John Cornwell, Los científicos de Hitler. Ciencia, guerra y el pacto con el diablo.
Barcelona, Paidós, 2005, 485 páginas (traducción de Ramón Ibero).
Este ensayo de John Cornwell, director del proyecto Ciencia y Dimensión Humana del
Jesus College de Cambridge, es una documentada investigación sobre el papel y la
responsabilidad de los científicos en la planificación y prácticas militares, en la
colaboración con gobiernos y poderes en investigaciones surgidas y sugeridas desde
instancias externas a las propias comunidades científicas y, en definitiva, sobre su papel,
resistente o no, frente al sistema de poder más despótico del siglo XX.
Significativamente, y al igual que un reciente volumen de Charpak y Omnès, el libro se
abre con una cita de Rabelais: “La ciencia sin conciencia es la ruina del alma”.
Los científicos de Hitler está estructurado en tres grandes bloques de muy diferente
extensión: el primero presenta la herencia científica de Hitler, con un apartado dedicado
a la nueva física entre 1918 y 1933 o un magnifico capítulo centrado en la obra y vida
de Fritz Haber, uno de los grandes químicos de todos los tiempos e inventor de los
medios tecnológicos que permitieron usar gases en la Primera Guerra Mundial (saldo
estimado: 1.300.000 muertos); el segundo, el grueso del volumen, está dedicado a los
diversos desarrollos científicos bajo el nazismo, con especial atención a las ciencias
físicas y a las tecnologías militares pero también con referencias a la matemática o la
medicina, y finalmente, el último apartado presenta una breve síntesis de la ciencia
desde la guerra fría hasta la denominada “guerra contra el terrorismo”.
Cornwell señala (pp. 18-20) algunas de las grandes preguntas en torno a las que gira su
investigación: después de estudiar la historia de la ciencia alemana en la primera mitad
del siglo XX, ¿pueden extraerse conclusiones significativas acerca de la relación
existente entre el saber científico y las buenas sociedades? ¿El cultivo o conocimiento
de la ciencia hace a los seres humanos más racionales, más objetivos, más
internacionalistas, menos apasionados, mejores si así queremos decirlos? ¿Puede
afirmarse que la ciencia florece mejor y los descubrimientos de los científicos son
utilizados de manera más responsable y ética en los regímenes democráticos que en los
dictatoriales? ¿Podemos creer tal como sostuvo en Alsos Samuel Gouldsmit , el
codescubridor del espín del electrón, que la razón por la que la ciencia alemana fracasó
donde los americanos y británicos triunfaron es que la historia reciente, los hechos
conocidos y contrastados demuestran que la ciencia bajo el nazismo, el fascismo o
sistemas afines nunca será, con toda seguridad, igual que la ciencia bajo sistemas
democráticos? ¿Pueden y deben los científicos manifestar siempre sus opiniones y
negarse a colaborar con gobiernos e intereses no democráticos o con instancias
militares?
A las anteriores preguntas, pueden sumarse muchas otras que sin duda resultan decisivas
para la comprensión de los grandes acontecimientos del pasado siglo. Por ejemplo, y sin
poder ser exhaustivo: ¿qué relación existe, si la hubiera, entre ciencia, ideología y
posición política? ¿Cómo llegó a cuajar, y con qué aportaciones, la idea de una “física
alemana no judía”, idea promovida no por ideólogos nazis trastornados y obnubilados
sino por físicos premios Nobel como lo fueron Philipp Lenard y Johannes Stark?
¿Puede justificarse la actuación de científicos de la talla de Werner Heisenberg bajo el
nazismo? ¿Por qué muchos científicos siguieron colaborando en el proyecto Manhattan
cuando ya estaba claro que la Alemania de Hitler estaba vencida y no estaba en
condiciones de elaborar de bombas y cuando, por otra parte, se empezaba a ver claro
que el destinatario del poder atómico no era ya Alemania ni Japón sino la URSS?
¿Cómo es posible que un individuo de la categoría política y moral de Albert Speer
aparezca ante nuestros ojos, al cabo de apenas cincuenta años, como una especie de
opositor silencioso de Hitler? ¿Cómo explicar que una empresa como IG Farben pudiera
beneficiarse sin apenas perjuicio posterior en el proceso desnazificación del trabajo
esclavo de miles y miles de individuos que murieron (o “sobrevivieron”) en el campo de
exterminio de Auschwitz, empresa que si bien suscribió medidas de seguridad e higiene
mantuvo fijo el límite del 5% de la plantilla para el número de obreros que podían
hospitalizarse a causa de enfermedades laborales? Vencida Alemania, ¿cuál fue la
colaboración de muchos de sus científicos con el creciente imperio americano? ¿Fue
realmente Von Braun, que como es sabido colaboró con la NASA, un caso tan singular?
Para los interesados en el tema, Cornwell ofrece, además, algunas novedades sobre la
relación entre Bohr y Heisenberg, que parecen apuntar que este último, uno de los
grandes de la mecánica cuántica, no fue sólo un científico alemán con fuerte señal
identitaria y con muy escasa pulsión política.
El último capítulo del libro de Cornwell lleva por título “La ciencia vuelve a la guerra”.
Comenta el autor que ya se conoce el compromiso de la Administración Bush en favor
de una nueva generación de armas nucleares, “con claras indicaciones de que tales
armas a no serán contempladas como disuasorias sino como medios de uso preventivo
frente a potencias nucleares y no nucleares” (p. 446); recuerda el caso de Norbert
Wiener quien se negó en 1947 a proporcionar información sobre control remoto a una
empresa aeronáutica estadounidense invocando la responsabilidad de los científicos en
la fabricación de armas y señalando que proporcionar información no es un acto
necesariamente inocente, y concluye Cornwell que en “la actualidad se necesitan
urgentemente científicos que no sean sólo diestros practicantes de sus especialidades
sino que además posean una elevada visión de la política y la ética, que estén
preparados para cuestionar, demostrar, exponer y criticar las tendencias de la ciencia
dominada por el Ejército” (p. 452). Para ello, y en la estela del inolvidable ejemplo de
Joseph Rotblat, sugiere que para evitar la prostitución del saber científico y su mal uso,
los científicos deben organizarse en agrupaciones en las que sean primero seres
humanos y sólo después científicos. La sugerencia no permite réplica.