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Alberto Aggio

Golpe, autoritarismo e transição: uma análise comparativa de Brasil e Chile


El artículo busca realizar un análisis comparativo de las historias políticas de Brasil y Chile a partir del
momento en que ambos países sufrieron rupturas del orden constitucional democrático, en Brasil, en
1964 y en Chile, en 1973. Comienza con una discusión acerca de la utilización de la comparación en
los estudios de historia política para definir los parámetros que orientan el análisis comparativa
propuesta. Presenta un marco interpretativo acerca de las coyunturas que precedieron a los golpes de
Estado y, a continuación, discurre sobre las principales características de los regímenes autoritarios que
los sucedieron, analizando especialmente las transformaciones que se han operado en términos
económicos, sociales y políticos. Se sigue con el análisis de los procesos de transición democrática y de
sus gobiernos, en Brasil, a partir de 1985, y en Chile en 1990. Finalmente, analiza, en comparación, el
alcance así como los impasses de ambas experiencias democráticas.
Palabras clave: Brasil, Chile, historia política comparada, autoritarismo, democracia.

En las primeras páginas de su libro sobre el golpe de Estado de 1973 en Chile, el escritor Luiz Alberto
Muniz Bandeira menciona un encuentro ocurrido en 1964 en el que tuvo la oportunidad de conocer a
Salvador Allende. Como su visita, Allende visitó al ex presidente João Goulart en el apartamento en
que él vivía asilado en Montevideo para "prestarle solidaridad, después del golpe de Estado ocurrido en
Brasil, ese año [...]. Salvador Allende, uno un hombre muy afable y tranquilo, era entonces el candidato
a la presidencia de Chile del Frente de Acción Popular (FRAP), constituida por el Partido Socialista,
por el Partido Comunista y por partidos menores. Se mostraba muy confiado en la victoria. Dice que,
en Chile, las Fuerzas Armadas eran legalistas, no intervinieron en la política y que allí había una
tradición de estabilidad "(Muniz Bandera, 2008: 35). Desafortunadamente, el vaticinio de Allende no
se ha confirmado.
Elegido en 1970, su gobierno no llegaría al final y, de la misma manera que Juan Goulart, acabó siendo
víctima de un golpe de Estado nueve años después de aquel encuentro, en 1973. Además de la mención
a este breve contacto personal entre dos presidentes de la República de los poderes del golpe de Estado,
la historia registra diversas relaciones, incluso personales, entre dirigentes políticos de Brasil y Chile,
que no sería el caso de mencionarlas aquí. Sólo a modo de ejemplo se puede recordar el hecho de que
buena parte de los exiliados políticos brasileños encontraría asilo en Chile de Allende, a principios de
la década de 1970, huyendo de la intensa represión que se abatió sobre los opositores al régimen militar
en Brasil tras el decreto del Acta Institucional N. 5 (AI5), en diciembre de 1968. Cuando sobrevino el
golpe de Estado de 1973, esos brasileños tuvieron que enfrentarse un segundo exilio al ser forzados a
salir del país (AGGIO, 2008: 98-107). Los dos golpes de Estado - de abril de 1964 en Brasil y de
septiembre de 1973 en Chile, fueron diferentes en muchos puntos. Sin embargo, puede decir que hoy
ya existen algunos consensos respecto de la presencia norteamericana en ambos acontecimientos, así
como el reconocimiento de que esa presencia no se configuró como determinante ante la espiral de
contradicciones internas. Hay también reconocimiento en cuanto al hecho de que ambos los golpes
podrían haberse evitado, si los actores políticos tuvieran otro, comportamiento o estaban basados en
una cultura política democrática más sólida e históricamente consolidada.
Historia política comparada
Antes de iniciar la reflexión sugerida de comparar Brasil y Chile a de los golpes de Estado y de lo que
siguió, me gustaría hacer algunos aclaraciones sobre los ejes y el progreso de esta exposición. Aunque
no hay aquí la intención de elaborar una especie de "tratado teórico" al respecto de los dos enfoques
analíticos que serán movilizados, sería provechoso que ellos se resumieran brevemente. El primer
enfoque es el análisis comparativo. La comparación se piensa aquí como un artificio de reflexión que
en ningún sentido debe ser entendido como arbitrario, tanto más en lo que se refiere a América Latina
que es, en el fondo, un constructo simbólico, resignificado permanentemente conforme variables
ideológicas, políticas e institucionales. Así, lo que se busca, sintéticamente, utilizando la comparación,
es iluminar un objeto de estudio frente a otro buscando establecer analogías, similitudes y diferencias
entre dos (o más) realidades (D'Assunsão Barros, 2007). Por la comparación puede ser es posible
observar dos objetos o realidades dinámicas en transformación
y comprobar cómo los elementos identificados a través de la comparación van, por un lado, variando en
alguna dirección más específica y, por otro, insinuando y delineando un conjunto referente, que va
siendo construido tanto por la investigación por las instancias del pensamiento crítico. Así, en el caso
En particular, el análisis comparativo posibilita la profundización e incluso la alimentación analítica y
reflexiva de lo que llamamos aquí constructo simbólico. Cabe mencionar que, cada vez más, el análisis
comparativo viene ganando espacio importante en la investigación y en los estudios históricos
latinoamericanos en Brasil. Incluso si no se utiliza de manera explícita en las recientes investigaciones
que se desarrollan en el país, está presente, iluminando el entendimiento y la reflexión que se hace de
los procesos políticos que demarcan la contemporaneidad de las sociedades latinoamericanas. Al
estudiar un objeto específico de la historia latinoamericana, el artificio de la comparación permite que
se agregue valor al ejercicio de producción historiográfica, ya que nuestro objetivo es contribuir a la
explicación de la construcción de esas sociedades, de sus contradicciones, sus pioneros desafiantes, su
las paradojas, sus impasses y sus límites.
El segundo enfoque se vincula al potencial interpretativo y explicativo de la historia política. Esta es
una dimensión de la historiografía que reemergió forma innovadora en las últimas décadas y que se ha
firmado en su especificidad, en el seno de las transformaciones de la historiografía como campo del
conocimiento. Sin embargo, la historia política a menudo se ha convertido en un terreno subsidiario de
la historia cultural. Como dijo Serge Berstein, "hoy los los historiadores hacen historia cultural ". De
esta manera, el campo de la política se acabó siendo fijado como uno de los territorios de la historia
cultural, que además pasa a ser visto como el territorio totalizante de la producción historiográfica.
Estudiar hasta más las relaciones y prácticas de poder entendidas como objetos aislados, como
fenómenos de lo social y de lo cultural, que las complejas, parciales, movedizas e incompletas
dinámicas y vicisitudes de la política, que dan expresión a los actores en sus contradicciones,
orientando o reorientando tanto los procesos y los sentidos como también lo que es esencial en la
historia. Por ejemplo, el concepto de cultura política fue, muchas veces, tomado como manifestación
cultural y menos como expresión de la dinámica política en el campo de las ideas y del pensamiento.
En este caso, la cultura política en vez de ser una dimensión articuladora del político pasó a ser pensada
como un dado o fenómeno que es susceptible de ser abordado tan sólo por la descripción de sus
componentes, no se requiere la necesaria interpretación de los procesos y mecanismos de
reorganización de los sentidos y vectores en la vida social, a demostrar el lugar de los actores, sus
protagonismos y realizaciones, sus responsabilidades, sus contradicciones y sus límites (Rosanvallon,
2010). En el fondo, hay una historia política que se hace abdicando de los problemas históricos que ella
engendra; en síntesis, "una historiografía sin problema histórico" (Vacca, 2009: 120). El argumento que
aquí se desarrolla se vuelve, por lo tanto, a la movilización del análisis comparativo en el sentido de
que pueda iluminar y ayudarnos a construir una interpretación fundada en la historia política de los
acontecimientos y procesos que dramáticamente fueron vivenciados tanto en Brasil como en en Chile
desde las décadas de 1960 y 1970 y que tuvieron esencialmente en la cuestión democrática su
"problema histórico" esencial. Se muestra aquí entonces una perspectiva metodológica que entiende la
comparación como vital, como indicaba Gramsci (1999: 426), "siempre que no se haga con base en los
esquemas sociológicos abstractos. Lo que se busca es poner el problema histórico de la democracia en
América Latina dentro de una clave de lectura que tenga como principal referencia un análisis
diferenciado capaz de "explicar diferencias que caracterizan experiencias históricas diversas en relación
con un marco común de problemas ", teniendo en cuenta" sus diferenciaciones internas y conexiones
"(VACCA, 2009: 120).
Brasil y Chile: algunos puntos de comparación
Nuestro ejercicio comparativo entre Brasil y Chile tiene en cuenta obviamente el hecho de que los
procesos políticos relacionados que ocurrieron en estos países a partir de los golpes de Estado no se dan
exactamente en períodos concurrente. Como se sabe, Brasil vivenció el golpe de Estado de 1964 nueve
años antes de Chile (1973), los regímenes autoritarios en los dos países tampoco fueron simultáneos, en
Brasil de 1964 a 1988, y en Chile, 1973 a 1990. Aunque ha durado un poco más, el régimen autoritario
brasileño no lleva simbólicamente la marca de represión y la violencia continuada que el régimen
autoritario impuso a la sociedad chilena. Por esta razón, en Chile, la la memoria de la represión es más
cultivada y desarrollada en términos públicos que en Brasil. Con la superación del autoritarismo, se
percibe que la presencia del pasado autoritario es más vigorosa en Chile que en Brasil y hay muchas
razones para ello, aunque aquí sólo se mencionan las razones de algunas de ellas. De cualquier manera,
sintéticamente, el punto en común entre los regímenes autoritarios es que ambos realizaron en sus
sociedades transformaciones profundas en términos estructurales. Pero hay más que eso: ambos
regímenes los autoritarios lograron, por algún momento, establecer una estructura muy ampliada de
legitimidad social y política que la literatura sobre el tema ha tenido poco en cuenta. Hay en este caso
posturas ideológicas y metodologías que influyen en esta apreciación y que necesitan ser superadas,
como afirman las investigadoras Denise Rollemberg y Samantha Viz Quadrat: En ciertos medios -
incluso académicos - todavía sobrevive la creencia según a la que afirmar la legitimidad de un régimen
autoritario o dictatorial, el apoyo de significativas parcelas de la sociedad, sobre todo cuando se trata de
capas populares, es lo mismo que defenderlos. Como si la lucha política contra el autoritarismo y la
dictadura justificar la deformación del análisis, la interpretación y de la información. No compartimos
esas posiciones. Afirmar que un tirano fue amado por su pueblo no significa concordar con la tiranía,
apoyar sus ideas y prácticas. Tampoco el falseamiento de las relaciones de la sociedad con el
autoritarismo debe ser un instrumento válido y útil para combatirlo. Al contrario. Conocerlas es el
primer paso para transformarlas. Los valores y las referencias las culturas políticas que marcan las
elecciones, señalando las relaciones de identidad y consentimiento, creando consensos, aunque bajo el
autoritarismo. Por otra parte, la distorsión de la información, del conocimiento, no sería también un
acto autoritaria? (2010: 14).
Por último, en los caminos hacia la reciente democratización, los procesos políticos de transición en
Brasil y Chile pueden ser catalogados sumariamente como "Transiciones pactadas" entre las fuerzas de
oposición y el régimen autoritario, con una influencia muy grande del régimen anterior en las
situaciones democráticas que se establecieron a partir de 1980 en Brasil y en la década siguiente en
Chile; aunque sea importante mencionar que la sombra del autoritarismo en Chile fue mucho más
densa que en Brasil. Sin embargo, en ambos países es incuestionable la validez de la construcción de la
democracia después del autoritarismo y de los procesos de transición, lo que no significa dejar de poner
en discusión la calidad de la democracia existente tanto en Brasil como en Chile.
Brasil: el golpe militar de 1964
En Brasil, el presidente João Goulart fue depuesto por una coalición de fuerzas militares y civiles que
decía querer restaurar la democracia en el país. Es del primer discurso oficial del Mariscal Castelo
Branco, primer general presidente después de 1964, fue en el sentido de restablecer el orden político,
sugiriendo que él daría posesión al futuro presidente que iba a ser elegido en 1965. Sin embargo, como
se sabe, nada de esto ocurrió y el régimen se impuso durante 20 años después. Entre las justificaciones
del golpe, el argumento más visible fue el de que João Goulart, del PTB y heredero político de Getúlio
Vargas, del cual había sido su Ministro del trabajo, favoreció a la izquierda y abría paso para los
comunistas "tomar el poder en Brasil". Era notorio, sin embargo, que Goulart no realizaba un gobierno
con objetivos, programas y prácticas de carácter socialista, aunque condujo de manera muy incisiva una
estrategia de las
"Reformas de base", entre ellas, la reforma agraria, punto de discordia integral en el seno de las élites
políticas. En la coyuntura que va del restablecimiento del presidencialismo, en 1962, hasta el golpe de
Estado, lo que se vio fue la gran dificultad de compatibilizar reformas económico-sociales con la
democracia política. la medidas económicas adoptadas con el fin de reanudar el crecimiento y combatir
la inflación fracasaron con el fracaso del Plan Trienal elaborado por Celso Furtado, haciendo imposible
conciliar la contención del gasto público y el llamamiento al "apretón de los cinturones". Grado, se
agravaron las tensiones sociales, así como el radicalismo y la polarización entre el gobierno y los
sectores que se oponen a la política de reformas defendida por Goulart. En este escenario, tanto la
derecha como la izquierda pasaron a defender una solución de excepción para la situación: la salida por
las armas se colocaba como el horizonte político para ambos lados. A la derecha, la democracia
interesaba si fuera útil en la defensa de sus privilegios, pero sería absolutamente inútil si éstos
estuvieran amenazados; a la izquierda, además de presionar para que el gobierno aumentara la
velocidad de aplicación de las reformas, los calificativos sustantivos que cargaban eran inmensamente
más importantes que las formalidades democráticas. Como observó Argelina C. Figueiredo, en Brasil
de aquellos años, se hizo imposible la construcción de un compromiso que combinase reformas y
democracia en un proyecto político consistente, porque democracia y reformas se percibían como
objetivos políticos conflictivos. (...) [En el periodo Goulart] diferentes coaliciones se formaron en torno
a cada uno de esos objetivos, estructuradas, en la mayoría de las veces, en función de uno y en
detrimento de otra. En cada una de esas coyunturas, diferentes factores contribuyeron a el fracaso en
alcanzar un equilibrio aceptable entre reglas democráticas de competencia política y cambios
socioeconómicos "(Figueiredo, 1997: 48; Figueiredo, 1993).
Así, el golpe de 1964 y el régimen autoritario que se instaló enseguida no pueden ser vistos
analíticamente por la óptica de la fatalidad. específicamente, el golpe de 1964 no puede ser atribuido,
exclusivamente, ni a aspectos estructurales de la economía, tomados como inevitables, ya que estos ya
existían cuando el golpe fue abortado en 1961, en el contexto de implantación de la alternativa del
parlamentarismo cuando la renuncia de Jânio Quadros -, ni a una confrontación política inevitable,
provocada por una poderosa y implacable coalición derecha, eximiéndose los sectores nacionalistas y
de izquierda de cualquier responsabilidad por sus conductos y posicionamientos cada vez más ruptura.
En la coyuntura que precedió al golpe, los liderazgos políticos de izquierda y de derecha radicalizaban
cada vez más su discurso dando una clara demostración de que compartían una baja convicción
respecto a la democracia existente en el país. Ambos lados, de hecho, conspiraban contra la democracia
representativa y preparaban un golpe contra sus instituciones: la derecha para impedir el avance y la
consolidación de las reformas; a la izquierda para eliminar los obstáculos que se oponen a ese proceso
y lo que ella imaginaba que podría venir a continuación, a favor de sus proyectos revolucionarios. En la
consecuencia, el golpismo, concepción y práctica ya arraigada en la derecha brasileña, se combinaría
dramáticamente con la ausencia de tradición democrática de la izquierda, llevando a una confrontación
que sería fatal para la democracia (Carvalho, 2001: 150/1).
Chile: el golpe militar de 1973 y el régimen autoritario
En Chile, a diferencia, Salvador Allende fue depuesto en septiembre de 1973 y, en el discurso de los
golpistas, estaba clara la idea de "salvar a Chile del" comunismo "e instituir un nuevo orden político y
social. El gobierno que fue el derribado era declaradamente socialista y realizaba reformas en ese
sentido, aunque había mantenido la legalidad democrática del país, como estaba previsto en el proyecto
de la "vía chilena al socialismo" defendido por la Unidad Popular (UP). Sin embargo, en función de
estas reformas y de la manera en que se realizaron, mediante decretos del poder ejecutivo y no por
medio de acuerdos en el Parlamento, las contradicciones se agudizaron y la polarización acabó por
sobreponerse a cualquier otra racionalidad política, culminando tanto en la desestabilización como en la
desinstitucionalización que llevó al golpe (Aggio, 2012). Lo notable es que el discurso de los golpistas
en Chile asumió el mismo el tono del discurso revolucionario que hacía la Unidad Popular,
instituyendo, sin embargo, un vector contrario: se pasa a postular una contrarrevolución por medio de
métodos revolucionarios. El anhelo no era el retorno a la democracia (aunque por algún momento
algunos sectores golpistas, especialmente civiles, han orientado esa perspectiva), sino la imposición de
una dictadura que reconstruir el país. Como observó Tomás Moulian el régimen militar es la negación
de la Unidad Popular y también una realización invertida de su idea matriz. Se apropia de elementos
que se habían instalado en el imaginario social por la acción cultural de ella misma: la idea de una
crisis, necesidad de una 'gran transformación' y la valorización de una dictadura como instrumento del
bien (Moulian, 1993: 288).
A partir de 1973, era fundamental para el nuevo régimen superar los esquemas y los escenarios que
habían marcado la vivencia política de los chilenos hasta entonces. En una palabra, era preciso suprimir
la democracia de un solo golpe y anularla en el imaginario popular. La opción por ese camino sería
impuesta "de arriba",
por un poder que asumir un perfil revolucionario. El golpe de 1973 fue, en suma, un acto quirúrgico de
cancelación de la política entre los chilenos, lo que significaba decir que fue la supresión de la forma en
que la sociedad chilena se comprendía a sí misma.
Para realizar todo esto, el régimen contó con un aparato represivo que persiguió, tortura y asesinó a
quien era considerado opositor. En sus los primeros momentos, como se dijo arriba, la dictadura trató
de encarnar inverso de los anhelos revolucionarios de la UP y, paradójicamente, fue a partir de su
negación que los chilenos vinieron a conocer, de hecho, el significado de la palabra la revolución
(Moulian, 1993). Se trataba ahora de una contrarrevolución: había metas de transformación radical a
ser alcanzadas, y no plazos. En analogía al "socialismo real" (de la URSS y del Este europeo), lo que se
estableció en Chile fue una especie de "liberalismo real": un capitalismo casi sin regulaciones, apoyado
en un Estado autoritario sostenido por mecanismos institucionales conservadores (Tironi: 1986).
Lo que vino a establecerse en Chile después de 1973 fue una dictadura construida a partir de una
irreductible personalización de la energía alrededor del General Augusto Pinochet, sostenida por medio
de un régimen autoritario con bajo nivel de institucionalización. En este sentido, el sistema decisorio y
de producción de leyes, así como las instancias formales de deliberación, resolución y la aplicación de
las políticas de Estado y gobierno pasaron a ser fuertemente centralizadas en la figura de Pinochet,
reservándose sólo espacios informales de negociación con representantes de la sociedad, especialmente
del empresariado y de las fuerzas políticas que apoyaron el golpe (Huneeus, 2000). Así, en función del
desarrollo de los acontecimientos y de las acciones prácticas de sus ejecutores y apoyadores, el régimen
autoritario chileno fue estructurando su perspectiva fundacional que buscaba recrear la sociedad y
basarla sobre nuevos pilares de sustentación. El régimen autoritario encontraba legitimidad para esa
operación en el diagnóstico de que la crisis que había exigido el golpe de Estado era el resultado del
fracaso de la democracia y el desarrollo político en las décadas anteriores. Por esa razón, los victoriosos
en 11 de septiembre se propusieron que se iniciara una nueva fase en la historia del país, para el que
han establecido metas muy ambiciosas: eliminar la pobreza, crear las bases crecimiento económico e
implantar un orden político distinto de la democracia occidental porque la consideraban frágil ante el
marxismo. Esta [nueva orden] sería una democracia protegida y autoritaria, con pluralismo limitado y
sometida a la tutela de las Fuerzas Armadas, que la dejarían funcionando cuando volvieron a sus
cuarteles (Huneeus, 2000: 624).
En términos económicos, el objetivo de hacer la economía volver a crecer e instaurar un nuevo rumbo
para el capitalismo en Chile impuso una nueva relación entre Estado, economía y sociedad por medio
de reformas de cuño neoliberal, entre ellas, la privatización de empresas públicas - tanto las creadas
desde el período del Frente Popular como las estatizadas por la Unidad Popular, después de 1970 -, de
los servicios de salud y de seguridad social, además de medidas relativas a la apertura comercial, al
estímulo a las exportaciones ya la supresión del control de precios, etc. En suma, el régimen autoritario,
que se extendería hasta 1990, no fue un "paréntesis" en la historia de Chile. En la actualidad, el
régimen chileno se transformó en el show case de los neoliberales de todo el mundo mundo ya que su
neoliberalismo fue implementado íntegramente antes de Inglaterra de Margareth Thatcher y de los
EEUU de Ronald Reagan. Para los ideólogos del régimen, se trató de una "revolución silenciosa", cuyo
resultado cambiaría los valores de la sociedad, haciéndola más individualista, consumista y
despolitizada, anulando rasgos distintivos de la cultura política anterior, más solidaria y democrática.
Fue sólo cuando sintió que el emprendimiento político del régimen estaba consolidado que Pinochet
abrió la posibilidad de que un plebiscito sancionara la nueva Constitución del país en 1980. Es a partir
de ese momento que la dictadura se institucionaliza, abriéndose un nuevo escenario para el
autoritarismo chileno, que se anunciaba un cambio histórico sin precedentes.

El régimen autoritario en Brasil


En Brasil, las fuerzas sociales y políticas que apoyaron y orientaron ideológicamente el golpe militar de
1964 y los primeros años del régimen y en el sentido de que en el país, el ideario del liberalismo,
económico. Sin embargo, pasados poco más de dos años, la presencia de los militares en el interior de
la nueva coalición gobernante hizo valer toda su fuerza y prestigio, cambiando la orientación a seguir.
Se volvía al ideario del hombre. nacional-desarrollismo que había sido el soporte tanto ideológico
como político-social de la modernización de las décadas anteriores, desde la institución del Estado
Nuevo de Getúlio Vargas, pasando por los glamorosos "años dorados" de la era Juscelino Kubitschek,
entre las décadas de 1950 y 1960. Conforme anotó a Luiz Werneck Vianna (1994a), a partir de esta
redefinición, el régimen autoritario de 1964 mantendría intacto el sistema productivo estatal,
desplazando para la dimensión del mundo privado el tema del "liberalismo puro" al mismo tiempo en
que intensificaría la intervención del Estado en la economía, con el objetivo acelerar el desarrollo como
forma de superación del atraso económico. Esta fue la gran diferenciación introducida por el régimen
de 1964 en
comparación con la modernización que el país había conocido desde la década de 1930. A partir de
1964, la novedad vendría de los procesos societarios que el cambio económica habría de dar lugar a la
modificación promovida en el interior de la relación público-privada instaurada en el proceso de la
modernización brasileña. En términos sintéticos: la dimensión pública, que incorporaba la dimensión
privada en el interior del orden corporativo creada por el Estado Novo de Vargas, pasa a ser
instrumentalizada y lo que asumía una función de organicidad en el Estado El nuevo varguista pasa a
ser definido por medio de un criterio de externalidad entre el público y el privado. Se rompe con la
situación anterior, redefinida la dimensión pública como monopolio del Estado y liberando la
dimensión privada para que ésta pudiera adentrarse y afirmarse como la base de una nueva sociabilidad
conformada por emprendedores particulares. A diferencia de Chile, lo que se impuso fue un
aggiornamento y no una ruptura.
Si, por un lado, este proceso ha logrado un éxito significativo, liberando la racionalidad instrumental de
los intereses económicos, lo que correspondía a la lógica de la aceleración de la acumulación
capitalista, representó, por otra parte, "una verdadera hecatombe política, ético-moral y en el tejido
social, profundizando la tradicional actitud en la población de indiferencia a la política, dificultando,
por la perversión individualista, el paso del individuo al ciudadano, y agravando en a escala inédita la
exclusión social, al movilizar sectores subalternos del campo para los polos urbano-industriales, donde
llegaban desprovistos de derechos y de protección de las políticas públicas "(Vianna, 1994a).
La escala, el ritmo, la intensidad y la magnitud de las transformaciones que se operaron sin precedentes
en la historia de Brasil, al punto de un investigador brasileño calificar lo que se procesó como una
verdadera "revolución", la a pesar de la retórica de los militares. El mismo autor llega a definir este
proceso como equivalente al de Japón, refiriéndose específicamente a este país antes y después de la
Revolución Meiji en la segunda mitad del siglo XIX. En los veinte años que se siguieron bajo el
régimen militar, la morfología de la sociedad brasileña se alteró significativa y aceleradamente: la
población se desplazó a las grandes ciudades y medias, transformando la estructura demográfica del
país, que pasó de rural (en 1960, el 55% de la población era rural, en 1980 la población urbana alcanzó
el 67%, mientras que el crecimiento vegetativo de la década de 1970 tiende la caida); la
industrialización sufrió un impulso significativo, especialmente en las ciudades del sur y sureste; el
sector de servicios y la infraestructura se ampliaron, facilitando la integración regional; el sistema
educativo fue reformulado y masificado, ampliando las posibilidades de acceso a la población; en fin,
el país se reestructuró, convirtiéndose en una sociedad inmensamente más compleja que la que había
sido en las décadas precedentes "(Santos, 1985). No hay como dejar de caracterizar todo este proceso,
siguiendo de cerca de Luiz Werneck Vianna, como un "esfuerzo agonístico de aceleración del
desarrollo económico ", garantizado a través de un comportamiento típico de la tradición del
autoritarismo brasileño. El régimen militar logró realizar esta estrategia por la vía del pragmatismo,
manteniendo intacto el bloque agrarioindustrial, induciendo la conversión de los latifundios en
empresas capitalistas y consagrando "el proceso de creación de una sociedad industrial de masas a la ",
sin realizar cambios significativos en la forma del Estado. Pero el cambio fundamental resultó de la
liberación de los instintos egoístas-sociedad civil, como se ha señalado anteriormente. A través de ella,
se actualizó el "proceso transformista de la democratización, universalizando los derechos sociales y
erosionando las bases tradicionales de control, principalmente en el campo, pero sin estimular la
emergencia del ciudadano y sin compromiso con las prácticas e ideales de la democracia política
"(Vianna, 1994b).
En el transcurso de la historia reciente del país, no fueron los militares del régimen de 1964 que crearon
la modernización conservadora. El régimen conducido por ellos aparece, por lo tanto, en línea de
continuidad con la modalidad de modernización conservadora anterior, acelerando este proceso. En un
momento de encrucijada política en que se vivía, después de vacilaciones iniciales, el éxito del régimen
en términos de transformaciones económicas y sociales, como una "fuga hacia adelante", fue lo que le
garantizó legitimidad y longevidad. Lo no fue, como en Chile, un paréntesis, pero tampoco radicalizó,
como en el país andino, la imposición normativa de una "nueva sociedad". Ambos fueron, en cierto
modo, fundacionales. Pero en Brasil, el liberalismo económico no fue, como el neoliberalismo en
Chile, un programa ideológico implementado en contexto de una contrarrevolución exitosa. En Brasil,
incluso en la dimensión de la política, el transformismo fue el elemento operativo adoptado y llevado al
paroxismo. En Chile, esta categoría sólo aparecería como calificativo convincente, al menos para
algunos sectores de la sociedad, después de superado el régimen autoritario.
La transición democrática: interpretaciones
La superación de los dos regímenes autoritarios de Brasil y Chile no fue proceso simple, pues en ambos
países, como vimos, el autoritarismo había promovido una inaudita revolución en la estructura social.
El reto planteado suponía una innovación, que se inicia por Brasil y que, de manera diferenciada, será
seguida por otros países, incluso por Chile. Se trata del proceso de "Transición democrática" que pasa
gradualmente a ser asimilado por los los propios actores que van definiendo y redefiniendo sus
estrategias en su curso. No fue fácil que hubiera aceptación de esa perspectiva que, más tarde sería
incorporada como elemento esencial de análisis en el sentido de aclarar que las dictaduras no ser
derribadas por la vía de las armas o de las insurrecciones populares, sino a través de procesos políticos
transados que adquirirá fuerza, extensión y profundidad conforme se estableciera la participación
popular en su dinámica. La democracia que se pretendía debería ser pensada y estar condicionada al
problema y al recorrido político de la transición.

Al afrontar con el "problema de la transición", Brasil y Chile ya no eran más lo que habían sido, sea
porque las políticas económicas neoliberales, en el caso chileno, revolucionaron el todo social,
decapitando la experiencia modernizadora precedente, sea porque los pasos incisivos de la
modernización conservadora establecidos por los militares brasileños la llevaron al paroxismo. Para
hacer frente a la "revolución" conducida por los militares el desafío de la transición, en Brasil en Chile,
apuntaba a un desafío de carácter histórico: una ruptura democrática, revolucionaria y pactada,
simultáneamente, de cuño inédito en la historia de ambos países. Norbert Lechner (1986), por ejemplo,
se refería, en la época, a un proceso que él definía como "ruptura pactada". La transición suponía, por
lo tanto, la adopción de una especie de estrategia de "programa "máximo", que acentuaba llevar al
establecimiento de una democracia entendida como sistema y como proceso, y sólo en ese sentido
entendida como un fin en sí mismo. La política de la transición debería llamar a sí la noción de
consenso democrático, no sólo procedural, sino un consenso que implicaría una nueva estrategia de
desarrollo y un nuevo modelo de desarrollo relaciones sociales, mucho más profundo que el acuerdo en
torno a las reglas del juego. En Brasil y Chile se habían llegado a puntos culminantes: en el primero,
por la hipertrofia y exacerbación de la modernización conservadora y, en el segundo, por la
radicalización en la implantación del neoliberalismo. Pero en ambos se había liberado el mundo de los
intereses de arriba abajo del tejido social. En estos casos, la transición guardaba la expectativa de
construcción de una nueva democracia o de una democracia de nuevo tipo, que requerir no sólo la
garantía de las instituciones democráticas, sino una estrategia específica de reformas que rompiera con
la modernización conservadora, en el caso brasileño, y con las estructuras del neoliberalismo, en el
caso chileno. Lo que sabemos hoy es que si esto es así no ocurrió en su totalidad, en ninguno de los dos
países aquí comparados, dejando inconclusas muchas promesas democratizantes, los procesos de
transición y democratización promovieron cambios y produjeron logros que no pueden ser
desconsideradas. En ningún sentido sería razonable asumir un retorno al momento del desenlace de la
transición para ajustar cuentas las lagunas de este proceso, incluso porque diversas otras dimensiones
de la vida social, política e institucional fueron alteradas, en profundidad y sin remisión. En Brasil,
gradualmente, cada elección parlamentaria, desde 1974, sería transformada en un plebiscito contra el
régimen autoritario, haciendo emerger la fuerza de la oposición, lo que llevaría al proceso de transición
a superar el proyecto de apertura o contrarreforma del régimen (Vianna, 1984), cuyo ápice fue la
conocida campaña de las Directas Ya, entre 1983 y 1984. La victoria posterior de la oposición en el
Colegio Electoral se tradujo como sello formal para la conquista de un gobierno de transición en 1985,
y anunciaba un progreso proceso en sentido positivo. Como se comprobó a continuación, ese gobierno
de transición sería fundamental para la conquista de la democracia y la conclusión institucional de la
transición, lo que posibilitó la elaboración y promulgación de la Constitución de 1988, considerada la
más democrática de la historia política brasilera, concluido en términos prácticos, el proceso de
transición en Brasil.
Sin embargo, la división que se estableció entre las fuerzas opositoras en y especialmente en la
conclusión del proceso de transición acabó por tener un efecto negativo haciendo que las tareas más
amplias y profundas de la transición quedaran a la deriva y se estableciera un escenario de malestar y
una sensación de inclusividad. Como afirmó Luiz Werneck Vianna (1989), a partir de la división de las
fuerzas de la oposición, la transición pasó a ser un proceso conducido por los hechos y desprovisto de
la acción intencional del actor. En este escenario, después de los años 1990, gobierno después de
gobierno mantuvieron la democracia brasileña en estado larvar, en busca de una mejor oxigenación:
que emprendieron ajustes de carácter económico apartados de pactos sociales explícitos y políticamente
defendibles, sin ser capaces de establecer, en el marco Estado y en la sociedad civil, los elementos
esenciales de una "hegemonía civil" que se orientara hacia la ruptura democrática que mencionamos
anteriormente. El "transformismo positivo" conducido por la oposición democrática desde la década de
1970, que había sido la operación política posible de superación del autoritarismo, fue sustituido por el
antagonismo político de polos artificialmente confrontados de dos versiones de la socialdemocracia
brasileña, lo que aparentemente viene agotando las esperanzas y produciendo una crisis profunda en la
joven democracia brasileña.
En Chile, a su vez, la estrategia y todos los intentos de derribar la dictadura por vía armada fracasaron.
Las acciones armadas, incluso contra el el propio Pinochet, y las rebeliones populares (las protestas),
que estallaron entre 1983 y 1986, pensadas como posibles embriones de una insurrección de masas, se
revelaron impotentes. La batalla decisiva contra la dictadura vendría de donde menos se pensaba. La
Constitución de 1980, otorgada por Pinochet por medio de un referéndum totalmente controlado,
preveía la realización, en 1988, de un acuerdo el plebiscito para establecer otro mandato de ocho años
para el dictador. Era en torno a la idea de politizar el plebiscito, negando ese nuevo mandato, que se
vislumbró la posibilidad de derrotar a la dictadura. La sorprendente victoria electoral del Comando por
el No, que decía "no" al gobierno de Pinochet, en octubre de 1988, abrió el proceso de transición a la
democracia. El resultado del referéndum fue del 56% de los votos válidos "No" contra 44% por el "Sí".
A partir de entonces, los partidos políticos pudieron se reorganiza y la oposición a Pinochet, con
excepción del Partido Comunista, creó la Concertación de los Partidos por la Democracia, en un intento
de mantenerse unida para la elección presidencial prevista para el año siguiente. Pero Pinochet,
presidente de la República y jefe de las Fuerzas Armadas, forzó un pacto con la oposición en torno a las
reformas constitucionales. Este pacto ha redundado en un referéndum, celebrado en julio de 1989, para
sancionar las reformas de la Constitución de 1980 acordadas entre los principales actores políticos
legalizado. En ese punto, la sumisión de la transición democrática a la "política del autoritarismo "se
hizo evidente (Huneeus, 2000). El referéndum sancionó lo que se ha conocido como enclaves
autoritarios: normas concebidas para bloquear, sin transgredir la legalidad, cualquier iniciativa
reformista que se propusiera a desmontar la arquitectura básica del ordenamiento jurídico-
constitucional del autoritarismo chileno.
La derrota electoral sufrida por Pinochet en 1988 se convirtió así en una victoria política estratégica en
1989, ya que se aprobaron sólo reformas superficiales en la Constitución de 1980, lo que llevó al
sociólogo chileno Tomás Moulian a caracterizar tal resultado como una "derrota táctica y una victoria
estratégica "del pinochetismo. Este parece haber sido una jugada decisiva en el proceso por el cual el
pinochetismo articuló su supervivencia en Chile postdictatorial. Históricamente, habría sido delineado
con la aprobación, en de la Constitución de 1980 - aún en vigencia -, y culminado con la absorción de
la oposición al juego político delineado por el régimen y que no sería en función de lo que se había
acordado entre el régimen y la oposición en 1989. Chile, el paso del autoritarismo a la democracia, a
pesar de la victoria en el plebiscito de 1988, engendraría un "transformismo negativo", definido por T.
Moulian en los siguientes términos: El Chile actual es la culminación exitosa del 'transformismo'.
Llamo "transformismo" el largo proceso de preparación, durante la dictadura, de una salida, de la
dictadura destinada a permitir la continuidad de sus estructuras básicas bajo otros ropajes políticos, las
vestimentas democráticas. (...) Llamo de "Transformismo" a las operaciones que en Chile actual se
realizan para asegurar la reproducción de la 'infraestructura' creada durante la dictadura, despojada de
sus formas agresivas y de sus brutales y explicitas 'superestructuras' de entonces. La "Transformismo"
consiste en una alucinante operación de perpetuación que se realizó a través del cambio del Estado.
Este se ha modificado en varios sentidos muy importantes, pero manteniendo sin cambios un aspecto
sustancial. Cambia el régimen de poder, se pasa de una dictadura a una cierta forma de democracia y
cambia el personal político en los puestos de mando del Estado. Pero no hay un cambio del bloque
dominante aunque se modifique el modelo de dominación (Moulian, 1977: 145). Constricción por los
efectos del transformismo negativo, sin embargo, la transición seguiría su marcha. A principios de la
década de 1990, los espacios los políticos se democratizan y la disputa se concentró en dos polos: la
Concertación, agregando a los partidos de centro-izquierda -como el Partido Socialista y la DC - y la
Alianza por Chile, articulando las fuerzas tradicionales de la derecha con los neoliberales - como la
Renovación Nacional (RN) y la Unión Democrática Independiente (UDI).
En relación a las otras transiciones para la democracia en el continente latinoamericano, especialmente
la brasileña, Chile vivió dos aspectos peculiares: no heredó ninguna crisis económica del régimen
anterior y consiguió elegir sucesivamente cuatro presidentes pertenecientes a la Concertación - la
misma la coalición política que había derrotado a la dictadura. A partir de 1990, gobernaron Chile
Patricio Aylwin, Eduardo Frei, Ricardo Lagos y Michele Bachelet. Los gobiernos de la Concertación
condujeron con éxito la integración de Chile al proceso de globalización, lo que hizo avanzar los rasgos
de modernidad del país, como la mejora del sector de servicios, la especialización de la producción
agroindustrial para la exportación, la descontaminación, la innovación y la diversificación negocio. El
crecimiento continuo de la economía chilena en estos años, hasta la crisis económica mundial que abrió
el siglo XXI, fue notable. Las temáticas sociales sofocadas durante la dictadura, fueron reconducidas
como tareas del Estado, ampliando la cohesión social, aunque las políticas públicas de los gobiernos de
la Concertación se hayan revelado insuficientes. En Chile, el mantenimiento de buena parte de los
enclaves autoritarios, por el menos hasta 2005, ha generado una paradoja: el régimen democrático está
consolidado, pero la presencia de Pinochet en el imaginario político deja sensación de que la transición
permanece inconclusa. La imagen que queda de Chile post-Pinochet es la de una "democracia de mala
calidad", resultante de una transición muy condicionada a los dictámenes del régimen anterior, que
impuso un "transformismo negativo" al progreso político, retrasando en demasía reformas
democratizadoras y obstaculizando las reformas sociales. Por esa razón, Chile post-dictadura sólo logró
producir "gobiernos de negociación" y, con ellos, un "reformismo débil". En síntesis, si hubiera la
necesidad de establecer algunos puntos en la la comparación que hicimos aquí podríamos decir que en
relación a los golpes de Estado lo que sobresale es la diferencia entre los golpes de Estado de 1964, en
Brasil y en 1973, en Chile. En cuanto a los regímenes autoritarios, Brasil y Chile han vivido regímenes
políticos formalmente distintos, con estrategias hegemónicas también distintas en el sentido de atender
y agrupar núcleos dirigentes y clases subalternas. Sin embargo, los regímenes autoritarios de Brasil y
Chile promovieron resultados puntualmente similares en lo que se refiere a las transformaciones
sociales orientadas hacia la liberación del mundo de los intereses, de la afirmación del individualismo y
del consumismo. Por fin, en relación con la conquista de la democracia, el pionerismo y la larga
transición Brasil contrastan con el acortamiento en la transición chilena, pero también con la presencia
militar más ostensiva en Chile que en Brasil. Mientras Brasil alcanza a elaborar consensualmente una
nueva Constitución, éste sigue siendo un tema pendiente en Chile, incluso pasados 25 años. El
"transformismo positivo" en Brasil, que permitió el establecimiento de un nuevo orden constitucional,
inaugurando una nueva fase, contrasta con la aparente ruptura provocada por la victoria de la oposición
en el referéndum de 1988 y con la victoria de la estrategia "Transformismo negativo" en Chile, que
redundaría en una situación democrática viciado de condicionantes y limitaciones.

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