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D a v id L e B re tó n

C u e r p o s e n s ib le

E d i c i ó n y t r a d u c c ió n : A l e ja n d r o M a d r i d Z a n

e d ic io n e s I m e t a l e s p e s a d o s
ISBN: 978-956-8415-36-5

Imagen de portada: Juan Pablo Langlois, Embalajes y montajes, instalación Factoría,


Universidad ARCIS, 2005.

Diseño y diagramación: Paloma Castillo Mora


Corrección: Antonio Leiva

© ediciones/metales pesados
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José Miguel de la Barra 460
Teléfono: (56-2) 638 75 97

Santiago de Chile, noviembre 2010


Impreso por Salesianos Impresores S.A.
P r e se n ta c ió n

M i encuentro con D avid Le Bretón, en el invierno del año


2 0 0 8 , se produjo de manera espontánea, luego de aceptar ciega­
mente la propuesta de Vivian Fritz, profesora de danza e investiga­
dora chilena radicada actualm ente en Estrasburgo, Francia, quien
m e propuso invitarlo a realizar un sem inario teórico en nuestra E s­
cuela de Pedagogía en D anza de la U niversidad Arcis.
En m i interés por sum arm e a la generación de espacios de co­
nocim iento, reflexión y análisis teórico que signifiquen un aporte
al desarrollo de la disciplina, acepté participar en este evento, encar­
gándom e de su producción y colaborando en la program ación del
sem inario “ El cuerpo y la danza en los diferentes cam pos” . En ese
m om ento, la obra de D avid era conocida en Chile entre estudian­
tes y teóricos cercanos a su disciplina, com o tam bién entre bailari­
nes y coreógrafos, siendo A n tro p o lo gía d e lc u e r p o y m o d e rn id a d y L a
sociología d e l cuerpo sus textos m ás leídos, sin duda por el acerca­

m iento reflexivo al cuerpo que el autor plantea, soporte funda­


m ental de la danza.
T odo era incierto y desafiante, pues sería la prim era vez que en
nuestra escuela se realizaría un sem inario teórico con un destacado
investigador, antropólogo y sociólogo, cuyos conocim ientos cola­
borarían en el proceso de reflexión teórica que nos perm itiría com ­
partir y cruzar diversos saberes, pues el sem inario centraría sus con­
tenidos en diversos tem as relativos al cuerpo estudiados acuciosa­
m ente por él, desde el teatro y, por supuesto, desde la danza.
D urante cinco días seguidos del mes de agosto se realizó este
sem inario, al que asistieron personas de diversas form aciones e in­
tereses: profesores, estudiantes de danza, bailarines, coreógrafos, así
com o tam bién se sum aron antropólogos, sociólogos, psicólogos,
filósofos, estetas, actores, guionistas, músicos, historiadores del arte,
escritores, entre otros. E sto propició un espacio pletórico de pre­
guntas y reflexiones que nos perm itieron, a quienes participam os,
responder a la necesidad que teníamos de acercarnos desde la danza
a cam pos de estudio y teorías que nos estim ularan y colaboraran en
el necesario proceso de pensar y reflexionar en torno a la danza
contem poránea, experiencia que sin duda contribuyó al reconoci­
m iento de nuestro cam po y las diversas posibilidades de relacionar­
se con los otros.
Lo que vivim os cada tarde con cada tema tratado no habría
sido posible si nuestro conferencista no fuese otro que D avid; de
personalidad sensible y generosa, estuvo siem pre dispuesto a com ­
partir sus experiencias y visiones, y a responder cada una de las pre­
guntas que extendieron las jornadas más allá de lo convocado. Todo
esto que intento transm itir a ustedes se traslucía por m edio de su
m irada, su sonrisa, en el franco apretón de m anos, en su fuerte
abrazo, propiciando desde su sencillez el am biente adecuado para
dejar fluir diversos cuestionam ientos que provocaron un enrique-
cedor diálogo entre los participantes, dejando en evidencia que pen­
sam ientos y reflexiones son posibles de construir colectivamente.
M i francés es precario, y D avid, hace poco tiem po que está
abocado al estudio del español; a pesar de esto, cuando conversa­
mos nos com prendem os perfectam ente entre señas, gestos, pala­
bras entrecortadas, sonrisas y dibujos, pero por sobre todo a través
de la capacidad de percibir y escuchar con que uno dispone el pro­
pio cuerpo hacia el cuerpo del otro, ese cuerpo sensible que da cuenta
de que nuestra condición hum ana es esencialmente corporal y “m a­
teria inagotable de prácticas sociales”. Ahora yo sé que la danza sabe
m ucho acerca de esto, porque D avid nos lo recordó y estoy, com o
seguramente m uchos otros, profundam ente agradecida de aquello.

L o re n a H u r ta d o
In tr o d u c c ió n

C uerpo sensible es el titulo elegido por David Le Bretón para el

presente libro, en su búsqueda por expresar una dim ensión de la cor­


poralidad hum ana más allá de su mera presencia orgánica y física. El
autor, desde el interaccionismo sim bólico y la fenomenología, pre­
senta una visión ligada a la relación del cuerpo con experiencias sensi­
bles y significativas del individuo en el mundo. O bra que reúne artí­
culos trabajados a partir de un seminario realizado en agosto de 2008
en la Escuela de Pedagogía en D anza de la Universidad Arcis.
Este seminario responde a la necesidad de encontrar apoyos teó­
ricos que estimulen las reflexiones en torno a la danza y el cuerpo,
una temática que ha constituido el punto de partida para la invita­
ción de D avid Le Breton a este lejano país. Su personalidad acogedo­
ra y sencilla ha perm itido que este encuentro quede com o un enri-
quecedor antecedente, no sólo desde el punto de vista teórico, sino
tam bién de intercambio del punto de vista hum ano y sensible.
En torno a algunas referencias de este autor podem os recalcar
que D avid Le Breton es sociólogo y antropólogo, profesor de la
Universidad de Estrasburgo, Francia. C on ocido por sus num erosos
estudios sobre el cuerpo, ha escrito una cantidad im portante de
libros, tales com o: E n soujfrance. A dolescence et entrée darrs la vie
(M étailié), L a p e a u et la trace. S u r les blessures d e so i (M étailié), D e s
visages. E ssa i d ’a n th rop ologie (M étailié), M o r t su r la route, novela
policial que encara la problem ática del riesgo adolescente (M étailié,
Prix M ichel Lebrun, 200 8 ). Libros que poco a poco se han ido
traduciendo al español, en razón de un interés creciente del público
hispanohablante, com o: A d ió s a l cuerpo. U n a teoría d e l cuerpo en el
extrem o con tem p orán eo, (M éxico, La C ifra, 2 0 0 7 ); E l sa b o r d e l

m undo. U n a an tro p o lo g ía d e los sentidos, (Buenos Aires, N ueva V i­

sión, 2 0 0 7 ); A dolescencia b a jo riesgo, (M ontevideo, Trilce, 2 003);


E l silencio. A proxim acio n es, (M adrid, Sequitur, 2001 (2007)); L a

sociología d e l cuerpo,(Buenos Aires, N u eva Visión, 2 0 0 2 (2007));

L a s p asio n e s o rd in arias. A n tro p o lo gía d e las em ociones, (Buenos A i­

res, N ueva Visión, 1999 (2005)); A n tro p o lo gía d e l dolor, (M adrid,


Seix Barral, 1999); A n tro p o lo gía d e l cu erp o y m o d e rn id ad , Buenos
Aires, (N ueva V isión, 1995 (2008)).
E n este nuevo libro, el autor explora las diferentes capacidades
del cuerpo para relacionarse con el m undo en un contexto social. É l
nos plantea que “la condición hum ana es corporal”, donde diferen­
tes percepciones captadas por los sentidos desarrollan un vocabula­
rio sensible capaz de manifestarse a través de las em ociones. En ese
contexto, prácticas com o el teatro y la danza se presentarían confi­
gurando un tesoro sensorial capaz de am pliarlas capacidades del ser
hum ano en su condición artística y social, traspasando lenguajes y
códigos culturales. El “cuerpo es una materia inagotable de prácti­
cas sociales” , afirma.
Bajo esta tem ática, el prim er capítulo, titulado ‘'Aprender por
el cuerpo: la enseñanza de las actividades corporales” , es consagrado
a la relación del cuerpo con aquellas acciones que generan el apren­
dizaje. L a m em oria corporal selecciona y guarda sus experiencias
sensoriales dependiendo de contextos sociales y culturales. Pero
¿cóm o se lleva a cabo esta relación corporalidad-entorno? ¿cóm o
aprendem os a vivir? ¿cóm o se genera el aprendizaje de las diferentes
acciones de nuestro cuerpo? Son algunas de las interrogantes que
encuentran respuesta en este capítulo, profundizando ideas como
la contraposición de dos tipos de maestros involucrados en el apren­
dizaje. Por un lado, el m aestro de “sentido”, y, por otro, el m aestro
de ‘‘verdad” . D on de el m aestro de “sentido” sería aquel capaz de
participar en una suerte de iniciación en la form ación del hom bre,
un m ediador entre el m u n d o y el desarrollo del individuo. Al con­
trario, el m aestro de “verdad” sería un transm isor de la rigidez de
códigos y de lenguajes establecidos socialmente.
C on tinuan do con la tem ática del aprendizaje a través de los
sentidos, el autor analiza el trabajo de disciplinas corporales, las que
por su condición de estim ulación de las diferentes capacidades físi­
cas y sensoriales diversificarían la visión de m undo. En este contex­
to, tom a com o ejem plos disciplinas com o la danza y las artes m ar­
ciales, las que presentan características interesantes de analizar en
tanto que la enseñanza se produce a través de la ejem plificación
viviente del propio cuerpo del maestro. La enseñanza de una disci­
plina corporal perm ite un m ejor conocim iento de este útil “cuer­
po” , desarrollándose una “ética de la presencia’’, pues el cuerpo se
convierte, él m ism o, en materia de creación, descubriendo la com ­
plejidad de la condición hum ana.
' U na segunda m irada sobre el cuerpo se centra alrededor de los
“sentidos”, capítulo llam ado “D e los sentidos al sentido: una antro­
pología de los sentidos” , el que es desarrollado a través de un para­
fraseo a D escartes, sím bolo del pensam iento racional, donde su
paradigm a “pienso, luego existo” es transform ado por un “siento,
luego existo” . Los sentidos dan pistas del entorno y del m undo,
siendo guardados en la m em oria corporal con juicios de valor. “El
cuerpo es un filtro semántico”, nos dice el autor, pues las percepcio­
nes son guardadas o desechadas según nuestra propia elección y expe­
riencia. Pero este tipo de relación con las sensaciones, ¿es aprendida?,
¿es intuida? Son pistas que nos d a el autor a través de una visión del
hombre, de su entorno, de sus experiencias y de su cultura. ‘"Antes del
pensamiento o la acción están siempre los sentidos y el sentido”, ase­
vera. Así, la experiencia sensorial y perceptiva del m undo se instaura
en la relación recíproca entre el sujeto y su ambiente.
En ese contexto sensorial, el autor se centra en la educación de
los sentidos, prestando especial atención al sentido de la vista, pri­
vilegiado hoy en día debido al avance tecnológico. “ Es necesario
aprender a ver, y no solam ente a abrir los ojos”, indica, pues los ojos
envían innumerables inform aciones que condicionan nuestras con­
ductas según su entorno cultural y experiencial. Los objetos ten­
drán sentido sólo después de un recorrido sensorial con experien­
cias adquiridas en relación al objeto, sú form a, su color, su textura,
el que dará el “sentido” a la m irada. Esta condición es válida para los
diferentes sentidos que a lo largo de la existencia hum ana crearán
un lenguaje com plejo y diferente en cada contexto.
L a conjugación de los sentidos nos lleva a estar en “la expe­
riencia sensible del m u n d o”, pues todos nuestros sentidos perm a­
necen recepcionando inform ación com o grandes antenas que guían
nuestras conductas; ellas son m odeladas por la educación y con ju­
gadas según la historia personal de cada uno. Un sistema que capta
y devuelve inform ación cargada de códigos de sentido que permite
la relación con los otros, siendo diferentes en cada espacio cultural.
En el capítulo tercero, “Fenom enología del actor en el teatro
contem poráneo”, encontram os el análisis del cuerpo en relación a
las experiencias artísticas del actor, terreno propicio para reflexionar
sobre las em ociones y la relación con una disciplina de la represen­
tación. L as em ociones son la consecuencia de las interacciones sen­
soriales y experienciales, expresadas a través de acciones físicas y psi­
cológicas. Ellas reflejan “las condiciones sociales de la existencia” ;
pero, ¿cóm o se entretejen estas com plejas em ociones?, ¿cóm o se
manifiestan?, ¿qué las desata? “N o hay proceso cognitivo sin lo afec-
T * / * »
tivo, y viceversa. La em oción es siem pre conocim iento y acto” ,
m anifiesta Le Breton. A lgunos estudios de Em ile D urkheim y
M arcel M auss son aludidos en la búsqueda reflexiva del autor, ana­
lizando diferentes representaciones de las emociones que nos llevan
a conocer distintas maneras expresivas del em ocionarse, las que va­
rían según costum bres culturales en las diversas sociedades. Le
Breton afirm a: “ El sistem a cultural organiza las em ociones” , en­
vian d o inform ación donde reconocem os al otro en sus diferentes
estados de sensaciones. En este sentido, el teatro viene a ser un ver­
dadero laboratorio de las pasiones hum anas, donde la expresión de
' un sentim iento es puesta en escena bajo los ensayos y el deseo del
artista. El teatro es un espacio antropológico donde es posible mi­
rar y reflexionar sobre nosotros mismos y nuestra sociedad. En la
vida cotidiana, cada individuo tiene la capacidad de representar sus
propias em ociones. “ N osotros som os los actores de nuestra exis­
tencia” , dirá el autor, en el sentido de los innum erables roles que
representam os cada día de nuestras vidas.
En la práctica profesional del actor, su cuerpo es el receptor del
personaje, donde él es capaz de construir, como un verdadero arte­
sano, su personaje. El actor tiene la capacidad de convertirse en
otro, de “desdoblarse” y profesionalizarse en ello. D avid Le Breton
cita a A ntonin A rtau d en busca de una definición del actor y su
corporalidad, el que se refiere a su práctica artística como un “atleta
afectivo” , en el cual el cuerpo es capaz de ju gar con las emociones y
diferentes saberes a voluntad frente al público. En consecuencia, el
artista de teatro se presenta a los espectadores com o un otro, repre­
sentando una visión del m undo reconstruida o recodificada en el
espacio escénico. Así, en el arte del teatro se crea una frontera sim ­
bólica, la que se desvanece a m edida que el artista m uestra su capa­
cidad de reconstruir un universo de sím bolos y de conocim ientos,
capaces de revivir em ociones y reflexiones en el público.
En su práctica artística, el actor encuentra su propia paradoja,
él espera el veredicto del público y al term inar su actuación vuelve a
su propia identidad de personaje social; pero a pesar de ello, el artis­
ta, en la sensibilidad de su arte, perm anece “suspendido entre dos
m undos” .
Finalm ente, en el cuarto capítulo, “La danza o la celebración
del m undo” , D avid Le Breton relata su encuentro con la danza a
través de experiencias personales que va desarrollando desde un punto
de vista m ás sensible. El autor nos dice: “La danza encarna precisa­
m ente el precio de cosas sin precio. Renacim iento de un espíritu de
niño, libre en el espacio e indiferente al juicio de los otros, ella nos
recuerda que somos Homo lu den s antes de ser H o m o f a b e r ”. A tra­
vés de la danza, el m undo encarna una celebración liberada, una
relación con el m undo sensible a través del m ovim iento. “La danza
es la celebración del m undo, consagración del quehacer tranquilo
de la existencia y form a de ofrenda al m undo y a los otros” .
Es así com o a partir de sus reflexiones sobre la danza, el autor
nos regala preciosos pasajes frente a la experiencia de una bailarina
ju nto al mar, fuente de inspiración para un film realizado durante
de los años ochenta, llam ado Seul d étru ire est a u - d e la d e sy e u x (16
m m ), y una novela, L a d an se am a z o n ie n n e (1983). Su relación con
la danza y la experiencia en el m undo es ejem plificada a través de
huellas dejadas en viajes y residencias en Brasil y sus danzas rituales.
“Las danzas tradicionales traducen la solidaridad orgánica entre el
uno, el otro y el cosm os; ellas convocan a los dioses, los encarnan,
los celebran . . . ” , siendo parte de la vida desde otra m irada, com o lo
ejem plifica en una de sus citas de N ik os Kazantzakis y su legenda­
rio personaje Zorba, el que es capaz de contar toda su vida llena de
aventuras, amores, sensaciones, tristezas y alegrías a través de su danza.
L a danza es parte de la com unidad, participando de las relacio­
nes sociales, las que se mezclan con la vida en sus tiempos y ritm os,
entre espacios materiales y espacios divinos que logran convivir en
ese m om en to m ágico de la danza.
D avid Le Breton irá m ás allá de una m irada etnológica y ana­
lizará la danza en sus m om entos del nacim iento de la danza m oder­
na y contem poránea, m om entos donde se deja entrever los cam ­
bios sociales del hom bre a través de rupturas de este arte en su lén-
guaje y tem ática, ligadas m ucho m ás a pensam ientos teóricos y so­
ciales. Es a través de la danza contem poránea que el autor desarro­
llará especialm ente ciertas ideas en relación a esta nueva corporali­
d ad del bailarín. “Ella es en efecto la puesta en obra del cuerpo,
energía en libertad, pensam iento en m ovim iento, escritura singular
del espacio, juego de signos”, dice Le Breton.
L a danza contem poránea vendría a ser un “instrum ento de
conocim iento y lenguaje” que busca un diálogo fuera de los códi­
gos establecidos. A diferencia del teatro, que da pistas m ás próxi­
m as a lo cotidiano, la danza contem poránea m uestra el cuerpo libe­
rado de códigos culturales, construyéndose ella m ism a “en lo efí­
mero de su gesto”, en un “cuerpo inédito” . La danza es invención de
forma y contenido, “el cuerpo aparece m ás que el cuerpo, el m un ­
do m ás que el m undo” .
Así, D avid Le Breton nos lleva por el inédito viaje teórico de
sensaciones y reflexiones en torno al cuerpo, un cuerpo que es nues­
tra relación directa con el m undo y nuestra existencia. A bordando
el cuerpo en torno a disciplinas artísticas corporales que develan
otra form a de relación y visión con el m undo. El autor nos recuer­
d a nuestra condición hum ana frente a este Cuerpo sensible capaz de
absorber y devolver al m undo experiencias y aprendizajes, com o un
m ovim iento continuo danzante. “Yo danzo, entonces m i cuerpo
está siem pre en la jubilación del m u n d o” ! U na frase posible de
replantearse frente al m ovim iento perpetuo de nuestra existencia
sensible en el m undo.

V ivían F r itz

1Cf. David Le Breton, Adiós al cuerpo. Una teoría del cuerpo en el extremo contemporáneo,
México, La Cifra, 2007.
O b e rtu ra

La condición hum ana es corporal. M ateria de identidad en el


plano individual y colectivo, el cuerpo es espacio que ofrece vista y
lectura, perm itiendo la apreciación de los otros. Por él som os n om ­
brados, reconocidos, identificados a una condición social, a un sexo,
a una edad, a una historia. La piel circunscribe el cuerpo, los límites
de sí, estableciendo la frontera entre el adentro y el afuera, de mane­
ra viva, porosa, puesto que es tam bién apertura al m undo, m em o­
ria viva. Ella envuelve y encarna a la persona, diferenciándola de los
otros o vinculándola a ellos, según los signos utilizados. El cuerpo
es la fuente identitaria del hombre; es el lugar y el tiem po en que el
m undo se hace carne. Porque no es un ángel, toda relación del hom ­
bre con el m undo im plica la m ediación del cuerpo. H ay una cor­
poreidad del pensam iento com o hay una inteligencia del cuerpo.
D esde las técnicas del cuerpo a las expresiones de la afectividad,
desde las percepciones sensoriales a las inscripciones tegum entarias2,
desde los gestos de higiene a las prácticas del artesano, desde las
m aneras de m esa a las del lecho, desde las maneras de presentarse
hasta las de asum ir la salud o la enferm edad, desde el racism o a la
eugenesia, desde el tatuaje al p iercin g, el cuerpo es m ateria inagota­

2Sistema tegumentario: la piel y los anexos cutáneos (N. del T.).


ble de prácticas sociales, representaciones, im aginarios. Im posible
hablar del hom bre sin presuponer, de una u otra m anera, que se
trata de un hom bre de carne y hueso, m odelado con una sensibili­
d ad propia. El cuerpo es el “instrum ento general de la com prensión
del m undo”, dirá Merleau-Ponty.
La existencia del hom bre im plica un ejercicio -sensorial, ges-
tual, postural, m ím ico, etc.- socialm ente codificado y virtualm en­
te inteligible, en todas las circunstancias de la vida colectiva, en el
seno de un m ism o grupo. La com prensión del m undo es en sí
m ism a asunto del cuerpo, a través de la m ediación de signos inte­
riorizados, decodificados y puestos en juego por el actor. El cuerpo
es un vector de com prensión de la relación del hom bre con el m un ­
do. A través de él, el sujeto se apropia de la sustancia de su existen­
cia, según su condición social y cultural, su edad, su sexo, su perso­
na, y la reform ula al dirigirse a otros. El hom bre participa en las
relaciones sociales no sólo m ediante su astucia, sus palabras y sus
prácticas, sino tam bién a través de una serie de gestos y m ím icas
que se añaden a la com unicación, sum ergiéndose en el seno de los
innum erables ritos que acom pasan el fluir cotidiano. T odas las ac­
ciones que form an la tram a de la existencia, incluso las m ás imper­
ceptibles, com prom eten la interfase del cuerpo. El cuerpo no es un
artefacto o un habitáculo que aloje a un hom bre que debe conducir
su existencia siem pre incom odado por esa extensión; por el contra­
rio, es éste el que traza el cam ino y lo vuelve hospitalario, siempre
en estrecha relación con el m undo. U n m undo de significaciones y
valores, de connivencia y comunicación, que no cesa de abrirse frente
al andar del hom bre.
El m undo se ofrece a través de la profusión de los sentidos.
N o hay nada en el espíritu que no haya pasado prim ero por los
sentidos. C ada percepción es una resonancia junto a mil otras y el
m undo que la rodea no cesa de ofrecerse a través de inagotables
propuestas de placer y curiosidades que saciar. U na continuidad se
establece perm anentem ente entre el cuerpo y la carne del m undo:
la geografía exterior es sensual, vive, respira, sangra, se despierta o
duerm e, es una segunda carne para el artista o el antropólogo.
Este libro surgió de un maravilloso viaje a Chile que debem os
a la graciosa invitación de Lorena H urtado, profesora de la Escuela
de Pedagogía en D anza de la U niversidad Arcis, de Santiago de
Chile, y de Vivian Fritz Roa, profesora, bailarina y alum na de doc­
torado en la Universidad de Estrasburgo. Viajar es desarraigarse de
las rutinas sensoriales, tener la certeza de sorprenderse constante­
mente, obligarse a renovar el propio repertorio de significaciones y
valores a lo largo de la ruta. A lejado de los autom atism os propios
del entorno familiar, el viajero se ve som etido constantem ente a la
sorpresa de ver, gustar, tocar, sentir, escuchar e, incluso, a sum ergir­
se en otras dim ensiones sensoriales que hacen emerger percepciones
que le eran desconocidas. El viaje es una metafísica, un largo rito de
iniciación en el que el m ovim iento que nos lanza al cam ino no
debería detenerse nunca. “ Ideas que uno atesoraba sin razón nos
abandonan”, hace notar N icolás Bouvier en L ’u sage d u monde3, pero
otras, por el contrario, se ajustan y se adecúan a uno com o piedras
de torrente. N o hay necesidad de intervenir: la ruta trabaja en lugar
de usted. U no desearía que se extendiera así, disem inando sus bene­
ficios, no sólo hasta el límite de la India, sino m ás lejos aún, hasta la
muerte. El viaje es universidad, porque es universalidad que no se
contenta con difundir un saber, sino tam bién una filosofía de exis-

' L’usage du monde (1963), París, Payot, 1992. Editado en español, Los caminos del
mundo, Madrid, Península, 2001.
tencia adecuada para pulir el espíritu y devolverlo siem pre a la hu­
m ildad y a la soberanía de su cam ino. Es una ocasión para educarse,
deshacerse de los esquemas convencionales de apropiación del m u n ­
do, para perm anecer m ás bien al acecho de lo inesperado, decons-
truir sus certezas m ás que echar raíces en ellas. El viaje es un estado
de alerta perm anente para los sentidos y la inteligencia.
Presentam os a continuación, com o para retom ar el viaje a tra­
vés de la escritura, los textos surgidos del sem inario en Chile.
C a p ítu lo 1
A p r e n d e r a tra v é s d e l c u e rp o : la e n se ñ a n z a
d e la s a c tiv id a d e s c o r p o r a le s

“Evidentemente, la palabra interviene, pero no necesariamente a


nivel explicativo. Cualquier profesor muestra o esboza el movi­
miento, o, mediante un roce del cuerpo, hace sentir cosas inefables
que la palabra no puede decir (. .. ) Se utilizan palabras que no
tienen sentido aparente, pero que inducen imágenes en el que dan­
za y le hacen realizar otras cosas. Y algunas veces nos detenemos en
medio de la obra, con taos una historia, después la retom aos con
movimientos puros” (Maurice Béjart, La danza, arte delsiglo XX)).

A p r e n d e r a VIVIr

Las percepciones sensoriales, la experiencia afectiva y la expre­


sión de las em ociones parecen emanar de la intim idad m ás secreta
del sujeto, pero no dejan de ser social y culturalm ente m odeladas,
incluso si traducen siem pre una apropiación personal. Los gestos
que alim entan la relación con el m undo y tiñen la presencia no
remiten ni a una pura y sim ple fisiología, ni sólo a la psicología: la
una y la otra se entrelazan en una sim bólica corporal que les da
sentido, se nutren de una cultura afectiva que el sujeto vive a su
manera. El ojo posee el mismo funcionam iento orgánico en cual­
quier lugar del m undo, pero lo que ve cada hom bre corresponde a
las significaciones que ha aprendido y a la sensibilidad que le es
propia. Los sentim ientos y las em ociones no son estados absolutos,
sustancias intercam biables de un individuo o de un grupo al otro,
no son - o no son só lo - procesos fisiológicos de los q u e el cuerpo
detentaría el secreto. Son relaciones y significaciones. A unque el
conjunto de los hom bres del planeta disponen del mismo aparato
fónico, no hablan la misma lengua; el que su estructura m uscular y
nerviosa sea idéntica, no nos dice nada de los usos culturales a los
que da lugar. D e una sociedad hum ana a otra, los hom bres experi­
mentan afectivam ente los acontecim ientos de su existencia a través
de repertorios culturales diferenciados que se parecen a veces, pero
que no son idénticos. Ven, escuchan, saborean, tocan, huelen el
m undo de m anera radicalm ente diferente.según su pertenencia so­
cial y cultural. El niño debe aprender el m undo para gozar de él4^
Para el hom bre, el único m edio de aprender es experim entar el
m undo, ser atravesado y alterado por él con conciencia m ás o m e­
nos viva. El cuerpo está m ezclado al m undo y el individuo sólo
tom a conciencia de él a través de su sentir: “L a única m anera de
conocer el cuerpo -escribe M erleau-Ponty- es viviéndolo; es decir,
tom ando por m i cuenta el dram a que lo atraviesa y confundirm e
con él. Yo soy, pues, mi cuerpo, por lo m enos en la m edida en que
tengo una experiencia y, recíprocamente, mi cuerpo es com o un
sujeto natural, com o un esbozo provisorio de mi ser total. Así, la
experiencia del cuerpo se opone al m ovim iento reflexivo que sepa­
ra al sujeto del objeto y al objeto del sujeto, y que no nos ofrece
otra cosa que un pensam iento del cuerpo o un cuerpo com o idea,

4Sobre el aprendizaje y las variantes culturales de las emociones y sentimientos, remi­


timos a David Le Breton, Las pasiones ordinarias. Antropología de las emociones, Buenos
Aires, Nueva Visión, 1999. Sobre las percepciones sensoriales, David Le Breton, El
sabor del mundo. Una antropología de los sentidos, Buenos Aires, Nueva Visión, 2007.
no la experiencia del cuerpo o el cuerpo en realidad”5. Para el hom ­
bre, el m undo se tram a siem pre en su cuerpo.
D esde su nacim iento y en los prim eros añ os de su existencia,
el hom bre es el m ás frágil y m ás indefenso de los animales. C on tra­
riamente a estos últim os, que reciben en herencia la sum a de instin­
tos necesarios para su supervivencia y adaptación al m edio, la llega­
da al m undo de un niño es la de un organism o prem aturo, abierto,
disponible, y al que falta por entero modelar, pues aún es radical­
m ente extraño para el m edio hum ano. Este inacabam iento no es
solam ente físico, tam bién es psicológico, social, cultural. El niño
debe ser reconocido por los otros para existir com o sujeto; necesita
la atención y afección de su entorno para desarrollarse, necesita sen­
tir gusto de vivir y adquirir los signos y sím bolos que lo arm an de
un m edio para com prender el m undo y com unicarse con los otros.
Sin su tutela y su enseñanza, el niño, cuyo nacim iento es siem pre
prem aturo, no es apto para vivir. Al nacer, su horizonte es infinito,
abierto a todas las solicitaciones, m ientras que las condiciones futu­
ras de la vida del anim al se encuentran en lo esencial ya ahí, inscritas
en su program a genético, prácticam ente inm utables en el ám bito
de la m ism a especie. En el homBre, la educación reemplaza a las
orientaciones genéticas, que no asignan ningún com portam iento
preestablecido. La naturaleza del hom bre se realiza en la cultura que
lo acoge. Esa es la reserva de la que extrae lo esencial de sus recursos
para constituir su relación con el m undo con estilo propio. C o n ­
trariam ente al anim al, el recién nacido se encuentra frente a un in­
m enso cam po de posibilidades: todas las condiciones hum anas se
encuentran virtualm ente delante de él, pues posee la m ism a condi­

5Maurice Merleau-Ponty, Phenomenologie de la perception, París, Gallimard, 1992, p.


231. Hay traducción en español, ed. Altaya, Barcelona, 1999.
ción física que el hom bre del N eolítico. El niño de la Edad de
Piedra sigue naciendo a cada m om ento en cada lugar del m undo,
testim oniando la m ism a aptitud para entrar en el sistem a de senti­
dos y valores de la com unidad social que lo acoge, y las m ism as
disposiciones corporales para relacionarse con el m edio.
A causa de su inicio prem aturo, si se abandona el niño a su
suerte en los prim eros añ os de su existencia, le espera una muerte
segura. N o dispone de recursos físicos ni, antes que todo, de una
com prensión suficiente del m undo que lo rodea y que le permita
estar en condiciones de defenderse de los anim ales o de la adversi­
dad am biente, asegurando su subsistencia. D urante esa prolongada
dependencia biológica, la ausencia de un otro conduce a la muerte.
Es al interior de la relación social que el niño inicia, poco a poco, el
aprendizaje del hecho de vivir. Sin la m ediación estructurada del
otro, es im posible concebir en el hom bre una capacidad de apro­
piación significante del m undo: por sí m ism o, su cuerpo no se
abrirá jam ás a la inteligencia de los gestos o percepciones que le son
necesarias^
N anclar el niño en una cultura dada, la educación llena poco
a poco este universo de posibles en beneficio de una particular rela­
ción con el m undo, en la que incorpora los datos a su propio carác­
ter e historia. Los m iem bros de su entorno son los garantes de su
futura inserción en las relaciones sociales. La finalidad de la educa­
ción es proporcionarle las condiciones propicias para la interioriza­
ción de este orden sim bólico que modela su lenguaje, sus valores,
sus referentes, su gestualidad, la expresión de sus sentim ientos, sus
percepciones sensoriales, etc., en función de la cultura corporal de

“Véase, sobre esto, mi capítulo sobre los niños salvajes, en David Le Breton, Las pasiones
ordinarias, op. cit.
su grupo. T odo es virtualidad en el hom bre, y sólo la relación con
el otro, sea bajo la form a que sea, sirve de m ediación en la entrada
del niño al m undo a título de p a r te n a ir e social integral. La educa­
ción puede asum ir m odalidades suaves o agresivas según los con­
textos culturales. A lo largo de su desarrollo, el niño se apropia de
registros culturales diferentes. Las m odalidades de transm isión del
saber se encuentran a veces asociadas a los trabajos de los adultos de
su m ism o sexo. M ezclado con la vida cotidiana, los realiza a su vez,
y haciéndose corregir por los adultos que lo rodean, aprenderá a
identificar el estatus de sus interlocutores y a com portarse delante
de ellos de m anera apropiada.
La educación form al se ejerce sobre él-de mtmera deliberada, a
veces incluso directiva. Se le enseñan maneras de conducirse que se
juzgan indispensables para su desenvolvimiento en el m undo. El adul­
to tom a muchas veces una actitud conminatoria: “no hagas eso”, “ha­
zlo así”, fórm ulas necesarias en ese tipo de educación. El niño actúa,
se equivoca, se le “corrige”, se le muestra cóm o hacer y por qué. La
educación formal remite a un sentimiento íntimo: hay una naturale­
za de las cosas que respetar. Aparece sobre todo si el niño comete una
falta o vacila ante la actitud que debe adoptar: aprendizaje de la higie­
ne, de la cortesía, del pudor, de las maneras de mesa, etc. A través de
la imitación e identificación inconsciente, a través de la experimenta­
ción im aginaria de lo que cree que debe hacer, el niño se apropia de
com portam ientos enraizados en la evidencia de su com unidad. De
esa manera, actividades y valores de una gran complejidad pasan de
una generación a otra, sin que uno se percate que ellas también son
aprendidas, interiorizadas. Esta educación m enos formal está dirigida
a com portam ientos que escapan a la conciencia: proxemia, percep­
ciones sensoriales, sexualidad, expresión de emociones, etc.
D e hecho, esos tipos de aprendizaje se entremezclan. El indi­
vidu o m ism o, por supuesto, es activo en ese proceso, no es cera
blanda para modelar, sino un actor que responde a las solicitaciones
de que es objeto a través de su historia, su sensibilidad, sus gustos,
etc. La educación es un proceso m últiple en que intervienen num e­
rosos factores. Pero esa diversidad no es nunca aleatoria; está coor­
dinada y form a un todo según un esquem a organizador. Aun si las
intervenciones parecen aparentem ente heterogéneas, son función
de un m ism o m edio y portadoras de la m ism a afirm ación cultural,
pues apuntan a la m ism a finalidad, que es form ar a un hom bre
capaz de una triple integración: integración personal, es decir, capa­
cidad para reunir en sí de m anera coherente las m últiples influen­
cias que llegan del exterior; integración social, que perm ite al indi­
viduo participar activam ente en la vida del grupo al que pertenece,
reconocerlo com o suyo y ser reconocido; e integración cultural,
que hace de él la expresión viva de una m anera de vivir, de pensar y
de sentir propia a un sistem a de sentido y de valores. Los elementos
sim bólicos de la sociedad devienen partes integrantes de la persona­
lidad. El individuo hace cuerpo con su cultura. El peso del control
social, de los im perativos y de las exigencias del m edio social se
siente poco. La contingencia de su condición se convierte para él en
una evidencia; no se im agina que habría podido nacer y desarrollar­
se en otro lugar. La fuente de su conform idad parece surgir de él
m ism o. La educación recibida ajusta creativamente al hom bre a su
medio, haciéndole com partir con los otros una relativa com unidad
de pensam iento, de acciones y valores, singularizada por su propia
historia.
Sin em bargo, el proceso de aprendizaje no se interrum pe ja­
más. El hom bre no se encuentra nunca encerrado por su educación.
Siem pre le es posible ir más allá, abrirse a nuevas experiencias, acce­
der a otros aprendizajes, si lo desea, encontrándose perm anente­
m ente en la apertura. A lo largo de su existencia y de su vida perso­
nal, el individuo olvida antiguas prácticas para adquirir otras. Siem ­
pre “en alguna parte en m edio de lo inacabado”, según la frase de
Rilke, pone en juego sin cesar su existencia, aprende y desaprende.
N u n ca cesa de encontrarse en actitud reflexiva hacia lo que lo ro­
dea7, sobre todo en nuestras sociedades, fundadas en la obsolescen­
cia de objetos y saberes. El reciclaje de la m em oria y de las técnicas
del cuerpo prosigue a lo largo de la vida. Se acentúa, incluso, a
través de la creciente oferta de disciplinas corporales. La iniciación
al yoga o a la danza, a las artes marciales u otras disciplinas corpora­
les, por ejem plo, no tiene edad. T anto así, que las m ás de las veces
no se trata para nada de convertirse en artista, sino sim plem ente de
participar en una actividad que nos abra hacia los otros y hacia di­
versos m undos, y procure, sobre todo, relajación, técnicas del cuer­
po para conjurar ciertos males o que sea m ás eficaz para alejar las
tensiones de lo cotidiano.
Pero, lo mismo que para el registro de las emociones o de las
percepciones sensoriales, cada cultura realiza una selección de lo que
le pertenece com o propio en la inmensidad de las técnicas del cuerpo
posibles, el caudal de gestos o de movimientos eficaces no es nunca
fijo. Se encuentra perm eado constantemente por las relaciones socia­
les, el progreso de las tecnologías, la evolución de las profesiones, etc.
Y, sobre todo en el ám bito de la creación, estas técnicas del cuerpo
son permanentemente reconsideradas por los artistas, que m odifican
a m enudo su ordenamiento incorporando sus propios ajustes. La

7 David Le Breton, Uinteractionnisme symbolique, París, PUF, 2003.


creación es justam ente un trastorno de la rutina a través de la aplica­
ción inédita de los cuerpos, de la escena, de la música, del silencio, de
la relación con el público, etc. Toda creación avanza a través de lo
inconcluso, de la ignorancia del m añana. M uchas veces surgen signi­
ficados inéditos de una creación que crea su propia posteridad, y, de
manera inversa, ciertas técnicas se sumergen en el olvido, haciéndose,
poco a poco, anacrónicas, obsoletas.

M a e s tr o d e se n tid o y m a e str o d e v e rd a d

T oda educación se realiza a través de un tono personal del pro­


fesor, del estilo de su presencia en el mundo. Esa relación se traduce
en un gesto, una palabra, una invitación, un silencio, algunas insi­
nuaciones: meras insignificancias cuyas consecuencias alim entan a
veces una vida entera. El profesor se im pone a la inteligencia del
alum no, lo em puja a aprender, lo funde en su m olde; o bien lo
acom paña, avanza a su paso y lo despierta al m undo, respetando su
sensibilidad y su ritm o: cam ina entonces sobre el cam ino del otro,
sin obligarlo jam ás a despojarse de sí m ism o. A com pañ an do el
m ovim iento intelectual del alum no, saca a la luz aquello que este
últim o sabía sin saberlo. La evidencia del saber (re)encontrado por
el alum no no es m ás que una construcción de la habilidad del m aes­
tro que provee las mejores condiciones para el despliegue de su
inteligencia.
O p on go así el maestro del sentido y el m aestro de la verdad^
El prim ero concibe su tarea com o una iniciación, una form ación

8He desarrollado este tema en David Le Breton, El silencio, aproximaciones, Madrid,


2000, pp^ 176 y s s .
del hom bre. É l sabe que la singularidad de un recorrido no cristali­
za en dogm as cuyas soluciones se encontrarían ya cuidadosam ente
clasificadas. Sabe que sólo el alum no posee una respuesta y que éste
debe recorrer a su propio ritm o el cam ino hacia ella. El m aestro de
verdad es un m aestro de desidia y sum isión; no incita a la investiga­
ción, sino que obliga a im poner un sistem a en que las form as son
intercam biables y se inscriben en una v ía única, indiferente a su
personalidad. L a enseñanza del m aestro de sentido reside en una
relación con el m undo, en una actitud moral m ás qu e una colec­
ción de verdades envueltas en un contenido inm utable; apun ta a
una verdad particular que el alum no descubre en sí m ism o. La fina­
lidad no es la adquisición de una cantidad de saber, sino la indica­
ción de un saber-ser: un saber-sentir, un saber-degustar el m undo,
etc., una apertura del sentido y de los sentidos en la cual el alum no
m ism o se convierte en el artesano. En el transcurso de la vida coti­
diana es com ún encontrar m aestros de sentido que ignoran la in­
fluencia que tienen sobre la existencia de los que se topan con él en
su cam ino, a veces sólo por algunos instantes. Es el caso de Sam uel
Beckett, según señala Charles Juliet. U n o de sus am igos cuenta ha­
ber recibido al escritor en el campo, donde poseía una casita. D urante
toda la tarde, am bos habían hablado de pájaros. “Sin embargo, una
vez que Beckett se m archó, todo parecía haberse transformado; in­
cluso él m ism o ya no reconocía su casa; el cielo, los árboles, la gente,
parecía que cobraban otro aspecto (él se excusaba de no poder hablar
mejor, confesando que se trataba de algo indefinible, aunque no debo
hacer ningún esfuerzo para comprenderlo, porque es lo que m e ocu­
rre a m í m ism o frente a Bram van Velde)”9^Las palabras o los gestos

9Charles Juliet, JournalII, 1965-1968, París, Hachette, 1979, p. 62.


de un m aestro de sentido, sus silencios, van más allá de las palabras
o de los gestos, traen al m undo y alim entan el silencio de la pleni­
tud.
El conocim iento no es un regalo del profesor al alum no, sino
el fruto de una elaboración m utua, en la que el esfuerzo del prim e­
ro aspira a crear en el alum no la necesidad de lo que descubre. El
ideal de la lección (o de la observación) es proporcionar el presenti­
m iento de una respuesta que busca su cam ino. La enseñanza es el
descubrim iento de una nueva evidencia que ofrece al alum no una
m ayor latitud de pensam iento y de acción en su cam po social y
cultural. C o m o tal, es un recorrido sobre vías sinuosas donde hay
num erosos obstáculos: una situación familiar difícil, una condi­
ción dem asiado m odesta o la estigm atización, por ejem plo, pue­
den entorpecer el progreso del alum no y condenarlo a una dificul­
tad definitiva para aprender o ejercer su sensibilidad.
A lgunos profesores - d e dan za u otra discip lin a, las artes
m arciales, por e je m p lo - dejan una huella m ném ica, una exigen­
cia íntim a que desbo rda la práctica. En tan to superficies de p ro ­
yección, in stituid as en m odelo, inducen cam b ios, restablecen la
au toestim a, el recon ocim ien to, el sen tim ien to de una reapro­
piación de la existencia. El profesor es siem pre un “su jeto que se
supone que sa b e ”, al que se le atribuye m uch as veces m ás de lo
que realm ente sabe, pero esa es ju stam en te la din ám ica que in­
duce un cam b io en la percepción de sí m ism o . N o es el provee­
do r in tercam biable de una práctica por sí m ism a in diferenciada
e igual para todos. T od a tran sm isión se apoya en una cualidad
de presencia, en un ejem plo.
El encuentro entre el alum no y el profesor es tam bién un en­
cuentro de la persona con ella m ism a y del profesor consigo m is­
m o; es una prueba de verdad, en tanto deja siem pre su huella, au n ­
que no fuese m ás que la de la incuria de un profesor que no cum ple
su tarea y desalienta al alum no en su aprendizaje. El m aestro puede
ser un m ediador para que el alum no se descubra a sí m ism o, o
puede ser un obstáculo, según la calidad de su presencia ante el
grupo o el alum no en particular. En ese sentido, la enseñanza va
siem pre m ás allá de la enseñanza. La instancia pedagógica no es más
que un elemento en un contexto m ás global en el que se trata en
realidad de form ar al hom bre en un m edio social determ inado. La
tarea, para el profesor, es contribuir al advenim iento de una perso­
nalidad, ayudarla a apropiarse creativamente del m undo que le ha
tocado. T oda pedagogía es, por ende, una antropología; ofrece los
elem entos de un saber parcial, pero también transform a la existen­
cia, am pliando la sensibilidad ante el m undo.
Q u e se trate de iniciarse a la lectura o a la pintura, a la danza, el
yoga o el karate, toda form ación nueva contribuye a la form ación
personal de un alum no que ignoraba aún las posibilidades que se
agitaban en él, y que aprende m ucho m ás que una serie de técnicas.
L a persona del profesor es tan im portante como el contenido que
transm ite. C ualquier contradicción entre la manera de com portar­
se hacia los alum nos y la naturaleza de sus palabras neutraliza el
m ensaje explícito. Se aprende m ás a través de la form a de una ense­
ñanza que a través de su contenido explícito. Si bien el profesor es
un guía, lo es a la m anera del com pañero de ruta, y no com o un
hom bre o una m ujer indiferente dogm ática. El im pacto m ás
poderoso no depende del contenido manifiesto de un discurso, sino
de la calidad de la presencia que lo sostiene. ‘‘T odo maestro -d ic e
G . G u sd o rf-, cualquiera que sea su especialidad, es antes que nada
un m aestro de hum anidad: por pobre que sea su conciencia profe-
sional, no es m enos, quiéralo o no, el testigo y garante, para quie­
nes lo escuchan, de la m ás alta exigencia” 10.
G e o r g e s G u s d o r f c ita la h isto r ia del p r ín c ip e P ed ro
Bezoukhov, héroe de L a g u e r r a y la p a z , de T olstoi, im p resio n a­
do por su en cuen tro con un h om bre sim ple. In qu ieto, in satisfe­
cho, siem pre b u scan d o el sen tido de su vida, Pedro es hecho
prision ero por las tropas de N ap o leó n , du rante el sitio de M o s­
cú, y luego arrojad o a un calabozo en que se am o n ton an tod a
suerte de so spech o so s. En m edio de las m iserias del universo
carcelario conoce a un so ld ad o de origen cam pesin o llam ado
Platón K arataiev, un hom bre rústico, iletrado, forzado a una
existencia que lo sobrep asa, pero en la que enfrenta sus v icisitu ­
des con entereza de espíritu, an im ad o p o r una invariable filo so ­
fía prim era. Sin centrarse jam ás en él m ism o, su sab id u ría co n ­
tiene una m ezcla de proverbios, dich os, tradicion es cam pesinas,
referencias religiosas, jalo n ad as p o r observaciones personales. L a
actitu d tran q u ila que m an tiene en m edio del universo h ostil de
la prisión con stituye para Pedro algo así com o la revelación de
un secreto que du rante tanto tiem po b u scaba en vano. Platón
m orirá en po co tiem po, ab atid o al borde de un cam in o, d em a­
siado ag o tad o para seguir la colum n a de los prision eros en reti­
rada. Pero seguirá vivo en la m em o ria del príncipe.
In cluso la m ás h u m ilde de las tareas pu ede ofrecerle al p ro ­
fesor una o p o rtu n id ad para ilum inar al alum n o sobre el sen tido
de la vida. Entre las líneas de la lección prevalece una actitu d ,
una m irada, y a veces la influencia es decisiva, para m ejor o peor.
C u alq u ier situ ación de enseñanza, en sen tido am plio, en la que

10Georges Gusdorf, Pourquoi des professeurs?, París, Payot, 1963, p. 45.


el alu m n o descubre un m ás allá de aq u ello qu e creía, desbo rda
el presente y se extiende, com o m an ch a de aceite, sobre el resto
de la existencia.

E n s e ñ a r l o in d e c ib le

El profesor de danza form a parte, a su manera, de una discipli­


na im posible de caracterizar en la m edida en que para m uchos se
relaciona con la gim nasia y, según otros, con un exigente trabajo
interior. C ualesquiera sean las m odalidades de la enseñanza, ellas
procuran siem pre una orientación de sentido más o m enos im por-
. tante según el grado de integración de quienes las practican. En un
gru po, las disponibilidades no son las m ism as, ni tam poco las exi­
gencias, ni incluso la atención a la palabra y a las instrucciones del
profesor. D ifiere el nivel, las expectativas, el grado de com prom iso.
A lgunos se entregan de cuerpo entero en búsqueda de una espiri­
tualidad y una voluntad de transform ación profunda, otros buscan
sobre todo liberarse de las tensiones de la vida cotidiana, o buscan
los ejercicios físicos, o algunas sim ples técnicas para m ejorar la sa­
lud, o incluso algo de relajación durante un par de horas por sem a­
na. Adentrarse en la filosofía y en las técnicas del cuerpo propias de
la danza, en el deseo de creación y de originalidad, o en la pura
repetición de un m odelo, es algo que depende de la historia perso­
nal del individuo y de las circunstancias que lo han llevado a una
iniciación.
La enseñanza de una técnica del cuerpo mezcla perm anente­
m ente el gesto y la palabra, el ejem plo y su explicación. El profesor
m uestra la postura, la progresión, y sim ultáneam ente explicita su
lógica, su intención, describe las sensaciones que es posible sacar a la
luz. M odera los ardores de unos, alienta o corrige a otros. É l m is­
m o es el lugar de la experiencia que se propone com o m odelo. Las
observaciones dirigidas a un alum no valen para los otros, quienes
m odifican a su vez su perspectiva. El alum no se hace una imagen de
la postura, y se esfuerza por reproducirla con m ayor o m enor aten­
ción y pertinencia. Poco a poco, se la integra a un trabajo de sentido
que sigue siendo interior. La im itación es el primer m odo de apren­
dizaje, que se cristaliza a través de la identificación con el profesor.
Permanentemente, la búsqueda de com prensión, la im aginación en
torno al m ovim iento y a su experiencia, la preocupación por acer­
carse al m odelo conducen a que la im itación se transform e poco a
poco en experiencia personal y no en una pura y sim ple repetición.
Para que un pensam iento o un gesto tom en form a y puedan ser
reproducidos, prim ero es necesario que cobren sentido. En la apro­
piación del saber hay en juego una dialéctica permanente entre el sí
m ism o y el otro, entre el otro en sí y el sí m ism o en el otro. Al salir
del curso, el trabajo personal de entrenam iento, de lectura, de in­
vestigación, se sum a a la enseñanza del profesor e introduce sus
matices en ésta. C o m o dice E. H errigel a propósito del tiro con
arco en la tradición japonesa: de lo que se trata es de “realizar algo
en uno m ism o” 11.
El profesor es depositario de un saber que im plica los m ovi­
m ientos del cuerpo, su ritm o, la respiración, pero tam bién, y en
m ayor m edida, un “arte de vivir” , fun dado en una' búsqueda de
arm onía consigo m ism o y con los otros. La integración de técnicas,
independientem ente de la profundidad de la práctica, supone un

" E. Herrigel, Le zen dans l ’art chevaleresque du tira l'arc, París, Dervy-Livres, 1981, p.
18.
trabajo del cuerpo apoyado sobre una perm anente reflexividad, por
lo m enos durante el tiem po de aprendizaje. Se trata de adquirir
gestos, posturas, kinestesias, cenestesias, maneras de respirar, o téc­
nicas diferentes al empleo del cuerpo en la vida cotidiana. La tarea
consiste en apropiarse de un universo sensorial y físico desconocido
al com ienzo de la iniciación. La evolución hacia ese saber infracor-
poral im plica la adquisición, por parte del alum no, de una inteli­
gencia, práctica y sensitiva a la ve.z, que no deja nada al azar en las
diferentes posturas. El paso desde la torpeza inicial hasta una pro­
gresiva fam iliaridad se realiza lentamente, a través de tanteos, ojea­
das dirigidas a los dem ás alum nos o al profesor. El principio del
aprendizaje traduce el hecho de que es posible deshacerse de nues­
tros hábitos m otrices y respiratorios, de los “bloqueos”, o del “olvi­
do del cuerpo” que impera a m enudo en el curso de la existencia'^
E n la prim era etapa, la reflexividad prevalece am pliam ente sobre el
gesto. El alum no busca fijarse en lo que im agina respecto a la fina­
lidad de la postura. Reencuentra sensaciones olvidadas, casi im per­
ceptibles, pero que un paciente trabajo de atención y exploración
hacen renacer: m ovim ientos de respiración, sensaciones térmicas,
circulatorias, viscerales. El aprendizaje de técnicas constituye una
lenta exploración de una interioridad, m uchas veces abandonada en
germ en, en tanto percibida com o insignificante e inaccesible. Se
induce una desestabilización, una ruptura con las familiaridades,
un extrañam iento de la relación sensible con el m undo. El cuerpo
es la m ateria prim a que hay que transm utar para generar un conoci­
m iento sobre sí m ism o capaz de cam biar la vida. C o n el correr del
tiem po se opera el desplazam iento, y las posturas se hacen eviden­

12David Le Breton, Antropología del cuerpo y modemiedad, Buenos Aires, Nueva Visión,
2008.
tes: la reflexividad se confunde con el acto, sin que se pueda perci­
bir ninguna distancia, y la danza, por ejem plo, entra ahora en m e­
dio de la vida cotidiana com o una herramienta que alim enta una
conciencia de sí y una distancia propicia con el m undo.
C a p ítu lo 2
D e lo s s e n tid o s a l se n tid o :
u n a a n tr o p o lo g ía d e lo s se n tid o s

“¿Usted dice que no se debe discutir sobre gustos y colores? ¡Pero si


toda la vida no es más que una querella sobre los gustos y los colo­
res!” (Nietzsche, Asi hablaba Zaratustra).

L a se n so ria lid a d d el m u n d o

Descartes vuelve la espalda al m undo al form ular el cogito;


transform a la experiencia al separarla de su parte sensible. “ Pienso,
luego existo” es una fórm ula que sólo tiene sentido al recordar que
no hay nada en el espíritu que no haya p asado previamente por los
sentidos. La fórm ula que se im pone es m ás bien: “ Siento, luego
existo” , recordando así que la condición hum ana no es solamente
espiritual, sino, en prim er lugar, corporal. El cuerpo es la condición
hum ana en el m undo, es el lugar sensible en que el flujo incesante
de las cosas se traduce en significaciones precisas o en una difusa
atm ósfera, m etam orfoseándose en imágenes, sonidos, olores, tex­
turas, colores, paisajes, sensaciones sutiles, indefinibles, que surgen
de sí m ism o o de afuera -dolor, fatiga, etc.-. El cuerpo es ya una
inteligencia del m undo, que filtra según la sim bología que encarna,
es una teoría viva aplicada a cada instante a su m edio ambiente. N o
hay ninguna ruptura entre la carne del hom bre y la carne del m un­
do, sino, a cada m om ento, una continuidad sensorial, incluso en el
sueño m ás profundo. Este conocim iento sensible inserta al indivi­
duo en continuidad con el m undo que le rodea. Las mil percepcio­
nes que recubren la vida cotidiana se realizan sin la m ediación pro­
funda del cogito, se encadenan com o naturalm ente en la evidencia
de- la relación con el m undo. H asta se confunden las m ás de las
veces con la rutina. En su am biente habitual, el individuo se en­
cuentra raramente en posición de ruptura o de incertidum bre, se
desliza sin dificultad entre los m eandros sensibles de su entorno
fam iliar13. Percibir es moverse en m edio de la coherencia del m un ­
do. T oda percepción se encuentra llena de sentido, proporcion a sin
cesar una orientación. U n a profusión sensorial de cada instante orien­
ta la relación con el m undo y la hace com prensible y com unicable.
L o sensible es la condición de aparición del m undo, pero no es
nunca un duplicado de éste, sino m ás bien un camino de sentido
construido en él.

“A veces, me contaba su cochero, cuando Cézanne se dirigía a pin­


tar, se ponía de pie bruscamente en el coche, tomándolo del brazo:
‘Mire... esos azules bajo los pinos, esa nube más allá’. Se iluminaba
con su éxtasis, y el otro, que no percibía más que árboles y cielo, para
él siempre los mismos, sentía, sin embargo, me confesaba él, como
una suave fuerza, una emoción que le invadía y que provenía de
Cézanne, erguido, transfigurado, con las manos detrás de la espal­
da, pleno de una evidencia que lo santificaba” *4

E l ojo de Cézanne no posee la m ism a agudeza o sensibilidad


frente al paisaje que el de su cochero, atento m ás bien al com porta­

13David Le Breton, Elsabor del mundo. Una antropología de los sentidos, Buenos Aires,
Nueva Visión, 2007. .
14Henri Maldiney, Regard, parolo, espace, Lausana, L'Age d’homme, 1973, p. 17.
m iento de su caballo, que Cézanne no percibe. N adie ve de manera
similar un objeto cualquiera, pues lo captam os cada vez a través de
un prism a de significaciones y valores. El m ism o sendero, recorri­
do a la m ism a hora y el m ism o día, no suscita nunca las m ism as
percepciones por parte de los caminantes, según las diferentes sensi­
bilidades que caracterizan a unos y a otros: existe el sendero de los
paseantes, que se tom an su tiem po y contem plan el paisaje; otro de
los enam orados, que sólo se m iran el uno al otro o buscan un lugar
m ás discreto en su recorrido; el sendero del fugitivo, que intenta
borrar sus huellas; el del cam pesino o del pastor, atento a las difi­
cultades del cam ino para su piño, o a la calidad de los pastos veci­
nos; el del hom bre apurado, el del extraviado, que ve con angustia
cóm o, poco a poco, cae la noche sobre él. M ás aún, el cam ino de la
m ujer no es el del hom bre, ni el del niño o el del viejo que lo ha
recorrido toda su vida. N o existe un sendero verdadero, sino otros
tantos puntos de vista, otras tantas percepciones según los ángulos
de aproxim ación, las expectativas, las pertenencias sociales, de cul­
tura, de género, etc. en que el sendero se declina com o un inago­
table test proyectivo. Cualquier escena es una m ultiplicación infi­
nita de percepciones posibles, incluso si en el centro de una m ism a
colectividad las sensibilidades y el lenguaje son suficientemente cer­
canos para llegar a entenderse. N o hay un m undo que un observa­
dor indiferente, situado en un punto ideal, pueda describir con toda
objetividad. Sólo hay m undo de carne y significaciones. Y no hay
nada que penetre el espíritu y que no posea un anclaje físico y, por
lo tanto, sensorial. Es im posible no cam biar y transform arse per­
m anentem ente. El m undo es la emanación de un cuerpo que lo

15David Le Breton, op. cit.


traduce en térm inos de percepciones y de sentido, sin que exista el
uno sin el otro. El cuerpo es un filtro sem ántico. N uestras percep­
ciones sensoriales, engarzadas a significaciones, dibujan los límites
fluctuantes del entorno en que vivim os. Ellas hacen sentido y ali­
m entan la fam iliaridad del m edio am biente.
El hom bre no se encuentra en el vacío, sino envuelto en el
flujo de su entorno y en sus actividades cotidianas: el sentim iento
de sí es inm ediata y perm anentem ente una sensación de cosas. La
carne es siem pre, antes que nada, un pensam iento del m undo, una
m anera para el actor de situarse y actuar al interior de un entorno
interior y exterior que tiene siem pre m ás o m enos sentido para él, y
que autoriza, por otra parte, la com unicación con aquellos que com ­
parten en cierto grado su concepción del m undo. “N u n ca se puede
separar la cosa de aquel que la percibe, nunca puede ser efectiva­
mente en sí, pues sus articulaciones son las m ism as que las de nues­
tra existencia, y porque ella se presenta ante la m irada o al final de
una exploración sensitiva que la cubre de h u m an idad” 16^ Y sabe­
m os con cuánta fuerza denuncia M erleau-Ponty lo que llam a el
“prejuicio del m undo objetivo” ^ Lo real es siem pre un m undo de
significaciones y de valores, un m undo de acuerdo y de com unica­
ción entre los hom bres en presencia de su m edio, un universo sen­
sible com partido.

16Maurice Merleau-Ponry, Phénoménologie de la perception, París, Tel-Gallimard, 1945,


p. 370.
17 fdem, p. 71.
A p r e n d i z a j e d e lo s s e n t i d o s

Aunque las percepciones sensoriales parecen em anar de la inti­


m idad m ás secreta del sujeto, no dejan de ser social y culturalm ente
m odeladas. La experiencia sensitiva y perceptiva del m undo surge
com o una relación recíproca entre el sujeto y su entorno hum ano y
ecológico. En el origen de toda existencia hum ana, el otro es condi­
ción de sentido. L a educación, la iniciación, la identificación con
los m ás cercanos, los juegos de palabras que designan los sabores,
los colores, los sonidos, etc., m odelan la sensibilidad e instauran
una aptitud para com unicar sus experiencias a los que le rodean,
logrando ser relativamente com prendido por los m iem bros de la
com unidad. La experiencia de los ciegos de nacim iento que descu­
bren tardíam ente la visión después de una operación de cataratas
revela percepciones infinitesimales que parecen innatas, pero que
son, a pesar de todo, fruto del aprendizaje. Estos hom bres o m uje­
res, cuyos ojos se abren repentinamente al mundo, son incapaces de
com prender y organizar lo que ven: las form as, las distancias, la
profundidad, los colores, las dimensiones, no asum en ningún sen­
tido; chocan (en el sentido fuerte del término) con un caos que los
aterroriza, y necesitarán meses o años para llegar a dom inarlo. Es
preciso aprender a ver, y no solam ente abrir los ojos. Es lo que el
niño no afectado por la ceguera hace de m anera evidente (en el
sentido etim ológico del térm ino) en los prim eros años de su exis­
tencia. “L a noción de la existencia continua de los objetos se la
debem os a la experiencia -d ic e D iderot. Es a través del tacto que
adquirim os noción de su distancia; quizás es necesario que el ojo
aprenda a ver tal como la lengua a hablar; no sería raro que cada
sentido necesitase la ayuda del otro. ( ...) Sólo la experiencia nos
enseña a com parar las sensaciones con lo que las produce” 18. Y a
veces el adiestram iento en los códigos que rigen la capacidad de ver
es tan doloroso, es tan dura la exigencia de tener que abandonar los
antiguos referentes táctiles u olfativos, o tener que coordinarlos ahora
con los de la visión, que algunos se sienten aliviados al recaer en la
ceguera, y así no tener que luchar contra lo visible con el sentim ien­
to de perderlo t o d o ^ D escubren con pavor la inm ensidad del
m undo que los rodea com o una insoportable profusión de form as
que les parece que nunca podrán desentrañar. M ientras no han inte­
grado los códigos, los nuevos videntes siguen ciegos ante las signifi­
caciones de lo visual: han recobrado la vista, pero no su uso. A lgu­
nos se niegan incluso a abrir los ojos y continúan m oviéndose com o
antes, con ayuda del tacto, del oído, de las sensaciones térmicas,
kinestésicas u o lfa tiv as^
L a experiencia perceptiva de un grupo se m odula a través de la
sucesión de intercambios con los otros. Las discusiones, los aprendi­
zajes específicos, m odifican o afinan las percepciones, que se hayan
siempre abiertas a la experiencia y ligadas a una relación presente al
m undo. A cada m om ento es posible deshacerse de las rutinas senso­
riales para emprender otros aprendizajes, aumentar la agudeza de la
mirada, las percepciones cromáticas, la capacidad gustativa, el tacto,
abrirse a otras músicas, otras sonoridades, etc. U na experiencia de
enología, por ejemplo, revela en pocos días una afinidad de matices
sensoriales que el individuo apenas sospechaba que existieran en su
vaso de vino. Aprender a tocar un instrumento de música afina la

18Denis Diderot, Le reve de d'Alembert et autres écrits philosophiques, París, Livre de


poche, 1984, p. 190.
19M. Von Senden, Space and sight. The perception of space and shape in the congenitally
blind befare and after the operation, Glencoe, Free Press, 1960.
20 David Le Breton, op. cit., capítulo 2.
sensibilidad acústica y abre un nuevo horizonte sensorial. Iniciarse en
la cocina es antes que nada aprender a discernir sabores mínim os cuya
conjugación decidirá el éxito o el fracaso de un plato.
Incluso una experiencia como la del dolor no es la traducción
sensible de una lesión orgánica. C o m o las otras percepciones senso­
riales, lejos de ser el registro de un dato fisiológico, es una interpre­
tación, una traducción en térm inos íntim os de una penosa altera­
ción de sí, que es sim ultáneam ente experim entada y evaluada, inte­
grada en térm inos de significaciones y de intensidad. La cenestesia
no es sim plem ente un registro, sino una sum a de atención y reflexi-
vidad; se encuentra ya tam izada por categorías de pensam iento; no
traduce a la conciencia una fractura orgánica, sino que m ezcla cuer­
po y sentidos2! En otras palabras, el dolor no es solam ente una
serie de m ecanism os fisiológicos, sino que afecta a un hom bre sin­
gular, inserto en una tram a social, cultural y afectiva m arcada por
su historia personal. N o es el cuerpo el que sufre, sino el individuo
en su totalidad. El dolor es antes que nada la invasión de una signi­
ficación particular en el centro del sujeto; en ese sentido, está m o­
delado por las circunstancias, por la capacidad del sujeto para hacer­
les frente. D e allí la diversidad de actitudes en enferm os afectados
por las m ism as patologías y los m ism os síntom as: éstas son vividas
com o un sufrim iento de diferentes grados de intensidad según los
individuos y las circunstancias. La experiencia corporal es siempre
traducida en un idiom a cultural. A unque las situaciones de inco­
m odidad o de dolor afectan a todas las poblaciones, no siempre
son percibidas como dignas de interés, y no siem pre reclaman la
consulta del m édico o del curandero local. U n proceso selectivo

21 David Le Breton, Antropofagia del dolor, Madrid, Seix Barral, 2002.


distingue en ese caso a los actores provenientes de diferentes cultu­
ras. Poblaciones acostum bradas a vivir duram ente son indiferentes
a dolores que despedazan a otros m ás habituados al confort y m ás
inclinados a exam inarse a sí m ism os. El dolor es evaluado según
una m edida propia de la vida cotidiana. U n m odesto estudio reali­
zado en 1980 durante un trek k in g en el H im alaya m uestra que los
porteadores nepaleses poseen una tolerancia al dolor experimental
superior a la de los occidentales que los acom pañaban22. Sensibles
al aspecto penoso del dolor, lo toleran sin em bargo m ás que sus
com pañeros; en otras palabras, sitúan su sufrim iento claramente
m ás lejos. N o por naturaleza, evidentemente, sino porque están
acostum brados a condiciones de existencia m ás duras y a valores
sociales propios, que repiten sin pensarlo.
Antes que el pensam iento o la acción, encontram os a los sen­
tidos y el sentido: es la m anera en que el actor es atravesado por su
entorno de m anera com prensiva. A lgunas veces, sin em bargo, lo
sim bólico no sutura suficientem ente lo real, surge algo innom bra­
ble, algo visible, algo audible, im posible de definir, y que incita a
tratar de com prender. El individuo lo exam ina, lo com para, avanza
una hipótesis, o bien recurre a especialistas para identificar m ejor la
sensación que lo perturba: el m édico precisa el dolor o la m olestia
resentida; el m úsico explicita un ritm o que le parece discordante; el
cocinero nos explica la sutileza de un plato; el historiador de arte
declina las diferentes tonalidades de azul, etc23. Incluso cuando hay
dem asiado que ver, escuchar, degustar, tocar o sentir; en una pala­
bra, dem asiadas cosas que com prender, la m ayor parte de la vida

22W. Clark, S. Clark, “Pain responses in Nepalese porters”, Science, vol. 209, N° 18,
1980.
23Michel Pastoureau, Bleu. Histoire d'une couleur, París, Seuil, 2002.
prosigue, justam ente, en la indiferencia ante lo que no ha sido per­
cibido, a m enos que la curiosidad conduzca a una m ayor atención.
Las necesidades d e la existencia individual conducen a descui­
dar una serie de datos sensibles con el fin de volver m ás fácil la vida.
La dim ensión de sentido evita el caos. Las percepciones son justa­
m ente la consecuencia de una selección realizada sobre el flujo sen­
sorial que baña al hom bre. Resbalan sobre las cosas familiares sin
que se les preste atención, mientras no desdibujen el cuadro: se
absorben en lo evidente, pues incluso cuando el individuo tiene
dificultades para nom brarlas con precisión, sabe que hay otros que
son capaces de discurrir a propósito de ellas. Se puede estar confor­
m e con contem plar un “pájaro”, o con sentir un “buen olor”, pero
el aficionado podría identificar al colibrí y su época de reproduc­
ción, o el jardinero al eucaliptus. La categorización es m ás o m enos
im precisa; reúne m ás o m enos bien las cosas o los acontecim ientos,
a lo cual el individuo se conform a si no desea producir esfuerzos de
com prensión suplem entaria.
Tal com o el pastor conoce a cad a una de sus ovejas y sabe
nom brarlas, su vecino el carpintero no hace menos, pues en su caso
conoce la calidad de la m adera y sus usos, com petencia que escapa
al pastor. Pero para adquirir los códigos de percepción propios de
su oficio, esos hom bres han necesitado un aprendizaje m eticuloso
de la m irada. Según W H udson, “cada uno habita su pequeño
m undo, que es personal, y que para los otros no es sino una parte
del halo azulino que difum ina todo, pero en el cual, para este indi­
viduo en particular, cada objeto se destaca con una nitidez sorpren­
dente y cuenta claram ente su historia ( ...) El secreto de la diferen­
cia es que su ojo está adiestrado para ver ciertas cosas que busca y
espera encontrar. Instálenlo en un lugar en que las condiciones sean
nuevas para él y se encontrará inerm e”2^ Evocando regiones de di­
fícil acceso en Argentina, H u dson nos cuenta cóm o un europeo
“que tratara cazar o explorar, con los pies y las piernas desnudos,
sufriría picaduras y desgarros casi a cada paso, y probablem ente an ­
tes que term inase el día sería m ordido por una serpiente. El indio,
sin em bargo, pasa su v id a en esos lugares, desnudo, o casi. Recorre
el inexplorado desierto cubierto de zarzas, sin otra cosa que sus
flechas para procurarse su com ida, la de su m ujer y sus hijos. N o
sufre con las espinas ni lo m uerden las serpientes, porque su m irada
está perfectam ente entrenada para descubrirlos a tiem po. M archa
rápido, pero conoce todos los tonos de verde, todas las hojas, lisas
u onduladas, en m edio del denso tejido, lleno de tram pas y de
supercherías, en el que está obligado a marchar, y aunque una hoja
se parece a la otra, posa el pie donde puede hacerlo sin peligro;
escogiendo rápidam ente entre dos males, pone el pie donde las
puntas y las espinas son m enos agudos, o donde, por una razón que
conoce, éstas hacen m enos m al”^ Para protegerse sabe descubrir
inm ediatam ente a la serpiente, casi invisible bajo la vegetación. En
una palabra, se hace uno con su entorno y sabe descifrar los datos
sensoriales al instante, tanto por el aprendizaje recibido desde la
infancia com o por la costum bre.
Visualm ente, toda percepción es u n a m oral o, en otros térm i­
nos, una visión de m undo. El paisaje está en el hom bre antes que el
hombre esté en él, pues el paisaje hace sentido solamente a través de
lo que ve. Los ojos no son solam ente receptores de luz y de las cosas
del m undo, son sus creadores, en tanto la vista no es el calco de un
afuera, sino la proyección fuera de sí de una visión del m undo. Un

24W. H. Hudson, Unjlaneur en Patagonie, París, Payot, 1994, p. 165 (tr. fr.).
21 lbíd., pp. 171-2.
objeto no se expresa a través de una significación unívoca, como lo
recuerda irónicam ente la percepción de la botella de coca-cola en
un villorrio africano que se describe en L os dioses deben estar locos
(T h e G ods M u s t B e Crazy, Jam ie Uys, 1980), pues todo depende

de aquel que lo percibe, y de sus expectativas al respecto, para afec­


tar una significación y un uso. El hom bre nace a lo visible al expo­
nerlo a la luz del día. T oda m irada proyectada sobre el m undo,
incluso la m ás anodina, realiza un razonam iento visual para produ ­
cir sentido. La vista filtra en la m ultiplicidad de lo visual líneas de
orientación que hacen posible pensar el m undo: no es para nada un
m ecanism o de registro, sino una actividad. N o existe, por otra par­
te, una vista fija, sino una infinidad de m ovim ientos de los ojos,
inconscientes y voluntarios a la vez. Vam os por el m u n d o ojeada
tras ojeada, sondeando visualm ente el espacio por recorrer, dete­
niéndonos por m ás tiempo en ciertas situaciones, fijando la aten­
ción de m odo m ás preciso sobre un detalle. C on los ojos se realiza
perm anentem ente un trabajo de sentido. T oda m irada es interpre­
tación, aunque la m ism a lógica se aplica al gusto, al tacto, al olfato,
al oído ...
Esta com petencia particular, adquirida por el individuo en su
ejercicio profesional o en su entorno vivencial, no es transferible a
todas las situaciones. Recordem os una anécdota, volviendo a pasear
con W H udson. U no de sus am igos de la Patagonia es un jugador
de cartas dotado de tal agudeza visual que es capaz, a m edida que se
desarrolla el juego, de m em orizar ciertas cartas gracias a ínfimas
diferencias en los colores del reverso. Se ha entrenado largo tiem po
para ello, convirtiéndose así en un ju gad or temible. Sin em bargo,
recuerda H udson, “este m ism o hom bre ( ...) , que poseía una vista
de una agudeza sobrenatural, estaba profundam ente sorprendido
cuando le expliqué que la m edia docena de pájaros de la fam ilia de
los gorriones que picoteaban en su patio, que cantaban y construían
nidos en su jardín, su viña y sus cam pos, no pertenecían a una mis-
1'a especie, sino a seis diferentes. N u n ca había notado diferencias
entre ellos; tenían todos los m ism os hábitos, hacían los m ism os
m ovim ientos; en cuanto a la talla, color y form a, eran idénticos;
para sus oídos, gorjeaban y piaban todos de la m ism a manera, en­
tonando el m ism o canto”2l\
Los estím ulos que provienen del m edio exterior (o incluso
interior) sobrepasan infinitamente las capacidades de observación o
la conciencia del individuo. Im posible captarlo todo, sólo una par­
te infinitesimal alcanza a la lucidez o transform a la experiencia. Pero
esa es justam ente la suerte del individuo: no agota nunca su expe­
riencia, sino que perm anece siem pre en disposición de aprender y
descubrir, a m enos que caiga en una rutina de la acción y el pensa­
miento. Siem pre hay dem asiado que ver, escuchar, sentir, degustar
o tocar; m ás aún, lo real no es para el individuo otra cosa que un
teatro de proyección de significaciones que él no sólo percibe, sino
que, en prim er lugar, concibe; es decir, m odela en esquem as visua­
les, olfativos, gustativos, táctiles, auditivos. Todavía m ás allá de eso,
una concepción del m undo, transportada por una cultura y frag­
m entada en cada uno de sus m iem bros, no cesa de diseñar una
frontera entre lo visible y lo invisible, lo olfativo y lo inodoro, lo
sabroso y lo insípido, lo audible y lo inaudible, lo táctil y lo intan­
gible. L os desacuerdos de percepción no son solam ente conflictos
de interpretación: traducen, a la vez, los desacuerdos de m undo.
M ás allá de las condiciones sociales de existencia, que orientan

26Ibíd., p. 163.
m uchas veces atenciones perceptivas distintas al interior de la m is­
m a sociedad, la diferenciación de los sentidos puede conocer, de
una época a otra, variaciones considerables.
La m irada del hom bre de la E dad M edia no tiene casi ninguna
relación con la que proyectam os hoy sobre el m undo. Aquél no
veía el m undo con los m ism os ojos. La naturaleza de los contem ­
poráneos de Rabelais no se encuentra aún “desencantada”, reducida
a fuerza de producción o entretenim iento. “Fluidez de un m undo
en que n ada está estrictam ente delim itado, en el que los seres m is­
m os, perdiendo sus fronteras, cam bian en un abrir y cerrar de ojos,
sin provocar, por tanto, objeción de form a, de aspecto - d e “reino”,
com o diríam os. D e ahí todas esas historias de piedras que se ani­
m an, que cobran vida, se mueven y evolucionan; los árboles cobran
vida, sin asom brar a los lectores de O vidio ( ...) , los anim ales se
com portan com o hom bres y los hom bres se transform an, a volun ­
tad, en anim ales. Un caso paradigm ático es el del hom bre-lobo, el
ser hum ano que tiene el don de la ubicuidad, sin que parezca sor­
prender a nadie: en un lugar es hom bre; en el otro, bestia” 27^H abrá
que esperar el transcurso del siglo ^XVII para que aparezca, en algu­
nos letrados, transidos de aquello que Lucien Febvre llam a “el sen­
tido de lo posible” , una m irada racionalista, despojada de todo sen­
tim iento de trascendencia; hom bres preocupados de convertirse en
“am os y señores de la naturaleza” . L a m irada de los hom bres del
siglo no se encuentra anim ada por la certeza de que lo non
posse engendra el non esse, que lo im posible no puede ser. C o m o lo

observa a su vez R. Lenoble, com entando el espacio pictórico de su


tiem po, los ángeles, los santos, los unicornios son “vistos”, con sus

27Lucien Febvre, Rabelais et leprobleme de l'incroyance au XV'/e sücle, París, Albin Michel,
1968, p. 404.
propios ojos, por hom bres que no dudan de su realidad. El bestia­
rio del Renacim iento adm ite al temible basilisco, anim al híbrido
proveniente de un huevo de gallo incubado por un sapo. D e una
sola m irada m ata a los hom bres que se atraviesan en su cam ino si
los descubre antes de ser visto por ellos; si no lo hace, se vuelve
vulnerable a su vez. Algunos anim ales tienen fam a de poseer pode­
res maléficos parecidos, com o el lobo, el gato, el león, la hiena, la
lechuza. Lo que llam am os hoy en día “sobrenatural” no es otra cosa
que lo que fue “natural” en esa época. Las fronteras de lo visible no
son com prensibles sino en función de aquello que los hom bres
esperan ver; no de una realidad objetiva que precisam ente nadie
verá jam ás, ya que no existe.
Frente a su entorno, el hom bre no es nunca un ojo, una oreja,
una m ano, una boca o una nariz, sino una m irada, una escucha, un
tacto, un gusto o un olfato; es decir, una actividad, una postura de
descifram iento. A cada instante transform a el m undo sensorial en
el que está inm erso en un m undo con sentido y valor. L a percep­
ción no es la huella de un objeto sobre un órgano sensorial, sino un
cam ino de conocim iento diluido en la evidencia o fruto de una
reflexión, un pensam iento a través de los cuerpos sobre el flujo
sensorial q u e baña al individuo en perm anencia. L a percepción no
es coincidencia con las cosas, sin o interpretación. L o qu e los hom ­
bres perciben no es lo real, sino, desde ya, un m undo de significa­
ciones. C ada hom bre cam ina en un universo sensorial relacionado
con lo que su historia personal hace de su educación.
L o s sentidos no son “ventanas” ante el m undo, o “espejos”
disponibles para registrar cosas perfectamente indiferentes a las cul­
turas o a las sensibilidades, sino filtros que retienen en su tam iz lo
que el individuo ha aprendido a poner, o lo que justam ente él in-
tem a identificar activando sus recursos. N o hay una objetividad del
m undo. Las cosas no existen en sí, sino que se encuentran siempre
atravesadas por alguna intención o un valor que hace posible que
sean percibidas. La configuración y el límite del despliegue de los
sentidos pertenecen al trazado de la sim bología social. N o s encon­
tram os inm ersos en un entorno que no es otra cosa que lo que
percibim os. N u n ca hay ilusiones de los sentidos, pues el m undo
no es otra cosa que aquello que es percibido, incluso si las exigen­
cias de la existencia cotidiana im ponen a m enudo cierta corrección
de los m ensajes en función de lo posible.
Es im probable que los hom bres que ven la luna brillar duran­
te la noche tengan la intención de cogerla com o a una manzana. Si
el pedazo de cera, tan preciado por D escartes para descalificar a los
sentidos, se funde con la llam a de la vela, sabem os que no som os
víctim as de los sentidos, sino del archiconocido cam bio en la natu­
raleza de un elemento. D e igual manera, la belleza de un fruto plas-
tificado, que im ita asom brosam ente al verdadero, no nos incita a
com erlo. El hom bre ve, escucha, siente, gusta, toca, prueba la tem ­
peratura am biente, percibe el rum or interior de su cuerpo, y al ha­
cerlo hace del m undo la m edida de su experiencia, lo hace com uni­
cable a los otros, sum ergidos com o él en el seno del m ism o sistem a
de referencias sociales y culturales. La percepción es acontecim iento
de sentido. A unque no sea m ás que para declarar su turbación ante
el gusto indefinible de un plato o la naturaleza singular de un color.
Frente a la infinidad de percepciones posibles en todo m o­
m ento, cada sociedad define maneras particulares de establecer se­
lecciones, interponiendo entre ella y el m undo un filtro de signifi­
caciones y valores, que procura a cada uno orientaciones para existir
en el m undo y com unicarse con los que lo rodean. Eso no significa
que las diferencias no distingan a los individuos entre sí, incluso al
interior de un grupo social del m ism o estatus. Y el m ism o indivi­
duo, de un m om ento a otro o según su hum or o su disponibilidad
o el público que lo rodea, no percibe los estím ulos sensoriales de su
entorno de la m ism a manera. Inquieto o apurado por una cita, no
saborea su plato preferido com o lo hiciera la sem ana anterior, cuan­
do tenía tiem po disponible. Las significaciones que se asocian a las
percepciones se encuentran teñidas de subjetividad: encontrar azu­
carado el café o m ás bien fría la tem peratura del mar, por ejem plo,
suscita a veces un debate que m uestra que las sensibilidades de unos
y otros no son exactam ente hom ologables sin m atices, incluso si
los intérpretes com parten la m ism a cultura.

P e r c e p c ió n d e lo s c o l o r e s

L a percepción de los colores parece algo evidente; sin embargo, el


color no existe independientemente de la mirada humana, que recorta
los objetos de la luz y de su contexto28. N o se trata solamente de un
hecho óptico, físico o químico. En primer lugar, es un factor de per­
cepción. El hom bre interpreta los colores, no los registra. É stos no
poseen ninguna objetividad. Anteriores a cualquier categoría de senti­
do, no son percibidos de la m ism a manera en todas las sociedades
humanas. La m ism a noción de color, tal como la entendemos en nues­
tras sociedades, en el sentido de una superficie coloreada, no sólo es
ambigua, sino que no es universal, y hace imposible una comparación
directa con otras culturas que nombran a veces cosas m uy diferentes.

18Sobre el problema de la percepción de los colores, cf. David Le Breton, La saveur du


monde, op. cit.
Innum erables son las dificultades para la traducción de los
conceptos de color de una lengua a la otra o desde un sistem a cultu­
ral a otro. M . Pastoureau enum era algunas de ellas a propósito de
las traducciones de la Biblia: “El latín medieval introduce, entre
otras cosas, una gran cantidad de térm inos de color allí donde el
hebreo, el arameo o el griego no em pleaban sino términos de m ate­
ria, luz, densidad o cualidad. D on de el hebreo, por ejem plo, dice
brillante, el latín dice m uchas veces c a n d id u s (blanco), o incluso
ru b er (rojo). Allí donde el hebreo dice sucio o som brío, el latín dice

n iger o v irid is, y las lenguas vernáculas, blanco o verde. D onde el

hebreo dice rico, el latín d ice p u rp u re u s, y las lenguas vulgares, púr­


pura. En francés, en alem án, en inglés, la palabra rojo es frecuente­
m ente utilizada para traducir palabras que en el texto griego o he­
breo no remiten a una idea de coloración, sino a ideas de riqueza,
de fuerza, de prestigio, de belleza, o incluso de amor, de muerte, de
sangre, de fuego”2^ El m ism o térm ino designa, a la vez, en H o m e­
ro, el azul, el gris y los colores oscuros. El azul falta en el vocabula­
rio de la Biblia, en el Corán, en la G recia antigua y en m uchas
sociedades tradicionales. El blanco se declina en m últiples m atices
entre los In u its. N o es que posean un m ejor sentido de la observa­
ción que los otros hom bres, pero su entorno, m arcado por innu­
m erables m atices de blancura, autoriza ese refinam iento cultural.
Los m aoríes de N u eva Zelanda distinguen entre un centenar de
rojos, pero en relación a oposiciones propias a cada objeto, seco/
húm edo, caliente/frío, duro/tierno, etc. La percepción del rojo de­
pende de la estructura del objeto, y no a la inversa, según la visión
occidenta,l de los colores.

29 M. Pastoureau, Bleu, op. cit., p. 19.


M eyerson, al com parar la percepción de los colores a través de
diferentes culturas, nota que “esos sistemas no se reproducen de
una lengua a la otra; sin duda hay hechos de nom inación com unes,
com o hay hechos de atención perceptiva com unes. En todas las
lenguas, al parecer, se nom bra el negro, el blanco y el rojo. Pero
incluso en esos tres térm inos principales, la extensión y la com ­
prensión no parecen ser las m ism as en todas partes. El negro puede
o no com prender el azul y el verde; puede o no significar lo oscuro
en general. Igualm ente, lo blanco puede designar, pero no en todas
partes ni todo el tiem po, lo lum inoso, lo brillante, la plata, inclusi­
ve el oro. El rojo puede abarcar m ás o m enos al anaranjado, el
óxido, el am arillo. Fuera de esas tres nociones que, de nuevo, son
representadas en general, se notan en todas partes divergencias ( ...)
U n nom bre concreto a veces designa un matiz m uy preciso, a veces
m arca una categoría afectiva o social, o a veces los dos a la vez”30^
i

Las culturas que no poseen m ás que algunos nom bres de colores,


por ejem plo blanco, negro o rojo, reducen a ellos el conjunto de
colores de su m edio am biente.
El vocabulario crom ático de m uchas sociedades hum anas no
aísla jam ás los colores de su preciso contexto de aparición. Es más
bien sensible a la lum inosidad, a oposiciones entre lo seco y lo hú­
m edo, lo tierno y lo duro, el calor y el frío, lo m ate y lo brillante, o
tam bién a características morales del objeto, com o al hecho de que
sea visto por un hom bre o por una mujer. Los colores se entrecru­
zan al interior de un sistem a de valores, de sim bolism os particula­
res que subordinan toda nom inación a objetos y a un contexto
preciso. D esprender de allí los colores, captarlos com o coloraciones

K Ignace Meyerson, Probltmes de la couleur, París, Sevpen, 1957, p. 358


puras, es una visión de m undo propia de nuestra sociedad occiden­
tal, pero difícilm ente aplicable a otros ám bitos culturales. N o se
nom bran colores, se nom bra un sentido.
En Jap ón , no es tan im portante saber si se está frente a un
color azul, rojo u otro, sino identificarlo como mate o brillante.
Existen m uchos blancos, los que van desde el m ate m ás opaco has­
ta el m ás lum inoso de los brillantes, m atices difíciles de distinguir
para un ojo no entrenado. Pero la hegem onía de Jap ó n en m ateria
de industria fotográfica ha sensibilizado a los occidentales a distin­
guir entre el m ate y el brillante, por lo m enos en m ateria de tiraje
d e fotos.
C o m o es sabido, en cualquier sociedad los individuos son
capaces de clasificar correctam ente bandas coloreadas aisladas de
cualquier contexto real. Ju ego de niños que no con duce m u y le­
jos, porque en las condiciones reales de existencia de los indivi­
duos, en m edio de su cultura, ese ejercicio no tiene ningún senti­
do. C on k lin , estudiando a los H an u n oo, observa num erosas con ­
fusiones, dudas y vacilaciones entre ellos cu an do les pide n o m ­
brar el color de algu n o s objetos aislados de tod o contexto local o
el de algunas cartas pin tadas. Por el contrario, obtiene respuestas
inm ediatas cuando se trata de objetos escogidos de la vida coti­
diana, o cuan do form ula de otro m od o sus preguntas, pregun tan ­
do a sus inform adores sobre a qué se asem ejan, etc. D escubre así
una caracterización de los colores en cuatro niveles, en los que se
m ezclan, en realidad, dim ensiones m uy distintas. Si se fuerza el
vocabulario H an u n oo para verterlo en un registro occidental, los
cuatro colores que se distinguen son el negro, el blanco, el rojo y
el verde. Pero estaríam os lejos de lo que ven los H an u n oo : “ En
prim er lugar hay una oposición entre lo claro y lo oscuro (.. .)
E nseguida una oposición entre lo seco o el secado, y lo húm edo o
la frescura (lo tierno)”^ Por lo dem ás, el térm ino “color” no existe
en esta lengua.
R esum iendo investigaciones realizadas en Áfrrica negra, M .
Pastoureau observa que la m irada que se arroja sobre el m undo es
menos sensible a las fronteras que separan las gam as de color que al
hecho de saber “si se trata de un color seco o de un color húm edo,
de un color suave o de un color duro, de un color liso o de un color
rugoso, de un color sordo o de un color sonoro, a veces de un color
alegre o de un color triste. El color no es una cosa en sí, aún menos
un fenóm eno que rem ita solam ente a la vista”32^ El hom bre que
observa los colores del m undo raramente se preocupa de los datos
físicos, quím icos u ópticos. Se contenta con ver e ignora el incons­
ciente cultural que im pregna, no obstante, su m irada. La percep­
ción de los colores revela una com plejidad infinita, pues los hom ­
bres no m iran las m ism as cosas, sino distintas según su pertenencia
social y cultural. El centro de gravedad en la designación de los
colores no remite a los colores m ism os, sino a los datos de la cultu­
ra en las circunstancias precisas inherentes a la percepción de un
objeto. C reyendo com parar colores, se com para en van o visiones
del m undo.

H. C. Conklin, “Hanunóo color categorie”, en D. Hymes (ed.), Language in culture


and society, Nueva York, Harper, 1966, p. 191.
32M. Pastoureau, Couleurs, images, symboles. Etudes d'histoire et d'anthropologie, París, Le
Leopard d’Or, 1989, p. 15.
L a h e g e m o n ía d e la v ista

T oda cultura im plica una cierta intrincación de los sentidos,


una m anera de sentir el m undo que cada uno adapta a su estilo
personal. N uestras sociedades privilegian desde antaño el oído y la
vista, m as se suele diferenciar am bos, confiriendo a la vista una
superioridad que se evidencia en el m undo contem poráneo. El v o ­
cabulario visual ordena los m odos de pensar en diversas lenguas
europeas. La etim ología m uestra que la palabra “ver” proviene del
latín videre y del indoeuropeo veda: “Yo sé” , de donde derivan tér­
m inos com o evidencia (lo que es visible), providencia (pre-ver se­
gún la preconcepción de D ios), etc. La vista es la prim era garantía
del saber: “H ay que ver para creer’’, “lo creeré cuando lo vea” , etc.
“Ya veo” es sinónim o de “ya com prendo” . Ver “con sus propios
ojo s” es un argum ento inapelable. Lo que “salta a los ojo s” , lo que
es “evidente” es indiscutible. L a teoría es la contem plación y la re-
flexividad dirigida al m undo. Especular viene de specu/ari, ver. U na
serie de m etáforas visuales juzga de la vitalidad del pensam iento a
través del recurso a la noción de claridad, de luz, de lum inosidad,
de perspectiva, de punto de vista, de visión de las cosas, de visión
espiritual, de intuición, de reflexión, de contem plación, de repre­
sentación, etc. La ignorancia, al contrario, se asocia a metáforas que
traducen la ausencia de la vista: la oscuridad, el enceguecim iento, la
ceguera, la noche, lo desenfocado, lo nebuloso, lo brum oso, etc.
E l uso frecuente del térm ino ‘visión de m undo’ para designar
un sistem a sim bólico propio a una sociedad, traduce esa hegem o­
nía de la vista en nuestras sociedades occidentales, su valorización
que hace que sólo hay m undo al ser visto. A com ienzos del siglo
pasado, ya G . Sim m el observa que “los m edios de com unicación
m odernos privilegian enorm em ente al sentido de la visión entre
todas las relaciones sensoriales entre los seres hum anos, y eso en
proporción siem pre creciente, lo que podría cam biar íntegramente
la base de los sentim ientos sociológicos generales”3! La ciudad es
un orden visual, una proliferación de lo visible. La prim era precau­
ción del peatón o de otros usuarios de la calzada o de las calles es
mirar hacia todos lados si no quiere arriesgar su vida. N ecesidad
que no es m enos vital para el autom ovilista: si cierra los ojos un
instante, no saldrán ilesos quienes se encuentren por delante. La
vista es, por otra parte, un sentido esencial para cuidar las relaciones
sociales, en las que conviene adaptarse perm anentem ente para no
com eter desatinos o avergonzar a los dem ás.
Sim ultáneam ente, los ojos reciben y proporcionan inform a­
ción. Esos intercam bios participan de la regulación de la interac­
ción. La m irada, dice Sim m el, es un lazo “a la vez tan íntim o y tan
sutil que sólo puede form arse siguiendo la vía más corta: la línea
recta de un ojo al otro; la m enor desviación, el m enor atisbo hacia
un lado, destruiría com pletam ente su carácter único ... T oda rela­
ción entre hum anos, sus sim patías o sus antipatías, su intim idad o
su frialdad, serían transform adas de manera im predecible si no hu­
biese intercam bio entre las m iradas’^ Ciertam ente, la m irada no
se puede separar de la actitud global del actor, que se expresa a tra­
vés de todo su cuerpo. La tonalidad afectiva de una interacción se
traduce tanto por los m ovim ientos del cuerpo y del rostro com o
por la calidad, la duración y la dirección de la m irada. A través de
los cruces de m iradas se tram a la materia de un tratam iento m utuo

33Georg Simmel, Essai sur la socíologie des sens, Sociologie et épistémologie, París, PUF,
1981, p. 230.
34Ibid, p. 227.
de los rostros, y se ofrecen a la vista y la interpretación los índices
significativos que confluyen en el desarrollo del encuentro. En efecto,
en una discusión frente a frente los actores de las sociedades occi­
dentales raram ente desvían la m irada, sus rostros se encuentran en
estrecha correspondencia, en espejo. D e la m ism a m anera, cuando
marchan lado a lado, sobre la acera, por ejem plo, vuelven frecuen­
tem ente la m irada el uno hacia el otro, signo de un com prom iso
com partido, com o tam bién de la necesaria atención a los gestos del
rostro de sus acom pañantes. R egulando el intercam bio, los gestos
orientan el desarrollo de la conversación. Se trate de apoyar una
reflexión, buscando un reconocim iento en la m irada del otro, de
acechar el m om ento propicio para tom ar la palabra a su vez, de
m ostrar a su interlocutor que hay aún cosas que decir o de buscar
signos de sinceridad, etc.
A través de la m irada se considera el rostro del otro, y con ello,
sim bólicam ente, su sentim iento de identidad. En el tratam iento
social de los sujetos que interactúan, la m irada del otro sobre sí se
encuentra cargada de significado. “ É ste no me mira” , “te m ira ape­
nas cuando te habla”, son clichés que indican la decepción de no
haber sido reconocido, de ni siquiera suscitar la m odesta atención
de una m irada que ofrece por un instante la seguridad de existir.
N o ser visto, cuando uno se dirigía al otro, nos im pide incluso
enarbolar cierta “apariencia” . N i siquiera se la ha perdido, pues no
ha sido sancionada por la legitim idad que le confiere la m irada.
Son reveladoras, por ejemplo, las primeras frases de la obra de Ralph
Elisson sobre la condición negra en E stados U nidos: “Soy un h om ­
bre que nadie v e ... Soy un hom bre real, de carne y hueso, de fibras
y líquidos; se podría decir incluso que poseo un espíritu. Soy invi­
sible, com préndanm e bien, sim plem ente porque la gente se niega a
verme ... M i invisibilidad no es tam poco una cuestión de accidente
bioquím ico acaecido a una epiderm is. La invisibilidad de la que
hablo es debida a una disposición particular de los ojos de la gente
con que m e topo”^
La penetración del ojo no ha cesado de acentuarse. H asta los
años sesenta, la im agen era una simple ilustración del texto; el dis­
curso prevalecía, la im agen era un com plem ento. En los años sesen­
ta germ inaba ya la idea según la cual “una im agen vale m ás que mil
palabras”. Vem os m enos el m undo ante nuestros ojos que las innu­
merables im ágenes que dan cuenta de él a través de pantallas de
todos tipos: televisión, cine, com putador o periódicos. Las im áge­
nes ganan terreno sobre lo real y evocan el tem ible problem a del
original. Si lo real no es m ás que la im agen, esta últim a se convierte
en el original, incluso cuando son sin cesar m anipuladas para servir
fines interesados. Los objetos m ism os son producidos com o im á­
genes, a través de la im portancia creciente del diseño. A sim ism o, el
cuerpo ya no escapa a la necesidad de devenir im agen, logo, para
que el individuo cuide su apariencia y se deje ver3l\ La apariencia se
convierte en una form a de reconocim iento tiránico para el que casi
no se reconoce en sus normas.
L a vista ejerce dom inio sobre los otros sentidos en nuestras
sociedades; es la prim era referencia. Pero en otras sociedades, m ás
que de visión, hablarían de “degustación” , de “tacto” , de “audición”
o de “olfato” del m undo para dar cuenta de su m anera de pensar o
de sentir su relación con los otros y el entorno. O tro uso de los

35Ralph Ellison, Homme invisible, pour qui chantes-tu?, París, Grasset, 1969, p. 20 (tr.
fr.).
36David Le Breton, Signes d'identité. Tatouage, piercing et aums marques corporelles, París,
Métailié, 2002, y Antropofagia del cuerpo y mot^mi^dad, Buenos Aires, Nueva Visión,
2004.
sentidos se pone en ejecución. Los Tzolil, por ejem plo, piensan su
universo según un ordenam iento térm ico. Las variaciones sim bóli­
cas entre lo caliente y lo frío m odulan su m edio am biente37^ Los
^Kaluli, de Papúa-N ueva G uinea, que viven en una espesa selva tro­
pical, privilegian una cosm ología acústica38^ Los antiguos habitan­
tes de los Andes descifran su universo en térm inos sonoros39^ Para
los O ngee, de las islas A ndam án, la textura y los m ovim ientos del
m undo, incluidos los hom bres que los com ponen, se tram an en un
sim bolism o olfativo4^ Estas concepciones sensoriales del m undo
son cosm ogonías com plejas, im posibles de resum ir en pocas pala­
bras, pues ellas integran, por otro lado, diferentes m odalidades sen­
soriales que no tienen nada en com ún con las que se encuentran en
nuestras sociedades occidentales; socavan, incluso, los fundam en­
tos de éstas, arrancando el sustento de todas nuestras representacio­
nes y nuestros usos a causa de su radical alteridad, que fuerza una
traducción y suscita inevitablemente algún tipo de reducción (cuan­
do no de traición).
C ada sociedad elabora así una econom ía de los sentidos, una
jerarquía, con límites de desarrollo que le son propios; una cultura
sensorial particularizada, por supuesto, por las pertenencias de cla­
se, de grupo, de generación, de género, y sobre todo de la historia
personal de cada individuo y su sensibilidad particular. Venir al
m undo es adquirir una sensibilidad, un estilo de visión, de tacto,

37Constance Classen, “McLuhan in the rain forest: the sensory worlds of oral cultures",
en David Howes (ed.), Empire of the senses. The sensual culture re^Ur, Berg Publishers
Ltd., 2005, pp. 148 y ss.
38 S. Feld, Sound and sentíment. Birds, weeping, poetics and song in Kulali expression,
Filadelfia, University of Pennsylvania Press, 1982.
3’ Constance Classen C., Worlds ofsense: exploring the senses in history andacross cultures,
Londres, Routledge, 1993.
40Constance Classen, “McLuhan in the rain forest", op. cit., pp. 153 y ss.
de oído, de gusto, una sensibilidad singular frente a la com unidad
de pertenencia. Los hom bres habitan universos sensoriales diferen­
tes. L as percepciones sensoriales son relaciones sim bólicas con el
m undo. Si bien el conjunto de los hom bres del planeta disponen
del m ism o aparato fónico, no hablan la m ism a lengua. Igualm en­
te, si la estructura m uscular y nerviosa o la estructura sensorial son
idénticas, eso no condiciona en nada los usos culturales a los que
dan lugar. D e una sociedad hum ana a otra, los hom bres experi­
mentan sensorialm ente los acontecim ientos por m edio de reperto­
rios culturales diferenciados, a veces similares pero no idénticos.

L a c o n j u g a c i ó n d e l o s s e n t id o s

En la vida cotidiana nos encontram os sum idos en la experien­


cia sensible del m undo. T odos los sentidos se encuentran perm a­
nentem ente en actividad, intercam biando conjuntam ente sus in­
form aciones en la conducción de la existencia. El individuo no se
extraña al sentir el viento sobre su cara al m ism o tiem po que ve
mecerse los árboles en su cam ino. Se baña, súbitam ente, en el río
que tenía ante los ojos, sintiendo su frescura después del calor del
día; huele el perfum e de las flores antes de acostarse en el suelo a
dormir, m ientras una iglesia anuncia a lo lejos el com ienzo de la
tarde. Los sentidos participan en su conjunto para hacer coherente
y habitable el m undo. Las percepciones sensoriales lo insertan en el
m undo, pero él es el director de la obra. N o son sus ojos los que
ven, sus oídos los que escuchan, o sus m anos las que tocan, está
todo él en su presencia ante el m undo y los sentidos se mezclan en
todo m om ento en el sentimiento que tiene de existir. Incluso cuando
escapa a la m irada, los gritos del niño que se aleja de la casa lo hacen
perm anentem ente visible.
Sólo puede aislar los sentidos para exam inarlos a posteriori
m ediante una operación de desm antelam iento del sabor del m un­
do. En su C a r ta sobre sordos y m udos p a r a aq u ello s q u e escuchan y
h ab lan , D iderot inventa una fábula al respecto: “ C reo que sería

divertida una sociedad en la que, de cinco personas, cada una no


poseyera m ás de un sentido; sin duda, esas gentes se tratarían todos
de insensatos, y yo os dejo elucubrar a base de qué fundam ento
( ...) Por lo dem ás, hay una observación que hacer sobre esta socie­
dad de cinco personas en la que cada una no poseería m ás que un
sentido, y es que, por su capacidad de abstraerlo todo, podrían ser
todos geóm etras, y entenderse a maravilla, aunque fuese sólo en
geom etría”4! El m undo no se ofrece sino a través de la conjugación
de los sentidos; aislar uno o el otro equivale, efectivamente, a hacer
geometría, a suprim ir la base de la vida cotidiana. Las percepciones
no son la adición de inform aciones com parables con órganos de los
sentidos encerrados en su frontera. N o hay aparatos olfativos, vi­
suales, auditivos, táctiles o gustativos prodigando separadam ente
sus datos, sino una convergencia entre los sentidos que solicita una
acción m ancom unada.
La experiencia antropológica, o la del viaje, son maneras de
desprenderse de las fam iliaridades perceptivas para acoger otras
m odalidades de aproxim ación y sentir la m ultiplicidad de m undos
que se articulan en un solo m undo: inventa de m odo inédito el
degustar, el oír, el tocar, el sentir; rom pe con las rutinas del pensa­
m iento; llam a a despojarse de los esquem as antiguos de inteligibili­

41 Denis Diderot, op. cit., p. 237.


dad a fin de abrirse a un ensancham iento del m undo. Es una invita­
ción a la alta m ar de los sentidos, pues el sentir se acom paña siem ­
pre de un despliegue de significación. N o s recuerda que toda socia­
lización, incluso en su apertura al m undo, es restricción de la senso-
rialidad posible. A sí com o para hablar es preciso m anejar una len­
gua de m anera fluida, y con ello un cód igo para traducir el pensa­
miento, para el entorno se precisan códigos de percepción, tam bién
si las sensibilidades individuales los desbordan a veces. Pero si hay
infinitas m aneras de hablar, lo m ism o ocurre con cualquier expe­
riencia perceptiva.
Para la antropología de los sentidos, las percepciones sensoria­
les no remiten (o no solam ente) a una fisiología o psicología, sino,
antes que nada, a una orientación cultural que deja m argen a la
sensibilidad individual. Las percepciones sensoriales forman un pris­
m a de significaciones sobre el m undo m odeladas por la educación
y desarrolladas según la historia personal de cada individuo; depen­
den asim ism o de su grado de atención, de su disponibilidad, de la
presencia o no de otros a su lado y de las características de la interac­
ción en su m om ento. Son, por ello, m oduladas por las circunstan­
cias. C onstituyen los recursos de sentido a partir de los cuales el
individuo articula su m undo según esquem as de com prensión y
acción susceptibles de ser com unicados a los otros. En una m ism a
com unidad, éstos varían de un individuo al otro, pero coinciden
relativamente en lo esencial. M ás allá de las significaciones persona­
les insertas en una pertenencia social, el hecho de ser un hom bre o
una mujer, un niño o un viejo, etc., se desprenden significaciones
m ás am plias, antropológicas, que reúnen a hom bres de sociedades
diferentes por su sensibilidad ante el m undo.
C a p ítu lo 3
F e n o m e n o lo g ía d e l c o m e d ia n te
e n el te a tro c o n te m p o rá n e o

“Memoria mecánica y afectividad son los dos brazos del flagelo de


esta balanza, con ayuda de la cual avanza peligrosamente en la
ejecución de su rol, sobre la cuerda floja de la acción, sin perder
jamás conciencia de sí mismo, y preocupado del público que lo
escucha y lo mira, bajo pena de perder su centro de gravedad”
(Louis Jouvet, Le comédian désincamé).

L a e x p r e s ió n s o c ia l d e l a s e m o c i o n e s

El hom bre se encuentra conectado con el m undo a través de


un tejido perm anente de em ociones y sentim ientos. Está constan­
tem ente afectad o ; tocado por los acontecim ientos. La afectividad
encarna para el sentido com ún un refugio de la individualidad, el
jardín secreto en que se afirm aría una interioridad nacida de una
espontaneidad sin fisuras. Sin em bargo, aunque parezca el colm o
de la particularidad individual, ésta es siem pre el producto de un
entorno hum ano concreto, un universo social de sentido y valores
tal com o el que se encarna según una historia singular. Si la infinita
diversidad de la afectividad de un extremo al otro del m undo o de
un período a otro de la historia pertenece, por cierto, al patrim onio
de la especie, su actualización en una experiencia -a sí com o en una
econom ía sutil de m ím icas, gestos, m ovim ientos, posturas, distan­
cia respecto al otro, en una sucesión de secuencias o en una dura­
c ió n - no se concibe independientem ente del aprendizaje y de la
transform ación de la sensibilidad que suscita la relación con los
otros en m edio de una cultura en un contexto particular. La em o­
ción no posee realidad por sí m ism a, no surge de una fisiología
indiferente a las circunstancias culturales o sociales, no es la natura­
leza del hom bre la que habla a través de ella, sino sus condiciones
sociales de existencia, que se traducen así por m odificaciones fisio­
lógicas y psicológicas. Se inscribe m ás bien en prim era persona en
m edio de un tejido de significaciones y actitudes que im pregna
sim ultáneam ente las maneras de decirla y de desarrollarla. Reenvía
a una construcción social ligada a circunstancias morales, y a la sen­
sibilidad particular del individuo, que se encuentra ritualm ente or­
ganizada, reconocida en sí y significada a los otros; m oviliza un
vocabulario y discursos, y se encarna en una sim bólica corporal.
Rem ite a la com unicación social. El individuo agrega su nota parti­
cular a un m otivo colectivo susceptible de ser reconocido por sus
pares según su historia personal, su psicología, su estatus social, su
sexo, su edad, etc. La afectividad es la incidencia de un valor perso­
nal confrontado a la realidad del m undo42^
Los historiadores o los etnólogos m uestran cuánto varía la
form a en que se asum en las experiencias y la m anifestación de las
em ociones según los grupos sociales y las circunstancias. L a pers­
pectiva antropológica nos obliga a percibirnos bajo el ángulo de la
relatividad social y cultural, incluso en aquellos valores que parecen
íntim os y esenciales, recordándonos así el carácter socialmente cons­
truido de los estados afectivos, inclusive los más fuertes, y de sus

42David Le Breton, Las pasiones ordinarias. Antropología de las emociones, Buenos Aires,
Nueva Visión, 1999.
manifestaciones, frente a un trasfondo biológico que no es nunca
un fin, sino siem pre la materia prima sobre la que se tejen incansa­
blem ente las so cied a d e s^ Así, el etnólogo, confrontado a hom bres
o mujeres tributarias de una cultura afectiva diferente de la suya, se
encuentra a veces en la im posibilidad de identificar em ociones o
sentim ientos sin equivalente en nuestras sociedades occidentales.
Está obligado a retom ar el térm ino vernáculo que designa a esa
em oción y recurrir a una explicación o a una perífrasis para hacerla
inteligible.
La vida afectiva apenas se dom ina, y a veces va contra la volun­
tad, incluso si responde siem pre a una actividad de conocim iento
ligada a una interpretación, por parte del individuo, de la situación
donde se encuentra inm erso. Es un pensam iento en m ovim iento
que no agota la conciencia que el individuo tiene de ella. Procesos
inconscientes lo acom pañan. Autoriza a veces un control, por lo
m enos un juego posible con su expresión para un ajuste m ás favo­
rable a las circunstancias. Se puede eventualmente racionalizarlas o
utilizarlas, exacerbarlas o m oderarlas, según el público y lo que se
juega en las interacciones. Las em ociones no son turbulencias m o­
rales que choquen con las conductas razonables, pues siguen lógicas
personales y sociales, tienen su razón. U n hom bre que piensa es un
hom bre afectado, que restablece el hilo de su m em oria, im pregna­
do de cierta m irada sobre el m undo y sobre los otros. Los m ovi­
m ientos afectivos que parecen rom per con sus maneras habituales,
o que lo em pujan a actuar en un m undo nocivo para él, remiten a
ciertas lógicas del inconsciente enraizadas en tipos de relaciones es­
tablecidas en la infancia y cuya significación puede recuperarse a

4Í David Le Breton, El sabor el mundo. Una antropología de los sentidos, Buenos Aires,
Nueva Visión, 2007.
través de la anam nesis. N o hay proceso cognitivo sin una inversión
afectiva, y viceversa.
El individuo interpreta las situaciones a través de su sistem a de
conocim iento y de valores. L a afectividad desplegada es su conse­
cuencia. Aristóteles, antes que nadie, subraya la participación activa
del individuo en las em ociones que lo atraviesan. “ D ebem os distin­
guir tres puntos de vista en lo que concierne a las pasiones -escribe.
Así, por ejem plo, respecto a la cólera, observar en qué estado de
ánim o se encuentran las personas que m ontan en cólera, contra
quiénes la descargan habitualm ente y por qué m otivo”44. La signi­
ficación que se confiere al acontecim iento funda la em oción que se
siente. Por el contrario, una perspectiva naturalista, m u y alejada de
las sutilezas del lazo social, tiende a postular una equivalencia inge­
nua entre una situación y una em oción, y a fundar la últim a en la
naturaleza. Pero, claro está, la em oción no surge nunca de la biolo­
gía, sino de una significación. En las m anifestaciones de violencia,
individual o colectiva, en el odio racista, por ejem plo, no hay un
triunfo de la “ irracionalidad” o de la “naturaleza’’, sino el em pleo de
un razonam iento, quizás tortuoso, de una lógica mental, incluso
delirante, de un am biente social y de fenóm enos grupales. La em o­
ción es siem pre un conocim iento en acto. N o nos em ocionam os
por un proceso biológico gatillado inadvertidam ente en la oscuri­
d ad del cuerpo, sino ante a un efecto particular, según una historia
personal, en una situación determ inada que m oviliza ahí, com o
reacción, un estado fisiológico reconocible. D o s individuos entran
en conflicto por una razón cualquiera: su cólera aum enta o dism i­
nuye según sus reacciones mutuas. Y desaparece, m uchas veces com ­

44Aristóteles Retórica, Libro II, l, 1378 a, 1378 b.


pletam ente, si uno de ellos reconoce su culpa. O se enciende con
m ás brío si uno de ellos agrega un gesto o una palabra. Pero el
individuo provocado habría podido perm anecer im pávido, si no
ha escuchado o no ha com prendido, o bien si conoce desde hace
tiem po la propensión de su interlocutor a buscar la confrontación
por una minucia. O quizás estando solo lo habría dejado pasar,
pero com o sus am igos lo observan y no querría perder su prestigio,
etc. Se pueden m ultiplicar los ejem plos para recordar que el hom ­
bre no es nunca un reflejo, sino siem pre una reflexividad45. Los
m ovim ientos de sentido m odulan perm anentem ente las experien­
cias afectivas. U n hom bre se asusta por un ruido sospechoso en su
casa; avanza con temor, se calm a al ver una ventana abierta agitada
por el viento. Pero el m iedo vuelve si recuerda haberla cerrado ante­
riormente y descubre que la cerradura está rota. D e un razonamien­
to al otro, la em oción cam bia radicalm ente de form a. U na inter­
pretación errónea puede inducir una angustia com pletam ente arti­
ficial, pero no m enos angustiante. U no se puede aterrorizar, y a
veces llegar a morir, interiorizando la convicción cultural de haber
sido, por ejem plo, víctim a de una m a ld ic ió n 6. El sentido es la
m ateria m ism a de la existencia: el hom bre siente y actúa según su
interpretación de los acontecim ientos. Entre el individuo y el m un­
do que lo rodea se interpone siem pre una tram a de sentido que
alim enta sus angustias o su felicidad.
Al interior de la m ism a com unidad social, las m anifestaciones
corporales y afectivas son virtualm ente significantes para los otros y
remiten unas a otras a través de un infinito juego de espejos. La

45David Le Breton, Linteractionnisme symbolique, París, PUF, 2002, y Las pasiones


ordinarias, op. cit.
4" Marcel Mauss, “Effet physique chez l’individu de l’idée de mort suggérée par la
collectivité”, Sociologie et anthropologie, París, PUF, 1950.
experiencia de un individuo contiene en germen la de los m iem ­
bros de su sociedad. Para que una em oción sea experim entada, per­
cibida y expresada, debe pertenecer, en una form a u otra, al reperto­
rio cultural de un grupo. U n saber afectivo difuso, alim entado por
diversas form as de identificación al otro, circula en el centro de las
relaciones sociales e im prim e, según las sensibilidades individuales,
las experiencias y las actitudes que se im ponen a través de las dife­
rentes circunstancias de su existencia singular. Las emociones son
m odos de afiliación a una com unidad social, una m anera de reco­
nocerse y de poder com unicar juntos sobre el fondo afectivo próxi­
m o. “H ay gente que nunca habría estado enam orada si nunca hu­
biese escuchado hablar del am o r” , dirá, sutil, La Rochefoucauld.
Profundizando algunos com entarios de D urkheim sobre esto
m ism o47, M auss nos m uestra cóm o una “expresión obligatoria de
sentim ientos” traspasa al individuo sin que lo perciba, y lo vuelve
conform e a las expectativas y la comprensión de su grupo. Rem arca
la rigurosa progresión social de un rito funerario australiano donde
la afectividad se encuentra regida por reglas que los actores no cesan
de desarrollar con convicción, conform ándose a los usos. El dolor,
que se expresa por gritos, lam entos, cantos, llanto, es igualm ente
sincero. L as m anifestaciones de pena difieren según la posición de
los actores en el sistem a de parentesco: una dosis lícita de sufri­
m iento es de buen tono, según la proxim idad con el difunto, y
considerando si el deudo es un hom bre o una mujer. La conclusión
de M auss tiene un valor program ático, y abre en su época un vasto
dom inio de análisis: “Todas esas expresiones colectivas simultáneas,
poseedoras de un valor m oral y finalm ente obligatorias de los sen­

47Emile Durkheim, Les formes élémentaires de la vie religieuse, París, PUF, 1968.
tim ientos del individuo y del grupo, son m ás que sim ples m anifes­
taciones, son signos de expresiones com prendidas; en resumidas
cuentas, son un lenguaje. Esos gritos son com o frases y palabras.
H ay que decirlas, pero si hay que decirlas es porque todo el grupo
las com prende. Se hace algo más que m anifestar sus sentim ientos,
se los m anifiesta a los demás porque es necesario m anifestárselos.
Se los hace m anifiestos para sí m ism o al manifestarlos a los otros y
a cuenta de otros. Es, esencialmente, un sim bolism o”48^
L a afectividad de los m iem bros de u n a m ism a sociedad se ins­
cribe en un sistem a abierto de significaciones, de valores, de ritua­
les, de lenguaje, etc. La emoción arranca al interior de esta tram a
proporcionando a los actores una estructura de interpretación so­
bre lo que sienten y perciben de la actitud de los otros. Bateson
designa com o ethos “el sistem a culturalm ente organizado de em o­
ciones” . Ju n to a M argaret M ead, em plea este concepto en B alin ese
C h aracter49^ Al interior del m ism o grupo, un repertorio de senti­

m ientos y de conductas es apropiado a una situación en función del


estatus social, de la edad, del sexo de quienes son afectivamente
afectados y de su público. U na cultura afectiva se encuentra social­
mente en ejecución. C a d a uno im pone sus m atices personales al rol
que juega, con sinceridad o distancia, pero un conjunto permanece,
una sim bólica corporal, que vuelve reconocibles las actitudes5^

48 Marcel Mauss, ‘‘L’expression obligatoire des sentiments", Essais de sociologie, París,


Minuit, 1968-9, p. 88.
49 Gregory Bateson y Margaret Mead, Balinese character: aphotographic analysis, Nueva
York, New York Academy of Science, 1942.
50Cf. David Le Breton, Las pasiones ordinarias, op. cit.
E l t e a t r o c o m o l a b o r a t o r i o d e l a s p a s io n e s

Si un individuo se encuentra solo en su habitación, traduce su


afectividad según sus valores y su sensibilidad y no tiene nada que
ocultar. Sin em bargo, si está con otros, m ide sus palabras y signos
corporales, com poniendo su personaje según las reglas de civilidad
y el grado de fam iliaridad que tiene con las personas que lo rodean.
Por ejem plo, si se encuentra afectado por el duelo controlará sus
em ociones cam inando por la ciudad o realizando un trámite ad m i­
nistrativo; pero si se cruza con alguien conocido en su cam ino, pue­
de que dé libre curso a su pena. Así com o podem os exteriorizar el
estado afectivo que experim entam os, tam bién es posible disim u­
larlo, fingirlo, atenuarlo, dism inuirlo, exacerbarlo, etc. Y eso con
toda honestidad, con el fin de no m olestar a los otros, para respetar
su pena o su alegría, o para no dar una m ala im agen de sí m ism o,
por ejem plo. La expresión de un sentim iento es, por lo tanto, una
puesta en escena que varía según los auditores y según lo que está en
juego. A m enos que se trate de una hipocresía o m ala fe conocidas
hace largo tiem po o inopinadam ente revelados. El juego social so­
bre las em ociones es una m anera eficaz de influir en los otros, in­
cluso de m anipularlos. La m etáfora del m undo com o teatro es un
lugar com ún, de lejana data en la historia del pensam iento occiden­
tal. La existencia social no es solam ente una sucesión de intrigas.
Ella se desarrolla tam bién sobre la escena, con actores sociales y un
público que evalúa sus prestaciones para lo m ejor o para lo peor. La
sociología de G offm an hace de esto un principio de análisis, descri­
biendo la vida cotidiana com o un arreglo dram atúrgico cuyo rol es
asegurar la m ejor prestación a los actores sociales, ante todo con el
fin de que no pierdan su prestigio. Si la apariencia es justam ente la
escena que el hom bre com ún propone a la lectura de sus com pañ e­
ros, el arte del com ediante explota esa fuente de signos, hace de él
un juego de escritura que representa el estado m oral de su persona­
je. El mal actor fracasa al encarnar su personaje, confundiendo per­
m anentem ente al uno con el otro, con gran molestia del especta­
dor, reenviado a una lucidez que él hubiese querido olvidar para
confundirse en su creencia en el espectáculo.
El cuerpo y el rostro, aun si parecen mostrar los signos de la
buena fe, se prestan a la duplicidad. El hipócrita, que juega con los
sentimientos para engañar a todos en la escena social, nos remite a lo
que en la etim ología griega significa el actor. T odo hom bre dispone,
en efecto, de la facultad de asum ir un rol, jugando con los signos que
anuncian a los otros una significación cuyo alcance controla cuidado­
samente. Es posible actuar sobre una escena porque la comedia exis­
te, antes que eso, en la vida social. Som os, más que cualquier otra
cosa, actores de nuestras existencias, pues interpretamos innumera­
bles roles en la vida cotidiana, m odulándolos según el público. La
paradoja del com ediante es la paradoja de la sim bólica corporal, es
una prolongación de una actitud propia del hombre: testimoniar a
los otros las significaciones que se quiere ofrecerles desplegando los
signos adecuados. “¿Acaso no es m onstruoso -d ice H am le t- que un
actor, mediante una simple ficción o a través de la som bra de un
dolor, pueda plegar tan fuerte su alm a a su idea; que todo su rostro se
ponga blanco y que haya lágrimas en sus ojos, locura en sus gestos;
que su voz se quiebre y que todo en él se conforme al querer de la
idea? Y, sin embargo, llora ... ”. Pero, justamente, no llora para nada;
simplemente muestra esa apariencia al exhibir sus signos, pues el cuer­
po es un lenguaje que él sabe manejar.
Si bien el teatro, en tanto acción social, es m im esis , representa­
ción, tam bién es, al m ism o tiem po, poiesis, y a que no es la vida
cotidiana. L a escena es un laboratorio cultural en que las pasiones
ordinarias se exhiben bajo la form a de una partitura de signos físi­
cos que el público reconoce, desde el prim er m om ento, com o algo
con sentido. En cada representación, el com ediante ofrece al públi­
co la im presión de vivir por prim era vez los acontecim ientos a los
que se ve enfrentado, aun cuando la pieza está en cartelera hace
sem anas. Su persona se disuelve en el personaje, aun si los críticos
no se cansan de com parar el uno y el otro y de evaluar las diferentes
interpretaciones que conocen de ese mismo rol. Pero el com ediante
no se confunde con su personaje. Lo interpreta; es decir, entrega a la
sala los signos que establecen la inteligibilidad de su rol. Al actuar,
introduce una distancia lúdica entre las pasiones solicitadas por su
papel y las suyas, m anipula com o un artesano su cuerpo, para re­
chazar su afectividad com o persona particular, para entregar por
entero su afectividad a las em ociones de su personaje. A través de su
com posición, despierta ante los ojos del público la creencia en su
rol, gracias al trabajo de elaboración que ha realizado con ayuda del
director. Pero esa transm utación sólo es posible porque'las pasiones
no son efecto de la naturaleza, sino una construcción social y cultu­
ral que se expresa en un juego de signos que el hom bre tiene siem ­
pre la posibilidad de desplegar, incluso si no lo siente5^ D e ahí la
disparidad entre las tradiciones culturales en escena de una sociedad
a otra. “ El teatro -d ic e Lee Strasb erg- es la más personal de las
artes; todas las otras artes se ejercen con un material objetivo; sólo
el teatro utiliza la presencia viva del ser hum ano”52^
E l com ediante es un artista qu e toca un teclado de em ociones.

51David Le Breton, Las pasiones..., op. cit.


52Lee Strasberg, Le travail de l'Actors Studio, París, Gallimard, 1969, p. 51..
Se desdobla y se ve a sí m ism o llorando, cayendo en la desespera­
ción o m anifestando un hum or festivo. Es siem pre él m ism o su
propio testigo, no podría perderse en su personaje, pues en ese caso
no sería ya un actor, sino que estaría directam ente im plicado en la
escena social. Por ejem plo, si bien nos perm ite que leamos las an­
gustias de los celos, O rson Welles no es O telo; agotado o preocu­
pado, radiante o pensando en otra cosa, satisface cada tarde las exi­
gencias de su com etido, pues ese es su oficio. La actriz que interpre­
ta a A ntígona no olvida la tarea que la espera una vez que caiga el
telón, cuando el personaje deja finalm ente a la persona. El actor
tañe sim bólicam ente el instrum ento de trabajo que es su cuerpo.
H ace brotar las form as im aginarias explotando el fon d o com ú n de
signos qu e com parte con su público. Su talento consiste en el su ­
plem ento que suscita por su propia personalidad, su aptitud para
ganar la adhesión de la sala. D escansa sobre su interpretación, en el
doble sentido del término; es decir, sobre la visión que tiene del
personaje y sobre la manera en que la interpreta. H ab rá tanto de
O telo com o actores que se apropien de su rol, y por lo m ism o,
otras tantas “lecturas” del personaje. N in gu n o será el “verdadero” ,
los mejores nos darán a conocer un O telo “ju sto” . N o se trata de
reproducir un texto, sino de encarnarlo, de hacerlo vivir ante los
ojos del auditorio. Se trata de ser un O telo verosímil, con esa ventaja
sutil en la interpretación que hace época y recuerda que el com e­
diante es un artista y no un sim ple reproductor. El actor no es la
m arioneta intercam biable de su rol, sino un artista que m odela el
personaje. “N o existe, por un lado, una tarea objetiva, fijada por el
autor y, por otro, la subjetividad concreta del actor, susceptibles de
ensam blarse una con otra, pues por encim a de estos dos aspectos
hay un tercero: lo que tal rol exige de tal com ediante, y quizás sólo
de él, la ley particular que ese rol im pone a la personalidad de ese
actor 53,
N o basta con enarbolar los signos adecuados si éstos no tienen
la apariencia de la vida real. El rol no consiste en una serie de fór­
mulas ya listas que se deben declinar, sino una elaboración personal
y significativa sobre una tram a com ún a la que el actor agrega su
propia originalidad; es decir, se trata de una com posición: no se
trata de encarnar la esencia del soldado, por ejem plo, sino un
Woyzeck, tal com o el actor lo ve, un soldado singular de carne y
hueso con una psicología que se desprende de él para llevar su pro­
pia vida. C ad a actor ofrece su versión de W oyzeck siguiendo la
conducción del director. C o m o decía Peter B rook al actor dispues­
to a interpretar al rey Lear: “ U sted está obligado a descubrir cóm o
hacer único este personaje ante los ojos del público, para que p o d a­
m os reconocer que, si bien pueden haber en el m undo miles y m i­
les de padres ancianos llenos de cólera no hay, sin em bargo, m ás
que un rey L ear’^ Y lo invita a trabajar persiguiendo esa singulari­
dad que constituirá todo el valor de su prestación. El talento del
actor depende por entero de ese intangible, ese más allá del texto
que hace vivo y creíble a un personaje de papel.

P a r a d o ja s d e l c o m e d i a n t e

El teatro o la danza exponen el cuerpo entero del actor a la


apreciación del público. La m ateria de la creación es su propia per­
sona, consagrada a la m odulación de roles, a la m ultiplicidad afec­

5-1Georg Simmel, La philosophie du comédien, Belfort, Circé, 2001, p. 33.


54Peter Brook, Entre deux silences, Arles, Actes Sud-Papiers, 1999, p. 32.
tiva que le ofrece la escena y las expectativas del público. M etam or-
foseado por su rol, se entrega y se revela com o raramente lo hace en
su existencia. El actor es un profesional de la duplicidad. Convierte
en oficio y talento su capacidad para desprenderse de sus propios
sentim ientos y generar una ilusión gracias a un uso apropiado de
los signos. D e ahí la expresión de Antonin Artaud, que hacía de él
un “atleta afectivo” 55, un hom bre capaz de endosar, luego de haber
ensayado diferentes versiones, sin transición y sin relación con su
prop io sentir, las apariencias exteriores de las em ociones o de los
sentim ientos requeridos por su rol. El cuerpo del actor es el recep­
táculo del personaje, el útil a m odelar para construir la credibilidad
de su papel. Ciertam ente, hay que considerar tam bién el trabajo de
la voz, de la dicción, de la articulación, el ritm o de la elocución, etc.
Pero la voz es tam bién una parte sensible del cuerpo, entre la carne
y la palabra. El actor se encuentra perm anentem ente gestando in­
num erables representaciones que su carrera exige de él, contiene
una m ultitud de personajes que golpean a su puerta.
El profesionalism o del com ediante se m ide por su facilidad
para m overse al interior de los códigos de expresión propios de su
público. Puede disponer- de personajes en la m edida de su habilidad
para articular los signos que los hagan venir al m undo en form a
creíble. En efecto, entrega a los espectadores las m arcas sociales de
la em oción que él encarna tem poralm ente, cualquiera sea, por otra
parte, su estado de ánim o. La paradoja del com ediante consiste en
el arte de trabajar los signos, haciendo de su cuerpo una escritura
inteligible, para desplegar a horas fijas las angustias del dolor, los
celos, la m elancolía o la hilaridad, en una situación que se repite

55Antonin Artaud, Le théátre etson double, París, Gallimard, 1964, p. 195.


cada noche, durante meses, o en una réplica escuchada cientos de
veces. Interpreta, indiferentemente, la felicidad, la cólera o la cal­
ma, sim plem ente recurriendo a un repertorio social y cultural de
signos. Q uizás pueda encontrarse afectado por el duelo y atravesa­
do por la pena. Sin em bargo, cuando entra en escena se sum erge en
las convenciones propias a las conductas de su personaje, al que
dota de una psicología verosím il convirtiéndose en un sociólogo,
atento a su expresión corporal y oraP6
La estructura antropológica del teatro consiste en la facultad
del hom bre de conjugar los signos para volverlos vivos, aun si no lo
cree. La sinceridad no es m ás que un artificio de la puesta en escena,
un arte de presentarse juiciosam ente al juicio del otro, dejándole
ver aquello que está dispuesto a creer. Verdaderam ente, no se trata
de ensalzar al actor com o sacerdote de una liturgia moderna; este
no es sino un elemento del espectáculo, pero un elemento, no obs­
tante, indispensable. Si introduce el m ás m ínim o paso en falso,
destruye el espectáculo, o lo reduce a un segundo grado, en que
uno sigue, sonriente, sus desesperados esfuerzos por hacer creíble su
personaje. “El actor se encuentra som etido a todo: al texto, al direc­
tor, a la indum entaria, a la interpretación, etc. N o es la obra, no es
el personaje, no es el teatro, no es la escena, no es el público, ( ...)
no es m ás que un grado de la interpretación, una m odulación en la
interpretación integral”57 La escenografía, en efecto, im plica una
decoración, un juego de luces, un acom pañam iento de sonido ... Si
el actor yerra en su tarea, el conjunto del dispositivo cae en el ridí­
culo o el aburrim iento. El com ediante que olvida su texto, que se

56David Le Breton, Las pasiones ordinarias, op. cit.


” Jean Gillibert, Les lllusiades. Essai sur le thédtre de l'acteur, París, Clancier-Guénaud,
1983, p. 205.
equivoca, que duda, que no corresponde a su rol o que fracasa en
adaptarlo a su m edida, desencanta al espectador, entregándolo a lo
arbitrario de la situación y al aburrim iento. Sobre la escena, cual­
quier detalle se agranda com o bajo una lupa si no coincide con la
coherencia del personaje en m edio de la dram aturgia. Así com o la
m enor nota en falso rom pe la arm onía de la m úsica, cualquier error
de un com ediante inm oviliza el espectáculo.
D iderot observaba con sutileza que la matriz de la interpreta­
ción del actor no es nunca la pura em oción. A ctuar no es reprodu­
cir sentim ientos, sino solamente los signos que acreditan su efecti­
vidad a los espectadores. Sobre el escenario, el actor declara su am or
a una pareja insoportable, con la que está distanciado desde hace
años, pues para él se trata de ser un orfebre en el arte de presentar
sentim ientos que no siente o que él se fabrica provisoriam ente para
las exigencias de su rol. Alim enta su interpretación de las m odalida­
des afectivas disponibles en el registro sim bólico de su grupo. “ La
cabeza del actor contiene a veces una perturbación pasajera -escribe
Diderot; llora com o un cura incrédulo que predica la Pasión; com o
un seductor, de rodillas frente a una m ujer que no am a, pero a la
que quiere engañar; com o un picaro en la calle o en la puerta de la
iglesia; com o alguien que insulta a quien se m uere por tocar, o
com o una cortesana que no siente nada, pero que se desm aya en
nuestros brazos” 5^
A dem ás de em plear la palabra y la voz, el arte del actor se
articula, de parte a parte, en cierta ritualidad del rostro, del cuerpo,
de la postura, de los desplazam ientos, o de la respiración. M od ifi­
car esos usos es rom per la significación del espectáculo, es la volun-

Denis Diderot, Leparadoxe du comédien, París, Garnier-Flammarion, 1967, pp. 133­


134.
tad de arrancarse a una tradición para fundar un teatro inédito, apun­
tando a desarticular los hábitos del público. Así ocurre con la dra­
m aturgia de Brecht, por ejem plo, que consiste en hacer actuar al
intérprete a contracorriente de las convenciones expresivas; o tam ­
bién con ciertas rupturas que introduce el director de una obra para
im pedir las identificación de los espectadores; un m ism o rol es in­
terpretado por diferentes actores a lo largo del espectáculo, ya sea
contrastando su edad con la del personaje, haciendo interpretar el
rol de un hom bre a una mujer, o viceversa. El teatro es un arte
contem poráneo, no una tradición fija. G rotow ski, por ejem plo, en
los pocos espectáculos que puso en escena, introducía un fuera de
lugar y un fuera de tiem po en la vivencia cotidiana. El actor debía
hablar con una voz y una entonación diferentes de la familiar, m o­
verse de esa m ism a form a e introducir así en su actuación una extra-
ñeza radical. Pero la ruptura de las convenciones no im pide para
nada la rigidez eventual de la interpretación, ni el goce estético del
espectador que d e s p l ^ su m odo de lectura (o intenta hacerlo).
Si bien se puede hablar de la “posesión” del actor por parte de
su personaje, ella se inscribe a nivel de las pasiones ordinarias y no
de la esperada llegada de un dios para una cerem onia religiosa: es
una posesión provisoria, lúcida, trabajada, y consiste para el actor
en convertir su cuerpo en signos de los cuales se deshace una vez
que ejecuta su partitura. El actor elabora una em oción tal com o el
m úsico se rige por el diapasón de la orquesta. Se afina, com o un
instrum entista, para entrar en la m usicalidad de su personaje. “O b ­
servaba hace un tiem po a un gran actor en uno de sus m ejores roles
-escribe Stanislavski. C om enzó un largo m onólogo. N o encontra­
ba de inm ediato el sentim iento justo; com o si fuera un cantante,
buscó un l a É ste. N o , dem asiado bajo; dem asiado alto ahora. Fi­
nalm ente, reconoció el correcto; había com prendido, sentido, re­
gulado; ahora está seguro; puede ahora gozar de su arte. H abla li­
bremente, de m anera sim ple, con un tono pleno e inspirado. Cree
en lo que hace”59^
La com posición del actor es un trabajo sobre sí m ism o, una
m odulación de la afectividad, de los gestos, de los desplazam ientos
y de la voz que conduce al rigor físico y m oral del rol que sostiene.
Lo experim entado en el teatro no es la vida real. La repetición con­
siste justam ente en la autoobservación del com ediante, en el traba­
jo sobre sí bajo la égida del director, con el fin de elaborar la inter­
pretación en com pañía de los otros personajes y, lo que es lo mis­
mo, de los otros actores. Las repeticiones sirven para construir físi­
cam ente su actuación, para instalarse en el personaje, anticipar las
acciones con los otros, preparar una mem oria afectiva de la presta­
ción. El actor dom ina este estado, siem pre provisorio, en su inter­
pretación. R etom ará íntegramente el trabajo para otro rol. Por an a­
logía con el trabajo de com posición del actor, Stanislavski evoca el
dolor del individuo golpeado por un dram a e im potente para co­
m unicar. C o n el tiem po “se puede finalm ente hablar de esos acon ­
tecim ientos de m anera coherente, lenta, inteligiblemente, y se pu e­
de m antener el control de sí m ism o al contar la historia, mientras
son los otros los que lloran” . Ese es el objetivo del actor. “ Es por esa
razón que nuestro arte exige que un actor experimente las angustias
de su rol, que llore con todas las lágrim as que pueda, en su casa o
durante los ensayos, com o una manera de alcanzar la calm a, com o
una m anera de desem barazarse de todos los sentimientos ajenos a
su rol o que puedan perjudicarlo. Sólo entonces podrá aparecer

59Konstantin Stanislavski, Ma vie dans l'art, París, Librairie Théatrale, 1950, p. 188.
sobre la escena para com unicarle al público las angustias que ha
atravesado, pero en términos claros, sobrecogedores, profundamente
sentidos, inteligibles y elocuentes. En ese m om ento, el público está
más afectado que el actor, éste conserva todas sus fuerzas para diri­
girlas donde m ás las necesite, para reproducir la vida interior del
personaje que representa”6^ La interpretación del actor es un traba­
jo de depuración de los signos para una m ayor fuerza de expresión.
A lgunas veces, la escena lo m etam orfosea y lo sum erge en los
sentim ientos de su personaje, al punto de olvidar su propia contin­
gencia. L os problem as de elocución de Roger Blin desaparecían
cuando entraba en su personaje. Henri Rollan, aquejado de una
ciática dolorosa, debía ser portado en andas sobre el escenario, pero
no sentía nada durante la actuación, incluso podía subir una escale­
ra sin dificultad, pero volvía a sentir dolor una vez term inado el
espectáculo. M adeleine Renaud, presa de la em oción, repitió re­
pentinam ente veinte líneas de C lau del en plena representación de
A h les b e a u x jo u rs, de Beckett, y sólo el esfuerzo de la apuntadora la

devolvió a la realidad. Su m ergid o en su rol, A ntoine, en Les


R evenants, salió de la escena como un sonám bulo, olvidando el

espectáculo y los espectadores. A veces, el contagio de lo interpreta­


do invade la existencia del com ediante: Loie Fuller, paralizada por
el dolor en un m om ento de su carrera, no dejará de danzar. “¿Q ué
relación puede existir entre esta visión resplandeciente y la enferma
adolorida que acabábam os de dejar? D elante de nosotros, ella se
m etam orfoseaba en orquídeas m ulticolores, en flores m arítim as
ondulantes, en flores de lis que se elevaban como espirales”6^ A bun­
dan los ejem plos. Eleonora D use creaba innum erables conflictos

"' Konstantin Stanislavski, Laformation de lacteur, Petite Bibliotheque Payot, 1979, p. 75.
61 Isadora Duncan, M a vie, París, Folio, 1932, p. 117.
en su entorno cuando interpretaba un drama, y permanecía jovial y
apacible cuando se trataba de una comedia. El fantasma del rol no
siempre puede ser reprimido sobre la escena, aun si la emoción com ­
prometida no es la del personaje, sino la del actor en su interpretación.
Para fabricar su personaje, Stanislavski pide al actor que se su­
m erja com pletam ente en una situación afectiva análoga y reencon­
trar las sensaciones a través de la m em oria, refrescada por los acon ­
tecim ientos vividos, con el fin de darles form a sobre el escenario
con una sinceridad, de alguna manera, “desfasada’’. Lee Strasberg,
en el A ctors Stu d io , radicaliza el m ism o principio: “ La m em oria
afectiva no es la simple m em oria, es una m em oria que com prom e­
te al actor personalm ente hasta el punto en que experiencias pro­
fundamente enraizadas en él comienzan a reaccionar. Su instrumento
se despierta y deviene capaz, sobre la escena, de recrear esa manera
de vivir que es esencialmente ‘revivir’ . L a experiencia em ocional
original puede estar relacionada con los celos, el odio o el am or;
puede ser una enferm edad o un acciden te... Si m entalm ente no se
recuerda de inm ediato ese tipo de experiencia, generalmente es un
indicio de que esta experiencia existió, pero que ha sido sepultada
en el inconsciente y no quiere ser arrancada de ahí”62^ Se trata de
suprim ir la distancia respecto a la interpretación, que no se altere las
fuentes de la em oción ni por un pelo, aunque haya que alim entar­
las con una matriz personal sin relación alguna con la intriga. U n
trabajo de im aginación dram ática y de reminiscencias crea la fuerza
de expresión del actor. La prueba consiste en hacer aflorar una em o­
ción personal a través de una sim bólica corporal en la acción de un
personaje im aginario, conservando el control de las dos partes de sí.

62Lee Strasberg, Le travail de l'Actors Studio, op. cit., p. 111.


La afectividad y sus signos son la caja de herram ientas del ac­
tor. Éste trabaja con ella en las diferentes im plicaciones de su rol,
m odulándola según las circunstancias. Tal com posición conduce a
recorrer su historia personal a través de otros cam inos, a descubrirse
a sí m ism o tom ando la distancia propicia a la exploración de su
libertad. Stanislavski recuerda “haber interpretado centenas de ve­
ces el m ism o rol en las piezas de Chéjov, y cada vez eso m e ha
hecho descubrir en m í sentim ientos nuevos y en la obra m ism a
profundidades y m atices insospechados” ^
D iderot tiene razón al denunciar la facticidad de la sensibili­
d a d com o principio de la prestación. Tal com o el escritor no es una
naturaleza que expresa su verdad sobre el papel, sino un inventor de
palabras y relatos, el actor es un creador de em ociones que trabaja
con su propio talento, articulando signos expresivos socialm ente
reconocibles. D esarrolla un conocim iento preciso de las puestas en
escena rituales de la palabra y del cuerpo en diferentes circunstan­
cias de la vida social. La sociología del cuerpo no tiene secretos para
él. “N ecesito en este hom bre - d ic e luego D id e ro t- un espectador
frío y tranquilo; exijo, en consecuencia, penetración y nada de sen­
sibilidad; un arte capaz de im itarlo todo, o, lo que es lo m ism o,
una aptitu d equivalente para tod o tipo de caracteres y roles”64^ El
arte del actor consiste en la invención de personajes mediante lo
efím ero de una prestación. H ay miles de maneras de traducir la
alegría o la pena, pero la cuestión es com poner la coherencia del
personaje con los signos apropiados y siem pre singulares.
El actor se encuentra rodeado por sus com pañeros de actua­
ción: cada uno va siguiendo el hilo de su rol, pero en rigurosa sin­

Konstantin Stanislavski, Ma vie dam l'art, op. cit., p. 144.


64Denis Diderot, Leparadoxe..., op. cit., pp. 127-128.
cronía, so pena de ofrecer una interpretación entrecortada y difícil
de seguir, com o si en una obra se hubiesen dejado todos los borro­
nes del autor. Sobre el escenario, cualquier error es irreversible, que­
da inscrito en la m emoria. N o es posible hacer una segunda toma,
com o en el cine. Los gestos y las palabras no funcionan en el v a d o ;
no solam ente se dirigen a otros, sino que deben igualm ente trans­
mitir un contenido evidente para el público, cuidando evitar la afec­
tación, la falta de espesor de la actuación. La adecuación expresiva
descansa sobre la necesidad del acto y del enunciado en el contexto
m oral de la escena y de las relaciones con los otros personajes desti­
n ados a un público. El com ediante nunca pierde de vista a sus com ­
pañeros en escena, sabe que tiene que ajustarse perm anentem ente a
los eventuales incidentes o al ritm o de unos y otros. Pero la fluidez
de la interpretación puede quedar com prom etida por un mal intér­
prete que desconcentra a sus com pañeros. Tal com o el escritor es
perturbado por los ruidos inesperados de su vecindad que le im pi­
den concentrarse, el com ediante es perturbado por el com pañero
desatinado, del que teme a cada m om ento que olvide su réplica o
com eta un fallo irreparable. El artificio de la escena es obstruido
por un ínfim o grano de arena, el menor error rom pe el cristal de la
representación. La om isión de una réplica crea m alestar en la sala, al
m ism o tiem po que desestabiliza por un m om ento a sus com pañe­
ros. La m áquina rehúsa ponerse en m archa y el encanto se rompe.
T oda torpeza debe ser cuidadosam ente borrada por el actor, que
prosigue su interpretación sin m ostrar para nada su desconcierto, a
m enos que esa torpeza sea anulada por la habilidad de sus com pa­
ñeros. La falta de profesionalism o del mal actor o del debutante le
hace m ostrar su turbación ante los ojos de todos y exponerse peli­
grosam ente a la risa o la indulgencia.
E l arte d e l a c to r

Ese desdoblam iento es un arte en el que algunos destacan más


que otros. La experiencia com ún m uestra la dificultad para incor­
porarse a una construcción imaginaria. “H ay miles de cosas que un
actor hace sin ninguna dificultad en la vida corriente y que tiene
problem as en realizar en la escena en condiciones ficticias, pues, en
tanto que ser hum ano, no está preparado para actuar sim plem ente
im itando la vida; debe, de alguna manera, creer y ser capaz de con­
vencerse a sí m ism o de la corrección de lo que hace; si no es así, no
podrá entregarse a fondo en la escena'’6^ Stanislavski habla de una
“reeducación”66 del actor, que debe reaprender a hablar, caminar,
comer, beber, sentarse, como quien renace y ha olvidado todo de su
anterior aprendizaje, al atravesar el um bral de la escena. La verdad
del teatro no es la de la vida cotidiana, es su traducción. La interpre­
tación del actor no es una im itación, así com o el retrato realizado
por el pintor no es el reflejo de un rostro. El trabajo es justam ente
creación, no duplicación. C o m o los otros artistas, extrae la sustan­
cia de sí m ism o. Y ese trabajo no se adquiere de una vez y para
siem pre en el desarrollo del personaje; cada representación im plica
retom ar la m ateria prim a del rol para apropiárselo nuevam ente en
el contexto, siem pre diferente, de la afectividad que se desprende
de la vida personal y de las interacciones con sus com pañeros sobre
la escena. El actor es un intérprete, tanto como el m úsico. Su crea­
ción consiste en acreditar ante los ojos de los espectadores la ficción
de su rol. Y él no es com pletam ente el m ism o de una representa­
ción a otra.

65 Lee Strasberg, op. cit. p. 81.


Konstantin Stanislavski, La formation de l'acteur, op. cit., p. 84.
Incluso si no hay una ruptura radical entre el juego de signos
de la escena y de la sala, no es m enos cierto que decir “te quiero” a
un com pañero en la escena o decirlo en otro lugar no significa lo
m ism o. El teatro exige una transposición. N o es lo “natural” pues­
to bajo la lupa, sino una creación que trastoca los signos sociales
para ponerlos en consonancia con la escena y la dram aturgia escogi­
da. La evidencia de la prestación de un actor remite justam ente a
una elaboración, a un cálculo, a una selección entre las posibilida­
des expresivas de las relaciones sociales. A m enos que pretenda deli­
beradam ente estar desconcertado, el actor no podría contradecirlas
o ignorarlas, pues en ese caso su p e rfo n n a n c e se volvería ininteligi­
ble a los ojos del público.
A un en un sim ple plano práctico (el de la acústica, la esceno­
grafía, etc.), la escena del teatro no es la de la vida corriente. En la
tradición occidental, el arte del actor es una m im esis desfasada67,
retom a los gestos de lo cotidiano, pero en un contexto en el que el
espesor del lazo social pierde toda consistencia en aras de otro m odo
de com unicación. N o se trata de reproducir las significaciones que
ponen en escena la vida cotidiana, sino representarlas en el contexto
del espacio teatral con esa ínfim a diferencia que hace creíble a los
ojos de los espectadores los m ovim ientos del actor. Esa es la poiesis.
Los m ism os signos sirven en una y otra parte de la escena, pero
sobre el escenario son puestos en juego rem itiendo únicam ente a la
necesidad del espectáculo, y, por ende, desconectados de su afecti­
vidad y de su banalidad corriente. En la vida cotidiana, los m ovi­
m ientos del cuerpo se inscriben en la evidencia de la relación con el
m undo. Sobre la escena, el com ediante está som etido a un reacon­

67David Le Breton, Las pasiones ordinarias, op. cit.


dicionam iento de sus m odos de ser más ordinarios. El hecho de
hablar, de bostezar, de nadar, de beber, de m arch ar... aparecen des­
fasados, al m ism o tiempo que se apoyan en los rituales sociales de
la palabra y del gesto. Son gestos som etidos a las m odulaciones del
espacio escénico y de la dram aturgia.
Reconstruir la evidencia bajo la m irada de la sala es un esfuer­
zo de largo aliento, una tensión del com ediante. Reencontrar de­
lante del público la espontaneidad de los gestos de la vida cotidiana
es un trabajo colosal. En una entrevista concedida a L e M o n d e (7-8
de abril de 1985), el actor M ichel Bouquet explica que com er o
beber bien son cosas difíciles de hacer sobre el escenario. La ebrie­
dad deja al actor un delicado m argen de m aniobra, pero es peor si
debe alim entarse en m edio de la representación. H an existido gran­
des alcohólicos en el teatro, pero pocos grandes glotones. “El hecho
de que este gesto surja a tal velocidad, no otra, si una copa se bebe
dem asiado rápido, si no se piensa en la m anera de m irarla previa­
m ente, todo se descubrirá, todo aportará la prueba de que no es
realmente verosím il. Pues no se trata de una intención o un senti­
m iento, sino de la verdad de un gesto” .
El actor es un hom bre de derroche, de trabajo sobre sí, que se
opone en ese sentido al hom bre ordinario, que no debe regirse por
una com posición y se contenta con ser él m ism o (a m enos que no
busque engañar para m an ipular a los que lo rodean o por otras
razones). Incluso la ausencia de gesto es una prestación, y sin duda
m ás difícil aún de realizar. En esos m om entos, la cualidad de pre­
sencia de un actor contiene su energía y vibra con ella al punto que
su cuerpo es teatralm ente vivo, aun si no ocupa el primer lugar de
la escena. “Sin duda es por eso que las supuestas ‘contra-escenas’ se
convirtieron en las grandes escenas de m uchos actores célebres: allí,
obligados a no actuar, a perm anecer en segundo plano, m ientras
que los otros interpretaban la acción principal. Eran capaces de ab­
sorber en m ovim ientos casi im perceptibles la fuerza de la acción
q u e les estaba, por así decir, negada. Es justam ente en ese caso que
su b io s em ergía con una fuerza particular e im presionaba el espíritu
del espectador”68.
La ritualidad de la escena instala a los actores o intérpretes de
danza m uy cerca del público. La convención supone, en principio,
una ignorancia m utua. N o obstante, sin una u otra de las partes, el
dispositivo se desploma. Se trata de un espacio aislado; el público se
encuentra sum ergido en un universo protegido, donde ninguna soli­
citación auditiva o visual proveniente del exterior puede distraer su
atención. Las miradas perm anecen cautivas del foco de luz que ilu­
m ina la escena o de los lugares en que se despliegan los actores. Ese
m arco ha sido dispuesto para no perjudicar la intim idad del espectá­
culo. Todo se encuentra preparado para capturar la conducta del pú­
blico y facilitar la trasmisión de las pasiones. La inmersión en la intri­
ga a través de los m ecanismos de identificación con un personaje
conduce a veces bastante lejos. Recordem os a D on Q uijote asistien­
do así a un teatro de marionetas. Aprecia la escena, agrega com enta­
rios y precisiones, da prueba de su erudición habitual. Pero poco a
poco se entusiasm a y se deja llevar por el juego, desenvaina su espada
y se precipita para socorrer a don Gaiferos. Y destruye el lugar.
El teatro produce el efecto de lo real. La identificación con los
personajes conduce a cualquier espectador a una solidaridad inte­
rior con ellos y lo lleva a conocer las angustias de una situación que
lo dejarían indiferente en la vida cotidiana. “En el teatro, cuando

68Eugenio Barba, “Athropologie théatrale”, en Barba, E. y Savarese, N., Anatomie de


l'acteur, Cazillac, Bouffonneries-Conrrasres, 1985, p. 13.
usted ve que O telo estrangula a D esdém ona, puede com prender el
gesto de O telo y sentir a la vez una inm ensa piedad por la pobre
D esdém ona, y esa es la grandeza de la pieza, uno siente eso profun­
dam ente. M ientras m ejor actúen los actores, m ás fuerte será vues­
tro sentim iento, y m ás fuerte se estará con am bos personajes a la
vez”6‘-\ El conocim iento de su carácter ficticio no es para nada un
obstáculo para la em oción de verlos enfrentar las vicisitudes de su
existencia. L a em oción se nutre tam bién de im aginario. Q ue
A ntígona sea un personaje de ficción sum ergida en una situación
que data de m ás de dos mil años, no im pide en nada la resonancia
afectiva de aquellos que están sentados sobre los escaños. Ellos ya
han visto a la heroína interpretar m uchos otros roles. Ellos lo sa­
ben, pero sin em bargo ...
El juego de los signos, así com o la fijación de lo im aginario
sobre un lugar y personajes precisos, engendran una suerte de lente
de aum ento que parece sobrepasar la realidad de las situaciones.
D iderot observa justam ente en este punto el contraste entre la esce­
na de la vida real y aquella del teatro en que el espectador se encuen­
tra afectivam ente im presionado. “ U na m ujer desdichada, y real­
mente desdichada, llora y no nos toca para nada; peor aún, un lige­
ro rasgo que la desfigura nos hace reír; un acento que le es propio
desentona a nuestro parecer y nos hiere; un m ovim iento que le es
habitual hace innoble y desagradable su dolor”70 (p. 137). Encar­
nando personajes socialm ente im posibles para el público, pero in­
terpretándolos junto a elementos de veracidad social, el actor reali­
za una parte de las posibilidades de cada hom bre o m ujer presentes
en la sala, ese deseo de ser otro que uno m ism o, de aventurar toda

69Peter Brook, op. cit., pp. 8-9.


70Denis Diderot, op. cit., p. 137.
la gam a de posibilidades otorgada en potencia a la condición hu­
m ana. R ecordando tam bién la im portancia del concepto de H . G .
M ead: cada persona reacciona a una situación a través d e los otros
interiorizados que se agitan en ella.
El espectador no es nunca indiferente. Puede, ciertamente,
aburrirse, pero en principio participa en la aventura patética de la
escena. Se encuentra com prom etido por procuración en el com ba­
te interior de los personajes. El teatro m ezcla en el espectador la
com plicidad afectiva con la capacidad de conocim iento, la identifi­
cación y la distancia. U na sutil inclusión m oral induce una íntim a
resonancia entre los actores y quienes los contem plan. El intérprete
no es solamente actor, se desdobla para evaluar su prestación. Al
m ism o tiem po, el espectador no es solam ente una m irada, es actor
de una obra de la que recrea las figuras según su propio im aginario.
Actores y espectadores form an una pareja com prom etida en una
relación afectiva cuyas peripecias pueden hacer a unos y otros entre­
tenidos o aburridos según las circunstancias.

E l c o n ta g io d e e m o c io n e s d e la sa la
a la e sc e n a y d e la e sc e n a a la sa la

Esa frontera entre la escena y la sala es una línea sim bólica,


pero que se inscribe en térm inos de cuerpo y define dos zonas
exclusivas de ritualidad. Los espectadores se m antienen in m óvi­
les, en silencio, su com portam iento reclam a la discreción, la sus­
pensión provisoria de los cuerpos y las voces. Salvo excepciones
escogidas para la puesta en escena, la línea es infranqueable. En el
teatro, sólo el actor dispon e de m ovilidad y voz. El m enor cuchi­
cheo intem pestivo de un espectador invade el espacio com o un
ruido ensordecedor, perturba la sala, pero sobre todo m olesta a
los actores, interrum pe su concentración, haciéndoles tem er que
su interpretación sea m ediocre o el espectáculo aburrido. Si se
prolon ga y se hace verdaderam ente m olesto, se corre el riesgo de
rom per el velo im aginario que hace de sus personajes seres ap a­
rentem ente reales. L a pasividad física exigida al espectador lo hace
infinitam ente sensible a los afectos que se intercam bian sobre la
escena, no cuenta con la p o sib ilid ad de desplazarse, de ejecutar
m il gestos banales, o de hablar, com o en la vida ordinaria; se en­
cuentra inm óvil, asediado por las em ociones desplegadas por los
actores que despiertan su prop ia m em oria afectiva. Está, parado-
jalm ente, m ás desn u do ante esos sentim ientos que en su propia
existencia, pues la escena le ofrece la coherencia de un relato.
D u ran te el espectáculo se escuchan los estornudos, los cam bios
de posición sobre los asientos, los diarios que caen, las palabras
intercam biadas en voz baja, la partida eventual de alguno, que
distrae por un m om ento la atención hacia él, rom piendo la con ­
centración de sus vecinos, obligan do a quienes se encuentran al
extremo de la fila a apretarse o a ponerse de pie para dejarlo pasar.
Es inolvidable el uso dram atúrgico de esta situación en el film de
Ernst L ubitsch To be o r not to be. La escena in corpora la presencia
física del pú blico: se busca que los actores o bailarines se m an ten ­
gan ante esa exigente m irada.
En m edio del silencio particular de la sala, que nace de la obli­
gación ritual de perm anecer sentado y silencioso, cualquier m ani­
festación sonora de un espectador posee la fuerza de un grito, de
una objeción radical, atentando contra los fundam entos de la cere­
m onia. Pero cuando el público se com prom ete con la fuerza de la
representación, es un catalizador de em ociones que refuerza la cali­
dad de juego de los actores y lo sostiene con su exigencia. U na
especie de sim biosis afectiva se crea entre la escena y la sala. Y el
actor se siente llevado por esta expectativa que le da alas y lo ali­
menta. La adhesión de la sala nutre la sustancia de su personaje, su
sim ulación de una conducta y de una afectividad que habitualm en­
te no son las suyas. Tam bién lo devora a veces. D urante una repre­
sentación de O n d in e , Louis Jo u vet se sintió engullido por el públi­
co: “Ese silencio estaba hecho de inm ovilidad, de una suerte de
anonadam iento de los espectadores, al punto que parecían inertes,
lo que avivaba aún m ás y hacía m ás temible su presencia. La sala era
un abism o que llam eaba, una reverberación. Yo declam aba m i tex­
to al borde de un precipicio, tem iendo tropezar con una palabra, y
m i respiración se hacía difícil”71. H ay “m alos públicos” que pesan
m ucho sobre la interpretación del actor, im pidiendo que éste se
pierda en la acción.
L a concentración del público hacia los actores induce una p o ­
derosa afectividad que potencia su interpretación (pero puede tam ­
bién rom perla, si es desatento u hostil). “ U na com unicación que
llegaba a la com unión, una atención en que se sentía al público tan
desposeído com o uno m ism o, una especie de anonadam iento del
que me costaba protegerm e, desprenderm e. U no se sentía hundido
en lo sensible, una pesadez de ensueño, una lentitud de la vida en
torno de sí y en sí”72, dice L ou is Jouvet. El público es una caja de
resonancia que entrega talento a los actores o los reduce a nada.
Stanislavski habla por su parte de “acústica espiritual’^ 3. El público

71Louis Jouvet, op. cit. p. 18.


72Louis Jouvet, Le comédien désincarné, París, Flammarion, 1954, p. 19.
7‘i Konstantin Sranislavski, La formation de l'acteur, op. cit. p. 205.
devuelve en em oción lo que recibe de los actores, que se nutren de
ella a su vez.
D e una escena a otra, según los lugares y la com posición de la
sala, la tonalidad de un espectáculo cam bia según la calidad de re­
cepción del público. Peter Brook brinda un sorprendente ejem plo
de esto durante una gira por los países de E uropa del Este para
presentar obras de Shakespeare: “ Era fascinante ver cóm o un públi­
co, com puesto en su m ayor parte por gente que com prendía m al el
inglés, p o d ía influir en la tropa hasta ese punto ... La atención que
el público otorgaba al dram a se expresaba a través del silencio y la
concentración. Los actores sentían esa atención y su trabajo era ilu­
m inado por ella. Al punto que los pasajes m ás oscuros eran ilum i­
n ados a su vez”74^ El profesor o el conferencista encuentran igual­
mente en su público el m ism o efecto de resonancia o de ruptura.
“U n ‘buen’ auditorio, una sala ‘caliente’, que reacciona rápida y
favorablem ente, que se m uestra dispuesta a acoger sus insinuacio­
nes y sus sarcasm os com o se deseaba -observa Erving G o ffm an -,
lo incitará, al contrario, a prolongar los pasajes eficaces, a im provi­
sar una vez m ás cuando la reacción del auditorio le deja suponer
que dio en el blanco; interpretación por oído que los que recitan
epopeyas tam bién logran’^ El público ejerce una fuerza m agnética
sobre la interpretación del actor o sobre el bailarín, com o sobre el
conferencista. Es un tram polín para la p erform an ce, o lo potencia o
bien es com o una ducha de agua fría que quiebra su im pulso.
C o m o el antropólogo, el actor es un hom bre de pluralidad de
m undos, hábil en pasar de un sistem a de sentido a otro, m ante­
niendo siem pre sólidos sus propios referentes identitarios. Ser uno

74Peter Brook, L'espace vide, París, Seuil, 1977, p. 40.


75Erving Goffman, Fafons deparler, París, Minuit, 1987, p. 187-8.
m ism o y ser otro es una fórm ula que se aplica especialm ente a éste,
pues su tarea es encarnar identidades provisorias que nunca se con­
funden con lo que él es, y cuyos oropeles abandona de inm ediato
cuando termina el espectáculo. C oncluida su incursión sociológica
y psicológica en otro, reencuentra sus pasiones ordinarias lejos de
A ntígona o H am let. Al “entrar en la piel” de un personaje no aban­
dona la suya. Pero al rom per los m árgenes sociales, al jugar a gusto
con principios de identidad para hacerse inaprensible, el actor paga
su p e rfo rm an c e con su destino particular, largo tiem po excluido,
despreciado, hoy en día adulado; es decir, siem pre en los márgenes
de la tram a colectiva76^Los detractores del teatro denuncian el len­
guaje de las pasiones de naturaleza inm oral a causa de lo que ellos
juzgan com o una hipocresía, acusan su m odo de vida o sus actitu­
des sobre la escena, percibidas com o indecentes, y condenan la ad ­
hesión del público a esas pasiones ficticias.
El fin del espectáculo y el saludo al público es siempre emocio­
nante a causa de la ruptura que introduce en la presencia ante el mundo
de los actores, rep en tin ^ en te despojados de su personaje y expuestos
a la fragilidad de su persona. Se produce allí “ese ligero trauma de la
significancia'’, del que habla Roland Barthes77 en otro contexto, ese
momento de pasaje, humilde y torpe, en que la escena bascula de la
representación a la profesión, en que los personajes se deshacen de sus
últimos oropeles para dejar aparecer a los actores en su desnudez. M o ­
m ento de verdad y de emoción, donde el “don de nada'V8 estalla con

76Jean Duvignaud, op. cit.


77Roland Barthes, L’obvie et l ’obtus, París, Seuil, 1982, p. 59.
7“ “Don du ríen", concepto que proporciona el título a la obra de J. Duvignaud Le don
du ríen, y que se inspira, a su manera, del pensamiento de Marcel Mauss y, en cierto
modo, de Bataille. La edición francesa de esta obra ha sido comentada por David Le
Breton. (N. de T.).
toda su fuerza. La tensión, la fatiga, que contenía aún el oficio y el
juego deliberado con los signos, aparecen repentinamente con toda
evidencia. El actor abandona la seguridad de ese personaje encarnado
con fervor y que ningún esfuerzo puede hacer vivir más a lá de la esce­
na. Entregado al juicio de la multitud, sabe de la inevitable artificiali-
dad de la situación. Escruta la sala, inquieto de las reacciones del públi­
co, contem pla a sus compañeros en ese rito provisorio que es, proba­
blemente, el más intenso y más dificil de su vida de actor. Es el m o­
mento en que abandona la máscara y siente com o un soplo sobre su
rostro la vulnerabilidad que le es propia. Está esperando el veredicto de
la sala. Ésta puede expresar su entusiasmo a través de un torrente de
aclamaciones o permanecer fría y levantarse después de aplaudir cortés-
mente para no avergonzar a la compañía. M ás tarde, en su «^merino, el
actor reencuentra su propia identidad, su personaje social, pero cuando
brinda su saludo para ser juzgado permanece aún suspendido entre dos
mundos.
C a p ítu lo 4
L a d a n z a o la c e le b r a c ió n d e l m u n d o

“Y ahora hagan lo mismo, pero sin moverse”.


(^azuo Ohno, durante un curso)

E l te s tig o e n c a n d ila d o

La danza es una celebración del m undo, una consagración del


hecho tranquilo de existir y una form a de ofrenda al m undo y a los
otros, contra-don al hecho de vivir. La danza es tanto más preciosa
en cuanto es inútil, en cuanto no remite a nada, en cuanto encarna
justam ente el precio de las cosas sin precio. Renacim iento de un
espíritu de infancia, libre en el espacio e indiferente al juicio de los
otros, nos recuerda que som os Homo luden s m ucho antes de ser
H o m o fab e r. H om bres del don y del juego, com o lo recordaba

M arcel M auss, m ás que hom bres de provecho, del rendim iento, de


la eficacia, de la urgencia. N o soy bailarín. N o tengo ese privilegio.
Sin em bargo, la danza siem pre me ha acom pañado. Antes de abor­
dar algunas de sus formas me gustaría em prender un breve recorri­
do biográfico.
H ace m ucho tiem po, en un día de aburrim iento en la costa
atlántica, m ientras m iraba el m ar desde lo alto de una duna, vi a
una joven m ujer que se acercaba a la playa y danzaba en el límite del
agua y la arena. Ignoro si se trataba de una depurada técnica o de
una serie de m ovim ientos ordinarios. H ace m ucho tiem po de todo
eso y no soy com petente para juzgarlo. Sé solam ente del em belesa­
m iento que sentía, la alianza acordada con el m undo y mi em oción
al reencontrar la vibración de las cosas. Ella evocaba la luz del mar,
la suavidad de la arena, el contacto del agua fresca sobre la piel.
D espertaba la sensualidad del m u n d o y el sentim iento de existir. Yo
me quedé inm óvil, com o un espectador encandilado. Ese despe­
garse de la m ateria que tom a a la m ateria com o apoyo y vuelve a
ella, transfigurándola. La im agen era bella y la guardé en reserva;
treinta años después aún vive. La danza es un m atrim onio (a veces
alborotado) entre un lugar y un cuerpo. Ya se trate de la escena, de
una ciudad, de un cam po, de un bosque, el bailarín integra el espa­
cio en su cuerpo y lo subordina, com o una materia, un espejo en el
cual se despliega. Inventa el espacio en que se produce, lo hace visi­
ble, y sim ultáneam ente es determ inado por éste. La danza es un
culto dedicado al genio del lugar.
A lgunos años m ás tarde, cuando aún pensaba dedicar mi vida
al cine, escribí y rodé un cortom etraje en 16 mm: S e u l d é tru ire est
au d e la des y e u x , en condiciones sem iprofesionales. En el título se

cruzaba una referencia a M arguerite D uras (D étru ire, d it-elle) y a


los textos de G u y D ebord, de la Internacional Situacionista79. Pre­
tendía ser un acto, y no una contribución al espectáculo. La figura
central de la película era una joven bailarina de Tours, Véronique
G ouset quien encarnaba a la vez el grito y la luz del m undo. En uno
de los planos, rodado en vivo, ella m archa por las aceras de la ciu­
d ad con un paso entre torpe y fluido, antes de oponer, repentina­

79Guy Debord, La société du spectacle, París, Buchet-Chastel, 1967.


mente, su danza a la pesadez y sorpresa de la m ultitud. Subversión
de las rutinas urbanas, de la indiferencia de quienes pasan, la danza
surgía al centro de la austeridad, interrum pía el orden de las cosas.
En el plano final, ella corre hacia el mar de m anera a la vez precipi­
tada y resuelta, y el film term ina con el contacto brutal y caluroso
entre el cuerpo y las olas, m ientras que con una voz en f f y o decía:
“Y danzarem os sobre la cabeza de los reyes” . Vuelvo a ver esta loca y
feliz carrera hacia el mar.
En otro plano, Véronique corría durante largo tiem po sobre las
dunas mientras la cámara, instalada sobre un autom óvil, la seguía en
travelling. Buscam os vanam ente un lugar propicio. Dondequiera que

miráramos, los arbustos tapizaban el suelo. Véronique ensayó algu­


nos pasos con los pies descalzos, pero renunció rápidamente.
Era difícil rodar ese plano si conservaba el calzado. D esde el
com ienzo de la película, ella llevaba el m ism o vestido y andaba
descalza. El film no hacía ninguna concesión.a los m edios de tradu­
cir el grito: las im ágenes, el texto, la música, el ritm o, incluso a
veces en la m anera de filmar. La m ism a V éronique G ouset no hacía
concesiones. Se sacó los zapatos, le pidió a la operadora que se pre­
parara. Y se lanzó. La veo aún, con el rem ordim iento de haber es­
crito dicha escena. Pero estábam os, unos y otros, fascinados por el
teatro de la crueldad de Artaud, y cada uno de nosotros se entrega­
ba sin calcular. Veo todavía la carrera de Véronique, la manera de
ponerle alas a la desesperación y enfrentarla para burlarla. C ó m o no
im aginarla danzando, allí donde está ahora. M urió en Tours, hace
algunos años, aquejada de un cáncer, y tenía apenas unos treinta
años. Q uerría suponer que la dan za que la an im aba no ha cedido
ante el dolor y la inm inencia de sus últimos pasos. Ella danza ahora
sobre la cabeza de los reyes.
En esa m ism a época, o poco después, no lo sé, publicaba mi
prim er libro, una novela, L a d an se a m a z o n ie n n e (1983), donde
una danza solitaria frente al río es el centro de un m om ento decisi­
vo, en el curso del cual los personajes se vuelcan hacia la vida, esco­
gen desde ahora existir y dejan de estar atrapados en la pesadez de
las cosas. La danza ha sido durante largo tiem po, me parece, una
form a de subversión radical de la sim bólica corporal que subordina
los com portam ientos a significaciones necesarias. Ella m e toca, pero
m e deja sin voz, en una fascinación de la que m e cuesta salir, a pesar
de las com petencias que generosam ente me atribuyen en materia
de antropología del cuerpo. A caso porque yo m ism o no danzo es
que perm anezco al borde del misterio sin poder disolverm e en él.
Incluso atrapado hace unos años en la m ultitud del carnaval de
Recife, m ientras m i pareja lam entaba verm e al m argen del torrente
efervescente, yo m iraba con em oción a los niños y los viejos que se
perdían en la exaltación de los sentidos sin poder unirm e a ellos: los
adultos resplandecían, los cuerpos chorreaban sudor y alegría. Ese
año filmé tam bién el carnaval con una vieja cám ara m ecánica de 16
m m . En esa época, el cine era mi m anera de danzar, y espero a veces
que quede algo de eso en la escritura de mis libros.
C o n toda h u m ild ad , m e siento com o N ik o s K azantzakis
en fren tado a la dan za de Z orb a, al que le gustaría unirse sin te­
ner los recursos m orales. El viejo Z orba expresa a través de su
cuerpo su am or a la vida. “ ¿Porqué no ríes, patrón? -p re g u n ta
éste. ¿Q u é te da con m irarm e? Yo soy así. H ay en m í un d e m o ­
nio que grita y hago lo que m e dice. C a d a vez que estoy a pu n to
de sofocarm e, m e grita: ‘¡D an za!’, y yo danzo. Y eso m e calm a.
U n a vez, cu an d o m urió mi pequ eñ o D im itrak i, en C halcidique,
yo m e levanté de esa m ism a m anera, una vez m ás, y dan cé. Los
parientes y am igos que me veían dan zar delan te el cuerpo se
precipitaron para detenerm e. ‘¡Z o rb a se ha vu elto lo c o !’, grita­
ban, ‘¡Z orb a se ha vu elto lo co !’ Pero yo, en ese m om en to, si no
hubiese d an zad o, m e habría vu elto lo co de d o lo r ”80. Yo co m ­
parto la lección de Z orba, cu an d o m u estra a su com pañ ero la
u niversalidad de la danza, que ap u n ta a tocar al otro, a hablarle
a falta de una lengua com ú n . Z orb a cuenta su encuentro con un
ruso, que qu ería explicarle la revolución bolch evique, y Z orba
sus hechos y gestos, su am o r por C reta. Y los do s h om bres d an ­
zan uno después del otro: “A h, m i po bre viejo, han caíd o harto
bajo los hom bres. ¡Puaj! H an dejad o que sus cuerpos en m ud ez­
can y no hablan m ás que con su boca. Pero, ¿qué quieres que
diga la boca? Si tú hubieses po d id o ver cóm o m e escuchaba, de
la cabeza a los pies, el ruso, ¡y cóm o c o m p ren d ía todo! Yo le
describía, al danzar, m is desgracias, m is viajes, cuántas veces me
casé, los trabajos que apren dí, cantero, m in ero, po rtad or, cera­
m ista, c o m ita d ji81, intérprete de s a n to u r i82, m ercader de p a s s a -
tem po, herrero y co n trab an dista, cóm o me m etieron en la cár­

cel, cóm o m e evadí, cóm o llegué a R u sia, ( ...) ¿Te ríes? ¿N o me


crees, patrón? T ú dices en tu interior: bueno, ¿y qué son esas
h istorias que nos cuenta a lo S im b ad el m arino? C on versar d an ­
zan do, ¿acaso es posible? Y, sin em b argo, yo p o n d ría m is m an os
al fuego, así deben hablar entre ellos los dioses y los d em o n io s” .
Pero la dan za nace, a veces, de casi nada, no se en cuen tra ence­
rrada en un teorem a; ella inerva ciertos m om en tos de lo co tid ia­
no. U n rostro que se vuelve, una m an o sobre el h o m b ro , el

“° Nikos Kazantzakis, Alexis Zorba, Livre de poche, 1958, p. 105.


81Guerrillero macedonio, en la lucha contra los turcos (N. del T.).
82Antiguo instrumento (N. del T.).
gesto de un cam in ante, un m ov im ien to que se desprende de los
otros m ov im ien tos de la v id a cotid ian a y aparece com o el c o ­
m ienzo furtivo de una dan za, exceso de sen tido, em ergencia de
una parte irreductible, de lo in esperado. En ese sen tido, captar
un m ovim ien to de dan za en la v id a cotidiana es la co n fro n ta­
ción con una especie de gracia, in cluso si es p o co diestra: no se
trata de belleza, sin o de una su bversión de las expectativas que
recuerd a repen tinam ente la in fin ita fragilid ad de las cosas. S u r­
ge fuera de las vías previsibles de lo cotid ian o , ru p tu ra de lo
esperado que en gen dra la em oción , el aso m b ro , y abre una n ue­
va dim en sión de lo real.
A lgunas veces he asistido, sobre todo en Brasil, sobre los te-
rreiros de U m b an d a o de C an dom b lé, a cerem onias que me han

m arcado profundam ente. Para mis ojos occidentales, éstas recuer­


dan nuestra separación com o in dividuos y la n ostalgia incurable
de la com u n id ad ausente a la que m e refiero in extenso en A n tr o ­
p o lo g ía d e l cuerpo y m o d e r n id a d (2 0 0 8 ). Las danzas tradicionales

traducen la solidaridad orgánica entre el sí m ism o, el otro y el


cosm os; convocan a los dioses, los encarnan, los celebran, reac-
tualizan los m itos fundadores, alim entan la m em oria colectiva,
dan cuerpo a lo innom brable y renuevan la alianza entre los hom ­
bres y lo invisible. Santifican el m u n d o, son, com o para la an ti­
gu a G recia, un presente de los dioses. Y son los dioses quienes
dan zan bajo la apariencia de los hum anos. E sb ozan en el espacio y
la duración cerem onias claram ente inteligibles de un episodio al
otro del ritual, incluso si a veces surgen sorpresas en el diálogo
con los dioses o en m edio del com bate del cham án contra los
espíritus que enfrenta. Lo que se ju ega en la danza encuentra in­
térpretes susceptibles de explicar su razón de ser, traducir la pala­
bra de los espíritus tal com o ésta se expresa a través de un m ovi­
m iento en particular. L a danza tradicional es un espejo del cos­
m os en tanto celebra la con tin u idad de todos sus com ponentes.
Es un rito com unitario en el que todos participan a través del
m ovim ien to o la identificación. En una palabra, las danzas tradi­
cionales, en su infinita diversidad, im plican una cosm ología (ex­
presan una visión de m undo, inscriben al hom bre en el seno de la
naturaleza y del cosm os, lo confrontan con los dioses), una an ­
tropología (inscriben en el espacio una im agen del hom bre), una
escenografía o m ás bien una ritualidad precisa; son una creación
colectiva y nos rem iten a un tiem po circular, con ritm os que se
repiten incansablem ente y conducen a un m u n d o pacificado. L as
danzas tradicionales encarnan al m u n d o del “n os-otros” , de la co­
m unidad, del lazo social. Se m ezclan al tiem po de la vida colecti­
va y sus ritm os. Se inscriben en las actividades de celebración de la
vida colectiva: ciclo agrario, estacional, u otros. O bien, son d iá­
logos con los dioses o los ancestros bajo la form a de danza de
posesión o tam bién de trance en el cham anism o. L a dan za es en­
tonces cam in o necesario del intercam bio con los dioses.

L a e m e r g e n c ia d e l a d a n z a m o d e r n a

D e la danza de ballet académ ico al ballet m oderno, y antes


que nada con la em ergencia de la danza m oderna, el repertorio del
cuerpo se ha ensanchado hasta el infinito. A com ienzos del siglo
pasado, un puñado de intérpretes de danza trastornó los códigos
establecidos, las cadenas que retenían el despegue de los cuerpos,
inventando un m ovim iento liberado de cualquier tutela qu e no sea
la de la creación pura. Acusan al ballet de ser una danza convencio­
nal, rígida. Isadora D uncan se rebela incluso contra el adiestram ien­
to de los cuerpos que sufren los estudiantes8^ La D un can ( 1878­
1927), R u d o lf von Laban (1 8 7 9 -1 9 5 8 ), M ary W igm an (1 8 8 6 ­
1973), Ruth Saint-D enis (1 8 7 8 -1 9 6 8 ), Ted Shawn (1 8 91-1972),
y luego, m ás tarde, M artha G rah am (1 8 9 4 -1 9 9 1 ), construyen con
sus diversas personalidades los hitos de la danza m oderna, una dan ­
za abierta a la intuición del bailarín, abierta a su creación, sin pre­
ocuparse de su referencia a un código rígido o académ ico.
La danza contemporánea84 se encuentra profundam ente ins­
crita en el problem a del individuo y, por ende, en el problem a del
cuerpo: ella ha debido esperar, para desplegarse con la fuerza que le
conocem os, el surgim iento del creciente individualism o de nues­
tras sociedades. Es, efectivamente, despliegue del cuerpo, energía
en libertad, pensam iento en m ovim iento, escritura singular del es­
pacio, juego de signos. Ella no es verdad del cuerpo, o repetición de
un m odelo. Es incluso rechazo de la tradición y búsqueda repetida
y sin descanso en torno a las posibilidades descubiertas por el cuer­
po. La individualización de la danza ha sido paralela a la em ancipa­
ción progresiva de los individuos. A com ienzos del siglo 'XX., la
individualización del lazo social prosigue su avance, incluso si no
afecta m ás que a una m ínim a parte de las sociedades occidentales.
Esos períodos de ruptura social, de'm utación, ofrecen al hom bre
una libertad de iniciativa sin precedentes hasta entonces. La deci­
sión de relacionarse con el otro corresponde al individuo, y no a la

83Isadora Duncan, Ma vie, París, Gallimard, 1932, pp. 178-179.


84Ciertamente, hay numerosos puentes entre esos tipos de danza: las formas tradiciona­
les no están petrificadas, no son museos, pues se actualizan, manteniendo una reserva.
Las generaciones jóvenes contribuyen a su vez con lo suyo. La danza contemporánea
renueva a menudo sus figuras recurriendo al repertorio tradicional, e inspirándose en él.
tradición o al hecho de pertenecer a la m ism a com unidad. Libera­
ción de la antigua coacción identitaria, que afecta sobre todo al
artista, siem pre m ás o menos en disidencia con los valores com u ­
nes. Sin reconocerse ya en los valores m orales establecidos, el indi­
viduo se hace poco a poco el artífice de su existencia, abre su propio
cam ino. La sim bólica propia del grupo al que pertenece no es m ás
que un recurso para sus acciones y ya no su único horizonte. Artis­
tas ya separados de lo com ún por sus acciones son los depositarios
de esta conciencia exacerbada de las turbulencias del m undo. G ene­
ran una capacidad de innovación en la que la inquietud no es nece­
sariam ente un obstáculo para la creación.
En ese contexto, la danza m oderna testim onia la soledad del
hom bre sum ergido en un m undo en el que debe desde ahora in­
ventar un sentido, un m undo que pierde sus antiguas orientaciones
y se fragmenta, generando temor y exaltación a la vez. Para Laurence
Louppe, “no hay m ás que una danza: la de cada uno ... El bailarín
m oderno y contem poráneo no debe su teoría más que a sus pro­
pios recursos”^ M ientras la danza tradicional es emanación de una
creación colectiva, las creaciones contem poráneas llevan una firma.
En ese sentido, la danza es infinita, pues encarna siem pre proviso­
riamente un segm ento de la infinidad posible de recursos corpora­
les. Ella transform a el cuerpo en instrum ento de conocim iento y
de lenguaje, en un cam po de sensaciones tanto para el intérprete
com o para el público, que la vive por procuración, pero que no es
insensible a ella.
El coreógrafo o el intérprete avanza sobre el filo de la navaja,
abandona los códigos sociales que protegen de la angustia y hacen

*5Véase Laurence Louppe, Poétique de la danse contemporaine, París, Contredanse,


1997, p. 44.
que el m undo sea familiar y hospitalario para el hom bre. En sus
m anos sostiene, sin em bargo, una pértiga, su estilo; es decir, el ca­
m ino personal que traza en la zona m ás o m enos dem arcada de su
ejercicio (historia de la danza, datos técnicos y escenográficos de su
tiem po, grupo de influencia al que S(\adscribe, m ercado del arte,
etc.). La transgresión constante de esa línea de som bra que im pone
la danza no se realiza sin brújula, pero es cierto que las brújulas no
bastan por sí solas para alejar las tem pestades. Y a veces hay que
rom per las brújulas para recorrer territorios inéditos y sorprender­
se, osando enfrentarse con otros cuerpos, sin deber nada a nadie,
avanzar sin protecciones para renovar las form as de conocim iento.
La danza deshace cualquier identidad, rom piendo los criterios
de reconocim iento de sí y de los otros. Es existencia pura, vida
anterior al sentido, pero también profusión de significaciones. E x ­
ploración de posibilidades del cuerpo, acuerdos y desacuerdos de
los gestos, desplazam iento de los m ovim ientos, la danza devela el
lugar y despliega el tiem po. La danza es la invención de un m undo
inédito, apertura a lo im aginario, una fuga fuera de los imperativos
de significación inm ediata. C ad a coreografía construye su propio
relato, o se deja llevar por los m ovim ientos de los intérpretes y
construye su propia necesidad. El diálogo entre los espectadores y
los intérpretes es íntim o, inasible, múltiple, nunca fijo en el tiem ­
po. La danza se ofrece com o una superficie de proyección. D iseña
cam inos de sentido fuera de toda rutina de pensam iento. Y, al m is­
m o tiem po, fuerza a la reflexión. En la danza, el sentido no reside
en la transparencia narrativa de los m ovim ientos del cuerpo, se des­
pliega siem pre com o un horizonte, no cesa de escapar a todo inten­
to por capturarlo. Reinvención de los brazos, de las m anos, de las
piernas, del tronco, del ritm o, de los gestos, o de los m ovim ientos,
de los desplazam ientos, pero tam bién del espacio y del tiem po, de
la desnudez, de la distancia con el otro, de la relación entre los
individuos. Es el torbellino de una liberación respecto a toda ata­
dura sim bólica inm ediata. La danza es un lenguaje en sí m ism a, y
opera un discurso sobre el m undo al transform arlo.

N ace r d e la d an za

La danza es antes que nada una manera para el intérprete de


dejarse trabajar por la danza. Construye, de obra en obra, un saber en
marcha, una caja de herramientas que perm ite una lectura de los es­
pectáculos, un análisis de su aporte, de su fidelidad a un estilo de
autor, de su ruptura, de su mestizaje, o de su conservadurismo. Pero,
contrariamente al teatro, manifiesta un simbología alejada, en princi­
pio, de los códigos culturales que alimentan la vida cotidiana, pone
en juego un cuerpo liberado de la sim bología corporal que funda los
intercambios de sentido entre los individuos en la vida cotidiana. El
cuerpo del bailarín, contrariamente al cuerpo del comediante, siem­
pre m ás o m enos constreñido a lo inteligible, no se encuentra limita­
do a la com unicación, está liberado de los condicionam ientos de la
identidad, aun de aquellos del género. N o se encuentra sujeto a un
estatus social, a una filiación, se construye a sí m ism o en lo efímero
del gesto mediante la interpretación de los signos. Es por eso que la
danza afecta, fascina, maravilla o inquieta. Su privilegio consiste en
permitir ver a través de los intersticios de lo real, inventar cuerpos
inéditos, sorprendentes o en relación de espejo deforme.
L a danza tom a el lugar de la palabra, del pensam iento, ahí
donde estos quedan sin voz, pero lejos de desarm ar ese silencio, lo
aum enta. El m undo nace, entonces, para otras significaciones, di­
solviendo su evidencia prim era. El cuerpo aparece m ás que el cuer­
po. El m undo m ás que el m undo. Al desligarse del sim bolism o
social, se devuelve el cuerpo a la agitación, las ambivalencias, las
pulsiones, todo lo que los códigos sociales intentaban conjurar;. La
danza se expresa com o m ordedura o caricia, nos “toca” , de todas
maneras, pero el sentido de la creación no es apaciguar los conflic­
tos o los abism os que se abren en cada hom bre, sino m ás bien “fijar
vértigos” , inscribir, en la cerrada tram a de nuestras seguridades, zo­
nas de turbulencia que nos enfrenten de otro m odo al m undo,
planteando al hom bre la pregunta por su propia pregunta a través
de su m ism o cuerpo; es decir, por la condición de su ser en el m un ­
do. ¿Q ué cuerpo adviene al m undo cuando se borra el texto social
y el intérprete profundiza en su exploración, venciendo sus tem o­
res? C ad a creación nos ofrece una versión de ese territorio de som ­
bra que com ienza bajo la piel y se m ezcla con el espacio y los otros
cuerpos sin dejar otra traza que la del instante. La danza es aconte­
cim iento puro.
La danza contem poránea m uestra la irreductibilidad del cuer­
po a los m odelos cargados de positividad que reinan en la m oderni­
dad. El cuerpo es la carne de nuestro m undo. El hom bre es su
cuerpo y es m ás que su cuerpo, pero ese suplem ento no es obra del
alm a o del espíritu, es obra de la existencia m ism a. La condición
hum ana es corporal y nuestro cuerpo sigue siendo un m isterio para
nosotros. La danza nos m uestra un cuerpo bastante distante del
m odelo cartesiano, quien, basándose en una com paración con el
cadáver, lo define por la superficie y el volum en que ocupa, distan­
te, por otra parte, del cuerpo m áquina, m ás o m enos bien ligado a
un alma reacia, y distante tam bién de la anatom ofisiología, que
incide en nuestras representaciones occidentales com o el instrumento
que distingue radicalm ente al hom bre de su cuerpo. C o m o si el
hom bre no fuese m ás que el resto im palpable de un apéndice de
carne8(\ El cuestionam iento del intérprete de danza es antropológi­
co, el estatus de lo real es su objeto; la cuestión del hom bre y de su
carne, su tarea irrenunciable.

L a d a n z a c o m o r e s is t e n c ia

Recuerdo el herm oso relato de M arguerite Yourcenar en L e s


nouvelles orientales. U n viejo artista pintor y su discípulo son arres­

tados por los guardias imperiales y conducidos a palacio. El em pe­


rador está furioso con el pintor: ha crecido entre sus obras sin ver
otra cosa durante largo tiempo, y creyó que el m undo era arm onía
y belleza. M ás tarde, sin em bargo, se desilusiona cuando su m irada
se dirige hacia el m undo real. Q uiere ahora castigar al anciano por
haber pintado un m undo dem asiado bello, proporcionando al so­
berano una falsa visión de la existencia. El pintor es condenado a
m uerte. C u an d o se anuncia el veredicto, el discípulo intenta matar
al em perador, pero los guardias lo capturan y le cortan la cabeza.
N o obstante, para m ostrar su bondad, el em perador le pide al pin­
tor que term ine un cuadro que ha dejado hace tiem po inconcluso;
cuando termine esta tarea morirá. En su celda, el anciano se pone a
trabajar. D iseña, después de un tiem po, un paisaje con roquedos
que dan al mar. M iles de veces retoca los detalles. Luego, diseña

86 Respecto a la invención del cuerpo moderno, véase, por ejemplo, David Le Breton,
Antropologíadelcuerpoy modernidad, Buenos Aires, Nueva Visión, 2004, o Lachaira vif
De la lefon d'anatomie aux grefs d ’organes, París, Métailié, 2008.
una barca con un remero. Las sem anas pasan y la hora de su muerte
se acerca. El viejo artista se dedica ahora a pintar la barca con la
m ayor precisión. La víspera de su muerte, el rem ero aparece, por
obra de su pincel, con los rasgos de su discípulo Ling. Y, repentina­
mente, la barca atraca sobre la orilla. Ling descienHe sobre la arena y
toma la mano de su anciano maestro, y los dos suben a la barca,
que se aleja en el azul del mar. La celda está vacía. Pero ese es tam ­
bién el encanto de la danza, que proporciona a quienes creen en ella
los m edios para una evasión siem pre exitosa. Ella es siem pre una
evasión, una m anera de rom per el tiem po circular y tom ar la barca
del anciano m aestro para escapar de la im potencia. Permite desli­
zarse en otra dim ensión de lo real.
La danza contem poránea, antes que repetición de lo m ism o,
es la inducción de un sujeto en suspenso, creador del espacio y el
tiem po en que se produce. M atriz eternamente renovada de senti­
do; invención de form as y de contenidos. Inventando nuevos len­
guajes o nuevas m aneras de ser, es una exploración sin fin del conti­
nente corporal. Si bien es cierto que el sentido se transparenta en las
citas gestuales, m ovim ientos, actitudes, m ím icas, y que en el curso
de una obra pueden aparecer es.cenas m uy evocadoras, la dan za no
posee nunca la claridad de un relato, y esa es precisamente su fuerza.
Sitúa al espectador en un engaño propicio: la tentación de sentido
es grande, pero transform ar la danza en relato equivale a destituir su
dim ensión m ás propia.
C iertam ente, la danza no deja de ser una construcción mental
que se interpreta a través del cuerpo, una inteligencia física del cuer­
po, com o una obra escrita a través de una serie coherente de m ovi­
m ientos. Precediendo a la facilidad del gesto y la transparencia del
m ovim iento hay un aprendizaje, la enseñanza de un m aestro y la
apropiación de las técnicas corporales por parte del estudiante. Hay,
por supuesto, una construcción de la gracia o bien del desatino (si
es intencional). L a evidencia es adquirida: por una parte, es el pro­
ducto de la interiorización de las m aneras elementales de jugar con
el espacio; por otra, reside en el talento, en la capacidad de inven­
ción. La danza es un arte, no un desorden m ás o m enos controlado.
Tal com o las artes plásticas (y especialm ente el body a r t ) o el
teatro, la danza participa intensam ente en la interrogación de nues­
tras sociedades sobre el estatus del cuerpo y, por tanto, m ás allá de
eso, sobre el estatus del sujeto, en un m undo en el que se encuentra
am enazado por todas partes. En el prólogo de A s í h a b la b a Z a r a tu s-
tra , Nietzsche anuncia su propósito: “O s digo, es necesario tam ­

bién portar en sí al caos para ser capaz de dar a luz una estrella que
danza. O s digo, ustedes portan consigo el caos” . El intérprete corre
hacia el m ar y se detiene al límite entre la arena y el mar. Asaltan a la
m em oria las últim as frases de M ichel Foucault en L a s p a la b r a s y las
cosas: “ El hom bre es una invención que la arqueología de nuestro

pensam iento m uestra com o una invención reciente. Y quizás su


próxim o fin. Si estas disposiciones llegaran a desaparecer tal com o
aparecieron, si por algún acontecim iento, del que podem os a lo
m ás presentir la posibilidad, pero del que no conocem os por el
m om ento ni la form a ni la prom esa, estas se voltearan, com o lo
hizo el giro del siglo ^ V III en el suelo del pensam iento clásico,
entonces se puede decir realmente qu e el hom bre se borraría, com o
en el límite del m ar un rostro de arena”87. Pero, justam ente, los
pasos del bailarín im ponen otras trazas en otro lugar, se burlan del
olvido o de la muerte, y hacen surgir un cam ino en el caos. En el

87 Michel Foucault, Las palabras y las cosas, París, Gallimard, 1966, p. 398.
límite del mar y la arena hay siem pre quien danza para renovar el
paso del hom bre y salvaguardar su rostro. La im agen es una im agen
de eternidad del hom bre, una de las form as fundadoras de resisten­
cia, crítica y jubilatoria a la vez, frente a la crisis de sentido y de
valores de nuestras sociedades. Incluso cuando in te rr o ^ duram en­
te la condición corporal del hombre, lo hace siem pre a través del
cuerpo. Ella “da a luz una estrella que danza” , opuesta a esa corrien­
te que desprecia los cuerpos que m arca profundam ente nuestra so­
ciedad. “Yo danzo, luego existo” , tal es, contra Descartes, el cogito
contem poráneo de aquellos que no aceptan los im perativos del
“horror económ ico” y de la todopoderosa técnica que vuelve al
m undo cada vez m enos hospitalario. D anzo, entonces, y m i cuer­
po está siem pre en m edio del goce del m u n d o88.

88Cf. David Le Breton, El adiós al cuerpo, México, La Cifra, 2007.

112
D avid Le Breton es profesor de Sociología en la Facultad de
C iencias Sociales de la Universidad de Estrasburgo. M iem bro del
Instituto Universitario de Francia. A utor de num erosas obras en
torno a la antropología del cuerpo.

O bras en francés:
E n soujfran ce. A dolescence et entrée d a n s Úl vie (M étailié).

L a p e a u et Úl trace. S u r les blessures d e so i (M étailié).

D e s visages. E ssa i d 'an th ro p o lo g ie (M étailié).

Es autor tam bién de una novela policíaca:


M o r t su r Úl route (M étailié, Prix M ichel Lebrun, 2 008).

O bras traducidas al español:


L a sociología d e l cuerpo, Buenos Aires, N ueva Vision, 2002

(2 0 0 7 ).
A dolescencia b a jo riesgo, M ontevideo, Trilce, 2003.

A n tro p o lo gía d e l cuerpo y m odernidad,, Buenos Aires, N ueva

V isión, 1995 (2008).


L a s p asio n e s o rd in arias. A n tro p o lo gía d e Úls em ociones, Buenos

Aires, N ueva Visión, 1999 (2005).


E l silencio, M adrid, Sequitur, 2001 (2007).

A n tro p o lo gía d e l dolor, M adrid, Seix Barral, 1999.

E l sa b o r d e l m undo. U n a an tro p o lo g ía d e los sentidos, Buenos

Aires, N u eva Visión, 2007.


A d ió s a l cuerpo. U n a teoría d e l cuerpo en e l extrem o contem po­

ráneo, M éxico, La Cifra, 2007.


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In d ic e

Presentación 5
Introducción 9
O bertura 17

C ap ítu lo 1
A prender a través del cuerpo: la enseñanza
de las actividades corporales 21
A prender a vivir 21
M aestro de sentido y m aestro de verdad 28
Enseñar lo indecible 33

C ap ítu lo 2
D e los sen tidos al sentido: u n a an tro pología
de los sentidos 37
L a sensorialidad del m undo 37
A prendizaje de los sentidos 41
Percepción de los colores 52
La hegem onía de la vista 57
La conjugación de los sentidos 62

C ap ítu lo 3
F en om en ología del com ediante
en el teatro con tem porán eo 65
L a expresión social de las em ociones 65
El teatro com o laboratorio de laspasiones 72
Paradojas del com ediante 76
El arte del actor 86
El contagio de em ociones de la
sala a la escena y de la escena a la sala 91

C ap ítu lo 4
L a dan za o la celebración del m u n d o 97
El testigo encandilado 97
La em ergencia de la danza m oderna 103
N acer de la danza 107
L a danza com o resistencia 109

Bibliografía 115

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