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Piadoso ejercicio para

alcanzar una buena


muerte

Dios mío: Postrado humildemente en tu presencia, te adoro y


quiero hacer esta protesta, como si ya me hallase próximo a
exhalar mi último suspiro.

Dios mío: Tú has decretado mi muerte desde la eternidad: yo la


acepto desde ahora con todo mi corazón en el modo y forma
que tu divina Majestad ha dispuesto, y acepto también todos los
dolores que la han de acompañar, los uno a los tormentos y a la
muerte de Jesucristo, y te los ofrezco en satisfacción y
penitencia de mis pecados. Acepto igualmente la destrucción de
mi cuerpo para que resplandezca más tu supremo dominio sobre
mí. Y por lo tanto, acepto y me alegro de que estos ojos, que
tanta libertad se han tomado contra Ti, queden con la muerte
ciegos hasta el fin del mundo.

Acepto y me alegro de que esta lengua, que tantas veces he


empleado en palabras vanas, murmuraciones y mentiras, quede
muda con la muerte, y sea comida de gusanos en el sepulcro.
Acepto y me gozo de que estas manos y estos pies que han sido
para mi corazón instrumentos de tantas acciones desordenadas
y de tantos pasos torcidos, queden con la muerte sin
movimiento y sin acción entre los horrores de una hedionda
sepultura.
Acepto y me gozo de que este mismo corazón que, siendo
formado para darte todos sus afectos, los ha empleado en
miserables e indignas criaturas, sea arrojado a la tierra y
reducido a polvo y ceniza.

En suma, Señor, me regocijo de que se verifique en mí la total


destrucción de mis miembros y huesos, convirtiéndome en
humilde polvo y frías cenizas, que fueron la materia de que
formaste mi cuerpo; para que la completa destrucción de mi
existencia publique la grandeza de tu infinito poder y lo humilde
de mi nada. Recibe, Señor, este sacrificio que te hago de mi
vida, por aquel gran sacrificio que te hizo tu divino Hijo de sí
mismo sobre el ara de la Cruz; y desde este momento para la
hora de mi muerte, me resigno totalmente a vuestra santísima
voluntad, y protesto que quiero morir diciendo: “Hágase, Señor,
tu voluntad...”

Jesús mío crucificado: Tú que para alcanzarme una buena


muerte haz querido sufrir muerte tan amarga, acuérdate
entonces de que yo soy una de tus ovejas que has comprado
con el precio de tu sangre. Cuando todos los de la tierra me
hayan abandonado y nadie pueda ayudarme, Tu sólo podrás
consolarme y salvarme, haciéndome digno de recibirte por
Viático, y no permitiendo que te pierda para siempre. Amado
Redentor mío, recíbeme entonces en tus llagas, puesto que yo
desde ahora me abrazo a Ti, y protesto que quiero entregar mi
alma en la llaga amorosa de tu sacratísimo costado.

Y Tú, Virgen Santísima, Abogada y Madre mía María; después de


Dios, Tu eres y serás mi esperanza y mi consuelo en la hora de
la muerte. Desde ahora recurro a Ti, y te ruego no me
abandones en aquel último momento: ven entonces a recibir mi
alma y a presentarla a tu Hijo. Te aguardo, Madre mía, y espero
morir bajo tu amparo y abrazado a tus pies. Y Tú, Protector mío
San José, San Miguel Arcángel, Ángel Custodio, Santos mis
abogados, ayúdenme en aquel trance extremo, en aquel último
combate y llévenme a la Gloria celestial. Amén.

Cortesía de: José Gálvez Krüger


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