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Diferencia entre comprensión lectora y animación a la lectura

Selección te textos hecha por Orlando Mazeyra Guillén

TEXTO 1
Para mí, un gran libro es aquél que se introduce en mi vida, perdura en ella y la
modifica. El primer gran libro que leí fue Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas,
cuando tendría unos diez años. Todavía recuerdo la emoción con que seguí las proezas
de los cuatro amigos en la corte de Ana de Austria y de Richelieu. Estoy seguro que
ellas influyeron en mi predilección por el género de aventuras y en mi pasión por la
narrativa.
Un requisito indispensable para que un libro me hechice, es que no sea
demasiado simple, que exija de mí un esfuerzo intelectual para poder apreciarlo. Eso me
ocurrió con las novelas de William Faulkner, a quien creo el novelista moderno más
importante. Los primeros libros que leí de él -yo era estudiante- me planteaban muchas
dificultades, pues no estaba familiarizado con esas alteraciones del tiempo y el empleo
de varios narradores entrecruzados. Cuando entendí esas estructuras novelescas, se me
abrió un horizonte y descubrí que esa complejidad no era gratuita sino la misma que
tiene la vida humana.
Un gran libro es una especie de amigo fiel al que puedo acudir en busca de
ayuda y consejo cuando me hace falta. Por ejemplo, la Correspondencia de Flaubert, en
la que uno sigue paso a paso su vida de escritor, los esfuerzos y angustias que le
significó cada libro, ha sido para mí muy útil. En sus páginas, que he leído y releído,
hallé muchas veces las respuestas para las preguntas que me hacía y el tesón que me
faltaba en lo que estaba tratando de escribir.
Finalmente, un gran libro es para mí aquél que me obliga a revisar mis
opiniones, que de alguna manera me contradice. Eso me sucedió releyendo El hombre
rebelde, de Albert Camus, hace cinco años. En ese entonces, pensaba que no había más
remedio que aceptar, en ciertas circunstancias en la historia, que el fin justifica los
medios. El admirable ensayo de Camus sobre la violencia me convenció de que la única
moral histórica aceptable es la opuesta: la de que son los medios los que deben justificar
los fines.
PREGUNTAS: ¿Qué título le pondría? ¿Por qué? ¿Sabemos diferencias las tesis de
los argumentos en los cuatro párrafos?
TEXTO 2
Los anuncios de los periódicos tientan a algunas personas a hacer toda clase de cursos
de lectura rápida: por una módica suma, nos prometen que nos enseñarán a ahorrar
valioso tiempo, a leer cinco páginas por minuto, a recorrer la página en horizontal, a
saltarnos los detalles y a llegar rápidamente a la última línea. Yo, en cambio, procuro la
lectura lenta: los placeres de la lectura, como otros goces, deben consumirse a pequeños
sorbos.
Una vez, estando yo en sexto año, entró en nuestra clase la enfermera del
colegio, se encerró heroicamente con treintaicinco chicos y nos expuso las cosas de la
vida. Esta enfermera fue asombrosamente osada; nos mostró sin temor los sistemas y
sus funciones, dibujó en la pizarra mapas de la gasfitería reproductiva, describió todo el
equipo y explicó todos los enganches. Luego pasó a mostrarnos el verdadero
espectáculo de terror, helándonos la sangre con descripciones de los monstruos gemelos
agazapados a las puertas del sexo: el Embarazo y la Enfermedad Venérea. Atónitos y
acobardados, salimos de la clase al cabo de dos horas. El niño que yo era entendió
entonces, más o menos, qué tenía que entrar dónde y qué tenía que recibir qué, y qué
suerte de espantosos desastres podrían acontecerme, pero aquel niño no entendía en
absoluto por qué una persona sana iba a querer verse atrapada en la guarida del dragón.
Lo que pasó fue que aquella enfermera, que no vaciló en revelarnos hasta los mínimos
pormenores, desde las hormonas hasta las glándulas, había omitido un detalle marginal:
no nos dijo, ni siquiera indirectamente, que esos complejos procedimientos conllevaban,
al menos de forma ocasional, cierto placer. Tal vez pensó que de ese modo nuestras
inocentes y jóvenes vidas estarían más seguras. Tal vez eso no tenía ni idea.
Y esto es precisamente lo que algunos eruditos nos están haciendo: lo analizan
todo hasta la saciedad: técnicas, temas, el oxímoron y la metonimia, la alegoría y la
connotación; ocultas alusiones judías; claves latentes e implicaciones psicológicas;
personajes arquetípicos e ideas trascendentes y qué se yo qué más. Sólo que castran el
placer de la lectura –un poco nada más– para que no se interponga en su camino, para
que recordemos que la literatura no es un juego y, en general, que la vida no es ninguna
broma.
Sin embargo, la nariz de Gógol, el color naranja de Yizhar, e incluso los caballos
diabólicos de Kafka, todas esas cosas, además de proporcionarnos las bien conocidas
exquisiteces de la educación, la información y demás, nos atraen a un mundo de
placeres y alegres juegos. En cada una de estas historias se nos permite algo que no se
consiente “fuera”: no sólo un reflejo del mundo que conocemos, no sólo un viaje a lo
desconocido, sino también la fascinación misma de tocar lo “inconcebible”. Mientras
que, dentro de un relato, se torna concebible, accesible a nuestros sentidos y a nuestros
temores, a nuestra imaginación y a nuestras pasiones.
El juego de leer exige que el lector tome parte activa, que aporte su propia
experiencia vital y su propia inocencia, así como prudencia y astucia.
[…] Todos los días, mi buzón rebosa invitaciones a dar conferencias en toda
clase de congresos y simposios sobre “La imagen del conflicto árabe-israelí en la
literatura”, o “El reflejo de la nación en la novela”, o “La literatura como espejo de la
sociedad”. Pero si no se quiere más que mirar un espejo, ¿para qué leer?
Érase una vez, en una playa nudista, un hombre desnudo al que vi allí sentado,
gozosamente absorto en un número de Playboy.
Como aquel hombre, es en el interior, no en el exterior, donde debe estar el buen
lector que lee.
TEXTO 3
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios
urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar
lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de
escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de
aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque
de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera
molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda
acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos.
Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los
protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi
perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que
su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los
cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el
aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida
disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y
adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del
monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara
por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos,
pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una
pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal
se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo
anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo
estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del
amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura
de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas,
azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo
minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para
que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. Sin mirarse ya, atados
rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella
debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un
instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los
árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que
llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no
estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde
la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una
sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas.
Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces
el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de
terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
TEXTO 4
La verdad, me importa un comino lo que los demás puedan pensar de mí. Además, no
tengo amigos. Finjo tenerlos, que es peor. Los invito a casa, fumamos hierba,
escuchamos metal y jugamos PlayStation hasta que nos duelen los dedos de las manos.
¿A quién puedo interesarle? No busco lástima. Detesto a los emos, son gente que
desprestigia la depresión. He desaprobado tres cursos en la universidad porque no deseo
seguir estudiando. Me dieron las ganas de mandar todo a la mierda y ya. Se acabó. Sólo
quiero un poco de cariño y algo de comprensión. Pero papá, en la mesa, se la pasa
hablando de los distribuidores del norte, de sus viajes a Punta Sal con los gerentes que
lo paran «meciendo». Mi madre, en cambio, vive para cerciorarse de su vejez en el
espejo, obsesionada con el paso de los años. No sabe qué hacer con su tiempo. Quisiera
encerrarla en la cochera durante 24 horas y, a ver, qué hace sin un espejo. Cambiar el
espejo por una soga. No sé. Podría empezar a mirarse los sentimientos, o avergonzarse
de lo estúpida que se pone cuando papá la engaña. Mi madre se hace la cojuda y mi
padre tira hasta por gusto. Ese problema es de ambos, no mío. Sólo quería decirles que
lo sé. Me revienta, pero nada puedo hacer. Yo amo la capoeira, la aprendí en el colegio
gracias al profesor Stefano Ochoa. Me quedaba con él practicando y conversando de
todo. De por qué yo andaba siempre mal en los cursos, de si mis padres se querían… o
por qué todavía no tenía enamorada. Siempre evitamos el tema de la enfermedad. El
profesor Ochoa es gay, quería ligar conmigo. Lo paré en seco y le dije que esas cosas
eran de adultos. Eso ocurrió hace un año. Ya soy un adulto. Dos semestres de ingeniería
de software al agua y las ganas de ahogarme en la tina donde mamá toma largos baños
de florecimiento. Mis padres jamás me echarán de casa, así les diga que no quiero
estudiar, que me quiero dedicar a la danza. No estarán de acuerdo, por supuesto que no,
los conozco muy bien. Por eso he llamado a mi profesor Ochoa. Le dije que quiero vivir
con él y Stefano se quedó mudo. Me dijo que eso era un «asunto delicado». Me trató
con evasivas. Le dije que no soy gay pero quiero un poco de afecto. Mis vecinos pueden
pensar mal, me repetía. A mí no me importa, le dije, ¿y a ti? Stefano tiene miedo.
¡Cobarde de mierda! Él no es gay. No está a la altura. Es un simple marica. No me gusta
la gente que no sale del clóset. Las cagan… porque no tienen el valor de aceptarse. Los
humillan en la televisión y en todos lados.
En general, la gente tiene mucho miedo. Vivo rodeado de gente miedosa: en un
país de cobardes. Mamá no sale del clóset porque sabe que es cachuda, papá no sale al
patio porque hay mucha ropa tendida: calzones, calzones y más calzones. A veces
quisiera ser un poco distinto. ¡Realmente distinto! Mi profesora de Comunicación me
dijo que no me dejo entender. «Tienes una buena prosa pero no te dejas entender». Ella
fue la que, como todos los demás, no quiso entender que soy distinto. Nos hizo leer La
puerta estrecha y nos pidió una reseña de la obra de André Gide. Yo escribí lo que
sentía. Me siento un miserable porque sé que nadie ha sentido algo tan especial por mí.
Amor virtuoso. Lo del profesor Ochoa no cuenta porque nunca fue recíproco. Yo no sé
nada de la vida. Solamente ando en casa, encerrado en mi cuarto viendo cómo mi
mundo y el de los demás se cae a pedazos. No quiero ser como papá porque habla tan
mal que me da vergüenza. No entiendo cómo llegó a ser gerente si ni siquiera puede
decir bien su apellido. Cuando mamá le hace preguntas incómodas hasta tartamudea.
Dan ganas de darle un par de manazos. De mamá me da algo de risa su vestimenta, sus
tintes, su maquillaje y, sobre todo, su trato con las empleadas. Siempre manteniendo la
distancia. Ricardina es casi de mi edad, creo que un poco mayor. Quiere estudiar en la
UNSA. Se ha inscrito en un centro preuniversitario. «Está fuerte la chola», eso me
dijeron mis amigos. A veces la he pescado mirándome raro. Es rara. Yo soy raro. Una
vez, y contra su voluntad, acompañé a Ricardina a su academia. Quedaba por
Goyeneche, en el Cercado. Me metí a la clase y me sentí más extraño que nunca porque
todos eran bien cholos. Nunca había visto a tanto cholo en un solo salón. No quiero ser
racista… simplemente es lo que sentí. Ricardina me dijo que me fuera y eso hice.
«Cuídese de su salud, joven», me dijo. Recuerdo que llamé al profesor Ochoa y no me
respondió. Stefano no me responde desde que le dije que quiero vivir con él. No sé qué
les jodería más a mis viejos: si les digo que me enamoré de Ochoa o de Ricardina. Me
gusta un poco de ambos. No es fácil enamorarse. Para mí es todo un drama. Es que no
me quiero equivocar. Me gustaría irme a Brasil a perfeccionarme en el arte de la
capoeira y vivir en las calles, lejos de los espejos y las fiestas de mis padres. Todo da lo
mismo porque, aunque no me lo han confirmado, presiento que volvió la leucemia. En
realidad, nunca se fue. Me queda poco tiempo, por eso no me puedo equivocar. Quiero
algo espectacular antes de volver a la habitación 303 de la clínica. Pero nada de eso
pasará. Sólo volverán las lágrimas y esa palabra que me hace sentirme tan triste,
miserable e impotente. Médula.

TEXTO 5
Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene
dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una
expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:
—No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a
sucederle a este pueblo.
Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que
pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola
sencillísima, el otro jugador le dice: “Te apuesto un peso a que no la haces”.
Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le
preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Contesta: “Es cierto, pero me ha
quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo
grave que va a suceder a este pueblo”.
Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está
con su mamá o una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice: “Le gané
este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto”.
—¿Y por qué es un tonto?
—Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la
idea de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en
este pueblo.
Entonces le dice su madre: “No te burles de los presentimientos de los viejos
porque a veces salen”.
La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero: “Véndame una
libra de carne —y en el momento que se la están cortando, agrega—: Mejor véndame
dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado”.
El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de
carne, le dice: “Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave
va a pasar, y se están preparando y comprando cosas”.
Entonces la vieja responde: “Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro
libras”.
Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero
en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el
rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que pase
algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como
siempre. Alguien dice:
—¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?
—¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!
(Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados
con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)
—Sin embargo —dice uno—, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
—Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor.
—Sí, pero no tanto calor como ahora.
Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la
voz:
—Hay un pajarito en la plaza.
Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.
—Pero, señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.
—Sí, pero nunca a esta hora.
Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están
desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo. “Yo sí soy muy macho —grita
uno —. Yo me voy”.
Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa
la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen: “Si
este se atreve, pues nosotros también nos vamos”.
Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los
animales, todo.
Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice: “Que no venga la desgracia a
caer sobre lo que queda de nuestra casa —y entonces la incendia y otros incendian
también sus casas”.
Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en
medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, clamando: “Yo dije que algo muy
grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca”.
1) Identifique los elementos: ¿qué vemos?
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2) ¿Qué mensaje tiene el texto?
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3) ¿Qué sabes sobre lo que dice el autor?
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TEXTO 6
Viven en una urbanización a las afueras de Worcester, entre las vías del ferrocarril y la
carretera nacional. Las calles de la urbanización tienen nombres de árboles, aunque
todavía no hay árboles. Su dirección es: Poplar Avenue, avenida de los álamos, número
doce. Todas las casas de la urbanización son nuevas e idénticas. Están alineadas en
extensas parcelas de arcilla rojiza donde nada crece y separadas con alambre de espino.
En cada patio trasero hay una pequeña construcción con un cuarto y un lavabo. Aunque
no tienen criados, los llaman "el cuarto de los criados" y "el lavabo de los criados".
Utilizan la habitación de los criados para almacenar trastos: periódicos, botellas vacías,
una silla rota, una estera vieja.
Al fondo del patio instalan un gallinero para tres gallinas, con la esperanza de
que pongan huevos. Pero las gallinas no medran. El agua de la lluvia, que la arcilla no
filtra, se encharca en el patio. El gallinero se transforma en una ciénaga hedionda. A las
gallinas les salen bultos en las patas, como piel de elefante. Enfermas y contrariadas,
dejan de poner huevos. La madre lo consulta con su hermana, que le asegura que sólo
volverán a poner si se les extirpa la membrana callosa que tienen bajo la lengua. Así que
la madre va colocándose las gallinas una tras otra entre las rodillas, les aprieta el
pescuezo hasta que abren el pico, y con la punta de un cuchillo corta en sus lenguas. Las
gallinas chillan y se debaten, con los ojos desorbitados. Él se estremece y se va. Imagina
a su madre echando la carne del estofado sobre el mármol de la cocina y cortándola en
tacos; imagina sus dedos ensangrentados.
Las tiendas más cercanas están a un kilómetro y medio de camino por una
desolada carretera bordeada de eucaliptos. Atrapada en casa de la urbanización como en
una caja de fósforos, su madre no tiene nada que hacer en todo el día excepto barrer y
poner orden. Cada vez que sopla el viento, un fino polvo de arcilla de color ocre se
cuela en remolinos por debajo de las puertas y por las grietas de los marcos de las
ventanas, bajo los aleros, por las junturas el techo. Después de un largo día de tormenta,
la capa de polvo que se amontona contra la facha tiene varios centímetros.
Compran una aspiradora. Todas las mañanas su madre la pasa de habitación en
habitación, recogiendo el polvo y llevándolo al interior de la tripa ruidos en la que un
sonriente duendecillo rojo brinca como si saltara vallas. ¿Por qué un duendecillo?
Él juega con la aspiradora: trocea papel y se queda mirando lo pedacitos rotos
que salen volando hacia el tubo, como hojas en el viento; sostiene el tubo sobre una fila
de hormigas, aspirándolas hacia la muerte.
En Worcester hay hormigas, moscas, plagas de pulgas. Worcester sólo está a
ciento cuarenta y cinco kilómetros de Ciudad del Cabo; sin embargo, casi todo es peor
aquí. Él tiene un cerco de picaduras de pulga en el borde de los calcetines, y costras allí
donde se las ha rascado. Algunas noches no consigue dormir por culpa del picor. No
entiende por qué tuvieron que marcharse de Ciudad del Cabo.
Su madre también está inquieta. Ojalá tuviera un caballo, dice, así al menos
podría montar por el veld. ¡Un caballo!, salta su padre: ¿Acaso quieres parecer lady
Godiva?
No se compra un caballo. En su lugar, sin previo aviso, se compra una bicicleta
de mujer, de segunda mano, pintada de negro. Es tan grande y pesada que cuando él
practica en el patio no alcanza los pedales.
Su madre no sabe montar en bicicleta; quizá tampoco sepa montar a caballo. Se
compró la bicicleta pensando que no le costaría mucho aprender. Ahora no puede
encontrar quien le enseñe.
Su padre no hace ningún esfuerzo por ocultar su regocijo. Las mujeres no
montan en bicicleta, dice. La madre lo desafía: No voy a quedarme prisionera en casa.
Seré libre.
Al principio, a él le pareció estupendo que su madre tuviera bicicleta propia.
Incluso se había imaginado a los tres montando juntos hasta Poplar Avenue: ella, su
hermano y él. Pero ahora, cuando escucha las bromas de su padre, que la madre sólo
puede encajar con un silencio obstinado, empieza a dudar. Las mujeres no montan
bicicleta: ¿y si su padre tiene razón? Si su madre no encuentra a nadie que quiera
enseñarle, si ninguna otra ama de casa en Reunion Park tiene una bicicleta, entonces
quizá sea cierto que las mujeres no deben montar bicicleta.
A solas en el patio trasero, su madre trata de aprender por su cuenta. Con las
piernas estiradas a cada lado, se desliza por la pendiente hacia el gallinero La bicicleta
vuelca y se para. Como la bicicleta no tiene barra, su madre no llega a caerse, sólo se
tambalea de una manera ridícula, agarrada al manillar.
Su corazón se vuelve contra ella. Esa noche él se une a las burlas de su padre.
Sabe la traición que significa eso. Ahora su madre está sola.
Pese a todo, aprende a montar, aunque de forma insegura, zigzagueante,
esforzándose por hacer girar los platos.
Hace sus excursiones a Worcester por las mañanas, cuando él está en el colegio.
Sólo una vez la ve pasar en la bicicleta. Lleva una blusa blanca y una falda oscura. Baja
por Poplar Avenue en dirección a casa. Su pelo revolotea al viento. Parece joven, casi
una muchacha joven y fresca y misteriosa.
Cada vez que su padre ve la gran bicicleta negra apoyada en la pared, empieza a
bromear. Dice que los ciudadanos de Worcester dejan lo que estén haciendo y se quedan
mirándola atónitos, cuando, con penas y fatigas, pasa en bicicleta. Venga, venga, le
gritan burlándose: Dale. Las bromas no tienen ninguna gracia, pero él y su padre
siempre acaban riéndose. Su madre nunca replica, no sabe cómo hacerlo. Sólo les dice:
"Ríanse si quieren".
Un día, sin mediar explicación, su madre deja de montar en bicicleta. Y la
bicicleta no tarda en desaparecer. Nadie dice nada, pero él sabe que la madre ha sido
derrotada, la han puesto en su lugar, y sabe que él tiene parte de culpa. La compensaré
algún día, se promete a sí mismo.
El recuerdo de su madre montada en bicicleta no lo abandona. Ella se aleja
pedaleando por Poplar Avenue, escapando de él, escapando hacia su propio deseo. Él no
quiere que se vaya. No quiere que tenga deseos. Quiere que se quede siempre en la casa,
esperándolo. Ya no se alía con el padre contra ella: todo lo que desea es aliarse con ella
contra el padre. Pero, en ese asunto, su lugar está entre los hombres.
CON UN ESQUEMA DE LLAVES SEÑALE: A) EL NIVEL LITERAL, B)
EL INFERENCIAL Y C) EL CRÍTICO INTERTEXUAL

Autores de las lecturas propuestas: Mario Vargas Llosa (1), Amos Oz (2), Julio Cortázar (3),
Gabriel García Márquez (5), John Maxwell Coetzee (6).

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