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LA ÉTICA DEL DISCURSO DE JÜRGEN HABERMAS

Una de las contribuciones importantes al problema de la fundamentación de la ética es la ética del


discurso de Jürgen Habermas.

Habermas considera que las pretensiones de validez se hallan en la base de los actos de habla
cotidianos. El uso comunicativo del lenguaje presupone el interés práctico de alcanzar acuerdos y
éstos se obtienen gracias a la posibilidad de compartir las pretensiones de validez mediante
procesos de argumentación. El diálogo presupone las reglas fundamentales definidas por la
situación ideal de diálogo.

La noción de consenso es relevante como criterio para abrir juicio acerca de las pretensiones de
validez, no porque puedan equipararse consenso y verdad, sino porque el consenso fundado implica
el desarrollo de un discurso argumentativo que hace efectiva la “racionalidad de la fuerza del mejor
argumento”. Esta fuerza genera la “motivación racional”.

Un argumento es la fundamentación que nos motiva a reconocer la pretensión de validez de una


afirmación o de una norma o de una valoración, dice Habermas en Teorías de la Verdad. El progreso
del conocimiento se efectúa como una crítica sustancial del lenguaje. Un consenso alcanzado puede
considerarse verdadero sí y sólo si se da estructuralmente la posibilidad de cambiar, revisar y
sustituir el lenguaje de fundamentación en el que se interpretan las experiencias.

El análisis habermasiano culmina con el establecimiento de una ética universalista y deontológica


basada en un postulado discursivo al que llama “D”, en un principio ético universal “U” y en una
Teoría del Derecho.

Basándose en la estructura dialógica de toda argumentación según la perspectiva de la ética del


discurso, Habermas formula lo que él denomina el postulado “D” o “principio discursivo”, el cual
afirma que una norma sólo será válida cuando logre la aceptación de todos los afectados por ella,
es decir, de todos los posibles afectados que pudieran participar en un discurso práctico. De ese
modo, ese “principio discursivo” fija una condición necesaria para establecer el principio ético
universal que afirma que toda norma válida ha de satisfacer la condición de que las consecuencias
y efectos secundarios que se derivan, previsiblemente, de su aceptación general puedan ser
aceptados sin coacción por todos los afectados.

La voluntad individual y colectiva no es algo abstracto sino una realidad que se configura en el
tiempo y en la trama de procesos discursivos dentro de los cuales toda persona y toda sociedad
llevan a cabo sus experiencias propias. Si la relación individuo-contexto forja la voluntad, y la
voluntad es una pieza clave de la decisión moral, la ética debe proceder consecuentemente.

Por lo tanto, en toda acción orientada al entendimiento intersubjetivo es posible mencionar las
siguientes características universales implícitas:

- reversibilidad: posibilidad de intercambio completo de los puntos de vista;

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- universalidad: inclusión en el discurso de todos los afectados por la situación;

- reciprocidad: reconocimiento igual de las pretensiones de cada participante.

La argumentación moral en la ética del discurso.

Habermas define la argumentación como “el tipo de habla en que los participantes tematizan las
pretensiones de validez que se han vuelto dudosas y tratan de desempeñarlas o de recusarlas por
medio de argumentos”. Una argumentación contiene razones que están conectadas de forma
sistemática con la pretensión de validez de la manifestación o emisión problematizadas.

Llamamos “racional” a una persona que interpreta sus necesidades a la luz de los estándares de
valor aprendidos en su cultura; pero sobre todo, cuando es capaz de adoptar una actitud reflexiva
frente a los estándares de valor con que interpreta sus necesidades. Los valores culturales, a
diferencia de las normas de acción, no se presentan con una pretensión de universalidad. Los valores
son, a lo sumo para Habermas, candidatos a interpretaciones bajo las cuales un círculo de afectados
puede, llegado el caso, describir un interés común y normarlo. Las normas de acción se presentan
siempre bajo el signo de la necesidad de regulación de la acción en bien del interés común de todos
los afectados y ésta es la razón que justifica su virtual reconocimiento por parte de todos.

Para Habermas, no puede concebirse la idea de autonomía si ésta no surge de la misma interacción
social y cultural con otros hombres. Es decir, de un sujeto individual se pasa a una intersubjetividad,
y el carácter deontológico de su teoría encuentra su fundamento racional en la capacidad de
argumentar y comprender a los otros. Habermas recurre a una herramienta discursiva que le
permite proponer lo contrario de Kant: en vez de una máxima, en la que se reflexiona sólo
imaginando su aceptación por los otros, se da una recomendación que debe someterse a una
discusión abierta, que permita deslindar un interés particular de aquéllos reconocidos por todos
como una posible norma universal. En el aprendizaje de la forma de articular una discusión, en su
comprensión y elucidación de otros y de sí mismos, se estructura la capacidad intersubjetiva de
construir un espacio de formación racional de la voluntad, como un espacio ético y político.

El modo de validación de las normas morales se ofrece como el resultado de un proceso de


deliberación o diálogo racional que supone una reformulación pragmática del modelo kantiano.
La ética del discurso de Habermas adoptaría una teoría consensual de la verdad: para esta teoría el
acuerdo potencial de todos los participantes, en condiciones libres de coacción, y con acceso a la
información relevante e igualdad de oportunidad para el diálogo, es condición necesaria para
postular la corrección normativa de un enunciado.

Pero, las necesidades que pueden ser susceptibles de acuerdo generalizado son, en las sociedades
modernas muy pocas. Por lo cual, el acuerdo que Habermas propone como candidato para un
acuerdo fundado se reduce al procedimiento de una regla de justicia como imparcialidad. Este
acuerdo debe ser revisado y corregido. El consenso “fundado” pertenece a la esfera normativa, es
consenso válido, y el consenso “verdadero” corresponde a situaciones de hecho. Por lo tanto, el
consenso sobre una norma depende que ésta pueda ser aceptada por todos (principio de

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universalización) Y, dado que los acuerdos conseguidos históricamente sólo pueden acercarse al
ideal, debe quedar siempre abierta la posibilidad de revisarlos, incluyendo el lenguaje en que fueron
formuladas las necesidades a ser satisfechas.

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