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EN

TORNO AL MANDIL







GUILLERMO DE MIGUEL AMIEVA
EN TORNO
AL MANDIL
Mediodía en punto















SERIE VERDE
[LIBROS PRÁCTICOS]






En torno al Mandil

editorial masonica.es®
SERIE VERDE (Libros prácticos)
www.masonica.es
© 2015 Guillermo de Miguel Amieva
© 2014 EntreAcacias, S.L.

Ilustraciones:
Guillermo de Miguel Amieva
EntreAcacias, S.L.
Apdo. de Correos 32
33010 Oviedo - Asturias (España)
Teléfono/fax: (34) 985 79 28 92
info@masonica.es
1ª edición: abril 2015
ISBN (edición impresa): 978-84-943587-3-9
ISBN (edición digital): 978-84-943587-4-6
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Penal).







A Gerhad Teubel,
mi hermano,
ya en el Oriente Eterno.















MEDIODÍA EN PUNTO
Es mediodía en punto del día diecisiete del mes duodécimo segundo del año seis mil catorce después
del rey Salomón (V#L#), hora en que los masones empezamos a trabajar. Hace aproximadamente
dieciocho años escuché, por vez primera, esto de que los hermanos masones comenzamos nuestros
trabajos a partir de las doce del mediodía, hora simbólica que indica la posición más alta del sol y
por tanto el imperio de la luz, de la verdad, de la razón, de la sabiduría que hemos de buscar y que ha
de guiarnos cuando estamos en la oscuridad. Para todo aquel que busca no hay doctrina alguna a la
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que aferrarse , sino camino, esfuerzo, penetración, desarrollo incansable, trabajo, meditación, un
seguir el camino hacia la luz.
A partir de mi iniciación, cambiaron muchas cosas en mi vida; si bien no radicalmente, claro,
quiero decir que lo que tenía que cambiar no cambió repentinamente, de un sesgo, sino de manera
progresiva. La evolución nunca se detiene, antes al contrario opera con extremada lentitud, se afianza
con el paso del tiempo, se descubre y te descubre, la descubres en ti mismo, tras ya afianzada, después
de que se ha incorporado a ti y forma parte tuya sin posibilidad alguna de retroceso (quizás por eso
decimos que un hermano en sueños nunca deja de ser un iniciado). Pero lo descubierto sólo alcanza
el territorio que pisas y siempre hay un más allá que determina tu dirección, siempre hay, quizás ésa
sea la gracia, una espesura que esconde los tesoros del universo. Creo que el horizonte es un gigante
tramposo que nunca puedes alcanzar. De ahí, que el buscador no pueda seguir nunca una doctrina; de
ahí, que el explorador deba rechazar el dogmatismo; de ahí, que el instrumento esencial del
caminante sea la brújula en lugar de los catecismos o los idearios que programan el inicio y el final
de algo que, sin embargo, no debería dejar de ser una hermosa aventura.
La aventura, como tal, encierra la belleza de la incertidumbre y la pasión por la búsqueda. Me
refiero a la hermosura del misterio que sólo pueden desvelar aquellos que están preparados. Quizás
también podríamos referirnos a los que están predispuestos, a los que reúnen, en definitiva, una
naturaleza determinada. Es la atracción por lo mistérico, por la intermediación invitadora de los
velos, por las sugerencias de lo traslúcido, por la adivinación de lo que se esconde tras la silueta, por
el descubrimiento de la forma de la llama mediante el estudio de la imagen de la sombra que refleja,
es el apetito por el descubrimiento, y no la apetencia por poseer la verdad, lo que caracteriza a los
verdaderos iniciados, a aquellos que saben que la sabiduría no es transmisible, sino un juego
personalísimo de sucesivos desvelamientos que cierran el paso a los demás exploradores que nos
siguen, un juego, en sí mismo, que consiste en recuperar las claves que andan dispersas: me refiero a
esas llaves que nos abren el conocimiento de lo que somos; a las que nos permiten comprender que
lo más profundo que acrisolamos también está en los otros; y a las que nos hacer ver la unidad en el
reencuentro de todos.
El presente ensayo nace, valga redundar, en torno a un título que deviene una puerta tras cuyo
umbral me enfrento al vacío. Nada más apasionante. En torno al mandil, como título, ha nacido
espontáneo en mi mente, tanto como una flor silvestre, ha nacido como preludio del principio, nunca
como consecuencia de un texto previamente escrito cuyo título fuera consecuencia del fin (del punto
y final). El título brota y se expresa como determinación del principio, como el comienzo de una
andadura. En torno al mandil es un título anterior al propio libro, al propio principio, y por eso tiene
la fuerza de sugerir la creación y su camino constructivo. Intuyo que me lleva, que me arrastra, que
posee la fuerza indomable del agua. ¿Es entonces el título, por anteceder a mí mismo, que opero
como mero seguidor de su señal, el verdadero creador? ¿Determina mis pasos? ¿Soy yo dueño del
título o el título se ha adueñado de mí tras surgir de pronto en mí, nacido nadie sabe de dónde? ¿Los
escritores, los hombres en general, somos medios por donde el universo pasa —como la física
cuántica, tan de moda, parece demostrar— o somos el fin del universo, los depositarios de todas sus
verdades, como determinadas creencias han venido sosteniendo a lo largo del tiempo? ¿Somos
canales espirituales por donde la sabiduría pasa, si es que pasa, o somos los sabios que alguna vez
llegamos a poseerla? ¿Sirve de algo retenerla, o su misión consiste en fluir por el universo
resultando un sacrilegio detenerla, guardarla para nosotros paralizando su movimiento por el
mundo? ¿El sabio retiene la sabiduría o sólo muestra el camino para encontrarla? ¿Es aprehensible el
saber del modo material en que los seres pensamos que lo es, o éste no se deja porque, como el
horizonte al que antes me refería, nunca se alcanza del todo? ¿La sabiduría sigue buscando a la
sabiduría? ¿Se reconoce en sí misma, se piensa agotada en sí o quizás no tiene fronteras materiales y
ella misma no se abarca y se extiende tan vasta al punto de ignorarse a sí misma? ¿Es por esto que la
sabiduría y la ignorancia pura, la inocente, no dejan de ser la misma cosa? ¿Después de estas
reflexiones, qué valor tienen los dogmas humanos de todo orden, bien procedan de la religión o de
las ideologías políticas? Tras la puerta que abro al aceptar la aventura de desarrollar este título, y por
consecuencia volver a escribir, reiniciar la andadura que, como autor, viene determinando parte de
mi vida, encuentro todo blanco de frente, todo vacío. Me enfrento a un desierto de páginas por llenar,
estas ahora indeterminadas del procesador de textos ante cuya magia y fuerza gravitatoria siempre
acabo por sucumbir; encuentro todo blanco, digo, y me admira esta blancura pura e inocente, como
la del primer mandil del aprendiz que todo masón iniciado lleva prendido de su cintura alguna vez.
Y tengo una relación con un título, con éste, a partir del momento en que, meditando en el sofá, se
sembró él solo en mi mente. Esta relación me invita a desarrollarlo hasta el destino de un final que
será igual que el principio. Entre el mediodía en que empiezo mi trabajo y la medianoche en punto en
que lo termine, mediará un texto, mas este inicio y ese final previsto, momentos temporales
simbólicos, ambos en las doce pero en puntos equidistantes —uno en la luz y otro en la oscuridad—,
quizás no dejen de ser lo mismo, pues ambos se participan mutuamente.
Anteriormente, he referido que mi primer mediodía en la logia supuso un cambio, pero insisto en
que, sin embargo, la realización material de los cambios anunciados, viene suponiendo mucho
tiempo de interesantísima aventura, más del que yo preveía entonces. El año pasado iniciamos a un
hermano muy querido para mí. Por alguna razón que ignoro, pero que no suele ser frecuente,
olvidamos pedir su mandil de aprendiz, lo cual nos colocó ante una situación que pudimos solventar
sirviéndonos de mi propio mandil de aprendiz. Aquel día yo lo llevaba en mi maletín (a veces, con el
propósito de simbolizar el principio y el final de mi viaje iniciático, me pongo el mandil blanco
debajo del mandil de maestro). El caso es que, tras el paso de las pruebas de la iniciación, decoramos
a nuestro nuevo hermano con mi mandil de aprendiz, mandil que por entonces tenía en torno a
dieciséis o diecisiete años de edad. Yo oficiaba como maestro orador de mi logia Paz y
Conocimiento Nº 119, al oriente de Palencia, y, por tanto, me correspondía dedicarle el discurso de
bienvenida a la logia. Cuando me levanté para dirigirle unas emotivas palabras, me di cuenta de que,
por primera vez en diecisiete años, mi mandil de aprendiz y mi mandil de venerable maestro se
polarizaban en logia unidos por el eje imaginario que vincula oriente con occidente, la sabiduría con
la ignorancia, la luz con la oscuridad. Le dije a mi hermano que si él experimentaba su iniciación
formal, yo, sin embargo, comenzaba un nuevo proceso de mi iniciación material. Habían pasado más
de tres lustros para que empezara a comprender un poco el vasto dominio de la aventura que estaba
desarrollando desde mil novecientos noventa y seis. Creo que me emocioné observando la
naturalidad y la aceptación alegre y confiada de nuestro nuevo aprendiz, pero yo, que estaba en el
otro extremo del viaje, percibí por vez primera, no de forma intelectual —ésa siempre había estado
presente— sino de una manera emotiva, amorosa y vital, que los extremos se igualan y que el
hermano me devolvía la imagen realizada de mi propia iniciación formal. Él era yo. El inicio del
viaje había concluido dieciséis años después. Unas horas de iniciación formal en mi logia madre
Hermes Amistad Nº 53, al oriente de Valladolid, ceremonia celebrada el día veintiocho de diciembre
de mil novecientos noventa y seis, habían extendido su manto esotérico para cerrarse tres lustros
después. Y todo vino simbólicamente reflejado por el enfrentamiento polarizado de dos mandiles
cuya magia se había ido atesorando en mi maletín a lo largo de ese tiempo.
Procuré explicarle a mi recién recibido hermano lo que estaba pasando. Quizás se lo he explicado
muchas veces más. Pensando que al verbalizar las experiencias éstas se viven en el interior de
nuestros semejantes del mismo modo a como nosotros las vivimos, solemos explicar muchas veces a
los demás cómo son o cómo han de ser aprovechadas las experiencias que nosotros hemos vivido
previamente. Aunque esa pasión por los demás puede ser desinteresada —en otros casos dogmática y
probablemente impositiva—, lo cierto es que nunca cala en los otros como pensamos que va a calar,
y nunca nadie descubre los profundos misterios de la vida sino cuando por sí mismo los percibe,
cosa imposible si no media el amor. El amor es un instrumento, pero también es un fin y un principio.
Escribir sobre ello, como escribo en este momento, desarrollarlo de modo intelectual, no vale para
nada —no lo ignoro—. No obstante, la razón expresada a través del lenguaje se impone como la única
forma posible para comunicarnos. Aunque no sea útil para que el lector perciba lo que yo percibo,
quizás sí lo sea para elevar una reflexión en voz alta o para experimentar yo mismo, de nuevo, mi
propio camino. Quizás este ensayo no deje de ser por tanto sino una parte de mi propia aventura,
pero una parte que, ciertamente, encontrará reflejo, acomodo y asiento en el lector, en quien con
gratitud me deposito. Igual a como un día me inicié en la masonería, otro día anterior me había
iniciado ya en la apasionante aventura de la literatura. Masonería y literatura convergen en mí, y
ambas son medios de los que me sirvo para crecer, pero ninguno contiene dogmas, ésta es la cosa y
ésta la enseñanza. Dejemos entonces que todo fluya, dejemos que, en la medida de lo posible, la
sabiduría se canalice través de este maestro masón que nunca ha dejado de ser un aprendiz.


























APRENDIZ MASÓN
[EL PRINCIPIO]

EL MANDIL DEL APRENDIZ
Tras la ceremonia de iniciación, el recién iniciado se queda solo. Llega un momento en que todos los
componentes de su logia madre se despiden. A partir de ese justo instante, todo lo que ha vivido inicia
un periodo de reflexión inacabable. Sin embargo, posee tres nuevos elementos, tres nuevos objetos
materiales, tres símbolos que le han sido entregados formalmente; esto es, de manera iniciática. Un
rosa roja para su pareja (sin discriminación de género); unos guantes blancos; y el mandil de
aprendiz. Atrás queda una ceremonia que va recuperando desde la memoria —sin duda, piensa en ella
y hasta ha deseado quedarse solo para reflexionarla—. Se trata de una ceremonia formal que, por
mucho que la medite, y a pesar de que le ha dejado una huella indeleble, aún no puede ver con
perspectiva. Es verdad, que le han encargado que escriba una plancha de impresiones, pero pocos
aprendices atinan a reflejar por escrito lo que serán capaces de ver cuando vaya brotando en ellos la
más profunda iniciación material.
El aprendiz está en el principio de una aventura iniciática. A lo mejor ya se ha detenido en la
percepción del mandil, lo ha tocado, lo ha sentido, lo ha visto, lo ha integrado en su mente. Es blanco,
aunque el reverso deviene grisáceo; está confeccionado con piel de cordero y su forma le resulta
inusual porque acaba en pico. Tiene una babeta triangular dispuesta hacia arriba, la cual surge desde
lo que idealmente podríamos delimitar como la arista superior de un cuadrado, el que se antoja parte
inferior del mandil. Sin embargo, ambas partes están unidas sin solución de continuidad. A simple
vista, no puede diferenciarse esa naturaleza geométrica dual del mandil —formado por un cuadrado
y un triángulo superpuesto— porque ambas geometrías conforman a su vez, valga la redundancia,
una unidad simbólica. La dualidad se encuentra en una unidad que la supera. A la vez, contiene un
mensaje que hay que descifrar. El aprendiz, sin embargo, aún no lo discierne, pues la geometría
deviene arte que no es propio del momento. En tan temprano instante de recepción simbólica,
solamente sabe deletrear y ha de ocuparse de la gramática más que de la geometría; por tanto, tan
sólo ve un mandil blanco, despersonalizado, que el maestro experto le ha prendido a la cintura
durante la ceremonia de iniciación. Sin embargo, ahí, junto a él, quizás en el asiento derecho de su
vehículo, o quizás sujeto bajo el brazo mientras regresa andando a casa, ya ejerce una influencia
magnética. Durante esa ceremonia formal de recepción en la Orden, el aprendiz ha sido el
protagonista. Hasta le han agasajado con un ágape en el que ha podido observar a sus nuevos
hermanos, gente contenta, feliz, radiante, amistosa y fraternal. Para ellos, el mandil forma para de sus
vidas. Lo que inicialmente fuera un objeto se ha ido adhiriendo a la piel y se ha ido singularizando: el
mandil de aprendiz de todos los hermanos es único, responde a un ensamblaje entre el hombre y el
objeto, entre el ser y el mundo simbólico. Algunos de esos masones que le han recibido en la Orden
llevan décadas en la Masonería —eso es verdad—, pero todos experimentaron por igual, como él,
ese primer día que acaba de vivir., y todos ellos observan y analizan cada iniciación, también la suya,
como un ejercicio necesario para progresar hacia la iniciación material —la verdadera—, la cual, si
se alcanza, se produce más tarde. Mucho más tarde.
Esos hermanos nuevos, algunos de los cuales formarán parte de su vida durante décadas
convirtiéndose en los otros que son nuestros, en el reflejo de la identidad fraternal, en la devolución
especular del propio y más profundo yo que los seres tenemos (el más sagrado), esos hermanos,
digo, han disfrutado muchísimo practicando ritualmente para él la ceremonia de recepción, esa que le
ha parecido, sin duda, impactante, y que le ha desubicado por completo del mundo profano de donde
provenía. Algún día se dará cuenta de que la realización de su ceremonia exige mucho oficio,
verdadera dedicación y amor por parte de los maestros que la vertebran, algún día perderá parte de
su orgullo para notar que todo el proceso armónico que ha vivido resulta de una lograda conjunción
de voluntades individuales que, desde hace años, se encuentran en el camino hacia la sabiduría. Los
maestros, aparte de la fraternidad, sólo le transmitirán el profundo conocimiento del ritual, ese
constructo tradicional que deviene formal y materialmente un ser vivo, una barca a la que subirse
para navegar.
La imposición del mandil al aprendiz se produce tras el paso sin mácula de las pruebas iniciáticas.
Llega un definitivo momento a partir del cual se le incorpora este elemento simbólico fronterizo que
separa el mundo profano del mundo esotérico. Le han dicho, o ya lo sabe, que ese mandil blanco lo
usaban los llamados masones constructores de catedrales para labrar las piedras brutas, hacerlas
cúbicas, alisarlas, y protegerse de las esquirlas. Era, por tanto, un objeto de trabajo que protegía al
albañil y en donde este podía apoyar sus herramientas y los materiales de construcción. La Edad
Media se incorpora, por tanto, a la indumentaria de este nuevo aprendiz especulativo, recién iniciado
en los misterios de la Masonería. Lo más antiguo se añade a su vida, quiérese decir que se rompe,
valga la redundancia, con la ruptura radical que la era moderna ha hecho con el pasado. La Orden
masónica, efectivamente, ha incorporado parte del sentimiento medieval anterior a la Modernidad
acarreando consigo la tradición anterior. En aquel tiempo, los hombres tenían un sentimiento
religioso profundo, del cual surgieron esas bellezas constructivas ya irreproducibles en nuestro
tiempo, construcciones elevadas al cielo que componen el reflejo de un hombre medieval unido a la
causa trascendente que todo lo explica. Pero unido, eso sí, de una manera esotérica que la práctica
religiosa de los momentos presentes no puede imitar.
Hubo un tiempo en que los hombres estaban unidos a la verdadera religiosidad, desprendida ésta de
las máculas racionalistas que luego la han adulterado. A pesar de que solemos pensar que la religión
ha podido tener una influencia determinante en la secularizada sociedad occidental —la ha tenido
sólo en su medida—, podría antojarse como igualmente acertado el pensamiento de que el
racionalismo ha bautizado a todos los hombres nacidos tras Descartes. El racionalismo nos ha calado
tanto, que ni siquiera los hombres que hoy se dicen religiosos, o que más religiosos lo parecen por el
simple hecho de practicar o cumplir con los ritos, pueden desprenderse de la influencia que el
racionalismo ha dejado en ellos. A partir de Descartes, la duda racional habita la mente del hombre
moderno de forma inexorable, ello de tal forma que ni siquiera este bendito y buen Papa Francisco
puede sustraerse al racionalismo que preside su mente cuando afirma que tiene fe en la existencia de
Dios. Tampoco pueden hacerlo los masones católicos, protestantes, judíos o cualquier masón
monoteísta de los que decoran nuestras logias con su presencia; todos hemos nacido en una era
racionalista. Hasta el Renacimiento, aunque no de forma determinante desde su advenimiento —pues
los grandes cambios históricos, al igual que la iniciación, no se producen de forma tajante, sino
dentro de un proceso más o menos dilatado en el que se sedimentan—, hasta el Renacimiento, digo, la
religiosidad del hombre era verdadera porque este estaba imbuido de un sentimiento trascendente
auténtico. Entonces, el hombre tenía una vocación verdadera de unión con Dios, su mente estaba
desprendida de la perversión que en el orden espiritual (no en otros) ha introducido luego el
racionalismo, y existía, por tanto, una verdadera inocencia, una blancura virginal que los humanos de
ese tiempo adherían al caminar por la vida. El sentido existencial de la vida del hombre, más
teocéntrico entonces, implicaba que todo el trabajo material desarrollado en la vida terrenal tenía el
compromiso de ofrecerse a la causa superior. De ahí que ese trabajo culminara con la elevación de
los hermosísimos templos que hoy podemos contemplar, verdaderos libros simbólicos que, incluso
para el caso de que no seamos practicantes o ateos, nos permiten reflexionar espiritualmente. La
belleza constructiva de estos edificios, expresión o culminación de la sabiduría desarrollada con
voluntad de manifestarse, resulta de una imitación de la belleza que alcanza el universo, el cual
deviene reflejo o manifestación superior de la sabiduría del Gran Arquitecto Universal. Las
catedrales que adornan los cascos antiguos de nuestras ciudades son naves para el viaje desde la
Tierra al mundo espiritual, algo que, en aquel tiempo, impregnaba no solamente la pura intención de
los oficios religiosos, sino, incluso, la vida política, económica y social de los burgos, la cual se
prendía de lo espiritual para su correcto desarrollo.
La razón servía al espíritu, no el espíritu a la razón. Quizás se tratara de una razón espiritual, si
consideramos, etimológicamente, que la razón nos lleva a la raíz de las cosas, o al origen desde
donde podemos encontrar el sentido (todo, incluso el espíritu, tiene una raíz, esto es una razón). De
otro lado, la razón matemática que permitió elevar las catedrales góticas —la secuencia numérica que
partía del número áureo—, representaba y sigue representando, al parecer, una razón a escala de la
construcción de todo el universo, una razón científica que nos reporta una constante constructiva
reiterada en todo el Cosmos; por consiguiente, una razón que abona la idea de una causa eficiente,
pues todo lo que inexorablemente se mantiene como una constante exige un origen multiplicador (lo
multiplicado obedece a un operador que multiplica, es decir, a una causa anterior). Los templos de
entonces, los bien construidos, buscaban la armonía que la utilización del número áureo reproducía
por todo el cosmos. La razón constructiva radicaba, valga la redundancia, en traer el cosmos a lo
terreno para establecer lugares excluidos de lo propiamente material, lugares sagrados tras cuyo
umbral el hombre se adentraba en un espacio de comunión con lo de arriba. Quizás, por eso, el
exterior de aquellos edificios se sirviera del grafismo simbólico de las gárgolas para ahuyentar el
mal espíritu o la mala disposición del ánimo, no permisible para el adentro del templo, para su
mundo interior. Al nuevo aprendiz, también le han pedido, antes de iniciarle, que se desprenda de sus
materiales profanos [los materiales profanos, simbolizados en los objetos de valor, extienden su
significado hermenéutico a los vicios morales que el iniciado arrastra del mundo del que proviene].
Luego, le han dado un mandil y unos guantes blancos. El mensaje simbólico es el mismo. Para entrar
en los templos hay que devenir puro y sin mácula. El mandil deviene simbolismo de la pureza de
quien lo lleva.
El mandil blanco, al igual que una catedral, opera como una frontera que separa lo puro de lo
impuro. La atracción por el mensaje de las formas es algo por lo que he sentido una enigmática
fascinación desde hace muchos años. Y es que, efectivamente, la forma adquiere su manera para
moldear la materia y decirnos lo que representa y lo que está más allá de lo que representa [todo
objeto es un sí mismo, es decir, un significante y un significado]. Un delfín tiene forma de delfín, y la
forma nos dice que esa corporeidad manifestada ante nosotros es un delfín. Los hombres le hemos
puesto ese nombre, y, por tanto, lo que vemos es un delfín, un ser que la naturaleza ha moldeado con
unas características materiales, pero también espirituales. Además de la apariencia externa del delfín,
además de eso, la forma nos trasmite una armonía concreta, una espiritualidad y una alegría que un
tiburón, por ejemplo, no transmite. Luego de la forma se expande la noticia de algo que está más allá
de la forma. Entre materia y forma se da una sincronía, un concurso de voluntades que explican la
vida (la nuestra y la del universo), de ahí la importancia que la geometría tiene en el grado del
compañero masón, el cual trata de salir del mundo interior para analizar el mundo externo. De ahí,
también, la importancia de fragmentar el mandil en formas geométricas.
El mandil tiene una forma invariable a lo largo del tiempo. Ha sido traído del mundo medieval, de
aquel tiempo en que los masones operativos, entonces pertenecientes a la cristiandad, estaban
conectados esotéricamente con el mundo trascendente. Ese mundo trascendente en el que los
constructores de catedrales vivían, era el representado por la teología cristiana. Hoy, el mandil es un
elemento decorativo, simbólico y funcional del masón moderno —el denominado masón
especulativo—, que opera como un eslabón de unión con los masones medievales, hermanos
anteriores a la modernidad europea, gremio que, no obstante, se alzó como un intermedio entre la
Edad Media y la Era Moderna. Eran libres, por cuanto sus trabajos eran requeridos por los burgos y
podían desplazarse por Europa sin sometimiento alguno a los señores feudales (lo que implicaba, en
alguna medida, la adquisición primigenia de una forma de vida en libertad impropia de la Edad
Media, y más propia de la actualidad); tenían sus ritos (en gran parte, perdidos), y recibían el
esoterismo a través, primordialmente, primero de los templarios, y luego de los rosacruces. Por ello,
quizás, fueron los que a la larga asentaron los cimientos de un movimiento especulativo, el actual,
que ha incorporado ritualmente la Ilustración europea (la libertad y la razón) sin dejar a un lado la
espiritualidad. Esto es, sin mezclar ambos campos, estableciendo una línea respetuosa de separación
que implica tener presente que la razón y la intuición, la lógica y la analogía, conjuntamente con el
mundo del espíritu, devienen instrumentos igualmente necesarios para el correcto desarrollo
humano.
En el principio fue el mandil —podríamos decir—. El mandil blanco está en el principio de la
aventura iniciática. Unido al silencio, y por ello a la blancura, a la pureza. Trae un mensaje del pasado
iniciático e incorpora la tradición constructiva religiosa occidental como una manera de representar
las cosas y operar con ellas. El mandil es el símbolo, por excelencia, que sugiere que la Masonería se
sirve de una metáfora para la consecución de sus fines. Luego ha dejado de ser útil de trabajo
operativo para convertirse en un símbolo del tratamiento de la fraternidad y la filosofía iniciáticas.
En el principio no fue el verbo, sino el silencio, la blancura, la sabiduría inocente. Es propio del Arte
Real pretender transmitir sus mensajes desde el silencio —esto es, desde la ausencia del lenguaje—,
de ahí que los aprendices tengan que emplearse en la comprensión activa del mismo durante todo el
periodo de iniciación (se tarda en comprender que la comunicación oral, a pesar de que los masones
podamos hablar cuando nos elevan el salario, no es el medio de comunicación esotérico). Resulta
entonces que la blancura del mandil deviene símbolo representativo de ese silencio, de ese desierto de
palabras, únicamente iluminado por la luz. En el principio de la aventura masónica fue el mandil, un
objeto unido a la Edad Media, un vínculo en consonancia con la tradición esotérica y constructiva de
occidente, proyectado como la expresión de la masonería moderna.
Podemos decir, en definitiva, que cuando a un masón se le ciñe un mandil a la cintura, se le
incorpora, material y formalmente, lo que desde el nivel simbólico él es. El masón ha de tener una
apariencia, pues la apariencia, la manera en la que se presenta algo exteriormente, anuncia lo que es
(la forma se adhiere inescindiblemente a la materia y la propia materia, incluso, lleva genéticamente
la anunciación de la forma). El mandil, como se ha referido con anterioridad, representa un elemento
de frontera que, según el enfoque que le demos, delimita lo externo de lo interno, o parapeta al
masón del mundo profano. Para un profano, un masón decorado con mandil impone la apariencia de
un mundo que él no ha atravesado nunca, luego impone una delimitación, un mojón fronterizo. Para
un masón, el mandil interpone una protección hacia un exterior que simbólicamente (léase entre
comillas) deviene contaminado. Los movimientos esotéricos existen porque el mundo en el que
vivimos ha experimentado una separación con respecto al escenario natural inicial en el que todos
estábamos ensamblados con la naturaleza; el esoterismo deviene regreso a ese estado primordial de
no separación, pretende la recuperación de un estadio mental anterior en el que no nos sentíamos
desgajados.
El universo precisa ser interpretado para sentirnos unidos a él, debemos procurar un ensamblaje
entre lo material y lo espiritual, entre el ordenamiento formal de la materia y aquello que la materia
trasciende. Nosotros mismos, los hombres, que indudablemente pertenecemos al mundo, necesitamos
depurarnos, elevarnos al espíritu, algo que en la época presente no exige necesaria ni
obligatoriamente —aunque tampoco la excluye para aquellos que la profesen— la práctica de oficios
religiosos. La adscripción religiosa positiva como medio de unión de lo terreno con lo cósmico
espiritual sólo es una manera de aproximación, una más entre los diferentes métodos de iniciación a
lo trascendente. En mi opinión, algunos ritos religiosos quizás se han anquilosado, quedándose más
en la forma, es decir, en lo exotérico —cuando lo curioso es que históricamente esto no fue así—; al
final, resultan aburridos para los fieles, que suelen ir por compromiso, por costumbre, pero rara vez
con las consciencia y la completa voluntad de participar en un proceso colectivo o socializado de
profundización interior (esto sí es el esoterismo). Como quiera que todos los movimientos esotéricos
del mundo existen por una razón impulsiva del hombre hacia el espíritu —entendido espíritu no
como aquello que caracteriza la esencia de un hombre concreto (tal cosa es el alma), sino como la
naturaleza divina o superior que supera la individualidad y la materia ordenada—, como quiera que
todos los movimientos esotéricos, digo, existen por ese impulso antedicho de reunión con la causa
que todo lo explica, la decoración o la vestimenta de cada movimiento esotérico traspasa el somero
barniz del ropaje para transformarse en simbolismo de frontera y anunciación de un más allá.
No todo el mundo está preparado para traspasar la frontera que la aventura masónica comporta y no
a todo el mundo le interesaría hacerlo. Un ser tan profundamente esotérico como un yogui, iniciado,
aunque por otra puerta, en los profundos misterios del universo, difícilmente se integrará en una
logia simbólicamente constituida; como tampoco lo hará, por ejemplo, un monje de clausura, lo cual
no significa nada en particular, sino que cada cual tiene su método de acercarse a la verdad. Hace muy
poco tiempo, todos los hermanos de la logia Paz y Conocimiento de Palencia visitamos al pasado
abad de un monasterio cercano a nuestra capital. He de decir que tuvimos el privilegio de escuchar de
sus labios la honda explicación sobre el sentido y el significado del silencio —un punto de
aprendizaje común para todos—, que él dividió en tres fases de muy interesante digresión:
diferenció, así, el silencio físico, del mental y del espiritual, según nos apartemos respectivamente de
los sonidos del mundo, de los de la mente o de los afectos históricos que anidan en el corazón,
mensaje que encierra un bellísimo esoterismo propio de un ser que ha renunciado al mundo profano
en favor del vasto dominio de la actividad del espíritu. El turbante del yogui, el hábito del monje, el
mandil del masón, todos estos elementos componen una vestimenta que trasciende, que provoca la
ideación de un viaje, de un más allá, un viaje esotérico apropiado para todo aquel que quiera seguir
esa vía; al propio tiempo, representan una puerta cerrada para todo aquel que no quiera abrirla, y,
también, desde el lado interior, un escudo de protección para el que la ha abierto ya.
En el principio está el ropaje, la vestimenta, el simbolismo de un mundo nuevo, pero aunque,
durante años, ese mandil, por uso y costumbre, se incorpore al aprendiz que lo lleva, llega un
momento en que ya no se siente como algo externo, sino como algo que forma parte de ti mismo.
Recuerdo que, un día que celebrábamos tenida ordinaria, mi querido hermano Manuel, ahora
maestro, olvidó su mandil de aprendiz en casa. Llegó a la tenida sin él, pero le hice sostener una
cartulina blanca con la mano durante toda la ceremonia. La cartulina nos sirvió simbólicamente para
representar el olvidado mandil de mi querido hermano (con lo que pudimos cubrir el aspecto
meramente formal), pero su sostenimiento con la mano nos hizo ver que el masón sostiene sus
símbolos desde la voluntad consciente, nos ayudó a comprender que los cuida y los ama porque son
él, porque llega un momento en que todo lo formal se hace verdadero, esto es, llega un momento en
que lo formal y lo realizado en el nivel material convergen. Entonces, sólo entonces, sólo cuando los
símbolos alcanzan autenticidad, podemos seguir nuestro camino.
En el masón, debe darse, por tanto, una legitimación para llevar el mandil, debe producirse una
sincronía leal entre la forma y la materia, entre lo que el mandil significa y lo que el sujeto que lo
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lleva ha alcanzado materialmente. De ahí que la identidad entre lo formal y lo material sea algo tan
necesario para iniciarnos, de verdad, en el recorrido al que se nos ha invitado. Sin embargo, nadie de
nosotros puede asegurar una continuidad en el mantenimiento a pulso de esa ecuación que identifica
el símbolo con lo que somos, pues tal cosa representaría un esfuerzo que la naturaleza humana, más
débil, difícilmente puede soportar. Quiero decir que el masón, como todo hombre, cae y se levanta,
mantiene la fuerza y con ello se legitima en lo que hace, pero también se debilita, o se vicia, o se
contamina, y entonces no trabaja bien en el nivel especulativo. No siempre estamos a la altura de lo
que se nos exige, ni siquiera para estar a la altura de escribir un ensayo esotérico. Hoy, por ejemplo,
he tenido que hacer un esfuerzo para ponerme a escribir. Durante los días de atrás, he experimentado
la tensión producida por mi participación en un grupo humano (no vamos a decir cuál), en cuyo seno
subyacían ambiciones soterradas bajo la apariencia estar todos unidos en torno a un proyecto común.
A pesar de las buenas formas, la tensión subyacía y era asimilada por mí de una manera que
incomodaba mi espíritu afectándome en todo lo que normalmente desarrollo, incluso en mis
relaciones afectivas y, por supuesto, en este ensayo. Llevaba pocos días en el grupo, pero, de pronto,
fui consciente de que la pertenencia tenía un precio para mí y que ese precio, consistente en una
acumulación de estrés totalmente gratuito, representaba el indicio de un precio mucho mayor que
tendría que pagar si es que, como parecía, estaba dispuesto a participar asumiendo la tensión que me
provocaba esa lucha de egos, algo que mi inconsciente rechazaba. En esas reuniones había mucho
«ruido profano», expresión con la que los masones designamos los ambientes presididos por la
contaminación. Nosotros mismos, los masones, lo experimentamos cuando entramos distorsionados
en las tenidas, cuando no nos desprendemos de los materiales profanos o cuando un hermano acarrea
más energía profana de la que debería. Entonces, la tenida no fluye armónica.
A la hora de abordar el presente ensayo, el cual considero una extensión de mi propia vida
iniciática, necesitaba una paz interior que no me permitían las relaciones grupales a las que hago
referencia —no, al menos, en el modo en el que se desarrollaban—, razón por la cual, hoy he tenido
que hacer una depuración de la tensión que, tras unos días, aún mantengo. Las personas que me
conocen pueden pensar que mi habitual ejercicio profesional de la abogacía me introduce en el seno
de la resolución de los conflictos humanos y que, por tanto, debería estar acostumbrado a recibir este
tipo de tensiones. Sin embargo, el mundo de los tribunales está presidido, precisamente, por la
canalización ritual del proceso en orden a la averiguación de la verdad, de lo cual resulta que la
tensión sólo la experimentas si subviertes ese orden establecido (por ejemplo, si aporto testigos
falsos a sabiendas de que lo son). En el proceso ritual de un juicio, se exige una legitimación concreta
para intervenir, es decir, el propio letrado tiene que estar legitimado para asumir la resolución de un
asunto concreto, pero, sin perjuicio de esa legitimación, se exige también una manera formal del
comportamiento procesal que implica, de por sí, el ordenamiento más racional de la resolución del
conflicto, el cual está necesitado de la introducción de la prueba como acreditación de la verdad. A lo
largo de los años ejerciendo como letrado, he aprendido que no debo acudir a juicio con la intención
de ganar por ganar, sino con la voluntad de contribuir al esclarecimiento de lo que ha sucedido y
proponer al juzgador una respuesta jurídica que solamente él, desde su imparcialidad e
independencia, debe darnos. Es decir, no puedo imponer mi criterio, ni siquiera puedo comportarme
formalmente cuando y como yo quiera. He de ser respetuoso con el proyecto colectivo que comporta
la solución de los conflictos entre humanos. Si respeto este proceso, no sufro, no experimento
tensión y, por tanto, mi trabajo adquiere profundidad esotérica e incluso belleza. El ritual de los
tribunales y el ritual de las logias, ambos presididos por el escrupuloso respeto a lo formal, creo que
me han hecho un tanto exigente a la hora de soportar según qué cosas.
He tenido que escribir el párrafo antecedente para liberarme de los materiales profanos que acarreo
tras mi participación activa en ese grupo social que, de momento, he dejado a un lado. El proceso de
liberación ha de entenderse, así, que resulta completamente necesario para abordar masónicamente
un ensayo de este calibre, pues no puedo acudir aquí inoculado con el veneno de la ambición que no
ve más allá o perjudicado por la tensión de haber estado en reuniones que sacrifican la verdad por la
apariencia. Este proceso de liberación, en definitiva, representa el análogo desprendimiento de los
materiales profanos que se nos pide antes de entrar en un templo. Es evidente que mi reconocida
condición de masón resulta determinante en mi vida ordinaria y eso es, precisamente, lo que ha hecho
de ella un camino que ha de andarse, fuera y dentro de la logia, de una manera concreta. Todo lo que
se aparte de lo auténtico representa una perversión y, por tanto, algo por lo que hay que estar
dispuesto a pagar un precio. Durante estos días de atrás he tenido que elegir entre lo profano impuro
y lo que, a la larga, me proporcionará más paz. Si algo te tensa es que entre ese algo y tu espíritu hay
una puerta que no debes cruzar. Hay muchas puertas en la vida y algunas pueden ser muy
determinantes para nosotros, lo cual nos obliga a saber elegir. Hace muchos años, crucé el umbral de
la puerta que pasamos los que nos empeñamos en escribir y, de momento, sigo disfrutando
escribiendo, como también lo hago ejerciendo la abogacía, o como, sin duda, me apasiona mi
continuada vida masónica de más dieciocho años. Ya estoy menos tenso. Me he liberado de lo que
obstaculizaba mi incorporación al ensayo. He elegido entre la escritura o aquello que me podía
perjudicar, y creo que he elegido correctamente.

#


Como todo elemento simbólico que participa del ritual, el mandil es un objeto cuya interpretación
exige todo el tiempo de la vida especulativa. Tras la interpretación formal o convencional, incluida
en los manuales de masonería más reconocidos, existe una interpretación más esotérica, más
profunda. Es la interpretación material —el masón, también el hombre en general, no pueden
renunciar nunca, so pena de renunciar a la vida, al juego mistérico que la forma y la materia siempre
le sugieren—; esto es, hay una interpretación más profunda sugestivamente aparecida tras descorrer
los sucesivos velos del viaje iniciático. ¿Se acaba acaso este proceso de desvelamiento sugerido por
la forma, o llega un momento en que sabemos y no necesitamos de ningún recorrido? Creo,
sinceramente, que el proceso de interpretación de los símbolos nunca se detiene y que, por tanto, y
precisamente por eso, nunca podemos ofrecer nada más que una aproximación a los mismos. De ahí
el rechazo al dogmatismo que la masonería impone como condición iniciática, algo en lo que, por
regla general, la sociedad profana está de acuerdo. El presente ensayo no deja de ser, por tanto, una
aproximación iniciática al simbolismo del mandil, algo no definitivo, por tanto, y que solamente
muestra el conocimiento que acrisola un humilde masón de una logia modesta ubicada en un punto
geométrico de la humilde meseta castellana. ¿Existe una interpretación individual más allá de la
interpretación convencional del símbolo, o el metasimbolismo, el que está más allá del que se nos
ofrece en el inicio, deviene común para todos los iniciados que lo alcanzan? En mi opinión, hay una
parte del simbolismo que tiene que ser forzosamente común a todos los hombres iniciados, pues lo
que trasciende debe resultar un punto de fuga a donde puedan llegar todos los que emprenden el
mismo camino, pero también hay una parte de la interpretación simbólica que se materializa desde
las condiciones espirituales y desde las circunstancias propias de cada masón, lo cual le catapulta a
tener y a disponer de una visión propia que puede y debe compartir con sus semejantes.
Desde este momento del proceso literario en el que me hallo, he incorporado un experimento —se
me acaba de ocurrir ahora mismo—, consistente dicho experimento en escribir decorado con mi
mandil de aprendiz y mis guantes blancos (la verdad es que la utilización de los guantes comporta
una incomodidad a la que me voy haciendo). Me sirvo así de mis elementos simbólicos por
antonomasia para establecer la delimitación entre mi universo interior y la pantalla del ordenador
donde me vacío. Si anteriormente he referido que he tenido que desprenderme de los materiales
profanos que viciaban mi proceso de escritura, ahora, una vez que me he liberado de los metales
profanos, me decoro como aprendiz para escribir, y entonces creo percibir que algo me transforma.
Siento una agradable sensación en mi abdomen (las famosas agujas que lo avivan); la tensión que
acarreaba del mundo profano, de la que ya me había ido desprendiendo anteriormente, se ha
transformado en una sensación muy agradable; también siento el placer de descubrir que puedo
escribir decorado como un masón, lo cual, ciertamente, prescindiendo de la originalidad que pudiera
comportar, implica también, a la hora de escribir concretamente sobre masonería, la asunción formal
de mi condición esotérica. Por otra parte, creo que este mandil ejerce algún tipo de influencia sobre
mí, creo que tiene un efecto mágico o que, tras casi dieciocho años de impregnación esotérica,
desprende determinada energía que altera mi estado de conciencia y que, por tanto, me predispone
para afrontar este ensayo con más hondura.
Hace mucho tiempo que no me decoraba con él. Extiendo mis manos enguantadas sobre su piel
blanca e inocente de cordero, noto su temperatura sobre mis piernas, percibo su delgadísima finura,
distingo el color blanco del anverso y recuerdo la significante tonalidad grisácea de su reverso
(luego me extenderé sobre ella); distingo también y analizo la proyección hacia arriba de su babeta
señalando la distancia que existe desde mi vientre hasta el extremo que constituye mi cabeza. Cierro
los ojos y me inundo de energía, soy un obrero situado en un territorio intermedio entre lo profano y
lo esotérico, estoy protegido por mi mandil y al tiempo identificado por él, he venido a pensar sobre
él, protagonismo que le corresponde, y resulta que él, como si fuera un ser vivo, me acompaña en
este nuevo viaje literario que emprendo. Cierro los ojos y me habito por dentro, me renuevo y al
tiempo me encuentro, estoy diferenciado del entorno, me he separado simbólicamente del exterior
con la intención de encontrar mis energías perdidas y, entonces, todos estos días profanos de atrás
pierden su perspectiva equivocada y se transforman en un recurso literario para expresar la
importancia de la actitud vital a la hora de desarrollar nuestros trabajos. Esos días de atrás, a punto
han estado de viciar el desarrollo de este modesto trazado masónico, el cual, de no haber
interrumpido aquella intromisión profana, quizás no hubiera continuado o no lo hubiera hecho del
mismo modo. No nos engañemos, todo libro constituye una obra que, al tiempo que la vamos
dominando, pretende dominarnos a nosotros; se da una resistencia de la obra a ser descubierta y a ser
desvelada, como también se da cierta resistencia a que la madera permita que el ebanista descubra la
forma que persigue. El proceso literario deviene, a mi juicio, una lucha por desvelar el fin que el
autor sostiene contra el propio libro, una lucha en la que el propio fin es desconocido, en igual
medida, tanto por el lector como por el propio autor. El desconocimiento del fin opera como una
condición que obliga al autor a predisponer lo mejor de sí mismo para el logro, de ahí la
importancia de su trabajo interior para desarrollarlo —predisposición ésta más exigible y más
necesaria cuando nos referimos al proceso literario masónico—. En la medida en que todo libro
puede alcanzar distintos fines en función de cómo y con qué actitud se escriba, esa tensión entre el
autor y el libro provoca que ni siquiera el propio escritor alcance nunca la completa dominación del
mismo y, lo que es más importante, que pierda influencia sobre él desde el mismo momento en que lo
termina.
Es la primera vez que reúno en torno a mí mismo la actitud y compostura del escritor en comunión
con mi condición formal y material de masón, dicho esto en el sentido de que es la primera vez que
escribo decorado con guantes y con mandil. De lo que se infiere que, también por primera vez,
experimentaré el placer de escribir una obra de un modo ritualmente más complejo. Estoy seguro de
que mis elementos de constructor ejercerán algún tipo de influencia en el proceso de escritura, y
estoy por afirmar igualmente que, si lo que se pretende es reflejar por escrito el simbolismo del
mandil, nada me aproximará más a él que esta nueva compostura formal que desarrollo. Conste en
acta que no lo hago ni por excentricidad, ni por asomo de vanidad creativa, sino porque en el hacerse
del libro, y tras el desprendimiento de los metales profanos, a los que me he referido antes, ha
surgido de pronto, de modo casual o causal, la impronta de esta idea formal consistente en servirme
de mis guantes y de mi mandil. Ya me voy acostumbrado a escribir con guantes. He cogido los más
finos, dicho sea de paso, y aunque la diferencia no se percibe excesiva, sino liviana, sí noto que se
ralentiza la escritura y que las ideas se detienen un poco más en mi mente. Quizás todo proceso ritual
implica o exige, precisamente, una contención del tiempo —nótese que la contención nunca supone
una detención sino una evitación de la precipitación—, de tal manera que, desde el tiempo contenido,
encontramos una manera distinta de delimitar mejor las cosas, de mejor moldearlas, de construirlas
desde una perspectiva más adecuada. En el mundo profano estamos tan acostumbrados a la urgencia
por alcanzar nuestros propósitos, que la lentitud no se consuma como un arte, ni tampoco se saborea,
ni, desde luego, en modo alguno se elogia o privilegia, pero estoy convencido de que los humanos de
generaciones venideras sabrán contener el tiempo de su vida, estoy persuadido de que sabrán
remansarlo y acomodarlo a la propia vida humana en lugar de esclavizar ésta a un señor tan exigente.
Al trabajar con mandil, regreso al tiempo de los constructores de catedrales. Ciertamente, desde el
punto de vista del encuentro con la evocación, es un placer retrotraerte en el tiempo y descubrirte
decorado como aquellos hermanos operativos cuya experiencia también ha sido incorporada a la
masonería especulativa. Ellos, no obstante, no debieron de ser tan individualistas como nosotros, por
cuanto el hombre del medioevo aún no había experimentado la influencia del antropocentrismo
renacentista. Para ellos, la socialización devenía de algún modo más naturalmente aceptada, pues el
individuo no había experimentado la disgregación del yo y nunca, desde luego, la disgregación más
perversa del yo, profundamente egoísta, del hombre contemporáneo. El excesivo individualismo, lo
que se denomina atomización de la sociedad, produce una inevitable desvertebración social que, en
casos extremos, resulta perjudicial. El binomio individuo—sociedad acapara en torno a sí una tensión
que ha de resolverse buscando el equilibrio, pues en toda socialización ha de producirse
necesariamente, por parte del individuo, una cesión de sus derechos o de sus apetencias. Todo
encuentro social representa eso. Si no se da la cesión, la articulación del proyecto social no puede
funcionar. Ésta es, esencialmente, la principal barrera que tienen, sin ser muy conscientes de ello, los
miembros del grupo social en cuyo seno he intervenido durante unos días de atrás.
A diferencia de las tenidas, donde encontramos un cauce formal para su desarrollo, las reuniones
sociales de este grupo profano se desarrollan articulando la altisonancia de la voz, o a veces la
interrupción sin previa capacidad de escuchar, pues los individuos, o algunos de ellos, hablan para
imponerse. De algún modo, se está luchando por el liderazgo, pero la lucha se desarrolla desde el
juego de las alianzas y éstas se establecen para el control del poder y no para el buen desarrollo del
objetivo común. Pude comprobarlo porque ninguno, o muy pocos de los presentes, parecían querer
profundizar en aspectos que, sin duda, exigían su acometimiento en orden a vertebrarnos todos. Las
noticias externas corroboraron, días después, que esa profundización era exigible y que yo estaba en
lo cierto, pero la cuestión no era trascendente anteriormente para el grupo, quiero decir que no era lo
que más importaba. Lo que verdaderamente importaba era el control del poder, y para ello, cubriendo
una apariencia barnizada en torno al proyecto, y dentro del juego de unas formas aparentemente
democráticas, todo intento de progresión en profundidad importaba muy poco o nada. Enfrentado
ante esa dinámica, era cuestión de días que pudiera permanecer mucho tiempo, y así lo hice ver. Hay
momentos de la vida en que todo lo que somos y todo aquello por lo que hemos luchado ha de batirse
en duelo por todo aquello que lo contradice. Conviene distinguir muy bien esos momentos, porque si
no sabes renunciar o no sabes sobreponer lo más digno de ti mismo, corres el riesgo de no poder
seguir siendo el mismo. Un grupo social debe permitir la articulación de las voluntades individuales
para el logro común, pero no de forma tal que lo que se permita sea la perversión de lo más auténtico
del hombre. De igual modo, cuando las logias desatienden el ritual y los masones articulan sus
voluntades de modo profano, se pierde el rumbo común. La única ventaja que tienen las logias para
evitar estos lamentables aconteceres es que, efectivamente, el ritual impide la articulación del
egotismo para favorecer la vertebración social (a medida que escribo, los guantes retienen el calor
de mis manos, el cual no se libera a la atmósfera; el masón operativo, también notaba esta energía en
su cuerpo y eso, ya lo veremos, debe de tener alguna trascendencia).
Es evidente que los constructores de catedrales no tenían estos problemas. Con independencia de
que el mandil establezca uniformidad y por tanto igualdad entre los miembros de la logia, los
constructores de catedrales no eran hombres ubicados en el yo, o no estaban ubicados en él del
mismo modo a como lo estamos nosotros, los hombres contemporáneos. La construcción de una
catedral constituía un objetivo común que trascendía incluso la vida biológica de los constructores, se
trataba no ya de un proyecto generacional o intergeneracional cercano —como puede ocurrir en el
momento presente— sino de un proyecto que podía durar un siglo y medio. Los constructores que
iniciaban un templo de esta magnitud no eran los mismos que lo finalizaban. Había una distancia
temporal enorme y solamente les unía el espacio del edificio que construían, el cual permanecía a lo
largo de las décadas dejando la huella de los antecesores. Los rastros de los obreros anteriores
quedaban simbólicamente reflejados en la construcción. Me estoy refiriendo, por supuesto, aunque no
solamente, a las famosas señales de cantería, que la Iglesia actual se dedica a borrar, huellas
simbólicas de los masones precedentes que determinadas instituciones eclesiásticas, como digo, han
procedido a desterrar desde la probable ignorancia de que aquellos maestros constructores, no
viciados por el racionalismo moderno, eran más creyentes y más cristianos que el hombre actual,
incluyendo en el concepto de hombre moderno, por descontando, a todos los cardenales, obispos y
curia que componen el tejido sociopolítico de la Iglesia. La propia catedral en proceso de
construcción devenía reflejo del pasado, eslabón gigantesco que simbolizaba la cadena de unión.
Todos aquellos masones operativos se ponían mandil para labrar las piedras, todos tenían el mismo
objetivo y todos eran seleccionados en función de su sabiduría constructiva, algo de lo cual dependía
su salario y la perfección de lo construido. Es mi opinión, asentada ya por todos estos años de
aprendizaje, que, a medida que un proyecto se ofrece más difícil, incluso cuando resulta utópico —
como, por ejemplo, la construcción de la fraternidad humana— los lazos de hermandad se estrechan
con más fuerza y vigor que cuando todo puede alcanzarse en plazo temprano, pues es en este crítico
momento en que una obra se finaliza cuando pueden surgir disputas para acaparar el reconocimiento
del mérito final. De ahí que la categoría de los medios para alcanzar los fines sean determinantes para
que el ethos del grupo, sus valores primordiales, no se disuelvan una vez alcanzado el objetivo (es
decir, los medios deben llevar incorporado el valor ético que se persigue). El hombre (o la mujer) se
desocializa en la medida que colma su particular apetito en el grupo, pero cuando las personas nos
unimos en proyectos que no encuentran un horizonte inmediato nos integramos con más fuerza
porque nos sentimos más necesitados de la cohesión social. Esto es evidente. En mi opinión, la
humanidad de esta parte del mundo está dividida porque hemos desarrollado un proyecto de ser
hombre que se agota en el consumo inmediato de cosas o en el logro de la gloria o del
reconocimiento inmerecidos, algo para lo cual se precisan alianzas breves y efímeras (a veces
ninguna); vivimos en un tiempo de anclaje en el yo más superficial, aquel que se conforma con lo
fácil, con lo superficialmente demoníaco, con lo que puede ser conseguido con el simple e infantil,
pero a todas luces inmaduro camino de rehuir esfuerzos y trabajo y dejar a un lado a aquellos que
mejor pueden contribuir al desarrollo de los proyectos comunes.
Una reflexión tan detenida como ésta tiene ubicuidad en este ensayo, ciertamente, pero no la tiene,
desde luego, en el ámbito profano de las semanas pasadas en el que he tenido que elegir entre
mantenerme en mi trayecto o interrelacionarme y por tanto viciarme con un proyecto alimentado
desde la apariencia, un nuevo proyecto de mercado al que se suman voluntades individuales no
necesariamente formadas, ni necesariamente útiles para la construcción. Mi hermano Gerhard
Teubel, se hubiera levantado sin ser visto y se hubiera marchado al término de la primera reunión. De
hecho, así lo hizo en alguna ocasión en que la conversación durante el ágape discurría por derroteros
inapropiados para el devenir masónico. Gerhard, que siempre llevaba puesto el mandil de aprendiz,
era un verdadero maestro masón. Eso es lo que hace que podamos observar el mandil de Gerhard de
un modo esotéricamente más completo. La muerte desprende el mandil del cuerpo del masón, pero
queda la adherencia simbólica que determina el paso a la cámara de los maestros eternos, donde
seguramente él ya se encuentra.

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La imposición formal del mandil de aprendiz ha de visualizarse para ser comprendido el mensaje
que éste contiene. El masón regular incorpora el mandil blanco de aprendiz a una indumentaria
predeterminada que protocolariamente es exigida en toda tenida. Me refiero al uso obligado del traje
oscuro, la camisa blanca, la corbata y los zapatos negros, indumentaria de uso obligado sobre la cual
se ciñe el mandil. El color negro del traje contrasta con la blancura simbólica del mandil y con la de
los guantes (también con la de la camisa), todo de tal forma que el juego cromático de la
indumentaria completa que decora al aprendiz, da una idea, en primer término, del ajedrezado de
cuadros blancos y negros de las logias. El ajedrezado, representación o ideación simbólica del juego
dialéctico de los contrarios, se incorpora por tanto a la vestimenta simbólica del aprendiz masón.
Con los sucesivos aumentos de salario, este contraste irá variando, es decir, ya no se reflejará con la
nitidez del principio, e incluso, como acontece en el grado de maestro, desaparecerá por completo.
No obstante, esta evolución cromática del mandil, desde su imposición hasta la finalización formal
del viaje iniciático, nos deja un mensaje que, como obreros del espíritu, hemos de interpretar.
Hay que notar que el traje oscuro, aunque introducido como indumentaria formal de los masones
regulares, no es propiamente un elemento masónico, por cuanto, como parece claro, su uso es
compartido tanto por las logias regulares como por determinados individuos profanos y también por
determinadas sociedades o instituciones no masónicas. Se da la circunstancia, entonces, de que el
masón incorpora a su vestimenta un elemento profano que, además, es de color negro y simboliza la
parte oscura que nos permite articular el juego de la dualidad de opuestos, principio filosófico de la
Orden. Si el color negro lo interpretamos simbólicamente como la expresión de las tinieblas, la
oscuridad, las sombras, los vicios, la ignorancia, etcétera, simbolismos todos ellos opuestos a la luz,
a la virtud o a la sabiduría, parece evidente que no podremos considerar tan casual que el negro se
incorpore, precisamente, a la parte de la vestimenta del aprendiz que podríamos relacionar con lo
profano. El mandil como elemento enfrentado u opuesto al traje, implica la estampación formal, en
nuestra decoración masónica, de una dualidad que, como profanos y como iniciados, arrastramos el
resto de nuestras vidas. Los masones somos también profanos, procedemos del mundo profano,
hemos nacido en él y hasta hemos sido concebidos en el seno de una mujer profana (donde, antes de
ver la luz, hemos pasado la prueba iniciática de la tierra). Hemos crecido en el ámbito profano y, por
consiguiente, nos hemos impregnado de todo lo bueno y de todo lo malo que en él existe. Incluso,
tras nuestra iniciación formal en la Masonería, no dejamos atrás toda la influencia que el campo
gravitacional de la vida humana ejerce sobre nosotros (han bastado dos semanas de reuniones con un
grupo profano para que, en parte, se profanara incluso la manera en la que yo mismo podría encarar
el presente ensayo). Luego parece claro que la dualidad traje oscuro-mandil blanco se comporta, en
el masón regular, como un reflejo simbólico, adherido al cuerpo y, por tanto, doliente, expresión de
la tensión de opuestos que como iniciado ha de vencer.
Esa tensión se manifiesta no sólo por el juego alegórico de los contrarios, cual ejercicio inherente
al pensamiento filosófico, sino que, además, representa todo aquello a lo que está abocado el masón
desde que es recibido en la Orden. Representa la transformación del hombre viciado en el hombre
virtuoso que se le supone que ha de ser un día, representa, por tanto, la alquimia de la transformación
del plomo de las pasiones en el oro del espíritu, el viaje desde el mundo material al alma, y
representa, así, la constatación, en él mismo, del ying y del yang, de la coparticipación de los
extremos opuestos en una realidad comunal e inescindible. Pues, del mismo modo que el masón
abandona la logia a medianoche en punto, retornando entonces al mundo profano para proyectarse en
él con la más profunda sabiduría que haya podido acrisolar, también el profano que nunca deja de ser
se incorpora en logia a mediodía en punto arrastrando sus propios vicios. Ni somos masones desde
el primer momento de la iniciación ni dejamos de ser profanos en ese exacto momento. La iniciación
material a la que estamos obligados desde que nos iniciamos formalmente, implica estar sometidos al
juego ambivalente de esas polaridades opuestas. Quizás, por este aprendizaje recibido en el seno de
nuestra institución, he podido evitar profanarme en el grupo social al que vengo refiriéndome desde
hace algunas páginas. Es evidente que si mi sabiduría hubiera sido mayor, hubiera evitado antes esa
contaminación, luego eso quiere decir que todavía, después de más de diecisiete años, hay una parte
profana que ejerce influencia sobre mí al punto de colocarme delante de un abismo tras el que puede
derrumbarse todo lo conseguido hasta el momento. Los masones deberíamos poner más atención al
significado esotérico de ese traje oscuro que una vez al mes paseamos por la ciudad con un maletín
negro. Es normal que nuestros conciudadanos se asombren cuando nos ven congregados de tal guisa
en un local en el que no se sabe qué cosa extraña venimos a hacer, como es lógico que se asombren
cuando nos ven besarnos, cuando se dan cuenta de que todo lo que se espera de un sábado
convencional se aparta de nuestras costumbres rituales, pero, por lo que se ve, a ellos, a los profanos,
nuestra vestimenta y nuestro comportamiento fraternal les extraña, aunque pudiera ser, por otra parte,
que a algunos les parezca fascinante. Nosotros, quizás, nos hemos olvidado de la fascinación y del
simbolismo de nuestra propia indumentaria. La luz del mandil contrasta con la sombra del traje. Es el
ajedrezado. La dualidad en que la unidad se escinde.
El mandil aparece delimitado por un contorno negro (el traje profano), deviene claro de bosque en
medio de la espesura, un punto al que hay que llegar, un destino, por tanto, pero no un destino desde
donde reposar en lo definitivo, sino un destino desde donde partir al más velado destino esotérico.
Hay lugares que, sin constituir el destino definitivo que nos corresponde, pueden ser interpretados
como una categoría incipiente o anterior a nuestro destino; es decir, hay lugares que debemos
encontrar porque son las puertas que se abren para iniciar un camino que otros no pueden tomar. El
mandil de aprendiz, más bien el momento de su imposición y por tanto el espacio tiempo en el que
ceremonialmente se nos ciñe a la cintura, representa la puerta a partir de la cual comenzar nuestro
recorrido.
La llegada a ese claro de bosque pertenece a la biografía de cada iniciado. Puede ser más o menos
interesante, e incluso participar de algún punto en común en todos los iniciados, hasta puede ser una
aventura esotérica repleta de simbolismos. Recuerdo que un hermano nuestro de Burgos, Juanjo, se
pasó tres años buscando una logia sin saber que su compañero de trabajo, mesa con mesa, era un
miembro reconocido de la logia que buscaba; el principio y el fin estaban unidos desde el primer
momento de su apasionante aventura, pero tuvo que padecer un largo periodo de tiempo de espera
durante el que seguramente ocurrieron cosas interesantes. El año pasado me entrevisté con un
profano que quería iniciarse sin tener un conocimiento ni cierto ni aproximado de lo que es la
Masonería —algo así como estar interesado por fichar por el Real Madrid sin saber en qué cosa
consiste el fútbol—, si bien, tenía voluntad por ayudar en labores de caridad. Le hice ver que la
caridad está muy bien y que es algo elogiable, pero que no es el objetivo único de la institución,
maticé incluso que ni siquiera es el principal objetivo de nuestra Orden, ni mucho menos una
actividad en la que las logias españolas, de pocos miembros en nuestro país, puedan destacar
especialmente. De hecho —maticé—, la caridad se puede desarrollar por todas las organizaciones
humanas. Intenté explicarle que la Masonería no acepta a individuos por el mero hecho de que
quieran ser caritativos, y que, en cualquiera de los casos, no podía proponer, así de inicio, a alguien
que tuviera un desconocimiento tan grande de la institución. No obstante, le emplacé a una próxima
visita a celebrar en un año vista, plazo que se cumplirá en junio. Le sugerí que durante ese tiempo se
informara sobre la Orden para ver si, sabiendo lo que en realidad es, lograba mantener su voluntad
de pertenecer. Aceptó sin rechistar e incluso, el otro día, ya pasados seis meses, me ha enviado un
correo recordándome que estamos a medio año de nuestra cita. La aceptación de una cita a un año
vista deja ver, en principio, buena predisposición del candidato para ser iniciado, pues no muestra
impaciencia. Me refiero a que sabe relativizar el tiempo, lo cual viene muy bien para adaptarse al
tiempo masónico. Éste presidido, como hemos visto, por la disolución del tiempo profano
(rectilíneo) en el tiempo circular de la masonería y, por tanto, afectado o beneficiado — ¡quién lo
sabe!— por la poca importancia que tiene para nosotros el agotamiento vertiginoso de los
acontecimientos.
El tiempo profano anterior a la iniciación se incorpora a la aventura de cada masón para finalmente
diluirse en la circularidad, si bien, he de matizar que la manera en que esa disolución se produce en
cada uno de nosotros indica el grado de depuración que precisábamos antes de ser recibidos
formalmente en la Orden. Representa nuestra trayectoria hasta el centro del laberinto o claro de
bosque al que antes me refería. Antes de la socialización con nuestros iguales, antes incluso de pasar
las pruebas propiamente iniciáticas de la ceremonia formal de recepción, hemos de pasar por un
tiempo intermedio que transcurre desde que decidimos solicitar el ingreso hasta que éste se produce
definitivamente, tiempo intermedio que puede durar días, meses o años, y que opera como el proceso
de depuración, una interesantísima tierra de nadie donde el candidato no pertenece a ninguno de los
dos mundos. Ese tiempo tan interesante debe concluir, no obstante, si todo va bien, en la imposición
del mandil, pero no todos lo consiguen. Si tuviéramos que representar gráficamente la digresión que
en este momento desarrollo, el traje negro que se usa en la regularidad masónica como contorno del
mandil del aprendiz, representaría el territorio intermedio, la espesura o frondosidad que antecede al
claro de bosque, ese lugar atrayente que no vemos pero cuyo destino todos los iniciados nos hemos
propuesto alguna vez.
En el claro de bosque que el mandil representa sólo hay luz. Hemos llegado a un claro desnudo,
limpio de asperezas. Bien es verdad que el reverso de nuestro mandil es gris, y bien es verdad, por
tanto, que ese color gris tiene un claro simbolismo si comprendemos el juego filosófico de la tensión
dialéctica de los contrarios. Hemos de dar la vuelta al mandil para comprobar que la tensión existente
entre el blanco y el negro que el mandil y el traje iniciático simbolizan, se resuelve en el ternario,
mezcla de ambos, estado de penumbra cromática que participa de ambos colores y los integra. Es el
ternario, la síntesis, el número tres. Del mismo modo que podemos observar dicho ternario en el
amanecer o en el atardecer, encontrando en ellos la síntesis del día y de la noche, o del mismo modo
que podemos encontrarlo también en todos aquellos momentos espaciotemporales que resuelven
cualquier oposición de contrarios mediante su integración intermediada, de ese mismo modo, digo,
el mandil oculta el color gris, como punto de síntesis ternario, en su reverso. Pero en el principio,
que es donde estamos, todo es y ha de ser blancura e inocencia, luz, pureza. El anverso del mandil, al
igual que su reverso, aunque éste como reencuentro de la unidad en el número tres (superación de la
dualidad), representa lo absoluto. La blancura de la luz como un absoluto, no obstante, puede dañar al
humano cegándole, pues no ha de olvidarse que habita un mundo gobernado por la oposición de los
contrarios. El viaje hacia la luz o hacia la sabiduría, por tanto, no puede hacerse de modo repentino
poniendo al iniciado frente a una luz cegadora. Antes al contrario, el proceso mediante el que debe
alcanzarse la sabiduría debe ser indirecto, metódico, protocolario, es decir, ritual. Si observamos
cómo el Experto coloca el mandil al aprendiz, nos daremos cuenta de que lo hace abordando a este
por detrás. No le enfrenta a la blancura. Antes al contrario, el aprendiz no ve directamente el mandil,
pues se le pone progresando desde el reverso hasta que éste se adhiere a su abdomen. La mayor parte
de su vida como aprendiz lo verá puesto en otros, pero no en él.
Tal es la importancia del ternario en el proceso ritual del conocimiento esotérico, que resulta
imprescindible distinguir la luz entremetida en la oscuridad. Pero no cuando está totalmente oculta
por ella, sino cuando ambas, luz y oscuridad, se participan mutuamente. Ése es el momento. La luz
directa he de reiterar que ciega. Entrever la blancura en el color gris, permite acceder al
conocimiento mediante una vía indirecta, la cual exige de nosotros un proceso de acercamiento. Lo
blanco entresacado del gris nos permite distinguirlo por la intuición y por la separación del negro
que lo empaña. El gris deviene un intermedio que, del mismo modo que oculta el blanco, también
oculta tímidamente al negro. El gris no es blanco ni es negro, pero permite llegar a ambos extremos
siguiendo el mismo recorrido. Nos enseña que lo blanco absoluto puede hacernos el mismo daño que
lo negro absoluto, y nos exige una preparación metódica para comprender ambas cosas. Quizás
ambos polos se participan el uno del otro al punto de que la extrema sabiduría y la extrema
ignorancia se dan la mano. Ciertamente, la sabiduría, precisamente por extensa, puede ser que no se
abarque y acabar por ello ignorante de su propia magnitud. La ignorancia vasta, por su parte, puede
alcanzar tan suma extensión que llegue a desconocerse a sí misma. ¿La ignorancia de la ignorancia
no es acaso la sabiduría? Hemos probado que los extremos se contienen mutuamente y que por
contenerse mutuamente han de resolverse en un ternario (síntesis) que nos permita entenderlos por
igual.
El mandil del aprendiz incorpora en su reverso esta enseñanza, pero raramente nos fijamos en
aquello que está escondido o velado. Los humanos hemos llegado a un punto en el que creemos ver
las cosas en la forma que nos ha dicho que han de ser vistas —sin que, por lo demás, se nos haya
mostrado por qué eso ha de ser así, como nos dicen, o sin que nosotros mismos nos hayamos
preocupado por corroborarlo experimentalmente—; esto no me parece riguroso y, creo, además, que
constituye la causa, la justificación y el caldo de cultivo de todos los dogmatismos. Si nos
acostumbran a ver la luz en lo blanco y si nos educan a interpretarla como blanca, como únicamente
blanca, nunca comprenderemos más allá, y probablemente nos cause rechazo la contemplación de su
refracción en colores (por cierto, siete); o quizás nunca lleguemos a entreverla sumida o mezclada en
el color gris. Pero hay una proporción justa de color blanco y negro que compone el gris
equidistante de los extremos, el que contiene proporciones iguales de ambos colores. Para llegar a
ese punto concreto en el que el blanco y el negro se oponen en justo equilibrio y por tanto pueden ser
distinguidos, hay que atravesar un campo de grises claros y oscuros en donde rige la predominancia
de un color sobre otro. Solamente podemos conocer la verdadera magnitud de lo blanco o de lo
negro en el punto del espacio tiempo en donde ambos se unen en equilibrio conformando la mixtura
(nueva unidad) que los contiene. Entonces, la luz es igual a la oscuridad, lo que prueba que la
ignorancia es igual a la sabiduría. Por eso, el sabio suele decir que no sabe nada.
Si, tras habernos confundido un poco, mezclando nuestras horas de sueño durante varios días
mientras permanecíamos vendados, pongo por ejemplo, si, tras ese proceso, nos llevaran a un punto
de penumbra en donde la noche y el día participaran de la misma intensidad… ¿quién de nosotros
sería tan sabio como para distinguir si estábamos frente al amanecer o frente al atardecer y quién, por
tanto, podría distinguir, mejor que otros, la luz de la oscuridad, es decir, la sabiduría de la
ignorancia? ¿Quién se atrevería a seguir con la certeza de que seguiría el camino hacia la luz? Si la
sabiduría y la ignorancia componen ambas un ritual de mutuo despiste al tiempo que se participan y
se necesitan, podremos quizás llegar a concluir que tan indispensable como distinguir lo que
debemos saber es conocer qué es lo que ignoramos, pues solamente desde la consciencia de lo
ignorado se puede emprender el camino correcto hacia la sabiduría, una sabiduría que, al
comprender un territorio tan vasto, no se olvide, también se ignorará a sí misma. Luego podemos
llegar a la profunda paradoja de que la ignorancia puede saberse y la sabiduría puede ignorarse.
Llegados a este extremo, debemos concluir que todo forma parte de un círculo cerrado en el que no
cabe apartar ni excluir nada. El camino del iniciado consiste en encontrar el centro del círculo. El
punto representado por la simbología del ying-yang podría perfectamente simbolizar lo que
indicamos, una oposición en la que lo negro y lo blanco se participan y por tanto se compenetran.
El reverso del mandil representa el centro del círculo, pero muy pocos iniciados se dan cuenta de
ello en el momento en que se lo ciñen a la cintura, pues queda oculto, del lado interno y, por tanto,
cubierto por lo que no se ve a simple vista, por lo que debe ser encontrado. Muchos de los iniciados
experimentarán un rechazo a esa coloración distinta y caerán en la fascinación de la blancura
inmaculada del anverso, pero tal cosa, ya lo hemos analizado en otro momento, no deja de parecerse
a la luz cegadora del mediodía. La luz, la hermosura y lo impactante de una iniciación
magistralmente oficiada por los hermanos de nuestra logia madre, pueden sumirnos en la oscuridad
más absoluta durante muchos años si es que cometemos el error de quedarnos detenidos ante su
elocuente fascinación. Si algunos salen de ella, otros permanecen para siempre, y otros presentan su
plancha de quite retornando al mundo profano tal y como llegaron (iniciados formalmente, pero que,
sin embargo, nunca se impregnarán interiormente del significado de la iniciación más profunda).
Hay que volver del revés el mandil para experimentar el viaje iniciático correcto. Dar la vuelta a la
apariencia para encontrar la verdad escondida. Ése es el camino. Pero hay que verlo.
Alguien se preguntará qué sentido tiene vivir un ritual que no revela que los significados más
profundos están detrás de las apariencias. La pregunta no sólo es consecuente y exigible a todo lector
que tenga un buen juicio crítico, sino que es la pregunta que ha de hacerse alguna vez todo aquel que
esté en el proceso de buscar el sentido (dirección correcta) que toda búsqueda masónica comporta. La
respuesta exige, sin embargo, algún tipo de reflexión ¿Hay alguien que piense que, un ritual que
pretende el esfuerzo de los iniciados, debe comenzar por esclarecer las cosas cuando ya sabemos que
la polaridad que componen ignorancia y sabiduría representa un círculo necesario para la
comprensión del todo y que, por tanto, la ignorancia, y también la ignorancia de las cosas ocultas,
deviene un punto de partida inevitable? ¿Hay alguien que piense que el propio ritual tiene o posee el
conocimiento en lugar de mostrar el camino para su encuentro, y hay alguien verdaderamente
iniciado que piense que el camino más profundo debe ser el más corto? ¿Hay alguien, ahí al fondo,
que piense que un símbolo ofrece el mensaje reflejado sólo en su cara externa, en lugar de reflejarlo
en las dos, o que un maestro puede hacerse sin descomponer el orden, sin volverlo del revés, sin
mirar detrás de los símbolos, sin olfatear las sombras y sin deshacerse de los brillos, fiándose sólo
de lo aparente? ¿Más aún, hay alguien que piense que puede llegar al significado de lo oculto
simplemente porque yo lo describa por medio del lenguaje?
Un ritual así establecido estaría posibilitando que cualquiera pudiera acceder a él, pero más allá de
lo que formalmente aparece, mucho más allá, se encuentra lo más profundo, lo materialmente
importante, lo que nos espera tras una iniciación verdadera, es decir, lo inagotable. Tras llegar al
claro de bosque no hemos hecho sino empezar la andadura, pero eso es lo que hace hermoso el ritual.
El ritual se esconde y se protege de todos aquellos que rechazan la aventura, rehúye a los que se
cansan a la primera inconveniencia. Es como un caballo que no puede ser cabalgado por cualquiera.
El ritual no es el destino, como no lo era el momento de la imposición del mandil —quizás nada
constituya un destino cierto—. El ritual simplemente nos conduce a algún lugar que progresivamente
hemos de descubrir cabalgando. Los que pretenden conocerlo todo desde el primer momento, son
aquellos a los que el ritual descabalga mediante el cansancio. Muy pocos pueden tener la paciencia de
esperar años y años sin obtener respuestas, muy pocos comprenden que el aprendiz y el maestro
convergen en el masón del mismo modo que lo blanco y lo negro se funden en el gris. Los que
pretenden un conocimiento directo, fijo e inamovible no pueden ser iniciados, pero, lo que es más
grave, es muy probable que nunca encuentren la sabiduría. Es verdad que en el mundo profano suelen
invadirnos con la manifestación de sus creencias religiosas o ideológicas absolutas, y es verdad que
siempre pretenden hacernos ver que ellos, los dogmáticos, logran un estado de felicidad al que solo
se llega por la fe en esos ideales religiosos o por la seguridad que reportan determinadas doctrinas
ideológicas.
A nada que removamos un poco nos daremos cuenta de que no creen tanto como dicen, que se
afirman frente a nosotros para engañar su inseguridad (la que nos ocultan para hacerse fuertes) y que,
en el fondo, odian el sentido de la libertad que les mostramos los que asumimos esa responsabilidad.
Los seres inseguros precisan que les rellenen los huecos con dogmas fijos e inamovibles que den un
sentido a su vida —no digo que no sea humano y que sea muy respetable, siempre y cuando no se
manifieste como una imposición—, pero los hombres iniciados gustamos más de entender la vida
como un proceso de búsqueda hacia la verdad antes que como una aburrida aceptación de un concreto
dogma no contrastado desde el que un grupo religioso o ideológico impone su forma de entender el
mundo. La radicalidad no es compatible con la tolerancia y con la libertad del mundo
contemporáneo; no lo es, en modo alguno, con el sentido profundo del descubrimiento de la vida, ese
apasionante juego en el que todos estamos inmersos y que a algunos nos ha cautivado. Todo el
mundo tiene derecho a aceptar dogmas como pautas para su existencia, esto pertenece al derecho
individual, pero nadie puede impedir que los que no aceptamos un camino predeterminado sigamos
el sendero que nos parece más atrayente. ¿No es atrayente, acaso, participar de un ritual que te exige
capacidad para estar alerta a los nuevos significados que se despiertan en tu interior, y que se vertebra
en torno a un juego articulado que deliberadamente oculta y muestra, al mismo tiempo, distintas
perspectivas de un mosaico cuya completa configuración no se resuelve en un único plano, sino en
varios, unos vistos, otros contravistos, unos mostrados y otros ocultos? ¿No es atrayente participar
en una aventura esotérica que, al propio tiempo que te obliga a trabajar por tu cuenta, no puede
prescindir de la socialización ritual con el resto de los hermanos, pudiendo convenir, entonces, que
no hay masonería sin grupo vertebrado, que no hay comprensión esotérica sin fraternidad, y que
nadie de esos hermanos puede ofrecerte más sabiduría que la que consiste en la tradición del ritual,
mera forma y al tiempo fondo oculto?
Es rigurosamente cierto que ninguno de los hermanos puede transmitirnos ninguna sabiduría que
no hayamos adquirido por nosotros mismos, de ahí que los verdaderos maestros se distinguen entre
sí por la percepción de lo que se muestran o insinúan o se perciben sin necesidad de intermediar nada
por el lenguaje; lo único que puede transmitirse es el conocimiento del ritual y el oficio respetuoso y
constante de su devenir a lo largo de los siglos, pero, como me ha parecido referir con anterioridad,
el ritual sólo es un método que nos transporta a enseñanzas que han de ser descubiertas superando la
intermediación del nivel gramatical. Hay una hermenéutica masónica instalada más allá de la lógica y
de la mera razón, la cual, sin despreciar al lenguaje y a la razón —incluido el lenguaje que
representan los signos—, pero utilizándolos sin hacerlo y dejándolos al mismo tiempo de lado, se
sirve más de los elementos intuitivos, analógicos, de impulsos y, sobre todo, de mucho corazón. El
corazón del masón es un centro vehicular que transporta, es otro claro de bosque que dispara a la
compresión de las cosas ¿El plano del tesoro está conformado por una sucesión escondida de claros
de bosque? Esto sería delicioso —de hecho, ya lo es pensarlo— pero el reconocimiento de la
existencia de sucesivos claros de bosque implica considerar que los mismos hermanos que participan
contigo en la tenida pueden conocer o haber estado en claros a los que tú no has accedido, o
viceversa, con lo que el templo deviene el claro de bosque más grande que conforma un simple punto
de reunión en el que se combinan complicidades y amorosos desencuentros, sabidurías e ignorancias.
Utilizo la expresión «desencuentros amorosos» en el sentido iniciático de que no puedo compartir
con todos los hermanos determinados conocimientos cuyo privilegio les pertenece descubrir a ellos
por ellos mismos, o llamo también «desencuentros fraternales» a aquellos distanciamientos a los que
yo mismo no puedo acceder por no haber llegado al conocimiento de determinados secretos que
otros conocen. Estos distanciamientos no sólo son necesarios, son además irresolubles, dado que el
lenguaje común, como hemos visto, no resulta operativo para transmitir la sabiduría profunda; sólo
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la experiencia nos permite igualarnos a los maestros.
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Un mandil colocado sobre el traje oscuro que cubre el cuerpo de un hombre iniciado quizás no
debería sugerirnos mayor interpretación que ésa, pero el masón deja la simplicidad desde el mismo
momento en que se inicia. A partir de ese momento ceremonial, él mismo pasa a ser un símbolo que
los demás pueden interpretar, es decir, él mismo es objeto simbólico y sujeto, todo al mismo tiempo
y con rigurosa sincronía, pues forma parte del decorado escénico del templo, forma parte de un
ritual que los otros contemplan, debiendo ser interpretado él como él mismo interpreta a los otros y
todo lo que le circunda (esto parece una suerte de expresionismo simbólico). El día de mi iniciación,
yo mismo observé a mis hermanos como si hubiera llegado a un lugar muy alejado y distante del que
nunca hubiera tenido noticia. En ese instante me eran ajenos, formaban parte de un todo interpretable
y yo los contemplaba inescindiblemente unidos a ese todo. Lo que más llamaba la atención en ellos,
entonces, he de reconocerlo, era precisamente el objeto sobre el que versa el presente ensayo.
Al principio de este libro, analizábmos que el mandil de aprendiz está compuesto por dos formas
geométricas claramente diferenciadas. En él pudimos distinguir un cuadrado como base, y un
triángulo, un delta, señalando hacia arriba, es decir hacia la cabeza (esto es importante), pero también
hacia el cielo como proyección última. La descomposición geométrica del mandil en dos figuras
deviene, no obstante, una reducción que no se agotaría en sí misma (dado que el cuadrado podría
descomponerse a su vez en dos triángulos grandes y estos, a su vez, en triángulos cada vez más
pequeños hasta agotar un infinito de posibilidades). A nivel simbólico, de momento, sólo nos interesa
discernir la presencia de un cuadrado y de un triángulo, esto sin perjuicio de que la descomposición
del cuadrado en sucesivos triángulos no deje de reflejar, en realidad, la traída del macro universo a la
Tierra, su miniaturización constante, su incrustación sagrada en la realidad cotidiana hasta atomizarse
formado parte indiferenciada de la realidad.
El cuadrado se relaciona con el número cuatro y por tanto representa a la Tierra y a los cuatro
elementos que la componen (aire, agua, tierra y fuego), interpretación simbólica, por todos conocida,
sobre la que no merece la pena extenderse por no constituir el tema concreto del presente libro. El
cuadrado es la representación simbólica del cubo en el plano, y éste representa la piedra sobre la que
se asienta todo templo sólidamente constituido —todos los templos parten del cubo en su base—;
pero también, no se olvide, el cubo simboliza al individuo plenamente iniciado que consigue limar su
piedra bruta puliendo las caras (no hemos de olvidar que el masón, en el nivel simbólico, es piedra
bruta y obrero que la pule, es decir, es operario y objeto operado, alquimia que transforma y
alquimista). Pule las caras, alisándolas, para el ensamblaje suyo posterior, como piedra metafórica
que es, con otros hermanos, el ensamblaje que comporta la construcción de la catedral fraternal de la
humanidad. Luego el cuadrado, representado en la parte inferior del mandil, simboliza al mundo
material —entendida la palabra material, esta vez, como lo afectante a lo terreno, esto es, como
oposición al mundo del espíritu, y nunca comprendida como materialización de una abstracción
previa—; ha de notarse, además, que el cuadrado se sitúa en la parte inferior del mandil, queriendo
significar esto, a mi juicio, que toda labor de elevación espiritual debe partir de un primer
asentamiento terrenal, de un estar liberado de determinados gravámenes que nos sujetan.
La situación del cuadrado en la parte inferior del mandil, por tanto, ha de relacionarse con lo de
abajo: desde los pies del masón, que son los que él coloca en rigurosa posición de escuadra —es el
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simbolismo posicional del cubo— hasta el abdomen que cubre el mandil . El cuadrado afecta al
mundo más bajo del hombre, entendido el vocablo bajo no necesariamente en sentido moralista, sino
como expresión del área de actividad humana sujeta a más carga y menos liberada (hemos de
entender que la parte espiritual del hombre, es, ante todo, una liberación de lo orgánico). Con la
escuadra se construye el cubo —de todos es sabido—, de ahí que la materialización de la formación
en escuadra de la posición del aprendiz, implique considerar la solidificación en la tierra del propio
aprendiz, es decir, la consistencia que como persona ha adquirido a lo largo del tiempo, lo cual
requiere el buen gobierno propio y la lucha contra las pesadas labores materiales del día a día. El
mandil relaciona la parte inferior del cuerpo con esta instrucción del orden de aprendiz, con la
construcción de lo cúbico, con la ordenación de lo terreno como paso previo para abordar las facetas
más elevadas a las que atiende el espíritu. Luego no sería del todo ajeno a nuestra labor como
masones analizar nuestro mandil no sólo como tal, sino también como un plano de obra que, visto
desde esta perspectiva simbólica, nos indicaría las dos principales acciones que hemos de desarrollar
en el grado: solidez de planta, esto es, consistencia sobre la vida terrena (cuadrado) y elevación
espiritual (triángulo).
La relación simbólica del cuadrado con la solidez del candidato, o con la del ya iniciado masón,
implica la consideración de la aplomación como instrumento institucional para la elección de los
más idóneos que llaman a las puertas del templo. En este sentido, me veo obligado a considerar que
la aplomación no deja de ser, precisamente, la elección de las piedras más adecuadas para la
construcción del templo fraternal de la humanidad. El desarrollo espiritual y filosófico de un masón
implica un previo asentamiento en la vida profana, el cual, como sabemos, se mide por la
concurrencia de dos requisitos primordiales: ser un hombre libre y tener buenas costumbres. Se trata
de encontrar hombres que no estén atados a vicios profanos y que tengan libertad para dedicar su
tiempo a la construcción organizada de una inmensa catedral metafórica. Estas piedras, aún sin
desbastar, habrán de pasar por las pruebas de la tierra, del aire, del agua y del fuego para solidificar
ese su buen material, susceptible de ser pulido luego a través de la vida iniciática. Los pies en
escuadra del masón proyectan la base cúbica determinante para comenzar la labor de construcción
(aunque la posición de los pies en escuadra no conforma completamente el cubo, sí que lo sugiere, lo
indica a través de la manifestación de los tres ejes del espacio). Nuestra parte inferior, la que se
extiende desde el abdomen hasta los pies, no deja de ser un cubo, un cuerpo rectangular susceptible
de descomposición en cuadrados; es decir, la parte inferior del mandil y la parte inferior del cuerpo
del masón son figuras que se corresponden. Son paralelepípedos. Desde el momento en que estamos
decorados como masones y nos disponemos al orden de aprendiz, la correspondencia entre la parte
inferior de nuestro cuerpo y el mandil implicaría la relación simbólica de ambas, pues, del mismo
modo que el cubo es la forma geométrica que sustenta los templos, los pies y las piernas que nos
sostienen, pero también el abdomen, lugar donde se produce la transformación de los alimentos,
proyectan y permiten nuestra verticalidad. En masonería todo hombre es un templo en sí mismo.
Más interesante resulta la interpretación simbólica de la babeta triangular del mandil sobrepuesta al
cuadrado imaginario que conforma la base del mismo. Su significado esotérico, como delta
lumínico, representa el mundo espiritual y, desde ese punto incontrovertido de interpretación, parece
evidente que su ubicación encima del cuadrado se corresponde plenamente con la simbología de la
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masonería . El triángulo, número tres, implica la inevitable consideración del ternario y del
reencuentro con la unidad. Partimos del cuatro hacia el tres. De la dualidad del cuatro (el cuadrado
siempre puede dividirse en dos unidades opuestas) a la tríada, la cual ha sido utilizada por todas las
religiones conocidas para representar lo espiritual. El cuadrado, como explico, también encierra en
sí mismo una dualidad encontrada que se resuelve en dos triángulos unidos por su base que señalan a
mundos opuestos. En el cuadrado del mandil, hay un triángulo inferior que señala hacia abajo, hacia
el mundo de las pasiones humanas, y un triángulo superior que indica el plano de la virtud.
La babeta es el delta (número tres), el cual, además de simbolizar el triunfo de la virtud sobre las
pasiones que obstaculizan nuestro progreso, contiene el símbolo de una dirección o sentido —es un
triángulo con la punta para arriba—. Si nos fijamos atentamente, la babeta es una punta de flecha que
nos indica la dirección que hemos de tomar, la cual no es otra que la ascendente. Hemos de ver que
esta babeta, indicadora de una dirección, sugiere el trabajo de elevación espiritual, nos está diciendo,
lisa y llanamente, que no podemos quedarnos, tan sólo, en la parte material de la vida, que hemos de
superar la fuerza de gravedad que el peso del cuadrado ejercita hacia abajo. La babeta del mandil
señala a nuestra cabeza, la cual se alza como el lugar donde se acrisola el mayor tesoro de la
humanidad: el cerebro, actual residencia de la inteligencia y del alma, residencia entonces de la
razón, de la persona, pero también del espíritu. Luego el mandil del aprendiz nos está indicando cuál
ha de ser nuestra labor primordial en el grado primero, es un plano de obra. Ascender a la mente
para conocernos, ascenso que paradójicamente se relaciona con el descenso a nuestro interior
profundo (V#I#T#R#I#O#L#, desciende al interior de la Tierra y rectificando encontrarás la piedra
filosofal). Entretanto no pasemos de grado, y la babeta no se pliegue al modo operativo del mandil de
compañero, el mandil de aprendiz señala con meridiana claridad la dirección de nuestros trabajos,
ello al punto de que el pase de grado requiere, necesariamente, abordar previamente este
compromiso con nosotros mismos.
La babeta actúa como indicador de una dirección, pero, al propio tiempo, contiene las instrucciones.
Es un triángulo ubicado sobre la arista superior de un cuadrado ideal. Hasta ahí, ya hemos llegado.
Luego el triángulo y el cuadrado, geometrías ocultas que, sin solución de continuidad, conforman el
mandil del aprendiz, comparten una recta ideal, la cual, a su vez, es, al mismo tiempo, parte de dos
figuras geométricas distintas y, por otra parte, línea fronteriza entre ambas. Es la recta superior del
cuadrado, pero también es la recta inferior del triángulo —su base—, y, finalmente, también actúa,
como acabo de referir, como línea delimitadora, separación de las dos figuras y, por tanto, elemento
que delimita lo que ambas simbolizan. La recta superior del cuadrado obliga la consideración de un
final constructivo, ello en el sentido de que se prefigura que deviene último trazado de la
composición de dicho cuadrado. La construcción se comienza siempre desde la base, no desde el
tejado. Luego la recta superior del cuadrado simboliza el final del proceso de asentamiento del
masón sobre la tierra, su solidez. Simboliza haber logrado la libertad y la vida ordenada como
presupuestos necesarios para ser admitido en la Orden.
Luego el trazado del cuadrado no deja de simbolizar, igualmente, un ejercicio delimitador de lo
terreno, implica y deja ver una contención. ¿La contención de qué? Lisa y llanamente —entiendo yo
—, la contención de las pasiones y de las apetencias que el vivir comporta. Hemos convenido que el
vivir está sujeto a una carga (si bien necesaria) antecedente al mundo del espíritu, lo que comporta la
consideración de que lo material, sin perjuicio de su necesidad, opera como una fuerza de gravedad
que tira hacia abajo limitando la más etérea actividad del espíritu. Se da, curiosamente, una
incompatibilidad del desarrollo sincrónico de ambas facetas, ello por su imposible separación
existencial o convivencial. Lo material y lo espiritual, en nosotros, está sometido a la condena de una
convivencia, pero la dedicación a la una excluye la dedicación a la otra. Son como dos siameses, o,
en el caso más extremo, una suerte de doble personalidad que tuviera que compartir tiempos distintos
(léase, entre comillas, una suerte dulcificada de Jekyll y Míster Hyde). Lo material, entendido como
una necesidad orgánica, requiere parte de nuestra vida. Hemos de comer, tenemos necesidades
biológicas de todo orden, estamos sometidos al cansancio, también a la necesidad de desprendernos
de energías, hemos de cuidar a nuestros hijos y, por tanto, tenemos compromisos biológicos
ineludibles, si bien, cubrir esa parte de nuestra existencia implica una rigurosa buena administración,
un buen gobierno. De ahí que el comer no deba transformarse en gula, ni la reproducción en lujuria,
ni el dormir en pereza, ni la actividad en soberbia, por ejemplo. Quiérese decir que la parte material
de nuestra vida que debemos atender no debe esclavizarnos, sino, por el contrario, hemos de
contenerla, delimitarla, hacernos dueños de ella. Ése es el significado del cuadrado, parte inferior del
mandil que, en el nivel iniciático, se sobrepone y tapa el cuerpo porque ya domina la parte orgánica
de nuestro organismo que simboliza las bajas pasiones. El mandil (un cuadrado cuyo último trazado
es la recta superior) delimita un campo de ordenación y buen gobierno de la vida del masón,
fundamentalmente de su vida profana. No de otro modo podrá acudir al templo. Esto es, entrar en el
templo masónico, al igual que entrar en cualquier otro templo sagrado, exige llegarse a él sin vicios
profanos que perjudiquen la actividad espiritual y sin cargas que enturbien la armonía de los trabajos
de la logia (la tenida es una actividad socializada, no se olvide, que requiere de la armonía).
El correcto trazado del cuadrado lleva buena parte de la vida individual del hombre, pero también
de la colectiva. No es fácil delimitar o contener los apetitos, o no es tan fácil impedir que lo material
nos esclavice, pero en ello nos jugamos la dignidad de nuestra vida. Podemos comer, evidentemente,
pero cuando sublimamos el comer mediante la cultura gastronómica a través del arte culinario,
elevamos una necesidad y la dignificamos. Estoy recordando a Pepe Iglesias, hermano masón y autor
de un excelente libro de cocina masónica, titulado precisamente La Cocina Masónica, que haría las
delicias de cualquiera. El hombre empieza por estar atado a una necesidad y, si se emplea a fondo,
termina por crear una cultura de lo que hace. La sublimación de lo material —si hablamos del sexo
entenderemos el erotismo como un arte, en lugar de entenderlo como sometimiento a una necesidad
— deviene indicio de la parte espiritual del hombre, refleja que en nosotros hay algo más que un
cuerpo sometido a las apetencias. La cultura de la buena mesa, esto es, la puesta en escena de un juego
de cubertería, sentarnos correctamente vestidos, hablar con los demás, mostrarnos atentos, ser
educados, servir a los otros, no adueñarse de más comida que la que nos corresponde, todo ese juego
articulado de modales, unido a la creación de una cultura de cocina elaborada… ¿qué es lo que nos
sugiere sino la presencia de personas que, de algún modo, ya se han trascendido? La cultura ritual del
erotismo, las sugerencias de la ropa, la elevación de la imaginación, la introducción de un lenguaje
corporal basado en las caricias, la inmersión en los afectos, la involucración de una participación
sexual cómplice y entregada, el rito en que cada pareja se sumerge y asume como propio (no
descartemos otras formas de participación)… ¿no nos deja ver, acaso, que el sexo por el sexo, la
fuerza de gravedad de la pasión terrena, ha sido superada y por tanto elevada a otro rango?
No obstante, ahondando en nuestra vida colectiva, y del mismo modo que el individuo (masón o
profano) tiene que trabajar delimitando un cuadrado que contenga lo material y le permita señorear
la vida en lugar de ser invadido o esclavizado por ella, del mismo modo, digo, también las
sociedades deben hacerlo. La evolución de la humanidad, desde la tribu hasta lo que hoy es la
sociedad moderna, ha requerido y sigue requiriendo de un constante ejercicio de delimitación del
cuadrado, no otra cosa es la civilización. A lo largo del tiempo, quizás con más intensidad en la
civilización occidental, hemos tenido que delimitar el poder humano, contenerlo para que no sea
excesivo, quiero decir que hemos tenido que elevar el derecho como ordenamiento de la convivencia
para que, en definitiva, tanto el hombre como la sociedad pudieran vivir sin desbordamiento. La vida
social está sometida a esa misma tensión que lo material y lo espiritual comportan en las personas
individualmente consideradas, y por ello han sido las sociedades más complejas, con mayor
trayectoria de reflexión (filosofía), con mayor sentido ético o moral (religión cristiana, luego
secularizada) y con mayor capacidad de introducir los pensamientos y los valores en la convivencia
(derecho), las que han podido elevar la dignidad del hombre por encima de cualquier poder que
pudiera limitarlo. Hasta ahora, esto ha acontecido, primordialmente, en las sociedades europeas, de
las que la sociedad estadounidense es, hoy por hoy, una extensión hegemónica, quizás presidida por
la moralidad puritana del protestantismo, pero, al cabo, un desarrollo de nuestra civilización
grecolatina.
Bien es verdad —hagamos un breve pero apetecible apartamiento de la línea general del presente
ensayo— que podríamos considerar que el cuadrado de nuestra civilización, el ordenamiento de la
convivencia, se está abriendo por alguno de los lados, y que, por tanto, estamos dejando de ser
dueños de nuestra vida al punto de que estamos llegando a esclavizarnos por nuestros egoísmos. ¿No
es verdad que hemos invadido el medio ambiente? ¿No es verdad que nuestras prevalencias como
individuos, nuestras apetencias y egotistas afirmaciones individuales se están sobreponiendo a los
intereses generales, con desprecio de lo social y del valor que la preservación de lo colectivo tiene en
nuestras vidas? ¿No es verdad que la dignidad del hombre y la concepción de la vida digna no pueden
limitarse únicamente al espacio común de las desarrolladas sociedades occidentales y que, por tanto,
el Estado Nación y el derecho, que le es afín como delimitador de un orden convivencial, ya no es
suficiente para que la vida colectiva del planeta se encuentre dentro de lo que hemos querido
simbolizar con la construcción del cuadrado? ¿Nos estamos sobrealimentado al punto de haber
creado una sociedad caracterizada por la gula? ¿Distribuimos bien la riqueza del mundo, o hemos
dejado abierto el lado del cuadrado que esclaviza a millones de seres humanos mientras vivimos en
la opulencia? ¿Somos libres y de buenas costumbres, hemos sabido contener nuestras pasiones, hay
un mandil sobrepuesto a la parte inferior de nuestro cuerpo? Quizás sea necesario seguir
reflexionando sobre esto y sobre la idea de crear un campo mejor delimitado. Me refiero a un Estado
central de la humanidad, superador del Estado Nación, como instrumento jurídico público
organizador de la vida humana, animal y vegetal en el planeta (lo vegetal, por su acercamiento al
aire, y, por tanto, a lo que se eleva, siempre me ha parecido una sublimación espiritual).
Retomando la línea general del ensayo, hemos de convenir que el mandil del masón delimita o
contiene la vida material, atañe al simbolismo de la ordenación de la misma para acometer luego la
elevación espiritual. Y hemos de convenir, por otra parte, que el cerramiento del cuadrado mediante
el trazado de su recta superior es el trabajo previo (desbastado de la piedra bruta) que el masón ha de
afrontar para acceder al vasto dominio de la actividad del espíritu. Pero también nos hemos dado
cuenta de que la recta superior del cuadrado es la misma línea sobre la que se establece la base del
triángulo superior del mandil, lo que nos ha llevado a la conclusión de que hay una zona común
compartida entre las dos figuras geométricas y, por tanto, entre las dos tareas simbólicas.
Creo que esta zona común, compartida por el cuadrado y el triángulo, se alcanza cuando el hombre
sabe sublimar su realidad material cotidiana dignificándola. La base del triángulo se traza al mismo
tiempo que se culmina la labor de delimitación de lo cotidiano. Hay un momento en que la manera en
que acometemos lo cotidiano deja de ser meramente material y empieza a ser espiritual (lo
incipiente). Lo espiritual solo puede empezar cuando empezamos a dominarnos. Quizás sea este el
sentido esotérico de la meditación trascendental como puerta de elevación hacia el alto mundo del
espíritu, pongo por caso. El yogui se eleva meditando, pero no debe sernos ajena la consideración de
que, anteriormente al ejercicio de la actividad principal en que la meditación consiste, el hombre
santo se ha ocupado de preparar su cuerpo mediante el ayuno y la realización de ejercicios que
permiten predisponer el cuerpo para el logro de un estado de conciencia determinado. El ayuno,
como actividad de contención del apetito material, los ejercicios gimnásticos como un adueñamiento
del cuerpo a fin de predisponerlo a las posiciones más apropiadas para alcanzar el estado de vacío
mental que se busca, no representan otra cosa que el trazado de un cuadrado. Dominar lo terreno
antes de dominar el espíritu. De la lectura del ensayo de mi querido hermano Pepe Iglesias —La
cocina masónica—, recuerdo el tratamiento del ayuno, antes de las tenidas, como una manera de
predisponer el organismo para el advenimiento de un estado de conciencia —al parecer se produce
cierta liberación de hormonas que facilita dicho estado—; no deja de tener similitud con otras formas
de esoterismo. Yo mismo, hoy, sin quererlo voluntariamente ni premeditarlo, he empezado mi
actividad literaria en ayunas (sólo he tomado un pedazo de queso). Sigo escribiendo con guantes y
con mandil (sólo me los quito para labores de corrección ortográfica), con lo que, de alguna manera,
estamos empezando a vislumbrar, en mi propia actividad literaria, una manera de contención de lo
mundano que quizás me predisponga a elevarme a un estado más idóneo. De alguna manera, estoy
delimitando un campo de predisposición para la realización de una actividad literaria esotérica, algo
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parecido a lo que haría un yogui antes de adentrarse en el dominio de su actividad espiritual.
El masón especulativo también ha de delimitar su campo de actuación. No sólo ha de acudir a logia
desprendido de materiales profanos y por tanto siendo dueño y señor de su vida profana, sino que,
además, debe predisponerse a la vida masónica estableciendo una escuadra y, por tanto, la definición
de un cuadrado simbólico. La recta superior del cuadrado, la que cierra el mundo material y permite
el asentamiento del triángulo, también es la recta de ésta figura geométrica de tres lados. A nivel
simbólico, si lo meditamos con profundidad, la recta común a ambas figuras geométricas no puede
ser otra que la que representaría el silencio del aprendiz, necesaria base sobre la que se edifica la
labor constructiva. Es verdad que hay un silencio cuando llegamos al cerramiento y perfecto dominio
de nuestra vida material, quiero decir que sentimos satisfacción cuando alcanzamos el logro de
señorear (señorear en el sentido, ya digo, de dominar libremente, pero de dominarnos a nosotros
mismos y no a los demás). La satisfacción de dominarnos, de alcanzar un estado de libertad en el
mundo profano, se expresa por el silencio. El caminante que alcanza un objetivo, se sienta en la
piedra del camino y medita. Calla, alcanza un silencio como estadio de la paz. El yogui también
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comienza en silencio su recorrido hacia arriba. Se da un silencio base que aspira al silencio más alto.
Sobre la base de un primer silencio, el que cierra el cuadrado, hemos de trazar el triángulo o delta
simbolizado por la babeta del mandil. Es evidente el sentido direccional o de flecha de la babeta. El
aprendiz alisa la piedra bruta con el mallete y el cincel, herramientas propias del grado, construye el
cubo y cierra el cuadrado desde el silencio. Este primer silencio del aprendiz, al que se someterá a lo
largo del grado, constituye la herramienta primordial. Bien es verdad que el silencio exige una
predisposición, una actitud, pero también ofrece un lado activo en tanto que instrumento de
aprendizaje. El silencio del aprendiz, en su primer estadio, en su primera manera de ofrecerse para la
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construcción del cubo o cuadrado simbólico, es una zona compartida, otra tierra de nadie.
Hemos de entender que el aprendiz nace al silencio y parte de él, que éste es la base del triángulo
que ha de construir. El triángulo tiene tres lados y tres son las artes que al recién iniciado le
corresponden. El aprendizaje de la gramática esotérica; de la lógica, y de la retórica. Todo se aprende
desde el silencio. La gramática se aprende escuchando y leyendo a los maestros; la lógica exige una
fuerte concentración interior; y la retórica masónica, los modos de expresión de la masonería, se
adquieren escuchando a los maestros en logia, atendiendo a sus maneras de hablar y a lo que detrás
de ellas hay en el nivel simbólico, pero también se aprende observando el lenguaje gestual, el cual
también compone la retórica masónica. La base del triángulo es el silencio ofrecido para el
aprendizaje gramatical, base inicial del aprendiz, que sólo sabe deletrear y no sabe ni leer ni escribir.
Desde ese primer silencio, se proyectan los dos lados ascendentes del propio triángulo: la lógica y la
retórica acaban por conformar y cerrar la babeta, la cual, como puede observarse, acaba en un punto.
A diferencia del cuadrado, cuyo cierre se establece mediante el trazado de una recta, el triángulo
termina en el punto, con toda la significación que esto naturalmente tiene, no sólo desde el punto de
vista del esoterismo masónico, en el que el punto refleja la unidad absoluta, sino desde el punto de
vista de la física teórica contemporánea, según la cual y dentro de lo que implica la consideración de
la mecánica cuántica y la propia historia del universo, podemos encontrar el origen de todo lo
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creado.
La babeta predica dirección, es un punto de partida que señala hacia arriba. Ascendiendo en el plano
visual del aprendiz tal y como lo observaríamos puesto al orden, nos encontramos de nuevo con la
creación de más formas geométricas. El brazo derecho del aprendiz se pliega a la altura media del
cuello estableciendo una línea horizontal que, partiendo del codo, tiene su otro extremo en el dedo
corazón de la mano extendida. El dedo corazón y el codo son los dos puntos extremos de la recta
horizontal que separa la cabeza del cuerpo, la mente de las pasiones, el Cielo espiritual de la Tierra. A
su vez, desde esta nueva base —tal parece que ascendemos el pico de una montaña—, se conforma un
triángulo cuyo punto álgido de elevación es la cúspide humana, nuestro cerebro, la mente, para cuya
mejor sintonía y predisposición mental y espiritual, hemos de abrir, primero, todos los chacras, las
puertas hacia el cielo.
Siguiendo la dirección de la babeta, el aprendiz ha llegado a posicionarse en un nuevo estadio del
silencio. Bajo el brazo, dispuesto horizontalmente al orden de aprendiz, su cuerpo, representación de
lo material, le obedece, el aprendiz domina las pasiones. Por encima, la cabeza emerge como la
cúspide de una gran montaña. El cuerpo humano protege al cerebro, su mayor tesoro, ubicándolo
dentro del cráneo, y en ese sanctasanctórum de nuestro templo el aprendiz ha de emprender el difícil
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pero apasionante viaje hacia su interior. Allí descubrirá la mente, el alma y el espíritu. En la
iniciación del rito escocés antiguo y aceptado, nuestro aprendiz ha de recordar que fue introducido en
la cámara de reflexiones, lugar donde se encontró, por vez primera, con el brocardo medieval
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V#I#T#R#I#O#L . El brocardo latino invita a la alquimia, a la búsqueda de la sabiduría, a la
transformación. Se trata de un viaje puramente iniciático consistente en tomar el sentido figurado del
latinajo y descifrarlo, ver lo que hay detrás de la apariencia (recuérdese el mensaje contenido en el
oculto reverso del mandil). El aprendiz ha de emprender un viaje silente hacia el interior de su ser
para encontrar en él la piedra oculta, esto es: la piedra filosofal, la sabiduría primordial. Para todo
viajero que se precie de serlo, todo camino se emprende como una aventura. Los iniciados
preocupados por llegar al brillo de los grandes mandiles, dejan a un lado la hermosa aventura de
llegarse hasta el punto interior del corazón (otra vez el punto) donde las dimensiones más grandes
encuentran su definición adimensional y donde todo se explica por la desconfiguración de las
formas, por su desaparición extrema, por su inmanifestación, por su reencuentro con el vacío, lugar
donde se diluye la plenitud en un excelso silencio. No sé si éste es el silencio al que viajan el yogui y
el monje, pero mucho me temo que la respuesta está cercana si partimos de la consideración de que
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todos los esoterismos conducen al mismo destino.
La mente y su reflejo mediante la manifestación externa del pensamiento, proyectan la personalidad
del sujeto, su afirmación mundana. Hay un modo de pensar que caracteriza al individuo, una manera
de comportarse y reaccionar ante el mundo; en la mente, en el interior, se residencia el carácter del
hombre, las seguridades y las inseguridades. Desde aquello más nítidamente superficial, como el yo
egoísta, hasta el yo más hecho. De ahí que denominemos demente al que se manifiesta como un ser
sin mente, o con mente deficiente. Desde la mente rige el mundo de la manifestación, aquello que lo
espiritual potencia para que se exprese. Nuestra mente actúa como un motor que determina lo que
hacemos, de ahí que los actos fluctúen de unos hombres a otros, y de ahí que, desde la mente, se
expliquen las diferencias con los otros. El egoísmo, a mi juicio, es un comportamiento provocado
por la inseguridad, y la inseguridad, por su parte, se explica o encuentra su raíz en la debilidad
mental (ausencia de espiritualidad, de alma). El que no tiene espiritualidad para amar, o no la ha
desarrollado, no puede amar. Nuestro comportamiento nace desde lo que más adentro acrisolamos.
Al aprendiz le resultará muy fácil distinguir esta faceta de la vida humana, porque, por ser la que
normalmente se manifiesta, es la que todos conocemos. Como nos recordaba el monje cisterciense al
que anteriormente he hecho referencia, en la mente habita el ruido de nuestros pensamientos. El viaje
hacia el interior de la Tierra requiere silenciar el pensamiento ruidoso de la mente mediante la
técnica de salirnos y observarnos como si fuéramos un mar encabritado en el que no deseamos estar.
Persona y personalidad no son la misma cosa. Lo sabían los griegos. Tras la máscara estaba la
persona. Se podía representar a alguien poniendo su máscara delante, pero en esa identificación falsa
(el actor no era la persona representada) se producía una distorsión que luego, en la vida social,
introdujo la nueva acepción de la palabra máscara. Entendida, esta vez, como un ocultamiento, como
mera hipocresía, o, también, como un símbolo del ejercicio de algún poder (los roles sociales
dominantes frente a los roles sociales que no dominan; los adinerados frente a los pobres, los
intelectuales frente a los ignorantes; los bellos frente a los feos, etcétera). La personalidad no es la
persona. La personalidad enfrenta al yo con los otros, opone alguna diferencia. Incluso desde la
manifestación más grande que el más bondadoso de los hombres pudiera desarrollar (Gandhi, por
ejemplo), se genera en los otros una reacción; bien de aceptación o bien de rechazo. Jesús fue
sacrificado y amado, Gandhi también. Todos tenemos personalidad y todos la ejercitamos, mucho
más aún en este teatralizar el individualismo en que hemos transformado nuestra vida y que también
nos ha transformado a todos (no sé si el ejercicio de la literatura se aparta de ese egotismo, quizás
todo se condena o se perdona en función de cómo y con qué intención se hace, incluyendo a los que
participan en los programas de telebasura, pero es evidente que el hombre contemporáneo occidental
se caracteriza por la necesidad de afirmarse).
El uso esotérico del mandil nos obliga a viajar a esas geografías de nuestra mente que muestran
todo aquello que no queremos observar y que hemos interpuesto entre nosotros y los demás, entre el
yo y los otros. Se aprecia al intelectual por el simple dominio de lo literario o del conocimiento, y
actualmente, en nuestra sociedad, es una figura que puede encontrar respeto, pero el intelectual que se
envanece, que se hace soberbio y que abandona la humildad, no deja de interponer una máscara entre
él y el mundo, no deja que los otros le vean, no se ofrece. Oculta alguna inseguridad. Se acrisola, se
encastilla, se esconde tras la rigidez de las formas, de las maneras. No da su persona, ofrece su
personalidad, pero la ofrece para que se le valore, para que se le reconozca, y, por extensión, para
que se produzca una clara desigualdad entre él y los otros. Metales profanos, vanidad de la que ni yo
mismo me excluyo. ¿No debería acaso callar, silenciar, dejar de escribir?
La persona crece, se hace y se construye desde la parte espiritual, desde el alma (segundo escalón
del viaje), jardín donde florecen o se marchitan las flores más hermosas que todos (¿todos?)
podemos alcanzar. Por eso nos preguntamos o solemos preguntar a otros cómo es esa persona que
desconocemos. Hemos de fijarnos que para saber cómo es, no preguntamos por su personalidad. La
personalidad no nos dice cómo son las personas, sino cómo se manifiestan. Hay personas buenísimas
que pasan desapercibidas y hay personas que se manifiestan como malos, no siéndolo, porque
simplemente desarrollan un rol, esto es, una personalidad, una manera de estar en el mundo
(desarrollan un estado, o estatus, que no obedece a lo que son como personas).
Un nivel de silencio más depurado, nos adentrará en nuestra persona, en nuestra parte espiritual, es
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decir, en nuestra alma . Los que más la desarrollan sobreviven a la crudeza de la existencia, y, más
aún, viven con grandeza. Los que la dejan aletargada, sin desarrollo, no sobreviven. Son muertos que
la corriente de la vida arrastra a diario, espectros que han de alimentarse de la personalidad aparente.
Aquel que se justifica por la apariencia de una personalidad barnizada, pretendiendo ocultar a la
persona verdadera que lleva dentro (más infantil, débil, insegura, egoísta o incluso mala en los casos
perversos), no puede habitarse por dentro porque no es auténtico. Lo auténtico sobrevive aun si no es
alentado o alabado en el escenario del mundo, pero aquello ya pervertido (inauténtico) no puede
sobrevivir sin una retroalimentación constante. Los masones estamos obligados a comunicarnos
nuestros defectos más profundos porque nuestra labor de construcción exige, naturalmente, que se dé
una correspondencia entre nuestra espiritualidad y nuestra forma de manifestarla en el mundo. La
fraternidad universal, entendida como objetivo de la Masonería, ideal ilustrado enterrado por dos
recientes guerras mundiales —más una tercera que ya se atisba y que ya casi nos están convenciendo
de que debe producirse—, exige que sepamos trabajar nuestra potencias espirituales, labrarlas en el
interior de nuestro taller individual para luego manifestarlas de modo activo, sincero y auténtico. El
masón no puede quedarse en el mero estado contemplativo porque no es un monje, es un obrero. Los
obreros hacen, fabrican, trabajan, actúan, cooperan en la construcción de algo, de ahí que el masón
no deba detenerse en su construcción como persona. Su construcción como persona, afinando las
cuerdas de su potencia espiritual, tiene sentido, entonces, para encontrar con los hermanos una
igualdad operativa fraternal que conduzca a la construcción de la catedral de la humanidad.
Limar la piedra bruta, transformarse en una piedra cúbica, no tiene el único objetivo de
perfeccionarse moralmente —¡ojo con los que entrevean en la moralidad la aplicación de las
moralinas habituales que castran aspectos propios de la naturaleza humana sin los que no podemos
vivir!—, sino el de unirse en igualdad con los otros. El masón es una persona (ha de serlo), pero su
personalidad masónica ha de encontrar uniformidad con la ética masónica y con los demás masones
esparcidos por la faz de la Tierra. La personalidad, el mundo de la apariencia, debe encontrar una
correspondencia no diferenciadora entre el ser masón y el manifestarse como tal. Esto es, no debe
alterarse el orden armónico de la convivencia mediante máscaras inobedientes a la verdad. La
socialización masónica exige una correspondencia entre apariencia (máscara, personalidad, rol) y
persona masónica (espiritualidad). El mandil y los guantes, el traje también, establecen una igualdad
formal en logia. Lo aparente no hace al fraile, pero el fraile ha de llevar hábito. El masón debe llevar
mandil pero debe serlo —quiero decir que debe ser masón—. He de recordar que desde el principio
del ensayo, o casi desde su principio, hemos estudiado que el mandil del masón llega a convertirse en
una parte de su ser, de su anatomía, pero también de su persona. El mandil blanco, impoluto, reflejo
de la luz, de la inocencia, de la sabiduría, de la bondad, de la ternura, simbolizan algo que debe
entroncar con la espiritualidad de la persona, con sus adentros. Es la puerta de un templo que parece
hermoso, pero que, además, ha de serlo. La forma más preciosa de serlo es que el mandil opere no
como un reflejo de vanidad vertido hacia afuera (no somos masones hasta que los demás hermanos
nos lo reconocen) sino como un elemento que iguala a todos los masones como hermanos
constructores.
La fraternidad, a nivel profano, tampoco puede alcanzarse si mantenemos una sociedad que se basa
en la afirmación del yo. No puede alcanzarse sin pretensión de igualarnos a los otros, sin establecer
lazos profundos de solidaridad y de reconocimiento que, por ser miembros de una especie, nos
corresponden a todos. Por su parte, los masones que exhiben su mandil como un elemento
discriminador de los otros, a los que oponen el grado, esto es, aquellos que oponen la presunta
mayor sabiduría formal, han perdido el sentido espiritual del viaje masónico, y han ennegrecido su
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mandil blanco. El mandil no puede llevarse sin el ejercicio de la fraternidad sincera, la que nos
obliga no sólo protocolariamente, sino con plena sinceridad, a desarrollar el trato cortés y afectuoso
dentro y fuera de la tenida. El protocolo de una hermandad no descuida la expresión de los afectos
mediante el lenguaje gestual y mediante las expresiones hondas en las que el cariño suele expresarse.
Antes al contrario, la impone formalmente hasta que el iniciado alcanza la sabiduría de su significado
profundo o ya realizado. Al principio de nuestra aventura masónica, esto es, cuando más
desocializados estamos, puede ser que nos cueste besarnos o abrazarnos con los hermanos. De facto,
tampoco sale de sopetón incorporar fraternalmente a nuestra vida a un grupo de veinte personas que
han aparecido delante de nosotros tras quitarnos la venda iniciática. Son los hermanos maestros, ya
iniciados, los que nos tienen que trasladar la importancia del sentido fraternal y de lo que éste
normalmente implica. La transmisión de la tradición iniciática, exige que los maestros respeten las
formas que dejan el poso del mensaje esotérico, cierto es esto, pero también requiere que los
maestros se empleen a fondo en lo que constituye el objetivo primordial de la orden: esto es, la
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fraternidad.
La llegada al punto donde se ubica el alma, segundo estadio del viaje simbólico hacia el interior de
la Tierra (V#I#T#R#I#O#L#), misión a la que ha de entregarse el aprendiz, deviene reencuentro con
las potencias espirituales del hombre, aquellas desde las que el amor puede ser manifestado con
autenticidad. Si el cuerpo ha de preparar un determinado estado de conciencia para llegar a donde la
persona puede abandonar el pesado lastre de la personalidad, la mente, por su parte, ha de relajarse
abandonando el ruido habitual que estorba la paz. No obstante, ese viaje interior no puede quedarse
solamente en el alma, en la paz de espíritu. El oasis solamente es un punto de descanso para las
caravanas. Hay que descender más abajo, atravesar un pozo profundo y oscuro donde ya no se ve
nada. Nuestro tercer viaje, al igual que el viaje tercero del aprendiz, transcurre en silencio. Hemos
eliminado el ruido del mundo y también el ruido de la mente, pero hay un más allá, un tercer estadio
que exige que nos abandonemos a nosotros mismos. El monje cisterciense, si se recuerda, hablaba de
un tercer estadio del silencio caracterizado por el abandono de los afectos. Se refería a los afectos
históricos, a los lazos con los otros, pero también —entiendo yo— al lazo con uno mismo. Aunque
solamente sea para el regocijo de un instante, el encuentro con el Dios interior exige que nos
abandonemos por completo.
Hablo de abandonarnos a nosotros mismos como si fuera fácil lograrlo o como si afrontar ese
viaje no supusiera una entrega absoluta de lo que somos. Solamente el que sabe entregarse por
completo puede comprender lo que estoy intentando explicar —no es fácil expresarlo desde las
limitadas herramientas que la literatura proporciona—, pues, en la entrega, radica verdaderamente el
abandono del yo. Caemos en un pozo profundo y oscuro. La negritud es el paisaje con el que el ser se
encuentra cuando se abandona, lo cual deviene inevitable. Se trata de una negritud que bosqueja el
infierno de la confusión, de la desorientación inicial. El viaje hacia el Dios interior, hacia esa
corriente de sabiduría espiritual que subyace tras todas las formas de manifestación exterior
religiosa, parte del darse para encontrarse luego desorientado. Descendemos atravesando parajes
desconocidos que solo palpamos con la intuición, perdemos la referencia personal, el yo interior,
pero, en ese descenso, la incomodidad de la desnudez produce atoramiento. No sabemos de nuestra
desnudez porque es nueva, pues no se trata de la desnudez que nos muestra un cuerpo comprendido,
sino de aquella que es un desnudo del desnudo, es decir, aquella que nos lleva a no reconocer nada de
nosotros mismos, pues, de pronto, todo ha desaparecido. Hemos de olvidarlo todo. Nuestra historia y
la historia de los otros más cercanos que nos rodean, nuestros amores próximos y el amor que nos
tenemos a nosotros mismos. La desnudez de los afectos a la que se refería el monje —si bien
temporal, si entendemos que hemos de recuperar luego nuestra vida—, nos sumerge en un viaje
consistente en la desnudez redundante del desnudo propio, pues ni siquiera el desnudo reconocible
vale, como tampoco vale el desnudo de nuestro estado de autenticidad. Todo desaparece, nos
enfrentamos al desnudo de nuestro cuerpo y de nuestra mente; léase que hemos ido perdiendo
también el alma y que sólo vagamos por un paraje en el que el miedo y la desorientación solamente
se explican porque pensamos que no somos si perdemos el cuerpo y el alma. ¿Se trata entonces de un
viaje en el que el viajero se difumina y se confunde con el todo? Sí. Bajar al infierno es la liberación.
Verá el lector que se trata de un infierno mucho más dulce y del que no cabe contemplar la quemazón
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ni escuchar los alaridos de los penados . Eso otro son pamplinas introducidas por los que han
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introducido el miedo como elemento favorable a la represión.
A poco que vayamos descendiendo a este infierno dulce, nos daremos cuenta de que vamos dejando
atrás la confusión y desorientación iniciales, pues a medida que caemos desnudándonos, esa espesura
de negritud se hace más densa, la entrega de lo que somos cae en un colchón que acoge y poco a
poco percibimos una hojarasca formada por el desprendimiento de otros yoes que también han ido
cayendo. Son los otros entregados, otros caídos en el viaje de la desnudez del desnudo. Tiene que
darse un momento, por tanto, en el que, el viajero, observa, pero lo hace ya sin saber que es viajero,
tiene que darse un momento en el que el viajero se observa desde fuera y percibe que los otros y él
forman una identidad inescindible de la que no puede separarse, y de la que tampoco puede
delimitarse o diferenciarse. Su contorno no existe, no tiene frontera, está desnudo por completo,
desnudo y mezclado en la hojarasca como una hoja carente de conciencia. ¿Puede aprovecharse un
viaje, en medio de la negritud, en el que el viajero pierde la conciencia de sí y habita en un
subespacio impersonal? Del mandil blanco que representa la conciencia pura e inocente, la luz,
hemos viajado al polo opuesto donde todo es negro y velado. Todo está oculto. Incluso aquel que
viaja lo está. ¿Podía acaso ser de otro modo? No.
La evolución humana nos ha introducido en lo que podríamos definir como un estado separado del
todo. Nuestro modo de percibir el mundo nos ha colocado al otro lado del lado donde habitualmente
estamos, pero, sin embargo, nunca hemos dejado de ser hojas de una hojarasca inmensa. El retorno al
todo forma parte del viaje del aprendiz masón. Partimos del punto de conciencia humano,
caracterizado por su limitación, esto es, partimos de la luz humana separada del mundo, desgajada de
la totalidad, o, lo que es lo mismo, partimos de la individualidad que encuentra acomodo en esa
separación, en el saberse distinta a todo, partimos de esa individualidad que se siente plena afianzada
en la persona; luego, atravesamos la negritud del interior de la Tierra, nos desorientamos, perdemos
todas nuestras referencias, incluidas la paz espiritual donde, a pesar de todo, seguíamos instalados en
nosotros mismos, quiero decir que perdemos progresivamente conciencia y alcanzamos la
pertenencia al todo donde todo es igual y donde ni siquiera sabemos que somos viajeros (la
ignorancia alcanza entonces categoría de sabiduría). Al final del viaje, la luz divina nos espera.
Vemos un punto pero no sabemos que vemos porque somos unos viajeros sin conciencia de sí y
entonces, cuando esa luz emerge en medio de la negritud que iguala, el Dios interior se apodera de
todo y reina. Todo es Dios. El Dios interior también es un punto sin dimensiones en medio de la
vastedad de la nada. Hemos tenido que descender y desnudarnos, partir de la luz humana para
encontrar la divina. El regreso no tendrá memoria, tan sólo un sedimento de verdad que puede
expresarse tibiamente con palabras pero que, en cualquier caso, implica considerarse el aprendiz
como un igual con los otros, una piedra más de la catedral fraternal humana.
El viaje del aprendiz ha terminado, y puede doblar hacia abajo la babeta de su mandil.


























compañero MASÓN
EL MANDIL DE COMPAÑERO
El grado de compañero implica un reencuentro del aprendiz con la logia. Este retorna del silencio y,
por tanto, del viaje interior al fondo de la Tierra, donde ha conocido la luz que simboliza la
existencia de Dios en el corazón humano —Ulises regresa a Ítaca—. Tras su aumento de salario, el
compañero ya puede volver la babeta hacia abajo.
Hemos de visualizar el pliegue de la babeta comprendiendo que, al dejar su posición anterior, se
vierte ahora hacia abajo formando parte superpuesta del cuadrado del mandil —recuérdese que antes
simbolizaba el delta y, al tiempo, era una señal direccional hacia arriba, indicadora del lugar donde
corresponde realizar el trabajo del aprendiz—. Ahora, observamos que el triángulo se ha invertido,
ya no señala al cielo; ha desaparecido el triángulo dispuesto con su vértice hacia arriba, pero si
conservamos su recuerdo anterior y lo unimos a la nueva disposición hacia abajo de la babeta —
integrada en la base cuadrangular del mandil con el vértice triangular superior señalando a la Tierra
—, nos daremos cuenta de que la posición pasada (dejemos una línea de puntos para recordarla) y
presente de la babeta conforman un rombo (o lo que es lo mismo, un cuadrado girado unos 45º
grados en el espacio). El rombo representa dos triángulos. Uno hacia arriba y otro hacia abajo; esto
es, el desplegar y el plegar de la babeta ofrecen una nueva visualización de la dualidad de contrarios
representada esta vez por los dos triángulos. El plegado de la babeta (triángulo invertido) representa
la caída del significado simbólico anterior. Al propio tiempo, el rombo también implica considerar
la representación simbólica de un doble sentido direccional: el Cielo y la Tierra; Arriba y Abajo; El
Espíritu y la Materia. Son dos planos de obra.
El retorno del viaje alquímico al interior de la Tierra sugerido por el brocardo V#I#T#R#I#O#L
nos permite visualizar entonces varias imágenes: Una es el rombo; la otra, sería la composición
geométrica formada por la base cuadrangular del mandil y el triángulo de la babeta dispuesto hacia
abajo e integrado ahora en el propio cuadrado; finalmente, no hemos de dejar de notar que, al volver
la babeta hacia abajo, ésta nos muestra la cara grisácea del mandil, la que antes estaba oculta, símbolo
del ternario y síntesis de la dualidad de contrarios.
La babeta plegada se corresponde con una nueva posición, al orden de compañero, desde la cual ya
no se aprecia la separación de la mente y del cuerpo, sino la integración de ambos en el corazón. El
aprendiz regresa de un viaje interior para afrontar el análisis de lo manifestado, esto es, la
construcción universal realizada por el Gran Arquitecto de los cielos. Esta vez, la punta de la babeta
indica lo que está bajo el Cielo espiritual. Una vez que hemos alcanzando la comprensión del Dios
interior que habita dentro de todas las personas, y que justifica, por tanto, la igualdad rayana del
género humano —nivelación indispensable para afrontar la construcción de la catedral de la
fraternidad humana—, la aventura iniciática nos exige contemplar la obra manifestada, pues de la
contemplación de la obra universal y del aprendizaje de su arquitectura, podremos comprender cómo
se construye la fraternidad universal. Lo adimensional, el punto interior que acrisola el principio
divino dentro de nosotros, se manifiesta en el cosmos mediante la realización de una obra que nos
incluye, no nos separa. Conjuntamente con la utilización de los cinco sentidos —la vista, el oído, el
tacto, el olfato y el gusto—, la aritmética y la geometría esotéricas son las artes de las que ha de
servirse el compañero masón para la compresión de la obra del Gran Arquitecto de los Cielos. La
babeta se ha plegado hacia abajo porque el vértice superior del triángulo ha de integrarse en el
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cuadrado, es decir, a partir del punto inmanifestado (que simboliza a Dios ) se delimitará el
cuadrado, el cual simboliza ahora la realización material del todo cosmogónico. El cuadrado del
mandil es el continente del Universo. Todo nace del punto central, símbolo de la Génesis. Fuera del
cuadrado, está la nada. Más allá de los lados del mandil, el Universo no existe.
Afinando la observación de la nueva disposición del mandil del compañero diferenciamos, por
tanto, que el vértice superior de la babeta se ubica, al plegarse ésta, en el centro del cuadrado que
conforma la base del mandil. Desde el centro del cuadrado es desde donde parte la construcción
universal, la cual, al ser finita, ha de delimitarse dentro de un campo. El universo, la obra del Gran
Arquitecto, tiene límites físicos, resultando cierto, por otra parte, valga la redundancia, que, la
misma, parte de un solo punto, afirmaciones ambas que la física teórica contemporánea parece
corroborar. El punto, visto desde la perspectiva de la mecánica cuántica, representa el mundo de lo
adimensional. El átomo se ha convertido en un vasto lugar al que ningún físico puede poner coto,
pero no así el universo, al que ya podemos considerar finito. Algo parecido sucede con la
simbología del mandil del compañero, la cual parece conjugar un entendimiento entre lo manifestado
y lo inmanifestado, entre aquello que tiene límites y lo que no los tiene.
La ceremonia de elevación al grado de compañero implica considerar los distintos aspectos de la
construcción iniciática. Desde la consideración de los cinco sentidos físicos, pasando por la puesta en
escena de los estilos arquitectónicos, hasta la memoria de los grandes filósofos y legisladores de la
antigüedad clásica, el compañero masón se encuentra con una palanca, la cual ha de utilizar
sirviéndose de un punto de apoyo. La sabiduría de los otros resulta indispensable para alcanzar los
objetivos que marcan nuestro camino, por lo que, siendo la senda del compañero un estadio
contemplativo realizado desde el análisis profundo de lo que observa, no puede dejarse de considerar
que este grado alcanza una profunda socialización. Si cierto parece, y lo es, que la contemplación
requiere interiorización, y por tanto cierto apartamiento con respecto a lo que se observa, no es
menos cierto que la comprensión de lo que se contempla, requiere también la compañía instructora
de los que han visto antes con mejores ojos. «A hombros de gigantes» uno de los títulos recientes de
Stephen Hawking, nos proporciona pautas para comprender cómo la comprensión del cosmos no es
algo que pueda realizarse sin la participación socializada de aquellos que nos precedieron en la
búsqueda. Para nuestro más reconocido físico contemporáneo, Galileo, Copérnico, Newton, Einstein,
pero también Demócrito, Pitágoras, Heráclito, y en general todos los precedentes físicos o filósofos
de la antigüedad clásica, son las palancas en las que hemos de encontrar apoyo para la comprensión
del constructo universal. La ceremonia de elevación al grado de compañero nos reconcilia con la
sabiduría de los grandes filósofos y físicos de la Antigüedad Clásica (sabido es que entonces la
filosofía y la física iban ambas de la mano), pero la vivencia de esta experiencia ritual del recuerdo
de los sabios, que parece constreñirse al pasado remoto y a esa sabiduría primigenia, debe ser
19
experimentada por el compañero desde una interpretación extensiva.
Las referencias del grado de compañero que podemos relacionar con el pasado grecorromano, han
de ser interpretadas con proyección de presente. La cadena de unión iniciática, en lo que al
ensamblaje del conocimiento se refiere, ha de comprender, por tanto, todos los eslabones que van
perfeccionando nuestra comprensión de la obra arquitectónica universal. Los gigantes cuyos
nombres aparecen referidos en la ceremonia ritual de elevación al grado de compañero, constituyen
una referencia simbólica que permite integrar a todos los sucesores que han ido ampliando los
conocimientos de los primeros (¿qué hubiera sentido Demócrito de haber conocido a todos los
físicos que podrían explicarle el comportamiento del átomo?). Caminar a hombros de gigantes,
como nos sugiere Hawking, requiere mantener abierta la cadena de unión iniciática. Hemos llegado a
un momento de la historia en el que, al menos desde un punto de vista parcial, estamos empezando a
vislumbrar determinadas cosas. La física contemporánea aún no ha renunciado a encontrar una
explicación completa —cifrada en una ley física integradora de las verdades parciales que se van
alcanzando— que nos permita conocer el comportamiento completo del Universo. Pero por el
momento, hay que conformarse con las verdades relativas que lo explican.
A la hora de estudiar el universo, el compañero masón se enfrenta, primeramente, ante la
perspectiva de un punto adimensional ubicado en el espacio tiempo de hace quince mil millones de
años (el denominado Big Bang), pero luego, y por consecuencia de los acontecimientos posteriores
que determinan la historia del propio Universo, se enfrenta ante la perspectiva en expansión
espaciotemporal de ese punto, el cual, a día de hoy, nos ofrece la panorámica de más de veinte
billones de galaxias. Pasar del grado de aprendiz, donde nos enfrentábamos ante lo inmanifestado, y
alcanzar el grado del compañero, donde todo se expresa, exige, por tanto, un cambio de actitud.
Desde ella, el masón deja la individualidad iniciática, ya no para detenerse en la identidad divina
radicante en su interior (ley o razón), como había hecho antes en el grado de aprendiz, sino para
analizar la forma que la razón de Dios alcanza cuando se aplica materialmente mediante la
materialización del Cosmos. Vemos así que, tanto en el grado de aprendiz como en el grado de
compañero, el masón deja de ser él mismo para hallarse sumergido en la insondable aventura de un
hermoso viaje donde el viajero forma parte indiferenciada de lo que contempla. Tal cosa ha sucedido
desde el principio, pues, desde el principio, el aprendiz es el obrero que se talla a sí mismo. Es el
albañil que esculpe y, al propio tiempo, es el objeto esculpido.
La inversión de la babeta integrada en el cuadrado del mandil, se relaciona esencialmente con esta
idea de considerar que el espectador forma parte de lo contemplado. La babeta invertida resulta
integradora, esto dicho en el sentido de que compromete al propio compañero en el análisis del
universo, y dicho también en el sentido, reitero, de que el compañero, cuya misión es el estudio de lo
cosmogónico, también es y forma parte del universo. En el grado anterior, si se recuerda, la babeta
establecía una separación con respecto al cuadrado, señalaba la dirección hacia el interior de la
mente, donde se residencian alma y Espíritu. Luego desvinculaba al individuo del propio universo
para sumergirle en un viaje del que ni las demás cosas ni los demás masones participaban. Al
plegarse la babeta, el compañero ya se dice que se halla dentro del propio universo que contempla, y
aunque también es un viajero que se diluye y no se diferencia de lo observado, esto acaece de otro
modo muy diferente a como vimos que se desarrollaba en el grado anterior. Ahora, está delante de la
inmensidad de un espacio iluminado por una infinidad de estrellas.
Stephen Hawking, por su parte, es un profano que escudriña el universo, pero, al igual que todos,
también forma parte del mismo. Una de las cosas importantes que han descubierto los físicos
contemporáneos es que la observación del universo modifica lo que se contempla. Al mismo tiempo,
si sabemos la posición de una partícula no podemos saber su velocidad, pero si sabemos su velocidad
no podemos saber su posición. Parece que el horizonte huye de nosotros, parece como si el universo
no quisiera ser comprendido, parece que se resiste a la comprensión totalizadora que los físicos
persiguen. Lo que se aplica para el macro universo no rige en el mundo de las partículas elementales.
Sabemos bajo qué leyes se construyeron las catedrales góticas, pero desconocemos qué ley universal
rige el comportamiento entero del universo, lo que equivale a decir que no podemos construirlo. No
sabemos cómo se hace.
El aprendiz elevado a compañero evoluciona desde el punto adimensional hasta la contemplación
del constructo universal que compone todo lo manifestado. Pero ni siquiera lo manifestado resulta
estático. Se sabe que el universo es finito porque su horizonte tiende al espectro del color rojo. El
rojo es indicio de calor, y el calor dilata los cuerpos. Luego el universo sigue caliente y se está
expandiendo. Todo cuerpo en expansión es forzosamente finito. El mandil del compañero es la
expresión simbólica de un universo finito que fue creado desde la explosión de un punto (el cual se
halla simbólicamente representado en el centro del mandil del compañero), universo que, sin
embargo, como digo, tiene límites. No obstante, el universo tiene una finitud cambiante. Actualmente
crece, por cuanto ya se ha visto que su horizonte tiende al espectro rojo de la luz, pero cuando se
enfríe, lo cual no sucederá pronto, se contraerá. Sigue expandiéndose, pero luego se irá haciendo
más pequeño hasta alcanzar el estado primigenio. El universo, por tanto, tiene un estado, el cual se
somete a las cuatro leyes físicas inmutables: la ley de la gravedad; la ley termodinámica; la fuerza
nuclear fuerte y la fuerza nuclear débil. Cuatro fuerzas delimitadoras que permiten explicar la
conformación de la materia, la contienen y la delimitan, cuatro cinceles desde los que el universo se
comporta con estricta regularidad ritual. El maestro constructor es un Gran Arquitecto. Cuatro lados
que simbolizan cuatro leyes físicas, pero, al propio tiempo, cuatro lados que albergan otra
significación: los límites de lo material, los confines propios del cosmos, límites que, como hemos
visto, y por aplicación de las leyes físicas, variarán a lo largo del tiempo. El cenit, el nadir, el norte,
el sur, el este y el oeste. Si observamos el objeto contemplado, éste cambia. Si el objeto cambia al ser
analizado, hemos de convenir que nuestro estado espiritual deviene determinante a la hora de obtener
una consecuencia esotérica del estudio del universo.
He de reconocer que, a veces, me recreo en la ideación de mi logia imaginándola suspendida en el
espacio universal, quiero decir que, en determinadas ocasiones, cuando vivo el tiempo masónico de
la tenida, imagino que la logia está suspendida en el cosmos, fuera de la Tierra, sin paredes y sin
templo. Distingo a mis hermanos, y todos estamos sentados en sillas de metacrilato suspendidas en
ese espacio sideral, rodeados de estrellas. Hay una alfombra ajedrezada, como la de Aladino, que
sustenta los cuadros de logia. Las tres columnas flotan. El Oriente también. El Sol y la Luna se
distinguen por la mera observación, no necesitan expresión simbólica. Simplemente, nuestra logia
sideral, la que imagino, está fuera del espacio tiempo terrenal y levita, se alza por encima como, a
veces, en determinadas tenidas, todos nos elevamos rendidos a la expresión del conocimiento. La
imaginación me ubica entonces en una concreta dimensión del espacio y del tiempo, luego una
expresión simbólica de determinado misticismo anida dentro de mí. La abstracción de separar a la
logia del resto del mundo y elevarla por encima de la Tierra situándola en el espacio sideral, debe de
ser un recurso del que me valgo para sacralizar lo que ya está sacralizado. Más allá de que
convencionalmente el templo está sacralizado mediante una ceremonia ritual, y más allá incluso de
que las tenidas representen el ejercicio de una actividad filosófica y espiritual que no es profana, lo
cual, de por sí, implica la recreación de un submundo muy particular, parece que necesito ubicar
mentalmente nuestras tenidas en un espacio aparte que represente idealmente lo que siento: esto es, el
desarrollo de una actividad que verdaderamente me aparta del mundo. Nótese que no imagino una
soledad del templo conmigo mismo, sino una participación conjunta o una socialización. Estar en
medio del cosmos implica considerar que vivimos inmersos dentro de algo que se expande, pero yo
comparto eso con mis queridos hermanos.
El compañero masón ha de comprender que las medidas de su mandil irán expandiéndose hasta que
el universo alcance un punto crítico de temperatura. A partir del momento crítico en el que el
universo se haya enfriando lo suficiente, se contraerá, y el espacio y el tiempo retrocederán. El
mandil será absorbido por ese punto que actualmente identificamos con el vértice vuelto de la babeta,
lugar adimensional donde rige el principio de lo inmanifestado pero que también simboliza la
génesis. Los principios activo (azufre) y pasivo (sal), que provocan la inercia de la creación, laten en
ese punto. El cual crece y se expande merced al equilibrio que proporciona el mercurio. La tensión de
fuerzas activas y reactivas se resuelve por la intermediación de Júpiter.

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El punto central de la base cuadrangular del mandil, cuya posición procede del plegar la babeta del
aprendiz al grado de compañero y entroncar su vértice con la piel, representa la letra G, símbolo de
la gnosis, de la generación, de la geometría, de la gravedad y del genio. El mandil del compañero,
por tanto, deviene expresión de este simbolismo del grado.
Al principio de esta primera parte del presente capítulo describí la figura del rombo, formada por el
ensamblaje de los dos triángulos que la babeta deja a su paso por ambos grados iniciáticos. Propuse
mantener la memoria de la posición pasada de la babeta en grado de aprendiz y unirla a la posición
definitiva y última del grado de compañero. La visualización del rombo no tiene problema, pero el
lector puede verlo mejor dejando la babeta de aprendiz marcada con una línea de puntos mientras
dobla la babeta real hacia abajo.
El pliegue de la babeta desvela el principio de la Gravedad, nos permite verlo. Lo que antes
desafiaba las leyes de la gravedad, esto es, lo que antes suponía el desarrollo completo del grado de
aprendiz simbolizado por el despliegue hacia arriba de la babeta, ahora sucumbe a la gravedad. Tras
el viaje interior, el compañero es atraído a la realidad socializada de la logia. Tras su silencio activo,
tras un estadio de soledad, de relación con el principio divino, la fuerza de la aventura iniciática tira
de él hacia abajo y se produce el regreso. El rombo ideal que hemos construido al observar los dos
planos triangulares correspondientes a los dos grados, nos muestra la existencia de dos fuerzas, una
de ascensión (que paradójicamente se relaciona con el viaje hacia el interior del hombre, donde
reside Dios) y otra de descenso, ley de gravedad que nos ubica frente a la creación, de la que
nosotros mismos participamos.
El triángulo superior representa lo ascendente. El inferior representa la fuerza de atracción hacia lo
material. La babeta desplegada hacia arriba representa así el vasto dominio del mundo del espíritu,
pero su pliegue representa el mundo de lo encarnado y de lo construido. Lo material y lo espiritual se
interrelacionan y encuentran en la gravedad y en la fuerza ascética, las fuerzas que determinan la
preponderancia eventual de lo espiritual sobre lo material y viceversa. Toda relación implica,
naturalmente, una resultante de fuerzas o la aplicación de una determinada. En esta relación de lo
material con lo espiritual, encontramos una fuerza ascética, de naturaleza invisible, desde la que
ascendemos al mundo del espíritu, y otra de naturaleza visible, esto es, la fuerza de la gravedad, que
nos reubica en el lugar de nuestra procedencia. La resultante de ambas fuerzas es la línea superior de
la base cuadrangular del mandil, que determina el punto de completo equilibrio donde ninguna
prepondera. Si el lector se sirve de la imaginación, podrá visualizar el movimiento de la babeta del
mandil desde su estadio primero en el grado de aprendiz hasta su posición final en grado de
compañero. En el trayecto que implica plegar la babeta completamente hacia abajo, ésta pasa por
diferentes ángulos, siendo uno de ellos aquel en el que la babeta se encuentra dispuesta de modo
paralelo a la horizontal del suelo. En ese ángulo de noventa grados en que la babeta se halla paralela
al suelo, y, al propio tiempo, verticalmente dispuesta con respecto al plano cuadrangular del mandil
(éste vertical al suelo), la línea superior del cuadrado del mandil forma parte, también, del plano de
babeta paralelo al suelo (luego es una recta común a ambos planos, y ejerce también como eje
rotacional de la babeta). En esta posición de noventa grados, la babeta se encuentra en el punto de
equilibrio entre lo de arriba y lo de abajo, esto es, se halla en ese concreto punto en el que la fuerza
de gravedad y la fuerza de ascensión son iguales. Se trata de un estadio de frontera entre el dominio
espiritual y el dominio material.
Siendo lo material-manifestado un reflejo de lo espiritual inmanifestado, puede entenderse que el
plegar de la babeta ofrezca visible su reverso, oculto durante el grado anterior. La babeta plegada se
vuelve por el reverso del mandil, resultando que el triángulo ahora invertido deviene inversión,
valga la redundancia, no sólo de la forma espacial de la babeta sino incluso del color. El color
grisáceo del mandil deviene menos intenso que el blanco que nos ofrecía la babeta completamente
desplegada del grado de aprendiz, pero en esta distinta coloración del grado hemos de atender a algo
simbólicamente importante. Hemos entendido lo invisible e inmanifestado como la residencia
simbólica del Genio creador del gran arquitecto de los cielos, y, al mismo tiempo, hemos convenido
que el mundo de lo manifestado parte precisamente de esa fuerza creativa inmanifestada, siendo, por
tanto, un reflejo de ella. Lo especular como reflejo de lo divino deviene sombra tenue que pierde
parte del color y no refleja toda la luz, de ahí que la interpretación del cosmos, obligación que
corresponde al grado del aprendiz, haya de relacionarse, necesariamente, con un progresivo
desvelarse, partiendo, precisamente, de lo construido, esto es, de lo visible. Pero como quiera que lo
construido no es lo divino, sino tan sólo su manifestación, ha de entenderse entonces que el plegado
de la babeta nos ofrezca ahora su reverso, es decir, el aspecto velado de lo que está detrás de lo
manifestado. Dios se oculta bajo la babeta del compañero.
La Gravedad, entendida como fuerza y como uno de los significados simbólicos de la letra G, letra
esotérica propia del grado de compañero, alcanza su representación en la posición final del vértice
superior del triángulo invertido. Se ha solido relacionar este triángulo con el mundo diabólico. No es
verdad, o no lo es en el sentido que determinados dogmatismos suelen introducir en el discurso
dialéctico. El triángulo invertido se relaciona con las pasiones bajas del hombre, pero entendidas
éstas no dentro del ámbito del pecado, sino dentro de lo que conforma lo humano, la parte material
que se corresponde con las necesidades del cuerpo y que lógicamente han de ser igualmente
atendidas. La Modernidad ha introducido un rol del diablo que no se compagina con su interpretación
bíblica, sino con el orden o ubicación de lo humano, en el que Dios, por otra parte, carece de ámbito.
La Modernidad, si algo ha significado realmente en el desarrollo de la historia de la humanidad —al
menos en la de Occidente—, es la separación de Dios y el hombre. Hemos dejado el ámbito
meramente teocéntrico para instalar a la vida colectiva dentro de lo que convencionalmente se
entiende como antropocentrismo. Aunque esta diferenciación suele interpretarse, a nivel institucional,
como una separación de los poderes del Estado y de la Iglesia, hemos de notar que también
representa una separación de Dios y del Diablo, entendidos el uno y el otro como la representación
de los principios espiritual y material encarnados en el hombre, anclados en él y copartícipes, el uno
20
y el otro, de la gran aventura que es la vida . La aventura de la vida deviene así un juego constante de
ambos principios y de las fuerzas que los desarrollan. Durante nuestra vida, es lógico tener periodos
de mayor preponderancia de uno sobre el otro, pero también existen periodos de completo
equilibrio. En la vida en sociedad hay seres que renuncian a lo material casi por completo,
reduciéndolo al sustento básico que permite la vida, ello con el fin de anclarse en el mundo del
espíritu. Es el caso, por ejemplo, de un monje. Pero también hay personas que renuncian por
completo al mundo del espíritu, léase el caso de un ser entregado absolutamente al hedonismo.
El rombo que antes hemos construido ensambla ambos triángulos. Siguiendo mi invitación,
podemos verlo dividido por la recta superior del cuadrado del mandil, resultando ésta recta común a
ambos triángulos, sustento de su base y, a la vez, eje ideal desde el que se produce el giro o plegado
de la babeta. Si rotamos el rombo trescientos sesenta grados en torno al eje ideal antes definido, la
sucesión de planos superpuesta, proyectaría la imagen volumétrica del cubo, con todas las caras
pulidas. Es el movimiento de las figuras lo que nos acerca al conocimiento de la Geometría, otro de
los significados simbólicos de la letra G.
Si el lector ha disfrutado del juego visual propuesto, disfrutará igualmente del proceso de la
creación de la estrella de las seis puntas. Bastaría desplazar el triángulo inferior por encima de su
posición, reubicando la anterior base de ambos triángulos un poco más arriba de donde estaba (la
base dejaría de ser común entonces a ambos triángulos) Superponiendo un triángulo sobre el otro,
aparecería entonces la estrella de seis puntas, simbolismo del juego de fuerzas de lo espiritual y de lo
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material. El giro de 360 grados de la estrella sobre un eje ideal, a velocidad constante, implicaría la
construcción volumétrica de la estrella de seis puntas. Hay una razón entre plano, giro y velocidad
que provoca la ideación del volumen, el cual, por otra parte, también puede ser alcanzado desde la
proyección vectorial o desde el trazado de múltiples rectas entre diferentes puntos. Desde el trazado
del cuadrado podemos construir vectorialmente el cubo proyectando sus lados. Lo plano contiene lo
volumétrico del mismo que el punto hace nacer lo bidimensional por la simple unión de dos puntos.
El espacio es una proyección del punto, como el Big Bang. Hay una sucesión de dimensiones que nos
transportan a otros mundos.
Si se me permite la redundancia, hemos llegado al punto en el que tratamos la Geometría. Entendida
dentro del discurso de la geometría esotérica que practicamos los masones, esta ciencia o arte
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alcanza un sentido sagrado que supera su interpretación meramente convencional. La comprensión
de las formas, su interiorización, nos acerca a la Gnosis, la cual también forma parte de los múltiples
significados simbólicos de la letra G. Tras la primera apariencia o manifestación exterior de las
formas geométricas, existe, naturalmente, un significado metafísico, el cual también forma parte del
grado del compañero y por tanto de su trabajo especulativo. Si nos fijamos en la forma del universo,
en la manera que se alza su construcción, nos daremos cuenta de que las formas más bellas son
circulares o esféricas. No existen planetas ni estrellas, ni galaxias cuadrados —al menos, la ciencia
no ha corroborado su existencia—, de lo que se infiere que el constructo universal tiende a lo
esférico o a lo espiral, la cual, por otra parte, no deja de ser una aproximación progresiva a lo
circular. En lo circular existe un grado de perfección que nos acerca al tiempo infinito, es decir, al
tiempo eterno. En lo circular, a diferencia de la recta, no existe un punto inicial o final en el que a su
vez pudiéramos distinguir un principio. La perfección forma parte de la eternidad, porque no acaba,
nunca se agota en sí misma. En el movimiento rotacional, tanto si se trata de la perspectiva espacial
como de la perspectiva temporal, alcanzamos la sutileza del mensaje más profundo que el Gran
Arquitecto transmite. La belleza es eterna. La bondad, forma superior de la belleza, lo es en mayor
medida. La bondad circula temporalmente con sincrónica circularidad, esto es, sin principio ni fin,
pues no se agota en sí misma, ni tiene un horizonte concreto.
Hay una gnosis tras la geometría. Me refiero a un conocimiento interior consciente que se despliega
tras el análisis profundo de la construcción universal, un análisis que los constructores de catedrales
tenían interiorizado sin la intermediación de un proceso racional. Creo recordar haberme referido a
esta diferente mentalidad del hombre medieval, extensiva, por supuesto, al hombre antiguo, y, mucho
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más aún, probablemente, al hombre prehistórico, tan conectados todos al mundo religioso . Los
constructores de catedrales simbolizaron el sentido esotérico de la geometría sagrada mediante la
elevación de templos que partían del cubo hacia las formas esféricas de la bóveda, Cielo simbólico.
Una catedral o un simple templo cristiano representaban simbólicamente el viaje desde la Tierra
hacia el Cielo, es decir, el trayecto que implica trascender a lo espiritual desde lo meramente
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material. A los efectos de dar trascendencia al grado de compañero que tratamos, no deja de ser
curioso que el último grado de los talleres de los masones operativos no fuera el de maestro, sino el
de compañero. El grado de maestro masón no apareció sino con el decaimiento de la masonería
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operativa y con el subsiguiente advenimiento de la masonería especulativa, ya en el siglo XVIII, la
cual incorpora el grado de maestro masón. En la época de la Masonería operativa solamente existían
los grados de aprendiz y compañero. Había un maestro de logia, director de la obra, pero no existía
la diferenciación actual de los tres grados simbólicos. Esto nos reubica en el grado de compañero
como grado de absorción de la Gravedad, de la Geometría, de la Gnosis y de la Generación. Las
catedrales plasmaban una reproducción del universo a microescala. Los templos, incluidos por
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supuesto los templos masónicos, son metáforas del templo cósmico . En la época de los
constructores de catedrales, como ha podido demostrarse recientemente, las catedrales o, más bien,
determinadas catedrales, reproducían en la Tierra determinadas constelaciones. Lo de arriba se
reproducía en lo de abajo. El volumen regresaba al plano.
La Generación y el Genio creador también implican, por sí mismos, significados simbólicos
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ocultos tras la letra G . Curiosamente, cuando plegamos la babeta posicionando el vértice superior
del triángulo en el centro de la base cuadrada del mandil, éste contiene un punto que es el centro de
dicho cuadrado. En ese punto se residencia la letra G y por tanto la Generación. Lo curioso es que el
simbolismo de la Generación del mandil se corresponde y se superpone precisamente con el punto de
la anatomía en el que se ubican los órganos encargados de la generación humana. Es el impulso
creador que engendra, entendido tanto desde su lado activo como desde su lado pasivo. El azufre y la
sal. Lo activo y lo reactivo. Y el mercurio que equilibra. Atendemos ahora a la parte esotérica que se
relaciona con la alquimia, la cual deviene proceso creador tras la gnosis.
El compañero comprende para generar, porque la obligación de un constructor especulativo no
radica únicamente en la actividad trascendente e intelectual. La logia no tiene como único fin la
elaboración del espíritu o el simple conocimiento intelectual de las técnicas constructivas. La
Masonería no se queda en el conocimiento de uno mismo y de los otros, ni tampoco se queda en el
conocimiento de la razón constructiva sagrada o principio de la divinidad. El principio, razón o ley
divina radicante en nosotros, no se ubica dentro para su simple conocimiento, sino para su utilización
constructiva. El masón es un obrero, un hacedor. Su incardinación en el universo social de la época
que le toca vivir responde también a un fin operativo, no sólo especulativo. Es verdad que la
Masonería contemporánea se conoce por el nombre de Masonería especulativa, pero el nombre incita
a confusión. Tal nomenclatura parece prescindir de la circunstancia, igualmente importante, de que el
objetivo socializador del Arte Real es la construcción de una catedral fraternal de la humanidad.
Desde este punto de vista, el masón es un hacedor, pero un hacedor socializado que participa en una
obra colectiva aplicando el conocimiento consciente y plenamente interiorizado del principio divino
universal (no otra cosa es la Gnosis). Hablamos, por tanto, de un más allá de la generación, de un
más allá de la gravedad, de una más allá de la geometría y de un más allá del genio creador.
La construcción simbólica comporta una generación socializada dentro de la atmósfera de un taller.
Una generación socializada presupone la jerarquía de los más sabios constructores y el aprendizaje
de los que un día habrán de relevar la responsabilidad del trabajo director. Atendemos a una
construcción en concierto bajo la partitura de un ritual que, tanto en su mantenimiento a lo largo del
tiempo como en su práctica ordinaria, ha de ser respetado por el taller. La Masonería, como una gran
catedral gótica, tiene un objetivo constructivo que no se agota en el tiempo cercano. De hecho,
llevamos siglos en el empeño de la construcción fraternal de la humanidad. Partiendo de la idea
ilustrada de crear una sociedad feliz basada en el carácter civilizador que comportan el derecho justo
y la cultura, partiendo de la ideación de una sociedad cimentada en la tolerancia, en la ética, y en la
consideración del otro como un igual (un hermano), el objetivo se hace necesariamente difícil (no
necesariamente utópico) como para pensar en una consecución temprana. Participamos dentro de un
plan a muy largo plazo, del que no somos más que meros eslabones.
El Genio creativo existe dentro de nosotros como principio divino, como razón espiritual. Meneses,
un ya fallecido y conocido pintor palentino, de acendradas raíces cristianas, me decía que el arte es
un don que Dios concede a los artistas. Él fue un extraordinario pintor del paisaje de la Tierra de
Campos, austera comarca de la meseta castellana cuya única panorámica se compone de tierra y
cielo, palomares e iglesias. Llegó a captar el polvo en suspensión de los rebaños de ovejas pasando
por los caminos, atmósfera espléndida que recoge algo etéreo, casi incorpóreo, un poso enorme de
espiritualidad. Me emocionó aquella aseveración suya, que me dedicó reconociendo en mí algún
bagaje como escritor de la ciudad —es verdad que vocación y empeño no me faltan—. Lo que en
personas con poco arraigo católico, como es mi caso, hubiera provocado rechazo, pues no ha de
dejar de notarse la vanidad del artista contemporáneo, apartado con desdén de cualquier razón
metafísica que explique su condición (egolatría que podemos encontrar, muy acendrada, por ejemplo,
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en Picasso ), en mí, en cambio, provocó agradecimiento y el sentimiento placentero de ser
considerado. Además me lo dijo en privado, los dos mano a mano, sin ninguna otra presencia visible.
Meneses era de una humildad inacabable, propia del cristiano viejo. Pasado el tiempo, he de
reconocer que, si bien con alguna respetuosa matización, coincido con el planteamiento de que el
artista goza de un don concedido por Dios. Estoy de acuerdo. El genio y el arte proceden de Dios. En
el hombre, no hay más clara manifestación del principio divino que la expresión de la belleza a
través del humanismo y del arte. No la hay porque hay una razón divina en nuestro interior, algo
metafísico, que trasciende al hombre y que le supera (a mi juicio la no superación de la condición
humana por algo trascendente deviene imposible circunstancia, esto es, no puede darse; tal cosa nos
colocaría en un pedestal que no nos corresponde). Existe una identidad, una ley, una constante, hay
una causa radicante desde la que parte el Genio creador. De otro lado, el genio que todos tenemos y
que todos podemos en mayor o menor medida cultivar, parte de una razón constructiva que
compromete o pone sobre la mesa las medidas de lo armónico. Al contrario de lo que refería en
relación a la generación, entiendo que el Genio constructivo ha de ser encontrado en el interior.
Ciertamente, lo armónico, la razón que ha de ser respetada, deviene denominador común en todos
nosotros. El Genio parte de esa razón, se ilumina en el artista o en el obrero constructor de
catedrales. Hubiera sido imposible la construcción de esos bellísimos paquidermos góticos sin el
genio individual de todos y cada uno de los constructores que contribuyeron a su construcción.
Llegados a este punto, es un lugar común, al tratar de masonería, hacer referencia a los grandes
artistas que fueron masones y que demostraron su talento mediante obras que hoy forman parte de la
Historia de la humanidad. Todos estos artistas iniciados en las logias regulares del pasado, fueron
creyentes. Bien es verdad que cada uno profesó la religión positiva de su preferencia o bien aquella
otra religión que todos los humanos trascendentes profesamos y que deviene el denominador común
de todas o, mejor aún, su expresión más bella, oculta, subyacente y esotérica. Todos ellos pensaron
que su genio creativo respondía a un don de Dios. Algunos entenderían, como Meneses, que el arte
dimanaba de la graciosa concesión de un Dios católico externo a nosotros; otros quizás creyeran en
un Dios más interior o menos identificado con alguna religión, pero ninguna de ellos, como Picasso,
llegó a la soberbia de pretender competir con Dios.



FIN DEL CAPÍTULO

Durante la elaboración de este capítulo, relativo al mandil del compañero, he mantenido mi
compromiso de escribir con guantes y con mandil, compromiso que he desarrollado convencido de
que me predisponía a encontrar y luego trasladar al papel un sentido esotérico más profundo;
también he ayunado desde el inicio de mis trabajos. Luego, he ido ingiriendo alimentos
progresivamente. El resultado se va sedimentando a lo largo de las páginas, pero no he de esconder
que noto una sensación muy agradable en el abdomen, cuyas energías solapa el mandil y al mismo
tiempo, probablemente, contiene y mantiene. Quizás sean las energías de la generación. El genio
creativo que llevo dentro. El mío, mayor o más pequeño, pero en todo caso razón de un principio
divino, como me decía Meneses, despliega su quehacer dentro de este ensayo.
He de precisar que, para el enfrentamiento del análisis esotérico del mandil del compañero, me he
vestido (decorado) con la babeta plegada. Aunque he de reconocer que, arrastrado probablemente por
la inercia del capítulo anterior, me olvidé de plegarla durante las primeras páginas del capítulo
presente. En su principio, trabajé, por tanto, decorado con el mandil del aprendiz, lo cual debe de
venir a significar que los grados no se pasan de modo aséptico, sino que hay un paso formal que
luego ha de materializarse en una resuelta evolución. En la transición hay estadios que mezclan el
pasado con el presente.
Para mí, la experiencia de recrear la literatura con la incorporación instrumental de determinados
elementos simbólicos —como el mandil y los guantes, en este caso—, me está reportando la
unificación de dos actividades que vienen suponiendo un alto grado de entrenamiento en el recorrido
de la vida y en el descubrimiento de tesoros que la existencia esconde. Todos los tesoros están
escondidos y su búsqueda, aun en el peor de los casos en que ésta resulte infructuosa, deviene
apasionante. Si bien es verdad que alguna vez me he puesto el mandil de aprendiz debajo del de
maestro —simbolizando la polaridad del inicio y del fin del viaje iniciático—, he de recordar
también que, desde que mis hermanos me reconocieron el salario de maestro, nunca había vuelto a
decorarme como compañero masón, razón por la que esta experiencia deviene, en alguna medida, un
reencuentro con este grado tan medieval. He de indicar críticamente que los masones pasamos por
este grado con alguna indiferencia —entendida ésta, claro es, entre comillas—. También pasamos
algo inadvertidos por parte de nuestros hermanos. Es un grado gótico, anterior al Renacimiento, y,
por tanto, supone una inmersión colosal en los misterios más altos y más trascendentes del alma
religiosa. Si la Masonería ha hecho algo bueno, creo que ha sido unificar el mundo medieval con el
racionalismo moderno, mixtura que, cuando se conoce, proporciona un placer inmenso.
Abandono el grado de compañero para asumir luego el análisis esotérico del mandil de maestro.
Por tanto, guardaré el mandil blanco en el cajón, y, a partir del siguiente capítulo, escribiré con
mandil de maestro, grado que mis queridos hermanos me reconocieron allá por el año seis mil de la
verdadera luz.



















MAESTRO MASÓN
EL MANDIL DE MAESTRO

Una de las cosas buenas que tiene el mandil, cuando te lo vuelves a poner, es indicarte si has
engordado. Sé que la frase resulta un poco frívola para comenzar este capítulo relacionado con el
mandil del maestro, pero ha de excusarse la frivolidad argumentando que el maestro debe entender
que su cuerpo es un templo que hay que cuidar. El peso excesivo deja ver nuestro descuido corporal.
El ensamblaje del cuerpo y de la mente en tanto que continente, aquel, del espíritu y del alma, tríada
sobre la que pivota nuestra existencia, obliga al masón a cuidar su cuerpo y también a cultivar el arte
de la comida como uno de los elementos rituales en torno a los que la fraternidad y el esoterismo
vierten sus esencia. Luego la correa del mandil que bordea nuestro cuerpo por detrás, obedece a una
primera norma de continencia a la hora de comer, exige cierta sabiduría en la administración de las
cosas que comemos y, finalmente, determina el seguimiento de ritual del ágape ordinario como
constructo esotérico de la fraternidad. Hace años que no me ponía este mandil de maestro —mi
mandil actual es de venerable maestro, posterior, por tanto, a aquel—, de ahí que haya tenido que
correr la hebilla para adaptarlo a mi actual circunstancia. Mis hermanos me instalaron como
venerable maestro allá por el año dos mil siete de la era profana, de forma que han pasado ocho años
desde que me lo puse por última vez. Es evidente que estaba más delgado, aunque ahora hago mucho
más ejercicio y procuro mantener mi cuerpo en consonancia con el mínimo cuidado que se espera de
él.
El mandil del maestro ha de decirse que tiene otra consistencia de la que carecen los mandiles
anteriores. Bien es verdad que el mandil de aprendiz y el mandil de compañero no dejan de ser el
mismo, si bien radicando el elemento diferenciador en el plegado de la babeta. Excluyendo esta
apreciación, el mandil de aprendiz (también el de compañero) es más fino, carece de revestimientos y
la correa de cintura es menos fuerte. Da la impresión simbólica de un estadio más débil, dependiente,
así, de la solidificación que el último grado representa. Sobre la blanca piel de cordero, el mandil de
maestro, sin embargo, se reviste bordeando sus lados y la babeta con seda de color. Por medio del
prisma, la luz blanca se deconstruye descomponiéndose en colores que simbolizan los diferentes
ritos de la masonería especulativa. Sobre el sustrato blanco de la piel de cordero, el maestro,
completamente impregnado del proceso ritual iniciático, pero manteniendo siempre la memoria del
aprendizaje y su constante condición de aprendiz, la cual nunca debe abandonar, reviste su mandil del
color del rito al que su logia pertenece. Mi logia Paz y Conocimiento nº 119 al Oriente de Palencia,
oficia el rito escocés antiguo y aceptado, lo cual justifica el color rojo de nuestro mandil. El
revestimiento de color bordea tanto el mandil como la babeta invertida, la cual aún se mantiene en esa
posición anterior que observábamos en el grado de compañero. Tres rosetas del color del rito se
distribuyen en el nuevo espacio blanco interior. Dos de ellas se ubican en el cuadrado blanco que
aparece más allá del revestimiento, mientras, la tercera, se ubica en el centro de la babeta. Cada roseta
tiene un grueso botón ubicado a modo de centro del círculo, y, por lo demás, pueden observarse
pliegues que semejan todos los radios posibles del círculo. Finalmente, dos tiras, ambas del color del
rito, perpendiculares a la base del cuadrado del mandil y situadas por encima de las dos rosetas
inferiores, sostienen sendos broches dorados de los que penden (de cada broche) siete cadenas
doradas terminadas en esferas. El reverso del mandil es negro —en el rito escocés antiguo y aceptado
—, y dispone de un bolso oblicuo interior para los guantes.
Atendemos a una evidente mayor sofisticación del mandil masónico, pero tal cosa quizá no
obedezca a la casualidad sino al establecimiento de lo formal (el ritual) como la clave de bóveda de
la tradición masónica. El maestro ha adquirido el conocimiento formal del ritual y también la esencia
que transmite. Tanto el secreto formal como el material pertenecen al dominio del maestro y, por
tanto, el mandil refleja ese estadio en el que lo más importante es el ritual. Lo refleja más, incluso,
que el propio maestro, por cuanto el maestro forma parte del ritual, es uno de los elementos de los
que se sirve. Hemos de tener en cuenta que la masonería trasciende el personalismo de los hermanos
mediante su inserción en el decurso del propio ritual. No importa que el objetivo de la Orden radique
en el perfeccionamiento de los individuos del taller. La singularidad y trascendencia de la persona no
es ajena a la masonería, pero el ritual ha de obviarla para evitar que los individualismos (las cargas
profanas) puedan perturbar el desarrollo de la tenida. El ritual no necesita de la sabiduría individual
de ningún hermano, mucho menos aún de sus conocimientos profanos, pues es un proceso que se
basta por sí mismo para generar un estado colectivo de conciencia. El ritual exige que el hermano
oficie correctamente el trabajo que le ha sido encargado por el venerable maestro. Intento explicar
que el maestro de ceremonias, por ejemplo, ha de trabajar su papel dentro del psicodrama en el cual
consiste el ritual. Si no se llama mucho la atención, se admiten morcillas. Cada maestro puede dejar
un estilo en la logia. Incluso, podemos convenir que no todas las logias trabajan igual. Una práctica
depurada del ritual hace de una logia un taller que trasciende más allá de sus fronteras. Las buenas
logias ofician el ritual correctamente y son fraternales con los hermanos que las visitan, pero eso
solo se consigue cuando los maestros han asumido su papel y han comprendido que su personalismo
vicia el ritual, y lo convierte en algo profano. Por la razón elemental de que no somos perfectos, los
obreros de las logias tardamos en ser completamente conscientes de lo que explico. Hay veces que
practicamos nuestra propia masonería, incluso hay hermanos que introducen demasiadas morcillas
en el propio ritual haciendo cosas que no están en él, esto es, rompen caprichosamente la rigidez
formal del mismo. Pero también hay logias que subvierten el sentido del ritual, e incluso, a veces, la
falla alcanza a la propia modificación del ritual por las Grandes Logias, lo cual puede provocar un
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perjuicio enorme.
El revestimiento de color del mandil simboliza la delimitación formal del papel del maestro en
logia. Es verdad que deviene igualmente simbolismo de la separación del mundo esotérico con
respecto al mundo profano, en tanto en cuanto lo esotérico se distingue de lo profano por la
intermediación del ritual, como es verdad, también, que el revestimiento de color simboliza el rito
que la propia logia practica —tales serían, obviamente, los significados más claros—, pero, más allá
de esos significados aparentes, los masones creo que debemos reflexionar serenamente sobre el
mandato o landmark que el propio mandil parece querer expresarnos. Si al compañero le concernía
la interpretación esotérica del cosmos, como un orden expreso, reflejo de la obra del gran arquitecto
de los cielos, el mandil de maestro parece establecer la contención del masón dentro del ritual como
pauta para la construcción de la catedral de la fraternidad universal. El ritual es el plano de obra que
marca a los maestros cómo debe acometerse la misma. De ahí que, con independencia del color del
mandil, el propio revestimiento marque el ritual como el límite que ningún iniciado debería
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traspasar. El maestro ha alcanzado el grado supremo de lo que ha venido en denominarse
«masonería azul», pero el grado que se le ha reconocido implica alcanzar la consciencia de que
pertenece a un taller completamente socializado. La socialización iniciática irrumpe como un factor
excluyente de su anterior condición profana, y esto debe aceptarlo humildemente porque el proyecto
colectivo de la fraternidad es un objetivo superior a su egotismo. Los antiguos obreros de las
catedrales góticas eran absorbidos por el objeto construido. ¿Quién les recuerda? Quizás no se
recuerda ni a los arquitectos. Es verdad que se recuerda a los obispos o próceres que impulsaron o
favorecieron su construcción, pero las generaciones de constructores de francmasones que erigieron
esas moles de piedra han sido olvidados. Sólo quedan marcas de cantería. La catedral de la
fraternidad humana resulta un objetivo suficientemente comprometido y difícil como para andarse
con personalismos. Los obreros han de diluirse en la obra.
Luego el mandil establece el revestimiento del respeto a un ritual, y, al propio tiempo, expresa la
alegría de un rito concreto. El color del mandil tiene una significación de ritmo, afecta a un modo de
hacer masonería. He de confesar que es una de las cosas que provocan mi atención y el despertar de
mi sensibilidad. La masonería no deja de serlo por practicar uno u otro ritual, pero la existencia de
diversos rituales permite recrearnos en el sentido del color y de la heterogeneidad como
manifestaciones hermosas de la vida. El otro día, hace pocos meses, celebramos la gran asamblea de
la Gran Logia Provincial de Castilla, en la cual, además de las logias que la conformamos,
participaron como invitadas algunas logias provenientes de los orientes de Portugal, Italia y Francia.
De pronto, me sentí atraído por el mandil que portaba el venerable maestro de una logia de la
Occitania francesa. El revestimiento del mandil traía la memoria de un clan escocés, del que provenía
el rito, pero la corbata y el collar iban a juego con el mandil. La belleza del atuendo despertó mi
sensibilidad. Charlando en pasos perdidos con nuestro Gran Maestro nacional, Óscar de Alfonso, le
espeté que estaba enamorado del mandil (el hermano francés estaba muy cerca de nosotros). Mi
querido y muy respetable Óscar de Alfonso entendió que me refería a su mandil, el cual también,
lógicamente, es muy bonito. Confundiendo el sentido de mi afirmación, me respondió que todo
llegaría para mí, sugiriendo que, a lo mejor, un día mis hermanos me reconocen esa alta magistratura
de la Masonería española. Le contesté que no me estaba refiriendo a su mandil, sino al de la logia
Occitana y ambos reímos en buena compañía. Yo nunca sería un buen Gran Maestro de la Gran Logia
de España, pues mis cualidades personales no pueden ponerse al servicio de ese puesto. Por otra
parte, entiendo que la sustitución de un venerable maestro carece de sentido cuando este hace las
cosas correctamente. Pero aquel día, le hubiera robado el mandil a mi hermano francés y lo hubiera
hecho de muy buena gana. Recordando esta anécdota me he ido un poco por los cerros de Úbeda,
pero creo que se aprecia muy bien el estado de ánimo que alcanzo cuando me recreo en la diversidad
y el colorido que comporta la variedad de ritos existentes en el seno de la Masonería. Nunca me ha
gustado el ritmo monótono que marca la uniformidad. La belleza es el estado armónico que tienen las
cosas cuando se nos muestran plenas de sí, cuando alcanzan su manifestación pura, pero también, por
supuesto, es un estado que se produce en nuestro interior cuando las contemplamos. Nuestra
conciencia se alimenta de la belleza externa y genera un estado. El ritual —sea del rito que sea— tiene
como objetivo generar esa belleza, la cual irrumpe en nuestro interior permitiéndonos subir los
peldaños de la mágica escalera de la espiritualidad. Llegados a ese estado de conciencia, los obreros
de la logia pueden captar lo que el simbolismo enseña. En esto, y en poco más, consiste el Arte Real.
Por tanto, cuando estudiamos el ritual y el rito, ambos representados simbólicamente en el
revestimiento del mandil del maestro, debemos comprender todo el significado simbólico que
contienen. El maestro que porta el mandil debe ser consciente de que su participación ritual exige la
plena observancia del mismo —entendida esta afirmación de observancia en su pleno sentido de
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constituir el ritual un elemento transmisor de la tradición— , pero el maestro también debe alcanzar
la comprensión de que no puede oficiar el rito de cualquier manera, sino que se debe al oficio que le
ha sido asignado ejecutándolo con belleza. De las formas rituales bellas, las cuales se logran en
masonería mediante el oficio solemne y el adecuado ritmo colectivo, podemos ascender a ese estado
de conciencia de la logia que ayuda a desplegar en sus miembros los grados más altos de
comprensión esotérica. Los maestros más diestros suelen observarse y sincronizarse mutuamente
para que la tenida resulte hermosa. En el rito escocés antiguo y aceptado que practica mi logia, la
sincronización del maestro experto y del maestro de ceremonias, complementada por la intervención
del maestro de la columna de armonía, resultan determinantes para generar ese estado de conciencia
al que me refiero. La belleza de los movimientos de los expertos, conjugada con la belleza de la
música adaptada a ellos, aboca al abandono del individualismo. Llega un momento en que todo
voluntarismo es absorbido por la belleza singular del rito. Pero si algún hermano acude a la tenida
viciado con cargas profanas, puede ser que las cosas no transcurran del modo previsto en el ritual.
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Las comidas pesadas anteriores a la tenida , las agresividades acumuladas en la vida profana, la
memoria competitiva dentro de la logia, entender el mandil como un elemento de ostentación,
etcétera, pueden proyectarse durante la tenida pervirtiendo su sentido esotérico. ¿Somos conscientes
los masones de que el propio mandil establece cuál ha de ser nuestro comportamiento en logia? Los
maestros correctamente decorados no sólo tienen el mandil como referencia del respeto al ritual y al
rito; también ostentan la joya de su oficio, la cual marca la pauta de su concretísimo papel en logia.
Para los masones que pasan el grado de aprendiz, resulta muy instructivo visitar logias, a ser
posible de diferentes ritos. Del mismo modo que la contemplación de los diversos mandiles de rito
provoca en nosotros un estado de alegría en la diversidad, la cual se estimula quizás por el encuentro
con la otreda, trabajar otros ritos y dejarse estimular por ellos también contribuye a disipar la
creencia de que hemos alcanzado la maestría, o de que nuestro rito es el más profundo y el que con
más rigor transmite la tradición. Las logias más entrañablemente unidas a mi trayectoria masónica
componen un pequeño mosaico. Desde él puedo dejarme llevar no sólo por la observancia del «rito
escocés antiguo y aceptado», que es el que he trabajado en mi logia actual Paz y Conocimiento nº
119, al oriente de Palencia y en mi logia madre Hermes Amistad nº 53 al oriente de Valladolid, sino
por el seguimiento, a mayores, del «rito de emulación» que oficia la logia Semper fidelis nº 150 al
oriente de Torrelavega en Cantabria, o, incluso, por el «rito francés rectificado» que practican mis
cariñosos hermanos de la logia Aleph nº 147 al oriente de Toledo.
La música y la astronomía son las artes específicas del grado de la maestría masónica. Entendida
esotéricamente la primera como composición y conjugación del estado armónico desde el cual
podemos romper legítimamente el silencio, y entendida esotéricamente la segunda como la ciencia
que nos transmite los secretos de la construcción sabia. Pero si el maestro ha de emplearse a fondo en
estas artes, propias de su grado, no debe descuidar por ello las artes previas que sucesivamente ha ido
adhiriendo a su bagaje masónico. Las siete artes, ya conocidas por el lector, y por el orden
progresivo ascendente al que me he referido en otros pasajes del ensayo, son la Gramática, la
Lógica, la Retórica, la Aritmética, la Geometría, la Música y la Astronomía. Las tres primeras
indican la edad del aprendiz, tres años; las dos segundas, sumadas a las precedentes, indican la edad
de cinco años que adquiere el compañero tras la elevación de salario; finalmente, la música y la
astronomía, acumuladas a las cinco precedentes, reflejan la edad de siete años simbólicos que alcanza
el maestro masón, edad que aparece reflejada, por partida doble, en las siete cadenas que, terminando
en esferas, penden de cada de las bandas verticales que a su vez parten del lado superior del mandil
del maestro.
Luego el mandil incorpora el número siete, bien es verdad que no de un modo explícito. El siete no
aparece bajo la expresión numerológica arábiga con la que este número nos es habitualmente
conocido, pero se llega a él contando las siete cadenas. Es la primera vez que el masón se enfrenta
ante este ejercicio contable. Resulta una contabilidad parcialmente velada, bien es verdad, esto por
cuanto hay que reparar en las cadenas y luego contarlas y después llegar al conocimiento de por qué
están y qué es lo que simbolizan. El número siete, a nivel potencial, anidaba simbólicamente reflejado
en el punto central de la estrella de seis puntas formada por los triángulos superior e inferior
contenidos en los mandiles del aprendiz y del compañero. En el punto, siempre se anuncia la
generación de lo que a continuación será manifestado (así acaeció con la formación del universo
hace quince mil millones de años). Al decorarnos con el mandil de maestro, nacemos a una nueva
edad presidida por el número que tradicionalmente se identifica con la sabiduría. Si nos fijamos
atentamente, el número siete simboliza las cosas fundamentales que rodean nuestra vida. Hay siete
artes esotéricas, hay siete colores que nacen de la combinación de los tres básicos, hay siete notas
musicales que, además, se combinan y se correlacionan con las siete colores anteriores —pues existe
un sonido asociado a cada uno de ellos—, siete son los días de la semana y siete los planetas de la
tradición alquímica medieval que rigen la vida. El siete deviene de la suma del cuatro y del tres. Es
decir, de la Tierra (tierra, aire, agua y fuego) y del Delta Lumínico (azufre, sal y mercurio). Siete
veces siete es la expresión bíblica que simboliza la infinitud. Las pequeñas cadenas del mandil que, a
ritmo de siete, acaban en esferas, expresan de igual modo la infinitud. Si atendemos a que lo circular
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y, más aún lo esférico, representan el movimiento inacabable , esto es, la eternidad, podremos
convenir que las pequeñas esferas del mandil del maestro masón entroncan con la infinitud y son, por
tanto, expresión no sólo de la belleza más consumada que alcanzan las formas astronómicas, sino de
la eternidad.
No ha de pasar por alto el lector la circunstancia, en modo alguno anecdótica, de que el mandil de
maestro haya dejado atrás la confección inequívocamente bidimensional del mandil del aprendiz y
del compañero. El mandil de maestro fácil resulta apreciar que alberga un revestimiento más grueso
y que, por tanto, evoluciona desde lo plano a un volumen mayor. A mayor abundamiento, todo el
mandil de maestro asume lo volumétrico como expresión del significado simbólico. Diferentes
planos del mandil nos lo muestran. Aparte del sustrato de la piel de cordero, sedimento o estrato de la
edad del aprendiz, se añaden otros nuevos que alimentan el salario tridimensional del mandil. Las
tiras de color se le incorporan estableciendo dos bandas estrechas pero superpuestas. Sin embargo, lo
que ya resulta definitiva prueba de la evolución del mandil hacia las formas volumétricas, es la
incorporación de las cadenas y de las pequeñas esferas. Éstas, sin perjuicio del simbolismo
relacionado con el número siete antes referido, son expresión simbólica de la esfera como forma
más perfeccionada de la obra del Gran Arquitecto del Universo. Lo esférico aparece representado y
puede ser comprobado por el tacto. Además, se trata de esferas doradas. Aparece así un elemento
alquímico, el oro, expresión simbólica de la transformación metafórica del plomo de las pasiones en
el oro de la virtud que deben atesorar los verdaderos iniciados.
Antes de las esferas, las cuales penden fuera del propio plano del mandil, resultando éstas, por tanto,
expresión última de su progresión volumétrica, el propio mandil contiene tres rosetas. Dentro del
límite interior que marca el revestimiento, se impone la circularidad. Dos rosetas en la base del
cuadrado y una en la babeta, nos remiten a la visualización del círculo en evolución hacia la esfera.
Las rosetas son círculos, más no son precisamente planas o no del todo planas, sino comprometidas
por una altura mínima que aumenta gradualmente su botón central, expresión ya clara aunque no
totalmente obvia de lo volumétrico. La roseta tiende al volumen de la esfera, lo anuncia, pero no la
manifiesta del todo. Toda la evolución que observamos se caracteriza, precisamente, por ese devenir.
De la unión de las dos rosetas inferiores del mandil se forma el símbolo del infinito, expresión de la
voluntad divina. Si el siete es Dios, el infinito es su expresión en la dimensión de los actos
espirituales. El siete es el amor y el ocho proyecta el simbolismo de los efectos que el amor produce.
El símbolo del infinito no deja de ser el ocho tumbado. Si alzamos el símbolo del infinito nos
encontramos con el número ocho. La roseta superior incrustada en la babeta del mandil de maestro
sugiere la formación del ocho si proyectamos la vertical a cualquiera de las rosetas inferiores. El
ocho reproduce simbólicamente lo de arriba y lo de abajo, y esconde, tras su silueta, al reloj de arena
de la cámara de reflexiones. Hay un tiempo eterno que cae sobre el hueco vacío del tiempo profano y
viceversa.

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En el rito «escocés antiguo y aceptado», el reverso del mandil es de color negro y, al propio tiempo,
dispone de un bolso interior oblicuo donde se depositan los guantes. Tras el color, la negritud,
símbolo de la ignorancia y de la oscuridad, pero quizás también símbolo del principio, de la cámara
de reflexiones, lugar donde el iniciado comenzó su andadura masónica. Los guantes, introducidos en
el bolso interior del mandil, obligan la consideración de la luz dentro de la oscuridad, la vela que
anuncia el progreso hacia la sabiduría. El reverso del mandil unifica sabiduría e ignorancia,
principio y fin. Los extremos se dan la mano. Son las dos caras de un mismo mandil. La composición
del mandil, ofreciendo un anverso de color y un reverso oculto y negro, revelan la interiorización de
la ignorancia detrás de la escasa y limitada sabiduría. La sabiduría, aparece simbolizada
expresamente por rebordes de color que materializan límites, los cuales indican que el maestro no
posee todo el conocimiento, sólo el que la tradición le transmite. La negritud del reverso ocupa toda
la extensión del mandil, se antoja inabarcable, ignorancia de la ignorancia, vasta extensión donde el
sabio se detiene para volver al punto de partida. Unos guantes blancos escondidos en el bolso interior
del mandil, se asemejan a aquella vela de la cámara de reflexiones. La comparación no puede siquiera
excusarse. La luz se manifiesta en la oscuridad y nace desde ella. El vacío y la plenitud son la misma
cosa.
Los masones del rito escocés antiguo y aceptado desarrollamos el culto metafórico a la muerte de
una manera escénicamente más contundente que en otros ritos masónicos. Tanto el paso al Oriente
Eterno de un hermano, como la elevación al grado de maestro, atraen el escenario luctuoso del
negro, tímidamente iluminado por un débil punto de luz. Los hermanos nos volvemos los mandiles
en estas ceremonias y todo cambia, incluida la propia logia, vestida de negro bajo la débil
iluminación de una vela. El Oriente Eterno y la sabiduría se antojan un horizonte que perseguir desde
la esperanza. Hace muy pocas fechas, celebramos las exequias rituales de nuestro queridísimo
hermano Gerhard Teubel, al que dedico este ensayo. El Oriente Eterno, como una perspectiva o
nueva dimensión tras lo visible, representa el punto del esoterismo absoluto. Tras la cámara de los
maestros terrenos, hay una cámara de maestros ya pasados a ese horizonte velado donde radica la
sabiduría. Estos maestros, integran el pasado y contribuyen a la formación de la cadena de unión de
todos los masones de nuestra historia especulativa. El pasado, entendido metafóricamente, nos indica
que la tradición transmitida por la cámara de maestros fallecidos, representa el Oriente Eterno. El
respeto al ritual, por ello, es la manera más grande que los masones tenemos de rendirles culto, pues
el seguimiento de la formalidad ritual los integra de nuevo en cada tenida. Su apartamiento, los
irradia. El tiempo pretérito se une al tiempo presente, y éste, a su vez, inicia el ensamblaje con el
tiempo futuro. La consideración integrada de los tres vectores del tiempo profano construye en logia
un tiempo esotérico e indiferenciado, conforma la unidad absoluta de lo que ha sido, lo que es y lo
que será. Todo es. Todo se diluye en la tradición, tiempo circular, ritmo ritual que integra en el
presente la construcción iniciada por otros. La gran catedral de la fraternidad universal exige
mantener la obra precedente de los obreros que, desde los cimientos, comenzaron a alzar el templo.
Fuera del ritual, el masón está perdido. Dentro, encuentra la luz. El mandil de maestro contiene esta
enseñanza.


Al oriente de Palencia, «Tierra sembrada de cereal», día diez de marzo de dos mil quince de la
verdadera luz, aniversario del día en el que dimos tierra a mi padre, Emín. Tras la muerte, la
resurrección.










EPÍLOGO DEL REY ARTURO

Soy Arturo, Rey de Camelot. Los caballeros de la tabla redonda me reconocieron un día como tal. Mi
leyenda se ha hecho universal, pero más allá de lo majestuoso, no entraña mayor ni mejor
significación que la expresión simbólica de la igualdad de los pares en virtud y honor, caballeros que,
por alcanzar esa dignidad, tienen la obligación de servir a los demás con amor y sin pensar en sí
mismos. Soy Arturo, un primus inter pares, lo soy porque mis hermanos de la tabla redonda
necesitaron simbolizar en mí lo que ellos fueron. No fui sin ellos. Soy en su memoria. Han pasado
muchos siglos desde entonces. Ahora, vivo en el siglo XXI, y sigo su embajada. Uno me traicionó y le
amo porque era el mejor de todos nosotros.
Mi mandil es rojo, es decir, del rito escocés antiguo y aceptado. Tiene cadenas doradas terminadas
en esferas, y tres taos, también doradas, distribuidas en el interior. Dos junto a la base del cuadrado
del mandil y otra en el centro de la babeta invertida. Soy el venerable maestro de un logia simbólica,
un rey espiritual de una asamblea de hombres libres regidos por el honor y el conocimiento. En mi
tiempo, no había logias especulativas, pero echo de menos el mundo medieval. Los hombres vivíamos
sin Estado y sentíamos una profunda inclinación religiosa. Dependíamos de nuestra búsqueda interior
y de nuestra transformación alquímica. Nuestra espada prolongaba en el mundo de los objetos lo que
nuestra alma quería expresar. Mi espada se llama Excálibur, tenía vida propia, pero me perteneció
por derecho cuando la arranqué de la roca. Solamente nos podemos elevar de la tierra mediante el
culto del espíritu. Sólo cuando el plomo de nuestras pasiones terrenales se transforma en el oro de la
virtud. Por eso logré alzar a Excálibur por encima de mi cabeza. Entonces, los caballeros me
reconocieron como su rey. Morí como un hombre digno y luego, ya digo, renací.
El mundo de hoy tiene cosas buenas ciertamente, pero ha perdido el sentido trascendente. En mi
logia hay hermanos de todas las religiones —hasta hay uno que forma parte de otra logia que anda en
busca del Santo Grial—, si bien todos nos respetamos y creo que encontramos el sentido y común
denominador de una religión universal subyacente, en la que todas las demás se identifican. Muchos
hombres de la modernidad no soportan el racionalismo imperante, o, al menos, llega un momento de
sus vidas en que necesitan volver a las raíces perdidas. Todo está atrás, en la tradición, y ella nos
enseña las mil maneras que un hombre tiene para entroncar con el principio divino, búsqueda que
verdaderamente da sentido a la vida. Cuando perdimos el Santo Grial, Camelot se vino abajo. Menos
mal que Parsifal lo encontró.
En mi logia hay ocho pasados venerables maestros vivos, y otros dos que ya pasado la sombras de la
muerte y habitan el oriente eterno, es decir, hay diez reyes, una decena de hombres que simbolizan al
Rey Salomón, el rey sabio, o, lo que es lo mismo, al Rey Arturo. Los mitos son moldes desde los que
podemos reproducir modelos nuevos. Eso es lo que deberíamos entender cuando alguien alcanza un
puesto relevante en la sociedad. Son ejemplos que, sin necesidad de haberse dado en la vida real,
enaltecen la vida y la dignifican, establecen un paradigma. Todos los venerables maestros de mi logia
hemos pasado por una ceremonia que escenifica la entronización de un rey. Es hermosa, solemne, muy
bella. Al final, todos nos decoramos con este mandil de maestros instalados, y nos llevamos a casa,
firmado por todos los pasados venerables de la logia, el plano de una catedral gótica; es el símbolo
del plan de obra que hemos de ejecutar. Al final de nuestra veneratura, sin embargo, nos espera el
puesto de maestro guardatemplo, el oficio más humilde de un maestro en logia. Es nuestra costumbre y
nuestra dignidad.
El Estado moderno que sustituyó el antiguo régimen medieval ha enaltecido a Europa mediante el
culto ilustrado, pero ha perdido lo esencial que hay en el hombre. Nuestro intelecto alcanza la
comprensión física y material del universo y del hombre, pero ha perdido la sabiduría de lo
trascendente y la conexión con el principio universal que rige todo. Por eso estamos perdidos, porque
no servimos a lo que impregna el interior de todas las almas. Las dos guerras mundiales lo
evidencian. Las guerras medievales, sin embargo, eran dignas, respondían a causas nobles y sólo
involucraban a los guerreros, manera expresa de la religión interior y de la valentía. Cuando los
hombres andaban desordenados y perdidos, yo encontré el Santo Grial. Excálibur era el símbolo del
poder espiritual que todos anhelaban. Hoy en día, Excálibur está en el lago, hundida en el fango.
Merlín, yace con Morgana. Los caballeros están desperdigados. En medio de esa existencia, hay
hombres que necesitamos recuperar el sentido tradicional que armoniza la existencia. Algunos,
deseando romper con el mundo profano, llamamos un día a las puertas de un templo masónico; otros
llaman a las puertas de un monasterio; otros se hacen ermitaños. Este mandil que me decora, es el
más claro ejemplo de la separación del mundo del espíritu con lo profano, pero también el más alto
reconocimiento que unos masones pueden darle a otro. Aunque no es verdad que el hábito haga al
monje, supone un principio para iniciar otro recorrido. Siempre llegamos para partir. Los hombres
buscamos la sabiduría a través del conocimiento, pero esa búsqueda nos introduce en un devenir. De
nosotros depende ir a la deriva o seguir un camino. La masonería, el Arte Real, solo reporta un
método para alcanzar el Santo Grial, pero no es el único. Hay muchos más, como hay, también,
muchos Arturos y muchos Salomones. La unidad se diversifica en la Tierra, todos podemos alcanzar la
espiritualidad porque no es un bien escaso. Está al alcance de todos. La unidad, Dios, se multiplica,
ése es el sentido de su ubicuidad.
Soy Arturo, venerable maestro de una logia. Mi mandil es un signo y una apariencia formal, pero, al
propio tiempo, entraña un secreto encerrado desde el fondo inmemorial de la humanidad. Tengo la
responsabilidad de guardarlo mientras mis hermanos me mantengan en el trono. Después, según
nuestros usos, seré el guardatemplo. Nadie mejor para vigilar las sombras que quien ha estado en la
luz.

He dicho.














Este libro terminó de componerse en
letra de tipo masónico Acacia 3
dentro de las colecciones de
MASONICA.ES® el día
20 de marzo de 2015
Equinoccio de
Primavera

Notas
[←1]
Siddhartha, Herman Hesse.
[←2]
Ha de entender lo material no en sentido lucrativo o de interés, sino en el sentido de aquello que se realiza o se
materializa tras un proceso de experiencia.
[←3]
En las relaciones entre masones, se da a veces la incomprensión que determinados hermanos profesan en relación a la
literatura masónica de ensayo, ello en el sentido de partir ellos de cierta rig idez formal que rechaza la revelación de
seg ún qué cosas cuando, en realidad, la expresión de lo formal, por sí sola y sin experiencia previa iniciática (incluso
teniéndola), impide la verdadera transmisión del contenido sustantivo o material y, por tanto, impide también la
revelación de los secretos. A pesar de que, por tanto, existe una clarísima distinción entre lo que podríamos denominar
secreto formal y secreto material, hay maestros masones que desconocen las profundas e incluso mág icas implicaciones
de esta distinción, y, no habiendo lleg ado a prog resar en por qué el secreto masónico resulta incomunicable,
consideran una deslealtad, no siéndolo en ning ún caso, la revelación de determinados secretos formales, que no
materiales, únicamente afectantes a aspectos externos del ritual, los que, por otra parte, están revelados en el mundo
profano desde hace ya alg ún sig lo.
Se dirá entonces qué sentido tiene la literatura masónica cuando, en realidad, los secretos materiales de la masonería
devienen intransmisibles, y se preg untará el lector avezado qué sentido tenemos entonces los propios autores masones
contemporáneos cuando, de ser cierto lo que afirmo, estaríamos predicando en el desierto sin otra utilidad que ser
entendidos solamente por los que nos podrían entender. La cuestión se responde por sí misma; la literatura, desde el
principio de los tiempos establece niveles de lectura que jerarquizan tanto lo escrito como a los que lo leen e incluso,
apurando al límite, al propio autor con respecto al lector más sabio que él y al que no puede lleg ar, el cual, por tanto,
se convierte en su maestro invisible, en el único que puede censurarle. La literatura, como el ritual, es una socialización
[←4]
Hay que notar que los pulmones son aire, ya no se relacionan con la tierra. El aire deviene zona intermedia entre la
Tierra y el Cielo. Esto es, es la zona de transición entre ambas. No está cubierta por el mandil ni está representada
por él, lo que explica que, a nivel simbólico, el mandil tampoco cubra la zona pulmonar. El mandil señala hacia la
cabeza, concretamente a nuestro cerebro, lug ar donde se asienta el Espíritu divino y también el alma del hombre. El
aire no es el cielo; del mismo modo, los pulmones tampoco constituyen el cielo superior donde anida el Espíritu.
[←5]
Si prescindimos de la visualización del plano del mandil de aprendiz, resulta que, a nivel volumétrico, la pirámide
sobrepuesta al cubo representa lo mismo. El mandil es un plano donde encontramos una representación limitada
(holog rafía), aunque ig ualmente simbólica, de lo que acontece en el orden espaciotemporal. La pirámide que emerg e
del cubo, desde su interior, simboliza la manifestación espiritual de la potencia que anida dentro.
[←6]
A la hora de abordar el fenómeno de la literatura masónica, nos hemos encontrado, en este ensayo, y esto siempre es
g rato descubrirlo, que existe una manera formalmente distinta de afrontar su acometimiento, pero una formalidad
literaria consistente en el ejercicio de una delimitación simbólica (ponerse mandil y g uantes para escribir) que ha de
producir un resultando espiritualmente diferente al que se produce por el tratamiento ordinario de la literatura. Si
esto fuera así, lo formal, la predisposición, podría determinar la diferencia entre literatura verdaderamente esotérica
de la que no puede alcanzar tal estado. El tema podría ser objeto de otro ensayo, de ahí que lo acote simplemente
como nota al pie.
[←7]
Traig o a colación, ahora, de nuevo la conversación que los miembros de la log ia Paz y Conocimiento n.º 119, al Oriente
de Palencia, mantuvimos con un pasado abad cisterciense. La llevo en el corazón (a pesar de que nos tachen de
anticlericales, cosa que no somos). Nos habló de tres clases de silencio. El primero, el más fácil, radicaba en aislarse del
ruido exterior, el de la vida en derredor. Todos hemos huido alg una vez de él buscando paz; el seg undo nivel de
silencio, el intermedio, sería, en palabras de este entrañable monje, el de la mente, aquel cuyo ejercicio implica hacer
desaparecer el ruido interior que reflejan los pensamientos que constantemente nos asaltan, labor que requiere
observarse desde fuera como un mar ag itado y excluirse de él (esto ya me lo había contado otro monje del mismo
monasterio); el tercer estadio del silencio, consiste en hacer desaparecer los afectos del corazón, los lazos o
dependencias con los otros y con el mundo, es el silencio completo de la renuncia, al que yo, particularmente, no
aspiro, al menos de momento. Quizás, para mí, no resulte fácil desprenderme de los lazos de amor que me vinculan a la
humanidad, o quizás acontezca que el silencio al que aspiro sea un estadio contemplativo de aquello que amo y a lo que
necesariamente estoy vinculado.
[←8]
Mi querido hermano Federico, miembro de mi log ia madre Hermes Amistad N.º 53, al O# de Valladolid, es un sabio
maestro masón que lleva en silencio décadas. A veces el silencio del aprendiz es la expresión simbólica de la que se
sirven los maestros más sabios.
[←9]
En el punto encontramos la desaparición de las dimensiones espaciales. El punto es aquello en donde todo el espacio
puede lleg ar a converg er sin manifestarse (Big Bang ). Referencia simbólica de lo inmanifestado, prédica la unidad
absoluta. El universo en una cáscara de nuez de W. Shakespeare.
[←10]
Son las doce del mediodía, del orden cronológ ico profano. Acabo de ing erir un zumo y dos g alletas para aliviar un
poco los efectos del ayuno. Persisto en mantener un simbolismo formal para el ejercicio de la literatura masónica como
una exploración de mis posibilidades, busco disting uir si en estado de ayuno lo escrito alcanza mayor profundidad y si,
desde este estado, soy capaz de tomar prestadas alg unas buenas ideas de mi inconsciente. He de reconocer que esta
innovación me resulta, al menos, muy estimulante. El ayuno entiendo que también es una especie del silencio, en tanto
en cuanto ejercicio de contención y detención, por tanto, de la actividad del aparato dig estivo.
[←11]
Viaja al interior de la Tierra y rectificando encontrarás la piedra oculta.
[←12]
Quizás todas las relig iones, como todas las manifestaciones de profundidad trascendente, no son más que medios bajo
los que subyace el profundo sentido de la espiritualidad. El esoterismo conduce a esa verdad profunda que subyace; el
esoterismo, la profundización tras lo aparente, conduce a esa corriente dulce y universal cuyo cauce está construido
por el silencio y en donde siempre estamos juntos (siempre juntos) todos los seres espirituales, porque en ella
desembocan todas las formas externas de interpretación relig iosa, incluso las puramente ateas que se ejercitan en la
búsqueda profunda de lo que el ser es (valg a la redundancia). Lleg ar a ese lug ar del corazón ciertamente no es fácil,
pero sí exig e pasar por encima de los ritos, incluso por encima de los que hoy en día aparecen más esclerotizados. Hay
que pasar por encima de la literalidad de sus preceptos, de sus dog mas —cuando los transmiten—, de las rig ideces
formales que se han quedado expuestas ante los fieles sin latir un ápice. Ning ún rito que no produzca placer interior en
el sujeto activo resulta eficaz para transportarnos a las profundidades a las que aspiramos.
[←13]
Hemos de interiorizar la división entre cuerpo, alma y espíritu como la manifestación de tres estados que afectan al
hombre. El alma rig e para la parte espiritual de la persona, el g rado de espíritu que ha alcanzado. El espíritu es la
manifestación interior absoluto de lo divino dentro del hombre, es decir, el Dios interior que en nosotros anida y desde
cuyo anidamiento podemos establecer la ig ualdad del yo con los otros. El cuerpo contiene todo y al tiempo es un
reflejo del interior.
[←14]
En la obra de Oscar Wilde titulada Retrato de Dorian Grey podemos observar la descomposición del rostro retratado
del protag onista, descomposición y afeamiento que crece y se hace más horrible a medida que su alma se enneg rece
por la caída en los vicios mundanos. Pero Dorian Grey esconde el cuadro a la vista de los demás, mientras, de cara a la
g alería, mantiene un rostro delicado y cortés que, además, nunca envejece. El retrato escondido en el desván refleja
su alma, pero se da una distorsión entre persona y personalidad, entre el alma y el rol social que se desarrolla. Alg ún
día habremos de reflexionar en torno a si nuestra sociedad favorece que esta distorsión se produzca. Queremos una
sociedad justa pero favorecemos la apariencia, y no privileg iamos el mérito. Es lo mismo que hacía Dorian Grey, pero
no lo vemos. O no queremos verlo.
[←15]
Se ha solido esg rimir por parte de los críticos de la Masonería (dejemos a los enemig os en el estadio de su ig norancia)
que la fraternidad de los masones no es tal, entendiendo estos críticos que la fraternidad es un estado de perfección
beatífica, absolutamente idílico, que no se da en las log ias. Aclaremos que no se puede ni se debe dar. La fraternidad
es una disposición amorosa hacia el otro que participa tanto del encuentro como del desencuentro, tanto de la aleg ría
como del enfado. Los que tienen hermanos consang uíneos puede notar que su fraternidad no les lleva al estado de
perfección que los críticos exig en a los masones. Queremos a nuestros hermanos con independencia de que se
produzcan encuentros o desencuentros, pero les queremos con sentido de solidaridad, de coparticipación y
complicidad.
Los seres más pelig rosos que han poblado la Tierra han sido los dog máticos que solo admiten la perfección de la
moral, o de la raza, o del g énero, o de las divinidades o de lo que sea. Desde la Ilustración, con la caída de Dios,
entendido como juez o como divinidad intermediadora en la vida del hombre o como el Ser al que hay que dar una
vida terrenal de renuncia para alcanzar el cielo fuera de la vida humana, desde la caída del concepto bíblico de Dios,
dig o, pero también desde la caída del Diablo entendido como encarnación del mal en lug ar de ser entendido como
embajador de lo terrenal y de las pasiones naturales que este estado conlleva, es decir, desde que el hombre se
propone el log ro de una sociedad mejor como horizonte de futuro en lug ar de pretender una ciudad celeste, lo que
entra en jueg o es lo perfectible en lug ar de lo perfecto; lo perfectible, sí, con sus altos y bajos evolutivos,
descartándose, por lo demás y por completo, la soberbia, la cual representa un mensaje de perfección aplicada a un
mundo que no lo es.
[←16]
Se trata del Hades Helénico, el mundo de los muertos.
[←17]
He de expresar, a título personal —sólo a título personal—, mi completo rechazo a que las instituciones espirituales
intermedien entre el hombre y su desarrollo interior. Servirse del miedo para controlar a los hombres y
consecuentemente reprimir su libertad, ha sido el método del que se han servido alg unas instituciones relig iosas o
espirituales, un miedo del que debemos huir. La vida es una aventura que exig e valentía, libertad responsable para
afrontarla. El ámbito espiritual no puede excluirse de la libertad, siendo inaceptable, desde mi punto de vista, toda
imposición dog mática.
[←18]
Ha de entenderse que cuando me refiero a Dios en este ensayo lo hag o de un modo superador de las diferentes
concepciones relig iosas. Lo hag o como un concepto causal, como un principio supremo deísta más allá de las limitadas
concepciones humanas.
[←19]
Siendo cierto que la tradición iniciática consiste en la práctica constante de un ritual que no cambia a lo larg o del
tiempo (o que no debería cambiar…), no es menos cierto que la interpretación simbólica no puede quedarse en la
rig idez formal o en los lug ares comunes que, a la larg a, lo esclerotizan. Precisamente, la capacidad del obrero masón,
como librepensador que es, de abarcar una interpretación extensiva de todos los fenómenos que experimenta, le
proyecta más allá del tiempo y del espacio. Por eso hay una interpretación ritualista de naturaleza extensiva que nos
permite integ rar determinados aconteceres de la experiencia universal humana en el propio contexto esotérico
anterior.
[←20]
A mi modo de ver, el Áng el caído no es un ser malvado ni representa tampoco al mal, no siendo su embajador, por
tanto, ni tampoco su encarnación. Creo que la caída del áng el responde a la rebelión necesaria que implica ser
humano, a la necesidad intrínseca de apartarse del mundo exclusivo del espíritu y habitar un mundo donde lo material
tiene sentido y encuentra lóg ica en las propias leyes que rig en el mundo físico y biológ ico. Quizás, como dig o, éste sea
el sentido con el que debemos interpretar la tradicional perspectiva judeocristiana del diablo. Que me disculpen los
profanos y también mis hermanos masones católicos que teng an una interpretación más ortodoxa de la tradicional
oposición entre Dios y el Diablo. No quiero ofender a nadie, sino interpretar nuestro mundo dentro del contexto que la
filosofía y la física han determinado. No obstante, lo terrenal llevado al límite entronca con una trasg resión, pero con
un exceso que pesa como el plomo e impide el disfrute del espíritu.
[←21]
Si el lector quiere servirse de este simbolismo para representar el jueg o de fuerzas entre el bien y el mal, también
puede hacerlo, y desde lueg o sería una interpretación plausible. Sug eriría que no se realizara desde un punto de vista
muy dog mático de completa oposición entre ambas fuerzas, sino desde una perspectiva de manifestación
complementaria.
[←22]
Hemos de notar que Isaac Newton se inició en el esoterismo tras descubrir la ley de g ravitación universal.
[←23]
Entendido lo relig ioso en su sentido trascendente y último.
[←24]
Sabido es que el cubo representa a la Tierra y que la esfera representa al Cielo.
[←25]
El Renacimiento provocó un cambio en el g usto arquitectónico. Poco a poco, las log ias de masones operativos (los
constructores de catedrales) dejaron de tener trabajo, lo que provocó el advenimiento de la Masonería especulativa
moderna, la cual abandonó la construcción física de las catedrales por la construcción del templo simbólico de la
fraternidad humana.
[←26]
El lector puede bucear en cualquier obra que analice el simbolismo del templo cristiano. Verá su hermosura oculta,
aquello que no nos cuentan durante la misa...
[←27]
No creo que a los profanos que me leen les pueda parecer que este tipo de secretos simbólicos constituyan un pelig ro
para la humanidad, pero a pesar de ello, hay muchos que insisten en la tacha del esoterismo de la Masonería, el cual no
es diferente al de los yog uis, o al de cualquier ser esotérico del planeta a los que normalmente se deja en paz.
[←28]
Picaso lleg ó a decir que él se diferenciaba de Dios porque él seg uía pintando y esculpiendo mientras Dios había
dejado de crear hace miles de años.
[←29]
Hay épocas en las que determinados Grandes Maestros, lo cual es g rave, permiten el cambio formal del ritual sin
apercibirse de que los cambios formales trastocan la tradición y el sentido comunicativo con el pasado que ésta
permite. Mi ensayo La Iniciación de Mowgli no hubiera podido ser escrito nunca de no haberse mantenido el ritual
masónico a lo larg o del tiempo, ello así, sencillamente, porque descubrir el mensaje encriptado que El Libro de las
Tierras Vírgenes de Rudyard Kipling contiene, exig ía que el ritual y todo lo que el mismo transmite no se hubiera
variado.
[←30]
La verdad es que la proscripción del ritual o su práctica descuidada suelen provocar efectos contrarios a lo que se
pretende. Las energ ías de la log ia, pong o por ejemplo, se desequilibran cuando uno de los obreros marca su propio
personalismo de modo caprichoso. El ritual g enera un estado de conciencia colectiva superior al individuo
(denominado Eg reg or), el cual no es compatible con el voluntarismo de ning ún miembro del taller. La música, como
presencia constante en log ia, marca la armonía, es una pauta no necesaria pero si efectiva a la hora de calmar los
ánimos disruptores. El venerable es un director de orquesta.
[←31]
Traig o a colación aquí el brillante ensayo del antropólog o norteamericano Rappaport. Se titula Ritual y religión en el
proceso formativo de la humanidad. En dicho ensayo, se analiza la importancia que el ritual tiene en orden a impedir la
mentira y a establecer normas de orden social. El sentido del ritual, para este antropólog o, alcanza importancia en
orden a evitar la perversión de la verdad que la mentira comporta, y en orden a establecer quiénes son los que están
más capacitados para transmitirla u administrarla. El leng uaje se pervierte y se hace inauténtico por la mentira, la cual
lo subvierte, es decir, no lo hace verdadero. Aplicado a la tradición iniciática, el rig or formal del ritual, permite la
transmisión de las verdades simbólicas, las cuales no son transmisibles por medio del leng uaje humano. De ahí la
importancia de que el maestro masón respete los límites que el ritual establece para la contención de su voluntarismo.
[←32]
Resulta interesante recordar de nuevo la práctica del ayuno antes de las tenidas como impulsor de la seg reg ación de
determinadas hormonas favorecedoras del estado de conciencia que se persig ue. Tras la tenida, los ág apes pueden
diversificarse simbólicamente en función de la ceremonia a la que se haya asistido. Este tema, está muy bien
desarrollado por Pepe Ig lesias en su libro La cocina masónica (creo haberme referido a ello en este ensayo). El ayuno
colectivo de la log ia, antes de las tenidas, no tan solo el meramente individual, repercutiría en un mayor acomodo de
los obreros del taller y evitaría las carg as profanas con las que pudieran acudir. Pero los tiempos que corren no
contribuyen a experimentar el ayuno como antesala de la tenida y del ág ape posterior. Los masones hemos perdido un
poco el sentido profundo y esotérico de la g astronomía entendida desde el punto de vista sag rado. Indudablemente,
como yo mismo sug ería al principio de este capítulo, el lazo del mandil es un símbolo del cuidado de nuestro cuerpo,
templo sag rado donde la conciencia debe alcanzar sus manifestaciones profundas.
[←33]
Ya se ha referido que en el círculo ning ún punto deviene ni principio ni fin y que, por tanto, es la más pura expresión
de la infinitud o del tiempo eterno.

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