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Beber en tiempos de guerra: zumo de torpedo

Publicado por Diego Cuevas

El portaaviones USS Bunker Hill tras ser golpeado por dos aviones kamikazes presumiblemente
rellenos de sake. 11 de mayo de 1945 en Kyūshū. Imagen: DP.
Mantener la moral en su sitio no era una tarea sencilla durante una Segunda Guerra Mundial que, a
causa de sus setenta millones de bajas, está considerada como el conflicto bélico más salvaje la
historia. Y conservar los ánimos resultaba especialmente difícil en el caso de las tropas destinadas a
lidiar contra los japoneses en la Guerra del Pacífico, porque aquellos fueron los soldados que se
vieron obligados a guerrear sin tener a mano el principal catalizador de emociones de la especie
humana: la cerveza.
Los aliados que aterrizaron en la contienda del Pacífico occidental no tardaron mucho en descubrir
que por aquellos lares no era sencillo arrimar tragos a la boca. La cerveza, que los americanos y
británicos transportaban desde casa, llegaba a las bases militares tan marchita y rancia como para
ser considerada un arma biológica con la envidiable capacidad de desintegrar papilas gustativas. Y
las bebidas locales como el famoso sake escaseaban; la guerra había mermado notablemente la
producción del arroz necesario para su fabricación, o acababan rellenando los estómagos de los
pilotos kamikazes nipones antes de que se lanzasen a estampar los aviones contra los buques
aliados. La situación se antojaba bastante aguada para los amigos de los líquidos espirituosos, hasta
que la Marina Real Británica decidió intervenir de la manera más lógica, razonable e inglesa: si no
era posible enviar la cerveza hasta el océano Pacífico, ellos instalarían las cervecerías en el océano
Pacífico.
Porque en algún momento de la Segunda Guerra Mundial alguien miró a su alrededor desde la
cubierta de un barco y decidió que ya era hora de montar un pub flotante.
Beer of a nation
Cuando la Marina Real Británica se acicalaba para entrar en servicio entre las aguas del Pacífico,
alguien cayó en la cuenta de que era necesario fletar un puñado de naves adicionales para que
ejerciesen las funciones de bases militares cuando la civilización y la tierra firme quedasen
demasiado a desmano. Para lograrlo se ideó toda una nueva flota de acompañamiento a modo de
base militar móvil compuesta por diversos buques que cubrían todos los servicios posibles: oficinas
donde gestionar el papeleo y las comunicaciones, talleres de reparación de navíos para apretar
tuercas, alojamiento para todo el personal que se encontrase a la espera de ser transferido a algún
otro destino y en general cualquier otro tipo de necesidad que los soldados estuviesen
acostumbrados a buscar tras pisar suelo, alcoholes incluidos. Para esto último la marina británica se
demostró especialmente concienciada al dar luz verde, azuzada por la insistencia de Winston
Churchill, al acondicionamiento de una decena de buques como centros de ocio. Embarcaciones
que supuestamente alojarían teatros, cafeterías, tiendas y todo tipo diversiones varias donde
destacaban unas muy convenientes fábricas de cerveza que permitirían al ejército poder elaborar su
propia birra en alta mar.
El HMS Menestheus. Imagen: DP.
Pero de aquella flota de navíos ideada para la farra y el regocijo solo se llegarían a intentar producir
un par. Dos barcos que fueron enviados a Canadá con el propósito de tunearlos: el HMS
Agamemnon y el HMS Menestheus, unos buques minadores (las embarcaciones encargadas de
desplegar los campos de minas) que no tenían mucho que hacer tras tejer la barricada norteña. El
Agamemnon visitó el astillero de Esquimalt en la isla de Vancouver para ser modificado, pero no
llegaría a prestar servicio a causa del fin de la guerra. El Menestheus atracó en el astillero de False
Creek en Vancouver y se sometió a una remodelación bestial: en su interior se instaló un teatro con
capacidad para sentar cuatrocientos culos militares ante producciones propias, una farmacia, una
sastrería, una pista de baile, una biblioteca, una piscina, un hospital con quirófano, una piscina,
tiendas diversas, una capilla y una cervecería propia. Esta última llegaba equipada con toda la
maquinaria necesaria para elaborar cerveza propia a partir de agua de mar desalinizada, incluía una
olla de cocción que aprovechaba el vapor del barco para calentarse y seis recipientes de
fermentación capaces de producir a la semana más de treinta y cuatro mil litros de cerveza. Pero, al
igual que ocurrió con el Agamemnon, aquel festival flotante de vicios y ocios no tendría ocasión de
ofrecer sus servicios durante la guerra porque el conflicto se despachó antes de que el buque
estuviese a punto, pero llegó a surcar las aguas paseando sus posibilidades. A finales de 1945
navegó en dirección al océano Pacífico y visitó los puertos de Kure, Shanghái, Yokohama o Hong
Kong para saludar a las tropas aliadas, que aún debían permanecer en sus puestos tras el fin de la
guerra, e invitarlas a una cerveza. Los soldados que probaron aquella birra de fabricación propia
aseguraron que aquello era gloria bendita en comparación con lo que habían estado bebiendo hasta
entonces. Una afirmación que probablemente decía más de la mierda que los soldados eran capaces
de engullir durante la guerra que de la calidad de la bebida producida.
Porque durante la Segunda Guerra Mundial no era difícil encontrar en las tropas de ambos bandos a
soldados que, tras mirar a su alrededor, optasen por beberse cualquier cosa por venenosa que fuese.
Wehrmacholics
En un principio, el bando nazi apostó por regatear los titubeos de sus soldados utilizando las drogas
y los alcoholes como gasolina con la que estimular filas de camino hacia la Blitzkrieg. Durante la
primera mitad de 1940 la técnica consistió en regar las neveras del ejército alemán con power-
ups de todo tipo que supuestamente ayudarían a los guerreros intoxicados a barrer a los aliados:
metanfetaminas, opiáceos y licores rellenaron los estómagos de la Wehrmach permitiendo a sus
integrantes arrojarse al campo de batalla como quién encadena afters durante todo el fin de semana
puesto hasta el culo de todo. Entre tanto conflicto pasado de speed, el alcohol también demostró ser
bastante popular. Los oficiales comenzaron a repartirlo entre las tropas a modo de recompensa y
cualquiera podía reinvertir la paga que ofrecía el Estado en comprar licores en las comisarías
militares, logrando que todo el dinero se quedase en casa y toda la graduación alcohólica fluyendo
por las venas de las milicias. Entretanto, los de arriba hacían la vista gorda mientras el asunto no
conllevase borracheras públicas y vergonzosas. Y gente como el oficial médico Walter Kittel no
dudaba de lo conveniente de tener suficientes botellas a mano para aliviar las secuelas de las
maniobras: «Solo un fanático prohibiría darle a un soldado algo que le ayude a relajarse y disfrutar
de la vida tras presenciar los horrores de la batalla, o le reprobaría el disfrutar de una copa, o dos,
junto a sus compañeros».
Tras tomar Francia, Adolf Hitler se puso serio y anunció que todos aquellos miembros de la
Wehrmach que cometiesen actos vandálicos como resultado del consumo de alcohol serían
severamente castigados. De este modo, se ordenó a los médicos del bando nazi admitir a
tratamiento a los soldados que sufriesen de alcoholismo para evaluarlos y decidir si, en los casos
más extremos, era necesario aplicarles una esterilización forzada o directamente la eutanasia. Pero
la sed por los brebajes nunca llegó a mitigarse del todo y tuvo consecuencias fatales en todos los
campos; entre 1939 y 1944 dentro del ejército alemán tuvieron lugar setecientas cinco muertes
relacionadas directamente con el consumo de alcohol. Eran las cifras oficiales, por lo que las
extraoficiales probablemente sumasen algunas bajas más.
El ejército nazi demostró que tenía algo de humano al evidenciar la necesidad de agarrarse al
consumo de alcohol como vía de escape de las barbaridades de la guerra. El problema es que
cuando la verdadera bebida escaseaba se arriesgaban a rellenar sus vasos con cosas muy poco sanas:
durante aquella época el consumo y abuso del muy tóxico alcohol metílico como sustituto de licores
se disparó entre los soldados de manera alarmante. Y de la mano de aquellos chupitos venenosos
llegaron unos efectos secundarios terroríficos en forma de soldados que se quedaban ciegos o
directamente la palmaban tras consumir metanol. En el otoño de 1942 un oficial de treinta y seis
años fue ejecutado tras vender a otros soldados cinco litros de alcohol metílico asegurando que se
trataba de un ingrediente estupendo para los cócteles y provocando dos muertos y numerosos
hospitalizados. Entretanto, en el interior de los submarinos aliados la ausencia de alcohol arrastró a
las tripulaciones a arriesgarse experimentando con locuras similares e ingestas peligrosas.
Porque en alguno de aquellos submarinos, en algún momento de la Segunda Guerra Mundial,
alguien tras mirar a su alrededor decidió que ya era hora de ordeñar un torpedo.

Torpedos siendo ensamblados en una fábrica del Reino unido. Imagen: DP.
Zumo de torpedo
Tomarse un lingotazo era una tarea bastante complicada para quienes servían como soldados
durante la Guerra del Pacífico. Pero todavía lo era más para todos aquellos que además de formar
filas en la marina de los Estados Unidos se veían obligados a hacerlo en el interior de un submarino,
porque estar encerrado en una lata y sumergido bajo el océano es un factor que normalmente suele
reducir las posibilidades de colar los copazos clandestinos en la taquilla. Hasta que algún iluminado
recordó que los torpedos que utilizaba Estados Unidos estaban propulsados por motores de vapor
que funcionaban a base de alcohol etílico. Y decidió que para hacerse un cubata bien podía exprimir
alguno de aquellos torpedos que tenían a bordo.
La ocurrencia rápidamente se convirtió en moda, los soldados se aficionaron a robar pequeñas
cantidades de combustible de aquellos torpedos hasta obtener el volumen suficiente como para
organizar un botellón subacuático. El alcohol obtenido se mezclaba con zumo de piña, de uva, de
naranja o cualquier otra cosa que dotase de algo de sabor a aquellos cócteles y se bebía alegremente.
Los soldados bautizaron popularmente aquella bebida como el zumo de torpedo (torpedo juice) y se
extendió la idea de que atreverse a probarlo era una gesta digna de machos alfa. En realidad beberse
aquello era más propio de gilipollas: el zumo de torpedo de las narices llegaba cargado de metanol,
la sustancia venenosa que al ser ingerida causaba ceguera y jodiendas varias al cuerpo humano.
Existía el rumor de que, en algunos casos, los soldados eliminaban el metanol filtrando todo el
combustible sisado a través de una rodaja bien gruesa de pan. Pero más de un veterano, de aquellos
que cataron el zumo de torpedo, se atreve a confirmar que eso de utilizar pan Bimbo gordo a modo
de colador era solo un mito simpático.
Cuando los soldados comenzaron a quedarse ciegos, o aparecer con el estómago hecho unos zorros
por las enfermerías, la Armada sospechó que algo raro estaba ocurriendo y descubrió la existencia
del combinado. Para desalentar a la tripulación de continuar pimplándose aquella ponzoña se optó
por sustituir el metanol del combustible por aceite de croton. Un producto cuya ingesta en
combinación con el alcohol no provocaba ceguera pero daba lugar a efectos secundarios de lo más
colorido: agudos calambres repentinos, sangrado interno o la evacuación instantánea del contenido
de los intestinos. Aquello no desanimó a unas tripulaciones aficionadas a las cogorzas que
fabricaron sus propios alambiques para separar el alcohol del veneno que les hacía cagarse encima.
Unos artefactos que se bautizaron como alambiques «Gilly», el mismo nombre con el que se
denominaría a los brebajes que eran capaces de destilar.
En 1943 la marina de los Estados Unidos estrenó el Mark 18, un nuevo tipo de torpedo eléctrico que
no requería de alcohol etílico para arrancar y por extensión tampoco podía ser ordeñado por los
militares en busca de borracheras. El torpedo inicialmente funcionaba regular, pero al menos la
tripulación parecía defecarse con menos frecuencia en los pantalones y conservar la vista en la
mayoría de los casos.
La receta original del zumo de torpedo reza que es necesario combinar dos partes de combustibles
para torpedo con tres partes de zumo de piña. Desde aquí recomendamos encarecidamente a todo
aquel que tenga acceso a un torpedo de la Segunda Guerra Mundial que por su propia integridad no
intente llevarla a cabo.

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