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XI Congreso Chileno de Ciencia Política

“Política, diversidad y conflicto: nuevos debates a 30 años de la ACCP”

Nombre Panel:
Crisis de la democracia: sistemas, modelos y actores en contexto global.

Área temática y sub - área temática: Política comparada: Democracia y


democratización.

Título Ponencia: La rebelión del poder global, o la crisis profunda de la persona


humana en el capitalismo actual.

Nombre: Martín Alonso De la Ravanal Gómez

Institución: Universidad Alberto Hurtado. Facultad de Ciencias Sociales.


Departamento de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales. Carrera de Ciencias
Políticas y Relaciones Internacionales.

Email: martindelararavanal@yahoo.com

Resumen:

Este texto aborda el estado de las democracias en el contexto de los cambios y crisis
producidas en la sociedad actual, a partir de las dinámicas de modernización
tardocapitalista y sus efectos en las distintas esferas de la convivencia social. La crisis de
la democracia se examina como un problema de la relación entre la sociedad, la política
y la ética, donde encontramos racionalidades en tensión. Por un lado la faceta instrumental
de los sistemas económicos y administrativos de la sociedad. Por otro, la
autocomprensión ética del ser que somos y de la democracia como proyecto de autonomía
social.

Trabajo preparado para presentación en el XI Congreso Chileno de Ciencia


Política, organizado por la Asociación Chilena de Ciencia Política (ACCP).
Santiago, 15 al 17 de octubre de 2014.
La rebelión del poder global, o la crisis profunda de la persona humana en el
capitalismo actual.

Mg. Martín De la Ravanal Gómez

Son tiempos convulsivos para la sociedad humana. Hay una atmósfera


omnipresente de crisis, que a veces adquiere tonalidades apocalípticas y catastróficas. Las
sombrías denuncias del Papa Francisco sobre la inminencia de “una tercera guerra
mundial por partes” alimentada por los especuladores del poder y del dinero y tolerada
por la indiferencia de la sociedad mundial, parecen coronar los malos augurios que suelen
acompañar estos estados de confusión, perplejidad e incertidumbre.

Aunque la idea de una crisis social extendida no sea nueva, sino una experiencia
y categoría descriptiva que ha acompañado a toda la época moderna (Koselleck, 2007:
241) hoy parece que destaca el hecho de que enfrentamos crisis simultáneas (económicas,
sociales, políticas, energéticas, ambientales, sanitarias, bélicas, etc.) cuyos impactos se
extienden e impactan amplios espacios del planeta, pero distribuyéndose desigualmente
entre los distintos países, y dentro de ellos, entre los distintos estratos de la población
(Salvat, 2014: 280). La seguridad, certidumbre y protección ante las crisis parecen ser
privilegio de las capas más ricas y poderosas de la población, quienes llegan a articular
obscenas y cínicas respuestas ante los efectos masivos y extremos de las crisis
(desempleo, desposesión, hambruna, muerte, violencia) que van desde la negación más
burda, la naturalización y justificación más impudorosas, o el reconocimiento de su propia
impotencia para dirigir los cursos de la historia

El filósofo de moda, Slavoj Zizek señala que la crisis que enfrentamos provienen
de lo que llama “los cuatro jinetes del Apocalipsis”: crisis ecológica, consecuencias de la
revolución biogenética, las luchas sobre los bienes intelectuales y materiales, y, las
profundas desigualdades, divisiones y exclusiones sociales (Zizek, 2012) A pesar de estar
debidamente informados y advertidos de su presencia, las sociedades viven un estado de
denegación que consiste en saber que va a ocurrir algo grave pero no llegar a asumir que
realmente ocurrirá1. En un sentido similar, Zygmunt Bauman habla en uno de sus libros
más recientes de que la humanidad está sobre verdaderas “bombas de relojería sociales”:
la ecológica, la demográfica, la del consumo, y la más preocupante, la de la desigualdad
social. Bauman afirma que vivimos en una sociedad sinóptica donde a través de las
infinitas pantallas podemos ver tanto la opulencia de los ricos y multimillonarios, como
las humillantes condiciones en que viven los pobres del mundo. Este descaro y cinismo,
sumado a la indiferencia y parálisis de los poderes estatales y ciudadanos, está
provocando efectos desestabilizadores que no sólo extienden desigualdades materiales y
simbólicas sino vitales (los pobres viven menos y se enferman mortalmente) y
existenciales (privaciones de libertades y derechos a los marginados). Todo esto significa
un desprecio y una humillación grave de la persona humana, al mismo tiempo que se
profundizan efectos sociales perversos como disturbios, guerras, malestar social,
delincuencia y terrorismo. En el campo cultural, se evidencia una creciente insensibilidad
y adaptación al sufrimiento del otro, una ceguera ética y la erosión de los pocos valores
que sostenían un valor especial e irreductible para la vida humana (Bauman, 2011) Si

1
El posible repertorio de actitudes ante las crisis suele coincidir con las 5 etapas de la aflicción de Kluber
– Ross: negación (ilusión ideológica) ira (estallidos de rabia social) negociación (intentos de reforma,
regulación y amortiguación de efectos negativos) depresión (angustia existencial y sujeto postraumático) y
aceptación (posibilidades de que acontezca una nueva política comunista).
antes la preocupación del presente era el mundo que dejaríamos a las futuras generaciones
y cómo no repetir los errores del pasado, hoy estas interrogantes casi han desaparecido,
para dar lugar a una resignación y una indiferencia deshumanizante.
Otro elemento distintivo es la dificultad de los grupos, comunidades e individuos
para poder articular sus sufrimientos individuales con las grandes disrupciones que
ocurren en el nivel de lo macrosocial o, si se prefiere llamarlo así, lo sistémico – global.
Para lograr este vínculo se requerirían dos operaciones: 1) rehabilitar un sentido crítico
en las ciencias sociales y la filosofía que pudiese describir y enunciar las especificidades
de nuestro tiempo, haciendo un diagnóstico de los efectos desatinados de nuestro presente
2) recuperar un espacio social de encuentro, aparición y visibilización de los malestares
ciudadanos, un ágora que permita traducir los sufrimientos grupales y comunitarios a un
lenguaje de lo público y lo político (Bauman, 2006: 96) Respecto al primer punto, la
ciencia política, siguiendo el afán positivista de neutralidad valorativa, ha optado por
renunciar a las preocupaciones y críticas respecto a las crisis de la sociedad, marginando
la discusión del “debate científico serio” a menos que puedan plantearse como preguntas
falsables y afirmaciones empíricamente contrastables (Pasquino, 2011: 35). En la teoría
social, también ha primado la renuncia a una visión de conjunto de la sociedad, imposible
por la complejidad, la aguda diferenciación e incremento de contingencia en los sistemas
sociales. Las propuestas críticas que juzgan y evalúan normativamente la sociedad han
sido desacreditadas bajo la sospecha de encubrir ideologías no científicas,
fundamentalismos morales o ser ineficientes como intervención social. A pesar de estas
posturas, sostenemos que los mosaicos de demandas y resistencias políticas suponen la
existencia de estructuras de dominación ampliamente extendidas, que son tematizados
por la población como efectos negativos de macroprocesos sociales. Las perturbaciones
en las formas de convivencia y coexistencia social son lo suficiente generalizadas como
para hipotetizar de que nos encontramos frente a iguales formas de racionalidad
económica y de poder. El objeto de reflexiones de este tipo es ayudar a los miembros de
la población a discutir críticamente los resultados de los procesos y estructuras sociales
en que se hallan inmersos.

La interrogante de cómo reconstituir un ágora o espacio público para el


cuestionamiento de los malestares que nos aquejan, nos lleva a la pregunta respecto al
tipo y calidad de democracia que se ha extendido por las sociedades, y, en segundo lugar
a la cuestión más amplia de cuáles son los espacios y tiempos en que se configura la
existencia social en las condiciones actuales. Ambas cuestiones van ligadas porque
definen el vínculo entre poder y sociedad. Entonces no hay que perder de vista nuestra
hipótesis de trabajo: la democracia en tanto proyecto de autonomía social y política, ha
sido constreñida por imperativos sistémicos que configuran una situación de heteronomía
social, que podríamos definir como objetivos, finalidades, criterios que son impuestos a
la población, desde instancias ya no definidas y justificadas por fuentes extrasociales
(divinas, naturales, etc.) sino desde las racionalidades sistémicas y gestionarias de
sistemas de control y poder, cuyo operar se sustrae de la comprensión y discusión pública
de sus funcionamientos, maniobrando “a espaldas” de la voluntad de los ciudadanos (De
la Ravanal, 2013). Esto afecta la capacidad política de la ciudadanía para regular, limitar
y contener los efectos de estos sistemas autonomizados sobre la población. El predominio
de la racionalidad sistémica expresaría la vieja tensión entre la racionalidad formal
instrumental y la racionalidad ético – sustantiva (Salvat, 2014) que en términos culturales
se transformaría en el choque de dos imaginarios sociales: el del dominio racional –
técnico de la realidad y el del proyecto democrático de autonomía social (Castoriadis,
2005) Estas tensiones se reproducirían desde el nivel de los procesos macrosistémicos y
globales, pasando por las esferas institucionales de reconocimiento (trabajo, derecho,
familia) hasta alcanzar los espacios de convivencialidad íntimo – personales (Habermas,
2000: Honneth, 2009: Beriain, 1996: Bauman, 2010).

En este marco general, la democracia, tal como se da en la mayoría de los países


que se autodenominan “democráticos”, aparece criticada, impugnada y bajo sospecha. Se
ha generalizado la idea de que las democracias representativas, procedimentales, liberales
atraviesan crisis de representatividad, de legitimidad, hasta de sentido. Hay una frecuente
crítica que sostiene que los procedimientos electorales y el conjunto del sistema
democrático se han transformado en un mecanismo diseñado para la autoperpetuación de
minorías oligarcas y plutocráticas en el poder, extrayendo una precaria legitimidad a
través del voto y la simulación de pluralismo y autolimitación, mediante el juego
simulado de oposición – gobierno (Castoriadis, 1990) Hay una zanja material y simbólica
que se abre entre, por un lado, el tinglado de instituciones democráticas (los poderes
ejecutivos, judiciales y parlamentarios, los grandes partidos políticos, los mecanismos de
participación política, etc.) y, por otro, las grandes mayorías (y múltiples minorías) que
forman la población ciudadanizada y no ciudadanizada. Esta distancia se ha profundizado
al punto de que masas y multitudes no se ven ni representadas ni incumbidas por los
procedimientos democráticos usuales. En la población hallamos desafección, abstención,
indiferencia, desconocimiento, oposición incluso, a esa forma de entender los asuntos
democráticos. Encontramos, desde mayorías que se restan y retiran a lo privado, hasta
las minorías que libran el combate y la lucha política fuera del estado, fuera de los
partidos, fuera de las urnas, fuera, incluso, de la ley, si es necesario.

La política democrática parece no tener lugar en una sociedad organizada por los
mecanismos y tentáculos automáticos del mercado internacional, sometida a los
guarismos impersonales del costo – beneficio y la cuantofrenia de los indicadores de
desempeño económico, de bases sociales excluidas de las negociaciones y consensos que
consolidan el poder burocrático – tecnócrata y cabildero de los hombres prominentes del
estado, custodiada, finalmente, bajo la férrea mirada de las potencias imperalistas bélicas
(norteamericanas, rusas, europeas, asiáticas, etc.) (West, 2008)2. Mientras la tendencia
del poder consiste en especializar y refinar sistemas de poder y control cada vez más
eficientes, móviles, abarcantes y sutiles (y también brutales cuando la ocasión lo merece)
las fuerzas políticas no parecen tener ni la fuerza, ni el espacio, ni el tiempo para
2
Las élites en el poder, los partidos mayoritarios, y todos los “poderes fácticos” tras ellos (las grandes
fortunas, los medios de prensa y televisión, agencias de publicidad, centros de producción intelectual y
científica alineados con esas minorías) responden a las demandas de justicia, dignidad, igualdad, libertad,
reconocimiento y solidaridad con medidas que parecen mezquinas, insuficientes, e incluso ofensivas
respecto de las expectativas de quienes las exigen. “¿¡Pues qué quieren que hagamos!?” Replican las élites
neoliberales a la indignación de los ofuscados, “la sociedad se ha vuelto compleja; las presiones de los
mercados, los capitales, los infinitos poderes de la información diseminada a velocidad luz, la lentitud e
ineficacia del estado, nuestra ignorancia respecto del futuro, vuestra ignorancia del orden espontáneo de la
economía, las fusiones e hibridaciones culturales, los innumerables mosaicos valóricos y morales, los
secretos caprichos del consumo y las cambiantes preferencias domésticas desaconsejan meter demasiado
la mano en la rueda de la historia o la sociedad”. Renuncian así a dar lugar a las demandas y necesidades
materiales y simbólicas que nacen de la vida de los muchos de la sociedad, dejándolos a su suerte en medio
de maremotos económicos, alimenticios, ecológicos, bélicos, etc Entonces se trata de que el sistema
político responde a las reclamaciones sociales dentro de un cada vez más reducido espacio político de lo
posible y lo realista, para tener, en lo demás, la más alta flexibilidad, adaptación, oportunismo (incluso
indiferentismo y cinismo) cuando la situación impuesta por las constricciones invisibles del Dinero y las
luchas de poder así lo exijan.
congregarse, a no ser mediante protestas y movilizaciones que no pasen de ser una
anécdota en la tendencia general de los hechos. Las marchas, las multitudes, las masas
desbordan las calles de indignación y rabia (a veces con piedra y barricada en mano) pero
luego de la explosión no son capaces de resistir a la normalidad de la explotación laboral,
a la exclusión social, y a la zanahoria del consumo y el palo de la deuda (Zizek, 2013)
El socavón abierto entre la población y quienes la gobiernan, entre la ciudadanía y sus
representantes, aparece como un problema de representación, de voces y reclamos que
no se presentan en los centros deliberativos y de decisión, pero también como un
problema de comunicación; partes de la sociedad que no se entienden entre sí, de canales
interferidos, colonizados por ruidos, codificaciones y señales que no permiten la
traducción de los problemas cotidianos en los sistemas de poder y control, que se han
dotado de lenguajes técnicos hiperespecializados absolutamente extraños para los
ciudadanos de a pie. No hay que olvidar que también se trata, siempre, de un problema
de reconocimiento: conflicto o lucha concreta entre grupos y partes de la sociedad, de
intereses y poderes conjugados y opuestos, de clases, más o menos abarcantes, que
disputan el reconocimiento de su existencia y la legitimidad de su rol en sociedad (en el
trabajo, en la familia, en el estado). Cuarto, la democracia sufre un déficit de legitimidad:
si la población ya no se reconoce en la norma o en sus principios fundantes, tampoco en
los procesos que le dan origen ni en los poderes que la ejecutan y sancionan ¿a quién
defiende, protege, representa u obedece entonces ese poder? ¿Quién está en su origen y
nacimiento como instrumento de dominación? ¿Qué validez puede reclamar, más allá de
su pura cara procedimental o pura positividad (argumento que sólo convence a los
leguleyos)? ¿Qué criterios filosóficos y antropológicos yacen bajo su operatividad?.
Quinto: la democracia sufre un problema de identificación. Los valores, actitudes,
hábitos, afectos, elementales que permiten hacer de un individuo un ciudadano apto para
desenvolverse en democracia (incluso, diría, apto para vivir en sociedad) son imaginarios
y significaciones que están en crisis (Castoriadis, 1998). La identidad y personalidad
democrática se ha vuelto insignificantes, es decir, los individuos quienes deben sostener,
promover y defender una forma cultural de vida democrática no poseen los recursos ni la
estructura básica de motivaciones para ello. No hay un tipo antropológico que posea o dé
sentido a su vida política, no se elaboran por lo tanto, más allá de ciertos experimentos
acotados y muy limitados, proyectos de una vida distinta, ni tampoco encontramos en la
arena política luchas significativas en torno a las posibilidades de cambio y
transformación. Persiste, a pesar de las oleadas politizadoras y de la movilización
democratizadora, una tendencia generalizada hacia el conformismo, apatía y parálisis de
la acción ante los órdenes que configuran la convivencia

De la identificación pasamos a la crisis de sentido: ya no sólo la experiencia democrática


es puesta en cuestión sino, incluso, toda la estructura de instituciones modernas que son
capaces de apuntalar las identidades. Así, la crisis objetiva (o sistémica) resulta una crisis
subjetiva (de la persona) y en una crisis intersubjetiva (o de las relaciones de
convivencia). Charles Taylor asocia el malestar social con ciertos rasgos de nuestra
cultura que se experimentan desde una idea de pérdida y declive. Estos tres elementos
serian el individualismo, la racionalidad instrumental y la crisis de la política (Taylor,
1994). Respecto del primero, se experimenta un debilitamiento progresivo de la unidad
entre el individuo y su sociedad: la insubordinación del individuo a su sociedad culmina
en un egocentrismo achatante, abstractamente liberado de cargas sociales, pero sufrido
como una alienación de los individuos respecto de comunidad de referencia. De aquí que
en la modernidad, la identidad social sea un asunto clave, en tanto es un recurso escaso y
en descomposición. Este individuo, erigido en único actor social, carece de tradiciones,
referentes y criterios comunes para enfrentar las problemáticas o crisis sociales, frente a
lo cual experimenta una privatización, responsabilización y autonomización radical de la
gestión de sí mismo. La presión por responder, solo, a un ambiente competitivo y
cambiante, va generando disposiciones intrapsíquicas de feroz autoexigencia y
autoeficacia, como única forma de soportar una experiencia social privada de todo vínculo
solidario, y que pareciera no tener otro norte que la persecución del bienestar hedonista
de los individuos.

La racionalidad instrumental, con sus encarnaciones en el cálculo costo –


beneficio, la formalidad burocrática, el énfasis en la eficiencia y eficacia, y fascinación
con el poder técnico – tecnológico se convierte en la matriz de fondo que configura los
vínculos intraorganizacionales y personales, colocando a disponibilidad tanto la
naturaleza, como la sociedad y la psique. Las motivaciones individuales y grupales
parecen tensarse con las presiones ambientales que producen los sistemas económicos y
burocráticos: la orientación egoísta puede ser la motivación para responder a los apremios
organizacionales, pero también puede entrar en conflicto, apareciendo una sensación
sofocante de falta de libertad. La sobreabundancia de satisfactores privados (para los
integrados al trabajo y el consumo) contrasta con la falta de reconocimiento en el otro. La
crisis intersubjetiva consiste en que la racionalidad imperante se transforma en esquemas
de inclusión y exclusión que re-escriben las formas de convivencia (integrados –
marginados, conectados – no conectados) Mientras el otro conocido se transforma en
obstáculo, adversario, y competidor, el otro extraño (el extranjero, el inmigrante, la
minoría) se transforma en factor de amenaza, ansiedad y miedo.

La crisis del trabajo y de la política como mediación entre el individuo y la


sociedad, fragiliza las identidades que quedan expuestas a la tentación de los
fundamentalismos y fanatismos ideológicos, nacionales o religiosos que proponen
sentidos absolutos y cerrados de vida. Finalmente, la retirada del estado de la escena de
lo público y de lo político deja un vacío simbólico importante: sin su función de garante
y productor de expectativas normativas, los individuos experimentan la sensación de
abandono e incertidumbre respecto de la continuidad material y narrativa de sus vidas. Si
hace unos años la retirada del ciudadano a lo privado significaba la llegada de un
despotismo blando, de un poder burocrático, de un estatalismo paternalista, hoy significa
dejar a los individuos solos frente a tsunamis y terremotos económicos, humanitarios y
ambientales.

¿Qué ofrece hoy la democracia como mediación social frente a este escenario?
Para muchos de sus críticos actuales, el régimen no es más que una técnica social para la
toma de decisiones que consiste en seleccionar entre líderes y élites que compiten en un
mercado donde confluyen ofertantes (partidos políticos, por ejemplo) y compradores
(votantes). Esas élites dirigentes y líderes políticos pertenecen, a su vez, a grupos de
interés organizados material y técnicamente, que defienden sus objetivos
autoafirmándose en la sociedad (es lo que se denomina poder social). Quienes triunfan
en esa competencia, acceden a núcleos de decisión específicos del sistema político: los
aparatos legislativo y ejecutivo, especialmente. A su vez las operaciones dentro del
sistema político quedan limitadas y supervisadas por la oposición (que por esa vía co –
gobierna) y por una sociedad civil que va evaluando los resultados de gobierno
(Habermas, 1998). La democracia como régimen normativo sería, a lo sumo, un orden
moral adelgazado, apoyado en unos mínimos respectivos a la libertad y la igualdad que
definirían las reglas del juego para gestionar las diferencias en un contexto de pluralismo
y politeísmo valórico. Esas reglas del juego incluirían: regla de la mayoría, atención a los
derechos humanos básicos, respeto de las minorías, rechazo de la tiranía, libertades
políticas “clásicas” (libertad de expresión, comunicación, asociación, etc.), obediencia
generaliza a un estado de derecho. Autores como Habermas han puesto énfasis en el
proceso de formación de una opinión política entendido como un proceso de
argumentación. La sociedad civil se especializaría en la actividad de “colocar” temas en
la agenda pública dando reflexividad al sistema político. Lo específico de una democracia
moderna estaría entonces en la calidad de la discusión pública. En estos términos el
problema de “representación” de la democracia consistiría en el alejamiento de los
núcleos de poder administrativo y social del poder comunicativo de las masas.

Para Castoriadis, estas democracias se habrían convertido, en realidad, en


oligarquías liberales, formadas por la conjunción de los poderes sociales (partidos
políticos, empresariado, dueños de medios de comunicación, agencias de publicidad, etc.)
quienes controlarían todo el proceso mediante un simulacro de legitimidad dado por los
procesos eleccionarios. La espectacularización de la política, el uso de estrategias
publicitarias y de marketing, el vacío ideológico de los programas, el electorado pasivo y
desinformado, el progresivo predominio de una tecnoburocracia económica en el estado,
la extendida corrupción en la función pública, son rasgos de un declive de la idea de
representación democrática (Salvat, 2014: 284). Esto choca, desde luego, con ideas que
plantean la democracia como ejercicio soberano del pueblo, como autogobierno, como
afirmación de un bien común o interés general, como igualdad radical, como régimen de
tipo popular, como gobierno de los demos contra elites, como férreo control ciudadano
de las operaciones del poder, como acotamiento y crítica radical de la “forma” del estado,
o el ejercicio ciudadano de cuestionamiento y crítica de sus instituciones. Las
transformaciones de la sociedad actual hacen que sea difícil responder a la pregunta de
cómo construir una democracia más sustantiva en una dinámica de complejidad y
planetarización creciente. Proponemos revisar el estado de los asuntos democráticos
ampliando el análisis a una mirada más global de la sociedad que, al mismo tiempo,
coloque en su centro la cuestión de la persona humana.

La democracia depende de la pregunta sobre qué nos cohesiona, qué nos religa y
qué nos une como sociedad. La democracia plantea un ideal de libertad e igualdad en un
marco de amplia diferencia, diversidad y antagonismo social, que supone, en su
contraparte, la referencia a un “todos” inclusivo. ¿Qué puede ser pensado como unidad
en medio de todas las oposiciones o contraposiciones existentes en la sociedad moderna?.
Desde luego, se trataría de un principio abstracto, que fuera capaz, en un nivel, de
mantener y reconocer las diferencias identitarias, pero, en otro nivel, remitir a una
universalidad máximamente ampliada. La democracia como antagonismo puro, como
lucha de fuerzas sociales, no supera la idea de que son los individuos (o su sustituto como
clase, nación, raza, partido, etc.) el sustrato último de lo social. La democracia como
identidad entre representados y representantes identifica el interés general con lo que una
parte piensa como bueno, pero no permite la vinculación real con las partes no
gobernantes. El odio indiferenciado a lo político, a lo institucional, a lo social y lo
democrático termina en un nihilismo autodestructivo y en un esteticismo de la violencia
propio de los radicalismos de izquierdas y de derechas. La democracia como búsqueda
de la unidad en la diferencia parte de la afirmación de lo humano como residencia última
de todo individuo y comunidad sobre el planeta.
¿Restituir el humanismo? Pensarlo de nuevo más bien, como una condición
irreductible frente a los poderes económicos, políticos, científicos, policiales que
administran nuestras vidas. Lo humano como resistencia a la instrumentalización
capitalista, burocrática, gestionaría, mediática, nacionalista y religiosa, y la democracia
como implementación de una lucha y afirmación de ese reconocimiento en las
instituciones, donde se puedan poner en juego las restantes diferencias. Contra la idea de
una indeterminación del bien común, hay que colocar la idea universalista y concreta de
un bien humano, extraído de nuestra condición material, viviente, corpórea, sintiente,
sufriente, menesterosa, emocional, afectiva, social, lingüística, cultural, etc. plasmados
en necesidades humanas que necesitan ser atendidas para que podamos aparecer en lo
público y en lo político con propiedad. En la medida en que para los sistemas de control
y poder, que dirigen los macroprocesos de la sociedad, uno vale sólo en la medida que
pueda ser encuadrado y procesado dentro de una racionalidad formal – instrumental –
gestionaría, estas necesidades quedarán desplazadas, diferidas y negadas. Cuando
alcanzan los espacios de sociabilidad y sociabilización, la colonización sistémica demarca
y mapea los vínculos humanos generando lógicas de
inclusión/exclusión/identidad/oposición/integración/rechazo, compartimentalizando y
aislando las experiencias sociales.

Pero, por mucha autonomización y automatización que exhiban estos mecanismos


sistémicos ellos dependen en última instancia de un anclaje hacia el sustrato de lo social
y lo humano. De aquí que sean necesario revalorizar el tema de las instituciones, no sólo
en sus aspectos operativos sino en su dimensión simbólica, cultural, identitaria. Las
reclamaciones morales, éticas, políticas contra la lógica del poder, el interés y el cálculo
se dan en ámbitos de instituciones que son claves para el desarrollo de los individuos:
familia, ciudadanía y trabajo. En cada uno de esos espacios se constituyen expectativas
de reconocimiento y se pueden identificar sus formas de negación y humillación. La
negación de la valoración en las relaciones primarias es el maltrato y humillación física
que produce una desconfianza ante la vida. La negación del reconocimiento cívico es la
exclusión y la privación de derechos que produce la injusticia e indignación social. La
negación, finalmente, de los aportes y capacidades de individuos y grupos para contribuir
a su sociedad (el trabajo como forma de solidaridad humana) constituye la raíz de la
desigualdad social (Honneth, 2010). ¿Dónde se encuentran estas esferas institucionales
con la racionalidad sistémica que parece dirigir el curso de las modernizaciones
tardocapitalistas? En las organizaciones, en su vida interna, en su dimensión vincular y
grupal que testifica cómo se reproduce el Capital y el Poder para las subjetividades. Aquí
está la clave de la colonización del mundo de la vida y estos son los campos en que, a mi
juicio, los asuntos democráticos deben ser revitalizados.

En cada institución, en cada organización, en cada ámbito de relevancia social está


presente no sólo lo real y efectivo, es decir, las dinámicas sistémicas del capital y el poder
que impregnan y condicionan la vida cotidiana, sino también los magmas de
significaciones imaginarias que animan las instituciones modernas: el afán de
apropiación y dominio técnico del mundo y el proyecto de autonomía democrática
(Castoriadis, 2005). La modernización capitalista globalizada es un despliegue
formidable de las fuerzas amalgamadas de la ciencia, la tecnología, las comunicaciones
y el capital, pero eso no necesariamente incluye el fortalecimiento de un ideario
normativo “moderno”: democracia, derechos humanos, libertades privadas y públicas,
lucha contra las desigualdades etc. Puede haber una clausura autoritaria de la sociedad sin
que entre en contradicciones con las premisas del libremercado. Puede haber una clausura
de la democracia en vistas de preservar el equilibrio y la seguridad que necesitan la
propiedad privada y la libre circulación de los capitales. Las desregulaciones y liberación
de trabas para las operaciones económicas y del poder constituyen una verdadera rebelión
del poder global contra las mayorías excluidas, desprotegidas e impotentes del planeta.
Esto que describimos significa, como ha señalado Touraine, la oposición entre la
racionalidad instrumental y el espíritu suprasocial de resistencia (Touraine, 2013)
Aquello que se resiste a ser mercancía o cálculo administrativo aparece como factor
humanizante y dignificador, permite ver a los seres humanos como portadores de
dignidades, libertades y derechos universales. Se trata de reivindicar la dimensión ética
de la política, que solicita la actividad democrática se oriente a la búsqueda de una vida
sensata lo que significa salvarse de las arbitrariedades, opresiones, humillaciones, y
negaciones es decir de las distintas formas de violencia estructural.

Se trata de definir a los actores de una democracia en términos morales más que
legales, pero nunca de forma apolítica, pues el sentido de colocar el respeto del sujeto
humano es que aparezca una forma agonística de la política. A partir de lo dicho,
podemos sostener que de cada versión del régimen democrático debe evaluarse, en
función de los valores, los principios y los sentimientos que se colocan en la centralidad
de la experiencia democrática. Lo propio de lo democrático parece ser una concepción de
la igualdad y a libertad, pero a la base de esto, está también la concepción de las personas
como sujetos de derechos, es decir, el pensar a hombres y mujeres, de todas las edades y
formas, ciudadanos o no, como núcleos o centros éticos, más allá de toda categoría u
etiqueta social, considerados como un Rostro, como diría Levinas, que demanda atención,
respeto y cuidado infinito (Bauman, 2004).
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