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Gobierno,

administración y
políticas públicas

Políticas
Públicas I

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Las políticas públicas

Gobierno, administración y políticas públicas

La relación entre política y administración ha sido objeto de debate a lo largo


de las diferentes teorías de las organizaciones, desde el siglo pasado hasta
la actualidad.
Desde la teoría genérica de la organización, la separación entre política y
administración (políticos y burócratas) fue planteada por Weber, quien
describió que la burocracia estaba integrada por funcionarios individuales,
libres, neutrales, profesionales y absolutamente separados de la política, es
decir, burócratas capaces de aplicar objetivamente las normas generales a
casos individuales. Asimismo, Weber entendía, desde una idea cuasi
mimética, que las organizaciones (tanto públicas como privadas) tenderían,
en el largo plazo, a burocratizarse (Merlo Rodríguez, 2014).

Analizar la administración pública desde la teoría genérica de la organización


es suponer que la administración pública tan sólo es un medio para alcanzar
un fin, es decir, los burócratas son agentes profesionales neutrales que
ejecutan las decisiones políticas de las instituciones. Por lo tanto, desde esta
perspectiva no podría explicarse, por ejemplo, por qué las políticas públicas
fallan en su proceso de implementación, o bien por qué las oficinas de las
diferentes administraciones públicas, en muchos casos, retrasan o
contraargumentan alguna decisión tomada por un funcionario político; más
aún, tampoco podría explicarse por qué las instituciones políticas han
implementado, durante décadas, un sinnúmero de mecanismos tendientes
a limitar el poder de las administraciones públicas (burocracia).

Si la administración pública tuviera la misma lógica y naturaleza que la


administración de una empresa, podrían aplicarse las mismas herramientas,
pero se estaría negando la naturaleza misma de la burocracia como
elemento del Estado y se estaría afirmado que el Estado es similar al
mercado. Esta posición surgió tras la crisis de los Estados benefactores, al
diagnosticarse que el problema radicaba en la expansión de sus
administraciones públicas; por lo tanto, desde lo público se debían importar
aquellas lógicas de mercado que permitieran convertir a esos Estados
ineficientes en estados eficientes.

Desde un enfoque neoinstitucionalista, Guy Peters (2001) plantea que la


relación entre política y administración (políticos y burócratas) es un proceso
político, es decir, de “intercambio de poder e influencia, de conflicto y
cooperación” (p. 343). Así, cada uno de los actores de este juego político

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desplegará, de acuerdo al momento histórico, sus herramientas para
ampliar su base de poder.
Este proceso político entre gobierno y administración ha ido configurando la
propia estructura burocrática y estatal. Algunos explican que esta puja entre
gobierno y administración ha sido una de las causales de la expansión de las
burocracias, sobre todo en América Latina, donde las administraciones
parecieran asemejarse más a organizaciones burocráticas de sociedades
premodernas que de sociedades posmodernas.

Así, la primera forma de administrar al Estado moderno fue el modelo clásico


weberiano de burocracia, mientras que la segunda forma de administrar ha
sido la Nueva Gerencia Pública (NGP), que surgió como un camino superador
de la crisis del Estado social, con el objetivo de hacer del Estado una
institución eficiente, delgada, ágil y flexible.

La Nueva Gerencia Pública partió del diagnóstico de que la crisis de los


Estados era una crisis fiscal, es decir, un enorme y profundo desequilibrio
entre ingreso y gasto público; desequilibrio, según el neoliberalismo,
generado por el tamaño de la estructura del Estado de bienestar. Esta
corriente del institucionalismo económico evocó una pasión por la eficiencia
como la solución para alcanzar el equilibrio fiscal. Por ello, a esta propuesta
de administración de lo público la encuadramos en el enfoque de la nueva
economía y de las finanzas públicas (enfoque de ajuste).

Mientras que Weber describía que la centralización favorecía la toma de


decisión, la Nueva Gerencia Pública criticaba no sólo el tamaño
(desbordado) del Estado, sino también la centralización (jerárquica) de la
burocracia. Por ello, la Nueva Gerencia Pública integró un paquete de
reformas (de primera generación) elaborado desde el institucionalismo
económico, tendiente a sacar al Estado social de su crisis. “Sin un estado
eficaz el desarrollo es imposible” (Banco Mundial, 1997, p. 26).

A partir de este diagnóstico, se entendió que era necesario modernizar al


Estado, reduciéndolo y disminuyendo al mínimo su presencia en la
economía; lo mismo se pensó para su administración, a partir de la
incorporación de lógicas y prácticas gerenciales privadas. La Nueva Gerencia
Pública persiguió un gobierno limitado, con lógica “costo-beneficio”, y
delgado; es decir, proponía un Estado que redefiniera sus fines y sus medios,
porque se asumía que el problema del Estado social no era un problema de
Estado, sino de gobierno, es decir, de un estilo de gobernar centrado en el
gasto público. La premisa consistía en la necesidad de descargar (alivianar),
a través de una clara modificación del paradigma burocrático, a los Estados
Overload (sobrecargados de demanda social) para que dejaran de ser el
centro de la demanda social.

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En síntesis, la Nueva Gerencia Pública implicó una reforma fiscal; el
redimensionamiento de la estructura burocrática; la cultura
administrativista, cuyo valor supremo era la eficiencia económica; la
compactación de niveles jerárquicos; desregulación y (re) regulación
(revisión crítica); organización por procesos más que por funciones
(identificación de los procesos y secuencias de acciones generadoras de
valor público en los ciudadanos-clientes) que debían estar sincronizadas con
los requerimientos del proceso.

Ahora bien, la crisis neoliberal del Estado social generó a su vez otra
situación crítica que llevó, por un lado, a propiciar las reformas de segunda
generación – tendientes no ya a minimizar al Estado, sino más bien a
colocarlo en un rol coordinador de reformas (neoinstitucionalismo)– y, por
otro, a preguntarse: ¿es suficiente el gobierno gerencial para conducir a la
sociedad posmoderna?

El gobierno eficiente es importante, pero para dirigir la sociedad se requiere


mucho más. Éste es uno de los supuestos teóricos de la gobernanza
(governance).
Antes de la democracia, el problema estaba en el sujeto de gobierno, es
decir: si poseía legalidad y legitimidad de origen. Hoy, en cambio, el
problema está en el proceso de gobierno (competencia e impotencia), en el
proceso de dirección (la acción directiva del gobierno), es decir, en la
gobernanza.

La crisis del Estado social generó la Nueva Gerencia Pública y ésta llevó a
peguntarse por qué la crisis. En esta coyuntura surge la gobernanza, a partir
de la necesidad de superar la crisis neoliberal del Estado social a través de
herramientas teóricas centradas no ya en el tamaño o estructura del Estado,
sino más bien en la capacidad directiva de los Gobiernos.

En este marco, el supuesto de la teoría de la gobernanza afirma que ésta


“requiere obviamente de las capacidades del gobierno, un gobierno experto
y competente, sin incoherencias y deficiencias en su organización y
operación, financieramente robusto, legalmente impecable y
administrativamente eficiente… con un aparato administrativo con fuerza
analítica y capacidad gerencial” (Aguilar Villanueva, 2009, p. 29).

Así con esta implementación, se superaron ciertas recomendaciones de la


Nueva Gerencia Pública, elaboradas desde el institucionalismo económico
con el objetivo de adaptar al aparato estatal a las nuevas realidades globales
(Ramírez Alujas, 2004: 18). De esta manera, se entiende que el camino para
América Latina es:

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…construir un estado para enfrentar los nuevos desafíos de la
sociedad postindustrial, un estado para el siglo XXI, que además de
garantizar el cumplimiento de los contratos económicos, debe ser lo
suficientemente fuerte como para asegurar los derechos sociales y la
competitividad de cada país en el escenario internacional. Se busca,
de este modo, una tercera vía entre el laissez-faire neoliberal y el
antiguo modelo social-burocrático de intervención estatal. (CLAD,
1998, p. 7).

Los modelos de organización pública: desde Weber hasta la


teoría de la gobernanza

La teoría genérica de la organización parte de la hipótesis de que las


organizaciones no se diferencian por ser públicas y privadas; por lo tanto,
pueden ser analizadas y estudiadas con las mismas perspectivas y
metodologías, ya que la carga valorativa de lo público no estaría presente en
la administración pública, es decir, parte del supuesto epistemológico de
separación del hecho con respecto a los valores subjetivos .

Aguilar Villanueva (2008) sostiene que el modelo burocrático, como modelo


de organización en lo público, apareció como respuesta a tres grandes vicios
de la administración premoderna (patrimonialista):

a) la corrupción –apropiación del recurso público, confusión sobre qué es lo


público y qué es lo privado–;
b) para acabar con utopías costosas;
c) y para acabar con la arbitrariedad en los procesos decisorios de la cosa
pública.

Estas son las bases de la aparición de la primera forma de administrar lo


público. Tecco afirma que el “…modelo clásico de administración pública,
autosuficiente, productora cuasimonopólica de servicios públicos uniformes
para todos los ciudadanos (…) contaba con una base material (…) y con el
consenso político necesario para su legitimación” (Tecco, Claudio, 2006, p.
216).

En 1745, Monsieur de Gournay acuñó el término burocracia para referirse al


gobierno de los trabajadores públicos; la burocracia es el “…modelo clásico
de administración pública, autosuficiente, productora cuasimonopólica de
servicios públicos uniformes para todos los ciudadanos… Las lógicas
universalistas y el paternalismo estatal contaban con una base material que
las hacía visibles y con el consenso político necesario para su legitimación”
(Tecco, Claudio, 2006, p. 216). En general, se relaciona el término de
burocracia con las organizaciones públicas, para describirlas como lentas e

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ineficientes; pero a manera de tipo ideal de organización, tanto público
como privado, fue propuesto por Weber como el modelo para organizarse
en sociedades racionales, donde el poder es fáctico y racional y las
organizaciones “son una forma de coordinar las actividades… y los bienes
que producen, de una formar regular a través del tiempo y el espacio”
(Guidens, 2001, p. 446).

Así, las organizaciones burócratas deberán caracterizarse por reglas escritas


y objetivas que regulen la conducta dentro de la organización (reglas
formales); memorias (archivos) de los procesos administrativos; estructura
jerárquica de autoridad; funcionarios asalariados que asciendan por
meritocracia; separación de lo público y lo privado, es decir, separación de
los cargos de las personas. De esta manera, si bien en el Estado residirá el
monopolio legítimo del uso de la fuerza, será en la burocracia donde
descansará el monopolio del saber profesionalizado.

Este modelo planteado por Weber supone la despersonalización de la orden,


ya que el principio donde se sustenta la legitimidad ya no será las
características de la persona, sino del procedimiento, es decir: la burocracia
es imparcial y no participa de la dimensión política.

Ahora bien, estos supuestos implican que los burócratas, dentro de la


administración pública, no tienen intereses individuales; por lo tanto, no
harán uso, para beneficio propio, de los recursos públicos disponibles ni de
las prerrogativas que podría otorgarles ser parte del aparato estatal.
La neutralidad de la burocracia estatal está vinculada con la distinción entre
política y administración, a lo que debemos sumarle una tercera variable: las
políticas públicas, que son las que nos muestran al Estado en movimiento. A
continuación, se desarrollará esta cuestión en particular.

El Gobierno, dependiendo de los regímenes políticos, posee legitimidad de


origen y autoridad reconocida por el colectivo; lo que implica que está
integrado por quiénes o quién ha sido elegidos para tomar las decisiones
generales. Ahora bien, la manera de explicitarse del Gobierno es a través de
la implementación de políticas públicas que –suponemos–, desde la
perspectiva genérica de la organización, ejecutará la administración,
independientemente del gobierno, es decir, con neutralidad burocrática y
profesionalismo.

Política (gobierno) y administración se condicionan mutuamente, y la


burocracia condiciona las políticas públicas que decide el Gobierno. Pero
también éste diseña a la organización, la condiciona, así como la agenda de
políticas públicas condiciona a la administración .
Uno de los más sensibles efectos de este proceso político es su impacto en
las políticas públicas; este sería positivo en caso de que el proceso entre

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administración y gobierno sea de cooperación, pero si es conflictivo, las
políticas públicas se verían afectadas negativamente por: a) la aplicación de
aquellas que sólo el juego entre política y administración permita
implementar, independientemente de la agenda social, y b) la ampliación,
por parte del gobierno, de la autonomía burocrática, de esa manera se
estaría entregando la decisión política a la inercia que caracteriza a esta
última. En ambos casos, la sociedad es la perjudicada, no sólo por la calidad
de las políticas aplicadas, sino por el proceso constructivo que está operando
en términos de democracia, representación y participación .

Es en relación con este último aspecto que fue criticada la neutralidad


burocrática weberiana, ya que supone que las partes enunciadas tienen
intereses propios y recursos. Desde esta otra perspectiva crítica de la teoría
de Weber, se sostiene que la burocracia posee el saber técnico
especializado, es cuantitativamente mayor que el gobierno, posee la
información de la estructura estatal y se relaciona informalmente (margen
de decisión) por fuera de las relaciones formales, es decir, normadas, según
señala Blau, como se cita en Guidens, 2001, pp. 448), mientras que el
Gobierno (política) posee una jerarquía institucional mayor y es quien
nombra a los funcionarios. La relación de conflicto o de cooperación entre
política y administración se materializa en la puja por el elemento de control
de las políticas: el presupuesto.

Desde el racionalismo se afirmaba que los burócratas se caracterizaban por


una actitud maximizadora de sus beneficios (individualismo). De allí
surgieron un conjunto de programas gubernamentales tendientes a
controlar el poder de la burocracia .

La administración pública tiene una naturaleza distinta de la administración


privada por el sólo hecho de ser un elemento del Estado, el cual es una
estructura social cuya naturaleza difiere de cualquier otra estructura o
institución de la sociedad. Esta diferenciación está vinculada no sólo con los
fines que persigue el Estado (lo colectivo, “el bien común”) , sino también, y
sobre todo, con los medios (herramientas) de los que el Estado dispone: a)
la coacción ejercida es monopólica: no hay varios nodos de poder, sino uno
central ; b) la coacción es legítima: los súbditos adhieren racionalmente a la
necesidad de estar sujetos a esa estructura de poder, es decir, requiere de
los actores sociales para hacer concreta su dominación; c) posee una
dimensión material expresada en instituciones que ejercen efectivamente el
poder; y d) el dominio se ejerce dentro de un territorio y es necesaria la
externalización de ese poder (reconocimiento por parte de otros estados).
Ese monopolio de la coacción, coerción y de la capacidad extractiva legítima
del Estado es lo que hace que sea una institución única por su naturaleza, es
decir, es la única institución a la que el colectivo le delega las decisiones

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generales y la capacidad de usar la fuerza cuando es necesario restablecer el
orden .

La Administración Pública es la organización creada por el Estado para


administrar esos medios y recursos estatales, es decir, integra la estructura
del Estado y, por lo tanto, hereda la naturaleza estatal. Ahora bien, así como
la Administración es parte de la estructura del Estado y eso la hace diferente
de cualquier otra organización, el Gobierno también es parte de la
estructura del Estado y es diferente a la Administración Pública.

En América Latina, durante los años 50 y 60 –años del estado desarrollista–,


la matriz estadocéntrica, a partir de la cual se relacionaban estado (federal),
sociedad y economía, encontró el modo de organizar su administración
pública en el modelo burocrático weberiano, o bien inició su proceso de
instalación. Pero en los años 70, la crisis de la deuda y la crisis del estado de
bienestar constituyeron una invitación a criticar las características
estadocéntricas de la sociedad y los atributos de las administraciones
públicas de esos estados macrocefálicos. Así, de la mano de la Nueva
Economía Política (institucionalismo racionalista y económico) surgen, en los
años 80, las reformas del Estado (reformas de primera generación)
tendientes a “sanar” al Estado democrático.

La matriz estadocéntrica expresa una regulación estatal de la economía que


supone un modo distorsionado de relación estado con la sociedad y un
patrón sesgado de toma de decisiones y de resolución de conflictos (Cunill
Grau, 1997, p. 202).

Así, la segunda forma de administrar el Estado moderno la constituyó la


propuesta de la Nueva Gerencia Pública, presentada como una vía para
superar la crisis del Estado social y hacer de éste eficiente. Mientras que
Weber argumentaba que la centralización favorecía la toma de decisión, la
Nueva Gerencia Pública tratará de superarla. En este sentido, el enfoque
gerencial integró un paquete de reformas tendientes a sacar al Estado social
de la crisis, promoviendo un gobierno limitado, regido por la lógica
costo/beneficio, compartiendo la prestación de los bienes públicos con el
mercado y con la sociedad; un Estado que ya no resolviera los problemas
sociales heterogéneos con políticas universales y uniformes, sino que se
convirtiera en casuístico, quirúrgico con capacidad de gestionar políticas
públicas en arenas complejas e interorganizacionales.

Como se ha afirmado anteriormente, la Nueva Gerencia Pública integró un


conjunto de reformas, entre las cuales cabe destacar: a) el retorno a los
mercados a consecuencia que la mano estatal había demostrado su
ineficiencia ; b) la reforma fiscal a fin de robustecer la hacienda pública ; c)
el redimensionamiento del gobierno, es decir, reducción de su tamaño; d) la

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gerencialización, es decir, menor jerarquía y menor reglamentación a fin de
dar lugar a la innovación y a la consecución de resultados en vez de legalidad
; y e) democratización, sobre todo ante los socialismos y populismos
latinoamericanos.

Desde la Nueva Gerencia Pública se recomendaba: a) disminución de los


niveles jerárquicos; b) empoderamiento de los mandos medios; c) agencias
ejecutivas independientes, es decir, la creación de instituciones
democráticas no mayoritarias donde los incentivos no sean políticos, porque
si los hubiera, actuarían como desincentivos; d) cultura administrativa y
económica: contratación individualizada del personal público, cuya
remuneración deberá asignarse en función del desempeño; e) control de
gestión: medición y evaluación ; f) presupuestos orientados a resultados, es
decir, presupuestar con referencia al cliente y no ya al prestador
(financiamiento orientado a la demanda y no a la oferta); y g) la centralidad
en la calidad de los servicios públicos y su contratación al prestador más
eficiente (el mercado).

Algunos autores, como Aguilar Villanueva (2008), afirman la existencia de


dos corrientes dentro del enfoque de la Nueva Gerencia Pública:
a) La corriente que sostiene que la crisis del Estado de bienestar
es un problema financiero, no un problema del modo de gobernar y
que, por lo tanto, no es necesaria una reforma institucional (sujeto
de gobierno), sino más bien es el instrumento directivo (gasto) del
Gobierno lo que hay que modificar. Esta perspectiva diagnostica
como problema la hipertrofia del Estado, por lo que es necesario
replegar al Gobierno a sus funciones básicas.
b) La otra corriente se enfoca más en el Estado que en el
Gobierno. El problema está ubicado en la misma Constitución e
instituciones del estado social, en donde las sociedades se han
convertido en sistemas estatizados, con matrices estadocéntricas.
Por ello, mientras no se reduzca la Constitución, los Estados tenderán
a estar en crisis permanentes. Esta corriente entendió que era
necesario reducir lo que se consideraba “ámbito público”.

Ambas tendencias convergen en levantar una fuerte crítica al modelo


burocrático, proponiendo una descentralización del proceso de toma de
decisiones al interior y fuera de la administración pública, a los fines de hacer
eficiente al gobierno.

El Estado gerencial parte de un diagnóstico claro: no era un problema de


Estado, sino de un estilo de gobernar centrado en el gasto público, Estados
sobrecargados de demanda social que debían dejar de ser el centro de dicha
demanda.

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A partir de los principales puntos de reforma planteados por la Nueva
Gerencia Pública, se identificaron ciertas condiciones desfavorables para su
aplicación en América Latina: a) la Nueva Gerencia Pública desconoce (o más
bien pretende eliminar) la naturaleza del Estado y elabora una serie de
propuestas de reforma a partir del total apartamiento de un enfoque
histórico de las instituciones públicas: se proponen reformas en una región
como América Latina, donde las burocracias no presentan características
weberianas que superar (buropatología ); y b) la relación entre política y
administración en la región, en general, es conflictiva como consecuencia de
los procesos históricos de formación de nuestros Estados.

Las configuraciones institucionales de la región tienden a favorecer el


clientelismo político como recurso para ser elegido o reelegido; por lo tanto,
nuestras estructuras burocráticas lejos están de ser profesionales.

Esas reformas estructurales en América Latina, a propuesta del


institucionalismo económico, privaron al Estado de ciertas capacidades,
debilitándolo y disminuyéndolo. El proceso de reforma del Estado (de
primera generación) en nuestra región se desarrolló paralelamente al
retorno de la democracia, la globalización, la desterritorialización de la
economía mundial, la revolución de las tecnologías y de la información.
En este sentido, Bernardo Kliksberg (1998) afirma que

…la humanidad llega a fines del siglo XX con avances de enorme


magnitud y profundidad en sus capacidades científicas, tecnológicas
y productivas. Se están produciendo “rupturas epistemológicas”
simultáneas en numerosos campos del conocimiento, que están
generando modelos conceptuales renovados para comprender los
fenómenos, y una nueva ola de tecnologías basadas en conocimiento
de amplísimas posibilidades. Los avances en campos como las
telecomunicaciones, la microelectrónica, la biotecnología, la ciencia
de los materiales, las máquinas-herramientas, la informática, y la
robótica entre otros, están transformando las matrices productivas
básicas. La posibilidad potencial de producir bienes y servicios se ha
expandido y multiplicado rápidamente. Al mismo tiempo hay una
revolución de las expectativas. Se han comenzado a extender
sistemas de base democrática, donde la población puede elegir sus
representantes, y hay un reclamo generalizado por participación
creciente. Los pueblos esperan tener influencia real y en aumento en
los esquemas de toma de decisiones, y hay un amplio movimiento
hacia la constitución de formas nuevas y más activas de organización
de la sociedad civil.
(p. 267).

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Al mismo tiempo, estos procesos de transformación impactaron sobre el
concepto de estado-nación. En este sentido, Manuel Castells (2008) afirma
que la globalización debilitó la capacidad instrumental del estado-nación. En
la Edad Moderna, el estado-nación tuvo un conjunto de competidores con
los que convivió y coexistió, pero sin perder su centralidad de poder. Hoy,
ha perdido “peso relativo (…) dentro del ámbito de soberanía compartida
que caracteriza al escenario de la política mundial actual” (Castells, 2008: p.
272; 334). Actualmente, el estado-nación integra un sistema de gobierno
internacional, donde sus principales funciones son la de proveer legitimidad
y garantizar la responsabilidad de los organismos de gobierno
subnacionales.

Antes de la democracia, podíamos decir que el problema estaba en el sujeto


de gobierno, es decir, si poseía legalidad y legitimidad de origen. Por lo tanto,
hoy el problema está en el proceso de gobierno (competencia e impotencia),
en el proceso de dirección (la acción directiva del gobierno), es decir, en la
gobernanza, donde el Estado es un nodo del sistema social.

En su libro Gobernanza y Gestión Pública (2009), Aguilar Villanueva afirma


que la gobernanza es el proceso mediante el cual una sociedad define sus
objetivos (preferencias) y las acciones causalmente idóneas para alcanzar
esos objetivos; es el proceso de dirección de la sociedad, es una acción
intencional y también una acción causal (implica un sistema de acciones
causales). En este proceso, el gobierno ya no es el centro del sistema, sino
que es un nodo más que coordina, pero que ya no puede decidir ni
determinar a solas. Así, el Estado se convierte en una condición necesaria,
pero no ya suficiente, porque para gobernar será necesario un proceso de
negociación, consenso e interdependencia con los otros subsistemas, se
precisará de una red de actores interconectados.

Así, surgirán interrogantes como:


• El Gobierno (aun financieramente sano y eficiente), ¿es
suficiente para conducir a la sociedad?
• El Gobierno políticamente legítimo, gerencialmente eficiente,
robustamente financiero, ¿es suficiente para dirigir a la sociedad?
• ¿El Gobierno puede dirigir a la sociedad por sí mismo o tiene
que hacerlo en asociación con otros?

Así, la gobernanza parte de la insuficiencia del Gobierno y no ya de su


eficiencia, es decir que la definición de la agenda pública prioritaria del
Gobierno ahora deberá consensuarse/negociarse con una sociedad con
mayor autonomía, coordinando niveles y variedad de actores (gobernanza
de multinivel).

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La gobernanza es un proceso mediante el cual una sociedad define sus
objetivos (preferencias ) y las acciones causalmente idóneas para
alcanzarlos. En ese proceso participan múltiples actores y múltiples niveles
(acción colectiva ) y el Estado aparece como necesario para coordinar el
producto social; es el proceso de dirección de la sociedad donde: a) se
definen los fines/objetivos, es decir, los futuros preferidos, y b) se definen
las acciones (medios) para alcanzar esos futuros preferidos. Así, el proceso
de dirigir a la sociedad tiene una estructura valorativa y una estructura
técnica.

Así, gobernanza es el proceso de participación entre gobierno y sociedad, es


decir, es el producto de relaciones cambiantes (relaciones de pesos y
poderes) que requiere una instancia que asegure cooperación eficaz
(organización y división del trabajo, economía de escala), que arbitre los
recursos y que observe o sancione. Es el proceso social de decidir los
objetivos y las acciones, y se lleva a cabo en interdependencias, es decir, a
través de procesos de cooperación y de descentralización social. No hay un
centro de inteligencia, porque ya no hay una instancia que tenga todos los
recursos. Es, en definitiva, una network gobernanza (administración en
redes) en donde lo importante es crear puentes, crear un Gobierno
relacional: un Gobierno que tiene que coordinarse con otros y tiene que
coordinar el proceso sin dirigirlo.

De una manera sintética se han recorrido los tres principales modelos de


gestión pública: el burocrático weberiano, el modelo gerencial y el modelo
de gobernanza. Cabe ahora preguntarse: ¿qué capacidades gubernativas
presentan los gobiernos?

El modelo burocrático weberiano alcanzó, en América Latina, una instalación


incompleta según Joan Prats (1999) quien afirmó:

…si la reforma administrativa fracasó no fue porque el modelo


burocrático que se trataba de implantar no era el adecuado. De
hecho el modelo ha dado y sigue dando rendimiento excelente en
muchos países desarrollados. Fracasó porque en América Latina no
existían las condiciones políticas, económicas y sociales para la
vigencia eficaz del modelo. En América Latina… no llegó a
institucionalizarse sino parcial y excepcionalmente el sistema que
Weber llamó de dominación racional-legal encarnado en la
burocracia… lo que se desarrollaron mayormente fueron
“buropatologías”, que en el mejor de los casos se aproximaban al
sistema mixto que Weber llamó burocracias patrimoniales. (P. 4).

En nuestros gobiernos, aún predominan rasgos patrimoniales (clientelismo,


arbitrariedad, confusión público – privado, nepotismo) propios de

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organizaciones públicas premodernas. Esta afirmación se desprende del 90
% de actividades gubernamentales que no están organizadas “por proyecto”
(Tecco, 2006, p. 218). En este sentido, esta autor afirma:

…se trata de actividades que forman parte de la gestión operativa y que


posibilitan que los ciudadanos cuenten con los servicios urbanos básicos, se
trasladen a sus lugares de trabajo o estudio, consuman alimentos
controlados bromatológicamente, reciban atención cuando se enferman,
cuenten con la protección contra eventuales arbitrariedades de terceros por
la aplicación de normas que regulan el uso del suelo, la edificación, los
espacios públicos, la calidad ambiental, etc. Y para que tales funciones y
actividades se cumplan con eficacia no se conoce una mejor forma de
hacerlo que mediante la tan criticada “administración burocrática”, estadio
moderno de la evolución al cual nuestros gobiernos locales no parecen aún
haber accedido plenamente.
(Tecco, 2006, p. 218).

Rodríguez Vázquez (2005) afirma: “respecto a la reforma administrativa o de


la función pública local, sigue planteada la búsqueda de alternativas al
paradigma burocrático, y subsisten los problemas que derivan del
clientelismo burocrático, los cuales no han sido superados” (p. 14).

Una burocracia moderna, transparente, y receptiva, que opere con arreglo


a normas que emergen de un sistema democrático, es necesaria para limitar
la discrecionalidad de caciques patrimonialistas y caudillos clientelares, los
cuales a veces incluso se calzan el traje de “gerentes públicos”. (Tecco, 2006,
pp. 224225).

A esta afirmación es necesario sumarle la importancia de promover


herramientas que permitan a los Gobiernos iniciarse en la planificación
como un proceso de mejora en la calidad participativa, democrática y
sustentable de las acciones gubernamentales.
Por ello, consideramos acertada la posición de Prats (1999), cuando afirma
que el desafío para América Latina no está en reproducir el modelo
weberiano, sino más bien en configurar la burocracia del nuevo siglo.

Modernización del estado: balance y desafíos

En el período de postguerra, predominó el papel del Estado como proveedor


monopólico o cuasi-monopólico de la prestación de servicios públicos. Este
modelo de gobierno y administración pública fue la base de recuperación de
las sociedades tras la Segunda Guerra Mundial: un modelo donde el
gobierno era el único responsable en todas las etapas del ciclo de políticas y
de prestación de servicios: diseñaba, implementaba, regulaba y evaluaba a
solas. A ese rol del Estado le correspondió una administración pública

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jerárquica, centralizada y estable (modelo burocrático weberiano de
administración).

Pero, por un lado, las crisis fiscales (década de los 70) plantearon la
necesidad de reformar esa matiz estadocéntrica al diagnosticar la
inviabilidad e ineficiencia en la satisfacción de las necesidades sociales a
través del incremento del gasto público; por otro lado, y al mismo tiempo,
el proceso de globalización redujo la autonomía de las políticas económicas
y sociales de las naciones (Bresser Pereira, 1999) y generó un progreso
tecnológico y comunicacional a escala mundial. Así, los estados se
encontraron con una ciudadanía más informada y conectada que
“reclamaba una modificación del contrato social” (OCDE/INAP, 2006, p. 35).

Esta conjunción de factores desembocó en una serie de medidas tendientes


a reformar la administración pública:

a) “para mejorar su eficiencia, eficacia y calidad del servicio… [y


fortalecer] la integridad, imparcialidad política, la objetividad, la
selección y promoción en el mérito y la rendición de cuentas” (Gov.
UK, 1994, p. 7) a los fines del “buen gobierno” ;
b) para fortalecerla como una organización “eficaz, transparente
y democrática (…) para el desarrollo de democracias sólidas y
prósperas” (OCDE/INAP, 2006, p. 15);
c) y para convertirla en una organización “efectiva, eficiente y
democrática… capaz de producir desarrollo, tanto en términos
económicos como sociales, políticos y ambientales” (CLAD, 2010, p.
3).

Estas tres definiciones del proceso de reformas y modernización de la


administración pública nos aproximan con más claridad a los tres enfoques
relativos a los modelos de organizarla y reformarla.
El primer enfoque nos acerca al modelo ortodoxo weberiano ; el paso al
segundo enfoque (institucionalismo racionalista y económico) nos acerca al
modelo de Nueva Gestión Pública, en donde el Estado transfiere al mercado
todo lo que considera que éste puede gestionar de manera más eficiente a
través de una serie de medidas tendientes a reducir la burocracia en su
tamaño y a redefinir el rol del Estado. En la Nueva Gerencia Pública, la toma
de decisiones se rige por el análisis costo-beneficio . Los casos más
representativos de estos procesos de modernización, aplicados desde la
perspectiva de la Nueva Gerencia Pública, son: Inglaterra, Nueva Zelanda,
Estados Unidos, Australia y Alemania, entre otros.

El tercer enfoque de administración pública es el gerencial, que aparece –


como ya se señaló en el apartado anterior– a partir de la crisis del estado
neoliberal. Al enfoque gerencial se lo considera como modelo

14
postburocrático, al igual que a la Nueva Gerencia Pública, pero a diferencia
de éste, no plantea la retirada del Estado, sino que, por el contrario, asume
que la presencia estatal es necesaria, pero no suficiente para la dirección
pública de las sociedades complejas postmodernas. Por ello, tanto Nueva
Gerencia Pública, desde el institucionalismo racionalista, como el
management público (gerencialismo), desde el neoinstitucionalismo
sociológico, se encontrarán próximos en cuanto a medidas y herramientas,
pero no así en cuanto a modalidades de implementación, sobre todo en lo
relativo a tiempos y profundidad de las reformas. Entre los casos más
representativos de reformas tendientes a gerenciar la gestión pública, cabe
mencionar a los países de la OCDE (extrayendo los mencionados
anteriormente) y países emergentes de América Latina.

Dentro del enfoque de management público, se encuentran tanto los países


que integran la OCDE como el CLAD . Son más las similitudes que las
diferencias entre una perspectiva y otra, pero hay un punto clave que las
diferencia: el contexto histórico, institucional, social, político y económico
que caracteriza a la región latinoamericana en materia de administración
pública.

Así, al recorrer las experiencias de los países que integran la OCDE, se


pueden observar avances en materia de modernización de la
administración, mientras que en los países latinoamericanos, los procesos
de reforma debieron ir acompañados de medidas tendientes a resolver
problemas estructurales (pobreza, desigualdad, burocratismo extremo,
clientelismo, nepotismo, patrimonialismo, etc.) que han perjudicado la
calidad de las intervenciones desde lo público-gubernamental, es decir, que
no han podido garantizar una administración pública no sólo eficiente,
efectiva y sustentable, sino también inclusiva de aquellos sectores
postergados que efectivamente son los que más requieren de la presencia
del Estado.

Ahora bien, antes de introducirnos en el Estado actual de los procesos de


modernización, es pertinente tener clara la diferencia entre modernización
y modernidad.

La modernización implica desarrollar la racionalidad instrumental que tiende


al control de los procesos sociales y naturales, mientras que modernidad
hace referencia al desarrollo normativo de la racionalidad que apunta a la
autodeterminación política y a la autodeterminación moral. La
modernización implicará integración a los fines de asegurar la eficacia,
productividad y competitividad, mientras que la modernidad se ve reflejada
en valores como soberanía, derechos humanos, y se encuentra restringida
al ámbito nacional. En este contexto, la modernidad, para enfrentar a la
modernización, padece de un déficit institucional (Lechner, 1990).

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En la actualidad, superado el planteamiento neoliberal , hay (o, al menos,
había) ciertos acuerdos generalizados sobre la dinámica de la
modernización.

En primer lugar, existe el acuerdo con respecto a la eliminación de recetas o


de recomendaciones enlatadas, susceptibles de ser imitadas sin
modificaciones en cualquier país, ya que se ha asumido que el diseño
institucional, el contexto político, social y económico, como así también
factores históricos-estructurales, ejercen gran influencia en el modelo de
organización de la administración pública, en su cultura organizacional, en la
percepción de la ciudadanía con respecto a los servidores públicos y en la
configuración de la relación entre política y administración.

En segundo lugar, existe el acuerdo relativo a la necesaria, pero insuficiente,


presencia del Estado para resolver los problemas colectivos de las
sociedades modernas. Debido a ello, los Gobiernos deberían procurar poner
en marcha procesos de modernización sistémicos, sustentables y dotados
de consensos políticos y sociales.

Por último, hay un grado de consenso sobre que los Estados persiguen como
fin el desarrollo (económico, institucional, ambientalmente sustentable y
socialmente inclusivo) de territorios globalizados y el fortalecimiento de las
democracias modernas en sociedades complejas, hiperconectadas,
informadas, heterogéneas en sus identidades y en su estructura social. Por
ello, se requieren administraciones públicas con capacidad de respuesta a
los nuevos problemas de estas sociedades, es decir, administraciones
flexibles al cambio, modernas en sus instrumentos, democráticas en sus
procesos, efectivas en la resolución de los problemas sociales y responsables
y transparentes en la utilización de los recursos públicos.

Los gobiernos encaran procesos de modernización con el desafío de no


perder de vista que su principal función es gobernar y no gestionar; que la
gestión implica obtener resultados, pero no cualquier tipo de resultados,
sino los resultados esperados. Por ello, los procesos de modernización no
deben diseñarse como aislados del sistema político sino que requieren de
una mirada sistémica: cualquier medida de reforma impacta, positiva o
negativamente, en las otras partes del sistema.

Modernizar la gestión de la cosa pública no es un fin en sí mismo, sino parte


de un proceso de reforma que deberá tender al fortalecimiento de la
democracia y al desarrollo de las sociedades.

Así, la agenda de medidas de modernización está integrada por un conjunto


de puntos, que en su implementación (tiempo y forma) variará de país en

16
país. Las medidas de modernización de las administraciones públicas
podrían ser agrupadas por su finalidad de la siguiente manera:

a) tendientes a reformular la relación Estado y sociedad:


administración abierta, modernización del sistema de control y
rendición de cuentas, y modernización del empleo público –según la
OCDE–, y democratización de la gestión pública, gestión por
resultados orientados al desarrollo, nuevas tecnologías de gestión y
mecanismos de gobernanza –según el CLAD–;
b) tendientes a reformular la relación entre Estado y mercado:
uso de mecanismos de mercado (OCDE);
c) y tendientes a reformular la administración hacia adentro:
mejora del rendimiento, redistribución y reestructuración del sector
público –según la OCDE–, y profesionalización de la función pública y
buen gobierno –según el CLAD–.

A los fines de promover el aprendizaje en el diseño e implementación de un


proceso de modernización de la administración pública a partir de la
experiencia internacional, se analizarán las experiencias de los países de la
OCDE y del CLAD sobre cada una de estas medidas, en perspectiva
comparada.

A partir de los avances y retrocesos de experiencias internacionales, la


agenda de modernización del siglo XXI se encuentra en proceso de
implementación. Si bien en los países de la OCDE se identifican grandes
avances, la crisis internacional ha puesto en debate nuevamente el rol del
estado-nación y sus instrumentos de política económica soberana. Por su
lado, América Latina presenta un escenario particular que es necesario
describir al momento de identificar el grado de avance de los procesos
modernizadores.

En el documento del CLAD, Gestión Pública Iberoamericana para el siglo XXI


(2010), se reconoce la existencia de siete factores históricos y estructurales
en la región, a saber:

a) Patrimonialismo: la tendencia patrimonialista se manifiesta


en la opacidad de las decisiones públicas, en la captura de estructuras
estatales por parte de oligarquías políticas (nepotismo) y en la
influencia de sectores económicos sobre las decisiones
gubernamentales, todo lo cual genera una fragilidad en la esfera
pública y evita la construcción de una administración jerarquizada,
con ingresos concursados, con carrera basada en el mérito,
profesional, neutral, etcétera; es decir, el modelo weberiano se
implementa o bien en parcelas de la administración, o bien sólo en
algunas de sus características.

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b) Formalismo burocrático: a fin de dotar de cierto grado de
previsibilidad y certeza a las conductas patrimonialistas o privatistas
de lo público, se generaron procesos engorrosos que alejaron al
Estado de la sociedad, haciendo de aquel una institución inaccesible
y generando aislamiento burocrático.
c) Proceso incompleto de modernización: prevaleció el
concepto de desarrollo desde políticas económicas y no desde la
construcción de una ciudadanía social.
d) Fragilidad de la gestión pública en políticas sociales: las
prácticas patrimonialistas implicaron clientelismo en cuanto al
ingreso a la administración pública, pero también en cuanto a los
beneficiarios de las políticas sociales. Por ello, las sociedades
consideraban a las administraciones públicas como el “reino del
clientelismo” (CLAD, 2010, p. 5).
e) Excesiva centralización: la centralización se presenta en tres
niveles: 1) en una matriz estadocéntrica, en donde las decisiones son
tomadas por los poderes ejecutivos con escasa o nula participación
social; 2) poder centralizado a nivel federal frente a gobiernos
subnacionales y/o locales de autonomía legal, pero con dependencia
(política y financiera); y 3) modelo jerarquizado y centralizado de las
administraciones hacia adentro (presidencialismo).
f) Importación de fórmulas: implementación de fórmulas
importadas sin adaptarlas a la realidad de cada país.
g) Déficit democrático: “la tradición autoritaria de la región va
más allá de la existencia de las dictaduras en determinados períodos”
(CLAD, 2010, p. 6).

Los gobiernos latinoamericanos, al encarar la modernización de sus


administraciones públicas, deberían armonizarla con procesos de reformas
estructurales tendientes a revertir estos factores históricos. Desde una
dimensión ética, esto implicaría la implementación de medidas a fin de
eliminar la corrupción dentro de la gestión pública. Para ello es necesario
asumir que los problemas vinculados a la administración pública no son
problemas de los funcionarios sino más bien son problema de la institución
pública, por lo tanto, son problemas de la sociedad. Es importante no
rendirse ante los problemas de nuestras administraciones públicas
sosteniendo que lo único que se requiere es frenar el patrimonialismo
político, ya que ello implicaría dar la espalda a los graves problemas de
gobernabilidad y a las exigencias que nos procuran los cambios de nuestro
tiempo (Prats, 1995).

Así, los desafíos actuales de la modernización se encuentran en:

a) la importancia política de la reforma de la gestión pública;


b) la interconección entre gobernanza y administración pública;

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c) la perspectiva global del cambio;
d) la modificación de conductas tanto de los empleados como
de los funcionarios públicos a partir de la aprehensión de los valores
de las reformas;
e) los procesos de evaluación rigurosos;
f) la mayor atención a las dinámicas sistémicas que a los
instrumentos de reforma;
g) el proceso riguroso de elaboración de presupuesto;
h) la gestión orientada al rendimiento, relajando controles sobre
insumos;
i) la coherencia del sistema de gestión pública;
j) la adaptabilidad de las estructuras.

Principales supuestos teóricos de la Nueva Gerencia Pública,


“buen gobierno” y gobernanza

Mientras las teorías de la administración pública se han desarrollado a partir


de la idea weberiana de Estado, quien lo entendía como una organización
jerárquica, autoritaria, con capacidad organizativa, con una burocracia
meritocrática, etcétera, el concepto de gobernanza (gobernanza) introduce
una innovación que rompe con aquella tradición, que resquebraja ese
modelo jerárquico clásico, para darle paso a un modelo relacional, de
cogestión, de interacción entre el sector privado y la sociedad civil, de
generación de sinergias y coordinación de la sociedad, lo cual implica un
cambio en las estructuras organizacionales.

La gobernanza no implica el debilitamiento o declive estatal, ya que apunta


hacia un Estado cuya fortaleza se encuentra en sus capacidades
negociadoras y unificadoras para lidiar con el entorno. En relación con la
aplicación de este modelo, las reformas del sector público ayudan a que el
Estado se vuelva más eficiente y efectivo, mientras que las reformas de la
gobernanza contribuyen a solucionar los problemas contemporáneos de
gobierno, sobre todo aquellos problemas políticos que reflejan la tendencia
a enfatizar valores administrativos en vez de democráticos.

Tanto la Nueva Gestión Pública como la teoría de la gobernanza intentan


aumentar la autonomía de los componentes de niveles más bajos del
sistema de gobierno, ya sean Gobiernos subnacionales o locales, agencias o
redes que vinculan actores privados y públicos. La capacidad de estas
organizaciones para implementar técnicas de administración reconocidas
como “infrecuentes” en el sector público ha tendido y tienden a hacer más
eficiente y efectivo al Gobierno en la provisión de los servicios. Así, nos
encontramos ante un fenómeno de revalorización de los espacios
subnacionales y locales que se experimenta a escala global.

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Existen diferentes definiciones de la gobernanza, ya que distintos teóricos la
han definido de manera diferente a través de los años. En este módulo, se
tratará de hacer una conceptualización que nos permita comprender el
fenómeno de la gobernanza y su relación con el buen gobierno; para ello, en
primer lugar es pertinente distinguir gobernanza de gobernabilidad.

La gobernanza se diferencia de la gobernabilidad debido a que esta última


está ligada a las crisis y a la inestabilidad de los gobiernos o de los regímenes
políticos que han cuestionado la legitimidad del cargo o de la actuación de
los gobiernos. La gobernabilidad se relaciona con la idea de la autonomía y
capacidad unilateral del Estado para dar respuesta a los nuevos problemas
sociales, es decir: sitúa el problema únicamente en los sujetos de gobiernos.
Por su lado, los planteos sobre gobernanza sitúan el problema en la forma
en que los gobiernos gobiernan o dirigen una sociedad, es decir: se sitúa en
el proceso de gobernar.

El supuesto básico del enfoque de la gobernabilidad es que “…un gobierno


capaz es suficiente para la conducción de la sociedad. Por consiguiente, la
dotación o redotación de capacidades al gobierno democrático es la
condición necesaria y suficiente para que pueda gobernar” (Aguilar
Villanueva, 2010, p. 25). En función de ello, los componentes de la
gobernabilidad son: la reforma institucional, la reforma fiscal, la reforma
administrativa, la reforma judicial y policial.

En el enfoque de gobernanza, el gobierno deja de ser el centro de la


dirección de la sociedad, y numerosos actores privados, entidades públicas
o gubernamentalmente independientes participan en la elaboración y
ejecución de las políticas públicas. Se apunta a la necesidad de un nuevo
proceso directivo de la sociedad. El supuesto básico es que “…en las actuales
condiciones sociales el gobierno es un agente de dirección necesario, pero
insuficiente” (Aguilar Villanueva, 2010, p. 29).

Por lo tanto, gobernanza es “un proceso mediante el cual los actores de una
sociedad deciden sus objetivos de convivencia – fundamentales y
coyunturales- y las formas de coordinarse para realizarlos: su sentido de
dirección y su capacidad de dirección” (Aguilar Villanueva, 2008, p. 90).

Buen gobierno y gobernanza

Lo primero que se debe tener en cuenta en esta instancia es que buen


gobierno y gobernanza no son sinónimos, pero sí tienen elementos comunes
que pueden permitir establecer una relación entre ellos. Si bien la
gobernanza se relaciona con algunas de las características ya mencionadas
sobre buen gobierno, no es posible decir que la gobernanza equivale a este.

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La gobernanza es la forma de gobernar en la que el Estado ya no detenta el
monopolio de la definición de objetivos de la sociedad ni las formas de
alcanzarlos. Según esta concepción, el Estado es un actor necesario en el
proceso de gobernar, pero ya no es suficiente. Esto quiere decir que tanto la
definición de objetivos como la forma de alcanzarlos deben hacerse en
conjunto con otros actores de la sociedad, como son las organizaciones de
la sociedad civil sin fines de lucro y con fines de lucro y la ciudadanía no
organizada.

La gobernanza como proceso implica además ciertas condiciones para su


desarrollo. Los prerrequisitos para una cooperación público-privada efectiva
contemplan la presencia de actores públicos y privados con cierto poder
para solucionar problemas, y la idea que éstos no pueden ser resueltos de
manera individual por cada uno de ellos. Estos aspectos son en principio
válidos para todos los niveles en los cuales se presentan dificultades, desde
el nivel local o subnacional, el nacional o regional ampliado y el internacional
(Maintz, 2001).

Desde un enfoque de la gobernanza donde el Estado ha dejado de poseer el


monopolio del gobierno y se ha convertido en un actor más en el proceso de
gobernar, buen gobierno puede ser entendido como aquel que decida e
implemente políticas públicas conjuntamente con otras instituciones
públicas y privadas, con la participación de la sociedad. Así, buen gobierno
es algo más que la buena administración: tiene un plus de liderazgo que hace
que sus responsabilidades sean más claras y explicitas y su capacidades de
cambio, mayores.

Gobernanza y calidad del gobierno

A fin de debatir sobre el concepto de la calidad del gobierno y los indicadores


que se utilizan para medirla, Cejudo (2009) toma tres enfoques
representativos de ese debate: el primero está relacionado con una
vertiente prescriptiva y una definición amplia de calidad de gobierno, el
segundo es el que asocia la calidad del gobierno con los efectos esperados o
deseables y el tercero desarrolla una perspectiva normativa que asocia la
calidad con estándares institucionales mínimos donde la imparcialidad es
concebida como atributo de la calidad gubernamental.
El segundo de estos enfoques es el que tomaremos para profundizar sobre
la gobernanza. El mismo se basa en las investigaciones que ha dirigido el
Banco Mundial, donde se vincula la buena gobernanza con la calidad del
gobierno, partiendo de una noción general de gobernanza, entendida como
“las tradiciones e instituciones por medio de las cuales la autoridad es
ejercida en un país determinado” (Kaufmann, como se cita en Cejudo, 2009,
p. 122). Se hace mención de una visión amplia de la gobernanza o de buena
gobernanza, donde se incluyen aspectos como la apertura del espacio de

21
políticas públicas, una burocracia guiada por un ethos profesional que rinde
cuentas oportunamente, una sociedad civil participativa y la existencia de
un estado de derecho lo suficientemente sólido que cobije y resguarde todos
esos elementos.

Tomando en cuenta esta definición, el Banco Mundial ha desarrollado


instrumentos de medición cuyo propósito es realizar un diagnóstico de la
gobernanza en cada uno de los países miembros del Banco y proponer
recomendaciones que apoyen el desarrollo económico, social y político de
los mismos. Así, define tres campos esenciales de la gobernanza:
a) selección, monitoreo y reemplazo de gobiernos; b) capacidad
gubernamental para formular e implementar políticas; y c) respeto por las
instituciones económicas y sociales. A su vez, estos se dividen en seis
instrumentos de medición: a) voz y rendición de cuentas; b) estabilidad
política y ausencia de violencia; c) efectividad del gobierno; d) calidad
regulatoria; e) estado de derecho y f) control de la corrupción.

Los indicadores permiten hacer comparaciones entre países, pero este


enfoque tiene limitaciones al momento de definir una esfera propia para la
noción de calidad de gobierno. Al partir de nociones tan amplias de
gobernanza y buena gobernanza, da la impresión de que podrían incluir
cualquier elemento institucional o de gestión como parte de los conceptos.
A su vez, esa amplitud produce que no se haga una diferenciación precisa
entre los mecanismos de acceso y ejercicio de la autoridad, por lo que
resulta difícil identificar la composición precisa del concepto de calidad del
gobierno, así como las relaciones que se construyen en entre las políticas y
las practicas gubernamentales rutinarias.

También este enfoque plantea un problema de causalidad revertida, ya que


se podría entender que las instituciones de la gobernanza favorecen el
crecimiento económico y la disminución de la pobreza o que sólo los países
con mayor crecimiento económico y con bajos niveles de desigualdad son
capaces de construir instituciones de calidad .

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