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ANTROPOLOGÍAS E HISTORIAS

ENSAYOS SOBRE CULTURA, HISTORIA


Y ECONOMÍA POLÍTICA

William Roseberry

Traducción
de Atenea Acevedo

El Colegio de Michoacán
PÁGINA LEGAL
306
ROS-a
Roseberry, William, autor
Antropologías e historias : ensayos sobre cultura, historia y economía política / William Roseberry ;
traducción de Atenea Acevedo. -- Zamora, Michoacán : El Colegio de Michoacán, © 2014.
344 páginas ; 23 cm. -- (Colección Investigaciones)

Título original: Antropologies and histories: essays in culture, history, and political economy.

ISBN 978-607-8257-94-2

1. Antropología Política
2. Antropología Económica
3. Etnología - Filosofía

I. Acevedo, Atenea, traductor

Roseberry, William. Antropologies and Histories: Essays in Culture, History, and Political Economy. Copyright © 1989 by Rutgers, The State
University. Spanish translation rights arranged with Rutgers University Press, New Brunswick, New Jersey.

© D. R. El Colegio de Michoacán, A. C., 2014


Centro Público de Investigación
Conacyt
Martínez de Navarrete 505
Las Fuentes
59699 Zamora, Michoacán
publica@colmich.edu.mx

Hecho en México
Made in México

ISBN 978-607-8257-94-2
DEDICATORIA 5

AGRADECIMIENTOS Y ACLARACIONES SOBRE ESTA TRADUCCIÓN 6

LEER A ROSEBERRY 7

PREFACIO 18

INTRODUCCIÓN 23

PRIMERA PARTE. CULTURA 30

CAPÍTULO UNO. LAS PELEAS DE GALLOS EN BALI Y LA SEDUCCIÓN DE LA ANTROPOLOGÍA 31

CAPÍTULO DOS. MARXISMO Y CULTURA 38

CAPÍTULO TRES. IMÁGENES DEL CAMPESINO EN LA CONCIENCIA DEL PROLETARIADO VENEZOLANO 51

CAPÍTULO CUATRO. LA AMERICANIZACIÓN EN LAS AMÉRICAS 63

SEGUNDA PARTE. ECONOMÍA POLÍTICA 84

CAPÍTULO CINCO. LA HISTORIA EUROPEA Y LA CONSTRUCCIÓN DE LOS SUJETOS ANTROPOLÓGICOS 85

CAPÍTULO SEIS. ANTROPOLOGÍA, HISTORIA Y MEDIOS DE PRODUCCIÓN 95

CAPÍTULO SIETE. CUESTIONES AGRARIAS Y EL ECONOMISMO FUNCIONALISTA EN AMÉRICA LATINA 110

CAPÍTULO OCHO. LA CONSTRUCCIÓN DE LA ECONOMÍA NATURAL 122

BIBLIOGRAFÍA 141

COLOFÓN 173
CAPÍTULO UNO.

LAS PELEAS DE GALLOS EN BALI


Y LA SEDUCCIÓN DE LA ANTROPOLOGÍA

En años recientes pocos antropólogos han ejercido mayor influencia en las ciencias sociales que Clifford
Geertz. Sociólogos, politólogos e historiadores sociales interesados en la cultura popular y las mentalités se han
acercado cada vez más a la antropología, y el antropólogo más frecuentemente seguido es el profesor Geertz.
Son diversos los factores que podemos aducir para explicar esta tendencia. En primer lugar, el cargo
de Geertz en el Instituto de Estudios Avanzados le ha permitido trascender la involución disciplinaria y
subdisciplinaria características de la antropología y de otras ciencias sociales. En el Instituto puede atraer a
académicos de diversas disciplinas y adoptar un ánimo y un enfoque antidisciplinarios que no son comunes en
la práctica académica actual. En segundo lugar, Geertz es un excelente etnógrafo que escribe con una
elocuencia y una sofisticación rara vez encontradas en las ciencias sociales. Tanto los estudiantes noveles
como los estudiantes de posgrado en seminarios avanzados pueden enriquecerse con la lectura de sus ensayos
culturales. Asimismo, sus descripciones de la vida en Bali, Java o Marruecos evocan uno de los aspectos de la
antropología que siempre ha resultado seductor: la atracción de los lugares remotos y otras maneras de ser.
De ahí, en parte, el título del presente ensayo. Sin embargo, el título se propone sugerir también otro aspecto
del trabajo de Geertz, pues en cierto sentido los antropólogos (y otros estudiosos de las ciencias sociales) han
sido seducidos por los textos de Geertz sobre la cultura.
Para profundizar en esta afirmación primero debemos analizar un tercer aspecto de la prominencia de
Geertz: su participación en debates antropológicos entre materialistas e idealistas. Aunque las aparentes
antinomias entre explicación e interpretación, ciencia e historia, y materialismo e idealismo han sido temas
constantes en los debates antropológicos durante años, el discurso adquirió un matiz crecientemente
enconado en las décadas de 1960 y 1970. Durante un periodo de aproximadamente veinte años después de la
Segunda Guerra Mundial, muchos antropólogos estadounidenses se alejaron del relativismo boasiano para
transitar a enfoques más científicos y explicativos de la cultura y la sociedad. Dentro de esta tendencia, cierto
materialismo dominó las discusiones antropológicas, especialmente en la ecología cultural de Julian Steward y
el evolucionismo cultural de Leslie White. No obstante, hacia fines de la década de 1960, cada vez más
estudiosos de las ciencias sociales rechazaban las narrativas explicativas por considerarlas positivistas y
redescubrían el historicismo alemán y las sociologías interpretativas que habían influido a los primeros
boasianos. Sin embargo, aproximadamente al mismo tiempo, los reflectores del materialismo antropológico se
dirigieron a Marvin Harris tras la publicación de su obra Rise of Anthropological Theory (1968). Con ese libro y
los volúmenes subsecuentes, especialmente Cultural Materialism (1979), Harris trazó el mapa de un terreno
materialista decididamente científico, aunque se mostraba mucho menos cauteloso en cuanto a lo que
podemos saber de los procesos sociales y culturales que la ecología cultural de Julian Steward.
Difícilmente sorprende la prominencia de Geertz en ese contexto. La publicación de una colección de
sus ensayos en 1973, titulada The Interpretation of Cultures (1973a), y de manera particular el ensayo “Thick
Description: Toward an Interpretive Theory of Culture” (1973b), preparado especialmente para ese volumen,
aportó un convincente texto para aquellos antropólogos insatisfechos con la visión de una ciencia de la
cultura que ofrecía Harris. Dada la formación de Geertz en las perspectivas weberianas y su familiaridad con
la literatura fenomenológica y hermenéutica que Harris rechaza por “oscurantista”, Geertz es capaz, con una
breve exposición matizada con guiños retóricos, de cuestionar seriamente la noción no tamizada de hechos
sociales y culturales que plantea Harris. Además, puede esgrimir convincentes argumentos a favor de una
antropología que “no es una ciencia experimental en pos de leyes, sino una ciencia interpretativa en pos de
significado” (ibíd.: 5).
La diferencia entre Harris y Geertz, y sus particulares versiones de explicación e interpretación, puede
demostrarse al abordar sus aproximaciones a la noción de cultura. Según Harris,

Para el materialismo cultural, el punto de partida de todo análisis sociocultural lo constituye sencillamente la
existencia de una población humana ética situada en unas coordenadas espaciales y temporales de tipo ético.
Para nosotros, una sociedad es el máximo grupo social conformado por los dos sexos y todas las edades que
muestra una amplia gama de comportamientos interactivos. La cultura, por otra parte, se refiere al repertorio
aprendido de pensamientos y acciones expuesto por los miembros de los grupos sociales (1979: 47).

Harris procede a establecer rígidas distinciones entre infraestructura, estructura y superestructura, y


nos dice que “Los modos de producción y reproducción conductuales éticos determinan probabilísticamente
las economías doméstica y política conductuales éticas, que a su vez determinan probabilísticamente las
superestructuras mental y conductual émicas” (ibíd.; 55-56). Nótese que la cultura se reduce a un acervo de
ideas o, de manera menos imaginativa, a “un repertorio aprendido de pensamientos y acciones”. La cultura es
vista como un producto, no es simultáneamente vista como producción. No hay, entonces, preocupación
alguna en la obra de Harris por el significado, es decir, las interpretaciones socialmente construidas del mundo
en cuyos términos los individuos actúan. Sin embargo, en tanto estemos trabajando con una visión ideacional
de la cultura como esta, ya sea desde una perspectiva materialista o idealista, la sustraemos de la acción y la
praxis humanas y, por ende, excluimos la posibilidad de subsanar la antinomia antropológica entre lo material
y lo ideal. Podríamos profundizar en esta aseveración volviendo a Clifford Geertz.
La promesa del proyecto de Geertz, especialmente tal como se desarrolla en “Thick Description”, es
que el autor parece estar trabajando con un concepto de cultura como algo socialmente constituido y
socialmente constituyente. Critica de manera explícita las definiciones ideacionales de cultura para
concentrarse en símbolos que entrañan y transmiten significados a los actores sociales que los han creado. Por
desgracia, en ningún momento expresa a qué se refiere con la claridad y el rigor vistos en Harris. Por el
contrario, elabora sus definiciones echando mano de una prosa más elegante y evasiva. Por ejemplo:
“Convencido, siguiendo a Max Weber, de que el hombre es un animal suspendido en las tramas de
significación urdidas por él mismo, considero la cultura como esas tramas…” (1973b: 5). O bien: “la cultura
consiste en estructuras de significado socialmente establecidas en virtud de las cuales los individuos hacen
cosas tales como indicar conspiraciones y unirse a ellas o percibir insultos y responder a ellos…” (ibíd.: 13). O
bien: “La cultura de un pueblo es un acervo de textos que son ellos mismos acervos y que los antropólogos se
esfuerzan por leer sobre los hombros de aquellos a quienes justamente pertenecen” (1973c: 452). Esta última
cita proviene del conocido ensayo “Deep Play: Notes on the Balinese Cockfight”, al que aquí prestaremos
más atención. Ya mencionamos que Geertz parece estar trabajando con un concepto de cultura como algo
socialmente constituido y socialmente constituyente. Ahora debemos preguntarnos si esa promesa se cumple.
Este ensayo compara las aseveraciones del propio Geertz sobre sí mismo en “Thick Description” con una de
sus propias piezas descriptivas. Ya que el trabajo etnográfico de Geertz es voluminoso y los objetivos del
presente capítulo modestos, el presente ensayo se concentrará en las peleas de gallos en Bali. 1

El ensayo de Geertz es al mismo tiempo un intento por mostrar que los productos culturales pueden ser
tratados como textos y un intento por interpretar uno de tales textos. La metáfora del texto es, desde luego,
predilecta entre los profesionales entusiastas del estructuralismo y la hermenéutica, aunque Geertz sigue más
las huellas de Ricoeur que las de Lévi-Strauss. La referencia a la cultura como texto, dado el proyecto de

1 Las reflexiones en torno al ensayo sobre las peleas de gallos en Bali se volvieron muy comunes a lo largo de la década de 1980, en su mayoría
desarrolladas en aparente independencia (véase, por ejemplo, Clifford 1983; Crapanzano 1986; Lieberson 1984). En 1982, año en que se publicó la
primera versión de este capítulo, esta industria académica no había alcanzado su pleno desarrollo. A diferencia de algunas de las reflexiones más
recientes, este ensayo apunta a una noción más política de la cultura.
Geertz, demanda un ejercicio interpretativo. Es necesario resumir la interpretación de Geertz antes de poder
plantear algunas preguntas en torno a ella. “Notes on the Balinese Cockfight” empieza con la enumeración de
las dificultades que enfrentaron los Geertz al llegar al lugar, su reacción ante una redada policíaca en una pelea
de gallos y la manera en que finalmente fueron aceptados, gracias a esa reacción, por los aldeanos. Después el
ensayo aborda una descripción de la propia pelea de gallos que incluye la discusión sobre la identificación
psicológica de los hombres y los gallos, los procedimientos asociados a las peleas de gallos y las apuestas,
etcétera. Una vez atendidos los preliminares, Geertz pasa a interpretar la pelea de gallos como tal y empieza
con la noción de juego profundo de Jeremy Bentham, los juegos donde las consecuencias para los perdedores
son tan devastadoras que participar en ellos se torna irracional para todos los implicados. Tras señalar que las
apuestas en las peleas de gallos balinesas parecen corresponder a este tipo de juegos extremos, apunta:

Es en gran medida debido a que la inutilidad marginal de la pérdida es tan grande en las apuestas de mayor
envergadura que aventurarse a participar en ellas es poner el yo público, alusiva y metafóricamente, por
intermedio del gallo elegido, en la raya. Y si bien a los ojos de un benthamita esto puede meramente
incrementar mucho más la irracionalidad de la empresa, para los balineses lo que fundamentalmente aumenta es
el sentido que entraña todo ello. Y a medida que (siguiendo a Weber, no a Bentham) la imposición de sentido
en la vida es la principal y primordial condición de la existencia humana, ese acceso a la relevancia compensa
con creces los costos económicos que implica (1973c: 434).

A continuación Geertz atiende dos aspectos de relevancia en la pelea de gallos, ambos relacionados
con la organización jerárquica de la sociedad balinesa. Primero, observa que la pelea es una “simulación de la
matriz social” o, siguiendo a Goffman, un “baño de sangre en el estatus” (ibíd.: 436). Para profundizar en ello,
Geertz menciona los cuatro grupos descendientes que estructuran las facciones dentro de la aldea y analiza
las reglas que implica apostar en contra de los gallos que son propiedad de miembros de otros grupos
descendientes, otras aldeas, rivales, etcétera. Aunque aún no se ha referido a la pelea como texto, a medida
que avanza hacia el segundo aspecto de relevancia Geertz empieza a describirla como “una forma
artística” (ibíd.: 443). En tanto forma artística, “despliega” pasiones fundamentales en la sociedad balinesa
ocultas a la vista en la vida cotidiana y el comportamiento ordinario. Como inversión atomista de la manera
en que los balineses normalmente se presentan entre sí, la pelea de gallos se relaciona con la jerarquía del
estatus en otro sentido: ya no como una organización de la pelea conforme a estatus, sino a modo de
comentario sobre la existencia, en primer lugar, de las diferencias de estatus. La pelea de gallos es “una lectura
balinesa sobre la experiencia balinesa, una historia que se cuentan a sí mismos sobre sí mismos” (ibíd.: 448).
Lo que se cuentan es que debajo del barniz exterior de calma y gracia colectivas se encuentra una naturaleza
distinta. Tanto en un nivel social como individual, hay otro Bali y otro tipo de balineses. Y lo que se cuentan
lo dicen en un texto que “consiste en un gallo que deja a otro en pedacitos a navajazo limpio” (ibíd.: 449).
Después de esta básica interpretación de las peleas de gallos en Bali en relación con la organización y
el comentario sobre el estatus, Geertz cierra con una discusión de la cultura como acervo de textos. Advierte
que su interpretación es difícil y que este tipo de enfoque no es “la única manera en que pueden abordarse
sociológicamente las formas simbólicas. El funcionalismo está vivo, y también lo está el psicologismo. Pero
considerar esas formas como ‘diciendo algo de algo’ y diciéndoselo a alguien es abrir al menos la posibilidad
de un análisis que se ocupa de su sustancia más que de fórmulas reduccionistas que pretenden
explicarlas” (ibíd.: 453).
Aceptada esta crítica hacia las fórmulas reduccionistas, debemos plantearnos si el análisis de Geertz ha
abordado sociológicamente la pelea de gallos en Bali o prestado suficiente atención a su sustancia. A
continuación no se hace una reinterpretación fundamental de la pelea de gallos en Bali. Esa reinterpretación
compete a un autor más familiarizado con Bali e Indonesia que yo. Este ensayo simplemente señala unos
cuantos elementos presentes en el ensayo de Geertz, pero omitidos en el ejercicio interpretativo que habría de
formar parte de una interpretación cultural y sociológica de la pelea de gallos. Aunque Geertz pudiera
considerar la referencia a estos elementos como una forma de reduccionismo funcionalista, aquí no se
pretende explicar o dar cuenta de la existencia de las peleas de gallos. Más bien, al señalar otros aspectos de la
sociedad y la historia balinesas con los que la pelea podría guardar relación, este ensayo pone en tela de juicio
la metáfora de la cultura como texto (cf. Keesing 1987).
Aceptada por un momento esa metáfora, podemos abordar brevemente tres aspectos de la sociedad
balinesa no incluidos en la interpretación. El primero se refiere al papel de las mujeres. En una nota al pie al
inicio del artículo, Geertz señala que si bien parece haber poca diferenciación sexual pública en Bali, las peleas
de gallos constituyen una de las pocas actividades de las que se excluye a las mujeres (1973c: 417-418). Esta
aparente anomalía puede tener sentido en términos de la interpretación de Geertz; como con las diferencias
de estatus, así con las diferencias sexuales. Las peleas de gallos y las apuestas en esas peleas son actividades
masculinas, y sirven como comentarios sobre la negación pública de la diferencia. Pero no es posible
subsumir tan fácilmente el sexo en el estatus. La exclusión sexual se torna más interesante cuando, gracias a
otra nota al pie, nos enteramos de que la integración del campo balinés se dio mediante sistemas de rotación
de mercados, capaces de abarcar varias aldeas, y que las peleas de gallos tenían lugar en días de mercado y
cerca de ellos, y a veces eran organizadas por pequeños comerciantes. “En el Bali rural, el comercio ha
seguido al gallo durante siglos, y esta actividad ha sido una de las principales agencias de la monetización de la
isla” (ibíd.: 432). Asimismo, en una nota más al pie, esta vez en la obra posterior Negara, Geertz nos dice que
los mercados tradicionales, “atendidos prácticamente en su totalidad por mujeres”, se celebraban por la
mañana, y que las peleas de gallos se llevaban a cabo el mismo día, por la tarde (1980: 199).
Aparte de la diferenciación sexual y la relación con los mercados, a lo largo de la primera parte del
ensayo (1973c: 414, 418, 424, 425) Geertz destaca que las peleas de gallos eran una actividad importante en
los estamentos balineses precoloniales (es decir, antes de los albores del siglo XX), que se llevaban a cabo en
un ring en el centro de las aldeas, que causaban un impuesto y eran una relevante fuente de ingresos
públicos. 2 Además, nos enteramos de que los neerlandeses, y después los indonesios, prohibieron las peleas
de gallos, actualmente celebradas de manera semiclandestina en rincones ocultos de las aldeas, y que los
balineses dicen que la isla tiene la forma de un “pequeño y orgulloso gallo, erguido con aplomo, el cuello
extendido, el lomo tenso, la cola levantada, en eterno desafío a la extensa, débil y amorfa Java” (ibíd.: 418).
Desde luego que estas cuestiones requieren de más atención interpretativa. Por decir lo menos, indican que
las peleas de gallos están íntimamente relacionadas con procesos políticos de colonialismo y formación del
Estado (aunque no es posible reducirlas a ellos). También indican que las peleas de gallos han sufrido un
importante cambio en los últimos ochenta años, que si se trata de un texto, es un texto que se escribe como
parte de un profundo proceso social, político y cultural.
Lo anterior nos lleva, por último, al tercer punto que no es tanto un aspecto omitido de la
interpretación como un aspecto insuficientemente explicado. Geertz se refiere a las peleas de gallos como un
“baño de sangre en el estatus” y nos dice que a modo de comentario sobre el estatus, las peleas de gallos
dicen a los balineses que esas diferencias “son asunto de vida o muerte” y “una cuestión profundamente
seria” (ibíd.: 447). Al menos en este ensayo, sin embargo, poco se nos dice de las castas y el estatus como
proceso social material y la relación que éste guarda o no con las peleas de gallos. En Negara, Geertz vuelve su
atención a las elaboradas ceremonias de cremación y ve en ellas una “agresiva afirmación del estatus” (1980:
117). Comparable con el potlach por su espíritu, la cremación es “consumación manifiesta, al estilo
balinés” (ibíd.: 117) y uno de varios rituales que detalladamente dicen a los balineses que “el estatus lo es
todo” (ibíd.: 102). En este caso, nos enfrentamos en parte a la rivalidad política entre nobles y príncipes de
casta alta; pero los nobles a su vez comunican a sus plebeyos que la jerarquía obedece a un orden divino. En
Bali, el estatus tiene que ver con la casta heredada, pero también con cargos alcanzados a lo largo de la vida
mediante diversas formas de maniobra política (de manera muy clara entre los nobles, pero también entre los
sudras de casta baja). Ante tanta maniobra y tantos “textos” culturales relacionados con el estatus, habría que
prestar algo de atención a los diferentes mensajes de esos textos y a su construcción en el contexto de la
formación del estatus como proceso histórico.
Estos tres problemas conducen a un punto básico. Las peleas de gallos han sufrido un proceso de
creación que no puede separarse de la historia balinesa. Aquí nos enfrentamos a la principal deficiencia del

2 En Negara, Geertz parece asumir una postura más cautelosa ante las peleas de gallos como importante fuente de ingresos públicos. El libro
presenta un análisis del “Estado-teatro” en el Bali precolonial, donde una serie de lores y príncipes consiguen hacerse de seguidores, pero estos se
encuentran geográficamente dispersos. Si bien analiza las dispersas zonas tributarias de los señores y las actividades de los recolectores de
impuestos y rentas o sedahan, Geertz únicamente hace referencia a las peleas de gallos en una nota al pie en otro apartado dedicado al comercio,
donde señala: “Los mercados se establecían comúnmente en el espacio frente a la vivienda de uno u otro señor […] y, al igual que con todo lo
demás (tierras, agua, personas, etcétera), la expresión verbal era que el señor ‘era dueño del mercado. En todo caso, cobraba impuestos al mercado
tal como cobraba impuestos a las peleas de gallos que solían celebrarse en ruedos cercanos al mercado durante la tarde del día destinado al
comercio” (1980: 199).
texto como metáfora de la cultura: el texto es escrito, no se está escribiendo.3 Ver la cultura como acervo de
textos o forma artística es sustraer a la cultura del proceso de su creación. 4 Si la cultura es un texto, no es el
texto de todos. Más allá del hecho obvio de que significa cosas distintas a distintos individuos o diferentes
tipos de individuos, debemos preguntar quién (o quiénes) están a cargo de su escritura. O bien, para romper
con la metáfora, quién está actuando, creando las formas culturales que interpretamos. Se trata de una
pregunta clave, por ejemplo, en la transformación de las peleas de gallos después de la llegada de los
neerlandeses. En un ensayo más reciente, Geertz señala que una de las fortalezas de la metáfora es el
distanciamiento del texto de su creación. En referencia a la noción de “inscripción” que plantea Ricoeur o la
separación en el texto entre lo dicho y lo que se está diciendo, Geertz concluye:

La gran virtud de la extensión de la noción de texto más allá de lo escrito en un papel o lo grabado en piedra
es que adiestra a la mente justamente para atender a este fenómeno: cómo se produce la inscripción de la
acción, cuáles son sus vehículos y cómo funcionan, y qué implica la fijación del significado a partir del flujo de
los eventos (la historia a partir de lo sucedido, el pensamiento a partir del acto de pensar, la cultura a partir del
comportamiento) para la interpretación sociológica (1983: 31).

El lector no ha de suponer que estoy haciendo un llamado a la reducción de la cultura a la acción (ver
capítulo 2). Geertz acertadamente señala significados que persisten más allá de los eventos, símbolos que
perduran y trascienden las intenciones de sus creadores. Sin embargo, la cultura tampoco habría de separarse
de la acción; de lo contrario quedaríamos atrapados en una antinomia antropológica más. Por desgracia, el
texto como metáfora efectúa precisamente esa separación.

El énfasis en la creación cultural revela dos aspectos de la cultura que están ausentes del trabajo de Geertz. El
primero es la presencia de la diferenciación social y cultural, incluso dentro de un texto aparentemente
uniforme. La referencia a la diferenciación es, en parte, una referencia a las conexiones entre cultura y
relaciones de poder y dominación, tal como lo implican los comentarios previos sobre los estamentos y el
estatus. Algunos podrán pensar que referirse a la cultura y el poder es reducir la cultura al poder, tratar valores
como “glosas sobre las relaciones de propiedad” (Geertz 1973c: 449) o “alargarse demasiado en detalles sobre
la explotación de las masas” (1973b: 22). Pero hay de reducciones a reducciones. Y negar esas conexiones es
una de las muchas reducciones clásicas de la antropología estadounidense. El segundo aspecto faltante es un
concepto de cultura como proceso social material. Sin un sentido de cultura como proceso material o
creación (la escritura y también lo que se escribe) nuevamente nos encontramos con una concepción de
cultura como producto, mas no como producción.5 La referencia a la cultura como proceso social material no
pretende llevarnos de nuevo al materialismo antropológico de Marvin Harris. De hecho, la crítica que hago a
Clifford Geertz s e parece a la crítica que hago a Marvin Harris: ambos autores tratan a la cultura como
producto, mas no como producción. Hasta ahí llegan las similitudes, desde luego. Sin embargo, ambos han
sustraído a la cultura del proceso de creación cultural y, por ende, han posibilitado la constante reproducción
de una antinomia entre lo material y lo ideal.
La resolución de la antinomia, y el concepto de cultura que surge de esa resolución, deben ser
materialistas. Pero el materialismo invocado en este ensayo se encuentra muy lejano del cientifismo
reduccionista que ha llegado a dominar al materialismo en la antropología estadounidense. Por el contrario, lo
que se necesita es algo cercano al “materialismo cultural” de Raymond Williams (1977; cf. 1980; 1982), quien

3 Agradezco esta observación a Richard Blot.


4 Es necesario entender que la diferencia no es aquella entre texto y performance. Tal distinción nos llevaría una vez más a la oposición
estructuralista entre lenguaje y habla, oposición con la que Geertz difícilmente simpatizaría. Por el contrario, la noción misma de cultura como
texto debe ser radicalmente cuestionada.
5 Marshall Sahlins, que también reconoce las antinomias del pensamiento antropológico y ha desarrollado su carrera en ambos polos de la
antinomia entre materialismo e idealismo, plantea la crítica opuesta a Geertz, pues considera que la teoría cultural de Geertz está demasiado
estrechamente atada a lo social. Sin embargo, Sahlins elabora esta crítica dentro de un argumento a favor de la construcción simbólica de lo social
(1976: 106-117; véase también Schneider 1980: 125-134).
señala que el problema con el materialismo mecánico no radica en su ser demasiado materialista, sino en no
ser lo suficientemente materialista. Trata la cultura y otros aspectos de una presunta “superestructura” como
meras ideas. En consecuencia, no solo da cabida sino que requiere de críticas idealistas que compartan la
definición ideacional pero nieguen la conexión material o, como sucede con Geertz, rechacen la definición
ideacional y favorezcan una definición que vea al texto socialmente construido, sin embargo, sustraído del
proceso social mediante el cual es creado. Por otra parte, Williams sugiere que la creación cultural es, en sí
misma, una forma de producción material, que la distinción abstracta entre base material y superestructura
ideal se disuelve ante un proceso social material mediante el cual tanto “material” e “ideal” son
constantemente creados y recreados.
No obstante, Williams no deja su análisis en esta elemental afirmación. Además, presta atención a los
significados socialmente construidos que informan la acción. Lo hace, en parte, por medio de una revaluación
de la idea de tradición, definiéndola como una reflexión y una selección de la historia de un pueblo (1961; 1977).
El proceso de selección es político y está ligado a relaciones de dominación y subordinación, de manera que
Williams puede hablar de una cultura dominante, o hegemonía, como una tradición selectiva. Aunque tal cultura
dominante está relacionada con un orden de desigualdad y lo sostiene, Williams no la ve simplemente como una
ideología de clase dominante impuesta a los dominados. Por el contrario, en tanto selección e interpretación de
la historia de un pueblo, toca aspectos de la realidad o experiencia vivida por dominantes y dominados por igual.
Es, en resumen y en parte, “significativa”. Sin embargo, Williams también señala que ningún orden de
dominación es total; siempre hay relaciones y significados excluidos, por ende, hay significados alternativos,
valores alternativos, versiones alternativas de la historia de un pueblo como desafío potencial para los
dominantes. La construcción de esas versiones alternativas depende de la naturaleza del material cultural e
histórico disponible, el proceso de formación y división de clases, y las posibilidades y los obstáculos presentes
en el proceso político. Así, el concepto de cultura de Williams está ligado a un proceso de formación de clase,
mas no reducido a ese proceso. Las culturas dominantes y emergentes se forman en un mundo social basado en
clases, pero no son necesariamente congruentes con las divisiones de clase.
Los temas relativos a la cultura como proceso social material y a la creación cultural en parte como
acción política se desarrollan con más detalle en un artículo de Peter Taylor y Hermann Rebel (1981; cf. Rebel
1988). En un análisis magistral de la cultura en la historia, los autores se concentran en cuatro “textos”, cuatro
de los cuentos populares de los hermanos Grimm sobre temas cotidianos, como las herencias, las
desheredaciones, la disolución familiar y la migración. Después de criticar las interpretaciones psicológicas,
sitúan los cuentos en el contexto del fin del siglo XVIII y principios del XIX, época en la que fueron
compilados. A continuación toman dos innovadoras medidas metodológicas de gran importancia para el
concepto de cultura. Primero, se preguntan quién narra los cuentos y en qué contexto. Señalan, además, que si
bien los cuentos son tradicionales, no son intemporales, es decir, su forma y contenido puede cambiar a la hora de
narrarlos. Así, la pregunta sobre quién narra los cuentos y en qué contexto se torna importante. Al tomar una
forma de cultura como texto, los autores dan el primer paso hacia un análisis del texto como escritura, como
proceso social material. Segundo, suponen que las campesinas que narran los cuentos forman una
“inteligencia campesina” que trata de intervenir en el proceso social. Es decir, los cuentos son comentarios
sobre lo que les sucede a ellas y a sus familias, y que demanda formas de acción específicas para modificar la
situación. Se trata de un paso metodológico crucial en la construcción de un concepto de cultura no
meramente como producto, sino también como producción; no meramente como algo socialmente
constituido, sino también como algo socialmente constituyente. En este marco, los autores emprenden un
detallado análisis simbólico de los cuentos y, por último, plantean que fueron intentos de las campesinas por
responder a la alteración de las familias y el aislamiento de sus hijos desheredados. La respuesta sugerida: las
hijas herederas deberían renunciar a sus herencias, mudarse de la región, casarse en otro lugar y ofrecer
refugio a sus hermanos en fuga. Taylor y Rebel muestran que semejante respuesta es acorde con las pruebas
demográficas de Hesse a fines del siglo XVIII, aunque aún no puede demostrarse que el proceso sugerido
por estos autores en efecto haya tenido lugar. Sin embargo, los autores han producido un análisis cultural que
va significativamente más allá que el de Geertz en “Notes on the Balinese Cockfight”. Preguntar en cualquier
texto cultural, sea una pelea de gallos o un cuento popular, quién habla, a quién se dirige, de qué se habla y
qué tipo de acción se está demandando es llevar el análisis cultural un paso más allá donde las viejas
antinomias de materialismo e idealismo resultan irrelevantes.6
Puede argumentarse que eso es justamente lo que hace Geertz. Como uno de nuestros etnógrafos más
capaces, es uno de los pocos antropólogos que puede aportar información ecológica, económica y política
detallada al tiempo que se implica en sofisticados análisis simbólicos. Su estudio del Estado-teatro en el Bali del siglo
XIX es ejemplo de ello: aborda la estructura política y social en los caseríos, el sistema de riego y los templos;
aborda las divisiones por casta, el comercio y los rituales de jerarquía. El hecho de que Geertz vea todos estos
elementos como necesarios en un argumento cultural y de que vea su inclusión como una forma de considerar
absurda la carga “idealista” queda claro en la conclusión de Negara. Si bien todos los elementos se presentan y
vinculan de determinada manera, nunca aparecen plenamente unidos. La cultura como texto es sustraída del
proceso histórico que la moldea y al que, a su vez, moldea. Cuando nos dice que en Bali “la cultura surge de arriba
hacia abajo […] en tanto el poder se eleva desde abajo” (1980: 85), la imagen adquiere perfectamente sentido en
vista del análisis de la estructura estamental que la precede. Pero la imagen implica separación, la sustracción de la
cultura del surgimiento ascendente de la acción, la interacción, el poder y la praxis.
Volvemos, entonces, a la comparación de la promesa de Geertz con su práctica. Aunque este ensayo
ya contiene más citas de las que puede tolerar, cerrará con una más. La cita en cuestión nos devuelve a la
prometedora aproximación a la cultura expresada en “Thick Description” y enuncia una conexión, no una
separación. El fragmento establece un parámetro de interpretación cultural acorde a las premisas del presente
ensayo. Debería ser evidente que también sirve como parámetro en cuyos términos puede criticarse el análisis
cultural de Geertz.

Si interpretación antropológica significa construcción de una lectura de lo que sucede, entonces divorciarla de lo
que sucede (de lo que, en tal tiempo o cual lugar, determinadas personas dicen, lo que hacen, lo que les hacen,
de los vastos asuntos del mundo) significa divorciarla de sus aplicaciones y dejarla vacía. Una buena
interpretación de cualquier cosa (un poema, una persona, una historia, un ritual, una institución, una sociedad)
nos transporta al corazón de aquello que interpreta. Cuando no sucede así y, en cambio, nos lleva a otro lado (a
la admiración de su propia elegancia, al ingenio de su autor o a la belleza del orden euclidiano), tal vez conlleve
cierto encanto intrínseco; pero se trata de algo distinto de lo que la labor en cuestión […] demanda (1973b: 18).

La interpretación no puede separarse de lo que las personas dicen, lo que hacen, lo que les hacen,
porque la cultura no puede separarse así. Mientras los antropólogos se vean seducidos por los encantos
intrínsecos de un análisis textual que entraña esa separación como punto de honor, seguirán haciendo algo
distinto de lo que la labor en cuestión demanda.

6 En una referencia al presente, Geertz nos dice que el estatus no puede cambiar en la pelea de gallos y que un individuo no puede, en modo
alguno, ascender en la escala de castas (1973a: 443). Además, Geertz narra cuentos populares del periodo clásico donde la pelea de gallos opera
como metáfora de la lucha política o como medio para que se susciten profundos cambios políticos y sociales (ibíd.: 418, 441, 442). En uno de
ellos, un rey acepta una pelea de gallos con un plebeyo que, en caso de perder, no tendrá manera de pagar. El rey espera forzar al plebeyo a
convertirse en su esclavo si pierde, pero el gallo del plebeyo mata al rey, el plebeyo se convierte en rey, etcétera (ibíd.; 442). Estos relatos dan
sustento a la afirmación de Geertz según la cual las diferencias de estatus con “cuestión de vida y muerte”. También pueden aportar material para
un análisis de textos al estilo de Taylor y Rebel.
CAPÍTULO DOS.

MARXISMO Y CULTURA

La historia de la antropología puede escribirse como una serie de oposiciones o antinomias teóricas:
evolucionismo y particularismo, ciencia e historia, explicación e interpretación, materialismo e idealismo,
etcétera. Estas expresiones son útiles en tanto nos ayudan a organizar un cúmulo de materiales y ver
rápidamente cuál era la problemática en un momento determinado. Apuntan a áreas de tensión, conflictos
irresolubles entre conjuntos de supuestos mutuamente excluyentes, por ejemplo entre quienes toman como
meta una ciencia de la sociedad y buscan explicaciones precisas a los procesos sociales, y quienes niegan que
esa ciencia explicativa sea posible y buscan, por el contrario, una comprensión interpretativa de la vida social.
Pero el pensamiento antinómico también entraña sus propios problemas. El más obvio es que
presentar la teoría a partir de paradigmas opuestos puede simplificar excesivamente el movimiento efectivo
del pensamiento social. Puede perderse o subestimarse el trabajo más complejo o problemático, mientras
aquel que se ajusta con mayor facilidad al esquema oposicional se vuelve parte de las historias oficialmente
recordadas. Así, un Alexander Lesser puede ser olvidado mientras un Leslie White es fácilmente recordado.
Menos obvio, pero más importante para el desarrollo del pensamiento antropológico, es que presentar
nuestra historia en términos de opuestos puede reproducir o recrear las antinomias, fortaleciendo así la
apariencia de conjuntos mutuamente excluyentes de supuesto y clausurando la posibilidad de mediación. Para
Marshall Sahlins, por ejemplo, la oposición, que expresara como “un conflicto entre la actividad práctica y las
restricciones de la mente”, es vista como “una original contradicción fundacional entre cuyos polos ha
oscilado la teoría antropológica desde el siglo XIX…” (1976: 55). Difícilmente sorprende cuando concluye
que la mediación en este conflicto es imposible, que hemos de tomar partido y asumirlo.
El problema con la visión de la “contradicción fundacional” es que echa por tierra las diversas
oposiciones de las que podríamos obtener una sola y gran oposición. Volvamos a los ejemplos ya citados;
podemos presentarlos en una relación de oposiciones análogas:

evolucionismo particularismo

ciencia historia

explicación interpretación

materialismo idealismo

En una columna tenemos a los materialistas o promotores de la “razón práctica”; en la otra están
quienes buscan una narrativa cultural. Los argumentos empleados para criticar a uno de los polos de un par
de opuestos pueden emplearse después para criticar todos los polos análogos en los demás pares. Un
argumento en contra del evolucionismo puede ser visto como un argumento en contra de la ciencia, la
explicación y el materialismo, ya que todos ellos forman parte de una sola contradicción fundacional.
El título del presente ensayo parecería encajar bien con esa contradicción, añadiendo un par a la lista,
donde el marxismo estaría en la columna izquierda y la cultura en la columna derecha. El hecho de que desee
sugerir vías de posible mediación en la aparente antinomia, que pretenda bosquejar la posibilidad de una
lectura marxista de la cultura y una lectura cultural de Marx podrá parecer, para algunas personas, el
equivalente a perseguir un imposible; para otras, será una burda modalidad de pretensión teórica. Sin
embargo, mis objetivos son más modestos: no pretendo que la interpretación personal e idiosincrática aquí
bosquejada se convierta en una gran síntesis capaz de finalmente destruir todas las antinomias del
pensamiento antropológico. Muchos marxistas considerarán que el marco aquí presentado se aleja bastante de
una visión original para ser marxista; muchos teóricos de la cultura considerarán que el concepto de cultura
aquí explorado es demasiado social y material para resultar significativo. No existe la promesa ni la posibilidad
de la gran síntesis.
No obstante, la mediación es posible si rechazamos el posicionamiento análogo de los pares. Antes de
explorar esa posibilidad, introduzcamos una oposición más reciente, la establecida entre la economía política y
la antropología simbólica. Ambos términos, hasta cierto punto flexibles, se utilizan para clasificar
movimientos heterogéneos, pero la mayoría comprendemos de manera general el tipo de trabajo que recibe
una u otra etiqueta. En conjunto, hay cierto margen de diálogo entre los economistas políticos y los
antropólogos simbólicos, y el nivel de discurso parece haber mejorado desde los tiempos en que se proferían
con toda facilidad epítetos como “reduccionista” y “mentalista”. Algunos economistas políticos y
antropólogos simbólicos comparten ciertos intereses aparentes en la historia, en el estudio de grupos sociales
específicos, en la interpretación de la acción y los movimientos sociales. Sin embargo, pueden comprender
estos términos de distinta manera y sus proyectos antropológicos difieren final y fundamentalmente. Es
posible identificar fácilmente bibliografía en ambas orillas que rechaza la labor de la otra.
Concentrémonos, no obstante, en las recientes críticas a la economía política desde un lado
interpretativo ampliamente concebido. En un estudio sobre historia antropológica reciente, George Marcus y
Michael Fischer plantean el surgimiento de tres críticas internas en la antropología durante la década de 1960:
la antropología interpretativa, las críticas a la práctica del trabajo de campo y las críticas a la naturaleza
ahistórica y apolítica del trabajo antropológico. El primer movimiento “fue el único […] en tener un efecto
temprano e importante en cambiar la práctica de los antropólogos”. Los dos últimos “fueron meros
manifiestos y polémicas, parte de la atmósfera altamente politizada de aquellos años” (1986: 33). En cuanto al
trabajo de la economía política, Marcus y Fischer afirman que “tendió a aislarse del concurrente desarrollo, en
la antropología cultural, de una práctica etnográfica más sofisticada en líneas interpretativas. Se replegó en la
típica relegación marxista de la cultura a una estructura epifenomenal, descartando mucho de la propia
antropología cultural por considerarla idealista” (ibíd.: 84).
Conforme a esta perspectiva, la economía política y la antropología simbólica encajaría perfectamente en
la relación de pares ya citada; la economía política se situaría en el lado izquierdo y la antropología simbólica en
el derecho. Podríamos repetir entonces la relación con todos los términos presentados hasta ahora:

evolucionismo particularismo

ciencia historia

explicación interpretación

materialismo idealismo

marxismo cultura

economía política antropología simbólica

Sin embargo, hay obras recientes dentro de una literatura de economía política libremente concebida
que sugieren una interconexión entre las preocupaciones de la economía política y aquellas de la antropología
simbólica mucho más rica que la reconocida por los críticos que repiten desestimaciones fáciles basadas en
antinomias de viejo cuño. Consideremos brevemente cuatro interesantes libros hasta cierto punto distintos:
Imagined Communities (1983) de Benedict Anderson, Work and Revolution in France (1980) de William Sewell,
Sweetness and Power (1985) de Sidney Mintz y Culture and Class in Anthropology and History (1986) de Gerald Sider.
Solo dos de los autores son antropólogos, y al menos uno de ellos bien podría rechazar la vinculación con la
economía política. Pero ese no es el punto, sino la intersección de preocupaciones de la economía política y la
antropología simbólica, intersección basada en el énfasis dedicado a la acción significativa y reconocedora de
que la acción es moldeada por los significados que los individuos trasladan a sus acciones aun cuando los
significados son moldeados por las actividades de los individuos.
La obra de Anderson es un intento por aprehender la importancia del nacionalismo en el mundo
moderno. Ve el nacionalismo como una especie de “comunidad imaginada” y analiza el auge de este tipo de
comunidad imaginada en un contexto de desaparición de otros tipos de comunidades en la historia mundial
(por ejemplo, las comunidades religiosas, los reinos). El auge del nacionalismo también se sitúa en el
surgimiento de lo que el autor denomina “capitalismo de imprenta”, un grato engarce de un argumento
económico político y cultural. A partir de esta lectura del nacionalismo como fenómeno general en la
perspectiva de la historia mundial, el autor analiza el surgimiento de diversos tipos de nacionalismo en sus
propios y específicos contextos históricos: la construcción de las naciones en el continente americano del
siglo XIX, el nacionalismo en regiones dominadas por los imperios europeos durante el siglo XIX, el
nacionalismo “oficial” y reactivo en los centros de los propios imperios a fines del siglo XIX (por ejemplo,
Prusia) y, más recientemente, el nacionalismo en los Estados poscoloniales.
El libro de Sewell es una reflexión sobre los orígenes del concepto del proletariado en Francia desde el
siglo XVIII hasta 1848. En el desarrollo de su estudio, este historiador evoca la antropología cultural de
Clifford Geertz (de hecho, la obra se escribió en el Instituto de Estudios Avanzados), pero aborda un
conjunto de problemáticas y un proceso político de profundo interés para los economistas políticos. Rastrea
las continuidades de ciertas formas de asociación y cierto lenguaje para describir la asociación del viejo
régimen con la Francia revolucionaria. De particular interés fueron las corporaciones y confraternidades que
vincularon a artesanos y obreros dentro de oficios específicos pero mantuvieron rígidas divisiones entre estos,
dificultando así las formas de asociación de clase. A pesar de estas continuidades en el lenguaje y la
asociación, los significados de los términos y las asociaciones se extendieron en direcciones
fundamentalmente nuevas durante la primera mitad del siglo XIX, de manera que surgió la imagen de una
unión de trabajadores como clase, una confraternidad de proletarios a pesar de las diferencias de oficio. Este
viraje fundamental en el significado y la acción es, a su vez, interpretado a partir de los movimientos y los
eventos políticos desde la Revolución Francesa hasta la revolución de 1848.
El volumen de Mintz constituye una importante aportación a la economía política y la historia social;
vincula la transformación de las islas caribeñas en una serie de economías de plantación al cambio de la dieta
y el aumento en el consumo de azúcar en Inglaterra entre el siglo XVII y el XIX. El autor empieza por
abordar a grandes rasgos el papel del azúcar en la creación de una economía mundial, la creación de las
economías de plantación en el Caribe y la posición de creciente poderío que asumió Inglaterra en el comercio
de azúcar y la colonización de las islas. Si bien su estudio está explícitamente situado en ese contexto, el
enfoque se centra en la cambiante estructura del consumo. En este punto el autor da seguimiento a los
cambiantes usos del azúcar desde el Medievo tardío hasta la era industrial, incluidas sus aplicaciones
diferenciadas como medicamento, especia, sustancia decorativa, endulzante y conservadora, y sus usos más
generalizados y menos diferenciados como endulzante. Asimismo, analiza la transición de su uso exclusivo
entre miembros de las clases altas a un consumo más generalizado en la población. El cambio en la dieta y del
lugar que ocupa el azúcar en ella está explícitamente vinculado al cambio en la estructura de clases, es decir, la
proletarización de los trabajadores y las consecuentes modificaciones en los grupos domésticos, los hábitos
laborales y alimenticios, y las formas de sociabilidad dentro y entre unidades domésticas. Aunque los datos
sobre la dieta no se presentan en cuestión de diferenciación regional y social, Mintz elabora un sólido
argumento a favor de la comprensión del cambio cultural en función de las cambiantes circunstancias de
clase, trabajo y poder.
El libro de Sider reflexiona sobre una serie de tradiciones y formas de interacción en los
“tradicionales” puertos pesqueros insulares de Terranova, especialmente en el siglo XIX. El autor vincula un
sofisticado análisis teórico del trabajo, el capital mercantil y las relaciones sociales entre los pescadores y los
comerciantes con una serie de reveladoras viñetas, tomadas de diversas fuentes documentales, que arrojan
luz sobre las consecuencias psicológicas de esas relaciones sociales. De especial interés e importancia es su
análisis de un grupo de tradiciones “nuevas” o recientes (los “enmascarados” en Navidad, las burlas y los
mitones) que expresan, al mismo tiempo, sociabilidad y aislamiento. Aun si la conexión entre estos refinados
análisis y algunos de los argumentos culturales más importantes de Sider (por ejemplo, sobre la hegemonía)
no siempre es clara o directa (véase Rebel 1989b), el libro constituye una aportación importante. Entre sus
innovaciones más relevantes destaca el énfasis en el papel del capital mercantil en la creación de relaciones
sociales que disuelven relaciones de parentesco y comunidad entre los pequeños productores y atan a
productores individuales a determinados comerciantes. Sider subraya la importancia de estas relaciones
sociales tanto para el análisis económico político como para el análisis simbólico. Es posible profundizar en
las muchas implicaciones de esta percepción en Terranova y en otros lugares.
Estos libros no son comparables en sentido estricto. Abordan problemas distintos en diferentes
periodos y contextos de la historia, y adoptan para ello distintas estrategias. Pero también tienen algunos
aspectos en común. Todos se aproximan a la relación entre significado y acción en un contexto de poder
desigual. Es decir, hay un elemento político en todas estas obras: si hasta cierto punto el poder es moldeado
por el significado, el significado también es moldeado, profundamente, por el poder. También son
intensamente históricas. Sitúan sus reflexiones dentro de contextos históricos precisos y analizan la forma en
que se moldean el significado y el poder a lo largo del tiempo. También hay que destacar que ninguno de los
libros puede hacerse encajar en una relación de oposiciones fundacionales de la teoría antropológica sin
perder todo lo especial y distintivo de sus aportaciones.
Volvamos, entonces, a los términos en la relación de antinomias y tracemos un marco para una
consideración del marxismo y la cultura capaz de incluir las obras de Anderson, Sewell, Mintz y Sider. No
pretendo sugerir que alguno de estos autores estaría de acuerdo con el marco por bosquejar. De hecho,
esperaría su desacuerdo. Sin embargo, creo que se trata de un marco que nos permitiría acercarnos a una
lectura apreciativa de su trabajo y traspasar la perspectiva de la “contradicción fundacional” de la teoría
antropológica. Empezamos por eliminar la oposición marxismo/cultura de la lista, justamente porque lo que
queremos explorar es la relación entre ambos. Eliminamos también la oposición ciencia/historia, ya que se
basa en una mirada particular y especialmente estrecha de la historia, solo comprensible a partir de las
oposiciones antropológicas entre evolucionismo y particularismo, y explicación e interpretación. Mi enfoque
es histórico, mas no en el sentido que implica la oposición ciencia/historia. De manera que el enfoque aquí
propuesto sería un enfoque materialista y un enfoque a un tiempo económico político y simbólico. Rechaza el
evolucionismo y el particularismo, e intenta situarse entre las versiones extremas de cientifismo explicativo y
el ombliguismo interpretativo. Es decir, rechaza la meta de una ciencia explicativa que postula un conjunto de
leyes transhistóricas de la historia o la evolución. No obstante, es decididamente materialista: ve a las ideas
como productos sociales y entiende la vida social como objetiva y material en sí misma. Por ende, su
aproximación a los símbolos públicos y los significados culturales situaría esos símbolos y significados en
campos sociales caracterizados por un acceso diferenciado al poder político y económico.

El materialismo aquí invocado no es aquel derivado de una apurada lectura del conocido “Prólogo” de Marx a
Contribution to the Critique of Political Economy:

En la producción social de su existencia, los hombres entran inevitablemente en determinadas relaciones


independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a una determinada etapa de
desarrollo de sus fuerzas materiales de producción. Estas relaciones de producción en su conjunto constituyen
la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se erige la superestructura jurídica y política, y a
la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material
condiciona el proceso general de vida social, política e intelectual. No es la conciencia de los hombres la que
determina su existencia sino, por el contrario, es su existencia social la que determina su conciencia (1970
[1859]: 20-21).

Este es el pronunciamiento clásico y más influyente del materialismo de Marx. Si bien la mayoría de
los marxistas estará de acuerdo con algunos de sus aspectos, sus consecuencias no han sido siempre
afortunadas. Primero, aunque parece empezar por las personas (“los hombres”), rápidamente pasa a la
estructura: relaciones de producción, estructura económica de la sociedad, modo de producción.
Posteriormente estas estructuras “condicionan” o actúan sobre otras estructuras (la superestructura política y
la conciencia), vistas estas como secundarias o derivadas. Independientemente de que nos aproximemos a la
relación entre estas estructuras de manera mecánica o “dialéctica”, la jerarquía estructural permanece intacta.
Otros pasajes del “Prólogo” aplican, más adelante, esta jerarquía estructural a una explicación del movimiento
evolutivo de un modo de producción a otro. Así, una generalizada y tenaz versión del marxismo, arraigada en
las palabras de Marx, justificaría ampliamente la inclusión de una oposición entre marxismo y cultura en la
lista de opuestos análogos como parte de una contradicción fundacional.
Sin embargo, en otros pasajes Marx plantea un punto de partida distinto para su materialismo.
Podríamos situar el inicio de ese enfoque en The German Ideology (un texto con problemas propios, como ha
quedado demostrado por Sahlins [1976] y otros autores). En ese caso, la premisa básica ofrece más
posibilidades para entender la cultura:

Las premisas de las que partimos no son arbitrarias, no son dogmas, sino premisas reales, de las que solo es
posible abstraerse en la imaginación. Son los individuos reales, su acción y sus condiciones materiales de vida,
tanto aquellas con que se han encontrado ya hechas, como las engendradas por su propia acción…
Este modo de producción no debe considerarse solamente en el sentido de la reproducción de la existencia
física de los individuos. Es ya, más bien, un determinado modo de la actividad de estos individuos, un
determinado modo de manifestar su vida, un determinado modo de vida de sí mismos… (Marx y Engels 1970
[1846]: 42).

Cabe mencionar un conjunto de aspectos de este materialismo, tal como se expresan en este pasaje y
más adelante en The German Ideology.
Primero, se trata de un materialismo que parte no de la naturaleza o de una estructura económica postulada,
sino de la población humana. No empieza por la materia, sino por lo social, concebido como material.
Segundo, se trata de un materialismo activo. Las personas entran en determinadas relaciones con otras
y con la naturaleza, pero a medida que lo hacen transforman a la naturaleza y se transforman a sí mismas. La
naturaleza y el mundo social, pues, siempre son socialmente construidos, históricos.
Tercero, en esta concepción de actividad, la más fundamental es aquella asociada a la producción. Pero
Marx nunca tiene una concepción estrecha de la producción como, por ejemplo, la producción de la
subsistencia. Por el contrario, es “un determinado modo de la actividad de estos individuos, un determinado
modo de manifestar su vida, un determinado modo de vida…”.
Cuarto, el materialismo aquí presentado se encuentra históricamente situado, las formas de actividad y
los modos de vida son los productos de formas de actividad y modos de vida previos:
“La historia no es sino la sucesión de las diferentes generaciones, cada una de las cuales explota los
materiales, capitales y fuerzas de producción transmitidas por cuantas la han precedido; es decir que, de una
parte, prosigue en condiciones completamente distintas la actividad tradicional precedente y, de otra parte,
modifica las circunstancias anteriores mediante una actividad totalmente cambiada” (ibíd.: 57).
Solo a la luz de los puntos anteriores podemos proponer una interpretación del quinto aspecto del
materialismo aquí presentado: la aproximación a la conciencia. En The German Ideology, Marx y Engels
contrastan constantemente su enfoque con el de la filosofía alemana clásica, y expresan el contraste de la
manera más tajante posible: “no partimos de lo que los hombres dicen, se representan o se imagina, ni
tampoco del hombre predicado, pensado, representado o imaginado, para llegar al hombre de carne y hueso.
Partimos del hombre que realmente actúa y es activo, a partir de su verdadero proceso de vida, demostramos
el desarrollo de los reflejos ideológicos y los ecos de este proceso de vida” (ibíd.: 47). Todo materialista ha de
empezar por afirmar la conexión entre el ser y la conciencia, pero la concepción de Marx y Engels sobre esta
conexión entraña dos aspectos poco afortunados. El primero se encuentra en la expresión “los reflejos y los
ecos” aquí y en otros textos, expresión que nos lleva nuevamente al ámbito de las estructuras jerárquicas con
fuerzas primarias y productos derivados. El segundo radica en la expresión de la conciencia como algo que
surge directamente de la actividad material. Esto es consecuencia, en parte, del intento por vincular su
pronunciamiento sobre las premisas a una especulación evolutiva, de manera que la conciencia es presentada
como parte de una discusión de los primeros actos humanos, presuntamente genuinos. No obstante, si
entendemos la actividad material en el sentido más amplio antes sugerido (producción como producción de
todo un modo de vida que es, en sí mismo, parte de un proceso histórico), entonces necesitamos de una
noción más histórica y menos derivativa de la conciencia.
Dos sugerencias tomadas de la obra de Marx en otros contextos señalan su uso de esa noción más
histórica y menos derivativa. La primera proviene del muy conocido pasaje del Capital en el que Marx aborda
el carácter específicamente humano del trabajo productivo:
Una araña ejecuta operaciones que semejan a las manipulaciones del tejedor, y la construcción de los panales de
las abejas podría avergonzar por su perfección a más de un maestro de obras. Pero hay algo en que el peor
maestro de obras aventaja, desde luego, a la mejor abeja, y es el hecho de que, antes de ejecutar la construcción,
la proyecta en su cerebro. Al final del proceso de trabajo, brota un resultado que antes de comenzar el proceso
existía ya en la mente del obrero; es decir, un resultado que tenía ya existencia ideal (1977 [1867]: 284).

Esto sugiere, cuando menos, una simultaneidad o unidad de actividad y conciencia, mano y cerebro,
desafiando así la visión derivativa expresada en The German Ideology. Pero aquí la conciencia sigue atada a una
actividad o un objeto material directo. Si buscamos una interpretación histórica, podemos recurrir a otro
conocido fragmento de otra obra.
Al principio de The Eighteenth Brumaire, Marx plantea su célebre observación según la cual “Los
hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos
mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido
legadas por el pasado” (1974 [1852]: 146). La mayoría de quienes citan y piensan en este pasaje lo usan como
parte de una reflexión sobre la relación entre estructura y agencia, o determinación histórica y actividad
humana (por añadir antinomias). Rara vez se destaca que esta observación introduce un comentario sobre el
peso de las ideas en un proceso histórico:

La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y justamente
cuando estos aparentan dedicarse la transformación revolucionaria de sí mismos y su entorno material, a crear
algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran tímidamente los
espíritus del pasado para que vengan en su auxilio; toman prestados sus nombres, sus consignas, sus ropajes
para, con este venerable disfraz y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal. […]
Como el principiante que ha aprendido un idioma nuevo y lo traduce siempre a su lengua materna (ibíd.:
146-147).

Este texto y la extensa obra que introduce ilustran a los marxistas que podrían reducir su marxismo a
un conjunto de fórmulas o reglas para pedantes. The Eighteenth Brumaire es un intento por analizar los
acontecimientos políticos en torno al movimiento en Francia desde la revolución republicana en febrero de
1848 hasta el golpe de Bonaparte en diciembre de 1851. Ahí somos testigos de la implicación del método de
Marx con los materiales efectivamente políticos e históricos. Los materiales no están diseñados para ajustarse
a cierto esquema estrecho y preconcebido: las dos grandes tipos de sociedad capitalista dan paso a una serie
de fracciones de clase rivales y combatientes. Todas las particularidades del caso francés (la historia y
estructura del Estado, la relativa falta de desarrollo industrial, la posición social del campesinado, el papel de
Bonaparte) están incluidas en el análisis de Marx. El materialismo evolucionista o del tiempo de época del
“Prólogo” o The German Ideology ha dado paso a un materialismo histórico que parte de “individuos reales, su
acción y sus condiciones materiales de vida, tanto aquellas con que se han encontrado ya hechas, como las
engendradas por su propia acción”.
Es más, entre las condiciones materiales en las que viven se incluye un conjunto de ideas o conjuntos de
ideas, en sí mismas productos históricos, que operan como fuerzas materiales. Aquí, la propia cultura adquiere
un sentido material. El tipo de materialismo propuesto, entonces, no es aquel que se apropia de la cultura y la
conciencia, y las subsume en una base material en expansión, sino aquel que empieza con determinada
población y determinadas circunstancias materiales que la confrontan, e incluye a la cultura y la conciencia entre
las circunstancias materiales por analizar. Esta aproximación al análisis simbólico es aquella que la mayoría de los
teóricos culturales, en el mundo de la antropología, rechazaría. Parece no dotar a la cultura de autonomía alguna
y reducirla a un producto derivado de la actividad humana. Pero la afirmación de autonomía solo puede
entenderse en función de una jerarquía estructural. En este sentido, el materialismo mecánico y una teoría
cultural que niega la materialidad de la cultura son reflexiones complementarias entre sí. Cada una parte de un
universo estructural sustraído de “individuos reales, su acción y sus condiciones materiales de vida” y dirige
preguntas a las relaciones (o la presunta falta de relación) entre los niveles estructurales.
En mi perspectiva, la “autonomía” de la cultura no proviene de haber sido sustraída de las
circunstancias materiales de la vida, sino de su conexión con ellas. Como uno de los muchos productos de la
actividad y el pensamiento previos, es una de las circunstancias materiales que confrontan a los individuos
reales, nacidos en un conjunto concreto de circunstancias. Conforme algunas de esas circunstancias cambien
y las personas intenten realizar el mismo tipo de actividades en circunstancias distintas, sus interpretaciones
culturales afectarán la manera en que ven tanto sus circunstancias como sus actividades. Puede conferir a esas
circunstancias y actividades una apariencia de naturalidad u orden de modo que lo absolutamente nuevo
parezca ser una variación del mismo tema. En este sentido, las actividades de las personas se encuentran
condicionadas por sus interpretaciones culturales, al igual que sus actividades en las nuevas circunstancias
pueden modificar o estirar esas interpretaciones. La autonomía de la cultura, y su importancia, radican en este
carácter dual: aunque los significados son socialmente producidos, pueden ampliarse a situaciones donde un
funcionalista podría señalar que no encajan, o bien pueden aplicarse incluso después de que las circunstancias
y las actividades que las produjeron hayan cambiado. No se trata de invocar la vieja noción del “rezago
cultural”, lo que implicaría que la falta de ajuste es temporal y que en algún momento se recuperará la
correspondencia funcional. En este punto resulta especialmente adecuada la noción de inscripción que
plantea Geertz (1983) o la sustracción del significado cultural de las circunstancias inmediatas de su creación.
Puesto que la acción tiene lugar en contextos significativos (es decir, puesto que las personas llegan a sus
acciones con interpretaciones previas y actúan en consecuencia), un materialismo que viera la conciencia
surgir única y directamente a partir de la actividad se vería particularmente empobrecido. La cultura es a un
tiempo socialmente constituida (producto de la actividad presente y pasada) y socialmente constituyente
(parte del contexto significativo donde tiene lugar la actividad).
Por ejemplo, un chiquillo blanco que crece en una ciudad sureña en las décadas de 1950 y 1960 alcanza la
mayoría de edad en un periodo de agitación, de cambiantes circunstancias económicas, políticas y sociales. No
obstante, es posible que viva esas circunstancias en el contexto de una familia que se esfuerza por criarlo de
cierta manera y reproducir determinado estilo de vida y determinada serie de valores. Tal vez esté aprendiendo
qué es ser un chiquillo o un joven, ser blanco, ser estadounidense, ser sureño (o de Arkansas o Georgia), ser
metodista, etcétera, en un periodo cuando el significado de todas estas circunstancias está cambiando. Aprenderá
estas cosas en cambiantes entornos institucionales (escuelas, iglesias, su familia), entornos que han desarrollado,
cada uno, un discurso específico para hablar del mundo, entornos que están experimentando, a su vez,
vertiginosos cambios. Sus ideas sobre raza, sexo, clase o nación se verán condicionadas por los acontecimientos,
pero estos serán interpretados en función de un lenguaje religioso que enfatiza la justicia, la moralidad,
otorgando al César lo que es del César, o un lenguaje escolar cívico que enfatiza ideas de igualdad, democracia o
libertad. Sin embargo, el intento por usar el lenguaje y los significados viejos para hablar de los nuevos
acontecimientos estira el lenguaje y desarrolla nuevos significados.
Debemos enfatizar que esta lectura de acción y significado no es afín a la exposición de Sahlins sobre
la “estructura de la coyuntura” (1985) o la relación dialéctica entre estructura y acontecimiento. Difiere
porque (a) su interpretación de la cultura es mucho menos estructural y sistémica, y (b) ve esta concatenación
de estructura y acontecimientos como un proceso constante, un proceso donde la cultura está
constantemente siendo moldeada, producida, reproducida y transformada por la actividad y no un proceso
donde la cultura encapsula la actividad hasta que la estructura de la cultura no da más. Por ende, el significado
de ser sureño será distinto para un chiquillo blanco del sur que crece en las décadas de 1930 y 1940 que para
uno que crece en las décadas de 1950 y 1960, que a su vez será distinto para otro que crece en las décadas de
1970 y 1980. En cada caso las personas estarían intentando, mediante familias e instituciones, reproducir una
manera de vivir durante un periodo en el que los acontecimientos locales, nacionales e internacionales
(podríamos hacer una lista superficial) alteraron profunda e íntimamente la experiencia de vida en el sur.
Hay, desde luego, mucho más. La experiencia de un chiquillo blanco del sur en las décadas de 1930 o
1950 o 1970 será distinta de la experiencia de una chiquilla blanca o una chiquilla o chiquillo negros del sur, o
del campo o de la ciudad, o de una familia de aparceros o de una familia propietaria de plantaciones de
algodón. O, más aún, tendrán en común (digamos que compartirán) algunas de sus experiencias y los
acontecimientos a los que responden, pero otras serán completamente diferentes.
El intento de entender estas similitudes y diferencias nos lleva de la experiencia de las personas (aunque
habremos de volver a ella) al análisis de las instituciones y estructuras. Nos lleva a la economía política, primero
en tanto análisis de las relaciones sociales basadas en un acceso desigual a la riqueza y el poder. Hasta ahora
nuestra exposición de la naturaleza material de las ideas y los significados, y la relación entre actividad y
conciencia no ha integrado esa dimensión. Sin embargo, si las ideas y los significados son, en sí mismos,
productos y fuerzas materiales, también están atrapados en relaciones jerárquicas basadas en el acceso
diferenciado a la riqueza y el poder. Volvamos pues a The German Ideology con otro de sus conocidos fragmentos:

Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época, es decir, la clase que ejerce la fuerza material
dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su fuerza intelectual dominante. La clase que tiene a su disposición los
medios para la producción material controla, al mismo tiempo, los medios para la producción mental, lo que hace que
se le sometan, por ende y en términos generales, las ideas de quienes carecen de los medios necesarios para producir
intelectualmente. Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones materiales
dominantes, las mismas relaciones materiales dominantes concebidas como ideas; por tanto, las relaciones que hacen
de una determinada clase la clase dominante son también las que confieren el papel dominante a sus ideas. Los
individuos que forman la clase dominante tienen también, entre otras cosas, la conciencia de ello y piensan a tono
con ello; por eso, en cuanto dominan como clase y en cuanto determinan todo el ámbito y ritmo de una época
histórica, se evidencia que lo hagan en toda su extensión y, por tanto, entre otras cosas, también como pensadores,
como productores de ideas, y que regulen la producción y distribución de las ideas de su tiempo; en consecuencia sus
ideas son las ideas dominantes de la época (Marx y Engels 1970 [1846]: 64).

Este fragmento es a la vez sugerente y problemático. Empecemos por uno de los aspectos sugerentes
y vinculémoslo con la noción de hegemonía de Gramsci (1971 [1929-1935]) o con el concepto de cultura
dominante de Raymond Williams (1977). El concepto se refiere a un complejo conjunto de ideas, significados
y asociaciones, y a una manera de hablar sobre tales significados y asociaciones o expresarlos, que presentan
un orden de desigualdad y dominación como si fuese un orden de igualdad y reciprocidad, que dotan a un
producto de la historia de una apariencia de orden natural. Un poderoso elemento de tal cultura dominante
será una versión particular y sumamente selectiva de la historia de un pueblo, aquello que Williams denomina
una tradición selectiva. Esa tradición o historia se enseñará en los colegios o se expresará en los programas de
televisión. Así, el acceso diferenciado al poder es decisivo para determinar el control sobre los medios de
producción cultural, los medios para seleccionar y presentar la tradición.
No obstante, lo que hace de esta hegemonía cultura y no meramente ideología es el hecho de que
parece conectarse con la experiencia y la comprensión de quienes no la producen, quienes carecen de acceso
o disponen de un acceso profundamente marginal a la riqueza y el poder. En este punto, paradójicamente, es
importante volver a la noción de inscripción de Geertz, a la sustracción del significado de la experiencia y la
actividad directas, no como parte de un argumento para la sustracción de la cultura de las relaciones de
desigualdad y dominación, sino como parte esencial de nuestra lectura de su conexión. En la hegemonía se
producen y extienden tradiciones, significados y formas discursivas con aparente éxito a situaciones y grupos
que no pudieron haber vivido tales acontecimientos o que los habrían vivido de manera en extremo distinta.
En el proceso puede surgir un conjunto común de supuestos y selecciones de “nuestra” tradición a pesar del
hecho de la diferenciación. De ahí que la Estatua de la Libertad, capaz de operar como símbolo significativo
para solo una fracción (si bien nada desdeñable) de la población, sea transformada, en el proceso de su
celebración oficial, en un símbolo de la nación, una nación en la que “todos” somos inmigrantes. O bien,
parte de la celebración oficial del natalicio de Martin Luther King es la desaparición del ojo público de su
activismo y de las luchas en las que participó: no se trata del hombre negro que luchó por la justicia racial,
trastocó el statu quo y fue asesinado, sino el doctor y reverendo que murió por la paz… una especie de Jesús
negro de mediados del siglo XX que llevó una vida ejemplar y murió por nuestros pecados y puede ocupar un
lugar en nuestro panteón de héroes civiles-religiosos.
Esta noción de hegemonía es importante para toda interpretación económica política de la cultura, y
amerita mucha más atención analítica. En este punto difiero de los autores marxistas y socialistas que se
incomodan al hablar de hegemonía porque parece descartar la resistencia o porque parece sugerir una visión
de consenso de una sociedad basada en valores compartidos. En primer lugar, esos autores idealizan
románticamente a la clase trabajadora y a otras formas subalternas de experiencia y cultura, y les otorgan un
heroísmo que dificulta la comprensión de las “décadas sin héroes” (Williams 1979). En segundo lugar,
establecen una conexión demasiado directa entre clase y cultura, de manera que parecería que la clase
trabajadora tiene su propia cultura, basada en su propia experiencia del trabajo y la comunidad. Esta
perspectiva entraña dos problemas. Primero, implica una conexión demasiado directa entre significado y
experiencia, e ignora las implicaciones políticas de la inscripción cultural, la separación del significado en
relación con la experiencia en un contexto de dominación. Segundo, ignora la ambigua y contradictoria
naturaleza de la experiencia misma (o, propiamente dicho, de experiencias constantes y confusas), una
ambigüedad que solo puede producir una conciencia contradictoria. En palabras de Gramsci, el “hombre
dentro de la masa”

tiene una actividad práctica, pero no tiene conciencia teórica clara de su actividad práctica que implica, sin
embargo, entender el mundo en la medida en que lo transforma. De hecho, su conciencia teórica puede
contraponerse históricamente a su actividad. Podríamos casi decir que tiene dos conciencias teóricas (o una
conciencia contradictoria: una que está implícita en su actividad y que en realidad lo une a todos sus
compañeros trabajadores en la transformación del mundo real, y otra, superficialmente explícita o verbal, que
ha heredado del pasado y absorbido de manera acrítica. Pero esta concepción verbal no carece de consecuencias
(1971 [1929-1935]: 333).1

Sin embargo, limitarse a describir la hegemonía o la cultura dominante como hasta ahora se ha
bosquejado en esta presentación no sería suficiente, pues otorga a la cultura una cualidad excesivamente
coherente y sistémica. Podemos volver a dos fragmentos del pasaje de Marx y Engels sobre las ideas
dominantes a fin de entender esta falta de coherencia y sistema. Empecemos por la frase “…en cuanto
dominan como clase y en cuanto determinan todo el ámbito y ritmo de una época […] se evidencia que lo
hagan en toda su extensión…” Con su lenguaje, Marx y Engels consideran problemática una relación que
muchos marxistas abordan como algo automático. Hay líneas de convergencia y conflicto entre los elementos
de una clase dominante. Rara vez esa clase se encuentra tan unida u homogénea como para “determinar todo
el ámbito y ritmo de una época”. Incluso dentro de una cultura dominante habrá pues elementos de tensión y
contradicción. Es posible rechazar o valorar diferenciadamente los aspectos de determinada tradición por
parte de distintos grupos entre quienes controlan los medios de la producción cultural: basta ver los
conflictos en torno a las políticas de financiamiento del Fondo Nacional de las Artes o el Fondo Nacional de
las Humanidades, o bien en torno a las interpretaciones de la Guerra de Vietnam por televisión pública.
No obstante, nuestra noción de hegemonía tampoco ha de limitarse a quienes producen la cultura
dominante ni ignorar a quienes la consumen. Parafraseando a Marx y Engels, “los individuos que forman la
clase subordinada tienen también, entre otras cosas, conciencia y, por lo tanto, piensan”. Aun cuando la
cultura se inscriba y el significado puede ser sustraído de la experiencia directa, esa inscripción y esa
sustracción nunca podrán ser totales. Aun cuando algunos de los significados producidos por la cultura
dominante parezcan conectarse con la experiencia de la gente común o al menos no la contradigan, otros
significados podrían ser directamente en conflicto con la experiencia vivida. En circunstancias normales esto
podría no importar o no ser de excesiva importancia. En circunstancias menos ordinarias, esta disyuntiva
puede ser el punto focal para la producción de significados nuevos y alternativos, nuevas formas discursivas,
nuevas selecciones de tradición o conflictos y luchas por el significado de determinados elementos dentro de
la tradición. El natalicio de Martin Luther King ilustra nuevamente el argumento: primero, la lucha por la
designación de esa fecha como día feriado y la inclusión de un hombre negro en el conjunto de los héroes
nacionales y, más recientemente y de manera más crucial, la lucha por el significado de su vida para
“nosotros”, es decir, el intento oficial de dar una imagen aséptica de su vida y otros intentos de convertir a
King en un símbolo de oposición y lucha. El resultado de este movimiento no es en modo alguno obvio y el

1 Un buen análisis sobre la formación de una “cultura de clase trabajadora” no “contrahegemónica” y sí profundamente conservadora en sus
valores y repercusiones se encuentra en la investigación de Jones (1983: 179-238) sobre el Londres de fines del siglo XIX. Su estudio ofrece una
importante respuesta a aquellos autores que con demasiada rapidez y confianza atribuyen un espacio semiautónomo a la política y la cultura entre
la población perteneciente a la clase trabajadora. Una de las implicaciones del trabajo de Jones es un recordatorio de que la cultura, la conciencia y
la política de la clase trabajadora están moldeadas por las mismas fuerzas políticas y económicas que generan clases trabajadoras (o “personas
trabajadoras que [aún] tienen que convertirse en clase” [Williams 1977: 111]); que las “contrahegemonías” son necesariamente moldeadas dentro
de un proceso hegemónico. Véase también Steedman (1986). Quienes deseen revisar un análisis afín, perspicaz y sugerente de la cultura y las
experiencias de la clase trabajadora, así como una reflexión sobre la manera en que los historiadores y otros académicos reconstruyen y escriben
sobre la cultura y la experiencia pueden consultar el material de Popular Memory Group (1982).
espacio de lucha más importante se situará en las escuelas públicas como foro central para la producción y la
modificación de determinada tradición. “La línea entre cultura dominada y cultura subordinada”, apunta
Jackson Lears, “es una membrana permeable, no una barrera infranqueable” (1985: 574).
Volvamos al ejemplo original. Ahora disponemos de un marco para hablar de la cultura y la
experiencia en el sur de los Estados Unidos, pero no para caer en un reduccionismo de pulcras fórmulas.
Primero, se requiere de reconocer la experiencia diferenciada: la experiencia diferenciada de las personas
(blancas y negras, varones y mujeres, rurales y urbanas, aparceras o propietarias de plantaciones, etcétera, de
determinadas generaciones en determinados lugares y momentos), y comprender esa experiencia
diferenciada en función del transcurso de una vida individual, pero también en función de las estructuras de
desigualdad y dominación. Se requiere, además, de reconocer que a través de esta experiencia diferenciada y,
en cierta medida a través del tiempo, surgen algunas lecturas comunes a la par que formas comunes de
lenguaje y modos de interacción, sensibilidades comunes del yo en una historia y un lugar. La carga de la
discusión de la economía política ha consistido en enfatizar que estos elementos comunes se producen
mediante diversas instituciones y medios de producción cultural (que también varían en el tiempo) como
iglesias, escuelas, clubes 4-H, ferias estatales y del condado, celebraciones estatales de centenarios y
sesquicentenarios, libros, revistas, televisión y otros, y que la producción o el moldeo de la cultura ocurre en
el contexto del acceso desigual al poder. Pero también he tratado de enfatizar que estas lecturas comunes y
modos de interacción nunca podrán abarcar toda la experiencia diferenciada. La producción de la cultura no
se limita a quienes controlan los medios de producción cultural. La experiencia se inmiscuye
constantemente. Entonces, a pesar de la aparente inscripción de lecturas comunes y modos de interacción, la
“cultura sureña” en la década de 1930 era distinta de aquello en lo que se había convertido en la década de
1950 o 1970. Y, en cada una de esas décadas, la experiencia y el significado de “cultura sureña” habrían sido muy
distintos para individuos específicamente situados. Esta experiencia discordante tuvo efectos directos en los
acontecimientos registrados en el sur, como el movimiento por los derechos civiles en las décadas de 1950 y
1960 que, a su vez, tuvieron un profundo efecto en la “cultura sureña”. Este intento de situar
constantemente a la cultura en el tiempo, de ver una interacción constante entre experiencia y significado en
un contexto donde tanto la experiencia como el significado están moldeados por la desigualdad y la
dominación requieren de una noción mucho menos estructurada y sistémica de la cultura que la prescrita por
nuestros más destacados teóricos de la cultura.

Hay, sin embargo, otro aspecto en la economía política, al menos tal como ha surgido en la antropología en
los últimos veinte años: se trata de su aspecto histórico, el intento de entender el surgimiento de determinados
pueblos en la convergencia de historias locales y globales, de situar a las poblaciones locales en las corrientes
de gran envergadura de la historia mundial. Así, la diversidad de formas en la experiencia sureña en las
décadas de 1930, 1950 y 1970 se entendería, en parte, en función de los acontecimientos y movimientos
nacionales e internacionales que la afectaron. Las relaciones sociales de acceso diferenciado a la riqueza y el
poder, pues, se entienden en términos de una historia mundial. Para abordar este aspecto de la economía
política debemos dejar atrás nuestra consideración sobre significado y experiencia, no porque esta relación sea
irrelevante, sino porque la estructura de la experiencia es tanto más compleja de lo que hasta ahora se ha
indicado. El mero hecho de que la palabra y el concepto de “cultura” no estén manifiestamente presentes en
las líneas a continuación no significa que las líneas a continuación sean irrelevantes para una interpretación de
la cultura. Se dispondría del mismo marco básico para hablar de cultura, pero la estructura más compleja de la
experiencia requeriría una aproximación todavía más compleja a la producción, la definición y la inscripción
del significado.
La economía política histórica no se limita a afirmar que determinadas sociedades forman parte de la
historia mundial. Además, afirma que el intento de trazar rígidas fronteras culturales alrededor, por ejemplo,
del sur o los navajos o los ojibwas o los tsembaga o los nambiquara o los chamulas equivale a cosificar la
cultura. Ya que las poblaciones no se forman de manera aislada, sus relaciones con otras poblaciones y, tal
vez, con las corrientes de gran envergadura de la historia mundial, ameritan atención. Siguiendo las certeras
palabras de Eric Wolf (1982: 6), hacer caso omiso de esas relaciones es tratar a las sociedades y las culturas
como si fueran “bolas de billar”.
Esta perspectiva de la historia desde la mirada de la economía política, así como la relación de sujetos
antropológicos aparentemente particulares dentro de esa historia, facilita nuestro rechazo a los dos polos de la
antinomia entre evolucionismo y particularismo. Ambos lados de la disputa asumen la visión de la bola de
billar al tomar la cultura como punto de partida. Los particularistas afirman que cada bola de billar tiene su
propia historia y que es posible entenderla en sus propios términos. Por su parte, los evolucionistas colocan
las bolas de billar en un juego evolutivo que sigue ciertas reglas (leyes) útiles a los científicos para explicar la
dirección que siguen las propias bolas de billar. La economía política histórica comparte el sentido de que lo
particular es parte de un proceso histórico mundial, pero difiere de la interpretación evolucionista de ese
proceso en varios aspectos clave.
En primer lugar, la visión evolucionista no es tan radical en el sentido de que acepta las fronteras
alrededor de determinadas culturas y busca la generalización al encajar lo particular en puntos específicos de
una escala evolutiva. Esta visión ignora la constante conformación de lo particular por parte del propio
proceso evolutivo, la reconformación de lo “folk” en el proceso civilizatorio, la creación de periferias (acaso
igualitarias) en el proceso de formación de estados. En años recientes hubo dos intentos de reinterpretación
del análisis de Edmund Leach en Political Systems of Highland Burma (1964 [1954]) que demuestran esta
diferencia con bastante precisión. El hecho de que ambas reinterpretaciones sean abiertamente marxistas y
provengan de dos lecturas hasta cierto punto distintas del marxismo solo acentúan lo interesante del ejemplo.
En 1975 Jonathan Friedman aplicó su marxismo de la teoría de sistemas a un intento por usar el material de
Leach a modo de mediación sobre la formación de estados. Al estudiar una variedad de poblaciones en las
montañas de Birmania, intentó ver el movimiento de gumlao a gumsa a shan como ejemplo del proceso y el
problema de la formación de estados. Sin embargo, al hacerlo consideró a todas las poblaciones unidades
distintivas con relaciones directas con un ecosistema, sin analizar las interconexiones entre las supuestas
unidades. En fechas más recientes, David Nugent (1982; cf. Friedman 1987) ha intentado interpretar el ciclo
gumlao/gumsa a partir de la incorporación de las colinas Kachin en rutas comerciales de largas distancias, su
aparente relación con el tráfico de opio, los intentos coloniales de romper las rutas o dejar a las colinas
Kachin fuera de ellas, etcétera. El hecho de que Leach desestime ambas reinterpretaciones no es tan
importante para el punto que nos ocupa. Aquí lo que tenemos son dos intentos, hasta cierto puntos distintos,
que pretenden situar lo particular en un contexto más amplio: uno que pretende hacer encajar lo particular en
un esquema evolutivo putativo, y otro que pretende comprender la definición de lo particular por parte de un
proceso histórico de más largo aliento.
Sin embargo, la economía política histórica consideraría al evolucionismo demasiado radical en otro
sentido. Ahora tenemos, a partir de la perspectiva de la economía política histórica, una historia mundial, y
debemos entender lo particular, al menos en parte, en función de esa historia. Pero no siempre hemos tenido
la historia mundial, en sí misma un producto histórico. O, mejor dicho, ha habido una serie de historias
mundiales, centradas en focos civilizatorios, la mayoría de los cuales no han sido verdaderamente globales. Si
las poblaciones viven generalmente en redes de relaciones, en compleja conexión e interconexión con otras
poblaciones, esas redes no necesariamente ni siempre han sido globales. La historia global llega con la
expansión del mercado mundial que “por primera vez produjo la historia mundial” (Marx y Engels 1970
[1846]: 78), y la subsecuente incorporación de regiones a imperios coloniales o esferas de inversión capitalista,
una historia bien detallada por Wolf (1982). La incorporación de las poblaciones locales a ese mercado o a
imperios, y el efecto de esa incorporación en tales poblaciones difieren (o son “desiguales”) en el espacio y el
tiempo. Así, esta clase de historia mundial llegó a América Latina antes que a China, y apenas empieza a
extenderse a otras regiones (por ejemplo, partes de Melanesia). Todo intento por considerar a poblaciones
particulares en función de la economía política histórica debe tomar en cuenta esta desigualdad a medida que
intentamos explorar la formación de poblaciones en función de las historias locales y globales. Como toda
lectura atenta de Wolf indicaría, la incorporación al mercado mundial o la introducción de las relaciones
sociales capitalistas no coloca a una población local en vías de sufrir una serie inalterable o predecible de
cambios sociales o culturales.
No obstante, es necesario destacar que la economía política histórica no carece de importantes críticas
antropológicas, especialmente en lo que respecta a su aproximación a la cultura. Hay una visión muy
extendida quizás expresada mejor por Sherry Ortner en su preocupación por la posibilidad de que el intento
de escribir una historia económica política reduzca otras realidades culturales a la experiencia occidental y las
historicidades occidentales. Tras destacar diversas fortalezas en una perspectiva de economía política,
encuentra que su principal debilidad radica en su “visión del mundo centrada en el capitalismo”, su intento
por situar diversas sociedades y relaciones sociales dentro de una economía mundo capitalista. Apunta:

Los problemas derivados de la visión del mundo centrada en el capitalismo afectan también la visión de la
historia que tienen los economistas políticos. La historia es frecuentemente tratada como algo que llega de fuera
de la sociedad en cuestión, como un barco. Por eso no se accede a la historia de tal sociedad, sino al impacto de
la historia (nuestra) en esa sociedad. Las exposiciones producidas a partir de esa perspectiva son frecuentemente
insatisfactorias en términos de los intereses antropológicos tradicionales: la organización social y la cultura
existentes en la sociedad en cuestión. […] Aun más, los economistas políticos tendieron a situarse más en el
barco de la historia (capitalista) que en la orilla. Dicen, en efecto, que jamás podremos saber cómo era, en
realidad, el otro sistema en sus aspectos únicos, “tradicionales” (1984: 143).

Si bien Ortner ha conseguido aislar un auténtico problema presente en los enfoques de la economía
política (y otros) ante la historia, su enunciación de ese problema impide su solución. El dilema de los
antropólogos es ver al pueblo al que estudian de cierta manera relacionado con un mundo más amplio que
incluye relaciones capitalistas sin reducir los procesos sociales y económicos dentro de esas sociedades a
procesos de historia mundial o acumulación del capital. La resolución de ese dilema no puede apartarse del
mundo más amplio, ni siquiera temporalmente, para reafirmar la separación entre “nosotros” y “ellos”, y
decir que “Una sociedad, incluso una aldea, tiene su propia estructura y su propia historia, y estas deben
formar parte del análisis tanto como sus relaciones con el contexto más amplio” (ibíd.). Si el rechazo a una
visión abiertamente determinista y centrada en el capitalismo conduce al argumento según el cual es posible
aislar a una sociedad o historia o cultura de su contexto más amplio, entenderla “en sus propios términos” y
después situarla en contexto, habremos reemplazado una visión simplista con su opuesto extremo. Sin
embargo, parece que esto es lo que propone Ortner, y las evocadoras imágenes del barco y la orilla respaldan
esa visión. Perpetúa la separación entre “nuestra” historia y “su” historia que finalmente, más allá del extremo
del cual se parta, es reduccionista. Y nos lleva de nuevo a la relación de antinomias antropológicas.
Pero si volvemos a los cuatro libros antes mencionados, veremos ejemplos de obras sensibles a los
temas que hemos expuesto y dan cuenta del punto objetado por Ortner. Esos libros consideran la definición
de significados sociales en situaciones históricas concretas y en el contexto de las relaciones de poder. Cada
una de las situaciones históricas concretas es vista en términos de la historia mundial, de manera más clara,
aunque no solo, en el trabajo de Mintz y Anderson. Mintz vincula cuidadosamente la creación de las
economías de plantación en el Caribe a los cambiantes patrones de consumo y socialización en Inglaterra; por
su parte, Anderson observa el surgimiento del nacionalismo en determinados momentos de la historia global.
No obstante, cada uno de estos estudios es sensible a lo particular y ninguno de ellos pretende reducir lo
particular a una variación de un solo tema capitalista. La manera en que vinculan lo global y lo particular hace
de las imágenes utilizadas por Ortner (el barco y la orilla, nosotros y ellos, nuestra historia y su historia) algo
especialmente inadecuado. Apuntan, entonces, hacia una comprensión de la cultura como producto histórico
y una fuerza histórica, que se define y define, socialmente constituida y socialmente constituyente.
Al igual que las obras aquí retomadas, la economía política histórica no encaja bien con una búsqueda
científica de leyes capaces de trascender la historia. Sin embargo, la perspectiva aquí planteada sí posee un
fuerte sentido de determinación. Puesto que su materialismo rechaza la jerarquía de las estructuras y toma
como punto de partida a individuos reales y las condiciones en las que viven, la determinación aquí aducida
no es aquella relativa a la definición de la superestructura a partir de la base, ni siquiera en última y putativa
instancia. Tengo más bien en mente un determinismo histórico, la determinación de la acción y las
consecuencias de la acción por las condiciones en las que esa acción tiene lugar, condiciones que son, en sí
mismas, consecuencias de la actividad previa y el pensamiento previo. Los individuos y los grupos reales
actúan en situaciones condicionadas por sus relaciones con otros individuos y grupos, sus empleos o su
acceso a la riqueza y la propiedad, el poder del estado y sus ideas (y las ideas de sus pares) acerca de tales
relaciones. Ciertas acciones y ciertas consecuencias de esas acciones son posibles, en tanto otras acciones y
otras consecuencias son, en su mayor parte, imposibles.
Estas presiones y estos límites determinativos son muy poderosos, especialmente hoy en día. Si
tomamos distancia de la actividad de los individuos reales y consideramos la formación y la acción de las
instituciones, podremos ver una forma y una dirección definidas en el proceso histórico. Pero la forma y la
dirección de la historia, así como las presiones y los límites determinativos que la definen, no son predecibles
en un sentido cientifista. El punto de partida siempre es actividad condicionada y, de descartarse una amplia
gama de acciones y consecuencias, persistirá una gama de acciones y consecuencias posibles, algunas de ellas
imposibles incluso de ser imaginadas, ya sea por los actores o por quienes pretenden entender su acción.
Necesitamos dar cabida a la actividad creativa y en ocasiones sorprendente de los sujetos humanos que llevan
vidas condicionadas y actúan de manera condicionada con resultados que tienen una forma determinada y
comprensible y, a veces, en condiciones que no eligen y cuyos resultados no pueden predecirse, creando algo
nuevo, ya sea el concepto de nación o de proletariado, o la práctica de los “enmascarados” en Navidad.

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