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Museo Actas Pocas ocasiones se presentan tan oportunas como ésta que nos retine hoy para recordar que El Museo | ¢!musee se ha convertido, en fs ttimas déca- das, en una institucién nuclear de la cultura, en a la Intemperie un lugar de excelencia que gravita con una ‘Museo N* 5,2000: 11-24 Maria BOLANOS poderosa intensidad, no sdlo sobre la vida pébli- a, sino sobre la experiencia privada de los indi- vViduos, desbordando ese Ambito de especialistas en el que habia estado confinado hasta hace no mucho tiempo. Nunca habia sido tan importan- te, nunca habia alcanzado una presencia tan cobsesiva, nunca habia sido tan visitado, explicado © discutido; el universo del museo se ha revela~ do asi, en este final de siglo, como una necesidad colectivamente sentida y reclamade, como una encrucijada simbélica de interrogaciones, dese- 0, intereses y hasta de fantasmas. Parece como si, relegando a un segundo término esa parte tristemente nostélgica a la que parecia destina- do, hubiese redescubierto la pasién intelectual que se oculta detrés de sus colecciones; come si hubiese dejado de ser un almacén de cosas ya sabidas, e] depésito de memorias antiquisimas o més recientes, revelindose con una nueva capa cidad para hablar el idioma de la época. Como si, en definitiva, fuese el invento moderno que mejor nos permite comprender lo que sucede en el ser mismo de la contemporaneidad. Pero, si volvemos la vista sobre la historia reciente, recordaremos que este feliz triunfo del presente nace, en realidad, de una crisis tan honda y radical que puso al museo a las puertas de la muerte definitiva, cuando en pleno auge Museo El Museo a la Intemperie de la contestacién de los afios sesenta, en los dias dlgidos de la protesta sesentayochista —si congelamos esa crisis en una imagen fija—, se vio desahuciado sin remedio y abocado 2 una inminente liquidacion. Artistas, universitarios, especialistas, historiadores y aficionados cues- tionaban su capacidad para hacerse compren- der, su finalidad social y su proyeccién publica; su funcionamiento interno y su legitimidad his- térica, su autenticidad y hasta la necesidad misma de su existencia. Se sospechaba de él como un detestable aparato de poder, como un instrumento al servicio del sistema y del mer- cado. Lo que hasta entonces habian sido peque- fios sobresaltos, crisis de crecimiento, ahora alcanzaba una nueva dimensién, pues lo que se negaba era la que hasta entonces habia sido considerada su cualidad mds incuestionable: su valor de memoria, su capacidad para represen- tar Ia historia. Es de esta muerte y del museo que surgié de sus cenizas, de las exigencias inte- lectuales que impuso su resurreccién, de las formas museoldgicas que adopt ese recién nacido y del contexto histérico que lo arropé, del modo en que las ideas artisticas de los ulti- mos treinta afios han modelado la presente concepcién del museo de lo que me propongo hablar hey aqui. Hay que advertir, sin embargo, que esta cri- sis, con ser tan dréstica, es consustancial 2 su propia historia: el museo siempre ha reflejado con una extrema sensibilidad los momentos més convulsos de la modernidad. Permitaseme 2 un breve paréntesis para recordar que su mismo nacimiento tiene su origen en la deses- tabilizacién social que acompafié a la caida del Antiguo Régimen, que su cuna, por asi decir, fue- ron las barricadas revolucionarias. Fraguado al calor de [a filosofia de las Luces, nacido en medio de las revueltas politics que llevan al poder a la burguesta liberal, efecto del golpe desamortizador, el museo habla sido una de las conquistas més preciadas del jacobinismo revo- tucionario, el botin de tesoros y joyas arrebata- do al oscurantismo, a los privilegios feudales y la reaccién. Conceptualmente hablando, pues, son hijos del desorden, la violencia revoluciona- ria y la guerra social '.Y desde entonces habfan constituido la primera piedra de una religion laica, una religién de la cultura humana, cuyo culto las sociedades modernas no hemos deja~ do de celebrar a {a largo de doscientos afios. Desde entonces, el museo se constituyé como un pilar insustituible del saber, indispen- sable en el conocimiento del pasado y, particu- larmente, en el més firme apoyo en la constitue cién de la historia del arte: era él el que asigna- ba a cada obra un lugar en el devenir, fa inscri- bfa en un antes y un después, la eslabonaba en una larga cadena de autores, estilos y escuelas unidos férreamente a la continuidad de los siglos.Y hasta su forma idénea de presentacién, la galeria, traducia espacialmente esta linealidad de la flecha temporal, donde los hombres modernes podian rumiar su propio pasado y recorrer a placer el curso de la historia. En el Museo Actas museo positivista, la comprensién intelectual de la historia se vuelve el ejerci El visitante recorre el eje longitudinal del edifi- io fisico del paseo. cio, que le lleva, a la vez, de siglo en siglo en una itinerancia que es simultdneamente, la del trén- sito por un corredor y el viaje metaférico a tra vés de la historia, Asi,el museo de la racionali- dad moderna se ofrece como un espacio de demostracién: fija las fuentes, prueba las filiacio- nes, establece una causalidad de precursores, de maestros y discipulos, de pioneros epigonos. Metédico y exhaustivo, sediento de regularidad, fascinado por la claridad que emana del orden, hace del encuadramiento en un sistema un principio irrenunciable y su razén de ser: divide, jerarquiza, clasifica, cataloga, archiva. Y saborea su organizada vida imponiéndose un encierro en disciplinas separadas: sdlo_ pintores, sélo relojes, s6lo vida rural, s6lo artes menores, s6lo boténica, sélo antigliedades. Pero si esta idea de museo habia dormido tranquilamente toda la centuria decimonénica, el alba de! siglo XX se iba a despertar con un incémodo malestar —trasunto del «malestar en la cultura» denunciado por Freud—, con una pregunta sobre el en-sf del museo, sobre su condicién de santuario del Saber. Desde diver- sos frentes una creciente ofensiva le reprocha- ba su museografia obsoleta, su vision intocable y eternizante de la historia, su mania acumula- tiva y su ceguera a la hora de dar a conocer el arte vivo. El mejor diagnéstico fue el que ofre- cié el poeta Paul Valéry en un inteligente y bri- B llante articulo de 1924, donde se hacia eco de esta aversién, y llamaba la atencién sobre las contradicciones a lo largo de todo un siglo de museomania, de crecimiento selvatico y acumu- lative. Valéry confesaba el desasosiego que padecia en esos lugares heladores y hostiles, contrarios a todo placer y concebidos autori: tariamente, donde, nada més ingresar en el ves- tibulo, una mano, decia, te arrebata el bastén mientras un cartel te prohibe fumar, hablar en voz alta, acercarte a las obras, como para hacer valer, por encima de cualquier otra impresién, esa naturaleza coercitiva. ‘Aun mas le preocupaba el caos que reinaba en sus salas, la mezcla inexplicable, esa vecindad insensata de visiones muertas, que obliga al visi- tante a renquear de una pared a otra de la sala como el borracho que se tambalea entre mos- tradores. Valéry se daba cuenta de hasta qué punto el museo habia terminado por ser un lugar de buen tono, de superioridad social, pero, a cambio, una institucién sin vida que nos aplasta con su grandeza inhumana. En efecto, los museos nos vuelven superficiales. O, todavia peor, eruditos. Con Valéry la cultura del siglo XX empieza a librar una sorda batalla contra uno de los pilares del saber decimonénico, fa erudicién, el saber positivista y acumulativo. Y es que en materia artistica —empiezan muchos a clamar—, el saber erudito es el més lamenta- ble de los vicios: sélo se interesa por los deta- lles, ilumina lo menos delicado, sustituye la maravilla por el memorismo. El museo positivo Museo EI Museo a la internperie resumia Valéry, supone la victoria del documen- to sobre Venus, el triunfo del harén sobre el verdadero amor *, La critica de Valéry expresa muy bien el espiritu de una vanguardia estragada de saber académico, de dogmatismo museal, de la tradi- cién entendida como un valor intocable y supe- rior y que, con un empuje arrollador, se propo- ne liberar a Europa de su «fétida gangrena de profesores, arquedlogos, cicerones y anticua- rios». Para estos jévenes del XX, no hay legado que valga la pena guardar, ni experiencia que merezca conservarse. El arte ha dejado de entenderse como la busqueda de la perfeccién absoluta, como la suma de todos los esfuerzos, de todas las tradiciones. El museo como sucede on las iglesias, sean de la naturaleza que sean, es un lugar de desmovilizacién. Este anatema fue incansablemente repetido por todos los miembros de la vanguardia. Marinetti, con su retérica futurista —bien expli- cable en un pais donde el peso de la tradicién artistica resultaba agobiante para la energie incendiaria de los jévenes artistas italianos- expone en crudo un sentimiento cada vez mas extendido entre las minorias cultivadas, que va a condicionar en lo sucesivo la mirada sobre el museo. «jMuseos, cementerios! Idénticos, real- mente, en su siniestro amontonamiento de cuerpos que se desconocen entre si. Dormitorios puiblicos, donde se descansa para siempre, espalda contra espalda, con seres a los que se odia 0 a los que se ignora ... Que haga- mos una visita anual, como quien va a ver a sus muertos... De acuerdo. Que depositemos una vez al afio flores a los pies de la Gioconda, pode- mos aceptarlo. Pero, que vayamos a pasear a diario por los museos nuestras tristezas, nues- tra frégil cobardfa, nuestra intimo desasosiego, es0 es inadmisiblen °, Sin embargo, y es aqui donde se establece una sensible diferencia con la crisis de los afios setenta, a la que me referiré a continuacién, esta ofensiva sélo denunciaba la inadecuacién clamorosa entre los nuevos tiempos y el museo heredado del siglo anterior, su retraso para hacerse eco de la creacién contempordnea. Pero no renuncia a su necesidad, porque ni siquiera los més radicales dejaron de mirar de reojo a la institucién como tal. Y esto no sélo por el enorme interés que se desperté entre muchos vanguardistas por los museos etnogré- ficos, sino sobre todo en un sentido mas gene- ral, en tanto que su creacién est pensada para el museo, abocada a él, como ya habia hecho ver el sensato Cézanne, cuando asegurab: algunos piensan que hay que quemar el Louvre: y tienen raz6n, pero no hay que hacerlo». Y efectivamente, aunque la modernidad artistica combata su dogmatismo y la sacraliza- cién del pasado, al mismo tiempo exige la exis- tencia del museo pues es su espacio de didlogo con Ia historia del arte. Dicho en otros térmi- nos, la vanguardia se mide constantemente con las restantes obras maestras de la tradicién — sean clisicas © modernas, sea para adoptarla o Museo Actas negarla— y nunca renuncia a orientarse en la historia y a tomar como pardmetro de su inspi- racién la institucién reconocida de la pintura, eso si, entendida como un arsenal de fragmen- tos, lo que permite a Kandinsky aprender a «pintar el tiempo» gracias a los Rembrandt del Ermitage, a Picasso apropiarse de los desnudos del Bafio Turco visto en el Louvre y a Jackson Pollock inspirar sus flameantes pinceladas en las, visiones toledanas de El Greco que descubrid en el Metropolitan Museum de Nueva York. Pero cerremos el paréntesis y volvamos sobre nuestro tema de hoy, porque el golpe de muerte que se asesta contra el museo, desde finales de los afios sesenta y en la década siguiente, traspasa un nuevo umbral, en un deli- cado momento histérico, en el que se perfila un nuevo orden internacional surgido del capitalis- mo triunfante, de la fuerza con que la légica industrial empapa las relaciones entre los hom- bres, y mediatiza la vida social, la cultura y el ocio. Al hilo, pues, de la muerte del museo se advierten cadéveres de mayor envergadura, terremotos mentales profundos, que socavan los modos de pensar, las costumbres, la crea- cién artistica y los valores hasta ahora incues- tionables, poniendo sobre la mesa una radical negacién a aceptar el orden establecido, el dis- curso autoritario de las instituciones culturales. Esta guerra contra lo que entonces se lla- maba ef sistema se llevaba por delante al museo, pero desde luego arrasaba al arte mismo como institucién, en un combate que empezé a hacer su silenciosa tarea de socavamiento a comien- zos de loa afios sesenta, en los assemblages de Rauschenberg que, al mezclar sin respeto reproducciones de Rubens con fotografias de la NASA, denunciaba con ironfa la estructura de exclusién sobre la que reposa el museo. En el contexto de la revuelta contracultural, los artis tas empezaron a huir de los museos tomando jativas que quedaban resumidas en esa con- signa parisina que tan bien resumia el ambiente del momento: «llevemos la Gioconda al metro» y que fue més o menos adoptada por todas las corrientes que se sucedieron en esa década prodigiosa, desde el pop art al arte conceptual, pasando por Fluxus, el arte povera, el fotorrealis- mo o los minimialistas. A semejanza de los actores que abandona- ron los teatros, de los estudiantes que renega- ron de las aulas o de los locos que huyeron de los manicomios, los artistas también desertaron del museo, ansiosos por insertarse en el ritmo real de la vida e implicar a un publico renovado y més vasto: conquistan la calle, trabajan en el desierto, en los espacios industriales de las mérgenes de las ciudades, exponen en fabricas, instalan su estudio en un almacén, en escuelas abandonadas en talleres de automéviles. Un abismo histérico, pues, se habfa abierto entre el arte, o el antiarte, y el museo, hasta hacer inso- portable su misma mencién, porque las pro- puestas artisticas,a las que casi no podemos lla~ mar obras, negaban conceptualmente las con- venciones del arte instituido: bien porque eran Museo Bi Museo a la Intemperie efimeras (como el muro pintado por Sol Lewitt en la galeria Paula Cooper), o bien porque care- cian de una materialidad visible o estaben en el limite de la disolucién (como la fina capa de polvo metilico que Richard Long dejé en la galerfa Yvon Lambert), o porque implicaban pro- cesos vivos (como los caballos que Kounellis ‘exhibié en L’Attico) © porque no eran transpor- tables, al formar parte del cuerpo mismo del artista, o porque eran tan gigantescas que exce- dian fisicamente la escala canénica de las obras que caben en los museos (como la Spiral Jetty de Smithson). Mientras duraba esta revuelta, parecié que los dias de! museo estaban contados. No era capaz de dar acogida a estas nuevas formas de expresién. No se trataba s6lo de que las obras ho tuviesen suficiente mérito como para ser legitimadas por la institucién, y traspasar asi el umbral de la consagracién histérica: es que la gente no las veia, fisicamente, y el piblico se quedaba ciego ante la opacidad de su presenta- cién: junos caballos trotando por una sala de Roma? jun muro de una galeria neoyorquina con unas rayitas hechas con regla y lépiz? guna fina capa de polvo en ef suelo? «Ah, nol, decia el reputado critico de arte William Rubin, el concepto de museo no es infinitamente exten- siblen. Efectivamente, no se puede colgar un acontecimiento. Porque no eran obras de arte sino «modos de estar», como trataba de for- mular esa hoy célebre exposicién, When attitu- des becomes form presentada por Szeemann en Berna, en plena revueltz, en 1969. La crisis alcanzé en ocasiones la dimensién de un sabo- taje contra el museo, como el ejercido en 1969 por un numeroso grupo de artistas americanos, agrupados en la Art Workers Coalition (AWC), que desplegaron una violenta actividad guerri llera contra el Moma neoyorkino, el museo mas comprometido con la difusién de la moderni dad, que incluy ocupaciones por la fuerza de ‘su vestibulo, y performances, como un provoca- dor «bafio de sangren —alusiva a la paralela crueldad de las matanzas de My Lai en Vietnam—, 0 la lamada para la inmediata revo- cacién de todos los Rockefellers de! patronato del Moma, todo ello con el fin de denunciar la com- plicidad del museo con el sexismo, la exclusion racial y la guerra imperialista *, Sin embargo, estas expresiones de nihilismo museal terminarén por producir, en la década de los ochenta, y en medio de una nueva convul- sién mental, podriamos casi decir, desconcertan- te, esa resurreccién del museo de la que hoy seguimos disfrutando. En este nuevo escenario conviene tener en cuenta la emergencia de tres hechos «reales» que confluyen en la redefinicion del museo del fin de siglo y que atin a costa de su enunciacién lapidaria y algo esquematica con- viene mencionar, porque dan el verdadero alcan- ce del cambio verificado. Un cambio que empe- 6 en los museos de arte contempordneo, pero que terminé por extenderse a todos los demés, alterando profundamente los fundamentos museolégicos de nuestro tiempo. Museo El primero de ellos, tiene un origen politico, porque deriva de la irrupcién, en el corazén mismo de la civilizacién blanca, de poblaciones y culturas procedentes de los continentes recién descolonizades en fa década de los sesenta y de los consiguientes movimientos migratorios —hindies y caribefios en Ingla- terra, turcos y europeos del Este en Alemani magrebies en Francia, hispanos, negros y orien- tales en Estados Unidos—. Estas gentes extra- fias irrumpen en las metrépolis con sus visiones del mundo otras, con sus lenguajes remotos incomprensibles, quebrando el monopolio europeo en la interpretacién de la historia y la- mando a abandonar la ejemplaridad del modelo occidental. Los excluidos, los desplazados, los mudos, los que nunca habian hecho historia, toman la palabra imponiendo «otros» modos de valor, otros cdnones estéticos, otras formas de verdad, que sacuden al viejo Occidente por las solapas, haciéndole consciente de su natura- feza mortal y relativa, EI segundo de los fenémenos, igualmente invasivo, es el enorme poder intelectual adqui- rido por los recursos informativos en las ulti- mas décadas. Su implantacién grandiosa, pero al tiempo ambigua y casi ilusoria, no supone sélo una expansi6n cuantitativa, sino que genera una nueva homogeneidad, una coreografia plana y uniforme, donde todo termina por convertirse en materia informativa, y donde las ideas, las modas y las valores, la teoria politica y la refle- xin estética, son sometidos a claves facilmente reconocibles, a pseudonormas filoséficas y estéticas, a tépicos de consenso reinventados, demagégicos y vendibles, que introducen una desconcertante opacidad en les relaciones de los individuos con la cultura. Aqui se manifiesta esa «debilidad de la verdad» tan deplorada por algunos tedricos del fin de siglo. La circulacién rapidisima de modelos y de imagenes, la capaci- dad de la informacién audiovisual para engullir cualquier iscurso, por muy marginal o hetero- doxo que resulte, produce nuevas formas de falsificacién cultural, que atraviesan las fronteras con mayor eficacia que los viejos ejércitos colo- niales, e imponen una nueva centralidad, ahora virtual y teledirigida. Asi, se ha ido ahondando cada vez més la division entre fa cultura real y su imagen medidtica, entre lo verdadero y Ia fic in, pues detras de cada imagen ya hay otra imagen, atin més inconsistente °. El dltimo de los hechos es lo que alguien ha llamado el arescate estético de la existencian, una explosién estetizante estrechamente aso- ciada a las practicas del consumo, 2 los com- portamientos de las masas urbanas y a la légica de la produccién comercial: el «ornamenton invade las relaciones con los objetos, la expe- riencia humana, los intercambios simbélicos y las aspiraciones més nimias; se convierte en un espectéculo de la superabundancia. Pero, el triunfo de la estética deriva, asimismo, de cierta incapacidad de la moral para ofrecer respuestas en un mundo de incertidumbres. El arte asume, en buena medida, el papel de la filosofia, y deja Museo El Museo a la Intemperie de ser un momento segregado de lo cotidiano, «el domingo de la vida», para convertirse en un Ambito preferente de pensamiento e interroga- cién, en una esfera no desgastada de reencuen- tro con los mitos. Estos tres fenémenos que presiden la cul- tura de los afios ochenta han condicionado seriamente nuestra vision del fin de siglo, que ha dimitido, con cierto sentimiento de decep- cién, de las utopias radicales de fos afios de fa contestacién y la contracultura, que han sido abandonadas como proyecto politico y como lenguaje, aunque es también cierto que han permanecide como un sustrato inolvidable, como una experiencia irrenunciable de varias generaciones.Y un remansamiento ideolégico, un nuevo escepticismo, individualista y en buena medida conservador, han dado cuerpo a toda una serie de reevaluaciones teéricas, hasta determinar una nueva identidad cultural. Conviene no desdefiar este asunto que ha aleanzado la dimensién de una ruptura histéri- ca, hasta presentarse como una «enmienda a la totalidad» que Octidente se hace a si mismo, deteniendo por un momento la rutina de la historia y parindose a observar sus propias grietas, sus sombras. Hay algo de distinto y novedoso en esta reevaluacién, que no es «nueva como siempre, sino nuevamente nuevay,* porque representa la quiebra de un gran pacto histérico, del consenso en torno a los ideales de la modernidad. Las sociedades tardoindustriales desisten del proyecto ilustra- do que habian asumido hace casi doscientos afios —libertad, progreso, paz, universalizacién educativa, racionalizacién de la vida piblica—, y lo que es més importante, reniegan de su fe en la historia como instrumento de compren- sién. Tanto esfuerzo modernizador, tantos sacrificies, tantas conquistas civilizatorias para tert nar comprendiendo, a la postre, que la libertad es el envés del imperialismo, que el progreso esconde explotacién, que la paz exige la muerte de los otros, que los ideales estéti- os son la cara visible de una censura. Tal «cri- sis de identidad» —difundida bajo una marca publicitaria de gran éxito, la llamada postmoder- nidad, un termine equiveco a medio camino entre el famento y la nostalgia, que traduce cierto sentimiento de «despedida»—, ha colo- cado a este final de siglo en una rara posicin de «ulterioridad» con respecto a s{ mismo 7. Europa comprende que es mortal, y se siente irresuelta y dudosa; abandona sus viejas certe- zas y su optimismo, su sentido metafisico del arte, mientras va ganando terreno una cultura hostil 2 toda utopia, que sélo se siente en con- diciones de garantizar un saber hecho de ver- dades débiles, no esenciales, sino ligeras y mas temperadas, y,lo que es mas decisivo, resignada a no poder elaborar una auténtica e imparcial comprension de la historia. Estas nuevas condiciones ideolégicas y vita- les han actuado poderosamente sobre las artes, sobre su forma de darse en los Ultimos treinta afios y, por extensién, del museo. Adaptindose Museo a la complicada situaci histori institucién, masificacion de la estética—, cons- ciente de a imposibilidad de mantener el in —reevaluacién de la ofensiva mediatica, crisis del arte como. modelo tradicional, iba a revelarse con una for- midable capacidad para responder a la contes- tacién més radical, las exigencias museolégicas de las nuevas practicas artisticas, al nuevo perfil de la figura del conservador, del que se requie- re no sélo un saber experto, sino también sen- sible, no sélo un dominio técnico, sino una posi- cién moral Asi, aunque inicialmente las experiencias més audaces corrieron a cargo, como hemos visto, de las galerias privadas, la vieja institucion emprendié la reconciliacién y fue recobrando desde mediados de los setenta y abrumadora- mente en los ochenta su protagonismo y su monopolio en la difusién del arte, por muy irreductible que éste pareciese a una conside- racién museal —asi, e! Moca de Los Angeles compré una obra tan inmuseable como Double Negative, formada por varias toneladas de tie rra desplazadas por Helzer en el desierto de Nevada—, cerrando asf un periodo de incerti- dumbres, de errores y experimentos. Nunca la creacién de museos, de centros artisticos y de galerias de arte ha conocido la vitalidad de estos iiltimos veinte afios, eso por no hablar de la eclosién de exposiciones, que se han con- vertido en el modo de aparicién privilegiada del arte ~y no sélo en las Kunsthalle—, conta- minando con su discurso a los museos y sus 9 colecciones estables, muchos de los cuales han abandonado fa presentacién permanente de sus fondos y les someten a una reevaluacién incesante, de acuerdo con una préctica iniciada por os museos anglosajones, de la Tate Gallery al Moma *.Y al final, en medio de tanta meta- morfosis y confusién, asumiendo el estado resi- dual de la cultura, su voluntad efimera, periféri- ca y contradictorla, el museo se ha hecho cargo del desarraigo, desfondamiento y preca- iedad de los nuevas tiempos y les ha ofrecido sus paredes para enunciarse. Para ello, insistimos, ha debido amoldarse al espiritu de los nuevos tiempos. De antemano ha renunciado al historicismo lineal de! museo moderno,a su afin por encadenar una sucesin ordenada de estilos o de ismos —el renaci- miento, el manierismo, el barroco; o bien: el cubismo, la abstraccién, los surrealistas—. Nadie acepta su arrogancia histérica, su ilusa pretensién de hacernos revivir idealmente el pasado, de ver la marcha gradual de la historia, como si fuese una sucesién lineal ¢ irreversible a lo largo de los siglos, en una cronologia tota- lizante y exhaustiva. A cambio, se ha impuesto una «epistemologia de la descontextualiza- cién», que favorece las interpretaciones cruza- das, los paralelismos espaciales —que tan exce- lentes resultados ha dado en lz serie de grandes muestras del Centro Pompidou, Paris-Berlin 0 Paris-Mosci— . Esta naturalidad con que son recibidas las conexiones fragmentarias, hace posible exponer en un centro de arte contem- Museo El Museo a la Internperie Poréneo una coleccién de arte ciclidico © per- mite que las piedras totémicas de Ulrich Riickriem convivan apaciblemente con el busto de Nefertiti, como en el Museo Egipcio de Berlin, Tal museologfa ahistérica ha sido esplén- didamente puesta en juego en las exposiciones de Harald Szeemann, en las que prescinde del continuum temporal, en favor de una «poé de la exposicion» de gran intensidad — como se revela en EI triunfo del materialismo 0 enSuiza Visionaria— en la que la mezcla de autores, pon- gamos Brueghel y Beuys, esta sometida a una logica interna no dogmética, que permite a la obra conservar su espacio de libertad sin obli- geria a ilustrar nada, pero forzando al especta- dor a una «interactividady, que sin necesidad de manipulaciones ni aparatos, dispara su imagina- cién. Este nuevo modo de entender el museo basado en el intercambio de jos saberes, en la transversalidad de las disciplinas ha tenido efec- tos refrescantes sobre algunas centros que arrastraban una vida tediosa y polvorienta, que ofrecen visiones inéditas de sus colecciones y captan con ello publicos nuevos. Asi, el Museo de Artes Decorativas de Viena ha encargado el disefio de sus salas a grandes artistas contem- poraneos mientras el Louvre invita periédica- mente a una figura relevante pero ajena al mundo del arte para que organice una exposi- cién con los fondos del gabinete de grabados de acuerdo con un tema elegido por él mismo, como hizo recientemente Derrida con la ceguera en sus Mémoires d'aveugle. 20 Asimismo, el museo ha renunciado al viejo enclaustrafniento que le separaba en especiali- dades —arte clésico o arte contempordneo, antropologia o ciencia, pintura o antigtieda- des—, olvidando sus prevenciones contra el contagio disciplinar e inventando una «museo- logia de la contaminacién» que ha amparado fascinantes experimentos hermenetiticos, como el desarrollado en el CAPC de Burdeos, uno de los centros europeos més interesantes bajo la direccién de Froment, que se inauguré en 1984 con una evocacién del mundo personal de un gran pensador bordelés, Montaigne, cuya tole- rancia y cosmopolitismo querfan ser el hori- zonte moral del nuevo museo,y en la que la edi cién original de los Ensayos del autor convivia con los grafismos de grandes lienzos de ‘Twombly, iniciando asi una serie de exposicio- hes que panian en juego la relacién pintura / escritura, con resultados sugerentes y muy rigu- rosos. Mas recientemente, en 1996, en esa misma linea, una gran exposicién en el Beaubourg de Paris reunfa obras del siglo XX en torno a un atipico concepto artistico inspirado por la literatura de Bataille, Lo informe, que atra~ viesa diagonalmente toda una serie de propues- ‘tas que nunca habian sido conectadas bajo esta arriesgada lectura y que ofrecia una visi6n insé- lita pero muy coherente de ciertos problemas del arte contemporéneo que hasta entonces hhablan permanecido ignorados.Y es que ésta es la naturaleza del museo de fin de siglo donde no se ofrecen sino instantes desligados, descu- Museo brimientos parciales, interpretaciones provisio- nales: no tanto todo Van Gogh, por referirnos a una serie de exposiciones muy recientes, sino su relectura de la pintura de Millet, 0 su amis- tad con el melancdlico doctor Gachet o la som- bra tutelar de su hermano Theo. Porque el museo no desea tanto ofrecernos la verdad como el placer. No nos invita a un siempre eter- nizado sino a un ahora mismo sin continuidad. Renuncia a las demostraciones y nos lanza a la intemperie de nuestras propias dudas. Y como no podia ser menos en una época de auge de la interpretacién y del relativismo cultural, de defensa del juicio individual y des- confianza de las consignas preestablecidas, ha otorgado una prioridad desconocida haci cuestiones del «efecto» de la obra de arte, de las condiciones en que se ofrece a la compren- si6n, de su recepcién por el espectador. Cambia asi, la naturaleza del espectador, que ha dejado de sar el observador integro y cartesiano, que comprende las obras porque las conoce de fas antemano, y se convierte en un contemplador inmerso en la vivencia del momento, en la inten- sidad de la experiencia estética; un espectador con més cuerpo que alma, implicado en un punto de vista, «con un delante y un detrés», atrapado en el horizonte de su percepcién *. El visitante interactivo abandona su antigua pasi- vidad pensante, su comprensién introspectiva, en beneficio de la excitacién sensorial, de la ple- nitud corporal —que ha generado, en algin caso, una gramética sensorial al servicio de una 2 «museografia de la sugestién», como se practi- ca en ciertos museos etnogréficos y hasta un repertorio de olores para uso de conservado- res, editado, como no podia ser menos, por un enélogo francés "—, Surge entonces un espec- tador-convertide-en-percepcién-pura, que re- crea para si la experiencia mediante formulas de simulacién del hecho cientifico o de le reconstruccién histérica, mas © menos razona- bles (como en la exposicién de 1999 del Museo Arqueolégico de Napoles sobre La vida cotidlic- ia en Pompeya) pero a veces de una desespe- rante banalidad, y donde no siempre el ver 0 el tocar son una garantia de la claridad de la com- prensién '°. Pues el Ambito de las comunicaciones ha revolucionado {a funcién educativa del museo que, tras ser la base de su consolidacién desde los afios veinte y de su proyeccién publica, se ha visto totalmente sobrepasada por la democrat. zacién informativa y por la agilidad de las redes medidticas. Gracias al poder omnimodo de cier~ tas industrias culturales, de fa edicién y la pren- sa audiovisual, gracias a la posibilidad de fabricar productos de cultura mediante procedimientos y escalas industriales y a las facilidades de acce- so 2 los bienes cufturales que incluye a amplios sectores sociales hasta entonces inatendidos, la cultura ha abandonado su viejo confinamiento y su difusién minoritaria, liquidando, quiz sélo en apariencia, el viejo antagonismo entre minorias cultas y muchedumbre ignorante, en beneficio de una generalizacién de lo artistic, cuyo Maseo Ei) Museo a la Intemperie terreno de influencia se ha ensanchado hasta hacerse tan extenso como el mismo mercado. En el peor de los casos, este universo mediati- co suplanta la vocacion ensefiante de los muse- os por el especticulo «dysneificanten de los medios audiovisuales y por estrategias de simu- lacién, como sucede en algunos museos cienti- ficos que se aprovechan de la mediacién iluso- ria de lo tecnoldgico, con un éxito que no siempre se compadece con el escaso rigor de sus planteamientos, a veces realmente pernicio- sos en su confusion entre informacién y saber, en la defensa del aprendizaje sin esfuerzo y del ocio pseudocreativo y en definitiva, en una infantilizacién de las emociones fuertes». Por iiltimo, y como efecto de la explosion del campo estético y de las practicas del mes- tizaje cultural, se ha producido un ensancha- miento enorme del repertorio de lo museifica- ble, porque las artes han acogido bajo su para- guas a todo tipo de expresiones antes conside- radas marginales, integrando en la mirada arti tica bellezas plurales y antagénicas, proceden- tes de otras culturas o de subculturas margi- nales de la propia sociedad occidental, que abarcan objetos del comercio urbano, tradicio- nes de minorias tnicas, productos kitsch, uten= silios de disefio fabricados en serie, productos de la contracultura. De manera que la ambicion enciclopédica y momificante del museo moder- no se ha visto depasada por un postenciclope- dismo, cadtico pero atin més abarcador. Nada, ni siquiera la vulgaridad més detestable, ni ain 22 Ja violencia més insostenible —como esa escan- dalosa exposicién del Museo de Brooklyn que ha provocado la intervencién censora del alcalde de Nueva York—, queda excluido de esta esté- tica de la contaminacién, donde conviven, la publicidad y el pastiche, el matadero y el video- clip, el alto saber y la diversion, lo cocido y lo crudo, en un sistema que revaloriza la apropia~ cién de cualquier objeto, la descontextualiza- cién de su cometida y la desnaturalizacién de su significado. Cabria entonces, y como conclusi6n, salir aqui al encuentro de las palabras pronunciadas por el escritor y dibujante Ginter Grass la semana pasada en su discurso de agradecimien- to por el premio recibido en Espafia. El habla de literatura, pero sus palabras pueden entenderse también come un reflexién general sobre la cul- tura de este fin de siglo y, por extensién, sobre el papel que corresponde a los museos: «una buena parte de la literatura de la que soy capaz surge de las pérdidas. Cuando los sistemas se estrellan contra su propia historia, cuando junto a la libertad llega la miseria y se afiaden las ole- adas de refugiados de Ia més reciente emigra- cién de los pueblos, cuando el gremio de los historiadores, cansados de pelearse por notas a pie de pagina, se extravia en la incertidumbre de la posthistoria, la Literatura se cotiza alto. Vive de las crisis. Florece entre los escombros. Escucha el ruidito de ta carcoma. Su funcién es profanar cadaveres. Por un precio, o por nada, vela a los difuntos.Y cuenta a los supervivientes, Museo Actas siempre de nuevo, las viejas historias». Es pro- bable que este «siempre de nuevo» que nos promete la literatura sea también un buen pro- grama para los museos del nuevo siglo, recono- ciando las tensiones del presente y abrigndose a los vendavales del futuro; haciendo suya, en suma, esa pluralidad de mundos diversos, ese vértigo de valoraciones distintas de fa belleza, de cdnones heterogéneos que coexisten babé licamente, y que son hoy el signo de nuestro tiempo. Maria Bolafios 23 Notas (1) POULOT. Dominique, «Le reste dans les musées», Traverses, n° 12, 1984, pp. 100-115. Bien entendido que este origen jacobino es sélo aplicable a los museos continentales, constituyendo el museo anglosajén un modelo bien diferente, el llamado «evergéticon, funda- do por un coleccionista particular que lo trasfiere 2 tuna institui6n piiblica, o el de origen comercial, esto es, el museo formado mediante la compra de piezas 0 de colecciones enteras, caso del British Museum de Londres, M. FUMAROLI, «Les musées au service du public. Les origines», E. BONNEFOUS (dir), Droit au musée, droit des musées. Paris, Dalloz, 1994. (2) VALERY, Paul, (1962) «Le probiéme des musées», (Ocuvres Il, Paris. Gallimard, pp. 1290-1293. Asimismo ADORNO, Theodor W,, (1962) «El museo Valéry- Proust», Prismas. Barcelona, Ariel. (8) MARINETTI, Francesco Tomasso., (1973) «Manifesto futuristan, en G. LISTA, Futurisme. Manifestes, documents, proclamations. Lausana, Age d’Homme, pp. 85-89. (4) STANISZEWSKY, Mary Anne, (1995) The Power of Display. A History of Exhibition Installations at the ‘Museum of Modern Art. Cambridge, MIT, pp. 264-268. (8) DERRIDA, Jacques, (1994) “El otro cabo", en JARAU- TA Francisco (coord). Otra mirada sobre fa 6poca. Murcia, Arquitectura, p. 94. Asimismo VATTIMO, Gianni, (1990) La sociedad transparente. Barcelona, Paidés, 1990. (©) DERRIDA, Jacques, op. cit. Sobre este mismo asun- to trata, en esta colecci6n de articulos, la colaboracién de Roberto ESPOSITO, titulada «Occidenten. @) HEINICH, Nathalie, (1989) «La muséologie face aux transformations du statut de artiste», Art con- Museo 8] Museo a la Intemperie | temporain et fe musée. Cahiers de MNAM, Hors série, pp. 37-44. (@) Esta influencia de la exposicién temporal sobre el ‘ museo ha sido estudiada por POINSOT, Jean-Marc, (1986) cla transformation du musée a l’ére de lart i ‘exposén, Traverses, n° 36, enero, pp.42-49. Asimismo, para el panorama italiano, CINCINELLI,Saretto, (1994) «El museo como escenario y la desmaterializacion de : ta obran, El Guio, 4, pp. 64-66. (9) KRAUSS, Rosalind, (1993) «Arte en trdnsito». La logica cultural del museo tardocapitalista, A&Y, ‘Monografias de Arquitectura y Vivienda, n° 39, pp. 16-25. (10) NICOLAS Alain (ed.), (1983) Nouvelles muséolo- gies. Marsella, pp. 83-88. (II) MICHAUD, Yves, (1989) «Voir et ne pas savoir», Cahiers du Musée National drt Moderne, n° 29, pp. |7- 32. 24

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