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¿Qué es educar? ¿Qué es enseñar?

Una aproximación a la tarea docente en la actualidad

Por CAYETANO GONZALEZ SANTANA


Prof. Filosofía. IES “El Sur” Lepe (Huelva)

Dicen que, desde el siglo XVIII hasta hace una escasa década, la pizarra se
mantuvo inalterada como el único elemento técnico relevante de apoyo educativo en las
aulas. La palabra, la escritura, el valor del ejemplo..., fueron inventados mucho antes
como elementos educativos. Hoy día, al lado de esos antiguos elementos, vivimos la
vorágine de la sociedad de la información y la comunicación. El ordenador personal,
aliado a la “red de redes”, Internet, conlleva la apertura de la información, de la
comunicación, del conocimiento sin límites, al alcance de un clic, navegando por las olas
transparentes del aire a 300.000 kilómetros por segundo, siempre disponibles en un cielo
platónico al alcance de todos. ¿Quieres visitar el Louvre, aprender italiano, viajar a la
historia de Tartessos, ver documentos videográficos sobre los más variados temas,
escuchar una y otra vez conferencias o charlas, hacer ejercicios de ecuaciones, aprender
a conducir, relacionarte con otras culturas, abrir tu propio blog, iniciar un encuentro con
los coleccionistas de bicis antiguas…? ¿Quieres más humildemente leer o acaso
escuchar fragmentos de obras de San Juan o Shakespeare? ¿Quieres un teatro hablado?
¿Quieres estudiar la filosofía de Platón con ilustraciones, cuadros, test, glosario y profesor
virtual?
¿Cómo se ve afectada la enseñanza por ello? Indudablemente, la sociedad
cambia, las exigencias sociales también. Si a ello unimos la vorágine técnico-
comunicativa que comentamos, la pregunta es hoy más que urgente. En todas partes se
hace presente que la educación es el centro. A veces de todos nuestros males, a veces
de todas nuestras soluciones de futuro.

Antes de entrar en qué debemos considerar nuestra labor hoy, veamos una
distinción terminológica esencial. Me propongo explicar la diferencia básica y
fundamental: ¿qué es educar? Y ¿qué es enseñar? Sostengo que ambos términos se
confunden y que quizá gran parte del azoro de los enseñantes reside en lo difícil que es
manejar estos conceptos clarificadoramente. Desde luego, no es lo mismo, no son lo
mismo. Ambas coinciden en ser acciones formativas, ambas arraigan en el hecho de
que los individuos no nacemos hechos, nos hacemos, nos forjamos, nos cultivamos.
“Cultura” significa precisamente cultivo de las capacidades humanas para terminar de ser
miembros activos de un grupo social. Por ello, la cultura engloba conocimientos y

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destrezas tan variadas como caminar, hablar, trabajar, convivir o respetar y hacerse
respetar. La educación es una labor muy abierta de la que se ha recordado -José A.
Marina popularizó- el dicho africano de que hace falta todo un pueblo para educar a un
niño. En ese sentido, todos educamos y el enseñante -de oficio profesor- educa lo mismo
que los amigos, la televisión, el vecindario, la abuela María, el recreo, los colegas o
amigos y los padres. Nos educamos permanentemente y todos los espacios sociales
son espacios educativos. Podría decirse que nos educamos con facilidad, todo educa y
la imitación de los modelos es aquí la base y la responsable de la facilidad con que los
individuos hacen suyo los modelos, las conductas, los modos y maneras, los valores, los
prejuicios... Esperar que la escuela sea la única que eduque en valores, en prácticas de
tolerancia, coeducación, para la paz, para la ecología, para la vida sana, para la
alimentación equilibrada, para la convivencia democrática o para la sostenibilidad futura
de nuestro planeta, es como pedirle a una parte de la sociedad que haga todo el trabajo.
Esa escuela se siente atolondrada ante tamaña exigencia, no es proteica, no podemos
claudicar como sociedad para que la escuela nos haga sola ese trabajo. Es el trabajo de
la socialización.

En ese sentido, para la educación, la escuela es una espacio más, no cerrado, claro
está, pero ni siquiera es el espacio privilegiado para la educación. Repito, es un espacio
más, sí. Sin embargo -y he aquí el quid de la cuestión- quizá, a fuerza de intereses que
han echado sobre la escuela esa ingente y monopolizadora función, confundiéndose su
primigenia y auténtica labor específica, estemos sobrecargando de exigencias a la
escuela y a sus profesionales. Los docentes andaluces y andaluzas podemos estar
viviendo esa titánica exigencia junto a la vorágine de los cambios con desorientación, en
el apabullamiento y la falta de referentes claros para nuestra labor.
Sostengo y defiendo -por pura claridad y coherencia intelectual y por el bien de
nuestro trabajo- que la labor de una escuela de calidad no puede ser ni tan titánica ni tan
heroica como algunos pretenden. Propongo un ejercicio de limpieza, concreción y
humildad: la escuela es el lugar para la enseñanza, humilde y profesional labor que
difiere de la de educar. Entiéndaseme bien: no se trata de abdicar de educar, puesto que
educamos, junto a todos: padres, agentes sociales, administración responsable, medios
de comunicación, entorno físico y humano, medios materiales disponibles, nivel cultural
de la familia, patrimonio de inteligencia heredada por la sociedad en su saber vivir y
convivir... Todo ello mide la educación social en la que los jóvenes se incorporan y no se
improvisa de la noche a la mañana. Esa educación social, ese patrimonio cultural conjunto
está sujeto al cambio social y cultural de un pueblo, de una nación, del mundo en el que
nos movemos... Ahora bien, para que la escuela como institución pueda ser ella,
necesitamos concretar nuestra labor profesional, que -sostengo- más que centrarse en
educar, debe recuperar con tesón su labor profesional de enseñar.

La enseñanza es nuestra real labor profesional. Esa enseñanza tiene como


concretos y primarios objetivos determinados saberes o aprendizajes más técnicos y
básicos que se ponen en manos de profesionales. Repito, y con ello no pretendo decir –si
se me ha entendido- que el docente no eduque, que lo hace, en tanto que adulto que vive
en contacto con pupilos, a los que da y ofrece un ejemplo de vida (cosa que no es de
despreciar nunca). Sin embargo, tenemos otra labor como docentes y en tanto que
docentes, más específica, más definida. Enseñar es servir de guía y vehículo para que
otros alcancen conocimientos y competencias de forma eficaz y duradera. Por

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ejemplo, esa labor de años que consiste en enseñar a que otros aprendan a escribir hasta
llegar a ser autónomos en la expresión del pensamiento propio por escrito. O, por
ejemplo, aprender a hablar otra lengua de forma más o menos fluida, o aprender
aritmética o trigonometría, o a leer con aprovechamiento máximo de las posibilidades
comprensivas, a comunicarse oralmente y ante un público, a hacer síntesis de textos y
comentarios críticos escritos, a conocer e interpretar el pasado y el porqué de
determinadas instituciones, comportamientos y prácticas culturales, a conocer el
funcionamiento de las plantas, de las fuerzas físicas, a hallar el punto de resistencia de un
material sometido a una carga mecánica… Enseñar debe provocar un conocimiento
especializado para la acción, unas competencias específicas. Es decir, el docente
enseña un saber o especialidad que se considera importante que los niños y jóvenes
conozcan y ejecuten por sí mismos. Es ahí donde la enseñanza es un río que nutre la
educación social: aporta lo específico, lo que la sociedad considera especializado,
superior, más difícil que los niños aprendan con los amigos o viendo la televisión o
conviviendo con los padres. Puede parecer una cuestión irrelevante, sin embargo nos
jugamos mucho de la clara delimitación y definición de estas dos tareas sociales.

Esto que estamos diciendo era más claro y menos problemático antaño debido a
que hasta hace poco los docentes éramos los especialistas, los que teníamos ese
saber con un cierto monopolio, como un privilegio. Hoy no. Hoy vivimos inmersos en el
conocimiento que todo lo inunda, que se ha multiplicado en haces de luz omnipresente. Y
precisamente, hoy, esta sociedad del conocimiento nos hace más necesarios que nunca -
nunca antes más necesidad de conocimiento o, mejor, de ser capaces de tratar con tanto
conocimiento. Sin embargo, por otro lado, también nos hace más irrelevantes
socialmente, como si al estar rebosando conocimiento, todos se creyeran ya poseedores
del mismo.

Antaño, decíamos, éramos los portadores exclusivos. Si hoy la labor del docente
como profesional y su consiguiente autoridad en el aula ha decaído, lo ha hecho como
tantas otras: los cambios que ha provocado la sociedad del conocimiento -de la
información y la comunicación- están afectando a todas las actividades humanas,
económicas, comerciales, culturales, educativas... ¿Hará falta algún ejemplo? Piénsese
en cómo ha podido afectar, por ejemplo, a tantos trabajos, a tantos profesionales... El
cajero que está siete horas atendiendo una ventanilla no puede obviar que cada vez es
más innecesario; hoy uno mismo puede ser ya el banquero en casa, sin tener que ir a la
oficina a gestionar, traspasar, devolver recibo, contratar un seguro... ¿No afecta esa
realidad a su trabajo y a su prestigio? ¿Y qué decir del cantante que ya no puede vender
tantos discos que se piratean fácilmente? ¿Y qué decimos de los comercios tradicionales
que ven que cualquiera puede comprar un objeto más barato desde su ordenador? ¿Y el
político que debe contar con el tremendo poder de las redes de internautas, los blogs, los
colectivos cada vez más informados? El antiguo poder se ha tenido que hacer
transparente, la información, la comunicación, el conocimiento traspasa las paredes, se
hace ubicuo y la sociedad se hace horizontal: el rey está definitivamente desnudo.

Pero volvamos a lo nuestro. Enseñar es la labor profesional básica de los docentes.


Y lo hacen con mucha buena voluntad y una -lamentablemente en España y Andalucía-
falta evidente de preparación pedagógica, que ha sido y es paupérrima entre nosotros.
En este país casi todos hemos hecho nuestra licenciatura específica pero no se nos

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enseñó a ser docentes, excepto aquel CAP, cursillo acelerado de capacitación para la
enseñanza: nuestra real labor profesional. Quizá se suponía -en puro juego socrático- que
quien sabe sabe ya, por ello, enseñar al que no sabe. Armados de mucha ilusión, a casi
todos nosotros la práctica de años es la que nos ha ido haciendo, más que menos,
profesionales capacitados.

Hecha esa distinción que considero fundamental entre enseñanza y educación,


quiero ocuparme ahora de la otra pregunta esencial de esta mi comunicación hoy.
¿Cómo nos afecta la pérdida de nuestros antiguos privilegios de monopolizadores
del saber? Para visualizar el asunto gráficamente, imaginemos el antiguo maestro de la
posguerra española llegando a un pueblo sediento de enseñanza o saber –pero no
inculto, puesto que era educado y apreciaba los valores civilizadores y apetecía saber. A
ese maestro o maestra se le tributaba un respeto automático debido a su rol, prestigiado
al igual que el de otras figuras emblemáticas de nuestro pasado (piénsese en el cura, el
médico, el alcalde o el juez). Este maestro era el portador del saber, el guía privilegiado
que llenaría de conocimientos a los que no tenían libros, ni medios, y sí acaso un pupitre,
un cuaderno, una enciclopedia, una pizarra y -claro está- también unas salidas al campo
virgen para observar las mariposas. Bebemos de esos maestros y maestras como si
fuesen las fuentes de nuestra profesión (esos maestros y maestras con vocación y
entregados, que algunos conocimos en aquellas largas horas de escuela, con sus voces
retumbantes, mientras enseñaban los rudimentos de la lengua, la geografía, la historia,
los quebrados y vertebrados... Son nuestros referentes.)
Aquella escuela, en la que una persona que poseía el saber lo transmitía a unos
sedientos ignorantes -que no tendrían sino una humilde enciclopedia raída y un
cuaderno-, ya se acabó. La cuestión hoy, ahora, -y a la que humildemente quiero ayudar a
contestar- es la siguiente: ¿Qué debe enseñar la escuela hoy, en el siglo XXI, ahora
que el saber está desparramado, democratizado, al alcance de todos con la condición de
que tengan medios, tiempo, voluntad y capacidad para aprender tantas y tantas cosas?
Nos jugamos nuestro papel y nuestro prestigio en esta respuesta.

En mi opinión, la desorientación de los docentes es doble. Las dos se viven en el


día a día de nuestra labor como abrumadoras. Espero que esa desorientación sea menor
si aclaramos que, en primer lugar, no somos los salvadores ni los culpables de la
educación global del pueblo -como más arriba indicamos-. Y, en segundo lugar,
tenemos un poco más claro nuestra labor, qué pueda ser eso de enseñar hoy. En un
tiempo en el que ya no somos los portadores del saber que tienen que llenar el molde
vacío del alumnado. Ya no somos los únicos privilegiados detentadores del saber, somos
agentes profesionales y privilegiados pero no los únicos. No parece que nuestra labor
pueda quedar intacta, no parece que debamos enseñar conocimientos cerrados,
estancos, memorísticos.

En nuestra actual sociedad del conocimiento, de la información y la comunicación, el


saber, los conocimientos están democratizados, en red, siempre disponibles,
aguardando a individuos con la suficiente competencia. Capacitados y motivados, los
individuos accederán a los conocimientos, los tratarán, los utilizarán y, en el colmo final,
los generarán. Defiendo que es ese el tipo de enseñanza que debe ofrecer hoy la
escuela. Es una capacitación instrumental, es una capacitación competencial, es una
digna labor profesional. Llena de contenidos, procedimientos y actitudes, llena de

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capacidades y competencias específicas. Más si cabe si tenemos en cuenta que el
ingente saber que se genera hoy en una década es superior al que se generaba antes en
toda la historia anterior de la humanidad? ¿Y qué decir si tenemos en cuenta el ritmo
vertiginoso de la información, la actualidad, los conocimientos cambiantes que hay que
dominar a lo largo de toda nuestra vida? En el fondo, buscamos que nos quede lo mismo
que antes nos quedaba de nuestro paso por la escuela: conocimientos y competencias
para aprender por nosotros mismos, ganas de saber, capacidad para leer muy bien,
entender, comprender, conocimientos que nos permiten hacer. Lo que no nos quedó de la
escuela fue olvidado por irrelevante, fue lo irrelevante de conocimientos sin proyección
para la vida. Otra vez vemos como la enseñanza es un río que desemboca en el mar de la
educación social: aportando lo específico, lo que la sociedad considera especializado. No
es educar, que eso lo hace cualquiera, hasta la telebasura, aunque errando el norte.

Hoy en día seremos los docentes, los "enseñantes” de la nueva sociedad, si somos
capaces de comprender que nuestra tarea es más humilde -no somos portadores
revolucionarios de la cultura libertadora, ni vamos a vencer con nuestras solas fuerzas los
modelos consumistas y dominantes que la cultura que la televisión internacional propala-.
Nuestra tarea es más profesional. Tenemos que dotarnos de estrategias, de
instrumentos, de actividades, de controles diversos, capaces de conducir a nuestros
alumnos y alumnas al reino de un saber activo y propio. La tarea tradicional de la
escuela ha de cambiar. Tiene que soltar lastre, hacerse más individualizadora, más
plástica, más abierta, y debe huir de antiguas servidumbres, de prejuicios, de
elementos distorsionantes, de componentes no didácticos, de torpes problemas
burocráticos. Hacerse eficaz en su objetivo. Formar personas capaces no es formar
mentes vacías, puesto que el conocimiento se ha de concretar en capacidades. El exceso
de un saber memorístico conlleva memorias muy llenas pero no garantiza capacidades.
Hoy día, el saber es un factor productivo en las sociedades del conocimiento. El gasto en
enseñanza no es un gasto social, irrelevante para el futuro económico de nuestros países,
puesto que es una inversión de primer orden, una apuesta de futuro individual y colectivo.

Si no nos ponemos las pilas, a la escuela tradicional le nacerán enemigos,


opositores, cada vez más atractivos. Nuevas instituciones alternativas, sean on line, a
distancia, con tutores virtuales, “personales”, que están siempre a tu lado... Para no hablar
del riesgo de una escuela cajón/guardería, pública, en retroceso, frente a la “calidad” del
entramado “negocio/iglesia” de la privada. O, pensemos, en movimientos de rechazo a la
escolarización por parte de padres que tienen los recursos y el tiempo -democratizados y
a su alcance hoy- para auto reclamarse los enseñantes privilegiados de sus hijos. Todo
ello acompañado de un lógico desprestigio profesional y una pérdida de nuestro papel
especializado.

En fin, espero haber aclarado en algo las dos distorsiones desorientadoras que
lastran el ejercicio profesional de los enseñantes hoy. Confío y creo que la escuela debe
asumir ese reto, que seamos capaces de adaptarnos a ese antiguo y nuevo fin nuestro de
enseñar en una realidad social nueva. Para ello, debemos actualizarnos, dotarnos de
medios e instrumentos nuevos, más adaptados y eficaces. Necesaria y digna tarea para
tiempos nuevos.

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