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CAPITULO I

MARCO TEÓRICO-CONCEPTUAL

VIOLENCIA DE ESTADO

La racionalidad de la violencia define al Estado moderno, sea ésta mimetizada

en el ámbito de la legalidad, o bien, revelada en su expresión más burda bajo el

signo de la violencia terrorista. Ejecutada de manera franca, abierta y extendida

en regímenes autoritarios, o bien de manera sutil, latente y selectiva

compartiendo espacio con el consenso y la negociación bajo los auspicios de la

república democrática, la violencia política es inmanente al capitalismo, la

coyuntura solo definirá su dimensión, carácter y espacio de manifestación.

La violencia extraeconómica del capital ejercida desde el poder estatal, no

debe entenderse como un fenómeno excepcional, irracional, a-histórico; aún en

su condición límite, la violencia que deviene terrorismo institucionalizado no es

comprensible como una forma estatal anómala, ni extraña a la lógica del

sistema; la política del terror no se opone a la política moderna, no es antitética

al modo de producción capitalista, ni al régimen de acumulación en turno. 1 Es

por el contrario, una forma histórica del Estado capitalista racionalmente

concebida; condición de posibilidad clara, frecuente y flexible; opción de

gobierno y poder calculado en el marco de los límites que aseguran la

reproducción del sistema en su conjunto.

1 Heinz Dieterich ha señalado que el carácter represivo de un sistema social de clase se ejerce
básicamente en tres niveles: primero, a través de la estructura socioeconómica; segundo, por
medio de la represión ordinaria del Estado; y tercero, a través de la represión de Estado en
violación a las normas de derecho nacional e internacional. Esta última forma la ha identificado
como terrorismo de Estado (Dieterich Heinz, 1988).
No pretendemos diluir con esto, las innegables diferencias en la estructura

política que habría entre un régimen de gobierno burgués democrático y uno

propio de la burguesía autoritaria;, nos interesa en cambio, definir sin

ambigüedades las formas estatales que históricamente adopta el capital en el

ejercicio de su dominio económico y la violencia política que en él despliega.

Precisamos pues, distinguir dichas formas de lo político, al tiempo que señalar

su fundamento en común. En este sentido no debemos olvidar que, los actos

de terror institucionalizado extendidos en el tiempo y el espacio social, se

materializan efectivamente, en el Estado burgués-autoritario, pero se sancionan

y se prorrogan en el Estado burgués-democrático con base en el “consenso

pasivo”, en el “olvido social programado”, aquel que hace posible la impunidad.

“Ese olvido […] que requiere una masiva renegación del inconsciente […] por la

cual algo que es evidente puede perfectamente percibirse por los sentidos,

pero al mismo tiempo borrarse como huella mnémica.” (Grüner, 1997 pág. 48).

EL CARÁCTER ESTRUCTURAL DE LA VIOLENCIA EN LA POLITICA

La política no se reduce a la violencia, empero, la violencia es constitutiva de

la política; no se identifica con ella, pero la atraviesa estructuralmente. La

política es dualidad en contradicción aparente que integraría por un lado la

ruptura y por el otro, el consenso, pero siempre en un medio de violencia

latente. Esto es, la resolución pactada –no libre de alguna forma de coacción

por una de las partes sobre la otra– tanto como, la imposición por la fuerza; en

el marco de una situación de conflicto social que enfrenta a fuerzas

antagónicas en torno a la lucha por el poder y la dominación.


La teoría contemporánea ha obviado deliberadamente el componente violento

de la praxis política; presentándonos como verdad incontrovertible a la

resolución consensual de los conflictos sociales como forma única de la

expresión política. Desde esta perspectiva la violencia política se entendería

como hecho extraordinario que irrumpe en el proceso de la “normalidad

social”, como violencia “desde afuera” que debe ser contenida por la

racionalidad estatal a través de sus “mecanismos reguladores del conflicto.”2

Frente aquella postura, emerge una corriente de pensamiento de tradición

crítica que ha insistido en la necesidad de pensar lo político en toda su

complejidad. Sin desconocer la forrma consensual, pone en el centro de su

atención el carácter constitutivamente violento de la praxis política,

recordándonos que, no es que la violencia institucionalizada aparezca como

recurso extraordinario del orden establecido cuando los mecanismos

reguladores fallan, es que estos, como el Estado mismo que los pone en

marcha se fundan y se desarrollan en la violencia; y que la lucha por el poder

político desde la base oprimida es violencia, tanto como, los trasfondos de la

dominación de que es sujeto.3

2 “Todas las sociedades históricas se dotan de mecanismos reguladores del conflicto que
establecen pautas, reglas, aparatos para conseguir síntesis entre antagonismos […] cuando
por alguna razón estos mecanismos no funcionan […] aparece la resolución no pactada, a esa
situación específicamente debe llamarse violencia”. Según esta noción del liberalismo clásico
presentada por Arostegui, la violencia sucede en tanto el conflicto social no puede ser resuelto
por la negociación; omitiendo el análisis de aquella violencia primera que origina el conflicto y
sobre la que se levantan aquellos “mecanismos reguladores” y el Estado mismo. (Arostegui,
1994 pág. 30).
3 Recuperando a grandes clásicos como Platón, Hobbes, Maquiavelo, Marx, Weber, Carl
Schmitt, Foucault, Hegel, Sartre y los pensadores de la Escuela de Frankfurt; Eduardo Gruner
da cuenta en un corto ensayo de la capacidad explicativa del binomio “violencia-política” para la
cabal comprensión del funcionamiento del Estado moderno (Grüner, 1997).
La política como continuación de la guerra

En 1976 durante una cátedra dictada en el College de France entorno a La

arqueología del saber, las genealogías y el poder, Michel Foucault estableció

dos hipótesis principales: Primera, “[…] El poder es esencialmente lo que

reprime […] el mecanismo del poder es fundamental y esencialmente la

represión.” (Foucault, 2002 pág. 27). Segunda hipótesis: “El poder [es]

primariamente una relación de fuerza en sí mismo […] El poder es la guerra, es

la guerra proseguida por otros medios […] diríamos que la política es la

continuación de la guerra por otros medios.” (Foucault, 2002 pág. 28).

Siguiendo a Foucault, pensamos que en la violencia política y su límite último:

la guerra; podemos alcanzar una guía para la inteligibilidad histórica del Estado

moderno.4

En su última conjetura es evidente la inversión que hace Foucault, del conocido

aforismo de Carl Von Clausewitz.5 No obstante -explica el autor- es

Clausewitz quien invierte en su obra una tesis muy anterior a él, que dataría de

los siglos XVII y XVIII; y que piensa a la guerra como fundamento

premeditadamente oculto de la paz social. Este discurso beligerante, de

impugnación popular y luego burguesa contra el poder real reconoció que la ley

4 De su corpus teórico en torno al poder nos interesa sólo aquel que se ocupa del carácter
violento sobre el que se funda y opera el Estado moderno; y no, de su “microfísica del poder”:
esto es de las relaciones de poder que se reproducen en cadena desde la base, de las técnicas
locales de dominación, del poder en sus extremos, de los súbditos en sus relaciones
reciprocas.
5 Nos referimos a la tesis de “la guerra como continuación de la política por otros medios”,
principio que expondría el carácter y fin eminentemente político presente en toda guerra.
(Clausewitz, 1976).
no es pacificación, que “[…] la guerra es el motor de las instituciones y el

orden”. (Foucault, 2002 pág. 56).6

A partir de esta disertación, Foucault va a deducir algunas conclusiones que

constituirían más tarde el cuerpo básico de su teoría del poder, para él: “Las

relaciones de poder en una sociedad se establecen [históricamente] en la

guerra y por la guerra […] el papel del poder político seria reinscribir

perpetuamente esa relación de fuerza, por medio de una especie de guerra

silenciosa, y reinscribirla en las instituciones, en las desigualdades económicas,

en el lenguaje, hasta en los cuerpos de unos y otros […].” (Foucault, 2002 pág.

29).

En resumen, Foucault afirmaría que el poder político no comienza cuando

cesa la guerra, que el poder político es la guerra misma, y ésta, expresión

última de la violencia; que la guerra “[…] preside el nacimiento de los Estados

[y se torna en lo porvenir] relación social permanente.” (Foucault, 2002 págs.

54-55).

La violencia fundadora de la juricidad estatal moderna

En adelante Foucault se ocupara de los problemas que le plantea la relación

derecho-verdad y poder, de la cual nos interesa solamente aquel análisis en

torno al derecho y el poder entendido como dominación, esto es, la inscripción

jurídica de las relaciones de dominio en la sociedad por vía del derecho; la

6 Para Foucault se han conculcado “falsas paternidades” a este discurso, a saber: Maquiavelo
y Hobbes. En realidad –nos dice el autor– aquel discurso responde en su origen a las
“pulsiones míticas” y “revanchas populares” del pueblo y la aristocracia francesa e inglesa de
los siglos xvii y xviii, reivindicado por sus intelectuales contemporáneos como Edward Coke,
Selden y John Liburne en Inglaterra; H.de Boulainvilliers, N. Freret y Buat-Nancay, E.J. Sieyes,
F.Buonarroti, Augustin Thierry y Courtet en Francia.
acción por la cual, el poder pudo establecerse como tal, pero también y sobre

todo, por la cual puede sostenerse legal y hasta legítimamente en él.

Para Foucault “El sistema de derecho y el campo judicial son el vehículo

permanente de relaciones de dominación, de técnicas de sometimiento

polimorfas.” (Foucault, 2002 pág. 36). En términos concretos, la teoría del

derecho –advierte Foucault– desde su concepción en la Edad Media, habría

tenido como papel esencial en las sociedades occidentales fijar la legitimidad

del poder, “[…] disolver, dentro del poder, la existencia de la dominación,

reducirla o enmascararla, para poner de manifiesto, en su lugar, dos cosas: por

una parte, los derechos legítimos de soberanía y, por la otra, la obligación legal

de la obediencia”. (Foucault, 2002 pág. 35).

La ley entendida no únicamente como instrumento de las clases dominantes,

más aún, como sustancia del ejercicio del poder; como dominación oculta

detrás de pactos sociales que aseveran establecer obligaciones y derechos

entre “iguales”. Finalmente, podemos decir junto con Eduardo Gruner que “la

violencia es constitutiva de la práctica política, porque es fundadora de la

juricidad estatal.” (Grüner, 1997 págs. 31-32); y porque ésta, una vez inscrita

en la legalidad de lo social deviene violencia política permanente.

EL ESTADO COMO ÓRGANO DE DOMINACIÓN DE CLASE

En el develamiento del carácter esencialmente violento del poder que ejerce el

Estado moderno, el marxismo ocupa un lugar central. Karl Marx, Friedrich

Engels y Vladimir Ilich Ulianof Lenin, se ocuparan de la racionalidad de la

violencia sobre la que se opera el funcionamiento estatal. Aun más, harán


inteligible la razón última del Estado burgués: el dominio y la explotación de

todo el cuerpo social por una minoría poseedora y la subordinación del interés

general, al interés de ésta. Es decir, el Estado como órgano de dominación de

clase con fin preeminentemente económico.

La categoría de mediación en Marx: dialéctica de la contradicción Estado-

sociedad civil.

Para Marx es axiomática la imposibilidad de conciliar los intereses de clase,

puesto que: “Entre extremos reales no puede haber mediación, precisamente

porque son extremos reales. Por lo demás no necesitan mediación, ya que son

de naturaleza contraria.” (Marx, 1968 pág. 110). Si para Hegel las clases

sociales son la síntesis entre el Estado y la sociedad civil; para Marx “las

clases son la contradicción planteada del Estado y la sociedad civil en el

Estado. Al mismo tiempo son el reclamo de la solución de esta contradicción.”

(Marx, 1968 pág. 86). En su Crítica a la Filosofía del Estado en Hegel, Marx

evidencia la contradicción que subyace a las tesis hegelianas de las clases

como órganos de mediación: “[las clases en Hegel] son una parte del gobierno

contra el pueblo, pero de tal manera que al mismo tiempo tiene el significado

de ser el pueblo contra el gobierno […]. Las clases tienen con respecto al

gobierno, la posición del pueblo, pero respecto al pueblo tienen la posición de

gobierno [pero] no se nos ha dicho como deben arreglárselas las clases para

unir en ellas dos mentalidades contradictorias.” (Marx, 1968 págs. 87-88). La

imposibilidad de la conciliación hace que aquella contradicción sea resoluble

desde la perspectiva del materialismo histórico, sólo mediante su destrucción

como unidad y la aparición de una nueva contradicción.


No obstante, Marx aceptará que los mecanismos de mediación adquieren en

un momento dado existencia, aunque nunca como vehículo “real” de

conciliación, sino solo como “apariencia”, esto es, como función ideológica de

la clase dominante: “El termino mediador es el hierro color de madera –explica

Marx– la oposición enmascarada entre la generalidad y la individualidad.”

(Marx, 1968 pág. 105). Roger Bartra comentando a Marx, nos dice: “El Estado

moderno requiere de una apariencia de mediación y de identidad entre el

pueblo y el poder político. Esta apariencia se produce en el elemento

constituyente como una ilusión y un sueño romántico del Estado: como una

existencia alegórica.” (Bartra, 1978 pág. 27).

Ahora bien, esa mediación aún como ideología existe y esta históricamente

determinada. Si bien Marx acepta “[…] la inexistencia de una conciliación

verdadera de la contradicción, [también] demostrará la existencia de una

mediación [como] fenómeno ideológico cuyas características dependerán de

las peculiaridades de la relación concreta que se establezca entre las clases

sociales y el poder político.” (Bartra, 1978 págs. 26-27).

En síntesis, la estructura de mediación permite al Estado burgués unilateral

presentarse como bilateral; es decir, “presentar el poder político de la clase

explotadora como un poder que expresaría también a la clase explotada.”

(Bartra, 1978 pág. 14). Mediación que “parece conciliar opuestos, pero en

realidad hay solo una ilusión de oposición, pues se trata de un aparato político

que tiene un solo lado.” (Bartra, 1978 pág. 16). Dicho de otro modo: “La

necesidad de ocultar el fundamento violento de la política y el Estado es parte

constitutiva de esa misma violencia. Sólo porque ella no aparece en tanto

fundamento, sino como recurso extraordinario, es que puede ser entendida


como legitima en lugar de aparecer en toda su crudeza de instrumento de

dominación extraeconómica.” (Grüner, 1997 pág. 40).

La violencia de Estado en el marxismo

En el prologo a la Contribución a la crítica de la economía política, Marx

explica: “Las relaciones jurídicas, así como las formas de Estado, no pueden

explicarse ni por sí mismas, ni por la llamada evolución del Espíritu humano;

[aquellas] se originan más bien en las condiciones materiales de existencia

[…]”. (Marx, 1970 pág. 11). Desde este punto de vista el Estado capitalista y las

relaciones jurídicas que en él se establecen, expresarían necesariamente la

contradicción existente entre capital y trabajo, de ello las relaciones sociales

que surgirían solo podrían tomar la forma de relaciones de dominio, en tanto

una minoría propietaria de los medios de producción precisa la apropiación de

la fuerza de trabajo de la mayoría no poseedora para lograr su provecho

económico. En otras palabras, la estructura de la sociedad burguesa definida

como una estructura objetivamente conflictiva de dominación social (Mardones,

1981), encontraría su expresión como violencia organizada en la formación

estatal moderna, En una corta pero iluminadora sentencia contenida en el

primer tomo de El Capital, Marx afirma que el poder del Estado es “la más

avasalladora de las fuerzas, la fuerza concentrada y organizada de la

sociedad.” (Marx, 1999 págs. 638-639). Marx no desarrollara sin embargo, una

teoría acabada del Estado capitalista, quedaron registrados únicamente

algunos esbozos un tanto aislados en su vasta obra y en manuscritos inéditos,

recogidos más tarde por su colaborador y amigo Friedrich Engels y luego por V.

I. U. Lenin.
En un esfuerzo intelectual por dar continuidad a la obra de Marx, Engels

desarrolló en Anti-Dühring lo que pretendió ser una teoría marxista de la

violencia, texto aparecido en 1877 con motivo de la polémica que lo enfrentó

con Eugene Dühring. Para Engels hay siempre, en todo momento, una

preeminencia económica sobre lo político, es en este sentido que “(…) el

poder, la violencia, no es más que el medio, mientras que la ventaja económica

es el fin.” (Engels, 1975 pág. 153).7 Entendido de esta manera, el Estado

burgués no sería otra cosa que el medio de dominación que posibilita el

mantenimiento y prorroga de las relaciones de producción capitalistas. Esto es,

la dominación política que vehiculiza la dominación económica.

Décadas después, en el marco de la polémica teórico-ideológica que sostuvo

con Karl Kautsky; Lenin escribe El Estado y la Revolución. Obra escrita al

fragor de la batalla en plena efervescencia revolucionaria y

contrarrevolucionaria de la Rusia de 1917. Resultado –según lo expresara el

propio Lenin– de la urgente necesidad de elaborar teóricamente el problema

del Estado capitalista y las tareas del proletariado en la revolución, a partir del

examen acucioso y puesta al día de los escritos más importantes que sobre el

tema produjeran Marx y Engels.

Lenin, siguiendo a sus antecesores, reconoce al Estado como producto y

manifestación del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase.8 “El

7Anti-Duhring, surge con la idea de combatir la creciente influencia de Eugene Duhring en el


partido socialdemócrata alemán de entonces. Sus tesis, contrarias al materialismo histórico
postulaban que “la formación de las relaciones políticas es lo históricamente fundamental, y las
dependencias económicas no son más que un efecto o caso especial, y por tanto, siempre
hechos de segundo orden.”
8En El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Engels concluye que “El Estado,
es más bien, un producto de la sociedad al llegar a una determinada fase del desarrollo; es la
confesión de que esta sociedad se ha enredado consigo misma en una contradicción insoluble,
se ha dividido en antagonismos irreconciliables, que ella es impotente para conjurar. Y para
Estado –explica Lenin– surge en el sitio, en el momento, y en el grado en que

las contradicciones de clase no pueden, objetivamente, conciliarse. Y

viceversa: la existencia del Estado demuestra que las contradicciones de clase

son irreconciliables.”(Lenin, 1979 pág. 7). De ahí deriva su célebre formula en

torno al Estado como “órgano de dominación de clase […] el orden que legaliza

y afianza esta opresión, amortiguando los choques entre las clases.” (Lenin,

1979 pág. 7). Aquí enfatiza Lenin, recordando a Marx, la imposibilidad de la

conciliación de los intereses de clases esencialmente antagónicos y el engaño

que subyace a la concepción burguesa del Estado como órgano de mediación.

Para él, la formación estatal burguesa se caracteriza fundamentalmente por la

instauración de “[…] un poder público especial [que radica su fuerza] en

destacamentos armados, que tienen a su disposición cárceles y otros

elementos […] El ejército permanente y la policía son los instrumentos

fundamentales de la fuerza del Poder del Estado.” (Lenin, 1979 pág. 8). Esta

forma de poder público, entendida como “fuerza especial de represión”9

garantizaría la reproducción de las relaciones de producción capitalistas;

citando a Engels, Lenin recuerda que el Estado le pertenece a “la clase

económicamente dominante, que con ayuda de él, se convierte también en la

clase políticamente dominante, adquiriendo así nuevos medios para la

represión y la explotación de la clase oprimida.” (Lenin, 1979 pág. 12).

que estos antagonismos, estas clases con intereses económicos en pugna, no se devoren así
mismas y no devoren a la sociedad en una lucha estéril, para eso se hizo necesario un poder
situado, aparentemente, por encima de la sociedad y llamado a amortiguar el conflicto, a
mantenerlo dentro de los límites del orden. Y este poder, que brota de la sociedad, pero que se
coloca por encima de ella y que se divorcia cada mas de ella, es el Estado.”(Lenin, 1979 pág.
6).
9 Según Lenin, “Tenemos derecho de hablar de destacamentos especiales de hombres
armados, pues el Poder público propio de todo Estado, no coincide directamente con la
población armada, con su organización armada espontanea”. (Lenin, 1979 pág. 9)
HEGEMONIA, CRISIS Y RESOLUCIÓN POLITICA

El carácter constitutivo de la violencia en lo político y la categoría de mediación

nos sirven para plantear ahora, el problema de la hegemonía y su crisis en el

Estado capitalista; así como la adopción del paradigma terrorista como forma

de resolución política “límite” para el restablecimiento de la hegemonía en

crisis. Nos importa en este momento dar cuenta teóricamente de los

desplazamientos histórico-dialecticos de ese Estado.

El carácter dialectico del Estado moderno

En Gramsci encontramos un planteamiento certero de aquello que hemos

venido problematizando: el carácter dialectico del Estado moderno-burgués. Su

célebre formula: ESTADO = DICTADURA + HEGEMONÍA expresaría fielmente

esta condición. Para el teórico marxista de origen italiano, en el Estado burgués

como órgano de dominación de clase convergen tanto la coerción como el

consenso. Es decir, puesto que la dominación de la sociedad por una clase

minoritaria no es posible a través sólo de la represión, el Estado se dota

además de un aparato político-ideológico exprofeso para fijar la hegemonía de

la clase dirigente en la totalidad social. En palabras de Gramsci: “El Estado es

igual a la sociedad política más la sociedad civil, es decir, la hegemonía

reforzada por la coerción.” (Gramsci, 1971 pág. 178). Tenemos que distinguir

entonces, que en el seno mismo del Estado coexisten el Estado coerción

encarnado en la sociedad política y el Estado regulado, realizado en la

sociedad civil, “[…] la escuela como función educativa positiva y los tribunales

como función educativa represiva y negativa […].” (Gramsci, 1971 pág. 176).

Esto es, la represión que toma la forma de dictadura o dominio, más la


hegemonía entendida como “consenso activo de los gobernados” presentada

formalmente como república representativa.

Ambos elementos constituyentes del poder político burgués –represión y

consenso– nunca se presentan en “estado puro” sino que aparecen

combinados, adquiriendo preponderancia –uno sobre el otro– siempre en

relación con su circunstancia histórica. Así, un régimen que adopta la forma

autoritaria privilegia las soluciones de fuerza –dominio– pero sin renunciar por

completo a la mediación hegemónica; mientras que la forma democrático-

representativa operaría predominantemente con base en la estrategia

hegemónica, pero implementando también mecanismos de mediación que

dejen a la violencia en estado latente. En palabras de Roger Bartra: “no se trata

de dos tendencias separadas: son la sístole y la diástole del corazón político de

la sociedad capitalista. En la hegemonía es posible reconocer el germen de la

represión, de la misma manera que en la coerción se encuentra la semilla de la

mediación.” (Bartra, 1978 pág. 59).

Crisis de hegemonía

Existe una crisis de hegemonía cuando sobreviene una crisis de legitimidad de

la autoridad que detenta el poder. Así, mientras los lazos de representatividad y

consenso se quiebran, la relación entre dominados y dominadores se hace

explicita; es entonces cuando el lugar del Estado como poder público que se

atribuye la representatividad del interés general es cuestionado en su

fundamento; y en esa medida el Estado todo, entra en crisis. Al respecto

Gramsci establece que se produce una crisis de hegemonía de la clase

dirigente: “[Cuando] vastas masas pasaron de golpe de la pasividad política a

una cierta actividad y plantearon reivindicaciones que en su caótico conjunto


constituyen una revolución [y que] cuando estas crisis se manifiestan la

situación inmediata se torna delicada y peligrosa, porque el terreno es propicio

para las soluciones de fuerza.” (Gramsci, 1971 pág. 47).

Resolución política

En contraste con los centros del sistema, en las regiones donde el desarrollo

del capitalismo dependiente ha traído como consecuencia el abigarramiento de

las condiciones económicas, políticas y sociales; surgiría con mayor

probabilidad una estructura de mediación no democrática, caracterizada por la

separación completa del Estado para con su sociedad elevándose por encima

de ella hasta consolidarse un régimen “despótico burgués.” (Bartra, 1978). De

acuerdo a Roger Bartra “En los países atrasados la dialéctica de mediación–

violencia, característica de una etapa de transición llega, con frecuencia, a

expresarse de una forma singular. El proceso de transición, se encuentra allí

bloqueado […].” (Bartra, 1978 pág. 101).

De acuerdo a esta idea, la agudización de la lucha de clases en el tercer

mundo respondería a un agotamiento del modelo político burgués que permitió

a la clase dominante dar una solución de unidad nacional en el marco de las

luchas de independencia –a través de alianzas, equilibrios y pactos

interclasistas–; tornándose anacrónicos en el contexto de las contradicciones

inexorables del capitalismo dependiente. Aquellas formas de mediación –en

origen democráticas– serían sustituidas luego, por formas autoritarias que

enfrentan la irrupción de las masas con el poder represivo del Estado.

Bartra siguiendo a Marx, recuerda que: “la estructura de mediación constituye

la presencia anquilosada e ilusoria de las masas explotadas [...] Pero cuando


esta presencia tiende a tornarse real e independiente del poder burgués, solo la

violencia es capaz de mantener la hegemonía de la clase explotadora.” (Bartra,

1978 págs. 103-104). En su grado último la crisis hegemónica traería consigo la

“putrefacción” del Estado; es decir, “la descomposición de la excrecencia o

erosión y corrupción de la apariencia de autonomía […].” (Bartra, 1978 pág.

124). Se trata aquí, de la recurrencia inequívoca en el mundo subdesarrollado

de lo que Bartra denomina “el poder despótico burgués”. Aquel poder, donde el

Estado ya no “flota” por encima de la sociedad, aún más, la invade hasta

hacerse omnipresente, haciendo del recurso a la fuerza su forma

predominante. “En los países capitalistas subdesarrollados –concluye Bartra–

el inmenso edificio del aparato estatal tiene la apariencia de un aplastante

conglomerado de poder que somete a toda la sociedad a su dominio arbitral.”

(Bartra, 1978 pág. 9).

TERRORISMO DE ESTADO

Nuestro recorrido teórico nos convoca a realizar ahora un acercamiento

conceptual al terrorismo de Estado, o al menos al inventariado de sus formas

de representación y espacios de manifestación básicos.

A diferencia de lo que comúnmente se piensa, el carácter terrorista en un

Estado no está dado por la cantidad y magnitud de sus actos, sino por la

cualidad de ellos. No es una mayor represión la que hace a un Estado

terrorista, sino el carácter ejemplificante de sus actos de terror

institucionalizado; esto es, la violación sistemática de los derechos humanos de

sus opositores políticos y los efectos expansivos que ello genera hasta
imponerse una situación de miedo social ampliado. No hay por tanto, una

“medida de la violencia” que pueda hacer discernible la condición más o menos

terrorista de un Estado.

En su límite extremo, el Estado burgués-autoritario asume la práctica terrorista

cuando ha percibido que la situación de crisis hegemónica que enfrenta se ha

agudizado a un grado tal, que sólo la política de terror institucionalizado es

capaz de recuperar aquellos espacios de consenso erosionados hasta sus

cimientos, pues advierte la inminente ruptura de la mediación, de la ilusión de

consenso que le aviene legitimidad; es decir, cuando ha interpretado que ha

fallado la “autorrepresion” del sujeto producido, garante del “pacto social”.

Formación estatal históricamente definida por la confluencia e imbricación de

dos procesos: la crisis cíclica de acumulación capitalista y la crisis cíclica de

hegemonía de la clase gobernante. En este sentido advertimos que, la política

de terror estatal tendría como objetivo primordial el restablecimiento de la

hegemonía de la clase dominante. Para tal efecto, el Estado erige una

estructura político-ideológica-represiva, encargada de imponer el miedo como

medida de coerción social, que en adelante opera como mediación preferente –

no única– entre sociedad y clase gobernante.

Dos elementos son constitutivos del Estado terrorista de acuerdo a la tesis de

Heinz Dieterich; uno, la creación de una estructura arcana o clandestina de

represión, paralela a su estructura visible o manifiesta; y dos, el uso sistemático


del terrorismo con base en el siguiente esquema: detención-desaparición-

interrogación-tortura-desaparición definitiva (Dieterich Heinz, 1988).10

Se trata de “[…] un proceso de concentración y autonomización del poder en el

núcleo del Estado, es decir, en su complejo militar y de inteligencia.” (Dieterich

Heinz, 1988 pág. 146); que se dirige a la consecución de tres objetivos

inmediatos: neutralizar los controles internos de la sociedad civil y política;

difundir el terror “psicológico” por vía de la violencia omnipresente; y mantener

la legitimidad de su dominio en el plano internacional haciendo irreconocible en

su origen, la violación a los derechos humanos que sistemáticamente perpetra.

La racionalidad política del terror: Afirmación y reformulación de una forma de

dominio

La razón política de la violencia terrorista la hayamos subjetivada en la

imposición del “miedo social”, el miedo es aquí siempre, un miedo cargado de

sentido: “La única consistencia del terrorismo viene dada por una actitud social:

es esa inescrutable comunidad en la zozobra […] El terror es la conciencia de

una violencia tan incierta como cercana.” (Escalante Gonzalbo, 1991 pág. 137).

Lo que el sistema no puede evitar es que permanentemente aparezcan en lo

social, manifestaciones de la conflictividad latente. Es decir, puesto que la

hegemonía no es nunca completa, siempre imperfecta; ella deja vacios,

intersticios de “dominio sin hegemonía” potencialmente alteradores del campo

10 La estructura de mediación democrática resulta disfuncional en tanto pude constituir un


límite legal al poder estatal en la ejecución de medidas tendientes a la reconfiguración de su
poder hegemónico, es menester por tanto, que el Estado se bifurque para actuar fuera del
“orden constitucional” al tiempo que mantiene el Estado de derecho “aparente” a fin de avenirse
legitimidad nacional e internacionalmente.
político-social.11 Ahí, donde las razones del dominio se cuestionan, el Estado

pone en marcha la estrategia de terror pedagógico como medida de

intimidación social para rehacerse de su legitimidad. Así, para Gonzalbo

Escalante “El terror [de Estado] anuncia la necesidad de disolver espacios de

participación que ponen en jaque los principios de la hegemonía vigente […].”

(Escalante Gonzalbo, 1991 pág. 133).

El terrorismo aparece ahí, cuando el status quo se percibe amenazado, cuando

un movimiento o sector social se descubre “peligroso”, cuando el Estado no

puede sino afirmarse por vía de la violencia; En definitiva: “El terror es el

recurso de un dominio que no ha conseguido –o solo muy precariamente–

fundar las premisas de su proceso de legitimación.” (Escalante Gonzalbo, 1991

pág. 168).

La pedagogía del terror y los sujetos producidos

Es el carácter pedagógico, su vocación de violencia ejemplificante y la

incertidumbre perene que provoca, la substancia del terrorismo de Estado;

medida de intimidación antes que de aniquilamiento, coerción pública que

antecede a la eliminación del sujeto subversivo. En esa medida es que el

Estado pretende ilustrar con el terror la imposibilidad de las clases subalternas

de construir un orden alternativo; demostrar por vía de la violencia que infunde

miedo, la omnipotencia de la maquinaria estatal en funcionamiento, al tiempo

que, la impotencia del individuo y lo inviable que resulta para éste, pensar si

quiera, en una realidad distinta.

11 Para conocer del concepto “dominio sin hegemonía”, véase (Guha, 2002).
La “estrategia de terror para las masas” derivaría en última instancia, en la

formación de sujetos pasivos, disciplinados, privados de una opinión y actitud

crítica respecto de los otros. Indiferentes a “la cosa pública”, su vida privada

adquiere preeminencia, ella les ofrece el último lugar de seguridad pues toda

relación, toda asociación se advierte como sospechosa; es por ello que Hana

Arendt piensa que la soledad y el terror van de la mano (Arendt, 2000).12

De acuerdo con Escalante, se trata de “un movimiento de reprivatización de lo

político.” (Escalante Gonzalbo, 1991 págs. 150-151). Espacio en donde las

practicas de terror apuntan a recluir a los hombres en sí mismos, a eliminar las

condiciones de posibilidad del “hombre político” mediante la subyugación de su

conciencia, creando en los virtuales opositores al régimen una sensación de

constante amenaza existencial e impotencia personal, pues la represión en su

objetivo, momento y dimensión, se sabe indescifrable, imprevisible,

incalculable. Son estos, los “sujetos producidos” que persigue el Estado

terrorista, la sociedad altamente funcional a él.

Tenemos por tanto, un espacio de terror manifiesto como violencia física,

como recurso a la fuerza; y otro, como terror latente, o violentación

psicológica dirigida ya no a la victima directa, sino al grupo al cual pertenece,

a su contexto mediato, inmediato y ampliado. (Riquelme, U.H., 1990).

El terrorismo de Estado pude ser entendido desde esta perspectiva, como

instancia física y psíquica de poder, como represión política permanente y

12 Para Hanna Arendt, la dominación totalitaria convierte a la soledad en una experiencia


cotidiana de las masas: en un mundo donde nadie es fiable, el hombre solo, se sabe perdido si
llega a apartarse de la “premisa” emanada del referente único, el Estado.
ampliada a la sociedad en su conjunto. (Van Genus, H.A., 1987)13 La amenaza

que se concretiza para algunos, pero que es efectiva para todos. O como lo

señalara magistralmente Plinio Freire en su reseña de la masacre de Qana en

Líbano: “El dolor en el cuerpo de unos, el dolor en la mente de todos.”14

La guía moral del terror de Estado.

En el escenario de terror convive con la violencia abierta, un discurso

totalizador de base moral; alegato categórico capaz de legitimar incluso aquel

orden fundado en la violación sistemática de los derechos humanos de los

gobernados; aserto moralizante que define sin ambages el “deber ser” de la

sociedad y el Estado que la conduce como referente único del orden frente al

caos.

Si bien las soluciones de fuerza definen en gran medida a un régimen

terrorista, ello no significa que no le sea preciso un discurso político ideológico

legitimante; aún más, al terrorismo de Estado no lo define solo la violencia, él

es, retorica maniquea tanto como violencia institucionalizada. Lo que

distinguirá esta discursividad específicamente terrorista es la prevalencia del

argumento moral por encima del de la ley, aunque nunca definitivamente

abandonada.

Al terror de Estado le es necesaria por su condición inmanente de violencia

franca y pedagógica, el abandono de hecho de la legalidad. Así, en el momento

mismo en que la situación de crisis requiera de un acto de violencia ilustrativa,

13 Coacción física y psíquica de poder que penetra la conciencia de cada uno de los miembros
de la sociedad y que tiene influencia en todas las instancias de la vida cotidiana, marcada por
el terror que degenera en retraimiento e indiferencia hacia los demás.
14(La Historia y los discursos: una contribución al debate sobre el realismo histórico, 2008 pág.
63).
o cuando el poder advierta la imposibilidad de continuar su ocultamiento;

entonces esgrimirá el argumento moral que justifique plenamente sus

acciones por encima del derecho. Al respecto, Gonzalbo Escalante explica: “La

lógica militar del Estado como terrorista lo lleva a expresar su relación con la

sociedad en términos éticos, antes que jurídicos, no a pesar de articularse en

torno a la fuerza, sino precisamente por ello.” (Escalante Gonzalbo, 1991 pág.

170). Dos ideas serán recurrentes en la trama discursiva del terror: la razón de

Estado –el fin que justifica los medios– y la transitoriedad del recurso a la

fuerza. “La razón de Estado es el parapeto moral del terror […] pretende el

refrendo de las consignas, que la vigencia del dominio alcance a imponerse

como axioma ético […].” (Escalante Gonzalbo, 1991 pág. 141). A la razón de

Estado le es imprescindible acompañarse de la idea de “transitoriedad”, de

recurso provisional, temporal, nunca definitivo. Evocara por tanto, un futuro en

cada presente, aquel tiempo donde la violencia no sea ya necesaria.

Para alcanzar plena excusa moral es menester además, “trazar” al enemigo,

crear en el imaginario colectivo una representación de él, que indiscutidamente

justifique cualquier acción violenta por parte del Estado. “Esgrimir la amenaza

del caos es […] un argumento muy sugestivo con que cuenta el discurso del

orden. Del carácter y magnitud del peligro denunciado depende el margen de

acción que pueda conseguir el Estado sin desarticularse.” (Escalante

Gonzalbo, 1991 pág. 164). “Mencionar al enemigo es ya reclamar su

aniquilación, quien habla del enemigo, habla del combate: no defiende la

violencia, la da por supuesta […] La violencia es, no sólo justa, sino

imprescindible: el enemigo lo es de todos, y no caben intermediaciones.”

(Escalante Gonzalbo, 1991 pág. 168).


Los limites históricos del terror

El autoritarismo como la democracia misma, encuentra sus límites funcionales

en las contradicciones estructurales que se producen en su relación con el

capital, obligando a las clases dominantes a replantear una y otra vez, tanto

como sea necesario, las formas políticas de su dominación. De la misma

manera la formación estatal terrorista, es capaz de advertir su disfuncionalidad

y los tiempos en que debe ser sustituida por alguna forma de consenso más o

menos pactada que presente al poder en su legítimo dominio. Regresamos

aquí de nuevo, al carácter dialectico del Estado capitalista, a la ambivalencia de

la estructura política estatal moderna.

Líneas atrás decíamos que, el Estado requiere como condición para su

subsistencia la negación de su carácter constitutivamente violento, pues en ello

funda su legitimidad; el terror sin embargo, ha hecho por demás evidente

aquella violencia, el componente de la fuerza, otrora oculto, diluido en el de la

ley, ha aparecido a los sentidos ya no como recurso extraordinario, sino como

su principio de funcionamiento.

Si bien funcional en la coyuntura crítica, el terror no es capaz por “su propio

carácter, [de] prestarle forma definitiva a lo social, no sin diluirse, sin proponer

nuevas mediaciones, espacios de seguridad o tolerancia.” (Escalante

Gonzalbo, 1991 págs. 157-158). La hegemonía no puede ser sin legitimidad

“recontratada” periódicamente, y el terror no es suficiente para mantenerla en

el tiempo, su carácter “provisional” es en este sentido un hecho. La solución

abiertamente autoritaria deviene en algún momento irrealizable, insostenible, e

incluso ineficaz ya, para asegurar la hegemonía de la clase dominante, su

continuidad pareciera conducir más a su destrucción que a su resarcimiento.


No obstante, la aparente racionalidad que subyace a la continua reformulación

de las formas de dominio burgués, hay en el caso del terrorismo una condición

de imprevisibilidad inserta en el fenómeno que escapa a la razón burguesa. “La

pretensión estabilizadora del terror –advierte Escalante– es incapaz de evadir

un designio paradójico: el terror es una siembra de vientos […] las causas de la

inquietud persisten, por más drásticas que sea la eliminación de sus formas

expresivas.” (Escalante Gonzalbo, 1991 pág. 153). El terror pese a su empeño,

no ha logrado fijar del todo la hegemonía; la lucha de clases se manifiesta más

aguda, si bien, por otros medios, frecuentemente desde la clandestinidad.

La psicología social latinoamericana ha mostrado, como aún, en las

condiciones más adversas, surge de manera casi simultánea al estado de

miedo social generalizado, un proceso de reconstitución cultural y reparación

psicosocial desde la base oprimida. Proceso por el cual, la sociedad afectada

trasciende del miedo y la impotencia a nuevas formas de reinterpretación de la

realidad. Dicho de otra forma, se pasa de los individuos inciertos y sin conflicto

ético; a un estado superior donde los sujetos buscan recrear su identidad, su

eticidad, el yo individual y colectivo. (Riquelme, U.H., 1990).

Como lo explica Escalante Gonzalbo: “[el terror] es una política que se calcula

en previsión de ciertas secuelas ni controlables, ni reversibles. Sin medida

cierta, tiende a perpetuarse, tiende a la escalada antes que a la estabilización,

[…] una vez emprendida la campaña terrorista, sería ingenuo imaginar un

aparato estatal de supervisiones y contrapesos capaz de sofrenar, de

administrar la violencia en búsqueda de un equilibrio”. (Escalante Gonzalbo,

1991 pág. 170).


Es en este momento cuando la violencia institucionalizada se muestra como la

más inequívoca evidencia de la debilidad del Estado, la represión abierta lo

hace vulnerable, el recurso a la fuerza lo ha develado en su esencial carácter y

ha despertado las fuerzas sociales que dormían bajo la ilusión del velo

democrático.

El diseño geopolítico del terror: La solución terrorista a las crisis hegemónicas

en el mundo subdesarrollado

Para James Petras: “El significado de la acción terrorista del Estado, no puede

ser aprehendido en términos de una situación concreta, a corto plazo; ni puede

ser entendido como un acto público autónomo. Por el contrario [debe ser]

óptimamente comprendido como parte de un amplio contexto histórico en el

que el terrorismo apunta intencionadamente a la creación de una estructura

político económica y un marco especifico de relaciones internacionales. El

marco de análisis debe captar la interacción dinámica entre actividad estatal,

proceso de acumulación e influencia del poder hegemónico.” (Petras, James,

1988 pág. 186). Tenemos pues, tres elementos de análisis claramente

interrelacionados que harían inteligible el fenómeno terrorista estatal: régimen

de acumulación, imperialismo, y Estado nacional.

Entendido en su contexto sistémico como “etapa superior de la

contrainsurgencia imperialista” (Petras, James, 1988) el terrorismo de Estado

deja de ser así, una fórmula política de esta o aquella burguesía local, un

fenómeno nacional o aún regional; para revelarse como una forma de dominio

del capital global que tendría en el tercer mundo su principal teatro de

operaciones a partir de la segunda mitad del siglo XX.


Según Heinz Dieterich, el impacto de las leyes de acumulación capitalista en la

periferia da cuenta del agotamiento de las estrategias económicas de un

periodo dado, acentuando las debilidades económico- políticas locales,

iniciándose con ello un proceso de deterioro de las burguesías nacionales

respecto de su hegemonía interna. Es entonces que la estrategia del gran

capital resulta inviable bajo condiciones político-democráticas, esto es,

inaplicable en el ámbito del capitalismo democrático por las burguesías

dependientes (Dieterich Heinz, 1988). El terror de Estado surgiría ahí como

condición de posibilidad para restituir la hegemonía en crisis y como vehiculó

para la imposición de un régimen de acumulación sustituto.

De allí advertimos que, son las crisis de capital cíclico-estructurales asociadas

con las crisis de hegemonía local y global; factores que en circunstancias

concretas inciden en el advenimiento de formas estatales autoritarias que en

casos limites, adoptan la forma terrorista. En última instancia dicho proceso

obedecería a la necesidad de fundar un nuevo régimen de acumulación como

respuesta a la crisis del régimen precedente.


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