amor Víctor H. Palacios Cruz Escritor y profesor de la USAT
Qué difícil que coincidan los momentos y las definiciones,
la vida y su perfecta comprensión. No se ve la figura del camino que no se ha terminado. «Sólo tenemos palabras para aquello que ya está muerto en nuestros corazones», decía Nietzsche. La felicidad o el amor son palabras provisionales que designan aquello para lo que siempre nos estamos preparando y para lo que quizá la vida no alcanza. Y, sin embargo, recuerda san Juan de la Cruz, «a la tarde te examinarán en el amor». A veces parecemos insectos alelados por la luz de un farol. Pero son miles las señales que ahora nos alumbran. Hace mucho que el comercio salió del almacén para llenar el aire y agitar toda cotidianidad. En las calles y pantallas compiten ferozmente los diversos nombres de la dicha. Como ellos, los gestos y conductas se han vuelto breves y enfáticos; hasta los afectos tienen ese fulgor fugitivo de los anuncios de televisión. Cada vez tenemos menos relación con lo que somos. Nos aterra la pausa y la soledad, ese quedarse un rato dentro para repasar el día, examinar el alma y aferrar lo que somos. Cada vez sabemos menos cómo se llaman las cosas que nos pasan. Terrible, pues cuando la vida deja de ser sentida se pierde el sentido de la vida. Por ello, no extraña que el amor se haya vuelto más una “experiencia” que un proyecto. Que nos atraiga incluso la pasión vehemente como un deporte de riesgo para el sistema nervioso. El fino observador que era Marcel Proust escribió: “Tras la ruptura, el que más habla es quien menos amaba”. Qué fácilmente se pronuncia el “te quiero”, qué distinto suena en la boca adolescente y en la ronca voz de quienes celebran las décadas fieles de su unión. “¡El amor, sentimiento tan dulce!”, dice el arrebato de una chica que olvida que el sentimiento es sólo un estado de ánimo, eventual y pasajero. El amor genera sentimientos, que son como intensidades superficiales que arponan el interior. Pero el amor es más bien con-sentimiento. De hecho, causa también emociones ingratas como la ansiedad del que espera a que ella llegue, la angustiosa añoranza de la ausencia o el pesar que produce el dolor del otro. El amor no es tampoco una atracción, ese centelleo que nos toma por asalto y cuyo origen nos intriga. Puedo hojear una revista y detenerme embelesado ante un rostro de modelo. Para enamorarme deben pasar, sin embargo, otras cosas. Ortega y Gasset describía el enamorarse como un “encantamiento”. No nos fijamos tanto en una cara o una voz, sino en lo que éstas nos sugieren, en esa interioridad más imaginada que real que se extiende a partir de estas señales. Se trata de una imantación menos física que psicológica, aunque lo visible haga la llamada, porque, al fin y al cabo, el cuerpo es nuestro natural modo de aparecer en el mundo ante los otros. No obstante, amamos personas, por lo que no existe el amor a primera vista, pues no se conoce nunca a una persona a primera vista. Sí, amamos personas, no cualidades. Elegir a alguien por su inteligencia o su belleza, es atar el afecto a unos dones que el tiempo puede mudar. Sería, en realidad, una fijación interesada. Contra lo que creemos, no nos atrae lo perfecto e inmutable. Colmado por las atenciones de la enamorada Calypso, Ulises prefirió reanudar su largo retorno a Ítaca y a los brazos de Penélope. El portugués J. M. Eça de Queirós imagina las excusas del héroe de Homero en el cuento “Perfección”: “¡Oh, diosa, no te escandalices!, mi corazón saciado ya no soporta esta paz, esta dulzura y esta belleza inmortal. Considera, oh diosa, que en ocho años nunca vi el follaje amarillear y caer. Nunca tu rostro se iluminó con una alegría; ni de tus ojos verdes rodó una lágrima; ni golpeaste el pie, con ira impaciente, ni gimiendo con un dolor te extendiste en el lecho blando. Y así traes inutilizadas todas las virtudes de mi corazón, pues tu divinidad no permite que yo me congratule contigo, te consuele y te tranquilice.” Lo que demuestra que buscamos no la satisfacción sino el sentido. Y el sentido lo dan más que las posesiones las búsquedas, los anhelos más que lo acabado. Tampoco nos cautiva una persona por lo que es, sino por lo que puede ser y por lo que uno puede ser a su lado. El amor es una invitación que nos hacemos a vivir junto a otra vida. Aclara C. S. Lewis que ello no significa compartir todo el tiempo cama y mesa. Amar es elegir con quien estar dispuesto a lavar la vajilla, hacer el mercado y soportarse juntos. Las fiestas y el cine son los lugares donde todos somos guapos. Pero los lugares más prosaicos son aquellos donde verdaderamente existimos, donde aparece y cuaja la individualidad que uno es. Tal vez aquello que comienza y que aguardamos cuando nos enamoramos está en las sencillas palabras de Robert Louis Stevenson: “el amor es una larga conversación”. El amor, decía Rilke, es el hecho de que dos soledades se reúnan para crecer juntas. Cómo amar si no tenemos algo que ofrecer, una interioridad hecha, un mundo cultivado. Soledades que armonizan, claro. Y la armonía es siempre semejanza y diferencia. Dos seres totalmente diferentes no podrían entenderse; dos seres totalmente semejantes no tendrían de qué hablar. La diferencia hace que el tú ensanche lo que somos. La semejanza es la certeza de hallarse sobre el mismo horizonte, de ahí que sea pernicioso confundir el amor con la admiración o la compasión. En ambos casos se filtran esquemas de dominio o sumisión, que destruyen tarde o temprano la simetría de la relación. Finalmente, sería injusto afirmar que amamos sólo por la presión de nuestra debilidad individual o la de alguna conveniencia colectiva. Ello sería instrumentalizar a la pareja. Escoger a alguien para realizar un fin social, por elevado que éste sea, no se condice con el amar a la persona por sí misma. Tampoco amamos sólo con la expectativa de ser compensados y perfeccionados. El amor de pareja, como el de los amigos, no es sólo el resultado de una carencia, sino también la conmovedora consecuencia de que cada individuo humano es una dádiva.