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HISTORIA Y REALIDAD DEL PODER
11
Manuel Tuñon de Lara
© EDITORIAL CUADERNOS PARA EL DIALOGO, S. A.
MANUEL TUÑON DE LARA
n
HISTORIA Y REALIDAD
DEL PODER
PRIMERA EDICION
Grupos de presión
Para completar este esquemático panorama del Poder nos
falta considerar la acción de grupos organizados que actúan
sobre él para influenciarlo, pero sin aspirar al ejercicio di
recto del mismo. Estos son los grupos de presión, sobre los
que se han hecho en los últimos tiempos numerosos estu
dios y escrito montañas de libros; esa labor es muy intere
sante, pero no está exenta de cierto carácter de «moda in
telectual» y de una tendencia a la mixtificación en cuanto
que, al presentar una extensa pluralidad de grupos de pre-
19
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ELITE
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I. EL PODER Y LAS ELITES EN LA
MONARQUIA PARLAMENTARIA
Conflictos y decisiones
La dinámica del Poder va a mostrar, en definitiva, quien
posee las palancas que mueven los resortes decisorios. Ji
ménez de Parga ha señalado, con tino penetrante, tres cues
tiones de la politicología : «1° ¿Quién manda en el régimen?
2° ¿Cómo manda? 3." ¿Para qué manda?»22.
Sin duda, la tercera cuestión encierra a las demás en lo
que a la vertiente sociológica del problema concierne. Sa
bemos ya, para este primer período, quiénes mandaban, es
decir, quiénes ejercían el Poder. Aunque su inserción en la
estructura socio-ideológica avanza ya la respuesta del ¿para
qué? (¿para quién? preferiríamos decir), las decisiones por
las que el Poder se manifiesta como tal responden al objeto
de conocimiento que nos planteamos. En realidad, recorre
mos el siguiente camino: 1.° ¿Quién toma las decisiones?
2° ¿Quién las influye, determina o condiciona? 3." ¿Qué con
secuencias y repercusiones tienen?
Insistamos; hay unas élites encargadas de hecho de deci
dir en cada momento las cuestiones que afectan a la vida
de la comunidad; pero esas élites no están suspendidas en
el espacio sin ningún ligamen; proceden de algo, viven en
un medio, reciben estas o aquellas influencias y presiones;
y, a fin de cuentas, cuando la decisión se toma en situación
conflictiva—y ello ocurre las más de las veces—incide en
beneficio de alguien. Esa dinámica del Poder puede ser alta
mente instructiva. Obvio es decir que nos limitamos a un
esbozo histórico de evidente tosquedad en su aparato ins
trumental, y que si algo nos proponemos no es obtener con
clusiones tajantes, sino hipótesis de trabajo, y sugerir mo
delos de investigación socio-histórica a quienes puedan ha
cerlo mejor que nosotros.
Y volvamos a nuestra historia.
22 M. Jiménez de Parga : Regímenes políticos contemporáneos.
Barcelona (tercera edición), 1965, p. 20.
56
En los primeros años del siglo, el hambre entre los jor
naleros de Andalucía adquirió carácter endémico, con brus
cas agravaciones de vez en cuando; inevitablemente se suce
dían huelgas y protestas. El mecanismo del Poder funcio
naba automáticamente, sin necesidad de decisión expresa en
el vértice, para que entrase en acción la Guardia Civil, con
objeto de proteger la propiedad, las cosechas, garantizar el
orden, etc., es decir, todo el sistema de valores «ideológicos»
anclados en una estructura social. Sin embargo, en 1905, sien
do Romanones ministro de Agricultura, giró una visita por
Andalucía. Al regreso propuso, no la reforma agraria, sino
un crédito de doce millones para dar trabajo a unos miles
de jornaleros. Discutieron los altos cuerpos consultivos del
Estado sobre si había o no «necesidad nacional» para gastar
aquel dinero. Consiguiólo al fin Romanones, aunque dimitió
el ministro de Hacienda (Urzáiz), pero un nuevo programa
de política agraria que esbozó fue torpedeado con buenas
palabras en el Consejo de Ministros. Eso sí; se convocó un
concurso de Memorias (en 1903) sobre el problema agrario
en el Mediodía de España y «conclusiones para armonizar
los intereses de propietarios y obreros». Fallóse en 1905 (por
cierto que el premio fue para uno de los raros trabajos que
no proponía el cambio de las relaciones de producción lati
fundistas, sino «reformas técnicas»); las Memorias, algunas
excelentes, quedaron en alguna que otra biblioteca como
testimonio de un drama nacional.
La ley de colonización interior (llamada de González Be
sada), del 18 de septiembre de 1907, con reglamento de 13
de marzo de 1908, fue otra huida ante este conflicto social
de primer orden; se trataba simplemente de repartir entre
unos pocos campesinos pobres, tierras y predios públicos
incultos, declarados alienables. Se trataba de no cambiar
la estructura, como lo dijo explícitamente el vizconde de
Eza. En realidad no fue ni eso; fue letra muerta. Cuando se
formó una Junta Central de Colonización, lo primero que
ésta pudo comprobar es que el Estado no poseía tierras
verdaderamente productivas y rentables que se pudiesen re
partir.
Un proyecto de Canalejas, presentado en 1910, para expro
piar mediante indemnización tierras incultas o mal cultiva
das de propiedad privada, fue enteramente bloqueado. Cuan
do el jefe del Gobierno fue asesinado, dos años después, aún
no había llegado a estado de discusión parlamentaria. Allí
57
murió, con su creador. ¡Y éste era Jefe del Gobierno, tenía
el Poder nominalmente! Pero no tenía poder para hacer vo
tar esa ley.
El mantenimiento de las viejas estructuras agrarias está
tan evidentemente relacionado no sólo con las élites del Po
der, sino también con la principal clase social a que respon
de su acción, con la penetración por otro canal hacia el
Poder que realiza la aristocracia palatina (toda ella terrate
niente). En fin la alianza gran propiedad agraria-alta bur
guesía, que hemos examinado, condicionaba la intangibilidad
de las relaciones de producción favorables a la primera de
esas dos grandes fuerzas.
Sin embargo, el dominio del Poder no quiere decir que se
cumplan en sentido maximalista lo que pudieran parecer
intereses de las fuerzas sociales que lo determinan. La cues
tión es más compleja; en primer lugar, por la resistencia al
Poder que pueden hacer otras clases o capas sociales, a
través de numerosas vías (partidos, sindicatos u otros gru
pos de presión, acción parlamentaria, prensa, huelgas, etc.);
en segundo lugar, porque, en el seno de la constelación social
que tiene el Poder, surge la idea de que, a la larga, es prefe
rible ceder en lo accesorio o en aquello que no es posible
mantener sin graves rupturas, para guardar lo esencial de
la estructura social. La ley del descanso dominical es un
ejemplo de este género, como más tarde lo será la jornada
de ocho horas. Otros ejemplos: la ley de sesenta horas se
manales de trabajo en la industria textil (1913), después de
una importante huelga en Cataluña. Todo esto no ocurre sin
múltiples contradicciones, sin «dramas internos» en las es
feras del Poder. Se declara el estado de guerra porque los
mineros vizcaínos van a la huelga (primer reflejo), pero lue
go se accede a la mayor parte de sus peticiones, dado que
no tocan el nervio de la estructura (segundo tiempo, de re
flexión) n.
Pero si la «legitimidad social» del sistema y su ordena-
23 Responde también a esa tendencia de «ceder en lo nece
sario», el reconocimiento del derecho sindical (desde luego,
tanto a obreros como a patronos) y del derecho de huelga y de
lock-out, por ley de 27 de abril de 1909, que, en realidad, venía
a dar estado legal a una situación de hecho; implícitamente
una real orden de 1901 había admitido la legalidad de las
huelgas, que fue igualmente defendida por una circular, en
1902, del fiscal del Tribunal Supremo, Buiz Valarino.
53
miento jurídico están construidos sobre la dicotomía pro
pietarios de medios de producción (la tierra incluida) y pro
pietarios de su sola fuerza de trabajo, sólo una visión muy
superficial podría reducir la problemática del Poder a esa
dicotomía. No cabe ignorar, por ejemplo, y ya lo hemos
apuntado al hablar de la «Unión Nacional de Productores»,
de los primeros tiempos de la Lliga, etc., la frecuente oposi
ción entre medios empresariales y de propietarios de tipo
medio de un lado, y la oligarquía del otro. Esta trata siempre
de obtener las decisiones que más puedan convenirle. Vea
mos así el caso de los famosos presupuestos de Villaverde,
tras la derrota colonial, en 1899. Los tan celebrados presu
puestos hacían recaer el mayor peso de las cargas tributa
rias en los comerciantes e industriales de tipo medio. Las
Cámaras de Comercio organizaron un cierre general de pro
testa y el gobierno—Silvela, Polavieja, jefe de E. M. y he
chura de la Casa Real, el marqués de Pidal, de extrema de
recha, Eduardo Dato...—decretó el estado de guerra en
varias provincias. Muchos años después, por cuestiones de
tributación y beneficios entre varias capas de clases posee
doras, se producirá el duelo político Alba-Cambó (dentro de
las élites) del que habremos de ocuparnos en el capítulo si
guiente.
La verdad es que el sistema tributario, en general, no sólo
favorecía a los poseedores, por la progresión de impuestos
indirectos, sino que entre ellos mismos, los que pagaban por
contribución territorial quedaban mucho más favorecidos
que los empresarios industriales. Y es que las decisiones de
orden presupuestario son siempre dato esencial para hacer
un diagnóstico sobre la realidad del Poder.
El tipo de conflictos de poder en el interior de la estruc
tura del Estado adquiere una significación relevante en
cuanto militares con mando determinan o condicionan de
cisiones de órganos del Poder que, según la institucionali-
zación normada del Poder, no les correspondía adoptar a
ellos. Es problema arduo desde el punto de vista sociológi
co, y al que ya hemos hecho referencia. La intervención del
Ejército o de parte de él en las decisiones del Poder empie
za a tomar un cariz diferente del que tuvo en el anterior
siglo. No obstante, ya hemos señalado lo difícil que parece
hablar aún de militarismo, aunque reflejos militaristas (pero
como presión, como tendencia a influenciar el Poder, no a
59
ejercerlo) sean los que se producen en el asunto de la Ley
de Jurisdicciones.
Lo que ocurre, con harta frecuencia, es que los órganos
del Poder no están en condiciones de imponer sus decisio
nes a una institución que, en principio, es instrumento del
Poder, pero que toma conciencia de ser ella misma una es
tructura de poder capaz de imponer decisiones dentro del
Estado. Es bien reveladora aquella frase de Weyler, en Con
sejo de Ministros, diciendo: «no puedo responder de la jus
ticia militar», cuando Montero Ríos le proponía destituir a
los capitanes generales de Madrid, Barcelona y Sevilla, que
estaban en neta actitud de insubordinación.
Tal vez lo que había de nuevo era la intervención muy di
recta del rey en los asuntos militares, que ya hemos seña
lado. La Real Orden de 1914, sobre comunicación directa del
rey con los militares que hemos citado, recordaba que el
rey «interviene directa y constantemente en cuanto se rela
ciona con las tropas, así como en la concesión de mandos
y ascensos...» Melchor Fernández Almagro la caracterizó
como un «documento (que) no puede ser más precioso; en
él se reconoce al rey la competencia privativa que en materia
militar venía ejerciendo de hecho»24. Y el rey no era un
ente abstracto; era un hombre situado en un medio social
e ideológico en su vida cotidiana (el de la aristocracia pala
tina). Por ahí se van teniendo hilos conductores de una carga
social e ideológica en una parte, al menos, de los mandos
militares. El fenómeno es bastante complejo; por un lado,
el reflejo de institución que tiene en sus manos instrumentos
coactivos, y junto a él la posible existencia de aspiraciones
corporativas; luego, la relación creciente con medios palati
nos, las distinciones, los favores, etc., que crean todo un
clima. Por otra parte, los partidos turnantes van desinte
grándose. Todo hace prever el fin de la etapa decimonóni
ca en que los militares aspiraban al Poder como hombres
políticos, pero no para el Ejército.
Si el Poder estaba, por lo general, en buenas relaciones con
6fi
Gráfico 2
Huelga del 20 de agosto al 3 de septiembre de 1907, en Bilbao,
en que los huelguistas pedían jomada de nueve horas, abono
del 50 por 100 de aumento en horas extraordinarias y reconoci
miento de los sindicatos, comúnmente llamados sociedades obre
ras. El rey mismo arbitró el conflicto, prometiendo el examen
por las Cortes (en efecto, se votó la ley de huelgas y coaliciones).
Gráfico 3
Conflicto del verano de 1916, entre las compañías de ferroca
rriles y sus obreros, que terminó por el arbitraje-Azcárate, re
conociendo las asociaciones y sindicatos de ferroviarios.
Gráfico 4
Modelo genérico de una multiplicidad de situaciones conflictivas
que se produjeron en el campo andaluz durante los años 1918
y 1910.
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3 X
II. EL PODER Y LAS ELITES EN LA
MONARQUIA PARLAMENTARIA
Los Gobiernos
De 1917 a 1922 hubo nada menos que 14 Gobiernos en
España. Estos Gobiernos tuvieron siete jefes: Dato, Maura,
Allendesalazar, Sánchez de Toca, Sánchez-Guerra, Romano-
nes y García Prieto. Este último llegó a presidir cuatro Go
biernos; Maura, tres. Pero además Bomanones participó
como ministro en tres Gobiernos más, y Dato en uno, y Gar
cía Prieto en dos más. Aquellos 14 Gobiernos tuvieron en
total 77 ministros. Los más importantes ya los conocemos.
Bugallal fue cinco veces ministro; Alba, cuatro; La Cierva,
cuatro. Un aristócrata, el marqués de Lema (Bermúdez de
Castro: familia que tenía ya un título extranjero y que fue
ennoblecida por Isabel II en 1859), muy a propósito para
tratar con las personas de su estamento que casi monopo-
lizaban la carrera diplomática1.
El sistema de «familias políticas» y de ejercicio directo
del Poder por miembros de las clases privilegiadas conti
nuaba, así como la fusión, cada vez más íntima, de uno y
otro grupo.
Por ejemplo, es significativa la importancia que una per
sonalidad política como García Prieto (ennoblecido con el
título de marqués de Alhucemas desde 1911) adquiría en
las esferas del poder económico : importantes intereses y par
ticipación activa en las compañías de seguros de capital
franco-español (Unión y el Fénix, y varias más, en la opu
lenta empresa de «Tabacos de Filipinas», en el Banco Hipo
tecario, etc.
En este orden de conexiones es también instructivo que
fueran dos veces ministros en este período, el financiero en
pleno ascenso dentro del grupo de «Banesto», Minas del
Rif, etc., Pablo Garnica (de los liberales, pero que tam
bién forma parte de un Gobierno Allendesalazar en 1919), el
no menos importante financiero marqués de Cortina; una
El Parlamento
1919:
Conservadores 199 104 mauristas y ciervistas.
95 datistas.
52 garciprietistas.
39 romanonistas.
Liberales 131 30 albistas.
5 de Gasset.
5 de Alcalá Zamora.
Lliga catalana ... 15
Reformistas 6
Republicanos ... 19
Socialistas 6
Carlistas 5
1920:
U 179 datistas.
Conservadores 231 l ) 22 ciervistas.
1 1 20 mauristas.
( 10 independientes.
75
f 42 garciprietistas.
Liberales m \ 32 romanonistas.
j 28 albistas.
' 9 independientes.
Republicanos 16
Lliga catalana 15
Reformistas 9
Socialistas 5
Republicanos 15
Socialistas 3
Tradicionalistas 7
1923:
96 garciprietistas.
48 romanonistas.
Liberales 160 8 de Gasset.
8 de Alcalá Zamora.
40 albistas2.
93 conservadores oficiales.
Conservadores 117 j 12 mauristas.
16 ciervistas,
Republicanos 15
Reformistas 20 3
Socialistas 74
Tradicionalistas 4
Lliga catalana 22
Varios diversos 18
En la elección de 1923 es notorio el contraste del triunfo
electoral de los socialistas por Madrid (donde iban en pror
gresión de votos a cada elección desde 1918) 5 y el absten-
s En realidad, desde 1918, la fracción albista estaba constituida
como partido con el nombre de Izquierda Liberal Monárquica.
a Los reformistas forman ahora parte de la mayoría y están
representados en el Gobierno por Pedregal.
* La candidatura socialista obtuvo las mayorías (cinco pues
tos) por Madrid.
5 En Madrid, los socialistas obtuvieron 21.417 votos (Besteiro
fue el que obtuvo más) ; los garciprietistas, 20.000 ; los mauris
tas, 15.000; los republicanos, 11.700, y los comunistas, 2.476.
76
cionismo rural que permitió la elección nada menos que
de 146 diputados por el artículo 29.
Las «familias políticas» seguían ocupando los escaños del
Congreso (no digamos del Senado) con las necesarias reno
vaciones que imponía la edad. Una crónica de Fernández Fló-
rez—ligeramente anterior, pues data de diciembre de 1916—
reflejaba la familiocracia en el Congreso: «Hablaba el señor
F. Barrón, yerno del señor Bugallal, al que responde el hijo
del señor Barroso. Interviene luego un sobrino del señor
Alba y tercia un hijo del señor ürzáiz. Entra en el hemi
ciclo el señor Alvarez, pasante del bufete del señor García
Prieto; el diálogo se entabla luego entre los hijos del señor
Rodrigáñez y del señor Navarro Reverter, con el cuñado del
señor Burell. Después entran en danza un hijo del señor
Villanueva, un cuñado del señor La Cierva y el señor César
de la Mora, sobrino del señor Maura.» Digamos, por nuestra
parte que César de la Mora tenía tal pujanza económica que
no precisaba de los eventuales apoyos de su tío.
Como ejemplo, es sabroso y aleccionador. Y en los altos
cargos de la representación nacional, digamos que estuvie
ron Villanueva, Sánchez-Guerra y, por último, Melquíades
Alvarez.
El caciquismo seguía siendo el sistema de elevar españoles
a la representación parlamentaria, excepto para unas cuan
tas ciudades ya citadas. Por aquellos tiempos se habló en
las sesiones de los dos millones de pesetas que, según mal
dicientes, habría invertido el conde de Mieres para obtener
el acta de diputado por Belmonte, y de las 800.000 pesetas
que el muy reciente conde del Valle Súchil habría derrocha
do con análogos propósitos y efectos para su elección por
Valencia de Alcántara.
Como síntoma revelador de los hilos que unían el palacio
de la Carrera de San Jerónimo con puestos de decisión del
Estado y con grupos oligárquicos es prueba palmaria la
triste suerte que corrió una proposición presentada por Bes-
teiro, en nombre de la minoría socialista, el 21 de jimio de
1921. Se trataba de declarar la incompatibilidad moral de
todas las funciones de servicio del Estado con el desempeño
de cargos en consejos de empresas y compañías que explo
tasen servicios públicos. No faltaba más. La proposición fue
rechazada por 133 votos contra 31 (de estos los 22 republi
canos y socialistas; obsérvese que la inmensa mayoría ni se
dignó votar).
77
Modificaciones en las élites
No habían, pues, cambiado en lo esencial los «cuadros»
del Poder y de su base parlamentaria, si así puede calificár
sela. Sin embargo, resultaba evidente que los diputados de
la oposición tenían mayor autenticidad representativa y sus
intervenciones adquirieron mayor autoridad que en los pri
meros años del siglo. Cuando la crisis se agravó con motivo
de las responsabilidades por el desastre de Annual, llegaron
en su acción de control a obstaculizar visiblemente los mo
vimientos del Poder.
Por otra parte, si la élite que se turna más o menos en el
ejercicio del Poder no sufre otras modificaciones que las que
proceden de la cooptación o de la integración de sectores
cuya naturaleza social les hacía acreedores a entrar en ellas
(Lliga, lo que quedó del reformismo merquiadista), se pro
ducen ciertos movimientos en los estratos sociales de los
que emergen.
Por un lado, la alianza propiedad agraria-nobleza con clase
empresarial-burguesía se acentúa; cada vez son más los
miembros de la alta burguesía que entran en la nobleza, pero
por la misma razón cada vez la proyección ideológica «viejo
régimen» gana capas importantes de las fuerzas a quienes
pertenece el poder económico en el siglo. El ennoblecimiento
continúa a ritmo acelerado; las puertas de la aristocracia se
abren de par en par para los magnates de la banca, de la
siderurgia, las minas, las construcciones navales...
Estanislao de Urquijo, que ya en vida de su padre, el
II marqués de Urquijo (que a sus empresas financieras y eco
nómicas unió la de ser alcalde de Madrid e iniciador del
Parque del Oeste), había sido ennoblecido con el marquesado
de Bolarque, obtuvo en 1918 la Grandeza de España. Su her
mano Luis es nombrado marqués de Amurrio en 1919 (am
bos fueron senadores). Su primo José Luis de Ussía y Cubas
es nombrado el mismo año conde de los Gaitanes, ya que
su hermano mayor, Francisco de Ussía y Cubas (también
senador), había heredado en 1908 el primer marquesado de
Aldama, otorgado a su padre en 1893. Otro primo de estos
últimos, Francisco de Cubas y Erice, que hereda el marque
sado de Fontalba, se casa con una hermana de los Urquijo
y Ussía (Encarnación) y es hecho Grande de España y se
nador. Podríamos añadir, para completar este esquema de
ascenso de la «élite del Norte» en aquel período, el marque
78
sado de Ariluce de Ibarra, otorgado en 1918 a Fernando Ma
ría de Ibarra (que fue vicepresidente del Congreso), casado
con María de los Angeles de Oriol. También el ennobleci
miento de Ignacio Herrero y Collantes, por haber recibido
el título de marquesa de Aledo su esposa—por cesión de su
madre doña Fernanda Calderón—en el mismo año 1918.
Este pequeño galimatías heráldico-familiar adquiere toda
su significación al relacionarlo con el vertiginoso ascenso
de las empresas bancarias e industriales de ese grupo du
rante los años de la primera guerra mundial y la creación
de nuevas y poderosas empresas. El Banco Urquijo, con los
tres hermanos Urquijo y Ussía y el marqués de Fontalba,
nace, en escala nacional, el 1.° de enero de 1918. Un año des
pués nace el Banco Central (que luego tomará otros rum
bos) bajo la presidencia del marqués de Aldama (Ussía) y
por su hermano nombrado entonces conde de los Gaitanes.
En el período histórico que nos ocupa, la familia Urquijo
Ussía tenían los resortes decisivos, además de en el banco
de su nombre, en el de Crédito Industrial, una extensísima
zona de la producción de energía eléctrica (U. E. Madrileña,
Hidroeléctrica Española, Ibérica, Eléctrica de Castilla, el
Chorro, donde coinciden con Jorge Silvela y con Benjumea,
también diputado, hecho conde de Gualdalhorce en 1921),
de Altos Hornos (en unión de otras «grandes familias» del
Norte), Minero-Siderúrgica de Ponferrada, Duro-Felguera, la
C. A. de Ferrocarriles que crean en aquellos momentos, la
Constructora Naval, los Tranvías de Madrid, la S. E. de Cons
trucciones Metálicas, los seguros «La Equitativa», Ferroca
rriles vasco-asturianos...; tenían importante participación en
otras como C.HJVJD.E., Transatlántica, Saltos del Duero
(con Alba), etc.
Herrero de Collantes, convertido en marqués de Aledo te
nía, además del banco de su nombre y del Banco de Gijón y
de su importante participación en el Banco Hispano-Ameri-
cano, la de Explosivos, el dominio de la Arrendataria de
Fósforos, de Riegos de Levante y de varias empresas eléc
tricas.
Los Ibarra participaban igualmente en los primeros planos
de la producción de energía eléctrica, en el Banco de Viz
caya, en Altos Hornos, Constructora Naval, Minas del Rif.
Tenían la Compañía Marítima del Nervión, los Tranvías de
Bilbao, gran parte de las Hulleras de Turón.
En la gigantesca acumulación de capitales que se produce
79
por los superbeneñcios y la inflación vertiginosa (que incide
cruelmente sobre el nivel de vida de la mayoría de la po
blación) de los años de la guerra, los grandes bancos son
los que realizan la acumulación más espectacular, y los
vinculados al Norte (que impulsan y controlan más indus
trias), los de mayores beneficios6. Las ganancias más fabu
losas se dieron en el carbón, la siderurgia, el papel y tam
bién las compañías navieras, pese a la pérdida de barcos
torpedeados. También fueron importantísimas las de los oli
vareros y remolacheros, pero en modo alguno las de los pro
ductores y exportadores de vinos, de naranjas, así como la
de los cerealistas, pese a la especulación7.
Esta élite de jefes de empresa integrados en la nobleza,
ya estos años, ya un poco antes, como vimos en el capítulo
precedente (los Aresti, Zubiría, Chávarri, Motrico (Churru-
ca), y algunos otros más (Arteche, Echevarrieta, Gandarias
—cuñado de los Urquijo—, Ramón de Sota, etc.) concentraba
ya la mayoría de las industrias de cabecera modernas, del
movimiento de capitales, etc., pero es fácil observar el en
trelazamiento con las élites de poder económico anterior
mente establecidas. En las élites indicadas (y en algunos
«advenedizos») tiene lugar el fenómeno de «las fortunas del
carbón (1914-1919), en que se llegó a obtener 64 pesetas de
beneficio por tonelada y hubo capitales que se multiplicaron
por veinte y más aún. Las familias citadas controlaban la
mayor parte de las hulleras (además de empresas extranje
ras, como la Royal-Asturienne, Peñarroya, etc.), los Loring
(hechos condes de Mieres en 1911), los Fernández-Duro (en
noblecidos en 1924), diputados de actas discutidas, y otros
empresarios que, con el correr de los tiempos, han ido pros
perando cada vez más después de aquel «empujón».
Conviene observar, aunque sea muy a «grosso modo», que
las élites económicas procedentes de los negocios en Cuba,
de las primeras sociedades de crédito, concesiones de ferro
carriles y servicios públicos, etc., del siglo xix, habían ad-
* Sobre estados de cuentas de los bancos en la época puede
verse Tuñón de Lara : La España del siglo XX. París, 1966, pá
ginas 18-25.
7 Entre otras empresas, se crearon por entonces la siderúr
gica de Echevarría, la Sociedad Ibérica de Construcciones Eléc
tricas, la Sociedad Ibérica del Nitrógeno, Energía e Industrias
Aragonesas, la Compañía Auxiliar de Ferrocarriles, la Babcock
& Wilcox, la Minero-Siderúrgica de Poníerrada, etc.
80
quirido ya firmes posiciones en las élites de nobleza y de
participación en el Poder (casi siempre teniendo acceso di
recto o indirecto a la Casa Real, lo que en aquella época no
era factor a descuidar); la «nueva ola» empresarial del Nor
te que ha empezado en gran escala durante la Restaura
ción y prosigue durante el reinado de Alfonso XIII, se va
incorporando en una segunda etapa a las mencionadas élites.
De tal manera que los tres círculos—poder económico, je
rarquía social de nobleza, participación en el Poder—se su
perponen y entrecruzan llegando a formar un solo complejo
de élites en el Poder. Naturalmente, que ésto que puede
aplicarse a los grupos de élite como tales, no puede siempre
aplicarse a cada caso individual8.
No quisiéramos terminar esta breve reseña sin mencionar
otros casos de ennoblecimiento que nos parecen significati
vos: en los medios de la gran burguesía catalana, se hace
conde de Caralt, en 1916, a la primera personalidad de la Pa
tronal, presidente del Fomento del Trabajo Nacional. El
mismo año se concede el marquesado de Foronda (a Manuel
de Foronda y Aguilera), y en 1920, el condado de Torrenueva
de Foronda a su hijo Mariano—que le sucederá por falleci
miento al siguiente año—, teniente coronel de caballería,
muy vinculado a palacio y gozando de toda la confianza del
rey que, como veremos, le encomendó altas y delicadas mi
siones cuando el asunto de las Juntas de Defensa. Los Fo
ronda «dan ejemplo» conduciendo tranvías en momentos
de huelga, presiden la Exposición Internacional, etc. Presi
dirá el marqués la poderosa Cía. Sevillana de Electricidad y
los Tranvías de Sevilla (controlados en realidad por capital
extranjero), participará en el Banco Vitalicio, en el Ritz de
Barcelona (con Cambó), etc.
También los Godó, propietarios de La Vanguardia, reci
bían un condado en 1916.
La importancia de los grandes propietarios de viñedos,
bodegas, etc. y exportadores de caldos, tiene sin duda rela
ción con el marquesado de Domecq d'Usquain, otorgado a
La Iglesia
Ningún elemento nuevo interviene en este período. La
jerarquía se siente integrada en el sistema, identificada con
el orden, y todo quebrantamiento de éste le parece una ame
naza directa contra ella. El mundo se estremece; unos miran
al Moscú de Lenin; otros, a la Roma de Mussolini; los de
mas allá, a una Sociedad de Naciones inspirada por Wilson,
de la que paradójicamente estarán ausentes los Estados
Unidos... La representación de la Iglesia permanece está
tica.
Cuando el sistema acusaba claros síntomas de disgrega
ción, en otoño de 1918, la Asociación Católica Nacional de
Propagandistas celebró un acto público en el madrileño Tea
tro de la Comedia, «en defensa del principio de autoridad
y del mantenimiento del orden social». La Iglesia de los
pobres brillaba por su ausencia; sólo se veía una estructura
eclesiástica resbalando por la pendiente de la beligerancia,
al crujir los cimientos de un orden con el que—considerada
como institución—había llegado a identificarse a través de
un complicado proceso histórico en el siglo xrx.
Protagonismo castrense
Es éste, sin disputa, un período de activa influencia de
grupos militares en las decisiones del Poder. En ocasiones,
esos grupos militares se revelan como el poder—de hecho—
de mayor vigencia; en fin, el período se terminará por un
acto de ese poder de hecho que, con el consentimiento de
la Corona, se convierte en el Poder.
Pero sería grave error confundir los distintos grupos mi
litares que ocupan primeros planos en este momento de la
Historia. Hay, en primer lugar, el hecho de las Juntas Mi
litares de Defensa, que incide fuertemente en el Poder du
rante los años 1917-1920; por otra parte, los militares que
actuaban en Africa no pueden ser confundidos con los de
las Juntas; por último, tras Annual y con la agravación de
90
la guerra en Marruecos y el movimiento de petición de res
ponsabilidades, se crean unos estados de ánimo muy pecu
liares en los medios militares.
Escapa a nuestro tema la exposición histórica de las Jun
tas Militares, y para ello nos remitimos a la bibliografía
histórica citada en el artículo precedente 12. Preguntémo-
nos, en cambio; ¿qué eran las Juntas? ¿Cómo inciden en el
Poder?
Aunque el gran público sólo se entera de su existencia en
1917, existía desde 1916 la «Unión y Junta de Defensa del
Arma de Infantería», en la región militar de Cataluña y
concretamente en Barcelona; su presidente era el coronel
Márquez, que mandaba el regimiento de Vergara. Origina
rias de Barcelona, las Juntas se extendieron por otras guar
niciones, pero no en la de Madrid.
¿Qué se proponían las Juntas? «Nuestro objeto inmediato
—decía el preámbulo de su Reglamento—es, pues, éste: tra
bajar con entusiasmo, con fe, poniendo a contribución todas
nuestras inteligencias, nuestras iniciativas, nuestro estudio
y nuestra labor, para conseguir la mejora y adelanto de la
Infantería, contribuyendo así al del Ejército, para bien de
la Patria.» El artículo 1.° del Reglamento decía: «Se cons
tituye la Junta de Defensa de la Escala Activa del Arma de
Infantería para trabajar por su mejora y progreso, para
mayor gloria y poderío de la Patria; para defender el dere
cho y la equidad en los intereses colectivos y los individuales
de los miembros de ella, desde la salida de la Academia hasta
el empleo de coronel inclusive.»
Hasta aquí, nada que las distinga de un grupo más de
presión, eso sí, con el rasgo particular de estar formado por
militares; pero se parece mucho a un sindicato de jefes y
oficiales de Infantería.
Las Juntas no son el Ejército, y desde el Ministerio de la
Guerra se piensa, incluso, tomar medidas contra ellas. Los
oficiales de Infantería, procedentes en su inmensa mayoría
de las clases medias, no tenían el mismo origen social (y
hasta frecuentaban, a veces, distintos medios sociales) que
Grupos de presión
Sería repetición, y como tal innecesaria, la referencia a
las grandes centrales sindicales U. G. T. y C. N. T., cuya
función hemos abordado en la medida y sentido en que
7 97
respondían a planteamientos políticos de lucha por el
Poder. Pero esos grandes planteamientos no pueden ha
cernos ignorar el papel de grupo de presión que los sindi
catos tenían en la vida cotidiana; por ejemplo, en la obten
ción de la jornada legal de ocho horas (1919), en las huel
gas y acciones constantes en el campo andaluz, donde con
siguieron no pocos aumentos de salarios e incluso contra
tos colectivos, entre 1918 y 1920.
Por su parte, los patronos actúan, a su vez, organizados
como grupo de presión, no sólo dirigido hacia el Poder,
sino también para hacer frente a los obreros. Los repetidos
«lock-outs» promovidos por la organización patronal de
Barcelona son buen ejemplo de ello.
En verdad, la presión de cada uno de estos grupos, pa
tronales y obreros, se ejercían en dos líneas de fuerza: una
proyectada hacia el grupo opuesto, y otra proyectada hacia
el Poder. Esta última era, sin duda, mucho más eficaz en
los grupos patronales, que a veces no solamente influen
ciaban a los órganos superiores del Poder, sino, mucho
más aún, a los órganos de ejecución, es decir, de decisión
cotidiana: el caso de Barcelona es el más evidente, pero
no es el único. Volviendo a Andalucía, allí no podía ha
blarse de un grupo de propietarios, más allá de la clásica
reunión en el «casino de labradores» de las localidades;
pero su influencia sobre la Guardia Civil era tal vez más
eficaz que la del propio gobernador civil de la provincia.
La organización en Barcelona de los llamados «Sindica
tos libres» no puede considerarse como un contra-grupo de
presión creado por el grupo patronal, sino como una fuer
za de choque al servicio de ésta en la lucha violenta y mor
tífera a que se habían entregado patronos y sindicatos
«cenetistas».
En el capítulo precedente nos hemos referido a las orga
nizaciones sindicales católicas de la época. Un caso pa
tente de su funcionamiento como «grupos de contra-pre
sión», es decir, utilizado por una élite opuesta a los sindi
catos mayoritarios obreros, se da en la Andalucía de
1918-1920. Veamos el testimonio tan autorizado de Díaz del
Moral en su ya clásico libro Historia de las agitaciones
campesinas andaluzas: Córdoba. Se organizaron los sindi
catos católicos «para atajar el incendio»... En marzo de
1919 se constituyó la Federación Católico-Agraria de la pro
98
vincia de Córdoba; 10 sindicatos firmaron el acta de su
constitución. En 1920 tenían 36 sindicatos y 6.867 socios,
de los cuales eran obreros 3.812; los restantes eran arren
datarios o propietarios. En 1919 (seguimos los datos de
Díaz del Moral), los centros obreros sindicalistas y socia
listas existían en 61 localidades de la provincia, contando
con 55.382 obreros afiliados. Los datos estos son harto elo
cuentes. Por otra parte, si quitamos la función de «bom
bero» que los propietarios le asignan a la Federación Cató
lica, no es posible considerar como grupo auténtico de
presión a un conglomerado de personas de intereses no
sólo diferentes, sino absolutamente opuestos. La Confede
ración Católico-Agraria tuvo, en cambio, importancia en Cas
tilla como entidad agrupando a labradores medios y pe
queños, si bien fue al mismo tiempo una de las bases socia
les de ciertos partidos de derecha (muy principalmente de
la C.E.D.A., en tiempos de la República). De signo muy dis
tinto es la Unión de Rabassaires hecha en 1922, frente al
tradicional Instituto Agrícola San Isidro de los propieta
rios catalanes.
Los grupos de presión más específicos, formados por los
grandes empresarios de industrias y servicios esenciales,
ejercieron más que nunca su actividad por estos años:
navieros, para lograr indemnizaciones; empresarios de mi
nas, para obtener subvenciones cuando la crisis de la post
guerra; compañías de ferrocarriles, etc., etc. Citemos, ade
más, la creación en 1917 del Consorcio Nacional Carbonero.
Unos grupos de presión muy particulares fueron las Jun
tas de Defensa, formadas por sectores de funcionarios, a
imitación de las militares. Las hubo en Telégrafos, Co
rreos, Hacienda, Fomento y Gobernación. Disolviólas el
Gobierno García Prieto, en marzo de 1918, pero las de Co
rreos y Telégrafos fueron con éxito a la huelga, desafiando
las medidas de militarización.
Vaciló el Poder, y el subsecretario de la Presidencia, Ro
sado, parlamentó con las Juntas de Correos y Telégrafos,
no sin que esta decisión acarrease la dimisión de La Cierva,
en son de protesta (él había disuelto las Juntas de sargen
tos en el Ejército). Sobrevino la crisis, por múltiples razo
nes, y el Gobierno de concentración de Maura siguió la
actitud de contemporización para resolver la huelga.
Las Juntas civiles de funcionarios no iban, en el fondo,
99
más allá que un grupo de presión sindical, limitándose a
las cuestiones de interés profesional de sus miembros.
Dada la repercusión que por entonces tuvo la naciente re
volución rusa, no ha faltado quien asimilase estas Juntas
a una especie de «soviets». La analogía no resiste el menor
examen; aparte de que los órganos rusos en cuestión con
taban ya con una tradición importante, aunque datando
sólo de una docena de años, las Juntas españolas no se
proponían acceder al Poder, no se presentaron nunca como
eventuales órganos de tal, como «alternativa de Poder»;
eran simples grupos de presión.
Debiéramos hacer mención de un grupo que tampoco
tiene especificidad para llamarse de presión, sino que es
más bien un potencial órgano de acción ofensiva y defen
siva de ciertos medios sociales; nos referimos al Somatén
de Cataluña, que, en estos años, se aparta de su tradición
secular para convertirse en una organización para-militar,
débil sin duda, de patronos, comerciantes, etc. Lo precario
de su poder de hecho no permite compararlo con las es
cuadras de «camisas negras» que por aquel entonces co
menzaron a deslumhrar a muchos y que sirvieron de ins
piración—fracasada—a esta nueva forma del Somatén como
organismo de la «sociedad» (mixtificación consistente en
tomar la parte por el todo) para salvaguardar el «orden»
(estructura socio-económica vigente y su refrendo jurídico).
Por último, parece impropio hablar de la nobleza, sobre
todo de la Grandeza de España, como grupo de presión,
según la concepción contemporánea del término. Presión
había, influencia había, pero también participación en el
Poder. No es un grupo de presión, pero es más que eso.
Y los canales de comunicación que de hecho existían entre
la Grandeza y la Corona otorgaban indiscutible preponde
rancia a dicho estamento.
Elites de orientación
Resulta evidente que la preocupación y consiguiente par
ticipación de intelectuales por lo político se acrecienta en
grandes proporciones a partir de este período. Precisa
distinguir dos aspectos en esa participación.
Por un lado se presenta como participación de intelec
tuales en la actividad de partidos políticos: el fenómeno
ion
es muy notorio en el Partido Socialista. Los nombres de
Besteiro, De los Ríos, Araquistain, Alvarez del Vayo, Núñez
de Arenas (en 1921 comunista), etc., testimonian del hecho.
Pero ese fenómeno no es el que nos interesa ahora, sino el
de los grupos de intelectuales que aspiran a influir o acon
sejar a los grupos políticos, o que de hecho, pretendién
dolo o no, ejercen influencia.
La Liga de Educación Política dejó de existir, pero el
semanario España continuó presente ofreciendo un vasto
«abanico» de proyección político-intelectual hasta marzo
de 1924; a Ortega y Gasset le sucedió Luis Araquistain en
la dirección, el cual fue sustitutido a su vez, en enero de
1923, por Manuel Azaña, que para ello dejó de hacer otra
revista, La Pluma, más literaria que política.
Precisamente Azaña y otros intelectuales crearon en el oto
ño de 1918 un grupo que bien puede calificarse de «grupo
de presión vocacional», si bien lo incluimos aquí porque
su corta vida hace de él, sobre todo, un ejemplo de la ten
dencia de los intelectuales a intervenir como tales en la
cosa pública. Se llamó «Unión Democrática Española» y
se autodefinía como organización de fines limitados, «a dife
rencia de un partido político»: los fines en cuestión eran
«la democratización suficiente de España para que pueda
pertenecer a la Sociedad de Naciones que habrá de crearse
después de la paz». Entre los firmantes figuraban Menéndez
Pidal, Pérez de Ayala, Marañón, Luis de Zulueta, el doctor
Simarro, Américo Castro... 15. Poco duró la tal «Unión», y
para entrar en la Sociedad de las Naciones le bastó, al
comenzar 1920, al Gobierno de Allendesalazar, con enviar
su adhesión.
No vamos a insistir sobre la función de las élites surgi
das de la «Institución», pero sí sobre la muy precisa que
tiene por entonces la Residencia de Estudiantes, cada día
más vigorosa. Bajo ese nombre, modesto y recatado, como
los gestos de sus creadores, la «Resi» era un vivero de
jóvenes intelectuales, un punto de reunión de la élite de
apertura ya en sazón, un centro de coloquio de unos y otros,
así como de receptividad de las élites intelectuales de Euro
pa, cuyos más eminentes representantes pasaron por la
colina de los Chopos. La función de la Residencia es direc
tamente educativa y cultural, pero la formación de mino-
15 Juan Marichal: Op. cit., p. LXXIX.
101
rías tenía que incidir necesariamente, por vía indirecta,
en los estados de conciencia del país.
Su único e insustituible director, Alberto Jiménez Fraud,
escribió todavía poco antes de morir: «nuestra minoría
universitaria... sembró, en suma, las semillas de una futura
clase, culta y bien informada, que pudiese asumir el papel
director que de ella podría quizá exigir un día el servicio
de España»16.
Difícilmente se puede expresar con más concisión la
tarea de élite de orientación emprendida. Sin duda, don
Alberto no enfocaba una zona importante del problema: la
vinculación, voluntaria o involuntaria, de esa «clase» culta
con las clases a secas. Dicho sea esto con todo el recuerdo
imborrable que personalmente guardamos de su figura ve
nerable.
Otro medio y otro género de actividad, ya anclada en la
tradición liberal del siglo xix, eran los del Ateneo de Ma
drid. Institución en verdad menos minoritaria (más de
«masa» intelectual, y que se nos disculpe el término) y se
lectiva, mucho más vinculada al hilo cotidiano de los acon
tecimientos públicos—por ejemplo, su intervención en la
campaña de responsabilidades después de Annual—; su in
cisión en las esferas del Poder o de los contrapoderes es
más directa, pero difícilmente puede decirse de ella que
tenga un carácter «elitista», como se dice ahora.
En verdad que son personalidades señeras, más que gru
pos, los que tienen ya función de orientación. Junto a la
acción incansable y apasionada—y no siempre coherente—
de don Miguel de Unamuno, se perfila ya netamente la de
Ortega y Gasset. Su artículo «Bajo el arco en ruina», pu
blicado en El Imparcial del 11 de junio de 1917, que daba
constancia de la crisis del Poder, adquirió inusitada reso
nancia. El 1° de diciembre del mismo año aparecía el dia
rio El Sol, dirigido por Urgoiti—financiado por el grupo
«Papelera Española»—, del que Ortega fue mentor esencial
durante largos años. El artículo que allí publica Ortega el
30 de octubre de 1918 es revelador de su conciencia de ne
cesidad de cambio: «No se trata—dice—de hacer pasar el
Gobierno de las manos de unos individuos a las de otros.
Se trata de sustituir radicalmente el eje histórico de la
16 Alberto Jiménez Frau: Actualidad de la Residencia, en
«Residencia», número conmemorativo. Méjico, 1963, pp. 1-4.
102
existencia nacional, de entregar España a otras clases y ma
neras de hombres... ¡Vosotros los mejores, quienquiera que
seáis; los que tenéis inteligencia y coraje suficiente, dis
poneos a resumir la historia no vivida de tres siglos en una
historia ardiente de tres años!»
Por su parte, Ramiro de Maeztu modifica esencialmente
sus puntos de vista y publica en 1919 su libro La crisis del
humanismo. Los principios de autoridad, libertad y función
a la luz de la guerra, en el que se afirma un transpersona
lismo de los valores, punto de partida para una concep
ción que ejercerá notable influencia.
Pero debemos volver a Ortega, porque lo esencial ahora
en él es la elaboración de la doctrina de las élites 17. Si para
su exposición completa hay que esperar a La rebelión de
las masas, la aparición en 1922 de España invertebrada deja
clara constancia de su esencialidad : «Un pueblo—dice—
debe ser una masa humana estructurada por una minoría
de elementos selectos, y cuando en la nación la masa se
niega a ser masa—a seguir a la minoría selecta y directo
ra—, la nación se deshace, la sociedad se desarticula y so
breviene la invertebración histórica.»
En julio de 1923, bajo la dirección de Ortega, aparece el
primer número de Revista de Occidente. Como en el caso
de la Residencia, no se trata aquí de un quehacer orientado
directamente a la problemática del Poder. Lejos de ello, se
trata de una actividad de formación de minorías, es decir,
de estímulo y ayuda a la creación de lo que hemos llamado
élites de orientación. La Revista de Occidente afirma al
nacer, en sus «Propósitos», su alejamiento de lo político:
«De espaldas a toda política, ya que la política no aspira
nunca a entender las cosas...»
No olvidemos que La rebelión de las masas lleva un pró
logo (escrito, es verdad, en 1937) donde se dice: «Ni este
volumen ni yo somos políticos». La fuerza objetiva del
hecho político, a despecho de la subjetividad del actuante,
es hoy un lugar común de la sociología sobre el que no
vamos a insistir.
Importa, pues, reseñar el ascenso en la formación, prác-
17 Inútil decir que el concepto orteguiano de élite, de minoría
egregia (que merece amplio estudio, imposible aquí y ahora) no
tiene nada que ver con el concepto estrictamente sociológico
y exento de valoración que empleamos en este trabajo.
103
tica e ideológica, de unas élites de orientación, con con
ciencia de minoría selecta. En este sentido, si llamaba ya la
atención cierto contraste entre Residencia y Ateneo, llama
más aún el hecho de que la desaparición de una revista
como España casi coincida en el tiempo con la aparición
de otra como Revista de Occidente. El elitismo se enraiza
en la vida mental española. Y ello no es en modo alguno
ajeno a las disputas y aspiraciones de ciertas élites—y de
sus bases sociales—por el Poder
Las decisiones
Con ánimo de no repetirnos podríamos simplificar las
decisiones fundamentales del Poder en este período, clasi
ficándolas en estructurales y coyunturales; las primeras
pueden dividirse a su vez en decisiones activas y de simple
garantía del orden.
Las primeras fueron más bien parcas, por la existencia
de conflictos internos entre los sectores (aliados en princi
pio) que compartían el Poder. No pudo pasar la ley de be
neficios extraordinarios propuesta por Alba (frustrada por
los medios que representaba Cambó), ni más tarde el pro
yecto de nacianalización de ferrocarriles sugerido por Cam
bó (frustrado por otras tendencias, entre ellas la de Alba).
Sin embargo, Cambó consigue que se tomen decisiones
de apoyo a las grandes empresas. Se vota la ley de «anti
cipo reintegrable sin intereses» a las compañías de ferro
carriles, destinado fundamentalmente a la construcción de
líneas y electrificación de algunos trozos existentes, como
la rampa de Pajares. Se crearon igualmente los ferrocarri
les de Villablino a Ponferrada y de Baracaldo a Sestao,
respondiendo a los intereses directos de «Altos Hornos de
Vizcaya» y de las compañías mineras, facilitando concesio
nes, expropiaciones de terrenos, etc., etc. Esto, que social-
mente representa el impacto sobre el Poder de esos gru
pos, es en sentido técnico-económico el primer tanteo ha
cia la intervención del Estado en la economía, que, andando
el tiempo, consolidará los lazos entre quienes ejercen el
poder económico y las estructuras mismas del Poder.
Un tímido paso en análogo sentido fue la Ley de Protec
ción Industrial de 1917, que entrañaba la creación del Ban
104
co de Crédito Industrial; respecto a este último hay que
decir que su actuación fue bastante restringida hasta 1927.
El fin de la guerra mundial terminó con la situación de
privilegio provisional en que se encontraban las empresas
españolas; la crisis apuntó a finales de 1920 y fue profunda
en 1921. Los grupos de presión se pusieron en marcha, lo
grando del Poder la mayor parte de las decisiones apeteci
das. Hubo, desde 1920, una revisión de aranceles en sentido
proteccionista, que cuajó plenamente en el Arancel de 1922,
preparado por Cambó como ministro de Hacienda, el cual
salvó sobre todo de un mal trago a la industria textil algo
donera. Pero más significativas fueron las medidas en fa
vor de cierta oligarquía financiero-industrial. Las compa
ñías mineras consiguieron, por real decreto de 17 de mar
zo de 1923, una subvención del Estado de 1.250.000 pesetas
al mes. Las navieran pedían, a su vez, indemnizaciones por
los «daños» sufridos durante la guerra. Aunque subven
ciones generales sólo las obtuvieron más tarde, ya en estos
tiempos, a partir de 1921, la Compañía Transatlántica em
pezó a recibir 28 millones de pesetas al año, en concepto de
subvención 1S.
En 1921, siendo Cambó ministro de Hacienda, preparó e
hizo votar la Ley de Ordenación Bancaria; no hizo sino
confirmar los privilegios de un banco de propiedad pri
vada (el Banco de España), que servía de tesorero al Es
tado. Al presentarlo en las Cortes, Cambó dijo palabras que
proyectan luz sobre las relaciones entre el Poder y las fi
nanzas: «Otra declaración preliminar tengo que hacer
—dijo— : el proyecto que os presento, en la parte que afec
ta al Banco de España, tiene el consentimiento, la confor
midad previa del Banco de España, como la parte que
afecta a la banca privada tiene el consentimiento, tiene la
conformidad previa de la banca privada española.» Y fue
más lejos; dijo que si en la discusión parlamentaria del
proyecto de ley, ya en comisión o en sesión plenaria, sur
gían enmiendas que el Gobierno considerase razonables...,
«entiendo que será de mi deber ponerme en contacto con
el Banco de España para procurar llevarle a él... la misma
convicción que en mi espíritu se haya producido».
Pocas veces se ha expresado con tanta claridad que el
18 A. Ramos Ouveira: Historia de España. Méjico, 1954,
tomo II, p. 599.
105
Poder trataba en paridad de condiciones con el poder eco
nómico-financiero, que de hecho era igualmente Poder e
incluso podía enfrentarse, con el ministro como portavoz,
con el criterio de la representación nacional expresado
por los diputados. Nunca se agradecerá bastante a Cambó
que haya así facilitado la comprensión de ciertos fenóme
nos sociológicos 19.
En lo antedicho se observa la influencia que tuvo la par
ticipación en el Poder del sector social representado por
la «Lliga» y el mayor peso del ala financiero-industrial en la
alianza del Poder. En contrapartida, la estructura agraria
siguió inconmovible. De nada sirvieron las razonadas cam
pañas de Pascual Carrión, ni los informes del Instituto
de Reformas Sociales; todavía menos un programa de re
formas agrarias propuesto por Fernando de los Ríos en
el Parlamento (enero 1920). Crujían los cimientos de la
estructura social, se agrietaba el Poder, pero la gran pro
piedad agraria era intangible.
¿Qué consecuencias se obtienen de las decisiones presu
puestarias de la época? De 1918 a 1922, el presupuesto de
gastos aumenta en 100 por 100; el de ingresos en algo
menos. La partida de «acción en Marruecos» se convierte
en una de las más importantes. Juntamente con los gas
tos de Ejército y Marina alcanzaba la suma (en el presu
puesto de 1921-22) de 1.194.365.000 pesetas al año, sobre un
total de gastos del Estado de 3.630.332.000 pesetas.
A partir del presupuesto 1921-22, los impuestos indirec
tos son más importantes que los directos, lo que ya que
dará como endémico en los presupuestos españoles. Otro
rasgo importante: mientras la contribución industrial y de
comercio aumenta casi en 100 por 100 desde 1916 a 1921
(eso sin ley de beneficios extraordinarias), la rustica apenas
asciende en un 5 por 100. Aunque la base impositiva in
dustrial creciese mucho, salta a la vista que la desigual
dad es evidente. A lo cual había que añadir la tarifa 2.*
del impuesto de utilidades (es decir, sobre el capital), que
adquiere cierta importancia al superar los 100 millones
anuales a partir de 1920. España era el paraíso de los
1• La ley de 1921 prevé ya la posibilidad de actuar con las
reservas de oro para una intervención de cambios. Si ésta no
tuvo lugar hasta mucho después, justo es señalar la previsión
de Cambó a este respecto.
106
contribuyentes, pero doble paraíso para aquellos que te
nían sus bienes en propiedad agraria.
Todo lo dicho denota más inmovilismo que otra cosa.
Y si es justo citar la implantación de la jornada de ocho
horas (real decreto de 3 de abril de 1919 y decreto para
su aplicación de 23 de septiembre del mismo año), no lo es
menos apuntar que Romanones, al obrar así, tenía ya la
convicción de refrendar un hecho consumado, tanto por
la presión del movimiento sindical como por el clima in
ternacional. Según el Tratado de Versalles que se elabo
raba en aquel momento, se celebraría en plazo breve la
Conferencia Internacional del Trabajo, a la que España
deseaba acudir (como así lo hizo al reunirse en Washington
en aquel mismo año), en la que, de toda evidencia, se iba
a instituir el principio de la jornada de ocho horas. Al
obrar así, el Gobierno de Romanones «madrugaba» y se
apuntaba un tanto en la política interna, dejando a los
conservadores que le sucedieron el problema de aplicar
la ley y de hacer comprender lo inevitable de esta «conce
sión» a lo más intransigente del sector patronal.
Si el inmovilismo era la nota dominante (de un Poder
extremadamente móvil en lo superficial, en sus aparien
cias), se comprende fácilmente que las decisiones de sal
vaguardia del orden establecido fueran mucho más carac
terísticas que las encaminadas a gestiones de orden activo.
Obsérvense los acontecimientos entre 1917 y 1923; el 90
por 100 de las decisiones de alcance nacional (aparte de
las muy específicas de la guerra de Marruecos) son para
afirmar el orden, aunque no siempre se consiga ese obje
tivo, pues los conflictos de poder son cada vez mayores.
El orden se quiere afirmar frente a las Juntas, pero el Po
der retrocede; el orden se impone frente a los huelguistas,
ahora con ayuda de las Juntas, y frente a la asamblea de
parlamentarios; el orden en Barcelona era la preocupa
ción esencial del Poder, un orden socio-económico bien pre
ciso, para cuyo mantenimiento contaba con la colaboración
de poderes de hecho sufragados por la Patronal; el mis
mo orden era la cuestión esencial para cualquier gober
nador civil de una provincia andaluza. Se trataba precisa
mente de la «puesta en tela de juicio» de ese orden, a ve
ces por sectores sociales de lo más diverso. Se tiene toda
la impresión de que el objetivo esencial del Poder en este
107
período es salvar la legitimidad de unas estructuras, para
lo que emplea tanto sus resortes coactivos como el techo
ideológico de «defensa de la propiedad», «libertad de tra
bajo», «lucha contra la anarquía social», etc.
Entre las medidas coyunturales están en realidad las
arriba citadas de subvenciones y ayudas a las empresas
y otras que la realidad socio-económica va imponiendo:
creación temporal de un Ministerio de Abastecimientos,
sustituido luego por un Ministerio del Trabajo; legaliza
ción de las Juntas de Defensa bajo la denominación de
Comisiones Informativas, etc. La iniciativa falta en un
Poder, sometido a duras pruebas, que da la impresión de
«ir tirando».
Conflictos de Poder
Es, probablemente, el hecho más notorio de este perío
do. Intereses y aspiraciones contrapuestos, desarrollo de
sólidos poderes de hecho, pero múltiples y sin ofrecer
verdaderas alternativas de Poder.
El conflicto puede producirse, como sabemos, dentro
del Poder o entre el Poder y poderes de hecho o contra
poderes (llamamos de esta última manera a las estructu
ras de poder que no ofrecen, sin embargo, alternativa real
de poder llegar al efectivo ejercicio del Poder).
Dentro de la primera categoría de conflictos se encuen
tran, además de algunos en el seno mismo del Gobierno,
todos los que tienen relación con grupos del Ejército, los
que se producen al nivel de los órganos de decisión en
Cataluña, y concretamente en Barcelona, las vinculaciones
de la Corona con el Ejército, etc., etc.
Ya se ha citado el debate entre Alba y la «Lliga» en 1916;
Cambó acusó al ministro de querer imponer una Ley de
beneficios extraordinarios que perjudicaría a los indus
triales y hombres de negocios. Se alzó contra un Estado,
en cuyos órganos centrales de decisión participaría dos
años después, acusándole de «querer participar en las ga
nancias y no en los quebrantos», y contraatacó en direc
ción de agricultores y ganaderos, a los que acusó erró
neamente en aquella coyuntura, pero no en términos ge
nerales, de obtener beneficios más importantes. La voz
de Cambó es la voz que pide gobernar en nombre de
108
los capitanes de industria; es la voz eufórica del tiempo
de las «vacas gordas». Cinco años después, cuando llegan
las «vacas flacas», el ministro Cambó encuentra las ven
tajas de que el Estado participe en los «quebrantos»; son
otros tiempos que con su lucidez ha captado. Hay en él,
sin duda, un adelantado del capitalismo monopolista de
Estado contemporáneo.
Alba no es de este criterio. Sus vínculos con los pro
pietarios castellanos nos son conocidos; pero conviene tam
bién conocer su visión general. No pasaron sus proyectos
esenciales, y, dieciséis años después, comentaba así: «Las
clases conservadoras de 1917, como tantas otras veces en
España, no supieron ver a distancia. Encastilladas en sus
rutinas y en sus comodidades del momento, no quisieron
adquirir aquella "prima de tranquilidad" que yo les brin
daba a costa de un sacrificio soportable»20.
El caso de las Juntas de Defensa, ya examinado, fue un
ejemplo palmario de conflicto de poderes dentro del Po
der, con evidente subversión de la norma institucional. El
hecho se repitió en varias ocasiones. Cuando el capitán
general de Cataluña, Milán del Bosch, reexpide manu mili-
tari a Madrid al gobernador civil y al jefe superior de
Policía, la subversión en el seno del Estado es evidente.
Los hechos no suceden siempre así; hay una pugna entre
centros de decisión de derecho y de hecho, y vemos cómo
en 1922 Sánchez-Guerra destituye al gobernador civil y al
jefe de Policía de Barcelona, respaldados por lo que se
llamaba «la Banca, la Bolsa, la Industria y el Comercio»
de aquella provincia.
Una anomalía en el mecanismo institucional eran, sin
duda, los contactos cada vez más frecuentes entre la Co
rona y los mandos militares. La catástrofe de 1921 reveló
hasta qué punto un mando personal se superponía al
mando constitucional. En un discurso pronunciado en
Córdoba en mayo de 1921, el monarca censuró a las Cortes.
De su estado de espíritu entonces no cabe la menor duda,
después que hizo en el destierro unas declaraciones publi
cadas por La Nación, de Buenos Aires: «De 1921 a 1923 el
Gobierno español no cumplió su deber con la nación y el
Parlamento español no cumplió tampoco el suyo con el
20 Declaraciones a ABC en 1932, reproducidas en García Ve
nero, op. ext., p. 137.
109
Ejército...» Si observamos este conflicto dentro del Po
der, latente desde 1902, la ruptura del orden constitucio
nal en 1923 no se presenta como un fenómeno esporádi
co, sino como el resultado de un largo proceso conflictivo
que sale a la superficie cuando una profunda crisis social
ha fraccionado y debilitado el Poder institucional.
Un hecho notable es el aumento de infracciones al orden
constitucional, normado por las mismas fuerzas que ejer
cen el Poder. El hecho no se produce en los primeros
tiempos de la Restauración, cuando el mecanismo caciquil,
de partidos turnantes y «grandes familias», marcha con
toda «normalidad» en sus engranajes. Poco a poco el con
senso se va fraccionando, parte de la población adquiere
otra escala de valores políticos, otra legitimidad que pre
senta en alternativa, la cual encarna a veces en poderes
de hecho. Sobrevienen los choques, y entonces, algunos de
fensores de la legitimidad establecida infringen esta o
aquella norma, entonces se disloca este o aquel engranaje.
Para defender la legitimidad se infringe la legalidad. Es un
hecho bastante frecuente en la vida de las sociedades.
Esto nos lleva a mencionar ese género de conflictos en
tre el Poder y otras estructuras de poder. Dichos conflic
tos pueden no afectar a la legitimidad y al consenso o,
por el contrario, plantear la existencia de hecho de varias
legitimidades.
Entre los primeros pueden citarse, por ejemplo, la huel
ga de Correos y Telégrafos. Entre los segundos el más
importante es la huelga de agosto de 1917.
Los firmantes del Comité de huelga declaran sustancial-
mente: «Pedimos la constitución de un Gobierno provisio
nal que asuma los poderes ejecutivos y moderador y prepa
re, previas las modificaciones imprescindibles en una le
gislación viciada, la celebración de elecciones sinceras de
unas Cortes Constituyentes que aborden en plena libertad
los problemas fundamentales de la Constitución política
del país.» Este programa, aunque firmado sólo por los so
cialistas, era compartido por los republicanos y por los
reformistas (en puridad, también por los «cenetistas»,
aunque éstos, llegado el caso, lo hubieran redactado de
modo diferente).
Aparentemente no se alza una nueva legitimidad; se pre
tende abrir un período constituyente. No obstante, si ahon
110
damos un poco, observaremos que de hecho se sustituye
la legitimidad del «pacto entre la Corona y la nación»21
según el cual el rey y los representantes de la nación son
el poder constituyente, por la legitimidad según la cual
esa suprema decisión corresponde a la soberanía popular.
Cabe, pues, afirmar que la huelga de 1917 expresa una
ruptura del consenso tanto en la forma—cosa indiscutible—
como en el fondo. Sin embargo, la ruptura no estaba pre
vista «técnicamente» en la forma que se produjo; la deci
sión que tomaron los ferroviarios el 9 de agosto de 1917
de ir a la huelga precipitó una acción política que sus or
ganizadores preparaban para algo más tarde. Hoy es casi
lugar común que el ministro de la Gobernación, Sánchez-
Guerra, aprovechó la coyuntura para batir a los revolu
cionarios en unas condiciones de superioridad que tal vez
no hubiera tenido meses después (basta pensar en el as
censo del sindicalismo barcelonés y en la rebeldía campe
sina en 1918). No todos los miembros del Gobierno pensa
ban de la misma manera; la intransigencia de la empresa
de Caminos de Hierro del Norte no era compartida por el
vizconde de Eza, ministro de Fomento (que se ocupaba de
las negociaciones), ni por Burgos y Mazo, ministro de Gra
cia y Justicia. Este último escribió en su libro Páginas
históricas de 1917: «Yo, además, no veía, y así lo expuse
en Consejo, razón ninguna para que la Compañía se ne
gase a admitir como uno de los temas de discusión el
despido de algunos farroviarios de Valencia... La Compa
ñía se mantuvo cada vez más intransigente en este punto.»
Es evidente que la Compañía se encontraba alentada desde
muy arriba. Y si el hecho de que el presidente del Consejo
(Dato) y el ministro de Hacienda (Bugallal) fueran conse
jeros de la otra gran empresa de ferrocarriles (MZA) pu
diera ser tan sólo un factor indirecto, la habilidad, tam
bién «técnica», de quienes empuñaban las palancas decisi
vas del Poder fue decisiva en la manera de plantearse
el choque entre aquél y un poder de hecho.
8 113
III. DE LA DICTADURA A LA REPU
BLICA (1923-1931)
Los Gobiernos
Dejando a un lado los militares del Directorio (que ocu
pan sus puestos hasta el 2 de diciembre de 1925), el carác
ter de élite de los gobernantes se precisa fácilmente, puesto
que sólo hay un Gobierno «civil» de Primo de Rivera, reor
ganizado una vez en 1928; más tarde, un Gobierno Beren-
guer y un Gobierno Aznar. No cabe hablar de Parlamento
Administración y Ejército
Obvio es decir que nada cambió, en cuanto a las personas,
la Administración española antes y después del 13 de sep
tiembre de 1923. Las amenazas, entre espectaculares e in
genuas, por si tal funcionario no llegaba puntual por la
mañana a la oficina o acusaciones análogas no pasaban
de crónica efímera. Las diferentes ramas de la adminis
tración siguieron funcionando y se crearon otras nuevas,
cierto es, marcándose la tendencia intervencionista del Es
tado. Hubo irregularidades, hubo excesos de poder, etc.,
pero justo es decir que ni más ni menos que los habituales
en el Estado burocrático-representativo, cuando la decisión
va pasando insensiblemente a las palancas de la burocra
cia administrativa. La ausencia de control de órganos elec
tos y la mudez forzada de la prensa enrarecían el ambien
te, verdad es, cuando ocurrían hechos de esa naturaleza.
Problema diferente, al menos en su planteamiento, es
el del Ejército. El golpe de Estado del capitán general de
Cataluña se da en nombre del Ejército. Durante dos años
se dice ejercer el Poder en el mismo nombre. Y cuando el
dictador se juega la última carta, en una aciaga madruga
da del mes de enero, se dirige a sus compañeros de armas
con mandos elevados, pidiéndoles que le ratifiquen la con
fianza. Con sigular confusión, sin duda impregnada de bue
na fe, evoca que «la Dictadura advino por la proclamación
de los militares, a mi parecer interpretando sanos deseos
del pueblo», radicando en el artículo que subrayamos la
generalización excesiva. Es más, al final de la nota se in
siste: «El Ejército y la Marina, en primer término, me
erigieron dictador, unos con su adhesión, otros con su
consentimiento tácito: el Ejército y la Marina son los pri
meros llamados a manifestar, en conciencia, si debo se
guir siéndolo o debo resignar mis poderes.»
123
Sabido es lo que ocurrió. Los mandos militares manifes
taron su lealtad a la Corona e, implícitamente, denegaron
su confianza al jefe del Gobierno. Este resignó los pode
res cuando el rey estaba, por su parte, enteramente deci
dido a que los resignase.
Pero volvamos a tomar el hilo cronológico de los hechos.
Se suele decir y creer que la Dictadura fue un poder mili
tar y hasta militarista. Para asentar tal afirmación no hay
más que un pronunciamiento en su origen, y pronuncia
miento no es sinónimo de poder militar, aunque sí lo sea
de intervención de un grupo de militares en la esfera po
lítica, con evidente subversión interna de la jerarquía de
órganos del Estado.
Hubo dos años de Directorio militar y cuatro y tres me
ses de Gobierno de personas civiles, presidido por el ge
neral Primo de Rivera. En ambos casos el Poder no ha
salido de las mismas fuerzas sociales que lo tenían antes
del 13 de septiembre de 1923, y, salvo medidas de inter
vención de los primeros años, tampoco puede hablarse de
hegemonía militar en el ejercicio cotidiano del Poder, en
la Administración, etc.4 Es, pues, una apreciación de en
debles bases la de confundir la Dictadura con un Poder
militar, y menos aún militarista. Sabemos que esto puede
chocar con ciertas categorías del liberalismo clásico, que
tienen la vida dura, pero el rigor sociológico nos parece
debe primar sobre los lugares comunes.
Por otra parte, más que nunca resulta evidente la nece
sidad de no confundir Ejército y militares. Militares hubo
participando del Poder y militares conspirando contra él,
encarcelados y multados. Es más, se llegó al divorcio total
entre el Poder y el arma de Artillería, cuyos miembros
fueron suspendidos de empleo y sueldo en 1926, llegándo
se a la disolución del Cuerpo en febrero de 1929.
Cuando en 1924, en el transcurso de un viaje a Marrue
cos, el jefe del Gobierno cambia de criterio sobre la po-
Los PARTIDOS
Primo de Rivera creó un partido en 1924: la Unión Pa
triótica. Se ha dicho que actuó así impresionado por el
fascio italiano durante su viaje a Italia con los reyes. En
todo caso, el resultado no guardó mucha semejanza con
lo de Italia. La Unión Patriótica adoleció desde su naci
miento del vicio de la tutela administrativa. Una circular
de 29 de abril de 1924 daba instrucciones a los gobernado
res civiles y delegados gubernativos para reclutar afilia
dos al nuevo partido, en el que debían tener cabida «las
personas que no han actuado en política; las que, desenga
ñadas, la abandonaron, y los que fueron políticos de bue
na fe». Términos muy vagos, como puede verse.
En septiembre de 1926, el Comité ejecutivo central de la
Unión Patriótica se limita a adherirse a un «manifiesto a
la nación», que hace su presidente y jefe del Gobierno. En
ese llamamiento, aparte del habitual plaidoyer pro domo
de estos casos, se habla de «la concepción de un Estado
de nueva estructura» y de que «célula principal de la na
126
ción ha de ser el municipio, y de él la familia...». Se da
por «fracasado el sistema parlamentario» y se oponen cu
riosamente los conceptos de Gobierno y Dictadura: «no es
que haya habido Dictadura, sino Gobierno, con las mínimas
facultades que se precisan». Sin embargo, Primo de Ri
vera siguió utilizando el término Dictadura hasta la última
de sus notas oñciosas.
Probablemente, es el mismo Primo de Rivera quien me
jor define sociológicamente el partido de Unión Patriótica,
en su nota del 31 de diciembre de 1929: «Y las (clases) con
servadoras, olvidando o desconociendo que como partido
político murieron y que como clase social están en la Unión
Patriótica, se niegan a sumarse a la Dictadura, etc., etc.»
Esa extensa capa de personas relativamente acomodadas
«que prefieren estar a bien con el Poder», existente en
cualquier país y bajo cualquier régimen, nutria las filas de
la Unión Patriótica, bajo la mirada entre vigilante y pa
ternal de los delegados gubernativos; los caciques, los pro
pietarios o comerciantes que creen «tener algo que per
der», etc. Y en la cúspide, aquella parte de la oligarquía
que más personalmente se había vinculado con la forma
específica de Poder representada por la Dictadura. Crea
ción artificial, la Unión Patriótica no sobreviviría a la Dic
tadura ni a su jefe, y, sustituida por la Unión Monárquica
Nacional, careció de auténtica base social.
No fue un partido único en el sentido que se suele usar
el término, sino más bien un partido privilegiado. Subsistió
el partido socialista y, en puridad, no hubo decretos de
clarando ilegales los partidos clásicos, tan denostados en
notas y prensa oficiosas.
Ahora bien, esos partidos clásicos, formados por «comi
tés de notables» y por una red caciquil de base, perecieron
de muerte natural (el intento de reavivarlos en 1930 fra
casó enteramente). Desnudados de su ropaje «representa
tivo», quedaron en lo que eran: reuniones de grupos oli
gárquicos. El partido conservador (sector oficial) estuvo
casi integrado en los medios políticos de la Dictadura,
aunque su jefe, Sánchez-Guerra, se apartó primero y rom
pió definitivamente con todo el sistema en 1926, para con
vertirse en uno de los primeros conspiradores. Pero Sán
chez-Guerra es, probablemente, uno de esos casos persona
les que escapan de esas mallas más o menos apretadas
que son las leyes tendenciales de la sociología.
127
Pero las posturas individuales, sin conexión social, mal
podían influir el curso de los acontecimientos. Por eso, la
reunión de unas cuantas personalidades (Sánchez-Guerra,
Bergamín, Burgos y Mazo, Villanueva) para constituir en
los últimos tiempos de la Monarquía el grupo llamado
«constitucionalista» (partidario de una solución de Cortes
Constituyentes) no tuvo consecuencias de orden práctico
y, cuando creyó llegada su hora, en febrero de 1931, fra
casó entre el empuje de los dos bandos en pugna.
No hubo en 1930 auténtica resurrección de los partidos
liberal y conservador, sino movilización de las élites, de
los comités de notables, que ya no representaban más que
a la oligarquía, que ponía todas sus cartas en la defensa
del régimen.
Si hay que hacer una excepción es la de la «Lliga», pues
aunque sus jefes pertenecieran a la oligarquía del poder
económico, siguieron conectados con una extensa capa de
industriales, comerciantes, etc.
Los años de la Dictadura son también los años en que
se van perfilando las nuevas formaciones políticas repu
blicanas. El viejo partido radical no tenía demasiado pres
tigio. Pero numerosos intelectuales, unos procedentes del
reformismo, otros más jóvenes, que entraban en escena, re
accionaron frente a la Dictadura negando de plano un ré
gimen que había terminado por adoptar aquella forma.
Los profesores José Giral y Enrique Martí Jara, republi
canos independientes desde hacía mucho, fueron el mayor
fermento de esos grupos. Con ellos, Manuel Azaña, que al
advenir la Dictadura se había dado de baja en el partido
reformista; en 1924 publicó un folleto, Apelación a la Repú
blica. En mayo del siguiente año fundó un grupo, Acción
Política, que pronto se definió como partido al transfor
marse en Acción Republicana.
El grupo Giral-Azaña, el de los radicales, el de los repu
blicanos catalanes que dirigía Marcelino Domingo, llegaron
a un entendimiento capaz de atraer a muchas otras per
sonas de profesión intelectual y, en general, de clases me
dias, que no se hallaban encuadradas en formaciones polí
ticas. Surgió así la idea de la Alianza Republicana, que pu
blicó un manifiesto en 1926 y organizó por toda España
una «campaña de banquetes silenciosos», apoyándose en
los casinos, Casas del Pueblo y círculos locales análogos.
La Alianza estaba formada por los siguientes grupos y per
128
sonas que los representaban: Acción Republicana (Azaña),
Partido Republicano Federal (Manuel Hilario Ayuso), Pren
sa Republicana (Roberto Castrovido), Partido Republicano
Catalán (Marcelino Domingo) y Partido Radical (Lerroux).
Por la secretaría de la Junta Armaban José Giral, Antonio
Marsá y Enrique Martí Jara.
Tal vez tenían mayor significación las firmas que respal
daron el llamamiento : Leopoldo Alas, Adolfo Alvarez Buylla,
Luis Bello, Vicente Blasco Ibáñez, Honorato de Castro, Luis
Jiménez de Asúa, Teófilo Hernando, Fernando Lozano, An
tonio Machado, Gregorio Marañón, Enrique de Mesa, José
Nakens, Eduardo Ortega y Gasset, Ramón Pérez de Ayala.
Joaquín Pi y Arsuaga, Hipólito R. Pinilla, Nicolás Salme
rón, Ramón Sánchez, Luis de Tapia y Miguel de Unamuno.
Al banquete de Madrid asistieron también Araquistain, Ne
grín, Bagaría, Pedroso... Y sucesivamente se fueron adhi
riendo Manuel Bartolomé Cossío, Agustín Millares, Juan
Madinaveitia, Pedro Salinas, etc.
Sin embargo, aquel movimiento no cuajó en estructura
de partido; en verdad era un conglomerado muy hetero
géneo. Andando el tiempo (en 1929), Marcelino Domingo,
Alvaro de Albornoz, Eduardo Ortega y Gasset, Angel Ga-
larza y varios más formaron un partido radical-socialista
(grupo de abogados, periodistas, pequeños comerciantes,
etcétera), que nunca llegó a tener sólidas estructuras. Los
radicales camparon por su cuenta y los de Acción Repu
blicana igual.
Mención particular merece el partido socialista. Ya he
mos visto que optó por no ponerse de frente a la Dictadu
ra, a cambio de conservar las posibilidades de acción legal.
Por consiguiente, cuando llegó 1930, era un partido per
fectamente estructurado, el único partido de «masas» exis
tente en España, y la U. G. T. había pasado de 208.000
afiliados a 220.000. Durante años, el partido socialista no
se opone de hecho a la Dictadura, sino por tibias y espa
ciadas notas. A las pocas semanas del golpe de Estado,
Manuel Llaneza, dirigente socialista de los mineros astu
rianos, fue a Madrid a entrevistarse con Primo de Rivera.
Cuando en 1924 la Dictadura deshace el Instituto de Re
formas Sociales y crea para sustituirlo un Consejo del
Trabajo, los socialistas (siempre a través de la TJ. G. T.)
envían sus delegados al nuevo organismo, como a cualquier
otro para el que sean invitados. Por este engranaje se llegó
0 129
lógicamente a la participación de Largo Caballero en el
Consejo de Estado (como representante obrero del Consejo
de Trabajo). Una fracción en el seno del partido socialista,
representada principalmente por Indalecio Prieto (que di
mitió su puesto en la Comisión Ejecutiva) y Fernando de
los Ríos, combatió este comportamiento.
Cuando en 1926 se crearon los Comités paritarios y la
Comisión interina de Corporaciones, la U. G. T. colaboró
también (sus representantes fueron Largo Caballero y
Saborit).
Esta colaboración nada tenía que ver con la táctica de
«caballo de Troya», ni estaba hecha para contrapesar en
apariencia una acción distinta o conquistar «bastiones». Era,
simplemente, la creencia de que no estando en condiciones
de luchar victoriosamente contra el Poder, era preferible
colaborar con él, obtener alguna que otra pequeña con
cesión, salvar las estructuras de la organización y evitar
represiones.
Ni el partido socialista ni la U. G. T. participaron en las
conspiraciones de 1926 y 1929. La élite dirigente (Besteiro,
Largo Caballero, Saborit, Trifón Gómez, Lucio Martínez;
Pablo Iglesias había muerto en 1925) consiguió que el Con
greso socialista de 1928 aprobase su política. Pero el año
1920, esa misma élite fue puesta en minoría en la reunión
conjunta de los Comités nacionales del partido socialista
y de la U. G. T., en la que se acordó rechazar la invitación
del Gobierno de enviar cinco delegados de la U. G. T. a la
Asamblea Consultiva. La mayoría de los «colaboracionis
tas» de años anteriores (a excepción de Besteiro, que votó
por el envío de los delegados) dio un giro de ciento ochenta
grados a su política. La consecuencia fue una resolución
que cambiaba todas las relaciones del partido socialista
con el Poder, que negaba la legitimidad y se planteaba
abiertamente la conquista del Poder: «Nosotros aspira
mos para realizar nuestros fines a un Estado republi
cano de libertad y democracia, donde podamos alcanzar la
plenitud del poder político que corresponde a nuestro po
der social. Queremos ser una clase directora de los desti
nos nacionales y para eso necesitamos condiciones políti
cas que nos permitan llegar democráticamente, si ello es
posible, a cumplir esa misión histórica.»
Jamás, desde sus años mozos (ni siquiera en 1917, como
hemos visto), se había planteado, en la letra al menos, el
130
partido socialista español su relación con el Poder conoe-
bida de esa manera. No obstante, una conferencia pronun
ciada por Largo Caballero un mes después dejaba entender
que su partido no se deslizaría por ninguna pendiente ex
tremista ni de ruptura violenta5.
La aceptación de la «legitimidad republicana de alterna
tiva» por antiguos monárquicos pertenecientes a clases
poseedoras, simbolizada en la actitud de Alcalá Zamora y
Miguel Maura, dio lugar a la creación por éstos del partido
que se llamó Derecha Liberal Republicana, cuya definición
está bastante clara en esas tres palabras. Sin pasar nunca
del género «partido de comités» o de «notables», agrupó
en torno suyo a cierta burguesía media urbana y rural, que
creía preferible un cambio de régimen para evitar una sub
versión social, es decir, cambiar el cómo se ejerce el Po
der, para no cambiar el para qué se ejerce.
El anarquismo había llegado casi sin alientos a 1923.
Vicisitudes que escapan al objeto de este trabajo aca
rrearon en 1924 el cierre gubernativo de sus locales y la
detención temporal de numerosos «cuadros». Como estruc
tura orgánica «dormitó» durante varios años. Sin embar
go, en 1927 tomó forma precisa el núcleo extremista y anar
quista que se había movido tantas veces en el seno de la
C. N. T., constituyendo la Federación Anarquista Ibérica
(P. A. I.) en una reunión clandestina celebrada en las pro
ximidades de Valencia.
Las élites de dirección comenzaron a moverse por aque
llos años, si bien algunos de sus miembros ya habían par
ticipado en la conspiración de «la noche de San Juan» en
1926. Discutieron entre ellos a propósito de los Comités
Paritarios (Pestaña a favor, Peiró y Carbó en contra). Des
de 1929 el Comité nacional de la F. A. I. se planteó como
objetivo el control de la C. N. T. Las diferencias internas
se agudizaron a propósito de la colaboración con los movi
mientos republicanos. Este entendimiento fue aprobado
por el Pleno de Regionales de la C. N. T., celebrado en no
viembre de 1930, pero la línea divisoria entre sindicalistas
y anarquistas «puros» se hizo más tajante de día en día.
La C. N. T. recobró su vida legal en 1930, lo cual no le im
pedía mantener subterráneamente una actividad conspira-
Grupos de presión
No habría mucho que añadir al capítulo precedente si
no fuera por la conveniencia de señalar la multiplicación
de acciones de estos grupos. La intervención creciente del
Poder en el dominio económico excitaba sin duda las pre
siones de los grupos. Además, la creación de organismos
de intervención económica (Comité regulador de la indus
tria algodonera, Consejo nacional arrocero, Consejo resi
nero, Comisión mixta del nitrógeno, etc., etc.), con la par
ticipación de las más importantes empresas, facilitaba la
acción de los grupos de presión 5 bis.
5 m» El preámbulo del Decreto-Ley de 8 de mayo de 1924 es
altamente significativo de la función que se asignaba ya al Es
tado en orden a la economía :
«En las bases del Real Decreto que se propone a Vuestra
Majestad está expuesto cuanto de intervención protectora pue
de desarrollar el Estado en servicio de la economía de un país.
Exenciones o reducciones tributarias, protección arancelaria,
ventajas de tarifación especial en los transportes terrestres y
marítimos, pedidos del Estado, conciertos con entidades indus
triales para la construcción y habilitación de grandes instalacio
nes adscritas a los servicios de defensa nacional y del régimen
ferroviario, auxilio de crédito, garantías financieras, colabora
ciones para vencer las dificultades de la exportación : todo lo
que con el poder económico es posible hacer para ayudar al
desenvolvimiento industrial del país.»
Hubiera sido más preciso decir «todo lo que con el poder po
lítico es posible hacer para ayudar al desenvolvimiento del poder
133
Mucho se ha hablado sobre presiones e influencias en la
política de concesiones económicas realizada aquellos años.
Sin entrar en tan resbaladizo asunto, cabe, en cambio, citar
otros hechos, cuya legalidad no se pone en tela de juicio,
pero que no expresan menos la importancia de esos gru
pos. Nadie ignora, por ejemplo, que el grupo financiero-
industrial Urquijo fue el que «pilotó» a Lewis J. Proctor,
delegado de la International Telephon and Telegraph Cor
poration para obtener en 1924 el monopolio de la Telefó
nica, en la cual, aunque de capital extranjero, participa
ron eminentes miembros de ese grupo (el marqués, por
ejemplo). La operación se completó con la creación de la
«Standard» en 1926.
Mucho se discutió la concesión del monopolio de venta
de tabaco en Ceuta y Melilla a favor de una compañía del
grupo March, pero precisamente este grupo entró luego
en conflicto con el Estado, a propósito de la craeción del
Monopolio de Petróleos.
Como ya habíamos apuntado, las compañías navieras lo
graron en 1924 una subvención de 26 millones de pesetas,
a repartir entre ellas según criterios que, por cierto, dieron
lugar a níás de una áspera polémica.
En cuanto a los de la Unión Carbonera, no cesaron de
quejarse. En 1927 consiguieron que se aumentase la jornada
de trabajo de los mineros (de siete a ocho horas diarias).
Reunióse un Congreso sindical minero, que decidió ir a la
huelga—como así se hizo—para conseguir que los salarios
permaneciesen invariables, así como las primas a los des
tajistas (entonces se era más sincero y no se decía «primas
a la productividad»). Consiguieron que no se rebajasen ni
unos ni otras, pero trabajaron la hora más. Y los prome
dios de salarios en el fondo de la mina—de fuente del Mi
nisterio de Trabajo—no acusan aumento alguno en el sala
rio por día de aquellos tiempos, a pesar del aumento de la
jornada.
La protección económica otorgada por el Poder a em
presas como la Sociedad de Canalización y Fuerza del
135
Elites de orientación
El tema enlaza con la última parte del párrafo anterior.
El «elitismo» aparece con toda su fuerza en España al ter
minar el tercer decenio del siglo. La rebellón de las masas,
que se ha ido publicando en El Sol en forma de folletón,
desde 1926, aparece en 1930 en forma de libro. El magiste
rio de Ortega se extiende cada día más, en cátedra y fuera
de ella, en la prensa, en Revista de Occidente, en los libros...
Se trata de la influencia de una personalidad, no de un
grupo; pero precisamente su doctrina «elitista» repercuti
rá en las conciencias de tantos jóvenes intelectuales for
jados en su magisterio, marcando huella indeleble en la
obra de más de una generación. Paradójicamente, es la
toma de posición activa de Ortega en las contiendas po
líticas de España, al ñlo de los años treinta, lo que contri
buyó poderosamente a acrecentar su influencia. Y es que
no hay que confundir la participación activa en la vida pú
blica (en el gran asunto de las relaciones entre Poder, so
ciedad y persona) en una coyuntura tan específica como
la que se produce a partir de 1929 con esta o aquella idea
sobre las relaciones entre el intelectual y la sociedad. El
protagonismo popular a partir de aquellas fechas incide,
sin duda alguna, en la dedicación más o menos importan
te de muchos intelectuales a la cosa pública; sin embargo,
la mayoría de ellos se habían rebelado contra los prota
gonistas de ayer sin comprender a los protagonistas del
mañana. En esa situación, la doctrina sobre el papel rector
de las élites venían como traje a medida a muchos profe
sionales del intelecto (a riesgo de que el traje se quedase
corto y estrecho algo más tarde). No obstante, la dedica
ción política se traduce en bastantes de ellos por su inte
gración dentro de los grupos que aspiran al ejercicio del
poder: Jiménez de Asúa, Negrín y tantos más, en el socia
lista; Sánchez-Albornoz, Honorato de Castro, Rioja, Mar
tín Echevarría, en el ya citado de Acción Republicana.
Otros conservaron su independencia y se limitaron a adhe
siones de orden general (ejemplo de primer orden, el de
Antonio Machado, que no fue más allá de una efímera
adhesión a la agrupación al servicio de la República; su
actitud inequívoca y rotundamente «anti-elitista» no se ex
presó jamás a través de formaciones políticas determina
das).
136
Pero la gran divisoria no era la de pertenecer o no a un
grupo político; la diferencia esencial para la historia de la
cultura española (y que escapa al objeto de este trabajo)
era entre la concepción que sostenía que el sistema de
ideas en vigor, las soluciones propuestas, etc., eran asunto
de una minoría selecta, y la concepción del primado de
los hombres sencillos como propulsores de la historia.
(Anotemos, aunque sólo sea de paso, que sin un esfuerzo
de comprensión del mecanismo dialéctico élite-base social
se llega, tarde o temprano, a un callejón sin salida.)
Limitándonos a los hechos escuetos, no es posible igno
rar la influencia que ejercieron en las postrimerías del
tercer decenio personalidades tan robustas como las de
Unamuno, Marañón..., como un Valle-Inclán, antaño tra-
dicionalista y ahora despiadado crítico de valores e ins
tituciones tradicionales, tanto en sus «esperpentos» como
en sus novelas—no menos «esperpénticas»—del Ruedo Ibé
rico.
Al acabar este decenio el Ateneo, presidido por Marañón,
luego por Azaña y siempre con Luis de Tapia regentando
la secretaría (de 1924 a 1931), entró en primera fila de la
acción política. De hecho fue un grupo organizado que se
utilizó incluso por los poderes de hecho que entonces sur
gieron, como lugar de reunión, centro de reclutamiento, etc.
Las decisiones
El Poder se expresa, como sabemos, por decisiones; la
naturaleza de éstas revelan la naturaleza de aquél. ¿Cuáles
son las decisiones esenciales del Poder en el período 1923-
1930?
En primer lugar, y por primera vez, puede hablarse de
una política económica. El Estatuto Ferroviario de 1924
inaugura la época de las inversiones públicas. De hecho,
las empresas privadas del ferrocarril (en las que partici
paban la banca, la nobleza con el duque del Infantado a la
cabeza, las «grandes familias» y no pocas «familias polí
ticas» de la Restauración) se convertían en empresas mix
tas, con las ventajas estatales, pero sin ninguno de los
inconvenientes. Pero más que el hecho en si interesa dejar
constancia del principio de participación estatal en unión
de empresas de tendencia monopolista. Estas inversiones,
137
las de los monopolios oficiales (hay que registrar la im
portancia del monopolio de petróleos), las de obras públi
cas, las de las exposiciones de Barcelona y Sevilla, etc.,
acarrearon cuantiosas emisiones de la Deuda pública.
La protección decidida del Poder a las grandes empresas
se manifestó igualmente por las subvenciones ya mencio
nadas a las compañías navieras. Un Decreto-ley de 1924
amplió la ley de Protección Industrial de 1917 y concedió
una serie de exenciones para importación de maquinaria.
Los aranceles elevaron todavía más sus barreras protec
cionistas por sucesivas reformas de 1926, 1927 y 1928, per
mitiendo, entre otras cosas, una desarrollo artificial de la
siderurgia en poder de un puñado de empresas (y fami
lias).
En los últimos años de este período, cuando quebró el
valor de la moneda, se crearon el Centro Regulador de
Operaciones de Cambio (1929) y el Centro de Contratación
de Moneda (1930), cuyo valor de antecedente es mayor que
el que tuvo de eficacia momentánea, asaz menguada.
Ya hemos mencionado diversos otorgamientos de primas,
favores, subvenciones, etc.; lo que Fernández Almagro ca
lificaba de «política costosísima y mucho menos justifica
da (que las Confederaciones Hidrográficas) de avales, an
ticipos, concesiones y beneficios de toda clase...»6.
En suma, lo que interesa retener es que el Poder ya no
se limita a mantener, con su fuerza coactiva y moral, un
orden establecido y legitimado de relaciones de produc
ción, sino que entra en la fase activa de cooperar mediante
inversiones, subvenciones, ayudas administrativas, grandes
pedidos (baste pensar en las construcciones navales, telé
fonos, ferrocarriles, etc.), con las grandes empresas que
concentran bajo su poder las industrias y servicios clave.
De esa manera, el Poder reviste un matiz social (en el sen
tido científico de adscripción a una clase o capa social, no
en el sentido vulgar, que confunde social y laboral o del
trabajo) todavía más preciso y desde luego más a tono con
las concentraciones oligárquicas por el vértice de los tiem
pos modernos que el Poder «defensor de la propiedad»
de los tiempos de Cánovas.
La caracterización social del Poder por omisión y simple
mantenimiento de la estructura establecida se manifiesta
8 Fernández Almagro : Op. cit., p. 496.
138
por lo que podríamos llamar su vertiente agraria. Es, des
de luego, fenómeno digno de reflexión que la innegable
industrialización del período 1923-1930 no encuentre una
línea paralela en el orden agrario (en 1930 todavía la po
blación activa agrícola era el 45,51 por 100 del total, la
industrial el 26,51 por 100 y la de servicios el 27,98 por
100). El campo español continuó como un siglo atrás. Y si
la U. G. T. conservó sus organizaciones en las ciudades,
las «sociedades» de los obreros agrícolas andaluces y ex
tremeños tuvieron su vida y actividades suspendidas du
rante la mayor parte de este período. Que la cuestión agra
ria en las zonas latifundistas siguiera siendo, como en
tiempos de González Bravo, un «problema de Guardia Ci
vil» es algo que da a reflexionar sobre la naturaleza del
Poder. Sin duda alguna, las organizaciones rurales de la
Unión Patriótica y los «delegados gubernativos» contribu
yeron mucho a esta especie de impermeabilidad agraria a
los tiempos modernos. En cuanto a las zonas de minifun
dio y de arriendo, calcúlese en qué situación estarían cuan
do, según los datos fiscales de 1929, había 1.026.412 peque
ños propietarios y labradores arrendatarios que ganaban
menos de una peseta diaria en las zonas catastradas (un
probable margen de fraude fiscal no desnaturaliza lo irri
sorio de los ingresos).
Es también muy significativa la frustración de la refor
ma fiscal proyectada por Calvo Sotelo (como consecuencia
de un «Indice» general de iniciativas formulado por Primo
de Rivera), de la que ya hemos hecho mención.
Esta reforma se proponía una relativa unificación de
impuestos, la creación de un gravamen de consumos de
lujo, un impuesto complementario sobre las ganancias y
un aumento de gravámenes para los propietarios rústicos
en razón directa al mal aprovechamiento de la tierra. Era
más de lo que estaban dispuestos a soportar los eventua
les «perjudicados», que en breves meses bloquearon con
sus presiones el proyecto, el cual pasó al capítulo de bue
nas intenciones abandonadas.
El Poder se ponía, en cambio, a tono con los tiempos
modernos por su propensión a intervenir directamente en
la vida política por el juego de organizaciones aparente
mente independientes, pero teleguiadas: ése fue el caso
de la Unión Patriótica. Hay, empero, el intento de «ma
nipular» la opinión, que se observa también en la creación
139
de un periódico oficioso (La Nación) y, en sentido res
trictivo, en el mantenimiento de la censura de prensa
(pero no de libros) durante todo el tiempo que duró el
gobierno de Primo de Rivera.
El intervencionismo, que traslucía una tendencia (no
cumplida) de imitar o adaptar experiencias del fascismo
italiano, se manifiesta también por la creación de los co
mités paritarios y, sobre todo, la creación, por Decreto-ley
de 26 de noviembre de 1926, de la Organización Corpora
tiva Nacional, con una Comisión interina de corporaciones
que funcionó en el Ministerio de Trabajo. Pero no dejaba
de ser paradójico que en aquellos organismos estuviesen
los representantes de la U. G. T.: Largo Caballero y Sabor
rit como titulares y Trifón Gómez y Manuel Cordero como
suplentes. Han transcurrido más de cuarenta años y aún
resulta difícil un diagnóstico sobre aquel hecho. Probable
mente el Poder intentó siempre contemporizar con la Or
ganización Sindical, que le parecía mas estructurada y
representativa, tal vez con la esperanza de poder integrar
la más tarde en unos planes constituyentes que nunca pa
saron del estado de anteproyecto.
Obsérvese que la adhesión no era obligatoria, hasta el
punto de que en Cataluña nunca tuvieron vida las cor
poraciones.
En fin, cuando el Poder intentó «volver a 1923» se vol
vió también al uso de la manipulación electoral (innece
saria durante seis años y medio por haber adoptado el
método más expeditivo de suprimir toda participación del
Poder por la vía de elección de representantes, con lo
cual los ciudadanos se transformaban en subditos). Y no
deja de tener su punta de picante la ingenuidad de los pla
nes de «organización de las elecciones y relaciones del
Ministerio con los candidatos» de Montes Jovellar, subse
cretario de Gobernación del Gobierno Berenguer, encar
gado como experto de tarea tan tradicional7.
Este señor da por segura la elección de 111 conserva
dores (de ellos, 18 de La Cierva), 70 liberales (divididos en
151
r
IV. PRIMERA ETAPA DE LA REPUBLICA
(1931-1933)
Cortes y Constitución
Dado el carácter excepcional de este período, conviene
hacer un previo y somero examen del que fue organismo
constituyente, de su composición y del texto constitucio
nal de él, que nos facilite el conocimiento de la situación
1 Sobre la representatividad social de estos diarios, es intere
sante el criterio de A. Ramos Oliveira: Historia de España,
tomo III, pp. 33-35 Méjico, 1954.
155
de las élites y de los vínculos que tuvieren con sus respec
tivas bases sociales.
El artículo 2 del Decreto de convocatoria (3 de junio
de 1931) declaraba que las Cortes tendrían «el más amplio
poder constituyente y legislativo». En espera de la nueva
Constitución tendrían también la facultad de «nombrar y
separar libremente la persona que haya de ejercer, con la
jefatura provisional del Estado, la presidencia del poder
ejecutivo». El preámbulo del Decreto de convocatoria pre
cisaba igualmente que las Cortes tendrían la tarea de ela
borar el Estatuto de Cataluña.
Los monárquicos decidieron no presentar candidaturas.
Era, pues, un primer gesto de disentimiento de la nueva
legitimidad2. En cambio, los tradicionalistas presentaron
sus candidaturas, así como numerosos sectores de la dere
cha. El Debate estimaba que «la abstención y la violencia»
eran los mayores peligros para «los elementos de orden».
Naturalmente, en un período constituyente la idea del
orden que se identificaría con el nuevo Poder tenía forzo
samente que ser algo fluida.
En las elecciones del 28 de junio de 1931 se expresaron
4.348.691 sufragios, lo que representó el 29,86 por 100 de
abstenciones. El número de abstenciones era inferior al
de las elecciones municipales del 12 de abril (33 por 100)
Su clasificación regional nos permite aventurar la impor
tancia que en el abstencionismo tuvo el anarco-sindicalis
mo: Málaga (capital), 52,84 por 100 de abstenciones; Sevilla
(capital), 42,03; Barcelona (capital), 37,90. En cambio, cir
cunscripciones de tónica netamente moderada y conserva
dora dieron altos porcentajes de participación electoral:
Palencia, 87,93 por 100; Soria, 87,31; Segovia, 86,71; Avila,
85,61; Navarra, 83,52; Guipúzcoa, 85,55; Solamanca, 79,55,
etc., etc. En Madrid las abstenciones fueron más numero
sas que el 12 de abril (32,03 por 100 contra 31 por 100) 3.
Las elecciones, después de la convalidación de actas, die
ron por resultado la siguiente composición del Parlamento
Grupos de presión
Muy poco cabe añadir al panorama de los capítulos pre
cedentes. La presión se ejerce de muy diferentes maneras,
según quiénes sean los que ejercen el Poder y según la ma
nera cómo lo ejerzan, pero los grupos persisten natural
mente en sus objetivos. El bloque patronal, los sindicatos
U. G. T. y C. N. T., etc. Ahora bien, los patronos presionaban
ahora desde fuera, por así decirlo, o sobre parlamentarios
y altos funcionarios más o menos afines; la U. G. T. presio
naba desde dentro y evitaba las huelgas dentro de lo que
le era posible a su dirección, mientras que, por el contrario,
la C. N. T. y los comunistas procuraban acentuar la presión
huelguística... Y así sucesivamente.
Hay ejemplos netos de actuación de antiguos grupos de
presión, como el Instituto Agrícola San Isidro, de los propie
tarios catalanes, actuando conjuntamente con la C. E.D. A.
Aunque las élites empresariales no estaban dentro del
Poder, la fragilidad de éste permitía y estimulaba las acti
vidades de aquéllas a través de sus grupos de presión. Cite
mos, por ejemplo, la obtención de una subvención anual
de 1.600.000 pesetas para los patronos de la industria textil,
por el Comité Industrial Algodonero de Barcelona; la con
tinua acción de los grupos hulleros; las presiones ejercidas
18 bis Según Santiago Galindo Herrero, cuyo libro Historia
de los partidos monárquicos bajo la segunda República (Madrid,
1954), es de consulta esencial para este tema, hay un «período de
reagrupación» de fuerzas monárquicas, que se sitúa entre abril
de 1931 y agosto de 1932. La presencia en Renovación Española,
ya en el segundo período, de personalidades de las élites clási
cas, define bien su significación. Del libro citado y del de An
tonio Lizarza Iribarren : Memorias de la Conspiración (Pamplo
na, 1953), se desprende la existencia desde 1931 de embriones de
poderes de hecho, que no aceptaron nunca la legitimidad ins
taurada entonces.
171
y las campañas de prensa de las compafüjasje^roviar^s. . .
EST9337ÍO que noy parece normal "bajo el nombre de «co
mercio con el Este» no se realizó por las presiones de la
Unión Nacional de Exportación Agrícola (que exigía vender
sus productos), los industriales del Norte (que querían que
se vendiese su material ferroviario), los hulleros (que no
aceptaban la importación de antracistas) J9. La decisión ne
gativa fue, en realidad, la resultante de las líneas de fuerza
de todos esos grupos de presión.
El grupo de presión papelero acrecentó, si cabe, su acción.
Así, cuando en 1933 otro grupo de empresa, el de «Prensa
Española», consiguió importar papel para sus periódicos, el
grupo de la «Papelera Española» ordenó parar en seco la
producción de la «Papelera del Oarso», que le pertenecía,
para amenazar al Gobierno con una crisis del papel si per
mitía las importaciones hechas por el grupo de «Prensa
Española».
Caso notorio fue también el de la «Unión de Viticultores
y de Cultivadores de Caña de Azúcar», que consiguió impe
dir, en 1932, el voto de una proposición de ley encaminada
a autorizar las importaciones de azúcar para las industrias
conserveras.
Y no hablemos de viticultores y bodegueros, que llegaron
a organizar entre los diputados un grupo de partidarios del
«Estatuto del Vino».
.Seria inacabable la lista de ejemplos de ..actividad deJLos.
jjrupos de presión frente a un Poder indiscutiblemente frá
gil, con instrumentos a su disposición todavía más frágiles.
Naturalmente que, mientras hubo ministros socialistas, e»
el Poder, también los~sindicatos U. G. T. ejercieron su pre
sión desde dentro,' pero no para subvertir las relaciones de
producción, la legitimidad social (puesto que los socia
listas colaboraban eon un Gobierno al que llamaban «bur
gués», no con su programa, sino para ser «gerentes», como
hubiera dicho León Blum, del sistema establecido). La pre
sión se ejercía para obtener ventajas en los jurados mixtos,
contratos de trabajo, gestiones municipales, etc. Cabe señalar
en ese momento una acción de presión recíproca: las orga
nizaciones U. G. T. de base presionaban sobre sus «cuadros»
que ocupaban puestos de responsabilidad en el Estado, y
" J. A. de Oropesa : Las relaciones comerciales entre Espa
ña y Rusia, «Blanco y Negro», Madrid, 22 de octubre de
1933.
na
éstos, a su vez, y los organismos de dirección, recomendaban
y presionaban sobre sus afiliados para frenarlos y que no
les causasen mayores complicaciones20. Utilizando nues
tros esquemas lineales pueden trazarse varias líneas de
. fuerza que actúan sobre los órganos de decisión del £oder :
una fuerza a), que viene de las organizaciones sindicales
de base; otra b), que viene de los grupos políticos más
moderados que colaboraban con los socialistas en el Go
bierno y en la mayoría parlamentaria; una tercera c), de
los consejos técnicos de los funciones, etc., y una d), de los
grupos de presión socialmente opuestos, a través de amena
zas, campañas de prensa, despidos o suspensiones de pro
ducción, exportación de capitales, etc. Es obvio que la fuer
za a) era tan sólo un componente del complejo de fuerzas
que determinaban la resultante.
En cambio, desde que los socialistas dejaron de participar
en el Poder, la UGT se convirtió en un grupo de acción de
acentuada violencia.
Cabría hablar de otros grupos de presión, como la franc-
masonería,
□nería, entre los grupos llamados vocacionales. Nadie
ignora que mandos militares muy importantes, designados
por el Poder republicano en 1931, pertenecían a la franc-
así como numerosos ministros y ;
Por desgracia, las pasiones de unos y otros han enturbiado
el tema, hasta el punto de no poder operar con datos obje
tivos y con la necesaria pluralidad de fuentes, como puede
hacerse, por ejemplo, para el período 1815-1833. Por otra
parte, surge en el investigador la duda sobre la cohesión
de dicha entidad, al comprobar que a ella pertenecían hom
bres políticos cuyas decisiones de poder son radicalmente
diferentes y hasta contradictorias. Para limitarnos al pe
ríodo que nos ocupa, podemos señalar esas divergencias,
por ejemplo, entre un Azaña o De los Ríos y un Lerroux
o un Hidalgo o un general López Ochoa. Hay una hipótesis
de trabajo a hacer sobre la influencia de la franc-masonería
en los órganos de Poder de 1931 a 1933, pero repetimos
nuestra incapacidad para salvar su alcance.
La cuestión de las élites de orientación durante este pe
ríodo merecía un estudio detallado que no tenemos tiempo
de abordar aquí ahora y que remitimos para otra ocasión.
so En 1932, J. de Asúa se queja de que «la burguesía... incum
ple las leyes del Ministerio de Trabajo... y el socialismo calla
o aconseja calma a sus huestes doloridas». Op. cit, p. 93.
173
Pensamos que lo más fundamental es la diferencia entre
élites «elitistas» y élites vocacionalmente vinculadas a bases
sociales.
Verdad es que un examen analítico nos obliga a ser más
prolijos: por ejemplo, es imposible ignorar la acción de una
élite que se expresa a través del movimiento y de las pu
blicaciones de Acción Española. Ramiro de Maeztu, Víctor
Pradera, José María Pemán, Saínz Rodríguez y muchos más
reelaboran doctrinas de «restauración social», que servirán
de cimiento a la «legitimidad de alternativa», de carácter
tradicional, «basada en la autoridad del pasado», según el
clásico tríptico de Max Weber.
Habría que examinar igualmente la dispersión del grupo
«Al Servicio de la República», quedando la figura señera
de Ortega, impregnada de fuerte criticismo, cada día con
mayor irradiación en los medios intelectuales, pero con
menor en el mecanismo de la política, donde seguramente
echó de menos el vigor de una burguesía moderna a la que
hubiera podido servir de mentor. Unamuno, más crítico
todavía, desfasado de la conflictiva contemporánea, irradió
mucho menos que en los años treinta. Sánchez-Román, otro
posible «consejero del Príncipe» de una clase empresarial
moderna, se encontró aislado en el estrecho círculo que
dio vida a un Partido Republicano Nacional.
La indiscutible virulencia del choque social en aquellos
años desconcertó, en parte, la acción de esas élites, así como
la de aquella que procedía de la Institución Libre de Ense
ñanza, que un estudio detenido podría dividir en varias
ramas 21. El sistema de ideas y valores de estas élites no en
contraba adecuación en la realidad cambiante y agitada de
la sociedad.
La presencia de minorías intelectuales que se integra, a
veces sólo por su obra y a veces por ella y su protagonismo
político, en el plano más vasto de la conciencia multitudina
ria, es probablemente un hecho importante, aunque no
exento de precedentes (Galdós, Clarín, etc.). Sería imposi
ble silenciar la aparición en la prensa diaria, a partir de
1934, del Juan de Mairena, de Machado; el alcance de la
obra de Lorca, no sólo en sus grandes tragedias Bodas de
sangre y Yerma, sino en su enlace con las bases sociales
mediante las puestas en escena de ciertos clásicos por La
21 Mencionemos, no obstante, la continuidad de la labor peda
gógica, por ejemplo, de un Castillejo o de un Jiménez Frau.
174
Barraca; el giro de la obra poética de Alberti a partir de
1933... A partir de ahí se están gestando las élites que no
I querrán ser élites, sino sencillamente vanguardias (la van
guardia otea, avizora, previene, despeja el camino, aguanta
las primeras escaramuzas, toma incluso decisiones en su
pequeño radio de acción, pero no tiene el supremo poder
decisorio).
Habría que mencionar las publicaciones de élites de orien
tación. A Revista de Occidente, y Acción Española hay que
sumar Cruz y Raya, dirigida por Bergamín (hijo); Leviatán,
dirigida por Araquistain; Octubre^ dirigida por Alberti...
181
V. HACIA LA REPUBLICA MODERADA
Decisiones y conflictos
El exponente del esfuerzo conjugado de participación en
el Poder e influencia de los sectores con poder económico
en el sector primario (agricultura), es el Decreto de 11 de
febrero de 1934, por el que 28.000 agricultores eran desahu
ciados de tierras dedicadas a cultivos intensivos. La apli
19a
cación de esta Ley creaba un serio problema, sobre todo
en Andalucía. Otro Decreto, promulgado cinco días más
tarde, suspendía la revisión iniciada de rentas a pagar por
los arrendatarios rústicos. De hecho—y a veces de dere
cho—, quienes tenían el poder económico en el campo ejer
cían el poder a secas; los órganos del Poder a ese nivel se
guían un reflejo tradicional de estar al servicio de las re
laciones de producción jurídicamente protegidas. Vinieron
entonces los bajos salarios, aquella situación que hizo es
cribir al vizconde de Eza8—refiriéndose precisamente a
1934—que había 150.000 familias campesinas en la miseria.
No se respetaban los salarios mínimos agrícolas de 5,50 pe
setas, se suprimían empleos eventuales, etc. Dos años más
tarde el jefe de la C. E. D. A. decía sobre el particular:
«Fueron muchos los patronos y terratenientes que cuando
llegaron las derechas al Poder revelaron un suicida egoís
mo, disminuyendo los salarios, elevando las rentas, tratan
do de llevar a cabo expoliaciones injustas y olvidando las
desgraciadas experiencias de los años 1931 a 1933.» Desde un
punto de vista estrictamente sociológico, eso no era más
que la respuesta a la cuestión clásica ¿quién tiene el Poder?
Pero esas decisiones chocaron numerosas veces con el
poder de hecho de los sindicatos de la Federación Española
de Trabajadores de la Tierra (U. G. T.), que contaba con
varios cientos de miles de afiliados. El conflicto dio lugar
a una prueba de fuerza: la huelga de campesinos en el mes
de junio.
Una decisión de consecuencias en cuanto implicaba la
reintegración en la estructura administrativa del Poder y
en sus instrumentos de coerción a personas a quienes se
había considerado discrepantes de la legitimidad de 1931
fue la ley de Amnistía, votada el 21 de abril. Su promulga
ción dio lugar a una fricción entre el jefe del Estado y el
jefe del Gobierno, publicándose con una nota sin refrendo
ministerial, en que el presidente de la República exponía
su punto de vista (interpretación laxa del art. 83 de la
Constitución, pero sin ninguna fuerza de obligar, según el
artículo 84). Dicho roce provocó la crisis, solventada por la
formación del Gobierno Samper.
La ley de Amnistía tenía indudable alcance en relación
8 En su libro Agrarismo (1936), citado en Oerald Brenan,
The Spanlsh Ldbyrinth, Cambridge (tercera edición, 1960), pá
ginas 275 y 296.
13 193
con las élites, porque se refería a numerosos miembros del
estamento noble, sancionados en el verano de 1932, y a
otros de la élite económica incursos en actos considerados
como delitos financieros, tales como la evasión de capitales.
En fin, y en el estricto sentido de punto de referencia
sobre la proyección de líneas de fuerza desde el Poder, es
preciso reseñar la ley de 15 de marzo de 1934 aumentando
en mil plazas (y diez de tenientes) las plantillas del Cuer
po de Seguridad, Secciones de Vanguardia (comúnmente
llamado de Asalto) y en mil doscientas las plazas de segun
da de infantería del Cuerpo de la Guardia Civil.
Un serio conflicto entre el Poder central y el poder au
tónomo de Cataluña se inició con motivo—o pretexto—del
voto de la ley de Cultivos por el Parlamento catalán, que
convertía la rábassa morta en censo enfitéutico, daba al
arrendatario el derecho a comprar la tierra después de
dieciocho años de cultivarla (así como los de tanteo y re
tracto) y creaba un tribunal arbitral paritario de propieta
rios y cultivadores. En Cataluña la «Esquerra» había ganado
las elecciones municipales, y tras la muerte de Maciá (di
ciembre de 1933) había sido elegido Companys presidente
de la Generalidad. Este partido estaba en el Poder (gobier
no autónomo), y su sector más intransigente—«Estat Cata-
lá»—tenía el mando de los servicios de orden público y hasta
una fuerza «paralela» los escamots (dentro de Cataluña
estaba en conflicto permanente con el «poder de hecho»
en potencia, que representaba la C. N. T. bajo la élite de
dirección anarquista).
Las fuerzas del poder económico de Cataluña (a través
de la «Lliga») y los grupos de presión, como el Instituto
Agrícola de San Isidro, pidieron al Poder central que en
tablase ante el Tribunal de Garantías Constitucionales re
curso de inconstitucionalidad contra dicha Ley. Así lo hizo
el Gobierno Samper, como uno de sus primeros actos, ini
ciándose un largo período de conflicto y negociaciones que
escapa cronológicamente a nuestro trabajo. El asunto des
bordaba las fronteras de un pleito de Derecho constitucio
nal para penetrar en el volcánico territorio de los grandes
enfrentamientos políticos del país.
Un cronista nada partidario de la Generalidad, Fernán
dez Flórez, decía sin embargo : «La primera verdad en este
asunto es que, otorgada la autonomía a una región, no es
posible negarle el derecho a legislar sobre sus problemas
194
peculiares, específicos, que son el acento de su carácter y
que tienen una fuerza esencial poderosa, como la de aque
lla que se refiere a la propiedad de la tierra.» vy-W**"^1
En el marco estrictamente catalán el problema podía
ser planteado así; los propietarios no participaban en el
poder político de la región, pero, en cambio, tenían la po
sibilidad de ejercer una presión sobre el Poder central,
cosa que hicieron. <£ 't -.Vv
Üna constelación de poderes de hecho dominaba el ho
rizonte nacional: a la concentración de las Juventudes de
Acción Popular aclamando a su jefe (Gil Robles) en la
lonja de El Escorial respondían los sindicatos madrileños
con la huelga general. El verdad, el consenso era cada día
más frágil y la incertidumbre sobre la C. E. D. A. no ha
cía sino aumentar esa fragilidad. En efecto, no era tampor
co la menor paradoja que, mientras ese partido apoyaba
al Gobierno y pedía el Poder por la vía constitucional, el
presidente de sus Juventudes visitase a Alfonso XIII. Sin
duda, era un grupo político muy heteróclito. Comentando el
hecho, ha escrito José Plá: «En su mismo partido el se
ñor Gil Robles se encuentra sometido a postulaciones con
tradictorias. El grupo valenciano, representado esencialmen
te por don Luis Lucia, es de un republicanismo que no
puede discutirse. El grupo que podríamos llamar aragonés
—para subrayarlo con una denominación geográfica—, y
uno de cuyos más destacados representantes es don Ra
món Serrano Súñer, parece tener de la situación política
una visión de onda mucho más larga, mucho menos some
tida a las necesidades de la política inmediata. La unidad
de la C. E. D. A. es, pues, muy precaria, siempre que no
se trata de salir del paso, con la concesión caritativa de
un voto de confianza»9. Sin embargo, entonces como siem
pre existía en cada grupo estructurado el problema de las
élites. Y la función de las élites se define por el carácter
de sus decisiones.
Es, pues, empresa ardua, una definición exacta de quién
tenía el Poder en aquellos primeros meses de 1934, cuando
expiraba el primer tercio de nuestro siglo. La situación de
los mismos órganos del Poder era extremadamente fluida y
el consenso nacional parecía fraccionarse en múltiples sec
tores o pedazos. Apuntaba el alba de los poderes de hecho.
• José Plá : Historia de la Segunda República, tomo III, Bar
celona, 1941, p. 180.
\ 195
VI. UNAS CONCLUSIONES QUE
NO LO SON
207
INDICE
Págs.
Introducción 7
¿Qué entendemos por Poder? 8
Grupos de presión 16
I. El poder y las élites en la Monarquía parlamentaria. 21
Primer período: 1901-1916 21
Conflictos y decisiones 56
II. El Poder y las élites en la Monarquía parlamentaria. 71
Segundo período: 1916-1923 71
Los Gobiernos 73
El Parlamento 74
Modificaciones en las élites 78
Los partidos políticos 84
La Iglesia 90
Protagonismo castrense 90
Grupos de presión 97
Elites de orientación 100
Las decisiones 104
Conflictos de Poder 108
III. De la Dictadura a la República (1923-1931) 115
Los Gobiernos 118
Las élites y el Poder 120
Administración y Ejército 123
Los partidos 126
Grupos de presión 133
Elites de orientación 136
Las decisiones 137
Los conflictos de Poder 141
209
Págs.
IV. Primera etapa ra la República (1931-1933) 153
Cortes y Constitución 155
Los Gobiernos y las élites 159
Los grupos políticos 168
Grupos de presión 171
Las decisiones socioeconómicas del Poder 175
El Poder y los poderes autónomos regionales ... 177
Los conflictos de Poder y la ruptura del con
senso 179
V. Hacia la República moderada 183
Evolución de partidos, grupos, etc 189
Decisiones y conflictos 192
VI. Unas conclusiones que no lo son 197
210
Acabóse de imprimir este libro
HISTORIA Y REALIDAD DEL PODER
(El Poder y las «élites» en el primer
tercio de la España del siglo xx),
de Manuel Tuñón de Lara,
en los talleres Artes Gráficas Benzal,
de Madrid, el día 28 de junio de 1967.