0 penilaian0% menganggap dokumen ini bermanfaat (0 suara)
33 tayangan189 halaman
CÓMO ENCONTRÉ LOS REGISTROS AKÁSICOS
Yo no tuve una experiencia cercana a la muerte. Más bien fue como si hubiera
estado rondando espiritualmente a la muerte durante varios años. La situación era
ciertamente dura, y no podía comprender por qué. Lo había hecho todo bien: había
sido una buena chica, había ido a la universidad, me había esforzado con los
estudios y había sacado buenas notas. Tenía un buen empleo y un bonito
apartamento. Disfrutaba de lo que parecía una buena vida; pensaba que tenía todo
lo que quería... pero me sentía desdichada. Con esfuerzo había logrado todo cuanto
me había planteado hacer, pero todas mis consecuciones no habían conseguido
acallar el grito que reverberaba desde uno de los cañones de mi alma.
Hiciera lo que hiciera, nunca podría ser «lo suficientemente buena»; mis
esfuerzos no servían de nada. En ocasiones, simplemente me rendía y me permitía
ser tan «mala» como podía tolerar, cualquier cosa para conseguir una sensación de
que todo estaba bien, una sensación de seguridad o de relajación. Pero tampoco
funcionaba.
Por último, ya desesperada, recé: «Dios, si estás ahí, tienes que ayudarme. No lo
aguanto más. Ayúdame, por favor».
Al cabo de seis semanas de aquella oración urgente, ocurrió algo. Yo estaba
echada en la cama, apiadándome de mí misma y contemplando las hojas de un
árbol que había crecido hasta alcanzar la ventana de mi habitación, en un tercer
piso. Una vez más, le pedí ayuda a Dios: «Dime, ¿cómo puede ser que mi vida
parezc a tan buena y, sin embargo, sea tan desdichada?».
Y, entonces, todo se detuvo. Todo el ruido que había en mi interior se silenció, y
una sensación de alivio y de calma ocupó su lugar. Cuando miré al árbol, tuve la
certeza de que estábamos conectados; podía sentir al árbol. Con veiiiiiirés años y
habiendo crecido en una ciudad, no había pasado casi tiempo en la naturaleza, y
me quedé atónita con la experiencia. Durante unos instantes, sentí con toda
claridad que era una con el árbol y con todo cuanto pudiera ver o no. La idea era
inmensa y, sin embargo, confortadora al mismo tiempo. Tuve la certeza de que mi
vida no había sido el resultado de un golpe de suerte, y se me hizo plenamente
evidente que había un Dios. Pero lo más importante fue tomar conciencia de que yo
le gustaba a ese Dios. Lo de «Dios es amor» no había sido nunca un problema para
mí; siempre había sabido que Dios me amaba. Pero nunca había estado segura de
que yo pudiera gustarle. En aquel milagroso momento, todos mis miedos se
calmaron, y todas mis preguntas quedaron respondidas. La sensación de que Dios
me conocía plenamente y de que me amaba absolutamente (¡y de que yo le
gustaba!) era inequívoca. La experiencia fue tan potente y tan profunda, y la
realidad de lo que viví tan abrumadora, que aún no me he acostumbrado a ella...
CÓMO ENCONTRÉ LOS REGISTROS AKÁSICOS
Yo no tuve una experiencia cercana a la muerte. Más bien fue como si hubiera
estado rondando espiritualmente a la muerte durante varios años. La situación era
ciertamente dura, y no podía comprender por qué. Lo había hecho todo bien: había
sido una buena chica, había ido a la universidad, me había esforzado con los
estudios y había sacado buenas notas. Tenía un buen empleo y un bonito
apartamento. Disfrutaba de lo que parecía una buena vida; pensaba que tenía todo
lo que quería... pero me sentía desdichada. Con esfuerzo había logrado todo cuanto
me había planteado hacer, pero todas mis consecuciones no habían conseguido
acallar el grito que reverberaba desde uno de los cañones de mi alma.
Hiciera lo que hiciera, nunca podría ser «lo suficientemente buena»; mis
esfuerzos no servían de nada. En ocasiones, simplemente me rendía y me permitía
ser tan «mala» como podía tolerar, cualquier cosa para conseguir una sensación de
que todo estaba bien, una sensación de seguridad o de relajación. Pero tampoco
funcionaba.
Por último, ya desesperada, recé: «Dios, si estás ahí, tienes que ayudarme. No lo
aguanto más. Ayúdame, por favor».
Al cabo de seis semanas de aquella oración urgente, ocurrió algo. Yo estaba
echada en la cama, apiadándome de mí misma y contemplando las hojas de un
árbol que había crecido hasta alcanzar la ventana de mi habitación, en un tercer
piso. Una vez más, le pedí ayuda a Dios: «Dime, ¿cómo puede ser que mi vida
parezc a tan buena y, sin embargo, sea tan desdichada?».
Y, entonces, todo se detuvo. Todo el ruido que había en mi interior se silenció, y
una sensación de alivio y de calma ocupó su lugar. Cuando miré al árbol, tuve la
certeza de que estábamos conectados; podía sentir al árbol. Con veiiiiiirés años y
habiendo crecido en una ciudad, no había pasado casi tiempo en la naturaleza, y
me quedé atónita con la experiencia. Durante unos instantes, sentí con toda
claridad que era una con el árbol y con todo cuanto pudiera ver o no. La idea era
inmensa y, sin embargo, confortadora al mismo tiempo. Tuve la certeza de que mi
vida no había sido el resultado de un golpe de suerte, y se me hizo plenamente
evidente que había un Dios. Pero lo más importante fue tomar conciencia de que yo
le gustaba a ese Dios. Lo de «Dios es amor» no había sido nunca un problema para
mí; siempre había sabido que Dios me amaba. Pero nunca había estado segura de
que yo pudiera gustarle. En aquel milagroso momento, todos mis miedos se
calmaron, y todas mis preguntas quedaron respondidas. La sensación de que Dios
me conocía plenamente y de que me amaba absolutamente (¡y de que yo le
gustaba!) era inequívoca. La experiencia fue tan potente y tan profunda, y la
realidad de lo que viví tan abrumadora, que aún no me he acostumbrado a ella...
CÓMO ENCONTRÉ LOS REGISTROS AKÁSICOS
Yo no tuve una experiencia cercana a la muerte. Más bien fue como si hubiera
estado rondando espiritualmente a la muerte durante varios años. La situación era
ciertamente dura, y no podía comprender por qué. Lo había hecho todo bien: había
sido una buena chica, había ido a la universidad, me había esforzado con los
estudios y había sacado buenas notas. Tenía un buen empleo y un bonito
apartamento. Disfrutaba de lo que parecía una buena vida; pensaba que tenía todo
lo que quería... pero me sentía desdichada. Con esfuerzo había logrado todo cuanto
me había planteado hacer, pero todas mis consecuciones no habían conseguido
acallar el grito que reverberaba desde uno de los cañones de mi alma.
Hiciera lo que hiciera, nunca podría ser «lo suficientemente buena»; mis
esfuerzos no servían de nada. En ocasiones, simplemente me rendía y me permitía
ser tan «mala» como podía tolerar, cualquier cosa para conseguir una sensación de
que todo estaba bien, una sensación de seguridad o de relajación. Pero tampoco
funcionaba.
Por último, ya desesperada, recé: «Dios, si estás ahí, tienes que ayudarme. No lo
aguanto más. Ayúdame, por favor».
Al cabo de seis semanas de aquella oración urgente, ocurrió algo. Yo estaba
echada en la cama, apiadándome de mí misma y contemplando las hojas de un
árbol que había crecido hasta alcanzar la ventana de mi habitación, en un tercer
piso. Una vez más, le pedí ayuda a Dios: «Dime, ¿cómo puede ser que mi vida
parezc a tan buena y, sin embargo, sea tan desdichada?».
Y, entonces, todo se detuvo. Todo el ruido que había en mi interior se silenció, y
una sensación de alivio y de calma ocupó su lugar. Cuando miré al árbol, tuve la
certeza de que estábamos conectados; podía sentir al árbol. Con veiiiiiirés años y
habiendo crecido en una ciudad, no había pasado casi tiempo en la naturaleza, y
me quedé atónita con la experiencia. Durante unos instantes, sentí con toda
claridad que era una con el árbol y con todo cuanto pudiera ver o no. La idea era
inmensa y, sin embargo, confortadora al mismo tiempo. Tuve la certeza de que mi
vida no había sido el resultado de un golpe de suerte, y se me hizo plenamente
evidente que había un Dios. Pero lo más importante fue tomar conciencia de que yo
le gustaba a ese Dios. Lo de «Dios es amor» no había sido nunca un problema para
mí; siempre había sabido que Dios me amaba. Pero nunca había estado segura de
que yo pudiera gustarle. En aquel milagroso momento, todos mis miedos se
calmaron, y todas mis preguntas quedaron respondidas. La sensación de que Dios
me conocía plenamente y de que me amaba absolutamente (¡y de que yo le
gustaba!) era inequívoca. La experiencia fue tan potente y tan profunda, y la
realidad de lo que viví tan abrumadora, que aún no me he acostumbrado a ella...