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Para todo esquema que aborde la filosofía occidental, el idealismo alemán se liga
inevitablemente a la Revolución Francesa, a la lucha contra el Antiguo Régimen y sus
privilegios, y al concepto de Razón. La importancia de este concepto es central en el
esquema idealista: recordemos a Descartes, cuando unificaba la especie humana a través
de la razón autónoma, a la capacidad del sujeto de conocer la realidad y construir
conocimientos sin necesidad de tutores: toda aquella que aprendiera el método (sin
importar género, raza, clase) llegaría a razonar por sí misma. Kant lleva la razón más allá:
el límite epistemológico a la razón teórica (piedra de toque de la experiencia) le sirve para
abrir un nuevo dominio de la razón, el dominio práctico, el dominio de la libertad contra la
causalidad de la naturaleza. Esta brecha entre intuición y concepto que Kant establece en
el marco teórico puro es la que Hegel intentará cerrar desde un desarrollo autoconsciente
del ser humano: la libertad no es planteada como inicio del concepto, como fundamento de
la moralidad, sino que es resultado de un proceso de autodesvelamiento. La libertad es
obtenida al final, no es dada al inicio.
Hegel afirmará que “todo lo real es racional” y “todo lo racional es real” y tratará de
fundamentar una ontología desde la lógica, pero esto es quedarse sólo con la mitad del
esquema hegeliano: todo concepto lógico tiene que tener su referencia en la realidad, es
decir, todas las formas del pensar también son principios constitutivos de lo real (la lógica
es metafísica, por eso su sistema de lógica comienza con los principios ser y nada). Es
decir: si Hegel es capaz de fundamentar una ontología sobre la lógica sólo se debe a que
la lógica está ya de algún modo “ontologizada”. Hegel desdobla, al igual que hizo Kant, dos
funciones de una misma razón: la función teórica (que busca el núcleo racional tras la
corteza multicolor exteriorizada) y la función práctica (que hace real lo pensable,
entendiendo esto como un arte humano, como por ejemplo, el derecho).
No es cuestión de explicar el inicio del sistema hegeliano, pero quizás sean útiles unas
cuantas pinceladas: Hegel busca un principio absoluto e inmediato, que sea capaz de
generar su propia negación para así devenir. Debido a la imposibilidad de demostrar este
principio desde el inicio, la prueba deberá ser inmanente, es decir: el principio debe
demostrarse al final del sistema (lo que da a su filosofía ese aspecto cíclico, de donde
surge la crítica de que en realidad el sistema hegeliano no se mueve, no avanza sino que
sólo explicita, saca fuera-de-sí lo que ya daba por hecho desde el principio). Este principio
es el ser indiferenciado, igual a la nada indiferenciada, que logra la unidad traspasándose
a sí mismo en el devenir de la razón (es decir, en el tiempo).
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Lo importante en la filosofía de Hegel (que misteriosamente desaparece en Heidegger,
donde sólo queda el ser y el tiempo) es la nada, el aspecto negativo, la negación: la razón
no es total si no contiene la negación, es imposible que la totalidad pueda devenir si no se
une a la completa negatividad. La negatividad es lo único que puede añadirse al todo. La
negatividad, el límite, es lo que, en la filosofía de Hegel, da sentido al ser, lo diferencia y
concretiza, en definitiva, lo realiza. El ser sin límite es una totalidad indiferenciada,
inmediata, abstracta, igual a la nada. Es el traspasarse con el límite lo que hace al ser real.
Pero ¿quién pone ese límite? ¿Quién mueve al concepto? La dialéctica. La definición
clásica de dialéctica (hegeliana) es la de principio motor del concepto que genera y
disuelve las particularidades de lo universal. Sin esta temporalidad del concepto, sin
exteriorización (alienación) del ser, sin el regreso al ser desde el ser-otro, no existiría lo
concreto real sino sólo lo abstracto. Sólo la mediación realiza el ser. Pero este movimiento
dialéctico no lo inventa el concepto, no está (sólo) en la cabeza: la lógica está expresando
un proceso real. Hegel sólo extrae las formas lógicas de un movimiento que ocurre en la
realidad, todas las formas de ser llevan dentro de sí esta negatividad que determina su
movimiento (más tarde, Marx devolverá esta dialéctica a su terreno verdadero: el terreno
material e histórico). Aquí llegamos al punto central: ¿qué es y qué implica esta
negatividad? ¿Qué se está jugando cuando afirmamos que lo racional sólo puede
realizarse mediante una negatividad?
Primero, debemos comprender qué se está negando en la filosofía hegeliana: Hegel niega
el hecho inmediato para restablecer desde esa negación la verdad. Los hechos son el
conjunto de fracturas que impiden la totalidad y unidad de la razón, y estas fracturas
pueden ser traducidas, en definitiva, a una sola: la fractura ontológica entre sujeto y objeto.
Sólo en la razón los antagonismos entre sujeto y objeto se integran en la totalidad, la
verdad sólo podrá concretarse negando los hechos, negando el estado de cosas dado.
Sólo transformando la realidad podrá realizarse la razón: no se trata de interpretar, sino de
transformar. La tesis 11 sobre Feuerbach resuena aquí con toda su intensidad: la filosofía
es práctica, no fáctica. Esta negatividad da cabida a un proceso por el cual la razón se
adueña de la realidad al transformarla. Esta realidad ya era racional, sólo que no era
consciente de ello. Es la razón la que explicita el núcleo de racionalidad: el único problema
es que Hegel ya nos predice el resultado de antemano. La realidad está condenada a ser
cada vez más racional, no existen retrocesos en la historia hegeliana.
La dialéctica negativa vuela literalmente por los aires el orden establecido y legitimado por
la filosofía anterior. Los hechos no tienen ninguna autoridad, sino que han sido puestos por
el sujeto. Lo dado no posee ninguna justificación por sí mismo, sino que tiene que ser
justificado ante la razón. El esquema de Robespierre es el más adecuado para explicar
esta adecuación: si la realidad no encaja en la razón, se debe utilizar la guillotina para
recortar esos trozos de realidad que no encajen (por supuesto, la cabeza del rey era uno
de esos trozos. La cabeza de un rey no encaja en un orden racional). La razón aniquila “el
mundo seguro” y el sentido común. Este mundo seguro es para Hegel el estado inmediato
de los hechos, que la razón niega y a la vez supera. La negatividad es el preludio
necesario para eliminar la inmediatez en un hecho, para hacerlo devenir y hacerlo real. Se
trata, en la lógica hegeliana, de sacar de la identidad consigo mismo a un objeto: cuando
afirmamos que A es B, de algún modo hemos debido salir de A=A, el primer objeto A que
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se dice idéntico a B aparece distinto de sí mismo, existe como su otredad. El objeto A se
mueve, sale de sí mismo en el proceso de la identidad con B. Esta lógica es incompatible a
la petrificada lógica aristotélica (la crítica moderna hacia la Escolástica postaristotélica es
clara: la lógica formal planteada por Aristóteles en su Organon sólo habla de corrección y
no de verdad, no permite conocimiento, es un esquema vacío, un andamio incapaz de
síntesis, incapaz del proceso de conocimiento).
Sería interesante ligar la filosofía hegeliana a su contexto histórico, para observar más de
cerca hasta qué punto está legitimada la destrucción del orden social hacia un modelo de
sociedad más racional (y de este modo, entender que Marx tenía la guía para saltar desde
la anarquía de la producción a la producción autoconsciente, planificada y racional).
La filosofía hegeliana está ligada, como todo idealismo alemán, a los procesos
revolucionarios de Francia. Recordemos su precioso texto de juventud junto a Schelling y
Hölderlin, en el que saludaba la Revolución Francesa como el amanecer de la razón. El
desencanto hegeliano con el proceso revolucionario llega pronto. Hegel considera la
Revolución Francesa como una etapa necesaria del pasado europeo, pero ya no aplicable
a la actualidad alemana. Francia había tenido que cortar cabezas antes de educarlas, pero
eso ya no era necesario. El Espíritu absoluto de la Historia ya había sido desarrollado, y
Alemania no necesitaba ya pasar por la revolución. El modelo de Estado racional es un
modelo centralizado, basado en la igualdad, y con un modelo productivo absolutamente
racional (trabajo como subjetivación del objeto producido, como mediación del trabajador,
es decir, lo radicalmente opuesto a la alienación que criticaba Marx: el producto tiene que
subjetivarse para que el trabajador no se objetive). Un Estado fuerte opuesto al
contractualismo liberal (los contratos que hace la sociedad civil son de modelo comercial,
finitos y estratégicos, por lo que son insuficientes para construir un Estado), un Estado que
sea el gobierno absoluto de la Ley, en el que el individuo se identifique con el todo. El
modelo de Estado que propone Hegel como el más racional es el de monarquía. Y, por
supuesto, este Estado racional ya había llegado a Alemania.
Aquí es donde algo comienza a chirriar: Hegel pasará a afirmar, desde su filosofía del
Derecho, que Alemania ya está preparada para ser el último pueblo, el Volk racional. Hegel
traza una filosofía total (recordemos que la filosofía era la última piedra de su sistema de
ciencias), la filosofía ha terminado. Hegel ha analizado la historia en términos de lucha, de
negación, de contradicciones, y ha desembocado en la totalidad de la razón, en el fin de
las luchas, de las contradicciones, en la unidad del Espíritu. Sólo queda una filosofía: la de
Hegel, el último filósofo.
Y aquí está el punto clave: Hegel, intentando justificar y sostener el orden social desde su
final de la historia, da la pauta para su demolición y crítica filosófica. Hegel demostró que
la negatividad no era la distorsión de la verdadera esencia de una cosa, sino su misma
esencia. Hegel demostró que las crisis, las luchas, los colapsos, las aniquilaciones, no eran
accidentes ni perturbaciones externas a un progreso positivo: las crisis manifiestan la
naturaleza misma de las cosas, y sólo desde las crisis se puede entender un sistema
social. El daño que Hegel hizo contra el orden social fue incalculable e irreparable. Hegel
llenó la universidad de jóvenes revolucionarios (que fueron echados a patadas cuando se
le concedió el rectorado a un decrépito Schelling, único que podía plantear un sistema
distinto al hegeliano y frenar ese hedor a hegelianismo que desprendían las facultades).
No sabemos si Hegel pretendía demoler el orden social con su filosofía, o si lo hizo sin ese
propósito. La dialéctica negativa era esa grieta insobornable que amenazaba con arrasar
el sistema de privilegios que los explotadores habían edificado. La dialéctica negativa es
ese martillo que podemos ver perfectamente en Das Kapital, es esa muerte del viejo
mundo que espera impaciente un nuevo amanecer. Es la certeza de que las
potencialidades del género humano sólo pueden desarrollarse mediante la muerte del
orden social que originaron estas potencialidades. En definitiva, es la expresión de que la
contradicción es el motor real del proceso, y la crisis la única forma de entenderlo.
Era fácil, sólo había que demostrar que la filosofía no había terminado aún. Sólo había que
darle cuerda de nuevo a la contradicción, y reanudar la historia por donde Hegel la había
detenido. Si se podía “hacer filosofía después de Hegel” era porque la historia no se había
detenido (al igual que se puede hacer historia después de Fukuyama). El método que dio
Hegel fue la pesadilla para los poderosos. Hegel intentó calmar el espíritu revolucionario de
la única forma que supo: afirmando que la época de las contradicciones, de las crisis,
había terminado. Que la historia había llegado a su fin, que su filosofía era total. La teoría
coincidía con la realidad. Pero fue incapaz de convencer a esa juventud revolucionaria que
hincaba codos y soñaba con transformar el mundo. La sola existencia del proletariado
destruía esa totalidad de la razón construida por Hegel, el proletariado expresa la
negatividad total, por padecer el sufrimiento y la injusticia universal.
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