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ocos platos dividen como los caracoles. O se adoran o se detestan.

Comida de
pobres o delicatessen como la trufa o el foie gras. Este pequeño gasterópodo
alcanza la velocidad máxima de 4 metros por minuto, pero su rastro brillante
sigue la evolución de los humanos desde el descubrimiento del fuego.

Desde la prehistoria hasta la Edad Media

En las cuevas prehistóricas se han encontrado cúmulos de conchas perfectamente


limpias. Los caracoles eran una presa mucho más fácil de capturar que un
mamut. Desde entonces nunca dejamos de comerlos, a pesar de su inestable
fortuna como género gastronómico. Han oscilado entre alimento de rara
delicadeza y plato para burdos, comida impura (lo dicta Moisés en la Biblia) y
recurso para médicos y pacientes.
Prelibados y afrodisíacos para los griegos, los caracoles fueron muy apreciados
también por los romanos. Cuatro recetas aparecen en el célebre ‘De re
coquinaria’ de Apicio, quien solía purgar los animales en la leche durante varios
días antes de cocinarlos, fritos o asados, y servirlos con varias salsas, como el
omnipresente garum.

Durante las guerras entre César y Pompeyo, los caracoles recogidos en los
jardines o en el campo ya no eran suficientes para satisfacer la demanda. Plinio el
Joven, en su ‘Naturalis Historia’, describió los primeros criaderos, concebidos
por Fulvio Lippino, considerado el fundador de la helicicultura.

Prelibados y afrodisíacos para los griegos, los

caracoles fueron muy apreciados también por los

romanos

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