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EL DRAMA DE LA IDENTIDAD UNIVERSITARIA Y EL LUGAR DE LA

FILOSOFÍA EN LA ENSEÑANZA
Víctor H. Palacios Cruz1

RESUMEN
A partir de una comprensión de la identidad universitaria, en atención a su historia y su
responsabilidad social, se propone una mirada de la realidad universitaria del Perú y se
examinan las consecuencias de los cambios que ella ha experimentado en los últimos
años. Se defiende la exigencia académica y la calidad profesional y personal de los
profesores como un camino insoslayable en la encrucijada. Finalmente, se describe la
irreemplazable contribución de la filosofía a la educación y la vida universitaria en su
conjunto.

ABSTRACT
From an understanding of the university identity, in view of its history and its social
responsibility, is proposed a look of university reality of Peru and the consequences of
the changes she has seen in recent years are examined. academic rigor and professional
and personal quality of teachers as an unavoidable path at the crossroads fights. Finally,
is described the irreplaceable contribution of philosophy to education and university life
as a whole.

PALABRAS CLAVE
Educación, universidad, sociedad, filosofía, Perú

KEYWORDS
Education, university, society, philosophy, Peru

SUMARIO
I. UNA IDEA SOBRE LA UNIVERSIDAD. II. LA REALIDAD
UNIVERSITARIA EN EL PERÚ. III. LA MEDIOCRIDAD DE LA
ABUNDANCIA. IV. EL CORAJE DE LA EXCELENCIA. V. EL LUGAR DE LA
FILOSOFÍA EN LA UNIVERSIDAD.

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Escritor y filósofo. Profesor de filosofía de la Universidad Católica Santo Toribio de Mogrovejo.

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I. UNA IDEA SOBRE LA UNIVERSIDAD
Julián Marías decía que cuando queremos saber qué es un octaedro, damos una
definición, y si se trata de una lechuza acudimos a una descripción. Pero cuando se nos
pregunta quién es Miguel de Cervantes, contamos una historia.
Los humanos no somos seres constreñidos en la celda de una definición que,
literalmente, “da fin” a una forma de ser. A partir del sustrato de los hechos y la
naturaleza, cada quien conquista su identidad por medio de su obrar a lo largo del
tiempo. “Para conocer a alguien, hay que seguirle larga y atentamente la huella”, decía
Michel de Montaigne.
La universidad, que al fin y al cabo es algo humano, tiene un rostro, es decir, una
historia. Hacia 1088, en Bolonia (Italia) se creó la primera organización que llevó este
nombre. Por ella pasaron figuras decisivas en la transición hacia la modernidad: Dante,
Petrarca, Pico de la Mirandola y Erasmo de Rotterdam. Ella fue, asimismo, el modelo
de las universidades fundadas más tarde en el resto de Europa (Oxford, París,
Salamanca) y de la primera surgida en América en 1551, llamada San Marcos.
Lo original de la primera de todas fue el hecho de haber sido producto de la iniciativa de
los profesores y estudiantes de las escuelas municipales que funcionaban en aquella
urbe medieval. La institución que hoy conocemos no descendió de la potestad de un
cetro o un báculo. Su aparición fue resultado del acuerdo de unas voluntades que
deseaban aprender. Y aprender juntas, formando una comunidad. Puesto que ver juntos
es siempre ver más.
Tempranamente prosperaron los estudios de Derecho, Medicina y Teología.
Emprenderlos requería dominar otras disciplinas entendidas como necesarios requisitos:
por un lado, gramática, retórica y lógica (el llamado trivium) y, por otro, aritmética,
geometría, música y astronomía (el quadrivium).
Con variaciones de mayor o menor importancia a lo largo de los siglos (incluida la
reforma napoleónica que le imprimió una subordinación al Estado y, con ello, una
enseñanza sujeta a las necesidades sociales), las universidades han conservado y
protegido su carácter de centro de investigación y de generación del saber. Es lo que las
distingue de los institutos y escuelas dedicados a la instrucción técnica, que privilegia la
adquisición de las habilidades específicas de un quehacer determinado (administración,
ingeniería, abogacía). La Universidad añade a todo “saber hacer” una cultura que lo
sustenta, enriquece y humaniza.

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El latín universitas, de donde proviene «universidad», aludía en la Edad Media a la
totalidad de los practicantes de un oficio (la universidad de los zapateros, la universidad
de los talabarteros). Así, la de Bolonia se llamó Universidad de los Estudiantes y
Profesores de la Ciudad de Bolonia. A su vez, universo resulta de la fusión de unum y
versus. «Universidad», en definitiva, significa “variedad convertida en unidad”.
Una universidad es, en efecto, una pluralidad de especialidades, asignaturas,
metodologías, profesores y, por ello, de sensibilidades y miradas. Multiplicidad que
tiende a la síntesis antes que a la dispersión. Que aspira a una integración que no se
limita a la coexistencia de carreras, asignaturas y pabellones, sino que busca proponer
una imagen del mundo como fruto de la concurrencia de las disciplinas.
Ello explica que toda sociedad haya visto en las universidades una fuente de sabiduría y
una voz autorizada durante las más dispares coyunturas. Lo que justifica, por
consiguiente, su preeminencia no solo científica, sino igualmente social y cultural.
En las universidades no solo se aprende el ejercicio de una profesión. En ellas se
brindan al estudiante los elementos que sitúan el área de su futura dedicación en el
conjunto de las circunstancias de su tiempo y en el cuadro de las características de la
condición humana, que es la de los seres a quienes ha de servir y con quienes habrá de
tratar.
La literatura, el arte, la historia, la lengua y la filosofía conciernen a los humanistas,
pero también al ingeniero y al médico que entienden su desempeño –para el que
recibirán un permiso llamado licenciatura– como la intervención en un entorno dotado
de unas facciones culturales, sociales, históricas y, ante todo, humanas, que es preciso
identificar y contemplar en la rutina.
Si los jueces de los tribunales de Nüremberg que, entre 1945 y 1946 tras la Segunda
Guerra Mundial, juzgaron a los mandos nazis que concibieron y organizaron el horror
de los campos de concentración, se hubieran atenido a ser ejecutores del Derecho
establecido, no habrían podido dictar una sola sentencia. Ni los acusados habían
desacatado legislación alguna, ni se contaba con una jurisprudencia que hubiera
afrontado atrocidades de similar magnitud.
Aquellos magistrados debieron apelar a sus conceptos sobre la naturaleza humana –esto
es, a su formación humanística– para deducir la gravedad de esos atropellos dirigidos no
solo contra la vida, sino contra la dignidad de unas personas en una medida
terriblemente insólita. No actuaron como meros operarios de la ley, y su labor posibilitó
la posterior constitución del Tribunal Penal Internacional de La Haya que hoy permite al

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ciudadano de cualquier país denunciar crímenes cometidos no contra el Estado o la
propiedad, sino contra la humanidad de un semejante, que es justamente el fundamento
y el sentido de la existencia del Derecho.
La interacción de las facultades, la comunicación entre los profesores y el trato con
investigadores externos son, derivativamente, los signos más fiables de la vitalidad
universitaria. Exactamente porque los sucesos no son nunca solo económicos o solo
jurídicos, nada más natural que las ocasiones interdisciplinarias y el debate entre las
perspectivas más variadas como el lugar más apropiado para la profunda pasión que
motivó la creación de las universidades, y que no es otra que la pasión por la verdad.
Puesto que ver juntos es siempre ver más.
El universitario –profesor o estudiante– vive no únicamente animado por el propósito de
saber hacer unas cosas, sino que añade a ello la localización de su actividad en el
contexto de otros saberes y, sobre todo, en el contexto de una realidad cambiante e
inagotable, que exige de continuo la renovación de los planes curriculares. “Es infinito
el más pequeño fragmento del universo”, decía Nietzsche.
Uno imagina, por tanto, que el aire de un auténtico campus universitario está lleno de
avidez e inquietud, de esa especie de fiebre que no responde a otra cosa que a la
atención al mundo en que vivimos y que, en el silencio necesario de las bibliotecas y en
el cordial intercambio de las ideas, hacemos nuestro con una intensidad que ignoran
quienes se limitan a correr, atareados, sobre la superficie de las cosas.
Quien ama saber –quien ama la verdad– se percata pronto de que no le debe lealtad a
sus propias opiniones ni a las de ningún libro o autor. Que incluso las autoridades
académicas no son superioridades, sino partícipes del mismo horizonte sobre el cual,
mortales todos, buscamos entender lo circundante a fin de establecernos más
plenamente en lo real.
El universitario es el ser más sensible a las señales de su tiempo, y los testimonios más
antiguos no hacen más que abrir sus ojos a lo que tiene delante. La vida universitaria
desborda las cuatro paredes del aula, sale por los pasillos, sube por las escaleras, se
detiene en una banca bajo un árbol, se sienta alrededor de un café y prosigue más allá de
los deberes académicos.
La arrogancia –que absolutiza el propio parecer– es, desde luego, el peor de los vicios
en que puede incurrir el honesto deseo de saber. “Cuando alguien me contradice –
escribe Montaigne–, no despierta mi ira sino mi atención”. Y así como cada mirada es
apenas un ángulo en la captación de las cosas, ella siempre brindará al resto la

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irrepetibilidad de su posición. Decía Aristóteles que, en consecuencia, “nadie yerra por
completo”, y añadía el ensayista mexicano Alfonso Reyes que “todo entre todos lo
sabemos”. Con agudeza, Canetti resumía estas divagaciones en un solo trazo: “una
diversidad sin unidad es confusión; una unidad sin diversidad es tiranía”. Sin duda, un
magnífico lema universitario.
Y en esta consuetudinaria reunión de voces nada más propio que la cortesía y el interés
recíproco, hábitos más generosos que la sola tolerancia, indispensable, por supuesto,
pero insuficiente. La tolerancia puede ser, incluso, el atributo de una perfecta vecindad
de egoísmos, la distancia respetuosa entre privacidades que se delimitan entre sí. La
convivencia pide más: confianza, apertura, participación activa e incorporación de otros
trayectos en la perspectiva personal. De manera que en ningún lugar de la sociedad se
vive con más convencimiento la vocación cívica como en el recinto de una universidad.
Civismo que se profesa, en primera instancia, hacia dentro, pues la universidad es una
vida cotidiana en comunidad. Profesores y alumnos buscamos lo mismo: la verdad, la
palabra, el encuentro; y miramos juntos hacia adelante con ese sentido de pertenencia
que fomenta una identidad y se corresponde con la cortesía, el gusto por el trabajo en
equipo, la contribución al orden, el celo de la calma que requieren aulas y bibliotecas, y
la gratitud hacia quienes limpian y custodian las instalaciones que cada jornada nos
permiten dar clases, leer, dialogar, investigar y escribir.
En segunda instancia, hacia afuera, dicho civismo se expresa en una actitud de
preocupación por el entorno próximo y lejano. La solidaridad, la urbanidad, la
cooperación y la reflexión política merecen una fervorosa defensa en una sociedad de
consumo hipertecnologizada que aclama el éxito individual como el único objetivo de
los esfuerzos. El universitario no puede expulsar del radio de sus pensamientos a un
mundo que le ha entregado nada menos que la libertad de serlo.
Por último, no se viene a la universidad a perder los sueños de nuestra niñez para
hacernos mayores a través del desencanto y la renuncia. Estamos aquí para hallar el
modo de hacer viables esas ilusiones, para compaginarlas con los hechos o para que
estos nos sugieran nuevos proyectos. Como enseña una inconmovible certeza
evangélica, el saber nos hace libres y, por ello, nuestro protagonismo en el presente que
nos ha tocado no puede sino verse alentado por obra del estudio.
Al hundir la pala en la tierra, es preciso mirar el horizonte que demarca nuestro surco.
Eso y más decían las inolvidables palabras de Alberto Wagner de Reyna (diplomático,
abogado y filósofo peruano fallecido hace unos años): “ata tu arado a una estrella”.

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II. LA REALIDAD UNIVERSITARIA EN EL PERÚ
A continuación, pasemos a los hechos. Previsiblemente, el salto será brusco.
Una primera señal. Existe un declive inocultable y pronunciado en el rendimiento, las
virtudes intelectuales y la capacidad de trabajo del universitario promedio de nuestro
país. Inquieta la escasez de chicos y chicas decididos a aprender, receptivos a la realidad
y desenvueltos en su iniciativa. Dramáticamente se empequeñece ese alumnado activo y
entusiasta que suele recordarnos que enseñar no es sino otra manera de aprender.
¿Qué explica este déficit? Naturalmente, los profesores tenemos alguna culpa de ello. Es
insoslayable una exhaustiva revisión de nuestros temas, nuestra didáctica y nuestra
vocación. De acuerdo. Pero la sola rectificación de una de las partes sería ciega sin un
examen del conjunto de las cosas.
Existen otras variables en juego. Por ejemplo, las transformaciones perceptivas y
emocionales en la adolescencia a causa de la tecnologización de la vida cotidiana.
Ciertamente, el recurso compulsivo a cualquier pantalla resplandeciente no es solo una
nueva forma de acceder a determinados contenidos; es también una manera distinta de
percibir y de comportarse, algunos de cuyos numerosos síntomas incluyen la
discontinuidad mental, la ansiedad de estimulación externa, el desplazamiento
superficial de la mente, la impaciencia nerviosa y la desconcentración.
Observa el filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han, en El aroma del tiempo: “el
espacio de la red no está formado por fases continuadas y transiciones, sino por
acontecimientos o circunstancias discontinuas”. Se va “de un link a otro, de un ahora al
otro. El ahora no tiene ninguna duración. No hay nada que incite a detenerse durante
mucho tiempo en un punto del ahora. La multitud de posibilidades y alternativas hace
que uno no tenga la obligación ni la necesidad de demorarse en un lugar. Demorarse
largo y tendido solo provocaría aburrimiento”. La verdad, concluye, “debe perdurar,
pero se disipa en virtud de un presente cada vez más breve”.
Otro rasgo igualmente tangible en casi cualquier rincón del mundo tiene que ver con la
publicidad continua, llamativa o sigilosa, que envuelve a la población urbana con una
especie de atmósfera en que circulan sin cesar, y pugnando entre sí, imágenes de
bienestar que conminan al consumo instantáneo, y que –dada la unidad psíquica del ser
humano– terminan por transferir a otros ámbitos de la existencia los mismos patrones de
eficiencia y satisfacción inmediata, así como idénticas reacciones de rechazo de la
complejidad y el dolor. Hiperconsumismo verificable en una conducta propensa a la

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impulsividad y a la inestabilidad que debilitan la predisposición para la espera, el
compromiso y la tenacidad, necesarias, sin duda, para la existencia en general y más aún
para el estudio en particular.
Si se trata de libros, dice Gilles Lipovetsky, el hiperconsumidor busca aquellos que lo
acerquen “a la felicidad” y lo hagan “con facilidades, cómodamente, enseguida, sin
esfuerzos de voluntad, sin los «ejercicios espirituales» continuos que prescribían los
maestros de la antigüedad”. Incluso “la sabiduría funciona como un «producto de
salvación de eficacia inmediata». Centrada en la inmediatez y lo emocional, la sabiduría
que viene es una sabiduría light en armonía perfecta con el hiperconsumidor
experiencial: menos una «revolución espiritual» que una de las figuras del consumo-
mundo”.
Es nuestro tiempo. Y es innegable, y quizá también invencible en el sentido en que
Tocqueville reconocía que no es posible detener el arribo de los nuevos tiempos, esto
es, ir contra la historia.
Sin embargo, existe otro elemento de raíz estrictamente local, de parecida o mayor
relevancia: el exceso de universidades en las ciudades más pobladas del Perú, que
estrecha o aun elimina el margen de selectividad de los ingresantes. Es cierto que el
tiempo discierne los proyectos serios de los puramente lucrativos, pero en la urgencia de
la actualidad a una buena universidad en este medio no le basta con serlo, sino que debe
parecerlo, y parecerlo desesperadamente para competir y subsistir.
Por lo común, los hogares peruanos estiman que sus hijos deben ingresar a la
universidad tan pronto como terminan el colegio y que ello constituye, además, un
inalienable derecho que nadie les debe arrebatar, del mismo modo que, en una sociedad
presuntamente democrática y económicamente abierta, a nadie se le impediría el
emprendimiento de un negocio.
Trágico error que, por una parte, confunde lo académico con lo mercantil, y por otra –
más grave aún– confunde derecho con deseo y olvida que todo estudio tiene sus
requerimientos y que la universidad es por definición una “educación superior”. ¿Acaso
cualquier muchacho tiene realmente “derecho” a una plaza en los institutos policiales?
¿Realmente cualquiera puede exigir su inmediata admisión en una escuela de
aeronáutica? Ello, claro, en el entendido de que los regímenes de admisión en ambos
casos discurran con el rigor que la sociedad espera para poder confiar en quienes
ejercerán estas funciones.

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Es universal, sí, el derecho a la oportunidad de demostrar una aptitud; pero la
universidad es un ámbito necesariamente restrictivo. Acoger a todo aquel que solicita
una matrícula sin una evaluación cuidadosa de sus cualidades constituiría, primero, un
engaño que descalificaría a la institución ante la sociedad y ante sí misma, y, en
segundo lugar, la exposición de muchos jóvenes a una inminente frustración,
suponiendo –asimismo– que después de las matrículas se preserve una razonable
exigencia académica.
Más aún, la admisión indiscriminada, como en efecto sucede, arriesga el estatus de una
universidad. Si en las asignaturas de los primeros ciclos el porcentaje de aprobación es
mínimo, la lógica de un burdo pragmatismo comercial pondría al docente en sospecha
cuando, más bien, esos balances amargos pero inevitables reclamarían una indagación
más amplia de la situación.
Producto de la demencial desmesura de la oferta universitaria, incluso las instituciones
que proponen una educación seria y fiable tienden a abrir de par en par las puertas a
cualquier egresado de colegio. Tarde o temprano, es la excelencia y no la cantidad lo
que decide el prestigio de un claustro, prestigio del que depende su rentabilidad a largo
plazo. Por lo demás, solo siendo excelentes es como se pueden cumplir los dos grandes
cometidos de una universidad: incrementar el saber e influir benéficamente en la
comunidad. Una sociedad –y la universidad es parte de ella– no puede abdicar de su
adhesión a lo superior, que es lo que precisamente la enaltece y la pone a salvo de la
degradación y la barbarie.
Hace unos quince años España retrocedió a tiempo en la prioridad concedida a las
carreras universitarias, que había generado centenares de doctorados sin plaza en el
mundo laboral, decidiendo una intensiva promoción de los estudios técnicos entre
quienes culminan la educación escolar.
Es claro que no todo adolescente posee disposiciones universitarias, es decir, hábitos de
investigación, lectura, análisis, reflexión y debate. (No hace falta decir que ser
universitario no hace a nadie ni mejor ni peor que otros; se trata únicamente de una
vocación específica, como otras.)
La liberalización de la creación de universidades en el Perú de los años noventa
equiparó estos centros superiores a cadenas de restaurantes o zapaterías. Consideremos
que la categoría de bien que representa la educación –igual que el derecho a la
información o la salud– debería impedir su total abandono a los mecanismos del
mercado. Hoy –por medio de una nueva y todavía perfectible ley universitaria– se

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intenta desandar un camino que nunca debió iniciarse, pero el perjuicio ya está hecho.
Y, por desgracia, es múltiple e incalculable.
Por ejemplo, la devaluación del acceso a las carreras profesionales por culpa de cálculos
de sostenibilidad material que llevan a una universidad a asegurar el ingreso de chicos
que, de paso y antes de concluir su secundaria, descubren que no necesitan de empeño
alguno para obtener una vacante. Devastadora lección social que ofrece nuestra
educación, según la cual ya no es verdad que esforzarse valga la pena.
Al mismo ritmo, los profesores se degradan al rango de operarios que se limitan a
impartir clases, lo que ahoga su crecimiento personal y puebla los campus de un ajetreo
hostil a las ideas y a proyectos de largo aliento. Un docente promedio da clases aquí y
allá, sin pertenecer a ningún lugar ni a ningún ideario.
¿Es creíble la calidad pedagógica de quien dicta veinte o más horas de clase a la
semana? Una sola clase es el punto de llegada de incontables horas de lectura, diálogos
y experiencias, así como el punto de partida de debates, investigaciones y asesorías con
alumnos, y no solo de evaluaciones de rutina. Una clase, en suma, es la cumbre de un
macizo de acontecimientos que le posibilitan altura y fundamento.
Con dolor, he detectado en mi camino que en la confusión mercantilista que ha
depravado la enseñanza universitaria en el país, los profesores también ceden, transigen
y se corrompen. “La lealtad cansa”, he escuchado decir. ¿Qué validez tiene un modelo
de universidad que no puede ser respaldado por el trabajo mancomunado de un
profesorado propio? ¿No son las aulas, ahora mismo, criaderos de futuros empleados al
servicio de la empresa propietaria de un ramo de universidades? ¿Cómo pueden estas
facultades seguir emitiendo títulos “a nombre de la nación”?
Mientras tanto, detrás del aspecto reluciente de edificios y folleterías la producción
genuinamente universitaria languidece. Cuerpos demacrados envueltos en papel celofán.
En estas circunstancias, las universidades pequeñas o recientes firmemente identificadas
con la excelencia enfrentan la indeseable disyuntiva de preservar el nivel de sus
parámetros, exponiéndose a la escasez de ingresantes que pondrá en aprietos su destino;
o, por el contrario, impelidas por el apremio de subsistir, echar las redes sin
discriminación para obtener una muchedumbre cuyo peso inclinará hacia abajo y sin
remedio sus indicadores de calidad.

III. LA MEDIOCRIDAD DE LA ABUNDANCIA

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La abundancia de opciones universitarias ha invertido el cono de relación entre los
colegios y las universidades. En otro tiempo, los estudiantes escolares se disputaban una
vacante en alguna facultad; ahora, las universidades se disputan cada alumno en los
colegios. No contamos, pues, con jóvenes que hayan batallado, pulido y probado sus
habilidades para merecer una silla en nuestras aulas, sino más bien con niños halagados
y mimados con caricias de papel couché. Qué pasmosa imagen la de los pasillos de
algunos campus, sobre cuyos pisos los adolescentes se tienden boca arriba alumbrando
sus caras con sus pantallas de celular. ¿Pereza juvenil, terapia de la relajación o, más
bien, pérdida de la dignidad y el respeto que antaño inspiraba un recinto universitario?
Las consecuencias académicas son incontrovertibles: estudiantes sin un léxico
elemental, incapaces de enlazar ideas, discernir lo esencial, sostener un análisis, tomar
apuntes, ordenar su rutina y sobrellevar las emociones de una existencia libre y
responsable… Escenario que abruma y descorazona. Siguiendo la falaz lógica de que
“el cliente siempre tiene la razón” –inaplicable en la educación o la salud–, algunas
universidades terminan por distender sus criterios para adaptarse a su nuevo público.
Recíprocamente, los colegios se ven desincentivados en la exigencia que se espera de su
tarea. Al constatar que sus alumnos ingresan sin inconvenientes en las universidades,
deliberadamente o no, bajan la guardia y relajan su rigor. Algunos se redibujan
autodenominándose colegios pre-universitarios.
Inquietante: por un lado, se adelantan etapas que tienen su lugar natural en el curso de
una vida; y por otro, se reduce el perfil universitario al de un alumno únicamente diestro
en resolver preguntas de marcar y ejercicios de lógica que no garantizan una verdadera
formación intelectual. Por lo demás, importa recordar que la educación escolar de
ninguna manera se orienta al acceso universitario, sino que ha de procurar una
educación armoniosa –intelectual, técnica, cívica, espiritual– que sirva de cimiento a
futuros ciudadanos.
Observemos otros indicios de la realidad universitaria. En el primer ciclo de algunas
facultades, ciento cincuenta inscritos; en la graduación, apenas diez. Alto índice de
notas no aprobatorias vinculadas con carencias escolares o padecimientos familiares.
Incidentes de hurtos en el interior de los campus. Episodios de conductas que exigen un
tratamiento clínico o psiquiátrico. Aulas, pasillos y cafeterías de aire impregnado de una
energía que no es otra que la del jolgorio o el estrés. Rara vez la sensación de encuentro
y cordialidad, de interés por los libros y el mundo, de iniciativas artísticas o de
investigación. En su lugar, el liso témpano del desdén o el arma arrojadiza de la

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maledicencia. Una rutina descolorida por la mediocridad de los anhelos, que contamina
a los buenos estudiantes y tienta a los docentes con un declive en los temas y en las
evaluaciones.
Con el fin de “normalizar” el nivel de su alumnado, ¿debe la universidad dedicar tiempo
y recursos a la habilitación de cursos propedéuticos, y a la instalación de servicios
especializados de atención, por ejemplo, psicológica? Creo que es peligroso convertir lo
excepcional en ordinario. La identidad universitaria desaconseja su descenso a
funciones de índole asistencial. Ello supondría, primero, arrogarse las competencias de
otras instancias sociales que se dedican, incluso profesionalmente, a tan sensibles
cometidos (hogares, colegios, hospitales, expertos); y, segundo, traicionar la reputación
–científica y sapiencial–, así como la confianza –ética y cívica– que esta institución ha
inspirado en las más variadas culturas, épocas e idiosincrasias.
Por leyes que involucran tanto a nuestro espíritu como a los átomos y células de que se
compone todo lo que existe en el universo, nada permanece estático: o una armoniosa
intensidad interior preserva su forma, o el detenimiento de los procesos provoca su
instantánea corrupción. Los seres y las cosas humanas jamás alcanzan un estado que por
sí solo se mantenga indefinidamente. O se mantiene la tensión que apunta hacia lo alto,
o se decae inexorablemente. Hasta los santos confiesan sentirse capaces en todo
momento del acto más vil; para ellos, la santidad es lucha en esencia.
A fin de cuentas, elegir la alternativa de la cantidad reporta una dudosa retribución, pues
maltrata la entraña universitaria al someterla al cortante rasero del flujo mercantil. Con
matrículas cuidadosamente seleccionadas se diezman los ingresos, es cierto; pero, con
tiempo, coherencia y convicción (y una difícil pero inesquivable reorganización) se
logra disminuir la deserción, elevar los objetivos de la enseñanza y aumentar la aptitud
general para hacer propuestas de interés para la comunidad. Todo lo cual termina por
realzar la convivencia y erigir un entorno estimulante.
A la larga se obtiene un espacio ejemplar cuyos frutos –tesis notables, congresos e
invitados de primera línea, publicaciones de referencia, ideas innovadoras– merecerán
tarde o temprano la estima pública y la visibilidad mundial; alentando a los colegios en
torno a procurar una mayor solvencia académica en sus egresados. Únicamente después
de lo cual pueden imaginarse interminables colas de aspirantes (que algunas
universidades todavía se permiten, por fortuna para todos) que traerán música a las
tesorerías. No hace falta figurarnos la cadena inversa, consecuencia de la facilidad
contraproducente de solo cubrir las vacantes de cada facultad. Lo que,

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irreversiblemente, conduce a la banalidad y el empobrecimiento de la universidad y de
la sociedad.
Un anuncio de telefonía celular –gracioso en su imagen, siniestro en su sentido– ilustra
el retorno a las aulas de un muchacho. Luego de la batalla con el despertador, los
apretujones en el bus y el regaño de un catedrático, se le ve solitario e inmerso en la
música de su smartphone, mientras una voz en off concluye: “lo único bueno de volver
a clases”. Pienso que las propias universidades tenemos parte de culpa en esta
difamación de una vida que deberíamos haber aprendido a amar.
Hay una evidente relación circular entre la universidad y su entorno. El brillo o el
decaimiento de una repercute en el otro, y viceversa. La fortaleza de una institución
puede incidir constructivamente en el curso de una ciudad o una región; del mismo
modo que su debilidad interna la convertiría en un simple espejo de las miserias que la
circundan. Por supuesto, es más difícil modificar el todo que una de las partes.
De un modo u otro, el gobierno de una universidad es la fuente de posibilidad de un
bien social inmenso y duradero.

IV. EL CORAJE DE LA EXCELENCIA


Dentro de los claustros, a su vez, más efectivos que la infraestructura física y las
plataformas virtuales son las presencias ejemplares y atrayentes de sus profesores. A fin
de cuentas, con quien se relaciona rutinariamente un estudiante no es con alguna
autoridad académica o con los planes curriculares, sino con quienes imparten las clases
y escuchan sus consultas. Sin duda, los docentes son la decisiva prueba de calidad de
cualquier educación. El alumno reconoce rápidamente a los verdaderos maestros, que
son los que enseñan en todo momento, incluso compartiendo un paseo, un café o una
charla fuera del aula, siempre asequibles en una viva comunidad de gusto por el estudio,
interés por el mundo y ambición reflexiva.
Todo profesorado universitario debería preguntarse con coraje: ¿logramos dar esta
impresión? ¿Es nuestro campus un lugar de continua preocupación por comprender la
época y la sociedad que nos albergan? ¿Nuestros espacios cotidianos se hallan ocupados
por círculos de maestros y discípulos que debaten teorías y problemas, volcados con
entusiasmo sobre libros, autores, obras de arte y las realidades de nuestro tiempo?
La precariedad del alumnado por culpa de la masificación universitaria en el Perú es,
desde luego, un reto para los profesores. No solo en el sentido de que ha de convocar el
ahínco, la paciencia y la perseverancia para afrontar lo adverso y mantener la fe en el

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aprendizaje (nada más emotivo que ver a un estudiante erguirse sobre sí mismo y
aprobar una asignatura en el tercer intento); sino también en el sentido de que pone a
prueba el nivel del servicio que se presta.
Un aula poco alentadora –llena de inscritos que cubren las vacantes sin haber superado
las evaluaciones necesarias– puede provocar objetivos curriculares más modestos, la
reducción de los programas, el empobrecimiento del lenguaje y –algo nefasto– el
desfallecimiento intelectual de la vida universitaria en general.
Un docente es también producto de sus alumnos. Uno mejora con las preguntas, la
insistencia y la originalidad de sus intervenciones. En condiciones adversas como las
nuestras existe, inclusive, el peligro de condescender y verse arrastrado por la desidia, la
apatía y la mediocridad que pueblan las aulas. Un público académicamente frágil
demanda una alerta permanente, que no significa un desdén y, menos aún –sería
repudiable– alguna clase de desprecio.
La enseñanza es, ante todo, una comunicación, y en una comunicación ambas partes han
de tener las competencias indispensables para entenderse. La universidad no es una
organización caritativa, sino una sociedad del conocimiento sustentada por una
renovada aspiración a lo superior. Con lo cual, le corresponde el deber de cuidar no solo
su nómina de docentes, sino también la calidad de sus matriculados.
Pese a todo, un factor que aun en estas circunstancias puede decidir la diferencia entre el
declive o la excelencia académica, es no la cualificación especialista del profesor –que
también importa, desde luego–, sino más bien el corazón que él pueda poner en su tarea.
Cuando escasean los recursos metodológicos entre los chicos, un sano contagio
emocional actúa en su favor. Se adquiere el gusto de leer, no por obra de la exhortación
verbal de otros, sino por el hecho de ver hombres y mujeres yendo y viniendo con
libros, disfrutándolos con sinceridad, hablando de ellos con espontaneidad,
aprovechándolos a la menor ocasión. La vocación jurídica o médica no está en los
legajos y los códigos, o en el instrumental quirúrgico y las láminas de anatomía, sino en
profesionales del derecho o la medicina que impregnan de pasión todo lo que hacen y
cuentan.
Las facultades universitarias deben elevar por todos los medios la categoría de sus
profesores, alentando a los que ya están a fin de que crezcan y se esmeren con
intensidad (gracias a estudiados alicientes y a una carga lectiva que no asfixie las horas
de investigación y actualización permanente); y contratando a otros que contribuyan a
impulsar el clima intelectual con su producción y su ejemplaridad.

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Una institución es un conjunto de personas. Las personas transmiten más que las
paredes, el mobiliario y las computadoras. No basta con profesores que marquen a la
hora debida y entreguen a tiempo los promedios finales. Hace falta gente que se
entregue con devoción a la universidad y a su destino. Ser experto es incluso menos
importante que amar la ciencia a la que uno se dedica. No damos clases porque seamos
sabios, sino que acudimos al aula para saber más por medio de la comunicación que
pone a prueba y prolonga nuestro estudio, y para imprimir en nuestros oyentes la
pulsión de nuestro anhelo.
Para los restaurantes la publicidad que más cuenta no es la del anuncio del papel o la
pantalla, sino la expresión de un comensal que recomienda el consumo a sus amigos.
Parecidamente, no hay mayor impacto que unas clases bien preparadas y ejecutadas con
cuidado artesanal; y profesores de conversación irresistible e investigadores felices y
abiertos a la relación interdisciplinaria. Una universidad magnetiza por quienes la
integran. No por el trazo de sus edificios, la actualidad de su tecnología o sus convenios
internacionales, la suma de todo lo cual es tan imprescindible como insuficiente.
Quién no siente ganas de venir a las aulas cuando es para escuchar una voz que nos
descubre lo que desconocíamos y logra que nuevos y cautivantes mundos, auténticos
relatos, derriben las paredes para dejarnos ver el cielo. En la vieja Universidad de San
Marcos, las lecciones de Raúl Porras Barrenechea se abarrotaban de oyentes libres que
acudían simplemente para escuchar al maestro. Y José Antonio Del Busto transformaba
el vacío de un salón de todos los días en el caluroso escenario de un suceso histórico en
que resonaban los cascos de los caballos y restallaba la colisión de los aceros.
A esto tenemos que aspirar, sin extravagancias ni divismos. Solo cuando a nuestro
alrededor se sepa que en nuestra universidad ponemos ilusión en cada pequeña cosa,
atraeremos gente que tenga como su prenda más preciada no tanto una dotación
informativa, sino unas ansias inapagables de aprender y de cambiar el mundo en que
vive.
No cambiará nada la pasividad de esperar a que el entorno esté a nuestra altura. Hay que
saber distinguirse por el fervor puesto en la vida diaria, sin pompa ni exhibición. No hay
otra vía para crecer consistente y esperanzadoramente que crecer cada uno en su
pequeño espacio de obligaciones que llegarán, tarde o temprano, al último rincón de la
Tierra a través del fiel mensajero de un estudiante atento y sensible a su propio corazón.
Nuestros alumnos se llevarán consigo no nuestros nombres, sino, imborrable para bien o

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para mal, la pasión o la desidia con que llenemos las decisivas horas que pasan con
nosotros.

V. EL LUGAR DE LA FILOSOFÍA EN LA UNIVERSIDAD


¿Y cuál es la pertinencia de los estudios filosóficos en los planes de las carreras
profesionales y en la vida universitaria en general?
Etimológicamente, filosofía es amor a la sabiduría. Ninguna ciencia tuvo jamás tan
bello nombre: anhelo, no posesión ni ostentación de la sabiduría.
Los griegos que la inventaron (en Mileto, a orillas del Egeo) profesaban con ella su afán
de entender el cosmos. Aristóteles añadía que era un saber teórico, desinteresado, libre
de medida utilitaria. En el medioevo, la filosofía incorporó el legado cristiano y perduró
como el centro de una creciente dispersión de disciplinas.
Hacia 1644, Descartes introdujo una novedad al definirla como “el dominio de aquello
que hace al hombre dueño de sí y del universo, y le posibilita guiar su conducta,
conservar su salud y someter la naturaleza”. La filosofía no se limitaría más a la
contemplación: debía ahora suministrar resultados prácticos que permitieran juzgar su
competencia.
Una mezcla de viejos temores y novedades técnicas acentuó el modelo pragmático de la
filosofía moderna. No obstante, seguía siendo la patria común de los saberes. En 1687
Newton titula uno de los libros más influyentes de la física Principios matemáticos de
filosofía natural.
Kant se atreve ya a reprocharle a la metafísica que, en contraste con las ciencias
naturales, no produzca nociones firmes y duraderas, y sea solo un cúmulo de opiniones
que disputan entre sí como en un campo de batalla. Su Crítica de la razón pura (1781)
abre el divorcio definitivo entre las ciencias experimentales y las humanas, que el
positivismo del siglo XIX agravará.
En su Manifiesto comunista de 1848, Karl Marx y Friedrich Engels llegaron a dar de la
filosofía la más capitalista de las definiciones: “hasta ahora los filósofos se han
dedicado a interpretar el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. El
conocimiento, como la industria, sirve si produce y expende útiles para un bienestar
entendido como la satisfacción de las necesidades materiales. Como ironizaba Flaubert,
el ideal marxista es el de una multitud de seres nutridos y amodorrados por la saciedad.
Es también el ideal de nuestra sociedad de consumo.

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Desdichadamente, la universidad no ha sido inmune a esta expansión de pragmatismo
que hizo pedazos la unidad que inspiró su fundación. Si Universidad significa “unidad
de lo diverso”, es decir la armonía de diferentes perspectivas coherente con la naturaleza
de los hechos, que no son puramente físicos o químicos o biológicos, sino indivisibles,
entonces cada especialidad no es sino un pasaje en la comprensión de lo real
inentendible sin las restantes disciplinas.
En La rebelión de las masas, de 1930, Ortega y Gasset ya mencionaba una amenaza de
nuestro tiempo: la barbarie del especialismo. Nos estamos convirtiendo en lo que
Chaplin mostraba en su película Tiempos modernos (1937), al parodiar la rutina del
obrero de las fábricas de Ford, que se limita a ajustar unas piezas que luego se pierden
bajo la acción de otros, forzados como él a una acción repetitiva e incesante que
sustenta la cadena de montaje.
Con estos colmenares, Ford fabricó cantidades de autos y revolucionó la economía, a la
vez que posibilitó la deshumanización del trabajador mecanizado que ignora el conjunto
del que su esfuerzo participa. Eso es el especialista: el ingeniero que diseña una
construcción y olvida el paisaje y la cultura del entorno; el economista que ve cifras y
finanzas, y omite la complejidad de lo social; el médico que trata con enfermedades y
no con personas.
Se dice que al andar el sastre solo ve trajes y el peluquero cabelleras. Pero el centro de
todo son personas que tienen cuerpos, problemas e ilusiones. ¿Qué puede al fin
habituarnos a ver seres humanos? Solo una mirada completa, filosófica, que, unida a la
historia, el arte y la literatura, refresque de continuo el contacto con la vida. Con trozos
de lo humano solo se construyen copias de Frankenstein, esa hechura de restos de
cadáveres. La conocida publicidad de un instituto de estudios informáticos exclamaba
hace un tiempo en la televisión peruana: “sé un monstruo en computación”. Pero sucede
que lo “monstruoso” es lo desproporcionado, lo deforme. Como una especialización
desprovista de humanismo.
Si la civilización quedara en manos de los técnicos, seguiría funcionando, desde luego,
pero no sabríamos con qué fin ni por qué razón, y llegaría un momento en que
colapsaría y nos veríamos desconcertados, sin entender qué ha pasado. Es lo que ocurrió
cuando la ciencia y las máquinas se pusieron al servicio del exterminio con las guerras
mundiales, el holocausto nazi y la bomba atómica. Hicieron falta estas ferocidades para
que nos preguntáramos cómo habíamos llegado a semejante extremo desquiciado y
fratricida. El cambio climático volvió a alertarnos sobre los efectos de nuestro

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ensimismamiento productivo, y la reciente crisis financiera mundial ha puesto en
evidencia los estragos que causa el devenir autosuficiente del mercado.
¿Y seguimos creyendo que la filosofía –y lo que ella inspira: integración, ética y
civismo– es un componente superfluo en la planificación académica? ¿Seguiremos
siendo cómplices del desprecio que siente por ella la negligencia de quienes desean a
toda prisa sus titulaciones?
Me pregunto, con una mezcla de esperanza y de temor, si queremos reducir la
universidad a un instituto para especialistas capaces de levantar edificios, montar redes
informáticas, diseñar robots o solucionar litigios particulares, sin que importe el resto de
la sociedad. Monstruos expertos en determinadas operaciones, pero torpes y
desconsiderados con la totalidad del mundo que habitamos.
¿Cuánto se ve al mirar las estrellas por una ventana? ¿Cuánto abarcamos desde la cima
de una montaña? ¿Descifraríamos la vida avistando la Tierra por la escotilla de una nave
espacial? ¿Cuánto en verdad poseeríamos si fuéramos ricos y la mitad del planeta nos
perteneciera?
Soy profesor de filosofía y vivo justificando mi oficio. Cuando respondo que ella “no
sirve para nada” y es ello lo que precisamente la vuelve valiosa, veo esbozarse la
piadosa sonrisa del prejuicio: los filósofos son holgazanes, polillas de biblioteca,
ermitaños escondidos en cuevas de papel. Seres distraídos que, como Tales de Mileto,
terminan por caer en un hoyo por andar mirando el cielo.
Por cierto, quien se mofó de Tales fue su esclava tracia. Aristóteles decía que el saber
práctico es esclavo por hallarse al servicio de otra actividad. El sentido de la ingeniería
es el puente y el de un martillo la mesa. Pero, ¿para qué sirve la Gioconda de Da Vinci
o una suite de Chopin? ¿Para adornar, para relajar? Cometeríamos, entonces, la infamia
de reducir el arte a un globo de fiesta o un sedante de farmacia.
El saber teórico, en cambio, es libre, pues su único fin es la comprensión, y no la
solución de problemas o la producción de artefactos. Si viviéramos solo creando bienes
para subsistir, seríamos animales únicamente más hábiles que otros.
Un colega, sorprendido, preguntó a su estudiante: “¿dónde está tu memoria?”; y el chico
contestó mostrando un USB. Mientras hoy se prefiere usar y desechar antes que
contemplar y atesorar, antaño Pico della Mirandola y Heidegger decían que el humano
era «vocero de todas las criaturas» y «pastor del ser». Es decir, el único sitio donde lo
real encuentra palabra, pensamiento y culto. Sin él, el universo callaría en todos sus
estruendos.

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Hoy, las universidades del país aspiran a tener más docentes por horas que a tiempo
completo. Claro, cuesta menos tener huéspedes de paso por las aulas que alojar una
comunidad de personas que investigan. Sin embargo, la verdad –decía Platón– solo se
alcanza al término de una larga vida en común. El aroma, explica Byung-Chul Han, es
un don del tiempo y exige una espera. “La economía basada en el consumo sucumbiría
si de pronto la gente empezara a embellecer las cosas, a protegerlas frente a la
caducidad, a ayudarlas a lograr una duración”.
Contra lo que se cree, no es información lo que necesitamos. Borges intuyó la desdicha
de percibir implacablemente todo, como dentro de un Big Data. En “Funes el
memorioso” parece retratar a un joven frente a una pantalla: “era el solitario y lúcido
espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso.
Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de
los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el
calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía
sobre el infeliz Ireneo”. Sospecho que no era “capaz de pensar. Pensar es olvidar
diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino
detalles, casi inmediatos”.
Solo la teoría, dice Byung-Chul Han, podría clarificar la caudalosa fluctuación de los
datos.
Insisto. La astronomía, la geografía, la química o la física escogen una parte del mundo
y suprimen el resto. Son ciencias “particulares”. Pero el mundo no es una parte ni una
suma de partes. Una enciclopedia no es sabiduría sino un desfile de especialidades. Al
humano lo estudian la anatomía, la sociología, la historia. Pero no consistimos en algo
anatómico, sociológico o histórico. El dolor es un hecho físico, psicológico y médico;
pero ¿quién nos dirá qué es el dolor, qué es el mundo y quiénes somos? Para saber
dónde estamos subimos a lo alto y miramos en torno. Trepar la colina de los
conocimientos para echar un vistazo que nos entregue al fin la forma de las cosas y
permita distinguir el paisaje sobre el caos.
Nada es menos abstracto que la filosofía, cuenta Henri Bergson. Las demás ciencias
dividen la realidad, solo el filósofo pretende comprenderla tal como es, entera y
esencial. La exactitud de las matemáticas es el lujo que se permite quien trabaja con
números y geometrías, es decir con encantadoras irrealidades. ¿O acaso una persona es
un metro setenta de estatura, y la Venus de Milo doscientos kilos de piedra? Más

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devotamente Pitágoras, aun creyendo que todo consistía en números, llamó al universo
kosmos (de cuya raíz léxica proviene «cosmética») que significa “bello”.
La precisión de los resultados no es una particularidad que por fuerza prestigie a la
disciplina que los produce. En la célebre pieza de Shakespeare, Julieta habla a Romeo
suspirando: “sería pobre si pudiera contar todos mis caudales”. La filosofía es la más
audaz de las ciencias, pues aunque no retenga con sus manos de mortal más que retazos
del cielo, ella tiene la osadía de tratar con lo inconmensurable.
Investigar hoy las causas de la lluvia o la elaboración de la penicilina, es anacrónico.
Pero meditar sobre la muerte o la felicidad sigue siendo tan acuciante como hace
veinticinco siglos, cuando Platón contaba que creer en la inmortalidad del alma suponía
un riesgo, pero que correr el riesgo era “hermoso”.
Si la filosofía es “amor a la sabiduría”, sabiduría es un puñado de verdades. Y la verdad,
la consonancia entre lo que uno piensa y lo que es. Vivir en el engaño o la ilusión es
vivir de espaldas a los hechos. Amar saber es, por el contrario, procurar nuestra
concordia con el mundo, anhelar la pertenencia al espacio, celebrar la existencia.
Julio Ramón Ribeyro observa que el hogar en que uno crece se vende, destruye o
abandona, pero una parte de nosotros cobijará “el color de sus muros y el aire de sus
ventanas”. El vulnerable pequeño que somos precisa una casa para, luego, ser él mismo
la casa. Filosofar es inclinarse hacia el mundo y abrazarlo en la cuna de un silencio. Hay
más mundo en la austera soledad del poeta que en la tumultuosa riqueza de un magnate
desolado por su incapacidad de amar, como en la película Ciudadano Kane (1941) de
Orson Welles.
Paul Celan enseñó que en alemán denken (pensar) y danken (agradecer) tienen un
origen común. No es extraño. Agradecer es ser consciente de lo recibido, estimarlo y
conservarlo. Podemos recibir algo y no reconocerlo ni apreciarlo, y aun rechazarlo.
Filosofar es “agradecer”, puesto que es tener una conciencia del mundo que la vida nos
regala, apreciarlo gracias a la reflexión y guardarlo en la memoria y la palabra.
El mundo está a salvo más que en la ciencia que lo disecciona, la propiedad que lo
desgasta o el consumo que lo disuelve, en el intangible aire que vibra entre dos que
conversan. En la cafetería de una universidad, por ejemplo.

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