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JONATHAN Velazquez y lo velazqueño:

BROWN
los problemas de las atribuciones

L as atribuciones son uno de los más arriesgados cometidos de la histo-


ria del arte, sobre todo cuando se trata de obras de un artista famoso.
Como es bien sabido, las atribuciones sirven para dos cosas. Para los histo-
riadores del arte, son un primer paso a la hora de responder a preguntas
sobre un artista y sobre el lugar que ocupa en la historia. Inevitablemente,
sin embargo, las atribuciones se han convertido también en un instrumen-
to del mercado del arte. La cuestión de la autenticidad, que se planteó por
vez primera en el Renacimiento y cristalizó en el siglo XVII1, no ha dejado
de tener importancia desde entonces. De hecho, es aún más decisiva en
nuestra época, en la que la oferta de grandes maestros del pasado se ha re-
ducido y en esa misma medida ha aumentado el valor monetario de las
obras importantes.
La mayoría de los historiadores del arte reconoce que los problemas
que plantean las atribuciones pueden ser extraordinariamente complejos y
que su resolución puede exigir años e incluso décadas. Aparte de las dificul-
tades intrínsecas de interpretar unos datos, tanto visuales como documenta-
les, que suelen ser imprecisos o ambiguos, cabe siempre la posibilidad de
que en un olvidado rincón del mundo aparezca una versión mejor, y hasta
entonces desconocida, de un determinado cuadro2. Ésa es la razón de que
las atribuciones deban considerarse como hipótesis, no como hechos com-
probados, hipótesis que se ponen a prueba y se modifican constantemente.
Ésa es la razón también de que periódicamente se publiquen catálogos revi-
sados de la producción de los artistas3. Ésa «inestabilidad» se deriva quizás
del hecho de que en las atribuciones interviene en buena medida la subje-
tividad de quien las hace, lo que las priva necesariamente de la certeza
con que se trabaja por ejemplo en las ciencias de la naturaleza. Ni siquiera
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la aplicación de datos técnicos, cada vez más frecuente, permite tener férreas
garantías. Los hechos técnicos, como cualquier otro tipo de hechos, han de
interpretarse, y por lo tanto cabe en ellos la misma apreciación subjetiva
que en el análisis estilístico. Pueden contribuir a resolver problemas, pero
no son suficientes para resolverlos por sí solos. Volveremos sobre esta
cuestión.
La falta de certeza es, desde luego, el gran enemigo del mercado, en el
que se apuesta muy fuerte y en el que se funciona a un ritmo mucho más
rápido que en la investigación histórica. Los signos de interrogación son
un lujo de los estudiosos que los marchantes simplemente no pueden per-
mitirse. El carácter monetario de sus transacciones atrae asimismo la aten-
ción de los medios de comunicación, que entienden, con razón, que al pú-
blico nunca le fascina tanto el valor del arte como cuando éste se cuantifica
en cifras concretas. Las controversias sobre atribuciones son siempre un ti-
tular seguro.
Así pues, la atribución sigue siendo un proceso básicamente subjetivo,
condicionado como es lógico por la experiencia y prestigio del especialista.
De ello se sigue que a veces no es posible llegar a una conclusión definitiva
que satisfaga a todos los expertos. Una forma de sortear este recurrente
problema, tal vez la única, es redefinir las categorías de atribución amplian-
do los posibles veredictos sobre la autenticidad, de manera que al «sí» y el
«no» se añada el «quizás», aplicable a los casos en que los expertos no con-
siguen ponerse de acuerdo. Aunque esta solución no gustará a los coleccio-
nistas y marchantes, al menos a corto plazo, a mi juicio se corresponde con
lo que es en realidad establecer atribuciones, y a la larga será la mejor para
los intereses de todas las partes.
Tras esta introducción, nos centraremos ahora en el problema de Velaz-
quez. Como era de esperar, la conmemoración del cuarto centenario del na-
cimiento del artista en 1999 fue un catalizador de nuevas atribuciones. Aun-
que analizaremos con más detalle un par de ellas en las páginas que siguen,
este artículo tiene un propósito más amplio, a saber, llamar la atención so-
bre los problemas aún sustanciales a que se enfrentan quienes proponen
modificar con adiciones o supresiones el corpus de pinturas auténticas de
Velázquez.
La principal dificultad tiene su origen en el taller de Velázquez. Tras su
designación como pintor real en 1623, Velázquez contrató a un equipo de
asistentes que le ayudaran a cumplir con su obligación básica, pintar retra-
tos de la familia real, de los que había una demanda constante. Esos retratos
se utilizaban para decorar los sitios reales, para regalar a otros soberanos y
cortesanos importantes y para promover las alianzas matrimoniales que

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Velazquez y lo velaxqueño: los problemas de las atribuciones

eran esenciales para la continuación de la dinastía y para la política exterior.


Al igual que su contemporáneo Van Dyck y que el venerado predecesor de
ambos que era Tiziano, Velázquez organizó un taller que le ayudara a satis-
facer esa demanda. Aunque pueda parecer increíble, nunca se ha intentado
estudiar de una manera sistemática el funcionamiento y composición de ese
taller. No es éste el lugar adecuado para abordar tan complejo asunto, pero
sí es posible plantear algunas de las preguntas básicas a las que tal estudio
podría tratar de responder.
Como entre las funciones del taller estaba la reproducción de obras,
uno de los principales problemas de las atribuciones velazqueñas es el que
se refiere a las copias de originales del maestro. Para empezar, hay que decir
que Velázquez casi nunca copiaba sus propias obras. Por los datos que te-
nemos, sólo lo hizo en contadas ocasiones, incluidas las que se comentan a
continuación. Del Retrato de la madre ]erónima de la Fuente, aunque es an-
terior a la llegada de Velázquez a la corte, tenemos dos versiones autógrafas,
una en el Prado y la otra en la Colección Fernández Araoz (Madrid)4. Tras
su designación para el cargo real, Velázquez siguió siendo reacio a copiar
sus propias composiciones. Un ejemplo sería la versión reducida del Inocen-
1 Velázquez, Felipe IV.
2,01 x 1,02. Madrid, Museo cio X, pintado en Roma en 1650. Después realizó una versión más pequeña,
del Prado. que para la mayoría de los estudiosos es el cuadro que se guarda en el We-
llington Museum de Londres3. Salvo en obras como éstas, Velázquez dejaba
2 Velázquez (i), Felipe IV. que fueran sus ayudantes quienes realizaran las copias y versiones que se ne-
2x1,02. Nueva York,
Metropolitan Museum of Art. cesitaban de sus composiciones.
Aunque las pruebas son indirectas, hay razones para pensar que Veláz-
quez organizó su taller poco después de ser nombrado pintor real el 6 de
octubre de 1623. Como su obligación básica era realizar multiples imágenes
del monarca y su familia, habría necesitado ayuda desde el mismo momento
en que empezó a desempeñar su función. Que el taller ya existía queda de-
mostrado en su primer retrato oficial de Felipe IV (fig. 1). Como cabe apre-
ciar en los visibles pentimenti, la composición original se modificó sustan-
cialmente cambiando la postura y colocación de la figura y la posición de la
mesa de la derecha. Las radiografías revelan también que Velázquez intro-
dujo cambios asimismo en la cabeza y el rostro del rey6. Pero antes de intro-
ducir esas modificaciones se hicieron dos copias del original, que están en
Nueva York (fig. 2) y en el Museum of Fine Arts de Boston. Mientras que
la versión de Boston se suele asignar al taller, la de Nueva York ha resulta-
do más problemática pese a que Velázquez firmó, el 4 de diciembre de
1624, un recibo por el pago de esta obra (junto con el de otros dos
retratos)7. No obstante, este documento sólo confirma que el artista recibió
el dinero, y no se refiere directamente a la autoría de los retratos pagados.

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Aunque el cuadro se encuentra en mal estado, las partes que están intactas
parecen planas y secas cuando se comparan con la versión del Prado. En
consecuencia, siguiendo la opinión de Elizabeth du Gué Trapier y tras con-
sultar con John Brealy, que dirigía entonces el Departamento de Conserva-
ción de Pinturas del Museo, rechacé la atribución en mi monografía8. Sin
embargo, José López-Rey estaba convencido de su autenticidad, que defen-
dió enérgicamente en las diversas ediciones de su catálogo9.
Aunque no concluyente, el análisis de esta atribución confirma no obs-
tante dos cosas significativas: que Velázquez ya empleaba a ayudantes poco
después de entrar a servir en la corte (como demuestra la versión de Bos-
ton) y que esos ayudantes eran buenos pintores. Si reflexionamos un mo-
mento comprenderemos que no podía por menos de contratar a artistas
competentes. En su calidad de jefe del taller, era responsable de la calidad
de su producción. Además, a diferencia de Rubens, quien a veces retocaba
el trabajo de sus ayudantes, parece que Velázquez entregaba la mayor parte
de las versiones del taller sin mejorarlas. Por tanto, le interesaba mucho que
sus ayudantes fueran buenos en la imitación de su estilo.
Hay otro ejemplo que corrobora esta tesis. A mediados de la década de
1630 Velázquez pintó, en gran formato, el retrato ecuestre Don Gaspar de
Guzmán, conde-duque de Olivares (fig. 3). Una versión reducida de este cua-
dro que se halla hoy en el Metropolitan Museum of Art (fig. 4) y que mide
124,5 x 101,6 cm, es una atribución muy discutida. En 1951 Enriqueta Ha-
rris aceptaba que era una variante autógrafa de la composición del Prado,
con respecto a la cual la diferencia principal era que el caballo ya no era
castaño sino blanco10. Sin embargo, al año siguiente José M. Pita Andrade
publicó una entrada del inventario de Gaspar Méndez de Haro, séptimo
marqués del Carpio, fechado en 1651, que dice lo siguiente: «una pintura
en lienco del retrato del Code {sic) Duque armado con un bastón en la
mano en un cavallo blanco copia de Velázquez de la mano de Juan Bautista
Maco de bara y media en cuadro poco mas o menos con su marco ne-
gro...»11.
A juicio de López-Rey este dato era definitivo para su atribución, si
bien reforzaba su opinión comentando que había en el cuadro una «sobrea-
bundancia de toques de luz que era ajena a Velázquez y característica de
Mazo»-2. Señalaba también la discrepancia entre las dimensiones que se ci-
taban en el inventario y las del cuadro del Metropolitan Museum, que es
unos 27 cm más estrecho, aunque no dejaba de advertir que la expresión
«mas o menos» indicaba que las medidas eran sólo aproximadas. Aunque es
verdad que las medidas que se citan en los inventarios del siglo XVII suelen
ser aproximaciones, 27 cm no es una diferencia despreciable. En realidad,

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3 Velazquez, Don Gaspar de el cuadro que vemos hoy tiene claramente la forma de un rectángulo en ver-
Guzmán, conde-duque de Olivares.
3,13 x 2,39. Madrid, Museo del tical, no de un cuadrado.
Prado. A mi juicio, el cuadro sí parece obra del taller, y al menos por ahora la
4 Juan Bautista Martínez del atribución a Mazo no deja de ser plausible. La comparación detallada del
Mazo (?), Retrato ecuestre del original y la copia pone de manifiesto algunas diferencias reveladoras, em-
conde-duque de Olivares.
1,245 x 1,016. Nueva York, pezando por el tratamiento de los toques de luz dorada y los flecos de la
Metropolitan Museum of Art. banda roja. Velázquez obtiene esos toques de luz con aplicaciones irregu-
lares de pigmento, dispuestas con gran precisión y seguridad pese a que
aparentan una caprichosa distribución sobre la superficie. Los flecos, en
cambio, están realizados con pinceladas largas y casi paralelas, muy carga-
das de pigmento, que se arrastran sobre el lienzo. Se aprecia la huella de los
pelos del pincel, así como pequeños fragmentos de pigmento gruesamente
molido, elemento característico de las obras maduras del maestro. En el
cuadro atribuido a Mazo, estas sutilezas están esquematizadas y simplifica-
das. Las luces doradas se obtienen mediante unos toques serpenteantes y
someros que carecen de un sentido innato de la estructura, mientras que los
flecos están tratados de manera sumaria como una zona tonal, sin el sutil
manejo del pincel que hallamos en el original.
Aun más llamativa es la diferencia en la postura del conde-duque. En el
cuadro del Prado está sentado con firmeza, descansando todo su peso en la

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silla, mientras que en la copia parece levitar ligeramente, como si no fuera la


persona obesa que es a todas luces. Por último, el cambio más obvio, el del
color del caballo, no es un mero capricho de Mazo. En el cuadro de Velaz-
quez, el flanco del animal está recorrido por zonas irregulares de transpira-
ción, efecto tan difícil de copiar que Mazo renuncia a intentarlo. El sudor
en la piel de un caballo blanco es obviamente invisible.
Como se pone de manifiesto en estos dos ejemplos, el trabajo de los
ayudantes puede confundirse con el del maestro, y no siempre es fácil esta-
blecer las diferencias. De hecho, los ayudantes no son en modo alguno anó-
nimos; las fuentes y documentos nos ofrecen varios nombres, de los que
unos son bien conocidos y otros son oscuros. Además de Mazo, tenemos a
Diego Melgar, Francisco de Burgos Mantilla, Juan de Pareja, Èrcole Barto-
lossi, Andrés de Brizuela, Domingo Guerra Coronel y Juan de Alfaro. Hay
asimismo motivos para pensar que pintores tan célebres como Alonso Cano 5 Juan Bautista Martínez del
Mazo, La infanta doña Margarita
y Juan Carreño de Miranda pudieron haber participado en las actividades
de Austria. 2,12 x 1,47. Madrid,
del taller. Nos referiremos brevemente a las obras independientes de algu- Museo del Prado.
nos de estos artistas, lo que nos permitirá confirmar que fueron algo más
que meros apéndices de Velazquez.
Hay que empezar obviamente por Mazo. Aunque no disponemos de
ninguna monografía completa sobre su vida y su obra, su actividad nos es
en parte conocida13. Nacido en Cuenca hacia 1611, entró en la órbita de
Velázquez poco después de que éste regresara de Italia en 1631. Dos años
después, el 21 de agosto de 1633, casó con Francisca, la hija mayor de Ve-
lázquez. Aun después de la muerte de su esposa, acaecida en 1653, Mazo si-
guió junto a su suegro, al que sucedió como pintor de cámara en 1661. Fa-
lleció en 1667.
Mazo se nos presenta como un pintor fecundo y dotado de auténtico ta-
lento. No han ayudado a su reputación las imitaciones que hizo de retratos
de Velázquez, pues en cierto modo han perjudicado a su imagen como pin-
tor independiente. Algunas de sus aproximaciones son tan fieles que han
provocado una notable confusión entre los estudiosos de la obra velazque-
ña. La infanta doña Margarita de Austria (fig. 5) se ha solido considerar
como una colaboración entre el maestro y el ayudante, aunque López-Rey
sostiene decididamente, y con razón a mi juicio, que es sólo de mano de
Mazo14. Al margen del ámbito de la retratística de corte, Mazo siguió tam-
bién un camino personal. Era un cumplido paisajista, como se aprecia en la
Vista de la ciudad de Zaragoza de 1647, obra que, aunque firmada por
Mazo, se considera a veces realizada en parte por Velázquez. E incluso en el 6 Juan Bautista Martínez del
género del retrato Mazo revela una personalidad propia, ha familia del pin- Mazo, La familia del pintor.
1,50 x 1,72. Viena,
tor, de 1665 (fig. 6), es uno de los pocos retratos no oficiales de grupos fa- Kunsthistorisches Museum.

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Velazquez y lo velazqueño: los problemas de las atribuciones

miliares que tenemos en la España del siglo XVII, y está pintado con gran se-
guridad y genuino encanto.
Otros dos pintores de prestigio pudieron participar asimismo en el ta-
ller velazqueño. Alonso Cano (1601-1667), que coincidió con Velázquez
como aprendiz, se trasladó a Madrid en 1638, probablemente por recomen-
dación de éste. Aunque pintó sobre todo cuadros religiosos, su Retrato de
Baltasar Carlos (fig. 7) demuestra que estudió atentamente la producción
velazqueña en este género".
La hipótesis de que Carreño (1614-1685) estuvo vinculado al taller de
Velázquez es menos indirecta. Testificó a favor de Velázquez en la «prue-
ba» para el ingreso de éste en la Orden de Santiago, y fue uno de sus suce-
sores como pintor de cámara (1671). Como pintor real desde 1669, Carreño
7 Alonso Cano, Retrato de dedicó gran parte de sus energías al retrato, en el que desarrolló un estilo
Baltasar Carlos. 1,41 x 1,09.
Budapest, Museo de Bellas Artes. muy influido por Velázquez. De hecho, el Bufón mal supuesto don Antonio
«el Inglés» (fig. 8) fue considerado durante mucho tiempo una obra auténti-
ca de Velázquez, y recientemente se ha resucitado una atribución anterior a
Carreño aunque López-Rey ya había considerado, y descartado, esa posibi-
lidad16.
Si gran parte del taller consiste en pintores sin pinturas, hay asimismo
una notable cantidad de pinturas sin pintores. Es lo que tradicionalmente se
ha denominado «lo velazqueño», un conjunto de obras con frecuencia exce-
lentes que se han atribuido a Velázquez pero que nunca han podido entrar
con certeza en el catálogo de su producción. En otras palabras, se trata de
obras candidatas a la nueva categoría de atribución —el «quizás»— que se
proponía al comienzo de este artículo para designar irreconciliables diferen-
cias de opinión entre los expertos. Algunos ejemplos bastarán para ilustrar
la utilidad de esta taxonomía.
Uno de los casos más complejos es el Calabazas con un retrato y un moli-
nillo (fig. 9). La larga y tortuosa historia de la atribución de esta obra se
analiza con detalle en mi monografía de 198617. En resumen, con la excep-
ción de Trapier, la mayoría de los estudiosos aceptaba su autenticidad hasta
que fue puesta en duda por Steinberg en 1965 y, más sistemáticamente, por
John F. Moffitt en 1982l8. Yo me sumé a los que disentían. En cambio, la
atribución a Velázquez fue enérgicamente defendida por López-Rey, quien
en 1967 propuso una nueva interpretación de los datos documentales e in-
cluyó la obra como auténtica en todas las ediciones ulteriores de su
catálogo19.
8 Juan Carreño de Miranda (?), Sin repetir todos los argumentos a favor y en contra, cabe señalar que
Bufón mal supuesto don Antonio
«el Inglés». 1,42 x 1,07. Madrid, López-Rey estaba convencido de que una entrada del inventario del Buen
Museo del Prado. Retiro de 1701 apoyaba la atribución a Velázquez que él y otros autores ha-

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bían basado en razones estilísticas. Sin embargo, como ya hemos visto y


como volveremos a ver, los inventarios no son más infalibles a este respecto
que los expertos de nuestros días. Además, la defensa que hacía López-Rey
basándose en el estilo tenía un fallo importante. Reconociendo que el cua-
dro, si es de Velazquez, no pudo haberse pintado después de su primer via-
je a Italia (1629-1631), lo fechaba en 1628-1629, y eso planteaba la dificul-
tad de hacerlo anterior a la primera aparición documentada de Calabazas
en la corte, que se produjo en 1630. Para solucionar este problema López-
Rey lanzaba la idea de que el modelo «podría haber actuado ocasionalmen-
te como bufón en la corte antes de ser admitido en el servicio normal».
Pero no hay prueba alguna de que Calabazas actuara antes en la corte como
«artista invitado».
En la exposición dedicada a Velázquez en 1989-1990 se pudieron com-
probar los problemas del Calabazas con un retrato y un molinillo, aunque
hay que admitir que el cuadro no se encuentra en el mejor estado de con-
9 Velázquez (?), Calabazas con un
servación20. Esos problemas van desde el escenario arquitectónico monu- retrato y un molinillo. 1,75 x 1,06.
mental, inusual y algo amorfo, de un tipo del que no hay ningún otro ejem- Cleveland, Museum of Art.

plo en la producción velazqueña, hasta la pincelada plana y uniforme,


pasando por fragmentos tan poco afortunados como la fornida mano dere-
cha del bufón y la torpe e inestable posición de las piernas y los pies. Sin
embargo, pese a todos sus defectos, el cuadro no carece de calidad. Quien
quiera que lo pintara hacia 1632-1633 era un diestro imitador de Velázquez,
poseedor de una buena formación.
Un segundo caso es Don }uan Francisco Pimentel, X conde de Benavente
(fig. 10). En su catálogo de 1963, López-Rey lo aceptaba siguiendo la opi-
nión establecida como obra auténtica y lo fechaba en 1648, el año en que el
décimo conde de Benavente ingresó en la Orden del Toisón de Oro (cuyo
distintivo sin embargo no se ve en el retrato)21. No obstante, el Don Juan
Francisco Pimentel desapareció de las ediciones ulteriores de su catálogo,
evidentemente porque López-Rey había cambiado de opinión. Con todo,
en la edición española del catálogo de la exposición de 1989-1990 Julián
Gallego lo volvía recuperar, y coincidía con ella en 1992 Carmen Garrido,
quien lo retrasaba a principios de la década de 1630 y proponía que el re-
tratado no era el décimo conde sino el noveno22.
Siguiendo a López-Rey, no incluí este cuadro en mi monografía, pues
entendía que el tratamiento de la damasquinada armadura era demasiado
recargado y que la factura de la banda roja carecía de las sutiles y complejas
texturas que se aprecian por ejemplo en la que lleva el conde-duque de Oli-
vares en su retrato ecuestre (fig. 3). Además, me resulta incómoda la yuxta-
posición de la cortina roja y la vista parcial del paisaje, sin ningún elemento

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Velazquez y lo velazqueño: los problemas de las atribuciones

arquitectónico de transición entre ambas. Velázquez nunca emplea cortina-


jes en sus retratos salvo cuando se trata de interiores. Aquí su colocación ca-
rece prácticamente de lógica. Por consiguiente, creo que este excelente cua-
dro debe atribuirse a un miembro del taller de Velázquez.
El propósito del presente trabajo no es resolver esos problemas, si es
que de hecho pueden resolverse, sino más bien poner de manifiesto las múl-
tiples dificultades que rodean a las atribuciones velazqueñas. Hasta que se
estudien los procedimientos del taller y los diversos pintores que lo compu-
sieron a lo largo del tiempo, habrá necesariamente opiniones enfrentadas en
materia de autenticidad, sobre todo cuando se trata de obras que se hallan
en los márgenes de la producción del maestro.
10 Velazquez (?), Donjuán Todas estas dudas, contradicciones e incertidumbres pasan a primerísi-
Francisco Pimentel, X conde de mo plano cada vez que se anuncia que se ha redescubierto una pintura teni-
Benavente. 1,09 x 0,88.
Madrid, Museo del Prado. da durante mucho tiempo por perdida. Hemos elegido un caso reciente de
ese tipo como ejemplo del conjunto de problemas que plantean las atribu-
ciones a Velázquez: la llamada Santa Rufina (fig. 11), que se vendió en
Christie's, por un precio récord, el 29 de enero de 1999. Su autenticidad se
ha defendido en dos ocasiones, una por Peter Cherry en el catálogo de la
subasta y después, en una breve argumentación, por Alfonso E. Pérez Sán-
chez23. Como éste acepta algunos de los argumentos del texto de Cherry,
empezaremos por ahí el análisis del problema.
El elemento clave que aduce Cherry a favor de la atribución es una en-
trada en el que se supone que es el inventario post-mortem de Luis de
Haro, sexto marqués del Carpio, que fue un célebre coleccionista de obras
de arte. El texto dice lo siguiente: «Una pintura de Santa Rufina, de medio
cuerpo, con palma y unas tazas en las manos, original de Diego Velázquez,
de tres cuartos y media de alto y dos tercias y dos dedos de ancho»24. Estas
dimensiones equivalen a 73,5 x 59,6 cm, y se corresponden en gran medida
con las del lienzo reaparecido.
Pero hay algunos factores que restan fuerza a la pretendida seguridad
de este elemento clave. Conocemos este inventario únicamente por una co-
pia del siglo XIX, en la que se combinan obras de la colección de Luis de
Haro con otras de su hijo Gaspar, también famoso coleccionista25. Por des-
gracia, no se ha perdido únicamente el inventario original, sino también la
copia. En 1960 José M. Pita Andrade, que fuera archivista de la Casa de
Alba, donde supuestamente se guardaba el documento, escribió que no ha-
bía podido hallar rastro de la lista ni mención alguna del cuadro: «En los
documentos que he manejado, no he podido hallar la cita del cuadro»26. Sin
poner en duda la buena fe ni la integridad de Barcia, la desaparición del ori-
ginal y de la copia hace que no sea posible verificar la fidelidad de la cita.

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No obstante, aun suponiendo que la referencia está citada correcta-


mente, el documento sigue sin ser garantía de autenticidad. En el siglo
XVII, los inventarios de colecciones se realizaban con fines legales, no cien-
tíficos, y como ya se ha mencionado carecen de fiabilidad. Así se puede
comprobar en los diversos inventarios de la colección de Gaspar de Haro,
en los que figuran más de veinte cuadros atribuidos a Velazquez2'. Algunos
de ellos —la Venus del espejo (Londres, The National Gallery) y la Lección
de equitación del príncipe Baltasar Carlos (Duque de Westminster)— están
aceptados como obras del maestro. Aunque la mayoría de los demás no se
han identificado, los pocos que sabemos que existen son atribuciones dis-
cutibles o rechazadas. Entre ellos figuran «ha gallega» (Japón, colección
particular), una versión del Sebastián de Morra (Suiza, colección particu-
lar), la Mujer con velo y vestido amarillo (Chatsworth, Duque de Devonshi-
re) y una versión reducida de has Meninas (Kingston Lacy)28. Como de-
muestran estas pinturas, el inventario no puede considerarse una prueba
concluyente.
El otro argumento a favor de la atribución se apoya en el análisis estilís-
tico y técnico. En una ficha sin firmar que aparece en el catálogo de la su-
basta, y en la que se utilizan en igual medida argumentos basados en el exa-
men técnico y en el análisis estilístico, se aduce que en el cuadro se emplean
los mismos materiales y métodos que utilizaba Velázquez nada más regresar
de Italia en 163129. Se citan dos términos de comparación, la llamada Sibila
[Doña juana Pacheco, mujer del autor (?), caracterizada como una sibila, fig.
12) y Doña María de Austria, reina de Hungría, aunque es la primera la que
parece más adecuada para Cherry y para el autor de la ficha técnica.
Antes de aplicarlos para respaldar la atribución de Santa Rufina a Ve-
lázquez, es preciso valorar en términos generales la utilidad de los argumen-
tos técnicos tanto en este caso como en el de cualquier otro cuadro de un
maestro del pasado. Hace mucho tiempo que los historiadores del arte, los
restauradores y los especialistas en el análisis técnico de la pintura coinci-
den en que no deben tener prioridad sobre otro tipo de argumentos que se
pueden aducir en materia de atribución. Así lo defendía López-Rey en
1973:

Pese a su utilidad, los procedimientos técnicos no pueden ser más que instrumentos
para el experto. Este ha de evaluar además los datos de que dispone —estilísticos,
documentales, tecnológicos, etc. Como siempre, la auténtica expertización depende
12 Velázquez, Doña juana
y es el resultado de la intuición sensible, armonizada con el conocimiento y contro- Pacheco, mujer del autor (?),
caracterizada como una sibila.
lada por el pensamiento crítico.30
0,62 x 0,50. Madrid, Museo del
Prado.

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Velazquez y lo velazqueño: los problemas de las atribuciones

11 Velázquez (?), Santa Rufina. 0,77 x 0,64. Colección particular (antes de su restauración).

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Jonathan Brown

Refuerza esta afirmación la suerte que ha corrido el muy divulgado


Rembrandt Research Project, proyecto de investigación sobre la producción
rembrandtiana en el que un equipo de historiadores del arte y restauradores
trató de dar respuesta a los problemas de atribución del maestro holandés.
Como es bien sabido, los resultados fueron al cabo tan polémicos como las
conclusiones de los expertos tradicionales, y el proyecto está muriendo
poco a poco sin haber cumplido su misión. En un artículo reciente Lyckle
de Vries ha resumido las frustradas ambiciones del experimento y las ense-
ñanzas que se pueden extraer de él:

El objetivo inicial del Proyecto era la autentificación de pinturas atribuidas a Rem-


brandt. Los esfuerzos individuales de expertos como Bauch y Gerson habían susci-
tado algunos interrogantes —más sobre sus métodos que sobre los resultados efec-
tivos. Se buscó así la solución combinando el trabajo en equipo con las ciencias de
la naturaleza. No obstante, la idea de que el «ojo del experto» podría en cierto
modo formar parte de un proceso decisorio democrático se ha abandonado. Los
resultados de los exámenes técnicos se consideran como pruebas circunstanciales,
ni más, ni menos. Los historiadores del arte, en suma, siguen haciendo lo que han
hecho siempre, aunque con una cantidad de información objetiva considerable-
mente mayor.31

En resumen, el examen técnico ofrece información sobre el proceso


pictórico, y el experto, sirviéndose de esta y de otras fuentes de informa-
ción y conocimientos, se pronuncia sobre los resultados del proceso estu-
diando lo que se puede apreciar a simple vista, es decir, la superficie del
lienzo.
Para el «ojo» del experto que esto escribe, hay notables diferencias de
calidad y factura entre Santa Rufina y la Sibila. Es indudable que lo mejor
de Santa Rufina es la ejecución de la palma y del plato con las tazas. Sin em-
bargo, hay notables diferencias de calidad y ejecución entre las dos obras.
Una de las principales se refiere al uso del tejido del lienzo para crear efec-
tos tonales. Esta es una de las más sutiles características de los cuadros de
Velázquez a partir de 1631, y desempeña un papel muy importante en la
ejecución de la Sibila, del mismo modo que está claramente ausente de San-
ta Rufina. La diferencia se aprecia incluso en las reproducciones en color de
calidad.
Otra zona problemática es el paño de color púrpura que envuelve a la
figura en su parte central. Su forma, su función y su colocación no parecen
definidas: ¿de qué tipo de prenda se trata? ¿cómo se relaciona con las de-
más prendas que viste la santa?

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Velazquez y lo velazqueño: los problemas de las atribuciones

Igualmente difíciles son la posición y el dibujo del brazo izquierdo de la


figura, el que sostiene las tazas y el plato de color blanco. Aunque esta parte
no se encuentra en buen estado y por lo tanto es difícil de interpretar, es
claro que, debido a lo deficiente del escorzo, parece que la santa no tiene
brazo izquierdo. Hay otras deficiencias anatómicas comparables en los de-
dos. Siempre se ha considerado a Velázquez un maestro del color, y lo era
por supuesto, pero era también un dibujante de pulso firme. Los dedos de
la mano derecha, esponjosos, nacidos y torpemente dibujados, no están a su
altura. Y el puño blanco de la manga derecha no sólo es de deficiente dibu-
jo; también está cargado de pesados empastes que imitan pero no consiguen
reproducir la sutileza del detalle que aparece en la parte posterior del cuello
de la Sibila.
Muy reveladora es la representación del rostro, con una expresión ca-
rente de vida que recuerda a la de una máscara. Cherry avanza la hipótesis
de que se utilizó un modelo del natural, y llega incluso a sugerir que po-
dría tratarse de una de las hijas de Velázquez. Como no tenemos ningún
retrato seguro ni de Francisca ni de Ignacia Velázquez, esto no puede con-
siderarse más allá de una conjetura. Hay algo que sin embargo sí está cla-
ro. Comparado con el único retrato velazqueño de una joven que no es
miembro de la familia real (fig. 13), las diferencias de expresión y vivaci-
dad son extremas. La mirada fija de Santa Rufina y el modelado duro y li-
neal de los párpados, las cejas y el contorno de la nariz (reforzado por una
línea negra) hacen que la expresión parezca rígida, mientras que en el Re-
trato de una joven el sutil modelado de esos mismos rasgos produce el
efecto de un rostro suave y atractivo. En suma, si se utiliza la Sibila como
término de referencia para la atribución, Santa Rufina se queda palmaria-
mente corta.
Tal vez sea ésta la razón por la que Pérez Sánchez prefiere utilizar como
término de comparación el Doña María de Austria en un artículo en el que
propone nada menos que cinco nuevas atribuciones a Velázquez, obras que
se encuentran todas ellas en colecciones particulares32. Aunque en alguno
de sus argumentos sigue a los de Cherry, introduce en ellos algunas preci-
siones que los mejoran. Por ejemplo, suscribe la identificación de Santa Ru-
fina con la pintura que se menciona en el inventario de Haro pero reconoce
que la documentación publicada presenta el problema de lo tardío de su fe-
cha y de que es aparantemente irrecuperable. En cuanto a su procedencia
ulterior, menciona dos referencias en inventarios inéditos del siglo XIX a
una Santa Justa, que supone que es la misma obra que la Santa Rufina que
13 Velázquez, Retrato de una se vendió en Christie's. Pero resulta que uno de estos inventarios ya se ha
joven. 0,51 x 0,41. Nueva York,
The Hispanic Society of America. mencionado en la bibliografía y apunta a establecer que el cuadro que se

63
Jonathan Brown

vendió en Christie's no es el que perteneció a Luis o Gaspar de Haro y que


posiblemente no representa a Santa Rufina sino a Santa Justa.
En el inventario de Francisco Casado de Torres (que está sin fechar) fi-
gura un cuadro de «Sa Justa de Dn Diego Belazquez alto tres cuartas y me-
dia y ancho tres... 5.000 [reales]»". Hoy podemos reconstruir como se ad-
quirió. Casado de Torres estaba casado con Catalina Martínez, hija de
Sebastián Martínez, conocido coleccionista de finales del siglo XVIII que
mantuvo una estrecha amistad con Goya. Martínez murió en Madrid en
1800 y le dejó parte de su colección a Catalina, incluida una pintura «que re-
presenta una Santa Justa tasada en mil y quinientos reales»34, evidentemente
la misma obra que después se menciona en el inventario de Casado de To-
rres. Como señala Pérez Sánchez, el cuadro vuelve a aparecer en un inventa-
rio de 1844 (Celestino García Fernández), tras lo cual se envió a Inglaterra.
Este descubrimiento es de gran importancia, pues desconecta a la lla-
mada Santa Rufina de la procedencia de la colección de Haro. Ésta había
pasado a la familia Alba; el inventario que cita Barcia se levantó, con toda
probabilidad, para el pleito que siguió a la muerte de la duquesa de Alba en
1802. (Había fallecido sin descendencia.) Por esas fechas «Santa Rufina» es-
taba ya en poder de Catalina Martínez y Francisco Casado de Torres, para
quienes representaba a Santa Justa35. En otras palabras, la Santa Justa pro-
piedad de Martínez y la Santa Rufina que supuestamente estaba en la colec-
ción de Haro son dos obras distintas. Aunque la procedencia de la colec-
ción de Martínez es sin duda prestigiosa, no establece una relación directa
entre el cuadro y los dos célebres coleccionistas del siglo XVII, que estuvie-
ron ambos en contacto con Velázquez.
En cuanto a la decisiva cuestión de la autoría, Pérez Sánchez analiza
brevemente y rechaza las atribuciones anteriores de Santa Rufina a Murillo
y a Mazo36. Aunque la primera no es en modo alguno sostenible, la segun-
da, como veremos, no debe descartarse con tanta rapidez. En su argumen-
tación Pérez Sánchez se aparta de la línea propuesta por Cherry en un as-
pecto crucial. Reconociendo implícitamente que Santa Rufina no puede
compararse en calidad con la Sibila, opta por mover la datación a inmedia-
tamente antes del viaje a Italia, para lo cual construye un momento de tran-
sición en la evolución del artista. Durante este período, sostiene, Velázquez
empezó a absorber ideas y técnicas de las pinturas italianas de la colección
real, que se combinan con elementos anteriores de su estilo. Los términos
de referencia son el retrato Doña María de Austria (fig. 14), que a su juicio
anuncia los cambios radicales de la fase postitaliana, y determinadas carac-
terísticas de la técnica empleada en Santa Rufina, que parecen algo menos
avanzadas que las de las obras realizadas en Italia y después. Un argumento

64
Velazquez y lo vclazqueño: los problemas de las atribuciones

secundario se basa en una similitud tipológica entre la santa y algunas obras


realizadas en Sevilla.
La primera de esas dos obras de referencia es más discutible de lo que
parece sugerir el breve análisis de Pérez Sánchez. En su tratado Arte de la
pintura (1649), Francisco Pacheco, maestro y suegro de Velázquez, relata
con bastante detalle la primera estancia de su yerno en Italia, probablemen-
te sobre la base de información que le facilitó el propio Velázquez. Cuenta
Pacheco que, estando en Ñapóles, Velázquez pintó un retrato de la infanta
(que estaba de camino hacia Viena para contraer matrimonio con el futuro
Fernando III). El encuentro se habría producido en el otoño de 1630, cuan-
do ambos estaban en la ciudad: «A la vuelta de Roma paró en Ñapóles,
donde pintó un lindo retrato, para traerlo a Su Majestad»3'.

14 Velázquez, Doña María de Esta fecha fue mayoritaria aunque no unánimemente aceptada hasta
Austria, reina de Hungría. que Enriqueta Harris y John Elliott publicaron un documento del 21 de oc-
0,58 x 0,44. Madrid, Museo del
Prado. tubre de 162838 que menciona el deseo del conde-duque de Olivares de en-
viar a Viena retratos de la familia real y su intención de encargarle a Veláz-
quez que los pintara. Ignoramos si estos retratos llegaron a realizarse. El
encargo completo habría consistido en cinco retratos —del rey y la reina,
los infantes Carlos y Fernando y la infanta María— y, lógicamente, de no
haberse perdido, estarían hoy en el Kunsthistoriches Museum de Viena,
destino final de los retratos reales pintados posteriormente por Velázquez
para la corte austríaca. Sin embargo, posteriormente no hay mención alguna
de cinco retratos reales de esta fecha, lo que plantea la posibilidad de que
no llegaran a pintarse.
En consecuencia, la datación se convierte una vez más en una cuestión
de análisis estilístico, y, no hace falta decirlo, no hay unanimidad en este
frente. Si Gudiol se inclinaba por fecharlo antes del viaje a Italia, Du Gué
Trapier, López-Rey y yo mismo creemos que el dato pertinente es el que fi-
gura en el texto de Pacheco39. En el análisis técnico de Garrido y en la anó-
nima ficha de subasta se propone asimismo la fecha de 163040.
Habida cuenta de esta división de opiniones, es arriesgado utilizar el re-
trato de la infanta María como base para fechar la realización de Santa Rufi-
na hacia 1629. Hay además otros factores que agravan el problema. Doña
María de Austria es un retrato en busto, frente a los tres cuartos de Santa
Rufina y la Sibila. Ese formato hace que carezca necesariamente de comple-
jidades posturales y detalles de naturalezas muertas, reduciendo por así de-
cir el terreno de comparación. Tampoco puede utilizarse como base la eje-
cución del rostro de la infanta, pues Velázquez, ateniéndose a un
convencionalismo ya antiguo en la retratística de los Habsburgo, le dio un
alto grado de acabado.

65
Jonathan Brown

Con todo, aunque es difícil establecer una comparación cualitativa en-


tre Doña María de Austria y Sania Rufina, hay no obstante diferencias nota-
bles entre ellas. Quizás la más importante sea el tratamiento del cabello.
(El traje está inacabado). El cabello castaño claro de la infanta es una ma-
ravillosa maraña de rizos y mechones obtenida mediante la complicada in-
teracción de pinceladas de diferente longitud, forma y densidad (lo que
por cierto induce a pensar en 1630 como fecha). El autor de Santa Rufina
trata de imitar estos efectos, pero el resultado es plano y confuso; simple-
mente, la extraordinaria complejidad de la técnica velazqueña está fuera de
su alcance.
Otro detalle revelador es el tratamiento de las cejas. Las de la infanta
parecen incorporadas a la estructura del rostro, mientras que las de Santa
Rufina dan la impresión de que se hubieran pintado encima de la piel o se
hubieran pegado a ella. Y, como siempre, la sensación de vida que transmi-
te la expresión de la infanta se torna en una mirada fija, estática, casi ausen-
te, en Santa Rufina.
La otra parte de la argumentación de Pérez Sánchez en torno a la fecha
se basa en conexiones con otras pinturas realizadas por Velázquez antes de
marchar a Italia, entre ellas algunas realizadas varios años antes en Sevilla.
Se menciona brevemente un cierto parecido de tipo facial entre la santa y
las figuras femeninas de La imposición de la casulla a San Ildefonso (Sevilla,
Museo de Bellas Artes), así como con dos dibujos de una joven que se guar-
dan en la Biblioteca Nacional de Madrid. Complica la comparación con el
lienzo de Sevilla el hecho de que éste ha sido muy restaurado, mientras que
la atribución de los dibujos, como nos ha recordado recientemente Harms,
sigue siendo poco segura41.
Más peso tiene un breve análisis de la técnica de Santa Rufina, en la que
se ve «un dibujo más prieto y una mayor densidad de pasta en pormenores
como la soberbia palma y las tazas blancas». Estas observaciones, que se
emplean para proponer la fecha de hacia 1629, entran en conflicto con la fi-
cha técnica del catálogo de la subasta que Pérez Sánchez cita en apoyo de
su defensa de la autenticidad del cuadro. El autor de ese texto escribe sin
reservas que el examen técnico «pone de manifiesto numerosas semejanzas
con la técnica que empleó Velázquez en otras obras de la década de 1630».
De hecho, la comparación de la radiografía de Los borrachos, obra termina-
da en 1629, con la de Santa Rufina, supuestamente de la misma fecha, hace
difícil aceptar que estos dos cuadros se pintaran en el mismo año42.
Con ello no queremos decir que Santa Rufina sea una pintura mediocre.
Y si no lo es, y si resulta difícil atribuírsela a Velázquez, ¿quién podría ser
entonces su autor? Mayer había sugerido el nombre de Mazo, hipótesis que

66
Velazquez y lo velazqueño: los problemas de las atribuciones

Pérez Sánchez rechaza con firmeza. Aun reconociendo que la personalidad


artística de Mazo aun no está definida con precisión y por lo tanto no es un
término de comparación fiable para establecer nuevas atribuciones, Pérez
Sánchez sí que señala que el estilo de Mazo, si bien dependiente del de Ve-
lázquez, es «más libre y deshecho, llevando la peculiar técnica del maestro a
un punto de deshacimiento e inmaterialidad extremo». Es sin duda una
exacta descripción de los cuadros que Mazo pintó en las décadas de 1650 y
1660. Sin embargo, nadie ha sugerido hasta ahora que Santa Rufina se pin-
tara en otro momento que no fuera el final de la década de 1620 o el princi-
pio de la de 1630, es decir, antes de que el propio Velázquez desarrollara su
técnica más avanzada. El Mazo de principios de la década de 1630 habría
imitado al Velázquez de esos mismos años. De ahí que la defensa de la auto-
ría de Mazo haya de basarse en el conocimiento del estilo que cultivaba al
poco tiempo de ingresar en el taller de Velázquez. Llegados a este punto,
resulta imposible decir qué aspecto tendrían las obras de ese Mazo «tem-
prano», aunque no sería de extrañar que utilizara los métodos y materiales
velazqueños pero de una manera menos avanzada. Esa anomalía podría ex-
plicar la técnica algo más conservadora que Pérez Sánchez observa en el
cuadro.
Si la historia sirve de guía, lo único de lo que podemos estar seguros en
este debate es de que aún no se ha dicho la última palabra sobre la atribu-
ción de Santa Rufina. Es posible que un día se encuentre un documento
que no suscite dudas, o quizás que aparezca una versión mejor (o peor, que
también podría ser de utilidad), o que se descubra la pareja, Santa justa (si
la obra de que estamos tratando representa en efecto a Santa Rufina). Y hay
todas las razones para esperar que las futuras generaciones de velazquistas
investiguen el taller del maestro, asignando nombres a cuadros problemáti-
cos y acabando con la falta de seguridad de estas atribuciones. Hasta que
esas cosas sucedan el único veredicto prudente sobre la autenticidad de esta
y otras pinturas marginales es «quizás de Velázquez».

JONATHAN BROWN ocupa la cátedra Carroll y Milton Petrie en el Institute of


Fine Arts, New York University, y es autor de numerosos libros, entre ellos
Imágenes e ideas en la pintura española del siglo XVII (1980), Velázquez.
Pintor y cortesano (1986) y, con John H. Elliott, Un palacio para el rey. El
Buen Retiro y la corte de Felipe IV (1981). Recientemente ha sido comisario
de la exposición Velázquez, Rubens y Van Dyck, pintores cortesanos del si-
glo XVII (Museo del Prado, 1999-2000).

hi
Jonathan Brown

1 Véase sobre este proceso J. BROWN, Kings and Connoisseurs. 12 LÓPEZ-REY, op. cit. (nota 9, 1963), pp. 198-200, núm. 216, e
Collecting Art in Seventeenth Century Europe, New Haven y IDEM, op. cit. (nota 9, 1966), p. 164, bajo num. 66. Citando a
Londres, 1995, pp. 232-235 [ed. esp.: El triunfo de la pintura. M. AGULLÓ COBO, Noticias sobre pintores madrileños de los
Sobre el coleccionismo cortesano en el siglo XVII, Madrid, 1995]. siglos XVI y XVII, Granada, 1978, p. 140, López-Rey mencio-
2 Un ejemplo reciente es La Sagrada Familia en una escalera, na la existencia de otra versión que figura en el inventario de
de Poussin. La célebre versión de la National Gallery of Art un tal Diego Rodríguez (1654).
de Washington está considerada hoy como una copia, reali- 13 Los artículos esenciales sobre Mazo (no hay ninguna mono-
zada por un imitador, del lienzo original, que se encuentra grafía) son los siguientes: J.A. GAYA Nuxo, «Juan Bautista
en el Cleveland Museum of Art. Martínez del Mazo, el gran discípulo de Velázquez», en Va-
3 El catálogo de la obra velazqueña de José López-Rey, que se ria velazqueña, op. cit. (nota 7), vol. I, pp. 471-481; J. LÓPEZ
ha publicado en tres ediciones, es estimable aunque defi- NAVIO, «Matrimonio de Juan B. del Mazo con la hija de Ve-
ciente en algunos aspectos. Sólo en la primera edición (Lon- lázquez», Archivo Español de Arte, 33 (1960), pp. 398-419;
dres, 1963) figuran las réplicas y copias. La segunda (Lausa- E. DU G. TRAPIER, «Martínez del Mazo as a Landscapist»,
na y París, 1981; citamos de la edición francesa) y la tercera Gazette des Beaux-Arts, 61 (1963), pp. 293-310; P. CHERRY,
(Colonia, 1996, publicada para el Instituto Wíldenstein) in- «Juan Bautista Martínez del Mazo, viudo de Francisca Ve-
cluyen únicamente las obras que su autor considera auténti- lázquez», Archivo Español de Arte, 63 (1990), pp. 511-527, y
cas. Si bien algunas de las entradas del catálogo se modifica- N. AVALA MALLORY, «Juan Bautista del Mazo; retratos y
ron y ampliaron en las sucesivas ediciones, todas ellas paisajes», Goya, 221 (1991), pp. 265-276.
carecen sistemáticamente de análisis iconográfico (para el 14 LÓPEZ-REY, op, cit. (nota 9, 1963), pp. 258-260, núm. 409.
que López-Rey tenía poca paciencia), y nunca se refutan con 15 La atribución de este retrato a Cano, que parece plausible,
argumentos las opiniones o interpretaciones con las que el se defiende en E. NYERGES, «El retrato de Don Baltasar Car-
autor no está de acuerdo —suelen más bien descartarse de los en el Museo de Bellas Artes de Budapest», Archivo Espa-
manera perentoria. En cambio, las nuevas ediciones son no- ñol de Arte, 56 (1983), pp. 143-150. En cambio, se rechaza
tablemente más ricas en la reconstrucción de la procedencia en H.E. WETI-IEY, Alonso Cano. Pintor, escultor y arquitecto,
de las obras, sobre todo en el caso de las que provienen de la Madrid, 1983, p. 155, num. X-17.
colección real española. En la nota 9 infra figuran las re- 16 La atribución a Carreño, propuesta por vez primera en
ferencias bibliográficas completas. J. ALLENDE-SAI.AZAR (ed.), Velázquez. Des Meisters Gemdl-
4 Una tercera versión en media figura, perteneciente a la Ape- de, Klassiker der Kunst, vol. 6, 4* ed., Berlín y Leipzig, 1925,
lles Collection, se expuso en la muestra Velazquez y Sevilla pp. 227 y 286-287, es rechazada en LÓPEZ-REY, op. cit. (nota
(Sevilla, 1999). Véase el catálogo de la misma, p. 210, con la 9, 1963), pp. 269-270, núm. 437, y recuperada, aunque sin
ficha de Zahira Veliz, asesora del coleccionista. Su autentici- comentarios, en A.E. PÉREZ SÁNCHEZ, Juan Carreño de Mi-
dad ha sido refutada por Enriqueta Harris («Review of Ve- randa (1614-1685), Aviles, 1985, p. 197.
lazquez y Sevilla», Burlington Magazine, 147 (2000), p. 126), 17 J. BROWN, Velázquez. Painter and Courtier, New Haven y
quien cree, con razón, que se trata de «una copia de otra Londres, 1986, pp. 270-271 [ed. esp.: Velázquez. Pintor y
mano de la versión del Prado». cortesano, Madrid, 1986)].
5 Sobre este cuadro, véase E. HARRIS, «Inocencio X», en Ve- 18 L. STEINBERG, «Review of José López-Rey, Velázquez. A Ca-
lázquez, Madrid, Fundación Amigos del Museo del Prado, talogue Raisonné of His Oeuvre», Art Bulletin, 47 (1965),
1999, pp. 203-219. pp. 282-283, y J.F. MOFFITT, «Velázquez, Fools, Calabacillas
6 Véase un análisis completo en C. GARRIDO, Velazquez. Téc- and Ripa», Pantheon, 40 (1982), pp. 304-309.
nica y evolución, Madrid, 1992, pp. 122-123. 19 J. LÓPEZ-REY, «Velazquez's Calabazas with a Portrait and a
7 Para el documento, véase Varia velazqueña, Madrid, 1960, Pinwheel», Gazette des Beaux-Arts, 70 (1967), pp. 218-226;
voi. il, p. 224. LÓPEZ-REY, op. cit. (nota 9, 1981), pp. 284-285, num. 39, e
8 E. DU G. TRAPIER, Velázquez, Nueva York, 1948, pp. 97 y ÍDEM, op. cit. (nota 9, 1996), vol. II, pp. 92-95, num. 39.
100. Sobre mi monografía, véase la nota 17. Un nuevo exa- 20 Velázquez, cat. exp. (Museo del Prado, 23 de enero a 31 de
men del cuadro que he hecho recientemente acompañado marzo de 1990), Madrid, 1990, pp. 142-145, num. 20; ficha
por Hubert von Sonnenburg, jefe del Departamento de Res- de catàlogo de Julián Gallego.
tauración de Pinturas, me ha reforzado en la opinión de que 21 LÓPEZ-REY, op. cit. (nota 9, 1963), pp. 289-290, núm. 487.
se trata de un producto del taller. 22 Velázquez, op. cit. (nota 20), pp. 352-355, num. 60, y GARRI-
9 J. LÓPEZ-REY, Velazquez. A Catalogue Raisonné of His Oeuvre, DO, op. cit. (nota 6), pp. 181-189.
Londres, 1963, pp. 207-208, num. 236; IDEM, Velasquez, 23 P. CHERRY en Spanish Old Master Paintings Including Velaz-
Artiste et Créateur, Lausana y París, 1981, pp. 254-255, quez's Saint Rufina, Christie's, 29 de enero de 1999, pp. 54-
num. 29; IDEM, Velazquez. Maler der Maler, Colonia, 1996, 56, y A.E. PÉREZ SÁNCHEZ, «Novedades velazqueñas», Ar-
vol. II, pp. 66-69, num. 29. chivo Español de Arte, 72 (1999), pp. 380-383.
10 E. HARRIS, «Spanish Painting from Morales to Goya in The La atribución a Velázquez es rechazada por Enriqueta Ha-
National Gallery of Scotland», Burlington Magazine, 93 rris. Según una carta suya al autor de este artículo (29 de ju-
(1951), pp. 314-317. nio de 1999), Harris fue consultada acerca del cuadro por
11 T-M. PlTA AÍNDRADE, «LOS cuadros de Velázquez que poseyó Christie's en 1993 y 1994. Tras examinarlo en Londres en
el séptimo Marqués del Carpio», Archivo Español de Arte, 1994, época en la que yo lo atribuía a Mazo, siguió estando
25(1952), p. 230. «convencida de que no era de Velázquez ni de ningún otro

68
Velazquez y lo velazqueño: los problemas de las atribuciones

artista cuya obra yo conozca... ¿Es tal vez de un artista sevi- XXI11 Congreso Internacional de Historia del Arte. España en-
llano que había visto cuadros de Velázquez y Murillo? Para tre el Mediterráneo y el Atlántico, Granada, 197), Granada,
mí, es un cuadro anónimo» (citado con autorización). 1978, vol. 3, pp. 22 y 29, n. 70. Como señala Baticle, Casado
Mi análisis se basa en el estudio del cuadro antes de la res- de Torres había heredado parte de su colección de Sebastián
tauración que al parecer se está realizando. El anonimato del Martínez (véase nota 34 infra). Le agradezco a José Luis Co-
comprador de la pintura, cuya identidad no ha sido revelada lomer la transcripción de las entradas del inventario de Ca-
por la casa de subastas, impide lógicamente el acceso a ella. sado de Torres.
Sin embargo, como se verá en los comentarios que siguen, el 34 El inventario de la colección de Martínez fue descubierto y
cuadro presenta problemas formales y estructurales que no analizado por María Pemán: M. PEMÁN, «La colección artís-
es probable que se modifiquen al eliminarse los repintes y el tica de don Sebastián Martínez, el amigo de Goya, en Cá-
barniz descolorido que afeaban su superficie cuando se ex- diz», Archivo Español de Arte, 51 (1978), pp. 53-62. Pemán
puso antes de la subasta. depositó una copia de la transcripción completa (que no fi-
24 A.M. DE BARCIA PAVÓN, Catálogo de la colección de pinturas guraba en su artículo) en el Departamento de Historia del
del Excmo. Sr. Duque de Berwick y de Alba, Madrid, 1911, p. Arte «Diego Velázquez» del C.S.I.C., Madrid. El documen-
245. to se titula «Partición convencional de los bienes quedados
25 En ibidem se señala que el inventario es una amalgama algo por muerte del sr D. Sebastián Martínez, thesorero General
desordenada de las colecciones de Luis y Gaspar de Haro, y del Reino. Escribano: Cayetano Rodríguez Villanueva y Mo-
se advierte una cierta confusión en sus contenidos: «Apare- ran, 1805, II, legajo 5387, ff. 1233-1394, Archivo de Protoco-
cen 708 cuadros; algunos de ellos parece que están cataloga- los de Cádiz». La entrada sobre Santa Justa figura en el fol.
dos dos veces». 1316v.
26 J.M. PlTA ANDRADE, «Noticias en torno a Velázquez en el 35 No carece de lógica identificar como Santa Justa al persona-
Archivo de la Casa de Alba», Varia velazqueña, op. cit. (nota je del retrato de la colección de Martínez. Aunque las santas
7), voi. il, p. 413. Justa y Rufina poseen los mismos atributos, sus nombres
27 Están cómodamente reunidos en E. HARRIS, «Las Meninas siempre se mencionan en este orden. Siguiendo la costum-
at Kingston Lacy», Burlington Magazine, 132 (1990), p. 130. bre de «leer» las parejas de izquierda a derecha, a la santa de
28 Sobre «La gallega», véase LÓPEZ-REY, op. cit. (nota 9, 1996), la izquierda se la suele identificar como Santa Justa, y como
pp. 274-277', num. I l l (posiblemente obra del siglo XIX); so- Santa Rufina a la de la derecha. Es posible que el autor de
bre Sebastián de Morra, ibidem, pp. 254-256; sobre Mujer este cuadro pintara otro de la segunda santa, que podría ser
con velo y vestido amarillo, ibidem, pp. 198-201, y sobre Las la obra que según Barcia figuraba en el inventarío del mar-
Meninas, HARRIS, op. cit. (nota 27). qués de Haro. Pero hasta el momento no hay prueba alguna
29 Christie's, 29 de enero de 1999, pp. 57-58. de su existencia.
30 J. LÓPEZ-REY, «The Reattributed Velázquez: Faulty Con- 36 Sobre la atribución a Mazo, véase A.L. MAYER, «Tres cua-
noisseurship», Art News, 12, núm. 3 (marzo de 1973), p. 50. dros interesantes desconocidos», Arte Español, 19 (1930),
31 L. DE VRIES, «Review of Rembrandt: The Painter at Work», p. 118. Por una macabra errata tipográfica, Augustus Mayer
Simioks,26 (1998), p. 317. es citado en el artículo de Pérez Sánchez como Angustias
32 De las cinco nuevas atribuciones que se proponen en este ar- {sic) Mayer, involuntaria referencia a la trágica muerte de
tículo, solamente dos, Santa Justa y Lágrimas de San Pedro, este hispanista alemán en un campo de concentración nazi.
se han mostrado en público. La segunda estuvo en la exposi- 37 F. PACHECO, Arte de la pintura, ed. B. Bassegoda i Hugas,
ción Velázquez y Sevilla (Sevilla, 1999). En el catálogo Madrid, 1990, p. 210.
(p. 198, núm. 92), la atribución es propuesta por Manuela 38 E. HARRIS y J. ELLIOTT, «Velázquez and the Queen of Hun-
Mena Marqués, conservadora de pintura española del siglo gary», Burlington Magazine, 118 (1976), pp. 24-26.
XVIII y Goya en el Museo del Prado. Véase una refutación 39 J. GUDIOL, Velázquez 1599-1660, Londres, 1974, p. 85; TRA-
convincente en HARRIS, op. cit. (nota 4), pp. 126-127, donde PIER, op. cit. (nota 8), p. 165; LÓPHZ-REY, op. cit. (nota 9,
se atribuye al círculo de Zurbarán. Estando este artículo en 1996), pp. 114-117, num. 48, y BROWN, op. cit. (nota 17), pp.
prensa, he tenido la oportunidad de estudiar otra de estas 79 y 290, n. 28.
atribuciones, San Simón de Rojas difunto, que no parece es- 40 Christie's, 29 de enero de 1999, p. 58, y GARRIDO, op. cit.
tar relacionado ni con Velázquez ni con ninguno de sus se- (nota 6), pp. 94-95.
guidores inmediatos. 41 HARRIS, op. at. (nota 4), p. 125.
33 Sobre el descubrimiento del inventario de Casado de To- 42 Sobre la radiografía, en la que se aprecia una abundante
rres, véase J. BATICLE, «Les amis 'norteños' de Goya en An- cantidad de blanco de plomo para modelar las figuras, véase
dalousie. Ceán Bermúdez, Sebastián Martínez», en Actas del GARRIDO, op. cit. (nota 6), pp. 170-176.

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