La sociedad es infantil hacia los jóvenes porque los utiliza como modelo, cuando en realidad son los jóvenes los que necesitan puntos de
referencia. Se les adula, pero la sociedad no ama a los propios hijos, a juzgar por todas las dimensiones educativas de las cuales son objeto.
También la acción pastoral local tiene su propia parte de responsabilidad en la medida en que a veces se han desatendido las tareas
educativas o han sido abandonadas por las órdenes religiosas y los sacerdotes, que las habían tenido como vocación. Pero hay que reconocer
que su tarea no era fácil en aquella época de rotura (1960-1970), en la que los jóvenes rechazaban masivamente toda reflexión religiosa. Los
jóvenes de hoy carecen totalmente de una base desde el punto de vista religioso y hacen unas afirmaciones sorprendentes.
Podemos decir que el joven, por su dinamismo y vitalidad, responde rápido a la llamada de evangelizar a los que no conocen a Dios. Así, nos
encontramos con fuertes y sólidos grupos parroquiales, misioneros jóvenes, catequistas... aquí hay que tener en cuenta, también, la vida de
oración. No se puede ir por la vida simplemente con un activismo pragmático. Hay que saber compaginar bien la acción con la oración. Esto
depende de la Iglesia, y más concretamente del sacerdote. Allí donde hay un sacerdote santo y celoso, por lógica se encuentra una juventud
santa e intrépida, capaz de olvidarse de sí misma para entregarse al prójimo sin medida. Pero por el contrario, allí donde parece que la Iglesia
ha perdido a la juventud, quizás la clave para superar esta escasez está en intensificar la unión con Dios, para que una vez que el joven llene
su corazón de Dios, sienta un fuego que le queme y le haga transmitir su experiencia a los demás.
No debe dejar de llamar la atención los encuentros masivos del Papa con los jóvenes, el incremento de los misioneros y el todavía tímido pero
creciente aumento de las vocaciones a la vida religiosa y sacerdotal.
Alguien dijo una vez que “el siglo XXI, o es un siglo religioso, o no será en absoluto”. Creo que esto se aplica de manera especial a los jóvenes.
“La Iglesia mira a los jóvenes, es más, la Iglesia de manera especial se mira a sí misma en los jóvenes, en todos ustedes y, a la vez, en cada
una y en cada uno de ustedes”, así se desprende de la carta dirigida a los jóvenes del mundo el 31 de marzo de 1985. Ha sido así desde el
principio, desde los tiempos apostólicos. Las palabras de San Juan en su primera carta pueden sen un singular testimonio: “Os escribo
jóvenes, porque han vencido al maligno, porque han conocido al padre, porque son fuertes y la palabra de Dios habita en ustedes.” (1 Jn. 2,13)
Por eso la Iglesia no se cansa de anunciar a Jesucristo, de proclamar su Evangelio como la única respuesta a las más radicales aspiraciones
de los jóvenes, como la propuesta fuerte y enaltecedora de un seguimiento personal que supone compartir el amor filial de Jesús por el Padre
y la participación en su misión de salvación de la humanidad.
La Iglesia tiene tanto que decirle a los jóvenes y a su vez ellos tienen tanto que aportar. Este diálogo recíproco, que se ha de llevar a cabo con
gran cordialidad, claridad y valentía, favorecerá en encuentro y el intercambio entre generaciones y será fuente de riqueza y juventud para la
Iglesia y para la sociedad civil. Dice el concilio en su mensaje a los jóvenes: “La Iglesia los mira con confianza y con amor, ella es la verdadera
juventud del mundo. Miradla y encontrarán en ella el rostro de Cristo.”