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ÍNDICE

PRÓLOGO 7

I. LA IGLESIA Y LA HISTORIA 11
A) LA MUERTE DE HIPATIA 11
1. Las mil muertes de Hipatia 11
2. Lo que sabemos sobre Hipatia de Alejandría 20
B) LOS TEMPLARIOS 23
1. Los templarios: más allá de la leyenda 23
C) LAS CRUZADAS 35
1. La polémica sobre las Cruzadas 35
2. ¿Fueron las Cruzadas fruto de un interés material? 36
3. Agredidos y agresores: una historia para ser reescrita 38
D) LA CONQUISTA DE AMÉRICA 40
1. La leyenda negra hispanoamericana 40
2. Leyenda negra sobre la conquista de América 62
3. Los residuos de la leyenda negra 67
E) LA INQUISICIÓN 70
1. ¿Qué sucedió realmente con la Inquisición? 70
2. La leyenda sobre la Inquisición 75
3. La triste sombra de la Inquisición 81
F) LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA 88
1. Los mártires de la persecución religiosa española, testigos de reconciliación 88
2. De esto ha de pedir perdón la Iglesia española 91
3. Mártires en España 96
G) MEMORIA Y PERDÓN 99
1. ¿Debe la iglesia pedir perdón por sus errores? 99
2. Sentimientos de culpa 101

II. LA IGLESIA Y EL JUDAÍSMO 105


A) EL ANTISEMITISMO 105
1. La explusión de los judíos 105
2. Leyendas negras y leyendas rosas del Judaísmo 108
3. “Dabru emet”. Declaración judía sobre los cristianos y el cristianismo 111
B) EL NAZISMO 113
1. Hitler, la Santa Sede y los judíos 113
2. ¿Cómo actuó la Iglesia ante el nazismo? 122
3. La revuelta antinazi: católicos salvando judíos 125
4. Calumnias contra Pío XII 126
5. El mito del “Papa de Hitler” 127
6. Hitler, la guerra y el Papa 128
7. Benedicto XVI, ¿un Papa que fue nazi? 130

III. IGLESIA Y ECONOMÍA 135


1. La Iglesia y el dinero 135
2. Riquezas de la Iglesia 137
3. Riquezas vaticanas 144
4. La crisis deja al Vaticano por tercer año consecutivo en números rojos 146
5. Cuentos sobre las cuentas de la iglesia 147

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IV. LA IGLESIA Y EL GNOSTICISMO 151
1. El Gnosticismo 151
2. La estafa «Código Da Vinci»: un best-seller mentiroso 153
3. El Código Da Vinci. La verdadera historia es bien diferente 162
4. Un “código” basura... 167
5. El Código Da Vinci: ¿una broma o la estafa de un cínico? 172

V. LA IGLESIA Y LA MUJER 179


1. La mujer en la Historia 179
2. Hacia un nuevo feminismo para el Siglo XXI 185
3. La mujer en la Iglesia hoy sirve más que las diaconisas 197
4. ¿Adónde va el feminismo? 199
5. Defender a la mujer del feminismo 200
6. La ideología “Gender” 210

VI. IGLESIA Y SEXUALIDAD 219


A) LA SEXUALIDAD HUMANA 219
1. Tomarse el sexo en serio 219
B) EL SIDA 224
1. ¿La Iglesia, responsable de la expansión del sida? 224
2. Condón, Iglesia y sociedad 224
3. "Terrorismo psicológico" contra la Iglesia 225
4. El Cardenal y el sida 227
C) LA PEDERASTIA 229
1. El abuso de los abusos, una persecución contra Benedicto XVI 229
2. La pederastia: la excusa para difamar a la Iglesia católica 245
3. Homosexualidad, celibato y pederastia 247
4. Clima artificial de pánico moral 248
5. Goebbels y la operación de los sacerdotes pedófilos 251
6. Diez mitos sobre la pedofilia de los sacerdotes 253

VII. IGLESIA Y DEMOCRACIA 259


1. ¿Una institución opresiva y anticuada? 259
2. Balance del siglo XX y acción de la Iglesia en la Historia 262
3. Los derechos humanos y la revolución francesa 267

VIII. IGLESIA Y CIENCIA 277


A) CIENCIA Y FE 277
1. El origen de la ciencia moderna 277
2. Ciencia y religión, el eterno debate 278
3. Los científicos y Dios 281
4. Ciencia y fe: nuevas perspectivas 290
5. El caso Galileo 300
B) LAS TEORÍAS DE LA EVOLUCIÓN 317
1. Evolución, fe y teología 317
2. Evolucionismo versus creacionismo 335

IX. IGLESIA Y MEDIOS DE COMUNICACIÓN 343


1. Prensa y religión: ¿un choque de culturas? 343
2. La desinformación religiosa en los medios de comunicación 348

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Prólogo

El ideal o el proyecto más noble puede ser objeto de burla o de ridiculizaciones fáciles.
Para eso no se necesita la menor inteligencia (Alexander Kuprin).

Resulta una obviedad constatar, cuando se aborda la historia de la Iglesia católica, que
tarde o temprano nos encontraremos con el fenómeno que se ha dado en llamar
leyenda negra. Ésta consiste en una labor de propaganda, de desinformación, que, a
través de la presentación tendenciosa de los hechos históricos, bajo la apariencia de
objetividad y de rigor histórico o científico, procura crear una opinión pública, bien
anticlerical, bien anticatólica. Por eso se aparta de lo que podría aceptarse como una
simple crítica, una denuncia honesta y rigurosa de los errores cometidos por los
miembros de la Iglesia, dando en cambio una imagen voluntariamente distorsionada
del pasado de la Iglesia, para convertirla en una descalificación global de una misión
milenaria, tanto antes como, sobre todo, en la actualidad.

La leyenda negra de la Iglesia no es un asunto baladí que deba ser objeto de


preocupación sólo para los historiadores. Lo cierto es que todos los católicos nos
jugamos mucho en la lucha contra sus manipulaciones. Y es que la descalificación
global de esta institución religiosa a largo de toda su historia compromete seriamente
ante la opinión pública su legitimidad social y moral de cara al futuro. Un fenómeno
reciente como la polvareda social levantada por la novela el Código Da Vinci resulta ser
un magnífico ejemplo del peligro que la manipulación de la historia de la Iglesia
entraña para su acción pastoral actual.

En realidad, los ataques demagógicos y panfletarios contra el pasado y el presente de


la Iglesia datan de muy antiguo. En efecto, podemos encontrar diatribas furibundas
contra el cristianismo católico por parte de autores paganos grecorromanos (Celso,
Zósimo, Juliano el Apóstata…), de los diferentes heresiarcas medievales y de los
polemistas judíos y musulmanes. Pero la polémica anticatólica se acentuó y cobró una
especial virulencia en la segunda mitad del siglo XVI, cuando las discusiones entre
católicos y protestantes invadieron también el campo historiográfico y literario,
surgiendo entonces todo un modelo de difamación sistemática de la Iglesia.

Más en concreto, encontramos el origen del discurso anticatólico actual en la llamada


leyenda negra, un conjunto de acusaciones contra la Iglesia y la monarquía hispánica
que se generó y se desarrolló en Inglaterra y Holanda, en el curso de la lucha entre
Felipe II y los protestantes. El anticatolicismo llegó a ser, con el tiempo, parte integral
de la cultura inglesa, holandesa o escandinava. Escritores y libelistas se esforzaron por
inventar mil ejemplos de la vileza y perfidia papista, y difundieron por Europa la idea
de que la Iglesia católica era la sede del Anticristo, de la ignorancia y del fanatismo. Tal
idea se generalizó en el siglo XVIII, a lo largo y ancho de la Europa iluminista y

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petulante de la Ilustración, señalando a la Iglesia como causa principal de la
degradación cultural de los países que habían permanecido católicos.

En los prejuicios difundidos sobre la historia de la Iglesia se observan dos elementos


básicos y, en no pocas ocasiones, íntimamente entremezclados: la visión de la Iglesia
medieval y moderna como una institución oscurantista, reaccionaria y enemiga de
todo progreso intelectual o social; y su caricaturización como una fuerza represiva e
intolerante, enemiga de los derechos humanos y promotora de las Cruzadas y la
Inquisición.

Se suele afirmar, por ejemplo, que las Cruzadas fueron guerras de agresión provocadas
contra un mundo musulmán pacífico. Esta afirmación es completamente errónea. Lo
cierto, en cambio, es que, desde los mismos tiempos de Mahoma, los musulmanes
habían intentado conquistar el mundo cristiano. E incluso habían obtenido éxitos
notables. Tras varios siglos de continuas conquistas, los ejércitos musulmanes
dominaban todo el norte de África, Oriente Medio, Asia Menor y gran parte de España.
En otras palabras, a finales del siglo XI, las fuerzas islámicas habían conquistado dos
terceras partes del mundo cristiano: Palestina, la tierra de Jesucristo; Egipto, donde
nace el cristianismo monástico; Asia Menor, donde san Pablo había plantado las
semillas de las primeras comunidades cristianas... Estos lugares no estaban en la
periferia de la cristiandad, sino que eran su verdadero centro.

Otro lugar común de la leyenda negra anticatólica es –no podía ser de otro modo– la
acción de la Inquisición en la Edad Media y la Moderna. Por ejemplo, todo el mundo ha
oído hablar del caso de Galileo Galilei, casi siempre de modo deformado, ya que no se
suele explicar que el sabio italiano apenas sufrió otro castigo que un incómodo arresto
domiciliario en un palacio cardenalicio. Por el contrario, son pocos los colegiales que
saben que Antoine Lavoisier, uno de los fundadores de la Química, fue guillotinado a
causa de sus ideas políticas, por un tribunal durante el Terror jacobino, al grito de ¡La
Revolución no necesita científicos!

No olvidemos tampoco que, en Ginebra –la Meca del protestantismo–, Juan Calvino no
dudó en mandar a la hoguera al ilustre descubridor de la circulación pulmonar de la
sangre, nuestro compatriota Miguel Servet. El científico aragonés fue tan sólo una de
las quinientas víctimas de diez años de intolerancia calvinista en una ciudad con
apenas diez mil habitantes. Con esta proporción brutal de represaliados, la Inquisición
española habría debido quemar ¡un millón de personas cada siglo! –en realidad,
fueron tres mil en trescientos años–. Aun así, Torquemada ha pasado al argot popular
como sinónimo de intolerancia, y Calvino es ponderado por muchos como uno de los
padres de las democracias liberales del norte de Europa.

Sobre el espinoso asunto de la Inquisición, si queremos ser rigurosos, hay que señalar
que el Santo Oficio era un tribunal dedicado a investigar si entre los católicos había
herejes, un tema gravísimo entonces, al que ahora no se da importancia porque las
sociedades no son confesionales. Pero es que entonces las disputas teológicas daban
lugar a guerras y conmociones sin cuento (las guerras de religión en Europa
provocaron un millón de muertos entre 1517 y 1648). Por consiguiente, la Inquisición
era un instrumento básico para el mantenimiento de la paz en un reino. Por otro lado,

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un hecho no suficientemente conocido es que la Inquisición no tenía jurisdicción
alguna sobre los no bautizados. Por tanto, ni judíos ni musulmanes podían ser
juzgados, detenidos o acosados por la Inquisición.

Ciertamente, el Santo Oficio usaba el tormento como todos los tribunales de la época,
pero generalmente con mayores garantías procesales, ya que se realizaba siempre en
presencia del notario, los jueces y un médico, y sin que se pudieran causar al reo
mutilaciones, quebrantamiento de huesos, derramamiento de sangre ni lesiones
irreparables. Finalmente, hay que llamar la atención sobre el hecho de que la mayoría
de las penas eran de tipo canónico, como oraciones o penitencias. Las condenas a
muerte fueron rarísimas, y sólo en casos muy graves sin arrepentimiento, pues si había
arrepentimiento había indulgencia con el reo. Como ya se ha dicho, en sus tres siglos
de historia, la Inquisición ajustició a unos 3.000 reos (de un total de 200.000
procesados). Esta cifra, con ser alta, representa tan sólo la décima parte de los
asesinados en Francia por el régimen del Terror jacobino en el periodo 1792-1795. Es
decir, en tan sólo tres años, los hijos de la Ilustración iluminista habían multiplicado
por diez las víctimas fruto de trescientos años de actuación de la Inquisición católica.
¿Y quién se atreve hoy en día a mentarle este hecho a un defensor de la democracia
liberal, cuyos fundamentos mismos sentó la Revolución Francesa? ¿Por qué, entonces,
tenemos los católicos que aguantar día sí y día también que algunos sectarios nos
recuerdan la Inquisición cada vez que nos identificamos como hijos de la Santa Madre
Iglesia?

Un ejemplo reciente de cómo la leyenda negra ha cobrado nuevos bríos últimamente


lo hallamos en el ya mencionado Código Da Vinci. Su autor, Dan Brown, deja caer que
la Iglesia habría quemado a cinco millones de brujas (p. 158), cuando todos los
especialistas, con Brian Pavlac a la cabeza, limitan la cifra a 30.000, a lo sumo, para el
período 1400-1800 (por cierto, el 90% víctimas de la Inquisición protestante, y no de la
católica).

Esto conecta con el ominoso concepto de Gendercide (genocidio de las mujeres), que
han acuñado el feminismo y el lesbianismo radicales en las universidades
norteamericanas. Esto es, la criminalización de la Iglesia católica, que cargaría con una
mancha histórica tan negra como el Holocausto nazi. De la misma forma que el
nazismo ha quedado desacreditado para siempre jamás por su ejecutoria asesina
contra los judíos, la Iglesia carecería de toda legitimidad como institución por su
pasado criminal en relación a las mujeres. Barbaridades como ésta se leen y se
escuchan en algunos departamentos de Gender studies de los Estados Unidos.

No en vano, el Código Da Vinci se basa en una serie de absurdas creencias neo-


gnósticas y feministas que entran en oposición directa no sólo con el cristianismo, sino
con la Historia académica tal y como es enseñada en todas las universidades
respetables del mundo. Mucho se ha hablado de la inverosímil hipótesis de Dan Brown
de que Cristo y María Magdalena estaban casados y tuvieron descendencia, pero eso
sólo es la punta de un iceberg de disparates. Convenientemente camufladas tras la
atractiva trama narrativa propia de un thriller policíaco, el autor va deslizando aquí y
allá ideas propias de una cosmovisión que enseña que el cristianismo es una mentira

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violenta y sangrienta, que la Iglesia católica es una institución siniestra y misógina, y
que la verdad es, en última instancia, creación y producto de cada persona.

El último episodio de la persecución contra la Iglesia católica lo constituye el


lamentable asunto de los abusos a menores cometidos por eclesiásticos. Lo que aquí
se denuncia es que para ciertos medios laicistas la pederastia es un delito que afecta
sólo o preponderantemente a eclesiásticos, cuando los estudios más solventes y
rigurosos revelan todo lo contrario: que desde el punto de vista estadístico, los casos
de abusos a menores cometidos por miembros de la Iglesia constituyen casos
irrelevantes. Por supuesto, que condeno cada uno de esos delitos, pero quiero dejar
constancia que no son representativos en absoluto del orden clerical.

El revuelo armado por los casos de pederastia que afectan a sacerdotes no tiene como
objeto a éstos ni, mucho menos, solucionar tal lacra. El objetivo por orden creciente es
el Papa y la Iglesia como transmisores de unos determinados valores que fundamentan
las raíces de la sociedad y la cultura occidental. Tal campaña es una campaña
difamatoria, en cuanto que su verdadero interés no radica en reparar el daño causado
a las víctimas ni en mejorar las leyes. De otro modo no se entiende que los acusadores
hayan pasado de denunciar los casos individuales a la acusación indistinta del Papa y
de la Iglesia, que son lo que realmente tienen entre ceja y ceja. Los cristianos hemos de
comprender y comprendemos, y esa es nuestra dulce cruz, que los ataques son a la
Iglesia misma como defensora de la vida, de la persona, de la moral misma. Esta
campaña no es más que otra batalla contra el cristianismo promovida por quienes
profesan el relativismo, la ausencia de verdad y la libertad sin responsabilidad moral.

Carlos Javier Alonso

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I. LA IGLESIA Y LA HISTORIA

“Quien es dueño del presente, escribe el pasado.


Y quien escribe el pasado, dominará el futuro”

George Orwell

A) LA MUERTE DE HIPATIA

1. Las mil muertes de Hipatia

Uno de los más perdurables reflejos condicionados que el


progresismo ha desarrollado tras buscar la confrontación
con el potente estímulo cristiano, ha sido el de la
canonización laica e incluso la confección de un martirologio
propio, evidentemente de carácter profano.

No caracterizan, qué duda cabe, a estos procesos de


glorificación secular el apego a la realidad histórica ni el
compromiso con la verdad que, sin embargo, obligan a la
Iglesia —ligada insolublemente por los mandatos
evangélicos— a rodear de infinitas cautelas, pesquisas,
trámites jurídicos y protocolos canónicos de años o siglos
cada una de sus santificaciones.

Perfectamente consciente de ello y en plena coherencia con su entraña relativista, el


laicismo en sus variadas presentaciones (librepensador, marxista, anarquista,
cientifista, francmasón, socialista, feminista, bon vivant…) sólo ha buscado en la
exaltación de figuras de las que luego se adueña propagar su ideología.

Propaganda y demagogia no son objetivos que se compaginen fácilmente con la


expresión veraz de los mil y un matices que hermosean y dotan de profundidad al
lienzo de una vida, máxime si ésta es singular; mas esto queda fuera de la
consideración de aquéllos cuya Weltanschauung cabe toda en el titular de un
suplemento dominical o en un muestrario de lemas de megáfono y ripio.

Cuando el progresismo fabrica un mártir, el bel morir petrarquiano pasa a anegar toda
la vida de la víctima y hasta su misma muerte, rebanando y volviendo casi inaccesible
al conocimiento general la histórica realidad de su existencia, que suele ser harto más
interesante que el arquetipo preparado para el incienso.

Absorbidos por la vulgata mediática y las peroratas de la enseñanza oficial, muy pocos
y con gran esfuerzo llegan a preguntarse, verbigracia, por la trastienda de la muerte
del inofensivo García Lorca que tan absurdo oprobio arrojó sobre la causa franquista.
Con mayor esfuerzo aún ni entenderían por qué Miguel Hernández subió un peldaño

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más hacia su triste fin el día en que soltó en el palacio de Zabálburu, sede durante la
guerra de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, aquello suyo de “aquí hay mucha
puta y mucho hijo de puta”.

Ni tal vez esos mismos alcancen a comprender, si no visitan sin prisas Florencia, que el
hoy mártir supremo de la ciencia frente al oscurantismo católico lleva siglos
descansando en su mausoleo al abrigo de una artística iglesia. Un gran
desconocimiento se proyecta a sabiendas sobre las figuras en cuestión, llegando en
casos como el del Che a ensalzar a completos villanos.

De esto último no cabe afligirse: allá cada cual con lo que luce en su camiseta y en qué
gris cadena decide insertarse; pero cuando la que se anula o deforma es una
personalidad rica tronchada en la plenitud de su vida la idealización interesada se
asemeja a una nueva muerte.

Hipatia según los autores antiguos

Dicen los antiguos que entre los siglos IV y V de nuestra era vivió en la más culta y
agitada metrópoli del Imperio oriental la hija del científico Teón. Éste fue un
académico de cuando el emperador Teodosio I, integrado en el Museo de Alejandría y
que ha merecido un hueco en la historia de la ciencia por sus comentarios a Euclides y
a Tolomeo. Estaba imbuido de la religiosidad pagana, pues como los demás
matemáticos alejandrinos cultivó también los saberes ocultos, el hermetismo y la
adivinación.

El viejo lexicón bizantino Suda, bajo la voz “Théōn”, enumera obras suyas de sugestivo
título: Sobre las señales del cielo, la observación de las aves y el graznido de los
cuervos, Sobre la salida del Can (constelación)…

Su hija Hipatia, en cambio, habiendo atendido con aprovechamiento a las enseñanzas


de su progenitor hasta el punto de producir una obra personal de gran calidad
científica, manifestaba desapego por los aspectos teúrgicos y cultuales de la gentilidad
helénica, inclinándose en su lugar por la vivencia y la transmisión del platonismo. Y así
se distinguió durante decenios entre sus conciudadanos de la gran urbe del Delta;
cubierta con el tribon, austero hábito filosofal, recibía la veneración de sus discípulos y
el respeto del resto de los griegos lo mismo paganos que bautizados, y su consejo era
requerido incluso por las autoridades para la mejor gestión de los asuntos públicos.

Mas un infausto día de la Cuaresma de 415 en que Hipatia volvía a casa en su carruaje,
fue sorprendida por una horda de cristianos iracundos quienes, tras arrastrarla al
Caesareum de Alejandría y despojarla allí de su vestidura, la mataron con cascotes de
teja (los inconformistas prefieren “afiladas conchas de moluscos”) y luego quemaron
los restos de su cuerpo tras haberlo hecho pedazos. Debía de rondar entonces los
sesenta años.

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Hipatia según el mundo moderno

Los modernos, por su parte, exaltan a una Hipatia de la que afirman que también vivió
y murió asesinada en la capital de los Ptolomeos y por las mismas fechas, pero bien
podría ser otra enteramente ajena a aquélla de la que testimoniaron los antiguos. O tal
vez su fantasma.

La Hipatia actual que decimos aparece como la bellísima directora de la Biblioteca


alejandrina que encarna en su desafiante existencia los ideales de la autonomía
científica, el progreso racional, la pervivencia de los saberes clásicos y la liberación de
las mujeres (o cualesquiera de ellos por separado); militancia que pagó entregando su
vida a las caníbales tinieblas cristianas, lo que hoy la convierte en mártir de la ciencia,
el helenismo, la perspectiva de género o la combinación que se desee.

Esta nueva y popular Hipatia (mejor pondríamos Hypatia por servir a los designios del
influjo anglosajón, hodierno faro cultural de Alejandría) parece en parte un
subproducto de la copiosa novelería que la figura inspira, porque la narrativa en
cualquier soporte constituye hoy día la fuente por excelencia de conocimiento y
deleite.

Nos preguntamos si Sinesio, Olimpio, Herculiano y los demás alumnos de Hipatia,


reconocerían a su reverenciada maestra en esta rutilante súper-mujer, o pensarían
dolidos que los modernos hemos sofocado neciamente su recuerdo.

Sea lo que fuere, lo cierto es que la muerte moral de Hipatia —y su consiguiente


resurrección como predecible alegoría ideológica— no ha sido una, sino muchas
muertes, que se vienen sucediendo desde el siglo XVIII. De entre los que las han
perpetrado destaca el gran Gibbon en su Historia de la decadencia y ruina del Imperio
Romano (1776-1789). La tesis que sostiene y vertebra esta monumental obra, que ve
en el cristianismo al verdugo de la civilización clásica, conduce también a presentar a
una Hipatia comprometida con los valores de la religión antigua y enseñando en
Alejandría y hasta en Atenas (algo sobre lo que carecemos de testimonios).

Tomando pie de varias fuentes, pero sobre todo del relato de Damascio recogido en la
citada Suda (Damascio fue un filósofo neoplatónico del siglo VI), Edward Gibbon
imputa sobre la conciencia del santo patriarca cristiano —supuestamente devorado
por la envidia y los celos— la responsabilidad última del asesinato de Hipatia, que «ha
dejado una marca indeleble en la personalidad e integridad religiosa de Cirilo de
Alejandría».

Este inseguro camino no lo traza solo el historiador inglés, sino que otros autores de su
tiempo ya lo dejaron allanado en sus respectivas obras. Voltaire, sin ir más lejos: en su
Diccionario Filosófico (1764) aparece un odioso San Cirilo azuzando a los fanáticos
cristianos contra la filósofa, y el propio ilustrado de Fernay pidiendo a Dios
cínicamente por la salvación de la pobre ánima de aquél. Voltaire contribuye también a
crear el halo de voluptuosidad que envuelve la figura de Hipatia y su trágico destino.

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Las fuentes sostienen de modo inequívoco (salvo alguna contradicción menor) que la
hija de Teón se mantuvo virgen hasta su muerte, rubricando con la castidad perpetua
su entrega al idealismo neoplatónico. Y debió de ser bella en su juventud, nadie lo
duda, pero los relatos antiguos son sobrios a este respecto y, desde luego, excluyen
cualquier connotación lúbrica del hecho de haber sido desvestida antes de caer bajo
los óstraka, porque de los más fiables se desprende que Hipatia murió siendo una
mujer mayor.

Voltaire, sin embargo, deja asomar tras una rijosa frase su alma machista y trivial:
«Cuando se desnuda a mujeres hermosas no es para perpetrar matanzas», escribe.
Decenios antes, en 1720, un John Toland había publicado su ensayo contra la memoria
de San Cirilo y la Iglesia alejandrina donde se ensalza no sólo la sabiduría y la virtud de
Hipatia, sino también su belleza excepcional; obra que, a su vez, motivó la réplica
indignada de un Thomas Lewis en cuyo título se presenta a nuestra baqueteada
heroína como «a Most Impudent School-Mistress of Alexandria»…

El siglo XIX no le irá a la zaga al de las Luces en su contribución a las metamorfosis de


Hipatia y su catasterismo final (Hipatia, en efecto, es desde 1884 el asteroide nº 238);
nuevamente desde Inglaterra el escritor anticatólico Charles Kingsley da a la imprenta
su novela sobre la pensadora, y en los ambientes franceses circulan obras de Maurice
Barrès o resuenan los versos de Leconte de Lisle deplorando el sacrificio de la platónica
Afrodita a manos del «vil Galileo».

Ya en el XX, Bertrand Russell encabeza la turbamulta de autores que hasta hoy mismo
protagonizarán la dudosa tarea de presentar a los distintos públicos una Hipatia
extraña a sí misma. Para los aficionados a la ciencia divulgativa, por ejemplo, ella es ya
una vieja conocida merced al impacto que en los ochenta tuvo la serie televisiva
Cosmos, del astrónomo estadounidense Carl Sagan.

La semblanza que entonces hizo Sagan de Hipatia era sólo un trasunto —otro más— de
la ideología cientifista y antirreligiosa de este popular profesor: sobredimensionada
como lumbrera científica, su doloroso fin quedó asociado caprichosamente a la
pérdida de su obra y a la de la propia Biblioteca de Alejandría. Todo por culpa del cerril
patriarca que llegó a santo (seguramente por eso) y de un cristianismo incompatible
con el conocimiento que descuajó el radiante árbol del saber clásico sumiendo al
mundo en un sueño oscurantista del que tardaría mil años en despertar. Para volver a
aturdirse —le faltó decir— tras la condena de Galileo…

No murió por “fanatismo cienciófobo”

Tantas y tan creativas “muertes” de Hipatia aguijando desde hace tres siglos la
imaginación y los sentimientos de los amantes de la narrativa, no han podido menos
de espolear también el innato sentido de la justicia. Como el de una autora reciente
que encabeza su cuento breve con un título inquietantemente reivindicativo: Hipatia:
ni perdón ni olvido.

Cosa distinta es que hayan estimulado también la razón —ausencia que cabría
extrañar en un entorno que la diviniza y que se tiene por escrupulosamente crítico— y

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que a los porqués románticos, justicieros o retóricos haya seguido un verdadero deseo
de conocer el contexto histórico, los hechos y sus íntimas conexiones causales para
poder después juzgar en el más pleno y racional sentido de la palabra.

La muerte de Hipatia, la única y trágica que tuvo, no sobrevino por accidente, pero
tampoco el recurso primario al “fanatismo cienciófobo” de los cristianos satisfaría ni
de lejos ese deseo inteligible del que hablamos.

El entorno y las circunstancias que moldean todo desenlace humano debemos


buscarlo, en este caso, en los sucesos que removieron Alejandría al menos desde dos o
tres años antes del asesinato de la filósofa. Y tratar de conocerlos no nos aboca a
ningún arduo esfuerzo arqueológico ni paleográfico, sino que contamos con
circunspectos testimonios llegados del pasado y excelentes trabajos filológicos que los
han ordenado y explicado tras décadas de humanismo, bibliotecas y estudio silencioso
y constante.

Cirilo sucedió en el patriarcado de Alejandría a su tío materno, el animoso Teófilo, tres


días después del fallecimiento de éste: el 18 de octubre de 412. La votación del pueblo
fiel le prefirió (jeirotoneîn, a mano alzada, precisa el bizantino Nicéforo Calixto) frente
a la candidatura del arcediano Timoteo, que estaba apoyado incluso por el jefe de la
guarnición militar de Egipto.

El celo madrugador y la enérgica resolución de Cirilo en la defensa de las prerrogativas


episcopales le revelaron como un nuevo Teófilo, para lo bueno y lo malo según
algunos.

Lo primero que hizo fue contener la herejía en su archidiócesis desfondando el cisma


novaciano (clausuras, requisas…). Y enseguida llegó el choque con la antigua y
floreciente comunidad hebrea de Alejandría; pero en esto la estimación posterior y su
comprensible hipersensibilidad hacia los brotes de antisemitismo no ha sabido ser
justa con Cirilo.

Los publicistas judíos actuales demuestran una imprudente animadversión hacia esta
figura cuando, como hace Werner Keller, cuentan sólo la parte que les conviene:

«Multitud de cristianos incitados por el arzobispo irrumpieron en el año 414 en las


sinagogas y se apropiaron de ellas. Los judíos fueron expulsados de la ciudad que se
había convertido en su patria. La chusma se apoderó de sus casas y de sus bienes. Sólo
un miembro de la gran comunidad, Adamantius, un maestro de la ciencia de la
medicina, se libró de la desgracia: se dejó bautizar. (…) Y el que Orestes *prefecto
imperial de Alejandría] se atreviese a ponerse a favor de los judíos, por poco le cuesta
la vida, pues los monjes del monte Nitra, cerca de Alejandría, asaltaron al prefecto,
que fue gravemente herido por una pedrada» (Historia del pueblo judío, 1966).

El relato de Keller manifiesta sin embozo su absoluta dependencia del que en su día
redactara un contemporáneo de los hechos: el jurista e historiador de Constantinopla
Sócrates, luego apodado “Escolástico”. Su Historia eclesiástica tiende a ser distante y
neutral, por estar su autor seguramente cercano a alguna corriente heterodoxa. Su

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imparcialidad no suele cuestionarse y su valor como fuente primaria lo corrobora la
pléyade de autores que ha ido sobre sus pasos a veces demasiado servilmente.

Pues bien, es Sócrates Escolástico quien nos pone en antecedentes sobre cómo
empezó aquel enésimo choque entre judíos y griegos —éstos ahora cristianos— de
Alejandría. Era sábado, pero muchos hebreos prefirieron postergar su deber piadoso
de meditar los preceptos de la Ley acudiendo en su lugar a los espectáculos que se
ofrecían en la ciudad.

Orestes, flamante prefecto, aprovechaba en ese momento la concurrencia del teatro


para dar publicidad a una serie de ordenanzas que acababa de promulgar. Entonces,
ante la presencia entre la multitud de un tal Hiérax, maestro de escuela y seguidor
entusiasta del obispo Cirilo, los judíos se alborotaron y empezaron a acusar sin pruebas
a este Hiérax de venir únicamente a provocar una sedición.

Orestes, que ya veía con malos ojos los amagos del patriarca de consolidar su
influencia invadiendo la esfera estatal, prestó oídos a las denuncias de los hebreos y
ordenó prender y torturar a Hiérax allí mismo. Enterado del caso, Cirilo convocó a los
notables de los judíos para advertirles que no toleraría nuevas insidias contra los
cristianos, pero esto no hizo sino envalentonar más a la plebe mosaica que multiplicó
sus golpes.

El peor de todos lo descargaron una noche en la que, tras haber acordado una señal
con la que reconocerse entre sí, repartieron agentes por la ciudad para que alarmaran
a los cristianos con el anuncio de que su iglesia principal estaba ardiendo.
Aprovechando entonces el amparo de la oscuridad y el concurso de fieles que desde
todos los barrios corrían a sofocar las pregonadas llamas, los hebreos cayeron sobre
ellos causando una gran mortandad.

Las primeras luces del día revelaron el lastimero espectáculo de las calles salpicadas de
cadáveres y, ante la falta de reacción del prefecto, Cirilo consintió entonces el saqueo
de las propiedades de los judíos, ordenando luego su expulsión de la urbe en la que
habían vivido y prosperado desde los tiempos del gran Alejandro.

Estudiosos de nuestro tiempo dudan de que se tratase de una verdadera diáspora


masiva viendo exageración en este punto; en cualquier caso, el patriarca no hacía sino
aplicar la pena prevista por el derecho romano vigente (Codex Theodosianus IX.10.1)
ante la pasividad de un Orestes que eludía el cumplimiento de su deber.

La pérdida que para Alejandría supuso el quedar privada de un importante y


productivo sector de población irritaba aún más, si cabe, al alto funcionario, que ya no
quería oír hablar de arreglo alguno con el patriarca y los suyos. Ni siquiera atendió el
sincero intento de éste de buscar una reconciliación rechazando el ejemplar de los
Evangelios que Cirilo le había hecho llegar como prenda de paz y entendimiento.

La situación, pues, se había vuelto tan peligrosa que varios centenares de monjes
abandonaron sus cenobios del cercano desierto de Nitria y bajaron a la ciudad para
ponerse a disposición del arzobispo.

16
Quiso el azar que se cruzaran con el vehículo del prefecto al que empezaron a tildar a
gritos de “sacrificador” y “helénico”; Orestes les contradecía medroso alegando que
había recibido el bautismo de manos del patriarca de Constantinopla. Pero la tensión
desatada impedía que se oyeran sus razones, hasta que un canto salió disparado del
grupo de los monjes aterrizando en la imperial cabeza.

La aparatosa efusión de sangre movió a los alejandrinos a acudir en auxilio de su


dignatario; dispersaron a los eremitas y detuvieron al autor del guijarrazo —un monje
llamado Amonio—, al que inmediatamente condujeron a la presencia del propio
Orestes.

El prefecto, cuya herida debía de ser más escandalosa que grave, interrogó primero al
arrestado legalmente; pero los terribles tormentos que le infligió después dieron al
traste con su vida. Cirilo enterró a Amonio en sagrado postulando para él los honores
del martirio, mas la renuencia de parte de sus diocesanos, que no creían que el monje
hubiese perecido víctima del odium fidei sino a resultas de su torpe acción, persuadió
al obispo de olvidar su propósito. De todas formas, la reconciliación entre el
gobernador y el prelado se percibió entonces como más improbable que nunca.

El conflicto con los paganos

Los tiempos de Diocleciano, Galerio y sus atroces persecuciones debieron de parecer


muy lejanos a los cristianos del Imperio tras la promulgación en 380 de la constitución
Cunctos populos, que establecía como credo oficial el catolicismo niceno.

Mucho desdoro se ha vertido sobre la memoria del tío y predecesor de Cirilo, el


impetuoso patriarca Teófilo, por haber ordenado demoler en 391 el Templo de Serapis
o Serapeo (que, en efecto, albergaba en sus dependencias los volúmenes provenientes
de la antigua Biblioteca de Alejandría, pero de la destrucción ex professo de estos
libros por parte de los seguidores del arzobispo no tenemos constancia).

En esto el prelado no hacía sino aplicar en su diócesis, no dudamos que con gusto, la
política religiosa de Teodosio el Grande (un edicto de este mismo emperador, fechado
al año siguiente, vedará definitivamente los cultos paganos).

Tampoco debió de sentir remordimiento el día en que purificó el Mitreo alejandrino,


pues treinta años atrás —según nos informa Sócrates Escolástico en Historia
eclesiástica III, 2— se habían descubierto allí macabros vestigios de sacrificios
humanos cuya exhumación llenó de estupor a los cristianos y soliviantó a los “helenos”
(paganos) siguiéndose, como era natural en la ciudad, un sangriento tumulto. Como
recuerda la catedrática del King’s College Averil Cameron (El Bajo Imperio romano,
1993): «En otro lugar de Oriente, en Apamea, el obispo había destruido el templo de
Zeus ayudado por tropas del gobierno, en fecha tan temprana como el año 386, y
Porfirio de Gaza obtuvo permiso para destruir el Marneion del mismo lugar en el año
402. Una ley dirigida al comes Orientis en el año 397 ordenaba utilizar la piedra de
templos paganos destruidos para obras públicas».

17
Pero aunque públicamente en Alejandría las relaciones entre gentiles y miembros de la
Iglesia estuvieran aderezadas con enfrentamientos no siempre exentos de violencia,
en el día a día todo marchaba de forma más tolerable y parsimoniosa.

La escuela de Hipatia es todo un ejemplo. A recibir sus enseñanzas y nutrirse de su


ciencia acudían jóvenes aristócratas de toda la región e incluso de provincias lejanas;
unos eran paganos, otros cristianos, pero nada impedía que entre todos ellos y su
maestra nacieran fuertes vínculos de afecto y mutua solicitud tanto o más fuertes que
los de la sangre.

Esto puede parecer hipérbole a quien nunca haya examinado las cartas de Sinesio de
Cirene, interesante personalidad y orgulloso discípulo de la filósofa, que se convertiría
más tarde al cristianismo llegando incluso a obispo de Ptolemaida (Alta Libia); lo que
nunca obstó para que, en la lejanía, añorase con hondo sentimiento los días pasados
con Hipatia junto a sus condiscípulos y tratase de mantener un intenso contacto con
ellos aunque fuese epistolar. Los elogios y alabanzas que dedica a su mentora son
conmovedores, mas no por eso deja de tener también en alta estima a Teófilo, de
quien recibió su consagración episcopal. Ambos son objeto de la devoción del sin par
Sinesio, y así se lo manifiesta a Hipatia con toda naturalidad; aunque lo que le une a
ésta es algo muy profundo que le mueve a admiración e imperecedera gratitud. Si algo
tuvo de bueno su prematura muerte, fue que no llegó a conocer el sino final de su
«madre, hermana, maestra, benefactora mía en todo».

Resumamos: Teófilo, ‘martillo de paganos’, respetó el trabajo científico y filosófico de


Hipatia, así como su docencia privada y pública, guardándose de molestarla o de
interferir en sus labores durante los años en que estuvo a cargo de la sede alejandrina.
Y esto, se quiera o no, debió de quedar impreso en la mente de su fiel sobrino y
sucesor Cirilo.

El fin de Hipatia

Las desavenencias entre Orestes y sus partidarios y Cirilo y los suyos han llegado al
paroxismo y la ciudad vive dividida en la Cuaresma de 415. Un conciliábulo de
cristianos febriles cree haber identificado el obstáculo que se opone a la concordia
entre las dos personalidades, y decide removerlo por su cuenta descargando en él toda
la rabia.

Saben que desde su llegada Orestes visita muy frecuentemente a la filósofa y se deja
asesorar por ella en las labores de gobierno, lo cual tampoco era extraño pues lo
hacían todos los señores de la cosa pública atraídos por el prestigio de Hipatia como
consejera versada y clarividente. Acaudillados por un simple lector de nombre Pedro,
salen decididos al encuentro de su enemiga.

El desgraciado resto ya lo sabemos. La muerte de Hipatia sacudió la ciudad y los


informes llegaron pronto a la corte de Constantinopla, que respondía vacilante y con
cautela; Orestes acabó por abandonar Alejandría para siempre. Los asesinos de la hija
de Teón posiblemente habían hecho el razonamiento correcto: la estrategia de dureza

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e inexorable obstinación del prefecto, al fin y al cabo un recién llegado a la capital
egipcia, sólo podía deberse a los consejos de Hipatia, su visible valedora.

Como sugiere Maria Dzielska, de la Universidad Jagellónica (Hipatia de Alejandría,


1996), la filósofa pudo haber abandonado su exquisita neutralidad para aglutinar un
partido en el intento de frenar el creciente predominio político del arzobispo y sus
parciales. Y no se trataría de una mera rivalidad entre cristianos y paganos, porque es
casi seguro que en el partido secular militaban también cristianos como el propio
Orestes.

Los antiguos condenaron el asesinato

En este sentido sí podría explicarse el ciego temor de los homicidas, pero mucho más
atinado y decente que su torva medida expeditiva fue el reproche de los autores
antiguos al que estos criminales se hicieron pronto acreedores: «Si hay algo
enteramente ajeno a los que tienen los sentimientos de Cristo, eso son las muertes, las
luchas y las cosas por el estilo» (Sócrates, Historia eclesiástica, VII, 15).

Además, el recuerdo de su hecho vil proyectó duraderas sombras sobre toda la


asamblea de creyentes y sobre su santo patriarca: «Este asunto supuso no poca
ignominia para Cirilo y la Iglesia de Alejandría», sentencia Sócrates en el mismo lugar.

Verdad es que, como constatan la historia y sus fedatarios y hasta en cierta medida
reconocen los biógrafos modernos de la ciudad (p. ej., Lawrence Durrell en su Cuarteto
de Alejandría), los alejandrinos siempre se señalaron por su indomable afición a las
bullas y las algaradas sangrientas, entregándose a facciones y disturbios con cualquier
excusa que se ofreciese.

Como oportunamente refiere Sócrates y luego Hesiquio de Mileto (historiador del siglo
VI), los habitantes de Alejandría reservaron también para dos de sus obispos cristianos
sendas muertes muy semejantes a la que dieron a la mujer filósofa: Jorge, sacado
brutalmente de la iglesia en 361 tras los sucesos del Mitreo, luego atado a un camello,
despedazado y quemados sus restos; y Proterio, cuyo cadáver acabó igualmente en el
fuego en 457 tras haber sido arrastrado por las calles.

Pero esta importante matización no ha servido para que algún malintencionado


escritor tardoantiguo y casi todos los modernos cejen en su afán de mancillar con el
borrón de Hipatia la ejecutoria de un pastor teólogo de vida esforzada y ejemplar
como fue Cirilo de Alejandría, venerado en Oriente y Occidente.

Incluso una autora ponderada y minuciosa como Dzielska revalida la misma ajada
conclusión en su por otra parte estimable estudio, aunque para ello tenga que hacer
una inverosímil lectura de cierta epístola de Sinesio a un Cirilo del que salta a la vista
que no es nuestro personaje. Y quien dice Cirilo como chivo expiatorio, dice también la
historia cristiana, bocado suculento del anacronismo antiguo y aceptado.

Con todo, será difícil lograr, por mucho que se siga rodando, telefilmando y novelando,
que al menos para las personas cultas Hipatia deje algún día de ser la matemática,

19
astrónoma y filósofa neoplatónica que fue para encarnar el rol de mártir de la ciencia
como podría hacerlo un Lavoisier («La República no tiene necesidad de sabios ni de
químicos», le aclaró el presidente del tribunal revolucionario mientras despachaba su
ejecución).

O el de campeona inmolada de la emancipación femenina, como una Olimpia de


Gouges sucumbiendo en la guillotina de su propia Revolución, o como cualquier mujer
anónima aplastada por la furia anuladora de algún monstruo.

Epílogo

Con la muerte de Hipatia no concluyó nada que no fuera su propia y fascinante vida. Ni
siquiera la escuela filosófica de Alejandría que, como muestra el profesor del alma
mater valenciana Gonzalo Fernández, siguió suscitando figuras hasta su completa
cristianización ya en pleno siglo VII.

Fue mucho antes del torcido hado que venció a esta intelectual que la viejas
concepciones paganas habían dejado de ofrecer respuestas a los interrogantes de la
gente; fue antes de su fin que el oráculo de Isaías («No penséis en lo antiguo, mirad
que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?») y aquél otro del «Yo hago
nuevas todas las cosas» empezaron a acampar en millones de corazones.

Y tampoco con esa muerte se abrieron majestuosas vías canópicas por las que
marcharan triunfalmente los discípulos del Galileo exhibiendo los despojos del
progreso y la razón. En los mismos años en que arrebataron la vida a Hipatia y en la
misma África por su lado occidental, densos celajes se ciernen sobre los cristianos;
diócesis enteras quedando huérfanas de sus pastores que huyen abrumados del terror
vándalo.

Y en Hipona, junto a Cartago, resiste entre sus feligreses un anciano Agustín que,
escribiendo bajo el shock de saber la Ciudad maestra de pueblos impíamente saqueada
y a una nube de Alaricos prestos a cruzar el mar, se esfuerza por convencer al mundo
de que la Historia tiene sentido y es de esperanza porque, pese a los misteriosos
pesares, la guía y gobierna la Providencia.

Miguel Ángel García Olmo

2. Lo que sabemos sobre Hipatia de Alejandría

Datos que parecen más seguros

1. Hipatia significa "La más grande".


2. No se sabe exáctamente cuándo nació, pero sí que murió en marzo del año
415, en Alejandría.

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3. Era miembro de una familia destacada. Su padre, Teón, fue un científico
conocido, miembro del Museo, escritor, interesado en textos herméticos y
órficos. Tenía una gran erudición matemática y astronómica, especialmente
sobre sus predecesores alejandrinos, y contagió a su hija el interés por esas
cuestiones.
4. El otro gran interés de Hipatia fue la filosofía. A propósito de esto, formó un
grupo (integrado por personas de buenas familias) que basaba su convivencia
en el sistema platónico de las ideas y en lazos interpersonales. Esta comunidad
presenta rasgos de influencia gnóstica: por ejemplo, hablan de misterios para
denominar los conocimientos que les transmite su «guía divina», y creen que
las personas de rango social inferior son incapaces de comprender estas
cuestiones.
5. Gozaba de gran autoridad moral entre sus contemporáneos, que admiraban
especialmente su autodominio, manifestado en la abstinencia sexual (se
mantuvo virgen toda su vida), la modestia en el vestir (se cubría con el llamado
«manto filosófico») y, en general, la moderación en el modo de vida.
6. No practicaba activamente el paganismo, ni le atraía el politeísmo;
simplemente lo consideraba un elemento más de la cultura griega que tanto
admiraba. Es decir, su platonismo no incluía la celebración de rituales, magia o
adivinación.
De hecho, entre sus discípulos había cristianos y personas que simpatizan con
el cristianismo (dos de ellos llegaron a ser consagrados obispos, como Sinesio
de Cirene). Hipatia protegía a sus alumnos cristianos y había amistad entre
éstos y sus compañeros paganos.
7. Se produjo un desencuentro entre el prefecto de la ciudad, Orestes, y el obispo
Cirilo, por las injerencias de éste último en cuestiones civiles y los
enfrentamientos entre judíos y cristianos (aunque hay que recordar que
Orestes era cristiano, como correspondía en esa época a un representante del
emperador).
Hipatia se puso del lado de Orestes y recordó a Cirilo el ejemplo de su
antecesor, Teófilo, que, a pesar de ambición y su campaña contra el
paganismo, no era dictador y buscaba y conseguía el apoyo de las autoridades
imperiales: había colaboración armoniosa entre autoridades civiles y
eclesiásticas.
De hecho, ella siempre se había relacionado libremente con las autoridades
municipales y nunca nadie la había molestado; podía manifestar su
independencia política en lugares públicos sin problema, y la gente sabía que
los gobernantes buscaban sus consejos.

Ahora, en cambio, empieza a haber rumores de que ella es la causa de que


obispo y prefecto no se reconcilien, que se acentúan cuando Orestes se
muestra intransigente a una reconciliación con Cirilo. Además, empiezan a
circular otros rumores calumniosos sobre Hipatia y su relación con supuestas
ceremonias mágicas, hechizos satánicos, etc.

8. Años 414-415: Hipatia pasa de observadora a participante activa en política,


ayudando a Orestes a crear una especie de partido político; en respuesta, surge

21
otro que apoya a Cirilo. Los partidarios de éste último se hallan preocupados
por la influencia de Hipatia y las relaciones influyentes que posee (entre ellas,
algunos cristianos).
9. Marzo de 415: en plena Cuaresma, una multitud, al mando de un tal Pedro, se
abalanza sobre la litera de la filósofa cuando ésta volvía a casa tras un paseo
por la ciudad. La golpean y la arrastran hasta el Cesarión, un antiguo templo de
culto al emperador transformado en iglesia, donde la golpean de nuevo con
tejas; a continuación, llevan sus restos hasta el Cinareo, donde los queman.
10. El de Hipatia parece más un asesinato político, no religioso, provocado por
viejos conflictos. Tras este hecho, Orestes renunció a la lucha y se fue de
Alejandría para siempre, de modo que las únicas protestas que hubo, más bien
tímidas, vinieron de los concejales. Finalmente la ciudad se pacificó.

Datos probables

1. Existen divergencias entre los expertos sobre la fecha de nacimiento de Hipatia.


Las propuestas oscilan entre el 355 y el 370 d.C., aunque la primera resulta más
verosímil; en otras palabras, es bastante probable que la filósofa alejandrina
rondara los 60 años cuando fue asesinada.
2. El carácter exaltado de los alejandrinos pudo influir decisivamente en el
lamentable episodio de la muerte de la filósofa. Dicho carácter se muestra en el
hecho de que en aquella época hubo otros crueles asesinatos, como los de dos
obispos impuestos a los alejandrinos por la corte imperial de Constantinopla:
Jorge de Capadocia, que en el año 361 fue atado a un camello, despedazado y
sus restos quemados; y Proterio, que en el 457 fue arrastrado por las calles y
arrojado al fuego.

Igualmente, pocos años después del asesinato de Hipatia, en el 422, el prefecto


imperial fue muerto en un tumulto. De hecho, el propio obispo Cirilo reprochó
al pueblo su carácter levantisco y pendenciero, en su homilía pascual del año
419.

Datos hipotéticos

1. Algunos creen que pudo estar casada con un tal Isidoro, aunque no hay datos
que lo demuestren y, a la luz de lo que sabemos, resulta bastante improbable.
2. Tampoco está claro que el asesinato de la filósofa se produjera por orden del
obispo Cirilo, aunque algunas fuentes parecen acusarlo indirectamente de ello.
3. Es posible que la actividad política de Hipatia estuviera apoyada por los judíos
de la ciudad, puesto que Orestes apoyaba a su vez la resistencia de éstos contra
el obispo.

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B) LOS TEMPLARIOS

1. Los templarios: más allá de la leyenda

Hablar de los templarios


está de moda. Películas y
novelas tratan
continuamente de una
orden que, de un modo
dramático, fue disuelta
durante los primeros años
del siglo XIV.

Acercarnos a los hechos que


llevaron a la desaparición de
los templarios puede servir
para conocer mejor algunos
rasgos de la historia de la
Iglesia en el mundo medieval, y para evitar errores o tergiversaciones en las que se cae
con cierta facilidad al tratar este tema. Para ello, haremos un rápido repaso del origen
e historia de la Orden del Temple; a continuación, veremos en qué contexto histórico
se produjo la disolución de los templarios; presentaremos luego los actos del drama,
que se desarrolló a través de un complejo entramado que involucró a los poderes
civiles y eclesiásticos de la época; terminaremos el trabajo con una breve reflexión
valorativa.

La Orden del Temple

Los templarios surgieron a inicios del siglo XII, tras la conquista de numerosos lugares
de Tierra Santa y de Jerusalén por parte de la I cruzada (1095-1099). Los cruzados
organizaron un reino propio, en el que Balduino I fue declarado rey de Jerusalén (1100-
1118). Con el nuevo rey, muchos cruzados decidieron quedarse en la zona para evitar
que los sarracenos la conquistasen de nuevo.

Entre quienes se ofrecieron a permanecer en Palestina, encontramos a Hugo (Hugues)


de Payens, un caballero que deseaba unir en su vida dos ideales: los de la caballería y
los de la vida monástica. Con 8 compañeros fundó en 1118 ó 1120, en la ciudad de
Jerusalén, una Orden militar de caballeros (poco antes había sido fundada la primera,
la Orden de San Juan de Jerusalén u hospitalarios).

Parece que se autodenominaron «pobres caballeros del Cristo», aunque también


fueron conocidos con otros nombres: «Christi milites» (soldados de Cristo), «Milites
Templi» (soldados del Templo, o del «Temple», como todavía hoy se les conoce).

Los templarios emitían, además de los tres votos religiosos de pobreza, castidad y
obediencia, un voto especial de defender y escoltar a los peregrinos y viajeros que se

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trasladaban a Tierra Santa. Les fue dado, como lugar de residencia, una parte del
edificio que ocupaba el segundo rey de Jerusalén, Balduino II (1118-1131) que, según
se creía, estaba situado donde había sido levantado el templo del rey Salomón.

La Orden de los templarios tuvo como insigne amigo y promotor a san Bernardo de
Claraval, por cuyo influjo adoptó una regla similar a la benedictina. Consiguió pronto el
reconocimiento pontificio por parte del Papa Inocencio II, con la bula «Omne datum
optimum» del año 1139: desde ese momento los templarios dependían directamente
del Papa.

El hábito que les distinguía era blanco (como el usado por los cistercienses) con una
visible cruz roja. Entre sus miembros, existía una especie de jerarquía. Estaban, por un
lado, los caballeros, que solían ser nobles o de familia noble, y se dedicaban a las artes
militares. Había también un grupo reducido de sacerdotes o capellanes, para las misas
y demás celebraciones litúrgicas. Además, había un numeroso grupo de escuderos,
normalmente de la clase media, y de hermanos legos, dedicados al servicio doméstico.
La dirección suprema de la orden corría a cargo de un «gran maestre».

Durante los siguientes decenios, la Orden del Temple tuvo un amplio crecimiento y
expansión. Había templarios en Tierra Santa, Chipre, Francia, los reinos de España,
Italia, Inglaterra, Alemania. En el año 1300 se calcula que había unos 4000 caballeros
de la Orden, a los que habría que sumar un buen número de servidores.

Los templarios habían conseguido una fama merecida, sobre todo por el valor
mostrado en acciones de combate. Sus gestas fueron cantadas por la poesía medieval,
lo cual muestra el aprecio que recibieron de sus contemporáneos. Una de las últimas
hazañas militares por la que se les distingue fue la defensa de la postrera plaza
cristiana en Tierra Santa, Tolemaida (San Juan de Acre), que cayó en 1291 bajo el
ataque de un numeroso ejército sarraceno, y que implicóla muerte, entre tantos otros
templarios, del gran maestre de la Orden, Guillermo de Beaujeu. Por sus conocidos
gestos de heroísmo, el Papa Bonifacio VIII no dudó de hablar de los templarios como
de «atletas del Señor» y de «guerreros intrépidos».

No faltaron, sin embargo, momentos de tensión y de lucha entre las Órdenes de


caballería, en los que los templarios se mostraron inclinados más a defender sus
propias ideas e intereses que a colaborar con los demás cristianos de Tierra Santa. Es
triste tener que recordar que incluso hubo una sangrienta «guerra civil» entre los
templarios y los hospitalarios, con miles de muertes por ambas partes, en la segunda
mitad del siglo XIII.

Otro aspecto a destacar es que la Orden del Temple fue adquiriendo, con el pasar del
tiempo, un importante poder económico. Los templarios llegaron a ser importantes
prestamistas y acaudalados «banqueros», con lo que es comprensible que no faltasen
envidias y críticas ante su ventajosa situación financiera. Pero no eran tan ricos como
se sigue repitiendo una y otra vez: según algunos estudios, tenían muchos menos
bienes inmuebles que los poseídos por los «austeros» cistercienses...

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La pérdida de Tolemaida (Acre) implicó el inicio de una nueva fase en la vida de la
Orden. Si los templarios habían nacido en función de la defensa de Tierra Santa, tenían
ahora que asumir nuevas tareas en la vida de la sociedad y de la Iglesia católica, y tal
vez no tenían una clara idea de lo podían hacer por la cristiandad. Organizaron su
cuartel general en la isla de Chipre, una especie de avanguardia cristiana en espera de
la «reconquista» de Palestina; pero muchos templarios marcharon a vivir a Francia,
una de las naciones que más vocaciones había dado a la Orden.

En este nuevo contesto aumentaron las envidias, y no faltaron quienes empezaron a


hacer circular dicherías o calumnias de diversa gravedad, en especial sobre los ritos
secretos con los que eran admitidos los nuevos caballeros. Pero la fama y la integridad
de los templarios era tan ampliamente reconocida, que esas primeras críticas no
fueron prácticamente tenidas en consideración por la sociedad del momento.

La preparación del drama

Los problemas inician a partir de la serie de intrigas, maquinaciones, calumnias y


abusos por parte del rey de Francia, Felipe IV el Hermoso (1268-1314), y de su fiel
servidor y hábil jurista Guillermo (Guillaume) de Nogaret (ca. 1260-1313).

Felipe IV promovió una política de tipo absolutista y participó en numerosas guerras


con momentos de victoria y con importantes derrotas. Para financiar sus enormes
gastos militares no dudó en usar métodos «extraordinarios». Decidió imponer
impuestos a los clérigos y controlar en parte los asuntos eclesiásticos, lo que le llevó a
un fuerte enfrentamiento con el Papa de entonces, Bonifacio VIII (Benedicto Caetani o
Gaetani, 1235-1303).

El rey francés pudo contar, contra el Papa, con aliados de peso en Italia: dos cardenales
de la potente familia Colonna defendían la idea de que Bonifacio VIII era un Papa
ilegítimo. Los cardenales Colonna fueron excomulgados, pero consiguieron huir a
Francia para pedir la protección de Felipe IV, mientras que algunos de sus familiares en
Italia continuaban sus intrigas contra el Papa.

En este contexto de tensiones se produjo la tristemente famosa afrenta de Anagni. Un


día antes del 8 de septiembre de 1303, la fecha prevista por el Papa para emanar el
decreto de excomunión contra el rey francés, Guillermo de Nogaret consiguió entrar
por la fuerza en la ciudad de Anagni. Allí apresó al pontífice y buscómaneras de
obligarle a la renuncia y a la convocatoria de un concilio. Sólo una revuelta popular de
la gente del lugar pudo liberar a Bonifacio VIII. Pero la salud del Papa quedó
seriamente quebrantada: moría el 11 de octubre de ese mismo año.

Tras la muerte de Bonifacio VIII, los cardenales eligieron Papa a Nicolás (Niccolò)
Boccasini (1240-1304), que tomó el nombre de Benedicto XI y sólo gobernó la Iglesia
por un año (1303-1304). En ese breve tiempo hizo importantes concesiones a Felipe el
Hermoso y absolvió a los Colonna, pero no a Nogaret, a quien mantuvo la excomunión
por la afrenta de Anagni.

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El cónclave de 1304-1305 fue especialmente difícil y largo, pues en él se enfrentaron,
de una parte, los partidarios del rey de Francia y de la familia Colonna, y de otra, los
defensores del legado de Bonifacio VIII. Al final, los cardenales eligieron a Bertrand de
Got (ca. 1264-1314), arzobispo de Bordeaux, que se encontraba en esos momentos en
Francia.

El nuevo Papa tomó el nombre de Clemente V y fue coronado en Lyon. Gobernó la


Iglesia de 1305 a 1314. Aunque inicialmente mostró el deseo de partir hacia Italia, por
diversos motivos fue posponiendo el viaje, hasta que al final fijó la residencia papal en
Aviñón. De este modo, quedó expuesto notablemente a las intrigas del rey y de su fiel
ministro Nogaret. Además, contribuyó a que la curia papal fuese cada vez más
«francesa», al nombrar a numerosos cardenales de Francia.

Clemente V estaba aquejado por diversas enfermedades que limitaban no poco su


servicio a la Iglesia. Era, además, un hombre muy apegado a su tierra y a su familia, a la
que favorecióenormemente. También tenía no poco aprecio por el dinero: llegó a
acumular más de 1 millón de florines, de los cuales una importante cantidad pasó a sus
familiares, 200 mil florines fueron dedicados a obras pías, y sólo quedaron 70 mil
florines para su sucesor.

Con los nombres de Felipe IV el Hermoso, Guillermo de Nogaret y Clemente V estamos


ya ante los principales protagonistas de la condena de los templarios, que vamos a
presentar en sus momentos más importantes.

Acusaciones y procesos contra los templarios

Como ya dijimos, la identidad de los templarios estaba en parte en entredicho por la


desaparición de los enclaves cristianos en Tierra Santa. Ello llevó, por ejemplo, a que
uno de sus enemigos, Pedro Dubois, en una obra titulada «De recuperatione Terrae
Sanctae» (1305-1307), propusiese la supresión de la Orden del Temple o su fusión con
la Orden de San Juan. ¿Motivos? Pedro Dubois no señala ningún escándalo ni
acusación como las que serán inventadas en Francia, sino simplemente señala que los
templarios han perdido su razón de ser, pues no tienen peregrinos a los que escoltar...

El drama inicia, como ya insinuamos, con las ambiciones económicas, las envidias y los
odios de Felipe IV el Hermoso. ¿De dónde nacieron estas actitudes? No es fácil saberlo,
sobre todo si señalamos que los templarios (de origen francés) apoyaron al rey en sus
disputas contra Bonifacio VIII, y que el mismo rey confirmó, el año 1304, todos los
privilegios dados en Francia a la Orden militar.

Pudo haber influido en Felipe IV un hecho personal: en 1306, tras una sublevación
ocurrida en París, el rey encontró protección segura al refugiarse en la fortaleza (el
Templo) que tenían los templarios de la ciudad. Quizá este hecho hizo pensar al
monarca en el «peligro» que implicaba la existencia de un grupo de hombres tan
poderosos, y le llevó a poner en marcha la idea de destruirlos.

También hay que tener en cuenta que Felipe IV tenía serios problemas económicos.
Ello explica que arrestase y exiliase a todos los judíos de su reino el 21 de julio de 1306,

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lo que le permitió apropiarse de todos sus bienes. Más tarde, en 1311, haría algo
parecido con los mercaderes italianos. En 1307 les llegaba el turno a los templarios.
Para acaparar sus riquezas, sin embargo, habría que anular su poder, su prestigio y,
sobre todo, su dependencia directa del Papado.

La primera fase consistió en buscar y reunir acusaciones contra los templarios. Entre
los primeros «testigos» encontramos a un personaje turbio, Esquiu de Floyran, que
decía haber sido templario y que había cometido diversos delitos que le llevaron a la
cárcel. Una vez en libertad, se dirigió primero a la corte del rey de Aragón, Jaime II, con
una serie de graves acusaciones contra la Orden del Temple que habría obtenido,
supuestamente, de un templario apóstata conocido en la cárcel. El rey aragonés no
hizo ningún caso de estas acusaciones, y entonces Esquiu marchó a Francia.

Las calumnias de Esquiu fueron, obviamente, muy bien acogidas por Felipe el
Hermoso, y no falta quien insinúa que detrás de Esquiu estaba la astucia y la
imaginación de Guillermo de Nogaret. El rey pudo también «reunir informaciones» de
algunos templarios que habían dejado la orden o habían sido expulsados por su mala
conducta (lo cual ya los hace testigos poco fiables). Incluso el rey instigó a doce
falsarios para entrar en la Orden y actuar como espías, para poder testificar asícontra
los templarios.

Felipe IV iba informando de las distintas críticas y acusaciones al Papa para preparar el
terreno a la hora de presionarle a iniciar un proceso contra la Orden del Temple.
Clemente V empezóa dudar de la inocencia de los templarios y llegó a pensar en la
necesidad de una investigación, una idea que barruntaba ya en el verano de 1307.

Previamente, el rey había realizado una maniobra que resultó vital para su proyecto. El
gran maestre de los templarios, Jacobo (Jacques) de Molay (ca. 1243-1314), residía en
Chipre (que, como dijimos, era la sede central de la Orden) y habría que atraerlo a
Francia. El Papa lo llamó, quizá en parte con la idea de que había que analizar ciertos
proyectos para preparar la conquista de Tierra Santa, quizá también para pedirle una
defensa de la Orden. Jacobo no intuyó el peligro al que iba a exponerse, y partió hacia
Francia con un nutrido grupo de caballeros. El rey, de manera cínica, lo agasajó
grandemente en París, e incluso le permitió ser padrino de uno de sus hijos. La víctima
había caído, sin saberlo, en una complejísima telaraña de la que sólo lograría librarse
con la muerte.

Mientras, Felipe IV terminaba de mover las últimas piezas para que el plan fuese
perfecto. Tenía como confesor a Guillermo Imbert, que era, además, el gran inquisidor
del reino. Con su apoyo, en nombre de la Inquisición, el rey podía echar mano a los
templarios bajo la falsa acusación de herejía, con lo que evitaba el problema de la
invulnerabilidad de una Orden que dependía directamente del Papa.

Empieza el drama. El 22 de septiembre de 1307, el rey envía órdenes secretas para que
la mañana del día 13 de octubre se proceda al arresto de los templarios presentes en
su reino y a la incautación de todos sus bienes. La ejecución del mandato real cogió de
sorpresa a Jacobo de Molay (que se encontraba en París, preparando un viaje a la
corte papal para defender a la Orden de las acusaciones que corrían ya por todas

27
partes) y a los más de 1000 templarios (tal vez 2000) residentes en Francia. Para tal
arresto masivo, el rey contó con un eficaz ejército privado y una especie de policía, que
ya habían mostrado su destreza a la hora de arrestar y expulsar a los judíos. La
«conquista» de la fortaleza (el Templo) que los templarios tenían en París corrió a
cargo del mismo Nogaret, que convirtió a aquel recinto en la cárcel de los que antes
eran sus propietarios...

El golpe fue tan inesperado que el mismo Papa Clemente V tuvo que protestar ante el
abuso real, con una carta fechada el 27 de octubre de ese mismo año 1307. Envió,
además, a dos cardenales, Berenguer Fredol y Esteban de Siuzy, para conminar al rey a
que pusiese en sus manos las personas y los bienes de los templarios. Veremos en
seguida cómo maniobró el rey ante esta petición papal.

Antes de la llegada de los dos cardenales, el rey empezó a conseguir «resultados» muy
favorables a sus planes. Los comisarios reales torturaban a los templarios y les
obligaban a confesar sus delitos. Cuando éstos cedían psicológicamente, llamaban a los
inquisidores que recogían las «confesiones» de los presuntos culpables. Muchos
templarios sucumbieron y se acusaron de delitos contra la fe y contra la moral
(normalmente de aquellos delitos sobre los que se les preguntaba según una lista
previamente preparada por los inquisidores).

Jacobo de Molay, que tenía unos 64 años, cedió a la presión psicológica, si bien parece
que no fue torturado físicamente. El 24 de octubre de 1307 declaró, ante el inquisidor
Imbert y varios testigos, haber renegado de Cristo y haber escupido sobre la cruz. Más
aún, envió una carta a todos los templarios de Francia para que confesasen, por
mandato suyo, aquellos delitos de los que fuesen acusados. No es el momento de
juzgar este gesto de debilidad de Molay. Veremos que, en el decurso de los hechos,
aumentará su entereza moral y llegará a dar, con su muerte, testimonio de amor a la
verdad y de la inocencia de su Orden.

Los dos cardenales enviados por el Papa fueron recibidos con bastante retraso. El rey
los acogió con benevolencia. Renovó sus promesas, llenas de no poca hipocresía, de
fidelidad a la Iglesia, y manifestó su disponibilidad de entregarles las personas de los
templarios, pero sin liberar, por el momento, a ninguno. Poco tiempo después los
cardenales consiguieron entrevistar a Jacobo de Molay y a varios templarios en la
cárcel, y éstos hicieron sus primeras retractaciones.

El Papa, por su parte, estaba indignado por el papel que la Inquisición había jugado en
Francia contra los templarios. Por eso, a inicios de 1308, suspendió de su cargo a
Guillermo Imbert. Además, privó a la Inquisición francesa de competencias en el
asunto de los templarios, y pasó el proceso a los tribunales diocesanos. Por desgracia,
el Papa no mantuvo estos gestos de valor, pues más adelante, bajo las presiones del
rey, confirmó a Imbert como juez para el caso de los templarios.

Mientras, Felipe IV había enviado una pregunta a la facultad teológica de París: ¿tenía
el rey de Francia la facultad de apresar, juzgar y condenar a los herejes? La facultad le
dio una respuesta negativa. Entonces empezó a promover, a través de Pedro Dubois (al
que ya mencionamos como autor de un primer escrito contra los templarios), una serie

28
de ataques contra Clemente V, al que acusaba de poca firmeza para gobernar la Iglesia
y de haberse dejado sobornar por los templarios. En uno de sus escritos, Dubois le
recuerda al rey cómo Moisés conminó a los israelitas para que asesinasen a los infieles
del pueblo, sin pedir permiso a Aarón: también el rey podría actuar así, sin tener que
avisar al Papa...

Para aumentar su presión sobre Clemente V, Felipe IV convocó los estados generales
para el 5 de mayo de 1308, en la ciudad de Tours. Allí recibió un apoyo casi unánime:
los templarios merecían la pena de muerte por ser herejes y por haber cometidos
crímenes nefandos. Las calumnias y las presiones del rey habían logrado una nueva
victoria, y todavía quedaba uno de los puntos más difíciles: doblegar la voluntad del
Papa.

El rey quiso encontrarse con Clemente V en la ciudad de Poitiers (que fue durante
bastante tiempo residencia provisional del Papa), de mayo a julio de 1308. El rey
reconoció al Papa su competencia para juzgar a la Orden del Temple, si bien «se
ofrecía», para «ayudar» al Papa, a mantener en arresto a la mayor parte de los
templarios. Permitió, además, que un grupo de templarios, bien seleccionados, se
presentasen ante el pontífice, al mismo tiempo que inventaba excusas absurdas para
impedir que Jacobo de Molay y otros jefes insignes de la Orden pudiesen ser
interrogados por el Papa. Los prisioneros seleccionados se acusaron de tales delitos y
con tanto descaro que Clemente V quedó muy impresionado.

Fue entonces cuando el Papa se decidió del todo a iniciar el proceso, llevado a cabo en
un doble binario. Por un lado, habría un proceso pontificio, en el que se analizasen los
eventuales delitos de la Orden en su conjunto; por otro, los obispos realizarían
procesos diocesanos para analizar los presuntos delitos de los templarios en cuanto
personas particulares.

Además, y siempre bajo las presiones del rey, el 22 de noviembre de 1308 Clemente V
pidió que fuesen arrestados y juzgados los templarios de las demás naciones cristianas,
y que sus bienes pasasen bajo el control de la Iglesia. Aludiremos un poco más
adelante a cómo fue acogida y aplicada la orden papal.

Hubo que esperar a noviembre de 1309 para que diese inicio el proceso pontificio
contra la Orden del Temple. Fue llamado a declarar Jacobo de Molay. Después de unos
momentos de vacilación, defendió públicamente la inocencia de la Orden, y declaró su
fe católica, lo cual era una importante retractación pública de lo que había firmado
bajo las presiones psicológicas durante los primeros meses. Las palabras de Molay
debieron de sentar muy mal a uno de los personajes presentes en la comisión y que ya
nos es suficientemente conocido: Nogaret. Con permiso del obispo que presidía el
tribunal, Nogaret empezó a interrogar a Molay y éste le desmintió sus acusaciones
llenas de veneno. Al final, Jacobo de Molay pidió que se le concediese la gracia de
escuchar misa, lo cual no pediría alguien que fuese verdaderamente hereje...

Durante el proceso, otros caballeros templarios empezaron a retractar sus


«autoacusaciones». Uno de ellos, Ponsard de Gisi, tuvo la osadía de exponer a qué
torturas había sido sometido para ser obligado a declararse culpable:

29
«Tres meses antes de mi confesión me ataron las manos a la espalda tan
apretadamente que saltaba la sangre por las uñas, y sujeto con una correa me
metieron en una fosa. Si me vuelven a someter a tales torturas, yo negaré todo lo que
ahora digo y diré todo lo que quieran. Estoy dispuesto a sufrir cualquier suplicio con tal
de que sea breve; que me corten la cabeza o me hagan hervir por el honor de la Orden,
pero yo no puedo soportar suplicios a fuego lento como los que he padecido en estos
dos años de prisión».

Cada vez eran más los templarios que retractaban lo firmado bajo torturas y que se
mostraban dispuestos a defender a su Orden. Entre febrero y abril de 1310, más de
500 templarios quisieron dar este paso y se ofrecieron para hablar ante los jueces en
París. Muchos de ellos sabían a qué se estaban arriesgando: en aquel tiempo, un
hereje que primero confesaba sus errores y luego se retractaba, podía ser condenado
a la hoguera.

Ante tal multitud de hombres dispuestos a defender a la Orden, los jueces


determinaron que los templarios escogiesen a algunos representantes que pudieran
hablar en nombre de todos. Fueron elegidos Pedro de Bolonia y otros tres templarios.
El 1 de abril de 1310 entregaron un primer escrito de defensa, en el que negaban como
absurdas las acusaciones, recordaban que muchos templarios habían confesado a
causa de las torturas y del miedo a la muerte, y pedían, finalmente, recibir los
sacramentos de la Iglesia.

No faltaron, hay que reconocerlo, algunos ex-templarios que renovaron las


acusaciones contra la Orden, así como otros prisioneros que ratificaron sus
confesiones acusatorias. Pero las contradicciones sobre algunos puntos eran tan
manifiestas que los jueces no consiguieron mucho de estas declaraciones.

La valentía recobrada por las víctimas ponía al rey en graves problemas, y tuvo que
pensar, con sus ministros, un golpe de mano que asustase a muchos y produjese un
fuerte impacto en la «opinión pública». Para ello, el rey contó con la complacencia del
nuevo arzobispo de Sens, Felipe de Marigny, hermano de uno de los ministros de
Felipe IV, que tenía la competencia de juzgar a los templarios encarcelados en la zona
de París. Preparó un tribunal eclesiástico apresurado para juzgar a algunos templarios
que habían retractado las acusaciones anteriores. Los procuradores de los templarios,
apenas conocieron la noticia, avisaron a la comisión pontificia de lo que estaba por
ocurrir; incluso Pedro de Bolonia entregó un documento de apelación al Papa. Pero sus
peticiones no fueron atendidas.

El 11 de mayo de 1310, 54 templarios acusados como «relapsos» (es decir, acusados


del «delito» de haberse retractado y de haber querido defender a la Orden ante una
comisión pontificia que debería guardar secreto de sus interrogatorios), fueron
condenados a muerte, sin que se les dejase ningún margen de defensa. Al día
siguiente, los 54 condenados entonaron el «Te Deum» antes de que el fuego los
consumiese vivos.

Poco tiempo después, otros 15 templarios, en diversos lugares, fueron asesinados en


la hoguera. En las cárceles, sea por las torturas, sea por la misma insalubridad de las

30
prisiones, la muerte había causado ya no pocas víctimas entre los templarios que
mendigaban un poco de justicia humana. A muchos de los que morían en las cárceles
les fueron negados los sacramentos y la sepultura en un cementerio cristiano.

El rey imponía, de este modo, el sistema del terror. Muchos templarios dispuestos
antes a retractarse dejaron ahora de hablar en favor de su Orden. Otros, como el
mismo Pedro de Bolonia, escaparon, pues se dieron cuenta de que no había ningún
margen de defensa equa. No faltaron algunos que continuaron en su empeño por
defender al Temple. Como aquel templario que, el día 13 de mayo de 1310 (un día
después de la muerte de sus 54 compañeros), se atrevió a declarar ante la comisión
pontificia:

Yo he confesado algunos artículos a causa de las torturas que me infligieron Guillermo


de Marcilli y Hugo de la Celle, caballeros del rey, pero todos los errores atribuidos a la
Orden son falsos. Al mirar ayer cómo eran conducidos a la hoguera 54 freyres por no
reconocer sus supuestos crímenes, he pensado que yo no podré resistir al espanto del
fuego. Lo confesaré todo si quieren, incluso que he matado a Cristo.

¿Qué ocurría, mientras, en otras naciones? No nos detenemos ahora para hablar de lo
que ocurrió en tantos lugares entre 1307 y 1312. Podemos decir, en modo de
resumen, que hubo reyes, como Jaime II de Aragón y Eduardo II de Inglaterra, que
inicialmente defendieron a los templarios por su fama y los nobles servicios prestados
a los reinos cristianos. Pero cuando se hizo pública la orden papal de arrestar a los
templarios y «poner a salvo» sus bienes, la catástrofe fue inevitable.

En algunos lugares, los templarios fueron sometidos a tormentos, pero ello no les llevó
a declararse culpables, mientras que en otros, algunos de los torturados confesaron
aquellos delitos que no habían cometido. Hubo también varios procesos diocesanos en
los que se declaró la inocencia de los caballeros del Temple. No faltaron monarcas que
aprovecharon la situación para expropiar a los templarios de sus bienes, a pesar del
disgusto de Clemente V.

El caso de Aragón fue especialmente interesante, pues los templarios fueron


declarados inocentes en el proceso inquisitorial. El rey, sin embargo, decidió
apoderarse de sus bienes, y los templarios se alzaron en armas. Fue el único lugar
donde ofrecieron una resistencia militar en toda regla. Jaime II tuvo que conquistar,
uno por uno, los castillos de la Orden presentes en su reino.

En Portugal, en cambio, los templarios gozaron del favor del monarca reinante, don
Diniz. Éste los tomó bajo su custodia y dejó que el proceso diocesano siguiese su curso
normal. Terminadas las averiguaciones, los templarios fueron declarados inocentes, y
el rey quiso «fundar» de nuevo a la Orden (ya suprimida por el Papa) con el nombre de
Caballeros de Cristo. En Alemania los procesos canónicos mostraron también la
inocencia de los templarios.

Es oportuno notar que en Chipre, la sede central de los templarios, fue organizado un
proceso contra los miembros de la Orden (unos 180 en la isla). De entre ellos, muchos
eran franceses y de otros lugares de Europa, y ninguno admitió conocer delito alguno

31
de aquellos caballeros que habían sido antes compañeros en el Temple y que ahora
confesaban culpas absurdas en las prisiones de Francia.

La disolución

El golpe final contra los templarios sólo podía darlo el Papa, y Clemente V pensó
hacerlo con el apoyo de un concilio. Así, se convocó el concilio de Vienne (1311-1312),
que tenía ante sí tres asuntos centrales: el «problema» de los templarios, la
organización de una cruzada en Tierra Santa, y la reforma de la Iglesia. Mientras se
organizaba el concilio siguieron los interrogatorios individuales de templarios por parte
del obispo de París, en los que los miembros de la Orden mostraron su debilidad con
retractaciones y autoacusaciones que se sucedían continuamente.

El concilio inició el 16 de octubre de 1311. La curia papal había reunido un enorme


material con las actas y procesos preparados en las comisiones pontificia y diocesanas.
En una consulta secreta que se tuvo en diciembre de ese mismo año 1311, Clemente V
preguntó si era conveniente dar opción de defensa a los templarios, y la mayor parte
de los obispos respondió afirmativamente. Pero, como veremos, tal defensa no tuvo
lugar, pues el concilio dejó de lado el proceso para «cerrar» el tema con una decisión
más de oportunidad política que de respeto a la justicia.

En una comisión interna que se dedicó a analizar las actas, muchos hicieron notar que
no cabía, en justicia, una condena contra la Orden del Temple. No faltaron voces
prestigiosas, sin embargo, que se alzaron a favor de la supresión de los templarios.

Por su parte, el rey francés volvió a jugar la baza de la presión política: convocó unos
nuevos estados generales en Lyon, en febrero de 1312, y volvió a hacer presentes los
muchos crímenes cometidos por los templarios. Además, envió a Nogaret y a otros
embajadores a la sede del concilio, Vienne, para ejercer una mayor presión sobre el
Papa. Hizo llegar un poco más tarde una carta, fechada el 2 de marzo de 1312, donde
pedía insistentemente a Clemente V que suprimiese a los templarios y diese sus bienes
a otra orden.

El 20 de marzo, el rey llegaba a la ciudad del concilio acompañado de un nutrido


séquito. Dos días después de la llegada de Felipe V, el Papa reunió un consistorio
particular para dirimir la cuestión. La mayoría de los participantes votaron a favor de la
supresión de los templarios, no por vía judicial (lo cual evitaba el hacer un juicio
público en el que sería posible que los templarios se defendiesen) sino por vía «de
provisión apostólica» (por una decisión administrativa).

El Papa quedó tranquilo. Preparó la bula Vox in excelso (que lleva la fecha de 22 de
marzo de 1312), y la presentó al concilio el 3 de abril de 1312. El concilio no puso
objeciones a la decisión papal. En la sesión solemne, junto al Papa, estaba sentado el
rey francés: había triunfado, al menos a los ojos de quien ve la historia sólo como un
conjunto de intrigas y maniobras humanas.

Los templarios fueron suprimidos, explicó el Papa en la bula, no como consecuencia de


un juicio condenatorio, sino como provisión apostólica en virtud de los poderes

32
papales. ¿Qué motivos se adujeron para tal decisión? El Papa reconoció que no había
sido probada la culpabilidad de la Orden; pero, como la Orden se encontraba tan
fuertemente difamada, y algunos de sus dirigentes habían dado confesión espontánea
(así dijo Clemente V) de sus crímenes y delitos, ya no podía cumplir su fin propio (servir
y defender la Tierra Santa), y era algo casi seguro que ya nadie querría ingresar en la
misma.

Quedaban dos asuntos pendientes en todo este largo proceso. El primero se refería a
los bienes de los templarios. ¿Qué hacer con ellos? Felipe IV, a través de sus ministros,
ya había echado mano a buena parte del tesoro de la Orden en París. Pero había que
tomar una decisión que fuese aceptada por el Papa. Aunque el rey manifestaba su
deseo de que los bienes fuesen entregados a una nueva Orden militar, el Papa
determinó, con la bula Ad providam Christi Vicarii (2 de mayo de 1312) que los bienes
confiscados fuesen destinados a la Orden de San Juan de Jerusalén, menos aquellos
bienes que se encontraban en los reinos hispánicos, sobre cuyo reparto hubo que
esperar diversos años.

Según parece, el rey francés tenía planeado, con su fiel Nogaret, iniciar también un
proceso contra los Hospitalarios, pero la muerte les detuvo en sus ambiciones. De
todos modos, el rey se vio libre de sus no pequeñas deudas con los bienes que arrancó
a los templarios, y recibió importantes sumas de dinero por diversos conceptos
relacionados con el largo proceso, con lo que en parte su ambición quedó satisfecha.

El segundo asunto era más delicado. ¿Qué hacer con las personas de los templarios?
Clemente V determinó, el 6 de mayo de 1312, que continuasen los procesos
diocesanos, mientras que el juicio sobre el gran maestre y otros dirigentes de la Orden
quedaría reservado al Papa (cosa que, en realidad, delegó a una comisión de
eclesiásticos). Estableció asimismo que se asegurase la devolución de sus bienes a los
templarios inocentes, y que fuesen tratados benignamente aquellos que confesasen
sus culpas.

Los dirigentes de los templarios fueron juzgados por dos cardenales y el arzobispo de
Sens, Felipe de Marigny (que ya conocemos), según una decisión del Papa en
diciembre de 1313. El 18 de marzo de 1314, sin haber dejado espacio a la defensa de
los acusados, se emitió la sentencia en una sesión pública que se tuvo en la misma
París: cadena perpetua a los culpables. Jacobo de Molay y Godofredo de Charney (que
era preceptor de Normandía), sin que nadie les preguntase, tomaron la palabra y
declararon ante los presentes su inocencia.

Nosotros no somos culpables de los crímenes que nos imputan; nuestro gran crimen
consiste en haber traicionado, por miedo de la muerte, a nuestra Orden, que es
inocente y santa; todas las acusaciones son absurdas, y falsas todas las confesiones.

Este gesto de valor impresionó profundamente a los presentes. Los jueces decidieron
tener al día siguiente una nueva sesión para decidir qué hacer después de lo ocurrido.
Pero la noticia llegó con rapidez al rey, que no quiso esperar más tiempo. Ordenó por
su cuenta que los dos templarios fuesen quemados vivos ese mismo día. Jacobo de
Molay y Godofredo de Charney morían bajos las llamas, pocas horas después, en una

33
isla del río Sena. Algunos dice que Jacobo, antes de morir, pidió que le aflojasen las
cadenas para poder unir sus manos como gesto de un caballero que quiere rezar a
Dios. No se dio sepultura a los cuerpos de las víctimas: sus cenizas fueron arrojadas a
las aguas del río, testigo mudo de una condena injusta.

Pocos meses antes de la muerte de Jacobo de Molay, en 1313, Guillermo de Nogaret


dejó este mundo para presentarse al juicio verdadero, el que se produce ante Dios. El
Papa Clemente V, con el agravarse de sus enfermedades, quiso salir de Aviñón para
dirigirse a su tierra natal, pero falleció antes de llegar a su meta, el 20 de abril de 1314.
Felipe IV pudo saborear pocos meses su «victoria», pues moría en el otoño de ese
mismo año.

Algunas reflexiones conclusivas

Para juzgar correctamente un proceso tan complejo e injusto es necesario tener


presentes elementos de contextualización de una época en la que las injerencias
políticas en asuntos religiosos eran tristemente frecuentes. El mundo europeo vivía,
además, momentos de convulsión, debidos a las luchas entre las naciones y los
pueblos, entre el papado y algunos monarcas; todo ello combinado con las presiones
que, de diverso modo, ejercían algunos pueblos no cristianos que pretendían
conquistar tierras de Europa.

Los sistemas jurídicos de aquel tiempo aceptaban una compleja interacción entre
tribunales eclesiásticos y tribunales civiles que hoy nos resulta inaceptable. El uso de la
tortura, además, era algo admitido como «normal» para obtener la confesión de los
presuntos culpables. Muchos, por motivos de diverso tipo, sucumbían ante sus
verdugos, y se autoacusaban de delitos nunca cometidos. Los templarios, en este
sentido, no fueron una excepción, y mostraron la propia debilidad a la hora de
enfrentarse con jueces y carceleros sumamente hábiles en conseguir confesiones
fáciles.

Jacobo de Molay y tantos otros templarios, a pesar de sus límites, merecen un


homenaje de respeto por la historia: porque sufrieron una persecución maquiavélica, y
porque supieron dar testimonio heroico de la inocencia de la Orden del Temple. La
historia muestra cómo sucumbieron ante fuerzas poderosas e intrigas profundas,
capaces de destrozar, ayer como hoy, incluso a los temperamentos más robustos.
Jacobo sucumbió al inicio de la prueba. Pero supo alzarse desde sus cenizas para
defender, hasta dar su vida, la verdad de su amor a la Iglesia y de su fidelidad a Cristo.

Quedaría por ofrecer una palabra respecto a las numerosas y a veces absurdas
leyendas que giran en torno a los templarios. Hacerlo exigiría un trabajo arduo para
ver cómo y por qué han sido inventadas, aceptadas y difundidas narraciones llenas de
fantasía y errores que muestran muy poco sentido histórico y, en no pocas ocasiones,
mala fe y deseo de engañar al gran público.

La situación se hace más compleja si recordamos cómo, en los últimos siglos, han
surgido personas y grupos que han pretendido «resucitar» a los templarios, a veces a
través de la creación de sectas sincretistas y heterodoxas. Por mencionar un caso entre

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muchos, podemos evocar el de René Guénon (1886-1951), un presunto visionario que
declaró haber sido visitado por el espíritu de Jacques de Mollay, que luego se convirtió
en «obispo gnóstico», y terminó su vida como musulmán.

Quisiera aludir, para terminar, a un documento que fue dado a la luz a inicios del año
2006. Fue encontrado en los archivos vaticanos y recoge la absolución del Papa
Clemente V a Jacobo de Molay y a los dirigentes de los templarios. El documento lleva
la fecha de agosto de 1308 y está firmado por varios cardenales. Este escrito ayudará a
los estudiosos para comprender mejor el drama que terminó con la existencia de una
de las más importantes Órdenes de caballeros cristianos: los templarios.

Fernando Pascual

C) LAS CRUZADAS

1. La polémica sobre las Cruzadas

La polémica sobre las Cruzadas no se aplaca.


Que en este año se celebre el 900 aniversario
de la primera Cruzada se ha convertido a los
ojos de una cierta publicística anticatólica un
argumento para desacreditar a la Iglesia y sus
enseñanzas.

Han aparecido artículos en los que las


Cruzadas se describen como guerras santas,
las masacres de los judíos que tuvieron lugar en aquella ocasión, como la antesala del
holocausto. La Iglesia ha sido acusada de haber siempre tratado de eliminar a los
adversarios en nombre de la ortodoxia. «La Repubblica», el segundo periódico por
difusión en Italia, ha escrito que «los francos masacraron a setenta mil personas en
una mezquita», lo que debería hacer suponer que la mezquita era tan grande como un
moderno estadio de fútbol.

Para tratar de evitar tonterías y errores, el historiador Franco Cardini, profundo


conocedor de los acontecimientos medievales, ha escrito un artículo en «Avvenire»
con el título «Cruzadas, no guerras de religión».

El profesor Cardini explica que la interpretación de las Cruzadas como antecedentes de


las guerras de religión y de las guerras ideológicas, ha sido sostenida en los ambientes
iluministas. Se trata de una polémica ampliamente malentendida y de pretexto.

Según el profesor Cardini, «las Cruzadas no han sido nunca "guerras de religión", no
han buscado nunca la conversión forzada o la supresión de los infieles. Los excesos y
violencias realizados en el curso de las expediciones --que han existido y no se deben
olvidar- deben ser evaluados en el marco de la normal aunque dolorosa
fenomenología de los hechos militares y siempre teniendo presente que alguna razón

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teológica los ha justificado. La Cruzada corresponde a un movimiento de peregrinación
armado que se afirmó lentamente y se desarrolló en el tiempo -entre el siglo XI y el
XIII- que debe ser entendido insertándolo en el contexto del largo encuentro entre
Cristiandad e Islam que ha producido resultados positivos culturales y económicos.
¿Cómo se justifica si no el dato de frecuentes amistades e incluso alianzas militares
entre cristianos y musulmanes en la historia de las Cruzadas?».

Para confirmar sus tesis el profesor Cardini recuerda la contribución de San Bernardo
de Claraval (1090-1153) que contra la caballería laica, como aquella del siglo XII
formada por gente ávida, violenta y amoral, propuso la constitución de «una nueva
caballería» al servicio de los pobres y de los peregrinos. La propuesta de San Bernardo
era revolucionaria, una nueva caballería hecha de monjes que renunciase a toda forma
de riqueza y de poder personal y que incluso en la guerra aprendiese que al enemigo
se lo puede incluso matar, cuando no haya otra opción, pero que no se le debe odiar.
De aquí la enseñanza de no odiar ni siquiera en la batalla.

La Cruzada entendida como «guerra santa» contra los musulmanes, también sería
según Cardini una exageración. «En realidad -subraya el profesor- lo que interesaba en
las expediciones al servicio de los hermanos en Cristo, amenazados por los
musulmanes, era la recuperación de la paz en Occidente y la puesta en marcha de la
idea de socorro a los correligionarios lejanos. La Cruzada significaba reconciliarse con
el adversario antes de partir, renunciar a la disputa y a la venganza, aceptar la idea del
martirio, ponerse a sí mismos y los propios haberes a disposición de la comunidad de
los creyentes, proyectarse en una experiencia a la luz de la cual, por un cierto número
de meses y quizá de años, se pondría el seguimiento de Cristo y la memoria del Cristo
viviente en la tierra que había sido el teatro de su existencia terrena en el culmen de la
propia experiencia».

Franco Cardini

2. ¿Fueron las Cruzadas fruto de un interés material?

Durante décadas distintos historiadores, especialmente de orientación marxista, han


insistido en presentar las Cruzadas como un fruto de factores materiales
exclusivamente. Sólo la codicia y el deseo de obtener tierras habrían movido a los
cruzados a abandonar Europa occidental para dirigirse a Tierra Santa pero, a pesar de
lo arraigado de esta idea, ¿fueron las Cruzadas fruto de un simple interés material? La
historiografía marxista y aquella que sin serlo está muy influida en sus planteamientos
por ésta ha insistido durante décadas en el carácter meramente material de las
Cruzadas. De acuerdo, por ejemplo, a la Historia de las Cruzadas, de Mijaíl Zaborov, los
cruzados sólo se desplazaron a Oriente Próximo movidos por el deseo de obtener
beneficios económicos que, fundamentalmente, se tradujeran en la posesión de tierras
y en el aumento de bienestar material. En otras palabras, la cruzada no pasaba de ser
una emigración violenta movida por causas meramente crematísticas. El elemento

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espiritual simplemente proporcionaba la cobertura, bastante ridícula por otra parte,
para semejante aventura de saqueo y pillaje.

El punto de vista de Zaborov tan repetido posteriormente resultaba especialmente


sugestivo en la medida en que permitía desacreditar una empresa de carácter
confesamente espiritual y, a la vez, dar un ejemplo de cómo ese tipo de fenómenos
podía explicarse recurriendo únicamente a argumentos economicistas. Sin embargo,
como tantas explicaciones de este tipo, a pesar de lo socorrido e instrumental de su
formulación, no resiste un análisis mínimamente sólido de la documentación con que
contamos. En primer lugar, lo que se desprende de las fuentes de la época es que
marchar a la cruzada no implicaba un aliciente económico sino más bien un enorme
sacrificio monetario que sólo se podía emprender convencido de que la recompensa
sería más sólida que un pedazo de terreno o una bolsa de monedas. Al respecto los
documentos no pueden ser más claros. Un caballero alemán que era convocado a
servir al emperador en aquellos años en lugar tan cercano como Alemania gastaba tan
sólo en el viaje y atuendo el equivalente a dos años de sus ingresos. Para un francés
viajar a Tierra Santa implicaba unos gastos que llegaban a quintuplicar sus rentas
anuales. Por lo tanto, como primera medida, necesitaban endeudarse fuertemente
para acudir a la cruzada. En no pocos casos incluso perdieron todo lo que tenían para
sumarse a la empresa.

No deja de ser curioso que Enrique IV de Alemania en una carta se refiriera a


Godofredo de Bouillon y Balduino de Bolonia, ambos caudillos de la primera cruzada,
como personas que "atrapadas por la esperanza de una herencia eterna y por el amor,
se prepararon para ir a luchar por Dios a Jerusalén y vendieron y dejaron todas sus
posesiones". Su caso, desde luego, no fue excepcional. De hecho, el Papa y los obispos
reunidos en el concilio de Clermont redactaron una legislación que imponía la pena de
excomunión a aquellos que se aprovecharan de estas circunstancias para despojar a
los caballeros cruzados de sus propiedades valiéndose de intereses usurarios o de
hipotecas elevadas. El listado de caballeros que se endeudaron extraordinariamente
para ir, por ejemplo, a la primera cruzada es enorme y demuestra que ésa era la
tendencia general.

Tampoco faltaron los apoyos eclesiales en términos económicos. Por ejemplo, el


obispo de Lieja obtuvo fondos para ayudar al arruinado Godofredo de Bouillon
despojando los relicarios de su catedral y arrancando las joyas de las iglesias de su
diócesis. Quizá se podría interpretar todo esto como una inversión arriesgada ¡y tanto!
que se compensaría con las tierras que los cruzados conquistaran en Oriente. Sin
embargo, ese análisis tampoco resiste la confrontación con los documentos. Es cierto
que durante la primera cruzada un número notablemente exiguo de caballeros optó
por permanecer en las tierras arrebatadas a los musulmanes. No obstante, salvo estas
excepciones, la aplastante mayoría de los cruzados regresaron a Europa. Tras
producirse, en el curso de la primera cruzada, la toma de Jerusalén y la victoria sobre
un ejército egipcio (el 12 de agosto de 1099) la práctica totalidad retornó a sus hogares
sin bienes y con deudas pero, al parecer, con un profundo sentimiento de orgullo por
la hazaña que habían llevado a cabo. De hecho, para defender los Santos Lugares
resultó necesario articular la existencia de órdenes militares como los caballeros

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hospitalarios, primero, y los templarios después. No fue mejor la situación económica
en las siguientes cruzadas.

Nuevamente el factor espiritual resultó decisivo y, precisamente, para costear los


enormes gastos de una empresa que recaía sobre los peregrinos así se consideraban
sus participantes ya que el término cruzados es posterior los monarcas recurrieron a
impuestos especiales o a préstamos concedidos a la corona. Vez tras vez, la posibilidad
de quedarse en Tierra Santa si es que alguien la contemplaba se reveló imposible pero
eso no desanimó a los siguientes participantes a lo largo de nada menos que dos siglos.
Ciertamente, no podemos tener una imagen excesivamente idealizada de las Cruzadas
y tampoco podemos negar que su modelo de espiritualidad en muchas ocasiones
causa más escalofrío a nuestra sensibilidad contemporánea que entusiasmo. A pesar
de todo, existe un dato que no puede negarse siquiera porque aparece corroborado en
millares de documentos.

Prescindiendo de la mayor o menor categoría humana y espiritual de los participantes,


su impulso era fundamentalmente espiritual. Movidos por el deseo de garantizar el
libre acceso de los peregrinos a los Santos Lugares y de ganar el cielo, abandonaron
todo lo que tenían y se lanzaron a una aventura en la que no pocos no sólo se
arruinaron sino que incluso encontraron la muerte, un ejemplo, dicho sea de paso, que
no disuadió a otros de seguirlo a lo largo de dos siglos. No se trató, por lo tanto, de un
movimiento material disfrazado de espiritualidad sino de un colosal impulso de raíces
espirituales que no tuvo inconveniente, pese a sus enormes defectos, en afrontar
considerables riesgos y pérdidas materiales.

César Vidal Manzanares

3. Agredidos y agresores: una historia para ser reescrita

Siempre fue llamada "plaza de


las Cruzadas". Hace poco más
de un año es "plaza Paulo VI". El
cambio de nombre del
emplazamiento milanés, junto a
la insigne basílica de San
Simpliciano, no es ajeno a la
Facultad Teológica de la Italia
Septentrional que se abre hacia
ella. Dicen que hubo presiones
clericales para que se cambiase
el nombre de aquel espacio.
Sentían que era embarazoso,
mucho más para ciertos medios
católicos que para las
autoridades laicas.

38
Este acontecimiento milanés no es sino una confirmación, entre tantas, de un hecho
desconcertante: después de dos siglos de propaganda incesante, la "leyenda negra"
construida por los iluministas como arma de la guerra psicológica contra la Iglesia
Romana, terminó por instalar un "problema de conciencia" en la ‘intelligentzia’
católica, aparte de hacerlo en imaginario popular.

Fue, en realidad, en el siglo dieciocho europeo cuando, completando la obra de la


reforma, se afirmó el rosario, convertido en canónico, de las "infamias romanas".

En lo que dice respecto a las cruzadas, la propaganda anticatólica llegó hasta invadir el
nombre, como el término "Edad Media", excogitado por la historiografía "iluminista".
Los que hace novecientos años tomaron por asalto Jerusalén considerarían estúpidos a
lo que les hubiesen dicho que daban cumplimento a aquello que sería llamado como
"primera Cruzada". Para ellos, era iter, peregrinatio, succursus, passagium.

Los "panfletarios", en suma, inventan un nombre y construyen alrededor una "leyenda


negra". Y no es sólo eso: será esa misma propaganda europea la que "revelará" al
mundo musulmán el haber sido "agredido".

En Occidente, la obscura invención "cruzada" terminó por impregnar con sentimiento


de culpa a ciertos hombres de la misma Iglesia, ignorantes de cómo ocurrieron las
cosas.

¿Quién fue agredido y quién es el agresor? Cuando en 638 el califa Omar conquista
Jerusalén, ésta era, desde hacía más de tres siglos, cristiana. Poco después, secuaces
del Profeta invaden y destruyen las gloriosas iglesias, primero de Egipto y, después, de
todo el norte de África, llevando la extinción del cristianismo en lugares que habían
tenido obispos como Santo Agustín. Después le tocó su turno a España, a Sicilia, a
Grecia, a aquella que será llamada ‘Turquía’, donde las comunidades fundadas por el
mismo San Pablo se convirtieron en montes de ruinas. En 1453, después de siete siglos
de asalto, capitula y es islamizada la misma Constantinopla, la segunda Roma. El
tornado islámico alcanza los Balcanes, y, como por milagro, es detenido y obligado a
retirarse de las puertas de Viena.

Entretanto, hasta el siglo XIX, todo el Mediterráneo y todas las costas de los países
cristianos que le miran, son "reservas" de carne humana: navíos y países serán
asaltados por incursiones islámicas, que retornan a las guaridas magrebíes llenos de
botines, de mujeres y de jóvenes para los placeres sexuales de los ricos y de los
esclavos obligados a morir de agotamiento o para ser rescatados a precios altísimos
por los Mercedarios y Trinitarios. Exécrese, con justicia, la masacre de Jerusalén en
1099, pero no se olviden de Muhamad II, en 1480, en Otranto, simple ejemplo de un
cortejo sanguinario de sufrimientos. Aún hoy: ¿qué países musulmanes reconocen a
los otros que no sean los suyos, los derechos civiles o la libertad de culto? ¿Quién se
indigna con el genocidio de los armenios, antes y de los sudaneses cristianos, hoy?

El mundo, según los devotos del Corán, ¿no está aún hoy dividido en "territorio del
Islam" y "territorios de guerra: todos los lugares, aún no musulmanes, pero que deben

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convertirse en tales, de buenas o malas maneras? ¿No es esta la ideología
sobreentendida por muchos en la inmigración masiva rumbo a Europa?

Una simple revisión de la historia, incluso en sus líneas generales, confirma una verdad
evidente: una Cristiandad en continua posición de defensa en relación a una agresión
musulmana, desde el comienzo hasta hoy (en África, por ejemplo, está en curso una
ofensiva sanguinaria para islamizar las etnias que los sacrificios heroicos de
generaciones de misioneros habían llevado al bautismo).

Admitido que alguien, en la historia, debiese pedir disculpas a otro, ¿deberían ser los
católicos los que deberían pedir perdón por un acto de autodefensa, por la tentativa
de haber por lo menos abierto el camino de la peregrinación a los lugares de Jesús,
como fue el ciclo de las cruzadas?

Vittorio Messori

D) LA CONQUISTA DE AMÉRICA

1. La leyenda negra hispanoamericana

La Leyenda Negra no es sólo una visión


negativa de España y de los países hispánicos
que se difunde en Europa durante la Edad
Moderna, sino que se ha transformado en
parte del imaginario colectivo vigente en la
cultura hoy dominante en occidente. Más aún,
se ha producido por ello una “interiorización”
de la misma en España y América., una
asunción por nuestra sociedad de muchos de
los postulados falsamente históricos sobre
nuestro propio pasado en que tal imagen se
fundamenta. Esta pervivencia y generalización
de la Leyenda Negra resulta un elemento
perturbador en el conocimiento de nuestra
propia Historia, y como tal, un elemento
negativo en el desarrollo de nuestra sociedad
en aquellos aspectos que implican un trasfondo
histórico, y al mismo tiempo es un factor
perjudicial en las relaciones de España con los pueblos hermanos de América. El
artículo incluye una definición de la Leyenda Negra. sus objetivos y características,
trata los contenidos esenciales de la misma y explica el desarrollo histórico de la
leyenda negra: sus orígenes, como se desarrolla en los siglos XVI y XVII, durante el siglo
de la ilustración y en la época contemporánea, así como la polémica del V centenario.

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Cuando se aborda la historia de Hispanoamérica (sea de forma general, sea sobre un
periodo, territorio o aspecto concreto), o, más reducido, cuando se trata la historia de
España sin hacer referencia al Nuevo Mundo, tarde o temprano nos encontramos con
el fenómeno que se ha dado en llamar “Leyenda Negra”, como si se tratara de un
fantasma cuya visión fuera inevitable. Y aparece tanto de forma inconsciente,
reflejándose en el resultado final del trabajo (ya sea éste histórico, literario,
periodístico, o de cualquier otro tipo) de los distintos autores algunas de las opiniones
y explicaciones que de la historia hispanoamericana proporciona dicha leyenda, como
conscientemente, cuando el autor en cuestión, mientras realiza su tarea, se enfrenta
ante la reflexión de si lo que está haciendo se corresponde con la verdad o con el
tópico, o incluso con la falsedad; pero unos tópicos y unas falsedades, unas
deformaciones históricas en suma, tan persistentes y tan definidas que hasta gozan de
nombre propio.

Y es que esa leyenda de la que hablamos no es simplemente una fábula caprichosa, ni


algo que pertenezca al pasado y que hoy podamos tratar con el desapasionamiento
que permite la lejanía en el tiempo. Lo que denominamos “Leyenda Negra” pretende
ser una explicación supuestamente objetiva de la historia, y como tal es un elemento
del pasado y también del presente, por cuanto es una especie de la memoria histórica
que continúa hasta nuestros días, configurando para muchos la manera como
entienden esa historia.

Siguiendo con esto, la Leyenda va más allá de la historia entendida simplemente como
relato de lo sucedido en el pasado, puesto que, con la misma importancia que esto,
también se compone de una interpretación de las causas y del significado de esos
mismos sucesos. Llega así a formar parte de lo que es una ideología en el sentido
amplio del término, es decir, el conjunto de ideas que caracterizan el pensamiento de
una persona, de un grupo, o de una época: en definitiva, lo que entendemos por una
mentalidad. Incluso se puede afirmar, sin caer en la exageración, que por lo que tiene
de ideológico, de interpretación de la historia conforme a unas ideas o doctrinas
determinadas, forma parte de lo que en filosofía se denomina una cosmovisión: una
manera de ver e interpretar el mundo en su conjunto; en este caso, una manera de ver
e interpretar la historia del mundo, o de una parte de éste.

No debe extrañar que esto sea así. No es necesario hacer filosofía de la historia y decir,
con Hegel, que las ideas son el motor de esa misma historia, del desarrollo de los
acontecimientos humanos. Basta con percatarse, y esto nadie puede negarlo, que la
Historia, así escrita, con mayúscula, la explicación e interpretación del pasado antes
referida, es la base de las diferentes doctrinas sociopolíticas (incluso de las que niegan
esto, pues ya con esa negación toman una postura frente a la misma historia). Y es que
dar una interpretación del pasado supone mostrar lo que es o ha sido bueno y lo que
es o ha sido malo, lo justo y lo injusto, o lo que consideramos que lo es, así
demostrado por el resultado de los acontecimientos pretéritos. En cierto modo, esto
es afirmar que la historia es el “laboratorio de la moral”, y es por ello por lo que se
puede decir que la interpretación de la historia es el fundamento de la política, en el
sentido más amplio y noble de la palabra: de la forma como organizamos las relaciones

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de la sociedad en el presente. Ahí es donde se encuentra la verdadera importancia de
la Historia y la necesidad de su estudio y de su conocimiento.

Una definición de la leyenda negra, sus objetivos y sus características

La mejor manera para definir algo, posiblemente, comienza por buscar su significado
en los diccionarios. Según el de la Real Academia Española, la palabra leyenda significa,
en su 4ª acepción, “relación de sucesos que tienen más de tradicionales y maravillosos
que de históricos y verdaderos”. En este mismo diccionario encontramos que el
adjetivo negra se refiere tanto a algo “oscuro y deslucido, o que ha perdido el color
que le corresponde” (4ª acepción), es decir, que no es como debería ser en realidad,
como a “la novela o el cine de tema criminal y terrorífico, que se desarrolla en
ambientes sórdidos y violentos” (6ª acepción), es decir, una fantasía en torno al mal.
Con lo dicho, resulta evidente que el término de “Leyenda Negra” no ha sido acuñado
por quienes sostienen esa determinada visión de la historia hispanoamericana, sino
precisamente por quienes han reaccionado en contra de tales opiniones, al considerar
que presentan como verdad lo que no lo es (es decir, leyenda), y considerar además
que lo hacen intencionadamente de manera deformada y negativa (es decir, negra),
para crear una opinión contraria. El mismo Diccionario de la Real Academia da una
definición históricamente muy acertada, aunque algunos puedan estimarla
incompleta, de la propia Leyenda Negra: “opinión antiespañola difundida a partir del
siglo XVI y basada en la política de España en Italia, Alemania y los Países bajos, y en la
conquista de América”.

Más allá de la discusión sobre las palabras (que, en cualquier caso, siempre es
importante), lo que pretende el párrafo anterior es adelantar que la Leyenda Negra no
es realmente Historia, como quedará explicado más adelante, puesto que no se
corresponde con la realidad de los hechos, sino que es una ficción. Pero no se trata
simplemente de una ficción literaria, sin más pretensiones que las propias del género,
sino que es una ficción, como se indicó en la introducción, al servicio de unos
planteamientos ideológicos, doctrinales, o de unos intereses particulares.

Una vez definido lo que es la Leyenda Negra, surge la inevitable pregunta: ¿y esto, por
qué? Pues por algo tan simple como es la pugna por la hegemonía, en la que la
Leyenda no es sino un instrumento propagandístico de quienes disputan esa
hegemonía a España, primera potencia mundial durante tres siglos. En este sentido, los
elementos esenciales para el nacimiento de la Leyenda no son más que la envidia y la
competencia expansiva de sus rivales. Nada nuevo por otra parte en la Historia, sino
una constante desde el principio de las relaciones entre civilizaciones y entre estados.

Pero no se trata sólo de una pugna política entre naciones fuertes, entre potencias,
por la hegemonía mundial (España está presente a lo largo de ese periodo en todos los
continentes y en todos los océanos), sino también de una pugna entre dos formas de
concebir las relaciones entre los pueblos, –el Imperio frente a la afirmación nacional–,
y de una pugna religiosa y cultural –entre el catolicismo y el protestantismo–.

Por eso la Leyenda Negra no se dirige únicamente contra España por su poderío como
Estado, de cara a desacreditar a la nación española y disputarle esa hegemonía, sino

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también contra la Fe y la Iglesia católicas, que son quienes con sus principios morales y
su labor eclesiástica, a la vez que impulsan la historia de España durante la mayor
parte de su existencia, constituyen el eje de la cultura, en su más amplio significado,
europea occidental desde el Bajo Imperio hasta la Reforma luterana, reforma que
junto con la ruptura espiritual conlleva una ruptura cultural, la crisis de las
mentalidades en Europa. En ese sentido el objetivo de la Leyenda Negra es crear una
opinión contraria a los principios religiosos, morales y culturales del catolicismo, y a las
formas como esos principios se han materializado mediante un modelo social y de
pensamiento que hunde sus raíces en el organicismo medieval, en la idea imperial, y
en el predominio de la Fe, y del que la España de los siglos XV al XVIII se convierte en
ejemplo casi paradigmático. Crear una opinión contraria, obviamente, por quienes
sostienen unas doctrinas opuestas o por quienes ven con resquemor el hecho de no
haber sido los protagonistas de esos acontecimientos o de esa época, o, simplemente,
el hecho de no haber gozado de una posición de predominio internacional para su
propio beneficio e interés.

Así, la pervivencia y la constancia de la Leyenda Negra obedecen a la importancia del


imperio español y al potencial del mundo hispánico como poder político, como
baluarte de la religión y como modelo social y cultural, según unos parámetros
abandonados primero y rechazados y combatidos posteriormente por la Modernidad.

En definitiva, se trata de una labor de propaganda, de desinformación, que a través de


la presentación tendenciosa de los hechos bajo la apariencia de objetividad y de rigor
histórico o científico, procura crear una opinión determinada. Por esto es por lo que se
aparta de lo que podría aceptarse como una simple crítica, una denuncia de los errores
e injusticias cometidos, aun cuando sólo se redujese a ello, o una visión distinta del
pasado, fruto de las diferentes circunstancias en que uno se puede encontrar por
pertenecer a distinta creencia, a distinto país, o a distinto tiempo; dando en cambio
una imagen voluntariamente distorsionada del pasado para convertirla en una
descalificación global de una acción histórica y de las ideas y valores que la impulsaron.

Este es, sin duda, uno de los rasgos más característicos de la Leyenda Negra: “que
consiste en la descalificación global de un país (...) a largo de toda su historia, incluida
la futura. En eso consiste la peculiaridad original de la Leyenda Negra”, según palabras
de Julián Marías, y se puede añadir que de unas ideas religiosas o de base religiosa, por
no decir directamente de una religión y ser tachados por ello de exagerados.
Precisamente, es una descalificación global en la medida en que responde no sólo a
una envidia nacional o a un recelo del pasado, sino también en la medida que tiene ese
componente doctrinal del que hemos hablado, que conlleva una visión o una
interpretación, evidentemente generalizadora, del mundo. Pero no se puede caer en la
simpleza de creer que se debe a una especie de conjura internacional contra España,
mantenida de forma constante a lo largo de los últimos cinco siglos. Que la
descalificación que se pueda encontrar de España se haga de forma global no significa
que sea generalizada, que la haga todo el mundo y en todo momento. Unas líneas más
arriba se ha dicho que consiste en crear una opinión contraria por quienes sostienen
unas doctrinas o intereses opuestos a ese supuesto “ideal histórico” que España
representa en la época Moderna; pero sólo por ellos, es decir, por aquellas elites o

43
grupos ideológicos o políticos enfrentados a ello, con la fuerza y los medios que la
situación y los intereses en conflicto en cada momento se lo indiquen o se lo permitan.

Hay otra particularidad de la Leyenda Negra: que no es meramente una acción externa
a España o a Hispanoamérica, sino que se da dentro de nuestra propia sociedad, por
parte de quienes son conciudadanos nuestros. Y esto está motivado por la misma
causa ideológica que lo anterior: en la medida en que uno piensa de forma distinta, o
incluso opuesta, a la que ha sido el motor de la historia hispanoamericana durante
trescientos años, uno se aparta en mayor o menor medida de la identificación con su
pasado nacional o colectivo, interpretándolo así de distinta forma, desde la frialdad de
la indiferencia, que no por ello deja necesariamente de ser objetiva, hasta el rechazo y
la aversión por esa historia, lo que lleva a muchos a caer en esa interpretación y
manipulación negativa de su propio pasado. Sobre este punto se hablará más
adelante.

Los contenidos esenciales de la leyenda negra

Para que esa labor de desinformación y de tergiversación de la Historia en que ha


quedado aquí definida la Leyenda Negra sea efectiva, ésta, pese a pretender dar una
imagen general, no puede limitarse a formular una serie de afirmaciones de concepto
o unas ideas de principio basadas en abstracciones globales, pues en ese caso la
postura del espectador ante tal visión de la Historia se limitaría a la de adoptar una
mera opinión personal. Como toda acción de propaganda que se precie, la Leyenda
Negra busca presentar una serie de hechos o de temas concretos, presuntamente
expuestos de forma objetiva y veraz, de acuerdo a como se dice que son en realidad, y
que por tanto se supongan que son comprobables, para demostrar así la validez de las
afirmaciones propuestas (validez, hay que insistir pese a parecer reiterativos, que
obtienen en la medida en que se les supone verdaderos). Cada uno de estos aspectos
es, a su vez, presentado y explicado de la manera más conveniente para lograr tales
objetivos propagandísticos que se persiguen, y no conforme a la auténtica veracidad
de los hechos.

No son muchas las afirmaciones sobre los que se asienta la Leyenda Negra
hispanoamericana. Al contrario, pueden hasta parecer pocos, más aún si se tiene en
cuenta que están directa y continuamente relacionadas entre sí. Lo que se hace
entonces para conseguir una apariencia general formada por múltiples cuestiones, es
presentar cada uno de esos aspectos, aun siendo los mismos, desde distintos puntos
de vista: unas veces desde la filosofía, otras desde la moral, otras desde su utilidad
práctica..., bien desbrozados hasta sus más mínimos detalles y multiplicando así los
ejemplos. De esta manera es como se consigue dar esa imagen negativa global (al verla
desde diferentes aspectos) y permanente (siempre y en cada uno de los casos en que
se plantea) que invalida la acción de España como nación y como Estado en el Mundo,
y de las ideas y principios que han promovido dicha acción, que son
fundamentalmente los de la religión católica.

De este modo se observa que son tres esos contenidos fundamentales de la Leyenda
Negra sobre los que se incide una y otra vez, y, tal y como van a exponerse a
continuación, queda bien patente la relación existente entre ellos, pues tienen como

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elemento común, básico y esencial en los tres, el carácter negativo del “ser español” o
de “la forma católica de ser español”.

En primer lugar se presenta la condición injusta y tiránica del gobierno español allí
donde se produce o se ha producido, y, por tanto, así será indudablemente allí donde
se pueda producir en un futuro. Ese gobierno tiránico e injusto se manifiesta en tres
aspectos:

1- En la mala administración española, que no sólo no soluciona ninguno de los


problemas existentes en los territorios bajo su mandato, sino que añade otros nuevos
(cuando menos, los derivados de su propia ineficacia), y que genera con ello una
situación crónica de desgobierno político, de injusticia legal, de inseguridad social, y de
desorganización y explotación económica.

2- En la opresión que padecen los súbditos de España sea cual sea su origen y
nacionalidad, que son víctimas de una represión absoluta que abarca todas las facetas
de su vida cotidiana, comenzando por sus formas tradicionales de vida y terminando
por la represión de sus libertades. Y pasando, obviamente, por la represión del
pensamiento y de las creencias en nombre de la ortodoxia religiosa, para lo cual los
españoles se sirven de un instrumento tan terrorífico como se presenta a la
Inquisición, que ejerce en la práctica como si se tratase de una policía secreta política y
religiosa.

3- En el atraso cultural e intelectual de los españoles, pues en tales condiciones el


progreso de las ideas se hace imposible (cuando no es considerado como un hecho
delictivo y hasta criminal), con lo que tampoco caben muchas esperanzas de lograr un
progreso material. Atraso cultural, por otra parte, que se busca de forma intencionada
por parte de los gobernantes españoles, pues de este modo, manteniendo al pueblo
sumido en la ignorancia, les es más fácil asegurarse su dominio.

Así es el gobierno español en su planteamiento teórico, y así se puede trasladar este


esquema al segundo aspecto, que es el de la opresión y la tiranía españolas, ya no
expuestas de forma hipotética o teórica, sino vistas en sus realizaciones concretas, en
los territorios donde ejerce su dominio. Esto se puede comprobar especialmente en las
Indias, por ser en ellas donde con mayor claridad se manifiesta ese gobierno (o mejor,
desgobierno), al haberse establecido tal autoridad gracias a una imposición por la
fuerza, desde una conquista de América que se ha realizado a sangre y fuego; y con el
agravante, además, de haberse impuesto sobre unos pueblos que, por su situación
primitiva y su talante de bondad natural, proporcionaban la situación ideal para crear
una nueva sociedad, un Nuevo Mundo, que recogiera lo mejor de los logros alcanzados
por el occidente europeo sin caer en los errores que se daban en el Viejo Continente.
Pero esa situación no es exclusiva de las Indias, sino que es también la que se está
produciendo en Europa, conforme el dominio español se asienta en las tierras del
Imperio (en Italia, en Alemania, en Flandes...) frente a los intentos de resistencia de los
pueblos sometidos a España, cuyo ejemplo más elocuente es el de la rebelión
flamenca. Incluso esta situación es la que se da en la propia España, donde se observa
cómo las autoridades españolas ejercen su gobierno despóticamente, ya sea
extirpando cualquier minoría social (la expulsión de los judíos y el problema de los

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moriscos, también solucionado con su expulsión), oprimiendo las tradiciones de los
distintos pueblos de la península (como evidencian la sublevación de los Comuneros de
Castilla, la revuelta de Aragón, la anexión de Portugal...), aplastando cualquier
disidencia desde el poder (el caso de Antonio Pérez), o manteniendo al pueblo
sometido a un férreo control mediante la Inquisición. Todos estos son los ejemplos
supuestamente reales en los que se traduce ese gobierno hispano, y esta es la forma
presuntamente verídica como han tenido lugar, con el obvio resultado que cabría
esperar en un proceso de este tipo: pobreza, esclavitud, genocidio e incultura.

Y todo ello no es resultado de unas determinadas circunstancias históricas, que


expliquen este panorama de tragedia, ni ese completo desgobierno es fruto de una
incompetencia o una falta de preparación de unos determinados gobernantes
españoles en un momento concreto, sino que tiene una explicación de fondo, una raíz
que explica este cúmulo de despropósitos que España aporta al mundo, y que es la
clave para poder explicarlo todo de una forma natural: este tercer aspecto es el
carácter de los españoles, la esencia de su talante, su propia configuración racial y
cultural, que les hace inferiores al resto de pueblos –pueblos europeos, por supuesto–
tanto moral como física e intelectualmente. Esa depravación natural de los españoles
se achaca al hecho de ser un pueblo fruto del mestizaje, cuya cultura y mentalidad está
contaminada por elementos judíos y musulmanes (aunque, paradójicamente ,una de
las cosas de las que se acuse a esos mismos españoles sea del trato dado a aquéllos y
del desprecio hacia otros pueblos y culturas), y que utilizan la religión no como
referente moral, sino únicamente como elemento de identificación nacional, como
excusa para lograr su propio beneficio merced a la discriminación para con los demás;
y por ello es por lo que los españoles abrazan el catolicismo de esa peculiar manera
exaltada y sectaria, pues el carácter dogmático del catolicismo lleva así implícitos la
intolerancia y el desprecio hacia “el otro”. Así es como se crea la imagen de los
españoles como un pueblo compuesto por gentes despóticas, viciosas y crueles,
egoístas y ambiciosas, fanáticas y desleales... Imagen que se forma desde el siglo XV y
que perdura en algunos hasta hoy en día, desde la imagen de los Tercios de Flandes
como asesinos y saqueadores de ciudades indefensas, hasta el tópico decimonónico
del bandolero y la gitana con la navaja en la liga, para culminar en la España “de
charanga y pandereta”, preocupada sólo de fiestas exóticas con toros y procesiones y
de llenarse el buche más con vino que con otra cosa...

Llegados a este punto cabe preguntarse cómo es posible que un pueblo así, con esos
rasgos, y autor de unas acciones con unos resultados tan elocuentes, pudo llegar a ser
la primera potencia mundial y árbitro internacional durante trescientos años, y cómo
es posible que durante toda su historia no haya habido un solo rasgo de humanidad o
de creatividad de cualquier tipo, salvo por quienes denunciaban esa realidad o por
quienes obraban desde la heterodoxia, contra corriente de lo que se sentía en el seno
del pueblo español. También puede uno, de forma maliciosa, preguntarse que si un
pueblo de tal índole, sádico, torpe e inculto, llegó a ostentar esa posición de
predominio mundial, ¿cómo serían entonces los otros? En buena lógica, cuando menos
más torpes e incompetentes. Considerando además que no sólo alcanzaron tal
situación, sino que la mantuvieron por siglos, y teniendo en cuenta que España no ha
constituido nunca una potencia por el número de sus habitantes, que pudiera explicar

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esa imposición española aunque sólo fuera por presión demográfica, lo mejor es ser
indulgente y renunciar a las comparaciones...

Lógicamente, en una visión así de la historia no tienen cabida la explicación


pormenorizada de la administración española, que constituyó el primer Estado
moderno de Europa, con un sistema de centralización de la autoridad en la Monarquía,
pero manteniendo los usos e instituciones propios de cada territorio. Ni cabe referirse,
cuando se trata de la relación con otros pueblos y culturas, a los creadores del Derecho
Internacional, los Suárez, Francisco de Vitoria, o la Escuela de Salamanca. O que, en
cuanto a los derechos humanos de los indios y, por extensión, de todos los pueblos, se
evite la mínima mención a Antonio de Montesinos, al mismo Vitoria, a las Leyes de
Indias, o al hecho de que el padre Las Casas ejerciera como funcionario de la Corona.
Tampoco tiene sentido entonces hablar de la creación española en las ciencias, las
artes, y las letras: no existen figuras como Fray Luis de León, Lope de Vega, San Juan de
la Cruz, Cervantes, Quevedo o Calderón; pintores como el Greco, Velázquez, Murillo o
Zurbarán; religiosos como San Ignacio de Loyola o Santa Teresa de Jesús; el arquitecto
Herrera, los humanistas Luis Vives y Antonio de Nebrija, los geógrafos y cosmógrafos
Juan de la Cosa y Alonso de Santacruz, el médico Miguel Servet, o el botánico Celestino
Mutis; teólogos como Domingo de Soto; etc... Sin mencionar la labor de las
universidades españolas tanto en la península como en América, donde la primera se
fundó en fecha tan temprana como fue 1538. No se pretende con estas líneas hacer
una refutación de la Leyenda Negra, ni una exposición de los logros de España en
aquellos años, sino mostrar cómo una de las tácticas de las que se vale la propaganda
antiespañola es la ocultación intencionada de los aspectos positivos, lo que dicen en
México ningunear, pues recuérdese el dicho: “no hay peor mentira que una media
verdad”. Evidentemente, todos estos rasgos se han mostrado aquí, como en cualquier
generalización, en su forma más cruda y exagerada para facilitar su exposición, pero es
obvio que en las manifestaciones propagandística, literarias, o historiográficas de esa
Leyenda Negra, esos rasgos muy rara vez aparecen de una manera tan descarnada sino
infinitamente más sutil, salvo en casos de abierto enfrentamiento como es la
propaganda de las Guerras de Religión en los siglos XVI y XVII.

El desarrollo en la historia de la leyenda negra

Esta imagen deformada de la historia de España no ha existido desde siempre, como


parece que así debiera haber sido si sus planteamientos fueran correctos, ni ha sido
siempre igual en su exposición, sino que ha evolucionado paralelamente a como lo han
hecho los conflictos e intereses doctrinales o ideológicos en los distintos periodos. Este
es un hecho muy significativo, por cuanto los momentos en que nace y arrecia la
Leyenda Negra, y los contenidos en que incide la misma en cada etapa de su
desarrollo, hacen evidente la esencia propagandística, y no histórica ni historiográfica,
de las afirmaciones de dicha Leyenda, como se verá a continuación.

Orígenes de la Leyenda Negra

En efecto, esta particular visión de la historia surge en unas circunstancias muy


concretas: a finales del siglo XV y principios del XVI, cuando los reinos de España van
consolidando paulatinamente su unidad y van tomando un papel cada vez más

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importante en el contexto internacional de la época, apenas limitado entonces al
espacio que forman el Mediterráneo y Europa Occidental. Ya desde el siglo XIV, la
presencia de Aragón, una vez terminada su parte de la Reconquista, es emergente y
progresiva en dicho mar Mediterráneo, donde choca con los intereses de algunos
estados italianos. Poco a poco van a ir apareciendo las primeras descalificaciones,
todavía esporádicas y desconexas entre sí, centradas en la escasa categoría humana
que se atribuye a aragoneses, catalanes y valencianos, y a aquellos italianos que son
sus partidarios (recordemos la difamación sufrida por la familia italovalenciana de los
Borgia o Borja, o los tópicos acerca de napolitanos y sicilianos). Con la unión de Castilla
y Aragón bajo los Reyes Católicos, los castellanos apoyan e impulsan la acción
aragonesa, enfrentada ya no sólo con las repúblicas italianas, sino también con
Francia, la gran potencia europea del momento, hasta lograr, tras las campañas del
Gran Capitán y las posteriores de Carlos I, la hegemonía en esta zona del Viejo Mundo.
Se extiende entonces esa crítica contra los súbditos aragoneses a todos los españoles,
sean de la región que sean, y se va formando progresivamente un clima generalizado
de opinión contraria, fruto de esa rivalidad entre estados y naciones, a diferencia de
los primeros ataques, más de tipo satírico y difamador, meramente burlescos e
insultantes, que formadores de prejuicios con fines políticos.

Es de destacar que en este nacimiento de la Leyenda Negra apenas tienen importancia


dos asuntos que van a convertirse posteriormente en pilares básicos de la misma: la
cuestión religiosa, con la implantación del Santo Oficio y la expulsión de los judíos, por
un lado, y la expansión ultramarina, con el descubrimiento y conquista de América, por
otro. Esto tiene una fácil explicación. Respecto al primer punto, la expulsión de los
judíos no fue una decisión exclusiva de España, sino que el antihebraísmo estaba muy
extendido por toda Europa: anteriormente habían sido expulsados de Inglaterra (1290)
y de Francia (1306), y los motines y altercados contra los judíos eran frecuentes en
todo el continente, mientras que, en contraste, se mantenía la imagen relativamente
tolerante de la “España de las tres culturas” (por mucho que fuera más una imagen
que una realidad) hasta esos momentos, y, desde luego, los conflictos en la península
con los hebreos no eran más graves que en otras regiones del continente. Por lo que
respecta a la Inquisición, no era una medida especialmente llamativa en una Europa
cristiana todavía homogénea religiosamente, y donde existían otros tipos de
Inquisición en otros países, ni dejaba de ser un reflejo de una mentalidad, tanto en el
orbe cristiano como en el musulmán y dentro de las comunidades judías, donde la
religión era el aspecto substancial de la vida en sociedad; no será hasta la división de la
Cristiandad con la Reforma Protestante y las subsiguientes Guerras de Religión, cuando
las cuestiones religiosas pasen a formar parte de la Leyenda, como se verá más
adelante. En cuanto al Descubrimiento de América, hasta la conquista de México y del
Perú y la vuelta al Mundo de Magallanes y Elcano, ya bien entrado el siglo XVI, las
Indias no son más que unos territorios lejanos y exóticos, no se sabe bien de qué
tamaño y con qué riquezas, por lo que aún no despiertan una envidia y unas
apetencias en las otras potencias tan grandes como las que moverán más adelante, así
que lo que allí sucede no constituye una preocupación de primer orden para una
Europa poco interesada en esas tierras, o mejor dicho, incapaz de llevar a cabo una
acción efectiva para explotar las posibilidades del Nuevo Mundo, algo todavía
reservado en exclusiva a España y Portugal.

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La Leyenda Negra en los siglos XVI y XVII

Sin duda alguna va a ser este periodo el momento álgido en el desarrollo de la


Leyenda. Desde la década de 1520 a 1530, una serie de cambios trascendentales
afectan al Viejo Continente, removiendo hasta sus más profundos cimientos y
culminando la transición hacia lo que conocemos como el “Mundo Moderno”. Esos
cambios también alientan la consolidación y la vigencia de la Leyenda Negra como
instrumento de propaganda, al servicio de algunos de los intereses que protagonizan la
vida de ese Mundo Moderno antes mencionado. Tres son los factores clave de este
periodo de la historia, en los tres tiene España un papel principal que le enfrenta a
otros países y grupos de población, y los tres encuentran su reflejo en el asunto que
nos ocupa: la hegemonía europea, el enfrentamiento religioso, y la expansión
ultramarina.

Respecto al primero de ellos, la pugna por la hegemonía, la monarquía de los


Habsburgo encarna para unos la idea imperial, según el antiguo modelo romano y
carolingio, y para otros la de una monarquía universal predominante sobre las demás
naciones, y en ambos casos árbitro de las relaciones internacionales, frente al auge de
otros estados nacionales y su lucha bien por conseguir hacerse con esa hegemonía
(caso de Francia), bien por lograr un statu quo en el que su posición y sus intereses
salgan reforzados (caso de Gran Bretaña, de algunos estado alemanes, o de Holanda).

En cuanto al segundo punto, la ruptura de la unión de la Cristiandad occidental con la


Reforma luterana y la difusión del protestantismo en abierta pugna con el catolicismo,
éste encuentra en España a su principal defensora, mientras que los reformistas hallan
su mayor acomodo en los Países Bajos, Alemania y Gran Bretaña, precisamente donde
se disputa a esa monarquía católica española la hegemonía, pues en una época como
aquella, donde el fundamento de la política se encuentra en la religión, la ruptura
religiosa facilita ese replanteamiento del orden político que algunos deseaban,
prestando las nuevas ideas protestantes las bases para crear un nuevo marco teórico
para la política. Es en este escenario de enfrentamiento religioso cuando la relación
entre españoles y judíos toma vigor dentro de la Leyenda, pues los grupos de hebreos
expulsados con presencia o con intereses en la política europea, encuentran así aliados
en sus reclamaciones contra España, y las acusaciones de persecución e intransigencia
católica y española (para el caso, se presentan como si fueran la misma cosa) contra
los judíos, sirven como ejemplo de lo que sería la intolerancia y la represión contra los
protestantes o contra las otras naciones de Europa si la posición católica o española
resultara triunfante.

Por lo que se refiere al tercer aspecto, la expansión europea en otros continentes (en
la que España –entiéndase, Aragón y Castilla– y Portugal habían sido los pioneros y
hasta ese momento los únicos protagonistas), cuando se aprecian plenamente las
posibilidades económicas que ofrecen las riquezas de ultramar, tras la llegada de los
portugueses a la India y a la Especiería, tras la consecución de la primera vuelta al
mundo, y tras la conquista por los españoles de los grandes imperios mexicano y
peruano, las nuevas potencias emergentes, Francia, Gran Bretaña, Holanda, se lanzan
en abierta competencia contra las dos naciones ibéricas intentando disputarles esos

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territorios tanto físicamente, fomentando exploraciones y conquistas, como
teóricamente, negándoles las razones y derechos para mantener sus respectivos
imperios, y para ello nada mejor que descalificar moralmente su actuación en aquellas
tierras.

Son, pues, la política y la religión los caballos de batalla de la Leyenda en estos años,
siendo la importancia de una u otra distinta según los países en los que se muestre.
Pero la tarea desacreditadora contra España no es exclusiva de extranjeros: exiliados
políticos españoles, como el secretario de Felipe II, Antonio Pérez, descendientes de
judíos expulsados en 1492, emigrados fundamentalmente a Holanda, o protestantes
enfrentados al catolicismo imperante en la sociedad española, prestan su pluma y su
inventiva a los escritos que configuran la misma, presentándose por unos o por otros
como testimonios directos de quienes han sufrido en carne propia la ignominia
hispana. Esencial será también para los publicistas antiespañoles el recurso a obras
aparecidas en la misma España, utilizándolas de forma fragmentaria o
descontextualizada, o bien exagerando la importancia y veracidad de aquellos textos
que les pueden ser útiles, como ocurrió con los escritos del padre Las Casas, en un
esfuerzo impresionante de lo que se entiende estrictamente como “desinformación” –
es decir, como manipulación de la información–, en el que las obras del dominico se
convirtieron en principal fuente testimonial.

Contra la política española en Europa aparecerán gran cantidad de escritos tanto de


índole abiertamente política como supuestamente histórica. Entre las más importantes
destaca la Apología o defensa del muy ilustre Príncipe Guillermo, libro encargado por
Guillermo de Orange al francés Pierre Loyseleur de Villiers en 1580 para justificar la
rebelión holandesa contra Felipe II, de la que Orange era líder, como una revuelta
causada por el desgobierno español en los Países Bajos; o la titulada Relaciones y
cartas, del antes citado Antonio Pérez, aparecida en Londres en 1594. Pero el material
más numeroso contra España va a ser, sin duda, el compuesto por los folletos, los
cuales, por la reducción de costes que permitía su pequeño tamaño y el empleo la
imprenta, podían ver su edición fácilmente costeada por políticos y gobernantes, con
lo que se podía organizar su distribución gratuita, y cuyo tono general queda
perfectamente reflejado en este fragmento de un libelo de 39 páginas aparecido en
1590 y significativamente titulado Antiespañol, obra del francés Arnauld, donde avisa
de la “insaciable avaricia (de los españoles), su crueldad mayor que la del tigre, su
repugnante, monstruoso y abominable lujo; su incendio de casas, su detestable saqueo
y pillaje de aquellos grandes tesoros que de todas partes de Europa se había reunido
en suntuosos palacios; su lujuriosa e inhumana desfloración de matronas, esposas e
hijas; su incomparable y sodomítica violación de muchachos..”.. La mayoría de estos
folletos vieron la luz en Holanda, al amparo de la rebelión allí existente, pero los
encontramos igualmente en otras zonas de Europa, como Alemania, Francia (hay que
tener en cuenta que en estos tres países se concentraba la mayor cantidad de
imprentas existentes en Europa) y Gran Bretaña, siendo este último país, tras la
ruptura con la Iglesia Católica por Enrique VIII y la consolidación del anglicanismo con
Isabel II, y sobre todo tras el fracasado intento de invasión por parte de la Gran
Armada, en 1588, el principal instigador y financiador de este esfuerzo
propagandístico, especialmente en los Países Bajos. Ya en el siglo XVII, será

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espectacular el impulso dado a esta propaganda por la Inglaterra puritana de
Cromwell, quien llega a decir frases como ésta: “Nuestro verdadero enemigo es el
español. Es él. Es el enemigo natural. Lo es hasta la médula, por razón de esa
enemistad que hay en él contra todo lo que viene de Dios”.

En cuanto a la religión, el eje central de actuación en este ámbito será la denuncia de


la intolerancia católica de los españoles, recogida sobre todo en multitud de panfletos
obra de protestantes flamencos y alemanes, y es en esta época, como se indicó
anteriormente, donde se pone de actualidad la cuestión de la expulsión de los judíos,
fundamentalmente desde Holanda. La Inquisición, por su parte, se va a convertir en
auténtica obsesión dentro de estas críticas, aun cuando el establecimiento de la
inquisición española no se produjo fuera de la Península y de América, por ser éste
territorio castellano, y no teniendo allende el océano jurisdicción sobre los indígenas.
Acerca de estos temas religiosos encontramos obras capitales como el Libro de los
mártires, del inglés John Foxe, aparecido en 1554, o el relato del francés Le Chailleaux
sobre la expulsión de los hugonotes de La Florida, publicado por el famoso impresor
flamenco Teodoro De Bry en 1591, quien añade a su publicación una novedad
importantísima para conseguir el efecto pretendido de impactar al lector y causarle así
la mayor impresión posible: el empleo de imágenes para ilustrar el texto. Esta obra
formaba parte de la Colección de grandes y pequeños viajes sobre las Indias, editada
por De Bry hasta su muerte en 1598 y continuada por sus hijos en Frankfurt entre 1590
y 1623, con un total de veintidós títulos, y todos ellos siguiendo un mismo diseño:
escritos de denuncia, con manipulación de textos españoles y empleo masivo de
imágenes. Junto con estos y otros libros, se observan cantidad de folletos anticatólicos
y antiinquisitoriales, en gran parte debidos a sefardíes refugiados en Holanda e
Inglaterra.

Por lo que respecta a la cuestión americana adquiere ahora plena importancia, como
se dijo más arriba, y va a ser este el tema en el que más se recurra a la manipulación
de textos procedentes de la propia España. Así, el italiano Girolamo Benzoni,
protestante que tuvo problemas con la Inquisición en México, publicó en Venecia en
1572 una Historia del Nuevo Mundo, ejemplo de la mayor hostilidad hacia la acción
española en Indias, utilizando en su interés fragmentos de obras de autores españoles
(como López de Gómara, Pedro Mártir, Fernández de Oviedo o Cieza de León). Por su
parte, el inglés Richard Hakluyt escribió numerosos libros y folletos sobre la empresa
americana, muchos de ellos publicados en colaboración con el antes citado De Bry,
quien siempre procuraba acompañarlos con las imágenes adecuadas; esa relación, y
los frutos publicitarios que produjo, es una de las razones que impulsaron a éste
último a editar una de las piezas más importantes en el desarrollo de la Leyenda
Negra: la Brevísima relación de la destrucción de la Indias, de Fray Bartolomé de Las
Casas, adornada con gran cantidad de grabados ilustrativos, impresa en Frankfurt en
1598, de la que se hicieron más de veinte ediciones en apenas cincuenta años, hasta la
Paz de Westfalia de 1648.

La Brevísima... del padre Las Casas merece una mención especial por su trascendencia
para el tema que nos ocupa. Era la primera obra de un autor español y aparecida en
España (concretamente, en Sevilla, en 1552) y que era empleada en su totalidad y no

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de forma fragmentaria; nada mejor para ser presentado como prueba documental y
fehaciente de la maldad española en el Nuevo Mundo, ilustrado con tintes dramáticos
por los grabados de De Bry: ¿acaso no era lo dicho por los propios españoles, por “uno
de ellos”? Por supuesto, se oculta el origen verdadero de este texto: en la Junta de
Valladolid de 1542, convocada por el Consejo de Indias para revisar la actuación en
América, y donde el propio Las Casas era uno de los protagonistas; es precisamente la
Junta la que hace el encargo a Las Casas de que ponga por escrito y de forma sumaria
los documentos y exposiciones que éste lleva ante la misma, acordando de forma
previa que lo hiciera en un tono denunciante(aunque no tan exagerado como el que
utilizó finalmente), para mentalizar a las autoridades de la necesidad de aprobar
medidas resolutivas, como así ocurrió con las Leyes Nuevas, propuestas por tal Junta y
aprobadas ese mismo año. De hecho, la edición sevillana de la Brevísima... iba
acompañada de otros escritos lascasianos, entre ellos un Tratado sobre los indios que
se han hecho esclavos, también encargado por dicho Consejo en 1548. Y,
naturalmente, también se “olvida” que en 1516, el padre Las Casas es nombrado
“defensor de los indios” por el regente Cardenal Cisneros: es decir, se le designa por
las propias autoridades para un cargo desde el que interviene directamente (¡y cómo!)
en los asuntos de Indias.

Curiosamente, el carácter y la personalidad de los españoles, pese a todo lo visto, aún


no tiene la importancia que adquirirá en épocas posteriores. De hecho, los libros de
viajeros que recorren España en el siglo XVI, sobre todo italianos, dan en general una
imagen favorable del país y de sus habitantes. En estos momentos, ese talante
negativo en sus diferentes facetas se considera más bien como un producto de la
mentalidad católica y guerrera forjada en la Reconquista, y no como algo racial o
biológico; aunque algo de esto sí que hay en la medida en que se atribuye,
paradójicamente, a la parte de sangre judía y árabe de los españoles, frente a otros
pueblos europeos más homogéneos racialmente. Se van así extendiendo poco a poco
una serie de tópicos como algo comúnmente aceptado, como reflejan los comentarios
que sobre el carácter de los españoles aparecen en un texto tan poco polemista como
es la Cosmographia Universalis de Sebastián Münster, una de las obras geográficas
más importantes de la historia. Ya en el siglo XVII son más numerosos los juicios
negativos de tales testigos, especialmente por parte de los viajeros franceses,
pudiendo recogerse opiniones como ésta, debida al francés Brunel en 1665:
“Consideran *los europeos+ a esta nación muy enverada y altiva, pero en el fondo no lo
es tanto como lo parece; su traza, sin duda, engaña, y cuando se la frecuenta no
encuentran en ella tanta gloria como imaginan, y reconocen que es un vicio que le
viene más bien de una falsa moral que de un temperamento insolente u orgullosos.
Creen que es grandeza de alma el aparecer fanfarrona en sus gestos y en sus palabras;
y el mal está en que, viajando muy poco, no tienen medio de depurarse de ese
defecto, que les viene con la leche que maman y el sol que les alumbra”.

La Leyenda Negra en el siglo de la Ilustración

Si en los siglos anteriores hemos visto cómo nace y se consolida la Leyenda, es en el


siglo XVIII cuando se puede decir que alcanza su mayoría de edad. Lo cual no significa
que desde entonces permanezca inalterable, sin experimentar nuevos añadidos y

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nuevas presentaciones. Hasta ahora hemos visto que el peso de la crítica estriba en la
rivalidad nacional antiespañola, en el enfrentamiento religioso, y en el carácter de los
españoles, por ese orden de importancia. En la época de las Luces se observa un
cambio importante en esa formulación: esa rivalidad nacional pasa a un segundo
plano, aunque no desaparece; el eje de la cuestión va a estar en el aspecto religioso y
en la naturaleza de los españoles. Y la novedad reside no en los temas, pues son los
mismos que antes, sino en la forma como éstos se presentan, radicalmente distinta.

El planteamiento que se hace ahora respecto a la religión no es tanto el del


enfrentamiento católico–protestante, que tampoco desaparece, sino el de la religión
en sí misma: se trata tanto del hecho de creer en algo como de las implicaciones
sociales que esto conlleva. Europa asiste a la creciente secularización de la sociedad
frente a la religión como tal, especialmente en las obligaciones morales que esto
supone para la organización social, política o económica; y esto choca
fundamentalmente con el catolicismo, por el carácter social, de deber o de
compromiso colectivo de éste, frente al individualismo implícito en el protestantismo.
No es extraño, pues, que el centro fundamental de la Leyenda en este periodo sea
Francia (como en el anterior lo fueron Holanda e Inglaterra), eje de dicha Ilustración y
líder en ese proceso de secularización, que en este país toma un carácter
específicamente anticatólico (quizá por el mismo hecho de ser un país de cultura
católica, y que sea esto lo que haga a las elites doctrinarias seguir esa especie de
dinámica del converso, que reniega de su procedencia). En ese sentido no es sólo la
afirmación católica del dogma lo que se combate, sino el carácter de la Corona
española como Monarquía Católica, como modelo social y político inspirado en la
filosofía cristiana medieval y en el concepto de la Civitas Dei de San Agustín; es decir, la
representación de España como ejemplo, al menos en teoría, del Orden Social
Cristiano, frente al Despotismo Ilustrado, racionalista y antropocéntrico, que abrirá
camino más adelante al relativismo liberal. Así cobran pleno sentido los escritos de los
enciclopedistas, principalmente franceses, como Mabillon, Voltaire o Montesquieu. Así
es como Masson, autor del artículo “España” de la Enciclopedia, inquiere
tajantemente: “¿Pero qué debemos a España? Y desde hace dos siglos, cuatro, diez,
¿qué ha hecho por Europa?”. En esa línea de pensamiento escribe Voltaire, pionero del
anticatolicismo más atroz, sus diatribas contra España y la Iglesia Católica en su Ensayo
acerca de las costumbres y el espíritu de las naciones; o Montesquieu, uno de los
padres de las teorías políticas modernas, en sus Cartas Persas, donde dedica a España
la carta LXXVIII, o en su obra más conocida, Del espíritu de las leyes, donde presenta a
la monarquía española como ejemplo de las peores actuaciones políticas posibles. Y así
también el inglés Smollet dice en su Estado de los diversos países de Europa: “En
ninguna parte hay más pompa, farsa y aparato en punto a religión, y en ninguna parte
hay menos cristianos. Su celo y su superstición sobrepasa a los de cualquier país
católico, salvo, quizá, Portugal”.

El otro pilar de la Leyenda en este periodo, como ya se ha dicho, es otra vez el talante
natural de españoles y de hispanoamericanos, que pasa ahora de presentarse como
una imagen escarnecedora o caricaturesca, con un afán meramente insultante, a
plantearse desde un punto de vista “científico”: en el siglo de las Luces, del
racionalismo y del cientifismo, ese carácter negativo busca una explicación racial,

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biológica, que ya no afecta sólo a los españoles, sino que se extiende a los pueblos
indígenas americanos y al mestizaje. Es el reflejo en la Leyenda de la idea de la
preeminencia de la cultura europea racionalista, de base protestante, demostrado en
el progreso alcanzado por la misma, como manifestación cultural de la superioridad de
la raza europea blanca nórdica, frente a los europeos mediterráneos y, por supuesto,
frente a las otras razas humanas, y en consecuencia frente a los mestizajes derivados
de éstas. El ejemplo más importante de esta idea se encuentra en la obra de uno de los
naturalistas más importantes del siglo XVIII, el francés Buffon, autor de una vasta
Historia natural en treinta y seis tomos, que es quien da forma a este pensamiento y
quien más influye en todo tipo de autores, hasta culminar esta corriente de
pensamiento en la figura de Gobineau, ya en la centuria siguiente. De hecho, no sólo
naturalistas, sino gran parte de los historiadores y de los teóricos políticos y religiosos
de la época se apoyan en este argumento como uno más de sus fundamentos. El
mismo Montesquieu es buena prueba de ello. Esta idea se generaliza ahora entre los
libros de viajeros, mayoritariamente franceses e italianos, y trasciende incluso a la
literatura, como se observa clarísimamente en el famoso drama Don Carlos, de
Schiller.

En cuanto a la visión de la historia de América, todas estas concepciones tienen de una


manera u otra su expresión, aunque ello les haga caer en graves contradicciones, y en
más de una ocasión de forma permanente. Encontramos así, por ejemplo, la
descalificación de España por haber roto un equilibrio perfecto de vida natural,
compaginada con la interpretación del hundimiento indígena frente a los españoles
dada la inferioridad biológica del indio frente el europeo; pero si era inferior física,
cultural y socialmente, ¿cómo se podía dar ese estado paradisíaco, atribuido a una
supuesta bondad natural, signo de perfección humana? Son esenciales en esta
permanencia de la Leyenda Negra en la historiografía americanista el libro del abate
Raynal, ex–jesuita tremendamente resentido para con España y con la iglesia católica,
seguidor de las teorías de Buffon en su Historia filosófica y política de los
establecimientos en las dos Indias, aparecido en 1770, y la Historia de América del
inglés Robertson, aparecida en 1777. Resumiendo, por lo que respecta a la historia de
América vista desde Europa se continúa con la tendencia ya existente. Pero la novedad
fundamental es que esa imagen se difunde también por los territorios de la América
española, junto con el pensamiento ilustrado, entre las elites criollas, siendo por tanto
un ingrediente más en la mentalidad de esa generación que crece y se forma en estos
años, y que a principios del siguiente siglo liderará la independencia.

La Leyenda Negra durante la época contemporánea

En el tiempo que transcurre desde la lucha contra Napoleón en la Península y las


guerras por la independencia en Hispanoamérica, a comienzos del siglo XIX, hasta hace
unos pocos años, cuando resurge la polémica con motivo de las celebraciones del
Quinto Centenario, el rasgo más característico de la Leyenda es sin duda alguna el
hecho de que ya no se trata de un fenómeno o de una imagen ajena a la América
española, “la opinión de otros”, sino que se extiende dentro de la propia España y de
las naciones hispanoamericanas, mientras que en Europa y Estados Unidos continúa su

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vigencia sin cambios más significativos que los que afectan al conjunto de la cultura
occidental.

En efecto, podemos decir que en el Viejo Mundo y en los Estados Unidos la Leyenda se
mantiene en este periodo por inercia, como una repetición y una mera actualización
de esa imagen ya consolidada y esquematizada anteriormente. Hay que destacar el
hecho de que, al irse creando en el mundo contemporáneo lo que se ha dado en
llamar sociedad de masas o sociedad de la comunicación, donde la formación y el
control de la opinión pública juegan un papel de una importancia como nunca había
tenido hasta ahora, la Leyenda Negra es uno de los elementos que configuran esa
opinión pública en lo que hacia España y a Iberoamérica se refiere, según los intereses
de cada momento. De este modo, por su repetición y su permanencia en los medios de
comunicación, es como los tópicos de los que venimos hablando se convierten en lugar
común, aceptados sin ningún tipo de reflexión crítica, ni histórica ni científica, sino
asumidos simplemente por la fuerza de la costumbre.

Así se observa en la organización de las relaciones internacionales hacia las nuevas


repúblicas americanas, y fundamentalmente en la consolidación del neocolonialismo
surgido en el XIX y aún vigente. En este sentido, es muy significativo el origen y la
difusión del término Latinoamérica, creado por los franceses Chevalier y Poucel, como
denominación que recoge la mentalidad de la Ilustración y los ideales de la Revolución
Francesa, frente al vocablo Hispanoamérica, que conlleva el ideal de monarquía
tradicional católica propio de la Corona española; término generalizado para justificar
la creciente influencia política y cultural francesa, ejemplo diáfano de los orígenes de
ese neocolonialismo, y que culmina con la intervención de Francia en México en los
años 60 del siglo XIX. Y, por supuesto, la Leyenda pervive en el enfrentamiento entre el
liberalismo y el tradicionalismo político, por cuanto forma parte de esa justificación
histórica de las doctrinas políticas de la que se habló en la introducción. Ya en el siglo
XX, esa misma pervivencia por causa política se encuentra en las expresiones de los
distintos movimientos de izquierda socialistas, comunistas o anarquistas, pero la única
diferencia es la del autor de la crítica, siendo las motivaciones y los mecanismos en que
se manifiesta los mismos, en el fondo, que desde otras posturas políticas, como pueda
ser el liberalismo antes citado. Novedad importante en los últimos cincuenta años es la
adopción de estos postulados por parte de los movimientos indigenistas e indianistas,
de los que se hablará más adelante.

En cuanto a la historiografía contemporánea, la del siglo XIX es continuadora del


racionalismo ilustrado a través fundamentalmente del positivismo histórico, según el
cual la Historia es un largo camino del hombre hasta alcanzar el progreso material y el
pensamiento “racional”, y sigue las mismas directrices que se han visto anteriormente.
Por nombrar algunos de los exponentes más significativos entre los historiadores de la
época, citemos a Guizot y su Historia de la civilización en Europa, de 1828-30, o a
Madame de Stäel, Weiss, Dozy, Prescott o Michelet: en todos ellos se encuentran
referencias al despotismo y al atraso cultural de España, arreciando esta interpretación
a finales del siglo, cuando se produzca la crisis del 98, a la que considerarán el lógico
epílogo de la historia de España, en comparación con la pujante expansión industrial y
colonial de Occidente. En contraste con esa descalificación continuada del conjunto de

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la nación española y de sus gobernantes, se produce la exaltación y mitificación
romántica de determinados personajes históricos, unas veces fruto del individualismo
que caracteriza el mundo actual, otras como idealización y anticipación de las ideas
contemporáneas frente a la mentalidad anterior, atribuida caprichosamente a estas
figuras; los casos más expresivos son los de Cristóbal Colón, podríamos decir que como
la audacia frente a la superstición, o el padre Las Casas, como la solidaridad enfrentada
con la autoridad. Por el contrario, a lo largo del siglo XX, cuando la Historia se
consolida como una disciplina por sí misma y consigue desprenderse poco a poco de la
servidumbre de la política y del doctrinarismo (algo de lo que, en cualquier caso, nunca
se podrá desligar completamente), y centrarse en el rigor metodológico de la
investigación y no tanto en la interpretación, se abre paso una profunda revisión que
va situando paulatinamente a la historia de España y de América cada vez más cerca de
la realidad. Ya existían los encomiables precedentes de Humboldt y de Lord
Kingsborough, pero será en este siglo cuando proliferen nombres como Adolf Bastian,
Paul Rivet, Edward Seler, Henry Pirenne, e incluso ardientes panegiristas como W.T.
Walsh; en las décadas posteriores a la segunda Guerra Mundial, no puede olvidar a
Fernand Braudel, John Elliot, Pierre Chaunu, Marcel Bataillon o Stanley Payne, entre
muchos otros afortunadamente.

Pero donde más llama la atención esa permanencia de los tópicos de la Leyenda es en
el aspecto racial, algo por otra parte lógico, en cierto modo, si se tiene en cuenta que
es en la segunda mitad del siglo pasado y a lo largo del XX cuando el racismo como tal
ha tenido una formulación más elaborada y más “científica” que nunca, desde que el
anteriormente citado conde de Gobineau publicara en 1853 su Ensayo sobre la
desigualdad de las razas humanas. Sólo así se comprenden plenamente las palabras de
Adolf Hitler en su Mein Kampf: “La América del Norte, cuya población está formada en
su mayor parte por elementos germánicos que apenas sí llegaron a confundirse con las
razas inferiores de color, exhibe una cultura y una humanidad muy diferente de las que
exhiben la América Central y del Sur, pues allí los colonizadores, principalmente de
origen latino, mezclaron con mucha liberalidad su sangre con la de los aborígenes”. Y
así se pueden enumerar multitud de ejemplos de desprecio y discriminación hacia lo
hispano, extendidos incluso en nuestra propia sociedad como xenofobia hacia lo
iberoamericano, como queda bien patente en el término sudaca. Esta actitud no es
exclusiva hacia la población hispanoamericana, sino que también, se encuentra en la
continuidad del tópico acerca del carácter de los españoles, aunque, efectivamente,
con un tono mucho menos racista estrictamente hablando, sino más bien como algo
exótico e irracional, pasional, frente a la rutina metódica y a la frialdad racional del
mundo occidental; imagen de raíz romántica que nace de los viajeros y escritores del
XIX, como fueron Lord Byron, Dumas, Washington Irving con sus Cuentos de la
Alhambra, o Prosper Merimée con su Historia del reinado de Pedro I de Castilla y,
fundamentalmente, con su archiconocida Carmen, y continuados con los relatos de la
España taurina y belicosa, por ejemplo, de Ernest Hemingway. Ciertamente, esta
deformación romántica no es explícitamente negativa hacia los españoles, pero no por
ello deja de ser una imagen falsa.

Como se decía al principio de este apartado, la novedad más importante de la Leyenda


Negra en el mundo contemporáneo es su difusión y su asunción en Hispanoamérica.

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Esto es debido a la complicada historia política de España y de las repúblicas
iberoamericanas durante los últimos casi doscientos años, marcada en el caso de la
primera por la ruptura progresiva con una tradición política, y por el afianzamiento de
la identidad de las nuevas naciones en las segundas.

Ya se indicó en el periodo anterior cómo con la difusión, en mayor o menor grado, de


las ideas ilustradas entre los criollos, se extenderá también la interpretación histórica
de la Leyenda, y que esa generación es la que conduce a la independencia. Muchos de
los líderes más importantes, especialmente los más doctrinarios, como Francisco
Miranda (fundador en Londres de la logia masónica conocida con su propio nombre),
Antonio Nariño, o Simón Bolívar, se sitúan en ese pensamiento. Por centrarnos tan
sólo en el caso de Bolívar, considerado por muchos como el padre de la
independencia, nos encontramos con una admiración absoluta por la imagen
idealizada que se tenía del padre Las Casas y por la interpretación de la historia de
América del padre Raynal, pero sustituyendo la relación conquistador–malo–
explotador frente al indio–bueno–víctima por la de español (peninsular)–malo–
explotador frente al criollo–bueno–víctima como uno de los pilares básicos de su
propaganda; esto se aprecia claramente en sus manifestaciones políticas, como es el
Discurso de Angostura, de 1819, uno de los más trascendentes. Pero también lo vemos
en documentos de índole personal, que por su carácter privado permiten suponer una
mayor sinceridad; así, en la conocida Carta de Jamaica, remitida al inglés Henry Cullen
en 1815, y que fue publicada por la prensa inglesa y estadounidense en 1818, dice
textualmente: “«Tres siglos han transcurrido –dice usted– desde que empezaron las
barbaridades que los españoles cometieron contra los naturales de la América»;
barbaridades que la edad presente se ha rehusado a creer, considerándolas fabulosas,
pues parecen traspasar los límites de la depravación humana (...) Pero el velo por fin se
ha rasgado; aun cuando la España quiso mantenernos en la oscuridad ya hemos visto
la luz. Hemos roto nuestras cadenas; ya somos libres (...) Bajo el orden español, que
hoy en día se impone quizá con mayor rigor que nunca, los americanos ocupan en la
comunidad el lugar de las bestias de laboreo”. Esa tendencia se continúa desde
entonces, con momentos de mayor o menor insistencia; en el siglo XIX va a ser esencial
el esfuerzo por escribir una historia que dé sentido a las nuevas naciones,
diferenciándolas de las demás repúblicas y creando ese sentimiento nacional, las más
de las veces nacionalista. Destacan en esta tarea figuras como el mexicano Servando
Teresa de Mier o el chileno Francisco Bilbao, quien en 1864 publica en Buenos Aires El
Evangelio Americano, donde, a la vez que identifica repetidamente la acción de España
con la Iglesia Católica, afirma en su página 38 que “el progreso consiste en
desespañolizarse”, único remedio para salir del presunto atraso en que sitúa a América
y para afianzar el Estado independiente, según el modelo liberal frente al tradicional
hispánico. Dentro de ese esfuerzo de adoctrinamiento juegan un papel importantísimo
los textos escolares de historia y los llamados catecismos políticos y de la
independencia, algunos de ellos incluso titulados con ese mismo nombre de
“catecismo”. En resumen, se parte de la descalificación de España para justificar la
independencia y del rechazo de la herencia española para consolidar la nueva
nacionalidad.

57
En el siglo XX esta postura se mantiene por inercia, intensificándose simplemente
cuando es propagandísticamente útil a los intereses políticos del momento, tanto
respecto a las relaciones con España (por poner sólo dos ejemplos, la actitud de los
gobiernos mexicanos contra el régimen de Franco, o las acusaciones de
neocolonialismo hacia España en algunos medios de la prensa chilena, con motivo del
enrarecimiento de las relaciones entre España y Chile con motivo del asunto Pinochet,
a lo largo de 1999) como en lo que se refiere al discurso político interno de los
diferentes países: en una situación inestable como es la de Iberoamérica en el siglo XX,
nada mejor que echar la culpa de los problemas del presente a las secuelas de la
colonización en lugar de a la incompetencia de los gobernantes actuales, intentando
así evitar responsabilidades y críticas ante la opinión pública del propio país.

También en España toma carta de naturaleza esta imagen negativa al amparo de las
luchas que, a lo largo de todo el siglo XIX y una parte importante del XX, se producen
entre las dos grandes corrientes políticas que pugnan en la política española, y que se
puede simplificar en el enfrentamiento entre los ideales de la Revolución Francesa
(desde el liberalismo hasta la izquierda) y los principios de la Monarquía tradicional
española (desde los carlistas y los conservadores del siglo XIX hasta las corrientes
autoritarias del XX). Hay que recordar que este enfrentamiento es tan violento como
para desencadenar varias guerras civiles, desde la que transcurre soterrada bajo la
guerra contra Napoleón de 1808–14 hasta la Guerra Civil de 1936-39. Esa lenta y
conflictiva implantación del sistema liberal en España se presenta con la idea de
“rehacer a España”, lo que implica una decadencia previa, que se supone que es la que
sufre España desde finales del siglo XVI hasta el siglo XVIII, debida al lastre que
supusieron los tópicos que aquí se han mostrado: intolerancia religiosa, organicismo
político, etc. Esta es la línea seguida por los historiadores románticos, positivistas,
liberales y progresistas durante estos dos siglos, destacando las figuras de quien fuera
presidente del gobierno con Isabel II, Francisco Martínez de la Rosa, tanto en El espíritu
del siglo, de 1835, como, y fundamentalmente, en su Bosquejo histórico de la política
de España desde los tiempos de los Reyes Católicos hasta nuestros días, de 1857, o el
republicano Miguel de Morayta, Gran Maestre del Gran Oriente de la Masonería
española, en los nueve volúmenes de su Historia de España, aparecida en 1889.
Revisionismo histórico que se resume en aquella expresión de que había que “cerrar
con siete llaves el sepulcro del Cid”, y que llevó al poeta Joaquín Bartrina a componer
estos célebres versos:

“Oyendo hablar a un hombre, fácil es


acertar dónde vio la luz del sol:
si os alaba a Inglaterra, será inglés,
si os habla mal de Prusia, es un francés,
y si habla mal de España, es español”.

Revisionismo, por otra parte, que no dejó de verse rebatido de forma constante, unas
veces con vehemente apasionamiento, caso de Marcelino Menéndez y Pelayo, otras
con mayor mesura de formas, que no de fundamentación, caso de Rafael Altamira y
Crevea. Esta actitud es la que desembocará, en el cambio de siglo estigmatizado por el
Desastre del 98, en la formulación de lo que se conoce como “el problema de España”,

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y que ha marcado el pensamiento histórico español a lo largo de todo el siglo XX,
desde el Regeneracionismo de Costa y Ganivet y la Generación del 98 hasta los debates
de nuestros días en torno a los nacionalismos y a la organización del Estado.
Precisamente vinculado a ese “problema de España” crece en los últimos cien años
una crítica atroz no sólo contra la historia, sino contra la propia esencia de España, que
recoge muchos de los supuestos de la Leyenda Negra, y que es la historiografía de
corte separatista, de graves repercusiones por su intrusión en la enseñanza escolar
desde mediados de la década de los 80. Y es que todos los nacionalismos parten, entre
otras fuentes, de un discurso histórico, de una lectura maniquea del pasado, y los
separatismos de nuestro siglo actúan en esto como unas líneas más arriba vimos que
lo hacían los próceres de la independencia americana: si la historia descalifica la
actuación de España, y si la descalifica globalmente, entonces nos sobra España.
Asunto grave y candente éste cuyas repercusiones sobrepasan los objetivos de este
trabajo.

La polémica del V Centenario

A pesar de todas las inercias y de todos los intereses implicados en el asunto que nos
ocupa, ya se señaló cómo la investigación histórica, a lo largo de su desarrollo en los
últimos tiempos, ha ido lenta pero inexorablemente situando las cosas en su lugar,
fundamentalmente en los últimos cincuenta años (al menos en lo que se refiere al
esfuerzo intelectual; otra cosa es la opinión popular, o mejor dicho, popularizada,
como se verá en las conclusiones). Sin embargo, con motivo del V Centenario del
Descubrimiento de América se observó a una reactivación de la propaganda
empleando los viejos tópicos, ceñida en este caso a la cuestión religiosa y a la empresa
americana. Y es que la fecha de 1992 supuso una ocasión para nuevos
enfrentamientos, esta vez casi exclusivamente de tipo político, que, como es habitual,
manipulan la historia como instrumento propagandístico.

En esta ocasión la contienda sociopolítica se puede simplificar en tres frentes, siendo


recuperada la Leyenda en cada uno de ellos conforme a su utilidad para los intereses
en juego. Por un lado se encuentran las reclamaciones de los movimientos indigenistas
e indianistas, en su mayor parte influidos o directamente alineados por los grupos de
izquierda y extrema izquierda, que recuperan el discurso del genocidio, el etnocidio y
la explotación de los indios para legitimar sus reivindicaciones. Esta postura, formulada
en su plenitud en el Congreso Internacional de Indigenismo convocado por las
Naciones Unidas en Ginebra, en 1987, tuvo como uno de sus principales difusores al
escritos uruguayo Eduardo Galeano, quien recoge todos estos planteamientos en su
libro Las venas abiertas de América Latina, donde denuncia la situación actual de los
grupos oprimidos americanos como resultado de la conjunción capitalismo–
colonialismo–cristianismo. En ese sentido se manifestó la Delegación Indígena Unitaria
de Guatemala, entre los que se encontraba la premio Nobel de la Paz en 1990
Rigoberta Menchú, representante del Comité de Unidad Campesina, en 1990 ante el
grupo de Trabajo de la ONU sobre poblaciones indígenas: “Hace quinientos años, los
primeros europeos comenzaron a llegar a nuestras tierras que ellos llamaron América.
Lo que pudiera haber conducido a un fructífero intercambio entre diferentes culturas,
desembocó en lo contrario. Durante cinco siglos hemos sido las víctimas de una

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expansión colonialista que nos sometió a un genocidio brutal”; y terminaban
clamando: “Por el fin de quinientos años de opresión y discriminación, y el inicio del
verdadero encuentro de dos culturas en base a la igualdad, la justicia y la paz”.

Por otra parte, la situación de empobrecimiento de los países iberoamericano, con el


grave problema de la deuda externa, y el replanteamiento de las relaciones
internacionales sobre el triángulo Iberoamérica–Estados Unidos–Comunidad Europea
(en la que se integra España), hace que en torno a las celebraciones del V Centenario
muchos gobiernos (más allá del debate entre encuentro y descubrimiento, que
responden más bien al viejo intento por reafirmar su identidad nacional)
iberoamericanos intentan, recobrando el discurso de la dependencia colonial, difundir
la idea de una “deuda histórica” de España hacia las naciones americanas aún
pendiente, en un intento de asegurarse una especie de intermediación del Estado
español entre el mundo occidental desarrollado e Iberoamérica (papel por otra parte
que España, bien o mal, ha cumplido y cumple de todos modos, como puente entre
Europa y América, y que es una de las bazas que juega en el seno de la Comunidad
Europea). Igualmente, para muchos gobernantes, ante su incapacidad política, la
corrupción de sus gobiernos o del Estado, y los resultados negativos de su gestión,
resulta un fácil recurso achacar los problemas actuales de su país a las herencias del
pasado, culpando a Colón y a los Reyes Católicos, por ejemplo, para distraer la
atención sobre su propia incompetencia o su corrupción.

En tercer lugar, el enfrentamiento abierto que se da entre varias corrientes de la


llamada Teología de la Liberación con la Santa Sede y con el resto de la Iglesia Católica,
con las implicaciones sociales y políticas en que este conflicto está inmerso, conlleva
una revisión de la historia de la evangelización de América y, por asociación, de toda la
colonización. Y ello no sólo en cuanto a su desarrollo y extensión, sino
fundamentalmente en lo que respecta a los métodos, a las relaciones con los pueblos y
culturas indios, y a la relación con el Estado (en aquellos momentos, la Corona
española, por lo que, cuando interese, se extiende la crítica a la historia de España).
Esa línea es la que promovieron, por ejemplo, los distintos Congresos de Justicia y Paz,
alineados en esa Teología de la Liberación; en el IV de ellos, celebrado en Madrid entre
el 20 y el 22 de Abril de 1990, se recogen entre sus conclusiones: “1– Si repasamos y
analizamos la historia de América Latina, desde que los conquistadores llegaron a este
continente, historia caracterizada –salvo honrosas excepciones– por la masacre y
destrucción de las culturas indígenas, constatamos que este acontecimiento, hoy tan
glorificado, realmente no supone un gran avance en la historia liberador de esos
pueblos y de la Humanidad, y, por tanto, tampoco en la realización del Reino de Dios.
(...) 8– Por último, frente a toda la parafernalia oficial que está organizando el gobierno
español ante el aniversario del V Centenario [sic], afirmamos: –Que nosotros no
tenemos nada que “celebrar”. –Que todas estas celebraciones oficiales realmente
encubren (y no descubren) la realidad doliente de América Latina. –Que no se puede
hablar de encuentro de las culturas cuando día a día estamos cerrando las puertas a
estos países (véase, por ejemplo, nuestra actual ley de extranjería). (...) Por ello
insistimos a todos los sectores sociales a movilizarse contra las celebraciones oficiales
que se organicen con motivo del V Centenario, planteando una alternativa solidaria y
de denuncia de la actual realidad latinoamericana. Firmado: Colectivo Verapaz”.

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Estas tres líneas críticas no se desarrollaron de forma aislada, sino que se plantearon
íntimamente relacionadas entre sí, marcada la mayor o menor ligazón entre ellas
simplemente por la conjunción de distintos intereses, siendo la hipótesis más utilizada
en esa propaganda, expuesta aquí de forma simplificada, la del genocidio provocado
por una barbarie conquistadora que busca la explotación económica mediante la
esclavitud y la opresión bajo la excusa de la religión, traicionando así la “verdadera
evangelización”, y siendo todo ello raíz de la actual situación de desvertebración social
interna y de dependencia neocolonial del exterior.

A pesar de toda la polémica desatada en los años previos a 1992 y de la violencia que
se pudo observar en muchas de las campañas al respecto, una vez pasada la
conmemoración, y por tanto perdido con ello su vigencia en los medios de
comunicación, la situación ha vuelto a calmarse, entrando en el periodo en que nos
encontramos cuando se escriben estas líneas, las celebraciones en torno a otros
aniversarios, el de Carlos I y el de Felipe II, y el del desastre del 98, se han abordado
con un casi total desapasionamiento y con la serenidad que era deseable, permitiendo
una ocasión para olvidar los viejos tópicos y afrontar el futuro desde un acercamiento
más profundo y sincero con la Historia. Y es agradable destacar el papel que la
historiografía no hispana, ya sea estadounidense, francesa o inglesa, juega en estos
momentos, aportando un positivo bagaje tanto de conocimientos como de
interpretaciones, superando esos supuestos con que, a lo largo de estas páginas,
hemos intentado analizar y explicar qué es y en qué consiste la Leyenda Negra.

Conclusiones

En resumen, la Leyenda Negra atacaba a España no tanto por envidias nacionalistas,


sino porque la España unificada que surge del final de la Reconquista y del reinado de
los Reyes Católicos, la que va a descubrir el Nuevo Mundo y a convertirse en árbitro
mundial durante trescientos años, alcanza ese papel por su identificación con una
mentalidad, con una cosmovisión que es la que le otorga la religión católica, como se
mostraba al inicio. Y sobre esta base religiosa, el modelo político, social y cultural de la
España Imperial responde, con sus aciertos y sus errores como toda obra humana, al
Orden Social Cristiano que se ha desarrollado desde la idea del Imperio Romano, de la
filosofía medieval, y de la moral cristiana. Y eso es lo que la Leyenda Negra pretendía
desacreditar. Por supuesto, la Leyenda no actúa como un sujeto personal con vida
propia, sino que es simplemente un medio, un instrumento, para crear una opinión
generalizada, utilizado en la pugna que, durante los últimos siglos, ha vivido el mundo
entre dos cosmovisiones, dos paradigmas filosóficos, que han configurado la historia
de Occidente desde la desaparición del mundo antiguo: la mentalidad Tradicional, y el
pensamiento de la Modernidad.

Lo que inicialmente era abierta propaganda militante pasó con el tiempo a presentarse
como una realidad demostrada por el estudio y la razón, con lo que podía extenderse a
quienes no estaban implicados directamente en las disputas anteriores y por tanto se
mantenían al margen de esa propaganda. Así, se extendió buscando crear una opinión
pública mayoritaria que aceptase, como toda opinión pública, tales supuestos sin
crítica, confiando en la honestidad de intelectuales y políticos. Con el tiempo, el propio

61
avance de las distintas disciplinas del saber se encargaría de desmontar esos tópicos,
pero como ocurre siempre en el campo de las mentalidades, la erudición y el estudio
no llevan la misma velocidad de cambio que la opinión pública, mucho más lenta y
sujeta a la inercia, situación que más o menos describe el panorama actual.

Y es que, como dijo Walter Raleigh, “No es la verdad, sino la opinión, la que viaja por el
mundo sin pasaporte”.

Javier Sáenz del Castillo y Caballero

2. Leyenda negra sobre la conquista de América

Bailando con lobos, la película norteamericana que se


pone del lado de los indios, ganó siete Oscars. Hacia
mediados de los años sesenta el western se dispuso a
experimentar un cambio; las primeras dudas acerca de
la bondad de la causa de los pioneros anglosajones
provocaron una crisis del esquema «blanco bueno-piel
roja malo». Desde entonces, esa crisis fue en aumento
hasta conseguir la inversión del esquema: ahora, las
nuevas categorías insisten en ver siempre en el indio al
héroe puro y en el pionero al brutal invasor.

Como es lógico, existe el peligro de que la nueva


situación se convierta en una especie de nuevo
conformismo del hombre occidental PC, politically
correct, como se denomina a quien respeta los cánones y tabúes de la mentalidad
corriente.

Mientras que antes se producía la excomunión social de todo aquel que no viera un
mártir de la civilización y un campeón del patriotismo «blanco» en el coronel George A.
Custer, ahora merecería la misma excomunión todo aquel que hablara mal de Toro
Sentado y de los sioux, que aquella mañana del 25 de junio de 1876, en Little Big Horn,
acabaron con la vida de Custer y con todo el Séptimo de Caballería.

A pesar del riesgo de que aparezcan nuevos eslóganes conformistas, es imposible no


acoger con satisfacción el hecho de que se descubran los pasteles de la «otra»
América, la protestante, que dio (y da) tantas desdeñosas lecciones de moral a la
América católica. Desde el siglo XVI las potencias nórdicas reformadas —Gran Bretaña
y Holanda in primis— iniciaron en sus dominios de ultramar una guerra psicológica al
inventarse la «leyenda negra» de la barbarie y la opresión practicadas por España, con
la que estaban enzarzadas en la lucha por el predominio marítimo.

Leyenda negra que, como ocurre puntualmente con todo lo que no está de moda en el
mundo laico, es descubierta ahora con avidez por curas, frailes y católicos adultos en
general, quienes, al protestar con tonos virulentos en contra de las celebraciones por

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el Quinto Centenario del descubrimiento ignoran que, con algunos siglos de retraso, se
erigen en seguidores de una afortunada campaña de los servicios de propaganda
británicos y holandeses.

Pierre Chaunu, historiador de hoy, fuera de toda duda por ser calvinista, escribió: «La
leyenda antihispánica en su versión norteamericana (la europea hace hincapié sobre
todo en la Inquisición) ha desempeñado el saludable papel de válvula de escape. La
pretendida matanza de los indios por parte de los españoles en el siglo XVI encubrió la
matanza norteamericana de la frontera Oeste, que tuvo lugar en el siglo XIX. La
América protestante logró librarse de este modo de su crimen lanzándolo de nuevo
sobre la América católica.»

Entendámonos, antes de ocuparnos de semejantes temas sería preciso que nos


librásemos de ciertos moralismos actuales que son irreales y que se niegan a
reconocer que la historia es una señora inquietante, a menudo terrible. Desde una
perspectiva realista que debería volver a imponerse, habría que condenar sin duda los
errores y las atrocidades (vengan de donde vengan) pero sin maldecir como si se
hubiera tratado de una cosa monstruosa el hecho en sí de la llegada de los europeos a
las Américas y de su asentamiento en aquellas tierras para organizar un nuevo hábitat.

En historia resulta impracticable la edificante exhortación de «que cada uno se quede


en su tierra sin invadir la ajena». No es practicable no sólo porque de ese modo se
negaría todo dinamismo a las vicisitudes humanas, sino porque toda civilización es
fruto de una mezcla que nunca fue pacífica. Sin ánimo de invocar la Historia Sagrada
misma (la tierra que Dios prometió a los judíos no les pertenecía, sino que se la
arrancaron a la fuerza a sus anteriores habitantes), las almas bondadosas que reniegan
de los malvados usurpadores de las Américas olvidan, entre otras cosas, que a su
llegada, aquellos europeos se encontraron a su vez con otros usurpadores. El imperio
de los aztecas y el de los incas se había creado con violencia y se mantenía gracias a la
sanguinaria opresión de los pueblos invasores que habían sometido a los nativos a la
esclavitud.

A menudo se finge ignorar que las increíbles victorias de un puñado de españoles


contra miles de guerreros no estuvieron determinadas ni por los arcabuces ni por los
escasísimos cañones (que con frecuencia resultaban inútiles en aquellos climas porque
la humedad neutralizaba la pólvora) ni por los caballos (que en la selva no podían ser
lanzados a la carga).

Aquellos triunfos se debieron sobre todo al apoyo de los indígenas oprimidos por los
incas y los aztecas. Por lo tanto, más que como usurpadores, los ibéricos fueron
saludados en muchos lugares como liberadores. Y esperemos ahora a que los
historiadores iluminados nos expliquen cómo es posible que en más de tres siglos de
dominio hispánico no se produjesen revueltas contra los nuevos dominadores, a pesar
de su número reducido y a pesar de que por este hecho estaban expuestos al peligro
de ser eliminados de la faz del nuevo continente al mínimo movimiento. La imagen de
la invasión de América del Sur desaparece de inmediato en contacto con las cifras: en
los cincuenta años que van de 1509 a 1559, es decir, en el período de la conquista
desde Florida al estrecho de Magallanes, los españoles que llegaron a las Indias

63
Occidentales fueron poco más de quinientos (¡sí, sí, quinientos!) por año. En total,
27.787 personas en ese medio siglo.

Volviendo a la mezcla de pueblos con los que es preciso hacer las cuentas de un modo
realista, no debemos olvidar, por ejemplo, que los colonizadores de América del Norte
provenían de una isla que a nosotros nos resulta natural definir como anglosajona. En
realidad, era de los britanos, sometidos primero por los romanos y luego por los
bárbaros germanos —precisamente los anglos y los sajones— que exterminaron a
buena parte de los indígenas y a la otra la hicieron huir hacia las costas de Galia donde,
después de expulsar a su vez a los habitantes originarios, crearon la que se denominó
Bretaña. Por lo demás, ninguna de las grandes civilizaciones (ni la egipcia, ni la romana,
ni la griega, sin olvidar nunca la judía) se creó sin las correspondientes invasiones y las
consiguientes expulsiones de los primeros habitantes.

Por lo tanto, al juzgar la conquista europea de las Américas será preciso que nos
cuidemos de la utopía moralista a la que le gustaría una historia llena de reverencias,
de buenas maneras, y de «faltaba más, usted primero».

Aclarado este punto, es preciso que digamos también que hay conquistas y conquistas
(y en películas como la muy premiada Bailando con lobos se empieza a entender) y que
la católica fue ampliamente preferible a la protestante.

Como escribió Jean Dumont, otro historiador contemporáneo: «Si, por desgracia,
España (y Portugal) se hubiera pasado a la Reforma, se hubiera vuelto puritana y
hubiera aplicado los mismos principios que América del Norte ("lo dice la Biblia, el
indio es un ser inferior, un hijo de Satanás"), un inmenso genocidio habría eliminado
de América del Sur a todos los pueblos indígenas. Hoy en día, al visitar las pocas
"reservas" de México a Tierra del Fuego, los turistas harían fotos a los supervivientes,
testigos de la matanza racial, llevada a cabo además sobre la base de motivaciones
"bíblicas".»

Efectivamente, las cifras cantan: mientras que los pieles rojas que sobreviven en
América del Norte son unos cuantos miles, en la América ex española y ex portuguesa,
la mayoría de la población o bien es de origen indio o es fruto de la mezcla de
precolombinos con europeos y (sobre todo en Brasil) con africanos.

Las distintas colonizaciones de América

La cuestión de las distintas colonizaciones de las Américas (la ibérica y la anglosajona)


es tan amplia, y son tantos los prejuicios acumulados, que sólo podemos ofrecer
algunas observaciones.

Volvamos a la población indígena, tal como señalamos prácticamente desaparecida en


los Estados Unidos de hoy, donde están registradas como «miembros de tribus indias»
aproximadamente un millón y medio de personas. En realidad, esta cifra, de por sí
exigua, se reduciría aún más si consideramos que para aspirar al citado registro basta
con tener una cuarta parte de sangre india.

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En el sur la situación es exactamente la contraria; en la zona mexicana, en la andina y
en muchos territorios brasileños, casi el noventa por ciento de la población o bien
desciende directamente de los antiguos habitantes o es fruto de la mezcla entre los
indígenas y los nuevos pobladores. Es más, mientras que la cultura de Estados Unidos
no debe a la india más que alguna palabra, ya que se desarrolló a partir de sus orígenes
europeos sin que se produjese prácticamente ningún intercambio con la población
autóctona, no ocurre lo mismo en la América hispanoportuguesa, donde la mezcla no
sólo fue demográfica sino que dio origen a una cultura y una sociedad nuevas, de
características inconfundibles.

Sin duda, esto se debe al distinto grado de desarrollo de los pueblos que tanto los
anglosajones como los ibéricos encontraron en aquellos continentes, pero también se
debe a un planteamiento religioso distinto. A diferencia de los católicos españoles y
portugueses, que no dudaban en casarse con las indias, en las que veían seres
humanos iguales a ellos, a los protestantes (siguiendo la lógica de la que ya hemos
hablado y que tiende a hacer retroceder hacia el Antiguo Testamento al cristianismo
reformado) los animaba una especie de «racismo» o al menos, el sentido de
superioridad, de «estirpe elegida», que había marcado a Israel. Esto, sumado a la
teología de la predestinación (el indio es subdesarrollado porque está predestinado a
la condenación, el blanco es desarrollado como signo de elección divina) hacía que la
mezcla étnica e incluso la cultural fueran consideradas como una violación del plan
providencial divino.

Así ocurrió no sólo en América y con los ingleses, sino en todas las demás zonas del
mundo a las que llegaron los europeos de tradición protestante: el apartheid
sudafricano, por citar el ejemplo más clamoroso, es una creación típica y
teológicamente coherente del calvinismo holandés. Sorprende, por lo tanto, esa
especie de masoquismo que hace poco impulsó a la Conferencia de obispos católicos
sudafricanos a sumarse, sin mayores distinciones ni precisiones, a la «Declaración de
arrepentimiento» de los cristianos blancos hacia los negros de aquel país. Sorprende
porque aunque por parte de los católicos pudo haber algún comportamiento
condenable, dicho comportamiento, al contrario de lo ocurrido en el caso protestante,
iba en contra de la teoría y la práctica católicas. Pero da igual, hoy por hoy, parece ser
que existen no pocos clericales dispuestos a endilgarle a su Iglesia culpas que no tiene.

Las formas de conquista de las Américas se originan precisamente en las distintas


teologías: los españoles no consideraron a los pobladores de sus territorios como una
especie de basura que había que eliminar para poder instalarse en ellos como dueños
y señores. Se reflexiona poco sobre el hecho de que España (a diferencia de Gran
Bretaña) no organizó nunca su imperio americano en colonias, sino en provincias. Y
que el rey de España no se ciñó nunca la corona de emperador de las Indias, a
diferencia de cuanto hará, incluso a principios del siglo XX, la monarquía inglesa. Desde
el comienzo, y más tarde, con implacable constancia, durante toda la historia
posterior, los colonos protestantes se consideraron con el derecho, fundado en la
misma Biblia, de poseer sin problemas ni limitaciones toda la tierra que lograran
ocupar echando o exterminando a sus habitantes. Estos últimos, como no formaban
parte del «nuevo Israel» y como llevaban la marca de una predestinación negativa,

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quedaron sometidos al dominio total de los nuevos amos.

El régimen de suelos instaurado en las distintas zonas americanas confirma esta


diferencia de las perspectivas y explica los distintos resultados: en el sur se recurrió al
sistema de la encomienda, figura jurídica de inspiración feudal, por la cual el soberano
concedía a un particular un territorio con su población incluida, cuyos derechos eran
tutelados por la Corona, que seguía siendo la verdadera propietaria. No ocurrió lo
mismo en el norte, donde primero los ingleses y después el gobierno federal de
Estados Unidos se declararon propietarios absolutos de los territorios ocupados y por
ocupar; toda la tierra era cedida a quien lo deseara al precio que se fijó
posteriormente en una media de un dólar por acre. En cuanto a los indios que podían
habitar esas tierras, correspondía a los colonos alejarlos o, mejor aún, exterminarlos,
con la ayuda del ejército, si era preciso.

El término «exterminio» no es exagerado y respeta la realidad concreta. Por ejemplo,


muchos ignoran que la práctica de arrancar el cuero cabelludo era conocida tanto por
los indios del norte como por los del sur. Pero entre estos últimos desapareció pronto,
prohibida por los españoles. No ocurrió lo mismo en el norte. Por citar un ejemplo, la
entrada correspondiente en una enciclopedia nada sospechosa como la Larousse dice:
«La práctica de arrancar el cuero cabelludo se difundió en el territorio de lo que hoy es
Estados Unidos a partir del siglo XVII, cuando los colonos blancos comenzaron a
ofrecer fuertes recompensas a quien presentara el cuero cabelludo de un indio fuera
hombre, mujer o niño.»

En 1703 el gobierno de Massachusetts pagaba doce libras esterlinas por cuero


cabelludo, cantidad tan atrayente que la caza de indios, organizada con caballos y
jaurías de perros, no tardó en convertirse en una especie de deporte nacional muy
rentable. El dicho «el mejor indio es el indio muerto», puesto en práctica en Estados
Unidos, nace no sólo del hecho de que todo indio eliminado constituía una molestia
menos para los nuevos propietarios, sino también del hecho de que las autoridades
pagaban bien por su cuero cabelludo. Se trataba pues de una práctica que en la
América católica no sólo era desconocida sino que, de haber tratado alguien de
introducirla de forma abusiva, habría provocado no sólo la indignación de los
religiosos, siempre presentes al lado de los colonizadores, sino también las severas
penas establecidas por los reyes para tutelar el derecho a la vida de los indios.

Sin embargo, se dice que millones de indios murieron también en América Central y
del Sur. Murieron, qué duda cabe, pero no como para estar al borde de la desaparición
como en el norte. Su exterminio no se debió exclusivamente a las espadas de acero de
Toledo y a las armas de fuego (que, como ya vimos, casi siempre fallaban), sino a los
invisibles y letales virus procedentes del Viejo Mundo.

El choque microbiano y viral que en pocos años causó la muerte de la mitad de la


población autóctona de Iberoamérica fue estudiado por el grupo de Berkeley, formado
por expertos de esa universidad. El fenómeno es comparable a la peste negra que,
procedente de India y China, asoló Europa en el siglo XIV. Las enfermedades que los
europeos llevaron a América como la tuberculosis, la pulmonía, la gripe, el sarampión
o la viruela eran desconocidas en el nicho ecológico aislado de los indios, por lo tanto,

66
éstos carecían de las defensas inmunológicas para hacerles frente. Pero resulta
evidente que no se puede responsabilizar de ello a los europeos, víctimas de las
enfermedades tropicales a las que los indios resistían mejor. Es de justicia recordar
aquí, cosa que se hace con poca frecuencia, que la expansión del hombre blanco fuera
de Europa asumió a menudo el aspecto trágico de una hecatombe, con una mortalidad
que, en el caso de ciertos barcos, ciertos climas y ciertos autóctonos, alcanzó cifras
impresionantes.

Al desconocer los mecanismos del contagio (faltaba mucho aún para Pasteur) hubo
hombres como Bartolomé de las Casas —figura controvertida que habrá que analizar
prescindiendo de esquemas simplificadores— que fueron víctimas del equívoco: al ver
que aquellos pueblos disminuían drásticamente, sospecharon de las armas de sus
compatriotas, cuando en realidad no eran las armas las asesinas, sino los virus. Se trata
de un fenómeno de contagio mortífero observado más recientemente entre las tribus
que permanecieron aisladas en la Guayana francesa y en la región del Amazonas, en
Brasil.

La costumbre española de decir ¡Jesús!, a manera de augurio a quien estornuda, nace


del hecho de que un simple resfriado (del cual el estornudo es síntoma) solía ser
mortal para los indígenas que lo desconocían y para el que carecían de defensas
biológicas.

Vittorio Messori

3. Los residuos de la leyenda negra

La leyenda negra constituye uno de los


fenómenos propagandísticos que ha contado
con un mayor éxito a lo largo de los siglos. La
misma -en sus diversas versiones- consiste en
pintar en tonos siniestros el pasado español
como una cadena inacabable de muestras de
intolerancia y oscurantismo, algunos de cuyos
eslabones más destacados serían la expulsión
de los judíos y de los musulmanes, la
persecución de los disidentes o la opresión de
los indígenas americanos. Para no pocos
autores -generalmente de origen anglosajón-
tales baldones definen supuestamente una
manera de ser muy española y apuntan incluso
a una vena racista que nos caracteriza de manera lúgubre como pueblo.

Comprensible políticamente en una época en que los piratas ingleses y holandeses


asaltaban los galeones españoles que venían de las Indias o en que Gran Bretaña y
EEUU deseaban acabar con el imperio español de ultramar, hoy en día la leyenda negra

67
resulta inaceptable no sólo porque determinadas rivalidades nacionales deberían ser
cosa del pasado sino, fundamentalmente, porque se asienta sobre una acumulación
interesada de tergiversaciones históricas. Permítaseme detenerme al respecto en
algunos aspectos concretos.

El primero es el del antisemitismo español. Que la expulsión de los judíos en 1492 -


instada por el judío converso Torquemada en contra de la opinión original de los Reyes
Católicos- fue un drama de enormes dimensiones es innegable. Sin embargo, jamás
puede utilizarse como argumento para cargar sobre España el antisemitismo de toda
Europa. Las matanzas de judíos acontecidas en Francia y Alemania en 1096 con ocasión
de la primera cruzada carecieron de parangón español y no son pocos los casos, como
en vísperas de las Navas de Tolosa, en que los caballeros españoles protegieron a sus
compatriotas judíos del antisemitismo de los franceses y demás extranjeros que
acudían a España a combatir contra el islam. Tampoco comenzaron en España las
disputas antitalmúdicas, sino en Francia en 1240, impulsadas por un judío converso
llamado Nicolás Donín. Cuando en 1263 el judío Najmánides se vio inmerso en
Barcelona en una controversia semejante gozó de una libertad de argumentación
absolutamente impensable para un correligionario suyo al norte de los Pirineos. La
acusación vergonzosa de crimen ritual contra los judíos tampoco surgió en España,
sino en la inglesa Lincoln, con ocasión de un episodio absolutamente bochornoso, y el
primer cargo contra los judíos por profanar una hostia consagrada tampoco se dio en
nuestro suelo sino en una localidad cercana a Berlín en 1243. Ni siquiera fue España la
primera en expulsar a los judíos. En 1290 se decretó su expulsión total de Inglaterra,
en 1306 de Francia aunque había sido precedida por otras parciales, durante el siglo
XIII de diversas zonas de Alemania y todavía en 1519 se produjo la expulsión de
Ratisbona. Sí hubo empero una diferencia entre estos episodios y el español, la de que
los judíos -procedentes en no pocos casos de otros países europeos- la sintieron más
porque precisamente en Sefarad habían vivido una edad dorada que no tuvo
equivalencia en ningún otro lugar del mundo.

Si es cierto que la política de expulsiones fue terrible, no lo es menos que España no


fue la única nación que la llevó a cabo, ni la primera ni tampoco la más cruel. Sí es,
hasta donde yo sé, la única que públicamente ha pedido perdón a varios siglos de
distancia por esos hechos. Algo muy similar puede decirse en relación con sus tratos
con el islam. En una Europa que recibe pacífica y anualmente centenares de miles de
musulmanes puede parecer políticamente correcto condenar a la España de la
Reconquista, pero semejante conducta constituye un error histórico de bulto. Ha sido
precisamente Paul Fregosi, un autor no español, el que ha señalado recientemente en
su libro Jihad el peligro que el avance musulmán supuso para Occidente durante siglos.
Basta leer las fuentes cristianas y musulmanas del periodo de la Reconquista para
percatarse de que la supuesta convivencia entre las tres religiones no pasa de ser un
mito y que la situación de las poblaciones sometidas al islam fue extraordinariamente
dura. Como ha indicado Fregosi muy acertadamente, sin el papel de naciones como
España y, en menor medida, Rusia, Occidente se habría visto anegado ante el impulso
de las oleadas de los fundamentalistas islámicos de origen norteafricano o de los
turcos. Para los que vivieron esos episodios, los españoles que combatieron
defendiendo Viena contra los otomanos, que frenaron a los hombres de la Sublime

68
Puerta en Lepanto o que sofocaron la sublevación de los moriscos de las Alpujarras en
connivencia con el avance turco en el Mediterráneo y la conquista de Chipre no eran
bárbaros racistas e intolerantes, sino protectores de una cultura que se veía a punto de
ser aplastada por la violencia de la media luna.

Sin duda, en la lucha contra el islam se cometieron abusos pero, con todo, no se
registraron ni las escenas de barbarie que los cruzados franceses, alemanes o ingleses
cometieron en Tierra Santa ni se debieron a un racismo supuestamente característico
de los hispanos. Este comportamiento español -desde luego no peor que el de otras
naciones europeas de la época- quedó también de manifiesto durante la conquista de
América. El 27 de diciembre de 1512, por ejemplo, se promulgaron las Leyes de
Burgos, también conocidas como Ordenanzas dadas para el buen regimiento y
tratamiento de los indios. A estas normas se añadieron otras cuatro leyes más,
dictadas el 28 de julio de 1513 en Valladolid. Con ellas, se intentaba defender a los
indígenas de los abusos siguiendo la línea de una pléyade de personajes como Fray
Bartolomé de las Casas y se disponía el descanso de 40 días después de cinco meses de
trabajo; su alimentación con carne; la prohibición del trabajo de las embarazadas; etc.
Estas normas -al igual que otras- se cumplieron mejor o peor según las circunstancias,
pero la intención de la Corona española no podía resultar más evidente. Por otro lado,
una vez más, se trató de una conducta sin paralelo en otras naciones europeas.
William Bradford, uno de los ingleses pertenecientes a los Padres Peregrinos de EEUU,
describió, por ejemplo, de manera bastante realista los sentimientos de entusiasmo
que el exterminio de los indios que los habían ayudado a sobrevivir a su llegada a
América despertó en los colonos diciendo: «Fue una terrible visión contemplarlos
friéndose en el fuego y los ríos de sangre que apagaban éste, y lo horrible que eran la
peste y el olor que salían; pero la victoria pareció un dulce sacrificio, y dieron la
alabanza por ello a Dios, que había actuado de una manera tan maravillosa en su favor,
encerrando a sus enemigos en sus manos y dándoles una victoria tan rápida sobre un
pueblo tan orgulloso e insolente».

En los siglos siguientes, los anglosajones llevarían a cabo una política consciente de
exterminio de las etnias indígenas americanas, política defendida por personajes tan
diversos como el autor de El mago de Oz o Theodore Roosevelt. En el curso de ese
proceso incluso se realizó el primer ensayo de guerra química al entregar a los indios
mantas contaminadas con viruela para que murieran con más rapidez. No debería
extrañar, por ello, que, según su propia confesión, Hitler encontrara inspiración para
parte de la política nazi contra los judíos en el ejemplo de la mantenida por los
norteamericanos contra los indios. En ambos casos se perseguía el exterminio de una
raza con fines de expansión territorial y económica y se tenía la convicción de
obedecer a un destino providencial y racialmente superior.

Podríamos ampliar los ejemplos para dejar de manifiesto el carácter ahistórico,


tendencioso y parcial de la leyenda negra recordando, por ejemplo, que Enrique VIII,
padre del cisma anglicano, y su hija María ejecutaron a más protestantes que la
Inquisición española o haciendo referencia a regímenes totalitarios de este siglo que ni
nacieron ni arraigaron en España. Sin embargo, creo que los casos citados bastan para
ilustrar lo afirmado ya. No se trata de ocultar dramas del pasado que no deberíamos

69
olvidar jamás ni tampoco de cerrar los ojos a realidades que resultan incipientemente
inquietantes en España y más cuando se observa cómo se desarrollan en otros países
de nuestro entorno. Se trata más bien de ser equilibrados y veraces en los juicios
históricos, y de no caer en etnicismos condenadores forjados en el pasado. Sólo esa
conducta nos permitirá de manera sensata y democrática abordar las tareas del
presente y los retos del futuro.

César Vidal Manzanares

E) LA INQUISICIÓN

1. ¿Qué sucedió realmente con la Inquisición?

Si poseyeseis cien bellas cualidades, la gente os miraría por el lado menos favorable
(Molière).

El origen de la Inquisición se remonta al siglo XIII. El


primer tribunal para juzgar delitos contra la fe nació en
Sicilia en el año 1223. Por aquella época surgieron en
Europa diversas herejías que pronto alcanzaron
bastante difusión. Inicialmente se intentó que
cambiaran de postura mediante la predicación pacífica,
pero después se les combatió formalmente. En esas
circunstancias nacieron los primeros tribunales de la
Inquisición.

¿Y no es un contrasentido perseguir la herejía de esa


manera? Lo es. Pero no debe olvidarse la estrecha
vinculación que hubo a lo largo de la Edad Media entre
el poder civil y el eclesiástico. Si se perseguía con esa
contundencia la herejía era sobre todo por la fuerte
perturbación de la paz social que causaba.

¿Y cómo pudo durar tanto tiempo un error así? Cada


época se caracteriza tanto por sus intuiciones como por sus ofuscaciones. La historia
muestra cómo pueblos enteros han permanecido durante periodos muy largos
sumidos en errores sorprendentes. Basta recordar, por ejemplo, que se ha considerado
normal durante siglos la esclavitud, la segregación racial o la tortura (que, por
desgracia, en algunas zonas del planeta se siguen aún hoy practicando y defendiendo).
La historia tiene sus tiempos y hay que acercarse a ella teniendo en cuenta la
mentalidad de cada época.

La Inquisición utilizó los sistemas habituales de la sociedad de entonces, aunque


ordinariamente de un modo más benigno. Con el tiempo, los cristianos fueron

70
profundizando en las exigencias de su fe, hasta que comprendieron que tales métodos
no eran compatibles con el Evangelio.

Hay que reconocer todos esos tristes errores de aquellas personas en aquella época.
Sin embargo, la defensa de la libertad religiosa estuvo bien patente en los orígenes del
cristianismo. Para los primeros cristianos, la convicción de estar en la verdad no les
hacía pensar en imponerla coactivamente. Como sabían que el acto de fe es libre, eran
tolerantes, y eso no por simple conveniencia social, sino por coherencia con la raíz
misma de su fe. Los primeros Padres de la Iglesia acuñaron el principio de que “no hay
dificultad en rechazar el error y, al tiempo, tratar benignamente al que yerra”.

Sin embargo, parece que con el paso de los siglos fueron los católicos quienes más
olvidaron la libertad religiosa. No fue así. El empleo de la fuerza para combatir a los
disidentes religiosos ha sido algo corriente en todas las culturas y confesiones hasta
bien entrado nuestro tiempo. Basta pensar en la intolerancia de Lutero contra los
campesinos alemanes, que produjo decenas de miles de víctimas; o en las leyes
inglesas contra los católicos, cuyo número era aún muy elevado al comienzo de la
Iglesia Anglicana; o en la suerte de Miguel Servet y sus compañeros quemados en la
hoguera por los calvinistas en Ginebra.

Hay que decir, para ser justos, que ése era el trato normal que se daba en aquella
época a casi todos los delitos, y el de herejía era considerado como el más grave, sobre
todo por la alteración social que provocaba. En esto coincidían tanto Lutero como
Calvino, Enrique VIII y Carlos V o Felipe II. Y fuera de Occidente ocurría algo muy
parecido.

En una época en la que todo el mundo occidental se sentía y confesaba cristiano, y en


la que la unidad de la fe constituía el elemento integrador de la sociedad civil, fraguó la
mentalidad de que la herejía, al ser un grave atentado contra la fe era también un
grave atentado de lesa majestad. De esta manera, la herejía pasó a considerarse un
delito comparable al de quien atenta contra la vida del rey. Y era un crimen castigado
entonces con la muerte en la hoguera.

No puede olvidarse que, para bien o para mal –probablemente, para mal– los campos
propios de la política y la religión no estuvieron debidamente delimitados durante
bastantes siglos. Además, las autoridades civiles temían el indudable peligro social que
entrañaban las disidencias religiosas, que solían ser origen de guerras y desórdenes
sociales, pues las posturas heréticas buscaban habitualmente la conquista del poder.
Así sucedió, por ejemplo, con el luteranismo, cuyo rápido avance se debió en buena
parte a la habilidad con que Lutero logró el apoyo de algunos príncipes alemanes que,
de ese modo, mantenían distancias respecto al emperador Carlos V.

En los primeros siglos, los cristianos fueron muy tolerantes en materia religiosa. Más
adelante, hubo épocas de bastante confusión en este punto, pero teológicamente
nunca estuvo cerrado el camino de la tolerancia. Y desde hace ya más de dos siglos son
raras las manifestaciones de intolerancia religiosa en países de mayoría cristiana.

71
Es más, echando un vistazo a la situación mundial de los últimos cien años, puede
decirse que la tolerancia religiosa se ha desarrollado fundamentalmente en los países
de mayor tradición cristiana.

Por el contrario, la intolerancia religiosa se ha mostrado con gran crudeza en los países
gobernados por ideologías ateas sistemáticas (Tercer Reich nazi, la URSS y todos los
países que estuvieron bajo su dominio, la revolución China de Mao, el régimen de Pol
Pot en Camboya, etc.). También ha crecido la violencia del integrismo islámico en los
países donde su religión aún no ha alcanzado el poder político (Senegal, Níger,
Mauritania, Chad, Egipto, Tanzania, Argelia, etc.); y donde ya lo ha alcanzado (Arabia,
Irán, Afganistán, etc.), la tolerancia religiosa es casi inexistente. Y otros países asiáticos
no islámicos (India, China, Vietnam, etc.), no parecen mejorar mucho la situación. Sin
embargo, curiosamente, se sigue hablando mucho más de la Inquisición, desaparecida
hace ya mucho tiempo, que de otras persecuciones religiosas dolorosamente actuales.

Reconocer los errores

En la actualidad hay, por fortuna, una comprensión muy extendida –aunque aún no en
todo el mundo–, de que no es justo aplicar penas civiles por motivos religiosos, y que
la libertad religiosa es un derecho fundamental, y por tanto todos los hombres deben
estar inmunes de coacción en materia religiosa. Esta es la doctrina del Concilio
Vaticano II, y por esa razón la Iglesia católica ha subrayado recientemente la necesidad
de revisar algunos pasajes de su historia, para reconocer ante el mundo los errores de
algunos de sus miembros a lo largo de los siglos, y pedir disculpas en nombre de la
unión espiritual que nos vincula con los miembros de la Iglesia de todos los tiempos.

Reconocer los fracasos de ayer es siempre un acto de lealtad y de valentía, que


además refuerza la fe y facilita hacer frente a las dificultades de hoy. La Iglesia lamenta
que sus hijos hayan empleado en ocasiones métodos de intolerancia e incluso de
violencia en servicio de la verdad, y es ese mismo servicio a la verdad lo que lleva
ahora a reconocerlo y lamentarlo.

¿Y no es extraño que en esas épocas hubiera tan poca reacción contra esos errores de
los católicos? Es probable que muchos de ellos estuvieran en su fuero interno en
contra de esa aplicación de la violencia en defensa de la fe. De hecho, hubo reacción
contra esos errores, y si no fue mayor quizá es porque muchas de esas personas no
tenían más opción que el silencio. Y luego, cuando esos fenómenos desaparecieron,
muchos católicos los defendían porque pensaban que lo contrario era contribuir a
difundir las leyendas negras de la Iglesia.

Como señaló Juan Pablo II, fueron muy diversos los motivos que confluyeron en la
creación de actitudes de intolerancia, alimentando un ambiente pasional del que sólo
los grandes espíritus verdaderamente libres y llenos de Dios lograban de algún modo
sustraerse. Pero la consideración de todos esos atenuantes no dispensa a la Iglesia del
deber de lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos, que han
desfigurado con frecuencia su rostro. De estos trazos dolorosos del pasado emerge
una lección para el futuro, que debe llevar a todo cristiano a tener bien en cuenta el

72
principio de oro señalado por el Concilio: la verdad no se impone sino por la fuerza de
la misma verdad, que penetra con suavidad y firmeza en las almas.

Juan Pablo II no teme reconocer esos errores, porque el amor a la verdad es


fundamental (no hay una verdad buena y otra mala: la que conviene a la Iglesia y la
que puede molestarla), y también porque esas violencias no pueden atribuirse a la fe
católica, sino a la intolerancia religiosa de personas que no asumieron correctamente
esa fe.

Distinguir entre tópicos y verdades

¿Entonces, la Iglesia reconoce que es cierta la leyenda negra de la Inquisición? Habría


que matizar esto, ya que, como ha señalado Beatriz Comella, la polémica sobre la
Inquisición se nutre en buena parte de ignorancia histórica, desconocimiento de las
mentalidades de épocas pasadas, falta de contextualización de los hechos y de estudio
comparativo entre la justicia civil y la inquisitorial. Esas carencias han hecho que se
magnifique una injusta leyenda negra en torno a la Inquisición.

La Inquisición es una institución controvertida. Lo fue entonces y lo sigue siendo ahora.


Sin embargo, la perplejidad disminuye en cierta medida al conocer su historia y las
circunstancias que determinaron su existencia.

¿Y qué hay entonces de cierto sobre la Inquisición, por ejemplo en España, que fue
bastante famosa? En España se formaron los primeros tribunales en 1242. Como en
otros países europeos, esos tribunales dependían de los obispos diocesanos y por regla
general fueron bastante benévolos.

Sin embargo, en la época de los Reyes Católicos el Santo Oficio español se convirtió en
un tribunal eclesiástico supeditado a la monarquía y en un instrumento represivo de la
disidencia religiosa influido con frecuencia por lo político. Los Reyes católicos
impulsaron a lo largo de su reinado medidas religiosas muy acertadas, que la historia
les reconoce, pero quedaron un tanto ensombrecidas por la actuación de esos
tribunales. Consideraban que la unidad religiosa debía ser un factor clave en la unidad
territorial de sus reinos, y juzgaron imprescindible la conversión de los hebreos (unos
110.000) y los moriscos (unos 350.000). Algunos de ellos se bautizaron por
convencimiento, pero otros no, y al regresar a sus antiguas prácticas fueron
perseguidos por la Inquisición.

¿Y cómo se explica esa decisión en unos reyes que han pasado a la historia como
católicos? Cuando se juzgan actuaciones del pasado, hay que tener presente que son
diversos los tiempos históricos, sociológicos y culturales. En aquella época, la fe era el
valor central de la sociedad, tanto como puede serlo ahora, por ejemplo, la libertad.
Igual que en nuestra época se lucha y se muere, y a veces también se mata, por
defender la libertad personal o colectiva, entonces se hacía lo mismo por defender la
fe.

73
La fe era entonces la base y la garantía de la convivencia, y el que atentaba contra la fe
era considerado de manera semejante a como ahora se vería a un terrorista, a una
persona que contaminara el agua de una ciudad o a quien vendiera droga a unos
niños. Esa es la razón por la que la mayoría de la gente aplaudía la actuación de
aquellos guardianes de la ortodoxia.

No quiero con esto decir que eso estuviera bien, ni que la historia lo justifique todo,
sino simplemente que deben considerarse con atención los condiciona-mientos de
entonces. Era una sociedad con una gran preocupación por la salvación eterna, en la
que la muerte era una realidad con enorme presencia (la esperanza media de vida no
llegaba a los treinta años, y la mortalidad infantil era muy alta, de modo que casi todo
el mundo había visto morir muy jóvenes a varios de sus familiares más cercanos), y el
común de la gente veía al hereje como un grave peligro social, de modo semejante a
como veríamos hoy a quien se dedicara a propagar enfermedades contagiosas,
corromper niños o dañar el medio ambiente.

¿Y era muy frecuente la tortura, o la muerte en la hoguera? La pena de muerte en la


hoguera se aplicaba al hereje contumaz no arrepentido. El resto de los delitos se
pagaban con excomunión, confiscación de bienes, multas, cárcel, oraciones y limosnas
penitenciales. Las sentencias eran leídas y ejecutadas en público en los denominados
autos de fe.

En cuanto a la tortura, la Inquisición admitió su uso, aunque con algunas restricciones:


no podía llegar al extremo de la mutilación, ni poner en peligro la vida del imputado.
No hay que olvidar que el tormento era utilizado entonces con toda normalidad en los
tribunales civiles. La diferencia era que en los tribunales de la Inquisición, el acusado
confeso arrepentido tras la tortura se libraba de la muerte, algo que no ocurría en la
justicia civil.

Otro rasgo característico de la Inquisición era que el imputado tenía mejor


garantizados sus derechos que en el sistema judicial civil. Además, la Inquisición no
hacía distinciones a la hora de acusar a prelados, cortesanos, nobles o ministros.
Prueba de ello fue el juicio de Carranza, que era arzobispo de Toledo y Primado de
España y fue acusado de luteranismo y condenado por la inquisición española. O el de
Antonio Pérez, que era secretario del rey. Este último, junto con otros políticos
españoles exiliados, difundieron por Francia, Alemania e Inglaterra el germen de la
leyenda negra de la Inquisición española, que fue acogida de buen grado en un
ambiente de gran rivalidad por el dominio político del imperio español en numerosos
puntos de Europa.

La verdad sobre las cifras

La Inquisición se instauró en España en 1242 y no fue abolida formalmente hasta 1834.


Su actuación más intensa se registra entre 1478 y 1700, durante el gobierno de los
Reyes Católicos y los Austrias. En cuanto al número de ajusticiados, los estudios
realizados por Heningsen y Contreras sobre las 44.674 causas abiertas entre los años

74
1540 y 1700, concluyeron que fueron quemadas en la hoguera 1346 personas (algo
menos de 9 personas al año en todo el imperio).

El británico Henry Kamen, conocido estudioso no católico de la Inquisición española,


ha calculado un total de unas 3.000 víctimas a lo largo de sus seis siglos de existencia.
Kamen añade que “resulta interesante comparar las estadísticas sobre condenas a
muerte de los tribunales civiles e inquisitoriales entre los siglos XV y XVIII en Europa:
por cada cien penas de muerte dictadas por tribunales ordinarios, la Inquisición emitió
una”.

Con más de cinco mil estudios ya publicados, los expertos dan por zanjada la polémica
sobre los datos históricos de la Inquisición, y centran sus esfuerzos en el análisis de la
sociología, la hacienda y la jurisprudencia del Santo Oficio. La leyenda negra ha muerto
para los historiadores, pero los mitos todavía siguen circulando. Afortunadamente, la
fe cristiana guarda siempre una doctrina que le permite rectificar los errores prácticos
en los que pueden incurrir algunos de sus miembros: la doctrina del Evangelio.

Alfonso Aguiló

2. La leyenda sobre la Inquisición

Para los especialistas, la leyenda negra de la Inquisición


está ya superada. No así entre el gran público, que no
entiende cómo durante tres siglos y medio algo menos de
5.000 personas pudieron ser ajusticiadas por motivos
religiosos. El fenómeno es comprensible, sin embargo,
teniendo en cuenta el erróneo concepto de libertad
religiosa vigente en aquella época. La Iglesia aclaró en el
Concilio Vaticano II que es la dignidad humana, no la
verdad, el fundamento de la libertad de conciencia y
lamentó el uso de la violencia al “servicio” de la verdad.

El origen de la Inquisición española se remonta a 1242 y


su abolición definitiva data de 1834. Sin embargo, el
Santo Oficio adquirió mayor auge desde su refundación
por los Reyes Católicos en 1478 y hasta el advenimiento
de la dinastía borbónica a inicios del XVIII.

La Inquisición española es no sólo una entidad polémica, sino también poco conocida
por el gran público. Aproximarse a su actuación no significa, obviamente, realizar una
apología. Divulgar su trayectoria equivale más bien a contrastar datos,
interpretándolos en un contexto y también saber cómo valora la Jerarquía de la Iglesia
en la actualidad su actuación global.

75
Muchos y renombrados expertos contemporáneos han dado por zanjadas posturas de
defensa a ultranza o condena total: "la controversia ideológica, el enfrentamiento
religioso, tan agudos en tiempos lejanos, han dejado paso a una actitud serena y
ecuánime que comparten hombres de las más diversas tendencias. No se trata de
ensalzar ni de abominar, simplemente comprender, lo que no implica deplorar
determinados comportamientos", ha afirmado el académico de la Historia A.
Domínguez Ortiz.

De la leyenda negra al rigor histórico

No cabe duda de que toda leyenda negra posee cierto fundamento y parte de
falsedad, por ejemplo, en cuanto a su origen, que no es medieval ni español. La muerte
en hoguera fue utilizada del Imperio Romano. Con la progresiva cristianización de
Europa se fue fraguando la mentalidad de que la herejía, atentado grave contra la fe,
era equivalente al delito de "lesa majestad" (en el que se incurría, por ejemplo, al
atentar contra la vida del rey). En el caso de la herejía, se consideraba agraviada la
majestad divina.

Además, las autoridades civiles tomaron en consideración el indudable peligro social


que entrañaba la disidencia religiosa de los bautizados que, de hecho, solían provocar
divisiones, tumultos, guerras (como en el caso de los cátaros o albigenses en el siglo
XIII).

El primer tribunal

El primer tribunal inquisitorial propiamente dicho no fue español: nació en Sicilia en


1223, con licencia papal, a petición del emperador Federico II Hohenstaufen,
interesado en congraciarse con Roma. En España no se introduce hasta veinte años
más tarde; como en otros paises europeos, los tribunales dependían de los obispos
diocesanos y fueron generalmente benévolos.

Es cierto, sin embargo, que el Santo Oficio español se convirtió con los Reyes Católicos
en un tribunal eclesiástico supeditado a la monarquía; fue un instrumento represivo de
la herejía y de la disidencia religiosa, influido con frecuencia por lo política, de un
modo poco comprensible para la mentalidad actual.

Empieza la leyenda negra

La leyenda negra inquisitorial se inicia en la primera etapa de su actuación durante el


reinado de Isabel y Fernando (1480-1500): se dio un excesivo celo en la persecución de
falsos conversos de origen judío y abusos en la confiscación de sus bienes.

Estos hechos contrastan, en general, con las medidas religiosas que impulsaron a lo
largo de su reinado: desde la postura propia de las monarquías renacentistas de
entonces (control de lo eclesiástico), contribuyeron a la reforma del clero regular y
secular, antes de las propuestas del Concilio de Trento, preparando de ese modo a los
artífices de la cristianización de América. Si ésta es la cara de sus medidas eclesiásticas,
la Inquisición puede considerarse la cruz.

76
A finales del siglo XVI, exiliados politices españoles como González Montano en
Alemania o Antonio Pérez, ex-secretario de Felipe II, en Francia e Inglaterra,
difundieron el germen de la leyenda negra. Media Europa acogió de buen grado los
libelos anti-españoles, según el hispanista H. Kamen, bien por su rivalidad en el
dominio marítimo (Gran Bretaña, Francia), o por su deseo de librarse del dominio
politice español (Paises Bajos, norte de Italia).

La Ilustración y los afrancesados del XVIII continuaron la campaña y desde el siglo XIX,
otro exiliado español, Juan Antonio Llorente, ex-secretario del Santo Oficio madrileño,
fue el mejor difusor de la leyenda negra, a través de su "Historia critica de la
Inquisición española", que contiene algunos elementos de interés, junto a errores de
bulto de carácter estadístico.

Desenmascaramiento

Para desenmascarar la leyenda negra, según el académico L. Suárez Fernández, no es


necesario aludir a ejemplos paralelos o más crueles como las persecuciones
promovidas, por ejemplo, por los anglicanos y calvinistas de entonces. Quizá sea
preferible, y no es poco, aproximarse a los datos históricos, con sus luces y sombras.

Desde principios de siglo muchos historiadores occidentales se han interesado por el


fenómeno inquisitorial español. Aunque actualmente no faltan opiniones sumamente
criticas, en general, entre los expertos el tema se aborda desde aspectos no
beligerantes, más cercanos a la reconstrucción de la mentalidad de control religioso de
una sociedad, que pretendió unificar la fe de nuestros antepasados (ante judíos y
musulmanes) y defenderla de la ruptura protestante.

Son numerosos los expertos anglosajones, franceses, centroeuropeos, escandinavos,


judíos y españoles, pertenecientes a escuelas y tendencias diversas, quienes han
realizado análisis sin el sesgo antihispánico o anticatólico de otras épocas. Puede
afirmarse que entre muchos especialistas en la Inquisición española su leyenda negra
está asimilada y superada, aunque no ocurra algo paralelo entre los estudiantes de
Humanidades y el gran público.

Habla la iglesia

Por su parte, la jerarquía católica ha dado a conocer su postura en el Concilio Vaticano


II al clarificar el concepto de libertad religiosa ("Dignitatis humanae" ;7-12-65) y las
relaciones con los no cristianos ("Nostra aetate" 28-10-65), que coincide
sustancialmente con la postura de los primeros teólogos cristianos (Tertuliano, San
Ambrosio de Milán, San Juan Crisóstomo), para quienes "no es licito que una religión
aplaste a otra con violencia". Juan Pablo II se refirió a la Inquisición española en su
primer viaje pastoral a nuestro país, aludiendo a las "tensiones, errores y excesos" que
protagonizó. En su Carta Apostólica "Terbio Millenio Adveniente" (1011-94), el Santo
Padre hace mención a los métodos intolerantes

77
y violentos que han sido utilizados a veces por eclesiásticos. En la misma linea, la
Conferencia episcopal española se ha lamentado del "uso de la violencia al servicio de
la verdad" dentro de la Iglesia.

Obviamente los cristianos actuales no tienen culpa subjetiva por las actuaciones de
otros bautizados en siglos pasados, de modo semejante mutatis mutandis, los
Ministros de Justicia de ahora no tienen responsabilidad ante los errores y abusos de
los tribunales civiles de los siglos XVI y XVII, aunque tanto unos como otros pueden
sacar conclusiones de hechos pasados. Se debe tener en cuenta, por otra parte, que a
la Iglesia, de la que se espera santidad, siempre se la mira con lupa para señalarla con
dedo acusador, olvidando que sus miembros son falibles.

Las estadísticas hablan

Para hacerse una idea cabal del control religioso que ejerció la Inquisición es preciso
afrontar los datos estadísticos. Hasta finales de los años 70 ha existido cierta confusión
sobre el número de victimas mortales del Santo Oficio. Es preciso aclarar, no obstante,
que los ajusticiados por herejía no son las únicas víctimas: existían penas menores
(cárcel, multas, penitencias, etc.) y además, las familias de los reos quedaban
marcadas por la infamia durante generaciones (de ahí la importancia que se dio en la
España del XVII a la "limpieza de sangre", es decir, a no tener antepasados falsos
conversos del judaísmo o islamismo, perseguidos por la Inquisición).

Desde la perspectiva actual, para un cristiano es inconcebible la pena de muerte por


motivos ideológicos o religiosos: una sola muerte por esas causas es rechazable para
nosotros. Pero las circunstancias de hace quinientos años eran otras: también la
legislación civil aplicaba con frecuencia la pena capital y la religión era un valor
preciado a defender incluso de modo cruento. Es necesario, sin embargo, conocer
realmente el alcance de la violencia inquisitorial desde el siglo XV.

Las primeras cifras sobre victimas son de cronistas de la época (Pulgar, Palencia,
Bernáldez): entre 1481 y 1488, etapa rigurosa en Andalucía, fueron ajusticiadas unas
2000 personas, en su mayoría judíos bautizados que renegaban de su nueva fe. A
partir del siglo XIX, se consideraron válidas (aunque más tarde se demostraron
erróneas) las cifras globales aportadas por J.A. Llorente, el citado secretario del
tribunal de Madrid: el 9,2% de los juzgados.

En 1986, Contreras y Henningsen, dos expertos, publicaron las conclusiones de un


estudio realizado sobre 50.000 causas inquisitoriales sobreseidas entre 1540 y 1700,
etapa de gran influencia social de la Inquisición: su conclusión es que el 1,9% del total
de encausados fueron condenados a hoguera. Referido a una etapa más amplia,
Escandell afirma que entre 1478 y 1834 (refundación y abolición del Santo Oficio), se
condenó a muerte al 1,2% de los juzgados.

¿Fue la Inquisición antisemita?

78
El Santo Oficio persiguió esencialmente la herejía y algunas desviaciones morales
(bigamia, blasfemia, incumplimiento del celibato, etc.). Entre los juzgados por razón de
la fe destacan los falsos conversos del judaísmo, del islamismo y los seguidores de
Lutero. Los hebreos bautizados con escasa sinceridad que mantenían los ritos
mosaicos (criptojudaísmo) constituyeron un problema religioso de primer orden desde
finales del siglo XV hasta principios del XVII.

Las relaciones entre judíos y cristianos hablan sido desiguales antes del reinado de los
Reyes Católicos. Los hebreos no siempre pudieron convivir en paz en Sefarad (España).
Perseguidos por algunas leyes visigodas, hallaron tranquilidad con reyes castellanos y
aragoneses como Alfonso X el Sabio o Pedro IV el Ceremonioso. Pero a finales del
siglo XIV diversas ciudades (desde Sevilla a Barcelona) se levantaron de modo violento
contra los prestamistas judíos, odiados por unos acreedores que debían pagar un
interés del 33% anual, máximo permitido por la ley. Esta tensa situación propició la
salida de población hebrea y otra oleada de bautismos por conveniencia de algunos,
denominados "cristianos nuevos".

Comunidades judías y su expulsión

Los Reyes Católicos fueron, inicialmente favorables a los judíos (el rey Fernando tenía
sangre hebrea por linea materna) y un buen grupo de ellos servia en la Corte. En
Castilla y Aragón existían unas 220 aljamas (comunidades hebreas) con cerca de
100.000 habitantes. Estos dependían directamente de los reyes, eran protegidos por
leyes singulares y aportaban tributos especiales: constituían, sin embargo, una clase de
súbditos de segunda categoría.

Como es sabido los sefardíes (judíos españoles) fueron expulsados por los Reyes
Católicos en 1492, siguiendo una línea politice adoptada anteriormente en reinos
europeos como Inglaterra y Francia. Bien conocían Isabel y Fernando que su decisión
no era "rentable" desde el punto de vista económico, ya que muchos hebreos se
dedicaban al comercio y al mundo financiero, pero en su postura tuvo gran peso un
motivo religioso y social: se temía la efectividad del proselitismo hebreo y se quiso
evitar la violencia popular de los acreedores contra las aljamas. La alternativa era
recibir el bautismo o el exilio forzoso, elegido por la inmensa mayoría de los sefardíes.

Algunos autores contemporáneos han comparado la acción del Santo Oficio contra el
criptojudaísmo al holocausto nazi.

Es cierto que los sefardíes vivían en barrios especiales y que el Concilio IV de Letrán
(1215) instó a que utilizaran una marca externa para distinguirlos de los cristianos (algo
que podría recordar a la estrella de David bajo Hitler) pero la citada medida conciliar se
difundió poco en España y tenía carácter religioso, no estrictamente racista.

Tortura y avaricia

79
Cabe subrayar que si las victimas del holocausto nazi fueron unos seis millones de
seres humanos en pocas décadas, las de la Inquisición fueron menos de 5.000 en tres
siglos y medio. El motivo de la persecución es también distinto: por una parte, los
Reyes Católicos aplicaron una de sus máximas: la unidad territorial está unida a la
unidad de la fe, un principio que ejercieron las monarquías renacentistas y el propio
Lutero.

Por otro lado, el odio popular hacia los judíos, sin excluir cierto racismo de tipo
religioso, tenía relación con la falta de solvencia de los acreedores cristianos, mientras
que en el III Reich la aversión poseía unas profundas raíces de racismo pagano.

La leyenda negra de la Inquisición se asocia al abuso de la tortura y al enriquecimiento


de los tribunales mediante la confiscación de bienes a los reos.

Durante el siglo XVIII, se difundieron unos grabados sobre la tortura inquisitorial del
francés Picart que no corresponden a la realidad por exceso. Los tormentos eran, no
obstante, terribles, tenían como finalidad producir un gran dolor físico a los acusados,
sin llegar a la mutilación o muerte, para conseguir su confesión (en el caso de herejía,
el reo confeso era librado de la pena capital). El Santo Oficio utilizó de hecho con
menor frecuencia la tortura que otros tribunales coetáneos (era ordinario usarla en
todos). Hispanistas como Lea o Kamen confirman con estadísticas que en épocas
"duras" (hasta 1530) en tribunales muy activos se utilizó el tormento en el uno o dos
por ciento de los casos.

A veces se presenta al Santo Oficio como una organización de rapiña. Es cierto que a
los acusados se les confiscaban los bienes para cubrir los gestos del arresto y del
tribunal, pero según estudiosos como R. de Carande o F. Braudel nunca constituyeron
un negocio, aunque se dieron abusos contra los falsos conversos judíos hacia 1480 y 1
725.

La Inquisición siempre tuvo interés en acallar los rumores sobre avaricia, mientras fue
solvente hasta mediados del siglo XVI; más tarde, los hechos se encargaron de
desmentirlo: tuvo que buscar vías alternativas de financiación (asignación de
canonjías, préstamos hipotecarios, compra de minas, etc.)

Sin prejuicios

Acercarse sin prejuicios a la historia de la Inquisición española es necesario para tomar


posición de modo adecuado sobre realidades pasadas. Sería interesante que muchos
cristianos "de a pie", supieran encarar este polémico asunto con datos y argumentos,
viajando mentalmente a la mentalidad de entonces. Si ahora la democracia, la
tolerancia o la ecología son valores compartidos ampliamente en la sociedad
occidental, para los hombres y mujeres de los siglos XIII al XVII, la religión, el honor de
Dios y la defensa de la fe eran considerados bienes comunes, patrimonio de la
mayoría, aunque tanto antes como ahora se cometan injusticias y abusos.

Beatriz Comella

80
3. La triste sombra de la Inquisición

La historia del cristianismo siempre se ve lastrada por el recuerdo de tantas y tantas


actuaciones de los cristianos en sentido contrario, y concretamente, dado lo mucho
que ha calado en la conciencia universal, por la memoria de la Inquisición, y
singularmente de la Inquisición española, que parece ser la más conocida y en todo
caso la más vituperada.

Nadie, y menos que nadie un cristiano, podrá justificar nunca el fundamentalismo de la


Inquisición. Me es igual que el número de ajusticiados haya sido más alto o más bajo.
Incluso, a estos efectos del necesario repudio, me sería indiferente que nunca hubiera
llegado a promover la muerte de nadie. Me bastaría con que hubieran obligado a
comparecer en su presencia a un solo hombre, para hurgar en sus creencias religiosas
y censurar coactivamente sus ideas, para reputarla incompatible con los principios
cristianos. Razón por la cual el cristiano debe pedir sinceramente perdón por esos
comportamientos de la Inquisición, “fanáticos” y “terribles” en expresiones del escritor
católico Joseph Lortz.

Aunque una vez señalada con toda nitidez esa posición condenatoria, no es preciso dar
necesariamente por buenas y correctas todas las acusaciones que se hacen a la
Inquisición. Por pura higiene mental debe aceptarse todo lo que sea verdad, pero sólo
lo que sea verdad. El sistema de aplastar a los culpables, haciéndoles reconocer, junto
con sus delitos, otros muchos no cometidos, para provocar su aislamiento y rechazo
social, es propio de etapas negras de la historia del hombre.

Se hace necesario entonces, en relación con la Inquisición o con otros temas similares,
depurar lo que hay de verdad y de mentira; o exageración, o minusvaloración, en las
imputaciones que flotan en el ambiente. Y, asimismo, determinar en qué medida esos
comportamientos censurables son propios o consecuencia de las características de las
personas que los tienen, o son más bien un modo de actuar típico del pensamiento de
la época o de un determinado ambiente, afectante a todo tipo de personas existentes
en aquel momento o lugar. Sólo después de hacer esos dos juicios cabe concretar las
acusaciones contra personas o grupos singulares.

El carácter no histórico de la novela El hereje, de Delibes

Yo me he formulado los anteriores interrogantes cuando


leía la novela de Miguel Delibes “El hereje”. Siempre es un
placer leer las novelas de Delibes. En este caso, escuché
decir al propio Delibes, al presentar su obra, que no es una
novela histórica. Expresamente ha querido salir de la
polémica sobre la historicidad de los hechos que presenta.

Pero pese a ello, no puede evitarse que sea una novela que
informa sobre la historia del reinado de Carlos V y Felipe II
en Castilla y Europa. No sólo no puede evitarse, sino que el

81
autor, dentro del libro, no lo evita y narra hechos históricos, datos reales, y emite
opiniones sobre el entorno y circunstancias de aquellos hechos y datos. Y luego el
editor, en la contraportada, nos la presenta, en primer lugar, precisamente como
novela histórica, en segundo lugar como novela de tipo “psicológico”, y en tercero,
como canto a la libertad y a la tolerancia.

Es por ello que los juicios y datos históricos de esta novela cobran una gran relevancia.
Porque están en una novela de Delibes, que habrá tenido la tirada típica de los grandes
novelistas, que multiplicará al menos por veinticinco cualquier otra obra que se escriba
para precisar los hechos históricos correspondientes. Tanto más, cuanto que la novela
de Delibes se escribe en el contexto intelectual del pensamiento “correcto” e incide
sobre otras muchas lecturas que los españoles hemos podido hacer con una
presentación similar de los hechos.

Yo ignoro, y carezco de curiosidad específica por conocer, cuál sea la posición religiosa
o filosófica de Delibes. Ni si ha cambiado o no con el paso del tiempo. Lo que sí
constato es que cuando yo conocí su persona y su obra en los años 60, Delibes,
además de gran novelista, era en España un escritor ilustre y abierto, definidamente
“católico”, y dentro de lo católico, sintonizando con el Vaticano II, y que hoy,
consagrado por un gran prestigio, nos lo encontramos con tesis publicadas críticas
hacia lo católico y lo español clásico. Quizá una y otra situación deriven de una misma
realidad profunda que haya permanecido inmutable, pero sus manifestaciones
externas presentan ciertos desplazamientos. En aquellos tiempos anteriores nadie iba
a la cárcel por acatólico, ni hoy tampoco se entra en prisión por ser miembro de la
Iglesia; pero entonces, las posiciones de Delibes encajaban muy bien en lo socialmente
correcto, y hoy también; cada una de las diferentes manifestaciones, en un tiempo y
en otro, son acordes con el ambiente intelectual predominante del respectivo
momento. Lo cual es legítimo, no tengo absolutamente ningún motivo para dudar que
sea sincero, y hasta puede ocurrir que sean expresiones diferenciadas de un mismo
planteamiento interior. Mas, al margen del respeto y admiración hacia la persona de
Delibes y a sus muy elevadas cualidades literarias, algo reduce su autoridad cuando,
como es prácticamente inevitable en casos como éste, formula y transmite
valoraciones sobre la realidad que describe.

Delibes distorsiona el entorno

En cuanto al entorno de tiempo y lugar, el autor describe una España atrasada frente a
las novedades intelectuales y religiosas de Europa. No sólo es ése su continuado telón
de fondo; no sólo presenta lo avanzado que se incuba en Valladolid como proveniente
de más allá de los Pirineos y necesitando vitalmente de la ida a Europa para subsistir,
sino que en algún momento dice expresamente que en aquellos tiempos España se
“moderniza” merced a las influencias que está recibiendo de Francia.

El complejo de inferioridad español ante Europa, justificado en la realidad de los dos o


tres últimos siglos, lo extrapola el novelista a. la España del siglo XVI. El pensamiento
correcto, según el cual hoy nos modernizamos gracias a Europa, se convierte en un
absoluto intemporal.

82
Es verdad que la España de Carlos V, como la de Felipe II, recibió magníficas influencias
de Francia, de Alemania, muy especialmente de los Países Bajos, de Italia, etc. Pero en
el balance de entonces no era España la que se modernizaba gracias a Europa, sino
Europa la que se modernizaba gracias a España. Uno de los muchos signos
característicos de la superioridad de España en aquellos momentos era precisamente
que podía absorber y asumir cuanto de bueno veía en el mundo. Y España veía mucho
en el mundo, porque el mundo era en buena medida hispánico. El juicio de Delibes es
tan inadecuado, como si ahora, porque vemos que los americanos van a París a
aprender a servir la mesa y a estudiar sus modas en Saint Honoré, dijéramos que
Estados Unidos recibe de Francia la modernización. Estados Unidos es hoy el imperio
que admite gentes e influencias de todo el mundo, precisamente porque es el Imperio,
y es Estados Unidos quien moderniza a Europa, aunque aprenda muchas cosas de
Europa, o de Asia, o de Latinoamérica... En la propia ciudad de residencia de Delibes,
Valladolid, hay un espléndido Museo Nacional de Escultura, y allí se pueden encontrar
los ejemplos de personajes como Juan de Juni (francés) o Pompeyo Leoni (italiano),
que a mitad del siglo XVI, es decir, justamente en la época en que se desarrollan los
hechos de la novela de Delibes, se vienen a España, porque aquí hay un gran
movimiento artístico en el que pueden desarrollar su talento. Cuando en el siglo XX
nuestro Severo Ochoa decide marchar a América para poder desarrollar los trabajos
que le valieron el Nobel, no es porque América reciba la modernización de España,
sino porque es el lugar moderno adonde han de ir los españoles que quieran tener más
facilidades para descollar.

En el historiador Domínguez Ortiz leemos el siguiente párrafo, que es suficientemente


expresivo y no necesita más apostillas: “... el prestigio de España y de todo lo español
siguió siendo muy grande hasta mediados del siglo XVII. España seduce e inquieta a los
franceses, ha escrito Joseph Pérez: “Nunca ha estado tan presente en Francia como en
el reinado de Luis XIII,- se aprendía entonces el español, como hoy el inglés; se leían y
traducían los grandes autores de la literatura española, empezando por El Quijote; se
admiraba el teatro español; se hacen llegar de Madrid los guantes, los perfumes, los
artículos de lujo que imponía la moda. Y al mismo tiempo se criticaban las
baladronadas de los españoles, su orgullo y su hipocresía”.

Dentro de esa línea de pensamiento “correcto”, la novela de Delibes nos dibuja un


ambiente católico integrista, reaccionario, formalista, ridículo, intolerante, en
contraste con el pensamiento protestante, y especialmente luterano, libre, avanzado,
tolerante, fraterno espiritual. Destaca un talante español persecutorio de las ideas,
que se plasma en las frecuentes quemas de libros, lo cual señala que ocurre incluso en
ciudades universitarias del prestigio de Salamanca ofreciendo como contrapunto la
descripción de una espléndida Primavera intelectual en Europa, con la multiplicación
de más y más libros, por ejemplo, en la ciudad de Wittemberg; y como concesión a la
objetividad, advierte que las quemas de libros no eran exclusivas de España, sino que
también se produjeron en Amberes, ciudad casualmente estaba entonces bajo control
español, con lo cual, lejos de matizar, confirma el contraste. Incluso se hacen
exposiciones de simpática presentación de los principios de la reforma protestante y
de sus “dogmas”, mientras que ninguna explicación se hace de las tesis católicas

83
adversas, como si las adversas fueran irracionales, supersticiosas y sólo mantenidas
por la fuerza.

Y, naturalmente, el elemento católico aparece en la obra aplastando, hasta el


exterminio y la hoguera, al protestante. El autor centra su novela en el episodio
histórico probablemente más duro de represión española contra los protestantes,
pero, seguramente, porque no pretende que sea una novela histórica, no dice que está
contando algo de lo más llamativo que aquí ocurrió; ni tampoco da trascendencia ni
significado al hecho de que esos protestantes que en España son víctimas y esos
Estados europeos que al parecer significan la libertad y la tolerancia y el progreso,
están en esas épocas protagonizando en sentido inverso unas persecuciones y
derramamientos de sangre mucho más intensos que los españoles.

Los españoles que hicimos el bachillerato en las décadas de los 40 y 50 del siglo XX,
hemos estudiado en nuestros libros de texto la biografía y significado de Miguel
Servet. Un navarro aragonés, heterodoxo respecto del catolicismo, que además de su
afición por la teología fue una autoridad de las ciencias geográfica y médica, habiendo
sido el descubridor de la circulación pulmonar. En la etapa madura de su vida vivió
fuera de España, y como era un prolífico escritor, a pesar de ser un “heresiarca”, según
Menéndez Pelayo, polemizó con Zuinglio, Ecolampadio y Calvino (no estaba muy
convencido del carácter “trino” de la Divinidad), por lo que en la Europa
supuestamente tolerante de entonces (según Delibes) tuvo que huir, primero a
Basilea, y después de Basilea a Francia, donde vivió bajo nombre supuesto, lo cual no
impidió que Calvino le denunciara al inquisidor de Lyon, quien le tomó preso; evadido
de Francia, huyó a Ginebra, donde Calvino le reconoció y llevó al Tribunal de la ciudad,
conocido como el Pequeño Consejo, Tribunal que hostigado por Calvino acabó
condenando a muerte a Servet, sentencia que fue ejecutada haciéndole morir en la
hoguera en la colina de Champel, junto al lago Leman, donde hoy existe un
monumento en honor del ajusticiado. Era el año 1553, es decir, 6 y 7 años antes de los
autos de fe que refleja Delibes en su novela.

Y Miguel Servet era conocido de Sebastien Castellion, un teólogo calvinista que


también tuvo algunas diferencias de criterio teológico con Calvino, como consecuencia
de las cuales hubo de abandonar Ginebra e ir a refugiarse a Basilea, en cuya
Universidad consiguió empleo de profesor de griego. Castellion, cuando conoció el
trágico final de Servet causado por su líder religioso, se consideró obligado en
conciencia a publicar un libro sobre la tolerancia, como exigencia derivada de la fe
cristiana, pero en aquel ambiente europeo pretendidamente (por Delibes) “liberal”,
tuvo la “precaución” de publicar su tratado sobre la tolerancia bajo el seudónimo de
Martín Bellus, lo cual no impidió que fuera llevado a prisión por sus correligionarios
calvinistas, prisión en la que murió.

Servet fue condenado por las opiniones vertidas en sus libros, y por ello fue quemado
junto con sus libros. Castellion murió en prisión por libros que tuvo que publicar con
seudónimo. Décadas después, la Universidad de París quema oficialmente los libros de
Suárez, y el Parlamento de Inglaterra los del mismo Suárez más los de Mariana. Sin que
tampoco las quemas de libros “molestos” al poder fuera “propio” de los movimientos

84
cristianos (católicos o protestantes); ya antes lo practicaron en España los
musulmanes, y no sólo respecto de publicaciones cristianas, sino de su propia fe; así se
hizo, por ejemplo, con Averroes cuando el califa le destierra a Lucena, momento en el
que se prohíbe la difusión de sus ideas y se queman sus obras... (véase Apéndice II de
este capítulo).

Desgraciadamente, los autos de fe de Valladolid, los episodios de Servet o Castellion, o


los de los libros de Suárez y Mariana, son simples botones de muestra de unas
conductas que fueron abundantes y normales en la Europa de los siglos XVI y XVII, en
España, en Francia, en Inglaterra, en Alemania, en Suiza, en Italia, en Holanda y
Flandes..., y protagonizadas tanto por católicos como por protestantes.

En la Dieta de Augsburgo de 1555, que adoptó una “paz”, se reconoció a instancia de


los poderes protestantes el derecho de cada príncipe para decidir la religión que
pudiera practicarse en su territorio, sin más requisito que el de permitir emigrar a
quienes no quisieran aceptar el cambio forzoso de creencias. Con base a ello se
provocaron expulsiones o emigraciones en masa de quienes no aceptaban la fe oficial
del país. Por parte protestante, además de las alemanas, son famosas las inglesas
contra los católicos, y especialmente contra los puritanos que fueron elemento
decisivo en la colonización de las zonas anglófilas de Estados Unidos y las promovidas
por el calvinismo en Ginebra. Por parte católica, fueron muy notables las practicadas
en Francia respecto de los hugonotes hasta el edicto de Nantes, y desde que Luis XIV
suspendió dicho edicto en 1685 hasta mediados del siglo XVIII, como también dentro
de Alemania, y ya en el siglo XVIII (1731-1732), las de Baviera.

Conocemos bastante bien los ajusticiamientos de católicos que no quisieron dejar de


serlo a manos de príncipes protestantes. Es muy famoso el del político y escritor santo
Tomás Moro en la Inglaterra de Enrique VIII, que naturalmente fue acompañado en las
Islas Británicas de muchísimos más, sin que se libraran de esas furias los fríos países
nórdicos; en el área escandinava, los católicos que se negaban a aceptar la reforma
protestante eran declarados proscritos por el poder civil, y así podemos encontrarnos
en las crónicas con el obispo católico de Hólar en Islandia, que fue declarado fuera de
la ley por Christian III por rechazar la “conversión” al protestantismo, y como se rebeló
ante ello, fue ajusticiado, junto con sus hijos en 1550.

Pero no pensemos que las persecuciones “europeas” sólo se dieron recíprocamente


entre católicos y protestantes. La reforma protestante, precisamente por su base en el
“libre examen”, generó inmediatamente numerosos heterodoxos y sectas infractoras
de la línea fundacional dentro de cada una de sus ramas. Y la posición protestante
respecto de sus hermanos desviados fue todo lo intolerante que podamos suponer. No
se libró de ese duro espíritu persecutorio el mismo Lutero, que aprobó los intentos de
aniquilación y matanzas de sus “hijos” anabaptistas en Alemania (que alcanzaron cifras
enormes). Tampoco Calvino, para quien los episodios ya relatados de Servet y
Castellion no fueron una excepción, sino más bien la regla, exigió expresamente, caso
de que fuere necesaria, la represión por la violencia de toda doctrina no calvinista, y
contando sólo el período 1541-1546, intervino personalmente en 58 condenas a

85
muerte por razones de ideas religiosas, amén de promover la expulsión de Ginebra de
los disidentes religiosos.

Y no deja de ser sintomático que uno de los luteranos juzgados en los autos de fe de
Sevilla del siglo XVI, el “jerónimo” Antonio del Corro, habiéndose exiliado después
Pirineos arriba en busca de respeto para su libertad de conciencia, volvió a sufrir
persecución por parte de los protestantes en su país de exilio.

Sin que esta violencia religiosa europea transpirenaica fuera sólo producto de unos
difíciles momentos iniciales de la “Reforma” o “Contrarreforma”. Porque cuando el
siglo XVII está ya en su crepúsculo, el protestantismo calvinista inglés, a través de
Cromwell, genera “el reinado de los santos”, que produce unas feroces y brutales
persecuciones religiosas en las islas, especialmente contra los católicos, y más aún en
Irlanda. Y ya hemos visto que en el siglo XVIII se sigue practicando la expulsión de
disidentes religiosos en Francia y en Baviera.

¿Cómo esta realidad puede ser marginada por Delibes, cuando bastantes de sus hitos
más significativos ocurren en Europa antes y en los mismos años de los hechos que
narra? Y si no la ignora, ¿cómo puede construir un relato en el que se atribuya la
intolerancia al catolicismo español de la. época, como característica singular suya, y en
contraste con un supuesto espíritu amplio y de coexistencia religiosa de allende
nuestras fronteras?

Von Ranke, precisamente luterano, y uno de las más destacados historiadores de la


Edad Contemporánea sostiene las tesis que aquí voy exponiendo: España factor de
modernidad de Europa; represión protestante muy dura en Europa; ligazón entre
trono y altar como consecuencia de la Reforma protestante...

Y J. H. Elliot tampoco duda en destacar la superioridad de la España de los primeros


Austrias respecto del resto de Europa. Dice que “cualquiera que haya dedicado algún
tiempo al gran Archivo Nacional de Simancas (tan próximo al Valladolid de Delibes), no
puede por menos que quedar impresionado por la aplastante masa de documentación
generada por la máquina administrativa española en los siglos XVI .y XVII. La España de
los Habsburgo fue pionera del moderno Estado burocrático... La medida que España
aplicaba un año (en aquellos siglos), se convertía con frecuencia en las de Europa al
siguiente”.

Delibes no ignora lo que yo aquí digo; lo conoce por su formación anterior y por la
investigación que es evidente que realizó para acometer su novela; y como es hombre
de fina sensibilidad, muy posiblemente comprendió que la imagen que su novela daba
sobre el catolicismo español era injusta; acaso fue por ello por lo que salió a televisión
a proclamar que no tenía pretensiones históricas; quizá se sintió obligado a encabezar
su trabajo con una cita de Juan Pablo II sobre la necesidad de reconocer los atropellos
perpetrados por la Inquisición.

También es probable que, por lo mismo, ya en el preludio de la novela hay unos


personajes protestantes que, dialogando entre sí, anotan aspectos negativos y
violentos de Lutero, coacciones de Calvino y las matanzas alemanas relacionadas con

86
Müntzer (más de 100.000 muertos dice Delibes). Pero si con ello la buscaba, en modo
alguno restableció la equidad; porque toda su novela se recrea en la descripción del
catolicismo español de la época como intolerante y violento (de lo que es prueba la
carta de Carlos V desde Yuste: no la reproduce en conjunto, ni siquiera en párrafos
completos, sino que la va desmenuzando por frases sueltas, por goteo, con lo cual
magnifica y “normaliza” aquella postura); mientras que, tras las pocas frases dedicadas
por sus personajes a reconocer puntos negros del protestantismo europeo, los
equilibra a continuación; en cuanto a Lutero, puntualizando su amor a la música y a la
imprenta así como su condición de fiel esposo y padre amantísimo; en lo que toca a
Calvino, destacando que, pese a todo, el pueblo aceptó de grado su autoridad, y la
ciudad parecía un templo. Y por lo que respecta a los problemas con los anabaptistas,
se dicen frases como que “en toda revolución hay excesos... No debe juzgarse la
Reforma por ellos... Para los campesinos, un cambio religioso sin dinero carece de
interés... Eran humanos, aspiraban a que la religión les redimiera; luchaban por una
religión práctica... Lutero pudo más y los derrotó...”; con ello, salda con balanceada
neutralidad algunos de los puntos negros del comportamiento europeo protestante
del tiempo, y describe a continuación la Europa protestante, detalladamente y sin
cortapisas ni reservas, como un supuesto paraíso de libertad y humanismo, del que
dependían para subsistir espiritualmente, los pocos españoles esforzados que querían
una vida humana, moderna y cristiana; españoles que se presentan masacrados por el
catolicismo español del siglo, un catolicismo del que sólo se reflejan los elementos
execrables.

Leyendo a Delibes en esta novela, se recuerda que la doctrina esencial que motiva la
Reforma protestante junto a otras cuestiones realmente nimias, como la comunión
bajo las dos especies- es el tema de la justificación luterana por la fe. La encarnación y
pasión de Cristo para redimir a los hombres es tan importante que por sí misma
justifica la salvación de los humanos. No importan las “obras” de los hombres, sino que
la “gracia” obtenida por Cristo es “superabundante”. Y según los Evangelios, el “que
creyere en Mí se salvará”, lo único decisivo es la fe en Cristo, y no las obras humanas.

Importa poco -para el negocio de la salvación- que el hombre se esfuerce por


sacrificarse, por ser generoso...

Desde un punto de vista religioso y evangélico, cabe pensar en otros pasajes de las
Escrituras marginados por Lutero, como el del juicio universal, donde la salvación se
vincula a las obras, y concretamente a las obras de caridad. Pero no nos importa ahora
el estudio religioso del asunto, sino el humano-sociológico.

Porque muy posiblemente, ese planteamiento protestante ha inducido al abandono de


la preocupación moral por el actuar humano, al no ser condicionante de la salvación.
No es que los protestantes declaren la indiferencia del obrar; pero al desconectarlo del
negocio de la salvación, contribuyen a eliminar la moral heterónoma. Por ello, poco
después de la Reforma, surgen en Europa las filosofías que buscan una moral
autónoma, como la de Kant. Moral autónoma que, en teoría, puede ser suficiente para
la vida social, pero no en la práctica, ya que las masas necesitan moral heterónoma,
bien religiosa, o bien de otro tipo.

87
Es muy posible que la doctrina luterana de la justificación haya contribuido a la
“desmoralización” de Occidente. Pues si bien Occidente no es hoy un mundo
protestante, sin embargo, nuestra cultura, en buena medida es cristiana, pero con gran
dosis de protestantismo, por el predominio anglosajón de las últimas centurias.

En algún momento se ha pensado que la sociedad puede perfectamente vivir sólo con
las reglas del Derecho, sin necesidad de una moral. Pero esa idea se ha ido
abandonando a lo largo del siglo XX. Y al constatar que la moral, al menos la moral con
trascendencia “social”, estaba en crisis en una sociedad secularizada, hemos montado
ese espectáculo pintoresco en el que las autoridades de los Estados presionan o
semicoaccionan a los grupos sociales para que aprueben códigos deontológicos (no
son sólo los colegios profesionales; últimamente el mundo de las sociedades anónimas
vive sometido a esa fiebre); en teoría, lo que se monta es una moral heterónoma laica;
en la práctica, es Derecho vergonzante y carente de la nota de “seguridad”, porque los
poderes públicos de este tiempo dicen no querer interferir en el campo de lo privado.

Hay quien piensa que es “pesimismo” creer que cuando el hombre ha de buscar una
moral autónoma, llegará a la inmoralidad, en su conjunto. Otros creen que es realismo,
pues la autonomía moral sólo es alcanzable por minorías. Y no faltan quienes son
optimistas, precisamente por ello, porque tienen una concepción “ fundamentalista”, y
creen que el vacío social que esa situación crea, será llenado por otras culturas -por
ejemplo, ahora, la musulmana, u otras que puedan resucitar, como la marxista- que
aprovecharán la situación para dominar a Occidente e imponer su concepción de
moral heterónoma, más exigente, como en otros tiempos ocurrió con Roma, o Grecia,
o Egipto...

José Manuel Otero Novas.

F) LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA

1. Los mártires de la persecución religiosa española, testigos de reconciliación

La publicación del decreto de martirio de siete sacerdotes


catalanes y de una religiosa mallorquí asesinados durante la
guerra civil española en plena persecución religiosa constituye
un mensaje de reconciliación para España que busca superar
los atentados del 11 de marzo, explica uno de los máximos
expertos.

En esta entrevista concedida a Zenit, Vicente Cárcel Ortí,


especialista en relaciones Iglesia-Estado en el siglo XX en
España, autor de libros como «Mártires españoles del siglo

88
XX» (BAC), explica los motivos y revela detalles del martirio de los futuros beatos.

El reconocimiento del martirio de José Tapies Sirvant y de seis compañeros mártires ha


sorprendido pues su historia es muy poco conocida. Cuando en 1946 fue abierto el
proceso de José Tapies, los otros seis sacerdotes quedaron excluidos del mismo, si bien
habían sido martirizados juntos. Pero, en 1992, el obispo de Urgel, movido por las
instancias de los fieles, decidió abrir también el proceso de estos seis sacerdotes.

¿Quiénes eran estos sacerdotes? Se llamaban Pascual Araguás, Silvestre Arnau, José
Boher, Francisco Castells, Pedro Martret y Juan Perot. Todo ellos se dedicaban al
ministerio pastoral. José Tapies, muy apreciado por todos los feligreses, cuando fue
detenido, quiso deliberadamente entregarse vestido de sacerdote para mostrar su
identidad. Cuando lo llevaban a la muerte, de pie en el camión, iba saludando a todos
sin distinción hasta que, con un golpe, un miliciano le obligó a sentarse. Silvestre
Arnau, formado en la Universidad Gregoriana y en el Colegio Español de Roma, era
estudioso de San Juan de la Cruz y de Santa Teresa de Jesús. Se dedicaba a la
formación de la Federación de Jóvenes Cristianos de Cataluña. Los otros eran párrocos
muy queridos.

Murieron por ser sacerdotes. Fueron paseados por Pobla de Segur en un camión
acompañados de unos 50 milicianos, hasta el cementerio de Salas de Pallás. Vieron el
martirio, además de los milicianos que participaron en el fusilamiento, un campesino
que estaba trabajando allí cerca, el conductor del camión, un niño que seguía en
bicicleta y un alfarero que los vio descender del camión y oyó los disparos.

¿Hubo también mártires en Cataluña en esa época? Esta región fue quizá la más
castigada de España en cifras totales y proporcionales. Estos datos dan idea de lo que
allí pasó bajo la responsabilidad de los Gobiernos de la República y de la Generalitat.
Fueron martirizados los obispos Irurita, de Barcelona; Huix, de Lérida y Borrás, auxiliar
de Tarragona. El Lérida mataron al 65,8% del clero diocesano (270 sacerdotes de 410);
en Tortosa el 61,9% (316 de 510); en Tarragona el 32,4% (131 de 404); en Vich el 27,1%
(177 de 652); en Barcelona el 22,3% (279 de 1.251); en Gerona el 20% (194 de 932); en
Urgel el 20,1% (109 de 540) y en Solsona el 13,4% (60 de 445)

El Cardenal Vidal, arzobispo de Tarragona, que salvó la vida gracias a un «conseller», se


negó a regresar a Cataluña, a pesar de las insistencias de los republicanos, porque
seguía la persecución religiosa: las cárceles estaban repletas de sacerdotes y católicos,
por el simple hecho de serlo, y muchos de ellos fueron fusilados antes del final de la
guerra. Después al cardenal no se le permitió volver a España por motivos políticos,
pero esta es otra historia.

Su testimonio ha pasado casi inadvertido porque son sacerdotes diocesanos y no


religiosos ya que los religiosos disponen, en general, de más personas y medios que las
diócesis tanto para elaborar los procesos como para difundir las biografías. Lo
demuestran los datos. De 2.584 frailes y monjas martirizados, han sido beatificados
más de 300, mientras que de entre los 4.184 sacerdotes diocesanos, apenas unos 50
son ya beatos. Algo semejante ocurre con los seglares, pues de unos 3.000

89
martirizados por motivos religiosos apenas han sido beatificados medio centenar de
laicos, todos ellos católicos muy comprometidos con la Iglesia.

En ocasiones se ha acusado a la Iglesia de abrir viejas heridas con las beatificaciones o


canonizaciones de mártires de la guerra civil española. Ante todo, debe hacerse una
precisión. Yo nunca los llamo «mártires de la guerra civil» sino de la persecución
religiosa, que en España comenzó en 1934 con los «mártires de Turón», ya
canonizados, y otros muchos asesinados durante la "Revolución comunista de
Asturias".

Es una polémica pretextuosa y sin sentido que tiene una gran carga ideológica y
política. La Iglesia desde sus orígenes honró a los «mártires de la fe», y lo seguirá
haciendo. Las instituciones civiles y militares recuerdan a los «caídos en guerra» y a las
«víctimas de la represión política», tanto de la zona republicana como de la nacional, y
nadie dice que esto sea reabrir heridas, aunque a veces las instrumentalizaciones
políticas partidistas son evidentes.

Hoy se abusa del término «mártir», que encierra varias acepciones en el lenguaje
corriente, aunque la más genuina y original es la de quien sufre o muere por amor a
Dios, como testimonio de su fe, perdonando y orando por su verdugo, a imitación de
Cristo en la Cruz. Los demás pueden ser «héroes» o «víctimas» de ideales diversos,
incluso a veces discutibles, aunque se les llama mártires porque se abusa del concepto
por extensión y se aplica sin más al que sufre sencillamente por alguien o por algo.

Detrás de los «mártires cristianos» no ha banderas políticas ni ideologías: sólo hay fe


en Dios y amor al prójimo. Ellos no hicieron guerras ni las fomentaron, ni entraron en
luchas partidistas. Fueron portadores de un mensaje eterno de paz y amor, que
ilumina nuestra fe y alimenta nuestra esperanza.

Durante muchos años ha pesado como una losa el Régimen que tuvo España hasta
1975, y a muchos católicos les molesta la presencia de los mártires de 1936, que nada
tuvieron que ver con todo lo que vino después. También molestan a los «vencidos» en
la guerra, y a sus herederos ideológicos, porque los mártires denuncian la persecución
religiosa de aquellos años terribles y su tozudez porque se obstinan en no querer
reconocer sus responsabilidades históricas de la tragedia de 1936. Precisamente para
evitar referencias polémicas al pasado, la Iglesia esperó más de medio siglo de la
guerra civil para comenzar las beatificaciones (las primeras se hicieron en 1987) y que
España tuviera una democracia consolidada.

La "victoria de los mártires de la fe cristiana" nos transmite un mensaje de esperanza


para seguir viviendo con ilusión en un mundo desorientando, víctima de la
manipulación mediática, cada vez más insoportable.

Vicente Cárcel Ortí

90
2. De esto ha de pedir perdón la Iglesia española

Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al
matadero. (Romanos 8:36)

Arrecian las exigencias y los desplantes del


diario “El País” -sobre todo ahora que dan
rienda suelta a J.G. Bedoya, un agitador
que dejaría al caústico Ilya Ehrenburg
convertido en animador de fiestas
infantiles-, así como del PSOE y de IU, para
que la Iglesia se hinque de hinojos delante
de todos los españoles e impetre el perdón
por la guerra civil española de 1936-1939.

Fundan sus agrias demandas (en efecto, el


tono subido con que lo hacen sorprende
por su extraordinaria acritud, sobre todo al comprobar que de lo que hablan es de
perdón y reconciliación) en que, según ellos, es obligación del episcopado hispano
secundar y ser coherente con la decidida actitud del Santo Padre de demandar, ante el
umbral del año 2000, el perdón de los hombres por todos los errores cometidos por la
Iglesia. Olvidan fácilmente que el Papa está elevando a los altares a decenas de
mártires de la guerra civil un domingo sí y otro también, pero he de reconocer que lo
vehemente de estas exigencias me ha dado bastante que pensar últimamente.

Fruto de estas reflexiones, de las lecturas de estos días, y a la vista de la bella y valiente
determinación de la Conferencia Episcopal por todos conocida, ofrezco a los lectores
una escueta relación de todo aquello por lo que la Iglesia española tendría que haber
pedido perdón y, sin embargo, ha declinado hacerlo. Es historia registrada: desafío a
cualquier lector a que desmienta un solo dato.

§ AÑO 1931

 14 de abril: Proclamación de la II República Española.


 11 de mayo: Asalto y quema generalizada de conventos, colegios y edificios
religiosos. Pasividad oficial, cuando no comprobada complicidad (ver José María Jover
Zamora, Introducción a la Historia de España-, ed. Teide). Reacción del Jefe del Estado,
don Niceto Alcalá-Zamora: Sólo fogatas de virutas. Reacción del Ministro de la Guerra,
don Manuel Azaña: Todos los conventos no valen la vida de un republicano. La prensa
izquierdista, por su parte, sí que encontró, y pronto, un culpable de la quema de
conventos: los mismos que los habitaban, claro...
 3 de junio: Pastoral de los obispos en protesta por los ataques.

91
 13 de junio: Respuesta del Gobierno: El cardenal primado de España, don Pedro
Segura, ausente a la sazón, es detenido a su vuelta y llevado de nuevo a la frontera por
orden gubernativa.
 4 de agosto: Excedencia forzosa de todos los capellanes de prisiones.
 21 de agosto: Decreto del Gobierno suspendiendo “la facultad de venta,
enajenación y gravamen de los bienes muebles, inmuebles y derechos reales de la
iglesia, órdenes, institutos y casas religiosas, y, en general, de aquellos bienes que de
algún modo estén adscritos al cumplimiento de fines religiosos” (art. 1º). “Los notarios
no autorizarán ningún instrumento público sobre los bienes antedichos, y los
registradores de la Propiedad denegarán la inscripción de los correspondientes títulos.
Los agentes de Bolsa y corredores de Comercio no intervendrán...” (art. 2º) “Los
Bancos nacionales y los Bancos extranjeros domiciliados en España no autorizarán la
retirada de depósitos de cualquier naturaleza...” (art. 3º)...
 13 de octubre: Célebre afirmación de don Manuel Azaña en el Congreso de los
Diputados: España ha dejado de ser católica.
 4 de diciembre: Son secularizados los cementerios. Se prohíben las inhumaciones
en iglesias, conventos o casas religiosas. Los municipios podrán incautarse de los
cementerios municipales. En Galaroza (Huelva) se derriba la pared divisoria que separa
los enterramientos católicos de los que no lo son, a los sones de La Marsellesa
airosamente ejecutada por la banda municipal. Algunos ayuntamientos jiennenses
prohibieron o impidieron la asistencia de sacerdotes a los entierros. La Corporación
municipal de Mondoñedo (Lugo) premiaba con 100 pts. a los parientes que enterraran
a sus difuntos sin asistencia religiosa. En otro orden de cosas, el ayuntamiento de
Mazarrón (Murcia) ofrecía el 13 de diciembre del mismo año una gratificación de 50
pesetas a la primera pareja que optase por el matrimonio civil.
 9 de diciembre: Se aprueba la Constitución republicana en el Congreso de los
Diputados.

Art. 26: “(...) Quedan disueltas aquellas órdenes religiosas que estatutariamente
impongan, además de los tres votos canónicos, otro especial de obediencia a
autoridad distinta de la legítima del Estado.

Sus bienes serán nacionalizados y afectados a fines benéficos y docentes.Las demás


órdenes religiosas se someterán a una ley especial votada por estas Cortes
Constituyentes y ajustada a las siguientes bases:

1ª) Disolución de las que, por sus actividades, constituyen un peligro para la seguridad
del Estado...”

El Ayuntamiento de Molina de Segura (Murcia) exige mediante oficio al párroco de


Ntra. Señora de la Asunción la entrega de los fondos de la Hermandad del mismo
nombre, para festejos cívicos. Más tarde, esa misma Corporación ordenará retirar las
cruces de mayo de las casas de los vecinos. Algunos Consistorios onubenses intentan
cobrar arbitrios por el tañido de las campanas de los templos o por exhibir imágenes
de santos en las fachadas de los edificios. En Carrizo (cerca de Astorga) encarcelan al
padre Villalobos, capuchino, por negar una absolución. Las autoridades en general se
escudan en numerosas ocasiones en la posible alteración del orden público para no

92
conceder el permiso gubernativo que desde ahora es preceptivo para cualquier acto
religioso público.

§ 1932

 14 de enero: Circular del Director de Enseñanza, don Rodolfo Llopis, ordenando la


retirada inmediata de los crucifijos de las aulas. Entre las numerosas protestas de las
familias, una voz apreciada deja oír su verdad, se trata de don Miguel de Unamuno:

“La presencia del crucifijo en las escuelas no ofende a ningún sentido ni aun a los de
los racionalistas y ateos, y el quitarlo ofende al sentimiento popular hasta de los que
carecen de creencias confesionales.

¿Qué se va a poner donde estaba el tradicional Cristo agonizante? ¿Una hoz y un


martillo? ¿Un compás y una escuadra? ¿O qué otro signo confesional? Porque hay que
decirlo claro y de ello tendremos que ocuparnos: la campaña es de origen confesional
y claro de confesión anticatólica y anticristiana. Porque de neutralidad es una engañifa.

En los centros docentes y particularmente en las Normales de Maestros y en las


escuelas primarias e Institutos, se desarrollaba un programa de ateización progresiva,
tendente a arrancar la fe de las mentes, todavía en formación, de los niños o de los
jóvenes”.

 24 de enero: Disolución de la Compañía de Jesús, conforme al art. 26 de la


Constitución, e incautación de todos sus bienes. Inmediatamente, llueven las ofertas
internacionales para acoger, entre otros, al padre Luis Rodés, director del Observatorio
Astronómico del Ebro (Tortosa). El gobierno, abochornado, retiene al jesuita al frente
del Observatorio. Llega el gran momento de la prensa, la cual, saltándose a la torera el
título preliminar de la propia Constitución, que obligaba a todos, empezando por las
autoridades, al respeto de todas las creencias, aun las más opuestas”, se lanza a una
campaña anticatólica de agresión inmisericorde que hoy pasa por inaudita:

Obispos, curas y frailes, no os metáis en jaleos, porque podrían arder hasta los mismos
manteos. (“Eco del Pueblo”, semanario de Albacete)

Y tantos y tantos otros ejemplos...

§ 1933

 17 de mayo: Ley de Confesiones y Congregaciones religiosas. Obsesionada y


terrible. Hagan lo posible por localizarla y leerla.

§ 1934

 14 de febrero: Robo de la famosa Cruz de Caravaca. Los ladrones extraen de ella


sólo la reliquia, el lignum crucis, dejando de lado los accesorios, joyas de gran valor
artístico, lo que denota el móvil religioso. El gobierno, presionado por el escándalo,
nombra a un juez especial que avanza a grandes pasos en sus pesquisas... hasta que

93
cae asesinado en plena calle a manos de un tal José Luelmo, hermano de un ex-alcalde
de la citada localidad murciana.
 5 de octubre: Estalla la sublevación marxista en Asturias contra el gobierno electo
de la República. 34 clérigos asesinados. 58 templos destruidos. Dinamitada la Cámara
Santa de la Catedral de Oviedo, un tesoro inigualable del arte hispano -en el que se
incluían las viejísimas joyas de la dinastía astur- perdido para siempre.

“Lo de Asturias fue mucho más grave. Prescindiendo de otras consideraciones y


limitándonos a nuestro tema, hay que decir sin tapujos que fue un auténtico ataque
organizado contra la Iglesia: 58 iglesias fueron destruidas y 34 sacerdotes asesinados”.

AA.VV., Historia de la Iglesia en España, Madrid BAC 1979, vol. V, pág. 361.

 6 de octubre: El Presidente de la Generalidad de Cataluña, don Lluís Companys i


Jover, proclama L'Estat català. Algunos ayuntamientos catalanes interpretan este
hecho en el sentido de que es preciso intensificar la quema de templos y perpetrar
asesinatos de curas...

§ 1936

 13 de febrero: Las urnas dan la victoria al Frente Popular. Cierre de templos y


desbandada general de clérigos en numerosas localidades españolas. Palabras de doña
Margarita Nelken, diputada del Partido Socialista: “Necesitamos una revolución
gigantesca. Ni siquiera la rusa nos sirve. Queremos llamaradas que enrojezcan los
cielos y mares de sangre que inunden el planeta”.
 18 de julio: Estalla la guerra civil. Bajo la consigna de ¡A por ellos! se desata la
persecución general contra la Iglesia católica. La prensa publica los nombres de
aquéllos a los que hay que eliminar y se gratifica a cuantos denuncian o entregan
personas.
 27 de julio: El Presidente de la República, don Manuel Azaña, decreta la
incautación de edificios religiosos. Los Comités revolucionarios (uno en cada pueblo
por pequeño que fuese), auxiliados por las tristemente célebres checas, acuñan los
eufemismos paseo nocturno o dar el paseo para denominar a su siniestra forma de
asesinar a cuantos discrecionalmente consideran sus enemigos. Las víctimas religiosas
conforman una buena parte del balance de esos macabros paseos [Como curiosidad,
en Albacete, cobró popularidad la expresión llevar al parque, lo que comprenderá
perfectamente cualquiera que conozca la bella capital manchega]. Entre julio y octubre
se desarrolló la pleamar sangrienta de la persecución religiosa sobre los católicos,
tanto laicos como consagrados: fue el gran momento en el que tocó al clero secular y
regular español ofrecer al mundo su increíble testimonio de Cristo y el Evangelio.

No queda ninguna iglesia ni convento en pie, pero apenas han sido suprimidos de la
circulación un dos por ciento de los curas y las monjas. La hidra religiosa no ha muerto.
Conviene tener esto en cuenta y no perderlo de vista para ulteriores objetivos.

(“Solidaridad Obrera”, 26 de julio de 1936)

94
“Mira, es inútil. No matamos a tu cuñado, matamos la sotana. Si fuera un simple
paisano, con gusto haría lo posible por librarle, pero tratándose de un cura, no puedo
hacer nada, pues nuestro lema es: sotana que pillamos, sotana que matamos”.

(Respuesta de un miembro del Comité de Alcoy [Alicante] a la clemencia solicitada


para don Álvaro Sanjuán, religioso salesiano)

“Señora, viste sotana y basta”.

(Contestación a la madre de don José María Vicente Villazón, de Villaviciosa, Asturias)

Balance de la persecución religiosa durante la guerra civil

 13 obispos asesinados.
 4.184 sacerdotes seculares asesinados.
 2.365 religiosos asesinados.
 283 religiosas asesinadas (algunas de ellas previa violación, algo muy poco común
en el bando republicano).

[Desconozco la cifra exacta de laicos muertos por causa de su fe católica]

 No se registró ni una sola apostasía.


 La tortura física y los tormentos de toda laya estuvieron presentes en buena parte
de estos hechos.
 Templos quemados totalmente:
 Valencia: 800; Oviedo: 354; Tortosa: 48; Santander: 42; Barcelona: 40; Madrid: 30.
 Templos parcialmente destruidos:
 Almería: todos; Barbastro: todos; Ciudad Real: todos; Ibiza: todos; Segorbe: todos;
Tortosa: todos; Valencia: más de 1.500; Gerona: más de 1.000; Vic: más de 500;
Barcelona: todos menos 10; Cuenca: todos menos 3; Madrid: casi todos; Cartagena:
casi todos; Orihuela: casi todos; Santander: casi todos; Toledo: casi todos; Jaén: el 95%;
Solsona: 325.

Epílogo lúgubre en Murcia

A los cadáveres de los sacerdotes asesinados don Sotero González Lerma, don Mariano
Ruiz Martínez y don José Alfaro Rivas, los miembros del Comité local les seccionaron
las orejas y éstas fueron servidas como aperitivo en las tabernas. El cuerpo sin vida del
sacerdote don Patricio Aliaga Rubio fue arrojado a los cerdos, y al de don Antonio
Faúndez López, franciscano, le machacaron la cabeza. Al presbítero don José María
Cánovas Martínez le extrajeron el corazón sus asesinos y lo comieron asado en la
taberna La Peñica de Lorca (Murcia), según confesión propia de uno de ellos...

95
* Recojamos todos la herencia de los que murieron por su fe perdonando a
quienes los mataban y de cuantos ofrecieron sus vidas por un futuro de paz y
de justicia para todos los españoles.

(Comisión permanente del Espiscopado, documento Constructores de la paz, 20


de febrero de 1986)

* “En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo”.


(Juan 16:33)

Miguel Ángel García Olmo

3. Mártires en España

El Papa beatificó como mártires por la fe a once víctimas de la guerra civil española. No
hace mucho, les correspondió el turno a otras veintiséis. La serie de beatificaciones
comenzó el 22 de marzo de 1986, con el decreto de aprobación del martirio de tres
carmelitas de Guadalajara. Durará mucho todo esto, dado que los procesos en curso
son más de cien, muchos de ellos de grupo, y se refieren en su conjunto a 1.206
víctimas de la persecución anarco-socialista-comunista de los años treinta.

Ya se sabe que uno de los marcos que distinguen al mundo es el de dividir no sólo a los
vivos sino también a los muertos; no todos los muertos, y mucho menos todos los
mártires, son iguales; están los que deben ser venerados y recordados y los que hay
que olvidar.

Por desgracia, esta perspectiva tan mundana, porque está ligada al poder político y
cultural vigente en cada momento, parecía haber contaminado a una parte de la
institución eclesiástica. En efecto, hubo unos años en los que una especie de silencio
incómodo (cuando no un distanciamiento manifiesto por parte de cierta publicidad
católica) se precipitó sobre la terrible matanza de la que fueron víctimas en la España
de la guerra civil más de 6.832 personas entre curas, religiosas, monjas y miles de
laicos, que murieron por el solo hecho de ser creyentes. Así, a partir de los años
sesenta, y tal como escribe monseñor Justo Fernández Alonzo, director del Centro
Español de Estudios Eclesiásticos, «motivos de oportunidad aconsejaron moderar el
curso de los procesos de beatificación ya iniciados; sólo a partir de principios de los
años ochenta volvieron a tener vía libre».

Hicieron falta el valor y el amor por la verdad de Juan Pablo II para reabrir una página
de la historia que muchos, incluso ciertas fuerzas poderosas de la misma Iglesia,
hubieran preferido que continuase cerrada para siempre.

Actualmente, el final del comunismo por autodisolución y la consiguiente relajación de

96
la presión ejercida por una historiografía marxista tendenciosa que imponía un temor
reverencial deberían favorecer una relectura objetiva del papel de la Iglesia en España,
devastada primero por la guerra civil y sojuzgada después por el autoritarismo
franquista. Ese régimen, apresuradamente definido como «fascista» y equiparado
incluso con el nazismo, cuando en realidad estaba muy lejos del paganismo racial que
distingue a este último, y de la idolatría al Estado de hegelismo casero, que aflora en el
fascismo italiano, ese régimen decíamos, logró mantener a España fuera de la segunda
guerra mundial a pesar de las presiones de Hitler y Mussolini, y no se distinguió por
una actitud belicosa hacia el exterior. El final de Francisco Franco y de su régimen no es
de ningún modo comparable al sangriento de Ceaucescu en Rumania ni a la quiebra
económica y social de la Europa comunista. El rey Juan Carlos de Borbón, al que el
socialista y fanático republicano Sandro Pertini consideraba como uno de los mejores
jefes de Estado, fue elegido para la sucesión y preparado concienzudamente para
ocupar el trono por el viejo caudillo. Sucesión que se produjo sin traumas, en un clima
de pacificación y sobre bases económicas que permitieron a España situarse en estos
años entre los países del mundo de crecimiento más rápido; todas estas cosas
estuvieron espectacularmente ausentes en los países del Este, donde todo está por
reconstruir, tanto en el plano de la economía como en el plano moral, mientras que los
ánimos se encuentran aún sordamente divididos.

No se trata más que de unas ideas para una reflexión futura que juzgue con serenidad
una agria polémica que tiene casi medio siglo, contra una Iglesia que habría favorecido
a un presunto «Anticristo» de Madrid, sobre el que el historiador inglés
contemporáneo Paul Johnson, de estricta tendencia demócrata-liberal, escribe:
«Franco siempre estuvo decidido a mantenerse al margen de la guerra, que
consideraba una terrible calamidad y, sobre todo, una guerra que para él, católico
convencido, representaba la fuente de todos los males del siglo, al ser conducida por
Hitler y Stalin. En septiembre de 1939, declaró la absoluta neutralidad de España y
aconsejó a Mussolini que hiciera lo mismo. El 23 de octubre de 1940, cuando se reunió
con Hitler en Hendaya, lo recibió con frialdad, por no decir con desprecio. Hablaron
hasta las dos de la madrugada y no se pusieron de acuerdo en nada.»

Sean cuales fueren las conclusiones a las que lleguen sobre el franquismo los
historiadores del futuro, desde siempre está claro que los procesos canónicos
bloqueados por Roma y reiniciados ahora por un Papa que «no se amolda al mundo»,
van más allá de toda consideración política. Lo que conduce a incluir a esas víctimas en
la lista de mártires, que luego se propondrán para la veneración y la imitación de los
creyentes, es un motivo exclusivamente religioso; lo que se debe valorar no son unas
motivaciones políticas, sino si la matanza se realizó por odio a la fe y si fue aceptada
pacientemente por amor a Cristo y por fidelidad a él, tal vez con el explícito perdón de
los asesinos.

Lo que es cierto es que en la España republicana la matanza de católicos (y sólo de


católicos, porque las iglesias y pastores protestantes no fueron tocados) no tuvo por
finalidad castigar a hombres específicos y sus presuntas culpas. Constituyó un intento
de hacer desaparecer a la Iglesia misma. Como escribe el historiador de izquierdas
Hugh Thomas: «Nunca en la historia de Europa y quizá en la del mundo, se había visto

97
un odio tan encarnizado hacia la religión y sus hombres.» Y, para citar a otro estudioso
fuera de sospecha y, además, testigo directo, como Salvador de Madariaga
(antifranquista convencido, partidario del gobierno republicano y exiliado después de
la derrota): «Nadie que tenga buena fe y buena información puede negar los horrores
de aquella persecución: durante años, bastó únicamente el hecho de ser católico para
merecer la pena de muerte, infligida a menudo en las formas más atroces.»

Hubo casos como el del párroco de Navalmoral, sometido al mismo suplicio que Jesús,
comenzando por la flagelación y la corona de espinas hasta llegar a la crucifixión, en el
que el martirizado también se comportó como Cristo, bendiciendo y perdonando a los
milicianos anarquistas y comunistas que lo atormentaban. Hubo casos de religiosos a
los que encerraron en la plaza de toros y les cortaron las orejas como en las corridas.
Hubo casos de cientos de curas y monjas a los que quemaron vivos. A una mujer
«culpable» de ser madre de dos jesuitas la ahogaron haciéndole tragar un crucifijo. En
un momento dado, en el frente llegó a faltar la gasolina, utilizada con profusión para
quemar no sólo a los hombres, sino las obras de arte y las antiguas bibliotecas de la
Iglesia, un desastre cultural provocado por un odio ciego hacia la fe. Pero no era la
primera vez que se producían hechos similares; lo mismo ocurrió con el vandalismo
francés jacobino y con el del Risorgimento italiano.

Los partidos y movimientos republicanos (anarquistas, comunistas, pero en su mayoría


socialistas que se distinguirían más tarde en la guerra como feroces demagogos) que
subieron al poder en 1931 favorecieron de inmediato el clima de odio religioso que, en
sólo diez días de la insurrección de Asturias de 1934, dio como resultado la matanza de
12 sacerdotes, 7 seminaristas, 18 religiosos y el incendio de 58 iglesias. A partir de julio
de 1936, la matanza se generalizó: se dio muerte en las formas más atroces a 4.184
sacerdotes diocesanos (incluyendo seminaristas), 2.365 frailes, 283 monjas, 11
obispos, un total de 6.832 víctimas «clericales». Se cuentan por decenas de miles los
laicos asesinados por el solo hecho de llevar una medalla religiosa con la imagen de un
santo. En ciertas diócesis como la de Barbastro, en Aragón, en un solo año fue
eliminado el 88 % del clero diocesano.

La casa de las salesianas de Madrid fue asaltada e incendiada y las religiosas fueron
violadas y apaleadas después de ser acusadas de darles caramelos envenenados a los
niños. Los cuerpos de las monjas de clausura fueron exhumados y expuestos en
público como escarnio. Se llegó al extremo de recuperar barbaries cartaginesas como
la de atar a una persona viva a un cadáver y dejarla al sol, hasta que ambos se
pudrieran. En las plazas se fusilaba incluso a las estatuas de los santos y las hostias
consagradas eran utilizadas de forma obscena.

Sin embargo, durante décadas, incluso un cierto sector católico consideró que en la
tragedia española quien debía ser perdonada y olvidarlo todo era la Iglesia y no los
anarquistas, los socialistas y los comunistas. Se rechazaba con un cierto disgusto la
idea del martirio de esos inocentes, hasta el punto de bloquear los procedimientos.

Sin embargo, aunque en este mundo la verdad parezca débil, a la larga resulta
invencible. Y las liturgias de beatificación y canonización como las que proliferan en
San Pedro comienzan a hacer que surja plenamente.

98
Vittorio Messori

G) MEMORIA Y PERDÓN

1. ¿Debe la iglesia pedir perdón por sus errores?

Un hombre nunca debe avergonzarse por reconocer que se equivocó, que es tanto
como decir que hoy es más sabio de lo que fue ayer (Jonathan Swift).

Un acto de coraje y humildad

Hoy es corriente, por fortuna, que instituciones y Estados


pidan públicamente perdón por agravios cometidos por
sus antecesores. También la Iglesia, sobre todo desde el
Concilio Vaticano II, se ha mostrado dispuesta a realizar
esa tarea de revisión histórica de los errores e
incoherencias de los católicos a lo largo de los siglos.

La Iglesia custodia el depósito de la fe. Al exponer esas


verdades, goza de una infalibilidad otorgada por el
mismo Jesucristo. Esa infalibilidad, según la doctrina
católica, se extiende a las declaraciones del magisterio
solemne, al magisterio ordinario y universal, y a lo
propuesto de modo definitivo sobre la doctrina de la fe y las costumbres.

Sin embargo, en las actuaciones personales de los católicos, ha habido y habrá siempre
errores, más o menos graves, como sucede en todos los seres humanos. La Iglesia
asume con una viva conciencia esos pecados de sus hijos, recordando con dolor todas
las circunstancias en las que, a lo largo de la historia, los católicos se han alejado del
espíritu de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una
vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que
eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo.

Por eso la Iglesia anima a sus hijos a la purificación y el arrepentimiento de todos los
errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes. Hacerlo ha supuesto un acto de
coraje, y también una manifestación de humildad, y por tanto, una mayor
aproximación a Dios. La Iglesia, al revisar su historia y suscitar el arrepentimiento por
los eventuales errores y deficiencias de cuantos han llevado y llevan el nombre de
cristianos a lo largo de la historia, da ejemplo de lo que predica constantemente.

99
Por el vínculo que en la Iglesia une a todos los fieles, los cristianos de hoy llevamos de
alguna manera el peso de los errores y de las culpas de quienes nos han precedido
(aun no teniendo responsabilidad personal en esos errores), y en ese sentido la Iglesia
pide ahora perdón por esas culpas. La Iglesia abraza a sus hijos del pasado y del
presente en una comunión real y profunda, y asume sobre sí el peso de las culpas
también pasadas, para purificar la memoria y vivir la renovación del corazón y de la
vida según la voluntad del Evangelio.

Sin pedir nada a cambio

La Iglesia pide perdón y, a su vez, ofrece su perdón a cuantos la han ofendido (cuestión
bastante significativa si se piensa en tantas persecuciones como los cristianos han
sufrido a lo largo de la historia).

Pero la Iglesia no exige la petición de perdón ajena como premisa de la propia. No pide
nada a cambio. Pedir perdón de las culpas del pasado es un signo de vitalidad y de
autenticidad de la Iglesia, que refuerza su credibilidad y ayudará a modificar esa falsa
imagen de oscurantismo e intolerancia con que, por ignorancia o por mala fe, algunos
sectores de opinión se complacen en identificarla. Esclarecer la verdad será siempre
una liberación.

Dilucidar la verdad histórica

La Iglesia es una sociedad viva que atraviesa los siglos, y a través de ese caminar por la
historia, no puede evitar que el grano bueno esté mezclado con la cizaña, que la
santidad se establezca junto a la infidelidad y el pecado.

Clarificar la verdad hará que la luz destaque más sobre las sombras, porque, junto a
sus fallos, destacarán sus grandes méritos. No puede olvidarse que es la Iglesia quien
inició los hospitales, los hospicios, las escuelas, las universidades; que millones de
cristianos, en todo el mundo, se han dedicado a una tarea misionera que era también
una tarea de asistencia, de caridad, muchas veces heroica hasta el martirio.

Hay que evitar tanto una apologética que pretenda justificarlo todo, como una
culpabilización indebida, propia de cristianos acomplejados.

La Iglesia no tiene miedo a la verdad que emerge de la historia. Está dispuesta a


reconocer equivocaciones allí donde se hayan verificado. Pero desconfía de los juicios
generalizados de absolución o de condena respecto a las diversas épocas históricas.
Confía en la investigación paciente y honesta sobre el pasado, libre de prejuicios de
tipo confesional o ideológico.

Su petición de perdón no es ostentación de humildad ficticia, ni retractación de su


historia, ciertamente rica en méritos en el terreno de la caridad, de la cultura, de la
santidad. Responde más bien a una irrenunciable exigencia de verdad, que, junto a los
aspectos positivos, reconoce los límites y las debilidades humanas de las sucesivas
generaciones de cristianos.

100
El hecho de que algunas veces a lo largo de la historia la verdad se haya alzado con
aires o con hechos de intolerancia, e incluso que en su error haya llegado a llevar
hombres a la hoguera, no es culpa de la verdad sino de quienes no supieron
entenderla.

Todo, hasta lo más grande, puede degradarse. Es cierto que el amor puede hacer que
un insensato cometa un crimen, pero no por eso hay que abominar del amor, ni de la
verdad, que nunca dejarán de ser las raíces que sostienen la vida humana.

Alfonso Aguiló

2. Sentimientos de culpa

Al cabo de tres días de fatigoso viaje en común, Léo Moulin,


de ochenta y un años, aparece fresco, elegante, atento y tan
cordial como siempre. Moulin, profesor de Historia y
Sociología en la Universidad de Bruselas durante medio siglo,
autor de decenas de libros rigurosos y fascinantes, es uno de
los intelectuales más prestigiosos de Europa. Es quizás quien
mejor conoce las órdenes religiosas medievales, y pocos
sienten tanta admiración por la sabiduría de aquellos monjes
como él. A pesar de haberse distanciado de las logias
masónicas en las que militó («A menudo —me dice— afiliarse
a ellas es condición indispensable para hacer carrera en
universidades, periódicos o editoriales: la ayuda mutua entre
los "hermanos masones" no es un mito, es una realidad aún
vigente»), sigue siendo un laico, un racionalista cuyo agnosticismo bordea el ateísmo.

Moulin me encomienda que repita a los creyentes uno de sus principios, madurado a
lo largo de una vida de estudio y experiencia: «Haced caso a este viejo incrédulo que
sabe lo que se dice: la obra maestra de la propaganda anticristiana es haber logrado
crear en los cristianos, sobre todo en los católicos, una mala conciencia, infundiéndoles
la inquietud, cuando no la vergüenza, por su propia historia. A fuerza de insistir, desde
la Reforma hasta nuestros días, han conseguido convenceros de que sois los
responsables de todos o casi todos los males del mundo. Os han paralizado en la
autocrítica masoquista para neutralizar la crítica de lo que ha ocupado vuestro lugar.»

Feministas, homosexuales, tercermundialistas y tercermundistas, pacifistas,


representantes de todas las minorías, contestatarios y descontentos de cualquier
ralea, científicos, humanistas, filósofos, ecologistas, defensores de los animales,
moralistas laicos: «Habéis permitido que todos os pasaran cuentas, a menudo
falseadas, casi sin discutir. No ha habido problema, error o sufrimiento histórico que
no se os haya imputado. Y vosotros, casi siempre ignorantes de vuestro pasado, habéis
acabado por creerlo, hasta el punto de respaldarlos. En cambio, yo (agnóstico, pero

101
también un historiador que trata de ser objetivo) os digo que debéis reaccionar en
nombre de la verdad. De hecho, a menudo no es cierto. Pero si en algún caso lo es,
también es cierto que, tras un balance de veinte siglos de cristianismo, las luces
prevalecen ampliamente sobre las tinieblas. Luego, ¿por qué no pedís cuentas a
quienes os las piden a vosotros? ¿Acaso han sido mejores los resultados de lo que ha
venido después? ¿Desde qué púlpitos escucháis, contritos, ciertos sermones?» Me
habla de aquella Edad Media que ha estudiado desde siempre: «¡Aquella vergonzosa
mentira de los "siglos oscuros", por estar inspirados en la fe del Evangelio! ¿Por qué,
entonces, todo lo que nos queda de aquellos tiempos es de una belleza y sabiduría tan
fascinantes? También en la historia sirve la ley de causa y efecto...»

Pienso en el historiador de Bruselas mientras atravieso en coche, la periferia de Milán


una mañana cualquiera. Aquí, como en toda periferia urbana, un Dante
contemporáneo podría ambientar uno de los círculos de su infierno: ruidos
ensordecedores, olores mefíticos, montones de escombros y desechos, aguas
envenenadas, aceras obstruidas por vehículos aparcados, escarabajos y ratas, cemento
enloquecido, briznas de hierba tóxica. Por doquier adviertes la ira y el odio de unos
contra otros: automovilistas contra camioneros, peatones contra motorizados,
compradores contra vendedores, septentrionales contra meridionales, italianos contra
extranjeros, obreros contra patrones, hijos contra padres. La degradación se instala en
los corazones mucho antes que en el ambiente.

Al fin, la meta: el gran monasterio, la antigua casa religiosa. Aliviado por librarme del
coche atravieso el portón. De golpe, el mundo cambia a mi alrededor. Un gran patio de
una antigüedad de siglos, cerrado en todos sus lados por un soportal, sosiega el ánimo
con la armonía de sus arcos. El silencio, la belleza de los frescos, el ritmo de las
edificaciones, la frescura de las sombras. Más allá del patio se ve un amplio jardín,
último reducto en cuyos árboles se ha refugiado todo lo que sobrevive o vuela en la
tierra desolada de las inmediaciones. La hospitalidad de los religiosos te hace sentir
que esa gente, pese a todo, intenta hacer el bien y cree que todavía es posible amar.

Con una mezcla de ironía y angustia, pienso en la venganza de la historia de los últimos
dos siglos, poblados por gente diversa pero unida por un furioso intento de suprimir
los signos cristianos, empezando por las congregaciones religiosas; por la necesidad de
destruir con éstas esos lugares de paz y belleza, vistos como inmundos rincones de
oscurantismo, anacrónicos obstáculos en la senda sobre la que edificar el soñado
«nuevo mundo».

Ahora, más allá del muro que resguarda el jardín, tenemos el fruto del radiante
mañana prometido. Jamás el mundo, en nombre de la humanidad, se volvió más
inhumano. Se han truncado las expectativas: la realidad y la esperanza de un mundo
más habitable perduran —pero ¿por cuánto tiempo?— en estos residuos religiosos
que han sobrevivido (por milagro, por azar, por obstinación de los cristianos, que
resurgen cada vez que son eliminados) a la furia de los «iluminados». Sus hijos y nietos
se refugian también aquí para lamentarse de todo cuanto se ha perdido. Y para
alegrarse de que se haya salvado algo de la rabia de los destructores.

102
Si por el fruto se reconoce al árbol, quizá haya que extraer alguna conclusión de ello,
aunque sea para proseguir con la admonición de Moulin, el viejo historiador agnóstico,
a los creyentes: «causa y efecto...». También nosotros tenemos nuestros esqueletos en
el armario; y ojo con querer disimularlo. La realidad cristiana siempre mezcla lo divino
con lo humano; la Iglesia es casta et meretrix, según sentencian los Padres. Y así son y
fueron siempre sus hijos. Pero miremos también a nuestro alrededor, ya no tan
avergonzados e intimidados. La caridad no es posible sin la verdad; para nosotros y
para los demás.

Vittorio Messori

103
II. LA IGLESIA Y EL JUDAÍSMO

A) EL ANTISEMITISMO

1. La explusión de los judíos

«Las presiones de los judíos a través de los medios de comunicación y las protestas de
los católicos empeñados en el diálogo con el judaísmo han tenido éxito. La causa de la
beatificación de Isabel la Católica, reina de Castilla, recibió en estos días un imprevisto
frenazo [...]. La preocupación por no provocar las reacciones de los israelíes, irritados
por la beatificación de la judía conversa Edit Stein y por la presencia de un monasterio
en Auschwitz, favoreció el que se hiciera una "pausa para reflexionar" sobre la
conveniencia de continuar con la causa de la Sierva de Dios, título al que ya tiene
derecho Isabel I de Castilla.»

Así dice un artículo publicado en Il Nostro Tempo, Orazio Petrosillo, informador


religioso de Il Messaggero. Petrosillo recuerda que el frenazo del Vaticano llegó a
pesar del dictamen positivo de los historiadores, basado en un trabajo de veinte años
contenido en veintisiete volúmenes. «En estas cantidades ingentes de material -dice el
postulador de la causa, Anastasio Gutiérrez- no se encontró un solo acto o
manifestación de la reina, ya fuera público o privado, que pueda considerarse
contrario a la santidad cristiana.» El padre Gutiérrez no duda en tachar de «cobardes a
los eclesiásticos que, atemorizados por las polémicas, renuncian a reconocer la
santidad de la reina». Sin embargo, Petrosillo concluye diciendo, «se tiene la impresión
de que la causa difícilmente llegue a puerto».

Se trata de una noticia poco reconfortante. Sin embargo, no es la primera vez que
ocurre; ciñéndonos a España, recordemos que Pablo VI bloqueó la beatificación de los
mártires de la guerra civil, por lo que podemos comprobar que, una vez más, se
consideró que las razones de la convivencia pacífica contrastaban con las de la verdad,
que en este caso es atacada con una virulencia rayana en la difamación, no sólo por
parte de los judíos (a los que en la época de Isabel les fue revocado el derecho a residir
en el país), sino también por parte de los musulmanes (expulsados de Granada, su
última posesión en tierras españolas), y por todos los protestantes y los anticatólicos
en general, que desde siempre montan en cólera cuando se habla de aquella vieja
España cuyos soberanos tenían derecho al título oficial de Reyes Católicos. Título que
se tomaron tan en serio que una polémica secular identificó hispanismo y catolicismo,
Toledo y Madrid con Roma.

En cuanto a la expulsión de los judíos, siempre se olvidan ciertos hechos, como por
ejemplo, el que mucho antes de Isabel, los soberanos de Inglaterra, Francia y Portugal
habían tomado la misma medida, y muchos otros países iban a tomarla sin las

105
justificaciones políticas que explican el decreto español que, no obstante, constituyó
un drama para ambas partes.

Es preciso recordar que la España musulmana no era en absoluto el paraíso de


tolerancia que han querido describirnos y que, en aquellas tierras, tanto cristianos
como judíos eran víctimas de periódicas matanzas. Sin embargo, está más que
probado que si había que elegir entre dos males -Cristo o Mahoma- los judíos tomaron
partido por este último, haciendo de quinta columna en perjuicio del elemento
católico. De ahí surgió el odio popular que, unido a la sospecha que despertaban
quienes formalmente habían abrazado el cristianismo para continuar practicando en
secreto el judaísmo (los marranos), condujo a tensiones que con frecuencia
degeneraron en sanguinarias matanzas espontáneas y continuas a las que las
autoridades intentaban en vano oponerse. El Reino de Castilla y Aragón surgido del
matrimonio de los reyes todavía no se había afianzado y no estaba en condiciones de
soportar ni de controlar una situación tan explosiva, amenazado como estaba por una
contraofensiva de los árabes que contaban con los musulmanes, a su vez convertidos
por compromiso.

Desde el punto de vista jurídico, en España, y en todos los reinos de aquella época, los
judíos eran considerados extranjeros y se les daba cobijo temporalmente sin derecho a
ciudadanía. Los judíos eran perfectamente conscientes de su situación: su
permanencia era posible mientras no pusieran en peligro al Estado. Cosa que, según el
parecer no sólo de los soberanos sino también del pueblo y de sus representantes, se
produjo con el tiempo a raíz de las violaciones de la legalidad por parte de los judíos no
conversos como de los formalmente convertidos, por los cuales Isabel sentía una
«ternura especial» tal que puso en sus manos casi toda la administración financiera,
militar e incluso eclesiástica. Sin embargo, parece que los casos de «traición» llegaron
a ser tantos como para no poder seguir permitiendo semejante situación.

En cualquier caso, como mantiene la postulación de la causa de santidad de Isabel, «el


decreto de revocación del permiso de residencia a los judíos fue estrictamente político,
de orden público y de seguridad del Estado, no se consultó en absoluto al Papa, ni
interesa a la Iglesia el juicio que se quiera emitir en este sentido. Un eventual error
político puede ser perfectamente compatible con la santidad. Por lo tanto, si la
comunidad judía de hoy quisiera presentar alguna queja, deberá dirigirla a las
autoridades políticas, suponiendo que las actuales sean responsables de lo actuado
por sus antecesoras de hace cinco siglos».

Añade la postulación (no hay que olvidar que ha trabajado con métodos científicos,
con la ayuda de más de una decena de investigadores que dedicaron veinte años a
examinar más de cien mil documentos en los archivos de medio mundo): «La
alternativa, el aut-aut "o convertirse o abandonar el Reino", que habría sido impuesta
por los Reyes Católicos es una fórmula simplista, un eslogan vulgar: ya no se creía en
las conversiones. La alternativa propuesta durante los muchos años de violaciones
políticas de la estabilidad del Reino fue: "O cesáis en vuestros crímenes o deberéis
abandonar el Reino."» Como confirmación ulterior tenemos la actividad anterior de
Isabel en defensa de la libertad de culto de los judíos en contra de las autoridades

106
locales, con la promulgación de un seguro real así como con la ayuda para la
construcción de muchas sinagogas.

No obstante, resulta significativo que la expulsión fuera particularmente aconsejada


por el confesor real, el muy difamado Tomás de Torquemada, primer organizador de la
Inquisición, que era de origen judío. También resulta significativo y demostrativo de la
complejidad de la historia el hecho de que, alejadas de los Reyes Católicos, aunque
fuera por el clamor popular y por motivos políticos de legítima defensa, las familias
judías más ricas e influyentes solicitaron y obtuvieron hospitalidad de la única
autoridad que se la concedió con gusto y la acogió en sus territorios: el Papa. De esto
sólo puede sorprenderse todo aquel que ignore que la Roma pontificia es la única
ciudad del Viejo Continente en la que la comunidad judía vivió altibajos según los
papas que les tocaron en suerte, pero que nunca fue expulsada ni siquiera por breve
tiempo. Habrá que esperar al año 1944 y a que se produzca la ocupación alemana para
ver, más de mil seiscientos años después de Constantino, a los judíos de Roma
perseguidos y obligados a la clandestinidad; quienes consiguieron escapar lo hicieron
en su mayoría gracias a la hospitalidad concedida por instituciones católicas, con el
Vaticano a la cabeza.

El camino a los altares le está vedado a Isabel también por quienes terminaron por
aceptar sin críticas la leyenda negra de la que hemos hablado y de la que seguiremos
ocupándonos, y que abundan incluso entre las filas católicas. No se le perdona a la
soberana y a su consorte, Fernando de Aragón, el haber iniciado el patronato,
negociado con el Papa, con el que se comprometían a la evangelización de las tierras
descubiertas por Cristóbal Colón, cuya expedición habían financiado. En una palabra,
serían los dos Reyes Católicos los iniciadores del genocidio de los indios, llevado a cabo
con la cruz en una mano y la espada en la otra. Y los que se salvaron de la matanza
habrían sido sometidos a la esclavitud. Sin embargo, sobre este aspecto, la historia
verdadera ofrece otra versión que difiere de la leyenda.

Veamos, por ejemplo, lo que dice Jean Dumont: «La esclavitud de los indios existió,
pero por iniciativa personal de Colón, cuando tuvo los poderes efectivos de virrey de
las tierras descubiertas; por lo tanto, esto fue así sólo en los primeros asentamientos
que tuvieron lugar en las Antillas antes de 1500. Isabel la Católica reaccionó contra
esta esclavitud de los indígenas (en 1496 Colón había enviado muchos a España)
mandando liberar, desde 1478, a los esclavos de los colonos en las Canarias. Mandó
que se devolviera a las Antillas a los indios y ordenó a su enviado especial, Francisco de
Bobadilla, que los liberara, y éste a su vez, destituyó a Colón y lo devolvió a España en
calidad de prisionero por sus abusos. A partir de entonces la política adoptada fue bien
clara: los indios son hombres libres, sometidos como los demás a la Corona y deben
ser respetados como tales, en sus bienes y en sus personas.»

Quienes consideren este cuadro como demasiado idílico, les convendría leer el codicilo
que Isabel añadió a su testamento tres días antes de morir, en noviembre de 1504, y
que dice así: «Concedidas que nos fueron por la Santa Sede Apostólica las islas y la
tierra firme del mar Océano, descubiertas y por descubrir, nuestra principal intención
fue la de tratar de inducir a sus pueblos que abrazaran nuestra santa fe católica y

107
enviar a aquellas tierras religiosos y otras personas doctas y temerosas de Dios para
instruir a los habitantes en la fe y dotarlos de buenas costumbres poniendo en ello el
celo debido; por ello suplico al Rey, mi señor, muy afectuosamente, y recomiendo y
ordeno a mi hija la princesa y a su marido, el príncipe, que así lo hagan y cumplan y
que éste sea su fin principal y que en él empleen mucha diligencia y que no consientan
que los nativos y los habitantes de dichas tierras conquistadas y por conquistar sufran
daño alguno en sus personas o bienes, sino que hagan lo necesario para que sean
tratados con justicia y humanidad y que si sufrieren algún daño, lo repararen.»

Se trata de un documento extraordinario que no tiene igual en la historia colonial de


ningún país. Sin embargo, no existe ninguna historia tan difamada como la que se
inicia con Isabel la Católica.

Vitorio Messori

2. Leyendas negras y leyendas rosas del Judaísmo

Siguen siendo fuente de polémica los Protocolos de los Sabios de Sión, el más conocido
de los falsos antisemitas del siglo XX expuesto en el mes de enero de 2004 en la nueva
gran Biblioteca de Alejandría de Egipto. Tras haber presentado a los visitantes de una
exposición sobre los textos sagrados judíos una edición de los Protocolos como fuente
de informaciones auténticas e importantes sobre el judaísmo, la dirección de la
Biblioteca ha cedido ante las críticas de la prensa de varios países, y ha quitado de la
exposición el volumen contestado. Ahora la asociación de los Hermanos Musulmanes,
la mayor organización fundamentalista mundial que tiene su sede central en Egipto,
pide la dimisión del director de la Biblioteca, acusado de servilismo hacia Occidente e
Israel. Quinientos intelectuales lo defienden en un llamamiento, donde no podían
faltar las referencias a los “legítimos derechos árabes”.

Los Protocolos son el supuesto «documento» de un plan judío de control del mundo,
redactado según las hipótesis más recientes y fiables en Rusia entre 1902 y 1903 por
ambientes antisemitas rusos, de donde pasa a la policía zarista, que sin embargo
parece no haber sido el cliente, en base a un texto anti-bonapartista de 1864 del
abogado parisino Maurice Joly (1829-1879), cambiando el sujeto del complot, de la
familia Bonaparte a los judíos, y de la novela Biarritz (1868) del periodista alemán
antisemita Hermann Goedsche (1815-1878). Son publicados por primera vez, en ruso,
en 1903 en versión reducida en el periódico Znamia, luego en 1905 como opúsculo en
San Petersburgo. De aquí pasan más o menos al mundo entero. Que se trate de un
falso es algo obvio desde hace decenios para quien haya estudiado la cuestión.

O, al menos, es obvio en Occidente. Escribe el profesor Menahem Milson en un


estudio de 2003 que “cuando los Protocolos son mencionados en los medios de
comunicación árabes, siempre son presentados como absolutamente auténticos”. En
2002 la serie de televisión egipcia “Caballeros sin caballo” ha puesto en escena los
Protocolos en el mes del Ramadán, con audiencias fenomenales en todo el mundo
árabe. Tras las protestas occidentales, para el Ramadán de 2003 varios canales de
televisión árabes han puesto otra serie – esta vez siria, La Diáspora – que en esencia

108
tiene las mismas referencias e incluso aumenta la dosis, aun declarando en una
advertencia antes de cada capítulo de no estar basado en los Protocolos.

El antisionismo árabe a menudo utiliza confusamente argumentos sacados del


antijudaísmo y del antisemitismo occidentales, Protocolos incluidos, sin olvidar la
existencia de un antijudaísmo religioso específicamente islámico. La mixtura es
explosiva. Puede explotar fácilmente, merced también a la tolerancia de aquello que
en Occidente se manifiesta, como ha declarado el filósofo Jürgen Habermas en una
entrevista a Le Monde, como “antisemitismo de izquierdas bajo forma de amalgama de
temas anticapitalistas y antisionistas”, unido a un “anti-americanismo que sirve a los
incorregibles como tapadera a su antisemitismo”. Un auténtico complejo antisionista
empuja a ésta izquierda a tolerar con benevolencia en los “amigos” árabes aquéllo que
no es una legítima crítica a Israel sino un retorno a las manifestaciones más oscuras del
antisemitismo.

Un ejemplo directamente vinculado con el antisemitismo progresista nos lo brinda la


sentencia de la Corte Internacional de La Haya y la decisión de las Naciones Unidas
sobre el muro de contención que Israel está levantando para protegerse de los
terroristas palestinos. Sobre el muro se pueden tener opiniones distintas: la misma
Corte Suprema de Israel ha criticado el recorrido y ordenado modificaciones a las que
tendrá que atenerse Sharon.

Un elemento, sin embargo, es evidente: la “opinión no vinculante” emitida por la Corte


Internacional a petición de la Asamblea General de las Naciones Unidas, a su vez
solicitada por algunos países árabes, representa una anomalía jurídica y un precedente
peligroso. La Corte no se ha ocupado jamás en su historia de “excesos defensivos” de
un país amenazado por la guerrilla o por el terrorismo. La opinión que en esta ocasión
arremete contra Israel mañana podría arremeter contra los Estados Unidos, el nuevo
gobierno iraquí, o cualquier otro. Resulta escandaloso que –salvo una oblicua
referencia a “tensiones” en la zona – la opinión de La Haya no diga una palabra sobre
las más de mil víctimas del 2000 a hoy del terrorismo palestino que mata israelíes de
religión judía o musulmana, turistas, transeúntes, mujeres embarazadas y por último
incluso niños en las guarderías infantiles. Hablan de todo los jueces de La Haya –
condicionados por los países islámicos– menos que de los veinte mil ataques
terroristas salidos de los Territorios contra Israel en cuatro años, que son precisamente
la razón por la cual algunos han pensado en la solución extrema del muro (cabe
recordar, en passant, que desde su construcción el número de atentados ha bajado en
un 90 por cien...).

Resulta también tremendamente contradictorio e hiriente escuchar al presidente de la


Corte de La Haya, un chino, declarar ante las televisiones del mundo entero que se
trata de proteger los derechos humanos de los palestinos, cuando un complejo sistema
de intercambios entre el mundo árabe, países comunistas y algunos Estados europeos
liderados por Francia ha impedido hasta el momento con éxito a la Corte Internacional
y a Naciones Unidas ocuparse de los derechos humanos de los cristianos, de los
tibetanos y demás minorías religiosas a las que no es reconocido el derecho legal de
existir en China. En cuanto a Naciones Unidas, tienen una larga tradición de prejuicio

109
anti-israelí y de complicidad con países islámicos que no respetan siquiera los más
mínimos derechos de las personas, cuando no genocidas, como Sudán (ya, ¿por qué
sólo ahora tanta preocupación por el destino de las poblaciones de etnia negra en
Darfur cuando ya son varios lustros que se comete un auténtico genocidio contra las
poblaciones negras, además de cristianas y animistas, del Sur de Sudán? ¿Es que acaso
los cristianos y animistas tienen menos derecho a existir que los musulmanes de etnia
negra víctimas del racismo árabe en la región del Darfur? ¿No se tratará de un nuevo
episodio de la guerra intra-islámica, sirviéndose del plácet complaciente de Naciones
Unidas, auténtico detonante de la Cuarta Guerra Mundial.

En definitiva, la sentencia de la Corte Internacional sirve sólo para que se agiten las
masas islámicas –con perjuicio de los mismos gobiernos que han promovido el
procedimiento, y que corren el riesgo de ver incrementada la oposición
fundamentalista-, a los terroristas palestinos para justificar el terrorismo, y a una cierta
izquierda para atacar Israel, los Estados Unidos, y los gobiernos que los apoyan.

Las anteriores críticas contra la deriva patológica del anti-americanismo y del


antisemitismo no deben por otra parte llevar a crear una “leyenda rosa” sobre el
pueblo judío. No se trata, en efecto, de desconocer u obviar, por ejemplo, las
relaciones de una parte de éste con la masonería y con todas aquellas asociaciones,
movimientos, partidos, ideologías, etc., que de una u otra forma han luchado por una
sociedad laicista e incluso atea como la comunista. Tampoco debemos pasar por alto
los orígenes judíos de algunos de los fundadores y financiadores de la ideología
mundialista tan bien descrita por Padre Schooyans, ni dejar de criticar, cuando sea
necesario, la política israelí. Y ello, sin remontarnos a la auténtica tragedia del pueblo
judío, esto es, el rechazo de la Persona y Revelación de Nuestro Señor Jesucristo, y a
muchos otros episodios tristes que han jalonado su trágica historia. Se trata, más bien,
de poner las cosas en su sitio y de barrer el campo de todos aquellos prejuicios -fruto
muchas veces de teorías conspirativas patológicas que, entre otras cosas, no tienen en
cuenta la inmensa complejidad de toda realidad humana que se desenvuelve en la
historia- que imposibilitan un análisis sereno y objetivo de tan singular pueblo y de su
andadura histórica, con vistas a una reconciliación en la verdad y a un diálogo y
colaboración –en la medida de lo posible– como instrumento para la reconciliación
definitiva de nuestros Hermanos Mayores con su auténtico Mesías, Jesucristo. Ya el
hablar de por sí de pueblo judío resulta, hasta cierto punto, desviante, puesto que a la
par de todas las demás realidades humanas, también los judíos conocen una
multiplicidad de diferencias de todo tipo (con el problema añadido de la diáspora y de
su consecuente tensión entre integración y salvaguarda de su identidad) que resulta
realmente imposible reducir a unidad tan complejo fenómeno (salvo, claro está, en las
mentes de los teóricos de la “Conspiración”).

Por lo tanto, si no deseamos echar más leña al fuego del antisemitismo islamo-social-
comuno-nacionalista rampante en Occidente y en los países musulmanes (sin por ello
olvidar el antisemitismo de cierto mundo “cristiano” y – en especial – “católico”),
debemos librarnos de todas aquellas leyendas (ya sean “negras” o bien “rosas”) que
hacen imposible una visión objetiva de la realidad. De lo contrario les haremos el juego

110
a todos aquellos por una u otra razón tienen interés en nublar la vista con toda clase
de artilugios legendarios.

Ángel Expósito Correa

3. “Dabru emet”. Declaración judía sobre los cristianos y el cristianismo

En los últimos años, se ha producido un cambio espectacular y sin precedentes en las


relaciones entre judíos y cristianos. Durante los casi dos milenios de exilio judío, los
cristianos tendieron a caracterizar al judaísmo como una religión fracasada o, en el
mejor de los casos, como una religión que preparó el camino para el cristianismo y
encuentra en él su cumplimiento. Sin embargo, en las décadas que siguieron al
Holocausto, el cristianismo cambió de una manera espectacular. Un número cada vez
mayor de organismos eclesiales oficiales, tanto católicos romanos como protestantes,
efectuaron declaraciones públicas para expresar su arrepentimiento por el maltrato de
los cristianos hacia los judíos y el judaísmo. Esas declaraciones sostienen, además, que
la enseñanza y la predicación cristianas pueden y deben ser reformadas en el sentido
de reconocer la Alianza permanente de Dios con el pueblo judío y celebrar la
contribución del judaísmo a la civilización mundial y a la misma fe cristiana.

Creemos que esos cambios merecen una respuesta meditada por parte de los judíos.
Hablando sólo en nuestro propio nombre –somos un grupo de estudiosos judíos de
tendencias diferentes–, creemos que ha llegado el momento de que los judíos
reconozcan los esfuerzos que hacen los cristianos por valorar al judaísmo. Creemos
que ha llegado el momento de que los judíos reflexionen sobre qué tiene que decir hoy
el judaísmo acerca del cristianismo. Como primer paso, presentamos ocho breves
enunciados sobre la forma en que los judíos y los cristianos pueden relacionarse entre
sí.

Los judíos y los cristianos adoran al mismo Dios. Antes del surgimiento del
cristianismo, los judíos eran los únicos que adoraban al Dios de Israel. Pero los
cristianos también adoran al Dios de Abraham, Isaac y Jacob, el creador del Cielo y de
la Tierra. Aunque el culto cristiano no es una opción religiosa viable para los judíos,
como teólogos judíos nos alegramos de que, por medio del cristianismo, cientos de
millones de personas hayan entrado en relación con el Dios de Israel.

Los judíos y los cristianos se remiten a la autoridad del mismo libro: la Biblia (que los
judíos llaman “Tanakh” y los cristianos, “Antiguo Testamento”). Al buscar en él
orientación religiosa, enriquecimiento espiritual y educación comunitaria, judíos y
cristianos extraemos enseñanzas similares: Dios creó y sostiene el universo; Dios
estableció una Alianza con el pueblo de Israel; la palabra revelada de Dios guía a Israel
por una vida de rectitud; y Dios redimirá finalmente a Israel y a todo el mundo. Pero en
muchos puntos, los judíos y los cristianos interpretan la Biblia de modo diferente. Esas
diferencias siempre deben ser respetadas.

Los cristianos pueden respetar la reivindicación del pueblo judío sobre la tierra de
Israel. El acontecimiento más importante para los judíos después del Holocausto fue el
restablecimiento de un Estado judío en la Tierra Prometida. Como miembros de una

111
religión bíblica, los cristianos aprecian que la tierra de Israel fue prometida –y
otorgada– a los judíos como centro físico de la Alianza entre ellos y Dios. Muchos
cristianos apoyan al Estado de Israel por razones mucho más profundas que las
meramente políticas. Como judíos, aplaudimos ese apoyo. También reconocemos que
la tradición judía prescribe la justicia para todos los no judíos que residan en un Estado
judío.

Los judíos y los cristianos aceptan los principios morales de la Torah. En el centro de
los principios morales de la Torah está la inalienable santidad y dignidad de todos los
seres humanos. Todos nosotros fuimos creados a imagen de Dios. Este énfasis moral
compartido puede ser la base de un mejoramiento de la relación entre nuestras dos
comunidades. También puede ser la base de un vigoroso testimonio para toda la
humanidad con el fin de mejorar la vida de nuestros semejantes y resistir frente a las
inmoralidades y las idolatrías que nos dañan y nos degradan. Este testimonio es
especialmente necesario después de los horrores sin precedentes del siglo pasado.

El nazismo no fue un fenómeno cristiano. Sin la larga historia de antijudaísmo


cristiano y la violencia cristiana contra los judíos, la ideología nazi no habría podido
imponerse ni llevarse a cabo. Demasiados cristianos participaron en las atrocidades
nazis contra los judíos, o las consintieron. Otros cristianos no protestaron
suficientemente contra esas atrocidades. Pero el nazismo en sí mismo no fue una
consecuencia inevitable del cristianismo. Si el exterminio nazi de los judíos se hubiera
terminado de consumar, su furia asesina se habría vuelto más directamente contra los
cristianos. Reconocemos con gratitud a esos cristianos que arriesgaron o sacrificaron
sus vidas para salvar judíos durante el régimen nazi. Teniendo esto presente,
alentamos la continuación de los actuales esfuerzos de la teología cristiana para
repudiar inequívocamente el desprecio hacia el judaísmo y el pueblo judío. Aplaudimos
a los cristianos que rechazan esa enseñanza del desprecio, y no los culpamos por los
pecados que cometieron sus antecesores.

La diferencia humanamente inconciliable entre judíos y cristianos no será resuelta


hasta que Dios redima a todo el mundo, según las promesas de la Escritura. Los
cristianos conocen y sirven a Dios a través de Jesucristo y la tradición cristiana. Los
judíos conocen y sirven a Dios a través de la Torah y la tradición judía. Esa diferencia
no será resuelta porque una comunidad insista en que interpreta la Escritura más
correctamente que la otra, ni ejerciendo poder político sobre la otra. Los judíos
pueden respetar la fidelidad de los cristianos a su revelación, del mismo modo que
esperamos que los cristianos respeten nuestra fidelidad a nuestra revelación. Ni el
judío ni el cristiano deben ser presionados para aceptar las enseñanzas de la otra
comunidad.

Una nueva relación entre judíos y cristianos no debilitará la práctica judía. Una mejor
relación no acelerará la asimilación cultural y religiosa que, con razón, temen los
judíos. No cambiará las formas tradicionales del culto judío, ni incrementará los
matrimonios mixtos entre judíos y no judíos, ni inducirá a más judíos a convertirse al
cristianismo, ni creará una falsa combinación entre judaísmo y cristianismo.
Respetamos al cristianismo como una fe que se originó dentro del judaísmo, y que

112
sigue teniendo contactos significativos con él. No lo consideramos una extensión del
judaísmo. Sólo si apreciamos nuestras propias tradiciones, podemos proseguir esta
relación con integridad.

Judíos y cristianos deben trabajar juntos por la justicia y la paz. Los judíos y los
cristianos reconocen, cada uno a su manera, que la situación de no redención del
mundo se refleja en la persistencia de la persecución, la pobreza, la degradación
humana y la miseria. Aun cuando la justicia y la paz pertenecen en última instancia a
Dios, nuestros esfuerzos conjuntos, unidos a los de otras comunidades de fe,
contribuirán a instaurar el Reino de Dios que esperamos y anhelamos. Por separado y
en conjunto, debemos trabajar para instaurar la justicia y la paz en nuestro mundo. En
esta empresa, somos guiados por la visión de los profetas de Israel: Sucederá en días
futuros que el monte de la Casa del Señor será asentado en la cima de los montes y se
alzará por encima de las colinas. Confluirán a él todas las naciones, y acudirán pueblos
numerosos. Dirán: “Venid, subamos al monte del Señor, a la Casa del Dios de Jacob,
para que él nos enseñe sus caminos, y nosotros sigamos sus senderos” (Isaías 2, 2-3).

Tikva Frymer-Kensky, University of Chicago


David Novak, University of Toronto

B) EL NAZISMO

1. Hitler, la Santa Sede y los judíos1

Según mi investigación, la Santa Sede con los papas Pío XI y Pío XII comprendió ya
desde el inicio de los años veinte los peligros propios del nazismo. Con la reciente
apertura de los archivos vaticanos relativa a las nunciaturas de Munich y Berlín (1922-
39) ahora tenemos la posibilidad de evaluar mejor la manera en que aquel "fatídico
giro político" del 30 de enero de 1933 fue comentado y juzgado por los máximos
responsables de la Iglesia católica.

Una serie de "Informes", redactados por el nuncio apostólico en Berlín, el arzobispo


Cesare Orsenigo, nos da la posibilidad de evaluar mejor aquellos acontecimientos. El
primer obispo que tomó medidas contra el nacionalsocialismo fue el arzobispo de
Maguncia, quien en septiembre de 1930 publicó algunas normas que tenían como
objetivo impedir el que los católicos quedaran contagiados por la epidemia
nacionalsocialista; sin embargo, no todos los obispos las aprobaron, por considerar

1
Sesenta años después de la ofensiva aliada que derrotó al nazismo, ha salido en las librerías italianas
un libro del historiador de la Universidad Pontificia Gregoriana, Giovanni Sale, s.j., en el que recoge
documentación inédita. El libro "Hitler, la Santa Sede y los judíos" -("Hitler, la Santa Sede e gli Ebrei" -
Editorial Jaka Book, 556 páginas) - analiza las relaciones entre el Tercer Reich y la Santa Sede en los años
1933 y 1945, basándose en documentos hasta ahora desconocidos del Archivo Secreto Vaticano relativo
a las nunciaturas de Munich y Berlín -recientemente abierto por el Papa -.

113
que eran demasiado duras. En todo caso, consideraban que el documento episcopal
era prematuro, dado que el movimiento hitleriano se encontraba todavía en evolución.

Algunos obispos, además, pensaban que no había que creer demasiado a las teorías de
algunos intelectuales del movimiento hitleriano, como el ideólogo anticristiano Alfred
Rosenberg, mientras que había que tener en cuenta que el partido nacionalsocialista
era el único que se oponía con determinación al avance de los bolcheviques en Europa.

Con el paso del tiempo, a la línea de conducta adoptada por el obispo de Maguncia, se
asoció poco a poco todo el episcopado alemán, "apoyado -escribía el nuncio Orsenigo -
por la actitud irreligiosa persistente de algunos jefes del nacionalsocialismo". En la
conferencia episcopal de los obispos prusianos reunidos en Fulda del 17 al 19 de
agosto de 1932 se acordó, "dado el presente peligro que el movimiento
nacionalsocialista podría constituir para las almas", publicar disposiciones que
prohibieran a los católicos la participación en el partido hitleriano. El documento fue
aprobado por unanimidad.

En la campaña electoral para las elecciones políticas del 5 de marzo de 1933, por
primera vez salió a la luz la oposición entre nacionalsocialismo y mundo católico. En un
despacho del 16 de febrero de 1933, enviado a la Secretaría de Estado del Vaticano,
monseñor Orsenigo afrontaba la gravedad de la situación y la dureza del
enfrentamiento político que tenía lugar entre los partidos, así como la orientación
política de los católicos y la manipulación de la religión con fines partidistas: "La lucha
electoral en Alemania -escribía el nuncio - ha entrado ya en su clímax [...]. Por
desgracia, también la religión católica es utilizada con frecuencia por unos y por otros
con objetivos electorales. El Zentrum [Centro] cuenta naturalmente con el apoyo de
casi la totalidad del clero y de los católicos y, con tal de lograr la victoria, actúa sin
preocuparse de las penosas consecuencias que podrían derivarse para el catolicismo
en caso de plena victoria adversaria".

De hecho, durante la campaña electoral, el elemento religioso fue sumamente


aprovechado con motivos de propaganda política tanto por los partidos
gubernamentales como por el Zentrum. Éste, considerado por muchos como un
"partido confesional", se inspiraba en los valores cristianos para condenar y combatir
los principios del nacionalsocialismo. Este último, por su parte, recurría a la lucha
contra el comunismo para movilizar a las fuerzas católicas contra el enemigo común. Y
sabemos también que muchos hombres de Iglesia no eran para nada insensibles a este
argumento.

En general, la actitud de la jerarquía católica alemana durante toda la campaña


electoral estuvo caracterizada por una gran prudencia y sentido de responsabilidad. En
general, hizo todo lo posible para no alimentar, con declaraciones partidistas o
improvisadas, el conflicto existente entre el nacionalsocialismo y el Zentrum.

Lo mismo hizo la Santa Sede. De la documentación que hemos consultado, resulta de


hecho que ni la Santa Sede ni el nuncio en Berlín intervinieron de ninguna manera para
influenciar a los obispos o a los jefes del partido Zentrum en una determinada
dirección.

114
La Secretaría de Estado en aquellos meses se limitó a observar lo que estaba
sucediendo en Alemania y trató con todos los medios de no involucrarse en las
complicadas cuestiones políticas alemanas. Esto no significa, sin embargo, que no
estuviera preocupada por lo que sucedía en aquellos meses en una nación tan
importante para Europa.

Si bien compartía el punto de vista de los obispos alemanes sobre la condena de la


ideología nacionalsocialista y sentía profunda preocupación por el destino de la Iglesia
católica en aquel país, en el Vaticano eran también conscientes del peligro de que
Alemania abrazara a los bolcheviques, empujando a toda la Europa continental en el
caos y poniéndola en manos del comunismo. Esto explica el motivo por el cual en el
Vaticano, en aquel período, no se juzgaba con excesivo rigor la llegada al poder de
Hitler, ni su proyecto político de crear en Alemania un gobierno fuerte, autoritario,
siguiendo el modelo de Benito Mussolini.

El punto más debatido por los historiadores es, sin embargo, el del apoyo
determinante dado por el Zentrum a la consolidación de la dictadura hitleriana, con la
votación de la ley sobre los plenos poderes del 23 de marzo de 1933. Hay que recordar
que el paso de plenos poderes legislativos del Reichstag al canciller era un
procedimiento excepcional pero previsto por la Constitución y, por tanto, legítimo.

La responsabilidad del Zentrum en la consolidación del poder del nacionalsocialismo se


limita, desde mi punto de vista, al hecho de que a través de su voto se hizo posible la
ampliación de los poderes del canciller; esto no significa sin embargo la toma del poder
absoluto (que quedaba en manos del ejército y del presidente de la República) por
parte de Hitler, del que sin embargo fue investido sucesivamente, con un simple
decreto firmado por él mismo, después de la muerte del presidente Hindenburg.

Por tanto, responsabilizar al Zentrum de la llegada de la dictadura hitleriana, como


sucede con frecuencia entre algunos escritos, me parece no sólo injusto sino también
erróneo desde el punto de vista de la verdad histórica.

Las fuerzas reaccionarias y conservadoras del Estado permitieron que el


nacionalsocialismo llegara al poder en Alemania y estas fuerzas permitieron que Hitler
-a pesar de que conocían sus ideas y su proyecto político - fuera investido de plenos
poderes, creyendo que podrían dominarlo y manejarlo según sus intereses. Tampoco
hay que olvidar que fueron los electores, en las elecciones del 5 de marzo de 1933
quienes confirmaron esta opción, concediendo al partido hitleriano un elevado
porcentaje de votos.

Si el partido Zentrum el 23 de marzo se hubiera negado a votar los plenos poderes a


los nacionalsocialistas -quienes para amedrentar a los diputados habían rodeado el
edificio en el que se celebraba la sesión -, los nacionalsocialistas hubieran utilizado la
fuerza para alcanzar este mismo resultado, derramando sangre inocente.

Desde mi punto de vista, los diputados del Zentrum que votaron en marzo de 1933 la
ley de delegación de poderes actuaron en buena fe, pensando que de este modo
estaban ofreciendo un buen servicio a la Patria, preservando la paz social y política y

115
salvando la Constitución. Ciertamente no tenían ante sus ojos todos los efectos
negativos, muchos de los cuales entonces no podían preverse, y que tendrían lugar con
la toma de poderes.

La ideología nacionalsocialista se demostró pagana y claramente anticristiana. Pero el


enfrentamiento más duro entre los nazis y la Iglesia católica tuvo lugar con motivo de
la ley sobre la esterilización obligatoria de 1933. Con esta ley, los nazis comenzaron a
aplicar de manera criminal la selección de la raza.

En realidad, los desacuerdos entre la Santa Sede y el nacionalsocialismo habían


comenzado ya tras la estipulación del Concordato de julio de 1933, cuando Hitler
comenzó sin demasiados reparos a violar no sólo su espíritu sino también su letra,
limitando según le daba la gana los derechos de la Iglesia en materia de asociación,
formación, etc.

Ya en abril de 1933, la Santa Sede había comunicado a Hitler, tanto a través de los
canales de la diplomacia pontificia como a través de la mediación de Mussolini, que se
oponía a la legislación antisemita adoptada por el nuevo Gobierno, pues violaba el
derecho natural e hizo todo lo posible para atenuar su rigor.

Hay que decir, de todos modos, que la ley sobre la esterilización obligatoria, que entró
en vigor a inicios de 1934, se convirtió en el primer motivo de enfrentamiento entre las
autoridades vaticanas y las del nuevo Reich germánico, decidido a aplicar sus teorías
eugenésicas en materia de selección racial: teorías que Pío XI había condenado
abiertamente en la encíclica "Casti Connubii" de 1931.

A petición de la Santa Sede, el episcopado alemán hizo todo lo posible (incluidas cartas
pastorales, contactos personales con dirigentes del régimen, etc.) para lograr la
modificación de la ley sobre la esterilización. Esta movilización del mundo católico
alemán llevó, de hecho, a modificar el reglamento de aplicación de la ley, que fue
publicado el 5 de diciembre de 1933.

Éste contenía dos cláusulas importantes, incluidas en el texto definitivo por los
representantes de los obispos después de extenuantes encuentros con las autoridades
gubernamentales y contra la oposición del ala radical del partido nacionalsocialista: la
primera permitía a las personas con enfermedades hereditarias que no querían ser
esterilizadas ser internadas en una clínica; la segunda, garantizaba al personal sanitario
no efectuar o a asistir a operaciones de esterilización por motivos de conciencia.

Tuvo más éxito, en 1941, la valiente denuncia de algunos obispos alemanes contra el
programa (secreto) de eutanasia de personas con enfermedades hereditarias, en
particular los enfermos de mente -los mismos que habían sido esterilizados en virtud
de la ley de 1933 - cuya manutención era considerada como demasiado cara para el
Estado.

El obispo de Münster, monseñor Clemens August Graf von Galen, en una homilía del 3
de agosto de 1941, reveló detalles sobre la manera en que eran asesinados los

116
enfermos en casas especialmente preparadas para ello y la manera en que se
comunicaban noticias falsas a sus seres queridos sobre su fallecimiento.

El obispo condenó con fuerza estos hechos, definiéndoles auténticos delitos, y


pidiendo que se castigara a sus responsables. La falta de respeto de la vida humana,
denunció, llevaría a la eliminación física de todas las personas consideradas
discapacitadas para el trabajo, como los enfermos graves, los ancianos, los soldados
heridos que regresaban del frente.

La homilía causó una profunda conmoción entre la población civil y entre los soldados
alemanes que combatían en el frente. Los jefes nazis reaccionaron con violencia:
algunos pidieron incluso que von Galen fuera ahorcado, acusado de alta traición.

Sin embargo, Hitler, a regañadientes, decidió -para no crear malestar entre la


población civil de esa importante región ni entre los numerosos soldados católicos -,
aplazar el ajuste de cuentas con la Iglesia hasta que acabara la guerra.

Lo ciertos es que una orden del Führer del mismo 3 de agosto de 1941 bloqueó
oficialmente la ejecución del programa de eutanasia. En los años sucesivos, a pesar de
la orden de Hitler, se siguió aplicando en algunas situaciones particulares; pero el
programa oficial no se reanudó.

Una vez aclarada la posición de la Santa Sede y de los católicos alemanes ante la
llegada al poder del movimiento político de Hitler, en esta segunda parte de la
entrevista el historiador Giovanni Sale sj., analiza la posición de Pío XI y de Pío XII ante
el nazismo y en particular ante la persecución de los judíos.

La teoría de que Pío XII se "calló", constata Sale, profesor de Historia de la Universidad
Pontificia Gregoriana, autor del libro recién publicado "Hitler, la Santa Sede y los
judíos" -("Hitler, la Santa Sede e gli Ebrei" - Editorial Jaka Book, 556 páginas) - está
infundada.

La encíclica "Mit brennender Sorge" y el hecho de que Hitler no pudiera visitar el


Vaticano muestran la hostilidad de la Santa Sede al régimen nazi. La reciente apertura
de los archivos vaticanos relativos a las nunciaturas de Munich y Berlín (1922-1939)
arroja nueva luz tanto sobre la truncada visita de Hitler al Vaticano -durante la visita de
Estado que hizo a Roma en 1938 - como sobre la redacción y divulgación en Alemania
de la encíclica "Mit brennender Sorge" (1937), es decir, la encíclica de Pío XI contra el
nazismo.

La nueva documentación vaticana disponible nos informa de manera


sorprendentemente detallada sobre las vicisitudes ligadas a la recepción de esta
encíclica por parte de los Estados y de los ambientes de la diplomacia internacional.
Las fuentes muestran que la encíclica fue interpretada en aquel tiempo, por la mayor
parte de los países occidentales no ligados a Alemania, como un valiente acto de
denuncia del nazismo, de las doctrinas racistas y de idolatría del Estado que profesaba,
así como de sus métodos violentos de disciplina social.

117
La "Mit brennender Sorge" fue una de las primeras encíclicas papales y tuvo una
resonancia realmente mundial. Por motivos sobre todo políticos fue uno de los
primeros actos pontificios que superó las fronteras del mundo católico: fue leída por
creyentes y no creyentes, por católicos y protestantes, es más, por primera vez estos
últimos tributaron a un documento papal reconocimientos públicos que eran
impensables poco antes.

Según un prestigioso periódico protestante holandés, la encíclica "sería valida"


también para los cristianos de la Reforma, "pues en ella el Papa no se limita a defender
los derechos de los católicos, sino también los de la libertad religiosa en general".
Ciertamente la "Mit brennender Sorge" fue acogida de manera diferente según la
sensibilidad y la cultura política de las muchas personas que la leyeron.

El hecho es que, como hemos constatado, fue interpretada generalmente no sólo


como un acto de protesta de la Santa Sede por las continuas violaciones del
Concordato por parte del gobierno alemán, o como una desautorización doctrinal de
los errores del nacionalsocialismo, sino sobre todo como un acto de denuncia del
nazismo mismo y de su Führer, y esto lo comprendieron inmediatamente los jerarcas
del Reich.

Es verdad, como han subrayado los que han comentado la encíclica, que no menciona
nunca ni al nacionalsocialismo ni a Hitler, pero si se va más allá de la "letra" del
documento, es fácil percibir detrás de cada página, de cada frase, una auténtica
acusación contra el sistema hitleriano y contra sus teorías racistas y neopaganas.

Esto lo comprendieron la gran mayoría de los lectores del documento papal. Por eso,
se convirtió en una de las mayores y más valientes denuncias de la barbarie nazi,
pronunciada de manera autorizada por el obispo de Roma, cuando todavía la gran
parte del mundo político europeo veía a Hitler con una mezcla de admiración, sorpresa
y miedo.

Otro de los grandes debates es el de el Papa Pío XII y el holocausto. Por lo que se
refiere a los judíos deportados en los territorios ocupados por el Reich, la acción
desarrollada a su favor por la diplomacia de la Santa Sede se orientó en dirección de
los gobiernos de los países aliados de Alemania, donde existía una mayoría católica y
un episcopado "combativo".

Una nota de la Secretaría de Estado del 1 de abril de 1943 decía: "Para evitar la
deportación de masa de los judíos, que se verifica actualmente en muchos países de
Europa, la Santa Sede ha solicitado la atención del nuncio de Italia, del encargado de
asuntos en Eslovaquia, y del encargado de la Santa Sede en Croacia".

Utilizando los canales diplomáticos vaticanos, hizo todo lo que pudo para obtener algo
-con frecuencia, por desgracia, muy poco - a favor de los judíos por parte de aquellos
gobiernos (en ocasiones amigos). Se sabe, además, que exhortaba al episcopado local,
en particular al alemán, a denunciar con fuerza los horrores cometidos por los nazis
contra católicos y judíos.

118
Hay que recordar que la mayor parte de las intervenciones pontificias tenían como
objetivo principal defender a los judíos católicos y garantizar la indisolubilidad de los
matrimonios entre judíos y católicos, basándose en los Concordatos estipulados con
estos Estados. Realmente la Santa Sede no podía pedir o hacer más a través de los
canales diplomáticos oficiales.

Alemania, tras la ocupación de Polonia, había replicado a la Santa Sede que pedía la
aplicación del Concordato alemán a los territorios polacos "englobados" en el Reich. En
realidad no era aplicado ni siquiera en el territorio alemán.

Los archivos del Ministerio de Asuntos Exteriores del Reich están llenos de periódicas
intervenciones del nuncio apostólico, el arzobispo Cesare Orsenigo, sobre los judíos.
Pero los despachos que envió a la Secretaría de Estado muestran lo difícil que era su
situación.

Uno, del 19 de octubre de 1942, dice: "A pesar de las previsiones, he tratado de hablar
con el ministro de Asuntos Exteriores, pero como siempre, especialmente cuando se
trata de personas que no son arias, me respondió "no hay nada que hacer". Todo
asunto sobre los judíos es sistemáticamente rechazado o desviado".

En las palabras de los diplomáticos vaticano se percibe con frecuencia un sentido de


impotencia y de desaliento en este sentido. La actividad diplomática de la Santa Sede a
favor de los judíos no fue, sin embargo, como algunos dicen, totalmente inútil o
ineficaz. A veces logró "ralentizar" las operaciones de deportación o, cuando no podía
hacer otra cosa, excluir de ella a algunas categorías de personas.

Una parte de la historiografía reciente, en especial la estadounidense, ignora esta


actividad realizada por la Santa Sede a favor de los judíos. Denuncia los "silencios" de
Pío XII, por considerarlos "culpables". Según ellos, el Papa tenía el deber de denunciar
lo que estaba sucediendo en Europa, aunque tuviera que poner en peligro la propia
vida.

La verdad es que esto no sólo hubiera expuesto a la represalia nazi la vida del Papa -
que en varias ocasiones dijo que estaba dispuesto a entregar - sino la de todos los
obispos, sacerdotes, religiosas y religiosos, que vivían en los territorios ocupados, así
como la seguridad de millones de católicos.

Sobre la así llamada "solución final" [exterminio del pueblo judío, ndr.], por las fuentes
que he consultado, algunas de ellas conservadas en nuestro archivo de la "Civiltà
Cattolica" [revista quincenal de los jesuitas en Italia, ndr.], se constata que el Papa no
tenía información: basándose en noticias algo nebulosas y a veces contradictorias,
sabía que muchísimos judíos, sin culpa ninguna y sólo por motivo de su estirpe, eran
asesinados por los nazis de diferentes maneras. De hecho, poco antes, había sucedido
lo mismo a muchos católicos polacos, por el único motivo de su nacionalidad.

Pero no sabía nada de la "solución final". Hasta 1944, en el Vaticano se ignoraba


incluso la existencia de Auschwitz. La misma propaganda aliada, a pesar de que

119
describía las atrocidades alemanas, las represalias salvajes, y otras cosas, no decía
nada sobre los campos de exterminio.

Las primeras noticias ceritas se tuvieron con el famoso Protocolo de Auschwitz, en el


que dos jóvenes judíos, huidos del campo de concentración de Auschwitz, en la
primavera de 1944, denunciaron al mundo el exterminio de sus hermanos en las
cámaras de gas. El texto, conocido en parte ya en junio del mismo año, no fue
publicado integralmente hasta el mes de noviembre.

¿Qué sabían los aliados de la "solución final"? Ciertamente más que el Papa. Según el
historiador Richard Breitman, tanto Roosevelt como Churchill sabían mucho sobre el
exterminio sistemático de los judíos, pues sus servicios secretos descifraban las
comunicaciones codificadas de las SS.

Una fuerte denuncia de los crímenes por parte de los aliados, según Breitman, habría
constituido un serio obstáculo a la aplicación de la "solución final", pero no tuvo lugar
(Cf. "Il silenzio degli alleati: La responsabilità morale di inglesi e americani
nell'Olocausto ebraico", Mondadori, 1999).

El radiomensaje navideño de Pío XII de 1942, dedicado a la pacificación de los Estados,


presentando la ley moral y natural como criterio para la refundación de un nuevo
orden entre las nacionales, es uno de los actos más significativos y al mismo tiempo
más controvertidos del pontificado del Papa Eugenio Pacelli.

En el momento en que fue pronunciado, tuvo un eco enorme en todos los continentes
y fue escuchado y apreciado incluso fuera del mundo católicos. Periódicos y revistas de
diferente orientación cultural y política publicaron amplios pasajes y comentarios, en
la mayoría de los casos benévolos.

Fue diferente la acogida que depararon al mensaje papal los gobiernos y el mundo de
la diplomacia: fue acogido con abierta hostilidad por las potencias del Eje, en particular
por Alemania, y con abierta frialdad por las aliadas, en particular por los ingleses.

En él, el Papa no sólo repudiaba el nuevo "orden europeo" que el nacionalsocialismo


pretendía realizar, sino que condenaba explícitamente las atrocidades de la guerra, ya
sea los bombardeos en alfombra efectuados por los aliados sobre las ciudades
alemanas, ya sea las atrocidades realizadas por los alemanes contra civiles inocentes.
En particular, el Papa denunciaba el exterminio de los judíos europeos: "Este deseo de
paz -decía el Papa - la humanidad lo debe a los centenares de miles de personas que,
sin culpa alguna, en ocasiones sólo por razones de nacionalidad o estirpe, son
destinados a la muerte o que son dejados morir progresivamente".

Si este pasaje del radiomensaje pasó prácticamente ignorado en la prensa


internacional, no sucedió así en el caso de la atenta censura nacionalsocialista. El
ministro de Asuntos Exteriores del Reich, Joachim von Ribbentrop, encargó
inmediatamente al embajador alemán ante la Santa Sede que informara al Papa sobre
la posición del gobierno alemán: "Por algunos síntomas da la impresión que el
Vaticano está dispuesto a abandonar su actitud normal de neutralidad y a tomar

120
posiciones contra Alemania -dice el comunicado -. A usted le corresponde informarle
que en tal caso Alemania no carece de medios de represalia".

¿Qué pensaba el propio Papa sobre el contenido del mensaje navideño de ese año?
¿Estaba convencido de haber denunciado al mundo los horrores de la guerra, de la
deportación y de la masacre de poblaciones inocentes, como los judíos? Por las
relaciones de los embajadores de los países aliados, parece que sí: el Papa estaba
totalmente convencido de haber cumplido hasta el final con su deber ante Dios y ante
el tribunal de la historia.

En una carta del 30 de abril, dirigida al arzobispo de Berlín, monseñor K. von Preysing,
escribe con tono sereno que "ha dicho una palabra sobre lo que se está haciendo
actualmente contra los que no son arios en los territorios sometidos a la autoridad
alemana. Fue una breve mención pero fue bien comprendida".

También con el director de "Civiltà Cattolica" Pío XII hizo referencia al mensaje
navideño, en el que evidentemente descargó su corazón y su conciencia de pastor: "El
Santo Padre -refiere el padre Martegani - habló ante todo de su reciente mensaje
navideño, que parece haber sido bien acogido en general, a pesar de que fuera
ciertamente más bien fuerte".

El Papa, por tanto, estaba "subjetivamente" convencido de haber denunciado ante el


mundo lo que estaba sucediendo a los que no eran arios en los territorios sometidos a
la autoridad alemana, de haber hablado "fuerte" contra los horrores de la guerra y, en
particular, contra los crímenes nazis.

Algunos historiadores consideran, sin embargo, que esta denuncia fue insuficiente,
dictada por razones de prudencia político-diplomática y no tanto por sentimientos de
humanidad. En todo caso, según estos intérpretes, era "objetivamente" inadecuada a
la gran tragedia que estaba teniendo lugar en el corazón de Europa.

La actitud de "prudencia" por la que había optado la Santa Sede durante la guerra ante
los beligerantes se reveló sobre todo en ese momento, comentan estos historiadores,
inadecuada, insuficiente para responder a las graves exigencias del momento.

El mundo civil, según ellos, se esperaba del Papa, suprema instancia moral y espiritual
del Occidente cristiano, no tanto palabras "prudentes", "equilibradas", incluso justas,
sino más bien "palabras de fuego" a la hora de denunciar las violaciones de los
derechos humanos, a pesar de que esto pusiera en peligro la vida de innumerables
católicos, tanto clérigos como laicos, que vivían en los territorios del Reich. De este
modo, el Papa hubiera realizado su elevada misión profética.

Desde mi punto de vista, este juicio histórico sobre la acción de Pío XII es
excesivamente simplista a nivel de los hechos históricos, e injusto desde el punto de
vista subjetivo. No tiene en cuenta las reales dificultades del momento histórico en el
que se desarrolló la labor del pontífice y, al mismo tiempo, prescinde totalmente de la
sensibilidad y cultura del Papa Pacelli.

121
Algunos historiadores hablan del Papa y del papado de manera abstracta, ideológica,
sin considerar el hecho de que el "ministerio petrino" se concreta a nivel histórico en la
persona de individuos particulares, con sus virtudes y sus límites humanos, y que la
Iglesia en su acción concreta, al igual que todas las instituciones que tienen una larga
tradición, mira al pasado y al mismo tiempo al futuro, así como a las necesidades y
urgencias de presente.

He tratado de demostrar que Pío XII estaba "subjetivamente" convencido de haber


hablado "fuerte". Pensaba que la manera en que había expresado su denuncia era la
más adecuada, la más justa para aquel momento particular. Estaba convencido de
haber dicho "todo" y "claramente" y de haberlo hecho de una manera que no
expusiera a las represalias nazis a los fieles católicos que vivían en los territorios del
Reich y a los judíos.

Para él, este era un punto de máxima importancia al que hubiera sacrificado cualquier
otra cosa, como dijo con claridad tanto durante la guerra como inmediatamente
después. En definitiva, se puede discutir hasta el infinito sobre el hecho de que la
denuncia del Papa fuera adecuada o no a la gravedad del momento, y sobre esto se
pueden tener legítimamente a nivel histórico posiciones diferentes. Ahora bien, no se
puede decir, como hacen algunos "propagandistas", que el Papa se "calló"
conscientemente ante lo que estaba sucediendo a los judíos, por ser filonazi o
simplemente por falta de sensibilidad a causa del antijudaísmo o antisemitismo.

Giovanni Sale

2. ¿Cómo actuó la Iglesia ante el nazismo?

De vez en cuando se repite la acusación de que la Iglesia católica mantuvo una actitud
un tanto confusa ante el exterminio de millones de judíos durante la II Guerra Mundial.
Estas críticas no comenzaron hasta 1963, cuando se estrenó una obra teatral del
dramaturgo alemán Rolf Hochhuth, y desde entonces han venido repitiéndose con una
notable falta de documentación histórica.

La realidad es que las más contundentes y tempranas condenas del nazismo en


aquellos años provinieron precisamente de la jerarquía católica. Y si no fueron más
contundentes aún fue por los difíciles equilibrios que hubieron de hacer para
denunciar los abusos de Hitler sin poner en peligro la vida de millones de personas en
los diversos países ocupados. Nunca dejaron de combatir y condenar los atropellos
nazis durante la guerra. Pero tenían las manos atadas: pronto comprobaron que
cuando arreciaban sus denuncias, las represalias nazis eran mucho mayores.

La Santa Sede y el Holocausto nazi

Adolf Hitler fue nombrado Canciller alemán el 28 de enero de 1933. Su partido, el


nacionalsocialista, estaba en minoría, pero Hitler tardó sólo tres días en convocar

122
nuevas elecciones. Con una mayoría absoluta por escaso margen, los nazis aprobaron
una ley de plenos poderes. Un año después, el 2 de agosto de 1934, fallecía el
presidente alemán, mariscal Hindenburg. Tan sólo una hora después, se anunció que
se unificaban los puestos de presidente y canciller en la persona de Hitler. Se convocó
un plebiscito para ratificar la medida, y gracias a la poderosa maquinaria de
propaganda nazi en manos de Goebbels, el 19 de ese mismo mes el pueblo alemán
votó afirmativamente por abrumadora mayoría y Adolf Hitler se convirtió en amo
absoluto de Alemania.

Desde 1930, tanto Pío XII como la jerarquía católica alemana mostraron su
preocupación por las consecuencias del pensamiento nazi. Los obispos redactaron
cartas pastorales con ocasión de las elecciones, recordando los criterios morales sobre
el voto y las ideas que resultaban inaceptables para un católico. No puede decirse que
los católicos recibieran con indiferencia esas declaraciones, pues el gran ascenso
nacionalsocialista se registró sobre todo en las zonas de mayoría protestante.

Poco después del triunfo nazi de 1933, los obispos alemanes publicaron otra carta
colectiva del episcopado que hablaba con enorme claridad sobre cómo los principios
nazis de la sangre y de la raza conducían a injusticias gravemente contrapuestas a la
conciencia cristiana. También enviaron un mensaje al gobierno, manifestando la
repulsa unánime del episcopado católico ante esos atropellos.

Ante esto, Hitler vio pensó que sería más práctico intentar abrir una brecha entre los
obispos alemanes y la Santa Sede. Esta fue una de las razones por las que vio con
buenos ojos la posibilidad de firmar con la Santa Sede un concordato.

En la Santa Sede acogieron bien la idea del concordato, pues pensaban que era mejor
intentar entenderse con los regímenes hostiles a la Iglesia, como se había demostrado,
por ejemplo, con ocasión de la reciente república española. La Iglesia no se hacía
muchas ilusiones con ello, pero consideraba que al menos serviría de referencia para
denunciar previsibles abusos que cometieran las autoridades alemanas, y quizás así
mitigarlas. Es difícil calibrar hasta que punto sirvió para lograr ese objetivo, pero no
parece que fuera muy desacertado si se tiene en cuenta que aquel concordato de 1933
sigue hoy todavía vigente.

El gobierno nazi incumplió el concordato desde el primer momento y hostigó a la


Iglesia de diversos modos. Organizó, por ejemplo, una campaña de desprestigio con
varios procesos amañados contra personalidades eclesiásticas.

En enero de 1937 se desplazaron a Roma, con la mayor discreción posible, los


principales representantes del episcopado alemán (los cardenales Bertram, Faulhaber
y Schulte, y los obispos Preysing y von Galen), para solicitar una nueva intervención
pontificia que condenara formalmente el nazismo. De ahí nacería la encíclica Mit
brennender sorge (Con ardiente preocupación), que hubo de ser introducida en el país
de modo clandestino y fue leída el domingo 21 de marzo de 1937 en los 11.000
templos católicos alemanes. Fue un aldabonazo enorme. La denuncia de la ideología y
la conducta nazis era clarísima: racismo, divinización del sistema, etc. No faltaban
referencias a lo que hoy se denominaría “culto a la personalidad”.

123
Nunca el régimen nazi recibió en Alemania una contestación semejante a la que se
produjo con la Mit brennender sorge. Al día siguiente, el órgano oficial nazi,
Volskischer Beobachter, publicó una primera réplica a la encíclica que,
sorprendentemente, fue también la última. El ministro alemán de propaganda, Joseph
Goebbels, advirtió enseguida la fuerza que había tenido esa declaración y, con el
control total de prensa y radio que ya tenía por esas fechas, decidió que lo mejor era
ignorarla completamente.

Pero en Austria me parece que las cosas no estuvieron tan claras... Efectivamente.
Cuando Hitler invade Austria en marzo de 1938, aquella anexión –el anschluss–, fue en
general bastante bien recibida, por la inestabilidad que sufría Austria y por la imagen
que el régimen alemán había logrado adquirir con la activa propaganda nazi.

En ese ambiente de euforia, Hitler, que era austríaco de nacimiento, llegó a Viena y se
entrevistó con el cardenal Innitzer, del que logró con engaño una desafortunada
declaración del episcopado austríaco en que se le daba la bienvenida y se ensalzaba el
nacionalsocialismo alemán.

Enseguida vio lnnitzer que había cometido un grave error, y añadió una nota
aclaratoria. Como era de suponer, la propaganda nazi aireó la declaración, pero
omitiendo toda referencia a esa nota aclaratoria. Innitzer fue llamado a Roma y a los
pocos días publicó una rectificación mucho más contundente. Sólo después fue
recibido por Pío XI, pues hasta entonces no había querido hacerlo. La respuesta nazi
fue ignorar la rectificación, suprimir las organizaciones juveniles católicas, la enseñanza
de la religión y hasta la Facultad de Teología de lnnsbruck. El palacio arzobispal de
lnnitzer fue asaltado y arrasado por las juventudes hitlerianas.

La acción más prudente y eficaz

¿Y no debían haber formulado condenas aún más públicas y explícitas de lo que


fueron? Con el estallido de la guerra, el régimen nazi se radicalizó. Las grandes
deportaciones y el exterminio programado de los judíos comenzó en la segunda mitad
de 1942. Están apareciendo ahora numerosos documentos que prueban que los
gobiernos aliados estaban bastante bien informados de esas atrocidades, y que la
Santa Sede hizo tenaces y continuos esfuerzos para oponerse a todos esos terribles
atropellos.

El aparente silencio de la Santa Sede durante una etapa de la guerra escondía una
acción cauta y eficaz para evitar en lo posible esos crímenes. Las razones de tal
discreción están explicadas claramente por el propio Papa en diversos discursos, cartas
al episcopado alemán y deliberaciones de la Secretaría de Estado. Las declaraciones
públicas sólo habrían agravado la suerte de las víctimas y habrían multiplicado su
número. No puede perderse de vista que las declaraciones podían ser
contraproducentes y hacer que los nazis radicalizaran más aún sus posturas, como
pronto se comprobó. Por ejemplo, cuando la jerarquía católica de Amsterdam se quejó
públicamente en 1942 del trato que se daba a los judíos, los nazis multiplicaron las

124
redadas y las deportaciones, de modo que al final de la guerra habían sido
exterminados el 90% de los judíos de la capital holandesa.

Por ese motivo se prefirió la protesta por vía diplomática, que fue muy intensa. Los
esfuerzos se encaminaron a procurar salvar vidas e influir ante los países satélites de
Hitler para que impidieran a las SS alemanas actuar impunemente en su territorio. Se
consideraba lo mas práctico, y una visión retrospectiva parece confirmarlo, pues así se
salvaron cientos de miles de vidas.

En Italia, y en menor medida en Francia, muchos judíos se salvaron gracias a la


protección de eclesiásticos católicos, y en Roma, Pío XII participó personalmente en
esa labor. También en Rumania, los estragos podrían haber sido mucho mayores si no
fuera por las gestiones que realizó, entre otros, Mons. Roncalli, futuro Juan XXIII y
entonces delegado apostólico en Turquía. En otros países la Iglesia no pudo conseguir
demasiado, pero lo intentó con todos los medios a su alcance. De hecho, cuando
terminó la guerra, entre los pocos a quienes las organizaciones judías podían
manifestar su agradecimiento figuraba la Santa Sede y unas cuantas personalidades e
instituciones de la Iglesia católica, empezando por el propio Papa Pío XII.

Fueron muchos los cristianos que arriesgaron su vida para salvar personas de raza
judía. El hecho de que algunos no lo hicieran pudo ser una muestra de poco espíritu
cristiano, pero también es verdad que no es fácil hacer un juicio moral retrospectivo
sobre lo que los demás debían haber hecho bajo las condiciones extremas de un
Estado totalitario como el nazi.

Las actuaciones diplomáticas del Papa o la jerarquía católica pudieron ser más o menos
afortunadas en aquella coyuntura política concreta. La Iglesia, al acercarse a éste u
otros momentos de su historia, no tiene inconveniente en reconocer ante el mundo los
errores que hayan podido cometer algunos de sus miembros, pero junto a la petición
de perdón hay que poner empeño por conocer lo que realmente sucedió.

Alfonso Aguiló

3. La revuelta antinazi: católicos salvando judíos

La Iglesia francesa no se contentó con redactar cartas de protesta y mostrar signos de


resistencia, sino que también organizó una verdadera red de salvamento. Bajo la
dirección del cardenal Gerlier se creó L´Amitié Chrétienne, una organización antinazi
que, gracias al liderazgo del jesuita Pierre Chaillet, se opuso al antisemitismo y salvó a
muchos judíos de la deportación y de una muerte segura.

El padre Chaillet, héroe de la Resistencia francesa, organizó la publicación de una carta


clandestina, Cahiers du Témoignace Chrétien, que alcanzó una tirada de cincuenta mil
ejemplares. Al mismo tiempo, el padre Chaillet hacía giras por las ciudades, sobre todo
por Lyon, para recoger a los niños judíos que habían escapado a la deportación y
esconderlos en los conventos. En septiembre de 1942, el prefecto de la policía pidió al

125
padre Chaillet que le entregara los 120 niños judíos que escondía. Chaillet se negó y
fue apoyado por el cardenal Gerlier. Fue encarcelado, pero los niños se salvaron. El
puesto de Chaillet fue ocupado por otros. Uno de los colaboradores de Gerlier era el
abad Alexander Glasberg, que logró salvar a dos mil judíos de los campos de
concentración. Además, organizó una casa en la montaña donde escondió a 65
adolescentes judíos. El abad Glasberg era judío ucraniano. Dejó Rusia durante la
revolución y se trasladó a París. Se hizo católico y entró en el seminario, donde fue
ordenado sacerdote. Durante la guerra fue incansable en la labor de asistencia a los
perseguidos y, cuando ésta terminó, ayudó a los judíos supervivientes a llegar a
Palestina. Tras la guerra, en una entrevista en el periódico judío americano Forward,
Glasberg, que hablaba yiddish con fluidez, declaró: «Yo no soy un héroe. Los dos mil
judíos a los que he ayudado son sólo una gota en el océano. Seis millones de judíos
han muerto. Podríamos haber salvado a muchos más si hubiéramos tenido más
dinero.»

Los Hermanos de Nuestra Señora de Sión (Pères de Notre Dame de Sion) desarrollaron
un importante papel en la salvación de judíos franceses. A la cabeza de este grupo
estaba el padre superior Charles Devaux, que salvó a 443 niños judíos y a 500 adultos.
A finales de 1942 organizó una oficina en la rue Notre Dame des Champs. Desde allí
envió niños a muchas partes del país donde pudieran encontrar alojamiento en casas
de obreros, campesinos, conventos y monasterios. La Gestapo amenazó duramente al
padre Devaux y le apremió a que pusiera fin a sus actividades de ayuda a los judíos; en
caso contrario se arriesgaba a acabar en un campo de concentración. Pero el padre
Devaux se guardó bien de reducir sus actividades, sólo tomó más precauciones.

En 1945, un periodista judío preguntó al padre Devaux si no había tenido miedo y si


había sido consciente del peligro que había corrido: «Es obvio que conocía el peligro
que estaba corriendo -respondió Devaux-, pero esto no me podía frenar porque
consideraba aquella actividad como la tarea principal de un cristiano y de un ser
humano.»

Antonio Gaspari

4. Calumnias contra Pío XII

El cardenal Georges Cottier, teólogo de la Casa Pontificia, ha calificado de «polémica


artificial» y «desagradable» el debate surgido tras la manipulación de un documento
histórico que atribuía a Pío XII supuestas actitudes antisemitas.

La polémica surgió cuando el diario italiano «Il Corriere della Sera» publicó el 28 de
diciembre un documento de octubre de 1946 atribuido al Santo Oficio que, según esta
interpretación, indicaba a los obispos y sacerdotes que no se restituyeran a las familias
judías los niños a los que la Iglesia había salvado la vida durante el Holocausto y que
habían sido bautizados.

126
Tras la publicación por parte del diario italiano «Il Giornale» de los documentos
originales, se puede constatar que «Il Corriere della Sera» se equivocó en el autor del
documento (era la nunciatura apostólica en Francia), en la fecha, y en el contenido,
pues dice exactamente lo contrario.

El cardenal Cottier, en declaraciones concedidas a la agencia italiana «AdnKronos» ha


calificado el debate suscitado por la prensa italiana como «un episodio desagradable,
que ha sólo ha provocado una polémica artificial». «La búsqueda de la verdad histórica
no se logra alimentando polémicas y sospechas», añade. El caso, que ha afectado a la
figura del Papa Pío XII, cuya causa de beatificación está abierta desde 1965, según el
cardenal Cottier, «debe juzgarse de manera severa».

«Es una calumnia hacer pública la sospecha de que Pío XII haya actuado, en plena
segunda guerra mundial, movido por sentimientos antisemitas», ha asegurado el
teólogo de la Casa Pontificia, colaborador cercano de Juan Pablo II y antiguo secretario
de la Comisión Histórico-Teológica del gran Jubileo del año 2000.

«Acusar al Papa Pío XII de antisemitismo es injusto y excesivo. Y las acusaciones que
desde hace tiempo se lanzan contra la persona de Eugenio Pacelli exceden el campo de
la historiografía para entrar en el de la polémica estéril», añade el purpurado suizo.

Acusar a Pío XII de haberse callado ante el Holocausto y de tener sentimientos


«antijudíos» es el fruto de «una polémica pasional, anacrónica, y contraria a la verdad
historiográfica», concluye el teólogo de la Casa Pontificia.

Georges Cottier

5. El mito del “Papa de Hitler”

Mucho se ha hablado de la relación entre el Papa Pío XII y Adolf Hitler. Se le ha


acusado al Pontífice de colaboracionista nazi, pero también de salvador de los judíos.
¿Cuál fue la verdadera cara de este Papa? Las dudas han sido despejadas gracias a la
ardua investigación del rabino David G. Dalin, profesor de Ciencias Políticas e Historia
en Ave María University en Naples, Florida; y articulista en varias publicaciones. Su
investigación la ha resumido en «El mito del Papa de Hitler. Cómo Pío XII salvó a los
judíos de los nazis», de Ciudadela.

El mal llamado «Papa de Hitler», Eugenio Pacelli, nació en Roma en 1876 y tras
estudiar derecho canónico, se convirtió en uno de los consejeros papales de mayor
confianza. «Durante la Primera Guerra Mundial, Pacelli fue nombrado nuncio papal en
Baviera» y más tarde «arzobispo», explica el rabino G. Dalin, que destaca además, la
amistad que tuvo con el judío Bruno Walter, director de orquesta de la Ópera de
Munich, quien «porteriormente se convirtió al catolicismo». Éste «fue uno de los
muchos judíos a los que Eugenio Pacelli ayudó a rescatar», explica en el libro.

127
Profetas falsos y diabólicos

Uno de los asuntos que más critica el rabino es el «olvido» que algunos detractores de
Pío XII parecen tener con respecto a esta clase de hechos. Entre estos destaca John
Cornwell, autor de «El Papa de Hitler», publicado en 2000, trata de demostrar que
Pacelli fue antisemita. Sin embargo la historia pone a cada uno en su sitio y G. Dalin lo
demuestra: «Pacelli fue el primer Papa en asistir, en su juventud, a una comida de
sabbat en un hogar judío y en haber discutido de modo informal, con miembros
eminentes de la comunidad judía de Roma, sobre temas de teología judaica». «En
1935, en una carta abierta al obispo de Colonia, el ya cardenal Pacelli llamó a los nazis
“falsos profetas con la soberbia de Lucifer”». Ese mismo año, «atacó a las ideologías
poseídas por la superstición de la superioridad de raza o de sangre», revela el libro.
Según confesó a sus amigos, «los nazis eran diabólicos» y «Hitler está completamente
obsesionado». «Todo lo que no le resulta útil lo destruye; este hombre es capaz de
pisotear cadáveres».

Además, G. Dalin, subraya unas palabras que Pacelli pronunció en reunión con el
antinazi Dietrich von Hildebrand: «No hay reconciliación posible entre el cristianismo y
el racismo nazi».

Durante su purpurado, Pacelli fue conocido por los nazis como un cardenal «amigo de
los judíos»; la animadversión nazi creció con su elección papal en 1939. Ya desde el
comienzo de su pontificado, «respondió a un decreto antisemita otorgando cargos en
la Biblioteca Vaticana a varios de los eruditos judíos rechazados por el régimen»,
confirma el rabino. Su primera encíclica, «Summi Pontificatus», abogaba por «la paz,
rechazaba de forma expresa el nazísmo y mencionaba de manera explícita a los
judíos». Más aún: «Durante la Segunda Guerra Mundial, Pío XII habló en favor de los
judíos europeos y urgió a los obispos a salvar a los judíos y a otras víctimas de la
persecución nazi».

Una de sus mayores acciones en su favor ocurrió «durante la ocupación nazi en Roma,
cuando tres mil judíos encontraron refugio al mismo tiempo en la residencia papal de
verano de Castel Gandolfo», convirtiéndose «los apartamentos privados de Pío XII en
una especie de clínica obstétrica temporal».

La comunidad judía, no ajena a la labor del pontífice, elogió al Papa en multitud de


ocasiones. En 1958,al morir Pío XII, daría comienzo una enorme corriente de
organizaciones y periódicos semitas que rendirían tributo al bien llamado, poco más
tarde, «justo entre las naciones».

Álvaro de Juana
6. Hitler, la guerra y el Papa

Antes del reciente escándalo de abusos de sacerdotes, la controversia más grande en


que estaba envuelta la Iglesia católica tenía que ver con toda probabilidad con el Papa
Pío XII y la relación entre la Santa Sede y el Tercer Reich durante la Segunda Guerra

128
Mundial. La Iglesia está considerando la proclamación de la santidad de Pío XII y el
postulador de la causa lo califica de ejemplo excelente de santidad.

El Papa Juan Pablo II ha llamado a Pío XII “un gran Papa”. Golda Meir y otros
numerosos líderes judíos de esta era elogiaron a Eugenio Pacelli por su apoyo a las
víctimas durante el Holocausto. Los críticos, sin embargo, le acusan de mirar a otro
lado ante el sufrimiento judío en el Holocausto. Algunos incluso han alegado que era
un simpatizante de la causa de Hitler.

Buena parte de la discusión se centra en las actividades de los nuncios papales y de


otros hombes de Iglesia por toda Europa. Es incuestionable que muchos de ellos
arriesgaron sus vidas y mucho más para proteger a las víctimas judías de la
persecución nazi. El debate en los últimos años se ha enfocado sobre si estos
salvadores actuaron por su propia cuenta o con el beneplácito del Papa.

Según algunos, Pío XII dio instrucciones a sus representantes por toda Europa,
diciéndoles que hicieran todo lo que pudieran para ayudar a los judíos y a todos los
que estaban sufriendo. Muchos autores han observado que actividades similares,
llevadas a cabo por diferentes individuos en áreas remotas, sugieren un plan común,
pero no han aparecido copias de una carta del Papa de este tipo y muchos de los
testigos de primera mano hace ya tiempo que fallecieron. Recientemente, sin
embargo, un testigo ocular con credenciales impecables ha dado un paso adelante.

Tibor Baranski, secretario ejecutivo, durante la Segunda Guerra Mundial, del


Movimiento de Protección Judío de la Santa Sede en Hungría, ha recibido del Yad
Vashem (la autoridad de Israel que recuerda a los mártires y héroes del Holocausto), el
reconocimiento de “justo entre los gentiles” por su arriesgada labor. Oficialmente
salvó 3.000 judíos. Extra oficialmente muchos más.

Baranski trabajó mano a mano con el arzobispo Angelo Rotta, el nuncio papal en
Hungría durante la guerra (que también ha sido reconocido por el Yad Vashem como
un “justo entre los gentiles”). Baranski deja claro, sin embargo, que su obra de
salvaciòn de vidas no fueron acciones solitarias de él mismo o del nuncio Rotta. “Yo
estaba actuando en realidad siguiendo las órdenes del Papa Pío XII”. Las acusaciones
de que Pío XII no estaba involucrado son “simples mentiras; nada más”, y las
acusaciones de que Pío XII debería haber hecho más por los judíos son, según Baranski
“calumniosas”.

Baranski vio personalmente al menos dos cartas de Pío XII dando instrucciones a Rotta
para que actuara de la mejor manera posible para proteger a los judíos, pero que
evitara hacer declaraciones que pudieran provocar a los nazis. Añade: “Estas dos cartas
no fueron escritas por las autoridades del Vaticano, sino a puño y letra por el mismo
Papa Pío XII”. Continúa haciendo notar que “todos los demás nuncios de los países
ocupados por los nazis recibieron cartas similares”. Los judíos italianos, por ejemplo,
fueron recogidos en monasterios, seminarios y otros edificios de la Iglesia bajo la
“orden directa del Vaticano”.

129
Baranski explica que para Pío XII, la primera y más importante preocupación era salvar
vidas humanas. “Y es precisamente por ayudar a los judíos” por lo que se contuvo para
no hacer repetidas condenas públicas. Pío XII “intervino de una manera muy
equilibrada”, intentando salvar vidas sin provocar venganzas. Sin embargo, no actuó de
manera diferente dependiendo del status de las víctimas. Baranski observa que esta
misma preocupación llevó al Papa a no hacer repetidas llamadas públicas cuando los
nazis asesinaron a miles de sacerdotes católicos.

“El Pontífice no sólo animó al nuncio a proteger a los judíos vaticanos (bautizados)”,
explica Baranski, “sino, en lo posible, a cualquier persona perseguida, en el gheto o
donde fuera”. El nuncio hizo que Pío XII estuviera bien informado de los esfuerzos
llevados a cabo en colaboración con otras embajadas, incluyendo el trabajo conjunto
con el diplomático sueco y salvador, Raoul Wallenberg, también declarado “justo entre
los gentiles” por el Yad Vashem.

Baranski, que afirma que estuvo “increíblemente cerca” de Wallenberg, informa que si
Wallenberg viviera hoy, defendería al Papa Pío XII. De hecho, Baranski explica que la
Iglesia católica estuvo colaborando con Wallenberg en sus esfuerzos de rescate. “Mira,
no hubo problema alguno o desavenencia entre la Iglesia católica y Wallenberg. Yo
personalmente concerté encuentros no oficiales y privados entre Wallenberg y el
Nuncio Rotta”. Baranski informa de que Wallenberg “sabía que Pío estaba de su lado”.
Rotta, Baranski, Wallenberg y –sí- Pío XII trabajaron juntos como un equipo.

Baranski trabaja ahora en un libro sobre su vida. Será una importante contribución no
sólo porque se dispondrá de la historia de primera mano, sino también por la
moralidad y dignidad fundamental del autor. Ha rechazado o desviado las alabanzas
que se le han ofrecido: “Mira, querido profesor –el buen Señor ha sido tan humilde de
permitir a un pequeño don nadie (yo) trabajar en su misión salvadora...”. También
cuenta la historia de un nazi que le preguntó una vez: “¿Por qué usted, un cristiano,
protege y defiende a los judíos?”. Él contestó decidido: “Usted o es tonto o es idiota.
Es porque soy cristiano por lo que ayudo a los judíos”.

Baranski reconoce que los católicos pueden tener razones para disculparse ante los
judíos por cosas que han ocurrido en el curso de la historia. Deja claro, sin embargo,
que el Pontífice de tiempos de la guerra no es un líder por el que los católicos
necesiten disculparse. De hecho, él está de acuerdo con la opinión recientemente
publicada por el rabino David Dalin de Nueva York, según el cual, el Yad Vashem
debería reconocer a Pío XII, junto a Baranski, Rotta y Wallenberg, como un “justo entre
los gentiles”.

Ron Rychlak

7. Benedicto XVI, ¿un Papa que fue nazi?

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El joven Joseph Ratzinger fue alistado como tantos
adolescentes

Para robarle la fama a una persona lo más fácil es


calumniarla. A Benedicto XVI le han buscado
desprestigiar desde el día que lo eligieron Pontífice. Las
falacias sobre su persona se han ido multiplicando
conforme sus firmes palabras se han dejado sentir a
favor de la vida, la familia, la correcta sexualidad, el
matrimonio, la responsabilidad, la paternidad y la
maternidad responsable, etc.

Difamar a un ser humano, robarle la fama, denigrarlo, es


fácil, muy, muy fácil. Bastan comentarios ligeros, simplificaciones baratas, palabras
preñadas de sutil dolo, juicios gratuitos e infundamentados...

Decir, por ejemplo, que Benedicto XVI fue nazi en su juventud pero que lo ha venido
ocultando, es un juicio que merece un repaso por la vida de Joseph Ratzinger y amerita
repetir la clase de historia contemporánea elemental.

Últimamente se viene escuchando este comentario a raíz de la defensa a la vida que el


Papa viene realizando en sus discursos, homilías y otros documentos en temas
puntuales como eutanasia y aborto. ¿Es verdad que Joseph Ratzinger fue nazi?

El Papa nunca ha negado que le obligaron a participar en las juventudes hitlerianas ni


que hizo acto de presencia en las milicias del Tercer Reich. También ha dejado claro
que nuca estuvo en el frente de batalla. En el libro autobiográfico “Mi vida” él mismo
narra el contexto histórico padecido, la manera como se vio obligado a formar parte de
esos grupos y luego su enrolamiento en el ejército, en qué consistió su participación y
cómo salió de él.

El contexto histórico

Quien conoce de historia sabe cómo llegó Hitler al poder y lo que sucedió luego. De lo
vivido entonces por el pequeño Joseph, Ratzinger contará: “Los nazis hablaron
rápidamente de “toma del poder”, y de esto efectivamente se trató. El poder vino, de
hecho, ejercitado desde el primer momento *…+ vinieron introducidas las “juventudes
hitlerianas” y la “liga de las mujeres alemanas”, vinculadas a la escuela, así que
también mi hermano y mi hermana debieron tomar parte en sus manifestaciones. Mi
padre [–que era policia rural–] sufría mucho por el hecho de tener que estar al servicio
de un poder estatal a cuyos vértices consideraba criminales aunque, gracias a Dios, su
trabajo en aquel lugar y en aquel tiempo casi no era tocado.

En los cuatro años que transcurrimos aquí [se refiere a Aschau] de aquello que puedo
recordar, el nuevo régimen se mueve sólo para espiar y tener bajo control a los
sacerdotes que tenía una conducta “hostil al Reich”; valga decir que mi padre nunca
tomó parte en esto personalmente; al contrario, puso en guardia y ayudó a aquellos
sacerdotes de los cuales sabía que corrían peligro”.

131
Conforme fue pasando el tiempo el gobierno enroló a los jóvenes alemanes en las filas
activas para desempeñar servicios laborales que consistían en ayudas específicas de
carácter práctico para el mantenimiento de los cuarteles o las bases de información
militares, por ejemplo.

"Mi hermano tenía 17 años, yo 14. Quizá yo estaría fuera pero era claro que mi
hermano no podría fugarse. De hecho, en el verano de 1942 vino enrolado en el así
llamado “servicio laboral” *…+ fue asignado al departamento de las comunicaciones,
como radiotelegrafista.

Después de pasar por Francia, Holanda y Checoslovaquia, en 1944 fue enviado al


frente italiano, donde fue herido y, afortunadamente, transferido a Traunstein al
hospital militar dispuesto en el seminario que para él había sido el lugar de tantas
experiencias religiosas. Pero apenas restablecido fue enviado nuevamente al frente
italiano *…+ No obstante la gravosa oscuridad del cuadro histórico, delante de mí
estaba todavía un bello año académico en casa y en la escuela de Traunstein…”

Mientras tanto, los azotes de la guerra se dejaban sentir más y más: “*…+ en los
periódicos estaban elencados los caídos; casi todos los días venía celebrada una misa
por algún joven soldado caído en la guerra. Los nombres eran cada vez más los de
aquellas personas conocidas por nosotros. Cada vez más se trataba de estudiantes de
nuestra escuela, jóvenes llenos de vida y de fe, que nosotros habíamos conocido
personalmente, que hasta hacia poco tiempo habíamos visto cercanos a nosotros”.

Obligado a formar parte

Pese a la aparente fortaleza del ejército alemán, los primeros fracasos se empezaron a
suceder; fracasos que conllevaban la pérdida de hombres y la necesidad de más para
hinchar las filas de los frentes de batalla o, por lo menos, para aumentar el ánimo de
los que ya estaban en ellas.

“Vista la creciente falta de personal militar, en 1943 los hombres del régimen
inventaron algo nuevo. Dado que los estudiantes de los internados debían vivir de
todos modos en comunidad, lejos de casa, consideraron que no había ningún
obstáculo para cambiar la sede de los colegios, colocándolas en las apretadas bases
antiaéreas.

Además, desde el momento que no estudiaban todo el día, parecía del todo normal
que utilizaran su tiempo libre para los servicios de defensa de los ataques aéreos
enemigos. De hecho, yo no estaba internado desde hacia tiempo, pero desde el punto
de vista jurídico formaba todavía parte del seminario de Traunstein. Fue así que el
pequeño grupo de seminarista de mi generación (generación 1926 y 1927) fue llamado
a los servicios de contra-aviones a Munich.

A los diecisiete años tuvimos que aceptar un tipo muy particular de internado.
Habitamos las barracas como soldados regulares que éramos, obviamente una
pequeña minoría, nos vinieron impuestos los mismos uniformes y, en sustancia,

132
debíamos desarrollar el mismo servicio con la única diferencia que a nosotros estaba
concedido también frecuentar un mínimo de clases…”

Su participación

“El periodo transcurrido causó situaciones embarazosas, sobre todo para los
individuos tan poco inclinados a la vida militar como yo. Aquí yo estuve asignado a los
servicios telefónicos y el suboficial al que estábamos subordinados defendió con
firmeza la autonomía de nuestro grupo. Estábamos dispensados de todos los ejercicios
militares y ninguno osaba inmiscuirse en nuestro pequeño mundo *…+ más allá de mis
horas de servicio, podía hacer todo aquello que quería y dedicarme sin graves
obstáculos a mis intereses. Además de todo, sorprendentemente, estaban ahí un
conspicuo grupo de convencidos católicos que llegaron a organizar clases de religión y
a obtener el permiso de frecuentar ocasionalmente la iglesia”.

En 1944, llegado al límite de edad para el servicio militar, fue llamado a éste. El 20 de
septiembre fue trasladado a los confines entre Austria, Hungría y Checoslovaquia:
“Aquellas semanas de servicio laboral se han quedado en mi memoria como un
recuerdo oprimente *…+ una noche fuimos levantados de la cama y reunidos, todavía
medio dormidos. Un oficial de la SS nos llamó uno por uno fuera de la fila y trató de
inducirnos al enrolamiento “voluntario” en el cuerpo de la SS explotando nuestro
cansancio y la posición de cada uno delante de todo el grupo reunido.

Muchos fueron enrolados de este modo en ese cuerpo criminal. Junto a algunos otros
yo tuve la fortuna de poder decir que tenía la intención de hacerme sacerdote católico.
Venimos cubiertos de burlas y de insultos y devueltos dentro, pero esta humillación
nos había agradado mucho desde el momento que nos liberamos de la amenaza de
ese enrolamiento falsamente “voluntario” y de todas las consecuencias”.

“Era común que aquellos que prestaban servicio laboral, con el acercarse del frente,
vinieran enrolados en el ejército; y era esto lo que nosotros esperábamos. Pero para
agradable sorpresa, las cosas fueron diversamente *…+ el 20 de noviembre nos fueron
dadas las maletas con nuestros vestidos civiles y vinimos despedidos en un tren que
nos regresó a casa, con un viaje continuamente interrumpido por las alarmas aéreas.

Viena, que en septiembre no había sido tocada por los eventos de la guerra, mostraba
ahora las heridas de los bombardeos. Todavía más impresionante se me hizo la vista de
la amada Salzburgo donde no sólo la estación estaba reducida a un cúmulo de
escombros sino también el símbolo de la ciudad –el grandioso domo del renacimiento–
había sido duramente golpeado; si bien recuerdo, la cúpula había sido derrumbada”.
Pero al fin llegó a casa el joven Joseph: “Era un encantador día de otoño… raramente
he sentido tan fuertemente la belleza de mi tierra como en este retorno a casa de un
mundo desfigurado por la ideología”.

Cómo salió

Al regreso se encontró nuevamente con la llamada a las armas aunque le fueron


concedidas tres semanas para el descanso. Tuvo que ir. La Navidad la pasó en las

133
barracas. Meses más tarde sería exonerado del servicio por enfermedad pero tuvo que
continuar enrolado en el ejército aunque nunca fue en el frente de batalla. La muerte
de Hitler reforzó la esperanza de que el final de la guerra estuviese cerca…

“Al final de abril o en los primeros de mayo, no recuerdo con precisión, decidí regresar
a casa. Sabía que la ciudad estaba circundada de soldados que tenía la orden de fusilar
sobre el puesto a los desertores. Por esto, para salir de la ciudad tomé un camino
secundario con la esperanza de pasar desapercibido. Pero a la salida de una galería
estaban dos soldados centinelas y por un momento la situación se hizo extremamente
crítica. Por fortuna, eran de aquellos que no podían más con la guerra y no querían
transformarse en asesinos”.

Finalmente llegaron los estadounidenses. A Joseph, como a tantos otros, le tocó


convertirse en prisionero de guerra. La casa de los Ratzinger se convirtió en cuartel
militar estadounidense. Joseph tuvo que marchar caminando a pie durante tres días
hasta otro cuartel para prisioneros. Por junio los empezaron a dejar marchar; a él le
tocó el día 19. Ya libre, se las tuvo que arreglar para llegar a su casa. Contará después,
anecdóticamente, con referencia a ese día:

“En mi vida nunca he comido alimento más felizmente como aquel que mi mamá
preparó aquella vez con los productos de nuestro huerto. Pero para que nuestra
alegría fuese plena faltaba todavía algo. Desde el inicio de abril no habíamos tenido
noticia de mi hermano *…+ Por eso fue muy grande nuestra alegría cuando, en un día
caliente de julio, se sintieron improvisamente los pasos y aquel por el cual por tanto
tiempo no se había sabido nada; estaba ahora en medio de nosotros, bronceado por el
sol de Italia…”

“Durante la fiesta de Navidad llegamos a tener un encuentro entre nuestros


compañeros de clase, los sobrevivientes agradecieron por el regalo de la vida y por la
esperanza que renació, incluso en medio de todas las destrucciones”.

Simplificar no siempre lleva a correctas comprensiones. No parece justo reducir la


figura de un hombre de semejante estatura humana y espiritual a la mentira de
quienes por intereses subjetivos quieren desprestigiarle. Lo bueno de todo esto, es
que podemos cambiar nuestra opinión, reforzarla y ayudar a otros a compartirla.

Jorge Enrique Mújica

134
III. IGLESIA Y ECONOMÍA

1. La Iglesia y el dinero

Cada época necesita un orden socioeconómico diferente. Al abrirse y enlazarse el


mundo económico en los siglos XV y XVI gracias a los descubrimientos lusitanos y
españoles, se hundió para siempre la Edad Media como idea directriz de lo económico.
Schumpeter, en su Historia del Análisis Económico, nos señala cómo así, entre otras
cosas, se hizo añicos todo un planteamiento que ascendía hasta Aristóteles, al escribir
que «nada más fácil que mostrar que lo que primariamente interesaba a Aristóteles
era lo natural y lo justo, vistos desde la posición de su ideal de la vida buena y virtuosa,
y que los hechos económicos y las relaciones entre hechos económicos por él
considerados y estimados se presentan a la luz de los prejuicios ideológicos que se
podían suponer en un hombre que ha vivido en y ha escrito para una clase culta y
ociosa que despreciaba el trabajo y los negocios, amaba, naturalmente, al agricultor
que le alimentaba y odiaba al prestamista que explotaba al agricultor». Pero todo se
altera cuando, al concluir el Medioevo -agrega Schumpeter en esta ofra fundamental-,
«los escolásticos tardíos analizaron la actividad económica en sí misma -la industria,
decía san Antonio de Florencia-, y particularmente la actividad comercial y de
especulación, desde un punto de vista contrapuesto diametralmente al de Aristóteles.
El hombre económico de épocas posteriores asomó ya en la concepción de la razón
económica prudente, frase tomista que adquirió una connotación nada tomista por la
interpretación de Juan de Lugo: la prudente razón implica en efecto, según Lugo, la
intención de conseguir ganancias por cualquier medio legítimo».

El capitalismo naciente, que ha puesto así a su favor a la escolástica tardía, logrará


pronto el apoyo de la Escuela de Salamanca. Con Domingo de Soto o Tomás de
Mercado, y, por supuesto, con toda esa pléyade de discípulos de Francisco de Vitoria
que encabeza Martín de Azpilcueta, al justificar el pago de intereses, se abre una
comprensión nueva del fenómeno económico desde el punto de vista de la Iglesia
católica. El que con esta ayuda se pudieron conseguir progresos, en el ámbito católico,
tan importantes como sucedió en la Europa nórdica con el auxilio de las tesis de los
teólogos puritanos estudiados por Max Weber, es algo crecientemente admitido. Sin ir
más lejos, basta consultar a Amintore Fanfani.

Es más, este sistema crecientemente globalizado, con una complejidad grande en sus
estructuras financieras, basadas, entre otras cosas, en una especulación creciente,
nunca vista, crea un punto de apoyo tal, que hoy, prácticamente, todos los pueblos
podrían tener una vida decente si sus gobernantes dejasen de ser, simultáneamente,
incapaces y corruptos. Esto es, el juego de los mercados -lo que exige especulaciones-,
su acción en lo financiero y en lo productivo, no es nada malo ni condenable. Es más,
se puede demostrar que así es como el hombre dejó de ser aquel ser degradado,
maloliente, de escasa esperanza de vida, al que aludió Hobbes.

135
Después de la Revolución Industrial existió en la Iglesia de Francia -recordemos los
célebres sermones del padre Félix S.J. en Notre Dame- una admisión de los
planteamientos de la ortodoxia de los grandes clásicos. Una serie de excelentes
economistas, desde Paul Leroy-Beaulieu a Thery y los componentes de la Escuela de
Angers, sostuvieron estos puntos de vista hasta ser sumergidos por la corriente
doctrinal católica alemana, que se vinculó a la heterodoxia económica del historicismo
y del socialismo de cátedra. En Francia también, a comienzos del siglo XX, la Iglesia
defendió sus activos, trasladándolos a España, al huir de la campaña anticlerical del
Gran Oriente Francés, cuando éste lanzó el llamado asunto de los mil millones.
También esta Iglesia tuvo equivocaciones tan espectaculares como el célebre asunto
Bontoux, que provocó una ejemplar reacción entre la Jerarquía gala. El primer impulso
a nuestra industria hidroeléctrica, en pate, partió de ahí, de esta llegada de fondos
católicos galos. Y mucho nos benefició, así como a las necesidades de la Iglesia en el
país vecino.

Sin embargo, en el siglo XX, un grupo importante de católicos, y dentro de él algunos


teólogos, comenzó a dejarse influir por asertos que, de algún modo, se enmarcan en la
marcha hasta el socialismo de la que habló también Schumpeter en su postrer ensayo.
Procuraron crear una mala conciencia en los empresarios, en los financieros, en los
grandes dirigentes de la vida económica. Sólo el Estado, con su intervencionismo, o
extraños y utópicos movimientos contra el capitalismo, podían justificarse
moralmente. Su presión fue colosal, al menos hasta que la encíclica Centesimus annus,
de Juan Pablo II, comenzó a levantar esta losa, tras haber escuchado Su Santidad a un
importante grupo de maestros de la economía.

El reflujo ha comenzado, pero los rescoldos de esta reacción contra el mercado, contra
la especulación, contra la búsqueda de beneficios, aún permanecen. Por eso se
considera incluso impropio que la Iglesia se dedique a actuar en el mundo financiero.
Pues bien, hay que decirlo alto y claro. La Iglesia tiene obligación de, con los fondos
que administra, obtener las mayores rentas posibles, para dedicarlas a sus fines
pastorales: tareas caritativas, acciones misioneras, atención pecuniaria de los
servidores del culto, desarrollo de los centros de enseñanza. Por tanto, nada de
desagarrarse las vestiduras porque estos fondos se inviertan en los mercados
financieros. Otra cosa sería estúpido.

Dicho esto, es también evidente que se trata de dinero sagrado, esto es, que no es
tolerable cometer con él imprudencias, como se ha puesto, por ejemplo, en evidencia
más de una vez, y no sólo en el caso de Gescartera, en el que la acumulación de
estupideces y de estúpidos asombra. Por ello creo que ha llegado el momento, para la
Iglesia española, de crear un Consejo, Comisión, o cosa así, de notables expertos en
cuestiones financieras a los que se convoque -y que tendrían, a mi juicio,
responsabilidad moral grave si no acuden a esa convocatoria-, para aconsejar a la
Jerarquía en estas cuestiones. Con este Consejo o Comisión, no hubiera sida posible
que se cayese en el garlito de los pingües beneficios que anuncian, más de una vez, los
aventureros y desaprensivos. Simultáneamente la Iglesia debe señalar que la lucha
para eliminar la pobreza es su labor, y que centrar la vida en el dinero es reprobable, y
que no tiene sentido, como ya sostuvo Aristóteles, identificar el comportamiento

136
racional del hombre con la búsqueda incansable de la riqueza. También que debe
apoyar la búsqueda del orden del mercado, como ha sostenido la Escuela de Friburgo
tan ligada a esa Universidad Católica alemana, para impedir monopolios. Igualmente,
que se debe luchar contra la masificación y que el mercado no debe afectar a nada que
suponga restringir la dignidad de la persona humana, o lo que es igual, que el mercado
laboral no puede ser libre.

Nada de eso quiere decir que se pueda descuidar el que de los activos económicos
eclesiásticos sean administrados de modo tal que sean capaces de rendir los mejores
resultados materiales posibles. Hay que recordar, con la ciencia económica en la mano
aquello de los Hechos de los Apóstoles: «Oí una voz que me decía: Anda, Pedro: mata y
come. Yo respondí: Ni pensarlo, Señor; jamás ha entrado en mi boca nada profano o
impuro». Ayunos de conocimientos de economía -no fue este el caso, por cierto, de la
Escuela de Salamanca-, a lo largo del siglo XX se han declarado impuras demasiadas
tomas de posición en economía, que han impedido matar y comer cosas que Dios
había declarado puras no sólo a los miembros individuales del pueblo de Dios, sino a la
propia Iglesia.

Juan Velarde

2. Riquezas de la Iglesia

Los tesoros vaticanos... ¿Por qué la Iglesia tiene tantos


tesoros en el Vaticano mientras hay tantos pobres en
el mundo?

Esta sencilla frase hace sufrir a muchos católicos. Se


sienten mal al escucharla y no saben qué pensar,
contestar, explicar... ellos mismos se quedan un poco
confundidos. Analicemos un poco el asunto.

Lo primero es acotar el problema, cosa no fácil. ¿Qué


es lo que se quiere decir con esa frase?

El cuestionamiento

Con el asunto de las riquezas de la Iglesia, no es claro


qué es lo que se cuestiona o critica. Lo primero que se observa al analizar la cuestión
es la falta de datos y acusaciones concretas. Estamos frente a un cuestionamiento
difuso, nada claro, sin datos. Porque nunca es claro a qué riquezas se refiere, qué es lo
malo de esas riquezas hipotéticas, quiénes son los culpables (porque los pobres
también son parte de la Iglesia), y exactamente cuál es la culpa, qué es lo que se
espera que la Iglesia debería hacer, etc.

A simple vista lo primero que se intuye es que se trataría de una acusación a la Iglesia
de insensibilidad ante el problema de la pobreza: ¿cómo es posible que la Iglesia viva
con tantas riquezas cuando hay tantos pobres en el mundo? Esta acusación se
presentaría como hecho que desacreditaría a la Iglesia en cuanto tal: es decir, una

137
institución que vive semejante hipocresía (decir que ama a los pobres, mientras está
llena de riquezas que no pone al servicio de los mismos) no sería digna de ser tomada,
en cuenta ni creída, ni aceptada. Esta sería una de las mayores vergüenzas de la Iglesia,
ante la cual no habría defensa ni explicación posible.

¿De qué riquezas estamos hablando?

Seamos serios, que alguien aporte datos. Si se da por supuesto que en el Vaticano hay
grandes tesoros que se diga ¿qué tipo de tesoros? ¿joyas, cuentas bancarias...? ¿dónde
están? ¿cuánto es su valor? Pero uno comienza a preguntarse, ¿acaso alguien
considera a la Iglesia como una institución millonaria? ¿Quien pensaría encontrar
obispos en las revistas con listas de millonarios tipo Fortune? ¿Tiene la Iglesia fines de
lucro? ¿Da dividendos...? ¿Cotiza en bolsa?

La acusación, de entrada, sugiere cosas falsas: la vida lujosa del Papa, obispos, curas,
monjas, etc., que serían quienes usufructuarían de esos tesoros. Afán de lucro
escondido bajo la excusa de la religión... Además estimula imaginaciones frondosas: al
hablar de “tesoros” uno imagina cuartos llenos de lingotes de oro, cofres llenos de
joyas, películas de piratas...

Pero en la realidad, ¿a qué “riquezas” se refieren? Basta que mires las pertenencias de
la Iglesia que están a tu alcance -tu parroquia, tu catedral...- para no encontrar cosas
lujosas por ningún lado.

Los “tesoros” -como los llaman- son un tesoro cultural, espiritual, histórico, pues se
trata de iglesias, imágenes, cuadros, frescos, cálices, ornamentos, ... Esos “tesoros” no
tiene ningún valor comercial, ni financiero. Están dedicados al culto divino en iglesias o
expuestos en Museos que conservan el patrimonio cultural de dos mil años de
cristianismo.

¿Una solución al problema de la pobreza?

Desde el punto de vista económico...y si rematamos todo ¿qué pasa? Antes de entrar
en el problema de fondo y demostrar que estamos frente a un debate artificial y sin
sentido... detengámonos a considerar el tema desde el mero punto de vista utilitario:
lo inútil de una supuesta venta del Vaticano.

Porque el anónimo acusador insinúa que la Iglesia debería deshacerse de todo... para
el bien de los pobres... y de los millonarios que participarían del remate... Bueno,
hagamos números. ¿Cuanto representa en plata todo lo contenido en el Vaticano? No
tengo ni idea... pero digamos ¿cien millones de dólares? ¿mil? ¿diez mil?... ¿Qué es eso
para el problema del hambre o del subdesarrollo? ¿Alguien de buena fe puede pensar
que sería una solución real para los problemas de los pobres? Si se vendiera todo... ¿a
cuántos ayudaría durante un día? ¿serviría para algo? ¿No sería más bien un
empobrecimiento inútil de la Iglesia ... (lo que en realidad estarían deseando los
acusadores... aunque se contentan con sembrar desprestigio con argumentos
sentimentales y vacíos de valor racional)?

138
En realidad, desde el punto de vista económico, el sólo hecho de plantear el problema
de las riquezas del Vaticano es algo prehistórico, ya que hoy en día la riqueza no está
dada por la propiedad de algunos terrenos o piezas de museo sino por marcas
(¿cuánto valen los logos de Mc Donald, Shell, Coca o Telefónica?), acciones en Bolsa,
etc. Y de este género de riqueza -la que es real riqueza hoy- la Iglesia no tiene nada (ni
siquiera tiene la Biblia patentada...).

Cualquier Estado del mundo con un pequeño porcentaje de su presupuesto anual


podría posiblemente aportar mucho más que la venta total de todo el Vaticano,
territorio incluido.

Además, el problema de la pobreza no se arregla con una donación: es un problema de


desarrollo y requiere un flujo permanente de recursos. Por ejemplo, ¿de qué serviría la
donación de un hospital a un país que no contara con recursos para mantenerlo, pagar
sueldos, comprar medicinas...? Hacer funcionar un hospital en no mucho tiempo es
más caro que el hospital mismo... La deuda externa argentina ha llegado a los 250 mil
millones... Si se tratara de vender todo lo que existe en Argentina para pagarla... no
alcanzaría... Esto muestra que nadie puede seriamente proponer que vendiendo
cuatro imágenes, tres iglesias y unos cuadros... se podría arreglar algún problema de
pobreza.

Es como proponer que les vendamos a los ingleses las Malvinas a cambio de una
disminución de la deuda externa... No creo que los mexicanos sientan mucha felicidad
cuando piensan que vendieron Texas a los Estados Unidos... Desprenderse de la tierra
que contiene la propia historia y valores artísticos y culturales... no es un gran negocio
para nadie. La pérdida del patrimonio cultural conduce a la pérdida de la propia
identidad.

El patrimonio de los pobres...

Además, contrariamente a lo que la acusación sugiere, las supuestas riquezas de la


Iglesia son patrimonio de los pobres, que lo sienten como suyo, porque realmente lo
son.

Un botón de muestra. Cuando Juan Pablo II hizo su primer viaje a Brasil, después de
una ceremonia salió del protocolo, se metió en medio de una favela y visitó una
familia. Conmovido, les dejó de regalo su anillo de Papa. ¿Pensáis que fueron lo
suficientemente idiotas como para venderlo por su peso en oro y comprarse unas
cocas...? Es su tesoro, lo conservan en la capillita de la favela. Los pobres son pobres,
pero no tontos...

¿Y qué pobre argentino no se siente orgulloso de la basílica de Luján? ¿Acaso preferiría


vendérsela a los musulmanes para que la transformen en una mezquita y que el fruto
de la venta se reparta entre los pobres argentinos a los que tocaría quizá menos de un
peso a cada uno... para comprarse un “choripán”? ¿Pensáis que sería un buen negocio
para los pobres?

139
Nunca he escuchado a un pobre quejarse de supuesta riqueza de su parroquia o
capilla... en cambio los he visto trabajar y sacrificarse duramente para mejorarla. Son
los que con más orgullo muestran sus “tesoros”.

Además, la experiencia también enseña... En los ´60 y ´70 hubo algunos sacerdotes
que, quizá víctimas de esta acusación, vendieron imágenes, cálices, custodias... ¿Qué
pasó con el fruto de su venta? Lo único claro es que no existe más... ¿Alguien puede
pensar que esos cálices están mejor en vitrinas de las casas de los ricos que en un altar
de cualquier iglesia?

¿Por qué la Iglesia tiene bienes?

Yendo al fondo de la cuestión. ¿Cuál es el problema de los supuestos tesoros


vaticanos? ¿Es malo que la Iglesia tenga bienes? ¿Qué conserve obras de arte? ¿De
dónde los saca? ¿A quien perjudica el tenerlos? ¿Es acaso contrario a la enseñanza de
Cristo?

En realidad no existe ningún problema. Basta recordar el elogio de Jesús a María por
haber derramado un perfume carísimo sobre sus pies y a la viuda que puso todo lo que
tenía como limosna al templo. Es más, es lógico que necesite bienes materiales. Como
no está compuesta sólo por ángeles, para enseñar a la gente el camino al cielo necesita
edificios, bibliotecas, ordenadores, vehículos... Para dar culto a Dios necesita templos,
altares... Para ayudar a la piedad necesita imágenes, libros... Para enseñar a las gentes
necesita escuelas, universidades... No parece que en estos dos mil años la Iglesia se
haya dedicado a acumular dinero: esos “tesoros” acumulados en dos mil años de
donaciones... son objetos de culto, etc. Normalmente quienes han cuidado de esos
bienes han sido personas que vivieron voluntariamente la pobreza, que dejaron todo
por seguir a Cristo, que no han tenido nada de patrimonio personal.

¿Qué bienes tiene la Iglesia? Los que juzga necesarios para el cumplimiento de su
misión, que es de orden exclusivamente espiritual.

Si lees la Sagrada Escritura descubrirás que la magnificencia del culto divino es un


mandato que la Iglesia ha recibido de Dios. Tratando de dar a Dios cosas buenas... está
siendo fiel a lo que su Señor le ha pedido. La tan vapuleada riqueza está compuesta
por cosas que no se guardan con avaricia, sino que se usan en el ejercicio de la misión
de la Iglesia. Por ejemplo, anualmente por la basílica de San Pedro pasan cuatro
millones de peregrinos..., se celebran veinte mil misas, hay ochenta ceremonias
solemnes... de las que unas treinta son presididas por el Santo Padre... O sea que tiene
un uso bastante más intenso que la cancha de River... ¿Te parecería razonable vender
la Pietá de Miguel Angel y poner en su reemplazo una copia de plástico inflable para
que la gente le rece?

Por otro lado los cuida, los usa y les saca el jugo bastante bien. La Basílica de San Pedro
tiene 500 años... lo que mostraría que está bastante amortizada... que fue una idea
genial hacerla con buenos materiales... que la hacen tan barata a largo plazo...

140
Por otro lado, la acusación parece sugerir una conexión entre las “riquezas” y la
pobreza de los pobres. Pero, no hay relación alguna entre la belleza de la Basílica de
San Pedro y la pobreza de una villa de Buenos Aires... Creo que es suficientemente
claro que la primera no es la causa de la segunda. Por tanto no veo por qué conectar
ambas cosas. Carece de sentido hacerlo. El problema es inventado, no es real.

Si se fuera coherente con el planteamiento, ¿por qué no poner también en tela de


juicio al Islam y las mezquitas; el judaísmo y las sinagogas... y hasta el edificio del
congreso, la casa rosada, todos los museos, los Mc Donalds, shopping centers, el
parque de la costa, los boliches... en fin, con todo lo que no sea un rancho
miserable?... Y comenzando por tu propia casa: ¿cómo puedes vivir ahí mientras haya
gente que se muere de hambre? Este cuestionamiento carece de sentido. ¿Por qué
podría estar mal que la Iglesia tenga templos lindos? ¿Qué aportaría a la bondad de la
Iglesia la fealdad y la pobretería?

¿Es necesaria la belleza? ¿la historia?

Como los “tesoros” de los que se habla son básicamente artísticos y forman parte del
patrimonio histórico de la Iglesia, parece necesario plantearse si la belleza es buena o
mala, si tiene alguna función en la vida humana.

Definitivamente, la belleza mueve al espíritu. Eleva del materialismo... Hace un gran


bien al alma. Rezar frente a una imagen linda inspira, eleva el alma. Como criaturas
espirituales, el arte es una de las manifestaciones más altas del espíritu humano. Nos
eleva y dignifica.

La historia es parte de nuestro ser: a través de la obra de quienes no precedieron -su


arte, trabajo, etc.- entramos de alguna manera en comunión con ellos. Necesitamos
permanecer unidos a nuestras raíces, a nuestros antepasados en la fe... y el cuidado de
lo que nos legaron cumple una misión muy importante al respecto.

Los museos vaticanos muestran que la Iglesia siempre ha fomentado la cultura y todas
las manifestaciones del espíritu humano, llegando a ser en ciertos casos la mejor
protectora del arte, la ciencia y la cultura. La historia humana le debe mucho al
respecto, ya que ha protegido el patrimonio cultural de las ochenta generaciones que
nos separan de la época de Cristo.

¿Y en cuanto a la legitimidad de esas propiedades...?

Parece al menos curiosa la pretensión de disponer de bienes ajenos. Es decir, ¿quién es


el que critica y ataca para decidir qué debería hacer la Iglesia con sus bienes (bienes
que evidentemente no pertenecen al acusador)? Porque en el fondo, los bienes que
causan tanto escándalo son una propiedad legítima de una institución con dos mil años
de historia. No han sido robados ni saqueados, como por otro lado sí lo han sido
muchos de los tesoros históricos, artísticos y culturales de los más grandes museos del
Mundo como el Louvre, el Británico... (Ante cualquier duda, pregunta a los franceses
por los “regalitos” que Napoleón les llevó de Egipto o los “recuerdos” que los ingleses
se llevaron del Partenón...). En este caso, han sido fruto de donaciones explícitamente

141
hechas para ese fin: gente que ha donado sus propios bienes para que fueran usados
para el culto divino, la educación, la formación del pueblo fiel, el Santo Padre, etc. Es
decir, su legitimidad está fuera de toda duda.

Pero, al final, la Iglesia ¿hace algo por los pobres?

Lo más curioso e insostenible de la acusación, es la insinuación de inacción frente al


problema de la pobreza.

Te desafío a buscar una institución que haya aportado tanto bien al mundo -y si
quieres, en particular a los pobres- como la Iglesia Católica. Si bien su fin es espiritual -
la salvación de las almas-, ninguna institución con fines temporales podría haber
representado tanto bien desde el mero punto de vista humano.

No te olvides de quién “inventó” los hospitales y universidades. Quién promovió la


educación a través de los siglos. Quién luchó contra la esclavitud. Quién se ha dedicado
a atender a los minusválidos, a los huérfanos, inmigrantes, moribundos, leprosos,
chicos de la calle... Quién atiende la mitad de los enfermos de SIDA que hay en el
mundo... Una visita al Pequeño Cotolengo Don Orione no te vendría mal. O a algún
comedor infantil de alguna villa, o a algún hogar de la Madre Teresa, o cualquier local
de Caritas parroquial, o ... En nuestro país, a la hora de catástrofe naturales, la única
institución fiable para repartir ayudas es Caritas... la gente no confía en nadie más.

Algunos datos. Veamos la contabilidad del objeto del ataque de las riquezas del
Vaticano. El presupuesto anual de la Santa Sede es de 145 millones de dólares. A esto
se debe añadir el Óbolo de San Pedro: 60 millones que se destina enteramente a obras
de caridad y ayuda a necesitados. Es decir, estamos hablando de una institución que
destina el 29,26% de sus ingresos brutos sólo a obras de caridad... No contemos los
millones de dólares que instituciones católicas (muchas pertenecientes a Conferencias
Episcopales) dan de ayuda al los países pobres: Adveniat, Ayuda a la Iglesia Necesitada,
Manos Unidas, y un largo etc.

Busca una institución que hoy haga más por los pobres que la Iglesia Católica. ¿No
parece una burla esta crítica a la institución que -por lejos- hace más por los pobres? La
lista de las labores asistenciales de la Iglesia Católica es realmente impresionante:
mírala despacio y piensa un poco. Después saca tus propias conclusiones.

En resumen y como conclusión: el cuestionamiento es ridículo

¿Hay alguna relación entre las obras de arte de los Museos Vaticano y las imágenes de
las iglesias con la pobreza? La respuesta no admite ninguna duda: ¡NO!

1. No existe una relación causal. Los primeros no son la causa de la segunda.


2. Si el Vaticano no existiese, la situación de los pobres sería peor, porque
desaparecería el mayor benefactor de los necesitados.
3. La existencia de bienes artísticos y religiosos, ¿afecta de alguna manera la
pobreza? No, en absoluto.

142
4. ¿Es ofensivo? En el sentido que sería una cachetada a la pobreza... No, a los
pobres también les gustan las cosas lindas y gozan con ellas.
5. ¿Es verdad que la Iglesia tenga grandes tesoros económicos en la actualidad?
No.
6. Si se vendiese todo lo que tenga algún valor, ¿mejoraría la situación de los
pobres del mundo? No afectaría en lo más mínimo la situación económica de
los pobres.
7. ¿Es quizá una muestra de indiferencia ante el problema de la pobreza? En
absoluto, ya que el trabajo de la Iglesia en favor de los pobres está
absolutamente fuera de duda.
8. ¿El mantenimiento de esos bienes no supondrá gastos extraordinarios que
podrían destinarse a la lucha contra el hambre? No, porque se auto-mantiene
con el valor de la entrada a museos... y contratos como los que facilitaron la
restauración de la Capilla Sixtina sin poner un euro.
9. ¿Se invierten actualmente grandes sumas de dinero en incrementar esos
bienes? No, es el fruto de dos mil años de cristianismo... Esperemos que
nosotros sepamos dejarle a nuestros descendientes algo de valor y buen gusto.
10. Me parece que en está página queda suficientemente demostrado, que las
supuesta riquezas del Vaticano, no representan ningún problema real ni
amenaza para los pobres. Es más, que la tan mentada crítica es una tomada de
pelo. Una burla que no resiste el más elemental análisis racional. Usar a los
pobres para atacar a la Iglesia es, al menos, una broma de mal gusto... Y más
todavía que sea hecho por quienes nunca han hecho nada por los pobres...

Instituciones asistenciales de la Iglesia Católica

Hogares Orfanatos Centros de


Educacion
Continentes Hospitales Dispensarios Leprosarios de y orientación OTROS TOTALES
especial
ancianos guarderias familiar

Africa 855 4.300 257 470 1.780 1.200 920 5.200 14.982

América del
N. 740 220 2 1.250 1.430 1.790 840 1.490

Central 320 1.780 10 460 649 1.090 1.000 3.050


45.880
Del Sur 1.050 3.700 38 1.700 5.600 1.760 2.320 13.600

Total 2.110 5.700 50 3.410 7.670 4.640 4.160 18.140


América

Asia 1.240 3.420 354 1.070 4.910 1.240 2.675 6.000 20.909

Europa 1.535 3.100 35 7.250 5.000 4.150 3.710 14.800 39.580

Oceanía 160 180 4 400 140 270 135 360 1.649

Totales
5.900 16.700 700 12.600 19.500 11.500 11.600 44.500 123.000
mundiales

143
Eduardo Volpacchio

3. Riquezas vaticanas

Solamente dos datos —pequeños, pero significativos e irrefutables— a propósito de


las habladurías acerca de las habituales «riquezas de la Iglesia».

El presupuesto de la Santa Sede —es decir, de un Estado soberano con, entre otras
cosas, una red de más de cien embajadas, «nunciaturas» y todos esos «ministerios»
que son las congregaciones, además de los secretariados y un sinfín de oficinas—, ese
presupuesto en 1989 era, pues, igual a menos de la mitad del presupuesto del
Parlamento italiano. En resumen, tan sólo los diputados y senadores que acuden a los
dos edificios romanos (en otro tiempo pontificios) de Montecitorio y Palazzo Madama
cuestan al contribuyente más del doble de lo que cuesta el Vaticano a los ochocientos
millones de católicos en todo el mundo.

Estos católicos ¿son muy generosos? No lo parece, dado que esos ochocientos
millones de cristianos ofrecen cada año a su Iglesia donaciones inferiores a las que dan
los dos millones de americanos miembros de la Iglesia Adventista del Séptimo Día. Por
no hablar de los Testigos de Jehová

o de las demás sectas —la Iglesia de la Unificación de Sun Moon, por ejemplo—, las
cuales disponen de capitales que mueven e invierten en todo el mundo y que ponen
en ridículo las «riquezas» del Vaticano. Las únicas, sin embargo, de las que se habla
con indignación.

A esos que se indignan se les escapa el detalle que semejantes riquezas (a diferencia
de lo que ocurre con las nuevas sectas, iglesias y cenáculos que no dejan nada por
demás) se han puesto a trabajar a lo largo de los siglos con una «inversión» que dio, da
y dará siempre dividendos extraordinarios. Y a la «inversión» en arte se debe la
prosperidad de innumerables ciudades de Europa, y sobre todo de Italia.

¿Qué sería Roma si sólo contase con esas escasas ruinas imperiales, si una serie
ininterrumpida de papas no le hubiese puesto encima las famosas y criticadas
«riquezas» para crear el que tal vez sea el mayor conjunto artístico del mundo,
repartido por todos los barrios? Alguien debería recordar a políticos, periodistas y
demagogos varios que se dedican a moralizar en Roma sobre el «dinero del Vaticano»
que en esa misma ciudad casi la mitad de la gente vive de los ingresos del turismo
surgido, precisamente, de gastar dinero «católico», siglo tras siglo, a favor del arte. Si
—aquí como en cualquier otro sitio— se reconoce al árbol por los frutos, hay que decir
que tantos siglos de administración pontificia de Roma, aun con sus sombras (pero no
más graves que la media del tiempo) han dado como fruto dotar a la ciudad de un
capital capaz de producir una riqueza sin fin.

A propósito del dinero, la campaña de escándalo contra el ocho por mil del impuesto
sobre la renta de las personas físicas que los contribuyentes pueden poner libremente

144
a disposición de la Iglesia italiana ignora (o pretende ignorar) cuál es el trasfondo
histórico.

En 1860 los piamonteses, con el fin de alcanzar (y bloquear) a Garibaldi en el sur,


aprovechando para aniquilar por la fuerza al nuevo reino, invadieron las regiones
pontificias de la Romaña, las Marcas y Umbría. De todas sus posesiones, a la Iglesia
sólo le quedó el Lacio, que también se vio invadido y confiscado por los Saboya en
1870. Todo esto fue considerado como una completa y verdadera rapiña por los
historiadores de derecho internacional, y por cierto que no todos católicos: se
escandalizaron por la superchería hasta los grandes juristas de la luterana Alemania de
Bismarck. A esto siguió ese otro clamoroso abuso del secuestro y confiscación de todos
los bienes eclesiásticos italianos: desde los monasterios a las instituciones benéficas,
los campos y las iglesias mismas. Confiscación a la que, atención al dato, no precedió
ninguna indemnización.

Para intentar salvar la cara frente a la comunidad internacional —y para dar una cierta
seguridad a las masas católicas que representaban la enorme mayoría, silenciosa
porque estaba excluida del voto, de los súbditos del nuevo reino de Italia—
inmediatamente después de la apertura de Porta Pia, el gobierno de los liberales
aprobaba la llamada Ley de las Garantías (Guarentigie). Una ley que, reconociendo
implícitamente que la conquista sin ni siquiera declaración de guerra, de todos los
territorios de un Estado violaba el derecho de gentes, atribuía un «reembolso» al Papa,
como soberano saqueado. La suma se estableció como una renta de casi tres millones
y medio de liras-oro: una enormidad para un Estado como el italiano cuyo presupuesto
era de pocos centenares de millones de liras. Una enormidad que confirmaba sin
embargo la magnitud de la «rapiña» perpetrada.

Sin embargo, el Tratado de las Garantías no fue aceptado por ambas partes, pues era
una ley unilateral del gobierno saboyano: los papas nunca la reconocieron ni quisieron
aceptar ni un céntimo de esa llamativa cifra. Para subvenir a las necesidades de la
Santa Sede prefirieron confiar en la caridad de los fieles, instituyendo el Óbolo de san
Pedro.

Sólo casi seis décadas después, en 1929, se alcanzaron los Pactos Lateranenses, que
incluían un concordato y un tratado que regulaba también las relaciones financieras. El
tratado restablecía el principio de aquel «reembolso» por la confiscación del Estado
pontificio y de los bienes eclesiásticos que el mismo gobierno italiano de 1870 había
juzgado necesario. Se estableció de ese modo que Italia pagaría 750 millones al
contado y que asumiría algunos gastos como el de una paga para los sacerdotes «al
cuidado de las almas». Esa paga se basaba en parte en los créditos que la Iglesia vertía
al Estado italiano, y en parte surgía de las nuevas funciones públicas —como la
celebración y el registro de matrimonios con rito religioso, que también poseían
validez civil— que los pactos atribuían a la Iglesia.

Así pues, las concesiones económicas de 1929, motivo de tanto escándalo por la
polémica anticlerical, no eran un «regalo», el fruto de un favor «constantiniano», sino
el abono (si bien, sólo parcial) de una deuda derivada de las expoliaciones del siglo XIX.

145
La reciente revisión de los Pactos Lateranenses, obra del gobierno socialista
encabezado por Bettino Craxi (y no democristiano, como podría esperarse), debería
juzgarse desde esta perspectiva histórica. En esa revisión, por otro lado, se supera el
concepto, absolutamente legítimo a la luz del derecho internacional, de «reembolso» y
se instaura el de la contribución voluntaria de la que el Estado se limita a hacer de
recaudador.

El famoso «ocho por mil», pues, se enmarca en una coyuntura más que centenaria de
la historia italiana. Pero ¿quién se acuerda de ella?

Pues sí: intentemos vender —a beneficio, qué sé yo, de los pobres negritos— los
tesoros del Vaticano. Empecemos, por ejemplo, con la Piedad de Miguel Ángel, que
está en San Pedro. El precio de salida, según dice quien ha intentado aventurar una
valoración, no podría ser inferior a los mil millones de dólares. Sólo un consorcio de
bancos o multinacionales americanas o japonesas podría permitirse semejante
adquisición. Como primera consecuencia, esa maravillosa obra de arte abandonaría
Italia.

Y luego, esa obra que ahora se exhibe gratuitamente para disfrute de todo el mundo
caería bajo el arbitrio de un propietario privado —sociedad o coleccionista
multimillonario— que podría incluso decidir guardársela para sí, ocultando a la vista
ajena tanta belleza. Belleza que, además, al dejar de dar gloria a Dios en San Pedro,
daría gloria en algún búnker privado al poder de las finanzas, es decir, a lo que las
Escrituras llaman «Mammona». Tal vez el mundo tendría un hospital más en el Tercer
Mundo, pero ¿sería verdaderamente más rico y más humano?

Vittorio Messori

4. La crisis deja al Vaticano por tercer año consecutivo en números rojos

La crisis económica mundial ha dejado


por tercer año consecutivo en
números rojos las cuentas de la Santa
Sede y del Estado de la Ciudad del
Vaticano. Así lo constata el
comunicado que emitió el 10 de julio
de 2010, el Consejo de los Cardenales
para el Estudio de los Problemas
Organizativos y Económicos de la
Santa Sede.

Según expuso a ese Consejo el arzobispo Velasio De Paolis, presidente de la Prefectura


de los Asuntos Económicos, la Santa Sede registró en 2009 entradas por 250.182.364
euros y salidas por 254.284.520 euros, con un déficit de 4.102.156 euros.

146
La Santa Sede se compone por todos los organismos de la Curia Romana y de las
representaciones pontificias en el mundo que no tienen entradas económicas por su
actividad. Viven de las contribuciones de las diócesis, familias religiosas, y de la
generosidad de los fieles.

En este ámbito, es considerado todo el sistema de comunicación de la Santa Sede, en


particular "Radio Vaticano", el diario "L´Osservatore Romano", o el Centro Televisivo
Vaticano.

En las instituciones de la Santa Sede prestan su servicio en total 2.762 personas, de las
cuales 766 son eclesiásticos, 344 religiosos (261 hombres y 83 mujeres), 1.652 laicos
(1.201 hombres y 451 mujeres).

Monseñor De Paoli también presentó el balance económico del año 2009 de la


Gobernación del Estado de la Ciudad del Vaticano, es decir, ese pequeñísimo territorio
soberano que, como cualquier ciudad, cuenta con su farmacia, supermercado, o
museos, es decir, con actividades que generan entradas.

"Al igual que otros Estados, también este año el Vaticano ha experimentado los efectos
de la crisis económico-financiera internacional, cerrando con un déficit de 7.815.183
euros, una variación positiva con respecto al año precedente de 7,5 millones de
euros", explica el comunicado.

En la Gobernación del Estado de la Ciudad del Vaticano prestan su servicio 1.891


personas, de las cuales 38 son religiosos, 27 religiosas, 1.543 laicos y 283 laicas.

En estos informes económicos no se tiene en cuenta el Óbolo de San Pedro, la


contribución que ofrecen diócesis, familias religiosas, y fieles para la caridad del Papa
(no para los gastos de la Santa Sede). En este año ha vuelto a aumentar la generosidad
de los católicos contribuyendo en 2009 con 82.529.417 dólares (en 2008 las
donaciones llegaron a 75,8 millones de dólares).

El país que ha ofrecido más dinero al Óbolo de San Pedro ha sido Estados Unidos. En
porcentaje por número de católicos, el Vaticano ha destacado las aportaciones de
Corea y Japón.

Velasio De Paolis

5. Cuentos sobre las cuentas de la iglesia

Muchas páginas se han escrito en los últimos tiempos sobre los dineros y las cuentas
de la Iglesia Católica. Lamentablemente, junto con datos correctos, las informaciones
contienen imprecisiones, incorrecciones y, por qué no decirlo, falsedades manifiestas.
Tengo la impresión de que algunos diarios de gran tirada pretenden atacar la
credibilidad de la Iglesia con el sensacionalismo barato y aparecen con frecuencia
faltos de profesionalidad en el tratamiento de temas financieros y económicos. Dicen

147
cosas que son falsas y construyen grandes shows con medias verdades, que carecen de
entidad para ser noticia. Por ejemplo, en el caso de Gescartera las instituciones de la
Iglesia implicadas en el tema han sido simples víctimas de la actuación de un falso
intermediario financiero que engañó a dos docenas de administradores honrados que
actuaban de buena fe y que buscaban una mejor rentabilidad del patrimonio o dineros
que gestionaban. ¿Qué hay de malo o de inmoral en todo esto?

El mismo tema de la Diócesis de Valladolid. Han existido informaciones que han


presentado la cantidad de mil millones como contrasigno de la pobreza de la Iglesia y
argumento para presentar a la Iglesia como voraz, usurera y concentradora de
capitales en un tono lleno de escándalos y han hecho pasar al ecónomo diocesano por
toda clase de humillaciones y vejaciones, cuando se trata de un hombre fiel, riguroso,
bueno y hombre de fe siguiendo los pasos del Evangelio en todos sus actos y en toda
su vida.

Cuando se publica en primera página «La Iglesia perdió más de 2,5 millones de euros
en sus inversiones en Bolsa». La información es falsa, simplemente porque la Iglesia,
como ente patrimonial único no existe. Lo que existen son instituciones que gozan de
la personalidad que les otorga la legislación canónica (67 Diócesis, cientos de Órdenes
y Congregaciones religiosas, 23.000 parroquias, más de 14.000 Asociaciones y
Fundaciones). Todas estas entidades tienen su autonomía total, de manera que resulta
absurdo hablar de la Iglesia en su conjunto, y menos que 2 ó 3 entidades sean las que
representen al conjunto. Hay una fuerte corriente de opinión que quiere imponer a las
Instituciones de la Iglesia el hecho de que no dispongan de ningún tipo de inversión, ya
que si obtienen rendimientos se trataría de especulación y si, coyunturalmente, hay
pérdidas, se está malgastando el dinero.

La segunda imputación grave es apelar a las supuestas ventajas fiscales de la Iglesia.


También sobre esto se han escrito muchas tonterías. Todas las instituciones religiosas
son sujetos pasivos del Impuesto de Sociedades y, por tanto, están obligadas a su
elaboración por aquellos ingresos que no forman parte de su actividad religiosa
(explotaciones económicas, cesión de patrimonio a terceros e incremento de
patrimonio). Sobre estos ingresos, pagan el 10 por ciento, deducidos los gastos afectos
a estas actividades (el mismo porcentaje que cualquier fundación civil). Las
declaraciones fiscales de las Instituciones de la Iglesia son revisadas con relativa
frecuencia por Hacienda, comprobando que se ha tributado de acuerdo con la
legalidad, sin privilegios extraordinarios.

La tercera imputación falsa tiene que ver con el origen de los fondos de la Iglesia.
También en este tema no tienen nada que ocultar. Tres son las fuentes de recursos de
la Iglesia:

- Las aportaciones directas de los fieles, ya para financiar las actividades generales de
la Iglesia, ya para cubrir un fin específico.

- Las cantidades percibidas de las Administraciones Públicas. Ya sea por la asignación


tributaria, ya por otras ayudas para rehabilitación de templos, etcétera.

148
- Los fondos procedentes del patrimonio de la propia Iglesia. Esta fuente, cuya
importancia cuantitativa es pequeña, está sometida a un control fiscal y contable
equivalente al de cualquier otra entidad civil. Mientras que los donativos no están
sujetos a tributación, los fondos procedentes del patrimonio mantienen una
contabilidad separada y son informados a Hacienda a través de los Estados financieros
que se presentan en el Impuesto sobre Sociedades.

Los recursos que posee la Iglesia los destina al cumplimiento de sus fines establecidos
canónicamente y reconocidos por la autoridad civil (mantenimiento de los clérigos,
mantenimiento del culto, apostolado y caridad). Algunos fondos, como la asignación
tributaria, se destinan fundamentalmente a las finalidades primarias de las Diócesis,
como el mantenimiento de los sacerdotes y de los templos.

Por otra parte, existen en muchas diócesis fondos con finalidades específicas que
tienen un carácter indisponible, es decir, que no pueden ser empleados en ninguna
otra finalidad, sino que únicamente se dispone de sus rendimientos. Tras siglos de
tradición, es lógico que en algunas Diócesis existan gran cantidad de fundaciones de
esta naturaleza que, aunque aisladamente manejan muy pocos recursos, la suma de
todas ellas, supongan cifras significativas. También en este aspecto se ha hecho mucha
demagogia barata. Algunas actividades de la Iglesia están condicionadas,
precisamente, al rendimiento que se obtenga de esos recursos. No es de extrañar, en
consecuencia, que los Administradores, en función de los actuales instrumentos de
inversión y siempre bajo los criterios de seguridad y moralidad, ateniéndose a la
legalidad vigente, intenten buscar aquellos productos que permitan obtener un
adecuado rendimiento para aplicarlo a los fines propios establecidos.

En este punto, resulta lamentable la campaña que algunos han realizado


caricaturizando a los administradores como especuladores que manejan dinero de
dudosa procedencia. La realidad es exactamente la inversa. Los administradores
diocesanos y, en especial, aquellos cuyas Diócesis han salido a los medios, son
hombres de probada virtud y fidelidad a la Iglesia, que han actuado siempre de buena
fe, buscando en todo momento la recta aplicación de los recursos de la Iglesia.

Otra imputación que se realiza tiene que ver con la rendición de cuentas y el control
del dinero que recibe la Iglesia de la Administración Pública. También sobre esto se
han dicho y escrito muchos cuentos. El dinero que recibe la Iglesia de la asignación
tributaria no es una subvención del Estado, sino la entrega de aquella parte del IRPF
que los contribuyentes deciden asignar de sus impuestos para colaborar con la Iglesia.

Solo una mala instrumentación técnica, que esperamos que se resuelva en breve, hace
que el Estado tenga que completar la misma hasta cumplir sus compromisos. El
presupuesto de aplicación de ese dinero, que se aprueba por la Asamblea Plenaria de
Obispos, se presenta públicamente en rueda de prensa. Aprobado el presupuesto, el
mismo día de cada mes, se recibe en la Conferencia Episcopal el dinero, se entrega a
sus destinatarios (las Diócesis, fundamentalmente). A final de año, se elabora la
liquidación y se remite la Memoria contable justificativa a la Dirección General de
Asuntos Religiosos, del Ministerio de Justicia. En consecuencia, afirmar que el dinero
de la Iglesia no rinde cuentas es, sencillamente, engañar a la opinión pública.

149
Por otra parte, siempre que cualquier entidad eclesiástica percibe subvenciones
públicas para cualquier actividad, está afecta al control financiero establecido en la ley
General Presupuestaria. En este campo contable, por último, se están dando pasos
importantes en aras de la transparencia. De hecho, la gran mayoría de las
instituciones, parroquias, etcétera, publican periódicamente sus cuentas, como una
manera ordinaria de comunicar a sus fieles qué dinero han obtenido y cómo se han
aplicado, con total naturalidad.

Bernardo Herráez

150
IV. LA IGLESIA Y EL GNOSTICISMO

1. El Gnosticismo

El gnosticismo es un complejo sistema sincretista de creencias provenientes de Grecia,


Persia, Egipto, Siria, Asia Menor, etc. Es de notar la influencia platónica. Por su
complejidad, la cantidad de sectas gnósticas y la diversidad de sus creencias, es muy
difícil de entender o de sintetizar el gnosticismo.

Se les llama "gnósticos" por la "gnosis" (conocimiento), ya que afirmaban tener


conocimientos secretos obtenidos de los apóstoles y no revelados sino a su grupo elite,
los iluminados capaces de entender esas cosas. Enseñaban conocimientos secretos de
lo divino mientras que la doctrina del cristianismo ortodoxo era asequible a todos.

Muchos grupos gnósticos se tenían por cristianos, por lo que causaban una enorme
confusión. Es por eso que la Iglesia tuvo que confrontar los errores del gnosticismo y
diferenciarlos del cristianismo auténtico. Desde sus orígenes, las creencias gnósticas
fueron rechazadas por los cristianos por ser una peligrosa falsificación del
Evangelio. Entre los numerosos escritores cristianos de los primeros siglos que
combatieron el gnosticismo están: San Ireneo, Orígenes, Justino, Hipólito y San
Agustín.

Los "evangelios" gnósticos más tarde se llamaron “evangelios apócrifos”. Entre ellos: el
“Protoevangelio, de Santiago", “Evangelio de primera infancia, de Tomás", que
contiene las supuestos milagros de Jesús en su infancia. Estos textos tienen algunos
relatos semejantes a los cristianos pero suelen contener fantasías que no concuerdan
con la fe cristiana. Tienen poca o ninguna narrativa sobre la vida de Jesús. No fueron
aceptados por la Iglesia como parte de las Sagradas Escrituras.

El descubrimiento en 1945-1947 de textos gnósticos en Nag Hammadi, Egipto hizo


posible un mayor conocimiento de sus creencias. Casi todos estos textos eran
desconocidos hasta entonces. (No están relacionados con los “manuscritos del Mar
Muerto” que son textos judíos).

En la actualidad los escritos gnósticos son objeto de gran interés. Su antigüedad y la


pretensión de representar una corriente alternativa al cristianismo ortodoxo ha
servido los intereses de novelas como "El Código Da Vinci" que buscan eliminar las
doctrinas cristianas. Esta novela, aunque cita fuentes gnósticas, suplanta la fe cristiana
con creencias paganas que son muy diferentes a las gnósticas. De la misma manera,
algunas feministas pretenden justificarse con usando fuentes gnósticas, cuando en
realidad el gnosticismo concibe a la mujer como un ser inferior al hombre.

Las creencias generalmente sostenidas por los gnósticos:

151
1- La posibilidad de ascender a una esfera oculta por medio de los conocimientos a los
que sólo una minoría selecta puede acceder por vía de una iluminación no asequible a
otros. Conocer esas creencias sería suficiente para salvarse, sin necesidad de una
práctica de moral. Cree en revelaciones secretas y en el esoterismo.

2- Mezcla las doctrinas de diversas religiones, cambiando el significado que tenían


originalmente según la iluminación gnóstica. Así pretende poseer un conocimiento
intuitivo de los misterios divinos superior a la doctrina de la Iglesia Católica. El
gnosticismo se parece al New Age moderno en que abarca creencias que van
cambiando y aumentando según salen nuevos escritos formando una amalgama con
poca coherencia. Tiene gran popularidad porque hoy no menos que en la antigüedad,
a muchos les interesa la novedad y no la verdad.

3- Hay dos principios: el buen dios que creó el mundo espiritual y el perverso el cual es
responsable por la creación del mundo (la materia y el cuerpo).

Nuestro cuerpo, como en el pitagorismo heredado por Platón, era, para los gnósticos,
la cárcel en la que estaba presa nuestra alma como consecuencia de una caída original
del ámbito del pleroma del que realmente procede nuestra alma. En nuestra liberación
de la materia, la iluminación gnóstica era necesaria para lograr la salvación.

Yahvé es un Dios del mal, culpable por haber realizado la creación del mundo material.

4- Existe una enorme jerarquía de seres. Las Personas de la Trinidad serían diferentes
seres de relativo bajo rango en dicha jerarquía. La divinidad esta compuesta de una
multitud de seres espirituales.

El tiempo gnóstico estaba marcado por los envíos de eónes, y gran variedad de niveles
cósmicos, muchos de ellos generalmente correspondientes a las esferas celestiales,
típicas de la cosmología de aquel entonces.

5- Al creer que la materia es una prisión, la procreación es también vista como algo
perverso. Atrapa a las almas inmortales en la cámara de tortura que es el universo. El
matrimonio es también perverso porque conduce al sexo.

6- Las mujeres, por su propia naturaleza, son formas de vida espiritualmente inferiores
porque son ellas las que encuban a los prisioneros. Ellas cooperan con una diosa que
atrapa a las almas inmortales para encarcelarlas en cuerpos humanos. El evangelio
gnóstico de Tomás, por ejemplo, dice que las mujeres no pueden salvarse si no llegan a
ser como hombres.

7- Jesús no es ni dios ni hombre sino un ser espiritual que solo aparentó tomar cuerpo
y vivir entre nosotros para darnos los conocimientos secretos necesarios para
liberarnos de la prisión que es nuestro cuerpo. Por lo tanto, nos salvamos al adquirir
conocimiento y no por la obra de redención de Cristo. Se trata de auto-divinización.

152
Jesús estaba asociado al dios bueno. La mayoría creían que Jesús era un auténtico
mediador entre nosotros y nuestra verdadera vida, más allá de la materia, en el dios
bueno.

8- Niegan la muerte expiatoria de Jesús (ya que no tenía verdadero cuerpo propio y
porque no hace falta la redención cuando se tienen los conocimientos gnósticos).
Rechazan la resurrección del cuerpo.

9- Rechazo a las tradiciones y Biblia judía.

Jordi Rivero

2. La estafa «Código Da Vinci»: un best-seller mentiroso

El Código Da Vinci es una novela de ficción anti-católica que


está resultando ser un éxito de ventas en todo el mundo. Con
más de 30 millones de ejemplares vendidos, traducida a 30
idiomas y con los derechos para la película en manos de
Columbia Pictures y el director Ron Howard (con Russell
Crowe de protagonista) se trata ya de un acontecimiento
propio de la cultura de masas. Los protagonistas se ven
envueltos en un thriller de aventura, descifrando la simbología
secreta en la pintura de Leonardo Da Vinci. Y el mensaje que
transmite la novela es básicamente el siguiente:

1. Jesús no es Dios: ningún cristiano pensaba que Jesús es Dios


hasta que el emperador Constantino lo deificó en el concilio de Nicea del 325.

2. Jesús tuvo como compañera sexual a María Magdalena; sus hijos, portadores de su
sangre, son el Santo Grial (sangre de rey = sang real = Santo Grial), fundadores de la
dinastía Merovingia en Francia (y antepasados de la protagonista de la novela).

3. Jesús y María Magdalena representaban la dualidad masculina-femenina (como


Marte y Atenea, Isis y Osiris); los primeros seguidores de Jesús adoraban “el sagrado
femenino”; esta adoración a lo femenino está oculta en las catedrales construidas por
los Templarios, en la secreta Orden del Priorato de Sión -a la que pertenecía Leonardo
Da Vinci- y en mil códigos culturales secretos más.

4. La malvada Iglesia Católica inventada por Constantino en el 325 persiguió a los


tolerantes y pacíficos adoradores de lo femenino, matando millones de brujas en la
Edad Media y el Renacimiento, destruyendo todos los evangelios gnósticos que no les
gustaban y dejando sólo los cuatro evangelios que les convenían bien retocados. En la
novela el maquiavélico Opus Dei trata de impedir que los héroes saquen a la luz el

153
secreto: que el Grial son los hijos de Jesús y la Magdalena y que el primer dios de los
“cristianos” gnósticos era femenino.

Todo esto no se vende como una ucronía o una novela de historia-ficción en un pasado
alternativo o una Europa imaginaria. Se intenta vender como erudición, investigación
histórica y trabajo serio de documentación.

En una nota al principio del libro, el autor, Dan Brown, declara: “todas las
descripciones de arte, arquitectura, documentos y rituales secretos en esta novela son
fidedignas”. Como veremos, esto es falso: los errores, las invenciones, las
tergiversaciones y los simples bulos abundan por toda la novela. La pretensión de
erudición cae al suelo al revisar la bibliografía que ha usado: los libros serios de historia
o arte escasean en la biblioteca de Brown, y brillan en cambio las paraciencias,
esoterismos y pseudohistorias conspirativas.

Pero eso no impide a la prensa alabar el “trabajo histórico” que hay tras el libro. Por
ejemplo, el Chicago Tribune se maravillaba de cómo el libro contiene “historia
fascinante y documentada especulación que vale varios doctorados”; el New York Daily
News decía “su investigación es impecable”; el crítico de El Periódico de Catalunya
(12/12/03) Ramón Ventura dice que “entender la novela como un panfleto
anticristiano es no entender lo que es: un relato de aventuras por los espacios poco
conocidos de la historia, donde se combinan los misterios de la religión con los
enigmas del arte; Dan Brown escribe con la pasión y la erudición de Matilde Asensi en
El último Catón”.

La editora del libro en España, Aránzazu Sumalla, que ha encontrado una mina de oro
para su pequeña editorial Umbriel (El Código Da Vinci vende 2.400 libros al día en
España, 125.000 en los primeros 50 días), no entiende que en la página web del Opus
Dei se critique negativamente el libro, que presenta al Opus como una secta
destructiva dispuesta al asesinato y otras técnicas magiosas, con el detalle de que el
asesino Silas es numerario y lleva cilicio. Según la editora “se trata de una obra de
ficción”.

Pero Dan Brown, en su propia página web, dice bien claro que no ha escrito sólo una
novela llena de despropósitos para divertir: “Como he comentado antes, el secreto
que revelo se ha susurrado durante siglos. No es mío. Es cierto que puede ser la
primera ocasión en que el secreto se desvela con el formato de un thriller popular,
pero la información no es nueva. Mi sincera esperanza es que El Código Da Vinci,
además de entretener a la gente, sirva como una puerta abierta para que empiecen
sus investigaciones”.

El resultado es que las ventas de libros pseudohistóricos sobre la Iglesia, los evangelios
gnósticos, la mujer en el cristianismo, las diosas paganas, etc… se han disparado: la
web de libros Amazon.com es la primera beneficiada, enlazando El Código Da Vinci con
libros de pseudohistoria neopagana, feminista radical y new age. La ficción es la mejor
forma de educar a las masas, y disfrazada de ciencia (historia del arte y de las
religiones en este caso) engaña mejor a los lectores. Como afirma el dicho: “calumnia,

154
que algo queda, y si calumnias con datos que suenen a científico -aunque sean
inventados- queda más”.

¿Inventó Constantino el cristianismo?

Toda la base “histórica” de Brown descansa sobre una fecha: el concilio de Nicea del
año 325. Según sus tesis, antes de esta fecha, el cristianismo era un movimiento muy
abierto, que aceptaba “lo divino femenino”, que no veía a Jesús como Dios, que
escribía muchos evangelios. En este año, de repente, el emperador Constantino, un
adorador del culto -masculino- al Sol Invicto se apoderó del cristianismo, desterró a “la
diosa”, convirtió al profeta Jesús en un héroe-dios solar y montó una redada a la
manera stalinista para hacer desaparecer los evangelios que no le gustaban.

Para cualquier lector con algo de cultura histórica esta hipótesis resulta absurda por al
menos dos razones: 1. Tenemos textos que demuestran que el cristianismo antes del
325 no era como dice la novela y que los textos gnósticos eran tan ajenos a los
cristianos como lo son actualmente las publicaciones “new age”: parasitarios y
externos. 2. Incluso si Constantino hubiese querido cambiar así la fe de millones ¿cómo
habría podido hacerlo en un concilio sin que se diesen cuenta no sólo millones de
cristianos sino centenares de obispos?

Muchos de los obispos de Nicea eran veteranos supervivientes de las persecuciones de


Diocleciano, y llevaban sobre su cuerpo las marcas de la prisión, la tortura o los
trabajos forzados por mantener su fe. ¿Iban a dejar que un emperador cambiase su fe?
¿Acaso no era esa la causa de las persecuciones desde Nerón: la resistencia cristiana a
ser asimilados como un culto más? De hecho, si el cristianismo antes del 325 hubiese
sido tal como lo describen los personajes de Brown y muchos neognósticos actuales
nunca habría padecido persecución ya que habría encajado perfectamente con tantas
otras opciones paganas. El cristianismo fue siempre perseguido por no aceptar las
imposiciones religiosas del poder político y proclamar que sólo Cristo es Dios, con el
Padre y el Espíritu Santo.

¿Jesús es Dios?

En la novela, el personaje del historiador inglés Teabing afirma que en Nicea se


estableció que Jesús era “el Hijo de Dios”. Un repaso a los evangelios canónicos,
escritos casi 250 años antes de Nicea, muestra unas 40 menciones a Jesús como Hijo
de Dios. Brown lo que está haciendo es copiar de uno de los libros pseudohistóricos
que más ha plagiado para hacer su best-seller, Holy Blood,Holy Grial, en el que se
afirma que “en Nicea se decidió por voto que Jesús era un dios, no un profeta mortal”.

La verdad es otra. Los cristianos siempre han pensado que Jesús es Dios y así figura en
los evangelios y en escritos cristianos muy anteriores a Nicea. Por ejemplo, y para
disgusto de mormones, Testigos de Jehová o musulmanes (tres credos actuales que
niegan que Jesús era Dios) podemos leer cómo Tomás dice al ver a Jesús resucitado:
[Juan 20,28] Ho Kurios mou ho Theos mou (Mi Señor y mi Dios). O en Romanos 9,5;
carta dictada por San Pablo a Tercio en casa de Gayo, en Corinto, en el invierno del 57

155
al 58 d.C: “de ellos *los judíos+ son los patriarcas, y como hombre ha surgido de ellos el
Cristo, que es Dios, y está por encima de todo”. O en Tito 2,13:
“esperamos que se manifieste la gloria del gran Dios y salvador nuestro Jesucristo”. O
en 2Pedro1,1: “Simón Pedro, sirviente y apóstol de Jesucristo, a aquellos que por la
justicia de nuestro Dios y salvador Jesucristo han recibido una fe tan preciosa como la
nuestra”.

Y saliendo de los evangelios tenemos los textos de algunos Padres de la Iglesia muy
anteriores a Nicea: “Pues nuestro Dios, Jesucristo, fue según el designio de Dios,
concebido en el vientre de María, de la estirpe de David, pero por el Espíritu Santo”
[Carta a los efesios de San Ignacio de Antioquía, c.35-c.107 d.C].

“Si hubieses entendido lo escrito por los profetas, no habrías negado que Él *Jesús+ era
Dios, Hijo del único, inengendrado, insuperable Dios” *Diálogo con Trifón, San Justino
Mártir, c.100-c.165 d.C].

“Él *Jesucristo] es el santo Señor, el Maravilloso, el Consejero, el Hermoso en


apariencia, y el Poderoso Dios, viniendo sobre las nubes como juez de todos los
hombres” *Contra los herejes, libro 3, San Ireneo de Lyon, c. 130 -200 d.C].

“Sólo Él *Jesús+ es tanto Dios como Hombre, y la fuente de todas nuestras cosas
buenas” *Exhortación a los griegos, de San Clemente de Alejandría, 190 d.C+.

“Sólo Dios está sin pecado. El único hombre sin pecado es Cristo, porque Cristo
también es Dios” *El alma 41:3, por Tertuliano, año 210 d.C].

“Aunque *el Hijo+ era Dios, tomó carne; y habiendo sido hecho hombre, permaneció
como era: Dios” *Las doctrinas fundamentales 1:0:4; por Orígenes, c.185-c.254 d.C.].

Estas citas -y muchas otras- demuestran que los cristianos tenían clara la divinidad de
Cristo mucho antes de Nicea. De hecho, en Nicea el debate era sobre las enseñanzas
de Arrio, un sacerdote herético de Alejandría que desde el 319 enseñaba que Jesús no
era Dios, sino un dios menor. De unos 250 obispos, sólo dos votaron a favor de la
postura de Arrio, mientras que el resto afirmaron lo que hoy se recita en el Credo, que
el Hijo de Dios fue engendrado, no creado y que es de la misma naturaleza (substancia,
homoousios) que el Padre, es decir, que Dios Hijo es Dios, igual que Dios Padre
también es Dios, un mismo Dios pero distintas Personas. Pese a esta unanimidad de los
padres conciliares, el historiador Teabing en la novela dice que Cristo fue “designado
Dios” ¡por un estrecho margen de votos!

Un historiador que no sabe historia

Teabing también dice una serie de cosas sobre cómo el cristianismo inventado por
Constantino no era más que paganismo. “Nada en el Cristianismo es original”, dice el
personaje. Escribimos subrayadas las afirmaciones de El Código da Vinci y a
continuación comentamos cada una.

156
-Los discos solares egipcios se convirtieron en halos de santos católicos.

El arte cristiano tiene que expresar conceptos bíblicos, como las caras luminosas de
Moisés (en el Sinaí) y Jesús (en la Transfiguración). Para ello usan un recurso común,
los halos o nimbos que ya usaba el arte griego y el romano. Los emperadores romanos,
por ejemplo, aparecen en las monedas con cabezas radiantes.

-Los pictogramas de Isis amamantando a su milagroso bebé Horus fueron el modelo


para las imágenes de la Virgen María con el Niño Jesús.

La imagen de una madre amamantando es común a egipcios, romanos, aztecas o


cualquier otra cultura que represente la maternidad. Isis, en los primeros siglos de
nuestra era, ya no era una diosa popular de la agricultura egipcia, sino un culto
mistérico de tipo iniciático para élites greco-romanas, culto que, por cierto, no incluía
rituales sexuales que tanto gustan al autor. Los artistas cristianos, a la hora de
representar a María con Jesús (una madre con un niño), usaron los modelos artísticos
de la sociedad en la que estaban.

- La mitra, el altar, la doxología y la comunión, el acto de comer a Dios, fueron tomados


directamente de religiones mistéricas paganas anteriores.

La mitra de los obispos difícilmente puede estar inspirada en religiones mistéricas


antiguas: no aparece en Occidente hasta mediados del s. X y en Oriente no se usa
hasta la caída de Constantinopla en 1453.

El altar es -como el cristianismo mismo- de origen judío, no pagano. Hay 300


referencias a altares en el Antiguo Testamento. El altar de los sacrificios del Templo de
Jerusalén es el punto de referencia del judaísmo antiguo y del simbolismo cristiano.
Nada que ver con cultos paganos.

La Doxología (doxa=gloria; logos=palabra) no es más que la oración del Gloria: “Gloria


a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres; te alabamos, te bendecimos, te
adoramos…” usa lenguaje puramente cristiano, con conceptos trinitarios y utilizando
continuamente pasajes del Nuevo Testamento. Nada que ver con cultos mistéricos
paganos.

La comunión y “comer a Dios”: parece ser que en los niveles superiores del culto a
Mithras existía una comida sagrada de pan y agua o pan y vino. No hay datos que
indiquen que los mitraístas consideraran que en esa comida “comían un dios” ni nada
similar. De nuevo, el origen de bendecir y compartir el pan es judío, como explica con
detalle Jean Danielou en su estudio La Biblia y la liturgia. Parece que Jesús instituyó la
Eucaristía cristiana durante una chabourá, una comida sagrada judía. No hay relación
con cultos mistéricos paganos.

- El domingo, día sagrado cristiano, fue robado a los paganos

Falso. Desde el principio, los cristianos vieron el día después del sabbath, es decir, el
día primero de cada semana, como el más importante, día de su reunión. Ya lo hacían

157
en época de San pablo (ver Hechos 20,7: “y en el primer día de la semana, cuando
estábamos reunidos para partir el pan…”, o 1 Cor 16,2, cuando Pablo pide reunir las
colectas y diezmos el primer día de la semana). Danielou, en La Biblia y la Liturgia,
dedica todo su capítulo 16 a hablar de “El octavo día”, con citas de Ignacio de
Antioquía, de la Epístola de Barnabás, de la Didajé, todos autores de finales del.s.I y
principios del s.II Todos hablan del “dies domenica” (día del Señor). San Justino, hacia
el 150 d.C es el primer cristiano en usar el nombre latino de Día del Sol para referirse al
primer día de la semana.

Ya en el concilio de obispos hispanos de Elvira, en el 303 d.C se proclamó: “si alguien


en la ciudad no viene a la iglesia tres domingos seguidos será excomulgado un tiempo
corto, para que se corrija”. Sólo 20 años después, en 321, Constantino declara
oficialmente el domingo como día de descanso y abstención del trabajo. O sea, que el
domingo es un “invento” cristiano, que posteriormente adoptó la sociedad civil, y no
una fiesta pagana robada por cristianos, justo lo contrario de lo que dice la novela de
Brown.

- También al dios hindú Krishna, recién nacido, se le ofreció oro, incienso y mirra

Extraído, al parecer, del libro de pseudohistoria The World”s Sixteen Crucified Saviours,
[Los 16 salvadores del mundo crucificados] escrito por Kersey Graves en 1875 y
denostado incluso por ateos y agnósticos, aunque muy popular y copiado en Internet.
Graves no da nunca documentación de sus afirmaciones. Ésta del oro, incienso y mirra
parece simplemente un invento. En la literatura hindú no sale por ningún sitio. El
Bhagavad-Gita (s.I d.C.) no menciona la infancia de Krishna. En las historias sobre el
Krishna niño del Harivamsa Purana (c.300 d.C) y el Bhagavata Purana (c.800-900.dC.)
tampoco aparecen regalos.

- El dios Mithras, nacido en 25 de diciembre como Osiris, Adonis y Dionisos, con los
títulos “Hijo de Dios” y “Luz del Mundo”, enterrado en roca y resucitado 3 días después,
inspiraron muchos elementos del culto cristiano.

En realidad, la fiesta pagana del 25 de diciembre en Roma la inventó el emperador


Aurelio en 274, muchos años después de que los cristianos latinos celebrasen el 25 de
diciembre como fecha del nacimiento de Cristo. Hay un artículo de la revista
Touchstone sobre este trema, traducido al español.

Aunque en la novela hablen de Mithras como un dios “muerto, enterrado en roca y


resucitado tres días después”, esta afirmación no sale recogida en ningún texto ni
tradición antigua sobre Mithras. Al parecer es otro de los préstamos tomados del
panfleto decimonónico de Kersey Graves, en concreto del capítulo 19 de The World”s
Sixteen Crucified Saviours. Por supuesto, Graves no da documentación.

Gnosticismo al servicio del feminismo radical

¿Por qué el mundo va tan mal, hay guerras, violencia y contaminación? La respuesta
del feminismo radical y de El Código Da Vinci es sencilla, la culpa es del cristianismo,

158
que es machista: “Constantino y sus sucesores masculinos convirtieron con éxito el
mundo desde el paganismo matriarcal hasta la Cristiandad patriarcal mediante una
campaña de propaganda que demonizó lo sagrado femenino, eliminando a la diosa de
la religión moderna.” Como consecuencia, “la Madre Tierra se ha convertido en un
mundo de hombres, y los dioses de la destrucción y la guerra se toman su tributo. El
ego masculino ha pasado dos milenios sin equilibrarse con su balanza femenina… una
situación inestable marcada por guerras alimentadas con testosterona, una plétora de
sociedades misóginas y una creciente falta de respeto por la Madre Tierra”.

Esto se habría evitado de seguir el “cristianismo” gnóstico, algunos de cuyos grupos y


tendencias consideraban lo divino como masculofemenino, relaciones armónicas de
opuestos (ying-yang), o incluso andrógino. Jesús -según los gnósticos del s.II y los
newagers feministas del s.XX- necesita un opuesto femenino que le complete; su
consorte sería María Magdalena. Y unos documentos que lo avalen: los evangelios
apócrifos, textos gnósticos imaginativos sin base histórica.

Mientras que los evangelios canónicos son del s.I, ningún texto gnóstico es anterior al
s.II. Muchos son del s.III, IV o V. A mediados del s.II la Iglesia ya tenía claro que los
evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan eran los inspirados por el Espíritu Santo, y
sólo dudaba en el canon de un par o tres de textos. Es falsa la idea de la novela de que
en el 325, con Constantino, de entre “más de 80 evangelios considerados para el
Nuevo Testamento”, sólo se eligieron cuatro: estos cuatro ya hacía 200 años que
estaban seleccionados, como leemos en los textos de Justino Mártir (150 d.C) y de San
Ireneo.

En El Código Da Vinci hay material de muchos tipos: new age, ocultismo, teorías
conspiratorias, neopaganos, wiccas, astrología, préstamos orientales y amerindios…
pero el cóctel gnóstico-feminista es la base de la macedonia. Hay poca investigación
verdadera sobre el Santo Grial, pero mucha sangría.

Así, se nos cita un texto que existe de verdad, el Evangelio de María Magdalena, una
obra gnóstica tardía, escrita por autores de una secta gnóstica, desde fuera del
cristianismo. En él, María besa en la boca a Jesús y eso causa la envidia de los
apóstoles. Según Teabing, el historiador de la novela, “Jesús era el primer feminista.
Pretendía que el futuro de su iglesia estuviese en manos de María Magdalena”.

Lo que nadie cita es el versículo 114 del famoso texto gnóstico Evangelio de Tomás,
donde Jesús dice que Él hará de María Magdalena “un espíritu viviente que se parezca
a vosotros, varones. Porque cada mujer que se haga a sí misma varón entrará en el
reino de los cielos”. El gnosticismo antiguo es reciclado por antagonistas de la Iglesia
actual, pero para ello han de rechazar algunas cosas del gnosticismo antiguo, que en
realidad era machista, elitista, despreciaba el cuerpo y todo lo material y es difícil de
vender como “el auténtico cristianismo”.

Así, el entusiasmo del autor por los “ritos de fertilidad”, que tanto admiran -y
practican- los protagonistas, no tiene nada que ver con la fertilidad, obviamente, sino
con el placer sexual. Es un signo de los tiempos, pero también una herencia gnóstica y
cátara: engendrar, dar vida a nuevos cuerpos, es malo. ¡Justo lo contrario que en el

159
cristianismo! Sexo sin concepción… es de suponer que la próxima novela trate de
clonación, es decir, de concepción sin sexo.

Otros muchos errores

Sandra Miesel, una periodista católica especializada en literatura moderna popular, no


puede evitar hacer un listado de errores misceláneos del libro, como ejemplo de su
“impecable” documentación.

• Se dice que el planeta Venus se mueve dibujando un pentagrama, el llamado


“pentagrama de Ishtar”, simbolizando a la diosa (Ishtar es Astarté o Afrodita). Al
contrario de lo que dice el libro, la figura no es perfecta y no tiene nada que ver con las
Olimpiadas. Las Olimpiadas se celebraban cada cuatro años y en honor de Zeus, nada
que ver con los ciclos de Venus ni con la diosa Afrodita.

• El novelista dice que los cinco anillos de las olimpiadas son un símbolo secreto de la
diosa; la realidad es que cuando se diseñaron las primeras olimpiadas modernas el
plan era empezar con uno e ir añadiendo un anillo en cada edición, pero se quedaron
en cinco.

• En la novela presentan la larga nave central y hueca de una catedral como un tributo
secreto al vientre femenino, con las nervaduras como pliegues sexuales, etc… Está
tomado del libro de pseudohistoria The Templar Revelation, donde se afirma que los
templarios crearon las catedrales. Por supuesto es falso: las catedrales las encargaron
los obispos y sus canónigos, no los templarios. El modelo de las catedrales era la iglesia
del Santo Sepulcro o bien las antiguas basílicas romanas, edificios rectangulares de uso
civil.

• El Priorato de Sión realmente existe, es una asociación francesa registrada desde


1956, posiblemente originada tras la II Guerra Mundial, aunque clamen ser herederos
de masones, templarios, egipcios, etc… No es creíble la lista de Grandes Maestres que
da la novela: Leonardo Da Vinci, Isaac Newton, Victor Hugo…

• La novela dice que el tetragramaton YHWH, el nombre de Dios en letras hebreas,


viene de “Jehová, una unión física andrógina entre el masculino Jah y el nombre pre-
hebreo de Eva, Havah”. Al parecer, nadie ha explicado a Brown que YHWH (que hoy
sabemos que se pronuncia Yahvé) empezó a pronunciarse “Jehová” en la Edad Media
al interpolarse entre las consonantes las vocales de “Adonai”.

• Las cartas del tarot no enseñan doctrina de la diosa; se inventaron para juegos de
azar en el s. XV y no adquirieron asociaciones esotéricas hasta finales del s.XVIII. La
idea de que los diamantes de la baraja francesa representan pentáculos es un invento
del ocultista británico A.E. Waite. ¿Qué dirán los esotéricos de la baraja española con
sus copas -símbolos sexuales femeninos- y sus espadas -símbolos fálicos, quizá como
los garrotes…-?

160
• El Papa Clemente V no eliminó a los templarios en un plan maquiavélico ni echó sus
cenizas al Tíber: el Tíber está en Roma y Clemente V no, porque fue el primer papa en
Avignon. Toda la iniciativa contra los templarios fue del rey francés, Felipe el Hermoso.
Masones, nazis y ahora los neognósticos quieren ser herederos de los templarios.

• Mona Lisa no representa un ser andrógino, sino a Madonna Lisa, esposa de


Francesco di Bartolomeo del Giocondo. Mona Lisa no es un anagrama de los dioses
egipcios Amón e Isa (Isis).

• En La Última Cena de Leonardo, no aparece el cáliz y aparece el joven y guapo San


Juan, el discípulo amado. La novela dice que el joven guapo en realidad es María
Magdalena, que ella es el Grial. La verdad es que no sale el cáliz porque el cuadro está
describiendo la Última Cena tal como sale en el Evangelio de San Juan, sin institución
de la Eucaristía, más concretamente cuando Jesús avisa “uno de vosotros me
traicionará” (Juan 13,21).

• La novela habla de que Leonardo recibió muchos encargos de la Iglesia y “cientos de


lucrativas comisiones vaticanas”. En realidad Leonardo pasó poco tiempo en Roma y
apenas le mandaron algún encargo.

• En la novela presentan a Leonardo como un homosexual ostentoso. En realidad,


aunque en su juventud fue acusado de sodomía, su orientación sexual no está del todo
clara.

• La heroína, Sophie Neveu, usa el cuadro de Leonardo La Madonna de las Rocas como
un escudo y lo aprieta tanto a su cuerpo que se dobla: es asombroso, porque se trata
de una pintura sobre madera, no sobre lienzo, y de casi dos metros de alto.

• Según los protagonistas de la novela, “durante trescientos años la Iglesia quemó en


la estaca la asombrosa cifra de cinco millones de mujeres”. Esta es una cifra repetida
en la literatura neopagana, wicca, new age y feminista radical, aunque en otras webs y
textos de brujería actual se habla de 9 millones. Los neopaganos necesitan una
“shoah” propia. Cuando acudimos a historiadores serios se calcula que entre 1400 y
1800 se ejecutaron en Europa entre 30.000 y 80.000 personas por brujería. No todas
fueron quemadas. No todas eran mujeres. Y la mayoría no murieron a manos de
oficiales de la Iglesia, ni siquiera de católicos. La mayoría de víctimas fue en Alemania,
coincidiendo con las guerras campesinas y protestantes del s. XVI y XVII. Cuando una
región cambiaba de denominación, abundaban las acusaciones de brujería y la histeria
colectiva. Los tribunales civiles, locales y municipales eran especialmente entusiastas,
sobre todo en las zonas calvinistas y luteranas. De todas formas, la brujería ha sido
perseguida y castigada con la muerte por egipcios, griegoS, romanos, vikingos, etc... El
paganismo siempre mató brujos y brujas. La idea del neopaganismo feminista de que
la brujería era una religión feminista precristiana no tiene base histórica.

Y se podría seguir diseccionando los errores y los simples engaños de este best-seller
mentiroso. Por no hablar de su calidad literaria. Pero ¿vale la pena tanto esfuerzo por
una novela? La respuesta es sí: para miles de jóvenes y adultos, esta novela será su
primer, quizá único contacto con la historia antigua de la Iglesia, una historia regada

161
por la sangre de los mártires y la tinta de evangelistas, apologetas, filósofos y Padres.
No sería digno de los cristianos del s.XXI ceder sin lucha ni respuesta ante el
neopaganismo el espacio que los cristianos de los primeros siglos ganaron con su
fidelidad comprometida a Jesucristo.

3. El Código Da Vinci. La verdadera historia es bien diferente

a) El anti-catolicismo como “último prejuicio aceptable”

Imaginemos este escenario. Sale una novela en la que se afirma que Buda, después de
la iluminación, no ha llevado la vida de castidad que se le atribuye, sino que ha tenido
mujer e hijos. Que la comunidad budista, después de su muerte ha violado los
derechos de la mujer, que tendría que haber sido su heredera. Que para ocultar esta
verdad, los budistas en el curso de su historia han asesinado a miles, más bien, a
millones de personas. Que un santo budista, desaparecido hace pocos años -Daisetz
Teitaro Suzuki (1870-1966)- era en realidad el jefe de una banda de delincuentes. Que
el Dalai Lama y otras autoridades del budismo internacional actúan para mantener las
mentiras sobre Buda, sirviéndose de cualquier medio, incluso el homicidio. Publicada,
la novela no pasa inadvertida. Autoridades de todas las regiones lo denuncian como
una odiosa mistificación anti-budista y como un incitamiento al conflicto entre las
religiones. En diversos países la publicación está prohibida, entre los aplausos de la
prensa. Las casas cinematográficas, a las que se propone una versión para la gran
pantalla, tratan a patadas al autor y consideran el proyecto un planteamiento de
pésimo gusto.

El escenario no es real, pero hay uno similar que es del todo real. Sólo que no se habla
de Buda, sino de Jesucristo; no de la comunidad budista sino de la Iglesia católica; no
de Suzuki y de su orden zen, sino de san Josemaría Escrivá (1902-1975) y del Opus Dei
por él fundado; no del Dalai Lama sino del Papa Juan Pablo II. La novela en cuestión ha
vendido tres millones y medio de ejemplares en Estados Unidos, ha desembarcado
también en Italia, y la Sony está preparando una película que será dirigida por Ron
Howard, para lo cual se ha iniciado una propaganda internacional. Como ha sido
correctamente observado por el historiador y sociólogo americano Philip Jenkins, el
éxito de este producto es sólo una prueba más del hecho que el anti-catolicismo es el
“último prejuicio aceptable”.

b) El Código Da Vinci y el Priorato de Sión

El Código Da Vinci pone en escena un golpe al Santo Grial. Este último -según la
novela- no es, como la tradición siempre ha creído, una copa en que fue recogida la
Sangre de Cristo, sino una persona, María Magdalena, la verdadera “copa” que ha
tenido en sí la sang réal -en francés antiguo, la “sangre real” del Santo Grial- esto es,
los hijos que Jesucristo le había dado. La tumba perdida de la Magdalena es por tanto
el verdadero Santo Grial. Nos enteramos además de que Jesucristo había confiado la
Iglesia, que debería haber proclamado la prioridad del principio femenino, no a san
Pedro sino a su mujer María Magdalena, y que nunca había pretendido ser Dios. Habría

162
sido el Emperador Constantino (280-337) el que reinventara un nuevo cristianismo
suprimiendo el elemento femenino, proclamando que Jesucristo era Dios y haciendo
ratificar sus ideas patriarcales, autoritarias y anti-feministas en el Concilio de Nicea
(325). El plan presupone que sea suprimida la verdad sobre Jesucristo y sobre su
matrimonio y que su descendencia sea suprimida físicamente.

El primer objetivo está conseguido eligiendo cuatro evangelios “inocuos” entre las
decenas que existen, y proclamando “heréticos” los demás evangelios “gnósticos”
algunos de los cuales habrían puesto sobre la pista del matrimonio entre Jesús y la
Magdalena. Respecto al segundo, para desgracia de Constantino y de la Iglesia católica,
los descendientes físicos de Jesús escapan a su exterminio y siglos después consiguen
incluso apoderarse del trono de Francia con el nombre de merovingios. La Iglesia
consigue hacer asesinar un buen número de merovingios a través de los carolingios,
que los sustituyen, pero nace una organización misteriosa, el Priorato de Sión, para
proteger la descendencia de Jesús y su secreto. Al Priorato se unen los templarios -
perseguidos por esto- y más tarde también la masonería. Algunos de entre los más
eruditos y artistas de la historia han sido Grandes Maestros del Priorato de Sión, y
algunos -entre ellos Leonardo Da Vinci (1452-1519)- han dejado indicios de este
secreto en su obra. La Iglesia Católica en este tiempo, completa la liquidación del
primado del principio femenino con una caza de brujas, en la que mueren quince
millones de mujeres. Pero todo es falso: el Priorato de Sión sobrevive, así como los
descendientes de Jesús en familias que llevan los apellidos Pantard y Saint Clair.

c) ¿Ficción o historia?

Muchos objetan a cualquier crítica de la novela en cuestión que se trata de una ficción
y que, como tal, no debe respetar la verdad histórica. Estos críticos, simplemente, han
olvidado leer la página de Información histórica, donde Brown afirma que “todas las
descripciones *…+ de documentos y rituales secretos contenidos en esta novela
respetan la realidad” (3) y se fundamentan en particular sobre el hecho que “en 1975
ante la Biblioteca Nacional de París han sido descubiertos algunos pergaminos,
conocidos como “Les Dossier Secrets” (4) con la historia del Priorato de Sión.

Tal vez, en respuesta a las múltiples controversias, a partir de la sexta reimpresión, la


página de Información histórica, página 9 de la edición italiana Mondadori, ha
desaparecido, sustituida por una página 9 completamente blanca: pero naturalmente
permanece en la edición inglesa (y en la primera edición italiana, para quienes hayan
adquirido el volumen en la primera semana de difusión). La parte que el autor también
presenta como imaginaria contiene la hipótesis de que el Priorato se apresura hoy a
revelar el secreto al mundo a través de su último Gran Maestro, un vigilante del Museo
de Louvre que se llama Jacques Saunière. Para impedir que esto suceda, Suanière y sus
principales colaboradores son asesinados. Un estudioso americano de la simbología,
Robert Langdon, es el sospechoso de tales crímenes, pero una criptóloga que trabaja
para la policía de París -Sophia Neveu, una nieta de Saunière- cree en su inocencia y le
ayuda a huir. El lector queda inducido a creer que el responsable de los homicidios es
el Opus Dei, pero las cosas son más complicadas. A cuenta de este instituto se repiten
las más crudas “leyendas negras”, cientos de veces desmentidas, pero difíciles de

163
morir, deducidas de la literatura internacional que lo critica, explícitamente citada. En
la novela, un nuevo Papa progresista ha decidido rescindir los vínculos entre la Iglesia y
el Opus Dei que surgen con el Papa Juan Pablo II, y el Prelado del Opus Dei acepta la
propuesta que le viene de un misterioso “Maestro”: pagando a este personaje una
suma inmensa podrá extorsionar a la Santa Sede apoderándose de las pruebas del
secreto del Priorato de Sión -esto es, de la verdad de Jesucristo- y amenazando con
revelarlo al mundo. Un ex-criminal, ahora numerario del Opus Dei es “prestado” al
Maestro y precisamente éste último lo induce a cometer una serie de crímenes. En
realidad, el “Maestro” trabaja para sí mismo: es un riquísimo estudioso inglés,
anticatólico, que quiere revelar el secreto al mundo y acusa al Priorato de callar por
temor a la Iglesia. Entre muertos, enigmas y persecuciones, Robert Langdon y Sophia -
entre los cuales surge inevitablemente una historia de amor- acaban por descubrir la
verdad: la tumba de la Magdalena está escondida bajo la pirámide del Louvre, que se
construyó por deseo del presidente francés -esoterista y masón- François Mitterrand
(1916-1996), pero la sang rèal discurre por las venas de la propia Sophia, que es, por
tanto, la última descendiente de Jesucristo.

d) Errores y mistificaciones

Sólo la extendida ignorancia religiosa explica que alguien pueda tomar en serio un
cúmulo de afirmaciones tan ridículas. Existen textos del primer siglo cristiano en los
que Jesucristo es claramente reconocido como Dios. En la época del Canon
Muratoriano -que data aproximadamente del 190 d.C.- el reconocimiento de cuatro
evangelios como canónicos y la exclusión de textos gnósticos era un proceso que se
encontraba ya sustancialmente completo, noventa años antes de que Constantino
naciese. En cuanto a la Magdalena, el Evangelio gnóstico de Tomás, que gusta tanto a
Brown, bien lejos de ser un texto proto-feminista, funda la grandeza de esa mujer en el
hecho de que “*…+ se hace varón”. A Simón Pedro, que objeta “María debe marcharse
de nosotros, porque las mujeres no son dignas de la Vida!”, Jesús responde: “He aquí
que yo la guiaré de modo que haga de ella un varón, para que ella llegue a ser un
espíritu vivo igual a vosotros, varones. Porque toda mujer que se haga varón entrará
en el Reino de los Cielos”. La cifra de cinco millones de brujas quemadas por la Iglesia
católica es del todo absurda, y Brown se olvida del hecho de que, en los países
protestantes, la caza de brujas ha sido más larga y virulenta que en los católicos.

La idea misma de un “Código Da Vinci” escondido en la obra del artista italiano ha sido
definida como “absurda” por la profesora Judith Verónica Field, profesora de la
Universidad de Londres y presidenta de la Leonardo Da Vinci Society. Frente a estos
despropósitos, el error del traductor italiano, que llama a la torre del reloj del
Parlamento inglés “Big Bang” en vez de Big Ben, parece casi un pecado venial. Además,
quien conozca un poco la historia de las mistificaciones sobre el Santo Grial sabe que
en el Código Da Vinci hay bien poco de nuevo: todo ha sido dicho ya en centenares de
libros sobre Rennes-le-Château, y -aunque el nombre de esta localidad francesa no
haya sido mencionado en la novela de Brown- los apellidos Saunière y Plantard hacen
claramente referencia a los mismos acontecimientos.

164
e) El mito de Rennes-le-Château: una falsificación desde hace tiempo
desenmascarada

Rennes-le-Château es un pueblecito francés del Departamento de Aude, al pie de los


Pirineos orientales, en la zona de Razès. La población ha quedado reducida a una
cuarentena de habitantes, pero todos los años los turistas son decenas de miles. Desde
1960 hasta hoy han sido dedicadas a Rennes-le-Château más de cincuenta obras en
lengua francesa, al menos un par de best sellers en inglés y un buen número de títulos
también en italiano. Se habla también en un film y en caricaturas de culto como
Preachero The Magdalena. El pueblo se encuentra en el interior del “país cátaro”, esto
es, en la zona donde la herejía de los cátaros ha dominado la región y ha sobrevivido
hasta el siglo XIII; zona que una hábil promoción ha convertido en años recientes en
uno de los más codiciados destinos turísticos franceses. Rennes-le-Château quedaría,
sin embargo, como una nota a pie de página en el rico turismo “cátaro”
contemporáneo si del país no hubiese llegado a ser párroco, en 1885, don Berenguer
Saunière (1852-1917). Es a él a quien hace referencia toda la leyenda sobre Rennes-le-
Château.

El párroco Sauniére era, sobre todo, un personaje extraño. En el año 1909 rechaza
trasladarse a otra parroquia, y en el 1910, después de haber pasado por un proceso
eclesiástico, sufre una suspensión a divinis. Aun privado de la parroquia permanece
hasta su muerte en el país que había enriquecido con nuevas construcciones -entre
ellas una curiosa “torre di Magdala”- y escandalizado con una serie de excavaciones en
la cripta y en el cementerio, a la búsqueda de no se sabe bien qué cosa. Convertido en
más rico de lo que era habitual para un párroco de campaña, se dice que había
encontrado un tesoro. Todo podía explicarse, sin más, como sospechaba su obispo,
con un menos romántico tráfico de donaciones y de misas. En épocas recientes se ha
sostenido que Saunière habría descubierto en la cripta importantísimos manuscritos
antiguos, pero aquellos que han aparecido son evidentemente falsos: del siglo XIX, si
no del XX. Es posible que en el curso de los trabajos para restaurar la iglesia parroquial
-una actividad que va, en todo caso, adscrita al mérito del párroco original- don
Saunière hubiera descubierto cualquier hallazgo de época medieval, pero, en todo
caso, no en cantidad suficiente para enriquecerse. Se continúa repitiendo también que
Saunière habría estado en relación con ambientes esotéricos de París, aunque de esto
no hay ninguna prueba. La figura de Saunière no está exenta de interés y sus
construcciones muestran que se trataba de un hombre singularmente atento a las
alegorías y a los símbolos, sobre la estela de una tradición local. Pero nada más allá ha
podido nunca ser probado.

La leyenda de Sauniére no habría continuado en el tiempo si su sirvienta Marie


Denarnaud (1868-1953) -a quien el sacerdote había legado la propiedad y las
construcciones de Rennes-le-Château, para evitar que cayeran en manos del obispo
con quien se hallaba enfrentado- no hubiese continuado especulando durante años
acerca de los tesoros escondidos, para animar a eventuales compradores. Y si otro
personaje, Noel Corbu (1912-1968) después de haber adquirido a Denarnaud la
propiedad del ex-párroco para convertirlas en un restaurante, no hubiese comenzado,
a partir de 1956, a publicar artículos en periódicos locales donde -animado,

165
ciertamente, por el deseo de atraer turistas a un lugar remoto- ponía los presuntos
“millones” de don Saunière en relación con el tesoro de los cátaros.

En el año 1960, las leyendas difundidas por Corbu a escala local adquieren fama
nacional después de haber atraído la atención de esoteristas -entre ellos Pierre
Plantard (1920-2000), que había vivificado anteriormente al grupo Alpha Galates y que
había sido condenado por fraude al fondo esotérico- y de periodistas interesados en
los misterios esotéricos, como Gérard de Sède, que publica en 1967 Lor de Rennes
(11). Tres autores ingleses de esoterismo popular -Michael Baigent, Richard Leigh y
Henry Lincoln- se encargarán de elaborar posteriormente sus ideas, transformándolas
en una verdadera industria editorial -gracias también a la BBC, que las difunden a
bombo y platillo- puesta en marcha con la publicación en 1979 de El Santo Grial.

Según de Sède y sus seguidores ingleses, el párroco había descubierto el secreto de


Rennes-le-Château, donde estaría depositado no sólo un tesoro fabuloso -
alternativamente atribuido al templo de Jerusalén, a los visigodos, a los cátaros, a los
templarios, a la monarquía francesa, y del cual el sacerdote habría sacado sólo una
pequeña parte-, pero también un tesoro de tipo inmaterial, la verdad misma sobre la
historia del mundo, revelada por los presuntos pergaminos encontrados por don
Saunière, por la inscripción del cementerio, por las formas mismas de los edificios y de
cuanto se encuentra en la iglesia parroquial. En el pueblecito pirenaico existirían
documentos capaces de probar que Jesucristo -verdad cuidadosamente escondida por
la Iglesia católica- había tenido hijos con María Magdalena, que estos hijos llevarían en
sí mismos la sangre misma de Dios, y que, por tanto, tienen el derecho de reinar sobre
Francia y sobre el mundo entero. Que el Santo Grial sería más precisamente el “sang
réal”, la sangre real de los descendientes físicos de Jesucristo, es afirmado desde que
Plantard entra en la historia de Rennes-le-Château. El Código Da Vinci se limita a
repetir estas afirmaciones. Por prudencia, afirma Plantard, la descendencia de los
merovingios de Jesucristo habría sido siempre mantenida como un secreto conocido
por pocos. Pero los cátaros, los templarios y los grandes iniciados -desde el mismo
Saunière al pintor Nicolás Poussin (1594-1655), el cual habría dejado una pista en el
famoso cuadro del Louvre Los pastores de Arcadia, que representaría precisamente el
panorama de Rennes-le-Château- han custodiado el secreto como algo preciosísimo,
dejando entrever de vez en cuando algún indicio.

Hoy, naturalmente, existe un Priorato de Sión. Fue fundado en 1956 por Pierre
Plantard -que se hace llamar también “Plantard de Saint Clair”, inventándose un título
nobiliario fantasioso que está en los orígenes de las afirmaciones de El Código Da Vinci,
según el cual también “Saint Clair” sería un apellido merovingio-,con acta notarial y
papel sellado. Plantard ha dejado entender que él mismo es un descendiente de los
merovingios y el guardián del Grial. La prueba de que el Priorato existe desde hace
millones de años debería consistir en el nombre de una pequeña orden religiosa
medieval llamada Priorato de Sión. Esto, efectivamente, ha existido -y ha dejado de
existir-, pero no tiene relación de ninguna clase ni con los merovingios ni con
presuntos descendientes de Jesucristo. No es difícil concluir que el vínculo entre
Rennes-le-Château, los merovingios, y el Priorato de Sión es puramente legendario, y
que el Priorato es una organización esotérica cuyos orígenes no van más allá de la

166
experiencia de Plantard y de sus colaboradores. No ha existido ningún Priorato de Sión
-en el sentido en que hoy se habla- antes de la llegada de Plantard a Rennes-le-
Château. Ahora, naturalmente, existe, pero sólo desde 1956.

En la página de Información histórica del Código Da Vinci se afirma, como he señalado,


que toda la historia está confirmada por documentos inapelables. Se trata de los
famosos documentos en parte “redescubiertos” en 1975 en la Biblioteca Nacional de
París, y en parte transmitidos anteriormente al escritor Gérard de Sède. Los
documentos, sin embargo, han sido “redescubiertos” por las mismas personas que los
habían escondido en la Biblioteca Nacional de París: Plantard y sus amigos. Y es
completamente cierto que no se trata de documentos antiguos sino de documentos
falsos modernos. El principal autor de los documentos falsos, Philippe de Chérisey -
muerto en 1985- ha confesado haber participado en su falsificación, lamentándose
incluso de haberlos utilizado sin que se le pagara la debida compensación, hecho sobre
el que existen cartas del abogado de Chérisey.

En cuanto a Poussin, la “prueba” de su vinculación con Rennes-le-Château habría


debido ser la fotografía de una tumba presente en el territorio del pueblecito francés,
hoy destruida, pero en la que Poussin se habría inspirado para su cuadro Los pastores
de Arcadia. Lástima, sin embargo, que se hayan encontrado el permiso y los planos de
construcción de la tumba, fechados en 1903, y que la tumba haya sido terminada en
1933 (14). La tumba es, pues, posterior en casi trescientos años al cuadro de Poussin.
No hay ningún documento ni ninguna prueba, por tanto. Sólo fantasías, buenas para
vender novelas más o menos apasionadas, pero que desde el punto de vista
estrictamente histórico deben ser consideradas auténtica basura.

Máximo Introvigne

4. Un “código” basura...

Imaginemos el siguiente escenario. Aparece una novela en la cual se afirma que


después de la iluminación Buda no tuvo la vida de castidad que se le atribuye, sino una
esposa e hijos; que después de su muerte la comunidad budista violó los derechos de
su mujer, que debería haber sido su heredera; que para ocultar esta verdad los
budistas han asesinado en el curso de su historia a miles, más bien dicho millones de
personas; que un santo budista desaparecido hace pocos años -por ejemplo, un
Daisetz Teitaro Suzuki (1870-1966)- era en realidad el jefe de una banda de
delincuentes; que el Dalai Lama y otras autoridades del budismo internacional se
dedican a mantener las mentiras sobre Buda, valiéndose de cualquier medio, incluido
el homicidio. Una vez publicada, la novela no pasa desapercibida. Autoridades de todas
las religiones la denuncian como una odiosa mistificación antibudista y una incitación
al enfrentamiento entre las religiones. En diversos países, se prohíbe su publicación, en
medio de los aplausos de la prensa. Los estudios de cine, a los cuales se propone una
versión para la pantalla grande, expulsan a patadas al autor y consideran la totalidad
del proyecto una broma de mal gusto.

167
Este escenario no es real, pero existe uno similar enteramente real, sólo que no se
habla de Buda, sino de Jesucristo; no de la comunidad budista, sino de la Iglesia
Católica; no de Suzuki y su orden zen, sino de San Josemaría Escrivá (1902-1975) y el
Opus Dei por él fundado; no del Dalai Lama, sino de Juan Pablo II. La novela en
cuestión ha vendido tres millones y medio de ejemplares en los Estados Unidos, ha
desembarcado también en Italia, y la Sony la está llevando al cine en una película que
dirigirá Ron Howard y sobre la cual ya se ha iniciado la propaganda internacional.

Como observó acertadamente el historiador y sociólogo estadounidense Philip Jenkins,


el éxito de este producto sumamente mediocre no es sino una prueba más del hecho
que el anticatolicismo es “el último prejuicio aceptable” (y el título de un libro de
Jenkins: The New Anti-Catholicism. The Last Acceptable Prejudice, Oxford University
Press, Nueva York, 2003).

Leyendas negras

Il Codice Da Vinci (trad. it., Mondadori, Milán, 2003) pone en escena una cacería en el
Santo Grial. Este último, según la novela, no es, como siempre ha creído la tradición,
un cáliz en el cual se recogió la sangre de Cristo, sino una persona, María Magdalena,
el verdadero “cáliz”, que tuvo en sí misma el sang real (en francés antiguo, la “sangre
real”, de donde proviene “Santo Grial”), es decir, los hijos que le diera Jesucristo. La
tumba perdida de la Magdalena es por consiguiente el verdadero Santo Grial. Nos
enteramos además de que Jesucristo no confió a San Pedro una Iglesia que debía
proclamar la prioridad del principio femenino, sino a su esposa, María Magdalena, y
que jamás pretendió ser Dios. El emperador Constantino (280-337 DC) es quien habría
reinventado un nuevo cristianismo, suprimiendo el elemento femenino, proclamando
que Jesucristo era Dios y haciendo rectificar sus ideas patriarcales, autoritarias y
antifeministas por el Concilio de Nicea. El proyecto presupone la supresión de la
verdad sobre Jesucristo y su matrimonio, así como la supresión física de su
descendencia.

El primer objetivo se consigue eligiendo cuatro evangelios “inocuos” entre las decenas
existentes y proclamando “herejes” a los otros evangelios “gnósticos”, algunos de los
cuales habrían dado indicios del matrimonio entre Jesús y la Magdalena. Para
desgracia de Constantino y la Iglesia Católica, los descendientes físicos de Jesús se
sustraen al segundo objetivo, y al cabo de algunos siglos logran finalmente adueñarse
del trono de Francia con el nombre de merovingios. La Iglesia logra hacer asesinar a
una cantidad apreciable de merovingios por los carolingios, que los sustituyen; pero
surge una organización misteriosa, el Priorato de Sión, para proteger la descendencia
de Jesús y su secreto. Al Priorato se encuentran vinculados los templarios (perseguidos
por este motivo) y más tarde también la masonería. Se cuentan entre los más grandes
literatos y artistas de la historia Grandes Maestros del Priorato de Sión, y algunos -
entre ellos Leonardo da Vinci (1459-1519)- dejaron indicios del secreto en sus obras.
Entretanto, la Iglesia Católica completa la liquidación del primado del principio
femenino con la lucha contra las brujas, en la cual perecen cinco millones de mujeres;
pero todo es en vano: el Priorato de Sión sobrevive, al igual que los descendientes de
Jesús, en familias de apellido Plantard y Saint Clair.

168
Según el autor Dan Brown, todo cuanto hemos recapitulado hasta aquí refleja exacta y
literalmente la realidad y está basado en documentos irrebatibles. La parte que el
mismo autor presenta como imaginaria plantea la hipótesis según la cual el Priorato en
la actualidad se apronta a revelar el secreto al mundo mediante su último Gran
Maestro, un curador del Museo del Louvre llamado Jacques Saunière. Para impedir
que esto ocurra, Saunière y sus principales colaboradores son asesinados. Robert
Langdon, un investigador estadounidense de simbología, es un presunto autor de los
crímenes; pero Sophie Neveu, sobrina de Saunière, una criptóloga que trabaja para la
policía de París, cree en su inocencia y lo ayuda a escapar. El lector es inducido a creer
que el responsable de los homicidios es el Opus Dei (por cuenta del cual se repiten la
más crudas “leyendas negras”, desmentidas cien veces, pero duras para morir), pero
las cosas son más complicadas.

Un nuevo Papa progresista ha decidido rescindir los vínculos entre la Iglesia y el Opus
Dei, que se remontan a Juan Pablo II, y el prelado del Opus Dei acepta la propuesta
proveniente de un misterioso “Maestro”: pagando a este personaje una suma
inmensa, podrá cubrir a la Santa Sede, adueñándose de las pruebas del secreto del
Priorato de Sión, es decir, de la “verdad” sobre Jesucristo... y amenazando revelarlas al
mundo.

Un ex criminal, ahora numerario del Opus Dei, es “prestado” al Maestro, y este último
es quien lo impulsa a cometer una serie de crímenes. En realidad, el “Maestro” trabaja
para sí mismo: es un acaudalado investigador inglés anticatólico, que desea revelar el
secreto al mundo y acusa al Priorato de callar por temor a la Iglesia. Entre muertos
asesinados, enigmas y pistas seguidas, Robert Langdon y Sophie, entre quienes
también nace la inevitable historia de amor, terminan descubriendo la verdad: la
tumba de la Magdalena está oculta bajo la pirámide del Louvre, deseada por François
Mitterrand (1916-1996), presidente francés esoterista y masón, pero el sang réal
circula por las venas de la misma Sophie, que es por tanto la última descendiente de
Jesucristo.

Difundida ignorancia

Únicamente la difundida ignorancia religiosa explica cómo alguien puede tomar en


serio semejante cúmulo de afirmaciones por decir lo menos ridículas. Hay textos del
siglo primero cristiano en que Jesucristo se reconoce claramente como Dios. En la
época del Canon Muratorio (que se remonta a alrededor del año 190 DC), el
reconocimiento del carácter canónico de los cuatro Evangelios y la exclusión de los
textos gnósticos era un proceso substancialmente terminado, noventa años antes del
nacimiento de Constantino. La cifra de cinco millones de brujas quemadas por la Iglesia
Católica es totalmente absurda, y Brown olvida el hecho de que en los países
protestantes la caza de brujas fue más larga y virulenta que en los católicos.

La idea misma de un “código Da Vinci” oculto en las obras del artista italiano fue
definida como “absurda” por la profesora Judith Veronica Field, docente de la
University of London y presidenta de la Leonardo Da Vinci Society (ver, entre muchas
referencias, Gary Stern, “Expert Dismiss Theories in Popular Book”, The Journal News,

169
2.11.2003). Ante estos despropósitos, aquel del traductor italiano que llama “Big Bang”
en vez de “Big Ben” a la torre del reloj del parlamento inglés (p. 438) casi parece un
pecado venial. Además, quien conozca un poco la historia de las mistificaciones del
Grial sabe que en el Código Da Vinci hay muy poco de nuevo: todo ya se ha dicho en
centenares de libros sobre Rennes-le-Château, y si bien el nombre de esta localidad
francesa nunca se menciona en la novela de Brown, los apellidos Saunière y Plantard
se refieren claramente a los mismos casos.

Rennes-le-Château es un pequeño pueblo francés del departamento del Aude, a los


pies de los Pirineos orientales, en la zona llamada del Razès. La población se ha
reducido a unos cuarenta habitantes, pero cada año los turistas son decenas de miles.
Desde 1960 hasta nuestros días, se han dedicado más de quinientas obras en lengua
francesa a Rennes-le-Château, al menos un par de best sellers en inglés y una cantidad
considerable de títulos también en italiano. Se habla también del lugar en el cine y en
folletos, como Preacher o The Magdalena. Este pequeño pueblo se encuentra dentro
de la región cátara, es decir, la zona donde la herejía de los cátaros dominó la región y
sobrevivió hasta el siglo XIII, que gracias a una sabia promoción se ha convertido en
años recientes en una de las metas turísticas francesas más deseadas. Con todo,
Rennes-le-Château sólo sería una nota a pie de página en el rico turismo “cátaro”
contemporáneo si no hubiese llegado a ser párroco del pueblo don Berenger Saunière
(1852-1917) en 1885. A él se refieren todas las leyendas sobre Rennes-le-Château.

El párroco Saunière era sobre todo una persona extraña. En 1909 se niega a
trasladarse a otra parroquia, y en 1910, después de perder en un proceso eclesiástico,
se le aplica una suspensión a divinis. A pesar de ser privado de la parroquia,
permanece hasta la muerte en el pueblo, que enriqueció con nuevas construcciones,
entre ellas una curiosa “torre de Magdala”, y escandalizó con una serie de
excavaciones en la cripta y el cementerio, sin saberse muy bien en busca de qué cosa.

Habiendo llegado a ser más rico que lo habitual en un párroco de campo, se cuenta
que habría encontrado un tesoro. Todo podía explicarlo, por otra parte, como
sospechaba su obispo, un menos romántico tráfico de donaciones y misas. En una
época reciente se ha sostenido que Saunière habría descubierto en la cripta
manuscritos antiguos de gran importancia; pero aquellos que han aparecido son
evidentes falsificaciones del siglo XIX o tal vez del siglo XX.

Posiblemente, en el curso de los trabajos de restauración de la iglesia parroquial


(actividad cuyos méritos en todo caso se atribuyen al párroco original), don Saunière
habría hecho hallazgos de la época medieval, pero en ningún caso en cantidad
suficiente como para enriquecerse. También se sigue repitiendo que Saunière habría
estado vinculado con ambientes esotéricos de París, pero las pruebas aducidas no
permiten formular una conclusión segura. La figura de Sauniére no carece de interés, y
sus construcciones muestran que se trataba de un hombre que prestaba especial
atención a los símbolos y alegorías, tal vez con cierto grado de verdadero interés
esotérico, bajo la estela de una tradición local. Con todo, nunca se ha podido probar
algo más.

170
Fantasías anticristianas

La leyenda de Saunière no habría persistido en el tiempo si Marie Denarnaud (1868-


1953), su criada -a cuyo nombre el sacerdote inscribió la propiedad y las
construcciones de Rennes-le-Château para sustraerlas al obispo, con el cual estaba en
conflicto-, no hubiese continuado narrando historias de tesoros ocultos durante años,
también con el fin de estimular a eventuales adquirentes; y si otro personaje, Noel
Corbu (1912-1968), después de adquirir de Marie Denarnaud la propiedad del ex
párroco para convertirla en un restaurante, no hubiese comenzado, a partir de 1956, a
publicar artículos en la prensa local, en los cuales, animado ciertamente también del
legítimo deseo de atraer turistas hacia un pueblo remoto, vinculaba los presuntos
“miles de millones” de don Saunière con el tesoro de los cátaros.

En los años 60, las leyendas difundidas por Corbu a escala local adquieren fama
nacional después de atraer la atención de esoteristas -entre ellos, Pierre Plantard
(1920-2000), que anteriormente había animado al grupo Alpha Galates- y periodistas
interesados en los misterios esotéricos, como Gérard de Sède, que en 1967 publica
L’or de Rennes. Tres autores ingleses de esoterismo popular –Michael Baigent, Richard
Leigh y Henry Lincoln- se encargarán de elaborar ulteriormente sus ideas,
transformándolas en una verdadera industria editorial (gracias también a la BBC, que
toca el bombo), puesta en marcha con la publicación de El Santo Grial, en 1979. Según
de Sède y sus continuadores ingleses, el párroco había descubierto el secreto de
Rennes-le-Château, donde estaría depositado no sólo un tesoro fabuloso –atribuido ya
sea al templo de Jerusalén, a los visigodos, los cátaros, los templarios o la monarquía
francesa- del cual el sacerdote sólo habría obtenido una pequeña parte, sino también -
revelado por los presuntos pergaminos descubiertos por don Saunière, por las
inscripciones del cementerio, las formas mismas de los edificios y todo cuanto se
encuentra en la iglesia parroquial- un tesoro de tipo no material, la verdad misma
sobre la historia del mundo.

En el pequeño pueblo pirenaico existirían los documentos para probar que Jesucristo –
verdad ocultada con esmero por la Iglesia Católica- tuvo hijos de María Magdalena, los
cuales son portadores de la sangre misma de Dios y por lo tanto tienen derecho a
reinar en Francia y el mundo entero. El hecho de ser el Santo Grial más propiamente el
sang réal, la “sangre real” de los descendientes físicos de Jesucristo, se consolida
desde el momento en que Plantard entra en la historia de Rennes-le-Château.

El Código Da Vinci se limita a repetir estas afirmaciones. Por prudencia –afirma


Plantard- el hecho de ser los merovingios descendientes de Jesucristo se habría
mantenido siempre como un secreto conocido por pocos; pero los cátaros, los
templarios y los grandes iniciados –desde el mismo Saunière hasta el pintor Nicolas
Poussin (1594-1655), que habría dejado una pista de dicho secreto en Los pastores de
Arcadia, su famoso cuadro del Louvre, que representaría precisamente el panorama de
Rennes-le-Château- han custodiado el secreto como algo preciosísimo, permitiendo
cada cierto tiempo vislumbrar cierto indicio.

Hoy día, naturalmente, existe un Priorato de Sión. Es fundado en 1972 por Pierre
Plantard (que se hace llamar también “Plantard de Saint Clair”, inventándose un título

171
de nobleza de fantasía, que da origen a las afirmaciones del Código Da Vinci, según el
cual “Saint Clair” es también un apellido “merovingio”), con mucho de acto notarial y
papel sellado. Plantard ha dado entender que él mismo es descendiente de los
merovingios y custodio del Grial. La prueba de la existencia del Priorato desde hace mil
años debería consistir en el nombre de una pequeña orden religiosa medieval llamada
Priorato de Sión. Éste efectivamente existió (y terminó), pero no tiene relación alguna
con los merovingios ni con presuntos descendientes de Jesucristo.

Es difícil no llegar a la conclusión según la cual el vínculo entre Rennes-le-Château, los


merovingios y el Priorato de Sión es puramente legendario, y el Priorato es una
organización esotérica cuyos orígenes no van más allá de la experiencia de Plantard y
sus colaboradores. No ha existido Priorato de Sión alguno (en el sentido en que hoy se
habla del mismo) antes de la llegada de Plantard a Rennes-le-Château. Naturalmente,
ahora existe, pero sólo a partir de 1972. En la primera página del Código Da Vinci, se
afirma que toda la historia está confirmada por documentos irrebatibles encontrados
en 1975 en la Biblioteca Nacional de París. Sin embargo, los documentos fueron
“encontrados” por las mismas personas que los habían escondido en la Biblioteca
Nacional de París: Plantard y sus amigos. Y es sumamente cierto que no se trata de
documentos antiguos, sino modernos y falsos. Por lo tanto no hay “documento”
alguno, sino puramente fantasías anticristianas, adecuadas para vender novelas más o
menos mal escritas, pero que desde el punto de vista histórico deben considerarse
auténtica basura.

5. El Código Da Vinci: ¿una broma o la estafa de un cínico?

El libro El código Da Vinci y sus consecuencias se han convertido en un fenómeno


social. Pero para muchos católicos la reacción que produce, aparte de indignación, es
sorpresa. Hay muchas razones para sentir estupor ante su éxito: que siendo tan
deficiente genere tanto entusiasmo, que se lea como una novela y se sienta como una
“Biblia”, que miles de católicos la lean pasivamente, que haya generado tantos libros
relacionados, que a pesar del largo proceso de secularización aún triunfe el
anticlericalismo, que el éxito dure tanto hasta el punto que se acabe de editar una
edición de lujo, encuadernada en tela, papel satinado y fotografías en color.

Sorprende el contraste entre la autoridad y autoconfianza del autor con la defectuosa


documentación que muestra. Sorprende la indiferencia que muestran los lectores ante
los errores que detectan. Pero lo que más sorprende al lector informado es la inmensa
cantidad de errores que contiene. Produce una sensación de vértigo comprobar, por
uno mismo o gracias a diversos comentaristas, que Dan Brown se equivoque tantas
veces y en tantos campos distintos.

Demuestra que El código Da Vinci es un fenómeno extraliterario que a los entusiastas


de la criatura de Dan Brown no les afecte en lo más mínimo las equivocaciones
denunciadas por críticos literarios y polemistas católicos. Las contemplan con una
absoluta indiferencia a pesar que las equivocaciones son muchas y muy graves.

172
Tantas hay, tan variadas y de tanta gravedad que Dan Brown ha superado todas las
licencias permitidas a un escritor y mete su obra en la categoría de estafa.

Tantas hay, tan variadas y de tanta gravedad que el autor del presente artículo piensa
que sólo es posible explicarlas si están escritas a propósito ya que es imposible ser
tan ignorante e incompetente.

Los mil y un errores de El código Da Vinci

Dan Brown se equivoca en absolutamente todos los ámbitos del saber que aparecen
en la obra. Comete errores en la geografía, la política, la historia, el urbanismo,
astronomía, la arquitectura, las características de la religión del Imperio romano, la
historia del cristianismo, la historia del judaísmo, la organización de la Iglesia Católica,
la historia del arte, el simbolismo, los métodos policiales y los sistemas de seguridad.

Veamos una muestra. Sólo un ejemplo por tema para no aburrir al lector.

Geografía: no es posible ir de Andorra a Oviedo en tren sin hacer transbordos, aparte


de que en Andorra no hay tren.

Política: al que comete un delito en Francia no se le puede encarcelar en Andorra


como hacen con Silas.

Historia: Godofredo de Bouillon no era un rey de Francia. Era duque.

Urbanismo: Mitterrand no llenó París de monumentos egipcios. Eso se hizo en el siglo


XIX y tampoco hay tantos.

Astronomía: Venus no dibuja un pentagrama perfecto en el cielo.

Arquitectura: los templos circulares no son típicamente paganos. Al contrario, los


templos griegos y romanos eran rectangulares.

Religión greco-romana: los griegos y los romanos no adoraban a “la Diosa”. Eran
sociedades patriarcales.

Historia del cristianismo: los evangelios según Mateo, Marcos, Lucas y Juan no fueron
escritos en el siglo IV sino entre los años 60 y 120 d. C.

Historia del judaísmo: nunca se realizó la prostitución sagrada en el Sanctasantórum


del Templo de Salomón.

Organización de la Iglesia Católica: El Papa no le pediría al Opus Dei que se convirtiera


en una iglesia cristiana por pleno derecho, ¿cómo va a provocar él mismo un cisma?

Arte: La Virgen de las Rocas del Louvre no está delante de la Gioconda sino en otra sala
y no mide un metro y medio sino dos.

173
Simbolismos: la cruz de brazos iguales aunque sea anterior en mil quinientos años al
cristianismo no es un símbolo pagano. Ahora es plenamente cristiana.

Métodos policiales: un policía francés no puede ir a la Gran Bretaña sin permiso y


menos dar órdenes directamente a la policía británica.

Sistemas de seguridad: el Louvre sí confía en el uso de cámaras de vigilancia.

Y los errores son de todos los calibres conocidos: errores por elegir hipótesis
arriesgadas, errores por interpretar en exceso, errores al llenar vacíos históricos,
errores al confiar en fuentes poco fiables, errores que todo el mundo comete, errores
por no comprobar los datos que se recuerdan vagamente, errores por ignorancia
culpable, errores por precipitación, errores de documentación.

El código Da Vinci es casi una enciclopedia de los errores. Podría ser un buen
instrumento para enseñar lo que no debe hacerse y mostrar las tentaciones a las que
se ve sometido un escritor y las consecuencias que conlleva: el amor por las teorías
alternativas y cuan menos oficiales mejor llevan a optar por el matrimonio de Jesús
con María Magdalena; la audacia interpretativa hace caer en las afirmaciones
grotescas sobre La última cena; las ganas de provocar producen los comentarios
sarcásticos e insultantes sobre Francia; la repetición acrítica de tópicos de personas
cultas poco informadas conllevan la memez que en el Concilio de Nicea se proclamó la
divinidad de Jesucristo, que la Iglesia quemó cinco millones de mujeres acusadas de
brujería y que los escritos de Qumram hablan del cristianismo; la prisa en terminar
produce el uso anacrónico e impropio del concepto “Vaticano” o el llamar “monjes” a
los numerarios del Opus Dei; la pura ignorancia permite la barbaridad que no aparezca
por ninguna parte la Iglesia Ortodoxa Griega, que se atribuyan tantas decisiones a
Constantino y la visión simplista y monolítica del paganismo; la incompetencia en
documentarse lleva al delirio de decir que Andorra es un lugar estéril y abandonado,
que los numerarios del Opus Dei visten hábito frailesco, que la Gran Galería del Louvre
tiene una sola entrada o que los vehículos blindados franceses no llevan sistema de
detección por satélite; y la dependencia confiada y acrítica en fuentes dudosas como El
enigma sagrado producen monstruos variados.

Los errores de El código Da Vinci son voluntarios

Todos los errores podrían atribuirse a la ignorancia, la incompetencia o la mala fe. Pero
la verdad es que la acumulación de errores es tan extraordinaria que se tiende a
pensar en una voluntariedad y una clara conciencia como causa de tanta equivocación,
sobretodo recordando la reflexión del Padre Brown, el personaje de G.K. Chesterton,
contenida en el cuento “El duelo del doctor Hirsch” de la obra La sabiduría del Padre
Brown.

“- El que escribió la nota conoce todos los hechos –dijo secamente el clérigo-. Nadie
sería capaz de falsificarlos tanto sin conocerlos. Hay que saber mucho para mentir en
todo, como el diablo. (…) el hombre que miente a la ventura dice alguna verdad.

174
Suponga usted que alguien le mandara en busca de una casa con puerta verde y
ventana azul, con jardín delante, pero sin jardín detrás, con un perro, pero sin gato, y
en donde se bebe café, pero no té. Dirá usted que si no encuentra esa casa, todo era
una mentira. Pero yo digo que no. Yo digo que si encuentra usted una casa cuya puerta
sea azul y cuya ventana sea verde; que tenga un jardín detrás y no lo tenga delante; en
que abunden los gatos y se ahuyente a los perros a bastonazos; donde se beba té a
todo pasto y esté prohibido el café…, podría estar seguro de haber dado con la casa.
Quien le dio las señas debía conocer la casa para mostrarse tan cuidadosamente
descuidado.”

Y es que hay algunos errores en El código Da Vinci que sólo se pueden cometer
después de una cuidadosa documentación de la verdad. Son pocos pero creemos que
suficientes para demostrar que Dan Brown se equivoca con conocimiento.

En el capítulo 3 Dan Brown nos sumerge en una larga descripción del París que se
puede ver mientras Robert Langdon va hacia el Louvre en un coche de la policía. El
relato del viaje dura unas cinco páginas y al menos hay veinte referencias geográficas,
que parecen demostrar lo mucho que se ha documentado el autor. Pero va el
conductor del coche y… ¡Entra en el Parque de las Tullerías! Y es por allí por dónde
llega a la explanada del Louvre.

Técnicamente eso se puede hacer: sólo hace falta romper una reja de hierro, bajar por
unas escaleras, esquivar bancos del parque y atravesar parterres. Y Dan Brown sabe
donde está el coche ya que menciona los senderos de gravilla, explica lo que se puede
ver desde un punto del Parque… Un escritor poco viajado y que necesitara de mapas
no podría haberse equivocado tanto: habría hecho girar el coche por la calle Rivoli y
hacerlo entrar en el Louvre por la entrada para coches de la Ala Richelieu, entrada que
conoce perfectamente Brown ya que más adelante Sophie y Langdon huyen por ahí.
No estamos ante un error involuntario.

En el capítulo 30 Sophie Neveau arranca de una pared del Louvre La Virgen de las rocas
de Leonardo. Del cuadro se afirma que mide metro y medio. Cinco pies en el original.
En realidad mide un metro y noventa y nueve centímetros. Es decir seis pies y medio.
Si Brown hubiera omitido las dimensiones estaríamos delante de un autor que no se
documenta pero sabemos que sí es capaz de hacerlo cuando afirma que La Gioconda
mide “casi ochenta centímetros”, cosa cierta ya que tiene setenta y siete. Tampoco es
una información erudita ya que si se escribe “Virgin of the rocks Louvre” en Google en
inglés aparecen miles de webs en las que se da la información correcta. Así que este
error tiene que ser intencionado.

En el capítulo 32 se describe el itinerario de Sophie y Langdon en un Smart desde el


Louvre hasta la Embajada de los EEUU. El trayecto real es muy sencillo. Louvre-Calle
Rivoli- Plaza de la Concordia- Avenida Gabriel-Embajada. Todo en línea recta. Dan
Brown lo convierte en un largo y estrambótico viaje lleno de curvas.

El autor se complace en los detalles. Hay hasta quince referencias geográficas. Y ellas
permiten mostrar como el trayecto de la novela es imposible y que el autor califica a la
Plaza de la Concordia, como una simple “rotonda, esta más ancha” sin aprovechar la

175
ocasión de la visión del Obelisco para hacer alguna digresión insultante sobre la
virilidad de los franceses. ¡Para equivocarse como lo hace Dan Brown hay que tener un
plano delante!

En el capítulo 35 Sophie idea un ingenioso plan para despistar a la policía. Se llega a la


estación de Saint-Lazare y allí compra dos billetes de tren para Lille. Pero no sube al
tren sino que escapan en un taxi. No es mal plan, sólo que para ir a Lille hay que
subirse en la Estación del Norte (Gare Nord). Podría ser un error inadvertido de alguien
que no sepa que en París hay más de una estación pero el detallismo de la escena lo
hace sospechoso: los dos protagonistas ven a los paneles de información mostrar la
palabra Lille y su hora de salida, se menciona que compran los billetes para Lille,
pueden ver personalmente el tren a Lille estacionado en el andén, y oyen a la
megafonía anunciar la salida del tren a Lille. Más tarde la policía detiene el tren a Lille
para registrarlo. Muchos “Lille”. Un escritor poco documentado y convencido que se
puede ir a Lille desde la Gare Saint-Lazare se hubiera limitado a describir sencillamente
la acción. Tanta insistencia hace sospechar intencionalidad.

El código Da Vinci como un montaje editorial

¿Pero por qué se equivoca a propósito? Esto hay que explicarlo ya que mentir con
plena conciencia es fácil de entender pero equivocarse intencionadamente no.
Especialmente cuando el error no sirve para nada.

Una cosa es afirmar falsamente la manipulación de los evangelios por parte de la


Iglesia y otra equivocarse en las medidas de un cuadro de Leonardo. La primera
mentira puede ser comprensible si el autor se dirige a unos posibles lectores
anticristianos, la segunda no.

Una cosa es afirmar falsamente que Clemente V es el responsable de la detención de


los templarios y otra equivocarse en un trayecto por París. La primera mentira tiene
sentido en una obra anticatólica pero el error no. ¿Cómo le puede beneficiar los
errores en la documentación? ¿De qué sirve cometer errores que lo podrían
desacreditar?

Hay tres posibilidades. La primera es que Dan Brown es un bromista y ha llenado su


obra de errores para demostrar que los lectores y los críticos son imbéciles. La segunda
es que el error forma parte de una técnica de escritura para confundir al lector. La
tercera es que Dan Brown es lo suficientemente inteligente para saber que el error
vende.

La primera opción no es un absurdo. No sería la primera vez que alguien realiza


engaños para demostrar los fallos en los sistemas de control o la credulidad de la
gente. James Randi, el conocido ilusionista norteamericano empeñado en desacreditar
a los parapsicólogos, quiso comprobar la credulidad de la prensa australiana.

Se presentó como un nuevo Uri Geller americano y para reforzar su posición dio unos
resúmenes de la prensa americana totalmente falsificados. ¡Hasta los nombres de los
periódicos eran falsos! Una sola llamada a EEUU hubiera desenmascarado a Randi pero

176
ningún periodista comprobó los datos que se les presentaba y el nuevo psíquico gozó
de fama durante semanas hasta que el propio Randi confesó el engaño.

En 1978 el ufólogo Félix Ares quiso comprobar como desde los medios de
comunicación se pueden inducir avistamientos de ovnis. Con un equipo creó un falso
ovni con luces de colores en un monte de Guipúzcoa. El experimento fue un éxito ya
que se generó una oleada de avistamientos por todo Euskadi y hasta el inefable J.J.
Benítez se dedicó al caso añadiéndole espectacularidad al avistamiento en sus
reportajes.

La segunda opción es una realidad en la novela. La gran cantidad de errores e


incorrecciones confunden al lector y unidos al gran detallismo de las descripciones
producen una sobrecarga que reducen su sentido crítico empujándolo a aceptar las
tesis del autor.

Las técnicas de la sobrecarga de información y del lanzamiento de mensajes


contradictorios son conocidas por las sectas destructivas. Pero una cosa es afirmar que
esta técnica se usa en la novela y es una de las razones por las cuales tantos lectores se
han tragado las barbaridades de El código Da Vinci (cosa que hacemos) y otra es
afirmar que Dan Brown lo hace a propósito. De eso no nos atrevemos. Y por tanto
rechazamos esta opción como la causa de los errores voluntarios.

El error vende

La tercera opción es menos evidente pero igualmente cierta. El error vende. Francis
Fukuyama es mundialmente famoso por la profecía más rápidamente refutada de la
historia de la Humanidad: “el fin de la historia”. Samuel P. Huntington es famoso
gracias a los ataques que recibió El choque de las civilizaciones.

Es ampliamente sabido por todos los articulistas que reciben más notoriedad
inmediata los errores que los aciertos. Y da más fama que te critiquen en la prensa a
que te alaben. No hay nada para el brillo intelectual moderno, al menos a niveles
populares, que mostrarse como un valiente defensor de teorías alternativas y
polémicas que tengan el desprecio, supuesto o cierto, de la mayoría de los expertos. ¡Y
si hay algo que da un prestigio inmediato es que te ataque la Iglesia Católica!

Es posible que Dan Brown, ante la mediocre acogida de sus primeras novelas, pensara
que es mejor que hablen de uno aunque sea mal y así eligió las hipótesis más extremas
y más ofensivas para el catolicismo y llenó de errores su segunda novela. De esta
manera se garantizaba unas cuantas protestas eclesiásticas y el escándalo de críticos
de arte e historiadores.

Que Dan Brown es un católico bromista o un erudito con ganas de mostrar la


ignorancia general de la gente sólo se puede demostrar con una confesión del autor,
cosa que no ha sucedido aún. Además, que El código Da Vinci sea la cuarta novela del
autor contradice bastante esta opción y obliga a rechazarla. Que Dan Brown llenó su
obra de errores como una técnica deliberada para crear confusión necesitaría,
igualmente, una confesión o una investigación externa y podemos rechazarla sin

177
problemas. Y si no son unas es la otra: Dan Brown llenó su novela de errores para
conseguir el éxito.

Pero hay que reconocer si Dan Brown quiso utilizar los errores para provocar
escándalo y polémica fracasó en su empeño. ¡El éxito llegó antes que el escándalo!
Primero gustó a la gente y los lectores empezaron a recomendarse y prestarse la obra
mucho antes que ningún crítico se fijara en ella. Llegaron antes las segundas y terceras
ediciones que las lecturas atentas de los católicos. De hecho si provocó sorpresa
indignada entre los críticos literarios más serios y repugnancia e indignación en círculos
católicos fue por su éxito.

El autor de este texto no leyó la obra hasta que estuvo en boca de todo el mundo y el
ejemplar lo consiguió de su suegro a quien se lo había prestado un amigo
entusiasmado. Los católicos estamos tan acostumbrados a obras y novelas que
“tumban” los cimientos de la Iglesia que una más solo despierta indiferencia. Lo que
nos ha obligado a leernos la obra y mirárnosla con lupa es verla cada día en el metro y
en el tren leída por tres o cuatro viajeros y oír a parientes y amigos hablar de ella. Si la
obra ha tenido éxito es porque ha conectado con el público de una manera intensa y
poco frecuente y ¡Ni Dan Brown sabe como lo ha hecho! El porqué debería ser
estudiado. Seguro que nos proporcionaría claves sobre la mentalidad moderna. Pero
las razones de la conexión de El código Da Vinci con la mente popular moderna debe
ser tema de otro estudio.

Pero volvamos a los errores. Estos existen. Hay muchos. ¡Muchísimos! Estos son
graves. ¡Gravísimos! Para explicarlos sólo nos quedan dos opciones. O lo hizo a
propósito o no lo hizo a propósito.

Si el error es intencionado nos encontramos ante el truco de un escritor para


conseguir un poco de éxito. Pero si no lo son, si lo errores son involuntarios entonces
¡Estamos ante un prodigio intelectual: el record mundial de ignorancia e
incompetencia! Si se equivocó sin querer, Dan Brown es el más incapaz e iletrado de
los escritores del mundo. Si eso es así no encontraríamos con un cerebro que
funcionarÍa como un agujero negro del saber: todos los conceptos culturales que
entran no salen o salen modificados como en un universo paralelo.

La verdad es que si nos aferramos a la teoría del error intencionado es porque un


abismo tan profundo y oscuro de analfabetismo, incompetencia, ignorancia y
estupidez en una persona escolarizada y con título universitario nos produce un
vértigo angustioso difícilmente soportable. Evidentemente el lector puede tener un
carácter más resistente que el nuestro o un conocimiento del ser humano superior y
optar por la estupidez de Dan Brown. Pero a nosotros nos parece imposible la
existencia de nadie tan profundamente ignorante bajo una apariencia tan civilizada y
culta y por eso creemos razonable afirmar que se equivoca intencionadamente como
una maniobra de promoción de su obra.

Ardadi Viñas

178
V. LA IGLESIA Y LA MUJER

1. La mujer en la Historia

El papel de la mujer en la historia es un


tema nuevo en más de un aspecto. Sólo
ha sido planteado recientemente, al
menos por algunos historiadores, después
de haberse producido una evolución
considerable del lugar de la mujer en la
sociedad, sobre todo en Francia, donde
un poder marcadamente masculino
parecía absolutamente natural y los reyes
habían sucedido a los emperadores
romanos, cuya lista constituía el fondo de
los estudios generales del pasado.

Es innegable el hecho que la mujer prácticamente no ocupó lugar alguno en la trama


del comienzo de la historia europea, es decir, en el imperio romano. En esa época, ella
no tenía existencia legal. En la antigüedad romana sólo existe el poder del pater
familias, dotado de ciudadanía plena, propietario absoluto (con derecho de vida y
muerte sobre sus hijos) y gran sacerdote cuya autoridad tiene su origen en la religión.

Asimismo, al dar vuelta las páginas y llegar a ese período denominado “Edad Media”
(¡una edad “media” con un milenio de duración, entre los siglos V y XV!), en una
especie de desafío al sentido histórico, no deja de sorprendernos la aparición de
rostros femeninos: nombres de reinas con un rol activo, que el historiador está
obligado a considerar, comenzando por Clotilde, la reina que convierte al rey, con lo
cual se producen en la sociedad las más diversas consecuencias, ampliamente
consideradas en el curso del año 1996, probable aniversario del bautizo de Clodoveo.
Han tenido lugar acaloradas discusiones sobre el tema, incluso en medios políticos
muy alejados de los círculos universitarios. Es decisivo el desempeño de esta reina que
induce al rey pagano a elegir la fe católica y no la herejía arriana adoptada por los
demás invasores: godos, visigodos, alamanes y burgundas. Poco después harán lo
mismo Teodosia en España y Teodelinda en Lombardía, y en Inglaterra la reina Berta
convertirá a su esposo, el rey de Kent, a la fe católica.

Aun cuando no se considere su acción, hay algo insólito en la presencia de estas reinas
después de la historia del imperio romano. Ciertamente, podemos admitir la influencia
de las costumbres germánicas o nórdicas, mucho más abiertas a la presencia familiar
de la madre y los hijos que la ley romana; pero eso no basta para explicar el cambio
histórico que de pronto da espacio en Francia a una reina Radegunda, inspiradora de
poetas, o a una reina Batilde, que pone fin a la esclavitud. ¿Qué había sucedido en el
intervalo?

179
En realidad, hubo una fuente de inspiración: el Evangelio. Comienza con el “sí” de una
mujer y termina con la llegada de algunas mujeres locas de alegría, que venían a
despertar a los apóstoles dormidos. Se habían levantado antes del amanecer, vieron el
sepulcro vacío, y el Resucitado se apareció en primer lugar a una de ellas, a María
Magdalena. Esas mujeres estarán presentes al descender el Espíritu Santo sobre los
apóstoles recordándoles todo lo dicho por Cristo, entre otras cosas la igualdad de
derechos y obligaciones entre el hombre y la mujer y su creación conjunta. “Él los creó
Hombre y Mujer”, había dicho el Génesis. En 1975, en la revista Missi por él dirigida, el
Padre Naïdenoff había destacado el hecho de que en la Iglesia primitiva los nombres
de santas son más abundantes que los nombres de santos. Desde esa época se tiene la
impresión de que las mujeres emergen de la sombra. En la sociedad de esos tiempos,
el hecho debió parecer sumamente desconcertante, pero sólo era una originalidad
más, entre muchas, de esos cristianos de conducta tan extraña. “Conservan todo sus
hijos”, se decía refiriéndose a ellos. Consideraban hermanos a todos los hombres,
incluidos los esclavos. Se negaban a arrodillarse ante los dioses del comercio o la
guerra, pero decían adorar a un Dios único y trascendente.

No es en absoluto sorprendente que se hayan necesitado varios siglos para llegar a una
transformación profunda de la sociedad. ¿Llegará alguna vez a su fin semejante
transformación? En todo caso, la posición de la mujer evolucionaría
considerablemente en el curso de esos siglos. Y entre otros, tendríamos un ejemplo
que muchos historiadores no percibieron. Me refiero a los monasterios mixtos. Son
numerosos en la cristiandad de los siglos VI y VII, tan poco conocida. Sin embargo, las
obras dedicadas a ellos pueden contarse con los dedos de una mano. Laon, Jouarre y
Faremoutiers en Francia y Whitby en Inglaterra conservaron vestigios de sus
monasterios mixtos, abadías con un edificio para las monjas y otro para los monjes,
por lo general con la iglesia entre ambos. Ahora bien, el conjunto estaba bajo el
magisterio de una abadesa y no de un abad, y los monjes dependían de una abadesa
en su ejercicio.

Por sorprendentes que pudieran parecer, es fácil explicar la existencia de semejantes


fundaciones. Los monasterios se instalan por lo general en lugares apartados,
adecuados para el recogimiento. En una época con medios de transporte sumamente
escasos, para las monjas era indispensable la proximidad de los sacerdotes para la
misa y los demás oficios litúrgicos (en esos tiempos se comprendió perfectamente el
hecho de que el sacerdocio haya sido conferido a los hombres sin que eso implicara
superioridad alguna, solicitándose diferentes servicios al hombre y a la mujer). Por otra
parte, en una época en que se vivía de cultivos propios, los monjes se dedicaban a los
trabajos más fuertes, de arado, cosecha, etc. Asimismo, la presencia de los hombres
podía ser preciosa en caso de ataque inopinado en esos lugares desiertos. Los
monasterios mixtos fueron numerosos y prósperos hasta el momento de las invasiones
más destructivas en el sur, de los árabes a partir del siglo VIII; en el norte, de los
normando, navegando río arriba y saqueándolo todo a su paso; y en el este, de los
lombardos y los húngaros. Europa sólo recuperará cierto equilibrio en el curso del siglo
X.

No es sorprendente que fines del siglo XI, en una Europa pacificada, donde ya se han

180
multiplicado las fundaciones cluniacenses, una orden mixta sea creada en Fontevraud
por Robert d'Arbrissel. Al instalar a los monjes y las religiosas bajo el magisterio de una
abadesa, estaba simplemente rescatando una tradición muy antigua.

Y Fontevraud tiene una actividad importante en la expansión de la lírica cortesana, que


data de la misma época, como lo señaló magníficamente el romanista Reto Bezzola,
historiador de la tradición cortesana. Se produce en ese momento un gran desarrollo
literario en el cual la mujer ocupa el primer lugar como inspiradora y educadora,
reuniendo a los poetas. Eleonora de Aquitania y su hija María de Champagne son
ejemplos de esta labor. Ahí nace la novela, al igual que la caballería, obra maestra de
esas instituciones de paz que surgen a partir del siglo X, en las cuales es evidente la
influencia de la mujer y la Iglesia, con la paz de Dios, que ordena dispensar a los
clérigos, las mujeres y el mundo campesino en los combates. Aparece en la historia la
noción de población civil, que no debe confundirse con los combatientes, y persistirá
mal que bien hasta nuestra época, en que el “progreso” de las armas impide toda
discriminación y hace que las poblaciones civiles constituyan el ochenta por ciento de
las víctimas de los conflictos. La tregua de Dios suspende las hostilidades en el tiempo
con la prohibición de luchar el día domingo y luego desde el miércoles en la noche
hasta el lunes en la mañana. Por otra parte, se prohiben los actos de hostilidad
durante los períodos de Adviento, preparación para la Navidad, y Cuaresma, anterior a
la Pascua. Ha quedado un vago eco en la “tregua de los confiteros”... Con la influencia
que han logrado recuperar hoy día en el seno de la sociedad, las mujeres tal vez
podrían atacar los males que socavan la sociedad, tales como aquéllos provocados por
el manejo de los valores económicos creando pobreza en medio de la abundancia.
Ciertamente, el combate ya ha comenzado a través de ciertas asociaciones, pero
podría extenderse ampliamente.

Volviendo a la época “medieval”, comprobamos cómo se afirma la influencia de la


mujer y mantiene su preponderancia, sobre todo en Francia, durante todo el período
feudal, desde el siglo X hasta fines del siglo XIII. A partir de entonces será atacada por
la universidad, que excluye a las mujeres y pretenderá también excluir a los monjes
por influjo de ciertos clérigos que inventaron el clericalismo. Tomás de Aquino y
Buenaventura son suspendidos durante dos años en la Universidad de París debido a
su condición de hermanos mendicantes... Para la mujer, esta exclusión del saber tiene
consecuencias graves. Recordemos que las mujeres médicos son numerosas en el siglo
XIII. Así, San Luis parte a Tierra Santa con su esposa, acompañado de una de ellas. En el
siglo siguiente habrán desaparecido las mujeres médicos, salvo en los procesos de la
Universidad de París, a los cuales son sometidas cuando procuran ejercer una
profesión para cuyo ejercicio ahora se exige un título.

Al cabo de cierto tiempo, el personaje de la reina se esfumará, desapareciendo, por lo


menos en Francia. Una reina Blanca, madre de San Luis, fue capaz de dirigir el reino,
hacer entrar en razón a señores ambiciosos, conducir guerras y suscribir tratados
durante casi cuarenta años. En el siglo XVII, la reina ni siquiera será coronada, no
ejercerá poder alguno y sólo será a esposa del rey, generalmente con menos influencia
que sus amantes, porque en el curso del tiempo, el retorno del derecho romano, en los
espíritus, los estudios y luego en las costumbres, modificaría paulatinamente la

181
situación de la mujer. A partir de 1314, Felipe el Hermoso, bajo la influencia de los
legistas, restringió el derecho de sucesión a la corona de las mujeres. En 1593, por
decisión del Parlamento de París, se prohibió toda función de la mujer en el Estado. Y
la Revolución establecerá un poder puramente masculino, sancionado poco después
por el Código Civil, que ignora a la mujer y parece hecho, como observaba Renan, por
un “niño destinado a morir soltero”.

La historia de Francia no está menos marcada por un hecho o más bien un personaje
imborrable. Para apreciar esta situación, es preciso remontarse a esos siglos que
podríamos calificar con justicia como “medievales”, ya que efectivamente constituyen
una “Edad Media”: los siglos XIV y XV.

Es una época aterradora en la cual hay una sucesión de guerras, hambrunas y


epidemias. Con posterioridad a la muerte de Felipe el hermoso, en 1315 ó 1316, lluvias
incesantes convirtieron al Occidente en un lodazal inmenso, donde no era posible arar,
sembrar ni cosechar, a raíz de lo cual se produjo la terrible hambruna de los años 1315
a 1317 y el consiguiente debilitamiento general. La vida parece adquirir un ritmo más
lento y un hombre de cincuenta años es un anciano. El clima empeora. En esa época
Groenlandia (Grünland, la tierra verde) se convierte en una tierra blanca con el
descenso de los glaciares del Artico, que genera un terrible cambio climático. Veinte
años después sobreviene otra calamidad, la peste negra de 1348. La peste había
desaparecido en el Occidente desde el siglo VII y la traen las ratas de los navíos
comerciales provenientes de Turquía. De acuerdo con las estimaciones más
conservadoras, muere un tercio de la población europea. Si agregamos a esa situación
las guerras de la época, tendremos cierta idea del estado general de la población.
Además la peste reaparece cada cierto tiempo como una epidemia latente. En 1418,
sus víctimas se cuentan por miles en París.

Podemos imaginar las condiciones de vida en el Occidente en general, sobre todo en


Francia, donde en 1492, el rey Carlos VI se vuelve loco. Es una locura intermitente, con
intervalos lúcidos cada vez más breves. Entretanto, su joven esposa (Isabel de Baviera,
sobre la cual la historia ha acumulado calumnias, de veintidós años de edad en esa
fecha) procurará en vano gobernar en medio de las ambiciones desenfrenadas de una
nobleza que ha adquirido demasiado poder y carece de escrúpulos.

En ese clima, una dinastía que en Inglaterra ha usurpado el trono (los Lancaster, cuyo
primer representante, con el título de Enrique IV, hizo abdicar y luego dejó morir de
hambre a Ricardo II, el rey legítimo), decide reclamar Normandía y las antiguas
posesiones de los Plantagenet en Francia con el fin de asegurar su popularidad.
Haciendo una alianza con el duque de Borgoña, rival del duque de Orleáns, Enrique V,
sucesor del rey anterior, desembarca en Harfleur, expulsa a los habitantes y destruye
los ejércitos reales de Francia en la desastrosa batalla de Azincourt (1415). A partir de
ese momento se instala en Francia en calidad de amo y señor, casándose con Catalina,
una de las hijas de Carlos VI. A su primogénito, Enrique VI, se le promete el doble
reinado de Francia e Inglaterra mientras el delfín legítimo, Carlos, se ve obligado a huir,
encontrando asilo más allá del Loira, donde piensa expatriarse en España o Escocia.
Enrique V muere repentinamente en plena juventud, en 1422, dos meses antes del

182
desventurado Carlos VI; pero su hermano Juan, duque de Bedford, lo sucede y se hace
cargo de los intereses de su joven sobrino, futuro “rey de Francia e Inglaterra”.

La ofensiva inglesa elige como blanco la ciudad de Orleáns. Con su puente en el Loira,
representa el centro de Francia y el acceso al sur, que sigue siendo fiel al rey. El sitio
tiene lugar en 1428. En ese momento, un extraño rumor recorre el país: una joven
proveniente de las “fronteras de Lorena” ha llegado al castillo de Chinon, donde se ha
refugiado el delfín repudiado. Ella declara traerle “el auxilio de Dios”. Es una sencilla
campesina (“En mi región me llamaban Jeannette”) y ha logrado convencer con
dificultades al capitán de una de las fortalezas, Vaucouleurs, partidario del rey
legítimo, para que le proporcione una escolta que la conduzca hasta el delfín. La joven
promete liberar la ciudad de Orleáns y luego hacer consagrar en Reims a Carlos, al cual
le corresponde la corona por derecho.

Todo sucederá tal como lo ha prometido la joven, por nosotros llamada Juana de Arco.
Su irrupción será breve y decisiva (“Duraré un año, nada más”, dijo al llegar a Chinon).
Logra convencer a Carlos de que reúna a sus partidarios y haga un nuevo esfuerzo
bélico. A la cabeza de los hombres del delfín, reunidos en Blois, arremete contra
Orleáns, defendida en la mejor forma posible desde hacía siete meses por un
descendiente de la familia de Orleáns, Juan, hermano bastardo del duque Carlos, en
ese momento prisionero en Inglaterra desde la batalla de Azincourt. Al cabo de siete
días la ciudad es liberada, los ingleses levantan el sitio y atribuyen su derrota a esa
joven, que en lo sucesivo consideran bruja.

Luego, tras dar algunos golpes de mano a las tropas inglesas concentradas en
Beaugency y Jargeau y obtener una victoria decisiva el 18 de junio en Patay contra un
ejército de emergencia dirigido apresuradamente por orden de Bedford contra los
combatientes franceses (cuyas filas aumentaban incesantemente, al despertarse con
los triunfos el impulso patriótico de individuos hasta ese momento resignados a un
destino aparentemente ineluctable), Juana conducirá al delfín Carlos, en pleno país
borgoñón, hasta Reims, donde será debidamente consagrado y coronado,
convirtiéndose en Carlos VII, rey de Francia, ante el estupor del mundo conocido.

Esa es la primera parte de la historia de Juana, episodio glorioso seguido por un año
trágico. Contra ella y el rey quedan los que no han cedido. Su bastión es la Universidad
de París, unida con el rey de Inglaterra desde sus primeros éxitos en el suelo de
Francia, colmada de honores y prebendas. En el seno de esa universidad se había
elaborado la ficción de una “doble monarquía”: dos coronas, las de Francia e
Inglaterra, en un mismo frente, precisamente aquél del heredero inglés. Las personas
como Jean Gerson, que habían rehusado participar en semejante traición, fueron
expulsadas rápidamente de la universidad y debieron huir.

Juana no había logrado convencer al rey de que dirigiera sus ejércitos contra París
después de la coronación. Ahí se encontraban los partidarios del enemigo y no
tardarían en tomar la revancha.

Después de un oscuro invierno de retirada forzosa, Kuana, en lo sucesivo más bien jefa

183
de cuadrilla y no de guerra, sería encarcelada al dirigirse en auxilio de Compiègne,
sitiada por el duque de Borgoña, Pierre Cauchon, en nombre de la Universidad de
París, donde había sido canciller durante mucho tiempo. Cauchon se apresurará a
reclamar la prisionera, negociando su compra por parte de la autoridad inglesa y
entablando en su contra un proceso por herejía. El había sido uno de los actores en el
tratado de Troyes, que prometía la doble corona al hijo del rey de Inglaterra. Es posible
imaginar su rencor contra esa muchacha proveniente de un lugar desconocido, cuya
acción se oponía a sus planes.

Por orden del duque de Borgoña, Juana es conducida a Rouen, donde permanece en
calidad de prisionera de guerra mientras él la somete a un proceso eclesiástico,
habiendo reclutado a otros seis universitarios parisienses para confundirla aún más.

Juana se encuentra sola ante clérigos muy sabios que procurarán hacerla contradecirse
y tienen certeza de conseguirlo fácilmente: ¡una joven ignorante frente a semejantes
expertos! El proceso durará cinco meses, con interrogatorios casi diarios durante
cuatro de ellos. Para Cauchon y sus secuaces, es una sucesión de decepciones: es
imposible conseguir que Juana se contradiga o retracte y ninguna de sus respuestas
puede considerarse una herejía. Finalmente, Cauchon sólo podrá atacarla por su
vestimenta masculina. Ella la usó desde el comienzo de su acción, cuando debía
cabalgar y combatir. En la prisión, donde la vigilan carceleros ingleses, esa vestimenta
la protege. La joven a la cual llamamos Juana de Arco siempre se hizo llamar Juana la
Doncella, es decir, la virgen. Por lo demás, fue sometida en dos oportunidades a
exámenes de virginidad que confirmaron la justificación de ese nombre. Se negará
adejar la ropa de hombre porque vestida de mujer no estaría suficientemente segura.
Al recibir la orden de usar nuevamente ropa de mujer, obedece únicamente durante
algunos días y vuelve a ponerse el traje de hombre, con lo cual Cauchon la declarará
“relapsa”, reincidente en una falta anteriormente abjurada y la condenará a la
hoguera.

Sin embargo, Cauchon no previó el hecho de que precisamente ese proceso revelaría
al mundo la grandeza de Juana, permitiéndonos, más allá de las hazañas, conocer su
persona. Pensábamos en un ser impulsivo, de acción y decisión; sus respuestas nos
revelan un ser que escucha. “Sólo he actuado obedeciendo a mis voces... Preferiría ser
arrastrada por cuatro caballos que haber venido a Francia sin recibir la orden de Dios”.
La joven que decidía y daba órdenes en las batallas, a menudo oponiéndose al parecer
de los capitanes, nos revela que para ella lo único importante era la obediencia a “sus
voces”, a “su consejo”. Y esa actitud incluye la aceptación del martirio: “Mis voces me
dicen que acepte todo de buen grado sin importarme el martirio porque en definitiva
entraré al reino del paraíso... Llamo martirio a eso por la pena y adversidad que sufro
en la cárcel y no sé si tendré sufrimientos mayores, pero me entrego enteramente a
Nuestro Señor”.

Un ser que escucha, un ser con fe

¿No es extraordinario pensar que ese largo período en el cual surgieron todas las obras
maestras del arte románico y todas las catedrales góticas dedicadas a Nuestra Señora

184
termine con un personaje que parece encarnar en sí mismo todo lo que pudo inspirar y
nutrir tales creaciones? Juana de Arco al parecer reúne en sí misma todo lo que dio
grandeza a la época: es al mismo tiempo el Caballero y la Dama.

Régine Pernoud

2. Hacia un nuevo feminismo para el Siglo XXI

Una fundamentación teológico-espiritual

Hace más de una década, las Naciones


Unidas organizaron en Nueva York la
asamblea general “Pekín+5”, el encuentro
en que la ONU evaluó la aplicación de la
Conferencia internacional sobre la mujer
celebrada en la capital china en 1995. Las
discusiones eran vivas y vehementes, como
siempre. Lo que sorprende a un observador
pacífico es que todos los allí reunidos, en el fondo, quieren lo mismo: el bien para la
mujer. Todos se esfuerzan por defender los derechos de las mujeres en cada rincón del
mundo. Buscan caminos para que las mujeres se puedan autorrealizar plenamente,
aprovechar las capacidades que cada una tiene y ayudar a las demás a hacer lo mismo.
Este objetivo es tan espléndido que, realmente, ninguna persona medianamente
sensata y benévola puede estar en contra de ello. Es verdad, que puede haber cierta
agresividad y polémica en el modo de plantear las reivindicaciones. Pero esto no me
parece nada extraño si consideramos las ofensas del pasado.

Injusticias del pasado

En el siglo XVIII, por ejemplo, se podía afirmar sin miedo alguno a recibir una silba:
“Una mujer que piensa es tan repugnante como un varón que se maquilla”.(G. E.
LESSING: Emilia Galotti) Parece, de hecho, que el despliegue de la personalidad
femenina se limitaba entonces a expresarse encima, y no con la cabeza. Conocemos,
quizá, las pinturas de la época en las que se presentaban las mujeres con enormes
cofias bordadas. (H. WESTHOFF-KRUMMACHER: Ausstellung. Als die Frauen noch sanft
und engelgleich waren.) Encima de las cabezas llegaban a darse verdaderas
explosiones de creatividad. El ama de casa exhibía sus virtudes de laboriosidad,
limpieza y habilidad manual a través del tocado, teniendo la cofia un alto valor
comunicativo. Mostraba lo bien que las mujeres podían coser y bordar. Al fin y al cabo,
encima de su cabeza es donde la mujer llevaba su completa educación, siendo el
último toque el devocionario entre las manos. Sólo así se cumplía con la obligación de
ser el orgullo y honor de su marido.

185
Durante siglos, los varones realmente no tomaron demasiado en serio a las mujeres, y
durante milenios las despreciaron. Algunos afirman que la miseria comenzó ya en las
antiguas civilizaciones. Fue entonces cuando Aristóteles erigió la tesis de que la
naturaleza había creado algunos individuos para que éstos mandasen sobre los demás,
y otros para que les obedeciesen. Entre los primeros estarían, por supuesto, los
varones, entre los segundos las mujeres. (ARISTÓTELES: Política, I, II.) Desde entonces,
se dice, los varones se envanecieron…

Algunas personas sensatas amonestan que no debemos exagerar. La vida es en verdad


más amplia, más rica, tiene más matices. Durante el transcurso de la historia, a las
mujeres no sólo se les maltrató, sino también se les honró, no sólo las despreciaron,
sino también las amaron. A la inversa, también hubo casos de varones ofendidos por
mujeres, y no pocas veces, éstas se valieron para ello de cualquier fingimiento,
chantaje y tormento oculto.

Yo, francamente, no creo que sea posible leer toda nuestra historia cultural como una
novela policíaca en la que exclusivamente las pobres mujeres son las oprimidas,
humilladas, ridiculizadas y maltratadas por los varones malos, consiguiendo,
finalmente, liberarse de ellos. Gran parte de las tensiones entre varones y mujeres son
indudablemente de carácter bilateral y personal. Pero, aparte de esto, no podemos
negar una clara infravaloración del sexo femenino que se ha plasmado mundialmente
en innumerables convenciones y normas sociales. Pienso que ha habido evoluciones
enormemente equivocadas precisamente en los últimos trescientos años.

Las primeras reacciones de las mujeres

Es de agradecer que, al irrumpir la Revolución Francesa, algunas mujeres inteligentes


supieron darse cuenta de que los derechos humanos tan ensalzados beneficiaban tan
solo a los varones. De ahí que Olympe Marie de Gouges redactara en septiembre de
1791 la famosa “Declaración de los derechos de la mujer”, entregada a la Asamblea
Nacional para su aprobación. Detrás de ella había un gran número de mujeres
organizadas en asociaciones femeninas. Se definían a sí mismas como seres humanos y
ciudadanas, y proclamaban sus reivindicaciones políticas y económicas. Es interesante,
por ejemplo, el artículo VII de esta declaración, que reza:

“Para las mujeres no existe ningún régimen especial: se les acusa, se les mete en prisión
y permanecen en ella, si así lo prevé la ley. Las mujeres están sometidas de la misma
manera que los varones a las idénticas leyes penales.” El artículo X es aún más preciso:
“La mujer tiene el derecho a subir al patíbulo”

Las mujeres no querían seguir sin voz ni voto, preferían que se les castigara e incluso
padecer la muerte, antes de ser consideradas esclavas y seres sin responsabilidad.
Desgraciadamente, Olympe de Gouges fue degollada, y junto con ella otras muchas
mujeres famosas. Se les prohibió reunirse a las mujeres bajo pena de cárcel y sus
asociaciones fueron disueltas a la fuerza. Su misión, por lo pronto, parecía haber
fracasado.

186
En cambio, las mujeres no se resignaron. En Inglaterra comenzaron a fundar un
llamado “movimiento contra la esclavitud”. Partían de la base de que también se les
tenía que conceder los derechos de sufragio y ciudadanía, igual que se había hecho
con los antiguos esclavos. Una de las protagonistas exclamó: “Todo el sexo femenino
ha sido despojado de su dignidad. Se le pone a una misma altura con las flores cuyo
cometido es sólo el de adornar la tierra.”(. M. WOLLSTONECRAFT: A Vindication of the
Rights of Woman)

No vamos a ver ahora las luchas feministas con sus logros y recaídas. En el siglo XX las
mujeres consiguieron por fin ser admitidas, de modo oficial, en la enseñanza superior y
en las universidades y alcanzaron la igualdad política, al menos según la ley. Pero esto
vale sólo para el mundo occidental. En muchos países de África y Asia falta todavía
mucho para llegar a esta meta; allí las mujeres, con frecuencia, siguen estando lejos de
poder realizar un trabajo en condiciones humanas. Y aún donde han conseguido una
igualdad en la vida pública –como es el caso de América y Europa–, quedan todavía
numerosos estereotipos y prejuicios por eliminar.

Valor idéntico de los sexos

A pesar de ello tenemos hoy, en principio, conciencia clara de que la posición de la


mujer está al lado del varón; no es inferior ni tampoco superior a él. Mirando al
pasado, el Papa Juan Pablo II ha pedido perdón, reiterada y públicamente, por las
injusticias cometidas contra las mujeres por parte de los varones cristianos. (JUAN
PABLO II: Carta a las mujeres, 3.) Eso me da confianza. Me llena de alegría, además,
que podemos encontrar a personas singulares, en todas las épocas, que no tenían
problemas con la “cuestión femenina”. Una de ellas es el beato Josemaría Escrivá de
Balaguer, el fundador del Opus Dei. Se formaba en un tiempo en el que las sociedades
europeas apenas se habían despertado de sus sueños, románticos o pesados –¡según
la perspectiva!–, en los que se esperaba de las mujeres poco más que sonreír a los
varones, tocar el piano, hacer puntillas y aprender el Catecismo. Cuando el joven
Josemaría estudiaba derecho en la Universidad de Zaragoza (1923-27), probablemente
no había ninguna chica entre sus compañeros de curso; y cuando empezó a admitir
también a mujeres en su nueva organización, en 1930, no existía todavía el sufragio
femenino en España, ni en Francia, Italia, Suiza y muchos otros países. (Poco antes, las
mujeres habían obtenido el derecho al voto en Inglaterra y Alemania (ambas en 1918),
Suecia (1919), Estados Unidos (1920), Polonia (1923) y otros países. Lo obtuvieron más
tarde en España (1931), Francia e Italia (ambas en 1945), Canadá (1948), Japón (1950),
México (1953) y Suiza (1971). (La tabla cronológica en G. SOLÉ ROMEO: Historia del
feminismo. Siglos XIX y XX) Sin embargo, no dudaba en destacar la igualdad de todos
los seres humanos, desde los principios de su predicación. “Nadie es más que otro,
¡ninguno! –solía decir–. Cada uno de nosotros valemos lo mismo, valemos la sangre de
Cristo.”( J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, cit. en Archivo General de la Prelatura (= AGP),
Registro Histórico del Fundador (= RHF; ambos en Roma, Bruno Buozzi 73, y Madrid,
Diego de León 14), 21159, p.936.)Y, como para subrayar esa verdad, exclamó en una
ocasión: “No quiero sino ayudar, por los caminos del espíritu, a la libertad y a la
dignidad de cada persona. Ese es mi sueño.”(M. AZNAR: Amigo de la libertad, en: Así le

187
vieron. Testimonios sobre Mons. Escrivá de Balaguer, ed. por Rafael SERRANO, 2ª ed.,
Madrid 1992, p.26.)

Ciertamente, no es la revolución feminista la que tiene que convencer a un cristiano


del valor idéntico de los sexos. Basta echar una mirada al primer libro de la Biblia que
narra la creación del mundo.(Génesis 1,27) Allí se puede leer inequívocamente que
Dios creó al hombre –varón y mujer– a su imagen y semejanza. Esto significa que
ambos sexos tienen una misma imagen de su origen; la dignidad de ambos está
fundamentada en Dios. Tanto el varón como la mujer tienen una interioridad y
profundidad propias, con la posibilidad de comprender el mundo, de ser creativos y de
desarrollarse en libertad. El “ser imagen de Dios”, no es introducido al ser humano
desde fuera, no es algo yuxtapuesto, sino que constituye su estructura esencial. No
creó Dios primero al hombre, para luego imprimirle su imagen. El varón y la mujer no
tienen una imagen de Dios en sí; son, desde un principio, en su unidad de cuerpo y
espiritualidad, imagen divina.

La mujer, en consecuencia, no es un ser definido en relación al varón. Ella tiene valor y


dignidad por sí misma, no los recibe de otro. No es sólo “la hija del presidente” o “la
madre del arquitecto”. Puede ser ella misma presidenta o arquitecta. El relato de la
creación de una costilla común reafirma lo señalado, (Génesis 2, 18-25.) pues no es
ninguna “prueba” de la subordinación de la mujer, sino una expresión de la igualdad
de los sexos, que han sido hechos de la misma “materia”.

Al comienzo de la historia humana, Adán y Eva están juntos, uno al lado del otro y
frente a Dios, con igual libertad, valor y responsabilidad. Ambos poseen una última y
exclusiva relación inmediata con Dios; y a ambos les fue confiado el gobierno de la
tierra como tarea común. El doble encargo de administrar los bienes y de procurar
descendencia fue dado a los dos, no recibió Adán el primero y Eva el segundo. Esto
quiere decir, en concreto, que ambos, varón y mujer, han de compaginar las exigencias
de su trabajo profesional con la necesaria dedicación a la familia.

Promoción profesional de la mujer

“Emancipación” significa, de alguna manera: volver al aire limpio del principio,


abandonar las tradiciones represivas, los clichés y prejuicios, y también las formas de
vida que se han vuelto estrangulantes. La mujer está llamada a desempeñar un papel
en todos los caminos profesionales, en todas las encrucijadas del trabajo, y no sólo en
las cuatro paredes de su propio hogar. (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER: Carta, 29-VII-1965)
“Desempeñáis… toda clase de cargos profesionales, sociales, políticos.” (IDEM:
Conversaciones, n.90) “Una mujer con la preparación adecuada ha de tener la
posibilidad de encontrar abierto todo el campo de la vida pública, en todos los
niveles.” “La presencia de la mujer en el conjunto de la vida social es un fenómeno
lógico y totalmente positivo,” subrayó Escrivá. “Una sociedad moderna, democrática,
ha de reconocer a la mujer su derecho a tomar parte activa en la vida política, y ha de
crear las condiciones favorables para que ejerciten ese derecho todas las que lo
desean.” (IDEM: Conversaciones, n.90.) La tradicional imagen de la “mujer en casa” es
un ideal burgués y nada cristiano. Según la visión cristiana del mundo, la mujer es

188
llamada a rezar y trabajar, igual que el varón. ¿Y dónde? Eso hay que verlo en cada
caso concreto.

Hoy en día, las mujeres se dedican a las más variadas profesiones y oficios: gerentes de
empresa y asistentas de limpieza, policías y abogados, choferes de autobús,
arquitectas, bailarinas y teólogas (esto, hasta el momento, es una novedad en algunos
países). ¿Y cuál es el trabajo de más valor? Escrivá lo explicó sin mirar las apariencias.
No se fijó tanto en lo que puede llamarse la “parte objetiva” del trabajo: la casa que se
construye, el libro que se escribe, el pastel que se hace… Dio primacía a la dimensión
subjetiva, a la actitud de fondo que mueve a una persona a actuar y esforzarse,
apelando a la última razón escondida en lo más hondo de la conciencia. La pregunta
clave, que enseñó a hacerse cada uno, es la siguiente: ¿a quién sirvo con mi trabajo?,
¿a mí o a los demás?, ¿a mí o a mi Dios? Se dirigía a lo más profundo del corazón
humano, porque si queremos cambiar el mundo, hemos de partir precisamente desde
ahí. Así repetía sin cansancio que el trabajo que tenía más valor era el que estaba
realizado con más amor de Dios, (Pilar URBANO: El hombre de Villa Tevere. Ana
SASTRE: Tiempo de caminar) sea el de una profesora de la Sorbona o el de una
empleada que está fregando los platos en la cocina de un hotel de una única estrella.
Animó a todos a realizar el trabajo ordinario con alegría, haciendo de él un encuentro
con Dios, cada día con un sentido nuevo, con una luz distinta, una vibración renovada.
“Las obras del amor son siempre grandes, aunque se trate de cosas pequeñas en
apariencia,” solía afirmar. (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, cit. por Alfredo LÓPEZ: Estuve
cerca de Monseñor Escrivá, en: Así le vieron) Sobra decir que una persona que se
empeña en trabajar por amor, cuidará de por sí el aspecto objetivo. Siendo cantante,
se esforzará por cantar bien; siendo médico, empleará todos los medios que estén a su
alcance para diagnosticar con acierto una enfermedad. Las catedrales medievales han
sido construidas con mucho amor, y también con mucha geometría. (A. LUCIANI:
Buscando a Dios en el trabajo ordinario, en Así le vieron) Es justamente el amor el que
lleva a estudiar a fondo la geometría.

La diferencia sexual

A la altura de los tiempos en los que nos movemos, parece obvio (al menos en
Occidente) que el varón y la mujer tienen idéntica capacidad para trabajar y dirigir
empresas. Hasta aquí, me parece, no es difícil ponerse de acuerdo las personas que
buscan el bien para la mujer en todo el mundo. Entonces, ¿no hay ninguna diferencia
entre los sexos? ¿Son completamente intercambiables? Esto defiende un movimiento
extremista que estalló hace varias décadas, y es aquí donde hay graves desacuerdos.
Las protagonistas de ese segundo movimiento feminista no tratan sólo las grandes
cuestiones políticas y sociales. Ya no aspiran simplemente a una equiparación de
derechos jurídicos y sociales entre el varón y la mujer, sino a una igualdad de los sexos.
Rechazan, con frecuencia, la maternidad y, sobre todo, el matrimonio y la familia. Se
basan, en gran parte, en Simone de Beauvoir, la famosa filósofa francesa que afirma en
su monografía clave El otro sexo que la mujer no sería nada más que un “producto de
la civilización”. (S. de BEAUVOIR: Le deuxième sexe.) Prevenía contra la “trampa de la
maternidad” (IDEM: Alles in allem) que, realmente, dificulta el acceso en la vida

189
profesional. Reclama que la mujer debería liberarse de las “ataduras de su
naturaleza”.(IDEM: Le deuxième sexe.) Así, una de sus sucesoras afirma sin rodeos:
“Quiero decirlo con toda claridad: el embarazo es algo monstruoso.” (S. FIRESTONE:
The Dialectic Sex.)

Si consultamos otra vez la sabiduría de la Biblia, podemos ver que no es nada deseable
eliminar las diferencias sexuales. El Génesis destaca el hecho de que el varón y la mujer
están destinados “uno para el otro”. (JUAN PABLO II: Carta apostólica Mulieris
dignitatem) Habla de una “ayuda” que, por supuesto, ha de entenderse como una
ayuda mutua. (Génesis 2, 18-25.) El varón es una ayuda para la mujer y ésta es una
ayuda para el varón. Ambos pueden ayudarse mutuamente para conseguir una vida
más feliz, es decir, se pueden complementar en cierto sentido.

La Biblia parte de la base de que los sexos se distinguen, y no ve ninguna


discriminación en ello. Si exigimos la igualdad como condición previa para la justicia
estamos cometiendo un grave error. La mujer no es un varón de calidad inferior, las
diferencias no significan minusvalía. Antes bien, debemos conseguir la equivalencia de
lo diferente. La capacidad de reconocer diferencias es por antonomasia la regla que
indica el grado de la distinción y de cultura del ser humano. En este contexto se puede
mencionar el antiguo proverbio chino, según el cual “la sabiduría comienza
perdonándole al prójimo el ser diferente.” (J. Der Mensch. Mann und Frau.) No es una
armonía uniforme, sino una tensión sana entre los respectivos polos, la que hace
interesante la vida y la enriquece.

La naturaleza del varón y de la mujer se expresa de manera diferente, aunque ambos


tengan el mismo valor y la misma dignidad. El relato creacional da testimonio de una
diferencia originaria entre ellos. Esta diferencia no es ni irrelevante ni adicional, y
tampoco es un producto social, sino que dimana de la misma intención del Creador, de
la Voluntad Divina que quería tanto al varón como a la mujer. La diferencia sexual, por
lo tanto, no es una mera condición que igualmente podría faltar, y tampoco es una
realidad que se pueda limitar sólo al plano corporal. El varón y la mujer se
complementan en su correspondiente y específica naturaleza corporal, psíquica y
espiritual. Ambos poseen valiosas cualidades que les son propias, y cada uno es en su
propio ámbito superior al otro. (F. MERZ: Geschlechtsunterschiede und ihre
Entwickliung, Lehrbuch der differentiellen Psychologie, III.)

Por supuesto, no existe el varón o la mujer por antonomasia, pero sí se diferencian en


la distribución de ciertas facultades. Aunque no se pueda constatar ningún rasgo
psicológico o espiritual atribuible a sólo uno de los sexos, hay características que se
presentan con una frecuencia especial y de manera pronunciada en los varones, y
otras en las mujeres. Es una tarea sumamente difícil distinguir en este campo. A veces
me he planteado la pregunta si algún día será posible decidir con exactitud científica lo
que es “típicamente masculino” o “típicamente femenino”, pues la naturaleza y la
cultura, los dos grandes moldeadores, están entrelazadas muy estrechamente. Pero el
hecho de que varón y mujer experimentan el mundo de forma diferente, solucionan
tareas de manera distinta, sienten, planean y reaccionan de manera desigual lo puede
percibir y reconocer cualquiera, sin necesidad de ninguna ciencia.

190
La maternidad física

El varón y la mujer no se distinguen por supuesto a nivel de sus cualidades


intelectuales o morales, pero sí en un aspecto mucho más fundamental y ontológico:
en la posibilidad de ser padre o madre. Es ésta, indiscutiblemente, la última razón de la
diferencia entre los sexos. Escrivá se refería, a veces, con cierto entusiasmo a la
maternidad física, echando piropos a las guapas madres de familia, lo que puede
extrañar a una mentalidad moderna occidental. Estoy segura de que no lo hacía por
ingenuidad, como si desconociera los problemas graves que tienen que afrontar casi
todas las familias, en todos los países; tampoco lo hacía por cortesía superficial. Ese
modo de hablar y actuar brotó de una profunda fe religiosa. Escrivá creía –como todo
cristiano– que la paternidad humana es una colaboración directa con la creación
divina: los padres actúan con Dios, de una manera misteriosa, al concebir un nuevo
ser. Por eso, el amor matrimonial tiene tanta grandeza e importancia. Muestra la
especial confianza y cercanía de Dios. Más aún, la mujer como madre es llamada a ser
“lugar” de una intervención divina directísima. El nuevo ser es creado en ella, y le es
confiado, en un comienzo, para que ella –primero dentro de sí– lo reciba, lo albergue y
lo alimente. Sin duda, el embarazo está marcado, con frecuencia, por el esfuerzo y la
fatiga; pero, ¿no es una distinción especial para la mujer poder sentir el amor creador
divino hasta en la propia corporalidad?

De ninguna manera significa esto que la madre deba estar condenada a realizar “un
trabajo de esclavos”, pese a que, para amplios círculos de la población occidental,
parece estar demostrado. Si bien muchas mujeres experimentan el nacimiento de un
niño como una carga, ello se debe, en parte, a la incomprensión del medio y, en parte,
a estructuras sociales injustas. No obstante, no se trata de circunstancias que
necesariamente deban acompañar la maternidad, sino de consecuencias de la
debilidad humana. Por eso, subraya Escrivá, no se puede privar de la vida a un nuevo
ser humano sólo por esas dificultades, más bien son esas dificultades las que deben ser
suprimidas. Este es un desafío apremiante para todos los que se preocupan por la
justicia en el mundo.

Por supuesto, los varones están invitados a asumir su responsabilidad, a “entrar” en el


hogar y compaginar la tensión entre familia y profesión como las mujeres. (Entrevista
con Mons. Javier Echevarría, prelado del Opus Dei, realizada por Patricia Mayorga, en
“El Mercurio” (Chile), 21-I-1996; y en “Mundo Cristiano” (1996/3), n.410.) Es de
agradecer que, en buena parte, han pasado los tiempos en los que ellos se creían
demasiado importantes como para coger un trapo de cocina o de polvo. Pero estos
gestos no deben realizarse como una “demostración de benevolencia”, sino que tienen
que hacerse como lo más natural del mundo.

Ha llegado la hora de un nuevo feminismo, más radical, que parte del reconocimiento
de que la mayor parte de las mujeres son madres o desean serlo sin despedirse
necesariamente de su puesto de trabajo. Radical, en ese contexto, no quiere decir
extremista, sino que se refiere a una actitud que va a las raíces de la cuestión. El
desafío consiste en crear una igualdad que reconozca esta diversidad y especificidad y
que haga justicia a ambas.

191
El don de la solidaridad

Pero la circunstancia de que una mujer pueda llegar a ser madre no significa que todas
las mujeres deban serlo, ni que todas encuentren en la maternidad su felicidad. La
diferencia sexual comprende también la dimensión espiritual-psíquica de la feminidad,
lo que antes se llamaba a veces “maternidad espiritual”, y hoy podríamos denominar
quizá “el don de la solidaridad”. Constituye una determinada actitud básica que
corresponde a la estructura física de la mujer y se ve fomentada por ésta. Así como
durante el embarazo la mujer experimenta una cercanía única hacia el nuevo ser, así
también su naturaleza favorece los contactos espontáneos con otras personas de su
alrededor. La “maternidad espiritual” se traduce en una delicada sensibilidad frente a
las necesidades y requerimientos de los demás, en la capacidad de darse cuenta de sus
posibles conflictos interiores y de comprenderlos. Se la puede identificar,
cuidadosamente, con una especial capacidad de amar. (JUAN PABLO II: Carta
apostólica Mulieris dignitatem, 30.) Escrivá afirmaba que “la mujer está llamada a
llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y
que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo
concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición…” (Josemaría ESCRIVÁ DE
BALAGUER: Conversaciones, n.87.)

El “don de la solidaridad” puede considerarse como la riqueza interior de la mujer.


Consiste en el talento de descubrir a cada uno dentro de la masa, en medio del ajetreo
del trabajo profesional; de no olvidar que las personas son más importantes que las
cosas. Significa romper el anonimato, escuchar a los demás, tomar en serio sus
preocupaciones, buscar caminos con ellos. A una mujer sencilla no le cuesta nada,
normalmente, transmitir seguridad y crear una atmósfera en la que quienes la rodean
puedan sentirse a gusto.

Pero, evidentemente, no todas las mujeres son suaves y abnegadas. No todas ellas han
desarrollado su talento hacia la solidaridad, ni mucho menos. En el caso concreto, un
varón puede tener mucha más sensibilidad para captar lo que va bien a una persona
que la mayoría de las mujeres. Y puede ser más pacífico que su esposa.

Sin embargo, en nuestros días las protagonistas del llamado “feminismo ecológico” nos
recuerdan de nuevo que la mujer parece tener, realmente, cierta facilidad para
fomentar las relaciones interhumanas aunque, con frecuencia, no desarrolla ese
talento y hasta lo corrompe. Está de moda, en ciertos ambientes, destacar la “nueva
feminidad” y la “nueva maternidad”. La identificación de la mujer con la naturaleza, el
cuerpo, el sentimiento y la sensualidad ya no parece ser un prejuicio masculino
condenable. Antes bien, todo lo emocional, lo vital y lo sensual precisamente se
aplaude como posible esperanza para un futuro mejor. ¡Viva lo ilógico y lo emocional,
lo dulce y suave!, es lo que ahora se proclama. Sólo ello puede salvarnos de una
catástrofe ecológica y de la guerra nuclear que nos amenaza. La última salida: ¡la
feminización de la sociedad! (R. GARAUDY: Der letzte Ausweg. Feminisierung der
Gesellschaft.)

Aparte de que ese planteamiento se basa frecuentemente en una visión materialista y


hedonista del mundo, coincido con ello, en cierto modo, en lo que afirma con respecto

192
a la sensibilidad femenina. Pienso que muchas mujeres pueden enseñar a los varones
cómo hacer más agradable la vida concreta. Aquí hay grandes retos para la formación,
de ambos sexos. Ha llegado la hora de un “nuevo florecer”, en el que las cualidades
femeninas se manifiestan en todos los campos de la vida personal y social. (Las tesis
que desarrolla J. HAALAND MATLARY en Por un nuevo feminismo)

Esta meta me parece atractiva y, a la vez, bastante arriesgada. Contiene un riesgo


porque nos pone de nuevo ante el peligro (¡siempre presente!) de juzgar según viejos
clichés. Por esto quiero subrayar que ese talento de solidaridad no significa que en las
empresas las mujeres sólo deberían hacer café y regar las plantas, o con otras
palabras, trasladar simplemente las tareas de la casa a la oficina y sonreír a los
managers ocupados. Las mujeres están expuestas de igual manera a las exigencias
objetivas de la vida laboral que los varones. Cuando se habla del don de la solidaridad,
no se alude solamente al corazón, sino también al entendimiento. Se hace referencia a
un talento natural y a una formación global al hablar de una mujer dotada de espíritu,
no a aquella caricatura, en el fondo nada más que sentimental, que, de tanta
compasión con los demás, no llega realmente a concluir ninguna tarea.

No sé si ese talento es algo innato o adquirido, si depende de la naturaleza o de la


cultura. Sea como fuere, no veo razón para considerar algo negativo y, en
consecuencia, erradicarlo, la proximidad a las personas que posee la mujer. Todo lo
contrario, no sólo las mujeres, sino también los varones deberían esforzarse por
adquirir esta capacidad. Sería deseable que nadie se olvidara en la cotidianidad de la
vida laboral tan estresante, que son las personas a las que se les debe preferencia
antes que a las cosas.

La influencia del pecado

Ciertamente ninguno de nosotros duda de que también la mujer sabe controlar la más
complicada técnica, y también el varón está destinado a realizarse a través de la
educación de los hijos, cosa que no es un asunto específicamente femenino, sino una
cuestión de amor. Pero sigue sucediendo que un hijo, sólo por el hecho de ser varón,
se sienta con el padre a ver la televisión después del copioso almuerzo del domingo,
mientras las hijas y la madre desaparecen dirección a la cocina. O que una madre que
trabaja fuera de casa se las tiene que arreglar sola en el trabajo del hogar y que lo que
recibe a cambio es el reproche de no ocuparse lo suficiente de su marido, que trabaja
media jornada, y de los niños, y para colmo, que la casa no está del todo limpia.
Todavía hoy en día hay amas de casa que, aún para conseguir de sus maridos la
mínima cantidad de dinero, han de hacerlo a base de ruegos y ni tienen acceso a la
cuenta del banco ni a la situación económica de su propia familia. Y dadas estas
circunstancias, se puede comprender, que hay mujeres que rechazan la feminidad y la
maternidad.

Hemos visto que el varón y la mujer son tomados igualmente en serio por Dios.
Entonces, ¿por qué no conviven y colaboran en paz? ¿Por qué hay tantas luchas y
tensiones entre ellos? El texto del Génesis deja ver también cuál es la razón última de
esos males. Es sencillamente el pecado que rompe la armonía original. En el momento

193
en el que Adán y Eva comen juntos del fruto prohibido, se puede pensar que están
reforzando su unión: comen el mismo fruto del mismo árbol. Pero la realidad es que se
abre un foso entre ellos. Cuando una persona se vuelve contra Dios, se vuelve –en el
mismo acto– también contra las otras personas humanas que son su imagen. Y cuando
comete un pecado juntamente con otro, se crea un abismo entre los dos. El verdadero
amor y una verdadera vida en común sólo pueden existir cuando Dios, de algún modo,
está presente.

Como la responsabilidad del primer pecado corresponde a ambos sexos, también la


pena se aplica a los dos. Dios castiga tanto al varón como a la mujer cuando –según la
narración del Génesis– dice a Adán que él dominará a Eva. (Por cierto, no dice que
deba hacerlo, sino que lo hará, por la influencia del pecado.) En el fondo, los dos sexos
sufren todas las formas de tiranía y machismo, aunque la desgracia se manifieste de
modos distintos. A primera vista, parece que la mujer tiene que pagar más por el
pecado, porque se la desprecia y se abusa de ella. (JUAN PABLO II: Carta apostólica
Mulieris dignitatem, 14.) Pero este estilo de vida va también contra los anhelos y
deseos del varón. Cuando ése renuncia a una auténtica colaboración con la mujer, en
vez de una amiga, tiene un esclavo más y debe aguantar, en consecuencia, el
aislamiento y la soledad. En efecto, el varón queda todavía más herido en esta
situación que la mujer. Quien comete una injusticia, es más desgraciado que aquel que
la sufre: no sólo hace daño al otro sino, de un modo más íntimo, se está destruyendo a
sí mismo, pues deforma la propia imagen de Dios.(ibid., 10.)

Más que justicia

Josemaría Escrivá veía claramente que el empeño por hacer justicia es de vital
importancia, pero no basta. Las reivindicaciones pueden crear un clima frío, de mutua
desconfianza, rencores y venganza; pueden llevar hasta el odio. Una vida feliz sólo se
logra, cuando se aprende a pedir perdón por los fallos propios, y se pide a Dios la
gracia de perdonar los ajenos: cuando, en definitiva, se purifica la memoria y se vive en
paz con el pasado. Lo más interesante siempre es lo que está delante de nosotros, en
el futuro.

Realmente, cuando se concede a las mujeres nada más que la garantía de que se
apliquen los derechos humanos también a ellas, se les da muy poco. Además, sabemos
todos de sobra que hay situaciones tan complejas en las que la mera justicia es
prácticamente imposible. Hace falta algo más. Muchas personas cuentan sus penas no
sólo para que se busquen soluciones en el mundo exterior. Las comunican también
porque buscan comprensión y cariño, orientación, aliento y consuelo. “Convenceos
que únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la
humanidad,” afirmaba Escrivá. “Cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si la
gente se queda herida: pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios. La
caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo.” (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER:
Amigos de Dios, n.172.) Y Santo Tomás resumía escuetamente: “La justicia sin la
misericordia es crueldad.” (TOMÁS DE AQUINO: In Matth., 5,2.) Pienso que esa actitud,
que antes se llamaba misericordia (y que hoy apenas mencionamos) es el núcleo de la
“maternidad espiritual” o, si se quiere, es la moderna “solidaridad”, vista con cierta

194
hondura. Implica darse cuenta de que cada persona necesita más amor que “merece”,
es más vulnerable de lo que parece; y todos somos débiles y podemos cansarnos. En
cuanto tal es una disposición deseable para cualquier persona, de ambos sexos.

Josemaría Escrivá era una persona justa y, a la vez, profundamente misericordiosa. Se


esforzaba por conceder a varones y mujeres no solamente su derecho, sino mucho
más. Les inculcó la confianza de ser muy queridos, de tener un inmenso valor, de tener
grandes talentos y posibilidades. A las mujeres las llevaba a metas más altas que el
mero “oponerse” a un mundo hostil. Les transmitía la convicción de que pueden
transformar ese mundo que es suyo, pueden ser creativas y poner en marcha los
proyectos más inauditos. El mundo será, en última instancia, lo que sean ellas. Escrivá
sabía despertar grandes esperanzas e ilusiones en los demás.

Las mujeres que se acercaron a su labor, se lo agradecieron depositando a su vez


confianza en él. (Ana SASTRE: Tiempo de caminar) Muchas de ellas cruzaron el mundo
para extender con su labor profesional la semilla de la fe. Desarrollaron todas sus
capacidades humanas en las nuevas tierras. Llevaron a buen término los más diversos
quehaceres, que no se pueden programar ni medir. Pusieron en marcha y en pleno
funcionamiento innumerables residencias universitarias, centros culturales, escuelas
de secretariado e idiomas, colegios, institutos de formación profesional, escuelas
agrarias para campesinas. Se lanzaron a colaborar en Universidades y Magisterios. Y
Escrivá nunca tuvo la menor duda de que trabajarían bien. (Ana SASTRE: Tiempo de
caminar, cit. p.469.)

Buscar la propia identidad

Aparte del sexo existen, sin duda, otros muchos factores responsables de la estructura
de nuestra personalidad. Por eso, una tarea importante de cada uno es el descubrir la
propia individualidad. Pues cada persona tiene su propia manera irrepetible de ser
varón o mujer. Cada mujer se distingue, por supuesto, no sólo de los varones, sino
también de todas las demás mujeres (igual que un varón de los demás varones).

Creo que no se trata de que los varones sean más “masculinos” y las mujeres más
“femeninas” (pero tampoco lo contrario), sino de que vivan más como “personas”, lo
cual significa con más originalidad, individualidad, autonomía, refiriéndose menos a ”lo
que se suele hacer” y a “lo que todos piensan”, con creciente disposición de aceptar en
libertad la responsabilidad de los propios pensamientos y sentimientos, juicios y actos.

En casa o en la vida pública, en todos los ámbitos, es posible para una mujer
desarrollarse. Pero también en cualquier lugar los procesos de maduración pueden ser
bloqueados. En primer lugar no es importante lo que hace alguien, sino cómo lo hace.
Ni la profesión ni la familia son por sí solas soluciones para los problemas que
tengamos con los demás; ambas abarcan oportunidades y riesgos. Así, una
escrupulosidad excesiva en las tareas de la casa no sólo es perniciosa para el alma de la
mujer, sino también termina siendo agobiante para toda la familia.

Por otro lado, puede pasar que precisamente la mujer con una profesión fuera de casa
se convierta en una persona con “miras estrechas” a causa de la continua

195
especialización de su labor, mientras que un ama de casa puede ganar un horizonte
más amplio por exigírsele diariamente el cumplimiento de trabajos muy diversos. La
mujer está expuesta en la vida laboral a los mismos peligros que el varón –la ambición
exagerada de carrera, el ansia ciega de poder– tal vez está más expuesta al peligro
porque se le sigue examinando con especial dureza y espíritu crítico por parte de sus
compañeros.

Esto no significa, claro está, que las mujeres tengan que volver todas al “dulce hogar”.
Debemos contribuir a que toda mujer tenga la posibilidad de comportarse según su
situación existencial y sus talentos; y que cada una pueda hacer libre y serenamente lo
que considere adecuado sin que por ello tenga que justificarse constantemente.

En definitiva, no considero que el problema de nuestros tiempos sea ni la liberación de


la mujer o del varón ni la liberación entre o hacia los sexos. Si tratamos demasiado
estos temas, es que estamos siguiendo un camino más bien equivocado. Romperse
demasiado la cabeza sobre la propia realización lleva precisamente a un resultado
contrario al deseado: a la falta de naturalidad y al egocentrismo. Las numerosas
terapias ofrecidas me parecen una enfermedad en sí. El filósofo anglicano Lewis
caracteriza muy bien la situación diciendo: “El juego consiste en hacer correr a todo el
mundo con extintores de un lado para otro, mientras que en realidad hay una
inundación, o hacer que se amontonen todos en aquel lado del barco que ya está
hundiéndose.”(C. S. LEWIS: Dienstanweisung für einen Unterteufe)

El verdadero problema de nuestro tiempo no está, según creo, en la búsqueda de la


emancipación, sino en la de la identidad. No me refiero a la identidad de los sexos, sino
pienso que tenemos que ir más lejos: muchos tienen dudas sobre la identidad del
mismo ser humano, y por eso existe tal división interior, resignación y activismo
superficial. ¿Quién soy? ¿Qué es el hombre? ¿De dónde vengo y adónde voy? ¿Cuál es
el sentido de mi existencia? ¿Por qué y para qué vivo? Cuando una mujer ha
conseguido responder más o menos a estas preguntas, siente cierta calma y su
comportamiento adquiere una seguridad natural. Se libera de dependencias
innecesarias, descubre sus propios talentos y está dispuesta a ponerlos al servicio de
los demás. Una mujer realmente emancipada es tan consciente de su propia
autonomía que acepta sin problemas la de los otros. No depende de ser necesitada, no
se tambalea entre la admiración y el paternalismo masculino, tiene horizontes amplios
y, por eso, no ve solamente sus cuatro paredes. Por otra parte, no está tampoco en
contra de agotarse en la búsqueda de la felicidad para su propia familia (y otras
personas). En pocas palabras, encuentra nuevos caminos que llevan a la vez a la
autoestima y al ejercicio de la caridad.

La mejor condición previa para una convivencia armoniosa de los sexos me parece ser
una concepción cristiana acerca de las personas (tanto de las mujeres como de los
varones). Igual que el pecado rompió los lazos entre los hombres, la gracia es capaz de
crear nueva armonía entre ellos. Su relación, por lo tanto, será más bella, cuanto más
cerca estén de Dios. Como cristianos el varón y la mujer pueden ejercer su libertad con
madurez. Se pueden aceptar mutuamente y alegrarse uno con el otro. Y finalmente

196
conseguirán convivir con igualdad de derechos, en responsabilidad compartida para el
futuro de nuestro mundo.

Jutta Burggraf

3. La mujer en la Iglesia hoy sirve más que las diaconisas

En Alemania, ciertos sectores de la teología y parte de los políticos cristiano-


demócratas -como el ministro Erwin Teufel- intentan abrir el diaconado a las mujeres,
como primer paso hacia el sacerdocio femenino. En esta entrevista a Die Tagespost, el
profesor Gerhard Ludwig Müller, catedrático de Teología en la Universidad de Munich
y profesor invitado en la Facultad de Teología de San Dámaso de Madrid, explica las
recientes deliberaciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre el
diaconado.

La Iglesia enseña con claridad que el sacramento del Orden es uno de los siete
sacramentos de la Iglesia; como ejercicio pleno, en el Espíritu Santo, de la misión única
en su origen de los apóstoles de Cristo, es ejercido en su plenitud por el obispo. La
participación diferenciada en él se denomina, según el grado de su concreción,
presbiterado o diaconado.

No se puede separar acaso el diaconado de las mujeres del sacerdocio femenino. Por
razón de la unidad del sacramento del Orden, que ha sido subrayada en las
deliberaciones de la Comisión Teológica, no se puede medir con diferente rasero. Sería
entonces una verdadera discriminación de la mujer si se la considerara apta para el
diaconado, pero no para el presbiterado o el episcopado. Se rompería de raíz la unidad
del sacramento si, al diaconado como ministerio del servicio, se opusiera el
presbiterado como ministerio del gobierno, y de ello se dedujera que la mujer tiene, a
diferencia del varón, una mayor afinidad para servir, y por ello sería apta para el
diaconado pero no para el presbiterado. Pero el ministerio apostólico en su conjunto
es un servicio en los tres grados en los que es ejercido.

La Iglesia no ordena a las mujeres no porque les falte algún don espiritual o algún
talento natural, sino porque -como en el sacramento del matrimonio- la diferenciación
sexual y de relación entre hombre y mujer contiene en sí un simbolismo que presenta
y representa en sí una condición previa para expresar la dimensión salvífica de la
relación de Cristo y la Iglesia. Si el diácono, con el obispo y el presbítero, a partir de la
unidad radical de los tres grados del Orden, actúa desde Cristo, cabeza y esposo de la
Iglesia a favor de la Iglesia, es evidente que sólo un hombre puede representar esta
relación de Cristo con la Iglesia. Y al revés es igualmente evidente que Dios sólo podía
tomar su naturaleza humana de una mujer, y por ello también el género femenino
tiene en el orden de la gracia -por la referencia interna de naturaleza y gracia- una
importancia inconfundible, fundamental, y en modo alguno meramente accidental.

¿Hay en realidad declaraciones doctrinales vinculantes acerca de la cuestión del


diaconado femenino? La tradición litúrgica y teológica de la Iglesia emplea un lenguaje

197
unívoco. Se trata en este asunto de una enseñanza vinculante e irreversible de la
Iglesia, que está garantizada por el magisterio ordinario y general de la Iglesia, pero
que puede ser confirmada nuevamente con una mayor autoridad si se continúa
presentando de modo adulterado la tradición doctrinal de la Iglesia, con el fin de forzar
la evolución en una determinada dirección. Me asombra el escaso conocimiento
histórico de algunos y la ausencia del sentido de la fe; si no fuera así, deberían saber
que nunca se ha logrado y nunca se conseguirá poner a la Iglesia, precisamente en el
ámbito central de su doctrina y liturgia, en contradicción con la Sagrada Escritura y con
su propia Tradición.

¿Qué ocurre si un obispo válidamente ordenado, fuera de la comunión de la Iglesia,


ordena a una mujer como diaconisa? De modo invisible, es decir, ante Dios, no sucede
nada, pues tal ordenación es inválida. Visiblemente, es decir, en la Iglesia, sí sucede
algo, pues un obispo católico que lleva a cabo una ordenación irregular incurre en la
pena de excomunión.

¿Podría el Papa decidir que, en el futuro, las mujeres recibieran el diaconado? El Papa,
al contrario de lo que piensan muchos, no es el dueño de la Iglesia o el soberano
absoluto de su doctrina. A él sólo le está confiada la tutela de la Revelación y de su
interpretación auténtica. Teniendo en consideración la fe de la Iglesia, que se expresa
en su práctica dogmática y litúrgica, es del todo imposible que el Papa intervenga en la
sustancia de los sacramentos, a la que pertenece de modo esencial la cuestión del
sujeto receptor legítimo del sacramento del Orden.

¿Están excluidas las mujeres por completo de la participación en los servicios


eclesiales? ¿No hay lugar para las mujeres en la Iglesia? Si dejamos a un lado una
reducción clerical de la Iglesia, la pregunta no se plantea ya de este modo. La Iglesia,
en sus procesos vitales y en su servicio al hombre, es una corresponsabilidad esencial
de todos los cristianos, precisamente también de los laicos; en muchos países no
podemos quejarnos actualmente de un exceso de apostolado activo de los laicos.
Pensemos en el dramático retroceso de las Órdenes y comunidades religiosas
femeninas, sin las que la Iglesia no hubiera enraizado nunca en las diferentes naciones
y culturas. En los ministerios específicos de Derecho canónico y humano, a los que
pueden ser también llamados los laicos a colaborar junto con la jerarquía, es decir,
obispo, presbítero y diácono, las mujeres desempeñan servicios importantes para la
Iglesia, y que también para ellas mismas son satisfactorios desde el punto de vista
humano y espiritual. Lo que hoy en día llevan a cabo las mujeres como profesoras de
Religión, profesoras de Teología, agentes de pastoral, y también las actividades no
retribuidas en las comunidades, va mucho más allá de lo que hacían las diaconisas de
la Iglesia primitiva. El restablecimiento del antiguo ministerio de las diaconisas sería
únicamente un anacronismo divertido. Por el contrario, el Concilio ha marcado las
directrices del futuro de la colaboración de los laicos en el capítulo 4 de la Constitución
Lumen gentium, por desgracia poco estudiado.

Gerhard Ludwig Müller

198
4. ¿Adónde va el feminismo?

Hace setenta años las mujeres obtuvieron el derecho al voto en


España. Este aniversario es un buen momento para reflexionar
sobre los logros del feminismo, sus limitaciones,
fundamentalmente, sobre sus retos futuros.

¿Sobre qué presupuestos ideológicos se apoya el primer


feminismo? ¿En qué medida resultan adecuados en la actualidad? ¿Qué proyecto
social propone el feminismo para el siglo que ha comenzado? En cualquier caso, es
importante reflexionar sobre las razones que explican que, a pesar de los logros
conseguidos, los movimientos feministas no cuenten, en la actualidad, con el respaldo
deseado entre las mujeres jóvenes. Quizás la causa de ello se encuentra en ciertos
presupuestos, adoptados por el feminismo desde sus orígenes, y hoy día en fase de
superación.

Es cierto que el primer feminismo o feminismo liberal llevó a cabo una aportación
innegable en la defensa de la igualdad de derechos entre hombre y mujer. Sin
embargo, este feminismo implicó una defensa de la mujer sobre unos presupuestos
claros, heredados de la mentalidad moderna: la devaluación de lo específicamente
femenino, como, por ejemplo, la maternidad. Se presuponía que, para realizarse
personalmente, la mujer tenía que convertirse en otro hombre, asumiendo los valores
modernos de la productividad y el éxito.

Tal depreciación de la maternidad aparece especialmente clara en la obra de Simone


de Beauvoir. Para esta autora, la mujer es realmente un hombre con el inconveniente
de que su cuerpo está expuesto a la posible reproducción. Se parte, por ello, de una
hostilidad a lo naturalmente propio de la mujer.

Su realización como persona estaría, por ello, estrechamente relacionada con la


posibilidad de erradicación de la maternidad. Prueba de ello es que uno de los
objetivos de los movimientos feministas haya sido, y continúe siendo, la consecución
del aborto libre.

La pregunta que nos podemos hacer es la siguiente: ¿Hasta qué punto es vendible y
susceptible de generar adhesión e ilusión un proyecto dirigido básicamente a las
mujeres, pero asentado en la negación de la realidad de lo específicamente femenino?
¿Hasta dónde puede llegar el movimiento feminista si se propone como una de sus
metas fundamentales la consecución de una pretendida autodeterminación de la
mujer, que niega la alteridad, la existencia del otro, máxime cuando el otro es el propio
hijo? ¿No es esto proponerse como meta la exclusión y eliminación del más débil?

Ciertamente, el feminismo debe luchar por conservar y ahondar en la igualdad de


derechos entre el hombre y la mujer. Pero debe superar su lastre individualista,
excluyente. No debe partir del rechazo de la especificidad de la mujer, porque ello

199
implica negar la realidad, la riqueza propia de lo femenino. No puede continuar
moviéndose en un contexto de antagonismo con el hombre. El individualismo aísla de
los demás y pone barreras a la comprensión de las realidades sociales más básicas.
Estos presupuestos perjudican a la misma mujer y, en última instancia, a la familia.

Frente a ello, considero que todo proyecto de cambio de las estructuras sociales debe
partir de la base de que el entorno más propio y característico del ser humano es la
familia. Somos humanos porque somos familiares; y en la medida en que seamos más
familiares, más humanos seremos. Por ello, el mejoramiento de la situación y
condiciones de vida de las familias debe ser objetivo prioritario de toda acción de
gobierno.

El cambio que debe propugnar el nuevo feminismo debe pasar por proponer una
sociedad en la que todos tengan cabida, especialmente los más indefensos. Una
cultura en la que no se niegue la existencia del otro, de cualquier otro. Una sociedad
en la que cualquier individuo humano (también el no nacido) sea considerado un bien.
Una sociedad que proponga un nuevo horizonte de realización personal, en el que las
claves de la dignidad humana no se encuentren, exclusivamente, en valores como el
mercado o la productividad.

Una nueva cultura no excluyente, en la que tanto hombres como mujeres concedan un
lugar prioritario a la defensa de la familia, la maternidad y la paternidad, la vida en
todas sus manifestaciones, la acogida y el cuidado de los débiles o enfermos.

Una sociedad, en definitiva, en la que se defienda el carácter sagrado e insustituible de


cada individuo humano, con independencia de su grado de desarrollo, origen, salud, o
características personales.

Ángela Aparisi Miralles

5. Defender a la mujer del feminismo

El reconocimiento de la verdadera dignidad de la mujer y de las


diferencias innatas entre hombre y mujer constituyen una
importante aportación del feminismo en su sentido primero e
ideal. Al mismo tiempo éste contiene una clara crítica de las
corrientes feministas más conocidas. Este artículo está
dedicado a la defensa de la dignidad de la mujer frente a los
errores del movimiento feminista. Existen muchos movimientos
feministas que intentan restar importancia o negar estas
diferencias entre hombre y mujer, ya que las consideran producto de la educación, de
la cultura y de la opresión de la mujer.

Una primera y decisiva respuesta a las tesis defendidas por algunas corrientes
feministas reside precisamente en probar la existencia real de este tipo de diferencias

200
entre hombre y mujer. Asimismo la pregunta por la dignidad y la naturaleza de la
mujer es una cuestión principal para cualquier tipo de feminismo. Es ésta la razón por
la que abordamos estos puntos, pues sobre ellos se basará todo lo que digamos acerca
de la singularidad y dignidad de la mujer.

La diferencia entre hombre y mujer

Definir la diferencia psicoracional entre hombre y mujer resulta extremadamente


difícil. Esto se debe no sólo al hecho de que hombre y mujer son dos versiones
diferentes y tremendamente originales del ser humano único, sino también a que
ambos son «invención inédita» de Dios. Esto, a su vez, implica que, aparte de su
identidad original propia, también se caracterizan por unas cualidades que se perciben
con mucha mayor facilidad a través de la experiencia inmediata que por medio de una
descripción abstracta o de una definición.

A esta dificultad se añade el agravante de que la diferencia entre hombre y mujer no


tiene un carácter inteligible, pues se presta más a experiencias y puntos de vista poco
racionales, al margen de los sistemas de pensamiento o a intuiciones poéticas, que a
un análisis estrictamente filosófico. De ahí que sean los poetas, escultores y pintores,
compositores de canciones y óperas o bailarines y cantantes los que, mediante la
forma y la expresión del cuerpo humano, la delicadeza de sus movimientos o el sonido
de las voces masculinas y femeninas y la infinitud de matices diferenciados que ambos
son capaces de crear, los que mejor llegan a expresar esas dos formas diferentes del
ser humano: hombre y mujer. Esos pequeños detalles y matices en su mayoría se le
escapan al lenguaje abstracto y generalizante de científicos y filósofos.

Sin embargo, a pesar de que la comprensión de esta diferencia dependa en gran


medida de la experiencia empírica, también es posible el acercamiento a través de una
vía más racional dentro de la cual se enmarcaría el estudio filosófico y los demás tipos
de conocimiento más teóricos. No debemos dejar el estudio de esta diferencia
exclusivamente en manos de las artes ni tampoco en manos de la biología y de la
psicología. Podemos afirmar con M. Scheler:

«Hay que acabar de una vez por todas con esa idea del s. XVIII (defendida, por
ejemplo, por J. J. Rousseau) de que las diferencias psíquicas entre hombre y mujer son
única y exclusivamente consecuencia de las diferencias en las funciones biológicas
entre ambos sexos. Por lo demás, según esta teoría, ambos estarían dotados con el
mismo tipo de «alma racional». La diferencia entre ambos sexos tiene su fundamento
tanto en el aspecto psíquico como en el aspecto biológico y corporal».

Es más, muchas de las diferencias biológicas entre hombre y mujer, sobre todo en
cuanto nos remiten a las diferencias psíquicas entre ambos, facilitan la comprensión de
estas diferencias psíquicas y emocionales, y por lo tanto se abren al análisis filosófico.
Así el filósofo puede llegar a un conocimiento de la naturaleza de estas diferencias al
que ni el poeta ni el pintor tienen acceso. Para llegar a este profundo conocimiento de
la diferencia entre hombre y mujer, tan controvertida y obvia a la vez, puede valerse
de diferentes métodos filosóficos. Trataremos de mencionar brevemente estos

201
métodos.

Uno de los peligros que se corre a la hora de realizar un estudio de este tipo es caer en
los viejos tópicos de «la mujer en la cocina» e interpretar las diferentes acepciones de
lo femenino a través de la historia como las diferencias innatas entre hombre y mujer.
De esta forma no se llegaría a la diferencia fundamental entre hombre y mujer,
diferencia que, sin embargo, niegan las tesis defendidas por el feminismo más radical.
La tesis principal de este feminismo metafísico y radical es la defendida por Simone de
Beauvoir: «Una mujer no nace. Se hace». Con esto Beauvoir no hace alusión al hecho
de que las características psíquicas y emotivas específicas de la mujer se desarrollan
gradualmente. Más bien lo que quiere decir es que la diferencia entre hombre y mujer
es fruto de una sociedad o de la intención del individuo.

Demostraremos ahora que estas diferencias no son fruto de la sociedad, ni dependen


exclusivamente de las funciones biológicas. Se trata de diferencias lógicas que están
presentes en todas las sociedades y culturas. Es más, en su intento de crear una
cultura y teología «andrógina» y «feminista», las feministas mismas admiten la
existencia de estas diferencias, precisamente porque luchan contra ellas a la vez
quieren sustituir elementos como la «teología» racional por experiencias de «teo-
fantasía» más de acuerdo con lo femenino.

Personalidad femenina y masculina

La primera forma de delimitar las diferencias entre hombre y mujer parte de las
características comunes a todos los seres humanos. Este método se pregunta si estas
características generales, además de formar a la humanidad como tal, tendrán una
mayor incidencia en el hombre o la mujer y de esta forma influirán en las «formas
psico-corporales» que definen lo masculino o femenino en el hombre.

La receptividad es una de las características básicas del ser humano. Tanto el hombre
como la mujer tienen la capacidad de percibir y en tender la realidad. De esta forma las
cosas reciben una explicación por parte del hombre. El ser humano adopta una postura
de receptividad, de aceptación y de descubrimiento de la realidad. Esto mismo se
puede aplicar a la comprensión de otra persona y de sus problemas. Asimismo la
actuación, la capacidad de actuar y planificar, la creatividad y la espontaneidad forman
parte del ser de las personas.

Sin embargo, estas características básicas tienen una incidencia diferente en el hombre
y en la mujer. En uno u otro adquieren una importancia tal que, al margen de ser
características generales comunes a toda la humanidad, se convierten en rasgos
específicos de los hombres o de las mujeres.

De esta forma, la capacidad de escuchar y la receptividad, y un mayor grado de


intuición en el conocimiento y en la forma de ser, pueden ser establecidas como
características típicas de la mujer, sobre todo en relación con el ámbito de los sentidos
y el del entendimiento psicológico de las personas, pero también en cuanto al ámbito
de lo puramente intelectual. Los escritos de mujeres inteligentes, por ejemplo las

202
obras filosóficas de Edith Stein, filósofa de la que nos llegan agudas reflexiones de
contenido metafísico acerca de la mujer, suelen ser más correctas e intuitivamente
más acertadas que las de los hombres, que tienden a perderse en elucubraciones
teóricas.

En cualquier caso, se puede afirmar que los hombres tienden mucho más a la
construcción de teorías abstractas y alejadas de la realidad, incluso llegando a
tergiversarla, que las mujeres. La mujer, por naturaleza, posee una mayor capacidad
de observación y de identificación. Por eso también resulta más chocante encontrarse
con una mujer ruda, que no tenga capacidad de comprensión e identificación, que
encontrarse con un hombre que no sea capaz de escuchar.

En cambio, la capacidad de comprensión de contenidos abstractos y la formulación de


conceptos generales son tan características del hombre como lo son también la
espontaneidad y la creatividad necesarias para una actuación independiente
(cualidades que, por supuesto, también comparte la mujer). Por lo tanto, si un hombre
buscara siempre el apoyo de los demás y no fuera capaz de tomar decisiones por sí
mismo, esto le haría menos hombre, mientras que las mismas características en una
mujer no harían que ésta apareciese como menos femenina. Quizás un análisis más
detenido de estas características demostraría que no son la creatividad y la capacidad
de liderazgo por sí mismas las que caracterizan al hombre, sino que estas cualidades se
den más en un contexto concreto del actuar de las personas, mientras que en las
mujeres se da en un contexto de vida propio a ella, como, por ejemplo, la planificación
del día a día y las actividades de la familia. Viene a la memoria en este contexto la
diferencia que Ph. Lersch hace entre el papel «ex-céntrico» del hombre en la familia y
del papel «céntrico» de la mujer en la misma. Estas características serían
determinantes de lo masculino y de lo femenino en el hombre y la mujer.

Pero, ¿qué significa esto de ser «determinante de lo masculino y de lo femenino»?


Está claro que no puede querer decir que no se pueda dar el caso de un hombre que
sea mucho menos capaz de pensar en abstracto o de ser creativo que una mujer, pero
que a la vez tenga una capacidad de identificación mucho mayor que ésta. Tampoco se
pretende dar valores medios estadísticos sobre la incidencia de la capacidad de
pensamiento lógico y abstracto o de la creatividad entre los hombres y las mujeres. Se
trata más bien de que existe una asociación espontánea inconsciente entre la
característica en cuestión y la imagen que tenemos de «lo masculino» y «lo
femenino».

Por eso no se diría de un hombre que es «afeminado» sólo porque tenga alguna de las
características típicas de la mujer, que al mismo tiempo es común a la humanidad, en
un grado superior al normal. Ambos tipos de rasgos, femeninos y masculinos,
conforman la esencia del ser humano, aunque se hacen dominantes en el hombre o la
mujer, o, dicho de otra forma, expresan la esencia de lo femenino o lo masculino y
juegan un papel importante en la delimitación de lo masculino y/o femenino. Sin
embargo, estas características dejan de jugar este papel delimitante en el momento en
el que un miembro del sexo opuesto presenta uno de ellos en un grado superior al
normal. Si, por lo tanto, un hombre posee la capacidad de intuir y entender la realidad,

203
capacidad que normalmente se asocia con la mujer, en una mayor medida que una
mujer egocéntrica y sin escrúpulos, no por eso se le considerará a él como más
masculino, sino más bien reconoceríamos en la actitud de escucha de este hombre un
elemento femenino. Pero esto no implica que el hombre sea «afeminado», sino que
esto más bien realzaría indirectamente sus cualidades típicamente masculinas.

En este contexto cabe destacar que muchas veces las características típicamente
femeninas son también las más «humanas», por lo que la mujer muchas veces
simboliza a la humanidad en general, como sucede, por ejemplo, en la simbología
religiosa en la que se habla de la «novia de Cristo». Por otra parte, nunca entrará
dentro de la naturaleza humana y de la integridad del ser humano el que las
características que se consideran más femeninas o masculinas se den exclusivamente
en uno u otro sexo, a excepción, claro está, de los rasgos puramente biológicos. En
toda mujer se encontrarán rasgos masculinos y en todo hombre rasgos femeninos y
maternales, o por lo menos se podrán detectar los rasgos típicos del ser humano que
adquieren una mayor «densidad» en uno de los dos sexos, y de esta forma los
caracterizarán respectivamente como hombre o mujer.

También cierta unidad entre corazón, mente y voluntad es característica básica de la


condición humana. Sin embargo, es igualmente cierto que el ser humano es capaz por
medio de su voluntad de relegar el corazón a un segundo plano, para concentrarse
racionalmente en una cuestión. Otra característica relacionada con la anterior es que
el hombre por una parte forma una unidad de cuerpo y alma y, por otra, tiene una
capacidad relativa de separar el alma del cuerpo, y al revés, las experiencias corporales
de lo psíquico y espiritual. Si una persona lleva una vida personal completamente
intelectual y espiritual, será considerada como ser constituido puramente de alma y
espíritu, mientras que si lleva una vida completamente sensual, se la considerará como
ser puramente carnal. Sin embargo, la integración de estos dos aspectos es
sumamente importante para la armonía interior en la persona humana.

Otro aspecto de esta necesidad de integración es la relación del hombre con su


cuerpo: se da así una dicotomía entre una actitud de experimentar y vivir por medio
del cuerpo y una visión del cuerpo como algo ajeno. Todas estas actitudes diferentes
se pueden dar tanto en hombres como en mujeres.

Sin embargo, las diferentes características pertenecen en distinta medida a lo


masculino y a lo femenino. La admirable integridad del ser humano en su afectividad,
su voluntad y su pensamiento pertenece de una forma mucho más directa a la esencia
de la naturaleza de la mujer que a la del hombre. Esta integridad es un rasgo general
del ser humano, pero aun así se da en mayor medida y pureza en la mujer, y se
convierte así en un «rasgo femenino». Se dice que la feminidad con tiene este aspecto
integrador de razón, voluntad y sentimientos incluso en ocasiones en las que,
hablando desde un punto de vista empírico, las mujeres aparecen como poco
femeninas, cuando demuestran una objetividad calculadora y fría en situaciones límite,
como cuando defienden a su país en el campo de batalla o en su profesión de cirujanos
tienen que operar sin anestesiar al paciente. Se diría que en estas situaciones sería
normal que perdiera esta integridad.

204
La integración entre razón, voluntad y sentimientos en la mujer la predisponen a las
profesiones en las que intervienen estos tres aspectos del ser humano: en la familia,
con niños, con enfermos, como pediatra o médico de cabecera, etc. Sin embargo,
existen actividades profesionales en las que esta capacidad integradora, que no se
presta a la abstracción de los aspectos y consecuencias de esta actividad, resultaría
negativa, como por ejemplo en el caso del cirujano que ve los sufrimientos del
paciente antes de ser anestesiado o del soldado que ha de defender su patria. Por eso
el hombre tiende a elegir este tipo de profesiones más a menudo que la mujer, ya que
la abstracción de un aspecto de su ser le resulta mucho más natural que a la mujer. Lo
mismo es válido para ciertas actividades profesionales mecánicas que no requieren
ningún esfuerzo intelectual, como podrían ser el trabajo en la mina o en una línea de
producción de una fábrica. Una actividad tan poco gratificante requiere una cierta
«abstracción» de lo que es la vida diaria. Aunque esto vaya en contra de la naturaleza
del hombre como ser humano, a la mujer, precisamente por esa mayor integridad
personal, le resulta aún más difícil.

Es precisamente en esta presencia del hablar, del sentir y del pensar de la persona
entera, en esa coexistencia del querer con el pensar y el sentir, en donde se encuentra
la «magia de lo femenino». Por eso, en presencia de una mujer rara vez se llegará al
ambiente sobrio y unidimensional que puede existir entre hombres. En este sentido,
Hildebrand comenta: «Si no entraran nunca en contacto con las mujeres, sería fácil
que los hombres perdiesen en el grado de riqueza interior, que dependieran de las
cosas, y que por ello se convirtieran en meros funcionarios o incluso esclavos de su
profesión o de la actividad a la que se dedican».

Partiendo del valor metafísico último de esta unidad del ser se explica por qué el
«eterno femenino», que surge de la unidad interior de la mujer, resulta tan atrayente.
En comparación, el hombre es un ser dividido, casi compartimentalizado (9). Y es
precisamente por esta razón por la que la mujer se presta tanto a la función de madre,
de educadora, de enfermera o pediatra, en resumen, a todas las profesiones para las
que se requiere una gran unidad del ser.

Es ésta la razón también por la que el hombre es más indicado para ejercer tareas más
abstractas, más parciales, en las que, como por ejemplo en el trabajo de un químico,
solamente se desarrolla un aspecto de las cualidades del investigador dejando de lado
el resto. Esto no significa que la mujer no pueda aportar también en este contexto
cualidades valiosísimas que el hombre no posee en la misma medida, como pueden ser
la exactitud y el don de la observación.

En cuanto a la unidad experimentada entre cuerpo y alma, también aquí la mujer


sobrepasa al hombre. Max Scheler lo expresa de la siguiente forma:

«La forma en la que el yo espiritual experimenta el propio cuerpo es muy diferente en


el hombre y en la mujer. En comparación con la vivencia como parte constituyente del
yo que tiene la mujer de su cuerpo, el hombre lo lleva consigo de una forma muy
distanciada, como el que lleva un perro por la correa».

205
En la mujer se da una unidad con el cuerpo mucho más fuerte que en el hombre, una
vivencia de estar dentro del propio cuerpo, y, en consecuencia, una elegancia mucho
mayor. La misma elegancia de los movimientos de las mujeres, en contraposición a los
movimientos mucho más bruscos y menos armónicos de los hombres, dan testimonio
de esta diferencia. Incluso la actividad puramente mental de un estudioso solitario,
que corresponde mucho más a la forma de ser del hombre que de la mujer, parece
apuntar en la misma dirección. Y esto es precisamente lo que parecen querer decir los
movimientos feministas cuando definen la cultura masculina como racional y
exclusivamente «de cabeza», y a la femenina como fruto de la fantasía y del
sentimiento.

Pero no solamente es contraria a la naturaleza femenina esta falta de unidad entre lo


corporal y lo espiritual que se centra en este último aspecto, sino también la falta de
unidad del que da preferencia al cuerpo sobre el espíritu, como sería el caso de la
persona que vive su sexualidad al margen de una relación humana. La figura de una
mujer que, como la emperatriz Tamora en la obra Titus Andronicus de Shakespeare,
viola a un hombre, o que piensa en categorías puramente carnales y sexuales,
resultará más chocante que la de un hombre con características similares.

Resultaría interesante preguntarse si existen otras características diferenciadoras entre


hombre y mujer, como por ejemplo el valor frente al miedo, la fortaleza frente a la
sensibilidad, etc. O preguntarse si existe otra feminidad encubierta, que resulte menos
obvia. Quizá incluso se pueda pensar que en cualquier cualidad humana quepan dos
formas de expresarla: una masculina y otra femenina. Así, Max Scheler afirma que:
«Un análisis en profundidad de mostrará que el origen de las diferencias entre los
sexos en todos los contextos está en las raíces mismas del ser humano, de manera que
el concepto o juicio sobre algo por parte de una mujer es completamente distinto...».

Características morales

Porque al ser tuyo soy, en un primer momento, mío. (Miguel Angel, Sonetos, dirigido a
Vittorio Colonna).

A menudo, sin embargo, no sólo atribuimos ciertas características diferentes al


hombre y a la mujer, si no que, y en esto está el problema filosófico más grave,
también describimos ciertos rasgos morales como masculinos o femeninos. Así
Shakespeare, en sus diferentes obras, atribuye características como la misericordia, la
compasión y la capacidad de entrega a sus grandes personajes femeninos, en boca de
las cuales pone los textos más bellos sobre la misericordia, como es el caso de Porcia al
final de El mercader de Venecia. De la misma manera la justicia se le atribuye
principalmente al hombre, la capacidad de identificarse con el sufrimiento de los
demás a la mujer, la fortaleza valiente al hombre, etc.

También el Papa Juan Pablo II habla de «la mujer en la dimensión del amor» y afirma
que la mujer por naturaleza tiende al amor y a la entrega. Por supuesto que esta
dimensión también se encuentra en el hombre y, como diría Hildebrand, negar estas

206
características en él sería incurrir en una absurda exageración de las diferencias entre
hombre y mujer. Sería igualmente insostenible afirmar que el adulterio en el caso de
una mujer es mucho peor que en el de un hombre, o llegar al extremo de decir que
este hecho en el hombre es aceptable, mientras que en la mujer no lo es.

Es cierto, por otra parte, que el hombre por naturaleza tiende a acentuar ciertas
virtudes universales, como la valentía y la decisión, de modo que éstas contribuyen a
determinar el concepto de la masculinidad. Y, sin embargo, la valentía es precisamente
una virtud del hombre frente a la cual hay que tener ciertas reservas, no solamente
porque en su capacidad de amar y de entregarse las mujeres a menudo demuestran
tener un gran valor (al fin y al cabo fueron muchas las mujeres que siguieron a Cristo
hasta la muerte, mientras los apóstoles, a excepción de Juan, huyeron), sino que
incluso se puede llegar a subrayar la opinión de algunas mujeres de que la raza
humana no tardaría mucho en extinguirse si los hombres tuvieran que soportar las
molestias y los dolores del embarazo y del parto.

En cambio a la mujer no se le atribuyen virtudes tan reconocidas socialmente como la


misericordia, la humildad, la bondad, etc., solamente como persona, sino doblemente
como mujer. Por eso Shakespeare hace que Lady Macbeth, cuando está planificando el
cruel asesinato de Duncan, interpele a los poderes de la oscuridad para que la
«desfeminicen», que sequen sus pechos, etc., indicando así que un crimen tan cruel e
inhumano no solamente es contrario al ser humano en general, sino que lo es de
forma especial a la mujer por su fama de misericordiosa y bondadosa. Lo mismo se
podría afirmar en relación con la delicadeza del pensamiento y de las reacciones frente
a costumbres y formas de hablar burdas, o en relación con la pureza, etc. Ni que decir
tiene que todo esto no quiere excluir la posibilidad de que existan mujeres que sean
poco delicadas. Es más, cabría afirmar que existen formas especiales de esta falta de
delicadeza en las mujeres.

Rasgos específicos

Otra forma de delimitar las diferencias entre hombre y mujer parte de los diferentes
rasgos de ambos y de las tareas específicas de cada uno. Así, «lo materno» es un
fenómeno de gran profundidad que caracteriza a la mujer. No se trata aquí de la
capacidad meramente biológica de engendrar un hijo, sino de una cualidad espiritual
mucho más profunda y que ha sido objeto de la pintura y la poesía una y otra vez.

Para tratar de describir esta cualidad no basta con establecer un catálogo de actitudes,
muchas veces negativas y contrarias al instinto materno, que se encuentran reflejadas
en las madres. Más bien se tratará de comprender las características del ideal de la
maternidad, esa forma especial del amor que procede de la madre, de su naturalidad e
incondicionalidad y de la unión íntima entre madre e hijo.

Algo similar ocurre con la cualidad de la virginidad, con la naturaleza especial de la


virginidad espiritual y corporal, de esa forma única de pureza que se da en una joven
virgen que no ha sido «tocada» espiritual ni corporalmente. La estructura biológica y
espiritual de la sexualidad de la mujer hace posible que en ella se dé esta pureza.

207
También la figura de la mujer como amante y amada, y la forma especial de la entrega
al otro en el amor y en el matrimonio, forman parte de las cualidades que hacen de lo
femenino algo atrayente y especial. Los arquetipos del hombre, como la figura del
padre o del protector, deben ser estudiados de la misma forma.

Analogías

En el análisis de la sexualidad humana en su aspecto biológico llama la atención la


forma encerrada en sí misma de los órganos sexuales de la mujer, su localización
dentro del cuerpo femenino, en contraposición con los órganos sexuales masculinos.
Esto supone que en el caso de la mujer, y de forma especial en el de la mujer virgen, se
dé una mayor vulnerabilidad física y psíquica, a la vez que la actitud de la mujer sea
más pasiva.

Estos rasgos biológicos tienen su correspondencia en el ámbito de lo psíquico y


espiritual: suele ser más introvertida en cuanto a sus sentimientos, sobre todo en
relación con la sexualidad. También en el ámbito de lo psíquico y emocional la mujer
presenta una vulnerabilidad mucho mayor que el hombre. Pero, al mismo tiempo, al
igual que en los aspectos físicos, la mujer está más abierta y se encuentra más a
merced de los demás. Asimismo su gran receptividad encuentra su paralelo en su
actitud más pasiva en el contacto sexual.

En el hombre los órganos sexuales se encuentran en la parte exterior del cuerpo. Su


sexualidad es un hecho más externo. Por lo menos resulta más fácil aceptar que en el
hombre una relación sexual no vaya acompañada de una dimensión personal profunda
que si esto mismo se diera en una mujer, aunque ambos tienen la capacidad de unir las
dos dimensiones en su relación.

También en una relación de amor espiritual, el hombre suele asumir el papel más
activo: suele tomar la iniciativa, ser el primero en declararse, etc. También aquí, como
en muchos otros ámbitos, se encontraría una prueba más para la analogía entre los
rasgos del cuerpo y los del alma. Así la delicadeza de las formas redondeadas del
cuerpo de la mujer establecería una analogía clara con su forma de ser, mientras las
formas del cuerpo masculino, más fuerte y marcado, se corresponderían con la manera
de ser del hombre.

Perversiones

Otra forma de determinar las diferencias entre hombre y mujer se da si se tienen en


cuenta aquellos aspectos negativos que están en clara contradicción con el sentido
último del hombre o de la mujer, y que por lo tanto representan una traición por parte
del hombre o de la mujer a la identidad propia de su sexo.

Así actitudes como la crueldad, la arrogancia, la dureza, la falta de misericordia y de


amor, la falta de ternura en la sexualidad o la frialdad de sentimientos estarían en
contradicción clara con la esencia de la naturaleza femenina. Es cierto que estas

208
actitudes están en contradicción con los cánones morales establecidos para todo ser
humano, y de ninguna manera solamente o principalmente con los establecidos para la
mujer. Pero aun así se pueden considerar estas actitudes como antifemeninas, y no se
las consideraría como antimasculinas.

En este sentido la ausencia de esta esencia positiva del carácter de la mujer,


conformada por las actitudes de compasión, amor, humildad, ternura y delicadeza,
especialmente en el campo de la sexualidad, ejemplificaría la negación de lo femenino.

De forma similar los rasgos negativos del ser humano como el miedo exagerado, la
falta de valentía, una emotividad poco racional y muy cambiante, se consideran como
poco masculinos, incluso cuando se presentan en hombres, o en el caso de que se
presentaran más frecuentemente en los hombres que en las mujeres.

Casi en contradicción con el último método empleado para la determinación de las


características específicas del hombre y de la mujer, este apartado se centra en las
faltas o perversiones que más frecuentemente se dan en uno de los sexos. Pero no es
en estas perversiones en donde se hallan las características específicas de las personas,
sino más bien en el hecho de que estas perversiones no son las antítesis de sus rasgos,
sino la desviación de los mismos.

De esta forma la desmesurada importancia que pueden adquirir los sentimientos, la


forma especial de pedantería del ama de casa, los sentimientos de venganza, la
vulnerabalidad exagerada, el rencor por los fallos más ridículos, y, en un plano más
externo, las preocupaciones y los miedos desmesurados, suelen ser «deslices»
respecto a los rasgos positivos de la mujer. Por el contrario, la brutalidad, y los demás
fallos considerados como antifemeninos son, junto con una introversión exagerada o
una indiferencia frente a las cosas externas, características típicamente masculinas, o,
expresado de otra forma, constituyen el tipo de «deslices» más cercanos al carácter
del hombre.

Y, sin embargo, en ningún caso se pretende negar que tanto entre los hombres como
entre las mujeres se puedan encontrar ejemplos que de muestren lo contrario:
mujeres heroicas, de gran generosidad y tolerancia, como los casos de Juana de Arco o
Antígona.

Tampoco se pretende excluir la posibilidad de que, en caso de presentar estas faltas


más típicamente masculinas, la mujer las posea en un grado especialmente alto. Una
mujer cruel suele serlo en mayor medida que un hombre cruel; una mujer fría suele
serlo en mayor medida que los hombres; una mujer que ocupa un puesto de dirección
suele presentar los mismos fallos de arrogancia o de un autoritarismo exagerado en
mucha mayor medida que un hombre en esa misma posición.

Otra forma de delimitar las diferencias entre hombre y mujer relacionada con ésta
surge de la observación de las perversiones especiales del travestismo y de la
transexualidad, en las que los hombres intentan adoptar precisamente las
características típicamente femeninas y al revés. Y suele ocurrir en estos casos que los

209
travestidos exageran los rasgos del sexo opuesto. Lo desagradable y trágico de este
fenómeno de negación del propio sexo pone de manifiesto la profunda diferencia
entre los sexos, que no es fruto de la educación, sino que es innata.

La complementariedad del hombre y de la mujer

En todas las reflexiones sobre el hombre y la mujer se ha de tener presente que estas
diferencias no deben ser entendidas como segregación y enfrentamiento entre ambos
sexos, que imposibilitan una verdadera comunicación, sino como principio de
complementariedad profunda. En un caso ideal el hombre comprende mejor a la
mujer que otra mujer, y al revés. Porque la diferencia entre hombre y mujer no crea
dos tipos de personas, dos grupos enfrentados, que ven al otro como «ser extraño».
Más bien es cierto que el hombre y la mujer han sido creados el uno para el otro, para
complementarse, y para juntos poder formar «el ser humano». Esto queda reflejado
de manera especial en la entrega total de los novios, que es la forma de amor más
profunda y al mismo tiempo la que presupone de forma más clara la diferencia entre
ambos sexos. Sin embargo, la complementariedad y la correspondencia entre los sexos
también queda reflejada en el hecho de que en muchos casos la mujer es el mejor
alumno del hombre y al revés, como demuestra la historia de las órdenes religiosas.

Dentro y fuera del matrimonio el hombre y la mujer se complementan y corresponden.


Este principio es la base de muchos tipos de relaciones entre hombre y mujer, sobre
todo de la dignidad del matrimonio que implica la existencia de una compenetración y
complementación tan profunda en todos los sentidos entre hombre y mujer que no se
podría dar entre personas del mismo sexo. Precisamente éste es el principio que
muchos movimientos feministas no reconocen cuando niegan la existencia de una
diferencia entre hombre y mujer y ven las distinciones existentes como raíz o
consecuencia de la opresión de la mujer en la sociedad patriarcal. Las defensoras de
estos movimientos intentan sustituir este tipo de mujer por el ideal del «andrógino»,
de la «mujer-hombre» que, según dice el escritor de comedias Aristófanes en el
Simposio de Platón, es el origen primero del hombre y de la mujer. También pretenden
eliminar el matrimonio en favor de las comunidades femeninas de carácter lesbiano.

En el análisis de las diferencias entre hombre y mujer y la mención de las teorías


feministas hemos llegado a un tema muy controvertido. Sin embargo, por muy
interesantes que sean la filosofía y la teología feministas, no resultaría oportuno
analizarlas en profundidad en el marco de una reflexión sobre la dignidad de la mujer.
Existen otros autores que ofrecen una descripción y crítica mucho más profunda y bien
fundamentada de estas corrientes radicales.
Josef Seifert

6. La ideología “Gender”

El matrimonio, la unión conyugal entre el hombre y la mujer, y derivada de éste, la


familia como institución básica, ha vertebrado las sociedades occidentales

210
tradicionalmente, proporcionandoles orden, cohesión y apoyo afectivo y social a sus
miembros, que han podido desarrollar su vida amparados y protegidos por ella, sin
olvidar naturalmente las dificultades que aparecen siempre en la complejidad de las
relaciones humanas, tan cambiantes y diversas.

A lo largo de los siglos ha habido diversos modelos de familia, pero sus diferencias eran
accesorias y circunstanciales, puesto que permanecía invariable la esencia de la
constitución de la familia, formada por un hombre, una mujer y su descendencia. Sin
embargo, en nuestros días se pretende con insistencia promover otros modelos de
familia como las uniones o “matrimonios homosexuales” que ya han sido legalizadas
en varios países europeos como España, Bélgica, Holanda y Suecia, como si fueran
verdaderos matrimonios, lo que supone algo realmente difícil de concebir, si no se
tiene en cuenta el avance progresivo del liberalismo radical que viene irrumpiendo con
fuerza creciente en las sociedades europeas y otras que se asemejan a ellas,
intentando eliminar paulatinamente toda clase de barreras y limitaciones legales, para
imponer su visión egocéntrica de la vida y de las relaciones humanas.

Dentro del proceso de implantación de este neoliberalismo salvaje que se extiende y


se presenta aparentemente imparable, hay que valorar adecuadamente la difusión de
cierta ideología de “gender”. Según esta ideología, ser hombre o mujer no estaría
determinado fundamentalmente por el sexo sino por la cultura. Con ello se atacan las
mismas bases de las relaciones interpersonales y de la familia. Es preciso hacer algunas
consideraciones al respecto, debido a la importancia de tal ideología en la cultura
contemporánea y su influencia en la familia.

En la dinámica integrativa de la personalidad humana, un factor muy importante es el


de la identidad. La persona adquiere progresivamente durante la infancia y la
adolescencia conciencia de ser ella misma, adquiere conciencia de su identidad. Esta
conciencia de la propia identidad, se integra en un proceso de reconocimiento del
propio ser y, consiguientemente, de la constitución sexual del mismo. Es por tanto
conciencia de identidad y de diferencia.

Los expertos psicólogos suelen distinguir entre identidad sexual (es decir, conciencia
de identidad psicobiológica del propio sexo y de diferencia respecto al otro sexo), e
identidad genérica o de género (que se refiere a la identidad psicosocial y cultural del
papel o de las funciones que las personas de un determinado sexo desempeñan en la
sociedad).

En un correcto y armonioso proceso de integración, la identidad sexual y la genérica se


complementan, puesto que las personas viven en sociedad de acuerdo con las
aspectos culturales correspondientes a su propio sexo. La categoría de identidad
genérica (gender) es por tanto, de orden psicosocial y cultural. Normalmente, ésta es
correspondiente y armónica con la identidad sexual de orden psico-biológico, cuando
la integración formal de la personalidad, se realiza como reconocimiento de la plenitud
de la realidad o verdad interior de la persona, que es unidad substancial de alma y
cuerpo.

211
Teorías construccionistas

Ahora bien, a partir de la década de 1960-70, ciertas teorías (que hoy suelen ser
calificadas por los expertos de “construccionistas”, sostienen no sólo que la identidad
genérica “gender” sea el producto de una interacción entre la sociedad y el individuo,
sino incluso que, dicha identidad genérica sería independiente de la identidad sexual
personal, es decir, que los géneros masculino y femenino, serían el producto exclusivo
de factores sociales y culturales, sin relación con verdad ninguna de la condición sexual
de la persona. De este modo, cualquier actitud sexual resultaría justificable, incluida la
homosexualidad, y es la sociedad la que debería cambiar para incluir, junto al
masculino y femenino otros géneros, en el modo de configurar la vida social.

Diversas teorías construccionistas sostienen hoy día concepciones diferentes sobre el


modo en que la sociedad tendría –según ellos- que cambiar, adaptándose a los
distintos “gender” (piénsese por ejemplo en la educación, en la sanidad, etc.). Algunos
afirman tres géneros, otros cinco, otros siete, otros un número distinto según diversas
consideraciones.

La ideología “gender” ha encontrado en la antropología individualista del


neoliberalismo radical, un ambiente favorable. Tanto el marxismo como el
estructuralismo, han contribuido en diferente medida a la consolidación de esta
ideología, que ha tenido diferentes influjos tales como la “revolución sexual” con
postulados como los representados por W. Reich (1897-1957) respecto a la llamada a
una liberación de cualquier disciplina sexual, o Herbert Marcuse (1898-1979) y sus
invitaciones a experimentar todo tipo de situaciones sexuales, entendidas desde un
polimorfismo sexual de orientación indiferentemente heterosexual –es decir, la
orientación sexual natural- u homosexual, desligadas de la familia y de cualquier
finalismo natural de diferenciación entre los sexos, así como de cualquier obstáculo
derivado de la responsabilidad procreativa. Un cierto feminismo radicalizado y
extremista, representado por las aportaciones de Margaret Sanger (1879-1966) y
Simone de Beauvoir (1908-1986), no puede ser situado al margen de este proceso
histórico de consolidación de esta ideología. Desde esta perspectiva, heterosexualidad
y monogamia, ya no son considerados sino como uno de los casos posibles de práctica
sexual.

La reivindicación de un estatuto similar, tanto para el matrimonio como institución,


como para la uniones de hecho, incluso homosexuales, suele hoy día tratar de
justificarse en base a categorías y términos procedentes de la ideología “gender”. Esta
actitud ha encontrado, lamentablemente, favorable acogida en un buen número de
importantes instituciones internacionales, con el consiguiente deterioro del concepto
mismo de familia, cuyo fundamento es, y no puede ser otro, que el matrimonio. Entre
estas instituciones, algunos organismos de la misma ONU, parecen secundar
recientemente estas teorías, soslayando con ello el genuino significado del Artº 16 de
la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948, que muestra la familia
como “elemento natural y fundamental de la sociedad”, pero sin definir a qué tipo de
familia se refiere, seguramente porque en la época de su promulgación, no hacía falta

212
expresar tal definición, puesto que todas las personas sabían a cuál se refería el citado
artículo: la formada naturalmente por el hombre y la mujer y los hijos nacidos de su
relación conyugal.

Así, existe una fuerte tendencia a llamar matrimonio o familia, otros tipos de uniones
consensuales, como la unión pseudoconyugal de dos hombres homosexuales o dos
mujeres lesbianas y otras que en su futuro dependen de la imaginación humana,
despreciando de este modo, la natural inclinación de la libertad humana a la donación
recíproca y sus características esenciales, que son la base de ese bien común de la
humanidad, que es la familia natural también llamada institución matrimonial.

El concepto de género

Es bien sabido que, las ideologías, cuando están ampliamente pensadas y elaboradas,
tienden a mover al mundo, tienen un poder de atracción y seducción que está en
función de su propia elaboración y de la actitud del receptor o receptores de las
mismas. Los pensadores, los ideólogos y los filósofos de todas las épocas lo han sabido
y lo saben, a la vez que experimentan la necesidad de difundirlas. La ideología
“gender” no es ninguna frivolidad o entretenimiento absurdo, torpe o elitista, propio
de personas que carecen de principios o ideales con los que ocupar su tiempo, aunque
a primera vista pudiera parecerlo así a un lector poco avisado o despreocupado. Esta
ideología da razón y explicación acerca del origen filosófico de diversas actitudes
personales que se manifiestan en el mundo contemporáneo más inmediato, por
aplicación de los principios que establece, sobre todo entre las nuevas generaciones,
es decir la juventud, que suele ser rebelde por naturaleza y proclive a admitir con
escaso juicio crítico, las nuevas ideas que recibe.

En efecto, si como afirma la ideología “gender” en su postulado principal, ser hombre


o mujer no está determinado fundamentalmente por el sexo, sino por la cultura, ello
quiere decir que la identidad genérica del ser humano –o dicho de otro modo- el
género y la función que debe desempeñar cada per-sona en la sociedad, son conceptos
absolutamente variables y modificables, por lo que resulta perfectamente justificable y
defendible que los papeles o roles tradicionalmente asignados al hombre y a la mujer,
en el matrimonio, en la familia y en la sociedad, como son la dedicación al cuidado y
educación de los hijos, las labores del hogar, el desarrollo de una vida profesional fuera
del hogar, la dedicación a la política en general, y otras diversas situaciones de la
existencia humana, son funciones absolutamente intercambiables, sin que sea
necesario en ningún momento, la consideración o alusión a la sexualidad de la
persona. En definitiva, la consecuencia práctica que postula esta ideología del
concepto de género –que es un concepto lingüístico y cultural, a diferencia del
concepto de sexo que es biológico- es la igualdad de los sexos y la posibilidad de
intercambio absoluto de funciones, lo que llevaría a reconocer que la mujer, no
necesaria ni preferentemente debe cuidarse de la atención a los hijos y de las labores
del hogar, renunciando de hecho al desarrollo de una vida profesional propia fuera del
domicilio, en beneficio del marido y de la familia, sino que esos papeles asignados a la
mujer y al hombre desde tiempo inmemorial, son consecuencia de la cultura cristiana,
superada por el progreso de la vida intelectual, social y económica, que hacen inviable

213
y arcaico el mantenimiento de la tradicional distribución de funciones,
insuficientemente apoyada en la razón, en la dignidad humana y en el desarrollo
progresivo de la vida humana en sociedad, según esta ideología.

La distribución de funciones

Es indudable que, siguiendo las pautas de comportamiento marcadas por las primitivas
civiliza-ciones humanas de la Historia, basadas en la diferente constitución fisiológica
de los sexos, en la función insoslayable de la mujer de gestar y traer nuevos seres al
mundo, en la superior fuerza física del hombre y en el ambiente protector que éste
proporciona a la mujer, imperantes en la cultura cristiana europea, el hombre continuó
ejerciendo un papel excesivamente dominante ante ella, que en muchos aspectos
puede considerarse de situación de esclavitud, aunque tampoco es lícito dudar que el
cristianismo aportó a esas primitivas civilizaciones, una gran dosis de dignidad y
reconocimiento de la mujer, propias de su doctrina, que han ido desarrollándose a lo
largo de los siglos, tal vez con dema-siada lentitud.

Los papeles y las funciones respectivas de cada género masculino o femenino, según la
constitución natural sexual de la persona, en el matrimonio, en la familia, y en la
sociedad, han venido siendo asignados con asiduidad e inamovilidad en el transcurso
de la historia: las mujeres cuidando fundamentalmente del hogar y de los hijos (a
veces trabajando también en casa) y el hombre trabajando fuera del hogar, para
obtener el sustento colectivo de la familia y ello merced al sentimiento de necesidad
de protección propio de la mujer y esperado de la superior fuerza física del hombre,
para que como madre, pudiera dedicarse con tranquilidad a su función primordial de
gestar, alimentar y educar a la descendencia, sin que la mujer pusiera en ningún
momento en peligro esta antiquísima distribución de funciones y dejara de admitir
como norma comúnmente aceptada de la especie humana, su sometimiento al
hombre, enseñado por la doctrina cristiana. A semejanza de los animales mamíferos,
como en parte es el ser humano, la realidad del sexo ha tenido una influencia
determinante, jamás puesta en duda por el hombre o la mujer, en esa distribución
tradicional de funciones.

El feminismo: la rebelión de la mujer

He aquí que, a partir de la segunda mitad del siglo XX, junto con el desarrollo
extraordinario del bienestar económico y social de los países europeos, que conlleva el
aumento y la extensión de los medios de producción de alimentos y de toda clase de
bienes, la disposición masiva de máquinas y aparatos electrodomésticos, el avance y
perfeccionamiento de la medicina y la sanidad, la posesión generalizada de
automóviles, la difusión de la enseñanza y la cultura, con la consiguiente erradicación
del analfabetismo, la mujer comienza a pensar que su papel en el mundo no está
suficientemente valorado ni dignificado, que su sometimiento al hombre es excesivo e
injusto y estos pensamientos le llevan a considerar que su capacidad de mejora
cultural e intelectual es anulada o minusvalorada, provocando que su indefensión,
derivada de su renuncia y consecuente incapacidad para obtener por sí misma los
ingresos necesarios para sostenerse ella y sus hijos, le impulse a sentir que ésta, le

214
produzca una sensación insoportable de postergación por excesiva e injusta
dependencia. Estas y otras semejantes consideraciones, le llevan a poner en tela de
juicio una y otra vez, esa estática distribución de funciones, hasta desembocar en la
necesidad de desarrollar una nueva cultura o civilización, más acorde con la dignidad
femenina, que revalorice su condición como ser humano esencialmente igual al
hombre, ante Dios y ante la sociedad. La constatación irrebatible de esa situación
subestimada de su ser como persona, le lleva entonces a una rebeldía
desproporcionada, propia de las oscilaciones pendulares del pensamiento individual y
colectivo que supone el nacimiento de la “revolución sexual” y/o el “feminismo
radical”.

Sucede entonces que algunas pensadoras o filósofas feministas, descubren la


utilización de la noción de género, para malearla a su capricho y proporcionar a éste u
nuevo significado más dúctil y dinámico, menos sujeto a concepciones unívocas y por
lo tanto más abierto a significaciones diversas que faciliten el ejercicio de una libertad
sin límites de interpretación y significado. Según esta ideología radical feminista del
género, éste ya no sería determinante absoluto del papel del hombre y de la mujer en
la vida personal y social. Se pueden y se deben intercambiar los papeles y las
funciones, máxime cuando la fuerza física, en virtud de los adelantos científicos y
técnicos, ya no resulta tan importante y decisiva para la vida humana como antaño. En
la actualidad, la mayoría de los trabajos más arduos y costosos los hacen las máquinas
y los robots, y los dirigen los ordenadores, para los que no es imprescindible la fuerza
física. Las instituciones, las empresas, e incluso las guerras, las pueden dirigir ellas tan
eficazmente como los hombres, al disponer de medios cada vez más complejos y
sofisticados, para los que fundamentalmente se precisa la inteligencia, la cual no está
demostrado en ninguna parte que la posean en menor medida que los hombres.

El error de la ideología “gender”

La afirmación central de la ideología feminista de “gender”, de que las funciones y el


papel de cada género humano en la sociedad, no está determinadas
fundamentalmente por el sexo sino por la cultura, es una afirmación de carácter
voluntarista y gratuito, carente de lógica y base suficiente en la realidad. Bien es
verdad que la cultura de cada época o lugar determinados, influye poderosamente en
su asignación implícita de acuerdo con las costumbres, las cuales son variables y
modificables por su propia naturaleza, a partir de los acontecimientos que tienen lugar
en el devenir humano. Pero el género al que todos los seres humanos pertenecemos,
puesto que no somos ángeles o espíritus puros, se basa fundamentalmente en el sexo
y es un concepto unívoco, el cual no es razonable dudar ni tratar de desvirtuar
caprichosamente, bajo pena de producir la confusión en las mentes y en los
comportamientos humanos, con la consiguiente alarma y desestabilización de las
sociedades que sufren su influencia. No obstante, no quiere decirse que, en su
aplicación práctica, la distribución real de funciones entre ambos sexos deba ser
necesariamente estática e inamovible y por lo tanto, no sea en ocasiones
intercambiable, es decir, que los papeles de uno u otro género son, como propios de
los seres racionales y animales, a la vez estáticos y dinámicos. Sin embargo, el
concepto de sexo, como el de género humano –no las funciones- es estático y unívoco,

215
puesto que, ordinariamente, no hay seres humanos neutros, ni hermafroditas, ni
homosexuales, ni bisexuales, ni polisexuales, salvo minoritarios casos de patologías
sobrevenidas, dignas de comprensión, ayuda, estudio e investigación.

La funciones de cada género humano

Un antiguo proverbio dice: “el hombre nace para trabajar y el ave para volar” y aunque
lógicamente ninguno de los dos se limita a realizar solamente esas dos funciones, no
hay duda que expresa muy bien las principales actividades que ambos seres suelen
ejercitar más frecuentemente. De modo parecido se podría decir que: “el hombre nace
para trabajar y ser padre y la mujer para traer hijos al mundo y ser madre”, sin que ello
signifique tampoco como es obvio, que ambos no puedan ni deban ejercer otras
funciones en su vida personal y social, pero ésas son en mi opinión las principales, a la
luz de la razón natural. De aquí se deduce que, “las funciones principales de cada
género humano, vienen por tanto determinadas fundamentalmente por el sexo al que
se pertenece y secundariamente, por la cultura en que se nace o se vive”. Afirmar otra
cosa es olvidar o atentar contra la constitución esencial sexual de nuestra naturaleza
humana, la cual tiende constantemente a condicionar nuestro modo de pensar, sentir
y obrar, y no es más que sostener un juicio arbitrario y negar la realidad de los hechos
que todos experimentamos, por afán de notoriedad, por soberbia intelectual o por
cualquier otra causa injustificable.

La antropología neoliberal, en concomitancia con la ideología “gender” tiende a


defender y difundir la llamada “igualdad de género”, confundiendo la igualdad esencial
de los seres humanos, con la indudable desigualdad natural de los sexos y de los
géneros a ellos referidos, que es Ley de la naturaleza humana rectamente considerada.
La ideología “feminista radical” involucrada a su vez en la difusión de una nueva
relación entre los sexos de inspiración igualmente neoliberal, con objeto no solamente
de contrarrestar la excesiva influencia del dominio masculino, sino de invadir campos
que no son propios de lo femenino, contribuye con su radicalismo a extender esta
revolución de las cos-tumbres sociales, no sólo entre los adultos sino también entre los
niños, para que se intercambien los papeles, los juegos y los motivos de esos juegos
(según esta mentalidad, los niños deberían jugar con carritos de bebé y con muñecas
lo mismo que las niñas y éstas deberían jugar también con pistolas y metralletas a
semejanza de los niños) a fin de que, de este modo quede preparada y modificada su
mente desde la más tierna infancia; de ahí la calificación de “juguetes sexistas”
expresada frecuentemente por algunos medios de comunicación con insistente
martilleo. Ante la difusión de estas morbo-sas ideas que atentan contra la libertad
elemental de los seres humanos, hay que repetir insistente-mente, lo que desde el
principio de la existencia de los humanos en la tierra, resulta obvio: los hombres y las
mujeres somos diferentes en los aspectos físico, sexual y psíquico y nadie tiene
derecho a rebelarse ni avergonzarse por ello, sino que, por el contrario, todos
precisamos aceptarlo con naturalidad y asumirlo con complacencia, para que, a partir
de esta aceptación fundamental, nos hallemos dispuestos a potenciar al máximo todas
nuestras cualidades y virtualidades, fomentando así el desarrollo armónico y
equilibrado, físico, psíquico y afectivo de nuestra personalidad, y la positiva

216
colaboración entre los sexos en sustitución del antagonismo o de la absoluta igualdad
que defiende el feminismo combativo.

No sería justo calificar de “sexismo” al hecho de defender el respeto a la naturaleza


sexuada distinta de los seres humanos, extrayendo de tal circunstancia sus
consecuencias lógicas, ni de “sexista” a la persona que trata de demostrar sus
aseveraciones con razonamientos coherentes, lo cual sería una prueba de intolerancia
y de debilidad de los propios argumentos. Otra cosa es rechazar con argumentos serios
y lógicos, la lacra “ginéfoba” de lo que suele denominarse “machismo”, que consiste,
como todos sabemos, en la hostilidad y en la injusticia del abuso de las prerrogativas
masculinas implantadas desde los primeros tiempos de la civilización, en las relaciones
entre los sexos, en perjuicio de la mujer, que todavía persiste con mayor o menor
injusticia, virulencia e intensidad en determinadas culturas, especialmente en las
orientales.

Roberto Grao Gracia

217
VI. IGLESIA Y SEXUALIDAD

A) LA SEXUALIDAD HUMANA

1. Tomarse el sexo en serio

A la hora de definir la sexualidad humana se puede adoptar


una perspectiva científica, y describirla desde un punto de
vista genético, hormonal, fisiológico, anatómico, psicológico,
social, legal, etc. Esas descripciones son científicamente
valiosas e interesantes, pero insuficientes para entenderla en
su totalidad. Podríamos decir que son explicaciones que no se
toman el sexo suficientemente en serio, aunque así parecen
hacerlo, porque no atienden a su sentido último y a su
significación humana, que tiene carácter teleológico.

Desde el punto de vista antropológico, sin embargo, se puede descubrir qué significa la
sexualidad para el hombre, cuál es su sentido. El supuesto que tiene esta pregunta es
la convicción de que la sexualidad tiene un sentido humano porque es algo de por sí
valioso. No es que valga sólo para cumplir la finalidad biológica reproductiva, para
"realizarse" o incluso para ganar dinero, sino que vale por sí misma, es por sí misma
buena. La sexualidad se parece a la sonrisa: no se descubre lo que ésta última es al
describirla como "una determinada contracción de los músculos de la cara", o "un tipo
de respuesta a determinados estímulos positivos", como podrían decir la fisiología o la
psicología. La sonrisa es un gesto que significa muchas cosas a la vez: afirmación,
alegría, acogida, amistad hacia alguien; en definitiva, es un gesto que expresa y realiza
sentimientos, y algunos actos propios del amor.

Pues bien, continuando la comparación, se puede decir que la sexualidad es aquella


dimensión humana "en virtud de la cual la persona es capaz de una donación
interpersonal específica”. La sexualidad es condición de toda la persona, pero es
también una capacidad física y psíquica de realizar un gesto que realiza lo que significa:
el acto sexual. Ese gesto significa que dos personas se dan la una a la otra, se destinan
recíprocamente. La entrega amorosa del varón y de la mujer tiene esta forma
específica de expresarse y de realizarse.

Sabemos que dar es lo propio de la persona y que los actos del amor permiten realizar
esa capacidad de mil modos. Ahora hay que añadir: el gesto del acto sexual es la
manifestación de un tipo de amor especial, distinto a todos los demás, el que se da
entre un varón y una mujer. No se puede entender la sexualidad si no se considera ese
"amor especial", dentro del cual ella encuentra su sentido humano. Es más, fuera de
ese amor la sexualidad deja de ser algo bello y bueno, y se convierte en algo
simplemente útil, apto para someterse a intereses, cuyo sentido y significado propios

219
pueden acabar desapareciendo. Esto sucede cuando no se toma el sexo
suficientemente en serio.

La sexualidad es un modo de ser, pero antes es también un impulso sensible, un deseo


sexual, biológico, orgánico. Si no se acoge ese impulso en el ámbito de la conciencia y
de la voluntad, se generan conflictos y disarmonía. Si se acoge, se ejercen el amor u
sus actos de una forma específica. Por eso, la sexualidad es importante, pero el amor y
sus actos lo es más: con él puede lograrse la armonía del alma al integrar el impulso
sexual con el resto de las dimensiones humanas, los sentimientos, la voluntad, la
razón, etc.. El modo de conseguirlo es que se "encargue" de ello la voluntad amorosa,
y que exprese el amor y sus actos de manera nueva, sirviéndose de la sexualidad,
elevándola al nivel de los sentimientos y la inteligencia, humanizándola en definitiva.

Dicho de otro modo: la sexualidad, aislada de la inteligencia, se independiza de ella,


por ser uno de los impulsos más fuertes del hombre. En cambio, armonizada con las
restantes dimensiones del alma, contribuye a la armonía de ésta y encuentra su
sentido humano: la donación recíproca del varón y la mujer.

El acto sexual y la conducta a él referente tienen un sentido propio, según se ha visto,


en su génesis, culminación y consecuencias, verdaderamente sorprendentes e
innumerables. Ese sentido nace de su modo propio de realizarse, que es benevolente
con el sexo y le hace ser lo que verdaderamente es. Se deduce de todo lo dicho, que el
contexto sin el cual el sexo se empobrece es el eros, el amor de donación reciproca,
permanente y única del varón y la mujer, corporal y abierto a la fecundidad natural
que por sí mismo tiene, que recibe el hijo como don y asume la tarea de realizar una
comunidad familiar de vida, dentro de la cual es posible criar y educar a los hijos. Esta
realidad ha sido siempre protegida mediante la institución del matrimonio.

La trivialización del sexo

Ahora nos enfrentamos con el mundo real y nos preguntamos: ¿por qué la sexualidad
se ha trivializado y al mismo tiempo se ha convertido en algo tan extraordinariamente
importante en el mundo en que vivimos? Porque ambas cosas son compatibles,
aunque parezca una paradoja.

Hay inflación de sexo porque su valor ha disminuido: por poco dinero se pueden
comprar toneladas de él. Antes había menos sexo disponible, porque valía mas, era un
bien escaso: estaba más protegido, detrás de los férreos muros del pudor y la
intimidad conyugal, y no se exhibía; se consideraba algo demasiado valioso y
trascendente como para salir a la luz pública. Estaba incrustado en la intimidad más
recóndita del núcleo familiar, y sólo podía poseerse allí donde habita el misterio del
origen de la vida humana. Tenía muchas barreras que impedían llegar a él, y así parecía
conservar su importancia. Las consecuencias que traía consigo eran demasiado
numerosas como para tomarlas a la ligera.

Hoy, cuando el sexo está disponible de inmediato, cuando "hacer el amor" con una u
otra persona no tiene más importancia que tener una aventura momentánea, el sexo
parece haber perdido buena parte de su misterio, pero también buena parte de su

220
valor: mostrar el cuerpo desnudo no es más importante que rascarse la nariz; que los
vestidos no disimulen ninguna parte de la anatomía corporal no es más relevante que
tomarse una cerveza. El sexo ha pasado a ser algo demasiado poco importante. Por no
tomarlo en serio lo tomamos demasiadas veces en dosis a nuestro gusto. Por eso ha
crecido la obsesión por él, puesto que su uso frecuente aumenta el deseo de seguir
usándolo, como sucede con los placeres-necesidad. Si nadie lo pone en su verdadero
lugar, él se encarga de ocupar todo el espacio disponible. Tenemos demasiado sexo
porque se ha vuelto demasiado intrascendente, como sucede con el dinero
inflacionario.

La raíz de todo el asunto parece estar en la tendencia existente, más o menos intensa
según los casos, a ignorar el sentido propio del acto sexual y a disponer de él y de la
sexualidad para muchos y muy diversos fines:

En primer lugar, para llevar a cabo una disección "científica" del sexo, con propósitos,
no sólo científicos, sino también terapéuticos y funcionales, según los cuales la
actividad sexual es necesaria para la salud psíquica y física de la persona (la castidad
sería una perjudicial represión de las fuerzas naturales): abundan los "sexólogos", que
pretenden ayudar a conseguir la armonía psíquica de una persona con su sexo,
principalmente a base de proporcionar una exhaustiva información sobre el tema y sus
variantes: el sexo se ha convertido en una técnica.

En segundo lugar, ha tenido lugar lo que podríamos llamar canalización lúdica y


comercial del sexo, en la cual éste se transforma en producto de consumo para
clientes que lo demandan: se trata de la utilización del erotismo y la pornografía con
fines comerciales, publicitarios y de diversión. Conscientes de que "el sexo vende",
estos productores no dudan en utilizar a quienes quieren vender parte de su sexo o su
erotismo a través de las imágenes, o simplemente mostrándose, dando lugar a muy
diversas variedades de prostitución.

En tercer lugar, se piensa hoy que el sexo se elige y la propia identidad sexual se
construye a partir de una elección entre varias opciones de vida sexual, todas
igualmente respetables y defendibles, puesto que no hemos de imponer a los demás
nuestros valores, como tampoco hemos de censurar opciones que no querríamos para
nosotros. Este ya conocido planteamiento de la libertad y la tolerancia se extiende
también a la sexualidad, como si esta fuese algo que puede elegirse, e incluso
cambiarse.

Pero quizá ante todo se busca hoy el sexo seguro. Según esta concepción, en primer
lugar, "hacer el amor" es la manera normal de quererse el varón y la mujer, y no hay
nada malo en ella, puesto que no incluye nada parecido a la "culpa" o "el pecado": si
hay amor, y se siente, lo normal es manifestarlo de ese modo, y a nadie se le debe
censurar por ello. En segundo lugar, los que tienen una mayor reticencia al
compromiso estable de la pareja pueden mostrar cierta inclinación al Carpe diem!
sexual, y buscan en él un placer para el que hay que prepararse. Es el sexo vivido como
placer, como ejercicio saludable y gratificante. El eros, en esta concepción, es algo
demasiado serio, demasiado importante y quizá demasiado problemático como para
meterlo por medio: es preferible el sexo sin eros, pues el mejor modo de disfrutar de

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él es evitar compromisos que pueden complicarse: el sexo no debe tener implicaciones
afectivas. Es un simple encuentro ocasional, una noche romántica, lo que los
americanos llaman "a date", en la cual después de la cena se llega hasta donde se
quiera, pero nada más; al día siguiente todo es como antes. No ha pasado nada (en
realidad, la mayoría de las veces uno nota que sí ha pasado algo).

Estas dos maneras de entender el sexo seguro han sido ya criticadas: la primera
despoja al sexo de fecundidad, la segunda de eros. Ambas necesitan que el sexo sea
seguro, lo cual es una actitud que conviene caracterizar.

El sexo seguro

Ante todo, el sexo seguro no tiene fecundidad, es decir, consecuencias


"desagradables", como por ejemplo un embarazo no deseado, porque es una técnica
para "trocear" el acto sexual y prescindir de unas consecuencias que la naturaleza
también sabe prever y distribuir cíclicamente, y que el varón y la mujer pueden tener
en cuenta a la hora de unirse sexualmente, aunque evidentemente la regulación
natural (que también es técnica, por cuanto exige unos conocimientos y una disciplina
en la aplicaci6n) no es ni mucho menos tan "segura" como los medios artificiales.
Técnicamente se puede despojar de fecundidad al acto sexual. Esto es hoy tan normal
como beber un vaso de agua. ¿Por qué se hace? Para "hacer el amor" sin
consecuencias. Se trata, por tanto, de una intervención técnica, por muy rudimentaria
que sea, en un proceso natural. El amor hoy se "hace", cuando en realidad no puede
"hacerse", no es una salchicha; el amor no se hace, sino que se dice, y el gesto sexual
es el modo propio de decirlo, de manifestarlo como una donación a la persona amada.

El sexo seguro permite cambiar de pareja y aumentar su frecuencia cuantas veces se


desee. ¿Qué sucede ya en el momento de empezar, quizá en los primeros años de
adolescencia? Que resulta casi imposible unirlo al eros, puesto que amor erótico
verdadero y enamorado se puede tener a una sola persona en la vida, o quizá a más de
una, si la primera no corresponde. Por tanto serán experiencias orgánicas, pero no
interiores, en las que intervenga la capacidad de amar. A lo sumo, es una amistad de
pareja que incluye el sexo seguro como parte del "juego" (si el juego sale mal, aparece
el problema del aborto): se está usando como parte de una amistad o de un disfrute,
cuando en realidad no puede "usarse" sin perder su sentido. El sexo no esta
"disponible", porque es la donación misma de la persona, y la persona no está
"disponible" para el sexo, sino al revés, en plenitud de experiencia amorosa.

La tesis que aquí se sostiene es gruesa y bastante intolerable a primera vista, pero
antropológicamente cierta: el sexo seguro "supone una violación del sentido humano
de ese acto". Las razones ya han sido expuestas: no se toma el sexo suficientemente
en serio, se devalúa a base de usarlo de una manera en la cual es muy difícil escapar a
la tentación de someterlo a fines nacidos del interés, principalmente la gratificación
del placer sexual. El sexo es algo demasiado serio como para tomarlo así: a la larga se
venga. El hábito del sexo seguro de hecho disminuye la capacidad para un eros
auténtico: cuando la experiencia sexual es mucha, el enamoramiento no puede
acompañarla, ni siquiera cuando se busca.

222
Tomarse el sexo en serio significa: dejarle ser lo que es, no disponer de él, sino
respetarlo, ser benevolente con él, descubrir su sentido. Y su sentido es formar parte
del eros y de un proyecto vital compartido, dentro del cual se ejerce como una de las
más altas formas de amor y de creatividad, que funda la institución social más básica.
Si se toma a la ligera, las consecuencias se dejan sentir: se gasta, termina siendo una
mueca, y entonces hay que cambiar de pareja, porque se ha alterado el sentido de lo
que es el amor entre el varón y la mujer. El sexo seguro cierra el camino para el amor
sexual pleno: el hijo.

"El amor sabe esperar" es el lema de un sector de la juventud que se opone al sexo
seguro y proclama de nuevo el valor de las promesas, de la virginidad antes del
matrimonio y del amor para toda la vida. El sexo es una realidad rica y delicada, y
pierde su encanto y su belleza cuando se manosea e instrumentaliza.

El sexo, hasta hace pocas décadas, era en nuestra cultura uno de los platos fuertes de
la vida. Hoy no pasa de ser un aperitivo. Las promesas, la virginidad y el amor para
toda la vida son tres formas de convertirlo de nuevo en plato fuerte. Pero para que lo
sea, hay que saber esperar, puesto que los platos fuertes sólo se toman de vez en
cuando, cuando les llega su momento, teñido de emoción y sentimiento, porque
entonces se hacen presentes los ingredientes que lo hacen "fuerte" de verdad: estar
enamorados y ser fecundos. Entonces el amor se transforma en una fiesta: prometerse
o casarse.

Sólo cuando el sexo ha sido tomado en serio y se han hecho presentes el eros y todos
sus ingredientes, admite ser transformado en una fiesta colectiva: la boda. Y la fiesta,
como veremos, es la celebración pública de la plenitud humana. La boda es el
comienzo de la historia de una nueva familia, es pisar el umbral de una casa donde aún
no sabemos quiénes vivirán, es la celebración anticipada del futuro de los esposos, que
se transforman en continuadores de una estirpe cuyos miembros están allí presentes y
aplauden con calor.

Empieza entonces una historia que no sabemos cómo terminará, pero que terminará
de alguna manera, y deseamos que sea feliz. Por eso tiene algo de aventura, de riesgo;
en ella están presentes todos los ingredientes de la tarea: la boda es el momento
solemne del encargo originario de perpetuar la familia. El sexo seguro, en cambio,
carece por completo de fiesta y de historia posterior: por eso se hace rutinario, pues
no remite más que a sí mismo. Al día siguiente, es mejor no hablar de él. Los novios, en
cambio, se van juntos de viaje, nadie sabe muy bien adónde (lo que van a hacer es un
pequeño misterio).

Ricardo Yepes

223
B) EL SIDA

1. ¿La Iglesia, responsable de la expansión del sida?

El caso es que, una vez vueltas las aguas a


su cauce, el eco en los medios ha sido el que
era de temer: la Iglesia vuelve a la caverna,
se enfrenta a la modernidad, es responsable
de la expansión del sida, no se puede andar
por ahí predicando que el sida se combate
con la abstinencia y la fidelidad, y menos en
las aldeas de África, que es el continente
más castigado por esta plaga.

Esta reacción podrá ser comprensible, pero


adolece de un leve defecto: que no
responde a la verdad. Los que así critican a
la Iglesia quieren que ésta bendiga moralmente el uso del condón, y ellos sabrán por
qué. Lo que es seguro es que no lo hacen porque quieran luchar contra el sida, sino por
otras razones que no dicen. Si quisieran luchar contra el sida en serio, predicarían la
abstinencia y la relación sexual monógama con persona no infectada, que sí garantizan
al cien por cien la ausencia de contagio por vía sexual. El condón reduce el riesgo de
contagio, pero no lo elimina. Y no vale argumentar que esas cosas no se pueden decir
en África, porque tampoco eso es cierto. Precisamente el único país del mundo en que
la extensión del sida se ha frenado como consecuencia de una intensa campaña a favor
de la abstinencia y la fidelidad ha sido, mira por dónde, un país africano, Uganda. Al
principio este dato se callaba celosamente, pero la realidad es terca, y se ha tenido que
acabar divulgando. Así es la vida.

Ramón Pi

2. Condón, Iglesia y sociedad

La polémica que los medios de comunicación han desatado con el preservativo y la


Iglesia es incomprensible por irracional: el condón no es "la solución taumatúrgica y
definitiva", sino sólo un medio de prevención, cuya eficacia está condicionada, porque
no protege de determinados riesgos, como el virus del papiloma humano; el material
tiene fallos, a los que hay que añadir los causados por las condiciones de uso, fruto de
las circunstancias emocionales y premuras instintivas. El resultado es una tasa global
de fallos de entre el 15% y 20% según fuentes.

Su eficacia social está relacionada con el comportamiento de la gente. A igualdad de


conductas sexuales, el preservativo es una prevención con las limitaciones apuntadas,
pero si su uso fomenta, como promueve la ministra Salgado, el número de contactos
sexuales, entonces el preservativo en lugar de resolver problemas o limitarlos, los
acentúa al dar lugar a un mayor número de posibilidades de contagio y embarazo. Por

224
eso, la Organización Mundial de la Salud ha planteado la estrategia ABC, A de
abstinencia, B de fidelidad -en inglés, be faithful- y C de condón, por este orden.

Y es que el tema de la conducta humana es fundamental. Resulta evidente que


medicarse contra el colesterol no justifica lanzarse a comidas inadecuadas. La
medicación va acompañada siempre de una conducta responsable y, subrayémoslo,
limitativa. ¿Por qué debe existir buen orden en el placer de comer y no en la
sexualidad?

Otro ejemplo: el automóvil no está pensado para matar, sino para servir y gozar, pero
liquida con mucha eficacia. Por muy lleno que esté de protecciones, a nadie se le
ocurre loar el uso inmoderado del coche. Todo lo contrario, su conducción está repleta
de normas y limitaciones.

¿La conducción de nuestra sexualidad debe ser menos responsable? De ahí que la
revista de referencia THE LANCET publicara un artículo firmado por numerosos
expertos, que remarcaba la importancia de la fidelidad, el retraso en el inicio de las
relaciones sexuales, y advertía sobre el uso del condón como protección. Este
diagnóstico es semejante, que no igual, al que establece la Iglesia.

Entonces, ¿por qué esos ataques a la institución católica? ¿Por qué les molesta su
moral? En realidad, el Gobierno, y la sociedad deberían valorarla en mucho, porque
fomenta un colectivo social que carece de conductas de riesgo. ¿Qué tiene de malo
promover esta actitud virtuosa en la población?

Nadie se hace católico si no quiere y ningún católico sigue al pie de la letra la doctrina
de la Iglesia si no lo desea. Allá cada cual con su conciencia. Pero constatemos que
quien en el uso de su libertad sigue lo que dice la Iglesia, ni sufre este tipo de
enfermedades, ni las propaga, ni embaraza niñas, ni ellas son preñadas. ¿No desea el
Gobierno que exista este tipo de ciudadano?

Asimismo, la Iglesia debería ser felicitada por ser la organización no gubernamental


que atiende a más personas afectadas de sida. En su lugar se practica una crítica
destructiva que daña a toda la sociedad, quizás porque en el fondo éste no es un
debate sobre la prevención, sino un conflicto entre dos formas de entender la
conducta humana. Una que se fundamenta en la responsabilidad del sujeto; otra que
funciona sobre la base de la simple satisfacción del deseo. Esta última es la que
auspicia el Gobierno. Pero sólo con el deseo de cada individuo, también el sexual, sin
más normas, no puede construirse una buena sociedad; al contrario, se la demuele. Y
eso no es doctrina de la Iglesia, es sentido común.

Josep Miró i Ardèvol

3. "Terrorismo psicológico" contra la Iglesia

225
Acusar a la Iglesia de difundir el sida por plantear los interrogantes morales que suscita
el preservativo es un acto de "terrorismo psicológico". Lo afirma subsecretario del
Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud.

El padre Felice Ruffini, poco después de que haya concluido en el Vaticano la Reunión
intercontinental de expertos en asistencia a enfermos de sida, celebrada entre el 30 de
noviembre y el 1 de diciembre (Cf. "Sida: Prevención, educación, acompañamiento;
documento vaticano"), responde así a las polémicas que acompañan siempre a las
tomas de posición de la Iglesia en esta materia.

En declaraciones concedidas hoy a la agencia de las comunidades religiosas, VID,


confirma: "Es un verdadero acto de terrorismo psicológico presentar la posición de la
Iglesia contra el profiláctico como una de las causas, si no la principal, de la difusión del
sida. Si el virus se extiende, la culpa es, en todo caso, del hombre que no quiere hacer
una autocrítica de sus propios comportamientos".

Para apoyar sus palabras, el religioso cita al científico francés Luc Montagnier, uno de
los descubridores del virus VIH, quien "dijo claramente en la Conferencia Internacional
sobre el Sida promovida hace unos años por el Consejo Pontificio para la Salud en el
Vaticano que para combatir eficazmente el sida hacía falta un comportamiento sano
en el plano sexual".

"Para la doctrina católica, la castidad según el estado de vida de cada persona, es el


medio de prevención más seguro" (Cf. "Cumbre mundial en el Vaticano de lucha contra
el sida"), aclara, "Y el que rechaza esta posición no puede después lanzar este tipo de
acusaciones contra la Iglesia. Hoy, en todo caso, el verdadero problema consiste en
afrontar la oleada actual de libertad y permisivismo con una verdadera educación ética
y moral".

Además, pensando en la realidad africana, el juicio, según el padre Ruffini, debe


matizarse aún más. "Proponer el uso del preservativo es un contrasentido -precisa-,
sobre todo si tenemos en cuenta situaciones ambientales caracterizadas por altas
temperaturas".

Además, "tenemos que decir de una vez por todas que la Iglesia ha estado siempre en
primera fila en el campo de la prevención y de la asistencia, y muy a menudo es la
única estructura que ayuda a los enfermos, abandonados a sí mismos incluso por sus
propias familias".

"Por lo que he podido verificar en Burkina Faso, donde trabajan los Camilos -los
Clérigos Regulares Ministros de los Enfermos, familia religiosa a la que pertenece el
padre Ruffini-, y por lo que conozco de otras realidades africanas estamos ante
situaciones dramáticas. Nuestros párrocos se han convertido en padres de centenares
de niños, que han quedado sin familia después que sus padres hayan muerto de sida".

"Familias enteras desaparecen. Nuestro cometido consiste en procurar una ayuda


cultural para sanear la sociedad desde el punto de vista ético y de los
comportamientos, para hacer entender que sólo así se podrá afrontar y resolver el

226
problema. La Iglesia propone la ley de Cristo, que pasa por el camino estrecho, porque
seguir a Jesús cuesta".

Felice Ruffini
4. El Cardenal y el sida

Con este mismo título publiqué un artículo en defensa del


cardenal Carles, arzobispo de Barcelona, que había sido
injustamente atacado por unas declaraciones suyas sobre
cómo evitar la transmisión del sida. Ahora ha pasado algo
similar con el cardenal López Trujillo, presidente del
Consejo Pontificio para la Familia, que también ha sido
ampliamente criticado en diversos medios de comunicación
por sus declaraciones a la BBC (12-10-2003) sobre el mismo
tema. En efecto, el cardenal López Trujillo, al parecer,
afirmó que "el espermatozoide puede pasar fácilmente a
través de la red formada por el preservativo". Si estas
declaraciones fueran ciertas, indudablemente habría que
admitir que son equivocadas, pero sin duda parece razonable pensar que la idea de
fondo que el cardenal quiso transmitir en su entrevista es que el preservativo no es un
método seguro para prevenir la transmisión del sida. Y a ello quiero referirme.

En efecto, el preservativo es uno de los métodos menos seguros para prevenir


embarazos no deseados, pues según abundantes datos de la literatura médica tiene un
índice de fallos que oscila entre 10 y 12 embarazos al año por cada 100 parejas que lo
utilizan. Por tanto, si falla para prevenir el embarazo, con más razón puede fallar para
evitar el contagio de cualquier enfermedad de transmisión sexual, y entre ellas el sida.
Y así lo confirman los datos. En efecto, en el más amplio estudio realizado hasta la
fecha para valorar la capacidad del preservativo para impedir la transmisión del VIH,
trabajo que recoge todos los publicados en lengua inglesa hasta 1990 (Soc Sci Med 36;
1335,1993), se concluye que el preservativo reduce la posibilidad de contagio en un
69,9%. Datos más recientes publicados por los Institutos de la Salud de Estados Unidos
(N Engl J Med 344; 611,2001) incrementan esta tasa de protección hasta un 85%, por
lo que siempre queda un porcentaje de 15% a 30% de contactos sexuales no
protegidos. Sin embargo, a mi juicio, la forma más objetiva para valorar en qué medida
protege el preservativo de la transmisión heterosexual del sida es estudiar si se
contagia la persona sana de una pareja heteróloga (uno sano y otro VIH positivo), que
tengan relaciones sexuales normales y que usen sistemáticamente el preservativo. En
un estudio realizado con parejas en las que el varón era hemofílico y VIH positivo y ella
no, tras dos años de seguimiento, el 27% de las mujeres se habían contagiado (V
Internacional Congreso on AIDS. 1989. Abstract MAO 33).

Estos, y otros datos parecidos, han hecho que importantes asociaciones médicas, no
precisamente afines a la ideología del cardenal López Trujillo, claramente subrayen la
insuficiencia del preservativo para garantizar la no transmisión del VIH. El Centro para
el Control y la Prevención de las Enfermedades Infecciosas de Atlanta afirma: "La
abstinencia y las relaciones sexuales con una pareja sana son las únicas estrategias

227
absolutamente seguras para evitar el sida. El adecuado uso del condón en cada acto
sexual puede reducir, pero no eliminar, el riesgo de transmisión de enfermedades
sexuales". (JAMA 259; 1921,1988). También el Consejo de la Sociedad Americana de
Enfermedades Infecciosas indica que "el mejor consejo para evitar la transmisión del
sida es abstenerse de las relaciones sexuales, y para aquellos con riesgo de infectarse,
seguir una relación monógama con una pareja sana. El uso del condón en las
relaciones sexuales reduce, pero no elimina totalmente el riesgo de transmisión del
sida (J Infec Disease 158; 273,1988).

Pero hay otro dato más que merece ser considerado. Las grandes campañas
publicitarias realizadas para incrementar el uso del preservativo no solo no han
disminuido el número de contagios de enfermedades de transmisión sexual, sino que
incluso las han aumentado. En un reciente informe (BMJ 327; 62,2003), se constata
que en los últimos seis años, en el Reino Unido, las infecciones por clamidia han
aumento un 108% y la sífilis un 500%. Aunque en este trabajo no se dan porcentajes
respecto a la infección por el VIH, también se refiere que el número de personas
infectadas por el virus del sida ha aumentado cada año.

Finalmente, un último aspecto que considero de interés, porque también a él se han


referido con insistencia los medios de comunicación que han comentado las
declaraciones del cardenal López Trujillo, es en qué medida la actitud del responsable
vaticano podría afectar a la prevención del sida en África. En este sentido, creo que es
de interés resaltar que datos recientes demuestran de forma inequívoca que la gran
disminución de la infección por VIH conseguida en Uganda, el país de África donde
mejor se ha combatido la expansión de este virus, es atribuible al éxito de la campaña
educacional que promueve en los jóvenes la abstinencia sexual. La educación en la
abstinencia es poco eficaz cuando los adolescentes ya se han iniciado en las prácticas
sexuales, pero es muy eficaz en los adolescentes más jóvenes y no es incompatible con
una educación sexual que contemple también la contracepción (Lancet 360, 1792,
2002).

Es decir, parece una evidencia médica que el preservativo disminuye las posibilidades
de contagio del sida, pero no las excluye totalmente; pero si las campañas realizadas
para promocionar su uso indirectamente inducen a que aumenten los contactos
sexuales, el incremento absoluto de infectados por enfermedades de transmisión
sexual no solamente no disminuye, sino que incluso, como se ha constatado en el
Reino Unido, aumentan.

Por todo ello, estoy convencido de que el mensaje de fondo del cardenal López Trujillo
es que el preservativo disminuye significativamente, pero no elimina del todo el riesgo
de infección por el VIH. Por esto, para aquellas personas que quieran tener relaciones
sexuales promiscuas no cabe duda deque el preservativo reduce ampliamente la
posibilidad de contagio, pero no la elimina del todo, por lo que para evitar con
seguridad la posibilidad de infectarse por el VIH sólo existe un método absolutamente
seguro y es tener relaciones sexuales con una persona sana.

Justo Aznar

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C) LA PEDERASTIA

1. El abuso de los abusos, una persecución contra Benedicto XVI

Han pasado cinco años desde la publicación de


aquella conocida portada del periódico The Mirror
que, tras la elección del cardenal Joseph Ratzinger
como Papa, decía “God´s Rottweiler” (El rottweiler
de Dios). Ya por entonces, los diferentes titulares,
de carácter más bien hostil, presagiaban la
relación que ofrecería la mayoría de la prensa
laica mundial a aquel que como cardenal ya
habían tratado severamente mal.

A lo largo de este lustro, Benedicto XVI se ha


enfrentado a no pocas crisis mediáticas. Entre las más significativas han estado: 1) el
hecho de ser de origen alemán y por eso, ipso facto, tacharlo de “nazi”; 2) la lección
magistral de septiembre de 2006 en la universidad de Ratisbona, de donde se
extrapoló una parte del discurso y se ocasionó la ira islámica; 3) en enero de 2008, la
negativa de una mínima parte del claustro de profesores y estudiantes de la
universidad de La Sapienza, en Roma, para que el Papa inaugurase el año académico (a
raíz de una interpretación errada de un discurso sobre Galileo que, como cardenal,
habría pronunciado Ratzinger en la misma institución); 4) el levantamiento de la
excomunión a los obispos “lefebvristas” de inicios de 2009 y la desconocida opinión de
uno de esos obispos, Richard Williamson, sobre el holocausto hebreo; y, por último, 5)
el revuelo a raíz de la respuesta del Papa al periodista de France 2 sobre el condón, en
el vuelo rumbo a Angola de marzo de 2009.

Pero quizá ninguna otra crisis haya sido tan mordaz como la del tema de los abusos por
parte del clero católico. Sin minusvalorar la tristísima realidad de hechos comprobados
y siempre reprobables en este campo, la prensa ha buscado no sólo exprimir y
generalizar hasta la saciedad las debilidades de algunos miembros de la Iglesia, sino
también involucrar y manchar la imagen de Benedicto XVI.

Ya el 1 de octubre de 2006 se había dado el primer intento cuando la BBC puso en el


aire “Sex crimen and the Vatican”, un programa de unos 40 minutos lleno de delicados
errores claramente porráceos que, además, denotan palmariamente su mala intención
en el afán de desprestigiar al Papa. Utilizando mal documentos de la Iglesia (“Crimen
sollicitationis” y la carta “Ad exequenda”), sirviéndose de viejos filmes y entrevistas no
datadas, el programa adultera, deforma e interpreta a su antojo la información.

Uno de los más penosos errores fue afirmar que Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI,
es el autor de “Crimen sollicitationis”, documento aparecido en 1962 y preparado por
la entonces Congregación para el Santo Oficio, hoy Congregación para la Doctrina de la

229
Fe (CDF en adelante). Así, el programa informa mal sobre el autor (Joseph Ratzinger
por entonces ni siquiera vivía en Roma ni mucho menos era prefecto) y el contenido.

Cuatro intentos para desprestigiar al Papa: cuatro casos de periodismo deficiente

En mayo de 2009 se hacía público el Informe de la Comisión de Investigación Irlandesa


sobre el tema de los abusos en escuelas e instituciones de ese país. En diciembre de
2009 se publicaba el Murphy Report, centrado en la diócesis de Dublín. El revuelo
suscitado por las deplorables revelaciones tocaron sensiblemente no sólo a la sociedad
irlandesa.

a) Don Georg, el hermano del Papa

Un semestre después, el 28 de enero de 2010, el rotativo berlinés Der Tagesspiegel


publicaba los primeros casos de abusos sexuales en Alemania. Concretamente, los
perpetrados entre los años 70 y 80 en el Canisius College, gestionado por jesuitas. Más
tarde se conocieron los casos de la escuela de la abadía benedictina de Ettal y,
finalmente, el caso más mediáticamente manoseado: el de los abusos entre los
Regensburger Domspatzen (coro de niños de la catedral de Ratisbona), del cual fue
director Georg Ratzinger, hermano del Papa. Comenzaba así el primer intento
sistemático por vincular y dañar directamente a Benedicto XVI.

¿Cuál era la verdad? Lo contaba así Diego Contreras en su blog ‘La Iglesia en la prensa’:
“La diócesis de Ratisbona ha divulgado un caso de abuso ocurrido en 1958, un
presunto caso que habría sucedido al inicio de los sesenta y un tercer caso (todavía
incierto) que se supone que es de 1969. Los tres se refieren de algún modo al coro de
los “Domspatzen”. Se trata de crímenes, o presuntos crímenes, ocurridos en la
residencia donde se alojaban y estudiaban los chicos. Una institución que contaba con
su propia dirección, independiente de la dirección musical. El hermano del Papa,
monseñor Georg Ratzinger, fue director musical del coro (externo a la residencia) en el
periodo 1964-1993. Es decir, no solo estaba lejano físicamente del lugar de los hechos,
o presuntos hechos, sino que estos ocurrieron en un periodo en el que él no era ni tan
siquiera director (el dato claro del tercer caso es que ocurrió diez años después de que
el presunto culpable abandonara su relación con el coro)”.

A partir de esta nota puesta en circulación con transparencia y apertura por la misma
arquidiócesis de Ratisbona se construyeron los más fantasiosos titulares que
apuntaban a la caza de Benedicto XVI sin más información que la mentira y la fantasía
de los periodistas en cuestión.

b) Süddeutsche Zeitung, TIME y el semanario Stern

La segunda diatriba contra Benedicto XVI vino de un medio alemán: el Süddeutsche


Zeitung. El 13 de marzo de 2010 publicó una nota sobre la supuesta admisión en la
arquidiócesis de Munich de un sacerdote –Peter Hullermann– acusado de abuso y
procedente de la diócesis de Essen. Ya en Munich, habría recibido un nuevo encargo
pastoral. Todo esto habría ocurrido en 1980, cuando el arzobispo de esa sede
arzobispal era el cardenal Joseph Ratzinger.

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El mismo día, TIME reproducía la nota que luego, sucesivamente, daría la vuelta al
mundo. El título que dio TIME fue “El Papa sabía que el sacerdote era pedófilo pero
autorizó que continuara su ministerio”.

¿Cuál era la realidad de los hechos? Efectivamente, el entonces arzobispo de Munich


autorizó que Peter Hullermann residiera pero en un convicto sacerdotal de la
arquidiócesis y exclusivamente para recibir terapia. Tras el nombramiento, en
noviembre de 1981, como prefecto para la Congregación para la Doctrina de la Fe,
Ratzinger renuncia a la sede de Munich y pasa a Roma en febrero de 1982. Durante el
periodo de sede vacante (es decir, cuando aún no se nombra al suplente de Joseph
Ratzinger para Munich), el vicario para la arquidiócesis, padre Gerhard Gruber, es
quien decide dar licencia para que Hullermann ejerciera el ministerio en una
parroquia.

En 1985 se dan nuevas denuncias contra Hullermann (es decir, cuando Joseph
Ratzinger ya no estaba en Munich) y se le retira del ministerio sacerdotal. En junio de
1986 es condenado por abusos de menores a 18 meses de cárcel en libertad
condicional y a una multa de 4.000 marcos.

Otro medio alemán que fallidamente intentó desprestigiar con mentiras a Benedicto
XVI fue el semanario Stern. El jueves 7 de abril de 2010 publicaba una monumental
falsedad según la cual, como cardenal prefecto para la CDF, Joseph Ratzinger habría
encubierto a Marcial Maciel, presbítero mexicano.

Prontamente el portavoz de la Santa Sede hizo una declaración oficial afirmando: "Es
paradójico –y para las personas informadas ridículo– atribuir al cardenal Ratzinger
responsabilidades de cobertura o de encubrimiento de cualquier tipo. Todas las
personas informadas saben que fue mérito del cardenal Ratzinger promover la
investigación canónica sobre las acusaciones a propósito de Marcial Maciel, hasta
llegar a establecer con certeza su culpabilidad". Maciel fue reducido a una vida de
oración y penitencia, sin posibilidad de ejercer el ministerio públicamente, en 2006.

c) The New York Times

Tras el fallido intento de manchar al Papa inventando la ficticia relación de su hermano


Georg con la situación del Regensburger Domspatzen, las invenciones del Süddeutsche
Zeitung y las ilusiones del semanario Stern, The New York Times tomó la batuta.

El 24 de marzo de 2010 publicaba una información sobre los abusos de un sacerdote,


Lawrence Murphy, en una escuela para niños sordos en Wisconsin, el St. John´s School.

El periódico estadounidense acusaba al Papa porque, según su versión de los hechos,


como prefecto para la Congregación para la Doctrina de la Fe no lo retiró del ministerio
sacerdotal, obstaculizó y archivó el caso, aun conociendo los antecedentes del
acusado. Una segunda entrega fue publicada el 26 de marzo, dos días después.

El padre Federico Lombardi, S.J., portavoz de la Santa Sede, hizo posteriormente unas
declaraciones oficiales puntualizando la verdad de los hechos.

231
De acuerdo a las palabras del padre Lombardi, Lawrence Murphy, sacerdote de la
diócesis de Milwauke, efectivamente habría abusado de niños especialmente
vulnerables, entre 1950 y 1974. En 1975, cuando Ratzinger todavía no era prefecto en
Roma, habrían salido las primeras acusaciones contra Murphy. Su caso no se habría
tornado a la Congregación vaticana presidida luego por Ratzinger pues, por entonces,
era competencia de la diócesis. Veinte años más tarde, en 1995, el caso llegó
efectivamente a la Doctrina de la Fe por tratarse de solicitaciones en el confesionario.

Además, como puntualizó el padre Lombardi, “Es importante subrayar que la cuestión
canónica no estaba relacionada con las potenciales medidas civiles o criminales contra
el padre Murphy”, medidas que, de suyo, fueron archivadas por la policía
norteamericana años atrás. Y añadía: “el Código de Derecho Canónico no prevé
sanciones automáticas, pero recomienda que se haga un juicio sin excluir incluso la
mayor pena eclesiástica de expulsión del estado clerical (cf. Canon 1395, n. 2).
Teniendo en cuenta que el padre Murphy era anciano y estaba mal de salud y que
estaba viviendo en aislamiento y las denuncias de abuso no se habían notificado
durante más de 20 años, la Congregación para la Doctrina de la Fe sugirió que el
arzobispo de Milwaukee estudiara la posibilidad de abordar la situación, por ejemplo,
restringiendo el ministerio público del padre Murphy, y exigiéndole que aceptara la
plena responsabilidad de la gravedad de sus actos. El padre Murphy murió
aproximadamente cuatro meses más tarde, sin más incidentes”.

Sobre este tema concreto, un artículo de Riccardo Cacioli en el diario Avvenire (ver
enlace a la traducción española de El New York Times se desmiente en sus ataques
contra el Papa) recapitulaba los dos artículos de periódico neoyorkino haciendo ver la
incongruencia de los supuestamente revelado: “Los documentos dicen de hecho que
los únicos que se preocuparon por el mal realizado por Murphy fueron los
responsables de la diócesis americana y la Congregación para la Doctrina de la Fe,
mientras que las autoridades civiles habían archivado el caso. Concretamente, la
Congregación para la Doctrina de la Fe, implicada en la cuestión sólo entre 1996 y
1997, dio la indicación de proceder contra Murphy a pesar de que la lejanía temporal
de los hechos constituyera un impedimento a la norma del derecho canónico”.

También tuvo su impacto y ofreció luz el artículo de Massimo Introvigne titulado El


lobby laicista contra el Papa. El gran bulo del New York Times. Escribía Introvigne: “Este
nuevo ejemplo de periodismo basura confirma cómo funcionan los “pánicos morales”.
Para enfangar a la persona del Santo Padre se remueve un episodio de hace treinta y
cinco años, conocido y discutido por la prensa local ya a mitad de los años 70, cuya
gestión –en cuanto era de su competencia y un cuarto de siglo después de los hechos–
por parte de la Congregación para la Doctrina de la Fe, fue canónica y moralmente
impecable, y mucho más severa que la de las autoridades estatales americanas. ¿De
cuántos de estos “descubrimientos” tenemos aún necesidad para darnos cuenta de
que el ataque contra el Papa no tiene nada que ver con la defensa de las víctimas de
los casos de pedofilia –ciertamente graves, inaceptables y criminales, como Benedicto
XVI ha recordado con tanta severidad– sino que intenta desacreditar a un Pontífice y a
una Iglesia que molestan a los lobbies por su eficaz acción de defensa de la vida y de la
familia?”.

232
Semanas más tarde, el vicepresidente de The News Corporation, William McGurn,
publicaba un artículo en The Wall Street Journal (cf. 06.04.2010) sobre las
motivaciones del New York Times para divulgar información parcial y calumniosa
contra el Papa.

McGurn expone que los documentos usados para los dos artículos de The New York
Times (firmados por Laurie Goodstein) fueron proporcionados por dos abogados de
cinco hombres que han demandado económicamente a la arquidiócesis de Milwauke:
Jeff Anderson y Mike Finnegan. ¿Quién es el abogado Anderson? De acuerdo a
McGurn, el mismo que en 2002 declarara a la agencia Associated Press que había
ganado más de 60 millones de dólares por concepto de demandas y acuerdos contra la
Iglesia. O lo que es lo mismo: “En lo que se refiere a demandas contra la Iglesia, él es el
principal abogado”.

En su artículo, McGurn reta a The New York Times a comprobar que Lawrence Murphy
no fue sancionado, como afirma el mismo diario. Y concretamente sobre el entonces
cardenal Ratzinger afirma: “El hombre que es ahora Papa reabrió casos que habían
sido cerrados, hizo más que nadie para procesar casos y hacer responder a los
abusadores, y se convirtió en el primer Papa en hablar con las víctimas".

Y cuestiona después: “¿No es ésta acaso la más razonable interpretación de todos


estos eventos: que la experiencia del Cardenal Ratzinger con casos como el de Murphy
lo llevaron a promover reformas que le dieron a la Iglesia armas más efectivas para
manejar los abusos sacerdotales?”.

Para William McGurn es necesario que la prensa proporcione "algo de contexto y


muestre algo de escepticismo periodístico sobre lo relatado por un abogado defensor
que hace millones con este tipo de casos", en referencia a Jeff Anderson.

d) Associated Press y El País

El último intento por desprestigiar a Benedicto XVI fue el de la agencia Associated


Press. En un despacho de prensa de inicios de abril (cf. AP: Future pope stalled Calif.
Pedophile case) la agencia “revelaba” que cuando Joseph Ratzinger era prefecto de la
CDF evitó “expulsar” a un sacerdote tras la denuncia del obispo de Oakland.

El caso, magnificado, reinterpretado y aumentado, por el conocido periódico español


El País, de corte marcadamente anticristiano, afirma que en una carta de 1985 el
entonces cardenal Ratzinger se habría opuesto a la destitución de Stephen Keisle,
quien cometió abusos sexuales en 1981 y a quien la propia diócesis de Oakland, en
California, pidió destituir pues ya había antecedentes e incluso una condena civil de
1978.

El País miente y habla equívocamente: al cardenal Ratzinger no le competía destituir


(entendiendo como apartar de su puesto al sacerdote, que de suyo sí hizo el obispo de
Oakland, pues era de su competencia) sino reducir al estado laical a Stephen Keisle (es
decir, que dejara de ser sacerdote), cosa que de hecho sucedió en 1987. En los dos
años que tardó la decisión sobre este segundo punto no se registraron abusos.

233
En una entrevista con Il Corriere della Sera (cf. 10.03.2010), el subdirector de la Sala de
Prensa de la Santa Sede, padre Ciro Benedetti, declaró: “Como se deduce claramente
de la misiva, el cardenal Ratzinger no ocultó el caso, sino que hizo presente la
necesidad de estudiarlo con mayor atención. Hay que tener presente que la
suspensión del cargo (al sacerdote) era entonces competencia del obispo local y no de
la Congregación para la Doctrina de la Fe”.

Un artículo de Massimo Introvigne, director del Centro de Estudios sobre las Nuevas
Religiones, sobre este nuevo bulo lanzado ahora por Associated Press, comprobaba la
pretensión de fondo: “calumniad, calumniad, que algo queda” (vale la pena leer el
artículo completo en Adelante otro bulo: la carta de 1985 del cardenal Ratzinger).

Ciertamente los cuatro casos mencionados no son los únicos, si bien sí son los que han
tenido mayor trascendencia mediática. Ahí están también los continuos artículos
difamatorios y periodísticamente defectuosos en periódicos como el Die Preese, de
Austria; el Trouw, de Holanda; el Sme, de Eslovaquia; el Times of Malta, de Malta; The
Times y The Guardian de Gran Bretaña; Nwsmill y Sydsvenska Dagbladet, de Suecia; La
libre Belgique, de Bélgica; The Irish Times, de Irlanda; o el Kristeligt Dagblad, de
Dinamarca.

e) Acusaciones peregrinas y acciones disparatadas

A los acontecimientos de Irlanda y Alemania le han seguido otros deplorables en


Austria, Holanda, Noruega, Suecia y, con menor intensidad, en Chile, España, Brasil y
México.

Todos han estado puntualmente acompañados por la irresponsabilidad informativa de


medios como los apenas enunciados así como otros de cobertura imperfecta. La
gravedad de una información adulterada ha quedado patente en los pronunciamientos
de diferentes personalidades del mundo de la política y de la cultura;
pronunciamientos que, dicho sea de paso, no corresponden a la realidad de los
acontecimientos: sea a sus causas, sea a sus consecuencias.

El 9 de marzo de 2010, el periódico alemán Süddeutsche Zeitung publicaba las


declaraciones de la ministra alemana de justicia, Sabine Leutheusser-Schnarrenberger,
exigiendo a la Iglesia indemnizaciones, incluso para los casos no comprobados de
pederastia. Este mismo periódico también daría espacio a las críticas disidentes de
Leonardo Boff contra el Papa.

Era esa misma ministra (del partido liberal FDP) la que el 8 de marzo lanzó graves e
irresponsables acusaciones al afirmar un presunto “muro de silencio” de la Iglesia en
estas situaciones. A esta invectiva respondió el obispo de Ratisbona, mons. Gerhard
Ludwin Müller, diciendo: “La afirmación de la ministra es falsa y difamatoria. *…+ pido
al ministerio presentar la prueba de la acusación según la cual la Iglesia obstaculizaría
las indagaciones. Si no puede presentarla, le pido que no instrumentalizar la autoridad
para acosos de este tipo”.

234
El presidente de la Conferencia Episcopal Alemana, mons. Robert Zollitsch, la instó a
que se retractara. El cardenal Karl Lehmann fue más allá al publicar un artículo en el
Allgemeine Zeitung donde recordaba: “Fuimos el primer grupo social en redactar una
“guía” para el trato con víctimas y autores (2002) y lo revisamos, después de las
primeras experiencias, con expertos y en dos ocasiones (2005 y 2008). Es totalmente
absurdo decir que la Iglesia católica no tiene una voluntad convincente para esclarecer
estos hechos”. El comentario de Sabine Leutheusser-Schnarrenberger también fue
rechazado por personalidades de la política alemana como Stephan Mayer y Günter
Kring. La ministra ya no respondió.

Otro político, aunque éste español, lanzaba unas irrespetuosas y denigrantes


declaraciones a mediados de abril de 2010 al acusar al Vaticano –y además sin
pruebas– de dar “licencia para violar”. Se trata de Álvaro Cuesta, diputado del partido
socialista por Asturias y secretario de “libertades públicas” del Partido Socialista
Obrero Español. La secretaria de política internacional del mismo partido, Elena
Salgado, también ha unido su voz a las voces críticas contra la Iglesia.

Justamente el domingo de ramos de 2010, The Whasington Post se unía al coro de


medios hostiles contra la Iglesia católica con la publicación de un agrio artículo de la
cantante Sinead O´Connor donde esta mujer se extrapola y afirma que la Iglesia es una
organización abusadora.

A inicios de abril de 2010, el abogado de nacionalidad australiano-británico, Geoffrey


Robertson, publicaba un artículo (cf. Sentar al Papa en el banquillo) en el periódico The
Guardian. Este señor es miembro del equipo de cinco juristas de Naciones Unidas. Con
su artículo promovía procesar a Benedicto XVI por los casos de pederastia, sobre todo
considerando que en septiembre de 2010 visitaría el Reino Unido. Aún siendo
abogado, Robertson olvidaba, además de la inmunidad diplomática que posee un jefe
de Estado, que los delitos no los había cometido aquel al que desea procesar.

Los ateos, con Richard Dawkins y Christopher Hitchens a la cabeza, han secundado la
iniciativa de Robertson.

Hans Küng, al que algunos regalan todavía el título de “teólogo”, publicó el 15 de abril
de 2010 una carta abierta a todos los obispos católicos del mundo. En esa misiva, el
octogenario “sacerdote” critica el pontificado de Benedicto XVI (sobre todo por el
levantamiento de la excomunión a los lefebvristas, la disciplina sobre el celibato, etc.)
para luego invitar a los obispos a una subversión contra el Papa, al que sin más
pruebas que sus palabras acusa de ocultamientos.

Semanas antes, precisamente un obispo decía sobre Küng: “Las inusitadas y


claramente forzadas acusaciones del teólogo Hans Küng contra la persona de Joseph
Ratzinger, teólogo, obispo, Prefecto de la Congregación de la Fe y ahora Pontífice, por
haber causado, según él, la pedofilia de algunos eclesiásticos mediante su teología y su
magisterio sobre el celibato nos amargan profundamente”.

Desde el mundo anglicano también llegaron los ecos. En una entrevista con la BBC, el
primado de la Iglesia anglicana alegó que la Iglesia católica había perdido toda su

235
credibilidad como resultado de los numerosos escándalos sexuales por parte de curas
pedófilos en Irlanda (cf. ForumLibertas.com 07.04.2010). Después pidió disculpas por
sus palabras pues de hecho la moral en la confesión anglicana no está muy bien.

En defensa del Papa

En todo este espectáculo mediático que han construido y promovido diversos medios
de comunicación, diferentes voces se han alzado para dejar constancia de la injusticia
que está ocurriendo.

En una entrevista publicada por el diario italiano La Repubblica, el presidente emérito


del Pontificio Consejo para los Textos Legislativo, cardenal Julián Herranz, manifestó su
adhesión al Santo Padre, además de afirmar que los escándalos producen en el Papa
un sufrimiento “indecible, atroz y profundo”.

Cardenales, obispos, Conferencias Episcopales, Movimientos y diversas realidades


eclesiales han manifestado también su cercanía al Papa y han lamentado porrácea
campaña mediática contra Su Santidad. Por citar algunos casos, el cardenal arzobispo
de París, André Vingt-Trois, presidente de la Conferencia Episcopal Francesa, deploró la
campaña de difamación y calumnias para ensuciar al Papa, al acabar la asamblea
plenaria de los obispos franceses, el 26 de marzo de 2010.

Al finalizar la misa del domingo de ramos de 2010 en la catedral de san Patricio, en


Nueva York, se dejó sentir un largo aplauso para el Papa después de las palabras del
arzobispo Timothy Dolan: “Lo que hace más profunda ahora la tristeza son las
insinuaciones sin tregua contra el propio Santo Padre, ya que algunas fuentes parecen
ansiosas por implicar al hombre que, quizá más que ningún otro, ha sido el líder en
purificación, reforma y renovación que la Iglesia tanto necesita”. Fue a monseñor
Dolan al que meses atrás The New York Times vetó publicar un artículo que hablaba
sobre el anticatolicismo.

La Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos publicó el 30 de marzo una


declaración con la que manifestaron su apoyo y adhesión al Papa. Especialmente
conmovedoras fueron las sentidas palabras de cercanía y apoyo que el domingo de
Resurrección dijera a nombre de la curia su decano, el cardenal Angelo Sodano, al
Papa.

Días más tarde, en una entrevista a L´Osservatore Romano (cf. 06-07.04.2010), el


cardenal Sodano recordaba que el Papa ha pedido perdón por toda esta situación
varias veces ya, aun no siendo él el culpable.

a) Católicos

La plataforma española HazteOir.org, ForumLibertas.com y E-Cristians.net han estado


promoviendo campañas masivas de apoyo al Papa en las últimas semanas. Escritores
como George Weigel, Jay Scott, Massimo Introvigne, José Luis Restán o Juan Manuel
de Prada, entre muchos otros, han salido al paso contra las calumnias.

236
b) No sólo los católicos defienden al Papa

No han sido sólo los católicos quienes ante la campaña de linchamiento mediático
contra el Papa han manifestado su inconformidad.

Jon Juaristi, poeta, novelista, columnista y ensayista judío, señaló que “No es necesario
ser católico” para darse cuenta de esa campaña anti Iglesia. Con un artículo publicado
en el diario español ABC (04.03.2010), Juaristi ha puesto en claro las cosas: “Sólo el
Papa y la Iglesia se han tomado en serio este asunto [el de los abusos, ndr]. Explotando
el escándalo, la prensa amarilla sólo busca vender, y la progre, sacar a los católicos del
espacio público, o al menos, si la campaña no diera para tanto, dejar la reputación del
clero por los suelos”. Y más adelante afirma: “El blanco de los ataques ya no lo
constituyen los curas pederastas y los obispos encubridores, sino el Papa, contra el que
se ha movilizado la progresía justiciera”.

Peggy Noonan, ex asesora durante la presidencia de Ronald Reagan, publicaba en The


Wall Street Journal un artículo en el que, además de manifestar su apoyo al Papa,
recuerda a tres grupos de víctimas sobre todo este tema: “El primero y el más obvio
son los niños que fueron abusados”. El segundo es el de “los buenos sacerdotes y
religiosas, los grandes líderes de la Iglesia en el día a día, que salvan a los pobres,
enseñan a los inmigrantes y, literalmente, salvan vidas. Ellos han sido estigmatizados
cuando merecen ser alabados”. Y el tercer grupo está formado “por los heroicos
católicos de Estados Unidos y Europa en los bancos de sus parroquias, las fuertes
almas que pese a lo que se le hace a su Iglesia están todavía allí, haciendo la vida
parroquial posible, sosteniendo su bandera, con su fe inquebrantable”.

Ed Koch, primer alcalde judío de Nueva York, expresó su solidaridad a Benedicto XVI
con la publicación de una entrada en su blog alojado en The Jerusalem Post. Haciendo
una radiografía de la prensa laica afirmaba: “No pretenden informar, sino castigar”,
para luego aseverar que los ataques al Papa son mero anticatolicismo debidos a la
postura de la Iglesia en temas como el aborto, la oposición a “matrimonios” entre
homosexuales o la negativa a los métodos anticonceptivos, el sacerdocio femenino o la
disciplina sobre el celibato eclesiástico.

El presidente del senado italiano, Renato Schifani, rechazó también la agresiva


campaña mediática contra Benedicto XVI: “los ataques al Pontífice en estos días son
inaceptables e indignos dado que el Santo Padre ha adoptado recientemente medidas
decisivas ante los casos de abusos sexuales cometidos por algunos miembros del
clero”. Los presidentes de la Cámara de Diputados, Gianfranco Fini, y de la Corte
Constitucional, han condenado también los intentos de desprestigio y calumnias
contra el Papa.

Dos italianos más, ambos agnósticos, salieron en defensa del Papa. Giulano Ferrara,
director del periódico Il Foglio, escribía un artículo donde mostraba los objetivos de la
campaña mediática contra el Benedicto XVI y la Iglesia: “Los radicales quieren una
Iglesia democratizada y sometida plenamente por las leyes del Estado, sin espacio para
su 'siniestro' teatro de lo divino y del culto y de la 'represiva y supersticiosa' cura de
almas. Los liberales, por lo menos de tono y método, como buscamos ser nosotros en

237
Il Foglio, creen en una Iglesia y un Estado libre, en una Iglesia que tiene derecho a la
palabra, de acción, de educación y de autogobierno. Y que sobre todo tiene derecho
también al propio punto de vista al distinguir, sagrado principio liberal, entre pecado y
delito”.

Marcello Pera, por su parte, escribía una carta al director de un periódico italiano. La
titulaba “Una agresión al Papa y a la democracia” (cf. Análisis y Actualidad, boletín
telemático, número especial, 23 de marzo de 2010). En esa epístola manifestaba su
disgusto ante la situación mediática de beligerancia contra el Pontífice. En una de las
partes más emblemáticas decía: “Hoy como ayer, lo que se quiere es la destrucción de
la religión”.

Desde España, Gabriel Albiac elogiaba así la carta de Benedicto XVI a los irlandeses:
“No es necesario creer en nada, salvo en la inteligencia, para apreciar la elegancia
conceptual de Benedicto XVI *…+ En la asunción de esa culpa colectiva, Benedicto XVI
persevera en el rigor teológico de Ratzinger. Admirable. Aún para el que no cree”.

En Rusia, el periódico no católico Pravda.ru publicó un editorial a favor del Papa. El


escrito firmado por Artur Rosa Teixera comenta que los casos aislados, sobre todo los
más complicados, se generalizan para inducir a los lectores a creer que todo el cuerpo
es igual.

Pero Teixera va todavía más allá al referir qué está detrás de estos ataques
sistemáticos: “Esta generalización obviamente tiene connotaciones ideológicas y sigue
una agenda política que busca deconstruir la sociedad tradicional y sus instituciones
seculares así como imponer un nuevo orden mundial con la manera de los siniestros
intereses de la oligarquía internacional, los mismos que manejan los mercados
financieros y, a través de ellos, controlan ampliamente la economía mundial”.

Y hablando sobre las calumnias del The New York Times revela: “Se ve la mala fe y el
tinte difamatorio de la campaña que se ha articulado contra la jerarquía del mundo
católico. Y eso se entiende. El actual Pontífice, consistente con los principios de la
Iglesia Católica, ha desarrollado una resistencia tenaz contra los propósitos divisorios,
alentados por organizaciones seculares que buscan imponer una visión sexista y
hedonista de la sociedad, reduciendo al hombre a su naturaleza humana negándole su
dimensión espiritual. Estas organizaciones obviamente no han surgido
‘espontáneamente’ ni viven del aire… han sido creadas y son apoyadas por la cuna de
tales fundaciones filantrópicas como la familia Rockefeller *…+ Los intereses financieros
de estos están ligados a un amplio rango de sectores económicos que van desde la
banca, petróleo, fármacos, industria militar, etc. hasta los medios audiovisuales, que
claramente cumplen una agenda dictada por la élite global a la que pertenecen”.

El periódico Spiked, del Reino Unido, publicaba un artículo de Brendan O´Neill, su


editor, titulado The Secular Inquisition (13.04.2010). En él, O´Neill reprueba la campaña
atea de algunos británicos que quieren procesar a Benedicto XVI y la calificaba de
“profundamente inquietante, autoritaria e inquisitorial”.

238
Por su parte, la agencia Aciprensa (14.04.2010) publicaba las palabras del Secretario de
Gobernación de México, Fernando Gómez Mont, quien después de reunirse con los
obispos mexicanos, dijo: “La mayoría de los pastores son gente de bien que no deben
quedar marcados por las aberraciones de algunos”. Después aplaudió las medidas que
está tomando la Iglesia católica para luchar contra la pederastia.

En Francia, un grupo de intelectuales lanzó el 31 de marzo un llamamiento a la verdad


(se puede visitar el portal que acompaña la iniciativa en www.appelaverite.fr). Tras
solidarse con las víctimas de abusos, también hace lo propio con el Papa.

c) Algunos medios honestos

Un artículo publicado por el diario español La Razón (cf. Roma encargó una
investigación a Doctrina de la Fe en 2001. Los hechos de Irlanda o de EEUU responden a
circunstancias distintas) reconocía la disparidad de trato entre la Iglesia católica y otros
sectores de la población en el tema de la pederastia: “La prensa internacional presenta
los casos de abusos sexuales en el clero de forma distinta que en cualquier otro
colectivo”.

No era el único medio. Il Corriere della Sera (italiano) publicaba el 21 de marzo una
editorial firmada por Ernesto Galli della Loggia donde dice: “Cada vez es más frecuente
que el discurso público de las sociedades occidentales muestren una perspectiva
despectiva, cuando no abiertamente hostil, hacia el cristianismo”.

Consideraciones finales: lo que no hay que confundir

Todo lo que supone un solo abuso ya es suficiente como para reprobar lo más posible,
canónica y civilmente, al autor del mismo. Todo los hechos ciertos que se han venido
conociendo son y serán siempre una patética aberración.

Sin embargo, como ulterior consideración válida para juzgar adecuadamente la


información que se recibe, no se pueden perder de vista algunos elementos que, si
bien no restan gravedad a los acontecimientos, sí los matizan y ofrecen elementos
para una mejor crítica y para ponderar adecuadamente el bombardeo mediático.

a) La palabra “abusos”

El informe irlandés citado casi al comienzo de este análisis comprende cinco


volúmenes: 2.575 páginas). Los titulares que salieron después de que se hizo público
tendieron a identificar la palabra “abuso” que aparece en el texto como “abuso
sexual”, exclusivamente.

Quienes hemos tenido la oportunidad de repasar con detenimiento el informe


completo pudimos advertir lo que el mismo informe revela: el término abuso se usa en
su acepción más amplia, no sólo referido al sexual sino también, y sobre todo, al físico
de castigos y violencia, y al psicológico y a las malas condiciones de las escuelas.

239
Algo similar sucedió en el informe que dio el fiscal del Estado alemán, Thomas Pfister,
al investigar el caso de la escuela de Ettal. En su balance, Pfister refiere hasta 100
víctimas pero mezcla los casos de abusos sexuales (missbrauch) con los castigos
corporales (misshandlung).

Ya en un artículo de Elizabeth Lev para Politics Daily (cf. En defensa del clero católico -
¿o queremos otro reino del terror?-) la autora ponía el dedo en este tema: “La frase
“abuso sexual” se equipara erróneamente con “pedofilia” para avivar aún más la
indignación, No consideran la perspectiva política de Edmund Burke que se pregunta
por qué la Iglesia Católica es escogida para ser tratada así”.

b) Católico no es igual sólo a sacerdote y la maximización de las cifras

Otro error común de la prensa laica es identificar inmediatamente un caso de abuso en


una institución católica con la inmediata imputación a la figura del sacerdote.

Es algo que ha quedado reflejado, por ejemplo, en la percepción de situaciones como


la reportada a inicios de marzo de 2010 por la cadena de televisión alemana ARD. El
canal de televisión informaba sobre el caso de abusos en una fundación católica para
niños autistas en Düsseldorf. Los acusados, contrario a lo que se pensó, no eran
religiosos o sacerdotes sino laicos.

En el caso del primer informe irlandés, de todos los centros femeninos estudiados hay
sólo tres casos de abusos y las autoras fueron laicas que trabajaban en esas
instituciones. Para los centros masculinos sólo hay mención de abusos explícitamente
sexuales por parte de 23 religiosos. Estos se concentran, sobre todo, en dos de los
doce centros estudiados. En cuatro centros más los abusos no fueron cometidos por
sacerdotes sino por otros colegiales de cursos superiores. En los demás fueron laicos.

La maximización de las cifras es un tópico recurrente. Sin dejar de recordar que un solo
caso es suficiente para justificar enojo y vergüenza, estudiosos como Philip Jenkins, de
la Universidad de Pensilvania, explicaba al diario Le Monde (cf. 08.04.2010) que los
abusos conciernen a un reducido número de sacerdotes.

La entrevista de Avvenire con monseñor Scicluna también ilumina en este campo.


Interrogado sobre la procedencia numérica de los casos de abusos, el oficial de justicia
de la CPF responde: “Sobre todo de Estados Unidos que entre 2003-2004
representaban alrededor del 80% de la totalidad de los casos. Hacia 2009 el
porcentaje estadounidense disminuyó pasando a ser el 25% de los 223 nuevos casos
señalados en todo el mundo. En los últimos años (2007-2009), efectivamente, la media
anual de los casos señalados a la Congregación en todo el mundo ha sido de 250 casos.
Muchos países señalan sólo uno o dos casos. Aumenta, por lo tanto, la diversidad y el
número de los países de procedencia de los casos, pero el fenómeno es muy limitado.
Hay que tener en cuenta que son 400.000 en total los sacerdotes diocesanos y
religiosos en el mundo. Esa estadística no se corresponde con la percepción creada
cuando casos tan tristes ocupan las primeras planas de los periódicos”.

c) El tema del celibato

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Algunos han querido relacionar el celibato eclesiástico con los casos de pederastia.
Incluso se han instrumentalizado y deformado palabras, como las del cardenal
Chistoph Schönborg, de Viena, para “hacerle culpar” al celibato de la crisis actual. El
mismo Schönborg negaría la tergiversación.

¿Y tienen algo que ver celibato y pedofilia? En opinión de Christian Pfeiffer, director
del Instituto de Investigación Criminológica de Hannover, nada tiene que ver lo uno
con lo otro.

En esa línea va lo que afirma también el prestigioso profesor Hans-Ludwig Kröber,


director del Instituto de Psiquiatría Forense de la Universidad Libre de Berlín: “Los
delincuentes de abusos sexuales con menores son extraordinariamente raros entre las
personas celibatarias, en ningún caso puede decirse que el celibato es la causa de la
pedofilia”. Kröber es ateo y en su juventud militó en el comunismo. Y añade: “La
creencia de que la falta de pareja tarde o temprano desemboca en la pérdida de la
orientación sexual original es científicamente una tontería”.

Como recogía Ricardo Estarriol en un artículo publicado en Aceprensa (cf. 23.03.2010):


“En un detallado estudio estadístico, Kröber demuestra que la probabilidad de que un
célibe cometa un abuso sexual en Alemania es de 1 contra 40”.

“La causa de la pedofilia no es el celibato”, lo decía también el profesor Tonino


Cantelmi, presidente de la Asociación Italiana de Psicólogos y Psiquiatras Católicos, en
una entrevista concedida a la agencia Zenit de noticias (cf. 16.04.2010).

Más recientemente, en su visita a Chile, el cardenal secretario de Estado, Tarcisio


Bertone, hizo unas declaraciones sobre la realidad que de hecho sí existe entre
pedofilia y homosexualidad. Un periodista preguntó al cardenal si en el caso de los
sacerdotes abusadores había una relación entre celibato y pedofilia. Al respecto, el
cardenal Bertone respondió: "Han demostrado muchos sicólogos, muchos siquiatras,
que no hay relación entre celibato y pedofilia, pero muchos otros han demostrado, y
me han dicho recientemente, que hay relación entre homosexualidad y pedofilia". Su
respuesta estaba basada en los estudios realizados sobre el grupo humano sobre el
que se le cuestionó.

La respuesta del secretario de Estado fue descontextualizada y usada después para un


nuevo linchamiento mediático en su contra que, en definitiva, estaba dirigido contra la
Iglesia. La incidencia de estas descontextualizaciones es grave pues hace decir a las
personas lo que no dijeron.

Ciertamente esta manera de reportar informaciones no exime a las personas de


cotejar las fuentes originales. Es lamentable que sin consultar la respuesta completa,
no sus interpretaciones, incluso el ministerio de asuntos exteriores de Francia haya
atacado a Bertone y que en el parlamento español se haya promovido una moción
contra la Santa Sede.

“Quienes lo critican confunden una rueda de prensa con un tratado de medicina, y


buscan prohibir la cita de aquellos datos estadísticos que consideran como

241
políticamente incorrectos. Es una forma de censura inaceptable, en ocasiones
disfrazada de científica”, respondía el profesor Introvigne en una entrevista concedida
a la agencia Zenit (14.04.2010).

d) Se les ha pedido silencio a las víctimas y a los obispos

En una nota publicada por Aciprensa (cf. 26.03.2010), el cardenal arzobispo de


Sydney, George Pell, señalaba que algunos medios suelen referir que las normas de la
Iglesia les pedían secreto, tanto a los obispos como a las víctimas, y no comunicar nada
a la policía bajo pena de ex comunión. Además de negarlo, el cardenal decía que, en su
experiencia pastoral de encuentro con víctimas de abusos sexuales, éstas prefieren
frecuentemente la privacidad.

Diferentes medios, entre los que destacan The New York Times, la BBC de Londres y
TIME han afirmado en diferentes momentos que el documento Crimen Sollicitationis
(El crimen de solicitación) imponía silencio a las víctimas. El texto, disponible en la
página web del Vaticano evidencia que no es así. Originalmente redactado en latín, los
medios apenas citados no explican qué traductor fue quien les reveló el contenido.
También se afirma que el documento De delicta graviora (Sobre crímenes más serios)
hacía lo mismo.

Cabe decir, en referencia a las víctimas de estos hechos de abusos sexuales, que las
más de las veces éstas no buscan indemnizaciones económicas ni aparecer en los
medios. Como decía el padre Federico Lombardi a la agencia ANSA: “Muchas víctimas
no buscan compensaciones económicas sino ayuda interior, un juicio en su dolorosa
situación personal”. De ahí precisamente el interés, especialmente del Papa, por
encontrarse con algunas de ellas en sus viajes apostólicos (lejos de cámaras y de todo
espectáculo público, como ya ha sucedido en Estados Unidos, Australia, Roma y, más
recientemente, en Malta).

e) Disparidad de trato

La cobertura que se ha dado a la reciente situación de la Iglesia en el rubro que estudia


este análisis, ha sido claramente dispar respecto a otras instituciones o grupos
humanos.

Un ejemplo claro de este inciso es la tratativa dispensada recientemente al internado


de élite alemán Odenwald, de gestión completamente laica (de hecho vinculado a la
UNESCO) y en el cual también se dieron casos de abusos sexuales a 23 chicos y una
chica, entre los años sesenta y noventa. Fundada en 1910 por un matrimonio de
pedagogos judíos (Paul y Edith Geheb), Odenwald ha contado entre sus alumnos a
personalidades del mundo de la política como Daniel Cohn Bendit, actual líder de los
verdes en el parlamento europeo, y a personajes del mundo de la cultura como la
directora de cine Sandra Nettelbeck y los escritores Jakob Arjouni y Amelie Fried.

Pero esta disparidad no sólo contrasta en ese aspecto. El artículo de Elizabeth Lev en la
web de Politics Daily dice también: “Los salaces informes sobre los abusos del clero

242
(como si estuvieran limitados sólo al clero católico) han sido colocados por encima de
las masacres de cristianos en India e Irak”.

No sólo es eso. El 13 de abril, el periódico La Repubblica colocaba en primera plana un


titular sobre la crítica de los homosexuales a unas declaraciones del cardenal Tarcisio
Bertone en Chile. Casualmente, tanto éste como tantos otros diarios, apenas si daban
cobertura a las pintadas obscenas y calumniosas en la casa natal del Papa en Alemania.

Resulta cuando menos curioso que los mismos medios que reflejan en sus portadas y
en sus páginas las historias de eclesiásticos que han fallado a Dios, a la Iglesia y a las
almas, no concedan el más mínimo espacio a los miles de testimonios de sacerdotes
que viven fielmente su vocación.

f) Pedofilia y Efebofilia. ¿Números inflados?

La exageración mediática convertida en pánico moral no ha tenido a bien distinguir


entre la pedofilia propiamente dicha y la efebofilia, ni tampoco a reflejar las cifras
reales que afectan a la Iglesia.

En una ya célebre entrevista del diario Avvenire a monseñor Charles Scicluna,


promotor de justicia de la Congregación para la Doctrina de la Fe (el oficial al que
llegan y que gestiona los casos de abusos perpetrados por sacerdotes católicos), el
prelado ponía de manifiesto la realidad.

Preguntado por el número de casos tratados, Scicluna respondía: “En los últimos
nueve años (2001-2010) hemos analizado las acusaciones relativas a unos 3.000 casos
de sacerdotes diocesanos y religiosos concernientes a delitos cometidos en los últimos
cincuenta años”. A la respuesta sigue la pregunta del periodista Gianni Cardinali:
“¿Tres mil casos de sacerdotes pedófilos?”, a lo que monseñor Charles contesta: “No
es correcto definirlo así. Podemos decir que “grosso modo” en el 60% de esos casos se
trata más que nada de actos de “efebofilia”, o sea debidos a la atracción sexual por
adolescentes del mismo sexo, en el otro 30% de relaciones heterosexuales y en el 10%
de actos de pedofilia verdadera y propia, esto es, determinados por la atracción sexual
hacia niños impúberes. Los casos de sacerdotes acusados de pedofilia verdadera y
propia son, entonces, unos trescientos en nueve años. Son siempre demasiados, es
indudable, pero hay que reconocer que el fenómeno no está tan difundido como se
pretende”.

g) Últimos detalles

Las declaraciones del profesor Jenkins, autor de Pedophiles and Priest. Anatomy of a
Contemporany Crisis (Oxford University Press, 2001), al diario Le Monde recuerdan
también el contexto general en el que se deben enmarcar la tratativa eclesial sobre los
casos de abusos sexuales por parte de sacerdotes católicos según la época: “La
respuesta de la Iglesia a los abusos sexuales cometidos en su seno se inscribe en buena
parte en el contexto legislativo, político y moral de la época, y evoluciona en función
de él entre 1950 y la actualidad. En los años 60 y 70, la Iglesia ha creído poder tratar el
problema transfiriendo a los sacerdotes acusados e incitándoles a someterse a

243
tratamiento. En cambio, desde comienzos de los años 90 se desarrollan los
procedimientos a gran escala para prevenir la pedofilia y responder de manera eficaz a
las denuncias. Desde 2002, la Iglesia católica americana ha adoptado una actitud de
‘tolerancia cero’ que prevé la suspensión inmediata de todo sacerdote sospechoso de
abusos”.

Por otra parte, se está olvidando que el problema de la pedofilia tiene un contexto que
no es exclusivamente el eclesial. En la carta del Papa a los católicos de Irlanda,
Benedicto XVI hacía una interesante contextualización del problema de la pedofilia.
Escribe:

“En las últimas décadas *…+ la Iglesia *…+ ha tenido que enfrentarse a nuevos y graves
retos para la fe debidos a la rápida transformación y secularización de la sociedad
irlandesa. El cambio social ha sido muy veloz y a menudo ha repercutido adversamente
en la tradicional adhesión de las personas a las enseñanzas y valores católicos.
Asimismo, las prácticas sacramentales y devocionales que sustentan la fe y la hacen
crecer, como la confesión frecuente, la oración diaria y los retiros anuales se dejaron,
con frecuencia, de lado.

También fue significativa en este período la tendencia, incluso por parte de los
sacerdotes y religiosos, a adoptar formas de pensamiento y de juicio de la realidad
secular sin referencia suficiente al Evangelio. El programa de renovación propuesto por
el Concilio Vaticano II fue a veces mal entendido y, además, a la luz de los profundos
cambios sociales que estaban teniendo lugar, no era nada fácil discernir la mejor
manera de realizarlo. En particular, hubo una tendencia, motivada por buenas
intenciones, pero equivocada, de evitar los enfoques penales de las situaciones
canónicamente irregulares. En este contexto general debemos tratar de entender el
inquietante problema de abuso sexual de niños, que ha contribuido no poco al
debilitamiento de la fe y la pérdida de respeto por la Iglesia y sus enseñanzas.

Sólo examinando cuidadosamente los numerosos elementos que han dado lugar a la
crisis actual es posible efectuar un diagnóstico claro de las causas y encontrar las
soluciones eficaces. Ciertamente, entre los factores que han contribuido a ella,
podemos enumerar: los procedimientos inadecuados para determinar la idoneidad de
los candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa, la insuficiente formación humana,
moral, intelectual y espiritual en los seminarios y noviciados, la tendencia de la
sociedad a favorecer al clero y otras figuras de autoridad y una preocupación fuera de
lugar por el buen nombre de la Iglesia y por evitar escándalos cuyo resultado fue la
falta de aplicación de las penas canónicas en vigor y de la salvaguardia de la dignidad
de cada persona. Es necesaria una acción urgente para contrarrestar estos factores,
que han tenido consecuencias tan trágicas para la vida de las víctimas y sus familias y
han obscurecido tanto la luz del Evangelio, como no lo habían hecho siglos de
persecución”.

h) La diarrea de titulares y el ocaso del periodismo

La carrera por hacer titulares ha llevado a algunos medios a mentir, falsear y


calumniar. Ya que hemos mencionado el caso del colegio Odenwald, de Alemania, que

244
nada tiene de relación con la Iglesia católica, fue significativo el yerro monumental que
en su website tuvo el periódico alemán Frankfurter Rundchau al titular una entrada: “El
Papa debe tomar postura sobre Odenwald”. Momentos más tarde tendría que cambiar
sigilosamente el título.

Ramón Pérez-Maura recordaba desde una columna en el ABC de España que


“Periodismo implica cotejar. Incluso –y yo diría sobre todo– cuando la fuente de una
información es la agencia AP o The New York Times” (cf. 14.04.2010).

El abuso mediático del tema de los abusos plantea la seria consideración del tipo de
periodismo que se hace actualmente en buena parte de los medios de comunicación
de mayor trascendencia. Las informaciones parecen haber abdicado de la necesidad de
investigaciones serias, fuentes contrastadas y contenidos veraces. Crear morbo,
vender y calumniar parece ser la pauta a seguir. No sé si muchos de los medios
referidos en este análisis sean verdaderamente anticristianos, pero sí sé que no han
hecho periodismo.

El abuso de los abusos convertido en persecución contra Benedicto XVI, precisamente


en el año sacerdotal, pareciera responder, al menos como hipótesis, a un “miedo” a
que este evento eclesial suscite nuevas y santas vocaciones, fortalezca a los millares de
sacerdotes (y religiosas) santos, y anime a los cristianos a vivir como tales. Tal vez
también habría que mirar ahí cuando se trata de encontrar causas muy de fondo a la
campaña mediática contra el rottweiler de Dios que, pese a la difamación, suma cinco
años como guía de una Iglesia que supera ya los dos mil años de historia. Un
diagnóstico de la prensa, al menos de la aquí citada, apunta a su triste y vergonzoso
ocaso.

2. La pederastia: la excusa para difamar a la Iglesia católica

Iniciada la semana con el quinto aniversario del


pontificado del Papa Benedicto XVI, los ataques al
Santo Padre y a la Iglesia orquestados por
corrientes anticristianas siguen en pie con motivo
de los casos de abuso de menores que tristemente
afectan a un número determinado de sacerdotes.
No obstante, el asunto de la pederastia parece más
una excusa para resquebrajar la figura de la primera autoridad moral de la tierra y para
mancillar a la Iglesia católica como institución.

Jesucristo no escogió como piedra angular de su Iglesia a un hombre sin macula. Esto
es importante tenerlo en cuenta para analizar el caso de la pederastia y la justicia de
los ataques vertidos. La Iglesia de Cristo está bañada por la Gracia de Dios y la fuerza
del Espíritu, pero fue dejada al pastoreo de un hombre, humano como todos: Pedro.
En efecto, la Iglesia de Cristo, desde su primer día, cuenta con la debilidad de todos los
hombres que la constituyen, y la gracia de Dios a inspirado a esos hombres pecadores
en misiones que han deparado un gran bien para la Iglesia – para la humanidad –.

245
Seguramente pocos sacerdotes, desde los comienzos del cristianismo, hayan sido
hombres sin tacha; pero, a pesar de las miserias, la acción de Dios no ha dejado de
hacer sus frutos a través de ellos. La Iglesia es santa al margen del pecado de los
hombres, y es santa porque está inspirada por Dios y porque esa inspiración se
encarna en hombres incluso corrompidos a la vileza de las cosas terrenas. La grandeza
de Dios adquiere mayor relevancia cuando los miembros de la Iglesia, de probada
iniquidad, alumbran misiones que actúan en beneficio de la Iglesia, como la fundación
de los Legionarios de Cristo por Marcial Maciel. La miseria de este hombre no se
extiende a la misión que alumbró, porque eso sería poner en juicio la misma acción
divina. Los enemigos de la Iglesia saben bien como infundir escándalo, pero los
creyentes sabemos también, por el contrario, que la misión de la Iglesia no depende de
los hombres, ni de su contrastada santidad, sino de Dios. Que algunos pidan la
dimisión del Papa no responde a otra cosa que al veneno que en ellos se alberga y al
anhelo de ver caída la fuerza de Dios; porque no lo olvidemos, lo que desespera a
cuantos critican al Papa es Dios mismo, a quien, por vanidad, no quieren reconocer.

La Iglesia ha dado sobrada respuesta y ha actuado justamente respecto a los casos de


abusos de menores perpetrados por sacerdotes. Pero esto no parece suficiente; es
más, no importa. A quienes critican a la Iglesia tampoco les importa realmente las
víctimas, lo único que les ocupa y preocupa es atacar a la Iglesia y cualquier revés de
ésta es una oportunidad que no dejan escapar. De ahí, que día sí y día también
devenga un goteo informativo incesante para denostar al Santo Padre y a la Iglesia. No
se persigue ni se condena a los sacerdotes que han delinquido, sino al Papa. Se le
acusa de no haber actuado con celeridad cuando era arzobispo de Munich (Alemania)
y de encubridor. Ciertamente, todas estas informaciones, difamatorias, no son más
que especulaciones nada contrastadas, meros rumores: falsa información que
digerimos en la sobremesa. Lo que si es cierto, y a la hemeroteca se puede recurrir, es
que el Cardenal Ratzinger, antes de ser elegido Pontífice, sabía de estos casos, por ser
prefecto de la Congregación de la Fe, que es competente en los pecados de extrema
gravedad cometidos por eclesiásticos. Así, desde 2001, año en que se aprobó una
legislación especial para delitos y pecados muy graves – motu proprio Sacramentorum
sanctitatis tutela, en cuya redacción intervino directamente Ratzinger –, la Santa Sede
tiene el instrumento legal adecuado para actuar en tales supuestos gravísimos, que
antes no estaban regulados. De este modo, como ocurre también en los
ordenamientos jurídicos de los Estados, el Derecho Penal se adapta a las nuevas
situaciones a medida que éstas se presentan – por ejemplo, en España es muy reciente
la legislación sobre la llamada violencia de género –.

Reitero, el revuelo armado por los casos de pederastia que afectan a sacerdotes no
tiene como objeto a éstos ni, mucho menos, solucionar tal lacra. El objetivo por orden
creciente es el Papa y la Iglesia como transmisora de unos determinados valores que
fundamentan las raíces de la sociedad y la cultura occidental. Tal campaña es una
campaña difamatoria, en cuanto que su verdadero interés no radica en reparar el daño
causado a las víctimas ni en mejorar las leyes, de otro modo no se entiende que los
acusadores hayan pasado de denunciar los casos individuales a la acusación indistinta
del Papa y de la Iglesia, que son lo que realmente tienen entre ceja y ceja. Los
cristianos hemos de comprender y comprendemos, y esa es nuestra dulce cruz, que los

246
ataques son a la Iglesia misma como defensora de la vida, de la persona, de la moral
misma. Esta campaña no es más que otra batalla contra el cristianismo promovida por
quienes profesan el relativismo, la ausencia de verdad y la libertad sin responsabilidad
moral.

Joan Figuerola

3. Homosexualidad, celibato y pederastia

Las palabras del Cardenal Tarcisio Bertone en Chile sobre homosexualidad y pedofilia
han provocado la ira políticamente correcta de quienes, por una parte, piden total
transparencia en los casos de abusos, y, por otra, censuran los datos que no les gustan.
Ante la pregunta de si se da una relación entre el celibato y los casos de pedofilia, el
cardenal Bertone respondió: “Muchos psicólogos, psiquiatras, han demostrado que no
hay relación entre celibato y pedofilia, y en cambio muchos otros han demostrado, y
me lo han dicho recientemente, que hay una relación entre homosexualidad y
pedofilia”.

Desde luego, hay que tener en cuenta que se trataba de una rueda de prensa, no de un
simposio científico. Como después aclaró el portavoz de la Santa Sede, padre
Lombardi, “no es competencia de las autoridades eclesiásticas hacer afirmaciones
generales de carácter específicamente psicológico o médico, para las cuales remiten
naturalmente a los estudios de especialistas y a las investigaciones en curso”. La
afirmación de Bertone, precisó, “se refería evidentemente al problema de los abusos
cometidos en el seno del clero y no a los cometidos en el conjunto de la población”.

Los datos disponibles sobre los abusos sexuales entre el clero obligan a plantearse la
influencia de las tendencias homosexuales en este problema. El informe publicado en
2004 por el John Jay College, considerado como el más completo sobre el tema en
EE.UU., constata que el 81% de las víctimas eran varones y, en su mayoría, se trataba
de adolescentes que habían superado la pubertad. La pedofilia, la atracción por niños
antes de la pubertad, ha sido un fenómeno menor en los casos de abusos de
sacerdotes.

También en las estadísticas facilitadas recientemente por monseñor Charles J. Scicluna


sobre los casos remitidos a la Congregación para la Doctrina de la Fe entre los años
2001-2010, resulta que solo un 10 por ciento de los casos eran de pederastia en
sentido estricto, mientras que el 90 por ciento tenían que ver con adolescentes: el 60
por ciento hacen referencia a actos sexuales con personas del mismo sexo y el 30 por
ciento de carácter heterosexual (cfr. Aceprensa, 15-03-2010). Es decir, en la gran
mayoría de los casos se trata de varones que abusan de menores del mismo sexo.

A partir de estos datos, llama la atención que el periodista pregunte por la relación
entre celibato y pedofilia, y en cambio nadie pregunte por la posible relación entre
sacerdotes con tendencias homosexuales y abusos de menores. Lo curioso es que
desde el comienzo de la crisis se haya dado por buena la sospecha –cuando no la

247
afirmación tajante– de que el celibato es el caldo de cultivo de los abusos, mientras se
pasa por alto que quienes han incurrido en esa mala conducta han cometido en su
mayor parte actos de naturaleza homosexual.

Cualquier generalización sin pruebas es mala, y esto vale tanto para el celibato como
para la homosexualidad. Bertone tiene razón cuando dice que los estudios han
demostrado que no hay relación entre celibato y pedofilia (cfr. Aceprensa 23-03-2010).
Los datos confirman que entre el clero católico no se dan más casos de abusos a
menores que en otros ámbitos, ya sea la familia, las escuelas laicas, los entrenadores
deportivos o los ministros de otras confesiones, que no están obligados al celibato (cfr.
Aceprensa 23-03-10). Y si un sacerdote no quiere vivir el celibato, como varón
heterosexual lo que le interesarán serán las mujeres, no los niños.

Ciertamente, nadie ha dicho –tampoco Bertone– que cualquier homosexual sea un


pederasta ni que cualquier sacerdote con tendencia homosexual abuse de menores.
Pero igualmente habría que reconocer que en la Iglesia el problema de los abusos a
menores no proviene de los sacerdotes que viven el celibato, sino de los que no lo
viven y que, según se ha visto, en su gran mayoría se sienten atraídos por adolescentes
varones.

Lo que molesta es que las palabras de Bertone hayan suscitado un tema que hoy es
tabú, como si cualquier dato que vaya en desdoro de la conducta homosexual debiera
silenciarse. Como ha declarado a Zenit el profesor Massimo Introvigne, los que se
rasgan las vestiduras “buscan prohibir la cita de aquellos datos estadísticos que
consideran como políticamente incorrectos. Es una forma de censura inaceptable, en
ocasiones disfrazada de científica”. Pero los datos estadísticos son números y “estos
números, en cuanto tales, no deberían ofender a nadie y no se les puede hacer decir
más –ni menos– de lo que dicen”.

Si se trata de acabar con el ocultismo en este tema, no hay por qué silenciar lo que
molesta a los nuevos bienpensantes.

Juan Domínguez

4. Clima artificial de pánico moral

Un tribunal de la Haya decidió en julio de 2006 que el partido pedófilo “Diversidad,


Libertad y Amor Fraternal” (PNVD, siglas holandesas), “no puede ser prohibido, ya que
tiene el mismo derecho a existir que cualquier otra formación”. Los objetivos de este
partido político eran: reducir la edad de consentimiento (12 años) para mantener
relaciones sexuales, legalizar la pornografía infantil, respaldar la emisión de porno duro
en horario diurno de televisión y autorizar la zoofilia. El partido acaba de disolverse
esta misma semana. Al parecer, ha contribuido decisivamente la “dura campaña”
lanzada desde todos los frentes, internet incluido, por el sacerdote católico F. di Noto,
implacable en la lucha contra la pedofilia.

248
Esta buena noticia - cuyo protagonista es un sacerdote católico - coincide con otra
mala, protagonizada también por sacerdotes de esta confesión. Me refiero a la
tempestad mediática desatada por abusos sexuales de algunos clérigos sobre menores
de edad. Estos son los datos: 3.000 casos de sacerdotes diocesanos involucrados en
delitos cometidos en los últimos cincuenta años, aunque no todos declarados
culpables por sentencia condenatoria. Según Charles J. Sicluna – algo así como el fiscal
general del organismo de la Santa Sede encargado de estos delitos - : “el 60% de estos
casos son de ‘efebofilia’, o sea de atracción sexual por adolescentes del mismo sexo; el
30% son de relaciones heterosexuales, y el 10%, de actos de pederastia verdadera y
propia, esto es, por atracción sexual hacia niños impúberes. Estos últimos, son unos
trescientos. Son siempre demasiados, pero hay que reconocer que el fenómeno no
está tan difundido como se dice”.

Efectivamente, si se tiene en cuenta que hoy existen unos 500.000 sacerdotes


diocesanos y religiosos, esos datos –sin dejar de ser tristes, - suponen un tanto por
ciento no superior al 0.6%. El trabajo científico más sólido que conozco de autor no
católico es el del profesor Philip Jenkins, Pedophiles and Priest, Anatomy of a
Contemporary Crisis (Oxford University Press). Su tesis es que la proporción de clérigos
con problemas de desorden sexual es menor en la Iglesia Católica que en otras
confesiones. Y, sobre todo, mucho menor que en otros modelos institucionales de
convivencia organizada. Si en la Iglesia Católica pueden ahora resaltar más - y antes- es
por la centralización eclesiástica de Roma, que permite recoger información,
contabilizar y conocer los problemas con más inmediatez que en otras instituciones y
organizaciones, confesionales o no. Hay dos ejemplos recientes que confirman los
análisis de Jenkins. Los datos que acaban de facilitar las autoridades austríacas indican
que, en un mismo período de tiempo, los casos de abusos sexuales señalados en
instituciones vinculadas a la Iglesia han sido 17, mientras que en otros ambientes eran
510. Según un informe publicado por Luigi Accatoli (un clásico del Corriere della Sera),
de los 210.000 casos de abusos sexuales registrados en Alemania desde 1995,
solamente 94 corresponden a personas e instituciones de la Iglesia católica. Eso
supone un 0,045%.

Me da la impresión de que se está generando un clima artificial de “pánico moral”, al


que no es ajeno cierta pandemia mediática o literaria centrada en las “desviaciones
sexuales del clero”, convertidas en una suerte de pantano moral. Nada nuevo, por otra
parte, pero que ahora alcanza cotas desproporcionadas, al conocerse hace unos días
los casos ocurridos en Alemania, Austria y Holanda. La campaña recuerda las leyendas
negras sobre el tema en la Europa Medieval, la Inglaterra de los Tudor, la Francia
revolucionaria o la Alemania nacional-socialista. Coincido con Jenkins cuando observa:
“el poder propagandístico permanente de la cuestión pedófila fue uno de los medios
de propaganda y acoso utilizados por los políticos, en su intento de romper el poder de
la Iglesia católica alemana, especialmente en el ámbito de la educación y servicios
sociales”. Himmler charged that "not one crime is lacking from perjury through incest
to sexual murder," offering the sinister comment that no one really knows what is
going on "behind the walls of monasteries and in the ranks of the Roman
brotherhood”. Esta idea es ilustrativa, si se piensa en aquel comentario de Himmler:
“nadie sabe muy bien lo que ocurre tras los muros de los monasterios y en las filas de

249
la comunidad de Roma…" Hoy también se mezcla la información de datos y hechos con
insinuaciones y equívocos provocados. Al final, la impresión es que la única culpable de
esa triste situación es la Iglesia católica y su moral sexual.

Dicho esto, es evidente que el problema tiene la gravedad suficiente para abordarlo sin
oblicuidades. Vayamos a sus causas. Debo reconocer que me llamó la atención el
énfasis que Benedicto XVI puso en la reiterada condena de estos abusos en su viaje a
Estados Unidos. Los analistas esperaban, desde luego, alguna referencia al tema. Pero
sorprendió que por cuatro veces aludiera a estos escándalos. Y es que, en realidad,
esta cuestión hunde sus raíces en los años sesenta y setenta, pero estalla a principios
del nuevo milenio con sus repercusiones patrimoniales y de reparación para las
víctimas. Algo, pensaba yo, que pertenece al pasado. A un pasado que coincidió con la
llamarada de la revolución sexual de los sesenta. Por entonces se descubrió, entre
otras filias y fobias, la “novedad” de la pedofilia, apuntando, entre otros objetivos, a la
demolición de las “murallas” levantadas para impedir el contacto erótico entre adultos
y menores. ¿Quién no recuerda – en torno a aquellos años - a Mrs. Robinson y a
Lolita…? Si se hurga un poco comprobaremos que algunos de los más inflexibles
“moralistas” actuales, fueron apóstoles activos de la liberación sexual de los
sesenta/setenta.

Esta revolución ha marcado a una cultura y a su época, dejando una profunda huella,
que contagió también a ciertos ambientes clericales. Así, algunas Universidades
católicas de América y Europa desarrollaron enseñanzas con una concepción equívoca
de la sexualidad humana y de la teología moral. Al igual que toda una generación,
algunos de los seminaristas no fueron inmunes y actuaron luego de modo indigno.
Contra esa podredumbre se enfrentó decididamente Juan Pablo II, cancelando el
permiso de enseñar en esas Universidades a algunos docentes, entre ellos a Charles
Curran, exponente cualificado de aquella corriente.

Benedicto XVI, no obstante las raíces antiguas del problema, decidió actuar con
tolerancia cero en algo que mancha el honor del sacerdocio y la integridad de las
víctimas. De ahí sus reiteradas referencias al tema en Estados Unidos y su rápida
reacción convocando a Roma a los responsables, cuando el problema estalló en
algunas diócesis irlandesas. De hecho acaba de hacerse pública una dura carta a la
Iglesia en Irlanda donde el Papa viene a llamar “traidores” a los culpables de los abusos
y anuncia, entre otras medidas, una rigurosa inspección en diócesis, seminarios y
organizaciones religiosas. Resulta sarcástico el intento de involucrarle ahora en
escándalos sexuales de algún sacerdote de la diócesis que regentó hace años el
arzobispo Ratzinger. Sobre todo si se piensa que fue precisamente el cardenal
Ratzinger quien, como prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe, firmó el 18
de mayo de 2001 la circular De delictis gravioribus' (“crímenes más graves”) con duras
medidas ejecutivas contra esos comportamientos. El propio hecho de reservar a la
Santa Sede juzgar los casos de pedofilia (junto con los atentados contra los
sacramentos de la Eucaristía y la Confesión) subraya la gravedad que les confiere, así
como el propósito de que el juicio no aparezca “condicionado” por otras instancias
locales, potencialmente más influenciables.

250
Desde luego, en todas partes cuecen habas. Nigel Hamilton ha escrito sobre la
presidencia de EE.UU: “En la Casa Blanca hemos tenido a violadores, mariposones, y,
para decirlo suavemente, personas con preferencias sexuales poco habituales. Hemos
tenido asesinos, esclavistas, estafadores, alcohólicos, ludópatas y adictos de todo tipo.
Cuando un amigo le preguntó al presidente Kennedy por qué permitía que su lujuria
interfiriese en la seguridad nacional, respondió: "No puedo evitarlo".

Ante el problema, la Iglesia es una de las pocas instituciones que no ha cerrado las
ventanas ni atrancado las puertas hasta que pase la tormenta. No se ha acurrucado en
sí misma “hasta que los bárbaros se retiren a los bosques”. Ha plantado cara al
problema, ha endurecido su legislación, ha pedido perdón a las víctimas, las ha
indemnizado y se ha tornado implacable con los agresores. Denunciemos los errores,
desde luego, pero seamos justos con quienes sí quieren –a diferencia de Kennedy-
evitarlos.

Rafael Navarro-Valls

5. Goebbels y la operación de los sacerdotes pedófilos

Se basó en algunos casos reales de abusos sexuales cometidos por miembros del clero
católico, pero amplificados y distorsionados. “Casos de abusos sexuales salen a la luz
cada día contra un gran número de miembros del clero católico. Por desgracia, no se
trata de casos individuales sino de una crisis moral colectiva en una dimensión tan
horrorosa y desconcertante como quizá la humanidad nunca ha conocido. Numerosos
sacerdotes y religiosos son reos confesos. No hay duda de que los miles de casos que
han llegado al conocimiento de la Justicia representan solo una pequeña parte del
total, ya que muchos abusadores han sido cubiertos y ocultados por la Jerarquía”. Un
editorial del New York Times del 2010?, se pregunta Introvigne. “No: un discurso del 28
de mayo de 1937 de Joseph Goebbels (1897-1945), ministro de Propaganda del Tercer
Reich”.

“Este discurso, de gran resonancia internacional, es el culmen de una campaña lanzada


por el régimen nazi para desacreditar a la Iglesia Católica involucrándola en un
escándalo de sacerdotes pedófilos. 276 religiosos y 49 sacerdotes seculares fueron
arrestados en 1937. Las detenciones se realizaron en todas las diócesis alemanas, para
que los escándalos se mantuvieran continuamente en la primera página de los
periódicos”.

“El 10 de marzo de 1937 con la encíclica Mit brennender Sorge el papa Pío XI condena
la ideología nazi. A finales del mismo mes el Ministerio de la Propaganda guiado por
Goebbels lanza la campaña contra los abusos sexuales de los sacerdotes”.

Introvigne explica que en 1937 el jefe del contraespionaje militar alemán, el almirante
Wilhelm Canaris, desaprueba la maniobra de Goebbels contra la Iglesia y encarga al
abogado católico Josef Muller que lleve a Roma una serie de documentos secretos

251
sobre el tema. Pío XII encarga al jesuita alemán Walter Mariaux que estudie los
documentos.

Introvigne considera que esta maniobra de Goebbels es un típico caso de creación de


lo que los sociólogos llaman un “pánico moral”. Como siempre en estos caos, en la
base hay hechos reales, pero sistemáticamente amplificados en número y
distorsionados en su interpretación.

Antes de la publicación de la encíclica, había habido en Alemania algunos casos de


abusos de menores. El mismo Mariaux considera culpables a un religioso de una
escuela de Bad Reichenall, a un profesor laico, a un jardinero y a un bedel, condenados
en 1936. Pero la sanción decidida por el Ministerio de Educación de Baviera –la
revocación de la autorización para gestionar centros de enseñanza a cuatro órdenes
religiosas– fue totalmente desproporcionada y refleja la voluntad del régimen de
atacar a las escuelas católicas.

Firme reacción del episcopado

“Los casos de abusos –poquísimos, pero reales– habían provocado una firme reacción
del episcopado. El 2 de junio de 1936 el obispo de Münster, Clemens August von Galen
(1878-1946) –alma de la resistencia católica al nazismo, beatificado por Benedicto XVI
en 2005– hace leer en las misas dominicales una declaración en la que expresa ‘el
dolor y la tristeza’ por los ‘abominables delitos’ que ‘arrojan ignominia sobre nuestra
Iglesia’”.

“El 20 de agosto de 1936, tras un caso que afecta a algunos franciscanos de


Waldbreitbach, el episcopado alemán publica una carta pastoral colectiva en la que
‘condena severamente’ a los responsables y subraya la colaboración de la Iglesia con
los tribunales estatales”. Al mismo tiempo, “los obispos hacen notar que entre los
maestros de las escuelas estatales y en la misma organización juvenil del régimen, la
Hitlerjugend, los casos de condenas por abusos sexuales son mucho más numerosos
que entre el clero católico”.

Reproponer episodios antiguos

“Lo que determina la gran campaña de 1937 es la encíclica de Pío XI contra el


nazismo”, señala Introvigne. “Mariaux lo prueba a través de las detalladísimas
directrices enviadas por Goebbels pocos días después de la publicación de la Mit
brennender Sorge, dirigidas a la GESTAPO, la policía política del Tercer Reich, y sobre
todo a los periodistas, invitados a ‘descubrir’ los casos juzgados en 1936, e incluso
episodios más antiguos, reproponiéndolos constantemente a la opinión pública”.

De todos modos, en aquellas fechas todavía se mantenía cierta independencia de los


tribunales. “De los 325 sacerdotes y religiosos detenidos después de la encíclica solo
21 fueron condenados. Y es casi seguro que entre estos había inocentes calumniados.
Casi todos acabarán en campos de concentración, donde muchos morirán”.

252
El intento nazi de descalificar a la Iglesia a escala internacional no triunfó. Gracias al
coraje de Canaris y a la constancia del investigador jesuita Mariaux, la verdad saldrá a
la luz durante la guerra. “La perfidia de la campaña de Goebbels suscitará más
indignación que la eventual culpabilidad de algunos religiosos. El origen de todos los
‘pánicos morales’ en materia de sacerdotes pedófilos les explotará en las manos a los
mismos propagandistas del nazismo que habían tratado de organizarlo”.

Massimo Introvigne

6. Diez mitos sobre la pedofilia de los sacerdotes

Mito 1: Es más probable que sacerdotes


católicos, en comparación con otros grupos
de hombres, sean pedófilos

Esto es simplemente falso. No existe


evidencia alguna de que los sacerdotes estén
más inclinados a abusar de los niños que
otros grupos de hombres.

El uso y abuso de los niños como objeto de gratificación sexual por parte de los adultos
es epidémico en todas las clases sociales, profesiones, religiones y grupos étnicos
alrededor del mundo, según lo demuestran claramente las estadísticas acerca de la
pornografía, el incesto y la prostitución infantil. La pedofilia (el abuso sexual de niños
preadolescentes) entre los sacerdotes es extremamente rara, pues afecta solamente al
0.3% del clero. Esta cifra, citada en el libro Pedophiilia and Piresthood (Pedofilia y
Sacerdocio), escrito por el estudioso no-católico Philip Jenkins, está tomada del estudio
más amplio que existe hoy día sobre este tema. Concluye que solamente uno de entre
2.252 sacerdotes que formaron parte del estudio a lo largo de un período de más de
30 años, se ha visto afectado por la pedofilia. En los escándalos recientes de Boston,
solamente 4 de entre más de los 80 sacerdotes etiquetados por los medios de
comunicación como "pedófilos" son en realidad culpables de abusar de niños
pequeños.

La pedofilia es un tipo particular de desorden sexual compulsivo en el cual un adulto


(hombre o mujer) abusa de niños preadolescentes. La gran mayoría de los escándalos
sexuales del clero que están saliendo a la luz ahora no entran propiamente en la
categoría de pedofilia. Más bien, se deben calificar como efebofilia o atracción
homosexual hacia adolescentes. Aunque el número total de sacerdotes que cometen
abuso sexual es mucho más alto que el de los que son culpables de pedofilia, la cifra
total queda aún por debajo del 2% que es semejante al porcentaje que se da entre
hombres casados (Jenkins, Pedophilia and Priests).

Con ocasión de la crisis actual en la Iglesia, otros grupos religiosos e instituciones no


religiosas han admitido tener problemas semejantes tanto de pedofilia como de
efebofilia entre las filas de su clero o personal. No hay evidencia de que la pedofilia sea

253
más común entre el clero católico, que entre los Ministros protestantes, los líderes
Judíos, los médicos, o miembros de cualquier otra institución en la que los adultos
ocupen posiciones de autoridad sobre los niños.

Mito 2. El estado célibe de los sacerdotes conduce hacia la pedofilia

El celibato no es causa de ninguna adicción sexual desviada, entre las que se cataloga
la pedofilia. De hecho, en comparación con los sacerdotes, es tan probable que los
hombres casados abusen sexualmente de los niños (Jenkins, Pedophilia and Priests).
Entre la población general, la mayoría de los transgresores son hombres
heterosexuales reincidentes que abusan sexualmente de las niñas. También hay
mujeres que cometen este tipo de abusos sexuales. Aunque es difícil obtener
estadísticas exactas sobre el abuso sexual de los niños, los rasgos característicos de los
que repetidamente cometen abuso sexual con niños han sido bien descritos. El perfil
de los abusadores sexuales de niños nunca incluye adultos normales que se sienten
atraídos eróticamente hacia los niños como resultado de la abstinencia (Fred Berlin,
Compulsive Sexual Behaviors, in Addiction and Compulsion Behaviors [Boston: NCBC,
1998]; Patrick J. Carnes, Sexual Compulsion: Challenge for Church Leaders, in Addiction
and Compulsion; Dale O’Leary, Homosexuality and Abuse).

Mito 3. Si los sacerdotes se casaran, desparecerían la pedofilia y otras formas de


conducta sexual desviada

Algunas personas incluyendo algunos disidentes católicos que suelen expresar su


disconformidad en público se están aprovechando de esta crisis para promover sus
propios intereses. Como respuesta a los escándalos, algunos están exigiendo que el
clero sea casado, como si el matrimonio hiciera que "ciertos" hombres dejasen de
molestar sexualmente a los niños. Esta afirmación se desmiente con las estadísticas
mencionadas antes sobre el hecho de que, comparados con los sacerdotes célibes, es
igualmente común que los hombres casados abusen sexualmente de los niños.
(Jenkins, Pedophilia and Priests).

Dado que ni el ser católico ni el ser célibe predispone a una persona a caer en la
pedofilia, el clero casado no resolvería el problema (Doctors call for pedophilia
research, The Hartford Currant, March 23). No hay más que mirar a las crisis en otras
religiones, sectas o profesiones para ver este punto con claridad.

El hecho es que hombres heterosexuales sanos no suelen caer en la atracción erótica


hacia los niños como resultado de su abstinencia.

Mito 4. El celibato sacerdotal fue una invención medieval

Mentira. En la Iglesia católica de Occidente, el celibato se practicó ya universalmente a


partir del siglo IV, comenzando con la adopción que S. Agustín hizo de la disciplina
monástica para todos sus sacerdotes. Además de las muchas razones prácticas para

254
adoptar esta disciplina se suponía que era un buen medio para evitar el nepotismo el
estilo de vida célibe permitía a los sacerdotes ser más independientes y disponibles.
Este ideal era también una oportunidad para que los sacerdotes dieran también
testimonio del mismo estilo de vida que sus hermanos los monjes. La Iglesia no ha
cambiado las normas del celibato, porque con el paso de los siglos se ha dado cuenta
del valor práctico y espiritual que posee (Pablo VI, carta encíclica sobre El celibato
sacerdotal, 1967). De hecho, incluso en la Iglesia católica del Este que admite también
la posibilidad de tener sacerdotes casados los obispos son elegidos solamente entre los
sacerdotes no casados.

Cristo reveló el verdadero valor y significado del celibato. Los sacerdotes católicos,
desde S. Pablo hasta el presente le han imitado en la total donación de si mismos a
Dios y a los demás viviendo célibes. Aunque Cristo elevó el matrimonio al nivel de
sacramento que revela el amor y vida de la Santísima Trinidad, él fue también testigo
vivo de la vida futura. Los sacerdotes célibes son para nosotros testigos vivos de esta
vida futura en la cual la unidad y el gozo del matrimonio entre un hombre y una mujer
son sobrepasados por la perfecta y amorosa comunión con Dios. El celibato entendido
y vivido adecuadamente libera a la persona para amar y servir como Cristo lo hizo.

En los últimos cuarenta años, el celibato ha sido un testimonio todavía más poderoso
del sacrificio amoroso de hombres y mujeres que se ofrecen a si mismos para servir a
sus comunidades.

Mito 5. Mujeres sacerdotes ayudarían a solucionar el problema

No hay en absoluto ninguna conexión lógica entre el comportamiento desviado de una


pequeña minoría de sacerdotes varones y la inclusión en sus filas de las mujeres.
Aunque es verdad que según muestran la mayoría de las estadísticas sobre abuso de
niños es más común que los hombres abusen de ellos, el hecho es que también hay
mujeres que molestan sexualmente a los niños. En 1994, el National Opinion Research
Center demostró que la segunda forma más común de abuso sexual de niños era el de
mujeres que abusaban de niños varones. Por cada tres varones abusadores sexuales de
niños, hay una mujer abusadora. Las estadísticas sobre las mujeres que abusan
sexualmente de otros son más difíciles de obtener porque el crimen es más oculto
(entrevista con el Dr. Richard Cross, "Una cuestión de carácter", National Opinion
Research Center; cf. Carnes). Además, es más imporbable que sus víctimas más
frecuentes, los niños, reporten los abusos sexuales, especialmente cuando el abusador
es una mujer (O’Leary, Child Sexual Abuse).

Hay razones por las cuales la Iglesia no puede ordenar sacerdotes a las mujeres (como
Juan Pablo II ha explicado en numerosas ocasiones). Pero esto nos sacaría ahora del
tema. El debate sobre la ordenación de las mujeres no está para nada relacionado con
el problema de la pedofilia ni con otras formas de abuso sexual.

Mito 6. La homosexualidad no está conectada con la pedofilia

255
Esto es simplemente falso. Es tres veces más probable que los homosexuales sean
pedófilos que los hombres heterosexuales. Aunque la pedofilia exclusiva (atracción
hacia los preadolescentes) es un fenómeno extremo y raro, un tercio de los varones
homosexuales sienten atracción por los adolescentes (Jenkins, Priests and Pedophilia).
La seducción de adolescentes varones por parte de homosexuales es un fenómeno
bien documentado. Esta forma de comportamiento desviado es el tipo más común de
abuso obrado por sacerdotes y está directamente relacionado con el comportamiento
homosexual.

Como Michael Ross muestra en su libro, Goodbye!, Good Men (Adiós, hombres
buenos!), hay una activa sub-cultura homosexual dentro de la Iglesia. Esto se debe a
varios factores. La confusión que se ha dado en la Iglesia como resultado de la
revolución sexual de los años 60, el tumulto posterior al Concilio Vaticano II, y una
mayor aprobación de la homosexualidad por parte de la cultura. Todo esto hizo que se
creara un ambiente en el cual homosexuales varones activos fueron admitidos y
tolerados en el sacerdocio. La Iglesia se ha apoyado también más en la psiquiatría para
valorar la idoneidad de a los candidatos al sacerdocio y para tratar a los sacerdotes que
tenían problemas. En 1973, The American Psychological Association (Asociación
Psicológica Americana) dejó de considerar la homosexualidad como una orientación
objetivamente desordenada y la suprimió de su Manual Diagnóstico y Estadístico
(Nicolosi, J., Reparative Therapy of Male Homosexuality, 1991; Diamond, E,. Et al.
Homosexuality and Hope, documento no publicado de la CMA). Lógicamente, el
tratamiento de comportamientos sexuales desviados se vio afectado por este cambio
de actitud.

Mientras la actitud de la Iglesia hacia quienes tienen problema de atracción


homosexual se ha caracterizado por la compasión, también ha sido firme y constante
en sostener el punto de vista de que la homosexualidad es objetivamente
desordenada y que el matrimonio entre un hombre y una mujer es el único contexto
propio para el ejercicio de la actividad sexual.

Mito 7. La Jerarquía católica no ha hecho nada para solucionar la pedofilia

Aunque todos estamos de acuerdo en que la jerarquía no ha hecho lo suficiente, esta


afirmación es, sin embargo, falsa. Cuando el Código de Derecho Canónico fue revisado
en 1983, se añadió un pasaje importante:

El clérigo que cometa de otro modo un delito contra el sexto mandamiento del
Decálogo, cuando este delito haya sido cometido con violencia o amenazas, o
públicamente o con un menor que no haya cumplido dieciséis años de edad, debe ser
castigado con penas justas, sin excluir la expulsión del estado clerical, cuando el caso lo
requiera. (Canon 1395, 2)

Pero ciertamente, no es lo único que la Iglesia ha hecho. Los obispos, comenzando con
el Papa Pablo VI en 1967, publicaron una advertencia dirigida a los fieles sobre las
consecuencias negativas de la revolución sexual. La encíclica papal Sacerdotalis
coelibatus (sobre el celibato sacerdotal), trató el tema del celibato sacerdotal en medio

256
de un ambiente cultural que exigía mayor "libertad" sexual. El Papa volvió a reafirmar
el celibato al mismo tiempo que apelaba a los obispos para que asumieran
responsabilidad por "los hermanos sacerdotes afligidos por dificultades que ponen en
peligro el don divino que han recibido". Aconsejaba a los obispos que buscaran ayuda
para estos sacerdotes, o, en casos graves, que pidieran la dispensa para los sacerdotes
que no podían ser ayudados. Además, les pidió que fuesen más prudentes al juzgar
sobre la aptitud de los candidatos al sacerdocio.

En 1975, la Iglesia publicó otro documento llamado Declaración sobre ciertas


cuestiones sobre la ética sexual (escrito por el cardenal Josef Raztinger) que trataba
explícitamente, entre otros asuntos, el problema de la homosexualidad entre los
sacerdotes. Tanto el documento de 1967 como el de 1975 tratan el tema de las
desviaciones sexuales, incluso la pedofilia y la efebofilia, que son especialmente
frecuentes entre los homosexuales.

En 1994, el Ad hoc Committee on Sexual Abuse (Comité sobre abuso sexual de la


Conferencia Episcopal Americana) publicó unas orientaciones dirigidas a las 191
diócesis de Estados Unidos para ayudarles a crear unas líneas de acción para tratar el
problema de abuso sexual de menores. Casi todas las diócesis redactaron sus propias
directrices (USCCB document: Guideliness for dealing with Child sexual Abuse, 1993-
1994). En estas fechas la pedofilia se reconocía ya como un desorden que no podía ser
curado, y como un problema que se estaba agravando debido al aumento de la
pornografía. Antes de 1994, los obispos siguieron la opinión de los psiquiatras expertos
que creían que la pedofilia podía ser tratada con éxito. Los sacerdotes convictos de
abuso sexual eran enviados a uno de los establecimientos especializados de los
Estados Unidos. Los obispos frecuentemente se basaban en los juicios de los expertos
para determinar si los sacerdotes estaban listos para volver al ministerio. Esto no
mitiga la negligencia por parte de algunos miembros de la jerarquía, pero por lo menos
ayuda a entender mejor la cuestión.

Como respuesta a los escándalos recientes, algunas diócesis están creando comisiones
especiales para afrontar los casos de abuso de menores, y también están creando
grupos de defensa de las víctimas; y están reconociendo oficialmente que se debe
atender inmediatamente cualquier legítima acusación.

Mito 8. La enseñanza de la Iglesia sobre moralidad sexual es el verdadero problema,


no la pedofilia

La enseñanza de la Iglesia sobre la moralidad sexual se basa en la dignidad de la


persona humana y en la bondad de la sexualidad humana. Esta enseñanza condena el
abuso de los niños en todas sus formas, lo mismo que condena otros crímenes
sexuales reprensibles como la violación, el incesto, la pornografía infantil y la
prostitución infantil. En otras palabras, si estas enseñanzas se vivieran, no existiría el
problema de la pedofilia.

La creencia de que esta enseñanza conduce a la pedofilia se basa en un concepción


falsa o en una deliberada falsa interpretación de la moral sexual católica. La Iglesia

257
reconoce que la actividad sexual sin el amor y compromiso que se da solamente en el
matrimonio, disminuye la dignidad de la persona humana y a fin de cuentas es
destructiva. En lo que se refiere al celibato, siglos de experiencia han probado que
hombres y mujeres pueden abstenerse de la actividad sexual al mismo tiempo que se
realizan plenamente viviendo una vida sana y llena de sentido.

Mito 9. Los periodistas católicos han ignorado el problema de la pedofilia

Como todo lector de CRISIS sabe, esta afirmación es claramente falsa. Nuestro artículo
de portada de octubre de 2001 se titulaba así: The High Price of Priestly Pederasty, (El
alto precio de la pederastia de los sacerdotes), una exposición del escándalo que
saldría a la superficie en el resto de la prensa tres meses después. Puedes leer nuestro
artículo haciendo click sobre el título.

Y nosotros no fuimos los únicos que hemos seguido el problema de


pedofilia/pederastia. Charles Sennot, autor de Broken Covenant, Rod Dreher de la
National Review, el cofundador de CRISIS, Ralph McIncerny, Maggie Gallagher, Dale
O’Leary, The Catholic Medical Association, Michael Novak, Peggy Noona, Bill Donohue,
Dr. Richard Cross, Philip Lawler, Alan Keyes, and Msgr. George Kelly han cubierto este
tema ampliamente.

El hecho de que el resto de los medios de comunicación haya ignorado nuestro


trabajo, no significa que no lo hayamos hecho.

Mito 10. El requisito del celibato limita el número de candidatos al sacerdocio, con el
resultado de que haya un número alto de sacerdotes sexualmente desequilibrados

Primero de todo, no existe un "alto número de sacerdotes sexualmente


desequilibrados". De nuevo afirmamos que la gran mayoría de los sacerdotes son
normales, sanos y fieles. Cada día demuestran que son dignos de la confianza de
aquellos cuyo cuidado se les ha confiado.

En segundo lugar, quienes no se sienten llamados a una vida de celibato están ipso
facto excluidos de poder ser sacerdotes católicos. De hecho, la mayoría de los hombres
no está llamada a ser célibe. Sin embargo, algunos están llamados, y de entre ellos
algunos están llamados por Dios al sacerdocio.

La vocación sacerdotal, como el matrimonio, requiere el mutuo y libre consentimiento


de ambas partes. Por tanto, la Iglesia debe discernir si un candidato es
verdaderamente digno y apto mental, física y espiritualmente para comprometerse a
una vida de servicio sacerdotal. El deseo que un candidato tenga de ser sacerdote no
constituye de por sí una vocación. Los directores espirituales y vocacionales conocen
ahora mejor que nunca las deficiencias de carácter que hacen que un candidato, en
otros campos cualificado, no sea apto para el sacerdocio.

Deal Hudson

258
VII. IGLESIA Y DEMOCRACIA

1. ¿Una institución opresiva y anticuada?

Algunos afirman que en la Iglesia hay poco


pluralismo, porque se quita de sus puestos a
quienes manifiestan honrada y sinceramente su
disconformidad con la doctrina oficial. No dudo
que las personas que han sido sancionadas por
ese motivo hayan llegado de forma sincera a
esas opiniones que se apartan del Magisterio de
la Iglesia. Y tampoco dudo que las defiendan
con honradez. Lo que parece poco honrado es
que quieran continuar enseñando esas
opiniones no católicas en las iglesias, aulas o
catequesis de la Iglesia católica.

Un hombre que se ganara la vida como


representante de una empresa, una fundación,
un partido político, un sindicato, o cualquier
otra organización, puede honradamente
cambiar de opinión y hacerse sinceramente
seguidor de otra empresa, partido o sindicato, y pasar entonces a defender
rectamente otras ideas. Lo que no sería nada honrado ni recto es que quisiera seguir
como representante de uno apoyando la política de otro (y además cobrando su
sueldo de aquel a quien ataca). Cuando la Iglesia católica retira a alguien el permiso
para enseñar en su nombre no hace más que aplicar el sentido común.

Algunos opinan que la Iglesia podría ser más sensible a las propuestas de cambio que
hacen algunos, incluso desde dentro de la Iglesia... Me parece que la Iglesia es una
institución en la que hay una gran pluralidad de opiniones, y se puede hablar con más
libertad que en la mayoría de las instituciones de nuestro tiempo. Pero la Iglesia
predica el cristianismo como cree que es, como lo ha recibido de Jesucristo, no como
le gustaría que fuera a un colectivo pequeño o grande de una época o de otra.

La Iglesia está vinculada a una herencia que ha recibido, de manera semejante –por
poner un ejemplo– a como puede estar vinculado un científico a los resultados de su
experimentación. No dice lo que le gusta, sino lo que es.

259
Está sometido a la verdad. A la verdad que gusta más, y también a la que gusta menos.
Cuando un científico obtiene unos datos experimentales que no concuerdan con una
teoría científica admitida en ese momento, eso le obliga a hacer nuevas
consideraciones y le encamina hacia nuevos conocimientos. Y la ciencia progresa
gracias precisamente a que los científicos no rehuyen ni esconden los fenómenos
molestos para sus teorías, sino que sacan a la luz esos datos y siguen investigando
hasta dar con una solución, se tarde el tiempo que se tarde. De modo semejante, y
salvando las distancias, el conocimiento cristiano progresa en gran parte gracias al
desafío que entrañan algunas verdades cristianas que quizá nos cuesta más
comprender o aceptar. Pero un cristianismo que se considerara libre de modificar la fe
cada vez que le pareciera difícil de entender o de vivir, sería como el científico poco
honrado que retoca los datos del laboratorio para ajustar la realidad a su realidad.

¿Son necesarios los dogmas?

¿Es necesario que la Iglesia tenga dogmas, y una autoridad y un Magisterio? ¿No
bastaría que cada uno procurara vivir lo que dijo Jesucristo y lo que viene recogido en
la Biblia? En esto consiste literalmente la tesis protestante de la sola Scriptura. Sin
embargo, si se trata de vivir lo que dice la Sagrada Escritura, convendría tener presente
que en ella se dice con claridad que Jesucristo fundó la Iglesia (por ejemplo, en Mt 16,
16-19; Mt 18, 18; etc.). Y puestos a dar también algunas razones de orden práctico,
cabe añadir que desde tiempos de Lutero han surgido ya más de 25.000 diferentes
denominaciones protestantes, y que en la actualidad nacen cinco nuevas cada semana,
en un proceso progresivo de desconcierto y atomización. Por eso ha escrito Scott Hahn
que una Sagrada Escritura sin Iglesia sería algo parecido a lo que habría supuesto que
los fundadores del Estado norteamericano que promulgaron la Constitución se
hubieran limitado a añadir una genérica recomendación diciendo “que el espíritu de
George Washington guíe a cada ciudadano”, pero sin prever un gobierno, un congreso
y un sistema judicial, necesarios para aplicar e interpretar la Constitución. Y si hacer
eso es imprescindible para gobernar un país, también lo es para gobernar una Iglesia
que abarca el mundo entero. Por eso es de lo más lógico que Jesucristo nos haya
dejado su Iglesia, dotada de una jerarquía, con el Papa, los obispos, los Concilios, etc.,
todo ello necesario para aplicar e interpretar la Escritura.

El prestigio de la Iglesia

La situación de la Iglesia católica en el arranque de este milenio reviste un


extraordinario interés. Como ha escrito José Orlandis, nunca en la historia había sido
tan universal como ahora, por la diversidad nacional y étnica de sus fieles; nunca el
Papa había gozado de un prestigio moral tan alto, no sólo entre sus fieles, sino también
entre hombres del mundo entero, que le consideran como la más alta autoridad
espiritual. Se trata de un fenómeno sin precedentes, pues los grandes Papas
medievales tenían como marco una cristiandad europea, espiritualmente compacta
pero de dimensiones muy reducidas. La Iglesia católica aparece hoy con una
inequívoca personalidad internacional, con mil millones de fieles, con más de ciento
veinte mil instituciones asistenciales y con unas escuelas en las cuales se forman

260
cincuenta millones de estudiantes. Aparece, además, firme y coherente en sus
enseñanzas en cuestiones doctrinales y morales, en contraste con la inestabilidad y las
ambigüedades de muchas confesiones religiosas, que presentan a menudo la
apariencia de naves desarboladas, a merced del oleaje de las modas o de los antojos
de sus bases, ansiosas de acomodarse a las preferencias de la opinión pública.

Superar viejos estereotipos

Hay personas que sienten la necesidad de llenar su vida con algo espiritual, pero
rechazan la posibilidad de acercarse a la Iglesia porque consideran que es un montaje
opresivo y anticuado. En bastantes ocasiones, todas esas prevenciones contra la Iglesia
se desvanecen cuando se llega a conocerla más de cerca. Cuando se ha estado lejos
mucho tiempo, es fácil haber asumido estereotipos que luego se demuestran falsos o
inexactos en cuanto se hace el esfuerzo de acercarse y observar las cosas por uno
mismo y de primera mano.

Se ve entonces que la realidad tiene unos tonos distintos. Que en la Iglesia hay
bastante más libertad de lo que pensaban. Que hay muchos sacerdotes ejemplares,
inteligentes, cultos y que hablan con brillantez. Que la liturgia tiene mayor fuerza y
atractivo de lo que creían. Que hay ciertamente un conjunto de normas morales
bastante exigentes, pero que son precisamente la mejor garantía que tiene el hombre
para alcanzar su felicidad y la de todos. Es más, el hecho de que, pese a la permisividad
actual, la Iglesia se niegue a bajar el listón ético, y no ceda a las presiones de unos y
otros, es un extraordinario motivo de admiración y atractivo. La Iglesia no quiere ni
puede hacer rebajas de fin de temporada en asuntos de moral para así atraer a las
masas, sino que continúa presentando el genuino mensaje del Evangelio. Las rebajas y
los sucedáneos cansan enseguida, y la historia está llena de cadáveres que cedieron a
la acomodación a los errores del momento y no consiguieron absolutamente nada.

Cuando se conoce de verdad la Iglesia se desenmascaran muchas falsas imágenes

Se descubre entonces que la moral cristiana no es un conjunto de prohibiciones y


obligaciones, sino un gran ideal de excelencia personal. Un ideal que no consiste sólo
en prohibir tal o cual cosa, sino que sobre todo alienta de modo positivo a hacer
muchas cosas. Ser católico practicante no es cumplir el precepto dominical, sino algo
mucho más profundo y más grande. La fe pone al cristiano frente a sus
responsabilidades ante sí mismo, su familia, su trabajo, ante la tarea de construir un
mundo mejor. El mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del
mundo, ni les lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que, por el contrario, les
impone como deber el hacerlo. Es cierto que hay malos ejemplos, como cualquiera
podría encontrarlos en tu vida o en la mía. Donde hay hombres hay errores. Si en la
Iglesia no pudiera haber hombres con defectos, nadie tendría cabida en ella. No es que
nos gusten esos errores, que hemos de procurar corregir, pero lo primero que
debemos considerar es que la Iglesia está formada por personas como tú y como yo.
Bueno, quizá un poco mejores.

Alfonso Aguiló

261
2. Balance del siglo XX y acción de la Iglesia en la Historia

Sería obstinación sectaria cerrar los ojos ante la evidencia: es indudable que ninguna
institución ha hecho tanto a lo largo de los siglos en favor de la persona humana y de
su dignidad, ninguna ha aportado tantos beneficios a las sociedades terrenas, como la
Iglesia de Cristo; y eso durante dos milenios y en todos los lugares de la tierra a donde
llegó su presencia y su acción apostólica. Nadie como la Iglesia ha sembrado la paz, el
bien y la belleza en el curso de la historia, ni está por tanto más cualificado que ella
para asumir la defensa de la dignidad humana en el mundo del tercer milenio.

“El hombre de hoy proclama la Declaración Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II
tiene una conciencia cada día mayor de la dignidad de la persona humana”. Una
dignidad que deriva del hecho mismo de ser persona y que se extiende, por tanto, a
todos los hombres. Esta progresiva toma de conciencia ha de estimarse, sin duda,
como un paso adelante y un avance de la humanidad en sentido coherente con los
designios divinos. El espíritu humano percibe ahora con mayor lucidez determinados
aspectos del orden instituido por Dios en la obra de la creación, que pasaban más
inadvertidos a la mentalidad colectiva de ayer y no le impresionaban tan vivamente
como impresionan al hombre de hoy.

Resulta evidente que a esta toma de conciencia ha contribuido en buena medida la


experiencia de la historia más reciente, y en especial la vivida a lo largo del pasado
siglo XX. El siglo se inició en Europa y en los demás países del Primer Mundo en un
clima de optimismo, que era continuación del que había reinado durante la mayor
parte del siglo XIX: un período de relativa paz, comenzado a raíz de la terminación en
1815 del ciclo de las guerras napoleónicas. Esa paz había coincidido con el triunfo del
liberalismo en el plano político y económico, el progreso industrial y el auge de los
imperialismos, que redujeron vastos espacios de los otros Continentes a colonias,
dominios y protectorados de las grandes potencias europeas. El balance final del siglo
XX ha resultado como es notorio mucho menos brillante que las expectativas que
despertó en sus comienzos.

Es cierto que la última centuria del segundo milenio ha presenciado avances


portentosos en diversos campos: el de la ciencia y la técnica, el de las comunicaciones,
el de la medicina, que ha conseguido una notable prolongación en la duración de la
vida humana. En ese tiempo se ha logrado una drástica reducción del analfabetismo e
incluso en los países desarrollados un indudable crecimiento de los niveles de
bienestar material del conjunto de la sociedad. Pero el siglo ha estado marcado por la
impronta de dos grandes guerras, las mayores conocidas en la historia de la
humanidad, y por dos revoluciones la rusa y la china que pretendieron crear un nuevo
orden social, al precio de indecibles sufrimientos de sus pueblos. En las guerras,
millones de combatientes perdieron la vida, y en la última la Segunda Guerra Mundial
el mundo fue testigo de un fenómeno nuevo y cruel: las poblaciones civiles, lejos de
quedar al margen de la contienda, fueron tal vez las más duramente castigadas. El caso

262
más clamoroso lo constituyeron los campos de concentración y de exterminio creados
por la Alemania nazi, donde fueron sacrificadas muchedumbres humanas: judíos,
gitanos,, cristianos... Tampoco deben olvidarse los bombardeos masivos de la aviación
aliada contra ciudades alemanas, que causaron decenas de miles de muertos en una
sola noche; o las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki. Es, sin duda,
bien comprensible que el hombre del final del siglo xx haya escarmentado de. los
optimismos ingenuos de la “Belle époque”, aunque haya sido a costa de pagar como
precio el sacrificio de millones de víctimas inocentes.

Los nuevos desafíos

La Iglesia de Cristo tiene larga experiencia en los combates sostenidos a lo largo de


veinte siglos, en defensa de la libertad y la dignidad de la persona. Para la Iglesia, el
fundamento inconmovible de la dignidad humana es que todo hombre, por el hecho
de haber sido creado a imagen y semejanza de Dios, merece respeto, y ese
fundamento se reafirma y refuerza tras la Redención operada por Jesucristo, que
otorgó a todos cuantos le recibieron la potestad de llegar a ser hijos de Dios y
partícipes de la naturaleza divina, divinae naturae consortes (cfr. lo 1, 12 y 2 Petr 1, 4).

El siglo XXI y el tercer milenio de la Era cristiana habrán de afrontar desafíos inéditos,
cuyo alcance resulta imposible adivinar. La defensa de la vida humana, la resistencia
frente a posibles aberraciones de la ingeniería genética, la lucha contra la corrupción
en la vida pública y las clamorosas desigualdades existentes entre los hombres, el
esfuerzo por extender el acceso a los bienes de la cultura y un razonable bienestar a
todos los pueblos de la tierra, estos y otros muchos campos más serán frentes abiertos
a la generosa acción de los cristianos en el mundo. Pero desde ahora, la Iglesia ha de
luchar con denuedo en la defensa de la persona, ante la ofensiva bien programada
dirigida a degradar su dignidad hasta reducirla a un nivel infrahumano, un tenebroso
designio que persiguen tenazmente fuerzas muy poderosas. Y es preciso darse cuenta
de que está en juego la salvaguardia de la propia condición humana.

Esta misión en favor del hombre la Iglesia la ha venido cumpliendo desde los
comienzos mismos de la Era cristiana. Es cierto que en tan dilatado espacio de tiempo
ha habido miembros de la Iglesia que han cometido errores y tuvieron conductas
públicas y privadas impropias del nombre de cristianos, y que esa incoherencia entre el
Evangelio y su vida se dio incluso en jerarcas y pastores. La raíz de esos errores estuvo
de ordinario en la contaminación de mentalidades y formas de cultura prevalentes en
determinadas épocas y sociedades.

Tal fue el caso del impacto del régimen señorial de la Edad Media investiduras y
patronatos incluidos en las estructuras eclesiásticas; o de la persecución inquisitorial
de la herejía, cuando ésta era considerada el peor de los crímenes y se estimaba la
unidad religiosa como el supremo bien de una comunidad política; o, todavía, el error
del nepotismo, fruto de un desordenado extravío de los afectos familiares. Pero sería
obstinación sectaria cerrar los ojos ante la evidencia: es indudable que ninguna
institución ha hecho tanto a lo largo de los siglos en favor de la persona humana y de
su dignidad, ninguna ha aportado tantos beneficios a las sociedades terrenas, como la

263
Iglesia de Cristo; y eso durante dos milenios y en todos los lugares de la tierra a donde
llegó su presencia y su acción apostólica. Y no se olvide por otra parte que el fin
primordial de la Iglesia no es mejorar la condición del hombre en el mundo aunque a
ello haya contribuido notablemente, sino abrirle el camino que ha de conducirle a la
eterna bienaventuranza. Nadie como la Iglesia ha sembrado la paz, el bien y la belleza
en el curso de la historia, ni está por tanto más cualificado que ella para asumir la
defensa de la dignidad humana en el mundo del tercer milenio.

Precisamente por eso, ningún Poder de la tierra, sólo el Papa Juan Pablo II, ha tenido el
valor de pedir perdón públicamente en la Jornada de Perdón del Año del Gran Jubileo
del 2000 por los pecados y errores de quienes encarnaron a la Iglesia en las distintas
épocas de la historia. “El actual primer Domingo de Cuaresma dijo el Vicario de Cristo
en su homilía del 12 de marzo me ha parecido la ocasión apropiada para que la Iglesia,
reunida espiritualmente alrededor del sucesor de Pedro, implore el perdón divino por
las culpas de todos los creyentes. Perdonamos y pedimos perdón”.

La degradación del amor

Parece existir como se dice más arriba una auténtica ofensiva contra la dignidad del
hombre, sensiblemente acentuada en el último cuarto del siglo xx y que pone en juego
todos los recursos que la amplia gama de los modernos medios de comunicación social
ofrece. La meta no confesada, pero apenas disimulada, sería el rebajamiento de la
persona hasta la imagen y el rango de aquel prototipo humano qué San Pablo
denominó “hombre animal”, al que ya antes se hizo referencia (1 Cor 2, 14). Y ya se
han levantado voces en algún parlamento, pidiendo la concesión al chimpancé de
derechos semejantes a aquellos de que goza la persona. Un paso obligado en este
camino es la degradación de la sexualidad humana, que abre la puerta a una cadena de
consecuencias perversas, la primera de las cuales es la descomposición de la familia,
factor insustituible para la recta ordenación de la sociedad.

Preámbulo penoso de este proceso demoledor ha sido el envilecimiento del amor. El


amor el divino y el humano puede reducirse en fin de cuentas a una sola y noble
realidad. “Dios es amor”, escribió el apóstol San Juan (Io 4, 16), y puesto que el
corazón es el foco del amor, el papa Juan Pablo II no dudó en llamar a Dios “ el gran
corazón”. “Que os améis los unos a los otros” fue el mandamiento nuevo dado por
Jesús a sus discípulos (Io 15, 12). El amor está radicado en el corazón del hombre, y
desde un mismo corazón se proyecta hacia Dios y hacia el prójimo. El amor hacia el
prójimo presenta una amplia gama de modalidades entre las que sobresalen el amor
paternal, el amor filial, el amor conyugal y el amor de amistad.

La degradación del amor ha supuesto el envilecimiento del propio significado del


término. Una expresión tan corriente como “hacer el amor” es ahora entendida por
muchos en un sentido muy distinto del que se le atribuía hace sólo algunas décadas: el
noviazgo, las relaciones entre un chico y una chica encaminadas a facilitar el mutuo
conocimiento, y que se prolongaban durante un tiempo más o menos largo antes del
matrimonio. En nuestros días, tanto en el lenguaje coloquial como en el de los medios
de comunicación, “hacer el amor” con otra persona se interpreta casi siempre en un

264
sentido meramente carnal de acción dirigida sobre todo a la consecución de una
satisfacción fisiológica y sensual. Es, justamente, lo contrario del verdadero amor: “el
amor hacia una persona ha escrito Juan Pablo II excluye la posibilidad de tratarla como
objeto de placer”. Y un documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe resalta
que la castidad “es una virtud que hace honor al ser humano y que le capacita para un
amor verdadero, desinteresado, generoso y respetuoso con los demás” (Pers. hum.,
12).

El clima moral de la antigüedad pagana

El falseamiento del amor atenta de modo directo contra la dignidad de la persona y


constituye un factor de distorsión de la vida social. La lectura del primer capítulo de la
Carta a los Romanos, donde San Pablo trazó un cuadro tremendo de los vicios de la
sociedad pagana, en los tiempos que fueron testigos de la primera expansión del
Cristianismo, resulta todavía impresionante, no sólo como página de la historia del
mundo de hace veinte siglos, sino también por las resonancias actuales “modernas”
que aquellas páginas siguen teniendo.

“Dios escribió el Apóstol los abandonó a los malos deseos de sus corazones, a la
impureza con que deshonran ellos sus propios cuerpos...; los entregó a pasiones
deshonrosas, pues sus mujeres cambiaron el uso natural por el que es contrario a la
naturaleza, y del mismo modo los varones, dejando el uso natural de la mujer, se
abrasaron en deseos de unos por otros... Dios los entregó a un perverso sentir que les
lleva a realizar acciones indignas, colmados de toda iniquidad, malicia, avaricia,
maldad; llenos de envidia, homicidio, riñas, engaño, malignidad; chismosos,
calumniadores, enemigos de Dios, insolentes, soberbios, fanfarrones, inventores de
maldades, rebeldes con sus padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados”
(Rom 1, 24, 26, 30). Este era el espectáculo que ofrecía la sociedad pagana del siglo I,
cuando el Cristianismo iniciaba su andadura, a contracorriente del ambiente
dominante en un mundo, que tenía la misión de encauzar por caminos de salvación.

El hecho diferencial cristiano

Es cierto que la Roma de tiempos de Cristo trató de reaccionar frente a ciertos males
muy extendidos con leyes en favor del matrimonio y la familia, como la Lex Julia de
maritandis ordinibus. Es justo también reconocer que en el mundo gentil era posible
encontrar personalidades fuera de lo común, capaces de resistir el clima dominante en
un entorno. “Soy de más categoría -escribió Lucio Anneo Séneca- y nacido para algo
más importante que para ser esclavo de mi cuerpo”. Pero se trataba de casos
excepcionales, de hombres eminentes que no se dejaban arrastrar por la conducta de
las muchedumbres altas y bajas y eran capaces de dejarse guiar por las luces de la
razón natural. Séneca pudo incluso tener algún contacto con el Cristianismo, y hay
razones suficientes para sospechar la existencia de una relación epistolar entre él y el
Apóstol San Pablo. Pero fue el Cristianismo la doctrina de Jesucristo y la existencia real
de los primeros cristianos la gran novedad que configuró el perfil de un hombre que, a
los ojos de sus contemporáneos, era a la vez igual a ellos y, sin embargo,
profundamente distinto: un hombre que, por otra parte, se presentaba ante los otros,
no como un superhombre, sino como un ejemplo para todos.

265
En efecto, los discípulos de Cristo no estaban llamados a vivir al margen de la sociedad,
como los miembros de la comunidad de “Qumran” o de la secta de los “esenios”. El
Señor había rogado por ellos al Padre: “no te pido que los saques del mundo sino que
los guardes del maligno” (lo 17, 15). La tan conocida epístola a Diogneto ofrece una
imagen fidedigna de hasta qué punto los discípulos habían cumplido la voluntad del
Maestro, y la doctrina evangélica había ya generado, en los siglos II o III, un
sorprendente fenómeno social. “Los cristianos dice la carta no se diferencian de los
demás hombres ni por su país, ni por su lengua, ni por su modo de vivir; pues no
habitan en ciudades propias, ni hablan un lenguaje insólito, ni llevan una vida
extraña... Morando en ciudades griegas o bárbaras, según a cada uno le tocó en
suerte, y siguiendo las costumbres de los naturales de cada lugar en el vestido y la
comida, presentan ante los ojos de los demás un género de vida admirable y, a los ojos
de todos, increíble”.

Por lo que toca en concreto a la moral sexual, la epístola añadía estas palabras, no
exentas de ironía: “Como todos, toman esposas y engendran hijos, pero no practican el
aborto. Tienen en común la mesa, pero no el lecho”.

Exigencia y misericordia

Las exigencias de Jesús sobre la moral personal de sus discípulos fueron severas y
alcanzan también al fuero interno de la conciencia: “todo aquel que mira a una mujer
deseándola ya cometió adulterio en su corazón”, dijo el Maestro (Mt 5, 28). La
doctrina de Cristo sobre el matrimonio y la continencia sorprendió a los Apóstoles por
su rigor (cfr. Mt 19, 112). Los requisitos exigidos a las viudas “dedicadas a Dios” en las
primeras comunidades cristianas casadas una sola vez (I Tim 9,10) o la necesidad,
según el mismo San Pablo, de que los varones llamados al presbiterado y diaconado
fueran maridos de una sola mujer constituyen una buena prueba del valor que el
primer Cristianismo atribuyó a la castidad y la continencia (I Tim 3, 1-13; Tit 1, 59). La
alabanza paulina de la virginidad (I Cor 7, 25-28) suena con parecido acento que el
“cántico nuevo” de que habla San Juan en el Apocalipsis (Apoc 14, 14).

La historia misma de la Iglesia es una hermosa epopeya que pone bien de manifiesto el
auténtico heroísmo de una incontable multitud de discípulos de Cristo, que han
encarnado en sus vidas las exigencias del Maestro. Esos cristianos que abrazaron la
castidad “por amor del Reino de los Cielos” (Mt 19, 12) y cumplieron su compromiso
de amor, los sacerdotes fieles a la ley del celibato eclesiástico siempre vigente en la
Iglesia latina, a pesar de las flaquezas y errores de algunos son un ejemplo admirable
de la más genuina dignidad humana. Lo mismo cabe decir de los esposos cristianos
que, venciendo mil dificultades, fueron a la vez capaces de guardar continencia,
cuando hizo falta, y de “no cegar las fuentes de la vida” en palabras de S. Josemaría
Escrivá, cumpliendo generosamente su misión de cooperadores de Dios en la obra de
la Creación, engendrando hijos e hijas destinados a ser ciudadanos de las sociedades
terrenas y, en la vida eterna, del Reino de Dios.

Las enseñanzas del Nuevo Testamento podrán parecer exageraciones en una época de
la historia del Primer Mundo tan hedonista y sexualizada como la actual, en que se
critica a la Iglesia por haber hecho en un pasado todavía reciente tanto hincapié sobre

266
el sexto Mandamiento de la Ley de Dios. Pero, aunque así hubiera sido, no es menos
cierto que ahora hay más riesgo de caer en el error opuesto, y que esa doctrina
cristiana, que es preciso recordar, se integra de modo coherente en el conjunto del
mensaje evangélico. Un mensaje impregnado a la vez de amor y piedad hacia los
pecadores, en el que también se dice que los publicanos y meretrices precederán en el
Reino de los cielos a los escribas y fariseos hipócritas (cfr. Mt 21, 31). Un mensaje en el
que la misericordia de Jesús reluce cuando se dejó ungir por una pecadora arrepentida
(cfr. Lc 7, 36-50) y no condena a la mujer adúltera, aunque le manda que no peque
más (cfr. Io 8, 3).

La limpieza en la conducta moral es, en consecuencia, requisito esencial de la dignidad


del cristiano y, más todavía, de toda persona humana. Así lo proclamaba el papa San
León Magno en su primer sermón sobre la Natividad del Señor, un texto que la liturgia
invita a releer todos los años: “Reconoce, ¡oh cristiano!, tu dignidad y, hecho partícipe
de la naturaleza divina, no caigas ya más en la vieja vileza. Acuérdate de quién es tu
cabeza, y de qué cuerpo eres miembro”.

José Orlandis

3. Los derechos humanos y la revolución francesa

Mirando la televisión francesa (se ve bien en Milán), voy a parar al mismo debate de
siempre sobre los «derechos humanos». Participa también un sacerdote, un teólogo.
En realidad, escuchándolo, parece uno de esos intelectuales transalpinos más
preocupados por su imagen de personas inteligentes y al día, que solidarios (o por lo
menos coherentes) con su Iglesia. Uno de esos que corren el riesgo de hacer de la
«ciencia de Dios» —la que Tomás de Aquino practicaba metiendo, para inspirarse, su
gran cabeza en un tabernáculo— una ideología a plasmar según los gustos de la época,
como si tuviesen ante todo un fin: obtener la aprobación («¡Bravo! ¡Bien!») de aquel
Constantino de hoy que es el tirano mediático, sin la cual le niegan a uno el sitio en las
mesas redondas.

El guión es el de siempre: el clérigo exhibiéndose en excusas contritas por una Iglesia


tan grosera y miope que no celebró desde el primer momento y sin reservas los
«inmortales principios» proclamados por la Revolución francesa en 1789 y luego
confirmados en la «Declaración universal» aprobada por las Naciones Unidas en 1948.
Igual que un Pedrito arrepentido, el reverendo jura que esto no sucederá más: ahora
los católicos se han hecho «adultos» y han comprendido cuán equivocados estaban
ellos y cuánta razón tenían los demás. «Los demócratas» pueden estar tranquilos: a su
lado tendrán curas como éste, conscientes de que el Evangelio no es más que «la
primera, la más solemne declaración de derechos humanos». Dice exactamente eso.

He vivido un tiempo suficiente para no dejarme impresionar demasiado. Tenía yo la


edad de la razón, ya desde hacía mucho tiempo, cuando el marxismo parecía
triunfador y se creía que el nacimiento del hombre nuevo y de la historia nueva había
que fijarlos deferentemente en 1917, en San Petersburgo. En aquellos tiempos no se
organizaban mesas redondas sobre la «libertad» burguesa nacida de la Revolución
francesa (o, si se prefiere, de la americana), sino sobre la «justicia» proletaria.

267
Recuerdo muy bien a teólogos como el de esta noche —y los intelectuales junto a él—
ironizando sobre los «derechos puramente formales», la «libertad ilusoria», aquel
«vender humos en beneficio de la clase burguesa» que fue, en palabras de Marx, la
Declaración de 1789. ¡Cuántos católicos «modernos» teorizaban, ante la complacencia
de los medios de comunicación, que la Iglesia traicionaría la humanidad y la cita
decisiva con la historia si no se transformaba en una especie de «Sección católica de la
Internacional comunista»! ¡Cada parroquia, cada diócesis tenía que convertirse en un
soviet!

Pero el viento cambia, y los intelectuales con él, incluso los eclesiásticos. He aquí
entonces los mismos nombres, las mismas caras, con los mismos tonos perentorios,
reclamando una reorganización de la Iglesia como «Sección católica de la Internacional
liberal-masónica». En efecto (documentos en la mano), antes de ser proclamada por la
Asamblea Nacional francesa, la «Declaración de los derechos del hombre» fue
elaborada en las logias y en las «sociedades del pensar», donde —entre delantales,
paletas y triángulos— se reunía la burguesía europea «ilustrada».

Mientras que hasta hace muy poco se consideraba la Biblia entera como el manifiesto
de la justicia social y el «manual del proletario» (hasta hubo estudiosos especializados
en «nuevas lecturas del Evangelio desde el enfoque del materialismo dialéctico»),
ahora esa misma Biblia no sería otra cosa que el manual del liberal, el motivo de
inspiración para los que creen en la sociedad democrática de tipo norteuropeo.

El modelo al que la Iglesia debería adecuarse ya no es el soviet, sino el Parlamento


elegido por sufragio universal. Antes, según la opinión de algunos eclesiásticos, toda la
obra de Marx-Engels tenía que ser la base de una nueva religión universal al servicio de
la justicia. Ahora —en opinión de sus seguidores— la nueva religión capaz de unir a los
hombres es únicamente la de los derechos humanos, del lema liberté, égalité,
fraternité. Por lo tanto, profetas del Verbo ya no son los bolcheviques, sino esos
jacobinos y girondinos hacia quienes el marxismo dirigió, durante más de un siglo,
duras injurias, tratándolos como a las moscas en el carro de la burguesía.

Ventajas de la edad: como ya he conocido las intransigencias «proletarias», no me dejo


conmover por los actuales entusiasmos «liberales». Los oí cuando arremetían contra
los iniciadores —franceses o americanos— de la «democracia formal» del 1700.
¿Cómo podría impresionarme su enamoramiento actual por los réprobos de ayer, su
renegar de 1917 para «volver a descubrir» el 1789?

No soy (desgraciadamente) cartujo, pero aquí, en mi despacho, tengo el emblema de


aquella orden gloriosa, que en mil años nunca quiso revisar sus reglas (Cartusa
numquam reformata, quia numquam deformata, por decirlo a su manera,
humildemente orgullosa: la Cartuja nunca reformada, ya que nunca fue deformada).
Debajo del emblema, el famoso lema: Stat crux, dum volvitur orbis, la cruz permanece
firme, mientras el mundo da vueltas. No todos, ciertamente, están llamados a esta
apacible imperturbabilidad, vocación de una élite que ha recibido «la buena parte, que
no le será quitada» (Lc. 10, 42). Pero incumbe sobre todos los cristianos el deber de ser
conscientes de que «el mundo da vueltas»; que la indulgente ironía de quienes saben
que los tiempos cambian mientras el Evangelio permanece igual debe combinarse —en

268
difícil síntesis— con la atención por la actualidad.

Y como hoy forman parte de la actualidad aquellos «derechos del hombre» que los
masones del siglo XVIII y los funcionarios de la ONU del siglo XX quisieron proclamar,
habrá que interrogarse sobre el tema. ¿Por qué la Iglesia desconfió de ellos durante
tanto tiempo? ¿Por qué la primera encíclica que parece aceptarlos —la Pacem in terris
de 1963— se preocupa de advertir: «En algún punto estos derechos han provocado
objeciones y han sido objeto de reservas justificadas»?

Intentaremos esbozar una respuesta en los párrafos que siguen. Vamos a tratar
entonces de esclarecer el tema, tan inflado desde hace algún tiempo, de los «derechos
del hombre», tal como se entienden en la Declaración de 1789 y en la de las Naciones
Unidas de 1948.

En su significado actual, la palabra «derecho», que no existe en el latín clásico (el jus es
otra cosa), es bastante reciente. Algunos afirman que su origen no se remonta más allá
de los siglos XVI-XVII.

La perspectiva anterior, basada en una visión religiosa, prefería hablar de «deberes».


En efecto, toda la tradición judeo-cristiana también se basa en una «Declaración»,
pero que concierne a «los deberes del hombre»: es el Decálogo, la ley que Dios
entregó a Moisés.

El mismo Jesús no habla de «derechos»: al contrario, protagonista positivo de sus


parábolas es el servidor, que obedece fielmente a su amo sin discusiones. Y uno de sus
mayores elogios lo recibe el centurión de Cafarnaúm, que expone una visión de la vida
y del mundo basada totalmente en la obediencia —por lo tanto, en los «deberes»— y
no en las reivindicaciones —los «derechos»—: «Porque también yo, que soy un
subordinado, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: "Ve", y él va; a aquél: "Ven",
y viene; y a mi criado: "Haz esto", y lo hace.» «Jesús se admiró al oírlo...» (Mt. 8, 9-10).

Inútil recordar las palabras de Pablo a los Romanos: «Todos han de someterse a las
potestades superiores; porque no hay potestad que no esté bajo Dios, y las que hay
han sido ordenadas por Dios. Por donde el que resiste a la potestad, resiste a la
ordenación de Dios; y los que resisten se hacen reos de juicio» (Rom. 13, 1-2). Según
Pablo, de manera coherente con toda la estructura bíblica, la mujer tiene obligaciones
con el hombre, el esclavo con su amo, el creyente con los responsables de la Iglesia, los
jóvenes con los ancianos; y todos las tienen el uno con el otro y con Dios.

«Yo, por mi parte, no me he aprovechado de nada de eso; ni escribo esto para que se
haga así conmigo; porque mejor me fuera morir antes que nadie me prive de esta mi
gloria.» Esto dice el apóstol en la Primera Carta a los Corintios (1 Cor. 9, 15): por lo
tanto, si alguien puede legítimamente reconocerse a sí mismo algún «derecho»,
renunciar a éste será una «gloria». En 1910, volviendo a afirmar la doctrina católica,
san Pío X escribía en una carta a los obispos de Francia: «Predicadles ardientemente
sus obligaciones tanto a los potentes como a los débiles. La cuestión social estará más
cerca de su solución cuando los unos y los otros, menos exigentes en sus derechos
respectivos, cumplan sus deberes con mayor precisión.»

269
En esta misma perspectiva, como cristiano, se encontraba Aleksandr Solzhenitsin
cuando —en el discurso que pronunció en Harvard en 1978, que convertiría en
desconfianza la simpatía que hasta entonces le había otorgado la intelligentsia
occidental— pedía a todo el mundo que «renunciara a lo que nos corresponde de
derecho», y aconsejaba «la autolimitación libremente aceptada». Y seguía así: «Ha
llegado el momento, para Occidente, de afirmar los deberes de los pueblos más que
sus derechos.» Y aún más: «No veo ninguna salvación para la humanidad fuera de la
autorrestricción de los derechos de cada individuo y de cada pueblo.» Fuente de toda
la tradición cristiana, Solzhenitsin pedía a «un mundo que sólo piensa en sus
derechos» que «volviera a descubrir el espíritu de sacrificio y el honor de servir».

En efecto, todos los autores espirituales nos dicen que el non serviam!, ¡no serviré! (y
por lo tanto «no reconozco obligaciones, sólo reivindico mis derechos») es el grito de
rebelión de Satanás contra Dios.

Tan profunda era la conciencia de ello entre los creyentes, que el abbé Grégoire, que
sin embargo fue fiel a la Revolución desde el principio y votó la «Declaración de los
derechos» en la Asamblea Nacional, pidió — pero en balde— que se elaborara una
«declaración de deberes» paralela. De espíritu religioso, incluso en su lucha contra la
Iglesia, el mismo Giuseppe Mazzini tituló su «catequismo» Los deberes del hombre:
para él tampoco podía existir libertad, ni organización social firme y duradera, sin
pasar antes por el cumplimiento del deber, del que derivaban (pero en un segundo
momento) los derechos.

Por otra parte, para dar complemento a la doctrina cristiana, no hay que olvidar (al
contrario, hay que tener siempre presente) que los deberes del hombre tienen un
enfoque preciso: y es que al hombre —a cada hombre, cualquiera que sea su sexo,
raza y condición social— se le reconoce un derecho fundamental. Es el derecho a
reconocerse hijo de Dios, creado y salvado por él, por amor gratuito; el derecho
inaudito de llamar a Dios no sólo «padre», sino incluso «papaíto», abbà. Esto lo cambia
todo, radicalmente. Tal como se ha observado: «Se trata de derechos del hombre que
hay que respetar, porque todos los hombres son hijos de Dios, mis hermanos, antes
que derechos del hombre por reivindicar.»

O, tal como dirá un gran estudioso del pensamiento católico de la tradición medieval,
Étienne Gilson: «A los cristianos les importan los derechos del hombre mucho más que
a los incrédulos, porque para éstos sólo tienen fundamento en el hombre, quien los
olvida, mientras que para los cristianos tienen fundamento en los derechos de Dios,
quien no nos permite olvidarlos.»

Cuanto hemos dicho hasta aquí (y muchísimo más se podría añadir) ayuda a entender
la actitud de la Iglesia ante la «Declaración» de 1789. Cuando, por ejemplo, se condena
con facilidad lo que sería una actitud «miope» y «cerrada» del Magisterio frente a la
irrupción de nuevas formas de organización humana, se obra una censura, se quiere
olvidar lo que, en la Biblia, suena hoy a escándalo: lo recordábamos citando las
palabras de Pablo sobre la autoridad.

Si, en palabras de Clemenceau, «la Revolución francesa es un bloque unitario: se toma

270
o se deja», la Biblia también es un «bloque unitario» y hay que tener en cuenta todas
sus palabras. Ante el giro revolucionario de finales del siglo XVIII, había que
enfrentarse a una perspectiva que, por primera vez en la historia no sólo del
cristianismo, sino de toda la humanidad —siendo las demás religiones concordes, en
este aspecto, con la perspectiva cristiana— afirmaba que el origen y la legitimidad del
poder no derivaban de Dios sino del pueblo y de su voluntad, expresada por mayoría
en elecciones. Había que aceptar que la radical igualdad de naturaleza entre los
hombres (que es uno de los aspectos fundamentales de la Buena Nueva) llevaba
consigo la igualdad práctica de los derechos sociales: lo que no era admisible en una
perspectiva esencialmente «jerárquica» (o, mejor, «orgánica») como la cristiana.
Pablo, mientras anunciaba el gran mensaje según el cual ya no hay «ni judío ni griego,
ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer», también enseñaba —siendo la sociedad de los
hijos del Padre un solo cuerpo en el que cada miembro tiene su función— que hay
miembros subordinados a otros; y todos están subordinados a Cristo.

El problema era (quizás es) mucho más complejo de lo que quieren creer hoy algunos
católicos. La Iglesia no es dueña, sino guardiana y servidora de un mensaje con el que
debe confrontarse continuamente, para adecuarse a él. Y ese mensaje les parecía, a
esos hermanos nuestros en la fe, en contradicción con lo que el «mundo» (por lo
menos, el de unos intelectuales) empezaba a afirmar.

Pero también había otras objeciones que actuaban, y que quizás siguen actuando,
aunque muchos no parecen ser muy conscientes de ello. Es un tema al que volveremos
en otro apartado.

A los problemas generales (de los que hemos hablado) planteados por la «Declaración
de los derechos del hombre» de 1789 y la de 1948, otros se añadían —y se añaden—
cuando se examinan concretamente los textos.

El texto de 1789 dice: «La Asamblea Nacional reconoce y declara, en presencia y bajo
los auspicios del Ser Supremo, los siguientes derechos del hombre y del ciudadano.
Artículo 1: Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos.»

Ese «Ser Supremo» (el Dios sin cara e inaccesible en el Cielo del deísmo de los
ilustrados, el «Gran Relojero» de Voltaire, el «Gran Arquitecto del Universo» de los
masones) es la única referencia «religiosa». Pero es una reverencia puramente ritual a
Algo (más que a Alguien) que está sobre las nubes, que no tiene nada que ver con lo
que los hombres establecen autónomamente, basándose sólo en aquel libre «pacto
social» que, para Rousseau, es la única base de la convivencia humana.

Otra cosa es el Bill of Rights, aquella «Patente de derechos» proclamada doce años
antes, en 1776, por los constituyentes americanos. La Constitución de Estados Unidos
declara: «Todos los hombres han sido creados iguales y tienen unos derechos
inalienables que el Creador les otorga...». Pese al origen estrictamente masónico de
Estados Unidos (todos los padres fundadores, como Franklin o Washington, estuvieron
abiertamente afiliados a las logias, y la gran mayoría de sus presidentes lo ha estado y
lo está), el documento americano no establece el fundamento de los derechos del
hombre en la voluntad de éste, sino en el proyecto de un Dios Creador. No es

271
casualidad que ni la proclamación de independencia americana ni su Constitución
provocaron reacciones en los ambientes católicos. Y siempre fue reconocida la lealtad
patriótica de los católicos de la Federación.

La diferente actitud de Roma ante la «Declaración» francesa obedeció a que, mientras


para los americanos es el Creador quien hace a los hombres iguales y libres, para los
franceses los hombres nacen libres e iguales porque así lo establece la Razón, porque
ellos lo quieren y lo proclaman. Hermanos: pero sin padre.

La paradoja es aún más evidente en la «Declaración» de la ONU: aquí, para conseguir


el mayor consenso (pero aún así los países musulmanes no quisieron adherirse:
mujeres y esclavos, para el Corán, no son y no pueden ser «iguales» a quien es hombre
y libre) se eliminó cualquier referencia a ese inocuo «Ser Supremo». Dice el texto de
las Naciones Unidas, en su primer artículo: «Todos los seres humanos nacen libres e
iguales por dignidad y derechos. Ellos están dotados de razón y conciencia y deben
actuar los unos hacia los otros con espíritu de fraternidad.»

Aquí también nos encontramos ante el «deber» de una fraternidad sin paternidad
común. No se dice, por lo tanto, dónde estriba este «deber», por qué hay que
respetarlo, ni se quiere decir. Es el drama de toda moral «laica»: un «¿por qué escoger
el bien en lugar del mal?» que queda sin ninguna respuesta razonable.

En efecto, la «Declaración» de las Naciones Unidas es quizás el documento


internacional más violado y escarnecido de toda la historia, incluso por parte de
gobiernos que, mientras pisan todos los derechos del hombre, que solemnemente han
votado y aceptado, se sientan y pontifican en aquella misma Asamblea de Nueva York.
Es suficiente dar una mirada al informe anual de Amnistía Internacional: lectura
aterradora que nos enseña la eficacia de los «compromisos morales» y de las
declaraciones de libertad, igualdad y fraternidad que sólo se basan en la «razón» y no
derivan de Alguien cuya ley trascienda al hombre.

Que este resultado fuera inevitable ya lo había previsto la Iglesia, confirmando de


hecho una desconfianza secular. Antes de ser proclamada la «Declaración» de la ONU,
el Osservatore Romano (15 de octubre de 1948) publicaba un comunicado oficial, hoy
completamente olvidado, escrito, según una atribución nunca desmentida, por Pío XII.
Se observaba en él, entre otras cosas: «No es por lo tanto Dios, sino el hombre, quien
anuncia a los hombres que son libres e iguales, dotados de conciencia e inteligencia, y
que deben considerarse hermanos. Son los mismos hombres que se invisten de
prerrogativas de las que también podrán arbitrariamente despojarse.» Una crítica en la
línea de la tradición. Ya hemos recordado cómo la formulaba Étienne Gilson en 1934.

Confirmando la negativa a tomar en serio una «Declaración» cuyo efecto principal


parecía el aumento de la hipocresía, más que de la fraternidad entre los hombres, el
Papa Pacelli nunca mencionó el documento de la ONU en los diez años que le
quedaban. Y cuando Juan XXIII, en 1963, publicó la Pacem in terris, citó aquel texto,
pero (lo recordábamos) preocupándose de advertir que «en algún punto esta
Declaración ha provocado objeciones y ha sido objeto de reservas justificadas».
Interrogado a propósito de esto, el Papa Roncalli dijo que de todas las «reservas» y

272
«objeciones» la principal era precisamente «la falta de fundamento ontológico»: o sea,
los derechos humanos basados exclusivamente en el terreno blando y falaz de la
buena voluntad del hombre.

Mirando al presente, ya se sabe con cuánta energía y pasión Juan Pablo II proclama
esos «derechos» en el mundo, pero su adhesión — confirmada abiertamente en
ocasión del 40° aniversario de la ONU— no está falta de críticas.

Sólo dos ejemplos. El primero, la carta del 10 de diciembre de 1980 a los obispos de
Brasil: «Los derechos del hombre sólo tienen vigor allá donde sean respetados los
derechos imprescriptibles de Dios. El compromiso para aquéllos es ilusorio, ineficaz y
poco duradero si se realiza al margen o en el olvido de éstos.»

Otro ejemplo: el discurso en Munich, el 3 de mayo de 1987: «Hoy día se habla mucho
sobre derechos del hombre. Pero no se habla de los derechos de Dios.»

Y seguía: «Los dos derechos están estrechamente vinculados. Allá donde no se respete
a Dios y su ley, el hombre tampoco puede hacer que se respeten sus derechos. Hay
que dar a Dios lo que es de Dios. Así sólo será dado al hombre lo que es del hombre.»
Como hablaba en ocasión de la beatificación de un jesuita víctima del nazismo, Juan
Pablo II continuaba: «Nosotros ya hemos comprobado claramente, también en la
conducta de los dirigentes del nacionalsocialismo, que sin Dios no existen sólidos
derechos para el hombre. Ellos despreciaron a Dios y persiguieron a sus servidores; es
así que trataron inhumanamente a los hombres.»

A propósito del nazismo, hay que decir (sin quitar nada al horror hitleriano) que en su
caso, los mismos Estados que quisieron la «Declaración» de 1948 y que hoy celebran el
segundo centenario de la de 1789, pasaron por alto el artículo 11 de la primera y el
artículo 8 de la segunda. Dice el texto de la ONU: «Nadie será condenado por acciones
u omisiones que, en el momento que se cometieron, no constituían acto delictivo
según el derecho nacional e internacional.»

Y el texto de la Revolución: «Nadie puede ser condenado si no es en virtud de una ley


establecida y promulgada con anterioridad al delito.» Eminentes juristas de todo el
mundo, con garantías de objetividad, han señalado que, a la luz de la prohibición
absoluta de una ley retroactiva, los procesos contra los jerarcas alemanes (empezando
por el proceso de Nuremberg) y del Japón derrotado violan aquellas «Declaraciones».
En efecto, una vez terminada la guerra —y expresamente, para estos procesos— se
definieron las figuras (desconocidas hasta entonces) del «crimen contra la humanidad»
y del «crimen contra la paz», por cuya violación —cometida cuando las figuras jurídicas
aún no existían— aquellos jerarcas fueron condenados a la pena capital o a cadena
perpetua. Que quede claro: desde el punto de vista moral, estos tipos merecían
semejante fin. Pero a nivel jurídico es otro asunto (sin olvidar que, una vez más
pasando por alto el derecho, los jueces —representantes de los vencedores— eran
parte en causa y no magistrados imparciales).

Es un ejemplo más de lo que Juan Pablo II, igual que sus predecesores, recuerda:
basado exclusivamente en el hombre, todo «derecho del hombre» está en poder del

273
hombre, sufre impunemente violaciones y excepciones y puede ser manipulado según
la conveniencia política.

Tenemos la cabeza, dice Pascal, para que «busquemos las razones de los efectos». Sin
quedarnos, por lo tanto, en lo que sucede, sino interrogándonos acerca de las causas,
a menudo no tan evidentes. Un deber de lucidez —añade ese grande— que incumbe
especialmente a los cristianos, a quienes en efecto se les dijo: «Vosotros sois la sal de
la tierra...Vosotros sois la luz del mundo» (Mt. 5, 13-14).

Ahora bien, debería estar claro que las «razones» de muchos «efectos» que ocurren
fuera y dentro de la Iglesia están en pocas, pero decisivas, palabras. La «Declaración de
los derechos del hombre» de 1789 proclama en el artículo 3: «El principio de toda
soberanía reside esencialmente en la nación. Ningún cuerpo, ningún individuo puede
ejercer una autoridad que no derive expresamente de ella.» Y, en el artículo 6: «La ley
es la expresión de la voluntad general.»

La «Declaración universal de derechos humanos» de las Naciones Unidas, en 1948,


confirma y hace explícito en el artículo 21: «La voluntad del pueblo es el fundamento
de la autoridad de los poderes públicos. Esta voluntad tiene su expresión en elecciones
honestas que deben realizarse periódicamente, con sufragio universal igual y voto
secreto.»

Según hemos visto ya en tres «capítulos», estas dos «Declaraciones» representan casi
la Biblia de una nueva religión: la religión del hombre, donde todos podrían —mejor,
deberían— converger. Una base común para creyentes y no creyentes, para construir
juntos una sociedad diferente y mejor.

Pero todavía no hemos hablado —salvo algunas anticipaciones— del motivo principal
por el cual el pensamiento cristiano (y especialmente católico) se ha resistido durante
tanto tiempo a aceptar en su conjunto y sin reservas «Declaraciones» como las de la
Revolución francesa y de las Naciones Unidas. En ellas, en efecto, se considera
ilegítima y arbitraria cualquier autoridad que no derive expresamente del pueblo a
través del voto. La lógica de los artículos citados (que son el punto central de esos
textos, el principio unificador de todo moderno «derecho del hombre») rechaza
cualquier autoridad que no sea legitimada por elecciones libres, periódicas,
universales. Hay que oponerse, por lo tanto, a lo que no es «democrático» en este
sentido.

Pero en todas las sociedades humanas, de cualquier época y cualquier país, existen
autoridades «naturales» que no derivan del artificio de elecciones: la familia, por
ejemplo, donde los padres no son elegidos por los hijos, y, sin embargo, legítimamente
pretenden autoridad sobre ellos. La escuela, donde el maestro ejerce una autoridad
que no deriva del sufragio de los alumnos. La misma patria, que no es fruto de libre
elección, sino de un «destino» (nacer aquí y no allá); y, sin embargo, incluso las
constituciones más avanzadas le otorgan tal autoridad, que nos puede pedir hasta el
sacrificio de la vida en su defensa. En efecto, a partir de 1789 —y de manera cada vez
más acelerada desde 1948— la lógica de la «democratización» de todo y a toda costa
ha llegado a afectar a estas realidades, provocando actitudes de oposición a la

274
autoridad de la familia, de la escuela, de la patria y de todo lo que no deriva de
sufragio universal.

Pero entre estas realidades «no democráticas» estaba y está sobre todo la Iglesia, con
su pretensión fundamental: una autoridad, la suya, que no viene de abajo, del «cuerpo
electoral», sino de arriba, de Dios, de la Revelación en carne y palabras, que es Cristo.
Tanto es así, que un año después de proclamar los «derechos del hombre», la
Revolución, con la «Constitución civil del clero» de 1790, reorganizaba la Iglesia según
los principios «democráticos», los únicos principios legítimos: supresión de las órdenes
religiosas (consideradas contrarias a los derechos humanos) y elección de párrocos y
obispos, hecha por todo el cuerpo electoral, incluidos, por lo tanto, no católicos y
ateos. Luego, cuando las tropas francesas ocuparon Roma, en seguida abolieron el
papado, que era «un poder arbitrario, por no derivar del sufragio universal».

Ninguna religión es «democrática», obviamente (no hay votación sobre Dios, si existe o
no; sobre las obligaciones y deberes que, según la fe, Él impone a los hombres). Menos
«democrático» aún el cristianismo, según el cual el hombre ha sido creado por
indiscutible voluntad de Dios. El cual, luego, eligió a un pueblo para imponerle una ley
que no había sido concordada ni legitimada por elecciones: no era una «Declaración de
derechos», sino aquella «Declaración de deberes del hombre» que es el Decálogo.
Jesús es justo el contrario de un «elegido por el pueblo»: «Por Él el mundo había sido
hecho, y el mundo no lo conoció»; «Él vino a lo suyo, y los suyos no lo recibieron» (Jn.
1, 10-11). Pilatos propuso una especie de referéndum «democrático» a una
representación del pueblo, reunido con sus jefes: el resultado fue negativo para el
candidato, eliminado por mayoría en beneficio de Barrabás. Jesús, sometido a libres
elecciones, no habría aprobado los «exámenes de Mesías» ni siquiera entre sus
discípulos, tan contrarios a su destino que el «portavoz de la base», Pedro, es dura-
mente reprochado «porque no siente las cosas de Dios, sino las de los hombres» (Mt.
16, 23). La «Constitución» del cristiano, el «discurso de la montaña», no la pide el
pueblo —que, al contrario, se desconcierta frente a ella—, sino que se le propone con
un acto unilateral.

Y tampoco es democrática la estructura de la Iglesia, que no se basa en elecciones,


sino en los Apóstoles, a quienes se les recuerda: «Vosotros no me escogisteis a Mí;
pero Yo os escogí» (Jn. 15, 16). Lo cual es justo lo contrario del principio que legitima la
autoridad según todas las modernas declaraciones de los derechos del hombre. Que,
aceptados sin las necesarias reservas y objeciones, llevan por necesidad lógica, en la
Iglesia, a aquellas mismas consecuencias a las que llegaron los revolucionarios. Es
difícil negar coherencia a esos teólogos que piden la «democratización» de la Iglesia;
donde no solamente todas las autoridades (desde el vicepárroco al Papa) deberían ser
legitimadas por elecciones del «pueblo de Dios», sino también el dogma, expresión de
una intolerable mentalidad jerárquica, debería ceder el paso a la libre opinión y la
moral debería ser sometida a periódicos referéndums. Hay que ser conscientes de que
la aceptación de una determinada mentalidad por parte católica lleva lejos de la
estructura de la fe, que sin embargo se dice querer seguir practicando.

Hacen falta lucidez y coherencia: existe, en todas las cosas (lo repetimos), una relación

275
de causa y efecto que parece ignorar, en cambio, quien con ligereza piensa poder
abrazarlo todo y el contrario de todo.

Vittorio Messori

276
VIII. IGLESIA Y CIENCIA

A) CIENCIA Y FE

1. El origen de la ciencia moderna

A veces se dice que la ciencia experimental es el resultado natural de la observación e


interpretación del mundo natural, y que no nació hasta el siglo XVII sólo porque
prejuicios ideológicos, principalmente en forma de doctrinas religiosas, impidieron su
desarrollo durante muchos siglos. Esa idea se asocia frecuentemente con un modo de
pensar positivista que asocia la religión con estados primitivos de la humanidad, y ve a
la ciencia experimental moderna como el resultado obvio de sustituir la religión por la
observación y la lógica. Los hechos históricos, sin embargo, son mucho más complejos,
y muestran que la combinación peculiar de los aspectos explicativo y predictivo en la
ciencia experimental fue un resultado muy difícil que exigió una gran dosis de fe en la
posibilidad de la ciencia, concretamente una fe en la existencia de los supuestos
ontológicos de la ciencia (la existencia de un orden natural), y también de los
supuestos epistemológicos (la capacidad humana para conocer el orden natural).

La ciencia experimental moderna encontró su único nacimiento viable como una


empresa auto-sostenida en el siglo XVII, en una Europa occidental que, aunque estaba
atormentada por disputas religiosas, compartía unánimemente la fe en la existencia de
un Dios personal que es el creador del universo y de los seres humanos. El universo,
como obra de un Dios infinitamente sabio, todopoderoso y benevolente, era visto
como un mundo ordenado, y el ser humano, como criatura que participa del carácter
personal de Dios, era visto como capaz de conocer el mundo racional y como receptor
del mandato de Dios de conocer y dominar ese mundo. Aunque existían algunos
fragmentos de ciencia natural en la época antigua, su nacimiento sistemático moderno
sólo fue posible, de hecho, porque muchos desplegaron, durante un amplio período de
tiempo, gran audacia en su búsqueda de explicaciones de los fenómenos naturales,
guiados por su fe en la existencia de un orden natural que puede ser descubierto por el
hombre.

Refiriéndose al trabajo de muchos estudiosos que, durante la Edad Media, prepararon


el camino para la revolución científica del siglo XVII, Thomas Kuhn ha escrito: “Durante
el siglo XVII, precisamente en el momento en que quedaba demostrada por primera
vez toda su utilidad, la ciencia escolástica se vio duramente atacada por quienes
intentaban construir una línea de pensamiento radicalmente nueva. Los escolásticos se
revelaron como presa fácil a todo tipo de críticas, imagen que perduró con el
transcurso del tiempo. Los científicos de la Edad Media encontraron más a menudo sus
problemas en los textos que en la naturaleza. En la actualidad, buen número de dichos
problemas no parece merecer tal calificación. Desde un punto de vista moderno, la
actividad científica de la Edad Media era increíblemente ineficaz. Sin embargo, ¿de qué
otra forma hubiera podido renacer la ciencia en occidente? Los siglos durante los que
imperó la escolástica son aquellos en que la tradición de la ciencia y la filosofía

277
antiguas fue simultáneamente reconstruida, asimilada y puesta a prueba. A medida
que iban siendo descubiertos sus puntos débiles, éstos se convertían de inmediato en
focos de las primeras investigaciones operativas en el mundo moderno. Todas las
nuevas teorías científicas de los siglos XVI y XVII tienen su origen en los jirones del
pensamiento de Aristóteles desgarrados por la crítica escolástica. La mayor parte de
estas teorías contiene asimismo conceptos claves creados por la ciencia escolástica.
Más importante aún que tales conceptos es la posición de espíritu que los científicos
modernos han heredado de sus predecesores medievales: una fe ilimitada en el poder
de la razón humana para resolver los problemas de la naturaleza. Tal como ha
remarcado Whitehead, “la fe en las posibilidades de la ciencia, engendrada con
anterioridad al desarrollo de la teoría científica moderna, es un derivado inconsciente
de la teología medieval”. (KUHN, Thomas, The Copernican Revolution. Planetary
Astronomy in the Development of Western Thought (Harvard University Press,
Cambridge, Massachussetts, 1957), p. 122. [La revolución copernicana. La astronomía
planetaria en el desarrollo del pensamiento occidental, Ariel, Barcelona, 1978, pp. 170-
171].

La cita de Whitehead está tomada de un capítulo titulado “El origen de la ciencia


moderna”, una parte de las Lecturas Lowell impartidas por Alfred North Whitehead en
1925 (Alfred North Whitehead, Science and the Modern World (Macmillan, New York,
1967), pp. 1 - 18.) Allí Whitehead nos dice que “no puede existir ciencia viva a menos
que exista una convicción instintiva ampliamente difundida acerca de la existencia de
un orden de las cosas y, en particular, de un orden de la naturaleza. Añade que desde
la época de Hume, la filosofía científica de moda ha negado la racionalidad de la
ciencia (yo diría que ha negado los supuestos ontológicos y epistemológicos de la
ciencia, a saber, la existencia de un orden natural objetivo y de nuestra capacidad para
conocerlo). Y prosigue buscando el origen de la fe en la racionalidad de la naturaleza y
del hombre que hicieron posible el nacimiento de la ciencia experimental moderna.
Argumenta que “en la Edad Media se formó un largo entrenamiento del intelecto de la
Europa occidental en el sentido del orden”, y también que “el hábito del pensamiento
exacto definido fue implantado en la mente europea debido al duradero dominio de la
lógica escolástica y de la teología escolástica”. Escribe, además, que “la mayor
contribución del medievalismo a la formación del movimiento científico” es “la
creencia inexpugnable en que cada suceso particular puede ser relacionado con sus
antecedentes de modo perfectamente definido, ejemplificando principios generales.
Sin esta creencia, los trabajos increíbles de los científicos no tendrían esperanza”, y
concluye que la fe en la posibilidad de la ciencia es una derivación inconsciente de la
teología medieval.”

Mariano Artigas

2. Ciencia y religión, el eterno debate

La ciencia y la religión, ¿son amigas inseparables o irreconciliables enemigas? ¿Puede


un tercer elemento, la filosofía, servir de puente entre ambas? “Había dos vías para
llegar a la verdad, y decidí seguir ambas”, declaraba Georges Lemaître, uno de los

278
padres de la cosmología física contemporánea, que era también sacerdote (1). “Nada
en mi trabajo, nada de lo que aprendí en mis estudios científicos o religiosos me hizo
modificar este punto de vista. No tengo que superar ningún conflicto. La ciencia no
quebrantó mi fe y la religión nunca me llevó a interrogarme sobre las conclusiones a
las que llegaba por métodos científicos”.

¿Qué interacciones existen entre las ciencias contemporáneas y la teología, entendida


como discursos que dan una explicación racional de una tradición religiosa? ¿Están
totalmente disociadas o, por el contrario, imbricadas, o sólo son complementarias?
Georges Lemaître, partidario del “discordismo”, sostiene que los planteamientos
científicos y el enfoque teológico son diametral y herméticamente opuestos; se
encuentran tan distantes que no pueden influir uno en otro.

Otros partidarios de este modelo adoptan una postura diferente. Según el “principio
NOMA” (Non-Overlapping Magisteria —magisterios no superpuestos) invocado por el
paleontólogo estadounidense Stephen Jay Gould, las ciencias y las religiones son
magisterios que imparten conocimientos, tales que no se invaden unos a otros, pero
no por ello se encuentran absolutamente separados. Permiten un diálogo continuo.
Gould utiliza la metáfora del agua y el aceite. Esos dos elementos no se mezclan, pero
su contacto es íntimo.

Una interacción fructífera

Error, replican los adeptos de un segundo modelo, llamado “concordista”: los datos
científicos pueden servir directamente a la teología. Conceptos de los dos ámbitos
pueden corresponder –concordar– por pares. Así, entre el Big Bang y la Creación hay
una interacción fructífera. Pero este modelo plantea numerosos interrogantes.

La variante del “concordismo” -llamada del “Dios comodín”- cae de lleno en este error.
Ejemplo: como los científicos no tienen una teoría de la gravitación cuántica para
describir la evolución del universo en los primeros instantes que siguieron al Big Bang,
se la atribuye a la creación divina. Ahora bien, Dios no aporta aquí ningún elemento de
explicación; pasa a ser una mera causa física inmersa en otras causas físicas. Pero Dios
no es una causa de orden físico.

El “discordismo” evita este escollo a la vez que permite un diálogo sereno y respetuoso
entre científicos y teólogos, negándose a recurrir a los saberes de uno de estos
ámbitos para hacer avanzar al otro. Sin embargo, ¿no existe el riesgo de que la
separación sea demasiado tajante, hasta el punto de privar a unos y otros de
elementos útiles para su propia reflexión?

De ahí que surja un tercer modelo que, contrariamente al “concordismo”; rechaza toda
fusión entre ciencias y teologías pero establece un diálogo indirecto entre ellas, gracias
a la mediación que ofrece una tercera disciplina, la filosofía en sentido amplio.

En el punto de partida de este modelo se da por sentado que la ciencia suscita


inevitablemente dilemas filosóficos que la superan, como las cuestiones de sentido o
de ética.

279
Por su parte, los filósofos pueden recurrir a las diversas tradiciones religiosas para dar
respuestas adecuadas. Éstas sirven al científico no para avanzar en sus investigaciones
en sentido estricto, sino para ayudarlo a resolver las preguntas que todo ser humano
se plantea. Y, sobre todo, las teologías pueden aprovechar a su vez el trabajo filosófico
suscitado y fecundado por las ciencias. Esta trayectoria de las ciencias hacia las
teologías es fruto de una labor que ha de reanudarse constantemente en función del
progreso de los conocimientos científicos. En una primera etapa, este traslado suscita
interrogantes y, en una segunda etapa, brinda respuestas filosóficas confrontadas con
las teologías.

¿Causas naturales o intervención divina?

Volvamos al ejemplo del Big Bang. Un científico “concordista” podría afirmar que no es
más que la creación del mundo, en sentido teológico. Ahora bien, esa afirmación no
sería científicamente legítima: la física sólo se basa en causas naturales mientras que la
creación, en sentido teológico, significa una intervención divina no física, sino “meta-
física”.

La posición “discordista”, que pretende impedir todo diálogo entre cosmología y


teología acerca del mismo Big Bang, no resulta satisfactoria. Pero una reflexión
filosófica intermedia sobre el sentido del Big Bang como principio físico del cosmos
puede ayudar al teólogo a explicitar y precisar los nexos y las diferencias existentes
entre los conceptos de «principio físico», «origen metafísico» y «creación divina», y a
precisar mejor el sentido estrictamente teológico de esta última.

La creación en sentido teológico puede significar el surgimiento del mundo en su ser


en virtud de una causalidad divina, pero puede significar también una relación
mediante la cual Dios sostiene constantemente al universo en su existencia,
confiriéndole el ser. Este “surgimiento” no puede concebirse como la iniciación de un
proceso situado en el tiempo físico puesto que es justamente el que genera el espacio,
el tiempo y la materia. Del mismo modo, no puede mirarse esta “relación creadora”
como una causalidad física, puesto que es precisamente la causa de todas las causas
físicas.

De este esclarecimiento filosófico podrán emanar nuevas maneras de expresar, en


teología, las relaciones entre el tiempo y la eternidad, entre el Mundo y Dios. Como
contrapartida, dará también lugar a un mejor conocimiento del alcance y los límites de
las ciencias.

Así pues, para unos, ciencias y religiones son amigos inseparables pero profundamente
diferentes; para otros, amigos cuyos lazos sólo existen gracias a la intervención de un
tercero “en discordia”; para otros aún, amigos que son auténticos mellizos; y, por
último, dos individuos a los que no une ninguna amistad, ya que nunca se encuentran.
Relaciones, pues, que van de la fusión a la fisión.

Dominique Lambert

280
3. Los científicos y Dios

Diversos análisis señalan un cambio en la tendencia del pensamiento actual que se


manifiesta en la constatación de que buena parte de los científicos "vuelven a Dios". La
prestigiosa revista Nature publicaba en 1998 que crece el número de los
investigadores que creen en Dios y en la inmortalidad del alma; y están apareciendo
artículos, incluso en revistas de divulgación, dedicados a responder a la pregunta de
cómo ven los científicos a Dios en los que se destaca la opinión de diversos
investigadores, que afirman que la ciencia y la religión no les resultan incompatibles.
Paul Poupard, presidente del Consejo Pontificio de la Cultura, afirma que se da en la
actualidad "una inversión de tendencia con respecto a la religión...La actitud hostil del
cientificismo positivista parece superada. Se advierte la necesidad de responder a los
grandes problemas éticos que plantean las ciencias de la vida, así como de encontrar
respuestas a las preguntas fundamentales de la metafísica, que la ciencia no es capaz
de ofrecer".

No obstante, sigue teniendo fuerza la idea de que existen conflictos en las


explicaciones de estos ámbitos; conflictos en los que los creyentes tendrían siempre
las de perder. De una parte, los científicos pueden mirar las discrepancias con una
cierta indiferencia puesto que se confía en que, si no hoy, sí mañana, la ciencia
resolverá los problemas planteados; problemas para cuya solución estaría capacitada
la ciencia aunque el sentir religioso los considere misterios. En contraste con la
seguridad e indiferencia de los científicos no creyentes, los creyentes aparecen como
personas empeñadas en la tarea de encajar los nuevos conocimientos, en continuo
crecimiento, dentro de los estrechos moldes de sus dogmas inmutables; gran parte de
las explicaciones religiosas no se hubieran producido —se les reprocha —si nuestros
antepasados hubieran sabido sobre el universo lo que ahora nosotros sabemos. Esto
ha llevado a muchos científicos creyentes a vivir su fe en el ámbito privado, aunque
nunca han faltado entre los científicos grandes cristianos: desde Louis Pasteur o el
beato Niels Stensen, al genetista Jérôme Lejeune o Georges Lemaître. Ciencia y religión
se implican en cuestiones que sólo metodológicamente son separables; no es
suficiente, por tanto, repartir el campo: los "como" "cuando" y "que" para la ciencia y
los "porqué" para la religión. Las cuestiones donde se han planteado dificultades se
refieren fundamentalmente a los orígenes: origen de la materia, del universo entero,
de la vida y de cada ser humano; y son las cuestiones acerca del fin: del designio del
Creador para el universo y del destino del hombre. Las cuestiones acerca de la fuente y
origen de la moralidad también ocupan, especialmente en la actualidad, un sitio
destacado en este debate. Es obvio que las explicaciones de las diferentes religiones
acerca del principio y final de la realidad —de "como" y de "por qué"— y del
fundamento de las normas morales difieren considerablemente; y con ello difieren las
relaciones de incompatibilidad, de indiferencia o de colaboración con las explicaciones
de las ciencias experimentales.

Señala Lewis que "las personas que creen en Dios pueden dividirse según la clase de
Dios en el que creen". Dios está más allá del bien y el mal para panteístas y hindúes,
para quienes el universo es casi dios o una parte de dios. Por el contrario, Dios es
bueno y justo y ama el amor y rechaza el odio, para mahometanos, judíos y cristianos,

281
quienes piensan que Dios, de alguna forma, toma partido, puesto que diseñó y creó el
universo. Y más allá aún, los cristianos confesamos que Dios, por amor al hombre, se
hizo Hombre y dio su vida y resucitó hace 2000 años. Es lógico, por tanto, que entre los
científicos, precisamente en razón de sus creencias, falte también unanimidad en lo
que se refiere a la postura personal ante el misterio a cuyo abismo la ciencia les
conduce a asomarse. Podríamos decir que hay un grupo de científicos que miran al
mundo y no ven más que mecanismos y procesos, nada digno de extrañeza; profesan
un materialismo científico que se opone a la transcendencia, a la existencia de un
Creador. Para Carl Sagan, por ejemplo, "desde que el nacimiento del universo puede ser
explicado por medio de las leyes de la física, un supuesto Dios creador se ha quedado
sin trabajo que hacer", o para Roger Penrose, Dios es simplemente una "hipótesis
innecesaria" (cfr.n. 2). A pesar del hecho de que la admiración por la coherencia y
armonía de la realidad es muy fuerte, incluso para quienes no le encuentran sentido,
las explicaciones de la ciencia aparecen para algunos como suficientes, y en cierta
medida ocupa ese lugar, esencial para cada hombre, de la experiencia religiosa; como
ha escrito Steven Weinberg, Premio Nobel de Física de 1979, "el esfuerzo por entender
el universo es una de las muy escasas cosas que eleva la vida humana un poco por
encima del nivel de la farsa y le confiere algo de la gracia de la tragedia”. Por el
contrario, otros muchos cultivadores de las ciencias experimentales, al mirar al mundo,
son atraídos o arrebatados por el misterio, se preguntan por el porqué último, y así la
ciencia lejos de distraerles de la farsa de la vida les deja abierta la puerta a la
experiencia religiosa. Incluso con indiferencia hacia la fe en un Dios Creador, son
conscientes de que la ciencia no tiene el porqué del origen de la naturaleza. El físico
Paul Davies afirma que pertenece "al grupo de científicos que no suscriben ninguna
religión convencional, pero que niegan que el universo sea un accidente incuestionable.
Creo que el cosmos está ensamblado en una dosis de ingenio tan sorprendente que no
puedo aceptarlo simplemente como un hecho brutal. Ha de haber un nivel más
profundo de explicación. Si uno quiere llamar Dios a ese nivel es una cuestión de gusto
y de definición" (cfr. n. 2). Como declara el astrónomo Allan Sandage "sólo a través de
lo sobrenatural se puede explicar el misterio de la existencia del universo... he sido toda
la vida un ateo práctico pero mi carrera científica me ha conducido a la conclusión
inevitable de que el mundo es demasiado complicado como para que la ciencia por sí
sola pueda explicarlo" (cfr. n. 2). Para muchos de ellos la ciencia, bien entendida,
acerca al hombre a Dios, puesto que les permite conocer mejor su obra; afirma el físico
católico Charles Towns, Premio Nobel de 1964 por descubrir los principios del láser,
que "los recientes hallazgos sobre el universo encajan a la perfección en una idea de
Dios creador, en forma de una inteligencia superior, que se ha encarnado en las leyes
naturales".

La imagen, tanto tiempo en boga, de que los científicos se oponen, necesaria y


radicalmente, a la existencia de Dios, debido a que los datos de la ciencia demuestran
la imposibilidad de que exista un Creador, es un estereotipo que ha quedado
ampliamente desmentido. No se trata de que la ciencia, por sí misma y de forma
automática, sea capaz de empujar hacia la fe ni alejar de ella. Se trata, de que la
actitud ante el misterio, al que la ciencia aboca, exige una respuesta ineludiblemente
personal. Es muy probable que sean muy pocos los hombres y las mujeres de ciencia
que dejen de preguntarse, al menos alguna vez en su vida, si existe Dios; y las

282
respuestas personales dependen, en gran medida, no tanto de los datos conocidos por
las ciencias sino de la filosofía que sirve de matriz intelectual para la interpretación de
esos datos.

El gesto de Juan Pablo II de reconocer y pedir, con toda sinceridad, perdón por los
errores cometidos en el proceso a Galileo está relacionado con el cambio actual de la
imagen de las relaciones de la fe cristiana y la ciencia. Ciertamente la mitificación de
este caso había llevado a muchos científicos de buena fe al convencimiento de la
existencia de incompatibilidades. La Iglesia ha demostrado así, una vez más, su respeto
a la autonomía de las diversidad de formas de conocimiento y ha mostrado su
confianza en la pluralidad del método intelectual. La cuestión es ahora si la ciencia
también está dispuesta a hacerlo. “El reto del siglo XXI —sugería con ese motivo Juan
Pablo II— es que las ciencias experimentales se comprometan a sostener una
perspectiva genuinamente humanística, en la que la plena verdad de la condición
humana, incluida la dimensión espiritual de la experiencia, entrara en diálogo con el
mayor misterio del universo: el misterio que es cada vida humana”. Asimismo, con
ocasión del Jubileo del año 2000, científicos, filósofos, etc. —los que ejercen la
actividad intelectual en la búsqueda de la verdad de manera racional y metódica— han
sido convocados a pedir perdón por los abusos del pasado; y la Iglesia lo hará a su vez
por aquellas ocasiones, en que sus hijos han violado la legítima autonomía de la
ciencia. La religión...—señalaba Poupard comentando este encuentro— puede
purificar la ciencia de la idolatría del cientificismo... La ciencia tiene necesidad de
recuperar su dimensión sapiencial, es decir, una ciencia aliada con la conciencia para
que el trinomio ciencia-tecnología-conciencia esté al servicio del auténtico bien del
hombre, de todo hombre y de todos los hombres... La presencia de científicos de todo el
mundo, varios de los cuales han recibido el Premio Nobel, será el mejor testimonio de la
compatibilidad entre ciencia y fe.

Religiones y ciencia ante el misterio de los orígenes del universo

El conocimiento del mundo, por sí mismo, se convierte en una revelación natural capaz
de llevar al reconocimiento de Dios en su condición de Ser infinito y omnipotente,
implicado en el origen del universo, e incluso exigido por la misma existencia de la
naturaleza. Si se elabora adecuadamente este conocimiento de Dios puede dar noticia
sobre su condición inteligente y libre, lo cual llevaría a entender a Dios como persona.
Algunas religiones, las naturales, no parten de una revelación de Dios; son las antiguas
y viejas religiones paganas, que no han llegado a un conocimiento de lo divino más que
como clave del mundo." Las religiones antinaturales, como el Hinduismo y el
Estoicismo, son aquellas en las que las cosas naturales se dan de lado: el fin es el
Nirvana, la apatía, la espiritualidad negativa. Las religiones naturales afirman,
sencillamente, los deseos. Las religiones antinaturales se limitan a oponerse a ellos. Las
religiones naturales sancionan de nuevo lo que hemos pensado siempre sobre el
universo en los momentos de salud ruda y de brutalidad jovial. Las religiones
antinaturales repiten, simplemente, lo que hemos pensado sobre el universo en estados
de ánimo de cansancio o fragilidad o compasión”.

283
Una forma de expresar lo originario, común incluso a la religiosidad pagana, es la idea
de la paternidad divina. La atribución de paternidad a Dios se sirve de una realidad
natural —la paternidad tal como el hombre la vive y la entiende: de un vivir que no
dispone de su propio comienzo— para descubrir y hacer presente una realidad de otro
orden: lo supremo, el misterio, lo divino. El dios padre, de las religiones naturales, —
origen simbólico de los dioses y de los hombres y del mundo— no pretende ni trata de
dar una explicación a ese origen al modo de las ciencias experimentales; no tiene una
explicación que aportar, más bien es la propia ciencia la que aporta el conocimiento
del mundo; así el Dalai Lama reconocía en Harvard (cfr. n. 2) que "a los pensadores
budistas nos parece sumamente beneficioso incorporar ideas de diversos campos
científicos, como la mecánica cuántica y la neurobiología, donde existen elementos
muy fuertes de incertidumbre y no esencialidad". Por otra parte, la idea de Dios como
padre tampoco aparece en primer plano en el Corán. El islamismo subraya la
trascendencia de Dios, pero bajo la forma de una voluntad arbitraria que se impone
incondicionalmente al hombre; no se da una relación personal, sino sólo de sumisión y
entrega confiadas. Alá no ofrece explicación del porqué de la creación. "Mi fe es poco
importante para mi ciencia”, señala el fervoroso musulmán pakistaní Abdus Salam, que
compartió con Steven Weinberg el Premio Nobel de Física de 1979; confiesa que se
sintió guiado por la armonía matemática y estimulado por el Corán, que contiene 750
versículos exhortando a los creyentes a estudiar la naturaleza como un mandato de
Dios.

Por el contrario, con la revelación sobrenatural no se trata ya de que el hombre


atribuya la paternidad a Dios, sino que el mismo Dios se declara Padre de un pueblo, el
pueblo de Israel, y de todos los hombres, invitándoles al reconocimiento de su
filiación. Padre es así nombre propio de Dios Creador. La visión judeocristiana implica
que el mundo y el hombre forman una unidad, como se manifiesta en la narración del
Génesis, de tal forma que por ello el mundo tiene sentido; un sentido que está
intrínsecamente relacionado con el sentido que tiene la vida del hombre. La teoría de
la evolución, aunque muchas veces se entiende sólo desde la materia, puede
entenderse también desde arriba, es decir, como fruto de la llamada que el Creador
dirige al hombre, quien necesita del mundo para su propia existencia. Esta visión
implica una cierta con-naturalidad entre las criaturas infrahumanas y el hombre. Más
aún, la fe cristiana afirma el misterio de la Encarnación, por el que el Hijo eterno del
Padre asume una naturaleza humana de forma que la vida divina resulta vivida
también por una naturaleza humana. La Encarnación nos dice que la naturaleza
humana es apta para expresar con sus elementos la vida infinita Dios Hijo; y también la
Encarnación nos habla de la presencia de elementos superiores en las realidades
inferiores. Ciertamente, la razón de la inteligibilidad de todas las cosas está en la
inteligibilidad del hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios y que tiene su medida
en Cristo. Por ello, la existencia de un plan en la naturaleza, un universo que parece
diseñado con una finalidad previa, una teleología, es de suyo, prueba o argumento
convincente de la existencia de Dios, que ha querido dejar una huella de Sí en las
criaturas; Cristo es la "palabra" por medio de la cual fueron hechas todas las cosas, la
luz verdadera que ilumina a todo hombre. Lo propio de la fe cristiana, en el panorama
de las religiones, es que sostiene que nos dice la verdad sobre Dios, el mundo y el

284
hombre, y que se sabe la religión de la verdad. Son la revelación y la fe cristiana, en
definitiva, las que miden la verdad alcanzable y alcanzada por las ciencias.

En la actualidad, para algunos científicos no existe un plan en el universo que exija una
Inteligencia creadora. Sin embargo, cada vez más científicos creen que el Big Bang,
lejos de haber "mandado al paro al Creador", es una evidencia de que el cosmos ha
nacido con un diseño y un propósito determinado. No parece posible a la ciencia
funcionar con sólo el azar. Y mucho menos parece posible que el universo pueda
crearse a sí mismo. Stephen Hawking posiblemente representa el esfuerzo más intenso
dirigido a explicar cómo el universo se crea a sí mismo; su teoría defiende que lo habría
hecho siguiendo las leyes de la teoría cuántica: una enorme, ingente y descomunal
fluctuación cuántica del espacio vacío, del que la materia apareció espontáneamente
por azar, como más tarde la vida y todo el universo, obedeciendo a un principio de
auto-coherencia. Obviamente, desde la misma física se ha contestado esta hipótesis de
un universo autocreador; quizá la principal dificultad que se le plantea, desde éste
ámbito, es que no está claro que la teoría cuántica, desarrollada para partículas
submicroscópicas, se pueda aplicar al universo en su totalidad. Y además, como mucho
antes señalara Lewis, "las leyes de la naturaleza no han producido un solo
acontecimiento en toda la historia del universo. Las leyes son la norma a la que los
acontecimientos deben ajustarse, siempre que puedan ser movidos a ocurrir... Pero su
origen debe buscarse en otro sitio...La corriente de acontecimientos tiene un principio o
no lo tiene. Si lo tiene, nos encaramos con algo semejante a la creación. Si no lo tiene,
nos enfrentamos con un impulso eterno opaco por su misma naturaleza al
pensamiento científico. La ciencia, cuando alcance el estado de perfección, habrá
explicado la conexión entre cada eslabón de la cadena y el eslabón anterior a ella. Pero
la existencia real de la cadena seguirá siendo completamente inexplicable”. En cierto
sentido, podríamos afirmar que la ciencia contemporánea se ha acercado a la doctrina
cristiana y se ha separado de las formas clásicas de materialismo. Si algo aparece con
claridad en la física moderna es que la naturaleza no es eterna. El universo tuvo un
comienzo y tendrá un fin. El propio Hawking, entrevistado por Sue Lawley, periodista
de la BBC, contesta a la pregunta acerca de si su modelo no deja ningún lugar para
Dios, que este "no dice nada sobre si Dios existe o no, sólo que no es arbitrario", porque
afirma "la manera en que empezó el universo está determinada por las leyes de la
física... lo que mi obra ha mostrado es que hay que decir que el modo en que empezó el
universo fue el capricho personal de Dios. Pero —le pregunta la entrevistadora— aún
queda la cuestión: ¿Porqué se molesta en existir el universo? A lo que Hawking
responde: Si Ud. quiere, puede definir a Dios como la respuesta a esta pregunta”.

Religión y ciencia ante los seres vivos

La imagen del mundo desde la que el científico mira a la realidad condiciona su camino
de acceso al conocimiento de Dios. Se puede afirmar que, desde la antigüedad clásica
hasta la segunda mitad del siglo XX, la visión la da la Física. La imagen de Dios es la del
gran artífice de una inmensa maquinaria —"primer principio", "motor inmóvil", "causa
primera"—; desde el mecanicismo imperante se ve a Dios al modo deísta: como un
creador que crea y deja a sus criaturas a su" necesidad interna". Es la causa eficiente y
no la final la que tiene la primacía. Como afirma Núñez de Castro, " No era fácil para un

285
investigador de la naturaleza del siglo XIX oponerse a las teorías materialistas y
guardar la fe en un Dios personal y en la dignidad del hombre". Aunque lógicamente
algunos lo lograron. Ahora bien, en los últimos decenios, con el avance de la Biología
se conocen aspectos nuevos y aparece con ellos una nueva mentalidad, donde tanto la
emergencia—el surgimiento de lo nuevo desde otra realidad anterior—a lo largo del
proceso evolutivo, como la finalidad de los seres vivos —el hecho de tener un
proyecto, el proyecto de vivir, que da a los componentes del organismo una unidad de
función y sentido biológico—configuran una nueva imagen del mundo. Tres
descubrimientos bioquímicos importantes de la segunda mitad del siglo XX muestran
que las bases mismas de la vida se expresan mediante leyes físico químicas: a) el
norteamericano James Watson y el inglés Francis Crick (que reciben el Premio Nobel
en 1962) describen la estructura de la molécula de DNA que contiene la información
genética; b) los franceses Jacques Monod y François Jacob (comparten el Premio Nobel
en 1965) demuestran la existencia del mRNA y dan con la clave del proceso de
regulación de la expresión de los genes y c) Severo Ochoa que descubre el proceso de
síntesis del RNA y Arthur Kornberg el de síntesis del DNA y reciben juntos el Premio
Nobel de 1959. Nace un mecanicismo biológico en gran medida alentado por los
planteamientos de Monod con su total y sistemática negación de toda interpretación
que se base en causas finales y trate de dar razón de un proyecto; por los
planteamientos de Crick con sus afirmaciones de que un neurobiólogo moderno no ve
necesidad alguna de tener un concepto religioso del alma para explicar el
comportamiento de los humanos y de otros animales...puesto que los hombres "con sus
alegrías y sus penas, sus recuerdos y sus ambiciones, su propio sentido de la identidad
personal y su libre voluntad, no son más que el comportamiento de un vasto conjunto
de células nerviosas y de moléculas asociadas" y por las ampliamente expuestas dudas
de Ochoa acerca de la existencia de Dios.

Por otra parte, la teoría sintética de la evolución, el neodarwinismo, parece haber


superado, en estos últimos decenios, la doctrina de la creación en su pretensión de
considerar la selección natural como el motor del proceso evolutivo. Y del mismo
modo, los conocimientos acerca del origen del hombre —con el postulado de la
emergencia de la mente desde la materia— parecen superar la doctrina acerca de la
intervención directa del Amor Creador de Dios en el origen de cada ser humano y la
doctrina acerca del pecado original. Toda una mentalidad racionalista que se resiste no
tanto a la religión cristiana, ni siquiera al catolicismo en general, sino, podríamos decir,
al misterio de la Encarnación: a la entrada de la transcendencia en el tiempo y en la
historia de los hechos contingentes. Una resistencia que se presenta en la actualidad
como actitud razonable que incluso busca el diálogo, frente al fanatismo intolerante.
Junto a estos científicos aparecen otros con el deseo, incluso con la conciencia, de
estar tratando de comprender la naturaleza humana en su intento de integrar filosofía
y neurociencia, para zafarse del dualismo que supone para ellos la creencia en el alma
espiritual. Dice Francisco Mora que esa búsqueda de "...una concepción del hombre y
su dignidad no en tanto que concebido como espíritu, o hecho a su imagen y semejanza
de Dios, ...nace de ese reconocimiento de su identidad total con el mundo y su devenir y
de su soledad ante él, lo que no necesariamente le aleja de una concepción de Dios”.

286
No obstante muchos científicos perciben actualmente con claridad que las
explicaciones de la evolución ofrecen pistas sobre la Creación que lejos de negarla
cooperan a una comprensión más plena del designio de Dios Padre Creador sobre los
hombres. Francisco J. Ayala, el más conocido darwinista, defiende que "la moral es
humana... nuestra naturaleza biológica puede predisponernos a aceptar ciertos
preceptos morales, pero no nos obliga a aceptarlos ni a que nos comportemos según
ellos... no están determinadas por los procesos biológicos". El Premio Nobel de Física
de 1977, Mott, afirma que "ni la ciencia ni la psicología podrán explicar nunca la
conciencia humana, es decir el conocimiento inmediato del yo íntimo, del estar vivo, de
las sensaciones o de los propios actos, porque es algo que está fuera y más allá del
física y de la química . Quizá el esfuerzo más notable para dar razón desde la ciencia —
desde la física cuántica, en concreto— de la existencia del alma espiritual, creada por
Dios, se deba al Premio Nobel de Medicina de 1963, Sir Jonh Eccles. Afirma que "el
misterio humano lo ha degradado increíblemente el reduccionismo científico, con sus
pretensiones de un materialismo prometedor de explicar todo el mundo espiritual en
términos de patrones de actividad eléctrica neuronal. Esta creencia tiene que
clasificarse como superstición”. De acuerdo también con Chet Raymo los avances
científicos no nos hacen perder la capacidad de sorprendernos por el misterio:
"nuestra pretensión de encontrarnos con lo Absoluto va de la mano de nuestra
búsqueda de respuestas. Somos científicos peregrinos, encaramados al pretil de la
eternidad, curiosos y atentos" (cfr. n. 2).

Ni la ciencia por su lado, ni la filosofía por el suyo, se bastan en la lucha de la razón por
alcanzar la verdad acerca del hombre; el pensamiento se enriquece con la
profundización de la fe, porque se le abren nuevos horizontes y no cabe duda de que
las grandes filosofías han recibido siempre de la tradición religiosa luces y
orientaciones. Pienso que la ciencia actual tiene la necesidad imperiosa de entrar en
diálogo con una filosofía capaz de estar de un lado atenta a los conocimientos
empíricos que se van alcanzando en las diversas ciencias, y de otro al mensaje de la
Biblia como fuente de conocimiento. Algunas cuestiones parecen aguardar, cabría
decir que con impaciencia, este diálogo.

Una primera cuestión es la compresión de la vida y del proceso evolutivo que


describen las ciencias biológicas. Ni el materialismo científico ni la concepción
filosófica de un "designio inteligente" —que aparece rígidamente encajonado en los
conceptos de "orden-racionalidad" de lo inerte— alcanzan a explicar la rica realidad de
la vida que fluye incesante, se transmite y se diversifica. Falta una alternativa al
mecanicismo que tal vez llegue a encontrar salida en la búsqueda de la compresión de
como se compone materia y forma en los seres vivos produciendo ese nuevo tipo de
orden que es la vida. La Bioquímica y Biología Molecular actuales permiten describir la
forma de los seres vivos como mensaje: el mensaje genético cuyo contenido y reglas
de juego de su emisión dan cuenta no sólo de la construcción del organismo y del
desarrollo del proceso de la vida de cada individuo, sino que además da cuenta de las
diferencias de grado de ser de los diversos seres vivos y con ello del transformismo que
subyace al cambio evolutivo. La riqueza de la vida, la variabilidad, las grandes
radiaciones de plantas y animales, de un lado, y, de otro, la muerte y las grandes
extinciones que acontecen tomando parte del proceso mismo de la vida —de esa vida

287
real que fluye inacabada y en sí misma perfectible— no se compagina fácilmente con
la imagen del Dios "artífice", autor del diseño inteligente del cosmos, cuya lógica dicta,
por ejemplo, las leyes que rigen las trayectorias que necesariamente siguen los astros
o las leyes de la tendencia necesaria al equilibrio termodinámico de los procesos del
mundo inerte. Pero la lógica propia de los seres vivos no es ni mecanicista ni plena y
necesariamente determinista. Vivir exige mantenerse —a base de un continuo
intercambio de materia y energía, de fluctuaciones, reconocimientos y "decisiones"—
alejado de ese equilibrio porque alcanzarlo es morir. La lógica de lo vivo combina azar
y determinación para alcanzar su fin de vivir y de innovar. Cuando la emergencia no es
pura emergencia, no es puro azar, sino que converge con la finalidad, lo nuevo no es
cualquier tipo de "cosa nueva"; no es fruto de un proceso ciego sino de un proceso,
que sin estar prefigurado, sí está orientado y tiene una dirección. Pienso que los
problemas religiosos, el ateísmo cientificista de un Darwin, incluso de un Monod, son
problemas personales de enfrentamiento entre sus intuiciones científicas y su pobre e
insuficiente imagen religiosa de Dios Creador. Sin embargo, la selección natural, la
contribución imprevisible del azar al orden, las fluctuaciones deterministas del caos
lejos de ser explicaciones “ateas”, abocan más bien al misterio, y ofrecen una visión
capaz de abrir paso hacia el Dios desconocido "el que a todos da la vida”, que se reveló
como el Dios vivo, y del cual San Pablo promete hablar a los atenienses en el
Areópago. Al Dios a quien Cristo llama Padre. El Dios que va teniendo interlocutores
personales y va guiando, con la cooperación humana, la creación completa hacia su
consumación. Dios no es ni el "gran relojero", ni "juega con los dados truncados", ni
interviene, una y otra vez determinando una y sólo una de las múltiples posibilidades
que produce la indeterminación azarosa, ni es un hacedor que esté continuamente
intentando reconducir, desde fuera de sus criaturas, el camino equivocado que en su
"libertad de movimiento" han tomado; la propia ciencia ha zarandeado el dogma del
"azar creador". Una visión de este tipo —desafortunadamente demasiado frecuente—
lleva a algunos creyentes al fundamentalismo creacionista o a un cierto temor e
incluso rechazo de todo descubrimiento que implique azar e indeterminación. Sin
embargo, el Dios que se revela en el relato del Génesis es un Dios que dice ¡Hágase o
hagamos!, deja hacerse y al mirar a sus criaturas ve que es bueno cuanto ha creado. El
Dios, que nos revela Cristo, es el Padre de la parábola del hijo prodigo, que otorga
libertad, incluso la de marcharse fuera del único ámbito en que la plenitud de vida le
está asegurada. El Dios vivo, que elige y hace alianzas, que ha dispuesto todo lo que
existe para que cada ser humano pueda entrar libremente en diálogo con Él, que le
promete vida eterna y se declara su Padre, no puede ser excluido ni ignorado en las
explicaciones que pretendan dar cuenta de la innovación y el continuo renacer vital.

La segunda cuestión trata de dar razón de la unidad materia-espíritu del ser humano.
Como nos enseña la revelación en el origen de cada persona, a diferencia del comienzo
de la vida de cualquier otro mamífero no-humano, radica en la alianza de la acción
creadora de Dios de un alma individual con la generación por parte de los padres que
aportan con la fecundación, el patrimonio genético dispuesto a dar comienzo al vivir
de un nuevo ser humano. El comienzo de una nueva vida humana, que tiene su origen
en el acto creador directo por parte de Dios que le pone en la existencia, supone que
cada alma creada asume su mensaje genético correspondiente, como una unidad; son
co-principios. De esta manera el resultado de la procreación es la persona del hijo. Con

288
la creación del alma Dios hace al hombre capaz de relación con Él y con ello de relación
con los otros hombres y con el mundo. Le hace ser libre, con la misma "lógica" de
apertura del espíritu, no cerrado en su biología: un organismo biológicamente
indeterminado, con inespecificidad fisiológica, con pobreza de instintos, un cerebro
con una gran plasticidad neuronal, etc. Un ser con aprendizaje cultural, con técnica,
con lenguaje, capaz de marcarse fines a sí mismo. Tal vez una de las más importantes
tareas de los científicos cristianos —para quienes la inteligibilidad del hombre, y con
ella la del mundo, no es una pretensión vana puesto que Dios se ha hecho Hombre—
sea pensar la biología humana en clave no sólo biológica sino antropológica. En diálogo
con la filosofía, tratar de comprender y dar razón de las claves de esa perfecta
correspondencia cuerpo-alma del ser humano.

Religión y Bioética

La seriedad moral ha sido característica indiscutible del cristianismo; sólo las exigencias
del Dios único, en relación con la vida del hombre, corresponde a lo que “es bueno por
naturaleza” (Romanos 2, 14 y ss.). Sin embargo, las relación de conflicto o de armonía
entre la religión y las ciencias se presentan también en lo que se refiere a la fuente y
origen de normas morales. Clifton Way afirma que se ha producido, en los últimos
decenios, el intento de tomar la ética, especialmente la bioética, como sucedáneo de
la religión: si como define el Diccionario de Webster —señala Way— la religión es un
sistema de creencias que reconoce a Dios como autoridad y que reúne a sus miembros
en una comunidad que sigue unas normas de conducta o de moralidad,...una religión
sucedáneo vendría a ser como un conjunto de directrices de conducta y de creencias
que sustituye la tradicional fe en Dios por un conjunto de valores que no toman en
consideración que Dios exista". Precisamente, uno de los postulados del cientifismo,
derivado de su pretensión de ser el único conocimiento seguro, es presentar la ciencia
y las nuevas tecnologías como las únicas fuentes capaces de guiar la toma de
decisiones, sin tabúes ni dogmatismo religioso, acerca de las aplicaciones de la ciencia
y de manera especial a las aplicaciones que relacionadas con el comienzo, la
conservación y la terminación de la vida humana. Para algunos incluso los
conocimientos aportados por el descifrado del mapa genético humano aportaran la
clave para comprender y definir la naturaleza humana, y lo bueno y lo malo; para otros
las biotecnologías, que han abierto las posibilidad de fecundar artificialmente, de
poder intervenir en el patrimonio genético, y que abrirán la clonación de seres
humanos, son pasos que permitirán hacer dioses a los hombres. Sin embargo, para
muchos es obvio que la ciencia en sí, más aún una ciencia que intenta negar la
existencia de un sentido en la realidad, es de suyo incapaz de aportar una racionalidad
ética.

El Premio Nobel antes citado James D. Watson declara, en una entrevista publicada en
el diario italiano «Il Messaggero»: “No creemos equívocos. La genética no podrá
consentirnos el control de nuestro destino... Podemos estar programados
genéticamente para tener una larga existencia y acabar víctimas de un accidente de
tráfico... El «destino» es un problema muy amplio. Pero es indiscutible que el
conocimiento de nuestro patrimonio genético tendrá una importancia grande y nos
ayudará a combatir a tiempo muchos males terribles que pueden amenazar nuestra

289
existencia”. Realmente las aplicaciones de los conocimientos científicos pueden ser
una ayuda insustituible para solucionar muchas de las necesidades de los hombres de
hoy. Como comenta el prestigioso físico Freeman J. Dyson —que recibió el Premio
Templeton para el progreso de la Religión del 2000— "para sacar de la pobreza a los
países pobres y a las personas pobres de los países ricos, para darles la oportunidad de
una vida digna, la tecnología no es suficiente... Ciencia y religión deben trabajar juntas
para acabar con las inmensas desigualdades del mundo moderno". Y el entonces
cardenal Josepf Ratzinger advertía que la amenaza más peligrosa de la biotectonogía
hoy —cuando nos convierte en meros productos de laboratorio— es hacernos perder
el sentido de la paternidad y con ello la imagen de Dios como Padre: "la paternidad
humana nos ofrece una anticipación de lo que es Él. Pero cuando no existe esa
paternidad, cuando se experimenta sólo como fenómeno biológico, sin su dimensión
humana y espiritual, toda afirmación sobre Dios Padre queda vacía”.

Natalia López Moratalla

4. Ciencia y fe: nuevas perspectivas

Suele reconocerse en la actualidad que ciencia y fe representan dos perspectivas


diferentes, y que los eventuales conflictos entre ellas responden a intromisiones
ilegítimas que siempre se podrán evitar. Por tanto, su coexistencia pacífica parece
asegurada. Pero, ¿deberemos contentarnos con una separación que equivaldría a una
ignorancia mutua, o por el contrario, es posible integrar armónicamente esos dos
ámbitos? Este es uno de los retos principales de nuestra época.

De hecho, se habla con frecuencia de «cuestiones fronterizas» entre ciencia y fe, lo


cual sugiere la existencia de temas comunes y la posibilidad de una colaboración
positiva. Sin embargo, esa colaboración sólo será posible si existen puentes entre el
mundo de la ciencia y el de la fe. Mis reflexiones se centran en torno a la existencia de
esos puentes.

La racionalidad de la naturaleza

Nadie cree hoy en día que la ciencia pueda solucionar todos los problemas. El
cientificismo optimista es una reliquia de museo. Encontramos un claro ejemplo de
esta situación en Paul Davies, quien después de escribir en su último libro: «siempre he
deseado creer que la ciencia puede explicar todo, al menos en principio», añade:
«pero incluso si se descartan los sucesos sobrenaturales, no está claro, a pesar de
todo, que la ciencia pueda explicar todo en el universo físico. Permanece el viejo
problema acerca del final de la cadena de explicaciones. Por mucho éxito que puedan
tener nuestras explicaciones científicas, siempre incluyen algunos supuestos en su
punto de partida... Por tanto, las cuestiones últimas siempre permanecerán más allá
del alcance de la ciencia empírica». La cita es especialmente significativa si se tiene en
cuenta que Davies, físico y autor de veinte libros que han alcanzado amplia audiencia,
no admite la existencia de un Dios personal, y en uno de sus anteriores libros afirmaba
que la ciencia proporciona un camino hacia Dios más seguro que el de la religión.

290
La alusión a los supuestos de la ciencia es importante, y Davies la desarrolla con mayor
amplitud en los siguientes términos: «El éxito del método científico para descubrir los
secretos de la naturaleza es tan sorprendente que puede impedirnos advertir el
milagro mayor de todos: que la ciencia funciona. Incluso los científicos normalmente
dan por supuesto que vivimos en un cosmos racional y ordenado, sujeto a leyes
precisas que pueden ser descubiertas por el razonamiento humano. Sin embargo, por
qué esto es así continúa siendo un atormentador misterio... El hecho de que la ciencia
funcione, y funcione tan bien, apunta hacia algo profundamente significativo acerca de
la organización del cosmos». Davies tiene razón. Entonces, la pregunta siguiente que
debemos hacernos es: ¿hacia dónde apunta el éxito de la ciencia?

Davies afirma que la ciencia se apoya sobre «un supuesto crucial: que el mundo es a la
vez racional e inteligible... Toda la empresa científica está construida sobre la
suposición de la racionalidad de la naturaleza». Y añade: «Concedo que no se puede
probar que el mundo es racional. Ciertamente es posible que, en su nivel más
profundo, sea absurdo... Sin embargo, el éxito de la ciencia es al menos una fuerte
evidencia circunstancial en favor de la racionalidad de la naturaleza».

En efecto, la actividad científica supone que la naturaleza es racional, inteligible,


cognoscible racionalmente, ordenada. No es caótica; consta de niveles jerarquizados
de manera continua y gradual, y tanto cada uno de los niveles como las relaciones
mutuas entre ellos responden a leyes. El progreso científico muestra que ese supuesto
es verdadero. Puede afirmarse, más en concreto, que ese progreso retro-justifica,
amplía y precisa los supuestos realistas que se refieren al orden natural6. Cuanto
mayor es el avance de las ciencias, más amplio y preciso es nuestro conocimiento
acerca del orden que caracteriza nuestro mundo.

La racionalidad de la naturaleza es una condición necesaria de la actividad científica,


un supuesto que no puede ser justificado mediante los métodos científicos pero que
resulta indispensable para la existencia de la ciencia. El progreso científico no elimina
ese supuesto; por el contrario, muestra su adecuación y amplía su alcance. Por tanto,
la racionalidad de la naturaleza constituye un puente entre la ciencia y las preguntas
últimas acerca del sentido. El puente puede ser ampliado si consideramos, como lo
haremos a continuación, los conocimientos que proporciona la ciencia actual acerca de
la organización de la naturaleza.

Una nueva cosmovisión

Por vez primera en la historia, disponemos de una cosmovisión científica que es


completa y rigurosa. La imagen actual de la naturaleza no es completa en el sentido de
que nada quede por descubrir; sin embargo, es completa en otro sentido más
interesante: se extiende a todos los niveles, desde el microfísico hasta el astrofísico,
pasando por el geológico e incluyendo el nivel más importante de todos, el de los
vivientes. Además, no sólo conocemos muchas leyes en cada nivel, sino también leyes
que relacionan unos niveles con otros. La naturaleza se nos muestra como un

291
verdadero sistema que abarca niveles de organización progresiva, de tal manera que
los superiores incluyen a los inferiores y los superan.

¿No es exagerado afirmar que nos encontramos en una situación privilegiada con
respecto a nuestros predecesores, y que disponemos por vez primera de una
cosmovisión completa y unitaria? No lo es, e incluso es fácil comprender por qué esa
afirmación es correcta. Las ciencias adoptan perspectivas parciales. Su progreso, desde
el siglo XVII, se ha realizado formulando teorías particulares en los ámbitos de la
astronomía, la mecánica, la óptica, el electromagnetismo, la teoría atómica, la física de
partículas subatómicas, la biología molecular y otros. Hemos ido ascendiendo por una
larga escalera, paso a paso, un escalón tras otro. Por fin, en la actualidad disponemos
de una perspectiva que hasta ahora resultaba inaccesible y que nos permite relacionar
entre sí las diferentes facetas de la naturaleza.

Nos encontramos verdaderamente en una situación muy ventajosa con respecto a


quienes nos han precedido. No se trata sólo de un mayor cúmulo de conocimientos,
sino de algo realmente nuevo: disponemos, por vez primera, de una imagen de la
naturaleza que es coherente, unitaria, completa y rigurosa. Este hecho está cargado de
interesantes implicaciones. Por ejemplo, la imagen mecanicista, que se presentó
durante varios siglos como la imagen científica del mundo, ha sido sustituida por una
representación mucho más rica e interesante. Pueden mencionarse, en este contexto,
la teoría de sistemas y las teorías morfogenéticas.

La teoría de sistemas, propuesta por Ludwig von Bertalanffy, completa la perspectiva


mecanicista con factores holísticos y direccionales: los sistemas no son una simple
agregación de los componentes, ya que poseen propiedades holísticas que pertenecen
al sistema como una totalidad. En este contexto se habla de propiedades emergentes,
que no se reducen a las que existen en los niveles inferiores. Además, el holismo
implica que los componentes actúan de modo cooperativo; en este sentido
manifiestan una direccionalidad, de tal modo que asistimos a una cierta rehabilitación
del concepto de finalidad, que parecía desterrado del ámbito científico.

Las teorías morfogenéticas estudian la génesis de nuevas formas. Existen varias teorías
de este tipo, y no sólo en el nivel biológico, sino también en el físico-químico. La
termodinámica de procesos irreversibles, también denominada termodinámica no-
lineal o de procesos lejos del equilibrio, formulada por Ilya Prigogine, permite
comprender cómo pueden surgir estructuras de mayor orden a partir de estados de
menos orden. La sinergética de Hermann Haken estudia cómo surgen nuevas
cualidades y estructuras a partir de fenómenos cooperativos. En una línea semejante
se sitúan la teoría de catástrofes de René Thom y las recientes teorías del caos
determinista.

Estas teorías tienden puentes entre el nivel físico-químico y el biológico, y se


encuentran en la base de los nuevos planteamientos acerca de la auto-organización de
la materia. Está cada vez más claro que la materia no es algo meramente pasivo e
inerte, sino que posee un dinamismo propio y unas tendencias que explican la
formación de las entidades naturales.

292
El despliegue del dinamismo natural

La naturaleza puede ser caracterizada en función de dos aspectos básicos que se


encuentran íntimamente entrelazados: el dinamismo y la estructuración. En efecto, los
conocimientos actuales muestran que la materia posee un dinamismo propio en todos
sus niveles; sólo es inerte bajo ciertas perspectivas, y lo estático corresponde a
equilibrios dinámicos que se producen en circunstancias particulares. Además, la
naturaleza ya no aparece como regida por unas leyes que sólo la afectarían de modo
externo. La cosmovisión actual está centrada en torno a las «pautas» o patrones
(«patterns»), que se forman de modo espontáneo en todos los niveles. La
morfogénesis no es un fenómeno exclusivo de los vivientes; el nivel físico-químico se
encuentra lleno de «tendencias» hacia pautas concretas.

En este contexto, la naturaleza (en el sentido clásico de lo natural-físico o material)


puede caracterizarse mediante el entrelazamiento de un dinamismo propio y de una
estructuración espacio-temporal. Ese entrelazamiento es típico de la naturaleza, y
permite distinguir lo natural frente a lo artificial y lo personal. Lo natural posee un
dinamismo propio, cuyo almacenamiento y despliegue se encuentra intrínsecamente
ligado a estructuras espacio-temporales.

La actividad de la naturaleza se manifiesta como el «despliegue» de un dinamismo que


produce estructuras, pautas, orden, organización. A su vez, las nuevas estructuras son
fuente de nuevos tipos de dinamismo. Los dinamismos particulares no sólo
interactúan, sino que se integran mediante procesos de «modelización»
(«patterning»). Y el entrelazamiento del dinamismo y la estructuración se relaciona
con un concepto que ocupa un lugar cada vez más central en nuestro conocimiento de
la naturaleza: la «información». Conocemos la importancia de la información genética
en el ámbito biológico, pero también puede hablarse de información en muchos otros
fenómenos biológicos y en los demás niveles; las pautas estructurales y dinámicas
pueden considerarse como el almacenamiento y el despliegue de una información que
guía los procesos naturales.

Los procesos naturales no son indiferenciados. Se caracterizan por una


«direccionalidad» que se manifiesta en forma de «tendencias» y de «cooperatividad».
Cualquier avance científico puede ser considerado como un conocimiento particular de
la direccionalidad, puesto que señala los cauces posibles de los procesos naturales.
Pero existen ejemplos especialmente significativos, que se refieren a la constitución de
la materia desde sus niveles ínfimos y, por tanto, en todos los niveles. Este es el caso,
por ejemplo, del «principio de exclusión» (formulado por el físico Wolfgang Pauli) de la
física cuántica, según el cual dos partículas que sean fermiones (responden a la
estadística de Fermi-Dirac) no pueden tener el mismo estado cuántico en un mismo
sistema. Puesto que los componentes básicos de la materia son los leptones y los
quarks, que son fermiones y por tanto siguen el principio de exclusión, de ahí resulta
que la materia se encuentra estructurada, desde sus niveles ínfimos, de acuerdo con
leyes muy específicas.

293
Este ejemplo y otros similares muestran que la naturaleza que conocemos es el
resultado de leyes que tienen un carácter selectivo. Son muchos los factores que
concurren en los procesos naturales y, en este sentido, se habla con frecuencia de la
importancia del «azar». Pero se trata de un azar muy especial, puesto que las leyes
fundamentales actúan en todos los niveles y permiten comprender cómo se organiza
la materia para formar estructuras cada vez más complejas, desde las moléculas hasta
los vivientes. En este contexto, se habla hoy día de la «auto-organización» de la
materia.

Auto-organización

La emergencia de nuevas pautas es objeto de un especial interés en la actualidad, y a


ella se refieren las teorías morfogenéticas ya mencionadas, que forman parte de un
amplio tema que suele titularse la «auto-organización» de la naturaleza.

La cosmovisión actual nos presenta una naturaleza que se auto-organiza de acuerdo


con pautas, desarrollando procesos que pueden calificarse como «creativos»,
mediante un despliegue del dinamismo natural que produce nuevas pautas de
complejidad creciente. Una naturaleza en la cual, como ya se ha advertido, desempeña
un lugar central el concepto de «información». La información se encuentra
almacenada en estructuras, que a su vez son el resultado de anteriores despliegues de
información. Ante la cosmovisión actual, la naturaleza no nos aparece como un
conjunto de piezas heterogéneas y pasivas que deban ajustarse mediante acciones
externas, sino más bien como un gran sistema que resulta del despliegue de un
dinamismo articulado con estructuras espacio-temporales de acuerdo con niveles
progresivos de organización.

Esta perspectiva conduce de la mano hasta los problemas relacionados con la


finalidad, que en la actualidad vuelven a ser considerados como plenamente legítimos.
Y la finalidad nos lleva hasta las puertas de la teología natural. Por tanto, la reflexión
acerca de la racionalidad de la naturaleza a la luz de los conocimientos científicos
actuales permite construir un amplio puente entre la ciencia y la fe.

El naturalismo pretende explicar la organización de la naturaleza recurriendo a la


combinación ciega del azar y la necesidad, según la famosa expresión de Jacques
Monod. Niega que exista ninguna dirección prefijada. El admirable orden de la
naturaleza, que se extiende desde las estructuras microfísicas básicas hasta los
mecanismos de la vida, el radar de los murciélagos y el cerebro humano, serían el
simple resultado de variaciones al azar, lucha por la supervivencia y selección natural.

Si por «azar» entendemos la confluencia de líneas causales independientes, el azar


ocupa, sin duda, un amplio lugar en el desarrollo de los procesos naturales. Resulta
muy difícil, sin embargo, atribuirle un papel central. Aunque admitiéramos que se
produce una fantástica proliferación de resultados al azar y que sólo sobreviven los
más adaptados, todavía no habríamos comenzado a explicar cómo se forman los
resultados que sobreviven y que constituyen la naturaleza que conocemos, entre los
cuales nos encontramos nosotros mismos en cuanto a nuestro ser físico.

294
Por ejemplo, el desarrollo de los vivientes se basa en una prodigiosa cooperación de
principios constitutivos y reguladores, y en este contexto se habla de «genes
inteligentes» para designar aquellos genes que, en cada momento, dictan las
instrucciones necesarias para que se realicen o se interrumpan los procesos que se
encuentran en la base de la vida. Los espectaculares avances de la biología molecular
en las últimas décadas nos permiten conocer los fantásticos procesos que se
desarrollan rutinariamente en los vivientes, y que incluyen millones de interacciones
enormemente específicas y cooperativas. La comunicación entre las células, la
formación y el funcionamiento de los órganos y sistemas, así como los demás procesos
biológicos, se basan en la codificación, almacenamiento, transmisión, interpretación e
integración de una información que se encuentra materializada en soportes físicos.

Por tanto, los conocimientos actuales permiten atribuir a la naturaleza una


«inteligencia inconsciente» y, si bien esta expresión tiene un carácter metafórico,
refleja una situación real. Incluso si suponemos que los resultados actuales son sólo
una ínfima parte de los que se han producido a lo largo de la evolución, no es fácil
comprender cómo se han llegado a producir. El naturalismo niega que exista nada
sorprendente en todo ello; sin embargo, si reflexionamos objetivamente sobre los
resultados del progreso científico, encontramos motivos que apoyan la actitud de
asombro ante la naturaleza.

Teleología

La direccionalidad atraviesa los procesos naturales y se manifiesta sobre todo en forma


de tendencias y de cooperatividad. Desde luego, nuestra existencia y la de la entera
naturaleza es contingente: si se hubieran dado otras condiciones o si las leyes fuesen
diferentes, no existiría el orden actual. Más aún: hoy día sabemos que nuestro
pequeño mundo depende de modo crucial de la energía que nos llega del Sol, y
podemos asegurar que, dentro de un tiempo, nuestra vida en la Tierra ya no será
posible. En definitiva, el orden natural que conocemos es contingente. No es, por
tanto, un resultado inevitable del dinamismo natural. Pero no existiría si ese
dinamismo no poseyera su característica direccionalidad.

En este contexto, el argumento teleológico para probar la existencia de Dios a partir de


la finalidad natural cobra nuevo interés. La quinta vía tomista afirma que los seres
naturales desprovistos de inteligencia actúan, de modo no deliberado, en vistas a un
fin, lo cual se comprueba porque actúan de acuerdo con pautas regulares y de tal
modo que consiguen resultados óptimos. La constancia sirve para descartar que los
resultados se deban principalmente al azar, y la referencia a los resultados óptimos
apunta hacia la organización admirable de la naturaleza que intentamos explicar. El
argumento concluye que la actuación de los seres naturales remite al plan de una
inteligencia superior: la «inteligencia inconsciente» de la naturaleza remite a una
inteligencia consciente. Si además se tiene en cuenta que la actividad de los seres
naturales responde a su modo de ser propio, puede concluirse que esa inteligencia
superior es la de un Dios personal creador.

295
La quinta vía fue formulada hace siete siglos, cuando se admitía una cosmovisión que,
en no pocos aspectos, ha sido superada. Sin embargo, sus líneas básicas adquieren un
nuevo valor cuando se consideran a la luz de la cosmovisión actual. Más que nunca, el
hombre aparece como la cumbre de un sistema de leyes, entidades y niveles
cooperativos, de acuerdo con una direccionalidad que, si no encuentra su razón en sí
misma, debe remitir a un plan superior. Y es fácil advertir que los antiguos defensores
del argumento teleológico, si viviesen en la actualidad, verían con enorme satisfacción
los avances científicos que ensanchan considerablemente la base empírica de esa
prueba.

En efecto, ya no se trata sólo, y era mucho, de los instintos de los animales que no
razonan. La ciencia actual nos presenta un mundo en el cual la materia, desde sus
estratos ínfimos, se organiza en pautas coherentes muy variadas y específicas que, a su
vez, constituyen la base de nuevas pautas de orden superior, y la producción de
nuevas pautas en nuevos niveles de complejidad forma una sucesión ininterrumpida a
lo largo de muchos escalones. Utilizando un lenguaje deliberadamente
antropomórfico, podemos decir que los leptones, entre los que se cuentan las
partículas básicas que constituyen los átomos, «saben» que sólo pueden reunirse
respetando en principio de exclusión de la física cuántica, y esto explica la organización
específica de los componentes básicos de la materia. Si damos un salto hasta la
biología molecular, encontramos genes que, como ya hemos visto, son calificados
como «genes inteligentes», porque indican con gran precisión cuándo se han de
comenzar e interrumpir las complejas operaciones bioquímicas que se encuentran en
la base del funcionamiento de cualquier viviente. Los ejemplos de la organización
espontánea de la naturaleza en todos sus niveles se pueden multiplicar sin dificultad.

Parecería como si volviéramos a encontrar la idea de materia de los presocráticos, una


materia animada y viviente en todos sus niveles, atravesada por la inteligencia y
portadora de dimensiones divinas. Cuando se pretende explicar la naturaleza
recurriendo exclusivamente a las variaciones al azar y a la selección natural, se deja sin
respuesta el interrogante principal: ¿cómo se explica que la materia, en todos sus
niveles, posea la capacidad de organizarse en pautas enormemente específicas, que
forman una gradación continua ascendente cuya organización desafía a la
imaginación? Si por azar entendemos la coincidencia accidental de causas
independientes, deberemos admitir que en la naturaleza existen fuertes dosis de azar;
pero el puro azar no explica las leyes fundamentales, las potencialidades reales, y la
sinergia o cooperatividad que constituye uno de los ámbitos principales de la
investigación actual.

El mecanicismo pretendió eliminar toda referencia a las formas y los fines, y consiguió
crear la impresión, que todavía goza de cierta popularidad, de que esos conceptos eran
ficticios, estériles y respondían a un antropomorfismo anti-científico. En la actualidad,
sin embargo, el progreso de la ciencia muestra la importancia de los factores holísticos
y direccionales. Se trata de una auténtica revolución conceptual que encuentra amplio
eco en las reflexiones de los científicos. Y la teleología natural apunta hacia la acción
de un Dios, a la vez inmanente y trascendente, que proporciona el fundamento radical
de la racionalidad de la naturaleza.

296
El puente entre ciencia y fe es filosófico. No podría ser de otro modo, puesto que se
trata de perspectivas heterogéneas, y para unirlas debe existir algo que posea
elementos comunes con ambas. La filosofía de la naturaleza se relaciona con los
supuestos e implicaciones de las ciencias, y proporciona la base para la reflexión
metafísica: es, por tanto, un puente legítimo entre la ciencia y la fe. Resulta lógico que
las nuevas perspectivas que la cosmovisión científica actual abre a la filosofía de la
naturaleza proporcionen perspectivas igualmente nuevas para el diálogo entre las
ciencias y la fe.

Nos equivocaríamos si contemplásemos ese diálogo bajo un punto de vista demasiado


defensivo. Sin duda, existen equívocos que deben clarificarse con la paciencia que sea
necesaria. Pero la cosmovisión científica actual invita a planteamientos audaces y
positivos, plenamente coherentes con el contenido de la fe, y capaces de aportar luces
nuevas a una situación cultural que las está esperando.

Cosmovisión científica y singularidad humana

Completaré mis reflexiones con algunas referencias a la persona humana. La


singularidad humana se manifiesta en la actualidad, de modo privilegiado, a través del
progreso científico. La ciencia experimental es una actividad en la cual instauramos un
diálogo con la naturaleza, y ese diálogo sólo es posible gracias a las peculiaridades del
ser humano. En efecto, la naturaleza no habla; se manifiesta sólo a través de hechos.
Para que exista la ciencia, es preciso inventar procedimientos que nos permitan
interrogar a la naturaleza y, además, obtener respuestas interesantes. Eso es lo que se
consigue a través del método científico experimental.

Los conceptos, leyes y teorías de la ciencia son construcciones de la mente humana.


No son el simple resultado de las observaciones, ni se obtienen utilizando
procedimientos puramente automáticos. La ciencia experimental es posible gracias a la
creatividad y a la capacidad argumentativa de la persona humana. Los experimentos
han de ser planeados e interpretados. Sin duda, existe un orden natural independiente
de nuestra consideración; pero si deseamos progresar en su conocimiento, debemos
recurrir a construcciones y argumentos sumamente sofisticados. La creatividad
científica es una de las principales manifestaciones de la singularidad humana.

Por otra parte, la cosmovisión científica actual permite también recuperar los
elementos válidos del antropocentrismo, contemplando el puesto del hombre en el
cosmos bajo una nueva luz. La continuidad de los niveles de la naturaleza, su
dependencia mutua y su progresiva complejidad, la asombrosa cooperatividad que
existe entre ellos, la profunda interconexión de los diferentes aspectos de la
naturaleza, hacen posible nuestra existencia y pueden ser contempladas como
condiciones de posibilidad para la aparición de ese ser enormemente singular que es la
persona humana.

Sin embargo, cuando el cristiano afirma la existencia de un Dios personal que ha


creado el mundo en vistas a la persona humana, podría quedar desconcertado ante la

297
evolución cósmica y biológica. ¿Cómo se explica que nuestro planeta haya surgido
como resultado de un proceso de miles de millones de años en el cual se han formado
miles de millones de estrellas y galaxias?, ¿qué significa ese enorme dispendio de
energías?, ¿cómo se comprende que el organismo humano sea el resultado de otro
proceso, todavía más complejo, que atraviesa la entera escala biológica?

En realidad, la evolución cósmica puede ser contemplada como algo plenamente


lógico suponiendo que Dios no ha querido crear el universo en un estado ya acabado, y
que quiere contar con la cooperación de las causas naturales. La inmensa magnitud del
universo ha podido ser necesaria para que se hayan producido, mediante procesos
naturales, las condiciones necesarias para la existencia de un planeta como el nuestro,
pequeño pero enormemente singular. La situación es semejante con respecto a la
evolución biológica. En este caso, incluso el tiempo disponible parece demasiado
corto. Las formas más elementales de vida suponen una complejidad fabulosamente
superior a la que se encuentra en el nivel de la materia inorgánica. Las teorías sobre el
origen de la vida en la Tierra han de suponer unas condiciones iniciales y unas leyes
básicas que permitan la formación, en un tiempo relativamente breve, de la enorme
complejidad que representan los vivientes primitivos. Los sucesivos procesos de
mutación y selección deberán apoyarse en la existencia de tendencias y cooperatividad
que nada tienen que ver con el puro azar.

En definitiva, la cosmovisión actual permite contemplar el mundo y el hombre como el


resultado de una acción divina que no elimina la actividad de las causas creadas sino
que, por el contrario, se complace en contar con ellas.

No me detendré en las amplias discusiones actuales acerca del «principio antrópico» y


de sus implicaciones filosóficas. Bastará recordar que, en cualquiera de sus formas, el
principio antrópico subraya la singularidad de las condiciones que hacen posible
nuestra existencia; por ejemplo, si las magnitudes y leyes básicas de la microfísica
tuviesen valores ligeramente diferentes, resultaría imposible la existencia de estrellas
como el Sol; por tanto, tampoco existiría la Tierra ni la vida que conocemos, ni
existiríamos nosotros. Nuestra existencia depende de un ajuste extraordinariamente
fino entre las magnitudes fundamentales de la física.

Se ha repetido hasta la saciedad que la ciencia ha mostrado la falsedad del


antropocentrismo, según el cual ocupamos un lugar central en el cosmos. La existencia
humana sería un mero accidente dentro de la historia cósmica y biológica. Sin
embargo, la cosmovisión actual proporciona una perspectiva muy diferente. Todo
parece extraordinariamente ajustado para que nuestra existencia sea posible. Antes
me he referido a Paul Davies, que no es cristiano e incluso encuentra serias dificultades
para admitir la existencia de un Dios personal; sin embargo, la reflexión sobre la
cosmovisión actual le ha llevado a escribir que «el universo aparece como si se
desarrollara de acuerdo con algún plan o bosquejo... Las reglas parecen como si fuesen
el producto de un plan inteligente. No veo cómo puede negarse esto».

Davies no da, por el momento, el salto hasta la afirmación de un Dios personal


creador. Este salto requiere una dosis mínima de metafísica y depende también de

298
actitudes personales, puesto que implica una entera concepción de la vida humana.
Por ello resulta todavía más ilustrativa su conclusión acerca de las implicaciones de la
cosmovisión científica actual. Su último libro finaliza con estas palabras: «No puedo
creer que nuestra existencia en este universo sea un mero capricho del destino, un
accidente de la historia, una mera cresta incidental en el gran drama cósmico... no
puede ser un detalle trivial, un subproducto menor de fuerzas sin mente ni propósito.
Está realmente previsto que estemos aquí». Pero, previsto ¿por quién?, ¿cómo puede
sostenerse que no somos el simple resultado de fuerzas impersonales, sin afirmar la
existencia de un Dios personal?

Las nuevas perspectivas

Evidentemente, la cosmovisión científica no conduce, por sí sola, a la afirmación de un


Dios personal creador. Pero lleva de la mano hasta las puertas de esa afirmación, y
muestra la validez de un antropocentrismo mucho más sofisticado que el de la
antigüedad. Además, descubre que la naturaleza posee una inteligibilidad profunda
que resulta plenamente coherente con la acción divina y que incluso la exige como su
fundamento radical.

El puente entre la ciencia y la fe se apoya sobre la inteligibilidad de la naturaleza. La


madurez alcanzada por las ciencias en la actualidad proporciona una cosmovisión que
facilita en gran medida la superación de viejos equívocos que se basaban en una
comprensión insuficiente de la ciencia, de sus supuestos y de sus logros, y proporciona
un marco muy adecuado para comprender la naturaleza y la persona humana de un
modo congruente con la fe cristiana.

La teleología tiene una importancia crucial para establecer puentes entre la ciencia y la
fe. Ciertamente, esta idea no es nueva. La novedad consiste en que, después de haber
sido criticada durante varios siglos en nombre de la ciencia, la cosmovisión científica
actual sugiere una reformulación de la teleología que le confiere un alcance, una
profundidad y un rigor antes insospechados.

Los problemas en torno a la teleología pueden ser articulados en cuatro pasos


sucesivos. Primero: en los procesos naturales existen «términos» que son alcanzados
en virtud de un dinamismo propio. Segundo: esos términos pueden ser considerados
como «metas», en la medida en que los procesos naturales son direccionales
(muestran tendencias y cooperatividad), aunque las metas se alcancen de modo
contingente, en función de las circunstancias. Tercero: esas metas poseen
«perfección», «valor» o «bien», especialmente cuando se considera el sistema total de
la naturaleza como una sucesión de niveles interrelacionados que hacen posible la vida
humana. Cuarto: las metas se alcanzan mediante sutiles concatenaciones que suponen
el almacenamiento, codificación, despliegue, transferencia e integración de
información, todo lo cual apunta hacia una «racionalidad materializada» y, por tanto,
hacia un «plan». La clarificación lógica de los problemas relacionados con la teleología
requiere, de modo especial, que se otorgue una importancia central a las nociones
relacionadas con «perfección», «valor» y «bien».

299
La perspectiva que hemos esbozado nada tiene que ver con concordismos basados en
interpretaciones simplistas de la ciencia; por el contrario, exige una penetración
profunda en el significado de la actividad científica, de sus supuestos y de sus logros.
Tampoco se trata de una interpretación rígida y monolítica; más bien muestra la
posibilidad de construir puentes que permiten relacionar la ciencia y la fe, pero su
construcción admite diferentes modalidades de acuerdo con los diversos puntos de
vista que en cada caso se adopten. Por otra parte, si bien se basa en el estado actual
de las ciencias, apunta hacia supuestos e implicaciones generales que trascienden las
circunstancias particulares del momento. Parece lógico concluir que nos encontramos
ante una nueva situación cultural que permite establecer, sobre bases sólidas, una
cooperación entre ciencia y fe que esté a la altura de las exigencias de nuestra época.

Mariano Artigas

5. El caso Galileo

Según una amplia encuesta realizada por el Consejo


de Europa entre estudiantes de ciencias de todo el
continente, casi el 30% tienen el convencimiento de
que Galileo fue quemado vivo en la hoguera por la
Iglesia; y el 97% están seguros de que fue sometido a
torturas.

El caso Galileo es uno de los mitos o tópicos


fundamentales de la leyenda negra de la iglesia. Suele
ser utilizado para afirmar que la Iglesia católica es
enemiga del progreso científico. Por tanto, me llama la
atención que bastantes católicos, incluidos
sacerdotes, religiosos y otras personas que tienen
conocimientos teológicos, conozcan ese caso de un
modo bastante superficial y, en ocasiones, incluso
equivocado.

Cuáles sean las causas de la ignorancia y la confusión que existen en torno al caso
Galileo es un tema que merecería ser estudiado. En parte se puede deber al uso
demasiado partidista que muchas veces se ha hecho de este caso: algunos, deseando
atacar a la Iglesia, han acentuado excesivamente lo que les interesaba o han
deformado los hechos, y otros, al defender a la Iglesia, a veces han utilizado una
apologética demasiado fácil, desconociendo las complejidades del caso. En la
actualidad existen muchos estudios rigurosos sobre Galileo, de modo que se puede
establecer con objetividad qué es lo que sabemos y qué es lo que ignoramos. La Iglesia
católica ha mostrado, por medio de su máximo representante, el Papa, un claro deseo
de clarificar el tema, y no ha tenido inconveniente en reconocer sin paliativos los
errores que sus representantes pudieron cometer con Galileo, pidiendo incluso perdón
por ello. Parece que estamos en un buen momento para proponer un resumen
desapasionado del famoso caso.

300
El caso Galileo ha sido durante más de tres siglos una incesante fuente de
malentendidos y polémicas entre el mundo de la ciencia y la Iglesia católica. Por eso,
cuando en 1992 Juan Pablo II reconoció públicamente los errores cometidos por el
tribunal eclesiástico que juzgó las enseñanzas científicas de Galileo, se abrió un
panorama fecundo para la relación entre ciencia y fe.

Los datos de este trabajo están tomados, en su mayoría, de la información básica


contenida en la Edición Nacional de las obras de Galileo, preparada por Antonio
Favaro: Le Opere di Galileo Galilei, 20 volúmenes, reimpresión, G. Barbèra Editore,
Firenze 1968. Los documentos del proceso se encuentran en el tomo XIX, pp. 272-421,
y también han sido editados por Sergio Pagano: I documenti del processo di Galileo
Galilei, Pontificia Academia Scientiarum, Ciudad del Vaticano 1984.

Galileo Galilei nació en Pisa, en 1564. Fue el primogénito de siete hermanos, hijos de
Vicenzo Galilei, que emigró a Pisa para establecerse como comerciante. En 1574, la
familia se trasladó a Florencia, donde Galileo estudió en el monasterio de Santa María
de Vallombrosa. En 1581 ingresó en la Universidad de Pisa para estudiar medicina; a
los cuatro años, abandonó la universidad sin lograr el título, pero con unos amplios
conocimientos sobre Aristóteles.

De vuelta a Florencia, se dedicó a profundizar en el estudio de las matemáticas, bajo la


dirección de Ostilio Ricci, que había sido discípulo de Nicola Tartaglia, y empezó a
realizar observaciones en el ámbito de la física. En 1583 descubrió el isocronismo de
las oscilaciones del péndulo. Después de haber publicado en 1586 La pequeña balanza,
donde ilustraba la balanza hidrostática que había proyectado siguiendo las
indicaciones de Arquímedes, se dedicó a ampliar y a profundizar también en su propia
cultura literaria, hasta que en 1589, el gran duque de Toscana Cosme II le otorgó una
cátedra de Matemáticas en la Universidad de Pisa. En 1589 compuso un texto sobre el
movimiento, en el que criticaba las explicaciones aristotélicas sobre la caída de los
cuerpos y el movimiento de los proyectiles.

En 1592 el pisano fue elegido profesor de Matemáticas en la Universidad de Padua,


donde se ocupó de asuntos técnicos como la arquitectura militar y la topografía,
desarrollando invenciones como una máquina para elevar agua, un termoscopio y un
procedimiento mecánico de cálculo expuesto en Le operazioni del compasso
geometrico e militare (1606). En 1609 transformó un anteojo fabricado en Holanda,
hasta convertirlo en un auténtico telescopio, con el que observó que la Luna no era
una esfera perfecta, como se deduciría de las teorías de Aristóteles, sino un lugar con
montañas y cráteres. Descubrió cuatro satélites que giraban alrededor de Júpiter,
poniendo en duda la afirmación de que la Tierra era el centro de todos los
movimientos celestes, y reforzando la teoría heliocéntrica de Copérnico. Expuso sus
observaciones en el texto Sidereus nuncius (Mensajero celestial, 1610). En 1632
consiguió el imprimatur para su obra Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo,
tolemaico e copernicano (Diálogo sobre los dos principales sistemas del mundo), a
pesar de lo cual fue sometido a proceso eclesiástico en 1633 por defender la teoría
heliocéntrica y condenado a reclusión perpetua en su villa natal. Escribió asimismo
Discorsi e dimostrazione matematiche intorno a due nuove scienze (Consideraciones y

301
demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias, 1638). Murió en Arcetri, en
1642.

¿Cómo murió Galileo?

El primer punto que debería quedar claro es que a Galileo no lo mató la Inquisición, ni
nadie. Murió de muerte natural. Galileo nació el martes 15 de febrero de 1564 en Pisa,
y murió el miércoles 8 de enero de 1642, en su casa, una villa en Arcetri, en las afueras
de Florencia. Por tanto, cuando murió tenía casi 78 años (es posible encontrar una
diferencia de un año incluso en documentos oficiales, porque entonces, en Florencia,
los años se empezaban a contar el 25 de marzo, fecha de la Encarnación del Señor).
Cuenta Vincenzo Viviani, un joven discípulo de Galileo que permaneció continuamente
junto a él en los últimos treinta meses, que su salud estaba muy agotada: tenía una
grave artritis desde los 30 años, y a esto se unía “una irritación constante y casi
insoportable en los párpados” y “otros achaques que trae consigo una edad tan
avanzada, sobre todo cuando se ha consumido en el mucho estudio y vigilia”. Añade
que, a pesar de todo, seguía lleno de proyectos de trabajo, hasta que por fin “le asaltó
una fiebre que le fue consumiendo lentamente y una fuerte palpitación, con lo que a lo
largo de dos meses se fue extenuando cada vez más, y, por fin, un miércoles, que era
el 8 de enero de 1642, hacia las cuatro de la madrugada, murió con firmeza filosófica y
cristiana, a los setenta y siete años de edad, diez meses y veinte días”. Por tanto, no
existió la hoguera, ni nada parecido.

Tampoco fue condenado a muerte. El único proceso en que fue condenado tuvo lugar
en 1633, y allí fue condenado a prisión que, en vista de sus buenas disposiciones, fue
conmutada inmediatamente por arresto domiciliario, de modo que nunca llegó a
ingresar en la cárcel. Según las normas comunes, durante el proceso debería haber
estado en la cárcel de la Inquisición, pero de hecho no estuvo nunca ahí: antes de
empezar el proceso se alojó en la embajada de Toscana en Roma, situada en Palazzo
Firenze, donde vivía el embajador; durante el proceso se le exigió en algunos
momentos alojarse en el edificio de la Inquisición, pero entonces se le habilitaron unas
estancias que estaban reservadas para los eclesiásticos que trabajaban allí,
permitiendo que le llevaran la comida desde la embajada de Toscana; y al acabar el
proceso se le permitió estar alojado en Villa Medici, una de las mejores villas de Roma,
con espléndidos jardines, que era propiedad del Gran Duque de Toscana. Todo esto se
explica porque Galileo era oficialmente el primer matemático y filósofo del Gran
Duque de Toscana, territorio importante (incluye Florencia, Pisa, Livorno, Siena, etc.) y
tradicionalmente bien relacionado con la Santa Sede, y las autoridades de Toscana
ejercieron sus buenos oficios para que en Roma se tratara a Galileo lo mejor posible,
como de hecho sucedió.

El embajador de Toscana, Francesco Niccolini, apreciaba muchísimo a Galileo, y puso


todos los medios para que sufriera lo menos posible con el proceso, y para que no
ingresara en prisión. Niccolini consiguió que, al acabar el proceso, la pena de prisión
que se le impuso fuera conmutada por confinamiento en Villa Medici. Después de
pocos días se le permitió trasladarse a Siena, donde se alojó en el palacio del
arzobispo, monseñor Ascanio Piccolomini; éste era un gran admirador y amigo de

302
Galileo, y le trató espléndidamente durante los varios meses que estuvo en su casa, de
modo que allí se recuperó del trauma que, sin duda, supuso para él el proceso (en
1633, cuando tuvo lugar el proceso, Galileo tenía 69 años). Después, se le permitió
trasladarse a la casa que tenía en las afueras de Florencia, y allí permaneció hasta que
murió, ya viejo, de muerte natural. Acabó su obra más importante, y la publicó, en
1638, después del proceso.

En definitiva, Galileo no fue condenado a muerte, sino a una prisión que no se llegó a
ejecutar porque fue conmutada: primero, por una estancia de varios días en Villa
Medici, en Roma; después, por una estancia de varios meses en el palacio de su amigo
el arzobispo de Siena; y a continuación (finales de 1633), se le permitió residir, en una
especie de arresto domiciliario, en su propia casa, la Villa del Gioiello, en Arcetri, en las
afueras de Florencia, donde vivió y trabajó hasta su muerte.

Galileo tampoco fue nunca sometido a tortura o a malos tratos físicos. Sin duda,
hacerle ir a Roma desde Florencia para ser juzgado, teniendo 69 años, supone mal
trato, y lo mismo puede decirse de la tensión psicológica que tuvo que soportar
durante el proceso y en la condena final, seguida de una abjuración forzada. Es cierto.
Desde el punto de vista psicológico, con la repercusión que esto puede tener en la
salud, Galileo tuvo que sufrir por esos motivos y, de hecho, cuando llegó a Siena
después del proceso, se encontraba en malas condiciones. Pero es igualmente cierto
que no fue objeto de ninguno de los malos tratos físicos típicos de la época. Algún
autor ha sostenido que, durante el proceso, al final, en una ocasión fue sometido a
tortura; sin embargo, autores de todas las tendencias están de acuerdo, con práctica
unanimidad, que esto realmente no sucedió. En la fase conclusiva del proceso, en una
ocasión, se encuentra una amenaza de tortura por parte del tribunal, pero todos los
datos disponibles están a favor de que se trató de una pura formalidad que, debido a
los reglamentos de la Inquisición, el tribunal debía mencionar, pero sin intención de
llevar a la práctica la tortura y sin que, de hecho, se realizara (consta, además, que en
Roma no se llevaba a cabo tortura con personas de la edad de Galileo). Después de la
condena, en Siena, Galileo se recuperó. Luego sufrió diversas enfermedades, pero eran
las mismas que ya sufría habitualmente desde muchos años antes, que se fueron
agravando con la edad. Llegó a quedarse completamente ciego, pero esto nada tuvo
que ver con el proceso.

¿Por qué fue condenado Galileo?

Lo que más llama la atención no son los malos tratos físicos que, como acabamos de
ver, no existieron, sino el hecho mismo de que Galileo fuera condenado, con las
tensiones y sufrimientos que esto implica. Desde luego, no era homicida, ni ladrón, ni
malhechor en ningún sentido habitual de la palabra. Entonces, ¿por qué fue
condenado?, y ¿cuál fue la condena?

Se suele hablar de dos procesos contra Galileo: el primero en 1616, y el segundo en


1633. A veces sólo se habla del segundo. El motivo es sencillo: el primer proceso
realmente existió, porque Galileo fue denunciado a la Inquisición romana y el proceso
fue adelante, pero no se llegó a citar a Galileo delante del tribunal: el denunciado se
enteró de que existía la denuncia y el proceso a través de comentarios de otras

303
personas, pero el tribunal nunca le dijo nada, ni le citó, ni le condenó. Por eso, con
frecuencia no se considera que se tratara de un auténtico proceso, aunque de hecho la
causa se abrió y se desarrollaron algunas diligencias procesuales durante meses. En
cambio, el de 1633 fue un proceso en toda regla: Galileo fue citado a comparecer ante
el tribunal de la Inquisición de Roma, tuvo que presentarse y declarar ante ese
tribunal, y finalmente fue condenado. Se trata de dos procesos muy diferentes,
separados por bastantes años; pero están relacionados, porque lo que sucedió en el de
1616 condicionó en gran parte lo que sucedió en 1633.

a) El proceso de 1616

En 1616 se acusaba a Galileo de sostener el sistema heliocéntrico propuesto en la


antigüedad por los pitagóricos y en la época moderna por Copérnico: afirmaba que la
Tierra no está quieta en el centro del mundo, como generalmente se creía, sino que
gira sobre sí misma y alrededor del Sol, lo mismo que otros planetas del Sistema Solar.
Esto parecía ir contra textos de la Biblia donde se dice que la Tierra está quiera y el Sol
se mueve, de acuerdo con la experiencia; además, la Tradición de la Iglesia así había
interpretado la Biblia durante siglos, y el Concilio de Trento había insistido en que los
católicos no debían admitir interpretaciones de la Biblia que se aparten de las
interpretaciones unánimes de los Santos Padres.

Los hechos de 1616 acabaron con dos actos extra-judiciales. Por una parte, se publicó
un decreto de la Congregación del Índice, fechado el 5 de marzo de 1616, por el que se
incluyeron en el Índice de libros prohibidos tres libros: De revolutionibus orbium
caelestium del canónigo polaco Nicolás Copérnico, publicado en 1543, donde se
exponía la teoría heliocéntrica de modo científico; un comentario del agustino español
Diego de Zúñiga, publicado en Toledo en 1584 y en Roma en 1591, donde se
interpretaba algún pasaje de la Biblia de acuerdo con el copernicanismo; y un opúsculo
del carmelita italiano Paolo Foscarini, publicado en 1615, donde se defendía que el
sistema de Copérnico no está en contra de la Sagrada Escritura. Quedaba afectado por
las mismas censuras cualquier otro libro que enseñara las mismas doctrinas. El motivo
que se daba en el decreto para esas censuras era que la doctrina que defiende que la
Tierra se mueve y el Sol está en reposo es falsa y completamente contraria a la Sagrada
Escritura. Por otra parte, se amonestó personalmente a Galileo, para que abandonara
la teoría heliocéntrica y se abstuviera de defenderla.

El opúsculo de Foscarini fue prohibido absolutamente. En cambio, los libros de


Copérnico y de Zúñiga solamente fueron suspendidos hasta que se corrigieran algunos
pasajes. En el caso de Zúñiga, lo que debería modificarse era muy breve. En el caso de
Copérnico se trataba de diversos pasajes donde había que explicar que el
heliocentrismo no era una teoría verdadera, sino sólo un artificio útil para los cálculos
astronómicos. De hecho, esas correcciones se prepararon y se aprobaron al cabo de
cuatro años, en 1620.

Nos podemos preguntar por qué se daba tanta importancia a algo que, hoy día, parece
sencillo: cuando la Biblia habla de cuestiones científicas, con frecuencia adopta el
modo de hablar propio de la cultura, de la época o simplemente de la experiencia
ordinaria. De hecho, éste fue uno de los argumentos que utilizó Galileo en su Carta a

304
Benedetto Castelli, que circuló en copias a mano (Castelli era un benedictino, amigo y
discípulo de Galileo, profesor de matemáticas en la Universidad de Pisa), y con mayor
extensión en su Carta a la Gran Duquesa de Toscana, Cristina de Lorena (madre de
quien en aquellos momentos era Gran Duque de Toscana, Cosme II), a quien habían
llegado ecos de las acusaciones bíblicas contra Galileo.

Para comprender el trasfondo del asunto hay que mencionar tres problemas. En
primer lugar, Galileo se había hecho célebre con sus descubrimientos astronómicos de
1609-1610. En 1609 transformó un anteojo fabricado en Holanda, hasta convertirlo en
un auténtico telescopio, con el que observó que la Luna no era una esfera perfecta,
como se deduciría de las teorías de Aristóteles, sino un lugar con montañas y cráteres.
Descubrió cuatro satélites que giraban alrededor de Júpiter, poniendo en duda la
afirmación de que la Tierra era el centro de todos los movimientos celestes, y
reforzando la teoría heliocéntrica de Copérnico. Además contempló que Venus
presenta fases como la Luna, que en la superficie del Sol existen manchas que cambian
de lugar, y que existen muchas más estrellas de las que se ven a simple vista. Galileo se
basó en estos descubrimientos para criticar la física aristotélica y apoyar el
heliocentrismo copernicano. Los profesores aristotélicos, que eran muchos y
poderosos, sentían que los argumentos de Galileo contradecían su ciencia, y a veces
quedaban en ridículo. Estos profesores atacaron seriamente a Galileo y, cuando se les
acababan las réplicas, algunos recurrieron a los argumentos teológicos (la pretendida
contradicción entre Copérnico y la Biblia).

En segundo lugar, la Iglesia católica era en aquellos momentos especialmente sensible


ante quienes interpretaban por su cuenta la Biblia, apartándose de la Tradición,
porque el enfrentamiento con el protestantismo era muy fuerte. Galileo se defendió
de quienes decían que el heliocentrismo era contrario a la Biblia explicando por qué no
lo era, pero al hacer esto se ponía a hacer de teólogo, lo cual era considerado entonces
como algo peligroso, sobre todo cuando, como en este caso, uno se apartaba de las
interpretaciones tradicionales. Galileo argumentó bastante bien como teólogo,
subrayando que la Biblia no pretende enseñarnos ciencia y se acomoda a los
conocimientos de cada momento, e incluso mostró que en la Tradición de la Iglesia se
encontraban precedentes que permitían utilizar argumentos como los que él proponía.
Pero, en una época de fuertes polémicas teológicas entre católicos y protestantes,
estaba muy mal visto que un profano pretendiera dar lecciones a los teólogos,
proponiendo además novedades un tanto extrañas.

En tercer lugar, la cosmovisión tradicional, que colocaba a la Tierra en el centro del


mundo, parecía estar de acuerdo con la experiencia ordinaria: vemos que se mueven el
Sol, la Luna, los planetas y las estrellas; en cambio, si la Tierra se moviera, deberían
suceder cosas que no suceden: proyectiles tirados hacia arriba caerían atrás, no se
sabe cómo estarían las nubes unidas a la Tierra sin quedarse también atrás, se debería
notar un movimiento tan rápido. Además, esa cosmovisión tradicional parecía mucho
más coherente con la perspectiva cristiana de un mundo creado en vistas al hombre, y
también con la Encarnación y la Redención de la humanidad a través de Jesucristo; de
hecho, entre quienes habían aceptado las ideas de Copérnico se contaba Giordano
Bruno, quien defendió que existen muchos mundos habitados y acabó sosteniendo

305
doctrinas más o menos heréticas (Bruno fue quemado, como consecuencia de su
condena por la Inquisición romana, en 1600, aunque debe señalarse, no como disculpa
sino para mayor claridad, que no era propiamente un científico, aunque utilizara el
copernicanismo como punto de partida).

Los sucesos de 1616 culminaron en un decreto de la Congregación del Índice, fechado


el 5 de marzo de 1616, por el que se prohibieron los libros mencionados, con los
matices ya señalados. El decreto se publicó en nombre de la Congregación, y está
firmado por el cardenal prefecto y por el secretario de la Congregación, no por el Papa.
Desde luego, un acto de ese tipo se hacía con el mandato o aprobación del Papa y, de
algún modo, comprometía la autoridad del Papa, pero de ninguna manera puede ser
considerado como un acto en el que se pone en juego la infalibilidad del Papa: por una
parte, porque ni está firmado por el Papa y ni siquiera se le menciona; por otra, porque
se trata de un acto de gobierno de una Congregación, no de un acto de magisterio; y
además, porque no pretende definir una doctrina de modo definitivo. Eso se sabía
perfectamente entonces, igual que ahora; como prueba de ella se puede mencionar
una carta de Benedetto Castelli a Galileo, escrita el 2 de octubre de 1632, cuando ya se
había ordenado a Galileo que compareciera ante la Inquisición de Roma. Castelli ha
hablado con el Padre Comisario del Santo Oficio, Vincenzo Maculano, y ha defendido la
ortodoxia de la posición de Copérnico y de Galileo, añadiendo que varias veces ha
hablado de todo ello con teólogos piadosos y muy inteligentes, y no han visto ninguna
dificultad; añade que el mismo Maculano le ha dicho que está de acuerdo y que, en su
opinión, la cuestión no debería zanjarse recurriendo a la Sagrada Escritura. Es fácil
advertir que estas opiniones, tratadas en el mismo Comisario del Santo Oficio, no
tendrían sentido si el decreto del Índice de 1616 pudiera ser interpretado como
teniendo un alcance de magisterio infalible o definitivo.

En las deliberaciones de la Santa Sede, previas al decreto, se pidió la opinión a once


consultores del Santo Oficio, quienes dictaminaron, el 24 de febrero de 1616, que decir
que el Sol está inmóvil en el centro del mundo es absurdo en filosofía y además
formalmente herético, porque contradice muchos lugares de la Escritura tal como los
exponen los Santos Padres y los teólogos, y decir que la Tierra se mueve es también
absurdo en filosofía y al menos erróneo en la fe. Con frecuencia se toma esta opinión
de los teólogos consultores como si fuera el dictamen de la autoridad de la Iglesia,
pero no lo es: fue sólo la opinión de esas personas. El único acto público de la
autoridad de la Iglesia fue el decreto de la Congregación del Índice, y en ese decreto no
se dice que la doctrina heliocentrista sea herética: se dice que es falsa y que se opone
a la Sagrada Escritura. El matiz es importante, y cualquier entendido en teología lo
sabía entonces y lo sabe ahora. Nadie consideró entonces, ni debería considerar ahora,
que se condenó el heliocentrismo como herejía, porque no es cierto. Esto explica que
Galileo y otras personas igualmente católicas continuaran aceptando el
heliocentrismo; Galileo sabía (y era cierto) que él había mostrado, en sus cartas a
Castelli y a Cristina de Lorena, que el heliocentrismo se podía compaginar con la
Sagrada Escritura, utilizando además principios que no eran nuevos, sino que tenían
apoyo en la Tradición de la Iglesia.

306
La decisión de la autoridad de la Iglesia en 1616 fue equivocada, aunque no calificó al
heliocentrismo como herejía. Galileo y sus amigos eclesiásticos se propusieron
conseguir que ese decreto fuera revocado. Podían haberlo conseguido: se trataba de
un decreto disciplinar que, aunque iba acompañado por una valoración doctrinal, no
condenaba el heliocentrismo como herejía, ni era un acto de magisterio infalible.

Otro aspecto importante a tener en cuenta es que, aunque las críticas de Galileo a la
posición tradicional estaban fundadas, ni él ni nadie poseían en aquellos momentos
argumentos para demostrar que la Tierra se mueve alrededor del Sol. Esta afirmación
parecía, más bien, absurda, tal como la calificaron los teólogos del Santo Oficio. En una
famosa carta, el cardenal Roberto Belarmino, uno de los teólogos más influyentes
entonces, pedía tanto a Foscarini como a Galileo que utilizaran el heliocentrismo sólo
como una hipótesis astronómica, sin pretender que fuera verdadera ni meterse en
argumentos teológicos, en cuyo caso no habría ningún problema. Pero Galileo, para
defenderse de acusaciones personales y para intentar que la Iglesia no interviniera en
el asunto, se lanzó a una defensa fuerte del copernicanismo, trasladándose a Roma e
intentando influir en las personalidades eclesiásticas; esto quizá tuvo el efecto
contrario, provocando que la autoridad de la Iglesia interviniera para frenar la
propaganda de Galileo que, al menos en sus críticas, era bastante convincente.

Además del decreto de la Congregación del Índice, las autoridades eclesiásticas


tomaron otra decisión que afectaba personalmente a Galileo y que influyó
decisivamente en su proceso, 17 años más tarde. En concreto, por orden del Papa
(Pablo V), el cardenal Belarmino citó a Galileo (que se encontraba entonces en Roma,
dedicado a la propaganda del copernicanismo) y, en la residencia del cardenal, el 26 de
febrero de 1616, le amonestó a abandonar la teoría copernicana. El Papa había
mandado que Belarmino hiciera esta amonestación, añadiendo que, si Galileo no
quería abandonar la teoría, el Comisario del Santo Oficio, delante de notario y testigos,
le ordenara que no enseñara, defendiera ni tratara esa doctrina, y que si se negase a
esto, se le encarcelase. Consta que Belarmino hizo la amonestación. Pero entre los
documentos que se han conservado existe uno que ha dado lugar a discusiones sobre
la fuerza y el alcance de ese precepto: dice que, a continuación de la amonestación de
Belarmino, el Padre Comisario del Santo Oficio (el dominico Michelangelo Seghizzi) le
transmitió el precepto mencionado; pero ese documento está sin firmar. Se han dado
interpretaciones de todo tipo; la más extrema es que se trata de un documento
falseado deliberadamente en 1616 o en 1633 para acabar con Galileo; pero esto
parece muy poco probable. Con los documentos que poseemos, es muy difícil saber
exactamente cómo se desarrolló el encuentro entre Belarmino y Galileo. Pero está
claro que Galileo entendió perfectamente que, en lo sucesivo, no podía argumentar a
favor del copernicanismo, y en efecto así lo hizo durante años. Precisamente, el
proceso a que fue sometido 17 años después, en 1633, fue motivado porque,
aparentemente, Galileo desobedeció a ese precepto.

b) El proceso de 1633

Si el decreto de la Congregación del Índice en 1616 fue una equivocación, también lo


fue prohibir a Galileo tratar o defender el copernicanismo. Galileo lo sabía. Sin

307
embargo, obedeció. Siempre fue y quiso ser buen católico. Pero sabía que la
prohibición de 1616 se basaba en una equivocación y quería solucionar el equívoco.
Incluso advertía el peligro de escándalo que podría ocasionar esa prohibición en el
futuro, si se llegaba a demostrar con certeza que la Tierra gira alrededor del Sol. Sus
amigos estaban de acuerdo con él.

En 1623 coincidieron unas circunstancias que parecían favorecer una revisión de las
decisiones de 1616, o por lo menos hacer posible que se expusieran, aunque fuese con
cuidado, los argumentos a favor del copernicanismo. El factor principal fue la elección
como Papa del cardenal Maffeo Barberini, que tomó el nombre de Urbano VIII. Era,
desde hacía años, un admirador de Galileo, a quien incluso había dedicado una poesía
latina en la que alababa sus descubrimientos astronómicos. Además, desde el primer
momento tuvo en puestos de mucha confianza a varios amigos y partidarios de
Galileo. En 1624 Galileo fue a Roma y el Papa le recibió seis veces, con gran
cordialidad. Pero Galileo comprobó, al tantear el asunto del copernicanismo, que, si
bien Urbano VIII no lo consideraba herético (ya hemos visto que nunca fue declarado
tal), lo consideraba como una posición doctrinalmente temeraria y, además, estaba
convencido de que nunca se podría demostrar: decía que los mismos efectos
observables que se explican con esa teoría, podrían deberse a otras causas diferentes,
pues en caso contrario estaríamos limitando la omnipotencia de Dios. Se trataba de un
argumento que, aparentemente, tenía mucha fuerza, y parecía que quien pretendiera
haber demostrado el copernicanismo estaba poniendo límites a la omnipotencia de
Dios.

A pesar de todo, el talante del nuevo Papa y la posición estratégica de sus amigos
llevaron a Galileo a embarcarse en un viejo proyecto pendiente: escribir una gran obra
discutiendo el copernicanismo y, desde luego, argumentando en su favor.
Simplemente, la presentaría como un diálogo entre un partidario del geocentrismo y
otro del heliocentrismo, sin dejar zanjada la cuestión. Y añadiría el argumento del
Papa. Pero el lector inteligente ya se daría cuenta de quién tenía razón.

Además, Galileo pensaba que disponía de un argumento nuevo que demostraba el


movimiento de la Tierra: el argumento de las mareas. Según Galileo, las mareas sólo se
podrían explicar suponiendo el movimiento de la Tierra (y no aceptaba, como si sonara
a astrología, que se debieran a la influencia de la Luna). Incluso quería titular su obra
de ese modo, como un tratado sobre las mareas, pero el Papa supo que pretendía
utilizar ese título y, como sonaba a demasiado realista (como en efecto lo era),
aconsejó poner otro título que no sonara a una prueba del movimiento de la Tierra
(desde luego, como sabemos, el argumento de las mareas estaba equivocado). Galileo
cambió el título del libro, que se vino a llamar Diálogo en torno a los dos grandes
sistemas del mundo, el tolemaico y el copernicano. Un título muy acertado debido, en
parte, a la ingerencia de un Papa que no quería que se tratara el movimiento de la
Tierra como algo real: pero, sin duda, ésa era la intención principal de Galileo en su
obra. Galileo estaba dispuesto a conceder todo lo que fuera necesario, con tal de
publicar una obra donde se recogieran los argumentos en contra de la posición
tradicional y en favor del copernicanismo.

308
Galileo acabó de redactar el Diálogo en 1630, y lo llevó a Roma para obtener el
permiso eclesiástico para imprimirlo. El permiso debía ser concedido por el Maestro
del Sagrado Palacio, el dominico Niccolò Riccardi, que no sabía astronomía pero era
admirador de Galileo y siempre se había mostrado deseoso de ayudarle. Ahora
Riccardi se encontró en un compromiso. Dio a entender que no habría problemas,
aunque habría que ajustar una serie de detalles. Galileo volvió a Florencia, la peste
estableció serias limitaciones al tráfico y correo entre Florencia y Roma, y ahí comenzó
una cadena de equívocos que alargaron la concesión del permiso y pusieron nervioso a
Galileo. Al cabo de un año, Galileo solicitó y obtuvo la intervención del Gran Duque de
Toscana y de su embajador en Roma para obtener el permiso. Riccardi, que también
era toscano y era pariente de la esposa del embajador, fue sometido a una presión
muy fuerte. Finalmente concedió el permiso para que se imprimiera el libro en
Florencia, pero con una serie de condiciones que hacía saber a Galileo y al Inquisidor
de Florencia. Riccardi sabía lo que el Papa pensaba: que sólo se podía tratar el
copernicanismo como una hipótesis matemática, no como una representación de la
realidad; las condiciones y advertencias que dio se encaminaban a garantizar esto, que
no estaba nada claro en la obra de Galileo.

Galileo introdujo cambios pero, seguramente, no todos los que hubiera introducido
Riccardi y hubiera deseado el Papa. En el libro, Simplicio, el personaje que defiende la
posición tradicional de Aristóteles y Tolomeo, siempre sale perdiendo. Simplicio fue
uno de los más famosos comentadores antiguos de Aristóteles, pero en la obra de
Galileo daba la impresión de que sus argumentos y su actitud correspondían
demasiado bien a su nombre. Por otra parte, el argumento favorito del Papa aparecía
al final de la obra: después de haber expuesto todos los argumentos físicos y
filosóficos, Simplicio, precisamente Simplicio, utilizaba ese argumento, y aunque
Salviati, el defensor de Copérnico (y Galileo) lo aprueba, el final es muy breve y
forzado. Para mayor confusión, una Introducción aprobada por Riccardi, en la que se
explicaba que esa obra no pretendía establecer el copernicanismo como teoría
verdadera, apareció impresa en un tipo diferente al del resto de la obra, dando la
impresión de un añadido postizo.

El Diálogo se acabó de imprimir en Florencia el 21 de febrero de 1632. Galileo envió


enseguida ejemplares por todas partes, también a sus amigos de otros países de
Europa. Todavía había problemas de comunicación con Roma por la peste, de modo
que los primeros ejemplares no llegaron a Roma hasta mitad de mayo. Uno de ellos
fue entregado al cardenal Francesco Barberini, sobrino y mano derecha del Papa, a
quien Galileo había ayudado, hacía años, a conseguir el doctorado, y a quien
consideraba, al igual que a su tío el Papa, como un gran amigo personal.

En 1632 la mayor preocupación del Papa no era precisamente el movimiento del Sol y
de la Tierra. Estaba en pleno desarrollo la Guerra de los Treinta Años, que comenzó en
1618 y no terminó hasta 1648, que enfrentaba a toda Europa en dos mitades, los
católicos y los protestantes. En aquel momento había problemas muy complejos,
porque la católica Francia se encontraba más bien al lado de los protestantes de Suecia
y Alemania, enfrentada con las otras potencias católicas, España y el Imperio. Urbano
VIII había sido cardenal legado en París y tendía a alinearse con los franceses,

309
temiendo, además, una excesiva prepotencia de los españoles, e intentando no perder
a Francia. Se trataba de equilibrios muy difíciles. Los problemas eran graves. El 8 de
marzo de 1632, en una reunión de cardenales con el Papa, el cardenal Gaspar Borgia,
protector de España y embajador del Rey Católico, acusó abiertamente al Papa de no
defender como era preciso la causa católica. Se creó una situación
extraordinariamente violenta. En esas condiciones, Urbano VIII se veía especialmente
obligado a evitar cualquier cosa que pudiera interpretarse como no defender la fe
católica de modo suficientemente claro.

Precisamente en esas circunstancias, a mitad de mayo, empezaron a llegar a Roma los


primeros ejemplares del Dialogo. En un primer momento no sucedió nada. Pero al
cabo de dos meses, a mitad de julio, se supo que el Papa estaba muy enfadado con el
libro, que intentaba frenar su difusión, y que iba a crear una comisión para estudiarlo y
dictaminarlo.

La documentación que poseemos no permite saber qué provocó el enfado y la decisión


del Papa. Galileo siempre lo atribuyó a la actuación de sus enemigos (que no eran
pocos ni poco influyentes), que habrían informado al Papa de modo tendencioso,
predisponiéndole en contra. Por ejemplo, además de denunciar que el libro defendía el
copernicanismo, en contra del decreto de 1616, habrían puesto de relieve que uno de
los tres personajes que intervienen en el diálogo, Simplicio, que siempre lleva las de
perder, es quien expone el argumento preferido del Papa acerca de la omnipotencia
de Dios y los límites de nuestras explicaciones. Esto podía parecer una burla
deliberada, y parece que así fue interpretado: varios años después, Galileo todavía
enviaba un mensaje al Papa, desde su villa de Arcetri, haciéndole saber que jamás
había pasado por su mente tal cosa. Además, como se ha señalado, las circunstancias
personales de Urbano VIII en aquel momento eran difíciles, y no podía tolerar que se
publicara un libro, que aparecía con los permisos eclesiásticos de Roma y de Florencia,
en el que se defendía una teoría condenada por la Congregación del Índice en 1616
como falsa y contraria a la Sagrada Escritura.

El Papa estableció una comisión para examinar las acusaciones contra Galileo, y se
dictaminó que el asunto debía ser enviado al Santo Oficio (o Inquisición romana),
desde donde se ordenó a Galileo, que vivía en Florencia, que se presentara en Roma
ante ese tribunal durante el mes de octubre de 1632. Después de intentos dilatorios
que duraron varios meses, el 30 de diciembre de 1632, el Papa con la Inquisición hizo
saber que, si Galileo no se presentaba en Roma, se enviaría quien se cerciorase de su
salud y, si se veía que podía ir a Roma, le llevarían encadenado. El Papa aconsejó
seriamente al Gran Duque que se abstuviera de intervenir, porque el asunto era serio.
Las autoridades toscanas decidieron aconsejar a Galileo que fuese a Roma. El
embajador Niccolini, que conocía bien al Papa y hablaba con él con frecuencia,
advertía que discutir con el Papa y llevarle la contraria era el camino mejor para
arruinar a Galileo. Cuando el Papa hablaba con Niccolini del problema causado por
Galileo, en varias ocasiones montó en cólera. Todos advirtieron a Galileo que lo mejor
era que fuera a Roma y que se mostrara en todo momento dispuesto a obedecer en lo
que le dijeran, porque si tomaba otra actitud las consecuencias serían perjudiciales
para él.

310
Galileo llegó a Roma el domingo 13 de febrero de 1633, en una litera facilitada por el
Gran Duque, después de esperar en la frontera de los Estados Pontificios a causa de la
peste que seguía en Florencia. El embajador de Toscana, Francesco Niccolini, se portó
maravillosamente con Galileo, interviniendo continuamente en su favor ante las
autoridades de Roma, de acuerdo con las instrucciones del Gran Duque. Consiguieron
que Galileo no estuviera en la cárcel del Santo Oficio, como exigían las normas. Desde
su llegada a Roma hasta el 12 de abril (dos meses), Galileo vivió en el Palacio de
Florencia, donde se encontraba la embajada de Toscana y la casa del embajador. Las
autoridades le recomendaron que evitara la vida social, de modo que no salía de casa,
pero gozaba de un trato exquisito por parte del embajador y de su esposa. Niccolini
pedía al Papa que el asunto fuese lo más breve posible, pero se alargaba porque la
Inquisición todavía estaba deliberando sobre el modo de actuar. Como se había
descubierto en los archivos del Santo Oficio el escrito de 1616 en el que se prohibía
Galileo tratar de cualquier modo el copernicanismo, el proceso se centró
completamente en una única acusación: la de desobediencia a ese precepto de 1616.

Galileo fue llamado a deponer al Santo Oficio el martes 12 de abril de 1633. Su defensa
nos puede parecer muy extraña: negó que, en el Dialogo, defendiera el
copernicanismo. Galileo no sabía que el Santo Oficio había pedido la opinión al
respecto a tres teólogos y que, el 17 de abril, los tres informes concluían sin lugar a
dudas (como de hecho así era) que Galileo, en su libro, defendía el copernicanismo; en
este caso, los teólogos tenían razón. Esto complicaba la situación, pues un acusado que
no reconocía un error comprobado debía ser tratado muy severamente por el tribunal.
Por otra parte, Galileo se defendió mostrando una carta que, a petición suya, le había
escrito el cardenal Belarmino después de los sucesos de 1616, para que pudiera
defenderse frente a quienes le calumniaban; en ese escrito, Belarmino daba fe de que
Galileo no había tenido que abjurar de nada y que simplemente se le había notificado
la prohibición de la Congregación del Índice. Pero eso podía interpretarse también
contra Galileo si se mostraba, como era el caso, que en su libro argumentaba en favor
de la doctrina condenada en 1616. El tribunal se centró en matices de la prohibición
hecha a Galileo en 1616, que Galileo decía no recordar, porque había conservado el
documento de Belarmino y ahí no se incluían esos matices. Desgraciadamente,
Belarmino había muerto y no podía aclarar la situación.

Esos días Galileo seguía en el Santo Oficio, aunque tampoco entonces estuvo en la
cárcel. Por deferencia con el Gran Duque de Toscana y ante la insistencia del
embajador, Galileo fue instalado en unas habitaciones del fiscal de la Inquisición, le
traían las comidas desde la embajada de Toscana, y podía pasear. Estuvo allí desde el
martes 12 de abril hasta el sábado 30 de abril: 17 días completos con sus colas.

Para desbloquear la situación, el Padre Comisario propuso a los Cardenales del Santo
Oficio algo insólito: visitar a Galileo en sus habitaciones e intentar convencerle para
que reconociera su error. Lo consiguió después de una larga charla con Galileo el 27 de
abril. Al día siguiente, sin comunicarlo a nadie más, escribió lo que había hecho y el
resultado al cardenal sobrino del Papa, que se encontraba esos días en Castelgandolfo
con el Papa; a través de esa carta se ve claro que esa actuación estaba aprobada por el
Papa: de ese modo, el tribunal podría salvar su honor condenando a Galileo, y luego se

311
podría usar clemencia con Galileo dejándole recluido en su casa, tal como (dice el
Padre Comisario) sugirió Vuestra Excelencia (el cardenal Francesco Barberini).

En efecto, el sábado 30 de abril Galileo reconoció ante el tribunal que, al volver a leer
ahora su libro, que había acabado hacía tiempo, se daba cuenta de que, debido no a
mala fe, sino a vanagloria y al deseo de mostrarse más ingenioso que el resto de los
mortales, había expuesto los argumentos en favor del copernicanismo con una fuerza
que él mismo no creía que tuvieran. A partir de ahí, las cosas se desarrollaron como el
Comisario había previsto. Ese mismo día se permitió a Galileo volver al palacio de
Florencia, a la casa del embajador. El martes 10 de mayo se le llamó al Santo Oficio
para que presentara su defensa; presentó el original de la carta del cardenal
Belarmino, y reiteró que había actuado con recta intención. Seguía encerrado en el
palazzo Firenze; el embajador consiguió que le permitieran ir a pasear a Villa Medici, e
incluso a Castelgandolfo, porque le sentaba mal no hacer ningún tipo de ejercicio.
Mientras tanto, la peste seguía azotando a Florencia, y en alguna carta le decían que,
en medio de su desgracia, era una suerte que no estuviera entonces en Florencia.

El jueves 16 de junio, la Congregación del Santo Oficio tenía, como cada semana, su
reunión con el Papa. En esta ocasión se celebró en el palacio del Quirinal. Estaban
presentes 6 de los 10 Cardenales de la Inquisición, además del Comisario y del Asesor
(en los interrogatorios y, en general, en todas las sesiones que se han mencionado
hasta ahora, no estaban presentes los Cardenales: estaban los oficiales del Santo Oficio
que transmitían las actas a la Congregación de los Cardenales, y éstos, con el Papa,
tomaban las decisiones). Ese día el Papa decidió que Galileo fuera examinado acerca
de su intención con amenaza de tortura (en este caso se trataba de una amenaza
puramente formal, que ya se sabía de antemano que no se iba a realizar). Después,
Galileo debía abjurar de la sospecha de herejía ante la Congregación en pleno. Sería
condenado a cárcel al arbitrio de la Congregación, se le prohibiría que en el futuro
tratara de cualquier modo el tema del movimiento de la Tierra, se prohibiría el
Diálogo, y se enviaría copia de la sentencia a los nuncios e inquisidores, sobre todo al
de Florencia, para que la leyera públicamente en una reunión en la que procuraría que
se encontraran los profesores de matemática y de filosofía. El Papa comunicó esta
decisión al embajador Niccolini el 19 de junio. Niccolini pidió clemencia, y el Papa,
manifestando algo que, como se ha señalado, estaba ya decidido de antemano, le
respondió que, después de la sentencia, volvería a ver al embajador para ver cómo se
podría arreglar que Galileo no estuviera en la cárcel. De acuerdo con el Papa, Niccolini
comunicó a Galileo que la causa se acabaría enseguida y el libro se prohibiría, sin
decirle nada acerca de lo que tocaba a su persona, para no causarle más aflicción.

Desde el martes 21 de junio hasta el viernes 24 de junio, Galileo estuvo de nuevo en el


Santo Oficio. El miércoles día 22 Galileo fue llevado al convento de Santa María sopra
Minerva; se le leyó la sentencia (firmada por 7 de los 10 Cardenales del Santo Oficio) y
abjuró de su opinión acerca del movimiento de la Tierra delante de la Congregación.
Fue, para Galileo, lo más desagradable de todo el proceso, porque afectaba
directamente a su persona y se desarrolló en público de modo humillante. El jueves 23
el Papa, con la Congregación del Santo oficio reunida en el Quirinal, concedió a Galileo
que la cárcel fuera conmutada por arresto en Villa Medici, a donde se trasladó el

312
viernes día 24. El jueves día 30 se permitió a Galileo abandonar Roma y trasladarse a
Siena, en Toscana, al palacio del Arzobispo. Galileo dejó Roma el miércoles 6 de julio y
llegó a Siena el sábado 9 de julio. Había acabado la pesadilla romana.

La sentencia de la Inquisición comienza con los nombres de los 10 cardenales de la


Inquisición, y acaba con las firmas de 7 de ellos. El Papa, junto con la Congregación,
decidió que se condenase a Galileo y que abjurase de su opinión, pero en el texto de la
sentencia no aparece en ningún momento citado el Papa; por tanto, ese documento
no puede ser considerado como un acto de magisterio pontificio, y menos aún como
un acto de magisterio infalible ni definitivo. En el texto de la abjuración se lee “maldigo
y detesto los mencionados errores y herejías”, pero no se trata de una doctrina
definida como herejía por el magisterio de la Iglesia: en el texto de la abjuración se
dice, como así es, que esa doctrina fue declarada contraria a la Sagrada Escritura, y,
como sabemos, esta declaración se hizo mediante un decreto de la Congregación del
Índice, que no constituyó un acto de magisterio infalible ni definitivo.

El Arzobispo de Siena, Ascanio Piccolomini, era un antiguo discípulo, admirador y gran


amigo de Galileo. Se había ofrecido varias veces para alojarle en su casa, teniendo en
cuenta, además, que estaba relativamente cerca de Florencia y que en Florencia
todavía existían ramalazos de la peste. En Siena, Galileo fue tratado espléndidamente y
se recuperó de la tensión de los meses precedentes. A petición del Gran Duque de
Toscana, el Papa, junto con el Santo Oficio, concedió el 1 de diciembre de 1633 a
Galileo que pudiera volver a su casa en las afueras de Florencia, la Villa del Gioiello,
con tal que permaneciera como en arresto domiciliario, sin moverse de allí ni hacer
vida social. Consta que el 17 de diciembre Galileo ya estaba en su casa, y allí siguió
hasta su muerte en 1642.

En Arcetri Galileo siguió trabajando. Allí acabó sus Discursos y demostraciones en torno
a dos nuevas ciencias, obra que se publicó en 1638 en Holanda. Se trata de su obra
más importante, donde expone los fundamentos de la nueva ciencia de la mecánica,
que se desarrollará en ese siglo hasta alcanzar 50 años más tarde, con los Principios
matemáticos de la filosofía natural de Newton, obra publicada en 1687, la formulación
que marca el nacimiento definitivo de la ciencia experimental moderna.

Interrogantes e interpretaciones

Hasta aquí he intentado exponer los datos básicos del proceso a Galileo. A partir de
este momento me ocuparé de la valoración de esos datos. Dada la perspectiva que he
adoptado, solamente aludiré brevemente a algunos aspectos que considero
especialmente interesantes.

En primer lugar, ¿podemos decir que sabemos lo fundamental acerca del proceso a
Galileo?, ¿es posible que existan datos importantes desconocidos? La respuesta es que
los documentos que se conservan permiten reconstruir casi todos los aspectos del
proceso con gran fiabilidad. Poseemos los interrogatorios y declaraciones de Galileo en
su totalidad, así como las decisiones del Papa y de la Congregación del Santo Oficio. En
este terreno, no es plausible que aparezcan nuevos documentos que afecten
sustancialmente a lo que ya sabemos. Seguramente existen huecos; uno de ellos,

313
bastante importante, se refiere a los acontecimientos del verano de 1632, desde que
el Diálogo llega a Roma hasta que el Papa convoca la congregación de teólogos para
decidir qué se hace.

¿Quién y cómo informó al Papa? Galileo siempre consideró su proceso como


consecuencia de las informaciones tendenciosas de sus enemigos. Es posible que
existan documentos sobre esos acontecimientos, cuyo conocimiento permitiría
comprender mejor por qué se desarrollaron del modo que lo hicieron. Podríamos
saber, quizás, hasta qué punto las cosas podían haber sucedido de otra manera. De
todos modos, eso no cambiaría los hechos ya conocidos, entre los cuales se cuenta que
Galileo llevó adelante, durante años, su programa copernicano, aunque exteriormente
pareciera haber renunciado a él, y que Urbano VIII quedó muy afectado cuando
advirtió que su admirado amigo estaba, en realidad, haciendo un juego diferente del
que él pensaba.

Esto no significa que Galileo mintiera deliberadamente. Pero no hay duda de que
consideró el copernicanismo como una teoría verdadera, también después del
proceso. En su Carta a Cristina de Lorena había explicado ampliamente cómo se podía
solucionar la aparente contradicción entre copernicanismo y Biblia; tenía razón y lo
sabía: por este motivo podía admitir, con conciencia tranquila, el copernicanismo,
incluso después de las condenas de 1616 y 1633. Lo mismo sucedía con sus amigos y
con otras personas suficientemente informadas. Lo cual nos lleva a preguntarnos por
qué las autoridades eclesiásticas condenaron una teoría que, si bien no estaba
completamente demostrada en aquel momento, podía demostrarse y, de hecho,
recibió nuevas confirmaciones en los años siguientes.

Para responder a ese interrogante hemos de advertir que la ciencia experimental


moderna, tal como la conocemos ahora, estaba naciendo y se encontraba todavía en
un estado embrionario. Precisamente fue Galileo uno de sus padres fundadores. Pero
el Galileo que veían las autoridades era muy diferente del que vemos ahora, a la luz del
desarrollo de la física durante casi cuatro siglos. Galileo había realizado unos
descubrimientos astronómicos importantes y se le habían reconocido. Pero no podía
probar el movimiento de la Tierra. La ciencia moderna prácticamente no existía: las
contribuciones más importantes de Galileo a esa ciencia fueron las publicadas, en los
Discursos, después del proceso. Los eclesiásticos (Belarmino, Urbano VIII y muchos
otros), al igual que la mayoría de los profesores universitarios, pensaban que el
movimiento de la Tierra era absurdo, porque contradice a muchas experiencias ciertas
y, si existiera, debería tener consecuencias que de hecho no se observan. No era fácil
tomarse en serio el copernicanismo. Los teólogos que valoraron en 1616 la quietud del
Sol y el movimiento de la Tierra dijeron, en primer lugar, que ambos eran absurdos en
filosofía. Además parecían contrarios a la Biblia. Belarmino, y otros eclesiásticos,
advirtieron que si se llegaba a demostrar el movimiento de la Tierra, habría que
interpretar una serie de pasajes de la Biblia de modo no literal; sabían que eso podría
hacerse, pero pensaban que el movimiento de la Tierra nunca se demostraría y que era
absurdo. Esto no justifica toda su actuación, pero permite situarla en su contexto
histórico real y hacerla comprensible.

314
El proceso de Galileo no debería entenderse como un enfrentamiento entre ciencia y
religión. Galileo siempre se consideró católico e intento mostrar que el copernicanismo
no se oponía a la doctrina católica. Por su parte, los eclesiásticos no se oponían al
progreso de la ciencia; durante su viaje a Roma en 1611, se tributó a Galileo un gran
homenaje público en un acto celebrado en el Colegio Romano de los jesuitas, por sus
descubrimientos astronómicos. El problema es que no consideraban que el
movimiento de la Tierra fuera una verdad científica, e incluso algunos (entre ellos, el
Papa Urbano VIII) estaban convencidos de que nunca se podría demostrar.

Los enemigos de Galileo desempeñaron, probablemente, un papel importante para


desencadenar el proceso. El temperamento muy vivo de Galileo no contribuía a
apaciguar las numerosas disputas que originó su trabajo desde 1610. Además, él
mismo se procuró enemistades de modo innecesario, de tal modo que, cuando el
Diálogo se publicó en 1632, es fácil imaginar que sus enemigos en Roma pudieran
presentar al Papa las cosas de tal manera que, teniendo en cuenta además las difíciles
circunstancias por las que atravesaba Urbano VIII, éste se considerara ofendido por
Galileo y viera necesario intervenir con fuerza. El temperamento de Urbano VIII
también desempeñó un papel: tenía un carácter fuerte y pensó que Galileo había
traicionado a su amistad sincera; repitió varias veces al embajador Niccolini que Galileo
se había burlado de él. Consta que, al hablar de este tema con Niccolini, Urbano VIII se
encolerizaba. Galileo seguramente no pretendió, en modo alguno, burlarse del Papa,
pero es probable que los enemigos de Galileo, en el verano de 1632, convencieran al
Papa de lo contrario, y que esto influyera seriamente en el desarrollo de los
acontecimientos.

No hay que pensar sólo en enemigos personales de Galileo. El movimiento de la Tierra


podía fácilmente ser visto como causa de dificultades importantes para el cristianismo.
Si la Tierra se convertía en un planeta más, y si existían muchas más estrellas de las
que se ven a simple vista, ¿no podría esto interpretarse en la línea de Giordano Bruno,
quien afirmó que existen muchos mundos como el nuestro, con sus estrellas y planetas
habitados? En ese caso, ¿qué significado tendría la Encarnación y la Redención de
Jesucristo?, ¿qué sucedería con la salvación de posibles seres inteligentes que podrían
vivir en otros lugares del universo? Son preguntas que, en la actualidad, se plantean
todavía con más fuerza que entonces, ante la posibilidad, remota pero real, de que se
llegue a saber que existe vida en otros lugares del universo. En realidad, no es difícil
advertir que la revelación cristiana se refiere directamente a lo que sucede con
nosotros y, por tanto, no hay dificultad en principio para integrar dentro de ella a otros
seres inteligentes. Además, la Iglesia enseña que los frutos de la Redención se aplican
también a personas que han vivido antes de la Encarnación, o que viven después de
ella y no conocen, sin culpa suya, la verdad del cristianismo. Pero se comprende que
estos problemas pudieran influir en aquellos momentos. La asociación del
copernicanismo con Bruno no podía favorecer a Galileo. Se puede recordar que dos
personas clave en la condena del copernicanismo en 1616 fueron el Papa Pablo V y el
cardenal Belarmino; ambos eran Cardenales de la Inquisición cuando, en 1600, el
proceso de Bruno llegó a su final, y se puede suponer que, al pensar en el
copernicanismo, lo verían, por así decirlo, asociado a los errores teológicos de Bruno.

315
El movimiento de la Tierra parecía afectar al cristianismo desde otro punto de vista. El
Diálogo de Galileo contenía críticas muy fuertes contra la filosofía de Aristóteles, que
se venía usando, al menos desde el siglo XIII, como ayuda para la teología. En esa
filosofía se admitía, por ejemplo, que en el mundo existe finalidad, y que las cualidades
sensibles existen objetivamente y forman la base del conocimiento humano. Estas
ideas parecían arruinarse con la nueva filosofía matemática y mecanicista de Galileo.
La nueva ciencia nacía en polémica con la filosofía natural antigua, y no parecía poder
llenar el hueco que ésta dejaba. Aunque las críticas de Galileo al aristotelismo se
redujeran a aspectos concretos de la física que, ciertamente, debían abandonarse,
parecía que la nueva ciencia pretendía arrojar fuera, como suele decirse, al niño junto
con la bañera. Este problema sigue siendo actual. Incluso puede decirse que el
progreso científico de los últimos siglos lo ha hecho cada vez más agudo. Son muchas
las voces que piden un serio esfuerzo para integrar el progreso científico dentro de una
visión más amplia que incluya las dimensiones metafísicas y éticas de la vida humana.
En este sentido, los que veían en la nueva ciencia una fuente de dificultades no
estaban completamente equivocados. Por supuesto, el problema no es de la ciencia en
sí misma, de cuya legitimidad sería absurdo dudar. El progreso científico es
ambivalente y el hecho de que pueda utilizarse mal no significa que deba castigarse a
la ciencia. Simplemente intento subrayar que, en el fondo del caso Galileo, se
encuentran algunos problemas que son reales, siguen siendo actuales, y esperan
todavía una solución. Cuál sea el alcance del conocimiento científico es uno de esos
problemas.

El caso Galileo no afectó seriamente al progreso de la ciencia. La semilla que Galileo


plantó dio fruto inmediatamente, también en Italia. Al cabo de pocas décadas, Newton
llevó la física moderna hasta su nacimiento definitivo, y el trabajo de Galileo quedó
bien asentado. Si la hipótesis es correcta, el proceso de Galileo no fue, como tantas
veces se ha repetido, el resultado de un enfrentamiento entre la ciencia y la fe, sino
algo derivado de un debate interno entre católicos acerca de las implicaciones
religiosas de la ciencia moderna y su compatibilidad con la Sagrada Escritura. Por su
parte, el estudioso W. Brandmüller incide más en que la equivocación no residió sólo
en el tribunal inquisitorial, sino que afectó a las dos partes: a Galileo y a los
eclesiásticos que le juzgaron. Paralelamente, como suele suceder en todo debate, las
dos posturas albergaban argumentaciones correctas:

“Se da el hecho grotesco de que la Iglesia, tantas veces acusada de error al meterse en
un terreno tan alejado de su competencia como el de las ciencias naturales, tuvo razón
al exigir a Galileo que defendiera sólo como hipótesis el sistema copernicano (...) No se
condenó en 1616 el sistema copernicano y en 1633 el “Diálogo” de Galileo porque la
Iglesia considerara falsa la teoría heliocéntrica y verdadera la de Ptolomeo y Tycho
Brahe. La negativa de Roma a Galileo y a Copérnico se basó más bien en la creencia de
que la concepción copernicana estaba en contradicción con la Sagrada Escritura. Y ahí
fue donde se equivocó la Inquisición. Empecinados en interpretar al pie de la letra los
textos bíblicos, la mayoría de los exégetas no se atrevieron a adoptar la postura ya
defendida por Cayetano ni fueron capaces de vislumbrar qué diría de aquellos textos la
hermenéutica bíblica del siglo XX. Todavía no se había planteado el tema de las
diferentes formas de expresión, de los géneros literarios dentro de la Biblia. Galileo,

316
sin embargo, siguiendo a San Agustín y otros teólogos de la antigüedad, desarrolló
algunos criterios de interpretación que cualquier especialista de hoy aprobaría en lo
esencial (...) Todo esto conduce al paradójico resultado de que Galileo se equivocó en
el campo de la ciencia y los eclesiásticos en la teología, mientras que éstos acertaron
en los terrenos científicos y el astrónomo en la exégesis”.

Por fin, es interesante señalar que no ha existido ningún otro caso semejante al de
Galileo. El caso Galileo no es un caso entre otros del mismo tipo. El caso más
semejante es el del evolucionismo, pero la teoría de la evolución, dentro de su ámbito
científico, nunca ha sido condenada por ningún organismo de la Iglesia universal. Si se
intenta poner en el mismo nivel que el caso Galileo asuntos como el aborto, la
eutanasia, la bioética, etc., debe advertirse que, si bien esos problemas incluyen
componentes relacionados con la ciencia, no son problemas propiamente científicos,
sino, como máximo, de aplicación de los conocimientos científicos. Pero esto exigiría
una reflexión específica que va más allá de los objetivos que aquí me he propuesto.

A juicio del filósofo Karl Popper, “(...) en la actualidad, esa historia *el proceso
inquisitorial contra Galileo] es ya muy vieja, y creo que ha perdido su interés. Pues la
ciencia de Galileo no tiene enemigos, al parecer: en lo sucesivo, su vida está
asegurada. La victoria ganada hace tiempo fue definitiva, y en este frente de batalla
todo está tranquilo. Así tomamos una posición ecuánime frente a la cuestión, ya que
hemos aprendido, finalmente, a pensar con perspectiva histórica y a comprender a las
dos partes de una disputa. Y nadie se preocupa por oír al fastidioso que no puede
olvidar una vieja injusticia”.

Carlos Javier Alonso

B) LAS TEORÍAS DE LA EVOLUCIÓN

1. Evolución, fe y teología

El evolucionismo es, sin duda, la teoría científica que más


debates filosóficos y teológicos ha provocado en toda la
historia. La bibliografía sobre el tema es amplísima, y es
imposible resumirla en poco espacio. Mi intento es más
modesto. En la primera parte comentaré brevemente el
estado actual de las teorías de la evolución, y en la
segunda parte examinaré la relación que existe entre esas
teorías y el cristianismo.

Cuando hablamos de evolución solemos pensar en Darwin


y en su obra El origen de las especies en 1859. Pero antes
de Darwin ya habían existido intentos de explicar
científicamente la evolución; especial importancia tuvo el
de Lamarck quien, en 1809, propuso explicar la evolución
mediante la herencia de los caracteres adquiridos. En

317
realidad, las ideas evolucionistas son mucho más antiguas. Hace unos 2.400 años,
Aristóteles se refería a quienes negaban la existencia de finalidad en la naturaleza y
proponían una explicación que es casi idéntica a la darwinista: la aparente finalidad de
las partes del organismo viviente se explicaría porque, entre los diferentes productos
de la naturaleza, sólo se conservarían los mejor adaptados. He aquí el argumento tal
como Aristóteles lo expone:

¿Qué impide que las partes de la naturaleza lleguen a ser también por necesidad, por
ejemplo, que los dientes incisivos lleguen a ser por necesidad afilados y aptos para
cortar, y los molares planos y útiles para masticar el alimento, puesto que no surgieron
así por un fin, sino que fue una coincidencia? La misma pregunta se puede hacer
también sobre las otras partes en las que parece haber un fin. Así, cuando tales partes
resultaron como si hubieran llegado a ser por un fin, sólo sobrevivieron las que «por
casualidad» estaban convenientemente constituidas, mientras que las que no lo
estaban perecieron y continúan pereciendo, como los terneros de rostro humano de
que hablaba Empédocles.

En el siglo XIX, debido a la influencia de Darwin, el evolucionismo adquirió toda su


importancia. Darwin se ocupó, en primer lugar, del origen de las especies, pero
posteriormente publicó otra obra sobre el origen del hombre, y se refirió, de paso, al
origen de los primeros vivientes: estos dos temas han sido, desde entonces, objeto de
muchos estudios. Además, el pensamiento evolucionista se ha extendido al origen del
universo y a su posterior evolución. Uniendo la evolución cósmica y la biológica, se
obtiene una cosmovisión que abarca toda la historia del universo.

A continuación, en los apartados 1 al 4, me referiré al estado actual de las discusiones


sobre el origen del universo, de la vida, de las especies, y del hombre. En el apartado 5
examinaré la cosmovisión evolucionista, y después, en los apartados 6 y 7, analizaré
sus implicaciones filosóficas y teológicas.

I. EL ESTADO ACTUAL DE LAS TEORÍAS DE LA EVOLUCIÓN

1. El origen del universo

Albert Einstein formuló la relatividad general en 1915 y la aplicó al estudio del universo
en su conjunto en 1917. Su teoría proponía un universo cambiante; disgustado con esa
idea, introdujo en sus fórmulas una «constante cosmológica» con el fin de obtener un
universo estático: más tarde dijo que había sido el peor error de su vida. Willem de
Sitter en 1916-1917 y Alfred Friedmann en 1922-1924 desarrollaron la teoría de
Einstein en el marco de un universo dinámico, idea que resultó corroborada cuando,
en 1929, Edwin Hubble formuló la ley que lleva su nombre, según la cual el universo
está en expansión y las galaxias se apartan unas de otras con una velocidad que es
proporcional a su distancia mutua.

En 1927, Georges Lemaître propuso su teoría del «átomo primitivo», que, después de
ser reformulada por Georges Gamow en 1948, es conocida como teoría del big bang o
«gran explosión». Según esta teoría, hace unos 15.000 millones de años toda la
materia y energía del universo, concentrada en condiciones de enorme densidad y

318
temperatura, experimentó una expansión que, seguida de una sucesiva disminución de
temperatura y de concentraciones locales, produjo una radiación que todavía debería
observarse en la actualidad. La detección de esa radiación fósil en 1964 por Arno
Penzias y Robert Wilson produjo la general aceptación de la teoría, que también se
encuentra avalada por sus predicciones acerca de la abundancia relativa de los
elementos ligeros en el universo.

Como toda teoría física, el modelo de la gran explosión contiene aspectos


problemáticos. Desde 1981, algunos de ellos se solucionaron gracias a la «teoría de la
inflación» propuesta por Alan Guth, según la cual el universo, en los primeros
momentos de su existencia y durante un lapso de tiempo muy pequeño, habría
experimentado una enorme expansión. En 1992, las observaciones del satélite COBE
(«Cosmic Background Explorer») sobre la radiación de fondo pusieron de manifiesto la
existencia de fluctuaciones en el universo primitivo, lo cual explicaría la distribución
irregular de la materia, necesaria para que se produjeran las condensaciones locales
que han dado lugar a las estrellas y planetas.

El modelo de la gran explosión goza, en general, de buena salud, pero plantea


importantes interrogantes. Un artículo de 1994 dedicado a exponer la situación actual
concluía con las siguientes palabras: “Ignoramos por qué hubo una gran explosión o
qué pudo haber antes. No sabemos si nuestro universo tiene parientes –otras regiones
en expansión muy alejadas. No entendemos por qué las constantes fundamentales de
la naturaleza tienen los valores que tienen. La teoría de la gran explosión está
respaldada por abundantes indicios: explica la radiación cósmica de fondo, la
concentración de elementos ligeros y la expansión de Hubble. Por tanto, es seguro que
cualquier nueva cosmología incluirá el modelo de la gran explosión”.

Recientemente, nuevos datos obtenidos mediante el estudio de la explosión de


supernovas parecen mostrar que la expansión del universo, en contra de lo que se
pensaba, se está acelerando. Se proponen dos remedios: uno consiste en revisar la
teoría de la inflación, y el otro en admitir que existe un tipo de energía repulsiva que
contrapesa la atracción gravitacional: se habla, en este contexto, de introducir una
«constante cosmológica» que recuerda a la que Einstein introdujo a comienzos del
siglo XX.

Por otra parte, parecía que, de modo paradójico, el universo podría ser más joven que
algunos de sus componentes. Se han obtenido nuevos datos que parecen avalar que la
edad del universo es de unos 12.000 millones de años. Se supera así, por el momento,
esa dificultad.

2. El origen de la vida

Se calcula que la edad de la Tierra es de unos 4.500 millones de años. Los fósiles más
antiguos se remontan a unos 3.800 millones de años. Se supone que los vivientes
primitivos aparecieron, por tanto, en el intervalo entre esas dos fechas.

Existen varias teorías que pretenden explicar el origen de la vida en la Tierra. Una de
las primeras fue la propuesta por Alexander Oparin en 1922: la vida habría surgido en

319
el agua de los océanos. Oparin amplió posteriormente sus explicaciones que se
encuentran relacionadas con los coacervados, y estimuló el estudio del origen de la
vida. En un famoso experimento realizado en 1953 en Chicago, Stanley Miller simuló
las condiciones de la atmósfera primitiva (amoníaco, metano, hidrógeno y vapor de
agua, activados por descargas eléctricas) y obtuvo algunos aminoácidos, que son los
ladrillos con que se construyen las proteínas; parecía que el problema del origen de la
vida se podía resolver, al menos en principio. Sin embargo, las dificultades siguen
siendo grandes. La vida que existe ahora en la Tierra se basa en la interacción mutua
entre ácidos nucleicos (DNA y RNA) y proteínas; pero los ácidos nucleicos son
necesarios para fabricar proteínas, y viceversa. Además, esas macromoléculas poseen
una enorme complejidad, lo que hace difícil pensar que se originasen de modo
espontáneo.

A finales de la década de 1960, Carl R. Woese, Francis Crick y Leslie E. Orgel


propusieron lo que ahora se conoce como teoría del «mundo del RNA», según la cual
la vida primitiva se basaba en el RNA. Se supone que este ácido nucleico poseía dos
propiedades de las que ahora carece: se podría autorreplicar sin necesidad de
proteínas, y podría catalizar la síntesis de proteínas. Se han obtenido datos que avalan
esa hipótesis, tales como la existencia de ribozimas o enzimas hechas de RNA, pero
existen dificultades: no se sabe cómo se replicaba el RNA en la ausencia de proteínas, y
queda por explicar la formación del RNA mismo, que posee una gran complejidad.

Se han propuesto otras teorías. Una de las más radicales es la de A. Graham Cairns-
Smith, quien propuso que el primer sistema con capacidad de replicarse era inorgánico
y se basaba sobre cristales de arcilla. Otra propuesta sitúa el origen de la vida en
fuentes hidrotermales en los fondos marinos. Sin embargo, las dificultades siguen
siendo grandes; basta pensar que el DNA de una bacteria, uno de los vivientes actuales
más simples, puede tener unos dos millones de nucleótidos, de cuya organización
depende que el DNA sea funcional y pueda dirigir la producción de más de un millar de
proteínas diferentes. En vista de ello, algunos científicos como Juan Oró, Fred Hoyle y
Chandra Wickramansinghe han vuelto a proponer la antigua idea de la panspermia:
existiría vida, o compuestos precursores de la vida, en otras regiones del espacio, y
habrían llegado a la Tierra, por ejemplo por medio de choques de meteoritos. En ese
caso, quedaría sin explicar cómo ha surgido la vida en otras partes del espacio.

Christian de Duve, premio Nobel por sus trabajos sobre la célula, opina que, dadas las
características del mundo físico-químico en el que vivimos, la aparición de la vida
mediante procesos naturales era inevitable. Los enigmas que rodean el origen de la
vida son muy grandes, a pesar de la existencia de diferentes teorías que se han
propuesto para explicarlo.

3. El origen de las especies

Darwin propuso en 1859 que la selección natural, que actuaría sobre variaciones
hereditarias, es el principal motor de la evolución, pero nada sabía sobre la naturaleza
de esas variaciones. A partir de los trabajos de Gregor Mendel, publicados en 1866 y
redescubiertos en 1900, la genética se convirtió en parte esencial de la teoría

320
evolutiva. La incorporación de la genética al darwinismo condujo, en torno a 1940, a la
formulación del neo-darwinismo o «teoría sintética» de la evolución, que sigue
considerando que la selección natural es el factor explicativo principal de la evolución.

Una objeción típica al neodarwinismo es que no explica la «macroevolución», o sea, el


origen de nuevas especies o tipos de vivientes. El darwinismo insiste en el gradualismo
y afirma que los grandes cambios son el resultado de la acumulación de muchos
cambios pequeños, pero se han formulado propuestas alternativas. La principal es la
teoría del «equilibrio puntuado», propuesta por Stephen Jay Gould y Niles Eldredge,
quienes sostienen que la evolución no es gradual, sino que funciona a saltos: existirían
grandes períodos de estabilidad interrumpidos por intervalos muy breves en los que
tendrían lugar cambios evolutivos grandes y bruscos. Gould y Eldredge afirman que su
teoría está de acuerdo con las grandes discontinuidades que manifiesta el registro
fósil, en el que no se encuentran eslabones intermedios. Los neodarwinistas, por su
parte, suelen decir que ambos puntos de vista son compatibles, de modo que el
equilibrio puntuado podría integrarse dentro del darwinismo: dicen que los genéticos,
que formularon la teoría sintética, y los paleontólogos que proponen el equilibrio
puntuado, utilizan dos escalas de tiempo diferentes: los cambios que tienen lugar
durante miles de generaciones parecen repentinos ante el registro fósil. Es importante
señalar que el equilibrio puntuado de Gould y Eldredge propone explicaciones que no
son darwinistas pero son evolucionistas: la discusión se centra en torno a los
mecanismos de la evolución, no en torno a su existencia.

Otra teoría que discrepa del darwinismo es el «neutralismo» de Motoo Kimura, quien
propuso su teoría a partir de 1967. Kimura afirma que la mayoría de las mutaciones
genéticas que proporcionan el material para la evolución no tienen nada que ver con
ventajas ni desventajas, y que, por tanto, la selección natural no ocupa el lugar
principal que le atribuyen los darwinistas: los cambios evolutivos se deberían a la
«deriva genética» de mutaciones genéticas que serían equivalentes desde el punto de
vista de la selección natural. También en este caso, los darwinistas afirman que el
neutralismo cabe dentro de su teoría, aunque existen discrepancias de interpretación.

Es interesante mencionar, en este contexto, la importancia de la «duplicación génica»,


o sea, la existencia de copias de un mismo gen. Esto permite que los genes «liberados»
estén disponibles para experimentar cambios que pueden resultar importantes en
nuevas circunstancias futuras. Así se comprendería que puedan existir cambios
notables que no requieren la acumulación gradual de pequeñas transformaciones.

Una de las mayores dificultades del evolucionismo es, en efecto, la explicación de los
nuevos tipos de organización, que requieren múltiples cambios complejos y
coordinados. En esta línea tienen importancia los trabajos actuales en torno a la «auto-
organización», como los realizados por Stuart Kaufmann. Se trata de teorías que, por el
momento, son muy hipotéticas, que pretenden explicar el origen de las
transformaciones evolutivas tomando como base tendencias naturales que todavía
conocemos de modo muy insuficiente. De nuevo, estos trabajos se presentan a veces
como opuestos al darwinismo, pero los darwinistas afirman que caben dentro de su

321
teoría y, en cualquier caso, no son críticas al evolucionismo, sino intentos de
proporcionar explicaciones más profundas de la evolución.

4. El origen del hombre

Desde la publicación de la teoría de Darwin, la atención se centró, sobre todo, en la


explicación biológica del origen del hombre. Comenzó la búsqueda de eslabones
intermedios entre el hombre y otros primates, que ha conducido a la clasificación
habitual de los precursores del hombre actual: los australopitecos africanos (entre 4,5
y 2 millones de años), seguidos del homo habilis (desde 2,3 a 1,5 millones de años), el
homo erectus (se habla también de homo ergaster,entre 2 y 1 millones de años, en
África, y de homo erectus en Asia), y las diversas variedades de homo sapiens. Se trata
de un terreno en el que existen muchas incertidumbres y frecuentemente se producen
novedades que obligan a cambiar esquemas.

Uno de las novedades principales en las últimas décadas ha sido la aplicación de los
nuevos métodos de la biología molecular en los estudios de la evolución. A veces, esos
métodos llevan a conclusiones diferentes de las que se derivan del estudio de los
fósiles, y se producen discrepancias entre los biólogos moleculares y los paleontólogos.
Así, de acuerdo con la biología molecular, el supuesto antecesor común de chimpancés
y humanos se situaría entre hace 5 y 6 millones de años, mucho más recientemente de
la estimación anterior que se remontaba a unos 20 millones de años. Se estima
probable que el linaje de ese antecesor común ya se había separado del de los gorilas.

En este ámbito, ha tenido especial resonancia la presunta determinación del origen del
hombre actual mediante el estudio del DNA mitocondrial, que se transmite por vía
materna. Según algunos biólogos moleculares, todos los seres humanos actuales
descienden de una mujer que vivió entre hace 100.000 y 200.000 años en África y que
ha recibido el significativo título de «Eva mitocondrial». Hay que señalar, no obstante,
que los propios autores de esos estudios no pretenden haber probado científicamente
el monogenismo, y que sus afirmaciones no son aceptadas por todos: en particular,
algunos paleontólogos muestran reservas, sobre todo con respecto al uso que esos
biólogos moleculares hacen del denominado «reloj molecular».

Esas discrepancias afectan al presunto origen del hombre actual. Existen dos opiniones
diferentes: el modelo de «continuidad regional» y el modelo del «origen africano
reciente». El modelo de «continuidad regional»

sostiene que la especie, muy primitiva, H. erectus (incluido H. ergaster) no es más que
una variante antigua de H. sapiens; defiende, además, que en los últimos dos millones
de años de historia de nuestra estirpe se produjo una corriente de poblaciones
entrelazadas de esta especie que evolucionaron en todas las regiones del Viejo
Mundo, cada una de las cuales se adaptó a las condiciones locales, aunque todas se
hallaban firmemente vinculadas entre sí por intercambio genético. La variabilidad que
vemos hoy entre las principales poblaciones geográficas sería, de acuerdo con este
modelo, la postrera permutación de tan largo proceso.

322
En cambio, el modelo del «origen africano reciente» sostiene que, hace unos 100.000
años, un nuevo tipo de ser humano, originado en África, habría sustituido
completamente a las especies anteriores:

El modelo alternativo, que encaja mucho mejor con lo que conocemos del proceso
evolutivo en general, propone que todas las poblaciones humanas modernas
descienden de una misma población ancestral que surgió hace entre 150.000 y
100.000 años. El registro fósil, aunque escaso, sugiere que el lugar de origen estuvo en
África (aunque el oriente Próximo constituye otra posibilidad), Quienes proponen este
modelo apelan a los estudios de biología molecular comparada para sustentar la tesis
de que todos los humanos actuales descienden de una población africana.

También se han realizado estudios sobre el cromosoma Y, que se hereda


exclusivamente del padre, y los resultados están de acuerdo con el modelo del origen
africano reciente.

En cuanto a la época más reciente, parece que, desde hace unos 30.000 años, sólo
permaneció el hombre moderno actual, aunque coexistiera, durante miles de años,
con otros tipos humanos ancestrales (como el hombre de Neanderthal). No existe
unanimidad sobre el origen de los diferentes grupos humanos que existen en la
actualidad.

En medio de muchas incertidumbres, suele afirmarse que la humanidad actual procede


de unos antepasados relativamente recientes que aparecieron en África o, quizás, en
Oriente Medio, y que se extendieron por toda la Tierra.

5. La cosmovisión evolucionista

Es fácil advertir que, en cada uno de los pasos que hemos examinado, existen muchos
e importantes interrogantes. El modelo de la gran explosión está bien asentado, pero
no puede considerarse como definitivamente establecido y contiene muchos
problemas no resueltos. Existen hipótesis muy diferentes sobre el origen de la vida.
Respecto a la evolución de los vivientes, aunque suele admitirse que la combinación de
variaciones genéticas y selección natural desempeña un papel importante, se buscan
explicaciones que van más allá de ese esquema. Finalmente, el origen del hombre
sigue envuelto por interrogantes.

Podría sorprender que, a pesar de esas incertidumbres, que son numerosas y serias, el
evolucionismo en su conjunto goce de buena salud. Esto se explica teniendo en cuenta
que una cosa es la evolución como un hecho general, y otra cosa son las explicaciones
concretas de ese hecho (o, mejor, de los muchos hechos incluidos en la evolución en
su conjunto). La fuerza de la gravedad existe, y es la primera de las fuerzas naturales
que fue tratada científicamente con éxito en la mecánica de Newton; sabemos mucho
acerca de ella, pero su naturaleza, al cabo de más de tres siglos, sigue siendo tan
misteriosa para nosotros como lo era para Newton. Con respecto a la evolución,
argumentos tomados de diversas especialidades parecen avalar la existencia de un
vasto proceso evolutivo que ha producido la naturaleza en su estado actual, aunque
existen muchos interrogantes y discrepancias sobre sus aspectos particulares.

323
En el pensamiento occidental han predominado tres grandes cosmovisiones. En la
antigüedad, con diversas variantes, predominó una cosmovisión organicista que
subrayaba la jerarquía y la finalidad de las diferentes partes del universo. El nacimiento
de la ciencia experimental moderna en el siglo XVII provocó el triunfo de la
cosmovisión mecanicista, que se basa en una perspectiva analítica, no deja sitio para la
finalidad, e intenta explicar todo mediante el comportamiento de las partes
constitutivas. En la actualidad se está produciendo un gran cambio de paradigma. La
nueva cosmovisión que está surgiendo se centra en torno a la auto-organización.

Contempla la naturaleza como el despliegue de un dinamismo que produce diferentes


niveles de estructuración, de tal manera que los elementos válidos de las dos
cosmovisiones anteriores quedan incluidos en una nueva síntesis más profunda. En
esta cosmovisión ocupa un lugar destacado la morfogénesis o formación de nuevas
pautas, y también es importante el concepto de información, que es clave en la
biología y se puede aplicar de modo análogo a otras áreas de la naturaleza. La idea de
evolución ocupa un lugar importante en esta cosmovisión, que proporciona una
imagen unitaria y coherente del origen y desarrollo de la naturaleza.

II. REFLEXIONES FILOSÓFICO-TEOLÓGICAS

Después de haber expuesto, a grandes rasgos, la situación actual de las teorías de la


evolución desde el punto de vista de la ciencia, examinaré ahora su relación con el
cristianismo.

Evidentemente, el cristianismo no está comprometido directamente con ninguna


explicación científica concreta: los problemas científicos sólo le interesan en la medida
en que se relacionan con su doctrina de salvación. Las implicaciones teológicas de la
evolución afectan principalmente a dos grandes cuestiones: la acción de Dios en el
mundo, y la singularidad humana.

El mensaje cristiano sobre esos temas ha sido siempre y continúa siendo el mismo. Sin
embargo, existen dos motivos que aconsejan analizar sus relaciones con el
evolucionismo. El primero es que el evolucionismo ha sido utilizado desde hace
tiempo, y continúa siendo utilizado en la actualidad, como un arma para combatir el
cristianismo, como si las teorías evolucionistas hicieran innecesario e incluso imposible
admitir la existencia de Dios, del gobierno divino del mundo, de un plan divino acerca
del ser humano, y de la existencia de dimensiones espirituales en la persona humana;
por tanto, es importante mostrar que no existe incompatibilidad entre las teorías
científicas de la evolución y el cristianismo. El segundo motivo es que el examen del
evolucionismo quizá pueda abrir nuevas perspectivas que ayuden a profundizar en la
acción divina en el mundo y en la naturaleza del ser humano.

6. La acción de Dios en el mundo

La cosmovisión evolutiva admite dos interpretaciones opuestas, la naturalista y la


teísta.

324
Según el naturalismo, el progreso científico manifiesta que el universo se encuentra
auto-contenido y no necesita de nada fuera de él: la creación y, en general, la acción
divina, serían algo superfluo en un mundo que podría explicarse completamente
mediante las fuerzas naturales tal como las conocemos mediante las ciencias. Hoy día
todos suelen admitir que la ciencia tiene límites, pero los naturalistas afirman que, si
bien nuestro conocimiento es siempre parcial e imperfecto, el progreso científico
manifiesta que no existen áreas que escapen al método de la ciencia: el método
científico se extendió primero al mundo de la materia inorgánica, ha alcanzado
después al mundo de los vivientes, y se extiende en la actualidad al mundo del
hombre, de modo que nada quedaría ya fuera de su ámbito.

Sin embargo, se puede mostrar que la ciencia natural se trasciende a sí misma, ya que
contiene supuestos e implicaciones que van más allá de las explicaciones naturalistas.
Sin duda, la ciencia es autónoma en su propio nivel y puede progresar sin ocuparse de
cuestiones meta-científicas; pero su existencia se apoya sobre unos supuestos que son
retro-justificados, ampliados y precisados por el progreso científico, y el estudio de
esos supuestos, y de la retroacción del progreso científico sobre ellos, resulta muy
coherente con las perspectivas de la metafísica y de la teología.

Por ejemplo, la actividad científica supone que existe un orden natural. La ciencia
experimental busca conocer ese orden, y cualquiera de sus logros es una
manifestación particular del orden natural. Puede decirse de modo gráfico que a más
ciencia, más orden: cuanto más progresa la ciencia, mejor conocemos el orden que
existe en la naturaleza, aunque obviamente lo conocemos a nuestro modo, a través de
representaciones que no siempre son simples fotografías de la realidad.

De hecho, el progreso de las ciencias proporciona en la actualidad un conocimiento en


el cual el orden natural adquiere la modalidad de una auto-organización. Cuando
reflexionamos sobre esta cosmovisión actual, que se encuentra penetrada de sutileza y
de racionalidad, resulta inverosímil reducir la naturaleza al resultado de la actividad de
fuerzas ciegas y casuales. Es mucho más lógico admitir que la racionalidad de la
naturaleza refleja la acción de un Dios personal que la ha creado, imprimiendo en ella
unas tendencias que explican la prodigiosa capacidad de formar sucesivas
organizaciones, enormemente complejas y sofisticadas, en diferentes niveles, hasta
llegar a la complejidad necesaria para que pueda existir el ser humano.

No me resisto a comentar aquí una especie de definición de la naturaleza propuesta


por Tomás de Aquino, y que me parece más completa y profunda que las definiciones
usuales. Al final de uno de sus comentarios a la Física de Aristóteles, Tomás de Aquino
va mucho más allá que su maestro y escribe:

La naturaleza no es otra cosa sino el plan de un cierto arte, concretamente un arte


divino, inscrito en las cosas, por el cual esas cosas se mueven hacia un fin
determinado: como si quien construye un barco pudiese dar a las piezas de madera
que pudieran moverse por sí mismas para producir la forma del barco.

La comparación es mucho más actual ahora que en el siglo XIII: entonces no pasaba de
ser una simple comparación, mientras que ahora podría ser la pura realidad.

325
Contemplada bajo la perspectiva teísta, la naturaleza no pierde nada de lo que le es
propio; al contrario, su dinamismo y sus potencialidades aparecen asentadas en un
fundamento radical, que no es otro que la acción divina, que explica su existencia y sus
notables propiedades. Toda la naturaleza aparece como el despliegue de la sabiduría y
del poder divino que dirige el curso de los acontecimientos de acuerdo con sus planes,
no sólo respetando la naturaleza, sino dándole el ser y haciendo posible que posea las
características que le son propias. Dios es a la vez trascendente a la naturaleza, porque
es distinto de ella y le da el ser, e inmanente a la naturaleza, porque su acción se
extiende a todo lo que la naturaleza es, a lo más íntimo de su ser.

Esta perspectiva muestra que las presuntas oposiciones entre evolución y acción divina
carecen de base. El naturalismo pretende desalojar a Dios del mundo en nombre de la
ciencia, pero para ello debe cerrar los ojos a las dimensiones reales de la empresa
científica. Puede hablarse de un «naturalismo integral» que, en la línea de las
reflexiones anteriores, contempla a la ciencia natural juntamente con sus supuestos y
sus implicaciones, cuyo análisis conduce a las puertas de la metafísica y de la teología.

Muchos científicos de primera línea admiten que la evolución y la acción divina son
compatibles. Por ejemplo, Francisco J. Ayala, uno de los principales representantes del
neodarwinismo en la actualidad, ha escrito que la creación a partir de la nada “es una
noción que, por su propia naturaleza, queda y siempre quedará fuera del ámbito de la
ciencia” y que “otras nociones que están fuera del ámbito de la ciencia son la
existencia de Dios y de los espíritus, y cualquier actividad o proceso definido como
estrictamente inmaterial”. En efecto, para que algo pueda ser estudiado por las
ciencias, debe incluir dimensiones materiales, que puedan someterse a experimentos
controlables: y esto no sucede con el espíritu, ni con Dios, ni con la acción de Dios. Por
otra parte, Ayala recoge la opinión de los teólogos según los cuales “la existencia y la
creación divinas son compatibles con la evolución y otros procesos naturales. La
solución reside en aceptar la idea de que Dios opera a través de causas intermedias:
que una persona sea una criatura divina no es incompatible con la noción de que haya
sido concebida en el seno de la madre y que se mantenga y crezca por medio de
alimentos... La evolución también puede ser considerada como un proceso natural a
través del cual Dios trae las especies vivientes a la existencia de acuerdo con su plan”.
Ayala añade que la mayoría de los escritores cristianos admiten la teoría de la
evolución biológica, menciona que el Papa Pío XII, en un famoso documento de 1950
(se trata de la encíclica Humani generis), reconoció que la evolución es compatible con
la fe cristiana, y añade que el Papa Juan Pablo II, en un discurso de 1981, ha repetido la
misma idea.

La doctrina católica afirma que todo depende de Dios, y que «la creación tiene su
bondad y su perfección propias, pero no salió plenamente acabada de las manos del
Creador. Fue creada “en estado de vía” (in statu viae) hacia una perfección última
todavía por alcanzar, a la que Dios la destinó. Llamamos divina providencia a las
disposiciones por las que Dios conduce la obra de la creación hacia esta perfección.
Dios guarda y gobierna por su providencia todo lo que creó, alcanzando con fuerza de
un extremo al otro del mundo y disponiendo todo con dulzura (Sb 8, 1). Porque todo
está desnudo y patente a sus ojos (Hb 4. 13), incluso lo que la acción libre de las

326
criaturas producirá (Concilio Vaticano I: DS 3003)». En esta perspectiva, se habla de
Dios como Causa Primera del ser de todo lo que existe, y de las criaturas como causas
segundas cuya existencia y actividad siempre supone la acción divina: «Es una verdad
inseparable de la fe en Dios Creador: Dios actúa en las obras de sus criaturas. Es la
causa primera que opera en y por las causas segundas (...) Esta verdad, lejos de
disminuir la dignidad de la criatura, la realza». No es que Dios sea simplemente la
primera entre una serie de causas del mismo tipo: su acción es el fundamento de la
actividad de las criaturas, que no podrían existir ni actuar sin el permanente influjo de
esa acción divina.

La existencia de Dios y su acción en la naturaleza serían, según el naturalismo,


innecesarias. La naturaleza, incluido el hombre, sería el resultado de fuerzas ciegas. El
darwinismo suele ser utilizado en este contexto para afirmar que Darwin ha hecho
posible ser ateo de modo intelectualmente legítimo, porque el darwinismo mostraría
que no es necesario admitir la acción divina para explicar el orden que existe en el
mundo. Se dice también que el darwinismo permitiría mostrar que debe desecharse la
jerarquía de ideas que coloca a Dios en la cumbre e interpreta todo a partir de Dios: la
explicación darwinista proporcionaría una especie de algoritmo general que explicaría,
de modo ventajoso, lo que anteriormente se pretendía explicar recurriendo a la acción
divina.

Estas doctrinas naturalistas suelen incurrir en un error filosófico básico:


concretamente, suelen dar por supuesto que la acción divina y la acción de las causas
naturales se encuentran en el mismo nivel. Si se admite esto, todas las acciones
naturales serán interpretadas como si excluyeran la acción divina, y parecerá que el
progreso científico, que proporciona un conocimiento cada vez más amplio de la
actividad natural, pone cada vez más entre las cuerdas a la metafísica y a la teología.
Vista en esta clave, la evolución parece, efectivamente, hacer innecesaria la acción
divina. Sin embargo, estos razonamientos naturalistas olvidan que la perspectiva
científica, siendo no sólo legítima sino importante, es sólo una perspectiva, que no sólo
no se debería oponer a las perspectivas metafísica y teológica, sino que más bien las
exige, al menos si se desea obtener una idea completa de los problemas. Tal como
hemos apuntado anteriormente, la reflexión filosófica sobre los supuestos e
implicaciones del progreso científico resultan plenamente coherentes con la
perspectiva teísta. En cambio, la perspectiva naturalista resulta forzosamente
incompleta, ya que se contenta con las explicaciones de la ciencia experimental, como
si la razón y la experiencia humanas no pudieran ir más allá, y renuncia a ejercer el
razonamiento metafísico, que es una de las características específicas del ser humano
y que incluso resulta decisivo para el progreso científico.

Los naturalistas deben afrontar una dificultad patente: que, incluso si se aceptara que
las fuerzas naturales bastan para producir el orden natural que conocemos, este orden
es tan racional y específico que exige, al menos, la existencia de toda una física y una
química muy específicas que hacen posible la singularidad del orden biológico. Es
digno de notar que, ante esta objeción, se limitan a afirmar que, según algunos físicos
(que también sostienen posiciones naturalistas), podría explicarse cómo han surgido
las leyes naturales actuales a partir de un estado caótico primitivo, y en algunos casos

327
añaden que, al fin y al cabo, nuestro mundo posiblemente no es más que uno más
entre muchos, quizás infinitos mundos que poseerían diferentes características, de
modo que lo que a nosotros nos parece singular, se debe solamente a que a nosotros
nos ha tocado vivir precisamente en un mundo donde se dan las condiciones
necesarias para que exista la vida, e incluso la vida racional. Sería algo trivial: parecería
lógico que, si existen todo tipo de mundos posibles con sus leyes propias, exista
alguno, o quizá muchos, donde se den las condiciones que hacen posible la vida,
incluso la vida inteligente.

Estas explicaciones pueden tener su parte de verdad. Nada impide, en efecto, que las
leyes de nuestro mundo se hayan originado a partir de una situación primitiva caótica,
y que nuestro mundo sea uno más entre muchos otros. Sin embargo, esto no prueba
que el naturalismo sea correcto, y deja intactos los interrogantes metafísicos y
teológicos.

Por ejemplo, nuestro mundo ha podido comenzar como una fluctuación del vacío
cuántico, según postulan algunos físicos. Pero incluso en tal caso sigue existiendo el
problema metafísico sobre el fundamento radical de su ser. El problema metafísico se
plantea de igual modo sea cual sea el hipotético estado original del universo, e incluso
aunque se suponga que el universo hubiera tenido una duración ilimitada en el
pasado. El Papa Juan Pablo II, en un discurso a la Academia Pontificia de Ciencias, lo
expresaba del modo siguiente: «La Biblia nos habla del origen del universo y de su
constitución, no para proporcionarnos un tratado científico, sino para precisar las
relaciones del hombre con Dios y con el universo. La Sagrada Escritura quiere declarar
simplemente que el mundo ha sido creado por Dios, y para enseñar esta verdad se
expresa con los términos de la cosmología usual en la época del redactor. El libro
sagrado quiere además comunicar a los hombres que el mundo no ha sido creado
como sede de los dioses, tal como lo enseñaban otras cosmogonías y cosmologías, sino
que ha sido creado al servicio del hombre y para la gloria de Dios. Cualquier otra
enseñanza sobre el origen y la constitución del universo es ajena a las intenciones de la
Biblia, que no pretende enseñar cómo ha sido hecho el cielo sino cómo se va al cielo.
Cualquier hipótesis científica sobre el origen del mundo, como la de un átomo
primitivo de donde se derivaría el conjunto del universo físico, deja abierto el
problema que concierne al comienzo del universo. La ciencia no puede resolver por sí
misma semejante cuestión: es preciso aquel saber humano que se eleva por encima de
la física y de la astrofísica y que se llama metafísica; es preciso, sobre todo, el saber
que viene de la revelación de Dios».

Dios no compite con la naturaleza. Los planteamientos que contraponen a Dios y a la


naturaleza se basan en un equívoco metafísico: no se advierte que la existencia y la
actividad de las causas segundas, en vez de hacer innecesaria la existencia y la
actividad de la Causa Primera, resultan ininteligibles e imposibles sin ese fundamento
radical. Ciertamente, pensar en términos de Causa Primera y de causas segundas exige
situarse en una perspectiva metafísica que difícilmente adoptarán quienes piensan que
la ciencia experimental agota el tipo de preguntas y respuestas asequibles al ser
humano. Pero, por trivial que esto parezca, debería recordarse que cualquier reflexión

328
sobre la ciencia, también cuando se hace para negar la legitimidad de un conocimiento
que la sobrepase, supone aceptar una cierta dosis de pensamiento meta-científico.

Por otra parte, se puede pensar que la cosmovisión evolutiva, en lugar de poner
obstáculos a la existencia de la acción divina, es muy congruente con los planes de un
Dios que, porque así lo desea, ordinariamente quiere contar con la acción de las causas
creadas. El mismo Darwin, en los últimos párrafos de El origen de las especies escribió:

Autores muy eminentes parecen encontrarse plenamente satisfechos con la idea de


que cada especie ha sido creada independientemente. A mí me parece que va más de
acuerdo con lo que conocemos acerca de las leyes impresas en la materia por el
Creador que la producción y extinción de los habitantes pasados y presentes del
mundo hayan sido debidas a las causas segundas, tales como las que determinan el
nacimiento y la muerte de los individuos.

Con demasiada frecuencia, al tratar sobre el evolucionismo se consideran a Dios y a las


criaturas como causas que compiten en el mismo nivel, ignorando la distinción entre la
Causa Primera, que es causa de todo el ser de todo lo que existe, y las causas segundas
creadas, que actúan sobre algo que preexiste y lo modifican, necesitando del
constante concurso de la Causa Primera para existir y actuar en todo momento. En tal
caso, cuando se ignora esta distinción, se plantea la disyuntiva: o Dios o las causas
naturales. Entonces se tiene una idea empobrecida de Dios, que queda convertido en
un deus ex machina que se introduce para explicar problemas particulares,
especialmente el orden o ajuste entre diversas partes de la naturaleza. Por ejemplo,
David Papineau, en su recensión al libro de Niles Eldredge, Reinventing Darwin,
publicada en el New York Times del 14 de mayo de 1995 escribía: “(Eldredge) deja
claro que no cree en ningún agente superior, y que la selección natural es la única
fuente de diseño (design) en la naturaleza. Es fácil advertir que se opone la selección
natural a una causa superior, como si debiéramos escoger lo uno o lo otro, sin advertir
que la causalidad creada es compatible con la acción divina e incluso la exige como su
fundamento último.

No se debería formular el problema como una especie de «competencia» entre Dios y


la evolución para explicar la finalidad natural. El evolucionismo se llega a considerar
como opuesto a la religión porque las explicaciones científicas harían innecesaria la
acción divina. De hecho, los esfuerzos de autores naturalistas como Jacques Monod,
Richard Dawkins y Daniel Dennet van dirigidos a mostrar que la acción inteligente y
providente de Dios puede ser sustituida por la suma de muchos pequeños pasos
puramente naturales a través de la acción gradual de las mutaciones y la selección
natural. Sería un error que el creyente aceptara ese tipo de planteamientos, que de
entrada condicionan la respuesta que se puede dar y responden a una perspectiva
desenfocada: se llega entonces a posiciones tales como las defendidas por los
«creacionistas científicos» en los Estados Unidos, o por diversos autores que, en
definitiva, intentan oponerse a la aparente fuerza antirreligiosa del evolucionismo
mostrando que las teorías de la evolución contienen huecos explicativos. Se proponen,
en este caso, nuevas variantes del «dios de los agujeros», que siempre están expuestas
a quedar desplazadas por los nuevos progresos de la ciencia y que, sobre todo,

329
responden a un planteamiento desenfocado, como si la acción divina tuviera como
misión llenar los huecos de las causas naturales en su propio orden. Por ejemplo,
Marie George alude a esta deficiencia en su recensión al interesante libro Darwin’s
Black Box de Michael J. Behe; la argumentación de ese libro se basa en la existencia de
«sistemas irreductiblemente complejos» que, por componerse de partes bien
ajustadas que interactúan en la producción de un efecto funcional, necesariamente
deben estar diseñados por una inteligencia: pero nada impide que se encuentren
explicaciones científicas para la existencia de estos sistemas que, incluso en ese caso,
exigirían la existencia de una Causa Primera para que pudiera explicarse de modo
completo su existencia.

La cosmovisión científica actual es muy coherente con la afirmación de la acción divina


que sirve de fundamento a todo lo que existe. Dios es diferente de la naturaleza y la
trasciende completamente, pero, a la vez, como Causa Primera, es inmanente a la
naturaleza, está presente dondequiera que existe y actúa la criatura, haciendo posible
su existencia y su actuación. Además, para la realización de sus planes, Dios cuenta con
las causas segundas, de tal modo que la evolución resulta muy coherente con esa
acción concertada de Dios con las criaturas.

7. La singularidad humana

Las consideraciones anteriores adquieren una importancia especial cuando se aplican


al ser humano. Como es sabido, el Magisterio de la Iglesia ha intervenido para clarificar
esta cuestión. En 1950, en la encíclica Humani generis, el Papa Pío XII declaró que «El
Magisterio de la Iglesia no prohíbe que, según el estado actual de las disciplinas
humanas y de la sagrada teología, se investigue y discuta por los expertos en ambos
campos la doctrina del «evolucionismo», en cuanto busca el origen del cuerpo humano
a partir de una materia viviente preexistente -ya que la fe católica nos manda
mantener que las almas son creadas directamente por Dios».

El Papa añadía, a continuación, una llamada a la objetividad y a la moderación, debido


a la relación que la doctrina sobre el hombre guarda con las fuentes de la revelación
divina, advirtiendo que debía tenerse en cuenta el carácter hipotético de las teorías
evolutivas en aquel momento.

En un discurso de 1985, dirigido a los participantes en un simposio sobre fe cristiana y


evolución, el Papa Juan Pablo II recordaba textualmente la enseñanza de Pío XII,
afirmando que en base a estas consideraciones de mi predecesor, no existen
obstáculos entre la teoría de la evolución y la fe en la creación, si se las entiende
correctamente.

Queda claro que «entender correctamente» significa admitir que las dimensiones
espirituales de la persona humana exigen una intervención especial por parte de Dios,
una creación inmediata del alma espiritual; pero se trata de unas dimensiones y de una
acción que, por principio, caen fuera del objeto directo de la ciencia natural y no la
contradicen en modo alguno.

330
Teniendo en cuenta las precisiones anteriormente señaladas y remitiendo de nuevo a
la enseñanza de Pío XII, Juan Pablo II enseñaba en su catequesis, en 1986: «Por tanto,
se puede decir que, desde el punto de vista de la doctrina de la fe, no se ven
dificultades para explicar el origen del hombre, en cuanto cuerpo, mediante la
hipótesis del evolucionismo. Es preciso, sin embargo, añadir que la hipótesis propone
solamente una probabilidad, no una certeza científica. En cambio, la doctrina de la fe
afirma de modo invariable que el alma espiritual del hombre es creada directamente
por Dios. O sea, es posible, según la hipótesis mencionada, que el cuerpo humano,
siguiendo el orden impreso por el Creador en las energías de la vida, haya sido
preparado gradualmente en las formas de seres vivientes antecedentes. Pero el alma
humana, de la cual depende en definitiva la humanidad del hombre, siendo espiritual,
no puede haber emergido de la materia».

En 1996, Juan Pablo II dirigió un mensaje a la Academia Pontificia de Ciencias, reunida


en asamblea plenaria. De nuevo aludía a la enseñanza de Pío XII sobre el
evolucionismo, diciendo que: Teniendo en cuenta el estado de las investigaciones
científicas de esa época y también las exigencias propias de la teología, la encíclica
Humani generis consideraba la doctrina del «evolucionismo» como una hipótesis seria,
digna de una investigación y de una reflexión profundas, al igual que la hipótesis
opuesta.

Y poco después añadía unas reflexiones que tienen gran interés, porque se hacen eco
del progreso de la ciencia en el ámbito de la evolución en los tiempos recientes: «Hoy,
casi medio siglo después de la publicación de la encíclica, nuevos conocimientos llevan
a pensar que la teoría de la evolución es más que una hipótesis. En efecto, es notable
que esta teoría se haya impuesto paulatinamente al espíritu de los investigadores, a
causa de una serie de descubrimientos hechos en diversas disciplinas del saber. La
convergencia, de ningún modo buscada o provocada, de los resultados de trabajos
realizados independientemente unos de otros, constituye de suyo un argumento
significativo en favor de esta teoría».

Estas palabras no deberían interpretarse como una aceptación acrítica de cualquier


teoría de la evolución. En efecto, inmediatamente después de esas palabras, Juan
Pablo II añade reflexiones importantes acerca del alcance de las teorías evolucionistas,
de sus diferentes variantes, y de las filosofías que pueden estar implícitas en ellas.
Especialmente interesantes son las amplias reflexiones que el Papa dedica a las ideas
evolucionistas aplicadas al ser humano. Incluso podría decirse que ése es el núcleo de
este documento del Papa.

En efecto, Juan Pablo II dice que el Magisterio de la Iglesia se interesa por la evolución
porque está en juego la concepción del hombre. Recuerda que la revelación enseña
que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios; alude a la magnífica
exposición de esta doctrina en la constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II;
y comenta esa doctrina, aludiendo a que el hombre está llamado a entrar en una
relación de conocimiento y amor con Dios, relación que se realizará plenamente más
allá del tiempo, en la eternidad. En este contexto, recuerda literalmente las palabras
de Pío XII en la encíclica Humani generis, según las cuales el alma espiritual humana es

331
creada inmediatamente por Dios. Y extrae la siguiente consecuencia: «En
consecuencia, las teorías de la evolución que, en función de las filosofías en las que se
inspiran, consideran que el espíritu surge de las fuerzas de la materia viva o que se
trata de un simple epifenómeno de esta materia, son incompatibles con la verdad
sobre el hombre. Por otra parte, esas teorías son incapaces de fundar la dignidad de la
persona».

Estas reflexiones se pueden aplicar a las doctrinas «emergentistas» que, si bien


admiten que en el ser humano existe un plano superior al material, afirman que ese
plano simplemente «emerge» del nivel material o biológico. Juan Pablo II afirma que
nos encontramos, en el ser humano, ante «una diferencia de orden ontológico, ante
un salto ontológico», y se pregunta si esa discontinuidad ontológica no contradice la
continuidad física supuesta por la evolución. Su respuesta es que la ciencia y la
metafísica utilizan dos perspectivas diferentes, y que la experiencia del nivel metafísico
pone de manifiesto la existencia de dimensiones que se sitúan en un nivel
ontológicamente superior, tales como la autoconciencia, la conciencia moral, la
libertad, la experiencia estética y la experiencia religiosa. Añade, por fin, que a todo
ello la teología añade el sentido último de la vida humana según los designios del
Creador.

Desde luego, si por «emergencia» entendemos que en el curso de la evolución han


comenzado a existir nuevos rasgos, entonces quien acepte la evolución deberá
considerarse como emergentista. Sin embargo, el emergentismo se propone
ordinariamente como algo más, a saber, como una cierta «teoría de la mente», o una
explicación de los nuevos rasgos que posee el ser humano. En cualquier caso, no es
difícil estar de acuerdo con el agnóstico Popper cuando dice que hablar de la
emergencia de la mente humana apenas significa algo más que colocar un interrogante
en un cierto lugar de la evolución humana. Sir John Eccles, quien recibió el premio
Nobel por su trabajo en neurofisiología y escribió un libro sobre el ser humano en
colaboración con Karl Popper, analizó repetidamente los argumentos en favor del
materialismo, los encontró deficientes, y concluyó:

«Me veo obligado a atribuir el carácter único del yo o del alma a una creación
espiritual sobrenatural. Para dar la explicación en términos teológicos: cada alma es
una nueva creación divina... Esta conclusión tiene un valor teológico inestimable.
Refuerza considerablemente nuestra creencia en el alma humana y en su origen
milagroso por creación divina. Hay no sólo un reconocimiento del Dios trascendente, el
Creador del cosmos... sino también del Dios amoroso al que debemos nuestro ser».

Aunque no comparto el interaccionismo propuesto por Popper y Eccles, la conclusión


de John Eccles me parece inevitable. Un ser personal como nosotros requiere una
causa personal. También es comprensible que, dado que la acción de Dios se extiende
a todo lo que existe, en nuestro caso el efecto de la acción divina alcanza un nivel
completamente especial porque crea seres que poseen las características únicas de la
persona: principalmente, nuestro modo peculiar de autoconciencia, la capacidad de
encontrar y dar sentido a nuestra vida, la capacidad de amar y comportarse de modo
ético, y la capacidad de amar a Dios y de tener un contacto personal con Él. Desde

332
luego, un examen detallado de estos temas nos llevaría mucho más allá de los límites
de mi argumentación presente. Pero se puede decir que esta perspectiva es muy
coherente con el progreso científico. En efecto, ese progreso supone que el ser
humano es capaz de representar el mundo físico como un objeto, que posee las
capacidades descriptiva y argumentativa que hacen posible la ciencia experimental, y
que es capaz de proponerse la búsqueda de los valores implicados por la actividad
científica.

El progreso científico proporciona en la actualidad uno de los mejores argumentos en


favor de la singularidad humana, porque pone de relieve que poseemos unas
capacidades de conocimiento muy específicas: podemos representar el mundo como
un objeto, elaborar modelos que representan del modo más conveniente
determinados aspectos del mundo, construir teorías, idear experimentos para poner a
prueba las consecuencias de esas teorías, valorar el valor de verdad de los
conocimientos así conseguidos, aplicar esos conocimientos a la resolución de
problemas concretos. Todo ello muestra que somos seres anclados en la naturaleza
material y que, al mismo tiempo, la trascendemos, poseyendo un ser personal
autoconsciente capaz de buscar unos objetivos cognoscitivos que permiten un dominio
controlado de la naturaleza.

Aceptar la creación especial divina de cada alma humana no significa que la acción
divina contradiga el curso de la naturaleza. Que la existencia de los seres humanos
deba encontrarse relacionada con un cierto grado de organización biológica es muy
lógico. La continuidad de la naturaleza es compatible con la discontinuidad implicada
por una acción divina específica que produce un nuevo nivel del ser.

Algunos piensan que no tendría sentido afirmar que existen intervenciones especiales
de Dios para crear las almas humanas. Pero se trata de un problema que se puede
clarificar fácilmente. Cuando se afirman esas intervenciones especiales, no se quiere
decir que Dios cambie. Dios no actúa como las criaturas. Dios interviene
continuamente en el curso de la naturaleza, sin cambiar Él mismo. Por tanto, la
intervención especial de Dios para crear el alma humana no significa que haya una
especie de alteración en los planes de Dios cada vez que crea un alma. Dios no cambia,
ni cuando crea cada alma humana, ni cuando sostiene a cada criatura en su ser y en su
actividad. La novedad se da en las criaturas, no en Dios. Por supuesto, esa novedad es
esencial, porque cada ser humano pertenece a la naturaleza pero, al mismo tiempo, la
trasciende: hay, al mismo tiempo, continuidad y discontinuidad con la naturaleza.

La fe cristiana nos presenta al hombre como hecho a imagen y semejanza de Dios, y


como objeto de un plan especial de la providencia divina. Pero, en ocasiones, se afirma
que el ser humano no puede ser la meta de la evolución, porque el curso de la
evolución incluye muchas dosis de azar, de tal modo que el hombre es un producto
contingente de un proceso que pudo no haber conducido a nuestra existencia. Es fácil
advertir, sin embargo, que para Dios, que es Causa primera de todo, no existe el azar.
La teología siempre ha afirmado que Dios gobierna la naturaleza de tal modo que no
todo tiene la misma necesidad: el curso de la naturaleza incluye muchos sucesos
contingentes que, sin embargo, no caen fuera de los planes de Dios. Una vez más, la

333
distinción y entre la Causa Primera y las causas segundas es crucial; si se pierde de
vista, se pensará que, para que algo sea meta de la evolución, debe suceder de modo
completamente necesario, descartando la contingencia del azar: ése parece ser el
razonamiento de quienes niegan que la evolución de la vida en la Tierra pueda
responder a un plan divino dirigido a la aparición del ser humano. Piensan que, si el
hombre es el resultado de un plan divino, su producción debería responder a leyes
científicas necesarias, lo cual es incompatible con el azar que impregna el proceso
evolutivo. Pero el azar, que es real porque existen muchas confluencias de líneas
causales independientes, se encuentra totalmente controlado por Dios, que el la Causa
Primera sin la cual nada puede existir.

Un universo en evolución parece muy coherente con la idea de que el hombre es un


co-creador que participa en los planes de Dios y tiene la capacidad de llevar los
ámbitos natural y humano a estados cada vez más evolucionados. Desde luego, no
somos creadores en el mismo sentido en que Dios es el Creador que proporciona a
todo el principio radical del ser. Nuestra causalidad se limita a las capacidades creadas
que sólo pueden transformar lo que ya existe; siempre necesitamos alguna base
preexistente para nuestra acción. Además, la posibilidad misma de nuestra actividad
depende del querer de Dios en cada caso concreto. Sin embargo, somos realmente
creativos. Disponemos de unas capacidades que hacen posible nuestra participación
activa en las metas que Dios se ha propuesto en la creación.

Al hablar de evolución y ser humano desde una perspectiva cristiana, parece casi
obligado mencionar el problema del monogenismo, o sea, del origen del género
humano a partir de una primera pareja. En la encíclica Humani generis de 1950,
después de asentar la libertad de discutir el posible origen del organismo humano a
partir de otros vivientes, el Papa Pío XII escribió: «cuando se trata de otra conjetura,
concretamente del poligenismo, entonces los hijos de la Iglesia no gozan de esa
libertad, ya que los fieles cristianos no pueden aceptar la opinión de quienes afirman o
bien que después de Adán existieron en esta tierra verdaderos hombres que no
procedían de él, como primer padre de todos, por generación natural, o bien que Adán
significa una cierta multitud de antepasados, ya que no se ve cómo tal opinión pueda
compaginarse con lo que las fuentes de la verdad revelada y las enseñanzas del
Magisterio de la Iglesia proponen acerca del pecado original, que procede del pecado
verdaderamente cometido por un Adán y que, transmitido a todos por generación, es
propio de cada uno» .

Como se advierte fácilmente en este texto, el Magisterio de la Iglesia no pretende


sostener el monogenismo por sí mismo, y, de hecho, no lo ha hecho objeto de ninguna
definición explícita como dogma de fe: se suele admitir que Pío XII evitó
expresamente, en el texto recién citado, cerrar la puerta a posibles avances futuros. La
Iglesia se interesa en el monogenismo sólo en la medida en que se relaciona con las
fuentes de la revelación, con la doctrina del pecado original y de la redención. En las
últimas décadas se han dado diferentes intentos por parte de algunos teólogos de
interpretar el pecado original y la redención de modo compatible con el poligenismo.
No puede decirse que, hasta ahora, se haya conseguido una explicación realmente
satisfactoria, pero tampoco se puede excluir completamente que algún día pueda

334
alcanzarse. Por otra parte, por el momento es muy difícil llegar a conclusiones claras
acerca del monogenismo o el poligenismo en el ámbito la ciencia: aunque a veces
algunos autores afirmen como científicamente cierto el poligenismo, esas afirmaciones
suelen contener aspectos discutibles. Además, aunque el monogenismo plantee
algunas dificultades a nuestro afán de representar el origen de la especie humana, el
poligenismo también plantea dificultades nada triviales. Y no puede olvidarse que se
conocen mecanismos biológicos que permitirían explicar, al menos en principio, el
origen monogenista del hombre actual.

En conclusión, la reflexión cristiana acerca del evolucionismo permite comprender que


la evolución puede formar parte de los planes de Dios. Si nos situamos en una
perspectiva evolutiva, la evolución puede contener muchos sucesos que para nosotros
son aleatorios o casuales pero que, para Dios, caen dentro de su plan. El proceso
evolutivo supone la acción divina que da el ser a todo lo que existe y hace posible su
actividad. El origen evolutivo del organismo humano puede entrar dentro de los planes
de Dios, porque suponer una acción divina que dirige cada paso y es complementado
con la intervención especial de Dios que crea el alma espiritual en cada nuevo ser
humano. La Iglesia no pretende intervenir en las explicaciones estrictamente científicas
sobre la evolución, porque no es su misión; lo que pretende subrayar con sus
enseñanzas es que todo en la naturaleza cae bajo la acción divina y, de modo especial,
que el ser humano es objeto del plan divino de la creación y de la redención. Con su
enseñanza, la Iglesia proporciona la clave para comprender que un proceso natural
que podría parecer ciego y carente de sentido puede ser, en realidad, parte de un plan
divino de amor y de salvación que llena de sentido a toda la existencia humana,
también a la actividad científica.

Mariano Artigas

2. Evolucionismo versus creacionismo

En las últimas décadas se ha desatado


una agria polémica en la sociedad
norteamericana entre evolucionistas
radicales y creacionistas científicos. En
este artículo veremos en qué
postulados se basan estas
concepciones, las disputas que han
llevado a cabo sus defensores y
profundizaremos en la dicotomía
evolución-creación, para llegar a la
conclusión de que no son términos
antagónicos.

El creacionismo científico surgió como reacción ante el pujante evolucionismo


materialista, una filosofía nociva para las ideas religiosas y morales de la sociedad
americana. Su génesis se encuentra en la actividad de algunos grupos de
fundamentalistas protestantes que se organizaron emprendiendo una amplia campaña

335
con la que pretendían conseguir dos objetivos básicos: por una parte, mostrar que la
Biblia proporciona conocimientos científicos acerca de la creación y que serían contrarios
a las hipótesis evolucionistas; y, por otra, conseguir legalmente que en las clases de
ciencia natural que se dan en las escuelas, junto con las teorías evolucionistas, se explique
también, dedicando igual tiempo, el creacionismo como concepción alternativa.

La mentalidad de los creacionistas científicos se explica por la confluencia de tres factores.


Uno es el fundamentalismo protestante que interpreta la Biblia de modo excesivamente
literal y que, por tanto, fácilmente considera como científicas algunas informaciones que
deben ser entendidas en el contexto del estilo empleado en esas narraciones. Así, el
obispo anglicano de Armagh, Usher, a finales del siglo XVII, decidió, basándose en textos
bíblicos, que el mundo había sido hecho en el 4004 a. C., cálculo que debió de parecer
poco interesante a teólogos de mayor envergadura. Otro factor es la historia de los
Estados Unidos, que incluye contrastes ideológicos que se remontan a las causas y
efectos de la guerra civil y que no han desaparecido por completo. Y un tercero es que, de
hecho, se difunden tesis evolucionistas de tipo materialista y relativista, que se presentan
como científicas pero realmente son extrapolaciones injustificadas carentes de base
científica. El anti-evolucionismo es ya antiguo en grupos del Sur de los Estados Unidos.
Después de la guerra civil no se consiguió una unidad religiosa. Los del Sur acusaban a los
del Norte de estar infectados por un “espíritu liberal” que se manifestaría, por ejemplo, en
afirmar, según el “espíritu” y no la “letra” de la Biblia, que debía condenarse la esclavitud.
El Sur perdió la guerra, pero no estaba dispuesto a perder sus ideas, y se mantenía firme
en convicciones que parecían tradicionales frente a la laxitud de los del Norte.

Más tarde, la batalla anti-evolucionista llegó a ser causa común con los protestantes
“fundamentalistas”. A raíz de la primera guerra mundial, éstos denunciaron a la teología
alemana como fuente de una tendencia “modernista” que pondría en peligro la
civilización americana con su herencia cristiana (protestante). En esa batalla se defendían
conjuntamente la Biblia, la civilización y las ideas anti-evolucionistas. Esto sucedía en la
década de los veinte, en torno a William Jennings Bryan, personaje de extraordinaria
influencia. De modo significativo, Bryan sostenía personalmente una visión compatible
con un cierto grado de evolucionismo, pero, como él mismo explicaba, su actitud en
público no hacía concesiones al respecto, puesto que hubieran significado dar fuerza a los
materialistas que atacaban a la religión.

El sistema actual de credo evolucionista debe mucho a un teólogo autodidacta llamado


George McCready Price, que enseñó en facultades universitarias de los Adventistas del
Séptimo Día. En 1923 publicó su The New Geology, que explicaba todos los estratos
rocosos datándolos a partir de un diluvio catastrófico y mundial, afirmando que la Tierra
era joven y había sido creada literalmente en seis días solares. El creacionismo científico
fundamentalista, sobre todo después del ridículo nacional en que incurrió en el juicio
contra Scopes de 1925, siguió siendo durante muchos años una opinión minoritaria y
pacíficamente mantenida. Luego, en 1961, recibió un enorme impulso de un libro titulado
The Genesis Flood (“El Diluvio del Génesis”), cuyos autores fueron John C. Whitcomb Jr.,
profesor de Teología veterotestamentaria en Indiana y H. M. Morris.

336
Henry M. Morris, antiguo profesor universitario, doctorado en Hidráulica, y un grupo de
creacionistas como él, en 1963, organizaron la Sociedad para la Investigación de la
Creación. En 1972, fundó el Institute for Creation Research (“Instituto para la Investigación
de la Creación”, ICR) de San Diego, institución privada no lucrativa, cuyo objetivo original
es publicar literatura creacionista y hacer campaña en las escuelas públicas en favor de las
interpretaciones escriturísticas de los orígenes humanos. A pesar de presentarse como
una organización de carácter apolítico y aconfesional, el ICR exige a todos sus miembros
una confesión de fe sobre el fijismo de las especies creadas, la universalidad del diluvio y
la realidad histórica de la Creación, según el Génesis. En 1981, Morris obtuvo la
aprobación oficial para la escuela superior, que ofrece títulos en Ciencias de la Educación,
Geología, Astrofísica, Geofísica y Biología. En 1986, consiguió trasladarse del campus de
Christian Heritage College, en el Cajón, California, a su actual campus. Puesto que el ICR
no está refrendado por la Western Association of Schools and Colleges, las escuelas más
acreditadas no reconocerán sus títulos ni aceptarán sus créditos de clase para un traslado
de matrícula. El profesor Morris ha dicho que no es su intención solicitar un refrendo de la
Western Association, a la que califica de “organización secular, muy comprometida con la
teoría evolucionista”. Y añade: la Biblia es “nuestro libro de texto sobre la ciencia del
creacionismo” pues “estamos totalmente constreñidos a lo que Dios ha considerado
adecuado decirnos y esa información es su palabra escrita.” Y, en otro lugar: “Si el hombre
desea saber algo acerca de la creación, su única fuente de información verdadera es la
revelación divina”. De tal modo, que la creación habría tenido lugar en días de 24 horas,
excluyendo absolutamente toda evolución. Esta perspectiva es compartida por
importantes teólogos protestantes de Princeton, como Benjamín Warfield, Duane Gish, el
reverendo Jerry Falwell y el Sínodo luterano de Missouri, de donde surgió un buen grupo
de colaboradores de Henry Morris para organizar el “creacionismo científico” en 1963.
Estos autores intentan poner de manifiesto el gran número de verdades científicas que
han permanecido ocultas en sus páginas durante 30 siglos o más, y han puesto en el
candelero este movimiento antes minoritario en los Estados Unidos, desde donde se ha
difundido por todo el mundo.

Morris desautoriza abiertamente la biología evolucionista en uno de los libros en que ha


colaborado, The Bible Has the Answer (“La Biblia tiene la respuesta”), donde se califica la
“evolución” no sólo de “antibíblica y anticristiana, sino de absolutamente acientífica,
además de imposible. Pero ha servido, efectivamente, de base pseudocientífica para el
ateísmo, el agnosticismo, el socialismo, el fascismo y numerosas otras filosofías falsas y
peligrosas de los últimos cien años”.

Una forma ingeniosa de armonizar la ciencia y el Génesis es la llamada teoría de la


laguna. Según Ronald Numbers, en su espléndido estudio histórico Creation by
Natural Law, la hipótesis de la laguna fue propuesta por vez primera en 1814 por el
teólogo escocés Thomas Chalmers y reformulada en Inglaterra por el geólogo de
Oxford William Buckland, y en los Estados Unidos por Edward Hitchcock, un ministro
congregacionalista, presidente del Amherst College. Durante el período predarwiniano
de las décadas de 1830 y 1840, nos cuenta Numbers, la teoría de la laguna fue la
manera más ampliamente aceptada de acomodar el Génesis con el registro fósil.
Recibió un tremendo impulso en 1909 cuando otro ministro congregacionalista, el
fundamentalista americano Cyrus Ingerson Scofield, defendió el lagunerismo en su

337
nota 1:1 de la enormemente influyente Scofield Reference Bible (“Biblia de Consulta
Scofield”). Se trata de una Biblia anotada que todavía hoy es muy admirada por los
fundamentalistas. Según la teoría de la laguna, un gran lapso de tiempo transcurrió
entre el primer versículo del Génesis y el segundo. “En el principio creó Dios los cielos y
la tierra”. Esto incluye al menos una creación, si no más, de vida vegetal y animal sobre
la tierra. Dios destruyó la creación preadámica, lo que lleva al segundo versículo: “La
tierra estaba confusa y vacía ...” Fue entonces, hace unos 10.000 años, cuando Él
empezó de nuevo, repoblando la tierra tal y como se describe en el Génesis.

Entre los que hoy en día se proclaman a sí mismos expertos en la Biblia, el


telepredicador evangelista Jimmy Swaggart es el que más alto vocifera a favor de la
teoría de la laguna. Según Swaggart, los científicos tienen razón en sus estimaciones de
la avanzada edad de la Tierra. Antes de la creación descrita en el Génesis, nuestro
planeta era el dominio de Satanás y los ángeles. Cuando el diablo cayó, arrastrando
consigo a un tercio de las huestes angélicas, Dios destruyó completamente esta
creación. Los fósiles no son registros de la vida enterrada por el Diluvio, sino registros
de la vida preadámica. Como otros seguidores de la teoría de la laguna, Swaggart cree
que la creación adámica tuvo lugar en seis días de 24 horas. “La evolución -proclama
en su libro de ilustraciones-, es una filosofía especulativa en quiebra, no un hecho
científico. Sólo una sociedad espiritualmente en quiebra podría creer en ella (...) Sólo
los ateos, sigue diciendo, podrían aceptar esta satánica teoría”.

Swaggart revela aquí una ignorancia total de los hechos más elementales de la Biología
y la Geología. La evolución es un hecho en no menor medida que lo es el que la Tierra
gire alrededor de su eje y su movimiento alrededor del sol. Hubo una época en la que a
esto se le llamaba la teoría copernicana; pero, cuando la evidencia a favor de una
teoría llega a ser tan abrumadora que no hay persona informada que pueda dudar de
ella, los científicos acostumbran a llamarla un hecho. Que todas las formas de vida
actuales descienden de otras anteriores, en el curso de vastos lapsos de tiempo
geológico, está tan firmemente establecido como lo está la cosmología copernicana.
Los biólogos están en desacuerdo tan sólo en lo que respecta a las teorías que tratan
de cómo funciona este proceso. Swaggart está también absolutamente equivocado
cuando supone que la evolución implica el ateísmo. Hay cientos de pensadores
cristianos, de los más distinguidos, tanto católicos como protestantes, que han
aceptado la evolución. Millones de evangélicos que comparten la fe de Swaggart, hace
mucho que decidieron interpretar los días del Génesis como largos períodos de
tiempo. Los teístas no cristianos -Thomas Jefferson y la mayoría de los demás Padres
Fundadores, por ejemplo- no han tenido problemas en ver la evolución compatible con
la creación de Dios.

La esencia de la polémica evolución-creación sigue vigente en nuestros días. Los


creacionistas, coordinados desde el ICR, han conseguido que en 15 Estados de la Unión se
debatan diversos proyectos de ley, en los que se ha propuesto destinar el mismo número
de clases para la exposición de las dos hipótesis. En varios Estados, por otra parte, se han
adoptado normas que exigen que el evolucionismo sea explicado sólo como una teoría
más, y que los estudiantes sepan que existen otras hipótesis igualmente válidas. En 1973,
por ejemplo, un proyecto de ley del Génesis fue aprobado por el Senado de Tennessee,

338
por 69 votos a favor y 16 en contra. Disponía que deberían recibir igual atención en la
enseñanza la creación y la evolución, y exigía también la renuncia de todos los textos en
los que cualquier idea sobre “el origen de la creación del hombre y su mundo ... no esté
representado como un hecho científico”. Esta ley fue declarada inconstitucional pocos
años más tarde. En el Estado de Arkansas, consiguieron que se aprobara la ley de la
enseñanza equilibrada de evolucionismo y creacionismo en las escuelas. Pero contra esa
ley recurrieron diversos grupos y personas, incluyendo los Obispos católicos de la zona. En
el juicio actuaron como testigos algunos científicos conocidos -como Stephen Jay Gould-,
y el juez William R. Overton revocó por inconstitucional la ley de Arkansas el 5 de enero
de 1982. En la justificación de su decisión se encuentran muchas páginas que son casi un
tratado de filosofía de la ciencia, puesto que el juez debió determinar qué es ciencia y qué
no lo es, y aplicar esos criterios al evolucionismo y al creacionismo.

La batalla ha tenido también una fuerte incidencia sobre las editoriales de textos. En
Texas, donde se encuentra uno de los principales mercados escolares, el espacio dedicado
a la evolución en los textos de biología ha bajado a la mitad en los últimos años, pues la
Junta de Educación del Estado de Texas aprobó una resolución en la que se decía: “Los
textos que tratan la teoría de la evolución harán notar que es sólo una entre varias
explicaciones de los orígenes de la humanidad y evitarán lo que limite a los jóvenes en su
búsqueda del sentido de la existencia humana. Cada libro de texto debe incluir en una
página introductoria, esta advertencia: lo que en el libro se dice acerca de la evolución se
presenta claramente como una teoría y no como un hecho. La presentación de la teoría
de la evolución se hará de modo que no vaya en detrimento de otras teorías sobre los
orígenes”.

Parece que estas corrientes, que han confluido en el “creacionismo científico”, ven en el
evolucionismo un poderoso aliado del materialismo moderno que pretende difundir a
gran escala una visión relativista y atea que socava los fundamentos mismos de la
civilización humana. George Marsden, profesor de Historia en Michigan, afirma que los
creacionistas científicos han identificado correctamente el contenido materialista de gran
impacto social que se presenta apoyado en el evolucionismo. Cita como ejemplo la
popular serie televisiva Cosmos, de Carl Sagan, que trasluce una clara visión anti-
creacionista. Y señala que los creacionistas han percibido esa filosofía nociva para las ideas
religiosas y morales básicas de la civilización, concluyendo, aunque no justificando, que
“los defensores dogmáticos de mitologías evolucionistas anti-sobrenaturalistas
constituyen una invitación a responder del mismo modo”.

En la práctica, la totalidad de la bibliografía sobre “ciencia de la creación” está compuesta


por libros y folletos publicados por el ICR. En su mayoría se trata de argumentos basados
en el razonamiento lógico de que, si la teoría evolucionista tiene fallos y puntos débiles o
no puede dar razón de algunos hechos, quedaría demostrado que el creacionismo es
correcto. Sus argumentos suponen que sólo existen dos opciones: el creacionismo o el
evolucionismo darwinista. Los creacionistas científicos se han servido de los debates
evolucionistas recientes como pretexto para afirmar que el darwinismo está a punto de
ser destruido, con lo cual su posición quedaría como la única alternativa razonable. Sin
embargo, no han tenido en cuenta que el deseo de proponer y discutir nuevas hipótesis,
lejos de anunciar el inminente colapso de una teoría, se considera, en general, como un

339
signo de vitalidad científica. La hipótesis creacionista, en cambio, armoniza bastante mal -
literalmente entendida- con los datos científicos. Como la mayor parte de los creacionistas
sostienen que el mundo fue creado casi instantáneamente hace unos pocos miles de
años, ellos se oponen no sólo a la teoría de la evolución, sino a toda interpretación
científica del pasado. Si prevaleciera esta posición, la Geología, la Paleontología, la
Arqueología e incluso la Cosmología deberían reformularse de forma que la ciencia
retornaría a un marco teórico propio del S. XVIII.

En el otro bando de la contienda, se encuentra el evolucionismo radical. Sus defensores


han visto en las teorías evolucionistas la prueba científica de que no es admisible la
creación. El origen del universo y del hombre se explican sin necesidad de recurrir a la
existencia de un Dios creador, noción que ha sido superada por el avance científico. El
hombre no es más que un producto de la evolución al azar de la materia, y los valores
humanos son algo casual y relativo, ya que están en función de las condiciones en que se
ha realizado dicha evolución material. Con estos presupuestos, las iniciativas jurídicas y
educativas de los creacionistas han sido contrarrestadas directa y contundentemente por
los defensores del evolucionismo. Por ejemplo, el Dr. Wayne Moyer, director ejecutivo de
la Asociación Nacional de Profesores de Biología, ha hecho un llamamiento a los
profesores universitarios para que ayuden a los maestros a oponerse al intento de
introducir en las clases de Biología una “teología disfrazada de ciencia”.

Pero, debemos plantear esta polémica en sus justos términos. La realidad es que la
evolución como hecho científico y la creación divina se encuentran en dos planos
diferentes: no existe la alternativa evolución-creación, como si se tratara de dos posturas
entre las que hubiera que elegir. Se puede admitir la existencia de la evolución y, al mismo
tiempo, de la creación divina. Si el hecho de la evolución es un problema que ha de
abordarse mediante los conocimientos científico-experimentales, la necesidad de la
creación divina responde a razonamientos metafísicos. En sentido estricto, creación
significa “la producción de algo a partir de la nada”. En ningún proceso natural se puede
dar una creación propiamente dicha: los seres naturales, desde las piedras hasta el
hombre, sólo pueden actuar transformando algo que ya existe. La naturaleza no puede
ser creativa en sentido absoluto. El hecho de la creación, así entendido, no choca con la
posibilidad de que unos seres surgieran a partir de otros.

Evolución y creación divina no son necesariamente, por tanto, términos contradictorios.


Podría haber una evolución dentro de la realidad creada, de tal manera que, quien
sostenga el evolucionismo, no tiene motivo alguno para negar la creación. Dicha creación
es necesaria, tanto si hubiera evolución como si no, pues se requiere para dar razón de lo
que existe, mientras que la evolución sólo se refiere a transformaciones entre seres ya
existentes. En este sentido, la evolución presupone la creación. Pero es que, además,
quien admite la creación -así entendida-, tiene una libertad total para admitir cualquier
teoría científica. Quien no admita la creación, necesariamente deberá admitir que todo lo
que existe actualmente proviene de otros seres, y éstos provienen de otros, y así sucesiva
e indefinidamente, de manera que todos y cada uno de los seres que existen deben tener
un origen trazado por la evolución. Aunque pueda resultar paradójico, es el evolucionista
radical quien viola las exigencias de rigor del método científico, pues se ve forzado a

340
admitir unas hipótesis que no pertenecen al ámbito científico, y deberá admitirlas aunque
no pueden probarse.

Dando un paso más, podremos afirmar que -lejos de contraponerse-, la noción metafísica
de una creación providente y la idea física de una evolución cosmológica se exigen
mutuamente, aunque, como es obvio, no de manera simétrica. Por un lado, si hay
evolución cosmológica y biológica con sentido, es preciso remitirse para explicarla
radicalmente -es decir, metafísicamente- a una Inteligencia creadora. Y, a su vez, esta
Inteligencia creadora, si bien ha creado el mundo libremente, es preciso que haya creado
un mundo ordenado a un fin y, por lo tanto, dotado de sentido. En la visión de las cosas
que así resulta, no puede pensarse tampoco que primero es la creación y después la
evolución, porque la creación es estrictamente contemporánea con todas las fases o
momentos del proceso evolutivo. Lo que realmente hay es una creación -como situación
metafísica estable- de cosas materiales que evolucionan precisamente porque han sido
creadas con sentido y finalidad, y están, por tanto, guiadas por una sabia providencia
ordenadora. Rechazamos, por consiguiente, estas dos posturas extremas, que no logran
pensar adecuadamente esta articulación entre creación y evolución.

Por una parte, el creacionismo científico toma la Causa creadora -que es una Causa
metafísica o trascendental- como si fuera una causa física, y pretende hacerla intervenir
en diversos momentos del proceso evolutivo. Ya hemos visto los defectos conceptuales de
fondo que conlleva esta actitud. Sin embargo, no cabe excluir por principio una
intervención especial de la causa creadora en el origen del hombre, precisamente porque
la persona humana no es una realidad totalmente intramundana, sino que posee
capacidades -su inteligencia y su voluntad libre- que trascienden la materia. Se podría
discutir si se da otra intervención especial en la aparición de la vida. Por un lado, es
indudable que el surgimiento de seres vivos representa una radical innovación
organizativa y funcional; mas, por otro, no parece imposible dar una explicación física del
origen de los organismos vivientes a partir de materia inerte, por la fundamental razón de
que éstos sí que son entidades estrictamente intramundanas.

Por otra parte, tampoco resulta admisible el evolucionismo radical, que postula una
autogénesis transformista y universal de la materia: una especie de evolución creadora. Al
rechazar toda causación trascendental, toda creación conservadora y providente, este
evolucionismo materialista se ve abocado a optar entre el reduccionismo y el
preformacionismo, para dar cuenta de la aparición de realidades nuevas. El
reduccionismo, como ya sabemos, consiste en mantener que lo nuevo no es más que las
condiciones iniciales de las que surge. Al mantener esto, el reduccionismo se convierte
fácilmente en su postura antitética -el preformacionismo- para la que propiamente no hay
nada nuevo, porque todo estaba ya antes preformado. Una tercera postura, mantenida
más reciente es el llamado emergentismo o fulguracionismo, para el que los cambios
estructurales -sin introducir ningún elemento nuevo- producen “fulguraciones”,
emergencias de cosas nuevas, sin necesidad de recurrir en modo alguno a la Causa
trascendental. Pero, como ha mostrado Reinhard Löw, estas variantes del evolucionismo
fracasan en su intento de dar cuenta de lo nuevo y, paradójicamente, conducen a una
visión estática del mundo.

341
No hay, por tanto, necesidad de plantear ningún conflicto entre ciencia y religión. Esto es
lo que postulan, al menos, destacados científicos evolucionistas. John McIntyre, profesor
de Física en la Universidad de Texas, confiesa la frustración que experimenta por el hecho
de que los “antievolucionistas” hayan usurpado el término “creacionismo”, e insiste en
que es del todo posible conciliar las creencias cristianas en un Dios creador con la idea de
que la vida haya evolucionado a través del tiempo. Por su parte, el paleontólogo
neodarwinista G. G. Simpson, asegura: “Ningún credo, salvo el de las fanáticas sectas
fundamentalistas -que son una minoría protestante en EE.UU.-, reconoce por dogma el
rechazo de la evolución. Muchos profesores, religiosos y laicos, la aceptan , en cambio,
como un hecho. Y muchos evolucionistas son hombres de profunda fe. Además, los
evolucionistas pueden ser también creacionistas”.

Y Martin Gardner, colaborador habitual de la revista Investigación y Ciencia, creador de


juegos matemáticos y autor de libros de divulgación científica de calidad, sostiene: “No
conozco ningún teólogo protestante o católico fuera de los círculos fundamentalistas
que no haya aceptado el hecho de la evolución, aunque puede que insistan en que
Dios ha dirigido el proceso e infundido el alma a los primeros seres humanos”.

Por lo que hace a la polémica, el panorama no es muy halagüeño. Sin embargo, queda la
esperanza de que se impongan los análisis serenos. El creacionismo científico y el
evolucionismo radical se alimentan mutuamente. Hoy por hoy, el evolucionismo radical
parece el contrincante más fuerte: su poder y difusión están aliados con una mentalidad
pragmatista muy extendida, en la que la ciencia es para muchos la única fuente de la
verdad. La batalla no tendrá final, mientras no se disipe el error en que incurren ambas
posturas con sus extrapolaciones. Porque ni la Biblia contiene datos científicos
desconocidos en la época en que fue escrita, ni tampoco es legítimo ni científico negar lo
que no se alcanza mediante la ciencia. Existen dos parcelas autónomas del saber humano
-Filosofía y Ciencia- que no se pueden trasvasar sin caer en extrapolaciones inadmisibles o
en una peligrosa pirueta conceptual. El problema desaparece cuando se advierte que
evolución y creación divina se encuentran en planos distintos y, por lo tanto, no se
excluyen mutuamente, aunque haya un tipo de “evolucionismo” que es incompatible con
la admisión de la creación y un tipo de “creacionismo” que es incompatible con la
aceptación de la evolución.

Carlos Javier Alonso

342
IX. IGLESIA Y MEDIOS DE COMUNICACIÓN

1. Prensa y religión: ¿un choque de culturas?

Se puede decir que la práctica


periodística muestra a veces un déficit
para reflejar, en un texto breve,
sencillo y atractivo, una realidad
compleja; y aún las realidades más
simples las expone con un sello
característico. A la vista de esas
limitaciones, se entiende que algunos
sostengan que los criterios
periodísticos habituales no son los más
idóneos para enfocar contenidos de naturaleza religiosa. Se argumenta, por ejemplo,
que con el solo bagaje de los valores noticiosos es difícil cubrir adecuadamente un
tema delicado, donde el matiz es muy importante. La religión no es el único campo que
tolera mal esas estrecheces. Ocurre algo parecido con el mundo de las ideas o con la
actividad científica en general.

El periodista que sigue la actividad de la Iglesia debe conocer sus características; al


menos, cómo se considera la Iglesia a sí misma en los documentos autorizados. Esa
referencia le permite confrontarse con datos objetivos y no con una genérica noción
de Iglesia, que podría estar marcada por su visión personal (la idea de Iglesia de quien
escribe).

Un punto de partida necesario para comprender a la Iglesia es contemplarla como una


realidad “constituida por un elemento humano y otro divino”, visible y espiritual a la
vez (Concilio Vaticano II, “Lumen Gentium”, n. 8). Son dos facetas que se integran: una
no existe ni se entiende sin la otra. En este sentido, puede ser útil recurrir a la
metáfora del iceberg: la prensa da cuenta de lo que asoma, pero para captar la
naturaleza de la Iglesia hay que tener presente también lo que no se ve, pues esa
dimensión ayuda a explicar su lógica de actuación.

Peculiaridades de la Iglesia

Es preciso comprender esa lógica de fondo, pues no coincide con la lógica de una
empresa ni con la de un partido político, ni tan siquiera con la de otras realidades
religiosas, aunque tengan elementos comunes. El problema se plantea cuando algunos
de esos rasgos característicos de la Iglesia católica chocan con los criterios usuales de
una sociedad, como la occidental, basada sobre el gobierno de la opinión pública.

Se enumeran a continuación algunas peculiaridades de la Iglesia que pueden resultar


problemáticas en relación con la actividad periodística:

343
1. La Iglesia cuenta con un depósito de doctrina, que incluye una visión sobre el
hombre como criatura de Dios. Es un depósito que no puede modificar
arbitrariamente, sino solo explicitar mejor: exponerlo del modo más claro posible,
según aconsejen las circunstancias históricas. Ese cuerpo doctrinal procede de la
Sagrada Escritura y la tradición apostólica, interpretadas por el Magisterio de la Iglesia.
La existencia de verdades inmutables parece chocar con el carácter frágil e histórico de
la mayoría de las verdades humanas (las ciencias, por ejemplo, hacen progresos, se
actualizan, etc.). En los casos más extremos, cuando se asume una visión relativista, lo
que se pone en tela de juicio es la misma existencia de verdades; o, al menos, cuesta
aceptar la superioridad de unas verdades sobre otras, pues parecería contrario al
principio de igualdad.

2. Las enseñanzas de la Iglesia en materias de fe y moral son, a veces, complejas y muy


matizadas. Es preciso exponerlas con el vocabulario adecuado, que es con frecuencia
“técnico”, lo que implica –para su adecuada comprensión– un bagaje de
conocimientos previos del que carece buena parte de la sociedad actual. Esa
complejidad es un escollo, pues los textos periodísticos privilegian las historias breves,
sencillas, con impacto, etc., en las que es laborioso reflejar esos matices.

No democracia, sino comunión

3. La Iglesia no sigue en su organización el modelo democrático, sino el de la


comunión: es decir, el de la unidad, que no es sinónimo de “consenso político”.
Elemento esencial de la unidad es el Obispo de Roma, sucesor de San Pedro, a quien
Cristo eligió como cabeza de sus apóstoles (cuyos sucesores son los obispos). La prensa
en una sociedad democrática tiende –posiblemente, sin ser consciente de ello– a
imponer criterios democráticos en todas las organizaciones. Le cuesta entender a una
sociedad jerárquica como la Iglesia, cuyos líderes no son elegidos por el pueblo. Ve
como censura lo que signifique mantener el “control” de las enseñanzas. En
consecuencia, suele tratar a los disidentes (por ejemplo, los teólogos que contradicen
al Magisterio de la Iglesia) como adalides de la libertad; no comprende el ingrediente
de infidelidad a un depósito, del que no se es propietario, que entrañan con frecuencia
esos comportamientos.

4. Al mismo tiempo, y en contra de la percepción que a veces pueda existir, la Iglesia


tiene una organización muy autónoma y descentralizada, pues los obispos en unión
con el Papa son pastores de su propia jurisdicción y no simples “directores de
sucursales”. El Papa interviene para garantizar la comunión y el depósito de la fe, pero
no lo hace al modo “eficientista” del presidente de una empresa. Esa estructura
peculiar puede provocar en ocasiones la sensación de escasa eficacia, poca rapidez o
incluso falta de coordinación.

5. Un aspecto particularmente confuso para la opinión pública es la cuestión de la


infalibilidad del Papa, pues a veces se identifica con una patente de libre arbitrariedad
que contrastaría con la independencia de juicio del hombre contemporáneo. El Papa es
infalible cuando declara “ex cathedra” que una afirmación que concierne la fe o la
moral pertenece al depósito de la Revelación. Infalible no significa que lo “sabe todo”,
sino que cuenta con la asistencia del Espíritu Santo cuando define esa verdad. La

344
misma propiedad la poseen los concilios ecuménicos, en unión con el Papa, y las
enseñanzas del magisterio ordinario y universal (es decir, cuando aun sin haber un acto
solemne, todos los obispos coinciden en que alguna verdad debe considerarse como
definitiva). (...) Con frecuencia, lo que en realidad se cuestiona no es tanto la
infalibilidad sino la primacía del Papa.

Lo esencial y lo opinable

6. En la doctrina de la Iglesia (...) hay un amplio campo de cuestiones abiertas, en las


que es legítima la diversidad de opiniones. Una de las misiones del magisterio de la
Iglesia es precisamente fijar esas fronteras: distinguir lo que es esencial a la doctrina de
Cristo, lo que se deriva de esa doctrina y los campos de libre discusión. (...) Existe el
riesgo de nivelar todas las intervenciones, de modo que se puede acabar dando el
mismo peso, por ejemplo, a un artículo publicado en un semanario católico que a una
encíclica del Papa. Ambos se presentan como “lo que dice la Iglesia”.

7. Si bien algunas enseñanzas prácticas de la doctrina de la Iglesia no admiten


excepciones (por ejemplo, el rechazo del aborto), en otros casos se trata de principios
generales que toca a las personas concretas aplicar, una vez valoradas las
circunstancias, pues se pueden llevar a la práctica de modos diversos. Ahí se incluyen
los principios de moral social (doctrina social de la Iglesia), los cuales no ofrecen modos
de aplicación unívocos.

8. La prensa está acostumbrada a cubrir la actuación de los políticos, cuyo arte básico
es la maniobra (sin dar a esta expresión necesariamente un contenido negativo) y
dependen de la popularidad, pues su radio de acción es a corto plazo: son
características que no se pueden trasladar tal cual a la Iglesia.

9. Los veinte siglos de historia de la Iglesia ofrecen un ejemplo elocuente de que su


doctrina, muchas veces “impopular”, no ha sido inventada por los hombres, pues de lo
contrario se hubiera adaptado a las corrientes y a las presiones del momento. También
muestra que, a pesar de las circunstancias históricas adversas y de los errores de los
propios hombres, la Iglesia se sigue difundiendo por todo el mundo, al margen de las
culturas, razas, etc., dando lugar a ejemplos de santidad y de dedicación al prójimo
reconocidos unánimemente. Sin embargo, en ocasiones la atención periodística se
concentra en episodios históricos que exigen una explicación compleja, como el “caso
Galileo”, la inquisición, las cruzadas y, últimamente, el holocausto hebreo. Se acaban
así formando estereotipos en los que se identifican las actuaciones –reales o
presuntas– de las personas con los dictámenes de la fe; y se reduce una historia dos
veces milenaria a cuatro clichés.

(...) Subrayar la diversidad intrínseca del cristianismo no quiere decir que se propugne
un tratamiento periodístico privilegiado. Lo que parece necesario es ser conscientes de
esas características –de esa lógica– para entender el comportamiento de las personas
y para no enfocar la realidad de la Iglesia con criterios que serían más adecuados para
otro tipo de instituciones. Para conseguirlo no se requiere tener fe, sino una
profesionalidad basada en la honradez, porque también aquí hay que dar a cada uno lo
suyo, que en este caso se traduce en tratar a cada realidad conforme a lo que es.

345
Mecanismos de distorsión

En la Asamblea de delegados de medios de comunicación social de las diócesis


españolas, Diego Contreras, profesor de análisis y práctica de la información en la
Facultad de Comunicación de la Universidad Pontifica de la Santa Cruz (Roma),
pronunció una ponencia sobre la información religiosa, a la que pertenecen estos
párrafos.

Ante un texto difícil o una respuesta matizada, la réplica periodística puede ser buscar
el interés por otras vías, con el pretexto de la rapidez y la necesidad de simplificar
(frecuentes coartadas de la pereza profesional). Tales distorsiones se dan en todos los
ámbitos periodísticos, pero tal vez en las informaciones que se refieren a la Iglesia
católica aparecen con una impunidad que sería implanteable en campos como la
información económica.

Los artificios que constriñen la realidad con el fin de hacerla más noticiable, a la vez
que la deforman, son muy variados. Con ánimo sintético, se podrían destacar los tres
siguientes:

1) Tendencia a informar de los ecos y respuestas que provocan las declaraciones de la


jerarquía eclesiástica, al tiempo que se soslaya cuál fue efectivamente el contenido
original de la declaración.

De un documento teológicamente denso se pueden escribir decenas de informaciones


y artículos sin que se ofrezca al lector qué dice el documento: se privilegian las
reacciones sobre lo que “se supone” que dice, de modo que se crea una discusión
sobre una base muchas veces inexistente. Se asiste en ocasiones a una especie de
“efecto Pavlov”: basta oír de qué se habla para reaccionar de una determinada
manera, activando los estereotipos y dejando de lado el contenido efectivo.

Esta conducta no se limita a documentos teológicos. Recuerdo que, en 1993, Juan


Pablo II escribió una carta al arzobispo de Sarajevo para pedirle que la Iglesia local
fuera solidaria con las mujeres violadas durante el conflicto bélico (casi todas
musulmanas), ayudándoles en lo posible a acoger la vida inocente nacida en ellas
como fruto de la violencia. El contenido de la carta fue transformado por algunos
medios en una orden perentoria del Papa a las mujeres bosnias, con la que les decía
que estaban obligadas a dar a luz. Esas interpretaciones se contagiaron a otros medios,
de modo que una delicada invitación a la solidaridad –no dejar solas a esas mujeres–
que Juan Pablo II dirigía a la comunidad católica se convirtió en un “mandato” dictado
por el fanatismo. Se creó un “caso virtual” sin base en la realidad. Hubiera bastado leer
el mensaje del Papa, que fue publicado y constaba de tan solo un folio.

2) Presentación de datos ciertos incrustados en interpretaciones verosímiles, pero


falsas.

Aunque no es un fenómeno nuevo, en los últimos tiempos está proliferando la


publicación de informaciones en las que hay algunos datos verdaderos, pero el
conjunto es falso, aunque con apariencias de verosimilitud. Son informaciones

346
construidas desde el propio escritorio por medio, por ejemplo, de la
“descontextualización”: la noticia saca de quicio un aspecto, una frase, etc. de modo
que se le otorga un significado nuevo y más interesante. Si en la misma noticia se
ofreciera el contexto, perdería valor noticioso.

Otro modo de producir informaciones falsas con datos ciertos es la “yuxtaposición”: en


el texto se ponen en relación dos aspectos que, en realidad, están separados; de ese
enfrentamiento artificioso surge la “chispa” de la noticiabilidad. Puede tratarse de
dilemas (verdaderos o falsos), contrastes, paradojas, o simples hechos entre los que no
hay conexión.

3) Recursos estilísticos con los que se busca conseguir la apariencia de que el texto se
basa en informaciones recabadas por el periodista

Se juega aquí, por ejemplo, con el uso de las citas y de las fuentes, pero presentadas de
modo genérico. En muchos casos, detrás de frases hechas como “según los
observadores” o “según fuentes eclesiásticas”, se entrevé al propio periodista, que se
sirve de esas expresiones como de un recurso retórico, pues siente el “imperativo”
profesional de adjudicar a otros lo que son sus propios comentarios y puntos de vista.
Se escriben textos de opinión con la apariencia externa de textos informativos.

Con el uso de fuentes anónimas se da además un fenómeno curioso: esas alusiones


pierden su carácter de anonimato cuando pasan de un diario a otro; ya no importa si el
origen fue un “se dice”, pues se citan como si se tratara de informaciones
contrastadas.

En el ámbito de la información sobre la Iglesia católica se llega a veces a la conclusión


de que “interesa” presentar el mundo eclesiástico como opaco, impenetrable o poco
diáfano. Al margen del grado de verdad que pueda contener esa opinión, se usa el
estereotipo de “la Iglesia poco transparente” como estrategia con la que se pretende
sutilmente justificar el recurso a fuentes no identificadas, con el fin de introducir la
propia visión como si se tratara de “datos que se han obtenido”. Se recurre a una
“flexibilidad” que sería impensable en otros ámbitos de la información.

Es preciso recordar –y casos recientes de abusos periodísticos lo han vuelto a poner de


relieve– que es una praxis habitual que se identifique a los autores de las citas, más
aún cuando éstas son peyorativas para terceros. En el fondo, la credibilidad del
periodista depende, en gran parte, de que las fuentes que utilice sean identificables.

Simplificar sin traicionar

A veces, puede fallar la comprensión de los mensajes, pero en otras ocasiones el


fracaso hay que situarlo en el origen. El problema se plantea frecuentemente cuando
lo que originan las noticias son documentos o declaraciones institucionales.

Muchos documentos de la Iglesia se dirigen a un receptor teológicamente formado. En


esos casos, los redactores del documento no consideran necesario el uso de la
argumentación ni la explicación de los términos usados, pues dan por descontado su

347
conocimiento en el receptor. El problema surge al proyectar ese contenido al público
general, lo que puede provocar malentendidos en el uso de determinadas expresiones,
incluso corrientes. Por ejemplo, si el obispo de una diócesis afirma –ante un
determinado comportamiento poco ejemplar de terceras personas–, que es preciso
“evitar el escándalo”, esa expresión tendrá un significado muy diverso del pretendido:
“evitar el escándalo”, en su uso teológico, se refiere a evitar aquello que pueda inducir
a otros a pecar, mientras que el uso cotidiano se ha deslizado al significado de evitar
aquello que pueda dañar la propia imagen.

“Traducir” para el público

Si no sería lógico sacrificar el rigor en aras a una supuesta inteligibilidad, lo que sí


parece conveniente es no relegar la dimensión comunicativa a la hora de elaborar y
difundir esos documentos. Es preciso conseguir que esas realidades complejas lleguen,
en la medida de lo posible, “reelaboradas” al gran público, lo cual exige a veces
cualidades expresivas poco comunes. Para el Magisterio no es una materia secundaria,
pues no hay que olvidar que incluso los mismos fieles reciben ordinariamente la
primera noticia de esos pronunciamientos doctrinales –y, con frecuencia, la única– a
través de los medios de comunicación.

Esa reelaboración consiste en “traducir” para el público general un contenido que ha


sido previamente pensado en un contexto especializado. En muchos casos, esto
requiere pasar del “discurso institucional” (con su estructura rígida, tono aseverativo y
terminología unívoca) al tipo discursivo propio de los géneros periodísticos (los cuales
poseen otra estructura y usan el lenguaje común).

La “traducción” hay que ofrecerla, sobre todo, por medio de la argumentación –


habitualmente ausente en los textos “institucionales”– y a través de marcos
interpretativos, metáforas y ejemplos que capten el sentido global del discurso y se
puedan plasmar en títulos y primeros párrafos, donde hay poco espacio para el matiz.
El desafío es conseguir que esas síntesis no traicionen el contenido real, que se
presenta más elaborado en el cuerpo de la información o del artículo.

Diego Contreras

2. La desinformación religiosa en los medios de comunicación

Entre los males crónicos que padecemos, está el de la desinformación religiosa, que es
muy persistente en nuestro país, y que, a base de repetirse, ha conseguido imprimir en
las conciencias imágenes muy negativas de la Iglesia y algunos sonoros prejuicios sobre
el mensaje cristiano. Cuando se presta un poco de atención se ven los tics que tiene
cada medio. Me parece útil poner algunos de relieve. Pero sin adoptar una actitud
beligerante, porque no va con lo que tiene que ser la evangelización, cuyo signo
principal es la caridad. La caridad exige una opción por la inocencia (es mejor pasarse
por bienintencionados), y por la indefensión que supone perdonar (el heroísmo de
ceder en lo propio y esperar la conversión ajena). Con todo, el Señor nos ha dado la
inteligencia también para que pensemos y ofrezcamos una justa resistencia al daño
injusto.

348
El nuestro es un país con un movimiento intelectual discreto. Aparte del debate
político, que no es particularmente atractivo, los editoriales de la prensa se dedican al
comentario ocurrente de anécdotas circunstanciales. Y cuando tratan los temas
religiosos son frecuentemente raramente ofrecen un diálogo inteligente o
enriquecedor. Si no fuera por el poder que tiene para conformar la opinión pública, no
merecerían atención.

Sin necesidad de grandes análisis, es patente que la desinformación religiosa en la


prensa española se puede encuadrar en dos tipos de medios. De un lado, la prensa de
cuño ilustrado; de otro, la de aire libertario. Al describir los dos tipos, destacaré
algunos rasgos. Y se me permitirá que los trate con cierto desenfado. Es por dar
amenidad al texto. Y también para no convertir el tema, que, en el fondo, es bastante
doloroso, en un alegato.

La prensa libertaria

Empezaremos por el segundo tipo, que es más elemental. La prensa de aire libertario
se caracteriza, sobre todo, por ser frívola. Carece de proyecto intelectual, fuera de una
genérica opción por la libertad de costumbres. Todo lo demás no parece importarle
gran cosa. Le gustan los tonos sensacionalistas y no se toma en serio más que a sí
misma. Cree estar en la cresta de la ola y, asumiendo una tradición surrealista bastante
demodée, piensa que hacer cultura consiste en sorprender con alguna que otra
“transgresión” (a estas alturas). Se considera al margen de la cultura cristiana y
procura marcar las distancias, cuando hay ocasión, con alguna salida de tono. Tiende a
ridiculizar lo religioso, y se regocija cuando las circunstancias le ofrecen algún pequeño
escándalo sexual o financiero. También rastrea todo lo escabroso que se puede
recuperar de la historia. Pero lo hace con la intención de llenar los dominicales y
entretener al lector. No busca el lado más anticlerical, sino el más morboso.

No tiene posicionamientos ideológicos claros, sino más bien vitales, y se le nota un aire
posmoderno, de estar de vuelta. Por eso, el tratamiento de lo religioso tiende a ser
errático. No le importa recoger manifestaciones religiosas auténticas, siempre que
sean curiosas y entretenidas. Y muestra un cierto escrúpulo de conciencia cuando
trata, generalmente bien, las realizaciones sociales de la Iglesia. También suelen caerle
simpáticos los personajes en distancia corta, en entrevistas, etc. En cambio, muestra
recelos instintivos hacia la institución tomada en general (la Iglesia, la autoridad, la
curia romana, la conferencia episcopal, el Magisterio). Y tiene un tic agudo que lo
caracteriza, que es la hipersensibilidad hacia la moral sexual católica. Aquí sí que no
dejan pasar una y la respuesta suele ser airada.

El tema de la homosexualidad, en particular, es el callo que no se puede rozar. Y, a


falta de otros, actúa como insignia del carácter libertario. Las cuestiones ecológicas o
el reiterativo discurso en favor del relativismo total (ideológico, cultural, religioso,
científico...), puede servir para ponerse algo de color en la camiseta, pero el tema
sensible -a juzgar por las reacciones- es el otro. En círculos concéntricos la
hipersensibilidad se extiende hacia toda la doctrina de la Iglesia sobre la familia, la
bioética y la paternidad o maternidad. Aunque el panorama demográfico en España
pide a gritos una acción responsable en este terreno, esta prensa no tolera bien la

349
institución familiar, con sus niños gritones, sus hogares acogedores, sus cumpleaños
felices, sus sonrisas tiernas y sus cándidos belenes. Y se le escapan pellizcos y puyas no
siempre inocentes. Gide dijo en una ocasión "familias, os odio". Pues lo mismo, pero
en menos. Los encantos de la “familia feliz” y el “hogar, dulce hogar” les ponen a cien.
Debe de ser un tic de solteros.

Les gusta coquetear con el mundo de la droga, siempre tratado con cariñosa
indulgencia, aunque los datos clínicos obliguen en esto a un inevitable realismo y
moderación. Lo libertario, como las borracheras, trae siempre a cuestas el problema
de la resaca, cuando uno se tropieza con el dolor de cabeza, y, al cabo de unos años,
con la cirrosis. Como vivimos en un mundo real, los actos libres (la droga, el sexo, el
desenfado, el escapismo y la vida misma) tienen efectos reales, muchas veces no
deseados. Es bonito jugar a vivir liberado, pero, en algún momento, hay que fregar los
platos que se han manchado y recoger los trozos de los que se han roto. De esto no
tiene culpa el cristianismo. Son las leyes de la realidad. Y a la Iglesia le toca el feo o
hermoso papel -según se mire- de recordar las leyes que creemos reveladas por el
Creador. Y molesta. Por muy suave que se quiera decir, la Palabra de Dios se recibe en
este contexto como una bofetada moral. En esto se resume todo.

La prensa de corte ilustrado

La otra prensa -de corte ilustrado- presenta una fisonomía muy distinta. En primer
lugar, se considera seria, y tiene una alta opinión de sí misma y de su papel en la
sociedad moderna. Arroja sobre sus hombros la tarea de ser el faro y guía intelectual
del progreso. Se considera la conciencia laica del país y, desde que la izquierda se
decolora (perdiendo el rojo), sostiene los ideales de la Ilustración francesa. Esto le da
el tono dignamente aburrido de los viejos tribunales de justicia, llenos de estatuas a la
libertad y el progreso. Celebra con religiosa unción las efemérides ilustradas y
mantiene el culto sagrado de lo público. Esta repetición de clichés le producen un
hieratismo un tanto cómico. Y quizá por el peso de la propia tradición izquierdista, no
acaba de encontrar la postura para integrar los nuevos aires liberales que, por las leyes
de la simetría ideológica (casi tan certeras como las de la óptica), le correspondería
adoptar.

Mientras en la prensa libertaria, podría hablarse de una desinformación errática, aquí


se trata de una desinformación sistemática. Para esta prensa, la cuestión religiosa no
es una más, sino que es un punto sensible de su proyecto cultural, y casi el único que le
queda claro después de diez años de derivas, distanciamientos y decoloraciones
apresuradas. Remontándose a los puntos de partida de su tradición ideológica, asume
que el mayor mal de la historia ha sido el oscurantismo religioso. En consecuencia,
considera un deber y un alto honor combatirlo. Esto le da un horizonte y una tarea,
además de disculparle veleidades de juventud. Defienden que progresar es lo mismo
que perder la fe cristiana, aunque no saben bien qué parte, porque no se hacen idea
de la hondura de sus propias raíces.

Es una cruzada en toda regla basada en una creencia: lo religioso y, sobre todo, lo
católico es, por su propia naturaleza, contrario al progreso de la humanidad: es decir,
al crecimiento de la ciencia y al despliegue de la libertad. Es un principio que los datos

350
reales, quiéranlo o no, tienen siempre que confirmar. Y se trabajará para que así sea. El
enfoque y las manifestaciones de la religiosidad católica han cambiado mucho en el
último siglo. Pero cuando la miran no ven lo que hay, sino lo que debería haber de
acuerdo con este principio.

Por eso, sacan constantemente del baúl de los recuerdos, los argumentos, ya
apolillados, que seleccionó la tradición laicista y anticlerical francesa. Y, con ocasión y
sin ella, entrando en el siglo XXI, te recuerdan las antiguas cruzadas, las guerras de
religión, el juicio de Galileo o la actuación represiva de la inquisición, como si acabaran
de suceder y no se hubiera hecho otra cosa en la historia. Que San Juan de la Cruz haya
podido convivir con la Inquisición y que sea un testimonio cristiano mucho más
auténtico, da lo mismo; puestos a mentar, lo que se mentará hasta el agotamiento,
será la Inquisición, sin ninguna preocupación por los matices históricos. Son
argumentos importados y apenas traducidos, ni siquiera tienen los tonos locales que
cabría esperar. Por ejemplo, la Inquisición es una institución española y, con la enorme
documentación que poseemos, podría dar lugar a ejemplos más sangrantes que
Galileo, porque, en este país ojerizas ha habido siempre muchas. Pero no les interesa
la historia. Prefieren los estereotipos. La única diferencia con otras naciones es que
aquí, en general, no se usa la referencia a los horrores de la Conquista de América. Se
ve que el público español todavía venera este asunto y le sabe malo que se lo
sustraigan. Con estos argumentos, llevamos dos siglos y medio, y todavía se pueden
leer en la prensa diaria, no menos que una vez por semana. Todo lo demás que la
Iglesia haya hecho o esté haciendo ahora no importa en absoluto. La imagen viene
dada por el baúl.

Siendo la religión católica tan nefasta, necesariamente hay que suponer intenciones
torcidas en sus representantes, parezca lo que parezca. Es un segundo principio. Así,
hay que explicar la actuación del Papa, de la curia romana, de los obispos y, aún de
todos los clérigos, por el afán de conquistar poder y dinero. No se puede conceder que
sean bienintencionados y que, en realidad, quieran el bien de la gente. Pueden ser
obsesos o tontos, pero buenos no. Hay que representárselos, contra toda evidencia,
como gente ávida de dinero y sedienta de poder. Y los demás, como ovejas ignorantes
y crédulas. Esto se sugerirá siempre que se tercie. Lo han convertido en una cláusula
de estilo. Podría parecer un chiste si no fuera porque no hay día en que no aparezca
por escrito.

Infinitamente aburrido, porque el repertorio es terriblemente recurrente. En cuanto se


sigue con atención su manera de dar las noticias religiosas, se notan todos los tics y se
cazan todos los trucos de esta prensa.

No dejarán de reseñar en lugar destacado todo lo que resulte grotesco, lo que huela a
superstición, lo que parezca anacrónico en las manifestaciones religiosas. Personajes
estrafalarios, fiestas recónditas, prácticas ancestrales que han fosilizado en alguna
esquina: todos y todas encontrarán sitio preferente y merecerán titulares. Además de
destacar los escándalos financieros y sexuales de eclesiásticos, que, tal y como es la
condición humana, inevitablemente salpican la vida de la Iglesia, a veces, menos de lo
que cabría esperar. También encontrarán lugar, por supuesto, todos los opositores, los

351
tránsfugas, y los problemáticos. Y toda persona a quien la autoridad eclesiástica
recrimine algo, se convertirá, por eso mismo, en un héroe; y tendrá espacio a su
disposición mientras se anime a discrepar y ser suficientemente ácido. Tampoco les
importa abrir la mano a otras opciones religiosas, con tal que resulten alternativas a lo
católico; pero sin pasarse, sin perder la compostura laicista.

Probablemente consideran de mal gusto dar relevancia a ningún intelectual cristiano


del pasado o del presente. La tesis de partida es que lo cristiano tiene que ser contrario
a la ciencia y el saber, de manera que, por definición, no puede existir ni pensamiento
cristiano ni pensadores cristianos. Así es que o se ignora completamente el
pensamiento o al pensador o, si se le menciona, se omite que es cristiano. Son del
dominio público algunas clamorosas y persistentes omisiones. Claro es que, al destacar
héroes y levantar pedestales, han que andarse con tiento. Por una ironía del destino, el
principal ilustrado español, Jovellanos, recientemente recordado en el discurso de
entrada a la Academia de un eminente periodista, era un hombre de Misa casi diaria,
como deja constancia en sus diarios. Jovellanos podría ser el modelo local y razonable
para reconciliar ilustración y fe. Pero cuando lo recuerdan, suelen olvidar la otra mitad
y lo dejan como el vizconde demediado de Calvino.

Y cuando no queda otro remedio que dar la noticia, cuando lo religioso mismo es
noticia, se buscará el ángulo que menos le favorezca. Entonces empieza la elaboración
y el cocinado del material. Todo un arte. Primero se reduce el mensaje al mínimo.
Después, se piensa el modo de mentar los móviles torcidos (el poder y el dinero) y de
recordar el pasado descalificador (la inquisición). Se da voz a los que piensan lo
contrario. Se recogen todos los detalles peregrinos, absurdos o antipáticos. Y se
escogen las fotos más grotescas. Si se toma uno la molestia de recorrer cómo trató
esta prensa los viajes del Papa Juan Pablo II, comprobará que, con la sola excepción de
Cuba -donde no supo situarse- y con una insoportable monotonía, el procedimiento
fue siempre el mismo: acusaciones de protagonismo y de gastos excesivos; recuerdo
sesgado de las circunstancias históricas más dolorosas; amplia atención a voces
descontentas; recopilación de detalles chuscos; y selección de fotos peregrinas. Un
alarde de manipulación de materiales. Todo, menos dejar sitio al mensaje y a la
intención religiosa.

Por escoger otro ejemplo más sintomático. En la noche del 24 de diciembre del año
2000, Juan Pablo II inauguró el año jubilar. Era una fecha densa, largamente esperada y
cargada de significación. La noticia era inevitable, fue recogida por casi todos los
medios del mundo. Pero quizá resultó demasiado fuerte para uno de los principales
medios de nuestro país, y la pasó por la cocina. Tras poner en primera página una rara
foto del Papa de espaldas y arrodillado, dedicó al asunto dos artículos en la sección de
religión. El primero hablaba del jubileo como un montaje televisivo. Y el otro, de lo que
costaban los coches del Vaticano, remontándose a los Mercedes que usaba Pío XII. Del
mensaje y del significado del jubileo, de la renovación espiritual, de las opiniones del
Papa, de los 2000 años de Jesucristo, apenas una furtiva línea; todo lo demás, adobo.
Muestra representativa del taller y pequeña joya del arte de la desinformación
religiosa en el inicio del tercer milenio. Habría que pensar en un museo para reunir la
colección.

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Conclusión

Así estamos. No es muy alentador, pero así estamos. Pero no podemos


acostumbrarnos. Por un lado, no se debe permitir que este bombardeo penetre en las
conciencias y, a base de no reaccionar, solidifique creando un estado de opinión. Pues
el que calla otorga. Por otro, tampoco se puede reaccionar de cualquier modo, porque
somos cristianos.

No se trata de plantear una batalla entre los buenos y los malos. Porque tal distinción
es imposible hasta el final de los tiempos, y la hará, como quiera, nuestro Señor
Jesucristo. Mientras, en lo que nos toca ver y podemos juzgar, ni los buenos son tan
buenos ni los malos tan malos. Los eclesiásticos y, en general, todos los cristianos
tenemos que vivir en la incómoda situación de ser portadores de un mensaje
maravilloso que nos excede. Es lógico que los que no son o no quieren ser cristianos
perciban el efecto grotesco. Es la base inevitable de la mofa anticlerical. No vamos a
decir que estamos a la altura de los ideales que proclamamos. Y no vamos a hacer
como si lo estuviésemos. Sólo los vemos realizados - y aún no plenamente- en los
santos. Esta paradoja en la que vivimos es una invitación a la sinceridad, a la
autenticidad, y, antes que nada, a la humildad.

Tampoco vamos a decir que todos nuestros antecesores eran santos, que reflejaron
bien el mensaje de Cristo y que no habido malentendidos dolorosos. El fin del milenio
ha sido ocasión de reconocer culpas pasadas. Pero el inicio del nuevo es la ocasión de
relanzar la evangelización. No podemos renunciar a difundir el mensaje de Jesucristo,
que es luz que ilumina y sal que da sabor a la vida. Y no debemos permitir que lo
desvirtúen injustamente a fuerza de frivolidad o de maniobras intelectuales.

Juan Luis Lorda

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