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El Salvador: de democracias, indiferencias e insurrecciones no violentas

Política.- En 1944 el pueblo salvadoreño se cansó del tirano. No era para menos:
Maximiliano Hernández Martínez llevaba en el poder casi quince años. El 29 de
febrero de ese año una corrupta asamblea constituyente lo eligió para su cuarto
período, que iba a durar hasta 1950. En esa época, todas las instituciones del
Estado trabajaban descaradamente en función de una sola cosa: que Hernández
Martínez continuara en el poder, a como diera lugar.
Desde que existe la malicia y la ambición de poder, toda forma de gobierno
siempre dedica mucho tiempo a pensar sobre cómo gobernar eso que llamamos
"pueblo" o "masa", cuyo poder es equiparable al de un gigante dormido: una vez
que se ha levantado, sencillamente estará fuera del control de unas pocas y
pequeñas manos.
Pero el pueblo siempre ha corrido con desventajas: no se reconoce a sí mismo, se
contradice, se polariza y se divide, se minimiza sin conocer del todo su potencial,
pero sobre todo no está interesado por completo en cómo funciona su poder y el
poder fáctico que lo domina. Y esto último, por supuesto, se debe a que hay una
buena parte del pueblo que tiene miedo al cambio y prefiere que todo siga como
siempre. Muy pocas veces ocurre que el pueblo, cansado de estar sometido, se
levanta contra los poderes de turno. Por lo general, ocurre que el pueblo siempre
cede, esperando a que algún día todo caiga en su lugar y misteriosamente se
pueda llevar la fiesta en paz junto a una vida digna, con el tan codiciado y
aparentemente inalcanzable bien común.
Insurrecciones no violentas
Una de esas ocasiones en las el pueblo salvadoreño sí se levantó contra los
poderes fácticos fue, precisamente, en mayo de aquel 1944. Por supuesto que las
cosas no se organizaron de la noche a la mañana: hubo miles de reuniones
clandestinas, visitas, conspiraciones. Los estudiantes, los obreros y trabajadores,
los medios de comunicación, pero también los grandes empresarios de la época
lograron articular sus fuerzas para vencer al tirano.
El objetivo era claro, el problema era cómo hacerlo. Por la fuerza no se podía,
porque Hernández Martínez controlaba al ejército. Por la vía democrática tampoco
era posible, porque la corrupción era absoluta.
Entonces los estudiantes de la Universidad de El Salvador presentaron la
propuesta más idónea: una huelga general; una forma de protesta eficaz, que
llevada a gran escala (o sea: a toda la masa) podía ser decisiva.
Pero la masa es caótica, quizá necesita siempre directrices para gestionarse
correctamente. ¿Cuál sería la mejor manera de conducirse? Ríos de tinta y miles
de libros han intentado dar con la respuesta. Sistemas, ideologías y propuestas
han aparecido por todos lados, pero las cúpulas de poder al final siempre terminan
pervirtiéndose. ¿El ser humano es bueno o malo por naturaleza? ¿Existe un grupo
humano que intente, al menos por una vez en la historia, actuar de buena fe?
Los salvadoreños del siglo XXI contra los salvadoreños de 1944
Las grandes mayorías parecen no querer conocer la historia o quizá solo prefieren
olvidarla. La mayoría de veces parece que solo importa la realidad inmediata y
contextual, y se tiene en poco lo relacionado con las leyes, la política, la
economía, el estudio profundo de la realidad global del territorio al que
pertenecemos y que, nos guste o no, dicha realidad al final del día nos alcanzará
hasta en la más impensable de nuestras comodidades.
¿Cuándo fue la última vez que pudo salir a caminar tranquilo por las calles?
¿Puede turistear sin sentir paranoia? ¿Confía plenamente en el transporte
colectivo? ¿Qué opina de las instituciones públicas? ¿Funcionan o no? ¿Cuál es
el primer sentimiento que lo aborda al pensar en ellas?
Le disgusta, sí, pero siente que no vale la pena hacer algo. ¿Es así? Es
comprensible. En la historia no hay un solo movimiento social que una vez logrado
el éxito no haya perdido sus objetivos, su visión original. Pero ¿es una opción
quedarse de brazos cruzados entonces?
La respuesta que podrían dar los salvadoreños del siglo XXI es muy distinta a la
que hubiésemos obtenido de los salvadoreños de 1944. Casi terminando la
segunda década de este siglo, los salvadoreños sí hemos abrazado como una
opción política quedarnos de brazos cruzados, mientras las instituciones, los
poderes políticos y económicos hacen los que les conviene.
Pero en 1944, los salvadoreños se decantaron por otra cosa: los brazos caídos. El
5 de mayo de 1944 comenzó a sentirse en la tierra cuscatleca un terremoto sordo,
extraño. Empleados de ferrocarril, empresas mediáticas, estudiantes
universitarios, taxistas, costureras, panaderos, empleados de farmacias y un
larguísimo etcétera tomaron una decisión política: no salir a trabajar hasta que el
tirano se fuera.
El desencanto
No se trata de salir a marchar, no se trata de una escalada que implique
derramamiento de sangre. A estas alturas la historia nos ha demostrado que no es
necesaria la sangre de los inocentes para hacer cambios.
Es cierto que las guerras engrosan los libros de historia, pero también hay casos
puntuales de efectivas revoluciones pacíficas. Y sí, nunca son del todo pacíficas,
siempre hay al menos un mínimo coste humano, pero ¿desde cuándo quienes
ostentan el poder quieren marcharse así sin más, cuando se les pide, incluso por
la vía democrática? Sin ir tan lejos, en El Salvador tuvo que correr mucha sangre
para quitar a los militares del poder.
Pero no olvidemos la enseñanza que tenemos de 1944: la masa, sin agarrar los
fusiles ni declarar una guerra, obligó a Maximiliano Hernández Martínez a
renunciar.
Por los tiempos que vivimos, hay muchos que incluso quisieran que apareciera
otro hombre como él y entregarle el poder sin rechistar. Pero ¿está seguro de
eso? ¿Ya olvidó las historias de nuestros abuelos? ¿No recuerda que la represión
creó el descontento que desembocaría en la tremenda escalada de violencia? ¿De
verdad cree que el pueblo llano era feliz con la impunidad y el excesivo abuso de
la autoridad? ¿No considera ni siquiera por un poco que a él de verdad se le pasó
la mano (que es poco decir)?
La violencia estructural y las insurrecciones no violentas
Los salvadoreños del siglo XXI hemos olvidado mucha de nuestra historia. En
1944 grandes sectores sociales se pusieron de acuerdo para liberarse.
Maximiliano Hernández Martínez no era un buen presidente (ni siquiera por
regalarles casas a los salvadoreños que quedaron). Era un villano al más puro
estilo cinematográfico y eso selló su propia suerte.
Pero la situación actual de El Salvador es un tanto diferente a la que se vivió en
aquellos días. Los militares ya no gobiernan, los problemas sociales son
totalmente distintos y la gente ya no es capaz de identificarse como un solo
pueblo, sino apenas como clases sociales. Los ricos, los de en medio y los pobres
son tres razas distintas que difícilmente colaborarían para un objetivo común. Pero
la situación actual de El Salvador no es tan diferente a la que se vivió aquellos
días: los poderes fácticos continúan utilizando todo el poder Estatal para imponer
sus intereses, sus agendas y hasta sus candidatos.
Como dato adicional, se puede mencionar que la huelga de brazos caídos se
convirtió en una estrategia tan efectiva, que en 1947 Costa Rica también lo utilizó
como forma de lucha del pueblo.
Puede recurrir al ad hominem para descalificar, si quiere, pero el arzobispo
asesinado tenía razón:
Yo no me cansaré de señalar que si queremos de veras un cese eficaz de la
violencia, hay que quitar la violencia que está a la base de todas las violencias: la
violencia estructural, la injusticia social, el no participar los ciudadanos en la
gestión pública del país, la represión. Todo eso es lo que constituye la causa
primordial. De allí naturalmente brota lo demás.
La situación de El Salvador en pleno siglo XXI sigue teniendo como base la
violencia estructural. Y como la enfermedad es la misma, la cura debe ser la
misma: la organización popular.
VoxBox.-

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