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Crisis de la democracia: sistemas, modelos y actores en contexto global.
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Resumen:
Este texto aborda el estado de las democracias en el contexto de los cambios y crisis
producidas en la sociedad actual, a partir de las dinámicas de modernización
tardocapitalista y sus efectos en las distintas esferas de la convivencia social. La crisis de
la democracia se examina como un problema de la relación entre la sociedad, la política
y la ética, donde encontramos racionalidades en tensión. Por un lado la faceta instrumental
de los sistemas económicos y administrativos de la sociedad. Por otro, la
autocomprensión ética del ser que somos y de la democracia como proyecto de autonomía
social.
Aunque la idea de una crisis social extendida no sea nueva, sino una experiencia
y categoría descriptiva que ha acompañado a toda la época moderna (Koselleck, 2007:
241) hoy parece que destaca el hecho de que enfrentamos crisis simultáneas (económicas,
sociales, políticas, energéticas, ambientales, sanitarias, bélicas, etc.) cuyos impactos se
extienden e impactan amplios espacios del planeta, pero distribuyéndose desigualmente
entre los distintos países, y dentro de ellos, entre los distintos estratos de la población
(Salvat, 2014: 280). La seguridad, certidumbre y protección ante las crisis parecen ser
privilegio de las capas más ricas y poderosas de la población, quienes llegan a articular
obscenas y cínicas respuestas ante los efectos masivos y extremos de las crisis
(desempleo, desposesión, hambruna, muerte, violencia) que van desde la negación más
burda, la naturalización y justificación más impudorosas, o el reconocimiento de su propia
impotencia para dirigir los cursos de la historia
El filósofo de moda, Slavoj Zizek señala que la crisis que enfrentamos provienen
de lo que llama “los cuatro jinetes del Apocalipsis”: crisis ecológica, consecuencias de la
revolución biogenética, las luchas sobre los bienes intelectuales y materiales, y, las
profundas desigualdades, divisiones y exclusiones sociales (Zizek, 2012) A pesar de estar
debidamente informados y advertidos de su presencia, las sociedades viven un estado de
denegación que consiste en saber que va a ocurrir algo grave pero no llegar a asumir que
realmente ocurrirá1. En un sentido similar, Zygmunt Bauman habla en uno de sus libros
más recientes de que la humanidad está sobre verdaderas “bombas de relojería sociales”:
la ecológica, la demográfica, la del consumo, y la más preocupante, la de la desigualdad
social. Bauman afirma que vivimos en una sociedad sinóptica donde a través de las
infinitas pantallas podemos ver tanto la opulencia de los ricos y multimillonarios, como
las humillantes condiciones en que viven los pobres del mundo. Este descaro y cinismo,
sumado a la indiferencia y parálisis de los poderes estatales y ciudadanos, está
provocando efectos desestabilizadores que no sólo extienden desigualdades materiales y
simbólicas sino vitales (los pobres viven menos y se enferman mortalmente) y
existenciales (privaciones de libertades y derechos a los marginados). Todo esto significa
un desprecio y una humillación grave de la persona humana, al mismo tiempo que se
profundizan efectos sociales perversos como disturbios, guerras, malestar social,
delincuencia y terrorismo. En el campo cultural, se evidencia una creciente insensibilidad
y adaptación al sufrimiento del otro, una ceguera ética y la erosión de los pocos valores
que sostenían un valor especial e irreductible para la vida humana (Bauman, 2011) Si
1
El posible repertorio de actitudes ante las crisis suele coincidir con las 5 etapas de la aflicción de Kluber
– Ross: negación (ilusión ideológica) ira (estallidos de rabia social) negociación (intentos de reforma,
regulación y amortiguación de efectos negativos) depresión (angustia existencial y sujeto postraumático) y
aceptación (posibilidades de que acontezca una nueva política comunista).
antes la preocupación del presente era el mundo que dejaríamos a las futuras generaciones
y cómo no repetir los errores del pasado, hoy estas interrogantes casi han desaparecido,
para dar lugar a una resignación y una indiferencia deshumanizante.
Otro elemento distintivo es la dificultad de los grupos, comunidades e individuos
para poder articular sus sufrimientos individuales con las grandes disrupciones que
ocurren en el nivel de lo macrosocial o, si se prefiere llamarlo así, lo sistémico – global.
Para lograr este vínculo se requerirían dos operaciones: 1) rehabilitar un sentido crítico
en las ciencias sociales y la filosofía que pudiese describir y enunciar las especificidades
de nuestro tiempo, haciendo un diagnóstico de los efectos desatinados de nuestro presente
2) recuperar un espacio social de encuentro, aparición y visibilización de los malestares
ciudadanos, un ágora que permita traducir los sufrimientos grupales y comunitarios a un
lenguaje de lo público y lo político (Bauman, 2006: 96) Respecto al primer punto, la
ciencia política, siguiendo el afán positivista de neutralidad valorativa, ha optado por
renunciar a las preocupaciones y críticas respecto a las crisis de la sociedad, marginando
la discusión del “debate científico serio” a menos que puedan plantearse como preguntas
falsables y afirmaciones empíricamente contrastables (Pasquino, 2011: 35). En la teoría
social, también ha primado la renuncia a una visión de conjunto de la sociedad, imposible
por la complejidad, la aguda diferenciación e incremento de contingencia en los sistemas
sociales. Las propuestas críticas que juzgan y evalúan normativamente la sociedad han
sido desacreditadas bajo la sospecha de encubrir ideologías no científicas,
fundamentalismos morales o ser ineficientes como intervención social. A pesar de estas
posturas, sostenemos que los mosaicos de demandas y resistencias políticas suponen la
existencia de estructuras de dominación ampliamente extendidas, que son tematizados
por la población como efectos negativos de macroprocesos sociales. Las perturbaciones
en las formas de convivencia y coexistencia social son lo suficiente generalizadas como
para hipotetizar de que nos encontramos frente a iguales formas de racionalidad
económica y de poder. El objeto de reflexiones de este tipo es ayudar a los miembros de
la población a discutir críticamente los resultados de los procesos y estructuras sociales
en que se hallan inmersos.
La política democrática parece no tener lugar en una sociedad organizada por los
mecanismos y tentáculos automáticos del mercado internacional, sometida a los
guarismos impersonales del costo – beneficio y la cuantofrenia de los indicadores de
desempeño económico, de bases sociales excluidas de las negociaciones y consensos que
consolidan el poder burocrático – tecnócrata y cabildero de los hombres prominentes del
estado, custodiada, finalmente, bajo la férrea mirada de las potencias imperalistas bélicas
(norteamericanas, rusas, europeas, asiáticas, etc.) (West, 2008)2. Mientras la tendencia
del poder consiste en especializar y refinar sistemas de poder y control cada vez más
eficientes, móviles, abarcantes y sutiles (y también brutales cuando la ocasión lo merece)
las fuerzas políticas no parecen tener ni la fuerza, ni el espacio, ni el tiempo para
2
Las élites en el poder, los partidos mayoritarios, y todos los “poderes fácticos” tras ellos (las grandes
fortunas, los medios de prensa y televisión, agencias de publicidad, centros de producción intelectual y
científica alineados con esas minorías) responden a las demandas de justicia, dignidad, igualdad, libertad,
reconocimiento y solidaridad con medidas que parecen mezquinas, insuficientes, e incluso ofensivas
respecto de las expectativas de quienes las exigen. “¿¡Pues qué quieren que hagamos!?” Replican las élites
neoliberales a la indignación de los ofuscados, “la sociedad se ha vuelto compleja; las presiones de los
mercados, los capitales, los infinitos poderes de la información diseminada a velocidad luz, la lentitud e
ineficacia del estado, nuestra ignorancia respecto del futuro, vuestra ignorancia del orden espontáneo de la
economía, las fusiones e hibridaciones culturales, los innumerables mosaicos valóricos y morales, los
secretos caprichos del consumo y las cambiantes preferencias domésticas desaconsejan meter demasiado
la mano en la rueda de la historia o la sociedad”. Renuncian así a dar lugar a las demandas y necesidades
materiales y simbólicas que nacen de la vida de los muchos de la sociedad, dejándolos a su suerte en medio
de maremotos económicos, alimenticios, ecológicos, bélicos, etc Entonces se trata de que el sistema
político responde a las reclamaciones sociales dentro de un cada vez más reducido espacio político de lo
posible y lo realista, para tener, en lo demás, la más alta flexibilidad, adaptación, oportunismo (incluso
indiferentismo y cinismo) cuando la situación impuesta por las constricciones invisibles del Dinero y las
luchas de poder así lo exijan.
congregarse, a no ser mediante protestas y movilizaciones que no pasen de ser una
anécdota en la tendencia general de los hechos. Las marchas, las multitudes, las masas
desbordan las calles de indignación y rabia (a veces con piedra y barricada en mano) pero
luego de la explosión no son capaces de resistir a la normalidad de la explotación laboral,
a la exclusión social, y a la zanahoria del consumo y el palo de la deuda (Zizek, 2013)
El socavón abierto entre la población y quienes la gobiernan, entre la ciudadanía y sus
representantes, aparece como un problema de representación, de voces y reclamos que
no se presentan en los centros deliberativos y de decisión, pero también como un
problema de comunicación; partes de la sociedad que no se entienden entre sí, de canales
interferidos, colonizados por ruidos, codificaciones y señales que no permiten la
traducción de los problemas cotidianos en los sistemas de poder y control, que se han
dotado de lenguajes técnicos hiperespecializados absolutamente extraños para los
ciudadanos de a pie. No hay que olvidar que también se trata, siempre, de un problema
de reconocimiento: conflicto o lucha concreta entre grupos y partes de la sociedad, de
intereses y poderes conjugados y opuestos, de clases, más o menos abarcantes, que
disputan el reconocimiento de su existencia y la legitimidad de su rol en sociedad (en el
trabajo, en la familia, en el estado). Cuarto, la democracia sufre un déficit de legitimidad:
si la población ya no se reconoce en la norma o en sus principios fundantes, tampoco en
los procesos que le dan origen ni en los poderes que la ejecutan y sancionan ¿a quién
defiende, protege, representa u obedece entonces ese poder? ¿Quién está en su origen y
nacimiento como instrumento de dominación? ¿Qué validez puede reclamar, más allá de
su pura cara procedimental o pura positividad (argumento que sólo convence a los
leguleyos)? ¿Qué criterios filosóficos y antropológicos yacen bajo su operatividad?.
Quinto: la democracia sufre un problema de identificación. Los valores, actitudes,
hábitos, afectos, elementales que permiten hacer de un individuo un ciudadano apto para
desenvolverse en democracia (incluso, diría, apto para vivir en sociedad) son imaginarios
y significaciones que están en crisis (Castoriadis, 1998). La identidad y personalidad
democrática se ha vuelto insignificantes, es decir, los individuos quienes deben sostener,
promover y defender una forma cultural de vida democrática no poseen los recursos ni la
estructura básica de motivaciones para ello. No hay un tipo antropológico que posea o dé
sentido a su vida política, no se elaboran por lo tanto, más allá de ciertos experimentos
acotados y muy limitados, proyectos de una vida distinta, ni tampoco encontramos en la
arena política luchas significativas en torno a las posibilidades de cambio y
transformación. Persiste, a pesar de las oleadas politizadoras y de la movilización
democratizadora, una tendencia generalizada hacia el conformismo, apatía y parálisis de
la acción ante los órdenes que configuran la convivencia
¿Qué ofrece hoy la democracia como mediación social frente a este escenario?
Para muchos de sus críticos actuales, el régimen no es más que una técnica social para la
toma de decisiones que consiste en seleccionar entre líderes y élites que compiten en un
mercado donde confluyen ofertantes (partidos políticos, por ejemplo) y compradores
(votantes). Esas élites dirigentes y líderes políticos pertenecen, a su vez, a grupos de
interés organizados material y técnicamente, que defienden sus objetivos
autoafirmándose en la sociedad (es lo que se denomina poder social). Quienes triunfan
en esa competencia, acceden a núcleos de decisión específicos del sistema político: los
aparatos legislativo y ejecutivo, especialmente. A su vez las operaciones dentro del
sistema político quedan limitadas y supervisadas por la oposición (que por esa vía co –
gobierna) y por una sociedad civil que va evaluando los resultados de gobierno
(Habermas, 1998). La democracia como régimen normativo sería, a lo sumo, un orden
moral adelgazado, apoyado en unos mínimos respectivos a la libertad y la igualdad que
definirían las reglas del juego para gestionar las diferencias en un contexto de pluralismo
y politeísmo valórico. Esas reglas del juego incluirían: regla de la mayoría, atención a los
derechos humanos básicos, respeto de las minorías, rechazo de la tiranía, libertades
políticas “clásicas” (libertad de expresión, comunicación, asociación, etc.), obediencia
generaliza a un estado de derecho. Autores como Habermas han puesto énfasis en el
proceso de formación de una opinión política entendido como un proceso de
argumentación. La sociedad civil se especializaría en la actividad de “colocar” temas en
la agenda pública dando reflexividad al sistema político. Lo específico de una democracia
moderna estaría entonces en la calidad de la discusión pública. En estos términos el
problema de “representación” de la democracia consistiría en el alejamiento de los
núcleos de poder administrativo y social del poder comunicativo de las masas.
La democracia depende de la pregunta sobre qué nos cohesiona, qué nos religa y
qué nos une como sociedad. La democracia plantea un ideal de libertad e igualdad en un
marco de amplia diferencia, diversidad y antagonismo social, que supone, en su
contraparte, la referencia a un “todos” inclusivo. ¿Qué puede ser pensado como unidad
en medio de todas las oposiciones o contraposiciones existentes en la sociedad moderna?.
Desde luego, se trataría de un principio abstracto, que fuera capaz, en un nivel, de
mantener y reconocer las diferencias identitarias, pero, en otro nivel, remitir a una
universalidad máximamente ampliada. La democracia como antagonismo puro, como
lucha de fuerzas sociales, no supera la idea de que son los individuos (o su sustituto como
clase, nación, raza, partido, etc.) el sustrato último de lo social. La democracia como
identidad entre representados y representantes identifica el interés general con lo que una
parte piensa como bueno, pero no permite la vinculación real con las partes no
gobernantes. El odio indiferenciado a lo político, a lo institucional, a lo social y lo
democrático termina en un nihilismo autodestructivo y en un esteticismo de la violencia
propio de los radicalismos de izquierdas y de derechas. La democracia como búsqueda
de la unidad en la diferencia parte de la afirmación de lo humano como residencia última
de todo individuo y comunidad sobre el planeta.
¿Restituir el humanismo? Pensarlo de nuevo más bien, como una condición
irreductible frente a los poderes económicos, políticos, científicos, policiales que
administran nuestras vidas. Lo humano como resistencia a la instrumentalización
capitalista, burocrática, gestionaría, mediática, nacionalista y religiosa, y la democracia
como implementación de una lucha y afirmación de ese reconocimiento en las
instituciones, donde se puedan poner en juego las restantes diferencias. Contra la idea de
una indeterminación del bien común, hay que colocar la idea universalista y concreta de
un bien humano, extraído de nuestra condición material, viviente, corpórea, sintiente,
sufriente, menesterosa, emocional, afectiva, social, lingüística, cultural, etc. plasmados
en necesidades humanas que necesitan ser atendidas para que podamos aparecer en lo
público y en lo político con propiedad. En la medida en que para los sistemas de control
y poder, que dirigen los macroprocesos de la sociedad, uno vale sólo en la medida que
pueda ser encuadrado y procesado dentro de una racionalidad formal – instrumental –
gestionaría, estas necesidades quedarán desplazadas, diferidas y negadas. Cuando
alcanzan los espacios de sociabilidad y sociabilización, la colonización sistémica demarca
y mapea los vínculos humanos generando lógicas de
inclusión/exclusión/identidad/oposición/integración/rechazo, compartimentalizando y
aislando las experiencias sociales.
Se trata de definir a los actores de una democracia en términos morales más que
legales, pero nunca de forma apolítica, pues el sentido de colocar el respeto del sujeto
humano es que aparezca una forma agonística de la política. A partir de lo dicho,
podemos sostener que de cada versión del régimen democrático debe evaluarse, en
función de los valores, los principios y los sentimientos que se colocan en la centralidad
de la experiencia democrática. Lo propio de lo democrático parece ser una concepción de
la igualdad y a libertad, pero a la base de esto, está también la concepción de las personas
como sujetos de derechos, es decir, el pensar a hombres y mujeres, de todas las edades y
formas, ciudadanos o no, como núcleos o centros éticos, más allá de toda categoría u
etiqueta social, considerados como un Rostro, como diría Levinas, que demanda atención,
respeto y cuidado infinito (Bauman, 2004).
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