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Ese pequeño calcetín

El reloj marcaba las seis en punto y Juiette o Julie, como su madre solía llamarla, aún no se
levantaba de la cama.

—Vamos cariño, que llegarás tarde a la escuela en tu primer día.—le llamó su madre desde la
cocina por enesima vez.

Julie de inmediato se levantó de la cama como un resorte, con una inmensa sonrisa de felicidad en
el rostro.

Así es, se trataba de la primera vez que iría a la famosa escuela de brujas de Paris, de “Madame
Figaro”.

Tomó el pequeño calderito negro que le había obsequiado su abuela la noche anterior, el
sombrero de copa morado que combinaba tan bien con sus ojos, tanto con el verde como con el
azul, pero en el momento en el que quiso ponerse los calcetines se dio cuenta de que solo había
uno y aunque trató de buscar el otro por toda la habitación no logró encontrarlo; era como si
hubiera desaparecido por arte de magia.

Miró el triste calcetín rojo que reposaba en el borde de la cama y por un momento creyó que todo
estaba arruinado. Pero algo en su interiór le indicó, o mejor dicho, le exigió que no se rindiera así
que corrió escaleras abajo y se dispuso a buscar por todos lados.

Buscó en la secadora, debajo de los sillones, en la cama del gato e incluso en el jardín pero no
aparecía por ningún sitio, sin embargo esto no la detuvo. Y es que así era Julie, tan tenás, tal vez lo
había heredado de la abuela que había sobrevivido a tantas y tantas cacerías de brujas.

Pasó al menos 45 minutos buscando y rebuscando por todos los lugares posibles hasta que su
madre la encontró metida en un montón de ropa sucia.

—¿Julie que es lo que sucede? —preguntó sorprendida.

—No encuentro mi calcetín rojo, el de la suerte. ¿Lo has visto?— respondió la niña conteniendo un
par de lagrimas que sin más remedio lograron rodar por sus mejillas pecosas.

Su madre la tomó entre sus brazos rendida ante la ternura que le causaba.

—Querida, todo estará bien aunque no uses ese par de calcetines viejos.—dijo tratando de
consolarla y acomodó un mechó de rizos detrás de la oreja de Julie.

—Pero… es que… yo…—su madre la interrumpió.

—Cree en ti misma y todo saldrá bien—dijo dandole un beso en la frente.

Julie se sintió mucho más tranquila e incluso se le ocurrió que tal vez era cierto que no necesitaba
ningún par de calcetines viejos y sucios para que todo saliera bien.

De pronto y justo cuando le daba un enorme abrazo de agradecimiento a su madre, Julie se


percató de que el gato, gordo y perezoso, jugaba con un trozo de lana roja que pudo reconocer de
inmediato.
—¡Dino ven aquí! —gritó la pequeña corriendo a toda prisa, detrás de aquél gato juguetón.

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