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Caminar y hablar como Napoleón sin

haber ganado una sola batalla


Prólogo de Íñigo Errejón, politólogo y diputado en el Congreso, al libro 'La superioridad
moral de la izquierda' de Ignacio Sánchez-Cuenca
Iñigo Errejón

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9 de Mayo de 2018

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Posiblemente una de las ideas más polémicas en el nacimiento y los primeros años de
Podemos fue la voluntad expresa de ir más allá de las etiquetas «izquierda» y «derecha»
para construir una nueva mayoría transversal de «los de abajo». Es de la primera temporada
de Podemos, tal vez lo recuerden. En realidad no fue una ocurrencia nuestra, sino una
lección aprendida del movimiento 15-M, que generó simpatiá s en millones de españoles
desbaratando las casillas de identificación que habiá n ordenado durante las últimas décadas
el sistema polit́ ico español: «no somos ni de izquierdas ni de derechas, somos los de abajo y
vamos a por los de arriba». En rigor, tampoco lo inventó el 15-M: prácticamente ninguna
experiencia revolucionaria ha construido hegemonía en torno a la identidad «izquierda» —
si lo comparamos, por ejemplo, con la identidad nacional o, en menor medida, la de clase—
, pero eso no impidió a la izquierda sulfurarse.

Esa afirmación trajo oleadas de condenas por parte de diferentes izquierdas tradicionales y,
al mismo tiempo, un titánico esfuerzo por parte del establishment para situar a la fuerza
morada en el lugar simbólico de la izquierda: «no lo decís, pero en realidad sois (muy) de
izquierdas».

La izquierda nos acusaba de no serlo y la derecha de no reconocerlo, mientras creciá


exponencialmente el número de españoles que se identificaban con Podemos como una
opción para equilibrar la balanza y construir la soberaniá popular, el poder de la gente
frente a los privilegiados. Dado que quien escribe estas liń eas es uno de los que más ha
defendido ese discurso nacional-popular o transversal, el lector puede sorprenderse al
encontrarle prologando un libro titulado «la superioridad moral de la izquierda». Intentaré
explicarme.

La izquierda, en todo caso, es una metáfora para agrupar a los partidarios de un orden más
justo

Aquella voluntad de ir más allá del reparto simbólico de posiciones izquierda-derecha fue
en algunos casos malentendida como un truco de marketing. En opinión de nuestros
crit́ icos, hoy más relajados ante un cierto regreso de las palabras de siempre, la izquierda y
la derecha son los polos naturales de la política, como los puntos cardinales de un mapa.
Sin embargo, para afirmar que no hay identificaciones polit́ icas posibles fuera del esquema
izquierda-derecha, tienen que cerrar los ojos a gran parte del presente y a toda la historia
política previa a la Revolución francesa: ciertamente, son más los casos en los que la gente
se agrupa tras referentes simbólicos que no replican el par izquierda-derecha que aquellas
ocasiones en que sí. Con independencia de las palabras que utilicen para nombrarse,
históricamente las posiciones que la izquierda reivindica seriá n todas aquellas que, en
términos actuales, identifican la democracia con el poder de los cualquiera —Rancière: «la
democracia no es ningún régimen de gobierno, sino la manifestación, siempre disruptiva y
conflictiva, del principio igualitario»—.

La izquierda, en todo caso, es una metáfora para agrupar a los partidarios de un orden más
justo; es decir, un vehículo para un fin. Muchos, sin embargo, terminan priorizando
ensalzar el vehić ulo que avanzar en el fin. Entonces, ¿merece la pena discutir sobre la
izquierda?

Si,́ porque Sánchez-Cuenca no se enreda en discusiones escolásticas ni hace un alegato


melancólico. Con la lucidez y la claridad que le caracterizan, aporta elementos sólidos para
argumentar que las ideas que tradicionalmente damos en llamar de izquierdas están
sustentadas en valores preferibles, combatiendo así el relativismo moral. Y a continuación
explica la paradoja de por qué esta superioridad moral ha originado tantas dificultades a las
izquierdas. Así que una manera de leer su ensayo es como una aproximación a una pregunta
clave y urgente en nuestro tiempo, nada abstracta y de implicaciones polit́ icas directas: ¿por
qué los portadores de las ideas más bellas ganan tan pocas veces?

Este es un ensayo provocador, sólido y sin concesiones. Abandona los corsés académicos
para pensar con descaro pero también con método, de lo que resulta una invitación a
discutir en serio, de las que tan poco abundan y tanta falta nos hacen. Sánchez-Cuenca se
reafirma así como un intelectual de obligada referencia para la renovación del pensamiento
transformador en España.

***

Dos son los objetivos que el autor se marca en este ensayo. En primer lugar, demostrar
mediante una incursión en la filosofía política por qué las ideas de la izquierda son
moralmente superiores —preferibles— a las de la derecha. En segundo lugar, por qué esa
superioridad moral produce en la izquierda efectos secundarios negativos como una
inflación del sectarismo, una tendencia a la división o al ensimismamiento, y una
incapacidad trágica para la victoria.

Y es que seguramente el rasgo más distintivo de quienes se reivindican de izquierdas es la


cantidad de tiempo, energías y salud que gastan en definirse, reivindicarse y batallar con
otros por el tit́ ulo. La izquierda podriá así definirse como aquel colectivo que
fundamentalmente discute sobre la izquierda. Es muy probable que las personas
progresistas guarden con eso que se llama la izquierda una relación paradójica: están
bastante orgullosos de sus valores y al mismo tiempo viven en una insatisfacción
permanente con los actores polit́ icos que deberiá n convertirlos en transformaciones del
presente.

Sin que sea su objetivo declarado, el libro nos coloca a las puertas de la que puede ser la
pregunta fundamental del pensamiento emancipador: ¿por qué los buenos no ganan (casi)
nunca? ¿Cómo consiguen los privilegiados, que son minoriá social, ganar para sus ideas
una mayoriá polit́ ica? Las izquierdas generalmente han preferido regañar y repartir culpas
antes que plantearse seriamente estas preguntas. Asi,́ han tachado de falsa conciencia a
identidades políticas duraderas y de efectos muy reales, se quejan de los medios de
comunicación, de traiciones de sus vecinos y, más a menudo aún, de su propio pueblo por
no parecerse a los pueblos que salen en los manuales. Esta es la cuestión que me parece
más urgente y a la que por tanto le dedicaré una reflexión especif́ ica.
La izquierda, precisamente por sentirse portadora de ideales universales y moralmente
superiores, a menudo da la verdad por constituida, de tal manera que la tarea de la polit́ ica
revolucionaria sería proclamarla o revelarla. En otros casos, la verdad debe ser hallada o
averiguada, a partir de lo cual tendrá efectos imparables. No estamos ante una cuestión solo
filosófica, sino directamente polit́ ica. De este esquema se desprenden al menos tres
consecuencias que tienen un peso decisivo en la historia de la izquierda.

En primer lugar, una frecuente disociación entre el peso real que un actor polit́ ico tiene y la
grandilocuencia y a veces soberbia de sus posicionamientos públicos. Como las izquierdas
poseen la verdad antes y con independencia de que esta se comparta mayoritariamente en
su sociedad —y la poseen o aspiran a alcanzarla por su conocimiento de la economiá , de las
leyes de la historia o por la calidad de sus valores— la prueba del efecto real que sus ideas
producen no le afecta o, al menos, no es un dato principal. Así que uno puede caminar y
hablar como Napoleón sin que para ello sea necesario haber ganado una sola batalla ni tan
siquiera disponer de un ejército. Una cultura polit́ ica en la que el peso de los argumentos no
depende directamente de su capacidad probada para incidir en la realidad, para alterar el
equilibrio de poder en beneficio de los cualquiera es, como se entiende fácilmente, una
cultura política con una relación cuando menos conflictiva con la victoria. Nada lo puede
representar mejor que el famoso axioma de Mao Zedong: «Una minoriá en la línea correcta
revolucionaria ya no es una minoría». Se podrá objetar que Mao sí conquistó y ejerció el
poder, pero no lo hizo en un escenario de pluralismo polit́ ico. Esto nos permite conectar
con la segunda consecuencia polit́ ica.

En segundo lugar, de este esquema se desprende una considerable rigidez a la hora de llegar
a acuerdos y compromisos o a adaptarse a situaciones cambiantes. Con la verdad no es
lić ito transaccionar ni ser flexible: la verdad se realiza. Este moralismo ha dado lugar a que
la historia de la izquierda, por bellas que sean sus ideas, sea también un largo camino de
sectarismo y purgas. Si la verdad preexiste a la polit́ ica, esta tiene dificultades para encajar
el pluralismo o el disenso. Más allá de sus implicaciones éticas, la primera víctima del
estrechamiento del pluralismo, el disenso o el pensamiento libre es el talento. La
competencia y deliberación entre las mejores ideas y cuadros se sustituye por la lealtad y el
terrible oficio de posicionarse siempre del lado que sopla el viento. Esto convierte a los
actores o regim ́ enes polit́ icos en fábricas de mediocridad y, a la postre, de derrota.

Si uno entiende la política como la realización de una verdad ya constituida, puede


contentarse con proclamarla con la suficiente contundencia o
sofisticación

En último lugar, si la verdad antecede a la disputa política, si los intereses de cada cual o de
los grupos sociales dependen —por ejemplo— de su posición en el sistema productivo, la
tarea principal no es conformar los bandos, generar agrupaciones en un sentido u otro,
articular la voluntad general de la sociedad que determine una distribución más equitativa y
sostenible de poder, reconocimiento y riqueza; la tarea seriá , por el contrario, investigar y
después desvelar esos «auténticos intereses», romper todos los velos que los ocultan, que
engañan a las masas y les producen «falsa conciencia»... o al menos ser coherentes y
resistentes hasta que el paso del tiempo, la crisis terminal del capitalismo o la vileza de los
adversarios acaben por hacer caer todas las máscaras. En eso las corrientes más burdas de la
izquierda entroncan con un cierto milenarismo y confianza del advenimiento del gran diá .
Si uno entiende la política como la realización de una verdad ya constituida, puede
contentarse con proclamarla con la suficiente contundencia o sofisticación según la escuela;
si uno, por el contrario, entiende la polit́ ica como la construcción de verdades compartidas
en un sentido común y condiciones dadas, que no se eligen, necesariamente debe esforzarse
en una batalla cultural, estética e intelectual por la hegemoniá : por la construcción de
voluntad colectiva sabiendo que esto es una pugna cotidiana, nunca definitiva y cambiante.

Curiosamente, la mayor carga moral de la izquierda la ha distanciado de las mejores


lecturas de Gramsci. Mientras, la derecha, quizás por una flexibilidad más cínica, ha
entendido mejor en las últimas décadas la necesidad de elegir las batallas y de concentrarse
en la disputa por el sentido común y por la primacía simbólica: ser quien dicta los nombres
y reparte las posiciones. Así convierte con frecuencia los intereses de la minoría
privilegiada en interés general. Esto no es una mentira o un engaño, porque ese interés
general no existe en ningún sitio esperando a ser revelado: es una victoria polit́ ica.

De esta crit́ ica no cabe deducir, en modo alguno, un llamamiento a abjurar de los principios
o a un relativismo moral según el cual no es distinguible lo bueno o lo justo de lo malo o lo
injusto. Nada de eso. Pero es importante recordar que las verdades morales, de carácter en
todo caso subjetivo, sólo se convierten en verdades políticas mediante una disputa cultural
por convertirlas en las verdades de su tiempo. Tal es así que necesitamos aplicar lo que
Gayatri Spivak, teórica india de la subalternidad, llama «esencialismo estratégico»: ser fiel
a unos valores trascendentes como si fuesen verdades atemporales, asumiendo
inmediatamente a continuación que esas verdades deben ser polit́ icamente construidas.
Porque cuando las fuerzas progresistas olvidan los valores trascendentes, ese inmenso
caudal moral que hace que tanta gente se deje la vida por objetivos que no sabe si se
cumplirán, pierden su principal combustible, el que ha nutrido una suerte de religión laica,
una comunidad de creencias, afectos y emociones por la que los cualquiera han logrado, de
forma muy costosa, avanzando muy poco con mucha inversión de energía —como en una
dinamo estropeada—, producir sociedades y vidas mejores. Esto es lo que le ha pasado,
como diagnostica bien el autor, a una socialdemocracia que se ha olvidado de disputar la
concepción ética del mundo a las fuerzas conservadoras o reaccionarias, y hoy se marchita
o se contenta con aguantar. Y a la inversa, cuando las izquierdas se han entregado
solamente a la trascendencia, a la satisfacción de poseer verdades preexistentes a la
voluntad humana, ha sido alternativamente una fábrica de posiciones minoritarias —a la
espera de que el pueblo descubriese la verdad— o de experiencias dictatoriales —
empeñadas en amoldar el pueblo realmente existente a esa Verdad preexistente—.

Un pensamiento emancipador, radicalmente democrático y con clara voluntad de victoria,


debería ser por tanto aquel que se fije como principal objetivo construir pueblo,
combinando lo que Max Weber llamaba la ética de las convicciones y la ética de la
responsabilidad. Para la primera, importa solo aplicar los principios morales, sin que sean
relevantes las circunstancias o efectos de su aplicación. Cualquier desviación es ilić ita y las
acciones se justifican por su no desviación del ideal puro. Para la segunda, la ética de la
responsabilidad, la clave son las consecuencias de la aplicación de los principios morales,
sus efectos. Es una lógica que se obliga a tratar con la imperfección, con las
contradicciones y con los grises de la realidad que nos es dada, y que juzga las ideas por sus
efectos y no por su pureza.

Maquiavelo nos enseñó que detrás de la polit́ ica sí hay principios morales, inevitable y
afortunadamente, pero que no hay nada más irresponsable que escudarse en la belleza de
estos para desentenderse de sus consecuencias, que la polit́ ica y la moral tienen lógicas
diferentes que, en todo caso y con dificultades, el priń cipe puede querer hacer converger.
La buena polit́ ica deberiá ser aquella que se haga cargo del necesario equilibrio entre la
lógica de los valores morales y la lógica de su construcción política en la batalla por
conformar un nosotros y marcar un horizonte del que no puedan sustraerse ni los
adversarios.

***

La lucha polit́ ica es la lucha por el universal, por postular y construir metas comunes y
criterios de ordenación social que repartan papeles

Este libro puede ser leído, además, como una reflexión valiosa y oportuna en torno a una
polémica muy de actualidad entre los ciŕ culos intelectuales progresistas, especialmente
desde la victoria de Donald Trump en las elecciones norteamericanas. Imbuida de
academicismo y culturalismo, la izquierda posmoderna se habriá olvidado del hombre
medio en favor de un abanico de reivindicaciones de reconocimiento identitario de
«minoriá s» —feminismo, antirracismo, reconocimiento LGTBI, etcétera—, regalando así el
voto de clase a emprendedores polit́ icos de signo reaccionario como el propio Trump.
Según este argumento, las fuerzas progresistas son incapaces de ganar, de construir
mayorías y articular un proyecto general, porque se han olvidado de hablar de lo que es
común a toda la ciudadanía, de los problemas «realmente importantes», y pierden el tiempo
en guerras culturales de minoriá s. Subyace a este argumento una suposición más: la
izquierda cultural no habría practicado este olvido de lo «realmente importante» por
maldad, sino por su origen de clase, que determinariá su discurso.

Los crit́ icos con la izquierda posmoderna aciertan al diagnosticar el problema: la lucha
polit́ ica es la lucha por el universal, por postular y construir metas comunes y criterios de
ordenación social que repartan papeles. Por debajo de cada pugna polit́ ica, incluso de la que
nos parezca más parcial, recorre una competición que dirime la dirección general de la
comunidad política, de hecho su propia conformación y lim ́ ites. Por tanto, un actor que
renuncia a dar la lucha por construir la voluntad general es un actor siempre subalterno, que
desplegará todas sus iniciativas a remolque y en el margen que le dejen quienes sí
construyen la visión del mundo que su sociedad tiene, con sus palabras y en sus términos.
Un actor, por tanto, condenado a ser en el mejor de los casos acompañante o matizador del
rumbo de su paiś . No se trata tanto de conectar con «las verdaderas cuestiones» como de
identificar quién y por qué mecanismos las determina, y cómo pueden esas cuestiones ser
rearticuladas para un rumbo alternativo.

Efectivamente, y contra lo que pueda creer un cierto cosmopolitismo posmoderno, la


expansión y reconocimiento de las diferencias, por iconoclastas y rupturistas que estas sean,
no bastan para corregir el rumbo de nuestras sociedades, para democratizarlas, cerrar las
enormes brechas de desigualdad o asegurar su sostenibilidad ecológica. La experiencia de
la rebelión de mayo de 1968, de la que pronto se cumplirán cincuenta años, demuestra que
los poderosos pueden ceder diferentes reconocimientos, siempre que estos puedan ser
integrados en una visión del mundo y reparto de poder que estabilice y naturalice el
dominio de los privilegiados. De hecho, cuando los de arriba incluyen nuevas demandas en
su orden, lo oxigenan y hacen un poco más el orden de todos. Esta es la tensión que marca
la lucha por la hegemonía, de la que están ausentes, ciertamente, quienes no postulan
ningún tipo de unidad o de universal.

No estamos ante una cuestión que admita separaciones riǵ idas, determinaciones a priori de
qué tipo de organizaciones o reivindicaciones son particulares y cuáles son generales. Los
movimientos sociales, por ejemplo, no son en principio organizaciones generalistas ni
diseñadas para ganar el poder polit́ ico. Sin embargo, sus mayores victorias se dan cuando
inscriben sus demandas en una visión alternativa del mundo, cuando redefinen lo justo o
injusto y cuando en torno a sus demandas pivota un conflicto que se convierte en el general
y definitorio de su tiempo. Como ejemplo baste la PAH en España y los desahucios como
siń toma de un problema general del paiś , o el feminismo y su capacidad para redefinir y
relanzar la política emancipadora.

En resumen, tienen razón quienes critican la deriva particularista que exalta las diferencias
sin intentar encontrar equivalencia alguna entre demandas que permita tejer con todas ellas
una alternativa. Pero comienzan a sonar menos convincentes cuando afirman que el
problema está en el abandono de los asuntos comunes, es decir, el cemento material a partir
del cual construir la unidad, un proyecto completo de transformación social. Cuando se les
pregunta cuál es ese cemento, responden sin dudar que es la economía, el salario, el
empleo. A mi juicio, cometen dos errores.

El primero es, por una paradoja divertida, caer ellos en un giro idealista por el cual la
fragmentación del mundo del trabajo, los cambios tecnológicos y hasta antropológicos que
lleva asociada la globalización neoliberal, no habrían trastocado en lo fundamental la
unidad basada en coincidencias económicas. El conjunto de los subalternos, de los de abajo,
estariá dislocado solo porque la izquierda académica no pronuncia las palabras correctas,
no lo llama por su verdadero nombre. En la versión burda de esta visión, si desempolvamos
las viejas palabras reencontraremos la unidad perdida.

En segundo lugar, esta visión olvida que el paso de la unidad de intereses económico-
corporativos a su planteamiento en términos universales —es decir, en lugar del «qué hay
de lo mío» el «en lo mío se juega también lo de la sociedad entera»— es y ha sido siempre
una labor de construcción cultural, intelectual e incluso mit́ ica por la que un grupo social
deja de ser solo portador de reivindicaciones y quejas y se convierte en el núcleo irradiador
—perdón— de un orden alternativo posible, en torno al cual teje alianzas y conforma un
bloque histórico. La evolución del feminismo en los últimos años, fruto del intenso debate
sobre la relación entre reconocimiento y redistribución que sintetizara Nancy Fraser,
demuestra, por un lado, la miopiá de quienes siguen viendo en él una reclamación de
minorías y, por otro, el inmenso potencial hegemónico de una causa que consigue
trascender su particularismo para articular una amplia cadena de demandas en torno a si.́ De
otra manera es difícil comprender que sea el «feminismo del 99%» el movimiento que
mejor está articulando la resistencia y alternativa a Trump —así como a partidos
reaccionarios en numerosos paiś es europeos— mucho más allá de las cuestiones de género.

La unidad no está dada, tampoco en la economiá : es un resultado, precario y temporal

El movimiento obrero, por ejemplo, construyó su enorme capacidad de agregación no


porque todos los sujetos que aglutinaba se sintiesen estadísticamente descritos por sus
teoriá s, sino, en mayor medida, por levantar una comunidad de afectos y esperanzas, de
adversarios compartidos, de creencias y estética, de ideas complejas sintetizadas en
imágenes extremadamente sencillas, de la que emanaron instituciones sociales, sociedades
de ayuda mutua, ateneos, universidades, partidos y sindicatos, periódicos, grupos
deportivos o de conocimiento de la naturaleza. En definitiva, se convirtió en un actor de
construcción de pueblo en torno a si.́ De manera reveladora, todas las experiencias
revolucionarias exitosas de la familia socialista se han dado donde el sujeto popular era más
heterogéneo, con menos peso relativo de la clase obrera y con una conformación más
atiṕ ica, que algunos llamamos nacional-popular: la plebs, de contornos cambiantes y
difusos, que reclama ser el único populus legit́ imo. Los lazos son más simbólicos que
estructurales. La unidad no está dada, tampoco en la economiá : es un resultado, precario y
temporal, de la actividad polit́ ica.

El neoliberalismo ha podido moldear nuestras sociedades y generalizar un nuevo sentido


común no porque describiera cuestiones comunes de la mayoría social o porque
representase los intereses más compartidos. Tampoco porque haya sido un engaño. Sino
porque ha extendido una forma de ver el mundo, unas formas de relación social y de ocio,
seductoras y neutralizadoras de las alternativas, que multiplican las expectativas y prometen
de forma creib́ le su satisfacción universal y aislada. De nuevo, la disputa es por el
imaginario. Y se libra también con la legislación laboral o inmobiliaria, por ejemplo, al
servicio de la fragmentación y la promesa de ascenso social desvinculada del
salario.

Tenemos entonces que lo social no está ordenado ni estructurado, no hay unidades naturales
ni mucho menos necesarias. Pero, al mismo tiempo, que no hay polit́ ica sin alguna forma de
universal, sin metas compartidas y proyectos que definan el interés general por encima de
la suma de grupos particulares —aunque no por encima de todos por igual, claro—. Lo
universal no existe pero es imprescindible. Está siempre por construirse, en disputa. Es el
corazón de la actividad política. Si creyésemos que ya está constituido, nos pasaríamos la
vida regañando a las masas por no darse cuenta de la verdad. Si creyésemos que no hace
falta, le regalaríamos al adversario la definición de la realidad y la conducción de nuestras
sociedades. Nuestra obligación, por tanto, es enamorarnos éticamente de la trascendencia
de nuestros valores pero sin darlos por ciertos hasta que sean una verdad política, hoy por
construir.

Gramsci señalaba que una idea era «históricamente verdadera» en la medida en que «se
convierta concretamente, es decir, histórica y socialmente, en universales». Alertaba por el
contrario contra las visiones ingenuas que creiá n que «ciertos fenómenos se destruiriá n
apenas se encuentre una justi cación o una explicación realista». El reto no es solo
enarbolar los principios mejores, sino librar la batalla cultural para convertirlos, en una
sociedad y un sentido común dados, no elegidos y, por tanto, con los materiales disponibles
y sus contradicciones, en históricamente verdaderos.

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