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La reina en el Egipto faraónico

La reina egipcia mantenía una posición subordinada con respecto al rey. Aunque siempre
estaba a su lado, lo hacía a su sombra. El modo más sencillo para un faraón de conseguir
una gran esposa real era elegirla entre los miembros de su propia familia, un mecanismo
para el cual había antecedentes en el mundo divino. Si el monarca se casaba con su
hermana, en realidad repetía el ejemplo que proporcionaba la historia de la cosmogonía de
la ennéada heliopolitana, donde cada pareja sucesiva de hermanos se fue casando entre sí
para engendrar a la generación siguiente, así Geb y Nut, Shu y Tefnut, Osiris e Isis, Set y
Neftis. Con semejante práctica conseguía además que la sangre regia no se desperdigara en
demasía, impidiendo con ello un aumento excesivo de la familia real. En ciertos casos, no
obstante, cuando las circunstancias lo requerían, la elegida no tenía por qué pertenecer
siquiera a la familia real. Pepi I, por ejemplo, se casó con la hija de la dama Nebet y de su
esposo Khui, siendo rebautizada Ankhnesmerira, la madre del futuro rey Merenra.

En el ambiente diplomático de la época del Reino Nuevo, en el que había entrado en escena
el ámbito de Siria-Palestina, los matrimonios diplomáticos empezaron a ser una auténtica
necesidad. En buena parte de los casos, las princesas asiáticas se convertían simplemente en
esposas del rey, pasando a engrosar la lista de mujeres del harén real. Hubo un conocido
caso, sin embargo, donde sí se convirtió en la gran esposa real. Se trató de la hija de
Hattusili III, el rey hitita con el que Ramsés II combatió en Qadesh. Terminado el
enfrentamiento, el soberano hitita propuso al rey egipcio formalizar la firma del tratado de
paz mediante un matrimonio de Estado entre el faraón y una de sus hijas. Con la aceptación
de Ramsés II, una princesa extranjera se convertiría, por primera vez, en la gran esposa
regia del faraón. Además, siguiendo la costumbre de “egiptizar” a los extranjeros, llegaría a
ser conocida como Maathorneferura.

Desde los inicios de la monarquía, los orígenes de las reinas han sido, por consiguiente,
variopintos. En tal sentido, puede desecharse la teoría que sostenía que la realeza en el
antiguo Egipto era transmitida por las mujeres, ya que no había que casarse con una hija del
rey anterior para poder sentarse en el trono del país. Naturalmente, si no se pertenecía a la
familia real y se lograba la coronación como faraón, era importante conseguir una esposa
de regio abolengo, en virtud de que confería un barniz de legitimidad añadido. Ello
significaba que si alguno era un monarca advenedizo las hijas regias estarían francamente
muy solicitadas.

Las mujeres que conformaban el entorno familiar del soberano de Egipto poseían una
sencilla panoplia de títulos reducida, en esencia, a tres, el de “gran esposa del rey” o hemet
nesu weret; aquel de “madre del soberano” (mut-nesut), y el de “esposa del monarca”, esto
es, hemet-nesut. El primero, el más relevante, era el que denotaba a la principal de las
esposas del faraón, aquella que se comportaba simbólicamente como su complemento
femenino en las ceremonias, mostrándose junto a él en la iconografía. De hecho, su
relevancia se explica en que sin ella la función de mantenedor del orden del faraón quedaba
debilitada. Por otra parte, ella era, en teoría, la predestinada a dotar de heredero al trono,
algo que no siempre ocurría. Para aquellas ocasiones en que la gran esposa del rey no diera
a luz a un varón, o ninguno de los hijos consiguiese sobrevivir y llegar a ser adulto, el
faraón se podría prevenir contrayendo matrimonio con otra serie de esposas secundarias,
que recibían el título de “esposas del soberano”. En virtud de que no desempeñaban función
ideológica alguna, su única labor era la de traer al mundo cuantos más hijos fuera posible,
con el fin de que el linaje regio no se terminase de forma abrupta.

Cualquiera de las esposas del faraón, y hasta de sus concubinas, cuyo vástago llegara a
sentarse en el trono de Egipto adquiría, por tanto, el prestigioso título de “madre del rey”.
Fue el caso concreto de Tutmosis II. El rey únicamente tuvo una hija, Neferure, con la gran
esposa real Hatshepsut, de manera que acabó por sentarse en el trono un hijo que tuvo con
una de sus esposas secundarias, de nombre Isis, y madre, por consiguiente, del futuro
Tutmosis III.

Las mujeres del monarca egipcio contarán con elementos iconográficos propios que las
identificarán como tales féminas. En principio, podría bastar como elemento identificativo
con su presencia junto al soberano. Sin embargo, la presencia de una serie de coronas
propias servía para fracturar la ambigüedad cuando en la escena aparecían otras princesas.
La manera más simple de saber si una figura femenina era una reina es buscar en su frente
el imprescindible símbolo de la realeza, el ureus. Se trata de un elemento protector que se
observa coronando a los soberanos egipcios de ambos sexos desde la I dinastía. Es la
representación de la diosa cobra Wadjet, la deidad tutelar del Bajo Egipto, cuya mordedura
mortal mantenía alejado al faraón de los peligros.

La corona propia de las reinas egipcias es el denominado “tocado de buitre”, un gorro con
la forma del ave carroñera, con su corta cola en la nuca, las alas colgando a ambos lados del
cráneo y un pequeño cuello ondulado con la cabeza del pájaro en el extremo coronando la
frente de la soberana. Además de ser una representación de la diosa tutelar del Alto Egipto
y, en tal sentido, compañera del ureus, esta corona implicaba un juego de palabras. En
egipcio, el vocablo madre se escribía con el jeroglífico de un buitre, leyéndose “mut” que,
además, era el nombre de la esposa del dios Amón. En función de la relevancia que cobró
esta deidad a partir del Reino Nuevo, momento en que se convirtió en la divinidad de la
monarquía, resulta bastante natural que las reinas acabaran recibiendo el título de “esposa
del dios Amón”.

Los tocados de buitre más antiguos que se conocen se datan en la IV dinastía. Continuaron
en uso hasta la época ptolemaica. La diosa buitre era considerada madre y protectora del
soberano, de forma que con la corona puesta la gran esposa regia se convertía en una suerte
de encarnación de todas esas virtudes. Otra corona característica de las reinas egipcias
consistía en un soporte circular sobre el que se montaban dos altas y plumas rectas de
halcón. Tal corona estaba asociada Horus y, en el mismo sentido, con el propio faraón como
heredero de Osiris. En la época del Reino Nuevo, a estas dos coronas principales de la reina
se les incorporaron varios elementos, que podían combinarse con ellas. Se trata,
fundamentalmente, de los cuernos de vaca, específicos de la diosa Hathor, deidad que
representa el amor y la sexualidad, así como el disco solar, evidente encarnación de Ra.

En el tiempo del reinado de Amenhotep III apareció una nueva corona, diseñada
exclusivamente para Tiyi, su reina. Nos referimos a la “corona azul”, de la cual se
apoderaría un tiempo después en exclusiva su nuera, la reina Nefertiti, en el momento en
que se sentó en el trono como gran esposa del rey de Amenhotep IV.

Las reinas no se limitaron a ser simples compañeras ideológicas de su esposo, sino que
muchas de ellas tomaron parte activa en la política, especialmente interior, del reino. Uno
de los casos más notables fue el de la reina Ahhotep, de la XVII dinastía. Su introducción
en política vino dada, sin duda, por la necesidad de asegurarse de que su hijo llegara a
coronarse faraón tras un fallecimiento a destiempo de su esposo. Tal desvelo, protección y
apoyo dirigido a su retoño convertían a la reina en una auténtica manifestación de Isis, la
madre por excelencia. Otro ejemplo que merece la pena destacar es el de la reina Tiyi,
esposa de Amenhotep III que, de algún modo, toma parte en el gobierno de Egipto. Tiyi no
pertenecía a la familia real. En el templo de Sedeinga en Nubia, construcción que ya no
existe, Tiyi aparecía representada en los relieves identificada con la diosa Hathor. La
edificación expresaba de forma física la labor de complemento femenino del rey de Egipto
que ejercía la gran esposa real, ya que la misma hacía pareja con el cercano templo de
Soleb, dedicado a Amón-Ra y, por consiguiente, al propio soberano deificado.

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