Quizá la confusión avivada por este caso se habría despejado si, desde un
principio, se hubiese determinado sin ambages la titularidad del derecho que la
ley debe proteger. Se ha dicho que el juez ferrolano respaldó, desde un principio,
la voluntad de la adolescente; y, si este fue en verdad el motor de su actuación,
debemos concluir que contrarió su deber primordial. Pues la misión de un juez,
en un supuesto de aborto, no consiste en amparar la voluntad de la embarazada,
sino en garantizar el derecho a la vida del nasciturus. Así, si la voluntad de la
adolescente hubiese sido la contraria, el juez -una vez comprobado que esa
voluntad no se acogía a ninguna de las tres excepciones que especifica la ley-
habría tenido la obligación de impedir la comisión de un delito, así como la de
alertar a la adolescente de las consecuencias penales de su acto. Sin la
consideración del nasciturus como sujeto de derechos que no pueden
supeditarse a la mera voluntad de terceros, cualquier resolución judicial -por
feliz que sea- queda rebajada a mero apaño o componenda. Antes que la
voluntad de los progenitores, o de la madre que los parió, se halla el derecho a la
vida del nasciturus. No se trata tan sólo de defender al más débil (tanto que ni
siquiera puede expresar su voluntad, puesto que aún no tiene voz); se trata de
respetar una elemental jerarquía jurídica.