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EDI III: Trabajo Primer Parcial

Diego Romero

Podemos perdonar a un hombre el haber hecho una cosa útil en tanto que no la admite. La
única disculpa de haber hecho una cosa inútil es admirarla intensamente. Todo arte es
completamente inútil.

Oscar Wilde.

No hay motivo, a la hora de reflexionar acerca de ese amplio e incipiente espectro


cultural denominado literatura infantil, para soslayar argumento alguno que no esté
dirigido a esclarecer las disyuntivas que respectan, sobre todo, a su propia
denominación y con esto, a sus alcances y matices, su razón de ser considerado como
objeto particular o, por el contrario, de optar por derrumbar el inciso que lo separa de
la literatura en términos generales. Inmediatamente vislumbramos una discusión sin
ademanes de cejar prontamente. Lo primero que aparece cómo pregunta ineludible es
el estatuto de lo literario y lo no literario ¿Qué es la literatura? Por más que recurramos
a la tan profusa y controversial amalgama de corrientes de teoría literaria no
encontraremos respuesta más satisfactoria que aquella que sentencia que <la
literatura es todo aquello que se considere como tal>. No hay dogmatismo, aún visto
en el buen sentido, cómo las herramientas brindadas por el formalismo ruso, que
pueda superar esta declaración ¿Quién se atreve a negarle a cualquiera del disfrute
de lo que lee, de la experiencia que ha sentido al encontrarse frente a un texto? Es
innegable a este respecto que no hace falta leer autores canónicos para emocionarse
con una historia, para que alguna frase perdida cale hondo en nuestro espíritu sin
dejarnos escapar. Siempre se podrá recomendar y ejercer crítica de un texto, generar
un entusiasmo, compartir los caminos por los que uno debió transitar para dar con lo
que, en definitiva, llega a ser inefable; lo que jamás podrá hacerse es imponer un
gusto o su oposición. Dicho de otra forma, la literatura no está en el libro, sino en la
comunión que se da entre una y otra subjetividad, entre el escritor y el lector, ambos
presupuestos libremente. Recordemos a Borges: “Emerson dijo que una biblioteca es
un gabinete mágico en el que hay muchos espíritus hechizados. Despiertan cuando
los llamamos; mientras no abrimos un libro, ese libro, literalmente, geométricamente,
es un volumen, una cosa entre las cosas. Cuando lo abrimos, cuando el libro da con
su lector, ocurre el hecho estético. Y aun para el mismo lector el mismo libro cambia,
cabe agregar, ya que cambiamos, ya que somos (para volver a mi cita predilecta) el río
de Heráclito, quien dijo que el hombre de ayer no es el hombre de hoy y el de hoy no
será el de mañana. Cambiamos incesantemente y es dable afirmar que cada lectura
de un libro, que cada relectura, cada recuerdo de esa relectura, renuevan el texto.
También el texto es el cambiante río de Heráclito.”

A partir de lo dicho, resulta incómodo conjugar la idea de la literatura con un destino


marcado por la edad. Uno podría imaginarse automáticamente su fatalidad, y con esto,
su carácter utilitario, es decir, que hay una literatura que solo puede y debe ser leída
en un tiempo determinado, lo que resulta en un oxímoron irremediable ¿Rotularla con
el adjetivo de infantil o de juvenil es, bajo esta luz, al mismo tiempo negarla como tal,
degradarla, adjudicarle una imperfección? Si lo es, entonces, la escisión
correspondería a lo que en realidad es la <no literatura>, o bien, a la mala literatura. O
bien, lo que se intuye por asociación, es la idea de una literatura destinada a un sujeto
degradado, imperfecto, incompleto. Pero entonces ¿Cuándo el sujeto se completa?
¿Cuándo pasa de ser medio sujeto a sujeto completo? ¿Al terminar los estudios? ¿Por
ley, a los dieciocho años? ¿Al trabajar, formar una familia, tener hijos? Podríamos
seguir… Evidentemente existe una lógica que promueve –o impone- la idea de lo que
el sujeto debe ser y hacer a medida que se desarrolla y crece. Si bien hay grandes
diferencias entre las capacidades cognitivas de un niño y de un adulto, esta lógica
parece no agotarse nunca, sino con la propia muerte.

Antes de continuar, habría que reparar -a grandes rasgos- en los procesos


socioculturales, históricos y políticos que han atravesado el mundo occidental durante
el último siglo y medio, digamos, a partir de la revolución de la imprenta y de la
masificación del libro como objeto cultural de consumo. Un análisis como el tema lo
amerita llevaría muchos volúmenes y la intervención de muchas perspectivas del
conocimiento, tantas como han proliferado desde el acontecimiento mencionado (y con
la industrialización, el positivismo, la oleada de estudios universitarios y todo lo que
estos movimientos conllevaron). No obstante, parece fundamental mencionar que
hasta hace menos de un siglo, los niveles de alfabetización en el mundo eran muy
bajos y que, durante mucho tiempo, la educación estuvo destinada solo a las minorías
dominantes. Conforme el transcurso del S.XX, principalmente consecuencia de la
necesidad de suplir la demanda de trabajo con al menos un mínimo de tecnificación, la
educación debió tornarse popular, llegar a una gran cantidad de personas. Mientras
que en los siglos precedentes era mucho más personalizada, (las familias
aristocráticas contrataban un tutor o pedagogo para que enseñara a sus hijos, o los
enviaban a instituciones privadas de muy alto costo donde el maestro podía adaptar su
práctica a la de sus estudiantes) posteriormente debió organizarse de forma tal que un
maestro enseñara a una gran cantidad de alumnos al mismo tiempo y, naturalmente,
este tipo de relación de aprendizaje deteriora la calidad de la educación e imposibilita
el desarrollo particular de cada sujeto, acorde a sus intereses personales.

Dicho esto, es lógico pensar en las dificultades para elaborar un plan de estudios que
sirva para una gran cantidad de alumnos. Aún más, lo utilitario de la ecuación va
claramente en detrimento de la idea de la literatura. Si detrás de la enseñanza de la
literatura está el propósito de establecer pautar morales, de homogeneizar, entonces
deberíamos darle otro nombre. Por otro lado ¿Se enseña literatura? ¿O se enseña a
leer? ¿Qué podemos transmitir sino una emoción, un entusiasmo? Walter Benjamín,
que considera la infancia como un terreno propicio para los adultos colonizadores, nos
dice al respecto: “Hay que desterritorializarlo y volverlo a su lugar: aquél en el que las
cosas son liberadas de la esclavitud de ser útiles”. Justamente aquella forma de la
literatura infantil pensada como una vía con finalidades didácticas para solapar
principios morales es la que tergiversa la actividad de la lectura, la que, en términos de
Gottsched: “la aleja de los valores de la esfera artística”. Existen los elegidos –declara
Oscar Wilde- para quienes las cosas bellas significan únicamente belleza. Un libro no
es, en modo alguno, moral o inmoral. Los libros están bien o mal escritos. Esto es
todo. Un buen cuento, es un buen cuento, el problema es que se ha enseñado a leer
buscando respuestas en el texto, cuando lo importante son las preguntas, las
incertidumbres: “hacer del lector un productor y no un mero consumidor” dice Roland
Barthes. Cuando un sujeto, sin importar su edad, toma la experiencia de lectura de
esta forma, lo que queda es el juego, la magia. Si un texto es capaz de generar esto,
debe serlo para todo lector dispuesto, si es que es el apropiado, si se da el
encantamiento. Podemos tomar el ejemplo de Robert Louis Stevenson, de Mark
Twain, de Emilio Salgari e incontables más. Todavía los leo, y no pienso dejar de
hacerlo ¿Por qué dejar costumbres que a uno lo hacen feliz sólo por el hecho de haber
crecido? Con demasiada frecuencia se les pide a los alumnos, casi de inmediato, dar
cuenta de aquello que acaban de experimentar, de un modo productivo y abstracto.
Pueden leerse, al pie de muchos cuentos presentados como trabajos prácticos, las
consignas que instan a extraer del texto una serie de conclusiones del tipo:” ¿Qué
quiere decir el autor en tal fragmento?” ¿Por qué utiliza tal o cual adjetivo? Extraiga
cinco sustantivos, etc. Tanto es así que, indagar si el cuento ha gustado o no o si una
frase ha parecido bella, puede ser visto como una gran ineptitud o impericia de parte
del maestro. Volviendo a la tautología de unas líneas atrás, conseguimos la operación
inversa, encontramos la voz que nos dice “un buen cuento no puede ser solo un buen
cuento”. Barthes en “Algunas palabras del señor Poujade” perteneciente a su libro
Mitologías comienza diciendo: “Lo que más respeta la pequeña burguesía en el mundo
es la inmanencia: todo fenómeno que tiene su propio término en sí mismo por un
simple mecanismo de retorno, para decirlo literalmente, todo fenómeno pagado, le es
agradable”. Y más adelante: “Hacer pagar, contestar, concebir el acontecimiento
recíproco, ya sea devolviendo, sea desbaratando, todo cierra el mundo sobre sí mismo
y produce felicidad. Es normal, pues, la vanidad que surge de esa contabilidad moral:
la ostentación pequeñoburguesa consiste en eludir los valores cualitativos, en oponer
a los procesos de transformación la estática de las igualdades (ojo por ojo, efecto
contra causa, mercancía contra dinero, centavo por centavo, etcétera).” De esta
manera damos con la contaminación de este mecanismo hacia todas las áreas del
pensamiento humano, invadiendo también la literatura ¿Para qué sirve? ¿Que se ha
hecho de esto? La lectura exige el resultado inmediato, así como se les exige a los
alumnos aprobar la materia, alcanzar un número, completarse un poco más… El
pragmatismo no entra (no debiera entrar) en la discusión del arte. Todo arte es inútil.

El país de Juan – María Teresa Andruetto

¿Exclusivo para niños? ¿Adecuado para una clase de literatura? ¿Para primaria o
secundaria…? Dado lo reflexionado sería insensato trazar un dogmatismo en torno al
texto. También lo sería su recomendación con motivo de una supuesta utilidad
educativa. No obstante la selección de textos constituye para quién “enseña” literatura
una parte importante de su trabajo. En última instancia hay una decisión que, por más
que se pretenda envolver en el manto de predisposiciones curriculares, resulta ser
individual. Al fin y al cabo, si uno decide leer un texto en clase y no otro, es por un
criterio subjetivo. Si el día de mañana, se recomendara desde el ministerio de
educación que se debe leer “50 sombras de Grey” (o cualquier otro) con motivo de su
agudeza para describir problemáticas sociales, no por eso uno estaría muy dispuesto
a incluirlo sin más ¿Qué profesor incluye en su clase textos que no le agradan a el
mismo? Infatigable leer y releer historias que uno aborrece, día tras día, año tras año.
Si, como hemos mencionado, una clase de literatura consiste en gran parte en generar
un entusiasmo, sería lógico que el mismo comenzara por uno. No se puede convencer
a nadie de algo que uno mismo no está convencido. Por otro lado, la selección
dependerá de aquellos lectores a los que estará dirigida. Este punto es fundamental.
Una reprochable costumbre de aquellos profesores que enseñan a enseñar es la de
pedir la instrumentación de esas situaciones improbables, siempre ficticias e ideales,
que son las posibles clases, con posibles alumnos que no existen. En estas clases
suele haber muchos niños amables y avezados en literatura argentina, con un gusto
refinado, sedientos de otro cuento borgeano. Por lo tanto, la incógnita de si “El país de
Juan” es un texto propicio para el aula, puede ser resuelta tanto de forma afirmativa
como negativa. En una cierta clase ideal, en alguna aula perdida en la vasta provincia,
imagino aquella lectura conjunta, imagino como el texto interpela al oyente atento y
como éste, entusiasmado, se precipita sobre las páginas conmovido por la historia,
deseoso de saber que va a pasar ¿Por qué no? En otra clase, en otro rincón de un
aula gris, una chica se aburre hasta no soportarlo más: el texto le parece demasiado
simple. La historia la interpela, pero busca otra forma en el mensaje, busca palabras
difíciles y metáforas nuevas. Por más que se desee encontrar una respuesta concreta
y esclarecedora, no hay camino más sincero que decir: depende. Caso contrario
caemos en el peligro de transformar a los estudiantes en cosa parecida a un operario
de fábrica. De ocho a doce, sección b, esto para usted, esto para aquél. Ahora bien, la
decisión. Teniendo en cuenta que el texto utiliza una gran variedad de recursos
narrativos, como por ejemplo la circularidad que comienza a revelarse capítulo a
capítulo, cómo tema subterráneo, mediante la utilización de estructuras homónimas y,
a su vez, considerando la temática abordada, (la desigualdad social y el amor) pienso
que la lectura del texto puede ser una propuesta muy buena tanto en primaria como en
secundaria. Un cuento, como sabemos, puede ser analizado en diversos niveles. Por
lo tanto, lo que constituirá la pertinencia de su aceptación en un plan de clase u otro,
será el enfoque propuesto para su análisis.

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