presidente
Juan Miguel Hernández León
director
Juan Barja
subdirector
Javier López-Roberts
coordinadora cultural
Lidija Šircelj
EXPOSICIÓN CATÁLOGO
ISBN: 978-84-86418-90-8
Dep. Legal:
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La exposición de Nacho Criado [no existe] propone un paseo por las fuentes de la
imposibilidad: ¿hasta qué punto y quién puede decir que conoce una obra?, ¿en qué
momento una obra se encuentra dispuesta para ser comprendida?, ¿qué significa
hablar, fijar sentido para un artista? Las obras, antes que cómodos objetos que entre-
gan significado, se encuentran tendidas pacientemente al borde de un abismo de
sentido. Son, como las imágenes en depósito inconsciente, indisposiciones prácticas
que prodigan ensoñación, dispersión, exceso.
Como ha señalado el propio artista, [no existe] es un proyecto que recoge ciertas
obras que no se han visto nunca. Se trata de reflexionar sobre cómo piezas que aún
no se han realizado existen de manera muy precisa dentro de la memoria de su autor,
y cómo éstas permiten pasar a otros trabajos. Hay obras condenadas a una suerte de
inmaterialidad, ancladas para siempre en la memoria.
Así pues, estas obras se encuentran latentes, están presencialmente inacabadas, ten-
didas entre la angustia de su presentación y su disolución, conformadas no sólo por
la presencia física, sino por la generación de cierta atmósfera en la que es esencial
cada elemento, incluidos los más inmateriales: el soporte, el suelo, los muros y la ilu-
minación, pero también los sueños, los comentarios, las esperas. Partes de un tiempo,
antes que de un espacio, de indisposición a la memoria. Podríamos concluir, en con-
secuencia, que Nacho Criado [no existe] pretende dejar vacíos los espacios de sen-
tido en que no se puede entrar: se trata, así, de una antiexposición que es a la vez
una convocatoria y el fracaso de su trasgresión.
¿Qué, si la imagen devuelta por el espejo no fuera exacta? Confiamos en que en ella
existe un vínculo entre dos partes, aunque, si nos preguntaran por la consistencia
de cada una, nuestra idea nunca sería demasiado precisa. ¿Qué hay, que habrá, en
cada parte de un reflejo? La retórica es engañosa, se comprende a sí misma y sólo
tiene como salida una puesta en abismo, una imagen (en)vuelta sobre sí. Un espejo
enfrentado a un espejo, una imagen intentando explicar otra. Así sucede en el
famoso dictum de San Agustín sobre el sentido del tiempo: «Cuando no me lo pre-
guntan, lo sé; cuando me lo preguntan, no lo sé». Las preguntas se revuelven contra
sí mismas, y parece que lo que sea el tiempo sólo se muestra en los cuerpos que lo
sufren, y que sólo sería capaz de trasparecer en las palabras si estas hicieran el ejer-
cicio de reflejar su paso: convertirse en aquello de lo que hablan. Trasformarse, tras-
tocar, trasgredirse. Lo importante es colocarse en otro espacio, un poco más allá,
atravesando lo previsto, allí donde anuncia ese tras. El caso es que ponemos con-
fianza en los espejos, en las imágenes que nos envían, que nos ¿devuelven?, y en
ellos queremos buscar la confianza de un referente en alguna otra parte, que se
sostiene, que nos sostiene en la mirada.
¿Qué, si el azogue del espejo es erróneo? Las imágenes comparten una posición de
privilegio –prestado– sobre las cosas. Les cedemos nuestra confianza en que exista
algo de veracidad escondida en(tre) ellas. Pero las imágenes no tienen nada que ver,
ni con ningún mundo, ni con ninguna forma, ni con nada cierto. Son sólo unas nue-
vas vías de fuga y desvanecimiento de todo cuanto se nos presenta, que se nos
escapa de las manos incansable y que con este ejercicio de demora que significa ver
las cosas a través –tras– de su representarse parece que controlamos un poco, depu-
rando su desvanecimiento. En un espejo, en una imagen, en una fotografía, en un
cuadro, en una obra, asistimos a una ceremonia diversa a la de tener confianza en que
algo se presenta ante nosotros. Mirando con cierta insistencia una imagen –como
señala Beckett–, las formas empiezan a desvanecerse. Esto es. No veremos el reflejo
sino el azogue, no veremos la fotografía sino su trampantojo, no veremos el cua-
dro sino su fábrica. Atravesando la imagen nos queda su lugar. Su vacío.
El azogue siempre es errático. No acierta, divaga. ¿Qué, si la imagen que nos devuelve el
espejo no corresponde a lo que tiene delante? El nombre para esto es exacto: aberra-
ción. La inexactitud es aquello que no puede capturar la imagen, aquello que no es con-
trolable, es decir, traducible a cualquier otro medio, sino que se presenta en su exacta y
mostrenca sencillez, que no cabe en ningún otro espacio. Si la imagen que nos devuelve
el espejo no se corresponde con nada, es el mundo en su referencia lo que cambia, por-
que hemos establecido una distancia pactada entre las imágenes y el mundo, a la que
llamamos representación, que nos viene a decir: el abismo que existe entre las imágenes
y las cosas es digno de confianza; existe una correspondencia, no nos enfrenamos a
imágenes inconexas, deambulatorias, divagadoras, desérticas o, mejor aún, sin sentido.
Las imágenes no tienen sentido; dicho de otro modo, su sentido es indisponible, exage-
rado, inabarcable. La identidad es la aberración frágil de un reflejo que no se corres-
ponde con nada. El arte produce reflejos errantes, que buscan referencia.
Identidad, 1976
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Carrera 6, 2006
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Responder a las imágenes con la más extrema naturalidad, con la más cínica y salvaje,
la más acultural. Sin esperar que signifiquen algo, aún más, soportando esa molestia.
De ese modo se nos mostrarían en toda su extrañeza. Maravillosa extrañeza, en térmi-
nos casi dolorosos. Mirar sería una aventura completa, cada cosa necesitaría engar-
zarse de nuevo en la estructura que la soporta, que la domestica y nos tranquiliza. El
artista nos muestra como extraño, radical y fascinante lo más cercano. Un paso es
una tarea ciclópea si se observa con suficiente espacio. Si utilizamos el tiempo para
corroer su envoltura, cualquier movimiento es heroico y patético en extremo.
Responder a las imágenes por parte del artista es agujerear la coraza del hábito para
mostrarnos su fascinante y peligrosa forma, combinación de conocimiento y desco-
nocimiento. Lo que nos molesta, lo que nos forma. En palabras de Lezama Lima:
Monosabios, 1980
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Gran parte de las obras se escapan, sí, en el sentido. Pueden ser explicadas, compri-
midas, digeridas. Se les puede dar un sentido tranquilizador. Coherencia, unidad.
Pero quedan otras, que desgraciadamente son las que nos atraen en los artistas de
mayor grado, en las que la condición que Adorno llamaba de resistencia se encasti-
lla y que no nos permiten obtener nunca la sensación domesticada de que ya hemos
comprendido del todo. Una obra de rango mayor es aquella que nos mantiene en la
incómoda situación de no saber, ofreciéndonos todas las garantías de que siempre
será así. Errar, según la raíz indoeuropea ers–, sugiere un estar en movimiento,
señala una forma de inquietud en la que el desacierto consiste en que nunca habrá
un lugar donde parar. Movimiento perpetuo. La aberración es la sensación de estar
perdido, de que las fórmulas que normalmente utilizamos para la caza y la captura
del mundo no son ni serán suficientes. La caza del mundo mediante el concepto o la
percepción, ambas de la misma raíz capere > «coger», «capturar», se transforma en el
arte en una estrategia de furtivismo, sin techo ni ley.
Cazadores furtivos
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Puente, 1967
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Lo que percibimos se nos escapa. Lo que conocemos nos inquieta en cuanto oculta
algo que no somos capaces de esperar. La condición de lo secreto sería esta posición
intermedia, casi lasciva, en que algo se nos muestra, nos invita y nos incita a seguirlo,
y que mediante la ansiedad nos mantiene en la suposición de que algo puede apare-
cer, algo que, como sabemos, nunca se presentará. El artista opera en el mismo sen-
tido con sus imágenes: le pertenecen y no las entiende. Las muestra y se encuentra
sorprendido de que este monólogo intenso que mantiene con una serie de obsesio-
nes haga reacción en otros. Sorprendido de que a otros les infecte; y creen la misma
expectación que el artista persigue. Digámoslo claro: el artista no tiene respuestas,
sólo preguntas que compartir. El artista que tiene respuestas es un idiota confiado,
un embaucador que puede tranquilizarnos con movimientos que esconden: prestidi-
gitación. Lo encubierto por los gestos del prestidigitador es el lugar donde las res-
puestas podrían producirse: esconden que no hay contestaciones, esconden que no
hay nada más allá de un movimiento continuo y perpetuamente alimentado por una
ilusión escondida. No, Godot no llega. Lo siento.
Así, los primeros pintores de lo que se definió como arte abstracto comenzaron a recla-
mar una semejanza con la música para liberar a sus imágenes de las cadenas dema-
siado pesadas de un hacer facsimilar, asimilado al «hacer como» con que la percepción
ingenua nos quería presentar las imágenes. Las imágenes no son como las vemos, el
ojo está engañado en luz y cubierto por el color, atrapado, y es necesario corregir este
yerro para sacarle de esa previsión, regresar a una estructura natural donde el vacío de
sentido es el guardián de una mirada fascinada por los objetos, por las presencias, por
lo imprevisto. Del mismo modo, los compositores quisieron liberarse de la tentación
tradicional que resumía al sonido en música, y a la música en cualquiera de sus senti-
dos predecibles. Ambos utilizaban la sinrazón del canto de los pájaros, como la poesía
la nombró en la rosa, para reclamar esa libertad. Nadie, decían, busca un sentido
exacto, una adecuación concreta en el canto de un pájaro. Reclamamos esa libertad
para lo que aparezca. Justo entonces, en ese mismo tiempo, Buñuel abría un ojo para
abrir el espectáculo del cine. Los sueños no piden permiso para existir. Al contrario,
desde su suelo secreto piden paso a formas que nos permitan acercarnos sin dañar su
patencia, su persistencia, su extrañeza máxima. No es que los artistas nos muestren un
mundo extraño, que no entendemos, sino que abren en lo cotidiano un abismo de
extrañeza, introduciendo la duda en toda relación que pretendemos normal. El canto
de un pájaro, como la estructura de rumores y sonidos que nos rodea a cada instante,
es abismático. Provocar esa atención, engolfarnos en ese mundo tan extraño como
enormemente próximo, es el trabajo del arte. En cada imagen late una demora. La que
aparece entre la estructura actual, normalizada, que engarzamos en lo esperable para
procurar nuestra tranquilidad, y el carácter inesperado, atrozmente imprevisto, en el
que cada brillo de luz identificado puede tornarse o trastornarse en otro, convertirse en
su contrario, producir en décimas de segundo terror o risa, espera o pasmo. Reclamar
la naturalidad de las imágenes del suelo, del secreto, del sueño. Declarar que las imáge-
nes no me pertenecen, sino que soy un pliegue exterior a ellas, que en un momento se
separa lo suficiente para mirarlas con calma, extrañado, perplejo, frágil. Así como le
habla el cura a don Quijote: «Antes imagino que todo es ficción, fábula y mentira, y
sueños contados por hombres despiertos, o, por mejor decir, medio dormidos».
Se suele decir que la trama de las historias de Kafka, si no su literatura entera, puede
interpretarse según esta vertiente onírica. En Kafka los componentes de desrealización
de lo normal hacen aflorar algo que se encuentra consustancialmente en todo modo
de representar: sea un relato, una película, un cuadro o un tebeo, asistimos en sus gra-
fías a un juego de extrañeza tutelada. Un sueño dirigido es una de las definiciones más
comunes de cualquiera de estos géneros. Los signos, al agruparse conforme a las obse-
siones del artista, limitadas por la naturaleza del conocimiento, apuntan hacia zonas en
donde la claridad y la espesura se suman. No hay significado, sino claves para entrar en
recintos en los que nunca entraremos. No hay resolución, sólo símbolos con una parte
definitivamente rota. Los sueños de Kafka poseen una exactitud dolorosa. Describe las
situaciones mediante una sensación de hiperrealidad, haciéndolos aún más reales que
las presencias. Cuando en sus Diarios refiere el «sueño de un cuadro, supuestamente de
Ingres», la descripción es dilatada, exacta, incluso demasiado perfecta. Sus fantasmas
aparecen mediante una descripción minuciosa, con imágenes más perversas que las de
la palabra: «3 de febrero. Insomnio, prácticamente toda la noche. Plagado de sueños,
como si hubieran sido grabados en mí, en un material repugnante». Existen otras con-
sistencias, nos dice, y son paralelas a las actuales. De hecho, el sistema de recogida de
las imágenes no las agota, como muchos quisieran para su tranquilidad, sino que las
permite ir cambiando, variando. Una pieza puede describirse desde muchas perspecti-
vas, sin que nunca acabe, atendiendo a que nunca acaba, sin la necesidad de hacerla
definitiva, sino de irla visitando con el tiempo, como si el autor pudiera modificar sus
obras en el museo o en la memoria de cada uno de quienes las han visto. Esperamos un
material en el que el proceso pueda inscribirse; quizá hasta ahora sólo tengamos bal-
buceos en los que una experiencia temporal intenta irse mostrando en el través de
varios escenarios y géneros, como Varèse dedujo que necesitaba nuevos instrumentos
capaces de alojar la idea y su puesta en escena para terminar hallando que con la des-
definición y el nuevo organum de la electroacústica habría podido, siempre demasiado
tarde, dar rienda a lo que buscaba. Quizá precisemos medios en los que la fijeza clásica
de las formas pueda ser modificada permanentemente, enriquecida o empobrecida, por
el proceso vital del autor, que busca, recorre, vaga.
No seamos ingenuos, pues, las imágenes no son como las vemos. Y, de hecho, son
más peligrosas de lo que pensamos. Dan y quitan confianza, como indica en un
enigma el Tesoro de Covarrubias al hablar de los espejos. Anuncian, preceden, pre-
vén. Dice también Covarrubias: «Gente perdida y dada al demonio, con su ayuda,
representan en un espejo todo lo que quiere ver el consultante; y otras veces hacen
lo mismo en una bacía de agua clara». Si las imágenes son un velo sobre la luz, una
«capa que cubre todos los humanos pensamientos», que diría Alonso Quijano, en
forma de sueño detenido, coagulación de esperas y retardos en objeto, el arte de
rasgarlas para que aparezcan agujereadas ha de ser siempre una estrategia de empo-
brecimiento y fragilización de las estructuras que nos impide acceder a ellas como
tales, como sombras sobre el silencio, velos sobre el vacío. Sueño y color coinciden
en esta definición, como encubridores.
[…] Ya
otra vez vi aquesto mesmo
tan clara y distintamente
como agora lo estoy viendo,
y fue sueño.
Nos quedaríamos con una versión del mito de la Caverna en la República platónica:
sombras sobre el silencio, velos sobre el vacío. Quien ha vuelto de esta experiencia
excesiva, comprendiendo el secreto juego de las imágenes, la doblez de su azogue,
la incredulidad ante su percepción, se encuentre ésta donde se encuentre: en el ojo,
el espejo, el cuadro, se halla definitivamente enfermo. Ha visto demasiado. Platón
describe a quien ha tenido esta experiencia como un ser dañado, estropeado para la
normalidad, que sutura con el hábito las costumbres. Sus palabras son exactas:
la mirada dañada es la de quien tiene los ojos llenos de tinieblas.
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Ejemplos de ese paradójico fracaso del entender en relación con la imagen los
encontramos en preguntas tan simples como la posición exacta de un cuerpo en un
espejo, en un cuadro o cualquier pictografía o, por ende, en cualquier representa-
ción visual. ¿Dónde están las cosas? Habitan la demora perdida entre dos series de
cosas que no pueden comunicarse aunque su patencia nos quiera confundir. Lo que
definimos por normalidad es el descanso habituado de las percepciones: allí donde
están no se afanan en encontrar su posibilidad. Pero el arte, como una experiencia
extensa de los límites de todo proceso, se enfosca en cuanto miramos en las grietas,
en las fisuras de la representación. Entre el ojo y el espejo, entre el globo ocular y
una cámara oscura no hay semejanza, sino radical extrañeza, distancia extranjera. Si
miramos lo suficiente, si concentramos la mirada, el mundo comienza a perder su
apariencia tranquila y habitual y aparece como lo que es, un juego de formas aso-
ciadas, un despliegue y repliegue concreto de colores, gestos, ecos. Si miramos bas-
tante o utilizamos esa formulación simple que puede rastrearse en un enorme
número de escuelas: mirar al fondo, veremos perder la consistencia de las cosas.
La primera serie, la de las imágenes, que parecen puestas a nuestra disposición y que
perseguimos con la voluntad de atarlas como signos, deteniendo la demora que pro-
duce el que no sepamos contenerlas y empiecen a señalar hacia demasiados puntos,
que se vuelvan inquietas, incómodas y molestas. Cada cosa debe tener un solo signi-
ficado y una serie de conexiones calculables, creando un plexo en el que podamos
manejar y manipular todos los datos. Sueño numérico en el que lo sublime, lo desme-
surado, se encuentra a cada paso tan pronto enfocamos sobre él la atención. Lo infi-
nito, lo infinitesimal inyecta lo imposible en la tentación del número de hacer
calculable el mundo. Las palabras de la Santa parecen un preludio de Beckett: Como
no puedo comprender lo que entiendo es un no entender entendiendo. No podemos
hacernos con las cosas, ni los nombres, los números, los relatos, los conceptos, las
ideas o las imágenes percibidas son capaces de dar cuenta de algo que se escapa con
una facilidad que nos asusta. Entre las imágenes y sus reflejos, entre los objetos y sus
espejos podemos poner en suspenso las relaciones. Las que Hume propone, por ejem-
plo, pueden ser invertidas: contigüidad, semejanza y causalidad pueden ser sustituidas
por distancia, aberración y extrañeza. Suspensos en la continuidad que se refleja y
aloja en imágenes, que obliga al conocimiento y a buscar otros lugares desde los cua-
les atajar la herida que lo separa del mundo. Distancia, extrañeza y aberración son
estrategias exactas del arte, de la duda metodizada. Hume nombró en su Tratado de la
naturaleza humana este resquicio, en el que el arte se vuelve herramienta patologi-
zada del conocer, donde son indiscernibles sentir y pensar:
Así, en el sueño, en una fiebre, la locura o algunas emociones violentas del alma
nuestras ideas pueden acercarse a nuestras impresiones, del mismo modo que,
por otra parte, sucede a veces que nuestras impresiones son tan débiles y tan
ligeras que no podemos distinguirlas de nuestras ideas.
Umbra Zenobia, 1990. Vidrio, madera viva (hongos). 40 elementos, medida variable. Palacio de Cristal (MNCARS)
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«Mire durante cuatro horas aquello que tenga más cerca y el mundo desaparecerá»,
podríamos decir, como en un homenaje a Walter Marchetti. Si no desaparece, al
menos se mostrará con toda la salvaje fragilidad en que consiste, enseñándonos a la
vez por qué debemos dedicar nuestra desatención más cuidada para no pensar obse-
sivamente en que todo lo que nos rodea es un abismo. La raíz de desierto, deserere, lo
deshilado. Nombra aquello que no es capaz de encontrar un tejido razonable en que
integrarse, y se deshace en distintas formas de esta obsesión infinitesimal: los granos
de arena son incontables, tan solo un artista y/o un orate intentarían inventariarlos
para mostrar, como la Santa, un imposible catálogo de imágenes o una ceremonia de
la imposibilidad de la imagen. La poética descansa en este breve lapso por el que nor-
malmente pasamos sin notar su ácida sombra. Poética de lo natural y cercano, que
sólo es excedido en cuanto se nos muestra sin disposición. Acidez e ironía comparten
raíz, pero difieren mucho en sus concreciones. Ambas muestran esta raíz de la impo-
sibilidad a lo que nos referimos: dos cosas no concuerdan, dos series no se encuen-
tran, algo no encaja. Recordemos que, para Bergson, la risa parte de una percepción
de este tipo, que encuentra la explosión nerviosa para salir de la inadecuación entre lo
mecánico y lo viviente: «Cet infléchissement de la vie dans la direction de la mécanique
est ici la vraie cause du rire». La acidez es una posición resignada sobre este mismo
hecho: es imposible que entendamos las imágenes, pero estamos condenados a crear-
las y perseguirlas, a intentar entenderlas, a entender que no las comprendemos.
Música de cámara nº 298, 1998-2004. Instalación. 12 pares de prótesis de ojos. Medidas variables (detalles)
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L.S.D., 1990. Técnica mixta. IVAM Centre del Carme, Valencia, 1995
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«Todo me parece sueño lo que veo, y que es burla, con los ojos del cuerpo», sigue con-
fesando Teresa de Ávila. Dudar es un ejercicio de estilo, una forma recta de la ironía. La
forma ortodoxa de lo irónico es un discurso que dice lo contrario de lo que quiere decir.
Lo irónico sobre lo irónico es esto: ¿no sucede esto en cualquier discurso? La burla de
los ojos del cuerpo es que no existe ninguna cosa en que posar la vista que no esté a
punto de desaparecer: esa es la lectura literal del mundo que hace, por ejemplo, Alberto
Giacometti. De nuevo, la simple definición de un imposible: invertir el mundo; no dis-
ponemos de él por la memoria, la presencia, el conocer, sino que cuando fijamos la
vista es el mundo el que nos deshace al mostrarnos como una fisura ajena, al mostrar-
nos percibidos por él. No es que forjemos el tiempo para hacernos con el mundo, rit-
mándolo, sino que es el mundo el que nos deshace al utilizar la memoria para hacernos
creer que estamos en él como posiciones privilegiadas. La memoria no nos permite
hacernos con el tiempo, sino que no es más que una estrategia del tiempo. Las imáge-
nes se escapan, entonces. El arte no es más que corresponder a esa fuga, flujo excesivo,
espacio sin localización –quizá la imagen del espejo está en la grieta, en el bisel, en el
azogue–, espacio desierto, incontable, inenarrable, innombrable, sin memoria. ¿Es esto
lo que salmodia Beckett en Compañía?: cuanto más se demora el ojo en contemplarlo,
más oscuro se vuelve... Éste es el argumento imposible de esta muestra: un suelo, un
secreto, un sueño. Dos formas que se persiguen: lo presente y lo ausente, lo que habla,
lo que esconde. No se produce desconfianza sobre el lenguaje, sino su inversión irónica,
ácida: existe desconfianza del lenguaje sobre nosotros. Tiene gracia. El arte es un dejar
hablar a las cosas, animar objetos mediante interpretaciones para que digan algo
donde toda comunicación es imposible. Disponemos los objetos, ordenados en escena-
rios diversos, en eso que llamamos formatos: lienzos, film, novela, etcétera. Pero nos
damos cuenta de que los objetos no hablan, desconfían de nosotros y de nuestro len-
guaje, no quieren entrar en el juego. El arte, bien juzgado, saca a los objetos de la repre-
sentación para mostrarnos su faz amarga y poco colaboradora. Cuidado, es el primer
paso para una obsesión. Acabaremos hablando por ellos, o ellos acabarán usurpando el
patético lugar de nuestro conocimiento. El arte se ilocaliza, al igual que la figura del
espejo, que seguimos sin saber dónde está, incluso ahora, cuando es ella la que se pre-
gunta dónde estamos nosotros. Un momento, ¿empezamos a hablar con los objetos?
¿Oímos voces? De nuevo Beckett:
...el intento de comunicar donde toda comunicación es imposible sea una mera
vulgaridad de simios, o algo terriblemente cómico, como la locura del que
mantiene una conversación con los muebles.
La marca del territorio (cómo se produce en tanto que diferencia entre un artista y
otro) posee una taumaturgia diferente. Deleuze y Guattari repiten que un filósofo es
quien ha sido capaz de elaborar un concepto. Labor patéticamente heroica, este ela-
borar un concepto como medio violento y falsario de doblar, plegando el mundo en
una de sus imágenes. La recognoscibilidad, incluso la memorabilidad y monumentali-
dad de un autor, proviene de esa faz reconocible: cuando encontramos el corazón de
un sistema podemos reproducir las anfractuosidades, derivas, caminos y curvas, erro-
res y deseos de su desarrollo. Leer a un autor más allá del amueblamiento domestica-
dor de nuestro tiempo, con la intensidad de compartir y entender su bildungsroman,
exige ejecutar un ejercicio de rastreo de esa fuente que iluminará –con intermitencias,
brillos, colores, relámpagos y apagones– toda la construcción arquitectónica del resto
de sus piezas. Filósofo o artista, en este caso, en cualquier caso alguien con la maldi-
ción de necesitar la búsqueda de un espacio desde el que plegar y rendirse al mundo,
en una curiosidad malsana, dejando huellas, siguiendo este mismo proceso de lectura:
encontramos un trayecto, un proyecto que nos alienta, que nos llama –no sabemos
por qué–, y decidimos rendir el tiempo que requiere su persecución.
Conmigo mismo, casi contra mí mismo, 1994. Performance. Galería Ginkgo, Madrid
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Cada marca, cada región de territorio, cada autor. Beckett vive en un milímetro cre-
puscular que visita con insistencia: la formación y el adormecimiento de la conscien-
cia. Morandi está pendiente de un tintineo de luz sobre unos cuerpos que quieren
desaparecer a fuerza de insistencia. En Rothko esos cuerpos han desaparecido
dejando la nebulosa de su distancia, que ha de reintegrarse al proceso de conocer.
Wols sucumbe a la poética de lo dejado estar, así como Michaux contempla la expo-
sición demasiado rápida de signos en expansión. Cada autor marca con decisión
–corta– un territorio razonable sin razón, donde habita sin techo ni suelo. El espacio
de Nacho Criado pertenece a la latencia, el trastorno y el olvido. Corresponde con
ambigua exactitud a este terreno: algo aún no fijado de donde proviene algo que no
podemos capturar. Las piezas no pueden acabarse, siempre se encuentran en pro-
greso y el artista debe intentar encontrar paradas parciales, que muestren la direc-
ción en la que se deslizan: el proceso no es un ejercicio formal, sino una obligación
con la zona en la que se serpentea constantemente. No se bordea nada, se rodea
como un hecho formal, como un devaneo sin posibilidad de éxito. La relación de los
artistas, ahora ya he incluido a los filósofos entre ellos, con los territorios no es más
que un proceso de fidelidad a una obsesión. Los orígenes de esa obsesión y de las
selecciones que conllevan son, para mi agrado, parte del proceso, pero no obligato-
riamente la parte central. De hecho, el proceso no tiene centros: es necesario enfos-
carse en él como una reconstrucción permanente, una lectura compartida, una
búsqueda que no presupone su objeto, igual que una cacería furtiva.
[…] pensé que debía hacer lo contrario y rechazar como absolutamente falso
todo aquello en que pudiera imaginar la menor duda. (Discurso del método)
Soy una cosa que piensa, es decir, que duda, afirma, niega, conoce unas pocas
cosas, ignora otras muchas, ama, odia, quiere, no quiere, y que también imagina
y siente, pues, como he observado más arriba, aunque lo que siento e imagino
acaso no sea nada fuera de mí y en sí mismo. (Meditaciones de filosofía primera).
Puede definirse el trabajo del artista, entonces, como cercano a esta obsesión, en tér-
minos patológicos, normales o, quizá sea lo más exacto, normapatológicos. Elegir una
imagen y doblar desde ella el mundo, u observar el mundo desde ese filtro. Así hemos
definido su labor hasta ahora, que sólo se diferencia de su definición patológica por
una delgada línea de grado. Obsesión es una imagen persistente, de aparición compul-
siva, inevitable, recursiva, repetida. El artista no sólo se encuentra atrapado en ella,
sino que se ha declarado fiel a su repetición en modo organizado; el artista provoca
las huellas, rastrea los pasos, se pregunta e invita a otros a acompañarle en el acecho
y regresa, siempre, con la sensación de que la tarea es imposible, el convencimiento de
que no se puede acabar o la resignación de no provocar más este proceso peligroso y
doloroso, encantándose con la sustitución domesticada de su presencia. La imagen
que no conocemos es la que nos llama, nos invita. Una provocación máxima, porque
proviene de lo entrevisto, de algo sólo atisbado que en sus depósitos parciales en las
obras, en esas huellas fijadas para poderlas ver con algo más de tiempo, sin tanta
inminencia, deja signos que hay que abrir, reconstruir e interpretar.
Entre lo real, sea lo que fuere, y su imagen establecemos un vínculo, de modo que
tendemos a desconocer la presencia de eso que denominamos existente hasta que
lo hemos atado a uno de sus síntomas mediante un proceso de identificación.
Explicamos la realidad por sus reflejos, aunque sepamos que los reflejos no tienen
profundidad, que no hay nada a este lado del espejo. La ilusión es la fuerza que ata
ambos extremos, de modo que la primera pregunta de este texto se refiere a ella.
Los sistemas de representación de un pintor, por ejemplo, son métodos de crear con-
venciones o conexiones definidas mediante un estilo. Cuando definimos un cuadro
como realista, hiperrealista, abstracto, poético, lírico, geométrico o cualquier otro
adjetivo, lo que delimitamos es la gramática de sutura entre esas dos realidades fan-
tasmales, el modo en que se pretende codificar una en otra. La crítica tranquiliza
cuando ata con imágenes lo que pudiera haber de meteco en las obras. Pero también
cabe un resquicio o una forma autoconsciente de arte, la que se coloca en el espejo
de través, procurando que coagule el tránsito o que esa transición sea conciente,
autoconsciente, objetivamente presente. Antes que seguridades transmite dudas,
antes que presencias, procesos de transformación. Es una posición incómoda, porque
puede llegar a quemar la capacidad normal de suturar el mundo y sus imágenes,
condenándonos a ver demasiado, a vivir entre formas irreales. Giacometti ha referido
en varias ocasiones este proceso de desrealización de forma enfermizamente com-
prometida. La realidad se adelgaza, queda inconexa, todo comienza a tener una voz
en eco, todo es síntoma y anuncio de una enfermedad que nunca aparece porque
pertenece a una dimensión donde el conocer debe quedar vacante. Eco.
Mi pequeña exploración es sobre esa zona que siempre ha sido dejada a un lado
por los artistas como algo inservible –como algo, por definición, incompatible
con el arte–. Creo que, hoy en día, cualquiera que preste atención a su propia
experiencia se da cuenta de que es la de alguien que no-sabe, que no-puede.
Latencia es el espacio en que vive la obra más allá de cualquiera de sus materializa-
ciones. En todas ellas. No es independiente de su materialidad, no nos confunda-
mos, está de hecho eróticamente unida a ella, pero no depende de ninguna de ellas,
sino que está fragmentada en todas sus transiciones e interpretaciones. Su régimen
es fundamentalmente aleográfico, está siempre fuera de sí, no tiene lugar y se
encuentra en el proceso de todos los lugares que biográficamente se construyen en
su entorno, en su interior, en su afuera. Existe cada vez que se produce: sueño,
materiales, pensamientos, conversaciones. Y su letargo es un espacio enorme. Quizá
de todas las obsesiones de Nacho prefiera ésta, este espacio de hacer y no hacer, en
donde las piezas existen con esa exactitud hiperreal cercana a las definiciones de
Kafka, mostrenca, indisponible, pero fiel a esa obsesión.
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Retardo
El vuelo se produce tras la caída. Éste es el síntoma del mundo. No existe confianza
entre las imágenes y sus ecos gráficos: sea en un espejo o en cualquier otro medio
mediante el cual se nos quiera hacer entender que hay una conexión entre las cosas
y sus imágenes. Las imágenes no son capaces de disponer de las cosas. Tan sólo las
tantean, prometen no exagerar su aberración, se muestran y esconden un abismo
que nos daría pánico. ¿Cual es la posición, el tamaño de algo? ¿A qué corresponde
este olor? ¿En qué modo este sueño es mío? Todas estas partes de mi cuerpo, orgáni-
cas, reflejadas por una distancia móvil ¿representan un espacio donde alguien dice
yo? Nada es lo que parece. Tras cada capa aparece otra oculta. Tras cada fragmento:
codo, barbilla, mirada, aliento, rodilla, pelo, hueco, boca, mano, nada, sombra, vaso,
botella…, un juego de indiferencias. Éstos son los síntomas del mundo: juego, mano,
ala, botella, paso, salto, pelo, mata, campo, grieta, junco, dolor, numero, muerte, som-
bra, arena, herida, cordillera, grieta, voz, identidad, cara, tiempo, memoria, infeliz,
hongo, agente, cultivo, resto, indicio, huella, marca, paso, aire, viento, vista, lejanía,
voz, disfraz, matiz. El griego symptoma procede del verbo «caer» > piptô. Como en
símbolo, nombra cosas que son arrojadas juntas, que coinciden en ese punto.
Coincidir es la tarea voluntaria del artista. Que varias cosas, los síntomas reunidos
por la obsesión, coincidan en un pliegue, que iluminen un no saber, que alumbren
una dirección que ya no pueda llamarse sentido, pero que creen prestigio, fascina-
ción, prestidigitación, juegos de manos y puntos.
Las cosas caen. Nada las soporta. El cuerpo cae como cadáver. Occiso. Ptoma. Ruina
y desecho tras el que sólo quedan sus alas. En la misma raíz de caída se forma el
soporte del vuelo: pteron > ala. Sólo tras el abismo, el vuelo. Sólo tras el vuelo sin
fondo, la subida. Tras el vuelo, la fractura.
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No es la voz que clama en el desierto (detalle), 1990. Círculo de Bellas Artes, Madrid
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. .EL TIEMPO E
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O ES INFELIZ!
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. .EL TIEMPO E
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O ES INFELIZ?
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El paisaje, es la mano.
El paisaje es la mano
y su alfiler,
y el corzo que deriva
entre los restos
destrenzados del sueño.
En las hogueras,
el paisaje es el resto
del neón de noviembre.
Su oquedad.
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Por el hueco
pasaron las hormigas.
Por el estigma abierto
de la palma,
las hormigas azules,
caravana
detenida de ausencia.
Entre la forma
y el recuerdo del mar
y por sus calles,
avenida sin fruto,
-entre el oscuro
ruido del cordel-
la coagulada
formación, negra sangre,
el azabache
inquieto de la sombra.
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De nuevo en el umbral,
círculo abierto,
doble signo, silencio,
la mirada tendida tras de sí,
hacia la forma
que replica su filo,
ante la puerta.
Monosabios, 1980
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1943 1977
AN
1887 1977
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Identidad, 1976
[no existe]
Es el título encontrado de forma azarosa para este proyecto, que trata de relacio-
nar tres propuestas, autónomas e independientes entre sí.
No se trata, pues, de una exposición al uso, de ahí el título, sino de someter dichas
propuestas a una conjunción ocasional.
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1. Incisiones en el discurso, trata la corrección de un discurso político presentada en forma polifónica para un núme-
ro de voces no determinado.
2. Pasaje en picis, es el proyecto para una instalación desde la reflixión personal y artística a lo largo de los años 70.
Pesentada de forma muy esquemática en el año 83. Sus formatos definitivos serán el videográfico y el de narración
oral.
3. Tumulario es una variación de Septiembre de 1954. Reconstruye una pesadilla repetida con frecuencia durante el
padecimiento de unas fiebres tifoideas.
4. Escalera y Carrera 6, son dos acciones en torno a la memoria realizadas en un espacio ruinoso, a partir de un obje-
to y un espacio, a petición de Miguel Copón.
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Tumulario, 2006
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Escalera, 2006
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Carrera 6, 2006
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Monosabios, extraidos de la obra Por qué no? Besale el culo al mono, de 1980, es una performance realizada en la inau-
guración por Steve Galache, Angela Boj, Angela Villar, Victor Duque, Jose Carretero, Daniel Villar y Margarita Manzano
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[no existe]