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FILOSOFÍA del ARTE.

Book · August 1991

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Juan O. Cofré-Lagos
INSTITUTO de CHILE
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Juan O. Cofré-Lagos

FILOSOFIA DEL
ARTE
I. LA LITERATURA

EDITORIAL UNIVERSIDAD
U.D.P. AUSTRAL DE CHILE

1
PREFACIO

Las cuestiones relativas a la filosofía del arte y de la literatura aquí examinadas, han
sido motivo de reflexión durante largos años. Algunos problemas han sido ya estudiados y
publicados en diferentes revistas especializadas. La motivación original por estos temas
relativos a la filosofía del arte y la literatura se remontan a la década del 80, y surgieron con
un perfil propio en mi tesis doctoral (Los entes de ficción en la filosofía analítica) de 1986
(Salamanca).

FONDECYT me proporcionó la feliz ocasión de continuar avanzando sobre éstos y


otros problemas estético-filosóficos, antes no abordados por falta de oportunidad. Sin la
valiosa cooperación de FONDECYT, ni la investigación ni la publicación de ésta, que aquí se
presenta, hubieran sido posibles. Dejo, pues, expresa constancia de mi gratitud a esta
Institución gubernamental. Igualmente, a la Rectoría de la Universidad Diego Portales que ha
acogido la publicación de esta obra en su prestigiosa Editorial.

La Universidad Austral de Chile, a su vez, por intermedio de su Dirección de


Investigación y Desarrollo, me prestó constantemente su estímulo y su apoyo.

J.O.C.
Valdivia

2
INTRODUCCIÓN

Desde el punto de vista filosófico es esencial conocer la naturaleza ontológica de la


obra de arte y las estrategias cognitivas que intervienen en su recreación y constitución. La
necesidad de comprensión es intrínseca a la naturaleza de la inteligencia humana. El mundo,
tanto en su dimensión natural como espiritual, aparece a primera vista como un problema,
cuando no como un enigma intrincado y difícil de comprender.

El arte (y, desde luego, la literatura en cuanto es ésta una de las artes fundamentales)
constituye un objeto de orden espiritual sumamente difícil de poder comprender en su más
íntima naturaleza y, en relación con el público contemplador. Pero sólo es posible
comprender aquello que de suyo posee un sentido, o aquello que ha cobrado un sentido en
virtud de la conciencia intencional que es, en definitiva, el fundamento fenomenológico auto
y totofundante de la realidad humana, histórica y natural. Las obras de arte son precisamente
un cierto tipo de entidades espirituales que poseen un sentido, sentido que muchas veces está
profunda y misteriosamente velado. Comprender lo que una obra es equivale a encontrar un
sentido ontológico, de orden, de jerarquía, de estructura y de valor.

Lo que sugiero en este libro es que la obra de arte es esencial e irrenunciablemente


una entidad intencional de mera ficción. Pero que sea mera ficción no quiere decir en modo
alguno que la ficción en sí misma no sea una suerte de realidad. Por el contrario, la ficción es
una realidad para la conciencia imaginante tanto como puede serlo la naturaleza para la
conciencia realizante y pensante. Las obras de arte son construcciones de mundos ficticios,
mundos dotados de su propia e íntima coherencia, muchas veces diferente de la coherencia
que suele observar el mundo real o histórico, lo que no quiere decir, desde luego, que estos
mundos de ficción no guarden algún tipo de correspondencia con el mundo histórico real.

Evidentemente la obra de arte es un producto construido en el tiempo, enriquecido e


interpretado desde la historia y en la historia con toda la carga social y cultural que los
lenguajes simbólicos conllevan. Desde este punto de vista la obra de arte es autónoma en
tanto ontológicamente se basta a sí misma, pero se corresponde con la realidad histórica,
social y cultural ya que es producto de ella. De lo que se trata es de no confundir, ni mucho
menos mezclar, la obra de arte en cuanto realidad de ficción, con la realidad mundana que
obedece a sus propias leyes.

Es fundamental distinguir entre ficción y realidad si se quiere comprender la


naturaleza esencial de los discursos y los mundos artísticos. El discurso artístico crea mundo

3
(inventa) al narrar verbal o pictóricamente. Es un mundo que no trasciende al lenguaje
mismo que lo instaura y constituye sino que, por el contrario, alcanza la plenitud de su ser
por medio de las significaciones y sugerencias anímicas y espirituales que las palabras o las
imágenes de suyo alcanzan en los lenguajes artísticos. El discurso histórico, o la fotografía
documental, en cambio, no inventan mucho por medio de la palabra o la imagen sino que
describen o toman nota de un mundo preexistente al cual sólo hacen referencia directa o
indirectamente. En este sentido las obras de arte son construcciones espirituales dotadas de su
propia realidad ficticia, de su propia coherencia y plenas de sentido y de valores estéticos y
humanos que no siempre se pueden encontrar con la misma intensidad en el mundo de la vida
cotidiana.

Estas son las ideas centrales que articulan los doce capítulos de este libro. Cada uno
puede leerse en forma independiente, pues cada apartado trata de un problema específico, no
obstante, todos están en íntima y mutua relación de correspondencia.

4
Capítulo I

SOBRE LA ESTETICA COMO FILOSOFIA DEL


ARTE Y SU OBJETO DE ESTUDIO

Este capítulo está dedicado a distinguir y puntualizar algunos conceptos


fundamentales.

En primer término interesa dejar constancia de las dificultades de todo orden que
encuentra la estética para transformarse en un saber coherente y riguroso. Geiger1 ha escrito
que la estética conlleva en sí misma los gérmenes de su propia destrucción. No ha alcanzado
aún el rango de ciencia y sus métodos varían asombrosamente de uno a otro investigador.
Pero, lo que es peor, surgen enormes dificultades a la hora de precisar su verdadero objeto de
estudio.

En segundo lugar se deja establecido que una meditación estética –en este trabajo- si
ha de buscar profundidad, tendrá que ser sustancialmente una investigación sobre la obra de
arte, precisamente porque es la obra de arte y su naturaleza ontológica lo que constituye,
desde un punto de vista fenomenológico, el verdadero objeto sobre el cual debe dar cuenta
esta disciplina. Desde el punto de vista ontológico la obra de arte no se puede definir sino
como obra de ficción.

Y, en último término, y consecuentemente con lo anterior, se considera que la estética


–en esta obra- debe ser entendida como filosofía del arte (y no como meditación metafísica
sobre lo “bello” o lo “estético”), es decir, como disciplina filosófica llamada a explicar el
fenómeno artísti

1 Cf. M. Geiger. Estética. Buenos Aires, 1947.

5
1. SOBRE LAS POSIBILIDADES DE UN SABER
COHERENTE Y SISTEMÁTICO EN ESTÉTICA
Cuatro requisitos fundamentales debe reunir, al menos, toda ciencia o todo saber
riguroso y sistemático que pretenda informar y explicar efectiva y racionalmente la
naturaleza y el comportamiento de una determinada realidad: conocer con claridad y
distinción el objeto de estudio; poseer un método (o unos métodos) coherente y sistemático
de aceptación general; alcanzar un conjunto de axiomas o principios auto y toto fundantes y;
construir un léxico técnico de alcance difundido y general. Si aplicamos estos principios a la
física o a cualquier otra ciencia natural veremos que los cumple efectiva y estrictamente. Aún
las ciencias sociales son capaces de cumplir al menos en buena medida con estas exigencias.
Magro balance obtenemos, en cambio, si pretendemos aplicar estos principios a la estética.
Sea que se la considere como disciplina filosófica, sea que se la tome como disciplina
científica –como ocurre en la estética psicologista y experimental de fines del siglo XIX y
principios del actual- bien lejos está aún este saber de constituir un cuerpo organizado y
coherente de conceptos de los objetos que investiga. Ni siquiera está claro si dichos objetos,
o todos ellos, existen realmente o no. Una rápida mirada a lo que los filósofos y estetas
entienden por estética permite ver un desacuerdo general tanto sobre los métodos como sobre
el objeto, sus principios y sus conceptos2.

No es extraño, en consecuencia, que se haya puesto en entredicho el carácter


científico (en el sentido de saber riguroso) de la estética. Comparada con las ciencias
positivas o formales no ha sido capaz hasta hoy de elaborar sus propios principios, ni de
delimitar su objeto de estudio, ni de asegurarse un método unitario y sistemático con el cual
operar en los diversos campos de su acción. Y, sin embargo, no se ve ninguna razón de
principio que impida a esta disciplina transformarse en un saber coherente y sistemático
capaz de encaminarse por la senda del progreso y ofrecernos una explicación satisfactoria del
fenómeno o de los fenómenos estéticos fundamentales. Por esto una investigación estética no
puede comenzar dando por sentado su objeto de estudio sin antes justificar la investigación
misma.

2 Como lo señala Hegel, las ciencias filosóficas son las más necesitadas de introducción, pues las
ciencias naturales conocen con claridad tanto su objeto como su método. El físico no duda de los
métodos que conviene emplear porque ya han sido probados y aceptados por la comunidad
científica internacional. Tampoco sus objetos de estudio ofrecen dificultades pues toda la ciencia
natural opera sobre la base de que existe el mundo natural, y que mediante métodos adecuados es
posible descubrir sus misterios y hacer visibles las leyes que rigen su comportamiento.
Desgraciadamente la estética no cuenta con estas ventajas de partida. La causa que desencadena
todos los problemas ulteriores de métodos, principios y conceptualización se debe, según parece, a
un desconocimiento o falta de claridad sobre el objeto mismo. La pregunta sobre el ser de la estética
provoca desacuerdos y confusiones. Algunos filósofos la consideran como una suerte de
investigación metafísica que tiene por objeto la belleza; otros la consideran como una disciplina
axiológica y normativa que se ocupa de ciertos principios “a priori” que presiden la construcción
artística; otros, en fin, ven su objeto esencial en el juicio de gusto. También se le asigna como tarea
principal el proceso de la creación y de la contemplación, de la intuición y de la expresión artística.
Como se ve, no está en absoluto claro cuál sea el objeto de estudio de esta disciplina. Mientras no
haya claridad sobre este punto, no podrá haberlo sobre los restantes y no podrá haber una estética
que sea realmente una disciplina rigurosa y no simplemente una colección más o menos feliz de
conocimientos y dispersos.

6
Hegel ha escrito que es imposible abordar una ciencia sin preparación, y muy
especialmente cuando se trata de una ciencia cuyo objeto de estudio no pertenece al orden de
los fenómenos formales, naturales o sociales, como parece ser el objeto de la estética. “Sea
cual fuere el objeto de una ciencia y sea cual fuere la ciencia en sí misma –dice este filósofo-
dos puntos deben atraer nuestra atención: en primer lugar, el hecho de que tal objeto existe, y
en segundo lugar, el hecho de saber lo que es”3. Si comparamos la estética con las ciencias
positivas, vemos que el objeto de éstas no plantea ninguna dificultad. Nadie exigiría al
matemático que comience por demostrar la existencia de los números, así como nadie
exigiría al físico que comience por demostrar que el mundo y sus fenómenos causales existe.
Éstas son preocupaciones que quedan fuera del ámbito y de la competencia del científico. A
la ciencia le basta con asumir la creencia general de que sus objetos existen. No ocurre lo
mismo en el ámbito de las ciencias filosóficas. Las primeras llevan, en consecuencia, una
considerable ventaja, mientras a veces gran parte del trabajo de las segundas consiste
justamente en mostrar (o demostrar) que sus pretendidos objetos de estudio son tan reales y
auténticos como los demás.

Ya en la filosofía presocrática se distinguían dos grandes modos de conocer –y, por


tanto, dos grandes tipos de conocimiento-: conocimiento por los sentidos y conocimiento por
la razón. Los filósofos posteriores han reelaborado estas ideas, pero en lo fundamental la
distinción parece ser admitida casi universalmente. Desde el punto de vista epistemológico se
distingue entre conocimiento racional y conocimiento empírico o, entre conocimiento “a
priori” y “a posteriori”, según Kant y, desde el punto de vista lógico se distingue entre juicios
analíticos y sintéticos4.

Esta originaria distinción ha dado lugar a sendas maneras de concebir la ciencia. Se


habla de una ciencia formal, que para algunos es totalmente independiente de la experiencia
y, para otros, sólo diferente, pero no radicalmente distinta de la ciencia empírica, basada y
fundada en la experiencia, aunque auxiliada por la razón. La estética pareciera escapar a esta
clasificación. Es evidente que no se la puede concebir como una ciencia de principios “a
priori” porque el fenómeno y la vivencia artística son genuinas experiencias, pero es obvio
también que tanto el fenómeno como la experiencia artística superan con mucho el campo de
lo meramente empírico para entrar en un terreno espiritual. Y aquí surge el problema: ¿es el
fenómeno artístico –y la vivencia estética- un hecho que escapa a las leyes que determinan
los fenómenos empíricos o es tan sólo una manera refinada e indirecta de darse un tipo
particular de experiencia, pero experiencia al fin?

Para algunos el objeto sobre el que versa la estética sería un cierto complejo irracional
de fenómenos sensibles y emotivos que por su naturaleza harían imposible un saber
coherente y sistemático como cabría esperar de un saber lógico-racional. La ordenación de
las impresiones subjetivas y de las reacciones de la sensibilidad individual mediante leyes de
validez general es, según los que así piensan, imposible. El objeto de la estética se resistiría,

3Introducción a la estética, pp. 10-11. Barcelona, 1979.


4 El filósofo contemporáneo que con más fuerza se ha opuesto a una distinción tajante entre
conocimiento analítico y sintético es W.V. Quine. Cf. “Dos dogmas del empirismo” en Desde un punto
de vista lógico. Barcelona, 1962.

7
por tanto, a toda elaboración, escaparía a toda posibilidad de captación científica, y esto haría
–según se dice- que la estética sea un intento fallido por falta de medios adecuados, una
empresa condenada de antemano al fracaso, por cuanto se propone racionalizar algo
sencillamente irracional. Sin duda que los propios resultados de la investigación estética –
siempre controvertidos- dan pie para este tipo de críticas, pero si bien es cierto que estas
objeciones encierran un fondo de verdad, son, realmente, muy exageradas. Ellas no bastan
para concluir que la estética es imposible como ciencia, siempre y cuando, como señala
Kainz, se tenga un concepto adecuado y justo de lo que sea la ciencia y de lo que sea la
estética. Ni puede decirse que el objeto estético se halle sustraído a toda ley, ni que el
comportamiento espiritual de quien lo contempla, y los juicios que emite, sean algo
puramente caprichoso y arbitrario. Sobre todo, no debe interpretarse falsamente el concepto
de “lo irracional”. Si hay momentos irracionales en la constitución del fenómeno estético,
ello no quiere decir que todo en el campo de la estética sea meta-causal o acausal, arbitrario y
fortuito, sino que las series causales, las causas y los efectos se hallan aquí más
profundamente escondidos siendo, por tanto, mucho más difíciles de captar que en el terreno
de las ciencias físico o, incluso, de la psicología o la política5. Una parte importante del
secreto del éxito de la investigación estética reside, en consecuencia, en el método que se
emplee.

En efecto, el conocimiento matemático se funda en el análisis intelectual. Al


matemático le basta una actitud estrictamente racional para acceder a sus objetos,
comprenderlos y explicarlos. El físico requiere, además, del concurso de los sentidos, pero el
esteta no logrará conocer sus problemas ni resolverlos adecuadamente si procede tan sólo
como el matemático o como el físico. Por la misma circunstancia “arracional” en que se da
el fenómeno estético hace falta una actitud diferente que sin abandono, por supuesto, del
irremplazable concurso de los sentidos y de la razón, vaya más allá de éstos. Hay fenómenos
que no se los aprehende ni comprende por más que se los piense o se los observe. Es
menester una actitud distinta para “comprender” las cosas y hechos que amamos y queremos.
De la misma manera debe ocurrir en la experiencia estética. Todo conocimiento, todo
tratamiento científico del fenómeno artístico ha de comenzar, pues, por atrapar el fenómeno,
traerlo a presencia de la conciencia, en una palabra, intuirlo. Intuir estéticamente es
aprehender, captar sin conceptos y sin que nada medie entre la conciencia que intuye y el
fenómeno intuido. El químico y el físico pueden perfectamente prescindir de este momento
intuitivo del conocimiento por la sencilla razón que sus objetos están ahí constituidos de
antemano. El esteta, por el contrario, tiene que comenzar por constituirlos. Éste es el primero
y más fundamental de los pasos que ha de tener en cuenta el esteta y sólo luego, en un
segundo momento, cuando ya sepa de qué se trata, podrá adoptar como el resto de los
científicos una actitud meramente positiva. El objeto estético, así constituido, sólo entonces
alcanza un cierto rango de objetividad al ser arrancado a la vivencia que, en tanto momento
puramente emocional, impide en sí misma que su objeto se constituya racionalmente como
ocurre con la experiencia matemática y científica.

En estética el juicio de gusto sigue a la vivencia del fenómeno juzgado. Sin embargo,
para el esteta es indispensable verter la experiencia vivida en lenguaje racional; debe tratar de
aprehender y describir los momentos constitutivos y esenciales de lo que se le ha dado en la

5 Cf. F. Kainz. Estética, Cap. I “Qué es la estética y sobre qué versa”. México, 1952.

8
experiencia. Por eso los planteamientos puramente racionalistas del arte, que tratan o han
tratado de derivar el concepto de belleza, por ejemplo, de principios “a priori” pre-
establecidos, no pueden enseñarnos mucho sobre la verdadera naturaleza del fenómeno
artístico. Tampoco los estetas empiristas –por ejemplo, los psicologistas- pueden decir nada
decisivo sobre la esencia del fenómeno estético toda vez que consideran la obra de arte como
una realidad empírica capaz tan sólo de entrar en relación anímica con el sujeto
contemplador. En uno y otro caso se ignora el fenómeno estético en sí, se desconoce su
esencia y se niega con ello la posibilidad misma de la estética como disciplina rigurosa y
coherente. Sin conocer su objeto y lo que éste es, toda investigación estética está de
antemano condenada al fracaso. Pues bien, es realmente urgente comenzar por este problema
primero pues, sin saber lo que se busca, sólo por casualidad se puede encontrar. Es fácil
imaginar que reinaría el mayor desconcierto en las ciencias físico-matemáticas si sus cultores
no estuvieran de acuerdo sobre qué es lo que han de investigar y qué es aquello que
investigan. Es difícil, en cambio, encontrar dos investigaciones estéticas que estén
completamente de acuerdo en este supuesto fundamental.

2. SOBRE EL VERDADERO OBJETO DE ESTUDIO DE LA


ESTÉTICA EN TANTO FILOSOFÍA DE ARTE

¿Cuál es, en consecuencia, el objeto a investigar? ¿Dónde hemos de buscarlo? y,


¿cómo se constituye? Estas preguntas que no representan problemas en el campo de las
ciencias naturales son, en cambio, sumamente arduas para el esteta. Sostener que el objeto de
la estética lo constituye “lo estético” o “lo artístico” es no decir absolutamente nada mientras
no quede claro qué se entiende por “estético” y “artístico”. Ahora, si se definen estos
conceptos en términos de belleza, como se ha hecho tradicionalmente, y se tiende a
identificar, en última instancia, lo estético con lo bello, y el arte con la belleza, y se asigna a
la estética como tarea esencial investigar lo bello en sus diversas manifestaciones, se echa en
el olvido lo que a nuestro parecer no puede quedar nunca marginado, es decir, la obra de arte
en sí misma. Sea que se entienda lo bello como aquello que nos produce el máximum de
satisfacción plena y desembarazada, sea que se lo considere como la manifestación sensible
de la verdad, lo bello no puede constituir más que un “objeto” importante, pero secundario,
porque tanto la experiencia de lo bello como la de lo estético, en general, se originan y se
generan esencialmente en la obra de arte. Esta observación no queda invalidada por el hecho
evidente de que hay multitud de experiencias estéticas que nada tienen de artísticas en cuanto
se originan y se realizan en objetos reales o naturales que no son artísticos –problema al que
nos referiremos más adelante. Los problemas centrales de la estética siempre han estado
estrechamente ligados al arte, no obstante, hay que insistir que eso tan sólo no basta; hace
falta detenerse en la obra de arte concreta e individual para poder responder desde su esencia

9
a la pregunta más general sobre su estatuto ontológico6. Basta examinar la historia de la
estética para advertir que esta pregunta no ha sido jamás plenamente respondida.

Aquí, en cambio, postulamos una filosofía del arte cuyo objeto esencial es la obra de
arte y cuya tarea consiste en desvelar la naturaleza –el ser, la estructura óntica- de la obra
artística para poder contestar a la pregunta fundamental y primera que interroga sobre algo
aparentemente tan sencillo, pero en verdad profundamente oscuro, como lo es el ser de la
obra artística. Desde el punto de vista fenomenológico y hermenéutico sólo se puede
responder a esta pregunta desde la vivencia estética. Es en la vivencia estética –experiencia
originaria del ser artístico- en donde se constituye y se estructura la obra de arte como
fenómeno estético. Es, por consiguiente, un error pensar que la obra de arte es como los
demás objetos del mundo, que en buena medida se autoconstituyen sin una intervención
decisiva del espíritu humano. La taza de té “aquí” sobre mi escritorio, con su color, su aroma,
su forma y su estructura es en sí y por sí taza de té. Se da al conocimiento de una manera más
bien acabada y aunque es verdad que por el sólo hecho de ser objeto de conocimiento es de
alguna manera taza de té “humanizada”, su ser todo se agota y se consume en ser lo que es y
como es, independientemente del conocimiento. No ocurre lo mismo con la obra de arte. Es,
ciertamente, pero no como la taza de té, sino que su ser, emergiendo de la materia, alcanza
su plena realización en él y por el acto espiritual que lo vive y lo contempla. El ser artístico
se constituye, pues, en el activísimo proceso que enfrenta la “cosa artística” con la conciencia
estética sin que por ello quede reducido ni a cosa concreta alguna, ni a síntesis mental como
sostendría la estética psicologista. La obra de arte, en tanto fenómeno estético, no es nada
real –como la taza de té-; tampoco es nada ideal –como el concepto de número primo-, ni
nada mental –como el agrado que me provoca la taza de té-, sino algo, a falta de mejor
término, irreal. No se podría fácilmente negar que la “Gioconda”, en cuanto obra de arte y no
en cuanto trozo pintado de tela, es decir, de “cosa real”, no puede ser reducida a ninguna de
las tres categorías primeramente señaladas. Es irreductible a la pura cosa que es la tela que la
soporta (como la “taza de té” que sí se reduce por entero a la taza de té, es decir, a su
infraestructura material); es irreductible a una pura idea, como ocurre con los números, pues
es evidente que una cosa es la idea de la Gioconda y otra, muy diferente, la “Gioconda”
como obra de arte; tampoco podríamos confundirla con el acto mental que su presencia nos
suscita. La “Gioconda” no es ni nuestra alegría ni el sentimiento de serenidad y paz que nos
embarga cuando contemplamos la obra. La “Gioconda” es, en este sentido, un objeto irreal.
Cuando decimos “irreal” no queremos decir, en modo alguno, no-real. Por irreal
entendemos, siguiendo a Hartmann y a Sartre, el modo de ser de ciertas entidades
imaginarias que, en tanto imaginarias, son, como señalan los fenomenólogos, intencionales7.
Sin embargo, como el predicado “irreal” puede decirse de una serie de objetos que desbordan
las categorías de lo artístico, llamaremos más bien objetos ficticios o entes de ficción al tipo

6 Este parece un problema trivial pero, bien mirado, es el problema de los problemas. Intuitivamente
todo el mundo parece distinguir una obra de arte de lo que no lo es; visto el asunto desde un punto
de vista teórico, parece una verdadera aporía. Hay muchas respuestas que apuntan a lo artístico
pero no dicen lo esencial. En la historia de la estética y del arte este problema ha sido comúnmente
confundido con el problema de la función que cumple el arte y los efectos que sobre el espectador
provoca. “El arte tiene por fin la verdad”; “el arte busca la belleza”; “el arte causa placer y goce
desinteresado”, etc., son algunas de estas respuestas que eluden la pregunta fundamental.
7 Cf. A. Millán Puelles. El problema del ente ideal. Un examen a través de Husserl y Hartmann.

Madrid, 1947. El ente ideal puro. Madrid, 1990. A. Salazar Bondy. Irrealidad e idealidad. Lima, 1958.

10
de seres irreales que se constituyen en la experiencia estética. Con mayor precisión queremos
decir que el carácter irreal de la obra artística es ficción.

Conocemos, vivimos y actuamos en un mundo que llamamos real. En este mundo


real vivimos como seres reales, establecemos relaciones con otros seres reales, con las cosas
y con los hechos en medio de un espacio y de un tiempo reales. En la obra de arte, en
cambio, se vive la realidad como ficción. Cada obra es un cosmos, un mundo que ella misma
instaura y constituye. También encontramos en ese mundo seres, personas, cosas, objetos y
acontecimientos en medio de un tiempo y de un espacio inherente a la obra, pero de ficción 8.
Nada puede justificar, entonces, el negar la existencia del mundo de La Odisea con sus
personajes, sus objetos, sus hechos y sus historias. Todo se desarrolla en ese mundo como si
fuera real, aunque no lo sea en el sentido que lo es el mundo que nos rodea. Lo es, en cambio,
en tanto de algún modo modifica y actúa sobre nuestra existencia. Quien lea la Ilíada o la
Odisea vivirá, sufrirá y se emocionará con los acontecimientos, los dichos y los hechos de los
personajes. Ingresará espiritualmente en la esfera de ese mundo como contemplador
apasionado y de esa manera el mundo de ficción acabará por entrar en relaciones con su
mundo real, con su vida cotidiana, modificándola incluso profundamente. Es un hecho
generalmente admitido que las grandes obras enriquece el espíritu, profundizan nuestra
concepción del mundo y ensanchan nuestra experiencia. Todo ello prueba de una manera
bien clara que la ficción también puede modificar nuestra existencia y, por tanto, actuar de
manera indirecta, pero muy efectiva, sobre nuestra vida anímica y espiritual.

3. FICCIÓN ARTÍSTICA Y FILOSOFÍA DEL ARTE

Todo esto demuestra que la ficción artística no es una pura nada que deba quedar al
margen de consideraciones científicas. La estética, en cuanto filosofía del arte, tiene por
misión principalísima estudiar y explicar en qué consisten y cómo se estructuran los mundos
de ficción artística, porque la ficción, aunque diferente de la realidad inmediata y material, es
también uno de los modos en que se dice la Realidad universal. La oposición
“ficción/realidad”, tan útil para comprender la naturaleza ontológica de la obra de arte, no
debe llevarnos al extravío de pensar que precisamente por ello lo ficticio es no-real. Lo
concreto y empírico, lo ideal y lo ficticio son, en definitiva, modos de la Realidad (así con
mayúscula) integral9.

La ficción es el fundamento sin el cual ni es posible la constitución del arte ni de una


disciplina que lo estudie. Toda estética que ignore este principio –que la obra de arte es obra
de ficción primeramente y después otras cosas- no será más que disciplina subsidiaria, sea de
la lingüística, como ocurre con importantes corrientes de la poética contemporánea, sea de la

8 Estas ideas han tenido un mayor desarrollo en mi libro Filosofía de la obra de arte. Enfoque
fenomenológico. Santiago, 1990. Cf. Especialmente el Cap. VIII “Estructura ontológica y
fenomenológica de los mundos de ficción”.
9 En el Cap. 3 “Arte y realidad” se profundizan estas ideas. Cf. pp. 21-29. (corroborar original y final).

11
filosofía, como ha ocurrido con la estética idealista y racionalista, sea de la psicología, como
ha sucedido con la estética de la Einfühlung, sea de la política, como ocurre en la estética
platónica y en algunas concepciones contemporáneas.

Sólo con la estética fenomenológica contemporánea se comenzó a tomar verdadera


conciencia de la obra de arte qua obra de arte, emancipándola de determinaciones ajenas a
esta verdad de partida y fundamental: que el ser de la obra de arte ha de buscarse en la propia
obra y no fuera de ella. Sólo un enfoque desde esta perspectiva que dé cabida a la vivencia
estética como momento principalísimo de la constitución de la obra de arte es primeramente
y antes que nada, ficción, nota esencial que constituye el rasgo ontológicamente relevante del
fenómeno artístico10.

El arte es, pues, básicamente un hecho o, mejor aún, un fenómeno como los demás
hechos del mundo, con su propia identidad, estructura y autonomía. Pasar por alto estas
verdades es tomar siempre el arte como adjetivo, como objeto dependiente de, al que se ha de
llegar y tratar por medio de otras disciplinas no estéticas.

A nuestro entender no se ha destacado ni fundamentado suficientemente este


principio en la poética ni en la estética contemporáneas, ni siquiera en la fenomenológica, lo
cual ha traído como consecuencia una incomprensión radical del fenómeno artístico y una
diversidad de teorías que tienden a explicar la obra de arte por sus adjetivos sin ir a lo que es
su auténtica esencia. Quizá sean estas razones, aquí entrevistas, las que lleven a un filósofo
contemporáneo a afirmar lo siguiente: “Porque, en mi opinión, los profesionales
contemporáneos de la estética están tan fantásticamente equivocados, tan completamente
perdidos en una u otra forma de empirismo sin principios, que casi nada de lo que dicen
arroja luz sobre las cuestiones estéticas. No creen en su tema, no creen que se ocupe de
ningún objeto de experiencia peculiar, no creen que sea posible distinguir en él el menor
indicio de principios o conceptos rectores, andan a la deriva observando minucias triviales y,
en consecuencia, lo que dicen es tan carente de tema, de estructura, de principios, tan
desprovisto de fundamentos y tan trivial y olvidable como el material del que creen
ocuparse”11. Pero si se centra la investigación en el carácter ficticio de la obra de arte y se
considera este carácter como la esencia de su ser artístico, quizá sea posible escapar a las
objeciones de Findlay. Si se observa atentamente la cuestión se verá que es imposible pensar
la obra de arte sin pensar al mismo tiempo en su naturaleza de ficción. Éste debe ser el
principio de los principios que jamás puede olvidar u orillar una teoría del arte en beneficio
de otras consideraciones que podrán ser todo lo importante que se quiera, pero que serán
incapaces de ofrecer una comprensión universal del fenómeno artístico. Muchos estetas han
realizado sus investigaciones de espalda a este hecho, contentándose con tomar la obra de
arte como una realidad histórica que supuestamente todo el mundo sabe lo que es, pero a
poco de averiguar bien pronto se ve que nadie sabe lo que es, aunque todos creen saberlo.

10 Es curioso, pero ya Luzán (s. XVIII) cree ver en el carácter inventivo la esencia de la poesía. “Si se
atiende –dice- a la etimología griega, poesía suena lo mismo que hechura, y porta lo mismo que
hacedor o criador; y parece que nos da a entender en su mismo nombre que su esencia consiste en
la invención, en las fábulas y en aquella facultad que tienen los poetas de dar alma y sentido a cosas
inanimadas y de criar como un nuevo mundo distinto”. Cf. La Poética, p. 93. Madrid, 1974.
11 “Lo perspicuo y lo conmovedor: dos nociones estéticas fundamentales” en Estética. H. Osborne

(ed.), p. 154. México, D.F. 1976.

12
Hasta los más distinguidos estudiosos reconocen que este problema preliminar constituye una
dificultad de principio que impide un desarrollo coherente y ordenado de la investigación
estética. Donde más se respira esta incertidumbre es en la teoría de la literatura. “El primer
problema que se nos plantea –dicen Wellek y Warren- es, evidentemente, el del objeto de la
investigación erudita literaria. ¿Qué es la literatura? ¿Qué no es literatura? ¿Cuál es la
naturaleza de la literatura? Por sencillas que parezcan estas preguntas rara vez se contestan
claramente”12.

Un gran clásico español agrega: “Es necesario que tengamos en cuenta una nueva
complicación. Hasta ahora hemos hablado de la obra poética, de la obra literaria, como si
fuera núcleo o recinto bien delimitado. Nada de eso. Es increíble nuestra confusión entre lo
que es poesía y lo que no es poesía, lo que es obra literaria y lo que no es obra literaria” 13. Y
por este camino podríamos recoger una multitud de testimonios autorizados sobre la
asombrosa dificultad que encierra la delimitación de algo que aparentemente todo el mundo
sabe lo que es, es decir, la obra de arte14. Tampoco la crítica más actualizada, en el caso de la
literatura, surgida del formalismo ruso, el estructuralismo checo y francés, la semiótica, la
neoestilística, si se mira bien, ha podido aclarar la confusión que sorprendía a Alonso. A
nuestro entender, la explicación del arte en términos de ficción, y una profunda y coherente
explicación de lo que se entiende por ficción, ofrece una excelente ocasión para que la
estética y la poética encuentren su objeto de estudio, lo delimiten con precisión y se decidan
a explicarlo y a relacionarlo con otros fenómenos colindantes como la experiencia
contemplativa y creativa.

Quizá entonces podamos hablar de la estética como “ciencia” –en el sentido


filosófico- y sustraer definitivamente esta disciplina de las sombras sospechosas en que se
encuentra. Por cierto que no hace falta que la estética emule a la física o a la biología para
que pueda constituirse en ciencia auténtica. También las ciencias del espíritu –a falta de un
nombre más apropiado- pueden perfectamente y a su manera, y con los recursos que le son
propios, llegar a constituirse en saberes coherentes, sistemáticos y fundados, capaces de
explicar efectivamente un sector de la realidad. “Una ciencia es, en efecto –ha escrito Zubiri-
realmente ciencia, y no simplemente una colección de conocimientos, en la medida en que se
nutre formalmente de sus principios y en la medida en que, desde cada uno de sus resultados,
vuelve a aquellos”15. El hecho de que la obra de arte sea obra de ficción es quizá el más
fundamental de todos los principios estéticos, principio que no puede escamotearse ni
ignorarse y al que es menester recurrir y tenerlo siempre presente.

12 Teoría literaria, p. 27. Madrid, 1953.


13 D. Alonso. Poesía española, p. 204. Madrid, 1962.
14 Croce comienza con estas palabras su Breviario de estética: “A la pregunta ¿qué es el arte? puede

responderse bromeando, con una broma que no es completamente necia, que el arte es aquello que
todo el mundo sabe lo que es”, p. 11. Madrid, 1979.
A. J. Martínez en una detallada obra sobre el lenguaje poético recoge veinticuatro
definiciones de poesía. Cf. Propiedades del lenguaje poético, pp. 207-214, Oviedo, 1975.
15 Naturaleza, historia, Dios, p. 18. Madrid, 1963.

13
4. LA ESTÉTICA COMO FILOSOFÍA DEL ARTE

Se habrá observado que, según el rumbo que pretende tomar esta investigación, el
término “estética” no resulta del todo adecuado para delimitar y nombrar lo que aquí se trata
y se investiga. Históricamente se conoce a la estética como una disciplina de la filosofía cuyo
tema o problema central tiene que ver con la belleza y con la experiencia o vivencia de lo
bello, tanto que “estético” ha llegado a ser sinónimo de “bello” y a veces de “agradable”. Sin
discutir esta tradicional concepción de la estética, nosotros concebimos aquí esta disciplina
como filosofía del arte.

Es evidente que si consideramos que el objeto clave al cual debe dirigir su mirada la
estética es la obra de arte –y no lo “estético” o lo “bello” en general- y, especialmente el
carácter ontológico de ésta, que la hace ser como es y lo que es, esto es, ficción, la estética de
la que aquí hablamos quedará más precisa y justamente delimitada si la entendemos como
filosofía del arte.

Por lo demás, la estética contemporánea –pensada por filósofos y artistas- ha ido,


poco a poco pero decididamente, perdiendo su carácter de meditación metafísica sobre “lo
bello” para transformarse en meditación sobre los valores estéticos de la obra artística,
individual o genéricamente considerada, valores entre los cuales la belleza ha venido a ser
uno más –y no siempre el más importante- entre los diversos valores que la creación y la
vivencia del arte contemporáneo nos ha ido habituando.

14
Capítulo II

DELIMITACIÓN DEL OBJETO FORMAL DE LA


FILOSOFÍA DEL ARTE

Si caracterizamos la obra de arte en términos de belleza nos encontraremos con que


hay muchas cosas bellas que no son obras de arte y que hay muchas obras de arte que no son
bellas. Entonces ¿cómo distinguir una obra de arte de otra que no lo es?

Del mismo modo, si se afirma que el objeto de la filosofía del arte es lo estético o los
objetos estéticamente considerados, entonces la filosofía del arte se ve rebasada porque es
obvio que cualquier objeto puede ser, en un momento determinado, objeto de una actitud
estética, y no sólo la obra de arte.

Por otro lado, la obra de arte comienza siendo, evidentemente, una cosa, pero es sólo
en el proceso de la contemplación o vivencia que alcanza plenamente su calidad artística.

De estos problemas se sigue que es conveniente establecer algunos criterios


preliminares que nos ayuden a distinguir verdaderamente una obra de arte entre los múltiples
objetos de la realidad que pueden presentar ocasionalmente un lado artístico, pero cuyo ser
no reside precisamente en ser obras de ficción.

15
1. DE LOS OBJETOS ARTIFICIALES A LOS OBJETOS
ARTÍSTICOS

La clasificación más universal de los entes reales parece ser la que desde Aristóteles
distingue entre seres naturales (“naturalia”) y seres artificiales (“artificialia”). En efecto, en
procura de la determinación de la “phisis” afirma el filósofo que: “De todas las cosas que
existen, algunas existen por naturaleza, otras por otras causas. Por naturaleza, los animales y
sus partes, las plantas y los cuerpos simples, como la tierra, el aire, el fuego, el agua; de
éstos, en efecto, y de otros parecidos decimos que existen por naturaleza (…) las cosas
naturales tienen en sí mismas el principio de movimiento y de reposo (…). En cambio, un
lecho, un vestido y cualquier otro objeto de esa clase, en cuanto recibe tales designaciones, es
decir, en el grado en que es producto del arte, no tiene ningún impulso natural al
movimiento…”16. Estas observaciones aristotélicas pueden orientar los primeros pasos de un
estudio del fenómeno artístico.

Mientras la Naturaleza construye los “naturalia”, el artista fabrica los “artificialia”. En


ambas creaciones se comienza con la causa material, a la que se impone una causa formal por
medio de una causa eficiente, en vistas a obtener un orden final. Las cuatro causas están,
pues, presentes en la construcción de los seres reales. Pero, naturalmente, existe una
diferencia capital entre ambos tipos de seres. Sólo la Naturaleza puede infundir en sus obras
un principio de acción autónoma, del que es incapaz el artista. La diferencia específica a
favor de los “naturalia” radica, pues, en la cosa, y no en el agente creador de la cosa. La
pretensión aristotélica sorprende en los seres mismos la diferencia. “Algo” debe existir en la
estructura ontológica de los seres que los distinga esencialmente. Preguntar por la naturaleza
de los entes es preguntar por la esencia de las cosas. Ocurre, pues, que los “artificialia” y los
“naturalia” tiene ambos una esencia que los hace ser lo que son y como son. Por eso puede
hablarse de una sustancia de los “artificialia” –aparte de una sustancia de los “naturalia”-
puesto que poseen también, en sentido amplio, naturaleza.

La clave de la distinción la encuentra Aristóteles en el principio del movimiento.


Sabido es que su idea de movimiento es la piedra angular de su teoría física. De ahí, pues,
que su concepto del movimiento –en el que no entraremos aquí-, deje de manifiesto la
diferencia entre “naturalia” y “artificialia”. El movimiento, tanto como su contrario, el
reposo, se predican de estos y aquellos seres, pues puede estar en movimiento como en
reposo tanto un animal como una máquina. Pero, mientras los seres naturales son en sí
mismos móviles, los seres artificiales no lo son; y otro tanto puede decirse con respecto al
reposo que no debe confundirse con la inmovilidad. No hay que confundir reposo con
inmovilidad pues “el reposo es la inmovilidad del que posee el movimiento”. Mientras que la
inmovilidad es el estado de lo que no es en absoluto susceptible de movimiento. Ahora bien,
la Naturaleza es principio y fundamento del movimiento y, por esta razón, puede infundir en
sus seres de manera esencial el movimiento, mientras que el artista sólo puede hacerlo de
manera accidental. Cualquier objeto que sea producto del arte no tiene ningún impulso

16 Cf. Física, II, 1.

16
natural al movimiento, a no ser que este impulso le venga desde afuera, en cuyo caso ya no es
natural. Luego, en los “naturalia” el movimiento y el reposo son connaturales e intrínsecos,
mientras que en los “artificialia” lo son accidentales y extrínsecos17.

Siguiendo a Aristóteles hemos podido distinguir entre dos grandes especies del
mismo género, pero es evidente que a su vez cada una de estas especies puede ser sometida a
una nueva división –como, por ejemplo, la serie de los seres naturales puede dividirse a su
vez en seres animales y seres vegetales-, cosa que es por lo demás imprescindible en el caso
de los “artificialia”, si no queremos confundir una casa con una pintura que “represente” una
casa. Establecer esta distinción parece ser lo más fácil del mundo y, sin embargo, ha sido una
ardua tarea que ha desafiado a la filosofía del arte desde la antigüedad griega hasta nuestros
días. La dificultad radica en que una clara distinción supone un conocimiento de la naturaleza
de lo que se ha de distinguir.

Se puede considerar en general que desde la Antigüedad, y hasta principios del siglo
XX, el problema de la naturaleza de la obra de arte cayó en el olvido. Este problema fue
reemplazado o confundido con el problema de la creación artística, o con el efecto espiritual
o psicológico que la obra provoca en el oyente o contemplador. Incluso la Poética
aristotélica, que define el arte como imitación, es un estudio formal de las relaciones que se
establecen entre los medios (partes) y el fin (placer, catarsis) de la obra poética. Luego, su
atención no se dirige esencialmente a responder a la pregunta que interroga sobre el ser del
arte sino, más bien, a cómo ha de construirse una obra de arte –qué requisitos debe cumplir-
si se quiere que resulte bella y perfecta. Quizá sólo en el siglo XX, con la estética
fenomenológica, se ha tomado clara conciencia de que el problema capital de la estética no
radica tanto en el proceso de creación ni en el de la vivencia psicológica de la obra –aunque
éstos también sean problemas legítimos e interesantes-, sino en qué consiste la obra misma.
No se puede decir, sin embargo, que el problema esté resuelto, aunque sí hay conciencia de
que es necesario resolverlo, pues la pregunta por el ser de la obra de arte es una pregunta por
los fundamentos, ya que sin fundamentos difícilmente se puede construir una teoría firme y
coherente de la obra de arte en tanto ente empírico. En el terreno de la poética, por ejemplo,
el problema de la diferencia entre lenguaje artístico y lenguaje coloquial ha sido desde el
formalismo ruso de capital importancia, ya que se ha dado por supuesto que la obra poética
es obra de lenguaje. La dificultad se oculta en la naturaleza misma del ser artístico. Es obvio,
como se ha dicho, que para poder distinguir una cosa de otra –teóricamente, se entiende- es
menester conocer la cosa; saber qué es y en qué consiste. Si pudiéramos encontrar un
principio general de acuerdo respecto de las cosas artísticas –más allá del problema
gnoseológico-metafísico de si las cosas existen o no, y de si son tal como las conocemos o de
otra guisa- sería factible resolver claramente el problema, pero la verdad es que no existe
acuerdo alguno respecto de las cosas artísticas en sentido estricto. Pareciera que lo que los
griegos no distinguieron desde un principio se transformó en verdadera aporía para el
pensamiento occidental. Ya el pensamiento griego trastabilló cuando quiso distinguir y
precisar el concepto de arte tal como hoy día lo conocemos. Hay problemas que son
puramente lingüísticos, pero con seguridad éste no es el caso de la naturaleza del arte. Al no
poseer la lengua griega un término apropiado y exclusivo para designar la producción
conjunta del poeta, del pintor o del músico, contribuyó así, por modo puramente negativo, a

17 Cf. Física, II, 1. Metafísica, V. 4.

17
dificultar la distinción desde sus principios. Como sabemos, los griegos designaban con el
término “tékne” lo que después los latinos llamaría “ars”, lo mismo el oficio del zapatero, del
constructor, del citarista, del pintor, del poeta, que del retórico. En todas estas actividades el
factor común radica en la capacidad de producir un resultado preconcebido por medio de una
acción consciente, controlada y dirigida. Todas son actividades profesionales, oficios,
destrezas adquiridas en la práctica. En la lengua y en el pensamiento griego los términos
“tékne” y “poietai” (el que fabrica) estaban relacionados con el hacer y con la cosa-hecha,
con la acción de hacer y con el hacedor. No obstante, tanto Platón como Aristóteles
intentaron distinguir entre la actividad del “fabricante” en general y la actividad del “hacedor
de poesía”. Hacer poesía, para Platón es sólo una parte de la actividad de fabricación llevada
a cabo por el poeta, tal como se desprende de un conocido pasaje del Banquete. Por otro lado,
en La República, “musiké” no designa solamente lo que queda comprendido bajo nuestro
actual concepto de música, sino que en forma más amplia implica todo género artístico que
dependa de la inspiración de la musa. “Platón percibió que todas las Bellas Artes pertenecen
a la esfera de la musiké y que dependen de la poesía que anima y da vida a la pintura o a la
arquitectura, así como a la poesía en el estricto sentido moderno de la palabra”18. De
cualquier manera, peses a las intenciones de Platón, la lengua griega no acuñó un término
exclusivo que recogiera las peculiaridades del quehacer artístico y de sus producciones.

Tal vez a ello se deba que en definitiva ni Platón ni Aristóteles dejaron de considerar
la actividad del poeta como una artesanía, es decir, como una “poietiké tékne” y que, como
consecuencia, el pensamiento griego legara a la posteridad una mayor preocupación por el
proceso de fabricación de las cosas artísticas en detrimento de la naturaleza misma de la obra
de arte. La división latina de las artes entre liberales y serviles, al igual que la medieval entre
liberales y mecánicas, así lo atestigua. Si Aristóteles hubiese atendido a la esencia de las
cosas artísticas producidas por inspiración de la musa, tal como hizo cuando distinguió entre
“naturalia” y “artificialia”, la filosofía del arte habría tomado una dimensión diferente y
fecunda desde sus principios. Se habría visto entonces con claridad que lo que distingue un
poema de una pintura o de una escultura es sólo una serie de características formales, pero
que se mantiene una esencia común. De lo contrario ¿qué autoriza llamar con el mismo
nombre arte cosas como un poema y una escultura que son, en apariencia, tan desemejantes?
El intento platónico de jerarquizar las actividades humanas envolvió y malogró el estudio de
la naturaleza misma del objeto artístico. Todavía en el Renacimiento Leonardo consideraba
al pintor por encima del escultor en tanto aquél era tenido por un trabajador más cerebral que
manual. El estudio del arte como artesanía no podía, pues, conducir a elucidar la naturaleza
de la obra de arte propiamente tal por muchísimas razones19, entre otras, porque la obra de
arte no es nunca un medio para un fin y es, en cambio, siempre un fin en sí misma y, porque
mientras el objeto artesanal es esencialmente una cosa útil, destinada a prestar un servicio, la
obra artística es una cosa perfectamente “inútil”. Con todo, implícitamente, los dos grandes
filósofos griegos percibieron la necesidad de distinguir la cosa artesanal de la cosa puramente

18Cf. J. Maritain. La poesía y el arte, p. 13. Buenos Aires, 1955.


19 Collingwood en su obra Los principios del arte (México, 1978) se detiene latamente sobre esta
distinción –arte/artesanía- concluyendo que las diferencias entre arte y artesanía son tan radicales
que no se las puede considerar como especies de un género que las implique. En el arte el rasgo
fundamental es su “finalidad sin fin”, para decirlo de una manera kantiana, mientras en la artesanía
hay siempre un fin utilitario que desborda la obra.

18
“artística”. Platón busca la explicación de este carácter distintivo de las artes en la idea de
mímesis directa, mientras Aristóteles la encuentra en una especie de mímesis indirecta. En
ambos casos se buscaba la explicación fuera del arte mismo –específicamente en la relación
arte-naturaleza-, explicación ésta que, sin ser verdadera, no era tampoco completamente
falsa.

2. DE LA “OBRA-COSA” AL “OBJETO ESTÉTICO”


Es verdad, como ya hemos insinuado, que la belleza es también un atributo de ciertas
cosas reales y, en especial, de las naturales. Por eso una estética concebida como ciencia de
lo bello no podría dejar de considerar la experiencia de lo bello natural, junto a la experiencia
de lo bello artístico. En sentido estricto no hay diferencia, ni de grado ni de intensidad
estética, entre una experiencia natural y una artística. Un paisaje natural puede
impresionarnos tanto o más, desde el punto de vista estético, que un poema o una obra que
represente un paisaje. Sin embargo, este problema, por interesante que sea, no puede
distraernos aquí y no porque consideremos con Hegel que lo bello natural es muy inferior a
lo bello artístico, sino simplemente porque hemos definido la estética –por lo menos tal como
aquí la concebimos- fundamentalmente, como una filosofía del arte cuyo objeto esencial lo
constituye el fenómeno artístico. Baste, pues, con lo dicho sobre la dimensión estética de los
seres reales y naturales para adelantar ahora algunas ideas sobre el objeto estético como
emanación de la obra de arte.

Se puede hablar de una obra de arte en sentido estético o en sentido utilitario. El


mercader de obras de arte, que sólo está preocupado del valor comercial de la obra y que
hace cuentas respecto de las ganancias que obtendrá llevando a subasta una pintura de un
artista famoso, no ve en la obra de arte que tiene entre manos lo que hace justamente que la
obra sea lo que es, es decir, no ve su valor artístico. La dueña de casa que ornamenta su salón
y dispone este cuadro aquí y aquél acullá, para resaltar la elegancia de las murallas de la
habitación, tampoco trata esas obras con actitud estética. Son simplemente piezas de
decorado como los guijarros, ceniceros, objetos de antigüedad, lámparas de pedestal y cien
objetos más que están ahí, como los muebles, para cumplir una función.

Quien, por el contrario, el tomar un libro entre sus manos con intención de dar una
mirada al índice o leer algunas páginas, de pronto repara que la portada de dicho libro trae
una reproducción del “Senecio” de Paul Klee y concentra su mirada y su espíritu en dicha
reproducción, sin atender más que a la impresión sensible y espiritual que la obra le suscita y
se recrea en la pura contemplación de las líneas, colores y figuras que la obra sugiere, con
desinterés pragmático total, esa persona ha hecho surgir en la intimidad de su experiencia el
objeto estético que la obra de arte soporta.

La obra de arte es, ontológicamente hablando, primero que nada, una cosa; de hecho,
las exposiciones de pintura y escultura se las traslada de un lugar a otro, en busca de público,
como cualquier cosa del mundo. Son cosas, ubicadas en un punto del espacio-tiempo,
perecederas y corruptibles, llamadas a desaparecer un día remoto como todas las cosas

19
materiales del mundo. Basta con que una estatua venga al suelo para que se destruya y con
ella su valor artístico. Y lo mismo puede decirse de un poema o de una novela. Si por alguna
desgraciada circunstancia desaparecieran todos los ejemplares de la Divina Comedia del
mundo, y nadie pudiera recordar la obra completa, quedaría gravemente mutilada o
desaparecería por completo. La obra de arte como cosa es algo objetivo, asequible a todo el
mundo más o menos de la misma manera. Pero el objeto estético es una construcción
puramente subjetiva y que -¡paradoja!-, sin embargo, no puede vivir por sí solo separado de
la obra de arte-cosa. El objeto estético es lo que se constituye en la íntima y personalísima
experiencia de la lectura o contemplación. Es la obra que adquiere vida por sí misma y
comienza a mostrarnos su ser. El objeto estético es, podríamos decir, un engendro concebido
entre la obra-cosa y el espíritu del contemplador en la peculiarísima vivencia estética. Sin
contemplador no hay objeto estético por muchas obras de arte que puedan existir y, sin obra
de arte, no hay tampoco objeto estético aunque un sujeto esté dispuesto a asumir una actitud
contemplativa. Por esto hemos dicho que la obra de arte, en cuanto portadora del objeto
estético, no puede ser reducida a una simple cosa, como las demás cosas del mundo. Hay
algo en ella que la hace sobreponerse y trascender el mundo de las meras cosas, para ingresar
en una órbita existencial que tiene más afinidades que diferencias con la vida espiritual del
hombre. No es verdad que la obra de arte pueda reducirse por completo a una serie de
cualidades primarias y secundarias, como sostienen ciertas filosofías analíticas y positivistas.
La obra de arte se construye sobre una serie de sustratos ónticos y existenciales que son
irreductibles a lo puramente material. Pero insistamos, para que la obra de arte emerja como
objeto estético consumado en todo su misterio y esplendor, es requisito “sine qua non” que
encuentre una conciencia predispuesta a rescatarla de su condición material para otorgarle
vida espiritual.

20
Capítulo III

ARTE Y REALIDAD

Al tratar del arte –y sobre todo de su naturaleza ontológica- es inevitable tratar


también de la realidad. Corrientemente se tiene un concepto estrecho de realidad y tiende a
considerarse como tal lo empírico y tangible. El arte, por el contrario, pareciera ser
arrinconado en el lugar de las “irrealidades”, de las cosas ilusorias, sin consistencia y sin
consecuencias para la vida de imperativos prácticos.

Pero no sólo el sentido corriente tiende a separar el “arte” de la “realidad” sino


también cierta estética y determinadas escuelas artísticas. Existiría para los que así piensan la
realidad (material e histórica) y el escapismo que sería una manera de eludir la realidad. Pero
¿es posible y legítimo –filosóficamente hablando- tal discriminación? Desde luego el arte es,
existe, y desde el momento que es y existe, obviamente tiene también su modo de ser-
realidad. Un examen filosófico y científico pone en entredicho la teoría realista y, en
definitiva, demuestra que la realidad se puede dar de muchas maneras. El arte también es una
realidad, pero estética, tanto como cualquier otra; pero, además del arte como realidad, hay
que reconocer una realidad del arte.

21
Finalmente, debe quedar claro que el problema de la realidad no sólo ha sido y es un
serio problema de estetas, filósofos y científicos, sino también de los artistas
contemporáneos. Nunca como en nuestro tiempo el artista sintió la imperativa necesidad de
descubrir y revelar mediante procedimientos artísticos –que van desde el extremo realismo al
extremo abstraccionismo- la esencia de la realidad.

1. HACIA UNA DEFINICIÓN DE LO REAL

Evidentemente “realidad” no tiene el mismo sentido para Platón que para Aristóteles,
ni para Santo Tomás que para Berkeley. Con razón escribe Hospers que “realidad” es una de
las palabras más “entrometidas” en el lenguaje y una de las peor utilizadas por los filósofos.
“Ciertamente –escribe- me siento tentado a decir que “realidad” es simplemente lo que uno
define como tal, y que preguntar simplemente “¿Es esto real?” es formular una pregunta sin
sentido a menos que se especifique muy claramente al mismo tiempo cómo se utiliza
justamente la palabra en este contexto particular. Por ejemplo, ¿es real una ilusión óptica? No
es real como un hecho físico; no hay ratas de color rosa aunque un borracho las vea, y en este
sentido las ratas de color rosa no son reales. Pero como un fenómeno psicológico son
ciertamente muy reales. Nada es absolutamente real ni irreal la realidad o la irrealidad puede
predicarse de algo solamente como referencia a un criterio que se indica específicamente por
adelantado. No obstante, eso no se hace a menudo, y de ahí viene toda la confusión”20.
Ciertamente la idea de realidad ha entrado en aguda crisis en la cultura contemporánea. Ya
no es preocupación sólo de filósofos; también discuten sobre qué sea la realidad científicos y
artistas. Desde que se han tomado en serio las consecuencias filosóficas que la física
contemporánea, y muy especialmente la mecánica cuántica, implica, ha dominado entre los
grandes teóricos de la ciencia actual un importante debate acerca de qué ha de entenderse y
qué es lo real, especialmente a partir de la interpretación de Copenahue Se ha generalizado
la opinión de que no es posible ya pensar en una suerte de realidad imperturbable ajena por
completo a la conciencia del observador. Pareciera ser que la realidad es relativa al
observador y que, en consecuencia, es imposible pensar en la posibilidad de conocer la
realidad tal cual es21, concepción que, por otro lado, viene a coincidir con la teoría
fenomenológica que no admite un mundo separado del sujeto sino, por el contrario, concibe
el mundo como un fenómeno, es decir, como una realidad radicada y configurada en lo que
es por operación de la conciencia intencional22. Y todo ello en perfecta armonía con
interesantes tesis surgidas de la filosofía y la psicología cognitiva actual que consideran la
realidad como una construcción realizada por el sujeto, pero en caso alguno como el dato

20 Cf. Significado y verdad en el arte, p. 275. Valencia, 1980.


21 Cf. B. d’Espagnat. En busca de lo real. la visión de un físico. Madrid, 1981. David Bohm y David
Peat. Ciencia, orden y creatividad. Barcelona, 1988. Ken Wilber. Cuestiones cuánticas. Barcelona,
1987. David Peat. Sincronicidad. Puente entre mente y materia. Barcelona, 1989. Alfonso Pérez de
Laborda ¿Salvar lo real? Madrid, 1983.
22 La fenomenología de Husserl se encuentra expuesta a lo largo de toda su vasta y monumental

obra, pero sus ideas matrices se pueden ver en Ideas relativas a una fenomenología pura y una
filosofía fenomenológica (1900). México D.F., 1949 y La idea de la fenomenología (1907), México,
1982.

22
primario y fundamental dado de antemano y con el cual nos encontramos
irremediablemente23.

No es, sin embargo, el momento oportuno para entrar aquí en discusiones metafísicas
ni gnoseológicas acerca de lo real. Siguiendo las líneas diseñadas por Goodman y Bruner se
puede sostener que lo real es aquello que se estipula como tal, lo mismo el mundo referido
por la ciencia que los mundos construidos por el arte. En este sentido se entiende por real en
el contexto de este estudio, todo aquello que de alguna manera (no importa cuál) se hace
presente directa o indirectamente a nuestra experiencia y convive de cerca o de lejos con
nuestra existencia personal. Aún las quimeras y las ilusiones más desmedidas tienen su
grado de realidad para quien las crea y las vive24. Es en este sentido que decimos, contra
todos aquellos que no son capaces de ver realidad más que en lo que se puede “ver” y
“tocar”, que el arte, a su manera, es también una forma fundamental e insoslayable de
realidad. Existe, sin duda, la realidad como existencia física y causal, lo que el común de los
mortales llama “realidad concreta”, en oposición y desprecio a lo meramente imaginario e
ilusorio y, aún a lo intangible. Pero esto no es más que una parte de la realidad considerada
como un todo, de esa Realidad universal plena y compacta que se extiende más allá y de
forma más sutil que la realidad concreta y mundanal. Es absurdo decirle a un enamorado que
sus sentimientos no son nada real o a un novelista que sus personajes e historias son cosa
meramente banal. La ilusión, la fantasía, la ficción y los sentimientos, así como la llamada
impropiamente “auténtica realidad”, no son más que modos de darse y de hacerse presente a
la existencia humana la única y universal realidad que llena todos los huecos del tiempo, del
espacio y del espíritu. Ésa es la verdadera y auténtica Realidad. Esta otra, que comúnmente
pasa por tal y suplanta el nombre de aquélla, no puede confundirse con la suprema realidad.
Quizá si algo es capaz de enseñar y de descubrir el arte –y especialmente el arte
contemporáneo- es que el hombre ha vivido siglos enteros sin conocer la verdadera y
auténtica dimensión de lo real. Toda la angustia y la tarea del artista contemporáneo –como
tendremos ocasión de comprobar- se dirige, mediante un supremo y valeroso esfuerzo, a
descubrir, mediante los expedientes que le son propios al arte, los auténticos y sumergidos
estratos de la Realidad, desconocidos para el hombre de espíritu utilitario y vocación
práctica. Será, pues, necesario contar con estas distinciones si se quiere comprender a fondo
la naturaleza de la ficción artística y su relación con la realidad.

2. REALIDAD Y REALIDAD EN EL ARTE


¿De qué está hecha la obra de arte sino de Realidad? Tanto la realidad histórica como
la vivida, la enseñada y la imaginada es la sustancia de que está hecha toda obra de arte.
Como quiera que sea, ya por implicación, ya por oposición o por simple relación, el arte

23 Cf. N. Goodman, Ways of Worldmaking. Indianapolis, 1978. Of Mind and other Matters.
Cambridge, Mass, 1984. J. Bruner. Realidad mental y mundos posibles. Barcelona, 1980.
2424 Al respecto afirma Croce. “También los hechos internos, lo que se desea y fantasea, los castillos

en el aire y la isla de Jauja, tiene su realidad; la psiquis también tiene su historia. En la biografía de
un individuo entran sus ilusiones como hechos reales”. Estética, como ciencia de la expresión y
lingüística general, p. 73. Madrid, 1926.

23
siempre queda comprometido con alguna forma de realidad. No pretendemos en modo
alguno entrar aquí en una discusión a fondo sobre el problema de la realidad, pero sí hay que
destacar que este asunto no sólo ha sido motivo de innumerables y fecundas disquisiciones
filosóficas y científicas, sino también ha sido y es preocupación primerísima del artista,
especialmente contemporáneo. El arte, a su manera y con los medios que le son propios ha
respondido también a esta desafiante incógnita.

Por supuesto sabemos que éste es un problema perenne e insoluble en la historia de la


filosofía. No hay filósofo ni escuela filosófica que no haya medido sus fuerzas en esta
dificultad. Es más, es perfectamente posible decir que es y ha sido el verdadero problema de
la filosofía y que, en atención a él, se ordenan las filosofías en uno u otro sentido. Lo grave
del caso es, sin embargo, que hasta las doctrinas más representativas de nuestro tiempo que
aseguraban tener totalmente resuelto el problema de la realidad han venido a parar, a la hora
de hacer cuentas, en que tampoco saben efectivamente lo que creían saber. Los documentos
de los estetas, escritores y filósofos marxistas dejan entrever el enorme desconcierto que
reina en el marxismo a la hora de pronunciarse sobre qué sea la realidad. El llamado realismo
socialista y posteriormente el realismo crítico (que ha pretendido ser más ortodoxamente
marxista que el primero) ha dado origen –como se lo muestra, por ejemplo, en la obra de
Lukács y en las agrias polémicas que sus teorías han suscitado- a profundas diferencias
conceptuales. La idea de “materia”, como base del materialismo, marxista o no, tan
contundente en otro tiempo para zanjar las discusiones sobre la realidad, no tiene hoy día el
menor efecto25.

No sólo en el marxismo sino también en la ciencia actual constituye un problema


vidrioso y espinudo el de contestar a la pregunta por la realidad. Responsable, tal vez, de esta
crisis del concepto de realidad es la superación y abandono del campo de lo visual por parte
de las ciencias físico-matemáticas contemporáneas. “Nuestra imagen natural del mundo –
escribe un filósofo de la ciencia-, que está acomodada a magnitudes medias, ha sido superada
por arriba o por abajo; en efecto, los objetos de la ciencia natural actual no representan cosas
como aquéllas con las que nos encontramos en el espacio de lo dado intuitivamente. Pero,
más esencial que esta superación de la visualidad es entrever que la ciencia natural actual no
tiene nada que hacer con una realidad que sea en sí”26. De modo, pues, que la física no
construye proposiciones sobre la realidad, al menos en el sentido intuitivo que conocemos
este término y otro tanto hay que decir respecto de las demás ciencias naturales. Un físico
eminente de nuestro siglo como lo es Max Planck ha dicho que “a ambos mundos, el de los
sentidos y el mundo real, se agrega todavía un tercer mundo que hay que diferenciar de
aquéllos: el mundo de la física o de la imagen física del universo 27. Para Heidelberg, otro
físico no menos eminente, “realidad” designa la totalidad de conexiones que se extienden
entre el pensamiento formal y el mundo con su contenido objetivable. Con todo esto no
queremos negar la existencia de la realidad, sino tan sólo poner a la vista un problema que no

25 L. Aragón creía hace algunas décadas que el problema de la realidad tenía su base en el concepto
de materia. “Naturalmente, dice, partimos aquí del supuesto que el escritor es un realista, que el
realismo es para nosotros lo mismo que la materia para el filósofo materialista” Estética y marxismo,
p. 48, Barcelona, 1969.
26 W. Schulz. “Concepto de realidad. Aspectos filosóficos”. Universitas, p. 203. Vol. XX N° 3, 1983.
27 Id. P. 204.

24
dejará de tener profundas resonancias en el arte contemporáneo y que hemos de tener
presente si queremos acercarnos a la comprensión cabal del fenómeno artístico. Es tan
absurdo negar la realidad como darse de cabezazos en la pared para comprobar su existencia.
Todo lo que decimos es que no sabemos con exactitud qué sea la realidad y que esta carencia
de saber hemos de tenerla presente cuando hablemos de arte.

Por lo que respecta al arte, la obra siempre está comprometida con la Realidad –sea lo
que sea-, pero este compromiso adopta formas muy sutiles, por lo que carece de sentido el
querer ver en el arte un espejo de la realidad. En el arte jamás hay necesidad alguna de
vincular causalmente la ficción a una determinada realidad acontecida en un punto del
espacio-tiempo histórico, lo que no quiere decir tampoco que no se la pueda relacionar de
alguna determinada manera. Lo que decimos es que esta relación no es necesaria, que no va
en ella la existencia misma de la obra, como lo va, por ejemplo, en el caso de la crónica o la
fotografía. Es en esta coyuntura que se mide la valía del arte, pues cuando deliberadamente el
artista pretende representar una realidad concreta y en su afán sacrifica la creación en
beneficio de la representación, la obra muere con su circunstancia y no logra sobreponerse al
tiempo y traspasar el umbral de la eternidad. Por eso la humanidad no ha visto hasta la fecha
el triunfo verdaderamente estético de ningún arte revolucionario. El arte, ese arte que perdura
y se sobrepone a la marcha del tiempo, nunca toma la realidad más que como pretexto para
instaurar su propia realidad que por su carácter ficticio no puede ser sino intemporal, eterna,
lo que no contradice la idea de Gadamer y de la hermenéutica según la cual toda
comprensión de la obra de arte es temporal, histórica y mundana28. En el arte la realidad
siempre será un medio, nunca un fin en sí misma, porque el arte es, como ha dicho Kant,
finalidad sin fin, fin en sí mismo.

2. LA REALIDAD COMO PROBLEMA EN LA


EXPRESIÓN ARTÍSTICA CONTEMPORÁNEA

Sería un error pensar que estas preocupaciones por el problema de la realidad de las
que hemos venido hablando son sólo asunto de científicos y filósofos. Es sorprendente
comprobar que las preocupaciones más arraigadas en el pensamiento filosófico occidental,
por los misterios y desafíos que presenta la realidad, han sido también los verdaderos
problemas que han animado y siguen animando la temática de los creadores grandes y
fecundos que ha tenido en este último siglo la humanidad. “Los artistas –ha dicho Kandinsky,
con una elocuente metáfora- son filósofos en busca de la verdad”, afirmación plena de
sentido si se realiza el trabajo de analizar la obra de estos autores desde sus confesiones y
testimonios.

La idea de que el realismo, entendido como reproducción imitativa de la realidad


natural, histórica o social, es la única escuela artística capaz de mostrar al hombre las cosas
como son, es objeto de general rechazo en el arte contemporáneo. Ya hacia 1850 Delacroix

28 Cf. Verdad y método. Salamanca, 1977.

25
había reaccionado fuertemente contra lo que él llamó “realismo horrible”. “Yo he dicho –
escribe- cien veces que la pintura no es más que un pretexto, el puente entre el espíritu del
pintor y el espíritu del espectador. La fría exactitud no es el arte… Ante la Naturaleza misma,
es nuestra imaginación la que hace el cuadro. Nosotros no vemos ni las briznas de la hierba
en un paisaje ni los accidentes de la piel en un hermoso rostro. Nuestro ojo, en la feliz
impotencia de percibir esos infinitos detalles no hace llegar a nuestro espíritu sino lo que es
necesario para que perciba”29. La pretendida exactitud de la reproducción imitativa como
único acceso artístico a la realidad ha sido ya en tiempos de Van Gogh abandonada
definitivamente. El artista contemporáneo siente la necesidad de acercarse al mundo, para
penetrar en su misterio, con actitud nueva. “Mi gran deseo –escribe Van Gogh- es aprender a
hacer tales inexactitudes, tales anomalías, tales modificaciones, tales cambios de realidad que
de ahí salga, pero sí, mentiras si se quiere, pero más verdaderas que la verdad literal”30.

Para comprender esta nueva actitud expresada por Van Gogh, pero asumida
unánimemente por el artista contemporáneo, es menester abandonar la perspectiva y
creencias habituales del mundo y de las cosas y volver a sumirse en una especie de mundo-
infantil. Estos artistas están persuadidos de que la percepción cotidiana oculta y enmascara la
esencia de la realidad y que, para llegar a ésta, es necesario comenzar de nuevo, sin
prejuicios, sin dogma, como el niño que contempla y ve ingenua, pero genuinamente, el
mundo tal como es. “Uno tiene que ver –escribe Matisse-, a lo largo de toda la vida, tal como
vio el mundo de niño, porque la pérdida de esta facultad de ver acarrea la pérdida de toda
facultad original”31. “Me esfuerzo por volver a los instintos –agrega en este mismo sentido
Vlaminck- que dormitan en lo profundo del subconciente, de los que fuimos despojados por
la vida superficial, por la convención. Sigo considerando las cosas con ojos de niño”32. Al
niño le es ajena toda finalidad práctica del objeto, puesto que contempla cada cosa con ojos
sorprendidos y posee intacta la capacidad de captar la cosa tal como es 33. La visión infantil
representaría una suerte de rectitud original respecto de la actitud habitual y pragmática con
que el hombre se enfrenta con el mundo y con las cosas. Esta actitud habitual soslaya y
enmascara la auténtica realidad tras las apariencias. El hombre práctico no ve el mundo sino
en función de sus posibles objetivos, no le ve más que como una proyección, como un campo
de acción en el cual pueda desarrollar su actividad dominante y dominadora. En la infancia,
en cambio, el contacto con el mundo es más espontáneo y original y por eso mismo más
auténtico, más real. Esta idea de que el arte permite recobrar la dimensión auténtica de la
verdadera realidad de las cosas coincide, sorprendentemente, con las posturas estéticas
elaboradas por la poética contemporánea que se inician con el formalismo ruso. La obra de
arte buscaría rincones y ángulos de percepción diferentes a los rutinarios y habituales y de
esta suerte pondría al hombre en contacto con las realidades ocultas que están más allá de las
apariencias.

29 Journal. Textos entre 1847 y 1860. Citado por Juan Plazaola. Introducción a la estética, p. 403.
Madrid, MCMLXXIII
30 Cartas a Theo, p. 11. Barcelona, 1981.
31 “Conversations” en Les Nouvelles, Paris, 1909. Citado por Walter Hess. Documentos para la

comprensión del arte moderno, p. 156. Buenos Aires, 1967.


32 Tournant dangereux, souvenir de ma vie. Paris, 1929.
33 W. Kandinsky. “Über die formfrage”. Der Blaue Reiter. Munich, 1912.

26
El hombre occidental ha vivido durante siglos de la ilusión de que su facultad racional
y su sentido común le permiten deslindar limpiamente su espíritu de las cosas, y que éstas
pueden ser conocidas tal cual son. El arte contemporáneo sostendrá con Braque que en sí
mismas las cosas no existen en absoluto. Sólo existen a través de nosotros34. El mundo
visible –según el artista contemporáneo- no se convierte en mundo real más que por
operación del espíritu35. Lo que ocurre con certeza es que el acto mismo de aprehensión de la
realidad modifica los objetos. De aquí se sigue que no hay ni puede haber realidad
independiente del espíritu, como postulaba la estética neoclásica y realista. Es más, ni
siquiera la realidad es igual para todos ni todos ven con los mismos ojos las mismas cosas.
Por eso la verdad del arte –dirán los artistas contemporáneos- residen primeramente en lo que
“piensan” nuestros ojos, porque es el ojo y por virtud del ojo que el mundo de las formas y de
los colores adviene a nuestra conciencia36. Desde que los impresionistas descubrieron las
relaciones entre lo colores primaros y sus complementarios, la pintura –con excepción quizá
del primer cubismo- no ha dejado de sr una investigación de os efectos que el color causa en
el ojo y en el cerebro del espectador. Lo que importa para la expresión de la realidad no es la
imagen fidedigna de los objetos sino, más bien, las líneas y los colores que de algún modo
conforman la expresión de la realidad. Una observación casual de una niña corriendo en un
muelle de Hanofleur enseña a Dufy que el ojo percibe más rápidamente el color de un objeto
que su contorno, y que la memoria conserva durante más tiempo esa sensación. Ya Cézanne
había dicho que el color es el lugar en donde nuestro cerebro se encuentra con el universo. El
mundo conceptualmente concebido tiene su origen y su asiento en la percepción del color,
porque el color es, como diría Vlaminck, biológico; sólo por él el hombre llega al mundo y es
él el que da vida a las cosas y al mundo. No existe sensación más pura ni más completa que
la sensación visual. Las cosas de la realidad son funciones del ojo y por eso el ojo modifica la
operación del pensamiento. La sensación viene a ser, en consecuencia, un medio esencial
para expresar las visiones interiores. “Ver” ya de por sí es un acto creador37, pero ver en la
más estricta puridad es volver a encontrar la conciencia en sí y la auténtica realidad. Todo lo
que quiere el arte contemporáneo es que el hombre vuelva a ver y que, mediante la visión,
pueda descubrir y desvelar aquello que la mirada cotidiana, rutinaria y habitual oculta y
escamotea. El arte contemporáneo rompe, pues, con la vieja concepción del arte clásico que
hacía del ojo un pasivo instrumento por medio del cual la inteligencia toma posesión
cognoscitiva del mundo, mundo por lo demás bastante fácil y dócil de conocer. En el nuevo
arte, ojo y espíritu se transforman en agentes activos que se complementan mutuamente en la
difícil tarea de llegar a la realidad que se oculta tras las apariencias. “La naturaleza objetiva
es un misterio, al decir de Kandinsky, totalmente impenetrable. Lo que vemos de ella es

34 Cf. Cahier de G. Braque. 1917-1947. París, 1948.


35 Sorprendente postulado completamente revalidable en términos de filosofía fenomenológica o de
visión cuántica de la realidad.
36 “Lo último –dice Albert Gleizes- es percepción de un movimiento a través de un ojo pasivo, e

inmovilizado (agitation). Pero el ojo es un órgano capaz de iniciativa, y no tarda en volver a su


naturaleza móvil, a su propio movimiento activo, bajo la forma creadora de crecientes espirales
rítmicas”. Vers une conscience plastique: La forme et l’histoire. París, 1932.
37 La idea del carácter intrínsecamente creador y activo de la percepción es completamente

compatible con investigaciones sobre la percepción de la psicología cognitiva actual. Cf. David Marr.
Vision: A Computational Investigation in the Human Representation of Visual Information. San
Francisco, 1982.

27
apariencia… porque el mundo mismo está escondido tras la realidad fenoménica38. El arte
tiene, pues, la misión de desgarrar el ver y permitir de este modo que los objetos ignorados,
mudos y desconocidos aparezcan ante nosotros con la auténtica forma de su ser. Por esto el
artista contemporáneo huye del cuadro de apariencia, de la pintura de reflejo y se propone, en
su defecto, visiones generales, pero más reales que la convencional realidad misma. Se trata
de pintar las cosas de la realidad, más no tal como la ven nuestros ojos sensibilizados y
habituados como están por la fuerza de la rutina, sino tal como éstas son en sí mismas. “Las
cosas habituales –dirá Chirico- ocultan lo más extraordinario”. Aquellas que por ser
intangibles no aparecen ante nuestros ojos más que indirectamente a través de lo visible. De
lo que se trata es, entonces, de descubrir en lo visible mismo el aspecto invisible, pero
verdaderamente esencial, de la realidad. “Si se quiere comprender lo invisible –ha dicho
Beckmann con verdadero acierto- hay que penetrar tan hondo como se pueda en lo visible.
(…) Mi objetivo sigue siendo el de hacer visible lo invisible por medio de la realidad. Sonará
tal vez a paradoja, pero en el fondo es la realidad la que forma el misterio de nuestra
existencia”39.

Los recursos habituales de la pintura utilizados hasta entonces para producir una
impresión de la realidad son reorientados en beneficio de esta nueva concepción de hacer
visible lo invisible por medio de lo visible. Nuevas visiones de formas y de objetos son así
descubiertas por esta dimensión del arte. “El árbol ya no es un árbol –escribe, imbuido de
estas ideas, Léger-, la mano que yace sobre el mostrador está cortada por una sombra, un ojo
es deformado por la luz; la silueta movediza de los que pasan. Vida de los fragmentos: una
uña roja, un ojo, una boca”40.

Sabemos -piensa Klee- que la cosa es más que lo que revela su aspecto exterior, que
el objeto es más que lo que muestran los fenómenos41; para expresar estas realidades de este
modo puramente pictórico el artista contemporáneo se ha visto en la obligación de llevar al
límite los recursos de la técnica y de la plástica, procedimientos a los cuales aún no se
habitúa el hombre contemporáneo por dos razones fundamentales según nos parece: por la
influencia de la tradición y por el carácter aún experimental –y en consecuencia no
consagrado- que adquiere la experiencia creadora en nuestros días. El arte contemporáneo es
hoy búsqueda abierta de esa realidad que le fascina y le exaspera. Pero es, con todo, según
sus cultores, el auténtico arte, “arte real” y no como el arte clásico, “creador de apariencias”.

¿A qué hemos de llamar, en consecuencia, arte realista? ¿Llamaremos realista tan sólo
el arte de reflejo fidedigno o al arte de nuestros días que dice haber descubierto el verdadero
rostro de la realidad y que pretende haberse emancipado de las apariencias que embrujaban el
arte clásico? ¿Es más realista Velásquez en su “Rendición de Breda” porque nos trae y nos
muestra un episodio de la historia militar de España, o Wassily Kandinsky con su “Acuarela
Abstracta”? Es una cuestión que no se puede zanjar de un golpe, por afortunado que éste sea,
porque en verdad la realidad es, como hemos dicho antes, lo que cada cual esté dispuesto a
aceptar por tal. El hombre de la calle, y más de algún filósofo –pensemos, por ejemplo, en la

38 W. Hess. Documentos, p. 111.


39 “Conferencia pronunciada en Londres, en 1938”. Cf. W. Hess, Documentos, p. 158.
40 Id., p. 157.
41 Teoría del arte moderno. Buenos Aires, 1971.

28
filosofía del sentido común de Moore-, piensa que la realidad es lo que ven y cómo la ven
nuestros ojos. Desde esta perspectiva, realistas serían David y Goya, en tanto “representan”
sucesos o aspectos de la realidad histórica social y, no-realistas Klee y Roberto Matta, en
tanto en sus obras no es posible “leer” ningún hecho de la realidad. Pero desde la mirada del
artista contemporáneo, en cambio, “la naturaleza objetiva es un misterio totalmente
impenetrable. Lo que vemos de ella es apariencia -escribe un pintor-; lo que sabemos de ella
son los conceptos utilitarios de la vida práctica. La naturaleza misma no es ni siquiera
accesible a la representación de esas imágenes visuales y conceptuales. Por otra parte,
empero, los colores y formas como tales suscitan resonancias anímicas poderosas tan llenas
de misterio como la misma y oculta naturaleza. Con un elemento querer representar el otro es
una empresa sin esperanzas…”42. De ahí, entonces, que no haya realismo pictórico más
radical que el abstraccionismo –según estos artistas- porque la realidad no es como la vemos,
sino como la intuimos y la experimentamos en la visión interior.

No es fácil, ni necesario tampoco, tomar partido de uno u otro lado, pero sí es preciso
indicar aquí que el reclamo del artista contemporáneo tiene pleno sentido ante las
pretensiones imperialistas de los estetas, críticos y artistas “realistas” que han cerrado los
ojos y descalificado estas expresiones del arte moderno bajo el supuesto de que se desvían y
no reflejan la realidad. Esta acusación es injusta y sólo se sostiene si se participa de un
concepto estrecho y escolástico de “realidad”. Y aunque así fuera, nada obliga al artista a
mantenerse aferrado a esa tal “realidad” porque el arte, como el artista, es esencialmente
libertad. Será menester, pues, recordar las palabras de El Veronés, cuando fue arrastrado al
tribunal de la Inquisición: “nosotros, los pintores, nos tomamos las mismas libertades que se
toman los poetas y los locos”43

42 W. Hess. Documentos, pp. 111-112.


43 Citado por J. Maritain. La poesía y el arte, p. 38. Buenos Aires, 1955.

29
Capítulo IV

FICCIÓN Y REALIDAD

Algunos errores seculares de imprecisión terminológica han contribuido a acuñar


ciertas ideas equivocadas respecto de la naturaleza del arte. Uno de los términos que ha
ayudado a la confusión en la historia de la estética es el de “representación”. En verdad el
arte no representa, porque no pertenece a su naturaleza ni a su vocación representar, si este
término ha de ser entendido en su significación precisa. De aquí se ha seguido la equivocada
creencia de que cuando el arte no “representa” las cosas y los sucesos causales o
históricamente acontecidos falla en su calidad artística.

Lo que debe quedar de manifiesto es que la realidad efectivamente interviene en la


obra de arte, pues de otro modo no se comprendería cómo ni de dónde obtiene sus materiales
la obra artística. Sin embargo, debe tenerse presente también que la realidad (histórica,
causal) orienta, pero no determina en la obra artística. Si se tiene presente esta importante
aclaración se evitan los tan comunes como reiterados errores de confundir o tomar la realidad
por ficción o la ficción por realidad.

30
La realidad actúa, ciertamente, como fuente, como causa remota en la construcción
artística, pero ésta es libre para agrupar –como en los sueños, ordenar y desordenar los
hechos reales en beneficio de la ficción que, en arte, es el único recurso o principio que
impera y ordena de acuerdo a los fines estéticos de la obra.

1. REPRESENTACIÓN Y REALIDAD

Algunas corrientes artísticas (Realismo, Naturalismo) y teorías estéticas (Realismo


socialista) han proclamado que el “verdadero arte” es, o debe ser, siempre expresión directa e
inmediata de la realidad histórica y social –única realidad que están dispuestos a reconocer
como tal-, por oposición a “cierto” arte que la evitaría en beneficio de un mundo puramente
apariencial.

Aunque el caso es que para nosotros el “mundo puramente apariencial” de alguna


manera es también real, conviene someter a revisión esta tesis que niega la independencia y
la autonomía del arte respecto de esa tal realidad. Estas ideas no sólo han sido expuestas y
sostenidas por algunos artistas y críticos partidarios del realismo socialista y revolucionario
en el arte, sino que es también una creencia de dominio general. Desde esta perspectiva
siempre se está dispuesto a comentar o juzgar la obra de arte en correspondencia con la
realidad.

Se dice que tal película, pintura o novela es fiel o infiel a una determinada realidad,
que la representa fraudulentamente, que no la recoge como verdaderamente es, etc., como si
la obra obedeciera a los mismos principios del documental, de la fotografía o de la crónica.
Cuando se opina o juzga de esta manera se ignora a menudo que el arte es un fenómeno
expresivo independiente y completamente autónomo que si bien está relacionado con la
realidad, no tiene obligación alguna de representarla al pie de la letra, tal como ésta ha sido o
es. Estas teorías niegan no sólo la libertad del artista para recoger y organizar sus materiales
de acuerdo a leyes estrictamente estéticas, sino que también niegan que la obra en cuanto tal
pueda separarse poco o mucho de la realidad histórica tempóreo-causal. El error comienza
cuando se empieza a preguntar qué “representa” determinada obra de arte. En principio el
arte no tiene la misión de representar y como no representa es inadecuado y erróneo exigirle
lo que por su naturaleza no está en condiciones de dar. Es normal que se exija al lenguaje que
represente la realidad, que los conceptos efectivamente designen lo que el signo anuncia, que
la fotografía reproduzca icónicamente aquello de lo que es reproducción, o que la historia
traiga a presencia lingüística y conceptual lo que ha ocurrido, pero no es papel del arte re-
presentar sino mostrar. “Representar” es volver a hacer presente lo que está ausente, sea
porque está física y espacialmente allende nuestra experiencia inmediata, sea porque es cosa
pasada y vivida. En sentido riguroso la obra de arte no representa, sino que pone ante la vista,

31
no un hecho real, sino un “hecho imaginario”. En sentido estricto ¿qué puede representar la
historia de Don Quijote y Sancho que se narra en la obra de Cervantes, o “La Guerra” de
Chagall? No es posible encontrar referentes reales para estas obras, simplemente porque son
creación, invención que no reproduce nada real. La idea de representación en el arte es muy
limitada. Ciertamente el retrato representa, pero hay obras que no representan en absoluto,
sea porque no se conoce el original o porque éste es un ser de fantasía, como un ángel de la
tradición cristiana, o una diosa en la mitología clásica. Aún más, en la pintura contemporánea
se ha desdibujado completamente la idea de figura, mal podría entonces representar. En la
pintura de Kandinsky, de Jakson Pollock, de Vasarely, de Eusebio Sempero, y de tantos
otros, ¿qué hay de representación? Una de las formas de ceguera frente al arte comienza con
la pregunta ¿qué representa esta obra? Con razón, dice Léger, que dedica su libro Funciones
de la pintura “a probar la absoluta futilidad de esta pregunta”44. Lo que ocurre normalmente
es que la obra de arte no representa nada en especial, si se entiende representar en su sentido
preciso. La obra es un conjunto complejo y riquísimo de estímulos sensoriales, emocionales,
intelectuales y vitales que en cada contemplador puede evocar imágenes, emociones o
sensaciones vinculables a alguna realidad.

Se podría argumentar, sin embargo, que los casos citados están elegidos “ad hoc” y
que hay obras que claramente representan sucesos reales o realmente acaecidos. Esta opinión
es también profundamente errónea. Cuando se cree, por ejemplo, que Los Miserables de
Víctor Hugo o “Los fusilamientos” de Goya, “representan” hechos efectivamente acaecidos
durante la Revolución Francesa y durante la invasión napoleónica a España, no se está en lo
cierto. Una fotografía que represente un suceso político, por ejemplo, es vista y juzgada
esencialmente como documento, es decir, con relación al suceso que dice representar. Una
crónica periodística que narre e interprete el suceso es juzgada y valorada igualmente por el
grado de acercamiento y veracidad con que reproduzca e interprete los acontecimientos
lingüísticos y semánticos ocurridos efectivamente en los sucesos en cuestión. Pero,
constituye un error querer juzgar y valorar la novela de Hugo o el cuadro de Goya por
aspectos notas ajenos a su esencia. Cualquier persona que desconozca la historia de Francia o
de España, pero que tenga sensibilidad para el arte, está en las mismas condiciones que el
más competente historiador para enfrentarse a estas obras desde el punto de vista estético. En
realidad, poco o nada importa, para la vivencia estética, que los sucesos que nos traen estas
obras artísticas hayan acaecido o no. Da lo mismo, desde el punto de vista estético, que sean
reales o pura invención. Sólo quien sea radicalmente incapaz de apreciar el arte se permitiría
el error de rechazar “La Tricotosa” de Metzinger, sólo por el hecho de que no representa
“nada”. Es evidente que no apreciamos más “Las Meninas” de Velásquez que el “Neptuno”

44“Sin pretender explicar el fin –dice Léger al comienzo de su libro Funciones de la pintura (Madrid,
1975)- y los medios de un arte que ha alcanzado ya un grado de perfeccionamiento notablemente
avanzado, trataré de responder, en la medida de lo posible, a una de las preguntas más comunes
que surgen ante la contemplación de un cuadro moderno. Transcribo la interrogante en su misma
simplicidad: “¿Qué representa esto?” Con esta simple interrogación ante los ojos, me esforzaré en
probar, brevemente, su absoluta futilidad.
Si la imitación del objeto en el terreno de la pintura tenía un valor en sí, cualquier cuadro de
cualquier aficionado que tuviera una cierta calidad imitativa tendría ya un valor pictórico. Como no
me parece necesario insistir y discutir semejante caso, afirmaré algo sabido, pero que es preciso
subrayar aquí: el valor realista de una obra es perfectamente independiente de toda cualidad
imitativa”, p. 15.

32
de Giordano porque el primero “representa” personajes mitológicos sino porque los valores
estéticos y artísticos parecen ser más grandes en Velásquez que en Giordano. Del mismo
modo que tampoco interesa la pintura de motivos mitológicos y religiosos por los motivos
mismos, sino por el tratamiento estético que se hace de ellos. Si de eso se tratara entonces
habría que decidir en arte por el mero contenido y no por las formas artísticas. Pero, como es
innegable, y ya muy superado, el arte no vale por sus contenidos, cualquier contenido, por
trivial y vulgar que pueda ser en la vida real, puede ser tratado con acierto estético si se lo
eleva a un rango artístico que en la realidad no tenía. “Los griegos –escribió Viollet-le-Duc-,
permanecerán eternamente los reyes del arte. Entendieron, y bastante mejor, elevaron los
sentidos del hombre, sus instintos, sus pasiones y sus sentimientos, tomándolos siempre por
el lado noble. Supieron pintar los objetos y las acciones más vulgares sin ser jamás
vulgares”45.

En el arte la realidad, en sentido empírico, orienta pero no determina. La realidad


histórica y social suele ser motivo y ocasión para ir desde ella a otra forma de realidad que es
la que cada obra instaura y constituye mediante recursos puramente artísticos. Sin embargo,
lo aquí dicho no niega en modo alguno la legítima investigación del historiador o del
sociólogo del arte que intenta obtener datos históricos fidedignos y reales para componer un
cuadro histórico-social de una determinada época o sociedad. Estudiando a Homero se puede
aprender mucho de la sociedad micénica y caballeresca de la Grecia antigua, como
estudiando a Goya se puede vislumbrar el estado anímico y espiritual de un pueblo heroico y
sometido. Todo eso es ciertamente legítimo pero, ni esas consideraciones tienen importancia
para la estética ni las obras así consideradas quedan tratadas estéticamente.

2. LA FICCIÓN EN LA OBRA DE ARTE LITERARIA

Por lo que respecta a la literatura en cuanto expresión artística, el enunciado literario


(el discurso literario) es algo muy diferente de una proposición. El enunciado literario es
inverificable por principio, lo que quiere decir que no tiene el menor sentido intentar buscar o
probar su verdad o falsedad46. No es que, como creyó Platón, siendo falso pretenda ser

45 ¿Qué es el arte?, p. 77. Valencia, 1976.


46 Aunque podría admitirse que en la obra de arte se da una “tercera” clase de verdad, la verdad
poética, la que difiere tanto de la verdad del enunciado empírico como de la verdad del enunciado
lógico. Esta idea ya fue enunciada a principios de siglo por el esteta ruso Gustav Spet en su obra
Esteticeskie fragmenty, 2 vols., St. Petersburg, KInigoizdatel’stvo, “Kolos”, 1922-23.
“La literatura –comentan al respecto y glosando a Spet, Fokkema e Ibsch- se compone de
temas, de ficción. En el juego de las formas poéticas se puede llegar a conseguir la emancipación
completa de la realidad. Pero estas formas mentales tienen una lógica interna, una lógica sui
generis, así como un significado puesto que el alejamiento de la situación habitual no implica un
alejamiento del significado. De hecho, Spet ofrece una clarísima exposición de una de las principales
características del texto literario, a saber, el principio de la “ficcionalidad” que mantiene una demanda
de verdad aunque no admite una comparación directa con la realidad”. Teorías de la literatura del
siglo XX, p. 40, Madrid, 1981.

33
verdadero. No, sencillamente no es ni verdadero ni falso, como lo puede sr cualquier juicio
de experiencia, puesto que su denotación queda neutralizada y, por tanto, no apunta a la
realidad histórica o causal, sino a una realidad imaginaria. Considerar el enunciado literario
como oración real es uno de los errores más lamentablemente difundido no sólo entre
profanos, sino también entre lógicos y semánticos. La verdad y la falsedad tienen sentido
respecto del lenguaje cuando es posible, al menos en principio, encontrar un componente
factual al cual el enunciado lingüístico se refiera, pero si, como ocurre en literatura, este
componente factual no existe en absoluto, es imposible asignar un valor al enunciado. Si
alguien afirma que “todos los hijos de Pérez están durmiendo”, para poder determinar la
verdad o la falsedad de esta oración hace falta saber, en primer lugar, como observa
Strawson, si Pérez tiene o no hijos. Sólo si Pérez tiene hijos y éstos efectivamente duermen,
la oración será verdadera. En cambio si los hijos de Pérez están viendo televisión, la oración
será falsa. Ahora, si Pérez no tiene hijos, la oración, sencillamente, no es ni verdadera ni falsa
porque para serlo o no serlo hace falta que exista una realidad de la cual tenga sentido
predicar lo que se predica en la oración. En la obra literaria todas las oraciones son como ésta
acerca de los hijos de Pérez. Son oraciones cuyos referentes son pura ficción. Pero, a
diferencia de las oraciones relativas a la realidad, que suponen el principio de existencia, las
oraciones literarias no suponen este principio.

Es, por consiguiente, del todo ridículo interrogarse y atormentarse por conocer si en
las primeras oraciones del Quijote –“En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero
acordarme…”- hay un enigma real sobre el verdadero lugar donde vivía Don Quijote, porque
es evidentísimo que se trata de un personaje de ficción que, en cuanto tal, sólo pudo haber
vivido en una Mancha imaginaria. Son absurdas y ridículas las investigaciones sobre este
tema, así como las “aclaraciones” que los entendidos suelen poner al pie de página de la
novela para “explicar” que “se presume que el lugar –aquel voluntariamente olvidado por el
narrador- sea Argamasilla de Calatrava”47. Esta concepción ingenua e infantil de la obra de
arte supone nada menos que tomar la ficción por realidad. En efecto, si se hace este tipo de
investigaciones es que se da por hecho que Don Quijote existió, que si no, no se lo
domiciliaría en Argamasilla de Calatrava, que es un lugar completamente real. Si se tuviera
la obra de arte por cosa puramente ficticia, tamaños errores quedarían fuera de lugar48.
Abocarse a tales “investigaciones” es tanto como buscar por los museos de España las armas
de Don Quijote o el yelmo de Mambrino.

En las Investigaciones lógicas (1900) y a propósito de los hechos de pura ficción, asegura
Husserl que cuando leemos una novela no nos ocupamos en modo alguno sobre la verdad. “Los
juicios son llevados a cabo, indudablemente –escribe-, en cierto modo; pero no tienen el carácter de
verdaderos juicios –lo que, dicho sea de paso, nos recuerda la teoría de la literatura de Martínez-
Bonati. Cf. en esta misma obra el Capítulo 10 dedicado a la teoría de este autor. No creemos, pero
tampoco negamos ni ponemos en duda lo que se nos narra. Lo dejamos obrar sobre nosotros, sin
aseverar nada; llevamos a cabo, en lugar de verdaderos juicios, meramente ‘imágenes’ “. Cf. Vol. 2.
Cap. 5 N° 40.
47 Edición del Quijote comentada por Antonio Paluzie Borrel, p. 45. Barcelona, 1975.
48 En cambio la crítica literaria más actualizada reconoce el carácter lúdico y ficticio de ciertas

situaciones creadas por el novelista con fines estéticos. Joaquín Casalduero escribe, a propósito del
mismo problema en su última edición del Quijote (Madrid, 1984), lo siguiente: “Con los “autores”
empieza el complejo de la creación novelesca: realidad, invención, invención y realidad”, p. 25.

34
Es verdad que se podría razonar diciendo que no todas las obras presentan con tanta
evidencia su calidad ficticia como El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Se podría
argumentar, por ejemplo, que el siguiente discurso del narrador de La Campesina de Moravia
nada tiene de imaginario: “Mi marido tenía una tiendecita de comestibles, en Trastavera, en
el callejón del Cinque, y alquiló un pisito arriba de la tienda, de suerte que, asomándose a la
ventana del dormitorio, podía tocar con los dedos el letrero color sangre de buey que ponía
‘pan y pasta’ “.

Sólo alguien muy ingenuo concebiría la peregrina idea de visitar Roma y dedicarse a
indagar si el marido de la protagonista alquiló o no el pisito de que habla, y si tenía la tal
tiendecita de comestibles. Y eso, haciendo notar que es obvio que esta descripción podría ser
completamente verídica o plausible en boca de cualquier vecina de barrio. Pero ¿cuál es la
diferencia? Si nuestra vecina real en una conversación intrascendente, como la mayor parte
de nuestras conversaciones cotidianas, nos dice: “cuando me casé y vine a Madrid mi marido
compró una tiendecita de abarrotes en el número veinte de la calle de Alcalá y sobre ella
habitamos un pequeño piso”, probablemente no nos sentiríamos inclinados a poner en duda
semejante aserto, pero si lo hiciéramos, siempre tendríamos la posibilidad de poner a prueba
su afirmación, sea viajando a Madrid y preguntando a los vecinos del sector o de mil y otras
maneras. Por lo demás, cualquier segmento de un discurso literario está compleja y
estructuralmente trabado con un corpus lingüístico de mayor envergadura, del cual no
constituye más que una mínima parte, pero con el que mantiene una relación de coherencia,
por lo que la situación puntualmente descrita se deriva de otras, al tiempo que da origen a
otras hasta constituir, por medios puramente lingüísticos, toda la realidad literaria. La
realidad de la literatura está toda hecha de palabras, mientras que la realidad de la realidad no
está hecha sólo de lenguaje, sino también de hechos y realidades materiales.

Ahora, si leemos la siguiente afirmación en The End of Order del historiador


Ch.M.Mee: “La Primera Guerra Mundial y el Tratado de Versalles, que siguió a ésta,
produjeron el trastorno más grave del largo y turbulento curso de la historia mundial
moderna…”, podríamos discutir con pleno sentido si tales proposiciones son verdaderas o
falsas y para ello podríamos recurrir a los políticos, diplomáticos y militares de postguerra y
examinar en ellos si se cumple o no la proposición de este historiador.

En definitiva, el discurso imaginario o literario se diferencia, por un lado, del discurso


ordinario y del histórico en cuanto éstos constantemente requieren estar ajustándose a los
hechos y correr, por decirlo de algún modo, paralelamente a lo que es o a lo que ha sido. Por
ejemplo, una historia sobre la Revolución Francesa no puede alejarse de los hechos –
verificables en fuentes, archivos, documentos, testimonios, etc.-, mientras que una novela es
libre para acercarse o alejarse cuanto quiera de la realidad y aún para inventar, porque la
poesía, como ha dicho Aristóteles, es siempre más universal que la historia, en cuanto la
historia debe necesariamente atenerse a las cosas como son, mientras la literatura trata de lo
que las cosas pudieran o pudieron ser. Por otra parte, además del contexto del texto, es la
actitud del lector la que dará la clave para distinguir un discurso literario de otro que no lo
es. Si por desinformación o porfía nos empeñamos en tomar por cosa real lo que leemos en
cuentos y novelas, no habrá manera de acceder a la obra de arte. El texto artístico necesita de
lectores mínimamente advertidos capaces de asumir una actitud de cooperación con el

35
discurso que se lee. Suele ocurrir que los mundos novelescos se asemejen mucho a la
realidad, como ocurre también que ciertas realidades se asemejen mucho a los mundos de
ficción. Pero, debe existir un criterio para distinguir cuándo nos enfrentamos con la realidad
mundanal y cuándo con la ficción. Todos, conscientemente o no, somos capaces de distinguir
intuitivamente lo que soñamos de lo que vivimos realmente, aunque no haya razones
filosóficas definitivas para ello. No son las mismas actitudes y medidas que adoptamos ante
el sueño que ante la realidad, justamente porque a la una la asumimos como ficción y a la
otra como realidad. Con el sueño como con la ficción artística es necesario mantener una
actitud distinta; sin esta actitud el arte pierde toda su trascendencia y su sentido.

3. CONFUSIÓN ENTRE REALIDAD HISTÓRICO-


CAUSAL Y FICCIÓN ARTÍSTICA

De cualquier manera que las cosas se traten, conviene distinguir claramente entre
mundo artístico (de ficción) y mundo real (o mundo del acaecer fenoménico e histórico).
Obviamente el mundo artístico también es real (en cuanto hay una realidad de lo artístico)
aunque desde un punto de vista estricto, cuesta verdadero trabajo establecer la distinción. Si
decimos, pongamos por caso, que el mundo real es objetivo mientras que el artístico es
subjetivo, encontramos –como observa Jaspers- que la noción de mundo objetivo y total es
inasignable. En efecto, tan pronto como lo analizamos descubrimos que nos remite a nuestro
mundo, el mundo donde estamos y somos, que es para nosotros un correlato y un destino,
pues donde quiera que el hombre esté en el mundo, está desde él y desde su particular punto
de vista. Sin embargo, no interesan para nuestros objetivos (de investigación meramente
estética) las graves y paradójicas consecuencias de un objetivismo o de un subjetivismo
llevado a los extremos. El filósofo y el teórico del arte deben distinguir entre ficción y
realidad histórica y fenoménica si quiere tratar con justicia la obra artística; de lo contrario
estamos dispuestos a repetir graves errores –como los ya anotados- y a recaer en el viejo
psicologismo que confunde autor y narrador, mundo históricamente real y mundo ficticio.
Incluso estamos condenados a juzgar al autor por lo que dicen y hacen sus personajes como
si éstos fueran auténticos seres históricamente reales.

El serio y constante riesgo que corren los artistas en los regímenes represivos en
muchas partes del mundo está basado en este equívoco mañosamente manejado de no
distinguir entre realidad y ficción. Grandes obras y grandes autores han sido perseguidos y
prohibidos por lo que “dicen” y muestran en sus obras, como si lo dijeran ellos y no sus
personajes de ficción. Naturalmente que desde este punto de vista García Márquez resulta ser
un inmoral, una mente perversa y tortuosa que se complace en inventar y describir las
escenas sexuales más repelentes y bestiales. Pero ¿hemos de juzgar a García Márquez-
hombre por los “hechos” de sus personajes, así (exactamente así) como juzgamos a Freud por
sus teorías sobre la sexualidad? Naturalmente que podemos –y así se hace muy a menudo, en
efecto- si somos incapaces dice distinguir entre arte y realidad y, mucho peor, si tomamos la
obra de arte por representación de la realidad objetiva y psicológica. Hay, pues, urgente

36
necesidad de demostrar con toda claridad la profunda e injustificada arbitrariedad que se
comete al no reconocer los límites que separan la ficción de la realidad y de este modo negar
sus fueros al arte.

Como quiera que sea la realidad última, ontológica y metafísicamente hablando, es


indudable que el hombre está facultado para distinguir al menos la realidad histórica y del
acaecer cotidiano de la realidad específica que encierra y constituye la obra artística. A modo
de aproximación señalaremos aquí algunas diferencias:

1. La realidad es más amplia temporal y espacialmente, de modo tal que la obra queda
incluida completamente en ella.

2. La obra de arte tiene un comienzo y un fin claramente delimitado; en cambio, la


realidad es un continuum sin principio y sin fin.
3. La realidad es más heterogénea, pues nos enfrenta a todo tipo de circunstancias,
diferentes unas de otras, sin aparente conexión; el arte tiende a tener mayor unidad
estructural. El arte es un mundo organizado de acuerdo a ciertos principios
perfectamente identificables, aunque esta tarea no sea siempre fácil. Es, pues,
coherente consigo mismo.

4. Las leyes de la realidad son constantes e inmutables, de validez universal; en la obra


de arte esas leyes son sustituidas por leyes locales, es decir, leyes estéticas generadas
en la propia y para la propia obra.

Todo esto cobra sentido, insistimos, si y sólo si consideramos que en definitiva el


arte es también una forma de darse la realidad, ya que la “realidad del arte” no puede existir
por sí misma, sino a partir de la macro-realidad de la que forma parte. La realidad puede
pasárselo sin el arte, aunque el arte no puede pasárselo sin la realidad. Aquí radica el punto
de entronque entre arte y realidad: el arte no nace de la nada, sino del ser del mundo, aunque
por el sólo hecho de nacer adquiera existencia independiente. Según Souriau49 hay varios
puntos de contacto entre el mundo artístico (llamémoslo A) y el mundo real (llamémoslo B):

1. El mundo A que representa un mundo B que pudo haber existido perfectamente.

2. El mundo A es creado sobre la base de B, pero modificándolo.

3. El mundo A es enteramente inventado, imaginado, pero enteramente posible: aquí las


leyes del arte dominan sobre las leyes de la realidad.

4. “Por último, si tal le place, el artista puede emancipar deliberadamente su


mundo A de alguna de las leyes fundamentales del mundo B; inclusive de la
gravitación universal”50.

49 Cf. La correspondencia de las artes, Cap. XXXV “Arte y verdad”. México, D.F., 1965.
50 Id., p. 307.

37
Efectivamente, ¿qué de extraño tiene que los personajes de Brughel o de Chagall
floten en el espacio artístico? Verdaderamente tampoco nos asombramos que los personajes
de García Márquez leviten o “vivan” mientras están muertos porque la acción del arte es de
libertad absoluta, inclusive allí donde más evidente aparecen los datos del mundo. En el arte
no hay ninguna ley que prohíba –como ocurre en la realidad- al novelista, poeta o pintor
concebir lo increíble o lo inverosímil. En el arte el único principio soberano lo dicta la propia
obra. Aquí ningún sometimiento ni ninguna existencia de la realidad objetiva o psicológica
tiene imperio sobre el mundo novelado: sólo tiene importancia el mundo instaurado por la
obra de arte. En este sentido escribe acertadamente Souriau: “Es cierto que con frecuencia se
aproxima enormemente a esos mundos que le son extraños, los mundos llamados y
comúnmente supuestos, irreales. Pero de momento, él es el único real, y tal vez lo sea aún
más, si por realidad se entiende una calidad intrínseca de las cosas y de los seres, y no el
hecho de permanecer justamente al margen de éstos”51.

4. SOBRE LAS CAUSAS REMOTAS Y LAS CAUSAS


PRÓXIMAS EN LA CONSTITUCIÓN DE LA OBRA
DE ARTE

No faltan quienes negando la autonomía del fenómeno artístico, niegan también que
la obra de arte consista esencialmente en un mundo de ficción independiente de la realidad.
Contra este argumento precisaremos ahora que efectivamente la realidad entra en la obra de
ficción, pero no en cuanto tal realidad, sino sólo en cuanto elemento constituyente de la
configuración ficticia. Es curioso que esta creencia, a pesar de los numerosísimos testimonios
de artistas y estetas en sentido contrario, renazca cada vez de sus cenizas para volver de una u
otra forma a aparecer en las explicaciones sobre la naturaleza del arte. Desde luego este
argumento aparece muy convincente para la visión popular y general que se tiene del arte. Si
es evidente que la pintura de Velásquez “representa” personajes históricos, no se ve cómo –
se argumenta- se pueda negar que el arte sea, sin más, expresión de la realidad. Sin embargo,
los argumentos no pueden ir más lejos, porque si así lo hicieren pronto revelarían su profunda
inconsistencia porque –como aquí mostraremos desde un nuevo punto de vista- se confunde,
intencionadamente o no, la realidad en tanto realidad con la “realidad” en tanto materia
prima de la ficción. La ficción, por fantástica que sea, ha de obtener sus materiales de la
realidad empírica histórica y causal52.

51Id., p. 311.
52 “En todas las épocas –escribe Roger Garaudy-, lo que confirió grandeza a las obras fue el grado
de realidad interior, humana, que el artista supo incorporar a la realidad (la emoción y el documento,
según las manifestaciones de Pierre Abraham). Realidad exterior y realidad interior (natural o social)
no pueden ser disociadas en el arte. toda gran obra comporta esos dos componentes; inténtese
separar uno de otro y entonces no quedará más que un naturalismo fotográfico y pasivo en un polo,
y un subjetivismo fantástico, incapaz de establecer una comunicación humana con el público, en el
otro. “Lo exterior –decía Hegel- es la expresión de lo interior”, y recíprocamente. Estética y
marxismo, p. 19. Barcelona, 1969.

38
Tal vez un símil pueda sernos útil para ambientarnos en el tipo de discusión a que
daremos lugar. Todo el mundo sueña; cual más cual menos, según recuerde sus sueños tendrá
por cosa segura que lo soñado no puede ni debe confundirse con lo real. Quien sea incapaz de
establecer con claridad las fronteras de sus sueños, se encontrará que sin saber toma lo
soñado por lo real y, a veces, lo real por lo soñado. Más o menos lo mismo ha ocurrido en la
historia de la estética y de la crítica artística. Durante siglos no se han respetado las fronteras
de lo artístico y se lo ha estudiado y discutido con categorías de lo real, como si no fuera más
que una prolongación de la realidad. El psicologismo estético dio nuevos bríos a este
equívoco que se manifestó con gran fuerza hacia fines del siglo pasado y comienzos del
actual sin que hasta la fecha haya desaparecido absolutamente. No sólo en la crítica
periodística, sino también en la científica, sigue siendo muy habitual encontrar expresiones
como “el autor dice”, “el autor piensa”, “el autor está equivocado porque, según dicen en su
novela, Elvira fue amante del Rey X, cuando está probado históricamente que…”, cuando en
realidad el autor no es quien relata ni quien afirma sino, el narrador. El narrador es un
personaje más, inventado, convertido en uno de los elementos ficticios estructurales de
mayor importancia en la obra. Parejamente se puede hacer extensiva esta observación a
cualquier otra forma de arte. No es común en nuestro mundo, desde los avances de la
psicología, que se tome por verdad lo que literalmente dicen los sueños y, sin embargo, es
muy corriente que se tomen en serio los dichos y los hechos de la obra de arte y se juzgue a
su autor conforme a ellos. Lo que ocurre en verdad es que tanto en el sueño como en el arte
siempre están presentes los elementos constitutivos de la realidad, como materiales de la
ficción, de la misma manera como las palabras están presentes en el discurso. ¿Es que se
podría soñar sin tener experiencia de la realidad? Es evidente que un ciego de nacimiento
está impedido de soñar en colores porque nunca ha tenido la experiencia del color. El arte
tampoco puede construirse prescindiendo de la realidad. ¿De dónde, entonces, sacaría la
pintura su color, sus figuras y su mundo? Nada puede estar en el arte –como en el sueño- si
antes no ha estado en la realidad. El amarillo, el verde o el azul de la obra pictórica no se
diferencian en cuanto color del amarillo, del verde o del azul que habitualmente encontramos
en la Naturaleza o en la realidad. Esto, que es tan evidente en el caso del color, es más sutil
en el caso de los restantes elementos de la obra artística, pero no menos verdadero. Valéry ha
dicho todo esto de una manera más clara y exacta: “Otros, en fin –los “Delacroix”-, para
quienes la naturaleza es “un diccionario”, toman de ese léxico los elementos de su sintaxis53.
Toda realidad posee su “gramática”. Esta gramática –lo que nosotros también llamaremos la
arquitectura de la obra- se compone de un “vocabulario” y de una “sintaxis”. Tanto en el
sueño como en la realidad y en el arte el vocabulario es el mismo, lo que cambia es la
“sintaxis”54.

La obra de arte es un efecto de la realidad en el sentido que ésta es causa de aquélla.


Ciertamente nada ocurre en la realidad de manera gratuita, todo lo que acontece ocurre
porque tiene su razón, que de lo contrario no ocurriría. Todo lo que acaece ocurre en

Cf. también Meditaciones metafísicas (Meditación Primera) de Renato Descartes.


53 Piéces sur l’art. Autour de Corot. Textos citados por J. Plazaola. Introducción a la estética, p. 407.
54 Vocabulario y sintaxis, en sentido estricto, sólo los posee el lenguaje natural o el artificial, por

ejemplo, matemática, lógica. Aquí estos términos tienen un sentido aproximado en cuanto recogen la
idea que queremos expresar.

39
determinadas circunstancias. Los lógicos acostumbran a distinguir entre condiciones
necesarias y condiciones suficientes en la producción de un acontecimiento. Se dice que una
condición necesaria para que se produzca un acontecimiento determinado es una
circunstancia en cuya ausencia aquél no puede producirse55. Por ejemplo, la presencia de
oxígeno es una condición necesaria de la combustión. Pero no se sigue del hecho de que haya
oxígeno en el ambiente, de que ha de producirse necesariamente combustión; esto quiere
decir que la condición necesaria es una circunstancia que concurre decisivamente en la
producción de un efecto, pero que requiere de otras circunstancias concomitantes para que
efectivamente el efecto aparezca. Si en una habitación hay oxígeno pero, además, un material
inflamable, podemos decir que están dadas las condiciones necesarias para que se produzca
un incendio; mas no se producirá el incendio mientras no intervenga una condición
suficiente, por ejemplo, que se origine una chispa eléctrica.

De la misma manera podemos decir que en el arte la realidad es como el oxígeno, la


condición necesaria para que se produzca la obra artística. De esta manera la realidad es
imposible que quede sustraída a la participación artística, pero también es evidente que no
basta la realidad por sí sola para que emerja la obra de arte. Para ello es necesario, además,
que esta realidad se dé de una determinada manera al artista. Debe, por decirlo así,
impresionarle más profundamente que al común de los hombres; por ejemplo, que el artista
vea en ella lo dramático, lo enigmático, lo bello o lo extraño. En este sentido puede aparecer
–como la chispa en la combustión- la condición suficiente: una forma, una ordenación, en
una palabra, una “sintaxis” sui generis mediante la cual el artista ordene el “vocabulario” de
la realidad. Sólo entonces emerge la obra de arte.

También los lógicos suelen distinguir otros sentidos en el concepto de “causa”,


sentidos que nosotros podemos aplicar también al arte para distinguir arte de realidad. Se
habla de causa remota y de causa próxima según el grado de proximidad entre el efecto y la
causa. Si analizamos la causa de la Segunda Guerra Mundial podemos averiguar que se
originó –entre otras causas- en un acuerdo aparentemente intrascendente tomado en el
subterráneo de una cervecería de Baviera en donde un sindicalista llamado Hitler fue
designado jefe de un partido político recién constituido. Esta causa, llamémosla “A”, originó
“B”, y ésta, “C”, y así sucesivamente hasta llegar, supongamos, a “K”, la invasión de
Polonia. “A” será la causa remota y “K” la próxima.

En el arte hay que ver la “realidad representada” siempre como causa remota y nunca
como causa próxima. En el documento o la fotografía, por el contrario, lo representado es
predominantemente siempre causa próxima. Queremos decir: la realidad viene a la obra de
arte mediatizada, mezclada y transfigurada con mil elementos de la imaginación. Todo ello
en armónica y sintáctica disposición configura finalmente el mundo ficticio, derivado de la
realidad, pero distinto de ella.

Podrían aducirse numerosos testimonios y ejemplos y así se vería que las grandes
obras –pero también las menos notables-, por hablar sólo de casos relevantes, obedecen a
estas leyes de constitución y derivación. La Divina Comedia no representa ni los amores
reales –que no los tuvo- de Dante con Beatriz, ni la realidad tal cual era y cual la vivió el

55 Cf. I. Copi. Introducción a la lógica, p. 417. Buenos Aires, 1978.

40
poeta. Lo que en la obra aparece es un conjunto organizado de lejanos recuerdos, de
experiencias históricas amargas, de mitología, fantasía, todo organizado de acuerdo a ciertas
leyes especialmente dadas para esa construcción artística. Beatriz real y el entorno social e
histórico de Dante no son más que la causa remota de la verdadera realidad de ese mundo
poetizado que es pura ficción. Podríamos construir una lista con innumerables casos que
mostrarían empíricamente la verdad de estos principios universales del arte de que hasta aquí
hemos hablado, pero baste con el testimonio que a continuación traemos de uno de los
novelistas de lengua española más importantes de la segunda mitad de nuestro siglo: Mario
Vargas Llosa. En un interesante artículo56 confiesa admirablemente de dónde y cómo ha
extraído la materia prima de sus relatos. A propósito de sus años en Piura –una ciudad del
norte del Perú- donde pasó algunos años de su infancia dice: “Esa precaria armazón de
madera, donde tocaba una orquesta de la Mangachería y a donde los piuranos iban a comer, a
oír música, hablar de negocios tanto como a hacer el amor –las parejas lo hacían al aire libre,
bajo las estrellas en la tibia arena- es uno de mis más sugestivos recuerdos de infancia. De él
nació La casa verde, una novela en la que, a través de los trastornos que en la vida y en la
fantasía de los piuranos causa la instalación del prostíbulo, y de las hazañas e infortunios de
un grupo de aventureros en la Amazonia, traté de unir, en una ficción, a dos regiones del Perú
–el desierto y la jungla tan distantes como distintas”, y a continuación agrega: “A recuerdos
de Piura debo también el impulso que me llevó a escribir varias historias de mi primer libro:
Los jefes”57. También respecto de sus restantes relatos confiesa –como Conversación en la
Catedral- que tuvieron un origen muy remoto en episodios de su experiencia vital.

5. FUENTE, ASUNTO Y ARGUMENTO EN LA OBRA DE


ARTE

Una cosa es, pues, la fuente de la obra de arte y otra, muy distinta, el argumento que
en ésta se desarrolla. La fuente es la realidad –pero no sólo la realidad en sentido corriente,
sino también la realidad espiritual y metafísica que es, como decimos, una forma más de la
Realidad-, la cantera de donde el artista obtiene las piedras para su construcción; el
argumento es el orden peculiar en que esas “piedras” se disponen para constituir el edificio
de ficción. Algunos teóricos de la literatura llaman asunto a lo que vive de una tradición
propia, ajena a la obra de arte y que va a influir en su contenido58. El asunto está siempre
ligado a determinadas figuras y comprende un período de tiempo. Está, pues, más o menos
fijado en el tiempo y en el espacio real. La fuente como el asunto están fuera de la obra, en la
realidad, mientras que el argumento o el motivo son puramente artísticos y en ese sentido,
ficticios, aunque tomen sus materiales de la realidad.

La fuente del “Guernica” de Picasso está en un episodio histórico de la Guerra Civil


Española. El motivo es el tema ahí desarrollado que, lógicamente, no ha de confundirse con

56 “Perú y Vargas Llosa en el país de las mil caras” en revista dominical El País, 26 de febrero, 1984.
57 Id.
58 Cf. W. Kayser. Interpretación y análisis de la obra literaria. Madrid, 1968.

41
la realidad. Ese tema no representa ningún bombardeo sobre ninguna ciudad, simplemente
crea, con imágenes terroríficas pero al mismo tiempo bellas, sobrecogedoras y extrañas, una
ficción. Otra cosa es que nosotros establezcamos una relación psicológica entre la obra y la
realidad histórica para “explicar” lo en ella mostrado. Pero, sin duda, desde un punto de vista
objetivo tenemos que reconocer que no hay ningún nexo real, ninguna relación objetiva entre
el suceso histórico y el suceso artístico. Al menos no está inscrita en la obra la realidad
histórica de suerte tal que ningún análisis, por poderoso que sea, sería capaz de ver en la pura
obra la presentación de elementos históricos, como tampoco podemos saber que la
“Gioconda” de Leonardo sea efectivamente Gioconda, pues este hecho histórico no se lee en
el hecho artístico. Aferrarse a la idea de que la obra está amarrada a la realidad, como la
fotografía con el objeto representado, es sostener lo imposible. Si así fuera la obra debería
pasar y sucumbir con la realidad. Además, nadie que desconozca el episodio trágico de la
Guerra Civil Española estaría en condiciones de apreciar el “Guernica” de Picasso, cosa que
es evidentemente falsa. Entonces, para gozar del arte habría previamente que conocer la
realidad directa de la cual la obra deriva. En la mayoría de los casos no es posible porque la
experiencia de la realidad muere con el autor, y en otros, ni siquiera hay “realidad”, en
sentido corriente.

En fin, lo mismo que Hume ha dicho –que la relación causa-efecto es un paso


psicológico, pero no real y efectivo- podemos decirlo nosotros, y con mayor razón, respecto
de la pretendida relación inmediata y causal entre realidad y arte.

Conviene, pues, que se entienda bien que el arte de alguna manera siempre refleja la
forma de ser de la realidad natural, histórica y social. Pero el reflejo artístico de la realidad no
tiene nada que ver con la vulgar idea de una reproducción y representación desembozada
como la ha proclamado, por ejemplo, el realismo socialista, so pretexto de estar aplicando
religiosamente las teorías del materialismo histórico y dialéctico desarrolladas por Marx y
Engels. Basta con acercarse un poco tan sólo a los escritos que sobre arte y literatura dejaron
estos pensadores para advertir la fuerza e injusticia que se ha hecho a su pensamiento.
“Según la concepción materialista de la historia –escribe Engels- el factor que determina en
última instancia la historia sería la producción y la reproducción de la vida real. Pero eso no
fue afirmado jamás ni por Marx ni por mí. Si ahora alguien tergiversara las cosas afirmando
que el factor económico es el único factor determinante, lo que hará es transformar aquella
proposición en una frase abstracta y absurda”59. Por el contrario, Marx y Engels tenían una
idea más noble e inteligente sobre lo que debe ser la obra de arte y sobre las funciones a que
está llamada en la sociedad. Desde luego aceptaron la idea de que el arte es una construcción
libre que puede apartarse todo lo que se quiera de la realidad “al detalle” siempre y cuando
no deje de referirse a la realidad de una manera indirecta. De hecho, la estética marxista está
muy lejos de concebir el arte como una mera cara-espejo de la realidad60 y, aunque se ha
continuado inclinando por un arte realista, ha concebido este realismo de una manera más
sutil y elaborada. Por otra parte, la historia ha mostrado que ni el realismo socialista de la
Rusia inmediatamente posterior a la Revolución de Octubre, ni el realismo del nacional
socialismo alemán han tenido el menor éxito y esto, pese a los ingentes esfuerzos que en su
día hizo la propaganda oficial.

59 K. Marx y F. Engels. Cuestiones de arte y literatura, p. 54. Barcelona, 1975.


60 Cf. el Cap. 8 “Lukacs: un enfoque marxista de la obra de arte literaria”.

42
6. LA IDEA DEL ARTE COMO MENSAJE

Estas ideas del arte como representación de la realidad se vinculan estrechamente a


las teorías que ven en la obra de arte un mensaje del autor a su público. Tampoco en este caso
las cosas son tan claras como se las quiere presentar. Si atendemos efectivamente al concepto
de mensaje, veremos que su realización implica una serie de factores que la “comunicación”
artística no cumple61. El mensaje artístico, si es que lo hay, no implica necesariamente
comunicación. El arte es, sin duda, expresión y toda expresión es una tentativa de
comunicación, una manifestación de nuestra necesidad de diálogo, pero no siempre alcanza
sus fines. Para que el mensaje se convierta efectivamente en comunicación es preciso que
autor y receptor compartan el mismo código, que conozcan su gramática y su semántica para
que los signos codificados por el autor puedan ser decodificados por el receptor
adecuadamente. Esto no siempre se cumple, evidentemente, porque los signos y símbolos de
que se vale el autor no tienen, por lo general, alcance universal. No hay ninguna necesidad
para que el lector de poemas interprete de la misma manera que el poeta el lenguaje por éste
expresado. En la pintura esto es más evidente aún. Si Dalí nos dijera que en su obra “La rosa”
la rosa soja y solitaria que en ella aparece significa (es decir, es signo de) o “representa” los
años juveniles de profunda amistad con García Lorca, nosotros podríamos decir que no nos
sugiere en absoluto amistad y que, en cambio, la interpretamos de cualquier otra manera. En
el arte no hay, pues, ninguna necesidad para interpretar siempre en un sentido limitado las
imágenes que percibimos. Este hecho no queda refutado en lo más mínimo por el carácter
lingüístico de la poesía. Es verdad que el lenguaje ordinario es efectiva y eficazmente un
medio de comunicación porque en él los signos (las palabras) son de público dominio, de
modo tal que nadie que conozca la gramática del español podrá interpretar, por ejemplo, este
texto, en un sentido muy diferente al que le da su autor. Ciertamente que alguna discrepancia
habrá, después de todo cada palabra resuena en nuestra mente según las peculiarísimas
experiencias lingüísticas de cada uno, pero tampoco hay razón alguna para creer que el
lenguaje de un poema representa exactamente lo que esos mismos signos representan en
nuestro lenguaje ordinario. Alguna resonancia permanece, de lo contrario no podríamos leer
un poema; mas los signos lingüísticos funcionan en la poesía de una manera más bien nueva
e inédita; están, como dice Sartre, en estado salvaje, no domesticados como en el lenguaje
científico y ordinario62.

7. EL JUEGO ARTÍSTICO “REALIDAD / FICCIÓN”

61 Cf. J. Camón Aznar. El arte desde su esencia, p. 36. Madrid, 1968.


62 Cf. Cap. 6 # 9 “El arte no es un tipo especial de lenguaje”.

43
Que la obra de arte sea obra de ficción no significa que sea un engaño destinado a
persuadir o hacer creer al contemplador (o lector) en algo que de hecho no es. En efecto,
descubrimos un engaño cuando alguien quiere hacernos creer que una cosa es así, sabiendo
nosotros que la cosa no es así. Esto ocurre, por ejemplo, cuando alguien que cree que uno
ignora la diferencia entre el oro y el oropel, nos quiere vender un anillo de oropel
haciéndonos creer que es oro auténtico. Quien así procede intenta presentar una apariencia
como auténtica realidad. En este caso existe una evidente mala intención destinada a
conseguir fines prácticos a costa de nuestra credibilidad. Algo así pensaba –si hemos de creer
a Diógenes Laercio- ya Heráclito acerca de la poesía pues “decía que Homero era digno de
ser echado de los certámenes a bastonazos y abofeteado, y lo mismo Arquíloco” 63 por las
mentiras que se permitieron contar sobre los dioses. Otro tanto hará Platón al expulsar y
prohibir la poesía en su república ideal. Probablemente entonces aún no había despertado la
conciencia estética que considera los argumentos y las historias de la poesía como mera
invención. Aristóteles, en cambio, en su Poética tiene plena conciencia del carácter inventivo
de la actividad del poeta y de la poesía.

No hay, pues, engaño en el arte a no ser que uno se quiera dejar engañar. No decimos
que los novelistas o los pintores mientan, sino que intentan que sus obras capten el interés de
lector y lo cautiven estéticamente. Son muchísimas las películas que comienzan con una
advertencia que más o menos reza así: “La historia que aquí se narra ocurrió efectivamente
en la ciudad tal y en el año tal cuando una serie de sucesos auténticos obligaron a la familia
X a…etc., etc.”. Sin embargo, aquel tipo de declaración es en la mayoría de los casos nada
más que un recurso artístico destinado a captar y a comprometer al espectador para que asista
al desarrollo de la obra cinematográfica. Si meditamos en tal circunstancia no nos sentimos
engañados por tales declaraciones preliminares porque ellas forman parte del juego artístico
al que libremente se nos está invitando a participar y en el que libremente participamos.

No obstante, el espectador inadvertido suele a veces protestar cuando descubre, v.gr.,


que un episodio histórico que él conoce bien ha sido “tergiversado” en la película, cambiando
arbitrariamente el curso de los acontecimientos. La verdad es que si el film cinematográfico
es una construcción artística –y no un documental- el espectador tiene que estar dispuesto a
asumir en su calidad de contemplador estética estas pequeñas o grandes desviaciones
respecto de la historia, porque la obra de arte no tiene compromiso alguno de “reproducir
imitativamente” episodio alguno de la historia en el cual pudo haberse inspirado para
construir el argumento de la obra. De aquí, pues, que los filósofos y los teóricos del arte
hablen desde hace ya algún tiempo de la necesidad que el lector o contemplador cuenten con
una cultura mínima que les permita participar estéticamente en el juego de la ficción que
establece como requisito de entrada la obra de arte.

Es verdad que a veces cierto tipo de novelas –sobre todo la realista- invita a la
confusión, pues el lector no sabe con seguridad si está asistiendo al desarrollo de una obra de
historia o de ficción, pero siempre es posible para el lector advertido encontrar algunos
recursos técnicos y estilísticos en la obra de ficción de los que carece un texto histórico. En
otras ocasiones suele ocurrir que el creador utiliza el recurso de confundir intencionalmente
la “ficción” con la “realidad”; pero éste es un procedimiento estrictamente calculado por el

63 Cf. Vida de los filósofos más ilustres, p. 45. Buenos Aires, 1960.

44
novelista para que el lector comprometa su interés en la obra, casi sin advertirlo, y asista a la
contemplación del mundo ficticio que el narrador va desplegando ante sus ojos y su mente.

Fue también Cervantes, creador de la novela moderna, el que, si no nos equivocamos,


creó este recurso artístico. Todos recordamos que al concluir el Capítulo VIII de la “Primera
Parte” el narrador, creado por Cervantes, que nos está narrando las aventuras de Don Quijote,
nos sorprende dejando trunca la batalla entre Don Quijote y el vizcaíno, asegurándonos “que
en este punto y término deja pendiente el autor desta historia esta batalla, disculpándose que
no halló más escrito destas hazañas de don Quijote, de los que deja referidas”. En el siguiente
capítulo asegura el supuesto historiador que no contento con tan inesperada interrupción le
pareció muy dudoso que tan insigne caballero no tuviese un historiador que hubiese recogido
con esmero y detalle sus singulares hazañas, hasta que una afortunada coincidencia le
permitió dar con la historia completa. En efecto, en una calle de mercaderes de Toledo se
encontró con un muchacho que sin saber lo que traía entre manos, por estar escrito en
caracteres arábigos, le vendió los cartapacios de la “Historia de Don Quijote de la Mancha
escrita por Cide Hamete Benengeli”, manuscrito que él, a su vez, hizo traducir al castellano.
Es, pues, este afortunado hallazgo el que nos permite informarnos del fin que tuvo la batalla
del vizcaíno con Don Quijote y de todas las demás hazañas y peripecias que vivieron y
padecieron Don Quijote y su escudero Sancho Panza.

Para nadie, salvo quizá para un lector muy ingenuo sin ninguna cultura artística,
resultará verídico que la historia de Don Quijote y Sancho Panza no es una auténtica creación
de Cervantes, sino tan sólo una transcripción que éste hizo de una versión originalmente
escrita en caracteres arábigos y posteriormente vertida al castellano por un anónimo “morisco
aljamiado”.

¿Está, pues, el narrador –y, en última instancia, Cervantes- pretendiendo engañarnos y


hacernos víctima de un fraude? No, evidentemente. Lo que está haciendo el narrador es jugar
con la “realidad” y la “ficción” tratando de envolver la una en la otra para darle mayor interés
artístico a su creación. En verdad lo que aquí encontramos son tres planos inscritos unos en
otros. En definitiva todo es ficción, pero la ficción da paso a una supuesta “realidad” que a
fin de cuentas resulta ser una “ficción” dentro de la ficción.

Desde Cervantes este recurso novelístico ha sido utilizado en muchísimas ocasiones


con mayor o menor acierto estético, dando a veces la impresión de que estamos asistiendo a
la narración de una auténtica realidad, sobre todo si no estamos lo suficientemente instruidos
sobre los recursos novelísticos y los juegos de “realidad”/”ficción”.

Así, por ejemplo, si cae en nuestras manos una cierta obra del filósofo del arte
Umberto Eco y desapercibidamente comenzamos a leer la primera página, sin poner atención
a la portada o a la contratapa donde se lee “novela”, que empieza así:

“El 16 de agosto de 1968 fue a parar a mis manos un libro escrito por un tal abate
Vallet Le manuscript de Dom Adson de Mel, traduit en franҫais d’apres l’édition de Dom J.
Mabillon (Aux Presses de l’Abbaye de la Source, Paris, 1842). El libro, que incluía una serie
de indicaciones históricas en realidad bastante pobres, afirmaba ser copia fiel de un
manuscrito del siglo XIV, encontrado a su vez en el monasterio de Melk por aquel gran

45
estudioso del XVII al que tanto deben los historiadores de la orden benedictina. La erudita
trouvaille (para mí, tercera, pues, en el tiempo) me deparó muchos momentos de placer
mientras me encontraba en Praga esperando a una persona querida. Seis días después las
tropas soviéticas invadían la infortunada ciudad. Azarosamente logré cruzar la frontera
austríaca en Linz; de allí me dirigí a Viena donde me reuní con la persona esperada, y juntos
remontamos el curso del Danubio”,

podemos pensar que lo que se nos está narrando en esta “introducción” corresponde a una
realidad histórica. Después de todo, qué de extraño tendría que un filósofo, siempre
interesado por obras poco conocidas, y que ha escrito libros de teoría del arte con títulos tan
sugestivos como Apocalípticos e integrados, estuviera ahora en esta obra que lleva por título
El nombre de la rosa, preparándonos el ánimo para presentarnos al fin, quizá, una tan
desconocida como interesante historia escrita por un oscuro monje del siglo XIV. En efecto,
quien escribe como (“supuesto”) traductor de la “terrible historia de Adso de Melk” asegura
que investigó cuidadosamente y a fondo la autenticidad de aquellos manuscritos consultando
bibliotecas y especialistas muy conocidos para cualquier estudiante de filosofía (“En aquel
momento –escribe- consulté a varios medievalistas ilustres, como el querido e inolvidable
Etienne Gilson…”).

Ciertamente los datos que aporta son aparentemente bien reales: Viena, Salzburgo,
París, Buenos Aires, la invasión de Praga por las tropas soviéticas en agosto de 1968,
Etienne Gilson, su propia obra Apocalípticos e integrados, etc. y, sin embargo, una serie de
“errores” o sutiles “mentiras” y “juicios infundados”, hábilmente disimulados nos alertan y
nos anuncian que no nos encontramos ante un tratado de semiótica ni ante una historia
verídica acaecida en un oscuro y desconocido monasterio medieval, sino ante una
construcción ficticia. La disculpa de la persona querida con la que repentinamente rompió
sus relaciones “antes de llegar a Salzburgo, una trágica noche en un pequeño hostal a las
orillas de Mondsee” y que por descuido y azar se llevó el original; declaraciones como éstas:
“Hay momentos mágicos, de gran fatiga física e intensa excitación motriz en los que
tenemos visiones de personas que hemos conocido en el pasado (“en me retraçant ces details,
j’en suis a me demander s’ils sont réels, ou bien si je les ai revés”). Como supe más tarde al
leer el bello librito de Abbé de Bucquouy, también podemos tener visiones de libros aún no
escritos”; la referencia a la obra Los vendedores de Apocalipsis, o afirmaciones como “ya se
sabe que los eruditos franceses no suelen esmerarse demasiado cuando se trata de
proporcionar referencias bibliográficas mínimamente fiables…”, terminan por convencernos
de que el narrador no nos está preparando el ánimo para transcribirnos y comentar una
historia realmente acaecida en algún punto del espacio-tiempo, sino para capturar y
secuestrar nuestra conciencia estética en la novela a que está dando comienzo. En verdad en
este caso la novela no comienza con el capítulo primero “Primer día”, ni con el “Prólogo”,
sino mucho antes con la introducción que venimos comentando.

En resumidas cuentas, lo que ocurre en este tipo de construcciones artísticas es que la


realidad es puesta al servicio de la ficción. De cualquier manera la ficción es más amplia y
constituye, por decirlo de algún modo, el marco dentro del cual se desarrolla el juego entre
ciertos escorzos de la realidad histórica y causal y una cierta ficción de segundo grado que
viene a ser ficción dentro de la ficción.

46
No sólo en la novela o en el cine acontece este fenómeno artístico en el que ya
sobresale el genio cervantino; aunque menos frecuente, también ocurre en la pintura, por
ejemplo, en “Las Meninas” de Velázquez. Lo curioso –y notable- del caso es que Velázquez
aparece retratando a “Velázquez” de suerte que el personaje que está en la obra frente a la
gran tela con un pincel en la mano derecho y la paleta, en la obra no sólo está pintando a la
infanta y su séquito sino que, además, se sorprende a sí mismo de tal modo que nos sugiere y
nos figuramos que lo que Velázquez ha plasmado en la tela que nosotros advertimos en parte
por el revés, es lo que nosotros vemos en el cuadro. De este modo el pintor Velázquez
consigue un admirable y genial efecto estético al oponer y jugar artísticamente con la
realidad y la ficción. Si esta obra no retratara al propio pintor, aunque conservara todos los
otros aspectos y figuras, no tendría la merecida fama de que siempre ha gozado. Pero,
adviértase que el pintor que aparece de pie a un lado de la tela no es Velázquez real, sino un
ente de ficción, tal como lo son todos los personajes que en ella divisamos. Velázquez real,
el Velázquez que pintó “Las Meninas”, ése ya no existe, aunque en su día, obviamente,
existió. Este otro “Velázquez”, el retratado, ése no morirá, no desaparecerá, al menos
mientras la obra mantenga su identidad y su estructura física. Éste es el Velázquez ficticio,
personaje, junto a otros personajes de una obra de arte; el otro, el que fue, ya ha
desaparecido cumpliendo su destino como acontece a todo lo humano y perecedero; de él
sólo nos queda su recuerdo que “Las Meninas” contribuye a revivir.

Capítulo V

RACIONALIDAD DEL ARTE. MUNDOS


POSIBLES Y MUNDOS DE FICCIÓN

Si hay en el mundo –entendido como la totalidad de la realidad, según lo concebía


Wittgenstein (T.L.Ph. 2.063)64-, algunos principios que regulen el curso y el acaecer de los

64 Cf. Tractatus Logico-Philosophicus. Madrid, 1985.

47
hechos, esos no pueden ser sino las leyes fundamentales de la lógica. No existe mundo real,
histórico, ficticio o ideal donde los sucesos ocurran y no ocurran al mismo tiempo, o donde
A sea A y no-A simultáneamente. Aparte de esta restricción, por remotamente improbable
que aparezca al sentido común, todo, absolutamente todo puede suceder, si no en este mundo
en cualquier otro mundo posible, como en los mundos de ficción instaurados por la obra de
arte, por ejemplo.

Conocemos nuestro mundo histórico y causal y nada impide que podamos concebir e
imaginar, por analogía o contraste, otros mundos semejantes o completamente diferentes al
nuestro; más, como quiera que concibamos o imaginemos un mundo o una determinada
realidad, tendremos que aceptar que hay ciertos principios originarios que nos posibilitan
concebir o imaginar esos mundos o esas realidades. Los tres principios fundacionales del
pensamiento correcto –o los dos, si se quiere con el intuicionismo eliminar el del tercero
excluido- constituyen lo que, al menos desde los griegos, entendemos en occidente por
racionalidad. La esencia de la racionalidad está, pues, en lo lógico. Si desbordamos la lógica
pronto nos encontraremos en la frontera o al margen de lo racional. Estos tres principios
constituyen, en consecuencia, la “Constitución” o “Carta fundamental” del mundo o la
realidad. A partir de ellos pueden establecerse, por derivación, todas las leyes locales que se
requieran en un determinado mundo, real o posible, siempre y cuando, claro está, no
infrinjan la “Carta fundamental”. En Derecho, cuando una ley atropella o viola una norma
constitucional, un tribunal competente se encarga de declarar en un acto también jurídico, la
nulidad de dicha ley. En lógica esto es aún más drástico y radical: quien quiera contradecir
los principios del pensamiento correcto se ve en la necesidad de recurrir a ellos para
contradecirlos, con lo cual se demuestra que precisamente por eso son principios
inconmovibles de la posibilidad misma de todo pensamiento racionalmente correcto.
Ciertamente hay quienes rechazan esta concepción lógica de la racionalidad, pero aún no
hay, a saber, pruebas convincentes –aunque sí interesantes intentos- que demuestren que el
pensamiento racional puede prescindir del principio de no contradicción –p(p -p) cuando se
trata de la comprensión de la realidad65.

65 No obstante, no parece sensato –hoy por hoy- negarse en redondo a la posibilidad de una “lógica
divergente”, tal cual lo están planteando algunos lógicos contemporáneos. El asunto requiere de un
cuidadoso examen. Nosotros mismos hemos aceptado la posibilidad de que ciertos tipos de
discursos ficticios contemporáneos, como los de Kafka, Borges, Joyce, Sterne, Pincheon y otros,
pudieran estar construidos sobre estructuras y patrones lógicos “no-estándar” lo cual, quizás,
explicaría la asombrosa divergencia de ciertas narraciones de estos autores respecto de la narrativa
clásica. Es una cuestión que por ahora está bajo estudio y que será objeto de una próxima
publicación.
Sin embargo, conviene señalar –tan sólo a título de información- que actualmente se están
construyendo algunos sistemas de lógica que pretenden ser más ricos y complejos que la lógica
estándar. Hay lógicas no clásicas como las “lógicas extendidas” (modales, temporales, deónticas,
epistémicas, relevantes, eroréticas, etc.) y “lógicas divergentes” (plurivalentes, paraconsistentes,
intuicionistas, libres, etc.). cuando en este trabajo s emplea la expresión “lógica”, ésta no implica
necesariamente, la denominada “lógica clásica” o “aristotélica” sino, más bien, cualquier sistema de
lenguaje L que por lo menos respete el principio de no-contradicción. Ahora bien, si las lógicas
paraconsistentes lo suponen o no es algo que está en discusión y de lo cual no viene el caso
preocuparse en este trabajo. Cf. Susan Haack. Filosofía de las lógicas. Madrid, 1982; Nicholas
Rescher. Topics in Philosophical Logic. Dordrecht, 1986; Rationality. A Philosophy Inquiry into the
Nature and the Rationale of Reason. Oxford, 1988. AA.VV. Antología de la lógica en América latina.
Madrid. 1988.

48
Ahora bien, reconocido esto, para cada mundo real contingente o posible, pueden
establecerse leyes locales específicas, válidas para ese mundo, pero no para otros. Sabemos,
por ejemplo, que las leyes de Newton valen para el gobierno de nuestra realidad o universo
inmediato, pero pierden toda precisión en los mundos de lo infinitamente pequeño y de lo
infinitamente grande. Lo mismo ocurre con el principio de causalidad que, según los físicos
cuánticos, parece perder eficacia en el micromundo de las partículas elementales. En la
geometría clásica el principio de las paralelas funciona perfectamente, pero más allá de la
geometría plana pierde su valor. De hecho, los principios de la mecánica relativista han
reemplazado a las leyes de newton en el macromundo; los de la mecánica cuántica han
hecho otro tanto en el micromundo y las geometrías no-euclidianas han extendido la realidad
geométrica mucho más allá de lo que pudo ver Euclides. Nótese, sin embargo, que aunque
estas teorías científicas pueden, en un punto crítico, rivalizar entre sí y entonces no queda
más remedio que aceptar una y rechazar la otra, ninguna de ellas entra en conflicto con los
principios lógicos del pensamiento racional. Por el contrario, todos, sin excepción,
comienzan a edificar sus teoremas sobre estos principios realmente fundacionales.

“Mutatis mutandis”, lo mismo ocurre en la obra de arte. Parece ser que aunque la
apariencia lo encubra, hay en toda construcción artística una arquitectura racional
responsable de la construcción y mantención en pie de la obra artística: ésta es la ley de la
coherencia interna que no infringe, sino que supone los principios del pensar. Y esto, porque
cada obra de arte lo que hace en realidad es poner en marcha un mundo de ficción y un
mundo de ficción es un mundo posible que no existe real y actualmente, pero que, lo mismo
que un teorema matemático, puede ser construido. Así, García Márquez en Cien años de
soledad ha instaurado una serie de leyes locales (que valen sólo en Macondo, el poblado
imaginario en donde ocurren los sucesos) que posibilitan la ocurrencia de acontecimientos
mágicos y maravillosos. Todo lo que ocurre en nuestro mundo causal acaece de acuerdo a
las leyes de Newton; todo lo que acontece en Cien años de soledad sucede según las leyes
que el artista ha creado para que ese particular mundo se desarrolle y funcione. En ambos
casos hay una “verosimilitud” que permite que los hechos se encadenen de acuerdo a esas
determinadas leyes. Es decir, existe una coherencia en el transcurrir de los acontecimientos y
en el despliegue del mundo. Pero la coherencia del mundo del acaecer fenoménico no es,
necesariamente, la coherencia del acaecer en Cien años de soledad y, sin embargo, ambas
“coherencias “ o “verosimilitudes” se derivan de los principios primeros y rectores que
instauran las leyes fundamentales de la lógica (o principios del pensar) que vienen a sentar
una suerte de coherencia universal.

Los mundos de ficción (artísticos), los mundos imaginarios, los mundos posibles y
nuestro propio mundo real, podrán instaurar sus propias leyes locales, pero siempre con
arreglo y respeto al principio de la coherencia universal.

Por lo que toca al arte, éste extrae sus posibilidades de ficción (o de imaginación) de
este principio universal y de esta suerte construye su propia “realidad” sui generis.

49
1. COHERENCIA LÓGICA Y VEROSIMILITUD

El principio de causalidad, como el de la regularidad de la naturaleza, así como los


principios lógicos, parece dominar sobre el mundo de la realidad ordenando las cosas y los
acontecimientos. Sin ellos el mundo nos parecería un caos incomprensible. En el mudo real
no todo se combina con todo ni de cualquier manera. Realistas y racionalistas coinciden en
que los principios del pensamiento lógico no sólo determinan y gobiernan el pensamiento,
sino también la realidad. Lo que es, puede ser pensado porque es real. Desde Aristóteles se
ha considerado que la ontología está fundada en la lógica y que, por tanto, la proposición, en
cuanto estructura nuclear de la lógica está destinada a alcanzar la realidad. “Se ha dicho
alguna vez –escribió Wittgenstein- que Dios pudo crear todo, salvo lo que fuere contrario a
las leyes de la lógica la verdad es que nosotros no somos capaces de decir qué aspecto
tendría un mundo ilógico” (T.L.Ph. 3.031). A los entes así alcanzados (lógica y
proposicionalmente) e implicados en la comprensión del mundo los llamamos entes reales, y
en términos generales, realidad. Pero justamente es aquí donde surge el peligro y la
dificultad. Nos damos perfecta cuenta que para una filosofía del arte es muy duro aceptar
que únicamente lo real se puede alcanzar lógicamente. Seguro que muchos estetas, y sobre
todo artistas, estarán convencidos de que el hombre posee, además, otras capacidades
cognitivas mucho más certeras y profundas que las meramente racionales. Estamos de
acuerdo en que la conciencia emocional, la intuición poética y estética en general, son
capaces de alcanzar alguna forma de realidad que escapa a la razón, pero sólo cuando estos
contenidos de conciencia se expresan y estructuran con arreglo a determinadas leyes
artísticas, sólo entonces pasan a constituir mundos posibles y, en consecuencia, ficciones
artísticas.

Mas, por de pronto, no es ésta la cuestión discutida aquí; de lo que se trata es de


demostrar que cada manera de darse la realidad implica una serie de leyes y principios que la
dominan y la gobiernan. Durante muchos siglos se ha considerado equivocadamente, sobre
la base de la suposición de que el arte es expresión e imitación de la realidad (y no realidad
en sí), que las leyes de la realidad son también las leyes que rigen y deben regir el mundo de
la obra artística. Este principio general, que regula la ocurrencia de los sucesos en el
universo, ha sido denominado verosimilitud por los estetas. No nos interesa aquí hacer una
exégesis de la larga evolución que este principio ha tenido en la historia del arte y de la
estética desde que Aristóteles lo enunciara en su Poética.

Lo que sí tendremos que observar es que este principio ha sido casi siempre
tergiversado, y que Aristóteles en ningún caso estaba pensando en el vulgar concepto de lo
verosímil como “lo creíble” cuando lo aplica a sus estudios poéticos. En un sentido general
se entiende por verosímil lo que ocurre en el mundo de acuerdo a los principios y a las leyes
que rigen la marcha del universo. Es verosímil que los hombres vivan y actúen como todos
los días; que las cosas o los hechos acaezcan como han acaecido siempre. Aún lo
extraordinario lo que rompe con la norma habitual, como los accidentes, las muertes
repentinas, los terremotos, etc., obedecen a leyes preestablecidas. Pero rompería
violentamente la verosimilitud si apareciera un caso que desobedeciese abiertamente las
leyes que rigen el curso de los hechos como, por ejemplo, que las leyes de Newton dejasen

50
de funcionar los días viernes de cada semana, o que resucitasen los muertos o que
determinadas personas pudiesen estar en dos lugares al mismo tiempo. El milagro no
pertenece a la realidad fenoménica aunque irrumpa en ella; por eso se lo considera
precisamente como suceso sumamente extraordinario. En cambio en el mundo homérico
nada tiene de extraordinario que los dioses visiten abierta o furtivamente a los mortales, que
compartan subida y sus desdichas con ellos y que, sin embargo, continúen siendo dioses. En
su viaje marino Telémaco va acompañado por Palas Atenea transfigurada en un mozo del
lugar. Esto no es extraordinario ni siquiera para Telémaco, está dentro de las leyes que rigen
el mundo homérico pero, en cambio, algo parecido es completamente ajeno al relato realista.
El arte realista prohíbe la emergencia de fenómenos que se conduzcan por principios
diferentes a los que gobiernan la realidad histórica y causal. Sin embargo, en uno y otro caso
–es decir, respecto del mundo real como respecto del mundo artístico- hay una lógica
imperceptible que regula el orden de los sucesos para que todo acaezca como debe de
acaecer de acuerdo a las leyes intrínsecas que gobiernan cada universo. Y decimos cada
universo porque cada modo de darse de la realidad posee sus fronteras y peculiaridades. No
puede ser lo mismo el universo homérico que el universo de Heródoto. En el primer caso se
trata de una realidad ficticia, en el segundo, de una realidad histórica.

Digamos, por consiguiente, y con fines puramente heurísticos –ya que no interesa
aquí discutir “acerca de lo que hay” con ningún filósofo analítico y mucho menos con
Russell o con Quine quienes en este tipo de discusiones suelen utilizar una artillería lógica
de grueso calibre aunque, francamente, ineficaz- que podríamos distinguir tres grandes
dominios de la realidad, en sentido amplio, dotado cada uno de ellos de sus propias leyes
territoriales de comportamiento, esto es, de una especie de lógica interna que les permite
funcionar. Es decir, de su propia verosimilitud (o coherencia): (1) el universo de las
estructuras meramente formales de orden lógico-matemático; (2) el universo del acaecer
histórico y fenoménico, del mundo empírico espacial y temporal –del cual los hombres de la
calle y los filósofos anglosajones dicen que es el único real- y; (3) los universos posibles o
universos de ficción. Dejando de lado el caso de la verosimilitud matemática, conviene hacer
nuevas distinciones sobre lo verosímil en el mundo (2) y en el mundo (3), para mostrar
ulteriormente que la verosimilitud artística es absolutamente independiente de la
verosimilitud causal e histórica, salvo en los principios universales del pensar y del
acontecer en el que indistintamente se fundamenta.

2. CIENCIA Y FICCIÓN: MUNDOS POSIBLES Y


MUNDOS DE FICCIÓN

Desde luego lo primero que conviene decir es que el mundo real, al igual que el
mundo artístico, es mundo de posibilidades. No hay necesidad de que ocurra nada y, sin
embargo, todo puede ocurrir. Sólo queda marginado del mundo lo que es imposible por
principio, lo que no puede acontecer de ninguna manera sin derribar las leyes de la lógica. Es
natural (verosímil) que el sol mañana vuelva a aparecer por el oriente como ha ocurrido

51
hasta aquí, pero no sería imposible –es decir, contrario al pensar lógico- que un
acontecimiento cósmico trastornara de tal manera el universo y sus leyes, que el sol
comenzara de pronto a aparecer por el lado opuesto al que hasta ahora conocemos.
Ciertamente que sería extrañísimo y asombroso, pero no por ello imposible. En cambio, es
por principio imposible, por necesidad lógica, cuadrar el círculo o encontrar un salto en la
serie de los números naturales. Por eso nadie hoy día intenta tales tareas desde que se
demostró lógicamente que tal eventualidad era imposible no obstante, no hay ningún
impedimento de principio que evite la remotísima posibilidad que el mundo novelado por
Cervantes un día pueda ocurrir cumplidamente. Ni nada impide que incluso el mundo de
Caperucita roja, con su abuela y su malvado lobo pueda existir como mundo real y paralelo a
nuestro mundo, o en un pasado remoto, o en un futuro lejanísimo. Todo lo que el hombre
puede decir, con verdadera certeza, es que conoce éste, nuestro mundo, y que desde que lo
conoce y a juzgar por las leyes que actualmente lo rigen, es casi seguro que seguirá siendo
en el futuro inmediato y próximo como hasta aquí ha sido. Recordemos, a estos efectos, que
la tesis leibniciana de los mundos posibles ha sido revivida en el siglo XX por lógicos de
gran prestigio. Primero Wittgenstein retomó la idea en su Tractatus a propósito de la teoría
del espacio lógico que cubre todas las eventualidades de la realidad, en la actualidad lógicos
como Kanger, Lewis, Kripke e Hintikka han desarrollado o están desarrollando sistemas de
lógica modal que dan cabida a los mundos posibles66.
Pensar, pues, que el mundo ha sido y seguirá siendo eternamente el único mundo
posible se comprende en el hombre clásico, pero hoy constituye un dogmatismo que ni
autoriza la lógica ni la ciencia física actual. De ahí que ya Leibniz sostuvo la tesis de que hay
un número infinito de mundos posibles, cada uno de ellos internamente consistente. Algunos
de esos mundos podrían tener, perfectamente, leyes físicas, constantes fundamentales y
condiciones iniciales muy diferentes a las del mundo de nuestra observación; otros, en
cambio, diferirán en pocas cosas o sucesos del nuestro. Podría haber un mundo idéntico al
nuestro salvo que Julio César no cruzase el Rubicón, o un mundo en todo semejante al
nuestro, salvo que Judas no traicionase a Cristo.

Incluso en la teoría antrópica de la física actual, la noción de mundo posible es


fundamental. George Gale, un filósofo de la física que defiende esta teoría, ha escrito que “la
única restricción a un mundo posible es que no puede violar la ley de la no contradicción: no
hay mundo alguno en el que Cesar cruce y no cruce el Rubicón”67. También en la teoría
cuántica las predicciones dan sólo la probabilidad de un evento y no una aserción
determinista de si el evento ocurrirá o no. Esto se debe a que la trayectoria de una partícula
elemental es descrita por una función de onda, expresión matemática cuya amplitud varía en
espacio y en tiempo. La probabilidad de encontrar la partícula en un punto dado es igual al
cuadrado de la amplitud de la función de onda en ese punto. Más, efectuada efectivamente la
observación en el punto, la partícula puede hallarse o no ahí. Esto lleva a algunos físicos a la
explicación mecánico-cuántica de la interpretación pluricósmica. En efecto, en la
interpretación pluricósmica de la mecánica cuántica, se minimiza el papel del observador,

66 Cf. S. Kanger ‘A Note on Quantification and Modalities’ Theoria, 23, 1957. J. Hintikka. Models for
Modalities. Londres, 1969; S. Kripke. “Semantical Considerations on Modal Logic” Acta Philosophica
Fennica, 1963; D. K. Lewis. “Counterpart Theory and Quantified Modal Logic”. Journal of Philosophy,
65, 1968.
67 Cf. “El principio antrópico” en Investigación y Ciencia. Febrero, 1982.

52
porque en ella se considera que el mundo observado por éste no es más real que cualquier
otro mundo. De este modo queda claro que lo posible es siempre infinitamente más amplio
que lo real en sentido estrecho y local.

Como se ve, las leyes de la lógica constituyen el fundamento de la coherencia


universal a las que no puede escapar ningún evento del mundo real o posible. Ahora bien, la
realidad, en sentido amplio, esa realidad que está más allá y que implica, como un mundo
posible más, la realidad causal de nuestro mundo inmediato, se rige por las leyes lógicas que
obligan al pensamiento (si existiera una realidad que escapara a estas leyes no la podríamos
pensar, imaginar y mucho menos comprender). A partir de esa “Realidad”, que es la
realidad, cualquier otra realidad con su respectivo conjunto de leyes y principios locales
puede instaurarse, sea la del acaecer fenoménico dirigida por las leyes de Newton, sea la del
mundo ficticio de El Quijote o de Cien años de soledad o, incluso, los principios de
construcción artística que instauran las obras plásticas. No es necesario recurrir a Chagall –
que ha construido un mundo perfectamente coherente desde el punto de vista plástico, pero
en el que no rige la ley de gravedad (Cf. p.e. “Los novios”)- que es ya pintor contemporáneo,
para descubrir que la pintura, ni siquiera en la Alta Edad Media o comienzos del
Renacimiento se atiene a la verosimilitud cotidiana; El Bosco, verbigracia, en sus series
pictóricas “Tríptico del Heno”, “Tríptico del Diluvio”, “Tríptico de las Delicias”, “Tríptico
de las Tentaciones” y algunas otras obras, construye una realidad ficticia tan extravagante
como bella y sugerente que nada o casi nada tiene que ver con la realidad, pero que realiza
artísticamente en un mundo posible. Seguramente en esos mundos ficticios las leyes de
Newton no tendrán a su cargo la dirección de los acontecimientos, sino que éstos ocurrirán
con arreglo a otras leyes estéticas que la propia obra instaura e instituye, pero que tampoco
violan, sino que suponen los principios fundamentales del pensar. Toda la diferencia entre el
arte y la realidad histórica y causal radica, al parecer, en que el arte explora estas
posibilidades insólitas, pero no ilógicas de modos del ser, mientras que la realidad rutinaria
y cotidiana prefiere continuar por sus cauces habituales. Claro que como razonablemente no
esperamos que sucedan estas cosas aparentemente tan extrañas en nuestra vida cotidiana, es
que hemos creído que sólo es real lo que habitualmente sucede de acuerdo a ciertas leyes,
hasta cierto punto locales, que gobiernan nuestro mundo y nuestra vida inmediata y
contingente. Lo que ocurre es que se ha tendido a extender esta creencia, en la regularidad de
la naturaleza, al arte. De ahí se ha ido a parar a la idea de que sólo es verdadero arte el que
comparte en su estructura constitutiva las mismas leyes que rigen en la realidad. Por eso se
ha insistido en la teoría de que lo verosímil en el arte tiene que ser lo creíble. No dudamos ni
negamos que buena parte del arte desde la Antigüedad griega hasta el siglo XIX pueda ser
interpretada de acuerdo a este concepto, pero ni siquiera eso demuestra fehacientemente que
el arte haya operado con este principio así entendido. La verdad es más bien que el arte ha
tomado sus propios principios de constitución e integración a partir de estos principios
universales que rigen tanto para la realidad como para las obras de arte. Que en
determinados momentos de la historia universal el arte se haya acercado a la realidad no
quiere decir que se rija ni deba regirse necesariamente por esos principios. Es la realidad
universal –que aquí distinguimos de la realidad- la que proporciona de acuerdo a un patrón
uniforme (que en el fondo es la lógica de lo posible) las posibilidades de cada mundo, real o
ficticio. Lo único que exige cualquier conjunto de leyes que rijan un determinado universo es
que los acontecimientos de ese universo acaezcan rigurosamente con arreglo a esas leyes. De

53
esta suerte, por ejemplo, cuando la lógica de proposiciones ha formulado todos los principios
que determinan la construcción de su universo lógico, podemos operar cómodamente con los
símbolos y conectivos correspondientes, con la única condición de no violar sus reglas si no
queremos marginarnos de la lógica. El ajedrez, quizá, pueda representar un caso más
familiar e intuitivamente más fácil de apreciar. Dos jugadores frente a un tablero pueden
hacer todo lo que quieran, realizar todas las movidas imaginables, pero lo único que no
pueden hacer es violentar las leyes que rigen el ajedrez. Naturalmente que alguien “puede”
mover un caballo como si fuese una torre, pero entonces ya no está jugando ajedrez. El
pequeño universo del ajedrez posee su propia estructura y coherencia interna. Romper con la
coherencia es romper con la verosimilitud (correctamente entendida), no respetar el orden y
la disposición en que los hechos se suceden en un determinado universo.

Tampoco sería compatible con el acontecer ordinario que el dependiente de tienda,


que todos los días hace más o menos el mismo trayecto para llegar a su trabajo, se disculpara
un día ante su superior de un atraso diciendo que tuvo que hacer un viaje repentino a la
Luna. En principio no es imposible que esa disculpa pueda ser efectiva, pero tampoco es
razonable que tales cosas sucedan en nuestra realidad, por lo cual no resulta creíble una
disculpa de ese género. En realidad, en todos estos casos de lo que se trata es de salvar la
coherencia. Coherencia, en este sentido, es también el límite de libertades permisibles en un
universo determinado. En la novela realista de Thomas Mann La montaña mágica, el
protagonista Hans Castorp ha decidido trasladarse desde Hamburgo, su ciudad natal, Davos-
Platz, en el cantón de los Grisones. Para efectuar este viaje, lo coherente, lo verosímil, en ese
mundo de ficción de corte “realista”, es que el personaje utilice los medios de transporte con
que el mundo real de principios de siglo contaba. Por eso viaja, efectivamente, en un
modesto y lento ferrocarril de vía estrecha con todas las ventajas e inconvenientes
imaginables que un viaje de esa naturaleza pudo haber tenido en la realidad a principios de
siglo. Pero sería la ruina de la novela que de pronto Castorp, aburrido y molesto como va,
decida calzarse unas botas mágicas y con ellas –como en los cuentos infantiles- sortee en un
santiamén la distancia que lo separa de su destino. Un hecho así representaría una ruptura
brutal de la coherencia de ese mundo de ficción. Sin embargo, es absolutamente coherente y
verosímil con las leyes del cuento fantástico que en Las mil y una noche los personajes se
desplacen en alfombras voladoras.

En verdad, la verosimilitud viene a explicarse por la coherencia: verosimilitud es


coherencia. Si la coherencia –o verosimilitud- viene a ser importante en el mundo real para
evitar el disloque de la realidad, lo es más aún en el mundo artístico. La coherencia es la
arquitectura de la obra. Una falla en la arquitectura puede echar a tierra todo el edificio
artístico.

Hay pequeñas incoherencias que no afectan el todo de la obra como no toda falla
arquitectónica trae la ruina del edificio. En la Primera Parte del Quijote, Sancho ha perdido
su pollino; en la Segunda, aparece con el animal como si nunca lo hubiese perdido.

Sartre ha descrito que cuando hablamos del mundo de los objetos irreales empleamos
por comodidad una expresión inexacta. “Un mundo -afirma- es un todo unido, en el cual

54
todo objeto tiene su lugar determinado y mantiene relaciones con los demás objetos”68. La
idea misma de este mundo implica para este filósofo una doble condición: individualidad de
los entes y equilibrio con el medio, principios que según él no cumple el mundo irreal. Si se
considera, contra la opinión de Sartre, la obra de arte como efectivo mundo de objetos
irreales –en el sentido que ya hemos dado a esta expresión- se verá fácilmente que su
apreciación no conviene al mundo de ficción organizado en una novela, en un film o en
cualquier cuadro pictórico; por el contrario, es más convincente afirmar que el mundo, de
cualquiera de estos tipos de manifestación artística, aparece extraordinariamente organizado,
ordenado y conducido por la dinámica interna que comporta la propia obra, esto es, por la
verosimilitud que, bien entendida, no viene a ser –insistimos- ni más ni menos que la
coherencia impuesta por las leyes que rigen ese mundo de ficción. El análisis que en este
sentido realiza Aristóteles en su Poética de Edipo Rey es un testimonio y un argumento
irrefutable. Cada creador impone unas ciertas leyes al mundo que crea de acuerdo a las
cuales se comporta la realidad de ese mundo. En la obra de arte todo está
extraordinariamente trabajado y ordenado de acuerdo a un fin interno; nada es fortuito –a no
ser, claro está, que se cometan errores de construcción como los ya indicados. También en la
novela contemporánea hay un perfecto orden aunque aparentemente el caos reine por
doquier. En El Proceso de Kafka o en el Ulises de Joyce, el caos es el orden y, en el
“Guernica” de Picasso el desorden es perfecta coherencia para un mundo que se quiere
mostrar como desquiciado y absurdo.

No hay, pues, que confundir el concepto de “verosimilitud” con el de “creíble”.


Existen muchísimos acontecimientos en la vida real que no son “creíbles” y, sin embargo,
son perfectamente verosímiles. Y otro tanto ha de decirse de la obra de arte. Desde luego que
es increíble todo lo que le ocurre al narrador personaje de “Carta a una señorita de París” de
Cortázar. En la obra se nos narra acerca de unos conejitos que el protagonista vomita.
Cortázar ha creado en ese cuento un medio poético en el cual esos “copos tibios y bullentes”
se mueven con inquietante naturalidad. Extrañamente, lo que preocupa al narrador no es el
acto mismo de “vomitar conejitos” sino su necesidad de ocultarlos y la dificultad de
conseguirlo cuando el número aumenta69.

Todo lo que ocurre en este cuento de Cortázar puede ser “extraño”, pero de acuerdo a
los principios que rigen ese mundo de ficción, es totalmente verosímil que ocurran
acontecimientos como aquéllos.
Cuando el historiador de la literatura “considera que las obras más verosímiles –
como dice Jakobson- son las obras del llamado realismo del siglo pasado”70 está
confundiendo “verosímil” con “habitual”, “cotidiano”. Lo efectivo es que lo habitual de la
realidad puede ser desbordado por arriba y por abajo y no por eso deja, en última instancia,
de ser verosímil, realmente. Todos los días subimos y bajamos escaleras, es lo habitual, lo
normal, lo acostumbrado; en ello no hay ninguna novedad. Pero si un día tropezamos y al
caer nos rompemos una pierna entonces se quiebra el curso de la normalidad, sucede lo

68 Cf. Lo imaginario, p. 198. Buenos Aires, 1976.


69 Cf. J. Alazkari. En busca del unicornio. Los cuentos de Julio Cortázar. Elementos para una poética
de lo neofantástico, p. 72. Madrid, 1983.
70 Cf. R. Jakobson. “Sobre realismo artístico” en Teoría de la literatura de los Formalistas rusos, p.

72. Buenos Aires, 1970.

55
inhabitual y, en este caso, lo trágico. Lo inhabitual trágico es la manera de ser de la
normalidad en uno de sus extremos. Ahora, si lo inhabitual trágico se repite en varias
ocasiones, y en un tiempo limitado respecto de un mismo individuo o situación, nace el
personaje trágico. A Edipo le ocurren varios acontecimientos trágicos, uno tras otro, sin que
su voluntad pueda controlar estas situaciones. No es habitual que a un hombre le ocurran
todas las peripecias que le ocurren a Edipo. Por ello Edipo es personaje trágico, mientras que
los hombres, en general, sólo lo son de una manera potencial.

Lo que sucede en la tragedia, como obra de ficción, es que el dramaturgo toma las
leyes de lo trágico y las aplica coherentemente a una serie de acciones conectadas tempóreo,
espacial y causalmente. De lo que se trata en la obra de arte literaria es de mantenerse
siempre fiel a las leyes que se han escogido para encadenar las acciones. El Edipo Rey de
Sófocles tiene una coherencia perfecta. Es decir, los principios de la verosimilitud son
respetados escrupulosamente. Uno de estos principios dice que la buena ventura ha de
trocarse siempre en mala ventura y que el cambio de acción debe ser en sentido contrario,
pasando de la ignorancia al conocimiento. Pero este resultado es aún más perfecto cuando,
como en el Edipo, va acompañado de peripecia. Como consecuencia de aplicar Sófocles
estos principios rigurosamente a su obra, consiguió que todos los personajes importantes
pasaran efectivamente de la dicha a la desgracia, y por casa de reconocimiento.

Si Edipo, póngase por caso, se hubiera exiliado antes de conocer la verdad, con la
sola sospecha, y aunque se hubiese infringido el castigo que se autoimpuso, la obra se habría
quebrado por la mitad, pues se habría roto la coherencia que exige una obra trágica, esto es,
tal paso habría resultado inverosímil. Luego, el Edipo Rey no es verosímil solamente, como
se dice, porque lo que le ocurrió a Edipo le puede ocurrir a cualquiera sino, esencialmente,
porque en la obra se imponen unas leyes (leyes de lo trágico) que se cumplen rigurosamente.
Ahora bien, el parecido con la realidad no es con los hechos sino con las leyes que en la
realidad rigen los acontecimientos trágicos.

3. MUNDOS POSIBLES Y CONSTRUCCIONES


ARTÍSTICAS

El proceso de pensar está íntimamente relacionado con el de imaginar. Una


conciencia que imagina, piensa; y una conciencia que piensa, imagina. Cuanto más cerca se
esté de la sensación, más concreto e individuado es el imaginar. A medida que se asciende
en el proceso abstractivo, el concepto reemplaza a la imagen aunque ésta no desaparece
nunca del todo. Incluso en la abstracción más encumbrada el hombre se auxilia de la imagen.
El lenguaje refleja esta íntima simbiosis. La gran mayoría de los términos que habitualmente
usamos, y no sólo en la reflexión ordinaria sino también en ciencia y filosofía, tienen su
origen en la sensopercepción. Sin embargo, es verdad que hay momentos en que el espíritu
se desprende totalmente de la imagen y opera tan sólo con conceptos e ideas imposibles de

56
imagina. Tal ocurre en la matemática, lógica y física superiores. Otro tanto puede decirse de
la metafísica. En el arte, en cambio, se opera más de cerca con la imagen y con la sensación.

El lector de novelas va consciente o inconscientemente imaginando cuantas


situaciones va configurando la lectura y de este modo participa ideal e imaginariamente del
mundo novelado. Esto es más propio y casi exclusivo del discurso artístico, aunque suele
ocurrir también en el discurso histórico y científico71. Pero, fundamentalmente, el discurso
literario nos hace “pensar” por medio de las imágenes, mientras que el científico lo hace por
medio de los conceptos o ideas. De aquí se sigue que el discurso literario no debe ser nunca
demasiado abstracto porque entonces pierde su efecto y quita carácter a la obra literaria. Por
eso las novelas de tesis o de ideas resultan demasiado filosóficas y carentes de valor
artístico. Algunos críticos y artistas han creído ver en este rasgo importante del discurso
literario la esencia de la poesía, y de ahí que hayan definido la poesía como “pensamiento e
imágenes”72, exagerando, sin duda, una nota constitutiva del discurso literario, pero en caso
alguno esencial.

Digamos, en consecuencia, que es imaginario todo lo que se puede imaginar, todo lo


que puede ser creado o recreado en la mente con ayuda de la imagen, lo mismo lo que no ha
existido realmente nunca, como lo que existe actual y materialmente ahora frente a nosotros.
Así, por ejemplo, puedo imaginar que estoy sentado a la mesa, tomando un café y fumando
un cigarrillo con un amigo X, ausente, que está a miles de kilómetros de distancia, o bien
que ni siquiera ya existe. Nada, absolutamente nada, me impide imaginar semejante
situación. Puedo también cerrar los ojos y recrear en mi memoria, sin faltar al más mínimo
detalle, y exactamente en el orden secuencial en que los hechos ocurrieron, todos y cada uno
de los pasos que me condujeron a este escritorio, en esta biblioteca, desde que salí de casa en
un momento determinado. Recordar es, pues, también una forma de imaginar. Esos hechos –
no esas cosas- ya no son reales, pero lo fueron; y si lo fueron fue porque era posible que
sucedieran, que de no ser posibles no hubieran acontecido jamás. Así, pues, la acción de
imaginar cubre también la realidad, pues mientras ésta sólo cubre lo que ocurre o lo que
ocurrió, la imaginación puede ir más allá y desbordar fácilmente sus límites. La imaginación
no sólo puede imaginar lo que nunca fue, sino también lo que probablemente podría ser e
incluso lo que, aunque remotamente improbable, pero por ser lógicamente posible, pudiera
llegar a ocurrir en lo que llamamos mundo real.

Algunos filósofos consideran correctamente, según parece, que el concepto de


“lógicamente posible” implica la identidad y la no contradicción lógica. Cuando Alexius von
Meinong73 planteó a principios de siglo su excéntrica –pero no por eso irracional- teoría de
los objetos, en la que distinguía entre existencia y subsistencia, un lógico tan competente

71 Esta teoría ha sido desarrollada y perfeccionada por los teóricos de la recepción. “Para la
fructificación del texto, el texto literario precisa de la imaginación del lector, que da forma a la
interacción de correlatos prefigurados en estructura por la secuencia de oraciones”. W. Iser. “El
proceso de lectura” en Estética de la recepción, pp. 219-220. J. A. Mayoral (ed.). Madrid, 1987.
72 Cf. B. Eichenbaum. “La teoría del método formal” en Teoría de la literatura de los Formalistas

Rusos. Buenos Aires, 1970.


73 Cf. Meinong. “The theory of Objects” en Realism and the Background of Phenomenology. New

York, 1960.

57
como Russell lo acusó de derribar los tres principios fundamentales de la lógica 74. Llevado
Russell por su creencia en el sentido robusto de la realidad que, según él, debe imperar hasta
en las ciencias más abstractas, consideró que “la montaña de oro” (que es, según Meinong,
un objeto que no existe real y actualmente, pero que subsiste) es un concepto contradictorio
en sí mismo. Sin embargo, hay que decir a favor de Meinong que en sentido estricto la teoría
russeliana de las descripciones definidas –arma lógica destinada precisamente a reducir la
abundante ontología meignoneana y fregeana del mundo- todo lo que prueba es que no existe
una tal montaña de oro, en el sentido que “existencia” tiene para la filosofía empirista
anglosajona del siglo XX (algo que, por lo demás, todo el mundo sabe sin necesidad de
ninguna teoría lógica), pero no prueba que el concepto en sí mismo sea contradictorio.
Mucho más tarde Quine75 vuelve sobre el asunto siguiendo la dirección de Russell y las
emprende contra las entidades de ficción. El problema está en que Quine asimila
analógicamente el caso de Pegaso, ente mitológico que él toma como paradigma de ficción,
al de “la redonda cúpula cuadrada de Berkeley College”. Pero, obviamente, no son casos
simétricos ya que no hay compatibilidad lógica alguna en el concepto de “montaña de oro”
mientras evidentemente es imposible pensar sin contradicción la noción de “redonda cúpula
cuadrada”. La mente puede concebir, aunque sea una mera fantasía que, como diría Husserl,
no tiene cumplimiento real, una montaña de oro (como en los cuentos infantiles), pero
parece que no puede concebir un objeto redondo y cuadrado a la vez.
Pensamos, en cambio, que en las obras artísticas de ficción se respetan
escrupulosamente los principios del pensamiento lógicamente correcto. No se encontrará ni
en La Ilíada ni en la Odisea, obras típicas de mitología, ninguna infracción a los principios
de identidad y de no-contradicción. Si eso ocurriera saltaría a la vista del lector y constituiría
no sólo un grave error lógico, sino también una seria imperfección artística que el autor sería
el primero en tratar de evitar y corregir. Si las entidades de ficción violaran estos principios
fundamentales como creen Russell y Quine, entre otros, las obras de arte –que son mundos
de ficción y, en consecuencia, mundos posibles- serían imposibles por principio. La multitud
de individuos artísticos demuestra claramente que no es así.

Por todo esto, aunque no tenga nada que ver con nuestro mundo cotidiano y real,
tiene perfecto sentido contar a un niño un cuento como el siguiente: “Estaba una ratita
barriendo su casa cuando de pronto encontró una moneda de oro…”. Esto es lo fantástico
porque la humanidad no recuerda un caso en que haya ocurrido realmente una historia
parecida que escapa totalmente a las leyes de la realidad mundana. Ni los animales hablan, ni
las ratas barren sus casas, ni saben apreciar el oro… pero, en principio, aunque aquello es
totalmente disparatado en nuestra realidad cotidiana es, en cambio, perfectamente normal en
el mundo del cuento infantil. Y lo es, por maravilloso que sea el mundo construido por la
narración, porque se erige precisamente sobre estos principios fundamentales del pensar que
el cuento fantástico infantil respeta escrupulosamente, lo mismo que cualquier otra
narración. Lo fantástico es, pues, una variedad de lo posible, una de las tantas inflexiones del

74 Cf. B. Russell. Introducción a la filosofía matemática. Obras. Vol. 2. Madrid, 1973. Y “Meinong
theory of Complexes and Assumption”. Mind, Vol. 18, 1903. Una gran cantidad de trabajos actuales
tienden a reivindicar la tesis de Meinong. Evidentemente que el “mundo” de Meinong exige una
lógica insólita (¿paraconsistente?) que la lógica estándar está imposibilitada de implicar. Cf. p.e., el
interesante estudio de J. Farrel Smith “The Russell-Meinong Debate”. Philosophy and
Phenomenological Research. Vol. XLV, 3, March, 1985.
75 Cf. Quine. “Acerca de lo que hay” en Desde un punto de vista lógico. Barcelona, 1962.

58
ser. No totalmente distinto de lo fantástico (en que los fenómenos se encadenan no de
acuerdo, necesariamente, a lo que en la naturaleza se articula causalmente) es lo insólito. Lo
insólito surge cuando en el transcurso del acaecer normal y habitual irrumpe abruptamente lo
inaudito, lo increíble, pero cierto; un fenómeno que quiebra la regularidad de la naturaleza o
la coherencia de lo vivido o imaginado y obliga a reestructurar el mundo para otorgarle una
nueva coherencia. Esto ocurre, de vez en cuando, en la ciencia cuando determinada
explicación, considerada hasta entonces como coherente (verosímil), contradice los mismos
principios que la hacen posible y que “dice” respetar. Tal es el caso de la naturaleza de la luz
en el marco de la física clásica y que entra en crisis a fines del siglo XIX. Tal es el caso
también de las paradojas del infinito y de la predicación, que obligaron a modificar de
manera considerable determinadas teorías lógico-matemáticas. De acuerdo a la paradoja de
Cantor, descubierta por este matemático y por Russell, asignándose a cada conjunto un
número cardinal y considerándose el conjunto de todos los conjuntos, se descubre que hay
un poder de tal conjunto cuyo número cardinal es mayor que el número cardinal asignado al
conjunto y tiene más conjuntos que el conjunto de todos los conjuntos. Pero, a la vez todos
los conjuntos se hallan en el conjunto de todos los conjuntos. Hay, así, un número cardinal
que es y no es a la vez el mayor de todos los números cardinales. Esta paradoja debió dejar a
los lógicos y matemáticos de entonces perplejos. En este caso se trataba de una paradoja que
denunciaba una contradicción en el corazón de la matemática, lo que obligó a los
matemáticos a buscar un procedimiento lógico-formal que la superase. Esto que de vez en
cuando suele ocurrir en la ciencia también suele ocurrir en la vida cotidiana, en el mundo
real y, desde luego, en los mundos artísticos.

Es normal que uno vaya por una calle cualquiera y de pronto un transeúnte nos
detenga para preguntarnos la hora, pero si vemos un conejo a la carrera que súbitamente se
detiene, saca un reloj del bolsillo de su chaleco y exclama “¡Válgame Dios! ¡Voy a llegar
tarde!” no puede menos, tan inaudito suceso, que provocar en nosotros el más profundo
asombro y una viva curiosidad. Indudablemente tal acontecimiento rompe la regularidad de
la naturaleza y si ocurriera efectivamente produciría una crisis en nuestras creencias sobre el
comportamiento de los sucesos del mundo que nos obligaría a modificar drásticamente
nuestras ideas sobre la realidad. Sin embargo, y para nuestra tranquilidad, cosas como éstas
son prácticamente imposibles que ocurran en nuestro así llamado “mundo real”; mas, no es
imposible por principio. Tal como decía Leibniz, a propósito de los mundos posibles, lo
único imposible en este mundo, o en cualquier otro, es que el conejo mire el reloj y no lo
mire al mismo tiempo. Este principio de la coherencia universal o de la universal
verosimilitud, también es observado en la obra artística de ficción. El cuento infantil, la
literatura de lo real-maravilloso, la novela fantástica, la pintura contemporánea y el cine, se
valen muy a menudo de lo insólito para estructurar sus mundos estéticos, pero siempre
respetando rigurosamente el principio de la coherencia universal.

En el cuento infantil, no obstante, aunque todos los acontecimientos son fantásticos,


generalmente no ocurre lo insólito. La primera fase típica del cuento infantil nos pone
inmediatamente en guardia –“Había una vez…”- y obliga al lector a adoptar una actitud
estética especial para que la narración pueda avanzar. No hay, pues, sorpresas. Todo puede
ocurrir: príncipes que luchan con dragones, brujas que vuelan montadas en escobas, lobos
que derriban casas de un soplido, etc. En Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis

59
Carroll, en cambio lo insólito no sorprende al lector sino, también, al propio personaje. La
narración comienza con una descripción inicial de lo más normal acerca de la situación de
aburrimiento en que se encuentra una niña como cualquiera niña del mundo. He aquí la
situación: “Se puso a resolver en su cerebro –lo mejor que podía ya que el sofocante calor
del día le daba mucha modorra- si el placer de hacer una guirnalda de margaritas
compensaba el trabajo de levantarse a cortar las flores, cuando de súbito se le acercó un
conejo blanco de ojos rosados. En realidad, eso no era extraordinario que digamos, ni Alicia
consideró fuera de lo normal que el conejo se dijese, hablando consigo mismo: ¡Válgame
Dios! ¡Voy a llegar tarde!”. Reflexionando luego en estas cosas, se le ocurrió que debió
haberse sorprendido, pero en el momento le pareció lo más natural; sin embargo, cuando el
conejo extrajo realmente un reloj del bolsillo de su chaleco, lo miró y echó a correr, Alicia se
incorporó de un salto, pues por su imaginación pasó la idea de que nunca había visto un
conejo con chaleco ni reloj que sacar de él”.

Es la propia Alicia la que advierte la ruptura y el disloque de las leyes de la realidad,


para acomodarlas después de la crisis a un nuevo orden, a nuevas leyes del acaecer que el
mundo de ficción que se anuncia, exige. En este nuevo orden lo extraño, lo insólito, es ya
convencional.

Conocida ya la situación, sabiendo que la narración trata de un mundo maravilloso,


característico del cuento infantil, imperceptiblemente adoptamos frente a la lectura una
actitud de cooperación. Mientras leamos estaremos dispuestos convencionalmente a aceptar
como lo más natural que en el mundo de Alicia ocurra todo tipo de eventos absolutamente
asombrosos sin que por eso nosotros mismos nos asombremos en lo más mínimo. Rota la
perplejidad, lo insólito se aclimata y reclama su lugar dominante en el mundo narrado. De
aquí en adelante ya no será inaudito ni que los conejos hablen, ni que los niños crezcan y
achiquen instantáneamente en virtud de lo que coman o beban. Un rasgo interesante y
novedoso de esta obra lo constituye el hecho de que es el propio personaje el que va
constituyendo con sus actos y deliberaciones las leyes de coherencia que regirán el
comportamiento de los sucesos en ese mundo. “Naturalmente –dice el narrador-, tantas cosas
sorprendentes habían ocurrido últimamente, que Alicia comenzó a pensar que muy pocas
serían verdaderamente imposibles”.

Lo absurdo es, igualmente, otra variedad de lo posible muy recurrida sobre todo en el
arte contemporáneo. Es absurdo, por ejemplo, que un hombre que ha alcanzado,
aparentemente, los mayores logros profesionales, familiares y personales, sin expresión de
causa decida hacerse el haraquiri. “¡Pero no lo puedo creer!”, “¡Imposible!”,
“¡Extrañísimo!”. Tales serían más o menos las reacciones de estupor y perplejidad que
escucharíamos a sus amigos y conocidos. Y, sin embargo, lo absurdo puede ocurrir, y de
hecho ocurre y, como asegura Camus, a la vuelta de una esquina puede golpear el rostro de
cualquier hombre. Merseault, el protagonista de El Extranjero, dispara contra el árabe sin
saber por qué. Quizá el reflejo del cuchillo, que la víctima manipulaba a la luz del sol, fue el
responsable, como lo declara ante sus jueces. Una explicación absurda. Absurdo es también
que un hombre se acueste hombre y amanezca insecto. Un hombre puede evolucionar hacia
muchísimas formas, pero siempre dentro de ciertos límites impuestos por las leyes que rigen
el desarrollo y la conservación de las especies. Pero, llegar a ser insecto, eso, ¡jamás! Jamás,

60
aunque posible, habría que agregar. Y es precisamente en esta desviación del ser,
completamente absurda, que saca sus leyes de construcción artística La Metamorfosis de
Kafka. En la novela, en el mundo así constituido por la narración, lo absurdo se transforma
en la ley; luego lo absurdo deviene en un caso de normalidad en ese mundo determinado. En
las novelas de Kafka es perfectamente verosímil todo lo que ocurre y lo que dicen y hacen
sus personajes: es la coherencia estética elegida para que ese mundo, precisamente así
estructurado, pueda existir artísticamente. Los sucesos de El Proceso no deben tener ningún
sentido para que la novela conserve su “sentido” y su unidad estructural. El “sin-sentido” es
el sentido de lo novelado. Si de pronto las cosas y los sucesos comenzaran a ordenarse de
acuerdo a nuestros principios de la vida real, si todo tuviera su explicación, si K. supiera –y
nosotros con él- por qué lo arrestaron, por qué lo condenan y por qué lo van a matar,
entonces ya no se trataría de novela del absurdo. Si en El Castillo el agrimensor terminara,
junto con el lector, comprendiendo todo, si los personajes dejaran de actuar de la manera
extrañísima en que actúan, y si las cosas ocurrieran como ocurren en nuestra vida real,
entonces la coherencia se quebraría y no habría ocasión para conseguir el magnífico efecto
estético que esta obra alcanza gracias a sus peculiares leyes de construcción.

Así, pues, todos estos ordenamientos legales que pueden derivarse de la lógica de lo
posible constituyen diversas maneras de darse lo imaginario. Y cuando estas modalidades de
lo posible son llevadas a la arquitectura de las obras de arte, terminan constituyendo mundos
de ficción.

Con mayor precisión podríamos decir ahora que ficción es algo que no ha ocurrido ni
es factible que ocurra en el mundo real, pero que artísticamente se lo muestra como si
hubiera ocurrido realmente en este mundo, en otro semejante o en otro muy diferente. Por
consiguiente, la ficción artística –en el sentido estricto que aquí damos a este concepto como
la característica esencial de la obra de arte- es una modalidad más de mundo posible, no al
margen de la lógica sino precisamente posibilitada por ésta. Naturalmente que esta teoría, así
planteada “ofende la sensibilidad estética de quienes –dice Quine- sabemos gustar de
paisajes desérticos”, porque no se atiene a ese sentido robusto de la realidad que Russell
reclama como condición de la lógica. Sin embargo, no nos queda sino reconocer que más
allá del mundo habitual y cotidiano (lo único real para muchos filósofos) se extiende toda
una región de mundos posibles, posibilitados por la misma lógica que posibilita nuestro
“mundo real”, y de los cuales las obras de arte tanto literarias como visuales son casos
indesmentibles.

Por otro lado, si no hubiera en la base estructural de toda obra de arte una
racionalidad inmanente –organizada lógicamente- la obra carecería de unidad y de
coherencia y, por tanto, sería imposible la comprensión que el espectador y el lector
requieren esencialmente para acceder y participar en la ficción. Como señala correctamente
Iser, además de los procesos mentales de representación imaginante, anticipación y
retrospección, hay que añadir el proceso de agrupamiento de todos los diferentes aspectos de
un texto para formar “la coherencia que el lector siempre andará buscando”. Aunque no
tengamos conciencia refleja de ello, en la lectura, en tanto lectores de ficciones, siempre nos
esforzaremos por encajar todo en un esquema coherente. Y si no podemos comprender por

61
incapacidad de encontrar o imponer una cierta coherencia a un texto, más pronto o más tarde
abandonaremos la lectura76.

Capítulo VI

NOCIONES INAPROPIADAS SOBRE LA


NATURALEZA DEL ARTE

76Cf. W. Iser “El proceso de la lectura” en Estética de la recepción. Madrid, 1987. Sobre las mismas
ideas Cf. E. H. Gombrich Art and Illusion. Londres, 1962 y N. Frye. Anatomy of Criticism. N. York,
1967.

62
Conviene enunciar y examinar aquí algunas de las teorías acerca de la naturaleza del
arte que han tenido mayor éxito en la historia de la estética y que, aunque formuladas, en
ciertos casos, desde los primeros tiempos, no pierden del todo su actualidad reapareciendo
una y otra vez con distintos rostros.

Es muy posible que muchas de estas teorías expliquen algún “lado” o aspecto de la
obra artística, pero no creemos que den una respuesta definitiva al problema que nosotros
consideramos crucial, esto es: la naturaleza ontológica de la obra de arte. No de un
determinado tipo de arte, sino del arte en general. Nos parece que un error común a todas
estas teorías es el de eludir la pregunta capital que interroga por la naturaleza del arte y
ofrecer, en cambio, una respuesta que se refiere mucho más a las funciones que cumple, a los
efectos que produce en el contemplador o a los fines que persigue.

En lo que sigue pasaremos revista a las teorías del arte como actividad mimética; del
arte como expresión de la belleza; del arte como lenguaje y, por consiguiente, como forma
de comunicación, recogiendo lo que nos parece digno de consideración y simplemente
rechazando lo que no nos parece adecuado para una explicación justa del fenómeno artístico.

1. IDEA DEL ARTE COMO ACTIVIDAD MIMÉTICA


EN LA TEORÍA PLATÓNICA

Nos es familiar la teoría platónica de la imitación así como la distinción de los tres
grados de realidad que constituyen su fundamento ontológico y metafísico77. Toda su teoría
se origina en la doctrina del ser y del no-ser y la idea del arte como mímesis surge,
naturalmente, de este planteamiento. Hay, pues, un ser real, verdadero, esto es la Idea.
Tomando como modelo el ser absoluto ideal, el hombre puede construir otro ser a semejanza
de aquél, pero imperfecto en cuanto no comparte absolutamente la realidad de su modelo; y
de este segundo ser imperfecto, compuesto de no-ser, puede derivarse otro objeto que ya es
mucho menos real que el segundo y que, en verdad, no es más que sombra o ficción de la
realidad. El artesano, por ejemplo, fabrica una cama, pero él sólo realiza el objeto sensible
“porque no es la idea misma la que el artesano fabrica, esto es imposible”. El artesano
fabrica una cama siguiendo un modelo originario, real y auténtico. Esta cama, siguiendo el
ejemplo platónico, es a su vez tomada por el pintor como modelo en su propia creación
cuando fija en el lienzo la pintura de una cama. Es una cama aparente 78. Tres son, pues, los
grados de realidad: primero la realidad en sí, de la única que se puede decir en rigor y verdad

77 Cf. Libros III, IV y X de La República.


78 Cf. La República, 596 d, 597 d.

63
“realidad auténtica”. Luego, la realidad sensible de tres dimensiones que incluye las obras
artesanales como la cama. Y, finalmente, la ficción pura, pero que quiere asemejarse y
compartir el estatuto ontológico de la realidad sensible. Si el mundo sensible carece de valor
para Platón, mucho más carecerá un mundo derivado de aquél y a dos pasos del verdadero.
A este tercer grado de realidad es a lo que propiamente Platón denomina ficción. De aquí se
deriva la mejor de las definiciones que se conoce sobre la naturaleza del arte, esto es, que el
arte es ficción pero que desgraciadamente Platón no se detiene a considerar, hechizado como
está por los problemas éticos y políticos que se debate en La República. Ignora y olvida,
pues, su descubrimiento y lo propio hará tras él la filosofía del arte posterior 79. Si Platón
hubiera profundizado en esta idea de la ficción probablemente habría reparado en que el arte
jamás intenta competir con la filosofía y la ciencia y que queda fuera de su pretensión el
alcanzar la verdad. Pero no, de aquí se derivó a la teoría del arte como mímesis en cuanto
verdadera reproducción de la realidad.

Si en La República Platón se ocupa de la naturaleza del arte, a propósito de


requerimientos ético-políticos, en El Sofista vuelve sobre el tema, pero ahora desde un punto
de vista ontológico. Se trata de averiguar qué es el sofista y en qué consiste su actividad. Lo
primero que observa el Extranjero –personaje central del Diálogo- es que el sofista es una
especie de mago o hechicero que aparenta hacer y ser muchas cosas, pero que no hace ni es
ninguna en realidad. En este sentido es un imitador doloso que quiere hacer aparecer como
verdadero lo que es falso en realidad. Por este lado se emparenta con el poeta y el pintor,
pues éstos también constituyen un género de imitadores y falsarios a juzgar por sus obras.
Como se ve, Platón hasta los últimos momentos de su vida consideró al arte por oposición al
conocimiento y la verdad. Se opuso tenazmente a considerarlo como una actividad en sí,
desconectada de sus circunstancias políticas, éticas o gnoseológicas. El arte es imitación e
imitación es una forma de fingir, esto es, de valerse de la imagen para representar y
reproducir al mismo tiempo y en apariencia lo que es en realidad. Yendo a la caza del sofista
Platón observa que se puede imitar de dos maneras: mediante el arte de copiar y mediante el
arte de hacer apariencias. Se copia “cuando según las proporciones del modelo alguien, en
largura, anchura y profundad, y, además, aplicando los colores que convienen a cada cosa,
da origen a la copia”80. Se construyen apariencias cuando se prescinde de las sensaciones
reales para pintar, en cambio, ciertas distorsiones exigidas por la perspectiva, la profundidad,
etc. de suerte que ya aquí Platón distingue una reproducción apegada a lo real de una
imitación más libre. En ambos casos lo que se persigue es la hermosura, o la sensación de
belleza, suprema aspiración del artista.

Lo más interesante, sin embargo, consiste en que en este Diálogo Platón hace
explícito un supuesto que en La República aparece aún de manera soterrada. “Si se habla de
dos cosas que no sean lo mismo, pero que parecen serlo y que tienden a serlo, de una que
imita a la otra, de una que es imagen de la otra, de una que representa o reproduce a la otra,

79 La idea platónica de que el arte es invención, ficción, no fue desarrollada lo suficiente en la


filosofía del arte posterior. Cuando se alude a este aspecto del arte siempre se lo hace de una
manera marginal y no se ve en él la verdadera esencia del fenómeno artístico. Como se ha
recordado, la pregunta por el ser del arte fue desplazada por las preguntas por el fin y la función
atribuidas a él.
80 El Sofista, 335 a.

64
se plantea una cuestión sumamente grave: la cuestión de lo que es y de lo que no es; de lo
que en verdad es, y de lo que es falso; de lo mismo y de lo otro; de la identidad y de la
diferencia; de lo que es uno y de lo que es múltiple. Habría, por consiguiente, un ser, y un
parecer ser, pero que no es; que no es lo mismo, que no es uno, que no es la verdad. La
imitación y la imagen así lo acreditan”81. De estas y otras consideraciones se seguirán
interesantes consecuencias para la ontología platónica. No existe, como hasta aquí había
pensado el filósofo de Atenas, un abismo entre el ser y el no-ser. De alguna manera el ser no
es y el no-ser es. El arte, en consecuencia, sería un tipo de no-ser que de algún modo es.
Volveremos sobre este punto más adelante.

2. IDEA DEL ARTE COMO ACTIVIDAD MIMÉTICA


EN LA CONCEPCIÓN ARISTOTÉLICA

A diferencia de Platón, Aristóteles encara la cuestión del arte –específicamente de la


poesía- ya no como fenómeno supeditado a la moral, la pedagogía o la política, sino como
fenómeno relativamente autónomo, pues de algún modo Aristóteles siguió pensando más
bien en los efectos de la poesía que en la poesía misma. Por de pronto Aristóteles concuerda
con Platón en que el drama es una forma de representación y en que la poesía es
esencialmente un medio de suscitar emociones. Como sabemos, en la tragedia estas
emociones adquieren la forma de la conmiseración y del terror. Un espíritu fuertemente
cargado de estas emociones se haya a merced de muchos males como cree Platón en su
República. Hasta aquí Platón y Aristóteles están de acuerdo, pero el discípulo no sigue al
maestro en el paso siguiente. Como la poesía suscita en el público emociones torvas y poco
viriles, inadecuadas en un hombre que participe de la kalokagathía, Platón prefiere, sin más,
prohibirla y expulsar a sus cultores del Estado. Aristóteles da un paso más al punto que
corrige la injusticia platónica. Cree que no puede dejarse que las emociones, que existen en
el alma humana y que la tragedia anima y suscita, queden presionando el espíritu del
público. Por el contrario, la tragedia es un medio excelente para liberar estas pasiones y así
purificar el alma (kátarsis). De esta suerte la tragedia encuentra apoyo en la moral y en la
política como instrumento operado sobre el alma humana para conseguir fines prácticos. Si
Platón ponía reparos a la poesía porque en definitiva osaba imitar (a través de las cosas
sensibles) las cosas del cielo, Aristóteles trasladó el concepto de imitación del cielo a la
tierra. Esto es evidente, además, si se considera la perspectiva desde la que el Estagirita
trabaja en su Poética. Nunca razona desde arriba. Todo lo que dice lo dice teniendo
solamente a la vista la limitada producción del arte griego tradicional y de su tiempo. De ahí
que su Poética no sea tanto una teoría del arte como una teoría de cómo han de construirse
obras artísticas, especialmente tragedias. Jamás deja de tener presente Aristóteles el Edipo
Rey, obra que considera la suma perfección, a la cual nada le falta ni nada le sobra. Su
análisis de los medios, es decir, de la estructura y de la articulación de esa obra lo lleva a
distinguir siete partes de la tragedia y a explicar en qué consiste cada una de ellas. En el
fondo lo que Homero y Sófocles intuyeron y plasmaron como poetas, Aristóteles lo analiza y
lo somete a su poderoso razonamiento filosófico. Ha sido en el estudio de esas obras

81 J. de Dios Vial. El Sofista, la metafísica platónica, p. 24. Santiago de Chile, 1982.

65
principalmente donde Aristóteles encontró confirmada la idea de Platón, según la cual el arte
es imitación. Pero si para Platón el arte es una suerte de imitación de segundo grado, para
Aristóteles en cambio el arte imita la realidad y las acciones humanas, simplemente, sin
consecuencias ontológicas: “… la epopeya –dice- y la poesía trágica, y también la comedia y
la ditirámbica, y en su mayor parte la aulética y la citarística, todas vienen a ser en conjunto
imitaciones (subrayamos), aunque se diferencien entre sí en tres aspectos: por imitar con
medios diversos o por imitar objetos diversos, o por imitarlos diversamente y no del mismo
modo82. Para Aristóteles el imitar es connatural al hombre, por él adquiere sus primeros
conocimientos y por él se diferencia también de los animales. De aquí resulta que el hombre
disfruta con las obras de imitación; aunque la cosa imitada sea repugnante o repelente en la
realidad, nos agrada verla en imagen. Por otra parte la imagen –producto de la imitación-
agrada como reconocimiento ya que el hombre disfruta reconociendo el modelo original 83.
Estas tesis han sido reeditadas en varias ocasiones a lo largo de la historia y, otras tantas,
rechazadas. No entraremos aquí en su discusión, pero en cambio nos detendremos en el
concepto mismo de imitación para examinar sus alcances y límites.

A veces se ha interpretado la doctrina aristotélica de la imitación como simple


reproducción imitativa de la realidad más empírica84. Sin embargo, parece ser que
Aristóteles no atribuía al arte la función de imitar servilmente la realidad empírica, natural o
histórica. Cuando Aristóteles afirma que el poeta es imitador (lo mismo que el pintor, o
cualquier otro artista) que ha de imitar siempre de una de esas tres maneras: o bien como las
cosas eran o como son, o como se dice que son, o bien como deben ser, podemos observar
que aunque comprensibles los dos primeros tipos de imitación, no lo es así el tercero. Si para
imitar se requiere primeramente una realidad A (modelo) para construir de ella una realidad
B (imagen), es evidente que no se puede imitar el “deber ser” de las cosas, pues el “deber
ser”, por oposición al ser, es en cierto modo una manera ideal de ser o de ser ausente que por
su peculiar carácter no es ni pasado, ni futuro, ni actual. Sin duda que algo más –y más sutil-
estaba pensando Aristóteles cuando definía el arte como imitación. En efecto, si el poeta se
diferencia del historiador no es porque se exprese en verso mientras el historiador lo haga en
prosa, sino porque el segundo dice lo que ha sucedido mientras el primero dice lo que podría
suceder85. Es obvio que tampoco se puede imitar lo que podría suceder, pues lo que no ha
sucedido –como lo que debe suceder- no tiene ser real, sino virtual, y la imitación servil
requiere de un ser actual para poder ejercitarse. De este contrasentido se sigue que
Aristóteles quiso decir (y lo dijo, en realidad) algo más de lo que comúnmente se ha creído y
que, en consecuencia, jamás pensó en una imitación artística como lo que ha practicado el
extremo realista, por ejemplo. El concepto de mímesis implica, sin duda, ya en Aristóteles,
una suerte de libertad para tomar la realidad por modelo del arte, pero pudiendo ir más allá e
ella, artista y filósofo se asemejan en que ambos parten de la realidad para, eventualmente,
superarla, más siempre con apego a ella. Bastará con que el poeta invente una fábula que se

82 Poética 1, 1447 a.
83 Cf. Poética 2, 1448 b.
84 “La doctrina de que todo arte es representativo es una teoría comúnmente atribuida a Platón y

Aristóteles, y algo parecido a ella fue realmente sostenido por teóricos del Renacimiento y del siglo
XVIII. Con posterioridad se mantuvo generalmente que algunas clases de arte eran representativas y
otras no. Hoy día el único punto de vista aceptable es que ningún arte es representativo”.
Collingwood. Los principios del arte, p. 48.
85 Cf. Poética, 9, 1451 b.

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comporte de acuerdo a las leyes del acaecer para que su creación resulte convincente, ya que
sólo lo que no convence choca con la realidad y desagrada. Lo que ha ocurrido
históricamente es, naturalmente posible, que si no fuera posible no habría sucedido, pero hay
también argumentos poéticos que no han ocurrido, aunque nada impida que pudieran ocurrir.
En este caso el poeta queda autorizado para utilizarlos sin mengua del efecto estético de la
obra. En “La Flor” de Agatón –argumenta Aristóteles- “tanto los hechos como los nombres
son ficticios, y no por eso agrada menos”86. Por eso no tiene sentido para Aristóteles atenerse
a toda cosa a las fábulas tradicionales para construir tragedias. Eso sería ridículo ya que
también los hechos conocidos son conocidos de pocos y, sin embargo, deleitan a todos. De
esto resulta claro que el poeta debe ser artífice de fábulas más que de versos, ya que si se es
poeta se lo es más por la capacidad de imitar acciones que por la de construir versos. De todo
lo cual resulta que el poeta no es ni más ni menos poeta porque trate de cosas sucedidas que
de cosas no acontecidas. De ahí también que ya en Aristóteles se pueda sostener que la
verdad y la falsedad, como correspondencia de la obra o de lo dicho y mostrado en la obra
respecto de la realidad, queden excluidas del ámbito poético. Será mejor o peor el poeta por
la elección de la fábula y por el modo como la trate porque incluso es preferible siempre lo
verosímil imposible a lo verosímil posible.

3. LIMITACIONES DE LA TEORÍA DE LA MÍMESIS

¿Es, pues, la imitación el principio esencial y explicativo del arte? Si por “imitación”
entendemos el procedimiento técnico que representa y reproduce con la mayor fidelidad el
original, entonces la mejor imitación será la que más y mejor se parezca al original, a tal
punto que ya no sea posible distinguir la copia del original. Y, sin embargo, las
reproducciones en serie que puede producir la tecnología actual no agradan en absoluto por
su sólo parecido con el original. En buenas cuentas una reproducción exacta vendría a ser
una duplicación. Pero en el arte se tiende a preferir lo diferente, lo que en algún detalle o en
alguna medida se separe del original. En la duplicación mecánica, por el contrario, cualquier
distracción debe ser rechazada. Si tal como ha observado Hipólito Taine la copia fiel
produjera las obras más hermosas, entonces, el vaciado, recurso elemental de la escultura
artesanal, que es el procedimiento que da una copia más exacta y más minuciosa del modelo,
sería la mejor forma de conseguir el arte más bello. Pero la verdad es que ni el mejor vaciado
puede ni siquiera compararse con una humilde estatua. “En el Louvre –agrega este autor-
existe un cuadro de Denner. Trabajaba este pintor valiéndose de la lupa y tardaba cuatro
años en hacer un retrato. Ningún pormenor está olvidado en las caras que pintó; ni las
arrugas de la piel, ni los leves jaspeados de las mejillas, ni los poros negros diseminados en
la nariz, ni la tenue transparencia azulada de las venas microscópicas que se ramifican bajo
la epidermis, ni la brillante superficie de los ojos, donde se reflejan los objetos próximos.
Ante tal cuadro, queda el espectador asombrado; la cabeza impresiona en realidad, parece
que se asoma por el marco; jamás podrá encontrarse tanto acierto ni tanta paciencia. Pero un
ligero esbozo de Van Dyck tiene cien veces más fuerza y más intensidad, porque en pintura,

86 Cf. Poética, 9, 1451 b.

67
como en las demás, artes, no se aprecian las habilidades secundarias”87. En efecto, si se
examinan estas cosas con cuidado, se ve que el hombre muestra mejor su habilidad creadora
en las obras que nacen de su espíritu y no en las imitaciones de la realidad o de la
Naturaleza88.

4. LA IMITACIÓN EN SENTIDO ESTRICTO ES


IMPOSIBLE EN EL ARTE

Observa bien Gilson que la noción misma del “arte imitativo” es una contradicción
en los términos, pues si una obra es artística entonces es esencialmente creativa, mientras
que la imitación absoluta no puede ser más que duplicado de la realidad 89. Por consiguiente,
conviene entender la noción de arte imitativo en un sentido más libre y rico. Es verdad
también que ciertos movimientos artísticos han tomado al pie de la letra la consigna “El arte
es imitación de la realidad”. Algunos han creído que no hay nada más grande y bello que la
Naturaleza y que si el arte pretende serlo en alguna medida debe inspirarse fielmente en ella.
El Realismo y el Naturalismo literarios han pretendido emular la ciencia social, para lo cual
descienden hasta la realidad más empírica en su intento por reproducir con exactitud
fotográfica los detalles más ínfimos de la realidad histórica y social. Sin embargo, se
equivocaban si creían que con ello estaban siendo más científicos que los científicos

87 Cf. Filosofía del arte, Vol. I, p. 30. Madrid, 1968. “Existen, agrega Taine algunos renglones más
adelante, en las iglesias de Nápoles y de España imágenes policromas y vestidas, de santos
cubiertos de hábitos verdaderos, con la piel amarillenta y terrosa que corresponde a los ascetas, con
las manos llagadas y el costado cubierto como los que recibieron los sangrientos estigmas; y junto a
ellos, vírgenes con regios atavíos, en traje de gala, vestidos de raso, adornadas con
resplandecientes coronas, con lazos airosos, con soberbios encajes; de tez sonrosada, ojos
brillantes y pupilas vivificadas con una piedra refulgente. Tal exceso de realismo no llega a producir
una impresión grata, sino que, por el contrario, despierta una sensación desagradable, quizá de
repugnancia y, en ocasiones, de verdadero horror”.
88 Para Hegel la imitación de la Naturaleza por el arte tiene su valor y su importancia, pero también,

su limitación. “El pintor –dice- debe dedicarse a realizar largos estudios, para familiarizarse con las
relaciones que existen entre unos colores y otros, con los objetos y reflejos de la luz y para aprender
a plasmarlos en la tela o en el papel. Además debe aprender a conocer y reproducir, hasta en sus
más íntimos detalles, las formas y figuras de los objetos” (…) “Pero de ahí –agrega- a pretender que
el contenido como tal, en tanto que contenido, debe ser tomado de la Naturaleza, hay mucho trecho;
al franquear este paso se llega fatalmente a no ver en la obra de arte más que una imitación pura y
simple de la Naturaleza, y en esta imitación el único, o principal, destino del arte”. Introducción a la
estética, p. 43. Que Hegel rechace la imitación de la Naturaleza es normal a la luz de su filosofía del
espíritu. “Sólo el espíritu es verdadero –escribe. Lo que existe sólo existe en la medida en que es
espiritualidad. Debe ser concebido como un modo incompleto del espíritu…”. Id. P. 9. De aquí
también su idea de que “lo bello espiritual” es muy superior a “lo bello natural”.
Tras Hegel, Croce, otro idealista, dirá: “Dejemos a los necios afirmar que un hermoso árbol, un bello
río, una sublime montaña, un bonito caballo o una estupenda figura humana son superiores al golpe
de buril de Miguel Ángel o al verso de Dante; nosotros decimos con mayor propiedad que la
Naturaleza es estúpida frente al arte, y que es muda si el hombre no la hace hablar”. Breviario de
estética, p. 46. Madrid, 1979.
89 Cf. Pintura y realidad, p. 45. Madrid, 1961.

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mismos. En verdad, como ha señalado Lukács90, la ciencia se sustrae a los fenómenos
individuales para interesarse exclusivamente por lo universal. Lo particular, el caso, no
interesa sino en cuanto representa un momento de una ley universal. Además si la novela
realista ha llegado a ser grande artísticamente, ello no se debe al procedimiento de
descripción minucioso que utiliza, sino a que sus autores supieron dar una forma de alto
valor estético a contenidos perfectamente triviales, o que fueron capaces de reflejar por esos
medios la realidad objetiva. “Si –como ha dicho A. W. Schlegel- la naturaleza ya existe, no
se comprende para qué debe uno atormentarse en realizar un segundo ejemplar de ella”91.
Pero si entendemos por Naturaleza –como agrega este crítico- un prototipo de todas las
cosas, entonces claro que el arte toma sus objetos del dominio de la Naturaleza, pues no
existe otro.

Para algunos estetas la obra de arte tiene por objeto manifestar un carácter esencial, o
bien una idea importante, con mayor claridad y de un modo más completo que la realidad
misma. Para conseguirlo el arte toma no las cosas de la realidad sino sus relaciones
esenciales. De ahí que consideren, con buen sentido, que la teoría del arte como imitación de
la apariencia sensible debe ser reemplazada o limitada por la teoría del arte como expresión
de las constantes de la realidad.

De las dificultades anotadas resulta que es el propio concepto de imitación, como


copia apegada al original, el que ha de ser rechazado. En principio –insistimos- la imitación
perfecta es imposible para ciertas artes (pintura, poesía) y muy dudoso para las demás
(danza, música, arquitectura). La pintura tiene que contentarse con ofrecer en dos
dimensiones, cuanto más, una ilusión de realidad. Los objetos empíricos que puede
reproducir son siempre tridimensionales, de modo que la pintura si quiere ser imitativa se
encuentra desde sus fundamentos con una imposibilidad de principio. Ni siquiera el espejo,
que es capaz de ofrecer la más sugestiva de las ilusiones de realidad con infinita perfección y
detalle, puede competir con la realidad. Y, aunque de algún modo es capaz de conseguir en
dos dimensiones las réplicas más perfectas de la realidad, nadie le otorga a esos efectos
categoría artística. Más difícil es la situación para la obra de arte literaria. ¿Cómo la palabra,
que es prácticamente inmaterial, puro acontecer temporal, ha de reproducir imitativamente
las cosas espaciales, los sucesos materiales, o los sentimientos y las ideas que no son
espaciales y ni siquiera temporales? ¿Y qué diremos respecto de la música? ¿Cómo imita un
concierto de piano? y ‘cómo imita una catedral? y ¿qué imita? La imitación perfecta es
imposible, por principio, en las artes de modo, pues, que la idea según la que el hombre goza
y disfruta con el arte cuanto más y mejor éste imita a la realidad, ha de ser abandonada o, por
lo menos, entendida en un sentido sugerente, porque también es verdad que la antítesis de
esta doctrina no viene a ser menos desconcertante. Cuando asistimos a una exposición de
arte contemporáneo y vemos un manojo de fierros retorcidos amalgamados con trozos de
madera y de cemento y se nos dice que aquello “representa” al hombre contemporáneo, es
menester confesar que nos invade un sentimiento de perplejidad y de insatisfacción.
También es evidente que se exagera en sentido contrario.

90Cf. Estética, I. Peculiaridades de lo estético, Cap. 2. “Problemas de la mímesis”. Barcelona, 1972.


91“Vorlesungenn über schöne Literatur und Kunst”. 1801. En Revista de ideas estéticas, N° 103. T.
VII. Madrid, 1949.

69
Lo cierto es que la imitación desde el punto de vista artístico no sólo es inviable en el
auténtico arte sino, también, imposible. Wölfflin refiere la anécdota que narra Luis Richter
en sus Recuerdos92. En cierta ocasión cuatro pintores decidieron hacer una prueba
experimental de la llamada reproducción mimética de la Naturaleza. Se propusieron pintar
un mismo motivo natural, lo más apegado posible al modelo, prácticamente desde un mismo
ángulo visual. El resultado no pudo ser más sorprendente. Cada cual pintó lo que creía ver,
pese a lo cual las cuatro obras resultaron muy distintas entre sí gracias a la extraordinaria
presencia creativa que cada pintor llevó a la tela. Por esto dirá Brecht que la capacidad de
pintar las cosas a semejanza de la realidad es tenida por simple habilidad que nada tiene que
ver con el arte93. La imitación como finalidad del arte, estrechamente entendida, atenta
contra la naturaleza misma del arte porque es en el arte donde el hombre ejerce y alcanza el
máximo de libertad. La libertad, tendencia inalienable del hombre, puede ser constreñida o
limitada por las circunstancias que impone la condición terrena y material, pero el espíritu es
completamente libre y en ninguna actividad como en el arte el hombre es capaz de romper
sus ataduras y probar, aunque sea episódicamente, la fuerza y la grandeza de esa tendencia a
conquistar en la creación su plena libertad.

Pese a todo debemos reconocer que existe el llamado realismo en el arte que nada
tiene de inferior o de mediocre. Pero no hay que confundir la habilidad mecánica de
reproducción con la habilidad del artista. La fotografía puede reproducir con fidelidad las
cosas del mundo, mientras que el arte es capaz de reproducir la experiencia de las cosas; el
artista posee una cierta capacidad que le permite interpretar y dar sentido a las experiencias
humanas de una manera original. Es verdad que celebramos el dibujo espontáneo y ligero
que reproduce una cierta escena o personaje de la realidad, pero no basta la imitación
ingeniosa y agradable para convertir un simple bosquejo en obra de arte. En la historia
estética de la humanidad sólo perduran las obras que traspasan claramente el horizonte de las
experiencias cotidianas para consagrar sólo aquellas que valen por sí mismas, más allá o más
acá de las circunstancias históricas o temporales que la motivaron y la vieron nacer.

5. HACIA UNA IDEA PLAUSIBLE DE LA MÍMESIS


ARTÍSTICA
Si todo lo dicho lo ponemos en relación con la idea de imitación aristotélica, tal como
se lee en la Poética, nos surge el convencimiento de que Aristóteles jamás pensó, cuando
definición la poesía en términos de mímesis, en una imitación servil, tal como han querido
interpretar algunas tendencias extremas de esta equivocada teoría94. En efecto, en la
Metafísica observa Aristóteles, al analizar proposiciones del tipo “Sócrates camina”,
“Sócrates está sentado”, que la realidad se configura según dos grandes categorías: la de la

92 Cf. Conceptos fundamentales de la historia del arte, Cap. I. Madrid, 1979.


93 Cf. El compromiso en literatura y arte. Barcelona, 1967.
94 El neoclasicismo francés y el español revivieron la idea del arte como imitación de la Naturaleza,

pero de un modo servil. Ignacio de Luzán postula la siguiente definición que, según él, recoge la
esencia de la poesía: “Esto supuesto, digo que se podrá definir la poesía, imitación de la naturaleza
en lo universal o en lo particular, hecha con versos, para utilidad, o para deleite de los hombre, o
para uno y otro juntamente”. Poética, p. 95. Madrid, 1984.

70
substancia y la del accidente. Con ello parece convenir la intuición platónica que la palabra
es un reflejo del ser, que en el lenguaje se refleja la realidad. Pues bien, del mismo modo
habría que interpretar la teoría imitativa del arte: el arte reflejaría la realidad, pero no en el
sentido que la copie o que la imite servilmente. Imitar en Aristóteles quiere decir reflejar; y
reflejar significa mostrar de otra manera y con otros medios lo que de algún modo es
conocido y percibido ordinariamente como real o como lo que puede llegar a serlo. Así en el
hijo se suelen reflejar (y éste es el sentido) algunos rasgos psicológicos, espirituales o físicos
de los padres o de los abuelos pero, obviamente, el hijo no los imita, ni siquiera los
representa. El parecido del hijo con el padre evoca la ausencia del padre así como el arte
evoca una determinada realidad efectiva o presunta.

La obra artística es creada o recreada con arreglo a la realidad pero, también con
independencia de ella. Una vez creada ha adquirido nueva realidad artística de la que forma
parte. De esta suerte la creación artística viene a ser ficción, pero no porque quiera aparecer
como lo que no es, según la interpretación platónica, sino porque en cuanto pura imagen no
requiere de realización ni en el pasado, ni en el presente ni en el futuro. Todo lo que exige
una correcta interpretación del concepto de mímesis aristotélica es que construyamos el arte
desde el mundo, fieles a las leyes generales del mundo y de la vida. La fidelidad a la ley no
es fidelidad a las cosas, ni siquiera a los hechos, es simplemente fidelidad al principio de
acuerdo al cual acontecen los hechos. Basta con que el arte se atenga a este principio para
que se ponga por encima de la realidad y, por decirlo así, sea más auténtico que la realidad
misma. Si interpretamos de esta manera el principio aristotélico habría que liberar a su autor
de las múltiples acusaciones y tergiversaciones de que ha sido objeto en el curso de la
historia por parte de filósofos y artistas, porque ¿cómo podría negarse el parentesco
indiscutible que todo arte guarda con la realidad? Es verdad que en algunos casos éste resulta
más evidente que en otros, pero de lo que no cabe duda es que la realidad está siempre detrás
y al lado del arte y del artista, porque la naturaleza y la realidad son el espacio en que se
desarrolla la vida y, por tanto, son fuentes en las cuales el arte no puede evitar inspirarse.

5. LA DEFINICIÓN DEL ARTE EN TÉRMINOS DE


BELLEZA

Nadie podría negar que la belleza ha sido siempre uno de los fines del arte. En el arte
clásico esto parece ser más evidente que en el contemporáneo. “El nacimiento de la
Primavera” de Sandro Botticelli es sin duda una obra bella, pero no podemos decir lo mismo
de “Mujer I” de Silem de Kooning y, sin embargo, tampoco nos atreveríamos a dar el título
de artística a la primera y negárselo a la segunda. Y, no obstante, son muchos los filósofos,
estetas y artistas que han definido el arte en términos de belleza. Ante la pregunta ¿cómo
definir el arte? se ha echado mano del término “belleza”. Hasta mediados del siglo XIX la
cuestión no se discutía siquiera. Parecía evidente que la belleza era un componente esencial
del arte. En los manuales tradicionales y en los diccionarios clásicos se definía el arte como

71
“producción de la belleza por obra de un ser consciente”95. Todavía para Hegel el concepto
de belleza constituye el verdadero objeto de la filosofía del arte en cuanto el arte es
concebido como la manifestación sensible de lo bello96. Sin embargo, algunos estetas como
Souriau rechazan la definición del arte en términos de belleza por dos razones
fundamentales: por la vaguedad del término y por su subsidiaridad en el arte. Definir el arte
por la belleza es querer comprender una cosa difícil mediante otra cosa más difícil todavía,
afirma.

La realidad es que el arte en los últimos cien años ha perseguido una “belleza” que no
coincide con la belleza natural, clásicamente codificada con arreglo a proporciones que
parecían eternas. El arte de hoy no es un arte que nos extasíe con sus obras y realizaciones
maestras como ocurría con el arte renacentista y clásico97. Si durante muchos siglos fue
posible asignar legítimamente al arte la función de buscar y reflejar la belleza, nuestro siglo
ha puesto de manifiesto que tal interpretación es hoy insostenible. Es evidente que la actual
realidad artística ha desbordado largamente esta concepción del arte como expresión de la
belleza. Para ello basta con volver la vista a cualquier obra de arte contemporánea para
percatarse de lo que hay en ella ya no es “belleza”, al menos en el sentido que este término
tiene en la estética y en el arte clásico. Incluso hay obras que son decididamente feas, mas no
por eso menos artísticas. Lo feo hoy día también es una categoría estética y el arte
contemporáneo ha sabido contar con ella. En la tradición se ha tendido a identificar el
concepto “estético” con el concepto “bello”. De ahí, entonces, que la categoría estética
fundamental haya sido la belleza, y que se haya definido la estética, en tanto disciplina
filosófica, como ciencia de lo bello. Tratar de lo bello y tratar del arte era más o menos la
misma cosa. Hoy ya no puede identificarse la ciencia de lo bello con la ciencia del arte
porque, como hemos dicho, hay muchísimo arte que no es precisamente bello. Hoy, en
cambio, la estética ha intentado separar estos conceptos, haciendo del concepto de “lo
estético” una categoría más amplia que implica como momento importante, pero no único o
preferencial, el de “lo bello”.

6. LA “BELLEZA” EN EL ARTE CLÁSICO Y EN EL


CONTEMPORÁNEO

95 Según K. Groos, podemos llamar estético a todo aquello que disfrutamos por la vía de la “intuición
interior” (idea de la proyección sentimental). Llamamos bellos, en cambio, a los objetos que, además,
por el modo como se manifiestan producen una sensación agradable a nuestros sentidos. Kainz
agrega que la belleza, además, implica una complacencia espiritual de orden superior y libre de
matices desagradables. Cf. F. Kainz, Estética, p. 110.
96 Cf. Introducción a la estética, pp. 136 y ss. La palabra arte –dice el Vocabulario técnico y crítico de

la filosofía de A. Lalande- designa “toda producción de belleza por medio de las obras de un ser
consciente”. Cf. también E. Souriau. “El arte y las actividades humanas”, Cap. VIII en La
correspondencia de las artes. México, 1965.
97 Cf. L. Oyarzún. Meditaciones estéticas. Santiago de Chile, 1981.

72
La idea de la belleza en el arte se tomó, siguiendo las teorías de la mímesis, de la
Naturaleza. En los Recuerdos socráticos de Jenofonte, Sócrates aparece en el estudio del
pintor Parrasio y observa que el arte es imitación de las cosas de la Naturaleza, mas no de
cualesquiera cosas, sino sólo de las bellas. Aristóteles expone ideas muy semejantes en su
Poética, y se puede decir que la tradición medieval, renacentista y moderna sigue este
precepto. Todavía en el siglo XIX se discute si es el arte más bello que la Naturaleza en
cuanto el artista corrige a la Naturaleza, o continúa siendo ésta el patrón del arte. Además,
como se consideraba que la Naturaleza era comprensible racionalmente se vino a dar en la
tesis de que lo auténticamente bello era también racional. Así el arte podía ser comprendido
y explicado racionalmente.

Es verdad que en el arte clásico, de carácter fundamentalmente figurativo, la actitud


racional tiene un importante papel que desempeña. La pintura de Leonardo o de Velázquez
no sólo agrada y gusta sino, también, se comprende. El “tema” es, pues, decisivo en el arte
clásico. La pintura siempre cuenta o recuerda una historia o una situación de carácter
mitológico, religioso, militar o civil. Es evidente que el sinnúmero de crucifixiones que se
pintan a partir del Renacimiento relatan y muestran una historia que el espectador fácilmente
puede leer en virtud de su cultura bíblica: Cristo es llevado cargando su propia cruz en
medio de la mofa de sus verdugos y el sentimiento de sus deudos, a cumplir con su
sacrificio. Esto se comprende fácilmente tan sólo observando la iconografía, ni siquiera es
menester adoptar una actitud estética; el relato es tan sencillo que la mente lo comprende sin
mayor dificultad. Por el contrario, en el arte contemporáneo el “tema” está reducido a su
mínima expresión, cuando no ausente totalmente. El color y la forma dominan el espacio en
detrimento de la figura humana y de los objetos reales y naturales que han sido marginados o
relegados a una función secundaria. En este arte ya no es tan fácil comprender, seguramente
porque no hay nada que comprender, ya que en realidad de lo que se trata es de experimentar
con categorías nuevas.

Lo dicho no sólo vale para la pintura sino también para la literatura y las demás artes.
Kayser nos ha hablado de la muerte del narrador y de la disolución de las formas en la
narrativa contemporánea, inaugurando con ello un período completamente nuevo y
revolucionario en la historia de la literatura98. En las grandes novelas de los tiempos
modernos y del siglo XIX el lector era guiado y conducido amablemente por un narrador
objetivo que le organizaba el mundo y contaba los sucesos desde una cierta distancia, sin
mezclarse en ellos. En la novela del siglo XX el narrador objetivo cede su lugar al narrador-
personaje que actúa y se confunde con los restantes personajes y que participa activamente
en el mundo de ficción. El monólogo interior, el “stream of consciousness” y otras formas
narrativas exigen al lector ingentes esfuerzos de comprensión para poder participar
activamente en la historia de ficción. El novelista contemporáneo no es ya un profesional de
la pluma cuya misión consiste en entretener al “desocupado lector”. Él, como cualquier otro,
es un hombre que refleja en sus obras su complicada experiencia vital por medio de obras
complejas, subyugantes, aunque no necesariamente bellas.

No se exagera cuando se dice que el arte en el siglo XX ha sufrido la transformación


más radical de su historia. Lo anotado respecto de la obra de arte y de la experiencia creativa

98 W. Kayser, “Origen y crisis de la novela moderna”. Revista Mapocho, Santiago de Chile, s/f.

73
puede decirse también respecto de la experiencia contemplativa. El contemplador
contemporáneo no va ya tras la belleza porque sabe que el arte de hoy no se la puede ofrecer.
La perplejidad es el sentimiento preliminar más habitual en la experiencia estética de
nuestros días. Más que belleza, placer y respuestas, encontramos interrogantes y misterios en
las artes plásticas y literarias de nuestros días. “De un siglo a esta parte –escribe Oyarzún-
estamos descubriendo continuamente nuevos métodos, materiales, organizaciones y sentidos,
nuevas significaciones, en suma, que sacuden la balanza del gusto estético y llevan a
imprevistas identificaciones eventuales. Dijérase que el arte se cansa de sí mismo y, al
experimentar nerviosamente, no teme proclamarse a veces no arte o no-estético, como es el
caso de algunos de los más recientes representantes de la Escuela de Nueva York”99.

El arte actual va más allá de la visión inmediata, buscando detrás de la apariencia la


interioridad; un sentimiento de “identificación” y “extrañeza” que surge de lo más profundo
de la materia, transformada y domeñada por las manos y la mente del artista. La materia y
las formas hasta hoy inexploradas están hablando idiomas desconocidos que el hombre
contemporáneo recién está comenzando a comprender.

El arte clásico, y el renacentista por excelencia, se afanaban por hacer coincidir el


espacio pictórico con el espacio natural. La revolución actual por la que atraviesan las artes
visuales nos está mostrando nuevas opciones. Si ha sido necesario romper con las formas y
con los cánones, el arte contemporáneo lo ha hecho pues se trata de declara aquello que de
otra manera se hace inexpresable. De tal suerte que el espacio ha llegado a ser puramente
decorativo, y en otros casos se ha desprendido de todo realismo. Hasta poco antes de
Delacroix, por el contrario, se creía en la imitación de la Naturaleza y en los principios de la
proporción y de la armonía construidos por el Renacimiento. Lo que ocurre es que el arte
contemporáneo ha ido perdiendo la noción de un solo y privilegiado eje ordenador
constituido por la figura humana de raíz greco-latina que ha dado sentido histórico y
continuidad a las artes plásticas, adentrándose hoy en aventuras completamente insólitas a
esta norma fundamental, investigando, por ejemplo, formas mecánicas –opuestas a las
vitales- que abandonan toda referencia a la figura humana y que no enlazan con ninguna
tradición.

A partir del Romanticismo el concepto de “estética” comienza a ensancharse para dar


cabida a una serie de sentimientos y sensaciones que hasta entonces habían permanecido
muy arrinconados. La fantasía, por ejemplo, que es una forma más arriesgada de
imaginación, muy emparentada con las imágenes oníricas, es cada vez más importante, al
punto que ya a comienzos del siglo XX no se puede experimentar vivencialmente el arte si
no se libera una buena dosis de fantasía. El arte contemporáneo nos ha habituado a una serie
de experiencias emocionales completamente nuevas como lo mágico, lo onírico, lo real-
maravilloso, lo horrendo, lo demoníaco, lo misterioso, etc. no podemos enfrentarnos con la
misma actitud espiritual al arte surrealista de hoy que al barroco de los pintores holandeses,
ni al teatro de Pirandello que al de Lope de Vega. Es innegable que el arte de nuestro tiempo
ha despertado en el contemplador contemporáneo una gran cantidad de sentimientos y
facetas totalmente inéditas. Por eso hoy no resulta completamente cierta la idea hegeliana
que postulaba que “lo bello” es el objeto propio de la estética.

99 L Oyarzún. “Arte moderno: presentimientos y preguntas” en Meditaciones estéticas, op. cit., p. 72.

74
7. DIMENSIÓN ESTÉTICA DE LOS OBJETOS REALES

El concepto de “belleza” no puede tampoco cumplir la misión de distinguir de una


manera radical entre las cosas artísticas y las que no lo son, por la sencilla razón de que hay
muchísimas cosas no-artísticas que también son bellas o calificadas de tales. Esto nos lleva a
observar, desde otro punto de vista, que lo “estético” es, según se mire, más amplio que lo
“artístico” y que en realidad cualquier objeto –sea éste natural, artificial o artístico- puede ser
contemplado desde una actitud estética. De esto se deriva también que no existe el objeto
artístico por sí y sólo por sí, pues, en realidad hace falta el concurso activo del observador
para que el objeto nazca y emerja en todo su esplendor. Quien se empeña, por ignorancia o
capricho, en contemplar un objeto artístico con ojos utilitarios jamás verá surgir el objeto
estético que hay en la obra de arte, así como quien observe con mirada y espíritu estético
podrá ver hasta las cosas más vulgares como objetos no-reales, sino estéticos. En efecto, éste
es un momento crucial en la creación artística. Un hecho completamente trivial puede ser
observado desde un ángulo específico y diferente, por un creador, sustrayéndolo a todo
comercio utilitario para elevarlo a la categoría artística. En este instante, como ya se ha
dicho, el objeto pierde su contacto real con el mundo para ingresar en una órbita puramente
ficticia o imaginaria y adquirir entonces una calidad artística que lo hace universal, en el
sentido de que ya no es ninguna cosa ni hecho real, aunque se les parezca.

Existen en el mundo multitud de cosas y de hechos que, en un momento dado,


pueden ser considerados y valorados fundamentalmente como bellos, quedando los demás
rasgos reducidos a una situación secundaria. El enamorado suele ver al ser amado desde el
punto de vista estético, considerándolo como hermoso y agradable; a veces un rostro suele
ser visto tan sólo como bello sin ulterior consideración; también una escena natural puede
llamar nuestra atención desde el punto de vista puramente estético.

En cierto modo la categoría de lo estético –es decir, de la pura y simple


contemplación, sin sujeción a las circunstancias ni al mundo de imperativos prácticos- es de
amplitud universal ya que no existe ente alguno que en un cierto momento y desde una
determinada perspectiva no pueda ser considerado en su aspecto puramente apariencial, tal
como impresiona la sensibilidad estética. Sin embargo hay una diferencia importante.
Mientras un objeto cualquiera eventualmente puede alcanzar un rango estético, el objeto
artístico posee una cierta capacidad intrínseca que lo conduce a su plena y constante
manifestación estética. Un objeto artístico se agota en ser y en su ser estético; al proclamarse
o manifestarse como estético clausura toda otra posibilidad de ser de otra manera.
Sencillamente no tiene potencia para manifestarse de otro modo de cómo es. Su condición
estética es su fundamental dimensión. En cambio, cualquier objeto no estético es
polidimensional. Un automóvil es, fundamentalmente, una realidad de orden práctico; es este
carácter, la practicidad, lo que lo hace ser lo que es. Perpetúa su ser-automóvil siendo
práctico, pero no se agota siendo cosa-práctica. Su belleza puede impresionarnos de tal
manera que, temporalmente, su ser práctico ceda paso al ser-bello y entonces logra vivir

75
como cosa puramente bella. Más, su auténtico ser-automóvil no puede realizarse como tal en
el ser-bello. A poco o a mucho de ser contemplado su ser eventualmente bello se retira, se
pone a distancia y su ser práctico vuelve a ocupar su lugar. Incluso pueden convivir ambos
modos de ser, pero el ser dominante, el ser que hace que el automóvil sea lo que es, es decir,
su ser cosa-práctica, impondrá su imperio y mantendrá el ser-bello en el lugar secundario y
subalterno. Y esto que ocurre con el ser-automóvil, ocurre también con cualquier otro ser.
Una mujer puede ser una bella mujer, pero antes de ser bella, es mujer, y ser mujer no es ser
objeto estético, como lo es, por ejemplo, la “mujer” que Tintoretto nos presenta en “Susana
en el baño”. En definitiva la realidad pragmática se impone y a la pura contemplación
desinteresada puede seguir el deseo, entonces el ser bello de la mujer cede paso al ser
auténtico de la mujer que es, en esta situación, un objeto más del mundo práctico-real
destinado a cumplir con una función y una finalidad. Pero, cuando se trata de un objeto
artístico el ser artístico del objeto se declara de inmediato remiso a cumplir con cualquier
finalidad que sea extrínseca a su propia naturaleza. Si alguien está absorto en la
contemplación de la “Venus del espejo” de Velásquez y de pronto de la contemplación
puramente estética pasa a la contemplación interesada y ya no ve la bella joven desnuda
tendida en un diván frente a un espejo como un objeto puramente ficticio, es decir, sin
profundidad de ser real, sino que comienza a fantasear situaciones eróticas con dicha
“mujer”, entonces el objeto artístico clausura de inmediato su dimensión estética y se niega a
ser utilizado como posible objeto real100. De hecho lo que el contemplador tiene en mente
como objeto de su intencionalidad erótica ya no puede ser la imagen pintada por Velázquez.
Esa imagen, sustrato del objeto artístico, es así tal como la dejó el pintor eternamente
estampada en la tela y de ninguna otra manera. El más leve movimiento de su cuerpo bastará
para convertirla en otro ser. Si en vez de dejarla reposar sobre su brazo derecho nos la
imaginamos sentada o volviendo hacia el espectador, es que ya no es la “Venus” de
Velázquez, pues ésta no admite movimiento alguno porque su ser se agota en ser como es y
no como nosotros quisiéramos que sea. Lo mismo ocurre con la obra literaria. Quien quiera
desviar la “ruta” de Don Quijote y hacerlo cabalgar por caminos imaginarios que nunca
cabalgó, estará forzando la ficción en beneficio de un fin ajeno a la obra y, con ello,
violentando el ser que la obra, precisamente de esa manera, se ha dado.

Todo objeto, en consecuencia, tiene una dimensión estética en potencia que, en


circunstancias adecuadas, puede actualizarse efímeramente. Pero, para ello hace falta que los
perciba estéticamente. Sin percepción estética no hay experiencia estética y, sin experiencia
estética no hay objeto estético. Pero esto no sólo ocurre con las cosas del mundo real o
natural, que eventualmente pueden ser percibidas como objetos estéticos, sino esencialmente
con las obras de arte. En efecto, quien no perciba estéticamente lo que es una obra de arte no
ve el arte y no ve la obra como arte. Hace falta estar en actitud adecuada, es decir,
predispuesta; en una palabra, estética, para que las barreras del mundo utilitario y práctico
caigan y dejen paso a la contemplación pura y desinteresada. Sólo entonces de la cosa-obra
de arte surgirá en gloria y majestad el objeto estético, es decir, ese objeto de ficción del que
hemos venido hablando y que es una forma más sutil, aunque no menos evidente, de
realidad.

100Esa es, quizá, una de las diferencias fundamentales entre el “desnudo” artístico y la fotografía
pornográfica.

76
8. EL ARTE NO ES UN TIPO ESPECIAL DE LENGUAJE

¿Podemos considerar el arte como un lenguaje? Cada vez se extiende más la idea de
definir y caracterizar el arte como un tipo especial de lenguaje. Si se acepta generalmente
que la matemática es un lenguaje, que la ciencia, la filosofía y la religión son distintos
lenguajes, no se ve inconveniente alguno en extender este modo de ser lingüístico al arte.
Pero, un análisis somero revela de inmediato que se trata de una concepción poco rigurosa, si
es que hemos de tratar rigurosamente los conceptos de “lenguaje” y de “arte”. Un análisis
del concepto de lenguaje y de lo que él implica muestra que sólo en un sentido traslaticio y
metafórico puede hablarse del arte como lenguaje y esto, fundamentalmente, porque el arte
reúne muy pocas de las condiciones indispensables que debe cumplir un lenguaje.

De aquí se deriva también otro error, cual es el de asignar una función comunicativa
a la esencia de la obra artística. Pero, la verdad es que sólo el lenguaje natural es
esencialmente comunicativo, puesto que es justamente órgano, instrumento de
comunicación. En cambio el arte, aunque eventualmente pueda comunicar, no tiene por
misión comunicar porque no pertenece a su estructura esencial el ser instrumento de ningún
tipo101. Claro que en determinadas circunstancias cualquier cosa puede asumir
transitoriamente una función comunicativa. Una actitud de una persona puede comunicar
más y mejor que un discurso completo; una imagen en la cartelera de un cine que represente
a una actriz, débilmente vestida y con actitud provocadora, será más comunicativa que un
mensaje lingüístico completo, como también la llegada de las golondrinas puede decirnos
que el invierno se acaba. Pero, esencialmente, una frente fruncida, así como la fotografía
sensual de una mujer desnuda o una golondrina, no son signos comunicativos de por sí,
como lo son en cambio las palabras “fastidio”, “primavera” o “sexo”.

En este sentido el arte no es esencialmente comunicativo y, por ende, lenguaje,


aunque accidental o eventualmente llegue a serlo. Una rápida mirada al lenguaje natural, en
oposición al arte, pondrá a la vista la imposibilidad de identificar arte y lenguaje102.

La lengua, tal como se deriva de la tradición saussureana, es un sistema de signos


convencionales con coherencia interna cuyos elementos se definen por sus mutuas
relaciones. En un sistema siempre es posible distinguir ciertas leyes de creación,

101 Esta idea de la obra de arte como mensaje o comunicación reconoce un doble origen: por un lado
la llamada literatura o arte de compromiso (protesta y testimonio) considera que la obra es
esencialmente una realidad estética destinada a conseguir efectos prácticos, política y socialmente
hablando. Por otro lado, la semiótica artística considera la obra como signo y, por tanto, como unidad
abierta a múltiples significaciones, una de las cuales puede ser la comunicativa. Ambas posturas
serán analizadas en el curso de este trabajo. Por de pronto adelantemos que nosotros no le
otorgamos al papel comunicativo gran importancia en la obra de arte. estamos de acuerdo con
Camón Aznar cuando afirma: “La obra de arte concebida como signo no tiene existencia
independiente de aquello que señala”. El arte desde su esencia, p. 36. Madrid, 1968.
102 Cf. M. Dufrenne. Arte y lenguaje. Valencia, 1979.

77
transformación y combinación de sus elementos. El arte, en cambio, en sentido preciso no es
un sistema, ni desde el punto de vista colectivo ni como obra individualmente considerada.
Si respecto del lenguaje natural se puede identificar y definir con cierta precisión cada uno
de sus signos convencionales –diccionarios- tal es una tarea imposible en la pintura. Las
imágenes pictóricas pueden ser infinitas, pues cualquier cosa del mundo real o mental puede
ser llevada a la tela pero no existe ninguna necesidad de que en una ni en muchas obras un
ramo de rosas rojas represente el amor o la pasión y que así sea interpretado por cada
contemplador. Menos aún es posible construir un diccionario pictórico que nos permita por
medios puramente convencionales acercarnos a la obra y traducir sus imágenes en
significados. Esto no quiere decir que la obra de arte pictórica no sea significativa.
Seguramente lo es, porque de alguna manera la obra de arte puede evocar o aludir al mundo
o las cosas del mundo; lo que aquí se afirma es que esa evocación o alusión no es en modo
alguno convencional y preestablecida. Si alguien dice: “la arquitectura moderna mata el
espíritu” es menester, en primer término, comprender los signos reunidos en este sintagma
en su significación habitual. Es posible que a partir de esta significación de base podamos
elevarnos a nuevas significaciones, pero el hecho esencial es que en tanto discurso
lingüístico está construido de acuerdo a un sistema de dominio público en las comunidades
de habla hispánica, que fácilmente podemos comprender de una determinada manera y no de
otra. Pero si en vez de esa expresión lingüística alguien nos pone en frente una reproducción
de la obra de Paul Klee “Ciudad italianas”, que presenta una serie de figuras geométrica
superpuestas sobre un fondo marrón, y nos dice que cada una de las figuras geométricas
representadas significa tal y tal estado de cosas, nos veremos obligados a admitir que tales
significaciones no se desprenden de las figuras con la claridad, distinción y facilidad con que
se desprenderían de las palabras y oraciones. Este desacuerdo pone en evidencia que los
“signos” de la pintura no tienen nada en común con los signos lingüísticos, arbitraria e
históricamente instaurados, asumidos y respetados por los miembros de una comunidad
lingüística103. Pero si se pretendiera, entonces, que el “lenguaje” de la pintura es universal,
en tanto válido para cualquier hombre real o posible, sin distinción de cultura, de tiempo ni
de lugar, como algunos pretenden respecto de las imágenes oníricas, tendríamos nuevamente
que rechazar el argumento porque es evidente que la interpretación de las obras de arte va
variando con la historia y la cultura, como ha demostrado la hermenéutica contemporánea.
Obras y pintores que para el Neoclasicismo “decían” mucho, hoy no “dicen” nada o lo
“dicen” de una manera distinta. Además, cada hombre, según su personalísima experiencia e
historia, podrá interpretar una obra, por ejemplo, ésta de Klee, de manera peculiar. Para un
habitante de Nueva York o de Tokio esas imágenes podrán significar cosas y hechos muy
diferentes que para uno de la selva amazónica, que no tiene idea de lo que es vivir en medio
de una ciudad de rascacielos de acero, hormigón y vidrio. Naturalmente que las imágenes de
esta obra, como de cualquier otra y, en general, como cualquier imagen, pueden aludir y
evocar de una u otra manera la realidad, pero ello no basta para considerarlas partes de una
estructura lingüística. El lenguaje natural, en cambio, primera y radicalmente significa, esto
es, se refiere al mundo y sus circunstancias y sólo en segundo término evoca o alude. Por

103“Es preciso entender –afirma Milan Ivelič- que el simbolismo artístico no constituye en absoluto
una simbólica; el símbolo artístico surge en cada obra, no es la actualización de una unidad
simbólica preexistente y fija. Una simbólica es un conjunto codificado de símbolos, en cambio el
símbolo artístico es, a la vez, enteramente libre y enteramente creado”. Curso de estética general, p.
92. Santiago de Chile, 1973.

78
eso es que la poesía tampoco es un lenguaje, puesto que ha marginado la función referencial
habitual en beneficio de referencias a entes y realidades meramente ficticias que asumen el
primer plano.

10. EL LENGUAJE, A DIFERENCIA DEL ARTE, POSEE


REGLAS ESTRICTAS DE PÚBLICO DOMINIO EN UNA
COMUNIDAD LINGÜÍSTICA

Desde otro punto de vista, el sistema de cada lengua está constituido por reglas
fonéticas, fonológicas, morfológicas, sintácticas y semánticas que se realizan en la operación
lingüística de cada individuo. Cada hablante de una lengua determinada ha interiorizado un
conjunto de reglas que le permiten producir los enunciados lingüísticos de que se vale en la
comunicación. Los enunciados y el texto o discurso por ellas constituido presentan una
estructura gramatical semánticamente aceptable para los hablantes de la lengua. Ahora,
respecto de arte, podríamos preguntarnos por sus reglas de producción, de transformación y
de combinación. En pocas palabras, ¿cuál es la gramática del arte? No queremos decir que
en el arte no existan en absoluto ciertas reglas que guíen la construcción de la obra desde su
concepción en la mente del artista hasta la última pincelada. Es verdad que algunos artistas
siguen un plan, pero no cabe duda de que este plan varía de un artista a otro sin que se pueda
decir que siempre se sigue el mismo procedimiento en la construcción artística. El hablante,
en cambio, debe atenerse estrictamente a una gramática para construir sus enunciados y el
receptor debe conocer esa misma gramática para descifrarlos.

Por lo que respecta al arte no hay ninguna limitación formal ni para su creación ni
para su contemplación. No hay una “gramática” de la pintura o de la poesía, así como la hay
del español. Por esta razón la construcción artística es muchísimo más libre que la
construcción lingüística. Si al pintor clásico se le podía sorprender en ciertos errores de
construcción, por ejemplo, en ciertos errores de perspectiva, de proporción, etc., esto ya ni
siquiera es posible en el arte contemporáneo que ha hecho abstracción de estos elementos
para, en ciertos casos, eliminarlos completamente, como ocurre en la pintura abstracta. El
poeta contemporáneo tampoco se encuentra con las limitaciones que la métrica imponía a la
poesía clásica. El verso libre y hasta la prosa poética son hoy día recursos habituales de la
poesía. En el arte, pues, no hay límites formales claros. Sabemos, por ejemplo, que el
español permite determinadas combinaciones fonemáticas de acuerdo a ciertas reglas
canonizadas y prohíbe otras. No se puede construir un enunciado significativo eliminando
los sonidos vocálicos.

Tampoco es posible construir oraciones en ausencia de verbos; los adjetivos deben


calificar al nombre y no al verbo, etc. en cambio, en el arte hay muchísima más libertad para
combinar sus elementos porque en primer lugar en el arte no existen elementos que hagan las
veces de nombres, adjetivos o verbos. No se puede decir, por ejemplo, que el color o
determinados colores, o la línea curva o recta, sean los “verbos” de la pintura, porque la

79
pintura no supone ningún código preestablecido y de validez general sobre la base del cual
se ha de construir el mundo pictórico. En síntesis, no se puede hablar de un discurso
pictórico ni de una gramática de la pintura como no sea en sentido figurado.

Todo texto lingüístico está construido sobre la base de estructuras elementales que,
combinadas de acuerdo a ciertas reglas de carácter sintáctico, van constituyendo
progresivamente unidades más complejas. El texto puede dividirse en oraciones, éstas en
grupos verbales y nominales; los grupos en palabras (signos lingüísticos) y éstas, a su vez,
en morfemas o unidades mínimas de significación. Estas unidades mínimas de significado
no pueden dividirse, a su vez, desde el punto de vista semántico, pero sí desde el punto de
vista fonético, hasta llegar a los fonemas. Cualquier texto lingüístico, absolutamente
cualquiera, puede servir para demostrar en la práctica estos principios. Mas estas
propiedades del lenguaje verbal no pueden predicarse del “lenguaje” artístico. En cualquier
lenguaje, incluidos los lenguajes artificiales, como el de la lógica o el de la matemática, o el
de los sordo-mudos, es posible distinguir con nitidez las estructuras superiores de las
subordinadas y, en éstas, sus elementos operativos y funcionales, pero no se ve cómo pueda
decirse lo mismo de la obra de arte individual o colectivamente considerada. Todo lenguaje
posee un conjunto cerrado y finito de elementos de carácter distintivo –los fonemas en el
lenguaje natural, o los números de uno a nueve en la aritmética- a partir de los cuales, y
según ciertas leyes de construcción y combinación, se puede conseguir un número infinito de
palabras y, por tanto, de enunciados y discursos. Pues bien ¿cuáles serían los “fonemas” del
lenguaje artístico? O, si se quiere, de la pintura o de la poesía. No hay ningún procedimiento
ni ningún acuerdo que permite decir, ni siquiera de una manera vaga, cuál es el conjunto
cerrado de los elementos fonemáticos del arte. En una expresión tan sencilla como /palo/
encontramos cuatro fonemas (/p/, /a/, /l/, /o/) distintos que combinados adecuadamente dan
origen a una expresión significativa. De todas las combinaciones posibles entre estos cuatro
elementos, sólo algunas son significativas y, por tanto, reconocidas en el sistema. Otras, en
cambio, son imposibles por principio, ya que violan las leyes de formación y transformación
del español. No es lo mismo decir: “el español es una lengua moderna” que “moderna el
lengua una español es”. La pintura, en cambio, no está sujeta a estas limitaciones y, por
tanto, nada impide al pintor combinar colores, líneas, formas, etc., para construir en su tela
un mundo de ficción. Ésta no es, sin embargo, una incapacidad de la pintura respecto de la
lengua sino, por el contrario, la fuente misma de su infinita riqueza y libertad. Toda lengua, a
diferencia del arte, está destinada esencialmente a comunicar representaciones, es decir, a
traer a presencia del hablante y del oyente simbólicamente un trozo del mundo o de los
hechos del mundo que está ausente. De aquí que enseñe la lingüística que es en torno a la
función representativa (cognoscitiva, informativa o referencial) que se articulan las restantes
funciones del lenguaje como la expresiva y la apelativa104. El lenguaje natural comunica
porque ésa es su función, ha sido concebido y construido como órgano, como instrumento,
como los demás instrumentos de que se vale el hombre para dominar el mundo. Pero el arte
ni es instrumento ni ha sido concebido como tal y, por consiguiente, no pertenece a su
esencia ni el representar ni el comunicar.

104
Cf. K. Bühler. Teoría del lenguaje. Madrid, 1967. Y, Lingüística y poética de Roman Jakobson.
Madrid, 1981.

80
En definitiva, se puede decir que el arte no es un sistema ni un conjunto organizado
de signos convencionales, ni un mensaje dedicado a informar sobre las facetas del mundo en
sus diversos aspectos. Esto es, no es un medio, como el lenguaje, sino un fin en sí mismo.
Los que conciben el arte como lenguaje olvidan que el lenguaje es esencialmente un
instrumento de comunicación social y que, como tal, supone el principio de reciprocidad
según el cual, para que el mensaje alcance su objeto, el interlocutor debe estar en
condiciones de comprender el mensaje y de poder generar a su vez un mensaje-respuesta,
sobre la base de un conocimiento y acuerdo mutuamente compartido respecto de las reglas
sintácticas y semánticas que gobiernan ese determinado lenguaje. Nada de esto ocurre en el
arte. En consecuencia, el arte no es verdaderamente un lenguaje: el arte no cesa de inventar y
destruir su propia “sintaxis” porque el arte, como afirma Dufrenne, es siempre transgresión
porque es libertad105.

11. EL LENGUAJE DE LA LITERATURA

La evidencia de que la obra literaria es obra de lenguaje ha llevado a muchos críticos


a admitir que la literatura es un lenguaje y que su esencia radica en un modo especial de su
ser lingüístico. Se opone, entonces, lenguaje ordinario a lenguaje poético y se trata de
demostrar que este último posee ciertos atributos exclusivos de los que carece el lenguaje
ordinario. Importantes corrientes de la poética contemporánea –es decir, de la ciencia o
teoría de la literatura- piensan que como la literatura, según este modo de ver, es un lenguaje,
ha de estudiársela con criterios y métodos lingüísticos, por lo cual, además, la poética
vendría a ser una rama subsidiaria de la lingüística.

Es obvio que no se puede negar el estrecho parentesco de la obra literaria con el


lenguaje pero, de la evidencia de que la obra literaria es obra de lenguaje no se puede
seguir que la literatura misma sea lenguaje. Si la obra literaria fuera básicamente un
mensaje lingüístico, por este sólo hecho se descalificaría como arte ya que la obra literaria
no es medio o instrumento destinado a informar sobre el mundo de los hechos reales
objetivos o subjetivos. Importantes corrientes literarias han querido encontrar la esencia de la
obra de arte literaria en una suerte de lenguaje connotativo a diferencia del lenguaje
ordinario y científico que se concibe sustancialmente como denotativo. Sin embargo, estas
teorías se empeñan en ignorar el hecho evidentísimo de que existen muchísimos discursos
fundamentalmente connotativos que de ningún modo pueden pasar por poéticos.

La literatura tiene un lenguaje que no es ni más ni menos que el lenguaje ordinario,


pero ella misma como un todo no es lenguaje, sino arte. Es verdad que una parte importante
de su peculiaridad como arte reside en el lenguaje, pero este lenguaje es sólo la materia
prima de que se vale el poeta para construir su mundo de ficción. Así como el pintor se vale
de ciertos materiales como la tela y los pigmentos, y el escultor del mármol o del bronce, el

105 Cf. Le poètique, p.8, P.U.F. Paris, 1963.

81
escritor se vale del lenguaje106. El lenguaje es, pues, la materia de la poesía. Y toda materia
impone sus derechos al artista en tanto el artista no puede hacer lo que quiera con la materia
sino tan sólo lo que su naturaleza posibilita. No es lo mismo trabajar con mármol que con
arcilla, ni pintar sobre tela que sobre muros. Del mismo modo, el poeta no podrá tratar como
quiera su material, el lenguaje, sino que tendrá que atenerse, aunque sea de una manera
menos rigurosa y formal, a las leyes morfológicas, sintácticas y semánticas que el lenguaje
de suyo posee. Podrá innovar, más allá de los hábitos al uso, pero nunca podrá destruir su
materia lingüística por grande que sean las exigencias de expresión. De aquí que sea correcto
hablar del lenguaje de la poesía, si por ello se entiende la materia con que trabaja el poeta, y
que sea incorrecto hablar de la poesía como lenguaje porque la poesía es, entre otras cosas,
mucho más que el lenguaje de que está hecha.

12. EL SUPUESTO CARÁCTER ESENCIALMENTE


“CONNOTATIVO” DE LA POESÍA

En su afán por encontrar una explicación de la esencia de la poesía como fenómeno


lingüístico, alguna crítica moderna encuentra esta esencia en el supuesto carácter
connotativo del lenguaje poético, por oposición al carácter predominantemente denotativo
del lenguaje ordinario y científico. Lo primero que se debe decir al respecto es que no
negamos en absoluto que el “lenguaje de la literatura” sea en muchas ocasiones
predominantemente connotativo, pero al mismo tiempo pensamos que por este camino no es
posible llegar a una determinación esencial de la obra literaria qua obra de arte.

Recordemos rápidamente que los conceptos de “denotación” y “connotación” han


sido traídos desde la lógica a la poética, paso éste en el que no poco se han transfigurado
dando ya desde un principio origen a innumerables confusiones.

Guillermo de Occam fue uno de los primeros lógicos que distinguió entre nombres
connotativos y nombres absolutos. Los nombres absolutos serían aquellos que significan
todo de un mismo modo y no como aquellos que significan algo de un modo principal y otra
cosa de un modo secundario. Así, por ejemplo, “animal” puede ser predicado de muchas
clases de individuo: “homo est animal”, “canis est animal”, etc. Los nombres connotativos
son aquellos que significan algo de un modo principal y algo de un modo secundario. Un
nombre connotativo puede decirse, en consecuencia, de un modo recto (“aliquid informatum
albedire”), o de un modo oblicuo (“Aliquid habens albedenenm”). Siguiendo estas ideas
James Mill considera que la expresión “caballo blanco” denota dos cosas: “caballo” y
“blanco”, pero denota “blanco” primariamente y “caballo” secundariamente. La primera
sería una manera de decir recto y, la segundo, un modo de decir oblicuo107.

106 Cf. “La poesía desde su esencia” de R. Kupareo. Revista Aisthesis, N° 5, 1970.
107 Cf. J. Ferrater Mora. Diccionario de Filosofía, Vol. I. p. 594 y ss.

82
Uno de los primeros lógicos en usar estos términos fue John St. Mill, aunque en un
sentido distinto al que finalmente se impuso. “Un término no-connotativo –afirma- es aquel
que significa un sujeto o un atributo solamente. El término connotativo es aquel que designa
un sujeto e implica un atributo”108. De aquí, para Mill, cuando los nombres suministran
alguna información sobre los objetos, es decir, cuando tienen propiamente una significación,
ésta no está en lo que denotan sino en lo que connotan. En cambio, a partir de Frege se ha
impuesto la distinción de dos aspectos o modos del significado que se denominan sentido
(“Sinn”) y denotación (“Bedeutung”)109. La denotación de un término es el objeto del cual el
término es nombre (la referencia). El sentido es el significado en su acepción más estricta,
esto es, lo que captamos cada vez que comprendemos las expresiones de un lenguaje (el
pensamiento conllevado por la expresión). Posteriormente y desde Carnap110 se utilizan
también los términos “extensión” e “intensión” como alternativos de los de “denotación” y
“connotación”. “La extensión de una expresión es la referencia que tiene cuando se la pone
en uso en condiciones y contextos ‘normales’.

La intensión de un término o expresión es el atributo o propiedad que ese término


expresa, donde atributo o propiedad no se entiende en el sentido de lo que todas las cosas a
las que el término se aplica, sino como serie de características.

La intensión de una oración (declarativa) es el pensamiento o idea que esa oración


expresa”111.

Por su parte, en el terreno de la lingüística y específicamente a partir de la Teoría del


lenguaje de Karl Bühler112 se acostumbra a hablar de tres funciones básicas del lenguaje: la
representativa, la expresiva y la apelativa. En las teorías poéticas la función representativa ha
venido a ser más o menos equiparada con la dimensión denotativa del lenguaje, mientras que
las restantes lo han sido con la dimensión connotativa. Y como en el lenguaje ordinario –y
también en el científico y filosófico- la denotación es el recurso que nos permite conectar las
expresiones con el mundo (para que hablemos efectivamente del mundo y no sólo de
palabras), pues no basta con hablar con sentido sino que es preciso que nuestras expresiones
se refieran a algo objetiva o mentalmente constituido como realidad, la teoría poética asimila
el carácter denotativo al lenguaje ordinario. Y. como por otra parte se observó que el
discurso poético no se refiere a la realidad, es decir, que el lenguaje literario no pretende ser
ni ser interpretado denotativa, representativa o extensionalmente, se vino a concluir que la
literatura (o poesía) es una suerte de lenguaje connotativo, en tanto sólo aludiría de una
manera vaga y oblicua a la realidad.
Además, el término “connotación” ha adquirido en teoría literaria un cierto matiz que
lo asimila a lo “emotivo” y “subjetivo” por oposición al concepto “denotación” que se lo
concibe en términos de objetividad, como aquello que no pertenece a la intimidad del sujeto.

108 Sistema de lógica, Cap. II. “De los nombres”. Madrid, 1917.
109 Cf. G. Frege. “Sobre sentido y denotación” en Lógica y semántica, p. 47 y ss. Santiago de Chile,
1972. Cf. también José Hierro S. Pescador. Cap. 6 “A la búsqueda de un lenguaje perfecto” en
Principios de filosofía del lenguaje. 2. Teoría del significado. Madrid, 1982.
110 Cf. R. Carnap. Introduction to Semantic. Cambridge, 1942.
111 J. J. Acero, E. Bustos, D, Quezada. Introducción a la filosofía del lenguaje, p. 103. Madrid, 1982.
112 Cf. Teoría del lenguaje. Madrid, 1967.

83
De aquí que afirmen algunos críticos que un poema lírico es una construcción lingüística
predominantemente connotativa, y un discurso científico, una construcción denotativa.

Por estas razones, teóricos de la literatura como Wellek y Warren consideran que el
lenguaje literario dista mucho de ser meramente referencial y que en su defecto es
“sumamente connotativo” en oposición al lenguaje científico que es puramente
“denotativo” . Mas, como no se ha podido soslayar el hecho cierto de que todo lenguaje,
113

aún el de la literatura, posee un contenido lógico que en definitiva organiza y mantiene la


estructura del texto o del discurso y como se ha identificado la dimensión denotativa con lo
lógico, y la connotativa con lo emotivo y afectivo, se ha venido a creer que si bien el
lenguaje poético hace referencia a algo, ese algo es el discurso mismo. De esta forma la
literatura sería un tipo de lenguaje derivado del ordinario, pero distinto de él en cuanto sería
de carácter esencialmente connotativo cuya referencia estaría dirigida a sí mismo. Esto
también es un error y un ocultamiento de la verdadera naturaleza del arte literario que no se
define precisamente, por su aspecto connotativo sino esencialmente por su carácter de
ficción.

13. PREJUICIOS DERIVADOS DEL SUPUESTO


CARÁCTER “CONNOTATIVO” Y “LINGÜÍSTICO”
DE LA POESÍA

Por de pronto volvamos a señalar una dificultad más que deja irresoluta esta teoría de
la literatura como lenguaje connotativo. En efecto, es muy claro para quien esté más o menos
familiarizado con la poética contemporánea, encontrarse con la dificultad para unir y
distinguir la poesía del relato literario. Frecuentemente se comete el grave error de hablar de
“la poesía” y de “la literatura” como si fueran artes distintas y no como en realidad son:
especies de un mismo género. La poesía es una forma de literatura así como lo es el relato y
el drama, pero debe existir algo en común, un género próximo que los reúna y una diferencia
específica que los distinga. Responsable de esta confusión conceptural y teórica ha sido, en
buena parte, la teoría del lenguaje poético como lenguaje connotativo. Como la connotación,
concebida en términos de emotividad y subjetividad, se aviene mejor con el carácter
expresivo de la poesía lírica que con la prosa novelística, se ha llegado a reducir el problema
del lenguaje en la literatura al problema del lenguaje en poesía. Como por otro lado es claro
que el lenguaje en el cuento o en la novela continúa siendo representativo o referencial, se ha
solucionado el problema afirmando que el lenguaje literario es sujeto y objeto de su
referencia. La escisión, entonces, entre literatura (como algo distinto de la poesía) y poesía
(como algo distinto de la literatura) ha quedado consciente o inconscientemente consagrada.
Muchos de los estudios dedicados por la poética contemporánea –tómese como caso
ejemplar el influyente trabajo de Jakobson “Lingüística y poética”- fracasan rotundamente
cuando se intenta trasladar los logros obtenidos respecto de la poesía al relato.

113 Cf. Teoría literaria, p. 53. Madrid, 1953.

84
Todo ello demuestra que por este camino no es posible llegar a una comprensión
coherente y unificada del fenómeno literario, en tanto fenómeno artístico.

En síntesis, es menester dejar bien claro que la literatura, en tanto arte, no es un


lenguaje aunque se valga del lenguaje –a diferencia de otras artes, como la pintura- para
expresarse. Éste es el equívoco: como es evidente que la literatura utiliza el lenguaje para
expresarse (no para comunicarse), se ha creído que la literatura misma es un lenguaje y se ha
buscado la peculiaridad de este lenguaje creyendo que de esta manera se daría con la esencia
de la poesía. Es cierto que el lenguaje de la literatura manifiesta, aunque no siempre, ciertas
peculiaridades connotativas, pero también es cierto que el lenguaje coloquial en algunas
ocasiones igualmente lo manifiesta. Nada hay de extraño en esto porque en definitiva tanto
la literatura como el lenguaje ordinario se valen del único y mismo lenguaje, el lenguaje
natural.

Una cosa es hablar, pues, de la literatura como lenguaje y otra, muy distinta, del
lenguaje de la literatura (o, mejor aún, del lenguaje en literatura). Mediante la primera
fórmula se reduce el arte literario a lenguaje; mediante la segunda, se reconoce que la
literatura tiene su “lenguaje”, pero no se considera, ni mucho menos, que en este hecho
radique la esencia de la poesía.

85
Capítulo VII

A PROPÓSITO DE ALGUNAS TEORÍAS DE LA


POÉTICA CONTEMPORÁNEA

En nuestro tiempo se concibe la poética como la ciencia o la teoría de la obra de arte


literaria. Su misión consiste en analizar la estructura de la obra y dar cuenta de los
mecanismos y procedimientos que transforman un discurso o un texto en obra de arte.

Consideramos aquí las tendencias más difundidas y aceptadas de la poética, pero


principalmente las teorías que pretenden explicar la naturaleza del fenómeno literario.

Comenzamos analizando el Formalismo Ruso que es la primera escuela moderna que


se plantea el problema de la naturaleza de la obra poética en términos científicos. En efecto,
desde sus primeros pasos procuró determinar con claridad el objeto de estudio de la poética
distinguiendo literatura de literariedad o, si se quiere, los aspectos externos de la obra
poético y los elementos intrínsecos que hacen de un poema una obra de arte. Desarrolló,
además, un método de estudio y relacionó estrechamente la poética al estudio del lenguaje,
marcando de este modo el rumbo de la poética posterior que hasta el día de hoy considera
que el estudio de la poesía y el de la lengua son indisociables.

La preocupación científica del Formalismo Ruso fue heredada y enriquecida por el


estructuralismo checo, conocido universalmente como el Círculo Lingüístico de Praga. La
poética checa hizo explícito el supuesto de la escuela rusa de estudiar el lenguaje poético por
oposición y en relación al lenguaje ordinario, pero explicó, además, que la obra poética es
autónoma e independiente de la realidad política, social, histórica o religiosa, aunque se
vincule a todas ellas mediante el carácter de signo que caracteriza a la obra de arte literaria.

Posteriormente Jakobson, fundador del Formalismo Ruso y del Círculo Lingüístico


de Praga, prolongando y purificando las ideas de estos movimientos gracias al influjo de

86
algunas doctrinas occidentales que conoció en Europa Occidental y en Estados Unidos,
postuló el carácter fundamentalmente lingüístico de la esencia de la poesía cuyo lenguaje
definió –siguiendo a la escuela checa- como “lenguaje que se designa a sí mismo”.

En el curso de este capítulo nos empeñamos en destacar y conquistar los logros de la


tradición rusa, checa y jakobseana pero rechazamos la pretensión del formalismo de
caracterizar esencialmente el lenguaje poético como lenguaje desviado, formal y
semánticamente respecto del lenguaje ordinario, por la sencilla razón que existen discursos
desviados que no son poéticos y, discursos poéticos que no son desviados.

De igual suerte rechazamos el postulado capital de la escuela checa y de Jakobson de


explicar la esencia de la poesía por una supuesta función poética del lenguaje que consistiría
en que el discurso poético se designa a sí mismo. Demostramos desde un punto de vista
lógico-lingüístico que el discurso poético no se designa a sí mismo y que, en cambio,
designa o denota entes de ficción; de ahí el carácter esencialmente ficticio de la obra de arte
literaria.

1. LOS ORÍGENES DE LA POÉTICA


CONTEMPRÁNEA: EL FORMALISMO RUSO

Hasta los albores del siglo XX se puede decir que los estudios artísticos –y literarios
en particular- constituían mucho más una actividad “artística” que una disciplina orgánica y
científica. En Francia predominaba el comentario de textos cuyo valor dependía
fundamentalmente del gusto y de la agudeza del crítico. En Alemania la literatura era
estudiada casi exclusivamente desde un punto de vista histórico, mientras que en otros países
–como en España e Italia- los estudios literarios eran concebidos como recuentos
cronológicos de la vida y de la obra de los autores.

Descontentos con estos procedimientos, que también imperaban en los círculos de


críticos y de académicos de la Rusia zarista, hacia 1915 se constituyeron, en Moscú y en San
Petersburgo, sendos grupos de jóvenes intelectuales cuyos propósitos eran renovar
totalmente la naturaleza de los estudios literarios y dotarlos de la objetividad y de la base
científica de que hasta entonces carecían. Tanto el “Círculo Lingüístico de Moscú” como la
“Sociedad para el estudio del lenguaje poético” de San Petersburgo (OPAIAZ) se abrieron
paso rápidamente y su doctrina, conocida como Formalismo Ruso, adquirió un cuerpo y un
vigor intelectual poco común, gracias a la gran cantidad de inteligentes escritos que se
fueron sucediendo con gran éxito114.

114En Occidente este movimiento fue prácticamente desconocido hasta que en 1965 Tzvetan
Todorov preparó y presentó una antología con el título de Théorie de la littérature, publicada por Edit.
du Seuil, Paris, 1965.

87
Lo que nos interesa destacar aquí –y someter a examen crítico- es la original
concepción del arte (y más específicamente de la literatura) que el Formalismo Ruso elaboró
y que, fuera de toda duda, ha sido de singular significación en la constitución de las más
vigentes y actuales teorías de la literatura, tanto a uno cono a otro lado del Atlántico.

El primer principio, mutuamente compartido, era la convicción de que la literatura


debe ser, lo mismo que cualquier otro, un objeto con sus propiedades, estructuras y leyes
propias. Hasta entonces el arte había sido estudiado exclusivamente como fenómeno ligado y
dependiente de la historia. La creencia en la objetividad de la literatura llevó a estos teóricos
a indagar con métodos rigurosos y racionales aquello que justamente posibilita que una obra
literaria sea considerada como artística. De esta suerte la teoría del método formal elevó la
literatura a la categoría de objeto autónomo de la investigación, liberando a la obra literaria
de todas las condiciones ajenas a su naturaleza y que impedían un acercamiento objetivo y
científico. También aceptaron desde un principio la tesis de Knechenik de que una forma
nueva produce un nuevo contenido y de que el contenido queda condicionado por la forma
(entendida como la suma de todos los medios artísticos empleados en ella), abandonando de
esa suerte la vieja concepción filosófica, hasta entonces plenamente vigente, según la cual es
posible distinguir en la obra de arte el contenido de la forma, como el vaso de vino 115. En
1921 Jakobson propuso como objeto específico de la ciencia literaria lo que denominó
“literariedad” (“literaturnost”), como lo estrictamente artístico de la obra literaria, diferente
por cierto del clásico concepto de literatura y, por supuesto, de la obra artística como objeto
material. Desde entonces los investigadores formalistas dedicaron sus mejores esfuerzos a
describir científicamente el quid de la literatura, la esencia del fenómeno literario.
Obviamente –como ocurrió más tarde con el Círculo de Viena y con el Círculo Lingüístico
de Praga- no hubo acuerdo en todo, pero sí en suficientes puntos y materias como para que
se justifique hablar de una escuela con un ideario y con una doctrina propia y original.

En la empresa se valieron del importante concepto de “función”, el que les permitió


conectar sus reflexiones abstractas con los textos literarios singulares. Encontramos por ello,
en la producción de los formalistas, trabajos puramente teóricos y otros de aplicación en los
que se toma y se analiza una obra concreta buscando observar cómo se organizan los hechos
literarios, cómo funcionan en el texto los principios y mecanismos de construcción, ya que
se veía cada vez más claro que la obra de arte obedece a principios arquitectónicos de
construcción y organización que la dotan de una estructura (en el sentido técnico del
término) funcional específica. Pensaron que la poesía era una creación lingüística
excepcional posibilitada por ciertas formas estructurales. Ese carácter netamente creador y
finalista del lenguaje poético quedó igualmente bajo la atenta mirada de los formalistas
rusos.

Fue también tarea de los primeros momentos del Formalismo el dedicar cierta
energía a destruir algunas arraigadas e influyentes opiniones de conocidos teóricos de la

Esta obra, clásica ya en la ciencia literaria, fue presentada en español en 1970 por Ediciones
Signos, de Buenos Aires, con el título Teoría de la literatura de los formalistas rusos, que es la obra
que aquí utilizamos para todos los efectos.
115 Cf. J. Tinianov. “La noción de construcción” en Teoría de la literatura de los formalistas rusos, p.

87.

88
literatura de la Rusia de la segunda mitad del siglo XIX. Shklovsky puso de manifiesto en su
célebre trabajo de 1916 “El arte como artificio”, la insolvencia de la idea de Potebnia y
Belinsky que concebían la poesía como “pensamiento por medio de imágenes”. Estos
teóricos creían que la poesía era una manera singular de pensar con la ventaja, frente al
pensamiento puramente conceptual, que permitiría una determinada economía de fuerzas
mentales, una “sensación de ligereza relativa”, característica de la vivencia estética, pues la
imagen, dice Potebnia, es mucho más clara que lo que el pensamiento conceptual explica116.
Esta teoría de Potebnia había ya postulado que la literatura es esencialmente un lenguaje
poético, pero no distinguió entre una función poética y otra simplemente comunicativa del
lenguaje, como sí lo hicieron los Formalistas. De cualquier manera creyó ver toda la
substancia del arte verbal en la imagen y en la metáfora, lo que limitaba la literatura tan sólo
a uno de los artificios o mecanismos de que se vale el artista para producir la obra de arte
literaria.

Los formalistas rompieron igualmente con la vieja idea retórica de acuerdo con la
cual el lenguaje literario, y específicamente el poético, consistiría poco más o menos en el
adorno del lenguaje ordinario mediante los procedimientos retóricos del metro, la rima, el
verso y las figuras para propugnar, en cambio, que la poesía obedece a dos principios
complementarios: el sintáctico y el rítmico. Pusieron especial atención a la forma –aunque
más tarde flexibilizaron esta postura- en tanto portadora de los rasgos relevantes de un
sistema poético, viniendo por este camino a hacer converger, en definitiva, los conceptos de
”literariedad” y “forma”.

2. ‘DIVERGENCIA’ Y ‘LITERARIEDAD’, ESENCIA DE


LA POESÍA

Despejadas estas dificultades iniciales, dieron paso a su trabajo constructivo, es decir,


dar respuesta a dos cuestiones esenciales: describir lo característico de la obra literaria y,
averiguar cómo se construye artísticamente una obra determinada.
Podríamos concebir lo cómico y lo trágico como dos extremos de una desviación a
partir de un punto cero que sería la normalidad. De la misma manera los formalistas tenían
en mente un lenguaje normal que se mantendría constantemente paralelo a una cierta
neutralidad. Éste sería el lenguaje ordinario117. Pues bien, cualquier apartamiento o desvío
con respecto a este patrón estándar es considerado como divergencia. De acuerdo con el
Formalismo, el arte se manifiesta como divergencia y en ese apartarse para “formar” por sí
mismo, y de acuerdo con sus propios mecanismos, un nuevo lenguaje, consiste la esencia de
la poesía, es decir, la literariedad. La comparación entre el lenguaje cotidiano y el lenguaje
poético se constituyó pronto en uno de los problemas claves, porque era evidente que si la
literatura era un lenguaje “especial”, su carácter quedaría de manifiesto al compararlo con el
lenguaje ordinario. Con ello, creían también hacer desaparecer la tradicional dicotomía entre

116 Cf. V. Shlovsky, “El arte como artificio”, p. 55 en Teoría de la literatura de los formalistas rusos.
117 Cf. R. Jakobson “Qu’es Ce que est la poesie?” en Questions de poétique. Le Seuil, París, 1973.

89
poesía y literatura, el carácter artístico de la literatura debería provenir exclusivamente de la
oposición entre lenguaje poético y lenguaje cotidiano. Se observó, como diferencia
importante en favor del primero, la utilización de una serie de recursos de armonía fonética,
elementos irrelevantes en la comunicación cotidiana, pero substanciales en el lenguaje
poético. Algunos formalistas afirmaron que en poesía los significantes no realizan la función
significativa habitual, esto es, no poseen ni remite a contenido significativo alguno. A este
aspecto Jakubinski (y tras él Kruchenyk) lo denominó “trans-racionalidad” de la lengua
poética. Shklovsky, Eichenbaum y Jakobson utilizaron este importante concepto con algunas
variantes.

Es característico del lenguaje poético –tanto en sus aspectos fonéticos y lexicales


como en sus aspectos sintácticos y semánticos- que el carácter estético se revele siempre por
los mismos signos. “Está creado conscientemente para liberar la percepción del
automatismo. Su visión representa la finalidad del creador y está construido de manera
artificial para que la percepción se detenga en ella y llegue al máximo de su fuerza y
duración”, dice Shklovsky118. Por el contrario, en el lenguaje ordinario los actos lingüísticos
se tornan automáticos ya que la actividad humana, en virtud de una ley de economía vital,
tiende a la rutina y al automatismo del hábito. Por esta razón en la comunicación habitual los
objetos se perciben de manera esfumada, sólo a través de uno de sus elementos o a través de
sus caracteres genéricos y superficiales. El lenguaje poético, por el contrario, proporciona
una visión del objeto como “Einstellung” y no como reconocimiento119. El lenguaje poético
se resiste a la economía. La imagen poética tiende a destruir la tendencia al hábito y se presta
admirablemente para alargar e intensificar el proceso de la percepción. Para Shklovsky, por
ejemplo, el arte cumple la función de reconocer y quebrar la monotonía de la vida: “(…) Lo
que llamamos arte –escribe- existe precisamente para restaurar la experiencia inmediata de la
vida, para hacer sentir las cosas, para hacer a la piedra pétrea. La meta del arte es transmitir
la experiencia inmediata de una cosa como si se viese y no como si se reconociese; el
mecanismo del arte es el de “extrañar” las cosas, es el mecanismo de la forma obstruyente
que alarga la dificultad y la extensión de la percepción, pues en arte el proceso de percepción
está orientado a sí mismo y tiene que prolongarse; el arte es un medio para llegar a saber
cómo se hacen las cosas, ya que en arte las cosas hechas no son relevantes”120.

La obra de arte induce a que el lector o contemplador detenga y prolongue la


atención perceptiva en un determinado aspecto que habitualmente pasa desapercibido. En la
vida rutinaria la percepción está siempre al servicio de otras formas de conocimiento,
mediante las cuales nos disponemos a dominar el mundo. En el arte, la percepción no es
medio, sino fin en sí mismo y, en tanto fin, adquiere dimensión estética cuando se la hace
más difícil y prolongada; en pocas palabras, cuando se la distrae de su función habitual y se
le otorga otra distinta. Shklovsky señala varios procedimientos utilizados por Tolstoi y
Gogol para conseguir este fin. El objeto estético es “creado mediante procedimientos
particulares, cuya finalidad es la de asegurar para este objeto una percepción estética” 121. El
mismo autor agrega que el objeto puede ser creado como prosaico y percibido como estético

118 “El arte como artificio”, pp. 68-69. Teoría de la literatura de los formalistas rusos.
119 Cf. V. M. de Aguiar e Silva. Teoría de la literatura, p. 401. Madrid, 1981.
120 “El arte como artificio” en Teoría de la literatura de los formalistas rusos, pp. 55-70.
121 Id. “El arte como artificio”, p. 57.

90
o, creado como poético y percibido como prosaico. De aquí resulta que el carácter estético
de un objeto depende también de nuestra manera de percibir, interesante intuición que será
desarrollada más tarde por la llamada teoría de la recepción artística, como veremos
oportunamente. El procedimiento que utiliza Tolstoi consiste en no llamar nunca al objeto
por su nombre, sino en describirlo como si lo viera por primera vez. Por ejemplo, en La
Guerra y la Paz describe una batalla a través de los ojos de un civil y en Jolstomer el
narrador es un caballo y los objetos son individualizados por la percepción otorgada al
animal, no por la nuestra. “He aquí cómo concibe el derecho de propiedad. ‘Comprendí muy
bien lo que decían acerca de los azotes y del cristianismo. Pero quedó completamente oscura
para mí, por aquel entonces, la palabra su, por la que pude deducir que la gente establecía un
vínculo entre el jefe de las caballerizas y yo’ “122. Mediante estos procedimientos el arte
reconcilia al hombre con la vida, pues le hace experimentar aquellos detalles que casi nunca
percibe.

De paso, es interesante hacer notar la coincidencia casi total entre estas doctrinas
formalistas y la concepción poética de Paul Valéry que enuncia en 1935, seguramente con
total desconocimiento de los escritos formalistas. Se puede observar que según Valéry, la
mayor parte de las impresiones y percepciones que percibimos de nuestros sentidos no
desempeñan papel alguno en el funcionamiento de los aparatos esenciales para la
conservación de la vida. “La mayor parte de nuestras sensaciones son inútiles para nuestras
funciones esenciales”, señala123. Junto a la idea de inutilidad, Valéry destaca la de
arbitrariedad. “Así, dice, como recibimos más sensaciones de las necesarias, también
poseemos más combinaciones de nuestros órganos motores y de su acción de las que
necesitamos, hablando estrictamente”124. La invención del arte cree que ha consistido en el
intento de dar a las sensaciones inútiles, utilidad, y a las arbitrarias, una especie de
necesidad. Cuando las impresiones inútiles se imponen a la conciencia, tienden a exigir otras
y otras para renovar la experiencia perceptiva, creando así una especie de necesidad de la
percepción “inútil” para la vida, pero útil para el arte. “La vista, el tacto, el oído, el
movimiento –escribe-, nos inducen, pues, de tanto en tanto, a demorarnos en la sensación, a
actuar para acrecentar la duración o la intensidad de sus impresiones. Esa acción, que tiene a
la sensibilidad como origen y como fin, al tiempo que la sensibilidad la guía también en la
elección de sus medios, se distingue netamente de las acciones de orden práctico. Éstas, en
efecto, responden a necesidades o impulsos que se agotan al recibir satisfacción”125.

Esta interesante profundización y enriquecimiento de la teoría formalista demuestra


hasta qué punto los teóricos rusos no sólo construyeron una teoría coherente sino, también,
la adecuación de su pensamiento a la realidad artística tal como la siente y la ven los que
hacen el arte.

A este propósito algunos estudiosos han observado que el Formalismo Ruso parece
tener, en parte al menos, fundamento psicológico ya que la experiencia inmediata, el

122 Id., pp. 61-62.


123 “Idea general del arte”, p. 50 en Estética (conjunto de ensayos compilados por H. Osborne).
México, 1976.
124 Id., p. 50.
125 Id., p. 51.

91
contacto ingenuo con el mundo, permitiría una aprehensión más plena de la realidad. Al
mismo tiempo, este factor psicológico se conjuga y complementa con otro de carácter
lógico-lingüístico: la actitud obstructiva del lenguaje poético en virtud de la cual en la
poesía el lenguaje dificulta y prolonga la visión la demora y, por tanto, como veíamos,
rompe con el automatismo de la percepción habitual y utilitaria. En uno y otro caso el artista
reclama una percepción nueva de las cosas al tiempo que restaura la experiencia de la vida
mediante construcciones lingüísticas “sui generis”.

Desde el punto de vista diacrónico, la historia del arte pone de manifiesto que cada
movimiento artístico, con personalidad propia, se constituye en desorganizador de lo
establecido. Cada época o escuela trae un estilo propio que debe abrirse paso luchando con
la sensibilidad establecida, por el arte sancionado y vigente, para instaurar su nueva
concepción estética de la realidad y su nueva manera de percibir y ver el mundo. El
Impresionismo, por ejemplo, es un caso paradigmático de la resistencia que opuso la
sensibilidad establecida por el arte neoclásico. En su lucha por imponer una nueva óptica, el
Impresionismo logró que la vieja estética de la percepción cediera paso a una manera
novedosa de concebir el arte y, por tanto, de contemplar la realidad. El dominio de la
tradición y de la evolución artística se caracteriza, pues, por el alejamiento de las normas
artísticas dominantes en un momento dado y por su reemplazo por otras hasta entonces
desconocidas. La forma nueva aparece para suceder a otra antigua que ya automatizada no
desempeña una función genuinamente estética. De este modo, también en el dominio de la
tradición el Formalismo Ruso descubrió otra forma de divergencia respecto de la
normalidad.

3. ESTRUCTURA FORMAL, MECANISMOS


CONSTRUCTIVOS Y ASPECTOS SEMÁNTICOS DEL
TEXTO ARTÍSTICO

Por otra parte, la idea del Formalismo según la cual la poesía (el arte) se constituye
como tal gracias a que es capaz de romper y alterar las normas y las reglas del uso cotidiano
creando formas y, por consiguiente, un lenguaje que se separa notoriamente del lenguaje
coloquial para crear un lenguaje nuevo, descansa también en la tesis que postula una serie de
mecanismos o artificios propios de la obra literaria, indispensables para la organización
artística y cuyos elementos es preciso conocer exhaustivamente. “El reconocer –escriben
Fokkema e Ibsch a este respecto- los factores generales es la base misma de todo
conocimiento y es también una condición nueva del reconocimiento de los textos literarios
como tales. Por ello la búsqueda de los mecanismos que hacen que un determinado texto sea
literario, tal como propuso Jakobson, viene a ser una operación explícita de lo que en la
mayoría de los lectores es una actividad inconsciente”126. De ahí, pues, que tanto en la teoría
de la prosa como en la de la poesía se buscasen elementos estructurales constantes capaces

126 Teorías de la literatura del siglo XX, p. 31.

92
de soportar la explicación del texto artístico. La narratología descubrió y caracterizó una
serie de factores constructivos que constituyen la estructura temática. Toda historia ficticia
parecía reunir ciertos requisitos formales. Así, por ejemplo, se supuso que la trama era el
factor constructivo central; además, se investigó el motivo, la fábula, el conflicto, el valor
del narrador y de los personajes, amén de otros elementos de construcción. Como es sabido,
la obra de Propp –que no es precisamente un formalista aunque sí contemporáneo de éstos-,
contribuyó decisivamente al conocimiento de la arquitectura del cuento y, por cierto, su
influencia ha sido considerable en la constitución del estructuralismo y de la narratología
actual. Propp creyó descubrir un número constante de funciones que regularmente aparecían
siempre sosteniendo la trama de cualquier cuento folklórico ruso investigado127. En el caso
de la poesía se pensó que el ritmo asumía el papel central y vertebrador del poema, mientras
otros elementos fonológicos y sintácticos coadyuvarían en la consecución del efecto estético.

Siendo esenciales los mecanismos –o artificios formales- para la configuración de un


texto artístico (singular, desviado con respecto al lenguaje “estándar” y, en definitiva,
distinto de éste), sólo en un primer momento se tuvo su domino por absoluto. Pronto se cayó
en la cuenta de que los artificios formales de que el artista se vale para dar vida a su obra,
con ser una condición necesaria, no constituyen una condición suficiente que puedan
explicar por sí solos la naturaleza del objeto estético ya que existen otros factores que
también intervienen en su producción. La materia semántica comenzó a investigarse y se
llegó a la conclusión de que efectivamente jugaba un papel importante, aunque subordinado,
en la explicación integral de la obra de arte. Por esta razón Tinianov hacia 1924 y Brik en
1927128 desconfiaron de la teoría de la poesía transracional, defendida entonces por
Jakobson. Tinianov observó que las palabras en poesía parecen pertenecer a dos planos, el
del ritmo y el del significado. Tanto el uno como el otro desempeñan un importante papel en
la selección de las palabras en la construcción artística. Con esta postura el movimiento
formalista se abre hacia un nuevo frente de preocupaciones que hasta entonces habían sido
consideradas secundarias, a saber, la relación entre la obra de arte y los sistemas
extraliterarios. Reconocieron que las series literarias y extraliterarias se relacionan en el
lenguaje, puesto que en la vida diaria la literatura cumple una función comunicativa129. Ésta
fue la máxima concesión que hizo Tinianov a las exigencias marxistas que acusaban a la
estética del Formalismo de transgredir el principio marxista de acuerdo con el cual las
condiciones económicas y materiales determinan la serie artística, lo mismo que otras series
ideológicas. En uno de los últimos trabajos, ya en las postrimerías del movimiento,
Eichenbaum reconoce que el Formalismo se ha ocupado demasiado de los asuntos técnicos
descuidando la relación entre la literatura y los hechos reales, no obstante se continuó
pensando que el universo artístico constituye una serie autónoma, relacionada con otras
series pero independiente de todas ellas.

127 Cf. V. Propp, “Las transformaciones de los cuentos fantásticos” en Teoría de la literatura de los
formalistas rusos y, especialmente, Morfología del cuento. Madrid, 1971.
128 Cf. “Ritmo y sintaxis” de D. Brik en Teoría de la literatura de los formalistas rusos.
129 Cf. V. Erlich. Russian Formalism. History, Doctrine. La Haya, 1969 y, “Sobre la evolución literaria”

de J. Tinianov en Teoría de la literatura de los formalistas rusos.

93
3. CRÍTICAS A LA TEORÍA ESTÉTICA DEL
FORMALISMO RUSO

Si se pudiera resumir una doctrina en una fórmula, diríamos respecto del Formalismo
Ruso que postula que el arte literario surge desde y por virtud de la forma. Es el uso especial
del lenguaje –desviado, inhabitual- lo que crea el mundo artístico y no temas o motivos
especialmente aptos. Es el lenguaje el que crea el mundo y da vida a los personajes en la
historia de ficción. Todo esto nos parece básicamente correcto pero ello no basta para
explicar la unidad del arte literario, ni la naturaleza íntima y privativa del arte. De hecho –
aunque lo intentó-, el Formalismo no pudo tender un puente entre la poesía y la prosa
artística, ni menos entre la literatura y las demás artes. Si tanto el objeto artístico de la poesía
como del relato son construcciones lingüísticas de carácter artístico, deberían quedar a la
vista los “mecanismos” o los “elementos constructivos” comunes a ambos géneros. Si la
literatura es el uso lingüístico en su función artística, por necesidad habrá que mostrar un
cierto o importante grado de parentesco entre uno y otro. Afirmar que ambos son,
simplemente, usos desviados y formalmente característicos del lenguaje no resuelve el
problema ya que en ningún momento se observan vasos comunicantes entre la poesía y la
novela, por ejemplo, no obstante que ambos son partes de la literatura. Parece entonces
justificado reprochar al concepto de “literariedad” que reduce el fenómeno literario al
privilegio de un número reducido de estructuras verbales y que la interpretación de este
concepto se apoya demasiado en un tipo literario que se corresponde con el modelo
lingüístico fonológico130.

También es verdad que es característico del arte su tendencia a liberarnos de la


percepción automática y, mediante el mecanismo de la obstrucción, detener y prolongar la
percepción. Así y todo, este fenómeno también suele ocurrir en la percepción no artística. La
novedad y la prolongación de la percepción en lo novedoso ocurren igualmente en la
percepción inhabitual de otro tipo, como cuando se conoce por primera vez a una persona (o
una cosa o estado de cosas). En este caso la percepción suele prolongarse y profundizarse en
busca de la aprehensión, lo más completa posible, de ciertos rasgos del rostro o de la mirada,
por ejemplo.

Todos estos factores nos convencen que si bien es verdad que el concepto de
desviación –en sus diversos sentidos- es, sin duda, un elemento decisivo y constituye una
condición necesaria de la naturaleza intrínseca de la obra de arte, es evidente que por sí sólo
no logra una explicación completa de la obra literaria. Desde luego es fácil mostrar (y en
casos muy concretos) lo siguiente:

1) Que existen muchísimos textos que utilizan mecanismos insólitos de


construcción y que nadie llamaría poéticos, como es el caso de la propaganda
comercial, las adivinanzas, los aforismos, etc.

130 Cf. W. Mignolo. Elementos para una teoría del texto literario, p. 11. Barcelona, 1978.

94
2) Que existen excelentes textos poéticos en los que no se observa ninguna desviación
formal; por el contrario, pareciera que el lenguaje se utiliza en su más amplia
llaneza.

3) Que existen discursos sumamente desviados, tanto formal como semánticamente,


como ciertos ensayos filosóficos, y que sin embargo no podríamos calificarlos de
artísticos aunque la prosa de las Meditaciones de Descartes, por citar un caso, tenga
un gran valor artístico.

De todo lo cual se sigue que no todos los textos poéticos son desviados ni que todos
los textos desviados son poéticos.

En definitiva, el Formalismo no logró ofrecer una respuesta integral a la pregunta por


la esencia de la obra de arte. El arte no se agota en la forma, aunque parte importante de su
esencia sea formal, como pondrán de manifiesto los movimientos y teóricos que heredarán la
doctrina y las preocupaciones de esta escuela. Más que una respuesta a la pregunta ¿qué es la
“literariedad”? el Formalismo respondió a la pregunta cómo funciona y se construye la
“literariedad”. Hemos, pues, de tomar nota de los logros y también de los problemas que
siguen pendientes hasta encontrar una teoría que nos explique con claridad qué es el arte.

4. LAS “TESIS” DE PRAGA: LA OBRA POÉTICA


COMO ESTRUCTURA LINGÜÍSTICA AUTÓNOMA

En 1928, un año antes de la publicación del manifiesto del Círculo Lingüístico de


Praga, Juri Tinianov y Roman Jakobson, que desde 1920 se encontraba en Praga, publicaron
sus famosas “Nueve tesis” en el trabajo Problemas del estudio de la literatura y la lengua.
Este opúsculo marca el período de transición entre la disolución de la escuela rusa y el
surgimiento de la checa. En él se recogen los resultados del trabajo de los formalistas y bien
constituye el terreno abonado sobre el que germinarán las teorías lingüísticas y poéticas del
estructuralismo checo.

El Círculo Lingüístico de Praga, constituido en 1926, cobijó a algunos teóricos


soviéticos que por razones políticas abandonaron la U.R.S.S., quienes trajeron consigo sus
preocupaciones y sus posturas académicas. Ciertamente sería equivocado afirmar que el
Círculo de Praga sólo se nutrió del pensamiento de los teóricos formalistas. Abiertos a la
tradición filosófica y lingüística alemana, incorporaron a la investigación lingüística y
poética los avances semióticos de Husserl, Bühler y Saussure, además de intuiciones
originales como la idea de conectar estrechamente la lingüística y la poética y de considerar
el arte como un hecho semiológico. Con todo, es básicamente correcto afirmar que los
problemas estudiados por el Formalismo Ruso continuaron vivos y vigentes en las
investigaciones checas.

95
Examinaremos brevemente las consecuencias que para la teoría de la obra literaria se
derivan del primer trabajo colectivo del Círculo. En 1929 apareció el primer trabajo
colectivo en el que se presentaban nueve tesis fundamentales sobre lingüística estructural y
su relación con las lenguas eslavas. La tesis número tres, relativa a “Problèmes de recherches
sur les langages de diverses fonctions”, comprendía consideraciones sobre las “funciones del
lenguaje”, “el lenguaje literario” y sobre el “lenguaje poético”131. Se concibió el lenguaje
poético como un tipo especial de lenguaje cuya característica esencial se centraba en el valor
autónomo del signo, con lo que se quería indicar que la obra de arte es un tipo de signo y
que, por tanto, compartiría con aquél toda su riqueza y complejidad. “Il résulte –se afirmaba-
de la théorie disant que le langage poétique tend à mettre en relief la valeur autonome du
signe, que tous les plans d’un système linguistique, qui n’ont dans le langage de
communication qui’un rôle de service, prennent, dans le langage poètique, des valeurs
autonomes plus ou mois considérables. Les moyens d’expression groupés dans ces plans
ainsi que les relations mutuelles existant entre ceux-ci et tendant à devenir automatiques
dans le langage de communication, tendent au contraire dans le langage poétique à
s’actualiser”132.

Al tratar del lenguaje se distinguió en él varias funciones y, al examinarlo desde un


punto de vista social, se distinguió una función comunicativa dirigida hacia “le signifié” y
una función poética, dirigida hacia “le signe lui-même”. Esto quiere decir que existe una
función propiamente artística del lenguaje, pero que ésta se da en un entorno social, razón
por la cual la obra de arte no puede aislársela absolutamente de su dimensión
extralingüística, ya que en tanto signo entra en contacto con otras dimensiones de la realidad,
aunque no por eso pierde su idiosincrasia. Se considera que en la formación de la lengua
literaria se caracteriza por una utilización funcional más amplia de los elementos
gramaticales y lexicales y por una mayor abundancia de normas lingüísticas sociales.

Al considerar el lenguaje literario, el Círculo trata el lenguaje poético, separándolos


de antemano, como si fueran especies distintas de una misma clase. Siguiendo en esto a los
formalistas, el Círculo se extravía igual que ellos porque introduce una confusión
terminológica que, en definitiva, desemboca en confusión teórica. Distinguen el lenguaje de
la poesía del lenguaje de la comunicación. El lenguaje poético, desde el punto de vista
sincrónico –afirman- tiene la forma de “la parole”, de un acto creador individual que
adquiere su valor simultáneamente de dos fuentes distintas: de la tradición poética actual
(langue poétique) y del lenguaje comunicativo contemporáneo. El lenguaje poético se
relaciona con estos dos elementos de una forma compleja y variada. De ahí la complejidad
de la obra de arte que, en cuanto signo, admite también pluralidad de enfoques tanto desde el
punto de vista sincrónico como diacrónico. Así y todo, el Círculo de Praga vuelve a poner el
acento sobre aspectos formales señalando que “le rythme est le príncipe organisateur et au
rithme sont étroitement liés les autres éléments phonologiques du vers: la structure
mélodique, la répétition des phonèmes et des groupes de phonèmes”133. Pero quizá uno de
los aspectos más originales, con respecto al arte literario, que enuncia el Círculo de Praga es

131 Cf. “Thèses présentées au Premier Congrès des philologues slaves” (1929) en A Prague School
Reader in Linguistic. Indiana University Press, Bloomington y London, 1966.
132 Id., p. 46.
133 Id., p. 47.

96
su tesis de que la obra poética es una estructura funcional, lo que obliga a que sus diversos
elementos sean comprendidos internamente en armonía con el conjunto. De donde resulta
que el principio organizador del arte, en función del cual se distingue de otras estructuras
semiológicas “c’est la direction de l’intention non pas sur le signifié, mais sur le signe lui
même”. El principio organizador de la poesía es la intención dirigida sobre la expresión
verbal. La obra de arte es signo, pero signo que no comunica directamente con la realidad. El
desconocimiento de este principio ha dado lugar a todo tipo de extravíos. El historiador de la
literatura suele tomar como objeto principal de estudio el significado y no el signo,
investigando factores ideológicos, políticos o religiosos como independientes y autónomos
de la obra. O, cree ver en la obra una correspondencia efectiva con la realidad, o una
representación directa de ésta en aquélla, confundiendo en consecuencia arte y realidad. Es,
pues, necesario “étudier la langue poétique en elle-même”134.

Como vemos, aunque se mantiene el rumbo de las consideraciones de la escuela rusa,


los lingüistas y estetas checos traen nuevos e importantes problemas a la discusión y, desde
luego, dan en el blanco al plantear el estudio de la obra de arte desde un punto de vista
semiótico, considerando su riqueza estructural y, sobre todo, su carácter peculiar en virtud
del cual el mundo creado por el lenguaje poético no es una realidad efectiva sino intra-
lingüística.

5. ARTE Y FUNCIÓN POÉTICA SEGÚN ROMAN


JAKOBSON

Desde sus primeros años, en el Círculo Lingüístico de Moscú, Jakobson consideraba


que existía una importante relación entre lenguaje ordinario y poesía y, por tanto, entre
lingüística y poética. La afirmación central de su artículo “Linguistics and Poetics”
publicado por la Universidad de Indiana en 1960, de que la poesía es la lengua en su función
estética, se originó en 1921 en su trabajo “La nueva poesía rusa”. En Checoeslovaquia
Jakobson tuvo ocasión de someter a nuevo debate sus ideas y de enriquecerlas con la
tradición filosófica y lingüística que heredó del Círculo Lingüístico de Praga y con las
teorías estructuralistas y semióticas que nacieron en el seno de esta institución. Obligado,
una vez más, a abandonar Praga por razones de orden político, en 1940 se estableció
definitivamente en Estados Unidos, donde pudo conocer el pensamiento de New
Criticism135, y de la tradición filosófica anglosajona, además de una estrecha y mutuamente
provechosa colaboración con Lévi-Strauss. Es por ello admirable que su pensamiento
poético, a pesar de estar expuesto a tantas influencias, no haya registrado un giro radical. La
influencia de Jakobson ha sido prácticamente universal en la lingüística y la literatura. Ni la
nueva semiótica soviética, ni el estructuralismo francés, ni las modernas teorías de la

134 Id., p. 49.


135 Este movimiento nacido en Estados Unidos hacia 1935 se propuso, lo mismo que los movimientos
críticos eslavos y europeos, crear una crítica intrínseca, prescindiendo de la interpretación de la obra
literaria desde un punto de vista histórico-biográfico, psicológico o sociológico.

97
literatura anglosajonas están libres de su influjo y de sus aportes. Su teoría de las seis
funciones del lenguaje y de la función estética han sido punto obligado de encuentro y
discusión en todas las modernas concepciones del arte y de la literatura (en especial).

En el trabajo mencionado, “Linguistics and Poetics”136, Jakobson espera dar


respuesta desde un punto de vista lingüístico a una pregunta crucial para la ciencia literaria
¿qué es lo que hace de un mensaje verbal una obra de arte? Siguiendo una prestigiada
tradición, que él mismo contribuyó a crear con el Formalismo Ruso y a enriquecer en el
Círculo Lingüístico de Praga, Jakobson sostiene que la clave de la naturaleza de la poesía
hay que buscarla en una función lingüística que él denomina poética. Llevado por esta
concepción se pronuncia igualmente sobre las relaciones entre poética y lingüística llegando
a afirmar que la poética –por tener que tratar del lenguaje en su función poética- debe ser
entendida como una región de la lingüística.

Su postura lingüística, ante el fenómeno literario, descansa sobre una teoría de las
funciones del lenguaje y sobre una concepción psico-lingüística de la producción del poema,
en especial, y de la obra literaria, en general.

Bühler había expuesto en 1934 en su obra Sprachteorie137 un modelo lingüístico que


distinguía tres funciones netas del lenguaje en relación con el hablante, el oyente y el mundo
objetivo. Inspirado en esta doctrina, Jakobson profundizará y ampliará esta teoría pues,
según él, el lenguaje debe ser estudiado en toda sus funciones que son más que las
encontradas por Bühler. Una idea clara de estas funciones implica detenerse en el circuito de
la comunicación. “Le destinateur envoie un message au destinatoire. Pour être opérant, le
message requiert d’abord un contexte auquel il renvoit (…), context saisissable par le
destinaire, el qui est, soit verbal, soit susceptible d’être verbalisé, ensuite le message requiert
un code, commun, en tout ou au mois en partie, au destinateur et au destinataire (…); en fin,
le message requiert un contact, un canal physique et une connexión phychologique entre le
destinateur et le destinaire, contact qui leur permet d’etablir et de maintenir la
communication”138. Si observamos, Jakobson ha enumerado seis factores distintos que,
según él, dan origen a otras tantas funciones lingüísticas. De esta suerte la estructura verbal
de un mensaje queda supeditada a la función dominante. El término “dominante” señala que
nunca o difícilmente una función monopoliza el discurso. Por el contrario, lo que ocurre es
que se establece una jerarquía de funciones de las cuales la fundamental organiza y
estructura el discurso. Las funciones que señala Jakobson son las siguientes:

1. La función expresiva según Bühler (emotiva, para Jakobson) relacionada


estrechamente con el sujeto emisor. A través de ella se expresa la interioridad
emocional y psicológica del hablante.

136 Publicado en francés, en Essai de linguistique général, París, 1963 (Original: Style in Language.
Thomas A. Sebeok, ed. Technology Press of the M. J. T., New York, 1960).
En español se publicó separadamente con el título de Lingüística y poética. Madrid, 1981. Seguimos
aquí la versión francesa.
137 En español: Teoría del lenguaje. Madrid, 1950.
138 Essai de linguistique général, pp. 213-214.

98
2. La función apelativa según Bühler (y conativa para Jakobson), en cambio, queda
orientada hacia el receptor. Mediante ella el hablante intenta modificar o influir en la
conducta del oyente.

3. La función representativa para Bühler (informativa para Jakobson) que es la


fundamental, “posibilita la transmisión del saber objetivo acerca del estado de cosas
de la realidad”. A estas tres funciones Jakobson suma tres más:

4. La función fática, que se utiliza en el mensaje que sirve para “establecer, prolongar o
interrumpir la comunicación” (¡Aló! ¿Me escucha?).

5. La función metalingüística, distinguida por los lógicos modernos139, que permite


establecer una relación entre los niveles de lenguaje. Una cosa es hablar del mundo
por intermedio del lenguaje y otra hablar del lenguaje mismo. Entonces el lenguaje
del que se habla se transforma en objeto y el lenguaje que habla de ese objeto, en
metalenguaje.

6. Y, finalmente, Jakobson distingue la función poética, que es la que aquí nos


interesa, referida al mensaje mismo. En esta función se pone el acento sobre el
mensaje y no sobre el referente del mensaje. Como se ve, Jakobson lo que hace aquí
es replantear una idea ya barruntada por el formalismo y claramente propuesta por la
lingüística y estética checa. Pero, es importante insistir –y especialmente en este
caso- en que la “fonction poétique n’est pas la seule fonction de l’art du langage, elle
en est seulement la fonction dominante, déterminante, cependant que dans les
autresactivités verbales elle ne joue qu’une rôle subsidiàire, accessoire”140. Esta
fórmula le permite a Jakobson no sólo estudiar la esencia de la poesía (su función
poética), sino también conectar el arte con esferas extralingüísticas y, por tanto,
posibilitar otros enfoques de la obra artística.

Pues bien, ahora ya sabemos que lo que hace de un mensaje verbal una obra de arte
es la función poética. En principio, la descripción teórica de Jakobson parece más precisa y
objetiva, pero falta por mostrar “in natura rerum” cómo opera y cómo puede reconocerse
empíricamente la función poética.

En este punto Jakobson responde apoyándose en su teoría psico-lingüística según la


que “la fonction poétique projette le principe d’equivalence de l’axe de la sélection sur l’axe
de la combinaison”141. ¿Cómo se explica este procedimiento? Cada vez que el hablante
quiere decir algo elige el término que más conviene a lo que tiene en mente (obvio que este
proceso no es necesariamente consciente); al elegir un término, descarta simultáneamente
otros que, aunque posibles, son menos adecuados. Su elección la hace de acuerdo al

139 Cf. R. Carnap. Philosophy and Logical Syntax. London, 1935.


140 Essai de linguistique général, p. 218.
141 Id., p. 220.

99
principio de semejanza o de disparidad. “Por el contrario, una vez que ha elegido los
términos que empleará, su combinación reposa únicamente sobre la contigüidad. Ahora bien,
en poesía esta equivalencia se extiende al eje sintagmático del discurso, convirtiéndose en
principio fundamental”142. Jakobson lleva a la práctica su teoría en el análisis de varias
obras, la más conocida de las cuales es “Les Chats” de Baudelaire143, a las que somete al
análisis mediante las técnicas de la estilística estructural. En estos trabajos, y en coherencia
con los principios de la selección y la combinación, el autor continúa otorgando una
importancia privilegiada al verso y a los elementos rítmicos en tanto estructuras que
caracterizan el lenguaje en su función poética. Advierte, empero, que aunque el verso es sin
duda siempre y en primer lugar una figura fónica recurrente, no es únicamente esto. Para él,
pretender explicar el fenómeno poético con ayuda exclusiva de elementos tales como el
metro, la aliteración, la rima, etc., constituye una especulación que no se sostiene
empíricamente. Con todo, en los trabajos de análisis que nos ofrece predominan las
consideraciones de orden formal, rítmico y fonético. Dejando de lado el verso libre –y que
no obstante constituye la abrumadora mayoría de la poesía contemporánea-, según Jakobson
“la mesure des séquences est un procédé qui, en dehors de la fonction poétique, ne trouve
pas d’application dans le langage. C’est seulement en poésie, par la réiteration régulière
d’unités équivalentes, qu’est donnee, du temps de la chaîne parlée, une expêrience
comparable à celle du temps musical…”144.

En resumen, la función poética del lenguaje –según Jakobson- explica los discursos
poéticos. La estructura poética descansa sobre el verso y el análisis del verso es de la entera
competencia de la poética, ya que ésta es una parte de la lingüística que trata de la función
poética en relación con otras funciones del lenguaje.

En definitiva, parece evidente que Jakobson, en lo fundamental, resucita una antigua


tesis del Formalismo Ruso (1921) de acuerdo con la cual el texto artístico se caracteriza por
el predominio de la función poética que, por decirlo así, se encuentra en estado bruto en el
lenguaje ordinario, pero que el artista, mediante recursos formales, especialmente de carácter
fonológico y sintáctico, transforma en función dominante en determinados discursos. Esta
característica de la función poética constituye la columna vertebral del lenguaje poético que
se caracteriza esencialmente, por otro lado, en que corta amarras con la realidad para crear su
propio mundo denotándose –como lo señalaba el Círculo Lingüístico de Praga- a sí mismo.

7. RECHAZO DE LA SUPUESTA FUNCIÓN POÉTICA


COMO ESENCIA DE LA POESÍA

142 A. Ylera. Estilística, poética y semiótica literaria, p. 74. Madrid, 1979.


143 Escrito en colaboración con Lévi-Sgtrauss en Questions de poétique. París, 1063.
144 Essai de linguistique général, p. 221.

100
Martínez-Bonati en su obra Fictive Discourse and the Structures of Literature145
discute y rechaza la teoría de Jakobson según la que el discurso artístico se caracterizaría por
la función poética. Considera, como veremos en su momento, que lo ontológicamente
relevante del discurso literario es su carácter imaginario. Al desconocer este principio,
Jakobson intenta descubrir en el discurso real la naturaleza de lo que no es real, sino
imaginario, lo que deriva en un contrasentido. En “Linguistics and poetics”, Jakobson desde
un comienzo endilga su marcha por un camino equivocado, pues la pregunta “What makes a
verbal message a work of art? invita a una respuesta incorrecta. Se comienza asumiendo que
la poesía (el arte literario en general) es “mensaje verbal” y que por consiguiente su
naturaleza debe definirse por diferentia especifica, lo cual bloquea de antemano todo intento
de llegar a una correcta comprensión de la esencia del fenómeno literario.

El error de Jakobson consiste en que en vez de concebir la poesía como transposición


de un acto lingüístico a un plano imaginario, espera descubrir una función poética en el acto
lingüístico real. Martínez-Bonati cree –y su examen parece darle la razón- que es inútil
sumar tres funciones más al lenguaje sobre las ya enunciadas por Bühler, como hace
Jakobson. En efecto, las tres funciones de Jakobson no son genuinamente funciones
lingüísticas ya que el término “función” está usado en un sentido diferente al que le otorga,
por ejemplo, Bühler: “It therefore does not seem appropiate to the phenomenon in question
to place these “functions” of Jakobson’s on a level with the three fundamental ones”146. De
aquí se sigue que la pretensión de Jakobson de haber descubierto una nueva “función” (la
poética) capaz de explicar el discurso artístico sea superflua. Habría que preguntarse
respecto de esta “supuesta” función poética del discurso –cuya característica residiría en que
el énfasis de la comunicación recae sobre el discurso mismo- si es sostenible llamar
“función” a esta característica del discurso poético. Martínez-Bonati no niega que en efecto
ésa sea una nota del discurso literario, sino que tal característica no es una función del
lenguaje, pues éste es un discurso imaginario.

Dos problemas más –aparte de lo señalado por Martínez-Bonati- nos parece que no
resuelve la teoría de la función poética de Jakobson. En efecto, ¿cómo reconocer la función
poética en un texto artístico sin caer en el círculo de explicar que se reconoce la función
porque el texto es poético? Si nos atenemos tan sólo a los recursos formales y rítmicos
resulta difícil explicar con este criterio cierto tipo de poesía contemporánea (como la poesía
de Pablo Neruda o Nicanor Parra, por ejemplo, para citar dos poetas chilenos ampliamente
conocidos) que ha roto completamente con las secuencias fonemáticas, tan decisivas para
Jakobson en la constitución del lenguaje poético.

Por otro lado, a la luz de la doctrina del teórico soviético –de que la función poética
del discurso determina el texto poético-, sigue siendo imposible reconciliar el discurso
poético con el narrativo, es decir, un poema y una novela, pues si la esencia del fenómeno
poético residiera en el lenguaje, no habría razón para limitar su validez al poema y negárselo
al discurso narrativo. Sin embargo, poesía y narrativa siguen divididas tajantemente en la
teoría de Jakobson cono si fueran cosas totalmente distintas sin nada en común. Por el

145 Cornell University Press, Ithaca and London, 1981.


146 Fictive Discourse and the Structures of Literature, p. 147.

101
contrario, pensamos que desde el punto de vista ontológico ambas deben quedar incluidas en
el género artístico común que no puede ser otro que la literatura.

En resumidas cuentas la función poética, caracterizada por una serie de recursos


fonemáticos, si es que existe, pertenece, ciertamente, a la naturaleza intrínseca de la poesía,
pero no constituye su esencia.

8. POESÍA Y LENGUAJE, POÉTICA Y LINGÜÍSTICA

Ya con el Formalismo Ruso comenzó la tendencia, muy difundida y aceptada en la


crítica literaria contemporánea, a explicar la poesía con criterios lingüísticos. Fueron los
formalistas los primeros en distinguir en el lenguaje un uso corriente y un uso poético. Más
tarde el Círculo de Praga y ya claramente Jakobson en su trabajo “Lingüística y poética”
estaban seguros de poder explicar la esencia de la poesía a partir del lenguaje, pues
consideraban que de algún modo el lenguaje implicaba –como una de sus variantes o uso
desviado respecto del patrón estándar-, el lenguaje poético.

De esta suerte la esencia de la poesía sería de carácter lingüístico y, por tanto, la


poética vendría a ser una región de la lingüística general.

Algunos teóricos de la literatura se han opuesto a esta explicación, pues consideran


que si bien es cierto que en el texto poético subyace un sistema lingüístico, existe también
otro de carácter exclusivamente artístico y que denominan connotativo, que va más allá de la
mera estructura lingüística. El primero, en tanto texto, seguiría siendo objeto de la
lingüística, pero no hay razón para que la lingüística extienda su imperio al sistema
“connotativo” que no por servirse del texto ha de ser confundido con el texto mismo, según
los que así piensan147.

Sea que la poética se considere independiente de la lingüística, sea que forme parte
de ella, en uno u otro caso debemos añadir aquí algunas cuestiones importantes que no
parecen estas suficientemente sopesadas por la poética a la que nos referimos.

La primera gran verdad, de suyo evidente, es que la obra literaria es obra de


lenguaje; la segunda es que, además, es obra de ficción. Si por el primer aspecto la obra
artística se inscribe en el lenguaje, como un lenguaje más a fin de cuentas, por el segundo lo
desborda y lo supera, de modo tal que en un aspecto la poética –como ciencia de la obra
literaria- formaría parte de la lingüística y por otra, no. No habría que olvidar tampoco que el
lenguaje participa de la obra poética como materia prima desde la cual el poeta construye
la poeticidad. Es verdad que este material, aún en la poesía, continúa conllevando cierta
potencia lingüística, es decir, que no pierde del todo su capacidad de lenguaje pero si se
atiende solamente a ella, o se la confunde con la esencia misma de la poesía, entonces

147 Cf. J. Cohen. La estructura del lenguaje poético. Madrid, 1970.

102
adquiere una relevancia injustificada opacando y marginando lo verdaderamente esencial de
la poesía que no es su materia, sino lo creado con ella.

Tampoco se salva la dificultad si se predica del texto su carácter connotativo,


exclusivamente, por oposición al lenguaje denotativo, propio de la prosa no artística. Los
que así piensan no se detienen a examinar con cuidado qué es lo que ha de entenderse por
“connotativo” y “denotativo”, ya que éstos son términos que dado el uso y abuso que se hace
de ellos –y según el contexto científico en que se los use- exigen una clarificación. En
segundo lugar y como consecuencia de lo primero, es totalmente absurda la pretensión de
estos teóricos, pues todo lenguaje coloquial es tanto lo uno como lo otro sin que en un
discurso concreto se repelan ambas dimensiones. Además –como ya veremos-, la
connotación es característica de múltiples lenguajes que nadie calificaría de poéticos.

Lo artístico no radica esencialmente ni en la forma, ni en el contenido, ni en la


connotatividad ni en la denotatividad del lenguaje, sino en la ficcionalidad. La obra literaria,
como cualquiera otra obra de arte, es obra de ficción, trátese de un poema, un cuento, una
novela o un drama. La ficcionalidad es su denominador común. Es evidente que surge del
lenguaje, pero no se agota en él. Un discurso científico también surge del lenguaje, pero no
se nos ocurriría estudiar la ciencia (de la que habla ese discurso) con criterios lingüísticos y
como parte de la lingüística; de ahí, entonces, lo dudoso que aparece la pretensión de
estudiar necesariamente la literariedad –para usar un término ya acuñado con métodos
puramente lingüísticos. Es posible que por ese camino se llegue a una comprensión formal,
funcional y estructural de la obra, pero no nos conducirá nunca a la esencia del arte. la
poética rebasa la teoría lingüística porque ésta se dirige también a estudiar otro ámbito de la
realidad poética que no es lingüístico –lo artístico. Que la poética se deriva de la lingüística
sí –así como la psicología se derivó de la filosofía-, pero que se reduzca íntegramente a ella,
no (así como ni la psicología se reduce a la filosofía ni requiere por necesidad de métodos
filosóficos para estudiar sus propios problemas). Y no, porque, entonces, ¿en qué reside lo
auténtico y privativamente poético (o artístico)? Si se debe sólo a lo in-usual o a-normal del
uso de lenguaje, grave consecuencia, pues todo uso anormal ha de ser poesía: el coloquio
amoroso, el lenguaje infantil, el decir de los locos, el uso lingüístico de los bajos fondos o de
los rateros, etc.

Sí, estamos de acuerdo en que la poética no debe quedar al margen de la lingüística


porque el texto poético sigue siendo un texto lingüístico, pero añadamos: no se agota en él;
lo desborda ampliamente y no porque sea un sistema connotativo (que el lenguaje de la calle
también en gran medida lo es), sino porque crea su realidad propia, intrínseca al mundo
artístico, la cual en primer lugar el lenguaje funda y constituye.

Es la ficcionalidad (lo artístico) en primerísimo lugar, y no lo lingüístico, lo que hace


que la lírica, la novela o el drama compartan con la pintura, con la música, con el cine, un
título común: ser obras de arte. De lo contrario habría una brecha insalvable entre estas
diversas manifestaciones que, sin embargo, desde el hombre de la calle hasta el estudioso
especialista reconocen como artísticas. La esencia del objeto artístico (sea literario o
pictórico) reside en esto: en el carácter ficticio del mundo creado.

103
Convendría, entonces, no restringir el concepto de poética, como hace Jakobson, al
orden puramente lingüístico, pues parece claro que hay más cosas en la poesía que las que ha
visto Jakobson. En esto también ha sido más sabio Aristóteles quien aplicó el término
“poética” a la teoría general de las obras literarias en las cuales, como se recordará, el
lenguaje es tan sólo un elemento más.

9. EL LENGUAJE POÉTICO NO SE DESIGNA A SÍ


MISMO, SINO A ENTES DE FICCIÓN

La idea de la literatura como lenguaje que esencialmente se designa a sí mismo se


remonta al Formalismo Ruso. El Círculo Lingüístico de Praga la incorpora a su cuerpo
doctrinal. En efecto, en las “Thèses” se afirma que “l’indice organisateur de l’art, par lequel
celuici se distingue des autres structures sémiologiques, c’est la direction de l’intention non
pas sur le signifié, mais sur le signe lui-même. L’indice organisateur de la poésie est
l’intention dirigée sur l’expression verbale”148. Jakobson afirma por su parte que la función
poética es la que se refiere a “le message lui-même”149. En otras palabras, Jakobson ha
dejado establecido que es la función poética la que caracteriza el discurso artístico al
relacionar el discurso consigo mismo.

Sin embargo, como Jakobson fue extremadamente parco en la descripción teórica de


esta función (o en su enunciación), esta postura ha dado origen a diversos puntos de vista.
Un crítico la interpreta de la siguiente manera: “La función poética pues, se daría cuando el
discurso se designara denotativa o connotativamente a sí mismo”150. Es verdad que a la luz
de las “Thèses” y de lo que el propio Jakobson escribe, ésta, señalada por Martínez García,
parece ser la forma más correcta de entender la expresión del lingüista ruso. Más, si éste es
el sentido, no nos parece que la definición de lenguaje literario, como lenguaje que se refiere
o denota a sí mismo, sea correcta. En lo que sigue nos dedicamos a criticar esta teoría –de
tanta aceptación y dominio en la poética contemporánea- desde un punto de vista lógico-
semántico con la intención de demostrar su inconsistencia.

Si leemos: “Este discurso está escrito en español”, ocurre que esta expresión
lingüística se denota a sí misma, porque es un discurso y porque efectivamente está escrito
en español. Y si decimos: “Esta mesa está llena de papeles”, sucede que es un discurso, pero
que no se denota a sí mismo sino que denota una realidad extralingüística.

Tomemos ahora un texto poético y veremos qué sucede. Dejemos hablar al poeta
Homero:

148 “Thèses présentées au premier Congrés des philologues slaves”, p. 49.


149 Cf. “Linguistique et poetique”, p. 218. También Mukarovsky, y quizá antes que Jakobson,
concebía el lenguaje poético sobre la base de la “función poética”. Su trabajo “el arte” de 1942
comienza con estas palabras: “El arte es el aspecto de la creación humana que se caracteriza por la
supremacía de la función estética”. Cf. Escritos de estética y semiótica del arte. Barcelona, 1977.
150 A. J. Martínez García. Propiedades del lenguaje pético, p. 140. Oviedo, 1975.

104
“Los príncipes aqueos durmieron toda la noche, vencidos por el plácido
sueño, mas no probó sus dulzuras el Atrida Agamenón, pastor de hombres,
porque en su mente revolvía muchas cosas.
(…)
También Menelao estaba poseído de terror y no conseguía que se posara el
sueño en sus párpados, temiendo que le ocurriese algún percance a los
argivos que por él habían llegado a Troya…”
(Il. X; 1-27).

Como es evidente, este discurso imaginario no se refiere a sí mismo porque no se


denota a sí mismo como cuando decimos: “Todo este discurso es abstracto” porque, en
efecto, le lenguaje de que está hecho y el objeto a que se refiere la proposición, son
abstractos. En rigor, pues, el discurso imaginario (o poético o ficticio) no se refiere a sí
mismo sino a entidades ficticias. Esto prueba una vez más que la obra literaria es ficción (y
que si no es ficción no es obra literaria).

Examinemos otro caso, siempre de La Ilíada.

“Contestó el paciente Odiseo:


i) -¡Gloriosísimo Atrida, rey de hombres Agamenón!
No quiere Aquileo deponer la cólera, sino que se encienden aún más su ira y
te desprecia a ti y tus dones.
(…)
ii) Así habló –narra Homero- y todos callaron, asombrados de sus palabras
pues era muy grave lo que acababa de decir”.
(Il. IX; 676, ss.).

Tenemos aquí dos discursos –que forman parte de un mismo discurso mayor- que
denotan cosas distintas. El parlamento de Odiseo (i) se refiere a Aquileo y al problema de su
cólera. Es decir –visto desde fuera-, un ente imaginario habla y su discurso denota otro ente
imaginario y una situación imaginaria (claro que, obviamente, Aquileo no es imaginario para
Odiseo, sino real y viceversa; sólo para nosotros que estamos fuera del mundo narrado, el
mundo que se nos narra es ficción). El relato de Homero-poeta (ii) denota el parlamento de
Odiseo (“Contestó el paciente Odiseo”).

En otros términos: ni el discurso del narrador que maneja y domina el mundo se


refiere a su propio discurso, ni el discurso de Odiseo se refiere a sí mismo sino a personajes
y situaciones imaginarias. Si asumimos la actitud de lectores de obra artística, entonces
aceptamos sus consecuencias. No buscaremos ni nos interesará saber si lo que nos narra el
poeta, por boca propia o por boca de sus personajes, es verdadero o falso
extralingüísticamente. Eso no importa en absoluto para la correcta comprensión y goce
estético del poema. En este sentido podríamos decir con Carnap y los positivistas lógicos,
que este discurso está hecho de pseudofrases. Pero no queremos decir con ello que el
discurso no tenga sentido. Si no lo tuviera no comprenderíamos absolutamente nada y lo
comprendemos maravillosamente bien. El sentido, pues, no es ajeno al discurso imaginario

105
sino, por el contrario una de sus notas esenciales sin el cual no puede existir. Es el sentido lo
que posibilita la ficción.

Pero, podríamos hacernos otra reflexión: ¿se podrá predicar la verdad (o falsedad)
intrínsecamente en el mundo de ficción? El discurso que nos sirve de tema así lo demuestra
con toda exactitud; si nos preguntásemos, como lectores, ¿será verdad que Odiseo afirma
que, a pesar de los ruegos y presentes que los aqueos envían a Aquileo, éste se empeña en no
deponer la cólera? Bien, así lo afirma Odiseo, pero bien pudiera estar mintiendo (además,
Odiseo era famoso por sus mentiras). No nos queda más ni mejor recurso que recurrir a
Homero y, en efecto, Homero como narrador que domina el mundo nos dice efectivamente:
“así habló”, refiriéndose a Odiseo. Pero, además, el lector ha asistido a los sucesos narrados
por Odiseo como testigo, llevado por el propio poeta.
Por consiguiente, conviene distinguir entre verdad intramundana (interna al mundo
de ficción) y verdad extramundana (externa al mundo de ficción). Preguntarse realmente por
la verdad (o falsedad) de lo que afirman los discurso literarios en sentido extramundano es
abrir la puerta a una falacia. Es confundir discurso real con discurso artístico. En el mundo
de ficción puede funcionar (y de hecho así ocurre) la verdad y la falsedad intramundana –por
ejemplo, Odiseo al desembarcar en Itaca comienza por contar mentiras al porquerizo, a
Telémaco y a Penélope, por ver si aún lo recordaban y querían bien-, pero es ilícito sacarlas
de él.

Este análisis prueba que también el concepto de “verdad” (o “falsedad”) es equívoco


y que hay que averiguar o aclarar previamente cómo se está usando cuando nos referimos a
la obra de arte.

Examinemos ahora un caso de discurso ordinario:

i) “La víspera del desembarco en Normandía, Rommel se sentía cansado y


agotado como nunca. No previendo el desastre, decidió tomarse un par de
días de descanso y marchó junto a su esposa. Esa misma noche, al
llegar a su hogar, se le comunicó la noticia. Al enterarse Rommel exclamó:
ii) -¡Vaya que tonto he sido! Yo en casa y el enemigo en Normandía”.

Lo que nos relata el historiador son dos cosas por lo menos: (i) la situación de
Rommel la víspera del desembarco enemigo en Normandía y, (ii) lo que comentó Rommel
cuando se enteró de la noticia.

En el discurso (i) del historiador hay una referencia o denotación al mundo real,
histórico, del acaecer fenoménico y a un personaje real de quien todos tenemos memoria y
noticia de que existió realmente. Es decir, todo lo que narra el historiador pertenece al
mundo histórico, puede ser sometido a examen y con pleno sentido puede (y debe)
reputárselo de verdadero o falso, según que el discurso se corresponda o no con los hechos.
En todo esto se diferencia este discurso del discurso artístico. Pero, hay también algunos
puntos de contacto: tanto el historiador como Homero, además de denotar los hechos (reales
y ficticios, respectivamente) denotan también el discurso mismo de un personaje (de
Rommel y de Odiseo, respectivamente). Después continúan las diferencias. Si queremos

106
saber si Odiseo dijo aquello de Aquileo no podemos más que recurrir a Homero, sólo él nos
dirá si es verdad que Odiseo dijo que Aquileo continuaba encolerizado. Absurdo sería ir más
allá de Homero para saber si Homero miente o no, porque Homero es el único marco y punto
de referencia en este caso.

No ocurre así en el caso del breve discurso de Rommel. Podríamos sin más aceptar lo
que nos cuenta el historiador porque, por ejemplo, se trata de un historiador conocido por su
veracidad y objetividad. Pero si dudados de lo que dice, podríamos recurrir no sólo al
discurso del historiador sino a los hechos mismos. Podríamos, por ejemplo, interrogar a los
testigos de oídas que estaban junto a Rommel, a su esposa, o al oficial que estaba en el otro
extremo de la línea telefónica y que le comunicó la noticia, etc.

Por otra parte, el discurso de Rommel se refiere directamente a los hechos también
reales (históricos) y por eso se puede preguntar con pleno sentido no sólo si es verdad que
Rommel dijo lo que se le atribuye, sino también si es verdad lo que afirma el discurso de
Rommel, a saber: que él fue tonto al dejar el frente pensando que no había peligro y que los
aliados ya estaban en Normandía.

Queda, pues, así de manifiesto la diferencia entre discurso ordinario y discurso


literario y, entre mundo real y mundo de ficción pero, sobre todo, se demuestra la falsedad
de la definición de literatura como discurso que se denota a sí mismo. El discurso ordinario
(o científico) denota (se refiere) las cosas o los hechos del mundo histórico-real; el discurso
literario denota (se refiere) no a sí mismo, sino cosas, hechos, situaciones, etc., de ficción.

Mientras el mundo real-histórico no depende existencialmente del discurso que lo


denota, el mundo de ficción, por el contrario, depende enteramente del discurso literario
que al denotarlo justamente lo crea.

107
Capítulo VIII

LUKACS: UN ENFOQUE MARXISTA DE LA


OBRA DE ARTE LITERARIA151

El marxismo ha dado origen a varias teorías estéticas durante lo que va corrido de


siglo. No podemos detenernos en cada una de ellas, pero sí, en cambio, podemos distinguir
una y dedicarle una atención preferencial. En efecto, nos parece que la teoría que explica el
arte como reflejo de la realidad, sostenida por el filósofo húngaro Georg Lukács, es un caso
representativo por la gran difusión de esta teoría y por basarse en principios estrictamente
marxistas.

151 El hecho práctico de que haya fracasado –al menos de momento- el marxismo como praxis
política en el mundo contemporáneo, no implica, necesariamente, que decayeran también sus
conceptos sociológicos y filosóficos fundamentales. De ahí, pues, que aunque este capítulo haya
sido escrito con anterioridad al desmoronamiento político del Este, ello no significa que haya perdido
su significación teórica.

108
Con el triunfo de la Revolución de Octubre la nueva sociedad socialista que se
estableció en la U.R.S.S. –y posteriormente en varios países de la Europa Oriental- se hizo
necesario establecer las bases y el ideario doctrinario del nuevo arte socialista. Lukács, en
lucha ideológica constante con sus compañeros de convicción y con la estética occidental,
pretendió echar las bases de un nuevo orden de cosas en el terreno de la estética que hiciera
posible el advenimiento de un arte verdadero y superior en la nueva cultura y sociedad
marxista. Para conseguir estos objetivos se inspira directamente en las fuentes marxista-
leninistas y cree que ese nuevo arte debe ser no el del realismo revolucionario –propiciado
por ciertos sectores del oficialismo- sino el realismo crítico.

Para Lukács realismo no quiere decir en modo alguno reproducción imitativa y


detallista de las apariencias histórico-sociales sino, por el contrario, plasmación estética de
las leyes ocultas y constantes que mueven la historia material y espiritual del mundo.

Desde esta perspectiva Lukács descalifica por igual la condición y calidad misma del
arte literario (y del arte en general) de la burguesía occidental del siglo XIX y XX y las
experiencias del llamado realismo socialista y revolucionario.

Para él la única creación que merece el nombre de arte es la del realismo crítico que
él propicia y que se caracteriza esencialmente por su capacidad de reflejar las leyes ocultas y
constantes que gobiernan la realidad material y espiritual de los hombres.

Esta teoría basada en el marxismo-leninismo –y no poco en el idealismo hegeliano-


conlleva una serie de defectos que críticos del Oeste y del Este han puesto de relieve y falla,
además, según nuestra opinión, por una inadecuada comprensión de la naturaleza del
fenómeno artístico.

1. FUNDAMENTOS DE LA TEORÍA DEL ARTE COMO


REFLEJO DE LA REALIDAD

Como se ha argumentado a lo largo de este libro, la obra de arte guarda una estrecha
relación con la realidad, lo que no quiere decir que sea reducible a ella. Algunas corrientes
ideológicas, especialmente marxistas o de inspiración marxista, han querido otorgar al arte
una función didáctica y representativa de la realidad inmediata que vive el proletariado en su
lucha contra la burguesía dominante en su esfuerzo por establecer una realidad
revolucionaria, según los postulados del marxismo-leninismo. El escritor debe ser, según la
expresión de Stalin, “ingeniero de almas” en el nuevo orden establecido en la sociedad
socialista. La pregunta, entonces, sobre la naturaleza del arte y su función ha pasado a primer
plano entre las preocupaciones de intelectuales y artistas soviéticos y marxistas del Este y
del Oeste y ha dado origen a innumerables debates y a disputas verdaderamente violentas.

109
Una de las doctrinas más combatidas, pero también más coherente, ha sido la llamada
teoría del arte como reflejo de la realidad. De acuerdo a esta postura el arte verdadero, por
oposición al arte escapista, decadente y burgués que en rigor no sería arte, es reflejo de la
realidad, lo que supone también una definición y postura explícita respecto de la realidad de
la que es parte el hombre, pero reflejo no significa –en palabras de Parkinson- la copia
especular que la imagen parece implicar, sino la estructura de las relaciones en que el
hombre se encuentra con el mundo experimentado, de modo que una punta de flecha o una
fórmula científica son reflejos de la realidad”152.

La teoría del arte como reflejo de la realidad, tal como Lukács la ha expuesto, está
íntimamente ligada al llamado realismo crítico y constituye con éste una prolongación y un
desarrollo del marxismo en el terreno cultural. En varias ocasiones, y de una manera más
bien circunstancial y asistemática, Marx y Engels expresaron una serie de conceptos en torno
al arte y la literatura, aunque no dejaron una doctrina estética manifiesta y completa ya que,
obviamente, la preocupación primera de estos pensadores estaba referida al terreno
ideológico y pragmático en el que el arte, si bien importante, no desempeñaba un papel
decisivo153.

Debido, sin duda, a esta falta de doctrina clara y precisa en materia artística, los
continuadores de Marx han interpretado de manera muy diversa, y hasta encontrada, las
proposiciones que sobre materias artísticas y literarias dejaron los fundadores, lo que ha
dado ocasión a intensas y agrias disputas entre los marxistas al punto que el propio Lenin
hubo de precisar y ahondar en algunos aspectos doctrinales, a la vez que el extinto Partido
Comunista de la U.R.S.S. se pronunció sobre el respecto en diversas ocasiones, fijando el
ideario estético del arte marxista154. De estas vicisitudes puede dar fe la vida y la obra
filosófica de Georg Lukács, quien dedicó buena parte de sus energías intelectuales a elaborar
una doctrina estética enmarcada dentro de la más pura y ortodoxa tradición marxista, capaz
de llenar el vacío doctrinal y paliar la orfandad de orientación en que se encontraban los
nuevos artistas de la U.R.S.S. y de otros países socialistas después de la Revolución de
Octubre.

Empero, lo que aquí nos interesa es presentar y entregar una visión coherente del
pensador marxista ya que la teoría del arte como reflejo de la realidad difícilmente podría
comprenderse sin una previa identificación de los postulados y axiomas doctrinarios que
constituyen la base de la teoría de Lukács y entre los cuales el marxismo-leninismo ocupa un
lugar preferente y decisivo155. Lukács persiguió consciente y deliberadamente durante toda

152 C. H. R, Parkinson. G. Lukács. El hombre, sus obras, sus ideas, p. 172. Barcelona, 1973.
153 Los escritos ocasionales de Karl Marx y F. Engels sobre arte y literatura se encuentran reunidos
en la obra Escritos sobre literatura y arte. Barcelona, 1975.
154 Cf. Lenin. “La organización del Partido y la literatura de partido” en Escritos sobre literatura y arte.

Barcelona, 1975.
155 La formación juvenil de Lukács transcurrió en Berlín y Hidelberg. Influyeron, en consecuencia, en

su vida intelectual (“el primer Lukács”) filósofos alemanes como Hegel, Simmel, Weber, Dilthey y
Rickert, además del danés Kierkegaard. A esta primera etapa corresponde su obra juvenil Die Seele
un die Formen, de 1911, obra de la que Lukács renegará durante el resto de sus días.
Posteriormente, al conocer la obra de Marx a fondo, se convertirá en marxista sin que jamás haya
dejado de creer profundamente en el marxismo.

110
su trayectoria intelectual una interpretación ortodoxa y fiel del marxismo, apegándose en
cada momento a esta ideología y convirtiéndola en indiscutido argumento de autoridad tanto
para construir su sistema como para defenderlo de los virulentos ataques de que fue objeto,
especialmente de parte de otros teóricos y de algunos artistas que también se sentían
profundamente marxistas y absolutamente leales al “espíritu” del Partido, único intérprete
eficaz y verdadero del pensamiento de sus inspiradores.

Con toda seguridad el punto de partida de la concepción del arte como reflejo de la
“auténtica” realidad haya que buscarlo en el Historicismus profesado por Rickert y su
escuela –que Lukács conoció perfectamente durante su formación juvenil a principios de
siglo en Alemania-, y en el materialismo histórico enunciado por Marx, especialmente en su
Crítica de la Economía Política cuyo “Prólogo” de 1859 expresa con tanta claridad su
pensamiento sobre la directa relación entre la base económica y la superestructura ideológica
que incluye, naturalmente, el arte y la estética. En efecto, en dicho texto se lee:

“El modo de producción de la vida material determina conjuntamente el


proceso de la vida social, política e intelectual. No es la conciencia de los
hombres lo que determina su ser, sino, por el contrario, es un ser social lo
que determina su conciencia. En cierto estadio de su desarrollo las fuerzas
materiales de producción de la sociedad entran en conflicto con las
relaciones de producción existentes o, empleando la expresión legal, las
relaciones de propiedad dentro de las que ellas operan. A partir de las
condiciones para el desarrollo de las fuerzas de producción, estas
relaciones de propiedad llegan a ser sus cadenas. Entonces comienza un
período de revolución. Con el cambio de la base económica se transforma
más tarde o más temprano toda la superestructura”156.

Esta conocida afirmación de Marx ha influido poderosamente en todas las posturas


que la crítica del arte marxista ha elaborado en las más diversas ocasiones y ha sido el
trasfondo obligado de polémicas y discusiones. El mismo año de 1859 Marx y Engels
aplicaron, en forma separada y aunque con leves variantes, su teoría del determinismo
económica en su crítica de Franz von Sickingen, obra de Ferdinand Lasalle, que trata de un
caballero rebelde en la guerra de los campesinos en la Alemania de principios del siglo
XVI157. Marx rechaza a Sickingen por su carácter reaccionario, pues “siendo un caballero y
un representante de una clase a punto de desaparecer, se rebeló contra el orden existente”158
y Engels agregó que el autor había olvidado al plebeyo anónimo y a los elementos del
campesinado en el movimiento de la rebelión. Como consecuencia de esta poco favorable
crítica, “Lasalle acusa a Marx y a Engels de defender una visión determinista de la historia
alemana, pues este concepto de historia, que destruye a posibilidad de decisiones y acciones
individuales, no ofrece una base para la acción revolucionaria práctica o para la acción
dramática representada”159. Lasalle se defiende afirmando que el artista tiene derecho a
idealizar su material, subrayando el carácter ficticio de la literatura. “Con todo, la idea

156 Escritos de arte y literatura, p. 25.


157 Cf. D. W. Fokkema y E. Ibsch. Teorías de la literatura del siglo XX, p. 107. Madrid, 1981.
158 Citado por Fokkema e Ibsch. Id. p. 107.
159 Id., p. 108.

111
aristotélica de que la literatura puede desviarse de la pintura, de la verdad histórica –como
explícitamente lo indicó Engels- e idealizar la realidad, quedó como uno de los conceptos
componentes de la teoría marxista de la literatura”160. Esta pequeña digresión es importante
porque ilustra de manera ejemplar las mismas desavenencias que ya durante la plena
vigencia del nuevo orden socialista tuvieron lugar entre diversas facciones del Partido Social
Demócrata primero, y del Partido Comunista de la U.R.S.S. después del triunfo
revolucionario, y deja entrever el estrecho parentesco con la postura estética que adoptará
Lukács en su etapa madura.

Dos cuestiones son, pues, totalmente claras e indiscutibles y a ellas se atendrá la


teoría del reflejo de una manera absoluta, sin discutirlas, antes bien de considerarlas como
puntos de partida para cualquier discusión: existe la realidad independientemente del
hombre, esto es, de la conciencia y, el arte pertenece a la esfera ideológica y, por tanto,
dependerá de manera directa de las fuerzas que mueven materialmente la historia. Si el arte
se caracteriza por alguna particularidad, ésta no puede ser otra que la de reflejar
correctamente esa realidad. “El fundamento de todo conocimiento recto de la realidad, igual
si se trata de la naturaleza que si se trata de la sociedad, es el reconocimiento de la
objetividad del mundo externo –afirma Lukács-, esto es, de su existencia
independientemente de la conciencia humana. Toda concepción del mundo externo es un
reflejo por la conciencia humana del mundo que existe independientemente de la conciencia.
Este hecho básico de la relación de la conciencia con el ser vale también, naturalmente, para
el reflejo artístico de la realidad”161. Qué sea exactamente la realidad es algo que –
filosóficamente- no ha quedado del todo claro y que dará origen a muy diversas
interpretaciones, a pesar de las precisiones hechas por Lenin y por el Partido. La realidad,
como concepto filosófico se ha entendido de una manera más bien convencional según la
oportunidad y la circunstancia, aunque sin apartarse, obviamente, de las enseñanzas de
Marx. Más adelante veremos cómo diferentes maneras de interpretar qué sea la realidad –
como en el caso de Lukács- han dado origen a posturas distintas e incompatibles en el seno
del propio marxismo.

Cómo se relaciona la ideología y, en este caso, el arte, con la realidad es otro


problema que dado el carácter profético de la enunciación marxista tampoco está claro. En
efecto, se puede observar en la expresión final del párrafo de Marx, arriba citado, que se
afirma que “con el cambio de la base económica se transforma más tarde o más temprano
(subrayado nuestro) toda la superestructura”. Lukács se ha encontrado con este doble
problema: a) o se descalifica como pseudo-arte todo el arte capitalista y burgués, o se acepta
un “cierto” desface en la relación entre medios de producción y superestructura y, b) o se
califica de gran arte realista el que ha surgido en el nuevo orden imperante en los países
socialistas –cosa a todas luces falsa-, o se acepta un cierto relativismo de la fórmula
marxista. Ateniéndose a la primera parte de la alternativa a) importantes movimientos de
artistas revolucionarios han propuesto barrer con el pasado artístico (revoluciones culturales)
contra los juicios del propio Marx, de Engels y de Lenin, cuyos gustos literarios coinciden

160 Id., p. 108. Las obras de Marx-Engels y de Lenin ya citadas recogen ampliamente los comentarios
y gustos literarios de estos ideólogos. Lukács ha dedicado un libro completo a Thomas Mann,
publicado con este mismo título en español por Grijalbo. Barcelona, 1969.
161 “Arte y verdad objetiva” en Materiales sobre el realismo, p. 187. Barcelona, 1977.

112
ampliamente con los de sus contemporáneos –elogios a Shakespeare, a Cervantes, a Tolstoi,
a Balzac, etc. Contra esta tesis (según la cual existe un determinismo absoluto entre la
realidad material y la ideológica, de tal suerte que se descalificaba el alcance y el valor de las
grandes obras artísticas debido a su íntima vinculación con el capitalismo y la burguesía
dominante), luchará exitosamente Lukács invocando las razones que ya había dado Engels
para celebrar a Balzac y Lenin a Tolstoi y, él mismo a Thomas Mann, razones de acuerdo a
las cuales los grandes artistas, aún contra su voluntad y de manera inconsciente, son capaces
de reflejar en sus obras el estado de decadencia de la burguesía dominante.

Por otra parte, Lukács asume convencionalmente la idea de que si el verdadero arte
nuevo no ha surgido aún, ello no destruye el principio del materialismo histórico antes
enunciado ya que la doctrina prevé que si ese nuevo y auténtico arte no surge “más
temprano”, surgirá “más tarde”. Lukács siempre estuvo absolutamente persuadido de la
verdad irreversible de esta doctrina y por eso se empeñó en elaborar una filosofía del arte,
dentro de los cánones y de la tradición marxista, que ayude al advenimiento de un arte
verdaderamente nuevo y superior.

2. OBJETIVIDAD DEL MUNDO EXTERNO: UN


POSTULADO CAPITAL EN LA TEORÍA DEL ARTE
COMO REFLEJO DE LA REALIDAD

A primera vista se tiende a suponer que la realidad –que existe independientemente


de la conciencia- material y social puede ser captada y aprehendida sin dificultad por la
conciencia humana. Comprender y explicar así la teoría gnoseológica del marxismo sería la
más vulgar y simplista explicación de un fenómeno mucho más complejo y profundo; sería
malinterpretar en un punto crucial al marxismo y sus funestas consecuencias podrían
conducir fácilmente a una gnoseología mecanicista y fisicalista con imprevisibles y graves
consecuencias en el terreno del arte como, según Lukács, de hecho ha ocurrido tanto con los
excesos del Proletkul’t como con la propaganda a favor del romanticismo revolucionario,
susceptible de tantas objeciones como el naturalismo y el expresionismo162.

162 “Según la concepción materialista de la historia, se dice que el factor determinante en última
instancia en la historia es la producción y la reproducción de la vida real. más eso no fue afirmado
jamás ni por Marx ni por mí –dice Engels. Si ahora alguien tergiversa las cosas afirmando que el
factor económico es el único factor determinante, lo que hará es transformar aquella proposición en
una frase vacía, abstracta, absurda (…). “El hecho –continúa- de que los jóvenes atribuyan a veces
una importancia mayor que la que le corresponde, es culpa de Marx y mía. Frente al adversario
teníamos que destacar el principio esencial por ellos negado, y entonces no encontrábamos siempre
el tiempo, el lugar ni la ocasión para hacer justicia a los otros factores…”. Más adelante agrega: “En
general, la palabra materialismo sirve, en Alemania, a muchos escritores jóvenes como un simple
mote con el que se pone etiqueta a todo…”, pp. 54-58. “El marxismo vulgar” en la obra de Marx y
Engels ya citada. Nótese que estas declaraciones darían base para desconectar la necesaria

113
Del hecho de que el fundamento de todo conocimiento auténtico de la realidad, ya de
la sociedad, ya de la naturaleza, sea el reconocimiento de la objetividad del mundo externo o
de su existencia independientemente de la conciencia y del proceso cognoscitivo, no se sigue
en modo alguno que las imágenes de la inmediatez, en tanto primera etapa del proceso
cognoscitivo, sean reflejos fidedignos del mundo o de la estructura de la realidad, tal cual
ella es auténticamente. Cierto es que la imagen proporciona un reflejo inmediato del mundo
externo, pero esto de una manera fragmentaria, desorganizada y en absoluto correcta. Las
imágenes, sí, son importantes e imprescindibles, pero como puntos de arranque ya que, en
ningún caso un conjunto de imágenes podrá entregarnos un reflejo fiel de la esencia de los
fenómenos, aunque sí de las apariencias. Detener el ojo en la superficie del fenómeno y
pretender así reflejar la realidad, significa permanecer aferrados a la cosificación, a la costra
–convertida en fetiche- de las cosas. Comprensible es, entonces, la agria polémica de Lukács
contra el realismo fotográfico que, creyendo reflejar la profundidad de los problemas
sociales e históricos, apenas si alcanza a las capas más superficiales de la realidad. Según
Lukács, los artistas naturalistas, expresionistas, simbolistas y surrealistas cometen la
equivocación de reflejar la realidad tal como se les aparece en forma inmediata: destacan
momentos aislados del sistema capitalista, su crisis y su desorden, pero no ahondan en la
esencia profunda, en la coherencia entre sus experiencias y la vida real de la sociedad, ni en
las causas ocultas de sus apariencias.

Apoyándose en Marx, repite Lukács. “Si la forma apariencial y la esencia de las


cosas coincidiera directamente, sería superflua toda ciencia”163. Así, por ejemplo, Lenin ha
demostrado –para Lukács- que el valor de cambio o valor económico es una categoría que
carece de contenido sensible y, sin embargo, es profundamente real. La abstracción, dice
Lukács, de la materia, de la ley natural, la abstracción del valor, etc., es decir, la abstracción
científica, refleja la naturaleza de una manera más profunda y más fiel, sin llegar por ello a
agotar la naturaleza de la cosa en el acto cognoscitivo, pues si bien es cierto que el
conocimiento abstracto se muestra más adecuado para el trabajo científico –por ejemplo, es
lo que nos permite comprender los conceptos de la física teórica a los que no tendríamos
acceso si nos apegáramos exageradamente a la imagen de la realidad-, no lo es menos que
tampoco colma las expectativas del espíritu, ya que no nos da acceso al conocimiento
completo y exhaustivo de las cosas en su singularidad. No se trata, pues, de lo uno o de lo
otro, sino de integrar ambos elementos en una síntesis que nos permita comprender el
movimiento dialéctico intrínseco de la realidad.

Dos desviaciones aberrantes –según Lukács- han tenido lugar en la historia moderna
de las ideas de la sociedad capitalista y burguesa, el idealismo y el fisicalismo mecanicista.
El uno ha dado valor ilimitado al concepto, confundiéndolo con la realidad (según el dicho
de Hegel, sólo lo que puede ser pensado es real y sólo lo real puede ser pensado), el otro ha
tomado la imagen por lo auténtico, identificándola también, erróneamente, con la realidad.
Para superar estos prejuicios hay que tener presente las enseñanzas de Marx y de Engels y,
muy especialmente, las correctas y profundas reflexiones de Lenin, dice Lukács.

relación entre la base y la superestructura y, en consecuencia, el arte de la infraestructura


económica como la tesis fundamental del materialismo histórico ya citado por nosotros.
163 Materiales sobre realismo, p. 188.

114
El primer error filosófico, con el que termina Lenin, asegura el filósofo húngaro, es el
de suponer que las categorías del pensamiento, es decir las formas lógicas, son instrumentos
exclusivamente humanos con las que los hombres organizan y piensan la realidad. Por el
contrario, Lenin pone en claro que las categorías del pensamiento no son instrumentos de los
hombres sino expresión de la legalidad de la naturaleza. En otros términos, se trata de las
leyes de la dialéctica que rigen universalmente, tanto en el terreno de la naturaleza como en
el de la sociedad y del espíritu, es decir, en todo el ámbito de la realidad. Desde luego este
descubrimiento tendrá un lugar preferencial en la teoría del reflejo artístico, porque lo mismo
ocurre en el proceso del reflejo de la realidad por el pensamiento –las categorías expresan las
leyes de la naturaleza y del espíritu más alejadas de la superficie-, sucede también con el arte
que no refleja lo inmediato sino la estructura de lo real.

Según Lukács, sólo una teoría materialista del conocimiento, como la enunciada por
Marx y completada por Lenin, que observa estrictamente el principio de objetividad, puede
captar correctamente la conexión dialéctica de los modos humanos de percepción de la
realidad en su movimiento vivo. “La aproximación del entendimiento a la cosa singular, la
elaboración de una reproducción (un concepto) de ella no es ningún acto simple, inmediato,
muerto como una imagen especular sino un acto complicado, ambiguo, zigzagueante, que
contiene en sí la posibilidad de que la fantasía se salva de la vida. Pues ya en la más simple
generalización, en la idea general más elemental (la mesa, por ejemplo) hay cierto elemento
de fantasía”, dice Lenin164. En definitiva, la fundación de todo conocimiento recto del
mundo, trátese de la naturaleza, trátese de la sociedad, es el reconocimiento de la objetividad
del mundo externo o, lo que es igual, de su absoluta independencia de la conciencia de los
hombres. Toda concepción del mundo externo es un reflejo conciencial del mundo que
existe por sí, con total prescindencia de la conciencia que lo conoce. Este hecho básico de la
relación de la conciencia con el ser vale no sólo para el quehacer científico y filosófico sino,
también y especialmente, para el reflejo artístico de la realidad.

Así, pues, todas las formas de dominio teórico (ciencias filosofía) o práctico (arte) de
la realidad encuentran su fundamento en la teoría del reflejo. Reflejar adecuadamente la
realidad es reflejar lo que verdaderamente existe en la realidad; luego, la verdad será el
producto de un reflejo correcto, no empañado o distorsionado por doctrinas incompetentes,
como el idealismo o el mecanismo, que quedan muy lejos de la verdad. Sólo un
procedimiento dialéctico es capaz de salvar la ciencia, la filosofía y el arte ya que, como se
ha dicho, la realidad misma se comporta dialécticamente; desconocer esta verdad es siempre
un error que lleva a teorías absurdas o a comportamientos estéticos aberrantes, de acuerdo a
las ideas de Lukács.

Queda dicho que arte, ciencia y filosofía son distintas especies del mismo género de
reflejo. Lo que habrá que explicar ahora son las diferencias y las semejanzas que separan y
unen al arte de estos dominios teóricos en el proceso de reflejar ya que está claro para
Lukács que una teoría marxista del arte no puede erigirse más que sobre una precisa y
correcta concepción de la teoría del reflejo, tal como fluye del marxismo-leninismo más
ortodoxo.

164 Citado por Lukács, Id., p. 191.

115
4. ARTE Y CIENCIA, DOS MODOS DE REFLEJAR LA
REALIDAD, SEGÚN LUKÁCS

El reflejo artístico de la realidad parte de las mismas contraposiciones que cualquier


otro reflejo de la realidad, pero su especificidad radica en que busca para sus propósitos un
camino diferente, un método distinto. La mejor manera de caracterizar este rasgo específico
del reflejo artístico consiste en partir intelectualmente del objetivo alcanzado para iluminar
desde él los presupuestos de su consecución. Este objetivo es en todo arte grande el de
entregar una imagen de la realidad en la que la oposición apariencia/esencia, caso/ley,
imagen/concepto, esté disuelta de tal modo que los extremos coincidan en unidad espontánea
en la impresión inmediata de la obra de arte. Lo universal debe aparecer como propiedad de
lo particular, la esencia debe hacerse visible y vivenciable en el fenómeno y, la ley debe
manifestarse como causa motora específica del caso singular especial representado. Según
Lukács, Engels ha visto claramente la idiosincrasia del arte novelístico cuando ha escrito:
“Cada uno (se refiere a los personajes) es un tipo, pero también, al mismo tiempo, un
individuo determinado, un ‘éste’, como decía el viejo Hegel, y así ha de ser”165.

Lukács insiste una y otra vez en la necesidad de diferenciar “fenómeno” de


“esencia”. El fenómeno es una forma inmediata de la vida y la esencia es, al parecer, aquello
de constante que a pesar del cambio no varía. Si el fenómeno es lo que aparece a primera
vista, la esencia, en cambio, permanece oculta y hace falta un proceso de abstracción y de
extracción para comprenderla y arrancarla de los fenómenos. Las esencias constituyen las
leyes invariables que gobiernan la realidad, pero que permanecen como causas ocultas hasta
que son sacadas a la luz por el pensamiento o por el arte. En este sentido el arte, al igual que
la ciencia, cumple una función mayéutica, es decir, ayuda a hacer nacer la verdad.

El conocimiento científico tiende a reflejar la realidad por medio del concepto,


universal, abstracto; avanza cada vez más profundamente hacia las leyes del movimiento y
cada conocimiento se conecta coherentemente con otros hasta formar sistemas. En cambio,
en el arte lo que se intenta representar por imágenes es un particular, comprendiendo y
superando tanto la universalidad como la singularidad en una experiencia que ha asumido la
forma de un contenido determinado. La obra de arte es cerrada y cada obra constituye un
mundo “sui generis” siempre diferente de los demás.

En su tarea de diferenciar arte de ciencia distingue Lukács tres momentos en el


proceso del reflejo de la realidad: lo singular, lo particular y lo universal. Ocurre que el
conocimiento científico (y teórico en general), describe un movimiento que va de la
singularidad a la universalidad y viceversa, pero con escala en la particularidad que sirve de
término medio y, por tanto, sólo tiene una función mediadora. En cambio el reflejo artístico
de la realidad objetiva se establece y concreta en lo particular y no en lo universal o en lo

165 Id., p. 198.

116
singular. En el reflejo artístico el término medio se convierte en el punto de reunión en
donde se encuentran lo singular y lo universal. En el caso del arte dice Lukács: “La
particularidad se fija en una forma que ya no puede ser superada: sobre ella se funda el
mundo formal de las obras de arte. El proceso por el cual las categorías se resuelven y pasan
a otra cambia: tanto la singularidad como la universalidad aparecen siempre superadas en la
particularidad”166. Como se observará, el concepto de lo particular adquiere una relevancia
excepcional en la aplicación del reflejo estético ya que en el arte es un campo de encuentro y
un eje organizador delo universal y de lo singular, del fenómeno y de la esencia, mientras
que en el reflejo teórico es desplazado hacia la periferia por la fuerza de lo universal y la
constancia de lo singular. En ambos casos, sin embargo, se trata de conseguir el mismo
efecto, el reflejo más fiel posible de la realidad objetiva, pero mientras la ciencia tiende a lo
universal superando e integrando todos los casos singulares posibles, el arte, en cambio,
intenta fijar en un caso excepcional un contenido determinado, pero representativo, de la
universalidad.

De otra manera la ciencia supera la multitud de los hechos fenoménicos al extraer las
leyes comunes y esenciales de la realidad. Las artes, por el contrario, reflejan lo particular, lo
individual, que en el realismo crítico recibe el nombre de lo típico.

La ciencia difiere también del arte –según Lukács- en su tratamiento de la esencia y


del fenómeno. La experiencia concreta de la vida nos muestra que no separamos ni
distinguimos la esencia del fenómeno más que por un acto de abstracción. Todo
conocimiento científico es al mismo tiempo una “extracción” y una “abstracción”. La física
que expresa matemáticamente los fenómenos nos brinda un claro ejemplo, pues no llegamos
a la abstracción matemática sino por un proceso de separación de lo universal de lo singular.
De esta forma el reflejo científico tiene la obligación de separar lo que en sí está unido, si
quiere que sus explicaciones constituyan un cuerpo sistemático de leyes y principios que, a
su vez, puedan, virtualmente, aplicarse para explicar el comportamiento de cualquier
fenómeno particular de la misma especie. El reflejo estético, en cambio, obedece a otro
principio. No tiende a la generalización y, por consiguiente, se mantiene más cerca y más
apegado a la vida. No separa, sino que funde el fenómeno a la esencia. En el arte la esencia
se resuelve completamente en el fenómeno y ya no puede asumir una forma autónoma,
separada del fenómeno. La ciencia, por necesidad explicativa y comprensiva, separa; el arte,
crea una nueva unidad entre fenómeno y esencia, unidad en la cual la esencia está contenida
y oculta en el fenómeno –como en la realidad- y, al mismo tiempo, penetra todas las formas
fenoménicas de modo tal que éstas, en todas sus manifestaciones –lo cual sucede en la
realidad misma- revelan inmediata y claramente su esencia167.

Se podría pensar que el arte busca exclusivamente el reflejo del fenómeno (lo
inmediato) mientras la ciencia persigue la esencia, pero no es así. Tanto el uno como el otro
buscan expresar o poner de manifiesto la esencia, trascendiendo el fenómeno. Lo que ocurre
es que hay diversas maneras de expresarlo y trascenderlo y en esa distinta manera de operar
radica una de las diferencias más cruciales entre el reflejo artístico y el científico. La misión
primordial de la ciencia está en separar el fenómeno de la esencia, procurando así su

166 Prolegomeni a un’ estética marxista, p. 156. Roma, 1957.


167 Cf. G. Bedeschi. Introducción a Lukács, p. 98. Buenos Aires, 1974.

117
conocimiento. El conocimiento científico supone un desgarramiento, un quiebre entre
fenómeno y esencia; el fenómeno es totalmente superado en la esencia. No ocurre lo mismo
en el arte. Por el contrario, éste crea una nueva unidad entre el fenómeno que se muestra y la
esencia que se oculta. El arte, pues, pone a la vista de un golpe la estrecha relación entre el
fenómeno y su esencia, vínculo que, según Lukács –y muchísimos artistas y estetas-
desaparece en la percepción habitual y rutinaria168. Es específico del arte revelar de manera
inmediata y clara la esencia del fenómeno por intermedio de una forma que no es la propia,
sino la artística. Así el contenido (que es lo importante) de la realidad queda de manifiesto en
una forma diferente de la fenoménica, una forma nueva que es responsabilidad del artista.
De ahí, entonces, que Lukács pueda afirmar que “la verdadera originalidad artística implica
que se capta la esencia del fenómeno nuevo, pero esto sucede de acuerdo con el carácter
específico del reflejo estético, esto es, no simplemente descubriendo leyes generales, como
en las ciencias, sino representando destinos particulares de hombres particulares”169,
afirmación en la que se percibe el eco de la concepción aristotélica de la tragedia.

Otra oposición que singulariza la actividad artística frente a la científica es lo que


Lukács llama la infinitud intensiva del arte, frente a la infinitud extensiva. El valor de la
abstracción científica consiste justamente en el hecho de que ella reconoce esta infinitud, la
toma como punto de partida y crea formas (descubre leyes) que mediante las cuales un punto
cualquiera de la infinitud extensiva puede ser concretamente identificado, puesto en su
contexto y definido con exactitud. “La ciencia –dice Bedeschi interpretando a Lukács-
elimina lo contingente o trata de reducirlo al mínimo mediante la necesidad de la ley; el arte,
en cambio, asume como momento central de su reflejo la relación entre lo contingente y lo
necesario; por ende, no elimina la “astucia” de la historia, la particularidad y peculiaridad del
fenómeno”170. El reflejo artístico renuncia a la reducción inmediata de la infinitud extensiva
en aras de lo particular. Por esta razón el arte está siempre más cerca de la vida, pues logra
dar evidencia inmediata a la esencia sin darle en la conciencia una figura propia, separada de
la forma fenoménica.

5. LA TEORÍA DEL ARTE COMO REFLEJO FRENTE A


OTRAS CORRIENTES MARXISTAS

168 La idea de que el arte supera la percepción habitual y rutinaria ha sido la doctrina básica del arte
contemporáneo. Cf. Escritos de arte de vanguardia 1900/1945 compilado por Ángel González
García, Francisco Calvo Serraller, Simón Marchán Fiz, Madrid, 1979; El arte visto por los artistas de
Goldwater-Treves, Barcelona, 1954; también esta idea ha sido destacada hacia 1920 por el
formalismo Ruso Cf. Escritos de arte de vanguardia 1900/1945 compilado por Ángel González
García, Francisco Calvo Serraller, Simón Marchán Fiz, Madrid, 1979 “Idea general del arte” de Paul
Valéry en Estética (varios ensayos) compilado por Harold Osborne, México, 1976 y los parágrafos
que en este trabajo dedicamos al formalismo Ruso. Capítulo 10.
169 Prolegomeni a un’ estética marxista, p. 20.
170 Introducción a Lukács, p. 100.

118
El objetivismo consiste, según ha dicho Lenin, en que las categorías del pensamiento
no son instrumentos tan sólo de los hombres, sino expresión de la legalidad de la naturaleza
y del hombre. Este postulado constituye también la base de los rasgos específicos del reflejo
artístico. Lukács defenderá, ante corrientes marxistas desviacionistas, que la forma artística,
lo mismo que para otras formas intelectuales, es igualmente una forma de reflejo de la
realidad, pero subrayará vigorosamente en numerosas ocasiones que la incomprensión de
este axioma del marxismo-leninismo ha llevado a amplios sectores de la crítica marxista a
interpretar la teoría del reflejo de la realidad, en su carácter más superficial y equivocado, al
suponer que el arte debe recoger y plasmar la impresión inmediata surgida del contacto
directo de la sensibilidad con la realidad material y social. “Lenin –escribe Lukács- realiza la
superación de la inmediatez hasta la clara conciencia del movimiento del todo –sostenido por
un profundo y amplio amor al pueblo oprimido, que da a todo conocimiento el phatos de la
indignación, de la agitación liberadora- sobre la base del conocimiento adecuado que sólo
suministra la dialéctica materialista, el marxismo. Nunca se ha proclamado tan
contundentemente la superioridad de la razón, que aspira a la universalidad del
conocimiento, sobre la mera inmediatez”171. La inmediatez, como se ha dicho, vale tanto en
el proceso de conocimiento como en el de creación como punto y base de partida, pues es un
momento del proceso vital del escritor relacionado con todo su pasado, con su historia
personal del que no puede ni debe prescindir, pero otra cosa es hacer de la inmediatez el
material mismo del arte. Esto va contra la idea que Lukács tiene del arte como proceso
racional de creación mediante el cual también es posible conocer la realidad. Todo
conocimiento requiere de la abstracción, y el arte lo es en cierta medida, tan sólo que ni se
eleva a la abstracción pura del concepto científico ni desciende a la irracionalidad total de la
impresión inmediata. El auténtico valor del arte reside en que es un reflejo correcto de la
vida, cuando es un momento necesario del correcto reflejo del proceso total de la realidad
objetiva, con independencia de que lo que el artista lleva a su obra lo haya observado en la
vida o lo haya producido con fantasía artística, partiendo de experiencias vitales inmediatas
o mediatas. Tomar pedazos de la realidad (naturalismo) y organizarlos coherentemente o
tomar por motivo el reflejo especular no es arte. “Por lo tanto –escribe Lukács-, es
perfectamente posible “montar” una obra exclusivamente con reflejos fotográficamente
verdaderos de la realidad pero, el todo será, a pesar de ello, un reflejo falso, subjetivamente
arbitrario de la realidad. Pues la coordinación de mil azares no puede dar nunca por sí misma
una necesidad172. Esta teoría de Lukács se emparenta con la descripción del proceso creativo
según lo han postulado grandes artistas del realismo crítico, tal como lo hace notar Anna
Seghers en su conocida carta a Lukács. Efectivamente, Tolstoi había afirmado en su Diario
que el proceso de producción comprende dos estadios. En el primero el artista recibe la
realidad de un modo aparentemente inconsciente e inmediato, la asimila de una manera
completamente nueva y original y pasa a hacerse inconsciente. Luego, en un segundo
momento, se trata de hacer nuevamente consciente esa inconsciencia, pero para entonces el
artista habrá ya superado la inmediatez producto del choque entre la conciencia y la
realidad173. Alejarse de la impresión inmediata y someterla a la criba del entendimiento es
nada menos que captar la verdadera esencia del desarrollo dialéctico de la realidad. Lo

171 Materiales sobre realismo, p.140.


172 Id., p. 208.
173 Cf. “Correspondencia entre Anna Seghers y Georg Lukács” en Materiales sobre el realismo.

119
contrario implica, indefectiblemente, paralizar el movimiento dialéctico tan característico de
la evolución y del progreso material y espiritual.

Detrás de esta concepción sobrevive una oposición (reactualizada por Lenin) muy
antigua en filosofía, entre apariencia y realidad. Se equivocan fatalmente los que confunden
la apariencia de la realidad (vanguardismo) con lo constante, con las leyes invariables que
rigen el universo histórico. Es fácil que el artista no instruido en el marxismo-leninismo vea
sólo la apariencia y pierda de vista la esencia que justamente se oculta tras la inmediatez del
fenómeno. La literatura auténtica, dirá Lukács, desecha lo que se encuentra en la superficie y
se adentra en la intimidad del fenómeno hasta extraer la esencia, esa esencia que, como ha
dicho Lenin, se mantiene densa y firme tras el derrumbamiento de la apariencia. La
incomprensión de este importante capítulo doctrinal es lo que critica tan acerbamente Lukács
a Bloch. “El error de Bloch, afirma, consiste en identificar inmediatamente sin reservas ese
estado de conciencia con la realidad misma, la imagen presente en esa conciencia, en toda su
deformación, con la cosa misma, en vez de descubrir concretamente la esencia, las causas,
las mediaciones de la imagen deformada mediante una comparación de la imagen con la
realidad”174. Las consecuencias no pueden ser peores para los teóricos de la estética marxista
y para los noveles artistas del nuevo socialismo revolucionario, pues su arte en nada se
diferencia del propio y “detestable” arte burgués, puesto que “las modernas tendencias
literarias del período imperialista, en sucesión tan rápida desde el naturalismo hasta el
surrealismo, se parecen todas en que toman la realidad tal como aparece inmediatamente al
escritor y a sus personajes”175.

El peligro de incorporar tales tendencias al arte radica en que contribuyen a desviar el


curso del desarrollo social, pues todas ellas se inmovilizan intelectual y emocionalmente y
no profundizan hacia la esencia, es decir, hacia la conexión real de sus vivencias con la vida
real de la sociedad, en busca de las causas ocultas que producen objetivamente esas
vivencias, en busca de las mediaciones que enlazan esas vivencias con la realidad objetiva de
la sociedad; producen, por el contrario –con mayor o menor conciencia-, su propio estilo
artístico espontáneamente, partiendo de esa inmediatez. Brecht, quien está en la mira del
ataque de Lukács, como paradigma de lo que no puede permitirse el arte socialista, recusó el
escolasticismo al que estaba conduciendo la estética del autor húngaro y profesó, en cambio,
una interpretación más libre que permitiera el desarrollo del arte176. “¡No proclaméis –
exclama el dramaturgo alemán- la única e infalible manera de describir una habitación, no
excomulguéis al monje, no pongáis en el índice al monólogo! ¡No abofetéeis a la juventud
con los viejos nombres! ¡Dejad ya de permitir el desarrollo técnico de las artes hasta 1900 y
no de esa fecha en adelante!” En clara alusión a Lukács afirma que en verdad los artistas no
deberían inquietarse ante las condenas de los críticos que manejan los cánones marxistas con

174 Id., p. 15.


175 Id., p. 18.
176 Trotsky había ya sostenido una teoría bastante flexible sobre el arte. “El arte –escribió- tiene que

encontrar su propio camino por sus propios métodos. Los métodos marxistas no son los mismos que
los artísticos. El Partido es la guía del proletariado, pero no del proceso de la historia. Hay dominios
en los que el Partido es la guía, directa e imperativamente. Hay otros en los que sólo coopera. Por
último, hay otros en los que sólo orienta. El dominio del arte es uno en los que el Partido no puede
dar órdenes. Puede y debe protegerlo y ayudarlo, pero sólo puede decidirlo de una manera
indirecta.” Cf. Sobre arte y cultura, p. 218. Madrid, 1974.

120
inusitada inflexibilidad. Es evidente que Brecht, marxista y revolucionario, cuestiona y
rechaza la autoridad de Marx, Engels y Lenin en materia artística177.

5. LA NATURALEZA DE LA VERDADERA OBRA DE


ARTE SEGÚN LA TEORÍA DEL REFLEJO

¿Cómo ha de ser, pues, esa obra de arte auténtica que propicia la teoría marxista del
reflejo de la realidad, según propone y quiere imponer Lukács? Primero y ante todo el arte
auténtico es un reflejo concentrado e intensificado de la vida, lo que implica que todo
realismo crítico trabaja su materia vivencial mediante los medios de la abstracción para
llegar a captar las leyes del realismo objetivo o, lo que es lo mismo, las conexiones
profundas que gobiernan la realidad social. El resultado de un trabajo de esta naturaleza tiene
como consecuencia el fin supremo del arte: presentar personajes y situaciones típicas.
Lukács hace suya la definición de Engels: “El realismo significa, a mi parecer, además de la
fidelidad a los particulares, la reproducción fiel de caracteres típicos en circunstancias
típicas”178. Ciertamente no son muchos los ejemplos que Lukács está en condiciones de
presentar. Desde luego, repite los elogios a los mismos novelistas que en su día Marx,
Engels y Lenin elogiaron y apenas si puede mencionar a los hermanos Mann y, en cierta
ocasión, a Solchenitzen, lo que le valió, por lo demás, severas críticas del oficialismo. En
cualquier caso, hay que prevenirse ante la torpe y recurrente mala interpretación de esta
doctrina y confundir lo típico como lo cotidiano, con lo rutinario, con lo que ocurre y
transcurre sin trascendencia alguna. Por ello, el “tipo” no se puede confundir con la “media”;
contrariamente, no sólo es cualitativamente diferente –dirá Lukács- de la media estadística,
sino que constituye un opuesto. El tipo está caracterizado por el hecho de que en él
convergen y se entrelazan en unidad viva y contradictoria todos los rasgos salientes de

177 “A veces me pregunto –escribe Brecht- por qué en ciertos ensayos de Georg Lukács, bien
contienen tantas cosas interesantes, contienen sin embargo un en sí poco satisfactorio”. El
compromiso en literatura y arte, p. 215. Barcelona, 1967. Y agrega: “Realismo no equivale tampoco a
exclusión de la fantasía e inventiva. El Don Quijote de Cervantes es una obra realista… El ornato no
echa a perder un ápice del carácter realista de La isla de los pingüinos de Anatole France”. Id. p.
275.
Esta cita de Brecht pone de manifiesto, de paso, la diversidad de criterios a la hora de
concebir la realidad. Otro esteta marxista afirma: “Lukács –y no sólo él- reduce el realismo a una
serie de criterios formales, lo que implica achicar considerablemente el campo de la expresión”
(André Gisselbrecht, Estética y marxismo, p. 32. Barcelona, 1969). En la misma obra se lee la
siguiente afirmación de Luis Aragón en clara alusión a Lukács. “… tengo plena conciencia de que los
verdaderos teóricos de la literatura, de esa literatura que debe desarrollarse, están todavía por
nacer”, p. 53.
178 En comentario a City Girl de Harkness, p. 135, en Cuestiones de arte y literatura.

121
unidad dinámica en que la verdadera literatura refleja la vida, todas las contradicciones más
importantes, sociales, morales y psicológicas de una época. Por eso los personajes centrales
de Shakespeare o Cervantes (en su Quijote) representan lo típico; no porque existan multitud
de Quijotes y Sanchos –que estadísticamente son muy escasos-, sino porque encarnan
actitudes espirituales propias de una época histórica con acierto y verdad. Goethe, Balzac y
Tolstoi son, además, de los pocos artistas que fueron capaces de elevarse por encima de la
inmediatez; supieron superar la fugacidad de la superficie, del instante, para penetrar, en
cambio, profunda y firmemente en esa realidad y captar los elementos y las tendencias que
se repiten según leyes dialécticas constantes y determinadas.

Un caso claro de pseudo-arte y de una errónea concepción del arte puede verse –
según Lukács- en la obra de Zola, en donde las superficies de la vida reproducidas con
exactitud fotográfica han quedado petrificadas, sin dinamismo interior; mudos y paralíticos
reflejos de un “estado” –tan diferente al dinamismo dialéctico de la realidad. Por eso la
producción artística del naturalismo, externamente tan diversa, es una misma e
indiferenciada. Este novelista ha dicho: “El arte es un rincón de la naturaleza visto a través
del temperamento”. Este subjetivismo extremo deviene en la estética subjetivista de la
empatía (escuela de Lipps) , para la cual la esencia del arte se traslada de la realidad al
sujeto, llegado a ver en el arte una proyección de los sentimientos y pensamientos humanos
sobre el mundo externo, pensado como incognoscible en sí mismo. Esta teoría estética corre
a parejas con el arte subjetivista que se observa en la transición del naturalismo al
impresionismo y, de éste, a todos los movimientos contemporáneos que han abandonado la
verdadera materia del arte para dedicarse a una temática privada sin interés alguno para el
proceso de transformación social e histórico que debe propugnar el auténtico arte que
reclama Lukács, pues, en efecto, el arte debe cumplir una misión: presentar una vida más
rica y más intensa que la que vivimos, más articulada y ordenada que las experiencias de la
vida de los hombres en general; relacionarse íntimamente con la función social,
convirtiéndose así en una propaganda efectiva y sutil a favor de las grandes transformaciones
sociales que reclama el pueblo trabajador. En este sentido los artistas deben ser ingenieros de
almas, como dijo Stalin, capaces de presentar la vida en esa unidad y motilidad que no salta
a la vista, pero que se encuentra en las capas más profundas de la realidad. Esto es lo que
persigue o debe perseguir, según Lukács, el verdadero arte, y no esa propaganda directa y
desembozada del romanticismo revolucionario que desconoce las leyes que rigen en la
realidad y que pone en su lugar una propaganda puramente subjetiva, que no nace de la
lógica de los hechos artísticos, sino de la opinión subjetiva del autor.

6. ERRORES DE LA TEORÍA DEL ARTE COMO


REFLEJO

No puede extrañar, entonces, el rechazo de Lukács por el naturalismo y el


expresionismo contemporáneo. Flaubert, Proust, Joyce, Kafka, Dos Pasos, son sólo los casos

122
más representativos de la condena ante los tribunales del realismo crítico179. Otro tanto
habría que decir respecto de los pintores que a la sazón se abrían paso en el arte vanguardista
y cuya calidad y valor hoy día ya nadie discute. Ya lo hemos señalado: el pecado de todos
estos artistas y movimientos es que han confundido el reflejo de la realidad con el reflejo de
la superficie. En verdad lo que Lukács está exigiendo a los artistas es un imposible: que sean
filósofos, y más que filósofos, filósofos marxistas ortodoxos. ¿Cómo, si no, será posible tener
plena conciencia de lo que debe hacer un artista y mantenerse fiel a los dictados del realismo
crítico? Lukács desconoció testarudamente que al artista no se le puede pedir más que
sinceridad y belleza, y que las reflexiones abstractas normalmente hacen mal al artista, que
le es difícil comprender “filosofías de la composición” y que a menudo las reflexiones sobre
el arte son incomprendidas por el artista que, en fin, la filosofía del arte no pocas veces es
incompatible con la experiencia creativa. El gran Neruda –quien probablemente en buena
parte de su obra se acerca a lo que Lukács exige del artista- declaraba a propósito del libro
que Amado Alonso dedicó al estudio de su poesía, que jamás había comprendido una palabra
de dicha obra.

La concepción lukacseana del arte, en tanto reflejo “sui generis” de la realidad, en


tanto prolongación ideológica de una doctrina política comprometida con la praxis y pensada
en función de un inexorable proceso revolucionario conlleva, por esto mismo, sus propios
méritos y limitaciones. Concebir el arte como un proceso de investigación y de conocimiento
de la realidad por otros medios de los utilizados por la ciencia no es, evidentemente, nuevo
en la historia de las ideas estéticas; muchos filósofos del arte y un buen número de artistas
así lo creen180, pero pretender que tal efecto sólo se logra en el llamado arte realista y sólo es
privilegio de los que saben cómo marcha la realidad histórica y social, es cerrar la puerta del
arte de una manera inaceptable. ¿Con qué derecho puede Lukács afirmar que prácticamente
todo el arte del siglo XIX y XX –salvo tan escasas excepciones- no merece el nombre de tal?
Sólo con el derecho que le da la profesión de una fe demasiado comprometida con un
modelo de explicación que precisamente escapa a la estética. Además, si ha de ser
consecuente con su doctrina, no debió permitirse salvar a algunos artistas burgueses,
introduciendo así, él mismo, un relativismo en su teoría que, sin embargo, prohíbe a los
demás. No es fácil aceptar la teoría de Lukács según la cual el arte auténtico es un reflejo de
la realidad, al menos si “realidad” ha de significar sólo lo que él pretende que signifique.
Desde un principio surge la dificultad de aceptar si sólo es arte auténtico el que refleja la
realidad tal cual postula Lukács. ¿Y por qué hemos de quitarle el título de artista a Van
Gogh, a Marc, a Picasso, a Joyce, a Kafka y a tantos otros? ¿Acaso no hay en la obra de

179 “Supongamos –dice Gisselbrecht-, como lo plantea Lukács, que el realismo debe, en primer lugar,
abrirse a la historia, dar una dimensión histórica; en segundo lugar, presentar un asunto real y
palpable y no un sueño o una pesadilla, en tercer lugar, referirse a un mundo concreto y no, por lo
menos en apariencia, a un mundo intemporal e indeterminado, ubicado fuera del espacio y del
tiempo. Y bien ¿qué hacer en tal caso con el pobre Kafka? En lugar de ampliar la noción de realismo,
se le arrojaría a las tinieblas de la decadencia artística y se agravaría además su condena con un
juicio moral, ya que al parecer no es humano estar desesperado, ni siquiera en forma transitoria…”
Estética y marxismo, p. 32.
180 Cf., por ejemplo, M. Heidegger “El origen de la obra de arte” y “Hölderlin y la esencia de la poesía”

en Arte y poesía. México, D.F., 1978. En un sentido muy diferente, pero coincidente al final, N.
Goodman considera al arte como una suerte de teoría del conocimiento. Cf. Ways of Worldmaking.
Hackett P. Co., 1978.

123
estos artistas una potente irrupción de una realidad que difícilmente se capta en la vida
cotidiana? Lo que han visto estos artistas es también nuevo y profundamente real y desde el
punto de vista de las consecuencias bien poco o nada importa si fueron fieles o no a la teoría
del reflejo tal cual la propone Lukács.

Ya en 1938 su camarada y escritora Anna Seghers preguntaba a Lukács con mucho


sentido si hay alguna auténtica obra de arte que no contenga una sustancia de realismo, a
saber, una tendencia a dar conciencia a la realidad181, pues le parecía a ella, lo mismo que a
Bloch, a Brecht y a muchos otros, que en modo alguno se puede afirmar que el arte que se
aparta de los principios del realismo crítico, tal cual lo entiende Lukács, deje de ser arte,
antes, por el contrario, con nuevas técnicas y con nuevos temas puede penetrar y describir
profundamente la realidad y dar una imagen fidedigna de un estado de cosas absolutamente
típico. Bloch pensaba, por ejemplo, que el monólogo interior y el “stream of consciousness”
eran el reflejo fiel y profundo de un estado de cosas objetivísimo cual era el advenimiento de
la pérdida de valores y de estabilidad de la burguesía capitalista, fatalmente condenada a
dejar su lugar a las clases trabajadoras.

Al asignar fundamental importancia al contenido, Lukács ha aplicado demasiado


mecánicamente el concepto de lo típico y, como consecuencia de ello, llega a sintetizar los
complejos problemas estéticos en una fórmula del todo reprochable: realismo = socialismo y
antirrealismo = capitalismo, cuando es evidente que no hay ni puede haber relación de
ninguna manera necesaria como la que propone la fórmula lukacseana, porque si es así,
entonces ¿cómo explicar el reconocimiento del propio Lukács a Thomas y Henrich Mann, o
el de Marx y Engels a Balzac? Si es efectivo que el materialismo histórico establece la
verdad de que la superestructura evoluciona como consecuencia de cambios históricos
específicos de la base económica, y el desarrollo de la superestructura no se puede
desconectar ampliamente de la base material, entonces Lukács no puede evitar quebrar su
teoría que, según propia declaración, busca levantarse sobre la doctrina más ortodoxa del
marxismo. Más consecuente en este sentido, aunque con resultados catastróficos para el arte,
ha sido el comunismo chino al suponer que movimientos en la superestructura, como las
revoluciones culturales, pueden ayudar a que se agilice el dinamismo de la infraestructura
material y económica182.

Por otra lado, es interesante hacer notar que en la práctica –y aunque por razones
ideológicas distintas- Lukács se acerca peligrosamente al facismo y al nacismo en su afán de
condena del arte de vanguardia que se desarrolló entre las dos guerras. Ve en grandes artistas
como Marinetti, D’Annuncio y en el expresionismo, cubismo, etc., peligrosos movimientos
artísticos que se alejan de la realidad para mostrar una cara deprimente y parcial de lo real, y
no profundizar en la cara oculta de los fenómenos. Por idénticas razones Hitler, y su
programa cultural, proscribió el arte de vanguardia y propició, en cambio, un arte “realista”
que reflejara fielmente el advenimiento de un nuevo orden social y moral en el que la
hipocresía judía cedería definitivamente paso a un nuevo orden de cosas. Paradójicamente,
tras combatir infatigablemente al nazismo alemán, Lukács termina condenando a unas con el
nacionalismo-socialismo germano el arte de post-guerra.

181 Cf. G. Lukács. Materiales sobre realismo, p. 55.


182 Cf. Mao Tse-Tung. Intervención en el foro de Yénan sobre arte y literatura. Barcelona, 1974.

124
La concepción del realismo crítico de Lukács descansa, por lo menos, en un concepto
del todo discutible. Y no se trata de que lo sea para posturas no marxistas sino, por el
contrario, los desacuerdos comienzan dentro del propio marxismo. En realidad, la resistencia
más seria a su doctrina proviene de críticos y escritores de países del Este, aunque en
Occidente pensadores como Adorno y Marcuse también han rechazado su doctrina183.

Que existe lo real, independientemente de las conciencias humanas, es un supuesto


que Lukács nunca se detiene a examinar. Lo da por verdadero sin más y, para afirmarse,
recurre a la autoridad de Marx, Engels y Lenin, rechazando dogmáticamente cualquiera otra
interpretación, pero sin reparar que la interpretación de este supuesto ha dado origen a
profundas pugnas ideológicas y políticas en el seno del Partido. Y, por lo demás, ¿qué
criterio hemos de emplear para distinguir el verdadero reflejo de la realidad del aparente?
¿Y, la apariencia, no tiene acaso también su propia realidad? Si la apariencia no fuera real,
no sería –al menos en arte- nada en absoluto. Ése es el punto crítico que la doctrina de
Lukács no logra superar, porque por lo menos hay buena razones para suponer que el arte
no-realista puede conseguir genuinos tipos de reflejo de otra manera que la propiciada por
Lukács.

No nos parece, pues, que sea legítimo descalificar todo el arte contemporáneo sobre
la base de una doctrina filosófica que, aunque interesante, es tan falible como cualquiera
otra. Las sentidas y profundas declaraciones de los más grandes artistas que han ido tras la
realidad no pueden ser barridas sólo porque no se ajustan a una ideología. Por lo demás, el
concepto mismo de realidad, un tanto dogmáticamente asumido por Lukács, ha entrado en
una profunda crisis en la filosofía y en la ciencia actual.

183 Marcuse, como marxista, reconoce la función política del arte, pero la encuentra en la forma
estética en cuanto tal y, por tanto, defiende la autonomía del arte frente a cualquier movimiento
revolucionario o clase social. Marcuse pone en tela de juicio los siguientes postulados de la estética
marxista, por ejemplo, tal como la concibe Lukács: i) la conexión determinista entre arte y base
material; ii) la relación directa entre arte y clase social; iii) el único arte auténtico es el de la clase
obrera en ascenso; iv) el escritor (o artista) debe reflejar los intereses y necesidades de la clase de
ascenso; v) los artistas de una clase en declive son capaces de producir sólo arte decadente y; vi) el
realismo es la única forma artística que refleja la realidad y, por tanto, la forma artística correcta.
Según Marcuse estos postulados muestran la interpretación estrecha y mecánica del
concepto base-superestructura. “Si el materialismo histórico –escribe- no toma en consideración el
papel de la subjetividad, adquiere los tintes de un materialismo vulgar”. La dimensión estética, p. 63.
Barcelona, 1973.
Contra estos principios Marcuse defiende el valor de la subjetividad liberadora que se
constituye en la historia interna de los individuos y que no se identifica, necesariamente, con su
existencia social. Una de las tesis fundamentales de Marcuse sostiene que: “las cualidades radicales
del arte, es decir, su renuncia de la realidad establecida y su invocación a la bella ilusión (Schöner-
Schein) de la liberación, se fundamentan precisamente den aquellas dimensiones en las que el arte
trasciende su determinación social y se emancipa del universo dado del discurso y la conducta,
manteniendo, sin embargo, su arrolladora presencia (…). La lógica interna de la obra de arte culmina
con la irrupción de otra razón, otra sensibilidad, que desafían abiertamente la racionalidad y
sensibilidad asimiladas a las instituciones sociales dominantes”. Id. P.68. En resumen, para Marcuse
la obra de arte es autónoma en virtud de su forma estética y no en virtud de sus contenidos.

125
Quizá la principal limitación de la teoría del arte de Lukács se deba al incondicional
apego a sus principios ideológicos que hace imperar por sobre cualquier otra doctrina o
consideración, sin la menor intención correctiva, lo que lleva al pensador húngaro a limitar
extremadamente su teoría estética; de ahí que su concepción de lo real-crítico (teoría del
reflejo) y de lo típico, como consecuencia de aquélla, sea aplicable sólo a un determinado
tipo de arte, pero no parece razonable, en cambio, que anatemice sectores inmensos,
profundos y bellos del arte del siglo XIX y XX que nadie sensatamente discute.

Es una pena que Lukács no haya hecho una interpretación más libre y, de este modo,
haya contribuido a enriquecer y a mostrar nuevas facetas y posibilidades del marxismo en el
terreno estético. Para Lukács, la teoría marxista tal como la formularon Marx, Engels y
Lenin, es la doctrina auténtica, absolutamente veraz, que ha explicado con rectitud la
totalidad del acaecer fenoménico y espiritual, tanto que para este autor ya no quedan
problemas filosóficos. Es cuestión de ir a las fuentes para encontrar respuesta a todo. Cuanto
más, se puede ahondar en la misma dirección señalada por estos pensadores, pero parece
estar fuera de las fuerzas humanas superarlos, aunque sea parcialmente. Lukács ha
transformado el saber especulativo, tan propio de la filosofía, en saber seguro, más propio de
la ciencia. Naturalmente, habría que tomar en cuenta las excusas de Lukács según las cuales
en muchas ocasiones se vio constreñido a admitir ciertas tesis y a predicarlas contra su
voluntad para no verse marginado del Partido, pero la falta de objetividad y de autocrítica –
sobre todo cuando se es consciente de fallos y errores-, no justifican su actitud intelectual;
cuanto más, la explican.

Con todo, una interpretación positiva de la doctrina del arte profesada por el pensador
húngaro –y a la que él obviamente se opondría- implica la abolición de las fronteras teóricas
del realismo crítico. “El arte es una manera excepcional de reflejar la ‘realidad’, es un juicio
que aceptarían de buen grado tanto artistas como filósofos del arte, pero, hay que tener
cuidado en dejar a criterio del artista y del contemplador estético el averiguar en qué consiste
la “realidad” de que nos habla el arte y mediante qué expedientes se produce el mencionado
reflejo. Naturalmente, se pueden proponer teorías y someterlas a discusión, pero lo que no se
puede permitir es afirmar taxativamente que ya se ha encontrado la teoría que responde a
todas las preguntas y que hace superflua cualquier otra investigación y que, por fin, en virtud
de ese nuevo saber, estamos en condiciones de dictaminar qué es arte y qué no lo es.

Pero, aún más, ni siquiera es menester examinar la teoría del reflejo desde fuera para
encontrar graves dificultades. Sus supuestos ideológicos producen contradicciones internas
insoslayables. La más notoria, y la más pertinente en la perspectiva de este trabajo, es la
confusión en que incurre Lukács entre mundo ficticio y mundo real, entre personajes
históricos y personajes ficticios, en fin, cuando ataca al autor por lo que dicen sus
personajes, como si el autor no tuviera licencia para inventar el narrador, las situaciones y
los personajes que más convengan al argumento de su obra y a los fines estéticos
perseguidos. Lo extraño, en todo caso, es que Lukács está muy consciente de la naturaleza
autónoma de la obra literaria, y no sólo eso, sino que es él el primero en proclamarlo y
reconocerlo. Lukács ha escrito que el arte crea un mundo propio y cerrado al mundo exterior,
en donde los personajes, las situaciones, las acciones, etc., tienen una cualidad particular, no
comprometida con ninguna obra de arte y muy diferente de la realidad cotidiana, lo que

126
hace posible “la paradoja del efecto de la obra de arte que consiste en que nos entregamos a
la obra de arte como una realidad puesta ante nosotros, la aceptamos como realidad, la
asimilamos, aunque sabemos perfectamente que no es ninguna realidad (subrayado nuestro),
sino sólo una forma particular de reflejo de la realidad”184; afirmación completamente feliz y
que concuerda plenamente con las más interesantes y actuales teorías estéticas de la obra de
arte, pero que, por desventura, Lukács olvida repentinamente, llevado en exceso por su
concepción sociologizante del arte, pues confunde de continuo las declaraciones de los entes
ficticios con el pensamiento del autor, cual si se tratara de una obra filosófica y, sobre esta
base errónea, censura a los autores por lo que dicen sus personajes 185. Esta confusión ha
impedido durante milenios el acceso científico a la obra de arte (especialmente literaria) y
constituye, en nuestra opinión, una de las más serias limitaciones de la doctrina del arte
como reflejo crítico de la realidad, al menos tal como la ha formulado Lukács. En este
sentido, habría que aceptar que esta teoría ya había comenzado a naufragar mucho antes que
el marxismo, como praxis política, se derrumbara.

Capítulo IX

LA OBRA DE ARTE COMO PROCESO DE


RECONSTRUCCIÓN

184Materiales sobre realismo, p. 205.


185Lukács hace una ingenua crítica a Diderot –a propósito de la novela de éste Les bijoux indiscrets-
por las opiniones que emite el protagonista. Cf. Materiales sobre realismo, pp. 193-194. Obviamente
esta idea de Lukács está lejos de lo que enseña la actual ciencia literaria que distingue entre
personajes en tanto instancias ficticias y autor, en tanto ente real.

127
Creación, obra y contemplación son los tres elementos básicos de los que se ha
ocupado tradicionalmente la estética. Siempre ha interesado el proceso de la creación; lo que
ocurre en la mente y en el espíritu del artista es un viejo problema de la estética clásica. En
nuestro tiempo se ha puesto el acento sobre la obra misma, considerándosela –con el
estructuralismo, por ejemplo- como un mundo cerrado del que, al decir de Barthes, apenas si
interesa el nombre del autor. Simultáneamente los estudios sociológicos y psicológicos de la
literatura se han interesado especialmente por el efecto estético, político y social que la obra
causa en el público.

No obstante, se ha descuidado un factor tempranamente advertido y estudiado por la


estética fenomenológica, pero desatendido en la teoría y la estética literaria, esto es: la íntima
relación que se establece entre la obra y su público. Resulta, pues, que la obra no es nada sin
un público que la viva y la recree, así como el público contemplador no es nada sin una
experiencia contemplativa concreta.

Algunos teóricos de la literatura han puesto el acento sobre este factor destacándolo
de dos maneras distintas, pero no contrapuestas. Hans Robert Jauss cree que es
imprescindible estudiar esta relación a la luz del trasfondo histórico y cultural que va
profundizando y enriqueciendo tanto la experiencia del lector (que actúa sobre un fondo
histórico) como la obra misma. La experiencia estética acumulada de generación en
generación se incorpora a la obra mediante la institución de la lectura y de este modo el
lector actúa sobre la obra con plena libertad y dominio.

Otros autores, como Iser, sitúan en un segundo plano el contexto y la dimensión


histórica para poner atención principalmente en la relación fenomenológica obra-lector.
Sin embargo, ambos coinciden en señalar que la obra no tiene obligación alguna con
la realidad y que por esta razón el lector puede efectuar diversos recorridos de lectura sin
agotar la obra nunca, ya que es en la ficción donde el lector ejerce su plena libertad.

1. DESPLAZAMIENTO DEL INTERÉS TEÓRICO DESDE


EL PROCESO DE LA CREACIÓN AL PROCESO DE
LA RECONSTRUCCIÓN ARTÍSTICA

En el pasado los estudiosos distinguían de una manera especial el proceso de la


creación de la obra de arte. ¿Qué mecanismos espirituales, psicológicos e intelectuales eran
los responsables de la creación? Esa es la cuestión. La obra era el producto más o menos
feliz de una intuición, de una idea o de una ocurrencia genial que mediante técnicas
adecuadas culminaba en la obra. A partir de la fundación de la poética moderna (en tanto
teoría general de las artes literarias) por distintos caminos se llegó a postular la necesidad de
desplazar el eje de atención desde el proceso de creación –que a fin de cuentas aparecía
oculto y velado a la investigación rigurosa-, a la “cosa-creada”. Ya Croce en 1900 en su

128
Estética, y poco después el Formalismo Ruso y toda la tradición que él inaugura, así como el
New Criticism americano, las teorías sobre la estructura inmanente de la obra literaria –
como el estructuralismo francés-, concibieron la obra de arte como mundo autárquico,
organizado de acuerdo a leyes estrictamente estéticas, distinto del mundo así llamado “real”,
aunque de alguna manera vinculado con él.

Se estudió la obra como un organismo vivo, coherente y sistemático tanto desde el


punto de vista formal como desde el punto de vista semántico. Paralelamente, las teorías
psicoanalíticas del arte –que siguiendo a Freud ponían en relación la obra con la
personalidad del autor-, como los enfoques marxistas de la literatura, hacían hincapié en las
relaciones que surgían entre la obra, el autor y la sociedad. La obra era función de la
sociedad y se la podía comprender con categorías sociológicas e históricas. Más, a partir de
los ya célebres trabajos de H. R. Jauss186 y otros autores de la denominada “Escuela de
Constanza”, se comenzó a insistir en algo que, aunque evidente en la hermenéutica
filosófica, sólo había sido barruntado por la crítica literaria pero nunca profundizado con la
fuerza y seriedad que lo han venido haciendo especial, aunque no exclusivamente, los
críticos de Constanza. Nos referimos a la obra de arte como proceso de reconstrucción por
parte del lector o espectador. A fin de cuentas cuando se escribe se escribe para alguien,
cuando se pinta se pinta para alguien; el que escribe música anhela que alguna vez su obra
no sólo sea ejecutada, sino también escuchada por un público. Y hasta el solitario que
escribe y esconde lo que escribe, escribe para sí mismo. Juega ambos papeles: el de emisor y
el de receptor. Con clarividencia Peirce había escrito: “El intérprete es lo que garantiza la
validez del signo”187. Sí, porque todo signo o símbolo producido por el hombre (es decir, de
carácter artificial como lo es el arte) requiere de un intérprete. Un libro no es un libro hasta
que se lo lee; un film nada es sin su público que lo “lee” y lo recrea. A fin de cuentas, el
intérprete, el receptor, la causa final de todo el arte, no podía quedar al margen de la obra
artística y, por consiguiente, al margen de los estudios artísticos. El receptor no es, como
pensaba la tradición, un ente pasivo que “ve”, “escucha” y “consume”. La estética actual le
reconoce una interesante función: nada menos que la de colaborar en la construcción
artística. Entre los filósofos, Heidegger y Sartre fueron los primeros en ver estos problemas,
pero sus observaciones fueron pasadas por alto. Fue necesario que los teóricos de la
literatura tomaran por sí mismos conciencia para que el fenómeno de la recepción saltar al
primer plano. “Hoy la cuestión esencial ya no es la del escritor y la obra, dice Philippe
Sollers, sino la de la escritura y la lectura”188. Los conceptos de “ecriture” y de “lectura”,
asegura otro crítico, se han colocado en el primer plano para dejar de prestar atención al
autor como fuente y a la obra como objeto y enfocarlos, en cambio, “en dos redes de
convenciones en correlación: la escritura como institución y la lectura como actividad”189.

186 Especialmente Literaturgeschichte als provokation der Literaturwissenschaft, Constanza, 1967.


Kleine Apologie der ästhetischen Erfahrung. Constanza, 1972 y “Racines und Goethes Iphigenie. Mit
einen Nachwort über die Partialität der rezeptionsästh etischen Methode” (Neue Hefte für
Philosophie, 4, 1973).
187 Cf. Collected Papers (2.228).
188 Logiques, pp. 237-8. Citado por Jonathan Culler en La poética estructuralista, p. 188. Barcelona,

1978.
189 J. Culler, Id. P. 188.

129
Roland Barthes –y con él el estructuralismo francés- también toma clara conciencia
que es necesario superar este divorcio inaceptable entre obra y lector; al lector se le había
marginado en la crítica literaria tradicional a una especie de ocio en el que todo su trabajo se
limitaba a leer, aceptar o rechazar lo que el autor proponía mediante la obra como motivo de
recreación y esparcimiento; pero, ocurre que lo que está en juego –asegura el crítico francés-
en el trabajo literario (y en la literatura como trabajo) es hacer del lector ya no un
consumidor, sino un productor del texto. Para la nueva conciencia crítica de la obra de arte,
que domina en nuestros días, obra y lector constituyen una especie de sociedad en la que no
se obtienen resultados si no es por el concurso activo y fecundo de ambas partes. La obra se
muestra y puede mostrarse en toda su potencia si el lector la actualiza con toda su energía.
De ahí que esté ya consagrada la clara distinción entre el artefacto (la cosa puramente
objetiva que soporta la verdadera obra de arte) y el objeto estético, realidad espiritual surgida
(no de la psique o estados subjetivos del lector) del artefacto, pero distinta e irreductible a él;
virtualidad que puede llegar a vivir o a revivir en la lectura o en la contemplación, pero que
no se constituye del todo en la lectura pasiva y que desaparece en cuanto ésta ha concluido o
ha sido quebrada por las urgencias de la realidad. Rayuela, famosa novela de Julio Cortázar,
ejemplifica muy bien esta nueva concepción de la obra de arte con sus varias entradas de
lectura y con su distinción entre lector “pasivo” y lector “auténtico” (es decir, cooperador,
activo).

2. EL PAPEL DE LA TRADICIÓN HISTÓRICA EN EL


PROCESO DE RECONSTRUCCIÓN ARTÍSTICA,
SEGÚN LA TEORÍA DE HANS ROBERT JAUSS

Como es ya tradicional a partir de Saussure, los estudios de la lengua y de la


literatura pueden hacerse en dos niveles distintos: en el plano diacrónico o, en el plano
sincrónico. El estructuralismo ruso, checo y francés ha optado preferentemente por el estudio
sincrónico. Una nueva corriente venida de Alemania pretende revivir, pero con nuevos
métodos, los estudios diacrónicos de la obra poética, esto es, fundar una nueva concepción
de la historia de la literatura. La tradición adquiere en esta nueva teoría un papel
protagónico. La tradición vendría a ser la experiencia acumulada y de público dominio que
interviene decisivamente en la reconstrucción artística por parte del lector. Así, por ejemplo,
en el poema épico –supongamos La Ilíada y la Odisea- la tradición se transforma en un
recuerdo colectivo que cada lector actualiza y enriquece según las posibilidades.

Estudiaremos, en las próximas páginas, brevemente y de preferencia, la concepción


histórico-hermenéutica de la teoría de la recepción, representada especialmente por Jauss, sin
por ello dejar de poner atención en los aspectos sincrónicos cuando la ocasión sea oportuna.

Lo que a Jauss le interesa dilucidar preliminarmente es la razón de la constante


actualidad y la readecuación de antiguas obras a las siempre nuevas exigencias del lector ya
que es patente que, tanto en el pasado como en el presente, determinadas obras artísticas y

130
literarias han gozado y gozan de una perenne actualidad. Recordemos que ya Marx tropezó
con este problema a propósito del arte griego. La tesis de la génesis histórica del arte y la
teoría de la estrecha relación entre infraestructura y estructura ideológica desencadena dos
consecuencias perfectamente perfiladas y asumidas por Marx: 1) el arte es una génesis
histórica que no surge de las ideas ni de una “naturaleza eterna del hombre” y, menos aún, de
una categoría general del espíritu; y, ii) consecuentemente, no puede haber una definición
universal y eterna del arte y, por tanto, una estética entendida como teoría general del
fenómeno artístico.

Sin embargo, estas tesis -y sobre todo (i)- que implican una negación de una
categoría universal del espíritu, y la tesis de las relaciones estrechas entre la estructura
material y las representaciones ideológicas, plantean un problema muy serio a Marx. En
efecto, “la dificultad está representada –dice Marx- por el hecho de que ellos (el arte y el
epos griegos) siguen suscitando en nosotros un goce estético y constituyen, en cierto modo,
una norma y un modelo inalcanzable”190, no obstante, podemos agregar, haberse hundido las
estructuras sobre las que pudo florecer. He aquí la respuesta de Marx más o menos
compendiada: un hombre no puede volver a ser niño sin volverse pueril, pero le complace la
ingenuidad infantil. “En el temperamento infantil, ¿no recibe acaso en su verdad natural el
carácter propio de cada época? ¿Por qué, entonces, la infancia histórica de la humanidad, en
el momento más bello de su desarrollo no iba a ejercer una fascinación eterna como estadio
que no puede volver? (…) “Los griegos eran niños normales. La fascinación que su arte
ejerce sobre nosotros no está en contradicción con el estadio social poco o nada
evolucionado en que maduró. Es más bien su resultado, indisolublemente ligado con el
hecho de que las inmaduras condiciones sociales en que surgió y de las que únicamente pudo
surgir, no pueden volver a darse”191.

Pues bien, Jauss considera más ingeniosa que realista esta explicación tan aplaudida
por Lukács porque, entre otras cosas, contradice el texto y el espíritu de la teoría del
materialismo histórico y de la propia teoría del arte como reflejo de la realidad, según la ha
postulado Lukács192.

Una explicación desde la estética de la recepción, como la que adelanta K. Kosik,


parece a Jauss mucho más plausible: “La obra vive mientras ejerce su efecto. En el efecto de
la obra se incluye lo que se realiza tanto en el consumidor como en la obra misma. Aquello

190 K. Marx y F. Engels. Cuestiones de arte y literatura, p. 45. Op. cit.


191 Id. pp. 46-47. Es evidente, sin embargo, que lo mismo podría decirse del arte renacentista. ¿Por
qué su inmarcesible belleza? ¿Por qué no se puede extender la misma explicación al arte
renacentista y, en general, a todo arte clásico? Este problema no deja de ser serio porque una
excepción a la ley del materialismo histórico –que ya citamos a propósito de las teorías de Lukács-
puede dar entrada a muchas excepciones más. En realidad, el arte todo sería una excepción, como
piensan, por ejemplo, Brecht y Marcuse. Cf. La dimensión estética. Barcelona, 1973.
192 Es verdad, pensamos, que Marx dio una respuesta más ingeniosa que realista al problema de la

eterna juventud del arte griego (con su teoría de la infancia de la humanidad), pero sorprende que
también haya escrito estas geniales palabras en Einleintung zur Kritik der politischen Okonomie: “El
objeto del arte al igual que cualquier otro producto, crea un público con un sentido artístico y
capacitado para gozar de la belleza. Por lo tanto, la producción no produce sólo un objeto para un
sujeto, sino también un sujeto para el objeto”, p. 624. Observación completamente pertinente para la
teoría estética de la recepción.

131
que sucede con la obra es una expresión de lo que la obra es (...). La obra es una obra y vive
como una obra porque exige una interpretación y actúa en muchos significados”193. La
naturaleza histórica de la obra artística no reside sólo en su función presentadora y expresiva,
sino también en la acción que ejerce en cuanto vivida y percibida. No es tanto, según Jauss,
la exigencia autónoma del mundo artístico lo que le confiere su constante actualidad, sino
más bien la interacción entre obra y humanidad. Conviene comprender esta interacción entre
obra y humanidad como coherencia histórica, tanto entre las obras entre sí como entre éstas
y el proceso de producción y recepción. “La literatura y el arte sólo se convierten en proceso
–afirma Jauss- cuando la sucesión de las obras viene procurada no sólo por el sujeto
productor, sino también por el sujeto consumidor, por la interacción de autor y público. Y
cuando, por otro lado, la realidad humana no es únicamente una producción de algo nuevo,
sino también una reproducción (crítica, dialéctica) de lo pasado194.

El intento de Jauss se encamina a superar el abismo existente entre la literatura y la


historia. Ni el marxismo ni el formalismo han logrado constituir una historia de la literatura
verdaderamente científica. Tanto el uno como el otro conciben el fenómeno literario en un
ámbito cerrado de producción y de presentación, despojando de esta suerte a la literatura de
una dimensión imprescindible: su carácter estético intrínseco que se actualiza en la acción
histórico-social. Toda obra de arte produce un efecto y ese efecto es asumido y co-producido
por el receptor. Éste es un hecho inalienable del fenómeno artístico. Nada se gana con
examinar la condición social del lector, clasificarlo en un estrato social y declararlo
representante de una determinada clase social. Con ello puede ganar la sociología, pero
pierde el arte por su parte, la escuela formalista sólo necesita al lector como sujeto capaz de
percibir, siguiendo el texto, formas y mecanismos constructivos. Pero, ni aquí ni allá estuvo
el hombre que, elevado a su máxima capacidad estética, es un agente activísimo en la
recreación, en la dación de vida de aquello que le ha sido dado. “En el triángulo formado por
autor, obra y público, este último no es sólo parte pasivo, cadena de nuevas reacciones, sino
que a su vez vuelve a constituir una energía formadora de historia”195. Y esto por la sencilla
razón de que la obra de arte no puede explicarse ni constituirse sin la participación activa del
público al cual va dirigida.

¿Cómo hemos de concebir, pues, una historia del arte? No de otra manera que como
horizonte de diálogo, como relación de ida y vuelta entre la obra y el público. Sólo entonces
se concilian lo estético con lo histórico; sólo entonces se logra poner fin a historias de la
literatura que no son más que sucesiones de hechos estéticos sin apoyo en la humanidad y, al
mismo tiempo, se despoja a la historia de la literatura de ese fárrago de datos, fechas,
biografías y autores, que mucho podrían tener de historia, pero nada de estética. De aquí
surge fácilmente el hilo conductor que viene del pasado y se amarra en el presente, hilo que
había sido cortado tantas veces por las historias del arte. La implicación estética que en este
proceso se juega consiste en la recepción primaria de una obra por el lector que compara y
observa la nueva obra sobre un fondo de experiencias estéticas producto de anteriores
lecturas. La implicación histórica se hace visible en el hecho de que la comprensión de los
primeros lectores prosigue y puede enriquecerse de generación en generación en una serie de

193 Citado por H. R. Jauss. La literatura como provocación, p. 156.


194 Id., H. R. Jauss, p. 157.
195 Id., p. 163.

132
recepciones, con ello decide también acerca de la importancia histórica de una obra y hace
visible su categoría histórica.

Desde esta perspectiva histórica se comprende que ninguna obra viene de la nada ni
es completamente original. El pasado enriquece el presente y éste no es posible sin aquél.
Detrás de la apariencia se oculta la realidad histórica y social desde donde viene y en donde
se nutre cada obra. Ninguna recepción parte de cero. Todas se apoyan en el terreno de la
experiencia y la tradición. El lector dispone de “códigos” históricamente establecidos que le
permiten decodificar adecuadamente una obra según el carácter que esta tenga (por ejemplo,
leer teatro no es lo mismo que leer poemas). Cada lectura –y puede haber muchas y cada una
distinta que descubrirá algo nuevo- despierta reminiscencias de cosas ya leídas, de
experiencias ya tenidas, de emociones ya vividas. Sobre estos elementos emocionales,
fantásticos e intelectuales, el lector construye su expectativa de lectura. Conjetura respecto
de lo que vendrá sobre la base de lo que ha leído y de las experiencias más lejanas que
consciente o inconscientemente, por presencia o por ausencia, la lectura (o la contemplación)
anima y reaviva. Todo lector de obras literarias conoce el juego de la lectura al que es
invitado y del que espera obtener nuevos logros y nuevas experiencias. El texto tiene sus
reglas y sus exigencias que están en íntima relación con lo que el texto lleva o conlleva. Es
tarea del lector descubrir las señales que, como en una carretera desconocida, lo conducirán
a su destino. Naturalmente que puede encontrarse con sorpresas, y es justamente eso lo que
hace valioso el texto porque sus anuncios pueden resultar innovadores, como también
podemos malinterpretarlos y llegar a lugares inesperados, pero todo puede resolverse en la
lectura; nada impide volver a comenzar y corregir el curso de la marcha, porque el lector es
libre para ir por donde quiera y porque la obra de arte le ofrece una posibilidad única de
ejercer su libertad. El arte nunca obliga, siempre sugiere –por contraste con la realidad- y
corresponde al lector, haciendo uso de una especie de libre albedrío, de plena voluntad,
tomar o dejar la lectura según más le agrade o le convenga estéticamente. De este modo el
horizonte de expectativas de cada lector, inscrito en una tradición histórica y estética, hace
posible la reconstrucción de la obra artística; posibilita su existencia individual y colectiva al
mismo tiempo que la enriquece y, si posee valía estética, la mantienen constantemente joven
y actual.

Jauss examina y concibe la indeterminación de la obra de arte como estructura


abierta, lo que hace de ella, podríamos decir, un faciendum que hace posible nuevas y
continuas reinterpretaciones, pero advierte que todo este proceso de la lectura como
reconstrucción –concebido por la crítica sólo desde un punto de vista sincrónico-, encuentra
sus límites en el carácter histórico de la obra, puesto que es en la tradición histórica donde,
en definitiva, se construye el carácter estético de las obras artísticas.

133
3. LOGROS Y NUEVOS APORTES DE LA TEORÍA DE LA
RECEPCIÓN ESTÉTICA

Otros autores como W. Iser196, siguiendo la tradición fenomenológica del estudio de


la obra literaria inaugurada por Ingarden197, se despreocupan de las condiciones históricas
para atender al sujeto lector que es quien se enfrenta directamente con el texto. Ingarden en
sus estudios ontológicos de la obra artística había descartado los fenómenos que, aledaños,
no juegan un papel decisivo en la constitución del “objeto estético”. Iser, siguiendo a
Ingarden, considera también que la nota esencial del fenómeno literario es la ausencia de una
correlación entre los fenómenos ficticios creados por el texto y los hechos del acaecer
fenoménico. No cabe, en consecuencia, la verificación en el terreno del arte pues la obra
artística se transforma en un fenómeno libre que no necesita ni debe ser llamado a rendir
cuentas ante el tribunal de la realidad. El discurso literario adquiere por esta razón una
indeterminación –nacida del carácter polivalente del signo para los semiólogos y de la
tradición histórica para Jauss- que sólo un vago recuerdo puede relacionarlo con la realidad.

Jauss e Iser están de acuerdo en que cuando el lector se enfrenta con el texto lo
primero que encuentra son puras posibilidades, pero ninguna obligación, más se separan en
que mientras Jauss concibe la lectura como una reactualización espiritual de circunstancias
histórico-sociales que vienen incorporadas en el texto, y que el lector no puede eludir por su
condición de ser temporal, Iser, apoyado más bien en una concepción fenomenológica,
considera que la experiencia del lector lo conduce o bien a proyectar n la lectura sus propias
convicciones previas o bien a revisarlas. De otra manera: mientras para Jauss la cuestión del
estudio de la obra literaria debe transformarse en una ciencia del la historia literaria, para
Iser el asunto se resuelve desde el punto de vista más bien sincrónico. Sin embargo, ambos
consideran que la obra literaria es obra abierta en el sentido que el lector puede efectuar
cuantas lecturas quiera sin agotarla en ninguna de ellas.

Por este camino se llega con mayor claridad a la clave del asunto: se descubre que la
indeterminación es posible, que la libertad en la lectura es totalmente amplia, que la realidad
factual e incluso histórica queda al margen del mundo novelado porque este mundo es
mundo de ficción: los textos de ficción, dice Iser, no son idénticos a las situaciones reales.
No tienen una contrapartida exacta en la realidad. Se les podría considerar como no situados
a pesar del sustrato histórico que les acompaña. Pero es precisamente esta apertura la que los
hace capaces de conformar diferentes situaciones que son completadas por el lectura en sus
lecturas individuales. La apertura de los textos de ficción sólo se elimina con el acto de la
lectura198.

196 Cf. “Indeterminacy and the Reader’s Response in Prose Fiction” en J. H. Miller (ed.) Aspects of
Narrative, Nueva York, 1971. The Implied Reader, Baltimore, 1972. “El proceso de lectura” en J. A.
Mayoral (ed.). Estética de la recepción, Madrid, 1987.
197 Cf. J. O. Cofré. “El examen fenomenológico de la obra de arte literaria, según Roman Ingarden”

en Filosofía de la obra de arte. Enfoque fenomenológico. Santiago de Chile, 1990.


198 Cf. D. W. Fokkema y E. Ibsch. Teorías de la literatura del siglo XX, p. 177, Op. cit.

134
Concluyamos, pues, diciendo que la teoría de la recepción enriquece y corrige al
mismo tiempo otras concepciones de la obra de arte. no desestima el carácter de signo de la
obra, sino que lo aprovecha; no rehúsa los avances del formalismo, pero los reduce a su justo
lugar; no acepta –y justificadamente- las teorías inmanentistas e intrínsecas de la obra
literaria que la consideran como un mundo completo y cerrado al exterior; rechaza la
tentación del estructuralismo de quedarse tan sólo en el estudio de las estructuras formales y
semánticas de la obra de arte; rechaza, asimismo, las teorías marxistas que derivan la esencia
de la obra de arte de la infraestructura material e histórica, descuidando el fenómeno estético
en sí. En cambio se acerca a la fenomenología al considerar que la obra no es un producto o
cosa hecha y acabada, sino fenómeno que se hace en la percepción. Que el proceso de
lectura es un juego que el lector debe descubrir y jugar si quiere acceder al objeto estético.
Es en esta relación donde conviene buscar la esencia del arte. La obra literaria es, pues, para
decirlo al modo de Gadamer, un modo del acaecer lingüístico de la tradición199.

Capítulo X

LA OBRA DE ARTE LITERARIA COMO


DISCURSO IMAGINARIO

199 Naturalmente que la estética de la recepción, tal como surge de Constanza, sería impensable no
sólo sin los aportes filosóficos de la fenomenología sino, quizá más decisivamente, sin el trasfondo
riquísimo, sugerente y creador de la hermenéutica alemana, cuyos comienzos contemporáneos
están en Schleiermacher y Dilthey y que han sido desarrollados vigorosa y sistemáticamente por
autores como Heidegger y Gadamer. Cf. por ejemplo, E. Coreth. Cuestiones fundamentales de
hermenéutica. Barcelona, 1972. A. D. Moratalla. El arte de no tener razón. La hermenéutica dialógica
de H. G. Gadamer, Salamanca, 1991.

135
SEGÚN LA TEORÍA DE FÉLIX MARTÍNEZ-
BONATI

Félix Martínez-Bonati, adoptando un punto de vista estrictamente filosófico y


utilizando las herramientas del análisis lógico-lingüístico, de la fenomenología trascendental
y de la ontología, se ha propuesto como tarea caracterizar esencialmente el lenguaje poético
(entendido como lenguaje literario, en general).

Rechaza la teoría que ve lo específico del lenguaje literario en ciertas formas


expresivas y construcciones lingüísticas peculiares, pues no todo discurso poético incluye
efectivamente estos recursos. Según Martínez-Bonati, la determinación esencial del discurso
poético reside en su carácter imaginario; en esto radica su naturaleza óntica que posibilita
toda otra característica eventual que suele asumir el texto poético.

Opone los conceptos de “imaginario” y “real” y distingue una jerarquía de


expresiones lingüísticas que terminan por dar basamento a su teoría del discurso imaginario.
Entre éstas destacan la frase mimética como esencia y fundamento del discurso narrativo-
descriptivo (que desde un punto de vista lógico puede definirse como frase apofántica –
aseverativa); la frase auténtica real (que es la que predomina en el circuito concreto de la
comunicación); y, la frase real pero inauténtica, que Martínez-Bonati denomina pseudofrase,
por no ser una frase verdadera sino tan sólo una expresión que representa icónicamente la
frase auténtica imaginaria, verdadera célula del discurso imaginario o artístico.

Después de exponer brevemente esta teoría –que en verdad por su rigurosísima


formulación lógica y semántica habría requerido de una exposición más detenida, pero a la
que desgraciadamente no podemos dar lugar en el marco de un espacio limitado- intentamos
discutir dos postulados esenciales de su teoría que, sin destruirla, ni mucho menos, pensamos
contribuye a corregirla y enriquecerla.

136
1. APROXIMACIÓN LINGÜÍSTICO-FENOMENOLÓGICA
A LA OBRA DE ARTE LITERARIA

Félix Martínez-Bonati, asimilando las fuentes de la rica tradición alemana,


inaugurada por Husserl y aplicada a la obra literaria por Ingarden y por Josef König 200 y,
valiéndose, además, de los aportes de la estilística y la lingüística europea, es el primer
teórico que en lengua española ha elaborado el estudio filosófico más riguroso y coherente
de la obra de arte literaria, aplicando una metodología, en general, fenomenológica. Su teoría
poética sostiene que la obra poética es, esencialmente, discurso imaginario; mundo de
ficción201.

Martínez-Bonati no se pregunta como Jakobson qué es lo que hace de un mensaje


verbal un producto artístico, sino directamente qué es la literatura202. Pero esta pregunta
también es ambigua porque puede entenderse en diversos sentidos: i) qué clase de objeto es
la literatura, considerada ontológicamente, ii) de qué materia o sustancia se compone ese
objeto y, iii) cómo es este objeto (qué forma o estructura tiene).

¿Qué clase de objeto es, pues, la literatura? Respondiendo de una vez se puede
afirmar que la poesía es imagen u objeto imaginario. Examinemos con más detención este
aserto del crítico chileno.

En primer lugar la pregunta ontológica-estructural por el fenómeno artístico deja


fuera de juego todo lo relativo a la cuestión de la vida del autor, al origen y al efecto del
fenómeno literario, para dirigir la mirada a la cosa misma, la obra literaria, como objeto de
conocimiento intuitivo-discursivo del lector. Desde un punto de vista filosófico esta cuestión
es previa y fundamento de toda tarea de carácter científico o técnico que pretenda dilucidar
problemas más bien empíricos y concretos. De lo que se trata, por el contrario, es de
determinar apriorísticamente (como corresponde a toda investigación fenomenológica) “la
estructura esencial y necesaria de estos objetos de pura intencionalidad que son las obras

200 Martínez-Bonati parece tener muy presente la obra de Josef König Sein un Denken (Halle,
Niemeyer, 1934; Tübingen, 1969). “In a more than thematic respect –dice- my work has its immediate
source in Josef König’s logical-ontological development of the phenomenology of life”. “Preface”.
Fictive Discourse and the Structures of Literature, p. 12.
201 Esta teoría apareció originalmente publicada en Santiago de Chile (en 1960 en la obra La

estructura de la obra literaria). Con el mismo título se reeditó en Barcelona, Seix Barral, en 1972, y
en 1981 apareció con algunas modificaciones y apéndices dedicados a discutir ciertas teorías
actuales en U.S.A., publicada en inglés con el título indicado en la nota anterior por Cornell University
Press, Ithaca and London.
Otras publicaciones, a saber, sobre el mismo tema son las siguientes: “Die logische Struktur
der Dichtung” en Teutsche Vierteljahrsschrift für Litgeraturwissenchaft und Geistesgeschichte, 1973;
“Algunos tópicos estructuralistas y la esencia de la poesía” en Revista Canadiense de Estudios
Hispánicos, Vol. II, N. 3, 1978; “The Act of Writing Fiction” en New Literary History, Spring, 1980; y
“Erzählungsstructur und ontologische Schichtenlehre” en Erzählforschung I ed. W. Haubrichs,
Göttingen, 1976.
202 Cf. “Prólogo”. La estructura de la obra literaria, 1972 (seguiremos esta versión junto a la inglesa).

137
poéticas”203. Estos objetos de pura intencionalidad de la obra de arte son imaginarios. Pero
este término ha sido utilizado en tantos contextos y con tan diversos sentidos y
significaciones que Martínez-Bonati prefiere ofrecer una definición rigurosa. “Hablamos –
afirmar- corrientemente de “objeto imaginario” o de “ficción”, con respecto a un objeto cuya
pura imagen existe, no existiendo el objeto mismo. Más exactamente aún, podemos decir
que hablamos de “objeto imaginario” con respecto a una imagen que pensamos (al
imaginarla, al producirla) como imagen de un objeto que no existe; de modo que la no
existencia de su objeto, es una determinación adicional propia de la imagen, una
determinatio intrínseca de la imagen. Ahora bien, llamaremos, en distinción terminológica, a
tal imagen “objeto-imaginario” y al objeto no existente de que ella es imagen, ‘objeto
ficticio’”204.

Autores como Vossler, Spitzer, y hasta Dámaso Alonso205, en ciertas ocasiones,


relacionan íntimamente la intuición-expresión plasmada en la obra con el estado espiritual
del autor; otros teóricos como Ingarden, Souriau, Sartre y Dufrenne206, distinguen en la obra
distintos niveles o estratos que van desde los más “pesados” (empíricos) a los más “livianos”
(espirituales” y distinguen, como Mukarovsky207y el estructuralismo francés, entre el
“artefacto” (cosa material) y el “objeto estético”, producto del enfrentamiento o encuentro
del lector con el artefacto. Coincidiendo con la semiótica, Martínez-Bonati interpreta esta
estratificación en términos de “signo”, pues sostiene que los fenómenos literarios tienen la
estructura del signo, es decir, una doble presencia: una de superficie y otra de profundidad,
las cuales se conectan mediante un movimiento que nos lleva de lo inmediatamente dado
como sensible, a lo que se esconde tras el signo. Reconociendo los méritos de Ingarden,
quien descubrió que lo que caracteriza a una obra artística es la superposición de planos, de
los cuales los inferiores otorgan fundamento estructural y óntico a los superiores, Martínez-
Bonati observa que es evidente para la reflexión que la lectura simplemente estética de una
obra literaria no se nos da articulada en los cuatro o cinco planos superpuestos que postula
Ingarden. De lo que se trata, en consecuencia, es de superar la visión del filósofo polaco
investigando la estructura esencial de la obra artística en cuanto objeto estético, pero no
única y exclusivamente considerando la obra –como hace Ingarden208- desde el punto
puramente ontológico, sino también en tanto unidad imaginaria intencional dada a la
conciencia del lector. Valorando los dos aspectos surgirá la necesaria relación entre ambos y
se hará patente lo que es el objeto literario. Esta investigación de los estratos de la obra pasa
necesariamente por una investigación sobre la naturaleza y estructura del material de que
está hecha la obra literaria. La obra literaria, en tanto obra de lenguaje, exige un tratamiento

203 Cf. “Prólogo”. La estructura de la obra literaria, p. 4.


204 Id., p. 20. Dos observaciones preliminares: 1) Martínez-Bonati parece ignorar o desatender los
dos excelentes libros de Sartre sobre lo imaginario y la imaginación, obras que, a nuestro entender,
tienen gran relación con la temática que él discute. 2) En consecuencia, “objeto imaginario” no es
sinónimo de “objeto ficticio”; son dos conceptos asaz diferentes según se sigue de sus definiciones.
205 Cf. K. Vossler, Positivismo e idealismo en la lingüística y el lenguaje como creación y evolución.

Madrid, 1929. L. Spitzer. Lingüística e historia literaria. Madrid, 1968. D. Alonso. Poesía española.
Ensayo de métodos y límites estilísticos. Madrid, 1962.
206 Cf. nuestra obra Filosofía de la obra de arte. Enfoque fenomenológico. Santiago, 1990. En este

trabajo hay sendos capítulos dedicados a la obra estética de estos filósofos.


207 Cf. Escritos de estética y semiótica del arte. Barcelona, 1977.
208 Cf. Das Literarische Kunstwerk. Tubingen, 1966.

138
del discurso o del texto artístico, de cuyo resultado surgirá, con mayor nitidez, el carácter y
naturaleza imaginarios de la obra y su mundo conllevado.

En efecto, se puede hablar narrando o se puede hablar describiendo209, pero se


reserva, preferentemente, el concepto de “descripción” para referirse a las representaciones
de lo individual o singular. A fin de evitar equívocos entre ambas especies, que si bien es
cierto se diferencian en algún sentido pero se identifican en otro, Martínez-Bonati llama
mimética (acudiendo al tradicional término de mímesis) a la frase descriptiva o narrativa que
identifica como representación lingüística de lo individual. De aquí pasa al discurso
mimético (narrativo o descriptivo) que lo define como una especie de configuración
lingüística que se fundamenta lógicamente. “La frase mimética puede ser definida
lógicamente, como frase apofántica (aseverativa) de sujeto concreto-individual”210; la frase
mimética es, pues, “juicio singular”. Martínez-Bonati insiste en la necesidad de tener buen
cuidado de no confundir la singularidad lógica de la frase apofántica con los juicios
universales o particulares no miméticos, reconocida por una referencia objetiva en el modo
de caracterizar el sujeto de la predicación, porque “la esfera fundamental de la narración es
un mundo de individuos”211. Por otra parte, la frase apofántica según la definió Aristóteles
en De interpretatione212, es aquella en que reside la verdad y la falsedad. En otros términos,
es un perfecto juicio, pero “frase apofántica” tiene la ventaja de recoger tanto la noción de
juicio como la de expresión lingüística (signo) y es, por esta razón, más adecuada para
designar frases que dan por sentado un hecho y son, al mismo tiempo, verdaderas o falsas
(respecto de esos hechos).

2. LA FRASE MIMÉTICA, FUNDAMENTO LÓGICO DEL


DISCURSO IMAGINARIO

También conviene distinguir una doble dimensión de la frase apofántica, pues por un
lado es “unidad viva del hablar” y, por otro, “puro contenido apofántico de las frases vivas”.
El juicio lógico es el sector representativo de la frase, pero no todo su ser. Así, un mismo
juicio (en su valor de verdad) puede tomar dos formas distintas, según el caso. Como unidad
viva del hablar poético, por ejemplo, “Aquella calles es oscura, oscura”, frente a una frase
trivial: “Aquella calle no tiene luz”. Pero, así y todo, lo que hace al lenguaje plenamente
apofántico, es su carácter representativo. Martínez-Bonati dice: “mímesis es representación,
y representación es el logro fundamental…”. De todo esto resulta que la frase mimética es la

209 Cf. Id. Cap. I, a) “Narración y descripción, especies de un mismo género del hablar”, pp. 53 y ss.
210 Id., p. 55.
211 Id., p. 56.
212 Aristóteles llamaba apóphasis o, también, logos apophantikós, a la proposición en general, es

decir, al discurso, lógos, de índole atributiva. Esta proposición podría ser una afirmación, kotáphasis,
o una negación, apóphasis. En todo caso, la apóphansis o el discurso apofántico se distinguía
rigurosamente de otras formas de discurso; por eso decía Aristóteles que no todo discurso es una
proposición; lo es solamente aquel tipo de discurso en el cual reside lo verdadero o lo falso. De
interpretatione, IV, 71, al 3.

139
célula misma del discurso mimético que, en definitiva, es la esencia de la obra literaria. Toda
obra que utiliza este tipo de discurso podrá ser llamada con propiedad narrativa. En ella
predominará el discurso narrativo o, si se quiere decir con más propiedad, mimético. “Por lo
tanto, ninguna obra podrá ser llamada con propiedad “narración”, si su lenguaje substancial,
predominante y determinador del carácter de la obra como unidad, no es un conjunto de
frases miméticas”213 y esto, como ya se ha dicho, porque una obra narrativa ha de ser
fundamentalmente un hablar afirmativo acerca de individuos.

La importancia del discurso mimético, esencia misma de la obra narrativa, se muestra


aún más palmariamente en tanto estructura que organiza el discurso del narrador. En este
sentido es el estrato básico. El discurso mimético del narrador es el fundamento de los
discurso dialógicos o monológicos de los personajes. “Éstos sólo tienen sentido, vale decir,
son, en cuanto que están ubicados en sus instancias y circunstancias productores, dentro de
la configuración del plano mimético”214.

Sin embargo, no ha quedado claro cómo distinguir lógicamente el discurso mimético


del narrador (hablante básico) del hablar mimético de las figuras (personajes). Para ello, dice
Martínez-Bonati, es menester recurrir al concepto lógico de verdad como atributo de
afirmaciones. En la obra literaria “el lenguaje de los personajes que se desarrolla como tal, y
no como narración, carece de un rango egregio de credibilidad, es un acto de personas del
mundo”; de modo que para averiguar la verdad o falsedad de los personajes no podemos
acudir a los personajes mismos, sino a los hechos del mundo o a una jerarquía a la cual éstos
quedan subordinados. No ocurre ello, en cambio, con el narrador. El narrador es el marco, la
jerarquía mayor del mundo que muestra o del mundo que participa y no podemos más que
creer lo que nos dice, porque de lo contrario la narración se estanca y no camina. Es obvio
que estamos hablando de una verdad intrínseca a la obra y de la verdad en cuanto
correspondencia entre el mundo narrado y los hechos de la realidad extratextual. Es
absolutamente verdadero –pongamos por caso- en Alicia en el país de las maravillas, que
Alicia se sorprendió cuando el conejo sacó un reloj de su bolsillo y exclamó: “¡Válgame
Dios! ¡Voy a llegar tarde!”. Eso es verdad en el mundo de Alicia que el narrador con su
hablar básico (narrativo) organiza, estructura y hace funcionar. Pero, sería ridículo
argumentar que aquello es falso porque no hubo una tal Alicia ni los conejos hablan. En
cambio, las frases de los personajes no son necesariamente verdaderas. Cuando el conejo
exclama, ante Alicia, que va a llegar atrasado a la cita, bien pudiera estar mintiendo; sólo una
confrontación del decir del personaje con los hechos nos dirá si es verdad o no lo que éste
enuncia en sus frases o, en su defecto, el narrador pondrá las cosas en su lugar. En palabras
de Martínez-Bonati: “Las afirmaciones singulares del narrador tienen preeminencia
lógica”215 ante sus personajes.

Toda narración lo que intenta es mostrar un sector del mundo o de los hechos del
mundo (ausentes) por medio de la frase mimética. La frase mimética trae a presencia lo que
de suyo está ausente. En el caso de la narración real podemos creer o no, otorgar valor de
verdad o de falsedad a lo narrado, pero esto no es posible en el caso de la narración literaria,

213 La estructura de la obra literaria, p. 61.


214 Id., p. 62.
215 Id., p. 66.

140
so pena de romper el juego literario a que hemos sido llamados como lectores de obra de
ficción y, con ello, arruinar la obra de arte. La obra literaria “tiene por sentido la plenitud
como narración”.

El lector se ha constituido en tal porque acoge el discurso mimético como


absolutamente verdadero, elimina toda reflexión sobre las frases mismas y vuelve su mirada
al mundo cuya configuración va surgiendo del discurso y cuyo ser asume como verdadero:
“al estrato mimético no lo vemos como estrato lingüístico. Sólo lo vemos como mundo;
desaparece como lenguaje. Su representación del mundo es una “imitación” de éste, que lo
lleva a confundirse, a identificarse con él”216.

Esta peculiar manera de entender el concepto de “mímesis”, cree Martínez-Bonati


que excluye el peligro tradicional de tomar el mundo novelado (narrado) como reflejo de la
realidad, aunque reconoce que tampoco excluye esta posibilidad. Se salvaría, así, el viejo
concepto aristotélico de “mímesis” porque imitar con lenguaje es hacer del lenguaje mundo.
Imitar artísticamente no es volver a hacer el mundo, sino hacerlo en imágenes, representarlo
en una materia distinta de la que realmente es, e incluso poder volver desde la imagen
nuevamente al mundo. Lo esencial es que en literatura (discurso mimético), “la imagen-
imitación tiene su sentido, su razón de ser, en sí misma, no vale por eventual aplicabilidad o
particularidades del mundo real, sino por sí misma como imagen (…) La imitación literaria
es ficción (subrayado nuestro) o, lo que es lo mismo: “La frase literaria es, ella misma, en
todo sentido esencialmente pura imagen”217.

3. LA OBRA DE ARTE LITERARIA COMO DISCURSO


IMAGINARIO

A continuación Martínez-Bonati intenta demostrar que en el discurso literario


aparecen pseudofrases sin contexto ni situación concretos, frases imaginarias independientes
de la situación comunicativa concreta. Tal es el fenómeno literario218. Más, para ello
describe un necesario rodeo que lo lleva a examinar y corregir –basándose en postulados
lógicos y fenomenológicos- algunas concepciones de la literatura surgidas del concepto de
signo lingüístico. Por esta razón examina especialmente la triple concepción de las funciones
del signo lingüístico de Bühler y después demuestra que desde esta teoría no es posible
fundar una doctrina coherente del fenómeno literario, como objeto ficticio. Bühler concibe
en su modelo de las tres funciones del lenguaje, las dimensiones semánticas únicamente
como relaciones externas del signo sensible y, por consiguiente, la tríada señal-símbolo-

216 Id., p. 72.


217 Id., p. 73.
218 En una película creemos ver o reconocer a un actor que nos es familiar, pero en tanto imagen es

signo que representa a un personaje, pero a ningún personaje real, y esto aunque el personaje tenga
apariencia de ser real. el arte siempre (más o menos) suele tener apariencia de realidad –que, a fin
de cuentas, como hemos dicho, es también una forma de realidad- siendo, en efecto, pura ficción.

141
síntoma confunde dos planos diversos: el de las dimensiones semánticas externas y el de las
dimensiones semánticas internas219. Por consiguiente, Martínez-Bonati se da a la tarea de
determinar las dimensiones internas del signo como unidades de lenguaje, esto es, demostrar
la estructura intrínseca del signo lingüístico que es justamente lo que posibilita una teoría
coherente del fenómeno poético como lenguaje imaginario.

En la situación comunicativa concreta el hablante emite (pronuncia o escribe) frases


reales auténticas. De dos maneras puede hacerse presente la frase real auténtica: por sí
misma o por medio de un representante. Supongamos –y este punto es clave en la teoría de
Martínez-Bonati- que yo cuento una conversación tenida con X a K y digo: “X dijo: ‘Pedro
es mi amigo’ “. La frase ‘Pedro es mi amigo’ que yo pronuncio aquí y ahora ante K no es
una frase real auténtica, sino representante de una frase real auténtica de X. Pero la frase
“Pedro es mi amigo” pronunciada aquí y ahora ante K es un signo, mas no signo lingüístico,
que si así fuera significaría que P es mi amigo lo cual traiciona el sentido del relato. Por
consiguiente la frase que es representante de otra no significa del mismo modo que la frase
que representa directamente los hechos y, por esta razón, no es signo lingüístico. “Estas
frases reproductoras parecen ser, pues, frases, sin serlo en verdad”220. Martínez-Bonati las
llama pseudo frases. Este hallazgo, si es que es auténtico y bien logrado, es de la mayor
importancia porque permite nada menos que producir frases aparentes (que parecen serlo,
más no lo son), pero que son en verdad representantes de auténticas frases221, es decir,
frases imaginarias. “Esto es, nos es dado pronunciar pseudofrases que representan a otras
auténticas, pero irreales”222.

4. LOGROS DE ESTA TEORÍA

Lo interesante de esta teoría es que –si no da pasos en falso- nos conduce a una teoría
de la literatura como lenguaje imaginario. Ciertamente por virtud de la aparición de
pseudofrases, frases sin contexto, y sin entorno real, esto es, según el dicho de Martínez-
Bonati, de frases icónicamente representadas por ellas, surge la situación comunicativa
imaginaria: la literatura. Si aceptamos como lenguaje tales frases y les atribuimos un sentido
de segundo orden –diferente del sentido que atribuimos a las frases de la conversación
cotidiana-, aceptamos también la convención fundamental que posibilita la literatura como
experiencia humana “sui generis”.

219 Cf. La estructura de la obra literaria, p. 104.


220 Id., p. 128.
221 El estudio del lenguaje literario conduce a Martínez-Bonati a hacer algunas distinciones –de orden

lógico- entre “frase auténtica real”, “frase inauténtica real” y “frase auténtica imaginaria”. Cf. Fictive
Discourse and the Structure of Literature. A Phenomenological Approach. Cap. III “Language and
Literature”, pp. 77 y ss.
Congruentemente con esta distinción se puede hablar de un “autor empírico”, de un “autor
ideal” y de un “hablante ficticio” o, en términos de Wayne Booth de ‘real author’, the ‘implied author’
and ‘the narrative voice’. Cf. The Rethoric of Fiction. The University of Chicago Press, 1961.
222 La estructura de la obra literaria, p. 129.

142
“Toda frase representada (séalo por pseudofrases, esto es, icónicamente, o por
descripción de frases auténticas) tiene, como tal, una situación imaginada, pero sólo la frase
literaria tiene una situación imaginada sin determinaciones accesorias. Literatura es el puro
desarrollo de la situación inmanente a la frase”223.

La lectura literaria o la audición de un poema (piénsese en la Antigüedad y en la


Edad Media en las “canciones de gesta”) es una situación comunicativa concreta también,
pero a cargo sólo de pseudofrases. No es, en consecuencia, una situación comunicativa
lingüística (en la que median frases auténticas reales o al menos constituyen el marco
predominante); de ahí, entonces, el fracaso de todos aquellos que pretenden explicar la
poesía, por ejemplo, a partir de la función expresiva de Bühler, o la novela a partir de la
función representativa, etc., como el fracaso de Jakobson al intentar derivar la poeticidad de
una pretendida función lingüística, real y externa, que él denomina “poética”.

Destruye también esta teoría otro problema, el derivado de la precaria comprensión


del fenómeno literario: de aquellos que toman los dichos de los personajes o del narrador, y
los hechos de la obra, como cosa verdadera o falsa respecto del mundo. Lo imaginario no es
ni puede ser verdadero o falso respecto de nada “real”. Pero, además, destruye la creencia
popular (y hasta de críticos y entendidos) que ven en el lector un destinatario de frases
auténticas del autor. “Mal podría un ser real decir frases imaginarias”. Lo que el autor nos
comunica no es una determinada situación, situación comunicada a través de signos
lingüísticos reales, sino signos lingüísticos imaginarios a través de signos no lingüísticos”224.
Si lo comunicado es lenguaje imaginario, es evidente que la situación comunicativa
lingüística, imaginaria, excluye tanto al autor como al lector; trasciende a ambos. La relación
del autor con su obra y la del hablante con su discurso es paralela, pero distinta. El discurso
es “síntoma lingüístico” del autor, pero no expresa, en este sentido, al autor.
Por este camino la teoría de Martínez-Bonati se encuentra con la teoría semiológica
de Mukarovsky, para quien, por otras razones, la obra de arte literaria tampoco comunica
mundo real directamente al lector, como ocurre con el documento. Recordemos que él
escribió ya hacia el año 1934 estas preclaras observaciones: “Al decir que una obra artística
se refiere al contexto de fenómenos sociales, no afirmamos de ninguna manera que tenga que
unirse necesariamente con este contexto de manera que sea posible concebirla como un
testimonio directo o como un reflejo pasivo. La obra artística, como cualquier otro signo,
puede tener una relación indirecta con la cosa que designa, por ejemplo, metafórico u otro,
sin dejar de referirse a esa cosa. Del carácter semiológico del arte se desprende que la obra
artística no debe ser utilizada nunca como documento histórico o sociológico sin explicación
previa de su valor documental”225.

¿Qué es, entonces, lo que el escritor de ficción hace? Yo creo, dice Martínez-Bonati,
en contra de John Searle226, que podemos definir su función como sigue: i) el autor imagina
ciertos eventos no factuales; algunas de estas oraciones describen algunos eventos. ii) El
autor pone por escrito (o hace que lo hagan) el texto de las oraciones imaginadas que él ha

223 Id., p. 130.


224 Id., p. 131.
225 Escritos de estética y semiótica artística, p. 36.
226 Cf. The Act of Writing Fiction, p. 430. Op. cit.

143
decidido retener. De este modo, el autor sí produce signos lingüísticos, pero que de hecho no
son actos de habla suyos. Ellos son signos (reales) icónicos que representan signos
imaginarios, ficticios, los cuales, a su vez, son parte de actos de habla puramente
imaginarios.

4. OBSERVACIONES CRÍTICAS A LA TEORÍA DE LA


LITERATURA COMO DISCURSO IMAGINARIO

Entre las preocupaciones fundamentales de la investigación realizada por Félix


Martínez-Bonati está la de hacer comprensible y dotar de fundamento teórico el sentido en
que puede decirse que la poesía –en el sentido amplio de obra literaria- es imagen, objeto
imaginario. Esta tarea se relaciona estrechamente con el análisis estructural del objeto
poético, de lo que se sigue que la materia substancial de éste es lenguaje imaginario, “ya sea
en su forma y ser propios, ya sea enajenado en situación comunicativa imaginaria” 227. Para
conseguir estos objetivos ha anunciado que trabajará combinando varios métodos: “Así
coincide en este estudio el análisis lingüístico-filosófico con la fenomenología trascendental
y la ontología”228.

Como sucede que la determinación esencial del discurso poético es su carácter


imaginario, carácter que posibilita la naturaleza óntica (ficticia) de la obra de arte, Martínez-
Bonati comienza definiendo con el mayor rigor posible algunos de los términos claves que
utiliza en su trabajo. Y es aquí, justamente en este punto de partida, donde creemos advertir
una primera dificultad que desencadena problemas ulteriores.

He aquí su primera definición que el mismo autor considera “fundamentalísima”.


“Sólo con respecto a la palabra “imaginario”, fundamentalísima aquí, presentaremos una
definición intrínseca. Hablamos corrientemente de” objeto imaginario” o de “ficción” con
respecto a un objeto cuya pura imagen existe, no existiendo el objeto mismo. Más
exactamente aún, podemos decir que hablamos de “objeto imaginario” con respecto a una
imagen que pensamos (al imaginarla, al producirla) como imagen de un objeto que no existe;
de modo que la no existencia de su objeto, es una determinación adicional propia de la
imagen, una determinatio intrínseca de la imagen. Ahora bien, llamaremos, en distinción
terminológica, a tal imagen “objeto imaginario” y al objeto no existente de que ella es
imagen, “objeto ficticio””229
Para mayor claridad desglosemos esta definición en sus partes constitutivas. Los
términos que están en juego aquí son los siguientes: 1) objeto imaginario; 2) imagen pensada
como imagen de un objeto que no existe, 3) determinatio intrínseca de la imagen (la no-
existencia de un objeto es su determinatio); 4) objeto no existente y; 5) objeto ficticio.

227 Cf. “Prólogo”. La estructura de la obra literaria.


228 Id., p. 6.
229 Id. p. 20. Reproducimos nuevamente este texto (citado ya en el # 1 de este capítulo) por

considerarlo clave para nuestro argumento.

144
Se trata de definir dos conceptos. “objeto imaginario” y “objeto ficticio” (obviamente
son términos no sinónimos).

Las proposiciones que resultan aislables de este discurso son las siguientes:

i) “Objeto imaginario”, resultado de hablar respecto de una imagen que pensamos como
imagen de un objeto que no existe.

ii) La no existencia del objeto de la imagen es una determinatio intrínseca de la imagen.

iii) “Objeto imaginario” es la imagen que pensamos de un objeto que no existe.

iv) “Objeto ficticio” es el objeto no existente (de la imagen).

Tomemos por caso un personaje de ficción: “Odiseo tomando venganza de los


pretendientes”:

a) En (i) Odiseo sería objeto imaginario en tanto pensado así y asá, esto es, en tanto
pura imagen (actividad de la conciencia imaginante); (i) supone que Odiseo no
existe ni existió históricamente. Pero, nótese, además, que no se puede identificar
“objeto imaginario” con la imagen” ya que aquél es el resultado de hablar (o
escribir) de la “imagen” que pensamos. En otros términos: el “objeto imaginario”
sería expresión (escrita u oral) y la “imagen”, producto mental.

b) En (ii) se agrega algo importante: una nota esencial de la imagen es “la no


existencia de su objeto”.

c) En (iii) se destruye la definición (i), pues se identifica (“es”) el “objeto imaginario”


con la “imagen”. Además, se sigue concibiendo como “imagen” lo que pensamos
de un objeto que no existe.

d) En (iv) el “objeto ficticio” se identifica (“es”) con el objeto no existente.

Surgen de esta definición algunos importantes problemas derivados del uso vago del
concepto “imagen” y de la expresión “hablar de lo que no existe”. En (i) ¿qué quiere decir:
imagen de un objeto que no existe? ¿Cómo, si el objeto no existe, podremos imaginarlo?
Desde Parménides sabemos que del no-ser no se sigue el ser. Entonces, ¿cuál es el sentido de
la proposición? En términos plausibles habría que pensar a la manera de Husserl o de Frege
que “Odiseo” es un ente o una esencia del “tercer reino” que subsiste por sí y que la imagen
es el resultado de intuir o imaginar esa esencia. De esta manera, mientras leemos la Odisea
van surgiendo en la mente imágenes de un “objeto imaginario” que obviamente no existe
como ente histórico, pero sí como ente “irreal” (por llamarlo de algún modo).

No puede pensarse como afirma (ii) que la no existencia de un objeto sea o pueda ser
“determinatio intrínseca” de una imagen. ¿Cómo lo que no es va a ser nota esencial de lo que

145
es? Lo que no es, no caracteriza estructuralmente a lo que es y, por tanto, no puede ser una
determinatio intrínseca.

Luego, de acuerdo a (iv) el “objeto ficticio” es “lo que no es”; esto es


manifiestamente un contrasentido. ¿Cómo podríamos designar y pensar lo que no es de
ninguna manera? Esto equivale a seguir el camino imposible del no-ser parmenídeo.

Examinemos el asunto ahora desde otra perspectiva. En este momento dejo el


bolígrafo, me saco los anteojos y los deposito sobre la mesa. Descanso unos minutos. Miro
atentamente los anteojos y los percibo con toda claridad; cristales oscuros, pero
transparentes; marcos metálicos de color acero, etc. cierro los ojos. Me viene a la mente mi
reciente percepción de los anteojos. Los percibo “en la mente” con toda claridad: ahora mi
conciencia imaginante percibe claramente el producto de su actividad: la “imagen” de los
anteojos. De acuerdo a la definición de Martínez-Bonati ésta no sería una imagen, o al
menos, es dudoso que lo sea, hay que en este caso la imagen que pienso es de un objeto que
existe, y según él nos ha dicho: “Hablamos corrientemente de “objeto imaginario” o de
“ficción” con respecto a un objeto cuya pura imagen existe, no existiendo el objeto
mismo”230. Pero ¿a qué viene todo esto? ¿Vale la pena –y es correcto- distinguir entre
imágenes de objetos que existen e imágenes de objetos que no existen? Si miramos
atentamente observaremos que desde el punto de vista gnoseológico no es más imagen la
“imagen” que tengo de Aquiles persiguiendo a Héctor por las afueras de Ilión que la
“imagen” recordada del paseo que di esta mañana por el Parque de los Cisnes. Y desde el
punto de vista estético (o artístico) menos interesa todavía; es decir, no interesa en absoluto.
Al lector, o al contemplador, no le importa en absoluto si Ulises vagó verdaderamente,
históricamente, durante veinte años por el tormentoso Ponto. Sea o no así, aquello no tiene la
menor resonancia en los efectos estéticos. Y empujando las cosas más allá, ¿se sostiene (e
importa) la distinción entre “objeto imaginario” y “objeto ficticio”? De manera general no.
Quizá mediante definición estipulativa se podría acuñar el término “objeto de ficción” para
referirse sólo a los entes artísticos (no a las obras artísticas) y reservar el término “objeto
imaginario” para una región más amplia, por ejemplo, para todo producto de la conciencia
imaginante, sea artístico o no. Entran, entonces, en esta categoría tanto los personajes de
Shakespeare como “el actual rey de Francia” y los sueños e ilusiones de la gente, incluidos
los recuerdos. Pero, ni siquiera tal distinción parece imprescindible. Incluso en la propia obra
de Martínez-Bonati no hemos logrado encontrar un uso útil de esta distinción porque igual
habla de discurso imaginario que de discurso ficticio y –si no nos equivocamos- para
referirse a lo mismo: al texto artístico.

De suerte, pues, que la primera definición general que Martínez-Bonati ofrece en el


párrafo comentado (“Hablamos corrientemente…”) debe ser corregida. Sugerimos la
siguiente definición: “Hablamos corrientemente (en estética) de “objeto imaginario” u
“objeto de ficción” (o “ente” de) respecto de un objeto que existe como pura actividad de la
conciencia imaginante”.

230 Id., p. 20. Tampoco Sartre suscribiría tal idea, según los análisis que realiza en su obra
L’imaginaire, ya citada.

146
Otra importante dificultad en la teoría de Martínez-Bonati se relaciona con la
distinción entre diversos tipos de frases y discursos. Como hemos examinado, la
característica relevante del lenguaje literario, y de la obra literaria en general, surge del
estudio y diferenciación que Martínez-Bonati hace de diversas situaciones comunicativas. La
distinción entre frase auténtica real, frase real inauténtica (pseudofrase) y frase auténtica
imaginaria es crucial porque de ello se sigue que en el fenómeno literario aparecen
pseudofrases sin contexto ni situación concretos, que representan frases auténticas
imaginarias”231.

Si comprendemos bien la teoría lingüística de Martínez-Bonati –que le conduce a


concebir la obra literaria como discurso imaginario-, habría tres niveles de expresión:

i) El de la frase auténtica real que se utiliza en la situación comunicativa concreta


(emisor-lenguaje-receptor), realizada por medio de signos lingüísticos.

ii) La pseudofrase, que es un “signo”, más bien un icono no lingüístico. “El género de
su ser signo, es otro que el del signo estrictamente lingüístico: es el mismo, en
cambio, de las artes plásticas representativas, del retrato, etc. (…). Estas frases
reproductoras parecen ser, pues, frases, sin serlo en verdad”232. La gracia de
estas frases es hacer presente icónicamente una frase auténtica o una imaginaria, así
como los iconos de una fotografía pueden traer “a presencia” la figura de un
personaje realmente ausente.

iii) Frase auténtica imaginaria, propia de la obra de arte literaria, traída a presencia por
las pseudofrases que produce el autor. “Lo que el autor nos comunica, no es una
determinada situación (situación comunicada) a través de signos lingüísticos
reales, sino signos lingüísticos imaginarios a través de signos no lingüísticos”233.Es
característico de la frase imaginaria su desarrollo sólo inmanente, sin
“determinaciones accesorias”.

La frase real auténtica, podríamos decir, es la que ocurre en vivo y en directo, sea en
la comunicación oral o escrita. Recordemos que Martínez-Bonati piensa que la frase real
auténtica puede hacerse presente por sí misma o por medio de un representante. Sigamos su
ejemplo y argumentación: “Si relato a alguien un diálogo que he tenido con un tercero y en
estilo directo digo: “Él ha dicho ‘Pedro es mi amigo’“, la frase “Pedro es mi amigo” que yo
pronuncio hic et nunc como parte de mi relato no es una frase real auténtica sino el
representante de una frase real auténtica de aquel tercero. La frase “Pedro es mi amigo”,
pronunciada por mí en relato directo, aquí y ahora, es, por cierto, un signo. Pero no un signo
lingüístico. Si lo fuera, significaría que Pedro es mi amigo lo cual, evidentemente, no es el
sentido de lo relatado ni de este signo no lingüístico. El signo no lingüístico “Pedro es mi
amigo” significa (refiere a aquello de lo cual es signo, lo representa) de un modo diverso del

231 La estructura de la obra literaria, p. 130.


232 Id., p. 128.
233 Id., p. 131.

147
modo de significar lingüístico: en su gestión de signo, no median las esferas ideales del
significado inmanente del signo lingüístico”234.

Esta cita un tanto extensa es, sin embargo, importante para tener a la vista el
procedimiento mediante el cual Martínez-Bonati deriva la pseudofrase (y, por ende, el
discurso imaginario o artístico) de la frase real auténtica. En este relato se muestra
patentemente que sería una pseudofrase ‘Pedro es mi amigo’ en cuanto distinta de “Pedro es
mi amigo” dicha en estilo directo y esto, porque según en qué situación se diga, sería
verdadera y representativa del hecho objetivo Pedro amigo de…

Supongamos nosotros también que yo relato a A un diálogo que he tenido con un


tercero (K) en estilo directo, y digo: “Él (K) ha dicho: ‘Platón fue griego’ “; la frase ‘Platón
fue griego’ que yo pronuncio aquí y ahora, como parte de mi relato, no sería –según
Martínez-Bonati- una frase real auténtica, sino representante de una frase real auténtica de K.
La frase ‘Platón fue griego’ pronunciada por mí en relato directo ante A, aquí y ahora –sigo
en estricto paralelo a Martínez-Bonati- es, ciertamente, un signo. Pero –dice él-, no es un
signo lingüístico. Si lo fuera significaría que Platón era griego, lo cual evidentemente no es
el sentido de lo relatado ni de este signo no lingüístico.

Si se mira bien el asunto se verá que mientras en el ejemplo de Martínez-Bonati


funciona coherentemente su teoría gracias al afortunado ejemplo que utiliza (‘Pedro es mi
amigo’), en el nuestro, aunque hemos reemplazado sólo ‘Pedro es mi amigo’ por ‘Platón era
griego’ se quiebra su teoría. Esto, pues, según él, si la frase ‘Pedro es mi amigo’ como parte
de su relato fuera signo lingüístico (y dice que no lo es) significaría que Pedro es su amigo,
lo cual es obviamente falso porque la tal frase pertenece al tercero en cuestión y no al relato
del que cuenta aquí y ahora el diálogo tenido con aquél. De acuerdo, pero sólo en ese caso.
Lo que ocurre es que Martínez-Bonati argumenta sobre la base de un ejemplo que confirma
su teoría, pero en el segundo ejemplo construido por nosotros ocurre que la frase ‘Platón era
griego’ vale tanto en el relato de K como en el de A y en el de N, lo cual demuestra
palmariamente que un discurso enmarcado como éste, puede en muchísimas ocasiones no
sólo ser signo, sino también auténtico signo lingüístico, pues en este caso como en otros mil,
la expresión ‘Platón era griego’ conserva toda su potencia lingüística, tanto informativa
como comunicativa.

Para Martínez-Bonati el signo no lingüístico ‘Pedro es mi amigo’ significa, pero no


de un modo no lingüístico, sino por imitación icónica. Significa sólo como ‘el retrato de la
Reina Isabel’ significa a la Reina Isabel en persona. ‘Pedro es mi amigo’ sería una de esas
frases reproductoras que parecen ser frases sin serlo en verdad; su ser sería el mismo de las
artes plásticas o de la simple fotografía. Sugerimos que esto es un error. Creemos que no se
puede identificar icono con signo lingüístico y pensamos que ni siquiera la definición de
signo icónico que Morris ofrece –y que según declara Martínez-Bonati235 es compatible con

234Id., pp. 127-128.


235“Este signo no lingüístico –dice Martínez-Bonati- reproduce realmente aquello de que es signo, lo
reconfigura materialmente; la imitación de lo representado no es aquí una dimensión semántica, sino
el ser mismo del signo; (si entiendo bien a C. S. Peirce y a C. Morris, este signo cabría bajo su
concepto de signo icónico –“iconic sign” en Signos, lenguaje y conducta, “Glosario”-, concepto que

148
su teoría-, da pie para semejante identificación. Este error no sólo queda de manifiesto por el
ejemplo ‘Platón era griego’, (que ya manejamos y que, como vimos, nada tiene de
pseudofrase sino que es auténtica proposición significativa y verdadera tanto en su
dimensión semántica como externa), sino también por el resultado de comparar simplemente
el icono pictórico con la pretendida pseudofrase. Esta teoría que sostiene Martínez-Bonati
del carácter mimético de la pseudofrase recuerda, inevitablemente, “quizá la doctrina básica
de la filosofía del Tractatus de que una proposición es una imagen de los hechos que
asevera”236. El lenguaje sería una figura que se presenta tal y como están las cosas. La figura
es un modelo de la realidad. Cada elemento de la figura está en la figura por un elemento de
la realidad, de tal forma que ambas estructuras deben corresponderse mutuamente. Entre la
figura y lo figurado debe haber un elemento común para que la figura sea una figura de
aquello que figura237. Pero, ¿es todo esto posible? “Los iconos –dice Merleau-Ponty- pierden
sus poderes. Por vívidamente que un grabado “represente” bosques, ciudades, hombres,
batallas, tormentas, no se parece a ellos. No es sino un poco de tinta colocada aquí y allá
sobre el papel…”238. Y si esto lo dice razonablemente Merleau-Ponty respecto del icono-
pictórico (en rigor el único icono), ¿cómo podremos extender este modo de comportarse la
significación icónica al lenguaje? “El lenguaje no se relaciona con la realidad del mismo
modo que un dibujo se relaciona con el objeto representado. De acuerdo con esta posición –
escribe Robert J. Clack-, se da una diferencia entre el modo en que una proposición enuncia
y el modo en que un dibujo muestra aquello de lo que se trata”239.

Cualquier discurso por mal construido que esté, jamás pierde completamente su
carácter de signo lingüístico. Si ‘Pedro es mi amigo’, en la situación propuesta por Martínez-
Bonati fuera equivalente, pongamos por caso, a una fotografía que represente a K
“conversando” con Pedro, subsistiría una diferencia esencial. Mientras mi interlocutor
necesita imprescindiblemente conocer la lengua española para comprender lo que dijo K
(‘Pedro es mi amigo’) y, por tanto, el sentido y significado de los términos, en el segundo
caso intentaríamos hacer comprender a nuestro interlocutor nuestro mensaje enseñándole la
fotografía, indicándole con gestos y ademanes, o quizá con el índice, que K es el de la
derecha y P el de la izquierda, etc.

Ciertamente que en poesía (más que en el relato) los términos y el lenguaje ceden una
parte importante de su dimensión significativa en beneficio de las imágenes, pero nunca el
signo lingüístico pierde su capacidad de significar lingüísticamente.

ha creado Peirce)”. La estructura de la obra literaria, p. 128. No obstante, tenemos dudas de la


correspondencia entre el concepto de “pseudofrase” de Martínez-Bonati y los conceptos de “icono”
de C.S. Peirce y C. Morris.
236 B. Russell. La evolución de mi pensamiento filosófico, p. 116. Madrid, 1982.
237 Cf., A. Centeno Gutiérrez. Análisis del “Tractatus” de Ludwig Wittgenstein, p. 10. Universidad

Pontificia de Salamanca, 1980 (tesina).


238 “El ojo y la mente” en Estética, p. 116 (compilado por H. Osborne). México, 1972.
239 La filosofía del lenguaje de Bertrand Russell, p. 152. Valencia, 1976.

El análisis completo del problema en la dirección por nosotros indicada está en “The Picture
Theory of Meaning” de E. Daitz en Essays in Conceptual Analysis. Antony Flew (ed.), London, 1956.

149
No hay, pues, pseudofrases. Hay simplemente frases y frases que toman como objeto
de discurso a otras frases. Es decir, lo que los lógicos –y después los lingüistas- llaman,
simplemente, metalenguaje240.
Cuando digo en ciertas circunstancias concretas y ante ciertos interlocutores “K dijo:
‘P es mi amigo’ “, ocurre simplemente que hay un discurso dentro de otro discurso. Un
metalenguaje que habla de un lenguaje. Hay, si se quiere, para utilizar un término de la
ciencia literaria, discurso enmarcado (por otro discurso). No sólo en la vida diaria usamos
asiduamente este recurso. Lo encontramos también muy a menudo en la obra literaria. Las
narraciones enmarcadas, dentro del Quijote, son un ejemplo claro. Estos discursos (o frases)
enmarcados pueden ser, tal como su marco, según el referente al que apunten, perfectamente
verdaderos o falsos. En nuestro ejemplo esto también ocurre. ‘Platón fue griego’ sigue
siendo verdadero con absoluta independencia de quien y en qué situación se pronuncie.

El problema más grave surge –si nuestras observaciones no yerran- es que la teoría
misma de la obra literaria como discurso imaginario queda en entredicho. Según Martínez-
Bonati “la posibilidad, así testimoniada –como lo muestra en el ejemplo que hemos
discutido- de pronunciar (o escribir) frases que no son tales, sino representantes de auténticas
frases, permite poner en el ámbito de la comunicación frases imaginarias. Esto es, nos es
dado pronunciar pseudofrases que representan a otras auténticas, pero irreales”241.

El error se deriva –reiteramos- de homologar la “pseudofrase” a los iconos de la


pintura; tomar determinadas expresiones lingüísticas como puramente icónicas (como si
pudiera sostenerse un paralelo entre la imagen pictórica y la frase lingüística), es extrapolar
al signo lingüístico una función que ni siquiera cumple cabalmente el propio icono respecto
de la realidad que “representa”.

240 “El término metalenguaje fue introducido por los logicistas de la Escuela de Viena (Carnap) y,
sobre todo, por los de la Escuela polaca ante la necesidad de “distinguir claramente la lengua de la
que hablamos de la lengua que hablamos” (Tarski). El concepto así creado fue luego adaptado a las
necesidades de la semiótica por L. Hjelmslev, y a las de la lingüística por Z. S. Harris. El morfema
“meta-“ sirve, de este modo, para distinguir dos niveles lingüísticos, el del lenguaje-objeto y el del
metalenguaje. Basta observar el funcionamiento de las lenguas naturales para darse cuenta de que
tienen la particularidad de poder hablar no solamente de las “cosas” sino también de ellas mismas
pues, según R. Jakobson, poseen una función metalingüística. Semiótica p. 257. A. J. Greimas y J.
Courtés.
El problema de los “metalenguajes” está íntimamente vinculado al problema del “lenguaje-
objeto” y con las jerarquías de lenguaje. El problema comienza –no con el Positivismo Lógico como
aseguran Greimas y Courtés- sino con algunos postulados del Tractatus. Wittgenstein había
afirmado: “Lo que puede ser mostrado no puede ser dicho” (4.1212), debido a que “no podemos
expresar por medio del lenguaje lo que se expresa en el lenguaje” (4.121). Es conocida la
desavenencia de Wittgenstein con Russell sobre este punto. Russell sostuvo –exitosamente- que
“cada lenguaje posee una estructura respecto a la cual nada puede enunciarse en el lenguaje” pero
“puede haber otro lenguaje que trate de la estructura del primer lenguaje y posea él mismo una
nueva estructura, no habiendo acaso límites para esta jerarquía de lenguajes”. Cf. José Ferrater
Mora. Diccionario de Filosofía, Vol. 3, pp. 2211 y ss. y Bertrand Russell An Inquiry into Meaning and
Truth (version española Significado y verdad. Barcelona, 1983).
No nos hemos detenido mayormente a meditar sobre estos resultados lógico-semánticos en
una posible aplicación a los discursos enmarcados de la literatura, pero es evidente que por este
camino se puede avanzar hacia una teoría semiótica del discurso enmarcado en la obra literaria.
241 La estructura de la obra literaria, pp. 128-129.

150
Todo este debate sugiere que el concepto de pseudofrase es superfluo; sólo trae
confusión y debe ser desterrado si se quiere salvar la teoría de la obra de arte literaria como
discurso imaginario. Nosotros también pensamos que la obra literaria es discurso
“imaginario”, pero por otras razones. No hay que confundir el discurso con lo mentado por
el discurso. Nos explicamos: tomemos como ejemplos dos discursos, llamémoslos X y Z.

Discurso X:
“El actual rey de España, Don Felipe VI, es el jefe supremo de la
nación española”.

Discurso Z:
“En tanto que el fuerte hijo de Menetio curaba, dentro de la tienda, a
Eurípilo herido, acometíanse confusamente argivos y teucros. Ya no había
de contener a éstos ni el foso ni la ancha muralla que al borde de él
construyeron los dánaos, sin ofrecer a los dioses hecatombes perfectas, para
que los defendiera a ellos y las veleras naves…” (Il. XXI, 1 y ss.).

El discurso X se refiere precisamente a una realidad humana, histórica e institucional


perfectamente conocida y que, legítimamente, puede contrastarse con el discurso y de esta
forma probar la verdad (o falsedad) de éste.

Por el contrario, el discurso Z describe una situación puramente imaginaria. El poeta


en su discurso denota una realidad ficticia que él crea con lenguaje poético y nosotros
comprendemos lingüísticamente.

Una cosa es lo mentado por el discurso y otra, muy distinta, el discurso mismo. El
discurso en tanto discurso, no es imaginario; lo imaginario es lo que denota este discurso, a
saber, puros entes y situaciones de ficción. Para Martínez-Bonati la comunicación literaria,
en tanto lenguaje imaginario242 es una comunicación no lingüística, pero si la comunicación
literaria es no lingüística es incomprensible. Si el discurso de Homero-poeta no es
lingüístico, entonces ¿qué es? Martínez-Bonati diría que las frases que lo componen son en
realidad pseudofrases que representan icónicamente frases auténticas imaginarias. Pero este
argumento pasa por homologar, como hemos dicho, las imágenes pictóricas con los signos
lingüísticos del discurso literario y ese paso, creemos, no es posible.

El lenguaje literario es lenguaje real que apunta hacia un mundo de ficción creado
por la significación de los signos lingüísticos, pero sin que éstos dejen de ser signos en
ningún momento. El lenguaje literario, en tanto lenguaje, no es ni pseudolenguaje ni

242 “Naturally –afirma Martínez-Bonati-, what the narrator says in the imperative mode to the “idle
reader” is never (as no sentence of the work ever is) something the author says to the real reader. It
is a (predominantly appellative) moment of the imaginary linguistic communication, communicated to
us nonlinguistically by the author, and one which we contemplate”. Fictive Discourse and the
Structures of Literature, p. 95.

151
lenguaje imaginario, sino sencillamente lenguaje referido no a un mundo histórico, sino a un
mundo de ficción que él con su propia significación instaura y constituye.243

243 Esta última discusión se relaciona estrechamente con la teoría que sostenemos sobre la
producción del mundo ficticio en la obra literaria. Cf. Capítulo 12, # 2. “La obra de arte literaria es
invención de mundo por medio del lenguaje”.

152
Capítulo XI

LA PARADOJA DE LA NARRACIÓN: DE LOS


ACTOS DE HABLA A LOS ACTOS DE
CONCIENCIA

Desde el punto de vista lógico-semántico el discurso ficticio o imaginario –tal como


acontece, por ejemplo, en una novela o en una narración de cuento- implica una serie de
paradojas y problemas muy intrincados y difíciles de explicar.

En efecto, ¿qué hace posible que en un discurso imaginario las oraciones mantengan
sus significados habituales de modo tal que puedan ser perfectamente comprendidas por el
receptor y, sin embargo, se desconecten de sus relaciones referenciales con la realidad? De
esta paradoja se sigue inmediatamente otra más: ¿y cómo es posible que mediante un
discurso puramente ficticio el escritor cree personajes como del aire, personajes a los cuales
a su vez se puede hacer referencia predicando de ellos que son así y asá y que dicen y hacen
tales y cuales cosas?

De comprender y explicar estos problemas, y otros estrechamente relacionados con


éstos, se vienen ocupando desde hace algunos años los teóricos de los actos de habla y, entre
ellos, el propio Searle. No es parte del propósito de este trabajo explicar dicha teoría –ya
bastante conocida en los círculos filosóficos y semánticos-, sino cómo se ha aplicado,
especialmente en el caso de Searle, a resolver estos problemas. Hemos tratado de poner a
prueba esta teoría para observar si tiene o no la potencia necesaria para resolver estas

153
paradojas; esto, en primer lugar. Luego, visto que esta teoría no logra explicar
convincentemente la naturaleza del discurso imaginario, hemos optado por intentar diseñar
una nueva teoría, más potente, sobre la base de las investigaciones lógicas de Frege y,
especialmente, de la fenomenología husserliana y sartreana, pero sin asumir ni
comprometernos con algunas tesis de la fenomenología clásica que, según se verá, obstruyen
la posibilidad de una explicación convincente de lo que llamamos “naturaleza del discurso
imaginario”.

Si no resulta del todo evidente para el lector, también hacemos notar que el problema
de la naturaleza del discurso imaginario constituye la esencia de otro problema de gran
alcance para la estética literaria, esto es, explicar en qué consiste la peculiar índole del
discurso literario.

1. LA TEORÍA DE SEARLE SOBRE LA NATURALEZA


DEL DISCURSO FICTICIO

Aunque sea con brevedad conviene comenzar explicando en qué consiste la teoría del
discurso ficticio (o imaginario) tal como la ha formulado Searle a partir de la teoría de los
actos de habla244.

Searle distingue entre discurso serio y discurso ficticio. Serio es el discurso que se da
en la conversación o en la escritura ordinaria (discurso periodístico, histórico, etc.). No-serio
o ficticio es el que acontece característicamente –aunque no exclusiva y necesariamente- en
la novela. Si se comparan ambos pronto se verá que el primero respeta y asume ciertas reglas
constitutivas del lenguaje: las preparatorias (esto es, el hablante tiene evidencia para
sostener la verdad de lo que dice y, no es obvio ni para él ni para el receptor que es evidente
lo que sostiene); la de sinceridad (obviamente el hablante ha de creer en lo que dice, pues es
necesario suponer que no está hablando fraudulentamente) y; la regla esencial (que cuenta
como la asunción de que lo que se dice representa un estado de cosas efectivo).

Searle sostiene –algo que por lo demás es evidente- que mientras ninguna de esas
reglas se cumple en un discurso imaginario, todas ellas sí se cumplen, por ejemplo, en un

244 Tenemos en cuenta fundamentalmente el trabajo de J. R. Searle “The Logical Status of Fictional
Discourse”, New Literary History, Vol. 6. 1975. Reeditado en Expression and Meaning, Studies in the
Theory of Speech Acts, Cambridge University Press. Y, naturalmente, Speech Acts: An Essay in the
Philosophy of Language. Cambridge University Press, 1969.
En la misma dirección pueden situarse los trabajos de Richard Ohmann “Speech, Literature
and the Space Between”. New Literary History, Vol. 4, 1972-73 y “Speech Acts and the Definition of
Literature”. Philosophy and Retoric, Vol. IV, 1972-73.
J. A.Fanto en su “Speech Act Theory and its Application to the Study of Literature” en The
Sign Semiotics around the World, R. W. Bailey (ed.), Michigan, hace un recuento de los debates en
torno a la teoría de los actos de habla aplicados a la literature. El trabajo tiene el mérito de situar
adecuadamente el nivel y el contexto de la discusión.

154
discurso periodístico. No obstante, hay que aceptar que a pesar de ello el novelista está
haciendo afirmaciones. Pero tampoco se lo podría acusar de estar mintiendo o falsificando la
verdad, porque no aspira a que su discurso sea verdadero. Nadie discute que el discurso del
novelista sea (al menos mayoritariamente, según Searle) ficticio, pero las razones que se han
ofrecido no las considera sólidas y esto en general, porque el acto ilocucionario ejecutado en
la expresión de una oración es una función del significado de esa oración. Si no fuera así, los
significados en el discurso imaginario serían diferentes a los del discurso serio. Pero la
palabra “rojo”, significa lo mismo en un discurso imaginario, por ejemplo, “Caperucita traía
una hermosa capa roja…” que en uno serio, como cuando alguien afirma: “Vengo del Salón
Rojo de la Universidad”. O sea, hay discurso ficticio, pero no significados ficticios.

Bien, pero entonces cómo explicar el discurso del novelista cuando escribe. Según
Searle –y ésta es la tesis central de su teoría- el novelista no emite auténticos actos de habla,
sino tan sólo pretende hacerlo. El núcleo central del asunto se desplaza, entonces, al
concepto de pretender. El acto de pretender emitir actos ilocucionarios, pero no realizarlos
en realidad (en serio) produce como consecuencia la ficción. Pero ¿cómo surgen estos
“quasi-speech acts”? Las condiciones que hemos enumerado más arriba y con las cuales
cumple, en principio, un discurso serio son denominadas por Searle, reglas verticales. Son
las responsables de establecer una serie de relaciones entre las palabras y el mundo. Más, lo
que haría posible la ficción sería un conjunto de convenciones extralingüísticas y no
semánticas que quebrarían la relación semántica entre las palabras y el mundo. Estas reglas o
convenciones, llamadas horizontales, son las que hacen posible las pretendidas ilocuciones
que constituyen una obra de ficción. De modo, pues, que los compromisos ilocucionarios
normales del discurso serio quedarían neutralizados o suspendidos en el discurso imaginario.

Según esta concepción Searle no acepta que sea una instancia narrativa imaginaria
inventada por el autor quien narra un discurso ficticio. Quien narra o escribe pretendiendo
hablar en serio, pero no haciéndolo de verdad, es el propio autor. En consecuencia, Sir
Arthur Conan Doyle no está simplemente pretendiendo hacer afirmaciones y poniéndolas en
boca de John Watson, sino que él está pretendiendo ser John Watson.

Pero, en este punto ya pasamos del mero discurso a las entidades de las que habla el
discurso. Es decir, Searle se encuentra con un problema ontológico que cree explicar: el
surgimiento de los entes de ficción245. Si se recuerda su teoría general de los actos
ilocucionarios, se verá que una de las condiciones esenciales de la referencia es que debe
existir una entidad de la cual tenga sentido hacer la predicación. Y, obviamente, Sherlock
Holmes no existe ni ha existido jamás. Entonces, ¿cómo puede –mediante qué mecanismos
lógicos y semánticos- Conan Doyle referirse exitosamente a una entidad que no existe? En la
explicación de esta segunda paradoja vuelve a ser fundamental el concepto de pretensión.
Pretendiendo referirse a una persona Conan Doyle crea un personaje ficticio. De suerte,
pues, que al pretender referirse a personas y narrar historias acerca de ellas el novelista crea
personajes y mundos de ficción.

Esperamos, en esta breve síntesis, haber sido fieles al núcleo de la teoría de la ficción
de Searle; y así lo esperamos porque ahora nos proponemos examinar varios problemas

245 Cf. nuestro trabajo “Ontología del ente ficticio”. Cuadernos Salmantinos de Filosofía, XVIII, 1990.

155
característicos del discurso imaginario y observar si es o no posible resolverlos según la
teoría de Searle.

2. EL CONCEPTO DE “PRETENSIÓN” COMO LA


SUPUESTA CLAVE DEL DISCURSO FICTICIO

Nos hemos preguntado cómo es posible que las palabras y expresiones, en general,
de las oraciones de un discurso ficticio tengan sus significados habituales y, sin embargo,
queden liberadas, por decirlo así, de sus obligaciones semánticas con el mundo real. en
primer lugar, tal recurso resulta posible porque el discurso ficticio –sostienen tanto Austin246
como Searle- no es un auténtico discurso, sino una especie de discurso parásito en el cual la
fuerza semántica ha quedado suspendida en virtud de unas ciertas convenciones
extralingüísticas. Así, pues, habría que distinguir entre un discurso no-serio o ficticio y un
discurso serio u ordinario. La especificidad de un discurso ficticio radica en que se trata tan
sólo de un discurso con pretensiones de real, pero no auténticamente real. Ahora bien, el
lector cuando se enfrenta con un discurso ficticio invocaría estas convenciones horizontales
que desatan la conexión de las palabras con el mundo y esto le permitiría recepcionar ese
discurso como pretendido y no como auténtico o serio. El concepto de “pretensión” que
maneja Searle no implica connotaciones de fraude, el escritor no aspira a engañar a nadie, ni
nadie se siente engañado por él. Este concepto tiene más bien connotaciones lúdicas. El
escritor hace como si sus actos ilocucionarios refirieran y predicaran de verdad, aunque no lo
hagan efectivamente, y el lector hace como si creyera lo que le dice la lectura, pero no lo
cree en realidad.

Sin embargo, creemos que el concepto de “pretensión” es oscuro e insuficiente como


para soportar toda una teoría del discurso imaginario y, por tanto, de la literatura (aunque,
ciertamente, Searle piensa que hay literatura que no es ficticia). Porque, efectivamente, el
acto de pretender, por definición, no produce efectos. Si una pareja acude ante el oficial civil
con la intención de contraer matrimonio y éste hace como si los casara, entonces realmente
no los casa. Ahora volvamos a preguntar: si el novelista está pretendiendo hacer
afirmaciones narrativas y descriptivas, ¿qué es lo que realmente hace? “Pretender” implica
dos actos simultáneos e inseparables. Por un lado el acto de aparentar y, por otro, lo que
realmente se está haciendo por medio del aparentar,. Por ejemplo: un niño en la biblioteca de
su colegio puede estar con un libro abierto sobre su mesa, pretendiendo leerlo, para no
despertar las iras de su maestro. En realidad él está engañando al profesor (pretendiendo en
un sentido que Searle ha descartado correctamente) pero, por otro lado, él estará haciendo
realmente, por ejemplo, leyendo una revista de historietas camuflada entre el libro que
pretende leer. En este caso la pretensión hay terminado porque si bien es cierto el alumno

246 Cf. How to Do Things with Words. Oxford University Press, 1962,

156
puede engañar al profesor haciéndole creer que lee un libro, no puede engañarse a sí mismo,
pues él sabe lo que está haciendo. Si el novelista pretende en el segundo sentido –pues queda
descartado que pretende engañar- entonces él no está pretendiendo hacer afirmaciones, sino
que las está haciendo realmente.

En otros términos, si el escritor pretende describir o narrar, entonces realmente no


describe y no narra247. En términos de la doctrina austiniana de los realizativos, se tratará de
un acto desafortunado (unhappy). Pero es el caso que las expresiones lingüísticas (utterance)
del escritor efectivamente narran y al hacerlo crean historias y mundos de ficción. Y si no
fuera así: ¿cómo explicar, por ejemplo, la emoción que surge en el lector cuando toma
conocimiento del destino aciago de Odiseo o de Romeo y Julieta? Porque estaremos de
acuerdo en que la emoción que surge de la obra de arte es tan auténtica como la emoción que
surge ante sucesos reales de la vida cotidiana. La emoción es emoción o no es emoción, pero
no puede ser cuasi-emoción. Si esto es así, entonces no se justifica hablar de un discurso
serio y de un discurso no-serio o parásito. ¿Cómo decidir lo que es serio y lo que no lo es si
el concepto de “pretensión” comienza a hacer agua? Porque para un lector infantil no es
broma advertir que el héroe de la narración ficticia está a punto de ser devorado por un
monstruo. Para él los actos ilocucionarios de la narración no tienen suspendida su fuerza en
absoluto.

Además, advertimos otro problema de orden lógico que compromete el concepto de


“pretensión” de Searle. Si preguntamos cómo se genera en último término un discurso
ficticio, se contesta que en virtud de la suspensión de las reglas verticales y la aplicación de
las reglas horizontales porque el autor (o hablante) pretende emitir actos ilocucionarios
reales, pero no lo hace en realidad. Pero ¿y cómo se genera la posibilidad de la pretensión?
Pues por la aplicación de las reglas horizontales que suspenden las verticales, etc., con lo
cual la explicación se hace circular.

Llevado por la idea de “pretensión” como la clave para elucidar el enigma del
discurso imaginario, Searle sostiene firmemente que es el novelista quien narra y no una
instancia narrativa imaginaria, inventada por el escritor, como suponen muchos –aunque no
todos- teóricos de la literatura. Es más, sostiene que, por ejemplo, Sir Conan Doyle no está
simplemente pretendiendo ser John Watson (narrador-personaje de la novela). Obviamente
no se ve cómo un ser real puede pretender ser imaginario. Porque si la cosa es como la
supone Searle, entonces, evidentemente, no hay forma de verificar lo que Conan Doyle dice
acerca de Sherlock Holmes, porque él no hace ninguna declaración acerca de él, sólo
pretende hacerla. Pero si, por el contrario, sostenemos que no es Conan Doyle quien narra
(aunque es él quien escribe), sino un narrador ficticio inventado por el novelista, entonces sí
que podemos verificar lo que el narrador dice y podemos exigirle cuidado y veracidad.
Porque si dice por ejemplo, que Holmes descubrió una moneda clave en la alcoba de la
víctima, y resulta que en el mundo novelado no hay tal alcoba, entonces o miente o, al
menos, se equivoca.
De esta forma se ve claro que Conan Doyle no cree –o al menos eso debemos
suponer- que existió Sherlock Holmes; pero el narrador sí lo cree porque tanto el narrador

247 Cf. F. Martínez-Bonati: “The Act of Writing Fiction”. New Literary History, Vol. 11, 1980.

157
como Sherlock Holmes pertenecen al mismo mundo de ficción, mientras que Conan Doyle,
como es obvio, queda fuera del mundo ficticio.

Y si esto es así creemos que no hay ningún inconveniente en aplicar al narrador de


una obra de ficción las cuatro reglas pragmáticas y semánticas del acto ilucionario exitoso y
se verá que el narrador responsable del relato cumple con todas ellas. Tan sólo habría que
tener presente que las cumple qua ente de ficción respecto de su propio mundo que no puede
ser sino de ficción. Es más, en este entendido las expresiones referenciales del narrador
cumplirían perfectamente con los tres axiomas responsables de la referencia exitosa que
Searle reclama en Speech Acts: el de existencia, el de identidad y el de identificación248.
Ciertamente el narrador, que no es un ente real como el novelista, sino imaginario, supone
que existe Don Quijote y por eso precisamente puede hablar y decir con sentido todo lo que
dice de él. Y no sólo eso, sino también da por supuesto que Don Quijote es Don Quijote –y
no que Don Quijote es y no es Don Quijote- con lo cual el éxito del principio de identidad
queda perfectamente a salvo y hace posible la narración. Además, si aplicamos el tercer
axioma de Searle, el de identificación –que en realidad se deriva y se reduce al segundo-
veremos que igualmente lo cumple, porque evidentemente el narrador es capaz de identificar
perfectamente a Don Quijote y distinguirlo de cualquier otro personaje de la novela.

No obstante, agregaríamos un cuarto axioma crucial pues de él depende distinguir


entre Cervantes y el narrador del Quijote y, en consecuencia, superar la confusión de Searle
y de algunos de sus seguidores. Cuando yo digo: “el gato está sobre el felpudo”, obviamente,
como observó Austin, hace falta que se cumplan los axiomas de existencia y de identidad.
Porque si no existe el tal gato entonces no puede estar sobre el felpudo. Además, si es gato y
no es gato, entonces no es realmente un gato; sería, en la terminología de Meinong, un
subsistente imposible249. Pero quien sostenga cuerdamente que el gato está sobre el felpudo
cree que efectivamente es así. Absurdo sería decir: “el gato está sobre el felpudo, pero yo no
lo creo”.

Pues bien, el narrador del Quijote no sólo afirma que Don Quijote arremetió contra
los molinos de viento confundiéndolos con gigantes sino que, además, cree que lo que
afirma así aconteció. Pero Cervantes no lo cree, al menos en el mismo sentido que lo cree su
narrador, porque sabe muy bien (tan bien como nosotros) que en el mundo real nunca existió
un tal Don Quijote. Este cuarto principio –el de la creencia en lo que se afirma- permite
distinguir limpiamente entre la actitud del escritor y la del narrador. Como novelista, como
hombre real del mundo histórico tempóreo y espacial, él no cree lo que el narrador –
perteneciente a un mundo ficticio en el cual existe un tiempo y un espacio ficticios-
obviamente, necesita creer. Porque si el narrador no cree en lo que narra, entonces
lógicamente hablando, es imposible la narración.

Y otro tanto ocurre con el lector. Sabe –de acuerdo a ciertas convenciones (entre las
cuales está la que podríamos llamar la condición griceana)- claramente que Don Quijote
nunca existió como ser real, aunque sí asume que existe en un determinado mundo de

248
Cf. Speech Acts, Chap. IV.
249Cf. A. Meinong: “The Theory of Objects” en Realism and the Background of Phenomenology. R.
Chisholm (ed.). New York, 1960.

158
ficción, con lo cual queda a salvo el principio de existencia e identifica perfectamente bien a
Don Quijote y no lo confunde con ningún otro ente del mundo novelado, y menos del mundo
real con lo cual queda igualmente a salvo el principio de identidad. Además, si alguien que
no ha leído la novela y escucha hablar de Don Quijote y requiere más antecedentes sobre
este personaje, el lector puede ofrecer n descripciones de Don Quijote, con lo cual se prueba
que también cumple con el principio de identificación. No así con el cuarto: el de la
creencia. Obviamente el lector –lo mismo que el novelista- tampoco cree que exista o haya
existido Don Quijote, al menos en el mundo real.

Como Searle piensa que es el novelista quien narra –y no una instancia ficticia
inventada por éste- no sólo cree que Conan Doyle pretende ser John Watson sino, además,
que en una obra de ficción no todo el discurso es ficticio. Así, siguiendo su argumento,
cuando Cervantes habla de Toledo o de Barcelona, habla seriamente con actos ilocucionarios
auténticos porque como ocurre que estas ciudades existen, entonces no pueden caer bajo un
discurso pretendido o ficticio. Incluso sostiene que hay novelas –como la realista- en las
cuales predomina ampliamente el discurso serio (entonces, uno se pregunta ¿y cuál sería la
diferencia entre el novelista y el cronista?). Lo paradójico de esta concepción está en que si
es así, entonces el novelista a veces, mientras produce su discurso, pretende y otras veces no
pretende –y el escritor realista estaría siempre produciendo auténticos actos ilocucionarios,
por tanto su discurso no sería nunca ficticio. O sea que, según el caso, el novelista cambiaría
constantemente del discurso serio al no serio, y al revés. Seguramente ningún novelista
aceptaría de buena gana esta explicación y creemos que la experiencia del lector también la
rechaza. Porque, pensamos, no es el caso que el lector produzca cortes en la lectura del
discurso ficticio para de pronto dejar paso a un discurso serio y después cierre el paso al
discurso serio para volver al ficticio, y así sucesivamente.

Pero, aún hay una objeción más grave. Si Don Quijote pasó por Barcelona y
Cervantes describe su paso por allí y Barcelona existe y Don Quijote no existe ¿cómo puede
darse el caso que un ser que no existe haya pasado o vivido en una ciudad que sí existe? Mal
podría un ser ficticio, como Don Quijote, haber vivido en un lugar real como lo es La
Mancha. Hay en esta teoría una grave confusión entre mundo ficticio y mundo real que sólo
podemos desactivar con fundamento, más adelante.

A nuestro modo de ver, Searle tiene razón cuando sostiene que la ficcionalidad de un
texto no es una propiedad intrínseca del texto –como han sostenido ciertos teóricos de la
literatura. Pero esta conclusión verdadera es extraída de premisas falsas y, por tanto, también
habrá que desechar el argumento que la sostiene. Para Searle, que una obra sea o no
literatura es decisión del lector, pero que sea o no ficticia es decisión del autor. En efecto,
como sucede que el escritor estaría pretendiendo hacer afirmaciones y como “pretender” es,
según Searle, un verbo intencional, el criterio identificatorio respecto de si un texto es o no
una obra de ficción debe residir necesariamente en las intenciones ilocucionarias del autor.
En general, es verdad que la naturaleza de un texto imaginario no reside en el texto mismo,
pero también es verdad que no reside en las intenciones del autor. Si se trata de un lector con
poca cultura literaria no sería raro –como suele ocurrir- que tome un auténtico relato
novelístico por narración histórica, aunque evidentemente en las intenciones del autor, y en
las convenciones culturales, se trate de una novela. Cuando un escritor realista escribe una

159
novela, mucho lector ingenuo suele oponer argumentos y datos históricos para “refutar”
ciertos “errores” que cree se le han deslizado al novelista, como si éste tuviera que responder
a los mismos criterios de verosimilitud que el historiador. En cambio, otros novelistas
intentan desestructurar la visión clásica del lector de relatos de ficción, introduciendo
prólogos que a un lector inadvertido le pueden llevar a creer que no se trata precisamente de
una narración novelística, sino quizá de una autobiografía250. Y también suele ocurrir que
algún cronista escribió sus crónicas con la clara intención de que sean tomados como relatos
verídicos, pero al perder vigencia histórica llegan a ser leídas como relatos de ficción.

Luego, si una obra es o no obra literaria no depende de las propiedades internas del
texto necesariamente, en lo que Searle tiene razón; pero, tampoco depende de las intenciones
ilocucionarias del escritor esencialmente, en lo que Searle no tiene razón. Por el contrario –
como veremos-, depende tanto de las intenciones del escritor como de las intenciones del
lector y, fundamentalmente, del lector. Si para Searle la ficcionalidad no es un rasgo
distintivo de la obra literaria, entonces se comprende por qué cree que el concepto de
“literatura” es relativo e indefinible; que una obra sea o no literatura es, según él, cuestión
convencional que queda a cargo de los lectores. Así, pues, en la literatura inglesa, supone él,
la obra de Sir Conan Doyle es considerada no literaria, aunque haya sido escrita con
intenciones ilocucionarias de texto de ficción. El criterio que aquí maneja Searle es externo a
su propia teoría. Confunde valor estético con obra literaria. Pero la cuestión de si una obra es
o no literaria no depende, intrínsecamente hablando, de su valor –pues hay buena y mala
literatura, pero literatura al fin-, sino de las actitudes del lector. La cuestión del valor de la
obra literaria aquí no se suscita y no es pertinente para decidir qué es y qué no es literatura.

Pensamos que la ficcionalidad –que es participación, construcción y responsabilidad


esencial del lector- es el rasgo ontológicamente relevante que determina (aunque no por sí
solo) si una obra es o no literaria. No sostenemos –entiéndase bien- que sea la condición
suficiente y necesaria del texto literario. Sostenemos que hay otras condiciones necesarias
(estructura narrativa, motivo, etc.), pero sí creemos que es la condición fundamental, como
explicaremos y mostraremos más adelante en este mismo capítulo.

Pensamos, en definitiva, que la noción equivocada de la idea del discurso ficticio


como “quasi-speech act” conduce a Searle y a sus seguidores a errar las dos respuestas a las
paradojas con las que se inició esta discusión. En efecto:

(i) Pensamos que lo que hace lógica y semánticamente posible que en el discurso
imaginario las palabras mantengan su significado y, sin embargo, se desentiendan de sus
conexiones con el mundo real no es la irrupción de reglas horizontales que quiebren las
reglas verticales en virtud de que se trata de pretendidos actos ilocucionarios y no de actos
auténticos. Pensamos, y así se verá en el curso de este trabajo, que el discurso ficticio
es tan auténtico y serio como el ordinario y que no hay razones para establecer
sobre ese fundamento tal dicotomía.
(ii) Tampoco parece que lo que hace posible que el escritor cree personajes como por
arte de magia, y se refiera a ellos (cuando en realidad no existen dichos personajes) sea,

250Recuérdese, por ejemplo, cómo comienza la conocida novela de Umberto Eco, El nombre de la
rosa.

160
como sostiene Searle, debido a que el autor pretende referirse a ellos. Nótese que para hacer
aunque sea una referencia pretendida se necesita que de algún modo exista
previamente aquello a lo cual pretendemos referirnos, aunque sólo sea ficticiamente.

3. UNA EXPLICACIÓN FENOMENOLÓGICA DEL


DISCURSO IMAGINARIO

La teoría de los actos de habla aspira, desde luego, a constituirse en una teoría
completa del lenguaje –en un paradigma en el sentido de Kuhn- y por ello no puede excluir
el discurso ficticio, ya que éste es parte importante en el comportamiento lingüístico de los
hablantes. Pero, a nuestro modo de ver, no logra explicarlo. Y si no lo explica no viene a ser
más que una teoría regional del discurso. Debemos, pues, aspirar a reemplazarla por una
teoría más amplia de mayor poder explicativo. Creemos que tan ardua empresa se puede
iniciar volviendo a la fenomenología y esperamos dar aquí los primeros pasos para conseguir
este objetivo. Pero previamente nos remitiremos a algunas distinciones lógicas y semánticas
fregeanas. Después de todo como es bien sabido- hay ideas de Frege que en otra clave son
asumidas por la fenomenología husserliana, especialmente.

Recordemos, pues, que según Frege hay oraciones que tiene sólo sentido (Sinn), pero
no denotación (Bedeutung). En efecto, la oración –dice Frege- “Odiseo fue desembarcado en
Itaca mientras dormía profundamente” tiene manifiestamente un sentido. Sin embargo, por
ser dudoso que el nombre “Odiseo” tenga una denotación, es dudoso también que la oración
entera lo tenga251. Para Frege los discursos imaginarios que se predican, por ejemplo, de un
personaje ficticio, no son verdaderos ni falsos, pues un nombre propio para ser tal requiere
de una denotación. Y esto en rigor porque a un nombre propio puramente imaginario no
puede atribuírsele o negársele un predicado. No hace falta en estos casos avanzar hacia la
denotación; basta, pues, con detenerse en el sentido del nombre o, si se quiere, en el
pensamiento de una oración imaginaria. El pensamiento expresado por una oración
imaginaria permanece, según Frege, invariable aunque el nombre de la oración no tenga
denotación alguna. Buscar la denotación es propio de la ciencia, pero a la literatura le basta
con el sentido, diría Frege. Una oración, pues, como “El abominable hombre de las nieves
cuando desciende de las cumbres en primavera se entretiene en deshojar margaritas” no

251Cf. “Sobre sentido y denotación” en Lógica y semántica, Gastón Gómez-Lobos, editor y traductor.
Valparaíso, Chile, 1972.

161
confiere conocimiento alguno. Únicamente lo confieren las oraciones que además del
pensamiento poseen denotación. Sólo entonces se puede hablar en rigor de verdad o
falsedad. Por tanto, la cuestión de la verdad en el discurso imaginario no se suscita y no tiene
sentido plantearla, sostiene Frege252.

Otra cuestión importante que Frege reedita para la semántica contemporánea es la


distinción entre sentido de una expresión, denotación y representación (Vorstellung). La
denotación es para Frege un objeto sensible, histórico o real, el sentido es una objetividad
que no depende del portador, pero la representación es una imagen interior. Surge del
recuerdo y de las impresiones externas e internas y por ello suele estar empapada de
sentimientos y, lo que es muy importante, es siempre vaga y variable. Varía de un individuo
a otro. El sentido es de naturaleza lógica, la representación es de carácter psicológico. De
ahí que pueda haber una multiplicidad de diferencias en las representaciones conectadas con
un mismo sentido. Sin la representación, dice Frege, no sería posible el arte. “Hay que
distinguir –sostiene- rigurosamente entre lo que es contenido de mi conciencia,
representación mía, y lo que es objeto de mi pensamiento”253, una clásica afirmación que
suscribiría Husserl. Además, agreguemos, para completar este cuadro, que para Frege el
sentido de un nombre o el pensamiento expresado en una oración lo capta cualquiera que
conozca bien una lengua. No se requiere otra condición, de donde se sigue que en cierto
modo el sentido es intrínseco al lenguaje y su aprehensión depende de la capacidad de
captación del hablante.

Pertrechados con estos conceptos fregeanos intentaremos una primera aproximación


a los problemas que plantean las paradojas de la narración y de la referencia ficticia.

Para Austin el sentido y la referencia pertenecen al acto locucionario y la fuerza al


acto ilocucionario254. Pero como el discurso ficticio no denota, entonces no es
auténticamente un acto locucionario y, además, pierde su fuerza ilocucionaria con lo cual se
transforma en un discurso parásito, una suerte de lenguaje desvanecido. Esto ocurre –explica
Searle- debido a que el escritor no escribe en serio, sólo pretende hacerlo y al pretender
referirse a determinadas entidades, crea entidades de ficción. El problema de esta
explicación reside –además de la oscuridad que implica el concepto de “pretensión”- en que

252 Ciertamente, como acertadamente sostiene Frege, la cuestión de la verdad no se suscita en el


discurso imaginario, si asumimos que ésta sólo es posible cuando está en juego la denotación, es
decir, la dimensión semántica del lenguaje que conecta el lenguaje al mundo real. en este sentido es
de rigor distinguir entre “verdad interna” y “verdad externa” al discurso. Un discurso imaginario –por
ejemplo, el del Quijote- crea un mundo de ficción (precisamente el mundo en el que acontece todo lo
que se nos cuenta acerca de Don Quijote); y en este mundo ficticio es verdad que Don Quijote ama a
Dulcinea y es falso que Sancho Panza es un caballero. Trátase aquí de “verdad” o “falsedad” interna
al discurso. Pero la cuestión de si Don Quijote existe o no existe en el mundo real no admite
discusión porque el problema mismo es absurdo (es un pseudo problema) ya que en este caso se
trata de una cuestión externa al discurso y como el discurso imaginario no vincula ni pretende
vincular las oraciones al mundo real, pues de suyo carece de denotación, el problema de la “verdad”
en sentido externo no se presenta.
253 Cf. “El pensamiento. Una investigación lógica” # 72. Id. Lógica y semántica.
254 Un examen detenido sobre la teoría del acto locucionario y su estructura según Austin puede

verse en el trabajo de Franҫois Récanati “Qu’est Ce qu’un acto locutionaire? Communications, N° 32,
1980.

162
para Searle el significado del acto ilocucionario ejecutado en la expresión es función de la
referencia de la oración. Si no, sostiene, sería imposible comprender una oración y de ello es
prueba que las oraciones mantienen su significado tanto en un discurso serio como en uno
no-serio. Para sostener, en consecuencia, que las reglas horizontales suspenden los
requerimientos de las verticales y por eso no se alteran ni cambian los significados literales
sino que, por el contrario, permiten su uso en el discurso ficticio, me parece erróneo y
confuso.

Desde una perspectiva fregeana se podría contestar, en cambio, con mucho más
claridad y sencillez a las dos paradojas bajo análisis. En efecto, ¿cómo es posible el discurso
ficticio? y ¿cómo es posible la referencia a entidades de ficción? Sencillamente porque:

1. Hay que distinguir en todo discurso entre sentido y denotación.


2. Hay discursos –como el ordinario, el histórico, el científico- que requieren del
sentido y de la denotación. De éstos, y sólo de éstos, se puede predicar la verdad o
la falsedad.

3. Pero hay discursos que sólo poseen sentido (es decir, expresan pensamientos)
pero no tienen –ni les hace falta- denotación. Es el caso del discurso
imaginario.

4. El discurso imaginario puede ser comprendido –es decir, es posible qua discurso
imaginario- por cualquier hablante u oyente que conozca bien su lengua.

5. Distintos lectores que conozcan bien su lengua comprenderán esencialmente el


mismo discurso porque lo que captan es el pensamiento expresado en el discurso y
el pensamiento es de naturaleza lógica. No varía, no cambia de un lector a otro. Es
intemporal. Así, pues, al leer Hamlet diversos lectores, aunque puedan admitirse
diferencias de interpretación, esencialmente estarán de acuerdo en que han conocido
la misma obra, por variados que pudieran ser los modos de representarse los
pensamientos ahí expresados.

6. Las diferencias radican en que los contenidos de conciencia (o vivencias) son, por
su naturaleza psíquica, siempre diversos de individuo a individuo (y aún en el
mismo individuo en momentos diferentes). Pero no se debe confundir la
representación con el objeto de ella. Aquélla es subjetiva, éste completamente
objetivo.

El discurso ficticio, entonces, será posible porque el lenguaje permite la emisión de


oraciones con pleno sentido, pero que no tienen ni pretenden tener denotación. Los entes de
ficción surgen, en consecuencia, internamente al discurso, como resultado de los sentidos y
pensamientos que la naturaleza lógica y semántica del lenguaje implica.

Para aclarar un poco más el panorama habría que distinguir también entre cuestiones
internas y cuestiones externas al lenguaje. El discurso ordinario está necesariamente
vinculado al mundo y, por tanto, trata de cuestiones externas a sí mismo. Posee una

163
dirección esencialmente extralingüística, apuntada al mundo real, si entendemos por real el
mundo del acaecer fenoménico e histórico. El discurso ficticio, en cambio, se refiere a un
mundo intralingüístico, es decir, a un mundo que surge y se mantiene en los límites del
lenguaje y de la conciencia del hablante y del lector pero que, en principio, no alcanza al
mundo real. es decir, crea su propio mundo, que es un mundo ficticio y a él se refiere
constantemente. No decimos que el discurso ficticio se refiere a sí mismo –postura sostenida
por muchos teóricos de la literatura-, lo que es un error255. Se refiere a un tiempo, a un
espacio y a unos entes de ficción que de suyo pertenecen a ese tiempo y a ese espacio
ficticios.

Estos últimos avances que aquí se proponen ya no se siguen necesariamente de


Frege, pero tampoco hay necesidad para que así sea. Hemos tomado a Frege como motivo de
inspiración, pero no para seguirle absolutamente. Ahora, pues, podemos continuar
avanzando porque parece que la cuestión fundamental no está completamente resuelta.

Si retrotraemos la discusión a Searle, éste se asombraba –y no es para menos- del


hecho peculiar y sorprendente de que el lenguaje humano permite la posibilidad de la
ficción. Él cree que la respuesta hay que buscarla en las pretendidas intenciones
ilocucionarias del escritor. A la luz de Frege hemos visto que el discurso ficticio es posible
no por virtud de los pretendidos actos ilocucionarios del autor, sino porque es posible
construir y expresar oraciones que poseen pleno sentido, pero que carecen de denotación.
Pero, ahora podríamos llevar más allá las cosas y preguntar: ¿y cómo es posible que la mente
humana pueda construir y expresar oraciones con sentido pero sin denotación? Pensamos
que la respuesta última hay que buscarla más allá de la lógica y más allá del lenguaje (pero
sin olvido ni de la lógica ni del lenguaje); es decir, hay que superar a Frege porque la
proyección del pensamiento de Frege en este terreno lleva a pensar que la ficcionalidad del
discurso imaginario depende de ciertas propiedades lógicas del discurso y, como bien
sostiene Searle, esto no es posible. Pero no es posible no por los argumentos de Searle, sino
por argumentos muy sólidos que ya caen de lleno en el terreno de la fenomenología. La
respuesta hay que buscarla, me parece, en la conciencia, punto de partida y de retorno auto y
toto fundante de toda realidad, efectiva o presunta.

La conciencia es, pues, el rasgo ontológicamente relevante del hombre, lo que lo


distingue de las demás especies, la capacidad que posibilita la actividad simbólica superior
responsable, en último término, de toda forma de cultura.

Para comenzar debemos, entonces, reemplazar el concepto de pretensión –que se ha


mostrado confuso e insuficiente- por el concepto de invención que nos parece claro y
fundamental para una correcta intelección de la naturaleza del discurso imaginario y de los
mundos de ficción. El novelista cuando escribe no pretende, sino inventa. El concepto de

255Esta teoría originada en “las tesis” del Círculo Lingüístico de Praga, es desarrollada por Roman
Jakobson en “Linguistics and Poetics” en Style in Language. Thomas A. Sebeok (ed.). Cambridge,
Mass., 1960.
Al respecto, Cf. el Capítulo 7 de esta obra, especialmente el # 4 “Críticas a la teoría estética
del Formalismo Ruso” y # 6 “Arte y función poética según Roman Jakobson”.

164
invención hay que explicarlo desde una teoría de la conciencia y, más específicamente,
desde una teoría de la conciencia imaginante256.

4. LA CONCIENCIA IMAGINANTE COMO


FUNDAMENTO DE LA FICCIÓN

El hombre, al par que conciencia propia, es conciencia de lo que él no es, es decir, de


lo que es objeto para su conciencia. El mundo es lo otro, lo que se opone a su conciencia y lo
distingue como entidad distinta y unitaria frente al mundo con el cual guarda, sin embargo,
una relación “sui generis”. Toda conciencia es conciencia de algo; no existe conciencia vacía
o ensimismada: la percepción, el cogito, la imaginación, el deseo son percepción,
pensamiento, imaginación o deseo de algo. Esto es lo que se denomina intencionalidad o
carácter trascendente de la conciencia, pues la conciencia no es una cosa, ni un ámbito
cerrado, sino una actividad abierta, por estar inevitablemente referida a objetos. Ahora bien,
esta relación de la conciencia con “lo otro” no es de carácter lógico, sino intuitivo. La
intuición es la fuente originaria y de derecho del conocimiento, pues nos asegura el contacto
con las cosas mismas, pero no para permanecer en las cosas sino para transitar desde ellas,
en cuanto fenómenos dados en la vivencia, a las esencias, que son los verdaderos objetos que
investiga el fenomenólogo. El principio de intencionalidad establece, además, que la
conciencia no es sólo “conciencia de algo”, sino también conciencia dirigida hacia un
objeto, objeto que no es posible comprender en sí y por sí, sino siempre en su relación a la
conciencia, pues no puede ser sino objeto para la conciencia y ésta, a su vez, no puede serlo
sino como referencia a un objeto. El mundo, pues, se agota completamente en esta relación
fenomenológica. No hay ni puede haber realidad alguna fuera de esta relación. Por el
contrario, desde un punto de vista fenomenológico habría que decir que la conciencia es
condición posibilitante del mundo, es el escenario en el cual aparece y se despliega el
mundo. Pero no se despliega de un modo neutro, sino que se despliega con un cierto sentido;
porque la conciencia no sólo se dirige al objeto con el cual establece una relación de
enfrentamiento y colaboración, sino que también le presta sentido. La conciencia es, pues, la
instancia donante de sentido.

Por otra parte, el mundo que aparece ante la conciencia con sentido puede revelarse
en diversas modalidades, según que se dé a la conciencia –o la conciencia se lo dé- como

256 Al concluir Searle en “The Logical Status of Fictional Discourse” (ya citado) acepta que podría
haber otras respuestas al problema de la naturaleza del discurso ficticio e intuye vagamente que una
respuesta plausible podría estar relacionada con el importante rol que la imaginación juega en la vida
humana. Sin embargo, no desarrolla –a saber- dicha intuición. Tampoco hay –parece- un
tratamiento, desde esta perspectiva, en sus trabajos posteriores recogidos en Expression and
Meaning. Studies in the theory of Speech Acts. Cambridge, London, New York, Melbourne, Sydney,
1979 y en Intentionality. An Essay in the Philosophy of Mind. Cambridge, New York, Melbourne,
Sydney, 1983.

165
mundo percibido “hic et nunc”, como mundo meramente pensado “in specie”, o como
mundo puramente fantaseado o imaginado. Examinaremos brevemente estos tres tipos de
actividad de la conciencia teniendo como fondo las teorías fenomenológicas de Husserl y de
Sartre. Obviamente no entraremos en detalles técnicos que quedan fuera del foco del
presente trabajo, aunque será menester hacer mención a algunas distinciones establecidas por
estos pensadores257.

Cuando un lógico, por ejemplo, juzga frente a un conjunto de proposiciones


conectadas mediante un condicional, las posibilidades que se siguen de asignar diversos
valores a sus cláusulas o reducirlas a términos de conjunción y alternación, estamos en
presencia de un caso típico de conciencia pensante. Aquí se realiza plenamente el cogito. En
realidad, es un tipo de conciencia que nunca nos abandona del todo, porque el hombre por su
naturaleza racional –entiéndase conciencia racional- siempre está considerando los
fenómenos que se dan a su conciencia desde esta perspectiva. Pero sí ocurre que a menudo la
conciencia pensante suele retirarse para dejar paso a la mera percepción, como cuando
contemplo el verde y el azul de un paisaje o escucho la nota aguda de un clarinete; o también
cuando mi conciencia es un puro fantasear, como ocurre en el sueño, por ejemplo. Claro está
que la conciencia pensante puede volver inmediatamente sobre lo meramente percibido o
fantaseado y reflexionar sobre ello. Entonces, se trata de una conciencia refleja que toma los
datos de la percepción o fantasía como motivos de reflexión. Una cosa es que yo perciba el
verde y el azul del paisaje y otra, diferente, es que me dé cuenta que los percibo y medite
sobre esta vivencia perceptiva.

Pero, más interesante y atingente para una teoría de la ficción es la distinción entre la
percepción y la imagen (es decir, entre la conciencia percipiente o realizante y la conciencia
imaginante). Recordemos que Husserl al considerar el fenómeno que se da a la percepción,
por el recurso de la epokhé dejaba fuera de juego la tesis de existencia. Sin embargo, como
bien observó Sartre, este recurso impide conquistar un criterio demarcativo claro y preciso
entre objetos reales y objetos imaginados. En efecto, ¿cómo distinguir entre la percepción de
un manzano en flor y la fantasía de un manzano en flor, por ejemplo, soñado? Si la
existencia queda fuera de juego, ambos fenómenos son en esencia lo mismo, pues no hay
más esencia en la percepción del manzano que en el manzano fantaseado. Intrínsecamente
considerados ambos fenómenos, no hay modo de distinguir entre los contenidos de una y
otra vivencia. Hay, pues, que intentar establecer un criterio de distinción.

El caso es que cuando percibimos un manzano en flor, sería absurdo creer que el
manzano está en la percepción, pues la percepción es una determinada actividad de la
conciencia. Ahora, si cerramos los ojos, reproducimos la imagen del manzano que antes
percibíamos. En esta nueva situación se nos da el manzano como imagen, pero lo mismo que
cuando lo percibíamos como cosa del mundo real, tampoco entra en la conciencia a modo de
réplica o simulacro. ¿Qué ocurre? Pues que la conciencia se refiere al manzano de dos
maneras distintas, con la diferencia que en el primer caso se trata de un manzano

257Tenemos, a este propósito, especialmente presente las obras de E. Husserl Ideas relativas a una
fenomenología pura y una filosofía fenomenológica, México, D.F., 2ª ed., 1962 y La idea de la
fenomenología. Cinco Lecciones. México, D.F., 1982. De J. P. Sartre l’imaginaire. Psychologie
phénomènologique de l’imagination. París, 1940.

166
individualizado encontrado por la conciencia aquí y ahora y sobre el cual recae una tesis de
existencia. En el segundo caso, la conciencia no ha encontrado el manzano qua cosa real
aquí y ahora, pues ahora es objeto para una conciencia imaginante que neutraliza tanto la
realidad como la existencia del manzano real. la imagen del manzano en flor es, a fin de
cuentas, conciencia imaginante-de-manzano-en-flor. Luego, la conciencia imaginante es un
tipo de conciencia que tiene una peculiar manera de intencionar sus objetos, modo que dista
mucho de cómo procede la conciencia perceptiva.

Sin embargo, todavía hay que distinguir entre una imagen producto de una
percepción y una imagen completamente fantaseada. Alguna diferencia importante tiene que
existir entre recordar un suceso –que es una forma de conciencia imaginante- y el mero
fantasear. Tiene que haber una importante diferencia entre mi recuerdo de “Juan tocando la
flauta” en una situación real y concreta y “Odiseo tensando el arco ante los pretendientes”.
En ambos casos hay una vivencia, una representación y, evidentemente, un contenido de la
representación que no puede confundirse con la representación misma. Se podría suponer
que en el primer caso nos representamos la situación con una tesis de existencia, pero
proponiendo el objeto de nuestra representación como ausente, mientras que en el segundo
caso lo proponemos como inexistente. Así, cuando consideramos, por ejemplo, el grabado de
Durero “El Caballero, la Muerte y el Diablo”, estaríamos proponiendo estos tres personajes
como inexistentes, ya que estas tres entidades no tienen ni han tenido una existencia en la
percepción. De suerte, pues, que cuando nos imaginamos a Odiseo tensando el arco, la
conciencia propondría el objeto irreal Odiseo como inexistente. Así lo cree al menos Sartre.
Nosotros pensamos, en cambio, que al leer una obra de ficción como la Odisea, proponemos
a Odiseo como inexistente; es decir, no proponemos el objeto irreal de la conciencia
imaginante como inexistente ni como ausente. Si Odiseo de suyo carece de existencia real no
hace falta que lo propongamos como inexistente. Si imaginamos a Odiseo tensando el arco,
naturalmente la conciencia no propone la existencia fuera del acto de imaginar mismo (como
ocurre con la imagen de mi amigo Pedro, cuyo retrato tengo sobre el escritorio), sino que
proponemos la irrealidad de este personaje inexistente, con lo cual la existencia queda
neutralizada. Pero, entiéndase bien, queda neutralizada la existencia trascendente. Estos
entes, entonces, existen, obviamente, pero sólo en tanto y en cuanto propuestos como
actividad de la conciencia imaginante y en este sentido son irreales o, mejor aún, ficciones.
Si leemos, pues, la Odisea observaremos que su mundo irreal o ficticio existe, pero sólo y
mientras dure la actividad de la conciencia imaginante. En cambio, en la percepción, aunque
dejemos de percibir aquí y ahora un objeto o un suceso determinado, no modificamos la tesis
de existencia. Seguimos suponiendo que el mundo real existe percíbalo o no la conciencia
como tal, más allá de que lo actualicemos en una percepción determinada.

En resumen, corresponde a la conciencia realizante, de suyo, proponer sus objetos


como trascendentes al acto mismo de percibir y como existentes en actualidad y realidad.
Hay, pues, en la percepción inevitablemente una tesis de realidad y de actualidad. En
cambio, la conciencia imaginante neutraliza la trascendencia y la existencia real de sus
objetos. Se los propone como meros objetos ficticios. No es el caso, en consecuencia, que el
discurso imaginario carezca de referencia; la tiene, tan sólo que esa referencia es ficticia. Si
el discurso imaginario no tuviera referencia nos sería imposible situarlo imaginariamente. La
conciencia imaginante que como toda conciencia es conciencia de algo caería en el vacío, lo

167
que es contrario a la direccionalidad intencional que esencialmente constituye su estructura.
No se crea, pues, que el discurso imaginario no denota en absoluto. Lo que ocurre es que no
denota en el mismo sentido que denota el discurso ordinario, pero de algún modo denota. Si
no denotara nunca llegaría a ser comprendido. El discurso imaginario denota entes de
ficción. En eso consiste la esencia del discurso literario en cuanto es una forma
paradigmática de discurso imaginario. Si no fuéramos capaces de imaginar, el arte sería
imposible.

Es la conciencia imaginante la que se pone en actividad, desplazando a la conciencia


realizante volcada sobre lo real y actual y, en su actividad, inventa mundo, un mundo que,
sin embargo, no trasciende, no se proyecta como realidad ni se propone como existente
allende el acto de conciencia. Por el contrario, se agota en la pura inmanencia de la
conciencia. Esto es lo que, nos parece, Frege intuyó y quiso decir cuando sostuvo que a la
poesía le basta el sentido para ser tal, pero no avanza ni necesita avanzar del sentido o la
denotación objetiva y existente como ocurre con el discurso científico. Su error estaba en no
distinguir distintos tipos de conciencia y en suponer que la naturaleza de un discurso
dependía enteramente de factores lógicos y semánticos internos al discurso.

Sobre este trasfondo podemos entonces sostener –y ésta es nuestra tesis principal-
que cuando hablamos del mundo real, reconocemos y describimos cosas o sucesos en él y
del mundo. Primero es el mundo y luego el hablar acerca de él. Pero cuando hablamos sin
referencia al mundo inventamos cosas y sucesos al hablar. Así, pues, mientras el discurso
ordinario reconoce mundo al hablar, el discurso imaginario funda mundo al narrar. El
discurso ordinario, periodístico, histórico o científico aspira a hablar de las cosas que existen
trascendentemente a la conciencia y a describirlas en lo que son y tal como son. Por esto
tiene sentido concebir la verdad o la falsedad como una relación de concordancia o no
concordancia entre el discurso y el mundo. Se trata de una relación externa al discurso. El
discurso imaginario, en cambio, se vale del sentido interno al lenguaje segregado por la
conciencia imaginante, pero que permanece en la inmanencia exclusivamente. Cuando este
discurso está dirigido, orientado o estructurado por un narrador (que es también una
instancia ficticia inventada por el autor) en toro a un argumento, surge en plenitud la obra
literaria como obra de ficción.

Y así como nuestra existencia real es instalación de un cuerpo real en un punto del
espacio-tiempo real, así también el discurso imaginario posibilita la instauración ficticia de
entes ficticios en un espacio y tiempo de ficción. Todo mundo posible fundado por el
discurso literario es instauración de vida en un mundo donde los entes, los sucesos, el tiempo
y el espacio son todos de ficción. Un ente corpóreo real necesita de un espacio y de un
tiempo reales. No es concebible un ente real que exista en un espacio y en un tiempo de
ficción. Del mismo modo, es imposible que un ente de ficción exista en el mundo de espacio
y tiempo reales. Estos modos de existencia no pueden confundirse si se tiene presente que en
la realidad los entes son reales, el espacio es real y el tiempo es real, mientras que en la obra
literaria todo es ficción. Si no se advierte esta diferencia se puede llegar a creer que cuando
en un discurso imaginario aparece un nombre referido a una realidad, el discurso deja de ser
imaginario para transformarse en real, con lo cual se pierde inevitablemente la unidad
imaginaria del mundo creado por la narración. Pero, además, se puede llegar al absurdo de

168
creer que como existe la mancha y el narrador sitúa a Don Quijote en La mancha, entonces
Don Quijote tiene que haber existido como ente real. Pero ¿cómo puede existir un ente
ficticio en un lugar real? Lo que ocurre, en primer lugar, es que no es Cervantes el que
cuenta la historia de Don Quijote como cree Searle, sino un narrador ficticio que, por cierto,
Cervantes ha inventado por virtud de su conciencia imaginante para que, precisamente éste
ponga en marcha la narración. La Mancha que aparece ahí, entonces, en la que se sitúa a
Don Quijote es, por fuerza, una Mancha imaginaria, tan imaginaria como Don Quijote, cuya
denotación es completamente ficticia y poco o nada importa que esa Mancha se parezca o no
se parezca a la mancha real. Es un mundo posible, como cualquier otro mundo posible, tan
sólo que guarda cierto aire de familia con el mundo real. si se tiene esto presente desaparece
la paradoja que sorprende a Searle y que le hace creer que a veces el escritor pretende
escribir actos ilocucionarios y entonces hay ficción, y a veces no pretende –por ejemplo,
cuando habla de La Mancha- y entonces no hay ficción.

Del hecho, pues, que el mundo de ficción se derive por virtud de la conciencia
imaginante de la realidad, así como el hijo se “deriva” de los padres, se sigue que una vez
derivado y constituido adquiere autonomía óntica y por consiguiente auténtica existencia y
realidad, aunque su existencia y su realidad sean de una naturaleza distinta a nuestra propia
existencia y realidad. El discurso ficticio no puede ser abstracto en el sentido que lo es el
urbano, rural o psicológico y supone una historia privada o colectiva en la que instauran su
existencia los personajes de ficción. En resumidas cuentas, la obra de arte es un micro
mundo organizado artificialmente que se instala en la existencia real como mundo irreal.
Este mundo requiere que haya personajes y a esos personajes hay que situarlos en un espacio
y en un tiempo. Sólo entonces la obra de arte se independiza del mundo para crear su propia
realidad. Estos tres elementos son ficticios y ninguno puede faltar, y si alguno de ellos falta
el mundo de ficción no se constituye como tal.

Instaurándose un tiempo y un espacio ficticios por necesidad los personajes y los


acontecimientos lo serán de suyo. Cuando el narrador del Quijote comienza con estas
oraciones su discurso:

“En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no


ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga
antigua, rocín flaco y galgo corredor…” (subrayo),

está creando simultáneamente las tres vigas maestras de la ficción literaria de una sola vez:
un espacio imaginario, “En un lugar de La Mancha”; un tiempo imaginario, “no ha mucho
tiempo” y; un personaje de ficción “un hidalgo de los de lanza…”. Se funda de este modo el
mundo en el cual han de ocurrir todos los acontecimientos a los cuales asistiremos en nuestra
condición de lectores de ficción, de lectores que adoptaremos ante el discurso una actitud
imaginante. Y así ocurre con todo discurso imaginario, sin excepción. Sólo un discurso
imaginario crea un tiempo y un espacio que no es ni el tiempo ni el espacio de nuestra
realidad mundanal. Un discurso ordinario, en cambio, tiene lugar desde y por virtud de la
conciencia realizante, vale aquí y ahora y sólo en relación directa con la realidad afectiva o
presunta acaecida o por acaecer. En este contexto tiene sentido predicar la verdad o la
falsedad de los sucesos anunciados por el discurso, según correspondan o no con los hechos

169
afectivos, trascendentes desde luego no sólo al discurso, sino también a la conciencia
realizante que los genera y expresa.

Todo mundo ficticio creado por un discurso imaginario –El Quijote, por ejemplo-
como toda cosa mundanal, tiene una edad que se inscribe en el tiempo histórico y se
acrecienta a través de él. La Odisea como obra concluida tiene casi tres mil años y El
Quijote varios siglos. Pero, no hay que confundir este tiempo externo o histórico con el
tiempo intrínseco creado por la narración en el que todos los acontecimientos comienzan,
transcurre y finalizan en una especie de eterno retorno, y en el cual pueden, eventualmente,
volver a comenzar si se dan ciertas circunstancias favorables. En efecto, cada lectura queda
iluminada por la conciencia imaginante del lector y es entonces y sólo entonces que los entes
imaginarios alcanzan la plenitud de su existencia en sus mundos de ficción.

5. ACTOS DE HABLA Y ACTOS DE CONCIENCIA Y RESOLUCIÓN DE


LAS PARADOJAS DE LA NARRACIÓN

Volvamos, pues, a nuestras preguntas iniciales e intentemos desde esta nueva


perspectiva resolver los problemas que a nuestro modo de ver deja intactos la teoría de los
actos de habla.

¿Cómo es posible el discurso imaginario? En primer lugar el discurso en general no


es una cuestión meramente lingüística que pueda resolverse tan sólo apelando a las
distinciones de expresión (utterance), acto locucionario, acto ilocucionario, acto
perlocucionario, fuerza ilocucionaria, efecto ilocucionario y otros conceptos de esta especie.
En realidad, todos estos actos son efectos de otros actos fundantes originados en la
actividad de la conciencia. Es la conciencia, en definitiva, la instancia encargada de dar o
retirar sentido a las expresiones lingüísticas, pues desde una perspectiva fenomenológica el
mundo es función de la conciencia. Estas últimas consideraciones nos obligan a entrar
nuevamente en una teoría fenomenológica del lenguaje258.

Como sostiene Husserl, la expresión lingüística tiene como primera misión una
función comunicativa. El complejo acústico articulado o escrito se convierte en discurso
comunicativo gracias a que el que habla lo produce con la intención de manifestar algo
acerca de algo. Es decir, el hablante presta a ciertos actos psíquicos un sentido que intenta
comunicar al que escucha o lee. Mediante un proceso lógico, semántico y psíquico complejo,
que podría explicarse según las reglas de Grice259, el que escucha comprende la intención del
que habla y la clave en la que habla. El que habla realiza ciertos actos de donación de sentido

258 Seguimos a Husserl, aunque no en todas sus distinciones y consecuencias, especialmente en sus
Investigaciones Lógicas, Vol. 1, versión de Morente y Gaos. Alianza Editorial, Madrid, 1982.
259 Cf. P. G. Grice, “Utterer’s Meaning and intentions” en The Philosophical Review. Vol. LXXXIII,

1969.

170
mediante los cuales no sólo intenta comunicar, sino que de hecho notifica a su interlocutor.
La notificación, a su vez, posee un contenido constituido por las vivencias psíquicas del que
habla. Por su parte, el receptor comprende la notificación que se le manifiesta no mediante
un saber conceptual sino mediante un proceso de apercibir intuitivo. De esta suerte quien
escucha percibe que quien habla exterioriza señales de sus pensamientos mediante sus
palabras. Estos pensamientos –o significaciones- son los sentidos otorgados por la
conciencia a la palabra viva (esto es, dicha o escrita). Considerada en sí, la palabra parece
componerse de un anverso, que es la expresión misma, y de un reverso, que es su
significación. Dejando de lado la expresión, encontramos ciertos actos de conciencia que
otorgan significación: estos actos de conciencia –que son vivencias- no hay que
confundirlos, desde luego, con los contenidos intencionales de la vivencia, que son objetivos
y que podemos denominar significaciones. Y la palabra es palabra precisamente por su
significación, y sólo deja de serlo cuando nuestro interés se dirige en exclusiva a su lado
sensible, es decir, a la palabra en cuanto expresión. Esto por un lado; por otro, el acto
mediante el cual se cumple la referencia a una objetividad expresada constituye plenitud
intuitiva. Merced a esta plenitud la expresión mienta algo y al mentarlo se refiere a algo
objetivo. En otros términos, la expresión busca su sentido. Pero aquí, a su vez, pueden
ocurrir dos situaciones. La primera: que la expresión que mienta su objeto lo alcance
trascendentemente y, en este caso, la referencia de la expresión a su objeto quede
completamente cumplida. La segunda: que la expresión de todas maneras miente su objeto
en cuanto y en tanto significación, pero que no alcance su objeto, sencillamente porque el
objeto no existe o su existencia queda neutralizada. Lo primero ocurre en un discurso
ordinario, histórico o periodístico. Lo segundo, en un discurso imaginario. En este último
caso, la objetividad queda meramente representada como producto de la fantasía. Pues bien,
para que se genere la comunicación y la comprensión de lo comunicado no hace falta que la
referencia de la expresión quede completamente consumada. Basta con que señale y
notifique su sentido. Si esto es así, al discurso imaginario le basta con alcanzar la
significación, significación que se origina en ciertos actos intencionales donantes de sentido.
En resumen, hay que distinguir entre la significación de una expresión y su propiedad de
referirse trascendentemente a un objeto. Este segundo factor es eventual: puede darse como
no darse, como ocurre en el discurso ordinario, o puede ocurrir que ni siquiera se plantee la
posibilidad de su dación. Este último es el caso del discurso imaginario y precisamente por
eso no tiene sentido suscitar la cuestión de la verdad; cuestión que, en cambio, es esencial al
discurso ordinario orientado y volcado totalmente sobre la realidad.

En consecuencia, la denotación del nombre “Odiseo”, por ejemplo, se limita a la


significación de este nombre, significación que en ningún caso hay que confundir con la
vivencia o representación en la cual tiene lugar el acto de conferir sentido o significación a
este nombre. Así, el nombre “Odiseo” no implica ni una tesis de existencia transcendente ni
una tesis de realidad. Distinta es la situación del nombre a “Napoleón”; en este caso el
sentido busca y alcanza una realidad trascendente con una tesis explícita de existencia y
realidad. “Napoleón” denota, pero denota en un sentido muy diferente a como denota el
nombre “Odiseo” tanto así que la palabra misma “denotación” se torna equívoca, pues, la
misma expresión es usada para cubrir dos referencias muy distintas.

171
Por tanto, y para contestar la interrogante que ha quedado abierta sobre la posibilidad
del discurso imaginario, hay que decir que la conciencia es capaz de generar ciertos actos de
conciencia imaginante y estos actos, a su vez, dan origen a determinados actos
ilocucionarios. Estos actos de habla suscitan, por virtud de sus significaciones, vivencias
plenas de sentido en el lector quien pone en actividad su conciencia imaginante, mediante un
tácito convenio de mutua colaboración entre escritor y lector. En efecto, cuando el lector
toma la decisión de leer una novela pone inmediatamente en actividad un tipo especial de
actos de conciencia que neutralizan la realidad y la existencia trascendente de los sucesos
narrados, los comprende y los sitúa meramente en un espacio y en un tiempo ficticios. En el
cuento infantil, por ejemplo, el convenio se establece mediante ciertas expresiones rituales
estereotipadas. Cuando el narrador comienza con la fórmula lingüística “había una vez…” o
“hace mucho tiempo, pero mucho tiempo…”, el niño inmediatamente adopta una actitud
imaginante y se desconecta del mundo real porque su conciencia, en vez de producir actos
realizantes dirigidos al mundo del aquí y el ahora, queda enteramente dirigida hacia el
mundo de ficción que surge de la narración. Este tácito convenio de cooperación entre el
narrador y el lector podría describirse minuciosamente según las normas conversacionales de
Grice, pero esta tarea específica queda ya fuera del alcance de este trabajo.

Por tanto, no hay un discurso serio y otro no serio o pretendido. Tanto el discurso
generado por la conciencia realizante como el generado por la conciencia imaginante son
simplemente discursos. No es más seria la conciencia realizante que la imaginante, a no ser
qe sostengamos tácitamente un prejuicio a favor de la existencia y la realidad percibida “hic
et nunc”. No se pasa, pues, de un discurso no serio a uno serio –como cuando el novelista,
según Searle, deja de construir discurso ficticio para referirse a situaciones reales de la vida
histórica o fenoménica-, sino de una conciencia imaginante a una realizante, como por
ejemplo, cuando nuestra lectura es interrumpida por la bocina del teléfono. No es, pues,
investigando la índole de los actos ilocucionarios como comprenderemos la naturaleza del
discurso imaginario, sino estudiando la estructura intencional de los actos de conciencia
imaginante.

Ahora que sabemos cómo se origina y qué es lo que es el discurso imaginario,


podremos desactivar también la segunda paradoja que enunciamos al comienzo de este
trabajo; es decir, cómo es que el novelista puede crear personajes ficticios y hacer referencia
a ellos. Ello es posible, primeramente, porque el novelista imagina ciertos sucesos que
inmediatamente inscribe en un tiempo y un espacio imaginarios; luego inventa un personaje
a quien endosa el discurso originado en sus actos de conciencia imaginante. Este personaje
ficticio, que es el narrador, se hace cargo y responsable de lo narrado. El escritor, al ir
inventando discurso, del cual él se desentiende como ente real, va fundando mundo. En
actitud imaginante el mundo queda instaurado al narrar, mientras que en actitud realizante se
describe o se constata un mundo ya existente, lingüísticamente. El narrador, como ente
ficticio, hace un llamado al lector quien, si acepta el juego a que es invitado, se compromete
a cooperar con el narrador relegando a un segundo plano su actitud realizante y asumiendo
en su reemplazo una actitud imaginante. De suerte, pues, que el narrador cuando narra hace
referencia a entes y sucesos de ficción y esta referencia queda cumplida intramundanamente
y así lo asume el lector, pues en virtud del convenio establecido con el narrador suspende la
tesis de realidad y de existencia que pesa sobre el mundo para dar paso a la conciencia

172
imaginante donde la existencia y la realidad de los sucesos y personajes quedan
neutralizados a favor de una existencia y una realidad meramente ficticias.

Lo que ocurre en el proceso de narración de ficciones es básicamente lo mismo que


lo que ocurre en una situación viva cuando, por ejemplo, en un día de frío y extenuante
trabajo, yo me dirijo a mis compañeros de labor y les digo: “imagínense un día de sol en una
playa tropical, bajo la sombra fresca de frondosas palmeras y agua tibia que acaricia la piel,
etc.”. Cuando en esa misma situación viva yo digo “este ambiente está frío y hoy tenemos
demasiado trabajo, me siento agotado”, mi discurso es muy distinto. Este discurso es tan
ordinario como el anterior pero está formulado y estructurado merced a ciertos actos de
conciencia realizante; mis oraciones implican una tesis de existencia y realidad respecto del
mundo: describo el mundo y, en consecuencia, mi discurso puede ser considerado verdadero
o falso. Pero, en el discurso primero inmediatamente apelamos a la conciencia imaginante y
tácitamente invitamos y hasta exigimos una marginación de la conciencia realizante. Y
puesta la conciencia imaginante en actividad, evidentemente que yo y quien me escucha
podemos referirnos a ese día de sol en la playa, etc. y predicar infinidad de atributos en él,
pero no por eso vamos a suponer que ese día de sol existe, así como existe el lugar físico
desde el cual estoy hablando. Existe sí, pero con otro tipo de existencia, una existencia
interna al discurso que permanece mientras permanezca la actividad imaginante que lo
intenciona como mundo de mera ficción.

La conciencia imaginante tiene, pues, una gran ventaja sobre la conciencia realizante.
Como no queda obligada por el principio de existencia real, tiene plena libertad para darse
ciertas leyes e instaurar los mundos de ficción que quiera, y como quiera, no sólo a la
manera de lo que ha sido, sino también de lo que podría ser, de lo que pudo ser y no fue, y de
lo que nunca podrá ser en el mundo real. Esto fue quizá lo que quiso decir Aristóteles en su
Poética cuando sostuvo que la poesía es más filosófica que la historia, pues la historia no
tiene libertad, mientras que la libertad es precisamente esencial al arte.

173
Capítulo XII

HACIA UNA TEORÍA DE LA OBRA LITERARIA


COMO CONSTRUCCIÓN LINGÜÍSTICA DE UN
MUNDO FICTICIO

Nos parece fundamental insistir, una vez más, y con la mayor claridad posible, en la
teoría básica que incidentalmente ha aparecido una y otra vez en el curs de esta exposición,
esto es, en el modo como se construye la ficción artística.

Sostenemos básicamente que mientras el discurso ordinario re-conoce mundo al


hablar o habla de las cosas que existen en el mundo, el discurso literario crea mundo al
narrar. El discurso ordinario y científico habla de las cosas que existen o supuestamente
existen en la realidad empírica e histórica. Es un lenguaje volcado hacia el exterior, volcado
referencialmente sobre la realidad. El discurso artístico (o literario) es un lenguaje que utiliza
la fuerza interna, la significación inmanente del signo lingüístico, para referirse no a las
cosas del mundo real, sino a las cosas de un mundo de ficción que el propio hablar artístico
va creando y fundando. Por esto nos negamos a admitir la tesis según la cual el discurso
artístico no tiene referencia (y, como no lo tiene –se dice- se refiere a sí mismo); por el
contrario, tiene referencia, tan sólo que sus referentes no son cosas como las del mundo

174
tempóreo-espacial, sino entes de ficción que el hombre gracias a su capacidad de imaginar,
puede inventar y ubicar en un espacio y en un tiempo de ficción.

Cuando este discurso está dirigido, orientado y estructurado por un narrador en torno
a un argumento y algunos otros aspectos arquitectónicos, surge en plenitud la obra de arte
literaria. De este modo pretendemos probar que la obra de arte literaria es, ontológicamente
hablando, ficción.

1. AVANCE OBTENIDO DEL ANÁLISIS Y


REFLEXIONES PRECEDENTES

Sería injusto e inexacto afirmar de todas las teorías sometidas a crítica, y de las
reflexiones a que han dado lugar, que nos han enseñado poco sobre la naturaleza de la obra
de arte en general y de la literatura en particular. Por el contrario, hemos podido conocer más
profundamente la obra de arte literaria y tomar conciencia de una serie de peculiaridades que
ya no pueden pasar desatendidas a la hora de explicar el fenómeno literario, tanto en sí
mismo como en relación con el público al que va dirigido.

Entre algunos de los logros alcanzados por la filosofía de la literatura y la poética


contemporánea nos interesa –antes de continuar adelante- recordar los siguientes:

1. La obra poética es producto de una intuición única, “sui generis”, irreductible a un


análisis lógico o a una explicación racional. Sin embargo, hay que distinguir el
origen espiritual de la obra de su expresión lingüística que, obviamente, es una
manifestación abierta a la experiencia inter-subjetiva y, por tanto, al análisis y a la
crítica estética.

La obra poética suele encerrar un misterio en tanto nos pone en contacto directo con
ciertas realidades que no percibimos en nuestra vida práctica y cotidiana, pero no nos
lo explica, sino tan sólo nos hace tomar conciencia de él260.

2. La obra de arte, por muy abstracta que sea, siempre refleja, de algún modo, la
estructura y las leyes ocultas de la realidad. La obra no es creación ex nihilo sino
creación a partir de la experiencia del mundo: producto estético de una forma –entre
muchas otras- de Realidad.

3. Es evidente que en muchas obras poéticas se advierte una “desviación” o


“divergencia” formal y estructural respecto del uso idiomático corriente que hace el
hablante, aunque éste no sea siempre un rasgo esencial de la obra de arte literaria.

260 No hemos desarrollado en esta obra esta teoría espiritualista de la literatura debido a que a
nuestro parecer ya no conserva la vigencia que alcanzó durante la primera parte de este siglo, no
obstante reconocer que aún hay críticos que siguen esta tendencia. Esta teoría, con diversos
matices, fue sostenida por B. Croce, K. Vossler y D. Alonso, entre los más connotados. Cf. la sección
bibliográfica de este libro.

175
4. La obra poética es una estructura artística autónoma que, aunque relacionada con
otras estructuras de la realidad –como la social, la económica, la política, la religiosa
o la moral-, no tiene obligación con ninguna de ellas, conservando en todo momento
su independencia estética.

5. La obra de arte –y, en especial, la poética- es un sistema artificialmente ordenado de


signos (sistema semiótico) y en su totalidad puede ser vista como signo (o símbolo)
que crea su propia realidad en virtud de la dimensión semántica interna de los signos
lingüísticos, sin que esto signifique que el lenguaje poético se designe a sí mismo
(función poética). En la obra poética se pone en movimiento la función semántica
intrínseca, distinta de las habituales funciones externas del signo lingüístico que
conectan o apuntan directamente a la realidad empírica o histórica.

6. La obra de arte no es un factum, sino un faciendum. La obra no es un todo acabado


en sí, sino que, por el contrario, requiere de la participación activa del lector (o
contemplador) quien mediante la institución de la lectura posibilita que la obra
alcance su verdadero y pleno nivel artístico. En este sentido toda obra es “obra
percibida” y obra “vivida” por el lector quien contribuye con su experiencia personal,
y con el “background” histórico y cultural que cada hombre conlleva, a otorgarle la
plenitud de su ser.

7. Es necesario distinguir claramente entre la obra de arte como estructura empírica y


material (“artefacto”) y el objeto estético, que es una entidad intencional que surge
del encuentro entre el lector (o contemplador) y la obra empíricamente considerada.
El objeto estético es una realidad espiritual; la obra, como tal, una realidad empírica
y material.

8. La obra de arte literaria es un discurso del narrador (o del yo lírico en el poema) –que
es la primera figura ficticia que crea el autor- y no una manifestación lingüística del
autor mediante la cual nos comunique su experiencia y su visión de mundo. Siempre
el discurso artístico tiene como referencia un mundo de ficción, por intermedio del
cual simbólicamente alude o evoca un determinado tipo de realidad; de aquí que se
hable –refiriéndose al discurso literario- de discurso ficticio o imaginario.

9. La obra de arte literaria es obra abierta, lo que quiere decir que el lector ante ella es
plenamente libre para elegir el recorrido de lectura que más le agrade y que se avenga
mejor con sus circunstancias y vivencias personales.

10. El discurso lingüístico corriente siempre implica una serie de leyes “verticales” que
ponen en relación al hablante con el mundo de suerte que su discurso adquiere
sentido y significación por estar apuntado “seriamente” hacia la realidad.
Por el contrario, en el discurso artístico irrumpen una serie de reglas “horizontales”
que desconectan el discurso de la realidad de suerte que el hablante queda facultad,
por las convenciones que se instauran, para hablar de una manera no sería, sin que su
discurso resulte fraudulento. En otros términos, el discurso literario es un tipo

176
especial de actos ilocucionarios cuya fuerza se encuentra suspendida o neutralizada
por la aparición de las reglas horizontales que el escritor propone y que el lector
acepta de buen grado para que pueda operar la ficción artística.

2. LA OBRA DE ARTE LITERARIA ES INVENCIÓN DE


MUNDO POR MEDIO DEL LENGUAJE

Todos estos factores son sin duda rasgos más o menos constantes que caracterizan la
obra de arte literaria, pero ninguno de ellos constituye su esencia, porque siempre es posible
encontrar más de un caso que escape a una o a varias de esta serie de características. No son,
pues, notas ontológicamente relevantes e inalienables al fenómeno literario y, lo que
nosotros buscamos es la esencia misma de la obra de arte literaria que por ser tal nunca
puede ser ajena a ningún individuo.

Para nosotros el rasgo ontológicamente relevante de la obra de arte consiste en su


ficcionalidad; por esta razón quisiéramos señalar aquí, en lo que concierne estrictamente a la
obra literaria considerar como realidad en sí, cómo concebimos la generación y la
consolidación del mundo que se instaura como ficción. Es un error buscar lo característico,
lo esencial de la obra literaria en la oposición lenguaje poético/lenguaje ordinario 261. El
fenómeno literario no es, esencialmente, aunque a veces pueda serlo, un lenguaje desviado y
especial respecto del lenguaje ordinario. Hay desviación en el lenguaje poético, pero esta
desviación, por no ser universal (es decir, válida para todo individuo poético), no puede
considerarse esencial, sino tan sólo –cuanto más- característica de ciertos discursos literarios.
A nuestro entender el lenguaje siempre funciona como material en la obra literaria, de la
misma manera que el mármol es el material de la escultura y los pigmentos y la tela el
material de la pintura.

El mármol en la escultura nunca deja de ser mármol aunque su ser mármol quede
escondido y al servicio de lo creado con él, esto es, la obra escultórica como fenómeno
artístico, aunque exista la posibilidad que se mire el mármol de la escultura y no la escultura
misma. Otro tanto ocurre en las artes literarias. La expresión lingüística nunca deja de ser
lingüística y por eso justamente existe la opción de estudiar la calidad estilística y gramatical
de un idioma en un poema o en una novela concretos. Cuando esto hacemos, el poema
desaparece en el lenguaje y se transforma en puro material lingüístico. Más, para que

261 Mary Louise Pratt en su interesante obra Toward a Speech Act Theory of Literary Discourse.
Bloomington, London, 1977, llama “The ‘poetic language’ fallacy” la constant búsqueda de la poética
del siglo XX de la naturaleza de la obra de arte literaria, en la oposición lenguaje ordinario/lenguaje
poético. Sostiene, acertadamente, según nuestro juicio, que esta falacia ha extraviado a la crítica
formalista y estructuralista, pues buscan donde no pueden encontrar.

177
aparezca el poema debemos abstraer el lenguaje como puro lenguaje y asumir ante el poema
una actitud espiritual diferente que llamamos contempladora, esto es, una percepción atenta
acompañada de emociones desinteresadas262.

Ahora bien, el lenguaje en tanto lenguaje es órgano, instrumento de comunicación.


Más, para que el órgano funcione como instrumento comunicativo eficaz, es menester que su
estructura íntima sea significativa. Sólo lo que significa –de cualquier modo que lo haga-
puede convertirse en medio de comunicación. Nadie niega que el lenguaje natural es el
medio más excelente que el hombre posee para comunicarse. Si examinamos la estructura
del lenguaje encontraremos que se constituye en unidades mínimas de significación. Aunque
los lingüistas distinguen unidades más pequeñas que la palabra, con significación mínima y
propia, a nosotros nos basta con saber que la palabra, signo lingüístico por excelencia, es la
unidad más importante en la conformación y estructuración de unidades más amplias de
expresión significativa (frases, oraciones).

Si el hombre ha inventado el lenguaje ha sido probablemente para comunicar,


primeramente, mundo real. Este mundo real, que en un principio no pasa de ser realidad
fenoménica y psicológica, luego se ensancha y profundiza para comunicar, además,
realidades espirituales y metafísicas. Sin embargo, en la poesía el hombre inventó una nueva
manera de usar el material lingüístico. Si las expresiones del lenguaje, pronunciadas por el
hablante o escritas por el escritor, están en la vida práctica y seria destinadas a comunicar
estados de cosas tangibles e intangibles, pero reales, en el arte el lenguaje no tiene por
función poner a la vista estados de cosas reales, sino ficticias. Esto sería inexplicable si el
hombre sólo poseyera conciencia perceptiva, racional y moral, pero no imaginante. Todos
sabemos, por propia experiencia, que cuando la conciencia percibe (o cree percibir) lo
percibido es realidad material aquí y ahora. Percibir la lámpara sobre el escritorio es “ver,
aquí, ahora, lámpara-sobre-el-escritorio”. Percibir ruido de motores es “escuchar, aquí,
ahora, ruido-de-automóviles”. Percibir es tener conciencia de lo percibido. Escuchar, ver,
oler, gustar, son determinadas formas de conciencia. Querer, amar, odiar, es siempre
“quiero-esto-o-lo-otro”, “amar-a-Fulano”, “odiar-a-X”. Querer, amar, odiar es conciencia
amante, conciencia odiante. Pensar es, a su vez, intuir y relacionar conceptos por medio de
juicios. Todos estos actos se dirigen hacia el mundo real, hacia el mundo fenoménico,
psicológico o abstracto. Entonces, el lenguaje está usado aquí para servir a fines prácticos,
aunque pensemos en cosas y sucesos nada prácticos. Pero el hombre es, además, capaz de
imaginar. ¿Qué quiere decir esto? Simplemente que somos capaces de formarnos conciencia
imaginante. Cuando imagino a “Ulises abrazando a Telémaco”, no imagino nada real como
cuando recuerdo el abrazo de despedida que mi amigo D me dio el día en que me despedí de
él en el aeropuerto. Pensar, percibir, sentir, es tener realidad ante los ojos. Imaginar, en
cambio, es neutralizar la existencia de la realidad y proponer lo imaginado como pura
ficción.

Imaginar, como dirá Sartre, es una forma de conciencia en que las cosas y sucesos
son concebidos sin tesis de realidad. Por esto es posible leer un poema de amor sin pretender

262La actitud del espectador es contempladora (activa) más que contemplativa (pasiva). Sin un
receptor dispuesto a asumir el rol que le corresponde como espectador de ficciones estéticas, es
imposible que surja el fenómeno artístico.

178
que el poeta nos está declarando su amor; por eso es posible leer un cuento de hadas, sin
preguntarnos dónde habitan las hadas, por eso, en fin, es posible que el arte emerja de la
realidad, y ahora en sentido amplio, sin que él mismo sea confundido con la realidad
próxima, histórica o causal.

Veamos esto con mayor detención. Si alguien nos dice que ayer llovía en la montaña,
tomaremos su declaración lingüística como un simple informe sobre la situación climática
ayer en la montaña. Probablemente le creeremos sin ninguna consideración ajena a lo que
nos expresa y comunica. Naturalmente que su declaración podría ser falsa, por ejemplo, si la
tal persona no desea que nos movamos de la ciudad por cualquier motivo. Pero, a lo que
vamos, lo esencial aquí, es que esa persona nos está comunicando realidad por medio del
lenguaje. Su declaración lingüística es eral porque es un suceso perceptible en un espacio y
tiempo determinados. Lo que su declaración significa (o refiere), en cambio, podría ser
verdadero o falso según efectivamente llueva o no en la montaña. Si la expresión “ayer
llovió en la montaña” no tuviera significación apuntada hacia “ayer-situación-atmosférica-
en-la-montaña”, la comunicación sería simplemente imposible.

Si otra persona, conversando sobre un tema científico, nos dice que la ley de la
gravitación universal fue formulada por Newton, también nos está, a través del lenguaje,
comunicando una realidad abstracta, pero no menos realidad que la concreta, pues la
conciencia pensante dispone de medios muy eficaces para corroborar o refutar al aserto de
esta persona.

En ambos casos, se reconoce mundo y después se habla de él; pero ese mundo, así
transmitido, vive y existe por sí mismo, no necesita de un informe lingüístico que se refiera a
él para existir. “La lluvia en la montaña” y “la ley de la gravitación universal” siguen siendo
lo que son aunque estas personas no se hayan referido a estos acontecimientos263. Esto
quiere decir que la realidad es primero y el lenguaje después. Existe una realidad y luego
una conciencia que puede tomar nota y transmitir lingüísticamente esa realidad sin que la
realidad en sí misma experimente el menor cambio. El lenguaje, pues, tiene una dimensión
significativa vuelta hacia el exterior, y mediante este recurso permite al hablante o al
escritor, en el acto comunicativo concreto, traer a presencia lo que realmente está ausente.
Cuando José me informa de la lluvia ayer en la montaña, no trae la lluvia y la montaña reales
ante mi presencia para que yo me imponga de la situación sino que se vale del cómodo
expediente que nos proporciona el lenguaje de traer a presencia, abstractamente, la ausencia
real de la montaña. Esto es posible porque las palabras y las expresiones significan. Son
signos abstractos que están por otras realidades concretas o abstractas que existen realmente
en sí. El signo lingüístico posee una dimensión denotativa y otra connotativa. La denotativa
domina el discurso mientras la connotativa se mantiene en un segundo plano. Si José dice
escuetamente: “ayer llovió en la montaña”, la dimensión denotativa domina ampliamente en
su discurso. Pero, si lo dice con un todo diferente, como “ayer ‘llovióóóóó’ en la montaña”,
su decir se carga de una cierta connotatividad que el aserto anterior no poseía. No está en
esta diferencia tampoco la esencia de la poesía, sino en esto: que mediante la actividad de la
conciencia imaginante al hablar se inventa mundo.

263Este tipo de discurso cumple con el requisito de existencia tan importante para dirimir discursos
auténticos de pseudo o cuasi-discursos en la filosofía analítica contemporánea.

179
El lenguaje posee, además de una dimensión significativa externa, volcada hacia el
exterior, una interna que no se remite a ninguna realidad del acaecer fenoménico ni del
mundo metafísico, o espiritual. El hombre de la calle afirma que cuando alguien habla por
hablar, pero sin referirse a nada en su hablar, “desvaría”. Es decir, habla como lo alienados
sin que sea posible referir sus expresiones lingüísticas a ninguna realidad. No diremos que
no entendemos lo que dice, sino que lo dicho carece de referencia, si una persona a quien
conocemos muy bien, habla “desvariando”, no afirmamos que no comprendemos lo que nos
dice, lo comprendemos muy bien, tan sólo que está mintiendo, que está fingiendo
lingüísticamente y que nosotros nos damos cuenta de su fingimiento aunque él crea que
nosotros creemos lo que nos cuenta.
Algo parecido ocurre con el poeta, con el escritor de literatura artística. Nos habla y
al hablar va creando y fundando mundo con su hablar. No decimos que pretende
engañarnos –como en el caso anterior- porque tanto él como nosotros sabemos de antemano
que no está reconociendo mundo creado, sino inventándolo.

Cuando el narrador de Cien años de soledad comienza su historia con estas palabras
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía
había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo
era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a orilla de un río de
aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas, enormes como
huevos prehistóricos”, no está describiendo a un hombre y un poblado reales, sino que la
palabra misma va construyendo el mundo con su significación inmanente.

No es que el discurso literario no tenga referencia, la tiene, tan sólo que esa
referencia es ficción. Si este discurso no tuviera referencia nos sería imposible situarlo
imaginariamente; la conciencia imaginante, que como toda conciencia es siempre conciencia
de algo, no tendría dirección, “intentio”, condición esencialísima de la conciencia según nos
ha enseñado la fenomenología. Ya hemos visto el error que cometen algunos teóricos al
darse cuenta de que es obvio que el discurso literario no tiene referentes reales y postulan,
para salvar esta dificultad, que el discurso literario se refiere a sí mismo. No se refiere a sí
mismo, se refiere a los entes de ficción que el lenguaje va creando y que nuestra conciencia
imaginante va figurándose en la lectura. El “Coronel Aureliano Buendía” y “Macondo” no
son realidades que se encuentran en el mundo y de las cuales se pueda hablar falsa o
verdaderamente. Hernán Cortés se encontró con la ciudad extraordinaria de los aztecas y la
describió junto a sus hombres y mujeres. Él reconoció mundo y habla de este mundo
lingüísticamente. García Márquez, en cambio, inventa un narrador y un mundo, con puro
lenguaje, que no existen ni existieron realmente.

No se crea, pues, que el lenguaje literario no denota. Si no denotara sería


incomprensible; por mucho que un discurso connote, nunca alcanza a ser bien comprendido.
El lenguaje literario denota entes de ficción. En eso consiste la esencia de la obra de arte
literaria, en crear ficción con lenguaje, pero sin que este lenguaje apunte hacia el mundo de
los hechos psíquicos o reales. Si no fuéramos capaces de imaginar, el arte sería imposible.
Es la conciencia imaginante la que se pone en movimiento, desplazando a la conciencia
realizante, volcada sobre lo real y práctico y con su movimiento recrea, trae a la vida el

180
mundo de ficción que es en todo su esplendor sólo mientras es mundo para la conciencia que
imagina. La conciencia imaginante, que es conciencia estética, se desentiende de la verdad y
de la falsedad de lo inventado por el lenguaje, atendiendo únicamente a su sentido que, por
lo demás, ella completa y organiza.

El lenguaje ordinario es lenguaje significativo en su dimensión externa. Cuando


hablamos en la calle, en la casa, en la oficina, hablamos de las cosas del mundo; describimos
desde nuestro peculiar punto de vista las personas, cosas y sucesos del mundo pero, la
palabra no modifica en lo más mínimo el mundo que sigue siendo como es. Si Juan es malo,
en nada modificamos la realidad “Juan-malo”, diciendo que es bueno, amable o sincero.

De la misma forma el científico aspira a descubrir y comunicar mundo con el


lenguaje. El mundo preexiste, ésta es la regla de oro para la ciencia, su existencia implica
problemas para la comprensión humana. El científico intenta desentrañar la intimidad de los
sucesos del mundo diciendo cómo son. La invención (que no puede confundirse con la
creación) queda fuera de su dominio.

La literatura parte del principio contrario: no existe un mundo, pero se lo puede


inventar por medio de lenguaje. Incluso en el poema, en el más pequeño de los poemas, no
se reconoce el mundo; se lo inventa. En la poesía suele dominar la dimensión connotativa (la
denotativa no desaparece, queda en un segundo plano solamente), pero no es poesía por su
lenguaje connotativo, sino porque crea un microclima espiritual, con palabras, y por tanto es
igualmente ficción.

Terminamos así con la confusión e imprecisión terminológica de “poesía” y


“literatura” como si fueran dos arte separadas y no unidas y hermanadas profundamente. En
la ficción, creada por el lenguaje, se encuentran en un terreno esencialmente común todos los
géneros literarios.

También conviene decir algo más sobre el carácter del discurso literario. Algunos
autores llaman al discurso literario “discurso imaginario” para explicar que la obra de arte
literaria es ficción lingüística. Pero, esto es una imprecisión. El discurso literario no es
imaginario, es, paradojalmente, discurso real. Tan real como el discurso ordinario o
científico. Lo imaginario no es el discurso sino lo denotado por el discurso. Cuando
soñamos, nuestro sueño como fenómeno psicológico es ralísimo, pero lo soñado es
imaginario o ficticio aunque esté motivado remota o próximamente por la realidad. Del
mismo modo, el discurso comentado con el que comienza Cien años de soledad es real, tan
real como el discurso que yo escribo y usted lee, tan sólo que mientras el discurso literario se
refiere a entidades de ficción, mi discurso pretende, al menos, referirse a la realidad del
fenómeno artístico. De este último tiene sentido preguntarse si es verdadero o falso, si
describe un modo de ser real de la obra de arte, pero no de aquél porque la ficción no es ni
verdadera ni falsa en sí.

De lo dicho recién se sigue que hay varias maneras de darse el ser y, por tanto, varias
maneras de existir. Es evidente que existe el mundo de la matemática, por ejemplo, la teoría
de conjuntos es un mundo de entidades abstractas que son y existen o por sí mismas, o

181
porque las pensamos de cualquier otra guisa. Lo importante es advertir que su ser y su
existencia es ser y existencia en un sentido diferente a como existimos nosotros en un tiempo
y en un espacio determinado. Nosotros, los hombres, somos y existimos, pero nuestro modo
de ser y existir no puede confundirse con el modo de ser y de existir de los entes
matemáticos.

De igual forma los mundos de ficción existen, son auténticos, como nuestro mundo
real, pero su ser y su existencia se dan en otro plano del que se da la nuestra como seres de
carne y hueso. Negar la existencia –no decimos real, sino ficticia, pero no por eso menos
existencia- de los entes de ficción es sostener un imposible. Los escritores de ficción saben
esto mejor que los críticos y que los hombres que, como Tomás el incrédulo, sólo pueden
concebir la existencia de lo que se puede “ver y tocar”. Unamuno sabía muy estoy esto y por
eso escribió –no sin fina ironía- estos admirables párrafos en su Vida de Don Quijote y
Sancho:

“Para consuelo y corroboración de las gentes sencillas y de buena fe, espero


con la ayuda de Dios escribir un libro en que se pruebe con buenas razones y
con mejores y muy numerosas autoridades –que es lo que en esto vale-
cómo don Quijote y Sancho existieron real y verdaderamente, y pasó todo
cuanto se nos cuenta de ellos y tal como se nos cuenta. Y allí probaré que,
aparte de que el regocijo, consuelo y provecho que de esta historia se saca es
razón más que bastante en abono de su verdad, allende esto, si se niega, hay
que negar muchas otras cosas también…264

Pero no nos asustemos pensando que Unamuno quiere sacar las cosas de quicio
haciéndonos creer que de la existencia ficticia se puede pasar a la existencia humana y
terrenal. Lo que quiere decir es lo que él dice mejor que nadie en otra ocasión:

“A nadie se le ocurrirá sostener en serio, no siendo acaso a mí, que Don


Quijote existió real y verdaderamente e hizo todo lo que de él nos cuenta
Cervantes (…); pero puede y debe sostenerse que don Quijote existió y
sigue existiendo, vivió y sigue viviendo con una existencia y una vida acaso
más intensas y más eficaces que si hubiera existido y vivido al modo vulgar
y corriente”265.

264 Obras Completas, III, p. 132. Madrid, 1966.


265 Id., I, p. 1230.

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194
ÍNDICE

Prefacio

Introducción

1. SOBRE LA ESTÉTICA COMO FILOSOFÍA DEL ARTE


Y SU OBJETO DE ESTUDIO
1. Sobre las posibilidades de un saber coherente y
sistemático en estética
2. Sobre el verdadero objeto de estudio de la estética
en tanto filosofía del arte
3. Ficción artística y filosofía del arte
4. La estética como filosofía del arte

2. DELIMITACIÓN DEL OBJETO FORMAL DE LA FILOSOFÍA


DEL ARTE
1. De los objetos artificiales a los objetos artísticos
2. De la “obra-cosa” al “objeto-estético”

3. ARTE Y REALIDAD
1. Hacia una definición de lo real
2. Realidad y realidad en el arte
3. La realidad como problema en la expresión artística
contemporánea

4. FICCIÓN Y REALIDAD
1. Representación y realidad
2. La ficción en la obra de arte literaria
3. Confusión entre realidad histórico-causal y ficción
artística
4. Sobre las causas remotas y las causas próximas en la
constitución de la obra de arte
5. Fuente, asunto y argumento en la obra de arte
6. La idea del arte como mensaje
7. El juego artístico “Realidad/Ficción”

5. RACIONALIDAD DEL ARTE, MUNDOS POSIBLES Y


MUNDOS DE FICCIÓN

195
1. Coherencia, lógica y verosimilitud
2. Ciencia y ficción: mundos posibles y mundos de ficción
3. Mundos posibles y construcciones artísticas

6. NOCIONES INAPROPIADAS SOBRE LA NATURALEZA


DEL ARTE

1. Idea del arte como actividad mimética en la teoría platónica


2. Teoría del arte como actividad mimética en la concepción
aristotélica
3. Limitaciones de a teoría de la mímesis
4. La imitación en sentido estricto es imposible en el arte
5. Hacia una idea plausible de la mímesis artística
6. La definición del arte en términos de belleza
7. La “belleza” en el arte clásico y en el contemporáneo
8. Dimensión artística de los objetos reales
9. El arte no es un tipo especial de lenguaje
10. El lenguaje, a diferencia del arte, posee reglas estrictas de
público dominio en una comunidad lingüística
11. El lenguaje de la literatura
12. El supuesto carácter esencialmente “connotativo” de la poesía
13. Prejuicios derivados del supuesto carácter “connotativo” y
“lingüístico” de la literatura

7. A PROPÓSITO DE ALGUNAS TEORÍAS DE LA POÉTICA


CONTEMPORÁNEA
1. Los orígenes de la poética contemporánea: el formalismo ruso
2. ‘Divergencia’ y ‘literariedad’, esencia de la poesía
3. Estructura formal, mecanismos constructivos y aspectos
semánticos del texto artístico
4. Críticas a la teoría estética del formalismo ruso
5. Las “tesis” de Praga: la obra poética como estructura
lingüística autónoma
6. Arte y función poética según Roman Jakobson
7. Rechazo de la supuesto función poética como esencia
de la poesía
8. Poesía y lenguaje y, poética y lingüística
9. El lenguaje poético no se designa a sí mismo, sino a
entes de ficción

8. LUKÁCS: UN ENFOQUE MARXISTA DE LA OBRA


DE ARTE LITERARIA
1. Fundamentos de la teoría del arte como reflejo de la realidad
2. Objetividad del mundo externo: un postulado capital en
la teoría del arte como reflejo de la realidad

196
3. Arte y ciencia: dos modos de reflejar la realidad, según Lukács
4. La teoría del arte como reflejo, frente a otras corrientes
marxistas
5. La naturaleza de la verdadera obra de arte según la teoría
del reflejo
6. Errores de la teoría del arte como reflejo

9. LA OBRA DE ARTE COMO PROCESO DE RECONSTRUCCIÓN


1. Desplazamiento del interés teórico desde el proceso de la
creación al proceso de la reconstrucción artística
2. El papel de la tradición histórica en el proceso de
reconstrucción artística, según la teoría de Hans Robert Jauss
3. Logros y nuevos aportes de la teoría de la recepción estética

10. LA OBRA DE ARTE LITERARIA OMO DISCURSO


IMAGINARIO SEGÚN LA TEORÍA DE FÉLIX MARTÍNEZ-BONATI
1. Aproximación lingüístico-fenomenológica a la obra de arte literaria
2. La frase mimética, fundamento lógico del discurso imaginario
3. La obra de arte literaria como discurso imaginario
4. Logros de esta teoría
5. Observaciones críticas a la teoría de la literatura como discurso
imaginario

11. LA PARADOJA DE LA NARRACIÓN: DE LOS ACTOS DE


HABLA A LOS ACTOS DE CONCIENCIA
1. La teoría de Searle sobre la naturaleza del discurso ficticio
2. El concepto de “pretensión” como la supuesta clave del
discurso ficticio
3. Una explicación fenomenológica del discurso imaginario
4. La conciencia imaginante como fundamento de la ficción
5. Actos de habla y actos de conciencia y resolución de las
paradojas de la narración

12. HACIA UNA TEORÍA DE LA OBRA LITERARIA COMO


CONSTRUCCIÓN LINGÜÍSTICA DE UN MUNDO FICTICIO
1. Avance obtenido del análisis y reflexiones precedentes
2. La obra de arte literaria es invención de mundo por medio
del lenguaje

Bibliografía

197
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