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UN HOMBRE TAN CABAL

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Incluso las historias no contadas tienen un principio. La de Apple


empieza así. Nació en la Capital de Mendoza, el 21 de febrero de 1982.
Su padre, Juan, pertenecía a una familia bautista, y, como tal, era pastor.
Su madre, en cambio, procedía de un entorno más rural.
Juan se dedicaba al cultivo de la patata y su familia estaba repartida
entre la provincia de Mendoza y la de San Juan. Había enseñado a leer a
Apple con la Biblia, principalmente con el Éxodo, Jeremías 9:1-9, que
advertía las consecuencias de los mentirosos y señalaba su destino en el
infierno de no complacerse de la benevolencia del Espíritu Santo. Juan
creía, como tantos otros, que las Escrituras serían la fuente ideal de
inspiración para miles de cuentos que consistían en juegos de memorias.
Lo consideraba el «Libro de Libros».
Apple quería hablar: a veces, no se animaba. El temor de que su
padre lo señalara como irrespetuoso solía ser un obstáculo a sus deseos.
Dueños de la vieja noble concesión que tenían por momentos, los nietos
de pastores bautistas escuchaban y no hablaban.
En casa de Apple, la luz se apagaba a las 20.30. Una vez dormidos los
niños, los padres se quedaban conversando. Una noche, Apple, escuchó
a su padre entrando a su cuarto. ¡Traía un paquete de galletas con
chocolates! Pero esta vez el sonido de sus pasos, parecido al de un pájaro
volando. Apple bailó mientras el pajarito volaba perdido. Esa misma
noche se contaron las anécdotas del día, vieron las noticias de las 10 y,
exactamente a las 23.30, leyó por última vez en el día las Sagradas
Escrituras. Se terminaba el tiempo de discutir y se cerraban los ojos.
Apple y su padre, yacína tirados largo a largo entre piernas, libros, entre
lo que sea.
Día a día, terminaba Juan preocupado por la imagen que daba hacia
los demás: era un ferviente cristiano y su devoción que preocupaba al
pueblo, por lo que se lo conocía desde julio del 1978. Todo empezó el día
que el destino lo llevó a un hospital donde, con piel de gallina, preguntó
sobre un amigo enfermo. Allí, conoció, por primera, a Dios, su dios. Al
comenzar cada día se colocaba sus zapatos viejos y luego se preparaba
un café americano, que rebasaba de la taza como un río desbordado.
Por otro lado, Apple era un gran admirador de su madre: ella le
enseñó la canción que dice algo así: pa-pa-ra-ra-pa-ra. Y él la repetía sin
cesar mientras se bañaba, antes de ir a la escuela. Apple juraba que no
sería como los otros compañeritos que querían ser abogados o
financistas. Él sería científico. Un científico eficaz para la población.
Juan veía con mal ojo el objetivo de Apple, que sano paseaba de un
extremo a otro por el laboratorio imaginario de su padre, donde el
ejemplar de Chéjov que guardaba compartiría un lugar de honor con las
adquisiciones posteriores: una coctelera del Ejército de Salvación, una

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biografía de William Burroughs, un diminuto mechero mañosamente
incrustado a una piedra hueca. Sí, el piso ya estaba resultando demasiado
abigarrado para Chéjov, teniendo en cuenta todas las porras, látigos y
tarros, por no hablar de esos especieros baratos de la calle Catorce que
se caían de la pared sin parar, y los copiosos cubos de agua fría que Juan
tenía en la cocina. En la cocina, Juan guardaba un arma de fuego. En un
descuido, Apple había disparado a su hermana en el ombligo y sus
padres acordaron internarlo. Apple realizó un tratamiento con
Dextroanfetaminas para curar su depresión severa. Al momento de
acostarse el sol en el oeste, Apple se tomaba el autobús 6 y se bajaba en
Garibaldi, la acrópolis más alta de la región de Cuyo, y, en el séptimo
piso A, se encontraba con el Dr. Sever, que poco a poco le bajaba la dosis
hasta llegar al mínimo recomendado de 5 mg por jornada. Gracias a esa
decisión, no hubo declive en la salud de Apple. El Dr. Server tuvo que
pelear con sus colegas y padres que le indicaban que el niño necesitaba
una dosis mayor, ya que, al parecer sufría un trastorno de déficit
atencional sin hiperactividad. Los padres tenían miedo de una futura
adicción de Apple; sabían que los padecientes de dicha enfermedad
mental son el mayor porcentaje de consumidores de cocaína o crack.
Pero, después de infinitos controles del cerebro y los órganos vitales, se
pronosticó un tratamiento correcto. El médico estaba en lo cierto: había
que disminuirle la dosis al niño. El psicólogo le aconsejó a los padres ir
a vivir a los Alpes suizos, donde podían encontrar la paz que el niño
necesitaba. Allí no había taxis. Allí las candentes mañanas no mueren
como en los campos. Tenía pensado vivir como en un cumpleaños: de a
colores, la primera comunión, el día de su boda; todos recuerdos.
Apple no había aprendido a cortar las hojas de los libros, aunque su
padre, desde un 30 de abril, le había indicado que lo realizara. Apple lo
consideraría un recuerdo banal. Analogías pomposas como redes fueron
creadas en un cuaderno que estaba vacío desde hacía dos años. Fue Juan.
Y se titulaba Sobre el Universo. Y un día, despertó Juan y se dio cuenta
de que su imagen personal era pronunciadamente vana. Era una manía.
Para peor, la revista secular más importante de la región marcó cuarenta
claves del porqué no existe Dios. Apple, tenía el valor de transformar la
depresión de la madre y el alcoholismo del padre en imágenes dulces,
cariñosas y compasivas. ¿Juan se permitiría dudar de Dios?

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Los primeros años de la adolescencia fueron para Apple de


curiosidad sexual: trazaba un círculo con una tiza y rodeaba a dos o más
chicas y chicos y hacía girar una botella en el centro. Cuando la botella
se detenía, dependiendo hacia donde apuntaba, los elegidos tenían sexo.
El primero en eyacular quedaba descalificado y por tanto fuera del juego.
El perdedor debía limpiar la casa de Apple: con una linterna en la mano
se sumergía a un océano de cigarrillos, agujas, mates, hierbas, restos de
comidas.
Con respecto al juego, Apple, vivo y despierto, tragaba dos pastillas
de Clomipramina para evitar la eyaculación precoz. De esa manera, se
aseguraba en ser el ganador. Pero su amigo Gonzalo lo descubrió
tomándolas y entonces se las compró y desde ese momento Apple y él
salían iguales: ambos eran ganadores. La compleja situación se resolvió
con un jurado de tres chicas: Mariela, Roxana y Martina. Decidieron que
si empataban debían chupárselas entre los dos varones. A Apple le
fascinó la idea. Pero llegó el momento en que se quejó de que Gonzalo
eyaculaba en su boca.
Un día se vengó. Se vengó con todo su corazón. Mientras le hacía
sexo oral a su amigo, le mordió el miembro. Luego, se corrió la bola de
que Apple castigaba hasta el punto de lo trágico. Cuando caminaba por
el barrio, hombres mayores y menores lo saludaban con reverencia.
Apple no podía estar más feliz. Era amado. Era temido. Era respetado.
Una mañana, volvió de la escuela y vio el rojo y azul del cielo. El sofá
donde se sentaban tenía tal vez esos dos colores. Apple se fumaba un
cigarrillo. Se lo fumaba sin afán. El humo azul envolvía su espectro gris.
Martina, la vecina, se lo echó directo a los labios. Eugenia, la hermana
de Martina, se arregló las uñas. Puta mierda. Siempre hace lo mismo
cuando está deprimida, pensó Apple. Luego Eugenia dijo que era un día
ideal para suicidarse. El día, repitió. Entonces agarró a Apple y se lanzó
a la otra azotea que quedaba más abajo y dio mil tumbos y vueltas. Subió
Pink, un hombre bajito pero muy delgado y de ojos hermosos; en sus
manos tenía un brandi. Pink introdujo su lengua y se le vio en los ojos la
experiencia de vida. Estaba inmerso en una sociedad concreta. Miró las
nubes del cielo y vio muchos penes. Eugenia se excitó y se llevó las
manos a la vagina y se manoseó. Nadie la vio. Pero el aire estaba
impregnado en sensualidad y falta de amor. Después intentó ser
vegetariana. Tampoco funcionó. Casi nada le funcionaba. Por último, se
metió a una liga que defendía las ballenas. Hasta donde sabía su madre
fue bautizada. También hizo la primera comunión en la Iglesia de
Jesucristo Obrera de la Santa Rosa Mística. Sexo: Perdió la virginidad en
un lugar poco común. Dirección: avenida Planchon. Enfermedades: las
de la niñez y alguna que otra infección pasajera, sin importancia.

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Experiencia laboral: mesera de bar, acomodadora en cine, alguna vez
vendió lotería, traductora.
De golpe, dong, dong, sonó el timbre. Era de nuevo el viejo que veía
los penes en el cielo. Esta vez trajo un poco de cocaína. No le importaba
mojarse con la boca los dedos y rascarse las fosas nasales. Daba
instrucciones al aire de cómo y cuándo debía soplar. Al poco rato, llegó
Esteban con un puñal de rosas que arrojó en la terraza. Cien flores en la
calle. Flores en el núcleo de las babas de Amarilla.
La lluvia. Empezó a llover y las gotas de lluvia mojaron la noche, las
manos, las flores de la calle. Lluvia. Más lluvia. La ciudad estaba casi
vacía. Apple permanecía inquieto. Sus amigos eran capaces de
desencadenar una fuerte descarga de endorfinas en el cerebro. Podía
considerarse como algo irracional, pero ellos lo lograban a buena
voluntad.

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Apple cumplió 17 años. Dedicó mucho tiempo a las apariencias.


Coleccionaba zapatillas Adidas; eran más de cien. No era presumido, no
creía serlo, pero las ansias de volver a ver a su amigo Arturo Diamante lo
atraían sin remedio hacia el espejo. Era curioso: se suponía que el amor
lo inducía a superar las limitaciones, pero, por lo que fuera, su amor por
Arturo Diamante solo lo limitó en lo personal. Era como si el universo
tratara de darle una lección. El reto de negarse a aprender. Fueron
tiempos en los que creía avanzar.
Un día, mientras poderosos acordes rasgaban los altavoces, Apple
sacó una caja negra y redonda de la balda del armario donde había
guardado la indumentaria de cuando era niño. Estaba sucia. La limpió
con un trapo de tela, pero la mugre, el polvo, no se iba: ¿acaso era un
regalo del destino? Sabía de la tradición criolla que indica que los objetos
empolvados son parte de su mente sucia. El doble de su mente. Aunque
sabía lo que contenía la caja, la visión del gorro de pieles del abuelo
nunca dejaba de provocar una sacudida de soledad que le recorría todo
el cuerpo. Lo único que le quedó a Apple era el sombrero. Le maravilló
descubrir que el sombrero ya no era de él. Era ajeno a su deseo.
Una mañana, cuando la madre entró a su habitación, Apple quiso
abrazarla, pero como el ángulo de sus cuerpos lo impedía, se conformó
con darle un puñetazo suave en el hombro; quedó mal, en absoluto como
la muestra de afecto que habría resultado en manos más expertas que las
suyas, de modo que lo transformó en un bailecito, lanzando puñetazos
al aire, fingiendo que la había golpeado por casualidad. Luego, Apple le
ofreció el sombrero, aunque era del universo.
Apple pasó el tiempo sin sobresaltos mayores y con apenas veintitrés
años se graduó en Medicina. Pero Apple era un joven que carecía de
sentido común y bebía gran cantidad. Si no inclinaba la silla del asiento
de plástico, inclinaba la lata de cerveza. Aquellos días eran una mancha
de calor y tan secos como la tiza. La cerveza mitigaba algo de la sequedad
del clima y hacía que se sintiera agradablemente húmedo por dentro,
brumoso y fresco como una mañana en las colinas. Pocas veces se
emborrachaba del todo, pero disfrutaba sintiéndose desvergonzado a la
caída de la tarde, mientras veía cómo el cielo empezaba a colorearse al
oeste de Mendoza, donde se notaban las cordilleras.
Hubo una vez que un tipo de mala vida al que todo el mundo se
disponía a ahorcarlo a la primera oportunidad, se emborrachó, perdió la
razón y una tijereta se le metió en el oído. El bicho no supo encontrar la
salida; se movió tanto que inquietó al médico. El borrachín convenció a
Apple de que intentara sacárselo. Apple hizo cuanto pudo con agua
caliente salada, y la población se indignó al descubrir que lo había
empeorado todo.

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Apple ya tenía veintitrés años. Viajaría a Cambridge con una beca en


las manos para una estadía de un año, con el propósito secreto de
inclinarse hacia la investigación de una enfermedad crónica y de sus
posibles curaciones con fármacos, o, de asistir al famoso seminario que
dirigía Jeffrey Masintow.
La directora, Elisabeth Curson, había hecho los preparativos para su
llegada con una solicitud minuciosa, atenta a todos los detalles. A las
nueve de la mañana del día siguiente, el avión atravesó tranquilamente
la línea de brumas y las verdes colinas de Inglaterra aparecieron bajo una
luz. La directora le había dado todas las indicaciones para que tomara el
ómnibus que lo llevaría directamente a Cambridge y se había excusado
varias veces por no poder recibirlo a su llegada: estaría durante toda esa
semana en Londres, en un congreso.
Apple tomó un taxi. El cab negro avanzó hacia la calle principal.
Cuando dobló a la izquierda pudo ver a ambos lados, por puertas de
madera entreabiertas y rejas de hierro, los tersos jardines y el césped
inmaculado y brillante de los colleges. La dirección que llevaba anotada
lo guió por una calle angosta y el auto dobló luego de un trecho en
Cunlife. El camino ondulaba ahora en medio de un parque imponente;
detrás de cercos de muérdago aparecían grandes casas de piedra de una
elegancia serena, que hacían evocar de inmediato las novelas victorianas
con sus tardes de té, partidas de cartas y paseos por los jardines. Vio,
finalmente, donde terminaba la calle, unas casitas uniformes mucho más
modesta aunque todavía simpáticas, con balcones rectangulares de
madera y de aspecto veraniego. La primera de ellas era la de Mrs. Norton.
Bajó los bolsos, subió la escalerita de entrada y tocó el timbre. Sabía por
la fecha de su tesis doctoral y de sus primeras publicaciones que
Elisabeth Curson debía rondar los cincuenta y cinco años. Cuando la
puerta se abrió se encontró con la cara angulosa y los ojos de un azul
oscuro de una chica alta y delgada, no mucho mayor que él, que le
extendió la mano con una sonrisa. Se miraron con sorpresa. Empezó a
explicarle todos los pequeños detalles. Mientras caminaba, abría cajones
y señalaba alacenas, cubiertos y toallas en una especie de recitado que
parecía haber repetido muchas veces. Apple se contentó con ver la cama
y la ducha.
Apple desempacó las pocas cosas que había llevado, apiló algunos
libros de historia y arte y unas copias de su tesis sobre el escritorio, y usó
un par de cajones para guardar la ropa. Horas después, Apple buscó a
Virgen. El taxista tartamudeó cuando le dijo que tenían que parar en el
cruce de St. John’s Street y Horvey Street para recoger a alguien. Apple
no alcanzó a distinguir sus palabras exactas, cubiertas por un
distorsionado acento cockney. La calle estaba abarrotada por el tráfico.

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Los autobuses de dos pisos sobresalían aquí y allá. Una cantidad
impresionante de adornos navideños pendía sobre la calle: esquemáticos
dibujos de ángeles y hojas de arbustos trazados con bombillas que se
reflejaban en los cristales de los vehículos. La maniobra de cambio de
carril para aproximarse a la acera fue respondida con bocinazos por los
demás conductores, obligados a acomodarse parachoques contra
parachoques para abrir camino.
Hacía un frío superior al que puede esperarse en Cambridge por esas
fechas. Y, según coincidían los pronósticos, las bajas temperaturas
continuarían hasta pasada la festividad de Año Nuevo. El taxista les
comentó que la población adulta de la ciudad se agitaba ante la
posibilidad de una Navidad blanca. Apple distinguió a Virgen entre la
concurrencia de la acera. Aguardaba delante de la tienda de ropa donde
trabajaba. El establecimiento a donde irían, pertenecía a una prestigiosa
firma de ropa para adolescentes. Atravesó con arrogancia la calle por
medio de una amplia entrada sin puerta alguna que entorpeciera a los
peatones. Virgen fumaba; agarraba el cigarrillo con los dos dedos del
medio embutida en un abrigo acolchado que la cubría hasta los tobillos.
A Virgen, la corriente de aire le batía varios mechones de cabello, lo que
le daba apariencia de desquiciada. Como era costumbre, sus llaves se
escondían en algún lindero del bolso, entre pañuelos de papel arrugados
y hebras de tabaco. Achicó los ojos y, como una tortuga, adelantó la
cabeza en la otra dirección. Él hizo señas para que se acercara y ella lo
hizo. El automóvil estaba torcido, con la trompa abollada. No del todo
convencida, Virgen cruzó la calle entre los coches detenidos. La
acompañaba una nube de perfume. El taxista consideró la fragancia de
mal gusto. Apple miró y golpeó la mampara antibalas que los separaba
del conductor y repitió la dirección del Soho, su destino final.
Trascurrieron varios minutos antes de que se movieran de nuevo. El
taxista demoraba hablando con los pasajeros.
Virgen trabajaba en la tienda de una política reconocida por la
discriminación física a sus vendedoras. El criterio era sencillo: a las
chicas que trabajaban allí en sus tiendas, debía sentarles bien la ropa que
vendían. Ropa que no existe en talla XL. Además de Virgen, en su turno
trabajaban dos francesas, una polaca, una estadounidense de padres
chinos, una senegalesa y una única súbdita de su Graciosa Majestad, de
lo que dan testimonio la piel pecosa y el pelo teñido de un rojo intenso.
Todas ellas vestían para el trabajo con una selección de prendas de la
firma, escogidas por la dirección de acuerdo con el estilo que la tienda
interese promocionar. Observando con detenimiento su rostro de frente,
podía verse que las orejas diferían considerablemente una de otra. Pero
nadie se daba cuenta de ello porque, por lo general, las llevaba
escondidas bajo el pelo.

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Virgen, al cerrar los labios, estos formaban una línea recta y sugerían
un carácter arisco en toda circunstancia. Una naricita fina, unos pómulos
un tanto salientes, una frente ancha y unas cejas largas y rectas acusaban
aún más esa tendencia. No obstante, tenía una cara más o menos ovalada
y proporcionada. Gustos aparte, podría decirse que era bella. El único
problema era la excesiva dureza en la expresión de su cara. En aquellos
labios cerrados con fuerza no afloraba una expresión de simpatía a
menos que fuera necesario. Ambos ojos parecían no cansarse de
mostrarse fríos, como excelentes vigías en la cubierta de un barco. Por
eso, su cara nunca dejaba una impresión vívida en los demás. En muchos
casos, lo que llamaba la atención de la gente, más que las ligerezas y los
defectos de aquellas facciones estáticas, era la naturalidad y elegancia de
su gesto. La mayoría era incapaz de entender bien el rostro de Virgen.
Una vez que apartaban la mirada de ella, ya no podían describir su cara,
aunque debía tener un rostro particular; de algún modo los detalles de
sus rasgos no calaban en la mente de los que la observaban. En ese
sentido, se parecía a un insecto ingeniosamente mimetizado. Cambiar
de color y forma, integrarse en el paisaje, llamar la atención lo menos
posible, ser recordada con dificultad: eso era lo que Virgen buscaba por
encima de todo. Desde que era pequeña se había ido protegiendo de esa
manera. Sin embargo, cuando pasaba algo y fruncía el ceño, las frías
facciones de Virgen cambiaban hasta límites radicales. Los músculos
faciales se estremecían de manera enérgica, cada uno en una dirección;
se realzaba hasta los extremos de la asimetría entre ambos lados de su
semblante, se le formaban arrugas profundas aquí y allá, principalmente
en los labios. Decía que quería inyectarse botox porque le daba
verguenza esa apariencia de joven-vieja, los ojos se le retraían
rápidamente hacia dentro, la nariz y la boca se le deformaban con
intimidación, el mentón se le retorcía, los labios se le levantaban y
dejaban al descubierto unos grandes dientes blancos. Entonces, como si
cortaran la cuerda que sujetaba una careta y esta se desprendiera, de
repente se convertía en otra persona. Quien la veía se quedaba atónito
ante aquella aberrante metamorfosis. Por eso, siempre tenía cuidado de
no fruncir el ceño delante de gente desconocida. Únicamente torcía la
cara cuando se hallaba sola o cuando quería amenazar a un hombre que
no le agradaba.
En el asiento trasero del taxi, Virgen liberaba uno a uno los corchetes
de su abrigo. Cuando llegó al último se volvió hacia Apple y abrió la
prenda mostrando el atuendo que llevaba debajo, y volvió a cerrarla casi
de inmediato. Los ojos del taxista giraron en el retrovisor, y volvieron a
hacerlo cada pocos segundos en busca de las formas de Virgen, ocultas
bajo el abrigo durante el resto del trayecto. La vagina que mantenía, «en
permanente estado de revista», una vagina rosada, cruelmente perfecta.

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Virgen solía llevar el teléfono móvil para despejar las dudas de Apple
sobre supuestas infidelidades, dudas que concluyeron en una pelea. Con
esa actitud le brindaba seguridad por algunos días. Apple, como
respuesta, le tendió una copia impresa de la dirección electrónica que
esa misma tarde recibió. Ella leyó y la boca se le ensanchó en una sonrisa.
La dirección del remitente era: «info@hotsex.com».

La apariencia exterior del «Sex Salon» no se diferenció demasiado de


la de una lencería común. En el mostrador, una dependienta ataviada
con un escueto traje atendió a una pareja. Esta estudió las páginas de un
catálogo encuadernado en piel negra. En la zona próxima a la entrada es
donde se encontraban los artículos más tradicionales: ropa interior,
antifaces de fantasía, boas de plumas, preservativos, productos
homeopáticos y aceites de masaje vaginal. No había revistas ni videos,
tampoco muñecas inflables ni macabros pasillos que conduzcan a
habitáculos masturbatorios. En su lugar se escuchaba una melodía con
acordes orientales y un guardia de seguridad uniformado permanecía en
pie junto a una estantería de libros de meditación y sexología. Separada
por una cortina de collares había otra sala a la que la dependienta invitó
a Virgen a pasar. La mercancía allí resultó más interesante. Había un
amplio repertorio de prendas de cuero prolíficas en cremalleras y
cordones de aspecto frío y rígido; juegos de esposas para manos y pies;
fustas; uniformes de doncella doméstica y camarera de hotel, ambos
modelos de burda confección; bolas chinas; pinzas de metal. A lo largo
de una estantería se alzaba todo un muestrario de vibradores de multitud
de tamaños, formas y materiales. Metálicos, recubiertos de látex, de
plástico trasparente con el mecanismo interior a la vista, con un
estimulador del clítoris. Virgen se paseaba ante ellos tanteando con los
dedos la textura de cada uno, lo que terminó por atraer la atención del
guarda, que atravesó la cortina de cuentas y se acercó a recriminarle.
Virgen, con el abrigo entreabierto, mostró su ropa apretada e
infantiloide, disculpándose por haber sobado las falsas vaginas, y el
guarda, que era morocho, robusto y llevaba un pequeño aro dorado en el
lóbulo izquierdo, la regañó como a una niñita. De regreso a su puesto
junto a los libros, el guarda se dirigió a Apple con una mirada adusta.
Estaba harto de la gente como ellos. Extranjeros con ganas de tener sexo;
en el caso de las mujeres, menos propensas a buscar una relación
completa, prefiriendo la autoexploración o, en su caso, compartir un
momento íntimo de contacto con el compañero.

Virgen era la única mujer que Apple conocía en Cambridge. Ella


había llegado un año antes, tras haber dado tumbos por varios trabajos

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en los que no obtenía provecho de su licenciatura en mercadotecnia
neurobiológica. Aburrida, pensó que en Inglaterra las cosas podrían irle
mejor, o al menos de forma diferente. Vivía en un apartamento diminuto,
un cuchitril húmedo y oscuro que compartía con otras dos chicas y un
gato de angora en perpetuo periodo de muda.
Apple y Virgen, se conocían desde antes de la universidad. Salieron
un tiempo: luego conservaron el sexo y la amistad. Eran novios y amigos.
Dependían de la situación que los rodeaba. Como muchos no-pareja, se
llevaban relativamente bien y también disfrutaban de la compañía de
terceros.
No todos los que los veían estaban de acuerdo con esta no-relación o
relación a medias, pero ellos, dispuesto a ser medios novios, daban
rienda suelta a sus fantasías sexuales.
Ella seguía pagando su parte del alquiler del apartamento
compartido, no mucho mayor pero sí más céntrico y en mejores
condiciones de habitabilidad. Creían conocerse bien. O al menos
hablaban bastante de sí mismos, más bien se reverenciaban en largas
comidas, lo que produjo sorpresa en ambos y originó nuevas ideas un
tanto particulares para Apple, como por ejemplo, la satisfacción
haciendo fotografías en museos que datan de más de cuatro centenares.
¡Oh, qué bonito! lEl sol salía justo a dar otra vez un corto paseo por
la orilla escarpada. ¡Tan corto! Tan corto, que la oscuridad con la que
Apple tenía que ser castigado inmediatamente después apareció aún más
oscura. Más allá del lago, volvía y renacían las ventanas y un bebé se
levantaba. Hubo una temporada, poco después de que dejaron de ser
pareja Virgen y él, en la que él se acostumbró a masturbarse pensando
en su madre. Era muy fácil recordarla: un metro setenta y cinco de
estatura, cuarenta kilos de peso, de sinuosa cintura, labios gruesos, ojos
tortuosos. Esa era la fotografía de recuerdo que le quedó de la madre.
Era la única información concreta que poseía sobre ella. Su consciencia
lo llevaba a duras penas hasta la madre mediante aquella imagen. Su
mente flotaba en un líquido amniótico de la memoria y percibía un eco
del pasado; pero su padre no sabía que aquella imagen le quedó marcada
nítidamente en la cabeza.

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En los primeros días en Cambridge, Apple se presentó en la
universidad, y le dieron un escritorio, una cuenta de correo electrónico y
una tarjeta magnética para entrar fuera de hora en la biblioteca. Tenía
un compañero de cuarto, un ruso de apellido Todorov, con el que apenas
cambiaban saludos. El ruso caminó caminaba encorvado de un lado a
otro, se inclinaba de tanto en tanto sobre su infinito escritorio para
garabatear círculos y números; también leía mucho, retenía lo que
estudiaba, y al término de algunos meses obtuvo las mejores
calificaciones al término de algunos meses. Movía los extensos brazos de
un lugar a otro, siempre callado. Se sentó y escribió sin mirar hacia
arriba. Se paró y acomodó sus pantalones y remeras negras. Apple se
despidió con un saludo impasible.
En el principio de la semana siguiente, Apple tuvo el primer
encuentro con Virgen Curson: era, una mujer diminuta, con el pelo lacio
y totalmente blanco, sujeto sobre las orejas con sapitos, como el de una
colegiala. Llegaba todos los días en una bicicleta demasiado grande para
ella, con una canasta en el manubrio donde asomaban sus libros y la
bolsa del almuerzo. Tenía un aspecto monjil, algo tímido, pero Apple
descubrió con el tiempo que Virgen podía sacar a relucir, a veces, un
humor agudo y acerado.
—¿Qué libro lee normalmente? —le preguntó a Virgen.
Ella lo miró de reojo y luego volvió la vista al frente. «No leo», le
respondió ella.
—¿Nada? —él se sorprendió —. ¿No te interesa leer?
—Necesito mucho tiempo para leer —dijo ella.
—¿No lees porque no tienes tiempo? —repitió desconcertado.
—¿Con necesitar tiempo... ¿te refieres a que tardas mucho tiempo?
—preguntó ella.
Virgen se acercó con la mano en la boca.
—Mucho —asintió Virgen. —. ¿Mucho más que la mayoría de la
gente? —Virgen asintió con un movimiento de cabeza.

—¿Mucho más que la mayoría de la gente? —Virgen asintió con un


movimiento de cabeza.
—Pues debe de ser un problema en la universidad, ¿no?... Supongo
que tendrás que leer varios libros para las clases. Si tardas tanto tiempo...
—Hago que los leo —dijo ella, sin inmutarse.
—¿Estás diciendo, en concreto, que tienes algo así como dislexia?
—Dislexia —repitió Virgen.
—Un trastorno de lectura.
—Eso me dijeron. Dis...
—¿Quién te lo dijo? — Virgen encogió ligeramente los hombros.

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—O sea... —Apple buscó las palabras como a tientas—, que ha sido
así desde que eras pequeña, ¿verdad? —Virgen respondió.

—Tengo buscó las palabras como a tientas—, que ha sido así desde
que eras pequeña, ¿verdad? Virgen respondió.
—Por eso apenas has leído novelas.
—Por mí misma —dijo Virgen.
Eso explicaba el hecho de que lo que había escrito no recibiera la
influencia de ningún escritor.
—No has leído por ti misma —dijo reafirmó Apple.
—Alguien me ha leído —dijo Virgen.
—¿Tu padre o tu madre te han leído en voz alta?
Virgen no respondió.
—Pero a pesar de no leer, no tienes problemas para escribir, ¿no? —
preguntó tímidamente Apple.
Virgen negó con la cabeza.
—Escribir también me lleva tiempo.
—¿Te lleva mucho tiempo?
Virgen volvió a encoger los hombros. Significaba «sí». Apple se
movió en el asiento y cambió de postura.
—¿Puede ser que no hayas sido tú misma la que ha escrito la crisálida
de aire?
—Yo no la he escrito.
Apple hizo una pausa durante unos cuantos segundos. Fue una pausa
cargada de gravedad.
—Entonces, ¿quién la ha escrito?
—Martina —dijo Virgen —. Tiene dos años menos que yo.

—Tiene dos años menos que yo. Volvió a hacerse un breve silencio.
—¿Esa chica ha escrito varias novelas? —Virgen asintió con toda
naturalidad.
Apple puso a trabajar todos sus sesos.
—Es decir, tú le narraste la historia y ella la puso por escrito. ¿Es eso?
—La pasó al ordenador y la imprimió —dijo Virgen.

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Dos días después, encontró en su casillero una esquela con una
invitación para jugar dobles en el club. Las canchas eran de ladrillo y se
encontraban a pocos minutos.
A la felicidad de volver a pisar el polvo de ladrillo se agregó la segunda
felicidad inesperada de encontrar del otro lado, en el peloteo inicial, a
una chica que no solo era hermosa; parte por parte, sino que tenía golpes
de fondo seguro y elegante. La chica devolvía a ras de la red todos sus
tiros. Era un poeta con la raqueta. Buscaba dos cosas: la felicidad y evitar
el displacer. Y aquellos sanos objetivos, se notaban en la cancha. Era
tenis como experiencia religiosa.
Apple se obsesionaba con las líneas de la cancha hasta el punto de en
que el pasillo de dobles le empezaba a bailar en la cabeza como si viviera
en una película de dibujos animados.
En el club los profesionales se encargaban, principalmente, de las
clases de tonificación muscular y artes marciales. Era un conocido club
de categoría, con cuotas de entrada y de socio asociación caras, en el que
había muchos miembros famosos. Virgen impartía (—otro de sus
muchos trabajos) — varios cursos de defensa personal para mujeres. Ese
era el campo que mejor se le daba.
Algo importante sobre Virgen era que pertenecía a un grupo selecto
de personas que dominaban la técnica de patear testículos. Cada día
estudiaba diferentes modelos de patadas: no faltaba el entrenamiento
práctico. Lo más importante al dar una patada en los testículos era
eliminar todo sentimiento de rencor. Había que atacar de súbito la parte
más frágil del oponenteblanco, despiadadamente y con ferocidad. No se
podía vacilar. La mujer que vacilaba, entraba en un estado de
omnipresencia difícil de sobrellevar. Un titubeo momentáneo podría
resultar fatal. De manera general, podríamos decir que, excepto ese,
apenas hay existen métodos para que una mujer venza a un hombre de
mayor estatura y con más mayor fuerza en un combate de uno contra
uno.
Virgen estaba plenamente convencida: esa porción colgante de
cuerpo, es el punto más débil que posee —o que lleva colgando— ese ser
vivo llamado hombre. Y en la mayoría de los casos no se encontraba
protegida de manera eficaz. Sería una pena desaprovechar tal ventaja.
Era obvio que Virgen, siendo mujer, no podía entender qué tipo de dolor,
en concreto, era el que se sentía cuando a uno le pateaban los testículos.
Ni siquiera podía suponerlo. Pero que debía de ser un dolor considerable
se lo imaginaba, más o menos, por la reacción y el semblante de aquellos
a los que les había dado patadas. Por mucha fuerza que tuvieran los
hombres, por muy tipos duros que fueran, parecían incapaces de

pag. 15
soportar aquel dolor,. Como como si fuera acompañado de una gran
pérdida de amor propio., El el sentimiento que continuaba al mismo que
siente un bebé al ser abandonado.
Fabricó un muñeco de lona con forma de hombre corpulento y le
cosió un guante negro de trabajo en la entrepierna a modo de testículos,
y hacía que las socias practicaran pateándolo a conciencia. Para darle
realismo, había rellenado el guante con dos pelotas de squash. Lo
golpeaban rápidamente, sin compasión, una y otra vez. Para muchas de
las mujeres esa era la parte del entrenamiento más divertida, y mejoraban
la técnica a ojos vistas, pero también había quien fruncía el ceño ante
aquella escena (—la mayoría eran hombres, por supuesto). —. «¿No te
estarás pasando un poquito?», se quejaban sus superiores en el club.
Como resultado, el director la llamó y le indicó que se abstuviera de
patear testículos.
—Pero sin patear testículos es prácticamente imposible que las
mujeres se defiendan del ataque de un hombre — insistió Virgen.
A Virgen no le remordía ni un pelo la conciencia que a los miembros
masculinos su entrenamiento les produjera desazón, irritación y
malestar. ¿Acaso no resultaba insignificante ese malestar, comparado
con el dolor provocado por una violación? Pero no podía contravenir la
orden de sus superiores.
La clase de defensa personal impartida por Virgen tuvo que bajar de
forma considerable el nivel de agresividad. Además, se le prohibió que
utilizara el muñeco. Debido a ello, el contenido de los ejercicios se
ablandó y se convirtió en algo puramente formal. A Virgen, por supuesto,
no le hacía gracia, y hubo voces de insatisfacción por parte de las
mujeres, pero, como empleada que era, no había nada que ella pudiera
hacer.
Virgen opinaba que, en caso de que un hombre las abordara por la
fuerza, si no podían patearle con eficacia los testículos, no había
prácticamente nada más que pudieran hacer. La técnica avanzada de
darle la vuelta al brazo del contrincante y retorcérselo en la espalda, en
un combate real, no decidía nada. La realidad no es como en las
películas. Si fuera posible, lo mejor sería no hacer nada y simplemente
huir corriendo. En cualquier caso, conocía unas diez técnicas para atacar
testículos. Incluso las había practicado con compañeros suyos equipados
con un aparato protector. Ella obtenía el placer de la idea de tener el
control completo de uno de los «"bienes»" más preciados de un hombre.
Solía decir: «“los hombres y sus testículos me chocan»”.
Los golpes eran con los tacones, las rodillas y los objetos suaves eran
bastante comunes en el ballbusting. Las ofertas de esa clase, venían así
anunciadas: «“¿Una mala racha? ¿La ira y desesperación se ha
apoderado de ti?” Desahógate conmigo. Te propongo dar rienda suelta

pag. 16
a toda esa acumulación de tensión". “Pégame una buena patada en los
testículos y libera toda tu ansiedad: la vida se volverá de color de rosa a
partir de ese momento»". El asunto llegó a tal punto que se ofrecían
hombres a tal tarea,. El asunto, como les digo, creo recordar que acabó
bien (o mal, según como se mire) y la puja, que empezaba en 500 euros,
obtuvo un ganador.

pag. 17
7

Pasó el invierno. El verano se anunció en el primer miércoles del mes.


En la avenida de regreso de la universidad, Apple retiró de un cajero
automático, el dinero para pagar el alquiler. Luego tomó el bus, repleto
de inmigrantes y mujeres embarazadas: llegó camino a casa de Mrs.
Norton. Pero cuando tocó el timbre no contestó. Hubo un pequeño
momento de incomodidad mientras esperaba junto a un hombre y él, los
dos juntos frente a la puerta cerrada, hasta que el señor se decidió a
preguntarle a Apple, con un acento escocés grave, si había tocado el
timbre. Le respondió: «“toqué por segunda vez»”. Dijo además que
quizá su primer timbre había sido demasiado corto, y, al oír aquella
explicación en su voz, el hombre distendió sus facciones en una sonrisa
cordial y le consultó si era argentino. Apple, se dio cuenta de que algo le
preocupó y de que desviaba sin poder evitarlo su atención a la puerta.
Hamilton, como se apellidaba el hombre, volvió a tocar el timbre, acercó
la oreja contra la puerta para escuchar algún sonido salvador, y caminó
hasta la ventana que daba a la galería, esforzándose por mirar hacia
adentro.
—¿Sabe si hay otra entrada por atrás? —preguntó Hamilton.
—Tengo miedo de que le haya pasado algo.
Apple vio en la expresión de en su cara, que se hallabaun gesto
verdaderamente alarmado, como si supiera algo que no lo dejaba pensar
sino en una sola dirección. Una obsesión próxima a locura.
—Si a usted le parece —dijo Apple —, podemos probar la puerta:
creo que no la cierran durante el día.
Hamilton, apoyó la mano en el picaporte y la puerta se abrió
serenamente. Entraron en silencio: mejor dicho, el silencio entró en ellos,
. los dos se palparon sus corazones, ya que parecían retozarse de lugar,
los Los pasos hicieron crujir las tablas de madera del piso. Se oía adentro,
como un latido amortiguado, el vaivén sigiloso de un reloj de péndulo.
Avanzaron a la sala y se detuvieron junto a la mesa en el centro. Apple
gesticuló a Hamilton para señalarle la chaise longue junto a la ventana
que daba al jardín. Mrs. Norton se hallaba tendida allí, y parecía dormir
profundamente, con la cara vuelta hacia el respaldo. Una de las
almohadas se hallaba caída sobre la alfombra, como si se le hubiera
deslizado durante el sueño. Recogió la almohada y al alzarla de la
alfombra vieron aparecer una gran mancha roja ya casi seca en el centro.
Fue Apple el que se decidió a sugerir que debían llamar a la policía.
Hamilton mientras tanto apoyó la espalda contra la pared y armó un
cigarrillo en silencio. Las manos se interrumpían cada tanto en un
pliegue del papel o repetían interminablemente un movimiento, como si

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se correspondiera con las detenciones y vacilaciones de una cadena de
pensamientos que debía verificar con cuidado.
—Yo diría —dijo al rato el forense dirigiéndose a Hamilton— que la
intención era asfixiarla, sin dejar rastros, mientras dormía. La persona
que hizo esto retiró con cuidado la almohada bajo la cabeza, sin
desarreglar la redecilla, o bien, encontró la almohada ya caída en el suelo.
Pero mientras la apretaba sobre la cara, la anciana se despertó, y tal vez
intentó resistirse, y lamentablemente pero logró asfixiarla la asfixió.
Quedaron en silencio por un momento. Hamilton parecía haberse
encerrado en sus pensamientos. Era de esos tipos rudos y a la vez
refinados que prefieren no mostrar sus sentimientos. Había visto el
cuerpo de la anciana en ese estado deplorable. En la vereda de enfrente
se estacionó una gran limusina delante de un restaurante importante.
Apple vio salir una novia que arrastraba la cola de su vestido y se llevaba
una mano a la cabeza para mantener en equilibrio un gracioso tocado de
flores. Tocado de flores que luego cayó al suelo. Hubo una pequeña
algarabía de gente y flases de fotografías a su alrededor. Hamilton
caminaba con los ojos fijos y se hallaba absorto, no parecía ser él mismo,
enteramente vuelto dentro de sí. A pesar de esto, Apple se decidió a
interrumpirlo, para preguntarle sobre el punto que le había intrigado
más. No le contestó y continuó mirando al suelo. Pronto, se separaron y
el doctor Apple se fue a un restaurante con su novia. Su chica dijo:
—Voy a probar el zumo de naranjas de otoño —dejó la carta a un
lado, después de encargar la cena.
El camarero, que cuestionó la nota, asintió y se alejó maniobrando
entre las mesas. Tenía el cuerpo como blancas colinas. Virgen aplaudió
llevada por el placer de la anticipación. El grupo de la despedida se puso
en pie para marcharse. Se produjo un breve tumulto mientras se
enfundaban: capa tras capa, en sus prendas de abrigo, se apuraron las
últimas copas. Con un gesto teatral, Virgen se desprendió del abrigo con
un lamento lentopausado, con hambre en su voz y su cuerpo. El efecto
fue el de varios cañones de luz que de repente hubieran apuntado sobre
ella. Su ropa destacaba entre los atuendos formales del resto de clientes.
Se echó el pelo hacia atrás y arqueó el pecho en un mismo movimiento:
como un recuerdo de último otoño. Sonrió a su alrededor, consciente de
la atracción que generaba. Llegaron las bebidas: una nueva copa de vino
para él y para ella su angosto y casi angustioso por su manera de pausado
como si nunca nada terminase su zumo de naranjas, característico color Commented [p1]: Ponelo en una nueva oración.

del zumo apareció manchado por una niebla de partículas rojas y


alargadas.
—Piensa que todo es perfecto —dijo ella como si la vida fuera un
sueño en donde el soñador es a la vez un hombre soñado por otro soñador
y así infinitamente.
—Y mientras ella lo crea, todo lo será realmente.

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—¿Qué carajo, pasa? —preguntó la mujer. Él ya se hallaba
comprobando si faltaba algo.
—Alguien ha estado aquí. ¿De qué pecan mis cálculos?

pag. 20
8

Cuando Apple dejó atrás la última ondulación del Close y se acercó a


la casa vio que los patrulleros seguían allí; había ahora también una
ambulancia y una camioneta azul con el logotipo perteneciente a la
policía de investigación de Cambridge. La luz azul copulaba con sus
ojos, mientras la leyenda del tiempo aconsejó que se cuidara: se
preocupó y hasta se preguntó sobre las nuevas señales que recibiría, pero
nadie contestó, y la luz aparecía y desaparecía, se encontraba con
reproches a la llamada de los titileos, cortejando entre el ruido y la
desolación, junto al espacio que se reducía en sus dos lámparas que solo
miraban los ojos de quien los mirase desde abajo, era culposo, lo hacía
por miedo, de pronto, una luz que no era azul, sino roja, se vio despedida
hacia arriba en el cielo, no supo cómo sucedió así que fue hasta los
policías más nuevitos y los apuró, pero no contestaron y se dirigió a su
nuevo amigo.
—¿Puedo pedirte un favor? Solo por esta noche —dijo Hamilton, con
la voz entrecortada —: no consigo dormirme allá arriba... ¿podría
quedarme aquí hasta la mañana?
—Por supuesto, claro que sí —contestó Apple —. Voy a desarmar el
sillón, así te dejo mi cama.
Agradeció, y se dejó caer sobre una de las sillas. Miró algo aturdido
en torno y vio los papeles desparramados sobre el escritorio. Hamilton
dormía en su casa porque no podía volver a su casa, prefería dormir,
descansar y luego seguir con su vida.
—Estabas estudiando —dijo Hamilton—. No quisiera interrumpirte.
—No, no —dijo Apple —, se hallaba por hacer un intervalo, yo
tampoco podía concentrarme. ¿Preparo un café?
—Preferiría un té para mí.
Quedaron en silencio, mientras Apple calentaba el agua y trataba de
encontrar una fórmula de condolencia adecuada. Pero fue Hamilton el
que habló primero.
—Me dijo Richard... Debió ser horrible. Yo también tuve que verla:
me hicieron reconocer el cadáver. Dios mío —dijo, y sus ojos se volvieron
trasparentes, de un azul líquido y tembloroso—: nadie se había
preocupado por cerrarle los ojos.
Giró la cabeza y la alzó un poco hacia un costado, como si pudiera
hacer retroceder las lágrimas.
—Realmente lo lamento mucho —murmuró Apple —: sé cómo te
estarás sintiendo...
—No, no creo que sepas —dijo Hamilton—. No creo que nadie lo
sepa. Era lo que había estado esperando durante todo este tiempo. Desde

pag. 21
hace años. Aunque sea terrible decirlo: desde que supe que tenía cáncer.
Me imaginaba que ocurriría casi como fue, que alguien vendría a
decírmelo, en la mitad de un ensayo. Rogaba que fuera así, que ni
siquiera tuviese que verla mientras la llevaban. Pero el inspector quiso
que la reconociera.
Parecía consumido por los nervios; las manos le temblaban y al
advertir la mirada de Apple las ocultó cruzando los brazos bajo las axilas.
—En todo caso —dijo Apple, mientras le alcanzaba la taza —, no
creo que Richard realmente esté pensando nada de eso: saben algo más,
que no quisieron difundir. ¿No te dijo nada?
Negó con la cabeza y se arrepintió de haber hablado. Pero vio sus
ojos azules, expectantes, como si temieran todavía dejar paso a una
esperanza, y decidió que la indiscreción latina podía ser más piadosa que
la reserva británica. De todos modos, Apple fue con su taza al lavabo.
Cuando cerró la canilla y el agua dejó de correr y se quedó todavía de
espaldas un instante. Escuchó a Hamilton que pronunciaba su nombre,
con un esfuerzo conmovedor, tropezando con la I. Se había metido en la
cama y el pelo se esparcía seductoramente sobre la almohada. El edredón
la cubría casi hasta el cuello; pero había dejado fuera uno de los brazos.
—¿Puedo pedirte un último favor? Es algo que hacía mi madre
cuando era pequeña. ¿Podrías darme la mano hasta que me duerma?
—Claro que sí —dijo Apple.
Apagó la lámpara y solo se vio la luz de la luna. Ambos durmieron
hasta que llegó la novia de Apple y observó la situación. La escena la
paralizó. Pensó que la droga se había colado en el sexo. Ellos se
mostraron desnudos. Uno arriba del otro. Abrazados. Una manta celeste
cubría sus piernas, pero se podía ver del torso para arriba. Dejó todo
como se hallaba y se fue a dormir al único cuarto de la casa. Sus manos
flotaron.

pag. 22
9

Cuando se desplomaba la tarde; Apple vio que un joven lo miraba por


encima del libro que tenía en sus manos. El título era en español y en la
cubierta aparecía una mujer con mantilla y un forzudo moreno y
semidesnudo. Lejos, a la izquierda, hacia el frente del edificio de la
universidad, estalló una luz, juntó los libros de medicina y papeles y vio
que el chico se fue. Sobre el pupitre había un botecito vacío de zumo de
piña y un pequeño papel que no pudo distinguir en el momento. Era el
muchacho que había mirado a Apple; estaba repleto de sangre. Pasó el
rato y Apple supo que le habían incrustado una daga china en el ano,
desde afuera del pantalón. A la derecha de la chica, al otro lado de la
improvisada arena que formaban, otro policía intentaba sujetar los
brazos de un segundo muchachón que maldecía a los policías, a una
chica, al rabioso gemelo que tenía enfrente y a todos los que se hallaban
allí mirando.
—Suéltame —decía—. Hijo de puta. ¡Te mataré! ¡Suéltame de una
vez!
Era decidido y violento, y se despojó con un breve tirón que dejó al
diminuto policía caído en el pavimento. Los dos muchachos se acercaron
uno a otro hasta quedar ambos a un brazo de distancia de la mujer. Apple
la miró nuevamente. Era delgada y rubia, y tenía un indescriptible rostro
rústico de ojos verdes y nariz pequeña, y una falda floreada. Los tobillos
finos le vacilaban sobre tacones de diez centímetros y los labios se le
movían silenciosamente. Ahora los dos policías se hallaban de nuevo en
pie con las porras listas. Una cerveza aparecía en una de las mesas: vacía.
Apple supuso que era de ellos. Se acercó, dijo que era alumno del
Posgrado de Medicina. Curiosamente lo dejaron pasar.
—¿Es de ustedes? —preguntó Apple a unos chicos que se hallaban
cerca, a unos dos o tres metros.
—No, no. Es del que mataron.
—¿Quién lo mató, se sabe?
—No, nada.
¿Qué posibilidades hay que en poco menos de un mes sea testigo de
dos crímenes? ¿En Cambridge? Estaba decididamente mal.
Según los informes forenses que acababan de hacerse públicos, él no
murió en el acto. La policía comenzó su investigación con un examen
del coche, un Dodge azul de siete años con matrícula de Londres, pero
pronto descubrieron que era robado; se lo habían llevado de un
aparcamiento de la tal Joliet, el 12 de junio a plena luz del día. Las huellas
dactilares habrían sido el paso siguiente, pero en este caso no había
huellas dactilares. Al día siguiente, apareció en la prensa un breve
resumen del caso. Era una de esas crípticas historias de dos párrafos

pag. 23
enterradas dentro del periódico, pero yo la leyó Apple casualmente en el
periódico local mientras almorzaba. Al parecer, entre los objetos
recuperados de la cartera del muerto, había un pedazo de papel con las
iniciales y el número de teléfono de Apple. Por eso la policía lo buscó,
pero la suerte quiso que el número fuese el del teléfono de Informes
Argentina SRL., mientras Apple llevaba dos días en Cambridge. Sin
mencionar de pasada que esa casa era propiedad de la exmujer del
fallecido, es solo para dar un ejemplo de lo enredada y complicada que
es esta historia. Apple procuró hacerse el tonto lo mejor que pudo y les
reveló lo menos posible. Todo esto era extrañamente consolador para
Apple, y por eso se tuvo la sensación de irrealidad actuando a su favor.
Le permitió verse a sí mismo también como un actor y, puesto que le
había convertido en otro, de repente tenía derecho a engañarles, a mentir
sin el más leve remordimiento de conciencia. Sin embargo, no eran
estúpidos. Uno tenía cuarenta y pocos años y el otro era mucho más
joven, de unos veinticinco o veintiséis años, pero los dos tenían cierta
expresión en los ojos que lo tuvo a Apple en guardia durante todo el
tiempo que estuvieron analizando las pruebas. Es difícil precisar con
exactitud qué resultaba tan amenazador en aquellos ojos, pero tenía que
ver con su inexpresividad, su falta de compromiso, como si lo viera todo
y nada al mismo tiempo. Aquella mirada revelaba tan poco, que su novia
en ningún momento supo lo que él pensaba. Sus ojos eran demasiado
pacientes, demasiado expertos en sugerir indiferencia, pese a que se
hallaban alerta, implacablemente: alerta en realidad, como si hubiesen
sido entrenados para hacer sentir incómodo, para hacer consciente de
los fallos y transgresiones, para hacerte resolver dentro de la propia piel.
Ambos, como especímenes físicos, eran perturbadoramente parecidos,
casi como si fuesen una versión más joven y otra más vieja de la misma
persona: altos, pero no demasiado altos; bien formados, pero no
demasiado bien formados; pelo rubio, ojos azules, manos gruesas con
uñas impecablemente limpias. Es verdad que sus estilos de conversación
eran diferentes, pero con respecto a la importancia, las primeras
impresiones daban que hablar a los demás. Quién sabe si se turnaban y
cambiaban de papel cuando les apetecía. En la visita que le hizo la
policía, el joven policía, hacía el papel de duro. Sus preguntas eran muy
bruscas y parecía Pentionarse su trabajo demasiado a pecho, raras veces
esbozaba una sonrisa, por ejemplo, y trataba con una formalidad que en
ocasiones rozaba el sarcasmo y la irritación. El mayor era más relajado y
amable, más dispuesto a dejar que la conversación siguiera su curso
natural. Sin duda, es por eso mismo más peligroso, pero hablar con él no
resultaba desagradable del todo para las oyentes. La cuestión de fondo
es que Mrs. Norton y el tipejo, habían sido asesinados: Apple ya no era
un sospechoso, nadie sabía a fe cierta quien podía ser el asesino. Pero
para empezar, ¿qué se hallaba haciendo allí? ¿Por qué ese día a esa hora

pag. 24
en particular? (¿Por qué a mí, en lugar de que no pase nada?) Pronto
Hamilton tendría razones para replantearse esas mismas preguntas. En
su momento, sin embargo, habría respondido que había ido por el
motivo exacto que le había dado a cualquier otra persona. Durante años
había acudido allí a visitar a Mrs. Norton cuando necesitaba pensar o no
pensar, o actuar o no actuar a partir de las cosas que pensaba o no
pensaba. De acuerdo, también influía la arquitectura que solía
impresionarle de joven, los arcos, los apliques, el zodíaco azul de la
bóveda en el centro de todo, donde las palomas anidaban entre estrellas.
Pero hacía tiempo que la mugre había apagado el color y los anuncios
habían estropeado las líneas. Lo que subsistía era la sensación de la vida
de cualquiera reduciéndose entre el gentío hasta una fina rodaja que se
derretía. Antiguamente, la cercanía con el bloque de cuarenta plantas de
oficinas que lucía el nombre de la familia había multiplicado las
posibilidades de provocar un escándalo, o de dar pena, pero, ahora,
cualquier subordinado de su padre de las afueras con el que se hubiera
topado de subida del nivel inferior probablemente ni siquiera hubiera
apartado la vista del tablón de salidas antes de marcharse a toda prisa. Y,
en todo caso, los años habían intensificado y completado el anonimato
de Hamilton. En los círculos en los que se movía ahora (en la medida en
que todavía se movía en algún círculo), cruzar a la calle de Mrs. Norton
no era imprudente, al menos al este de la, significaba zarpar desde el fin
del mundo. Apple se plantó cerca de una escalera, esperando a ver hasta
qué punto le había afectado la traición del sobre, ya saben, el sobre con
la notita. Los recuerdos de la expresión lastimera amenazaban con
trasformarse en recuerdos de su madre, pero Apple hizo aquello que le
había enseñado un profesor de dibujo de flotar fuera del mundo, de
permitir que sus ojos olvidaran lo que se suponía que se hallaban viendo.
«Eres lo que percibes». Y él percibía perneras tiznadas por las
impresiones de las escaleras metálicas. Puertas abriéndose para dejar
entrar a los Santa Claus del Ejército de Salvación y sus campanas.
Partículas doradas tamizadas por franjas de triste luz vespertina, pulpa
de papel y ceniza de cigarrillo y piel mudada de americanos. La gente
era más o menos lo que uno se esperaría en fiestas, e incluso eso era una
presencia ilusoria. En serio, los lastimosos consumidores apurados con
sus compras de última hora en realidad, ya se hallaban comprando lo
comprado, con las zapatillas peludas puestas, viendo cómo ardía el
tronco navideño. Era excepcional que alguien estuviera de verdad allí,
Apple se encontraba pensando en Apple, cuando del pasadizo
abovedado que conducía a la línea 7 asomó un punk gigantesco de
nombre Solomon. Habría costado no verlo incluso sin el imperdible o el
deslumbrante uniforme blanco de yóquey o el enorme talego colgado del
hombro. Medía más de dos metros y se hallaba más pálido que de
costumbre, y fruncía los labios como un conejo. Aliviado, Apple se fijó

pag. 25
en que el punk no había apartado la vista del suelo. Y entonces, como si
intuyera el peligro, la apartó. Fingir no verlo habría puesto a prueba su
credulidad. ¡Qué sencillo sería el mundo si las personas pudieran admitir
abiertamente que se odian!
—Virgen —saludó, tratando de parecer amistoso. Apple.
—De todas las terminales del mundo…
Virgen ya se hallaba buscando las salidas, lo que significaba que
Apple —jugaba— con ventaja. Ídem: la camiseta de Diego Maradona
en el centro; Virgen lucía un estilo punk agresivo, iba con la cabeza
rapada, multitud de pírsines y tatuajes (¿llevaba uno nuevo en el cuello?)
y, por principio, debería oponerse al fascismo de los deportes de equipo.
Pero, claro, Apple se acordó de su ropa, el abrigo ridículo que arrastraba
por el suelo al caminar. Casi con total seguridad Virgen informaría de
ello a su exemesis, Kaos, para quien ejercía de soldado raso, escanciador
y avatar. El truco se hallaba en mantenerse a la ofensiva para evitar que
Virgen se fijara.
—¿Vas atrasado con las compras?
—¿Qué? Ah.
—¿El día de Navidad?
—Es mera cortesía. ¿Sigue tu grupo de punk en pie?
—¿Y esa pregunta?
—Solo preguntaba a qué te dedicas ahora
—Los hay que tenemos que trabajar. Y antes de concretar cuándo
(¿quizá en Nochevieja?) —Apple salió pitando hacia la línea 6.
Putas fiestas, pensó Apple. Ocasiones, en apariencia, para
replantearte la vida, pero ¿cómo se supone que vas a hacerlo cuando otras
personas tiran de ti hacia quien solías ser? Incluso ahora, por ejemplo,
sabía que no iba a poder reprimir la curiosidad por lo que tramaba el
punk tipo Kaos o de Virgen. Así se vieron cuando Apple conoció
Cambridge para postularse para la beca.

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10

Encima del tocador de contrachapado había un montoncito de libros


en edición de bolsillo. En la mesilla de noche un tablero de ajedrez.
Parecía que tenía una partida en marcha, una partida por la mitad en la
que el rey negro se hallaba siendo atacado en el centro del tablero y las
blancas llevaban un par de piezas de ventaja. Era un ajedrez barato, con
un tablero cuadrado de cartón que se doblaba por el medio y las piezas
huecas, con rebabas de plástico allí donde habían sido troqueladas. La
luz de una lámpara de pie de triple pantalla, situada junto al televisor,
estaba encendida. La mitad de las bombillas de la habitación —sin
contar los fluorescentes del baño — habían sido sacadas o bien dejaron
que se quemaran. En el antepecho de la ventana había un paquete de
laxantes. La ventana se encontraba abierta una pulgada, y cada pocos
segundos las persianas metálicas daban un porrazo por el fuerte viento
que soplaba. El viento traía un aroma agrio a pulpa de madera, un olor a
diésel de barcos y a la matanza y el enlatado de los salmones. Apple
había hecho una serie de llamadas a su compañero a horas
intempestivas, despotricando y divagando en un dialecto alcohólico de
profunda pena. Y sin embargo nada podía separar a este hombre de las
cosas que quería, por más que a veces la voluntad, o su ausencia,
construyera una muralla alrededor de las verdaderas razones que
sujetaban el aspecto de las cosas. Todo ese asunto del baile, de verla a
Virgen bailar y ser incapaz de pedir su mano y acompañarla en la pista,
era todo lo que deseaba hacer en este mundo.
Un libro sobresalía un poco de los demás, como si alguien lo hubiera
consultado recientemente y no hubiera sido lo bastante cuidadoso al
volverlo a colocar en su lugar. Los libros estaban muy apretados entre sí
y Apple tuvo que usar las dos manos para sacarlo. La ilustración de la
tapa era una pirámide de diez puntos envuelta en llamas. El título le
llamó la atención a Apple y lo leyó esa noche, se trataba de una secta
secreta de simbolistas.
Luego fue con Hamilton a aquel sitio que parecía ser el único lugar
abierto en todo Cambridge y donde la barra se hallaba llena de gente que
se hablaba con risas estentóreas.
—Lo siento —dijo la camarera desde lejos, como si ya no pudiera
hacer nada por nosotros —, se perdieron el último llamado.
—No creo que podamos quedarnos tampoco demasiado tiempo aquí
—dijo Hamilton—, pero me interesaba saber qué piensa ahora que
conoce la serie.
—Es mucho más simple de lo que cualquier filósofo hubiera
imaginado ¿no es cierto?
—Sí —dijo Hamilton—, ese sería el peor caso, porque podría seguir
matando indefinidamente.

pag. 27
—Pero suponiendo que esto funcione. Lo interesante es que de algún
modo ahora tenemos todo para imaginar el próximo paso.
—Sí, es verdad —dijo Hamilton—, no había reparado en eso...
Al mirar la foto del músico caído, al recorrer los símbolos dibujados
en tinta china y releer las preguntas preparadas para el detective
Anderson, pudo volver a sentir, como si le tocaran a Apple unos fríos
dedos a la distancia, el estremecimiento que había percibido en la voz de
Hamilton cuando murmuró que Mrs. Norton se hallaba muerta. Se
despidieron en la puerta del café; Apple tenía que volver al Instituto para
redactar el primer informe de su beca y pasó las dos horas siguientes
revisando papeles y trascribiendo referencias. A las cuatro menos cuarto
bajó, como todas las tardes, al common room donde se reunían los
matemáticos a tomar café. Vio que Podorov había entrado con su aire
hosco de sien, y, al ver la cola, había decidido sentarse a leer el diario en
un sillón. No se había levantado bien esa mañana, pero eso ya no era
pretexto porque lo cierto era que llevaba tiempo levantándose mal, con
esa desagradable sensación de que el día no depararía nada bueno. Lo
que soñaba justo antes de despertarse marcaba en gran medida su
humor. Últimamente soñaba mucho con enanos que llevaban
estrambóticos sombreros repletos de cocaína por encima de amarillas
pelucas de Marilyn Monroe, y que se le parecían muchísimo a la diosa
de Hollywood. No sabían bailar y lo sabía Apple o lo intuía, como se
intuyen los fracasos del futuro, idénticos en forma y fondo a los fracasos
del pasado. Fue aquí, en la antesala del infierno de lo real, donde se
levantaron las apariencias. Solo que no se levantaron en un instante; el
alma de todos los temores se adueñaba del espíritu.
En una de las vastas moradas que vio al transitar, la llave estaba
puesta en el cerrojo. Tocó timbre para avisar a los residentes. Golpeó la
puerta y nada. Abrió, entró con lentitud y dejó la llave sobre una mesa
redonda de vidrio. La casa era amplia: patio trasero con piscina y jardín,
a la izquierda una escalera hacia el primer piso. Subió para curiosear,
halló tres cuartos; a la izquierda, una biblioteca con una extensa
colección en inglés y alemán de novelas y poesía, los volúmenes del
diccionario enciclopédico hispánico - americano; a la derecha, un
aparente cuarto de niño, todo azul, las paredes, principalmente, que
hacían de puente con el resto: juguetes, pelota de fútbol y vestuario de
varón. El ropero demostraba la grandilocuencia y el maximalismo de la
estética femenina. En el del varón, todo era negro, mientras que en el de
la dama, dorado, amarillo, rosado, e infinitos colores primaverales
abarcando toda la paleta; hacía que se viera luminosa en las imágenes de
las fotografías. Salió de la casa con una extraña mezcla de despojo y
tranquilidad. El observar la intimidad de otras personas, desconocidos,
en especial aquella bella familia, le hizo entrar en razón sobre las
apariencias que implica cada seno familiar. Cuando entró a casa, Virgen

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se durmió en pocos minutos gracias al Clonazepam. En efecto, Virgen
recreaba su vida a través de los sueños. Se despertaba infinitas veces
antes de descubrir que la vida es un solo punto en el vastísimo universo,
sea cual sea su dimensión y densidad. Se perdía como se pierden todos
los seres durmientes. No solo deseaba vivir, también ser consiente de sí
misma. El mundo, el mismo en que despierta y duerme cada singular
día, una mañana explotó cansado de su infinita densidad. Él repite su
patrón. Sucede con el vacío. No tiene límites en el espacio ni en el
tiempo, ni en la formación de este singular mundo —eso se creía antaño,
el mundo estático y eterno—, más tiene lugar cuando las múltiples
formas se separan de lo infinito: permanecen en el devenir de mundo,
una y otra vez, de manera eterna. Todo siempre deviene, según ella,
quien era un convencido de que la tierra no es tierra. Se sentía
manipulado devenires constantes de los acontecimientos
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Apple, en la mano tenía un
vodka con Anfetamina.
—¿Alguien tiene idea dónde hay otra fiesta? —consultó un joven no
tan joven con una remera blanca con la cara de Jim Morrison estampada
en el centro.
—No sabemos, eso querríamos…—dijo Virgen con los ojos abiertos.
—Saber, claro, ya sé de un lugar, extranjeros, ¿de dónde son?
—Argentino y ella argentina.
—Entiendo, y ¿qué hacen acá?
—Soy amiga del dueño del departamento, me invitó.
—A mí también, creí que sería una fiesta de toda la noche.
—Bueno, y ¿qué haces de tu vida…?
—Soy John, y me encargo de la parte simbólica de las matemáticas.
—¿Simbólica? —preguntó Apple.
—Así es.
—¿Me puedes explicar mejor? —consultó Apple.
—Soy el que analiza los códigos, la parte simbólica de los números y
un homónimo de literatura de la parte simbólica de las letras.
—En mi casa tengo unos cuadernos que me gustaría que veas. Y
también tu homónimo.
—¿Qué clase de cuadernos?
—Entenderás cuando los veas.
Cuando llegó al cuarto preparó una jarra de café, tendió la cama y
sobre el cobertor estirado puso una a una las fotos que había en el sobre
desde su estadía en Cambridge. Algo en todo caso parecía haberse
perdido definitivamente en ese cuadro dislocado de imágenes nítidas e
irreprochables que había formado sobre la cama. Lo primero que había
visto era a Hamilton caminando rápidamente hacia él por el sendero de
grava. No había ninguna imagen de Hamilton allí, pero recordaba
vívidamente la conversación junto a la puerta y el momento en que me

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había preguntado por Mrs. Norton. Le había señalado la silla a motor en
la galería. Esa silla él también la había visto. Recordaba, además, su
mano al girar el picaporte y la puerta que se había abierto
silenciosamente. Después todo era más confuso. Recordaba el sonido del
péndulo, pero no se hallaba seguro si había mirado el reloj. De todos
modos, aquella debía de ser la primera foto de la secuencia, la que
mostraba desde adentro la puerta, el perchero de la entrada y el reloj a
un costado. Esa imagen, pensó, era también la última que había visto el
asesino al salir. La volvió a su lugar y se preguntó cuál debía ser la
próxima. «¿Había visto algo más antes de que encontráramos a Mrs.
Norton?», se preguntó una y otra vez. Detrás del respaldo de uno de ellos
asomaba el brillo de cromo de las empuñaduras de su silla. ¿Había
reparado en la silla detrás del respaldo? No podía asegurarlo. Era
desesperante, de pronto todo se le escapaba; el único foco en la memoria
era el cuerpo de Mrs. Norton tendido en la chaise longue y sus ojos
abiertos, como si aquella imagen irradiara una luz demasiado intensa
que marginaba a la sombra todo lo demás. Pero sí había visto, mientras
se acercaban, el tablero de scrabble y los dos pequeños atriles con letras
de su lado. Una de las fotos había congelado sobre la mesita la posición
del tablero. Estaba de muy cerca y con algún esfuerzo podían
distinguirse todas las palabras. Ninguno de los dos creía que pudiera
revelar nada interesante, ni que pudiera ligarse de algún modo con el
símbolo. El inspector Anderson tampoco le había dado ninguna
importancia. Coincidían en que el símbolo había sido elegido con
anterioridad al crimen y no por una inspiración del momento.
En uno de ellos había solo una letra, la «A». En el otro había dos: la
«R» y la «O». Esto significaba que Mrs. Norton había jugado hasta el
final, hasta agotar todas las letras de la bolsa, antes de dormirse. ¿Por
qué no había visto los atriles antes? En una de las esquinas, donde
Hamilton se quedó de pie sosteniendo la almohada. «Quizá», pensó, «lo
que debo buscar es justamente lo que yo no vi». Volvió a repasar las
fotografías para hallar otros detalles que se le hubieran pasado por alto
hasta llegar a la última: la cara todavía aterradora de Mrs. Norton sin
vida. No parecía haber nada más allí que no hubiera visto. De modo que
eran aquellas tres cosas: las letras en los atriles, el reloj en la entrada, la
silla de ruedas. La silla de ruedas... ¿No sería aquella la explicación del
símbolo? ¿Pero qué podía significar una manera no inglesa de mirar? Lo
verdaderamente importante eran los cuadernos, eso dedujo, ahora era
cosa de esperar los resultados.

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Antes de llegar al teatro, Apple recordó cuando ocho o nueve años


atrás preguntaba por qué en aquella cabaña en la que vivían, en un
bosque de secuoyas de las afueras de Feltondrons, sólo se celebraba su
cumpleaños. Su madre le contestó que ella no tenía cumpleaños, que sólo
le importaba el de Pipin, pero que ella no dejó de incordiar hasta que su
madre accedió a celebrar el solsticio de verano con un pastel al que
llamarían «de no-cumpleaños». Cuando llegaron al teatro, no quedaban
ya entradas en las primeras filas. Hamilton se ofreció a cambiar con
Virgen la suya y quedarse más atrás. El escenario se encontraba envuelto
en sombras. Se alcanzaba a distinguir una mesa sobre la que solo había
una gran copa de agua y un sillón de respaldo alto enfrentando al
público. Apenas más retiradas, una docena de sillas vacías rodeaban en
un semicírculo la mesa por los costados y por atrás. El teatro quedó
sumido en una oscuridad total una fracción de segundo. Al encenderse
de nuevo un foco sobre el escenario, el mago se sentó en el sillón.
—¡Luz! —ordenó.
Una luz cruel de quirófano alumbró su figura encorvada.
—¡Más luz! —repitió. Tenía una voz ronca, poderosa, sin ningún
acento—. Quiero que lo vean todo, que nadie pueda decir: era un efecto
de humo y penumbras.
Extendió la mano desnuda sobre la mesa.
—Vengo de un país al que llamaban el granero del mundo.
—Sin miedo: pruébelo. —La mano, como la aguja de un reloj, se
movió a la segunda silla y volvió a abrirse dejando ver otra vez una punta
redondeada e intacta —. Puede ser un pedazo más grande. Adelante,
pruébelo. —Giró y giró otra vez hasta que todos sacaron su pedazo de
pan.
—Sí —dijo pensativo al terminar. Mostró la palma y allí se hallaba
siempre intacto el pequeño pan. Extendió los dedos, los largos dedos,
como si pudiera comprimirlo desde los extremos, y cerró lentamente el
puño. Cuando abrió la mano solo quedaba la esferita que volvió a mostrar
entre el índice y el pulgar—: no hay que tirar al camino todas las migas
de pan.
Se puso de pie para recibir los primeros aplausos y despidió desde
el borde del escenario a los doce que habían ocupado las sillas. En el
segundo grupo subió Virgen y Apple. Sentado detrás de él, a un costado,
el mago podía verse ahora de perfil. Bebió un sorbo antes de continuar.
—¿Quién puede gobernar los colores? ¿Quién podría dictarles un
orden? —arrojó las cartas de a una bocarriba sobre la mesa, con un
movimiento del pulgar—: Rojo, negro, rojo, negro, rojo, negro.
—Las cartas habían quedado formando una hilera con los colores
intercalados.

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—Pero este joven —dijo, clavando sus ojos repentinamente en
Apple —es todavía escéptico: quizá ha leído algún manual de magia y
cree que el truco está en el modo en que recojo las cartas.
Cuando volvieron a los asientos Apple manifestó lo feliz que se
hallaba de ver realizar un truco tan simple y tan limpio.
—Los magos, ustedes saben, fuimos perseguidos ferozmente en
varias épocas, desde aquel primer incendio que acabó con nuestros
antepasados más antiguos. Temían que reveláramos los trucos que hizo
el gran mago Jesucristo.
Apple se preguntó si lo de Mrs. Norton había sido solo un juego,
una magia de algún mago estilista. ¿Pero para qué le habían introducido
un pedazo de madera en el culo? ¿Qué significado tenía? Hamilton dudó
de la lógica de la premisa. Desbarató toda idea acerca de la magia. Juntos
fueron a un bar. Se burlaron de la lentitud de Apple para tomar la cerveza.
—No puede beber más lento... ¡Mierda! —dijo Virgen.
—¿Por qué mierda te molesta eso?
—¿Qué le habías preguntado al mago? ¿De qué libro te hablaba?
—preguntó Virgen con una confiada curiosidad.
—¿Tiene que ver con la muerte de un hombre que también se le
introdujo un pedazo de madera en el culo? —preguntó Hamilton.
—Ah, sí —dijo Virgen con entusiasmo—, el caso del telépata.
—Fue uno de los casos más famosos que investigó Anderson —
expresó Hamilton, dirigiéndose a Apple —: la muerte del tipo del palo
en el culo, un hombre muy rico que dirigía el círculo espiritista local. Fue
en la época en que se jugaban aquí las eliminatorias del campeonato
mundial de ajedrez.
—El pobre murió como Mrs. Norton o peor —exclamó Virgen.
—Ya ve —dijo Hamilton riendo—, había gente que se hallaba
totalmente convencida y no necesitaba ninguna prueba.
Una camarera se acercó para anotar el pedido. Virgen tomó unas
papas y el pescado del día.
—Solo esto: el cadáver de Mrs. Norton, tal como la encontramos,
no tenía la manta de sus pies —dijo Apple.
Hamilton se echó atrás en su silla y cruzó una mano bajo su
mentón.
—Eso... puede ser interesante —dijo—. Sí, ahora que lo dice, lo
recuerdo perfectamente, ella siempre llevaba, por lo menos cuando salía,
una manta escocesa. Bueno —dijo Hamilton, con una suave ironía—, es
el inspector de Scotland Yard a cargo del caso, quizá no sintió la
obligación de reportarse a nosotros con cada detalle.
—Pero nosotros sabemos más que él —dijo Apple.
—Poco —dijo Hamilton.
Su cara se ensombreció, como si algo en la conversación le hubiera
hecho recordar sus peores presentimientos.

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—Pero el jueves es pasado mañana —dijo Apple.
—Pasado mañana... —repitió Hamilton, tratando de darle sentido
a la expresión en español—. Es una mezcla interesante de tiempos —
dijo—. El pasado con el futuro... Lo que ocurre es que no es exactamente
un día cualquiera mañana. Fue justamente por eso que me llamó
Anderson. Quiere enviar algunos de sus hombres a Cambridge.
—¿Qué pasa aquí, mañana? —Virgen había regresado y traía otras
tres botellas que distribuyó sobre la mesa.
—Me temo que tiene que ver con uno de los libros que le presté yo
mismo al inspector Anderson. Un libro sobre matemáticos que asesinan
para advertir a determinados grupos de profesionales.
—Entonces en ese caso los crímenes serían...
—Una advertencia —dijo Hamilton—. Una exhortación al mundo
de los médicos. La conspiración que imagina el libro; ya se lo dije a
Anderson, me parece a mí una suma ingeniosa de disparates. Pero hay
algo que de todos modos me preocupa: trabajan en secreto, saben que la
mayoría de la sociedad en la cual estamos sumergidos desconoce estas
advertencias. Hay un dicho, creo que japonés, según el cual para una
persona que desconoce el Zen, las montañas son montañas y los ríos son
ríos; cuando ha comenzado a conocerlo, las montañas dejan de ser
montañas y los ríos ya no son ríos; finalmente, después de la iluminación,
las montañas vuelven a ser montañas y los ríos vuelven a ser ríos.
—Quizá tenga que ver mi investigación acerca de la cura de los
agentes patológicos, los VDE.
—Lamentablemente, es así. El juego es como una casa de
chocolate, una puerta abierta a la imaginación, la bola de cristal en la
cual todo puede suceder, el tren donde estamos todos y que nos lleva a
todas partes, el lugar vivo en el cual compartimos ilusiones, fantasías,
sentimientos, risas y también enfados; es una posibilidad a la creación.
—No hemos perdido ni ganado. Todavía no comenzamos a jugar.

FIN

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