico, como el imperio Inca o la
Rusia Soviética.

En el transcurso de la era Moderna, sin embargo, los artistas comenzaron a


afirmar la autonomía de su arte –entendida como autonomía de la opinión pública
y del gusto público. Los artistas requirieron el derecho de tomar decisiones
soberanas con respecto al contenido y la forma de su obra, más allá de cualquier
explicación o justificación, en relación con el público. Y se les otorgó este derecho
–pero sólo hasta cierto grado. La libertad para crear arte de acuerdo con una
voluntad soberana propia no garantiza que la obra de un artista también será
exhibida en el espacio público. La inclusión de cualquier obra de arte en una
exhibición pública debe ser –por lo menos potencialmente—explicada y justificada
públicamente. Aunque el artista, el curador y el crítico de arte tienen la libertad de
discutir a favor o en contra de la inclusión de algunas obras, toda explicación y
justificación socava al carácter autónomo y soberano de la libertad artística que el
arte Modernista aspiraba a obtener; todo discurso que legitime una obra de arte, su
inclusión en una exhibición pública como sólo una entre muchas en el mismo
espacio público, puede verse como un insulto a dicha obra de arte. Es por esto que
el curador se considera como alguien que sigue colocándose entre la obra y el
espectador, quitándole el poder al artista y al espectador por igual. De ahí que el
mercado del arte parece ser más favorable que el arte de museo, o de Kunsthalle o
el moderno y autónomo. En el mercado del arte, las obras de arte circulan
singularizadas, descontextualizadas, no curadas, lo cual aparentemente les ofrece la
oportunidad de demostrar su origen soberano sin mediación. El mercado del arte
funciona de acuerdo con las reglas del Potlach, como fueron descritos por Marcel
Mauss y por Georges Bataille. La decisión soberana del artista para hacer una obra
más allá de cualquier justificación es aniquilada por la decisión soberana de un
comprador privado que paga por esta obra una cantidad de dinero más allá de
cualquier comprensión.

Ahora, la instalación artística no circula. Más bien, instala todo lo que


normalmente circula en nuestra civilización: objetos, textos, filmes, etc. Al mismo
tiempo, cambia de manera muy radical el papel y la función del espacio de
exhibición. La instalación opera por medio de una privatización simbólica del
espacio público de una exhibición. Puede parecer una exhibición curada y
estándar, pero su espacio se diseña de acuerdo con la voluntad soberana de un
artista individual que se supone no tiene que justificar públicamente la selección de
los objetos incluidos, o la organización del espacio de instalación en su totalidad.
A la instalación se le niega frecuentemente el estatus de una forma específica de
arte, porque no resulta obvio el medio que se utiliza para la instalación. Los
medios tradicionales del arte se definen todos por un soporte material específico:
lienzo, piedra o película. El soporte material del medio de la instalación es el
espacio en sí. Eso no quiere decir, sin embargo, que la instalación sea “inmaterial.”
Por el contrario, la instalación es material por excelencia, ya que es espacial –y ser
en el espacio es la definición más general de ser material. La instalación
transforma al espacio vacío y neutral en una obra individual –e invita al visitante a
vivir este espacio como el espacio holístico y totalizante de una obra. Todo lo que
se incluye en dicho espacio se vuelve parte de la obra simplemente porque es
colocado dentro de este espacio. La distinción entre objeto de arte y objeto simple
se vuelve insignificante en este contexto. En cambio, lo que resulta crucial es la
distinción entre un espacio de instalación marcado y un espacio público no
marcado. Cuando Marcel Broodthaers presentó su instalación Musée d’Art
Moderne, Département des Aigles en la Kunsthalle de Düsseldorf en 1970, colocó
una señal enseguida de la exhibición que decía: “Esta no es una obra de arte.” en
su totalidad, sin embargo, su instalación demuestra una cierta selección, cierta
cadena de elecciones, una lógica de inclusiones y exclusiones. Aquí, uno puede ver
una analogía de la exhibición curada. Pero eso es precisamente el punto: aquí, la
selección y el modo de representación es la prerrogativa soberana del artista. Se
basa exclusivamente en decisiones personales soberanas que no necesitan una
explicación o justificación adicional. La instalación artística es una manera de
expandir el dominio de los derechos soberanos del artista del objeto de arte
individual al del espacio mismo de exhibición.

Esto quiere decir que la instalación artística es un espacio en el cual la diferencia


entre la libertad soberana del artista y la libertad institucional del curador se
vuelven inmediatamente visibles. El régimen bajo el cual opera el arte en nuestra
cultura occidental contemporánea se entiende generalmente como una que le
otorga libertad al arte. Pero la libertad del arte significa cosas distintas para el
curador y para el artista. Como he mencionado, el curador –incluyendo el llamado
curador independiente—finalmente elige en nombre del público democrático. En
realidad, para poder ser responsable ante el público, un curador no necesita ser
parte de cualquier institución fija: él o ela ya son una institución, por definición.
Del mismo modo, el curador tiene una obligación, la de justificar públicamente
sus elecciones –y puede suceder que el curador no logra hacerlo. Claro, el curador
supuestamente tiene la libertad de presentar su argumento al público –pero esta
libertad de la discusión pública no tiene nada que ver con la libertad del arte,
entendida como la libertad de tomar decisiones artísticas privadas, individuales,
subjetivas y soberanas, más allá de cualquier argumentación, explicación o
justificación. Bajo el régimen de la libertad artística, todo artista tiene un derecho
soberano para hacer arte exclusivamente de acuerdo a una imaginación privada. La
decisión soberana para hacer arte de esta o de otra manera se acepta generalmente
en la sociedad occidental liberal, como una razón suficiente para asumir que la
práctica de un artista sea legítima. Claro, una obra de arte también puede criticarse
y rechazarse –pero sólo puede ser rechazada como una totalidad. No tiene sentido
criticar cualquier elección, inclusión o exclusión en particular, hecha por un artista.
En este sentido, el espacio total de una instalación artística también puede sólo
rechazarse como una totalidad. Para regresar al ejemplo de Broodthaers: nadie
criticaría al artista por haber pasado por alto a esta u otra imagen particular de esta
u otra águila particular en su instalación.

Puede decirse que en la sociedad occidental, la noción de libertad es


profundamente ambigua –no sólo en el campo del arte, sino también en el campo
político. La libertad en Occidente se entiende como permitir que se tomen
decisiones privadas y soberanas en muchos dominios de la práctica social, tales
como el consumo privado, la inversión de nuestro capital, o la elección de nuestra
religión. Pero en algunos otros dominios, especialmente en el campo político, la
libertad se entiende principalmente como la libertad de discusión pública,
garantizada por ley –como una libertad no-soberana, condicional e institucional.
Claro, las decisiones privadas y soberanas en nuestras sociedades son controladas
hasta cierto punto por la opinión pública y las instituciones políticas (todos
conocemos el famoso slogan “lo privado es político”). Aun así, por otro lado, la
discusión política abierta es una y otra vez interrumpida por las decisiones privadas
y soberanas de actores políticos y manipuladas por intereses privados (los cuales
entonces sirven para privatizar lo político). El artista y el curador encarnan, de una
manera muy conspicua, estos dos tipos distintos de libertad: la libertad soberana,
incondicional y públicamente irresponsable de la producción artística y la libertad
institucional, condicional y públicamente responsable de la curaduría.
Adicionalmente, esto quiere decir que la instalación artística –en la que el acto de
producción de arte coincide con el acto de su presentación—se convierte en el
terreno experimental perfecto para revelar y explorar la ambigüedad que se
encuentra en el centro de la noción occidental de libertad. Del mismo modo, en
las últimas décadas hemos visto la emergencia de proyectos curatoriales
innovadores que parecen empoderar al curador para actuar de manera autoritaria y
soberana. Y también hemos visto la emergencia de prácticas artísticas que buscan
ser colaborativas, democráticas, descentralizadas y des-autorizadas.

Efectivamente, la instalación artística muchas veces se ve como una forma que


permite al artista a democratizar su arte, de tomar responsabilidad pública, de
comenzar a actuar en nombre de cierta comunidad o incluso de la sociedad en
general. En este sentido, la emergencia de la instalación artística parece marcar el
final de la posición modernista de la autonomía y la soberanía. La decisión del
artista, de permitir que la multitud de visitantes entren al espacio de la obra de arte
se interpreta como una apertura del espacio cerrado de una obra de arte hacia la
democracia. Este espacio encerrado parece ser transformado en una plataforma
para la discusión pública, la práctica democrática, la comunicación, las redes, la
educación y así sucesivamente. Pero este análisis de la práctica del arte instalación
tiende a pasar por alto el acto simbólico de privatizar el espacio público de la
exhibición, el cual precede al acto de abrir el espacio de instalación a una
comunidad de visitantes. Como he mencionado, el espacio de la exhibición
tradicional es una propiedad pública simbólica, y el curador que maneja este
espacio actúa en nombre de la opinión pública. El visitante de una exhibición
típica sigue estando en su territorio, como el propietario simbólico del espacio
donde se presentan las obras para su mirada y juicio. Por el contrario, el espacio de
una instalación artística es la propiedad privada simbólica del artista. Al entrar a
este espacio, el visitante deja el territorio público de la legitimidad democrática y
entra al espacio del control soberano y autoritario. El visitante está aquí, en tierra
ajena, en exilio. El visitante se convierte en un expatriado que debe someterse a
una ley foránea –una que se le otorga por parte del artista. Aquí el artista actúa
como legislador, como un soberano del espacio de instalación –incluso, y quizá
especialmente por ello, si la ley dada por el artista a una comunidad de visitantes es
democrática.

Uno incluso podría decir que la práctica de la instalación revela el acto de la


violencia incondicional y soberana que inicialmente instala cualquier orden
democrático. Sabemos que el orden democrático nunca se lleva a cabo de manera
democrática –el orden democrático siempre emerge como el resultado de una
revolución violenta. Instalar una ley significa romperla. El primer legislador nunca
puede actuar de manera legítima –él instala el orden político, pero no pertenece a
este. Permanece externo al orden aun cuando decide someterse a este después. El
autor de una instalación artística es también ese legislador, que le otorga a la
comunidad de visitantes el espacio para constituirse y define las reglas a las que
esta comunidad debe someterse, pero lo hace sin pertenecer a esta comunidad,
permaneciendo por fuera de esta. Y esto sigue siendo verdad incluso si el artista
decide unirse a la comunidad que él o ella han creado. Y uno tampoco debería
olvidar: después de iniciar cierto orden –una cierta politeia, cierta comunidad e
visitantes—el artista de instalación debe depender de las instituciones de arte para
mantener este orden, vigilar la politeia fluida de los visitantes a la instalación. Con
respecto al papel de la policía en un estado, Jacques Derrida sugiere en uno de sus
libros (La force des lois) que, aunque se espera que la policía supervise el
funcionamiento de ciertas leyes, también se involucran de facto en crear las
mismas leyes que ellos sólo supervisan. Mantener una ley también siempre
significa reinventar permanentemente esa ley. Derrida trata de mostrar que el acto
violento, revolucionario, soberano de instalar la ley y el orden nunca puede
borrarse por completo después –este acto inicial de violencia puede y siempre será
movilizado nuevamente. Esto es especialmente obvio en la actualidad, en nuestra
época de exportación, instalación y aseguramento violento de la democracia. No
debemos olvidar: el espacio de instalación es movible. La instalación de arte no es
de sitio-específico, y puede instalarse en cualquier lugar y durante cualquier
cantidad de tiempo. Y no deberemos estar bajo ninguna ilusión de que pueda
haber algo como un espacio de instalación completamente caótico, dadaísta,
fluxista, libre de cualquier control. En su famoso tratado Français, encore un effort si
vous voulez être républicains, el Marqués de Sade presenta la visión de una sociedad
perfectamente libre que ha abolido toda ley existente, instalando sólo una: todos
deben hacer lo que él o ella quieran, incluyendo el cometido de crímenes de
cualquier tipo. Lo que es especialmente interesante es cómo, al mismo tiempo,
Sade discute sobre la necesidad del reforzamiento de la ley para prevenir los
intentos reaccionarios de algunos ciudadanos tradicionalistas que deseen regresar
al viejo estado represivo en el cual la familia es asegurada y los crímenes
prohibidos. De modo que también necesitamos a la policía para defender los
crímenes en contra de la nostalgia reaccionaria del viejo orden moral.

Y no obstante, el acto violento de constituir una comunidad democráticamente


organizada no debería ser interpretada como una contradicción de su naturaleza
democrática. La libertad soberana es obviamente no-democrática, de modo que
también parece anti-democrática. Sin embargo, incluso si nos parece paradójico a
primera vista, la libertad soberana es una precondición necesaria para la
emergencia de cualquier orden democrático. Nuevamente, la práctica del arte
instalación es un buen ejemplo de esta regla. La exhibición de arte estándar deja a
un visitante individual solo, permitiéndole confrontar y contemplar
indidivualmente los objetos de arte exhibidos. Al moverse de un objeto a otro, este
visitante pasa por alto necesariamente la totalidad del espacio de exhibición,
incluyendo su propia posición dentro de este. Una instalación artística, por el
contrario, construye una comunidad de espectadores precisamente debido al
carácter holístico y unificado del espacio de instalación. El verdadero visitante de
la instalación de arte no es un individuo aislado, sino un colectivo de visitantes. El
espacio de arte como tal sólo puede percibirse por una masa de visitantes –una
multitud, si se quiere—con esta multitud volviéndose parte de la exhibición para
cada visitante individual y viceversa.

Existe una dimensión de la cultura de masas que muchas veces pasamos por alto,
que se vuelve particularmente manifiesta en el contexto del arte. Un concierto de
música pop o una exhibición de cine crea comunidades entre sus asistentes. Los
miembros de estas comunidades transitorias no se conocen –su estructura es
accidental; sigue siendo poco claro de dónde vienen y a dónde van; tienen poco
qué decirse los unos a los otros; carecen de una identidad conjunta o de una
historia previa que pudiera proporcionarles memorias comunes qué compartir; sin
embargo, son comunidades. Estas comunidades se parecen a las de los viajantes en
un tren o en un avión. Para decirlo de otro modo: estas son comunidades
radicalmente contemporáneas –mucho más que las comunidades religiosas,
políticas o laborales. Todas las comunidades tradicionales se basan en la premisa
de que sus miembros, desde el principio, están vinculados por algo que viene de
sus pasados: un lenguaje común, una fe en común, una historia política común,
una crianza común. Tales comunidades tienden a establecer límites entre ellos y
los extraños con los cuales no comparten un pasado común.

La cultura de masas, por el contrario, crea comunidades más allá de cualquier


pasado común –comunidades incondicionales de nuevo tipo. Esto es lo que revela
su vasto potencial para la modernización, frecuentemente pasada por alto. Sin
embargo, la cultura de masas en sí misma no puede reflejar y desdoblar por
completo este potencial, porque las comunidades que crea no están lo
suficientemente conscientes de ellos mismos como tal. Lo mismo puede decirse de
las masas que se circulan los espacios estándares de exhibición de los museos
contemporáneos o las Kunsthalles. Muchas veces se dice que el museo es elitista.
Siempre me ha asombrado esta opinión, tan contraria a mi experiencia personal de
formar parte de una masa de visitantes que fluyen a través de la exhibición y las
salas del museo. Cualquiera que se haya puesto a buscar estacionamiento cerca de
un museo, o ha tratado por lo menos de dejar un saco en el registro del museo, o
que haya necesitado el baño del museo, tendrá razón suficiente para dudar del
carácter elitista de esta institución –particularmente en el caso de museos que se
consideran particularmente elitistas, como el Metropolitan Museum o el MoMA en
Nueva York. Hoy en día, los flujos de turistas globales hacen completamente
ridícula la afirmación de elitismo. Y si estos flujos evitan una exhibición específica,
su curador no estará para nada contento, no se sentirá elitista sino decepcionado
por haber fallado en alcanzar a las masas. Pero estas masas no se reflejan a sí
mismas como tal –no constituyen ninguna politeia. La perspectiva de los fans de la
música pop o los que van al cine es demasiado unidireccional –hacia el escenario o
la pantalla—como para permitir que perciban adecuadamente y que reflejen el
espacio en el que se encuentran o las comunidades a las que han formado parte.
Este es el tipo de reflexión que el arte actual de avanzada provoca, ya sea como
arte-instalación, o como proyectos curatoriales experimentales. La separación
espacial relativa proporcionada por el espacio de instalación no quiere decir un
alejamiento del mundo, sino más bien una des-localización y desterritorialización
de las comunidades transitorias de cultura de masas –de manera tal que las asiste
en una reflexión sobre su propia condición, ofreciéndoles una oportunidad para
exhibirse a sí mismas. El espacio de arte contemporáneo es un espacio en el que las
multitudes pueden verse y celebrarse a sí mismos, como, en otros tiempos, Dios o
los reyes eran vistos y celebrados en las iglesias y los palacios (el libro de Thomas
Struth, Museum Photographs captura esta dimensión del museo muy bien –esta
emergencia y disolución de las comunidades transicionales).

Más que cualquier otra cosa, lo que ofrece la instalación a las multitudes fluidas y
circulantes es un aura del aquí y ahora. La instalación es, encima de todo, una
versión de cultura de masas de un flânerie individual, como lo describe Benjamin, y
por lo tanto, un sitio para la emergencia del aura, para la “iluminación profana.”
En general, la instalación opera como el reverso de la reproducción. La instalación
toma una copia a partir de un espacio abierto y no marcado de circulación
anónima y la coloca –aunque sólo temporalmente—dentro de un contexto fijo y
cerrado del topográficamente bien definido “aquí y ahora.” Nuestra condición
contemporánea no puede reducirse a una situación de “pérdida de aura” a la
circulación de la copia más allá del “aquí y ahora,” como lo describe el famoso
ensayo de Benjamin “La obra de arte en la era de su reproducción mecánica.” Más
bien, la era contemporánea organiza un intercambio complejo de dislocaciones y
relocalizaciones, de desterritorializaciones y reterritorializaciones, de
desauratizaciones y reauratizaciones.

Benjamin compartía la creencia del arte modernista elevado, de un contexto único


y normativo para el arte. Bajo este presupuesto, la pérdida de su contexto único y
original significa que una obra deba perder su aura para siempre –convertirse en
una copia de sí misma. Reauratizar una obra de arte individual requeriría una
sacralización de todo el espacio profano de la circulación de masas de la copia, no
determinada topológicamente –un proyecto totalitario, fascista, seguramente. Este
es el principal problema que encontramos en el pensamiento de Benjamin: percibe
el espacio de circulación masiva de una copia –y la circulación de masas en
general—como un espacio universal, neutral y homogéneo. Insiste en el
reconocimiento visual, en la autoidentidad de la copia conforme circula en nuestra
cultura contemporánea. Pero estas dos presuposiciones principales en el texto de
Benjamin son cuestionables. En el marco de la cultura contemporánea, una
imagen está permanentemente circulando de un medio a otro medio, y de un
contexto cerrado a otro contexto cerrado. Por ejemplo, un fragmento de película
puede presentarse en el cine, luego convertido a formato digital y aparecer en la
página web de alguien, o mostrarse durante una conferencia como ilustración, o
vista privadamente en una televisión en la sala de una persona, o colocada en el
contexto de una instalación de museo. De esta manera, por medio de diferentes
contextos y medios, este trozo de película se transforma por distintos lenguajes de
programas, distintos software, distintos enmarcados en la pantalla, distintas
colocaciones en un espacio de instalación, y así sucesivamente. Todo este tiempo,
¿estamos hablando de la misma película? ¿Es la misma copia de la misma copia de
la misma original? La topología de las redes actuales de comunicación, generación,
traducción y distribución de imágenes es extremadamente heterogénea. Las
imágenes son constantemente transformadas, reescritas, reeditadas y
reprogramadas conforme circulan a través de estas redes –y con cada paso son
visualmente alteradas. Su estatus como copias de copias se vuelve una convención
cultural, como fue previamente el caso con el estatus de la original. Benjamin
sugiere que la nueva tecnología es capaz de producir copias con una fidelidad cada
vez mayor hacia la original, cuando de hecho el caso es opuesto. La tecnología
contemporánea piensa en generaciones –y transmitir información de una
generación de hardware y software a la siguiente es transformarla de manera
significativa. La noción metafórica de “generación” como se usa hoy en día en el
contexto de la tecnología es particularmente revelador. Donde hay generaciones,
también hay conflictos edípicos generacionales. Todos sabemos lo que significa
transmitir una cierta herencia cultural de una generación de estudiantes a otra.

Somos incapaces de estabilizar una copia como copia, así como somos incapaces
de estabilizar un original como un original. No hay copias eternas así como
tampoco hay originales eternos. La reproducción es igualmente infectada por la
originalidad como la originalidad es infectada por la reproducción. Al circular en
varios contextos, una copia se convierte en una serie de originales distintos. Todo
cambio de contexto, todo cambio de medio puede ser interpretado como una
negación del estatus de la copia como copia –como una ruptura esencial, como un
nuevo comienzo que abre un nuevo futuro. En este sentido, una copia nunca es
realmente una copia, sino más bien un nuevo original, en un nuevo contexto. Toda
copia es en sí misma un flâneur, experimentando una y otra vez sus propias
“iluminaciones profanas” que la convierten en un original. Pierde viejos auras y
adquiere nuevos auras. Sigue siendo quizás la misma copia, pero se convierte en
distintos originales. Esto también nos muestra un proyecto postmoderno de
reflejar el carácter repetitivo, iterativo, reproductivo de una imagen (inspirada por
Benjamin) como igual de paradójico que el proyecto moderno de reconocer el
original y lo nuevo. Esto es igualmente la razón por la cual el arte postmoderno
tiende a verse muy nuevo, aun cuando –o en realidad debido a—que se dirige
contra la misma noción de lo nuevo. Nuestra decisión por reconocer cierta imagen
ya sea como original o como copia depende del contexto –de la escena en la cual se
toma la decisión. Esta decisión es siempre una decisión contemporánea –una que
pertenece no al pasado ni al futuro, sino al presente. Y esta decisión es siempre
una decisión soberana –de hecho, la instalación es un espacio para dicha decisión,
donde el “aquí y ahora” emerge y toma lugar la iluminación profana de las masas.

De modo que uno puede decir que la práctica de instalación demuestra la


dependencia de cualquier espacio democrático (en donde las masas o multitudes se
demuestran a sí mismas) sobre las decisiones privadas, soberanas, de un artista
como su legislador. Esto fue algo muy conocido para los pensadores griegos
antiguos, como lo fue para los iniciadores de las primeras revoluciones
democráticas. Pero recientemente, este conocimiento de alguna manera se
suprimió por el discurso político dominante. Especialmente después de Foucault,
tendemos a detectar la fuente de poder en las agencias impersonales, las
estructuras, reglas y protocolos. Sin embargo, esta fijación sobre los mecanismos
impersonales del poder nos llevan a pasar de lado la importancia de las decisiones
y acciones individuales y soberanas que ocurren en los espacios privados,
heterotópicos (para usar otro término introducido por Foucault). Del mismo
modo, los poderes modernos, democráticos, tienen orígenes meta-sociales, meta-
públicos, heterotópicos. Como se ha mencionado, el artista que diseña cierto
espacio de instalación es un outsider para este espacio. Él o ella son heterotópicos
para este espacio. Pero el outsider no es necesariamente alguien que tiene que estar
incluido para empoderarse. También existe un empoderamiento por exclusión,
especialmente auto-exclusión. El outsider puede ser poderoso precisamente porque
él o ella no están controlados por la sociedad, y no están limitados en sus acciones
soberanas por cualquier discusión pública o por alguna necesidad de
autojustificación pública. Y nos equivocaríamos si pensáramos que este tipo de
condición poderosa de ser outsider puede ser completamente eliminado por medio
del progreso Moderno y las revoluciones democráticas. El progreso es racional.
Pero sin ser accidental, un artista es supuesto por nuestra cultura como un loco –
por lo menos obsesionado. Foucault pensó que los médicos brujos, las brujas y los
profetas no tienen un sitio prominente en nuestra sociedad, que se convirtieron en
marginados, confinados a las clínicas psiquiátricas. Pero nuestra cultura es por
encima de todo una cultura de la celebridad, y no puedes convertirte en una
celebridad sin estar loco (o por lo menos pretender que lo estás). Obviamente,
Foucault leyó demasiados libros científicos y sólo unas cuantas revistas de sociedad
y de farándula, porque de lo contrario hubiera sabido dónde los locos hoy en día
tienen su verdadero sitio social. También es muy conocido que la elite política
contemporánea es una parte de la cultura global de la celebridad, lo cual quiere
decir que es externa a la sociedad que gobierna. Global, extra-democrática, trans-
estatal, externa a cualquier comunidad organizada democráticamente,
paradigmáticamente privada, esta elite es, de hecho, estructuralmente enloquecida
–vuelta loca.

Ahora bien, estas reflexiones no deben malinterpretarse como una crítica de la


instalación como una forma de arte, demostrando su carácter soberano. La
finalidad del arte, después de todo, no es la de cambiar las cosas –las cosas
cambian por sí solas todo el tiempo, de todos modos. La función del arte es, más
bien, la de mostrar, hacer visible las realidades que generalmente pasamos por alto.
Al asumir una responsabilidad estética de una manera muy explícita para el diseño
del espacio de instalación, el artista revela la dimensión soberana oculta del orden
democrático contemporáneo que la política, la mayoría del tiempo, trata de
ocultar. El espacio de instalación es donde somos inmediatamente confrontados
con el carácter ambiguo de la noción contemporánea de libertad que funciona en
nuestras democracias, como una tensión entre libertad soberana e institucional. La
instalación artística es, por lo tanto, un espacio de desocultamiento (en el sentido
heideggereano) del poder heterotópico, soberano que se oculta detrás de la
transparencia oscura del orden democrático.

Una versión de este texto fue ofrecida en una conferencia en la Whitechapel


Gallery, Londres, el 2 de octubre de 2008.

Libre traducción a cargo de: Alejandro Espinoza


http://artecontempo.blogspot.com/2011/05/boris-groys.html

Originalmente publicado en la revista e-flux:


http://www.e-flux.com/journal/view/31
Los trabajadores del arte:
entre la utopía y el archivo
Boris Groys (2013)

El tema de este ensayo es el trabajo artístico. Por supuesto, yo no soy artista. Pero
a pesar de ser muy específico en algunos aspectos, el trabajo artístico no es
completamente autónomo. Depende en las condiciones más generales –sociales,
económicas, técnicas y políticas—de la producción, distribución y presentación de
arte. Durante las décadas recientes, estas condiciones han cambiado
drásticamente, debido, primero que nada, al surgimiento de internet.

En el periodo de la modernidad, el museo fue la institución que definía el régimen


dominante bajo el cual funcionaba el arte. Pero en nuestros días, el internet ofrece
una posibilidad alternativa para producción y distribución de arte, una posibilidad
que el creciente número de artistas –crecimiento que es permanente—acoge.
¿Cuáles son las razones para que nos guste el internet, especialmente para artistas,
escritores y así sucesivamente? Obviamente, nos gusta el internet, en primer lugar,
porque no es selectivo –o por lo menos es mucho menos selectivo que un museo o
una editorial tradicional. Efectivamente, la cuestión que siempre ha preocupado a
los artistas en relación con el museo gira alrededor del criterio de elección: ¿por
qué unas obras sí entran a los museos mientras otras no? Sabemos de las, por así
decirlo, teorías católicas de selección de acuerdo a la cual las obras de arte deben
merecer ser elegidas por el museo: deben ser buenas, bellas, inspiradoras,
originales, creativas, poderosas, expresivas, históricamente relevantes; uno puede
citar miles de criterios similares. Sin embargo, estas teorías colapsaron
históricamente porque nadie podía explicar por qué una obra era más bella u
original que otra. De modo que comenzaron a surgir otras teorías, teorías más
protestantes, incluso Calvinistas. De acuerdo a estas teorías, las obras de arte son
elegidas porque son elegidas. El concepto de un poder divino perfectamente
soberano y que no necesita ninguna legitimación se transfirió al museo. Esta teoría
protestante sobre la elección, la cual enfatiza el poder incondicional de quien hace
la elección, es una precondición para la crítica institucional: los museos fueron
criticados por cómo usaron y abusaron de su supuesto poder.

Este tipo de crítica institucional no tiene mucho sentido en el caso de internet.


Claro, hay ejemplos de censura en internet, practicada por algunos estados, no
obstante, no existen censuras estéticas. Cualquiera puede poner cualquier texto o
material visual de cualquier tipo en internet, para hacerlo globalmente accesible.
Claro, los artistas muchas veces se quejan de que su producción artística se ahoga
en un mar de datos que circulan en internet. El internet se presenta como un
enorme bote de basura, en donde todo desaparece, incapaz de mantener el grado
de atención pública que uno espera lograr. Pero la nostalgia por ese pasado en que
la censura estética del museo y del sistema de galerías, la cual velaba por la calidad,
la innovación y la creatividad del arte, no nos lleva a ningún lado. Finalmente,
todos buscan información en internet sobre nuestros amigos –qué están haciendo
hoy en día. Uno sigue ciertos blogs, revistas electrónicas, y sitios web... e ignora
todo lo demás. El mundo del arte es solo una parte pequeña de este espacio
público digital, y el mundo del arte en sí mismo está muy fragmentado. De modo
que si existen muchas quejas sobre la ausencia de observancia en internet, nadie
está realmente interesado en una observación total: todos buscan información
específica –y está preparado para ignorar todo lo demás.

Aun así, la impresión de que el internet en su totalidad no sigue una observación


más rigurosa define nuestra relación con éste; tendemos a pensar en ella como un
flujo infinito de datos que trasciende los límites de nuestro control individual.
Pero, de hecho, el internet no es un sitio de flujo de datos: es una máquina para
detener o revertir el flujo de datos. La no observancia de internet es un mito. El
medio de internet es la electricidad. Y el suministro de electricidad es finito. De
modo que el internet no puede soportar un flujo infinito de datos. El internet está
basado en un número finito de cables, terminales, computadoras, teléfonos
móviles y otros equipos. La eficiencia de internet está basada precisamente en si
finitud y, por lo tanto, en su observancia. Motores de búsqueda tales como Google
demuestran esto. Hoy en día, uno escucha repetidas veces sobre el creciente nivel
de vigilancia, especialmente a través de internet. Pero la vigilancia no es algo
externo a internet, o algún uso específico de internet. El internet es, por su
esencia, una máquina de vigilancia. Divide el flujo de datos en operaciones
pequeñas, rastreables y reversibles, exponiendo así a todo usuario a la vigilancia –
real o posible. El internet crea un campo de visibilidad, accesibilidad y
transparencia total.

Claro, los individuos y las organizaciones tratan de escapar de esta visibilidad total,
con la creación de passwords sofisticados y sistemas de protección de datos. Hoy en
día, la subjetividad se ha convertido en una construcción: el sujeto contemporáneo
es definido como el dueño de una serie de passowrds que él o ella conoce... y que
otros no. El sujeto contemporáneo es primordialmente alguien que guarda un
secreto. En cierto sentido, esta es una definición muy tradicional del sujeto: el
sujeto fue desde hace mucho definido como conocedor de algo sobre sí mismo que
solo Dios sabía, algo que otras personas no podrían saber porque estaban
ontológicamente prevenidas de “leer nuestros pensamientos”. Hoy en día, sin
embargo, ser un sujeto tiene menos que ver con la protección ontológica, y más
que ver con los secretos técnicamente protegidos. El internet es un lugar donde el
sujeto está originalmente constituido como un sujeto transparente y observable –y
solo después comienza a estar técnicamente protegido, para poder ocultar el
secreto originalmente revelado. Sin embargo, toda protección técnica puede
quebrantarse. Hoy en día, el hermeneutiker se ha convertido en hacker. El internet
contemporáneo es un sitio donde se desarrollan guerras cibernéticas en las cuales
el premio es el secreto. Y saber el secreto es controlar al sujeto constituido por este
secreto –y las ciberguerras son las guerras de esta subjetivación y des-subjetivación.
Pero estas guerras solo pueden ocurrir porque el internet es originalmente el sitio
de la transparencia.

¿Qué significa esta transparencia original para los artistas? A mí me parece que el
verdadero problema con el internet no es el internet como un sitio para la
distribución y exhibición de arte, sino el internet como un sitio para trabajar. Bajo
el régimen del museo, el arte era producido en un lugar (el taller del artista) y se
mostraba en otro lugar (el museo). El surgimiento de internet borró esta diferencia
entre la producción y exhibición de arte. El proceso de producción de arte, en la
medida que involucra el uso de internet, siempre está permanentemente expuesto
– desde su inicio hasta su fin. Anteriormente, solo los trabajadores industriales
operaban bajo la mirada de otros – bajo el tipo de control tan elocuentemente
descrito por Michel Foucault. Los escritores y los artistas trabajaban en
aislamiento, más allá de un control panóptico, público. Sin embargo, si el llamado
trabajador creativo usa el internet, él o ella están sujetos al mismo o incluso a un
mayor grado de vigilancia que el trabajador foucaultiano. La única diferencia es
que esta vigilancia es más hermenéutica que disciplinaria.

Los resultados de la vigilancia son vendidos por las corporaciones que controlan el
internet, porque son los dueños de los medios de producción, la base material-
técnica de internet. No deberíamos olvidar que el internet es de propiedad privada.
Y las ganancias vienen más que nada de publicidad dirigida. Aquí, nos
confrontamos a un fenómeno interesante: la monetización de la hermenéutica. La
hermenéutica clásica que buscaba al autor detrás de la obra fue criticada por los
teóricos del estructuralismo y de la “lectura cercana”, quienes pensaron que no
tenía sentido ir en busca de secretos ontológicos que son, por definición,
inaccesibles. Hoy en día, esta vieja hermenéutica tradicional renace como un
medio para la explotación económica en internet, donde todos los secretos son
revelados. El sujeto aquí ya no está oculto detrás de su obra. El valor excedente
que dicho sujeto produce y es apropiado por las corporaciones es este valor
hermenéutico: el sujeto no solo hace algo en internet, sino que también se revela
como un ser humano con ciertos intereses, deseos y necesidades. La monetización
de la hermenéutica clásica es uno de los procesos más interesantes que hayan
surgido en décadas recientes.

A primera vista, parece que para los artistas, esta exposición permanente tiene más
aspectos positivos que negativos. La re-sincronización de la producción de arte y
de exposición de arte a través de internet parece hacer que las cosas sean mejores,
no peores. Efectivamente, esta re-sincronización significa que un artista ya no
necesita producir algún producto final, alguna obra de arte. La documentación de
los procesos para hacer arte ya es en sí mismo una pieza de arte. La producción,
presentación y distribución coinciden. El artista se convierte en blogger. Casi todos
en el mundo del arte contemporáneo actúa como blogger – artistas individuales,
pero también instituciones de arte, incluyendo los museos. Ai Weiwei es
paradigmático en este sentido. El artista de Balzac, que jamás puede presentar su
obra maestra, no tendría problema ante estas condiciones: la documentación de
sus esfuerzos, por crear una obra maestra sería su obra maestra. Así, el internet
funciona más como la Iglesia que como el museo. Después que Nietzsche
famosamente declaró, “Dios ha muerto”, continuó diciendo: hemos perdido al
espectador. El surgimiento de internet significa el retorno del espectador
universal. De modo que parece que estamos de vuelta en el paraíso y, como santos,
hacemos la obra inmaterial de la existencia pura bajo la mirada divina. De hecho,
la vida de un santo puede ser descrita como un blog leído por Dios y que sigue
ininterrumpido incluso después de la muerte del santo. Entonces, ¿para qué
necesitamos más secretos? ¿Por qué rechazamos esta transparencia radical? La
respuesta a estas preguntas depende de la respuesta a una pregunta más
fundamental con respecto a internet: ¿Acaso internet efectúa el retorno de Dios, o
del malin génie, con su ojo malagüero?

Yo podría sugerir que el internet no es el paraíso sino más bien, pues, el infierno –
o si quieres, el paraíso y el infierno al mismo tiempo. Jean-Paul Sartre dijo que el
infierno son los otros – la vida bajo la mirada de los otros. (Y Jacques Lacan dijo
después que el ojo del otro siempre es un ojo maligno). Sartre sostenía que la
mirada de los otros nos “objetiva”, y de esta manera, niega la posibilidad de
cambio que define nuestra subjetividad. Sartre definió la subjetividad humana
como un “proyecto” dirigido hacia el futuro, y este proyecto tiene un secreto
ontológicamente garantizado, porque no puede ser revelado aquí y ahora, sino solo
en el futuro. En otras palabras, Sartre entendió a los sujetos humanos como
aquellos que luchan contra la identidad que la sociedad les otorga. Esto explica por
qué interpretó la mirada de los otros como el infierno: bajo la mirada de los otros,
vemos que hemos perdido la batalla, y permanecemos prisioneros de nuestra
identidad, socialmente codificada.

De este modo, tratamos de evitar la mirada de los otros por un tiempo, para poder
revelar nuestro “verdadero ser” después de cierto periodo de encierro – para
reaparecer en público bajo una nueva forma. Este estado de ausencia temporal
constituye lo que nosotros llamamos proceso creativo – de hecho, es precisamente
lo que llamamos proceso creativo. André Breton nos cuenta una historia sobre un
poeta francés que, cuando se iba a dormir, colocaba un letrero en la puerta que
decía: “Por favor guarden silencio: el poeta está trabajando”. Esta anécdota resume
el entendimiento tradicional del trabajo creativo: el trabajo creativo es creativo
porque ocurre más allá del control público –e incluso más allá del control
consciente del autor. Este tiempo de ausencia puede durar varios días, meses, años
–incluso toda una vida. Solo al final de este periodo de ausencia se espera que el
autor presente un trabajo (quizá se encontró póstumamente en sus escritos) que
hasta entonces sería aceptado como creativo, precisamente porque pareció emerger
de la nada. En otras palabras, el trabajo creativo es el trabajo que presupone la
desincronización del tiempo para trabajar del tiempo de exposición de sus
resultados. El trabajo creativo es practicado en un tiempo paralelo de encierro, en
secreto, de manera que exista un efecto sorpresa cuando este tiempo paralelo se re-
sincroniza con el tiempo del espectador. Es por eso que el sujeto de la práctica
artística tradicionalmente quiso ocultarse, volverse invisible, darse un tiempo libre.
La razón no fue que los artistas habían cometido un crimen u ocultaban algún
sucio secreto que querían ocultar de la mirada de otros. Experimentamos la mirada
de los otros como un ojo maligno no cuando quiere penetrar en nuestros secretos
para hacerlos transparentes (dicha mirada penetrante es más bien halagadora y
emocionante) sino cuando niega que tenemos algún secreto, cuando nos reduce a
lo que ve y registra.

La práctica artística es entendida como algo individual y personal. Pero ¿qué


significa lo individual y personal? Lo individual se entiende muchas veces como
diferente de los otros. (Por ejemplo: en una sociedad totalitaria, todos son iguales.
En una democrática, todos son diferentes, y son respetados por ser diferentes.) Sin
embargo, aquí el punto no es tanto la diferencia de uno con respecto a los otros,
sino la diferencia de uno de uno mismo –el rechazo a ser identificado de acuerdo a
los criterios generales de la identificación. Efectivamente, los parámetros que
definen a nuestra identidad socialmente codificada y nominal, son completamente
ajenos a nosotros. No elegimos nuestros nombres, no estuvimos conscientemente
presentes en la fecha y lugar de nuestro nacimiento, no elegimos el nombre de la
ciudad o de la calle en la que vivimos, no elegimos a nuestros padres, nuestra
nacionalidad, etc. Todos estos parámetros externos de nuestra existencia no tienen
significado para nosotros –no se correlacionan con ninguna evidencia subjetiva.
Nos indican cómo nos ven los otros pero son completamente irrelevantes para
nuestras vidas internas, subjetivas.

Los artistas modernos se rebelaron en contra de las identidades impuestas por los
otros –por la sociedad, el estado, la escuela, los padres. Querían el derecho a una
auto-identificación soberana. El arte moderno era la búsqueda del “verdadero yo”.
Aquí la cuestión no es si el ser verdadero es real o simplemente una ficción
metafísica. La pregunta sobre la identidad no es una cuestión sobre la verdad sino
una cuestión sobre el poder: ¿Quién tiene el poder sobre mi propia identidad, yo
mismo o la sociedad? Y más generalmente: ¿quién tiene control sobre la
taxonomía social, los mecanismos sociales de identificación –yo mismo o las
instituciones del estado? Esto quiere decir que la lucha contra mi propia persona
pública e identidad nominal, en nombre de mi persona soberana, mi identidad
soberana, también tiene una dimensión pública, política, ya que está dirigida
contra los mecanismos dominantes de la identificación –la taxonomía social
dominante, con todas sus divisiones y jerarquías. Es por eso que los artistas
modernos siempre decían: No me mires a mí. Mira lo que estoy haciendo. Ese es mi
verdadero ser – o quizás ningún ser en realidad, quizás la ausencia de ser.
Posteriormente, los artistas en su mayoría se dieron por vencidos en la búsqueda
del ser oculto y verdadero. En cambio, comenzaron a usar sus identidades
nominales como readymades, organizando un juego complicado con ellos. Pero
esta estrategia aun presupone la desidentificación de las identidades nominales,
socialmente codificadas, para poder reapropiar, transformar y manipularlas
artísticamente.

La modernidad fue la época del deseo por las utopías. La expectativa utópica
significa nada menos que el proyecto de descubrir o construir al verdadero ser llega
se logra –y se vuelve socialmente reconocido. En otras palabras, el proyecto
individual de buscar al verdadero ser adquiere una dimensión política. El proyecto
artístico se convierte en un proyecto revolucionario que apunta a la transformación
total de la sociedad, y la erradicación de las taxonomías existentes. Aquí, el
verdadero ser se vuelve resocializado –al crear la verdadera sociedad.

El sistema del museo es ambivalente hacia este deseo utópico. Por un lado, el
museo ofrece al artista una oportunidad por trascender su propio tiempo, con
todas sus taxonomías e identidades nominales. El museo promete llevar la obra del
artista al futuro –es una promesa utópica. Sin embargo, el museo traiciona esta
promesa al mismo tiempo que la cumple. La obra del artista es llevada al futuro,
pero la identidad nominal del artista se reimpone en su obra. En el catálogo de
museo, leemos el mismo nombre, fecha y lugar de nacimiento, nacionalidad, y así.
Es por eso que el arte moderno quería destruir al museo. Sin embargo, el internet
traiciona la búsqueda del verdadero ser de una manera aún más radical: el internet
inscribe esta búsqueda desde su inicio –y no solo en su final—de vuelta a una
identidad nominal, socialmente codificada. A su vez, los proyectos revolucionarios
se vuelven historiados. Podemos ver hoy en día, conforme la anterior humanidad
comunista se renacionaliza y se reinscribe en las historias rusas, chinas y demás.

En el llamado periodo posmoderno, la búsqueda del ser verdadero y, del mismo


modo, la verdadera sociedad en la cual este ser verdadero podría revelarse, se
proclamaban como obsoletas. Por lo tanto, tendemos a hablar sobre la
posmodernidad como un tiempo post-utópico. Pero esto no es totalmente cierto.
La posmodernidad no se rindió en la lucha contra la identidad nominal del sujeto
–de hecho, incluso radicalizó esta lucha. La posmodernidad tuvo su propia utopía,
una utopía de la auto-disolución del sujeto en flujos infinitos y anónimos de
energía, deseo o del juego de significantes. En vez de abolir al ser nominal y social,
al descubrir al verdadero ser por medio de la producción de arte, la teoría de arte
posmoderna invirtió sus esperanzas por una pérdida completa de identidad, a
través del proceso de reproducción: una estrategia distinta que busca la misma
meta.

La euforia utópica posmoderna que provocó la noción de reproducción en su


momento, puede ilustrarse por el siguiente pasaje del libro On the Museum’s Ruins,
de Douglas Crimp. En este conocido libro, Crimp sostuvo, refiriéndose a
Benjamin, que

“Por medio de la tecnología reproductiva, el arte posmodernista se deshace del


aura. La ficción del sujeto creador da paso a la confiscación franca, a la cita, el
extracto, la acumulación y repetición de imágenes ya existentes. Las nociones
de originalidad, autenticidad y presencia, esenciales para el discurso ordenado
del museo, son socavados.”1

El flujo de las reproducciones inunda al museo –y la identidad individual se ahoga


en este flujo. El internet se volvió por un tiempo el lugar donde fueron
proyectados estos sueños utópicos posmodernos, sueños sobre la disolución de
todas las identidades en el juego infinito de significantes. El rizoma globalizado
tomó el lugar de la humanidad comunista.

Sin embargo, el internet se ha convertido no en un lugar para la realización de


utopías posmodernas, sino su cementerio –mientras el museo se convirtió en un
cementerio para las utopías modernas. Efectivamente, el aspecto más importante
de internet es que cambian fundamentalmente la relación entre original y copia,
como lo describe Benjamin, y por lo tanto, convierte al proceso anónimo de
reproducción en algo calculable y personalizable. En internet, todo significante
liberado tiene una dirección. Los flujos desterritorializados de datos se
reterritorializan.

Es conocido que Walter Benjamin distinguió entre el original, el cual es definido


desde su “aquí y ahora”, y la copia, la cual no tiene sitio, es topológicamente
indeterminada, carece de un “aquí y ahora”. La reproducción digital
contemporánea no es de ninguna manera un ejercicio sin sitio, su circulación no es
indeterminada topológicamente, y no se presenta a sí misma bajo la forma de una
multiplicidad, como la describió Benjamin. Todas las direcciones de los archivos
de datos en internet nos refieren a un lugar. El mismo archivo de datos con una
dirección distinta es un archivo de datos distinto. Aquí, el aura de la originalidad
no se pierde, sino que más bien es sustituido por un aura distinta. En internet, la
circulación de datos digitales no produce copias, sino nuevos originales. Y esta
circulación es perfectamente rastreable. Piezas individuales de datos nunca son
desterritorializados. Además, toda imagen o texto en internet tiene no solo su
lugar singular y específico, sino también su tiempo singular de aparición. El
internet registra cada momento en que alguien le da click a cierto dato, cuando te
gusta, cuando ya no te gusta, o lo transfieres o lo transformas. Del mismo modo,
una imagen digital no puede ser simplemente copiada (como puede hacerse con
una imagen análoga, mecánicamente reproducible) sino que siempre solo es
nuevamente escenificada o ejecutada. Y cada ejecución de un archivo de datos es
fechada y archivada.

Durante la época de la reproducción mecánica, escuchamos frecuentemente sobre


el deceso de la subjetividad. Escuchamos de Heidegger que die Sprache spricht (“el
lenguaje habla”), y no tanto que el individuo usa el lenguaje. Escuchamos de
Marshall McLuhan que el medio es el mensaje. Después, la deconstrucción
derrideana y las máquinas deseantes de Deleuze nos enseñaron a deshacernos de
nuestras últimas ilusiones concernientes a la posibilidad de identificar y estabilizar
la subjetividad. Sin embargo, ahora nuestras “almas digitales” se han vuelto
rastreables y visibles nuevamente. Nuestra experiencia de la contemporaneidad
está definida no tanto por la presencia de cosas ante nosotros como espectadores,
sino más bien por nuestra presencia ante la mirada del espectador oculto y
desconocido. Sin embargo, no conocemos a este espectador. No tenemos acceso a
su imagen –si es que la tiene. En otras palabras, el espectador oculto universal del
internet puede pensarse solo como un sujeto de conspiración universal. La
reacción a esta conspiración universal toma necesariamente la forma de una
contra-conspiración: uno protegerá su alma del ojo maligno. La subjetividad
contemporánea ya no puede depender para su disolución del flujo de significantes,
porque este flujo se ha vuelto controlable y rastreable. Por lo tanto, surge un nuevo
sueño utópico –un sueño verdaderamente contemporáneo. Es el sueño de una
palabra codificada irrompible que por siempre puede proteger nuestra
subjetividad. Queremos definirnos como un secreto que sería aún más secreto que
el secreto ontológico –el secreto que ni siquiera Dios puede descubrir. El ejemplo
paradigmático de dicho sueño podemos encontrarlo en WikiLeaks.

La meta de WikiLeaks muchas veces es vista como el flujo libre de información,


como el establecimiento de un acceso libre de secretos de estado. Pero al mismo
tiempo, la práctica de WikiLeaks demuestra que el acceso universal puede ser
proporcionado solo bajo la forma de una conspiración universal. En una entrevista,
Julain Assange dice:

“Si entonces tú y yo estamos de acuerdo sobre un código encriptado en


particular, y éste es matemáticamente fuerte, entonces las fuerzas de todo
súper poder al que se le presente este código no podrá romperlo. De modo
que un estado puede desear hacerle algo a un individuo, pero simplemente no
es posible que el estado lo haga –y en este sentido, las matemáticas y los
individuos son más fuertes que los súper poderes.”2

La transparencia se basa aquí en una no-transparencia. La apertura universal está


basada en el cierre más perfecto. El sujeto se vuelve oculto, invisible, se toma el
tiempo para volverse operativo. La invisibilidad de la subjetividad contemporánea
está garantizada, en la medida que su código encriptado no sea hackeado –en la
medida que el sujeto permanezca anónimo, no-identificable. Su invisibilidad,
protegida por una contraseña, es la que garantiza el control del sujeto en torno a
sus operaciones y manifestaciones digitales.

Aquí, estoy discutiendo sobre el internet tal y como lo conocemos ahora. Pero las
próximas guerras cibernéticas cambiarán radicalmente al internet. Estas guerras
cibernéticas ya han sido anunciadas –y destruirán o dañarán seriamente al internet
como un mercado dominante y como un medio de comunicación. El mundo
contemporáneo se parece mucho al mundo del siglo XIX. Ese mundo fue definido
por las políticas de los mercados abiertos, un capitalismo creciente, una cultura de
la celebridad, el retorno de la religión, terrorismo y contra-terrorismo. La Primera
Guerra Mundial destruyó a este mundo e hizo imposible las políticas de un
mercado abierto. Al final, los intereses geopolíticos y militares de las naciones
estado se mostraron más poderosos que los intereses económicos. Veamos lo que
sucederá en el futuro cercano.

Me gustaría concluir con una consideración más general sobre la relación entre
utopía y archivo. Como he intentado demostrar, el impulso utópico siempre está
relacionado con el deseo del sujeto por salir de su propia identidad, históricamente
definida, para dejar su lugar en la taxonomía histórica. En cierto sentido, el
archivo le otorga al sujeto la esperanza de sobrevivir a su propia
contemporaneidad, revelando su verdadero ser en el futuro, porque el archivo
promete sostener y hacer accesibles los textos o las obras de este sujeto después de
su muerte. Esta promesa utópica, o por lo menos heterotópica, es crucial para la
habilidad del sujeto de generar un distanciamiento y una actitud crítica en torno a
su propio tiempo y su propia audiencia inmediata.

Los archivos son muchas veces interpretados como un medio para conservar el
pasado –para presentar el pasado en el presente. Pero al mismo tiempo, los
archivos son máquinas para transportar el presente en el futuro. Los artistas
siempre hacen su obra no para su propio tiempo sino para los archivos del arte –
para el futuro, en el cual la obra del artista permanecerá presente. Esto produce
una diferencia entre la política y el arte. Los artistas y los políticos comparten el
“aquí y ahora” común del espacio público, y ambos quieren transformar el futuro.
Esto es lo que une al arte y a la política. Pero la política y el arte transforman el
futuro de maneras distintas. La política entiende el futuro como resultado de
acciones que ocurren aquí y ahora. La acción política tiene que ser eficaz, tiene que
producir resultados, debe de transformar la vida social. En otras palabras, la
práctica política transforma al futuro, pero desaparece en y a través de este futuro,
termina totalmente absorbido por sus propios resultados y consecuencias. La meta
de la política es volverse obsoleta –y dar lugar a la política del futuro.

Pero los artistas no trabajan dentro del espacio público de su tiempo. También
trabajan dentro del espacio heterogéneo de los archivos de arte, donde sus obras
son colocadas entre las obras del pasado y futuro. El arte, tal y como funcionó en
la modernidad y aun funciona así en nuestra época, no desaparece después que se
haya terminado el trabajo. Más bien, la obra de arte sigue estando presente en el
futuro. Y es precisamente esta presencia de futuro anticipado del arte la que le
garantiza su influencia en el futuro, su oportunidad para moldear el futuro. La
política moldea el futuro para su propia desaparición. El arte moldea el futuro para
su propia presencia prolongada. Esto crea una brecha entre el arte y la política –
una brecha que se demostró muchas veces a través de la historia trágica de la
relación entre arte de izquierda y política de izquierda en el siglo XX.

Nuestros archivos están estructurados históricamente, claro está. Y nuestro uso de


estos archivos sigue estando definido por la tradición historicista del siglo XIX.
Por lo tanto, tendemos a reinscribir a los artistas póstumamente, en los contextos
históricos desde los cuales en realidad querían escaparse. En este sentido, las
colecciones de arte que precedieron al historicismo del siglo XIX –las colecciones
que querían ser colecciones de instancias de belleza pura, por ejemplo—parecen
ingenuas a primera vista. De hecho, son más fieles al impulso utópico original que
sus contrapartes históricas más sofisticadas. Nos estamos volviendo más
interesados en la decontextualización y re-escenificación de fenómenos
individuales del pasado que en su recontextualización histórica, más interesados en
las aspiraciones utópicas que llevan a los artistas a salir de sus contextos históricos,
que en estos contextos por sí mismos. Y a mí me parece que este es un buen
proceso, porque fortalece el potencial utópico del archivo y debilita su potencial
para traicionar la promesa utópica, potencial inherente a todo archivo,
independientemente de lo estructurado que sea.

1. Douglas Crimp, On the Museum’s Ruins (Cambridge, MA: MIT Press, 1993),
58.
2. Hans Ulrich Obrist, “In Conversation with Julian Assange, Part I,” e-flux
journal 25 (May 2011).

Artículo original: Boris Groys, “Art Workers: Between Utopia and the Archive”
E-flux journal, 45, mayo 2013
http://www.e-flux.com/journal/art-workers-between-utopia-and-the-archive/

Traducción publicada en:


http://artecontempo.blogspot.com/2013/06/lostrabajadores-del-arte-entrela-
utopia.html
Libre traducción: A. Espinoza
La producción de sinceridad
(Diseño de sí mismo y responsabilidad estética)
Boris Groys (2008)

En estos días, caso todos parecen estar de acuerdo que la época en que el arte trató
de establecer su autonomía –con éxito o sin éxito—ha terminado. Aun así, este
diagnostico se hace con sentimientos encontrados. Uno tiende a celebrar la
disponibilidad del arte contemporáneo para trascender los confines tradicionales
del sistema del arte, como si esta movida fuera dictada por una voluntad para
modificar las condiciones sociales y políticas dominantes, para hacer un mundo
mejor –si la movida, en otras palabras, es éticamente motivada. Uno tiende a
deplorar, por otro lado, que los intentos por trascender el sistema del arte nunca
parecen ir más allá de la esfera estética: en vez de cambiar el mundo, el arte solo lo
hace verse mejor. Esto causa una gran frustración dentro del sistema del arte, en el
cual el ánimo predominante parece cambiar casi perpetuamente, para adelante y
para atrás, entre las esperanzas por intervenir en el mundo más allá del arte, y la
decepción (incluso desesperanza) que trae la imposibilidad de lograr dicha meta.
Mientras que este fracaso muchas veces se interpreta como una prueba de la
incapacidad del arte por penetrar la esfera política como tal, argumentaría en vez
de esto que si la politización del arte tuviera una intención y una práctica serias, la
mayor de las veces tiene éxito. El arte, en efecto, puede entrar en la esfera política
y, efectivamente, el arte ha entrado en ésta muchas veces en el siglo XX. El
problema no es la incapacidad del arte por hacerse verdaderamente político. El
problema es que la esfera política actual ya se ha vuelto estetizada. Cuando el arte
se vuelve político, está obligado a hacer el desagradable descubrimiento de que la
política ya se ha convertido en arte –que la política ya se ha situado en el campo
estético.

En nuestra época, cada político, héroe de los deportes, terrorista o estrella de cine
genera un gran número de imágenes, porque los medios automáticamente cubren
sus actividades. En el pasado, la división del trabajo entre la política y el arte eran
muy claras: el político era responsable de la política y el artista representaba estas
políticas por medio de la narración o la representación. La situación cambió
drásticamente desde entonces. El político contemporáneo ya no necesita a un
artista para cobrar fama o inscribirse dentro de la conciencia popular. Toda figura
y evento político es inmediatamente registrada, representada, descrita, esbozada,
narrada e interpretada por los medios. La máquina de cobertura de los medios ya
no necesita una intervención artística individual o decisión artística para echarse a
andar. En efecto, los medios masivos contemporáneos han emergido hasta ahora
como la más grande y más poderosa máquina productora de imágenes –mucho
más extensa y efectiva que el sistema del arte contemporáneo. Constantemente
somos alimentados con imágenes de guerra, de terror y de catástrofes de todo tipo,
en un nivel de producción y distribución con el cual las habilidades artesanales del
artista ya no pueden competir.
Hoy en día, si un artista logra ir más allá del sistema del arte, este artista comienza
a funcionar de la misma manera como ya funcionan los políticos, los héroes del
deporte, los terroristas, las estrellas de cine y otras celebridades menores o
mayores: a través de los medios. En otras palabras, el artista se convierte en la
obra. Mientras que la transición del sistema del arte al campo político es posible,
esta transición opera primordialmente como un cambio en el posicionamiento del
artista con respecto a la producción de la imagen: el artista deja de ser un
productor de imágenes y se convierte en una imagen en sí mismo. Esta
transformación ya había sido registrada a finales del siglo XIX por Friedrich
Nietzsche, quien declaró que es mejor se una obra de arte que un artista. Claro,
convertirse en obra de arte no sólo provoca placer, sino que también la ansiedad de
ser sujeto de una manera muy radical a la mirada del otro –a la mirada de los
medios funcionando como super-artistas.

Yo caracterizaría esta ansiedad como de auto-diseño, porque obliga al artista –así


como casi cualquiera que llegue a ser cubierto por los medios—a confrontar la
imagen del ser: corregir, cambiar, adaptar, contradecir esta imagen. Hoy en día,
uno muchas veces escucha que el arte de nuestro tiempo funciona cada vez más
como un diseño, y hasta cierto grado es cierto. Pero el problema final del diseño
tiene que ver no con cómo diseño el mundo exterior, sino como me diseño yo –o,
más bien, cómo lidio con la manera como el mundo me diseña. Hoy en día, esto
se ha convertido en un problema general y dominante, que todos –y no sólo los
políticos, las estrellas de cine y las celebridades– confrontan. Hoy en día, todos
están sujetos a una evaluación estética –se requiere de todos tomar la
responsabilidad estética de sus apariencias en el mundo, de su auto-diseño. Donde
fue una vez privilegio y carga para unos cuantos elegidos, en nuestra epoca el auto-
diseño se ha convertido en la práctica cultural de masas por excelencia. El espacio
virtual de Internet es primordialmente una zona en la cual mi página en Facebook
está permanentemente diseñada y rediseñada para ser presentada en Youtube, y
viceversa. Pero de la misma manera en el mundo real –o, digamos, análogo—se
espera que uno sea responsable de la imagen que presentamos a la mirada del otro.
Incluso podría decirse que el auto-diseño es una práctica que une al artista y al
público por igual de la manera más radical: aunque no todos producen obras de
arte, todo mundo es una obra de arte. Al mismo tiempo, se espera que todos sean
sus propios autores.

Ahora bien, todo tipo de diseño –incluyendo el auto-diseño—es considerado


primordialmente por el espectador no como una manera de revelar cosas, sino
como una manera de ocultarlas. La estetización de la política se considera
igualmente como una manera de sustituir sustancia con apariencia, temas reales
con una fabricación superficial de imagen. Sin embargo, mientras que los temas
cambian constantemente, la imagen permanece. Así como uno puede fácilmente
convertirse en prisionero de su propia imagen, nuestras convicciones políticas
pueden ser ridiculizadas como si fueran un simple auto-diseño. La estetización
muchas veces se identifica con la seducción y la celebración. Walter Benjamin
obviamente tenía este uso de término “estetización” en mente cuando opuso la
politización de la estética a la estetización de la política al final de su famoso
ensayo “La obra de arte en la era de la reproducción mecánica.” Pero uno podría
decir, por el contrario, que todo acto de estetización es ya una crítica del objeto de
estetización, simplemente porque este acto llama la atención a la necesidad del
objeto por un suplemento que le permita verse mejor de lo que ya es. Dicho
suplemento siempre funciona como un pharmakon derrideano: mientras que el
diseño hace que el objeto se vea mejor, de la misma manera levanta sospechas de
que este objeto se vería especialmente feo y repelente si la superficie de su diseño
se llegara a extraer.

En efecto, el diseño –incluyendo el auto-diseño—es principalmente un


mecanismo para inducir a la sospecha. El mundo contemporáneo del diseño total
muchas veces se describe como un mundo de seducción total, desde donde el
carácter desagradable de la realidad ha desaparecido. Pero yo argumentaría, en
cambio, que el mundo del diseño total es un mundo de sospecha total, un mundo
de peligro latente que acecha por debajo de las superficies diseñadas. La meta
principal del auto-diseño, entonces, se convierte en una neutralización de la
sospecha de un posible espectador, de crear el efecto de sinceridad que provoca la
confianza en el alma del espectador. En el mundo actual, la producción de
sinceridad y confianza se ha convertido en la ocupación de todos –y no obstante
fue, y sigue siendo, la principal ocupación del arte a través de toda la historia de la
modernidad: el artista moderno siempre se ha posicionado como la única persona
honesta en un mundo de hipocresía y corrupción. Investiguemos brevemente
cómo la producción de sinceridad y la confianza ha funcionado en el periodo
moderno, para poder caracterizar la manera como funciona hoy en día.

Uno podría decir que la producción modernista de sinceridad funcionó como una
reducción del diseño, donde la meta fue la de crear un espacio en blanco, vacío, en
el centro del mundo diseñado, para eliminar el diseño, para practicar el grado cero
del diseño. De esta manera, la vanguardia artística quería crear áreas libres de
diseño que pudieran percibirse como áreas de honestidad, de alta moralidad,
sinceridad, y confianza. Al observar todas las superficies diseñadas de los medios,
uno espera que el espacio oscuro, oscurecido debajo de los medios, de alguna
manera, se traicione o se exponga a sí mismo. En otras palabras, estamos
esperando un momento de sinceridad, un momento en el cual la superficie de
diseño se abra para ofrecer una vista a su interior. El diseño Cero intenta producir
artificialmente este quiebre para el espectador, permitiéndole ver las cosas como
realmente son.

Pero la fe rousseana en la ecuación de la sinceridad y el cero-diseño se ha


desvanecido en nuestro tiempo. Ya no estamos dispuestos a creer que el diseño
minimalista sugiere algo sobre la honestidad y sinceridad del sujeto diseñado. La
aproximación de la vanguardia en torno al diseño de la honestidad se ha
convertido, por lo tanto, en un estilo entre muchos estilos posibles. Bajo estas
condiciones, el efecto de la sinceridad es creado no al refutar la sospecha inicial
dirigida hacia toda superficie diseñada, sino al confirmarla. Esto quiere decir que
estamos listos para creer que una ruptura en la superficie diseñada ha sucedido –
que somos capaces de ver las cosas como realmente son—sólo cuando la realidad
detrás de la fachada se muestra muchísimo peor de lo que habíamos imaginado.
Confrontados a un mundo de diseño total, sólo podemos aceptar una catástrofe,
un estado de emergencia, una ruptura violenta en la superficie diseñada, como
razón suficiente para creer que se nos permite un vistazo de la realidad que se
encuentra por debajo. Y claro, esta realidad también, debe mostrarse como una
realidad catastrófica, porque sospechamos que está pasando algo terrible destrás
del diseño –manipulación cínica, propaganda política, intrigas ocultas, intereses
creados, crímenes. Seguido de la muerte de Dios, la teoría de conspiración se
convirtió en la única forma sobreviviente de metafísica tradicional, como un
discurso sobre lo oculto e invisible. Donde una vez tuvimos a la naturaleza y a
Dios, ahora tenemos diseño y teoría de conspiración.

Aun cuando estamos generalmente inclinados a desconfiar de los medios, no es


accidental que estamos inmediatamente dispuestos a creerle cuando nos habla
sobre una crisis financiera global o nos presenta las imágenes del once de
septiembre, directo en nuestros departamentos. Aun los teóricos de la simulación
más comprometidos comenzaron a hablar sobre el regreso de lo real, mientras
veían las imágenes del once de septiembre. Existe una vieja tradición en el arte de
occidente, que presenta al artista como una catástrofe andante y –por lo menos
desde Baudelaire en adelante—los artistas modernos fueron expertos en crear
imágenes del mal que surgían detrás de la superficie, lo cual inmediatamente les
otorgó la confianza del público. En nuestros días, la imagen romántica del poète
maudit es sustituida por la del artista siendo explícitamente cínico –codicioso,
manipulador, de orientación empresarial, que busca sólo la ganancia material, e
implementando al arte como una máquina para engañar al público. Hemos
aprendido esta estrategia de auto-denuncia calculada –un autodiseño de
autodenuncia—a partir de los ejemplos de Salvador Dalí y Andy Warhol, o de Jeff
Koons y Damien Hirst. No obstante qué tan vieja, esta estrategia rara vez ha
dejado de hacer mella. Al ver la imagen pública de estos artistas, tendemos a
pensar, “Qué atroz,” pero al mismo tiempo, “Qué cierto.” El auto-diseño como
auto-denuncia sigue funcionando en una época en la que el vanguardista diseño-
cero de la honestidad fracasa. Aquí, de hecho, el arte contemporáneo expone cómo
funciona toda nuestra cultura de la celebridad: por medio de revelaciones y auto-
revelaciones calculadas. Las celebridades (incluyendo los políticos) son presentados
al público contemporáneo como superficies diseñadas, a las cuales el público
responde con sospecha y teorías de conspiración. Por lo tanto, para hacer que el
político se vea confiable, uno debe crear un momento de revelación –una
oportunidad para atisbar a través de la superficie para decir, “Ah, este político es
tan malo como siempre supuse que iba a ser.” Con esta revelación, la confianza en
el sistema se restaura por medio de un ritual de sacrificio simbólico y auto-
sacrificio, estabilizando el sistema de las celebridades al confirmar la sospecha a la
que necesariamente ya está sujeta. De acuerdo con la economía del intercambio
simbólico que Marcel Mauss y George Bataille exploraron, los individuos que se
muestran especialmente repugnantes (esto es, los individuos que demuestran el
sacrificio simbólico más sustancial) reciben mayor reconocimiento y fama. Este
hecho por sí solo demuestra que esta situación tiene menos que ver con una visión
verdadera que con un caso especial de auto-diseño: hoy en día, decidir presentarse
uno mismo como éticamente malo es tomar una decisión especialmente buena en
términos de auto-diseño (el genio es lo mismo que un cabrón).

Pero también existe una forma más sutil y sofisticada de auto-diseño y auto-
sacrificio: el suicidio simbólico. Siguiendo esta estrategia más sutil de auto-diseño,
el artista anuncia la muerte del autor, esto es, su propia muerte simbólica. La obra
resultante no se proclama a sí misma como mala, sino como muerta. La obra
resultante, entonces, se presenta como colaborativa, participativa y democrática.
Una tendencia hacia la práctica colaborativa y participativa es innegablemente una
de las principales características del arte contemporáneo. Numerosos grupos de
artistas alrededor del mundo están afirmando una autoría colectiva, e incluso
anónima, para sus obras. Adicionalmente, prácticas colaborativas de este tipo
tienden a estimular al público a unirse, a activar el ámbito social en el que se
desenvuelven estas prácticas. Pero este autosacrificio que renuncia a la autoría
individual también encuentra su compensación dentro de una economía simbólica
de reconocimiento y fama.

El arte participativo reacciona ante el estado moderno de la cuestión, con un arte


que fácilmente puede describirse de la siguiente manera: el artista produce y
exhibe arte, y el público ve y evalúa lo que está exhibido. Este arreglo parecería
beneficiar primordialmente al artista, que se muestra como un individuo activo,
opuesto a un público pasivo y anónimo. Mientras que el artista tiene el poder de
popularizar su nombre, las identidades de los espectadores siguen siendo
desconocidas, a pesar de su papel de proporcionar la validación que facilita el éxito
del artista. El arte moderno, por lo tanto, fácilmente puede malinterpretarse como
un aparato para manufacturar la celebridad artística a expensas del público. Sin
embargo, muchas veces se pasa por alto que en el periodo moderno, el artista
siempre ha sido entregado a la misericordia de la opinión pública –si una obra no
es favorecida por el público, entonces es reconocida de facto como carente de valor.
Este es el principal déficit del arte moderno: la obra de arte moderna no tiene un
valor “interno” propio, no tiene mérito más allá de lo que el gusto del público le
otorga. En los templos antiguos, la desaprobación estética no era una razón
suficiente para rechazar una obra. Las estatuas producidas por los artistas de esa
época era consideradas como las encarnaciones de los dioses: eran reverenciadas,
uno se arrodillaba frente a ellas para rezar, uno buscaba una guía y se les temía.
Ídolos pobremente elaborados e iconos mal pintados eran de hecho parte también
de este orden sacro, y deshacerse de alguno de ellos hubiera sido un sacrilegio. Por
lo tanto, dentro de una tradición religiosa específica, las obras de arte tienen su
propio valor individual, “interno,” independientemente del juicio estético del
público. Este valor deriva de la participación tanto del artista y del público en las
prácticas religiosas comunales, una afiliación común que relativiza el antagonismo
entre artista y público.

Por contraste, la secularización del arte conlleva a su devaluación radical. Es por


eso que Hegel afirmó al inicio de sus Lecciones sobre estética que el arte era cosa del
pasado. Ningún artista moderno podría esperar que alguien se arrodillara para
rezar enfrente de su obra, exigir asistencia práctia de ésta, o usarla para apartar al
peligro. Lo más que uno está preparado a hacer hoy en día es sentir que una obra
es interesante, y claro, preguntar cuánto cuesta. El precio inmuniza a la obra de
arte del gusto público hasta cierto grado –si las consideraciones económicas no
hubieran sido un factor que limita la expresión inmediata del gusto público, gran
parte del arte que se encuentra en los museos hoy en día hubiera terminado en la
basura desde hace mucho tiempo. La participación comunal dentro de la misma
práctica económica, por lo tanto, debilita la separación radical entre artista y
público hasta cierto grado, incitando una cierta complicidad en la cual el público
está obligado a respetar una obra de arte por su precio, aun cuando dicha obra no
es muy apreciada. Sin embargo, sigue habiendo una diferencia significativa entre el
valor religioso de una obra de arte y su valor económico. Aunque el precio de una
obra de arte es el resultado cuantificable de un valor estético que se ha identificado
con éste, el respeto que se le otorga a una obra de arte a partir de su precio de
ninguna manera se traduce automáticamente en cualquier forma de apreciación
vinculante. Este valor vinculante del arte, por lo tanto, puede buscarse en las
prácticas no comerciales, si no es que directamente anti-comerciales.

Por esta razón, muchos artistas modernos han intentado recuperar una base
común con sus públicos, al atraer a los espectadores para que salgan de sus roles
pasivos, al unir la cómoda distancia estética que permite a los espectadores que no
se involucran a juzgar una obra de arte imparcialmente desde una perspectiva
segura y externa. La mayoría de estos intentos están relacionados con un
compromiso político o ideológico de algún tipo u otro. La comunidad religiosa,
por lo tanto, es reemplazada por un movimiento político, en el cual los artistas y
los públicos participan comunalmente. Cuando el espectador se involucra en la
práctica artística desde el inicio, toda crítica enunciada se convierte en autocrítica.
Es así como las convicciones políticas compartidas hacen que el juicio estético sea
parcial o completamente irrelevante, como fue el caso con el arte sacro del pasado.
Para decirlo sin rodeos: hoy en día, es mejor ser un autor muerto que un autor
malo. Aunque la decisión del artista de renunciar a la autoría exclusiva parecería
principalmente que es del interés de un empoderamiento del espectador, este
sacrificio finalmente beneficia al artista, ya que lo libra a su obra de la mirada fría
del juicio no involucrado del espectador.

Una versión de este texto se presentó como conferencia en el Frieze Art Fair,
Londres, el 16 de octubre de 2008.
Boris Groys, “Self-Design and Aesthetic Responsibility (Production of Sincerity)”
Revista e-flux, 68, junio 2009. http://www.e-flux.com/journal/view/68

Traducción libre de A. Espinoza publicada en:


http://artecontempo.blogspot.com/2013/06/lostrabajadores-del-arte-entrela-
utopia.html
Sobre el activismo en el arte
Boris Groys (2014)

Las discusiones recientes sobre el arte se centran mucho en la temática del


activismo en el arte –esto es, en la habilidad del arte para funcionar como un foro
y un medio para la protesta política y el activismo social. El fenómeno del
activismo en el arte es central para nuestra época, porque se trata de un fenómeno
nuevo, muy distinto del fenómeno del arte crítico con el que nos familiarizamos en
décadas recientes. Los arte activistas no sólo quieren criticar al sistema del arte o a
las condiciones políticas y sociales bajo los cuales funciona este sistema. Más bien,
quieren cambiar estas condiciones por medio del arte, no tanto desde el interior
del arte sino por fuera, en la realidad misma. Los arte activistas tratan de cambiar
las condiciones de vida en áreas económicamente en vías de desarrollo, tratan de
poner sobre la mesa problemáticas ambientales, ofrecen acceso a la cultura y la
educación para las poblaciones de países y regiones pobres, atraen la atención hacia
la lucha de los migrantes ilegales, mejoran las condiciones de la gente que trabaja
en las instituciones del arte, y así sucesivamente. En otras palabras, los arte
activistas reaccionan ante el colapso cada vez mayor del estado social moderno y
tratan de reemplazar el estado social y las ONG’s que, por razones diversas, no
pueden o no quieren cumplir con su papel. Los arte activistas quieren ser útiles,
cambiar al mundo, crear un mundo mejor, pero al mismo tiempo, no quieren dejar
de ser artistas. Y este es el punto en el que surgen los principales problemas
teóricos, políticos e incluso puramente prácticos.

Los intentos del arte activismo por combinar el arte y la acción social fueron
atacados desde estas dos perspectivas opuestas, las tradicionalmente artísticas y las
tradicionalmente activistas. La crítica artística tradicional opera de acuerdo a la
noción de calidad artística. Desde este punto de vista, el activismo en el arte parece
ser no muy bueno artísticamente: muchos críticos dicen que las intenciones
moralmente buenas del activismo en el arte sustituyen la calidad del arte. Esta
clase de crítica es, en realidad, fácil de rechazar. En el siglo XX, todo criterio de
calidad y de gusto fue abolido por distintas vanguardias artísticas, de modo que,
hoy en día, no tiene sentido apelar a ellas nuevamente. Sin embargo, la crítica del
otro lado es mucho más seria y exige una respuesta crítica detallada. Esta crítica
opera primordialmente de acuerdo a nociones de “estetización” y
“espectacularidad”. Cierta tradición intelectual, con raíces en los escritos de Walter
Benjamin y Guy Debord sostiene que la estetización y la espectacularización de la
política, incluyendo la protesta política, son cosas malas, porque distraen la
atención de las metas prácticas de la protesta política y las dirige hacia su forma
estética. Y esto quiere decir que el arte no puede ser usado como un medio para la
protesta política genuina, porque el uso del arte para la acción política
necesariamente estetiza a dicha acción, la convierte en espectáculo y, por lo tanto,
neutraliza el efecto práctico de dicha acción. Como ejemplo, basta con recordar la
reciente Bienal de Berlín, curada por Artur Żmijewski, y la crítica que provocó,
descrita como tal por distintos lados ideológicos como un zoológico para artistas
activistas.

En otras palabras, el componente de arte del arte activismo es visto muchas veces
como la razón principal por la que dicho activismo fracasa en el nivel pragmático,
práctico, en el nivel del impacto social y político inmediato. En nuestra sociedad,
el arte es tradicionalmente visto como inútil. De manera que esta inutilidad cuasi
ontológica parece infectar al arte activismo y lo condena a su fracaso. Al mismo
tiempo, el arte es visto como algo que en última instancia celebra y estetiza al
status quo –socavando, por lo tanto, nuestra voluntad para cambiarlo. De modo
que la salida de esta situación es vista más que nada como el abandono general del
arte –como si el activismo social y político nunca fracasa siempre y cuando no se
infecte por el virus del activismo.

La crítica del arte como algo inútil y por lo tanto moral y políticamente malo no es
nueva. En el pasado, esta crítica obligaba a muchos artistas a abandonar el arte,
para comenzar a practicar algo más útil, algo moral y políticamente correcto. Sin
embargo, el activismo contemporáneo en el arte no se apresura por abandonar el
arte, sino más bien, trata de hacer que el arte mismo sea útil. Esta es una posición
histórica nueva. Su novedad es muchas veces relativizada por una referencia al
fenómeno de la vanguardia rusa, que famosamente quiso cambiar al mundo por
medios artísticos. Me parece que esta referencia es incorrecta. Los artistas de la
vanguardia rusa de la década de 1920 creían en su habilidad para cambiar el
mundo, porque en aquel entonces su práctica artística fue apoyada por las
autoridades soviéticas. Ellos sabían que el poder estaba de su lado. Y tenían la
esperanza de que este apoyo no cesara con el paso del tiempo. El activismo
contemporáneo en el arte, por el contrario, no tiene razón para creer en un apoyo
político externo. El arte activista actúa por cuenta propia –depende sólo de sus
propias redes y en un apoyo financiero débil e incierto, generado por instituciones
de arte de mentalidad progresista. Como lo dije anteriormente, ésta es una
situación nueva, que merece una nueva reflexión teórica.

La meta central de esta reflexión teórica es esta: analizar el significado preciso y la


función política de la palabra “estetización”. Yo creo que dicho análisis nos
permitirá clarificar las discusiones alrededor del arte activista y el sitio en el que se
encuentra y en el que actúa. Podría decir que, hoy en día, la palabra “estetización”
se usa mayormente de una manera confusa y confundida. Cuando uno habla de
“estetización”, se refiere a operaciones teóricas y políticas distintas y en ocasiones
opuestas. La razón por estas confusiones es la división de la práctica artística
contemporánea en dos dominios diferentes: arte en el sentido apropiado de la
palabra, y diseño. En estos dos dominios, la estetización quiere decir dos cosas
distintas. Analicemos esta diferencia.
La estetización como Revolución

En el dominio del diseño, la estetización de ciertas herramientas técnicas, de


ciertas mercancías o de ciertos eventos, está relacionado con un intento por
hacerlos más atractivos y seductores para el usuario. Aquí, la estetización no
previene el uso de un objeto estetizado, diseñado –por el contrario, tiene la meta
de mejorar y expandir este uso al hacerlo más agradable. En este sentido, en
realidad deberíamos ver a todo el arte del pasado premoderno no como arte sino
como diseño. Efectivamente, los griegos antiguos nos hablaban de la techne –sin
diferenciar entre arte y tecnología. Si vemos el arte de la antigua China, podemos
encontrarnos con herramientas bien diseñadas, que se usaban para las ceremonias
religiosas, así como objetos bien diseñados que se usaban para los funcionarios de
la corte y los intelectuales. Lo mismo puede decirse del arte de Egipto y del
Imperio Inca: no es arte en el sentido moderno del término, sino diseño. Y lo
mismo puede decirse del Antiguo Régimen de Europa antes de la Revolución
Francesa; aquí también encontramos sólo diseño religioso, o el diseño del poder y
la riqueza. Bajo condiciones contemporáneas, el diseño se volvió omnipresente.
Casi todo lo que usamos está profesionalmente diseñado para hacerlo más
atractivo para el usuario. Es a lo que nos referimos cuando hablamos de un
producto bien diseñado: es una “verdadera obra de arte”, como podemos decir del
iPhone, de un bello avión y así sucesivamente.

Lo mismo puede decirse de la política. Estamos viviendo una época de diseño


político, de la fabricación personal de la imagen. Cuando uno habla, por ejemplo,
de la estetización de la política en referencia a, digamos, la Alemania Nazi,
entonces uno realmente se refiere a la estetización como diseño –como un intento
por hacer que el movimiento Nazi sea más atractivo, más seductor. Uno piensa en
los uniformes negros, la fakelzüge nocturna, y demás. Aquí es importante ver que
este modo de entender la estetización como diseño no tiene nada que ver con la
noción de estetización como solía usarlo Walter Benjamin, cuando hablaba del
fascismo como la estetización de la política. Esta otra noción de estetización tiene
sus orígenes no en el diseño sino en el arte moderno.

En efecto, la estetización artística no se refiere al intento por hacer que el


funcionamiento de cierta herramienta técnica sea más atractivo para el usuario. Al
contrario, la estetización artística significa la desfuncionalización de dicha
herramienta, la anulación violenta de su aplicabilidad y eficiencia prácticas.
Nuestra noción contemporánea del arte y de la estetización del arte tiene sus raíces
en la Revolución Francesa –en las decisiones tomadas por el gobierno
revolucionario francés, concernientes a los objetos que este gobierno heredó del
Antiguo Régimen. Un cambio de régimen, especialmente un cambio radical como
el que introdujo la Revolución Francesa, normalmente viene acompañado de una
ola de iconoclastia. Uno podría seguir estos oleajes en los casos del protestantisno,
la conquista española de América, o la caída de los regímenes socialistas en
Europa del Este. Los revolucionarios franceses tomaron un camino distinto: en
vez de destruir los objetos sagrados y profanos pertenecientes al Antiguo Régimen,
los desfuncionalizaron o, en otras palabras, los estetizaron. La Revolución
Francesa convirtió al diseño del Antiguo Régimen en lo que ahora llamamos arte,
esto es, en objetos que no sirven más que para la pura contemplación. Este acto
violento y revolucionario de estetizar el Viejo Régimen fue el que creó el arte que
hoy conocemos. Antes de la Revolución Francesa, no había arte, sólo diseño.
Después de la Revolución Francesa, emergió el arte... como la muerte del diseño.

El origen revolucionario de la estética fue conceptualizado por Emmanuel Kant en


su Crítica al Juicio. Casi al comienzo del texto, Kant deja claro su contexto político.
Escribe:

“Si alguien me preguntara si el palacio que ahora veo me resulta más bello,
bien podría decir que no me gustan ese tipo de cosas...; en un estilo
verdaderamente Rousseauiano, incluso hasta podría vilificar la vanidad de
los grandes que desperdician el sudor del pueblo en cosas tan superfluas...
Todo esto podría ser aceptado y aprobado por mí; pero este no es el tema
en cuestión... Uno no debe ser parcial en lo más mínimo, a favor de la
existencia de la cosa, sino ser completamente indiferente en este sentido,
para poder jugar el rol de juez en cuestiones del gusto.”1

Kant no está interesado en la existencia del palacio como representación del poder
y la riqueza. Sin embargo, está dispuesto a aceptar el palacio como algo estetizado,
esto es, negado, vuelto inexistente para todo efecto práctico, reducido a una pura
forma. Aquí surge la pregunta inevitable: ¿Qué es lo que uno debería decir sobre la
decisión de los revolucionarios franceses, de sustituir la desfuncionalización
estética del Antiguo Régimen con una destrucción totalmente iconoclasta? Y:
¿Acaso la legitimación teórica de esta desfuncionalización estética que se propuso
casi simultáneamente por Kant, como signo de la debilidad cultural de la
burguesía europea? Quizá sería mejor destruir por completo el cadáver del Viejo
Régimen en vez de exhibir este cadáver como arte, como un objeto de pura
contemplación estética. Yo diría que la estetización es una forma mucho más
radical de muerte que la iconoclastia tradicional.

Ya desde el siglo XIX, los museos muchas veces se comparaban con cementerios, y
los curadores de museos con sepultureros. Sin embargo, el museo es mucho más
un cementerio que cualquier cementerio de verdad. Los cementerios de verdad no
exponen los cadáveres de los muertos; los ocultan. Esto también aplica para las
pirámides egipcias. Al ocultar los cuerpos, los cementerios crean un espacio oscuro
y escondido de misterio, y por lo tanto nos sugieren la posibilidad de resurrección.
Todos hemos leído acerca de fantasmas, vampiros que abandonan sus tumbas, así
como otras criaturas que merodean por las noches en los cementerios. También
hemos visto películas sobre las noches en los museos: cuando nadie los ve, los
cuerpos muertos de las obras de arte cobran vida. Sin embargo, el museo a la luz
del día es un sitio de muerte definitiva que no permite la resurrección, ni el
retorno al pasado. El museo institucionaliza la violencia verdaderamente radical,
atea y revolucionaria que muestra al pasado como incurablemente muerto. Es una
muerte puramente materialista sin posibilidad de retorno –el cadáver material
estetizado funciona como testimonio a la imposibilidad de resurrección. (De
hecho, esta fue la razón por la que Stalin insistió tanto en exhibir
permanentemente el cuerpo muerto de Lenin al público. El Mausoleo de Lenin es
una garantía visible de que Lenin y el leninismo han muerto definitivamente. Es
por eso que los líderes actuales en Rusia no se apresuran en enterrar a Lenin –
contrario a las peticiones hechas por muchos rusos para que lo hagan. No quieren
el regreso del leninismo, el cual sería posible si entierran a Lenin.)

Por lo tanto, desde la Revolución Francesa, el arte ha sido entendido como el


cadáver del pasado, desfuncionalizado y exhibido públicamente. Este
entendimiento del arte determinó las estrategias postrevolucionarias del arte...
hasta ahora. En un contexto de arte, estetizar las cosas del presente significa
descubrir su carácter disfuncional, absurdo, inviable, todo lo que los hace
inutilizable, ineficiente, obsoleto. Estetizar el presente significa convertirlo en un
pasado muerto. En otras palabras, la estetización artística es lo opuesto a la
estetización por medio del diseño. La meta del diseño es mejorar estéticamente el
statu quo, de hacerlo más atractivo. El arte también acepta al statu quo, pero lo
acepta como cadáver, después de su transformación en una simple representación.
En este sentido, el arte ve la contemporaneidad no sólo desde la perspectiva
revolucionaria, sino la postrevolucionaria. Uno puede decir: el arte moderno y
contemporáneo ven la modernidad y la contemporaneidad como los
revolucionarios franceses vieron al diseño del Antiguo Régimen –como algo ya
obsoleto, reducible a una pura forma, como algo que ya es un cadáver.

Estetizar la Modernidad

De hecho, esto aplica especialmente para los artistas de la vanguardia, que muchas
veces han sido mal interpretados como heraldos de un nuevo mundo tecnológico –
como si quisieran impulsar la vanguardia del progreso tecnológico. Nada más
alejado de la verdad histórica. Claro, los artistas de las vanguardias históricas
estaban interesados en la modernidad tecnológica, industrializada. Sin embargo,
estaban interesados en la modernidad tecnológica sólo por la meta de estetizar la
modernidad, desfuncionalizándola, para revelar la ideología del progreso como
algo fantasmal y absurdo. Cuando uno habla de la vanguardia en su relación con la
tecnología, uno normalmente tiene una figura histórica específica en mente:
Filippo Tomaso Marinetti y su “Manifiesto Futurista”, publicado en la primera
plana del periódico Figaro en 1909.2 El texto condenaba al gusto cultural
“passéistic” de la burguesía, y celebraba la belleza de la nueva civilización industrial
(“... un automóvil rugiente, que parece correr sobre la ráfaga, es más bello que la
Victoria de Samotracia”), glorificaba la guerra como “la higiene del mundo”, y
deseaba “destruir los museos, las librerías y cualquier tipo de academia”. La
identificación con la ideología parece estar completa aquí. Sin embargo, Marinetti
no publicó el texto del “Manifiesto Futurista” aislado, sino que incluyó dentro de
éste una historia que comienza con una descripción sobre cómo él había
interrumpido una larga charla sobre poesía con sus amigos, invitándolos a que se
levantaran y que manejaran lejos en un auto veloz. Y eso fue lo que hicieron.
Marinetti escribe”: “Y nosotros, como jóvenes leones, nos pusimos a perseguir a la
muerte... No hay nada para lo que valga la pena morir, más allá del deseo por
finalmente despojarnos de la valentía que se había convertido en una carga”. Y
sucedió el despojo. Marinetti describe un poco más el paseo nocturno: “¡Qué
ridículo! ¡Qué fastidio!... pisé los frenos con fuerza y para mi disgusto las ruedas se
separaron del suelo y volamos hacia una zanja. ¡Oh, una madre de zanja, hasta el
borde de agua lodosa! ... Cómo me deleité con ese fango, dador de fuerza, que
tanto me recordó a los sagrados pechos negros de mi enfermera sudanesa”.

No me detendré mucho en esta figura del retorno al vientre de la madre y a los


pechos de la enfermera después de un frenético paseo en coche rumbo a la muerte
–es suficientemente obvio. Baste decir que Marinetti y sus amigos fueron sacados
de la zanja por un grupo de pescadores y, tal y como lo escribe, “unos gotosos
viejos naturalistas” –esto es, por los mismos passéists contra los cuales se dirige el
manifiesto. Así, el manifiesto abre con una descripción del fracaso de su propio
programa. De modo que no nos sorprende que el fragmento de texto que sigue al
manifiesto repita la figura de la derrota. Siguiendo la lógica del progreso,
Marinetti visualiza la llegada de una nueva generación para la cual él y sus amigos
resultarán, a su vez, como los odiados passéists que debían ser destruidos. Pero
escribe que cuando los agentes de esta generación por venir tratan de destruirlo a
él y a sus amigos, los encontrarán “en una noche de invierno, en una choza
humilde, lejos, en el campo, con una lluvia incesante golpeando, y nos verán a
todos apiñados ansiosamente... calentando nuestras manos alrededor de las llamas
vacilantes de nuestros libros presentes”.

Estos pasajes nos demuestran que, para Marinetti, estetizar la modernidad


impulsada por la tecnología no quiere decir glorificarla o tratar de mejorarla, de
hacerla más eficiente por medio de un diseño mejor. Por el contrario, desde el
comienzo de su carrera artística, Marinetti veía a la modernidad en retrospectiva,
como si ya se hubiese colapsado, como si ya se hubiera convertido en algo del
pasado—imaginándose a sí mismo en la zanja de la Historia, o en el mejor de los
casos, resguardado en el campo bajo una lluvia postapocalíptica incesante. Y en
esta visión retrospectiva, la modernidad impulsada por la tecnología y orientada
por el progreso parece ser una catástrofe total. Difícilmente estamos hablando de
una perspectiva optimista. Marinetti visualiza el fracaso de su propio proyecto –
pero entiende este fracaso como un fracaso del progreso mismo, el cual sólo nos
deja con escombros, ruinas y catástrofes personales.

He citato a Marinetti en extenso porque es precisamente Marinetti al que


Benjamin llama el testigo crucial cuando, en el epílogo de su famoso ensayo “La
obra de arte en la era de su reproducción mecánica”, Benjamin formula su crítica
de la estetización de la política como el proyecto fascista por excelencia –la crítica
que sigue pesando mucho en cualquier intento por juntar al arte y a la política.3
Para explicar su punto, Benjamin cita un texto posterior de Marinetti sobre la
guerra en Etiopía, en la que Marinetti establece un paralelo entre las operaciones
de guerra modernas y las operaciones poéticas y artísticas usadas por los artistas del
Futurismo. En este texto, Marinetti habla sobre la “metalización del cuerpo
humano”. “Metalización”, en este contexto, tiene sólo un significado: la muerte del
cuerpo y su transformación en cadáver, entendido como objeto de arte. Benjamin
interpreta este texto como una declaración de guerra por el arte en contra de la
vida, y resume el programa político fascista con estas palabras: “Fiat art –pereas
mundi” (Deja que exista el arte –deja que el mundo perezca). Y Benjamin escribe,
además, que el fascismo es la culminación del movimiento l’art pour l’art.

Claro, el análisis de Benjamin sobre la retórica de Marinetti es correcto. Pero


todavía tenemos una cuestión crucial: ¿Qué tan confiable es Marinetti como
testigo? El Fascismo de Marinetti es ya un fascismo estetizado –un fascismo
entendido como la aceptación heroica de la derrota y la muerte. O como forma
pura –una representación pura que un escritor tiene del fascismo cuando este
escritor está solo y sentado bajo una lluvia incesante. El verdadero fascismo quería,
claro está, no la derrota sino la victoria. En efecto, a finales de la década de los 20
y 30, Marinetti se volvió cada vez menos influyente en el movimiento fascista
italiano, el cual practicaba, precisamente, ya no la estetización de la política sino la
politización de la estética, al usar el Novecento y el Neoclasisismo y, sí, también el
Futurismo para sus fines políticos –o, podríamos decir, para su diseño político.

En su ensayo, Benjamin se opone a la estetización fascista de la política hacia la


politización comunista de la estética. Sin embargo, en el arte ruso y soviético de la
época, se demarcaban las líneas de una manera mucho más complicada. Hoy día
hablamos de la vanguardia rusa, pero los artistas y poetas rusos de aquella época
hablaban sobre el Futurismo Ruso –y luego el Suprematismo y el
Constructivismo. En estos movimientos, encontramos el mismo fenómeno de la
estetización del Comunismo Soviético. Ya en su texto “Sobre el Museo” (1919),
Kazimir Malevich no sólo hace un llamado a sus camaradas a quemar la herencia
artística de las épocas previas, sino también a aceptar que “todo lo que hacemos
está hecho para el crematorio”.4 El mismo año, en su texto, “Dios no está abatido”,
Malevich sostiene que lograr las condiciones materiales perfectas de la existencia
humana, como planeaban los comunistas, es igual de imposible que lograr la
perfección del alma humana, tal y como la iglesia lo quería previamente.5 El
fundador del Constructivismo Ruso, Vladimir Tatlin, construyó el modelo para su
famoso Monumento para la Tercera Internacional que se supondría iba a girar, pero
no pudo, y posteriormente, un avión que no se pudo volar (el llamado Letatlin).
Nuevamente, aquí, el comunismo soviético se estetizó desde la perspectiva de su
fracaso histórico, de su muerte por venir. Nuevamente, en la Unión Soviética, la
estetización de la política después se convirtió en la politización de la estética –esto
es, en el uso de la estética de las metas políticas, como diseño político.
Por supuesto, no quiero decir que no existe diferencia entre fascismo y
comunismo; esta diferencia es inmensa y decisiva. Sólo quiero decir que la
oposición entre fascismo y comunismo no coincide con la diferencia entre la
estetización de la política enraizada en el arte moderno y la politización de la
estética enraizada en el diseño político.

Espero que la función política de estas dos nociones, divergentes e incluso


contradictorias, de la estetización –la estetización artística y la estetización de
diseño—se hayan vuelto ahora más claras. El diseño quiere cambiar la realidad, el
statu quo, quiere mejorar la realidad, hacerla más atractiva, que mejore su uso. El
arte parece aceptar la realidad tal y como es, acepta el statu quo. Pero el arte acepta
el statu quo como disfuncional, como algo ya fallido, esto es, desde la perspectiva
revolucionaria o incluso postrevolucionaria. El arte contemporáneo pone nuestra
contemporaneidad en los museos de arte, porque no cree en la estabilidad de las
condiciones actuales de nuestra existencia –a tal grado que el arte contemporáneo
ni siquiera intenta mejorar estas condiciones. Al desfuncionalizar el statu quo, el
arte prefigura su vuelco revolucionario por venir. O una nueva guerra global. O
una nueva catástrofe global. De cualquier modo, un evento que hará obsoleta la
cultura contemporánea en su totalidad, incluyendo todas sus aspiraciones y
proyecciones, tal y como la Revolución Francesa hizo obsoletas todas las
aspiraciones, proyecciones intelectuales y utopías del Antiguo Régimen.

El activismo contemporáneo en el arte es el heredero de estas dos tradiciones tan


contradictorias de estetización. Por un lado, el activismo en el arte politiza al arte,
usa al arte como diseño político, esto es, como una herramienta de las luchas
políticas de nuestro tiempo. Este uso es completamente legítimo –y cualquier
crítica de este uso sería absurda. El diseño es una parte integral de nuestra cultura,
y no tendría sentido prohibir su uso por movimientos políticos opuestos, bajo el
pretexto de que este uso nos lleva a la espectacularización, la teatralización de la
protesta política. Después de todo, hay un buen teatro y un mal teatro.

Pero el activismo en el arte no puede escaparse de una tradición mucho más


radical y revolucionaria de la estetización de la política: la aceptación de nuestro
propio fracaso, entendido como premonición y prefiguración del fracaso por venir
del estatus quo en su totalidad, sin dejar lugar a su posible mejoría o corrección. El
hecho de que el activismo en el arte contemporáneo está atrapado en esta
contradicción es algo bueno. Primero que nada, sólo las prácticas
autocontradictorias son verdaderas, en el sentido más profundo de la palabra. Y
segundo, en nuestro mundo contemporáneo, sólo el arte indica la posibilidad de
revolución como cambio radical más allá del horizonte de nuestros deseos y
expectativas actuales.
La estetización y la vuelta en U

Y así, el arte moderno y contemporáneo nos permite ver al periodo histórico en el


que vivimos desde la perspectiva de su finalidad. La figura del Angelus Novus
como la describe Benjamin depende de la técnica de estetización artística tal y
como se practicaba en el arte europeo postrevolucionario.6 Aquí tenemos la clásica
descripción de la metanoia filosófica, o el reverso de la mirada, el Angelus Novus
da la espalda hacia el futuro y vuelve a ver el pasado y el presente. Se sigue
moviendo hacia el futuro –pero hacia atrás. La filosofía es imposible sin esta clase
de metanoia, sin este regreso de la mirada. Del mismo modo, la pregunta filosófica
central fue y sigue siendo: ¿Cómo es posible esta metanoia filosófica? ¿Cómo
puede el filósofo regresar su mirada del futuro al pasado y adoptar una actitud
reflexiva y verdaderamente filosófica en torno al mundo? En tiempos más
antiguos, la respuesta la daba la religión: Dios (o dioses) se entendían como los
que abrían en el espíritu humano la posibilidad de dejar el mundo físico –y de
verlo desde una posición metafísica. Posteriormente, la oportunidad para una
metanoia la ofreció la filosofía hegeliana: uno podía volver la mirada si resultaba
que uno estaba presente en el final de la historia –en el momento en que el
progreso posterior del Espíritu humano se volvía imposible. En nuestra era
postmetafísica, la respuesta ha sido formulada más que nada en términos vitalistas:
uno regresa la mirada si uno alcanza los límites de su propia fortaleza (Nietzsche),
si el deseo de uno es reprimido (Freud) o si uno experimenta el miedo a la muerte
o el aburrimiento extremo de la existencia (Heidegger).

Pero no hay indicación de un punto de inflexión tan personal y existencial en el


texto de Benjamin, sólo una referencia al arte moderno, a una imagen de Klee. El
Angelus Novus de Benjamin la da la espalda al futuro simplemente porque sabe
cómo hacerlo. Sabe porque ha aprendido esta técnica del arte moderno –también
de Marinetti. Hoy en día, el filósofo no necesita ningún punto de inflexión
subjetivo, ningún evento real, ningún encuentro con la muerte o con algo o
alguien radicalmente otro. Después de la Revolución Francesa, el arte desarrolló
técnicas para desfuncionalizar el estatus quo que fueron adecuadamente descritas
por los Formalistas Rusos, tales como “reducción”, el “dispositivo cero”, y la
“desfamiliarización”. En nuestra era, el filósofo sólo tiene que ver al arte moderno,
y él o ella sabrá qué hacer. Y esto es precisamente lo que Benjamin hizo. El arte
nos enseña cómo practicar la metanoia, una vuelta en U en el camino hacia el
futuro, el camino hacia el progreso. No es coincidencia, cuando Malevich le dio
una copia de uno de sus libros al poeta Daniil Kharms, escribió lo siguiente en la
dedicatoria: “Ve y detén al progreso”.

Y la filosofía puede aprender no sólo la metanoia horizontal –la vuelta en U en el


camino del progreso—sino también una metanoia vertical: el reverso de la
movilidad en ascenso. En la tradición Cristiana, este reverso llevaba el nombre
de kenosis. En este sentido, la práctica del arte moderno y contemporáneo puede
llamarse kenótica.
Efectivamente, tradicionalmente, asociamos el arte con un movimiento hacia la
perfección. Se supone que el artista debe ser creativo. Y ser creativo significa, por
supuesto, traer al mundo no sólo algo nuevo, sino también algo mejor –de mejor
funcionamiento, de mejor apariencia, más atractivo. Todas estas expectativas
tienen sentido –pero como ya he dicho antes, en el mundo actual, todas ellas están
relacionadas con el diseño y no con el arte. El arte moderno y contemporáneo
quiere que las cosas no sean mejores sino peores –y no relativamente peores sino
radicalmente peores: hacer cosas disfuncionales a partir de cosas funcionales,
traicionar las expectativas, revelas la presencia invisible de la muerte donde
solemos ver sólo vida.

Es por eso que el arte moderno y contemporáneo no es popular. No es popular


precisamente porque el arte va en contra de la manera normal como las cosas
supuestamente deben ser. Todos estamos conscientes del hecho que nuestra
civilización está basada en la desigualdad, pero tendemos a pensar que esta
desigualdad debe corregirse por medio del ascenso social, dejando que las personas
desarrollen sus talentos, sus dones. En otras palabras, estamos listos para protestar
en contra de la desigualdad dictada por los sistemas existentes del poder, pero al
mismo tiempo, estamos listos para aceptar la noción de la distribución desigual de
los dones y talentos naturales. Sin embargo, es obvio que la creencia en los dones
naturales y en la creatividad es la peor forma de darwinismo social, de biologismo
y, de hecho, de neoliberalismo, con su noción del capital humano. En sus
conferencias sobre el “nacimiento de la biopolítica”, Michel Foucault enfatiza que
el concepto neoliberal de capital humano tiene una dimensión utópica, y
constituye, en efecto, el horizonte utópico del capitalismo contemporáneo.7

Como nos muestra Foucault, el ser humano deja aquí de ser visto simplemente
como fuerza laborar vendida al mercado capitalista. En cambio, el individuo se
convierte en propietario de un conjunto no alienado de cualidades, capacidades y
habilidades que son parcialmente hereditarias e innatas, y parcialmente producidas
por la educación y el cuidado –primordialmente por nuestros padres. En otras
palabras, hablamos aquí de una inversión original hecha por la naturaleza misma.
La palabra “talento” expresa esta relación entre naturaleza e inversión lo
suficientemente bien, siendo el talento un obsequio de la naturaleza y al mismo
tiempo cierta suma de dinero. Aquí, la dimensión utópica de la noción neoliberal
del capital humano se vuelve clara. La participación en la economía pierde su
carácter de trabajo alienado y alienante. El ser humano se convierte en valor en sí
mismo. Y lo que es más importante, la noción de capital humano, como nos
muestra Foucault, borra la oposición entre consumidor y productor –la oposición
que se arriesga en desgarrar al ser humano bajo las condiciones estándares del
capitalismo. Foucault indica que, en términos de capital humano, el consumidor se
convierte en productor. El consumidor produce su propia satisfacción. Y de este
modo, el consumidor deja crecer su capital.8
A principios de la década de los setenta, Joseph Beuys se inspiró por la idea del
capital humano. En sus famosas Lecciones de Achberger, publicadas bajo el
título Art=Capital (Kunst=Kapital), nos dice que toda actividad económica debería
entenderse como práctica creativa, de modo que todo mundo se convierte en
artista.9 Así, la noción expandida de arte (erweiterter Kunstbegriff) coincidiría con
la noción expandida de economía (erweiterter Oekonomiebegriff). Con esto, Beuys
trata de superar la desigualdad que, para él, se simboliza por la diferencia entre
obra creativa y artística, y el trabajo no-creativo y alienante. Decir que todos son
artistas implica para Beuys, que debe introducirse una igualdad universal por
medio de la movilización de aquellos aspectos y componentes del capital humano
de todas las personas, pero que permanecen ocultos e inactivos bajo las
condiciones estándares del mercado. Sin embargo, durante las discusiones que
siguieron a estas lecciones, se volvió claro que el intento de Beuys por basar la
igualdad social y económica en la igualdad entre la actividad artística y la no
artística en realidad no funciona. Y la razón de esto es muy sencilla: de acuerdo
con Beuys, un ser humano es creativo porque la naturaleza le otorgó el capital
humano inicial; precisamente, la capacidad para ser creativo. De modo que la
práctica artística sigue siendo dependiente de la naturaleza, y por lo tanto, de la
distribución desigual de dones naturales.

Sin embargo, muchos teóricos socialistas y de izquierda permanecieron bajo el


encanto de la idea de la movilidad social –sea esta individual o colectiva. Esto
puede ilustrarse por la famosa cita al final del libro de Leon Trotsky, Revolución y
Literatura:

“La construcción social y la autoeducación psicofísica serán dos aspectos del


mismo proceso. Todas las artes –literatura, teatro, pintura, música y
arquitectura, le otorgarán a este proceso una forma bella... el Hombre se
volverá inconmensurablemente más fuerte, más sabio y más sutil; si cuerpo
será más armónico, su movimiento más rítmico, su voz más musical... el tipo
humano promedio se elevará a las alturas de un Aristóteles, de un Goethe o
de un Marx. Y por encima de esta cumbre, surgirán nuevas crestas.”10

Es este alpinismo artístico, social y político –bajo sus formas burguesas y


socialistas—del cual trata de salvarnos el arte moderno y contemporáneo. El Arte
Moderno está hecho en contra del don natural. No desarrolla el “potencial
humano” sino que lo anula. Opera no por expansión sino por reducción.
Efectivamente, no puede lograrse una transformación política genuina de acuerdo
a la misma lógica o talento, esfuerzo y competencia en la que está basada la actual
economía de mercado, sino sólo por medio de la metanoia y la kenosis –por una
vuelta en U contra el movimiento del progreso, una vuelta en U contra la presión
de la movilidad social. Sólo de este modo podremos escapar de la presión de
nuestros propios dones y talentos, los cuales nos esclavizan y agotan,
empujándonos a escalar una montaña tras otra. Sólo si aprendemos a estetizar la
falta de dones así como la presencia de los mismos, de modo que no se distinga
entre victoria y fracaso, sólo así nos escaparemos del bloqueo teórico que pone en
peligro el activismo en el arte contemporáneo.

Sin duda vivimos en una era de estetización total. Este hecho muchas veces se
interpreta como señal de que hemos llegado a un estado después del final de la
historia, o un estado de total agotamiento, que hace que cualquier acción histórica
posterior sea imposible. Sin embargo, como he tratado de demostrar, el nexo entre
estetización total, el fin de la historia, y el agotamiento de las energías vitales, es
ilusorio. Al usar las lecciones del arte moderno y contemporáneo, somos capaces
de estetizar totalmente al mundo –esto es, de verlo ya como un cadáver—sin ser
necesariamente situado al final de la historia o al final de nuestras fuerzas vitales.
Uno puede estetizar al mundo –y al mismo tiempo, actuar dentro de éste. De
hecho, la estetización total no bloquea a la acción política; la estimula. La
estetización total significa que vemos el statu quo actual como algo ya muerto, ya
abolido. Y significa además, que toda acción que sea dirigida hacia la
estabilización del statu quo finalmente lo logrará. Por lo tanto, la estetización total
no sólo no excluye a la acción política; crea el horizonte final para una acción
política exitosa, si esta acción tiene una perspectiva revolucionaria.

1. Immanuel Kant, Critique of the Power of Judgment, ed. Paul Guyer (Cambridge:
Cambridge University Press 2000), 90–91.
2. F. T. Marinetti, “The Foundation and Manifesto of Futurism,” in Critical
Writings (New York: Farrar, Strauss and Giroux, 2006), 11–17.
3. Walter Benjamin, “The Work of Art in the Age of Mechanical Reproduction,”
Illuminations (New York: Schocken, 1992).
4. Kazimir Malevich, “On the Museum,” in Essays on Art, vol. 1 (New York:
George Wittenborn, 1971), 68–72.
5. Kazimir Malevich, “God is Not Cast Down,” ibid., 188–223.
6. Walter Benjamin, “Ueber den Begriff der Geschichte,” in Gesammelte
Schriften, vol. 1–2 (Frankfurt am Main: Suhrkamp Verlag, 1974).
7. Michel Foucault, The Birth of Biopolitics: Lectures at the Collège de France 1978–
1979 (New York: Palgrave Macmillan, 2008), 215ff.
8. Ibid., 226.
9. Joseph Beuys, Kunst=Kapital (Wangen/Allgäu: FIU-Verlag, 1992).
10. Leon Trotsky, Literature and Revolution, ed. William Keach (Chicago:
Haymarket Books, 2005), 207.

Boris Groys, On Art Activism


E-flux journal, junio 2014
http://www.e-flux.com/journal/on-art-activism/

Traducción libre de A. Espinoza publicada en:


http://artecontempo.blogspot.com/2014/10/sobre-el-activismo-en-el-arte-
boris.html
Bajo la mirada de la teoría
Boris Groys (2012)

Desde comienzos de la modernidad, el arte comenzó a manifestar cierta


dependencia a la teoría. En aquel entonces –e incluso mucho después—la
“necesidad de explicación” del arte, como Arnold Gehlen caracterizó esta ansia por
la teoría, fue, a su vez, explicada por el hecho de que el arte moderno es “difícil” –
inaccesible para el público general.1 De acuerdo con este punto de vista, la teoría
juega un papel de propaganda –o mejor dicho, de publicidad: el teórico surge
después que la obra se produce, y explica esta obra de arte a un público
sorprendido y escéptico. Como sabemos, muchos artistas tienen sentimientos
encontrados en torno a la movilización teórica de su propio arte. Están
agradecidos con el teórico por promover y legitimar su obra, pero irritados por el
hecho de que su arte es presentado al público con una cierta perspectiva teórica
que, como regla, parece que es demasiado estrecha, dogmática e incluso
intimidante para los artistas. Los artistas buscan tener más público, pero la
cantidad de espectadores informados teóricamente es muy pequeña – de hecho,
incluso más pequeña que el público para el arte contemporáneo. Por lo tanto, el
discurso teórico se revela como una forma contraproductiva de publicidad: reduce
al público en vez de ampliarlo. Y esto es verdad hoy más que nunca. Desde el
principio de la modernidad, el público en general ha estado en reticente paz con el
arte de su tiempo. El público de hoy en día acepta al arte contemporáneo aun
cuando no siempre tiene el sentimiento de que “entiende” este tipo de arte. La
necesidad de una explicación teórica del arte, entonces, parece ser definitivamente
passé.

Sin embargo, la teoría nunca fue tan central para el arte como lo es ahora. De
modo que la pregunta es: ¿Por qué es este el caso? Yo sugeriría que, hoy en día, los
artistas necesitan una teoría para explicar lo que están haciendo –no a otros, sino a
sí mismos. En este sentido, no están solos. Cualquier sujeto contemporáneo
constantemente se hace estas dos preguntas: ¿Qué tiene que hacerse? y la más
importante, ¿cómo puedo explicarme a mí mismo lo que ya estoy haciendo? La
urgencia de estas preguntas resulta de un colapso agudo de la tradición que
vivimos hoy en día. Nuevamente, tomemos al arte como ejemplo. En tiempos
anteriores, hacer arte significaba practicar –bajo una forma en constante
modificación—lo que las generaciones previas de artistas habían hecho. Durante la
modernidad, hacer arte significaba protestar en contra de lo que estas generaciones
previas hicieron. Pero en ambos casos, fue más o menos claro lo que pareciera
tradicional –y, del mismo modo, qué forma tomaría una protesta contra esta
tradición. Hoy en día, nos confrontamos a miles de tradiciones flotando alrededor
del mundo –y con miles de formas distintas de protesta contra éstas. Por lo tanto,
si alguien ahora quiere convertirse en artista y hacer arte, no le queda
inmediatamente claro lo que su arte es en realidad, y lo que el artista
supuestamente debe hacer. Para poder comenzar a hacer arte, uno necesita una
teoría que explique lo que el arte es. Y dicha teoría le otorga al artista la
posibilidad de universalizar, globalizar su arte. Un recurso hacia la teoría libera a
los artistas de sus identidades culturales –del peligro de que su arte fuera percibido
sólo como una curiosidad local. La teoría abre una perspectiva para que el arte se
vuelva universal. Esta es la razón principal del surgimiento de la teoría en nuestro
mundo globalizado. Aquí la teoría –el discurso teórico, explicativo—precede al
arte, en vez de surgir después del arte.

Sin embargo, una duda sigue sin resolverse. Si vivimos en una época en la que toda
actividad tiene que comenzar con una explicación teórica de lo que esta actividad
es, entonces uno puede llegar a la conclusión de que vivimos después del fin del
arte, porque el arte estuvo tradicionalmente opuesto a la razón, a la racionalidad, a
la lógica –cubriendo, se decía, el dominio de lo irracional, lo emocional, lo
teóricamente impredecible e inexplicable.

Efectivamente, desde su comienzo, la filosofía de occidente fue extremadamente


crítica del arte, y rechazó abiertamente al arte, nada más que como una máquina
para la producción de ficciones e ilusiones. Para Platón, para entender al mundo –
para lograr la verdad del mundo—uno tiene que seguir no su imaginación sino su
razón. La esfera de la razón fue tradicionalmente entendida como algo que incluye
lógica, matemáticas, leyes morales y cívicas, ideas sobre lo bueno y lo malo,
sistemas de gobierno de estado –todos los métodos y técnicas que regulan y
subyacen en la sociedad. Todas estas ideas podrían entenderse por la razón
humana, pero no pueden ser representadas por alguna práctica artística porque son
invisibles. Por lo tanto, se esperaba que el filósofo pasara de el mundo externo de
los fenómenos a la realidad interna de su propio pensamiento –para investigar este
pensamiento, para analizar la lógica del proceso de pensamiento como tal. Sólo de
esta manera, el filósofo alcanzaría la condición de la razón como el modo universal
de pensamiento que une a todos los sujetos razonables, incluyendo, como dijo
Edmund Husserl, a dioses, ángeles, demonios y humanos. Por lo tanto, el rechazo
del arte puede entenderse como el gesto originario que constituye la actitud
filosófica como tal. La oposición entre filosofía –entendida como el amor por la
verdad– y el arte (constituido como la producción de mentiras e ilusiones) informa
toda la historia de la cultura occidental. Adicionalmente, la actitud negativa hacia
el arte, se mantuvo por la alianza tradicional entre el arte y la religión. El arte
funcionó como un medio didáctico en el cual la autoridad trascendente,
incomprensible e irracional de la religión se presentaba a los seres humanos: el arte
representaba a dioses y a Dios, los hacía accesibles a la mirada humana. El arte
religioso funcionó como un objeto de confianza –uno creía que los templos, las
estatuas, iconos, poemas religiosos y performance ritual eran los espacios de la
presencia divina.
Cuando Hegel dijo alrededor de 1820 que el arte era una cosa del pasado, se
refería a que el arte había dejado de ser un medio de verdad (religiosa). Después de
la Ilustración, nadie debería o podría ser engañado por el arte, ya que la evidencia
de la razón fue finalmente sustituida por la seducción por medio del arte. La
filosofía nos enseñó a desconfiar de la religión y del arte, para que confiemos
mejor en nuestra razón. El hombre de la Ilustración odiaba el arte, y creía sólo en
sí mismo, en las evidencias de su propia razón.

Sin embargo, la teoría crítica moderna y contemporánea no es nada más que una
crítica a la razón, la racionalidad y la lógica tradicional. Con esto, me refiero no
sólo a ésta o aquella teoría en particular, sino al pensamiento crítico en general,
conforme se ha desarrollado desde la segunda mitad del siglo XIX, tras la caída de
la filosofía hegeliana.

Todos conocemos los nombres de los primeros teóricos paradigmáticos. Karl


Marx comenzó el discurso crítico moderno, al interpretar la autonomía de la razón
como una ilusión producida por la estructura de clase de las sociedades
tradicionales –incluyendo la sociedad burguesa. El imitador de la razón lo
entendía Marx como un miembro de la clase dominante, y por lo tanto, liberado
del trabajo manual y de la necesidad de participar en la actividad económica. Para
Marx, los filósofos podían volverse inmunes a las seducciones mundanas sólo
porque sus necesidades básicas ya estaban siendo satisfechas, mientras que los
trabajadores manuales sin privilegios eran consumidos por una lucha de
supervivencia que no les daba oportunidad de practicar una contemplación
filosófica desinteresada, para imitar la razón pura.

Por otro lado, Nietzsche explicó el amor de la filosofía por la razón y la verdad,
como síntoma de la posición poco privilegiada del filósofo en la vida real. Veía la
voluntad hacia la verdad como efecto del filósofo que sobrecompensa una falta de
vitalidad y de poder real, al fantasear sobre el poder universal de la razón. Para
Nietszche, los filósofos son inmunes a la seducción del arte, simplemente porque
son demasiado débiles, demasiado “decadentes” como para seducir y ser seducido.
Nietzsche niega la naturaleza pacífica y puramente contemplativa de la actitud
filosófica. Para él, esta actitud es simplemente un frente usado por los débiles para
lograr el éxito en la lucha por el poder y la dominación. Detrás de la aparente
ausencia de los intereses vitales, el teórico descubre una presencia oculta de la
voluntad de poder “decadente” o “enferma.” De acuerdo con Nietzsche, la razón y
sus supuestos instrumentos están diseñados sólo para subyugar a otros personajes,
no filosóficamente inclinados –esto es, apasionados, vitales. Es este gran tema de
la filosofía nietzscheana que posteriormente fue desarrollado por Michel Foucault.

Y así, la teoría comienza a ver la figura del filósofo meditativo y su propia posición
en el mundo, desde la perspectiva de, a saber, una mirada normal, profana,
externa. La teoría ve al cuerpo viviente del filósofo a través de aspectos que no son
accesibles a la visión directa. Esto es algo que el filósofo, como cualquier otro
sujeto, necesariamente pasa por alto: no podemos ver nuestro propio cuerpo, sus
posiciones en el mundo y los procesos materiales que ocurren dentro y fuera de
éste (físicos y químicos, pero también económicos, biopolíticos, sexuales y demás).
Esto quiere decir que no podemos realmente practicar una autorreflexión en el
espíritu del dictum filosófico, “conócete a ti mismo.” Y lo que es más importante:
no podemos tener una experiencia interna de las limitaciones de nuestra existencia
temporal y espacial. No estamos presentes en nuestro nacimiento –y no estaremos
presentes en nuestra muerte. Es por ello que todos los filósofos que practicaron la
autorreflexión llegaron a la conclusión de que el espíritu, el alma y la razón son
inmortales. Efectivamente, al analizar mis propios procesos de pensamiento,
nunca puedo encontrar evidencia de su finitud. Para descubrir las limitaciones de
mi existencia en el espacio y el tiempo necesito la mirada del Otro. Leo mi muerte
en los ojos de los Otros. Es por eso que Lacan dice que el ojo del otro siempre es
un ojo maligno, y Sartre dice que “el infierno son los otros.” Sólo por medio de la
mirada profana de Otros puedo yo descubrir que no sólo pienso y siento –sino que
también nací, viví, y moriré.

Descartes dijo brillantemente “Pienso, luego existo.” Pero un espectador externo,


de mente crítico-teórica, diría sobre Descartes: él piensa porque él vive. Aquí, mi
autoconocimiento es radicalmente opacado. Quizá sepa lo que pienso. Pero no sé
cómo vivo –ni siquiera sé que estoy vivo. Ya que nunca me he experimentado a mí
mismo como muerto, no puedo experimentarme a mí mismo como vivo. Tengo
que preguntarles a otros si y cómo vivo yo –y eso quiere decir que también debo
preguntar lo que en realidad pienso, porque mi pensamiento es ahora visto como
determinado por mi vida. Vivir es exponerse como viviente (y no como muerto)
ante la mirada de los otros. Ahora, se vuelve irrelevante lo que pensamos,
planeamos o esperamos –lo que se vuelve relevante es cómo nuestros cuerpos están
moviéndose en el espacio bajo la mirada de Otros. Es de esta manera como la
teoría me conoce mejor que lo que yo me conozco. El sujeto orgulloso e iluminado
de la filosofía ha muerto. Me quedo con mi cuerpo – y soy presentado a la mirada
del Otro. Antes de la Ilustración, el hombre fue sujeto a la mirada de Dios. Pero
después de esa era, estamos sujetos a la mirada de la teoría crítica.

A primera vista, la rehabilitación de la mirada profana también implica una


rehabilitación del arte: en el arte, el ser humano se convierte en una imagen que
puede ser vista y analizada por el Otro. Pero las cosas no son tan simples. La teoría
crítica critica no sólo la contemplación filosófica, sino cualquier tipo de
contemplación, incluyendo la contemplación estética. Para la teoría crítica, pensar
o contemplar es lo mismo que estar muerto. En la mirada del Otro, si un cuerpo
no se mueve sólo puede ser un cadáver. La filosofía privilegia a la contemplación.
La teoría privilegia la acción y la práctica – y odia la pasividad. Si yo dejo de
moverme, me salgo del radar de la teoría, y a la teoría no le gusta eso. Toda la
teoría secular, post-idealista, es un llamado a la acción. Toda teoría crítica crea un
estado de urgencia – incluso un estado de emergencia. La teoría nos dice: somos
simples organismos mortales, materiales, y tenemos poco tiempo a nuestra
disposición. Por lo tanto, no podemos perder el tiempo con la contemplación. En
cambio, debemos actuar aquí y ahora. El tiempo no se espera y no tenemos tiempo
suficiente para demorarnos más. Y mientras es, claro está, cierto que toda teoría
nos ofrece cierta visión general y explicación del mundo (o explicación de porqué
el mundo no puede explicarse), estas descripciones teóricas y escenarios sólo tienen
un papel instrumental y transitorio. La verdadera meta de toda teoría es la de
definir el campo de acción que fuimos llamados a emprender.

Aquí es donde la teoría demuestra su solidaridad con el sentimiento general de


nuestros tiempos. En tiempos previos, la recreación significaba contemplación
pasiva. En su tiempo libre, las personas iban al teatro, al cine, los museos, o se
quedaban en casa a leer libros o ver la tele. Guy Debord describió esto como la
sociedad del espectáculo –una sociedad donde la libertad tomó la forma de tiempo
libre asociado con la pasividad y el escape. Pero la sociedad actual es distinta a esa
sociedad espectacular. En su tiempo libre, la gente trabaja, viaja, practica deportes
y hace ejercicio. No leen libros, pero escriben en Facebook, Twitter y otros medios
de socialización en la red. No ven arte pero toman fotos, hacen videos, y los envían
a sus parientes y amigos. Las personas se han vuelto efectivamente activas.
Diseñan su tiempo libre haciendo muchos tipos de trabajos. Y mientras que esta
activación de humanos se correlaciona con las principales formas de los medios de
la era, dominados por las imágenes en movimiento (ya sean de cine o video), uno
no puede representar el movimiento del pensamiento o el estado de
contemplación a través de estos medios. Uno no puede representar este
movimiento incluso a por medio de las artes tradicionales; la famosa estatua de
Rodin, el Pensador, en realidad nos presenta a un tipo descansando después de
hacer ejercicio en un gym. El movimiento de pensamiento es invisible. Por lo
tanto, no puede ser representado por una cultura contemporánea orientada a
recibir información visualmente transmisible. De modo que uno puede decir que
el desconocido llamado a la acción de la teoría se acomoda bien dentro del entorno
mediático contemporáneo.

Pero claro, la teoría no nos hace un simple llamado a la acción, rumbo a una meta
específica. Más bien, la teoría llama a la acción que ejercería –y extendería—la
condición misma de la teoría. Efectivamente, toda teoría crítica no es solamente
informativa sino también transformativa. La escena del discurso teórico es de una
conversión que se excede a los términos de la comunicación. La comunicación en
sí no cambia a los sujetos del intercambio comunicativo: he transmitido
información a alguien, y alguien más ha transmitido información a mí. Ambos
participantes permanecen idénticos en sí mismos durante y después del
intercambio. Pero el discurso teórico crítico no es sólo un discurso informativo, ya
que no sólo transmite ciertos conocimientos. Más bien, nos hace preguntas
concernientes al significado del conocimiento. ¿Qué significa que yo tenga cierto
nuevo extracto de conocimiento? ¿Cómo este conocimiento me ha transformado,
cómo ha influido en mi actitud general sobre el mundo? ¿Cómo este conocimiento
ha cambiado mi personalidad, ha modificado mi modo de vida? Para responder
estas preguntas, uno tiene que ejecutar la teoría –para mostrar cómo cierto
conocimiento transforma nuestro comportamiento. En este sentido, el discurso
crítico es similar a los discursos religiosos y filosóficos. La religión describe al
mundo, pero no está satisfecho con este papel descriptivo nada más. También nos
llama a creer esta descripción, y a demostrar esta fe, y actuar con base en nuestra
fe. La filosofía también nos llama no sólo a creer en el poder de la razón, sino
también a actuar razonablemente, racionalmente. Ahora, la teoría no sólo quiere
que creamos que somos cuerpos vivientes y primordialmente finitos, sino también
quiere demostrarnos esta creencia. Bajo el régimen de la teoría no es suficiente
vivir: uno también debe demostrar que vive, uno debe ejecutar el acto de estar
vivo. Y ahora, podría decir que en nuestra cultura, es el arte el que ejecuta este
conocimiento de estar vivos.

Efectivamente, la meta principal del arte es mostrar, exponer y exhibir modos de


vida. Del mismo modo, el arte ha jugado muchas veces el papel de ejecutar el
conocimiento, de mostrar lo que significa vivir con y a través de cierto
conocimiento. Es bien sabido que, como Kandinsky explicaría su arte abstracto al
referirse a la conversión de masa en energía en la teoría de la relatividad de
Einstein, vio su arte como una manifestación de este potencial en un plano
individual. La elaboración de la vida con y a través de las técnicas de la
modernización fueron manifestadas de manera similar por el Constructivismo. La
determinación económica de la existencia humana tematizada por el marxismo se
reflejó en la vanguardia rusa. El surrealismo articuló el descubrimiento del
subconsciente que acompañaba a esta determinación económica. Un poco después,
el arte conceptual atendió al control más cerrado del pensamiento y
comportamiento humano por medio del control del lenguaje.

Claro, uno puede preguntarse: ¿Quién es el sujeto de dicho performance artístico


de conocimiento? Para ahora, hemos escuchado sobre las muchas muertes del
sujeto, del autor, del hablante y demás. Pero todos estos obituarios le concernían al
sujeto de la reflexión y autorreflexión filosófica, pero también el sujeto voluntario
del deseo y la energía vital. Por contraste, el sujeto performativo está constituido
por un llamado a actuar, a demostrarse a sí mismo como alguien vivo. Yo me
reconozco como el destinatario de este llamado, y me dice: cámbiate a ti mismo,
muestra tu conocimiento, manifiesta tu vida, toma acción transformativa,
transforma al mundo, y así sucesivamente. Este llamado es dirigido hacia mí. Así
es como yo sé que puedo, y debo, responderlo.

Y por cierto, el llamado a actuar no está hecho por un llamador divino. El teórico
es también un ser humano, y no tengo razón para confiar completamente su
intención. La Ilustración nos enseñó, como ya lo he mencionado, no confiar en la
mirada del Otro, sospechar de Otros (sacerdotes y demás) al perseguir sus propias
agendas, ocultas detrás de su discurso apelativo. Y la teoría nos enseñó a no confiar
en nosotros, y en la evidencia de nuestra propia razón. En este sentido, toda
ejecución de una teoría es al mismo tiempo una ejecución de la desconfianza de
esta teoría. Ejecutamos la imagen de la vida para demostrarnos como vivos ante
los otros –pero también para protegernos del ojo maligno del teórico, para
ocultarnos detrás de nuestra imagen. Y esto, de hecho, es precisamente lo que la
teoría quiere de nosotros. Después de todo, la teoría también desconfía de sí
misma. Como Teodoro Adorno dijo, lo total es falso y no hay vida verdadera en lo
falso.2

Dicho esto, uno también deberá tomar en consideración el hecho que el artista
puede adoptar otra perspectiva: la perspectiva crítica de la teoría. Los artistas
pueden, y de hecho lo hacen, adoptar esto en muchos casos; se ven a sí mismos no
como ejecutantes de conocimiento teórico, usando la acción humana para
preguntarse acerca del significado de este conocimiento, sino como mensajeros y
propagandistas de este conocimiento. Estos artistas no ejecutan, sino que más bien
se unen al llamado transformativo. En vez de ejecutar la teoría llaman a otros a
hacerlo; en vez de volverse activos quieren activar a otros. Y se vuelven críticos en
el sentido de que la teoría es exclusiva hacia cualquiera que no responda a su
llamado. Aquí, el arte toma un papel ilustrativo, didáctico, educativo –comparable
al rol didáctico del artista en el marco de, digamos, la fe Cristiana. En otras
palabras, el artista hace propaganda secular (comparable a la propaganda religiosa).
No soy crítico de este giro propagandístico. Ha producido muchas obras
interesantes en el curso del siglo XX y sigue siendo productivo ahora. Sin
embargo, los artistas que practican este tipo de propaganda muchas veces hablan
de la inefectividad del arte, como si todos pueden y deben ser persuadidos por el
arte, aun cuando él o ella no sea persuadido por la teoría. El arte de propaganda no
es específicamente ineficiente; es sólo que comparte los éxitos y fracasos de la
teoría que propaga.

Estas dos actitudes artísticas, el performance de la teoría y la teoría como


propaganda, no sólo diferentes sino también entran en interpretaciones
conflictivas e incompatibles del “llamado” de la teoría. Esta incompatibilidad
produjo muchos conflictos, incluso tragedias, dentro del arte de la izquierda –y
efectivamente en la derecha—en el transcurso del siglo XX. Esta
incompatibilidad, por lo tanto, merece una discusión atenta por ser el conflicto
principal. La teoría crítica –desde sus inicios en la obra de Marx y Nietzsche—ve
al ser humano como un cuerpo finito, material, desprovisto de acceso ontológico a
lo eterno o lo metafísico. Esto quiere decir que no hay una garantía ontológica,
metafísica, de éxito para cualquier acción humana, así como no hay tampoco
garantía de fracaso. Cualquier acción humana puede ser en cualquier momento
interrumpida por la muerte.

El evento de la muerte es radicalmente heterogéneo en relación con cualquier


construcción teológica de la historia. Desde la perspectiva de la teoría viva, la
muerte no tiene que coincidir con la realización. El fin del mundo no tiene que ser
necesariamente apocalíptico y revelar la verdad de la existencia humana. Más bien,
conocemos la vida como no-teológica, sin un plan divino o unificador al cual
pudiéramos contemplar y sobre el cual podríamos depender. Efectivamente, nos
sabemos involucrados en un juego incontrolable de fuerzas materiales que
convierten a cualquier acción en contingencia. Observamos el cambio permanente
de las modas. Observamos la avanzada irreversible de la tecnología que
posteriormente hace obsoleta cualquier experiencia. Por lo tanto somos llamados,
continuamente, a abandonar nuestras habilidades, nuestro conocimiento, y
nuestros planes, por estar caducos. Lo que sea que veamos, esperamos sus
desapariciones más rápido que tarde. Lo que sea que planeemos hoy, esperamos
que cambie mañana.

En otras palabras, la teoría nos confronta con la paradoja de la urgencia. La


imagen básica que la teoría nos ofrece es la imagen de nuestra propia muerte –una
imagen de nuestra mortalidad, de una finitud radical y una falta de tiempo. Al
ofrecernos esta imagen, la teoría produce en nosotros el sentimiento de urgencia –
un sentimiento que nos impulsa a responder a su llamado a la acción ahora en vez
de después. Pero al mismo tiempo, este sentimiento de urgencia y de falta de
tiempo nos previene de hacer proyectos al largo plazo; de basar nuestras acciones
en una planeación al largo plazo; de tener grandes expectativas personales e
históricas con respecto a los resultados de nuestras acciones.

Un buen ejemplo de esta ejecución de la urgencia puede verse en Melancholia, de


Lars Von Trier. Dos hermanas ven su muerte próxima bajo la forma del planeta
Melancholia mientras éste se acerca a la tierra, a punto de aniquilarla. El planeta
Melancholia las mira, y leen sus muertes en la mirada neutral y objetivante del
planeta. Es una buena metáfora para la mirada de la teoría, y las dos hermanas son
llamadas por esta mirada para que reaccionen a ésta. Aquí nos encontramos con
un caso moderno y secular típico de la urgencia extrema –inescapable, y al mismo
tiempo puramente contingente. La lenta aproximación de Melancholia es un
llamado a la acción. Pero ¿qué tipo de acción? Una hermana trata de escaparse de
esta imagen, para salvarse ella y su hijo. Es una referencia a la típica película
apocalíptica hollywoodense, en donde el intento por escapar de una catástrofe
mundial siempre se logra. Pero la otra hermana le da la bienvenida a la muerte, y
es seducida por esta imagen de la muerte al punto del orgasmo. Más que pasar el
resto de su vida evitando la muerte, ella ejecuta un ritual de bienvenida, el cual la
activa y excita dentro de la vida. Aquí encontramos un buen modelo de las dos
maneras opuestas de reacción al sentimiento de urgencia y a la falta de tiempo.

De hecho, la misma urgencia, la misma falta de tiempo que nos empuja a actuar,
nos sugiere que nuestras acciones probablemente no lograrán ninguna meta, o
producirán algún resultado. Es una idea que fue bien descrita por Walter
Benjamin en su famosa parábola, usando el Angelus Novus de [Paul] Klee: si vemos
hacia el futuro vemos sólo promesas, mientras que si vemos hacia el pasado sólo
podemos ver las ruinas de estas promesas.3 Esta imagen fue interpretada por los
lectores de Benjamin como algo mayormente pesimista. Pero en realidad es
optimista, en cierta medida, esta imagen reproduce una temática de un ensayo
mucho anterior, en el que Benjamin distingue entre dos tipos de violencia: divina
y metafísica.4 La violencia mítica produce destrucción que nos lleva de un viejo
orden a nuevos órdenes. La divina violencia solamente destruye, sin establecer un
nuevo orden. Esta destrucción divina es permanente (similar a la idea de Trotsky
de la revolución permanente). Pero hoy en día, un lector del ensayo de Benjamin
sobre la violencia inevitablemente se preguntará, ¿cómo es que la violencia puede
ser eternamente infligida si sólo es destructiva? En algún momento, todo sería
destruido, y la violencia divina en sí se volverá imposible. De hecho, si Dios ha
creado el mundo de la nada, también puede destruirlo completamente, sin dejar
rastro.

Pero el punto es precisamente este: Benjamin usa la imagen del Angelus Novus en
el contexto de su concepto materialista de la historia, en el cual la violencia divina
se convierte en violencia material. Por lo tanto, se vuelve claro porqué Benjamin
no cree en la posibilidad de la destrucción total. En el mundo secular, puramente
material, la destrucción sólo puede ser una destrucción material, producida por
fuerzas materiales. Pero cualquier destrucción material sigue siendo parcialmente
efectiva. Siempre deja ruinas, rastros, vestigios detrás, precisamente como lo
describe Benjamin en su parábola. En otras palabras, si no podemos destruir
totalmente el mundo, el mundo tampoco puede destruirnos totalmente. El éxito
total es imposible, pero igualmente el fracaso total. La visión materialista del
mundo abre una zona más allá del éxito y el fracaso, la conservación y el
aniquilamiento, la adquisición y la pérdida. Ahora bien, esta es precisamente la
zona en la cual el arte opera, si es que quiere ejecutar su conocimiento sobre la
materialidad del mundo, y de la vida como proceso material. Y mientras que el
arte de las vanguardias históricas también ha sido acusado de ser nihilista y
destructivo, la destructividad del arte de vanguardia fue motivada por su creencia
en la imposibilidad de una destrucción total. Uno puede decir que la vanguardia,
mirando hacia el futuro, vio precisamente la misma imagen que el Angelus
Novus de Benjamin vio cuando miró hacia el pasado.

Desde el principio, el arte moderno y contemporáneo integraron las posibilidades


del fracaso, la irrelevancia histórica, y la destrucción dentro de sus actividades. Por
lo tanto, el arte no puede ser conmocionado por lo que ve en el espejo retrovisor
del progreso. El Angelus Novus de la vanguardia siempre ve lo mismo, ya sea que
mire hacia el futuro o hacia el pasado. Aquí la vida se entiende como un proceso
no-teológico, puramente material. Practicar la vida significa estar consciente de la
posibilidad de su interrupción en cualquier momento por la muerte, y por lo tanto
evitar la búsqueda de metas definitivas y objetivos, porque dichas búsquedas
pueden ser interrumpidas por la muerte en cualquier momento. En este sentido, la
vida es radicalmente heterogénea, con respecto a cualquier concepto de la Historia
que pueda ser narrado sólo como instancias dispares de éxitos y fracasos.

Durante mucho tiempo, el hombre fue ontológicamente situado entre Dios y los
animales. En aquel entonces, parecía ser más prestigiado ser colocado más cerca de
Dios, y más lejos del animal. Dentro de la modernidad y nuestro tiempo presente,
tendemos a situarnos entre el animal y la máquina. En este nuevo orden, parecería
que es mejor ser animal que máquina. Durante los siglos XIX y XX, pero también
en la actualidad, había una tendencia a presentar la vida como desviación de cierto
programa, como la diferencia sólo entre un cuerpo viviente y una máquina. Cada
vez más, sin embargo, conforme se asimiló el paradigma maquínico, el ser humano
contemporáneo puede verse como un animal actuando como máquina, una
máquina industrial o una computadora. Si aceptamos esta perspectiva
foucaultiana, el cuerpo humano viviente –la animalidad humana—efectivamente
se manifiesta por medio de la desviación del programa, a través del error, de la
locura, el caos y la imprevisibilidad. Es por esto que el arte contemporáneo tiende
muchas veces a tematizar la desviación y el error, todo lo que rompa con la norma
y perturbe el programa social establecido.

Aquí, es importante señalar que la vanguardia clásica se colocaba más del lado de
la máquina que del lado del animal humano. Los vanguardistas radicales, desde
Malevich y Mondrian hasta Sol LeWitt y Donald Judd, practicaron su arte de
acuerdo a programas maquinales, en los cuales la desviación y la discordancia
estaban contenidas por las leyes generativas de sus respectivos proyectos. Sin
embargo, estos programas eran internamente distintos de cualquier programa
“real,” porque no eran ni utilitarios ni instrumentalizadores. Nuestros programas
sociales, políticos y técnicos reales se orientan hacia lograr cierta meta, y son
juzgados de acuerdo a su eficiencia o habilidad por lograr esta meta. Los
programas de arte y las máquinas, sin embargo, no son de orientación teológica.
No tienen una meta definitiva; simplemente siguen y siguen. Al mismo tiempo,
estos programas incluyen la posibilidad de ser interrumpidos en cualquier
momento sin perder su integridad. Aquí, el arte reacciona a la paradoja de la
urgencia producida por la teoría materialista y su llamado a la acción. Por un lado,
nuestra finitud, nuestra falta ontológica de tiempo nos obliga a abandonar el
estado de contemplación y pasividad y comenzar a actuar. Y no obstante, esta
misma falta de tiempo dicta una acción que no está dirigida hacia una meta en
particular, y puede ser interrumpida en cualquier momento. Dicha acción es
concebida desde el principio como algo que no tiene un final específico, a
diferencia de una acción que termina cuando se logra su meta. De ahí que la
acción artística se vuelve infinitamente continuable y/o repetible. Aquí la falta de
tiempo es transformada en un excedente de tiempo, de hecho, en un excedente
infinito de tiempo.

Es característico que la operación de la llamada estetización de la realidad es


efectuada precisamente por este giro, de una interpretación teológica a una
interpretación no teológica de la acción histórica. Por ejemplo, no es accidental
que el Che Guevara se convirtiera en el símbolo estético del movimiento
revolucionario: todas las empresas revolucionarias de Che Guevara terminaron en
fracasos. Pero esa es precisamente la razón por la que la atención del espectador
cambia, de la meta de la acción revolucionaria a la vida de un héroe revolucionario
que no fracasa en el logro de sus metas. Esta vida, entonces, se revela como
brillante y fascinante, sin considerar los resultados prácticos. Dichos ejemplos
pueden, claro, ser multiplicados.

En el mismo sentido, uno puede decir que el performance de la teoría por parte
del arte también implica la estetización de la teoría. El surrealismo puede
interpretarse como la estetización del psicoanálisis. En su primer Manifiesto
Surrealista, Andre Breton propuso famosamente una técnica de escritura
automática. La idea era escribir tan rápido que ni la conciencia ni la inconciencia
pudieran estar a la par con el proceso de escritura. Aquí, la práctica psicoanalítica
de la libre asociación es imitada, pero desapegada de su meta normativa.
Posteriormente, después de leer a Marx, Breton exhortó a los lectores del Segundo
Manifiesto sacar un revólver y disparar al azar entre la multitud: nuevamente la
acción revolucionaria se vuelve sin propósito. Incluso anteriormente, los dadaístas
practicaron el discurso más allá del sentido y la coherencia, un discurso que podía
ser interrumpido en cualquier momento sin perder su consistencia. Lo mismo
puede decirse, de hecho, de los discursos de Joseph Beuys: eran excesivamente
largos pero podían ser interrumpidos en cualquier momento porque no estaban
sujetos a la meta de llegar a un argumento. Y lo mismo puede decirse sobre
muchas otras prácticas artísticas contemporáneas: pueden ser interrumpidas o
reactivadas en cualquier momento. El fracaso, entonces, se vuelve imposible,
porque los criterios para el éxito están ausentes. Ahora, muchas personas en el
mundo del arte deploran el hecho de que el arte no es y no puede ser exitoso en la
“vida real.” Aquí la vida real es entendida como historia, y el éxito como éxito
histórico. Anteriormente, les mostré que la noción de historia no coincide con la
noción de vida –en particular con la noción de “vida real”—ya que la historia es
una construcción ideológica basada en un concepto de movimiento progresivo
hacia cierto telos. Este modelo teológico de historia progresiva tiene raíces en la
teología Cristiana. No corresponde a la visión post-Cristiana, post-filosófica y
materialista del mundo. El arte es emancipador. El arte cambia el mundo y nos
libera. Pero lo hace precisamente al liberarnos de la historia –al liberar la vida de la
historia.

La filosofía clásica fue emancipadora porque protestó en contra del dominio


religioso, aristocrático y militar que suprimió a la razón –y al ser humano
individual como el que carga con la razón. La Ilustración quería cambiar el mundo
liberando a la razón. Hoy en día, después de Nietzsche, Foucault, Deleuze y
muchos otros, tendemos a creer que la razón no nos libera, sino que nos suprime.
Ahora queremos cambiar el mundo para liberar a la vida, misma que se ha vuelto
una condición más fundamental de la existencia que la razón. De hecho, la vida
nos parece a nosotros como sometida y oprimida por las mismas instituciones que
se proclaman como modelos de progreso racional, con la promoción de la vida
como su meta. Liberarnos del poder de estas instituciones significa rechazar sus
reclamos universales basados en preceptos más viejos de la razón.
Por lo tanto, la teoría nos llama a cambiar no sólo este o aquel aspecto del mundo,
sino el mundo en su totalidad. Pero aquí surge la pregunta: ¿Acaso es posible ese
cambio total, revolucionario, y no sólo gradual, particular, evolutivo? La teoría cree
que toda acción transformativa puede efectuarse porque no existe una garantía
metafísica y ontológica del status quo, de un orden dominante, de realidades
existentes. Pero al mismo tiempo, tampoco existe una garantía ontológica de un
cambio total exitoso (ni divina providencia, pode de naturaleza o razón, dirección
de historia u otro resultado determinable). Si el marxismo clásico seguía
proclamando la fe en una garantía de cambio total (bajo la forma de fuerzas
productivas que explotarán las estructuras sociales), o Nietzsche creyó en el poder
del deseo que explotará todas las convenciones civilizadas, hoy en día tenemos
dificultad para creer en la colaboración de dichos poderes infinitos. Una vez que
rechazamos la infinitud del espíritu, parece poco probable sustituirlo con una
teología de la producción o del deseo. Pero si somos mortales y finitos, ¿cómo
podemos exitosamente cambiar el mundo? Como ya lo he sugerido, los criterios
para el éxito y el fracaso son precisamente los que definen al mundo en su
totalidad. De modo que si cambiamos –o incluso mejor, si abolimos—estos
criterios, efectivamente cambiamos al mundo en su totalidad. Y, como he tratado
de demostrar, el arte puede hacerlo. Y de hecho ya lo está haciendo.

Pero claro, uno puede preguntarse además: ¿Cuál es la relevancia social de tal
performance artístico, no instrumental, no teológico, de la vida? Yo podría sugerir
que es la producción de lo social como tal. Efectivamente, no deberíamos pensar
que lo social está desde siempre ahí. La sociedad es un área de igualdad y
semejanza: originalmente, la sociedad, o la politeia surgió en Atenas, como una
sociedad de lo equitativo y lo similar. Las sociedades griegas antiguas –que son un
modelo para toda sociedad moderna—estaban basadas en el interés común, tales
como la formación, el gusto estético, el lenguaje. Sus miembros eran efectivamente
intercambiables por medio de la realización física y cultural de valores establecidos.
Cada miembro de la sociedad griega podía hacer lo que los otros también podían,
en los campos del deporte, la retórica o la guerra. Pero las sociedades tradicionales
basadas en intereses comunes ya no existen.

Hoy en día, vivimos no en una sociedad de semejanza, sino más bien en una
sociedad de diferencia. Y la sociedad de la diferencia no es una politeia sino una
economía de mercado. Si yo vivo en una sociedad en la que todos somos
especializados, y cada uno tiene su identidad cultural específica, entonces yo
ofrezco a los otros lo que tengo y sé hacer, y recibo de ellos lo que tienen y pueden
hacer. Estas redes de intercambio también funcionan como redes de
comunicación, como un rizoma. La libertad de comunicación es sólo un caso
especial del libre mercado. Ahora, la teoría y el arte que ejecuta la teoría, producen
similarmente más allá de las diferencias que son inducidas por la economía de
mercado –y, por lo tanto, la teoría y el arte compensan la ausencia de los intereses
comunes tradicionales. No es casualidad que el llamado a la solidaridad humana es
casi siempre acompañado en nuestro tiempo no por una apelación de los orígenes
comunes, el sentido común y la razón, o el interés común de la naturaleza
humana, sino el peligro de la muerte común por medio de la guerra nuclear o el
calentamiento global, por ejemplo. Somos diferentes en nuestros modos de
existencia, pero similares debido a nuestra mortalidad.

En tiempos antiguos, los filósofos y los artistas querían ser (y se entendían así)
seres humanos excepcionales, capaces de crear ideas y cosas excepcionales. Pero
hoy en día, los teóricos y los artistas no quieren ser excepcionales –más bien,
quieren ser como todos los demás. Su tema preferido es la vida cotidiana. Quieren
ser típicos, no-específicos, no-identificables, no-reconocibles en una multitud. Y
quieren hacer lo que todo mundo hace: preparar comida (Rirkrit Tiravanija) o
patear un bloque de hielo por la calle (Francis Alÿs). Kant ya sostenía que el arte
no es una cuestión de verdad sino de gusto, y que puede y debería ser discutido por
todos. La discusión del arte está abierta a cualquiera porque, por definición, nadie
puede ser especialista en arte –sólo puede ser un diletante. Esto quiere decir que el
arte desde sus inicios es social, y se vuelve democrático si uno derriba los límites de
la high society (aun sigue siendo un modelo de sociedad para Kant). Sin embargo,
desde la época de las vanguardias en adelante, el arte se volvió no sólo un objeto
para la discusión, libre de los criterios de la verdad, sino una actividad universal,
no específica, no productiva y generalmente accesible, libre de cualquier criterio de
éxito. El arte contemporáneo de avanzada es básicamente una producción artística
sin producto. Es una actividad en la cual todo mundo puede participar, es
incluyente y verdaderamente igualitaria.

Al decir esto, no estoy pensando en estética relacional. Tampoco creo que el arte,
si se entiende de esta manera, puede ser verdaderamente participativo o
democrático. Y ahora trataré de explicar por qué. Nuestro entendimiento de la
democracia está basado en una concepción de la nación-estado. No tenemos un
marco de democracia universal que trascienda los límites nacionales –y nunca
tuvimos ese tipo de democracia en el pasado. De modo que no podemos decir a
qué se parece realmente una democracia verdaderamente universal e igualitaria.
Adicionalmente, la democracia es tradicionalmente entendida como la regla de la
mayoría, y claro, podemos imaginar la democracia como algo que no excluye a
ninguna minoría y que opera por consenso –pero aun así, este consenso
necesariamente incluirá sólo personas “normales, razonables.” Nunca incluirá a los
“locos,” a los niños y así.

Tampoco incluirá a los animales. No incluirá a los pájaros. Pero, como sabemos,
San Francisco de Asís daba sermones a los animales y a los pájaros. Tampoco
incluirá a las piedras –y sabemos de Freud que existe un impulso en nosotros que
nos obliga a convertirnos en piedras. Tampoco incluirá a las máquinas –incluso si
muchos artistas y teóricos quisieran convertirse en máquinas. En otras palabras, un
artista es alguien que no es simplemente social, sino supersocial, para usar el
término acuñado por Gabriel Tarde en el marco de su teoría de la imitación.6 El
artista imita y se establece como similar e igual a demasiados organismos, figuras,
objetos y fenómenos, que nunca formará parte de un proceso democrático. Para
usar una frase muy precisa de Orwell, algunos artistas son, efectivamente, más
iguales que otros. Mientras que el arte contemporáneo es muchas veces criticado
por ser demasiado elitista, no suficientemente social, en realidad el caso es lo
contrario: el arte y los artistas son supersociales. Y como Gabriel Tarde
correctamente sostiene: para ser verdaderamente supersocial uno tiene que aislarse
de la sociedad.

1. Arnold Gehlen Zeit-Bilder. Zur Soziologie und Aesthetik der modernen Malerei,
(Frankfurt: Athenaeum, 1960).
2. Theodor Adorno, Minima Moralia: Reflections from Damaged Life, trans. E.N.
Jephcott (London: Verso, 1974), 50 and 39 respectively.
3. Walter Benjamin, “On the Concept of History,” in Selected Writings, vol. 4:
1938-40, ed. Howard Eiland and Michael Jennings (Cambridge: Harvard
University Press, 2003), 389-400..
4. Benjamin, “Critique of Violence,” in Selected Writings, vol. 1: 1913-26, ed.
Marcus Bullock and Michael Jennings (Cambridge: Harvard University Press,
1999), 236-52.
5. Gabriel Tarde, The Laws of Imitation (New York: H.Holt and Co., 1903), 88.

Boris Groys, “Under the gaze of theory”


e-flux journal, #35, mayo 2012
http://www.e-flux.com/journal/under-the-gaze-of-theory/

Traducción libre de A. Espinoza publicada en:


http://artecontempo.blogspot.com/2012/05/bajo-la-miradade-la-teoria-boris-
groys.html
Arte y dinero
Boris Groys (2011)

La relación entre arte y dinero puede entenderse por lo menos de dos maneras.
Primero, el arte puede interpretarse como la suma de obras que circulan en el
mercado del arte. En este caso, cuando hablamos de arte y dinero, pensamos sobre
todo en las transformaciones espectaculares en el mercado del arte que ocurrieron
en décadas recientes: las subastas de arte moderno y contemporáneo, las enormes
sumas que se pagaron por las obras, y demás –lo que los periódicos reportan
mayormente cuando quieren decir algo sobre el arte contemporáneo. Ahora no
cabe la menor duda que el arte puede verse en el contexto del mercado del arte y
toda obra de arte puede verse como mercancía.

Por otro lado, el arte contemporáneo funciona en el contexto de las exhibiciones


permanentes y temporales. El número de exhibiciones temporales de gran escala –
bienales, trienales, Documenta, Manifestas—está constantemente creciendo. Estas
exhibiciones no son primordialmente para compradores, sino para el público en
general. Del mismo modo, las ferias de arte, supuestamente con la intención de
servir a los compradores de arte, se convierten cada vez más en eventos públicos,
atrayendo a personas con poco interés en, o las finanzas para, comprar arte. Ya que
las exhibiciones no pueden comprarse y venderse, la relación entre arte y dinero
asume aquí otra forma. En las exhibiciones, el arte funciona más allá del mercado
del arte, y por esta razón requiere de apoyo financiero, sea éste público o privado.

Me gustaría enfatizar un punto muchas veces pasado de lado en el contexto de las


discusiones contemporáneas sobre las exhibiciones. Estas discusiones muchas
veces sugieren que el arte puede existir aun cuando no se muestra. La discusión
sobre la práctica de la exhibición se convierte por tanto en una discusión sobre lo
que es incluido y lo que es excluido por cierta exhibición –como si las obras
excluidas pueden de alguna manera existir en alguna parte, aun cuando no son
exhibidas. En algunos casos, las obras pueden ser almacenadas u ocultas al público
y siguen existiendo mientras esperan ser mostradas posteriormente. Pero en la
mayoría de los casos, no mostrar una obra de arte simplemente significa no
permitirle que ésta llegue a ser.

Efectivamente, por lo menos desde los readymades de Duchamp, han surgido las
obras de arte que sólo existen si son exhibidas. Producir una obra de arte significa
precisamente exhibir algo como arte –no hay producción más allá de la exhibición.
No obstante, cuando la producción de arte y la exhibición coinciden, las obras
resultantes rara vez pueden circular en el mercado del arte. Ya que una instalación,
por definición, no puede circular con facilidad, se entiende que si el arte
instalación no recibe un auspicio, simplemente dejaría de existir. Podemos ver
ahora una diferencia crucial entre auspiciar una exhibición de, digamos, objetos
tradicionales de arte y auspiciar una exhibición de instalaciones de arte. En el
primer caso, sin un auspicio adecuado, ciertos objetos no serán accesibles al
público en general; no obstante, estos objetos siguen existiendo. En el segundo
caso, un auspicio inadecuado significaría que las obras, entendidas como
instalaciones de arte, no llegarían a suceder. Y eso sería una lástima, por lo menos
por una razón importante: las instalaciones artísticas y curatoriales funcionan cada
vez más como sitios para atraer cineastas, músicos y poetas que desafían el gusto
del público de su tiempo y no pueden volverse parte de la cultura comercializada
de masas. Los filósofos, también, están descubriendo a la exhibición de arte como
el territorio para sus discusiones. La escena del arte se ha convertido en un
territorio en el cual las ideas y los proyectos políticos que son difíciles de situar en
la realidad política contemporánea pueden ser formulados y presentados.

La exhibición pública, por lo tanto, se ha convertido en el lugar donde emergen las


preguntas interesantes y relevantes, concernientes a la relación entre arte y dinero.
El mercado del arte es –por lo menos formalmente—una esfera dominada por el
gusto privado. Pero ¿qué sucede con las exhibiciones de arte que son creadas para
un público más amplio? Escuchamos en repetidas ocasiones que el mercado del
arte, distorsionado por el gusto privado de los coleccionistas ricos, corrompe la
práctica de la exhibición pública. Claro, esto es en cierta medida verdad. Pero
entonces, ¿qué es este gusto público, no corrompido, puro, que se piensa que
domina una práctica de exhibición que sobrepasa los intereses privados? ¿Es un
gusto de masas, un gusto fáctico de públicos más amplios, característico de nuestra
civilización contemporánea? De hecho, el arte instalación muchas veces es
criticado precisamente por ser “elitista,” por ser un arte que los públicos más
generales no quieren ver. Ahora, este argumento –especialmente porque se
escucha tanto—merece un análisis cuidadoso. Primero que nada, uno tiene que
preguntarse: si el arte instalación es elitista, ¿cuál es la élite que supuestamente
sería el público natural de este tipo de arte?

En nuestra sociedad, si hablamos de élite, comprensiblemente nos referimos a la


élite financiera. Por lo tanto, si alguien sugiere que el arte es “elitista,” parecería
implicar que este arte es hecho para espectadores que vienen de las clases
privilegiadas y opulentas de nuestra sociedad. Pero, como ya he intentado
demostrar, lo contrario es verdad en el caso del arte instalación. Los coleccionistas
opulentos y privilegiados compran objetos de arte caros que circulan en el mercado
internacional, y no están tan interesados en el arte instalación, el cual funciona
principalmente como parte de las exhibiciones de arte público y no puede venderse
fácilmente. Y es normalmente el caso que, después de declarar que el arte
instalación de avanzada es elitista, las autoridades responsables invitarán a los
coleccionistas de dinero para mostrar sus colecciones privadas dentro de un espacio
público. La noción de la élite, por lo tanto, se vuelve sumamente confusa, ya que
nadie puede entender quién es supuestamente esta “élite” implicada en las
acusaciones de elitismo.
En un intento por clarificar lo que la gente pudiera dar a entender por la palabra
“elitista,” dirijámonos al ensayo de Clement Greenberg, “Vanguardia y Kitsch”
(1939), un texto que se convirtió en un conocido ejemplo sobre la denominada
actitud elitista en torno al arte. Hoy en día, a Greenberg se le conoce más como
un teórico del arte modernista que acuñó el concepto de superficialidad (i.e. la
“superficie” del lienzo), pero “Vanguardia y Kitsch” aborda otra cuestión: ¿Quién
puede apoyar financieramente al arte de avanzada bajo las condiciones del
capitalismo moderno?

De acuerdo con Greenberg, el arte de vanguardia bueno trata de revelar las


técnicas que los viejos maestros usaban para producir sus obras. En este sentido,
un artista de vanguardia puede verse como comparable a un conocedor bien
entrenado, que se preocupa menos con el tema de una obra de arte individual –
como lo plantea Greenberg, este tema es dictado al artista principalmente desde
afuera, por la cultura en la cual el artista vive—que los medios artísticos a través de
los cuales el artista trata dicho tema. La vanguardia, en este sentido, opera
principalmente por medio de la abstracción –extrayendo el “que” de la obra para
revelar su “como.” Greenberg parece suponer que el grado de conocimiento que
permite al espectador estar atento a los aspectos puramente formales, técnicos y
materiales de la obra de arte es accesible sólo a miembros de la clase dominante, a
las personas que “pudieran comandar el ocio y el confort que siempre viene de la
mano con cierto tipo de cultivación.” Para Greenberg, esto significa que el arte de
vanguardia sólo puede esperar obtener su apoyo financiero de los mismos mecenas
“ricos y cultivados” que históricamente han apoyado el arte. El arte de vanguardia,
por tanto, sigue apegado a la burguesía "por el cordón umbilical del oro.” Estas
formulaciones se mantuvieron con muchos de los lectores de Greenberg, y
definieron la recepción e interpretación de su texto.

Pero lo que sigue haciendo interesante al ensayo de Greenberg, y que le da su


relevancia hoy en día, es el hecho de que, después de plantear su creencia de que
sólo los “ricos y educados” –esto es, la élite en el sentido tradicional de la
palabra—pueden ser capaces y dispuestos a apoyar al arte de vanguardia,
Greenberg inmediatamente rechaza esta creencia y explica porqué está mal. La
realidad histórica de la década de los treinta lleva a Greenberg a la conclusión de
que la burguesía es incapaz de proveer una base social para el arte de vanguardia,
por medio de su apoyo económico y político. Para mantener su verdadero poder
económico y político bajo las condiciones de la sociedad de masas moderna, la
élite gobernante debe rechazar cualquier noción o incluso cualquier sospecha de
tener un “gusto de élite” o de apoyar al “arte de élite.” Lo que la élite moderna no
quiere es ser “elitista” –ser visiblemente distintivo de las masas. De la misma
manera, la elite moderna debe borrar cualquier distinción de gusto y crear una
ilusión de solidaridad estética con las masas –una solidaridad que oculta las
verdaderas estructuras de poder y las desigualdades económicas. Como ejemplos
de esta estrategia, Greenberg cita las políticas culturales de la Unión Soviética bajo
el régimen de Stalin, de la Alemania Nazi, y de la Italia Fascista. Pero también
sugiere que la burguesía estadounidense sigue la misma estrategia de solidaridad
estética con la cultura de masas, para prevenir a las masas de ser capaces de
identificar visualmente a su enemigo de clase.

Al aplicar el análisis de Greenberg a la situación cultural actual, uno puede decir


que las elites contemporáneas coleccionan precisamente el arte que suponen que es
lo suficientemente espectacular como para atraer a las masas. Es por ello que las
grandes colecciones privadas parecen ser “no elitistas,” y lo suficientemente bien
ajustadas como para volverse atracciones turísticas globales cada vez que son
exhibidas. Vivimos en un tiempo en el que el gusto de la elite y el gusto de las
masas coinciden. No debemos olvidar que, en el momento actual, una riqueza
significativa sólo puede obtenerse con la venta de productos que tienen un
atractivo masivo. Si las elites contemporáneas de pronto se vuelven “elitistas,”
también perderán contacto con las expectativas de las masas en sus prácticas de
negocios y, del mismo modo, perderán su riqueza. Es así como surge la pregunta:
¿Cómo es posible un arte “elitista” en estas condiciones?

El mismo ensayo de Greenberg sugiere una respuesta a esta pregunta. Si la


vanguardia no es más que un análisis del arte tradicional desde su lado
productivista, entonces el arte “elitista” es lo mismo que un “arte para artistas” –
esto es, arte hecho primordialmente para los productores de arte y no
exclusivamente para sus consumidores. El arte de avanzada quiere demostrar cómo
el arte es hecho –su lado productivo, su poética, los dispositivos y prácticas que lo
llevan a ser. Greenberg le otorga al arte de vanguardia una definición que lo arroja
más allá de cualquier posible evaluación por parte del gusto, sea este popular o de
elite. De acuerdo con Greenberg, el espectador ideal del arte de vanguardia está
menos interesado en este como fuente de deleite estético que como fuente de
conocimiento –de información sobre la producción de arte, sus dispositivos, sus
medios, y sus técnicas. El arte deja de ser una cuestión de gusto y se convierte en
una cuestión de conocimiento y maestría. En este sentido, uno puede decir que,
como técnica moderna, el arte de vanguardia es, generalmente, autónomo –lo cual
quiere decir, independiente de cualquier gusto individual. Por lo tanto, las obras
de arte deben ser analizadas de acuerdo a los mismos criterios que usamos para
objetos tales como carros, trenes o aviones. Desde este punto de vista, ya no existe
una diferencia clara entre arte y diseño, entre una obra de arte y un simple
producto técnico. Este punto de vista, constructivista, productivista, abre la
posibilidad de ver el arte no en el contexto del ocio y de una contemplación
estética informada, sino en términos de producción –esto es, en términos que se
refieren más a las actividades de los científicos y trabajadores que al estilo de vida
de la clase ociosa.

En un ensayo posterior, “El Problema de la cultura” (1953), Greenberg insiste aun


más radicalmente en torno a esta visión productivista de la cultura. Citando a
Marx, Grenberg sostiene que el industrialismo moderno ha devaluado al ocio –
incluso los ricos deben trabajar, y están más orgullosos de sus logros conforme
disfrutan de su tiempo libre. Es por ello que Greenberg simultáneamente está de
acuerdo y en desacuerdo con diagnóstico que T.S. Eliot hace de la cultura
moderna en su libro de 1948, La unidad de la cultura europea: notas para la
definición de la cultura. Greenberg concuerda con Eliot, de que la cultura
tradicional, basada en el ocio y el refinamiento, llegó a un periodo de decadencia,
cuando la industrialización moderna obligó a todas las personas a trabajar. Pero al
mismo tiempo, Greenberg escribe: “La única solución para la cultura que concibo
bajo estas condiciones es la de cambiar su centro de gravedad, lejos del ocio y
colocándolo justo en el centro del trabajo.” Efectivamente, el abandono del ideal
tradicional de cultivo por medio del ocio parece ser la única manera posible de
salida de innumerables paradojas que fueron producidas por el intento de
Greenberg para conectar este ideal con el concepto de la vanguardia –el intento de
que emprendió y luego rechazó en “Vanguardia y Kitsch.” Pero incluso si
Greenberg encontró esta salida, fue demasiado cuidadoso como para seguirla.
Escribió algo más sobre la solución propuesta: “Sugiero algo cuyos resultados no
puedo imaginar.” Y nuevamente:

“Más allá de tales especulaciones, que reconozco como esquemáticas y


abstractas, no puedo ir…Pero por lo menos ayuda si no perdemos la
esperanza de las consecuencias últimas para la cultura y el industrialismo. Y
también ayuda si no nos detenemos en nuestro pensamiento en el punto en el
que Spengler y Toynbee y Eliot se detienen.”

Se vuelve obvio que cuando decimos que el arte de vanguardia es “elitista,” lo que
uno quiere decir realmente por la palabra “elite” no se refiere a los gobernantes y a
los ricos, sino a los productores: los mismos artistas. Se entendería, entonces, que
el arte “elitista” quiere decir aquel arte que está hecho no para la apreciación de los
consumidores, sino más bien para los mismos artistas. Aquí, ya no estamos
lidiando con un gusto específico –sea éste de elite o de las masas—sino con el arte
para artistas, con una práctica del arte que sobrepasa al gusto. Sin embargo, ¿este
tipo de arte que sobrepasa el gusto realmente es un arte “elitista”? O para
plantearlo de otro modo: ¿Son los artistas realmente una elite? De una manera
muy obvia, no lo son, ya que simplemente no son lo suficientemente ricos o
poderosos. Pero las personas que usan la palabra “elitista” en relación con el arte
producido para artistas en realidad no quieren sugerir que los artistas dominan al
mundo. Simplemente quieren decir que ser artista significa que perteneces a una
minoría. En este sentido, el arte “elitista” significa realmente un arte “de
minorías.” ¿Y los artistas son realmente esta minoría en nuestra sociedad
contemporánea? Yo diría que no.

Quizá ese haya sido el caso en la época de Greenberg, pero hoy en día no lo es.
Entre finales del siglo XX y principios del XXI, el arte ingresó a una nueva era –
principalmente, una era de producción masiva de arte, seguida de una era de
consumo masivo de arte. Los medios contemporáneos de producción de imágenes,
tales como el video y las cámaras de celulares, así como medios de redes sociales
para la distribución de imágenes, tales como Facebook, YouTube y Twitter, le
otorgan a las poblaciones globales la posibilidad de presentar sus fotos, videos y
textos de una manera que no puede distinguirse de cualquier otra obra de arte
post-conceptual. Y el diseño contemporáneo le otorga a estas mismas poblaciones
la posibilidad de moldear y vivir sus propios cuerpos, departamentos o espacios de
trabajo, como objetos artísticos e instalaciones. Esto quiere decir que el arte
contemporáneo definitivamente se ha convertido en una práctica cultural de
masas. Adicionalmente, quiere decir que el artista actual vive y trabaja
primordialmente entre productores de arte –no entre consumidores de arte. O
para usar la frase de Greenberg, el artista es finalmente colocado justo en el centro
del contexto de la producción. Esto sitúa al arte contemporáneo profesional por
fuera del problema del gusto, e incluso por fuera de la actitud estética como tal.

Bajo estas nuevas circunstancias económicas y sociales, el artista no debería sentir


vergüenza en presentarse como alguien interesado en la producción y no en el
consumo –ya que ser un artista hoy en día significa pertenecer no sólo a una
minoría sino a una mayoría de población. Del mismo modo, un análisis de la
producción masiva de imágenes tiene que sustituir el análisis del arte del pasado
como llegó teorizarlo Greenberg. Y esto es precisamente lo que los artistas
contemporáneos profesionales hacen –investigan y manifiestan la producción
masiva de arte, no el consumo elitista o masivo de arte.

La actitud estética es, por definición, la actitud del consumidor. La estética, como
tradición filosófica y disciplina académica, se relaciona y reflexiona en torno al arte
desde la perspectiva del consumidor de arte –el espectador ideal de arte. Este
espectador espera recibir la llamada experiencia estética del arte. Por lo menos
desde Kant, sabemos que la experiencia estética puede ser una experiencia de
belleza o de lo sublime. Puede ser una experiencia de placer sensual. Pero también
puede ser una experiencia “anti-estética” de desagrado, de frustración provocada
por una obra de arte que carece de las cualidades que la estética “afirmativa” espera
que tenga. Puede ser la experiencia de una visión utópica que lleva a la humanidad
a extraerse de su condición actual, hacia una nueva sociedad en la cual reina la
belleza; o, en términos un tanto distintos, puede redistribuir lo sensible de manera
tal que refigura el campo visual del espectador, al mostrarle ciertas cosas y darle
acceso a ciertas voces que anteriormente se hallaban ocultas u oscurecidas. Pero
también puede demostrar la imposibilidad de ofrecer experiencias estéticas
positivas en medio de una sociedad signada por la opresión y la explotación –sobre
una comercialización total y mercantilización del arte que, desde el comienzo,
socava la posibilidad de una perspectiva utópica. Como sabemos, ambas
experiencias estéticas, aparentemente contradictorias, pueden proveernos el mismo
disfrute estético. Sin embargo, para poder experimentar un disfrute estético de
cualquier tipo, el espectador debe estar estéticamente educado, y esta educación
necesariamente refleja los ámbitos sociales y culturales en los cuales el espectador
nació y en el que vive. En otras palabras, la actitud estética presupone la
subordinación de la producción de arte al consumo de arte –y por lo tanto la
subordinación de la teoría del arte a la sociología.

De hecho, la actitud estética no necesita del arte, y funciona mucho mejor sin él.
Muchas veces se dice que las maravillas del arte palidecen en comparación con las
maravillas de la naturaleza. En términos de experiencia estética, no hay una obra
de arte que pueda siquiera compararse con una caída de sol medianamente bella.
Y, claro, el lado sublime de la naturaleza y de la política pueden ser vividos
completamente sólo al ser testigos de una verdadera catástrofe natural, de una
revolución o de la guerra –no leyendo una novela o viendo una pintura. De hecho,
esa fue la opinión compartida de Kant y los poetas y artistas Románticos que
lanzaron los primeros discursos estéticos influyentes: el mundo real es el objeto
legítimo de la actitud estética (así como de las actitudes científicas y éticas) –no el
arte. De acuerdo con Kant, el arte se puede convertir en un objeto legítimo de
contemplación estética sólo si es creado por un genio –entendido como la
encarnación humana de la fuerza natural. El arte profesional sólo puede servir
como un medio de educación, en nociones de gusto y de juicio estético. Después
de terminada esta educación, el arte puede ser arrojada, como la escalera de
Wittgenstein, para confrontar al sujeto con la experiencia estética de la vida
misma. Visto desde la perspectiva estética, el arte se revela como algo que puede, y
debe, superarse. Todas las cosas pueden verse desde una perspectiva estética; todas
las cosas pueden servir como fuentes de experiencia estética y convertirse en
objetos del juicio estético. Desde la perspectiva de la estética, el arte no tiene una
posición privilegiada. Más bien, el arte está entre el sujeto de la actitud estética y el
mundo. Una persona madura no tiene necesidad de la tutela estética del arte, y
simplemente puede depender de su propia sensibilidad y gusto. El discurso
estético, cuando se usa para legitimar al arte, efectivamente sirve para aminorarlo.

Nuestro mundo contemporáneo, sin embargo, es primordialmente un mundo


artificialmente producido –en otras palabras, es producido principalmente por
trabajo humano. Sin embargo, aun si las poblaciones más amplias de la actualidad
producen obras de arte, no investigan, analizan y demuestran los medios técnicos
con los cuales las producen –a no decir de las condiciones económicas, sociales y
políticas bajo las cuales las imágenes son producidas y distribuidas. El arte
profesional, por otro lado, hace precisamente eso –crea espacios en los cuales
puede efectuarse y ponerse de manifiesto una investigación crítica de la producción
masiva de imágenes en la contemporaneidad. Es por ello que este tipo de arte
crítico y analítico puede ser apoyado: si no es apoyado, estará no sólo escondido y
descartado, sino que, como ya lo he sugerido, puede que ni siquiera pueda llegar a
ser. Y este apoyo debería ser discutido y ofrecido más allá de cualquier noción de
gusto y de consideración estética. Lo que se encuentra en juego no es una estética,
sino una dimensión técnica, o, si se quiere, poética, del arte.

Un buen objeto y ejemplo de dicha investigación puede encontrarse en la poética


de internet –el medio dominante de la producción masiva en nuestra época. El
internet muchas veces seduce al espectador promedio –e incluso a algunos teóricos
serios—para hablar acerca de la producción inmaterial, de trabajadores
inmateriales y demás. Y efectivamente, para alguien sentado en un departamento,
oficina o estudio, viendo la pantalla de su computadora, esta pantalla se le presenta
como una apertura, como una ventana hacia ese mundo virtual, inmaterial, de
significantes puros y flotantes. Aparte de las manifestaciones físicas de la fatiga,
inevitablemente después de unas horas frente a la pantalla, el cuerpo de una
persona que usa la computadora es inconsecuente. Como usuario de computadora,
nos enfrascamos en una comunicación solitaria con el medio: caemos en un estado
de auto-extinción, una extinción de nuestro cuerpo análoga a la experiencia de leer
un libro. Pero también nos extinguimos en el cuerpo material de la computadora
en sí, los cables, la electricidad que consume, y demás.

Pero la situación cambia drásticamente si la misma computadora es colocada en


una instalación, o, más generalmente, en un espacio de exhibición. Una exhibición
de arte extiende la atención y enfoque del visitante. Ya no nos concentramos en la
pantalla solitaria, sino que vagamos de una pantalla a otra, de una instalación de
computadora a la otra. El itinerario del visitante dentro del espacio de exhibición
socava el aislamiento tradicional del usuario de internet. Al mismo tiempo, una
exhibición que utiliza la red y otros medios digitales hacen visible el lado material
y físico de estos medios: su hardware, los elementos de los que está compuesto.
Toda la maquinaria que entra en el campo visual del visitante destruye, por lo
tanto, la ilusión de que el ámbito digital está confinado al espacio de la pantalla.

La exhibición estándar deja al visitante individual solo, permitiéndole confrontar y


contemplar individualmente los objetos de arte exhibidos. Pasando de un objeto a
otro, este visitante necesariamente pasa por alto la totalidad del espacio de
exhibición, incluyendo su posición dentro de esta. Una pieza de arte instalación,
por el contrario, construye a una comunidad de espectadores, precisamente debido
al carácter holístico y unificador del espacio producido por la instalación. El
verdadero visitante de la instalación no es un individuo aislado, sino una
colectividad de visitantes. El espacio de arte como tal, sólo puede ser percibido por
una masa de visitantes –una multitud, si se quiere—y esta multitud se vuelve parte
de la exhibición para cada visitante individual, y viceversa. El visitante, por lo
tanto, encuentra a su propio cuerpo expuesto a la mirada de los otros, quienes a su
vez se hacen conscientes de este cuerpo.

Una exhibición que usa y convierte en su temática el equipo digital, escenifica un


evento social, mismo que es material y no-material. La instalación se le niega
frecuentemente el estatus de forma de arte específica, porque el medio de una
instalación no se identifica con obviedad. Los medios artísticos tradicionales son
todos definidos por un soporte material específico: lienzo, piedra o filme. El
soporte material del medio de la instalación es el espacio mismo –aunque esto no
quiere decir que la instalación sea “inmaterial.” Por el contrario, la instalación es
material por excelencia, porque es espacial –ya que estar en el espacio es la
definición más general de ser material. La instalación transforma al espacio
público vacío y neutral en una obra individual –e invita al visitante a vivir este
espacio como el espacio holístico y totalizante de una obra de arte. Todo lo que se
incluya en dicho espacio se vuelve parte de la obra, simplemente porque es
colocada dentro de este espacio. Uno incluso podría decir que las prácticas de
instalación revelan la materialidad y composición de las cosas en nuestro mundo.
Regresando al inicio de mi discusión, aquí se encuentra el carácter crítico e
iluminador de un arte verdaderamente contemporáneo: mientras que las
mercancías producidas por nuestra civilización circulan en los mercados globales
de acuerdo a su valor monetario y simbólico, con su pura materialidad
manifestando, en el mejor de los casos, por medio de su consumo privado –es el
arte contemporáneo por sí solo el que puede demostrar la materialidad de las cosas
de este mundo, más allá de su valor de intercambio.

Boris Groys, “Art and money”


E-flux journal, #4, abril 2011
http://www.e-flux.com/journal/art-and-money-2/

Traducción libre de A. Espinoza publicada en:


http://artecontempo.blogspot.com/2011/04/boris-groys.html
El universalismo débil
Boris Groys (2010)

En estos tiempos, sabemos que todo puede ser una obra de arte. O mejor dicho,
que todo puede convertirse en una obra de arte por un artista. No existe la
oportunidad de que un espectador distinga entre una obra de arte y una “simple
cosa” sólo sobre la base de la experiencia visual del espectador. El espectador debe
conocer un objeto particular primero para ser usado por un artista en el contexto
de su práctica artística para identificarla como obra de arte o como parte de una
obra de arte.

Pero, ¿quién es este artista, y cómo es que él o ella se distingan de un no-artista –si
acaso es posible esta distinción? Para mí, esto me parece una pregunta mucho más
interesante que la de cómo diferenciamos entre una obra de arte y una “simple
cosa.”

Mientras tanto, tenemos una larga tradición de crítica institucional. Durante las
últimas décadas, el papel de los coleccionistas, curadores, miembros de consejos,
directores de museos, galeristas, críticos de arte y así sucesivamente, ha sido
extensamente analizado y criticado por los artistas. Pero ¿qué pasa con los artistas?
El artista contemporáneo es claramente también una figura institucional. Y los
artistas contemporáneos, en su mayoría, están dispuestos a aceptar el hecho de que
sus críticas a las instituciones del arte son críticas desde el interior. Hoy en día, el
artista podría ser definido simplemente como un profesional que cumple cierto rol
en el marco general del mundo del arte, un mundo que está basado –como
cualquier otra organización burocrática o corporación capitalista—en la división
del trabajo. Podría decirse también que parte de este rol es el de criticar al mundo
del arte con el objeto de hacerlo más abierto, más incluyente, y mejor informado, y
debido a esto, también más eficiente y más redituable. Esta respuesta es
ciertamente plausible –pero al mismo tiempo no muy persuasiva.

1. Desprofesionalizar el arte

Recordemos la conocida máxima de Joseph Beuys: “Todo mundo es un artista.”


Esta máxima tiene una larga tradición, retrocediéndose hasta los principios del
marxismo y la vanguardia rusa, y es por lo tanto casi siempre caracterizada hoy en
día –y ya estaba siendo caracterizada en los tiempos de Beuys—como utópica.
Esta máxima es normalmente entendida como expresión de una esperanza utópica
de que, en el futuro, la especie humana que actualmente consiste
predominantemente en no-artistas se convierta en una humanidad que consista de
artistas. No sólo podemos estar de acuerdo ahora que dicha esperanza es
imposible, sino que yo jamás sugeriría que es utópica si la figura del artista se
define de esta manera. Una visión del mundo completamente girada en torno al
mundo del arte, en la cual todos los seres humanos tienen que producir obras de
arte y competir por la oportunidad de exhibirlas en esta u aquella bienal, de
ninguna manera es una visión utópica, sino bastante distópica –de hecho, una
verdadera pesadilla.

Ahora puede decirse –y efectivamente, muchas veces se dijo—que Beuys tenía una
comprensión Romántica y utópica de la figura y papel del artista. Y también se
dice muchas veces que esta visión romántica y utópica está pasada de moda. Pero
este diagnóstico no me resulta muy persuasivo. La tradición sobre la cual funciona
nuestro mundo del arte contemporáneo –incluyendo nuestras actuales
instituciones de arte—fue formada después de la Segunda Guerra Mundial. Esta
tradición se basa en las prácticas artísticas de la vanguardia histórica –y en sus
actualizaciones y codificaciones durante los cincuenta y sesenta. Ahora bien, uno
no tiene la impresión de que esta tradición haya cambiado mucho desde entonces.
Por el contrario, a través del tiempo se ha vuelto más y más establecida. Las
nuevas generaciones de artistas profesionales encuentran sus accesos al sistema del
arte sobre todo por medio de la red de escuelas de arte y programas educativos que
se han globalizado cada vez más en décadas recientes. Esta educación artística,
globalizada y más o menos uniforme, se basa en el mismo canon de la vanguardia
que domina a otras instituciones de arte contemporáneo –y eso incluye, claro está,
no sólo la producción de arte de vanguardia en sí, sino también el arte que fue
hecho posteriormente, siguiendo la misma tradición de vanguardia. El modo
dominante de la producción de arte contemporáneo es la vanguardia academizada
del periodo tardío. Es por ello que me parece que, para ser capaces de responder a
la pregunta de quién es el artista, uno debe primero regresarse a los comienzos de
la vanguardia histórica –y al papel del artista que se definió en aquel entonces.

Toda educación artística –como la educación en general—tiene que basarse en


ciertos tipos de conocimientos o una cierta maestría que supuestamente será
transmitida de una generación a otra. Por lo tanto, surge la pregunta: ¿qué tipo de
conocimiento y maestría se transmite en las escuelas de arte contemporáneas? Esta
pregunta, como todos sabemos, produce mucha confusión hoy en día. El papel de
las academias de arte pre-vanguardias estaba muy bien definida. Ahí, uno tenía
que dedicarse a los bien establecidos criterios de la maestría técnica –en pintura,
escultura y otros medios—que pudiera enseñarse a los estudiantes. Hoy en día, las
escuelas de arte regresan parcialmente a este entendimiento de la educación
artística –especialmente en el campo de los nuevos medios. Efectivamente, la
fotografía, el cine, el video, el arte digital, y demás, requieren de ciertas
habilidades técnicas que las escuelas de arte pueden enseñar. Pero claro, el arte no
puede ser reducido a la suma de habilidades técnicas. Es por ello que ahora vemos
la reemergencia del discurso sobre el arte como forma de conocimiento –un
discurso que se vuelve inevitable cuando el arte comienza a enseñarse.

Ahora, la idea de que el arte es una forma de conocimiento no es de ninguna


manera nueva. El arte religioso tuvo el propósito de presentar las verdades
religiosas en una forma visual y pictórica, a un espectador que no podía
contemplarlas directamente. Y el arte mimético tradicional pretendía revelar al
mundo natural y cotidiano de las maneras que permitieran que el espectador
común pudiera verlo. Ambas ideas fueron criticadas por muchos pensadores, desde
Platón hasta Hegel. Y ambas fueron auspiciadas por muchos otros, desde
Aristóteles hasta Heidegger. Pero cualquier cosa que pueda decirse sobre los
beneficios y desventajas filosóficas correspondientes, ambas ideas en torno a que el
arte es una forma específica de conocimiento fueron explícitamente rechazadas por
la vanguardia histórica –junto con los criterios tradicionales del dominio
conectados a estas ideas. Por medio de la vanguardia, la profesión del artista se
desprofesionalizó.

La desprofesionalización del arte ha puesto al artista en una situación incómoda,


porque esta desprofesionalización es interpretada muchas veces por el público
como un retorno del artista a un estatus de no-profesionalismo. Del mismo modo,
el artista contemporáneo comienza a ser percibido como un profesional no-
profesional –y al mundo del arte como un espacio de “conspiración de arte” (para
usar el término de Baudrillard). 1 La efectividad social de esta conspiración
parecería presentar un misterio que sólo puede ser descifrado sociológicamente
(ver los escritos de Bordieu y su escuela).

Sin embargo, la desprofesionalización del arte emprendida por la vanguardia no


debería malinterpretarse como un simple retorno al no-profesionalidad. La
desprofesionalización del arte es una operación artística que transforma la práctica
general de las artes, más que simplemente causar que un artista se regrese a un
estado original de no-profesionalidad. Por lo tanto, la desprofesionalización del
arte es en sí misma una operación altamente profesional. Discutiré posteriormente
la relación entre desprofesionalización y la democratización del arte, pero debo
comenzar preguntándome cómo el conocimiento y la maestría son necesarios para
poder desprofesionalizar desde el principio.

2. Los signos débiles de la Vanguardia

En su libro más reciente, The Time that Remains, Giorgio Agamben describe –
usando el ejemplo de San Pablo—el conocimiento y dominio que se requería para
convertirse en un apóstol profesional.2 Este conocimiento es un conocimiento
mesiánico: el conocimiento de la llegada del fin del mundo tal y como lo
conocemos, de contraer el tiempo, de la escasez del tiempo en que vivimos –la
escasez de tiempo que anula toda profesión, precisamente porque la práctica de
toda profesión necesita una perspectiva de longue durée, la duración del tiempo y la
estabilidad del mundo como tal. En este sentido, la profesión del apóstol es, como
escribe Agamben, la de practicar “la constante revocación de toda vocación.”3 Uno
también puede decir “la des-profesionalización de todas las profesiones.” La
contracción del tiempo empobrece, vacía todos nuestros signos y actividades
culturales –convirtiéndolas en signos cero o, mejor dicho, como Agamben las
llama, señales débiles.4 Tales señales débiles son las señales de la llegada del fin del
tiempo que está siendo debilitado por dicha llegada, que ya manifiesta esa carencia
de tiempo que se necesitaría para producir y contemplar señales fuertes, ricas. Sin
embargo, al final del tiempo, estas señales débiles mesiánicas triunfan por encima
de las señales fuertes de nuestro mundo –señales fuertes de autoridad, tradición y
poder, pero también señales fuertes de revuelta, deseo, heroísmo, o conmoción. Al
hablar de las señales débiles de lo mesiánico, Agamben está pensando obviamente
en el “mesianismo débil” –un término introducido por Walter Benjamin. Pero uno
también puede recordar (aun cuando Agamben no lo hace) que, en la teología
griega, el término “kenosis” caracterizaba a la figura de Cristo –la vida, pasión y
muerte de Cristo como una humillación de la dignidad humana, y un vaciado de
las señales de la gloria divina. En este sentido, la figura de Cristo también se
convierte en una señal débil que puede ser fácilmente malinterpretada como una
señal de debilidad –un punto extensamente discutido en El Anticristo de
Nietzsche.

Ahora, me gustaría sugerir que el artista de vanguardia es un apóstol secularizado,


un mensajero del tiempo que lleva al mundo el mensaje de que el tiempo se
contrae, que hay una escasez de tiempo, incluso una falta de tiempo. La
modernidad es, efectivamente, una era de pérdida permanente del mundo
conocido y de las condiciones tradicionales de vida. Es un tiempo de cambio
permanente, de rupturas históricas, de nuevos finales y nuevos comienzos. Vivir
dentro de la modernidad significa no tener tiempo, experimentar una escasez
permanente, una falta de tiempo que se debe al hecho de que los proyectos
modernos son mayormente abandonados sin ser realizados –cada nueva
generación desarrolla sus propios proyectos, sus propias técnicas, y sus propias
profesiones para realizar dichos proyectos, que luego son abandonados por la
siguiente generación. En este sentido, nuestro tiempo presente no es un tiempo
postmoderno sino ultramoderno, porque es el tiempo en el que la escasez de
tiempo, la falta de tiempo, se vuelve cada vez más obvia. Lo sabemos porque todo
mundo está ocupado hoy en día: nadie tiene tiempo.

A través de la era moderna, vimos que todas nuestras tradiciones y estilos de vida
heredados, fueron condenados a su caída y desaparición. Pero hoy en día, tampoco
confiamos en nuestro tiempo presente –no creemos que sus modas, sus estilos de
vida, o maneras de pensar tendrán algún tipo de efecto duradero. De hecho, en el
momento que emergen nuevas modas, inmediatamente imaginamos que tarde que
temprano llegará su inminente desaparición. (Efectivamente, cuando llega una
nueva moda, el primer pensamiento que entra en la mente es: ¿pero cuánto durará?
Y la respuesta es siempre que no durará mucho.) Uno puede decir que no sólo la
modernidad, sino incluso –y a un grado mayor—nuestro propio tiempo, es
crónicamente mesiánico, o, mejor dicho, crónicamente apocalíptico. Vemos casi
automáticamente que todo lo que existe y todo lo que emerge desde la perspectiva
de su inevitable caída y desaparición.

La vanguardia muchas veces se asocia a la noción de progreso –especialmente de


progreso tecnológico. De hecho, pueden encontrarse muchas declaraciones de
artistas y teóricos de la vanguardia que se dirigen en contra de los conservadores e
insistiendo en la futilidad de la práctica de viejas formas de arte bajo nuevas
condiciones determinadas por nuevas tecnologías. Pero esta nueva tecnología fue
interpretada –por lo menos por la primera generación de artistas de vanguardia—
no como una oportunidad para construir un mundo nuevo y estable, sino como
una máquina que promete la destrucción del viejo mundo, así como la permanente
autodestrucción de la civilización tecnológica moderna como tal. La vanguardia
percibió las fuerzas del progreso como predominantemente destructivas.

De tal modo que las vanguardias se preguntaban si los artistas podían continuar
haciendo arte en medio de la permanente destrucción de la tradición cultural y el
mundo conocido, por medio de la contracción del tiempo, que viene siendo la
principal característica del progreso tecnológico. O, si lo ponemos de otra manera:
¿Cómo pueden los artistas resistir la capacidad destructiva del progreso? ¿Cómo
puede hacerse arte que se escaparía del cambio permanente –arte que fuera
atemporal, transhistórico? La vanguardia no quería crear el arte del futuro –quería
crear arte transtemporal, arte para todos los tiempos. Escuchamos y leemos
repetidas veces que necesitamos un cambio, que nuestra meta –también en el
arte—debería ser la de cambiar el estatus quo. Pero el cambio es nuestro estatus
quo. El cambio permanente es nuestra única realidad. Y en la prisión del cambio
permanente, cambiar el estatus quo sería cambiar el cambio –escaparse del cambio.
De hecho, toda utopía no es más que un escape a este cambio.

Cuando Agamben describe la anulación de todas nuestras ocupaciones y el vaciado


de todos nuestros signos culturales por medio del evento mesiánico, no se
pregunta cómo podemos trascender la frontera que divide a nuestra era de la que
viene. No se hace esta pregunta porque el Apóstol Pablo no se la pregunta. San
Pablo creía que una sola alma –siendo inmaterial—sería capaz de cruzar esta
frontera sin perecer, incluso hasta después del fin del mundo material. Sin
embargo, la vanguardia artística no buscaba salvar el alma, sino el arte. Y trató de
hacerlo por medio de la reducción –reduciendo los signos culturales al mínimo
absoluto para que pudieran ser contrabandeados a través de las rupturas, los giros y
los cambios permanentes en las modas y corrientes culturales.

Esta reducción radical de la tradición artística tuvo que anticipar todo el grado de
su inminente destrucción en manos del progreso. Por medio de la reducción, los
artistas de la vanguardia comenzaron a crear imágenes que parecían ser tan pobres,
tan débiles, tan vacías, que sobrevivirían a toda posible catástrofe histórica.

En 1911, cuando Kandinsky habla en Sobre lo espiritual en el arte sobre la


reducción de toda mímesis pictórica, toda representación del mundo –la reducción
que revela que todas las pinturas son en realidad combinaciones de colores y
formas—quiere garantizar la supervivencia de su visión de la pintura a través de
toda posible transformación cultural futura, incluyendo hasta las más
revolucionarias. El mundo que representa una pintura podrá desaparecer, pero no
la propia combinación de colores y formas contenidas en una pintura. Y eso se
relaciona no sólo con la pintura, sino también con todos los otros medios,
incluyendo la fotografía, y el cine. Kandinsky no quiso crear su propio estilo
individual, sino que más bien usó sus pinturas como una escuela para la mirada del
espectador –una escuela que permitiría que el espectador viera los componentes
invariables de todas las posibles variaciones artísticas, los patrones repetitivos que
subyacen en las imágenes del cambio histórico. En este sentido, Kandinsky sí
entiende su propio arte como eterno.

Posteriormente, con Black Square, Malevich emprende una reducción aun más
radical de la imagen, hacia una relación pura entre imagen y marco, entre objeto
contemplado y campo de contemplación, entre uno y cero. De hecho, no podemos
escapar del cuadrado negro –cualesquier imagen que veamos es simultáneamente
el cuadrado negro. Lo mismo puede decirse acerca del gesto de readymade
introducido por Duchamp: lo que sea que queramos exhibir y lo que sea que
vemos como lo que se exhibe presupone este gesto.

Por lo tanto, podemos decir que el arte de vanguardia produce imágenes


trascendentales, en el sentido kantiano del término, imágenes que manifiestan las
condiciones para la emergencia y contemplación de cualquier otra imagen. El arte
de la vanguardia es el arte no sólo del mesianismo débil, sino también de un
universalismo débil. No sólo es un arte que utiliza signos cero vaciados por el
evento mesiánico que se acerca, sino que es también el arte que se manifiesta por
medio de imágenes débiles –imágenes de una visibilidad débil, imágenes que son
necesariamente, estructuralmente pasadas por alto cuando funcionan como
componentes de imágenes fuertes con un alto nivel de visibilidad, imágenes como
las del arte clásico o la cultura de masas.

La vanguardia negó la originalidad, ya que no quería inventar sino descubrir la


imagen trascendental, repetitiva, débil. Pero claro, todos esos descubrimientos de
lo no original fue entendido como un descubrimiento original. Y como en la
filosofía y la ciencia, hacer arte trascendental también significa hacer arte
universalista, transcultural, porque cruzar una frontera temporal es básicamente la
misma operación que cruzar una frontera cultural. Toda imagen hecha en el
contexto de cualquier cultura imaginable es también un cuadrado negro, porque se
parecerá a un cuadrado negro si es borrado. Y eso quiere decir que –para una
mirada mesiánica—siempre ya se veía como un cuadrado negro. Esto es lo que
hace de la vanguardia una verdadera apertura hacia un arte universalista y
democrático. Pero el poder universalista de la vanguardia es un poder de debilidad,
de auto-borrado, porque la vanguardia sólo se volvió universalmente exitosa al
producir las imágenes más débiles posibles.

Sin embargo, la vanguardia es ambigua de una manera que no lo es la filosofía


trascendental. La contemplación filosófica y la idealización trascendental son
operaciones que se pensaron efectuadas sólo por filósofos para filósofos. Pero las
imágenes trascendentales de la vanguardia son mostradas en el mismo espacio de
la representación artística –en términos filosóficos—que las imágenes empíricas.
Por lo tanto, pude decirse que la vanguardia coloca lo empírico y lo trascendental
en el mismo nivel, permitiendo que lo empírico y lo trascendental sean
comparados en una mirada unificada, democratizada. El arte de vanguardia
expande radicalmente el espacio de la representación democrática al incluir en ella
lo trascendental, que fue previamente objeto de ocupación y especulación religiosa
o filosófica. Y eso tiene aspectos positivos, pero peligrosos.

Desde una perspectiva histórica, las imágenes de la vanguardia se ofrecen a la


mirada de un espectador no como imágenes trascendentales, sino como imágenes
específicamente empíricas que manifiestan su tiempo específico y la psicología
específica de sus autores. De ahí que la vanguardia “histórica” simultáneamente
produjo clarificación y confusión: clarificación, porque reveló patrones repetitivos
de imágenes detrás de los cambios en los estilos y corrientes históricas; pero
también confusión, porque el arte de vanguardia se exhibía junto a otra producción
artística de manera que le permitiera ser (mal)entendida como un estilo histórico
específico. Puede decirse que la debilidad básica del universalismo de la vanguardia
ha persistido hasta ahora. La vanguardia es percibida por la historia del arte actual
como creadora de imágenes arte-históricas fuertes –y no como creadora de
imágenes débiles, transhistóricas, universalistas. De esta manera, la dimensión
universalista del arte que la vanguardia intentó revelar sigue siendo pasada por
alto, porque el carácter empírico de su revelación la ha eclipsado.

Incluso ahora, uno puede escuchar en las exposiciones del arte de vanguardia:
“¿Por qué esta pintura,” digamos, de Malevich, “debe estar en el museo si mi hijo
puede hacerla –e incluso lo hace?” Por un lado, esta reacción a Malevich es, claro,
correcta. Nos muestra que sus obras siguen siendo experimentadas por el público
en general como imágenes débiles, no obstante su celebración arte-histórica. Pero
por otro lado, la conclusión a la que la mayoría de los visitantes de la exhibición
llegan es incorrecta: uno piensa que esa comparación desacredita a Malevich,
mientras que la comparación puede usarse, en cambio, como una manera de
admirar al hijo que tenemos. Efectivamente, por medio de su obra, Malevich abrió
la puerta hacia la esfera del arte para las imágenes débiles –de hecho, para todas las
posibles imágenes débiles. Pero esta apertura puede ser entendida sólo si el auto-
borrado de Malevich es debidamente apreciado –si sus imágenes son vistas como
trascendentales y no empíricas. Si el visitante a la exhibición de Malevich no
puede apreciar la pintura de su hijo o hija, entonces tampoco puede este visitante
apreciar verdaderamente la apertura de un campo del arte que permite que las
pinturas de este niño sean apreciadas.

El arte de vanguardia, hoy en día, sigue siendo impopular por default, aun cuando
se exhibe en los principales museos. Paradójicamente, es visto generalmente como
un arte no-democrático, elitista, no porque sea percibido como un arte fuerte, sino
porque es percibido como un arte débil. Lo cual quiere decir que la vanguardia es
rechazada –o mejor dicho, pasada por alto—por públicos más amplios y
democráticos, precisamente por ser un arte democrático; la vanguardia no es
popular porque es democrática. Y si la vanguardia fuera popular, sería no-
democrática. Efectivamente, la vanguardia abre una manera para que una persona
promedio se entienda a sí mismo como artista –para entrar en el campo como
productor de imágenes débiles, pobres, sólo parcialmente visibles. Pero una
persona promedio no es popular, por definición –solo las estrellas, las celebridades
y las personalidades excepcionales y famosas pueden ser populares. El arte popular
es hecho para una población que consiste de espectadores. El arte de vanguardia es
hecho para una población que consiste de artistas.

3. La repetición del gesto débil

Claro, aquí nos surge la pregunta sobre lo que ha ocurrido con el arte de
vanguardia trascendentalista, universalista. En la década de los veinte, este arte fue
usado por la segunda ola de movimientos de vanguardia como un supuesto
cimiento estable para construir un nuevo mundo. El fundamentalismo secular de
esta segunda ola de vanguardia fue desarrollada en los veinte por el
Constructivismo, Bauhaus, Vkhutemas y así sucesivamente, aun cuando
Kandinsky, Malevich, Hugo Ball y otras figuras principales de la primera
vanguardia rechazaron este fundamentalismo. Pero incluso si la primera
generación de la vanguardia no creía en la posibilidad de construir un nuevo
mundo concreto sobre la base débil de su arte universalista, aun creían que ellos
efectuaban la reducción más radical, y produjeron obras de una debilidad mucho
más radical. Pero mientras tanto, sabemos que esto fue también una ilusión. Fue
una ilusión no sólo porque estas imágenes podían ser hechas más débiles que lo
que fueron, sino porque su debilidad fue olvidada por la cultura. De la misma
manera, desde la distancia histórica nos parecen o muy fuertes (para el mundo del
arte) o irrelevantes (para todos los demás).

Eso quiere decir que el gesto artístico débil, trascendental no puede ser producido
de una vez y para todos los tiempos. Más bien, debe repetirse una y otra vez para
mantener visible la distancia entre lo trascendental y lo empírico –y resistirse a las
imágenes fuertes del cambio, la ideología del progreso, y las promesas de
crecimiento económico. No es suficiente revelar los patrones repetitivos que
trascienden al cambio histórico. Es necesario repetir constantemente la revelación
de estos patrones –esta repetición en sí debe ser vuelta repetitiva, porque cada
repetición del gesto débil y trascendental produce simultáneamente clarificación y
confusión. Por lo tanto, necesitamos más clarificación que nuevamente produzca
una posterior confusión, y así sucesivamente. Es por esto que la vanguardia no
puede ocurrir una vez y para todos los tiempos, sino que debe repetirse
permanentemente para resistirse al cambio histórico y a la falta crónica de tiempo.
Este gesto, repetitivo y al mismo tiempo fútil, abre un espacio que me parece que
es uno de los espacios más misteriosos de nuestras formas democráticas
contemporáneas: redes sociales como Facebook, MySpace, Youtube, Second Life
y Twitter, los cuales ofrecen a las poblaciones globales la oportunidad de subir sus
fotos, videos y textos de manera tal que no pueden distinguirse de cualquier otra
obra de arte conceptualista o post-conceptualista. En un sentido, entonces, este es
un espacio inicialmente abierto por el arte conceptual de la neovanguardia radical
de los sesenta y setenta. Sin las reducciones artísticas efectuadas por estos artistas,
la emergencia de la estética de estas redes sociales sería imposible, y no pudieran
ser abiertas a un público democrático masivo de la misma manera.

Estas redes son caracterizadas por la producción masiva y colocación de signos


débiles de baja visibilidad –en vez de la contemplación masiva de signos fuertes
con alta visibilidad, como fue el caso durante el siglo XX. Lo que estamos
experimentando hoy en día es la disolución de la cultura de masas comercial como
la describieron muchos teóricos influyentes: como la era del kitsch (Greenberg), la
industria cultural (Adorno), o una sociedad del espectáculo (Debord). Esta cultura
de masas fue creada por las élites políticas y comerciales dominantes para las masas
–masas de consumidores, de espectadores. Ahora, el espacio unificado de la
cultura de masas está pasando por un proceso de fragmentación. Seguimos
teniendo a las estrellas, pero ya no brillan como antes. Hoy en día, todo mundo
escribe y postea imágenes –pero, ¿quién tiene el tiempo suficiente para verlas y
leerlas? Nadie, obviamente, o sólo un círculo pequeño de coautores con ideas
similares, conocidos, y parientes mayormente. La relación tradicional entre
productores y espectadores como lo establece la cultura de masas del siglo XX se
ha invertido. Mientras que antes, sólo unos cuantos elegidos producían imágenes y
textos para millones de lectores y espectadores, millones de productores producen
textos e imágenes para un espectador que tiene poco o nada de tiempo para leerlos
o verlos.

Anteriormente, durante el periodo clásico de la cultura de masas, se esperaba que


uno compitiera por recibir la atención del público. Se esperaba que uno inventara
una imagen o texto que sería tan fuerte, tan sorprendente, y tan conmovedor que
capturaba la atención de las masas, aun cuando fuera por un periodo corto de
tiempo, a lo que Andy Warhol famosamente se refería como los quince minutos
de fama.

Pero al mismo tiempo, Warhol produjo películas como Sleep o Empire State
Building que duraban varias horas y eran tan monótonas que nadie podía esperar
que los espectadores permanecieran atentos durante toda la película. Estas
películas también son buenos ejemplos de signos mesiánicos y débiles, porque
demuestran el carácter transitorio del sueño y de la arquitectura –que parecen
peligrar, puestos en la perspectiva apocalíptica, listos para desaparecer. Al mismo
tiempo, estas películas en realidad no necesitan de una atención dedicada, o de
hecho, no necesitan ni siquiera de un espectador. No es accidental que ambas
películas de Warhol funcionan mejor no en una sala de cine sino en una
instalación, donde como regla son presentadas en constante repetición. El
visitante de la exhibición puede verlas por un momento –o quizás ni siquiera
verlas. Lo mismo puede decirse de los sitios en Web de las redes sociales –uno
puede visitarlos o no. Y si uno sí los visita, entonces sólo esta visita como tal es
registrada, no cuánto tiempo se mantuvo esa persona viendo la página. La
visibilidad del arte contemporáneo es una visibilidad débil, virtual, la visibilidad
apocalíptica del tiempo contraído. Uno queda ya satisfecho con que cierta imagen
pueda verse o de que cierto texto pueda ser leído –la facticidad de ver y leer se
vuelve irrelevante.

Pero claro que Internet también puede volverse –y parcialmente se ha vuelto—un


espacio para imágenes y textos fuertes que han comenzado a dominarlo. Es por
esto que las generaciones más jóvenes de artistas se interesan cada vez más en la
visibilidad débil y en los gestos públicos débiles. En todos lados, somos testigos de
la emergencia de grupos artísticos en los cuales los participantes y los espectadores
coinciden. Estos grupos hacen arte para ellos mismos –y quizás para los artistas de
otros grupos si están dispuestos a colaborar. Este tipo de práctica participativa
quiere decir que uno se puede convertir en espectador sólo cuando uno ya se ha
convertido en artista –de lo contrario, uno simplemente no podría ser capaz de
obtener acceso a las prácticas artísticas correspondientes.

Regresemos ahora al comienzo de este texto. La tradición de la vanguardia opera


por medio de la reducción, produciendo de esta manera imágenes atemporales y
universalistas. Es un arte que posee y representa el conocimiento mesiánico secular
de que el mundo en que vivimos es un mundo transitorio, sujeto a cambios
permanentes, y que la duración de vida de cualquier imagen fuerte es
necesariamente corta. Y también es un arte de baja visibilidad que puede
compararse con la baja visibilidad de la vida cotidiana. Y esto, claro, no es
accidental, porque es principalmente nuestra vida cotidiana la que sobrevive a las
rupturas históricas y los cambios, precisamente debido a su debilidad y baja
visibilidad.

Hoy en día, de hecho, la vida cotidiana comienza a exhibirse a sí misma –a


comunicarse como tal—por medio del diseño o por medio de redes
contemporáneas de participación en comunicación, y se vuelve imposible
distinguir la presentación de la cotidianeidad de lo cotidiano en sí mismo. Lo
cotidiano se convierte en una obra de arte –ya no existe una vida a secas, o, mejor
dicho, la vida a secas se exhibe como artefacto. La actividad artística es ahora algo
que el artista comparte con su público en el nivel más común de la experiencia
cotidiana. El artista ahora comparte el arte con el público así como ella o él lo
compartían con la religión o la política. Ser artista ya ha dejado de ser un destino
exclusivo, convirtiéndose en cambio en una práctica cotidiana –una práctica débil,
un gesto débil. Pero para establecer y mantener este nivel cotidiano de arte, uno
debe repetir permanentemente la reducción artística –resistiéndose a las imágenes
fuertes y escapándose del estatus quo que funciona como un medio permanente
para el intercambio de estas imágenes fuertes.

Al inicio de sus Lecciones de Estética, Hegel afirmó que en su época, el arte ya era
una cosa del pasado. Hegel creía que, en los tiempos de la modernidad, el arte ya
no podía manifestar nada verdadero acerca del mundo como tal. Pero la
vanguardia ha mostrado que el arte sigue teniendo algo qué decir acerca del
mundo moderno: puede demostrar su carácter transitorio, su falta de tiempo; y
para trascender esta falta de tiempo por medio de un gesto débil y mínimo, se
requiere poco tiempo, o incluso nada de tiempo.

Boris Groys, “The weak universalism”


e-flux journal, #15, abril 2010
http://www.e-flux.com/journal/the-weak-universalism/

Traducción libre de A. Espinoza publicada en:


http://artecontempo.blogspot.com/2010/05/boris-groys.html

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