Estoy acá de pie, hace un día soleado en las calles de San Salvador y están
solas. Los domingos son así, hay poca gente, menos ruido de lo habitual y
muchas personas se dirigen a sus iglesias, pues para ellos es el día de Dios.
En esta ciudad la gente concurre a diferentes corrientes del cristianismo,
pues es la religión oficial. Yo, estoy acá, esperando un autobús para ir a
casa de mi amiga Alejandra quien me ha dicho que quiere hablar conmigo
sobre un asunto importante y me ha dejado con una duda de los mil
demonios. Si algo me caracteriza es mi curiosidad, siempre trato de saber
qué es lo que sucede y soy impaciente, parece ser mi peor defecto.
También soy una distraída y a veces me pierdo de detalles importantes en
las cosas, por eso… cuando necesito improvisar sobre algo y no lo recuerdo
bien, suelo inventarlo.
Acababa de decir mis últimas palabras cuando suena el timbre… era el tipo
cuarentón y mi amiga estaba abrazándolo. Me quedé shockeada y un poco
avergonzada de lo que estaba sucediendo ante estas lumbreras que son mis
ojos. El cuarentón era Carlos, su nuevo novio… y no necesitaba que me
explicase más, el acontecimiento importante que iba a contarme era él; iba
a presentármelo. Yo he armado el ridículo corriendo, sentí que mi amiga
me veía con lástima y que en su cabeza sonaba aquella famosa canción y
los muchachos del barrio le llamaban loca. Sí, me sentía juzgada y tonta,
pero a la vez, luego de pasado el susto, me he reído con ellos dos del teatro
que monté en toda la calle para llegar a su casa.
Capítulo II
La vida que llevé
Marta duerme a veces con la placa puesta; al día siguiente le duelen las
encías. Marta dice: ya Sebas, ya me voy a tomar la pastilla de la presión, no
me la tomo porque no he desayunado y luego lo olvida; si sale de casa, más
tarde regresa con dolor de cabeza y mareos y yo la regaño. Marta asume
demencia cuando le conviene, es de esas personas que yo llamo ignorante
feliz; los ignorantes felices son ese tipo de seres que saben que hay una
realidad alrededor suyo, pero prefieren obviarla porque puede lastimarles
o por conveniencia. Así que Marta asume esa posición justo cuando le digo
lo de la placa o de las pastillas para la presión.
No es difícil saber cuando Marta está enojada, sus gritos son peculiarmente
como un par de sirenas desafinadas al son de las cuerdas flojas de una
guitarra. Hablando de desafinadas, Marina es la vecina de enfrente. La
principal amiga/cómplice/hermana/chera/comadre de mi abuela Marta;
llega casi todos los días a contarle el chisme más reciente, la proximidad
suya se ha hecho mayor y sus lazos más fuertes desde que Marina asiste a
una iglesia evangélica de la misma denominación de mi Marta querida.
Marina tiene cuatro hijos y una hija; el más pequeño tiene ocho años y
Marina más de cincuenta. El niño es extraño, tiene una voz rasposa que
cuando te habla le preguntas que te ha dicho porque cuesta comprender
sus palabras; culpa de los genes, su papá habla peor y se enojan cuando les
dices ¿me podría repetir qué ha dicho?, así que les he dicho que he
quedado un poco sordo desde la última vez que reventaron pólvora en mi
casa (cosa que es falsa porque yo oigo hasta de más, menos a ellos). Les
contaba que Marina va a la iglesia, a veces Marina llega y le cuenta todos
los chismes de los hermanos y las hermanas de la congregación a Marta y
ella con gusto de ser el centro de información más especializado de mi
pueblo, se siente feliz. Les decía que Marina es desafinada, a veces practica
bastante con su pandero los coros que cantará en la iglesia –momento
tortuoso para sus vecinos quienes consideran que es mejor uñas en pizarra
que su voz- pero Marina es feliz y es lo que cuenta, dice que cuando una
persona ya está mayor, es mejor que busque la iglesia porque puede morir
en cualquier momento y se puede ir al infierno –al parecer la insulsa no se
ha dado cuenta que vive en él-.