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CIUDADANÍA

Características de la ciudadanía moderna


 CARACTERÍSTICAS DE LA CIUDADANÍA MODERNA

Como hemos señalado ya, la ciudadanía que emerge en el mundo moderno resultó ser toda una
novedad con respecto a las otras subjetividades políticas que habían emergido en el pasado. La
ciudadanía moderna efectivamente surgió ligada al Estado-nación como identidad política sujeta al
discurso de los derechos y la participación política.

Ser ciudadano, en el contexto de la modernidad, significará no solo la supresión de las diferencias que
impedían reconocer la igualdad entre todos los seres humanos, sino a la significará pertenecer a una
nación específica dentro de un orden jurídico puntual que me garantiza un conjunto de derechos y
deberes. Por supuesto, no debemos olvidar como la ciudadanía moderna emerge a la vez con la
instauración de un régimen democrático liberal, de división y control del poder político, de respecto y
libertad de expresión.

Ahora bien, desde el origen histórico de la ciudadanía moderna hasta los días de hoy se han operado
distintas transformaciones históricas. A pesar de que la democracia ha pasado a ser el discurso
hegemónico occidental, es decir, no hay régimen político que actualmente no se legitime a partir de la
democracia, encontramos actualmente que hay distintas formas de adoptar la democracia en occidente:
la republicana y la liberal.

Por otra parte, a pesar de que muchos expertos señalan que la globalización es un fenómeno que se
había venido instaurando siglos atrás, hoy en día sus efectos han transformado el orden mundial
existente, y a la vez transformando las concepciones de ciudadanía que habían surgido en la modernidad.
Luego, en el examen de estos dos fenómenos asistimos actualmente a una revisión del concepto de
ciudadanía: primero, la necesidad de reconocer la diversidad que subyace al interior de los distintos
regímenes democráticos, es decir, la organización política al interior de todos los estados no es la misma.
En segundo lugar, una vez se ha reconocido que la Globalización ha trastornado por completo el mundo
como lo conocíamos, fenómenos sociales y políticos como la soberanía del Estado y la cultura política se
han transformado. En este apartado nos encargaremos de examinar estos dos puntos, señalando las
características de la ciudadanía moderna en la actualidad.

Examinaremos dos cuestiones relativas a la ciudadanía. Una primera parte que se ocupa de examinar las
distintas dimensiones que actualmente comporta la ciudadanía y como estas dimensiones se realizan en
dos grandes paradigmas de la ciudadanía actual: la ciudadanía al interior de regímenes republicanos, y la
ciudadanía al interior de regímenes liberales. Posteriormente, abordaremos la crítica que se ha
desarrollado desde el feminismo tanto a la ciudadanía liberal como la republicana, como una manera de
avanzar a la segunda parte que examinará el lugar de la ciudadanía en un mundo transformado por la
Globalización. La segunda parte de este texto examinará la relación entre ciudadanía y pluralismo,
tratando de abordar la problemática de si la ciudadanía debería fomentar la cohesión social anulando la
diversidad o promover la existencia de la diversidad en detrimento de la unidad. En síntesis, ¿debe la
ciudadanía tener el mismo rol de identidad nacional en un mundo multicultural y pluridiverso?

El problema central que abordaremos en este capítulo se centra pues en el desafío al que se ha visto
sujeta la ciudadanía moderna por efectos de la globalización. Es decir, si las teorías modernas de la

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ciudadanía, tanto la liberal como la republicana, han afirmado que la ciudadanía es un fenómeno
concomitante al surgimiento del Estado-Nación, soberano territorialmente, en la actualidad se cuestiona
esta ciudadanía estatal en la medida que la globalización ha trastornado el orden político estatal que se
había inaugurado en la modernidad.

1. ELEMENTOS DE LA CIUDADANÍA

La ciudadanía como fenómeno en el mundo actual comporta una pluralidad de elementos. Sin duda se
trata de un concepto que no sólo tiene relevancia política, sino a la vez jurídica, e incluso cultural. En ese
sentido, se ha reconocido actualmente que el concepto de ciudadanía comporta fundamentalmente tres
elementos: elementos legales, elementos relativos a la política, y elementos culturales como fuente de
identidad que es.

En cuanto a la ciudadanía desde la perspectiva legal, desde la perspectiva del derecho, reconocemos que
esta implica el conjunto de derechos civiles, políticos y sociales. En este caso, reconocemos como
ciudadano a la persona jurídica, y este tipo de ciudadanía es garantizada por la ley que no solo otorga
derechos a los individuos sino que a la vez los protege.

Para reconocer esta dimensión basta citar un ejemplo histórico de la ciudadanía en Colombia. A
principios del siglo XIX en el país sólo eran reconocidos como ciudadanos plenos aquellos hombres que
fueran letrados y tuvieran propiedad privada. Es decir, sólo quienes reunieran estas condiciones
contaban con el conjunto de derechos políticos, civiles y sociales: podían participar políticamente con
voz y votos, ser elegidos como representantes políticos, heredar, poseer propiedades, actuar en nombre
propio en completa autonomía. En esa dirección muchos menores de edad, así como hombres iletrados,
o sin propiedades, no gozaban de una ciudadanía completa en cuanto no gozaban del conjunto de
derechos políticos, civiles y sociales. En una situación similar estaban las mujeres en Colombia a
principios del siglo XX: no tenía derecho al voto, a ser elegidas para cargos públicos, a tener propiedades,
ni mucho menos a actuar en nombre propio ante la sociedad. Las mujeres tenían una ciudadanía
incompleta desde la perspectiva legal pues estaban bajo la tutela del padre de familia hasta que
contraían matrimonio para pasar a la tutela del esposo. Así mismo, no podían tener propiedades ni
heredar, por eso el esposo era el que heredaba en caso de que el padre de la mujer muriera. En todo el
sentido de la palabra, las mujeres no eran sujetos políticos completos en tanto estaban bajo la tutela de
sus maridos.

Luego, cuando nos estamos refiriendo a la ciudadanía en su dimensión legal, estamos reconociendo el
conjunto de derechos y garantías que se otorgan desde la ley a los sujetos. En esa dirección, no
necesariamente todos los seres humanos poseen al interior de una sociedad el mismo estatus en
términos de ciudadanía. Obsérvese que los menores de edad ante la ley no tienen el derecho a elegir ni
ser elegidos, derechos políticos, así como ante la ley no están obligados a responder y por eso tienen un
tutor. Por otra parte, también en nuestras actuales sociedades las personas que pertenecen a las fuerzas
militares tienen el mismo estatus que otros ciudadanos: no tienen el derecho a elegir políticamente. Es
una situación parecida a la de las personas que la ley castiga con la cárcel, pues a la vez los priva de sus
derechos políticos, no pueden elegir ni ser elegidos. Lo que queremos señalar acá es que existe una
dimensión de la ciudanía que es garantizada por la ley como conjunto de derechos, y que no son un
conjunto de derechos naturales pues la ley los otorga a un grupo de personas y a otros quizás no.

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El segundo elemento que vale la pena reconocer de la actual ciudadanía moderna es su dimensión
política. En ese sentido, ciudadano es toda aquella persona que participa de la expresión política de un
determinado régimen. Nos referimos a que en el contexto de la democracia el poder político solamente
se legitima en la soberanía popular, es decir, si las decisiones al interior de una sociedad tienen el
respaldo suficiente de las mayorías. Por otra parte, reconocemos como derechos políticos los derechos
que otorgan la capacidad al ciudadano de expresar sus ideales, convicciones e ideas, así como de
respaldar estas sin distinción de raza, sexo, credo o religión. En esa dirección, ciudadano es toda persona
que participa activamente al interior de una sociedad, en los debates públicos, en las contiendas
electorales, en grupos o asociaciones, en síntesis, en todas las esferas que comportan el ámbito de lo
público.

El tercer elemento se refiere a la ciudadanía como pertenencia a una comunidad política que
proporciona una fuente determinante de la identidad individual. En muchos aspectos, la dimensión de la
identidad es el menos sencillo de los tres elementos señalados. Resulta un elemento complejo pues la
ciudadanía como identidad no tiene solo la finalidad de ser una fuente de identidad personal, sino a la
vez de integración individual y colectiva, de conformación de la comunidad política. Sin duda, este tipo
de identidad colectiva es inevitable, ya que el sentido subjetivo de pertenencia de los ciudadanos, a
veces llamada la dimensión psicológica de la ciudadanía, afecta necesariamente a la fuerza de la
identidad colectiva de la comunidad política. Si suficientes ciudadanos muestran un gran sentido de
pertenencia a una misma comunidad política, la cohesión social es evidentemente fortalecida. Sin
embargo, ya que muchos otros factores pueden impedir o fomentar la integración social, este elemento
debe ser visto como un objetivo importante al interior de la sociedad y que la ciudadanía tiene como
objetivo resolver. Como veremos, una prueba crucial para que cualquier concepción de la ciudadanía se
instaure es si esta puede contribuir a la integración social.

Las relaciones entre las tres dimensiones son complejas: los derechos que un ciudadano goza, desde la
perspectiva del derecho, definirán en gran parte la gama de actividades políticas disponibles, y a la vez la
ciudadanía como fuente identidad puede fortalecer o debilitar el sentido de pertenencia de dicho
individuo a la sociedad a la que esta convocado a participar políticamente. Evidentemente una identidad
política fuerte puede motivar a los ciudadanos a participar activamente en la vida política de su sociedad.
Que distintos grupos dentro de un Estado no compartan el mismo sentimiento de identidad hacia su
comunidad política (o comunidades) puede ser una razón para argumentar a favor de una asignación
diferenciada de los derechos, y en ese sentido, de ciudadanías diferenciadas.

2. CIUDADANÍA LIBERAL Y CIUDADANÍA REPUBLICANA

Actualmente los debates en torno al concepto de ciudadanía por lo general tienen, como punto de
referencia, uno de los dos siguientes modelos: el republicano o liberal. Las fuentes del modelo
republicano se pueden encontrar en los escritos de autores como Aristóteles, Tácito, Cicerón,
Maquiavelo, Harrington y Rousseau, y en experiencias históricas distintas como la democracia ateniense
y la Roma republicana.

El principio fundamental del modelo republicano es la autonomía ciudadana, encarnada en instituciones


y prácticas como la rotación de los puestos clásicos, que se sustenta en la caracterización del ciudadano
de Aristóteles como el sujeto que es capaz de gobernar y ser gobernado, alternando siempre en el poder.

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Los ciudadanos son, en este caso, "los que comparten en el ejercicio de las funciones" (Aristóteles,
Política, 1275 aC). Evidenciamos también esta apuesta republicana en el centro del proyecto de
Rousseau: el Contrato Social. Concibe Rousseau que las leyes deben establecerse a partir de una
coautoría con el pueblo, de tal manera que se exprese la voluntad general en su coautoría de las leyes a
través de la voluntad general de los ciudadanos libres. En ese sentido se asegura que la participación
activa de los individuos en los procesos de deliberación y toma de decisiones constituye ciudadanos y no
súbditos. En esencia, el modelo republicano destaca la segunda característica o dimensión de la
ciudadanía: el de la acción política.

El modelo liberal tiene su origen en el Imperio Romano y en las reflexiones tempranas del derecho
romano. Un imperio caracterizado por su expansión constante transformó el concepto de ciudadanía al
extenderlo a los pueblos conquistados: el ciudadano ya no será solo el que habita Roma y participa en la
formulación de su política, sino quien tiene el estatuto jurídico otorgado por ella. En ese sentido el
modelo liberal se asienta en la ley, en vez de su formulación o en la participación política en su
formulación. El enfoque del modelo liberal es claramente arraigado en el derecho, o en la dimensión
legal, la primera característica de la ciudadanía: se entiende principalmente como un estatus legal y no
como un cargo político o participación directa en política. En ese sentido, la ciudadanía denota la
pertenencia a una comunidad de derecho compartido o común, que puede ser o no idéntico con una
comunidad territorial. Por eso se puede ser ciudadano romano sin vivir en Roma. La experiencia romana
muestra que la dimensión jurídica de la ciudadanía es potencialmente inclusiva e indefinidamente
extensible.

No obstante, a pesar de la tradición romana, la tradición puramente liberal se desarrolló a partir del siglo
XVII. Allí, la ciudadanía se entiende principalmente como un estatuto jurídico: la libertad política será
importante como medio de protección de las libertades individuales, de la interferencia de otras
personas o las propias autoridades en los derechos propios, pero la participación política no es el
elemento esencial. En el contexto liberal a los ciudadanos se les garantiza la libertad de ejercer sus
libertades políticas no solo en el ámbito de las instituciones públicas, sino también en asociaciones
privadas y congregaciones de carácter secular.

A primera vista, los dos modelos nos muestran un claro conjunto de alternativas: ya sea la ciudadanía
como un cargo o facultad para participar políticamente, o vista como estatus legal que otorga derechos.
El ciudadano aparece ya sea como agente político principal, o como un individuo cuyas actividades
privadas dejan poco tiempo o la inclinación a participar activamente en la política y por eso confía el
negocio de la política a sus representantes, o a políticos profesionales. Si el modelo liberal de ciudadanía
domina democracias constitucionales contemporáneas, en las cuales lo más importante es la garantía de
derechos a los ciudadanos, la crítica republicana de la pasividad y la insignificancia del ciudadano que
deja la tarea de la política a otros todavía es actual.

Sin embargo, el modelo republicano también tiene sus propios problemas. En primer lugar, esa idea de
que los ciudadanos participen activamente de la política y de los debates públicos se ha vuelto obsoleta
en el contexto de los grandes Estados modernos conformados por multitudes de personas. Intentar
realizar el ideal republicano original en el contexto actual sería un desastre. Los ciudadanos de hoy en día
no son como los ciudadanos griegos o romanos que con un gran compromiso cívico participan de los
debates públicos. En primer lugar, la escala y la complejidad de los Estados modernos parecen excluir la
clase de compromiso cívico requerido por el modelo republicano. Si las posibilidades de una persona de
tener un impacto como ciudadano activo son casi nulas, entonces tiene más sentido para que se

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comprometa a actividades no políticas, ya sean económicos, sociales o familiares. En la actualidad, la
identidad de los ciudadanos no comporta un compromiso político en sí mismo: la política pasó de ser el
elemento central a uno más de los intereses en los que se debate la vida. En segundo lugar, los estados
actuales son absolutamente heterogéneos, razón por la cual resulta imposible que exista algún tipo de
unidad moral y de confianza mutua entre los ciudadanos como existía en la antigua polis, condiciones
necesarias para el funcionamiento de un régimen republicano autentico.

No obstante, si la antigua virtud es irrecuperable dadas las condiciones de la sociedad actual, la virtud de
la participación política, el modelo republicano todavía puede actuar hoy como un punto de referencia
que llama la atención a los ciudadanos sobre su grado de participación y vinculación con las decisiones
públicas que nos conciernen a todos. En esencia, a pesar de que el modelo republicano griego o romano
no puede trasladarse a la actualidad, el modelo puede ser reformulado siempre conservando el ideal de
que el ciudadano sea un agente político activo.

En lugar de oponernos a los dos modelos, podríamos razonablemente verlos como complementarios. En
sentido estricto, la libertad política es la necesaria garantía de la libertad individual y de la defensa de los
derechos. Es decir, tanto la concepción de la ciudadanía republicana como liberal van de la mano. Las
garantías legales que otorgan las autoridades, los derechos, no se pueden garantizar solamente
disfrutando de ellas, sino a la vez asegurándolas a través de una ciudadanía que activamente controle a
las autoridades exigiendo sus propios derechos a través de la participación política. El goce de los
derechos por parte de la ciudadanía requiere al menos que algunos ciudadanos activamente luchen por
la conservación o ampliación de dichos derechos. Solamente el ejercicio de la libertad y la participación
política puede abrir el camino hacia la ampliación y conservación de los derechos.

3. LA CRÍTICA DEL FEMINISMO A LA CIUDADANÍA MODERNA

A partir de la década del 70, varios teóricos al interior de las ciencias sociales han construido una teoría
crítica denominada Feminismo*. Si bien este no es el lugar para desarrollar su descripción completa, bien
vale la pena señalar que desde ella se han elaborado críticas hacia todo tipo de saberes y teorías; en ese
sentido tanto la ciudadanía liberal como la republicana han sido objeto de críticas.

El centro de la crítica feminista en contra de las concepciones tradicionales que se han desarrollado
acerca de la ciudadanía va en contra de la rígida separación entre la esfera privada y la esfera pública,
que comparten los modelos republicanos y liberales. Esta crítica ha impulsado el desarrollo de
concepciones alternativas de la política y la ciudadanía. Expliquemos bien en qué consiste esta crítica. En
su formulación clásica, la concepción republicana ha concebido la esfera pública, el ámbito de la política,
como una instancia en donde priman la libertad y la igualdad. Un buen ejemplo de esta esfera pública es
el ágora griega. Se trataba de un espacio donde los libres, los ciudadanos varones se relacionaban con

*
Son reconocidos tres enfoques teóricos que ha adoptado el Feminismo históricamente. Cada uno de estos enfoques ha sido
denominado ola. La primera “ola” feminista se caracterizó por el énfasis en la igualdad entre hombres y mujeres, señalando la
situación de inferioridad de la que había sido sujeto la mujer a lo largo de la historia. La segunda ola feminista, en cambio, hizo
énfasis en la diferencia radical entre hombre y mujeres, señalando que la mujer es diferente al hombre y no debe ser concebida
bajo los mismos marcos conceptuales, luego debe ser reconocida en su singularidad. La tercera ola feminista, en cambio, concibe
que la idea de lo que es la mujer debe ser elaborada por completo, pues ella ha sido concebida desde lo que el hombre es, luego se
ha reconocido desde la tercera ola del feminismo la idea de que hay que reconcebir por completo la idea de lo que es la mujer, y
que por lo tanto la idea de lo que era ella en la cultura tradicional debe ser deconstruida por completo.

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sus pares para deliberar sobre el bien común, sobre lo justo y lo injusto. En ese sentido, como se ha
concebido desde Aristóteles, este espacio público debía ser resguardado de la influencia de la esfera
privada, que estaba dominada por los intereses personales, la necesidad y la desigualdad. La esfera
privada es propiamente el ámbito de los negocios, de la casa, de la vida personal de cada uno de los
sujetos. En esa dirección, lo público debería tener una dinámica distinta a lo privado. Ahora bien,
tradicionalmente la mujer había sido asociada a la esfera privada en tanto su lugar había sido concebido
al interior del hogar, de la dimensión de la reproducción familiar, se les había negado su rol como
ciudadanas y en ese mismo sentido su participación en la política.

El feminismo ha criticado la división rígida entre lo público y lo privado como una división ilusoria y
mítica, pues esta misma concepción había sido elaborada a partir de decisiones políticas tomadas en la
esfera pública: el fundamento de la separación de la esfera pública no puede residir en ella misma. Por
otra parte, esta división no ha hecho que los individuos se relacionen como iguales, pues lo único que ha
hecho ha sido relegar el mundo real de las cosas y la necesidad al ámbito de lo apolítico. Luego, al modo
de ver de muchos feministas, si se quiere propiciar la igualdad de los ciudadanos, el terreno ideal no ha
de ser la dichosa esfera pública sino una familia igualitaria, donde no exista un aislamiento del mundo
real y de sus dinámicas.

Ahora bien, en tanto el feminismo desarrolla una defensa de lo que históricamente se ha concebido
como la esfera privada, se podría llegar a pensar que el liberalismo se encuentra a salvo pues este ha
dado históricamente una primacía al ámbito de la vida privada y los derechos individuales. El modelo
liberal da efectivamente primacía a la esfera privada: la libertad política se concibe allí exclusivamente en
términos instrumentales, pues son los derechos formales de las personas los que aseguran la esfera
privada de la interferencia externa, defendiendo así la sus intereses particulares. No obstante, para el
feminismo esta supuesta autonomía de la esfera privada es una ficción que oculta en realidad el
sometimiento de la mujer como propiedad de los hombres. En síntesis, el feminismo señalará que, a
pesar de que el liberalismo no desprecie del todo la esfera privada, concibe la esfera privada como
propiedad de los hombres, y allí la mujer ha sido pensada simplemente como una propiedad.

Es innegable para las teorías feministas que las esferas públicas y privadas han estado históricamente
conectadas, por eso el sentido de la crítica feminista no es simplemente señalar la necesidad de
fomentar modelos de ciudadanía inclusiva que reconozcan que las mujeres pueden ser ciudadanas en
sentido completo al igual que los hombres. Las críticas feministas se dirigen también a que se reconozca
como muchos problemas que habían sido relegados a la esfera privada y a circunstancias personales: la
violación, el aborto, las políticas de cuidado de niños, la asignación de las prestaciones sociales, etc., sólo
se pueden resolver colectivamente a través de acción política. Todo ello significa que las distinciones
entre lo público y privado deben ser vistas como una construcción social sujeta al cambio y a la
contestación, y que su caracterización jerárquica debe ser transformada.

La apuesta del feminismo será señalar que la política no puede ser relegada a una esfera abstraída de la
realidad, la esfera pública. Antes bien, el feminismo señala que la verdadera política debe caracterizarse
porque aborda las diferencias de género, clase , el idioma, la raza, el origen étnico, la cultura, etc., que
históricamente han sido relegadas a la esfera privada. La política no debe ser el espacio entre iguales
sino precisamente el ámbito del reconocimiento de nuestras diferencias. En ese sentido, la crítica
feminista se dirige a señalar que debe ser derrocado ese modelo universalista de ciudadanía que se ha
instaurado y que ha despojado a la mujer de su lugar en la historia, razón por la cual el feminismo
apuesta también a una concepción alternativa y diferencial de lo que es la ciudadanía.

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4. CIUDADANÍA UNIVERSAL Y CIUDADANÍA DIVERSA

Posterior a los hechos desastrosos de la segunda guerra mundial se comenzó a instaurar lo que se ha
denominado un modelo de ciudadanía universalista. Se trata de un modelo que define la ciudadanía
como un estatus legal, absolutamente liberal por supuesto, que iguala a todas las personas al
concederles el mismo conjunto de derechos civiles, políticos y sociales. Esta expansión de derechos a
todas las personas fue el fruto de un conjunto de políticas destinadas a integrar a las clases menos
favorecidas e impactadas por males como el desempleo, la pobreza, la desprotección social, la falta de
educación y salud. En ese sentido, en muchas sociedades se integraron las clases obreras al resto de la
sociedad a partir de la instauración de lo que se ha denominado un Estado de bienestar, figura política
dedicada a la ampliación de derechos sociales para todas las personas y que concibe al Estado como un
garante y un proveedor de servicios. Todo esto generó una concepción universalista de la ciudadanía,
entendida esta como un estatus jurídico que garantizaba los mismos derechos civiles, sociales y políticos
para todas las personas.

Ahora bien, este modelo universalista fue gravemente atacado a finales de la década de 1980 desde dos
perspectivas. La primera señalaba que era insostenible económicamente el estado de bienestar y que
por lo tanto esa concepción del estado como proveedor de servicios no debería extenderse en el tiempo.
Por supuesto, esto ponía en riesgo la ciudadanía universal como igualdad jurídica extendida a todos. Por
otra parte, surgió una fuerte crítica por parte de sectores sociales y teóricos que reclamaban que en la
sociedad era inaceptable la instauración de un modelo universalista que negara el pluralismo moral y
cultural de las distintas sociedades. Así mismo, muchos señalaban también que la extensión de los
derechos de ciudadanía a todas las personas en realidad no se había traducido en una inclusión real de
los grupos que históricamente se habían excluido de las distintas sociedades.

Desde muchas perspectivas se señaló, entonces, que el modelo universalista de ciudadanía resultaba
excluyente si dicha ciudadanía implicaba la supresión de las situaciones particulares, de las
características singulares, en vista de una perspectiva general. Así mismo, se señaló cómo la formulación
de leyes y políticas públicas desde una perspectiva aparentemente universal desconoce las
singularidades y a lo sumo aborda la perspectiva de la mayoría en perjuicio de las minorías. Luego, en vez
de generar más igualdad, la pretendida ciudadanía universal desconoce la singularidad de las identidades
particulares de las necesidades de los individuos. Ahora, cubierta bajo la excusa de trascender las
particularidades en vista de lo aparentemente universal que compartimos todos, lo que se logra es
máximo la perspectiva de la mayoría en detrimento de los derechos y las voces minoritarias.

Los críticos de este universalismo fallido han propuesto una concepción alternativa de la ciudadanía.
Dicha concepción se basa en el reconocimiento de la relevancia política de la diferencia cultural, sexual,
social e incluso racial. Todo esto significa, en primer lugar, el reconocimiento del carácter pluralista de la
opinión pública democrática, compuesta de muchos puntos de vista, ninguno de los cuales debe ser
considerado por encima de los demás. En segundo lugar, se trata de una ciudadanía fundada en el
respeto de las diferencias, por eso no puede ser ni pretender la universalidad. Luego, se trata de una
ciudadanía que se funda en el reconocimiento de la diferencia y en esa medida acoge a las minorías y a
su voz.

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Concedidos estos dos puntos, el reconocimiento de derechos particulares se encuentra justificado y es
legítimo, lo que abre paso a las demandas particulares de grupos minoritarios, lejos de toda
generalización. Todo ello ha implicado el examen de los derechos minoritarios al interior de las distintas
sociedades, así como a una constante evaluación de la tolerancia con aquellos grupos no liberales que
subsisten.

Ahora bien, este modelo de ciudadanía diferenciada ha generado su propia cuota de críticas, sobre todo
respecto a los efectos generales de su ejecución. Consideremos por ejemplo la situación ideal de una
comunidad política en la cual todos sus participantes parten de sus propias posiciones, y a través de ellas
tratan de construir un diálogo a través de las diferencias. Por supuesto no es tarea fácil conciliar o fundar
el diálogo si cada uno se centra en su propia posición. Todo diálogo o consenso público requiere abrirse a
las demandas de los demás, y no centrarse en la propia perspectiva egoístamente. Todo diálogo político
o público requiere que se delibere abiertamente para llegar así a un juicio que sea mejor y más justo. Por
eso, el promover una ciudadanía diferenciada, a juicio de muchos críticos, fomentaría la fragmentación
social e impediría los consensos y acuerdos políticos y sociales.

Esta problemática acerca de los límites de la ciudadanía diferenciada ha generado a la vez un debate
acerca de las virtudes necesarias para que los ciudadanos se abran a la dinámica propia de las
democracias liberales pluralistas, y a la vez sobre cómo fomentar su desarrollo. En este contexto muchos
han señalado la importancia de la moderación pública como virtud política necesaria en aras al fomento
de la escucha mutua entre diferentes en una sociedad, así como se trata de una virtud importante en
aras al reconocimiento de las mencionadas diferencias e el contexto de un foro común que comparten
todos los ciudadanos.

En ese contexto se ha señalado la importancia de la educación como factor necesario al interior de las
sociedades, si queremos fomentar en los ciudadanos el valor de la moderación pública. Sólo de esta
manera los ciudadanos podrán adoptar las actitudes correctas respecto a las diferencias al interior de la
sociedad, así como las actitudes necesarias para iniciar un debate democrático a pesar de estas
diferencias. En esa dirección muchos teóricos han señalado que es necesario en la escuela fomentar la
vida compartida en medio de la diversidad, y en realidad crear espacios de reconocimiento de dichas
diferencias y a pesar de ello fundar un diálogo constructivo. De otra manera, si las escuelas no son
flexibles ante las minorías y ante las diferencias, de ninguna manera será posible funda una sociedad que
reconozca democráticamente esta diversidad y mucho menos una democracia constructiva que se
construya en medio de diferentes.

Ahora bien, a pesar de que se ha extendido la concepción que señala los beneficios de esta ciudadanía
diferenciada al interior de la sociedad, no han faltado otras críticas a esta concepción de ciudadanía.
Muchos críticos señalan que aquellas políticas que tienden a romper con la ciudadanía universal,
fundadas en esta ciudadanía diferenciada, tienden a debilitar la función integradora de la ciudadanía.
Una de las funciones de la ciudadanía es integrar a los individuos en torno a una misma comunidad
política compartiendo la misma identidad desde la construcción de la nación. Si se fomenta la ciudadanía
diferenciada, podría llegar a fragmentarse tanto la sociedad que se quebraría la idea de nación y la
comunidad política quedaría disuelta. Al abrazar la defensa de derechos multiculturales y de las minorías
existe el peligro de que los ciudadanos pierdan el sentido de pertenencia colectiva y a la vez afecten su
voluntad de comprometerse con un proyecto común y compartido por todos. En síntesis, el peligro al
que nos somete la ciudadanía diferenciada es que se haga mucho énfasis en el reconocimiento y la

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institucionalización de las diferencias que nos constituyen, pero que a la vez este énfasis socave nuestro
sentido de identificación común y en esa medida acabe con la reciprocidad que nos congrega.

Conscientes de estas y otras problemáticas a las que se encuentra avocada la ciudadanía diferenciada,
distintos teóricos han distinguido tres tipos de demandas que pueden reclamar los sujetos al interior de
una sociedad pluralista: los derechos especiales de representación, necesarios para los grupos de
desfavorecidos, los derechos multiculturales, significativos para inmigrantes y partidarios e otras
expresiones religiosas, y los derechos de autogobierno exigidos por las distintas minorías. Los dos
primeros derechos agrupan el conjunto de demandas por inclusión en la sociedad en general. Se trata de
derechos especiales de representación, que pueden ser entendidos como el conjunto de medidas
necesarias para paliar los obstáculos que las minorías o los grupos históricamente desfavorecidos
enfrentan una vez desean que sus voces sean escuchadas en las instituciones democráticas mayoritarias.
A este respecto, en muchas sociedades se han realizado reformas al sistema electoral, en vista de la
garantía de una mejor representación de las minorías en los lugares donde se toman las decisiones
públicas, como es el caso del Congreso o el Senado, etc.

Sin embargo, la cuestión no deja de ser problemática. No es fácil articular la defensa de los derechos de
las minorías, ya sean políticas, culturales o religiosas, en un contexto de pluralismo, y el esfuerzo de un
Estado o régimen político por congregar y garantizar la unidad de la comunidad política a través de la
cohesión social. Piénsese como se han suscitado debates como el siguiente: ¿Debe tolerarse la situación
de inferioridad a la que está sometida la mujer dentro del Islam? ¿Cuál es el equilibrio adecuado entre el
principio de la igualdad sexual afirmado en las democracias constitucionales y el respeto de la libertad
religiosa?

Todo esto ha llevado a los regímenes políticos y a las distintas sociedades a proceder con mucha cautela.
De esta manera en muchos países se exige a los migrantes, por ejemplo, un mínimo de competencia
lingüística o la eliminación de simbologías religiosas en la esfera pública. Recientemente, en Francia se
prohibió legalmente a las mujeres el uso del velo en lugares públicos, reafirmando así su condición de
país secular. Sin duda se trata de políticas que se sitúan en el problema de si son políticas de integración
a las costumbres de la mayoría o simplemente la imposición de esta.

El punto conflictivo entre la ciudadanía universal y la ciudadanía diferenciada está precisamente en la


función de integración cívica que debería tener la ciudadanía, pues se supone que la ciudadanía
democrática, debidamente interpretada, puede funcionar efectivamente como una palanca importante
de integración de todos los miembros de una sociedad. La idea es que la ciudadanía, como un conjunto
de derechos civiles, políticos y sociales y como práctica política puede ayudar a generar sentimientos
deseables de identidad y pertenencia. No obstante, en esta afirmación se esconde un importante
desacuerdo sobre la forma de caracterizar la relación entre ciudadanía y nacionalidad. Mientras algunos
consideran que la capacidad de la ciudadanía para cumplir con su función de integración depende, y se
alimenta de, la existencia previa de una nacionalidad común, otros responden que, en condiciones de
pluralismo, la nacionalidad no puede funcionar como un enfoque adecuado de la lealtad y la identidad.
Se ha trasladado, entonces, el debate al concepto de nación.

A este respecto han surgido posiciones nacionalistas radicales que sostienen que sólo las formas
concretas de la práctica política pueden producir altos niveles de confianza y lealtad entre los
ciudadanos. Sin embargo es claro que la ciudadanía de hoy es muy compleja, y que estamos lejos de la
ciudadanías atenienses o romanas en donde los individuos se encontraban cara a cara para cooperar y

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construir un sentimiento de solidaridad e integración común. Los ciudadanos hoy día no se reúnen en
aras de la formulación de las leyes; son básicamente desconocidos y ajenos entre sí. Por otra parte, la
participación de los ciudadanos en la política de la democracia representativa es apenas episódica y
diluida. Luego, si la política en este contexto no representa un papel central en la vida de la mayoría de
los individuos, algo más debe generar la confianza y la lealtad necesaria para el funcionamiento de una
comunidad política. Históricamente, la nación ha permitido a un gran número de personas experimentar
un sentido de comunidad, que los diferencia de los demás y hace la solidaridad entre extraños posible.
No obstante, el concepto clásico de nación se ha visto socavado por el multiculturalismo y la
fragmentación cultural, religiosa, ideal y política: nos encontramos en un contexto de postnacionalismo.

Efectivamente el nacionalismo había desempeñado un papel clave en la cohesión de las comunidades


políticas, facilitando una identidad común. La referencia a una nacionalidad común había ayudado a la
identificación común de los habitantes dentro de un territorio, así como a su movilización política, ya
fuera apelando a su historia común, cultura, lengua o religión. Sin embargo, es reconocible que la
asociación entre Estado y nación es absolutamente contingente y no necesaria. A pesar de que podamos
encontrar estados con una fuerte base nacional, también existen otros donde la nación es inexistente. En
ese contexto se hace necesario que busquemos otros vínculos de asociación distintos al nacionalismo.

No nos es útil apelar a un nacionalismo hoy día por dos razones. Primero, reconocemos que si se revisa
históricamente el legado del estado-nación es factible que se encuentre un legado de opresión de las
mayorías sobre las minorías: una suerte de imperialismo al interior de las fronteras del Estado. Por otra
parte, el reconocimiento de la creciente diversidad al interior de los estados socava su capacidad para
seguir jugando el papel que cumplió en los siglos XIX y XX.

En condiciones de pluralismo, por lo tanto, la cultura de la mayoría, la del nacionalismo incipiente, no


puede servir como fundamento de una identidad compartida. Hoy se sugiere que la nación como
principio de cohesión debe ser reemplazada por principios universales como los consagrados en los
derechos humanos y el estado de derecho propio de cada régimen, sin que esto implique la imposición
de una cultura de la mayoría sobre las minorías.

El llamado es a que cada comunidad política desarrolle interpretaciones distintivas del significado de
estos principios a través del tiempo, los cuales se encarnan en sus instituciones y prácticas políticas y
legales. Estos a su vez forman una cultura política que cristaliza en torno a la constitución del país y hace
que esos principios configuren un universal concreto. Se tratará de una suerte de constitucionalismo
común que tendrá la función de congregar en torno a reglas comunes en la vida social. Luego, la cultura
política nacionalista, que seguramente ha encarnado los valores políticos de las mayorías, en detrimento
de las minorías, debe cederle el paso a un acuerdo constitucional que reconozca las diferencias
existentes en la comunidad política.

La idea central del argumento es que la práctica política democrática puede proporcionar un estímulo
suficiente para la integración de todos los miembros de una sociedad compleja. La democracia, en
términos procedimentales, podrá entonces asegurar la legitimidad del todo social ante la ausencia de
elementos comunes más sustanciales entre los ciudadanos y así lograr la integración social. En las
sociedades complejas, es la opinión y deliberativa formación de la voluntad de los ciudadanos, basada en
los principios de soberanía popular, que constituye el medio fundamental para una forma de resumen, la
solidaridad legalmente construida que se reproduce a través de la participación política.

[ CIUDADANÍA ] 11

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