Contra esta concepción, el autor se basa en recuperar del legado más radical de
Levi Strauss sosteniendo que en la antropología no es cuestión de acceder a un objeto
empírico de estudio con categorías creadas exclusivamente por el etnógrafo a partir de
las tradiciones intelectuales del mundo occidental, sino que se realiza en el espacio de
una praxis en la que el etnógrafo y su objeto co-crean lo que es una traducción del
pensamiento salvaje al lenguaje de esa tradición intelectual. Lo que debe ser traicionado
en esta traducción no es lo traducido, sino la lengua a la que se traduce. La antropología
en esta concepción “nos devuelve de nosotros mismos una imagen en la que no nos
reconocemos”3.
“No se trata en absoluto (..) de predicar la abolición que separan las fronteras
que unen-separan signo y mundo, personas y cosas, “nosotros” y “ellos”, “humanos y
“no-humanos”: las facilidades reduccionistas y los monismos portátiles están fuera de
juego como las fantasías fusiónales; se trata más bien de “irreducirlos” (Latour) y de
indefinirlos (…) No se trata de borrar los contornos, sino de plegarlos, de densificarlos,
de irrizarlos y de difractarlos.”5
Se el pensador brasilero desarrolla desde este punto de vista una crítica, por
demás irónica, a los planteos antropológicos que se centran en la búsqueda de aquello
que distingue el hombre del resto de los vivientes. Viveiros sostiene que existe una
tradición milenaria que responde a esta cuestión afirmando que lo propio del hombre es
no tener nada propio, que lo que lo diferencia del resto de los seres es su fundamental
indeterminación. En este contexto hace alusión a la ontología heideggeriana y su
concepción de hombre, que según el autor, pone al hombre en el lugar que occidente
ocupa en relación con las sociedades no-occidentales. Lo que impugna este planteo es la
pregunta misma que subyace a toda antropología filosófica ¿Qué es el hombre? La cual
parecería tener su respuesta de antemano: el hombre es algo que se encuentra
radicalmente separado, y cuya especialidad puede bien ser una propiedad substancial o
la ausencia de propiedades substanciales, pero siempre es un corte ontológico decisivo:
el ser se divide en humano y no-humano.
4
Ibid, p. 18.
5
Ibid, pp. 20-21.
de Paolo Virno en Gramatica de la multitud, las meditaciones heideggerianas sobre el
hombre y el animal (ligadas a la obra de Von Uexküll), por dar algunos ejemplos. El
pensamiento de Giorgio Agamben no deja de tener contactos con esta tradición: la
influencia del pensamiento heideggeriano es manifiesta en su escritura y ha dedicado un
libro Lo abierto a tratar el problema de la relación del hombre con su animalidad. El
objetivo del presente trabajo consiste en evaluar tentativamente hasta que punto la
crítica de Viveiros, que ataca el corazón mismo de la antropología filosófica en sus
figuras tradicionales, puede aplicarse a los planteos agambenianos de Lo abierto y a su
teoría del hombre como ser eminentemente potencial. La presencia del texto
heideggeriano es constante en el libro. Por otra parte, ya en Idea de prosa, defendía una
visión neoténica del lenguaje y la antropogénesis, tema que será puesto constantemente
en escena en su obra posterior mediante el concepto de infancia. Mas recientemente ha
elaborado una teoría de la potencia, partiendo de ciertas posibilidades abiertas por el
pensamiento aristotélico, que sitúa como gesto particular del hombre su ser sin obra, y
vincula esta falta de obra especifica a los problemas abiertos por la felicidad y política:
6
Agamben, Giorgio, Potencia del pensamiento: Ensayos y conferencias, Buenos Aires: Adriana Hidalgo,
2007, p. 421.
capítulos cortos y dispares se dibuja lo que a nuestro entender es la apuesta central del
libro: detectar la maquina antropológica que, dentro del pensamiento occidental, une y
separa al hombre con su animalidad. Desactivar y volver “inoperosa” esta maquina, que
se articula como relación polar entre sus términos negando y reteniendo en tanto negada
la animalidad del hombre, es apuntar a una posible salvación del hombre y el animal.
Agamben reconoce que la separación entre humanidad y animalidad define ante todo la
esfera de lo humano es interna a esta, puesto que entre lo que lo separa y lo reúne con su
animalidad se define al hombre en primera instancia.
De esta manera, Agamben parece caer bajo la critica de Viviros y no hacerlo casi
al mismo tiempo: en tanto sigue adscribiendo a la tesis según la cual el hombre tendría
una particularidad que lo distingue del resto de la naturaleza se sitúa en relación con el
multinaturalismo de la misma manera que la “milenaria” tradición que vimos en
Viveiros; pero en tanto apunta a la superación de la maquina antropológica pone en
cuestión esta misma separación, apuntando no asía “las facilidades reduccionistas y los
monismos portátiles” y las “fantasías fusiónales” pero tampoco asía el “pliegue” de la
relación misma.
Veamos esto más de cerca. El multinaturalismo, que Viviros entiende como la ontología
amerindia, entiende que la humanidad, la capacidad cognoscitiva y la intencionalidad
son la características universales que comparten tanto hombres como animales. Como
inversión del paradigma occidental el multinaturalismo sitúa al alma como lo
compartido por todos los entes. La corporalidad no es común a todos (tal es el caso de
los espíritus) y es el cuerpo el que determina la perspectiva del mundo, la diferencia
especifica. Los tapires ven las charcas como altares ceremoniales, cada animal se ve a sí
mismo como humano. La diferencia no esta en que se perciba la misma cosa de
diferentes maneras, como en el multiculturalismo occidental, sino por el contrario, en
que se perciban cosas distintas de la misma manera. En Agamben por el contrario se
conserva la distinción entre humanidad y naturaleza; en numerosos ejemplos el filósofo
italiano describe como mediante la suspensión de las funciones vitales aparece lo
específicamente humano. El libro mismo cierra el último capitulo Fuera del ser con la
imagen de los beatos con cabeza de animal:
Bibliografía
7
Agamben, Giorgio, Lo abierto: el hombre y el animal, Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2006, p. 168